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martes, 16 de febrero de 2010

LA CAMARA DE LOS TAPICES

La Cámara de los Tapices

Walter Scott

Hacia finales de la guerra americana, cuando los oficiales del ejército de lord Cornwallis que se rindieron en la ciudad de York y otros, que habían sido hechos prisioneros durante la imprudente y desafortunada contienda, estaban regresando a su país, a relatar sus aventuras y reponerse de las fatigas, había entre ellos un oficial con grado de general llamado Browne. Era un oficial de mérito, así como un caballero muy considerado por sus orígenes y por sus prendas.

Ciertos asuntos habían llevado al general Browne a hacer un recorrido por los condados occidentales, cuando, al concluir una jornada matinal, se encontró en las proximidades de una pequeña ciudad de provincias que presentaba una vista de incomparable belleza y unos rasgos marcadamente ingleses.

El pueblo, con su antigua y majestuosa iglesia, cuyas torres daban testimonio de la devoción de épocas muy pretéritas, se alzaba en medio de praderas y pequeños campos de cereal, rodeados y divididos por hileras de setos vivos de gran tamaño y edad. Había pocas señales de los adelantos modernos. Los alrededores del lugar no delataban ni el abandono de la decadencia ni el bullicio de la innovación; las casas eran viejas, pero estaban bien reparadas; y el hermoso riachuelo fluía libre y rumoroso por su cauce, a la izquierda del pueblo, sin una presa que lo contuviera ni ningún camino que lo bordease para remolcar. Sobre un suave promontorio, casi una milla al sur del pueblo, se distinguían, entre abundantes robles venerables y el enmarañado matorral, las torretas de un castillo tan antiguo como las guerras entre los York y los Lancaster, pero que parecía haber sufrido importantes reformas durante la ‚poca isabelina y la de los reyes siguientes. Nunca debió ser una plaza de grandes dimensiones; pero cualesquiera que fuesen los alojamientos que en otro tiempo ofreciera, cabía suponer que seguirían disponibles dentro de sus murallas; al menos eso fue lo que dedujo el general Browne observando el humo que se elevaba alegremente de algunas de las chimeneas talladas y festoneadas. La tapia del parque corría a lo largo del camino real durante doscientas o trescientas yardas; y desde los distintos puntos en que el ojo vislumbraba el aspecto del bosque interior, daba la sensación de estar muy poblado. Sucesivamente, se abrían otras perspectivas: una íntegra de la fachada del antiguo castillo y una visión lateral de sus muy especiales torres; en éstas abundaban los recargamientos del estilo isabelino, mientras la sencillez y solidez de otras partes del edificio parecían indicar que hubiera sido erigido más con ánimo defensivo que de ostentación.

Encantado con las vistas parciales del castillo que captaba entre los rboles y los claros que rodeaban la antigua fortaleza feudal, nuestro viajero castrense se decidió a preguntar si merecía la pena verlo más de cerca y si albergaba retratos de familia u otros objetos curiosos que pudieran contemplar los visitantes; y entonces, al alejarse de las inmediaciones del parque, penetró en una calle limpia y bien pavimentada, y se detuvo en la puerta de una posada muy concurrida.

Antes de solicitar los caballos con los que proseguir el viaje, el general Browne hizo preguntas sobre el propietario del palacio que tanta admiración le había despertado, y le sorprendió y complació oír por respuesta el nombre de un aristócrata a quien nosotros llamaremos lord Woodville. ¡Qué suerte la suya! Buena parte de los primeros recuerdos de Browne, tanto en el colegio como en la universidad, estaban vinculados al joven Woodville, el mismo que, como pudo cerciorarse con unas cuantas preguntas, resultaba ser el propietario de aquella hermosa finca. Woodville había ascendido a la dignidad de par al morir su padre pocos meses antes y, según supo el general por boca del posadero, habiendo concluido el tiempo de luto, ahora estaba tomando posesión de los dominios paternos, en la alegre estación del festivo otoño, acompañado por un selecto grupo de amigos con quienes disfrutaba de todo lo que ofrecía una campiña famosa por su abundante caza.

Estas noticias eran deliciosas para nuestro viajero. Frank Woodville había sido el colegial que le hizo de asistente en Eton y su íntimo amigo en el Christ Church; sus placeres y sus deberes habían sido los mismos; y el honrado corazón del militar se emocionó al encontrar al amigo de la juventud en posesión de una residencia tan encantadora y de una hacienda, según le aseguró el posadero con un movimiento de cabeza y un guiño, más que suficiente para sostener y acrecentar su dignidad. Nada más natural para este viajero que suspender el viaje, que no corría la más mínima prisa, para rendir visita al antiguo amigo en tan agradables circunstancias.

Por lo tanto, los caballos de refresco sólo tuvieron la breve tarea de acarrear el carruaje del general al castillo de Woodville. Un portero le abrió paso a una moderna logia gótica, construida en un estilo a juego con el del castillo, y al tiempo tocó una campana para advertir de la llegada del visitante. En apariencia, el sonido de la campana debió suspender la partida del grupo, dedicado a diversos entretenimientos matinales; pues, al entrar en el patio del palacio, había varios jóvenes en ropa de recreo repantigados y mirando, y criticando, los perros que los guardabosques tenían dispuestos para participar en sus pasatiempos. Al apearse el general Browne, el joven lord salió a la puerta del vestíbulo y durante un instante estuvo observando como si fuera un extraño el aspecto de su amigo, en el que la guerra, con sus penalidades y sus heridas, había producido grandes cambios. Pero la incertidumbre sólo perduró hasta que hubo hablado el visitante, y la alborozada bienvenida que siguió fue de esas que sólo se intercambian entre quienes han pasado juntos los días felices de la despreocupada infancia y la primera juventud.

-Si algún deseo hubiera podido yo tener, mi querido Browne -dijo lord Woodville-, hubiera sido el de tenerte aquí, a ti mejor que a nadie, en esta ocasión, que mis amigos están dispuestos a convertir en una especie de vacaciones. No te creas que no se te han seguido los pasos durante los años en que has estado ausente. He ido siguiendo los peligros por los que has pasado, tus triunfos e infortunios, y me ha complacido saber que, tanto en la victoria como en la derrota, el nombre de mi viejo amigo siempre ha merecido aplausos

El general le dio la pertinente réplica y felicitó a su amigo por su nueva dignidad y por poseer una casa y una finca tan hermosas.

-Pero si todavía no has visto nada -dijo lord Woodville-; y cuento con que no pienses en dejarnos hasta haberte familiarizado con todo esto. Cierto es, lo confieso, que el grupo que ahora me acompaña es bastante numeroso y que la vieja casa, como otros lugares de este tipo, no dispone de tantos alojamientos como prometen las dimensiones de la tapia. Pero podemos proporcionarte un cómodo cuarto a la antigua; y me aventuro a suponer que tus campañas te habrán habituado a sentirte a gusto en peores condiciones.

El general se encogió de hombros y se echó a reír.

-Presumo -dijo- que el peor aposento de vuestro palacio es notablemente mejor que el viejo tonel de tabaco donde me vi obligado a alojarme por la noche cuando estuve en la Maleza, como le llaman los virginianos, con el cuerpo expedicionario. Allí me tumbaba, como el propio Diógenes, tan satisfecho de protegerme de los elementos que, aunque en vano, traté de llevarme conmigo el barril a mi siguiente acuartelamiento; pero el que a la sazón era mi comandante no consintió tal lujo y hube de decir adiós a mi querido barril con l grimas en los ojos.

-Pues muy bien. Puesto que no temes a tu alojamiento -dijo lord Woodville-, te quedarás conmigo por lo menos una semana. Tenemos montones de escopetas, perros, cañas de pescar, moscas y material para entretenernos por mar y tierra: no es fácil divertirse, pero contamos con medios para conseguirlo. Y si prefieres las escopetas y los pointers, yo mismo te acompañaré y comprobaré si has mejorado la puntería viviendo entre los indios de las lejanas colonias.

El general aceptó de buena gana todos los puntos de la amistosa invitación de su amigo. Después de una mañana de viril ejercicio, el grupo se reunió a comer y lord Woodville se complació en poner de relieve las altas cualidades de su recobrado amigo, recomendándolo de este modo a sus invitados, muchos de los cuales eran personas muy distinguidas. Hizo que el general Browne hablara de las escenas que había presenciado; y, como en cada palabra se ponía de manifiesto por igual el oficial valeroso y el hombre prudente, que sabía mantener el juicio frío frente a los más inminentes peligros, el grupo miraba al soldado con general respeto, como a quien ha demostrado ante sí mismo poseer una provisión de valor personal poco común, ese atributo que es, entre todos, el que todo mundo desea que se le reconozca.

El día concluyó en el castillo de Woodville como es habitual en tales mansiones. La hospitalidad se mantuvo dentro de los límites del orden; la música, en la que era diestro el joven lord, sucedió a las copas; las cartas y el billar estuvieron a disposición de quienes preferían estos entretenimientos; pero el ejercicio de la mañana requería madrugar, y no mucho después de las once comenzaron a retirarse los huéspedes a sus respectivas habitaciones.

El señor de la casa en persona condujo a su amigo, el general Browne, a la cámara que le había destinado, que respondía a la descripción que había hecho, pues era confortable pero a la antigua. El lecho era de esos imponentes que se utilizaban a finales del siglo XVII y las cortinas de seda descolorida estaban profusamente adornadas con oro deslustrado. En cambio, las sábanas, los almohadones y las mantas le parecieron una delicia al soldado, que recordaba su otra mansión, el barril. Había algo tenebroso en los tapices que, con los ornamentos desgastados, cubrían las paredes de la reducida cámara y se ondulaban brevemente al colarse la brisa otoñal por la vieja ventana enrejada, la cual daba golpes y silbaba al abrirse paso el aire. También el lavabo, con el espejo rematado en turbante, al estilo de principios de siglo, con su peinador de seda color morado y su centenar de estuches de formas extravagantes, previstos para tocados en desuso desde hacía cincuenta años, tenía un aspecto vetusto a la vez que melancólico. Pero nada hubiera podido dar una luz más resplandeciente y alegre que las dos grandes velas de cera; y si algo podía hacerles la competencia eran los luminosos y flamantes haces de leña de la chimenea, que irradiaban a la vez luz y calor por el acogedor cuarto. Éste, no obstante lo anticuado de su aspecto general, no carecía de ninguna de las comodidades que las costumbres modernas hacen necesarias o deseables.

-Es un dormitorio a la antigua, general -dijo el joven anfitrión-, pero espero que no encuentres motivos para echar de menos tu barril de tabaco.

-No soy yo muy exigente con las habitaciones -replicó el general-; no obstante, por mi gusto, prefiero esta cámara, con mucha diferencia, a las alcobas más modernas y vistosas de la mansión de vuestra familia. Tened la seguridad de que cuando veo unidos este ambiente de confort moderno con su venerable antigüedad, y recuerdo que pertenece a vuestra señoría, mejor alojado me siento aquí de lo que estuviera en el mejor hotel de Londres.

-Confío, y no lo dudo, en que te sentirás tan cómodo como yo te lo deseo, mi querido general -dijo el joven aristócrata; y volviendo a desearle las buenas noches a su huésped, le estrechó la mano y se retiró.

El general volvió a mirar en derredor y, congratulándose para sus adentros de su retorno a la vida pacífica, cuyas comodidades se le hacían más sensibles al recordar las privaciones y los peligros que últimamente había afrontado, se desnudó y se dispuso a pasar una noche de sibarítico descanso.

Ahora, al contrario de lo que es habitual en el género de cuentos, dejaremos al general en posesión de su cuarto hasta la mañana siguiente.

Los huéspedes se reunieron para desayunar a una hora temprana, sin que compareciese el general Browne, que parecía ser, de todos lo que lo rodeaban, el invitado que más interés tenía en honrar lord Woodville. Más de una vez expresó su sorpresa por la ausencia del general y, finalmente, envió un criado a ver qué pasaba. El hombre volvió diciendo que el general había estado paseando por el exterior desde primera hora de la mañana, a despecho del tiempo, que era neblinoso y desapacible.

-Costumbres de soldado -dijo el joven aristócrata a sus amigos-; muchos de ellos se habitúan a ser vigilantes y no pueden dormir después de la temprana hora en que por regla general tienen la obligación de estar alerta.

Sin embargo, la explicación que de este modo ofreció lord Woodville a sus invitados le pareció poco satisfactoria a él mismo, y aguardó silencioso y abstraído el regreso del general. Éste se personó una hora después de haber sonado la campanilla del desayuno. Parecía fatigado y febril. Tenía el pelo -cuyo empolvamiento y arreglo constituían en aquella ‚poca una de las ocupaciones más importantes de la jornada diaria de un hombre, y decía tanto de su elegancia como en los tiempos actuales el nudo de la corbata o su ausencia- despeinado, sin rizar, falto de polvos y mojado de rocío. Llevaba las ropas desordenadas y puestas de cualquier modo, lo cual llamaba la atención en un militar, entre cuyos deberes diarios, reales o supuestos, suele incluirse el cuidado de su atavío; y tenía el semblante demacrado y hasta cierto punto cadavérico.

-Te has ido de marcha a hurtadillas esta mañana, mi querido general -dijo lord Woodville-; ¿o acaso no has encontrado el lecho tan de tu gusto como yo esperaba y tú dabas por supuesto? ¿Cómo has dormido esta noche?

-¡Oh, de mil maravillas! ¡Estupendo! No he dormido mejor en mi vida -dijo rápidamente el general Browne, pero con un aire de embarazo que era evidente para su amigo. Luego, a toda prisa, se tragó una taza de té y, desatendiendo o rechazando todo cuanto se le ofrecía, pareció sumirse en sus pensamientos.

-Hoy saldrás con la escopeta, general -dijo el amigo y anfitrión, pero hubo que repetir dos veces la propuesta antes de recibir la abrupta respuesta:

-No, milord; lo siento, pero no puedo aceptar el honor de pasar otro día en vuestra mansión; he pedido mis caballos de posta, que estarán aquí dentro de muy poco.

Todos los presentes demostraron su sorpresa y lord Woodville replicó inmediatamente:

-¡Caballos de posta, mi buen amigo! ¿Para qué vas a necesitarlos si me prometiste permanecer tranquilamente conmigo durante una semana?

-Tal vez -dijo el general, visiblemente turbado-, con la alegría del primer momento, al volverme a encontrar con vuestra señoría, tal vez dijera de permanecer aquí algunos días; pero posteriormente he caído en la cuenta de que me es imposible.

-Esto es increíble -dijo el joven aristócrata-. Ayer parecías no tener ninguna clase de compromisos y no es posible que hoy te haya convocado nadie, pues no ha venido el correo del pueblo y, por lo tanto, no has podido recibir ninguna carta.

Sin ninguna otra explicación, el general musitó algo sobre un asunto inaplazable e insistió en la absoluta necesidad de su marcha, en unos términos que acallaron toda oposición por parte de su amigo, que comprendió que había tomado una decisión y se abstuvo de ser impertinente.

-Pero, por lo menos -dijo-, permíteme, mi querido Browne, puesto que quieres o debes irte, que te muestre el panorama desde la terraza, pues la niebla se está levantando y pronto será visible.

Abrió una ventana de guillotina y salió a la terraza mientras hablaba. El general lo siguió mecánicamente, pero parecía atender poco a lo que iba diciendo su anfitrión mientras, de cara al amplio y espléndido panorama, señalaba distintos motivos dignos de contemplarse. De este modo fueron avanzando hasta que lord Woodville hubo conseguido el propósito de aislar por completo a su amigo del resto de los huéspedes; entonces, dándose media vuelta con gran solemnidad en el porte, se dirigió a él de este modo:

-Richard Browne, mi viejo y muy querido amigo, ahora estamos solos. Permíteme que te conjure a contestarme bajo palabra de amigo y por tu honor de soldado. ¿Cómo has pasado, en realidad, la noche?

-Verdaderamente, de un modo penosísimo, milord -respondió el general, con el mismo tono solemne-; tan penoso que no querría correr el riesgo de una segunda noche semejante, ni por todas las tierras que pertenecen a este castillo ni por todo el campo que estoy viendo desde este elevado mirador.

-Esto es todavía más extraordinario -dijo el joven lord como si hablara para sí-; entonces debe haber algo de verdad en los rumores sobre ese cuarto.-Dirigiéndose de nuevo al general, dijo- Por Dios, mi querido amigo, sé honrado conmigo y cuéntame cuáles han sido las molestias concretas que has padecido bajo un techo donde, por voluntad del propietario, no hubieras debido hallar más que bienestar.

El general dio la sensación de angustiarse ante el requerimiento y tardó unos momentos en contestar:

-Mi querido lord -dijo al cabo-, lo que ha sucedido la pasada noche es de una naturaleza tan peculiar y desagradable que me costaría entrar en detalles incluso con vuestra señoría, si no fuera porque, independientemente de mi deseo de complacer cualquier petición vuestra, creo que mi sinceridad puede conducir a alguna explicación sobre una circunstancia no menos dolorosa y misteriosa. Para otros, lo que voy a decir pudiera ser motivo de que se me tomara por un débil mental, un loco supersticioso que sufre a consecuencia de que su propia imaginación lo engaña y confunde; pero su señoría me conoce desde que éramos niños y jóvenes, y no sospechar que yo haya adquirido, en la madurez, sentimientos y flaquezas de que estaba libre cuando tenía menos años.

Aquí hizo una pausa y su amigo le replicó:

-No dudes de mi absoluta confianza en la veracidad de lo que me participes, por extravagante que sea; conozco muy bien tu firmeza de carácter para sospechar que pudieras ser embaucado, y s‚ muy bien que tu sentido del honor y de la amistad te impediría asimismo exagerar en nada lo que hayas presenciado.

-Pues entonces -dijo el general- os contaré mi historia tan bien como sepa hacerlo, confiando en vuestra equidad; y eso pese a tener la convicción de que preferiría enfrentarme a una batería mejor que repasar mentalmente los odiosos recuerdos de esta noche.

Se detuvo por segunda vez y, luego, viendo que lord Woodville se mantenía en silencio y en actitud de escuchar, comenzó, bien que no sin manifiesta contrariedad, la historia de sus aventuras nocturnas en la Cámara de los Tapices.

-Me desnudé y me acosté, tan pronto vuestra señoría me dejo solo anoche; pero la leña de la chimenea, que casi estaba enfrente del lecho, ardía resplandeciente y con viveza, y esto, junto con el centenar de excitantes recuerdos de mi infancia y juventud que me había traído a la cabeza el inesperado placer de encontrarme con vuestra señoría, me impidió rendirme en seguida al sueño. Debo decir, no obstante, que las reverberaciones del fuego eran muy agradables y acogedoras, con lo que durante un rato dieron pie a la sensación de haber cambiado los trabajos, las fatigas y los peligros de mi profesión por un disfrute de una vida apacible y la reanudación de aquellos lazos amistosos y afectivos que habían despedazado las rudas exigencias de la guerra.

“Mientras me iban pasando por la cabeza estos gratos pensamientos, que poco a poco me arrullaban y adormecían, de repente me espabiló un ruido parecido al fru-fru de un vestido de seda y a los pasos de unos zapatos de tacón, como si una mujer estuviera paseando por el cuarto. Antes de que pudiese descorrer la cortina para ver que era lo que pasaba, cruzó entre la cama y el hogar la figura de una mujercita. La silueta estaba de espaldas a mí, pero puede observar, por la forma de los hombros y del cuello, que correspondía a una anciana vestida con un traje a la antigua, de esos que, creo, las damas llaman un saco; es decir, una especie de bata, completamente suelta sobre el cuerpo, pero recogida por unos grandes pliegues en el cuello y los hombros, que llega hasta el suelo y termina en una especie de cola.

“Pensé que era una intrusión bien extraña, pero ni por un momento se me ocurrió la idea de que lo que veía fuese otra cosa que la forma mortal de alguna anciana de la casa que tenía el capricho de vestirse como su abuela y que, puesto que su señoría mencionó que andaba bastante escaso de habitaciones, habiendo sido desalojada de su cuarto para mi acomodo, se había olvidado de tal circunstancia y regresaba a las doce a su sitio de costumbre. Con este convencimiento, me removí en la cama y tosí un poco, para hacer saber al intruso que yo había tomado posesión del sitio. Ella fue dándose la vuelta despacio, pero, ¡santo cielo!, milord, ¡qué semblante me mostró! Ya no cabía la menor duda de lo que era ni cabía pensar en absoluto que fuese una persona viva. Sobre el rostro, que presentaba las facciones rígidas de un cadáver, llevaba impresos los rasgos de la más vil y repugnante de las pasiones que la habían animado durante la vida. Parecía que hubiera salido de la tumba el cuerpo de algún atroz criminal y se le hubiera devuelto el alma desde el fuego de los condenados, para, durante un tiempo, aunarse con el viejo cómplice de su culpa. Yo me incorporé en la cama y me senté derecho, sosteniéndome sobre las palmas de las manos, mientras miraba fijamente aquel horrible espectro. Ella avanzó con una zancada r pida, o eso me pareció a mí, hacia el lecho donde yo yacía, y se acuclilló, una vez arriba, precisamente en la misma postura que yo había adoptado en el paroxismo del horror, adelantando su diabólico semblante hasta ponerlo a menos de media yarda del mío, con una mueca que parecía expresar la maldad y el escarnio de un demonio colorado.

Al llegar allí, el general Browne se detuvo y se enjugó el sudor frío que le había perlado la frente al recordar la horrible visión.

-Milord -dijo-, yo no soy cobarde. He pasado por todos los peligros de muerte propios de mi profesión y en verdad puedo presumir de que ningún hombre ha visto a Richard Browne deshonrar la espada que luce; pero, en estas horribles circunstancias, ante aquellos ojos y, por lo que parecía, casi apresado por la encarnación de un espíritu maligno, toda firmeza me abandonó, toda mi hombría se derritió dentro de mí como la cera en un horno, y sentí ponérseme de punta todos los pelos de mi cuerpo. Dejó de circularme la sangre por las venas y me hundí en un desvanecimiento, más víctima del terror y del pánico que lo haya sido nunca una moza de aldea o un niño de diez años. Me es imposible conjeturar durante cuánto tiempo estuve en ese estado.

“Pero me despertó el reloj del castillo al dar la una, con tanta fuerza que tuve la impresión de que sonaba dentro del cuarto. Transcurrió algún tiempo antes de que osara abrir los ojos, no fuesen a encontrar de nuevo la horripilante visión. No obstante, cuando reuní valor para mirar, la mujer ya no se veía. Mi primera idea fue tocar la campanilla, despertar a los criados y trasladarme a un desván o un henil, con tal de estar seguro de no recibir una segunda visita. Pero, he de confesar la verdad, mi decisión se vio alterada, no por la vergüenza de ponerme en evidencia, sino por el miedo que me daba de que, al ir hasta la chimenea, junto a la cual colgaba el cordón de la campanilla, volviera a interponérseme la diabólica mujer, que, me imaginaba yo, debía seguir al acecho en cualquier rincón de la alcoba.

“No intentaré describiros qué paroxismos de calor y de frío me atormentaron durante el resto de la noche, en medio de las cabezadas, las vigilias penosas y ese estado incierto que es la tierra de nadie que los separa. Parecía que un centenar de objetos terribles me rondaran; pero había una gran diferencia entre la visión que os he descrito y esas otras que siguieron, de modo que yo me daba cuenta de que las últimas eran supercherías de mi imaginación y de mis nervios.

“Por fin clareó el día, y me levanté de la cama, con el cuerpo enfermo y el espíritu humillado. Estaba avergonzado de mí mismo, como hombre y como soldado, más aún al percibir mis vivísimos deseos de huir del cuarto embrujado, deseos que, no obstante, se imponían sobre todas las demás consideraciones; de manera que, echándome encima las ropas a toda prisa, sin el menor cuidado, escapé de la mansión de vuestra señoría para buscar en el aire libre algún alivio a mis nervios, que estaban perturbados por el horrible encuentro con el visitante del otro mundo, pues no otra cosa creo que fuese aquella mujer. Ahora su señoría ya conoce las causas de mi desasosiego y de mi repentino deseo de abandonar vuestro hospitalario castillo. Confío en que podremos vernos a menudo en otros lugares; pero ¡Dios me libre de pasar jamás una segunda noche bajo este techo!

Aunque el relato del general era extravagante, había hablado con tal tono de profunda convicción que no daba pie a los comentarios que suelen despertar tales historias. Lord Woodville no le preguntó ni una sola vez si estaba seguro de que la aparición no fue un sueño ni propuso ninguna de las explicaciones en boga para justificar las apariciones sobrenaturales, como las excentricidades de la imaginación o los engaños de los nervios ópticos. Por el contrario, se mostró profundamente impresionado por la veracidad y autenticidad de lo que acababa de oír; y, luego de un largo silencio, se dolió, con abiertos visos de sinceridad, de que aquel amigo de la juventud lo hubiese pasado tan mal en su casa.

-Lamento tanto más tu malestar, mi querido Browne -dijo-, cuanto que la desgracia es consecuencia, aunque imprevisible, de un experimento mío. Debes saber que, al menos en los tiempos de mi padre y de mi abuelo, la habitación que te asigné anoche estuvo cerrada por los rumores de que allí ocurrían ruidos y visiones sobrenaturales. Cuando tomé posesión de la hacienda, hace pocas semanas, pensé que el castillo no ofrecía suficientes aposentos a mis invitados como para permitir que los habitantes del mundo invisible retuvieran para sí una alcoba tan confortable. Por eso hice que abrieran la Cámara de los Tapices, que es como la llamamos; y sin destruir su ambiente vetusto, hice que le agregaran el mobiliario que imponen los tiempos modernos. Pero, como la idea de que el cuarto estaba embrujado seguía firmemente arraigada entre los criados, y también era conocida en el vecindario y por muchos de mis amigos, temí que los prejuicios del primer ocupante de la Cámara de los Tapices reavivaran la mala fama de que es objeto, frustrándose así mis intenciones de convertirla en parte útil de la casa. Debo confesarte, mi querido Browne, que tu llegada de ayer, tan de mi agrado por otras mil razones, me pareció la ocasión ideal para acabar con esos desagradables cuentos sobre tal cuarto, puesto que tu valor estaba fuera de toda duda y tu entendimiento libre de todo temor preconcebido. En consecuencia, no hubiera podido elegir mejor sujeto para mi experiencia.

-Por mi vida -dijo el general Browne, con algo de precipitación-, que quedo infinitamente obligado a vuestra señoría, verdaderamente reconocido. Es muy probable que durante algún tiempo recuerde las consecuencias del experimento, según gusta de denominarlo vuestra señoría.

-No, ahora estás siendo injusto, mi querido amigo -dijo lord Woodville-. Bastará con que reflexiones un momento para convencerte de que yo no podía prever la posibilidad de exponerte a las angustias que desgraciadamente has sufrido. Ayer por la mañana yo era absolutamente escéptico en cuanto a las apariciones sobrenaturales. Pero estoy seguro de que si te hubieran hablado de la habitación, esos mismos rumores te habrían impulsado, por tu propio gusto, a elegirla como dormitorio. Ese ha sido mi revés, quizás mi error, pero que de verdad no puede calificarse de falta: haber dado lugar a que tú hayas sufrido de un modo tan increíble.

-¡Verdaderamente increíble! -dijo el general, recuperando el buen humor-. Y reconozco que no tengo derecho a estar ofendido con vuestra señoría por haberme tratado tal y como yo acostumbro a considerarme a mí mismo: un hombre firme y valiente. Pero veo que han llegado mis caballos de posta, y no quiero interrumpir las diversiones de vuestra señoría.

-Pero, viejo amigo -dijo lord Woodville-, ya que no te es posible permanecer con nosotros ni un día más, lo cual, desde luego, no tengo derecho a exigirte, concédeme al menos otra media hora. A ti te gustaban los cuadros, y yo tengo una galería de retratos, algunos de ellos de Van Dyke, que representan a los antepasados a quienes pertenecieron esta hacienda y este castillo. Creo que varios de ellos te impresionarán por su gran mérito.

El general Browne aceptó la invitación, aunque no de muy buena gana. Era evidente que no respiraría con libertad y a sus anchas hasta haber dejado a sus espaldas el castillo de Woodville. No obstante, no podía rechazar la invitación de su amigo; y mucho menos cuanto que estaba un poco avergonzado por el mal humor que había mostrado a su bienintencionado anfitrión.

Así pues, el general siguió a lord Woodville por varias salas hasta la galería donde estaban expuestos los cuadros, que este último fue señalando a su huésped, diciéndole los nombres y contándole algunas cosas sobre los sucesivos personajes cuyos retratos contemplaban. Al general Browne le interesaban muy poco los pormenores de los que se le iba informando. Los cuadros, de hecho, eran muy del estilo de todos los que se ven en las antiguas galerías familiares: un caballero que había arruinado su hacienda al servicio del rey, una hermosa dama que la había restaurado contrayendo matrimonio con un acaudalado puritano, un caballero galante que se había arriesgado a mantener correspondencia con la corte exiliada de St Germain, otro que había tomado las armas en favor de William Cromwell durante la revolución, y otro que había volcado alternativamente su peso en el platillo de los whig y en el de los tory.

Mientras lord Woodville atiborraba con estas palabras los oídos de su huésped, como se ceba a los pavos, alcanzaron el centro de la galería. De pronto, el general se sobresaltó y adoptó una actitud casi de asombro, no sin algo de temor, al recaer sus ojos, súbitamente atraídos por el cuadro, sobre el retrato de una anciana dama vestida según la usanza de la moda de finales del siglo XVII.

-¡Ésta es! -exclamó-. Ésta es, por el tipo y por los rasgos, aunque la expresión no llegue a ser tan demoníaca como la de la detestable mujer que me visitó anoche.

-Si es así -dijo el joven aristócrata-, ya no queda ninguna duda sobre la horrible realidad de la aparición. Este retrato es de una desdichada antepasada mía sobre cuyos crímenes se conserva una siniestra y espantosa relación en una historia de mi familia que guardo en mi escritorio. Enumerarlos sería demasiado horrible; baste decir que en vuestro funesto dormitorio se cometió un incesto y un asesinato perverso. Lo devolveré al aislamiento al que lo habían confinado quienes me precedieron; y nadie, mientras yo pueda impedirlo, se expondrá a que se repitan los horrores sobrenaturales capaces de hacer vacilar un valor como el vuestro.

Así que los dos amigos, que con tanto regocijo se habían encontrado, se despidieron con muy distintos ánimos: lord Woodville pensando en ordenar que la Cámara de los Tapices fuese desmantelada y cegada la puerta; el general Browne decidido a buscar, en algún paraje menos hermoso y con algún amigo menos encumbrado, el olvido de la deplorable noche que había pasado en el castillo de Woodville.

domingo, 14 de febrero de 2010

La Guerra de las Galaxias



La Guerra de las Galaxias

George Lucas

PRÓLOGO

Otra galaxia, otra época.

La Antigua República era la República legendaria, más grandiosa que la distancia y el tiempo. No era necesario decir dónde estaba ni de dónde venía, sino saber tan sólo que... era la República.

Antaño, bajo el sabio gobierno del Senado y la protección de los caballeros de Jedi, la República prosperó y floreció. Pero, como ocurre con frecuencia cuando la riqueza y el poder superan lo admirable y alcanzan lo imponente, aparecieron seres perversos llenos de codicia.

Aquello ocurrió durante el apogeo de la República.

Al igual que los árboles de gran tamaño, capaces de soportar cualquier ataque externo, la República se pudrió en su interior, a pesar de que el peligro no era visible desde fuera.

Persuadido y ayudado por individuos turbulentos y ansiosos de poder, y por los impresionantes órganos de comercio, el ambicioso senador Palpatine se hizo elegir presidente de la República. Prometió reconciliarse con los descontentos del pueblo y restaurar las añoradas glorias de la República.

En cuanto tuvo asegurado el cargo, se declaró Emperador y se apartó de la plebe. Poco tiempo después, los mismos colaboradores y aduladores a los que había investido de los títulos más eminentes, le tenían bajo control; las peticiones de justicia que lanzaba el pueblo no llegaban a sus oídos.

Después de acabar mediante la traición y el engaño con los caballeros de Jedi — paladines de la justicia en la galaxia —, los gobernadores y los burócratas imperiales se dispusieron a establecer el reinado del terror en los desalentados mundos de la galaxia.

En beneficio de sus ambiciones personales, muchos utilizaron las fuerzas imperiales y el prestigio del Emperador, cada vez más aislado.

Pero unos pocos sistemas se rebelaron ante estos nuevos ultrajes. Se declararon opuestos al Nuevo Orden y emprendieron la gran batalla para restaurar la

Antigua República.

Desde un principio, los sistemas esclavizados por el Emperador los superaron ampliamente en número.

En aquellos primeros y oscuros días parecía indudable que la brillante llama de la resistencia se extinguiría antes de arrojar la luz de la nueva verdad en una galaxia de pueblos oprimidos y vencidos...

De la primera saga

Journal of the Whilts

«Estaban en el lugar equivocado, en el momento inoportuno. Naturalmente, se convirtieron en héroes.»

Leia Organa de Alderaan, senadora


I

Se trataba de un enorme globo brillante que arrojaba al espacio una centellante luz de topacio, pero no era un sol. Así, durante largo tiempo, el planeta había engañado a los hombres. Sólo cuando entraron en la órbita cercana, sus descubridores comprendieron que era un mundo de un sistema binario y no un tercer sol propiamente dicho.

Al principio daba la impresión de que nada podía existir en semejante planeta, y menos aún seres humanos. Pero las imponentes estrellas Gl y G2 trazaban su órbita en un centro común con extraña regularidad y Tatooine las rodeaba a suficiente distancia para permitir el desarrollo de un clima bastante estable y exquisitamente cálido. La mayor parte de este mundo era un desierto seco, cuyo excepcional resplandor amarillo, como de estrella, era consecuencia de la doble luz solar que llegaba a las arenas y los llanos ricos en sodio. Esa misma luz solar brilló súbitamente en la delgada piel de una forma metálica que caía desenfrenadamente hacia la atmósfera.

El curso errático que seguía el crucero galáctico era intencional, no el fruto de un daño sino de un deseo desesperado de evitarlo. Prolongados rayos de intensa energía pasaban junto a su casco: una tormenta multicolor de destrucción, como un banco de irisadas rémoras que intentaban adherirse a un huésped mayor y mal dispuesto.

Uno. de esos rayos de sondeo logró alcanzar a la nave en fuga y dio en su aleta solar principal. Fragmentos de metal y de plástico, semejantes a gemas, estallaron en el espacio a medida que el extremo de la aleta se desintegraba. La embarcación pareció estremecerse.

Súbitamente apareció el origen de esos rayos energéticos múltiples: un pesado crucero imperial, cuyo imponente contorno se erizaba como un cactus con docenas de emplazamientos para armas pesadas. La luz dejó de emanar de esas púas a medida que el crucero se acercaba. Era posible observar estallidos intermitentes y relámpagos de luz en las partes de la nave menor que habían recibido los impactos. En el frío absoluto del espacio, el crucero se arrimó a su presa herida.

Otra explosión distante sacudió la nave, pero, para Artoo Detoo y See Threepio, todo ocurrió muy cerca.

La conmoción los hizo rebotar por el estrecho pasillo como los cojinetes de un motor viejo.

Por sus figuras cabía suponer que Threepio —la máquina alta y de aspecto humano — era el jefe y que Artoo Detoo — el robot achaparrado y trípedo — era un subordinado. En realidad eran iguales en todo, salvo en locuacidad, aunque Threepio habría gesticulado desdeñosamente ante semejante sugerencia. En tal sentido, Threepio era, evidente y necesariamente, superior.

Otra explosión sacudió el pasillo y Threepio perdió el equilibrio. Su compañero de menor estatura no lo pasaba tan mal en esos momentos, gracias al bajo centro de gravedad de su cuerpo achaparrado y cilíndrico, bien equilibrado en las patas gruesas y provistas de garras.

Artoo miró a Threepio, que se erguía junto a la pared del pasillo. Las luces pestañearon enigmáticamente en tomo a un único ojo mecánico, mientras el robot más pequeño estudiaba el magullado revestimiento de su amigo. Una pátina de metal y de polvo fibroso cubría el acabado de bronce por lo general brillante, y se distinguían algunas abolladuras, consecuencia del embate sufrido por la nave rebelde en donde se hallaban.

Un profundo y persistente zumbido, que ni siquiera la explosión más ruidosa logró acallar, acompañó el último ataque. Después, sin motivo aparente, el tenue rasgueo se interrumpió bruscamente: los únicos sonidos del pasillo desértico provenían del extraño crujido como de ramas secas de los relés en cortocircuito, o de los ruidos sordos de los circuitos agonizantes. Las explosiones comenzaron a retumbar una vez más en la nave, pero procedían de más allá del pasillo.

Threepio giró su cabeza uniforme y humanoide hacia un costado. Los oídos metálicos escuchaban atentamente. La imitación de una pose humana era casi innecesaria — los sensores auditivos de Threepio eran totalmente omnidireccionales—, pero el delgado robot había sido programado para mezclarse perfectamente con compañía humana. Su programación abarcaba incluso la mímica de los gestos humanos.

—¿Oíste eso?—preguntó a su paciente compañero refiriéndose al sonido palpitante—. Han cerrado el reactor principal y el mecanismo de transmisión. — Su voz denotaba tanta incredulidad y preocupación como la de cualquier humano. Una palma metálica frotó tristemente un manchón gris opaco del costado, donde una abrasadora del casco que se había roto cayó y melló el acabado de bronce. Threepio era una máquina fastidiosa y esas cosas le perturbaban—. Una locura, esto es una locura — dijo meneando lentamente la cabeza—. Esta vez nos destruyen con toda seguridad.

Artoo no respondió inmediatamente. Su torso en forma de barril se inclinó hacia atrás; las poderosas piernas se aferraron a la cubierta y el robot de un metro de altura se concentró en estudiar el cielorraso.

Aunque no podía inclinar la cabeza en una postura de atención como su amigo, Artoo se las ingenió para transmitir esa impresión. De su altavoz surgió una serie de breves hipos y de chirridos. Incluso para un oído humano sensible habrían sido sólo productos de la estática, pero para Threepio formaban palabras tan claras y puras como la corriente directa.

—Sí, supongo que tuvieron que interrumpir el mecanismo de transmisión — reconoció Threepio —, pero ¿qué vamos a hacer ahora? No podemos entrar en la atmósfera con la aleta estabilizadora principal destruida. Me cuesta creer que debamos rendirnos sin más.

Súbitamente apareció una reducida patrulla de humanos armados, con los rifles preparados. Tenían el ceño tan fruncido por la preocupación como sus uniformes, y les rodeaba el halo de los hombres dispuestos a morir.

Threepio los observó en silencio hasta que desaparecieron en un recodo lejano del pasillo y luego volvió a mirar a Artoo. El robot más pequeño no había variado su posición de atención. Threepio dirigió la mirada, hacia arriba, aunque sabía que los sentidos de

Artoo eran algo más penetrantes que los suyos.

—Artoo, ¿qué ocurre?

Como respuesta obtuvo una breve ráfaga de bips.

Un instante después ya no había necesidad de sensores altamente armonizados. Durante uno o dos minutos, el pasillo continuó en un silencio letal. Después se oyó un débil roce, como el de un gato que llama a una puerta, proveniente de arriba. El extraño ruido provenía de fuertes pisadas y del traslado de un equipo voluminoso en algún punto de la nave.

Al oír varias explosiones apagadas, Threepio murmuró;

—Han entrado en algún punto por encima de nosotros. Esta vez no habrá escapatoria para el capitán.

—Giró y observó a Artoo—: Creo que será mejor que...

El chirrido del metal excesivamente dilatado dominó el ambiente antes de que Threepio terminara la frase y el extremo más lejano del pasillo quedó iluminado por un cegador destello aclínico. En algún lugar, más abajo, el reducido grupo armado que había pasado minutos antes había entrado en contacto con los atacantes de la nave.

Threepio apartó el rostro y los delicados fotorreceptores con el tiempo justo para esquivar los fragmentos de metal que salían despedidos por el pasillo.

En el extremo más lejano del cielorraso apareció un boquete y formas similares a enormes botas de metal comenzaron a caer en el suelo del pasillo. Ambos robots sabían que ninguna máquina podía igualar la fluidez con que se movían esas formas e instantáneamente adoptaron posturas de lucha. Los recién llegados no eran seres mecánicos, sino humanos acorazados.

Uno de ellos miró en línea recta a Threepio... no, no a él, pensó frenéticamente el robot aterrorizado, sino más allá de él. La figura movió el enorme rifle entre las manos acorazadas... demasiado tarde. Un rayo de intensa luz golpeó su cabeza y despidió fragmentos de coraza, hueso y carne en todas direcciones.

La mitad de las tropas imperiales invasoras giraron y comenzaron a responder al ataque en el pasillo, apuntando más allá de los dos robots.

—¡Rápido... por aquí! —ordenó Threepio con la idea de alejarse de los imperiales.

Artoo giró con él. Sólo habían dado un par de pasos cuando vieron a la tripulación rebelde en posición, más adelante, que disparaba pasillo abajo. En pocos segundos el pasillo se llenó de humo y de rayos de energía entrelazados.

Los rayos rojos, verdes y azules rebotaron en las zonas lustradas de la pared y el suelo, y abrieron largas hendeduras en las superficies metálicas. Los gritos de los humanos heridos y agonizantes — un sonido extrañamente no robótico, pensó Threepio — retumbaban penetrantemente por encima de la destrucción inorgánica.

Un rayo dio cerca de los pies del robot al mismo tiempo que otro reventaba la pared a sus espaldas, y dejaba al descubierto circuitos que echaban chispas e hileras de conductos. La fuerza del doble estallido hizo que Threepio cayera en medio de los cables destrozados, donde una docena de corrientes distintas lo convirtió en una masa retorcida y espasmódica.

Diversas sensaciones extrañas recorrieron sus terminaciones nerviosas de metal, sensaciones que no produjeron dolor sino confusión. Cada vez que se movía e intentaba librarse, se producía otro crujido violento de un nuevo grupo de componentes que se desconectaba. El ruido y los rayos artificiales se mantuvieron a su alrededor mientras la batalla continuaba con todo ardor.

El humo comenzó a llenar el pasillo. Artoo Detoo se apresuró a ayudar a su amigo. El pequeño robot mostraba una flemática indiferencia ante las energías salvajes que abarrotaban el pasillo. De todos modos, era de tan corta estatura que la mayoría de los rayos le pasaban por encima.

¡Socorro! — gritó Threepio, repentinamente asustado ante un nuevo mensaje de un sensor interno —. Creo que algo se está derritiendo. Libera mi pierna izquierda... el problema está cerca del servomotor pélvico. —Como era característico en él, su tono varió bruscamente de ruego a regaño —. ¡Tienes la culpa de todo! —gritó enfurecido—. Debí hacer algo mejor que confiar en la lógica de un asistente termocapsular de la mitad del tamaño normal. No comprendo por qué insististe en que dejáramos nuestras estaciones asignadas para bajar por este estúpido pasillo de acceso, aunque ahora no tiene importancia.

Toda la nave debe de estar...

Artoo Detoo interrumpió el discurso con unos bips y silbidos furiosos, aunque siguió cortando y tirando con precisión de los enmarañados cables de alta tensión.

—¿Sí? —agregó Threepio burlonamente—. ¡Lo mismo para ti, pequeñajo... !

Una explosión desmesuradamente violenta estremeció el pasillo y ahogó su voz. Un efluvio de componentes carbonizados que quemaba los pulmones cubrió el aire y todo quedó a oscuras.

Dos metros de altura. Bípedo. Vaporosas túnicas negras que cubrían su figura y un rostro siempre enmascarado con una pantalla respiratoria de metal negro, funcional aunque estrafalaria: el Oscuro Señor del Sith constituía una forma horripilante y amenazadora a medida que avanzaba por los pasillos de la nave rebelde.

El temor acompañaba las pisadas de todos los Oscuros Señores. La nube de maldad que rodeaba al que avanzaba fue lo bastante intensa para que las aguerridas tropas imperiales retrocedieran, tan amenazadora para llevarlas a murmurar nerviosamente. Los tripulantes rebeldes, poco antes decididos a todo. dejaron de resistir, se separaron y corrieron presas del pánico al ver la armadura negra... coraza que, aunque negra, no era tan oscura como los pensamientos que corrían la mente contenida en su interior.

Un propósito, un pensamiento, una obsesión dominaban ahora esa mente. Quemaron el cerebro de Darth

Vader cuando éste giró por otro pasillo del caza averiado. El humo comenzaba a despejarse, pese a que los sonidos de la lejana lucha todavía resonaban en el casco. Aquí la batalla había concluido.

Sólo quedaba un robot, que se agitó libremente después del paso del Oscuro Señor. See Threepio se libró finalmente del último cable que le atenazaba. De algún lugar situado detrás de él llegaban los gritos humanos, pues las despiadadas tropas imperiales estaban acabando con los últimos restos de resistencia rebelde.

Threepio bajó la mirada y sólo vio la cubierta llena de cicatrices. Al volver la vista, habló con tono de suma preocupación:

—Artoo Detoo, ¿dónde estás? —El humo pareció disiparse. Threepio dirigió la mirada pasillo arriba.

Artoo Detoo parecía encontrarse allí. Pero no miraba en dirección a Threepio. El pequeño robot parecía petrificado en actitud atenta. Agachada sobre él

— incluso a los fotorreceptores electrónicos de Threepio les resultaba difícil penetrar el humo pegajoso y ácido— se hallaba una figura humana joven, esbelta y, según las laberínticas pautas estéticas humanas, dedujo Threepio, de una serena belleza. Una mano pequeña parecía moverse sobre el torso de Artoo.

Threepio clavó la vista en ellos mientras la bruma volvía a espesarse. Pero al llegar al final del pasillo, sólo Artoo estaba allí, en actitud de espera. Threepio miró más allá de él, inseguro. De vez en cuando, los robots sufrían alucinaciones electrónicas pero... ¿por qué habría de tener alucinaciones respecto a un humano?

Se encogió de hombros... Pero por qué no, sobre todo si se tenían en cuenta las confusas circunstancias de aquellos momentos y la dosis de corriente pura que acababa de absorber. No debía sorprenderle nada de lo que sus circuitos internos concatenados pudieran concebir.

—¿Dónde has estado? —preguntó por último

Threepio —. Supongo que te escondiste. — Decidió no mencionar a la figura quizás humana. Si había sido una alucinación, no le daría a Artoo la satisfacción de saber hasta qué punto los recientes acontecimientos habían alterado sus circuitos lógicos—. Regresarán por aquí — prosiguió, señalando el pasillo, y no dio al robot pequeño la oportunidad de responder —, en busca de supervivientes humanos. ¿Qué haremos ahora?

No confiarán en las máquinas de los rebeldes en el sentido de que no sabemos nada valioso. Nos enviarán a las minas de especias de Kessel o nos convertirán en repuestos para otros robots menos valiosos. Eso si no nos consideran trampas potenciales del programa y nos destruyen al vernos. Si nosotros no... —pero

Artoo ya había girado y anadeaba rápidamente por el pasillo—. Espera, ¿a dónde vas? ¿No me has oído?

—Mientras murmuraba maldiciones en varios idiomas, algunas puramente mecánicas, Threepio corrió con soltura tras su amigo. La unidad Artoo, dijo para sus adentros, podía ser un circuito cerrado total cuando se lo proponía.

Fuera del centro de mandos del crucero galáctico, el pasillo estaba lleno de hoscos prisioneros reunidos por las tropas imperiales. Algunos estaban heridos, otros agonizaban. Varios oficiales habían sido separados de los soldados y formaban un grupo aparte que dirigía beligerantes miradas y amenazas al silencioso pelotón que los mantenía a raya.

Como si hubiesen recibido una orden, todos — tanto las tropas imperiales como los rebeldes — guardaron silencio cuando una forma imponente y encapuchada apareció en un recodo del pasillo. Dos oficiales rebeldes, hasta ese momento decididos y obstinados, comenzaron a temblar. La gigantesca figura se detuvo delante de uno de los hombres y se irguió sin decir palabra. Una mano imponente rodeó el cuello del hombre y lo levantó del suelo de la cubierta. Al oficial rebelde se le salieron los ojos de las órbitas, pero guardó silencio.

Un oficial imperial, con el casco blindado echado hacia atrás — lo que permitía ver una cicatriz reciente donde un rayo de energía había traspasado su blindaje —, salió de la sala de mandos del caza y negó enérgicamente con la cabeza:

—Nada, señor. El sistema de recuperación de la información está limpio.

Darth Vader acogió la noticia con una señal de asentimiento apenas perceptible. La máscara impenetrable giró para observar al oficial al que estaba torturando. Los dedos cubiertos de metal se contrajeron.

Al elevarse, el prisionero intentó desesperadamente abrirlos por la fuerza, pero sin éxito.

—¿Dónde están los datos que interceptasteis?

—barbotó Vader amenazadoramente—. ¿Qué habéis hecho con las cintas de información?

—Nosotros... no interceptamos... ninguna información — murmuró el oficial colgado, que apenas podía respirar. De lo profundo de su ser logró extraer un chillido de indignación—: Ésta es una... nave consejera... ¿Acaso no vio nuestras... señales extemas?

Estamos... realizando... una misión... diplomática.

—¡Que el caos se apodere de vuestra misión!

—gruñó Vader—. ¿Dónde están esas cintas? —Apretó con más fuerza, con la amenaza implícita en el apretón.

Al responder, la voz del oficial era un susurro descamado y ahogado.

—Sólo... el comandante lo sabe.

—Esta nave lleva el blasón del sistema de Alderaan — farfulló Vader y la máscara respiratoria parecida a una gárgola se acercó—. ¿Hay algún miembro de la familia real a bordo? ¿A quién lleváis? —Los gruesos dedos hicieron una presión mayor y los forcejeos del oficial se tomaron aún más frenéticos. Sus últimas palabras se ahogaron y confundieron más allá de lo inteligible.

Vader no estaba satisfecho. Aunque la figura ganó flaccidez con una resolución espantosa e incuestionable, la mano siguió apretando y produjo un escalofriante chasquido y estallido de huesos, como un perro que quiebra el plástico. Después, con un jadeo de asco,

Vader arrojó el muerto en forma de muñeco contra una pared. Varios soldados imperiales se apartaron a tiempo para esquivar el horripilante proyectil.

La imponente forma giró inesperadamente y los oficiales imperiales se encogieron bajo su siniestra y aterradora mirada.

—Comenzad a destrozar esta nave pieza por pieza, componente por componente, hasta que encontréis las cintas. En cuanto a los pasajeros, si es que hay alguno, los quiero vivos — hizo una pausa y después agregó—: ¡De inmediato!

Tanto los oficiales como los hombres estuvieron a punto de chocar a causa de la prisa por marcharse... no precisamente para cumplir las órdenes de Vader, sino para alejarse de su malévola presencia.

Finalmente, Artoo Detoo se detuvo en un pasillo vacío, libre de humo y de las señales de la batalla.

Threepio, perturbado y confuso, frenó detrás de él.

—Me has hecho recorrer media nave, ¿y para qué...? —Se calló y miró incrédulo mientras el robot achaparrado extendía un miembro provisto de garra y rompía el precinto de la escotilla de un bote salvavidas. Inmediatamente se encendió en el pasillo una luz roja de alerta y se oyó un suave ulular.

Threepio avizoró ávidamente en todas direcciones pero el pasillo seguía vacío. Cuando volvió a mirar a

Artoo, éste ya se abría paso hacia la estrecha cápsula del bote. Era lo bastante grande para contener a varios humanos y su diseño no había sido pensado para incluir ingenios mecánicos. Artoo tuvo algunas dificultades para entrar en el incómodo y pequeño compartimento.

—¡ Eh! — exclamó regañón y sorprendido Threepio —. ¡No se te permite entrar allí! Está limitado a humanos. Tal vez podríamos convencer a los imperiales de que no estamos programados por los rebeldes y de que somos demasiado valiosos para que nos desarmen, pero si alguien te ve ahí no tendremos la más mínima posibilidad. ¡ Sal!

De algún modo, Artoo había logrado situar su cuerpo delante del diminuto tablero de mandos. Ladeó ligeramente el cuerpo y lanzó un torrente de ruidosos bips y silbidos a su renuente compañero.

Threepio escuchó. No podía fruncir el ceño, pero logró dar la impresión de que lo hacía.

—¿Misión... qué misión? ¿De qué hablas? Parece que en tu cerebro no queda un solo terminal lógico integrado. No... basta de aventuras. Correré el riesgo con los imperiales... y no me meteré ahí.

La unidad Artoo emitió un enfurecido tañido electrónico.

—¡No me llames, filósofo estúpido — replicó Threepio—, glóbulo de grasa demasiado pesado e imperfecto!

Threepio estaba preparando una réplica adicional cuando una explosión voló la pared trasera del pasillo. Los escombros de metal y polvo sisearon por el estrecho pasillo secundario, seguidos instantáneamente por una serie de explosiones menores. Las llamas comenzaron a surgir, hambrientas, de la pared exterior descubierta y se reflejaron en las espaciadas manchas de la lustrosa piel de Threepio.

Mientras murmuraba el equivalente electrónico a entregar su alma a lo desconocido, el larguirucho robot saltó dentro de la cápsula del bote salvavidas.

—Me arrepentiré de esto — murmuró en tono más alto mientras que Artoo activaba la puerta de seguridad situada detrás de él.

El robot más pequeño accionó una serie de llaves, quitó una cubierta y apretó tres botones en una secuencia determinada. En medio del atronar de los pestillos explosivos, la cápsula salvavidas salió despedida del caza inutilizado.

Cuando a través de los comunicadores llegó la noticia de que el último reducto de resistencia de la nave rebelde había sido liquidado, el capitán del crucero imperial se relajó de forma ostensible. Escuchaba con placer el relato de los hechos acontecidos en la nave capturada cuando recibió la llamada de uno de sus principales oficiales de tiro. El capitán se acercó al hombre, miró por la pantalla visora circular y vio un punto minúsculo que caía hacia el ardiente mundo de abajo.

—Allí va otra cápsula, señor. ¿Instrucciones? —La mano del oficial cubrió una batería de energía computada.

Con indiferencia, confiando en la potencia de fuego y en el control total bajo su mando, el capitán estudió las pantallas de lectura cercanas, pertenecientes a esa cápsula. Todas estaban a su alcance.

—Contenga el fuego, teniente Hija. Los instrumentos no muestran ninguna forma de vida a bordo. Tal vez hubo un cortocircuito en el mecanismo de liberación de la cápsula o recibió una instrucción falsa. No desperdicie sus fuerzas. —Se apartó para escuchar con satisfacción los informes acerca de los hombres y del material capturado, provenientes de la nave rebelde.

El resplandor de los paneles y los circuitos que estallaban se reflejaban de manera delirante en el uniforme blindado del soldado que dirigía a la tropa mientras inspeccionaba el pasillo. Se disponía a girar e indicar a los de atrás que lo siguieran cuando reparó en algo que se movía a un costado. Parecía agazapado en un hueco pequeño y oscuro. Apuntó con su pistola, avanzó cautelosamente y miró dentro de la cavidad.

Una pequeña y temblorosa figura vestida de vaporoso blanco se arrinconó en el fondo de la cavidad y miró al hombre. En ese momento, comprendió que estaba frente a una joven y que su descripción física coincidía con la de la persona por la cual el Oscuro

Señor estaba sumamente interesado. El soldado sonrió detrás del casco. Para él era un encuentro afortunado.

Giró ligeramente la cabeza dentro de la armadura y dirigió la voz hacia el minúsculo micrófono condensador.

—¡ Está aquí! — gritó a los que se encontraban detrás—. Preparad la fuerza de aturdí...

No llegó a terminar la frase, del mismo modo que nunca recibiría los esperados elogios. En cuanto apartó la atención de la muchacha para dirigirla al comunicador, los temblores de ella desaparecieron con sorprendente rapidez. La muchacha levantó la pistola de energía que había mantenido oculta en la espalda y disparó desde su escondite.

El soldado que había tenido la desgracia de encontrarla cayó con la cabeza convertida en una masa de hueso y metal derretidos. Tuvo la misma suerte la se-gunda forma blindada que se acercó rápidamente. Después, una lanza de energía de color verde pálido tocó el costado de la mujer, que cayó instantáneamente en la cubierta, con la pistola todavía en su pequeña palma.

Formas revestidas de metal se apiñaron a su alrededor. Una de ellas, que llevaba en el brazo la insignia de oficial inferior, se arrodilló y la hizo girar. Estudió la forma paralizada con ojo experto.

—Se recuperará totalmente — declaró por fin mientras miraba a sus subordinados —. Informad a Lord

Vader.

Threepio miraba hipnotizado por la puertecilla visora situada en la delantera de la minúscula cápsula de escape, a medida que el ardiente ojo amarillo de

Tatooine comenzaba a tragarlos. Sabía que en algún lugar, detrás de ellos, el caza inutilizado y el crucero imperial se tornaban imperceptibles.

Para él, eso estaba bien. Si aterrizaban cerca de una ciudad civilizada, buscaría un empleo elegante en una atmósfera apacible, algo más adecuado a su status y su adiestramiento. Los últimos meses le habían provocado demasiada agitación y desconcierto para una simple máquina.

La manipulación aparentemente al azar que Artoo hacía de los mandos de la cápsula prometía cualquier cosa menos un aterrizaje uniforme. Threepio estudió preocupado a su compañero.

—¿Estás seguro de que sabes pilotar este cacharro?

Artoo replicó con un silbido evasivo que en nada alteró el desapacible estado de ánimo del robot más alto.


II

Un refrán de los antiguos colonizadores afirmaba que antes se quemaban los ojos fijándolos con atención en los llanos abrasados por el sol de Tatooine que mirando directamente sus dos inmensos soles, en razón de la potencia del penetrante resplandor que se reflejaba en aquellos desiertos interminables. A pesar de ese resplandor, la vida podía existir y existía en las llanuras formadas por lechos marinos evaporados mucho tiempo atrás. Había algo que lo permitía: la reabsorción del agua.

No obstante, para fines humanos, el agua de Tatooine sólo era relativamente accesible. La atmósfera cedía su humedad de mala gana. Era necesario engañarla para que bajara del resistente cielo azul... engañarla, forzarla y arrastrarla hasta la reseca superficie.

Dos figuras preocupadas por obtener esa humedad se encontraban de pie en una ligera elevación de uno de aquellos llanos inhóspitos. Una de las dos era rígida y metálica: un evaporador cubierto de arena y hundido firmemente en ésta y en la roca más profunda.

La figura de al lado se encontraba mucho más animada, aunque no menos curtida por el sol.

Luke Skywalker doblaba en edad al evaporador de diez años, pero se sentía mucho menos seguro que éste. En ese momento, maldecía suavemente a un recalcitrante regulador de una válvula del temperamental aparato. De vez en cuando, recurría a algún golpe tosco en lugar de utilizar la herramienta adecuada.

Ninguno de los dos métodos funcionaba demasiado bien. Luke estaba convencido de que los lubricantes de los evaporadores se esforzaban por atraer la arena y hacían seductoras señales a las pequeñas partículas abrasivas con un destello oleoso. Se limpio el sudor de la frente y descansó un instante. Lo más atractivo del joven era su nombre. Una brisa ligera agitó su cabello revuelto y su holgada túnica de trabajo mientras observaba la máquina. «No tiene sentido enfurecerse», se dijo. «Sólo se trata de una máquina desprovista de inteligencia.»

Mientras Luke analizaba su situación, apareció una tercera figura que corrió precipitadamente desde detrás del evaporador para tocar con torpeza la sección dañada. Sólo funcionaban tres de los seis brazos del robot modelo Treadwell, que estaban más gastados que las botas que cubrían los pies de Luke. La máquina realizó movimientos irregulares y de avance y detención.

Luke la miró apenado y después inclinó la cabeza para observar el cielo. Ni una sola señal de nubes, y supo que nunca la habría a menos que lograra poner en funcionamiento ese evaporador. Se disponía a intentarlo una vez más cuando un rayo de luz pequeño pero intenso llamó su atención. Con toda rapidez extrajo los prismáticos prolijamente limpios de su cinturón de servicio y enfocó los lentes en dirección al cielo.

Durante largo rato fijó la vista, deseoso de tener un verdadero telescopio en lugar de los prismáticos.

Mientras miraba, se olvidó de los evaporadores, del calor y de las restantes tareas cotidianas. Luke volvió a colgarse los prismáticos al cinturón, giró y salió corriendo en dirección al vehículo terrestre de alta velocidad. A mitad de camino, gritó impaciente por encima del hombro:

—Date prisa. ¿Qué esperas? Ponte en marcha.

El Treadwell comenzó a avanzar hacia él, titubeó y luego empezó a girar en un círculo cerrado, mientras soltaba humo por todas las bisagras. Luke le impartió nuevas instrucciones y finalmente renunció, asqueado al comprender que necesitaría algo más que palabras para poner de nuevo en funcionamiento al Treadweil.

Durante un instante, Luke tuvo dudas acerca de dejar la máquina... evidentemente, se dijo, sus componentes vitales estaban destrozados. De modo que subió de un salto al vehículo terrestre e hizo que el flotador de repulsión que acababan de reparar se inclinara peligrosamente hacia un costado, hasta que logró igualar la distribución del peso al deslizarse detrás de los mandos. Mantuvo la altitud ligeramente por encima del terreno arenoso y el vehículo se equilibró como un bote en mar gruesa. Luke aceleró el motor, que lanzó un gemido de protesta, y la arena revoloteó detrás del flotador mientras dirigía el aparato hacia la lejana ciudad de Anchorhead.

A sus espaldas, un lastimero faro de humo negro, procedente del robot que ardía, seguía ascendiendo en el aire desértico y despejado. No estaría allí cuando Luke retornara. En los vastos yermos de Tatooine había recogedores de metal, así como de carne.

Las estructuras de metal y piedra, blanqueadas por el lustre, de los mellizos Tatoo I y II se abrazaban estrechamente, tanto para hacerse compañía como para protegerse. Constituían el nexo de la extensa comunidad agrícola de Anchorhead.

En ese momento, las calles polvorientas y sin pavimentar estaban tranquilas, desiertas. Los jejenes zumbaban perezosamente en los aleros agrietados de los edificios de canteras vertedoras. Un perro ladró a lo lejos: era la única señal de vida hasta que apareció una anciana solitaria que comenzó a cruzar la calle. Apretaba contra su pecho su chal solar metálico.

Algo la llevó a levantar la mirada y sus ojos cansados se esforzaron por ver a lo lejos. Un sonido aumentó súbitamente de volumen a medida que una brillante forma rectangular torcía rugiente en una esquina. Se le salieron los ojos de las órbitas cuando el vehículo se abalanzó sobre ella sin dar indicios de modificar su marcha. A duras penas pudo apartarse.

Sin resuello y con su furioso puño en alto detrás del vehículo terrestre, elevó la voz por encima de los sonidos del motor:

—¡Chiquillos, nunca aprenderéis a reducir la velocidad!

Quizá Luke la vio pero, indudablemente, no la oyó.

En ambos casos su atención estaba centrada en otra parte mientras se detenía detrás de una estación de cemento baja y prolongada. De la parte superior y de los costados sobresalían diversas bobinas y varas. Las implacables olas de arena de Tatooine rompían contra las paredes de la estación con una espuma amarilla y helada. Nadie se había molestado en quitar la arena.

No tenía sentido. De todos modos regresaría al día siguiente.

Luke cerró de un golpe la puerta delantera y gritó:

—¡Eh!

Un joven robusto, vestido de mecánico, estaba repantigado en una silla detrás del desordenado tablero de mandos de la estación. El aceite que le protegía del sol había evitado que su piel se quemara. La piel de la muchacha sentada en su regazo estaba igualmente protegida y la mayor parte de ella se encontraba al descubierto. Por algún motivo, hasta el sudor seco le sentaba bien.

—¡Eh, vosotros! —volvió a gritar Luke, pues con su primer grito lo había obtenido todo, menos una respuesta elocuente. Corrió hacia la sala de instrumentos situada en la parte trasera de la estación, mientras el mecánico, medio dormido, se pasaba una mano por el rostro.

—¿No estaré oyendo un joven ruido pasando estrepitosamente por aquí? —murmuró el mecánico.

La muchacha sentada en su regazo se desperezó sensualmente y su ropa raída se movió en varias direcciones sugerentes. Su voz sonaba indiferentemente ronca.

—Oh — bostezó —, sólo fue Wormie, presa de uno de sus ataques.

Deak y Windy levantaron la mirada de las quinielas que hacían con la ayuda de una computadora cuando Luke entró turbulentamente en la habitación. Iban vestidos del mismo modo que Luke, aunque sus ropas les sentaban mejor y estaban menos gastadas.

Los tres jóvenes diferían notoriamente del corpulento y agraciado jugador situado en la punta más lejana de la mesa. Con su pelo prolijamente cortado y su impecable uniforme, destacaba en la habitación como una amapola oriental en un mar de avena. Más allá de los tres humanos se oía un suave zumbido, producido por un robot de reparaciones que arreglaba pacientemente una pieza descompuesta del equipo de la estación.

—¡Terminad, muchachos! —gritó Luke, excitado.

Después reparó en el hombre de uniforme, y su mirada súbita y repentina le reconoció al instante—:

¡Biggs!

El rostro del hombre se iluminó con una sonrisa a medias.

—Hola, Luke.

Después se abrazaron afectuosamente. Por último,

Luke se apartó y admiró abiertamente el uniforme del otro.

—No sabía que habías regresado. ¿Cuándo llegaste?

La confianza que la voz del otro denotaba bordeaba el reino de la presunción sin penetrar en él.

—Hace sólo un rato. Quería darte una sorpresa, experto. — Señaló la sala —. Supuse que estarías aquí con esos dos reptiles nocturnos. —Deak y Windy sonrieron—. Te aseguro que no esperaba que hubieras salido a trabajar. — Rió fácilmente, con una risa que para muchos era irresistible.

—La Academia no te ha hecho cambiar —comentó Luke—. Pero has regresado tan pronto... —su expresión se tornó preocupada—. ¿Qué ocurrió? ¿No te dieron el nombramiento?

Hubo cierta reticencia en la respuesta de Biggs, que apartó ligeramente la mirada:

—Claro que me lo dieron. La semana pasada firmé para servir a bordo del carguero Rand Ecliptic, Primer piloto, Biggs Darklighter, a su servicio. —Hizo un complicado saludo, medio en serio, medio en broma y después esbozó esa sonrisa suya, altiva pero zalamera —. Sólo he venido a despedirme de todos vosotros, desafortunados inocentones rodeados de tierra.

Todos rieron, hasta que Luke recordó súbitamente el motivo que le había llevado allí con tanta prisa.

—Casi lo olvidé — les dijo a medida que recobraba su agitación inicial—. Allí afuera, en nuestro sistema, se está librando una batalla. Salid y echad un vistazo.

Deak parecía decepcionado.

—Que no sea otra de tus batallas épicas, Luke. ¿No tienes bastante con las que ya has soñado? Olvídalo.

—De olvidarlo, nada... hablo en serio. Se trata de una batalla de verdad.

Mediante palabras y empujones consiguió que los ocupantes de la estación salieran a la potente luz solar. Camie, sobre todo, parecía molesta.

—Será mejor que valga la pena, Luke — le advirtió, y protegió sus ojos del resplandor.

Luke ya tenía los prismáticos preparados y recorría los cielos con la mirada. Sólo tardó un instante en encontrar un punto determinado.

—Ya os lo dije — insistió —. Allí está.

Biggs se acercó y cogió los prismáticos mientras los demás observaban forzando la mirada. Una ligera readaptación permitió el enfoque correcto para que

Biggs distinguiera dos puntos plateados contra el firmamento oscuro.

—Eso no es una batalla, experto —afirmó Biggs mientras bajaba los prismáticos y miraba con afecto a su amigo —. Sencillamente, están ahí. Dos naves, es verdad... probablemente se trata de una barcaza que aprovisiona un carguero, ya que Tatooine no tiene estación orbital.

—Hubo muchos disparos... antes —agregó Luke.

Su entusiasmo inicial comenzaba a debilitarse ante la arrolladora seguridad de su amigo.

Camie quitó los prismáticos a Biggs y, al hacerlo, los golpeó ligeramente contra un pilar. Luke se los arrebató rápidamente y estudió la cubierta para averiguar si estaba dañada.

—No te preocupes tanto, Wormie — se mofó la muchacha.

Luke avanzó un paso hacia ella y se detuvo cuando el mecánico, más fornido, se interpuso sin dificultades y le dedicó una sonrisa de advertencia. Luke meditó y restó importancia al incidente.

—Estoy cansado de decirte, Luke — dijo el mecánico, con la actitud de un hombre harto de repetir en vano lo mismo —, que la rebelión está muy lejos de aquí. Dudo de que el Imperio esté dispuesto a luchar para conservar este sistema. Créeme, Tatooine es una enorme extensión de nada.

Su reducida audiencia comenzó a entrar en la estación antes de que Luke pudiera responder. Fixer rodeaba con el brazo a Camie y los dos se reían de la incompetencia de Luke. Incluso Deak y Windy murmuraban... Luke estaba convencido de que hablaban de él.

Los siguió, no sin antes echar una última mirada hacia los puntos lejanos. Estaba seguro de haber visto rayos de luz entre las dos naves y de que no habían sido emitidos por los soles de Tatooine al reflejarse en el metal.

La atadura que trababa las manos de la muchacha en su espalda era rudimentaria y eficaz. La atención constante que le dedicaba la escuadra de soldados fuertemente armados podría haber sido excesiva para una pequeña mujer, salvo por el hecho de que sus vidas dependían de que la entregaran sana y salva.

No obstante, cuando la joven redujo deliberadamente la marcha, fue evidente que sus captores no se oponían a maltratarla. Una de las figuras blindadas la golpeó brutalmente en la parte más estrecha de la espalda y ella estuvo a punto de caer. Giró y dedicó al soldado una mirada cruel. Pero no supo si había causado algún efecto, pues el rostro del hombre estaba totalmente tapado por el casco blindado.

Del vestíbulo por el que posteriormente entraron todavía emanaba humo por los bordes del hueco abierto en el casco del caza. Habían encajado en éste una entrada portátil y en el extremo del túnel aparecía un anillo de luz que cubría el espacio entre la nave rebelde y el crucero. Una sombra la cubrió cuando giraba para observar la entrada y se sorprendió a pesar de su autodominio generalmente inquebrantable.

Por encima de ella se elevaba la masa amenazante de Darth Vader, con los ojos inyectados y furiosos tras la horrible máscara respiratoria. Un músculo se contrajo en una de las tersas mejillas de la joven, pero ésa fue su única reacción. Su voz no mostraba la más mínima vacilación.

—Darth Vader... debí saberlo. Sólo usted podía ser tan osado... y tan estúpido. Bien, el Senado imperial no se quedará cruzado de brazos. Cuando se enteren de que usted ha atacado una misión diploma...

—Senadora Leia Organa — atronó la voz de Vader con suavidad, aunque con fuerza suficiente para anular sus protestas. Su contento por haberla encontrado resultaba evidente por el modo en que saboreaba cada sílaba—. Su Alteza, no juegue conmigo —prosiguió siniestramente —. Esta vez no está en una misión misericordiosa. Atravesó directamente un sistema restringido, ignoró numerosas advertencias y no hizo caso de las órdenes de regresar... hasta que ya no importó. — El inmenso cráneo de metal se acercó —. Sé que espías de este sistema emitieron varias transmisiones a esta nave. Cuando rastreamos esas transmisiones hasta los individuos que las emitieron, éstos tuvieron el mal gusto de suicidarse antes de que pudiéramos interrogarlos. Quiero saber qué ha ocurrido con los datos que le enviaron.

Ni las palabras de Vader ni su presencia hostil parecieron influir en la muchacha.

—No sé qué disparates está diciendo — repuso, y apartó la mirada —. Soy un miembro del Senado que cumple una misión diplomática a...

—A su zona de la alianza rebelde — declaró Vader interrumpiéndola con tono acusador—. Además, es una traidora. — Dirigió la mirada a un oficial próximo —: Llévesela.

Ella logró alcanzarle con un escupitajo, que lanzó sobre el blindaje bélico todavía caliente. Vader se despojó en silencio de la materia ofensiva y la observó interesado mientras la joven atravesaba la entrada hacia el crucero.

Un soldado alto y delgado que llevaba la insignia de comandante imperial llamó la atención de Vader al detenerse junto a él.

—Retenerla es peligroso — se atrevió a decir, y la siguió con la mirada mientras la escoltaban en dirección al crucero —. Si esto se llega a saber, se producirá un gran revuelo en el Senado. Despertará simpatía hacia los rebeldes. — El comandante dirigió la mirada hacia el indescifrable rostro metálico y agregó —:

Debería ser destruida inmediatamente.

—No. Mi primer deber consiste en localizar la fortaleza oculta que poseen — replicó Vader sin alterarse—. Hemos eliminado todos los espías rebeldes .. o se han suicidado. En consecuencia, ahora mi única clave para descubrir su situación es ella. Pienso utilizarla a fondo. Si es necesario, la violentaré... pero conoceré el emplazamiento de la base rebelde.

El comandante apretó los labios y meneó levemente la cabeza, quizá con algo de compasión, mientras observaba a la mujer.

—Preferirá morir antes que suministrarle información.

La indiferencia de la respuesta de Vader fue gélida:

—Deje eso en mis manos. — Meditó un instante y prosiguió —: Envíe una señal de peligro de banda ancha. Comunique que la nave de la senadora chocó con un grupo inesperado de meteoritos que no logró esquivar. Las indicaciones de los instrumentos señalan que las capas protectoras móviles quedaron anuladas y que la nave se descompuso hasta el punto de perder el noventa y cinco por ciento de su atmósfera. Informe a su padre y al Senado que todos los que se encontraban a bordo han muerto.

Un grupo de soldados aparentemente cansados se acercó al comandante y al Oscuro Señor. Vader los observó expectante.

—Las cintas con los datos no están a bordo de la nave. No existe información valiosa en los bancos de almacenamiento ni pruebas de que éstos hayan sido borrados —recitó mecánicamente el oficial encargado—. Tampoco hubo transmisiones dirigidas de la nave hacia el exterior a partir del momento en que entramos en contacto. Una cápsula de bote salvavidas defectuosa salió disparada durante la lucha, pero en su momento se confirmó que a bordo no había formas de vida.

Vader pareció meditar.

Pudo haber sido una cápsula defectuosa — reflexionó —, que también contuviera las cintas. Las cintas no son formas vitales. Probablemente, cualquier nativo que las encuentre ignorará su importancia y es probable que las limpie para volver a utilizarlas.

Pero... Envíe un destacamento para que las recupere o para que se cerciore de que no están en la cápsula

— ordenó por último al solícito oficial —. Sea lo más sutil que pueda; no es necesario llamar la atención, ni siquiera en este lamentable mundo de avanzada.

—Vaporice ese caza... no dejaremos nada. En cuanto a la cápsula, no puedo correr el riesgo de creer que tan sólo se trata de un desperfecto. Los datos que tal vez contenga podrían resultar demasiado perjudiciales. Ocúpese personalmente de esto, comandante. Si las cintas con los datos existen, se han de recuperar o destruir a cualquier precio. — Después concluyó satisfecho —: Cumplido esto y con la senadora en nuestro poder, seremos testigos del final de esta absurda rebelión.

—Como usted ordene. Lord Vader —contestó el comandante.

Ambos hombres atravesaron la entrada que conducía al crucero.

—¡Qué lugar tan abandonado!

Threepio giró cautelosamente para mirar la cápsula semienterrada en la arena. Sus giros internos todavía funcionaban irregularmente a causa del tormentoso aterrizaje. ¡Aterrizaje! La simple pronunciación de la palabra halagaba indebidamente a su aburrido compañero.

Además, suponía que tenía que estar agradecido porque habían llegado sanos y salvos. Aunque no estaba seguro de que se encontraran mejor allí que si se hubiesen quedado en el crucero capturado, reflexionó mientras estudiaba el árido paisaje. Por un lado, altas mesetas de piedra arenisca dominaban el horizonte. Los restantes puntos cardinales sólo mostraban contiguas e interminables series de dunas, semejantes a largos dientes amarillos que se extendían kilómetro tras kilómetro a lo lejos. El océano de arena se fundía con el resplandor del cielo hasta tal punto que resultaba imposible distinguir dónde terminaba uno y dónde comenzaba el otro.

Una ligera nube de minúsculas partículas de polvo se levantó a medida que los dos robots se alejaban de la cápsula. El vehículo, después de cumplir totalmente su misión, ya era inservible. Ninguno de los dos robots había sido diseñado para la locomoción a pie en este tipo de terreno, de modo que tuvieron que luchar para abrirse paso a través de la superficie irregular.

—Parece que hemos sido hechos para sufrir — gimió Threepio compadeciéndose—. ¡Qué vida tan podrida! —Algo chirrió en su pierna derecha y reculó —. Necesito descansar antes de caer hecho pedazos.

Mis interiores todavía no se han recuperado de ese precipitado encontronazo que llamaste aterrizaje.

Se detuvo, pero Artoo Detoo no le imitó. El pequeño autómata había virado bruscamente y ahora anadeaba lenta pero uniformemente en dirección al saliente de la meseta más cercana.

—¡Eh! —gritó Threepio. Artoo ignoró la llamada y siguió avanzando —. ¿Adonde vas?

Artoo se detuvo y emitió un torrente de explicaciones electrónicas mientras Threepio, agotado, avanzaba hacia él.

—Bueno, pero no iré por ahí — declaró Threepio en cuanto Artoo concluyó la explicación —. Es demasiado rocoso. — Señaló en la dirección por la cual habían caminado, en un ángulo que se alejaba de los riscos —. Por aquí es mucho más fácil. — Una mano de metal señaló despectivamente las altas mesetas—.

De todos modos, ¿qué te hace pensar que por allí hay colonias?

De las profundidades de Artoo surgió un largo chillido.

—No me vengas con tecnicismos — le advirtió

Threepio—. Estoy harto de tus decisiones.

Artoo lanzó de nuevo su bip.

—Está bien, ve por donde quieras — declaró

Threepio con grandilocuencia—. En un día la arena te arrastrará, miope pila de chatarra. — Dio un desdeñoso empujón a la unidad Artoo y el robot más pequeño cayó en una duna ligera. Mientras éste luchaba para ponerse de pie, Threepio inició la marcha hacia el horizonte confuso y resplandeciente y echó una mirad por encima del hombro —. Que no descubra que me sigues pidiendo ayuda — advirtió —, porque no la obtendrás.

La unidad Artoo se enderezó. Se detuvo un instante para limpiar su único ojo electrónico con un brazo auxiliar. Luego emitió un chillido electrónico que era casi una expresión humana de furia. Tarareó suavemente para sus adentros, giró y avanzó penosamente hacia las sierras de piedra arenisca como si no hubiese ocurrido nada.

Varias horas más tarde, un esforzado Threepio, con el termostato interno sobrecargado peligrosamente cerca de la interrupción por recalentamiento, alcanzó la cima de lo que esperaba que fuera la última duna. Cerca de allí, pilares y contrafuertes de calcio blanqueado — los huesos de alguna enorme bestia — formaban un mojón poco prometedor. Al llegar a la cima, Threepio miró angustiado hacia adelante. En lugar del esperado verdor de la civilización humana, sólo vio más dunas, idénticas en su forma a aquella en que ahora se encontraba. La más distante se elevaba aún más que la que acababa de coronar.

Threepio giró y miró hacia la altiplanicie rocosa ahora lejana, que comenzaba a tornarse indistinta a causa de la distancia y la distorsión producida por el calor.

—Imbécil defectuoso —murmuró, incapaz ahora de reconocer, incluso para sus adentros, que quizá la unidad Artoo podía tener razón —. Todo esto es culpa tuya. Me engañaste para que viniera por aquí, pero no lograrás nada mejor.

Tampoco él lo lograría si no continuaba. Por eso avanzó un paso y oyó que algo rechinaba sordamente en el interior de la articulación de una pierna. Se sentó en medio de un hedor eléctrico y comenzó a extraer arena de sus coyunturas atascadas.

Podía seguir el mismo camino, se dijo. O podía reconocer un error de juicio y tratar de alcanzar a

Artoo Detoo. Ninguna de las dos perspectivas le atraía demasiado.

Pero existía una tercera posibilidad. Podía sentarse allí y brillar bajo la luz del sol hasta que sus articulaciones se trabaran, sus interiores se recalentaran y los rayos ultravioletas quemaran sus fotorreceptores. Se convertiría en otro monumento al poder destructor de lo binario, igual que el organismo colosal cuyo cadáver corroído acababa de encontrar.

Sus receptores ya habían comenzado a fallar, reflexionó. Le pareció ver algo que se movía a lo lejos.

Probablemente, una distorsión producida por el calor. No... no... evidentemente se trataba de una luz sobre el metal y se acercaba a él. Sus esperanzas renacieron. Ignoró las advertencias de su pierna dañada, se levantó y comenzó a hacer señales frenéticamente.

Entonces vio que se trataba de un vehículo, aunque de tipo desconocido para él. Pero no cabían dudas de que era un vehículo, y esto significaba inteligencia y tecnología.

En medio de su agitación, olvidó contar con la posibilidad de que tal vez no fuera de origen humano.

—Así que interrumpí el paso de energía, cerré los quemadores traseros y caí despacio detrás de Deak

— concluyó Luke mientras agitaba frenéticamente los brazos.

Él y Biggs conversaban en la parte exterior de la estación de energía, a la sombra. Del interior llegaban sonidos de manipulación del metal, ya que finalmente

Fixer se había reunido con su ayudante robot para realizar las reparaciones.

—Estuve tan cerca de él —prosiguió Luke, agitado—, que creí que iría a freír mis instrumentos. Tal como ocurrieron las cosas, arruiné bastante el saltador celestial. — El recuerdo le llevó a fruncir el ceño. —

Tío Owen estaba bastante enojado. Me dejó en tierra durante el resto de la temporada. — La depresión de

Luke fue fugaz. El recuerdo de su hazaña invalidó la inmoralidad que representaba —. ¡ Biggs, tendrías que haber estado allí!

—Deberías tomártelo con más calma — le aconsejó su amigo—. Escucha, Luke, tal vez seas el piloto de monte más arriesgado a este lado de Mos Eisley, pero esos pequeños saltadores celestes pueden ser peligrosos. Se mueven espantosamente rápidos, si tenemos en cuenta que son una nave troposférica... más rápidamente de lo necesario. Sigue haciendo de jockey del motor con alguno de ellos y algún día... ¡paf! —Golpeó violentamente el puño contra la palma de la otra mano —. Sólo serás un punto oscuro en el lado húmedo de la pared del cañón.

—Mira quién habla — replicó Luke —. Sólo por haber estado en una nave espacial automática empiezas a expresarte como mi tío. Te has ablandado en la ciudad. —Golpeó vehementemente a Biggs, que bloqueó el movimiento con facilidad y realizó un débil gesto de contraataque.

La indolente presunción de Biggs se convirtió en algo más vehemente:

—Te eché de menos, muchacho.

Luke apartó la mirada, incómodo.

—Nada ha sido exactamente igual desde que te marchaste, Biggs. Ha estado todo tan... —Luke buscó la palabra adecuada y, por último, concluyó desesperanzado —: ... tan tranquilo. — Su mirada recorrió las calles arenosas y desiertas de Anchorhead—. En realidad, siempre está tranquilo.

Biggs guardó silencio y se mostró pensativo. Miró a su alrededor. Estaban solos, afuera. Todos los demás se encontraban disfrutando del frescor relativo de la estación de energía. Luke percibió una insólita solemnidad en el tono de su amigo.

—Luke, no he regresado para despedirme ni para jactarme porque aprobé en la Academia. — Pareció vacilar, inseguro. Luego se descolgó rápidamente, sin darse la posibilidad de retroceder—. Pero quiero que alguien lo sepa. No puedo contárselo a mis padres.

Boquiabierto ante Biggs, Luke sólo pudo barbotar:

—¿Que sepa qué? ¿De qué hablas?

—Hablo de lo que se dice en la Academia... y en otros sitios, Luke. Una conversación seria. Tengo algunos amigos nuevos, amigos ajenos al sistema. Estamos de acuerdo acerca del modo en que ciertas cosas se desenvuelven y... — adoptó un tono de voz conspirador—. Cuando lleguemos a uno de los sistemas periféricos, saltaremos de la nave y nos uniremos a la alianza.

Luke miró azorado a su amigo e intentó imaginar a Biggs —al Biggs amante de la alegría, despreocupado y que vivía el presente — como un patriota exaltado por el fervor rebelde.

—¿Vas a unirte a la rebelión? —comenzó a preguntar—. Estás bromeando. ¿Cómo vas a hacerlo?

—Baja la voz, ¿quieres? —advirtió el fornido hombre mientras miraba furtivamente hacia la estación de energía—. Tu boca parece un cráter.

—Lo siento — susurró Luke apresuradamente —.

Hablo en voz baja... escucha cuan bajo hablo. Apenas puedes oírme...

Biggs le interrumpió y prosiguió:

—Un amigo mío de la Academia tiene un amigo en

Bestine que tal vez pueda permitirnos entrar en contacto con una unidad rebelde armada.

—Un amigo de un... Estás loco —declaró Luke con convicción, seguro de que su amigo había enloquecido —. Podrías vagabundear eternamente tratando de encontrar una avanzada rebelde de verdad. La mayoría de ellas son mitos. Ese amigo de tu amigo podría ser un agente imperial. Acabarías en Kessel o te ocurriría algo peor. Si las avanzadas rebeldes fueran tan fáciles de encontrar, el Imperio las abría aniquilado hace años.

—Sé que es muy difícil — reconoció Biggs de mala gana—. Si no consigo establecer contacto... —una luz peculiar iluminó los ojos de Biggs, un conglomerado de madurez reciente y... algo más—, entonces haré lo que pueda por mi cuenta. — Miró intensamente a su amigo —. Luke, no esperaré a que el Imperio me llame a su servicio militar. A pesar de lo que lias oído por los canales oficiales de información, la rebelión crece, se extiende. Y quiero estar del lado que corresponde... del lado en que creo. —Su voz se alteró de manera desagradable y Luke se preguntó qué veía en su ojo mental—. Luke, tendrías que haber oído alguna de las historias que yo oí, tendrías que haberte enterado de algunos ultrajes de los que yo me enteré.

Tal vez en otro tiempo el Imperio fue grandioso y hermoso, pero las personas que ahora gobiernan... —Meneó enérgicamente la cabeza—. Está corrompido,

Luke, corrompido.

—Y yo no puedo hacer nada de nada — murmuró

Luke hoscamente—. Estoy atascado aquí. —Pateó inútilmente la arena omnipresente de Anchorhead.

—Creí que pronto ingresarías en la Academia

— agregó Biggs —. Si es así, tendrás la oportunidad de salir de esta pila de arena.

Luke bufó despectivamente.

—No es probable. Tuve que retirar mi solicitud.

— Bajó los ojos, incapaz de sostener la incrédula mirada de su amigo—. Tuve que hacerlo. Biggs, desde que te marchaste hay mucho desasosiego entre los habitantes de la arena. Incluso han atacado las afueras de Anchorhead.

Biggs negó con la cabeza y no tuvo en cuenta la justificación.

—Tu tío podría resistir toda una colonia de invasores con una barrena.

—Desde la casa, claro que sí — reconoció Luke —, pero, finalmente, mi tío Owen ha instalado y puesto en marcha los evaporadores necesarios para que la granja pague con creces. Pero él solo no puede proteger toda esa tierra y dice que me necesita durante una temporada más. Ahora no puedo abandonarle.

Biggs suspiró con pesar.

—Lo siento por ti, Luke. Algún día tendrás que aprender a distinguir entre lo que parece importante y lo que realmente lo es. — Señaló a su alrededor —,

¿De qué servirá todo el trabajo de tu tío si el Imperio se apodera de él? Oí decir que han comenzado a impenalizar el comercio en todos los sistemas lejanos.

No pasará mucho tiempo hasta que tu tío y todos los demás de Tatooine sean arrendatarios que se matan trabajando para mayor gloria del Imperio.

—Eso no puede ocurrir aquí —opinó Luke con una confianza que no sentía —. Tú mismo lo has dicho : el Imperio no se preocupará por esta roca.

—Las cosas cambian, Luke. Sólo la amenaza de la rebelión impide que muchos de los que están en el poder lleven a cabo algunas cosas indecibles. Si la amenaza desaparece por completo... bien, existen dos cosas que los hombres nunca han podido satisfacer: su curiosidad y su codicia. Los burócratas imperiales encumbrados no son un modelo de curiosidad

Ambos permanecieron en silencio. Un remolino de arena atravesó la calle con silenciosa majestuosidad y chocó contra una pared para enviar céfiros recién nacidos en todas direcciones.

—Me gustaría ir contigo —murmuró finalmente

Luke. Levantó la vista—. ¿Te quedarás mucho tiempo aquí?

—No. En realidad, me marcho por la mañana para encontrarme con el Ecliptic.

Supongo entonces... que no volveré a verte.

—Tal vez algún día —declaró Biggs. Su rostro se iluminó y esbozó su encantadora sonrisa—. Experto, estaré atento a ver si te veo. Mientras tanto, trata de no chocar contra las paredes de ningún cañón.

—Entraré en la Academia la próxima temporada

—insistió Luke, más para alentarse a sí mismo que para Biggs—. Y después, ¿quién sabe dónde acabaré?

— Parecía decidido —. No me alistarán en la flota espacial, puedes estar seguro. Cuídate. Tú... siempre serás el mejor amigo que he tenido. — No había necesidad de que se estrecharan las manos. Hacía mucho tiempo que ambos estaban más allá de eso.

—Entonces, Luke, hasta pronto — replicó Biggs con sencillez. Giró y volvió a entrar en la estación de energía.

Luke le vio desaparecer por la puerta, con sus pensamientos tan caóticos y frenéticos como una de las repentinas tormentas de polvo de Tatooine.

Existían diversos caracteres extraordinarios que singularizaban la superficie de Tatooine. Entre ellos sobresalían las misteriosas nieblas que regularmente surgían del terreno en los puntos en donde las arenas del desierto chocaban contra los riscos y las llanuras inflexibles.

Aunque la bruma en un desierto humeante parecía tan fuera de lugar como un cactus en un glaciar, no por ello dejaba de existir. Los meteorólogos y los geólogos discutían su origen y sugerían teorías difíciles de creer acerca del agua suspendida en las vetas de piedra arenisca debajo de la arena y reacciones químicas incomprensibles que hacían que el agua ascendiera cuando el terreno se enfriaba y volviera a caer subterráneamente con el doble amanecer. Todo era muy atrasado y muy real.

Ni la niebla ni los extraños gemidos de los habitantes nocturnos del desierto perturbaban a Artoo Detoo mientras ascendía con cuidado por el arroyo rocoso, en busca del camino más fácil hasta lo alto de la llanura. Sus tacos cuadrados y anchos producían soni dos chasqueantes bajo la luz de la tarde, a medida que la arena dejaba paso gradualmente a la grava.

Se detuvo durante un instante. Creyó detectar un ruido como de metal sobre roca, en lugar de un sonido de roca sobre roca, hacia adelante. Pero el sonido no se repitió y Artoo reanudó prontamente su ascenso de ánade.

Arroyo arriba, demasiado alto para verlo desde abajo, un guijarro se soltó del muro de piedra. La minúscula figura que había aflojado accidentalmente el guijarro desapareció como un ratón entre las sombras. Dos puntos brillantes de luz aparecieron bajo los pliegues superpuestos de un capotillo marrón a un metro de la muralla del cañón que se estrechaba.

Sólo la reacción del confiado robot indicó la presencia del rayo siseante en el mismo instante en que lo alcanzó. Durante un momento, Artoo Detoo lanzó extrañas fluorescencias bajo la luz decreciente. Se produjo un único y breve chillido electrónico. A continuación, el soporte en forma de trípode perdió el equilibrio y el pequeño autómata cayó de espaldas, con las luces delanteras parpadeando erráticamente a causa de los efectos del rayo paralizador.

Tres parodias de hombre salieron corriendo de detrás de unos cantos rodados que los ocultaban. Sus movimientos eran más de roedor que de humano y su altura superaba ligeramente a la de la unidad Artoo.

Cuando vieron que el estallido de energía enervante había inmovilizado al robot, guardaron sus extrañas armas. No obstante, se acercaron cautelosamente a la paralizada máquina, con la agitación de los cobardes natos.

Sus capas estaban densamente cubiertas de polvo y arena. Las enfermizas pupilas rojo amarillentas brillaban como las de un gato desde el fondo de sus capuchas, mientras estudiaban al cautivo. Los jawas conversaban con suaves graznidos guturales y enmarañadas analogías de la palabra humana. Si alguna vez habían sido humanos, como proponía la hipótesis de los antropólogos, hacía mucho tiempo que habían degenerado más allá de todo lo que se pareciera a la raza humana.

Aparecieron varios jawas más. Juntos lograron levantar y arrastrar alternativamente al robot hasta el arroyo.

En el fondo del cañón —como una monstruosa bestia prehistórica— se encontraba un vehículo arenero reptante tan enorme como minúsculos eran sus propietarios y operarios. De varias docenas de metros de altura, el vehículo se encontraba por encima del suelo sobre múltiples cadenas que eran más elevadas que un hombre de elevada estatura. Su epidermis de metal estaba estropeada y corroída tras haber soportado incalculables tormentas de arena.

Al llegar al vehículo, los jawas siguieron farfullando. Artoo Detoo los oía, pero no logró comprender nada. Este fracaso no tenía por qué incomodarle. Si lo deseaban, sólo los jawas podían comprender a otros jawas, ya que utilizaban un lenguaje volublemente variable que enloquecía a los lingüistas.

Uno de ellos extrajo un disco pequeño de una bolsa de su cinturón y lo adhirió al flanco de la unidad

Artoo. De un costado del gigantesco vehículo sobresalía un gran tubo. Hicieron rodar al robot hasta allí y se apartaron. Se produjo un ligero gemido, el pufff de un poderoso vacío, y el pequeño robot fue a parar a las entrañas del reptante arenero tan limpiamente como un guijarro sube por una cerbatana. Cumplida esa parte de la tarea, los jawas volvieron a farfullar y después subieron al reptante mediante tubos y escaleras, como un grupo de ratones que regresa a su guarida.

El tubo de succión depositó con cierta torpeza a

Artoo en un pequeño lugar cúbico. Además de diversas pilas e instrumentos descompuestos de chatarra pura, alrededor de una docena de robots de formas y tamaños diversos poblaba la cárcel. Algunos desarrollaban una conversación electrónica. Otros daban vueltas al azar. Cuando Artoo se dejó caer en la cámara, una voz estalló sorprendida:

—¡Artoo Detoo... eres tú, eres tú! —gritó agitadamente Threepio desde la oscuridad cercana. Se abrió paso hasta la unidad de reparaciones todavía inmovilizada y casi la abrazó humanamente. Al distinguir el pequeño disco adherido a un costado de Artoo, Threepio bajó pensativamente la mirada por su pecho, donde habían colocado un artilugio semejante.

Unas imponentes palancas, insuficientemente lubricadas, comenzaron a moverse. El monstruoso reptante arenero giró con un crujido y avanzó rechinando con implacable paciencia por la noche desértica.


III

La bruñida mesa de conferencias era tan desalmada e inflexible como el humor de los ocho senadores y oficiales imperiales reunidos en tomo a ella. Los soldados imperiales montaban guardia en la entrada de la cámara, que estaba escasamente amueblada y fríamente iluminada por luces situadas en la mesa y en las paredes. Uno de los más jóvenes de los ocho peroraba. Mostraba la actitud de aquel que ha trepado alto y rápido mediante métodos que no conviene analizar a fondo. El general Tagge poseía cierto genio retorcido pero esa habilidad sólo le había encumbrado parcialmente a su alto puesto actual. Otras despreciables habilidades habían demostrado ser igualmente eficaces.

Aunque su uniforme estaba tan perfectamente amoldado y su cuerpo tan limpio como el de cualquiera otra de las personas que se encontraba en la sala, ninguno de los siete restantes se atrevía a tocarle. Cierta viscosidad se aferraba empalagosamente a él, una sensación presentida más que táctil. A pesar de ello, muchos le respetaban. O le temían.

—Digo que esta vez ha ido demasiado lejos —insistía con vehemencia el general —. Este señor de Sith que está con nosotros a ruegos del Emperador, será nuestra perdición. Hasta que la estación de combate no sea plenamente operativa, seguiremos siendo vulnerables. Parece que algunos de vosotros todavía no comprendéis lo bien equipada y organizada que está la alianza rebelde. Sus naves son excelentes y sus pilotos, mejores. Y están impulsados por algo más potente que los motores: el fanatismo perverso y reaccionario. Son más peligrosos de lo que la mayoría de vosotros cree.

Un oficial de más edad, con la cara cubierta de cicatrices tan profundas que ni siquiera la mejor cirugía plástica podía reparar en su totalidad, se agitó nerviosamente en la silla.

—Peligrosos para su flota espacial, genera] Tagge, pero no para esta estación de combate. — Los ojos secos se posaron de hombre en hombre y recorrieron la mesa—. Pienso que Lord Vader sabe lo que hace.

La rebelión continuará, siempre y cuando esos cobardes tengan un santuario, un sitio donde sus pilotos puedan descansar y reparar sus máquinas.

Tagge puso reparos.

—Lamento discrepar, Romodi. Creo que la construcción de esta estación está más relacionada con el anhelo de poder personal y de reconocimiento del gobernador Tarkin que con cualquier estrategia militar justificable. Los rebeldes seguirán aumentando el apoyo en el Senado mientras...

El ruido de la única puerta que se abría y los guardias que adoptaban la posición de firmes le interrumpieron. Giró la cabeza, como todos los demás.

Dos individuos tan distintos de aspecto como unidos en sus objetivos, habían entrado en el aposento.

El más cercano a Tagge era un hombre delgado, con cara de cuchillo, que había tomado prestadas la cabellera y la forma de una vieja escoba, y la expresión de una piraña inactiva. El Gran Moff Tarkin, gobernador de numerosos territorios imperiales remotos, resultaba pequeño junto al cuerpo amplio y blindado de

Lord Darth Vader.

Tagge, dominado aunque en absoluto intimidado, se sentó lentamente mientras Tarkin ocupaba su sitio en el extremo de la mesa de conferencias. Vader se detuvo frente a él, como una presencia dominante situada detrás de la silla del gobernador. Durante un instante, Tarkin miró fijamente a Tagge y después apartó la mirada como si no hubiese reparado en nada. Tagge echó pestes pero se mantuvo callado.

Mientras la mirada de Tarkin recorría la mesa, una sonrisa satisfecha, delgada como una navaja, permaneció congelada en su semblante.

—Caballeros, el Senado imperial ya no será una preocupación para nosotros. Acabo de recibir la noticia de que el Emperador ha disuelto de manera permanente ese equívoco organismo.

Un murmullo de sorpresa recorrió la asamblea.

—Finalmente se han suprimido los restos de la Antigua República —prosiguió Tarkin.

—Eso es imposible —intervino Tagge—. ¿Cómo controlará el Emperador la burocracia imperial?

—Tiene que comprender que la representación senatorial no ha sido formalmente abolida — explicó

Tarkin—. Simplemente ha sido reemplazada —sonrió más abiertamente— mientras dure el estado de emergencia. Ahora los gobernadores regionales tendrán el control directo y vía libre para administrar sus territorios. Esto significa que, al fin, la presencia imperial podrá llevarse adecuadamente a los mundos irresolutos del Imperio. A partir de ahora, el temor mantendrá a raya a los gobiernos locales potencialmente traidores. El temor a la flota imperial... y el temor a esta estación bélica.

—¿Y la rebelión existente? —inquirió Tagge.

—Si de algún modo los rebeldes lograran hacerse con el esquema técnico completo de esta estación de combate, existe la posibilidad remota de que pudieran localizar un punto débil que podrían explotar secundariamente. — La sonrisa de Tarkin se convirtió en una mueca afectada—. Por supuesto, todos sabemos cuan guardados y cuidadosamente protegidos están esos datos vitales. Es imposible que caigan en manos rebeldes.

—Los datos técnicos a los que se refiere indirectamente —atronó enfurecido Darth Vader—, pronto volverán a nuestras manos. Si...

Tarkin interrumpió al Oscuro Señor, algo que ningún otro de los reunidos en tomo a la mesa se habría atrevido a hacer.

—No tiene importancia. Cualquier ataque que los rebeldes dirigieran contra esta estación sería un gesto suicida, suicida e inútil... al margen de cualquier información que lograran obtener. Después de muchos años de construirla secretamente — declaró con notorio placer—, esta estación se ha convertido en la fuerza decisiva de esta parte del universo. Los acontecimientos de esta región de la galaxia ya no estarán determinados por el destino, por decretos o por algún organismo. ¡ Esta estación los decidirá!

Una enorme mano cubierta de metal hizo un ligero gesto y uno de los vasos llenos que se encontraba sobre la mesa se inclinó a modo de respuesta. El Oscuro

Señor prosiguió con tono ligeramente regañón:

—Tarkin, no se sienta tan orgulloso del terror tecnológico que ha engendrado. La capacidad de destruir una ciudad, un mundo o todo un sistema, sigue siendo insignificante cuando se la compara con la fuerza.

—«La fuerza» —se burló Tagge—. Lord Vader, no intente asustarnos con sus actitudes de hechicero. Su triste devoción a esa mitología antigua no le ayudó a lograr que aparecieran las cintas robadas ni lo dotó de la necesaria clarividencia para localizar la fortaleza oculta de los rebeldes. Bien, es suficiente para reír de acuerdo con...

Los ojos de Tagge sobresalieron bruscamente y se llevó las manos al cuello cuando comenzó a adquirir un desconcertante matiz azul.

—Esta falta de fe me resulta perturbadora — afirmó Vader moderadamente.

—Es suficiente —declaró Tarkin, acongojado—.

Vader, suéltelo. Estos altercados entre nosotros no tienen sentido.

Vader se encogió de hombros como si eso careciera de importancia. Tagge se dejó caer en el asiento, se frotó el cuello y su cauta mirada no abandonó un solo instante al oscuro gigante.

—Lord Vader nos comunicará el emplazamiento de la fortaleza rebelde en el momento en que esta estación se declare operativa —afirmó Tarkin—. En cuanto lo sepamos, iremos allí, la destruiremos totalmente, y aplastaremos esa patética rebelión de un solo golpe.

—Como el Emperador lo desee... así será —agregó Vader con sarcasmo.

Si alguno de los poderosos hombres sentados en torno a la mesa consideró objetable su tono irrespetuoso, le bastó con una mirada a Tagge para convencerse de que no había que mencionarlo.

La oscura prisión apestaba a aceite rancio y lubricantes viejos, un auténtico osario metálico. Threepio soportó la desconcertante atmósfera lo mejor que pudo. Fue una batalla constante para evitar que cada rebote inesperado le arrojara contra las paredes o encima de otra máquina.

Con el fin de conservar la energía —y también para evitar el torrente constante de quejas de sus compañeros más altos—, Artoo Detoo había interrumpido todas sus funciones externas. Yacía inerte en medio de una pila de partes secundarias, por el momento sublimemente despreocupado por su destino.

—¿Nunca acabará esto? —se quejó Threepio cuando otra sacudida violenta empujó bruscamente a los habitantes de la prisión. Ya había formulado y descartado medio centenar de finales espantosos. Sólo estaba seguro de que el arreglo posterior sería peor que todo lo que podía imaginar.

Entonces, sin aviso previo, tuvo lugar algo más perturbador que la sacudida más violenta. El gemido del reptante arenero se apagó y el vehículo se detuvo, casi como si respondiera a la pregunta de Threepio. De los artilugios mecánicos que todavía conservaban una apariencia de sensibilidad surgió un nervioso zumbido mientras especulaban sobre su actual situación y su probable destino.

Threepio ya no ignoraba quiénes eran sus captores ni sus posibles motivos. Los cautivos locales habían explicado la naturaleza de los nómadas mecánicos casi humanos, los jawas. Viajaban en sus enormes hogares-fortalezas móviles y recorrían las regiones más inhóspitas de Tatooine en busca de minerales valiosos... y máquinas utilizables. Nunca los habían visto sin sus capas y sus máscaras protectoras contra la arena, de modo que nadie conocía exactamente su aspecto. Pero tenían fama de ser extraordinariamente feos. Threepio no necesitaba que le convencieran.

Se inclinó sobre su compañero todavía inmóvil y comenzó a sacudir uniformemente el torso en forma de barril. Los sensores epidérmicos de la unidad Artoo se activaron y las luces de la delantera del pequeño robot iniciaron un despertar sucesivo.

—Despierta, despierta —le apremió Threepio—.

Nos hemos detenido en algún sitio. — Al igual que varios robots más imaginativos, sus ojos recorrían cautelosamente las paredes de metal, pues temía que en cualquier momento un panel oculto se abriera y entrara un gigantesco brazo mecánico que le buscaría a manotazos —. Sin duda alguna, estamos condenados

— recitó con pesar mientras Artoo se enderezaba y recuperaba la actividad total—. ¿Crees que nos fundirán? —Permaneció, en silencio durante varios minutos y después agregó —: Esta espera es lo que me altera.

La pared más distante de la cámara se abrió bruscamente y el cegador resplandor blanco de la mañana de Tatooine les aturdió. Los sensibles fotorreceptores de Threepio se esforzaron para adaptarse a tiempo y evitar un daño grave.

Varios jawas de aspecto repulsivo treparon ágilmente a la cámara, vestidos con las mismas fajas e inmundicias que Threepio había visto anteriormente.

Mediante el empleo de armas de mano de diseño desconocido aguijonearon las máquinas. Algunas, notó

Threepio tragando saliva mentalmente, no se movieron.

Los jawas no se preocuparon de las máquinas inmóviles y trasladaron afuera a aquellas que todavía podían moverse, incluidas Artoo y Threepio. Ambos robots descubrieron que formaban parte de una desigual fila mecánica.

Threepio protegió sus ojos del resplandor y vio que había cinco robots colocados a lo largo del enorme vehículo arenero. La idea de escapar no pasó por su mente. Ese concepto era totalmente extraño para un ser mecánico. Cuanto más inteligente era un robot, más detestable e impensable le parecía este concepto.

Además, si hubiera intentado escapar, los sensores incorporados habrían detectado el imperfecto funcionamiento lógico y crítico, y fundido todos los circuitos de su cerebro.

Estudió las pequeñas cúpulas de los evaporadores que demostraban la presencia de un más amplio caserío humano subterráneo. Aunque desconocía ese tipo de construcción, todos los indicios daban a entender la existencia de una vivienda modesta pero aislada. La idea de ser desguazado o de matarse trabajando en alguna mina, a alta temperatura, desapareció lentamente. Su estado de ánimo se elevó.

—Después de todo, tal vez esto no sea tan malo

— murmuró esperanzado —. Si logramos convencer a estos bichos bípedos de que nos dejen aquí, tal vez podamos volver a realizar un servicio humano sensible en lugar de que nos conviertan en escoria-

La única respuesta de Artoo fue un gorjeo evasivo.

Ambas máquinas guardaron silencio mientras los jawas comenzaban a correr a su alrededor, se esforzaban por enderezar a una pobre máquina con el espinazo terriblemente torcido, o por disimular una mella o raspadura con líquido y polvo.

Mientras dos de ellos le rodeaban y se ocupaban de su piel cubierta de arena, Threepio se esforzó por ahogar una expresión de repugnancia. Una de sus múltiples funciones análogas a las humanas era la capacidad de reaccionar naturalmente ante los olores desagradables. Evidentemente, los jawas no conocían la higiene. Pero Threepio estaba seguro de que de nada serviría que se lo dijera.

Nubes de insectos rozaban los rostros de los jawas, sin que éstos les hicieran caso. Resultaba evidente que las minúsculas plagas individualizadas estaban consideradas como un tipo de apéndice distinto, una especie de brazo o pierna extra.

Threepio observaba tan concentrado que no reparó en las dos figuras que avanzaban hacia ellos desde la cúpula más grande. Artoo tuvo que darle un ligero codazo para que mirara.

El primer hombre tenía un torvo aspecto de agotamiento y parecía semiperplejo, con el rostro empapado de arena por demasiados años de discusión con un ambiente hostil. Su pelo canoso se retorcía en en marañados rizos como hélices de yeso. El polvo endurecía su rostro, sus ropas, sus manos y sus pensamientos. Pero el cuerpo, si no el espíritu, seguía siendo poderoso.

Relativamente empequeñecido por el cuerpo de luchador de su tío, Luke avanzó detrás de él con los hombros caídos y su aspecto en ese momento era de abatimiento más que de cansancio. Pensaba en muchas cosas que poco tenían que ver con la agricultura.

La mayoría de ellas se referían al resto de su vida y al compromiso contraído por su mejor amigo, que recientemente se había marchado más allá del cielo azul para ingresar en una carrera más dura pero más valiosa.

El hombre más corpulento se detuvo delante del grupo e inició un extraño y vociferante diálogo con el jawa encargado. Cuando querían, los jawas se hacían entender.

Luke permaneció cerca y escuchó con indiferencia.

Siguió a su tío cuando éste comenzó a revisar las cinco máquinas y sólo se detuvo para murmurar una o dos palabras a su sobrino. Le resultaba difícil prestar atención, aunque sabía que debía aprender.

—¡Luke... oh, Luke! —gritó una voz.

Luke se desentendió de la conversación — que consistía en que el jawa principal ensalzaba las incomparables virtudes de las cinco máquinas y en que su tío replicaba con mofas —, avanzó hasta el borde próximo del patio subterráneo y atisbo hacia abajo.

Una mujer fornida, con expresión de gorrión perdido, arreglaba las plantas decorativas. Le miró:

—Por favor, dile a Owen que si compra un traductor se cerciore de que habla bocee. ¿Quieres, Luke?

Luke giró, observó por encima del hombro y estudió la abigarrada colección de agotadas máquinas.

—Parece que no tendremos muchas posibilidades

—le respondió—, pero de cualquier manera se lo recordaré.

Ella hizo una señal de asentimiento y Luke se reunió con su tío.

Evidentemente, Owen Lars había tomado una decisión y elegido un pequeño robot semiagrícola, de forma semejante a la de Artoo Detoo, pero cuyas puntas de los múltiples brazos subsidiarios podían cumplir diversas funciones. Al recibir una orden se apartó de la fila y se tambaleó detrás de Owen y del jawa transitoriamente tranquilo.

Al llegar al final de la fila, el granjero entrecerró los ojos mientras se concentraba en el acabado de bronce cubierto de arena, pero todavía brillante, del alto y humanoide Threepio.

—Supongo que funcionas — dijo gruñendo al robot—. ¿Sabes modales y protocolo?

—¿Si sé protocolo? — repitió Threepio mientras el granjero lo miraba de arriba abajo. Threepio estaba decidido a crearle dificultades al jawa cuando llegara el momento de ofrecer sus habilidades —. ¡ Si sé protocolo! Es mi función primaria. Además, estoy bien...

—No necesito un androide de protocolo — agregó secamente el granjero.

—Yo no le culpo, señor — agregó Threepio rápidamente—. No podría estar más de acuerdo con usted.

¿Acaso existe un lujo más antieconómico en un clima como éste? Para alguien con sus negocios, señor, un androide de protocolo sería un gasto inútil. No, señor... Versatilidad es mi segundo nombre. See V.

Threepio, V de versatilidad, a su servicio. He sido programado para más de treinta funciones secundarias que sólo exigen...

El granjero le interrumpió y mostró una arrogante indiferencia hacia las funciones secundarias de

Threepio, todavía sin enumerar:

—Necesito un androide que tenga conocimientos sobre el lenguaje binario de los evaporadores de humedad independientemente programables.

—¡ Evaporadores! Los dos estamos de suerte —repuso Threepio—. Mi primera tarea posprimaria consistió en programar elevadores de carga binarios. Muy semejantes en la construcción y en la función de la memoria a sus evaporadores. Casi podríamos decir...

Luke dio un golpecito en el hombro de su tío y le susurró algo al oído. Su tío asintió y volvió a mirar al solícito Threepio.

—¿Hablas bocee?

—Por supuesto, señor — replicó Threepio, confiando para variar en una respuesta veraz —. Para mí, es como un segundo idioma. Hablo el bocee con tanta fluidez como...

—Cállate. — Owen Lars miró al jawa —. También me quedaré con éste.

—Me callaré, señor —respondió Threepio con rapidez, y le costó trabajo ocultar el júbilo que le producía haber sido elegido.

—Luke, llévalos al garaje — le dijo su tío —. Quiero que tengas limpios a los dos para la hora de la cena.

Luke miró con recelo a su tío.

—Pero estaba a punto de marcharme a la estación de Tosche para recoger unos convertidores de energía nuevos y...

—No me mientas, Luke —advirtió su tío severamente—. No me molesta que pierdas el tiempo con tus ociosos amigos, siempre que lo hagas después de terminar tus tareas. Ahora ponte al trabajo... y recuerda, antes de la cena.

Abatido, Luke se dirigió de mal humor a Threepio y al pequeño robot agrícola. Sabía que no convenía discutir con su tío.

—Vosotros dos, seguidme. —Comenzaron a cami nar hacia el garaje mientras Owen se dedicaba a negociar el precio con el jawa.

Otros jawas trasladaban a las tres máquinas restantes al reptante arenero cuando algo exhaló un bip casi patético. Luke se dio vuelta y vio que la unidad

Artoo abandonaba la formación y se dirigía hacia él.

Un jawa que esgrimía un aparato de mando que activaba el disco adherido ala placa delantera de la máquina le detuvo de inmediato.

Luke estudió interesado al androide rebelde. Threepio comenzó a decir algo, evaluó las circunstancias y se calló. Permaneció en silencio y con la vista fija adelante.

Un minuto después, algo tintineó agudamente muy cerca de allí. Luke bajó la mirada y vio que el androide agrícola había perdido la placa de la cabeza. De su interior surgió un ruido rechinante. Un segundo después la máquina desparramaba sus componentes internos sobre el terreno arenoso.

Luke se acercó y miró en el interior del expectorante ser mecánico. Gritó:

—¡Tío Owen! El servomotor central de esta cultivadora está averiado. Mira... — se estiró, intentó ajustar el aparato y retrocedió a toda prisa cuando éste comenzó a chisporrotear desenfrenadamente.

El aislamiento crujiente y los circuitos corroídos cubrieron el despejado aire desértico con un olor acre que recordaba la muerte mecanizada.

Owen Lars dirigió una furibunda mirada al nervioso jawa.

—¿Qué tipo de chatarra intentas endosamos?

El jawa replicó indignada y ruidosamente a la vez que se alejaba, con precaución, dos pasos del fornido humano. El hecho de que el hombre se encontrara entre él y la reconfortante serenidad del reptante arenero lo acongojaba.

Mientras tanto, Artoo Detoo había abandonado el grupo de máquinas que regresaban hacia la fortaleza móvil. Fue una tarea bastante sencilla, pues todos los jawa estaban concentrados en la discusión entre su jefe y el tío de Luke.

Puesto que carecía de la suficiente armadura para gesticular ampulosamente, de repente la unidad Artoo emito un agudo silbido que interrumpió cuando fue evidente que había llamado la atención de Threepio.

El alto androide golpeó suavemente a Luke en el hombro y susurró con tono conspirador.

—Joven señor, si me permite, le diré que esa unidad Artoo es una verdadera ganga. Está en inmejorables condiciones. Creo que estos seres no tienen la menor idea de la excelente forma en que se encuentra.

No deje que la arena y el polvo le engañen.

Para bien o para mal, Luke tenía la costumbre de tomar decisiones instantáneas.

—¡Tio Owen! — gritó.

Su tío le miró rápidamente, interrumpiendo la discusión pero sin dejar de prestar atención al jawa.

Luke señaló a Artoo Detoo.

—Nosotros no queremos problemas. ¿Qué dices de cambiar éste —señaló al androide agrícola quemado— por aquél?

El hombre mayor estudió con mirada profesional a la unidad Artoo y luego contempló a los jawas. Aunque innatamente cobardes, los pequeños recogedores del desierto podían ser arrastrados demasiado lejos.

El vehículo arenero podía arrasar la granja... bajo el riesgo de incitar a la comunidad humana a una venganza mortal.

Enfrentado a la situación de que nada ganaría por ningún lado si insistía demasiado, Owen continuó la discusión por el gusto de hacerlo, antes de aceptar malhumorado. El jawa dirigente accedió de mala gana al cambio y ambas partes lanzaron un suspiro mental de alivio porque se habían evitado las hostilidades.

Mientras el jawa se inclinaba y rechinaba de impaciente codicia, Owen le pagó.

Entretanto, Luke había dirigido a los dos robots hacia una abertura del árido terreno. Pocos segundos después bajaban por una rampa que los repelentes electrostáticos impedían que se llenara de montones de arena.

—Jamás olvides esto — dijo Threepio a Artoo acercándose a la máquina más pequeña—. Está más allá de mi capacidad de comprensión la razón de que saque la cara por tí cuando sólo me traes problemas.

El pasadizo se ensanchaba hasta convertirse en garaje, atestado de herramientas y de artículos de maquinaria agrícola. La mayoría de ellos parecían muy usados, algunos eran casi inservibles. Pero las luces reconfortaron a ambos androides y la cámara poseía cierto ambiente hogareño que apuntaba hacia una tranquilidad que ninguno de ellos había experimentado desde hacía mucho tiempo. Cerca del centro del garaje había una enorme cuba y el aroma que surgía de ella crispó los sensores olfativos principales de

Threepio.

Luke sonrió al reparar la reacción del robot.

—Sí, es un baño de lubricación. — Evaluó al alto robot broncíneo —. A juzgar por tu aspecto, no te vendría mal una inmersión de una semana. Pero no podemos hacerlo, de modo que tendrás que arreglártelas con una tarde. — Después Luke dirigió su atención a

Artoo Detoo, avanzó hasta él y abrió un panel que contenía varias palancas —. En cuanto a tí — prosiguió y lanzó un silbido de sorpresa —, no sé cómo has seguido funcionando. No resulta sorprendente, teniendo en cuenta la renuencia de los jawas a separarse de cualquier fracción de ergio que no necesitan. Te ha llegado la hora de la recarga —dijo señalando una enorme unidad de energía.

Artoo Detoo siguió el gesto de Luke, emitió un bip y anadeó hasta la construcción en forma de caja.

Cuando halló el cordón adecuado, abrió automáticamente un panel y enchufó los dientes triples en su rostro.

Threepio se había acercado al gran depósito prácticamente lleno de aromático aceite de limpieza. Se metió lentamente en el tanque a la vez que lanzaba un suspiro casi humano.

—Portaos bien — les aconsejó Luke mientras se acercaba a un pequeño saltador celestial de dos plazas ; la poderosa y pequeña nave espacial suborbital se encontraba en la sección del hangar del garaje-taller —. Tengo que hacer algunas cosas.

Lamentablemente, el ánimo de Luke seguía influenciado por el recuerdo de su despedida con Biggs, de modo que horas después había terminado pocas tareas. Mientras pensaba en la partida de su amigo, Luke pasaba una mano acariciante por la dañada aleta de babor del saltador, la aleta que había dañado mientras recorría con un caza Tie imaginario los giros y recodos retorcidos de un estrecho cañón. Fue entonces cuando el borde saliente le golpeó con tanta fuerza como un rayo de energía.

Bruscamente, algo comenzó a hervir en su interior.

Con excepcional violencia, arrojó la llave inglesa sobre una mesa de trabajo cercana.

—¡ Simplemente, no es justo! — declaró sin dirigirse a nadie en particular. Bajó la voz, desconsolado —. Biggs tiene razón. Nunca saldré de aquí. Él proyecta la rebelión contra el Imperio y yo estoy atrapado en esta desgraciada granja.

—Disculpe, señor, no lo he oído.

Luke se giró sorprendido, pero sólo se trataba del androide alto, Threepio. El contraste con la visión inicial que Luke había tenido del robot era sorprendente.

La aleación de color bronce resplandecía bajo las luces del cielorraso del garaje, ya que los potentes aceites le habían quitado las partículas y el polvo.

—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó cortésmente el robot.

Luke estudió la máquina y, al hacerlo, parte de su furia se apaciguó. No tenía sentido gritarle arbitrariamente a un robot.

—Lo dudo — respondió —, a menos que puedas alterar el tiempo y acelerar la cosecha. O sacarme de este saco de arena por teletransporte bajo las barbas de tío Owen.

Puesto que la ironía era difícil de detectar, incluso para un robot sumamente complejo, Threepio analizó la pregunta con objetividad antes de responder:

—No lo creo, señor. Sólo soy un androide de tercer grado y no conozco demasiado la física transatómica.

— De repente, los acontecimientos de los dos últimos días parecieron abalanzarse sobre él —. En realidad, joven señor —prosiguió Threepio mientras miraba a su alrededor con una nueva visión—, ni siquiera sé con certeza en qué planeta me encuentro.

Luke rió irónicamente y adoptó una pose burlona.

—Si este universo cuenta con un centre esperanzador, te encuentras en el mundo más distante de él.

—Sí, Luke, señor.

El joven meneó la cabeza malhumorado.

—Olvídate del «señor»..; y di sencillamente Luke.

Este mundo se llama Tatooine.

Threepio asintió ligeramente.

—Gracias, Luke, se... Luke. Yo soy See Threepio, especialista en relaciones entre humanos y androides

— señaló con un indiferente dedo de metal la unidad de recarga—. Ése es mi compañero, Artoo Detoo.

—Encantado de conocerte, Threepio — saludó Luke sencillamente—. A ti también, Artoo.

Atravesó el garaje, comprobó una válvula del panel delantero de la máquina más pequeña y gruñó satisfecho. Cuando comenzó a desenchufar el cordón de carga vio algo que le obligó a fruncir el ceño y a acercarse.

—¿Algo anda mal, Luke? —preguntó Threepio.

Luke se acercó a una pared cercana cubierta de herramientas y eligió una pequeña de muchos brazos.

—Todavía no lo sé, Threepio.

Luke regresó junto al recargador, se agachó sobre

Artoo y con un pico cromado comenzó a raspar varias abolladuras de la pequeña parte superior del androide. Cuando la pequeña herramienta arrojaba al aire trocitos corroídos, Luke retrocedía raudamente.

Threepio observó interesado los movimientos de

Luke.

—Aquí hay un montón de carbono estriado que yo no conozco. Parece como si vosotros dos hubieseis participado en acciones fuera de lo común.

—Claro que sí, señor — reconoció Threepio volviendo a emplear el título honorífico. Esta vez Luke estaba demasido concentrado para corregirle —. A veces me asombra que estemos en tan buena forma

— agregó como si lo hubiera pensado mejor, asustado por el ímpetu de las palabras de Luke —. Con eso de la rebelión y todo lo demás.

A pesar de su cautela, Threepio creyó que había revelado algo, pues en los ojos de Luke apareció, una llamarada semejante a la de los jawas.

—¿Sabes algo de la rebelión contra el Imperio?

— inquirió.

—En cierto sentido — confesó Threepio de mala gana —. La rebelión fue responsable de que estemos a su servicio. Verá, somos refugiados. — No agregó de dónde.

A Luke no pareció importarle.

¡Refugiados! ¡Entonces es cierto que vi una batalla espacial! — divagó can rapidez, agitado —. Dime dónde habéis estado... en cuántos encuentros. ¿Cómo marcha la rebelión? ¿El Imperio la toma en serio?

¿Has visto muchas naves destruidas?

—Por favor, señor, un poco más despacio — suplicó Threepio —. Usted confunde nuestro status. Somos espectadores inocentes. Nuestra implicación en la rebelión fue algo sumamente marginal. En cuanto a batallas, creo que estuvimos en varias. Es difícil saberlo cuando uno no tiene contacto directo con la verdadera maquinaria bélica. — Se encogió sencillamente de hombros—. Fuera de esto, no hay mucho que decir.

Recuerde, señor, que soy poco más que la figura de un intérprete, que no soy muy bueno para contar o narrar historias y que aún soy peor para embellecerlas.

Soy una máquina muy literal.

Decepcionado, Luke se alejó y continuó con la limpieza de Artoo Detoo. Unas raspaduras adicionales hicieron aparecer algo lo bastante desconcertante como para exigir toda su atención. Entre los dos conductos en forma de barra que normalmente formaban una conexión, estaba fuertemente encajado un pequeño fragmento de metal. Luke dejó el delicado pico y recurrió a un instrumento más grande.

—Bueno, amiguito — murmuró —, aquí tienes algo realmente encajado. —Mientras empujaba y hacía palanca, Luke dirigó la mitad de su atención a Threepio—: ¿Estabais en un carguero galáctico o era...?

El metal cedió con un poderoso chasquido y el retroceso hizp resbalar a Luke. Se levantó, comenzó a maldecir... y se interrumpió, paralizado.

La delantera de la unidad Artoo había comenzado a brillar y emitía una imagen tridimensional de menos de un tercio de metro cuadrado pero claramente definida. El retrato que se formó dentro del cuadrado era tan exquisito que un par de minutos después Luke descubrió que estaba sin resuello... porque se había olvidado de respirar.

A pesar de la nitidez superficial, la imagen parpadeaba y se agitaba irregularmente, como si la grabación se hubiese realizado e instalado con prisa. Luke miró los extraños colores que se proyectaban en la prosaica atmósfera del garaje y comenzó a formular una pregunta. Pero no concluyó. Los labios de la figura se movieron y la muchacha habló... mejor dicho, pareció hablar. Luke supo que el acompañamiento sonoro se generaba en algún lugar del interior del torso achaparrado de Artoo Detoo.

—Obi-wan Kenobi — imploró la voz roncamente —,

¡ayúdeme! Usted es la única esperanza que me queda.

— Un estallido de estática disolvió momentáneamente el rostro. Volvió a aparecer y la voz repitió—:

Obi-wan Kenobi, usted es la única esperanza que me queda.

El holograma continuó con un áspero zumbido.

Durante un largo rato, Luke permaneció sentado, totalmente inmóvil, mientras analizaba lo que veía; después pestañeó y dirigió sus palabras a la unidad

Artoo.

—Artoo Detoo, ¿qué significa todo esto?

El achaparrado androide se agitó ligeramente, el retrato cúbico viró con él y emitió un bip que se parecía lejanamente a una tímida respuesta.

Threepio parecía tan desorientado como Luke.

—¿Qué es esto? —preguntó bruscamente, señalando el retrato hablante y luego a Luke —. Te han hecho una pregunta. ¿Qué y quién es esto, cómo lo originas... y por qué?

La unidad Artoo generó un bip de sorpresa, como si acabara de reparar en el holograma. Siguió un siseante torrente de información.

Threepio asimiló los datos, intentó fruncir el ceño, no pudo y trató de transmitir su propia conclusión a través del tono de su voz.

—Insisto en que no es nada, señor. Tan sólo un funcionamiento imperfecto. Datos viejos. Una cinta que debió borrarse pero quedó intacta. Insisto en que no hagamos caso.

Esto equivalía a decirle a Luke que ignorara un escondrijo enemigo con el que podría tropezar en el desierto.

—¿Quién es ella? —preguntó mientras miraba embelesado el holograma—. Es hermosa.

—En realidad, no sé quién es —confesó Threepio con sinceridad —. Es posible que haya sido una pasajera de nuestro último viaje. Por lo que recuerdo, era un personaje importante. Tal vez esto tuviera algo que ver con el hecho de que nuestro capitán era agregado en...

Luke le interrumpió y saboreó el modo como los labios sensuales formaban y volvían a formar el fragmento de la frase.

—¿Esta grabación tiene algo más? Parece incompleta —Luíle se puso de pie y se acercó a la unidad

Artoo.

El robot retrocedió y emitió silbidos de tan frenética preocupación que Luke titubeó y sv contuvo antes de llegar a los mandos internos.

Threepio estaba desconcertado.

—Pórtate bien, Artoo — reprendió por último a su compañero —. Vas a meternos en líos. — Tuvo la visión de que ambos eran devueltos a los jawas por no cooperar, lo cual fue suficiente para que remedara un temblor—. Todo está bien... ahora él es nuestro amo

— Threepio señaló a Luke —. Puedes confiar en él.

Creo que piensa en lo mejor para nosotros.

Artoo pareció vacilar, inseguro. Después silbó, emitió un bip y un largo y complejo mensaje a su amigo.

—¿Y bien? —les aguijoneó Luke impaciente.

Threepio hizo una pausa antes de responder.

—Dice que es propiedad de un tal Obi-wan Kenobi, residente en este mundo. En realidad, en esta misma región. El fragmento de la frase que oímos forma par te de un mensaje privado dirigido a esa persona

—Threepio movió lentamente la cabeza—. Con toda sinceridad, señor, no sé de qué habla. Nuestro último amo fue el capitán Colton. Nunca oí que Artoo se refiriera a un amo anterior. A decir verdad, jamás he oído hablar de un tal Obi-wan Kenobi. Pero sospecho que debido a todo lo que hemos sufrido — concluyó a modo de disculpa—, sus circuitos lógicos se han enmarañado un poco. Decididamente, a veces se muestra excéntrico.

Mientras Luke analizaba el giro de los acontecimientos, Threepio aprovechó la oportunidad para dirigir a Artoo una enfurecida mirada de advertencia.

—Obi-wan Kenobi — recitó Luke, pensativo. Súbitamente se le iluminó la expresión—. Bueno, bueno... me pregunto si tal vez se está refiriendo al viejo Ben

Kenobi.

—Disculpe —Threepio se atragantó, azorado más allá de toda medida—, ¿conoce realmente a esa persona?

—No exactamente — reconoció con voz más moderada—. No conozco a nadie llamado Obi-wan... pero el viejo Ben vive en algún lugar cercano al Mar de la

Duna Occidental. Es una especie de personaje local... un ermitaño. Tío Owen y unos pocos granjeros dicen que es hechicero. De vez en cuando viene para,cambiar cosas. Apenas he hablado con él. Generalmente mi tío lo echa. — Se detuvo y dirigió nuevamente la mirada hacia el pequeño robot —. No sabía que el viejo Ben poseía un androide. Al menos, nunca oí hablar de ello. — El holograma volvió a atraer irresistiblemente la mirada de Luke —. Me gustaría saber quién es ella. Debe ser importante... sobre todo si lo que me acabas de contar se cierto, Threepio. Habla y tiene el aspecto de alguien que se halla en un apuro. Tal vez el mensaje es importante. Tendríamos que escuchar lo que falta.

Volvió a acercarse a los mandos internos de Artoo, pero el robot retrocedió de nuevo y emitió una raya azul.

—Dice que hay un tomillo del separador que lo contiene y que establece un cortocircuito en sus componentes de automotivación —tradujo Threepio—.

Afirma que si usted quita el tornillo tal vez pueda repetir todo el mensaje — concluyó Threepio, inseguro.

Como Luke seguía con la vista fija en el retrato, Threepio agregó vocingleramente—; ¡Señor!

Luke se estremeció.

—¿Qué...? Oh, sí. —Analizó la propuesta. Después se acercó y miró el interior del panel abierto. Esta vez

Artoo no retrocedió —. Creo que lo veo. Bueno, supongo que eres demasiado pequeño para huir de mí si te lo quito. Me pregunto para qué enviaría alguien un mensaje al viejo Ben.

Luke escogió la herramienta adecuada, se agachó sobre los circuitos al descubierto y retiró el tornillo de contención. El primer resultado perceptible de su acción fue la desaparición del retrato.

Luke retrocedió.

—Ya está. —Se produjo una desagradable pausa durante la cual el holograma no dio muestras de regresar—. ¿Dónde ha ido? —preguntó Luke finalmente —. Haz que regrese. Artoo Detoo, pasa todo el mensaje.

Del robot surgió un bip que parecía inocente.

Threepio se mostró incómodo y nervioso al traducir:

—Ha dicho, «¿Qué mensaje?» —Threepio volcó su enfurecida atención en su compañero—. ¿Qué mensaje? ¡Tú sabes qué mensaje! El mismo del que acabas de pasarnos un fragmento. ¡El que llevas en tus tripas oxidadas y recalcitrantes, testarudo montón de chatarra!

Artoo se sentó y zumbó suavemente para sus adentros.

—Lo siento, señor — agregó Threepio lentamente —, pero muestra señales de haber sufrido una conmoción alarmante en su módulo racional de obediencia. Tal vez, si nosotros...

Una voz procedente de un pasillo le interrumpió:

—¡Luke... oh, Luke... ven a cenar!

Luke vaciló, se levantó y se alejó del desconcertante androide pequeño.

—¡Está bien! —gritó—. ¡Ya voy, tía Beru! —Bajó la voz al dirigirse a Threepio —: Averigua si puedes hacer algo con él. En seguida estaré de vuelta. — Dejó sobre el banco de trabajo el tornillo de contención que acababa de quitar y salió a toda prisa del garaje.

En cuanto el humano se marchó, Threepio se dirigió a su compañero.

—Será mejor que pienses en que le pasarás toda la grabación — gruñó señalando sugerentemente el banco de trabajo cargado de piezas de máquinas desmembradas —. De lo contrario, es probable que recoja ese pico de limpieza y comience a hurgar. Tal vez no tenga demasiado cuidado con lo que corta si cree que deliberadamente le ocultas algo.

Artoo emitió un bip quejumbroso.

—No — respondió Threepio —, no creo que le caigas bien.

El segundo bip no logró alterar el severo tono de voz del robot más alto.

—No, a mí tampoco me caes bien.


IV

Beru, la tía de Luke, llenaba una jarra con un líquido azul que extraía de un depósito refrigerado. Detrás de ella, en la zona del comedor, se producía un zumbido uniforme de conversación que llegaba hasta la cocina.

Suspiró entristecida. Las discusiones que su marido y Luke sostenían a la hora de las comidas se habían vuelto más amargas a medida que el desasosiego del muchacho lo arrastraba por rumbos distintos a la agricultura. En direcciones por las que Owen, un impasible hombre de la tierra, no tenía la más mínima simpatía.

Guardó el voluminoso depósito en la unidad refrigeradora, colocó la jarra en una bandeja y volvió raudamente al comedor. Beru no era una mujer sagaz pero comprendía instintivamente su importante posición en aquella casa. Funcionaba como las varillas humedecidas de un reactor nuclear. Mientras ella estuviera presente, Owen y Luke seguirían produciendo gran alboroto, pero si se mantenía alejada de ellos durante demasiado rato... ¡bum!

Las unidades condensadoras empotradas en la parte inferior de cada fuente mantenían caliente la comida en la mesa mientras ella entraba. Inmediatamente, ambos hombres dieron a sus voces un tono civilizado y cambiaron de tema. Beru fingió no reparar en ello.

—Tío Owen, creo que la unidad Artoo tal vez fue robada — decía Luke, como si ése hubiera sido el tema de conversación.

Su tío cogió la jarra de la leche y refunfuñó la respuesta con la boca llena de comida:

—Los jawas tienen tendencia a recoger todo lo que no está atado, Luke, pero recuerda que básicamente tienen miedo hasta de su propia sombra. Para recurrir a un robo cabal tendrían que haber analizado las consecuencias de ser perseguidos y castigados. Teóricamente, sus mentes son incapaces de hacerlo. ¿Qué te ha llevado a pensar que ese androide es robado?

—En primer lugar, está en muy buena forma para ser un desecho. Generó la grabación de un holograma mientras lo limpiaba... —Luke intentó ocultar el horror que le produjo su propio desliz. Agregó apresuradamente —: Pero eso carece de importancia. Creo que podría ser robado pues afirma que pertenece a alguien a quien llama Obi-wan Kenobi.

Quizá la comida, o la leche, hicieron que el tío de

Luke se atragantara. También pudo ser una expresión de repugnancia, que era el modo en que Owen emitía su opinión acerca de ese extraño personaje. De todos modos, siguió comiendo sin mirar a su sobrino.

Luke fingió que la expresión de disgusto de su tío nunca había existido.

—Pensé — prosiguió decidido —, que tal vez se refería al viejo Ben. El primer nombre es distinto, pero el último es el mismo. — Como su tío mantenía tenazmente el silencio, Luke lo abordó directamente—: Tío

Owen, ¿tú sabes a quién se refiere?

Sorprendentemente, su tío se mostró incómodo en lugar de enfurecido.

—Es una tontería — murmuró, sin hacer frente a la mirada de Luke —. Un nombre de otra época — se agitó nerviosamente en la silla —. Un nombre que sólo puede traer problemas.

Luke se negó a hacer caso de la amenaza implícita e insistió:

—¿Entonces se trata de alguien relacionado con el viejo Ben? No sabía que tuviera parientes.

—No te acerques a ese viejo brujo, ¿me oyes?

—estalló su tío convirtiendo torpemente la sensatez en una amenaza.

—Owen... — comenzó a intervenir con suavidad la tía Beru; pero el fornido granjero la interrumpió severamente.

—Escucha, Beru, esto es importante. —Volvió a ocuparse de su sobrino —. Ya te he hablado de Kenobi. Es un viejo loco, peligroso, lleno de malicia y es mejor dejarle en paz. — La mirada suplicante de Beru le apaciguó un tanto —. Ese androide no tiene nada que ver con él. No es posible — murmuró como si hablara consigo mismo—. ¡Una grabación... ja! Bien, quiero que mañana te lleves la unidad a Anchorhead y le borres la memoria. —Con un bufido, Owen se concentró decidido en la comida—. Así pondré fin a esta estupidez. No me importa de dónde cree esa máquina que ha venido. He pagado mucho por ella y ahora nos pertenece.

—Pero supongamos que pertenece a otra persona

— insistió Luke —. ¿Y si este Obi-wan viene en busca de su androide?

Una expresión entre compasiva y burlona atravesó el rostro arrugado de su tío.

—No lo hará. Creo que ese hombre ya no existe.

Murió aproximadamente en la misma época que tu padre. — Se llenó la boca de comida caliente —. Ahora olvídate de esto.

—Entonces fue una persona real —murmuró Lu ke con la vista fija en el plato. Agregó lentamente—:

¿Conoció a mi padre?

—He dicho que lo olvides — replicó Owen —. Tu única preocupación respecto a esos dos androides consiste en que los tengas preparados para que empiecen a trabajar mañana. Recuerda que hemos invertido nuestros últimos ahorros en ellos. No los habría comprado si la cosecha no estuviera tan próxima. —Esgrimió la cuchara ante su sobrino —. Quiero que por la mañana los pongas a trabajar con las unidades de irrigación en la sierra sur.

—Creo que estos androides trabajarán bien — replicó Luke con frialdad—. En realidad... —vaciló y dirigió a su tío una mirada subrepticia —, pensaba en el acuerdo que hemos hecho acerca de que me quedaré otra temporada.

Como su tío no reaccionó, Luke siguió hablando antes de que su valor se derrumbara.

—Si estos androides nuevos funcionan, quiero enviar mi solicitud para ingresar en la Academia el año próximo.

Owen frunció el ceño e intentó ocultar su disgusto con un bocado.

—Querrás decir que desear enviar la solicitud el año que viene... después de la cosecha.

—Ahora tienes androides de sobra y están en buen estado. Durarán.

—Androides, sí —afirmó su tío—. Luke, los androides no pueden reemplazar a un hombre. Y tú lo sabes. Durante la cosecha es cuando más te necesito.

Sólo una temporada más después de ésta. — Apartó la mirada, ya sin jactancia ni ira.

Luke jugó con los alimentos, sin comer y en silencio.

—Escucha — le dijo su tío —, por primera vez tenemos la oportunidad de amasar una verdadera fortuna. Ganaremos lo suficiente para que a la siguiente podamos contratar algunos braceros más. No androides... sino personas. Entonces podrás ir a la Academia.—Le costaba trabajo pronunciar estas palabras, pues no estaba acostumbrado a suplicar —. Te necesito aquí, Luke. Lo comprendes, ¿no?

—Es un año — objetó su sobrino hoscamente —.

Otro año.

¿Cuántas veces había oído eso mismo? ¿Cuántas veces habían repetido semejante charla y obtenido el mismo resultado?

Convencido una vez más de que Luke había aceptado su modo de pensar, Owen minimizó esta objeción.

—El tiempo pasará antes de que te des cuenta.

Luke se levantó bruscamente y apartó el plato cuya comida apenas había tocado.

—Eso es lo que dijiste el año pasado, cuando Biggs se marchó — y giró y salió corriendo del comedor.

—Luke, ¿adonde vas? —gritó su tía, preocupada.

La respuesta de Luke fue áspera y amarga.

—Parece que no voy a ninguna parte. — Después agregó, por consideración a la sensibilidad de su tía—: Tengo que terminar de limpiar los androides si es que han de estar listos para trabajar mañana.

El silencio dominó el comedor tras la partida de

Luke. Marido y mujer comieron mecánicamente. Finalmente, tía Beru dejó de revolver la comida del plato, levantó la vista y dijo con absoluta seriedad:

—Owen, no puedes tenerle aquí para siempre. La mayoría de sus amigos, la gente con la que creció, se ha marchado. La Academia significa tanto para él...

Su marido respondió con apatía:

—Le dejaré marchar el año que viene. Lo prometo.

Tendremos dinero... tal vez, dentro de dos años.

—Owen, Luke no es un granjero —continuó ella con firmeza —. Por más esfuerzos que hagas para convertirlo en un granjero, nunca lo será. —Meneó lentamente la cabeza— ; Es demasiado parecido a su padre.

Por primera vez en la noche, Owen Lars se mostró pensativo y preocupado mientras observaba el camino que Luke había tomado.

—Esto es lo que me temo — murmuró.

Luke se había marchado senda arriba. Se detuvo en la arena y observó el doble ocaso a medida que primero uno y luego el otro de los soles gemelos de

Tatooine caían lentamente tras la lejana cadena de dunas. Bajo la luz decreciente, las arenas se tornaron doradas, bermejas y de un naranja rojizo brillante antes de que la noche que se acercaba adormeciera los vivos colores. Pronto en esas arenas florecerían por primera vez vegetales alimenticios. El antiguo yermo vería un estallido de verde.

La idea tendría que haber provocado un estremecimiento de esperanza en Luke. Tendría que haberse ruborizado agitado, como lo hacia su tío siempre que describía la cosecha siguiente. Pero Luke sólo sintió un vacío enorme e indiferente. Ni siquiera la perspectiva de tener mucho dinero por primera vez en su vida le estimulaba. ¿Qué podía hacer con el dinero de

Anchorhead... y, en ese sentido, en cualquier lugar de

Tatooine?

Una parte de su ser — una parte cada vez mayor — se inquietaba más y más, pues continuaba insatisfecho. Éste no era un sentimiento poco común entre los jóvenes de su edad pero, por motivos que Luke no comprendía, en él era mucho más poderoso que en sus amigos.

A medida que el frío nocturno subía por la arena y por sus piernas, se quitó el polvo de los pantalones y bajó al garaje. Si se ocupaba de los androides, tal vez enterraría más profundamente parte del remordimiento en su mente. Una ligera mirada a la cámara no captó movimiento alguno. Ninguna de las máquinas nuevas estaba a la vista. Luke frunció ligeramente el ceño, sacó del cinturón una cajita de mandos y activó un par de palancas empotradas en el plástico.

De la caja surgió un suave zumbido. El llamador hizo aparecer a Threepio, el más alto de los dos robots. En realidad, lanzó un grito de sorpresa cuando surgió desde detrás del saltador celestial.

Luke comenzó a caminar hacia él, totalmente desconcertado.

—¿Por qué te ocultas allí atrás?

El robot salió dando traspiés de la proa de la nave, en actitud desesperada. Entonces Luke advirtió que, a pesar de que había activado el llamador, la unidad

Artoo todavía no había aparecido.

Threepio comunicó espontáneamente el motivo de su ausencia... o de algo relacionado con ella:

—No fue culpa mía — imploró frenéticamente el robot—. ¡Por favor, no me desactive! Le dije que no se fuera, pero falla. Debe de funcionar imperfectamente. Algo ha destruido totalmente sus circuitos lógicos. Parloteaba algo acerca de algún tipo de misión, señor. Nunca antes había oído a un robot con delirios de grandeza. Estas cosas ni siquiera deberían estar en las unidades de teoría meditativa de algo tan básico como la unidad Artoo y...

—¿ Quieres decir... ? — Luke comenzó a abrir la boca.

—Sí, señor... se ha marchado.

—¡ Y yo mismo le quité el acoplamiento de contención ! — murmuró Luke lentamente. Podía imaginar la cara que pondría su tío. Le había dicho que invirtieron los últimos ahorros en estos androides.

Luke salió corriendo del garaje y buscó motivos inexistentes por los cuales la unidad Artoo había per dido los estribos. Threepio le siguió pisándole los talones.

Luke tuvo una visión panorámica del desierto circundante desde una pequeña cadena que configuraba el punto más alto y cercano a la granja. Cogió sus adorados prismáticos y recorrió los horizontes que oscurecían rápidamente, en busca de algo pequeño, metálico, de tres patas, y fuera de sus cabales mecánicos.

Trhreepio se abrió paso con dificultad en medio de la arena y se detuvo junto a Luke.

—Esa unidad Artoo sólo ha causado problemas

—gimió—. A veces los androides astromecánicos se vuelven demasiado iconoclastas para que incluso yo logre comprenderlo.

Luke bajó los prismáticos y comentó flemáticamente :

—Bien, no está a la vista. — Pateó furiosamente el terreno—. ¡Maldito sea... cómo fui tan estúpido y dejé que me convenciera de que le quitara el contenedor! Tío Owen me matará.

—Disculpe, señor — se atrevió a decir esperanzado

Threepio, mientras la visión de los jawas bailaba en su cabeza—. ¿No podemos ir tras él?

Luke giró. Estudió cuidadosamente la muralla de negrura que avanzaba hacia ellos.

—De noche, no. Es demasiado peligroso con todos los invasores que andan sueltos. Los jawas no me preocupan demasiado, pero los habitantes de la arena...

No, en la oscuridad no. Tendremos que esperar a que amanezca para tratar de rastrearlo.

Llegó un grito de la granja situada más abajo:

—Luke... Luke, ¿todavía no has terminado con los androides? Esta noche cortaré la energía.

—¡Está bien! —respondió Luke y evitó la pregunta —. Bajaré dentro de unos minutos, tío Owen. — Giró y echó una última mirada hacia el desvanecido horizonte—. ¡Chico, en qué lío estoy metido! —murmuró —. Ese pequeño androide me creará un montón de problemas.

—Oh, en eso se luce, señor —confirmó Threepio con burlona alegría.

Luke le dedicó una áspera mirada y juntos bajaron al garaje.

—¡ Luke... Luke! —Mientras se restregaba los ojos para despertarse, Owen miró de un lado a otro y se frotó los músculos del cuello—. ¿Sonde estará haraganeando ese muchacho? — se preguntó en voz alta al no obtener respuesta. No había indicios de movimiento en la granja y ya había mirado arriba —. ¡Lukel

—volvió a gritar. Luke, Luke, Luke... El nombre retumbó en las paredes de la granja. Giró furioso y se dirigió a la cocina, donde Beru preparaba el desayuno—. ¿Has visto a Luke esta mañana? —preguntó con la mayor suavidad posible.

Ella le dirigió una breve mirada y siguió cocinando.

—Sí. Dijo que esta mañana tenía algunas cosas que hacer antes de dirigirse a la sierra oeste, de modo que se marchó temprano.

—¿Antes de desayunar? —Owen frunció el ceño, preocupado—. No es lo que suele hacer. ¿Se llevó a los nuevos androides?

—Supongo que sí. Estoy segura de que al menos iba uno con él.

—Bueno —murmuró Owen, incómodo pero sin nada que justificara sus maldiciones—. Será mejor que a mediodía haya reparado esas unidades de la sierra o se armará la gorda.

Un rostro cubierto de metal blanco uniforme surgió de la cápsula del bote salvavidas semienterrado, que ahora formaba el espinazo de una duna levemente más alta que sus vecinas. La voz sonaba eficaz pero cansada.

—Nada —comunicó el soldado que inspeccionaba junto a sus compañeros—. Ni cintas ni la menor señal de estar habitada.

Al conocer la noticia de que la cápsula estaba desierta, bajaron las potentes armas de mano. Uno de los hombres acorazados giró y llamó a un oficial que se encontraba a cierta distancia.

—Señor, indudablemente ésta es la cápsula que salió de la nave rebelde, pero no hay nada a bordo.

—Pero se posó intacta — afirmó en voz baja el oficial —. Podría haberlo hecho automáticamente, pero si sufrió un auténtico desperfecto, los mandos automáticos no se pusieron en marcha—. Algo no encajaba.

—Señor, aquí está el motivo por el cual no hay nada a bordo ni indicios de vida — declaró una voz.

El oficial giró y avanzó unos pasos hasta un soldado que permanecía arrodillado en la arena. Levantó un objeto para que el oficial lo revisara. La luz del sol lo hizo brillar.

—La placa de un androide — afirmó el oficial después de echar una rápida mirada al fragmento de metal.

Superior y subordinado intercambiaron una mirada significativa. Luego dirigieron simultáneamente la vista hacia las altas llanuras del norte.

La grava y la arena fina levantaban una bruma arenosa detrás del vehículo terrestre de alta velocidad a medida que éste atravesaba, sobre los expulsores zumantes, el ondulado yermo de Tatooine. El aparato se sacudía ligeramente cuando se topaba con una pendiente o con una ligera elevación y reanudaba su avan ce uniforme cuando el piloto compensaba la irregularidad del terreno.

Luke se recostó en el asiento y gozó de un relajamiento poco usual mientras Threepio dirigía diestramente la poderosa nave terrestre por las dunas y los afloramientos rocosos.

—Para ser una máquina, conduces bastante bien el vehículo terrestre — afirmó, admirado.

—Gracias, señor — respondió agradecido Threepio, sin apartar un instante la mirada del paisaje—. No le mentí a su tío cuando afirmé que la versatilidad es mi segundo nombre. A decir verdad, en algunas ocasiones me han llamado para cumplir funciones inesperadas en circunstancias que habrían horrorizado a mis diseñadores.

Algo tintineó dos veces detrás de ellos.

Luke frunció el entrecejo y levantó el toldo del vehículo. Después de hurgar unos pocos instantes en la caja del motor, el chasquido metálico desapareció.

—¿Cómo anda? —gritó hacia adelante.

Threepio indicó que el ajuste era satisfactorio. Luke regresó a la cabina y volvió a correr el toldo. En silencio, se apartó de los ojos el pelo azotado por el viento mientras volvía a concentrarse en el árido desierto que se abría ante ellos.

—Se supone que el viejo Ben Kenobi vive más o menos en esta dirección. Aunque nadie sabe exactamente dónde, no comprendo cómo esa unidad Artoo pudo llegar tan lejos con tanta rapidez. — Estaba abatido —. Debimos pasarlo por alto en alguna de las dunas. Podría encontrarse en cualquier parte. Y tío

Owen debe de estar preguntándose por qué todavía no he pedido ayuda desde la sierra azul.

Threepio meditó un instante y se atrevió a decir:

—Señor, ¿serviría de algo que le dijera que la culpa fue mía?

La propuesta pareció iluminar a Luke.

—Seguro... ahora él te necesita más que nunca.

Probablemente sólo te desactivará uno o dos días o te borrará parcialmente la memoria.

¿Desactivar? ¿Borrar la memoria? Threepio agregó a toda prisa:

—Señor, pensándolo bien, Artoo seguiría allí si usted no le hubiese quitado el módulo de contención.

En ese momento, la mente de Luke estaba ocupada en algo más importante que delimitar la responsabilidad de la desaparición del pequeño robot.

—Aguarda un minuto —indicó a Threepio mientras estudiaba atentamente el panel de instrumentos —. En el dispositivo explorador mecánico aparece algo. A distancia no logro distinguir su perfil pero, a juzgar por el tamaño, podría ser nuestro androide vagabundo. Alcánzalo.

El vehículo terrestre salió disparado cuando Threepio accionó el acelerador; sus ocupantes ignoraban totalmente que otros ojos vigilaban mientras la nave aumentaba de velocidad.

Esos ojos no eran orgánicos pero tampoco del todo mecánicos. No se sabia con certeza, pues nunca nadie había realizado un estudio tan detallado de los incursores tuskens, que los granjeros que poblaban Tatooine llamaban con menos formalidad habitantes de la arena.

Los tuskens no permitían que se les estudiara de cerca y desalentaban a los potenciales observadores con métodos tan eficaces como incivilizados. Algunos científicos censaban que debían estar emparentados con los jawas. Un grupo más reducido sostenía la hipótesis de que, en realidad, los jawas eran la forma madura de los habitantes de la arena, pero la mayoría de los científicos serios desechaban esa teoría.

Ambas razas vestían ropas ceñidas para protegerse de la dosis gemela de radiación solar de Tatooine, pero allí terminaban las similitudes. En lugar de los pesados mantos tejidos que llevaban los jawas, los habitantes de la arena se envolvían como momias con interminables fajas, vendas y trozos de tela.

En tanto los jawas tenían miedo de todo, pocas eran las cosas que un incursor tusken temía. El pueblo de la arena era más grande, más fuerte y mucho más agresivo. Afortunadamente para los colonos humanos de Tatooine, no eran demasiado numerosos y preferían llevar una existencia nómada en las regiones más desoladas. En consecuencia, los contactos entre los granjeros y los tuskens eran poco frecuentes e irregulares y éstos sólo asesinaban unas pocas personas por año. Puesto que la población humana había tomado su parte de los tuskens, no siempre con razón, existía entre ambos una especie de paz... siempre que ninguno de los dos bandos tuviera ventaja.

Uno de los miembros de una pareja sintió que esa condición irregular había variado provisionalmente a su favor y se disponía a aprovecharla plenamente mientras apuntaba con el rifle hacia el vehículo terrestre. Pero su compañero le arrebató el arma y la arrojó lejos de sí antes de que el primero pudiera disparar.

Este hecho provocó una violenta discusión. Mientras intercambiaban chillonas opiniones en un idioma que prácticamente se componía de consonantes, el vehículo terrestre siguió su camino.

Ya sea porque el vehículo había quedado fuera de su alcance o porque el segundo tusken había convencido al otro, ambos interrumpieron la discusión y se escabulleron por detrás de la elevada sierra. En la parte inferior, dos banthas se movieron al ver llegar a sus amos. Tenían el tamaño de un dinosaurio pequeño, ojos brillantes y una pelambre larga y espesa. Sisearon ansiosos mientras los dos habitantes de la arena se acercaban y montaban a horcajadas en la silla.

Los banthas se levantaron al recibir un patadón.

Los dos enormes seres con cuernos, que se movían con lentitud pero a grandes zancadas, bajaron por la parte trasera del accidentado peñasco, impulsados por sus guardianes y guías, ansiosos e igualmente monstruosos.

—Es él, sin duda alguna —declaró Luke con furia y satisfacción mezcladas cuando la minúscula forma trípeda apareció a su vista. El vehículo se ladeó y se posó en el suelo de un enorme cañón de piedra arenisca. Luke cogió el riñe, situado detrás del asiento y se lo colgó del hombro—. Colócate delante de él,

Threepio — indicó.

—Con gusto, señor.

Evidentemente, la unidad Artoo reparó en que se acercaban, pero no intentó huir; de todos modos, no hubiera podido avanzar más rápidamente que el vehículo terrestre de alta velocidad. Artoo se quedó sencillamente quieto en cuanto los detectó y aguardó a que la nave se detuviera trazando un suave arco. Threepio dio un frenazo brusco y levantó una pequeña nube de arena a la derecha del robot. El quejido del motor se convirtió en un apagado sonido de marcha en vacío cuando Threepio colocó la palanca en aparcamiento.

Un último suspiro y la nave se apagó totalmente.

Después de echar una mirada cautelosa al cañón,

Luke ayudó a su compañero a bajar a la superficie arenosa y a acercarse a Artoo Detoo. Preguntó gravemente a éste:

—¿A dónde ibas?

El confuso robot emitió un débil silbido, pero no fue el recalcitrante andariego sino Threepio el que bruscamente desarrolló la mayor parte de la conversación.

—Artoo, ahora el amo Luke es nuestro propietario legítimo. ¿Cómo pudiste alejarte de él de este modo?

Ahora que te ha encontrado, olvidemos ese galimatías de «Obi-wan Kenobi». No sé de dónde surgió eso... ni dónde conseguiste ese melodramático holograma.

Artoo comenzó a lanzar bips de protesta, pero la indignación de Threepio era excesiva para aceptar excusas.

—No me hables de tu misión. ¡Qué bobada! Tienes suerte de que el amo Luke no te convierta en un millón de piezas, aquí y ahora.

—No hay muchas posibilidades de que lo haga

—reconoció Luke, algo abrumado por el despreocupado rencor de Threepio—. Vamos... se hace tarde.

— Miró los soles que ascendían rápidamente —. Espero que estemos de regreso antes de que tío Owen se marche.

—Si no le molesta que intervenga — propuso Threepio, evidentemente opuesto a que la unidad Artoo fuera absuelta con tanta facilidad—, creo que debería desactivar al pequeño fugitivo hasta que lo tenga sano y salvo en el garaje.

—No. No intentará nada —Luke estudió severamente al androide, que emitía suaves bips —. Supongo que ha aprendido la lección. No es necesario...

Sin advertencia, la unidad Artoo saltó de repente, importante hazaña si se tiene en cuenta la debilidad de los mecanismos de resorte de sus tres gruesas patas. Su cuerpo cilindrico giraba y se retorcía mientras emitía una frenética sinfonía de silbidos, gritos y exclamaciones mecánicas.

Luke no estaba alarmado sino cansado.

—¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que falla ahora? —Comenzaba a ver que la paciencia de Threepio podía agotarse. Él mismo ya estaba harto de ese instrumento estéril.

Indudablemente, la unidad Artoo había conseguido por accidente el holograma de la muchacha y después lo había utilizado para persuadir a Luke de que le quitara el módulo de contención. Probablemente la actitud de Threepio era correcta. Pero en cuanto Luke realizara sus circuitos y limpiara sus acoplamientos lógicos, sería una unidad agrícola totalmente utilizable. Sólo que... si era así, ¿por qué Threepio miraba tan inquieto a su alrededor?

—Oh, cielos, señor. Artoo afirma que por el sudeste se acercan varios seres de tipo desconocido.

Aunque podía ser otro intento de distracción por parte de Artoo, Luke no podía correr el riesgo de no prestarle atención. Se llevó instantáneamente el riüe al hombro y activó la célula energética. Examinó el horizonte en la dirección indicada pero no vio nada.

Pero convenía recordar que los habitantes de la arena eran expertos en hacerse invisibles.

Súbitamente, Luke comprendió con exactitud cuan lejos estaban, cuánto terreno había cubierto esa mañana el vehículo terrestre.

—Nunca me había alejado tanto de la granja en esta dirección — informó a Threepio —. Aquí viven seres espantosamente extraños. No todos están clasificados. Conviene considerarlo todo como peligroso hasta que se demuestre lo contrario. Por supuesto, si es algo totalmente nuevo... —La curiosidad le aguijoneaba. De todos modos, probablemente se trataba de otro ardid de Artoo Detoo—. Echemos un vistazo

— propuso.

Avanzó cuidadosamente con el rifle preparado y condujo a Threepio hacia la cumbre de una elevada duna cercana. A la vez, se ocupó de no perder de vista a Artoo.

Al llegar arriba, se acostó y cambió el rifle por los prismáticos. Abajo se abría otro cañón que se elevaba hasta una muralla de orín y almagre azotada por el viento. Al desplazar lentamente los prismáticos por el lecho del cañón, vio inesperadamente dos formas atadas con una cuerda. ¡Banthas... y sin jinete!

—Señor, ¿ha dicho algo? — resolló Threepio mientras luchaba por situarse detrás de Luke. Sus locomotores no estaban diseñados para ese esfuerzo y ese ascenso al aire libre.

—Banthas, sin duda alguna —susurró Luke por encima del hombro, sin pensar, a causa de la agitación del momento, que quizá Threepio no sabía distinguir entre un bantha y un panda. Volvió a mirar por los oculares y los acomodó ligeramente —. Espera... no hay duda de que son habitantes de la arena.

He visto a uno de ellos.

Súbitamente, algo oscuro bloqueó su visión. Durante un instante pensó que una roca se había posado delante de él. Malhumorado, soltó los prismáticos y se estiró para apartar el objeto que le impedía ver. Su mano tocó algo parecido a un metal ligero.

Era una pierna vendada, aproximadamente del mismo grosor que las dos de Luke. Azorado, elevó la mirada... y siguió elevándola. La imponente figura que lo miraba furioso no era un jawa. Aparentemente, había surgido de la arena.

Sorprendido, Threepio dio un paso hacia atrás y no encontró apoyo. Mientras los giróscopos gemían protestando, el alto robot resbaló por el costado de la duna. Inmovilizado en su sitio, Luke oyó detonaciones y castañeteos cada vez más suaves a medida que Threepio rebotaba por la escarpada ladera detrás de él.

Pasado ya el instante de confrontación, el tusken lanzó un terrible gruñido de furia y placer y bajó su pesada gardeffii. El hacha de doble filo habría dividido limpiamente en dos el cráneo de Luke si éste no hubiera levantado el rifle en un gesto más instintivo que calculado. El arma desvió el golpe, pero ya no volvería a serle útil. La enorme hacha, confeccionada con la plata procedente de un carguero, destrozó el cañón y convirtió las delicadas interioridades del arma en confites metálicos.

Luke retrocedió y se encontró ante una escarpada caída. El incursor lo acechó sin dejar de sostener el arma por encima de su cabeza de harapos. Lanzó una risa horripilante y sofocada, que resultó aún más inhumana por el efecto distorsionador de su filtro de arena en forma de reja.

Luke intentó analizar objetivamente la situación, tal como le habían enseñado en la escuela de supervivencia. Existía un problema, tenía la boca seca, le temblaban las manos y estaba paralizado de temor. Con el incursor delante de él y una caída probablemente fatal a sus espaldas, algo se apoderó de su mente y

Luke escogió la respuesta menos dolorosa. Se desmayó.

Ninguno de los incursores reparó en Artoo Detoo cuando el pequeño robot se metió en un estrecho hueco de las rocas cercanas al vehículo terrestre de alta velocidad. Uno de ellos trasladaba el cuerpo inerte de

Luke. Depositó al joven inconsciente junto al vehículo y se unió a sus compañeros, que comenzaban a apiñarse en torno a la nave abierta.

Provisiones y repuestos volaron en todas direcciones. De vez en cuando interrumpían el saqueo, pues varios reivindicaban un elemento especialmente elegido del botín o se peleaban por él.

Inesperadamente cesó la distribución del contenido del vehículo terrestre y, con asombrosa rapidez, los incursores pasaron a formar parte del paisaje desértico mientras miraban en todas direcciones.

Una suave brisa bajó distraídamente por el cañón.

Lejos, hacia el oeste, algo aulló. Un zumbido rodante y resonante rebotó contra las murallas del cañón y subió y bajó nerviosamente a horrible escala.

Los habitantes de la arena permanecieron inmóviles un instante más. Emitían enérgicos gruñidos y gemidos de temor mientras intentaban alejarse del vehículo terrestre excesivamente visible.

El aullido estremecedor volvió a repetirse, esta vez más cerca. Los habitantes de la arena ya se encontraban a mitad de camino del sitio donde los esperaban los banthas, que también mugían nerviosamente y tiraban de sus cuerdas.

Aunque el sonido carecía de significado para Artoo

Detoo, el pequeño androide intentó internarse más profundamente en el hueco que era casi una caverna.

El resonante aullido sonó más cercano. A juzgar por el modo como habían reaccionado los habitantes de la arena, ese grito terrible debía de provenir de algo inimaginablemente monstruoso. Algo monstruoso y asesino que tal vez no tuviera sensatez para discernir entre los orgánicos comestibles y las máquinas incomibles.

Ni siquiera quedaba el polvo levantado por sus pasos para señalar el sitio donde hacía unos pocos minutos los incursores tuskens habían desvalijado el interior del vehículo terrestre. Artoo Detoo interrumpió todas sus funciones salvo las vitales, e intentó minimizar el ruido y la luz a medida que un sonido azotante se tomaba gradualmente perceptible. El ser, que avanzaba hacia el vehículo terrestre de alta velocidad, apareció sobre la cima de una duna cercana...


V

Era alto, pero en modo alguno monstruoso. Artoo se encogió interiormente mientras comprobaba sus circuitos oculares y reactivaba sus tripas.

El monstruo era muy parecido a un hombre viejo.

Iba vestido con un manto andrajoso y varias túnicas sueltas colgaban junto a varias correas pequeñas, paquetes e instrumentos irreconocibles. Artoo miró detrás del hombre pero no detectó prueba alguna de una pesadilla acosadora. Tampoco el hombre parecía amenazado. En realidad, pensó Artoo, se le veía satisfecho.

Era imposible decir dónde terminaba el extraño atuendo superpuesto del recién llegado y dónde comenzaba su piel. Ese rostro envejecido se mezclaba con la tela asolada por la arena y su barba parecía una extensión de las hebras sueltas que cubrían la parte superior de su pecho.

En ese rostro arrugado estaban grabados al aguafuerte los indicios de climas extremos además del desértico, las huellas del frío y la humedad definitivos.

Una nariz ganchuda e inquisitiva, como un promontorio, sobresalía en medio de una inundación repentina de arrugas y cicatrices. Los ojos que la rodeaban eran de un viscoso azul celeste. El hombre sonrió en medio de la arena, el polvo y la barba y bisqueó al ver el cuerpo encogido que yacía inmóvil junto al vehículo.

Convencido de que el pueblo de la arena había sido víctima de algún tipo de engaño auditivo — como le convenía, ignoró el hecho de que él también lo había experimentado—, y seguro también de que el desconocido no intentaba hacer daño a Luke, Artoo cambió ligeramente de posición y trató de ver con más claridad. Sus sensores electrónicos apenas percibieron el sonido que produjo un minúsculo guijarro que desprendió, pero el hombre giró como si le hubiesen disparado. Miró directamente hacia el hueco de Artoo, con su gentil sonrisa.

—Hola —saludó con voz profunda y sorprendentemente alegre—. Ven aquí, amiguito. No tengas miedo.

La voz denotaba algo franco y tranquilizador. De cualquier manera, la asociación con un humano desconocido era preferible a continuar aislado en ese yermo. Artoo salió a la luz del sol y anadeó hasta el lugar donde yacía Luke. El cuerpo en forma de barril del robot se inclinó para examinar la forma inerte. De su interior surgieron silbidos y bips de preocupación.

El anciano se acercó, se agachó junto a Luke, tocó su frente y después sus sienes. Poco después, el joven inconsciente se agitaba y murmuraba como quien habla en sueños.

—No te preocupes — le dijo el humano a Artoo —, se pondrá bien.

Como para confirmar su opinión, Luke pestañeó, levantó la mirada sin comprender y murmuró:

—¿Qué ha ocurrido?

—Descansa tranquilo, hijo — le aconsejó el hombre mientras se ponía en cuclillas—. Has tenido un día ajetreado. —La sonrisa juvenil apareció nuevamente—. Tienes la enorme suerte de que tu cabeza siga sujeta al resto de tu cuerpo.

Luke miró a su alrededor y fijó la vista en el rostro del anciano que se encontraba a su lado. El reconocimiento obró milagros en su estado.

—¡Usted tiene que ser... Ben! —Un recuerdo súbito le llevó a mirar a su alrededor con temor. Pero no había señales de los habitantes de la arena. Lentamente, se sentó—. Ben Kenobi... ¡ cuánto me alegro de verlo!

Elanciano se puso de pie, miró hacia el fondo del cañón y el borde de la muralla. Agitaba la arena con un pie.

—No es fácil viajar por los yermos de Jundiand. Es el viajero equivocado el que tienta la hospitalidad de los tuskens. —Volvió a mirar a su paciente—. Dime, joven, ¿qué te trae tan lejos a esta nada?

Luke señaló a Artoo Detoo.

—Ese pequeño androide. Durante un tiempo pensé que había enloquecido pues afirmaba que estaba buscando a un amo anterior. Ahora no pienso lo mismo.

Nunca he visto semejante devoción en un androide... equivocada o no. Parece que nada puede detenerle; incluso recurrió a tenderme una trampa — Luke levantó la mirada —. Afirma que es propiedad de alguien llamado Obi-wan Kenobi — Luke le observó atentamente, pero el hombre no mostró reacción alguna —. ¿Acaso es pariente suyo? Mi tío cree que fue una persona que existió. ¿O sólo se trata de una parte de información cifrada sin importancia que se mezcló en su banco de interpretación primaria?

Un gesto introspectivo obró maravillas en ese rostro castigado por la arena. Kenobi pareció meditar la cuestión y rascó distraídamente su sucia barba.

—¡ Obi-wan Kenobi ! —recitó—. Obi-wan.., vaya, vaya, hacía mucho tiempo que no oía ese nombre. Muchísimo tiempo. Muy curioso.

—Mi tío dijo que estaba muerto —agregó Luke amablemente.

—Oh, no está muerto — lo corrigió Kenobi sin molestarse—. Todavía no, todavía no.

Luke se puso de pie, agitadamente, olvidado totalmente de los incursores tuskens.

—Entonces, ¿usted le conoce?

Una sonrisa de perversa jovialidad iluminó aquel entramado de piel arrugada y barba.

—Claro que le conozco: soy yo. Probablemente era lo que sospechabas, Luke. Pero no he utilizado el nombre de Obi-wan desde antes de que tú nacieras.

—Entonces —agregó Luke mientras señalaba a

Artoo Detoo —, este robot le pertenece, como él mismo afirma.

—Bueno, eso es lo extraño —confesó Kenobi claramente desconcertado, mirando al silencioso robot —.

No recuerdo haber poseído un androide, menos aún una unidad Artoo moderna. Muy interesante, muy interesante. —Súbitamente algo desvió la mirada del anciano hasta el borde de los riscos cercanos —. Creo que será mejor que utilicemos tu vehículo. Los habitantes de la arena se sorprenden fácilmente, pero no tardarán en regresar en tropel. Un vehículo terrestre de alta velocidad no es un premio que se abandone fácilmente, y, después de todo, no son jawas.

Kenobi se cubrió la boca con ambas manos de un modo extraño, inspiró profundamente y lanzó un aullido inverosímil que hizo saltar a Luke.

—Eso hará que los rezagados sigan corriendo

— concluyó el viejo, satisfecho.

—¡Es el reclamo de un dragón krayt! —Luke abrió la boca azorado—. ¿Cómo lo hizo?

—Hijo, alguna vez te lo enseñaré. No es demasiado difícil. Sólo necesitas la actitud adecuada, un conjunto de cuerdas vocales bastante usadas y bocanadas de aire. Si fueras un burócrata imperial, te lo enseñaría inmediatamente; pero no lo eres. —Volvió a recorrer el borde del risco con la mirada—. No creo que éste sea el momento ni el lugar adecuado para hacerlo.

—No se lo discuto — dijo Luke mientras se frotaba la nuca —. Pongámonos en marcha.

En ese momento, Artoo emitió un patético bip y giró. Luke no sabía interpretar el chillido electrónico, pero súbitamente comprendió la razón que lo motivaba.

—Threepio — exclamó Luke, preocupado. Artoo ya se alejaba tan rápido como podía del vehículo terrestre—. Ben, acompáñeme.

El pequeño robot los condujo hasta el borde de un extenso arenal. Allí se detuvo, señaló hacia abajo y chilló pesarosamente. Luke vio hacia dónde apuntaba Artoo y comenzó a bajar cautelosamente por la pendiente tersa y movediza mientras Kenobi le seguía sin dificultad.

Threepio yacía sobre la arena, al comienzo de la pendiente donde había tropezado y caído. Su revestimiento estaba descascarillado y terriblemente magullado. Se había roto un brazo, que estaba retorcido cerca de él.

¡ Threepio! — gritó Luke.

No obtuvo respuesta. Sacudió al androide pero no logró activar nada. Luke abrió una placa de la espalda del robot y encendió y apagó varias veces un interruptor oculto. Se inició un suave zumbido, se interrumpió, volvió a comenzar y luego se convirtió en un ronroneo normal.

Threepio rodó ayudado por el otro brazo y se sentó.

—¿Dónde estoy? —murmuró mientras sus fotorreceptores seguían despejándose. En ese momento reconoció a Luke —. Oh, señor, lo siento. Creo que di un mal paso.

—Tienes la suerte de que algunos de tus circuitos principales siguen funcionando — le informó Luke.

Miró significativamente hacia la cima de la colina—.

¿Puedes ponerte de pie? Tenemos que salir de aquí antes de que regresen los habitantes de la arena.

Los servomotores chirriaron y protestaron hasta que Threepio dejó de forcejear.

—Creo que no puedo. Márchese, amo Luke. No tiene sentido que usted se arriesgue por mí. Estoy acabado.

—No, no lo estás —le respondió Luke, inexplicablemente afectado por la máquina que acababa de encontrar. Pero Threepio no era como los aparatos no comunicativos y agrícola-funcionales con los que Luke estaba acostumbrado a tratar—. ¿Qué tipo de conversación es ésta?

—Lógica —le informó Threepio.

Luke meneó la cabeza, furioso.

—Derrotista.

El maltrecho androide logró erguirse con la ayuda de Luke y de Ben Kenobi. El pequeño Artoo observaba desde el borde del arenal.

Kenobi vaciló en mitad de la ladera y husmeó el aire con desconfianza.

—Rápido, hijo, han vuelto a ponerse en marcha.

Luke luchó por arrastrar a Threepio fuera del arenal mientras trataba de observar las rocas circundantes y al mismo tiempo prestar atención a sus pasos.

El decorado de la caverna oculta de Ben Kenobi era espartano, aunque no parecía incómodo. A la mayoría de las personas no les habría servido, pues reflejaba los gustos peculiarmente eclécticos de su dueño.

De la zona de estar ascendía un halo de magra comodidad, que daba más importancia a los consuelos mentales que a los del desmañado cuerpo humano.

Habían logrado salir del cañón antes de que los incursores tuskens retornaran en tropel. Bajo la guía de Kenobi, Luke dejó un rastro tan confuso que ni siquiera un jawa de olfato hipersensibilizado hubiera podido seguirlo.

Durante varias horas, Luke ignoró las tentaciones de la caverna de Kenobi. Permaneció en el rincón equipado corno taller de reparaciones, apretado pero completo, y se dedicó a arreglar el brazo de Threepio.

Afortunadamente, los desconectadores automáticos por sobrecarga habían funcionado bajo la fuerte tensión y aislado los nervios y los ganglios electrónicos sin que se produjeran daños graves. La reparación sólo consistía en volver a unir el miembro al hombro y en activar los autorreobturadores. Si el brazo se hubiese partido en mitad del «hueso», en lugar de quebrarse en la coyuntura, estas reparaciones únicamente se hubieran podido efectuar en el taller de una fábrica.

Mientras Luke permanecía ocupado, Kenobi centró su atención en Artoo Detoo. El achaparrado androide permanecía pasivamente sentado en el frío suelo de la caverna, mientras el anciano hurgaba su interior de metal. Por último, Kenobi se echó hacia atrás, lanzó una exclamación de satisfacción y cerró los paneles de la redondeada cabeza del robot.

—Ahora, amiguito, veamos si podemos averiguar quién eres y de dónde vienes.

Luke casi había terminado y las palabras de Kenobi bastaron para que dejara la zona de reparaciones.

—Vi parte del mensaje — comenzó a decir— y yo...

Una vez más, el sorprendente relato se proyectaba en el espacio frontal del pequeño robot. Luke guardó silencio, nuevamente embelesado por su enigmática belleza.

—Sí, creo que es eso —murmuró Kenobi pensativamente.

La imagen siguió parpadeando, lo que denotaba una cinta preparada apresuradamente. Pero ahora era mucho más nítida, más definida, notó Luke admirado.

Había algo evidente: Kenobi estaba especializado en temas mucho más específicos que la recolección en el desierto.

—General Obi-wan Kenobi —decía la voz meliflua —, me presento en nombre de la familia mundial de Alderaan y de la alianza para restaurar la República. Perturbo su soledad por orden de mi padre, Bail

Organa, virrey y primer presidente del sistema de Alderaan.

Kenobi asimiló esta extraordinaria proclama mientras Luke abría los ojos tan desmesuradamente que parecía que se le saldrían de las órbitas.

—Años atrás, general —continuó la vaz—, usted sirvió a la Antigua República durante las guerras clónicas. Ahora mi padre le ruega que nos ayude nuevamente en nuestra hora más desesperada. Quiere que se reúna con él en Alderaan. Usted debe ir a su encuentro. Lamento no poder presentarle personalmente la solicitud de mi padre. La misión de reunirme con usted ha fracasado. Por ello me he visto obligada a recurrir a este método secundario de comunicación. La información vital para la supervivencia de la alianza está encerrada en la mente de este androide, Detoo.

Mi padre sabrá cómo recuperarla. Le ruego que se ocupe de que esta unidad llegue sana y salva a Alderaan. — Hizo una pausa y, al continuar, sus palabras eran apresuradas y menos formales —. Usted debe ayudarme, Obi-wan Kenobi. Es mi última esperanza.

Los agentes del Imperio me capturarán. No conseguirán que yo les diga algo. Todo lo que se puede saber está encerrado en las células de la memoria de este androide. No nos defraude, Obi-wan Kenobi. No me defraude.

Una pequeña nube de estática tridimensional reemplazó al delicado retrato, que después desapareció totalmente. Artoo Detoo miró esperanzado a Kenobi.

La mente de Luke estaba tan oscurecida como una charca cubierta de petróleo. Sus pensamientos y su mirada a la deriva buscaron estabilidad en la tranquila figura sentada cerca de él.

El viejo. El brujo loco. El trotamundos del desierto y el personaje en todos los sentidos, al que su tío y todos los demás conocían desde que Luke tenía memoria. Si el anhelante mensaje repleto de angustia que la desconocida joven acababa de pronunciar en el aire fresco de la caverna había afectado de algún modo a

Kenobi, éste no lo dejó traslucir. Se recostó contra la pared de piedra, se atusó pensativamente la barba y chupó lentamente de una informe pipa de agua, de cromo deslustrado.

Luke visualizó ese retrato sencillo pero hermoso.

—Ella es tan... tan... —Su educación en la granja no le permitió encontrar las palabras precisas. De repente, algo de lo dicho en el mensaje le llevó a mirar incrédulamente al anciano—. General Kenobi, ¿usted combatió en las guerras clónicas? Pero... ocurrieron hace tanto tiempo...

—Bueno, sí — reconoció Kenobi con la misma indiferencia con que podría haber discutido una receta de estofado —. Supongo que ha pasado cierto tiempo. Antiguamente fui un caballero jedi. Como tu padre

— agregó, y miró al joven con aprecio.

—Un caballero jedi — repitió Luke. Después se mostró confundido—. Pero mi padre no luchó en las guerras clónicas. No era un caballero... sino un navegante de un carguero espacial.

La sonrisa de Kenobi ensanchó la boquilla de la pipa.

—O eso es lo que te ha contado tu tío. — Súbitamente concentró su atención en otra cosa—. Owen

Lars no estaba de acuerdo con las ideas, las opiniones ni los conceptos de la vida de tu padre. Consideraba que tu padre debió quedarse aquí, en Tatooine, en lugar de mezclarse en... —Una vez más encogió los hombros con aparente indiferencia —. Bien, creía que tenía la obligación de quedarse aquí y ocuparse de su granja.

Luke no dijo nada pero mantuvo el cuerpo tenso mientras el anciano desgranaba fragmentos de una historia personal que sólo había vislumbrado a través de las distorsiones que de ella le había contado su tío.

—Owen siempre temió que la vida aventurera de tu padre pudiera influir en ti, pudiera alejarte de Anchorhead. —Meneó lenta y pesarosamente la cabeza al recordar—. Sospecho que tu padre no tenía fibra de granjero.

Luke se puso en movimiento. Se dedicó a quitar las últimas partículas de arena en la armadura curativa de Threepio.

—Me hubiera gustado conocerle —susurró finalmente.

—Fue el mejor piloto que conocí — prosiguió Kenobi — y un excelente luchador. La fuerza... el instinto era poderoso en él. — Durante un breve instante,

Kenobi pareció realmente viejo—. También fue un buen amigo. — Súbitamente, el guiño juvenil retornó a los ojos penetrantes junto con la afabilidad natural del anciano —. Tengo entendido que tú también eres piloto. El pilotaje y la navegación no son hereditarios, aunque sí algunas aptitudes que pueden combinarse para que surja un buen piloto de naves pequeñas. Es posible que las hayas heredado. Aunque también es necesario enseñarle a nadar a un pato.

—¿Qué es un pato? —preguntó Luke con curiosidad.

—No te preocupes. ¿Sabes una cosa? En muchos sentidos te pareces en gran medida a tu padre. — La desenfadada mirada apreciativa de Kenobi puso nervioso a Luke—. Has crecido mucho desde la última vez que te vi.

Como no podía responder a esto, Luke aguardó en silencio mientras Kenobi volvía a hundirse en una profunda meditación. Un rato después, el viejo se movió y fue evidente que había tomado una decisión importante.

—Todo esto me recuerda que tengo algo para tí

— afirmó con engañosa indiferencia.

Se puso en pie y se dirigió a un voluminoso cofre, chapado a la antigua, cuyo contenido comenzó a revolver. Extrajo y tiró todo tipo de objetos desconcertantes, que luego devolvió al cofre. Luke reconoció unos pocos. Como Kenobi estaba evidentemente concentrado en algo importante, Luke olvidó inquirir sobre tan tentadores objetos.

—Cuando alcanzaras la edad suficiente —dijo Kenobi—, tu padre quería que tuvieras esto... si es que logro encontrar el maldito chisme. Una vez intenté dártelo, pero tu tío no me lo permitió. Suponía que podías extraer de ello algunas ideas delirantes y que terminarías siguiendo al viejo Obi-wan en una cruzada idealista. Verás, Luke, en este punto es donde tu padre y tu tío Owen disentían. Lars no es un hombre que permita que el idealismo se interfiera en los negocios, en tanto tu padre opinaba que ni siquiera merecía la pena discutir el asunto. En lo que respecta a estas cuestiones, su decisión era igual a su manera de pilotar: instintiva.

Luke asintió. Extrajo los últimos granos de arena y miró a su alrededor en. busca del único componente que faltaba colocar en la abierta placa pectoral de

Threepio. Al localizar el módulo de contención, abrió los cerrojos de recepción de la máquina y se dispuso a colocarlo en su sitio. Threepio observaba el proceso y parecía recular perceptiblemente.

Durante un instante que pareció eterno. Luke fijó la vista en esos fotorreceptores de metal y plástico.

Después dejó decididamente el módulo en el banco de trabajo y cerró al androide. Threepio guardó silencio.

Detrás de ellos se oyó un gruñido; Luke giró y observó a un satisfecho Kenobi que se acercaba. Entregó a Luke un chisme pequeño y de aspecto inocuo que el joven estudió con interés.

Se componía de un mango corto y grueso con un par de palanquitas empotradas. Encima del reducido mango había un disco metálico de diámetro apenas mayor que su palma abierta. Tanto en el mango como en el disco había incrustados diversos componentes desconocidos, semejantes a joyas, incluido algo que parecía la célula energética más pequeña que Luke había visto en su vida. La otra cara del disco tenía el brillo de un espejo. Pero fue la célula energética lo que más desconcertó a Luke. A juzgar por su forma, la capacidad de la célula, fuera la que fuese, exigía una gran cantidad de energía.

A pesar de la afirmación de que había pertenecido a su padre, el chisme parecía recientemente fabricado.

Sin duda alguna, Kenobi lo había conservado con todo cuidado. Sólo algunas minúsculas raspaduras en la empuñadura indicaban que ya se había utilizado.

—¿Señor? — Se oyó una voz conocida que Luke no había oído durante un rato.

—¿Qué? — Luke fue así apartado bruscamente de la observación del objeto que Kenobi le había entregado.

—Si no me necesita —declaró Threepio—, creo que me interrumpiré un rato. Esto contribuirá a que los nervios de la armadura se entretejan y, de todos modos, me toca efectuar una autolimpieza interna.

—Claro que sí, adelante — replicó Luke distraído, y retornó fascinado al estudio del objeto desconocido.

Detrás de él, Threepio guardó silencio y el resplandor de sus ojos se apagó provisionalmente. Luke notó que

Kenobi le observaba con interés—. ¿Qué es? —preguntó por último, pues a pesar de todos sus esfuerzos, no había logrado identificar el artilugio.

—El sable de luz de tu padre — respondió Kenobi —. En otra época eran de uso común. Y todavía se emplean, en algunas regiones galácticas.

Luke observó los mandos de la empuñadura y luego tocó experimentalmente el botón de color claro situado cerca del pomo, brillante como un espejo. Instantáneamente, el disco emitió un rayo blanquiazul grueso como su pulgar. Era denso hasta la opacidad y de poco más de un metro de longitud. No se extinguió sino que continuó brillante e intenso tanto en el extremo como junto al disco. Luke descubrió, sorprendido, que no emitía calor, aunque tuvo el buen cuidado de no tocarlo. Si bien nunca antes había visto uno, sabía lo que un sable de luz podía producir. Podía abrir un agujero a través de la pared de piedra de la caverna de Kenobi... o a través de un ser humano.

—Ésta era el arma obligada de un caballero jedi

— explicó Kenobi —. No es tan incómoda ni aleatoria como un desintegrador. Para utilizarla se necesitaba algo más que la visión. Un arma elegante. También era un símbolo. Cualquiera puede utilizar un desintegrador o un cortafusión, pero emplear bien un sable de luz era la señal distintiva de alguien que se encontraba un escalón por encima de lo normal. — Recorría la caverna mientras hablaba —. Luke, durante más de mil generaciones, los caballeros jedi fueron la fuerza más poderosa y respetada de la galaxia. Actuaron como guardianes y garantizadores de la paz y la justicia en la Antigua República.

Como Luke no preguntó qué les había ocurrido,

Kenobi levantó la mirada y descubrió que el joven miraba al vacío, pues poco había comprendido de las enseñanzas del viejo. Algunos hombres habrían reprendido a Luke por no prestar atención. Pero Kenobi no.

Más sensible que la mayoría de ellos, aguardó pacientemente hasta que el silencio fue lo bastante marcado para que Luke volviera a hablar.

—¿Cómo murió mi padre? —inquirió éste.

Kenobi vaciló y Luke comprendió que el viejo no deseaba hablar sobre el tema en concreto. Sin embargo, a diferencia de Owen Lars, Kenobi era incapaz de refugiarse en una mentira cómoda.

—Le traicionó y asesinó — declaró Kenobi solemnemente, sin mirar a Luke— un jedi muy joven, llamado Darth Vader. Un muchacho que yo estaba preparando. Uno de mis discípulos más brillantes... uno de mis mayores fracasos. —Kenobi empezó a caminar —. Vader aprovechó las enseñanzas que le di y su fuerza interior para dedicarse al mal, para ayudar a los emperadores corrompidos. Puesto que los caballeros jedi se habían desbandado, estaban desorganizados o muertos, hubo pocos que se opusieron a Vader.

Hoy, prácticamente todos están extinguidos. — Una expresión indescifrable recorrió el rostro de Kenobi —.

En muchos sentidos, eran demasiado buenos, excesivamente confiados. Confiaron demasiado en la estabilidad de la República y no lograron comprender que aunque el cuerpo podía ser robusto, la mente enfermaba, se debilitaba, y quedaba expuesta a la manipulación de seres como el Emperador. Me hubiera gustado saber qué perseguía Vader. Me da la impresión de que se toma tiempo para preparar alguna maldad insospechada. Ése es el destino de aquel que domina la fuerza y está consumido por su parte oscura.

Luke frunció el ceño, confundido.

—¿La fuerza? Es la segunda vez que usted menciona «la fuerza».

Kenobi asintió con la cabeza.

—A veces olvido en presencia de quién hablo. Digamos sencillamente que la fuerza es algo con lo que un jedi debe relacionarse. Aunque nunca fue correctamente explicada, los científicos propusieron la teoría de que se trata de un campo de energía generado por las cosas vivientes. El hombre primitivo sospechó de su existencia, pero durante milenios siguió ignorando su potencial. Sólo algunos individuos pudieron reconocer la fuerza tal como era. Fueron implacablemente tratados de charlatanes, impostores, místicos... y cosas peores. Unos pocos pudieron utilizarla. Puesto que de manera general iba más allá de sus controles primitivos, frecuentemente les resultaba demasiado poderosa. Sus compañeros no les comprendieron... y otras cosas peores. —Kenobi hizo un gesto amplio y abarcador con ambos brazos —. La fuerza nos rodea a todos nosotros. Algunos hombres creen que ésta dirige nuestras acciones, y no a la inversa. El conocimiento de la fuerza y el modo de manipularla fue lo que dio al jedi su poder especial.

Kenobi bajó los brazos y fijó la mirada en Luke, hasta que el joven comenzó a agitarse inquieto. Cuando volvió a tomar la palabra, lo hizo con un tono tan resuelto y juvenil que, a su pesar, Luke pegó un salto.

—Luke, tú también debes aprender cuáles son los caminos de la fuerza... si has de venir conmigo a Alderaan.

—¡Alderaan! —Luke saltó en el banco de reparaciones y se mostró confundido—. Yo no iré a Alderaan. Ni siquiera sé dónde está Alderaan. — Evaporadores, androides, la cosecha... bruscamente, lo que le rodeaba pareció cerrarse sobre él, los muebles y los extraños artefactos que anteriormente le habían intrigado ahora le parecieron un tanto temibles. Observó desesperadamente a su alrededor e intentó evitar la penetrante mirada de Ben Kenobi... el viejo Ben... el loco Ben... el general Obi-wan...—. Tengo que regresar a casa —murmuró roncamente—. Es tarde. Tal como están las cosas, ya estoy metido en esto. —Recordó algo y señaló la masa inmóvil de Artoo Detoo —.

Puede quedarse con el androide. Parece que es eso lo que él quiere. Pensaré en qué puedo decirle a mi tío... si puedo hacerlo — agregó con tristeza.

—Luke, necesito tu ayuda — le explicó Kenobi, y su actitud era una combinación de tristeza y dureza —.

Soy demasiado viejo para este tipo de cosas. No puedo confiar en concluirlo adecuadamente por mis propios medios. Esta misión es demasiado importante. —¡Señaló a Artoo Detoo —. Tú oíste y viste el mensaje.

—Pero... no puedo comprometerme en algo semejante —protestó Luke—. Tengo que trabajar; tenemos que recoger las cosechas... aunque mi tío podría estudiarlo y conseguir alguna ayuda extra. Supongo que una persona. Pero yo no puedo hacer nada respecto a esto. Ahora, no. Además, está tan lejos de aquí...

En realidad, esta cuestión no es asunto mío.

—Hablas como tu tío — observó Kenobi sin rencor.

—¡Oh! Mi tío Owen... ¿Cómo explicarle todo esto?

El anciano reprimió una sonrisa, consciente de aue el destino de Luke ya estaba decidido. Había sido dispuesto cinco minutos antes de que supiera la forma en que había muerto su padre. Había sido ordenado antes, cuando oyó el mensaje completo. Estaba impreso en la naturaleza de las cosas, cuando vio por primera vez el retrato suplicante de la hermosa senadora

Organa que el pequeño androide proyectó torpemente.

Kenobi se encogió de hombros. Probablemente, había sido fijado incluso antes de que el muchacho naciera.

Kenobi no creía en la predestinación sino en la herencia... y en la fuerza.

—Luke, no olvides que el sufrimiento de un hombre es el sufrimiento de todos. Ante la injusticia, las distancias son irrelevantes. Si no se le detiene rápidamente, a la larga el mal se extiende para cubrir a todos los hombres, se hayan opuesto a él o lo hayan ignorado.

—Supongo que podría llevarlo hasta Anchorhead

—confesó Luke nerviosamente—. Allí puede conseguir transporte hasta Mos Eisley o hasta el sitio al que quiere ir.

—Muy bien — accedió Kenobi —. En principio, eso servirá. Después tendrás que hacer lo que sientas que es correcto.

Luke se apartó, totalmente confundido.

—De acuerdo. En este momento, no me siento demasiado bien...

El agujero donde la tenían estaba mortalmente oscuro y sólo existía el mínimo de iluminación. Apenas había luz suficiente para distinguir las negras paredes metálicas y el alto cielorraso. La celda estaba diseñada para agudizar al máximo los sentimientos de impotencia de un prisionero y lo lograba eficazmente. Hasta tal punto, que la única ocupante se agitó tensamente cuando en un extremo de la cámara surgió un zumbido. La puerta de metal que comenzó a abrirse era tan gruesa como su cuerpo... como si temieran que pudiera atravesar algo menos consistente con la única ayuda de sus manos vacías, pensó con amargura.

La muchacha se esforzó por mirar hacia afuera y distinguió a varios guardias imperiales apostados al otro lado del umbral. Leia Organa los miró desafiante y retrocedió hasta la pared más lejana.

Su expresión decidida se derrumbó en cuanto una monstruosa forma negra penetró en la habitación, deslizándose suavemente, como sobre ruedas. La presencia de Vader aplastó tan profundamente su espíritu como un elefante aplastaría una cascara de huevo.

Un hombre armado con un látigo anticuado, que a pesar de su aspecto minúsculo no resultaba menos terrorífico, acompañaba al villano.

Darth Vader hizo un gesto a alguien que se encontraba fuera. Algo que zumbaba como una enorme abeja se acercó y atravesó el umbral. Leia se quedó sin respiración al ver el oscuro globo metálico. Permanecía suspendido sobre los repulsores independientes y un manojo de brazos metálicos surgía de sus lados.

Los brazos terminaban en una multitud de instrumentos delicados.

Leia estudió con temor el armatoste. Había oído rumores sobre esas máquinas, pero nunca creyó realmente q'ue los técnicos imperiales construyeran semejante monstruosidad. A su desalmada memoria se incorporaban todas las barbaridades, todos los ultrajes comprobados y conocidos por la humanidad... y también por varias razas extrañas.

Vader y Tarkin permanecieron tranquilamente de pie y le dieron tiempo para estudiar la pesadilla suspendida. El gobernador no dudaba de que la simple presencia del artilugio produciría tal conmoción en

Leia, que llevaría a ésta a facilitarles la información necesaria. No es que la sesión posterior fuera especialmente desagradable, reflexionó. Esos encuentros siempre aportaban nuevo saber y conocimiento, y la senadora prometía ser un sujeto sumamente interesante.

Una vez transcurrido el intervalo adecuado, Vader señaló la máquina.

—Senadora Organa, princesa Organa, ahora discutiremos el emplazamiento de la base rebelde principal.

La máquina avanzó lentamente hacia ella y el volumen del zumbido aumentó. Su forma esférica, indiferente, tapó a Vader, al gobernador, al resto de la celda... a la luz...

Algunos sonidos apagados atravesaron las paredes de la celda y la gruesa puerta y llegaron hasta el pasillo. Apenas perturbaron la paz y el silencio del corredor contiguo a la cámara cerrada herméticamente.

A pesar de ello, los guardias apostados lograron encontrar excusas para alejarse lo suficiente, hasta donde esos sonidos extrañamente modulados ya no se oían.

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