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sábado, 25 de abril de 2009

LEGADOS MACABROS -- RECOPILACION

LEGADOS
MACABROS
---
ÍNDICE
Calaveras en las estrellas, Robert E. Howard
Los tres centavos marcados, Mary Elizabeth Counselman
El que tenía alas, Edmond Hamilton
La distorsión que vino del espacio, Francis Flagg
La suprema abominación, Clark Ashton Smith y Lin Carter
Retransmision eterna, Eric Frank Russell
El que esquivaba las balas, Ray Bradbury
El beso siniestro, Robert Bloch y Henry Kuttner
El superviviente, H. P. Lovecraft y August Derleth
-----
CALAVERAS EN LAS ESTRELLAS
Robert E. Howard
El contó cómo caminan sobre la tierra asesinos
bajo la maldición de Caín, con nubes rojas velando sus ojos
y llamas alrededor de su cerebro: porque la sangre ha dejado sobre sus almas
su estigma eterno.
HOOD

Dos caminos conducen a Yorkertown. Uno, la ruta más corta y más directa, atraviesa
un páramo elevado y árido, y el otro, que es mucho más largo, sigue las vueltas de su
sinuoso curso entre las colinas y los cenagales de los pantanos, bordeando las colinas
bajas por el este. Era un sendero peligroso y solitario; por eso Solomon Kane se detuvo
asombrado cuando un joven casi sin aliento, procedente de la aldea que acababa de
dejar, lo alcanzó y le imploró por el amor de Dios que tomara el camino del pantano.
1
—¡El camino del pantano!— Kane miró fijamente al muchacho.
Era un hombre alto y delgado, era Solomon Kane, con su rostro sombríamente pálido y
sus profundos ojos taciturnos ensombrecidos aún más por el traje puritano que vestía, de
color marrón oscuro.
—Sí, señor, es más seguro— respondió el jovencito a su sorprendida exclamación.
—Entonces el camino del páramo debe ser frecuentado por el mismo Satanás, porque
los de tu aldea me advirtieron que no atravesara el otro.
—Es por los cenagales, señor, que usted no podría ver en la oscuridad. Más vale que
vuelva a la aldea y continúe su viaje por la mañana, señor.
—¿Tomando el camino del pantano?
—Sí, señor.
Kane se encogió de hombros y meneó la cabeza: —La luna sale casi al mismo tiempo
que termina el crepúsculo. Con su luz puedo llegar a Yorkertown en pocas horas,
cruzando el páramo.
—Señor, es mejor que no lo haga. Nunca va nadie por ese camino. No hay ninguna
casa en el páramo, mientras que en el pantano está la casa del viejo Ezra que vire allí
completamente solo desde que su primo loco, Gideon, se perdió y murió en el pantano y
nunca fue encontrado; y el viejo Ezra, aunque es un avaro, no le negaría hospedaje si
usted decidiera detenerse hasta la mañana. Ya que usted tiene que ir, más vale que vaya
por el camino del pantano.
Kane clavó una mirada penetrante en el muchacho. Este se movió, molesto, y restregó
los pies.
—Puesto que este camino del páramo es tan difícil para los viajeros —dijo el puritano—
¿por qué los aldeanos no me contaron toda la historia, en vez de tanto vano palabrerío?
—Los hombres no quieren hablar de eso, señor. Esperábamos que usted tomara el
camino del pantano después que los hombres se lo aconsejaron; pero cuando lo
observamos y vimos que usted no doblaba en la encrucijada, me mandaron que corriera
tras de usted y le suplicara que lo piense de nuevo.
—¡En nombre del Demonio! —exclamó vivamente Kane, mostrando su irritación con el
desacostumbrado juramento—; el camino del pantano y el camino del páramo, ¿qué es lo
que me amenaza y por qué debo apartarme varias millas de mí camino y exponerme a los
pantanos y cenagales?
—Señor —dijo el muchacho, bajando la voz y acercándose—, somos unos simples
aldeanos que no queremos hablar de esas cosas para que no nos alcance la desgracia;
pero el camino del páramo es un sendero maldito y no ha sido atravesado por ningún
hombre de la región desde hace un año o más. Andar por esos páramos de noche
equivale a morir, como lo comprobaron una cantidad de infortunados. Algún horror
maligno frecuenta el camino y reclama hombres como víctimas.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso?
—Nadie lo sabe. Nadie que lo haya visto ha vivido para contarlo, pero viajeros
retrasados han oído una terrible risa muy lejos sobre el pantano y hay quienes han
escuchado los horribles gritos de sus víctimas. Señor, en nombre de Dios, vuelva a la
aldea, pase allí la noche, y tome mañana el sendero del pantano para Yorkertown.
Muy adentro de los sombríos ojos de Kane había comenzado a brillar una luz
centellante, como los reflejos de la antorcha de una bruja bajo varias brazas de hielo gris.
Su sangre se aceleró. ¡La aventura! ¡La tentación de exponer la vida y luchar! ¡La
emoción del drama excitante y peligroso! No es que Kane comprendiera así sus
sensaciones. Creía sinceramente que expresaba sus reales sentimientos cuando dijo: —
Estos hechos son obra de alguna fuerza del mal. Los señores de las tinieblas han lanzado
una maldición sobre la región. Hace falta un hombre fuerte para combatir a Satanás y a su
poder. Por eso voy yo, que lo he desafiado muchas veces.
—Señor —comenzó el muchacho, cerrando luego la boca cuando vio la inutilidad de
sus argumentos. Solo agregó: —Los cadáveres de las víctimas están golpeados y
despedazados, señor.
Y se quedó quieto en la encrucijada, suspirando con pena mientras contemplaba la
figura alta y de largos miembros que se internaba en las curvas del camino que llevaba
hacia los páramos.
El sol se ponía cuando Kane cruzó la cima de la cuesta baja que desembocaba en el
marjal de las tierras altas.
Inmenso y de color rojo sangre, se hundía detrás del sombrío horizonte de los
páramos, como si tocara la espesa hierba con fuego; de modo que por un momento el
observador parecía estar contemplando un mar de sangre. Luego las sombras tenebrosas
se fueron deslizando desde el este, el resplandor del oeste se apagó, y Solomon Kane
penetró audazmente en las tinieblas crecientes.
La senda era borrosa por falta de uso, pero estaba claramente definida. Kane iba
rápidamente pero con cautela, con la espada y las pistolas a mano. Las estrellas titilaban
y el viento nocturno soplaba entre la hierba como lamentos de espectros. La luna empezó
a salir, enjuta y macilenta, como una calavera entre las estrellas.
Entonces, de repente, Kane se detuvo bruscamente. Desde alguna parte delante de él
resonó un extraño y pavoroso eco, o algo parecido a un eco. Y de nuevo, esta vez más
fuerte. Kane reanudó la marcha nuevamente. ¿Lo estaban engañando sus sentidos? ¡No!
Muy lejos, resonó el rumor de una espantosa risa. Y de nuevo, esta vez más cerca.
Ningún ser humano rió jamás de ese modo; no había allí alegría, solo odio y horror, y un
terror que partía el alma. Kane se detuvo. No tenía miedo, pero durante un segundo
estuvo casi acobardado. Entonces, abriéndose paso entre esa espantosa risa, llegó el
sonido de un alarido que era indudablemente humano. Kane reanudó la marcha,
apurando el paso. Maldijo las luces engañosas y las sombras fluctuantes que cubrían el
páramo a la luna naciente, y que volvían imposible la vista exacta. La risa continuaba,
haciéndose más fuerte, lo mismo que los alaridos. Entonces sonó débilmente el redoble
de unos frenéticos pies humanos. Kane se lanzó a correr.
Algún ser humano estaba siendo cazado a muerte allá en el marjal, y solo Dios sabía
en qué horrible forma. El ruido de los veloces pies se detuvo abruptamente y los alaridos
aumentaron en forma insoportable, mezclados con otros sonidos innominables y
espantosos. Evidentemente el hombre había sido atrapado, y Kane, sintiendo un
hormigueo en su carne, pudo observar un horrible demonio de las tinieblas agazapado
sobre la espalda de su víctima, agazapado y furioso.
Entonces se oyó claramente el ruido de una terrible y corta lucha a través del abismal
silencio del marjal y los pasos recomenzaron, ahora torpes e irregulares. Los alaridos
continuaban, pero con un gorgoteo entrecortado. Un sudor frío cubrió la frente y el cuerpo
de Kane. Esto era una acumulación de horror sobre horror de una manera intolerable.
¡Dios, un momento de claridad! El espantoso drama se estaba desarrollando a muy
corta distancia de él, a juzgar por la facilidad con que le llegaban los sonidos. Pero esa
infernal penumbra velaba todo con sombras cambiantes, de modo que los páramos
parecían una bruma de espejismos borrosos, y los árboles y arbustos achaparrados
parecían gigantes.
Kane gritó, haciendo lo posible por aumentar la velocidad de su marcha. Los gritos del
desconocido se convirtieron en un espantoso chillido agudo; hubo nuevamente ruido de
lucha, y entonces de las sombras de las altas hierbas una cosa emergió tambaleándose
—una cosa que alguna vez había sido un hombre— una cosa espantosa, cubierta de
sangre, que cayó a los pies de Kane, se retorció, se arrastró y levantó su terrible rostro a
la luna naciente, farfulló, gimió, y cayó nuevamente, y murió ahogado en su propia sangre.
La luna estaba alta ahora, y la luz era mejor. Kane se inclinó sobre el cuerpo, que yacía
rígido en su mutilación, y se estremeció, cosa extraña en él, que había visto los
procedimientos de la Inquisición española y de los cazadores de brujas.
Algún caminante, supuso. Entonces, como una mano de hielo sobre su espina dorsal:
se dio cuenta de que no estaba solo. Alzó la vista, penetrando con sus fríos ojos las
sombras de las cuales había salido tambaleando el muerto. No vio nada, pero supo —
sintió— que otros ojos le devolvían la mirada, unos ojos terribles que no eran de este
mundo. Se enderezó y sacó una pistola, esperando. La luz de la luna se extendió como
un lago de pálida sangre sobre el páramo, y los árboles y las hierbas adquirieron su
tamaño propio.
Las sombras se disiparon, y Kane ¡vio! Al principio creyó que era solo una sombra de
bruma, un fuego fatuo de la niebla del páramo que ondulaba en las altas hierbas, delante
de él. Miró fijamente. Otro espejismo, pensó. Entonces la cosa empezó a tomar forma,
vaga y confusa. Dos horribles ojos brillaban en ella, ojos que contenían todo el horror que
es la herencia del hombre desde las terribles épocas primordiales, ojos horribles e
insanos, con una insanidad que trascendía la insanidad terrenal. La forma de la cosa era
brumosa y vaga, una espeluznante imitación de la forma humana, semejante a ella, pero
horriblemente distinta. A través de ella se distinguían claramente la hierba y los matorrales
situados más allá.
Kane sintió el fuerte latido de la sangre en sus sienes, a pesar de estar frío como el
hielo. Cómo un ser tan inestable como ese que ondulaba ante él podía dañar físicamente
a un hombre era algo que no llegaba a comprender, aunque el sangriento horror que
yacía a sus pies pudiera dar mudo testimonio de que el demonio podía actuar con un
terrible efecto material.
De una cosa estaba seguro Kane: no sería cazado a través de los sombríos páramos,
ni gritaría y huiría para ser derribado una y otra vez. Si tenía que morir, moriría donde
estaba, recibiendo los golpes de frente. En ese momento se abrió una indefinida y
espantosa boca y estalló nuevamente la risa demoníaca, estremeciendo el alma por su
proximidad. Y en medio de esa amenaza de muerte, Kane apuntó cautelosamente su
larga pistola e hizo fuego. Un furioso aullido de rabia y de burla respondió al estampido, y
la cosa lo atacó como una sábana de humo flotante, con largos e indefinidos brazos
extendidos para derribarlo.
Kane, moviéndose con la dinámica velocidad de un lobo famélico, disparó su segunda
pistola con idéntico resultado, sacó su largo estoque de la vaina y tiró una estocada al
centro del brumoso atacante. La hoja zumbó cuando lo atravesó limpiamente, sin
encontrar resistencia sólida, y Kane sintió que dedos helados agarraban con fuerza sus
miembros, y garras bestiales rasguñaban sus ropas, y debajo de ellas su piel.
Soltó la espada inservible y trató de forcejear con su enemigo. Era como luchar contra
una bruma fluctuante, o una sombra flotante provista de garras como puñales. Sus
enfurecidos golpes chocaban con el aire vacío, sus brazos inútilmente poderosos, en cuyo
abrazo habían muerto hombres fuertes, barrían la nada y apretaban el vacío. Nada era
sólido ni real, excepto los dedos simiescos y desollantes, con sus garras curvas, y los
enloquecidos ojos que ardían en las estremecidas profundidades de su alma.
Kane se dio cuenta de que estaba realmente en una situación desesperada. Sus ropas
ya caían en jirones y sangraba de una veintena de heridas profundas. Pero no se
acobardó, y la idea de huir no pasó por su mente. Nunca había huido de un enemigo solo,
y si se le hubiera ocurrido la idea se habría sonrojado de vergüenza. Vio que su situación
no tenía otra salida que dejar su esqueleto yaciendo allí junto a los restos de la otra
víctima; pero la idea no lo aterrorizaba. Su único deseo era pelear lo mejor que pudiera
antes que llegara el fin, y, si podía, infligir algún daño a su sobrenatural enemigo.
Sobre el cuerpo despedazado del muerto, el hombre luchaba contra el demonio bajo la
pálida luz de la luna nacieron todas las ventajas de la parte del demonio, excedo una. Y
ésta bastaba para superar a todas las demás. Ya que si el odio abstracto puede convertir
en substancia material a una cosa fantasmal, ¿no puede acaso el valor, igualmente
abstracto, constituir una arma concreta para combatir a ese fantasma?
Kane peleó con sus brazos, sus pies y sus manos, y finalmente se dio cuenta de que el
fantasma comenzaba a ceder ante él, y que la espantosa risa se trasformaba en alaridos
de furia contrariada. Porque la única arma del hombre es el valor que no retrocede ante
las puertas del mismo infierno, y al que ni siquiera las legiones del infierno pueden hacer
frente.
Kane no sabía nada de esto; solo sabía que las garras que lo rasguñaban y laceraban
parecían volverse cada vez más débiles y vacilantes, y que una feroz luminosidad crecía
cada vez más en los horribles ojos. Bamboleándose y jadeando, se lanzó sobre la cosa, la
aferró al fin y la arrojó, y mientras rodaban por el páramo y la cosa se retorcía y replegaba
sus miembros como una serpiente de humo, su carne hormigueó y sus cabellos se
erizaron, porque comenzó a comprender lo que aquélla farfullaba.
No oyó y comprendió como un hombre oye y comprende el habla de un hombre, sino
que los terribles secretos que le comunicó entre susurros, gemidos, y silencios que eran
gritos, deslizaron dedos de hielo en su alma, y entonces él supo.
2
La cabaña del viejo Ezra, el avaro, se alzaba junto al camino en el centro del pantano,
medio oculta por los sombríos árboles que crecían a su alrededor. Las paredes se
pudrían, el techo se desmoronaba, y unos hongos gigantes, grandes, pálidos y verdes, se
adherían a ella y se retorcían alrededor de las puertas y ventanas, como si trataran de
espiar el interior. Los árboles se encorvaban sobre la cabaña y sus grises ramas se
entrelazaban de tal modo que parecía estar agazapada en la penumbra como un
monstruo enano, por encima de cuyos hombros miraran maliciosamente ogros.
El camino que se enroscaba en el pantano, entre tocones podridos, colinas cubiertas
de espesa vegetación, y estanques y ciénagas espumosos, infestado de reptiles,
serpenteaba frente a la cabaña. Muchos pasaban en aquellos días por ese camino; pero
pocos veían al viejo Ezra, excepto la vislumbre de un rostro amarillento, que aparecía en
las ventanas cubiertas de hongos, como un repugnante hongo él mismo.
El viejo Ezra, el avaro, compartía gran parte de las características del pantano, porque
era gruñón, encorvado y hosco; sus dedos eran como garras de plantas parásitas y sus
cabellos caían como musgo parduzco sobre ojos acostumbrados a la lobreguez de las
tierras pantanosas. Los ojos eran como los de un muerto; y, sin embargo, sugerían
profundidades abismales y repugnantes como los lagos muertos de la zonas pantanosas.
Estos ojos observaron al hombre detenido frente a su cabaña. El hombre era alto,
delgado y enigmático; su rostro, macilento; tenía marcas de garras; y los brazos y piernas,
vendados. Un poco atrás de este hombre se encontraba una cantidad de aldeanos.
—¿Tú eres Ezra, el del camino del pantano?
—Sí. ¿Qué quieres tú de mí?
—¿Dónde está tu primo Gideon, el joven demente que habitaba contigo?
—¿Gideon?
—Sí.
—Se internó en el pantano y nunca regresó. Sin duda se extravió y fue atacado por los
lobos o murió en un cenagal o fue picado por una víbora.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Más de un año.
—Así es. Escucha, Ezra el avaro. Poco después de la desaparición de tu primo, un
campesino, al volver a su casa atravesando los páramos, fue atacado por un demonio
desconocido y despedazado, y a partir de entonces cruzar esos páramos significó la
muerte. Primero, gente de la región; luego, extranjeros que recorrían el pantano, cayeron
en las garras de la cosa. Muchos hombres han muerto, desde el primero. Anoche crucé
los páramos, y escuché la huida y persecución de otra víctima, un extranjero que no
conocía el mal de los páramos. Ezra, el avaro, era una cosa espantosa, porque el
desventurado logró zafarse dos veces del demonio, terriblemente herido, y las dos veces
el demonio lo atrapó y lo derribó nuevamente. Y finalmente cayó muerto a mis propios
pies, ultimado en una forma que helaría la estatua de un santo.
Los aldeanos se movieron con inquietud, y murmuraron con temor unos a otros, y los
ojos del viejo Ezra miraron furtivamente. Sin embargo, la sombría expresión de Solomon
Kane no se alteró, y su mirada de cóndor pareció atravesar al avaro.
—¡Sí! ¡Sí! —murmuró el viejo Ezra apresuradamente—. ¡Una cosa mala, una cosa
mala! Pero, ¿por qué me cuentas esto a mí?
—Sí, es una cosa triste. Escucha aún más, Ezra. El demonio surgió de entre las
sombras, y yo luché con él, sobre el cuerpo de su víctima. Sí, cómo lo vencí, no sé,
porque el combate fue difícil y largo; pero las potencias del bien y de la luz estaban de mi
parte, y son más poderosas que las potencias del infierno.
»Finalmente fui el más fuerte, y eso se separó de mí y escapó, y yo lo perseguí sin
resultado. Sin embargo, antes de escapar murmuró una monstruosa verdad.
El viejo Ezra miró con asombro, desatinadamente, pareció encogerse dentro de sí
mismo.
—No, ¿por qué me cuentas eso? —murmuró.
—Volví a la aldea y conté mi relato —dijo Kane— porque supe que tenía entonces el
poder de librar los páramos de su maldición para siempre. Ezra, ven con nosotros.
—¿Adonde? —jadeó entrecortadamente el avaro.
—Al roble podrido que hay en los páramos.
Ezra tambaleó como si lo hubieran golpeado; gritó incoherentemente y se dio a la fuga.
Al instante, y a la severa orden de Kane, dos fuertes aldeanos se abalanzaron sobre el
avaro y se apoderaron de él. Arrancaron la daga de su débil mano, y le ataron los brazos,
estremeciéndose al tocar con los dedos su viscosa carne.
Kane les hizo señas para que lo siguieran, y volviéndose inició la marcha, seguido por
los aldeanos, que tuvieron que emplear toda su fuerza para llevar consigo al prisionero.
Fueron atravesando el pantano, tomando una senda poco usada que iba por sobre las
colinas bajas y salía a los páramos.:
El sol se ponía en el horizonte y el viejo Ezra fijó la vista en él con ojos salientes: fijó la
vista como si no pudiera ver lo suficiente. A lo lejos, en los páramos, se alzaba el gran
roble como una horca, ahora solo una cáscara podrida. Allí se detuvo Solomon Kane.
El viejo Ezra se retorció en el puño de su aprehensor y emitió unos ruidos inarticulados.
—Hace más de un año —dijo Solomon Kane—, tú, temiendo que tu insano primo
Gideon contara a la gente tus crueldades con él, lo trajiste desde el pantano por la misma
senda por la que vinimos, y lo asesinaste aquí de noche.
Ezra se encogió y gruñó: — ¡Tú no puedes probar esa mentira!
Kane dijo unas pocas palabras a un ágil aldeano. El joven trepó por el tronco podrido
del árbol, y de una hendidura situada muy arriba extrajo algo que cayó ruidosamente a los
pies del avaro. Ezra perdió la firmeza, profiriendo un terrible alarido.
El objeto era el esqueleto de un hombre, con el cráneo partido.
—Tú, ¿cómo supiste de esto? ¡Tú eres Satanás!— farfulló el viejo Ezra.
Kane se cruzó de brazos. —La cosa con la que peleé anoche me dijo esto mientras
combatíamos, y yo lo seguí hasta este árbol. ¡Porque el demonio es el fantasma de
Gideon!
Ezra gritó de nuevo y luchó fieramente.
—Sabías —dijo Kane sombríamente—, sabías qué cosa era el autor de estos hechos.
Temías al fantasma del loco, y por eso optaste por dejar su cuerpo en el fangal en vez de
esconderlo en el pantano. Porque sabías que el fantasma rondaría el lugar de su muerte.
Era loco mientras vivía, y al morir no supo dónde encontrar a su matador; de otro modo,
hubiera ido por ti a tu cabaña. El no odia a nadie más que a ti; pero su espíritu confundido
no puede distinguir a un hombre de otro, y mata a todos, para no dejar escapar a su
asesino. Sin embargo te conocerá y descansará en paz para siempre, a partir de ese
momento. El odio ha convertido a ese fantasma en una cosa sólida que puede desgarrar y
matar, y aunque él te temía terriblemente cuando estaba vivo, en la muerte él no te teme.
Kane cesó de hablar. Miró de soslayo al sol.
—Todo esto lo supe por el fantasma de Gideon, en sus gemidos, sus susurros y sus
silencios que eran gritos. Solo tu muerte apaciguará a ese espíritu.
Ezra escuchó en un silencio expectante y Kane pronunció las palabras de su sentencia.
—Es una cosa difícil —dijo Kane sombríamente— que un hombre sea condenado a
muerte a sangre fría y en una forma como aquella en que estoy pensando; pero tú debes
morir para que otros vivan, y Dios sabe que mereces la muerte.
«No morirás por la horca, la bala o la espada, sino en las garras de aquél a quien
asesinaste: porque nada más lo podrá saciar».
Ante estas palabras el cerebro de Ezra estalló, sus rodillas cedieron y cayó
arrastrándose y pidiendo a gritos la muerte, suplicándoles que lo quemaran en la hoguera,
que lo desollaran vivo. El rostro de Kane estaba rígido como la muerte, y los aldeanos,
despertada su crueldad por el miedo, ataron al ululante infeliz al roble, y uno de ellos lo
invitó a reconciliarse con Dios. Pero Ezra no dio respuesta, gritando agudamente con
insoportable monotonía. Entonces el aldeano quiso golpear al avaro en la cara, pero Kane
lo detuvo.
—Déjalo que haga las paces con Satanás, con quien es más probable que vaya a
encontrarse —dijo torvamente el puritano—. Está por ponerse el sol. Aflojad las cuerdas
para que pueda moverse libremente en la oscuridad, ya que es mejor encontrar la muerte
libre y sin trabas que atado como un sacrificado.
Al volverse para dejarlo, el viejo Ezra gimió y farfulló sonidos no humanos, y luego
quedó en silencio, con la vista fija en el sol con terrible intensidad.
Se marcharon cruzando el marjal, y Kane echó una última mirada a la grotesca forma
atada al roble, que parecía a causa de la incierta luz un gran hongo crecido en el tronco. Y
repentinamente el avaro gritó espantosamente: — ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Hay calaveras en las
estrellas!
—La vida fue buena para él, aunque era gruñón, avaro y maligno —suspiró Kane—;
quizá Dios tenga para esas almas un lugar donde el fuego y el sacrificio las purifiquen de
sus impurezas, así como el fuego limpia de hongos el bosque. Sin embargo mi corazón
está triste dentro de mí.
—No, señor —habló uno de los aldeanos—, usted no ha hecho más que la voluntad de
Dios, y lo que va a ocurrir esta noche solo producirá bien.
—No —respondió tristemente Kane—. No lo sé. No lo sé.
El sol se había ocultado y la noche se extendía con pasmosa rapidez, como si grandes
sombras fueran descendiendo desde vacíos desconocidos para cubrir el mundo con
precipitada oscuridad. A través de la oscura noche llegó un eco horripilante, y los hombres
se detuvieron y se volvieron para mirar el camino que habían recorrido.
No se podía ver nada. El páramo era un océano de sombras y las altas hierbas se
inclinaban alrededor de ellos en largas ondulaciones ante el débil viento, rompiendo la
mortal quietud con intensos susurros.
Entonces en lontananza el disco rojo de la luna apareció sobre el marjal, y por un
instante una horrenda silueta se recortó tétricamente sobre él. Una forma huía cruzando la
cara de la luna, una cosa grotesca y encorvada cuyos pies apenas parecían tocar el
suelo; y detrás, muy cerca, corría una cosa como una sombra flotante, un horror sin
nombré, sin forma.
Durante un instante los dos corredores se destacaron claramente contra la luna; luego
se confundieron en una masa informe e innominable, y desaparecieron en las sombras.
Por todo el marjal resonó el estallido de una sola y terrible carcajada.
LOS TRES CENTAVOS MARCADOS
Mary Elizabeth Counselman

Todos estuvieron de acuerdo, después que pasó, en que todo el asunto era la idea de
una mente retorcida, un ajedrez jugado por un loco, en el que las piezas, en vez de trozos
de marfil o de ébano tallados, eran seres humanos.
Lo extraño es que nadie dudara de la autenticidad del «concurso». El público no parece
haberlo considerado en ningún momento como la jugarreta de un activo bromista, ni
siquiera como una maniobra publicitaria. Jeff Haverty, director del News, propuso la teoría
de que el asunto pretendía ser un inteligente, aunque bastante bien planeado experimento
psicológico, el cual terminaría con la revelación de la identidad de su inventor y una gran
carcajada de todo el inundo.
Tal vez lo que dio al hecho tan amplia trascendencia fue el impactante modo de
anunciar. Branton, la ciudad sureña de unos 30.000 habitantes donde aconteció el
suceso, despertó una mañana de abril con todos sus árboles, postes de teléfono,
costados de las casas y frentes de las tiendas cubiertos con un extraño cartel. Había
veintenas de ellos escritos en papel copia amarillo en una máquina de escribir común. El
cartel decía:
»En el curso de este día, 15 de abril, tres monedas de un centavo se deslizarán en los
bolsillos de esta ciudad. En cada centavo habrá una marca bien definida. Una es un
cuadrado; una es un círculo; y una es una cruz. Estos centavos cambiarán de mano
muchas veces, como todas las monedas, y el séptimo día después de este anuncio (el 21
de abril) el poseedor de cada centavo marcado recibirá un regalo.
»El primero: 100.000 dólares en efectivo.
»El segundo: un viaje alrededor del mundo.
»El tercero: la muerte.
»La respuesta a este acertijo se encuentra en las marcas de las tres monedas: círculo,
cuadrado y cruz. ¿Cuál de éstas simboliza riqueza? ¿Cuál, el viaje? ¿Cuál, la muerte? La
respuesta no es tan obvia.
»Al que encuentre y obtenga el primer centavo, se le enviarán 100.000 dólares sin
demora. Al que tenga el segundo centavo, se le dará un pasaje de primera clase en el
primer buque de vapor que salga a dar la vuelta al mundo. Pero al poseedor de la tercera
moneda marcada se le dará... muerte. Si teméis que vuestro centavo sea el tercero,
deshaceos de él... ¡pero puede que sea el primero o el segundo!
»Mostrad vuestro centavo marcado al director del New el 21 de abril, dando su nombre
y dirección. El no sabrá nada sobre este concurso hasta que no lea uno de estos carteles.
Se le solicita que publique los nombres de los tres poseedores de las monedas el 21 de
abril, con la marca de la moneda que cada uno tenga.
»Será inútil marcar una moneda uno mismo, ya que las fechas de las verdaderas
monedas serán enviadas al editor Haverty».
Al mediodía todo el mundo había leído la noticia, y la ciudad hervía de agitación. Los
cajeros empezaron a revisar el contenido de los cajones de las cajas registradoras. Las
manos revolvieron los bolsillos y los monederos. Las tiendas y los bancos se llenaron de
clientes que querían cambiar monedas de plata por centavos.
Jeff Haverty fue el blanco de una andanada de preguntas, y su edición vespertina
apareció con un largo editorial que informaba todo lo que él sabía sobre el misterio, o sea
exactamente nada. Esa mañana había llegado una nota con el resto de su
correspondencia, una nota sin firma, y escrita a máquina en el mismo papel amarillo,
dentro de un simple sobre cuyas estampillas llevaban el sello de esa ciudad. Decía
simplemente: «Círculo, 1920. Cuadrado, 1909. Cruz, 1928. Sírvase no revelar estas
fechas hasta después del 21 de abril».
Haverty obró de acuerdo con la solicitud, y trató de sacar todo el provecho posible a la
historia.
El primer centavo fue encontrado en la calle por un niño pequeño, quien lo llevó de
inmediato a su padre. Su padre, a su vez, se deshizo de él rápidamente dándoselo a su
peluquero, quien lo pasó en el vuelto a un cliente antes de advertir la profunda cruz
grabada en la superficie de la moneda.
El cliente la llevó a su mujer, quien inmediatamente pagó-con ella al almacenero. —¡Es
demasiado riesgo, querido! — dijo ella, silenciando las protestas de su cónyuge—. No me
gusta la idea de esa amenaza de muerte en el aviso... y éste debe ser seguramente el
tercer centavo. ¿Qué otra cosa podría significar esa pequeña cruz? Cruces sobre tumbas,
¿no ves el significado?
Y al difundirse esta explicación, el centavo marcado con la cruz empezó a cambiar de
dueño con creciente rapidez.
Los otros dos centavos aparecieron inesperadamente antes del anochecer, uno
marcado con un pequeño cuadrado perfecto, el otro con un claro círculo.
El centavo marcado con el cuadrado fue descubierto en una máquina automática por el
propietario del café La Abeja Laboriosa. No había forma de que pudiera haber llegado allí,
informó desconcertado, y un poco asustado. Solo cuatro personas, todas ellas viejos
clientes, habían estado en el café ese día. Y ninguno de ellos había estado cerca de la
máquina automática, ubicada como estaba en el fondo del local, y llena de chicles viejos
que, con solo verlos, no merecían un centavo de nadie. Además, el propietario había
examinado la máquina por si hubiera alguna moneda la noche anterior y la rabia dejado
vacía cuando la cerró; sin embargo, el centavo marcado con el cuadrado estaba alojado
dentro de la máquina automática a la hora de cierre del 15 de abril.
Había mirado fijamente la moneda durante un largo rato antes de darla en el vuelto a
una solterona de edad avanzada.
-No vale la pena -murmuró para sí-. Poseo un restaurante que me da para vivir, y no
tengo apuro por hacerme matar, en vista de la remota posibilidad de obtener esos cien
mil, o en su lugar ese viaje. ¡No, señor!
La solterona echó una ojeada al centavo marcado, profirió un corto chillido ratonil, y lo
arrojó al arroyo de la calle como si hubiese sido una tarántula.
—¡Por Dios! —tembló—. ¡No quiero tener eso en mi cartera!
Pero esa noche soñó con puertos extranjeros, con coolies que chapurreaban una
incomprensible lengua, con aletas de barracuda que cortaban la superficie de profundas
aguas azules, y con ruinas de antiguas ciudades.
Un trabajador negro levantó el centavo y confió en él durante todo el día, soñando con
Harlem, antes de sucumbir finalmente al temor que lo corroía. Y el centavo marcado con
el cuadrado cambió de dueño una vez más.
El centavo marcado con el círculo fue advertido por primera vez en una pila de
monedas por un pagador del Crédito Agrario.
—Recibimos monedas marcadas de vez en cuando -dijo—. No reparé en ésta en forma
especial; puede que haya estado aquí desde hace días.
La introdujo contento en su bolsillo; pero a la mañana siguiente descubrió, con
profundo desaliento, que se la había dado a alguien sin darse cuenta.
—¡Yo quería conservarla! —suspiró—. ¡Para bien o para mal!
Miró ceñudamente las pilas de monedas de algún otro que estaban frente a él, y se
preguntó furtivamente cuántos pagadores escaparon realmente alguna vez con efectos
robados.
Un vendedor de fruta había recibido el centavo. Clavó la mirada en él con duda. —Tal
vez me traigas ese dinero, ¿eh?— Lo mostró a su gorda y pringosa esposa, quien hizo el
signo de los cuernos contra el «mal de ojo».
—¡Arrójalo! —ordenó ella con voz chillona—. ¡Trae mala suerte!
Su esposo se encogió de hombros y tiró la moneda marcada con el círculo a la calle.
Un niño harapiento se abalanzó sobre ella y salió corriendo a comprar un pan de regaliz.
Y el centavo marcado con el círculo cambió de dueño una vez más, agarrado por dedos
codiciosos, mirado fijamente por ojos hartos de escándalos familiares, cedido una vez
más por la fuerza del miedo.
Los que entraban en la breve posesión de alguna de las tres monedas eran irritados
por el freno y el estímulo dados por consejos antagónicos.
—¡Guárdalo!— recomendaban algunos—. ¡Piensa! ¡Puede significar un viaje alrededor
del mundo! ¡París! ¡China! ¡Londres! Oh, ¿por qué no lo habré conseguido yo?
—¡Deshazte de ella! —advertían otros—. Tal vez sea el tercer centavo; no se puede
adivinar. ¡Quizá los símbolos no significan lo que parecen, y el del cuadrado es el centavo
de la muerte! ¡Yo, en tu lugar, lo tiraría!
—¡No! ¡No! —gritaban otros aún—. ¡Quédate con él! ¡Puede darte 100.000 dólares!
¡Cien mil dólares! ¡En esta época! ¡Pero, amigo, si serías lo mismo que un millonario!
El significado de los tres símbolos estaba en boca de todos, y ninguno coincidía con su
vecino en la solución del acertijo.
—Es tan simple como engañar a una criatura... —declaraba un hombre—. El círculo
representa el globo. El centavo del viaje, ¿lo ves?
—No, no. La cruz tiene ese significado. «Cruzar» los mares, ¿comprendes? Una
especie de juego de palabras. El círculo significa dinero, la forma de una moneda,
¿entiendes?
—¿Y el cuadrado?
—Una tumba. La fosa cuadrada para un ataúd, ¿lo ves? La muerte. Es muy simple.
¡Ojalá pudiera apoderarme del centavo con el círculo!
—¡Estás loco! El de la cruz es el de la muerte; todos lo dicen. Y, créeme, ¡todos se
están deshaciendo de él apenas lo reciben! Puede ser algún tipo de broma... sin ningún
peligro... ¡pero yo no quisiera ser el poseedor de ese centavo marcado con la cruz
cuando, el 21 de abril, la lista esté por todos lados!
—Yo lo guardaría y esperaría, hasta que los otros dos hubieran recibido lo propio.
Entonces, ¡si el mío resultara ser el malo, lo tiraría! —decía engreídamente un hombre.
—Pero él no pagará completamente hasta que no se le haya dado cuenta de los tres
centavos, no lo creo —le respondía otro—. Y quizá la promesa no se mantenga después
del 21 de abril: ¡y tú estarías perdiendo cien mil dólares o un viaje por el mundo sólo
porque te asusta enterarte de ello!
—Es un gran riesgo, amigo —murmuraba el otro—. Pero, francamente, no me gustaría
probar suerte. ¡El podría darme su tercer regalo!
«El» era la forma en que todos designaban al desconocido inventor del concurso;
aunque, por supuesto, no había ningún indicio ni de su sexo ni de su identidad.
—Debe ser rico —decían algunos— para ofrecer premios tan caros.
—¡Y loco!- fulminaban otros, al amenazar con matar al tercero. ¡Nunca se saldrá con la
suya!
—Pero inteligente —admitían otros empero— para idear todo este asunto. Sea quien
fuere, conoce la naturaleza humana. Me siento inclinado a coincidir con Haverty: es solo
una especie de experimento psicológico. El trata de saber si el deseo de viajar o la codicia
del dinero son más fuertes que el miedo a la muerte.
—¿Crees que tenga la intención de pagar todo?
—¡Eso está por verse!
Al sexto día, Branton había alcanzado un grado de excitación casi próximo a la histeria.
Nadie podía trabajar sin preguntarse sobre el resultado de la fantástica prueba al día
siguiente.
Se sabía que un repartidor de almacén tenía la moneda marcada con el cuadrado,
porque había estado jactándose de su indiferencia respecto de si el cuadrado
representaba o no una sepultura abierta. Exhibía el centavo sin reserva, haciendo bromas
sobre lo que tenía intención de hacer con sus cien mil dólares; pero en la mañana del
último día perdió el valor. Al ver a una mendiga ciega acurrucada en su esquina predilecta
entre dos comercios, pasó cerca de ella y dejó caer subrepticiamente la moneda de un
centavo en su caja de lápices.
—¡Yo lo tenía! —se lamentó a un amigo después de llegar al almacén—. Lo tenía aquí
mismo en mi bolsillo anoche, ¡y ahora no está! Mira, tengo un agujero en el maldito
bolsillo; ¡el centavo debe haberse caído!
También se sabía quién tenía el centavo marcado con el círculo. Un joven dependiente
de una fuente de soda, que tenía la clase de sonrisa fácil que gustan ver los clientes del
otro lado del mostrador de mármol, había descubierto la moneda y la había sacado del
cajón de la caja, alegrándose de su buena fortuna.
—Bud Skinner tiene el centavo con el círculo —se decían unos a otros, entre ansiosos
y alegres—. Espero que el muchacho gane el viaje por el mundo: ¡le agradaría tanto!
Parece hallar tanto placer en vivir; ¡es un pecado que tenga que vivir siempre en este
oscuro pueblo!
Finalmente se encontró al que tenía el centavo marcado con la cruz. —¡Garitón... pobre
diablo! -murmuraba la gente en voz baja-. La muerte sería una suerte para él. Me
asombra que no se haya pegado un tiro ante esto. Creo que simplemente le falta valor
para hacerlo.
El dueño del centavo marcado con la cruz sonreía amargamente: - ¡Espero que este
pequeño símbolo maldito signifique lo que todos creen que significa! -confiaba a un
amigo.
Por fin llegó el día tan ansiosamente esperado. Una multitud se agolpó en la calle
frente a las oficinas del diario para ver cuando los poseedores de las tres monedas
marcadas mostraran a Haverty sus centavos y le dieran sus nombres para que los
publicara. Para provecho de los curiosos, el director fue al encuentro del trío en la vereda
del edificio, a fin de que todos pudieran verlos.
La edición vespertina difundió las fotografías de las tres personas, con el nombre, la
dirección, y la marca del centavo de cada uno debajo de cada fotografía. Branton leyó... y
contuvo la respiración.
En la mañana del 22 de abril, la vieja mendiga ciega se sentó en el lugar de costumbre,
meditando sobre la agitación del día anterior, cuando varias personas la habían llevado —
lo sabía por el olor a pescado del mercado situado al otro lado de la calle— a las oficinas
del diario: Allí alguien había preguntado su nombre y muchas otras cosas enigmáticas que
la habían aturdido hasta el punto que casi rompió a llorar.
—¡Déjenme sola! —había murmurado—. Solo pido comida suficiente para no morir de
hambre, y un lugar para dormir. ¿Por qué me llevan a empujones de ese modo y me
gritan? ¡Déjenme volver a mi esquina! No me gusta toda esta confusión y rareza que no
puedo ver; ¡me da miedo!
Entonces le habían dicho algo acerca de un centavo marcado que habían encontrado
en el plato que tenía para la limosna, y otras cosas sobre una gran cantidad de dinero y
algún peligro inminente que la amenazaba. Estaba contenta cuando la llevaron de vuelta
a su sitio entre dos comercios.
Ahora, cuando estaba sentada en su lugar acostumbrado, dormitando cómodamente y
susurrando un poco bajo su respiración, un papel cayó revoloteando en su falda. Palpó el
rígido rectángulo, se dio cuenta de que era un sobre, y llamó a su lado a un transeúnte. *
-¿Puede abrirme esto, por favor? —le pidió-. ¿Es una carta? Léamela.
El hombre desgarró el sobre y frunció el ceño: —Es una nota -le dijo-. Escrita a
máquina, y sin firma. Solo dice: ¿qué demonios? Solo dice: «Los cuatro rincones del
mundo son exactamente los mismos». Y... ¡eh! ¡Mire esto!... Oh, lo siento; olvidé que
usted es... ¡Es un pasaje en un buque de vapor para un viaje alrededor del mundo!
Dígame, ¿no tenía usted uno de los centavos marcados?
La ciega hizo, soñolienta, una seña afirmativa con la cabeza. —Sí, el del cuadrado,
decían —suspiró débilmente-. Esperaba poder ganar el dinero o... lo otro, para no tener
que mendigar nunca más.
-Bueno, aquí está su pasaje.
El hombre se lo extendió con vacilación: —¿No lo quiere? -le preguntó al ver que ella
no hacía ademán de tomarlo.
—No —dijo ásperamente la ciega-. ¿De qué me serviría?
Tomó el pasaje con súbita rabia, y lo hizo pedazos.
Casi a la misma hora, Kenneth Carlton recibía del cartero un abultado sobre de papel
manila. Frunció el ceño al mirar de soslayo el sello local sobre las estampillas. Su amigo
Evans se encontraba junto a él, aún más pálido que Carlton.
-¡Ábrelo! ¡Ábrelo! —le pidió con ahínco-. Léelo... ¡No, no lo abras, Ken, tengo miedo!
Después de todo... es una terrible manera de morirse. Sin saber de dónde va á venir el
golpe, y...
Carlton soltó una macabra risita, al desgarrar el pesado sobre. —Es la mejor ocasión
que he tenido en años, Jim. ¡Estoy contento! Contento, Jim, ¿me oyes? Será rápido,
espero... e indoloro. Me pregunto qué es esto. ¿Un tratado sobre cómo volarse la tapa de
los sesos? —hizo caer el contenido de la carta sobre la mesa y luego, después de un
instante, comenzó a reír... tristemente... horriblemente.
Su amigo clavó la vista en el pequeño montón de frágiles billetes, todos de una
denominación mayor que todos los que él había visto en su vida. —¡El dinero! ¡Ganaste
los cien mil, Ken! No puedo creer..., —se interrumpió abruptamente para arrebatar un
trozo de papel amarillo de entre los billetes: —«La riqueza es la cruz más grande que un
hombre puede llevar» —leyó en voz alta las palabras escritas a máquina—. No tiene
sentido... ¿la riqueza? Entonces... ¿la marca de la cruz significaba riqueza? No entiendo.
Estalló la risa de Carlton: —Tiene sagacidad, ese tipo... ¡quienquiera que sea! Hay una
sutil ironía en eso, Jim... por ser la riqueza una carga en vez de la bendición que la mayor
parte de la gente cree. Supongo que en eso tiene razón. Pero me pregunto, ¿sabrá qué
papel realmente irónico juega este acto de su pequeña obra? Cien mil dólares para un
hombre con... cáncer. Bien, Jim, tengo un mes o menos para gastarlo en... ¡un condenado
mes más para sufrir antes de que todo haya terminado!
Su terrible risa estalló nuevamente, hasta que su amigo tuvo que taparse los oídos con
las manos, para no oírlo.
Pero la parte más extraña de todo el asunto fue la muerte de Bud Skinner. Un momento
antes de la hora de mayor afluencia, a mediodía, había encontrado un pequeño paquete,
dirigido a él, en un mostrador del fondo del local. Desgarró ansiosamente el papel de
envolver marrón, con una docena de amigos, poco más o menos, apiñados a su
alrededor.
Lo que encontró fue una caja de plata curiosamente labrada. Oprimió el botón con
dedos temblorosos y levantó la tapa hacia atrás. Un instante después su rostro adoptó
una extraña expresión... y se deslizó sin hacer ruido hasta el piso embaldosado del local.
La subsiguiente investigación policial no reveló absolutamente nada, excepto que el
joven Skinner había sido envenenado con crotalina —veneno de serpiente— administrada
por medio del pinchazo de un alfiler en el dedo pulgar cuando oprimió la trampa del botón
de la cajita de plata. Esto, y la nota dactilografiada que había en la caja, por lo demás
vacía: «La vida termina donde empezó... en ninguna parte», fue todo lo que encontraron
como explicación de la muerte del dependiente. Tampoco se reveló nunca más algo
acerca del misterioso concurso de los tres centavos marcados, que probablemente estén
todavía en circulación en algún lugar de los Estados Unidos.
EL QUE TENIA ALAS
Edmond Hamilton

El doctor Harriman se detuvo en el pasillo de la sala de maternidad y preguntó:
—¿Cómo va esa mujer de la 27?
Había lástima en los ojos de la enfermera jefe, regordeta y pulcramente vestida,
cuando respondió: —Murió una hora después del nacimiento de su bebé, doctor. Estaba
mal del corazón, ¿sabe?
El médico inclinó la cabeza, con gesto pensativo en el rostro enjuto y bien afeitado. —
Sí, ahora recuerdo...; ella y su esposo fueron dañados por una explosión eléctrica que
hubo en el subterráneo hace un año, y el esposo falleció recientemente. ¿Cómo está el
bebé?
La enfermera vaciló: —Un niño sano y hermoso, excepto...
—¿Excepto qué?
—Excepto que es jorobado, doctor.
El doctor Harriman maldijo con lástima: - ¡Qué horrible suerte la del pobre diablo!
Nacido huérfano, y además deforme.
Dijo con súbita decisión: —Veré a la criatura. Quizá podamos hacer algo por él.
Pero cuando la enfermera y él se inclinaron juntos sobre la cuna en la que el pequeño y
rubicundo David Rand yacía berreando vigorosamente, el doctor sacudió la cabeza:
—No, no podemos hacer nada por esa espalda. ¡Qué lástima!
El pequeño y enrojecido cuerpo de David Rand era tan normal y bien formado como el
de cualquier otro bebé... excepto por su espalda. Detrás de los omóplatos de la criatura
sobresalían dos prominencias encorvadas, una a cada lado, que se. curvaban hacia las
costillas bajas.
Esas dos gibas gemelas eran tan largas y continuas en su curva saliente, que apenas
parecían deformidades. Las expertas manos del doctor Harriman las palparon
suavemente. Entonces una expresión de perplejidad atravesó su rostro.
—Esto no parece ninguna deformidad ordinaria —dijo confundido—. Creo que las
miraremos a través de los rayos X. Dígale al doctor Morris que vaya preparando el
aparato.
El doctor Morris era un hombre joven, pelirrojo y fornido, que también miró con lástima
al rubicundo y lloroso bebé que se encontraba frente a la máquina de rayos X, más tarde.
Murmuró: —Difícil esa espalda del pobre chico. ¿Listo, doctor?
Harriman asintió: —Adelante.
Los rayos X atravesaron de repente la vida chisporroteante y crepitante. El doctor
Harriman miró por el fluoroscopio. Su cuerpo, se puso tieso. Pasó un largo y silencioso
minuto hasta que se enderezó después de su inspección. Su enjuto rostro se había
tornado enteramente pálido, y la enfermera de servicio se preguntó qué lo habría excitado
tanto.
Harriman dijo, con voz algo apagada: — ¡Morris! Eche una mirada a través de esto. O
estoy viendo visiones, o ha ocurrido algo totalmente sin precedentes.
Morris, frunciendo el ceño con extrañeza ante su superior, miró por el instrumento. Su
cabeza dio un respingo.
—¡Dios mío! —exclamó.
—¿Usted también lo ve? —expresó el doctor Harriman—. Entonces supongo que no
estoy loco después de todo. Pero esto... ¡por cierto, no tiene precedentes en toda la
historia humana!
Balbuceó incoherentemente: —Y los huesos, también, huecos; toda la estructura del
esqueleto es diferente. Su peso...
Colocó apresuradamente a la criatura sobre una balanza. El astil osciló.
—¡Mira! —exclamó Harriman—. Pesa solo un tercio de lo que debería pesar un bebé
de su tamaño.
El joven y pelirrojo doctor Morris miraba fascinado las curvas gibas de la espalda del
niño. Dijo roncamente: —Pero esto, simplemente no es posible...
—¡Pero es real! —dijo violentamente Harriman. Sus ojos estaban brillantes de
excitación. Gritó: —Un cambio en el código genético... solo un cambio pudo haber
causado esto. Alguna influencia prenatal...
Golpeó con un puño en la palma de la otra mano:
—¡Ya lo tengo! La explosión eléctrica que afectó a la madre del niño un año antes de
su nacimiento. Esto es lo que produjo; un explosión de fuertes radiaciones que afectaron,
cambiaron, sus genes. Si usted recuerda los experimentos de Muller...
La curiosidad de la enfermera jefe pudo más que su respeto. Preguntó:
—Pero ¿qué pasa doctor? ¿Qué tiene la espalda del niño? ¿Es tan malo como parece?
—¿Tan malo? —repitió el doctor Harriman. Inspiró hondamente. Dijo a la enfermera—:
Este niño, este David Rand, es un caso único en la historia médica. Nunca ha habido
ninguno como él, que yo sepa; lo que le va a ocurrir a él nunca le ocurrió a ningún otro ser
humano. Y todo a causa de esa explosión eléctrica.
—¿Y qué es lo que le va a ocurrir a él? —preguntó con espanto la enfermera.
—¡Este niño va a tener alas! —gritó Harriman—. Esas prominencias que crecen en su
espalda no son simplemente deformaciones. ordinarias: son alas nacientes, que muy
pronto se abrirán y crecerán tal como las alas de un joven pájaro se abren y crecen.
La enfermera jefe lo miró con asombro. —Usted está bromeando —dijo al fin, con total
incredulidad.
—¡Dios mío! ¿Cree que bromearía sobre una cuestión semejante? —gritó Harriman—.
Le diré que estoy tan aturdido como usted, aunque conozco la razón científica del hecho.
El cuerpo del niño es diferente del cuerpo de cualquier otro ser humano que haya existido.
Sus huesos son huecos, como los de un pájaro. Su sangre parece diferente, y solo pesa
un tercio de lo que pesaría un niño humano normal. Y de sus omóplatos sobresalen
prolongaciones óseas en las que se insertan los grandes músculos de las alas. Los rayos
X muestran claramente los propios huesos y plumas rudimentarios de las alas.
—¡Alas! —repitió el joven Morris con aturdimiento. Y luego de un momento dijo: —
Harriman, este niño podrá...
—¡Podrá volar, sí! —declaró Harriman—. Estoy seguro de ello. Las plumas van a ser
muy grandes, y como su cuerpo es mucho más liviano que lo normal, lo sostendrán
fácilmente en el aire.
—¡Dios mío! —exclamó Morris incoherentemente.
Miró un poco desatinadamente a la criatura. Esta había dejado de llorar y ahora movía
algo débilmente los brazos y piernas regordetes y rubicundos.
—Simplemente no es posible —dijo la enfermera, refugiándose en la incredulidad—.
¿Cómo podría tener alas un bebé, o un hombre?
El doctor Harriman dijo velozmente: —Se debe a una profunda mutación en los genes
de los padres. Los genes, como usted sabrá, son las minúsculas unidades que controlan
el desarrollo corporal en todos los seres vivos que nacen. Si se altera el código genético,
se altera el desarrollo corporal de la descendencia, lo cual explica las diferencias de color,
tamaño, etcétera, de los niños. Pero esas leves diferencias se deben a mutaciones
genéticas comparativamente leves. Pero el código genético de los padres de este niño fue
radicalmente cambiado hace un año. La explosión eléctrica que los dañó debe haber
alterado sus códigos genéticos, por una onda de fuerte energía eléctrica. Muller, de la
Universidad de Texas, demostró que los códigos genéticos pueden ser alterados en gran
medida por las radiaciones, y que la progenie de padres afectados de este modo diferirá
mucho de sus padres en la forma corporal. El accidente produjo en los padres del niño un
código genético enteramente nuevo, que hizo que su hijo fuese un ser humano alado. Es
lo que los biólogos denominan técnicamente un imitante.
El joven Morris dijo repentinamente: — ¡Dios mío, lo que van a hacer los periódicos
cuando se enteren de esta noticia!
—No deben enterarse de ella — declaró el doctor Harriman—. El nacimiento de este
niño es uno de los hechos más importantes en la historia de las ciencias biológicas, y no
debe convertirse en una vulgar noticia sensacionalista. Debemos mantenerlo totalmente
en secreto.
Lo mantuvieron en secreto durante tres meses, en total. Durante ese tiempo el
pequeño David Rand ocupó una habitación privada en el hospital y fue cuidado
únicamente por la enfermera jefe y visitado solo por los dos médicos. Durante esos tres
meses se verificó la exactitud de la predicción del doctor Harriman. Porque en ese tiempo
las prominencias encorvadas de la espalda del niño crecieron con increíble rapidez hasta
que atravesaron finalmente la delicada piel como un par de cosas cortas, tiesas y
huesudas, que eran inequívocamente alas.
El pequeño David berreó con fuerza durante los días en que salieron sus alas, al sentir
un dolor que era como el de la dentición, pero mucho más intenso. Y ambos doctores
miraban una y otra vez aquellas pequeñas alas con sus rudimentarias plumas, casi sin
poder creer, ni siquiera en ese momento, lo que veían sus ojos.
Observaron que el niño tenía sobre sus alas un control tan completo como sobre sus
brazos y piernas, por medio de los grandes músculos de las bases de aquéllas que
ningún otro ser humano poseía. Y observaron también que, mientras que el peso de
David iba en aumento, seguía teniendo todavía solo un tercio del peso de un niño normal
de su edad, y que su corazón tenía un pulso tremendamente acelerado, y que su sangre
era mucho más caliente que la de cualquier ser humano normal.
Entonces sucedió aquello. La enfermera jefe, incapaz de mantener por más tiempo el
extraordinario secreto que la estaba quemando, se lo contó a un pariente, pidiéndole la
mayor reserva. El pariente se lo contó a otro pariente, también con la mayor reserva. Y
dos días más tarde la noticia apareció en los periódicos de Nueva York.
El hospital colocó guardianes en sus puertas, y negó la entrada a los sonrientes
periodistas que venían a pedir los detalles. Todos ellos eran francamente escépticos, y los
artículos de los periódicos fueron escritos sin intención de que fueran tomados en serio. El
público reía. ¡Un niño con alas! ¿Qué clase de falsa noticia irían a inventar después?
Pero pocos días más tarde, los artículos cambiaron de tono. Otros miembros del
personal del hospital, a quienes las noticias de los periódicos habían despertado la
curiosidad, se introdujeron en la habitación donde David Rand se encontraba parloteando
y sacudiendo sus brazos, piernas y alas. Ellos difundieron por todas partes aseveraciones
en el sentido de que la noticia era cierta. Uno de ellos, aficionado a la fotografía
instantánea, trató incluso de obtener subrepticiamente una fotografía de la criatura.
Aunque poco clara, ésta mostraba en efecto, e inequívocamente, un niño con alas de
alguna especie que crecían en su espalda.
El hospital se trasformó en una fortaleza, en una plaza sitiada. Periodistas y fotógrafos
se arremolinaban frente a sus puertas y protestaban contra la guardia policial especial que
había sido destacada para no dejarlos entrar. Las grandes agencias noticiosas ofrecieron
al doctor Harriman fuertes sumas por artículos exclusivos y fotografías del niño alado. El
público empezó a preguntarse si no habría algo de cierto en el asunto.
Finalmente, el doctor Harriman tuvo que ceder. Admitió que una delegación de una
docena de periodistas, fotógrafos y eminentes médicos viera al niño.
David Rand estaba acostado y los observaba con una discreta mirada azul, tomándose
un dedo del pie, mientras los eminentes médicos y los periodistas lo miraban asombrados,
con ojos salientes.
Los médicos decían: —Es increíble, pero cierto. No es ninguna patraña; el niño
realmente tiene alas.
Los periodistas preguntaban alborotadamente al doctor Harriman: —Cuando sea más
grande, ¿podrá volar?
Harriman decía lacónicamente: —Por ahora no podemos predecir con exactitud cómo
será su desarrollo. Pero si continúa desarrollándose como debe,, indudablemente podrá
volar.
—¡Dios mío, permítanme un teléfono! —gimió un sabueso de la prensa. Y entonces
todos comenzaron a disputarse atropelladamente los teléfonos.
El doctor Harriman permitió unas pocas fotografías, y luego, sin ceremonias, hizo salir a
los visitantes. Pero después de eso ya no hubo forma de contener a los periódicos. El
nombre de David Rand se convirtió de la noche a la mañana en el más famoso del
mundo. Las fotografías convencían hasta al los más escépticos del público.
Los grandes biólogos efectuaban largas declaraciones sobre las teorías de la genética
que podían explicar al niño. Los antropólogos especulaban que raros hombres alados
semejantes a ése podrían haber nacido unas pocas veces en el pasado remoto,
originando así las leyendas, presentes en todo el mundo, de arpías, vampiros y hombres
voladores. Las sectas extravagantes veían en el nacimiento del niño un presagio del
cercano fin del mundo.
Los agentes teatrales ofrecían inmensas sumas por el privilegio de exhibir a David en
una higiénica caja de vidrio. Los periódicos y agencias noticiosas pujaban por los
derechos exclusivos de la historia que podría relatar el doctor Harriman. Mil firmas
pidieron adquirir el derecho a usar el nombre del pequeño David en juguetes, alimentos
para niños, y otras cosas más.
Y la causa de toda esta agitación estaba acostado, daba vueltas, parloteaba, y a veces
lloraba en su pequeña cama, batiendo vigorosamente de vez en cuando las alas que
habían trastornado al mundo entero. El doctor Harriman lo contemplaba pensativamente.
Decía: —Tengo que sacarlo de aquí. El superintendente del hospital se queja de, que
las multitudes y el tumulto están perjudicando al establecimiento.
—Pero, ¿adonde puedes llevarlo? —quería saber Morris—. No tiene padres ni
parientes, y no puedes colocar a un chico como él en un orfanato.
El doctor Harriman tomó una decisión: —Voy a retirarme del ejercicio de la profesión y
me dedicaré por completo a observar y anotar el crecimiento de David. Haré que me
nombren su tutor legal y lo criaré en alguna parte lejos de todo este tumulto, una isla o
algún lugar por el estilo, si puedo encontrar alguno.
Harriman encontró un lugar así, una isla frente a la costa de Maine, una pequeña
mancha de arena estéril y árboles achaparrados. La arrendó, construyó un bungalow, y
llevó allí a David Rand y a una madura niñera—ama de llaves. También llevó a un robusto
guardián noruego que era muy eficiente en el alejamiento de las lanchas de los
periodistas que intentaban desembarcar en la isla.
Después de un tiempo los periódicos desistieron. Tuvieron que contentarse con
reproducir las. fotografías y artículos que el doctor Harriman dio a las publicaciones
científicas respecto del crecimiento de David.
David creció rápidamente. Cinco años después era un robusto niño de cabellos rubios,
y sus alas eran más grandes y estaban cubiertas por cortas plumas de color bronce.
Corría, reía y jugaba como cualquier otro niño, aleteando vigorosamente.
Tenía diez años cuando empezó a volar. Era entonces un poco más delgado, y sus
alas de bronce reluciente le llegaban hasta los talones. Cuando caminaba, se sentaba, o
dormía, mantenía las alas estrechamente plegadas en su espalda como una envoltura de
bronce. Pero cuando las desplegaba, llegaban mucho más lejos que sus brazos, de
ambos lados.
El doctor Harriman había tenido la intención de dejar que David tratara gradualmente
de volar, para observar y fotografiar cada paso del proceso. Pero no sucedió de este
modo. David voló por primera vez con tanta naturalidad como el pájaro vuela por primera
vez.
El mismo nunca había pensado demasiado en sus alas. Sabía que el doctor John,
como llamaba al médico, no tenía esas alas, y que tampoco las tenía Flora, la vieja y
delgada niñera, ni Holf, el sonriente guardián. Pero no había visto a otras personas, y así
se imaginaba que el resto del mundo se dividía en gente que tenía alas y gente que no las
tenía. No sabía exactamente para qué eran las alas, aunque sabía que le gustaba
agitarlas y ejercitarlas cuando estaba caminando, y no llevaba ninguna camisa sobre
ellas.
Entonces, una mañana de abril, David descubrió para qué servían sus alas. Se había
trepado a un roble achaparrado, viejo y grande, para mirar de cerca un nido de pájaros. El
niño siempre tenía un desmedido interés en los pájaros de la pequeña isla; saltaba y batía
palmas cada vez que los veía pasar rápidamente y dar vueltas en lo alto, y miraba pasar
las bandadas que iban hacia el sur cada otoño y hacia el norte cada primavera,
observando sus hábitos de vida a causa de algún oscuro sentido de parentesco con esas
otras cosas aladas.
Había trepado casi hasta la punta del viejo roble esa mañana, hacia el nido que había
observado. Sus alas estaban estrechamente plegadas para que no tocaran las ramas.
Entonces, cuando se esforzaba para dar el último paso hacia arriba, su pie se apoyó en la
escuálida corteza podrida de una rama seca. Aunque era anormalmente liviano, su peso
bastó para quebrar la rama y cayó limpiamente hacia abajo.
En el cerebro de David explotaron los instintos en el momento en que caía
verticalmente hacia el suelo. Sin ninguna intención de su parte, sus alas se desplegaron
con un violento aleteo. Sintió en ellas un tremendo tirón que repercutió fuertemente en sus
hombros. Y entonces, súbitamente, maravillosamente, ya no estaba cayendo sino que
estaba planeando hacia abajo con gran oblicuidad, con sus alas abiertas y rígidamente
desplegadas.
De lo más profundo de su ser estalló entonces un intenso y sonoro grito de alegría.
Abajo... Abajo... Iba planeando como un pájaro que descendiera rápidamente con el aire
puro que le golpeaba la cara y fluía tras de sus alas y su cuerpo. Un dulce e impetuoso
estremecimiento que nunca antes había sentido, una súbita y loca alegría de vivir.
Gritó otra vez, y con un impulso inmediato agitó sus grandes alas, batiendo el aire con
ellas, doblando instintivamente su cabeza hacia atrás, manteniendo sus brazos flojos a los
costados y sus piernas extendidas y muy juntas.
Se estaba remontando ahora hacía arriba, con el suelo que se alejaba rápidamente
debajo de él, el sol que resplandecía en sus ojos, el viento que aullaba a su alrededor.
Abrió la boca para gritar otra vez, y el aire puro y frío penetró hasta su garganta. En un
completo y enloquecido éxtasis físico ascendió verticalmente por el cielo con las alas
zumbando.
Y fue así como el doctor Harriman lo vio cuando por casualidad salió del bungalow
poco más tarde. El doctor escuchó un grito agudo y alborozado desde lo alto y levantó la
vista para ver esa delgada forma alada que descendía en picada hacia él desde el cielo
iluminado por el sol.
El doctor contuvo la respiración ante la pura belleza del espectáculo mientras David
picaba, se remontaba y giraba por encima de él, enloquecido de placer con sus recién
descubiertas alas. El niño había aprendido instintivamente a virar, serpentear y picar,
aunque sus movimientos tenían cierta torpeza que hacía que a veces se ladeara.
Cuando David Rand finalmente descendió en picada, y se posó frente al doctor
cerrando rápidamente las alas, de los ojos del niño brotaba una intensa alegría.
—¡Puedo volar!
El doctor Harriman asintió con la cabeza. —Tú puedes volar, David. Sé que no puedo
impedir que lo hagas, pero no debes abandonar la isla y debes tener cuidado.
Cuando David cumplió diecisiete años, ya no era necesario advertirle que tuviera
cuidado. Se encontraba en el aire tan en su elemento como cualquier ave viviente.
Era ahora un joven alto, delgado y rubio, con su figura erguida vestida aún solamente
con los shorts que constituían toda la ropa que necesitaba su cuerpo de sangre caliente,
con una energía impetuosa e inquieta que crepitaba y chispeaba en su vivo rostro y en
sus inquietos ojos azules.
Sus alas se habían vuelto magníficas, resplandecientes y con las plumas de color
bronce, que se extendían a más de cuatro metros de extremo a extremo cuando las
desplegaba, y que tocaban sus talones con las plumas más bajas cuando las cerraba en
su espalda.
Los constantes vuelos sobre la isla y las aguas circundantes habían desarrollado los
fuertes músculos alares situados detrás de los hombros de David hasta adquirir una
formidable fuerza y resistencia. Podía pasar un día entero planeando y remontando vuelo
sobre la isla, ya ascendiendo con un loco estallido de alas que zumbaban, ya dando
vueltas, planeando con las alas inmóviles, descendiendo lentamente.
Podía perseguir y alcanzar a casi todos los pájaros del aire. Dejaba atrás una bandada
de faisanes y su risa resonaba fuerte y alocada a través del cielo mientras viraba,
serpenteaba y se lanzaba en pos de las aterrorizadas aves. Podía arrancar las plumas de
la cola de ultrajados halcones antes de que pudieran huir, y descender más rápido que un
gavilán y agarrar conejos y ardillas al vuelo, en la tierra.
A veces, cuando se formaban bancos de niebla sobre la isla, el doctor Harriman oía el
sonido de la risa procedente de las grises brumas de arriba y sabía que David estaba en
alguna parte en lo alto. Otras veces, estando muy arriba de las aguas iluminadas por el
sol, se precipitaba de cabeza en ellas y solo a último momento desplegaba rápidamente
las alas para pasar rozando apenas las crestas de las olas, con las gaviotas que gritaban,
antes de ascender verticalmente otra vez.
Hasta ese momento David nunca había salido de la isla, pero el doctor sabía, por sus
propias e infrecuentes visitas al continente, que el interés mundial por el joven volador
todavía era fuerte. Las fotografías que el doctor daba a las publicaciones científicas ya no
eran suficientes para la curiosidad del público, y lanchas y aeroplanos con equipos de
filmación circundaban frecuentemente la isla para obtener películas de David Rand
volando.
A uno de esos aeroplanos le sucedió algo que dio mucho que hablar a sus ocupantes
en los días que siguieron. Se trataba de un piloto y un camarógrafo, que sobrevolaron la
isla a mediodía, a pesar de la prohibición de tales vuelos por el doctor Harriman, y que se
pusieron descaradamente a dar vueltas en busca del joven volador.
Si hubieran levantado la vista hubiesen podido ver a David como un punto que volaba
en círculo muy por encima de ellos. Observó el aeroplano con vivo interés, mezclado con
desprecio. Había visto a esas naves voladoras anteriormente y solo sentía lástima y
menosprecio por sus alas rígidas y torpes y sus motores ruidosos, con los cuales hombres
sin alas se las arreglaban para volar. Sin embargo, ésta, situada tan directamente debajo
de él, despertó su curiosidad de tal modo que descendió rápido hacia ella desde arriba y
atrás, con sus grandes alas que lo impulsaban contra la corriente retrógrada de la hélice.
El piloto, que iba en la cabina trasera abierta de ese aeroplano, casi sufrió un paro
cardíaco cuando alguien le tocó el hombro desde atrás. Giró, se asustó, y cuando vio a
David Rand peligrosamente agachado sobre el fuselaje, exactamente detrás de él,
sonriendo con aire burlón, perdió la cabeza durante un momento, de manera que el
aeroplano se ladeó y comenzó a caer.
Con una risa estridente, David Rand saltó del fuselaje y desplegó sus alas para
remontar vuelo y alejarse de él. El piloto recobró suficiente presencia de ánimo como para
enderezar la nave, y pronto David Rand la vio dirigirse en vuelo vacilante hacia el
continente. Sus ocupantes tuvieron bastante por ese día.
Pero el creciente número de tales visitantes curiosos estimuló en David Rand una
curiosidad recíproca respecto del mundo exterior. Deseaba saber, cada vez más, qué
había más allá de la baja y borrosa línea del continente, en lontananza, cruzando las
aguas azules. No podía comprender por qué el doctor John le prohibía volar por allí,
cuando bien sabía que sus alas lo podrían sostener durante una distancia cien veces
superior a ésa.
El doctor Harriman le dijo: —Te llevaré allí pronto, David. Pero debes esperar hasta que
entiendas mejor las cosas; no te adaptarías al resto del mundo todavía.
—¿Por qué no? —lo interrogó confundido David.
El doctor le explicó: —Tú tienes alas, y nadie más en el mundo las tiene. Eso podría
hacer las cosas muy difíciles para ti.
—Pero, ¿por qué?
Harriman se acarició la descarnada barbilla y dijo pensativamente: —Serías una
sensación, una especie de curiosidad, David. Ellos sentirían curiosidad por ti porque eres
diferente, pero te tratarían con desprecio, por la misma razón. Por eso yo te crié aquí tan
lejos, para evitar eso mismo. Debes esperar un poco más para ver el mundo.
David Rand levantó una mano para señalar algo enojado una banda de pájaros
silvestres que pasaban piando, dirigiéndose hacia el sur, destacándose en negro contra la
luz del ocaso otoñal. — ¡Ellos no esperan! Cada otoño los veo, a todos los que vuelan,
cuando se van. Cada primavera los veo regresar, pasando por arriba otra vez. ¡Y yo tengo
que permanecer en esta pequeña isla!
Un violento estremecimiento de libertad se agitó en sus ojos azules.
—Quiero irme como ellos, ver la tierra que hay por allá, y las tierras que están más allá
de ésa.
—Pronto irás por allí —prometió el doctor Harriman—. Yo iré contigo; cuidaré de ti allí.
Pero en el crepúsculo de esa tarde, David se sentó con el mentón en la mano y las alas
plegadas, mirando con melancolía a los pájaros rezagados que se dirigían hacia el sur. Y
en los días que siguieron encontró cada vez menos placer en el mero vuelo sin rumbo
sobre la isla, y observó pensativamente, cada vez más, el alegre e interminable paso de
los gansos silvestres que graznaban, los patos en bandadas y los pájaros cantores que
silbaban.
El doctor Harriman vio y comprendió ese vivo deseo en los ojos de David, y el viejo
médico suspiró.
—Ha crecido —pensó—, y quiere irse como cualquier pájaro joven que quiere dejar su
nido. Y no podré impedirle que se vaya por mucho más tiempo.
Pero fue el mismo Harriman el primero que se fue, de un modo diferente. Desde hacia
algún tiempo el doctor sufría del corazón, y llegó una mañana en la que no despertó, y en
la que un aturdido David, sin comprender, contempló el rostro todavía pálido de su tutor.
Durante todo ese día, mientras la vieja ama de llaves lloraba sin ruido en el lugar, y el
noruego había ido en bote al continente para disponer el funeral, David Rand permaneció
sentado con las alas plegadas y el mentón en la mano, con la vista fija más allá de las
aguas azules.
Esa noche, cuando todo estaba oscuro y silencioso en torno del bungalow, penetró
furtivamente en la habitación donde el doctor yacía en silencio y en paz. En la oscuridad,
David tocó la fría y delgada mano. Ardientes lágrimas resbalaron de sus ojos y sintió un
fuerte nudo en la garganta al hacer ese inútil gesto de despedida.
Entonces salió silenciosamente de la casa, a la noche. La luna era un escudo rojo
sobre las aguas del este, y el viento otoñal soplaba gélido y frío. A través del aire cortante
llegó el alegre piar, los gorjeos y silbidos de una larga bandada de pájaros silvestres,
como un agudo llamado de alegre desafío.
Las rodillas de David se doblaron, y levantó vuelo zumbando con las alas, cada vez
más arriba, con el aire helado fluyendo tras su cuerpo, tronando en sus oídos, penetrando
por las ventanas de su nariz. Y la sorda pena que oprimía su corazón se alejó ante la
explosiva alegría del vuelo y la libertad. Y ahora estaba en medio de esos pájaros que
silbaban y trinaban, con el ululante viento que arrancaba risas de sus labios al ver cómo
se dispersaban asustados ante él.
Luego, cuando vieron que esa extraña criatura alada que se había incorporado a ellos
no hacía ademán de dañarlos, los pájaros silvestres rehicieron su dispersa bandada. Muy
lejos, tras la oscura y oscilante llanura de las aguas, brillaba una luna roja y opaca, y las
luces desparramadas del continente, las pequeñas luces de la gente atada a la tierra. Los
pájaros chirriaban ruidosamente y David reía y cantaba en alegre coro, mientras movía
sus grandes alas al mismo tiempo que las de aquéllos, deslizándose a través del cielo
nocturno hacia la aventura y la libertad, volando hacia el sur.
Durante toda esa noche, y con breves descansos también durante todo el día siguiente,
David voló hacia el sur, en parte sobre infinitas aguas, y luego sobre la tierra fértil y
lozana. Calmó su hambre sumergiéndose en árboles cargados de fruta madura. Cuando
cayó la noche siguiente durmió en una horqueta en lo alto de un elevado roble del
bosque, cómodamente acurrucado entre sus alas plegadas. El mundo no tardó mucho en
enterarse de que el extraño joven con alas estaba en libertad. La gente de las granjas, los
pueblos y las ciudades levantaba incrédulamente la vista para contemplar la delgada
figura que aleteaba en lo alto. Algunos negros ignorantes, que nunca habían oído hablar
de David Rand, caían postrados por el pánico cuando él pasaba cruzando el cielo.
Durante todo ese invierno llegaron noticias de David desde el sur, noticias que
evidenciaban que se había vuelto una criatura casi por completo salvaje. ¿Qué placer
había comparable a volar durante los largos días inundados de sol sobre los mares azules
del trópico, agarrar al vuelo el pez de plata que saltaba de las. aguas, recoger extrañas
frutas y dormir por la noche en un alto árbol, muy cerca de las estrellas, y levantarse con
la aurora para iniciar otro día de libertad sin trabas?
De vez en cuando daba vueltas, sin ser visto, sobre alguna ciudad durante la noche,
ascendiendo lentamente en la oscuridad y atisbando con curiosidad los inmensos diseños
que formaban las luces aisladas, y las brillantes caites llenas de gente y de vehículos. No
entraba a esas ciudades y no podía entender cómo la gente que habitaba en ellas podía
soportar vivir de esa manera, arrastrándose sobre la superficie del suelo entre el roce y
los empellones de enjambres como ésos, que no conocían ni siquiera por un momento la
pura y desenfrenada alegría de levantar vuelo por el infinito azul del cielo. ¿Qué podía
hacer la vida digna de ser vivida por esas gentes como hormigas, atadas a la tierra?
Cuando el sol de la primavera se hizo más cálido y más alto, y los pájaros empezaron a
reunirse en bulliciosas bandadas, David también sintió que algo lo arrastraba hacia el
norte. Voló entonces hacia el norte sobre la tierra reverdecida por la primavera, con sus
grandes alas de bronce batiendo el aire sin fatiga, con su figura delgada y tostada por el
sol apuntada infaliblemente al norte.
Llegó por fin a su objetivo, la isla donde había vivido durante la mayor parte de su vida.
Se encontraba ahora solitaria y abandonada en medio de las aguas vacías, los objetos del
bungalow abandonado cubiertos de polvo, el jardín lleno de malezas. David se estableció
allí durante un tiempo, durmiendo en la galería, efectuando largos vuelos para distraerse,
al oeste sobre los pueblos y las sórdidas ciudades; al norte sobre la costa escarpada y
barrida por las olas; al este sobre el mar azul. Hasta que finalmente las flores comenzaron
a marchitarse, el aire se tornó frío, y el hondo impulso arrastró a David hasta que se unió
nuevamente a las grandes bandadas de seres alados que iban al sur.
Norte y sur, sur y norte, durante tres años esa desenfrenada libertad de incontrolada
migración fue suya. En esos tres años llegó a conocer el valle y la montaña, el mar y el
río, la tempestad y la calma, el hambre y la sed, como solo los conocen los que hacen una
vida silvestre. Y en esos años el mundo se acostumbró a David, casi lo olvidó. El era el
hombre alado, solo una curiosidad; nunca habría otro igual a él.
Entonces, en la tercera primavera la libertad alada de David Rand tocó a su fin. Se
encontraba en su vuelo primaveral hacia el norte, y al anochecer sintió hambre. Divisó en
el crepúsculo una mansión suburbana en medio de extensos huertos y jardines, y
descendió hacia ella con la idea de encontrar bayas tempranas. Ya estaba cerca de los
árboles, en el crepúsculo, cuando una escopeta rugió desde el suelo. David sintió una
enceguecedora puñalada de dolor en su cabeza, y no supo nada más.
Cuando despertó, se encontraba en una cama dentro de una habitación iluminada por
el sol. En la habitación había un hombre maduro, de rostro bondadoso, y una joven, y otro
hombre con aspecto de médico. David notó que tenía una venda alrededor de la cabeza.
Vio que todas estas personas lo miraban con intenso interés.
El hombre mayor de aspecto bondadoso dijo:
—¿Tú eres David Rand, el hombre con alas? Bien, tienes la suerte de estar con vida.
Explicó:
—Mira, mi jardinero está buscando un gavilán que roba nuestros pollos. Cuando
descendiste en el crepúsculo, anoche, te disparó antes de haber podido reconocerte.
Algún proyectil de su escopeta apenas te rozó la cabeza.
La muchacha le preguntó suavemente:
—¿Te sientes mejor ahora? El doctor dice que pronto estarás bien. Y agregó: —Este
es mi padre, Wilson Hall. Yo soy Ruth Hall.
David la miró de hito en hito. Pensó que nunca había visto a nadie tan hermoso como
esta muchacha morena, tímida y suave, de ensortijados cabellos negros y dulces y
preocupados ojos castaños.
Entonces supo repentinamente la razón de la misteriosa persistencia con la que los
pájaros se buscaban uno al otro y se unían en parejas, en cada época de apareamiento.
Sintió lo mismo en su propio interior ahora, con el impulso hacia esa muchacha. No pensó
en ello como amor, pero el hecho es que repentinamente la amó.
Dijo a Ruth Hall lentamente: —Estoy bien ahora. Pero ella agregó: —Debes
permanecer aquí hasta que te encuentres completamente bien. Es lo menos que
podemos hacer, ya que fue nuestro criado el que casi te mata. David se quedó, mientras
la herida sanaba. No le gustaba la casa, cuyas habitaciones le parecían tan oscuras y
asfixiantes; pero vio que podía permanecer afuera durante el día, y dormir en una galena
de noche.
Tampoco le gustaron los periodistas y fotógrafos que vinieron a la casa de Wilson Hall
a obtener notas sobre el accidente del hombre alado; pero éstos pronto dejaron de venir,
porque David Rand no era ya la sensación que había sido años atrás. Y aunque los que
visitaban el hogar de los Hall miraban un poco desconcertados a él y a sus alas, llegó a
acostumbrarse a eso.
Toleró todo con tal de poder estar junto a Ruth Hall. Su amor por ella era un fuego puro
que ardía dentro de él, y nada en el mundo le parecía ahora tan deseable como el hecho
de que ella también lo amara. Sin embargo, como aún era casi totalmente salvaje, y había
tenido pocas experiencias de conversación, encontró difícil decirle a ella lo que sentía.
Finalmente se lo dijo, sentado junto a ella en el jardín iluminado por el sol. Cuando
terminó, los dulces ojos castaños de Ruth se mostraban inquietos.
—¿Quieres que me case contigo, David?
—Por supuesto que sí —dijo él, un poco confundido—. ¿Así es como se dice cuando la
gente forma una pareja, no? Y yo quiero tenerte como pareja.
Ella dijo, afligida: —Pero, David, tus alas...
El rió: —Pero si a mis alas no les pasa nada. El accidente no las dañó. ¡Mira!
Y se puso de pie de un salto, batiendo abiertas las grandes alas de bronce que
relucieron a la luz del sol, dándole la apariencia de una figura de fábula suspendida de un
salto en el cielo, con su delgado cuerpo tostado por el sol vestido solo con los shorts que
eran toda la ropa que llevaba.
La inquietud no desapareció de los ojos de Ruth. Le explicó: —No es eso, David. Es
que tus alas te hacen tan diferente de los demás... Claro que es maravilloso que puedas
volar; pero te hacen tan distinto de cualquier otra persona, que la gente ve como a una
especie de curiosidad.
David la miró fijamente. —¿Me ves tú en esa forma, Ruth?
—Por supuesto que no —dijo ella—. Pero de alguna manera parece un poco anormal,
monstruoso, el hecho de que tú tengas alas.
—¿Monstruoso? —repitió él—. Pero si no hay nada de eso. Es simplemente... hermoso
poder volar. ¡Mira!
Y levantó vuelo, con las grandes alas zumbando, cada vez más arriba, elevándose en
el cielo azul, zambulléndose, volando como una flecha y doblando como una golondrina,
bajando luego en rápido descenso, sin aliento, para aterrizar levemente sobre la punta de
sus pies junto a la muchacha.
—¿Acaso hay algo monstruoso en eso? —preguntó alegremente—. Pero Ruth, yo
quiero que vueles conmigo, sostenida por mis brazos, para que puedas conocer la belleza
que hay en ello como yo la conozco.
La muchacha se estremeció un poco. —No podría, David. Sé que es ridículo; pero
cuando te veo en el aire de ese modo, pienso que no pareces tanto un hombre como un
pájaro, un animal volador, algo inhumano.
David Rand clavó la vista en ella, súbitamente desdichado. —¿Entonces no te casarás
conmigo a causa de, mis alas?
La tomó entre sus brazos fuertes y bronceados, buscando con los labios la suave boca
de ella.
—Ruth, no puedo vivir sin ti ahora que te he encontrado. ¡No puedo!
Fue una noche, poco tiempo después, cuándo Ruth, con cierta vacilación, efectuó su
sugestión. La luna inundaba el jardín con su serena luz de plata, que centelleaba en las
alas plegadas de David Rand, sentado con el ansioso rostro juvenil dirigido, impaciente,
hacia la muchacha.
Ella dijo: —David, hay una forma en que podríamos casarnos y ser felices, si tu me
amas lo suficiente como para hacerlo.
—¡Haré cualquier cosa! —gritó él—. Tú lo sabes. Ella vaciló.
—Tus alas, ellas son lo que nos separa. No puedo tener un esposo que pertenezca
más a las criaturas silvestres que al género humano, un esposo al que todos
considerarían una curiosidad, una rareza deforme. Pero si te hicieras cortar las alas...
El la miró asombrado: —¿Cortar mis alas?
Ella le explicó en un vehemente torrente de palabras: —Es completamente factible,
David. El doctor White, que te atendió por aquella herida y te revisó en esa oportunidad,
me dijo que sería bastante fácil amputar tus alas por encima de sus bases. No correrías
ningún peligro, y solo quedaría en tu espalda la leve prominencia dé los muñones.
Entonces serías un hombre normal y no una curiosidad —agregó, con su dulce rostro
grave y suplicante—. Mi padre te daría un puesto en sus negocios, y en vez de ser una
criatura anormal, errante y semihumana, serías como... como cualquier otra persona.
Podríamos ser tan felices entonces...
David Rand estaba aturdido. —¿Amputar mis alas? —repitió casi sin comprender—.
¿Tú no te casarás conmigo a menos que yo haga eso?
—No puedo —dijo Ruth penosamente—. Te quiero, David, sí; pero yo quiero que mi
esposo sea como los esposos de las otras mujeres.
—No volar nunca más —dijo David lentamente, con el rostro pálido a la luz de la luna—
. ¡Quedar atado a la tierra como cualquier otro! ¡No! —gritó, parándose de un salto en una
violenta reacción—. No lo haré... ¡No renunciaré a mis alas! No quiero volverme como...
Se interrumpió abruptamente. Ruth estaba sollozando con el rostro entre las manos.
Toda su ira desapareció, se inclinó ante ella, le bajó las manos, e inclinó hacia arriba,
anhelantemente, su rostro dulce cubierto de lágrimas.
—¡No llores, Ruth! —suplicó—. No es que no te ame; yo te amo, más que a cualquier
otra cosa en el mundo. Pero nunca pensé en renunciar a mis alas; la idea me aturdió.
Le dijo: —Ve adentro de la casa. Tengo que reflexionar un poco al respecto.
Ella lo besó, con la boca trémula, y luego se marchó a la luz de la luna hacia la casa. Y
David Rand se quedó, con el cerebro en desorden, caminando nerviosamente en la luz
plateada.
¿Renunciar a sus alas? ¿Nunca más zambullirse, remontar vuelo y descender con los
seres alados del cielo, nunca más conocer la loca exaltación y la indomable libertad del
vuelo a toda velocidad?
Sin embargo, renunciar a Ruth, renunciar a ese ciego e irresistible anhelo de ella que
latía en cada uno de sus átomos, conocer la amarga soledad y el deseo por ella durante
el resto de su vida: ¿cómo podría hacer eso? No podía hacerlo. No lo haría.
Entonces, David Rand fue rápidamente hacia la casa y encontró a la muchacha
esperándolo en la terraza iluminada por la luna.
—¿David?
—Sí, Ruth, lo haré. Haré lo que sea por ti.
Ella sollozó de felicidad sobre su pecho: —Sabía que realmente me amabas, David. Lo
sabía.
Dos días después, David Rand emergía de las brumas de la anestesia en la sala de un
hospital, sintiéndose muy extraño, con un dolor continuo en la espalda. El doctor White y
Ruth estaban inclinados sobre su cama.
—Bien, ha sido un éxito total, joven —dijo el doctor—. Saldrá de aquí dentro de unos
pocos días.
Los ojos de Ruth estaban radiantes. —El día en que salgas, David, nos casaremos.
Cuando ellos se fueron, David comenzó lentamente a sentir su espalda. Solo quedaban
los muñones salientes y vendados de sus alas. Podía mover los grandes músculos alares,
pero no había alas zumbantes que respondieran. Se sentía aturdido y extraño, como si
hubiera perdido alguna parte sumamente vital de su ser. Pero se aferró al recuerdo de
Ruth, de Ruth esperándolo.
Y ella lo estaba esperando, y se casaron el día en que dejó el hospital. Y en la dulzura
de su amor, David perdió completamente esa extraña sensación de aturdimiento, y casi
olvidó que alguna vez había tenido alas y había errado por el cielo como un ser libre y
alado.
Wilson Hall regaló a su hija y a su yerno un hermoso y blanco cottage situado sobre
una colina boscosa, cerca de la ciudad. Dio un empleo a David en sus negocios, y tuvo
paciencia con él por su ignorancia de las cuestiones comerciales. Y todos los días David
iba en auto a la ciudad, y trabajaba todo el día en su oficina, y volvía en el crepúsculo a su
casa para sentarse con Ruth ante la chimenea, con la cabeza de ella apoyada en su
hombro.
—David, ¿estás arrepentido de haberlo hecho? —le preguntaba Ruth ansiosamente al
principio.
Y él reía y decía: —Por supuesto que no, Ruth. Tenerte a ti vale cualquier cosa.
Y se decía a sí mismo que eso era cierto, que no lamentaba la pérdida de sus alas.
Todo ese tiempo pasado en el que había atravesado el cielo zumbando con las alas solo
parecía un extraño sueño, y solo ahora había despertado a la felicidad real, se aseguraba
a sí mismo.
Wilson Hall dijo a su hija: —A David le está yendo muy bien allá en la oficina. Yo temía
que fuera siempre un pequeño salvaje; pero se ha acostumbrado muy bien.
Ruth asintió contenta, y dijo: —Supe que lo lograría. Y todos lo quieren mucho ahora.
Porque aquellos que alguna vez habían mirado con recelo el matrimonio de Ruth
advertían ahora que había resultado bien después de todo.
—Es realmente muy simpático. Y si no fuera por las leves prominencias que hay en su
espalda, uno jamás pensaría que fue diferente de todos los demás —decían.
Así pasaron los meses. En el pequeño cottage de la colina boscosa reinó una felicidad
completa hasta que llegó el otoño, cubriendo el césped de una escarcha de plata cada
mañana, estampando colores extravagantes sobre los arces.
Una noche de otoño David se despertó de repente, preguntándose qué lo habría
despertado tan abruptamente. Ruth seguía durmiendo sin ruido, con suave respiración,
junto a él. No podía oír ningún sonido.
Entonces lo oyó. Un silbido distante y fantasmal que se iba arrastrando por el aire frío,
remoto y desafiante, que latía con una nota borrosa y turbulenta de palpitante vida.
Inmediatamente supo de qué se trataba. Abrió la ventana y se asomó a la noche con el
corazón palpitante. Y allá en lo alto los vio, largas y deslizantes filas de pájaros silvestres
que iban rápidamente volando hacia el sur bajo las estrellas. Al instante se agitó
ciegamente en el corazón de David el alocado impulso de saltar desde la ventana para
ascender tras ellos en la fría y despejada noche.
Instintivamente, los grandes músculos alares de su espalda se movieron debajo de su
saco pijama. Y de pronto se volvió débil, tembloroso, despavorido ante esa ciega oleada
de sensaciones. Si por un momento había querido irse, abandonar a Ruth, este
pensamiento lo espantó, fue como una traición a sí mismo. Se deslizó otra vez en la cama
y se acostó, haciendo resueltamente oídos sordos a esos alegres y lejanos silbidos que
huían hacia el sur en la noche.
Al día siguiente se sumergió con decisión en su trabajo de la oficina. Pero en el curso
de todo ese día encontró que sus ojos se desviaban hacia el pedazo azul de cielo de la
ventana. Y a partir de entonces, semana tras semana, durante los largos meses de
invierno y primavera, el antiguo y turbulento anhelo se fue convirtiendo cada vez más en
un dolor irracional dentro de su corazón, más fuerte que nunca cuando las criaturas del
aire venían volando hacia el norte en primavera.
Se decía a sí mismo enfurecidamente: —Eres un tonto. Amas a Ruth más que a
cualquier otra cosa en el mundo y la tienes. No quieres nada más.
Y otra vez, en la desvelada noche se aseguraba a sí mismo: —Soy un hombre, y estoy
feliz de vivir la vida de un hombre normal, con Ruth.
Pero en su mente viejos recuerdos susurraban a hurtadillas: —¿Te acuerdas de la
primera vez que volaste, de esa loca emoción de remontar vuelo por primera vez, del
primer giro vertiginoso, y el descenso rápido, y el planeo?
Y el viento nocturno, desde afuera de la ventana, llamaba: —¿Te acuerdas de cuando
competías conmigo, bajo las estrellas y por sobre el mundo dormido, y de cómo reías y
cantabas mientras tus alas luchaban conmigo?
Y David Rand sepultaba la cara en la almohada y murmuraba: Yo no estoy arrepentido
de haberlo hecho. ¡No lo estoy!
Ruth se despertaba y preguntaba, soñolienta: —¿Ocurre algo, David?
—No, querida —le decía él, pero cuando ella volvía a dormirse sentía que ardientes
lágrimas le punzaban los párpados, y susurraba de manera confusa—: Me estoy
mintiendo a mí mismo. Quiero volver a volar.
Pero a Ruth, ocupada alegremente en el bienestar de él, en la casa y en los amigos de
ambos, le ocultaba todo ese escondido e insensato deseo. Luchaba por vencerlo, por
destruirlo, pero no podía.
Cuando no había nadie cerca, observaba con el corazón dolorido las golondrinas que
emprendían vuelo y se zambullían en el ocaso, o el gavilán que remontaba vuelo, alto y
distante en el cielo, o el estremecedor y vertiginoso descenso del martín pescador. Y
entonces, amargamente, se acusaba a sí mismo de traidor a su propio amor por Ruth.
Hasta que en aquella primavera, Ruth le dijo tímidamente algo: —David, el próximo
otoño... tendremos un hijo...
El se sobresaltó: — ¡Ruth, querida mía!—. Luego preguntó: —¿No temes que pueda
ser...?
Ella meneó la cabeza con confianza: —No. El doctor White dice que no hay peligro de
que nazca anormal como tú lo fuiste. Dice que los caracteres diferentes de los genes que
hicieron que nacieras con alas están ligados a un carácter recesivo, no a uno dominante,
y que no hay peligro de que esa anormalidad sea heredada. ¿No estás contento?
—Por supuesto —dijo él, estrechándola tiernamente—. Va a ser maravilloso.
Wilson Hall estaba radiante por la noticia. —Un nieto: ¡eso es magnífico! —exclamó—.
David, ¿sabes qué voy a hacer después de su nacimiento? Me voy a retirar y te dejaré al
frente de la empresa.
—¡Oh, papá! —gritó Ruth, y besó jubilosamente a su padre.
David tartamudeó su agradecimiento. Y se dijo a sí mismo que esto ponía fin para
siempre a sus vagos e irracionales deseos. Ahora iba a tener alguien más en quien
pensar, además de Ruth; iba a tener las responsabilidades de un padre de familia.
Se sumergió en el trabajo con renovado deleite. Durante unas pocas semanas olvidó
por completo ese viejo e insensato anhelo ante los proyectos para el futuro. Todo aquello
había pasado ahora, se dijo a sí mismo.
Entonces, repentinamente, todo su ser fue conmovido por algo asombroso. Durante
algún tiempo los muñones de las alas en la espalda de David habían permanecido
lastimados y doloridos. Parece también que estaban más largos de lo que habían sido.
Aprovechó una oportunidad para revisarlos ante un espejo y se sorprendió al descubrir
que habían crecido y eran ahora dos prominencias semejantes a gibas, que se curvaban
hacia abajo a cada lado de la espalda.
David Rand miró asombrado una y otra vez en el espejo, con una extraña conjetura en
la mirada. Podría ser posible que...
Visitó al doctor White al día siguiente, con otro pretexto. Pero antes de irse preguntó
como por casualidad: —Doctor, quería saber algo: ¿existe alguna posibilidad de que mis
alas alguna vez comiencen a crecer de nuevo?
El doctor White dijo pensativamente: —Por cierto, supongo que hay una posibilidad de
que ello ocurra. Un tritón puede regenerar un miembro perdido, y numerosos animales
tienen similares poderes de regeneración. Por supuesto, un hombre común no puede
regenerar un brazo o una pierna perdidos del mismo modo, pero su cuerpo no es común y
sus alas pueden tener algún poder de regeneración parcial, al menos por una vez.
Agregó: —Sin embargo, no tiene que preocuparse por ello, David. Si comienzan a
crecer otra vez simplemente venga y se las extirparé sin problema.
David Rand le agradeció y se fue. Pero a partir de entonces, fue observando
cuidadosamente día tras día y pronto vio que, sin lugar a dudas, los genes anormales que
le habían dado alas la primera vez le habían dado también un poder al menos parcial de
regenerarlas.
Porque las alas estaban creciendo de nuevo, día a día. Las gibas de su espalda se
habían vuelto mucho más grandes, aunque, cubiertas por sus sacos cortados
especialmente, no se notaba el cambio producido en ellas. Hacia fines de ese verano
aparecieron como alas, alas reales, aunque más pequeñas. Plegadas bajo su ropa, no se
veían.
David supo que debía ir y dejar que el doctor se las amputara antes de que se volvieran
más grandes. Se dijo a sí mismo que ya no necesitaba alas. Ruth y el niño en camino, y el
futuro de todos juntos era todo lo que tenía algún significado para él ahora.
Sin embargo, no dijo nada a nadie, y mantuvo las alas que seguían creciendo ocultas y
tapadas por su ropa. Eran unas alas pobres y débiles, comparadas con las primeras,
como si la amputación hubiera impedido su desarrollo. Era improbable que alguna vez
pudiera volar con ellas, pensó, aunque quisiera, lo cual no era el caso.
Con todo, se dijo a sí mismo que sería más fácil hacerlas extirpar después de que
hubieran alcanzado su tamaño normal. Además, no quería inquietar a Ruth en ese
momento diciéndole que las alas habían vuelto a crecer. De modo que se tranquilizó a sí
mismo, y así pasaron las semanas hasta que, hacia principios de octubre, sus segundas
alas alcanzaron su tamaño normal, aunque eran poco desarrolladas y dignas de lástima
en comparación con sus espléndidas primeras alas.
La primera semana de octubre nació un hijo de Ruth y David. Era un hermoso y fuerte
varoncito, sin rastros de algo inusual en él. Tenía un peso normal, y su espalda era
derecha y lisa, y nunca tendría alas. Y pocas noches después estaban todos juntos en el
cottage, admirándolo.
—¿No es hermoso? —preguntó Ruth, levantando la vista con los ojos resplandecientes
de orgullo.
David asintió en silencio, con el corazón palpitante de emoción al contemplar al
rubicundo pequeño dormido. ¡Su hijo!
—Es maravilloso —dijo humildemente—. Ruth, querida mía: quiero trabajar durante el
resto de mi vida para ti y para él.
Wilson Hall estaba rebosante de alegría por ellos y dijo con una risita: —Tendrás
oportunidad de hacerlo, David. Lo que dije la primavera pasada está por cumplirse. Esta
tarde renuncié como director de la empresa y dispuse que fueras designado mi sucesor.
David intentó agradecerle. Su corazón desbordaba de alegría plena, de amor por Ruth
y por el hijo de ambos. Pensó que nadie había sido nunca tan feliz como él.
Entonces, cuando Wilson Hall se fue, y Ruth se quedó dormida y él quedó solo, David
se dio cuenta súbitamente de que tenía algo que hacer.
Se dijo severamente a sí mismo: —Durante todos estos meses te has estado mintiendo
a ti mismo, inventando excusas para ti mismo, dejando que tus alas crecieran de nuevo.
En tu interior, durante todo ese tiempo, estabas esperando poder volar nuevamente.
Rió. —Bien, ahora todo eso ha pasado. Yo solo me dije a mí mismo antes que no
necesitaba valor. No era cierto entonces, pero lo es ahora. Nunca volveré a desear tener
alas para volar, ahora que tengo a Ruth y al niño.
No, nunca más: eso había terminado. Iría en coche hasta la ciudad esa misma noche y
se haría extirpar por el doctor White esas segundas alas recién salidas. Ni siquiera dejaría
que Ruth supiera de ellas.
Avergonzado por esa determinación, salió rápidamente del cottage a la oscuridad
ventosa de la noche otoñal. La roja luna se estaba elevando por encima de las copas de
los árboles, hacia el este, y a la opaca luz de ella se dirigió hacia el garaje. A su alrededor,
los árboles se inclinaban y crujían bajo el martilleo jovial y alborotado del recio viento
norte.
David se detuvo repentinamente. A través de la fría noche había llegado un sonido
lejano y débil que le hizo levantar la cabeza. Un silbido lejano y fantasmal llevado por el
veloz viento, que aumentaba, disminuía, se hacía cada vez más fuerte: eran los pájaros
silvestres, que se dirigían al sur en la ruidosa noche, lanzando alborozado desafío
mientras el viento empujaba sus alas hacia adelante. Aquel impetuoso latido de libertad
que había creído muerto trataba con fuerza de apoderarse del corazón de David.
Clavó la vista en la oscuridad con los ojos brillantes y el cabello suelto al viento. Estar
allí con ellos una vez más solamente; volar con ellos solo una vez más...
¿Por qué no? ¿Por qué no volar esta última vez y satisfacer de esa manera ese
penetrante deseo antes de perder estas últimas alas? No iría lejos, solo efectuaría un
corto vuelo y entonces volvería para hacerse extirpar las alas, para dedicar su vida a Ruth
y a su hijo. Nadie lo sabría nunca.
Rápidamente se quitó la ropa en la oscuridad, y se mantuvo erguido, desplegando las
alas que habían estado tanto tiempo ocultas y encerradas. Una estremecedora duda lo
asaltó. ¿Podría ahora volar siquiera un poco? ¿Lo mantendrían en el aire esas segundas
alas, pobres y poco desarrolladas, al menos durante unos pocos minutos? No, no lo
harían, ¡sabía que no podría!
El impetuoso viento bramaba más fuerte a través de los gemebundos árboles, y el
cristalino llamado se hizo más fuerte en lo alto. David se mantuvo en equilibrio, con las
rodillas dobladas, las alas desplegadas para el salto hacia arriba, y la agonía pintada en
su pálido rostro. No podría intentarlo: sabía que no podría levantarse del suelo.
Pero el viento estaba soplando en sus oídos: — ¡Tú puedes hacerlo, tú puedes volar de
nuevo!;Mira, estoy detrás de ti, esperando para levantarte, listo para competir contigo allí
arriba bajo las estrellas!
Y las voces alborozadas que silbaban muy arriba le susurraban:—¡Sube! ¡Sube con
nosotros! ¡Tú debes estar con nosotros, no allá abajo! ¡Sube! ¡Vuela!
¡Levantó vuelo! Las poco desarrolladas alas golpearon el borrascoso viento, ¡y se
estaba elevando! Los oscuros árboles, la ventana iluminada de la casa, la cumbre entera
de la colina, quedaron atrás y debajo de él mientras sus alas lo impulsaban hacia arriba
en el viento que rugía.
Cada vez más arriba, sintiendo el duro y limpio golpeteo del aire frío en su cara otra
vez, el loco bramido del viento a su alrededor, las grandes sacudidas de sus alas
llevándolo cada vez más alto.
La sonora, estentórea risa de David Rand resonó entre los aullidos del viento mientras
seguía volando entre las estrellas y la tierra sumida en las tinieblas. Cada vez más alto,
de nuevo entre los alborozados pájaros que iban al sur, y que lo acompañaban a cada
lado. Siguió y siguió volando con ellos.
Súbitamente supo que solo esto era vivir, que solo esto era estar despierto. Toda
aquella otra vida que había sido suya, allá abajo, aquello había sido el sueño, y ahora
había despertado de él. No era él quien había trabajado en una oficina y había amado a
una mujer y a un niño allá. Era un David Rand de sueño el que había hecho todo eso, y el
sueño, ahora, había terminado.
Cada vez más hacia el sur, se lanzó velozmente en la noche, y el viento aulló, y la luna
se elevó, hasta que al fin la tierra quedó atrás, y voló con los pájaros voladores sobre las
llanuras del océano iluminadas por la luna. Supo que era una locura seguir volando con
esas pobres alas que ya se estaban volviendo cansadas y débiles; pero su regocijado
cerebro no pensaba en volver. ¡Seguir volando, volar esta última vez, eso era suficiente!
De esta manera, cuando sus cansadas alas comenzaron al fin a ceder, y empezó a
caer cada vez más abajo, hacia las plateadas aguas, su pecho no albergó miedo ni pesar.
Al fin y al cabo, eso era lo que él siempre había esperado y querido, y se sintió
oscuramente satisfecho, casi contento de estar cayendo como deben caer al final todos
los que tienen alas, después de una corta vida de dulce y desenfrenado vuelo. Y se
precipitó serenamente hacia el descanso final.
LA DISTORSIÓN QUE VINO DEL ESPACIO
Francis Flagg
El meteoro cayó aquella noche detrás de la Montaña del Oso. Jim Blake y yo lo vimos
cruzar por el cielo. Era del tamaño de un pequeño globo y tenía una cola incandescente.
Supimos que había caído a una distancia de pocos kilómetros de nuestro campamento, y
luego vimos el opaco resplandor de un incendio que iluminaba el firmamento. En la ladera
opuesta de la Montaña del Oso el bosque es ralo, y los pocos árboles que hay son
achaparrados y crecen en manchones separados por vastos claros de suelo árido y
rocoso. El incendio no se extendió, y se consumió pronto. Sentados junto al fuego de
nuestro campamento hablábamos sobre los meteoritos, esos ocasionales visitantes del
espacio exterior que por lo general son pequeños y se consumen por el calor al entrar en
la atmósfera de la Tierra. Jim habló de uno enorme que había caído en el norte de
Arizona antes de la llegada del hombre blanco; y de otro más reciente que cayó en
Siberia.
—Por fortuna —dijo— los meteoritos causan escasos daños; pero si uno grande llegara
a caer en un área densamente poblada, tiemblo al pensar en la destrucción de vidas y
bienes que provocaría. Catástrofes de ese tipo pueden haber destruido antiguas
ciudades. No creo que éste que acabamos de ver caiga en alguna parte próxima al
rancho de Simpson.
—No —dijo—; cayó muy al norte. Si hubiera aterrizado en el valle no habríamos podido
ver el reflejo del incendio que inició. Por suerte no cayó más próximo a nosotros.
A la mañana siguiente, llenos de curiosidad, trepamos hasta la cumbre de la montaña,
a una distancia de unos tres kilómetros. La Montaña del Oso es en realidad una
característica altiplanicie escarpada y de cierta altura, con picos montañosos más altos y
más abruptos a su alrededor y más allá. No crecen árboles en la cima, la cual, a
excepción de algunas matas de hierba del oso y de yuca, es pedregosa y pelada. Al mirar
hacia el lado opuesto desde la altura a la que habíamos llegado, vimos que una parte de
la ladera había volado, y todavía humeaba. Sin embargo, el meteorito había desaparecido
al enterrarse bajo tierra y piedras y había dejado un profundo cráter de algunos metros de
diámetro.
A unos cinco kilómetros de distancia, en el pequeño valle situado más abajo, se
encontraba el rancho de Henry Simpson, aparentemente indemne. Henry era un guía
autorizado, y cuando iba a las montañas en busca de ciervos, hacíamos de su puesto
nuestro centro de operaciones. Mientras nos acercábamos, no alcanzábamos a ver ni a
Henry ni a su esposa, y apresuramos la marcha con cierta inquietud al observar que una
parte del techo de la casa —que era de adobe y de dos plantas, y tenía un techo
levemente inclinado, hecho con vigas atravesadas cubiertas de chapas de hierro
clavadas— se encontraba retorcida y arrancada.
—¡Cielos! —dijo Jim—; espero que un fragmento de ese meteorito no haya causado allí
ningún daño.
Dejando que los burros se las arreglaran solos, entramos precipitadamente en la casa.
— ¡Eh Henry! —grité—. ¡Henry! ¡Henry!
Nunca olvidaré la visión de la cara de Henry Simpson cuando bajó tambaleándose por
la ancha escalera. Aunque eran exactamente las ocho de la mañana, todavía tenía puesto
el pijama. Sus cabellos grises estaban despeinados, y sus ojos muy abiertos.
—¿Estoy loco, estoy soñando? —gritó roncamente.
Era un hombre corpulento, de por lo menos un metro ochenta de estatura; no era un
montañés corriente, y a pesar de que tenía más de sesenta años de edad, disponía de
gran fuerza física. Pero en aquel momento sus hombros estaban caídos, y temblaba como
si tuviera parálisis.
Por Dios, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó Jim—. ¿Dónde está tu mujer?
Henry Simpson se enderezó con esfuerzo. —Denme un trago.
Luego dijo de un extraña manera: —Estoy en mi sano juicio, claro que debo estar en mi
sano juicio; pero, ¿cómo puede ser posible eso que está arriba?
—¿Qué cosa? ¿Qué quieres decir?
—No sé. Estaba profundamente dormido cuando la luz brillante me despertó. Eso fue
anoche, hace muchas horas. Algo cayó dentro de la casa.
—Un fragmento del meteorito —dijo Jim, mirándome rápidamente.
—¿Meteorito?
—Cayó uno anoche en la Montaña del Oso. Lo vimos caer.
Henry Simpson alzó su rostro ceniciento. —Puede haber sido eso.
—¿Decías que te despertaste?
—Sí, dando un grito de terror. Pensé que en el lugar había caído un rayo. ¡Lydia!, grité
pensando en mi mujer. Pero Lydia no me respondió. La luz brillante me había
enceguecido. Al principio no podía ver nada. Luego mi vista se aclaró. Sin embargo, no
podía ver nada... a pesar de que la habitación no estaba a oscuras.
—¡Cómo!
—Nada, les digo. Ni la habitación, ni las paredes, ni los muebles; hacia cualquier
dirección en que miraba, solo el vacío. En los primeros instantes después de mi despertar
había saltado de la cama, y no la pude volver a encontrar. Les digo que caminé y caminé,
y corrí y corrí; pero la cama había desaparecido, la habitación había desaparecido. Era
como una pesadilla. Traté de despertarme. Estaba arrastrándome sobre mis manos y mis
rodillas, cuando alguien gritó mi nombre. Me arrastré hacia el sonido de esa voz, y de
pronto estuve en el pasillo de arriba, fuera de la puerta de mi habitación. No me atreví a
mirar hacia atrás. Tenía miedo, les digo, miedo. Bajé los escalones.
Se detuvo, vacilante. Lo sostuvimos y depositamos su cuerpo sobre un sofá.
—Por el amor de Dios —murmuró—, vayan a buscar a mi mujer.
Jim dijo con tono consolador:—Tranquilo, tranquilo, que tu esposa está bien—. Me hizo
señas imperativamente con la mano: —Ve a nuestra cabaña, Bill, y tráeme mi bolso.
Hice lo que me ordenó. Jim era un médico en ejercicio, y nunca viajaba sin su caja de
medicamentos. Disolvió una tableta de morfina, llenó una jeringa hipodérmica, y vació su
contenido en el brazo de Simpson. A los pocos minutos, éste exhaló un suspiro, se relajó
y cayó en un profundo sopor.
—Mira —dijo Jim, señalando.
La planta de los pies de Simpson estaba magullada y sangrante, el pijama estaba
hecho jirones en las rodillas, y las rodillas estaban lastimadas.
—No lo soñó —murmuró Jim por fin—. Ha estado caminando y arrastrándose,
efectivamente.
Nos miramos uno al otro. —Pero, ¡por Dios! —exclamé.
—Lo sé —dijo Jim. Se enderezó—. Aquí hay algo extraño. Voy a ir arriba. ¿Vienes?
Subimos juntos a la planta alta. No sabía qué era lo que esperábamos encontrar.
Recuerdo haberme preguntado si Simpson no habría matado a su mujer y estaría
fingiéndose demente. Entonces recordé que tanto Jim como yo habíamos observado el
techo dañado. Algo había golpeado la casa. Tal vez esa cosa había matado a la señora
Simpson. Esta era una mujer enérgica, unos pocos años menor que su esposo, y no
precisamente de las que estarían acostadas y tranquilas a esa hora.
Llenos de dudas, llegamos al rellano del primer piso y miramos hacia el corredor. El
corredor estaba bien iluminado por medio de una ancha ventana situada al fondo del,
mismo. Dos habitaciones daban al corredor, una a cada lado. Las puertas de ambas
estaban entornadas.
La primera habitación a la que echamos un vistazo era una especie de escritorio y
biblioteca. Ya he dicho que Simpson no era un montañés común y corriente. Era en
verdad un hombre que leía mucho y se mantenía al tanto de las mejores publicaciones de
la literatura de actualidad.
La segunda habitación era el dormitorio. Su puerta ordinaria, hecha con tablones
alisados, se abría hacia afuera.
Oscilaba en nuestra dirección, medio abierta, y en el estrecho corredor tuvimos que
abrirla aún más para poder pasar. Entonces...
—¡Dios mío! —dijo Jim.
Los dos miramos, clavados al piso. Nunca olvidaré el total asombro de ese momento.
Porque más allá de la puerta, donde tendría que haber estado un dormitorio, había...
—¡Oh, es imposible! —murmuré.
Aparté la vista. Efectivamente, estaba en un estrecho corredor, en una casa. Entonces
volví a mirar y tuve la sensación de contemplar el vacío del espacio ilimitado. Mis dedos
temblorosos aferraron el brazo de Jim. No me asusto fácilmente. La gente de mi profesión
—la aviación— debe tener los nervios muy templados. Sin embargo, había algo tan
extraño, tan fantástico, en lo que estaba viendo, que confieso haber sentido una oleada
de terror. El espacio se extendía a la distancia en todas las direcciones más allá de
aquella puerta, en la misma forma en que el espacio se extiende ante el que, acostado de
espaldas en un día despejado, contempla el cielo. Pero este espacio no estaba
brillantemente iluminado por la luz del sol. Era un espacio tenebroso, gris, que infundía
miedo; un espacio en el que no se distinguían ni estrellas, ni la luna, ni el sol. Y era un
espacio que tenía —aparte de su tenebrosidad— una propiedad de oblicuidad...
—Jim —murmuré roncamente—. ¿También tú lo ves?
—Sí, Bill, sí.
—¿Qué es eso?
—No sé. Quizás una ilusión óptica. Algo ha trastornado la perspectiva de esa
habitación.
—¿Trastornado?
—Estoy tratando de pensar.
Caviló durante un momento. Aunque ejerce la medicina, Jim se interesa por la física y
las matemáticas superiores. Sus artículos sobre la teoría de la relatividad han aparecido
en muchas publicaciones científicas.
—El espacio —dijo— no tiene una existencia independiente de la materia. Eso lo
sabes. Ni tampoco independiente del tiempo.
Hizo rápidos gestos: —Está la noción de Einstein que considera a la materia como una
caprichosa torsión del espacio, y al universo como algo a la vez finito e infinito. Es muy
abstruso y difícil de entender —sacudió la cabeza—. Pero en el espacio exterior, mucho
más allá del alcance de nuestros telescopios más potentes, puede que las cosas no
funcionen exactamente como en la Tierra. Las leyes pueden cambiar, y pueden existir
fenómenos exactamente contrarios a aquellos que nos son habituales. Dejó de hablar. Yo
lo miré, fascinado.
—¡Y ese meteorito venido de donde solo Dios sabe! —hizo una breve pausa—. Estoy
convencido de que este fenómeno que presenciamos está relacionado con él. En ese
meteorito ha venido algo que se ha introducido en esta habitación, algo que posee
extrañas propiedades, que tiene el poder de distorsionar, torcer... —su voz se apagó.
Miré con temor por la puerta abierta. —Cielos —dije—, ¿qué puede ser? ¿Qué es lo
que tendría el poder de producir semejante ilusión?
—Si es que realmente es una ilusión —murmuró Jim—. Quizá no sea una ilusión en
mayor medida que el ambiente en el que trascurre nuestra existencia, y que rara vez
cuestionamos. No te olvides que Simpson anduvo perdido en él durante horas. Oh,
parece fantástico, imposible, lo sé, y al principio creí que estaba delirando; pero ahora...
ahora... —Se enderezó bruscamente—. La señora Simpson se encuentra en alguna parte
de esa habitación, de ese increíble espacio, quizá vagando, perdida, asustada. Voy a
entrar.
Le supliqué que, lo pensara bien. —Si tú vas, yo también iré —dije.
Se soltó de mi mano que lo aferraba. —No, tú debes permanecer junto a la puerta para
guiarme con tu voz.
A pesar de mis nuevas protestas, atravesó el vano de la puerta. Al hacerlo, pareció
como que iba a caer en k eternidad de la nada.
—¡Jim! —llamé aterrorizado. Miró hacia atrás, pero no pude saber si había oído mi voz.
Después dijo que no la había oído.
Era horripilante verlo caminar: una figura solitaria en medio del infinito. Les aseguro que
era la visión más fantástica e increíble que jamás ¿a visto un ojo humano. Debo estar
dormido, soñando, pensé, esto no puede ser real Tuve que apartar la vista para
asegurarme, dando una mirada al corredor, de que estaba en verdad despierto. La
habitación tenía como máximo apenas nueve metros desde la puerta hasta la pared; sin
embargo Jim seguía y seguía, descendiendo por una eterna perspectiva de gris lejanía,
hasta que su figura empezó a encogerse, a disminuir. Volví a gritar: — ¡Jim! ¡Jim!
¡Regresa, Jim!—. Pero en el preciso instante en que grité, su figura fluctuó, desapareció, y
en toda la vasta y solitaria extensión de aquel tenebroso vacío, en ninguna parte se lo
podía ver: ¡en ninguna parte! Me pregunto si alguien puede imaginar sólo una parte de tas
emociones que me asaltaron en aquel momento. Me agaché junto al vano de la puerta de
aquella increíble habitación, presa de los más horribles temores y conjeturas.
Inmediatamente grité: — ¡Jim! ¡Jim! —pero ninguna voz respondió, ninguna figura familiar
se asomó a mi vista. El sol estaba alto en el cielo cuando bajé lentamente la escalera y
salí al exterior. Simpson todavía estaba durmiendo en el sofá, con el sueño del
agotamiento. Recordé que había dicho haber oído nuestras voces que lo llamaban
mientras erraba por el espacio gris, y esto me vino a la memoria de un modo ominoso y
como un presagio de algo desastroso, ya que, aparentemente, mi voz no había llegado en
ningún momento a los oídos de Jim, y ningún sonido había llegado a mis propios oídos
desde las fantásticas profundidades.
Tras largas horas de vigilancia en el estrecho corredor, con la vista clavada en el
extraño espacio, bendije el día soleado con una inenarrable sensación de alivio, de haber
escapado de algo horrible y anormal. Los burros estaban quietos a la sombra de una
encina, con las cabezas bajas. Muy metódicamente, les retiré la carga; luego llené mi pipa
y la encendí, haciendo todo lentamente, con cuidado, como si me hubiese dado cuenta de
la necesidad de tranquilidad y de calma. La cordura de un hombre depende a menudo de
pequeñeces como ésas. Y durante todo el tiempo miraba la casa, la parte superior de la
misma, donde se encontraba la extraordinaria habitación. En sus paredes se veían
algunas grietas y, sobre ellas, el techo se encontraba torcido y destrozado. Me pregunté
cómo podía aquello ser posible. ¿Cómo era posible que dentro de los estrechos límites de
una sola habitación, pudiera existir el fenómeno del espacio infinito? Einstein, Eddington,
Jeans: yo había leído sus teorías, y Jim podía estar en lo cierto; pero ¡qué extraordinario
era todo aquello, qué horrible! Tú estás loco, Bill, —me dije—, loco, ¡loco! Pero estaban
los burros, estaba la casa. Una tanagra escarlata pasó volando, un gavilán daba vueltas
en lo alto, una bandada de codornices de montaña, las del anillo en cuello, echó a correr
por entre los matorrales enmarañados. No, yo no estaba loco, no podía estar soñando, y
Jim... ¡Jim estaba en alguna parte de aquella habitación maldita, de esa distorsión venida
del espacio, perdido, vagando!
Fue lo más valeroso que hice en mi vida: volver a entrar en aquella casa, subir aquella
escalera. Tuve que obligarme a hacerlo, ya que estaba desesperadamente aterrorizado y
arrastraba los pies. Pero el rancho de Simpson sé encontraba en un lugar solitario, con la
ciudad o el vecino más cercanos a millas de distancia. Ir a buscar socorro llevaría
varias horas, y ¿de qué serviría cuando llegase? Además, Jim necesitaba ayuda, ahora
mismo, inmediatamente. Aunque todos los nervios y fibras de mi cuerpo se rebelaban
ante el pensamiento, até el extremo de una cuerda a un clavo fijo en el piso del corredor y
atravesé el vano de la puerta. Inmediatamente fui tragado por el interminable espacio. Fue
una sensación espantosa. Hasta donde llegaba mi vista, mis pies se apoyaban en la
nada. Una lejanía interminable se encontraba tanto debajo como encima de mí. Enfermo y
aturdido, me detuve y miré hacia atrás, pero el vano de la puerta había desaparecido. Tan
solo la cuerda arrollada en mis manos, y la pesada pistola que llevaba en la cintura, me
libraban de caer en el pánico total.
Mientras avanzaba, iba aflojando lentamente la cuerda. Al principio, ésta se extendía
por el infinito como una sinuosa serpiente. De pronto, repentinamente, toda ella
desapareció a excepción de unos pocos metros. Tiré con temor del extremo que tenía en
mis manos. Resistió el tirón. La cuerda aún estaba allí, aunque era invisible a mis ojos,
totalmente desenrollada; a pesar de eso, yo no estaba más cerca de los límites de esa
habitación. Allí quieto, rodeado por el vacío por arriba, alrededor, y debajo de mí, supe el
significado de la completa desolación, del miedo y la soledad. Anduve a tientas por uno y
otro lado, con el extremo de mi soga. Jim debía estar en alguna parte, buscando y
tanteando él también. —¡Jim! —grité; y lo milagroso fue que pareció como si en mi propio
oído la voz de Jim gritara: — ¡Bill! ¡Bill! ¿Eres tú, Bill?
—Sí —casi sollocé—. ¿Dónde estás, Jim?
—No sé. Este lugar me desconcierta. He estado vagando por él durante horas.
Escucha, Bill: todo aquí está desenfocado, la materia se tuerce, la luz se curva. ¿Puedes
oírme, Bill?
—Sí, sí. Yo también estoy aquí, aferrado al extremo de una cuerda que conduce a la
puerta. Si pudieras seguir el sonido de mi voz...
—Estoy tratando de hacerlo. Debemos estar muy cerca uno del otro. Bill... —su voz se
debilitó, lejana.
—¡Aquí! —grité—. ¡Aquí!
A lo lejos oí su voz que llamaba, mientras se alejaba.
—Por Dios, Jim, ¡por aquí! ¡Por aquí!
Súbitamente el pavoroso espacio pareció moverse, arremolinarse —no puedo describir
de otro modo lo que ocurrió— y durante un instante, en la remota lejanía alcancé a ver la
figura de Jim. Estaba trepando una interminable colina, muy lejos de mí; trepaba y
trepaba; un punto negro contra la inmensidad de la nada. De pronto el punto fluctuó, se
extinguió, y desapareció. Enfermo de un horror de pesadilla, caí de rodillas, e incluso,
mientras lo hacía, mi corazón latió de tal modo que pareció que iba a salirse de mi pecho,
al darme cuenta de otro desastre. ¡En mi excitación al tratar de llamar la atención de Jim,
había dejado caer la cuerda!
El pánico me asaltó, y trató de dominarme, pero logré rechazarlo. Mantén la calma, me
dije; no te muevas, no pierdas la cabeza; la cuerda tiene que estar a tus pies. Pero
aunque busqué a tientas en todas las direcciones, no pude encontrarla. Traté de recordar
si me había movido de mi posición originaria. Probablemente me había apartado de ella
un paso o dos; pero ¿en qué dirección? Imposible responder a eso. En esa infernal
distorsión del espacio y de la materia, no había nada con lo cual se pudiera determinar la
dirección. Sin embargo no abandoné, no pude abandonar las esperanzas. La cuerda era
lo único que podía guiarme al mundo exterior, al mundo de la vida y de los fenómenos
normales.
Busqué por todos lados, desatinada y frenéticamente, pero en vano. Por fin me obligué
a permanecer enteramente quieto, con los ojos cerrados para no ver el horripilante vacío.
Mi cerebro funcionaba caóticamente. En una habitación de nueve metros estábamos
perdidos Jim, una mujer, y yo, sin poder encontrarnos uno al otro: era algo imposible,
increíble. Con los dedos temblorosos extraje mi pipa, puse tabaco en la tabaquera
ennegrecida y acerqué un fósforo. ¡Doy gracias a Dios por la nicotina! Mis pensamientos
fluyeron con mayor claridad. Por increíble que pareciera, estaba ahí, ni loco ni dormido.
Algún capricho de las circunstancias había permitido que Simpson saliera tambaleándose
de la trampa de aquella ilusión, pero ese capricho había sido evidentemente uno entre mil.
Jim y yo podíamos seguir vagando en las extrañas profundidades hasta morir de hambre
y agotamiento.
Abrí los ojos. La claridad grisácea del espacio —una claridad provista de una sutil
oblicuidad— todavía me rodeaba. En alguna parte, a pocos metros de donde me
encontraba —tal como se calcula la distancia de un mundo tridimensional—, debía estar
Jim parado o caminando. Pero este espacio no era tridimensional. Era una fantástica
dimensión procedente de más allá del sistema solar, y que la mente humana nunca podría
tener la esperanza de conocer o entender. Y era terrorífico pensar que dentro de sus
profundidades Jim y yo podíamos estar separados por miles de kilómetros, estando sin
embargo uno junto al otro.
Seguí caminando. No podía permanecer quieto para siempre. Dios mío, pensé, tiene
que haber alguna forma de salir de este horrible lugar, ¡tiene que existir una! Una y otra
vez grité el nombre de Jim. Después de un rato eché un vistazo a mi reloj, pero había
dejado de andar. Me empezaban a doler todos los músculos del cuerpo, y la sed estaba
agregando sus torturas a las de la mente. — ¡Jim! —grité roncamente, una y otra vez;
pero el silencio me oprimió hasta tal punto que sentí ganas de dar alaridos.
Traten de imaginarlo si pueden. Aunque caminaba sobre una materia lo
suficientemente sólida como para soportar mis pies, el espacio se extendía
aparentemente tanto por debajo como por arriba. Por momentos tenía la impresión de
estar al revés, de caminar cabeza para abajo. Experimentaba la fantástica sensación de
ser trasladado de un lugar a otro sin necesidad de que mediara ninguna acción. ¡Dios
mío!, rogué para mis adentros, ¡Dios mío! Caí de rodillas, apretándome los ojos con las
manos. Pero, ¿de qué me servía eso? ¿De qué me servía cualquier cosa? Vacilé sobre
mis pies, luchando contra el terror mortal que me corroía el corazón, y me obligué a
caminar lentamente, sin prisa, contando los pasos, uno, dos, tres...
No sabría decir cuándo empecé a advertir la débil irradiación. Era como una irradiación
de calor, solo que más sutil, como ondas de calor que salieran de un horno abierto. Me
froté los ojos y miré, tenso. Efectivamente, desde alguna fuente invisible se estaban
propagando ondas de energía. Las vi vibrar a lo lejos, en las ilimitadas profundidades del
espacio; pero pronto advertí que estaba condenado —como un satélite fijo en su órbita—
a viajar por un inmenso círculo del cual ellas eran el centro.
¡Y tal vez en aquella dirección se encontraba la puerta!
Lleno de desesperación, volví a caer de, rodillas, y arrodillado pensé tristemente: Este
es el fin, no hay forma de salir de aquí, y con más calma de la que había tenido durante
horas —existe una calma en la desesperación, un abandono fatalista de la lucha— alcé
mi cabeza y miré apáticamente en torno.
Extraño, extraño; fantástico y extraño. ¿Podía esto ser real, lo era yo mismo? ¿Podía
encontrarse la inmensidad de la nada en un radio de nueve metros, podía haber sido
causada por algo venido del espacio, algo traído por el meteoro, algo que podía
distorsionar, torcer?
¡Distorsionar, torcer!
Al ver que comenzaba a comprender, proferí un juramento mientras me ponía de pie y
contemplaba la trémula radiación. ¿Por qué no podía acercarme a ella? ¿Qué fuerza
extraña e invisible lo impedía? ¿Se debía a que la fuente de ese increíble espacio se
encontraba escondida allí? Ah, les aseguro que estaba enloquecido, algo demente; pero,
al mismo tiempo, conservaba cierta serenidad y claridad de pensamiento. Extraje la
pesada pistola de su funda. Una frase dicha por Jim resonaba continuamente en mi
cabeza: Vibración, vibración, todas las cosas son modos variables de vibración. Sin
embargo tuve un momento de vacilación. Además de mí, en ese increíble espacio se
encontraban perdidos otros dos, y ¿qué pasaría si llegaba a herir a alguno de ellos? Me
dije que eso era preferible a perecer sin luchar.
Levanté la pistola. La trémula radiación era algo mortífero, hostil; las ondas de energía
que se difundían eran repugnantes tentáculos que se estiraban para matar.
Murmuré una maldición, y apreté el gatillo.
De lo que siguió solo conservo un recuerdo caleidoscópico y caótico. El vacío grisáceo
pareció contraerse y expandirse. Vi alternativamente el espacio y la habitación, la
habitación y el espacio; a través de los intersticios de este desconcertante cambio me
miraba algo indescriptiblemente repugnante, algo que acechaba desde el centro de un
globo de cristal que mis tiros habían perforado. A través de los orificios dejados por las
balas, de este cristal fluía lentamente un vapor, y mientras fluía, la criatura que se
encontraba adentro del globo se agitaba y se retorcía; y mientras se agitaba yo tenía la
sensación de ser levantado y bajado, levantado y bajado; de la habitación, al espacio
vacío. Entonces, de repente, el globo de cristal se estremeció y se partió; oí cómo se
rompió con un tintineo de vidrios rotos; el vapor luminoso escapó en un remolino, el vacío
grisáceo desapareció, y me encontré, enfermo y aturdido, encerrado definitivamente entre
las paredes de una habitación y a una distancia de un metro de la monstruosidad que se
retorcía. Mientras yo permanecía con los pies clavados en el piso, demasiado aturdido
como para moverme, la monstruosidad se elevó. La pude ver entonces en todo su horror.
Era una cosa semejante a una araña, y sin embargo, no era una araña. Se elevó más y
más, hasta una altura de dos metros en el aire, mirándome fijamente con sus ojos
saltones, extendiendo sus patas peludas. Loco de terror, fui envuelto por el abrazo de la
repugnante criatura. Entonces sucedió lo que nunca podré olvidar hasta el día de mi
muerte, de tan extraño que fue, tan fantástico. La imaginación, ustedes dirán, las ideas
fantásticas de una mente transitoriamente perturbada. Tal vez, tal vez; pero
repentinamente me pareció que sabía —que sabía sin lugar a dudas— que ese visitante
semejante a una araña era un ser inteligente y dotado de razón. Aquellos ojos parecían
penetrar hasta los más recónditos lugares de mi cerebro; parecían establecer una especie
de comunicación entre el ser que se encontraba detrás de ellos y yo.
No era una inteligencia maligna —me di cuenta de eso—; pero comparándolo conmigo
era algo lejano, que tenia algo de divino. Y sin embargo era una inteligencia mortal. Mis
balas habían destrozado su envoltura protectora, habían alcanzado su cuerpo vulnerable,
y, en lo que a él mismo respecta, se encontraba en la propia agonía de la muerte. Todo
esto lo percibí, todo esto me lo dijo, no a través del habla, sino a través de algún sutil
proceso de trasferencia de imágenes, que no tengo esperanzas de poder explicar. Me
pareció ver un lugar fantástico y gris donde se hacían girar delicados diseños
geométricos, y donde dibujos de plata rielaban y brillaban: la morada del extraño visitante
del espacio exterior. Tal vez las células receptoras de mi cerebro no estaban lo
suficientemente desarrolladas como para recibir todas las impresiones que trataba de
comunicar.
Nada era claro, preciso, nada era definido. Tuve la penosa conciencia de que gran
parte se estaba escapando de mi cerebro, sin haber sido puesto en correlación ni
registrado. Pero un meteorito estaba volando por la oscuridad del espacio y lo vi caer a
tierra. Vi cómo una parte se desprendía y daba vueltas, atravesaba el techo de la casa de
Simpson y se introducía en el dormitorio. Y vi cómo el extraño visitante de más allá de
nuestro universo utilizaba el increíble poder que poseía para distorsionar el espacio, alisar
las porciones de materia que lo componían y disfrazar su persona con un velo de infinitud
mientras estudiaba el ambiente extraño para él donde había caído.
Y luego todas sus agonizantes emociones parecieron precipitarse de golpe sobré mí y
capté —sentí— lo que estaba pensando. Había hecho un viaje desde un sistema estelar a
otro, había aterrizado a salvo en la Tierra, a un billón, a un billón de años luz de distancia;
pero jamás podría retornar a su remoto mundo para narrar su triunfo... nunca... ¡nunca
jamás! Me pareció comprender todo eso, entenderlo, captar en algo así como una fracción
de segundo, su soledad y su dolor, su tremenda nostalgia; entonces sus peludas
extremidades aflojaron el abrazo; el horrible cuerpo se dobló sobre sí mismo; y mientras lo
contemplaba tendido en el piso, cobré súbitamente conciencia de la señora Simpson,
acurrucada, sana y salva, en un rincón de la habitación, y de Jim, que se encontraba de
pie junto a mí, y me aferraba el brazo.
—Bill —dijo roncamente—, ¿estás herido? Y luego con un susurro: —¿Qué es? ¿Qué
es?
—No sé —respondí con voz ahogada—. No sé. Pero sea lo que fuere, ya ha muerto...
la Distorsión que vino del Espacio.
Entonces, inexplicablemente, me cubrí el rostro con las manos y comencé a llorar.
LA SUPREMA ABOMINACIÓN
Clark Ashton Smith y Lin Carter
Mi nombre es Eibon, hijo de Milaab, el hijo de Uori. Nací en la ciudad de Iqqua, en el
trigésimo cuarto año del reinado del rey Xactura, monarca al que mi padre sirvió como
encargado de los archivos tal como su padre lo había sido antes de él. A su vez, este
cargo tendría que haber recaído en mí; pero los hados inescrutables decretaron otra cosa,
y la fortuna de nuestra casa decayó; y mi desventurado padre fue conducido al solitario
exilio y a una prematura muerte por el maleficio de los fanáticos e inquisitoriales
sacerdotes que servían a la diosa Yhoundeh.
La autoridad temporal de esta jerarquía había ido aumentando en Iqqua, debido a que
el rey, vuelto decrépito y senil por el paso de los años, había caído bajo la influencia del
archipontífice, cuya elocuente oratoria había logrado que el envejecido monarca desatara
una persecución contra todos aquellos considerados como heréticos. Mi padre había
incurrido en la ira de este sumo sacerdote a causa de sus inocentes investigaciones de
anticuario sobre los rituales prohibidos de Tsathoggua, una oscura divinidad cuyo culto
había florecido en ciclos anteriores pero que se encontraba entonces extinguido. Los
fanáticos que servían a Yhoundeh consideran a este dios como una abominación y
habían logrado desde hacía mucho tiempo extirpar todos los rastros de este aborrecido
culto dentro de las fronteras de los territorios que se encontraban sujetos a la soberanía
del rey Xactura.
Huérfano de este modo en mi tierna juventud, tuve la fortuna de convertirme en
aprendiz de un mago de inmenso y fabuloso renombre llamado Zylac, cuya casa
pentagonal de gneis negro —que posteriormente pasaría a ser mía por herencia— se
levantaba sobre un desolado promontorio que dominaba las playas del mar boreal. Allí me
sentía a salvo de toda persecución que los inquisidores de Iqqua pudieran emprender
contra el único hijo del herético archivista, porque hasta entonces los sacerdotes no
ejercían su dominio sobre los desiertos páramos y los solitarios riscos de Mhu Thulan, de
cuyas áridas y apartadas fragosidades mi maestro y yo éramos en ese entonces los
únicos habitantes.
Este Zylac el archimago era de estatura alta e imponente, con tendencia a la delgadez.
Su carne, de un tinte cetrino oscuro, estaba cubierta de una red de finas arrugas, ya que
su vigor había sido prolongado más allá de la normal cantidad de años que es concedido
vivir a la mayor parte de la humanidad. Con una barba de patriarca, su rostro sombrío era
severo y lleno de sabiduría, y sus refulgentes e intensos ojos, de una rara pigmentación
amarilla, eran en extremo penetrantes. Su comportamiento era afable y sereno pero
distante; y su bondad hacia mí era poco común, porque a semejanza de la mayor parte de
los taumaturgos, se mantenía alejado de la compañía de sus semejantes humanos, y
vivía en medio de los desolados desiertos, prefiriendo el contacto con espíritus del otro
mundo y con los ultraterrenos habitantes de remotas esferas al contacto con los hombres.
Pero mi padre, en su calidad de archivista supremo, había hecho frecuentes favores al
archimago pues le procuró, para su uso, ciertos raros rollos de preciosos volúmenes u
oscuros códices del saber antiguo. Por lo cual puede decirse que, al aceptar mi propuesta
de convertirme en su aprendiz, el sabio Zylac no había hecho otra cosa que recompensar
muchos antiguos favores recibidos.
Ahora bien, las dotes profundas y preternaturales de Zylac le habían atraído la envidia,
mezclada con respeto, de sus colegas que practicaban las artes de la magia negra en las
regiones más populosas situadas al sur de la suya; por cuyo magisterio superior era
considerado como preeminente entre los magos de Hiperbórea. Bajo su paciente tutela
estudié muchos amarillentos rollos de pergamino de pterodáctilo, en los cuales los magos
prehistóricos del inmemorial Mu habían redactado las más abstrusas de las fórmulas
obtenidas de los demonios.
Hasta altas horas de la noche, a la luz amarillenta de altas velas de sebo de cadáver,
leía con cuidado placas recobradas de los senderos de los glaciares en avance de la
olvidada Thule, de cuyas runas escritas con sangre aprendí el saber terrible y blasfemo
que se creía hubiera muerto en el trascurso de las eras. A través de ladrillos jeroglíficos
de arcilla roja cocida, traídos de las islas tropicales de Antilla, en las cuales sahamanes
bárbaros habían preservado sus rituales antiguos y de otro modo olvidados, llegué a
conocer las suprimidas letanías de los Antiguos.
Finalmente, mi mentor me reveló las selladas crónicas de las oscuras y míticas
civilizaciones que habían florecido innumerables eras antes de la aparición del hombre.
Estremeciéndome, examinaba las antiguas teurgias de los Voormis, casi humanos y
cubiertos de piel, que en anteriores ciclos habían celebrado con arcaicas y grotescas
ceremonias a ese mismo Tsathoggua por el estudio de cuyas abandonadas liturgias mi
desventurado padre había sufrido la fatal ira del hierofante.
Además, estudié cuidadosamente tabletas primordiales de un metal brillante e
imperecedero donde había columnas verticales de una extraña escritura cuneiforme
grabada con líneas tan bien delineadas que parecían haber sido hechas con hojas de
plumas diamantinas mojadas en un corrosivo veneno. Mi maestro me informó
gravemente. que en ellas el saber oculta de los seres serpientes prehumanos, cuyo
olvidado continente había sido partido por un cataclismo volcánico y se había hundido en
el abismo un número indeterminado de eras antes que la tierra de Hiperbórea emergiera
del fango primordial, se hallaba preservado del deterioro de las eras geológicas.
Mi maestro había realizado sus estudios más profundos sobre las ciencias mágicas de
estas especies desaparecidas, en particular; porque era su más firme convicción que los
seres serpientes habían alcanzado un conocimiento superior de las fuerzas que
componen la matriz de la Plenitud del espacio y del tiempo, y que su dominio de este
saber había superado en gran medida los arcanos más rudimentarios de los Voormis
semibestiales de los habitantes prehumanos de la última Thule, sumergida por los
glaciares.
Durante innumerables años mi mentor había tratado de encontrar inscripciones
antiguas que dataran de la antigua edad de la raza serpentina, sus tabletas cuneiformes
de metal perdurable, sus horripilantes ídolos ofídicos y sus monolitos cubiertos de glifos.
En el curso de su gradual adquisición de la ciencia de éstos, mi maestro tuvo que
reconocer varias dificultades insuperables, la más importante de las cuales era la
imposibilidad casi completa de subordinar los preconceptos e inclinaciones de una
facultad cognoscitiva meramente humana a las filosofías cósmicas y totalmente extrañas
de los seres serpientes. Creía que con el trascurso del tiempo llegaría a superar estas
barreras al completo dominio de las invocaciones ofídicas.
En lo que a mí respecta, mientras que voluntariamente reprimía mi innata reacción
contra el extraño carácter reptil de estos seres, y facilitaba los experimentos de Zylac con
todas las capacidades de que disponía, debo reconocer mi profunda e instintiva
repugnancia a estos ofidios, cuya conciencia fríamente inhumana despertaba en mi
interior una terrorífica aversión. Era propio de sus orígenes que hubiesen sido adeptos a
los abominables cultos del Padre Yig, del oscuro Han y de Byatis, la serpiente barbuda, ya
que estas espantosas entidades nunca gozaron del culto de seres humanos en este
planeta.
No podía racionalizar mi sentido del horror y del asco, sino que algo en su filosofía
desapasionada y contraria a la de los mamíferos despertó en mí un prodigioso malestar,
junto con una inquietante ansiedad y ciertas premoniciones de inminentes peligros que no
podía detallar con certeza. Traté en vano de comunicar estos vagos y ominosos presagios
a mi mentor; pero, con el retraimiento y vehemencia propios de alguien llevado por sus
investigaciones más allá del límite extremo del conocimiento humano permisible,
desestimó mis inconsistentes presentimientos, los atribuyó a las supersticiones de la
inmadurez, e imprudentemente continuó con sus estudios cabalísticos.
Como el continente natal de la raza ofídica había sucumbido ante un cataclismo natural
en las más remotas edades del tiempo registrado, el archimago tuvo forzosamente que
buscar sus restos y archivos en las enmarañadas profundidades del abandonado
continente meridional de Thuria. Allí, donde ciudades-mausoleo de estelas rajadas y
templos vencidos por las eras se iban convirtiendo pedazo a pedazo en montones de
escombros, encontró algunas de sus ruinas misteriosas y de pérfida reputación, que
coexistían en inquietante proximidad con los restos de las más antiguas moradas
humanas, que eran las de los brumosos y míticos Valusios, una cultura extinguida que
algunos sabios consideran como un remoto ancestro de la nuestra.
En el undécimo año de mi noviciado, el archimago volvió de una de esas solitarias
expediciones por las intransitadas profundidades de las junglas de Thuria trayendo
consigo un singular artefacto cargado de terribles y espantosos presagios. Este objeto era
un repulsivo rollo prehistórico de arcaica grafía, rescatado de la ruinosa necrópolis de una
ciudad antediluviana en la cual había reposado durante varias eras geológicas,
preservado de la erosión del tiempo dentro de un tabernáculo de bronce.
Desplegó este códice ante mí en un estado de muy intensa excitación, porque creía
que el voluminoso tomo, con sus páginas de placas de metal cubiertas de escritura
cuneiforme, encuadernado en piel coriácea y curtida del extinguido diplodoco, no era otra
cosa que el propio grimorio o testamento mágico del célebre y sagaz Zloigm, un
importante mago de la raza serpentina que había sido tan preeminente entre los
taumaturgos de su incierta y remota época como lo era mi maestro entre los magos de su
propio tiempo, y cuyos legendarios logros en el arte de la nigromancia me había narrado
frecuentemente mi maestro.
Dejándome entregado a mis estudios preordenados, Zylac llevó este primitivo manual
de hechicería a lo más recóndito de sus aposentos privados, y durante un período de
siete días y siete noches no lo vi en absoluto, mientras él estudiaba infatigablemente el
códice prehumano, esforzándose por traducir la primera de las tenebrosas ceremonias de
invocación de los espíritus malignos que contenía, de la críptica escritura cuneiforme de
los hombres ofidios a nuestra propia lengua. Al emerger en su cámara, al fin de la
reclusión mi maestro Zylac anunció el buen resultado de sus esfuerzos, ya que había
logrado —como entonces supuso una transliteración tentativa pero completa del conjuro
inicial preservado en el grimorio de Zloigm.
Sucedió que esta letanía resultó ser nada menos que una invocación al propio genio
nacional o demonio tutelar de la raza serpentina. Al finalizar el rito, el practicante podía
anticipar la manifestación real de esta entidad espiritual conjurada de este modo en forma
humana, desde sus oscuros límites en alguna dimensión superior del espacio, o desde
cualquier recóndito y sobrenatural plano de la existencia que habitualmente ocupara. En
esta segunda ocasión volví empero a hacer todo lo posible para despertar el latente
sentido de la precaución de mi maestro, argumentando que estaban lejos de ser claras
todas las implicancias de un hechizo extraño de un uso tan inusitado y desconocido, y de
un objeto sumamente incierto.
Sin embargo, su ferviente entusiasmo le hizo nuevamente olvidar toda elemental
precaución. Y aquella noche sus cerrados aposentos privados resonaron con las
cacofonías de la antigua ceremonia. Con los más funestos presentimientos, traté de cerrar
mis oídos a las modulaciones de los vocablos toscos y atroces, producto de un modo de
hablar extraño en tal grado, que la lengua humana nunca fue apta para pronunciar su
sibilante ulular. Pero la liturgia de Zloigm seguía gimiendo, y tuve que escuchar,
involuntariamente sin embargo, las abominaciones verbales.
Al amanecer mi maestro reapareció, temblando de fatiga, con sus penetrantes ojos
amarillos febriles de regocijo, con su vigor aparentemente incólume a los rigores de la
ordalía nocturna. Me informo que el conjuro había terminado en un fracaso, y la esencia
de la raza ofídica había rehusado aceptar una manifestación humana; pero el imprudente
e incauto Zylac seguía teniendo confianza en el logro final de la manifestación. Después
de un examen más exhaustivo del grimorio, había encontrado finalmente un elemento
ausente que consideraba ahora indispensable para la exitosa realización de la invocación,
y éste era cierto elixir cuya fórmula había pasado por alto de algún modo durante su
anterior lectura del códice.
Parece que los conjuros nigrománticos de los seres serpiente eran horriblemente
diferentes en sus formas profundas y elementales de los rituales utilizados por los magos
meramente humanos de las civilizaciones más recientes, y que requerían que se tomaran
raras y curiosas drogas o pociones, con cuya ingestión podía alcanzarse una especial
condición de receptividad provocada por el narcótico. Solo en el estado semejante al
trance que suponía resultaría del uso de este pernicioso narcótico, Zylac podía esperar
percibir la ansiada visita o descenso del genio astral que percibían los ofidios, y que era
demasiado sutil como para ser percibido de otra manera, con los toscos sentidos de la
carne.
Otra vez resultaron desatendidas mis advertencias desesperadas y sumamente
apremiantes, y el archimago se puso a trabajar entre los atanores, incensarios y retortas,
los burbujeantes recipientes y los crisoles hirvientes de su laboratorio de alquimia,
preparando una maloliente poción, de cuyos ingredientes los menos repugnantes y
peligrosos eran gotas de raíz de mandrágora, bilis de basiliscos, jugo del mortífero antiar,
icor de los esquivos catoblepas, habitantes de la montaña, y orina hirviente de los
wyverns. Imprudentemente apuró hasta las heces este licor indeciblemente detestable
apenas terminó de prepararlo, retirándose luego a sus aposentos para repetir la
demoníaca letanía y para esperar la materialización del demonio-serpiente en el estado
de narcosis que exigía el grimorio.
Pero cuando los primeros rayos de la aurora tiñeron de sangre la parte más alta de su
torre, y se levantó del catafalco de seda que utilizaba como diván, estaba pálido,
descolorido y con el ánimo abatido, ya que el ritual había terminado nuevamente en
completo fracaso, y ningún personaje sobrenatural había descendido en el círculo del
conjuro durante el sueño nocturno, hipnótico y carente de sueños, de Zylac.
En los días que siguieron trabajé junto a mi mentor y nos esforzamos por retraducir
juntos, con un grado mayor de exactitud, los arcaicos caracteres que estaban grabados
en las placas metálicas del grimorio prehistórico. Nuestro conocimiento de la escritura de
los pre-Valusios era impreciso y en ciertos aspectos sumamente conjetural, y a esta
imperfección en el conocimiento de la lengua ofídica atribuía mi maestro los resultados
negativos de la invocación y del brebaje narcótico. De este modo, nos dedicamos durante
cierto tiempo a estudios lingüísticos y gramáticos, tediosos y rigurosos, pero sin llegar,
empero, a descubrir ningún elemento fundamental, ni en la realización del ritual ni en la
preparación del elixir, por el cual pudiéramos explicar el fracaso del conjuro.
Durante esas tareas diurnas compartidas, no pude dejar de notar en el aspecto de mi
maestro ciertas señales de un deterioro físico de rápido avance, que al principio atribuí a
los rigores de nuestra ardua e ininterrumpida labor. Su rostro, por lo general delgado y
atezado, se volvió extrañamente abotagado, y su tez, de ordinario oscura, fue adquiriendo
en forma gradual una rara y glauca palidez; y la textura de su epidermis, normalmente
flexible y elástica, se fue tornando de un modo singular e inquietante áspera y escabrosa,
mostrando al poco tiempo los estigmas de una inusitada escamosidad, que no podía
explicarse por ningún grado de fatiga.
Una reserva natural me impedía hacer notar al propio Zylac estas observaciones
demasiado personales sobre su aspecto. Pero la verdosa y nauseosa palidez de su
semblante se fue haciendo claramente pronunciada con el tiempo, lo mismo que la rugosa
y escamosa condición de su piel.
Pronto noté asimismo que farfullaba y sibilaba curiosamente al hablar, y que tenía
tendencia a pronunciar las vocales con un prolongado susurro muy extraño a sus acentos
habituales. Sin embargo, estos signos de degeneración física no se extendieron a su
manera de estar de pie o de caminar, porque en esos aspectos no observé el menor
deterioro de sus facultades. En realidad parecía deslizarse por los apartamentos y
cámaras de la torre con una desacostumbrada flexibilidad, y una gracia casi rejuvenecida,
y sus propios ademanes se animaron de una curiosa blandura, una fluidez de
movimientos tal que parecía no tener huesos, que yo encontraba tan extraña, como
repulsiva, para mí.
Durante este intervalo comencé a experimentar una indescriptible aversión al contacto
con él. Hasta el más casual apretón de manos u otro contacto familiar despertaban en mi
interior un estremecimiento de repugnancia que parecía virtualmente instintivo y que no
podía explicar, así como tampoco podía fingir ignorarlo. Encontré pronto que trataba de
evitar basta su sola presencia todas las veces que me era posible; y como durante este
período aconteció que se produjo una rara conjunción de los planetas Yli-diomph y
Cykranosh —nombres con los cuales los astrólogos hiperbóreos denominan a Júpiter y a
Saturno— encontré una ocasión para evitar completamente su compañía.
Alegué que la extraordinaria significación horoscópica de este infrecuente aspecto
planetario requería mi dedicación durante las horas de la noche y que, como tendría en
consecuencia que dormir en los períodos diurnos, se imponía mi total ausencia de su
lado. Abstraído en sus estudios gramaticales, el archimago me dio distraídamente
permiso para ello, y, separado de él de esta manera, evité con gran alivio el malestar que
me causaba su proximidad.
Al terminar esta conjunción celeste, no tuve más remedio que volver con el archimago;
pero encontré, con indescriptible alivio que, entretanto, éste había decidido encerrarse
dentro de sus aposentos y que ya no necesitaba ni, por eso mismo, deseaba, más ayuda
de mi parte.
A partir de entonces, durante muchos días no lo vi; pero frecuentemente oía, por
encima del incesante bullicio de las olas que venían a estrellarse y cuya agitada espuma
hervía alrededor de la base del acantilado sobre el cual estaba edificada nuestra morada,
los sordos cánticos de ciertos rituales que resonaban dentro de las puertas cerradas de
sus aposentos privados. Y por la noche vislumbraba el resplandor de fuegos de sacrificio
o invocatorios que vacilaban dentro de los arcos góticos de sus estrechas ventanas como
la fosforescencia de la descomposición dentro de las oscuras cuencas vacías de una
calavera. Pronto creí olfatear en el viento del mar el humo acre de inexplicables
sahumerios llevado a las ventanas de mi nariz desde sus habitaciones, o sentí el pesado
batir de unas extrañas e invisibles alas en torno del piso más alto, donde moraba, que
indicaba la llegada de genios potentes y extratelúricos desde astros remotos.
Lo que intrigaba y confundía mi frustrado conocimiento respecto de esos curiosos
fenómenos era que ellos diferían por completo de sus rituales mágicos anteriores, los que
habían estado dedicados únicamente a la reconstrucción tentativa de la horrible
invocación del espíritu elemental de la raza de los sagaces ofidios. No obstante, estos
ritos de ahora eran distintos en sus fines y en su naturaleza; y entre el zumbido de sus
letanías oídas a medias creí reconocer uno de los más terribles y severos de los famosos
exorcismos de Pnom, mientras que los aromas del incienso que llevaban hacia mí los
ululantes vientos tenían el olor de varios de los perfumes de potencia antidemoníaca
utilizados habitualmente para alejar, u obtener la expulsión, de indeseables visitantes de
los planos astrales o etéreos. Parecía corno si, por alguna razón que escapaba de mi
comprensión, toda la substancia y el fin de los esfuerzos de Zylac hubieran recientemente
cambiado, de un intento de invocar a cierta Presencia divina, a un esfuerzo —que pronto
se tornó delirante y hasta histérico por su vigor— para hacer salir de allí a alguna entidad
innominada y transmundana, no solo considerada como indeseable, sino también
evidentemente temida con una violenta repugnancia y terror, cuya desesperada
intensidad yo no podía comprender, pero que despertó en mí las más espantosas y
horribles premoniciones.
Cuando varios días habían pasado de ese modo, desde que Zylac se había encerrado
tan misteriosamente fuera de mi vista dentro de la reclusión de sus aposentos, sin salir de
allí ni una vez para alimentarse o distraerse, hice acopio de valor y golpeé la puerta de su
cámara, preguntando solícitamente por su estado de salud. A mis oídos solo llegó el
silencio de la habitación situada al otro lado; eso, y un singular e inexplicable ruido de
frotamiento. Al reiterar mis ansiosas preguntas, logré al fin obtener una respuesta del
interior; pero el habla de Zylac había caído en un estado tan farfullante y sibilante durante
el período que acababa de trascurrir, que solo haciéndolas repetir logré comprender sus
palabras: éstas eran una severa advertencia para que me abstuviera de entrar, y dejara
de perturbar sus experimentos de hechicería, ya que no necesitaba nada.
Y otra vez llegó a mis oídos ese ruido horriblemente sugestivo de algo que frotaba o
rozaba, como si algún bulto grande, torpe y rugoso se estuviera arrastrando lenta y
penosamente sobre el piso de mosaicos de la cámara situada del otro lado de la puerta.
Se me ocurrió pensar entonces que la degeneración corporal cuyas señales había
distinguido anteriormente en el aspecto y en el porte del archimago quizá había avanzado
durante su prolongado y furtivo evitar de mi presencia y que el proceso degenerativo tal
vez había afectado su mente, hasta el punto de trastornar su sano juicio. Por lo cual, sin
hacer caso de sus exhortaciones para que me abstuviera de entrar y lo dejara solo como
deseaba, exhortaciones que me fueron comunicadas en una imitación tan repugnante del
habla humana, con un horripilante silbido que se prolongaba en los sonidos aspirados,
que hacía casi irreconocibles las palabras, forcé ambas hojas de la puerta.
Clavé la vista en Aquello que se retorcía y se deslizaba con hórrida y serpentina gracia
sobre el piso de mosaicos, y, dando un alarido de increíble horror, huí de la visión de la
Cosa: quedó grabada para siempre en mi palpitante cerebro la brevísima y sumamente
evanescente imagen de esta suprema abominación. Tomando una garrafa de vidrio llena
del Alkahest, que todo lo devora, vacié impulsivamente su corrosivo contenido sobre la
innominada anormalidad que se retorcía y se desrizaba sobre su vientre; y ésta
desapareció entre los vapores hirvientes y fétidos, con un sobrenatural e infrahumano
grito sibilante.
Y supe entonces que ninguna cosa viviente podía resistir, ni por un instante, el
bautismo con aquel potente ácido; empero me volví y huí de la alta casa de gneis negro
que se elevaba sobre su escarpada elevación por encima de las atronadoras olas del
océano septentrional; e, ignorando los peligros implícitos en la potencial venganza de los
sacerdotes de Yhouhdeh, me encaminé hacia las más saludables regiones meridionales y
los modos habituales de trato humano normal durante una temporada.
Y cuando, con el tiempo, volví para establecer nuevamente mi morada en la torre
pentagonal que se alzaba sobre el desolado promontorio de la península extrema de Mhu
Thulan, que era ahora mi propia heredad, y para reanudar mis estudios ocultos, lo hice
con la inconmovible determinación de evitar para siempre toda práctica o lectura
cuidadosa de los aborrecibles y atroces rituales de los conscientes ofidios de la
prehumana Valusia... recordando aquella Cosa verde, escamosa y viscosa que se había
desenroscado del otro lado del umbral de la cámara interior, alzando hacia mí, sobre un
cuello alargado y ondulante, aquella horrenda cabeza de cobra en forma de cuña y
totalmente inhumana... debajo de cuya frente con deformes arrugas habían clavado una
mirada tan lastimosa en mis propios ojos los inconfundibles ojos amarillos del archimago.
RETRANSMISION ETERNA
Eric Frank Russell
Por la gran cinta de cemento de la pista venía rugiendo el Stutz Special de doble
cilindrada de Sampson. Detrás, acortando gradualmente la distancia que los separaba,
tronaba el «Bala de Plata», piloteado por Stanley Ferguson. Las exclamaciones de aliento
de una multitud de aficionados eran ahogadas por los crecientes bramidos de los escapes
que echaban llamas, mientras los dos punteros se lanzaban hacia el final de la recta. Los
banderines se agitaban retrasados en las tribunas como juncos en los remolinos de una
corriente tormentosa.
Ambos corredores eran locos por la velocidad, y como locos tomaron la curva final. En
lo alto del codo se separaron sonoramente, Ferguson tratando de pasar con la trompa de
su coche la cola del otro, Sampson empleando toda su fibra para impedir que lo pasara.
Las ruedas, con veloces sombras por rayos, giraban vertiginosamente a un pie del borde
del terraplén.
Entonces sucedió.
Una rueda salió fuera del borde, arañó desesperadamente en el vacío. La consiguiente
frenada chirrió cuando se desprendieron de la pista las torturadas gomas. Una mano
invisible aferró la cola del «Baja de Plata», y la levantó por el aire hasta que la larga y
bruñida máquina cayó clavada de trompa. Durante un espantoso instante se mantuvo en
esa posición, como si las dos toneladas desafiaran la fuerza de gravedad, y dio una
voltereta. Se oyó un horrible estrépito.
Sobre el ataúd de metal los demonios del fuego no tardaron en erigir un obelisco de
humo.
El siniestro director de orquesta ejecutó el Lamento para un corredor. Utilizó como
tambores el ruido de pies que corrían, el jadeo de los cuerpos mientras se amontonaban y
convergían por millares como hormigas que asediaran un panal roto. Pulsó las cuerdas de
los corazones, arrancó a las mujeres hondos sollozos, que resonaron como horrible
antífona a los murmullos de los hombres de rostros pálidos. Entonces golpeó el gong de
la ambulancia de la pista, hizo sonar los estridentes silbatos de los policías, y dio rienda
suelta a la emoción de la multitud.
Las llamas crepitaron, chisporrotearon y se extinguieron andante bajo el creciente
silbido de los extinguidores químicos. La armonía del dolor halló su metrónomo en el
chirrido de una filmadora de noticiero.
Sampson se abrió paso murmurando: «Ferguson, Ferguson», con su rostro pálido y
desencajado. Nadie reparó en él; todos trataban de ver el coche accidentado.
Hombres uniformados tiraban con fuerza de la pira cubierta de espuma. El cuerpo
aplastado fue extraído, colocado en una camilla, e introducido en la parte trasera de la
ambulancia de la pista, como entra un cuarto de carne en un horno. Había sido Ferguson,
pero era carne. Los cocineros estaban vestidos de blanco.
Casi tan amante de la sangre como del dinero, la multitud se estiraba en los estribos de
los coches, se amontonaba torpemente en la puerta del horno, clamaba, abría la boca y
se le caía baba. Algunos se paseaban con el semblante tranquilo, otros con aires de
inteligencia.
Del borde de la muchedumbre se escabulló un cazador de recuerdos. Traía un casco
abollado y muy chamuscado. Lo llevaba con el aire furtivo de un vagabundo que se
estuviera escapando con el casco de un caballero caído.
Pero Ferguson lo vio.
Ferguson vio, no solo al vagabundo, sino también a la multitud, al coche accidentado, a
la ambulancia, al cadáver.
Lo que Ferguson era ahora contemplaba con paciente desinterés aquello que Ferguson
había sido. La escena parecía carecer de sentido, no proporcionaba datos para la
especulación. Su nuevo estado de existencia traía aparejada una comprensión
extramundanal que no tenía nada en común con las mentes terrenales. El nuevo
Ferguson no podía comprender las meras superficialidades. Tenía una percepción de un
vasto fondo del cual él no era más que un miembro minúsculo; pero aún no se atrevía a
volver en su vida hacia atrás tanteando hasta llegar a su origen. Tenía un viaje por
delante, y no tenía por qué esperar. Aquello que había sido su cuerpo también teñía un
viaje por delante. Pero sus respectivos caminos divergían...
El Ferguson que aún vivía comenzó a expandirse. Era un ente espiritual, una
inteligencia etérea, insustancial, sin forma ni figura, que no estaba sujeta a ninguna de las
leyes que se había visto obligado a obedecer cuando estaba encerrado en su envoltura
de carne y hueso.
Se movió a la vez en tres dimensiones, viajando por un camino que aumentaba
rápidamente de tamaño, con la misma rapidez de la velocidad del pensamiento. Avanzó
por expansión hacia una meta que conocía, y avanzó con seguridad y urgencia, como
alguien que, habiendo estado durante largo tiempo en el desierto, encuentra la ruta que
lleva a un lejano oasis.
La fecunda Tierra cayó debajo de él, y observó cómo se alejaba con un desapego total.
Todos su amores, todos sus miedos y todo su bullicioso tumulto estaban más
desprovistos de significado que el aullido de un perro abandonado a medianoche.
Iba quedando atrás rápidamente. Una mota de polvo errante, maravillada, gimiente,
belicosa, que rogaba los domingos para robar los lunes, semana tras semana, año tras
año, era tras era. Aquello que una vez se había llamado Ferguson no pensaba, no se
preocupaba, no lloraba. El Universo del cual había formado parte en otro tiempo parecía
ahora formar parte de él; era una inversión total de la percepción y quizá también de la
realidad. La inquieta mota de polvo que había sido la Tierra, con sus colonias de
gérmenes, había cumplido su momentánea finalidad. La vio atravesar la boca de la
aspiradora celeste.
Y desapareció.
El sistema solar y sus sistemas gemelos se encogieron, se fundieron en una simple
chispa de luz, se redujeron luego a un punto increíblemente diminuto que fue absorbido
finalmente por la remota lejanía, y desaparecieron.
Entre los torvos riscos de los espacios que separan a las nebulosas, la Vía Láctea
brillaba como un gran lago de fuego plateado, y Algo sacó el tapón. El lago fluyó en un
evanescente torrente hacia cavernas invisibles situadas más abajo. Se convirtió en un
estanque, en un charco, en una salpicadura de saliva, y luego hasta la última gota dejó de
verse.
El Universo y la suma de todos los Universos, junto con todas las cosas que han
estado y han sido, estaban comprimidos en un barril. La compresión en continuo
crecimiento los volcó, del barril, en una jarra. Una copa contenía todo lo que contenía la
jarra; un dedal era la unidad de medida del contenido de la copa. El dedal, al ser vaciado,
produjo una película de ígnea humedad, que enseguida se secó.
Todo había desaparecido. La idea llamada Ferguson había retornado a la inteligencia
que la había concebido.
En la constelación de Perseo había un sol con siete planetas. Según una medida, éstos
eran unas inmensas creaciones. Según otra medida, eran unas mariposas nocturnas
alrededor de una llama. Delta era el quinto en antigüedad a partir del progenitor
incandescente.
Delta no tenía tierras ni mares; su paisaje mostraba en todas partes la triste monotonía
de un terreno fangoso interrumpido por charcas estancadas y sembrado de los productos
de ese mismo fango.
Por debajo del fango había cosas retorcidas que habían desarrollado patas y pies; en la
superficie, cosas salidas de huevos que tenían alas y membranas con las que podían
aletear. El cálido fango bullía de abundante pestilencia, hacía crecer cosas con falsos
troncos, ramas de imitación y hojas que no eran hojas; cosas que podían caminar, y
correr, sobre sus raíces.
Todos los productos del fango eran poco exigentes y voraces. Todos comían carne en
todo momento, y hasta a veces comían la carne de su propia carne. Tener rápidos
miembros, alas o membranas era el único requisito para alcanzar el derecho a la vida.
Todas ha especies eran a la vez vencedores y víctimas. Todas las razas corrían tras el
premio que significaba una raza más lenta.
La base de la pirámide de la vida descansaba sobre la base de una pirámide invertida.
Criaturas pequeñas en grado inimaginable subsistían sobre la base de la substancia de
sus vecinos inmediatamente mas grandes, incluso hasta los relativamente gigantescos
cóccidos, que se alimentaban con bacterias, que se alimentaban con parásitos, que se
alimentaban de la base común a ambas pirámides.
La base común estaba constituida por las pequeñas ranas. Todos vivían de ellas,
desde los de más arriba hacia abajo, y desde los de más abajo hacia arriba. Las
pequeñas ranas no tenían de qué vivir, fuera de los insectos y de las revelaciones divinas.
Por lo cual engullían a unos y tragaban las otras, Y se conservaban por su propia
fecundidad.
El ritmo de la vida era rápido y agitado. Tan grandes eran los ruidos del estómago de
los que comían a los que comían ranas que el deber obligatorio de las ranas era
convertirse en la causa original de más ranas, y confirmar de este modo las fulgurantes
verdades de la providencia.
Aldek era una rana y un huérfano. La mayor parte de las ranas eran huérfanos o ranas
muertas. Aldek había visto cómo su madre era engullida por un veloz árbol. Deseaba
seguir su ejemplo en la mayoría de las cosas, pero solo en la mayoría. Así se agazapó en
la campana de una enorme flor de myra, masticó un jugoso insecto, y reflexionó acerca
del misterioso modo en que se realizan los milagros.
El flexible estambre de la flor de myra acaricio de arriba abajo su verrugosa espina. Las
flores de myra pasaban gran parte del tiempo acariciando a las pequeñas ranas. A Aldek
nunca se le ocurrió asociar este reconfortante proceso con la polinización.
Un pequeño arbusto- vampiro apareció tambaleándose y chorreando fango. Se detuvo
ante la flor de myra y contempló fijamente a Aldek. Sus cien hojas golpearon el centenar
de labios que tenía, mientras las bayas rojas que eran sus piernas se movían de un lado a
otro. Chapoteó un poco más cerca, pero no demasiado cerca. Le gustaban las rana
pequeñas, pero no las flores de myra. Estas eran plantas sumamente desagradables:
tenían mal olor y atrapaban presas. De modo que se sentó sobre sus raíces, y esperó.
Aldek siguió masticando su insecto y esperó también.
Un haz de hinchados dedos incoloros, como los de un ahogado, tomaron al arbusto por
las raíces, y lo hundieron. El arbusto se hundió con su rama más alta levantada en un
gesto de desesperada súplica al cielo indiferente. El fango baboseó y aspiró, y luego
subió y bajó como si estuviera a punto de vomitar. Una enorme burbuja subió hasta la
superficie, chapaleó, y se reventó. Aldek expectoró, y se dejó acariciar.
Dos gurns salieron volando del cielo gris, batiendo con fuerza sus amplias alas,
semejantes a las de los murciélagos. Siempre cazaban en parejas, y conocían a sus
myras. Un gurn descendió hasta el fango, y aterrizó con un sonido apagado. Fijó la vista
en Aldek, e hizo ademán de atraparlo. La flor de myra se preparó. El gurn extendió un
largo tentáculo, semejante a un látigo, y pinchó con él a Aldek. Aldek se aplastó contra el
fondo de su campana, y dejó que la naturaleza hiciera el resto.
La flor de myra se cerré malévolamente, y atrapó cinco pulgadas de tentáculo
enroscado. El segundo gurn arrancó un pétalo con un diestro manotón de una pata
provista de uñas. Cerrándose súbitamente, la flor comenzó a hundirse buscando refugio
debajo del fango. Un gurn penetró por el hueco que había dejado el pétalo arrancado, y
extrajo a Aldek como a un maní de una bolsa.
Aldek siguió el camino de todos los maníes. Lo hizo aterrorizado, protestando. Se infló,
se puso a croar, luchó furiosamente, se infló aún más; pero siguió el camino de sus
antepasados.
Entonces supo que no tenía de qué preocuparse.
Con la serena mirada de un Buda de bronce, contempló cómo su propio cuerpo se
disolvía en los jugos gástricos de un reptil que volaba. Percibió este hecho en una forma
muy impersonal; en realidad, no lo comprendió. Su comprensión hubiera sido de un
alcance demasiado grande como para medir la mezquina significación de la comida de un
gurn.
No le interesaban las ranas, ni nada relativo a ellas. La chispa de vida que había
animado a la comida estaba ahora libre, llena de sapiencia, y henchida de un intenso
deseo de viajar. Y viajó.
La excelencia de la vida con sustancia nada significaba frente a la excelencia de la vida
sin sustancia. Creció, y se expandió considerablemente, extendiéndose con enorme
rapidez, y excedió fácilmente el tamaño de la esfera en la que había vivido en otro tiempo.
Delta se sumergió en la oblicuidad de la huidiza perspectiva, se redujo a un insignificante
punto, y se borró.
Los resplandecientes copos de nieve esparcidos sobre las baldosas de la creación
fueron barridos y amontonados por la escoba de la compresión en expansión. Los
montones fueron reunidos en uno solo, y la masa del total no era más grande que la masa
de uno. Con el montón se formó una bola de nieve, y la bola fue arrojada a distancias
ilimitadas, derritiéndose y decreciendo a medida que volaba, hasta que finalmente sólo el
núcleo de una punta de alfiler penetró en la abertura de la Nada... y fue tragado.
PORQUE EL FIN ERA UN COMIENZO Y EN ESE COMIENZO HABIA UN
PROPOSITO.
EL QUE ESQUIVABA LAS BALAS
Ray Bradbury
El trasporte estaba cargado, listo para partir a medianoche. Los pies se arrastraban
sobre las largas planchadas de madera. Se oía cantar muchas canciones. Muchos se
despedían silenciosamente del puerto de Nueva York. Las numerosas luces hacían brillar
las insignias militares...
Johnny Choir no tenía miedo. Sus brazos temblaban dentro de su uniforme color caqui
por la excitación y la inseguridad; pero no tenía miedo. Se apoyó en la baranda y pensó.
El pensamiento descendió sobre él corno una envoltura brillante, aislándolo de los
soldados, el trasporte, el ruido. Pensó en los días de su vida...
Algunos años atrás... en esos días pasados casi inadvertidamente...
Días en el verde parque, junto al arroyo, bajo los umbrosos robles y olmos, cerca de los
bancos de tablones grises y las alegres flores. Los chicos, entre ellos él mismo, bajaban
las altas laderas como una avalancha adolescente, gritando, riendo, saltando.
A veces usaban trozos de madera tallada que tenían como gatillos broches sacados de
la soga para tender ropa; y como municiones, tiras de goma que chasqueaban y
revoloteaban en el aire estival. Otras tenían revólveres de cebita, que hacían estallar
mientras se apuntaban uno al otro. Y la mayor parte de las veces, cuando no tenían
dinero para cebitas, simplemente se apuntaban con sus revólveres de latón y gritaban:
—¡Bang! Estás muerto.
—¡Bang, bang! ¡Te di!
Sin embargo, la cosa no era tan simple. Las disputas surgían, rápidas, cortas,
violentas, y terminaban en un minuto.
—¡Bang, te di!
—¡No, erraste por una milla! \Bum\ ¡Ahora yo te di!
—¡No, tampoco me diste! ¿Cómo podías darme? Yo tiré antes. Estabas muerto. No
podías tirarme.
—Ya te dije que erraste. Yo me agaché.
—Vamos, no puedes esquivar una bala. Yo te apunté bien.
—Pero yo la esquivé.
—Estás loco. Siempre dices eso, Johnny. No sabes jugar. Yo te disparé. ¡Tienes que
estar tirado!
—Pero yo soy el sargento; no puedo morir.
—Y yo soy más que un sargento. Soy un capitán.
—Si tú eres un capitán, yo soy un general.
—Y yo soy un general de división.
—No juego más. Tú no juegas limpio.
Y la eterna pelea para ver quién tenía razón, y la sangre que salía por la nariz, y la
prometida venganza: Se lo voy a contar a mi papá. Todo esto como una parte importante
de la existencia de un potrillo salvaje de once años, con el entusiasmo incomparable de
un largo verano que nunca parecía concluir.
Y solo en otoño los padres salían a correr detrás de ti y los otros potrillos terribles, para
atarte y ponerte la marca del agua y el jabón detrás de las orejas, y para encerrarte en
ese corral de paredes de ladrillos rojos, y una mohosa campana en la torre...
Eso fue hace tanto tiempo. Hace apenas... siete años.
Por dentro seguía siendo un chico. Su cuerpo había crecido, se había estirado y
alargado; su piel se había curtido; sus músculos se habían endurecido; la mata de sus
cabellos, de color rubio oscuro, se había oscurecido; y las líneas de la mandíbula y los
ojos se habían vuelto más marcadas; sus dedos y nudillos se habían engrosado; pero el
cerebro no daba la impresión de haber crecido en armonía con el resto. Todo estaba
verde aún, lleno de robles y olmos altos y lozanos en el verano; un arroyo corría por allí, y
los chicos andaban trepando por sus curvas, gritando: — ¡Por aquí, muchachos!
¡Tomaremos por el atajo y los detendremos en el Desfiladero del Hombre Muerto!
Las sirenas del barco sonaron con toda su fuerza. Los edificios de metal de Manhattan
lanzaron al aire el eco de su sonido. Las planchadas resonaron ruidosamente. Gritaban
las voces de los hombres.
Johnny Choir se dio cuenta de todo, súbitamente. Sus rápidos y desordenados
pensamientos fueron ahuyentados por la realidad del barco que salía lentamente del
puerto. Sintió que sus manos le temblaban sobre la fría barandilla de hierro. Algunos
muchachos cantaban Hay un largo camino a Tipperary, formando un grupo cálidamente
bullicioso.
—Termina con eso, Choir —dijo alguien. Era Eddie Smith. Se acercó y rozó el codo de
Johnny Choir: —Un centavo por tus pensamientos —dijo.
Johnny contemplaba toda esa agua oscura y reluciente. Dijo simplemente: —¿Por qué
no estoy en 4-F?
Eddie Smith contempló el agua él también y se rió. —¿Por qué?
Johnny Choir dijo: —No soy más que un chico. Tengo diez años. Me gustan los
cucuruchos, las barras de caramelo y los patines con ruedas. Quiero a mi mamá.
Smith se acarició el pequeño mentón blanco.
—Tienes el más retorcido sentido del humor, Choir. ¡Dios me ayude! Dices todo lo que
tienes que decir con una expresión tan solemne, que cualquiera podría pensar que estás
hablando en serio...
Johnny escupió lentamente del otro lado de la barandilla, en forma experimental, para
ver cuánto tardaba la saliva en llegar al agua. No mucho tiempo. Entonces trató de
observar adonde caía para ver durante cuánto tiempo podía seguir viéndola. No mucho
tiempo, tampoco.
Smith dijo: —Y aquí vamos. No sabemos adonde, pero vamos. Quizás a Inglaterra,
quizás al África; quizás, ¿quién sabe adonde?
—Esos, ¿esos otros tipos juegan limpio, recluta Smith?
—¿Eh?
Johnny Choir gesticuló. —Si les disparas a esos otros tipos en el frente, ellos tienen
que caer, ¿no?
—Pues claro. Pero, ¿por qué...?
—Y ellos no pueden volver a tirar si les tiras primero.
—Ese es uno de los principios básicos de la guerra. Tú le disparas primero al otro tipo,
y lo dejas fuera de combate. Pero, ¿por qué tú...?
—Está bien, entonces —dijo Johnny Choir. Su estómago se aflojó en forma dulce y
agradable en su interior. Quedó tranquilo y alegre, y sus manos no se volvieron a crispar
sobre la barandilla.
—Mientras que eso sea una regla básica, no tengo nada que temer, recluta Smith.
Jugaré. Jugaré bien a la guerra. Smith miró con asombro a Johnny.
—Si juegas a la guerra en la forma en que tú hablas, va a ser un tipo de guerra muy
extraño, se me ocurre.
El sonido de la sirena del barco chocó contra las nubes. El buque abandonaba el
puerto de Nueva York bajo las estrellas.
Y Johnny Choir durmió durante toda esa noche como un osito de juguete...
El desembarco en África fue caluroso, rápido, simple y tranquilo. Johnny cargó su
equipo en sus grandes manos, que balanceaba naturalmente, encontró el camión de la
compañía a la que lo habían destinado, y comenzó la larga y tórrida salida hacia el interior
desde Casablanca. Se sentó, el más alto de su fila, frente a otra fila de amigos en la parte
trasera del camión. Saltaron, se movieron, rieron, fumaron y bromearon durante todo el
trayecto, y fue bastante divertido.
Una de las cosas que notó Johnny Choir fue la circunspección que mantenían los
oficiales entre sí. Ninguno de los oficiales pataleaba o gritaba: —¡Si no soy general no
juego! ¡Si no soy capitán no juego— Recibían órdenes, daban órdenes, anulaban órdenes
y pedían órdenes en un cortante estilo militar que a Johnny le pareció el mejor juego que
había visto jamás. Parecía una cosa difícil estar actuando de ese modo durante todo el
tiempo, pero ellos lo hacían. Johnny los admiraba por ello y nunca discutía el derecho de
ellos a darle órdenes. En todas las oportunidades en que él no sabía cómo hacer algo,
ellos se lo decían. Eran serviciales. Seguro. Eran muy buenos. No era como en los viejos
días cuando todos discutían sobre quién iba a ser general, sargento o cabo.
Johnny no decía nada de lo que pensaba a nadie. Cuando tenía tiempo para ello,
simplemente alimentaba sus pensamientos y rumiaba sobre ellos. Era algo tan
asombroso. Este era el juego más grande que había jugado en su vida, con uniformes,
armas más grandes y todo lo demás y...
El largo y polvoriento viaje tierra adentro, por caminos traqueteantes y benditos
senderos para el ganado, significó poco más que porrazos, gritos y sudor para Johnny
Choir. Esto no olía a África. Olía a sol, barro, calor, sudor, cigarrillos, camiones, aceite,
gasolina. Olores universales que negaban toda la oscura amenaza del África de los viejos
libros de geografía. Miraba atentamente pero no veía a ningún hombre de color con
pintura juju en el rostro negro. El resto del tiempo estaba demasiado ocupado en llevarse
comida a la boca, y en volverse a colocar en la fila de la comida para obtener una
segunda ración.
Y en un tórrido mediodía, a cien millas de la frontera de Túnez, y con Johnny
terminando el almuerzo, surgió del sol un Stuka alemán, y vino derecho hacia Johnny.
Lanzaba ráfagas de balas.
Johnny permaneció donde estaba y lo observó. Los platos de hojalata, los cubiertos y
los cascos cayeron estrepitosamente, brillando a la luz del sol, sobre la dura arena,
mientras los restantes miembros de la compañía se dispersaban dando alaridos, y
enterraban sus narices en las trincheras y detrás de las piedras, detrás de los camiones y
de los jeeps.
Johnny permaneció donde estaba, sonriendo con el tipo de sonrisa que uno siempre
tiene cuando mira directamente al sol. Alguien gritó: — ¡Agáchate, Choir!
El bombardero que venía en picada ametralló con violencia, baleando, perforando.
Johnny se mantuvo erguido, con la cuchara levantada en dirección a la boca. Los
impactos trazaron una hilera de pequeños hoyos que hacían volar arena hasta una
distancia de pocos centímetros de él. Observó cómo la línea se acercaba
instantáneamente hacia él y seguía prolongándose unos pocos metros más, hasta que el
Stuka levantó sus doradas alas y se fue.
Johnny lo observó hasta que se perdió de vista.
Eddie Smith se asomó por encima del borde del jeep: —Choir, eres un loco. ¿Por qué
no te pusiste detrás del camión?
Johnny volvió a comer. —Ese tipo no le acertaría ni a la hoja de la puerta de un granero
con un balde de pintura.
Smith lo miró como si fuera un santo en el nicho de una iglesia. —O eres el tipo más
valiente que conozco, o si no el más estúpido.
—Supongo que quizá soy valiente —dijo Johnny aunque
su voz sonó un poco insegura, como si le costara decidirse.
Smith resopló. —Diablos, ¡qué manera de hablar!
El movimiento hacia el interior continuaba. Rommel se había atrincherado en Mareth y
la 8a. división británica se estaba alistando, preparando su artillería pesada para el fuego
concentrado que, según los rumores, iba a comenzar en unos cinco días. La larga hilera
de camiones llegaba hasta la frontera de Túnez.
El Afrika Korps había lanzado un ataque por el paso de Kasserine hasta casi la frontera
de Túnez, y ahora estaban retrocediendo hacia Gafsa.
—Eso es magnífico —era todo lo que decía Johnny Choir—. Eso es lo que tenía que
pasar.
La infantería de Choir avanzó finalmente para entrar en acción por primera vez. Iban a
ver por primera vez la forma en que el enemigo corría, caía, se levantaba o permanecía
quieto durante un período más largo, se escapaba, disparába, gritaba, o simplemente se
desvanecía en una nube de polvo.
Cierta cómica tensión recorrió a los miembros de su unidad. Johnny la sintió y no la
pudo entender. Pero también fingió estar tenso, de vez en cuando. Era divertido. No
fumaba los cigarrillos que le ofrecían.
—Me hacen sofocar — explicaba.
Ahora se habían dado las órdenes. Las unidades norteamericanas descenderían a la
llanura de Túnez y efectuarían un rápido ataque contra Gafsa. Johnny Choir iría con ellos
como soldado raso.
Vociferaron instrucciones y proporcionaron mapas a los jefes de las compañías, a las
agrupaciones de tanques, a los autos—orugas antitanques, a la artillería, a la infantería.
Los aviones de caza surcaron el cielo brillando intensamente. Johnny pensó que tenían
un aspecto muy hermoso.
Comenzaron las explosiones. La ardiente planicie era atravesada por una marea letal
de disparos de tiradores emboscados, fuego de ametralladoras, explosiones de artillería.
Y Johnny Choir corrió detrás de una formación de tanques que avanzaban, con Eddie
Smith a unos diez metros delante de él.
—Mantén la cabeza agachada, Johnny. ¡No te quedes tan derecho!
—No me pasará nada —jadeó Johnny—. Tú sigue. Yo estoy bien.
—Solo te digo que mantengas tu cabezota agachada, ¡nada más!
Corrieron. Johnny respiraba afanosamente. Se sentía como debe sentirse un
prestidigitador que traga brasas cuando toma una bocanada de llamas. El aire africano
quemaba como los vapores de alcohol de gas. Secaba las gargantas y los pulmones.
Corrieron. Tropezando sobre lagos de guijarros y repentinas elevaciones. Todavía no
habían llegado completamente a la lucha de contacto. Los hombres corrían por todas
partes, como hormigas de color caqui sobre el pasto quemado. Corrían por todas partes.
Johnny vio que un par de ellos caían y se quedaban tirados.
«Ah, no saben cómo hay que jugar», fue el comentario que hizo mentalmente.
Las piedras que rodaban a sus pies eran exactamente como aquellos brillantes
guijarros que regaban el viejo arroyo seco de Fox River, Illinois. Ese cielo era el cielo de
Illinois, calcinado, de color azul muy oscuro, y que brillaba con luz trémula. Impulsó su
húmedo cuerpo hacia adelante, con largos saltos. Ante su vista apareció una colina,
verde, alta, vasta, extrañamente verde en medio de ese calor abrasador. En cualquier
momento a partir de ahora los «chicos» bajarían gritando por la ladera de esa colina...
Un fuego de artillería brotó de esa colina como la erupción de alguna febril enfermedad.
La artillería abrió fuego desde atrás de la colina. Las bombas caían tras dejar oír el largo
gemido de su paso. En el lugar donde caían levantaban la tierra y la sacudían, la
sacudían, la sacudían. Y Johnny reía.
La emoción del momento se apoderó de Johnny Choir. Con sus pies en continuo
avance, los tímpanos oprimidos por el martilleo de la sangre en su cabeza, balanceando
naturalmente los largos brazos, y aferrando su rifle automático...
Un proyectil se desprendió del cálido cielo, enterró su cabeza a diez metros de Johnny
Choir y estalló con fuego, roca, metralla, violencia.
Johnny dio un largo salto.
—¡Fallaste! ¡Fallaste!
Saltó hacia adelante, apoyando continuamente un pie después del otro.
—¡Baja la cabeza, Johnny! ¡Tírate al suelo, Johnny! —vociferaba Smith.
Otro proyectil. Otra explosión. Más metralla.
A solo ocho metros esta vez. Johnny sintió la poderosa fuerza, el aire, el empuje y la
potencia del proyectil. Gritó:
—¡Fallaste otra vez! ¡Te engañé! ¡Fallaste otra vez! —y siguió corriendo.
Treinta segundos más tarde se dio cuenta de que estaba solo. Los otros habían hecho
cuerpo a tierra para enterrarse, porque los tanques que los habían protegido tenían que
virar y dar vuelta a la colina. Esta era demasiado empinada como para poder escalarla
con un tanque. Y sin la protección de los tanques, los hombres se enterraban. Los
proyectiles zumbaban por todos lados.
Johnny Choir estaba solo y eso le gustaba. Por Dios, él mismo capturaría a esa maldita
colina toda entera. Si los demás querían quedarse atrás, entonces toda la diversión sería
para él solo.
A doscientos metros delante de él había un vibrante nido de ametralladoras, del que
salían ruido y fuego como el chorro de una potente manguera de jardín. Castigaba y
rociaba. Los proyectiles que rebotaban llenaban el aire cálido y estremecido de la ladera.
Choir corrió. Corrió, riéndose. Con su enorme boca abierta, mostrando los dientes, hizo
alto súbitamente, apuntó, disparó, rió, y siguió corriendo nuevamente.
Hablaron las ametralladoras. Una línea de balas se dibujó en la tierra, como un crochet
tejido por un idiota, alrededor de Johnny.
Saltó, zigzagueó, corrió, saltó y zigzagueó otra vez. Cada pocos segundos gritaba: —
¡Erraste!— o —¡Pude esquivar ésa!— y entonces, como algún tipo especial de nuevo
tanque, avanzaba trepando la ladera, blandiendo su fusil.
Se detuvo. Apuntó. Disparó.
—¡Bang! ¡Te di! —gritó.
Un alemán cayó en el nido de ametralladoras.
Corrió nuevamente. Las balas caían velozmente como una muralla sólida y mortífera.
Johnny se deslizaba a través de ella, como se desliza un actor entre telones grises,
tranquilo, con naturalidad, sereno.
—¡Erraste! ¡Erraste, erraste! ¡La esquivé, la esquivé!
Estaba tan lejos delante de los otros, que apenas podía verlos. Tropezando más allá,
efectuó tres disparos. ¡Te di! ¡Y a ti, y a ti! ¡A los tres!
Tres alemanes cayeron. Johnny gritó con alegría. El sudor le hacía brillar las mejillas,
sus ojos azules estaban luminosos y ardientes como el cielo.
Las balas llovían. Las balas corrían, resbalaban, destrozaban las piedras que estaban
encima, alrededor, cerca, debajo, detrás de él. Saltó. Zigzagueó. Se rió.
Las esquivó.
El primer nido de ametralladoras alemán había sido silenciado. Johnny se dirigió hacia
el segundo. Escuchó que desde alguna parte, muy lejos, una ronca voz gritaba: —
¡Regresa, Johnny, maldito tonto! ¡Regresa! —la voz de Eddie Smith.
Pero había tanto ruido que no podía estar seguro.
Vio la expresión de las caras de los cuatro alemanes que manejaban la ametralladora
más arriba de la colina. Sus rostros estaban pálidos bajo el color tostado del desierto, y
tiesa y ferozmente contraídos, sus bocas estaban abiertas, sus ojos muy abiertos.
Apuntaron su ametralladora directamente hacia él y abrieron fuego.
—¡Erraste!
Un proyectil de artillería bajó silbando desde el otro lado de la colina, y aterrizó a unos
diez metros de distancia.
Johnny se arrojó violentamente. — ¡Cerca! ¡Pero no lo suficiente!
Dos de los alemanes, huyeron, corrieron fuera del nido, gritando extravagantes
palabras. Los otros dos siguieron con la ametralladora, con los rostros pálidos,
derramando plomo sobre Johnny.
Johnny les disparó.
Dejó que los otros dos se fueran. No quería dispararles por la espalda. Se sentó y se
apoyó en el nido de ametralladoras, y esperó que el resto de su unidad lo alcanzara.
Observó cómo los norteamericanos brotaban como muñecos de cajas de sorpresa de
un extremo a otro de la base de la colina, y venían corriendo.
En unos tres minutos Eddie Smith entró tropezando en el nido. En su cara tenía la
misma mirada que habían tenido los alemanes en sus rostros. Gritó al ver a Johnny. Lo
agarró, lo palpó y lo miró de arriba abajo.
—¡Johnny! —gritó—. ¡Johnny, estás bien, no estás herido!
Johnny pensó que lo que decía era algo muy gracioso. —Claro que no —respondió
Johnny—. Te dije que no me pasaría nada.
Smith abrió la boca. —Pero vi que caían proyectiles de artillería cerca de ti, y ese niego
de ametralladora...
Johnny frunció el ceño. —Eh, recluta Smith, mira tu mano.
La mano de Ed estaba roja. La metralla, alojada en la muñeca, había hecho salir un
veloz hilo de sangre.
—Tendrías que haberte agachado, rechita Smith. Maldición, te lo digo todo el tiempo,
pero tú nunca me haces caso.
Eddie Smith lo miró en forma peculiar. —Tú no puedes esquivar las balas, Johnny.
Johnny rió. Era el sonido de la risa de un chico. El sonido de un chico que conoce muy
bien la rutina de la guerra, y cómo llega y pasa. Johnny rió.
—No discutieron conmigo, recluta Smith —dijo tranquilamente. —Ninguno de ellos
discutió. Eso fue extraño. Todos los otros chicos discutían en esos casos.
—¿Qué otros chicos, Johnny?
—Oh, pues, los otros chicos. En el arroyo, allá en casa. Siempre discutíamos sobre
quién estaba herido y quién estaba muerto. Pero hace un momento cuando yo decía
«Bang, estás muerto», esos tipos jugaban como se debe. Ninguno de ellos discutió.
Ninguno de ellos dijo: —«Bang, yo te di primero. ¡Tú estás muerto!». No. Me dejaron
ganar todo el tiempo. En los viejos tiempos ellos discutían tanto...
—¿Discutían?
—Claro.
—Ahora, ¿qué es lo que les decías, Johnny? ¿Realmente les decías «BANG, estás
muerto»!
—Claro.
—¿Y ellos no discutían?
—No. ¿No es eso magnífico de su parte? La próxima vez creo que es justo que yo
juegue como muerto.
—No —interrumpió Smith. Tragó saliva y se enjugó el sudor de la cara—. No, no lo
hagas, Johnny. Sigue, sigue haciéndolo exactamente como lo has hecho hasta ahora.
Volvió a tragar. —Escúchame... en cuanto a eso de que esquivaste las balas, y que ellos
erraban...
—Claro que erraban. Claro que las esquivé.
Las manos de Smith temblaban.
Johnny Choir lo miró.
—¿Qué pasa, recluta?
—Nada. Solo... la excitación. Y ahora me preguntaba...
—¿Qué?
—Me preguntaba cuántos años tienes, Johnny.
—¿Yo? Tengo diez, para once—. Johnny se interrumpió y se sonrojó con culpa. —No.
¿Qué me está pasando? Tengo dieciocho, para diecinueve.
Johnny miró los cadáveres de los soldados alemanes.
—Ahora diles que se levanten, recluta Smith.
—¿Eh?
—Diles que se levanten. Ya pueden levantarse si quieren.
—Bueno, este... mira, Johnny. Claro... ¡Ah! Mira, Johnny, se levantarán después que
nos vayamos. Sí, así es. Después que nos vayamos. Es contra las... reglas... que ellos se
levanten ahora. Quieren descansar un rato. Sí... descansar.
—Oh.
—Oye, Johnny. ¡Quiero decirte algo ahora mismo!
—¿Qué?
Smith se pasó la lengua por los labios, movió los pies, tragó saliva y maldijo en voz
baja.
—Oh, no es nada. Absolutamente nada. Maldición. Excepto que estoy envidioso de ti.
Ojalá... Ojalá no hubiera crecido tan duramente y tan rápido. Mira, Johnny, tú vas a salir
de esta guerra. No me preguntes cómo, tengo la sensación de que saldrás, eso es todo.
Algo de esto está en la Biblia... Quizá yo no salga. No soy ya una criatura... Y, como no
soy un chico, quizá no tenga la protección que Dios da a un niño sólo porque es un chico.
Quizás crecí creyendo en cosas equivocadas... aceptando como verdaderas la muerte y
las balas. Quizá sea un loco por imaginar cosas acerca de ti. Claro que lo soy. Es solo mi
imaginación lo que me hace pensar
que tú eres... oh. No importa lo que suceda. Johnny, recuerda esto: Yo te voy a apoyar.
—Claro que sí. Esa es la única forma en que jugaré —dijo Johnny.
—Y si alguno tratara de decirte que no puedes esquivar las balas, ¿sabes lo que le voy
a hacer?
—¿Qué?
—¡Le voy a dar una buena patada en los dientes! Eddie, sacudiéndose nerviosamente,
mostró una extraña sonrisa en los labios.
—Ahora ven, Johnny, vayámonos, y vayámonos rápido. Hay otro juego... que comienza
a jugarse en la colina. Johnny se entusiasmó. —¿Hay otro?
—Sí —dijo Smith—. Vamos.
Pasaron juntos la colina. Johnny Choir saltando, zigzagueando y riendo, y Eddie Smith
siguiéndolo de cerca, mirándolo con el rostro pálido y con los ojos grandes y llenos de
envidia...
EL BESO SINIESTRO
Robert Bloch y Henry Kuttner

Surgen vestidos con túnicas
verdes, bramando, de los
verdes infiernos del mar, donde
hay cielos caídos, y clamores
malignos, y criaturas sin ojos
Chesterton: Lepanto

1. El ser de las aguas
Graham Dean aplastó nerviosamente su cigarrillo y se encontró con los ojos intrigados
del doctor Hedwig.
—Nunca estuve tan preocupado anteriormente —dijo—. Estos sueños son tan
extrañamente persistentes. No son como las pesadillas comunes y casuales. Parecen —
sé que suena un tanto ridículo— parecen estar planeados.
—¿Sueños planeados? Tonterías —el doctor Hedwig lanzó una mirada desdeñosa—.
Usted, señor Dean, es un artista, y por naturaleza, de temperamento impresionable. Esta
casa de San Pedro es nueva para usted, y dice que oyó relatos extravagantes. Los
sueños se deben a la imaginación y al exceso de trabajo.
Dean miró por la ventana hacia afuera, con el ceño fruncido en su rostro
desusadamente pálido.
—Espero que tenga usted razón —dijo en voz baja—. Pero no puede atribuirse este
semblante a los sueños. ¿O sí?
Señaló con un gesto las grandes ojeras azules que había debajo de los ojos del joven
artista. Las manos señalaron la exangüe palidez de sus delgadas mejillas.
—Eso se debe al exceso de trabajo, señor Dean. Sé lo que le pasa mejor que usted
mismo.
El canoso médico tomó una hoja cubierta con sus propias y casi indescifrables notas, y
la examinó repasando lo que había escrito.
—Usted heredó esta casa en San Pedro hace pocos meses, ¿no? Y se mudó a ella
solo para trabajar un poco.
—Sí. La costa del mar tiene aquí unos paisajes maravillosos. —Durante un momento el
rostro de Dean adquirió un aspecto juvenil, al avivar el entusiasmo sus fuegos casi
extinguidos. Entonces continuó, con el ceño fruncido en gesto preocupado: —Pero
últimamente no he podido pintar, ni siquiera marinas; de cualquier modo es muy extraño.
Mis bocetos ya no parecen estar enteramente correctos. Parece haber en ellos un poder
que yo no pongo allí...
—¿Un poder, dijo?
—Sí, un poder de malignidad, si puedo llamarlo con esa palabra. Es algo que no se
puede definir. Algo que hay detrás del cuadro le extrae toda su belleza. Y en estas últimas
semanas no he estado trabajando en exceso, doctor Hedwig.
El doctor echó otra mirada al papel que tenía en la mano.
—Bueno, en eso no estoy de acuerdo con usted. Usted podría no ser consciente del
esfuerzo que realiza. Esos sueños con el mar que parecen preocuparlo carecen de
significado, excepto como indicio de su estado nervioso.
—Está equivocado. —Dean se levantó repentinamente. Su voz era estridente—. Eso
es lo terrible del caso. Los sueños no carecen de significado. Parecen ser acumulativos;
acumulativos y planeados. Se vuelven cada noche más vívidos, y cada vez veo más: de
ese lugar verde y brillante situado debajo del mar. Me voy acercando cada vez más a
esas sombras negras que nadan allí; esas sombras de las que yo sé que no son sombras,
sino algo peor. Cada noche veo más. Es como si fuera completando un boceto,
agregando gradualmente. cada vez más hasta que...
Hedwig observaba agudamente a su paciente. Insinuó:
—¿Hasta?
Pero el tenso rostro de Dean se relajó. Se había detenido justo a tiempo.
—No, doctor Hedwig. Usted debe tener razón. Es exceso de trabajo y nervios, como
usted dice. Si creyera lo que me dijeron los mejicanos sobre Morella Godolfo... Bueno,
estaría loco y sería un tonto.
—¿Quién es esa tal Morella Godolfo? ¿Alguna mujer que ha estado llenándole la
cabeza de cuentos disparatados?
Dean sonrió.
—No tiene que preocuparse por Morella. Fue mi tía tatarabuela. Vivía en la casa de
San Pedro e inició las leyendas, creo.
Hedwig había estado garabateando algo en un papel.
—Y bien, ¡ya entiendo, joven! Usted escuchó esas leyendas; su imaginación voló usted
soñó. Esta receta lo pondrá bien.
—Gracias.
Dean tomó el papel, levantó su sombrero de la mesa, y se dirigió hacia la puerta. Se
detuvo en el vano, sonriendo torcidamente.
—Pero usted no está en lo cierto al pensar que las leyendas me hicieron soñar, doctor.
Empecé a soñar antes de haber oído la historia de la casa.
Y una vez dicho eso, salió.
Mientras conducía de regreso a San Pedro, Dean trató de comprender qué le había
ocurrido. Pero siempre se estrellaba contra el muro de la imposibilidad. Cualquier
explicación lógica se perdía en la maraña de la fantasía. Lo único que no podía explicar —
y que el doctor Hedwig no había podido explicar— eran los sueños.
Los sueños comenzaron al poco tiempo de haber entrado en posesión de su heredad:
esta antigua casa al norte de San Pedro, que había permanecido desierta durante tanto
tiempo. El lugar era de una pintoresca antigüedad, y eso atrajo a Dean desde el principio.
Había sido construida por uno de sus antepasados cuando los españoles aún gobernaban
California. Uno de estos Dean —entonces el apellido era Dena— había ido a España y
había regresado con una novia.
Su nombre era Morella Godolfo, y alrededor de esta mujer, desaparecida tanto tiempo
atrás, giraban todas las leyendas posteriores.
Todavía había en San Pedro mejicanos arrugados y desdentados, que murmuraban
increíbles relatos sobre Morella Godolfo, la que nunca había envejecido, y tenía un poder
sobrenaturalmente maligno sobre el mar. Los Godolfo se habían contado entre las más
orgullosas familias de Granada; pero furtivas leyendas se referían a su relación con los
terribles hechiceros y nigromantes moriscos. Según esos mismos horrores insinuados,
Morella había aprendido misteriosos secretos en las tétricas torres de la España morisca,
y cuando Dena la trajo como novia al otro lado del mar, ella ya había sellado un pacto con
las fuerzas del mal y había experimentado un cambio.
Así decían los relatos, y decían aún más cosas sobre la vida de Morella en la antigua
casa de San Pedro. Su esposo había vivido durante diez o más años después del
matrimonio; pero los rumores decían que ya no poseía un alma. Es cierto que su muerte
fue mantenida en secreto, en forma muy misteriosa, por Morella Godolfo, que siguió
viviendo sola en la gran casa situada junto al mar.
Las murmuraciones de los peones crecieron monstruosamente a partir de entonces. Se
referían al cambio sufrido por Morella Godolfo; ese cambio operado por medio de la
hechicería, que le llevaba a nadar mar adentro en las noches de luna, de modo que los
que la observaban veían su cuerpo blanco que fulguraba entre la espuma. Hombres lo
suficientemente audaces como para contemplarla desde los acantilados podían
vislumbrar de modo fugaz su figura, jugando con extrañas criaturas marinas que saltaban
a su alrededor en las negras aguas, frotando su cuerpo con sus cabezas espantosamente
deformes. Estas criaturas no eran focas, ni tampoco ninguna forma conocida de vida
submarina, según se afirmaba; aunque a veces podían oírse las carcajadas de una risa
ahogada y cloqueante. Se dice que Morella Godolfo se alejó nadando una noche, para no
regresar jamás. Pero a partir de entonces las risas eran más fuertes a la distancia, y los
juegos entre las negras rocas continuaron, de modo que los relatos de los primeros
peones se habían ido trasmitiendo hasta el presente.
Tales eran las leyendas que Dean conocía. Los hechos eran dispersos y poco
convincentes. La antigua casa se había venido deteriorando, y en el transcurso de los
años sólo había sido arrendada ocasionalmente. Esos arrendamientos habían sido tan
cortos como infrecuentes. No pasaba nada definidamente malo en la casa situada entre
Punta White y Punta Fermín, pero los que allí habían vivido decían que el fragor de las
olas sonaba en una forma sutilmente diferente cuando era escuchado desde las ventanas
que dominaban el mar, y, además, ellos tenían sueños desagradables. A veces, los
ocasionales arrendatarios habían mencionado con particular horror las noches de luna,
cuando todo el mar se volvía claramente visible. De cualquier modo, los ocupantes por lo
general abandonaban la casa de manera precipitada.
Dean se había trasladado a la casa inmediatamente después de heredarla, por que
había pensado que sería el lugar ideal para pintar los paisajes que amaba. Se había
enterado de la leyenda de los hechos relacionados a ella con posterioridad, y por ese
entonces habían comenzado sus sueños.
Al principio habían sido bastante convencionales, aunque, extrañamente todos giraban
en torno del mar que él tanto amaba. Pero no era el mar que él amaba el que veía en sus
sueños.
Las Gorgonas poblaban sus sueños. Escila se retorcía horriblemente en las aguas
oscuras y embravecidas, donde huían aullando las arpías. Criaturas horripilantes
emergían lentamente de las profundidades negras como la tinta donde habitaban bestias
marinas hinchadas y desprovistas de ojos. Terribles y gigantescos leviatanes saltaban y
se sumergían mientras monstruosas serpientes trepaban en extraña obediencia a una
falsa luna. Horrores ocultos e inmundos de las profundidades del mar lo tragaban en
sueños.
Esto ya era bastante malo, pero sólo fue un preludio. Los sueños empezaron a
cambiar. Era casi como si los primeros de ellos formaran un marco definido para horrores
aún mayores por venir. De las imágenes míticas de antiguos dioses del mar emergía otra
visión. Sólo incipiente al principio, fue tomando una forma y un significado definidos muy
lentamente, en un período de varias semanas. Y era éste el sueño que Dean temía ahora.
Había ocurrido por lo general justo antes de despertarse: la visión de una luz verde y
translúcida, en la que nadaban lentamente unas sombras tenebrosas. Noche tras noche,
el límpido resplandor esmeralda se fue volviendo más claro, y las sombras se
trasformaron en un horror más visible. Éstas no se veían nunca con claridad, aunque sus
cabezas amorfas tenían una cualidad extrañamente repulsiva que Dean podía reconocer.
Pronto, en este sueño suyo, las sombrías criaturas se apartaban como para permitir el
paso de otra. Nadando a través de la bruma verde, se acercaba una forma enroscada,
que Dean no podía asegurar si era similar a las demás o no, porque su sueño siempre
terminaba allí. La proximidad de esta última forma lo hacía despertar siempre en un
paroxismo de terror de pesadilla.
Soñaba que estaba en alguna parte debajo del mar, en medio de sombras con cabezas
deformes que nadaban; y cada noche una sombra, en particular, se iba acercando cada
vez más.
Ahora, todos los días, cuando se despertaba con el frío viento marino del temprano
amanecer que soplaba por las ventanas, permanecía acostado con el ánimo lánguido y
perezoso hasta mucho después de la salida del sol. Cuando en aquellos días se
levantaba se sentía inexplicablemente cansado y no podía pintar. En esa mañana en
particular, el aspecto de su rostro ojeroso al mirarse en el espejo lo había impulsado a
visitar al médico. Pero el doctor Hedwig no había resultado útil.
Sin embargo, Dean hizo preparar la receta en el camino de regreso a su casa. Un trago
del tónico parduzco y amargo lo hizo sentir un poco más fuerte; pero, al estacionar el
coche, el sentimiento de depresión volvió instalarse en él. Caminó hasta la casa, aún
confundido y presa de un extraño temor.
Debajo de la puerta había un telegrama. Dean lo leyó perplejo, con el ceño fruncido:
RECIÉN ENTERADO USTED ESTA VIVIENDO CASA SAN PEDRO STOP ES DE
VITAL IMPORTANCIA QUE DESALOJE INMEDIATAMENTE STOP MUESTRE ESTE
CABLE AL DOCTOR MAKOTO YAMADA 17 BUENA STREET SAN PEDRO STOP
VUELVO VÍA AÉREA STOP VEA A YAMADA HOY
MICHAEL LEIGH
Dean volvió a leer el mensaje, y un recuerdo relampagueó en su mente. Michael Leigh
era su tío, pero no lo había visto en años. Leigh había sido un enigma para la familia; era
un ocultista y pasaba la mayor parte del tiempo investigando en lejanos rincones de la
tierra. Desaparecía ocasionalmente durante largos períodos. El cable que tenía Dean
había sido enviado desde Calcuta, y supuso que Leigh había salido recientemente de
algún lugar del interior de la India para entonces enterarse de la herencia de Dean.
Dean buscó en su mente. Ahora recordaba que había habido alguna disputa familiar
sobre esta misma casa, años atrás. No recordaba exactamente los detalles; pero sí
recordaba que Leigh había pedido que la casa de San Pedro fuera demolida. Leigh no
había alegado motivos valederos, y cuando la petición fue denegada había desaparecido
durante algún tiempo. Y ahora llegaba este inexplicable telegrama.
Dean estaba cansado después de su largo viaje en coche; y la insatisfactoria entrevista
con el doctor lo había irritado más de lo que había pensado. Tampoco tenía ánimo para
cumplir el pedido efectuado por el tío en su telegrama, y para emprender el largo viaje
hasta Buena Street, que estaba a varias millas de distancia. La somnolencia que sentía
era empero un saludable agotamiento normal, a diferencia de la languidez de las últimas
semanas. El tónico que había tomado había servido para algo, después de todo.
Se dejó caer en su silla favorita, junto la ventana que dominaba el mar, despabilándose
para observar los llameantes colores de la puesta de sol. Pronto el sol desapareció debajo
del horizonte, y la oscuridad gris se fue acercando. Aparecieron las estrellas, y muy lejos,
hacia el norte, pudo ver las borrosas luces de los barcos de juego frente a Venice. Las
montañas le impedían ver San Pedro, pero un pálido y difuso resplandor en esa dirección
le indicaba que los nuevos bárbaros despertaban a una vida rugiente y agitada. La
superficie del Pacífico se fue aclarando lentamente. La luna llena estaba saliendo por
encima de las colinas de San Pedro. Durante un largo rato Dean permaneció sentado
junto a la ventana, con la pipa olvidada en la mano, y la vista fija en las lentas ondas del
océano, que parecían latir con una vida poderosa y extraña. Gradualmente aumentó la
somnolencia, y lo venció. De inmediato, antes de caer en el abismo del sueño, pasó por
su mente el dicho de da Vinci: «Las dos cosas más maravillosas del mundo son la sonrisa
de una mujer y el movimiento de las poderosas aguas».
Soñó, y esta vez tuvo un sueño diferente. Primero sólo había oscuridad, y un bramido y
estrépito como de mares agitados, y, extrañamente mezclado con esto, el confuso
pensamiento en una sonrisa de mujer... y en unos labios de mujer... labios que hacían un
mohín, seductores; pero, cosa extraña, los labios no eran rojos, ¡no! Eran muy pálidos,
exangües, como los labios de algo que ha permanecido durante mucho tiempo debajo del
mar...
La brumosa visión se trasformó y durante un brevísimo instante, Dean creyó ver el
verde y silencioso lugar de sus visiones anteriores. Las sombrías formas negras se
movían con mayor rapidez detrás del velo, pero este cuadro no duró más que un
segundo. Cruzó por su mente como un relámpago y desapareció, y Dean se quedó solo
en una playa; una playa que reconoció en sueños: la arenosa ensenada situada debajo de
la casa.
La brisa salina le acarició fríamente la cara, y el mar resplandeció como la plata a la luz
de la luna. Un débil chapoteo le reveló que algo en el mar hendía la superficie de las
aguas. Hacia el norte, el mar bañaba la abrupta cara del acantilado, obstruido y sembrado
de sombras tenebrosas. Dean sintió el impulso súbito inexplicable de moverse en aquella
dirección. Cedió a él.
Mientras trepaba por las rocas fue súbitamente consciente de una extraña sensación,
como si unos penetrantes ojos estuvieran clavados en él: ¡unos ojos que lo observaban y
le advertían! Vagamente surgió en su mente el delgado rostro de su tío, Michael Leigh,
con sus profundos ojos que lo miraban de manera amenazadora. Pero esto desapareció
velozmente, y se encontró ante una oscura cavidad más profunda en la cara del
acantilado. Supo que debía entrar allí.
Se deslizó entre dos salientes puntas rocosas y se encontró en una completa y lúgubre
oscuridad. Sin embargo, de algún modo tenía conciencia de que estaba en una cueva, y
podía oír el ruido que hacía el agua muy cerca. Todo lo que sentía era un mohoso olor
salado a putrefacción marina, el olor fétido de las cuevas no utilizadas del océano, y de
las bodegas de los antiguos barcos. Caminó hacia adelante, y al inclinarse el piso
abruptamente hacia abajo, tropezó y cayó de cabeza en el agua helada y poco profunda.
Sintió, antes que vio, el revoloteo de un rápido movimiento, y entonces, de golpe, unos
cálidos labios se apretaron contra los suyos.
Labios humanos, pensó Dean al principio.
Se apoyó sobre el costado en el agua helada, con sus labios apretados contra esos
otros que le correspondían. No podía ver nada, porque todo se perdía en la oscuridad de
la cueva. La tentación sobrenatural de esos labios invisibles lo hizo estremecer de pies a
cabeza.
Les respondió, apretándolos con fuerza; les dio aquello que estaban deseando
ávidamente. Las aguas invisibles golpearon contra las rocas, murmurando advertencias.
Y en aquel beso lo inundó la extrañeza. Sintió que lo recorrían una conmoción y un
hormigueo, luego un estremecimiento de súbito éxtasis, e inmediatamente después vino
el horror. Una negra y repugnante pestilencia pareció inundar su cerebro, en una forma
indescriptible pero horriblemente real, haciéndolo estremecer de repugnancia. Era como si
una indecible malignidad se estuviera volcando en su cuerpo, en su mente, en su propia
alma, a través de aquel beso blasfemo sobre sus labios. Se sintió asqueado,
contaminado. Retrocedió. Se puso de pie de un salto.
Y Dean vio, por primera vez, la cosa horrible que había besado, en momentos en que
la luna que se ponía enviaba una pálida saeta de luminosidad por la boca de la cueva.
Porque algo se irguió ante él, un bulto serpentino y semejante a una foca, que se
enroscaba, y serpenteaba, y se movió hacia él, cubierto de un pestilente fango que
brillaba; y Dean gritó y se dio a la fuga, con un terror de pesadilla desgarrándole el
cerebro, escuchando a sus espaldas un leve chapoteo, como si alguna pesada criatura se
hubiera echado nuevamente al agua...
2. Una visita del doctor Yamada
Se despertó. Se encontraba aún en la silla junto a la ventana, y la luna palidecía ante la
luz grisácea del amanecer. Estaba estremecido por las náuseas, enfermo y tembloroso
por el espantoso realismo del sueño. Sus ropas estaban empapadas por la transpiración,
y el corazón le latía violentamente. Parecía agobiarlo un inmenso letargo y tuvo que hacer
un intenso esfuerzo para levantarse de la silla y dirigirse tambaleándose hasta un sofá, en
el que se tiró para dormitar de a ratos durante varias horas.
Lo despertó un agudo repiqueteo de la campanilla de la puerta. Se sentía aún débil y
aturdido; pero el temible letargo había disminuido un tanto. Cuando Dean abrió la puerta,
un japonés parado en el porche inició una leve inclinación de saludo, gesto que se detuvo
abruptamente cuando los penetrantes ojos negros se clavaron en el rostro de Dean. Del
visitante llegó un corto silbido de inspiración.
Dean dijo con irritación:
—¿Y bien? ¿Quiere usted verme?
El otro aún lo estaba mirando. con su delgado rostro amarillento debajo del tieso
cabello gris. Era un hombre pequeño, delgado, con el rostro cubierto de una sutil red de
arrugas. Después de una pausa dijo:
—Soy el doctor Yamada.
Dean frunció el ceño, perplejo. Súbitamente recordó el cable de su tío del día anterior.
En su interior comenzó a crecer una extraña e irracional irritación, y dijo, con más
brusquedad de lo que hubiera querido.
—Espero que esta no sea una visita profesional. Yo ya...
—Su tío, ¿es usted el señor Dean?, me envió un cable. Estaba bastante preocupado.
—El doctor Yamada echó casi furtivamente una mirada a su alrededor.
Dean sintió que el fastidio bullía en su interior, y su irritación aumentó.
—Me temo que mi tío es un tanto excéntrico. Él no tiene nada de qué preocuparse.
Lamento que usted haya hecho el viaje para nada.
El doctor Yamada no pareció ofenderse por la actitud de Dean. Por el contrario, una
extraña expresión de simpatía cruzó durante un instante su pequeño rostro.
—¿Le importa si paso? —preguntó y se adelantó con confianza.
Lejos de cerrarle el paso, Dean no encontró forma de detenerlo, y descortesmente
condujo a su visita a la habitación en que había pasado a noche, indicándole que se
sentara en una silla, mientras él se ocupaba de la cafetera.
Yamada se sentó inmóvil, observando silenciosamente a Dean. Entonces dijo sin
preámbulos:
—Su tío es un gran hombre, señor Dean.
Dean hizo un gesto evasivo.
—Sólo lo he visto una vez.
—Es uno de los más grandes ocultistas del momento. Yo también he estudiado las
ciencias de la psiquis; pero al lado de su tío soy un principiante.
Dean dijo:
—El es un excéntrico. El ocultismo, como usted lo llama, nunca me interesó.
El pequeño japonés lo contempló impasiblemente.
—Usted cae en un frecuente error, señor Dean. Usted considera al ocultismo como un
pasatiempo para maniáticos. No —alzó una delgada mano—, la incredulidad está pintada
en su rostro. Bien, es comprensible. Es un anacronismo una actitud trasmitida desde las
épocas más antiguas, cuando los científicos eran llamados alquimistas y los hechiceros
eran quemados por haber hecho pactos con el diablo. Pero en realidad no hay
hechiceros, no hay brujos. No en el sentido en que el hombre comprende estos términos.
Existen hombres y mujeres que han logrado el dominio de ciertas ciencias que no están
totalmente sujetas a leyes físicas terrenales.
En el rostro de Dean había una leve sonrisa de incredulidad. Yamada continuó
tranquilamente:
—Usted no cree porque no entiende. No hay muchos que puedan comprender, o que
deseen comprender esa ciencia mayor que no está sujeta a leyes terrenales. Pero aquí
tiene usted un problema, señor Dean —una pequeña chispa de ironía se asomó en los
ojos negros—. ¿Puede explicarme cómo es que yo sé que usted ha estado sufriendo de
pesadillas recientemente?
Dean dio un respingo y se quedó mirando. Luego sonrió.
—Sucede que conozco la respuesta, doctor Yamada. Ustedes, los médicos, tienen una
forma de ayudarse mutuamente, y debo haber dejado que algo se me escapara ayer con
el doctor Hedwig —. Su tono era ofensivo, pero Yamada se limitó a encogerse levemente
de hombros.
—¿Conoce usted a su Homero? —preguntó, saliéndose aparentemente del tema y
ante la sorprendida seña afirmativa de Dean continuó: —¿Y a Proteo? ¿Usted recuerda al
Viejo del Mar que tenía el poder de cambiar de forma? No deseo forzar su incredulidad,
señor Dean; pero desde hace mucho tiempo los que estudian el saber oculto saben que
detrás de esa leyenda existe una verdad muy espantosa. Todos los relatos sobre
posesión por espíritus, sobre reencarnación y hasta los comparativamente inocentes
experimentos de transmisión de pensamiento, apuntan a la verdad. ¿Por qué supone
usted que el folklore abunda en relatos de hombres que pueden trasformarse en bestias,
hombres-lobos, hienas, tigres, el hombrefoca de los esquimales? ¡Porque esos relatos
están basados en la verdad!
«No quiero decir con esto —prosiguió— que sea posible la metamorfosis real del
cuerpo, hasta donde sabemos. Pero desde hace mucho se sabe que la inteligencia —la
mente— de un adepto puede ser transferida al cerebro y al cuerpo de un sujeto
satisfactorio. Los cerebros de los animales son débiles, y carecen del poder de
resistencia. Pero los hombres son diferentes, a menos que se den ciertas circunstancias...
Ante su vacilación, Dean ofreció al japonés una taza de café —en esos días había
generalmente café haciéndose en la cafetera— y Yamada lo aceptó con una leve
inclinación formal de agradecimiento. Dean bebió su café en tres rápidos sorbos, y se
sirvió más. Yamada, después de un sorbo de cortesía, apartó la taza y se inclinó hacia
adelante con seriedad. —Debo pedirle que ponga su mente en estado receptivo, señor
Dean. No se deje influir por sus ideas convencionales sobre la vida en esta cuestión. Es
fundamental, para su conveniencia, que usted me escuche con cuidado, y comprenda.
Entonces... quizás...
Vaciló, y volvió a echar una mirada extrañamente furtiva a la ventana.
—La vida ha seguido en el mar rumbos diferentes de la vida en la tierra. La evolución
ha seguido un curso diferente. En las grandes profundidades del océano, se ha
descubierto vida completamente extraña a la nuestra: criaturas luminosas que estallan al
ser expuestas a la más ligera presión del aire; y en sus inmensos abismos se han
desarrollado formas de vida completamente inhumanas, formas de vida que la mente no
iniciada puede creer imposibles. En Japón, un país insular, hemos tenido noticia de esos
habitantes del mar desde hace generaciones. El escritor inglés de ustedes, Arthur
Machen, dijo una gran verdad cuando afirmó que el hombre, temeroso de esos extraños
seres, les ha atribuido formas hermosas o simpáticamente grotescas que en realidad no
poseen. Tenemos así las nereidas y las oceánicas; pero, a pesar de todo, el hombre no
pudo ocultar totalmente el carácter en verdad repugnante de esas criaturas. Están como
consecuencia las leyendas de las Gorgonas, de Escila y de las arpías, y,
significativamente, de las sirenas y su maldad. Sin duda usted conoce el cuento de las
sirenas: cómo ansiaban robar el alma de un hombre cómo la extraían por medio de su
beso.
Dean estaba ahora en la ventana, dando la espalda al japonés. Cuando Yamada se
detuvo, dijo inexpresivamente:
—Prosiga.
—Tengo razones para creer —prosiguió Yamada con gran tranquilidad— que Morella
Godolfo, la mujer de la Alhambra, no era completamente... humana. No dejó
descendencia. Esos seres nunca tienen hijos: no pueden.
—¿Qué está queriendo decir usted? —. Dean se había dado vuelta, y estaba de frente
al japonés, con el rostro terriblemente pálido, y las sombras que tenía debajo de los ojos
horrorosas y lívidas. Repitió con aspereza: —¿Qué está queriendo decir usted? No puede
asustarme con sus cuentos, si eso es lo que está tratando de hacer. Usted... mi tío quiere
que me vaya de esta casa, por alguna razón particular de él. Usted está utilizando estos
medios para que me vaya, ¿no es así? ¿Eh?
—Usted debe irse de esta casa —dijo Yamada—. Su tío está en camino, pero puede
que no llegue a tiempo. Escúcheme: esas criaturas —las que habitan en mar— envidian
al hombre. La luz del sol, y los cálidos juegos, y los campos de la tierra, cosas que los que
habitan en el mar no pueden normalmente poseer. Esas cosas y el amor. Recuerde lo que
dije sobre la transferencia de la mente, la posesión de un cerebro por una inteligencia
extraña. Para estos seres, éste es el único medio de obtener aquello que desean y de
conocer el amor de un hombre o de una mujer. A veces —no con mucha frecuencia— una
de estas criaturas logra apoderarse de un cuerpo humano. Siempre están al acecho.
Cuando hay un naufragio, allí van, como buitres a un festín. Pueden nadar a una
velocidad extraordinaria. Cuando un hombre se está ahogando, las defensas de su mente
están bajas, y de este modo, los habitantes del mar pueden a veces adquirir un cuerpo
humano. Hay relatos sobre hombres salvados de naufragios que a partir de entonces
sufrieron un extraño cambio.
«¡Morella Godolfo era una de esas criaturas! Los Godolfo conocían gran parte del
saber oculto pero lo usaban con fines malignos, la llamada magia negra. Y según creo,
través de esto aquel habitante del mar obtuvo poder para usurpar el cerebro y el cuerpo
de la mujer. Tuvo lugar una trasferencia. La mente del habitante del mar tomó posesión
del cuerpo de Morella Godolfo, y la inteligencia de la verdadera Morella fue introducida en
la horrible forma de aquella criatura de las profundidades del mar. Eventualmente, el
cuerpo humano de la mujer murió, y la mente usurpadora regresó a su envoltura original.
Entonces, la inteligencia de Morella Godolfo fue arrojada de su prisión temporaria y quedó
sin hogar. Esa es la verdadera muerte.
Dean sacudió con lentitud la cabeza como si estuviera negando, pero no habló. E
inexorablemente Yamada continuó.
—Desde entonces, durante años y generaciones ella ha habitado en el mar,
esperando. Su poder es muy fuerte en este lugar, donde ella alguna vez vivió. Pero, como
le dije, esta trasferencia sólo puede verificarse en circunstancias muy excepcionales. Los
moradores de esta casa podían ser perturbados por sueños, pero nada más. El ser
maligno no tiene poder para robar sus cuerpos. Su tío sabía eso, de lo contrario habría
insistido para que el lugar fuera destruido inmediatamente. Él no previó que usted viviría
aquí alguna vez.
El pequeño japonés se inclinó hacia adelante, y sus ojos eran dos puntos de luz negra.
—No tiene que decirme lo que padeció en el mes pasado. Lo sé. El habitante del mar
tiene poder sobre usted. Y eso se debe a una cosa: existen lazos de sangre, aun cuando
usted no desciende directamente de ella. Y su amor por el océano: su tío habló de eso.
Usted vive aquí solo con sus pinturas y las fantasías de su imaginación; no ve a nadie
más. Usted es una víctima ideal, y a ese horror marino le fue fácil entrar en rapport con
usted. Incluso usted ya muestra los estigmas.
Dean estaba en silencio con el rostro como una pálida sombra entre las sombras más
oscuras de los rincones de la habitación ¿Qué estaba tratando de decirle este hombre?
¿Adónde conducían esos indicios?
—Recuerde lo que dije —La voz del doctor Yamada era fanáticamente grave.— Esa
criatura lo quiere a usted por su juventud, por su alma. Lo ha atraído a usted en sueños,
con visiones de Poseidonia, las sombrías grutas en el fondo del mar. Le ha enviado al
principio visiones engañosas, para ocultar lo que hacía. Esa criatura le ha extraído sus
fuerzas y ha debilitado sus resistencias, esperando el momento en que ella estará lo
suficientemente fuerte como para tomar posesión de su cerebro.
»Le he dicho lo que ella quiere, lo que pretenden todos esos horrores híbridos. A su
tiempo, ella misma se le revelará a usted, y cuando la voluntad de ella lo domine en el
sueño, usted cumplirá lo que ella mande. Lo arrastrará al fondo del mar, y le mostrará los
abismos infestados de kraken donde habitan esos seres. Usted irá voluntariamente, y ésa
será su perdición. Ella puede atraerlo a los banquetes que allí realizan, los banquetes que
celebran con los ahogados que encuentran flotando, procedentes de barcos naufragados.
Y usted pasará por semejante locura en su sueño porque ella lo domina. Y entonces,
entonces, cuando usted se haya vuelto lo suficientemente débil, logrará su anhelo. El ser
del mar usurpará su cuerpo y volverá a caminar sobre la tierra. Y usted descenderá a la
oscuridad donde habitó una vez en sueños, para siempre. Al menos que yo esté
equivocado, usted ya ha visto lo suficiente como para saber que lo que digo es verdad.
Creo que ese terrible momento no está tan lejos, y le advierto que usted no puede tener la
esperanza de resistir solo el mal. Sólo con la ayuda de su tío y yo...
El doctor Yamada se puso de pie. Se adelantó y se colocó frente a frente ante el
aturdido joven. En voz baja preguntó:
—En sus sueños, ¿lo ha besado ese ser?
Durante un brevísimo instante, no más largo que un latido del corazón, hubo un
completo silencio. Cuando Dean abrió la boca para hablar una pequeña y curiosa señal
de advertencia pareció resonar en su cerebro Ascendió, como el sordo bramido de una
caracola, y se sintió invadido por una vaga náusea.
Casi involuntariamente, se oyó decir a sí mismo:
—No.
De manera confusa, como desde una distancia increíblemente remota, oyó que
Yamada contenía el aliento, como si estuviera sorprendido. Entonces el japonés dijo:
—Eso es bueno. Muy bueno. Ahora escuche: su tío estará pronto aquí. Ha fletado
especialmente un aeroplano. ¿Quiere usted ser mi huésped hasta que él llegue?
La habitación pareció oscurecerse ante los ojos de Dean. La figura del japonés se
alejaba, disminuyendo de tamaño. Por la ventana llegó el fragoroso ruido de las olas, y
sus ondas resonaron en el cerebro de Dean. Dentro del estruendo penetró un susurro
débil y persistente.
—Acepta —murmuraba—. ¡Acepta!
Y Dean escuchó que su propia voz aceptaba la invitación de Yamada.
Parecía incapaz de pensar en forma coherente. Este último sueño lo perseguía... y
ahora la inquietante historia del doctor Yamada... Estaba enfermo... ¡Eso es!, muy
enfermo. Necesitaba dormir mucho, ahora. Le pareció Que lo inundaba y lo trataba una
oleada de oscuridad. Dejó gustosamente que recorriera su fatigada cabeza. Solo existían
la oscuridad y el incesante susurro de aguas agitadas.
Sin embargo le pareció que sabía, de algún modo extraño, que aún se encontraba —
alguna parte externa de él— consciente. Extrañamente se dio cuenta de que el doctor
Yamada y él habían dejado la casa, entraban a un coche, y recorrían una larga distancia.
Se encontraba — con ese otro yo, extraño y externo — charlando en tono casual con el
doctor; entraba a su casa de San Pedro; bebía; comía. Y mientras tanto su alma, su
verdadero ser, era sepultado en las olas de la oscuridad.
Por fin, una cama. Desde abajo, parecía que el oleaje se fundía con la oscuridad que
inundaba su cerebro. Ahora le hablaba a él, mientras se levantaba a hurtadillas y
descolgaba por la ventana. La caída hizo vibrar considerablemente a su yo externo: pero
se encontró sobre el suelo, ileso. Se mantuvo en las sombras mientras bajaba
arrastrándose hasta la playa, en las negras y ávidas sombras que eran como la oscuridad
que se agitaba en su alma.
3. Tres horas terribles
De golpe, volvió a ser él mismo, completamente. El agua fría lo había logrado; el agua
en que se encontró nadando. Estaba en el océano, llevado por olas de un color tan
plateado como un relámpago que de vez en cuando fulguraba en lo alto. Oyó el trueno, y
sintió las gotas de lluvia. Sin estar sorprendido por la súbita transición, siguió nadando,
como si estuviera totalmente enterado de alguna meta planeada. Por primera vez en más
de un mes se sentía enteramente vivo, realmente él mismo. Había en él una oleada de
alocado júbilo que desafiaba los hechos; ya no parecían preocuparle su reciente
enfermedad, las terribles advertencias de su tío y el doctor Yamada, ni la oscuridad
innatural que anteriormente había oscurecido su mente. En realidad, ya no tenía que
pensar: era como si lo estuvieran dirigiendo en todos sus movimientos.
Ahora estaba nadando paralelamente a la playa, y observó con curiosa indiferencia que
la tormenta se había calmado. Un brillo pálido y brumoso se cernía sobre las rompientes
olas, y parecía estar haciendo señas.
El aire estaba frío, lo mismo que el agua, y las olas altas; sin embargo, Dean no sentía
ni frío ni fatiga. Y cuando vio los seres que lo estaban esperando en la playa rocosa que
se encontraba delante de él perdió toda percepción de sí mismo, en medio de una
creciente alegría.
Esto era algo inexplicable, porque se trataba de las criaturas de sus últimas y más
extravagantes pesadillas. Incluso ahora no los vio simplemente mientras jugaban en las
olas, sino que había en sus tenebrosos perfiles oscuros indicios de un pasado horror.
Eran unos seres semejantes a focas; monstruos grandes, hinchados, parecidos a peces,
con cabezas carnosas y disformes. Estas cabezas descansaban sobre cuellos alargados
que ondulaban con una facilidad serpentina, y observó, sin otra sensación que la de una
curiosa familiaridad, que las cabezas y los cuerpos de las criaturas eran de un blanco
descolorido por el mar.
Pronto estuvo nadando entre ellos, nadando con una extraordinaria e inquietante
naturalidad. Se admiró interiormente, con un resto de su sensibilidad anterior, de que
ahora las bestias marinas no lo horrorizaran en lo más mínimo. En cambio, casi con un
sentimiento de parentesco escuchó sus extraños y graves gruñidos y cacareos; escuchó y
comprendió.
Supo lo que decían, y no se asombró. Lo que escuchaba no le daba miedo, aunque, de
haber sido dichas en los sueños anteriores, las palabras le habrían producido en el alma
un horror abismal.
Supo adónde iban y qué se proponían hacer cuando todo el grupo se internara
nadando en el agua una vez más, y sin embargo, no tuvo miedo. Por el contrario, sintió
una extraña hambre ante el pensamiento de lo que iba a suceder, un hambre que lo
impulsó a adelantarse mientras los seres, con ondulante rapidez, se deslizaban por las
aguas oscuras como la tinta, hacia el norte. Nadaban a una velocidad increíble; sin
embargo pasaron horas antes de que apareciera una costa entre las tinieblas, iluminada
por un fulgor luminoso enceguecedor que venía de la costa.
El crepúsculo se ensombrecía sobre las aguas hasta volverse verdadera oscuridad,
pero la luz cercana a la costa ardía brillantemente. Parecía venir de una enorme nave
naufragada que se hallaba en las olas frente a la costa, un gran casco que flotaba en las
aguas como una bestia encogida. Había botes reunidos a su alrededor, y brillantes luces
flotantes que revelaban la escena.
Como por obra de un instinto, Dean, con la manada detrás de él, se dirigió hacia el
lugar. Se movieron rápida y silenciosamente, con sus viscosas cabezas confundidas en
las sombras en las que se mantenían mientras daban vueltas alrededor de los botes y
nadaban hacia la gran forma encogida. Ahora ésta se destacaba por encima de él, y pudo
ver brazos que se movían desesperadamente mientras los hombres se hundían, uno tras
otro, bajo la superficie. La masa colosal de la que saltaban era una nave naufragada de
vigas retorcidas, en la que pudo descubrir el contorno combado de una forma vagamente
familiar.
Y ahora, con curiosa indiferencia, nadó por allí perezosamente, evitando las luces que
oscilaban sobre el agua, mientras observaba lo que hacían sus compañeros. Estaban
cazando a sus víctimas. Los ávidos hocicos se abrían para tomar a los ahogados, y las
hambrientas garras traían cadáveres de la oscuridad. Cada vez que vislumbraban a un
hombre en sombras aún no invadidas por los botes de socorro, uno de los seres marinos
cazaba astutamente a su víctima.
Al poco rato se volvieron y con lentitud se alejaron nadando. Pero ahora muchas de las
criaturas estrechaban un siniestro trofeo contra sus pechos escamosos. Los miembros de
los ahogados, de un color blanco pálido, se arrastraban en el agua al ser llevados hacia
las tinieblas por sus captores. Con el acompañamiento de risas graves y repugnantes, las
bestias nadaron alejándose, de regreso, lejos de la costa.
Dean nadó con los demás. Su mente estaba confusa nuevamente. Sabía qué era eso
que estaba en el agua, y sin embargo no podía recordar su nombre. Había observado
cómo esos aborrecibles horrores cazaban hombres perdidos y los arrastraban hacia el
fondo; empero, no había intervenido. ¿Qué estaba pasando? En ese mismo momento,
mientras nadaba con asombrosa agilidad, sintió un llamado que no pudo comprender
totalmente, un llamado al que su cuerpo estaba obedeciendo.
Los seres híbridos se estaban dispersando de manera gradual. Con un pavoroso
chapoteo desaparecían bajo la superficie de las gélidas aguas negras, arrastrando
consigo los cadáveres terriblemente blandos de los hombres, arrastrándolos hacia la
oscuridad que se encontraba debajo.
Estaban hambrientos. Dean lo supo sin tener que pensarlo. Siguió nadando, a lo largo
de la costa, impulsado por su curioso instinto. Eso es; estaba hambriento
Y ahora iba en busca de comida. Durante horas nadó constantemente hacia el sur.
Entonces llegó a la playa familiar, y sobre ella, una casa iluminada que Dean reconoció;
su propia casa en el acantilado. Unas formas estaban bajando la pendiente; dos hombres
con antorchas estaban descendiendo a la playa. No tenía que dejar que lo vieran; por
qué, no lo sabía: pero no tenían que verlo. Se arrastró por la playa, manteniéndose
próximo a la orilla del agua. Aun así, le parecía que se movía con gran rapidez.
Los hombres con las antorchas se encontraban ahora a cierta distancia detrás de él.
Adelante se asomaba otro contorno familiar: una cueva. Había trepado antes por esas
rocas, al parecer. Conocía los sombríos agujeros que salpicaban la roca del acantilado, y
conocía el estrecho pasadizo de piedra por el cual logró hacer pasar su postrado cuerpo.
¿Había sido eso el grito de alguien, a lo lejos?
Vio oscuridad, y un charco de agua susurrante. Se arrastró hacia adelante, y sintió
cómo las heladas aguas resbalaban sobre su cuerpo. Apagado por la distancia, llegó un
persistente grito desde el exterior de la cueva.
—¡Graham! ¡Graham Dean!
Entonces sintió en las ventanas de la nariz el olor a húmeda pestilencia marina, un olor
agradable y familiar. Ahora sabía adónde estaba. Era la cueva donde, en sueños, había
besado al ser marino. Era la cueva en la cual...
Ahora recordaba. La mancha negra se disipó en su cerebro, y recordó todo. Su mente
llenó el vacío, y recordó una vez más haber venido a ese lugar antes, esa misma noche,
antes de haberse encontrado en el agua.
Morella Godolfo lo había llamado allí; hasta allí lo habían conducido sus siniestros
susurros en la penumbra, cuando había venido desde la cama de la casa del doctor
Yamada. Era el canto de sirena de la criatura marina que lo había atraído en sueños.
Recordó cómo ella se había enroscado a sus pies cuando él entró, y cómo había
abandonado su cuerpo descolorido por el mar, hasta que su cabeza inhumana se había
acercado a la de él. Y entonces los ardientes labios carnosos se habían apretado contra
los suyos, los labios viscosos y repugnantes lo habían besado otra vez. ¡Un beso
húmedo, horriblemente ávido! Sus sentidos se habían sumergido en la malignidad, de
éste, porque supo que este segundo beso significaba la perdición.
«El habitante del mar tomará su cuerpo», había dicho el doctor Yamada... Y el segundo
beso significaba la perdición.
¡Y todo eso había sucedido horas atrás!
Dean se movió por la cámara rocosa para no mojarse en el charco. Al hacerlo,
contempló su cuerpo por primera vez en aquella noche; contempló con un cuello
ondulante el aspecto que había tenido durante las tres horas pasadas en el mar. Vio las
escamas semejantes a las de los peces, la áspera blancura de su piel viscosa; vio las
venosas branquias. Entonces contempló fijamente las aguas del charco, para que el
reflejo de su rostro fuera visible a la borrosa luz de la luna que se filtraba a través de las
grietas de las rocas.
Lo vio todo...
Su cabeza descansaba sobre el largo cuello de reptil. Era una cabeza antropoide de
contornos lisos monstruosamente inhumanos. Los ojos eran blancos y salientes;
sobresalían con la mirada vidriosa de un ahogado. No había nariz, y el centro del rostro
estaba cubierto por una maraña de tentáculos azules semejantes a gusanos. Lo peor de
todo era la boca. Dean vio pálidos labios blancos en un rostro muerto, labios humanos.
Labios que habían besado a los suyos. Y que ahora ¡eran los suyos!
Estaba en el cuerpo del maligno ser marino; ¡el maligno ser marino que había
contenido una vez el alma de Morella Godolfo!
En ese momento Dean hubiera querido de buena gana morirse, ya que el completo y
blasfemo horror de su descubrimiento era demasiado grande como para soportarlo. Ahora
supo lo de sus sueños, y las leyendas; había llegado a saber la verdad, y había pagado
un espantoso precio. Recordó, vívidamente, cómo había recobrado el sentido en el agua y
cómo había nadado hasta encontrarse con aquellos otros. Recordó el gran casco negro
del que habían sido rescatados en botes hombres que se estaban ahogando, la nave
naufragada, destrozada en el agua. ¿Qué era lo que le había dicho Yamada? Cuando hay
un naufragio, allí van como buitres a un festín. Y ahora, finalmente, recordó lo que se
había sustraído a su memoria esa noche, qué era esa forma familiar sobre las aguas. Era
un zeppelin que había caído. Él había ido nadando hasta los restos del naufragio con
aquellos seres, y ellos se habían llevado hombres... Tres horas — ¡por Dios! —. Dean
deseó profundamente morir. Estaba en el cuerpo marino de Morella Godolfo, y esto era
demasiado malo corrió para seguir viviendo.
¡Morella Godolfo! ¿Dónde estaba ella? ¿Y su propio cuerpo, el cuerpo de Graham
Dean? Un crujido en la sombría caverna, detrás de él, anunció la respuesta. Graham
Dean se vio a sí mismo a la luz de la luna, vio su cuerpo, línea por línea, que avanzaba
furtivamente del otro lado del charco en un intento de deslizarse hacia afuera sin ser
advertido.
Las aletas de foca de Dean se movieron rápidamente. Su propio cuerpo se volvió.
Fue algo horrible para Dean verse reflejado donde no existía ningún espejo; y más
horrible aún ver que en el rostro ya no estaban sus ojos. La mirada astuta y burlona de la
criatura del mar se clavó en él desde atrás de su máscara de carne, y eran unos ojos
antiguos, malignos. El pseudo-humano gruñó al verlo y trató de escabullirse en la
oscuridad. Dean fue detrás de él, en cuatro patas.
Supo lo que tenía que hacer. Ese ser marino —Morella— se había apoderado de su
cuerpo durante ese último beso siniestro, al mismo tiempo que él era introducido en el de
ella. Pero ella aún no se había recuperado lo suficiente como para salir al mundo. Esa era
la razón por la cual la había encontrado aún en la cueva. Ahora, sin embargo, ella se iría,
y su tío Michael nunca lo sabría. El mundo nunca sabría, tampoco, qué clase de horror
acechaba en su superficie, hasta que fuese demasiado tarde. Dean, odiando ahora su
propia forma trágica, supo lo que tenía que hacer.
Con toda intención arrinconó al falso cuerpo de sí mismo en un rincón rocoso. Hubo
una mirada de terror en esos gélidos ojos... Un sonido hizo que Dean se volviera, girado
su cuello de reptil. A través de sus vidriosos ojos de pescado vio los rostros de Michael
Leigh y del doctor Yamada. Antorchas en mano, estaban entrando en la cueva.
Dean supo lo que haría, y dejó de preocuparse. Estrechó el cuerpo humano que
albergaba el alma de la bestia marina; lo estrechó en las aletas batientes de la bestia; lo
tomó con sus propias patas y lo amenazó con sus propios dientes, cerca del blanco cuello
humano de la criatura.
Desde atrás de él oyó gritos y alaridos a sus propias espaldas; pero Dean no les hizo
caso. Tenía un deber que cumplir; algo que cumplir. Por el rabillo del ojo, vio que relucía
el cañón de un revólver en la mano de Yamada.
Entonces se sucedieron dos tiros de hiriente llamarada, y el olvido que Dean deseaba.
Pero murió feliz, porque se había cobrado el beso siniestro.
Mientras se hundía en la muerte, Graham Dean había mordido con dientes animales su
propia garganta, y su corazón se llenó de paz cuando, al morir, se vio morir a sí mismo...
Su alma se confundió en el tercer beso siniestro de la Muerte.
EL SUPERVIVIENTE
H. P. Lovecraft y August Derleth

Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre la casa Charriere tras mi huida
de Providence en la noche del horrible descubrimiento — hay recuerdos que todo el
mundo desea suprimir, creer que no son ciertos, borrarlos de su existencia — pero me
veo obligado a transcribir ahora mi breve estancia en la casa de la calle Benefit, y mi
precipitada huida de ella. Lo hago por si algún inocente fuese sometido a presiones
injustas por parte de la policía, deseosa de hallar alguna explicación a su horrible
descubrimiento. Ese horror lo experimenté, antes que cualquier otro humano, ante la vista
de algo ciertamente mucho más terrible que cuanto haya podido verse después, al cabo
de tantos años, tras pasar la casa a ser propiedad municipal, como sabía que ocurriría
algún día.
Ciertamente, no cabe esperar de un anticuario que esté tan instruido en lo que respecta
a ciertas antiguas sendas del conocimiento humano como en lo que concierne a casas
antiguas. Sin embargo, cabe pensar que, inmerso en la investigación del hábitat humano,
tropiece en ocasiones con ciertos misterios considerablemente más complejos que la
fecha de un pabellón o la procedencia de un techo estilo holandés, y logre sacar de ellos
determinadas conclusiones, por increíbles, horribles, espantosas o aun condenables —¡sí,
condenables!— que sean. En los lugares frecuentados por los anticuarios es bien
conocido el nombre de Alijah Atwood; no digo más por modestia, pero cualquier persona
que tenga interés en buscar referencias encontrará, en esos directorios dedicados a la
información para anticuarios, más de un párrafo que trata de mí.
Vine a Providence, Rhode Island, en 1930, con la intención de visitarla brevemente y
seguir luego hacia Nueva Orleans. Pero vi la casa Charriere en la calle Benefit, y me
atrajo como sólo un anticuario puede ser atraído por una casa extraña y solitaria en una
calle de Nueva Inglaterra, que no era de la misma época, una casa de cierta antigüedad,
con un aura indescriptible que atraía y repelía al mismo tiempo.
Se decía de la casa Charriere que estaba embrujada, pero eso suele decirse de
cualquier casa vieja y abandonada del nuevo o del viejo mundo, e incluso — si he de
fiarme de los solemnes artículos del Journal of American Folklore — de las viviendas de
los indios americanos, australianos, polinesios y muchos otros. No es mi intención escribir
sobre fantasmas; me bastará decir que ha habido, en el ámbito de mi experiencia, ciertas
revelaciones sin explicación científica alguna, aunque soy lo suficientemente racional
como para pensar que dicha explicación puede llegar a encontrarse alguna vez, cuando el
hombre utilice para su interpretación un procedimiento científico correcto.
En este sentido, estoy seguro de que la casa Charriere no estaba embrujada. Ningún
fantasma transitaba por sus habitaciones haciendo sonar sus cadenas, ninguna voz
exhalaba lamentos a la medianoche, ninguna figura sepulcral aparecía a la hora de las
brujas para anunciar una muerte próxima. Pero nadie podía negar que la casa estaba
rodeada por un halo no sé si de terror, de perversión o de horribles misterios; si llego a ser
un hombre menos insensible, esa casa, sin duda, me hubiese hecho perder la razón. El
halo resultaba menos corpóreo que en otras casas que he conocido, pero sugería la
existencia de secretos inconfesables no percibidos en mucho tiempo por ningún ser
humano. Sobre todo, transmitía una poderosa sensación del paso de los siglos, pero de
siglos muy anteriores a la propia edad de la casa; sugería edades remotas, cuando el
mundo era joven. Y era curioso, porque la casa, aunque vieja, tenía menos de tres siglos.
La observé primero como anticuario, encantado de descubrir una casa, entre otras
características de Nueva Inglaterra, perteneciente al estilo de Quebec del siglo XVII. Era,
por tanto, tan diferente de las vecinas que habría llamado la atención de cualquier
viandante. Había visitado muchas veces Quebec, lo mismo que otras ciudades viejas del
continente americano, pero en esta primera visita a Providence no venía particularmente
en busca de antiguas viviendas, sino para ver a un colega anticuario de renombre. Fue
camino de su casa, situada en la calle Barnes, cuando pasé por la casa Charriere. Al
observar que no estaba habitada, decidí alquilarla para mí. De todos modos, puede que
no lo hubiese hecho de no haberme incitado la peculiar aversión de mi amigo a hablar de
la casa y el hecho de mostrarse reacio a que yo me acercase a aquel lugar. Quizá sea
injusto con él, ahora que miro hacia atrás y recuerdo que el pobre hombre, sin saberlo
ninguno de los dos, estaba ya en su lecho de muerte. Sea como sea, hablé con él en su
habitación, sentado al borde de la cama, en lugar de hacerlo en su despacho. Fue allí
donde le pregunté acerca de la casa, describiéndosela para que no hubiese dudas
respecto a cuál me refería, ya que por entonces yo no sabía el nombre ni nada acerca de
ella.
Un hombre llamado Charriere, un cirujano francés venido de Quebec, había sido su
dueño. Pero mi amigo Gamwell no sabía quién la había construido. A Charriere sí le había
conocido. «Un hombre alto, de piel áspera. Le vi poco, pero nadie lo vio mucho más. Se
había retirado de la medicina» dijo Gamwell. Cuando éste conoció la casa, el doctor
Charriere ya vivía en ella, como debieron hacerlo sus antepasados, aunque esto Gamwell
no podía asegurarlo. El doctor Charriere había llevado una vida recluida y había muerto
hacía tres años, en 1927, según la noticia oficial aparecida en su día en el Journal de
Providence. La fecha de la muerte del doctor Charriere fue la única que Gamwell pudo
indicarme; todo lo demás se mantenía a oscuras. La casa sólo había sido alquilada una
vez: la había ocupado durante un corto período de tiempo un profesional y su familia, pero
la dejaron después de un mes, quejándose de la humedad y de los malos olores del
vetusto edificio. Desde entonces se encontraba vacía, pero no podía ser destruida, ya que
el doctor Charriere había dejado en su testamento una considerable suma de dinero para
pagar los impuestos durante muchos años — algunos decían que veinte — y garantizar
que la casa estaría allí en el caso de que los herederos del cirujano la reclamasen. El
doctor Charriere, en una carta, había hecho vagas referencias a un sobrino que hacía su
servicio militar en Indochina. Todos los intentos para encontrar al sobrino habían sido
inútiles, y ahora se dejaba que la casa siguiese en pie hasta que expirase el período de
tiempo que el doctor Charriere había estipulado en su testamento.
—Voy a alquilarla— le dije a Gamwell.
Enfermo como estaba, mi colega anticuario se apoyó sobre un codo para incorporarse
en el lecho y expresar su disconformidad.
—Un capricho pasajero, Atwood. Olvídelo. He oído cosas inquietantes acerca de esa
casa.
—¿Qué cosas?— le pregunté llanamente.
Pero de esto no quiso hablar; movió la cabeza ligeramente y cerró los ojos.
—Pienso verla mañana— continué.
—No encontrará en ella nada que no pueda encontrar en Quebec, créame— recalcó
Gamwell.
Pero, como dije antes, su extraña manera de oponerse a mi deseo de visitar la casa no
contribuyó sino a aumentar tal deseo. No pensaba quedarme allí para siempre: solamente
alquilarla por seis meses más o menos, como centro de operaciones mientras visitaba los
alrededores de la ciudad y los caminos y paseos de Providence en busca de
antigüedades de esa región. Finalmente Gamwell accedió a darme el nombre de la firma
de abogados en cuyas manos Charriere había dejado su testamentaría. Después de
haber solicitado una entrevista con ellos y vencido el escaso entusiasmo con que
acogieron mi proposición, me convertí en el amo de la vieja casa Charriere por un período
de no más de seis meses, que podían ser menos, si así lo decidía.
Tomé posesión de la casa en seguida, aunque me dejó algo perplejo comprobar que se
había instalado agua corriente, pero en cambio carecía de corriente eléctrica. Entre el
mobiliario de la casa, que permanecía tal como quedó a la muerte del doctor Charriere,
encontré para alumbrado una docena de lámparas de varias formas y épocas, algunas
aparentemente con más de un siglo de antigüedad. Esperaba hallar la casa llena de
telarañas y de polvo, pero cuál no sería mi sorpresa cuando comprobé que no era así. Y
eso que, según tenía entendido, los abogados —la firma Baker & Greenbaugh— no
estaban encargados de la limpieza de la casa durante ese medio siglo que —según lo
estipulado en el testamento del doctor Charriere— podía transcurrir hasta que se
presentara a tomar posesión su único heredero.
La casa correspondía exactamente a la imagen que me había hecho de ella. Abundaba
la madera. En algunas habitaciones cuyas paredes habían sido empapeladas el papel se
había despegado, y en otras, el yeso había ido adquiriendo, con el paso de los años, un
tono amarillento. Las habitaciones eran irregulares y daban la impresión de ser o muy
grandes o demasiado pequeñas. Había dos plantas, pero se veía que el piso de arriba no
había sido utilizado nunca. El de abajo, sin embargo, conservaba las huellas de su
antiguo ocupante, el cirujano. Una de las habitaciones le había servido de laboratorio, y
otra anexa, de despacho. Ambos cuartos parecían haber sido abandonados
recientemente en el curso de alguna investigación, como si su último y efímero ocupante
—post-mortem Charriere— no hubiese penetrado en ellos. No me causó extrañeza, ya
que la casa era suficientemente grande como para poder vivir en ella sin necesidad de
utilizar aquellos dos cuartos. Tanto el despacho como el laboratorio se hallaban en la
parte de atrás de la casa y daban sobre un jardín frondoso, lleno de arbustos y árboles.
Extendido a lo largo de toda la parte posterior de la casa, este jardín era de un tamaño
muy considerable, ya que ocupaba el ancho de tres solares y en profundidad equivalía a
uno. Remataba en un muro de piedra muy alto que lindaba con la calle de atrás.
El estado en que se habían quedado el laboratorio y el estudio indicaban que, sin lugar
a duda, el doctor Charriere se hallaba en plena investigación cuando le llegó su hora. Por
mi parte, confieso que la naturaleza de su trabajo me intrigó desde el primer momento.
Parecía evidente que no se trataba de algo ordinario. La vista de los extraños y casi
cabalísticos dibujos, que parecían cuadros fisiológicos de diversas especies de saurios,
me indujo a pensar que la labor de investigación emprendida por el doctor Charriere iba
más allá del simple estudio del hombre. Entre aquellos saurios, los más destacados eran
del orden Loricata y de los géneros Crocodylus y Osteolaemus, pero había también otros
dibujos representando el Gavialis, el Tomistoma, el Gaiman y el Alligator, así como
algunos otros reptiles de esta misma especie, aunque anteriores y que correspondían al
período Jurásico. De todas maneras, sé que no fue esa primera ojeada y la curiosidad
que despertó en mí lo que me impulsó a profundizar mi estudio de la extraña investigación
del doctor Charriere. Lo que me arrastró realmente fue ese halo de misterio —perceptible
para un anticuario— que se desprendía de toda la casa.
La casa Charriere me impresionó desde el primer momento, pues era una casa
totalmente de su época, salvo en el hecho de la posterior instalación de agua corriente.
Tenía la impresión de que había sido el doctor Charriere quien la había construido.
Gamwell, en el curso de la conversación curiosamente elíptica que habíamos mantenido,
no me había dado a entender lo contrario. Pero tampoco había mencionado la edad que
tenía el cirujano el día de su muerte. Suponiendo que hubiera muerto a los ochenta años,
no podía haber sido él quien había edificado la casa, ya que ésta había sido construida
alrededor de 1700, ¡dos siglos antes de la muerte del doctor Charriere! Pensé, por lo
tanto, que el nombre que llevaba la casa era el del último propietario y no el del
constructor. Buscando una explicación racional respecto a este punto, descubrí algunos
hechos desagradablemente inverosímiles.
Por un lado, la fecha del nacimiento del doctor Charriere no aparecía en ningún sitio.
Busqué su tumba: curiosamente, se hallaba en la propia finca. Había solicitado y obtenido
permiso para ser enterrado en el jardín. La sepultura estaba junto a un viejo y gracioso
pozo que parecía haber sido construido más o menos al mismo tiempo que la casa y
permanecía intacto, con su techo, su cubo y otros accesorios, sin duda tal como habían
estado desde que se construyó la casa. Eché una ojeada a la lápida en busca de la fecha
de nacimiento, pero con desazón observé que en la piedra sólo aparecían su nombre:
Jean-François Charriere; su profesión: cirujano; los lugares en los que había residido o
trabajado: Bayona, París, Pondichérry, Quebec, Providence; y el año de su muerte: 1927.
No había nada más, pero era suficiente para permitirme seguir investigando más a fondo.
Escribí en el acto a amistades de varios lugares en donde podían investigarse los hechos.
Dos semanas después tenía ante mí los resultados de dichas investigaciones. Pero
lejos de quedar satisfecho, me hallaba más perplejo que nunca. Había empezado por
dirigirme a un corresponsal de Bayona, dando por supuesto que, ya que éste era el primer
lugar mencionado en la lápida, Charriere había nacido allí. Luego pedí informes a París,
después a un amigo de Londres que podía tener acceso a los archivos de los asuntos
británicos en la India, y finalmente a Quebec. Salvo una relación de fechas, no obtuve
ninguna información interesante. Un Jean-François Charriere había nacido,
efectivamente, en Bayona ¡en el año 1636! El nombre no era desconocido en París, ya
que un joven de diecisiete años, llamado Jean-François Charriere, había estudiado con el
exiliado monárquico Richard Wiseman, en 1653, y durante los tres años siguientes. En
Pondichérry, y luego en Caronmandall, en la costa india, un tal doctor Jean-François
Charriere, cirujano del ejército francés, había prestado servicio desde 1674 en adelante. Y
en Quebec, el dato más antiguo que aparecía del doctor Charriere se remontaba a 1691.
Había practicado en esa ciudad durante seis años, y abandonó posteriormente la ciudad
con destino desconocido
Evidentemente, sólo podía llegarse a una conclusión: el doctor Jean-François
Charriere, nacido en Bayona en 1636 y cuyo último paradero conocido había sido
Quebec, precisamente el mismo año en que se construyó la casa Charriere de la calle
Benefit, era un antepasado del cirujano que había vivido en la casa y llevaba el mismo
nombre. Pero, y aunque así fuese, había una laguna absoluta entre el año 1697 y la vida
del último habitante de la casa, pues en ningún sitio aparecían datos relativos a la familia
de ese primer Jean-François Charriere. No había ningún dato respecto a la existencia de
una señora Charriere o de hijos, que necesariamente debieron existir para que continuase
su descendencia hasta el presente siglo. Todavía cabía suponer que el viejo señor que
había venido de Quebec era soltero y que, al llegar a Providence, había contraído
matrimonio. Tendría entonces sesenta y un años, Pero la lectura del registro no revelaba
que ese matrimonio se hubiese realizado. Aquello me desconcertó, aunque sabía, como
anticuario, las dificultades que representaba la búsqueda de datos. La desilusión, pues,
no fue tan grande como para hacerme abandonar mis investigaciones.
Opté por un nuevo procedimiento, y me dirigí a la firma Baker & Greenbaugh para
solicitar información acerca del doctor Charriere. Allí tropecé con algo más extraño
todavía, pues al preguntar acerca del aspecto físico del cirujano francés, ambos abogados
se vieron obligados a admitir que nunca lo habían visto. Todas sus instrucciones habían
llegado por carta, junto con unos cheques por un valor muy elevado. Habían trabajado
para el doctor Charriere durante los seis años que precedieron a su muerte, y desde
entonces hasta la fecha. No habían sido empleados por él anteriormente.
Les pregunté acerca de ese «sobrino», puesto que la existencia de un sobrino
implicaba la existencia, por lo menos en alguna época, de un hermano o una hermana de
Charriere. Pero por ese camino tampoco conseguí la menor información. Gamwell me
había informado mal: Charriere no había especificado que se refería a un sobrino, sino
que había dicho: «el único varón superviviente de mi familia». Se había pensado que este
superviviente podía ser un sobrino, pero toda pesquisa había sido inútil. De todas
maneras, el testamento del doctor Charriere decía que no era preciso buscar a su
heredero porque él mismo se dirigiría a la firma Baker & Greenbaugh, bien por carta o
personándose en unos términos inconfundibles que no darían lugar a dudas. Ciertamente
había algo misterioso. Los abogados no lo negaban. Pero también resultaba evidente que
habían sido muy bien recompensados por la confianza que había sido depositada en ellos
y que no iban a traicionarla contándome más de lo que me habían contado. Después de
todo, según dijo razonablemente uno de los abogados, sólo habían transcurrido tres años
desde la muerte del doctor Charriere, y quedaba aún tiempo suficiente para que el
heredero superviviente se presentase.
Después de aquel fracaso, recurrí de nuevo a mi viejo amigo Gamwell, que seguía en
cama y se encontraba aún más débil. Su médico de cabecera, con quien me crucé
cuando salía de la casa, me dio a entender por primera vez que Gamwell quizá no
volvería a levantarse, y me pidió que procurara no excitarle, ni cansarle con muchas
preguntas. Sin embargo, estaba decidido a averiguar todo lo que pudiese acerca de
Charriere, pese a que la primera sorpresa me la llevé yo ante el escrutinio al que me
sometió Gamwell. Parecía como si mi amigo esperara que una estancia de menos de tres
semanas en la casa Charriere me hubieran alterado incluso mi aspecto físico.
Charlamos un rato, y le expuse el motivo de mi visita; expliqué que había encontrado la
casa muy interesante y que, por lo tanto, deseaba conocer algo más de su último
ocupante. Gamwell había mencionado que le vio alguna vez.
—Fue hace muchos años —dijo Gamwell—. Si han pasado tres años después de su
muerte, déjame pensar... debió de ser en 1907.
—¡Pero eso fue veinte años antes de que muriese! —exclamé asombrado.
De todas formas, Gamwell insistió en que ésa era la fecha.
¿Y qué aspecto tenía? Insistí con la pregunta.
Desgraciadamente, la senilidad y la enfermedad habían invadido el vivo intelecto del
viejo.
—Coges un tritón, lo haces crecer un poco, le enseñas a andar sobre sus patas
traseras, lo vistes con ropas elegantes —dijo Gamwell— y ya tienes al doctor Jean-
François Charriere. Sólo que su piel era áspera, casi callosa. Un hombre frío. Vivía en otro
mundo.
—¿Cuántos años tenía? —le pregunté— ¿Ochenta?
—¿Ochenta? —se quedó pensativo—. La primera vez que le vi, yo no tenía más de
veinte años y él no aparentaba más de ochenta. Y hace veinte años, mi querido Atwood,
no había cambiado. Parecía tener ochenta años aquella primera vez. ¿O sería la
perspectiva de mi juventud? Quizá. Parecía tener ochenta años en 1907. Y murió veinte
años después.
—Es decir, a los cien.
—Tal vez.
En fin, tampoco Gamwell pudo proporcionarme gran ayuda. De nuevo, nada específico,
nada concreto, no se perfilaba ningún hecho. Sólo una impresión, un recuerdo de alguien,
pensaba yo, hacia el cual Gamwell sentía antipatía, aunque él mismo no hubiese sabido
decir por qué. Tal vez celos de tipo profesional, que Gamwell no quería reconocer,
falseaban sus propios elementos de juicio.
A continuación me dirigí a los vecinos. Casi todos eran jóvenes y sus recuerdos del
doctor Charriere eran escasos. Sólo le recordaban como un tipo indeseable porque
coleccionaba lagartos, así como otros bichos de esa clase, y se rumoreó que realizaba
diabólicos experimentos en su laboratorio. La única anciana era una tal señora Hepzibah
Cobbett. Vivía en una casita de dos plantas justo detrás de la valla que limitaba el jardín
de la casa Charriere. La encontré muy apagada. Estaba en una silla de ruedas que
empujaba su hija, una mujer de nariz aguileña y fríos ojos azules, inquisidores detrás de
sus quevedos. Pero la anciana se animó cuando mencioné el nombre del doctor
Charriere, y cuando supo que yo vivía en la casa, empezó a hablar.
—No vivirá ahí mucho tiempo, acuérdese de mis palabras. Es una casa endemoniada
—dijo con una fuerza que, de pronto, degeneró para convertirse en un parloteo senil—.
Más de una vez le he observado. Un hombre alto, jorobado como una hoz, con una perilla
pequeña, igual que la de una cabra. ¿Y qué era aquello que reptaba entre sus pies? Una
cosa negra y larga, demasiado grande para ser una serpiente; pero yo pensaba en
serpientes cada vez que miraba al doctor Charriere. ¿Y qué eran esos gritos durante la
noche? ¿Y qué era lo que ladraba ante el pozo? ¿Un zorro? Ya. Yo sé lo que es un perro
y lo que es un zorro. Era como un alarido de una foca. He visto cosas, eso sí, pero nadie
cree a una anciana con un pie en la tumba. Y usted, usted tampoco me hará caso, porque
nadie lo hace.
¿Qué podía deducir de todo esto? Quizá la hija tenía razón cuando dijo, al despedirme:
—No haga caso de las divagaciones de mi madre. Padece arteriosclerosis, lo que, en
ciertas ocasiones, le debilita la mente—. Pero yo no pensaba que la señora Cobbett fuera
una débil mental. Recordaba el brillo tan vivo de sus ojos mientras estaba hablando.
Parecía estar en posesión de un secreto tan prodigioso que ni su guardián, la severa e
inflexible hija que permanecía inmóvil junto a ella, hubiera podido percibir o imaginar
siquiera sus contornos.
Los desengaños me esperaban a la vuelta de cada esquina. La suma de los datos que
había conseguido reunir basta entonces no me proporcionaba mayor información que
cada dato aislado. Archivos de periódicos, bibliotecas, registros, lo intenté todo. Pero lo
único que podía encontrarse era la fecha en que se había construido la casa: 1697, y la
de la muerte del doctor Jean-François Charriere. Si algún otro Charriere había muerto en
esta ciudad, no había señal de ello en ningún sitio. Me parecía inconcebible que todos los
miembros de la familia Charriere, anteriores al antiguo inquilino de la casa de la calle
Benefit, hubiesen muerto fuera de Providence, y sin embargo debía de haber sucedido
así, ya que no encontraba otra explicación posible.
En la casa descubrí un retrato. Pese a que no llevaba ningún nombre inscrito, por las
iniciales J.F.C. supuse que se trataba del doctor Charriere. El cuadro, que estaba colgado
en un rincón apartado y casi inaccesible del piso superior, representaba una cara delgada
y ascética, con una barba desordenada; lo que más resaltaba en ese rostro eran los
pómulos salientes que acentuaban el hundimiento de las mejillas y el brillo de los ojos
negros. En general, su aspecto era desvaído y siniestro.
En vista de la imposibilidad de obtener más información por otros medios, decidí
dedicarme de nuevo al examen de los papeles y libros dejados en el despacho y el
laboratorio del doctor Charriere. Hasta entonces me había ausentado mucho de la casa
en busca de información acerca del pasado del doctor Charriere, y ahora me había
recluido en ella casi con la misma obstinación. Quizá debido a esta reclusión percibí con
mayor fuerza el halo misterioso de la casa —a nivel psíquico tanto como físico—. Ahora,
por vez primera, llegaba a notar la extraña mezcla de olores que habían decidido al
efímero inquilino y a su familia a abandonar la casa apenas alquilada. Algunos de ellos
eran los aromas típicos y comunes de todas las casas viejas, pero otros me eran
totalmente desconocidos. Sin embargo, logré identificar fácilmente el olor predominante:
lo había percibido ya en otras ocasiones, en jardines zoológicos y en las proximidades de
ciertos pantanos de aguas estancadas. Se trataba de un miasma que, con una fuerza
increíble, sugería la presencia cercana de reptiles. Cabía admitir la posibilidad de que
ciertos reptiles hubiesen llegado, a través de la ciudad, hasta el refugio que les podía
proporcionar el jardín de la casa Charriere. En cambio, lo que sí parecía inconcebible era
que hubiese llegado hasta allí una cantidad tan grande de ellos como para llenar la casa
entera de su hedor. Pero por mucho que busqué no logré encontrar el lugar de donde
emanaba ese olor a reptil, ni dentro ni fuera de la casa. Cuando se me ocurrió que podía
provenir del pozo, pensé que sin duda se trataba de una ilusión mía, provocada por mi
deseo de encontrar alguna explicación racional.
El olor persistía. Noté también que aumentaba con la lluvia, pues es bien sabido que
con la humedad se acentúan los olores. Como la casa también estaba húmeda, la
brevedad de la estancia del último inquilino era comprensible. Lo cierto era que éste no se
había equivocado. A mí, personalmente, si bien aquel hedor llegó a desagradarme en
ocasiones, no me inquietaba, al menos no tanto como me inquietaban otros aspectos de
la casa.
Parecía que la vieja casa había empezado a protestar contra mi intromisión en el
despacho y en el laboratorio. En efecto, empecé a tener ciertas alucinaciones que se
hicieron cada vez más frecuentes. Por una parte, durante la noche oía un extraño ladrido
que parecía provenir del jardín. Por otra parte, y también durante la noche, veía algo
como una extraña y encorvada figura de reptil rondando por el jardín, cerca de las
ventanas del despacho. Pese a que esta y otras visiones se repetían, me empeñé en
considerarlas como meras alucinaciones personales. Lo conseguí hasta aquella fatídica
noche en que oí un ruido esta vez inconfundible: era como si alguien se estuviera
bañando en el jardín. Me desperté de mi sueño convencido de que ya no estaba solo en
la casa. Me levanté, me puse la bata y las zapatillas, encendí una lámpara y corrí hacia el
despacho.
Lo que mis ojos presenciaron allí me indujo a creer que estaba soñando aún. Mi
pesadilla parecía generada directamente por la naturaleza de ciertas lecturas que
acababa de hacer indagando entre los papeles del doctor Charriere. Porque se trataba de
una pesadilla, en ese momento no me cabía la menor duda, aunque apenas pude divisar
al intruso, el intruso que había penetrado en el despacho, llevándose unos papeles del
doctor Charriere. La luz amarillenta y tenue de la lámpara que mantenía en alto me
cegaba parcialmente. Tan sólo veía brillar algo negro y como viscoso. Luego, en el
momento en que saltaba por la ventana abierta hacia la oscuridad del jardín, pude verlo
entero. Aquello no duró más que un instante, pero me pareció que llevaba un traje muy
ajustado al cuerpo y hecho de un extraño material áspero y oscuro. No habría dudado en
perseguirlo si no hubiera visto, a la luz de la lámpara, una serie de cosas inquietantes.
El intruso había dejado sus huellas en el suelo. Eran pisadas irregulares y mojadas.
Pero lo más extraño era la forma misma de los pies que dibujaban: unos pies
anormalmente anchos, con uñas tan largas que habían dejado su marca delante de cada
dedo. En el lugar en que el intruso había permanecido inclinado sobre los papeles había
charcos de agua. El ambiente estaba saturado de ese fuerte olor a reptil, el mismo que yo
había comenzado a aceptar como parte integrante de la casa, pero tan fuerte ahora que
me sentí tambalear y estuve a punto de desmayarme.
Sin embargo, mi interés por los documentos era más fuerte que el miedo o la
curiosidad. En ese momento la única explicación racional que se me ocurrió fue que uno
de los vecinos que atribuían ciertos poderes maléficos a la casa Charriere —y habían
decidido no abandonar sus gestiones hasta conseguir que fuese destruida—, había
estado nadando antes de venir a invadir el estudio. Aquella circunstancia me parecía poco
convincente pero si la rechazaba ¿cómo explicar entonces lo que yo mismo acababa de
presenciar?
Fijándome en los documentos, noté inmediatamente la desaparición de varios de ellos.
Afortunadamente, los que faltaban eran los que había leído ya y que había dejado
amontonados en una pila, sin ordenarlos siquiera. No lograba entender el valor que
aquellos papeles podían tener para nadie, a no ser que alguna otra persona estuviera tan
interesada como yo, quizá con el fin de reclamar para sí la propiedad de la casa y los
terrenos. Todos ellos eran apuntes relativos a la longevidad de los cocodrilos, los
caimanes y otros reptiles. Para mí, era ya evidente desde hacía algún tiempo que el
doctor Charriere se había volcado de forma obsesiva en el estudio de la longevidad de los
reptiles y de sus causas con el fin de aprender cómo el hombre podría llegar a alargar su
propia vida. Hasta entonces nada en esos apuntes me había inducido a pensar que el
doctor Charriere hubiera descubierto los secretos de esa longevidad. Tan sólo algunos
párrafos alarmantes sugerían la posibilidad de que hubiera sometido a «operaciones» a
alguien —no especificaba quién— con el fin de alargarle la vida.
En realidad, existía también otra clase de notas escritas, según me pareció a mí, por el
doctor Charriere. Sin embargo, en su contenido se apartaban de la investigación más o
menos científica seguida por éste en torno a la longevidad de los reptiles. Se trataba de
una serie de enigmáticas referencias a ciertas criaturas mitológicas, entre las cuales dos
eran frecuentemente citadas: «Cthulhu» y «Dagon». Eran, por lo visto, deidades del mar
en alguna mitología muy antigua y de la que nunca había oído hablar hasta entonces. Los
misteriosos apuntes se referían también a otros seres (¿hombres?), llamados
«Los Profundos», que gozaban de una longevidad muy larga y estaban al servicio de
esos dioses antiguos. Eran evidentemente unos seres anfibios que vivían e las
profundidades de los océanos. Entre aquellos apuntes se encontraban las fotografías de
una estatua monolítica particularmente horrenda y con marcados rasgos saurios. Estaban
acompañadas del texto siguiente: «Costa Este de la Isla de Hivaoa, Marquesas. ¿Idolo?»
En otras fotografías aparecía un tótem de los indios de la costa noroeste. Su parecido con
la primera estatua era inquietante: la misma anchura, los mismos rasgos acusados de
reptil. Sobre una de esas fotos, el doctor Charriere había anotado: «Tótem de los indios
Kwakiutl. Estrecho de Quatsino. Parecido a los construidos por ind. Tlingit.» Estas
extrañas anotaciones demostraban claramente que su autor estaba dispuesto a estudiar
cualquier antiguo rito de brujería, cualquier superstición religiosa primitiva, con tal de que
aquello le sirviera para alcanzar su objetivo.
No tardé mucho en darme cuenta de cuál era la naturaleza de ese objetivo. El doctor
Charriere, evidentemente, no se había volcado en el estudio de la longevidad por puro
amor al estudio. No, lo que él pretendía con ello era conseguir alargar su propia vida. Y en
sus apuntes ciertos indicios espeluznantes daban a entender que, al menos parcialmente,
había tenido éxito. Este era un descubrimiento desagradable, que me impedía apartar de
mi mente el recuerdo del extraño misterio que envolvía los últimos años y la muerte del
primer Jean-François Charriere, cirujano también, así como el nacimiento del último
doctor Jean-François Charriere, muerto en Providence en el año 1927.
Aunque los acontecimientos de aquella noche no me habían asustado excesivamente,
opté por comprar una pistola Luger de segunda mano y una linterna. La lámpara me había
impedido ver durante la noche, cosa que, en idénticas circunstancias, no me ocurriría con
una linterna. Si el visitante nocturno había sido uno de los vecinos, estaba seguro de que
esos papeles no harían otra cosa que llamar su atención y, tarde o temprano, volvería.
Ante esa posibilidad deseaba estar preparado. En caso de que sorprendiera nuevamente
al merodeador en la casa que yo había alquilado, estaba decidido a disparar si no
obedecía a mi orden de alto. Por supuesto, era un caso extremo al que no deseaba llegar.
La noche siguiente reanudé mi lectura de los libros y papeles del doctor Charriere. Era
indudable que muchos de los libros habían pertenecido a antepasados suyos, pues
databan de siglos atrás. Una de las obras, escrita por R. Wiseman y traducida del inglés al
francés, apoyaba la tesis de una relación existente entre el doctor Jean-François
Charriere, alumno de Wiseman en París, y ese otro cirujano del mismo nombre que había
vivido hasta hacía poco en Providence, Rhode Island.
En conjunto, era un curioso batiburrillo de libros. Los había en casi todos los idiomas
conocidos, desde el francés hasta el árabe. Me era imposible traducir la mayor parte de
los títulos, aunque leía francés y tenía ciertas nociones de otras lenguas románicas. Me
era totalmente incomprensible el significado de un título como Unaussprechlichen Kulten,
de Von Junzt, y si sospechaba que se trataba de un libro del mismo estilo que el Cultes
des Goules, del conde d'Erlette, era porque se hallaba colocado junto a él. Libros de
zoología estaban mezclados con gruesos tomos que trataban de antiguas culturas. Y en
esa mezcolanza se encontraban publicaciones como Un Estudio sobre la Relación
Existente entre los Habitantes de Polinesia y las Culturas del Continente Suramericano
con Especial Referencia a Perú; Los Manuscritos Pnakóticos; De Furtivis Literarum Notis,
de Giambattista Porta; la Criptografía, de Thicknesse; el Daemonolatreia, de Remigius; La
Era de los Saurios, de Banfort; una colección del Transcript, de Aylesbury,
Massachusetts, etcétera. Era indudable que, por su antigüedad, muchos de estos libros
eran valiosísimos. Gran cantidad de ellos habían sido editados entre 1670 y 1820 y se
encontraban en perfecto estado de conservación, pese a haber sido constantemente
manipulados.
Sin embargo, aquellas obras tenían poco interés para mí. A veces pienso que por no
haber dedicado un poco más de tiempo a su examen perdí en esa ocasión la oportunidad
de aprender aún más de lo que aprendería luego; pero el dicho afirma que tener
demasiados conocimientos acerca de temas que el hombre haría mejor en ignorar es más
pernicioso que tener pocos. Otro de los motivos que me impulsaron a abandonar tan
pronto el examen de todos aquellos libros fue un descubrimiento que hice. Oculto entre
ellos encontré algo que, a primera vista, me pareció un diario. Un examen más minucioso
me convenció de que aquello no era tal cosa, sino una simple libreta, porque las primeras
fechas apuntadas en ella eran tan remotas que no podían corresponder a ningún
momento de la vida del doctor Charriere, por muchos años que hubiese logrado vivir. Y
sin embargo, era evidente que, desde las primeras y más antiguas hojas hasta las últimas
y más recientes, todas las anotaciones habían sido escritas por la misma mano. En todas
ellas se reconocía la pequeña y angulosa letra del difunto cirujano. Supuse entonces que,
recopilando viejos papeles, el doctor Charriere había encontrado ciertas notas de su
interés y decidido copiarlas en su libreta para poder tenerlas reunidas y ordenadas por
orden cronológico. Además de las anotaciones, en aquellas páginas figuraban también
unos dibujos que producían indudablemente una gran impresión, pese a la poca maestría
con que habían sido realizados. En cierto sentido, recordaban a las primeras obras de
ciertos artistas autodidactas.
La primera página del manuscrito empezaba con la nota siguiente: «1851. Arkham.
Aseph Goade, P.» A continuación venía lo que me pareció ser el retrato de Aseph Goade.
Era un dibujo en el que determinados rasgos de su fisonomía —más propios de un
batracio que de un hombre— habían sido intencionadamente realzados. Tenía la boca
anormalmente ancha, los labios como de cuero cuarteado, la frente muy baja y ojos que
parecían recubiertos por una membrana; era una fisonomía chata, claramente similar a la
de una rana. El dibujo ocupaba casi la totalidad de la página. Del texto que le
acompañaba deduje que se trataba del relato del descubrimiento —en el campo de la
pura investigación intelectual, pues era imposible de toda evidencia que existiera
semejante criatura— de una especie subhumana (¿podía la inicial «P» referirse a «Los
Profundos», cuyo nombre había leído en notas anteriores?) Para el doctor Charriere, en
cambio, aquel ejemplar de esa especie subhumana era una realidad, una verificación en
el curso de su investigación, que le permitiría demostrar la existencia de un parentesco
entre el batracio y el hombre y, por lo tanto, entre éste y el saurio.
A continuación venían otros apuntes de la misma naturaleza. La mayoría de ellos eran
un tanto ambiguos —quizá a propósito— y, a primera vista, parecían no tener ningún
sentido. ¿Qué podía yo sacar de una página como ésta?:
1857 San Agustín. Henry Bishop. Piel cubierta de escamas aunque no ictiológicas.
Debe tener 107 años. Ningún proceso de degeneración. Todos los sentidos muy agudos.
Origen incierto, algunos antepasados dedicados al comercio en Polinesia.
1861. Charleston. Familia Balzac. Piel de las manos cubierta de costras. Mandíbula
doble. Toda la familia presenta las mismas características. Anton 117 años. Anna 109
años. Infelices lejos del agua.
1863. Innsmouth. Familias Marsh, Waite, Eliot y Gilman. El Capitán Obed Marsh,
comerciante en Polinesia, contrajo matrimonio con una nativa. Todos con características
faciales similares a las de Aseph Goade. Vida apartada. Las mujeres raras veces vistas
por las calles, pero mucha natación durante la noche —familias enteras nadando en
dirección al Arrecife del Diablo, mientras el resto de la ciudad permanecía en sus casas—.
Notable relación con P. Tráfico considerable entre Innsmouth y Ponapé. Algunas
ceremonias religiosas secretas.
1871. Jed Price, atracción de ferias. Conocido como el «Hombre Caimán». Aparece en
estanques llenos de caimanes. Aspecto saurio. Mandíbula hundida. Reputado por sus
dientes puntiagudos, pero imposible determinar si eran naturalmente así o si habían sido
afilados.
Esta era en general la sustancia de las anotaciones reunidas en la libreta. Aquellas
notas hacían referencia a diversos puntos del continente, desde el Canadá hasta México,
pasando por la Costa Este de Norteamérica. Desde aquel momento se hizo patente la
extraña obsesión del doctor Jean-François Charriere, que le empujaba a comprobar la
longevidad de ciertos seres humanos que, en sus mismos rasgos, parecían mostrar algún
parentesco con antepasados saurios o batracios.
Indudablemente, si se conseguía admitir la realidad de aquellos hechos —sin
interpretarlos como una pintoresca y colorida descripción de personas marcadas por
ciertos acusados defectos físicos— cabía reconocer el peso de la evidencia buscada por
el doctor Charriere para corroborar extraña y provocativamente su propia creencia. Sin
embargo, y en muchos aspectos, el cirujano no había pasado de hacer puras conjeturas.
Parecía que lo único que pretendía era establecer una relación entre los datos
recopilados. Esa relación la había buscado en las doctrinas de tres civilizaciones distintas.
La más conocida estaba contenida en las leyendas vudús de la cultura negra.
Inmediatamente después, la doctrina que había generado los cultos a los animales en el
antiguo Egipto. Finalmente, la tercera y la más importante de todas, según las
anotaciones del cirujano, era una cultura completamente extraña y tan vieja como la tierra
misma, o más aún. Era la civilización de unos Dioses Arquetípicos, de su terrible e
incesante conflicto con los Primigenios, tan primitivos como ellos mismos y que se
llamaban Cthulhu, Hastur, Yog-Sothoth, Shub-Niggurath, Nyarlathotep y nombres
similares. Esos tenían a su servicio unos seres tan extraños como podían serlo el Pueblo
Tcho-Tcho, los Profundos, los Shantaks, los Abominables Hombres de las Nieves, y otros
más. Al parecer, algunos de ellos eran seres subhumanos; en cuanto a los demás, o eran
criaturas en vía de transformación, o no eran humanos en absoluto. El resultado de la
investigación del doctor Charriere era fascinante, pero en ningún momento había
establecido y menos aún comprobado una relación definitiva. Se encontraban ciertas
referencias a los saurios en el culto vudú; existían relaciones similares con la cultura
religiosa del antiguo Egipto; y aparecían oscuras y sugerentes referencias a una relación
con los saurios representados por el mítico Cthulhu, en una época anterior al Crocodilus y
al Gavialis; y aún antes del Tyrannosaurus y del Brontosaurus, del Megalosaurus y otros
reptiles de la era mesozoica.
Además de estas interesantes notas, había diagramas de lo que parecían ser
extrañísimas operaciones y cuya naturaleza no comprendía en ese momento.
Aparentemente habían sido copiados de antiguos textos, entre ellos una obra de Ludvig
Prinn, titulada De Vermis Mysteriis, frecuentemente citada como fuente de referencias y
que me era también totalmente desconocida. Las operaciones en sí mismas sugerían una
raison d’être demasiado aterradora para poder aceptarla; una de ellas, por ejemplo, cuyo
propósito era estirar la piel, consistía en realizar muchas incisiones para «permitir el
crecimiento». Otra explicaba cómo un sencillo corte en cruz en la base de la columna
vertebral era suficiente para lograr «una extensión del hueso de la cola». Lo que estos
fantásticos diagramas sugerían era demasiado horrible para ser contemplado, pero sin
duda formaba parte de la extraña investigación realizada por el doctor Charriere. A partir
de ese momento, su reclusión me pareció sobradamente justificada: un estudio como éste
no podía llevarse a cabo más que en secreto si se quería evitar la burla de todos los
científicos.
En estos papeles pude leer también la descripción de esas experiencias. Estaban
relatadas de tal modo que no podía tratarse más que de experiencias vividas por el propio
narrador. Sin embargo, eran anteriores a 1850 —en algunos casos en varias décadas—
aunque, como todas las demás notas, estaban escritas de puño y letra del doctor
Charriere. En este caso preciso, era indudable que no se trataba del relato de
experiencias ajenas. No me quedaba ya otra opción que la de admitir que era más que
octogenario en el momento de su muerte, y muchísimo más, tanto que empecé a sentirme
molesto y a no poder apartar de mi mente a ese otro doctor Charriere que había existido
antes que él
La suma total del credo del doctor Charriere tenía como resultado la poderosa e
hipotética convicción de que el ser humano podía, por medio de operaciones y otras
prácticas tan extrañas como macabras, obtener algo de la longevidad característica de los
saurios; que a la vida de un hombre se le podía añadir tanto como siglo y medio, o quizá
dos siglos. Al finalizar ese período, el individuo se retiraba a algún lugar húmedo para
dejarse caer en un estado de semiinconsciencia, que venía a ser una especie de
gestación, hasta el momento en que se despertaba, con ciertas alteraciones en su
aspecto y comenzaba otra larga vida. Dados los cambios fisiológicos que sufría durante
aquellos períodos de gestación, el individuo se adaptaba a un modelo de existencia
distinto en cada una de sus vidas. Para justificar esta teoría, el doctor Charriere se había
apoyado únicamente en un gran número de leyendas, algunos datos de naturaleza
similar, y relatos especulativos de curiosas mutaciones humanas que se habían dado en
los últimos doscientos noventa y un años. Esa cifra cobró un significado mayor para mí
cuando caí en la cuenta de que ese era justo el tiempo que había transcurrido desde la
fecha de nacimiento del primer doctor Charriere hasta el día de la muerte del otro cirujano.
No obstante, en todo ese material no había nada que sugiriera un procedimiento concreto
de tipo científico, con pruebas aducibles. Sólo se daban indicios y vagas sugerencias,
quizá suficientes para llenar de horribles dudas y de un convencimiento espantoso y a
medio cuajar a un lector fortuito, pero que no podían llegar a satisfacer el rigor de
cualquier hombre de ciencia.
¿Hasta qué punto habría seguido profundizando en la investigación del doctor
Charriere? Lo ignoro.
Quizá habría ido mucho más lejos si no hubiera ocurrido aquello que me hizo gritar de
horror y huir de la casa de Benefit Street, dejando que ella y su contenido siguiesen
esperando al superviviente que, ahora sí lo sé, no se presentará nunca. Ahora ya no tiene
remedio; la casa es propiedad municipal y será destruida.
Estaba examinando estos «hallazgos» del doctor Charriere, cuando me di menta, con
eso que la gente llama el «sexto sentido», de que estaba siendo observado
detenidamente. No queriendo volverme, hice lo siguiente: abrí mi reloj de bolsillo y
colocándolo delante de mí utilicé el pulido y brillante interior del estuche a modo de
espejo, para que en él se reflejaran las ventanas que estaban a mis espaldas. Y vi ahí,
reflejada difusamente, la más horrible caricatura que pueda imaginarse de un rostro
humano. Me dejó tan estupefacto que, sin pensarlo, volví la cabeza para observarlo
directamente. Pero no había nada en la ventana, excepto la sombra de un movimiento.
Me levanté, apagué la luz, y me acerqué a la ventana. Una silueta alta, curiosamente
encorvada que, medio agachada y arrastrando los pies, se dirigía hacia la oscuridad del
jardín: ¿fue realmente eso lo que vi? Creo que sí. Pero no estaba tan loco como para
perseguirle. Quienquiera que fuese, vendría otra vez, como había venido la noche
anterior.
De modo que, mientras esperaba, me puse a sopesar las distintas explicaciones que
me venían a la mente. Impresionado aún por mi visitante nocturno, confieso que coloqué,
encabezando la lista de sospechosos, a los vecinos que se oponían a que la casa
Charriere siguiese en pie. Posiblemente pretendían asustarme para que me marchara,
pues ignoraban que mi estancia en la casa iba a ser tan breve. Cabía pensar también en
la posibilidad de que hubiese algo en el estudio que deseaban obtener. Pero esa
eventualidad no me pareció muy convincente, porque si tal era su intención, habían tenido
tiempo de sobra para conseguirlo durante el largo período en que la casa estuvo
deshabitada. Lo cierto es que en ningún momento se me ocurrió pensar en la verdadera
explicación de los hechos. No soy más escéptico que cualquier otro anticuario; pero la
aparición de mi visitante, lo confieso, no me sugirió nada que hubiera podido relacionar
con su verdadera identidad, a pesar de todas las circunstancias coincidentes que podían
tener cierto significado para mentes menos científicas que la mía.
Sentado allí en la oscuridad, me sentía más impresionado que nunca por la atmósfera
de la vieja casa. La misma oscuridad parecía tener vida propia; no le influía la vida de
Providence que la rodeaba y que, sin embargo, se hallaba tan lejos. Estaba poblada de
residuos psíquicos dejados por el paso de los años: el olor persistente de la humedad,
sumado a ese otro tan peculiar y característico de ciertas zonas en los parques zoológicos
donde viven los reptiles; el olor a madera vieja mezclado con ese otro que desprendía la
piedra de las paredes en el sótano, aroma de material descompuesto porque, con el
tiempo, la madera tanto como la piedra habían ido deteriorándose. Pero había algo más:
el vaporoso indicio de una presencia animal, que parecía incrementarse de minuto en
minuto.
Estuve esperando así cerca de una hora, antes de percibir algún ruido.
Cuando lo oí, fue irreconocible. Al principio me pareció que era un ladrido, algo muy
similar al sonido emitido por los caimanes; pero pensé que sería mi imaginación febril, y
que no había sido más que el ruido de una puerta al cerrarse. Pasó algún tiempo antes de
que volviese a oír algún otro sonido: el crujido de unos papeles. ¡El intruso había logrado
entrar en el estudio delante de mis propias narices sin que lo advirtiera! Estaba
estupefacto y encendí la linterna que tenía enfocada hacia la mesa.
Lo que vi fue algo increíble, espantoso. Lo que allí había no era un hombre, sino la
absoluta desfiguración de un hombre. Sé que en ese mismo instante pensé que perdería
el conocimiento. Pero el sentido de la necesidad ante el eminente peligro me invadió y, sin
pensarlo, disparé cuatro veces. Por la poca distancia que nos separaba, sabía
positivamente que cada disparo había dado en el cuerpo bestial que se inclinaba sobre la
mesa del doctor Charriere en el oscuro estudio.
De lo que sucedió inmediatamente después, afortunadamente recuerdo muy poco: un
cuerpo revolcándose, la huida del intruso, y mi confusa carrera en persecución. Era
evidente que le había herido, porque había manchado el suelo de sangre, desde la mesa
del estudio hasta la ventana por la que había saltado, atravesando y rompiendo el cristal.
Salí afuera y, a la luz de mi linterna, seguí las huellas sangrientas. Aunque no hubiera
estado desangrándose, el fuerte olor que despedía y que se percibía en el aire de la
noche me habría permitido seguirle.
Me llevó por el jardín, no muy lejos de la casa, directamente al borde del pozo que
estaba detrás de ella. Desde allí, las huellas seguían hacia el interior del pozo. A la luz de
la linterna, vi entonces, y por primera vez, los escalones, hábilmente construidos, que
bajaban al oscuro interior. Era tan grande la pérdida de sangre que encharcaba el borde
del pozo, que estaba seguro de haber herido mortalmente al intruso. La confianza de que
así había sido me impulsó a seguirle más adentro, a pesar del eminente peligro.
¡Ojalá hubiese dado media vuelta y me hubiese alejado de aquel maldito lugar! Pero
seguí adelante y bajé por las escaleras situadas contra la pared del pozo, que no
conducían a la superficie del agua, sino a un agujero, el cual comunicaba con un túnel
que atravesaba el muro del pozo y se adentraba profundamente en el jardín. Movido
ahora por un ardiente deseo de conocer la identidad de mi víctima, me introduje en el
túnel, sin apenas darme cuenta de la húmeda tierra que manchaba mi ropa. Con la
linterna alumbraba hacia delante, y tenía mi arma preparada. Más allá había una especie
de caverna —lo suficientemente grande como para que cupiera un hombre arrodillado—
y, en medio de la luz emitida por mi linterna, apareció un ataúd. Al verlo dudé un instante,
pues me di cuenta que la desviación del túnel conducía a la tumba del doctor Charriere.
Pero había llegado demasiado lejos para poder retroceder.
El hedor en este espacio era indescriptible. La atmósfera del túnel entero estaba
impregnada de ese nauseabundo olor a reptil, pero ahora se había vuelto tan denso que
tuve que hacer un gran esfuerzo para acercarme al ataúd. Llegué a él y vi que estaba
destapado. Los charcos de sangre llegaban hasta el mismo féretro que habían manchado.
Con una mezcla de curiosidad y de temor ante lo que iba a ver, me incorporé cuanto
pude. Temblando, alumbré con la linterna el interior del ataúd...
Habrá quien diga que mi memoria no es muy de fiar, dada la cantidad de años que han
transcurrido, pero lo que vi allí ha quedado grabado para siempre en mi memoria. Bajo la
luz de mi linterna yacía un ser que acababa de morir, y cuya existencia implicaba una
serie de cosas espeluznantes. Esta era la criatura que yo había matado. Mitad hombre,
mitad saurio, era el macabro recuerdo de lo que una vez había sido un ser humano. Sus
ropas estaban rotas, desgarradas por las horribles mutaciones de su cuerpo; la piel,
cubierta de costras; sus manos y sus pies descalzos eran planos, de aspecto fuertes,
parecidos a unas garras. Aterrado, noté también el apéndice en forma de cola que había
crecido en la base de la columna vertebral, y su mandíbula horriblemente alargada, una
mandíbula de cocodrilo en la que aún crecía una mota de pelo, como la barba de una
cabra...
Todo esto fue lo que vi antes de poder abandonarme a un desmayo bienhechor, pues
ya había reconocido lo que yacía en el ataúd. Había permanecido allí desde 1927 en una
semiinconsciencia cataléptica, esperando el momento de volver a la vida, con un aspecto
horrorosamente alterado. Era el doctor Jean-François Charriere, cirujano, nacido en
Bayona en el año 1636 y «muerto» en Providence en 1927. ¡Ahora ya sabía que el
superviviente de quien hablaba en su testamento no era otro que él mismo, nacido otra
vez, devuelto a la vida por el conocimiento endemoniado de ritos más antiguos que la
propia humanidad, y ya olvidados, tan antiguos como los primeros días de la tierra,
cuando las grandes bestias luchaban y se destruían entre sí!


FIN

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