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domingo, 29 de noviembre de 2009

HISTORIAS : LAS NIEVES DEL KILIMANJARO

Ernest Hemingway




Título original: STORIES





El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5.895 m. de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, «Ngáje Ngái», «la Casa de Dios». Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas.

—Lo maravilloso es que no huele —dijo—. Así se sabe cuándo empieza.
— ¿De veras?
—Absolutamente. Aunque siento mucho lo del olor. No se puede evitar, y debe molestar­te, ¿eh?
— ¡No! No digas eso, por favor.
—Míralos. ¿Qué será lo que los atrae? ¿Ven­drán por la vista o por el olfato?
El catre donde yacía el hombre estaba situa­do a la sombra de una ancha mimosa. Ahora dirigía su mirada hacia el resplandor de la llanura, mientras tres de las grandes aves se agazapaban en posición obscena y otras doce atravesaban el cielo, provocando fugaces som­bras al pasar.
—No se han movido de allí desde que nos quedamos sin camión —dijo—. Hoy por prime­ra vez han bajado al suelo. He observado que al principio volaban con precaución, como te­miendo que quisiera cogerlas para mi despensa. Esto es muy divertido, ya que ocurrirá todo lo contrario.
—Quisiera que no fuese así.
—Es un decir. Si hablo, me resulta más fá­cil soportarlo. Pero puedes creer que no quiero molestarte, por supuesto.
—Bien sabes que no me molesta —contestó ella—. ¡Me pone tan nerviosa no poder hacer nada! Creo que podríamos aliviar la situación hasta que llegue el aeroplano.
—O hasta que no venga...
—Dime qué puedo hacer. Te lo ruego. Ha de existir algo que yo sea capaz de hacer.
—Puedes irte; eso te calmaría. Aunque dudo que puedas hacerlo. Tal vez será mejor que me mates. Ahora tienes mejor puntería. Yo te en­señé a tirar, ¿no?
—No me hables así, por favor. ¿No podría leerte algo?
— ¿Leerme qué?
—Cualquier libro de los que no hayamos leí­do. Han quedado algunos.
—No puedo prestar atención. Hablar es más fácil. Así nos peleamos, y no deja de ser un buen pasatiempo.
—Para mí, no. Nunca quiero pelearme. Y no lo hagamos más. No demos más importancia a mis nervios, tampoco. Quizá vuelvan hoy mis­mo con otro camión. Tal vez venga el avión...
—No quiero moverme —manifestó el hom­bre—. No vale la pena ahora; lo haría única­mente si supiera que con ello te encontrarías más cómoda.
—Eso es hablar con cobardía.
— ¿No puedes dejar que un hombre muera lo más tranquilamente posible, sin dirigirle epíte­tos ofensivos? ¿Qué se gana con insultarme?
—Es que no vas a morir.
—No seas tonta. Ya me estoy muriendo. Mira esos bastardos —y levantó la vista hacia los enormes y repugnantes pájaros, con las cabe­zas peladas hundidas entre las abultadas plu­mas. En aquel instante bajó otro y, después de correr con rapidez, se acercó con lentitud ha­cia el grupo.
—Siempre están cerca de los campamentos. ¿No te habías fijado nunca? Además, no pue­des morir si no te abandonas...
— ¿Dónde has leído eso? ¡Maldición! ¡Qué estúpida eres!
—Podrías pensar en otra cosa.
— ¡Por el amor de Dios! —exclamó—. Eso es lo que he estado haciendo.
Luego se quedó quieto y callado por un rato y miró a través de la cálida luz trémula de la llanura, la zona cubierta de arbustos. Por mo­mentos, aparecían gatos salvajes, y, más lejos, divisó un hato de cebras, blanco contra el ver­dor de la maleza. Era un hermoso campamen­to, sin duda. Estaba situado debajo de grandes árboles y al pie de una colina. El agua era bastante buena allí y en las cercanías había un manantial casi seco por donde los guacos de las arenas volaban por la mañana.
— ¿No quieres que lea, entonces? —preguntó la mujer, que estaba sentada en una silla de lona, junto al catre—. Se está levantando la brisa.
—No, gracias.
—Quizá venga el camión.
—Al diablo con él. No me importa un comino.
—A mí, sí.
—A ti también te importan un bledo muchas cosas que para mí tienen valor. —No tantas, Harry.
— ¿Qué te parece si bebemos algo?
—Creo que te hará daño. Dijeron que debías evitar todo contacto con el alcohol. En todo caso, no te conviene beber.
— ¡Molo! —gritó él.
—Sí, bwana.
—Trae whisky con soda.
—Sí, bwana.
— ¿Por qué bebes? No deberías hacerlo —le reprochó la mujer—. Eso es lo que entiendo por abandono. Sé que te hará daño.
—No. Me sienta bien.
«Al fin y al cabo, ya ha terminado todo —pen­só—. Ahora no tendré oportunidad de acabar con eso. Y así concluirán para siempre las dis­cusiones acerca de si la bebida es buena o mala.»
Desde que le empezó la gangrena en la pier­na derecha no había sentido ningún dolor, y le desapareció también el miedo, de modo que lo único que sentía era un gran cansancio y la cólera que le provocaba el que esto fuera el fin. Tenía muy poca curiosidad por lo que le ocurriría luego. Durante años le había obsesionado, sí, pero ahora no representaba esencial­mente nada. Lo raro era la facilidad con que se soportaba la situación estando cansado.
Ya no escribiría nunca las cosas que había de­jado para cuando tuviera la experiencia sufi­ciente para escribirlas. Y tampoco vería su fra­caso al tratar de hacerlo. Quizá fuesen cosas que uno nunca puede escribir, y por eso las va postergando una y otra vez. Pero ahora no po­dría saberlo, en realidad.
—Quisiera no haber venido a este lugar —dijo la mujer. Le estaba mirando mientras tenía el vaso en la mano y apretaba los labios—. Nunca te hubiera ocurrido nada semejante en París. Siempre dijiste que te gustaba París. Podíamos habernos quedado allí, entonces, o haber ido a otro sitio. Yo hubiera ido a cualquier otra par­te. Dije, por supuesto, que iría adonde tú qui­sieras. Pero si tenías ganas de cazar, podíamos ir a Hungría y vivir con más comodidad y seguridad.
— ¡Tu maldito dinero!
—No es justo lo que dices. Bien sabes que siempre ha sido tan tuyo como mío. Lo aban­doné todo, te seguí por todas partes y he hecho todo lo que se te ha ocurrido que hiciese. Pero quisiera no haber pisado nunca estas tierras.
—Dijiste que te gustaba mucho.
—Sí, pero cuando tú estabas bien. Ahora lo odio todo. Y no veo por qué tuvo que sucederte lo de la infección en la pierna. ¿Qué hemos hecho para que nos ocurra?
—Creo que lo que hice fue olvidarme de po­nerle yodo en seguida. Entonces no le di im­portancia porque nunca había tenido ninguna infección. Y después, cuando empeoró la herida y tuvimos que utilizar esa débil solución fénica, por haberse derramado los otros antisépticos, se paralizaron los vasos sanguíneos y comenzó la gangrena. —Mirándola, agregó—: ¿Qué otra cosa, pues?
—No me refiero a eso.
—Si hubiésemos contratado a un buen mecá­nico en vez de un imbécil conductor kikuyú, hubiera averiguado si había combustible y no hubiera dejado que se quemara ese cojinete...
—No me refiero a eso.
—Si no te hubieses separado de tu propia gente, de tu maldita gente de Old Westbury, Saratoga, Palm Beach, para seguirme...
— ¡Caramba! Te amaba. No tienes razón al hablar así. Ahora también te quiero. Y te querré siempre. ¿Acaso no me quieres tú?
—No —respondió el hombre—. No lo creo. Nunca te he querido.
— ¿Qué estás diciendo, Harry? ¿Has perdido el conocimiento?
—No. No tengo ni siquiera conocimiento para perder.
—No bebas eso. No bebas, querido. Te lo ruego. Tenemos que hacer todo lo que poda­mos para zafarnos de esta situación.
—Hazlo tú, pues. Yo estoy cansado.

En su imaginación vio una estación de ferro­carril en Karagatch. Estaba de pie junto a su equipaje. La potente luz delantera del expreso Simplón-Oriente atravesó la oscuridad, y aban­donó Tracia, después de la retirada. Ésta era una de las cosas que había reservado para es­cribir en otra ocasión, lo mismo que lo ocurri­do aquella mañana, a la hora del desayuno, cuando miraba por la ventana las montañas cubiertas de nieve de Bulgaria y el secretario de Nansen le preguntó al anciano si era nieve. Éste lo miró y le dijo: «No, no es nieve. Aún no ha llegado el tiempo de las nevadas.» En­tonces, el secretario repitió a las otras mucha­chas: «No. Como ven, no es nieve.» Y todas decían: «No es nieve. Estábamos equivocadas.» Pero era nieve, en realidad, y él las hacía salir de cualquier modo si se efectuaba algún cambio de poblaciones. Y ese invierno tuvieron que pasar por la nieve, hasta que murieron...
Y era nieve también lo que cayó durante toda la semana de Navidad, aquel año en que vivían en la casa del leñador, con el gran horno cua­drado de porcelana que ocupaba la mitad del cuarto, y dormían sobre colchones rellenos de hojas de haya. Fue la época en que llegó el desertor con los pies sangrando de frío para decirle que la Policía estaba siguiendo su ras­tro. Le dieron medias de lana y entretuvieron con la charla a los gendarmes hasta que las pisadas hubieron desaparecido.
En Schrunz, el día de Navidad, la nieve bri­llaba tanto que hacía daño a los ojos cuando uno miraba desde la taberna y veía a la gente que volvía de la iglesia. Allí fue donde subieron por la ruta amarillenta como la orina y alisa­da por los trineos que se extendían a lo largo del río, con las empinadas colinas cubiertas de pinos, mientras llevaban los esquíes al hombro. Fue allí donde efectuaron ese desenfrenado des­censo por el glaciar, para ir a la Madlenerhaus. La nieve parecía una torta helada, se desmenuzaba como el polvo, y recordaba el silencioso ímpetu de la carrera, mientras caían como pá­jaros.
La ventisca los hizo permanecer una semana en la Madlenerhaus, jugando a los naipes y fu­mando a la luz de un farol. Las apuestas iban en aumento a medida que Herr Lent perdía. Final­mente, lo perdió todo. Todo: el dinero que ob­tenía con la escuela de esquí, las ganancias de la temporada y también su capital. Lo veía aho­ra con su nariz larga, mientras recogía las car­tas y las descubría, Sans Voir. Siempre juga­ban. Si no había nada de nieve, jugaban; y si había mucha también. Pensó en la gran parte de su vida que pasaba jugando.
Pero nunca había escrito una línea acerca de ello, ni de aquel claro y frío día de Navidad, con las montañas a lo lejos, a través de la lla­nura que había recorrido Gardner, después de cruzar las líneas, para bombardear el tren que llevaba a los oficiales austriacos licenciados, ametrallándolos mientras ellos se dispersaban y huían. Recordó que Gardner se reunió des­pués con ellos y empezó a contar lo sucedido, con toda tranquilidad, y luego dijo: « ¡Tú, mal­dito! ¡Eres un asesino de porquería!»
Y con los mismos austriacos que habían ma­tado entonces se había deslizado después en esquíes. No; con los mismos, no. Hans, con quien paseó con esquí durante todo el año, es­taba en los Káiser-Jagers (Cazadores imperia­les), y cuando fueron juntos a cazar liebres al valle pequeño, conversaron encima del aserra­dero, sobre la batalla de Pasubio y el ataque a Pertica y Asalone, y jamás escribió una palabra de todo eso. Ni tampoco de Monte Corno, ni de lo que ocurrió en Siete Commum, ni lo de Arsiero.
¿Cuántos inviernos había pasado en el Vorarlberg y el Arlberg? Fueron cuatro, y recordó la escena del pie a Bludenz, en la época de los regalos, el gusto a cereza de un buen kirsch y el ímpetu de la corrida a través de la blanda nieve, mientras cantaban: « ¡Hi! ¡Ho!, dijo Rolly.»
Así recorrieron el último trecho que los se­paraba del empinado declive, y siguieron en línea recta, pasando tres veces por el huerto; luego salieron y cruzaron la zanja, para entrar por último en el camino helado, detrás de la posada. Allí se desataron los esquíes y los arro­jaron contra la pared de madera de la casa. Por la ventana salía la luz del farol y se oían las notas de un acordeón que alegraba el am­biente interior, cálido, lleno de humo y de olor a vino fresco.

— ¿Dónde nos hospedamos en París? —pre­guntó a la mujer que estaba sentada a su lado en una silla de lona, en África.
—En el «Crillon», ya lo sabes.
— ¿Por qué he de saberlo?
—Porque allí paramos siempre.
—No. No siempre.
—Allí y en el «Pavillion Henri-Quatre», en St. Germain. Decías que te gustaba con locura.
—Ese cariño es una porquería —dijo Harry—, y yo soy el animal que se nutre y engorda con eso.
—Si tienes que desaparecer, ¿es absolutamen­te preciso destruir todo lo que dejas atrás? Quiero decir, si tienes que deshacerte de todo: ¿debes matar a tu caballo y a tu esposa y que­mar tu silla y tu armadura?
—Sí. Tu podrido dinero era mi armadura. Mi Corcel y mi Armadura.
—No digas eso...
—Muy bien. Me callaré. No quiero ofenderte.
—Ya es un poco tarde.
—De acuerdo. Entonces seguiré hiriéndote. Es más divertido, ya que ahora no puedo hacer lo único que realmente me ha gustado ha­cer contigo.
—No, eso no es verdad. Te gustaban muchas cosas y yo hacía todo lo que querías. ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! Deja ya de fanfarronear, ¿quieres?
—Escucha —dijo—. ¿Crees que es divertido hacer esto? No sé, francamente, por qué lo hago. Será para tratar de mantenerte viva, me imagino. Me encontraba muy bien cuando em­pezamos a charlar. No tenía intención de llegar a esto, y ahora estoy loco como un zopenco y me porto cruelmente contigo. Pero no me hagas caso, querida. No des ninguna importancia a lo que digo. Te quiero. Bien sabes que te quiero. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.
Y deslizó la mentira familiar que le había servido muchas veces de apoyo.
— ¡Qué amable eres conmigo!
—Ahora estoy lleno de poesía. Podredumbre y poesía. Poesía podrida...
—Cállate, Harry. ¿Por qué tienes que ser malo ahora? ¿Eh?
—No me gusta dejar nada —contestó el hom­bre—. No me gusta dejar nada detrás de mí.
Cuando despertó anochecía. El sol se había ocultado detrás de la colina y la sombra se ex­tendía por toda la llanura, mientras los animalitos se alimentaban muy cerca del campamen­to, con rápidos movimientos de cabeza y golpes de cola. Observó que sobresalían por completo de la maleza. Los pájaros, en cambio, ya no esperaban en tierra. Se habían encaramado todos a un árbol, y eran muchos más que antes. Su criado particular estaba sentado al lado del catre.
—La memsahib fue a cazar —le dijo—. ¿Quie­re algo bwana?
—Nada.
Ella había ido a conseguir un poco de carne buena y, como sabía que a él le gustaba obser­var a los animales, se alejó lo bastante para no provocar disturbios en el espacio de llanura que el hombre abarcaba con su mirada.
«Siempre está pensativa —meditó Harry—. Reflexiona sobre cualquier cosa que sabe, que ha leído, o que ha oído alguna vez. Y no tiene la culpa de haberme conocido cuando yo ya estaba acabado. ¿Cómo puede saber una mujer que uno no quiere decir nada con lo que dice, y que habla sólo por costumbre y para estar cómodo?»
Desde que empezó a expresar lo contrario de lo que sentía, sus mentiras le procuraron más éxitos con las mujeres que cuando les decía la verdad. Y lo grave no eran sólo las mentiras, sino el hecho de que ya no quedaba ninguna verdad para contar. Estaba acabando de vivir su vida cuando empezó una nueva existencia, con gente distinta y de más dinero, en los me­jores sitios que conocía y en otros que consti­tuyeron la novedad.
«Uno deja de pensar y todo es maravilloso. Uno se cuida para que esta vida no lo arruine como le ocurre a la mayoría y adopta la actitud de indiferencia hacia el trabajo que solía hacer cuando ya no es posible hacerlo. Pero, en lo más mínimo de mi espíritu, pensé que podría es­cribir sobre esa gente, los millonarios, y diría que yo no era de esa clase, sino un simple espía en su país. Pensé en abandonarles y escribir todo eso, para que, aunque sólo fuera una vez, lo escribiese alguien bien compenetrado con el asunto.» Pero luego se dio cuenta de que no podía llevar a cabo tal empresa, pues cada día que pasaba sin escribir, rodeado de comodida­des y siendo lo que despreciaba, embotaba su habilidad y reblandecía su voluntad de trabajo, de modo que, finalmente, no hizo absolutamente nada. Y la gente que conocía ahora vivía mucho más tranquila si él no trabajaba. En África había pasado la temporada más feliz de su vida y entonces se le ocurrió volver para empezar de nuevo. Fue así como se realizó la expedición de caza con el mínimo de comodidad. No pasa­ban penurias, pero tampoco podían permitirse lujos, y él pensó que podría volver a vivir así, de algún modo que le permitiese eliminar la grasa de su espíritu, igual que los boxeadores que van a trabajar y entrenarse a las monta­ñas para quemar la grasa de su cuerpo.
La mujer, por su parte, se había mostrado complacida. Decía que le gustaba. Le gustaba todo lo que era atractivo, lo que implicara un cambio de escenario, donde hubiera gente nueva y las cosas fuesen agradables. Y él sintió la ilu­sión de regresar al trabajo con más fuerza de voluntad que perdiera.
«Y ahora que se acerca el fin —pensó—, ya que estoy seguro de que esto es el fin, no tengo por qué volverme como esas serpientes que se muerden ellas mismas cuando les quiebran el espinazo. Esta mujer no tiene la culpa, después de todo. Si no fuese ella, sería otra. Si he vivido de una mentira trataré de morir de igual modo.»
En aquel instante oyó un estampido, más allá de la colina.
«Tiene muy buena puntería esta buena y rica perra, esta amable guardiana y destructora de mi talento. ¡Tonterías! Yo mismo he destrui­do mi talento. ¿Acaso tengo que insultar a esta mujer porque me mantiene? He destruido mi talento por no usarlo, por traicionarme a mí mismo y olvidar mis antiguas creencias y mi fe, por beber tanto que he embotado el lí­mite de mis percepciones, por la pereza y la holgazanería, por las ínfulas, el orgullo y los prejuicios, y, en fin, por tantas cosas buenas y malas. ¿Qué es esto? ¿Un catálogo de libros viejos? ¿Qué es mi talento, en fin de cuentas? Era un talento, bueno, pero, en vez de usarlo, he comerciado con él. Nunca se reflejó en las obras que hice, sino en ese problemático "lo que podría hacer". Por otra parte, he preferido vivir con otra cosa que un lápiz o una pluma. Es raro, ¿no?, pero cada vez que me he enamorado de una nueva mujer, siempre tenía más dinero que la anterior... Cuando dejé de enamorarme y sólo mentía, como por ejemplo con esta mu­jer; con ésta, que tiene más dinero que todas las demás, que tiene todo el dinero que existe, que tuvo marido e hijos, y amantes que no la satisfacieron, y que me ama tiernamente como hombre, como compañero y con orgullosa po­sesión; es raro lo que me ocurre, ya que, a pesar de que no la amo y estoy mintiendo, sería capaz de darle más por su dinero que cuando amaba de veras. Todos hemos de estar prepa­rados para lo que hacemos. El talento consiste en cómo vive uno la vida. Durante toda mi exis­tencia he regalado vitalidad en una u otra for­ma, y he aquí que cuando mis afectos no están comprometidos, como ocurre ahora, uno vale mucho más para el dinero. He hecho este des­cubrimiento, pero nunca lo escribiré. No, no puedo escribir tal cosa, aunque realmente vale la pena.»
Entonces apareció ella, caminando hacia el campamento a través de la llanura. Usaba pan­talones de montar y llevaba su rifle. Detrás, venían los dos criados con un animal muerto cada uno. «Todavía es una mujer atractiva —pensó Harry—, y tiene un hermoso cuerpo.» No era bonita, pero a él le gustaba su rostro. Leía una enormidad, era aficionada a cabalgar y a cazar y, sin duda alguna, bebía muchísimo. Su marido había muerto cuando ella era una mujer relativamente joven, y por un tiempo se dedicó a sus dos hijos, que no la necesitaban y a quienes molestaban sus cuidados; a sus caba­llos, a sus libros y a las bebidas. Le gustaba leer por la noche, antes de cenar, y mientras tanto, bebía whisky escocés y soda. Al acercar­se la hora de la cena ya estaba embriagada y, después de otra botella de vino con la comida, se encontraba lo bastante ebria como para dor­mirse.
Esto ocurrió mientras no tuvo amantes. Luego, cuando los tuvo, no bebió tanto, porque no precisaba estar ebria para dormir... Pero los amantes la aburrían. Se había casado con un hombre que nunca la fastidiaba, y los otros hombres le resultaban extraordinariamente pe­sados.
Después, uno de sus hijos murió en un acci­dente de aviación. Cuando sucedió aquello, no quiso más amantes, y como la bebida no le servía ya de anestésico, pensó en empezar una nueva vida. De repente, se sintió aterrorizada por su soledad. Pero necesitaba alguien a quien poder corresponder.
Empezó del modo más simple. A la mujer le gustaba lo que Harry escribía y envidiaba la vida que llevaba. Pensaba que él realizaba todo lo que se proponía. Los medios a través de los cuales trabaron relación y el modo de enamo­rarse de ese hombre formaban parte de una constante progresión que se desarrollaba mien­tras ella construía su nueva vida y se despren­día de los residuos de su anterior existencia.
Él sabía que ella tenía mucho dinero, muchí­simo, y que la maldita era una mujer muy atrac­tiva. Entonces se acostó pronto con ella, mejor que con cualquier otra, porque era más rica, porque era deliciosa y muy sensible, y porque nunca metía bulla. Y ahora, esa vida que la mu­jer se forjara estaba a punto de terminar por el solo hecho de que él no se puso yodo, dos se­manas antes, cuando una espina le hirió la ro­dilla, mientras se acercaba a un rebaño de an­tílopes con objeto de sacarles una fotografía. Los animales, con la cabeza erguida, atisbaban y olfateaban sin cesar, y sus orejas estaban tensas, como para escuchar el más leve ruido que les haría huir hacia la maleza. Y así fue: huyeron antes de que él pudiera sacar la foto­grafía.
Y ella ahora estaba aquí.
Harry volvió la cabeza para mirarla.
— ¡Hola! —le dijo.
—Cacé un buen morueco —manifestó la mu­jer—. Te haré un poco de caldo y les diré que preparen puré de patatas. ¿Cómo te encuentras?
—Mucho mejor.
— ¡Maravilloso! Te aseguro que pensaba en­contrarte mejor. Estabas durmiendo cuando me fui.
—Dormí muy bien. ¿Anduviste mucho?
—No. Llegué más allá de la colina. Tuve suer­te con la puntería.
—Te aseguro que tiras de un modo extraor­dinario.
—Es que me gusta. Y África también me gusta. De veras. Si mejorases, ésta sería la me­jor época de mi vida. No sabes cuánto me gus­ta salir de caza contigo. Me ha gustado mucho más el país.
—A mí también.
—Querido, no sabes qué maravilloso es en­contrarte mejor. No podía soportar lo de antes. No podía verte sufrir. Y no volverás a hablarme otra vez como hoy, ¿verdad? ¿Me lo prome­tes?
—No. No recuerdo lo que dije.
—No tienes que destrozarme, ¿sabes? No soy nada más que una mujer vieja que te ama y quiere que hagas lo que se te antoje. Ya me han destrozado dos o tres veces. No quieres destro­zarme de nuevo, ¿verdad? El aeroplano estará aquí mañana.
— ¿Cómo lo sabes?
—Estoy segura. Se verá obligado a aterrizar. Los criados tienen la leña y el pasto preparados para hacer la hoguera. Hoy fui a darles un vis­tazo. Hay sitio de sobra para aterrizar y tene­mos las hogueras preparadas en los dos extre­mos.
— ¿Y por qué piensas que vendrá mañana?
—Estoy segura de que vendrá. Hoy se ha re­trasado. Luego, cuando estemos en la ciudad, te curarán la pierna. No ocurrirán esas cosas horribles que dijiste.
—Vayamos a tomar algo. El sol se ha oculta­do ya.
— ¿Crees que no te hará daño?
—Voy a beber.
—Beberemos juntos, entonces. ¡Molo, letti dui whiskey-soda! —gritó la mujer.
—Sería mejor que te pusieras las botas. Hay muchos mosquitos.
—Lo haré después de bañarme...
Bebieron mientras las sombras de la noche lo envolvían todo, pero un poco antes de que rei­nase la oscuridad, y cuando no había luz sufi­ciente como para tirar, una hiena cruzó la lla­nura y dio la vuelta a la colina.
—Esa porquería cruza por allí todas las no­ches —dijo el hombre—. Ha hecho lo mismo durante dos semanas.
—Es la que hace ruido por la noche. No me importa. Aunque son unos animales asquerosos.
Y mientras bebían juntos, sin que él experi­mentara ningún dolor, excepto el malestar de estar siempre postrado en la misma posición, y los criados encendían el fuego, que proyectaba sus sombras sobre las tiendas, Harry pudo ad­vertir el retorno de la sumisión en esta vida de agradable entrega. Ella era, francamente, muy buena con él. Por la tarde había sido demasiado cruel e injusto. Era una mujer delicada, mara­villosa de verdad. Y en aquel preciso instante se le ocurrió pensar que iba a morir.
Llegó esta idea con ímpetu; no como un to­rrente o un huracán, sino como una vaciedad repentinamente repugnante, y lo raro era que la hiena se deslizaba ligeramente por el bor­de...
— ¿Qué te pasa, Harry?
—Nada. Sería mejor que te colocaras al otro lado. A barlovento.
— ¿Te cambió la venda Molo?
—Sí. Ahora llevo la que tiene ácido bórico.
— ¿Cómo te encuentras?
—Un poco mareado.
— Voy a bañarme. En seguida volveré. Come­remos juntos, y después haré entrar el catre.
«Me parece — se dijo Harry — que hicimos bien dejándonos de pelear.» Nunca se había pe­leado mucho con esta mujer, y, en cambio, con las que amó de veras lo hizo siempre, de tal modo que, finalmente, lo corrosivo de las dispu­tas destruía todos los vínculos de unión. Había amado demasiado, pedido muchísimo y acaba­do con todo.

Pensó ahora en aquella ocasión en que se en­contró solo en Constantinopla, después de haber reñido en París antes de irse. Pasaba todo el tiempo con prostitutas y cuando se dio cuenta de que no podía matar su soledad, sino que cada vez era peor, le escribió a la primera, a la que abandonó. En la carta le decía que nunca había podido acostumbrarse a estar solo... Le contó cómo, cuando una vez le pareció verla salir del «Regence», la siguió ansiosamente, y que siem­pre hacía lo mismo al ver a cualquier mujer pa­recida por el bulevar, temiendo que no fuese ella, temiendo perder esa esperanza. Le dijo cómo la extrañaba más cada vez que se acostaba con otra; que no importaba lo que ella hiciera, pues sabía que no podía curarse de su amor. Escribió esta carta en el club y la mandó a Nue­va York, pidiéndole que le contestara a la ofi­cina en París. Esto le pareció más seguro. Y aquella noche la extrañó tanto que le pareció sentir un vacío en su interior. Entonces salió a pasear, sin rumbo fijo, y al pasar por «Maxim's» recogió una muchacha y la llevó a cenar. Fue a un sitio donde se pudiera bailar después de la cena, pero la mujer era muy mala baila­dora, y entonces la dejó por una perra armenia, que se restregaba contra él. Se la quitó a un ar­tillero británico subalterno, después de una disputa. El artillero le pegó en el cuerpo y junto a un ojo. Él le aplicó un puñetazo con la mano izquierda y el otro se arrojó sobre él y lo cogió por la chaqueta, arrancándole una manga. En­tonces le golpeó en pleno rostro con la dere­cha, echándole hacia delante. Al caer el inglés se hirió en la cabeza y Harry salió corriendo con la mujer porque oyeron que se acercaba la Policía. Tomaron un taxi y fueron a Rimmily Hissa, a lo largo del Bósforo, y después dieron la vuelta. Era una noche más bien fresca y se acostaron en seguida. Ella parecía más bien ma­dura, pero tenía la piel suave y un olor agrada­ble. La abandonó antes de que se despertase, y con la primera luz del día fue al «Pera Palace». Tenía un ojo negro y llevaba la chaqueta bajo el brazo, ya que había perdido una manga.
Aquella misma noche partió para Anatolia y, en la última parte del viaje, mientras cabalga­ban por los campos de adormideras que reco­lectaban para hacer opio, y las distancias pare­cían alargarse cada vez más, sin llegar nunca al sitio donde se efectuó el ataque con los ofi­ciales que marcharon a Constantinopla, recordó que no sabía nada, ¡maldición!, y luego la arti­llería acribilló a las tropas, y el observador bri­tánico gritó como un niño.
Aquella fue la primera vez que vio hombres muertos con faldas blancas de ballet y zapatos con cintas. Los turcos se hicieron presentes con firmeza y en tropel. Entonces vio que los hom­bres de faldón huían, perseguidos por los oficia­les que hacían fuego sobre ellos, y él y el ob­servador británico también tuvieron que esca­par. Corrieron hasta sentir una aguda punzada en los pulmones y tener la boca seca. Se refu­giaron detrás de unas rocas, y los turcos seguían atacando con la misma furia. Luego vio cosas que ahora le dolía recordar, y después fue mu­cho peor aún. Así, pues, cuando regresó a París no quería hablar de aquello ni tan sólo oír que lo mencionaran. Al pasar por el café vio al poeta americano delante de un montón de platillos, con estúpido gesto en el rostro, mientras hablaba del movimiento «dadá» con un rumano que decía llamarse Tristán Tzara, y que siempre usa­ba monóculo y tenía jaqueca. Por último, volvió a su departamento con su esposa, a la que ama­ba otra vez. Estaba contento de encontrarse en su hogar y de que hubieran terminado todas las peleas y todas las locuras. Pero la administra­ción del hotel empezó a mandarle la correspon­dencia al departamento, y una mañana, en una bandeja, recibió una carta en contestación a la suya. Cuando vio la letra le invadió un sudor frío y trató de ocultar la carta debajo de otro sobre. Pero su esposa dijo: « ¿De quién es esa carta, querido?»; y ése fue el principio del fin. Recordaba la buena época que pasó con todas ellas, y también las peleas. Siempre elegían los mejores sitios para pelearse. ¿Y por qué tenían que reñir cuando él se encontraba mejor? Nun­ca había escrito nada referente a aquello, pues, al principio, no quiso ofender a nadie, y des­pués, le pareció que tenía muchas cosas para escribir sin necesidad de agregar otra. Pero siempre pensaba que al final lo escribiría tam­bién. No era mucho, en realidad. Había visto los cambios que se producían en el mundo; no sólo los acontecimientos, aunque observó con deten­ción gran cantidad de ellos y de gente; también sabia apreciar ese cambio más sutil que hay en el fondo y podía recordar cómo era la gente y cómo se comportaba en épocas distintas. Ha­bía estado en aquello, lo observaba de cerca, y tenía el deber de escribirlo. Pero ya no podría hacerlo…

— ¿Cómo te encuentras? —preguntó la mujer, que salía de la tienda después de bañarse.
—Muy bien.
— ¿Podrías comer algo, ahora?
Vio a Molo detrás de la mujer, con la mesa plegadiza, mientras el otro sirviente llevaba los platos.
—Quiero escribir.
—Sería mejor que tomaras un poco de caldo para fortalecerte.
—Si voy a morirme esta noche, ¿para qué quiero fortalecerme?
—No seas melodramático, Harry; te lo ruego.
— ¿Por qué diablos no usas la nariz? ¿No te das cuenta de que estoy podrido hasta la cintu­ra? ¿Para qué demonios serviría el caldo ahora? Molo, trae whisky-soda.
—Toma el caldo, por favor —dijo ella suave­mente.
—Bueno.
El caldo estaba demasiado caliente. Tuvo que dejarlo enfriar en la taza, y por último lo tragó sin sentir náuseas.
Ella lo miró con su cara bonita como las que ilustraban Spur y Town and Country. Y al mi­rarla y observar su agradable sonrisa, sintió que la muerte se acercaba de nuevo. Esta vez no fue con ímpetu. Fue una ráfaga, como las que hacen vacilar la luz de la vela y extienden la llama con su gigantesca sombra proyectada has­ta el techo.
—Después pueden traer mi mosquitero, col­garlo del árbol y encender el fuego. No voy a entrar en la tienda esta noche. No vale la pena moverse. Es una noche clara. No lloverá.
«Así es como uno muere, entre susurros que no oye. Pues bien, no habrá más peleas.» Has­ta podía prometerlo. No iba a echar a perder la única experiencia que le faltaba. Aunque pro­bablemente lo haría. «Siempre lo he estropeado todo.» Pero quizá no fuese así en esta ocasión.
—No puedes escribir al dictado, ¿verdad?
—Nunca supe —contestó ella.
—Está bien.
No había tiempo, por supuesto, pero en aquel momento le pareció que todo se podía poner en un párrafo si se interpretaba bien.

Encima del lago, en una colina, veía una ca­baña rústica que tenía las hendiduras tapadas con mezcla. Junto a la puerta había un palo con una campana, que servía para llamar a la gente a comer. Detrás de la casa, campos, y más allá de los campos estaba el monte. Una hilera de álamos se extendía desde la casa hasta el muelle. Un camino llevaba hasta las colinas por el límite del monte, y a lo largo de ese camino él solía recoger zarzas. Luego, la cabaña se in­cendió y todos los fusiles que habían en las perchas encima del hogar, también se quema­ron. Los cañones de las escopetas, fundido el plomo de las cámaras para cartuchos, y las ca­jas fueron destruidos lentamente por el fuego, sobresaliendo del montón de cenizas que fueron usadas para hacer lejía en las grandes calderas de hierro, y cuando le preguntamos al Abuelo si podíamos utilizarla para jugar, nos dijo que no. Allí estaban, pues, sus fusiles y nunca volvió a comprar otros. Ni volvió a cazar. La casa fue reconstruida en el mismo sitio, con madera ase­rrada. La pintaron de blanco; desde la puerta se veían los álamos y, más allá, el lago; pero ya no habían fusiles. Los cañones de las escope­tas que habían estado en las perchas de la ca­baña yacían ahora afuera, en el montón de ce­nizas que nadie se atrevió a tocar jamás.
En la Selva Negra, después de la guerra, al­quilamos un río para pescar truchas, y tenía­mos dos maneras de llegar hasta aquel sitio. Ha­bía que bajar al valle desde Trisberg, seguir por el camino rodeado de árboles y luego subir por otro que atravesaba las colinas, pasando por muchas granjas pequeñas, con las grandes casas de Schwarzwald, hasta que cruzaba el río. La primera vez que pescamos recorrimos todo ese trayecto.
La otra manera consistía en trepar por una cuesta empinada hasta el límite de los bosques, atravesando luego las cimas de las colinas por el monte de pinos, y después bajar hasta una pradera, desde donde se llegaba al puente. Ha­bla abedules a lo largo del río, que no era gran­de, sino estrecho, claro y profundo, con pozos provocados por las raíces de los abedules. El propietario del hotel, en Trisberg, tuvo una bue­na temporada. Era muy agradable el lugar y to­dos eran grandes amigos. Pero el año siguiente se presentó la inflación, y el dinero que ganó durante la temporada anterior no fue suficiente para comprar provisiones y abrir el hotel; en­tonces, se ahorcó.
Aquello era fácil de dictar, pero uno no podía dictar lo de la Plaza Contrescarpe, donde las floristas teñían sus flores en la calle, y la pin­tura corría por el empedrado hasta la parada de los autobuses; y los ancianos y las mujeres, siempre ebrios de vino; y los niños con las na­rices goteando por el frío. Ni tampoco lo del olor a sobaco, roña y borrachera del café «Des Amateurs», y las rameras del «Bal Musette», en­cima del cuál vivían. Ni lo de la portera que se divertía en su cuarto con el soldado de la Guar­dia Republicana, que había dejado el casco ador­nado con cerdas de caballo sobre una silla. Y la inquilina del otro lado del vestíbulo, cuyo ma­rido era ciclista, y que aquella mañana, en la lechería, sintió una dicha inmensa al abrir L'Auto y ver la fotografía de la prueba Parls-Tours, la primera carrera importante que dispu­taba, y en la que se clasificó tercero. Enrojeció de tanto reír, y después subió al primer piso llo­rando, mientras mostraba por todas partes la página de deportes. El marido de la encargada del «Bal Musette» era conductor de taxi y cuan­do él, Harry, tenia que tomar un avión a prime­ra hora, el hombre le golpeaba la puerta para despertarlo y luego bebían un vaso de vino blan­co en el mostrador de la cantina, antes de sa­lir. Conocía a todos los vecinos de ese barrio, pues todos, sin excepción, eran pobres.
Frecuentaban la Plaza dos clases de perso­nas: los borrachos y los deportistas. Los borrachos mataban su pobreza de ese modo; los deportistas iban para hacer ejercicio. Eran des­cendientes de los comuneros y resultaba fácil describir sus ideas políticas. Todos sabían cómo habían muerto sus padres, sus parientes, sus hermanos y sus amigos cuando las tropas de Versalles se apoderaron de la ciudad, después de la Comuna, y ejecutaron a toda persona que tuviera las manos callosas, que usara gorra o que llevara cualquier otro signo que revelase su condición de obrero. Y en aquella pobreza, en aquel barrio del otro lado de la calle de la «Boucherie Chevaline» y la cooperativa de vinos, escribió el comienzo de todo lo que iba a hacer. Nunca encontró una parte de París que le gus­tase tanto como aquélla, con sus enormes árbo­les, las viejas casas de argamasa blanca con la parte baja pintada de pardo, los autobuses ver­des que daban vueltas alrededor de la plaza, el color purpúreo de las flores que se extendían por el empedrado, el repentino declive pronun­ciado de la calle Cardenal Lemoine hasta el río y, del otro lado, la apretada muchedumbre de la calle Mouffetard. La calle que llevaba al Pan­teón y la otra que él siempre recorría en bici­cleta, la única asfaltada de todo el barrio, suave para los neumáticos, con las altas casas y el ho­tel grande y barato donde había muerto Paul Verlaine. Como los departamentos que alquila­ban sólo constaban de dos habitaciones, él tenía una habitación aparte en el último piso, por la cual pagaba sesenta francos mensuales. Desde allí podía ver, mientras escribía, los techos, las chimeneas y todas las colinas de París.
Desde el departamento sólo se veían los gran­des árboles y la casa del carbonero, donde tam­bién se vendía vino, pero de mala calidad; la cabeza de caballo de oro que colgaba frente a la «Boucherie Chevaline», en cuya vidriera se exhi­bían los dorados trozos de res muerta, y la coo­perativa pintada de verde, donde compraban el vino, bueno y barato. Lo demás eran paredes de argamasa y ventanas de los vecinos. Los veci­nos que, por la noche, cuando algún borracho se sentaba en el umbral, gimiendo y gruñendo con la típica ivresse francesa que la propaganda hace creer que no existe, abrían las ventanas, dejando oír el murmullo de la conversación. « ¿Dónde está el policía? El bribón desaparece siempre que uno lo necesita. Debe de estar acos­tado con alguna portera. Que venga el agente.» Hasta que alguien arrojaba un balde de agua desde otra ventana y los gemidos cesaban. «¿Qué es eso? Agua. ¡Ahí ¡Eso se llama tener inteli­gencia!» Y entonces se cerraban todas las ven­tanas.
Marie, su sirvienta, protestaba contra la jor­nada de ocho horas, diciendo: «Mi marido trabaja hasta las seis, sólo se emborracha un poquito al salir y no derrocha demasiado. Pero si trabaja nada más que hasta las cinco, está borracho todas las noches y una se queda sin dinero para la casa. Es la esposa del obrero la que sufre de la reducción del horario.»

— ¿Quieres un poco más de caldo? —le pre­guntaba su mujer.
—No, muchísimas gracias, aunque está muy bueno.
—Toma un poquito más, ¿no?
—Prefiero un whisky con soda.
—No te sentará bien.
—Ya lo sé. Me hace daño. Cole Porter escri­bió la letra y la música de eso: te estás volvien­do loca por mí.
—Bien sabes que me gusta que bebas, pero...
— ¡Oh! Sí, ya lo sé: sólo que me sienta mal.
«Cuando se vaya —pensó—, tendré todo lo que quiera. No todo lo que quiera, sino todo lo que haya.» ¡Ay! Estaba cansado. Demasiado cansado. Iba a dormir un rato. Estaba tranqui­lo porque la muerte ya se había ido. Tomaba otra calle, probablemente. Iba en bicicleta, acompañada, y marchaba en absoluto silencio por el empedrado...

No, nunca escribió nada sobre París. Nada del París que le interesaba. Pero ¿y todo lo demás que tampoco había escrito?
¿Y lo del rancho y el gris plateado de los ar­bustos de aquella región, el agua rápida y clara de los embalses de riego, y el verde oscuro de la alfalfa? El sendero subía hasta las colinas. En el verano, el ganado era tan asustadizo como los ciervos. En otoño, entre gritos y rugidos es­trepitosos, lo llevaban lentamente hacia el valle, levantando una polvareda con sus cascos. De­trás de las montañas se dibujaba el limpio per­fil del pico a la luz del atardecer, y también cuando cabalgaba por el sendero bajo la luz de la luna. Ahora recordaba la vez que bajó atra­vesando el monte, en plena oscuridad, y tuvo que llevar al caballo por las riendas, pues no se veía nada... Y todos los cuentos y anécdotas, en fin, que había pensado escribir.
¿Y el imbécil peón que dejaron a cargo del rancho en aquella época, con la consigna de que no dejara tocar el heno a nadie? ¿Y aquel viejo bastardo de los Forks que castigó al muchacho cuando éste se negó a entregarle determinada cantidad de forraje? El peón tomó entonces el rifle de la cocina y le disparó un tiro cuando el anciano iba a entrar en el granero. Y cuando volvieron a la granja, hacía una semana que el viejo había muerto. Su cadáver congelado estaba en el corral y los perros lo habían devorado en parte. A pesar de todo, envolvieron los restos en una frazada y la ataron con una cuerda. El mismo peón los ayudó en la tarea. Luego, dos de ellos se llevaron el cadáver, con esquíes, por el camino, recorriendo las sesenta millas hasta la ciudad, y regresaron en busca del asesino. El peón no esperaba que se lo llevaran preso. Creía haber cumplido con su deber, y que yo era su amigo y pensaba recompensar sus servicios. Por eso, cuando el sheriff le colocó las esposas, se quedó mudo de sorpresa, y luego se echó a llo­rar. Ésta era una de las anécdotas que dejé para escribirla más adelante. Conocía por lo menos veinte anécdotas parecidas y buenas y nunca ha­bía escrito ninguna. ¿Por qué?

—Tú les dirás por qué —dijo.
— ¿Por qué qué, querido?
—Nada.
Desde que estaba con él, la mujer no bebía mucho. «Pero si vivo —pensó Harry—, nunca escribiré nada sobre ella ni sobre los otros.» Los ricos eran perezosos y bebían muchísimo, o ju­gaban demasiado al backgammon. Eran pe­rezosos; por eso siempre repetían lo mismo. Re­cordaba al pobre Julián, que sentía un respetuo­so temor por todos ellos, y que una vez empezó a contar un cuento que decía: «Los muy ricos son gente distinta. No se parecen ni a usted ni a mí.» Y alguien le interrumpió para manifes­tar: «Ya lo creo. Tienen más dinero que noso­tros.» Pero esto no le causó ninguna gracia a Julián, que pensaba que los ricos formaban una clase social de singular encanto. Por eso, cuan­do descubrió lo contrario, sufrió una decepción totalmente nueva.
Harry despreciaba siempre a los que se desi­lusionaban, y eso se comprendía fácilmente. Creía que podía vencerlo todo y a todos, y que nada podría hacerle daño, ya que nada le im­portaba.
Muy bien. Pues ahora no le importaba un co­mino la muerte. El dolor era una de las pocas cosas que siempre había temido. Podía aguan­tarlo como cualquier mortal, mientras no fuese demasiado prolongado y agotador, pero en esta ocasión había algo que le hería espantosamen­te, y cuando iba a abandonarse a su suerte, cesó el dolor.

Recordaba aquella lejana noche en que Williamson, el oficial del cuerpo de bombarderos, fue herido por una granada lanzada por un pa­trullero alemán, cuando él atravesaba las alam­bradas; y cómo, llorando, nos pidió a todos que lo matásemos. Era un hombre gordo, muy valien­te y buen oficial, aunque demasiado amigo de las exhibiciones fantásticas. Pero, a pesar de sus alardes, un foco le iluminó aquella noche entre las alambradas, y sus tripas empezaron a des­parramarse por las púas a consecuencia de la explosión de la granada, de modo que cuando lo trajeron vivo todavía, tuvieron que matarlo, «¡Mátame, Harry! ¡Mátame, por el amor de Dios!» Una vez sostuvieron una discusión acer­ca de que Nuestro Señor nunca nos manda lo que no podemos aguantar, y alguien exponía la teoría de que, diciendo eso en un determinado momento, el dolor desaparece automáticamen­te. Pero nunca se olvidaría del estado de Williamson aquella noche. No le pasó nada hasta que se terminaron las tabletas de morfina que Harry no usaba ni para él mismo. Después, ma­tarlo fue la única solución.

Lo que tenía ahora no era nada en compara­ción con aquello; y no habría habido motivo de preocupación, a no ser que empeorara con el tiempo. Aunque tal vez estuviera mejor acom­pañado.
Entonces pensó un poco en la compañía que le hubiera gustado tener.
«No —reflexionó—, cuando uno hace algo que dura mucho, y ha empezado demasiado tarde, no puede tener la esperanza de volver a encon­trar a la gente todavía allí. Toda la gente se ha ido. La reunión ha terminado y ahora has que­dado solo con tu patrona. ¡Bah! Este asunto de la muerte me está fastidiando tanto como las demás cosas.»
—Es un fastidio —dijo en voz alta.
— ¿Qué, queridito?
—Todo lo que dura mucho.
Harry miró el rostro de la mujer, que estaba entre el fuego y él. Ella se había recostado en la silla y la luz de la hoguera brillaba sobre su cara de agradables contornos, y entonces se dio cuenta de que ella tenía sueño. Oyó también que la hiena hacía ruido algo más allá del límite del fuego.
—He estado escribiendo —dijo—, pero me cansé.
— ¿Crees que podrás dormir?
—Casi seguro. ¿Por qué no vas adentro?
—Me gusta quedarme sentada aquí, contigo.
— ¿Te encuentras mal? —le preguntó a la mu­jer.
—No. Tengo un poco de sueño.
—Yo también.
En aquel momento sintió que la muerte se acercaba de nuevo.
—Te aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad —le dijo más tarde.
—Nunca has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido.
— ¡ Dios mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?
Porque en aquel instante la muerte apoyaba la cabeza sobre los pies del catre y su aliento llegaba hasta la nariz de Harry.
—Nunca creas eso que dicen de la guadaña y la calavera. Del mismo modo podrían ser dos policías en bicicleta, o un pájaro, o un hocico ancho como el de la hiena.
Ahora avanzaba sobre él, pero no tenía forma. Ocupaba espacio, simplemente.
—Dile que se marche.
No se fue, sino que se acercó aún más.
— ¡Qué aliento del demonio tienes! —le dijo a la muerte—. ¡Tú, asquerosa bastarda!
Se acercó otro poco y él ya no podía hablar­le, y cuando la muerte lo advirtió, se aproximó todavía más, mientras Harry trataba de echarla sin hablar; pero todo su peso estaba sobre su pecho, y mientras se acuclillaba allí y le impedía moverse o hablar, oyó que su mujer decía:
—Bwana ya se ha dormido. Levanten el catre y llévenlo a la tienda, pero con cuidado.
No podía decirle que la hiciera marcharse, y allí estaba la muerte, sentada sobre su pecho, cada vez más pesada, impidiéndole hasta respi­rar.
Y entonces, mientras levantaban el catre, se encontró repentinamente bien ya que el peso dejó de oprimirle el pecho.

… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … …

Ya era de día y habían transcurrido varias ho­ras de la mañana cuando oyó el aeroplano. Pa­recía muy pequeño. Los criados corrieron a encender las hogueras, usando kerosene y amon­tonando la hierba hasta formar dos grandes hu­maredas en cada extremo del terreno que ocu­paba el campamento. La brisa matinal llevaba el humo hacia las tiendas. El aeroplano dio dos vueltas más, esta vez a menor altura, y luego planeó y aterrizó suavemente. Después, Harry vio que se acercaba el viejo Compton, con pan­talones, camisa de color y sombrero de fieltro oscuro.
— ¿Qué te pasa, amigo? —preguntó el aviador.
—La pierna —le respondió Harry—. Anda mal. ¿Quieres comer algo o has desayunado ya?
—Gracias. Voy a tomar un poco de té. Traje el Puss Moth que ya conoces, y como hay sitio para uno solo, no podré llevar a la memsahib. Tu camión está en el camino.
Helen llamó aparte a Compton para decirle algo. Luego, él volvió más animado que antes.
—Te llevaré en seguida —dijo—. Después vol­veré a buscar a la mem. Lo único que temo es tener que detenerme en Arusha para cargar combustible. Convendría salir ahora mismo.
— ¿Y el té?
—No importa; no te preocupes.
Los peones levantaron el catre y lo llevaron a través de las verdes tiendas hasta el avión, pa­sando entre las hogueras que ardían con todo su resplandor. La hierba se había consumido por completo y el viento atizaba el fuego hacia el pequeño aparato. Costó mucho trabajo me­ter a Harry, pero una vez que estuvo adentro se acostó en el asiento de cuero, y ataron su pier­na a uno de los brazos del que ocupaba Comp­ton. Saludó con la mano a Helen y a los criados. El motor rugía con su sonido familiar. Después giraron rápidamente, mientras Compie vigilaba y esquivaba los pozos hechos por los jabalíes. Así, a trompicones atravesaron el terreno, entre las fogatas, y alzaron vuelo con el último cho­que. Harry vio a los otros abajo, agitando las manos; y el campamento, junto a la colina, se veía cada vez más pequeño: la amplia llanura, los bosques y la maleza, y los rastros de los ani­males que llegaban hasta los charcos secos, y vio también un nuevo manantial que no conocía. Las cebras, ahora con su lomo pequeño, y las bestias, con las enormes cabezas reducidas a puntos, parecían subir mientras el avión avan­zaba a grandes trancos por la llanura, disper­sándose cuando la sombra se proyectaba sobre ellos. Cada vez eran más pequeños, el movimien­to no se notaba, y la llanura parecía estar lejos, muy lejos. Ahora era gris-amarillenta. Estaban encima de las primeras colinas y las bestias les seguían siempre el rastro. Luego pasaron sobre unas montañas con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes, y des­pués, de nuevo los bosques tupidos y las colinas que se veían casi chatas. Después, otra llanura, caliente ahora, morena, y púrpura por el sol. Compie miraba hacia atrás para ver cómo cabalgaba. Enfrente, se elevaban otras oscuras mon­tañas.
Por último, en vez de dirigirse a Arusha, die­ron la vuelta hacia la izquierda. Supuso, sin ninguna duda, que al piloto le alcanzaba el com­bustible. Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que se movía sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves de una ventisca que aparecen de improviso, y entonces supo que eran las langostas que venían del Sur. Luego empezaron a subir. Parecían dirigirse ha­cia el Este. Después se oscureció todo y se encontraron en medio de una tormenta en la que la lluvia torrencial daba la impresión de estar volando a través de una cascada, hasta que sa­lieron de ella. Compie volvió la cabeza sonrien­do y señaló algo. Harry miró, y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increí­blemente blanca bajo el sol. Entonces supo que era allí adonde iba.

En aquel instante, la hiena cambió sus lamen­tos nocturnos por un sonido raro, casi humano, como un sollozo. La mujer lo oyó y se estreme­ció de inquietud. No se despertó, sin embargo. En su sueño, se veía en la casa de Long Island, la noche antes de la presentación en sociedad de su hija. Por alguna razón estaba allí su padre, que se portó con mucha descortesía. Pero la hiena hizo tanto ruido que ella se despertó y, por un momento, llena de temor, no supo dónde estaba. Luego tomó la linterna portátil e ilumi­nó el catre que le habían entrado después de dormirse Harry. Vio el bulto bajo el mosqui­tero, pero ahora le parecía que él había sacado la pierna, que colgaba a lo largo de la cama con las vendas sueltas. No aguantó más.
— ¡Molo! —llamó—. ¡Molo! ¡Molo!
Y después dijo:
— ¡Harry! ¡Harry! —Y levantando la voz—: ¡Harry! ¡Contéstame, te lo ruego! ¡Oh, Harry!
No hubo respuesta y tampoco le oyó respirar.
Fuera de la tienda, la hiena seguía lanzando el mismo gemido extraño que la despertó. Pero los latidos del corazón le impedían oírlo.






LA VIDA FELIZ DE FRANCIS MACOMBER

Era la hora del almuerzo y los tres estaban sentados, bajo el doble toldo verde, a la entra­da de la tienda que usaban como comedor, in­tentando simular que nada había ocurrido.
— ¿Van a tomar jugo de lima o limón expri­mido? —preguntó Macomber.
—Prefiero un gimlet (1) —respondió Wilson.
—Yo también beberé un gimlet. Necesito to­mar algo —dijo la esposa de
(1) Especie de bebida refrescante.
Macomber.
—Creo que es lo mejor que podemos hacer —convino su marido—. Dile que prepare tres.
El sirviente había empezado ya a preparar las bebidas y sacaba las botellas de las frescas bol­sas de lona que rezumaban humedad, expuestas al viento que soplaba a través de los árboles que daban sombra a las tiendas.
—¿Qué podría darles? —preguntó Macomber.
—Unas pastillas de tabaco de mascar será más que suficiente —declaró Wilson—; no con­viene acostumbrarlos mal.
— ¿Las distribuirá el jefe?
—Sin duda alguna.
Media hora antes, el cocinero, los sirvientes, el desollador y los demás criados habían lleva­do en hombros, triunfalmente, a Francis Ma­comber, desde el límite del campamento hasta su tienda. Los portadores de fusiles no habían tomado parte en la demostración. Cuando los nativos lo dejaron ante la puerta, estrechó las manos de todos, recibió sus felicitaciones y lue­go entró en la tienda y se sentó en la cama has­ta que llegó su mujer. Ella no le dirigió la palabra y Macomber salió en seguida para la­varse la cara y las manos en un lavabo portátil que estaba fuera. Luego se dirigió a la tienda-comedor y se tendió en una cómoda silla de lona colocada a la sombra, cara a la brisa.
—Bien; ya tiene usted su león —le dijo Wil­son— y no cabe duda de que es un magnífico ejemplar.
La señora Macomber dirigió una rápida mira­da a Wilson. Era una mujer hermosísima, muy bien conservada. Cinco años antes, su aspecto y su posición social le habían permitido disponer de cinco mil dólares por haber garantizado —con sus fotografías— las excelencias de un producto de belleza que nunca usó. Hacía once años que estaba casada con Francis Macomber.
—Es un buen animal, ¿no es cierto? —excla­mó Macomber.
Los ojos de su esposa se volvieron hacia él. Luego miró a los dos hombres como si jamás los hubiese visto.
Sabía que a uno de ellos, Wilson, el cazador blanco, realmente no lo había visto nunca. Era un hombre de estatura mediana, cabellos rubios, bigote corto y rostro muy encarnado. Alrede­dor de sus fríos ojos azules, unas tenues arru­gas blancas se acanalaban tranquilamente cuan­do sonreía, como lo hacía en ese instante. Ella desvió los ojos y empezó a mirar cómo caían sus hombros bajo la suelta camisa que llevaba, con los cuatro grandes cartuchos sostenidos por una presilla en el lugar donde debía estar el bol­sillo izquierdo. Luego bajó la vista a las grandes manos morenas, sus viejos pantalones y sus bo­tas muy sucias, y, de allí, la volvió nuevamente al rostro. Notó que el tinte rojizo de su cara se detenía en una línea blanca marcada por el círculo dejado por el sombrero «Stetson», que en aquel momento estaba colgado de una de las perchas de la tienda.
—Bueno, ¡a la salud del león! —exclamó Robert Wilson.
Sonrió de nuevo a la mujer. Sin responderle, ella miró con curiosidad a su marido.
Francis Macomber era muy alto y, fuera de este detalle, estaba muy bien formado. Trigue­ño, con los cabellos cortos como un remero, tenía los labios más bien delgados. Se le conside­raba guapo. Vestía ropas de safari (1) de la mis­ma
(1) Expedición de caza o exploración en el África.
clase que Wilson, pero las suyas eran nue­vas. A los treinta y cinco años se conservaba en buen estado físico, era un notable jugador de tenis, había logrado varias marcas de pes­ca mayor y acababa de demostrar, de un modo bastante público, que era un cobarde.
— ¡A la salud del león! —repitió, y dirigién­dose a Wilson dijo—: Nunca podré agradecerle lo que ha hecho.
Margaret, su esposa, apartó su mirada de él y la volvió a Wilson.
—No hablemos más del león —murmuró.
El cazador la miró sin sonreír. Ella sonrió entonces.
—Ha sido un día muy extraño —dijo—. ¿Por qué no se ha puesto el sombrero? ¿No hay que llevarlo siempre a mediodía, aun a la sombra? Usted mismo me aconsejó que lo hiciera.
—Puedo ponérmelo, si usted quiere.
—Tiene usted el rostro muy encarnado, se­ñor Wilson —dijo, sonriéndole de nuevo.
—La bebida, tal vez —replicó el cazador.
—No lo creo. Francis bebe muchísimo, pero no enrojece nunca.
—Pues hoy sí estoy rojo —terció Macomber, pretendiendo bromear.
—No —respondió Margaret—; soy yo quien está colorada hoy. Pero el señor Wilson siem­pre tiene la cara así.
—Debe ser un detalle racial —sonrió Wil­son—. Pero, perdone usted; ¿tendría algún in­conveniente en abandonar el tema de mi be­lleza?
—Pero si acabamos de empezar.
—Dejémoslo.
—Es que la conversación se hará muy difí­cil...
—No seas tonta, Margot —exclamó su marido.
—No veo dificultad alguna —declaró Wil­son—. Recuerde que hemos cazado un hermo­so león.
Margot miró a ambos y los dos se dieron cuenta de que estaba a punto de llorar. Hacía mucho rato que Wilson esperaba esas lágrimas y las temía. Macomber ya había pasado antes por ellas.
— ¡Ojalá no hubiese ocurrido! ¡Oh! ¡Ojalá no hubiese ocurrido! —exclamó y se fue rápida­mente en dirección a su tienda. No oyeron nin­gún sollozo, pero sus hombros se movían con­vulsivamente bajo la rosada y fresca blusa que llevaba puesta.
—Trastornos femeninos —dijo Wilson al hom­bre alto—. No tiene importancia. Tensión ner­viosa o algo por el estilo.
—No —dijo Macomber—; creo que tendré que soportarlo toda la vida.
—Tonterías. Terminemos con la cuestión del león. Olvídelo todo. Por otra parte, no vale la pena.
—Trataré de hacerlo —respondió el otro—; aunque, en verdad, nunca podré olvidar lo que hizo por mí.
—Nada —exclamó Wilson—. ¡Tonterías!
Se sentaron allí, a la sombra de las frondosas acacias.
Detrás del lugar donde habían establecido el campamento se elevaba un risco sembrado de cantos rodados. Frente a ellos, un trozo de terreno cubierto de hierba se extendía has­ta la ribera del río, cuyo lecho estaba lleno de piedras redondas. Más allá, del otro lado, comenzaba la selva. Mientras los sirvientes ponían la mesa para el almuerzo, los dos hombres empezaron a beber, evitando mirarse a los ojos. Wilson supuso que, para entonces, los criados conocían todos los detalles de lo ocurrido, y cuando vio que el sirviente de Macomber mira­ba con curiosidad a su amo mientras colocaba los platos sobre la mesa, le gritó en swahili. El muchacho se alejó con el rostro muy pálido.
— ¿Qué le ha dicho? —interrogó Macomber.
—Nada; que se dé prisa si no quiere que le sacuda quince de los buenos.
—Y, ¿qué es eso? ¿Latigazos?
—Sí —respondió Wilson—. Ya sé que es ile­gal. Se supone que tenemos que multarlos cuan­do cometen un error.
— ¿Y usted continúa haciéndolos azotar?
—Por supuesto. Claro que podrían provocar un gran escándalo si se les ocurriera quejarse. Pero no lo hacen. Prefieren esto a la multa.
— ¡Qué extraño! —exclamó Macomber.
—No es raro, en realidad. ¿Qué preferiría usted? ¿Soportar unos cuantos latigazos o perder su paga?
De pronto, se sintió molesto por lo que había dicho, y antes de que el otro pudiera responder, continuó:
—Todos nosotros recibimos todos los días al­gún castigo de un modo u otro; bien lo sabe usted.
Aquello no resultaba mejor que lo anterior.
«Dios mío —pensó—. ¡Estoy hecho todo un di­plomático! »
—Sí; recibimos nuestro castigo —dijo Macomber, todavía sin mirarlo—. Lamento mucho lo del león. Pero no hay por que ir más lejos, ¿no le parece? Quiero decir que nadie se entera­rá de este asunto, ¿verdad?
— ¿Supone acaso que soy capaz de decirlo en el Club de Mathaiga?
Wilson lo miró fríamente. No había esperado eso. «De modo que el bruto resultaba un cínico, además de un maldito cobarde. Casi me había empezado a gustar. Pero ¿cómo es posible cono­cer a los norteamericanos?»
—No —dijo—. Soy un cazador profesional. Nosotros no hablamos nunca de nuestros clien­tes. A este respecto, puede estar tranquilo. Aun­que, la verdad, es de mala educación hacer esta petición.
Había resuelto que sería mucho mejor romper de una vez. Comería solo y podría leer algún libro entre bocado y bocado. Ellos también co­merían solos. Mientras estuvieran en la safari los trataría con muchas formalidades —« ¿cómo dicen los franceses?»; sí, «con distinguida con­sideración»—. Eso resultaría mucho más sopor­table que este lío sentimental. Le insultaría y terminaría definitivamente con él. Luego podría leer durante el almuerzo y seguir «bebiéndoles el whisky». Esto era lo que se decía cuando una safari iba mal. Uno se encuentra con otro cazador blanco y le pregunta: «¿Cómo marcha eso?» Si la respuesta es: « ¡Oh! Todavía les es­toy bebiendo el whisky», es señal de que todo se ha ido al mismísimo demonio.
—Lo siento —dijo Macomber, mirándole con aquella cara norteamericana que seguiría pare­ciendo la de un adolescente hasta llegar a su madurez. El cazador observó entonces su ca­bello corto, sus bellos ojos de expresión dura, su nariz bien formada, los labios delgados y la hermosa mandíbula—. Lamento mucho no haberme dado cuenta de eso. Desconozco muchas cosas.
«Y ahora, ¿qué puedo hacer?», pensaba Wilson. Estaba resuelto a terminar rápida y limpia­mente con él y el miserable aquél le pedía per­dón, después de haber llegado casi a insul­tarle.
—No se preocupe porque yo pueda hablar —declaró con sequedad—. Tengo que vivir. Ya sabe usted que en el África ninguna mujer quie­re irse sin su león y ningún hombre blanco huye...
—Escapé como un conejo —murmuró Macomber.
« ¡Demonio! ¿Qué hacer con un hombre que habla así?», se preguntó Wilson. Miró a su in­terlocutor con sus ojos fríos y azules, de arti­llero, y el otro le sonrió. Tenía una agradable sonrisa para aquellos que no sabían cómo mi­raban sus ojos cuando se sentía herido.
—Tal vez pueda arreglarme con un búfalo —le dijo—. La próxima vez podríamos dedicarnos a ellos, ¿qué le parece?
—Mañana por la mañana, si lo prefiere —respondióle Wilson. Tal vez se había equivocado. Sí; en realidad, esto era lo que debía de haber ocurrido. Lo más probable era que nunca se pudiera estar seguro de nada con un norteame­ricano. Ya estaba de nuevo de parte de Macomber. Si por lo menos pudiera olvidar lo de la mañana. Pero, por supuesto, no era posible.
—Aquí está la memsahib (1) —indicó el ca­zador.
La mujer se acercaba a ellos desde la tienda. Parecía animada, alegre y estaba muy hermosa. El óvalo de su rostro era perfecto. Tan perfec­to que uno pensaba encontrarse con una estú­pida. «Pero no lo es —pensó Wilson—; no, no lo es.»

(1) Nombre que dan los nativos a la mujer europea. Al hombre le llaman sahib.
— ¿Cómo está el hermoso piel roja Wilson? ¿Te sientes mejor, Francis, amor mío?
— ¡Oh! Mucho mejor —contestó Macomber.
—Ya he dejado de pensar en aquello —dijo la joven mientras se sentaba a la mesa—. ¿Qué importancia tiene el hecho de que mi marido no sirva para cazar leones? Después de todo no es su oficio, sino el del señor Wilson. En realidad, el señor Wilson resulta impresionan­te matando cualquier cosa. Porque usted es capaz de matar cualquier cosa, ¿no es cierto?
— ¡Oh! sí; cualquier cosa —respondió Wil­son—, sencillamente, cualquier cosa.
«Son las mujeres más perversas del mundo; las más perversas, las más crueles, las más vo­races y las más atractivas de las mujeres —pen­saba Wilson—; y sus maridos se ablandan poco a poco o se destrozan los nervios, mientras ellas se vuelven cada vez más duras. ¿O quizás eligen hombres a quienes pueden dominar? Aunque, en verdad, no pueden saber tantas cosas a la edad en que se casan.» Y se sintió agradecido por haber conocido de antemano a las norteamericanas, porque en este caso la mujer era adorable.
—Mañana por la mañana saldremos a cazar búfalos —dijo su marido.
—Yo voy con ustedes.
—No; usted no puede venir.
— ¡Oh! Sí; iré —insistió—. ¿Puedo, Francis?
—Pero ¿por qué no te quedas en el campa­mento?
— ¡Por nada del mundo! —exclamó—. Por nada del mundo perdería otra escena como la de hoy.
«Cuando se fue —estaba pensando Wilson—, cuando salió para no llorar ante nosotros, la creí una mujer admirable. ¡Demonio! Parecía comprender, entender, sentirse herida por él y por sí mismo, y saber cuál era realmente la situación.» Pasaron sólo veinte minutos y ahora volvía impregnada de esa crueldad de la hembra norteamericana. «Son las mujeres más de­testables. Realmente, las más perversas y las más detestables del mundo.»
—Mañana representaremos otra escena para ti —dijo Macomber.
—Usted no va a venir con nosotros —mani­festó por su parte Wilson.
—Está usted muy equivocado —declaró ella—. Porque, además, quiero verle actuar a us­ted. Esta mañana se portó maravillosamente. Si se puede calificar de maravilloso la caza de los animales.
—Aquí traen el almuerzo —advirtió Wilson—. ¿Se divierte usted mucho?, ¿eh?
— ¿Y por qué no? No he venido aquí para aburrirme.
—Pues hasta ahora no ha tenido mucho tiem­po de hacerlo —contestó el cazador. Desde don­de estaba sentado podía ver los cantos roda­dos del río y la alta orilla opuesta, cubierta de árboles. Y otra vez recordó lo que había suce­dido por la mañana.
—Claro que no —afirmó la joven—. Ha sido encantador. Y mañana... i No puede imaginarse con cuánta ansiedad espero el día de mañana!
—Esto es carne de antílope sudafricano —ex­plicó Wilson indicando el plato.
— ¿Son esos animales grandes como vacas y que saltan como liebres?
—Lo que usted dice podría pasar como una definición —asintió su interlocutor.
—Su carne es muy buena —opinó Macomber.
— ¿Lo has cazado tú, Francis? —preguntó su esposa.
—Sí.
—No son peligrosos, ¿verdad?
—No; si no le caen encima —respondió Wil­son.
— ¡Estoy tan contenta!
— ¿Por qué no te callas y comes un poco, Margot? —dijo Macomber, mientras cortaba un filete de carne de antílope y ponía sobre el tenedor un poco de puré de patatas, salsa y za­nahoria picada.
—Ya que lo pides con tanta amabilidad —re­plicó su esposa—, no tengo inconveniente.
—Esta noche beberemos champaña a la salud del león —dijo Wilson—; ahora hace demasiado calor para tomarlo.
— ¡Oh! El león —dijo Margot—; lo había ol­vidado.
«De modo que hasta le toma el pelo —pensó Wilson—. O tal vez cree que de esta manera re­presenta mejor su papel. ¿Cómo reacciona una mujer cuando descubre que su marido es un cobarde? Es terriblemente cruel, pero todas lo son. Ellas mandan y, por supuesto, quien man­da hay veces que tiene que ser cruel. De todos modos, ya he visto bastante de este maldito te­rrorismo.»
— ¿Un poco más de antílope? —preguntó cortésmente.
Bien entrada la tarde, Wilson y Macomber partieron en el automóvil con el conductor na­tivo y dos portadores de fusiles. La señora Ma­comber se quedó en el campamento. Hacía de­masiado calor para salir aquella tarde, dijo, pero pensaba ir con ellos a la mañana siguiente. Mientras se alejaban, Wilson la vio junto a un árbol enorme, bonita, más que hermosa, con su vestido caqui tenuemente rosado y sus oscuros cabellos echados hacia atrás, apretados en moño sobre la nuca. «Tiene la cara tan fresca como si estuviera en Inglaterra», pensó. La joven se despedía agitando la mano, mientras el automóvil se alejaba por el terreno pantanoso cubierto de altos pastos, dando vueltas por en­tre los árboles en dirección a las pequeñas coli­nas pobladas de arbustos.
Allí encontraron un rebaño de impalas (1) y, abandonando el coche, se acercaron con sigilo a un viejo macho de cuernos enormes y muy abiertos. Macomber disparó certeramente y de­rribó de un tiro al animal, a pesar de que lo se­paraban de él más de doscientos metros. El resto de la manada emprendió una fuga desor­denada y salvaje, saltando unos sobre otros, con saltos largos, increíbles y flotantes, como los que damos a veces en los sueños.
—Un buen tiro —sentenció Wilson—. Presen­tan un blanco muy pequeño.
— ¿Está bien para empezar?
—Excelente —replicó el otro—. Dispare siem­pre así y no se verá nunca en apuros.
— ¿Cree usted que mañana podremos encon­trar algún búfalo?
—Es muy posible. Salen a comer muy tem­prano y con un poco de suerte podremos sor­prenderlos en un claro.
—Me gustaría redimirme de ese asunto del león —musitó Macomber—. Verdaderamente, no resulta agradable que la propia esposa sea testigo de hechos semejantes.

(1) Especie de antílope africano.
«Yo diría que más desagradable aún es ha­cerlo, esté o no la esposa delante, y hablar lue­go de haberlo hecho», pensó el cazador. Pero, en cambio, dijo:
—En su lugar, no me ocuparía más de eso. Cualquiera puede sentirse trastornado ante su primer león. Al fin y al cabo, todo ha termi­nado.
Pero aquella noche, después de la cena y el whisky con soda tomado junto al fuego antes de acostarse mientras estaba tendido en su ca­tre bajo el mosquitero, escuchando los ruidos nocturnos, Macomber pensó que no había ter­minado todo. Y no sólo que no había terminado sino ni siquiera empezado. Estaba allí de nue­vo, exactamente como había ocurrido y con al­gunos detalles grabados de manera indeleble. Estaba miserablemente avergonzado. Pero más que vergüenza, tenía miedo; un miedo frío y hueco. Y estaba allí todavía, lo había esperado en la oscuridad de la tienda. Estaba allí como un frío delgado y punzante ocupando el vacío dejado por la confianza que lo había abandona­do. El miedo estaba allí, dentro de él, un miedo que le ponía enfermo.
Había empezado la noche anterior, cuando, despierto, oyó el rugido del león desde algún lugar próximo al río. Era un ruido hondo, pro­longado, que terminaba en una especie de gru­ñido sofocado, de tal intensidad, que parecía que estuviera allí mismo fuera de la tienda. Macomber se sintió aterrorizado. Su esposa dor­mía profundamente a su lado, con respiración regular. No tenia a nadie en quien confiar su miedo; nadie que pudiera compartirlo. Estaba solo, tumbado en la cama. No conocía el prover­bio somalí que dice que el león atemoriza siempre tres veces a un hombre valiente: cuando ve por primera vez su rastro, cuando oye su rugi­do y cuando se ve frente a él. Más tarde, cuan­do estaba desayunando a la luz de la linterna, antes de la salida del sol, el león rugió de nuevo y Francis creyó que estaba en el límite mis­mo del campamento.
—Parece un animal viejo —dijo Wilson, le­vantando la vista de su plato de arenque ahu­mado—. Oiga cómo tose.
— ¿Está muy cerca?
—Más o menos a una milla río arriba.
— ¿Podremos verlo?
—Echaremos un vistazo.
— ¿Y se oye desde tan lejos su rugido? Pare­ce como si estuviera aquí dentro del campa­mento.
—Llega a una distancia endemoniada. Es ex­traño lo lejos que alcanza. Espero que éste val­ga la pena. Los rastreadores dicen que han vis­to uno muy grande por aquí.
—Si puedo tirarle, ¿dónde tengo que apun­tar para matarlo? —preguntó Macomber.
—A las paletas —respondió el cazado»—. O al cuello, si es posible. Tire a los huesos y lo derri­bará.
—Espero darle en un lugar apropiado.
—Usted dispara muy bien; pero no se apre­sure. Asegúrese bien. El primer tiro es el que vale.
—Y ¿a qué distancia?
—No podría decirlo. El león es el que tiene la palabra en cuanto a eso. Pero no dispare has­ta que se encuentre lo bastante cerca; si no, puede errar.
— ¿A unos cien metros?
Wilson lo miró rápidamente.
—Cien es una distancia correcta, pero tal vez sería mejor tomarlo un poco más cerca. Un tiro más largo podría perderse. Sí; es una dis­tancia razonable. Desde allí puede hacer blanco en cualquier momento. ¡Hola!, aquí viene la memsahib,
—Buenos días —dijo la mujer—. ¿Saldre­mos a cazar ese león?
—Tan pronto como termine el desayuno —re­plicó Wilson—. ¿Cómo se encuentra usted?
—Maravillosamente. Estoy muy excitada.
—Voy a ver si todo está preparado —anunció Wilson, y al alejarse, el león dejó oír nuevamen­te su rugido.
— ¡Maldito alborotador! ¡Ya te haremos ca­llar!
— ¿Qué ocurre, Francis? —le preguntó su mujer.
—Nada.
—Sí; te sucede algo. ¿Qué te preocupa?
—Nada —dijo.
—Dímelo —lo miró—. ¿No te encuentras bien?
—Ese maldito rugido. No ha cesado en toda la noche.
— ¿Por qué no me despertaste? Me hubiera gustado oírlo.
—Tengo que matar a este maldito león —dijo Macomber miserablemente.
—Bueno; para eso estás aquí, ¿no es así?
—Sí; pero estoy nervioso. Me irrita oír rugir a ese animal.
—Bueno; como dijo Wilson, mátalo y dejará de hacerlo.
—Sí, querida —dijo su marido—. Dicho así, parece fácil, ¿no es verdad?
— ¿Supongo que no tendrás miedo?
—Desde luego, no. Pero me ha puesto nervio­so oírle rugir toda la noche.
—Lo matarás de un modo maravilloso. Sé que lo harás. Y estoy terriblemente ansiosa por verte.
—Termina tu desayuno y nos iremos.
—Pero no hay luz todavía. Es una hora ridícula.
Justamente en aquel momento el león rugió con un hondo quejido que de pronto se volvió una vibración gutural y ascendente que parecía sacudir el aire y terminó en un suspiro y un gruñido pesado y profundo.
—Parece como si estuviera aquí mismo —dijo la esposa de Macomber.
— ¡Dios mío! ¡Cómo odio ese maldito rugido!
—Es realmente impresionante.
— ¿Impresionante? ¡Es espantoso!
Robert Wilson llegó sonriendo. Llevaba su feo «Gibbs 505», de cañón corto y sorprendentemen­te grueso.
—Vamos —dijo—. Su criado lleva el «Springfield» y la escopeta grande. Todo lo demás está en el coche. ¿Tiene balas?
—Sí.
—Yo estoy lista —dijo la mujer.
—Vamos a terminar con ese alboroto —decla­ró el cazador—. Usted suba delante. La memsahib podrá sentarse atrás, conmigo.
Subieron al automóvil y a la luz grisácea del amanecer se dirigieron al río a través de la ar­boleda. Macomber abrió la recámara de su fusil y, después de comprobar que los proyectiles estaban en la recámara, cerró el arma y echó el seguro. Notó cómo temblaban sus manos. Se palpó los bolsillos para ver si tenía una buena provisión de cartuchos y luego acarició los que llevaba en las presillas delanteras de su camisa. Se volvió hacia el asiento trasero del automó­vil, donde estaban sentados Wilson y su mujer. Ambos reían con excitación, y el cazador se in­clinó hacia delante susurrando:
—Mire usted cómo bajan los buitres. Esto significa que el viejo ha abandonado su presa.
En la ribera opuesta del río, Macomber pudo ver las aves de presa que describían círculos en el aire, sobre los árboles, lanzándose de pronto hacia la tierra.
—Lo más probable es que venga a beber aquí antes de retirarse a descansar —musitó Wil­son—. Mantenga los ojos abiertos.
Marchaban lentamente a lo largo de la orilla, que en aquel lugar caía cortada a pico sobre el lecho cubierto de cantos rodados, hiriendo aquí y allá los árboles al pasar. Macomber estaba ob­servando la orilla cuando se dio cuenta de que Wilson le cogía por el brazo. El auto se detuvo.
—Allí está —le oyó decir—. Frente a usted, a la derecha. Baje y dispárele. Es un ejemplar maravilloso.
Macomber vio al león. Estaba casi de perfil, con la gran cabeza levantada y vuelta hacia ellos. La temprana brisa matinal que soplaba en esa dirección agitaba apenas su oscura melena. Parecía enorme. Su silueta se recortaba sobre el fondo, con sus pesados omoplatos, bajo los cuales sobresalía un pecho grande como un barril.
— ¿A qué distancia estará? —preguntó Ma­comber.
—Más o menos, a unos setenta y cinco me­tros —replicó Wilson—. Baje y salga a su en­cuentro.
— ¿Por qué no tirar desde aquí?
—No hay que disparar nunca desde el coche —oyó a Wilson murmurar en su oído—. Salga. No va a estar allí todo el día esperándole.
Macomber salió por la curvada abertura late­ral del asiento delantero y puso los pies en el suelo. El león estaba todavía allí mirando ma­jestuosa y fríamente hacia el objeto del que sólo veía la silueta, y cuyo volumen era como el de un enorme rinoceronte. El viento no llevaba hasta sus fosas nasales el olor de hombre y te­nía los ojos fijos en aquella forma, moviendo un poco su enorme cabeza de un lado a otro. Lue­go, mientras miraba hacia aquel objeto, sin te­mor alguno, pero dudando antes de decidirse a bajar a beber a la ribera con una cosa seme­jante frente a él, vio destacarse del conjunto la figura de un hombre, y dando vuelta rápida­mente, corrió a acogerse al abrigo de los árbo­les. En aquel momento, oyó un estampido seco y sintió el golpe de una sólida bala 30-36 de 150 gramos, que le mordía el flanco y la ardiente y repugnante brecha abierta en su estómago. Tro­tó, sintiendo las patas pesadas, y con su enor­me panza herida, corrió por entre los árboles a buscar refugio en las altas hierbas. Nuevamen­te, el estampido volvió a alcanzarlo y pasó a su lado desgarrando el aire. Luego estalló una vez más y entonces sintió el golpe en sus costillas inferiores y la boca se le llenó de pronto de sangre caliente y espumosa. Galopó hacia los altos pastos donde podría ocultarse aplastado contra el suelo y lograr que esa cosa se acerca­ra para saltarle encima y cazar al hombre que la llevaba.
Macomber no pensó en lo que podía sentir el león, cuando abandonó el automóvil. Sólo tenía conciencia de que sus manos temblaban y a me­dida que se alejaba se le hacía más difícil mo­ver las piernas. Tenía los muslos endurecidos, rígidos, pero podía notar el movimiento de sus músculos. Levantó el fusil, apuntó a la unión de la cabeza y los hombros del animal y apretó el gatillo. No ocurrió nada, a pesar de que hizo fuerza hasta que empezó a sentir que se le que­braba el dedo. De pronto recordó que había co­locado el seguro y al bajar el fusil para abrir la llave, dio otro paso helado hacia delante. El león distinguió entonces su silueta recortada ne­tamente contra la forma confusa del automóvil; se volvió y empezó a trotar, alejándose. Al ha­cer fuego, Macomber oyó un corto gruñido, se­ñal de que la bala había dado en el blanco; pero el animal siguió. Disparó de nuevo y todos pudieron ver cómo el proyectil levantaba una nube de polvo más allá del felino que huía. Hizo fue­go otra vez, recordando que tenía que bajar la puntería, y se oyó el impacto de la bala. El león galopó y llegó a los altos pastos antes de que el cazador pudiera hacer funcionar nueva­mente el percutor.
Macomber permaneció clavado en el mismo sitio con una sensación de repugnancia en el estómago. Sus manos temblaban aún sostenien­do el «Springfield» amartillado. Robert Wilson y su mujer estaban a su lado, junto con los por­tadores de fusiles, que hablaban animadamente en wacamba.
—Lo alcancé —exclamó—, lo alcancé por lo menos dos veces.
—Le dio en el vientre y en otra parte de los cuartos delanteros —dijo Wilson sin entusias­mo. Los portadores de fusiles estaban muy graves. Ya no hablaban.
—Tal vez lo haya matado —continuó Wil­son—; tendremos que aguardar un poco para sa­lir a buscarlo.
— ¿Por qué?
—Hay que esperar a que esté moribundo, an­tes de hacerle frente.
— ¡Ah! —exclamó Macomber.
—Es un hermoso ejemplar. Pero ahora se ha metido en un mal refugio —manifestó Wilson alegremente.
— ¿Por qué malo?
—Porque no lo podremos ver hasta que este­mos casi encima de él.
— ¡Oh! —dijo Macomber.
—Venga —le indicó Wilson—. La memsahib puede quedarse aquí en el coche. Nosotros se­guiremos el rastro que ha dejado la sangre.
—Quédate aquí —dijo el hombre a su espo­sa. Notaba la boca reseca y le era difícil ha­blar.
— ¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque Wilson dice que debes quedarte.
—Iremos a echar un vistazo —terció el ca­zador—. Es mejor que usted se quede. Podrá ver mejor desde aquí.
—Muy bien; me quedo.
Wilson habló en swahili al conductor. Éste asintió y dijo:
—Sí, bwana.
Abandonaron la orilla y cruzaron el lecho seco del río, cubierto de cantos rodados. Una vez al otro lado treparon ayudándose con algunas raí­ces que sobresalían del risco y empezaron a an­dar a lo largo del cauce hasta llegar al sitio donde se hallaba el león la primera vez que Macomber hizo fuego. Allí comenzaba el rastro de sangre oscura sobre los pastos bajos. Los portadores de fusiles señalaron la sangre que se alejaba más allá de los árboles de la ribera.
— ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Macom­ber.
—No nos queda mucho para elegir —respon­dió el cazador blanco—. No podemos hacer lle­gar el automóvil hasta aquí. La orilla es de­masiado empinada. Dejaremos que el animal se vaya agotando y luego usted y yo saldremos en su busca.
— ¿No podríamos incendiar el pastizal?
—Está demasiado verde —replicó Wilson.
— ¿Y si mandáramos a los batidores?
Wilson le dirigió una mirada despectiva.
—Por supuesto que podríamos —le contes­tó—, pero ordenar una tarea semejante tendría algo de asesinato. Sabemos que el león está he­rido. De no ser así, resultaría fácil hacerlo sa­lir. Un león ileso se asoma al oír cualquier rui­do, pero herido se lanza al ataque. No nos será posible verlo hasta que casi estemos encima de él. Es capaz de ocultarse, aplastándose contra el suelo, en lugares donde se diría que no cabe una liebre. Es imposible mandar a los criados a cumplir una tarea como esa. Corren peligro de muerte.
— ¿Y los portadores de fusiles?
—Ellos vendrán con nosotros, de todos mo­dos. Es su shauri. Así lo estipula el contrato. Aunque, la verdad es que no parecen estar muy contentos.
—No quiero entrar allí.
Las palabras le habían salido de la boca sin advertirlo casi. Ni siquiera las había pen­sado.
—Ni yo tampoco —declaró alegremente Wilson—. Aunque, en realidad, no queda otra alter­nativa.
Luego, tardíamente, le asaltó un pensamiento. Miró a Macomber y advirtió que el temblor le dominaba. Su rostro tenía una palidez lasti­mosa.
—Por supuesto, usted no tiene obligación de hacerlo —dijo—. A mí me pagan para eso, y por eso soy tan caro.
— ¿Irá solo entonces? ¿Y por qué no dejarlo allí?
Hasta ese momento la preocupación de Wilson había estado centralizada en el león y el problema que éste presentaba, hechos que le habían impedido pensar en Macomber, excepto para observar que se hallaba aterrorizado. Pero, de pronto, tuvo la misma impresión que tendría una persona que, en un hotel, abre por equivo­cación la puerta del vecino y sorprende una escena vergonzosa.
— ¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Que podríamos dejarlo allí, ¿no le parece?
—Es decir, ¿que hagamos como si no hubiese sido herido?
—No; abandonarlo, simplemente.
—Imposible.
— ¿Por qué?
—Primero, porque está sufriendo; y luego porque cualquier otra persona podría toparse con él, y la mataría.
—Ya veo...
—Pero usted puede dejar de ir, si quiere.
—Me gustaría. Pero estoy un poco atemori­zado.
—Yo iré delante, Kongoni seguirá el rastro. Usted vendrá detrás, un poco hacia un lado. Es probable que lo oigamos gruñir. Si alcanza­mos a verle podremos disparar los dos. No se preocupe; yo estaré a su lado para apoyarlo. Aunque, en realidad, tal vez sería mejor que no viniese. Mucho mejor. ¿Por qué no va a reunirse con la memsahib, mientras termino con él?
—No; prefiero ir —dijo Macomber.
—Muy bien; pero no venga si no quiere. Éste es mi shauri, ahora.
Sentados bajo un árbol se pusieron a fumar.
— ¿Quiere volver a hablar con la memsahib mientras aguardamos?
—Bien; volveré yo a decirle que no se im­paciente.
—Buena idea —dijo Macomber. Se quedó allí, sentado, solo. Le sudaban los sobacos, tenía la boca seca y un vacío en el estómago. Deseaba tener el valor suficiente para decir a Wilson que fuera y terminara con el león, sin él. No sabía que el cazador estaba furioso por no haber advertido antes el estado en que se en­contraba, para enviarlo de nuevo al lado de su mujer. Wilson regresó.
—Traiga su escopeta grande —le dijo—. Tó­mela. Creo que ya le hemos dado bastante tiem­po. Vamos.
Macomber tomó el arma y Wilson indicó:
—Manténgase detrás, más o menos a cinco pasos a la derecha y haga exactamente lo que le indique.
Luego, se dirigió en swahili a los portadores de fusiles que se habían mantenido apartados, observando.
—Vamos —dijo.
— ¿Puedo beber un poco de agua? —preguntó Macomber.
Wilson le dijo unas palabras al más viejo de los sirvientes, que llevaba una cantimplora en su cinturón. El hombre quitó el pitorro y la alargó a Macomber. Éste la encontró muy pe­sada y notó en sus manos los largos pelos y la aspereza de la envoltura. Al levantarla para beber, miró hacia delante, en dirección a los altos pastos y los árboles achaparrados que se levantaban más allá. La brisa soplaba hacia ellos y la hierba se inclinaba suavemente ante la caricia del aire. Miró al indígena y observó que también tenía miedo.
Treinta y cinco metros más allá, el león yacía aplastado contra la tierra. Tenía las orejas echadas hacia atrás. Sólo movía de arriba abajo su larga cola empenachada de negro. Estaba alerta desde que llegó al refugio y estaba enfer­mo y asqueado por la herida que le atravesaba los pulmones y que llevaba a su boca una fina espuma rojiza cada vez que respiraba. Tenía los flancos húmedos y ardientes y las moscas se acumulaban en los pequeños orificios que las balas habían abierto en su tostada piel. Los grandes ojos amarillentos se entrecerraban de odio. Miraba rectamente hacia delante, parpa­deando sólo cuando notaba la punzada violenta que le producía la respiración. Clavaba profun­damente las garras en la tierra blanda. Todo en él: el dolor, el malestar, su odio y toda la fuerza que le quedaba se endurecían en una ab­soluta concentración para la embestida final. Oyó hablar a los hombres, mientras esperaba preparándose para atacar tan pronto como los hombres llegaran al límite de los pastos. Al oír sus voces inmovilizó la cola, y al alcanzar los hombres la frontera que él mismo había delimitado lanzó un gruñido y embistió.
Kongoni, el viejo portador de fusiles, marcha­ba delante siguiendo el rastro de sangre. Wilson vigilaba buscando un movimiento entre las hierbas, con su enorme fusil preparado; el segundo portador miraba hacia delante, escu­chando atentamente mientras avanzaba. Macomber oyó el gruñido quejumbroso y vio el movimiento rápido de la hierba que abría paso. Y de pronto se encontró corriendo, en plena carrera salvaje, desatinada, llena de pánico, hacia el claro, hacia el río.
Oyó el ¡ca-ra-wong! del fusil de Wilson y lue­go, casi en seguida, el segundo disparo: ¡ca-ra-wong!, y, volviéndose, vio al león; su aspecto era horrible. La mitad de la cabeza parecía separa­da del resto del cuerpo y se arrastraba todavía hacia Wilson, al borde de los pastos. El hom­bre de cara rojiza apuntó cuidadosamente, apre­tó el gatillo de su feo y corto fusil y otro vio­lento ¡ca-ra-wong! salió de la ancha boca del arma. El pesado bulto amarillo del león se en­dureció y la enorme cabeza mutilada se deslizó hacia delante. Macomber, solo, en medio del claro, con su fusil cargado en las manos, mien­tras dos hombres negros y uno blanco le mira­ban con desprecio, supo que su enemigo estaba muerto. Se acercó a Wilson humildemente; su gran estatura parecía un desnudo reproche. El cazador le miró, desde arriba, pese a su menor estatura.
— ¿Quiere tomar fotografías? —preguntó.
—No.
Eso fue todo lo que hablaron hasta llegar al automóvil. Luego Wilson dijo:
—Un magnífico ejemplar. Los muchachos lo desollarán. Será mejor que nos quedemos aquí, a la sombra.
La mujer de Macomber no había mirado a su marido, ni él a ella. Se sentó a su lado en el asiento trasero, mientras el cazador subía de­lante. Tomó la mano de su mujer, sin mirarla, pero ella la retiró con brusquedad. Miró por encima del río, hacia el lugar donde los nativos estaban desollando al león y se dio cuenta de que lo había visto todo. Su mujer se inclinó hacia delante y puso una mano sobre el hom­bro de Wilson. Éste se volvió. Ella se echó en­tonces sobre el bajo asiento y le dio un beso en la boca.
— ¡Oh! ¡Yo...! —dijo el cazador enrojeciendo más allá de su color natural.
—Para el hermoso piel roja Robert Wilson —dijo Margot.
Luego se sentó nuevamente al lado de Macomber y volvió la vista la lugar donde yacía el animal. Sus patas levantadas dejaban ver los blancos músculos y los tendones; mientras las negras manos de los nativos separaban su piel, iba apareciendo el abultado vientre rojo de sangre. Finalmente, cuando terminaron su tarea, los indígenas llevaron la piel, húmeda y pesada, y arrollándola antes de subir, treparon a la parte trasera. El coche se puso en marcha. Nadie dijo una palabra hasta que llegaron al campamento.
Ésta había sido la historia del león. Macomber no supo cómo se encontraba el animal antes de empezar la embestida final, ni tampoco du­rante ella. No supo cuando el increíble impacto del 505, con una velocidad de salida de dos toneladas, le dio de lleno en la boca. Ni que otro proyectil le aplastó las paletas traseras mientras se arrastraba hacia ese ruidoso obje­to que lo destruía. Pero Wilson sabía algo de eso y lo expresaba diciendo: «un magnífico ani­mal, el condenado», aunque Macomber no po­día ni imaginar lo que sentía Wilson en ese momento. Tampoco sabía lo que sentía su es­posa, excepto que había terminado con él.
No era aquélla la primera vez, pero nunca había durado. Él era muy rico y lo sería aún más; estaba seguro de que no le abandonaría. Esa era una de las pocas cosas que sabía. Sabía eso, y además de motociclismo —conocimiento muy anterior, con respecto a aquello—, automo­vilismo, caza de patos, pesca de truchas y sal­mones, sabía algo de mar y de mujeres, pero por los libros; muchos libros, demasiados li­bros. Conocía también mucho el tenis y de pe­rros, y un poco de caballos, era hábil para in­vertir su capital y disponer de todo lo que con­cernía a su posición social y sabía que su es­posa no le abandonaría. Ella había sido una belleza deslumbrante y lo era todavía en África, pero no era tan hermosa como para atreverse a abandonarlo y quedar entregada a sí misma. Él lo sabía y su mujer también. Ella había per­dido la oportunidad de dejarle, y él lo sabía. Si hubiera tenido más éxito con las mujeres, ella, probablemente, habría empezado a preocu­parse, temiendo que la cambiara por otra mujer más bella; pero le conocía demasiado. También tenía una gran tolerancia con ella; tolerancia que parecía su mejor virtud, o, quizá, la más siniestra.
En general, se les consideraba como un ma­trimonio feliz. Una de esas parejas cuya sepa­ración se discute a menudo, pero nunca ocurre. Y como escribió un cronista de temas sociales, estaban simultaneando las «especias» de la «aventura» a su prolongado y siempre envidiado «romance», con una «safari» realizada en lo que se llama el África Negra, hasta que los Martin Johnson la hicieron conocer en muchas pelícu­las en las cuales perseguían al «viejo Simba», el león; el búfalo y a «Tembo» el elefante, mien­tras coleccionaban ejemplares para el Museo de Historia Natural. El mismo cronista había anunciado el divorcio inminente en tres ocasio­nes, lo cual era cierto. Pero siempre se habían reconciliado. La base de su unión era sólida. Margot era demasiado hermosa para que Macomber se divorciaría de ella y Macomber tenía demasiado dinero para que a Margot se le ocu­rriera nunca abandonarle.
Eran las tres de la mañana y Francis Macomber, que se había dormido poco después de haber dejado de pensar en el león, se despertó y volvió a dormirse. Luego, repentinamente, se encontró despierto, aterrorizado por un sueño en el cual el león, con la cabeza sangrante, se hallaba sobre él. Estaba escuchando sin saber por qué mientras el corazón golpeaba en el pecho hasta ahogarlo. Miró y advirtió que su esposa no estaba en el catre ni en la tienda. Estuvo dos horas despierto con esta impresión.
Al cabo de este tiempo su mujer entró en la tienda, alzó el mosquitero y se deslizó en la cama.
— ¿Dónde estuviste? —preguntó Macomber desde la oscuridad.
— ¡Oh! —dijo ella—. ¿Estás despierto?
— ¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco de aire.
— ¡Demonio! ¡Dos horas tomando el fresco!
— ¿Qué otra cosa quieres que te diga, querido?
— ¿Dónde has estado?
—Fuera; tomando el fresco.
— ¿Le han cambiado el nombre? ¡Eres una cualquiera!
— ¡Y tú un cobarde!
—Bien... ¿y qué?
—Nada, por lo que a mí respecta, pero por favor, no hablemos más; tengo mucho sueño.
— ¿Tú crees que he de soportarlo todo?
—Sé que lo harás, tesoro.
—Pues no lo haré.
—Por favor, amor, basta de charla. ¡Estoy tan cansada!
— ¡Me prometiste que no volvería a suceder!
—Pues bien, ahora ha sucedido —dijo suave­mente la mujer.
—Dijiste que si hacíamos este viaje no habría más líos de este tipo. Me lo prometiste.
—Sí, querido, eso es lo que quise hacer. Pero el viaje se estropeó ayer. No hablemos más, ¿quieres?
—No aguardas mucho cuando se te presenta una oportunidad.
—No hablemos, te lo ruego; tengo mucho sueño.
— ¡Hablaré!
—Bueno; no importa. Puedes hacerlo. Yo voy a dormir.
Antes del amanecer, los tres se hallaban sen­tados ante la mesa del desayuno y Francis Macomber supo que el odio que sentía por Robert Wilson superaba al que había sentido por todos los hombres que había odiado en su vida.
— ¿Durmió bien? —preguntó el cazador con su voz gutural, mientras encendía la pipa.
— ¿Y usted?
—Maravillosamente —replicó el cazador blanco.
«Bastardo —pensó Macomber—. ¡Insolente bastardo!»
«Ella lo despertó al entrar —pensó Wilson, mirándoles con sus ojos fríos y penetrantes—. Y bien; ¿por qué no la cuida? ¿Quién cree que soy? Que la obligue a quedarse donde le corres­ponde. ¡La culpa es suya!»
— ¿Cree usted que encontraremos un búfalo? —preguntó Margaret, mientras apartaba un pla­to con damascos.
—Es probable —respondió el cazador con una sonrisa—. ¿Por qué no se queda en el campa­mento?
—Por nada del mundo —respondió ella.
— ¿Por qué no le ordena que se quede? —dijo, dirigiéndose a Macomber.
—Ordéneselo usted —replicó éste.
—Basta de órdenes —dijo ella, y volviéndose a su marido—: y basta de tonterías, Francis.
— ¿Esta preparado para salir? —preguntó Ma­comber.
—En cualquier momento —replicó Wilson—. ¿Desea usted que vaya la memsahib?
— ¿Acaso tiene importancia que quiera o no?
« ¡Al diablo con él! —pensó Wilson—. ¡Al mis­mísimo diablo! ¿De modo que hay que tomarlo así? ¡Pues que así sea entonces!»
—Bien; no tiene importancia —contestó.
— ¿Está usted seguro de que no quiere que­darse en el campamento con ella mientras yo salgo en busca del búfalo? —preguntó Macomber.
—No puedo hacer eso —dijo Wilson dura­mente—. Y yo en su lugar no hablaría con ironía.
—No estoy hablando irónicamente. Estoy dis­gustado.
—Fea palabra, disgustado.
— ¿Quieres hablar con cordura? ¡Te lo ruego, Francis! —intervino su esposa.
— ¡Pero si hablo cuerdamente! ¡Maldición! —exclamó—. ¿Has comido alguna vez una por­quería como ésta?
— ¿No le gusta la comida? —preguntó Wilson con tranquilidad.
—No mucho más que todo lo que me rodea...
—Serénese, hombre— ordenó Wilson sin per­der la calma—. Uno de los criados que atiende la mesa sabe hablar inglés.
— ¡Que se vaya al diablo! —gritó Macomber.
Wilson se puso de pie y se alejó fumando su pipa. Habló algunas palabras en swahili con un portador de fusiles que se hallaba a su lado. Macomber y su mujer permanecieron sentados a la mesa. Él miraba fijamente su taza de café.
—Si armas un escándalo, te abandonaré, que­rido —dijo Margot con calma.
—No lo harás.
Haz la prueba y lo verás.
—No me dejarás.
—No —dijo la mujer—. No te abandonaré si te comportas como es debido.
— ¡Que me porte como es debido! ¿Cómo te atreves a hablar así? ¡Portarme bien!
—Sí; portarte bien.
— ¿Por qué no tratas tú de hacer lo que debes?
—He tratado de hacerlo durante tanto tiem­po; ¡tanto!
— ¡ Odio a ese cerdo colorado! —exclamó Ma­comber—. Me asquea verlo.
—En realidad, es muy agradable.
— ¡Oh! ¡Cállate, cállate de una vez! —casi gritó Macomber.
En ese preciso instante el automóvil se de­tuvo frente a la tienda-comedor y el conductor y los portadores de fusiles bajaron. Wilson se acercó mirándoles a ambos.
— ¿Vamos a cazar? —preguntó.
—Sí —replicó Macomber, poniéndose de pie—. Sí.
—Será mejor que lleve algo de abrigo. En el coche tendrá frío.
—Iré a buscar la chaqueta de cuero —dijo Margot.
—La tiene el criado —dijo Wilson. Subió a la parte delantera, junto al conductor, y Francis Macomber y su mujer, sin hablar, se senta­ron detrás.
«Espero que a ese estúpido no se le haya metido en la cabeza la idea de saltarme la tapa de los sesos —pensó Wilson para sí—. Las mujeres son siempre una molestia en el safari.»
El vehículo cruzó el río por un vado lleno de guijarros mientras amanecía y luego ascendió la empinada orilla por un sitio que Wilson ha­bía hecho aplanar con palas el día anterior, con objeto de poder llegar a la región boscosa del lado opuesto.
Una mañana hermosa, pensó Wilson. Había caído un denso rocío y al pasar las ruedas so­bre la hierba y los arbustos, llegaba hasta él el olor de las ramas aplastadas. Era un aroma parecido al de la verbena. Le gustaba extraordinariamente ese olor matinal del rocío, el cru­jir de las ramas y helechos aplastados y el aspecto de los árboles que se destacaban oscuros a través de la niebla del amanecer, a medi­da que el coche avanzaba por el terreno sin caminos que parecía un enorme parque. Había puesto a los dos en el asiento trasero para eli­minarlos de su mente y ahora pensaba sólo en el búfalo. El animal que andaban buscando se refugiaba durante el día en un espeso pantano, por donde era imposible perseguirlo. Pero por la noche salía en busca de alimento y si lograba colocar el coche entre él y el pantano, Macomber tendría una buena oportunidad de matarlo en el claro. Por otra parte, no quería perseguir al búfalo con Macomber dentro de la espesura. En realidad no quería cazar búfalos ni ningún otro animal en compañía de Macomber, pero era un profesional y muchas veces le había tocado acompañar a gente muy rara. «Si hoy lo­gramos un búfalo —pensó—, mañana sólo que­dará el rinoceronte, y el pobre hombre habrá terminado con el peligro y todo volverá a la normalidad.» Ya no tendría nada que ver con la mujer y Macomber también lo olvidaría. Al parecer, Macomber había tenido que pasar anteriormente muchas veces por aquello. ¡Pobre hombre!
Había que darle una oportunidad de sobrepo­nerse. Aunque, después de todo, él mismo era el culpable.
Robert Wilson llevaba un catre de doble ta­maño que el corriente cuando iba en safari para recibir en él las «oportunidades» que se le ofrecían. Había cazado para cierta clientela, la clase internacional, pródiga y deportiva, cu­yas mujeres no consideraban bien gastado su dinero si no compartían el doble catre del ca­zador blanco. Las despreciaba cuando se aleja­ba de ellas, pero algunas le habían gustado bas­tante en sus oportunidades. Vivía de eso y sus costumbres eran las suyas mientras estaba bajo contrato.
En todo menos en la caza. Tenía sus propias reglas acerca de la forma de dirigirla y, si no las aceptaban, ya podían buscarse otro cazador. Sabía también que todos le respetaban por ese motivo. «Aunque ese Macomber era muy raro. ¡Vaya si lo era! Ahora bien; la mujer. Bien, la mujer. Sí, la mujer. ¡Humm...! La mujer. ¡Bah, dejemos eso!» En aquel momento se le ocurrió mirarlos. Macomber estaba ceñudo y furioso. Margot le dirigió una sonrisa. Parecía más jo­ven, más inocente, más fresca que otras veces y su belleza no resultaba tan profesional. «Sólo Dios sabe lo que pasa por su corazón», pensó Wilson. La noche anterior no había hablado mucho. Aunque había sido un placer verla en­tonces.
El auto subió por una pequeña cuesta y des­pués de pasar entre los árboles salió a una es­pecie de pradera y continuó su marcha al abri­go de los árboles que la rodeaban. El conductor conducía lentamente y Wilson miraba con mi­nuciosidad a través de la llanura y hacia el ex­tremo opuesto, donde también se alzaba una línea de árboles. Hizo detener el coche y exa­minó el claro con sus prismáticos. Indicó al conductor que siguiera la marcha y el vehículo continuó su camino lentamente mientras el chofer trataba de evitar los pozos dejados por los jabalíes y rodeaba los altos castillos de ba­rro construidos por las hormigas. De pronto, mientras miraba a través del claro, Wilson ex­clamó:
— ¡Allí están!
Y mirando hacia el lugar que señalaba el cazador, mientras éste hablaba rápidamente en swahili al conductor, Macomber vio tres enor­mes animales negros, casi cilíndricos en su pe­sadez, como enormes vagones tanques, que huían a galope por los límites de la ancha pra­dera. Corrían con el cuello erguido y el cuerpo casi tieso e incluso pudo distinguir sus negros y anchos cuernos, ya que las cabezas parecían inmóviles.
—Son tres búfalos viejos —dijo Wilson—. Los acorralaremos antes de que puedan llegar al pantano.
El automóvil corría a una velocidad desati­nada por el claro y mientras Macomber obser­vaba la escena, los búfalos aumentaban de ta­maño, hasta que pudo distinguir la costrosa, gris y pelada piel de uno de ellos. Notó cómo el cuello enorme se confundía con las paletas y observó la brillante negrura de sus cuernos, pues el animal había quedado rezagado, mien­tras sus compañeros proseguían su firme carre­ra. El auto se inclinó de pronto, como si hu­biera salido fuera del camino, y al acercarse más pudo observar la gran corpulencia del ani­mal y el polvo que llenaba su cuerpo, de pelo muy poco abundante, la ancha protuberancia de donde salía el cuerno y su alargado hocico. Cuando levantaba el fusil para hacer fuego, Wilson gritó:
— ¡Desde el coche, no! ¡Torpe!
Macomber no tenía miedo pero odiaba a Wil­son. Rechinaron los frenos y el automóvil pa­tinó, inclinándose sobre un lado antes de de­tenerse. Wilson saltó por un lado y Macomber bajó por el suyo, tropezando al descender del vehículo en movimiento. Empezó a tirar mien­tras corría y oyó cómo las balas daban en el blanco. Había casi vaciado el fusil y el búfalo no ami­noraba su carrera. Recordó que tenía que tirarle a las paletas y cuando se preparaba para cargar de nuevo el arma, vio que el animal caía. El búfalo, de rodillas en el suelo, agitaba su enor­me cabeza. Macomber notó que los otros dos continuaban galopando y disparó al que iba delante haciendo blanco. Volvió a disparar y erró; e inmediatamente sonó el ¡ca-ra-wong! del arma de Wilson. El búfalo que llevaba la delan­tera cayó de bruces al suelo.
— ¡Ocúpese del otro! —gritó Wilson—. ¡Ahora le toca a usted!
El otro animal continuó avanzando veloz­mente con el mismo galope firme y Macomber erró el tiro, levantando una nube de polvo. Wilson también perdió el suyo.
— ¡Venga! ¡Está demasiado lejos! —dijo el cazador, y lo tomó por el brazo arrastrándolo al coche.
Macomber y Wilson se colgaron a ambos lados del vehículo tocando casi con sus pies al desi­gual terreno mientras se acercaban al animal que corría velozmente con el cuello estirado y tieso.
Estaban ya detrás de él, y Macomber, con la precipitación del momento, dejó caer al suelo algunos cartuchos. Cuando se hallaban casi en­cima del animal, Wilson gritó:
— ¡Alto!
El coche, al patinar, estuvo a punto de volcar. Macomber cayó de pie, e inmediatamente hizo fuego contra el lomo negro que corría. Apuntó de nuevo y volvió a tirar una y otra vez, y aunque las balas daban en el blanco no produ­jeron ningún efecto sobre el búfalo. Entonces disparó Wilson con un estruendo ensordecedor e hizo vacilar al animal. Macomber apretó otra vez el gatillo, después de apuntar cuidadosa­mente, y el búfalo cayó y quedó tendido en tierra.
— ¡Muy bien! —dijo Wilson—. Buen trabajo. Ahí están los tres.
Macomber estaba ebrio de júbilo.
— ¿Cuántas veces disparó? —preguntó.
—Tres nada más —replicó el cazador—. Us­ted dio muerte al primer búfalo; el más grande. Yo le ayudé a terminar con los otros dos, pues temía que pudiesen alcanzar su refugio. Usted los habría matado, de cualquier modo. Yo sólo hice un poco de limpieza. Su puntería ha sido excelente.
—Volvamos al coche —dijo Macomber—. Ten­go ganas de beber.
—Antes, acabemos con el búfalo —dijo Wilson.
El animal estaba de rodillas y sacudía furiosamente la cabeza, mugiendo de rabia, mien­tras se acercaban a él.
—Vigile que no se incorpore —advirtió el ca­zador—. Vaya un poco hacia el lado y trate de acertarle en el cuello, detrás de las orejas.
Macomber apuntó con todo cuidado. Su blan­co era el centro del enorme cuello que se erguía y se acudía. Disparó. Al encajar el tiró, la cabe­za cayó hacia delante.
— ¡Magnífico! Le acertó en el espinazo. Son animales que valen la pena, ¿no es cierto?
Su mujer estaba sentada en el automóvil con el rostro muy pálido.
—Estuviste maravilloso, querido —exclamó—. ¡Qué carrera!
— ¿Fue un buen espectáculo? —preguntó Wilson.
— ¡Horroroso! ¡Nunca en mi vida me he asus­tado tanto! —exclamó ella.
—Vamos a beber —reiteró Macomber.
— ¡Cómo no! —replicó Wilson—. Déle usted a la memsahib.
Ella bebió el whisky puro del frasco y se es­tremeció un poco al tragarlo. Después lo entre­gó a Macomber, quien luego de beber lo pasó a Wilson.
—Fue algo terriblemente excitante —exclamó la muchacha—. Me ha dejado un terrible dolor de cabeza. Por otra parte, no sabía que estaba permitido disparar desde un automóvil.
—Nadie ha hecho fuego desde el coche —dijo Wilson con frialdad.
—Quise decir, perseguirles en coche.
—Por lo general no se procede así —mani­festó el cazador—. Aunque me pareció bastante deportivo mientras lo hacía. Resulta más con­veniente atravesar el llano lleno de pozos y otros obstáculos con vehículo, que perseguirlos a pie. Los búfalos podrían haber cargado contra no­sotros cada vez que hubiéramos tratado de apuntar. En realidad, lo correcto sería darles todas las oportunidades. De todos modos, es mejor que no lo diga a nadie, dado que es ilegal, si era esto lo que quería averiguar.
—En realidad, me ha parecido muy injusto cazar a esos animales indefensos desde un auto­móvil.
— ¿De veras? —preguntó el cazador.
— ¿Qué ocurriría si se enteraran en Nairobi?
—Entre otras cosas, perdería mi licencia —tomó otro trago del frasco—; además de que­dar fuera del oficio.
— ¿Con seguridad?
—Total.
—Pues bien —dijo Macomber, que sonreía por primera vez en el día—; con esa confesión, ella lo tiene en sus manos.
—Tienes una manera muy agradable de decir las cosas, Francis —dijo Margot Macomber.
Wilson les miró. «Si un cínico se casa con una mujer falsa —pensó— ¿qué clase de hijos pueden tener?» Pero sus palabras fueron, en cambio:
—Hemos perdido un portador de fusiles, ¿lo han notado ustedes?
— ¡No, por Dios! —dijo Macomber—, ¿dónde puede estar?
— ¡Ah! ¡Aquí viene! —exclamó el cazador—. Debe de haberse caído cuando dejamos al pri­mer búfalo.
En efecto, en aquel instante se acercaba el portador de más edad. Venía cojeando, con su gorra de tela, la blusa caqui, los pantalones cor­tos y las sandalias de goma. Su rostro tenía una expresión de disgusto. Al acercarse dijo algo a Wilson y todos advirtieron el cambio que se operó en el rostro del cazador.
— ¿Qué dice? —preguntó Margot.
—Que el primer búfalo logró levantarse y se escondió en la espesura —la voz de Wilson de­notaba desilusión.
— ¡Oh! —exclamó Macomber con desconsuelo.
—Habrá que ir a buscarlo como al león —dijo Margot llena de ansiedad.
—No; no vaya a ocurrir como con ese maldito león —dijo Wilson—. ¿Quiere beber un trago, Macomber?
—Sí; gracias —replicó éste.
Estuvo esperando a que volviera el sentimien­to que le invadió cuando se vio obligado a ir a buscar el león, pero no lo notó. Por primera vez en su vida se sentía completamente libre de miedo. En lugar de ello, sentía una gran alegría.
—Echemos un vistazo al búfalo —dijo Wil­son—. Diré al conductor que lleve el vehículo a la sombra.
— ¿Qué van a hacer? —preguntó Margot.
—Mirar al segundo animal.
—Yo también voy.
—Venga.
Los tres se dirigieron hacia el lugar donde estaba el segundo búfalo, tendido en el suelo con la cabeza sobre la hierba. Todavía balan­ceaba sus enormes cuernos.
— ¡Qué hermosa cabeza! —exclamó Wilson—. Tiene por lo menos un metro veinte de largo.
Macomber lo miraba complacidamente.
— ¡Qué horrible! —dijo Margot—. ¿Por qué no vamos a la sombra?
—Tiene razón —convino Wilson—. ¡Mire! —y señaló mientras hablaba—. ¿Ve usted esos mato­rrales?
—Sí.
—Allí entró el otro búfalo. El peón dice que cuando se cayó, el animal también estaba en el suelo. Se puso a mirar cómo nos alejábamos y cómo huían los otros dos animales. Cuando levantó la vista, el búfalo se había incorporado, y lo estaba mirando. Echó a correr como un demonio, mientras el animal desaparecía lenta­mente en estos matorrales.
— ¿Podemos ir a buscarlo ahora? —preguntó Macomber.
Wilson lo miró con curiosidad. « ¡No es poco extraño ese tipo! ¡Ayer estaba enfermo de miedo y hoy se ha transformado en un furioso per­donavidas!»
—No; esperamos un poco.
—Vámonos a la sombra, por favor —pidió Margot. Tenía el rostro muy pálido y no pare­cía encontrarse bien.
Se dirigieron al coche, que estaba parado bajo un árbol frondoso, y subieron a él.
—Lo más probable es que haya muerto allí —observó el cazador—. Iremos a verle dentro de un rato.
Macomber sentía una salvaje e irrazonada fe­licidad, como nunca la había conocido antes.
— ¡Por Dios! ¡Qué caza! —dijo—. Nunca me he encontrado así. ¿No te pareció maravilloso, Margot?
—Odio todo esto —dijo la mujer.
— ¿Por qué?
— ¡Me asquea —exclamó—; me asquea pro­fundamente!
—No creo que nunca más vuelva a tener miedo —dijo Macomber, dirigiéndose a Wil­son—. Algo me ocurrió cuando vi al búfalo por primera vez y corrí tras él. Algo parecido al desbordamiento de un dique. Era una excitación pura, grandiosa.
—Se le habrá limpiado el hígado —comentó Wilson. « ¡Demonio —pensó—, qué raras cosas les ocurre a la gente!»
El rostro de Macomber estaba radiante.
—Algo me ha pasado. Me siento completamen­te distinto.
Su mujer no dijo nada, pero lo miró de una manera extraña. Estaba echada en el asiento trasero y Macomber, a su lado, se inclinaba hacia delante para hablar con Wilson. Éste se volvía de vez en cuando, para replicarle, desde el asiento delantero.
—Me gustaría probar con otro león —dijo Macomber—. Realmente, ahora no los temo. Después de todo, ¿qué pueden hacerle a uno?
—Eso mismo digo —manifestó Wilson—. Lo peor que puede ocurrirle es la muerte. ¿Qué le parece? Es una cita de Shakespeare. ¡Mag­nífico pensamiento! Voy a ver si lo recuerdo. Solía repetirlo cuando me hallaba solo. Veamos: «A fe que de mí no me preocupo. El hombre no puede morir más que una vez. Debemos a Dios una muerte; dejadla venir como quiera; pues aquel que muere este año, ya tiene pagada la deuda del próximo.» ¡Demonio! Es magnífi­co, ¿verdad?
Se sintió turbado. Había hablado de algo que llevaba siempre dentro de sí. Algo que le había hecho vivir como lo hacía. Antes había visto a muchos hombres llegar a esa madurez, aquello le había conmovido siempre. Y esa madurez no era precisamente la que llega a los veintiún años.
Había aprovechado una extraña oportunidad en la caza, una súbita precipitación en la acción, sin oportunidad de preocuparse de antemano, pero sin tomarlo en cuenta cómo había ocurri­do. Lo cierto era que había sucedido. «Miren ahora al pobre infeliz —pensó Wilson—. Es de los que siguen siendo niños, a veces durante toda la vida. Tienen rostros infantiles a los cin­cuenta años. Los grandes muchachos-niños nor­teamericanos. ¡Maldita gente, qué raros son!» Pero le agradaba ese Macomber. Aunque era di­fícil comprenderlo. «Posiblemente dejará inclu­so de ser cornudo. ¡Y eso sería magnífico! ¡Diantre! ¡Vaya si lo sería! Era muy posible que hubiera estado toda la vida atormentado por el miedo. No sé cómo pudo haber comen­zado esto, pero ahora terminó. No tuvo tiempo de asustarse con el búfalo. Y no sólo era eso, sino que hasta llegó a mostrarse furioso. Tal vez hubiera sido el automóvil. Le resultan fa­miliares. ¡Que sea un perdonavidas, si quiere! Había visto comportarse de este mismo modo durante la guerra. Era más un cambio que una pérdida de virginidad. El miedo se marcha como por una operación quirúrgica y algo ocupa su lugar. Eso es lo principal que debe tener un hombre. ¡Las mujeres lo han sabido siempre! ¡Nada de temor! ¡Maldita sea!»
Desde un rincón del asiento Margot los mira­ba. No observó ningún cambio en Wilson. Le veía igual que el día anterior, cuando por pri­mera vez se dio cuenta de cuál era su fuerte. Pero notó un cambio en Macomber.
— ¿Se siente siempre esa felicidad cuando se prevé una acción? —preguntó Macomber, ex­plorando las profundidades de su nueva ri­queza.
—Se supone que hay que callarlo —dijo Wilson mirando al otro rectamente a los ojos—. Es mejor decir que... se tiene miedo. Y, cuida­do, porque todavía va a sentir el miedo mu­chas veces.
—Pero ¿siente usted esa gran felicidad?
—Sí —dijo Wilson—. Yo también. Pero nada se gana con hablar de eso. Debería callarse, por­que de lo contrario lo echará a perder.
—Los dos están diciendo tonterías —dijo Margot—. Hablan como héroes, sólo porque han perseguido en automóvil a varios animales indefensos.
—Lo siento —dijo Wilson—. La hemos mo­lestado con nuestra conversación.
«Ya le preocupa eso», pensó.
—Si no sabes de lo que hablamos, ¿por qué no te mantienes fuera de la conversación? —pre­guntó Macomber.
—Te has hecho terriblemente valiente y de un modo demasiado repentino —dijo su mujer con desprecio, pero con un desprecio que care­cía de seguridad. Tenía miedo, miedo de algo.
Macomber rió. Fue una risa natural y sincera.
—Te aseguro que ahora lo soy. Realmente.
— ¿No es un poco tarde? —preguntó la mu­jer con amargura. Porque había hecho todo lo que pudo en el pasado, durante muchos años, y de la situación en que se encontraban no era culpable ninguno de ellos.
—No para mí —dijo Macomber.
Margot no respondió. Se echó hacia atrás en el asiento.
— ¿Le parece que le hemos dado bastante tiempo? —preguntó Macomber alegremente.
—Podemos echar un vistazo. ¿Le quedan al­gunas balas?
—El portador tiene.
Wilson llamó en swahili al más viejo de los dos servidores. Éste, que estaba desollando las cabezas, se enderezó, sacó del bolsillo una caja de balas y la llevó a Macomber, que llenó la recámara. Metió en el bolsillo los proyectiles restantes.
—Puede disparar también el «Springfield» —dijo Wilson—. Está más acostumbrado a él. Dejaremos el «Mannlicher» en el coche. Su peón puede llevar el fusil pesado. Yo tengo este mal­dito cañón. Ahora, tengo que hacerles algunas indicaciones acerca de esos animales.
«Cuando el búfalo arremete, lo hace con la cabeza en alto y en línea recta. Las protuberan­cias de donde salen los cuernos lo protegen contra cualquier disparo en el cerebro. Los úni­cos tiros eficaces son los dirigidos al hocico, al pecho o, si está un poco de lado, al cuello o las paletas. Cuando está herido le invade un furioso deseo de matar. No le conviene ensayar ninguna otra especie de puntería. Dispare don­de sea más fácil. Bien; ya han terminado de desollar las cabezas. Nos pondremos en marcha.
Llamó a los portadores de fusiles, que llega­ron secándose las manos. Designó al más an­ciano.
—Sólo llevaré a Kongoni —dijo Wilson—. Tú puedes vigilar que no se acerquen las aves de rapiña.
Mientras el vehículo marchaba lentamente a través del terreno despejado hacia la isla de arbustos que extendía una lengua de follaje a lo largo del cauce seco del río, Macomber sintió que el corazón le golpeaba en el pecho y que la boca se le secaba. Pero era la excitación, no el miedo.
—Por aquí entró —dijo el cazador, y dirigién­dose en swahili al portador le ordenó—: Siga los rastros de sangre.
El auto estaba colocado paralelamente al te­rreno cubierto de matorrales. Los tres hombres bajaron. Macomber se volvió y vio que su mu­jer, con el fusil al lado, lo estaba mirando in­tensamente. La saludó agitando la mano, pero ella no contestó.
La maleza era muy densa. La tierra estaba seca. El peón sudaba copiosamente y Wilson llevaba el sombrero hundido hasta los ojos. Su cuello encarnado estaba más avanzado que el de Macomber. De pronto, el portador de fusiles dijo algo en swahili y corrió hacia delante.
—Está muerto allí —dijo Wilson—. ¡Menos mal! —y se volvió para estrechar la mano de Macomber. El peón lanzó un grito salvaje y lo vieron salir de la maleza corriendo de lado como un cangrejo.
El búfalo apareció detrás, con la boca apre­tada y chorreando sangre. Se lanzó al ataque con la cabeza erguida y los ojos inyectados en sangre, mirando fijamente a sus enemigos. Wil­son, que estaba más cerca, se arrodilló para apuntar, y Macomber, mientras disparaba sin oír sus tiros por el estruendo del arma del ca­zador, vio cómo saltaban de los cuernos del bú­falo pequeños fragmentos que parecían de pi­zarra. El animal sacudió la cabeza. Volvió a disparar apuntando al hocico y observó que volaban fragmentos de cuerno. No volvió a ver a Wilson. Apuntó cuidadosamente, e hizo fuego otra vez cuando la enorme masa del animal se hallaba casi encima de él y su fusil al nivel mismo de la cabeza que se acercaba; tanto que podía ver los pequeños ojos llenos de odio mien­tras el testuz del animal empezaba a bajarse. En aquel momento sintió que en su propia ca­beza estallaba un fogonazo ardiente y deslumbrante. Y nada más. Wilson había saltado de lado para tirarle a las paletas. Macomber, en cambio, no se había movido y apuntaba siem­pre a la nariz del animal, pero disparaba alto y daba en los enormes cuernos, haciéndolos as­tillas y desmenuzándolos, como si hiciera fuego contra un techo de pizarras. Y, cuando parecía que el animal iba a herir con sus cuernos a Ma­comber, su mujer, desde el auto, tiró al búfalo con el «Mannlicher 6'5», pero alcanzó a su ma­rido, más o menos a cuatro centímetros y un poco hacia un lado de la base del cráneo.
Francis Macomber yacía boca abajo, a menos de dos metros del sitio donde había caído el animal. Su mujer estaba arrodillada junto a él. Wilson, a su lado.
—Yo no lo volvería —dijo Wilson.
La mujer lloraba histéricamente.
—Es mejor que vuelva al coche —declaró el cazador—. ¿Dónde está el fusil?
Ella sacudió la cabeza, el rostro contorsiona­do. El peón recogió el fusil.
—Déjalo donde está —ordenó Wilson—. Dile a Abdullah que venga; él puede ser testigo de cómo ocurrió el accidente.
Se arrodilló, sacó un pañuelo del bolsillo y lo extendió sobre la cabeza de Francis Macomber. La sangre manaba sobre la tierra seca.
Wilson se incorporó y vio al búfalo, a su lado, con las patas extendidas. «Un buen búfalo —re­gistró su mente mecánicamente—; una cabeza de un metro o quizá más. ¡Más!» Llamó al con­ductor del automóvil y le ordenó que colocara una manta sobre el cadáver y se quedara a su lado. Luego anduvo hasta el coche. La mujer lloraba en un rincón del asiento.
—Muy interesante; muy interesante —dijo con voz monótona—. Él también te hubiera abandonado.
— ¡Cállate!
—Por supuesto, fue un accidente —dijo él—. Lo sé.
— ¡Cállate!
—No te preocupes. Habrá muchas cosas de­sagradables, como es lógico, pero haré tomar al­gunas fotografías que resultarán útiles en la en­cuesta. Además tendremos el testimonio de los peones y del conductor. Puedes estar tranquila.
— ¡Cállate!
— ¡Diantre! Todavía queda mucho por hacer. Y tendré que enviar un camión al lago para que pidan por telégrafo un avión que nos lleve a los tres a Nairobi. Pero ¿por qué no lo envenenaste? En Inglaterra lo hacen así...
— ¡Basta! ¡Basta! —gritó la mujer.
Wilson la miró con sus claros ojos azules.
—Ya he terminado. Sólo quise desahogarme. Había empezado a gustarme tu marido.
— ¡Oh!, por favor, ¡basta! ¡Basta! ¡Te lo rue­go! ¡Basta!
—Así es mejor —dijo—. ¡Por favor, ahora re­sulta mucho mejor! Bien, callaré.








CAMPAMENTO INDIO


Habían preparado otro bote en la orilla del lago y dos indios esperaban a su lado.
Nick y su padre se colocaron en la popa y los indios pusieron la embarcación en marcha. Uno de ellos remaba. Tío Jorge se sentó en la popa del bote del campamento. El indio joven lo alejó un poco de la orilla y después montó para remar.
Las dos embarcaciones empezaron a navegar en la oscuridad. Nick oyó el ruido de los remos del otro bote, más delante, ya que la niebla le impedía verlo. Los nativos remaban con golpes rápidos y violentos. Nick estaba recostado, y su padre lo rodeaba con el brazo. Hacía frío en el lago. El indio remaba con todas sus fuerzas, pero el otro bote siempre le llevaba ventaja.
— ¿Adonde vamos, papá? —preguntó Nick.
—Al campamento indio. Hay una señora muy enferma.
— ¡Ah! —dijo Nick.
El bote de Tío Jorge llegó antes a la otra ori­lla. Cuando ellos desembarcaron, ya estaba fu­mando un cigarro. La oscuridad era completa. El indio joven empujó el bote hacia la playa y Tío Jorge les dio cigarros a los dos remeros.
Después atravesaron un prado empapado de rocío. El joven indio iba delante con el farol. Pasaron por el monte y siguieron un sendero hasta el camino. Allí había más luz, pues el mon­te estaba cortado a ambos lados. El guía se de­tuvo y apagó el farol de un soplo. Finalmente, avanzaron todos por el ancho camino.
Doblaron una curva y apareció un perro la­drando. Más allá se veían las luces de las cho­zas de los leñadores indios. Unos cuantos perros más salieron al encuentro de los recién llega­dos. Los dos indios los hicieron regresar a las chozas. En la que estaba más cerca del cami­no, había luz en la ventana, y en la puerta esperaba una anciana con el farol encendido.
Dentro, una india joven estaba tendida en una litera de madera. Durante dos días había trata­do de dar a luz. Todas las ancianas del campa­mento la habían ayudado. Los hombres por su parte, iban a fumar al camino, lejos de allí, por no oír los lamentos de la mujer. Cuando Nick y los dos indios entraron detrás de su padre y Tío Jorge, estaba gritando. Estaba acostada en la estera inferior. Parecía enorme bajo la col­cha. La litera superior la ocupaba su marido, que tres días antes se había cortado un pie con el hacha. Fumaba en pipa. La habitación olía que apestaba.
El padre de Nick ordenó que pusieran un poco de agua al fuego, y mientras se calentaba habló con el muchacho:
—Esta señora va a tener un hijo, Nick.
—Ya lo sé.
—No, no lo sabes —prosiguió su padre—. Es­cúchame. Está sufriendo los llamados dolores del parto. La criatura quiere nacer y ella quie­re que nazca. Todos sus músculos están tratan­do de que salga la criatura. Eso es lo que ocu­rre cuando grita.
—Comprendo —asintió Nick.
En ese instante, la mujer lanzó un grito.
— ¡Oh! ¿Y no puedes darle algo para calmar­la, papá?
—No. No tengo ningún anestésico. Pero sus gritos no tienen importancia. No los oigo, por­que no tienen importancia.
En la litera superior, el marido se volvió ha­cia la pared.
La mujer que vigilaba el agua indicó al mé­dico que ya estaba caliente. El padre de Nick fue a la cocina y echó la mitad del líquido de la enorme olla en una palangana. Después su­mergió en el agua que quedaba en la olla varias cosas que llevaba envueltas en un pañuelo.
—Esto tiene que hervir —dijo mientras em­pezaba a lavarse las manos en la palangana con el trozo de jabón que había traído del campa­mento.
Nick observó atentamente el cuidado con que su padre se frotaba las manos. En aquel mo­mento volvió a dirigirle la palabra:
—Como verás, Nick, primero tiene que salir la cabeza de la criatura, aunque a veces no ocu­rre así. Entonces se producen muchos inconve­nientes para todos. Quizá tengamos que operar a esta mujer. Dentro de un ratito lo sabremos.
Una vez terminado el minucioso lavado, se dispuso a trabajar.
— ¿Quieres retirar esa colcha, Jorge? Prefiero no tocarla, ahora que tengo las manos limpias.
Luego, cuando empezó a operar, Tío Jorge y tres indios sujetaron a la mujer, que en una ocasión mordió a Tío Jorge en el brazo, hacién­dole exclamar:
— ¡Perra india de porquería!
Y el indio que había remado en su bote lanzó una carcajada. Nick sostenía la palangana al lado de su padre, que tardaba mucho. Finalmen­te, sacó la criatura, le dio una palmada para ha­cerla respirar y la entregó a la anciana.
—Mira, es un niño, Nick. ¿Qué opinas como practicante?
—Que está muy bien —dijo Nick, mirando hacia otro lado para no ver lo que hacía su padre.
—Así. Eso es —dijo éste poniendo algo en la palangana.
Nick apartó la mirada de nuevo.
—Ahora hacen falta varias puntadas. Haz lo que te parezca, Nick. Si quieres mirar, mira, y si no, no. Voy a coser la incisión anterior.
Nick no contempló la operación. Había per­dido toda curiosidad...
Su padre terminó, incorporándose. Tío Jorge y los tres indios también se pusieron de pie. Nick llevó la palangana a la cocina.
Tío Jorge se miró el brazo, y el indio joven sonrió al recordar la escena del mordisco.
—Te pondré un poco de peróxido, Jorge —le dijo el médico.
Luego se inclinó sobre la mujer, que estaba muy pálida y quieta y con los ojos cerrados. Ha­bía perdido el sentido.
—Volveré por la mañana —explicó el doc­tor, poniéndose de pie—. La enfermera de San Ignacio llegará aquí a mediodía con todo lo que necesitamos.
Estaba muy alegre y locuaz, igual que los ju­gadores de fútbol en los vestuarios después del partido.
—Esto es como para publicarlo en el boletín médico, Jorge —manifestó—. ¡Imagínate! ¡Ha­cer una operación cesárea con una navaja y co­ser después la herida con hilo de tripa! ¡Casi nada!
Tío Jorge estaba apoyado contra la pared. Seguía mirándose el brazo.
— ¡Oh! No hay duda de que eres un gran hombre —afirmó.
—Ahora hay que echarle un vistazo al orgu­lloso padre. Generalmente, son los que más sufren en estas pequeñas tragedias. Aunque hay que reconocer que se portó bastante bien.
Pero al retirar la colcha que cubría la cabeza del indio, sacó la mano mojada. Entonces se subió al borde de la litera inferior y miró la otra con la ayuda del farol. El nativo yacía con la cara hacia la pared. Un tajo, de oreja a oreja, le atravesaba el cuello. La sangre formaba un charco en la parte del lecho hundida por el peso del cuerpo. La cabeza descansaba sobre el brazo izquierdo, y la navaja abierta estaba en­cima de las mantas.
—Haz salir a Nick, Jorge —dijo el doctor.
Pero no hubo necesidad de hacerlo, pues Nick, desde la puerta de la cocina, había visto la li­tera cuando su padre, farol en mano, echó ha­cia atrás la cabeza del indio.
Empezaba a clarear cuando regresaron al lago por el camino de los leñadores.
—Estoy arrepentidísimo de haberte traído, Nickie —dijo su padre. Ya había desaparecido la alegría que había sucedido a la operación—. Ha sido algo espantoso y poco conveniente para ti.
— ¿Siempre sufren tanto las mujeres cuando dan a luz? —preguntó Nick.
—No, esto ha sido algo excepcional, muy ex­cepcional.
— ¿Y por qué se suicidó él, papá?
—No sé, Nick. No habrá podido aguantar lo que ocurrió, supongo.
— ¿Se suicidan muchos hombres en casos como éste?
—No muchos, Nick.
— ¿Y muchas mujeres?
—Es raro.
— ¿No se suicidan nunca?
— ¡Oh! Sí. A veces lo hacen.
—Papá...
— ¿Qué?
— ¿Adonde fue Tío Jorge?
—Volverá en seguida.
— ¿Se sufre mucho al morir, papá?
—No, creo que no, Nick. Depende...
Luego se sentaron en el bote; Nick en la popa, y su padre en el centro, remando. El sol ya se asomaba por las colinas. Un róbalo saltó y for­mó un círculo en el agua. Nick introdujo la mano en el agua, que estaba tibia a pesar del frío matinal.
En el lago, sentado en la popa del bote, en aquella hora temprana, mientras su padre re­maba, Nick tuvo la completa seguridad de que nunca moriría...






EL MÉDICO Y SU MUJER



Dick Boulton llegó del campamento indio con objeto de cortar troncos para el padre de Nick. Trajo a su hijo Eddy y a otro indio llamado Billy Tabeshaw. Después de atravesar el monte, entraron por la puerta trasera. Eddy venía con una larga sierra, que aleteaba sobre el hombro del muchacho y emitía sonidos musicales mien­tras él caminaba. Billy Tabeshaw traía dos gran­des palancas con ganchos y Dick llevaba tres hachas bajo el brazo.
Dick se volvió para cerrar la puerta. Los otros continuaron hacia la orilla del lago. Allí esta­ban los troncos embarrancados en la arena.
Eran los troncos que se desprendían de las grandes maderadas que el buque Magic remol­caba por el lago, rumbo al aserradero. La co­rriente los arrastraba hasta la playa, y allí, tar­de o temprano, los tripulantes del Magic los veían cuando recorrían la costa en bote. Enton­ces clavaban un perno de hierro con argolla en el extremo de cada tronco y luego los arrastra­ban hacia el lago para formar una nueva janga­da. Aunque a veces los madereros no iban a re­cogerlos, pues por unos pocos troncos no valía la pena mandar a la tripulación. Si nadie los re­tiraba, quedaban anegados y se pudrían en la playa.
Como el padre de Nick conocía esa circuns­tancia, contrataba indios del campamento para cortar los troncos con una sierra y partirlos con la cuña. Así conseguía leña para la chimenea. Dick Boulton pasó frente al chalet, camino de la orilla. Había cuatro grandes troncos de haya casi sepultados en la arena. Eddy levantó la sie­rra por uno de los mangos y la colocó en la cruz de un árbol. Dick dejó las tres hachas en el desembarcadero. Boulton era mestizo, pero mu­chos dé los quinteros de los alrededores del lago lo tomaban por blanco. Por lo general, aun­que era muy holgazán, resultaba sumamente eficaz una vez que se disponía a trabajar. Sa­cando del bolsillo un trozo de pastilla de taba­co, Dick empezó a mascar y habló en ojibway con Eddy y Billy Tabeshaw.
Éstos enterraron las puntas de sus ganchos en uno de los troncos y se apoyaron en la pa­lanca para aflojarlo. Volcaron todo el peso de sus cuerpos, hasta que el tronco se separó de la arena. Dick Boulton se volvió hacia el padre de Nick.
—Bueno, Doc (1) —dijo—; alégrese, pues ha robado un hermoso pedazo de madera.
—No diga eso, Dick —replicó el médico—. Al fin y al cabo, sólo es madera traída por el agua.
Eddy y Billy Tabeshaw levantaron el tronco y lo hicieron rodar hasta el agua.
— ¡Métanlo bien! —gritó Boulton.
— ¿Para qué hacen eso? —preguntó el doctor.
—Para lavarlo, sacarle la arena y trabajar me­jor con la sierra. Quiero ver de quién es ese tronco —explicó Dick.
El tronco flotaba en el agua. Eddy y Billy Ta­beshaw se apoyaron en sus
(1) Abreviatura de Doctor.
herramientas. Am­bos sudaban. El sol era muy fuerte. Dick se arrodilló en la arena y miró la marca del mar­tillo del rascador, en un extremo del tronco.
—Es de White y McNally —dijo, poniéndose de pie y sacudiéndose los pantalones.
El médico mostró cierta contrariedad.
—Entonces será mejor que no lo corten, Dick —dijo en seguida.
—Puede estar tranquilo, Doc —expresó Dick—. No se enfade. No me interesa saber a quién se lo roba. Ya sabe que no me ocupo de eso.
—Si cree que esos troncos son robados, déje­los allí y vuelva al campamento con sus herra­mientas —el rostro del médico se enrojeció.
—No se haga el gallito, Doc —dijo Dick, y lanzó un salivazo mezclado con tabaco que se deslizó sobre el leño y desapareció en el agua—. Tanto usted como yo sabemos que son roba­dos. Para mí es lo mismo.
—Muy bien. Si le parece que los troncos son robados, recoja sus herramientas y hágase tras­ladar.
—Escuche, Doc...
—Si vuelve a llamarme Doc, le haré saltar los dientes de un golpe.
— ¡Oh! ¡No, Doc! ¡No! ¡Tenga cuidado con lo que hace! ¡Se lo advierto!
Dick Boulton miró al médico. Dick era un hombre alto y corpulento, y conocía bien su pro­pia fuerza. Le gustaban las peleas, ya que allí se encontraba en su ambiente y era feliz. Eddy y Billy Tabeshaw, apoyados en sus palancas, observaron al médico, que se mordió el labio inferior, y clavó la mirada en Dick Boulton. Después dio media vuelta y se fue hacia el cha­let, en la colina. A pesar de que no le vieron la cara, se dieron cuenta de que estaba encoleri­zado. Todos le siguieron con la vista hasta que llegó y entró en el chalet.
Dick dijo unas palabras en ojibway. Eddy se echó a reír, pero Billy Tabeshaw se quedó muy serio.
No entendía nada de inglés, pero sudó du­rante toda la discusión. Parecía un chino, con su gordura y su bigote raleado. Luego recogió las dos palancas, sin decir nada. Dick tomó las hachas y Eddy sacó la sierra del árbol. Los tres emprendieron el regreso, pasando frente al cha­let, y saliendo por donde habían entrado. Dick dejó la puerta abierta, y Billy Tabeshaw volvió para cerrarla cuidadosamente. Después se per­dieron en el monte.
En el chalet, el doctor, sentado en la cama, vio un montón de boletines médicos en el suelo, junto al escritorio. Y le irritó más comprobar que las fajas estaban todavía intactas.
— ¿Vas a volver a trabajar, querido? —le pre­guntó su mujer, que estaba acostada en la habi­tación de al lado, con las persianas cerradas.
— ¡No!
— ¿Ha ocurrido alguna cosa?
—Tuve una discusión con Dick Boulton.
— ¡Oh! —exclamó la mujer—. Supongo que no habrás perdido los estribos, ¿eh, Henry?
—No —contestó su marido.
—No olvides que «aquel que domina su es­píritu vale más que el que toma una ciudad» —dijo su esposa, que era sectaria del eddysmo. Su Biblia, su ejemplar de Ciencia y Salud y su Quarterly (publicación trimestral) estaban sobre la mesa, al lado de la cama.
Él no respondió nada. Estaba sentado en la cama, limpiando la escopeta. Apretó la recáma­ra, que estaba llena de pesadas cápsulas ama­rillas, y la sacó de nuevo. Entonces se despa­rramaron sobre el lecho.
—Henry —llamó su mujer. Y, después de es­perar un momento, repitió—: ¡Henry!
—Sí, oigo.
—No has dicho nada que haya molestado a Boulton, ¿verdad?
—No —contestó él.
— ¿Y por qué vino la discusión, querido?
—Por una estupidez.
—Dímelo, Henry. No trates de ocultarme nada. ¿Por qué os peleasteis?
—Pues... Dick me debe una suma de dinero desde que le curé la pulmonía a su india, y creo que buscó camorra para que yo me viera obligado a despedirle. Así no me tendrá que pagar la cuenta con su trabajo.
La mujer se quedó silenciosa. El médico lim­pió la escopeta frotándola con un trapo. Des­pués apretó las cápsulas hacia adentro, contra el resorte de la recámara. Se quedó sentado con el arma en las rodillas. Era su favorita. Enton­ces oyó la voz de su esposa, desde la otra habi­tación:
—Querido; creo, con franqueza, que no lo ha hecho para no tener que pagarte.
— ¿No?
—No. No puedo creer que alguien haga algo semejante voluntariamente.
El médico se puso de pie y colocó la esco­peta en el rincón, detrás del aparador.
— ¿Vas a salir, querido?
—Me parece que me voy a pasear un rato.
—Si ves a Nick, querido, ¿quieres decirle que su mamá desea verle?
El médico salió a la galería. La puerta de mampara se cerró estrepitosamente tras él y oyó que su mujer contuvo una exclamación de asombro.
—Perdóname —dijo junto a la ventana con las persianas corridas.
—No es nada, querido.
Luego salió y caminó por el sendero, entre los bosques de abetos. Allí estaba fresco, a pe­sar de que era un día terriblemente caluroso. Encontró a Nick leyendo al pie de un árbol.
—Tu madre quiere que vayas a verla —dijo el médico.
—Quiero ir contigo —manifestó Nick.
Su padre lo miró.
—Muy bien. Vamos. Dame el libro. Lo llevaré en el bolsillo.
—Ya sé dónde hay ardillas negras, papá.
—Muy bien. Entonces llévame a verlas.



EL FIN DE ALGO

Antes, Hortons Bay era un pueblo de made­reros y leñadores. Ninguno de sus habitantes se salvaba del ruido de las grandes máquinas de un aserradero que había junto al lago. Pero un año se acababan los troncos para aserrar. En­tonces, las goletas de los madereros anclaron en la bahía y cargaron y se llevaron toda la madera amontonada en el corral. Desmantelaron el gran aserradero de toda la maquinaria transportable, que los mismos hombres que habían trabajado allí embarcaron en una de las goletas. La em­barcación se alejó por el lago llevando las dos grandes sierras, el aparato que arrojaba los troncos contra las sierras circulares giratorias y todas las ruedas, correas y herramientas que cabían en ese enorme cargamento de madera. La bodega abierta estaba tapada con lona y de un modo hermético. Una vez henchidas las velas, el barco empezó a navegar por el lago, llevándose todo lo que había hecho del aserra­dero, un aserradero, y de Hortons Bay, un pueblo.
Las casas de un piso, el bodegón, el almacén de la compañía, las oficinas del aserradero y el mismo aserradero quedaron desiertos en medio de la pantanosa pradera cubierta de serrín que se extendía a la orilla del lago.
Diez años más tarde no quedaba nada del ase­rradero, excepto los cimientos de piedra caliza que Nick y Marjorie vieron a través del bosque renacido, mientras remaban muy cerca de la costa. Estaban pescando en bote al borde del banco que se cortaba repentinamente en bajíos arenosos de doce pies de profundidad. Se diri­gían al promontorio, que era el lugar más apro­piado para colocar los sedales nocturnos que atraían a las truchas californias.
—He aquí nuestras viejas ruinas, Nick —dijo Marjorie.
Mientras remaba, Nick miró hacia las piedras blancas que se veían entre los árboles verdes.
—Allí está —expresó.
— ¿Recuerdas cuando estaba el aserradero? —preguntó Marjorie.
—Sí, recuerdo.
—Parece más bien un castillo —opinó la mu­chacha.
Él no dijo nada. Remaron hasta perder de vista los restos del aserradero, siguiendo la cos­ta. Luego, Nick atravesó la bahía.
— ¿No pican?
—No —respondió Marjorie, absorta en la caña mientras remaban. No se distraía ni siquiera para hablar. Le gustaba ese deporte. Le gustaba mucho pescar. Le gustaba muchísimo pescar con Nick.
Muy cerca del bote, una trucha enorme sacu­dió la superficie del agua. Nick remó con fuer­za, haciendo girar el bote para que el anzuelo pasase por donde estaba la trucha. Cuando aso­mó su espinazo, los peces que usaba como cebo saltaron en forma salvaje. Se desparramaron por la superficie como un puñado de municio­nes arrojadas al agua. Del otro lado de la em­barcación saltó otra trucha, en busca del pre­ciado alimento.
—Están comiendo —indicó Marjorie.
—Pero no van a morder —dijo Nick.
Volvió a dar la vuelta con el bote pasando entre los hambrientos peces, y se dirigió a la costa. Marjorie recogió el sedal así que llega­ron a la orilla.
Detuvieron la embarcación en la playa y Nick sacó un balde con percas vivas, que nadaban en el agua del recipiente. Después cogió a tres con las manos y les cortó la cabeza y las peló, mien­tras Marjorie introducía las manos en el balde. Finalmente sacó una perca y empezó a hacer lo mismo que Nick.
—No hace falta arrancarle la aleta ventral —dijo él—. Lo mismo sirve como cebo, pero es mejor que tenga la aleta ventral.
Enganchó las colas de las percas peladas en los dos anzuelos del sedal de cada caña. Mar­jorie, por su parte, remó hacia el banco. Soste­nía el hilo entre los dientes y miraba a Nick, que estaba con la caña en la playa, mientras el se­dal se desenrollaba.
—Ya está bien —gritó.
— ¿Lo suelto? —dijo Marjorie, con el sedal en la mano.
—Claro. Suéltalo.
Marjorie dejó caer el hilo y los cebos penetra­ron en el agua.
Luego volvió con el bote y se llevó el segun­do sedal de la misma manera. A cada oportuni­dad, Nick colocó una pesada tabla haciendo cruz con el extremo de la caña para que no se mo­viera, y un trozo de madera más pequeño para formar el ángulo. Después devanó el sedal con lentitud hasta dejarlo tirante y establecer una línea recta desde donde el anzuelo descansa­ba sobre el piso arenoso, y por último aseguró el carrete regulador. De este modo cuando al­guna trucha se acercaba a comer, el hilo daba un tirón y el ruido del trinquete fijo indicaba su presencia.
Al principio, Marjorie avanzó lentamente para no mover el sedal, pero una vez que estu­vo fuera de esa zona, remó con rapidez hasta la playa, acompañada por pequeñas olas. La muchacha salió del bote y Nick lo arrastró por la arena.
—¿Qué te pasa, Nick?
—No lo sé —contestó éste mientras juntaba leña para el fuego.
Encendieron el fuego con la madera que el agua había llevado a la costa. Marjorie fue al bote en busca de una manta. La brisa noctur­na impulsaba el humo hacia el promontorio, y por eso ella extendió la manta entre el fuego y el lago.
Después se sentó sobre la manta, de espal­das al fuego, y esperó a Nick. Éste volvió en seguida y se sentó a su lado. Detrás de ellos es­taba el bosque renacido, en el promontorio, y enfrente, la bahía con la desembocadura del arroyo de Hortons. La oscuridad no era com­pleta. La luz de la fogata iluminaba el agua. Ambos pudieron ver las dos cañas de pescar de acero, inclinadas sobre el lago. El fuego provo­caba destellos en los carretes.
Marjorie abrió la cesta de la cena.
—No tengo hambre —dijo Nick.
—Vamos, Nick. Come.
—Bueno.
Comieron sin decir nada, observando las dos cañas y el fuego reflejado en el agua.
—Esta noche ya a haber luna —expresó Nick, que miraba hacia el otro lado de la bahía. Las colinas se recortaban ya contra el cielo. Y él se dio cuenta de que la luna estaba ya por aso­marse, más allá de las colinas.
—Ya lo sé —dijo Marjorie con alegría.
—Tú lo sabes todo.
— ¡Oh! ¡Cállate, Nick! Te lo ruego. ¡No seas así, por favor!
—No puedo evitarlo. Tú tienes la culpa. Lo sabes todo. Eso es lo malo, y también lo sabes.
La muchacha no dijo nada.
—Te lo he enseñado todo —continuó Nick—. No lo niegues. ¿Qué es lo que no sabes, enton­ces?
— ¡Oh! ¡Cállate! Ahí sale la luna.
Se quedaron sentados sobre la manta, sin tocarse, observando cómo aparecía el astro noc­turno.
—No tienes por qué decir tonterías —pro­testó Marjorie—. ¿Qué te ocurre en realidad?
—No sé.
— ¿Cómo no?
—No, no sé.
—Anda. Dime la verdad.
Nick miró la luna, que se asomaba enci­ma de las colinas.
—Ya no me gusta esto.
Tenía miedo de mirar a la muchacha, pero miró. Marjorie le daba la espalda. Siguió mi­rándola:
—Ya no me divierte. Nada. En absoluto.
Ella no dijo nada. Nick continuó:
—Me encuentro como si todo se hubiera ido al demonio en mi alma. No sé, Marge. No sé qué decir.
Todavía miraba la espalda de la mujer.
— ¿Ya no te divierte el amor? —preguntó Marjorie.
—No.
Ella se puso de pie. Nick permaneció senta­do, con la cabeza entre las manos.
—Voy a usar el bote —le gritó Marjorie—. Tú puedes volver a pie por el promontorio.
—Bueno —dijo Nick—. Espera, que iré a de­satracar el bote.
—No hace falta —cuando dijo esto, Marjorie estaba ya dentro de la embarcación, en el agua, bajo la luz de la luna.
Nick regresó y se acostó boca abajo, sobre la manta, junto al fuego. Oyó el rítmico movi­miento de los remos, mientras Marjorie se ale­jaba.
Se quedó allí largo rato. Estaba acostado cuando Bill apareció en el claro después de atravesar el monte. Sintió que el recién llega­do se acercaba al fuego. Pero Bill no lo tocó.
— ¿Salió todo bien? —preguntó éste.
—Sí —contestó Nick sin abandonar su posi­ción, con la cara pegada a la cobija.
— ¿Hubo escándalo?
—No, no pasó nada.
— ¿Cómo te sientes?
— ¡Oh! ¡Vete, Bill! Déjame solo un momento.
Bill eligió un sándwich del canasto y fue a echar un vistazo a las cañas.



EL VENDAVAL DE TRES DÍAS


Ya no llovía cuando Nick entró en el cami­no que atravesaba el huerto. La fruta había sido recolectada y el viento otoñal soplaba en­tre los árboles desnudos. Nick se detuvo y co­gió una manzana caída a un lado del camino. La fruta brillaba, mojada por la lluvia, sobre la hierba. Después la guardó en un bolsillo de la chaqueta.
Al salir del huerto, el camino llevaba a la cima de la colina. Allí estaba el chalet, con la galería vacía y la chimenea humeante. Detrás se veían el garaje, el gallinero y el bosque re­plantado, que parecía un seto al lado de los montes viejos. Los grandes árboles se inclina­ban por la fuerza del viento, en la primera de las tormentas otoñales.
Cuando Nick estaba cruzando el campo que se extendía entre el huerto y la casa, apareció Bill en la puerta del chalet. Se quedó obser­vándole desde la galería.
— ¡Hola, Wemedge! —exclamó.
— ¡Hola, Bill! —dijo Nick, mientras subía los escalones.
Los dos permanecieron allí. Sus miradas se dirigían más allá del huerto y del camino. Es­taban observando el lago, a través de los cam­pos y los bosques del promontorio. El viento soplaba con fuerza en el lago. Desde aquel si­tio elevado podían ver la marejada, en la punta de Ten Mile.
—Parece que hay viento —dijo Nick.
—Seguirá soplando así tres días.
— ¿Está tu padre?
—No. Salió a cazar. ¿Por qué no entras?
Nick entró en el chalet. El viento hizo cru­jir el fuego, encendido en el hogar, y Bill cerró la puerta.
— ¿Vamos a tomar algo? —preguntó.
Fue a la cocina y regresó con dos vasos y un jarro de agua. Nick tomó la botella de whisky que estaba en el estante, encima del hogar.
— ¿Qué te parece?
—Muy bien —respondió Bill.
Por último, se sentaron frente al fuego y be­bieron el whisky irlandés con agua.
—Tiene gusto a humo —dijo Nick, y miró el fuego a través del vaso.
—Es debido al carbón de turba.
—Pero es imposible mezclar carbón con el licor.
—Eso no quiere decir nada.
— ¿Viste alguna vez una turba? —preguntó Nick.
—No.
—Yo tampoco.
Como Nick tenía los pies cerca de la chime­nea, empezó a salir vapor de sus zapatos.
—Será mejor que te quites los zapatos —dijo Bill.
—Es que no llevo calcetines.
—No importa. Quítatelos y déjalos secar, que yo te traeré otros.
Bill se fue en seguida al desván y Nick oyó los pasos por encima de su cabeza. El piso alto no tenía techo, y allí dormían a veces Bill, su padre y él, Nick. Detrás estaba el lavabo. Cuando llovía metían los catres en aquella ha­bitación y los cubrían con mantas de caucho.
Bill volvió con un par de pesados calcetines de lana.
—Ya no es tiempo de andar sin calcetines —dijo.
—Me da rabia tener que usarlos de nuevo.
Nick se los puso y se reclinó en la silla, apo­yando los pies en la pantalla de la chimenea, frente al fuego.
—Vas a abollar la pantalla —observó Bill. Entonces, Nick removió en el aire sus extremi­dades, volviendo a apoyarlas junto al hogar.
— ¿Tienes algo para leer?
—Sólo el periódico.
— ¿Cómo salieron los «Cards»?
—Perdieron dos partidos seguidos con los «Giants».
—Se daba por descontado...
—Ha sido un regalo —dijo Bill—. Y no hay nada que hacer mientras McGraw pueda com­prar todos los buenos jugadores de baseball de la liga.
—Puede comprarlos a todos.
—Compra a los que quiere. 0 los hace pe­learse, y así juegan para él.
—Como Heinie Zim, por ejemplo —convino Nick.
—Ese imbécil le irá muy bien.
Bill se levantó.
—Sabe golpear —dijo Nick. El calor del fue­go llegaba hasta sus piernas.
—Y también es un buen fielder (1). Pero falla cuando entrega la pelota.
—Tal vez sea por eso que le conviene a McGraw —sugirió Nick.
—Quizá.
—Hay muchas cosas que uno no sabe.
—Claro. Pero, a pesar de la distancia, tene­mos buenas informaciones y
(1) En baseball, jugador situado dentro del field, para interceptar la pelota.
acertamos pronós­ticos.
—A veces es más fácil acertar el ganador de una carrera si uno ve los caballos, ¿no es cier­to? Y en este caso ocurre lo mismo.
—Eso es.
Bill cogió la botella de whisky, recubrién­dola por completo con su enorme mano. Des­pués echó el líquido en el vaso que sostenía Nick.
— ¿Cuánta agua?
—Igual que antes.
Bill se sentó en el suelo, junto a la silla de su amigo.
— ¡Qué bonito es cuando empiezan las tor­mentas de otoño! ¿Eh? —preguntó éste.
—Es hermoso.
—La mejor época del año.
—Dime, ¿no sería una estupidez vivir en la ciudad?
—Me gustaría ver los noticieros de todo el mundo.
— ¡Bah! De cualquier modo, ahora los dan siempre en Nueva York o en Filadelfia —dijo Bill—. Además, no se pierde nada.
— ¿Te parece que los «Cards» podrán ganar alguna vez el campeonato?
—Nos moriremos sin saberlo.
— ¡Dios! Se volverían locos, ¿eh?
— ¿Recuerdas cuando estuvieron a punto de enloquecer, aquella vez que descarriló el tren?
— ¡Cómo no! —exclamó Nick al acordarse.
Bill fue hasta la ventana en busca del libro que había dejado en la mesa antes de salir. Después permaneció con el vaso en una mano y el libro en la otra, apoyándose en la silla de Nick.
— ¿Qué estás leyendo?
—Richard Feverel.
—Yo no he logrado entenderlo.
—Es muy bueno —manifestó Bill—. No me dirás que se trata de un libro malo, ¿eh, Wemedge?
— ¿Qué otro libro tienes que yo no haya leí­do? —preguntó Nick.
— ¿Leíste Forest Lovers?
—Aja. Es ese en el que se acuestan todas las noches con la espada desenvainada al lado.
—Es un libro estupendo, Wemedge.
—Excelente. Lo que nunca he podido com­prender es qué utilidad tiene la espada. Debe estar siempre con el filo hacia arriba, pues si la dejan plana uno puede muy bien deslizarse en­cima de ella durante el sueño, y entonces se perdería mucho tiempo en un caso de apuro.
—Es un símbolo —dijo Bill.
—Seguro; pero nada práctico.
— ¿Has leído alguna vez Fortitude?
—Es admirable. Es un libro de verdad. ¿Tie­nes algún otro de Walpole?
—The Dark Forest —contestó Bill—. Habla de Rusia.
— ¿Y qué puede hacer de Rusia?
—No sé. Uno no conoce a esos tipos. Tal vez haya estado allí en su juventud. Contiene muchas noticias.
—Me gustaría conocerlo.
—A mí me gustaría leer algo de Chesterton.
—Quisiera que estuviese aquí ahora —dijo Nick—. Lo llevaríamos a pescar al «Voix tomorrow».
— ¿Quién sabe si le gusta pescar?
—Claro que le gusta. Debe de ser un tipo estupendo. ¿Recuerdas el verso de Flying Inn?

Si del cielo baja un ángel
y algo más para beber te ofrece,
agradécele sus buenas intenciones,
y corre a vaciar tu copa al vertedero.

—Muy bien —dijo Nick—. Creo que es un tipo mejor que Walpole.
— ¡Oh! Claro que es mejor. Pero Walpole es mejor escritor.
— ¿Quién sabe? Chesterton es un clásico.
—Y Walpole también es un clásico, y de los mejores —insistió Bill.
—Quisiera que estuvieran aquí los dos. Los llevaríamos a pescar al «Voix tomorrow».
—Emborrachémonos —sugirió Bill.
—Bueno —convino su amigo.
—Mi padre no dirá nada.
— ¿Estás seguro?
—Lo sé.
—Ya me siento un poco borracho.
—No, todavía no estás borracho.
Bill se incorporó desde el suelo para reco­ger la botella de whisky. Nick alargó su vaso, y no apartó la mirada del mismo hasta que Bill lo llenó más de la mitad.
—Ponte el agua que quieras —dijo—. Toda­vía queda whisky para otro trago.
— ¿Hay más? —preguntó Nick.
—De sobra. Pero papá quiere que se beba so­lamente del que está abierto.
—Claro.
—Dice que el borracho empieza por abrir bo­tellas —explicó Bill.
— ¡Qué bien! —dijo Nick. Estaba sorpren­dido. Nunca había pensado en aquello. Siem­pre creyó que los borrachos empezaban be­biendo solos.
— ¿Cómo está tu padre? —preguntó respe­tuosamente.
—Muy bien —contestó Bill—. A veces está un poco cascarrabias.
—Es un tipo estupendo —dijo Nick mien­tras se servía agua de la jarra. Después la mez­cló lentamente.
—En eso puedes apostar la vida.
—Mi padre es muy bueno, también.
— ¡Diantre! ¡Vaya si lo es!
—Dice que nunca en su vida tomó un trago —dijo Nick como anunciando un hecho cientí­fico.
—Bueno, pero él es médico. Mi viejo, en cam­bio, es pintor. Es distinto.
—Ha perdido mucho —manifestó Nick con tristeza.
— ¿Quién sabe? Todo tiene sus compensa­ciones.
—Él mismo lo dice.
—Bueno, papá también tuvo una mala época.
—Todo se equilibra.
Ambos estuvieron largo rato mirando la chi­menea y pensando en esta profunda verdad.
—Iré al sótano a buscar un pedazo de leña —dijo Nick después de la pausa. Al mirar al fuego, observó que se apagaba. Además, que­ría demostrar que el licor no le hacía nada y podía mantenerse de pie. Aunque su padre no hubiese tomado nunca una copa, Bill no iba a emborracharle antes de que lo estuviese por sus propios medios.
—Trae uno de los leños grandes de haya —le dijo Bill, que también se esforzaba por conser­varse consciente.
Al volver con el leño, Nick golpeó y volcó una cacerola en la cocina. Entonces dejó su carga en el suelo y recogió el recipiente.
Después echó un poco más de agua con el balde que estaba junto a la mesa. Se enorgu­lleció de su fuerza. Había sido concienzuda­mente eficaz.
Regresó con el leño. Bill se levantó de la silla y le ayudó a echar la leña al fuego.
—Es un trozo enorme —dijo Nick.
—Lo he estado guardando para los días fríos. Un leño como éste dura toda la noche.
—Y todavía quedarán brasas para encender el fuego por la mañana —agregó Nick.
—Por descontado —convino su amigo. Es­taban llevando la conversación a un plano elevado.
—Tomemos otra copa —dijo el visitante.
Bill se arrodilló en el rincón, frente al arma­rio, y sacó una botella cuadrada.
—Es escocés.
—Voy a buscar más agua.
Nick volvió a la cocina. Hundiendo el cu­charón en el agua fría del balde, llenó la jarra. Al regresar al living, pasó frente a un espejo que había en el comedor y se detuvo. Su ros­tro estaba raro. Sonrió ante la cara reflejada en el espejo, y ésta le devolvió la sonrisa. Des­pués hizo un guiño y siguió su camino. No era su rostro realmente, pero eso no tenía im­portancia.
Bill ya había servido el whisky.
— ¡Qué manera de beber! Es demasiado —dijo Nick.
—Para nosotros, no, Wemedge.
—Brindaremos por la pesca.
—De acuerdo —dijo Nick—. Por la pesca, señores.
—Por la pesca. Nada más.
—La pesca. Por eso brindamos.
—Es mejor que el baseball.
—No se pueden comparar. ¿Cómo es posible que hayamos hablado de baseball hace un rato?
—Fue un error. El baseball es un deporte de brutos.
Luego vaciaron sus vasos.
—Ahora bebamos a la salud de Chesterton.
—Y de Walpole —intervino Nick.
Nick sirvió el whisky y Bill el agua. Los dos se miraron. Se encontraban muy guapos.
—Por Chesterton y Walpole, señores —dijo Bill.
—Eso mismo, señores —brindó su amigo.
Bebieron de nuevo y Bill volvió a llenar los vasos. Estaban sentados frente al fuego, en las sillas grandes.
—Fuiste muy sensato, Wemedge.
— ¿Qué quieres decir?
—Me refiero a ese asunto de Marge,
—Creo que sí —dijo Nick.
—Era lo único que podías hacer. Si no hu­bieses roto con ella, ahora estarías en tu casa devanándote los sesos y pensando cómo conse­guir dinero suficiente para casarte.
Nick no dijo nada.
—Al casarse, el hombre se convierte en un esclavo —continuó Bill—. Se queda sin nada. Sin nada, ¡maldición! Está arruinado para el resto de su vida. Por otra parte, ya has visto esos tipos que se casan, ¿eh?
Nick no dijo nada.
—Al verlos, te das cuenta en seguida. Tienen ese aspecto grosero propio de los casados. Es­tán acabados. Nunca volverán a ser lo que fueron.
—Claro —asintió Nick.
—Es probable que haya sido desagradable la ruptura, pero ya pasará cuando te enamores de alguna otra. Enamórate, pero no dejes que te quiten la personalidad.
—Sí.
—Si te hubieses casado con ella, te hubieras casado con toda la familia. Acuérdate de su madre y del tipo que se casó con ella.
Nick hizo un gesto afirmativo.
— ¿Te gustaría tenerlos siempre en tu casa e ir a cenar a la suya los domingos? ¿Y que la madre le dijese continuamente a Marge lo que tiene que hacer y cómo tiene que compor­tarse?
Nick guardó silencio.
—De buena te libraste, ¡maldición! —prosi­guió Bill—. Ahora ella podrá casarse con cual­quiera de su misma clase y ser feliz. No pue­des mezclar el aceite con el agua, ni tampoco estos asuntos. Sería peor que si yo me casase con Ida, la que trabaja en la casa de Stratton. Aunque es posible que le gustara.
Nick no dijo nada. El efecto del whisky ya había pasado y se quedó solo. Bill no estaba allí. No estaba sentado frente al fuego, ni iría mañana a pescar con Bill y su papá. No estaba borracho. Todo había pasado. Lo único que sa­bía era que había perdido a Marjorie. Eso era lo que importaba. Sólo eso. Tal vez no la vol­vería a ver nunca. Nunca, probablemente. Todo había pasado. Todo había terminado.
—Tomemos otro vaso —dijo Nick.
Bill llenó los vasos y él echó un poco de agua.
—Si no lo hubieras hecho, ahora no estaría­mos juntos —manifestó Bill.
Era cierto. Al principio había pensado volver a su casa y conseguir trabajo. Pero después resolvió quedarse en Charlevoix todo el invier­no, para estar cerca de Marge. Ahora no sabía qué iba a hacer.
—Y tampoco podríamos ir a pescar mañana —continuó Bill—. Pero veo que has seguido el buen camino.
—No pude evitarlo.
—Lo sé. Así se resuelven las cosas.
—Ocurrió todo de un modo repentino. No sé por qué causa. No pude evitarlo. Fue como esos vendavales de tres días que dejan los ár­boles sin hojas.
—Bueno, ya pasó. Eso es lo que interesa.
—Yo tuve la culpa.
—No importa de quien sea la culpa.
—Supongo que no.
Lo cierto era que Marjorie se había ido y que quizá no volviera a verla nunca. Recordó que le había hablado del viaje que harían jun­tos a Italia y de cómo se divertirían en todos aquellos sitios. Ya no existía nada de todo aquello.
—Lo importante es que todo ha terminado. No te imaginas, Wemedge, cuánto me preocu­paste con ese asunto, pero te comportaste bien. Comprendo que su madre está apenada, ya que había dicho a mucha gente que estabais comprometidos.
—No estábamos comprometidos.
—En todas partes decían que lo estabais.
—Perdóname, pero te repito que no estába­mos comprometidos.
— ¿Acaso no ibais a casaros?
—Sí. Pero no estábamos comprometidos.
— ¿Y qué diferencia hay? —preguntó Bill con ganas de precisar.
—No sé, pero hay cierta diferencia.
—Pues yo no la veo.
—Es igual —terminó Nick—. Emborraché­monos, entonces.
—Bueno —convino Bill—. Pero una borrache­ra de verdad.
—Y después iremos a nadar —y Nick vació su vaso. Luego dijo—: Lo lamento mucho por ella, ¡maldición! Pero, ¿qué podía hacer? ¡Bien sabes cómo era su madre!
—Era terrible.
—De repente, terminó todo, igual que un vendaval. Aunque no debería hablar más de este asunto.
—Tú no has sido —explicó Bill—. Yo inicié la conversación, y ahora la he terminado. No volveremos a hablar de este asunto. Tampoco tienes que pensar en eso, pues podrías come­ter el mismo error.
En realidad, Nick no había pensado en eso. ¡Le pareció todo tan categórico! Pero esto era sólo un pensamiento, y entonces se encontró mejor.
—Claro —dijo—. Siempre existe ese peligro.
Ahora se sentía feliz, puesto que compren­día que no había nada irrevocable. Podría ir a la ciudad el sábado por la noche. Era jueves.
—Queda siempre una oportunidad.
—Tendrás que cuidarte —le aconsejó Bill.
—Me cuidaré.
Se sentía feliz. No había terminado nada. Nada se había perdido. Iría a la ciudad el sá­bado. Estaba más alegre, como antes de que Bill empezara a hablar de aquel asunto. Toda­vía era posible una solución.
— ¿Qué te parece si sacáramos los fusiles y nos fuésemos al promontorio a buscar a tu padre?
—Me parece muy bien.
Bill descolgó las dos escopetas de la percha y abrió una caja de cartuchos. Nick se puso la chaqueta y los zapatos. Éstos, de tan secos, estaban duros. Todavía le duraba la borrache­ra, pero tenía la cabeza despejada.
— ¿Cómo te encuentras? —preguntó Nick.
—A las mil maravillas. Te llevo un poco de ventaja —Bill estaba abrochándose el jersey.
—No se gana nada con emborracharse.
—No. Salgamos.
Afuera continuaba el vendaval.
—Con esto se caerán todos los pájaros —dijo Nick.
Después se dirigieron al huerto.
—Esta mañana vi una perdiz —expresó Bill.
—Tal vez la encontraremos ahora.
—Es que con este viento no se puede tirar.
Allí, al aire libre, el asunto de Marge ya no era tan trágico. Ni siquiera muy importante. El vendaval se lo llevaba todo.
—Viene directamente del lago —dijo Nick.
Oyeron el sonido de una escopeta.
—Es papá. Debe de estar en el pantano.
—Abreviemos el camino por aquí.
—Vamos por la pradera, a ver si cazamos algo —propuso Bill.
—Bueno —aceptó su amigo.
Ningún detalle tenía ahora importancia. El viento vació la cabeza de Nick. Además, podría ir a la ciudad el sábado a la noche. Fue un acierto no haber dicho nada de esto.



EL LUCHADOR


Nick se levantó sin dificultad. Dirigió la mi­rada a lo largo de la vía, hasta las luces del va­gón del conductor del tren de carga, que se perdía de vista en la curva. Había agua a am­bos lados de los rieles, y después venían los alerces y los pantanos.
Se palpó la rodilla. Los pantalones estaban rotos y tenía las piernas y las manos llenas de rasguños, y arena y cenizas bajo las uñas. Lle­gó hasta el borde del terraplén y bajó por la corta pendiente hasta el agua para lavarse las manos. Se las lavó cuidadosamente con agua fría y se limpió las uñas. Después se agachó e hizo lo mismo con la rodilla.
¡Ese bruto y desgraciado guardafrenos! Pero le conocía bien, y ya le daría su merecido. ¡Bo­nita forma de proceder!
—Ven aquí, muchacho —le había dicho—. Tengo algo para ti.
Por eso se cayó. ¡Bonita cosa de chicos ha­bía hecho el bruto! ¡Ah! Pero nunca más vol­vería a ocurrirle eso.
— ¡Ven aquí, muchacho, quiero darte algo! —Y después: ¡bum!, Nick cayó a un lado de la vía.
Ahora estaba refregándose el ojo. Empezaba a salirle un chichón que ya le dolía. Tendría un ojo negro, muy bien, pero ya vería ese guar­dafrenos.
Se tocó el chichón. ¡Oh! Al fin y al cabo, el único rastro del golpe era un ojo negro. Le ha­bía salido barato. Lo que deseaba era encontrar otra vez al maldito. Aunque no iba a encontrar­lo allí, en el agua. Era de noche y estaba muy alejado de todas partes. Se secó las manos en los pantalones y se incorporó. Después subió de nuevo por el terraplén.
Empezó a caminar por la vía. La arena y las piedras estaban bien prietas entre las traviesas y se podía andar con facilidad. El terraplén continuaba hacia los pantanos. Nick siguió ca­minando. Esperaba llegar a alguna parte.
Había subido al tren de carga cuando éste aminoró la marcha en los tinglados de las afue­ras de Walton Junction. El tren, con Nick en él, pasó por Kalkaska al anochecer. Ahora debía de estar cerca de Mancelona, a unas tres o cua­tro millas del terreno pantanoso. Caminaba por la vía con el espectro del pantano en la niebla naciente. Le dolía el ojo y tenía hambre. Con­tinuó caminando y dejó tras de sí varias mi­llas de rieles. A ambos lados de los carriles, la marisma parecía no acabar nunca.
Llegó a un puente y lo cruzó. Las botas pro­ducían un ruido hueco contra el hierro. Entre las aberturas de los pontones se veía el agua oscura que corría debajo. Dio un puntapié a un perno flojo, que cayó al agua. Más allá del puente había varias colinas. Ahora estaba más oscuro a los lados de la vía. Después de otro trecho, Nick divisó una hoguera.
Siguió andando con cautela hacia aquel lu­gar. La hoguera estaba cerca del terraplén, a un lado del mismo. Desde donde se encontraba sólo veía el resplandor. Los rieles atravesaban un desmonte y el fuego estaba en un claro bastante amplio. Nick descendió lentamente por el terraplén y entró en el monte, dirigiéndose al fuego a través de los árboles. Era un bosque de hayas y al caminar aplastaba las nueces caídas.
El fuego brillaba más ahora, justo donde terminaban los árboles. Había un hombre sen­tado junto a la hoguera. Nick se detuvo de­trás del árbol, observando la escena. Parecía que el hombre estaba solo. Tenía la cabeza apoyada en las manos y no apartaba la vista del fuego. Nick abandonó su sitio y se dirigió hacia él.
El hombre continuaba mirando la hoguera. No se movió ni cuando el muchacho se detuvo a su lado.
— ¡Hola! —dijo éste.
El hombre alzó la mirada.
— ¿Y ese ojo negro? —le preguntó.
—Un guardafrenos me derribó.
— ¿El del tren de carga?
—Sí.
—Le he visto al maldito —dijo el hombre—. Pasó por aquí hace más o menos una hora y media. Andaba por el techo de los vagones palmoteando y cantando.
— ¡El hijo de perra!
—Debe de haberle gustado mucho lo que te hizo.
—Ya lo agarraré.
—Tírale una piedra otra vez que pase —le aconsejó el desconocido.
—Ya me las pagará.
—Eres fuerte, ¿verdad?
—No —contestó Nick.
—Todos los muchachos son fuertes a tu edad.
—Usted debe de haber sido fuerte, entonces.
—Claro.
El hombre miró a Nick y sonrió. A la luz de la hoguera, el muchacho observó que su ros­tro estaba desfigurado. Tenía la nariz hundida, los labios eran una masa deforme y los ojos simples hendiduras. Nick no lo vio todo de golpe. Sólo advirtió que el hombre tenía la cara mutilada. Por el color parecía cal o cemento. Provocaba una impresión horrible a la luz de la hoguera.
— ¿No te gusta mi cara? —preguntó su inter­locutor.
Nick estaba desconcertado.
— ¿Cómo no? —respondió.
— ¡Mira esto! —el hombre se sacó la gorra.
Sólo tenía una oreja, muy gruesa y aplasta­da por completo, y un muñón ocupaba el lugar que le correspondía a la otra.
— ¿Viste algo parecido alguna vez?
—No —dijo Nick. Estaba un poco descom­puesto.
—Pues yo he tenido que soportarlo. ¿No te parece que lo he soportado, muchacho?
— ¡Ya lo creo!
—Todos se rompían las manos golpeándome —dijo el hombre—. No podían lastimarme.
Miró a Nick.
—Siéntate. ¿Quieres comer algo?
—No se moleste —manifestó el muchacho—. Voy a seguir andando hasta la ciudad.
— ¡Escucha! —dijo el otro—. Llámame Ad.
— ¡Estupendo!
—Oye. No estoy muy sano.
— ¿Cómo? ¿Qué tiene?
—Estoy loco.
El hombre se puso la gorra. Nick se hubiera reído de buena gana.
—A mí me parece que está usted perfecta­mente sano.
—No, no lo estoy. Estoy loco. Oye, ¿te has vuelto loco alguna vez?
—No —respondió Nick—. ¿Y cómo le ocu­rrió eso?
—No sé —dijo Ad—, cuando se vuelve loco, uno no sabe nada. Pero tú debes conocerme, ¿verdad?
—No.
—Soy Ad Francis.
— ¿Se atrevería a jurarlo por Dios?
— ¿No lo crees?
—Sí.
Nick se dio cuenta de que debía ser cierto.
— ¿Sabes cómo los vencía?
—No —dijo el muchacho.
—Mi corazón atrasa. Sólo late cuarenta veces por minuto. ¿Quieres comprobarlo?
Nick vaciló.
—Vamos —el hombre le tomó la mano—. Apriétame la muñeca. Apoya los dedos aquí.
La muñeca del hombre era gruesa y los músculos presentaban una inflexión encima del hueso. Nick sintió el lento pulso bajo sus dedos.
— ¿Tienes reloj?
—No.
—Yo tampoco —dijo Ad—. Si no tienes reloj no vale la pena.
Nick dejó caer la mano.
—Oye —dijo Ad Francis—. Aprieta de nuevo. Cuenta los latidos hasta que yo llegue a sesenta.
Nick empezó la cuenta, sintiendo por los de­dos las lentas pulsaciones. Oyó que el hombre contaba, despacio: uno, dos, tres, cuatro, cinco, y etc... en voz alta.
—Sesenta —concluyó Ad—. Un minuto. ¿Has­ta cuánto llegaste?
—A cuarenta.
—Perfecto —expresó aquél con alegría—. Nunca adelanta.
En aquel momento, otro hombre bajó del terraplén del ferrocarril y atravesó el claro rum­bo a la hoguera.
— ¡Hola, Bugs! —saludó Ad.
— ¡Hola! —contestó el recién llegado.
Era la voz de un negro. Nick se dio cuenta de que era un negro, por la manera de andar. Se agachó junto al fuego, dándoles la espalda. Al cabo de un instante, se enderezó.
—Este es mi compañero Bugs —dijo Ad—. También está loco.
—Mucho gusto en conocerle —expresó Bugs—. ¿De dónde dijo que viene?
—De Chicago —respondió Nick.
—Hermosa ciudad —dijo el negro—. Pero todavía no sé cómo se llama usted.
—Adams. Nick Adams.
—Dice que nunca se ha vuelto loco, Bugs.
—Todavía es muy joven —manifestó el negro mientras desenvolvía un paquete junto al fuego.
— ¿Cuándo vamos a comer? —preguntó el que había sido boxeador profesional.
—En seguida —contestó Bugs.
— ¿Tienes hambre, Nick?
—Un hambre del demonio.
— ¿Has oído, Bugs?
—Oigo todo lo que viene después, también.
—Eso no es lo que te pregunté.
—Sí. Oí lo que dijo el señor.
Estaba poniendo lonchas de jamón en una sartén. La grasa chisporroteaba al calentarse, y el negro de largas piernas, arrodillado junto al fuego, le dio la vuelta al jamón y rompió varios huevos en la vasija, inclinándola de un lado a otro para pringarlos de grasa caliente.
— ¿Quiere cortar un poco de pan, señor Adams? Está dentro de esa bolsa —dijo Bugs, dándose vuelta.
—Con mucho gusto.
Nick alcanzó la bolsa y sacó una hogaza, cor­tando seis rebanadas. Después de observarlo, Ad se inclinó hacia él.
— ¿A ver tu cuchillo, Nick? —requirió.
—No, no se lo dé —dijo el negro—. Guarde el cuchillo, señor Adams.
El boxeador volvió a sentarse como antes.
— ¿Me da el pan, señor Adams? —preguntó Bugs, y Nick le entregó las rebanadas.
— ¿Le gusta mojar su pan en la grasa del jamón? —preguntó el negro.
— ¿Cómo no?
—Tal vez sea mejor esperar hasta más tarde. Al acabar la comida. Vamos a ver.
Bugs recogió una rebanada de jamón y la colocó sobre uno de los trozos de pan, luego co­locó un huevo encima.
— ¿Quiere completar ese sándwich, por fa­vor, y dárselo al señor Francis?
Ad recibió el sándwich y empezó a comer.
—Vigile ese huevo —le advirtió el negro—. Éste es para usted, señor Adams. El que queda es para mí.
Nick mordió el sándwich. Bugs estaba sen­tado frente a él, al lado de Ad. Estaban sabro­sísimos el jamón frito y los huevos.
—El señor Adams tiene hambre de verdad —dijo el negro.
El individuo por cuyo nombre Nick sabía que era un ex campeón del pugilato, permane­ció en silencio. No había dicho nada desde que su compañero habló del cuchillo.
— ¿Aceptaría una rebanada de pan mojada con la grasa caliente? —ofreció Bugs.
—Muchísimas gracias.
El hombre pequeño y blanco miró a Nick.
— ¿Y usted también quiere, señor Adolfo Francis? —Bugs le acercó la sartén.
Ad no respondió. Estaba mirando a Nick.
—Le he hablado, señor Francis —volvió a decir Bugs con suavidad.
Ad siguió mirando a Nick. Tenía la gorra casi sobre los ojos. El muchacho se puso nervioso.
— ¿Qué diablos te has creído? —dijo brusca y mordazmente, dirigiéndose a Nick.
Hizo una breve pausa, y prosiguió:
— ¿Quién demonios crees que eres? Eres un mocoso hijo de perra. Viniste aquí sin que nadie te llamara y te has comido la ración de un hombre, y cuando éste te pidió prestado el cu­chillo te hiciste el interesante.
Al hablar miraba a Nick con persistencia. La cara del hombre era blanca, y sus ojos casi no se veían, debajo de la gorra.
— ¡Porquería! ¿Quién te dijo que te metie­ras aquí?
—Nadie.
—Claro que nadie, ¡maldición! Y nadie te ha dicho que te quedes, tampoco. Vienes y te muestras insolente con mi cara, fumas mis ci­garros y te tomas mi licor, y todavía te haces el interesante. ¿Y sabes cómo diablos vas a irte?
Nick no dijo nada. Ad se puso de pie.
—Te lo diré, cobarde bastardo de Chicago. Vas a irte con la cara rota. ¿Comprendes?
Nick retrocedió. El hombre avanzó hacia él en forma lenta e inflexible, adelantando pri­mero el pie izquierdo y arrastrando luego el derecho.
—Pégame —movió la cabeza al decir esto—. Pégame. Pruébalo.
—No quiero pegarle. ¿Por qué?
—No creas que vas a salvarte así. Recibirás una buena paliza, ¿sabes? Ven. Hazme frente.
—Cállese.
— ¿Aja? Pues mira, hijo de perra.
El hombre miró los pies de Nick, y entonces el negro, que lo había seguido desde que se apartó del fuego, se acercó más y lo golpeó en la base del cráneo. Ad cayó de bruces y Bugs soltó la cachiporra envuelta en un trapo. El ex boxeador quedó tendido boca abajo en la hierba. Su compañero lo levantó y lo llevó de nuevo junto al fuego con la cabeza, colgando. La cara tenía un aspecto feo. Bugs lo acostó con suavidad.
— ¿Quiere traerme un balde con agua, señor Adams? —dijo—. Temo haberle pegado un poco fuerte.
El negro salpicó el rostro del hombre con la mano y le tiró de la oreja de un modo suave, hasta que los ojos se cerraron.
Bugs se puso de pie.
—Está muy bien. No hay que preocuparse por nada. Y perdóneme, señor Adams.
—No tiene importancia, hombre —Nick miró al caído. Después vio la cachiporra sobre la hierba y la recogió. Tenía un mango flexible y le pareció blanda. Era de cuero negro, y lle­vaba el extremo más grueso envuelto en un pañuelo.
—El mango es de ballena —explicó el negro, sonriendo—. Ya no los hacen así. Le pegué porque no sabía si usted podría defenderse solo y, de todos modos, no deseaba tampoco que usted lo lastimase o lo marcase más de lo que está.
El negro volvió a sonreír.
—Usted le hizo daño, sin embargo.
—Sí, pero en este caso es distinto, porque sé cómo hacerlo. Él no recordará nada de lo ocu­rrido. Tengo que darle un golpe cada vez que se comporta así.
Nick continuaba mirando al hombre que ya­cía junto a la hoguera con los ojos cerrados. Bugs puso más leña en el fuego.
—No se preocupe más por él, señor Adams. Estoy cansado de verlo así.
— ¿Y por qué se volvió loco? —preguntó Nick.
— ¡Oh! Por muchas cosas —respondió el ne­gro desde la lumbrada—. ¿No quiere tomar una taza de café, señor Adams?
Después de darle la taza a Nick, Bugs alisó la chaqueta que había colocado bajo la cabeza del hombre inconsciente.
—Entre otras cosas, recibió muchas palizas —el negro tragó un sorbo de café—. Pero esto lo volvió medio bobo, solamente. Además, su hermana era también su manager y siempre aparecían en los diarios con crónicas sobre hermanos y hermanas, diciendo cómo lo quería ella y cómo la quería él. Después se casaron en Nueva York, y eso provocó muchas desave­nencias.
—Ya recuerdo.
—Claro que de hermanos tenían lo mismo que un perro y un gato, pero, de cualquier modo, a mucha gente no le gustó nada esa boda, y entonces empezaron las discordias, hasta que un día ella se fue y no volvió nunca más.
El negro terminó de beber el café y se secó los labios con la rosada palma de la mano.
—Él se volvió loco. ¿Quiere un poco más de café, señor Adams?
—Gracias.
—A ella la vi un par de veces —prosiguió el negro—. Era una mujer muy buena moza, y se parecía bastante a él como para que los toma­ran por mellizos. Ad no sería feo si no tuviera toda la cara magullada.
Se detuvo. Parecía que la historia había ter­minado.
— ¿Y dónde lo conoció? —preguntó Nick.
—En la cárcel —contestó Bugs—. Después que ella lo abandonó, Ad empezó a pelearse y dar golpes por cualquier motivo, y entonces lo encarcelaron. Yo estaba allí por haber herido a un hombre.
El negro sonrió y continuó, en voz baja:
—Nos hicimos amigos en seguida, y cuando me soltaron fui a buscarle. Le gusta creer que estoy loco, y a mí no me importa. Me gusta re­correr el país con él sin tener necesidad de robar. Me encanta vivir como un caballero.
— ¿Y qué hacen ustedes?
— ¡Oh! Nada. Simplemente, andamos de un lado para otro. Él tiene dinero.
—Debe de haber ganado mucho.
—Sí, pero lo gastó todo, o mejor dicho, se lo sacaron todo. Ella le manda dinero.
Bugs atizó el fuego.
—Es una mujer hermosísima —agregó—. Se parece bastante a él como para ser su hermana gemela.
El negro miró al hombre pequeño, que estaba en el suelo respirando con lentitud. El pelo ru­bio le caía sobre la frente, y el rostro mutilado parecía infantil.
—Ya puedo despertarlo, señor Adams. Si no le parece mal, me gustaría que usted se fuera. Me gusta ser hospitalario, se lo aseguro, pero su presencia podría perturbarlo de nuevo. No me gusta tener que golpearlo, y es lo único que se puede hacer para calmarlo. Casi siempre lo mantengo alejado de la gente. Usted no se ofen­de por eso, ¿verdad, señor Adams? No, no me dé las gracias, señor Adams. No le avisé antes porque me pareció que usted le había resultado simpático a Ad. Creía que no iba a ocurrir nada anormal. Si sigue caminando por la vía, encon­trará un pueblo más o menos a dos millas de aquí. Mancelona lo llaman. Adiós, señor Adams. De buena gana le diría que se quedase a pasar la noche con nosotros, pero no es posible ahora. ¿Quiere llevarse un poco de jamón y un pedazo de pan? ¿No? Tome un sándwich, mejor —todo dicho en voz baja y con la suavidad y la corte­sía proverbiales de los negros.
—Bueno. Adiós, señor Adams. Adiós, ¡y buena suerte!
Nick se alejó de la hoguera rumbo a la vía del ferrocarril. Cuando estuvo fuera del alcan­ce del fuego prestó atención. Oyó la voz baja del negro, pero no pudo entender las palabras. Después oyó que el otro hombre decía:
—Tengo un horrible dolor de cabeza, Bugs.
—Ya se le pasará, señor Francis —le calmó el negro—. Tome esta taza de café caliente y ya verá como se le pasa, señor Francis.
Nick subió al terraplén y echó a andar. Cuan­do se dio cuenta de que tenía un sándwich de jamón en la mano, lo guardó en el bolsillo. Al llegar a la curva que hacía el terraplén antes de ascender por las colinas, Nick volvió la ca­beza y pudo ver el resplandor en el llano.



UN RELATO MUY CORTO


En las últimas horas de una tarde calurosa lo llevaron a la azotea y desde allí podía dominar toda la ciudad de Padua. Las chimeneas se perfi­laban sobre el cielo. La noche tardó poco en llegar y entonces aparecieron los proyectores. Los otros bajaron al balcón, llevándose las bo­tellas. Hasta donde estaban Luz y él llegaba el bullicio. Luz se sentó en la cama. Estaba fres­ca y lozana en la noche cálida.
Luz cumplió el servicio nocturno durante tres meses y todos estaban contentos. Ella lo preparó para la operación, y aquel día le dijo en tono de broma: «Si no se porta bien le pon­dré un enema.» Después vino el anestésico y él no pudo decir disparates en aquel difícil mo­mento. Cuando empezó a utilizar las muletas solía tomar las temperaturas para que Luz no tuviera que levantarse de la cama. Había pocos pacientes y todos estaban enterados. Todos querían a Luz. Mientras regresaba por los pa­sillos pensó en Luz, acostada en su cama.
Antes de que él volviera al frente, los dos fueron a rezar al Duomo. Estaba oscuro y en silencio, y había otras personas orando. Que­rían casarse, pero no había tiempo suficiente para las amonestaciones y ninguno de los dos tenía la partida de nacimiento. Vivían, en reali­dad, como marido y mujer, pero deseaban que todos lo supieran para no correr el riesgo de perder esta condición.
Luz le escribió muchas cartas que él recibió después del armisticio. Un día le llegaron quin­ce cartas juntas al frente, y las leyó de cabo a rabo después de clasificarlas por fechas. Le hablaba del hospital y de cuánto le quería. Le decía que le era imposible vivir sin él y que lo extrañaba de un modo horrible por la noche.
Después del armisticio acordaron que él volve­ría a su patria para conseguir un empleo que le permitiera casarse. Luz no regresaría hasta que él tuviera un buen trabajo, y entonces se en­contrarían en Nueva York. No iba a beber más, por supuesto, y no necesitaría ver a sus amigos ni a nadie en los Estados Unidos. Solamente obtener el empleo y casarse. En el tren que los condujo de Padua a Milán tuvieron una dispu­ta porque la mujer no estaba dispuesta a vol­ver en seguida. Se despidieron con un beso, en la estación de Milán, pero el altercado no había concluido. Para él fue muy desagradable decir­se adiós de esta forma.
Se fue a América en un buque que salió de Génova. Luz regresó a Pordonone, en donde se inauguraba un nuevo hospital. Era un lugar soli­tario y lluvioso, y en la ciudad se había acuarte­lado un batallón de arditi. Aquel invierno, en medio del fango y de las lluvias, el comandante del batallón enamoró a Luz. Era el primer ita­liano que conocía. Al fin, se decidió y escribió a los Estados Unidos diciéndole que entre ellos sólo existió una amistad infantil. «Perdóname. Es probable que ahora no comprendas, pero quizás algún día llegues a perdonarme. Entonces me agradecerás esto. Espero casarme para la primavera, aunque todavía no estoy segura. Te quiero como siempre, pero me he dado cuenta de que nuestro amor sólo ha sido una cosa de chicos. Espero que progreses, pues creo en ti. Y te aseguro que es mejor que las cosas hayan terminado de esta manera.»
El comandante no se casó con ella en la pri­mavera ni en ninguna otra estación y Luz no recibió nunca respuesta a la carta que envió a Chicago.



EL REGRESO DEL SOLDADO


Antes de ir a la guerra, Krebs estuvo en un colegio metodista de Kansas. En una fotografía aparece con los miembros de la fraternidad y todos tienen exactamente el mismo cuello alto característico. Se alistó cuando lo hizo la segunda división del Rin, en el verano de 1919.
Otra fotografía lo muestra en el Rin, con dos alemanas y un cabo. Los uniformes les quedan chicos y las mujeres no son hermosas. El río no se ve en la fotografía.
Cuando Krebs volvió a su ciudad natal, en Oklahoma, ya habían terminado los «¡vivas!» a los héroes. Regresó demasiado tarde. Los hom­bres de la ciudad que habían sido reclutados fueron recibidos con grandes agasajos y abun­dantes ataques de histeria. Ahora, en cambio, se operaba una reacción. A la gente le parecía ri­dículo que Krebs volviera tan tarde, años des­pués de concluida la contienda.
Al principio, Krebs no quiso contar nada a pesar de haber estado en el bosque de Belleau, en Soissons, Champaña, Saint Mihiel y la Argonne. Después sintió la necesidad de hacerlo, pero nadie sentía demasiado interés en escu­charlo. Su ciudad había oído muchas leyendas atroces. Por último, Krebs se convenció de que tenía que mentir para despertar la atención, y, después de hacerlo en dos oportunidades, tam­bién él experimentó una reacción contra la guerra y contra todo lo que a ella se refería. Esos embustes provocaron su disgusto por todo lo que había ocurrido en el campo de batalla. Siempre se había mostrado sereno y casi indi­ferente al pensar en la época en que hizo lo único que tenía que hacer un hombre de verdad, sin jactancia ni ostentaciones, a pesar de haber podido tomar otro camino. Pero ya no poseía esa estimable cualidad. La había perdido por completo.
Sus mentiras no tuvieron ninguna importan­cia y consistieron en atribuirse cosas que otros hombres habían hecho, visto u oído, y en afir­mar como realidades ciertos incidentes apócri­fos comunes a todos los soldados. Sus engaños carecieron de trascendencia, incluso en el salón de billares. No emocionaron a sus amigos, que, por haber oído narraciones según las cuales habían encadenado las mujeres alemanas a las ametralladoras en la selva de Argonne, no po­dían comprender, o se lo impedía su patriotis­mo interesado, que hubiese ametralladoras ale­manas sin gente encadenada.
La experiencia resultante de la falsedad o la exageración le provocó repugnancia, y cuando a veces se encontraba con otro legítimo ex sol­dado y conversaban unos minutos en algún baile, adoptaba la cómoda actitud del soldado viejo entre colegas, que manifiesta haber tenido siempre un miedo terrible y nauseabundo. De esta manera lo perdió todo.
Por aquella época, a fines de verano, se acos­taba tarde y se levantaba para ir hasta la bi­blioteca pública a buscar un libro. Después, al­morzaba en su casa y se sentaba en la galería, leyendo hasta aburrirse. Entonces volvía a salir, e iba siempre al salón de billares, bajo cuya fresca oscuridad pasaba las horas más bochornosas del día. Le gustaba con locura jugar al billar.
Al anochecer se entretenía tocando el clari­nete, y luego daba una vuelta, leía otro poco y se acostaba. Todavía era un héroe para sus dos hermanas menores. Y su madre le hubiese lleva­do el desayuno a la cama si él se lo hubiera pe­dido. Muchas veces entraba cuando su hijo esta­ba acostado y le decía que le hablase de la guerra, pero casi siempre terminaba interrumpiéndolo con frases incoherente. Su padre era neutral.
Antes de ir a la guerra, Krebs no había con­seguido nunca la autorización para manejar el automóvil familiar. Su padre se dedicaba a la compra y venta de propiedades y siempre nece­sitaba el coche para llevar algún cliente al cam­po y mostrarle una granja u otro terreno. El vehículo estaba siempre detenido frente al edi­ficio del «First National Bank», donde su padre tenía una oficina en el segundo piso. Ahora, después del conflicto, conservaba el mismo coche.
Nada cambió en la ciudad, excepto las mucha­chas que crecieron bastante. Pero vivían en un mundo tan complicado de matrimonios conve­nidos y enemistades familiares que Krebs no tenía la energía y el coraje necesarios para in­tentar algo. Sin embargo, le gustaba mirarlas. Eran muchachas muy guapas. Casi todas lleva­ban el pelo corto, cosa que no ocurría antes, cuando sólo las chiquillas o las muchachas muy modernas lo llevaban de aquel modo. Todas lle­vaban suéteres y blusas de cuello redondo. Pa­recían sacadas del mismo molde. Le gustaba observarlas desde la galería de su casa mien­tras ellas pasaban por delante. Le gustaban los cuellos redondos sobresaliendo por encima de los suéteres, y también las medias de seda, los zapatos bajos, el cabello corto y su manera de andar.
Cuando estaba en el centro de la ciudad no sentía tanta atracción. No experimentaba la misma complacencia al verlas en los merende­ros. En realidad, no le hacían falta esas muje­res. Eran demasiado complicadas. Y había algo más. De un modo vago, deseaba tener una mu­jer, pero no quería trabajar mucho para con­seguirla. Le hubiera gustado una mujer, sí, pero no estaba dispuesto a perder mucho tiempo para conquistarla. No quería mezclarse en la intriga amorosa y en el galanteo. No quería hacerle la corte ni decir mentiras. No valía la pena.
No quería padecer las consecuencias. No de­seaba volver a enfrentarse con ninguna conse­cuencia. Deseaba vivir sin complicaciones. Ade­más, en realidad no necesitaba una mujer. Se lo habían enseñado en el Ejército. Era lógico obrar como si uno la necesitase. Casi todos hacen así. Pero no es verdad. No hace falta tener una mujer. Eso es lo gracioso. A veces, un tipo se jacta de que las mujeres no signifi­can nada para él, que nunca ha pensado en ellas y que no podrán perturbarlo. Otras, decla­ra que no puede vivir sin mujeres, que las ne­cesita siempre y que no soporta tener que acos­tarse solo.
Todo es mentira. Las dos posiciones son fal­sas. Uno siente la necesidad de mujeres sólo si piensa en ellas. Esto lo aprendió en el Ejér­cito. Por otra parte, tarde o temprano se consi­gue alguna mujer, cuando uno está preparado para recibirla. No hace falta pensar en eso. Tarde o temprano, llega. Lo había aprendido en el Ejército.
Ahora le hubiera gustado una mujer, siempre que no hubiera sido necesario conquistarla conversando. No quería tomarse ese trabajo. Pero, aquí, en «casa», era demasiado compli­cado. Sabía que no podría soportar nunca esos convencionalismos. No era lo mismo que con las francesas y las alemanas. Con ésas no había que hablar; era más sencillo. Pensó en Francia, y al mismo tiempo se acordó de Alemania, que, en general, le gustó más. Cuando tuvo que irse lo hizo de mala gana. No quería regresar y, sin embargo, había vuelto. Estaba sentado en la galería de su casa.
Le gustaban las mujeres que pasaban por delante. Eran mucho mejores que las france­sas o las alemanas, pero vivían en un mundo que no era el suyo. Le hubiera gustado tener una. Pero ¿para qué? ¡Estaban hechas con un molde tan bonito! Le gustaba aquel modelo. Era excitante. Pero no hubiera podido aguantar las cosas que había que decir. No era impres­cindible tener una mujer, aunque le gustaba mirarlas.
No hacía falta, ahora que las cosas marchaban bien otra vez.
Estaba sentado en la galería, leyendo un libro sobre la guerra, una historia que contaba todos los combates en los que había intervenido. Re­sultaba la lectura más interesante de su vida. Le hubiera gustado solamente que el libro hubiese tenido mayor número de mapas. Esperaba con ansiedad leer todas las historias verídicas cuan­do las publicaran con mapas bien detallados. En realidad, sólo ahora estaba aprendiendo algo de la guerra. Había sido un buen soldado, y ahí estaba la diferencia.
Una mañana, al cabo, más o menos, de un mes de su regreso, su madre entró en su dor­mitorio y se sentó en la cama. Sus manos ju­gueteaban con el delantal.
—Anoche hemos conversado tu padre y yo, Harold —le dijo—, y está dispuesto a dejarte salir con el coche por la tarde.
— ¿Sí?—exclamó el muchacho, que no es­taba despierto del todo—. ¿Usar el coche? ¿Sí? ¿De veras?
—Sí. Hace tiempo que tu padre resolvió de­jarte manejar el coche cuando se lo pidieras, pero justamente anoche conversamos sobre esto.
—Estoy seguro de que fue por ti.
—No; tu padre sugirió que hablásemos de este asunto.
— ¿Sí? Estoy seguro de que fuiste tú.
Krebs se sentó en la cama.
— ¿Vas a venir a desayunar, Harold?
—Iré en seguida que me haya vestido.
Su madre salió de la habitación y él oyó que estaba friendo algo abajo, mientras se lavaba, se afeitaba y se vestía para ir al comedor. Cuan­do empezó a desayunar, apareció su hermana Helen con la correspondencia.
— ¡Hola, Haré! ¡Dormilón! ¿Para qué te le­vantaste?
Krebs la miró con simpatía. Era la mejor de sus hermanas.
— ¿Tienes el periódico? —le preguntó.
Ella le dio el Kansas City Star y a Krebs le gustó la faja postal y lo abrió por la página de los deportes. Después de doblarlo, lo apoyó en la jarra del agua, manteniéndolo sujeto con su plato de cereales. Así podía leer mientras se desayunaba.
—Harold —dijo la madre desde la puerta de la cocina—, ten cuidado de no ensuciar el perió­dico. Mira que tu padre no puede leerlo si lo encuentra sucio.
—No, no voy a mancharlo —contestó Harold.
Su hermana se sentó allí también. No le qui­taba la vista de encima.
—Esta tarde vamos a jugar al baseball en el gimnasio de la escuela —le dijo—. Yo seré pitcher (1).
—Muy bien —manifestó Krebs—. ¿Y cómo está la campeona?
—Juego mejor que casi todos los muchachos. Les dije que tú me habías enseñado. Las otras chicas no son muy buenas jugadoras.
— ¿Sí?
—Les dije a todos que tú eres mi novio. ¿No es cierto que eres mi novio, Haré?
— ¡Ya lo creo!
— ¿Acaso el hermano de una no puede ser también el novio? ¿O se lo impide esa circuns­tancia?
—No sé.

(1) En baseball, el que tira la pelota al batsman.
—Sí que lo sabes. ¿No serías mi novio si yo fuese mayor y tú lo desearas, Haré?
— ¿Cómo no? Ahora eres mi novia.
— ¿De veras? ¿Es cierto que soy tu novia?
— ¡Claro!
— ¿Me quieres, entonces?
—Aja.
— ¿Y me querrás siempre?
— ¡Claro!
— ¿Entonces irás a verme a jugar al baseball?
—Tal vez.
— ¡Oh, Haré! Tú no me quieres. Si me qui­sieras, irías a verme jugar.
En aquel momento la madre de Krebs entró en el comedor. Traía de la cocina un plato con dos huevos fritos y un poco de tocino tostado, y otro lleno de tortas de alforfón.
—Vete, Helen, que tengo que hablar con Harold.
Le puso los huevos y el tocino delante y trajo un jarro de jarabe de arce para tomar con las tortas. Después se sentó a la mesa, frente a su hijo.
— ¿Puedes retirar el periódico un instante, Harold?
Krebs sacó el diario, que les impedía verse, y lo dobló.
— ¿No has resuelto todavía qué es lo que vas a hacer, Harold? —dijo la mujer mientras se sacaba los anteojos.
—No —contestó su hijo.
— ¿Y no te parece que ya es hora? —la voz de su madre denotaba más preocupación que energía.
—No había pensado en eso.
—Dios ha creado el trabajo para todos. No puede haber haraganes en Su Reino.
—Yo no vivo en Su Reino.
—Todos estamos en Su Reino.
Krebs estaba molesto y resentido como siempre.
— ¡Me he preocupado tanto por tu porvenir, Harold! —continuó su madre—. Conozco todas las tentaciones a las que has estado expuesto. Sé lo débiles que son los hombres. Recuerdo lo que dijo tu querido abuelo, mi propio padre, sobre la Guerra Civil, y por eso he rezado por ti. Rezo por ti durante todo el día, Harold.
Krebs miró la grasa del tocino que se endu­recía en el plato.
—Tu padre también está preocupado. Cree que has perdido toda ambición, que no tienes un objeto definido en esta vida. Charley Simmons, que es de tu misma edad, ha conseguido un buen empleo y está a punto de casarse. Casi todos los muchachos han sentado juicio. Han resuelto ser algo. Hay muchos, como Charley Simmons, que serán un orgullo para la so­ciedad.
Krebs no dijo nada.
—No te enfades, Harold. Bien sabes que sen­timos un gran cariño por ti, y si te recuerdo cómo se presentan las circunstancias, es por tu propio bien. Tu padre no desea poner trabas a tu libertad y por eso ha pensado que es mejor dejarte salir con el coche. No nos dis­gustará, ni mucho menos, que salgas a pasear con alguna muchacha bonita. Tienes derecho a divertirte, pero también tienes el deber de buscar algún trabajo Harold. A tu padre no le importa qué clase de trabajo sea. Dice que cualquier tarea es honesta. Pero tienes que ha­cer algo, Harold. Él me pidió que hablara con­tigo, y dijo que puedes ir a verlo a la oficina, si quieres.
— ¿Nada más?
—Eso es todo. ¿Acaso no me quieres, hijo mío?
—No —respondió Krebs.
Ella lo miró a través de la mesa. Las lágri­mas hacían brillar sus ojos.
—No quiero a nadie —dijo Krebs.
Era inútil. No debía decírselo, no podía ha­cérselo comprender. Fue una estupidez decirlo. Sólo había conseguido apenar a su madre. Se le acercó y la tomó del brazo. La mujer estaba llorando y se tapaba el rostro con las manos.
—No quise decir eso. Estaba enfadado por otra cosa, nada más. No quise decirte que no te quiero.
Ella continuó llorando. Krebs la rodeó con el brazo.
— ¿No me crees, mamá?
Ella sacudió la cabeza.
—Te lo ruego, mamá. Créeme, por favor. Créeme. Es cierto.
—Muy bien; te creo —dijo la madre mientras levantaba la mirada—. Te creo, Harold.
Krebs besó el cabello de su madre.
—Soy tu madre —musitó ella—. Te he tenido junto a mi corazón cuando eras un crío.
Krebs sintió una especie de molestia que ya conocía.
—Lo sé, mamita —dijo—. De ahora en ade­lante trataré de ser un buen hijo.
— ¿Quieres arrodillarte y rezar conmigo, Ha­rold? Vamos.
Los dos se arrodillaron junto a la mesa del comedor y la madre de Krebs empezó a rezar.
—Ahora tienes que rezar tú, Harold.
—No puedo.
—Haz la prueba, hijo. Reza.
—No puedo.
— ¿Quieres que lo haga yo por ti?
—Bueno.
Entonces, su madre rezó por él, y cuando se levantaron, Krebs la besó de nuevo y se fue. Había hecho todo lo posible para evitar com­plicaciones en su vida, y hasta ese instante ha­bía triunfado. Pero entonces sintió lástima por su madre y se vio obligado a mentir otra vez.
Resolvió ir a Kansas City para conseguir tra­bajo, y así ella se tranquilizaría, aunque quizá tuviera lugar una nueva despedida con lágrimas. También decidió no bajar a la oficina de su padre. Quería que su vida se deslizara suave­mente, sin complicaciones, como había empe­zado. «Bueno, pero ya terminó, de cualquier modo. Esta tarde iré a ver cómo juega Helen al baseball.»



EL REVOLUCIONARIO


En 1919 viajaba por los ferrocarriles de Ita­lia. En los cuarteles generales del partido le entregaron un trozo de hule escrito con lápiz indeleble en donde se decía que se trataba de un camarada que en Budapest había sido muy perseguido y castigado por los reaccionarios, y al mismo tiempo se pedía a los camaradas que lo ayudasen en cualquier forma. Lo usaba en vez de billete. Era muy tímido y muy joven y los guardafrenos lo pasaban de una línea a otra. Como no tenía dinero, le daban de comer detrás del mostrador de los restaurantes de las estaciones.
Le encantaba Italia. Decía que era un país hermoso, de habitantes muy cordiales. Estuvo en muchas ciudades. Anduvo mucho y vio mu­chos cuadros. Compró reproducciones de Giotto, Masaccio y Piero della Francesca, que lle­vaba envueltas en un ejemplar de Avanti. Mantegna no le gustaba.
Se me presentó en Bolonia y lo llevé conmi­go a la Romana, donde yo tenía que entrevistar a cierta personalidad. Hicimos un viaje agra­dable en la época más propicia: los primeros días de septiembre. El muchacho simpático era húngaro y era muy tímido. Los hombres de Horthy le habían hecho algunas cosas desagradables, pero de eso habló poco. A pesar de lo que sucedía en Hungría, creía con fervor en la revolución mundial.
— ¿Y cómo marcha el movimiento en Italia? —me preguntó.
—Muy mal —le contesté.
—Pero mejorará —dijo—. Aquí tienen de todo. Es el único país que ofrece cierta seguridad. Será el punto de partida de lo que va a venir.
No expresé mi opinión.
En Bolonia nos dijo adiós antes de tomar el tren para Milán y Aosta, desde donde iba a atravesar solo el paso que lo llevaría a Suiza. Le hablé de los cuadros de Mantegna que había en Milán.
—No —me respondió con su apocamiento característico—, Mantegna no me gusta.
En un papel le escribí la dirección de varios camaradas de Milán y la de un sitio donde podría comer. Me agradeció muchísimo lo que hacía por él, pero ya estaba pensando en la travesía del paso. Estaba ansioso por llevarla a cabo mientras duraba el buen tiempo. Adora­ba las montañas durante el otoño. La última noticia que tuve de él fue que los suizos lo en­carcelaron cerca de Sion.



EL GATO BAJO LA LLUVIA


Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colo­res de los hoteles situados frente al mar. Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce, que resplandecía bajo la lluvia. El agua se desli­zaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contem­plando el lugar ahora solitario.
La mujer americana observó todo eso desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.
—Voy a buscar ese gatito —dijo ella.
—Iré yo, si quieres —se ofreció su marido desde la cama.
—No, voy yo. El pobre minino se ha acurru­cado bajo el banco para no mojarse. ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
—No te mojes —le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó de­lante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.
—II piove —expresó la americana. El dueño del hotel le resultaba simpático.
—Si, si, signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaban su dignidad, y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotele­ro. Le gustaban su rostro viejo y triste y sus manos grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. Llovía más fuerte. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse prote­gida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hote­lero.
—No debe mojarse —dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.
—Ha perduto qualque cosa, signora?
—Había un gato aquí —contestó la ameri­cana.
— ¿Un gato?
—Si, il gatto.
— ¿Un gato? —la sirvienta se echó a reír—. ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
—Sí; se había refugiado en el banco —y des­pués—: ¡Oh! ¡Me gusta tanto! Quería tener un gatito.
Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
—Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
—Me lo imagino —dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, il padrone se inclinó desde su escri­torio. Ella experimentó una rara sensación. El patrón la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión momen­tánea de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.
— ¿Y el gato? —preguntó, abandonando la lectura.
—Se fue.
— ¿Y dónde puede haberse ido? —expresó él, descansando un poco la vista.
La mujer se sentó en la cama.
— ¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.
George se puso a leer de nuevo.
Su mujer se sentó frente al espejo del toca­dor y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y des­pués del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.
— ¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? —le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.
—A mí me gusta como está.
— ¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un mucha­cho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.
— ¡Caramba! Si estás muy bonita —dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.
—Quisiera tener el pelo más largo, para po­der hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y tam­bién quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acari­ciara.
— ¿Sí? —dijo George.
—Y, además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera, y cepillarme el cabello frente al es­pejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera todo eso.
— ¡Oh! ¿Por qué no te callas la boca y lees algo? —dijo George, reanudando la lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las pal­meras.
—De todos modos, quiero un gato —manifes­tó—. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni di­vertirme, por lo menos necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.
Alguien golpeó.
—Avanti —indicó George, mirando por enci­ma del libro.
En la puerta estaba la sirvienta. Traía un
gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
—Con permiso —dijo la muchacha—. El padrone me encargó que trajera esto para la signora.



FUERA DE TEMPORADA


Peduzzi se emborrachó con las cuatro liras que había ganado removiendo el jardín del ho­tel con la azada. Cuando el hombre joven atra­vesó el sendero, le habló en forma misteriosa. Le dijo que todavía no había comido, pero que estaba dispuesto a ir no bien terminase el al­muerzo. Cuarenta minutos o una hora más tarde.
En la taberna, cerca del puente, le fiaron tres copas porque se mostró muy confiado y caute­loso respecto al trabajo que haría por la tarde. Era un día de viento. El sol se asomó detrás de las nubes y desapareció casi en seguida cuando empezó a lloviznar. Era un día exce­lente para pescar truchas.
El hombre joven salió del hotel y le pregun­tó por las cañas.
— ¿Mi mujer tiene que seguirnos con las ca­ñas, entonces?
—Sí —contestó Peduzzi—; que ella nos siga.
El turista volvió al hotel y habló con su es­posa. Después se reunió con Peduzzi y ambos empezaron a caminar. El hombre joven lleva­ba un morral al hombro. Peduzzi vio que la mujer les seguía. Parecía tan joven como su marido y usaba botas montañesas y una boina azul. Llevaba una caña de pescar en cada mano, en piezas separadas. A Peduzzi no le gus­tó que fuera tan distanciada.
— ¡Signorina! —gritó, guiñando el ojo a su acompañante—. Venga con nosotros. Venga aquí, signora. Vayamos juntos los tres.
Peduzzi quería que los tres fuesen juntos por la calle de Cortina. La mujer no se apre­suró. Al parecer, los acompañaban de mal humor.
—Signorina —llamó Peduzzi con suavidad—, venga aquí, con nosotros.
El hombre joven se volvió y gritó algo. En­tonces, la mujer dejó de rezagarse y se acercó.
Peduzzi saludaba atentamente a toda la gen­te que encontraba en la calle principal del pueblo.
—Buon di, Arturo! (1) —dijo, tocándose el sombrero.
El empleado del Banco le miró desde la puer­ta del café fascista. También les observaron grupos de tres y cuatro personas, frente a las tiendas. Y los obreros con las chaquetas cu­biertas del polvo que levantaban los cimientos del nuevo hotel, alzaron la vista a su paso. Na­die les dijo nada ni les hizo ninguna seña, ex­cepto el mendigo del pueblo, flaco y viejo, con barba tupida, que se quitó el sombrero al ver­los.
(1) Buen día, Arturo.
Peduzzi se detuvo frente a un almacén que te­nía el escaparate lleno de botellas y sacó la suya, vacía, del bolsillo interior, de su vieja y descolorida guerrera militar.
—Algo de beber. Un poco de marsala para la signora. Algo, algo para tomar —gesticuló con la botella de grapa. Hacía un día magnífico—. Marsala. ¿Le gusta el marsala, signorina? Un poco de marsala, ¿eh?
La mujer frunció el ceño y habló con su marido:
—Si sabes lo que dice, contéstale tú, pues yo no lo entiendo. Está borracho, ¿no?
Parecía no oír a Peduzzi. Estaba pensando: «¿Por qué diablos se le ocurre decir marsala? Eso es lo que tomó siempre Max Beerbohm».
—Geld (dinero) —dijo finalmente Peduzzi, ti­rando de la manga al hombre joven—. Liras —sonrió. No le gustaba obligarlo en esa for­ma, pero era necesario poner en acción a su acompañante.
Éste sacó la cartera y le dio un billete de diez liras. Peduzzi subió hasta la puerta de la tien­da, pero la encontró cerrada. En el cartel de­cía: «Especialidad en Vinos del País y Extran­jeros».
—Hasta las dos no abren —dijo con desdén alguien que pasaba por la calle.
Peduzzi bajó. Se sentía ofendido.
—No importa —anunció—. Podemos conse­guirlo en la Concordia.
Se dirigieron a la «pastelería Concordia» los tres juntos. Frente a la entrada, donde estaban amontonados los herrumbrosos trineos, el jo­ven marido dijo:
—Was wollen Sie? ¿Qué quiere?
Peduzzi le extendió repetidas veces el billete doblado.
—Nada —contestó—; cualquier cosa —esta­ba desconcertado—. Marsala, quizá. No sé. Marsala, ¿eh?
La puerta del local se cerró tras el hombre y su mujer.
—Tres marsalas —le dijo a la muchacha que atendía el mostrador.
—Querrá decir dos, ¿verdad? —preguntó ella.
—No; el otro es para un vecchio (1).
— ¡Oh! —exclamó la moza—. Un vecchio —y se echó a reír mientras sacaba la botella.
Después llenó tres vasos con un líquido que parecía sucio. La mujer se sentó a una mesa, bajo la repisa de los periódicos. Su marido le dio uno de los vasos de marsala.
—Te conviene tomarlo —le dijo—. Tal vez te encuentres mejor.
Ella observó la bebida. Su joven esposo fue hasta la puerta con el vaso para Peduzzi, pero no lo encontró.
—No sé dónde está —dijo al volver al mos­trador.
—Él quería un cuarto —le advirtió su mujer.
— ¿Cuánto vale un cuarto de litro? —El mari­do se dirigió a la muchacha.
— ¿El bianco? Una lira.
—No, marsala. Y agregue también estos dos —manifestó, dándole su propio vaso y el que ella había servido para Peduzzi.

(1) Un viejo.
La muchacha llenó la medida de cuarto de litro con el embudo.
—Y una botella para llevarlo —pidió el hom­bre joven.
Ella fue a buscar una botella. Todo eso la divertía mucho.
—Lamento tu disgusto, Tiny —dijo el mari­do—. Estoy arrepentido de lo que dije duran­te el almuerzo. ¡Y pensar que los dos estába­mos yendo al mismo sitio por distintos cami­nos!
—No tiene importancia. No te preocupes.
—Hace mucho frío, ¿eh? ¿Por qué no te pu­siste otro suéter?
En aquel momento regresó la muchacha tra­yendo una pequeña botella oscura. El hombre joven pagó cinco liras más y después salió con su mujer. La muchacha de la tienda se quedó muy contenta. Peduzzi estaba enfrente, paseándose de un lado a otro con las cañas. Hacía mucho viento.
—Vamos —les dijo—. Yo llevaré las cañas. ¿Qué importa si alguien las ve? Nadie nos mo­lestará. Nadie se meterá conmigo en Cortina. Conozco a los del municipio. He sido soldado y todos me quieren en este pueblo. Vendo ra­nas. ¿Qué importa si está prohibido pescar? No interesa a nadie. Nada. No habrá lío. Y le aseguro que son truchas grandes y que hay muchas.
Se dirigieron al río por la pendiente de la co­lina. La población quedó atrás. El sol se había ocultado y estaba lloviznando otra vez.
—Vea —dijo Peduzzi, señalando a una mu­chacha que estaba de pie junto a la puerta de una casa frente a la cual pasaron—. Esa es mi hija.
—Su médico —dijo la mujer—, ¿es que tiene que indicarnos cuál es su médico?
—Dijo su hija —replicó el joven.
Mientras Peduzzi la señalaba, la muchacha entró en la casa.
Después de atravesar otro campo se dirigie­ron directamente a la orilla del río. Peduzzi mezclaba su rápida charla con muchos guiños e insinuaciones. En una oportunidad rozó a la mujer con el codo. A veces, hablaba en el dia­lecto de Ampezzo, y otras en tirolés. Empleaba dos lenguas porque no sabía cuál entendían me­jor sus acompañantes, pero como el hombre contestaba siempre: «Ja, ja» (Sí, sí), Peduzzi resolvió expresarse sólo en tirolés. La mujer y su joven marido no entendían ni jota.
—En el pueblo todos nos han visto pasar con estas cañas. Es probable que ahora nos estén siguiendo los guardas rurales. Ojalá no me hubiera metido en este maldito asunto. Y lo peor es que este imbécil viejo del demonio está borracho.
—Pero, por supuesto, tú no eres de los que se echan atrás —dijo su mujer—. Entonces tie­nes que seguir, ¿verdad?
— ¿Por qué vienes? Vete al hotel, Tiny.
—Me quedaré contigo. Si te llevan preso, será mejor que esté a tu lado.
Bajaron de golpe por una zona empinada de la ribera y Peduzzi empezó a gesticular frente al agua fangosa y oscura del río. Cerca de allí, a la derecha, había un montón de basura.
—Hábleme en italiano —dijo el hombre jo­ven.
—Un' mezzo'ora. Piu d'un mezz'ora.
—Dice que todavía falta por lo menos me­dia hora. Es mejor que te vayas al hotel, Tiny. El viento es demasiado frío. El día es malísi­mo y pase lo que pase no nos vamos a divertir nada.
—Bueno —convino la mujer, y comenzó a subir por la orilla cubierta de pasto.
Peduzzi, que estaba junto al río, la vio así que llegó arriba.
—Frau! (señora) —gritó—. Frau! ¡Fraulein! No se marche.
Ella continuó su camino por la cresta de la colina.
— ¡Se fue! —exclamó Peduzzi, disgustado.
Quitó las tiras de goma que sostenían los segmentos de las cañas y se puso a articular los correspondientes a una de ellas.
— ¿Pero no dijo que falta media hora?
— ¡Oh! Sí. Si uno baja más, tarda media hora. Pero aquí se puede pescar bien.
— ¿De veras?
— ¡Claro! Este sitio es tan bueno como el otro.
El hombre joven se sentó en la orilla y mon­tó una caña. Después colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas. Se sentía molesto y temía que de un momento a otro pudiese llegar algún guardabosque o un grupo de ciu­dadanos con el sheriff. Desde el borde de la colina podía ver las casas y el campanario del pueblo. Cuando abrió la caja de sedales, Peduz­zi se agachó e introdujo en ella su grueso y duro pulgar y el índice, enredando los hume­decidos cordeles.
— ¿No tiene un poco de plomo?
—No.
—Hace falta un poco de plomo —Peduzzi estaba excitado—. Tiene que conseguir piombo. Piombo. Un poco de piombo. Para esto. Para poner justo encima del anzuelo. Así no flotará en el agua. Debe tener un poquito de piombo.
— ¿Y usted no tiene?
—No —Peduzzi buscó en sus bolsillos con de­sesperación. Hasta registró el sucio género a través de los forros de su guerrera—. No ten­go. Necesitamos piombo.
—Entonces no podemos pescar —anunció el hombre joven, desarmando la caña y recogien­do el sedal por las correderas—. Conseguire­mos un poco de piombo y vendremos mañana a pescar.
—Pero escúcheme, caro. Tiene que tener piombo. Si no, el sedal flotará en el agua —el día de Peduzzi se echaba a perder bajo sus propias narices—. Tiene que conseguir piom­bo. Con un poco alcanza. Su equipo es nuevo y está limpio, pero le falta el plomo. Yo hu­biera traído un poco, pero usted dijo que tenía de todo.
El hombre joven miró el agua descolorida por la nieve que empezaba a derretirse.
—Tiene razón —dijo—. Pescaremos mañana, cuando hayamos conseguido un poco de piombo.
—Dígame, ¿a qué hora de la mañana?
—A las siete.
El tiempo era más bien cálido, ya que había vuelto a salir el sol. El hombre joven se sintió muy aliviado. Ya no tenía que violar la ley. Sentado en la orilla, sacó de su bolsillo la bo­tella de marsala y se la dio a Peduzzi. Peduzzi se la devolvió. El joven tomó un trago y se la entregó de nuevo al guía, que tampoco la acep­tó esta vez y dijo:
—Tome, tome usted. Es su marsala.
Después de unos cuantos sorbos más, el ma­rido de Tiny dejó la botella definitivamente. Pe­duzzi le había estado observando muy de cerca Recogió la botella con prisa y empezó a empinar el codo. Los pelos canosos de las arrugas de su cuello oscilaban mientras bebía. Tenía la mirada fija en el fondo de la angosta botella. Bebió hasta la última gota. El sol brillaba mien­tras bebía. Era algo maravilloso. Aquel sí que era un gran día, al fin y al cabo. Un día mag­nífico.
—Senta, caro! A las siete de la mañana.
Llamó caro a su acompañante en varias oca­siones, pero no sucedió nada anormal. El marsala era bueno. Sus ojos chispeaban. Y vendrían más días como ése. Iba a empezar a las siete de la mañana.
Comenzaron a subir por la colina rumbo al pueblo. El hombre joven marchaba delante. Cuando estaba cerca de la cresta, Peduzzi le dijo:
—Escuche, caro, ¿no puede darme cinco liras?
— ¿Por lo de hoy? —preguntó el otro, frun­ciendo el ceño.
—No; por lo de hoy, no. Démelas hoy por el trabajo de mañana. Así conseguiré todo lo ne­cesario. Pane, salami, formaggio, lo mejor para nosotros tres, usted, yo y la signora. Y peces para cebo, no sólo gusanos. Tal vez compre un poco de marsala. Todo por cinco liras. Cinco liras, por favor.
Después de mirar cuánto tenía en la cartera, el hombre joven sacó un billete de dos liras y dos de una.
—Gracias, caro. Gracias —expresó Peduzzi, igual que un miembro del «Carleton Club» cuan­do otro le entrega el Morning Post. Aquello sí que era vivir. Ya había terminado con el jardín del hotel, donde desmenuzaba el abono helado con una horca para estiércol. Empezaba una nueva vida.
—Hasta las siete, caro —dijo mientras daba unas palmadas a su acompañante—. A las siete en punto.
— ¿Quién sabe si iré? —dijo el hombre joven, guardándose la cartera en el bolsillo.
— ¿Cómo? —exclamó Peduzzi—. Llevaré peces para cebo, signor. Salami, todo. Usted, yo y la signora. Los tres.
— ¿Quién sabe si iré? —repitió el otro—. Es muy probable que no. En todo caso, lo dejaré dicho al padrone del hotel.



«CROSS COUNTRY» EN LA NIEVE


El funicular se detuvo después de recorrer otro trecho. No podía seguir más allá, ya que la nieve estaba amontonada sólidamente entre los rieles. El vendaval barría la superficie abier­ta de la montaña, dejando cierto espesor de nieve. Nick, que estaba encerando sus esquíes en el vagón de equipaje, puso las botas en las puntas de hierro y cerró fuertemente la abra­zadera. Luego saltó a un lado del furgón, se volvió repentinamente y empezó a deslizarse por la pendiente con mucha rapidez, agachán­dose y arrastrando sus esquíes.
George se hundió en la capa blanca que se extendía debajo, apareció de nuevo y volvió a perderse de vista. El ímpetu y el veloz des­censo por una empinada ondulación de la mon­taña despojaron a Nick de sus pensamientos, y sólo le quedó el efecto del maravilloso vuelo, impidiendo toda otra sensación en su cuerpo. Después de una leve subida, la nieve pareció abrirse bajo sus pies, y prosiguió a mayor ve­locidad, ya en el último declive, largo y empi­nado.
Se había acuclillado hasta estar casi senta­do sobre los esquíes, tratando de que el cen­tro de gravedad se mantuviese bajo. La nieve daba la impresión de una tormenta de arena. Se dio cuenta de que se deslizaba demasiado de prisa, pero continuó así. No iba a aflojar. Fue entonces cuando un espacio de terreno cu­bierto de nieve blanda y con una depresión producida por el viento, le hizo caer. Nick dio varias vueltas en medio del estrépito de los es­quíes. Parecía un conejo herido. Por último, quedó clavado en el suelo, con las piernas cru­zadas y los esquíes encima. Tenía la nariz y las orejas llenas de nieve.
George se encontraba un poco más abajo. Estaba quitándose la nieve de la chaqueta con fuertes palmadas.
— ¿Cómo está la pendiente? —Nick sacudió los esquíes tendido de espalda y luego se le­vantó.
—Te has dado un hermoso porrazo, Mike —gritó a Nick—. La nieve está demasiado blan­da. Yo me caí del mismo modo.
—Tienes que mantenerte hacia la izquierda. La pendiente es pronunciada pero lisa, con un Christy al fondo, debido a un cerco.
—Espera un segundo e iremos juntos.
—No, ¿por qué no vas tú primero? Me gusta ver lo que haces.
Nick Adams pasó al lado de George con sus anchos hombros y sus cabellos rubios que pre­sentaban todavía restos de nieve. Sus esquíes empezaron a deslizarse por el borde y después ascendió rápidamente, silbando por la cristalina nieve en polvo. Parecía flotar y sumergirse mientras subía y bajaba por las onduladas pen­dientes, apoyándose en la pierna izquierda. Al final, cuando se acercó con ímpetu a la alam­brada, manteniendo las rodillas bien juntas y forzando el cuerpo como si estuviese apretan­do un tornillo, dio una repentina vuelta hacia la derecha, provocando un remolino de nieve,
y continuó con lentitud, paralelo a la ladera y al alambrado.
Luego levantó la vista hasta la cresta de la colina. George estaba bajando por la pendien­te ondulada, arrodillándose, con una pierna do­blada hacia delante y arrastrando la otra. Sus bastones colgaban como las patas delgadas de ciertos insectos y hacían saltar trozos de nie­ve al rozar la superficie. Por último, el cuerpo que parecía arrastrarse de rodillas cogió es­pléndidamente la curva y George se acuclilló, movió hacia delante y hacia atrás ambas pier­nas y se inclinó en dirección contraria, mien­tras los esquíes acentuaban la curva como puntos luminosos, todo en una salvaje nube de nieve.
—Le tenía miedo al Christy —dijo George—; la nieve era muy blanda. Te diste un hermoso porrazo.
—Tal como tengo la pierna, no puedo hacer el telemark —dijo Nick.
Nick oprimió con su esquí el hilo superior del alambrado y permitió así que pasase Geor­ge. Después le siguió rumbo a la meta. Atrave­saron el bosque de pinos conservando la mis­ma postura. Poco a poco, el camino se bruñía de hielo, tiñéndose de color naranja y amarillo de tabaco a causa de los troncos que habían llegado hasta allí. Los esquiadores continuaron yendo por el lado en donde había nieve. El sendero se hundía en un arroyo y luego seguía cuesta arriba. Desde el bosque, pudieron ver el largo edificio de bajos aleros, desgastado por la intemperie. A través de los árboles pa­recía tener un matiz amarillo descolorido. Los marcos de las ventanas estaban pintados de verde, aunque la pintura se desconchaba. Nick aflojó las abrazaderas con uno de sus bastones y se quitó los esquíes agitándolos.
—Será mejor que los dejemos allí —dijo y subió por el empinado sendero con los esquíes al hombro. De vez en cuando, sacudía los pies para que no se le helaran. Detrás iba George. Oía su respiración y el ruido que hacía al sa­cudir los pies. Amontonaron los esquíes junto a la pared del albergue. Luego sacudieron los pantalones para quitarse la nieve, agitaron las botas hasta dejarlas limpias y entraron.
Dentro estaba muy oscuro. En un rincón del salón, la gran cocina de porcelana atenuaba la penumbra. El cielo raso era bajo. A lo largo de una de las paredes había pulidos bancos y mesas manchadas de vino. Junto a la cocina, dos suizos fumaban en pipa y bebían sus vasos de vino fresco. Los muchachos se quitaron las chaquetas y se sentaron junto a la pared, fren­te al hornillo. En la sala contigua dejó de can­tar la voz femenina y apareció una mujer con delantal azul para ver qué querían tomar los recién llegados.
—Una botella de Sion —pidió Nick—. ¿Te parece bien, Gidge?
—Muy bien —contestó George—. Tú conoces los vinos mucho más que yo. Me gustan todos.
La mujer salió.
—No hay nada que se pueda comparar al de­porte del esquí, ¿verdad? —manifestó Nick—. ¡Esa sensación que uno experimenta al bajar a toda velocidad!
— ¡Ah! —dijo George—. No hay palabras para expresarlo.
La mujer volvió trayendo el vino. El corcho de la botella les dio bastante trabajo, pero Nick logró abrirla. La mujer se fue, y después oye­ron que cantaban en alemán en la otra habi­tación.
—Se han caído algunos trozos de corcho, pero no importa —dijo Nick. — ¿Tendrá alguna tarta esta mujer?
—Veamos.
La mujer volvió de nuevo y Nick observó en­tonces que su delantal cubría el bulto de su preñez. « ¿Por qué no debí verlo cuando vino por primera vez?», pensó.
— ¿Qué estaba cantando? —le preguntó.
—Ópera, ópera alemana —no tenía interés en hablar de aquel tema—. Si les gusta, toda­vía hay un poco de tarta de manzanas.
—No es muy cordial, ¿eh? —dijo George.
— ¡Oh! Al fin y al cabo no nos conoce, y tal vez haya pensado que íbamos a hacerle bro­mas por lo que cantaba. Es de allá, donde ha­blan alemán, y aquí no está en su ambiente. Además, va a tener familia sin haberse casado y eso la hace quizá más susceptible.
— ¿Y cómo sabes que no está casada?
—Porque no lleva anillo. ¡Diantre! A casi todas las mujeres de este lugar les ocurre lo mismo antes de casarse.
En aquel momento se abrió la puerta y en­tró un grupo de leñadores. Sus botas promo­vieron un gran estrépito en el piso del salón. La criada trajo tres litros de vino fresco para la reunión y los leñadores ocuparon las dos mesas. Se habían quitado los sombreros y fu­maban en silencio. Algunos estaban apoyados contra la pared, y otros echados sobre la mesa. Afuera, los caballos de los trineos sacudían de vez en cuando la cabeza haciendo sonar los cencerros.
George y Nick estaban contentos. Eran gran­des amigos. Sabían que tenían por delante el viaje de regreso a través de la nieve.
— ¿Cuándo tienes que volver a la escuela? —preguntó Nick.
—Esta noche —respondió su compañero—. Tengo que tomar el tren que sale de Montreux a las diez cuarenta.
— ¡Cómo me gustaría que pudieras quedarte para acompañarme mañana al Dent du Lys!
—Primero está la educación —expresó Geor­ge—. ¡Caramba, Mike! ¿Qué te parece si nos entregáramos a la vagancia? Tomamos el tren y vamos con nuestros esquíes hasta donde se pueda correr bien. Después seguimos y nos hospedamos en cualquier cantina. Atravesamos las montañas de Oberland Bernés, subimos has­ta Valais y recorremos la Engadina. Luego re­novamos el equipo, con suéteres y pijamas ex­tras en nuestras mochilas, ¿eh? Sin que nos importe un comino la escuela ni nada. ¿Qué me dices?
—Sí, y después seguimos hasta la Selva Ne­gra. ¡Vaya! Los mejores sitios.
—Allí fuiste a pescar el verano pasado, ¿no es cierto?
—Sí.
Comieron la tarta de manzanas y bebieron el resto del vino.
George se echó atrás, contra la pared, y ce­rró los ojos.
—El vino me hace siempre sentirme así —dijo.
— ¿Mal, acaso? —preguntó Nick.
—No. Estoy bien, pero me encuentro raro y divertido.
—Lo sé.
—Claro.
— ¿Quieres que pida otra botella? —sugirió Nick.
—Por mí, no —contestó George.
Nick estaba apoyado con los codos encima de la mesa, y George recostado contra la pa­red.
— ¿Así que Helen va a tener un hijo? —dijo George balanceando la silla para acercarse de nuevo a la mesa.
—Sí.
— ¿Cuándo?
—A fines del verano que viene.
— ¿Estás contento?
—Ahora sí.
— ¿Volveréis a los Estados Unidos?
—Creo que sí.
— ¿Tienes deseos de volver?
—Yo, no.
— ¿Y Helen?
—Tampoco.
George guardó silencio. Estaba mirando la botella y las copas vacías.
—Es una porquería, ¿verdad?
—No. Exactamente, no.
— ¿Iréis a esquiar juntos alguna vez en los Estados Unidos?
—No sé.
—Las montañas no valen mucho.
—No. Son muy rocosas. Además, hay mu­chos montes y están demasiado lejos.
—Sí —dijo George—; en California.
—Sí —convino Nick—; en todas partes en las que estuve vi lo mismo.
—Aja. Así es.
Después de pagar, los suizos se levantaron y salieron.
—Me gustaría que nosotros también fuése­mos suizos —dijo George.
—No te olvides de que los suizos tienen pa­peras —advirtió Nick.
—No lo creo.
—Yo tampoco.
Nick y George se echaron a reír por la ocu­rrencia.
— ¿Y si es ésta la última vez que esquiamos, Nick?
—No es posible. Yo no lo haría si no me acompañases.
—Bueno, entonces volveremos a esquiar.
—Hemos de hacerlo —agregó Nick.
—Tendríamos que prometerlo.
Nick se puso de pie y se abrochó bien la cha­queta. Se inclinó sobre George para recoger los dos palos de esquiar que estaban contra la pared y clavó uno en el suelo.
—No se gana nada con hacer promesas —ex­presó.
Luego abrieron la puerta y salieron. Hacía mucho frío. La nieve amontonada estaba dura. El camino subía por la colina hasta el bosque de pinos.
Los dos amigos fueron a buscar los esquís que habían dejado junto a la pared del alber­gue. Nick se puso los guantes. George empezó a subir por el camino con los esquíes al hom­bro. Volverían juntos al pueblo.


EL PADRE


Ahora, al mirarlo, creo que mi padre nació para ser un tipo gordo, uno de esos gordinflo­nes corrientes que se ven por todos lados. Cla­ro está que nunca estuvo así, excepto al final, y entonces no tuvo la culpa, pues sólo efec­tuaba carreras de obstáculos y le convenía pe­sar más. Recuerdo el tiempo en que se ponía la chaqueta encima de un par de suéteres, y lue­go otro enorme suéter, antes de salir a correr conmigo bajo el fuerte sol de la mañana. A ve­ces, en las primeras horas del día, ensayaba con uno de los animales de Razzo, después de llegar de Turín a las cuatro de la madrugada y llevarlo en coche a los establos. Cuando el rocío lo cubría todo y el sol empezaba a salir, yo le ayudaba a quitarse las botas y él se po­nía un par de zapatos de goma y todos aque­llos suéteres, y entonces nos íbamos.
—Vamos, muchacho —me decía, paseándose de un lado a otro frente al vestuario de los jockeys—; ya es hora.
Solíamos ir al trote por el terreno cercado hasta la puerta. De allí nos dirigíamos a uno de esos caminos que salen de San Siro con árboles a los lados. Yo le pasaba al llegar al camino, pues corría bastante bien. De vez en cuando miraba hacia atrás y le veía siguién­dome al trote. Después de un rato miraba otra vez y veía que empezaba a sudar. Sin embar­go, el sudor no le impedía continuar la carre­ra con los ojos fijos en mi espalda, y cuando yo le miraba sonreía diciéndome: « ¿Mucho sudor?» Mi padre tenía una sonrisa contagio­sa. Corríamos a toda velocidad hacia las mon­tañas, hasta que mi padre gritaba: « ¡Eh, Joe!», y yo le veía sentado bajo un árbol, con la toalla que llevaba en la cintura atada al cuello.
Entonces retrocedía y me sentaba a su lado. Él sacaba una cuerda de su bolsillo y comen­zaba a saltar con ella, mientras el sudor le lle­naba el rostro. Continuaba saltando con la cuer­da entre el polvo y bajo el sol. La soga hacía «clop, clop, clop», y el sol calentaba cada vez más, y él recorría parte del camino efectuan­do sus ejercicios. ¡Ah! Era un placer ver sal­tar a mi padre con la cuerda. Podía manejarla con rapidez o con lentitud. ¡Vaya! Y había que ver a los italianos que nos observaban al pasar rumbo a la ciudad caminando al lado de los grandes bueyes que arrastraban el carro. No hay duda de que al mirar al viejo pensaban que estaba chiflado. Saltaba con tanta veloci­dad que se detenían a contemplarlo, y después de un instante empujaban a los bueyes con la garrocha, azuzándolos con gritos, y se ponían de nuevo en marcha.
Le quería aún más cuando me sentaba a con­templar sus ejercicios. Los llevaba a cabo de un modo rítmico y terminaba con un salto re­gular que le llenaba la cara de sudor como si fuese agua. Después colgaba la cuerda de un árbol y venía a sentarse conmigo. Se recostaba contra el árbol y se envolvía el cuello con la toalla y uno de los suéteres.
—Te aseguro que no hay cosa peor que que­mar grasas, Joe —decía mientras cerraba los ojos y respiraba larga y profundamente—; no es lo mismo hacer estos ejercicios a mi edad que cuando uno es joven.
Luego se levantaba y antes de enfriarse vol­víamos al trote a los establos. De ese modo evitaba la obesidad, que le había preocupado siempre. Era una obsesión. Casi todos los jockeys pueden montar cualquier caballo. El jockey pierde más o menos un kilo cada vez que corre, pero eso no le hacía ningún efecto a mi padre, que para rebajar peso debía rea­lizar muchos más ejercicios.
Recuerdo que una vez, en San Siro, un pe­queño italiano llamado Rogeli, que montaba los caballos de Buzoni, atravesó el paddock rumbo al bar con el propósito de tomar algo fresco. Al caminar se golpeaba ligeramente las botas con el látigo. Acababa de pesarse. Mi padre hizo lo mismo y salió tras él con la silla bajo el brazo. Daba la impresión de estar cansado y que las prendas de seda le estaban pequeñas. Se detuvo para mirar al joven Rogeli, que es­taba junto al bar al aire libre, fresco y con su cara de inocente. Yo le dije: « ¿Qué pasa, papá?»; porque pensé que, a lo mejor, Rogeli le había golpeado o algo por el estilo. Sin apar­tar la vista de Rogeli, él me contestó: « ¡Oh! ¡Que se vaya al diablo!», y continuó su camino hacia el vestuario.
Bueno; quizá todo hubiera ido muy bien si nos hubiésemos quedado en Milán para correr allí y en Turín, pues aunque no había nunca ca­rreras fáciles, por lo menos eran dos sitios para tentar suerte.
—Pianola, Joe —dijo mi padre cuando des­montó en el establo del ganado después de la carrera de obstáculos que, según los italianos, era una carrera del demonio—. Es una cosa fá­cil. Lo que hace peligrosas las carreras de obs­táculos, Joe, es el modo de correr. Aquí eso no cuenta y los obstáculos tampoco son difíciles. Pero el inconveniente reside siempre en el modo de correr, nada más.
San Siro era el mejor hipódromo que había visto en mi vida, pero mi padre decía que ha­cía una vida de perro, yendo y viniendo de Mirafiore a San Siro y cabalgando casi todos los días de la semana, además del viaje en tren cada dos noches.
Yo también estaba loco por las carreras. Se experimenta una rara sensación cuando los ca­ballos aparecen en la pista y se dirigen a la raya de largada, y los jockeys van bien firmes en sus monturas, a veces soltando un poco los frenos para que los animales corran un rato. Después, cuando llegaban a la barrera, yo me encontraba peor que nunca. De un modo espe­cial en San Siro, por las características del te­rreno y el panorama de las montañas que se levantaba a lo lejos. Además del gordo starter italiano con su enorme látigo, y los jockeys que buscaban donde colocarse. Y después, al sonar la campana, la barrera se levantaba de golpe y todos salían en tropel, distanciándose después poco a poco. Todo el mundo sabe cómo salen los competidores, ¿verdad? Si uno está arriba, en la tribuna, con un par de ge­melos, lo único que ve son los animales hoci­cando, hasta que se oye la campana, que pare­ce sonar por mil años, y en seguida los vuelve a ver doblando la curva. Para mí no había nada que se pudiese comparar con aquello.
Pero mi padre dijo un día, en los vestuarios, mientras se ponía su ropa de calle:
—A ésos no se les puede llamar caballos, Joe. En París los liquidarían por el precio del cue­ro y sus cascos.
Aquel día fue el día en que ganó el premio «Commercio» con Lontorna, logrando desta­carse del resto en los últimos cien metros igual que si estuviera sacando el corcho de una bo­tella.
Casi inmediatamente después del premio «Commercio» abandonamos Italia. Mi padre, Holbrook y un italiano gordo con sombrero de paja, que se secaba continuamente la cara con el pañuelo, discutían en francés en una mesa de la Gallería. Ambos protestaban por algo contra mi padre, hasta que, al final, él se calló la boca y permaneció sentado mirando a Holbrook.
Los otros prosiguieron reclamando. Primero hablaba uno y después el otro y el italiano gor­do interrumpía siempre a Holbrook.
— ¿Quieres salir y comprarme el Sportsman, Joe? —dijo mi padre, dándome un par de soldi sin dejar de mirar a Holbrook.
Entonces salí de la Gallería y compré el pe­riódico frente al Scala. Luego regresé y me de­tuve a cierta distancia, porque no quería en­trometerme. Mi padre se encontraba recostado en la silla, mirando la taza de café y jugue­teando con la cuchara. Holbrook y su corpu­lento acompañante estaban de pie. El italiano se secaba el rostro y sacudía la cabeza. Yo me acerqué, y mi padre procedió entonces como si estuviese solo, como si los otros no hubiesen estado junto a la mesa, preguntándome:
— ¿Quieres tomar un helado, Joe?
Holbrook lo miró y pronunció con lentitud y cierto énfasis:
— ¡Hijo de perra! —y él y el italiano gordo se alejaron entre las mesas.
Mi padre se quedó sentado y ensayó una sonrisa, pero su cara palideció con un gesto del demonio. Yo tuve miedo y experimenté una desagradable situación porque advertí que algo había ocurrido y me resultaba imposible comprender que alguien llamara hijo de perra a mi padre y se fuera tan tranquilamente. Mi pa­dre abrió el Sportsman y estudió los handicaps durante un momento. Finalmente, dijo:
—Hay que aguantar muchas cosas en este mundo, Joe.
Tres días después nos fuimos de Milán para siempre, en el tren de Turín a París. Con ante­rioridad, realizamos frente a la caballeriza de Turner el remate de todo lo que no pudimos llevar en el baúl y en la valija.
Llegamos a París en las primeras horas de la mañana. Entramos en una estación larga y sucia que era la Gare de Lyon, según me dijo mi padre. París era una ciudad enorme com­parada con Milán. En Milán parecía que todo el mundo y todos los tranvías llevasen rumbo fijo y que existiese un orden completo, pero en París era una confusión constante que nunca se solucionaba. Sin embargo, empezó a gustar­me. Sin olvidar que tiene los mejores hipódro­mos del mundo. Parece como si ésa fuera la razón de todo el movimiento y toda la agita­ción, y lo único que uno puede imaginarse es que no hay día en que los autobuses no vayan a alguno de los hipódromos en actividad, a ve­ces desde los lugares más distantes. En reali­dad, nunca llegué a conocer bien la capital, ya que sólo la recorría con mi padre dos o tres veces por semana, y él se detenía siempre en el «Café de la Paix», al lado de la Ópera, con el resto de la pandilla de Maisons, y creo que aquél es uno de los sectores más bulliciosos de París. Pero me pregunto: Es raro que una ciudad grande como París no tenga una Galle­ría, ¿verdad?
Fuimos a vivir a la pensión que una tal se­ñora Mayers tenía en Maisons-Lafitte, donde residían casi todos, excepto la gavilla. Ésta pre­firió hacerlo en Chantilly. Maisons es el sitio más agradable para vivir que he visto en mi vida. La ciudad no vale mucho, pero hay un lago y un hermoso bosque donde pasaba casi todo el día con otro muchacho. Mi padre fa­bricó una honda que nos sirvió para cazar mu­chas cosas, la mejor de las cuales fue una urra­ca. Una vez, el joven Dick Atkinson tuvo buena puntería con un conejo. Lo pusimos bajo un árbol y nos sentamos junto al animal. Dick había llevado algunos cigarrillos. Pero, de re­pente, el conejo dio un salto y se escapó entre la maleza, y por más que lo buscamos no pudimos encontrarlo. Bueno, nos divertíamos mu­cho en Maisons. La señora Meyers me daba de comer por la mañana y yo permanecía fuera de casa el resto del día. Pronto aprendí a hablar francés. Es un idioma fácil.
Apenas llegamos a Maisons, mi padre escri­bió a Milán pidiendo su licencia, y este asunto lo trajo muy preocupado. A menudo se encon­traba con sus amigos en el «Café de París» de Maisons. Iban muchos tipos que conoció cuan­do corría en París, antes de la guerra, y que ahora vivían en Maisons. Además, hay tiempo de sobra para visitar el café, pues el trabajo de una caballeriza, es decir el de los jockeys, termina por completo a las nueve de la maña­na. Sacan a galopar la primera manada de ca­ballos a las cinco y media y el segundo grupo a las ocho. Eso significa que tienen que acos­tarse y levantarse muy temprano. Y si un joc­key está a cargo de los caballos de una persona determinada, entonces no puede salir a embo­rracharse, pues el cuidador lo vigila siempre si es muy joven, y si no es un muchacho él mismo se fijará en lo que hace. En general, cuando un jockey no tiene que trabajar pasa el tiempo en el «Café de París» con la otra gen­te. Se sientan dos o tres horas frente a algo de beber, como vermut o agua de Seltz, charlando, contando cuentos y jugando al billar, casi igual que en un club o en la Gallería de Milán. Sólo que, en realidad, no es como en la Gallería, porque allí todos entran y salen sin cesar y las mesas siempre están ocupadas.
Mi padre consiguió por fin la licencia. Se la mandaron sin decir nada y pudo correr un par de veces. Fue a Amiens, en el Norte, y a sitios semejantes, pero no consiguió ningún contra­to. Todos le tenían simpatía. Cada vez que yo entraba en el café por la mañana lo encontraba bebiendo con alguien, pues mi padre no era tacaño como la mayor parte de jockeys que ganaron el primer dólar corriendo en la Feria Mundial de Saint-Louis, en 1904. Eso es lo que decía siempre mi padre cuando bromeaba con George Burns. Pero parecía que todo el mun­do evitaba darle caballos para correr.
Todos los días íbamos con el auto desde Maisons a cualquier parte en donde hubiese ca­rreras, y eso era lo más divertido. Me gustaba cuando veía los caballos que regresaban de Deauville, y también en verano. Sin embargo, eso significó el fin de mis paseos por el bos­que, ya que entonces nos dirigíamos a Enghien, o a Tremblay, o a Saint-Cloud, y los observá­bamos desde la tribuna de los cuidadores y jockeys. No hay duda que aprendí mucho de carreras de tanto salir con esa gente, y cada vez me gustaba más.
Recuerdo lo que ocurrió un día en Saint-Cloud. Iba a efectuarse una carrera de dos­cientos mil francos de premio, con siete ano­tados. Kzar era el gran favorito. Yo fui al paddock a ver los caballos y nunca me quedé tan asombrado como en aquella ocasión. Este Kzar era un gran bayo hecho a medida para correr. Nunca vi un caballo que se le pareciera. Des­filaba por los paddocks con la cabeza gacha, y cuando pasó a mi lado experimenté una sensa­ción de vacío, de tan hermoso que era. No hubo nunca caballo más favorecido por la naturale­za. Resultaba el perfecto modelo del caballo de carreras. Marchaba por el paddock con cal­ma y cuidado y se movía con soltura como si supiera lo que tenía que hacer, sin saltar ni encabritarse como esos caballos que van a dis­putar el premio «drogados» y levantan protes­tas en los espectadores. Había tanta gente que sólo pude ver de nuevo las patas amarillentas. Mi padre se abrió camino, y yo tras él, hacia el vestuario de los jockeys, situado entre los árboles. Allí también había gran cantidad de público, pero el hombre del sombrero hongo que cuidaba la entrada nos dejó pasar en seguida.
Dentro todos estaban vistiéndose, unos po­niéndose las chaquetillas y otros las botas, en medio de gran olor a sudor y a embrocación. Afuera, la muchedumbre seguía observando.
Mi padre fue a sentarse junto a George Gardner, que se estaba poniendo los pantalones de montar, y le preguntó:
— ¿Qué se sabe, George? —empleando un tono de voz normal como si no hubiera nece­sidad de hacerlo en secreto y ninguno de los dos poseyera información alguna.
—No va a ganar —contestó el jockey en voz muy baja al agacharse para abrochar los breeches.
— ¿Quién, entonces? —preguntó mi padre, in­clinándose más con objeto de que nadie le pu­diera oír.
—Kiscubbin —respondió George—; y si así ocurre, guárdame un par de boletos.
Mi padre dijo algo con tono normal y George le contestó:
—Nunca se te ocurra apostar al que yo te aconseje —bromeando.
Después salimos, abriéndonos paso entre la multitud que nos miraba, y fuimos a la machine mutuel de 100 francos. Pero me di cuenta de que se trataba de algo importante, pues George era el jockey de Kzar. En el trayecto, observamos uno de los tableros amarillos con las cotizaciones iniciales. Kzar pagaba sólo 5 por 10; seguía Cefisidote con 3 a 1, y Kircübbin ocupaba el quinto lugar en la nómina con 8 a 1. Mi padre apostó cinco mil ganadores a favor de Kircübbin y agregó mil a place. Después nos dirigimos a la tribuna para ver la carrera des­de una buena localidad.
Estábamos apretados entre la muchedumbre. Primero apareció un hombre que vestía levita y sombrero de copa gris, con el látigo doblado en la mano, y después llegaron, uno tras otro, los caballos, con el jockey encima y un peón de la caballeriza al lado, llevándolos de la brida. El primero en salir fue el gran bayo Kzar. A primera vista no parecía tan grande, pero uno se convencía al observar la longitud de sus patas, el tamaño del cuerpo y el modo de andar. ¡Ah!, nunca vi un caballo semejante. Lo mon­taba George Gardner y ambos pasaron lenta­mente, detrás del tipo viejo de sombrero de copa, remedo del dueño de un circo que presentaba los números en la pista. Después de Kzar, que avanzaba con los reflejos del sol en su pelo suave y amarillento, seguía un animal negro de buen aspecto y cabeza muy bonita, montado por Tommy Archibald. Después venía un grupo de cinco caballos más, todos en lenta procesión junto a la tribuna y las básculas. Mi padre dijo que el negro era Kircúbbin y entonces lo miré con atención. Verdaderamen­te, era un hermoso ejemplar, pero no tenía nada que hacer al lado de Kzar.
Todo el mundo aplaudió cuando pasó Kzar. Era, sin duda, un caballo maravilloso. El des­file continuó hasta el otro lado y pasó por la pelouse, dirigiéndose luego al extremo más pró­ximo del hipódromo. El dueño del circo fue soltando en forma sucesiva a los corredores para que pudiesen ir al galope hasta el poste de llegada y dejaran libre la visual a los espec­tadores. Pero la campana sonó antes y vimos que los contrincantes salían en tropel y alcan­zaban en seguida la primera curva como si se tratara de caballitos de juguete. Yo observaba el desarrollo de la prueba con los gemelos. Kzar corría atrasado. Uno de los bayos marchaba delante. Dieron la primera vuelta a todo galo­pe, y cuando pasaron por donde estábamos, Kzar continuaba lejos del primero, que se im­ponía con facilidad. Era Kircúbbin. ¡Caramba! Es terrible verlos pasar frente a uno y después observar cómo se alejan y se hacen cada vez más pequeños, hasta que en la curva se agru­pan de nuevo y vuelven a enfilar la recta. A uno le dan ganas de gritar y maldecir, y el malestar sigue aumentando. Finalmente, doblaron la úl­tima curva y tomaron la recta. Kircubbin se mantenía bastante distanciado del resto. Todo el mundo estaba sorprendido y repetía Kzar en voz baja y con disgusto. Los caballos se acercaban a toda velocidad. Una cabeza amarilla se destacó como un rayo del pelotón, casi en mis gemelos, y la gente empezó a gritar Kzar como si hubiera enloquecido. Kzar se acercaba ligerísimo. Nunca vi correr así a ningún caba­llo. Kircubbin, por su parte, corría de un modo normal, y su jockey lo castigaba sin cesar. Por último, quedaron juntos en cabeza, y Kzar pa­reció duplicar la velocidad con sus grandes sal­tos y la cabeza que se estiraba..., pero pasaron frente al poste de llegada juntos y el primer número que colocaron en el tablero fue el 2, lo cual significó que Kircubbin había ganado.
Un extraño temblor recorrió todo mi cuerpo y al mismo tiempo experimenté una sensación muy rara. Después nos encontramos apretuja­dos entre la gente que bajaba para colocarse frente al tablero en donde indicarían cuánto ganaba Kircubbin. Debo decir con franqueza que durante la carrera me olvidé de lo que ha­bía apostado mi padre a favor de Kircubbin. ¡Maldición! Quería con todas mis ansias que ganase Kzar. Pero después que hubo pasado todo me alegré al saber que habíamos acertado.
—Ha sido una carrera magnífica, ¿no es cierto, papá? —le pregunté.
Él me miró con sorpresa. Tenía el sombrero casi en la nuca.
—Este George Gardner es extraordinario —dijo—. Hacía falta un gran jockey para evi­tar que ganase Kzar.
Yo sabía, por supuesto, que el resultado ha­bía asombrado a toda la concurrencia. Pero mi padre dijo aquello con placer, aunque yo no le vi la gracia, ni siquiera cuando coloca­ron los números en el tablero y sonó la cam­pana de pago de apuestas. Entonces vimos que Kircübbin daba 67,50 por 10. Por todas partes la gente decía:
— ¡Pobre Kzar ¡ Qué lástima! ¡Pobre Kzar!
Y yo pensé: «Me gustaría ser jockey y ha­berlo montado yo en vez de ese hijo de perra.» Y me causó gracia pensar que George Gardner era un hijo de perra, porque siempre me había resultado simpático, y, además, nos dijo quién iba a ganar, pero de cualquier modo creo que era un verdadero hijo de perra.
Mi padre ganó mucho dinero aquel día y em­pezó a visitar París con más frecuencia. Cuan­do había carreras en Tremblay, se hacía dejar en la ciudad al regresar a Maisons Lafitte, y él y yo nos sentábamos en la terraza del «Café de la Paix» y observábamos a los transeúntes. Era un lugar delicioso. Pasaba mucha gente y gran cantidad de vendedores ambulantes nos ofrecían sus productos. Me gustaba con locura sentarme allí con él. Mi padre bromeaba con los muchachos que vendían graciosos conejos que saltaban cuando se les apretaba una protuberancia. Hablaba en francés con la misma facilidad que en inglés, y todos aquellos indivi­duos lo conocían porque resultaba fácil conocer a un jockey. Siempre nos sentábamos a la mis­ma mesa y se habían acostumbrados a vernos. Algunos hombres vendían libretas de matrimo­nio. Pasaban mujeres ofreciendo huevos de goma que al apretarlos dejaban salir un gallo. Un viejo harapiento recorría las mesas mos­trando tarjetas postales de París que nadie le compraba, por supuesto. Entonces volvía a pa­sar enseñando el revés de las mismas, con es­cenas pornográficas, y muchas personas metían la mano en el bolsillo y reservadamente saca­ban dinero para comprarlas.
¡Ah! Me acuerdo de la gente rara que solía pasar por allí. Las mujeres que a la hora de la cena buscaban a alguien que las invitase, hablaban siempre con mi padre, que les hacía bromas en francés. Después me acariciaban la cabeza y proseguían su camino. Una vez, una mujer americana se sentó con su hija a la mesa contigua a la que ocupábamos. Tomaban hela­dos. Yo no aparté la vista de la chica, que era muy bonita. En una ocasión le sonreí y ella me respondió del mismo modo, pero no ocu­rrió nada más. Cada día buscaba a las dos mu­jeres, pero no las volví a ver. Quisiera saber si la madre me habría permitido que llevase a su hija a Auteuil o Tremblay. La verdad es que estaba decidido a hablar con ella. Aunque, de cualquier manera, creo que no hubiese valido la pena, pues ahora, al pensar en aquello, re­cuerdo haber resuelto hablarle más o menos así: «Perdóneme, pero ¿no le gustaría que yo le recomendara una apuesta para las carreras de hoy en Enghien?»; y, después de todo, tal vez me hubiese tomado por un espía de caba­lleriza en vez de un admirador con el deseo de ofrecerle un dato valioso.
Nos sentábamos en el «Café de la Paix», mi padre y yo, y casi siempre discutíamos con el camarero porque mi padre tomaba whisky, que costaba cinco francos, y aquello significaba una buena propina cuando contaba los platillos. Mi padre bebía más que nunca, pero había dejado de correr y decía que el whisky evitaba el au­mento de peso. Sin embargo, yo advertía que engordaba lo mismo. Se alejó de sus viejos amigotes de Maisons y, al parecer, lo único que le gustaba era sentarse conmigo en el bulevar. Pero todos los días perdía dinero en el hipódromo. Cuando le iba mal, le invadía cierta tris­teza después de la última carrera, hasta que llegábamos a nuestra mesa y tomaba su primer whisky. Entonces mejoraba su estado de ánimo.
A veces interrumpía la lectura del Paris-Sport para decirme:
—¿Dónde está tu novia, Joe? —refiriéndose en broma a lo que yo le había contado acerca de la muchacha que había visto aquel día en la mesa contigua. Me ruborizaba, pero me gustaban esas bromas. Experimentaba una sensa­ción agradable al pensar en ella.
—No dejes de estar alerta, Joe —me decía—. Ya volverá.
Me preguntaba cosas y algunas de mis res­puestas le hacían reír. Después empezó a ha­blarme de cuando corría en Egipto, o en Saint Moritz, en el hielo, antes de la muerte de mi madre, y de las carreras realizadas en el sur de Francia durante la guerra, con el solo objeto de conservar la raza, y en las que no había premios, ni apuestas, ni público, ni nada. Eran carreras como las de ahora. Podía pasar horas escuchan­do a mi padre, especialmente cuando él toma­ba un par de copas. Me habló de su infancia, en Kentucky, cuando iba a cazar coatíes, y de la buena época en los Estados Unidos, antes de la crisis y agregó:
—Joe, cuando ganemos una apuesta más o menos decente volverás a los Estados Unidos para ir a la escuela.
— ¿Y qué necesidad tengo de ir a la escuela allá si hay crisis? —le pregunté.
—Eso es diferente —concluyó. Después llamó al camarero, pagó el montón de platillos, toma­mos un taxi hasta la Gare St. Lazare y regre­samos a Maisons-Lafitte en tren.
Un día, en Auteuil, después de un steeplechase de venta, mi padre compró el ganador por 30.000 francos. Tuvo que ofrecer un poco para conseguirlo, pero al final la caballeriza accedió y mi padre recibió su permiso y sus colores en una semana. ¡Cáspita! Sentí un gran orgullo cuando mi padre se convirtió en propietario. Arregló con Charles Drake todo lo referente al establo y dejó de viajar a París. Empezó a co­rrer y sudar de nuevo. Él y yo constituíamos todo el personal del stud. Nuestro caballo se llamaba Gilford. Era producto irlandés y buen saltador. A mi padre le pareció una buena in­versión, y él mismo lo adiestraba y lo montaba. Yo estaba orgulloso de todo y hasta comparé a Gilford con Kzar, era un fuerte bayo saltador, con mucha velocidad en el llano, si lo exigían; de excelente aspecto.
¡Ah! ¡Cómo me gustaba verlo! La primera vez que corrió con mi padre, llegó tercero en una carrera de vallas de 2.500 metros, y después que el jockey hubo desmontado, bañado en sudor y muy contento, y fue a pasearse, yo me sentí tan orgulloso del animal como si se hu­biese tratado de la primera carrera en que obtenía buena colocación final. En realidad, cuando un tipo deja las pistas por mucho tiempo, a uno le parece que en su vida ha corrido. Todo era distinto ahora. En Milán, mi padre no se emo­cionaba nunca, ni siquiera al ganar carreras de mucha importancia, pero la situación fue dis­tinta cuando se convirtió en propietario. La víspera de cada carrera yo no podía dormir y advertí que él también estaba excitado, aunque no lo demostraba. Hay gran diferencia entre ser jockey de los caballos que uno mismo posee o de los que pertenecen a otro. Es tan grande como la que existe entre el día y la noche.
Un lluvioso domingo, Gilford y mi padre ac­tuaron por segunda vez en Auteuil, en el Prix du Marat, carrera de obstáculos de 4.500 me­tros. Apenas salió, subí a la tribuna con los ge­melos nuevos que él me había comprado con este fin. Los contrincantes se dirigieron al ex­tremo opuesto del hipódromo. En la barrera hubo cierta dificultad, ya que un animal provocó un alboroto al encabritarse y embestirla. Sin embargo, distinguí la chaquetilla negra con una cruz blanca y la gorra oscura de mi padre, sen­tado sobre Gilford y acariciándole con la mano. Después salieron en un salto, perdiéndose de vista entre los árboles. La campana empezó a sonar como loca y los postigos de las oficinas del pari mutuel se sacudieron igual que matra­cas. ¡Demonio, qué excitado estaba! Me dio miedo mirarlos, pero dirigí los gemelos hacia el otro lado de la arboleda. Salieron por allí, con la vieja chaquetilla negra en tercer térmi­no, y al saltar parecían pájaros flotando en el aire. Volvieron a desaparecer antes de bajar por la colina, con rapidez y sin esfuerzo apa­rente, y pasaron la valla en pelotón, alejándose de nosotros sin perder la unidad. Sus lomos muy juntos daban la impresión de formar un puente a través de la pista. Luego saltaron la doble zanja y uno cayó. No vi quién, pero el ca­ballo se levantó en seguida y siguió galopando solo, mientras el resto, sin deshacer el pelotón, dobló la larga curva izquierda y entró en la recta. Pasaron la pared de piedra y continuaron en tropel hacia el enorme charco, justo frente a las tribunas. Los vi venir y alenté a mi padre cuando pasó llevando casi un largo de ventaja, ágil como un mono. Al llegar al tupido seto que ocultaba el charco, se oyó un estrépito. Dos caballos salieron por mi lado y siguieron corriendo. Otros tres quedaron amontonados allí. Mi padre no apareció por ningún lado. Uno de los animales se arrodilló, y como no había sol­tado la brida, el jockey pudo montar de nuevo y continuar la prueba. El segundo caballo se incorporó por sus propios medios, sacudiendo la cabeza y galopando con las riendas sueltas, mientras su jinete se apoyaba en la baranda haciendo eses. En cuanto a Gilford, se levantó después de zafarse de su jockey y empezó a correr a tres patas, con la derecha delantera en­cogida. Mi padre quedó tendido boca arriba en el césped, con la cabeza cubierta de sangre. Al bajar de la tribuna corriendo atropellé a un montón de gente. Llegué por fin a la baranda, pero un policía me impidió seguir. Dos grandes camilleros pasaron en busca de mi padre. Al otro lado de la pista, vi tres caballos que salían de la arboleda y saltaban la valla.
Mi padre había muerto cuando lo trajeron. Mientras el médico le auscultaba el corazón con un aparato colocado en sus oídos, escuché el disparo del arma de fuego que mató a Gilford en la pista. Cuando llevaron el cadáver de mi padre a la enfermería me colgué de la camilla y empecé a llorar desconsoladamente. ¡Estaba tan pálido! ¡Tan muerto! ¡Oh! ¡Qué horrible! Y no pude dejar de pensar en la inutilidad del sacrificio de Gilford. Tal vez no fuera grave la herida de la pata. No sé. ¡Quería tanto a mi padre!
Entraron dos tipos. Uno me dio una palmada en el hombro, a modo de pésame, y después fue a ver a mi padre, tapándolo con una de las sábanas de la camilla. El otro habló por telé­fono, en francés, pidiendo una ambulancia para trasladar el difunto a Maisons. No pude con­tener las lágrimas y lloré hasta sofocarme. George Gardner se sentó a mi lado y me abrazó, diciéndome:
—Vamos, Joe, muchacho. Levántate y salga­mos a esperar la ambulancia.
Me levanté del suelo y salí con George, tra­tando de evitar los sollozos. Él me secó la cara con su pañuelo. Mientras esperábamos que pa­sase toda la gente, dos tipos se detuvieron cerca de nosotros. Cuando acabó de contar un mon­tón de boletos de mutuel, uno de ellos dijo:
—Bueno; le llegó la hora a Butler.
—Me importa un comino —respondió su com­pañero—. ¡Maldición! Cayó vencido por sus propias armas, el sinvergüenza.
—Ya lo creo —asintió el primero antes de hacer pedazos los boletos.
George Gardner me miró para saber si yo había oído algo y al comprobarlo dijo:
—No hagas caso de lo que dicen esos vagos, Joe. Tu padre era un tipo estupendo.
Pero no sé. Creo que cuando empiezan a hablar no dejan títere con cabeza.


EL RIO DE LOS DOS CORAZONES

El tren se perdió de vista tras una de las colinas. Nick se sentó en la mochila con la lona y ropa de cama que el encargado del vagón de equipajes había lanzado por la portezuela. No encontró ni una casa. Nada. Nada más que los rieles y la comarca arrasada por el fuego. No habían quedado rastros de las trece canti­nas que ocupaban la única calle de Seney. Sólo se veían los cimientos del ex hotel, con la piedra desmenuzada en parte por el incendio. Incluso la superficie estaba devastada.
Paseó sus ojos por la ladera, buscando las dispersas casas del pueblo que ya no existía, y al comprobarlo bajó por los rieles hasta el puente que cruzaba el río. Permaneció absorto en la contemplación del agua límpida colorea­da por los guijarros del fondo. Observó los re­molinos formados junto a los pilotes de madera y las truchas que se mantenían firmes en la corriente agitando las aletas. Cambiaban de po­sición con bruscos movimientos angulares, para volver en seguida a su inmovilidad anterior. Se quedó mirándolas largo rato.
Las numerosas truchas que soportaban la presión de la corriente aparecían algo deforma­das a través de la superficie convexa y cristalina recorrida por las suaves ondulaciones que pro­vocaba la resistencia de los pilotes del puente. Al principio no las distinguió porque estaban en el fondo, pero luego pudo divisarlas sobre los guijarros, en la variable niebla de piedras y arena que los vaivenes de la corriente arroja­ban en chorros.
¡Por fin lograba ver truchas después de mu­cho tiempo! Hacía bastante calor. Un martín pescador voló muy cerca del agua. Mientras su imagen se proyectaba sobre la superficie, una trucha enorme saltó describiendo un am­plio ángulo y al acercarse a la superficie perdió la sombra que había revelado su movimiento. Los rayos del sol la hicieron bajar otra vez; su imagen pareció sobrenadar por encima del agua sin ofrecer ninguna resistencia hasta que llegó a su refugio, bajo el puente, y se detuvo firmemente, aguantando los embates de la co­rriente.
Frente al panorama de las truchas que se de­batían, los bancos de arena y los grandes cantos rodados que ocupaban el río hasta la profun­didad abismal del pie del peñasco. Nick expe­rimentó de nuevo la vieja sensación de bienestar.
Regresó donde había dejado la mochila, en un montón de ceniza, junto a los rieles. Esta­ba contento. Apretó el bulto con las correas y se lo echó al hombro, pasando los brazos por las cintas delanteras. Agachó la cabeza todo lo que pudo para aliviar el esfuerzo de los hom­bros, pero no logró disminuir el peso. Era de­masiado. Tomó por el camino que corría para­lelo a las vías del ferrocarril, llevando la caja de cañas de pescar en una mano. Se inclinó hacia delante para que el peso de la mochila descansara en la parte superior de su es­palda y se alejó del pueblo incendiado. Hacía mucho calor. Dobló por una colina rodeada de dos alturas también devastadas y llegó al ca­mino que conducía al campo, notando más intensamente el calor que le provocaba la presión de la pesada mochila. El camino ascendía rec­tamente. Resultaba muy difícil ir cuesta arriba. Le dolían los músculos. Era un día caluroso, pero Nick estaba muy contento. Y era que por aquel camino se alejaba de la necesidad de pen­sar, de la de escribir y de otras. Todo quedó atrás.
Las cosas habían cambiado mucho desde que el encargado del vagón de equipajes arrojó el fardo de Nick por la portezuela. Seney era muy distinto, pero quizá se hubiera salvado algo del incendio. Así lo esperaba.
Siguió caminando bajo un sol que le hacía sudar extraordinariamente hasta que cruzó el grupo de colinas que separaban el ferrocarril de las llanuras de pinos.
El camino continuaba ascendiendo, aunque con algunos baches. Al llegar a la cima de la colina dejaba de ser paralelo con la ladera devastada. Nick se apoyó en un poste para qui­tarse la mochila. Frente a él, hasta donde llega­ba su vista, se extendía la llanura de pinos. La comarca incendiada concluía a la izquierda, en el grupo de cerros. Más allá se encontraban islotes de pinos oscuros y, en lontananza, el río. Nick recorrió su extensión con la mirada, reci­biendo los destellos que el sol provocaba al reflejarse en el agua.
Sólo había pinos y más pinos hasta los te­rrenos altos del lago Superior, con sus colinas azules apenas visibles. Si fijaba la vista en ellas, desaparecían, pero permanecían allí si las miraba sólo a medias.
Se sentó junto al poste carbonizado y fumó un cigarrillo. La mochila descansaba sobre la cepa, y le colgaban las correas. Su espalda ha­bía hecho un hoyo en el bulto. Mientras fu­maba y estiraba un poco las piernas, atisbo la comarca. No tenía necesidad de sacar el mapa, pues se orientaba suficientemente por la po­sición del río.
Observó que un saltamontes se había posado en su media de lana. El insecto era negro. Mu­chos de ellos habían surgido de la polvareda mientras él recorría el camino, y todos eran negros. No había encontrado ninguno de esos grandes saltamontes con alas de color amarillo y negro, o rojo y negro, que zumbaban con sus vainas oscuras al volar. Aquellos eran salta­montes comunes, pero todos de color negro fuliginoso. A Nick le llamaron la atención, aun­que no pensó realmente en ellos. Al observar el insecto que mordía la lana de la media con su boca de cuatro antenas, pensó que eran ne­gros por el hecho de vivir en la región incendia­da. También calculó que el incendio debió producirse el año anterior y que los saltamon­tes ya eran negros. ¿Por cuánto tiempo segui­rían así?
Alargando la mano con mucho cuidado aga­rró al insecto por las alas. Lo volvió para mirar­le el abdomen articulado, mientras sus patas se agitaban en el aire. Sí, también era negro, irisado en el tórax y con la cabeza cubierta de polvo.
—Vamos, bicho. —Por primera vez Nick ha­bló en voz alta—. A irse de aquí.
Soltó el insecto en el aire y contempló su vuelo. El saltamontes se detuvo en un tronco carbonizado, al otro lado del camino.
Nick se levantó y pasó los brazos por las correas, apoyándose con la espalda en la mo­chila que descansaba sobre el tronco. Después de mirar el río lejano a través del campo, bajó la ladera y se alejó del camino. Era fácil ir cuesta abajo. La comarca devastada terminaba a doscientas yardas de allí. Después crecían helechos miricáceos hasta la altura de los to­billos. Era una extensa y ondulada región con grupos de pinos, frecuentes subidas y bajadas y suelo arenoso, en donde comenzaba de nuevo la vida esplendorosa del bosque.
Nick se orientaba por el sol. Sabía cuándo tenía que tomar rumbo al río. Mientras tanto continuó caminando por la llanura, interrum­pida a veces por pequeñas cuestas o una grande y tupida isla de pinos a la derecha o la izquier­da. Arrancó varios vástagos del matoso helecho y los puso bajo las correas de la mochila para que despidieran su agradable aroma al ser apretados.
Estaba cansado y sentía mucho el calor en aquella región escabrosa y sin sombra. Podía ir al río en cualquier momento, con sólo doblar a la izquierda. La distancia no llegaba a ser de una milla, pero siguió marchando hacia el Nor­te, ya que quería ganar todo el terreno posible en la caminata de esa jornada.
Al atravesar el territorio elevado divisó una de las grandes islas de pinos. Se le ocurrió bajar y luego, al acercarse a lo alto del puente, dio media vuelta y fue hacia los árboles.
No había maleza en el islote de pinos. Los troncos eran rectos o estaban inclinados en una sola dirección, con las ramas muy altas. Algu­nas se entrelazaban formando una compacta sombra en el suelo. Un espacio abierto rodeaba el bosque. Al mirar, Nick notó que el piso era blando y estaba lleno de pinochas hasta más allá de la extensión de las ramas. Como los árboles habían crecido tanto y las ramas esta­ban tan altas, el sol quedó dueño del espacio que en otra época había cubierto de sombra. Los helechos empezaban justamente al borde de la selva.
Después de quitarse la mochila, Nick se acos­tó a la sombra, contemplando los altos pinos. Se estiró bien, apoyando nuca y espalda en la tierra que parecía tan blanda. Observó el cielo por entre las ramas y cerró los ojos. Luego los abrió para mirar de nuevo. Arriba, el viento agitaba las ramas. Volvió a cerrarlos y se durmió.
Cuando se despertó estaba yerto y entume­cido. Faltaba poco para que el sol se ocultase.
Al levantar la mochila le pareció más pesada que antes, y las correas le hacían daño en los hombros. Se agachó para recoger la caja de cuero de las cañas de pescar y, por último, se dirigió al río por el terreno pantanoso cubierto de helechos. Sabía que se encontraba a menos de una milla de él.
El río estaba más allá del prado que se ex­tendía desde la ladera llena de tocones. Se alegró mucho de verlo y siguió caminando río arriba. El rocío que había sucedido rápidamen­te al día caluroso, le empapó los pantalones. La corriente se deslizaba veloz, en medio de un profundo silencio. Cuando llegó al final de la pradera, antes de ascender a un paraje eleva­do para acampar, Nick contempló el río una vez más. Las truchas saltaban con inquietud, bus­cando los insectos que provenían de los panta­nos de la otra orilla de la que se marchaban al ponerse el sol. Los peces salían del agua para apoderarse de su presa. Hicieron eso durante todo el recorrido de Nick a lo largo de la costa. Pensó que los insectos debían estar en la su­perficie, pues las truchas cazaban y comían sin cesar por todas partes, formando pequeños círculos en el agua, igual que si empezara a llover.
El terreno se elevaba, cubierto de árboles y de arena, hasta dominar la pradera, el río y el pantano.
Después de soltar la mochila y la caja de las cañas, Nick empezó a buscar un espacio llano. Tenía mucha hambre y quería montar el campamento antes de comer. Finalmente encon­tró un sitio idóneo entre dos pinos. Sacó el hacha de la mochila y cortó dos raíces que sobresalían. Así niveló un trecho bastante amplio como para dormir. Alisó con la mano el suelo arenoso y arrancó de raíz todos los arbustos. El agradable aroma del helecho impregnó sus ma­nos. Alisó el terreno hasta dejarlo bien nivelado, ya que no quería estar incómodo al acostarse.
Después tendió sus tres mantas, una doblada a modo de colchón, y las otras encima.
Con la ayuda del hacha cortó un trozo de madera de pino y de él sacó las estacas para la tienda. Era preciso que fuesen largas y fuertes. La mochila, al pie de un árbol, sin la tienda dentro, parecía mucho más pequeña. Nick ató la cuerda en uno de los pinos y la estiró hasta atar el extremo opuesto en otro tronco. La tien­da parecía una manta de lona colgada de la tendera. Hundió en el suelo la estaca que había preparado bajo el pico trasero de la lona y lue­go concluyó la tienda clavando los bordes. Clavó las estacas con toda su fuerza, golpeándolas con el revés del hacha hasta enterrar las presillas de la soga. La lona quedó tirante como la piel de un tambor.
En la entrada colocó una tela de algodón para cerrar el paso a los mosquitos. Después se des­lizó bajo el mosquitero llevando varias cosas de la mochila a la cabecera de la cama. La luz pasaba a través de la lona oscura de olor agra­dable. Se advertía en el interior algo misterioso y doméstico. Como nada le había disgustado en todo el día, Nick se sintió feliz. Aquello era di­ferente, ya que tuvo que trabajar y quedó muy cansado. Había levantado su campamento y se instaló en él. Nada le molestaría. Era un sitio propio para acampar. Estaba en su hogar —construido por sus propias manos— y tenía hambre.
Salió arrastrándose, buscó la bolsa de papel llena de clavos y sacó uno largo del fondo. Lo clavó en el pino, golpeándolo suavemente con el revés del hacha y colgó la mochila con todas sus provisiones. Allí estarían más seguras que en el suelo.
Un apetito que nunca había sentido le inci­taba sin cesar. Abrió y vació en la sartén una lata de cerdo y habas, y otra de macarrones.
—Tengo derecho a estos manjares, ya que los llevo —dijo, y como su voz le parecía extraña en la oscuridad del bosque, no volvió a hablar.
Inició la fogata con varios trozos de pino que había sacado de un tocón, puso la parrilla de alambre sobre el fuego, clavando las cuatro patas con su bota, y por último la sartén. Cada vez tenía más hambre. Revolvió las habas y los macarrones hasta mezclarlos, mientras se calentaban. Pronto empezaron a hervir con pe­queñas burbujas que subían con dificultad a la superficie. El aroma era delicioso. Sacó también una botella de salsa de tomate y cortó cuatro rebanadas de pan. Las burbujas se pro­ducían con más frecuencia. Nick se sentó junto al fuego y levantó la sartén, volcando en el plato de hojalata más o menos la mitad del contenido, que se desparramó con lentitud. Es­taba muy caliente. Puso un poco de salsa de tomate, sabiendo que las habas y los macarro­nes estaban todavía demasiado calientes. Miró el fuego; después, la tienda, y pensó que no valía la pena echarlo a perder todo quemán­dose la lengua con las prisas. Había pasado muchos años sin saborear las bananas fritas por no haberse podido acostumbrar a esperar a que se enfriaran. Tenía la lengua muy sensi­ble.
Estaba hambriento. Vio la niebla que se le­vantaba del otro lado del río, en el pantano casi oscuro. Volvió a mirar la tienda. Bueno. Por fin tomó una cucharada llena.
— ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Gracias! —dijo con alegría.
Lo acabó todo sin acordarse siquiera del pan. Repitió y al terminar fregó el plato con el pan hasta dejarlo brillante. La última vez que había comido fue en el restaurante de la esta­ción de Saint Ignace. Una taza de café y un sándwich de jamón fueron todo el menú en aquella ocasión. La experiencia le había salido muy bien. En el trayecto sintió mucho apetito, pero supo contenerse. Podía haber acampado antes. Había muchos lugares propicios a lo largo del río. Pero este le gustaba más.
Avivó el fuego con dos grandes astillas de pino. Como se había olvidado de coger agua para el café, sacó de la mochila un balde plegadizo de lona y fue hasta el río, bajando por la colina y atravesando el prado. La otra orilla estaba cubierta por una niebla blanca. Al arrodillarse, sintió la humedad y el frío de la hier­ba. El balde se hinchó cuando lo introdujo en el agua para lavarlo. La corriente parecía de hielo. Por último, lo llenó y regresó al campa­mento, notando que el frío disminuía al alejarse del río.
Clavó otro clavo grande y colgó el balde con agua. Después de llenar la cafetera hasta la mi­tad la puso a calentar, agregando unos cuantos trozos de leña en el fuego. Una vez había dis­cutido con Hopkins acerca del mejor modo de preparar el café, pero no recordaba cuál había sido su punto de vista en aquella ocasión. Re­solvió hacerlo hervir, método que empleaba Hopkins. Otras veces habían discutido mil cosas juntos. Mientras esperaba que hirviera el café abrió una latita de damascos. Le gustaba esta tarea. Vació el contenido en una taza de hojalata y bebió el jugo, al principio con cuidado, para no derramarlo, y luego meditativamente mien­tras chupaba la fruta. Estaban mejor que al natural.
La tapa se levantó al hervir el líquido, y café y poso se derramaron por el borde de la cafete­ra hasta que Nick la sacó de la parrilla. Era un triunfo para Hopkins. Puso azúcar en la taza vacía y echó un poco de café para enfriar­lo. Estaba tan caliente que tuvo que coger el asa del recipiente con su sombrero. Dejaría que se hiciese la infusión en la taza, como lo hacía Hopkins. A la memoria de Hopkins, que era un bebedor de café muy serio. Era el hom­bre más serio que Nick había conocido en su vida. No triste, sino serio. Hacía mucho tiempo. Hopkins hablaba sin mover los labios. Era jugador de polo y había ganado millones de dólares en Texas. Cuando se disponía a ir a Chicago en un coche prestado, recibió la noticia del descubrimiento de petróleo en sus tierras. Podía haber telegrafiado pidiendo dinero, pero hubiera tardado mucho. A su mujer la llamaban la Venus rubia. A él no le importaba porque no era, en realidad, su verdadera mujer. A veces decía confidencialmente que ninguno de ellos podría reírse de su mujer. Tenía razón. Hop­kins se fue al recibir el telegrama, que tardó ocho días en llegar. Estaban en Black River. Entregó a Nick su pistola automática «Colt», de calibre 22, y la cámara fotográfica a Bill, para que los conservaran como recuerdos eternos. Convinieron en ir a pescar juntos el verano si­guiente. Hop compraría un yate y efectuarían un crucero a lo largo de la costa septentrional del lago Superior. Estaba muy excitado, pero conservó su seriedad. Se despidieron con tris­teza y el viaje quedó en nada, pues nunca vol­vieron a ver a Hopkins. Eso había ocurrido hacía mucho tiempo en el Black River.
Nick terminó de tomar el café al estilo de Hopkins. Estaba amargo. Se echó a reír al pensar en el final del cuento. Su mente empe­zaba a trabajar. Estaba terriblemente cansado. Tiró el café y el poso en el fuego. Después en­cendió un cigarrillo y entró en la tienda. Se sentó en la cama, quitándose los zapatos y el pantalón, e hizo con ellos un bulto que le ser­viría de almohada. Luego se acostó.
Desde el lecho veía el resplandor del fuego cuando soplaba el viento nocturno. Era una noche tranquila. En el pantano reinaba una calma perfecta. Nick se estiró cómodamente, pero un mosquito empezó a zumbar junto a su oreja. Se sentó, encendiendo un fósforo. El in­secto estaba en la lona, sobre su cabeza. Nick le acercó el fósforo y oyó el silbido expiatorio del mosquito hasta que la cerilla se apagó. Volvió a acostarse, sintiendo la proximidad del sueño. Iba a ser un sueño muy profundo. Se acurrucó bajo la manta y se durmió.

II
Cuando se despertó ya había salido el sol y la tienda empezaba a calentarse. Nick se arras­tró bajo el mosquitero desplegado de la entrada y al tocar la hierba advirtió que estaba mojada. Llevaba el pantalón y los zapatos en las manos. Vio el sol que se asomaba sobre la colina, la pradera, el río y los abedules del pantano de la otra orilla.
Más o menos a doscientas yardas río abajo, había tres troncos atravesados en la veloz co­rriente. El agua era mansa en aquel lugar. Un visón cruzó por el puente de troncos y se in­trodujo en el pantano. El madrugón y el río excitaron a Nick. Como tenía mucha prisa para desayunar, encendió una pequeña fogata y puso la cafetera.
Mientras el agua se calentaba en la vasija tomó una botella y bajó a la pradera húmeda por el rocío con objeto de conseguir saltamon­tes para cebo antes de que el sol secara la hierba. Encontró muchos en los tallos, y a veces adheridos al pasto, fríos y mojados por el ro­cío. No podrían moverse hasta que los rayos solares los desentumecieran. Nick eligió los de tamaño mediano, poniéndolos en la botella. Al levantar un tronco dejó al descubierto cen­tenares de saltamontes, puesto que aquél era su nido. Entonces recogió alrededor de cincuen­ta. Entretanto, los otros empezaron a saltar, reanimados por el calor del sol. Al principio efectuaban un corto vuelo y se quedaban tiesos, como muertos. Después recobraban toda su agilidad.
Sabía que si tomaba primero el desayuno aquello iba a costarle mucho trabajo. Si no hay rocío, se necesita un día entero para llenar una botella de saltamontes, y en su mayoría mueren aplastados cuando se los caza con el sombrero. Se lavó las manos en el río y regresó a la tienda. En la botella caliente por el sol los saltamontes se agitaban en masa tratando de salir. Usó como corcho un pedazo de pino que impedía la fuga de los bichos, pero dejaba pa­sar el aire suficiente.
Volvió a poner el tronco en su lugar, sabien­do que allí conseguiría saltamontes todas las mañanas.
Al llegar dejó la botella junto a un pino. Des­pués mezcló una taza de harina de trigo con otra de agua, echó un puñado de café en la cafetera y puso un poco de grasa en la sartén caliente y agregó la pasta, que parecía lava al desparramarse sobre la grasa chisporroteante. La torta de trigo comenzó a endurecerse en los bordes, hasta que se tostó y la superficie se hizo esponjosa al hervir. Introdujo una astilla larga bajo la masa y sacudió el recipiente. «Voy a darle la vuelta», pensó. Deslizó la madera hasta abarcar toda la parte inferior y la volcó hacia el otro lado de la sartén. La grasa chis­porreteó más aún.
Cuando estuvo cocida, Nick echó otro poco de grasa y preparó dos tortas más con el resto de la pasta, una grande y otra pequeña, co­miéndolas con puré de manzanas. Puso puré en la que quedaba, la dobló y la guardó en el bolsillo de la camisa después de envolverla en papel impermeable. Colocó el tarro de manza­nas en la mochila y cortó pan para dos sándwiches.
Partiéndola en dos y pelando la cebolla gran­de que había encontrado en la mochila, dividió en rebanadas una de las mitades e hizo varios sándwiches. Después de envolverlos en papel im­permeable y guardarlos en el otro bolsillo de su camisa color caqui, colocó la sartén encima de la parrilla, tomó el café con azúcar, amarillen­to a causa de la leche condensada, y empezó a limpiar su bonito campamento.
Sacó de la caja de cuero la caña de pescar con moscas artificiales, la ensambló y guardó la caja en la tienda. Colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas, sosteniéndolo con las dos manos para que no cayera por su propio peso, ya que se trataba de la línea doble que Nick había comprado por ocho dólares mucho tiempo atrás. La habían construido así con ob­jeto de que atravesase el aire como una plo­mada. Abrió la caja de aluminio que contenía los sedales húmedos entre las almohadillas de franela que se le habían mojado en la cuba de refrigeración del tren, en Saint Ignace. Los se­dales de tripa se habían ablandado. Desenrolló uno y lo ató, haciendo un nudo en la punta de la pesada línea. En el extremo del sedal engan­chó un pequeño anzuelo con resorte.
Se sentó con la caña entre las rodillas. Probó el nudo y el resorte, tirando bien del sedal has­ta quedar satisfecho. Tuvo cuidado de que el anzuelo no se le clavara en el dedo. Luego bajó rumbo al río.
La botella llena de saltamontes le colgaba del cuello atada por una correa. La red estaba co­gida al cinturón por medio de un anzuelo. En los hombros llevaba una larga bolsa de harina cerrada con nudos en forma de orejas que le golpeaba las piernas al caminar.
Era muy feliz, ya que se sentía todo un pro­fesional con su equipo a cuestas. La botella os­cilaba en su pecho al chocar con los bolsillos abultados por la comida y los cebos artificiales.
Al entrar en el río notó una sensación de frío. El pantalón se pegaba a sus piernas y los za­patos tocaron los guijarros del fondo. El agua le provocaba una creciente sensación de frío.
En aquel sitio le llegaba hasta los tobillos. Vadeó la veloz corriente que formaba remoli­nos junto a sus piernas, mientras los zapatos se escurrían en la grava, e inclinó la botella para sacar uno de los saltamontes.
El primer insecto dio un salto en el cuello de la botella y cayó al agua. Fue absorbido por el remolino que había provocado la pierna derecha de Nick y reapareció en la superficie un poco más allá, nadando con rapidez, a pequeños sal­tos. De repente, desapareció en un tumultuoso círculo. Una trucha lo había cazado.
Otro saltamontes asomó la cabeza, movien­do las antenas. Trataba de sacar las patas de­lanteras para dar el salto. Nick lo cogió por la cabeza y lo enganchó en el delgado anzuelo, atravesándole el tórax y los últimos anillos del abdomen. El insecto apretó el anzuelo con las patas delanteras, escupiéndole jugo de tabaco. El pescador lo arrojó al agua.
Mientras sostenía la caña con la mano dere­cha, con la izquierda apartó el carrete y dejó que el sedal se desenrollara libremente. Contem­pló al saltamontes entre las pequeñas olas de la corriente hasta que los perdió de vista.
Sintió un tirón en la línea y la recogió. Era el primer pez que picaba. La caña se sacudía con violencia. Al agarrar el sedal con la mano izquierda se dio cuenta de que era una trucha pequeña. Levantó la caña en el aire, arqueán­dola.
Vio la trucha que agitaba cuerpo y cabeza contra la movediza tangente que formaba el sedal en el agua.
Nick volvió a tirar de la línea y la trucha hizo sus últimos y cansinos esfuerzos hasta que llegó a la superficie. Su espinazo estaba jaspea­do por el color de la arenilla del fondo y los costados brillaban por los reflejos solares. Con la caña bajo el brazo derecho, Nick se agachó y hundió la mano en la corriente, apoderándose de la trucha y sacando el anzuelo de su boca. Después volvió a echarla al agua.
El pez fluctuó un instante con poca firmeza y cayó al fondo, junto a la piedra. Nick intro­dujo el brazo hasta el codo en el agua y cogió a la trucha, que finalmente se deslizó bajo la presión de sus dedos y desapareció proyectan­do su imagen en el lecho del río.
«No se hizo nada —pensó—. Estaba un poco cansada, no más.»
Antes de tocarla se había mojado la mano para no alterar la delicada mucosidad que las recubre. Si uno toca la trucha con la mano seca, un hongo blanco ataca en seguida la parte in­defensa. Años atrás, cuando pescaba en sitios frecuentados por muchos pescadores, Nick vio muchas truchas muertas llenas de un musgo blanco, amontonadas junto a una roca o flotan­do en algún charco. Nunca le había gustado pescar con otros hombres en el río. Si no perte­necían al mismo grupo, estropeaban la jornada.
Siguió vadeando el río con la corriente hasta las rodillas. Recorrió las cincuenta yardas que le separaban del montón de troncos que atravesaban de una orilla a otra. No volvió a poner cebo en el anzuelo. Estaba seguro de que en los vados abundaban las truchas pequeñas, pero no tenía ningún interés en esa clase de pesca. Las grandes no andaban por los bajíos en esa época.
Repentinamente, el agua fría le llegó hasta los muslos. Estaba frente a los troncos en for­ma de puente. A la izquierda, vio la parte inferior de la pradera y, a la derecha, el pantano.
Se agachó sobre la corriente y sacó un saltamontes de la botella, enganchándolo en el an­zuelo. Después le escupió para darse buena suerte. Recogió varias yardas de sedal y arro­jó al insecto en la veloz agua oscura. Éste flotó rumbo a los leños, hasta que el peso de la línea hizo descender el cebo. Nick sostenía la caña con la mano derecha, mientras el sedal se de­senrollaba entre sus dedos.
Esta vez hubo un tirón más violento. Se aga­chó mientras la caña daba peligrosas sacudidas. Se dobló cuando el tirante sedal empezó a salir del agua, todo en un peligroso estirón. Cuando la corredera amenazó romperse por el esfuerzo, Nick soltó la línea.
El carrete giró con chillido de frenada brusca, mientras el sedal se desenrollaba a toda velo­cidad sin que pudiera detenerlo, y la nota agu­da aumentaba.
Trató de apretarlo con la mano izquierda, pero le costaba mucho trabajo meter el pulgar en la rueda. Se agachó aún más sobre la corriente que subía como hielo hasta sus muslos, mientras le parecía que su corazón cesaba de latir.
Cuando consiguió hacer presión sobre el ca­rrete, la línea se endureció de golpe y una tru­cha enorme saltó del agua más allá de los tron­cos. Al verla, Nick bajó la caña, pero al mismo tiempo advirtió la tirantez demasiado violenta. Como era lógico, el sedal se rompió. No le que­dó la menor duda al sentir que la cuerda se aflojaba.
Con la boca seca y el ánimo abatido, Nick empezó a enrollarla. Nunca había visto una trucha tan grande. Era algo imposible de su­jetar, tan grande y voluminosa como un salmón.
Su mano temblaba y enrollaba el sedal con lentitud. La emoción vencía su resistencia. Se sintió vagamente indispuesto, con ganas de sen­tarse.
El sedal se había roto por donde iba cogido el anzuelo. Al examinarlo pensó que la trucha estaría en algún sitio del fondo, sobre un gui­jarro, con el anzuelo en la boca. Calculó que los dientes del animal podían haber cortado el hilo de tripa del anzuelo y éste se le clavaría cada vez más. Estaba seguro de que era una trucha brava como todo pez de ese tamaño. ¡Qué pe­dazo de animal! Sólida como una roca. Al mo­verse, él también se sintió igual que una roca. ¡Por Dios! ¡Qué grande era! Nunca había visto una trucha semejante.
Subió a la orilla y se detuvo. Se le escurría el agua por el pantalón y los zapatos. Fue a sentarse en los troncos, ya que no quería pre­cipitar ninguna de sus sensaciones.
Retorció los dedos de los pies en el agua, con los zapatos puestos, y sacó un cigarrillo del bolsillo superior de la camisa. Después de encenderlo, tiró el fósforo debajo de los troncos. Instantáneamente saltó una trucha menuda, ha­ciéndolo desaparecer en la rápida corriente. Nick se echó a reír.
Siguió fumando sentado en los troncos mien­tras se secaba al sol. El río de grandes rocas y agua mansa doblaba entre los árboles. A lo largo de la orilla había cedros y abedules blan­cos. Los troncos, calentados por el fuerte sol, parecían blandos y sin corteza. Poco a poco se alejó de su espíritu la desilusión producida en forma repentina con el estremecimiento que le hiciera doler los hombros. Ya se había arreglado todo. La caña estaba allí. Colocó otro anzuelo en la guía y tiró de la tripa hasta hacer un fuerte nudo.
Puso cebo, levantó la caña y fue al otro ex­tremo del puente natural para penetrar por un lugar poco profundo. Al lado vio un pozo y lo evitó caminando por el banco de arena, cerca de la costa pantanosa, hasta que llegó al vado del lecho.
A la izquierda, en el límite común de la pra­dera y los bosques, había un olmo enorme, desa­rraigado por alguna tormenta, que daba solidez a la orilla. Las raíces estaban cubiertas de tie­rra. El río se cortaba al borde del árbol. Desde su sitio, Nick veía profundos canales como sur­cos formados por la corriente en el fondo, sobre los guijarros y los cantos rodados. Al pasar junto al olmo, el lecho era gredoso y entre los surcos de la corriente se distinguían verdes matorrales.
Blandió la caña, inclinándola hasta que el saltamontes se introdujo en uno de los canales y una trucha mordió el anzuelo.
Sostuvo la caña bien cerca del árbol desenrai­zado, y chapoteando en el agua luchó con la truena que saltaba sin cesar. La caña era sacudida de un lado a otro, fuera del peligro de los matorrales del centro del río. Por fin logró atraer a la trucha. El pez hacía esfuerzos desesperados y el resorte se doblaba a cada tirón, agitándose bajo la superficie, pero lo mante­nía con firmeza. Aguas abajo, las sacudidas disminuyeron. Condujo al animal hacia la red y levantó la caña.
La trucha quedó cogida en la red con sus plateados flancos en las mallas. Nick le sacó el anzuelo y la dejó caer en la larga bolsa que llevaba al hombro. Puso la boca de la bolsa bajo la corriente y la llenó de agua. Después la le­vantó, con el fondo a la altura de la superficie, y el líquido empezó a escurrirse por los costa­dos. Dentro, al fondo, estaba la trucha viva.
Anduvo un trecho río abajo. La pesada bol­sa se hundía en el agua tirando de sus hom­bros.
Hacía calor y los calientes rayos del sol le daban en plena nuca.
Ya tenía una buena trucha. No le importaba la cantidad, sino la calidad de la pesca. El río se ensanchaba. A lo largo de ambas orillas había muchos árboles. Los de la margen izquierda proyectaban cortas sombras sobre la corriente. Sabía que las truchas se agrupaban allí. Por la tarde, cuando el sol cruzaba hacia las colinas, las truchas estarían en las frescas sombras del otro lado del río.
Las mayores preferían descansar cerca de la costa. Recordó que siempre las pescaba así en el Black. Al ponerse el sol, iban todas hacia el centro de la corriente. Minutos antes de que aquello sucediera, cuando el último resplandor se reflejaba en el agua, era fácil encontrar gran­des truchas en cualquier parte del río. En aquel momento era imposible pescar, ya que la super­ficie cegaba como un espejo bajo el sol. Aguas arriba se podía pescar, por supuesto, pero en ríos como el Black o como éste había que re­montar contra la corriente, y el agua era capaz de cubrirle a uno en cualquier sitio profundo. No resultaba nada divertido pescar río arriba con semejante corriente.
Nick pasó por allí con cuidado de evitar los pozos. Una haya crecía tan cerca del río que las ramas tocaban el agua. Siempre había truchas en lugares como aquel.
Pero no tenía ningún interés en pescar allí, porque estaba seguro de que iba a engancharse en las ramas.
Sin embargo, el pozo parecía profundo. Arro­jó el saltamontes de modo que la corriente lo llevase bajo la superficie, evitando la rama que colgaba. La línea se sacudió y Nick dio el tirón. La trucha se agitaba entre hojas y ramas, medio fuera del agua. El sedal se había enganchado. Tiró fuerte hasta que la trucha salió. Recogió la cuerda y se alejó de aquel sitio llevando el anzuelo en la mano.
Más allá, cerca de la orilla izquierda, vio un enorme tronco hueco. La corriente entraba man­samente por las aberturas, arremolinándose por los lados. Era un lugar más profundo. La parte superior estaba seca, cubierta parcial­mente por la sombra.
Al sacar el corcho de la botella advirtió que un saltamontes se había adherido al mismo. En­tonces lo enganchó en el anzuelo y lo tiró al agua, extendiendo la caña todo lo que pudo para que el cebo llegara hasta el tronco. La bajó un poco e hizo que el insecto flotara en el hueco. Al sentir una fuerte sacudida dobló la caña en dirección contraria. De no ser por los violentos tirones, se hubiese dicho que el anzuelo se ha­bía enganchado en el tronco.
Después de arduos esfuerzos logró sacar la pesada trucha.
Como el sedal se aflojara de golpe, Nick pensó que el pez se habría escapado. En aquel momen­to lo vio muy cerca, sacudiendo la cabeza con desesperación, luchando con el fuerte anzuelo en la veloz corriente.
Sujetando la línea con la mano izquierda, le­vantó la caña hasta poner tirante el sedal. Se proponía llevar a la trucha hacia la red, pero el pez se perdió de vista. Nick luchó también con la corriente, dejándolo removerse contra el resorte. Después de pasar la caña a la mano izquierda condujo la trucha río arriba, aguan­tando su peso, y finalmente la colocó en la red, mientras el agua se escurría entre las mallas. Por último le sacó el anzuelo y la guardó en la bolsa.
Contempló un instante las dos truchas vivas en el fondo.
Vadeó la zona profunda y llegó al tronco hue­co. Se quitó la bolsa por encima de la cabeza y las truchas se agitaron hasta que volvió a hun­dir la bolsa en el agua. Luego dejó la caña en el tronco y fue al extremo cubierto por la som­bra. Sacó los sándwiches que se había metido en el bolsillo y los sumergió en el agua fría. La corriente se llevó trozos de miga. Después de comerlos sintió sed y llenó el sombrero de agua para beber, aunque la mayor parte se le de­rramó.
Hacía fresco en aquel sitio. Sacó otro cigarri­llo y encendió un fósforo, haciendo un pequeño surco al raspar la madera gris. Mientras fu­maba observó el río, que más allá se estrechaba y se convertía en una ciénaga sólida por los cedros de troncos casi pegados y ramas entrelazadas. Era imposible andar por aquel panta­no. Las ramas estaban muy bajas y para mo­verse había que acostarse o poco menos. «Debe de ser por eso que los animales que viven en los pantanos están hechos así», pensó.
Deseaba tener algo para leer, pero no se ha­bía llevado nada. Tenía más ganas de leer que de seguir rumbo a la ciénaga. Vio un gran ce­dro inclinado casi hasta la superficie del río. Más allá se extendía la zona pantanosa.
Todavía no quería ir. Le disgustaba aquella forma de vadear el río con el agua hasta las axilas y la pesca de truchas grandes en donde resultaba imposible sacarlas. Las orillas del cenagal estaban desnudas. Los cedros se unían por encima y sólo en algunos trechos dejaban pasar el sol. La pesca debía ser trágica allí, a media luz, en el agua veloz y el profundo lecho. Pescar en el pantano era una aventura terrible que momentáneamente pensaba evitar.
Abrió la navaja y la clavó en el tronco. Sacó una de las truchas agarrándola de la cola y la golpeó con violencia en la madera. Le costó sujetarla, porque al agitarse amenazaba escu­rrírsele de la mano. Al final, quedó rígida. Nick la puso a la sombra y rompió el cuello del otro pescado en la misma forma. Eran unas truchas muy buenas.
Las limpió, cortándolas desde el ano hasta la punta de la mandíbula. Agallas, entrañas y len­gua salieron juntas. Las dos eran machos. Arro­jó los despojos hacia la orilla para que sirvie­sen de alimento a los visones.
Después terminó de limpiarlas en el río. Al ponerlas en el agua le pareció que revivían, pues todavía conservaban el color. Se lavó las manos y las puso a secar en el tronco. Guardó los peces en la bolsa, haciendo un paquete y lo envolvió todo en la red. La navaja estaba clavada en el tronco. Se la puso de nuevo en el bolsillo, después de limpiarla frotándola en la madera.
Se detuvo un instante con la caña en una mano y la red colgando en la otra. Por último se introdujo en el agua y chapoteó hacia la cos­ta. Subió a la orilla y regresó al campamento por el bosque. Al volverse vio el río a través de los árboles. Faltaban muchos días para que se decidiera a ir a pescar en el pantano.
ÍNDICE

Las nieves del Kilimanjaro
La vida feliz de Francis Macomber
Campamento indio
El médico y su mujer
El fin de algo
El vendaval de tres días
El luchador
Un relato muy corto
El regreso del soldado
El revolucionario
El gato bajo la lluvia
Fuera de temporada
«Cross Country» en la nieve
El padre
El río de los dos corazones




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