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miércoles, 24 de junio de 2009

EL TUMULO -- LOVECRAFT Y ZEALIA



El Túmulo

H. P. Lovecraft Y Zealia Bishop





I
Tan sólo en estos últimos años la mayoría de la gente se ha parado a pensar en el Oeste como una nueva tierra. Supongo que la idea ganó terreno porque nuestra propia y peculiar civilización era nueva aquí; pero, hoy en día, los exploradores están excavando bajo la superficie y sacando a la luz aquellos capítulos de la vida que surgieron y cayeron entre estas llanuras y montañas antes de que comenzara la histeria que recordamos. Nada sabemos acerca de un emplazamiento pueblo de 2.500 años de antigüedad, y fue un duro golpe para nosotros cuando los arqueólogos fecharon la cultura subpedregal de México en 17.000 o 18.000 años antes de Cristo. Escuchamos rumores sobre cosas aún más antiguas, lo bastante — hombres primitivos contemporáneos de animales extintos que hoy en día conocemos sólo a través de unos pocos y fragmentarios huesos y utensilios— como para que la idea de novedad se desvanezca vertiginosamente. Los europeos normalmente captan el sentido de antigüedad inmemorial, y los profundos sedimentos de sucesivas corrientes vitales, mejor que nosotros. Sólo hace unos pocos años, un autor británico dijo de Arizona que es «una región de brumas lunares, muy atractiva a su manera, tanto como severa y vieja.., una tierra antigua y solitaria».
Aun así, creo sentir más profundamente la apabullante —casi horrible—. antigüedad del Oeste que cualquier europeo. Todo comenzó con un incidente sucedido en 1928, un suceso que he tratado de rechazar por todos los medios como una alucinación en sus tres cuartas partes, pero que ha dejado una espantosa e imborrable impresión en mi memoria de la que no me es fácil librarme. Sucedió en Oklahoma, adonde mi trabajo como etnólogo de los indios americanos me llevaba constantemente y en donde había apreciado ya antes ciertos temas desconcertantes y diabólicamente extraños. No se equivoquen... Oklahoma es mucho más que una mera frontera de pioneros y empresarios. Hay viejas, viejas tribus con viejos, viejos recuerdos allí, y cuando los tam-tam truenan incesantemente sobre las expectantes llanuras en el otoño, los espíritus de los hombres se acercan peligrosamente a murmurados asuntos primordiales. Yo mismo soy blanco y procedo del Este, pero cualquiera es bienvenido a participar de los ritos de Yig, Progenitor de Serpientes, lo que uno de estos días me ocasionará un susto de muerte.
He visto y oído demasiado para ser «sofisticado» en tales asuntos. Y sobre esto versa ese incidente de 1928. Podría tornarlo a risa.., pero no puedo.
Había ido a Oklahoma para rastrear y cotejar un cuento de fantasmas, uno entre la multitud que es corriente entre los colonos blancos, pero que tenía fuertes matices indios y — estaba seguro— una fuente indígena última. Aquellos cuentos sobre espectros del aire libre eran muy curiosos y, aunque sonaban insípidos y prosaicos en labios del pueblo blanco, tenían resabios de parentesco con los estadios, más oscuros y ricos, de la mitología nativa. Todos ellos estaban tramados alrededor de los grandes, solitarios y, a simple vista, artificiales montículos de la parte occidental del estado, y todos ellos incluían apariciones de aspecto y equipajes sumamente extraños.
El más extendido, y uno de los más antiguos, llegó a ser muy famoso en 1892, cuando un alguacil del gobierno llamado John Willis penetró en una región de montículos en pos de unos cuatreros y volvió con un cuento inverosímil sobre justas nocturnas de caballos en el aire entre incontables legiones de invisibles espectros... batallas acompañadas del ajetreo de cascos y pies, el sonar de golpes, el entrechocar de metales, los amortiguados gritos de los guerreros y la caída de cuerpos humanos y equinos. Eso sucedió a la luz de la luna, y espantó a su caballo tanto como a él mismo. Los sonidos duraron más o menos una hora, nítidos pero amortiguados, como llegados en alas del viento desde cierta distancia, y sin ir acompañada por vislumbre alguno de tales ejércitos. Más tarde, Willis supo que el emplazamiento de los sonidos era un lugar notorio, esquivado tanto por colonos como por indios. Muchos habían visto, o entrevisto, a los belicosos jinetes en el cielo, y habían suministrado oscuras y ambiguas descripciones. Los colonos habían descrito los fantasmales luchadores como indios, aunque de u tribu desconocida, y portando los más insólitos vestidos y armamentos. Incluso llegaban tan lejos como afirmar que no estaban seguros de que los caballos fueran realmente tales.
Los indios, por su parte, no parecían considerar a los espectros como gente de su raza. Se referían a ello como «esa gente», «la vieja gente» o «los moradores inferiores, y parecían guardarles, el suficiente espantado respeto como para hablar mucho acerca de ellos. Ningún etnólogo había sido capaz de arrancar a un cuentista una descripción detallada de los seres, y, aparentemente, nadie había tenido una clara visión de ellos. Los indios tenían uno o dos viejos proverbios acerca de tal fenómeno, diciendo que «hombre muy viejo, hacer gran espíritu; no tan viejo, no tan grande; más viejo que el tiempo, entonces espíritu tan grande que casi corpóreo; aquella vieja gente y espíritus se mezclaban.., ser lo mismo>>.
Ahora todo esto, claro está, son «viejos temas para un etnólogo., un fragmento de las persistentes leyendas sobre ciudades ocultas y razas subterráneas que nacieron alrededor de los indios pueblo y los de las llanuras, y que lanzaron a Coronado siglos atrás en su vana búsqueda de la fabulosa Quivira. Lo que me llevaba a Oklahoma Occidental era algo mucho más definido y tangible.. un cuento local y distintivo que, aunque verdaderamente viejo, era relativamente nuevo en el externo mundo de la investigación e incluía la primera descripción clara de los fantasmas sobre los que versaba. Había un aliciente añadido en el hecho de proceder de la remota ciudad de Binger, en el condado de Caddo un lugar que conocí tiempo atrás como el escenario de un terrible y parcialmente inexplicable suceso conectado con el mito del dios-serpiente.
El cuento, a simple vista, era extremadamente cándido y simple, centrado en un inmenso y solitario túmulo o pequeña colina que se alzaba sobre la llanura como a medio kilómetro al oeste del pueblo.., un montículo que algunos creían producto de la naturaleza, pero al que otros consideraban un lugar de enterramiento o un estrado ceremonial construido por tribus prehistóricas. Este montículo, decían los aldeanos, era constantemente visitado por dos figuras indias que aparecían alternativamente: un anciano que paseaba adelante y atrás por la cima desde el alba al ocaso, a despecho del tiempo y con sólo breves intervalos de desaparición, y una mujer que ocupaba su lugar durante la noche, con una antorcha de llama azul que alumbraba continuamente hasta el amanecer. Cuando la luna brillaba, la peculiar figura de la mujer podía ser vista bastante bien, y casi la mitad de los aldeanos añadían que la aparición estaba decapitada.
La opinión local se dividía sobre los motivos y cualidad de espectros de ambas apariciones. Algunos sostenían que el hombre no era un fantasma del todo, sino un indio vivo que había dado muerte y decapitado a una mujer por causa del oro, y la había enterrado en algún lugar del montículo. Según estos teóricos, paseaba por la elevación preso de remordimientos, afligido por el espíritu cíe su víctima, quien tomaba forma visible tras la caída de la noche. Pero otros teóricos, más consecuentes en sus creencias espectrales, sostenían que tanto el hombre como la mujer eran espectros, y que el primero había dado muerte tanto a la mujer como a sí mismo, si bien en algún tiempo lejano. Estas y otras versiones con variaciones menores parecían haber circulado desde el poblamiento del condado de Wichita en 1889, donde, según me habían dicho, sobrevivía gracias a un asombroso grado de persistencia de tales fenómenos, que cualquiera podía observar por si mismo. Pocos fantasmas dan una prueba tan libre y abierta, y me sentía muy ansioso de ver qué extraños milagros podían aguardar en este pueblo pequeño y oscuro, alejado tanto de los caminos frecuentados por las multitudes como de los de la inexorable búsqueda de la luz del conocimiento científico. Así, en el tardío verano de 1928, tomé un tren para Binger y me sumí en extraños misterios según los vagones traqueteaban tímidamente a lo largo de la vía única, a través de un paisaje progresivamente más y más solitario.
Binger es una modesta agrupación de casas de madera y almacenes en mitad de una aplanada y ventosa región llena de nubes de polvo rojo. Hay unos 500 habitantes junto a los indios de una reserva vecina; la principal ocupación parece ser la agricultura. El suelo es razonablemente fértil, y el «boom» del petróleo no ha alcanzado a esta parte del estado. Mitren llegó entre dos luces, y me sentí un tanto perdido e inseguro — separado de las cosas saludables y cotidianas— mientras se alejaba hacia el sur sin mí. El andén estaba repleto de gandules curiosos, y todos parecieron ansiosos de dirigirme cuando pregunté por el hombre para quien tenía cartas de presentación. Me guiaron por una tópica calle mayor, cuya superficie llena de rodadas era roja debido a la arenisca del lugar, y finalmente alcancé la puerta de mi probable anfitrión. Quienes me habían preparado las cosas lo habían hecho a conciencia, puesto que Mr. Compton era un hombre de gran inteligencia y con responsabilidades locales, mientras que su madre — que vivía con él y era familiarmente conocida como «Abuela Compton— pertenecía la primera generación de pioneros, y una verdadera mina de anécdotas y folclor.
Aquella tarde, los Compton me resumieron las leyendas corrientes entre la vecindad, probando que el fenómeno que había ido a estudiar era, en efecto, un asunto desconcertante e importante. Los fantasmas, según parecía, eran aceptados como algo normal por todo el mundo en Binger. Dos generaciones habían nacido y crecido conociendo ese extraño y solitario montículo, así como sus incansables figuras. La vecindad del montículo era, naturalmente, temible y estremecedora, por lo que el pueblo y las granjas no se habían extendido hacia allí durante las cuatro décadas dc colonización, aunque individuos audaces lo habían visitado en ocasiones. Algunos habían vuelto para comunicar que no habían visto ningún fantasma cuando se acercaron al reseco montículo, quizás porque el solitario centinela se había ocultado antes de que alcanzaran el lugar, dejándolos libres de trepar la escarpada ladera y explorar la plana cima. No había nada allí, decían.., simplemente una rústica acumulación de matorrales. Dónde pudiera haberse escondido el vigilante indio, no tenían idea. Debía, reflexionaban, haber descendido la ladera, ingeniándoselas de alguna manera para escapar sin ser visto por la llanura, a pesar de no haber ningún escondrijo visible. De cualquier forma, no parecía haber abertura alguna en el montículo, una conclusión a la que se llegó tras una intensa exploración de la maleza y la alta hierba por todos lados. En algunos pocos casos, ciertos buscadores más sensitivos declararon haber sentido una especie de presencia invisible que se les oponía, pero no pudieron describirla más definidamente. Era simplemente como si el aire se espesara contra ellos en la dirección donde deseaban ir. Es innecesario mencionar que todos estos osados buscadores acudieron de día. Nada en el universo podría haber inducido a un ser humano, blanco o rojo, a aproximarse a esta siniestra elevación tras ponerse el sol, y, en efecto, ningún indio tendría la ocurrencia de acercarse ni siquiera bajo el sol más brillante.
Pero no era de los relatos de tales cuerdos y atentos investigadores de donde emanaba el terror generalizado que despertaba ese montículo espectral; de hecho, de haber sido típicas sus experiencias, el fenómeno podría haber menguado mucho en el escalafón de las leyendas locales. Lo más temible era el hecho de que muchos otros buscadores habían regresado extrañamente dañados en cuerpo y mente, o no habían vuelto en absoluto. El primero de tales casos tuvo lugar en 1891, cuando un joven llamado Heaton había acudido con una pala para ver qué secretos podía desenterrar. Había oído curiosas historias a los indios, y se había reído ante el estéril informe de otro joven que había ido al montículo sin encontrar nada. Heaton había escrutado el montículo con un catalejo mientras el otro joven hacía su viaje, y, mientras el explorador alcanzaba el lugar, vio cómo el centinela indio se sumía deliberadamente en el túmulo, como si existieran una trampilla y escaleras en la cumbre. El otro joven no se percató de la desaparición del indio, sencillamente descubrió que se había ido cuando llegó al montículo.
Cuando Heaton hizo su propio viaje, decidió llegar al fondo del misterio, y los mirones del pueblo le vieron desbrozar diligentemente la maleza en lo alto del montículo. Luego, vieron su figura difuminarse lentamente hasta hacerse invisible, para no reaparecer durante largas horas, hasta que llegó el anochecer, y la antorcha de la mujer decapitada refulgió temiblemente en la distante elevación. Unas dos horas después de la caída de la noche, irrumpió en el pueblo sin su pala ni otras pertenencias, y prorrumpió en un vociferante monólogo de desatinos inconexos. Aulló sobre espantosos abismos de monstruos, terribles tallas y estatuas, sobre captores inhumanos y grotescas torturas, y sobre otras fantásticas anormalidades, demasiado complejas y quiméricas incluso para poder ser recordadas.
¡Viejos! ¡Viejos! ¡Viejos! — no podía por menos que gemir, una y otra vez— . Dios Mío, son más viejos que la tierra, y llegaron aquí desde algún otro sitio... sal)en lo que piensas y te hacen saber lo que piensan ellos.., son medio hombres y medio espíritus.., crucé la línea.., se derretían y tomaban forma de nuevo.., haciéndolo una y otra vez, aunque todos descendemos en un principio de ellos.., hijos de Tulu... todo hecho de oro... animales monstruosos, semihumanos... esclavos muertos... locura... ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!... ese hombre blanco... ¡Oh, Dios mío, que han hecho con él!...
Heaton fue el tonto del pueblo durante unos, ocho años, hasta que nmrió de un ataque epiléptico. Tras aquella catástrofe, hubo dos casos más de locura del montículo y ocho desapariciones para siempre. Inmediatamente después del regreso de Heaton, enloquecido, tres hombres desesperados y resueltos fueron juntos a la colina solitaria, fuertemente armados y con palas y zapa picos. Los atentos pueblerinos vieron al fantasma indio desaparecer cuando los exploradores se aproximaban, y después vieron a los hombres ascender por el montículo y comenzar a batir la maleza. Luego se esfumaron y no volvieron a ser vistos. Un mirón, con un telescopio sumamente potente, pensó haber visto otras formas materializarse débilmente junto a los desdichados y arrastrarlos al interior del túmulo, pero esto está sin confirmar. Sólo cuando los incidentes de 1891 fueron totalmente olvidados, osó alguien emprender posteriores exploraciones. Así, hacia 1910, un tipo demasiado joven para recordar los viejos horrores hizo un viaje al rehuido lugar sin encontrar nada.
En 1915, la salvaje y temible leyenda de 1891 había degenerado totalmente en los comunes e inimaginables cuentos de fantasmas que han llegado hasta el presente... es decir, se había desvanecido entre los blancos. En la cercana reserva había ancianos indios que pensaban bastante y tenían sus propias opiniones. En este tiempo tuvo lugar una segunda oleada de curiosidad activa y aventura, y algunos audaces buscadores hicieron el viaje hasta el montículo y regresaron. Entonces sucedió lo de la excursión de dos visitantes del Este con palas y otros aparatos... un par de arqueólogos aficionados, relacionados con una pequeña universidad, que habían estado haciendo estudios entre los indios. Nadie observó su periplo desde el pueblo, pero nunca regresaron. El grupo de búsqueda que partió en su rescate — entre quienes estaba mi anfitrión Clyde Compton— no encontró nada en absoluto en el montículo.
Una nueva expedición fue la solitaria aventura del viejo capitán Lawton, un canoso pionero que había ayudado a abrir la región en 1889, pero que desde entonces no había estado allí. Siempre había recordado el montículo, así como su fascinación, a lo largo de los años, y, disfrutando entonces de un confortable retiro, decidió emprender un viaje y resolver el antiguo enigma. Su inmensa familiaridad con los mitos indios le había dotado de ideas bastante más extrañas que las de los simples pueblerinos y se había pertrechado para intensas excavaciones. Remontó la colina en la mañana del jueves 11 de mayo de 1916, observado mediante catalejos por más de veinte personas del pueblo en la llanura adyacente. Su desaparición fue muy brusca, y sucedió mientras desbrozaba la maleza con una podadera. Nadie pudo ver más que estaba en un instante y al siguiente había desaparecido. Durante una semana ninguna noticia suya llegó a Binger, y luego en mitad de la noche— se arrastró hasta el pueblo el ser sobre el que aún se enconan las disputas.
Dijo ser — o haber sido— el capitán Lawton, pero era definitivamente mas joven, tanto como unos cuarenta años, que el anciano que había subido al montículo. Su pelo era negro como el azabache, y su rostro — ahora distorsionado con indescriptible horror— carente de arrugas. Pero recordaba misteriosamente, según la Abuela Compton, al capitán que había visto en 1889. Sus pies estaban cortados cerca de los tobillos, y los muñones limpiamente cicatrizados hasta un extremo increíble, si el ser era realmente el hombre que caminaba por su propio pie una semana antes. Balbucía cosas incomprensibles, y no cesaba de repetir el nombre <> como tratando de asegurarse a sí mismo de su propia identidad. Las cosas que farfulló, pensaba Abuela Compton; eran curiosamente parecidas a las alucinaciones del pobre chico Heaton en 1891; aunque había diferencias menores.
¡La luz azul!... ¡La luz azul!... — musitaba el ser— siempre abajo, antes de cualquier ser viviente.., más Viejos que los dinosaurios... siempre lo mismo, sólo algo más débiles ... nunca muertos... acechando, acechando y acechando... el mismo pueblo, medio-hombre y mediogas… la muerte que anda y obra... oh, esas bestias, esos unicornios sernihumanos... casas y ciudades de oro... viejo, viejo, viejo, más viejo que el tiempo... llegados de las estrellas... Gran Tulu... Azathoth... Nyarlathotep... aguardando, aguardando...
El ser murió antes del alba.
Por supuesto, hubo una investigación, y los indios de la reserva fueron acosados sin piedad. Pero ellos no dijeron nada, ni tenían nada que decir. Al final, nadie despegó los labios salvo el viejo Águila Gris, un cabecilla de los wichitas con más de un siglo de edad, lo que le ponía a salvo de los miedos comunes. Sólo él se dignó a gruñir una advertencia.
— Dejadlos en paz, blancos. No buenos... esa gente. Todos allá abajo, todos abajo, los antiguos. Yig, gran padre de las serpientes, allí. Yig es Yig. Tiráwa, gran padre de los hombres, allí. Tiráwa es Tiráwa. No envejecer. Igual que el aire. Sólo viven y esperan. Una vez vinieron, vivieron y lucharon. Construir tienda de arena. Traer oro... tener mucho. Irse y hacer nuevas casas. Yo de ellos. Vosotros de ellos. Entonces llegar las grandes aguas. Todo cambiar. Nadie sale, no dejar entrar a nadie. Entrar y no salir. Dejadlos solos, vosotros no tenéis mala medicina. Hombre rojo sabe, no tener problema. Hombre blanco entrometerse, no volver. Apartaos de las pequeñas colinas. No buenas. Águila Gris ha hablado.
Si Joe Norton y Rance Wheelock hubieran hecho caso de la advertencia del viejo jefe, problablemente estarían aún aquí; pero no lo hicieron. Eran grandes lectores y materialistas, no temían a nada en el cielo o en la tierra, y pensaban que algunos bandidos indios tenían un cuartel secreto en el montículo. Habían estado antes en el túmulo, y de nuevo volvieron, esta vez para vengar al viejo capitán Lawton... afirmando que allanarían la colina si fuera preciso. Clyde Comptom los observó con unos prismáticos y les vio circundar la base de la siniestra colina. Evidentemente, pensaban inspeccionar el territorio muy gradual y minuciosamente. Los minutos pasaban y no reaparecieron. Y no fueron vistos más.
Una vez más, el montículo fue objeto de temor y pánico, y sólo la conmoción de la Gran Guerra sirvió para devolverlo al lejano trasfondo del folclor de Binger. No fue visitado de 1916 a 1919, y podría haber permanecido así de no mediar la osadía de algunos de los jóvenes licenciados del servicio en Francia. De 1919 a 1920, no
obstante, hubo una verdadera epidemia de visitantes del montículo entre los prematuramente endurecidos jóvenes veteranos... una epidemia que se extendía según un mozo tras otro volvía sano y salvo. En 1920 — tan corta es la memoria humana— el montículo era casi una broma, y la domesticada historia de la mujer muerta comenzó a desplazar a insinuaciones más oscuras en la boca de todos. Entonces, dos audaces hermanos — los especialmente prosaicos y cabeza dura chicos Clay— decidieron ir y desenterrar la sepultada mujer, así como el oro por el que el viejo indio le había dado muerte.
Partieron una tarde de septiembre... sobre la época en que los tam-tam indios comenzaban su anual e incesante batir sobre la lisa llanura de polvo rojo. Nadie estaba observándolos, y sus padres no se alarmaron hasta que no volvieron al cabo de algunas horas. Se dio la alarma y se organizó una partida de búsqueda, y de nuevo se resignaron al misterio de silencio y dudas.
Pero, al final, uno volvió. Era Ed, el mayor, y su cabello y barbas pelirrojas se habían vuelto de un blanco nieve hasta cinco centímetros de las raíces. En su frente había una extraña cicatriz que era como un jeroglífico marcado a friego. Tres meses después de que él y su hermano Walker se desvanecieran, se deslizó en su casa durante la noche y desnudo a excepción de una manta extrañamente decorada que arrojó al fuego tan pronto como se puso sus propias ropas. Contó a sus padres que habían sido capturados por unos extraños indios — no wichitas o caddos— y hechos prisioneros en algún lugar hacia el oeste. Walker había muerto bajo tortura, pero él se las había arreglado para huir pagando un alto precio. La experiencia había sido particularmente terrible y no quería hablar de aquel asunto. Debía guardar reposo... y, de todas formas, no saldría ningún bien de dar la alarma para tratar de encontrar y castigar a los indios. No eran de una especie que pudieran ser capturados y castigados, y era especialmente importante para el bien de Binger — para el bien del mundo— que no fueran perseguidos a su escondrijo secreto. Mejor no despertar al pueblo con noticias de su llegada... debía subir las escaleras y dormir. Antes de ascender los desvencijados escalones hacia su cuarto, tomó papel y pluma de la mesa del vestíbulo, así como una pistola automática del cajón del escritorio de su padre.
Tres horas más tarde sonó un disparo. Ed Clay se había metido una bala en la sien con la pistola que empuñaba en la zurda, dejando una nota garrapateada sobre un folio en la destartalada mesa cercana a su cama. Había, según se vio después por el recortado cañón de la pluma y la estufa llena de papeles carbonizados, escrito originalmente mucho más, pero finalmente había decidido no contar cuanto sabía, excepto vagas insinuaciones. Los fragmentos supervivientes eran sólo un loco aviso garabateado en una escritura curiosamente vuelta del revés — los desatinos de una mente obviamente desquiciada por las penalidades— y que tenía que leerse de esa forma, algo bastante sorprendentemente para alguien que había sido siempre patán y prosaico:


Por amor de Dios nunca os acerquéis a ese montículo que es parte de alguna especie de mundo tan diabólico y viejo que no puedo hablar de ello Walker y yo fuimos y fuimos cogidos en la cosa casi se fundía a veces y se arreglaba luego y el mundo entero del exterior está tan indefenso por mucho que puedan hacer, ellos que son jóvenes por siempre como desean y vosotros podéis decir si son realmente hombres o sólo espectros, y que hacen no puede decir y ésta es sólo una entrada, podéis decir cuán grande la cosa entera es, después de lo que vimos no quiero vivir más Francia no era nada al lado de esto, y que la gente se aparte por dios están en peligro si le ven pobre Walker como estaba al final.
Sinceramente vuestro
Ed Clay


La autopsia reveló que todos los órganos del joven Clay estaban traspuestos de derecha a izquierda en su cuerpo, como si hubiera sido vuelto del revés. Si era algo que siempre fue, no pudo decirse de momento, pero más tarde se supo, por los archivos del ejército, que Ed había sido perfectamente normal cuando se incorporó a filas en mayo de 1919. Si había un error en algún sitio, o alguna metamorfosis sin precedentes había tenido lugar verdaderamente, es aún un misterio sin dilucidar, como lo es el origen de la cicatriz jeroglífica en su frente.
Esto supuso el final de las exploraciones del montículo. En los siguientes ocho años nadie se acercó al lugar, y pocos osaban aún enfocar un catalejo hacia él. De tiempo en tiempo, la gente continuaba observando nerviosamente la solitaria colina que se alzaba hoscamente contra el cielo occidental, y se estremecían ante la mota pequeña y oscura que paseaba durante el día, y ante el reluciente fuego fatuo que danzaba durante la noche. La cosa era aceptada en su totalidad como un misterio sin resolver, y, por común consenso, el pueblo rehuyó el asunto. Era, después de todo, bastante fácil evitar la colina, ya que el espacio era ilimitado en todas direcciones, y la vida comunitaria siempre sigue caminos trillados. Simplemente, el lado del pueblo que daba al montículo se dejó sin caminos, como si hubiera mar, o pantanos o desierto. Y es un curioso signo de la estolidez y esterilidad imaginativa del animal humano que las murmuraciones con, las que se advertía a niños y extraños para que se alejaran del túmulo derivaran de nuevo hacia el tosco cuento de un indio homicida y su mujer víctima. Sólo los hombres de la tribu de la reserva, y reflexivos ancianos como Abuela Compton, recordaban las sugerencias de implicaciones funestas y profundas amenazas cósmicas que redundaban en los desatinos de quienes habían vuelto cambiados y destruidos.
Era ya muy tarde, y Abuela Compton se había Ido hacía mucho a la cama, escaleras arriba, cuando Clyde acabó de contarme esto. No sabía qué pensar de este enigma espantoso, aunque me rebelaba contra cualquier indicio de conflicto con el cuerdo materialismo. ¿Qué influencia había llevado la locura, o el impulso de huir y vagabundear, a tantos que habían visitado el montículo? Aunque sumamente impresionado, yo estaba más espoleado que disuadido. Seguramente llegaría al fondo de este asunto, a condición de guardar la cabeza fría y una decisión inquebrantable. Compton vio mi disposición y agitó la cabeza con preocupación. Luego me invitó a seguirle fuera.
Caminamos desde la casa de madera a la tranquila senda o calle lateral y deambulamos unos pasos bajo la luz de una menguante luna de agosto por donde las casas comenzaban a clarear. La media luna aún estaba baja y no ocultaba demasiadas estrellas del cielo, así pude ver no sólo los occidentales reflejos de Altair y Vega, sino también el místico resplandor de la Vía Láctea, mientras miraba la vasta extensión de cielo y tierra en la dirección que Compton me seña1aba. Entonces, todo cuanto vi fue una chispa que no era una estrella... una brasa azulada que se movía y resplandecía contra la Vía Láctea, cerca del horizonte, y que parecía de algún modo más maligna y fatídica que nada en la bóveda que la cubría. En otro instante quedó claro que esta chispa llegaba desde la cumbre de alguna altura distante en la extensa y débilmente iluminada llanura; me volví hacia Compton con una pregunta.
— Sí — repuso—. Ésa es la luz-fantasrna azul... y ése es el montículo. No hay una noche en toda la historia que no haya sido vista.., ni ser viviente en Binger que quiera ir por la llanura hacia ella. Es un mal asunto, joven, y sería de sabios que dejara las cosas corno están. Mejor haría buscando en otro sitio, hijo; aborde cualquier otra leyenda injun de por aquí. Las tenemos para mantenerlo plenamente ocupado. ¡Bien lo sabe Dios!


II

Pero yo no estaba de humor para consejos, y, a pesar de que Compton me dió una acogedora habitación, no pude dormir ni un instante, aguardando lleno de impaciencia la siguiente mañana, con sus oportunidades para ver al espectro diurno y preguntar a los indios de la reserva. Pensaba abordar todo el asunto lenta y concienzudamente, haciéndome con todos los datos avalables de blancos y rojos antes de comenzar mis investigaciones arqueológicas. Me levanté y me vestí al alba, y en cuanto oí otros movimientos bajé las escaleras. Compton estaba encendiendo el fuego de la cocina mientras su madre se afanaba en la despensa. Al yerme cabeceó y, tras un momento, me invitó a salir al resplandor de la alborada. Sabía dónde íbamos, y mientras caminábamos por la senda yo lanzaba miradas hacia el oeste, sobre las llanuras.
Allí estaba el montículo.., muy lejos y con un aspecto muy curioso de artificial regularidad. Debía tener diez o doce metros de altura y unos cien metros de norte a sur, según vi. No era tan ancho corno de este a oeste, dijo Cornpton, ya que tenía el contorno aproximado de una elipse. Él, yo lo sabía, había ido y vuelto de allí varias veces. Mientras contemplaba el borde perfilado contra el azul intenso del Oeste, traté de vislumbrar cualquier irregularidacl y comencé a percibir algo moviéndose sobre él. Mi pulso se aceleró y así precipitadamente los poderosos binoculares que Compton me ofreció tranquilamente. Enfocando apresuradamente, al principio sólo distinguí una profusión de maleza en el distante borde del montículo.., luego algo apareció en mi campo de visión.
Era, indudablemente, una forma humana, y supe enseguida que estaba viendo al «fantasma indio» diurno. No me asombré de las descripciones, y que seguramente la figura alta, enjuta y vestida de oscuro, con el pelo negro sujeto por una banda, y un rostro surcado y cobrizo, inexpresivo y aquilino, parecía más un indio que cualquier otra cosa, según mi experiencia previa. Aunque mi entrenado ojo de etnólogo me dijo al mismo tiempo que ése no era un piel roja de cualquier clase conocida por la historia, sino una criatura de amplia variación racial y una cultura completamente diferente. Los indios modernos son braquicéfalos — cráneos redondeados— , y no es posible encontrar un dolicocéfalo, o cráneo alargado, salvo en los antiguos depósitos de los pueblo, datados hace 2.500 años o más, aunque la dolicocefalia de este hombre era tan pronunciada que la reconocí al momento, a pesar de la gran distancia y la mala definición de los binoculares. También vi que los bordados de su ropa mostraban una tradición decorativa totalmente distinta a cualquiera que nosotros conozcamos en el arte nativo del suroeste. Asimismo, llevaba atavíos de brillante metal y una espada corta o algo parecido en el costado, todo de un estilo completamente ajeno a cuanto antes hubiera conocido.
Mientras él paseaba de un lado a otro por la cima del montículo le seguí durante algunos minutos con los prismáticos, percatándorne de la flexibilidad de sus zancadas y el porte sereno de su cabeza; allí nació en mi la fuerte y persistente convicción de que este hombre, quienquiera que fuese o de donde fuese, ciertamente no era un salvaje. Era un producto de la civilización, sentí instintivamente, aunque de cuál era algo que no podía imaginar. Al cabo, desapareció más allá del extremo más alejado del montículo, corno si descendiera por la invisible y opuesta ladera, y yo bajé los prismáticos con una curiosa mezcla de desconcertados sentimientos. Compton me miraba enigmáticamente y cabeceó sin comprometerse.
—¿Qué le parece? —aventuró—. Esto es lo que hemos estado viendo en Binger cada día de nuestras vidas.
El mediodía me sorprendió en la reserva india hablando con el anciano Águila Gris.., quien, merced a algún milagro, aún vivía, aunque debía de tener cerca de ciento cincuenta años. Poseía una figura extraña e imponente — este adusto e indomable jefe de su gente, que había conocido forajidos y tratantes con ropas de piel de gamo adornadas con flecos, y oficiales franceses de calzón y tricornio— y me congratulé de ver que, gracias a mi aire de deferencia hacia él, pareció gustar de mí. Su aprecio, no obstante, tomó una desafortunada forma de oposición tan pronto supo lo que buscaba, y todo cuanto hizo fue precaverme contra la búsqueda que había emprendido.
—Tú, buen mozo... no molestar esa colina. Mala medicina. Muchos demonios bajo ella... cogerte si cavar. No cavar, no daño. Ir y cavar, no volver. Igual que cuando yo joven, igual que cuando mi padre ser joven. Siempre macho pasear de día y hembra sin cabeza pasear de noche. Siempre desde que hombre blanco con chaquetas metálicas llegar del alba y cruzar gran río, hace mucho, tres, cuatro veces más atrás que Águila Gris dos veces más que los franceses—, todo igual desde entonces. Más antes de eso, aquellos antiguos no ocultos, salir y hacer pueblos. Sacar mucho oro. Yo de ellos. Tú de ellos. Entonces llegar las grandes aguas, todo cambiar. Nadie salir, no dejar entrar a nadie. Entrar, no salir. No morir… no envejecer corno Águila Gris con valles en rostro y nieve en la cabeza. Casi corno el aire... algo hombres, algo espíritus. Mala medicina. A veces, durante la noche, un espíritu sale en medio hombre medio caballo con cuernos y lucha donde los hombres lucharon una vez.
Guárdate de ese lugar. No bueno. Tu buen mozo... márchate y deja solos a los antiguos.
Esto fue cuanto pude obtener del anciano jefe, y el resto de los indios no quiso decir nada. Pero si yo estaba preocupado, Águila Gris lo estaba aún más: obviamente, sentía gran pesar ante el pensamiento de que yo invadiera aquel sitio que él tanto temía. Mientras me volvía para dejar la reserva, me retuvo para una ceremonia de despedida final y, una vez más, trató de obtener mi promesa de abandonar la búsqueda. Cuando vio que sería infructuoso, extrajo algo, con cierta timidez, de un saco de piel de gamo que llevaba y me lo tendió solemnemente. Era un desgastado disco metálico, finamente cincelado, de unos cinco centímetros de diámetro, extrañamente decorado, perforado y pendiente de un cordel de cuero.
Tú no prometer, entonces Águila Gris no poder decir qué ser de ti. Pero si nada ayudarte, esto buena medicina. Recibirlo de mi padre, y éste de su padre que lo recibió de su padre, siempre atrás, cerca de Tiráwa, padre de todos los hombres. Mi padre decir: «Aléjate de los antiguos, aléjate de las pequeñas colinas y de los valles con cuevas.>> Pero si los antiguos llegan hasta ti, entonces muéstrales esta medicina. Ellos saben. Ellos hacerla hace mucho tiempo. Ellos mirar y no hacer mala medicina. Pero no puedo hablar. Aléjate de todas formas. Ellos no buenos. No hablar de lo que hacen.
Mientras hablaba, Águila Gris colgaba la cosa alrededor de mi cuello y vi que era en efecto un objeto sumamente curioso. Cuanto más lo miraba, más me maravillaba, ya que no sólo era pesado, oscuro, lustroso y de una materia ricamente jaspeada, un metal totalmente desconocido para mí, sino que lo que quedaba de sus grabados parecían ser obra de un arte maravilloso y una factura completamente desconocida. Una cara, tanto como pude ver, llevaba el grabado de una exquisitamente modelada serpiente, mientras que la otra mostraba una especie de pulpo u otro monstruo tentaculado. Había también jeroglíficos medio borrados, de una especie que ningún arqueólogo pudo identificar o siquiera ubicar conjeturalmente. Más tarde, con el permiso de Águila Gris, consulté a historiadores, antropólogos, geólogos y químicos, quienes estudiaron cuidadosamente el disco sin obtener más que una sarta de frustraciones. Desafiaba cualquier análisis o clasificación. Los químicos me dijeron que era una aleación de elementos metálicos desconocidos de gran peso atómico, y un geólogo sugirió que la sustancia debía tener origen meteórico, proveniente de desconocidos abismos del espacio interestelar. Que realmente salvara mi vida cordura o existencia como ser humano es algo que no me atrevo a afirmar, aunque Águila Gris está seguro de que así fue. Está de nuevo en su poder, ahora, y me pregunto si tiene alguna conexión con su extraordinaria edad. Todos sus antepasados pasaron del siglo, muriendo sólo en batalla. ¿Será posible que Águila Gris, si escapa a los accidentes, viva para siempre? Pero me estoy adelantando a mi historia.
Cuando volví al pueblo trate de conseguir más relatos sobre el montículo, pero sólo encontré chismes y oposición. Era realmente descorazonador ver cuán solícita era la gente sobre mi seguridad, pero tenía que hacer a un lado sus casi frenéticas demostraciones. Les mostré el amuleto de Águila Gris, y nadie había oído hablar de él o visto nada que se le pareciera remotamente. Concordaban en que no podía ser una reliquia india, e imaginaban que los antepasados del viejo jefe pudieron haberla obtenido de cualquier comerciante.
Cuando vieron que no podrían impedir mi viaje, los ciudadanos de Binger hicieron, con tristeza, lo que pudieron para equiparme. Sabiendo de antemano el trabajo que emprendía, ya tenía conmigo la mayor parte de mis suministros — machete y bayoneta para desbrozar la maleza y excavar, linternas eléctricas para las fases subterráneas que vendrían, cuerda, prismáticos, cinta métrica, microscopio y diversos objetos para las emergencias—; todo lo que, de hecho, pudiera ser convenientemente guardado en un petate adecuado. A este equipo sólo añadí el pesado revólver que el sheriff me obligó a usar, así como el pico y la pala con el que pensaba podría dejar expedito mi trabajo.
Decidí llevar estos complementos sobre e1 hombro, con una soga... ya que pronto vi que no podía esperar ayudantes o acompañantes. El pueblo podría mirarme, sin duda, a través de los telescopios y gemelos disponibles, pero no enviarían a ningún ciudadano a más de un metro por la aplanada llanura, hacia el solitario altozano. Mi partida quedó fijada para la siguiente mañana, y el resto del día fui tratado con el temeroso y molesto respeto que la gente da a quien se aproxima a un fatal desenlace.
Al amanecer — una nubosa aunque no amenazadora mañana—, el pueblo entero acudió a presenciar mi partida por la llanura polvorienta. Los binoculares mostraban al hombre solitario paseando como era habitual por el montículo, y decidí tenerlo a la vista tanto como me fuera posible durante mi aproximación. En el ultimo instante, un leve sentimiento de miedo me asaltó y me noté lo bastante débil y caprichoso como para dejar que el talismán de Águila Gris se balanceara por fuera de mi pecho, bien visible para cualquier ser o fantasma que pudieran sentir inclinación a respetarlo. Despidiéndome de Compton y su madre, partí con paso ligero a pesar del bulto en mi zurda, y el pico y la pala que resonaban colgados de mi hombro; llevando mis gemelos en la diestra y lanzando de tiempo en tiempo ojeadas al silencioso paseante. Según me acercaba al montículo, veía más claramente al hombre, e imaginé que podía detectar una expresión de infinita maldad y decadencia en sus arrugadas y lampiñas facciones. Era capaz también de ver su arnés de resplandores dorados con jeroglíficos muy similares a aquellos que mostraba el enigmático talismán. Las ropas y atavíos de la criatura mostraban exquisita factura y primor. Enseguida, con demasiada brusquedad, le vi partir hacia la parte más lejana del montículo y ponerse fuera de la vista. Cuando alcancé el lugar, unos diez minutos después de mi partida, no había nadie.
No es necesario describir cómo malgasté la primera parte de mi búsqueda en inspeccionar y circundar el montículo, tomando medidas y retrocediendo para verlo desde distintos ángulos. Me había impresionado tremendamente mientras me aproximaba, y parecía haber una especie de latente amenaza en sus contornos demasiado regulares. Era la única elevación de cualquier clase en aquella ancha y nivelada llanura, y no pude dudar ni por un instante que era un túmulo artificial. Las escarpadas laderas parecían completamente intactas y sin marcas de ocupación humana o pasaje. No había trazas de un camino hacia la cumbre, y, cargado como iba, sólo conseguí alcanzarla después de considerables dificultades. Cuando llegué a la cima, me encontré ante una meseta aproximadamente elíptica, cuyas dimensiones eran de unos 90 por 15 metros, uniformemente cubierta de hierba rala y espesos matorrales, algo totalmente incompatible con la constante presencia del andarín centinela. Esto me produjo un verdadero sobresalto, ya que mostraba, friera de toda duda, que el <>... Aquí, seguramente, había demasiado para que cualquier mente pudiera aceptarlo de golpe. Un mundo subterráneo... de nuevo aquella persistente idea que subyace en todos los cuentos indios y en todas las declaraciones de quienes habían regresado del túmulo. Y la fecha, 1545, ¿qué podía significar? En 1540, Coronado y sus hombres se habían internado, desde México, en las soledades del norte, pero, ¿no habían regresado en 1542? Mi ojo rastreó la parte abierta del rollo, y casi inmediatamente se posó en el nombre Francisco Vázquez de Coronado. El autor de aquel escrito, lógicamente, era uno de los hombres de Coronado...¿Pero qué hacía él en estos remotos parajes después de que su grupo se hubiera vuelto? Debía leer más, ya que otro vistazo me mostró que la parte desenrollada era simplemente un sumario de la marcha de Coronado hacia el norte, no difiriendo esencialmente de los sucesos conocidos por la historia.
Fue tan sólo la menguante luz lo que me contuvo de desenrollar y leer más, y en mi impaciente desconcierto casi me olvidé de espantarme ante la inminencia de la noche en este espantoso lugar. Otros, sin embargo, no habían olvidado el acechante terror, y escuché el distante griterío de un puñado de hombres que se habían acercado al borde de la ciudad. Respondiendo a las ansiosas llamadas, devolví el manuscrito a su extraño cilindro, al que el disco alrededor de mi cuello seguía adherido hasta que lo separé, y lo guardé junto con mi somero equipo, preparándome para partir. Dejando pico y pala
para el trabajo del día siguiente, tomé mi bulto y descendí las empinadas laderas del túmulo, y en otro cuarto de hora estaba de vuelta al pueblo, comentando y mostrando mi curioso hallazgo. Mientras caía la noche, mire atrás, hacia el montículo que acababa de dejar, y vi con un sobresalto que la débil antorcha azulada de la mujer-fantasma nocturna había comenzado a brillar.
Me aguardaba un duro esfuerzo ante el relato de arcaico español, pero sabía que debía conseguir tranquilidad y sosiego para lograr una buena traducción, por lo que renuentemente postergué la tarea hasta última hora de la noche. Prometiendo a las gentes una clara relación de mis descubrimientos por la mañana y dándoles amplias oportunidades de examinar el extraño e incitante cilindro, acompañé a Clyde Compton a casa y me retiré a mi cuarto para el proceso de traducción tan pronto como me fue posible. Mi anfitrión y su madre estaban ávidos de escuchar la historia, pero pensé que sería mejor esperar hasta que pudiera descifrar por completo el texto y les proporcioné un resumen conciso e infalible.
Abriendo mi bolsa bajo la luz de una sencilla bombilla, torné nuevamente el cilindro y noté el instantáneo magnetismo que atraía al talismán indio hacia su superficie cincelada. Los relieves centelleaban malignamente en el pulido y desconocido metal, y no pude menos que estremecerme mientras estudiaba las anormales y blasfemas formas que me espiaban con tal exquisita destreza. Ahora, desearía haber fotografiado tal trabajo... aunque quizás es mejor que no lo hiciera. De algo estoy realmente contento, y es de no haber podido identificar entonces el agazapado ser con cabeza de pulpo que dominaba la mayoría de los adornos, y que el manuscrito llamaba Tulu. Recientemente lo he asociado, así como a las leyendas del manuscrito conectadas con él, con algún folclor reciente sobre el monstruoso e inmencionable Cthulhu, un horror que bajó de las estrellas cuando la joven Tierra todavía estaba medio formada; de haber conocido las conexiones entonces, no podría haber permanecido en la misma habitación que el ser. El motivo secundario, una serpiente semi-antropomórfica, lo ubiqué con bastante facilidad como un prototipo de las concepciones sobre Yig, Quetzalcóatl y Kukulcan. Antes de abrir el cilindro, probé los poderes magnéticos sobre otros metales distintos del disco de Águila Gris, descubriendo que no existía atracción. No era un magnetismo común el que saturaba este mórbido fragmento de mundos desconocidos y lo ligaba a su estirpe.
Por fin, tomé el manuscrito y procedí a su traducción... trazando anotaciones sinópticas en inglés mientras lo hacía y, a cada paso, lamentando la falta de un diccionario de español cuando llegaba a alguna construcción o palabra especialmente oscura o arcaica. Había un aura de inefable extrañeza sobre aquel retroceso de casi cuatro siglos en mitad de mi continuada búsqueda... hacía un año en el que mis propios antepasados se asentaron, antiguos gentilhombres de Somerset y Devon bajo Enrique VIII, con sólo una noción de la aventura que emprendía su sangre en Virginia y el Nuevo Mundo; aunque entonces, como ahora, ese nuevo mundo tenía el mismo misterio oculto del túmulo que formaba mi actual esfera y horizonte. El sentido de retroceso era el más fuerte porque instintivamente sentía que el problema común al español y a mí era uno de tal intemporalidad abismal de tal impía y ultraterrena eternidad— que la brecha de cuatrocientos años entre ambos no era nada en comparación. No necesitaba más que una mirada a aquel monstruoso e insidioso cilindro para percatarme de los vertiginosos golfos que se abren entre todos los hombres de la tierra conocida y los misterios primordiales que representaba. Ante este abismo, Pánfilo de Zamacona y yo éramos contemporáneos; casi tanto como Aristóteles o Kéops y yo podríamos haberlo sido.


III

Sobre su juventud en Luarca, un pequeño y plácido puerto del Cantábrico, Zamacona cuenta poco. Fue un muchacho problemático, el menor de sus hermanos, y había llegado a Nueva España en 1532, con tan sólo veinte años. De sensible imaginación, había escuchado fascinado los perennes rumores acerca de ricas ciudades y mundos desconocidos en el norte... y en especial el relato del franciscano Marcos de Niza, que volvió de un viaje en 1539 con ardientes historias sobre la fabulosa Cíbola y sus grandes ciudades amuralladas con casas de azoteas de piedra. Oyendo hablar de la proyectada expedición de Coronado en busca de tales maravillas —y de los aún mayores prodigios que se murmuraba que aguardaban más allá, en la tierra de los bisontes—, el joven Zamacona se las ingenió para formar parte de aquellos trescientos y partió con ellos hacia el norte en 1540.
La historia da cuenta de tal expedición... cómo se descubrió que Cíbola era simplemente el mísero poblado Pueblo de Zuñi, y cómo De Niza fue enviado de vuelta a México, caído en desgracia por sus floridas exageraciones; cómo Coronado vio por primera vez el Gran Cañón y cómo en Cicuyé, en el Pecos, oyó de labios de un indio llamado El Turco hablar sobre la misteriosa tierra de Quivira, muy lejos hacia el noreste, donde el oro, la plata y los bisontes abundaban, y por donde fluía un río de dos leguas de anchura. Zamacona habla someramente de la estancia invernal en Tiguex, en el Pecos, y de la partida hacia el noreste en abril, donde el guía indígena demostró ser un falsario llevando a la expedición a extraviarse en una tierra de perros de la pradera, charcas salinas y errantes tribus cazadoras de bisontes.
Cuando Coronado despachó al grueso de sus fuerzas y realizó su marcha final de cuarenta y dos días con un destacamento muy pequeño y selecto, Zamacona se las arregló para ser incluido en tal partida de reconocimiento. Habla del fértil país y de los grandes barrancos arbolados, visibles sólo desde el borde de sus escarpadas laderas, y de cómo todos los hombres se alimentaban exclusivamente de carne de bisonte. Y luego llegaba la mención a los límites más lejanos de la expedición... la presumible pero descorazonadora tierra de Quivira con sus pueblos de cabañas de hierba, sus arroyos y ríos, su suelo rico y negro, sus ciruelas, nueces, uvas y moras, así como sus campos de maíz y los atavios de cobre de los indios. La ejecución de El Turco, el falso guía nativo, se comenta de pasada, y hay un comentario sobre la cruz que Coronado levantó en la ribera de un gran río en el otoño de 1541, una cruz que ostentaba la inscripción: "Hasta aquí llegó el gran general, Francisco Vázquez de Coronado".
Esta supuesta Quivira estaba sobre el paralelo 40 de latitud norte, y supe bastante más tarde que un arqueólogo de Nueva York, el doctor Hodge, la identificaba con el curso del río Arkansas por los condados de Barton y Rice, en Kansas. Ese era el antiguo hogar de los wichitas antes de que los siux los empujaran hacia el sur hasta lo que ahora es Oklahoma, y algunas de las aldeas de casas de hierba han sido encontradas y excavadas en busca de restos. Coronado realizó considerables exploraciones secundarias, llevado de acá para allá por los persistentes rumores sobre ricas ciudades y mundos ocultos que Insinuaban atemorizados los indios. Aquellos indígenas norteños parecían más temerosos y reacios a hablar sobre las supuestas ciudades y mundos que los indios mexicanos, aun que a la vez parecían más capaces de dar pistas certeras que los mexicanos, de haber querido u osado hacerlo. Sus imprecisiones exasperaron al jefe español, y, tras muchas búsquedas infructuosas, comenzó a castigar severamente a quienes le llevaban aquellas historias. Zamacona, más paciente que Coronado, encontró sumamente interesantes aquellos cuentos y aprendió lo bastante de la lengua local como para mantener largas conversaciones con un joven llamado Búfalo Acometedor, cuya curiosidad le había llevado hasta lugares mucho más lejanos de lo que sus compañeros de tribu habían osado penetrar.
Fue Búfalo Acometedor quien habló a Zamacona sobre los extraños portales de piedra, puertas o bocas de caverna existentes en el fondo de algunos de aquellos profundos y escarpados barrancos arbolados que la expedición había descubierto en su marcha hacia el norte. Aquellas aberturas, dijo, estaban casi ocultas por matorrales, y pocos las habían cruzado desde tiempos inmemoriales. Quienes los traspasaron, nunca volvieron... o en ciertas ocasiones lo hicieron locos o curiosamente mutilados. Pero todo aquello eran leyendas, ya que no se sabía de nadie que hubiera penetrado más allá de cierta distancia y que fuera recordado por los abuelos de los más ancianos. Búfalo Acometedor probablemente había ido más lejos que nadie y había visto lo bastante como para refrenar tanto su curiosidad como la sed del oro que se rumoreaba había allí.
Más allá de la abertura por la que había penetrado, había un largo pasadizo corriendo anárquicamente arriba y abajo, y dando vueltas, cubierto de espantosos relieves de monstruos y horrores como jamás hombre alguno viera. Por fin, tras indecibles millas de giros y descensos, había un resplandor de terrible luz azul, y el pasadizo se abría a un impactante mundo inferior. Sobre esto, el indio no quiso hablar más, ya que lo que había visto bastó para hacerle retroceder apresuradamente. Pero las ciudades doradas debían estar en alguna parte allí abajo, añadió, y quizás un blanco con la magia del bastón de trueno podría alcanzarlas. No osaba hablar de ello con el gran jefe Coronado, ya que éste no quería escuchar más cuentos de indios. Sí... podía mostrar a Zamacona el camino si el blanco quería abandonar la expedición y aceptar su guía. Pero él no traspasaría la abertura con el blanco. Había mal allí.
El lugar estaba a unos cinco días de marcha hacia el sur, cerca de la región de los grandes túmulos. Éstos tenían algo que ver con el maligno mundo de allí abajo: probablemente eran antiguos y primitivos pasadizos hacia él, ya que los Antiguos de abajo tuvieron en tiempos colonias en la superficie y comerciaron con hombres de todos sitios, aun en las tierras que se hundieron bajo las grandes aguas. Fue al sumergirse tales tierras cuando los Antiguos se encerraron abajo, rehusando tratar con la gente de la superficie. Los refugiados de los lugares hundidos les habían dicho que los dioses de la tierra exterior estaban enemistados con la humanidad y que ningún hombre podría sobrevivir en la tierra exterior, a no ser que friera un demonio aliado a dioses malvados. Fue por eso que se aislaron de la gente de la superficie e hicieron cosas espantosas a quienes se aventuraron abajo, donde ellos moraban. Habían colocado centinelas en cada una de las aberturas, pero en el transcurso de las edades se hizo poco necesario. No había muchos que osaran hablar sobre los ocultos Antiguos, y las leyendas sobre ellos probablemente habían degenerado en ciertos recuerdos fantasmales sobre su esporádica presencia. Parecía que la infinita antigüedad de esas criaturas les había acercado extrañamente a las fronteras del espíritu, porque sus fantasmales emanaciones eran habitualmente frecuentes y vívidas. Así, la región de los grandes túmulos se veía aún convulsa por espectrales batallas nocturnas, remedos de aquellas que se habían producido en los días anteriores a que las aberturas se cerraran.
Los propios Antiguos eran medio fantasmas... de hecho, se decía que no envejecían mucho ni se reproducían, vacilando eternamente en un estado entre carne y espíritu. El cambio no era completo, empero, ya que necesitaban respirar. Era porque el mundo subterráneo necesitaba aire que los portales de los grandes valles no estaban bloqueadas como las aberturas-túmulo de la llanuras. Dichas puertas, añadía Búfalo Acometedor, estaban probablemente basadas en fisuras naturales de la tierra. Se murmuraba que los Antiguos bajaron al mundo desde las estrellas cuando éste era muy joven, y que habían construido sus ciudades de oro puro porque la superficie no era apta para su forma de vida. Ellos eran los antepasados de todos los hombres, aunque nadie podía conjeturar de qué estrella — o de qué lugar más allá de las estrellas— vinieron. Sus ocultas ciudades estaban aún repletas de oro y plata, pero los hombres harían mejor en dejarlos solos, a no ser que estuvieran protegidos por magias verdaderamente poderosas.
Tenían bestias terribles, con leves trazas de sangre humana, sobre las que cabalgaban y a las que utilizaban para otros propósitos. Los seres, o eso se decía, eran carnívoros, y, como sus amos, gustaban de la carne humana; aunque los Antiguos ya no se reproducían, tenían una especie de clase esclava semihumana que también servia para alimentar a la población humana y animal. Había sido reclutada de forma muy extraña, y estaba complementada con una segunda casta de esclavos formada por cadáveres reanimados. Los antiguos sabían cómo convertir un cadáver en un autómata que podía durar casi indefinidamente y hacer alguna clase de trabajo dirigidos por órdenes mentales. Búfalo Acometedor dijo que toda la gente había llegado a comunicarse por medio de pensamientos puros: habían hallado, según pasaban eones de descubrimientos y estudios, la comunicación verbal rústica e innecesaria excepto para ritos religiosos y expresiones emocionales. Adoraban a Yig, el gran padre de las serpientes, y a Tulu, el ser con cabeza de pulpo que les había guiado desde las estrellas, y aplacaban a estas odiosas monstruosidades por medio de sacrificios humanos ofrendados de curiosas formas que Búfalo Acometedor no osó describir.
Zamacona quedó embelesado por el relato del indio, y resolvió inmediatamente aceptar su guía hacia el críptico portal del barranco. No creía en los detalles sobre extraños poderes atribuidos por la leyenda al pueblo oculto, ya que su experiencia en la expedición había sido una constante decepción de los mitos nativos sobre tierras desconocidas; pero sintió que algún territorio bastante maravilloso de riquezas y aventuras podía, no obstante, esconderse más allá de los pasadizos subterráneos extrañamente tallados. Al principio, pensó persuadir a Búfalo Acometedor para que contara su historia a Coronado ofreciéndole su amparo contra cualquier efecto del escepticismo del irritable jefe— pero más tarde decidió que una aventura en solitario sería mejor. Si no contaba con ayuda, no tendría que repartir lo encontrado y quizás podría convertirse en un gran descubridor y propietario de inmensas riquezas. Un éxito que le haría una figura más grande que el mismo Coronado... quizás un personaje más grande que nadie en Nueva España, incluso que el poderoso virrey don Antonio de Mendoza.
El 7 de octubre de 1541, estando próxima la medianoche Zamacona abandonó el campo español anexo a la población de casas de hierba y se reunió con Búfalo Acometedor para el largo periplo rumbo al sur. Viajó tan ligero como le fue posible, sin su pesado casco ni peto. De los pormenores del viaje, el manuscrito habla muy poco, pero Zamacona registra su llegada al gran barranco el 13 de octubre. El descenso por la ladera densamente arbolada no llevó mucho, y, aunque el indio tuvo problemas para localizar la entrada oculta tras la maleza, el Jugar finalmente apareció. El portal era una abertura angosta formada por monolíticas jambas y dintel de arenisca, y ostentaba signos de tallas recientemente borradas, ya indestinguibles. Su altura era de quizás metro y medio, y su anchura no más de noventa centímetros. Había oquedades en las jambas que indicaban la existencia antaño de una puerta con goznes, pero cualquier otro resto había desaparecido hacía mucho tiempo.
Ante esa boca negra, Búfalo Acometedor mostró considerable temor y abandonó sus suministros apresuradamente. Había provisto a Zamacona de un buen acopio de antorchas resinosas y provisiones, y le había guiado honestamente y bien, pero rehusó acompañarle en la aventura que les esperaba delante. Zamacona le dio las joyas que había guardado para una ocasión así y obtuvo su promesa de volver a la región en un mes; más tarde le mostró el camino del sur hacia las aldeas de los pueblos del Pecos. Una prominente roca, en la llanura sobre éstos, fue elegida como lugar de reunión; quien primero llegara acamparía hasta que el otro pudiera alcanzarle.
En el manuscrito, Zamacona se interroga pensativamente sobre cuánto aguardaría su vuelta el indio, ya que él mismo nunca pudo hacerlo. En el último momento, Búfalo Acometedor trató de disuadirle de sumirse en la oscuridad, pero pronto vio que era inútil y esbozó una estoica despedida. Antes de encender su primera antorcha y cruzar el umbral con su abultado fardo, el español observó la enjuta figura del indio trepando apresuradamente, y bastante aliviado, por entre los árboles. Era el fin de su último lazo con el mundo, aunque él no sabía que nunca volvería a ver a un ser humano — en el verdadero sentido del término— de nuevo.
Zamacona no sintió una inmediata premonición de maldad tras cruzar el ominoso portal, aunque desde el principio se vio sumergido en una extraña e insalubre atmósfera. El pasadizo, ligeramente más alto y ancho que la abertura, era durante muchos metros un túnel nivelado de ciclópea albañilería, con desgastadas losas bajo sus pies y bloques de granito y arenisca grotescamente tallados en los lados y el techo. Las tallas debieron ser espantosas y terribles a juzgar por la descripción de Zamacona, y, según parece, la mayoría de ellas giraban alrededor de los monstruosos entes Yig y Tulu. No se parecían a nada que el aventurero hubiera visto antes, aunque añadía que la arquitectura de los nativos de México era, en el mundo exterior, lo más similar. Tras de alguna distancia el túnel comenzaba a descender abruptamente, e irregular roca natural apareció por todos lados. El pasadizo parecía sólo parcialmente artificial, y las decoraciones estaban limitadas a ocasionales escenas con impactantes bajorrelieves.
Siguiendo un interminable descenso, cuyo desnivel creaba a veces grave peligro de resbalar y caer, la dirección del pasadizo se volvió sumamente errática y sus contornos variaban. A veces se estrechaba hasta una hendidura o se hacía tan bajo que era necesario detenerse y aun reptar, mientras que en otras ocasiones se ampliaba hasta desembocar en grandes cuevas o series de cuevas. Ciertamente, había muy pocas obras humanas en esa parte del túnel, aunque ocasionalmente un siniestro mural de jeroglíficos tallados en el muro, o un pasadizo lateral bloqueado, recordaban a Zamacona que esto era realmente el camino olvidado por los eones hacia un primordial e increíble mundo de seres vivientes.
Durante tres días, según sus cómputos, Pánfilo de Zamacona avanzó arriba, abajo, adelante o dando vueltas, pero. predominantemente hacia abajo, hacia esa oscura región de la noche paleogénica. En una ocasión, escuchó cómo algún Ignorado ser de las tinieblas se ale jaba de su camino correteando o aleteando, y en otra ocasión medio vislumbró un gran ser albino que le hizo estremecerse. La calidad del aire era habitualmente tolerable, a pesar de les fétidas zonas donde a cada paso se veía sumido, lo mismo que les grandes cavernas de estalactitas y estalagmitas provocaban una deprimente humedad. Esto último, como Búfalo Acometedor había advertido, obstruía bastante seriamente el camino, ya que los depósitos calizos de eras habían construido nuevos pilares en el camino de los primordiales habitantes del abismo. El indio, no obstante, había pasado a través de ellos rompiéndolos, por lo que Zamacona no encontró impedimentos a su viaje. Había un inconsciente alivio en el hecho de que alguien del mundo exterior hubiera estado allí antes... y la minuciosa descripción del indio había tocado les fibras de la sorpresa y lo inesperado. Además, el conocimiento de Búfalo Acometedor sobre el túnel le habían llevado a abastecerle de antorchas para la ida y la vuelta, conjurando el peligro de extraviarse en la oscuridad. Zamacona acampó dos veces, encendiendo un fuego cuyo humo fue despejado por la ventilación natural.
Durante lo que creyó finales del tercer día — aunque su fabuloso sentido del tiempo no era siempre tan digno de confianza como él supone—, Zamacona encontró los prodigiosos descenso y consiguiente ascenso que Búfalo Acometedor había ubicado en la última fase del túnel. Como en el primer tramo, se veían marcas de mejoras artificiales, y a veces el empinado talud era salvado por tramos de escalones toscamente tallados. La antorcha perfilaba cada vez más las monstruosas tallas de los muros, y finalmente el fulgor resinoso pareció mezclarse con una débil luz que aumentaba según Zamacona ascendía el último trecho descendente. Al cabo, cesó el ascenso, y un nivelado pasadizo de albañilería artificial con oscuros bloques de basalto le llevó directamente hacia adelante. No hubo entonces necesidad de antorchas, ya que todo el aire brillaba con una radiación azulada y casi eléctrica que relumbraba corno una aurora. Era la extraña luz del mundo interior que había descrito cl indio... y, en el instante siguiente, Zamacona salió desde túnel a una estéril y rocosa ladera que ascendía sobre él hasta un hirviente e impenetrable cielo de fulgores azulados y descendía vertiginosamente hacia una aparentemente ilimitada llanura velada de bruma azul.
Por fin había llegado al mundo desconocido, y de su manuscrito se deduce que escrutó el informe paisaje tan orgullosa y exaltadamente corno su compatriota Balboa contempló el recién descubierto Pacífico desde aquella inolvidable punta de Darién. Búfalo Acometedor había vuelto sobre sus pasos en este punto, espoleado por el miedo a algo que sólo podía describir vaga y evasivamente corno un rebaño de maligno ganado, ni caballo ni búfalo sino más bien como los seres que los espíritus del túmulo cabalgaban de noche... pero Zamacona no podía detenerse ante tales bagatelas. A pesar del miedo, se sintió colmado por un extraño sentimiento de gloria, ya que tenía suficiente imaginación corno para saber lo que significaba el estar sólo en un inexplicable mundo inferior cuya existencia no sospechaba ningún otro hombre blanco.
El suelo de la gran ladera que se remontaba sobre su cabeza y descendía bajo sus pies era de un gris oscuro, cubierto de rocas, sin vegetación, y de origen probablemente basáltico, y con una factura ultraterrena que le hacía sentirse como un invasor en un planeta extraño. La vasta y distante llanura, centenares de metros más abajo, no mostraba trazas que pudiera distinguir, ya que aparecía ampliamente velada por un vapor azulado e hirviente Pero más que ladera o llanura o nube, el fulgurante cielo de un luminoso azul impresionó al aventurero con una sensación de supremo misterio y asombro. Qué había creado aquel cielo en el interior de un mundo, él no podía decirlo, aunque sabía de las luces del norte e incluso las había visto una o dos veces. Concluyó que esta luz subterránea era un pariente lejano de la aurora, un punto de vista que los modernos pueden aprobar, aunque parece más probable que ciertos fenómenos radiactivos puedan estar implicados en el asunto.
A espaldas de Zamacona, la boca del túnel que había recorrido bostezaba oscuramente, enmarcada por un zaguán de piedra muy parecido al que había cruzado en el mundo superior, excepto que era de basalto negro grisáceo en vez de arenisca roja. Había odiosas esculturas, aún en buen estado de conservación y quizás acordes con aquellas otras del portal exterior que el tiempo había desgastado. La ausencia de erosión allí indicaba un clima seco y templado; de hecho, el español casi comenzó a notar la deliciosa estabilidad de temperatura que caracteriza al aire del interior del norte. En las jambas de piedra había trabajos que indicaban la antigua presencia de bisagras, pero no había restos de puerta o portón. Sentándose para descansar y pensar, Zamacona aligeró su bulto, apartando comida y antorchas suficientes como para llevarle de vuelta por el túnel. Luego procedió esconderlos en la abertura, bajo un montón de piedras formado apresuradamente con los fragmentos rocosos que había por doquier. Después, reajustando su aligera do bagaje, comenzó el descenso hacia la distante llanura, preparándose para invadir una región en la que ningún ser viviente de la tierra exterior había penetrado en un siglo o más, y que el hombre blanco jamás había pisado, y de la que, si las leyendas eran ciertas, ninguna criatura orgánica había regresado jamás cuerda.
Zamacona se encaminó con paso vivo por la empina da e interminable cuesta; sus progresos eran entorpecidos a veces por resbalones causados por fragmentos de rocas sueltos o por la excesiva pendiente. La distancia a la llanura envuelta en brumas debía ser enorme, ya que muchas horas de andar no le dejaron más cerca, aparentemente, de lo que había estado, Sobre él, se alzaba la gran cuesta ascendiendo hacia un brillante mar aéreo de azulados fulgores. El silencio era total, por lo que sus pisadas y la caída de piedras que hacía rodar resonaban en sus oídos con pasmosa claridad. Aproximadamente al mediodía, descubrió por primera vez las anormales huellas que le hicieron pensar en las terribles insinuaciones de Búfalo Acometedor, su precipitada huida y el terror que le perduraba de forma tan extraña.
La naturaleza del suelo sembrado de rocas presentaba pocas oportunidades para huellas de ningún tipo, pero un lugar de bastante desnivel había propiciado la perdida de detritos que se acumulaban en una cresta, dejando una considerable área de tierra gris negruzca absolutamente desnuda. Allí, en una entremezclada confusión que indicaba el amplio deambular sin objeto de un gran rebaño, Zamacona encontró las extrañas pisadas. Cuánto atemorizó esto al español puede deducirse de sus posteriores insinuaciones sobre las bestias. Describe las pisadas como «ni pezuñas, ni manos, ni pies, y no exactamente garras.., no lo bastante para que esto provoque alarma». Porque cuánto tiempo hacía que estuvieron los seres allí, no era fácil de colegir. No había vegetación visible, por lo que el forrajeo estaba fuera de cuestión; pero, por supuesto, si las bestias eran carnívoras podían haber estado cazando pequeños animales cuyos rastros ocultarían los suyos propios.
Mirando hacia atrás, desde este lugar a las alturas, Zamacona creyó detectar indicios de un gran y tortuoso camino que una vez habría llevado desde la boca del túnel a la llanura. La visión de que este primitivo camino sólo era posible gracias a una amplia vista panorámica, ya que la acumulación de fragmentos rocosos caídos lo había obstruido hacia mucho tiempo, pero el aventurero no pudo tener la certeza de que hubiera existido realmente Probablemente, no había sido una gran ruta pavimentada, ya que, por el pequeño túnel del que partía, más parecía un camino hacia el mundo exterior. Eligiendo una ruta directa de descenso, Zamacona no había seguido aquella carretera serpenteante, aunque debió cruzarlo una o dos veces. Atento ahora a esta circunstancia, observó hacia delante para ver si podía seguir su trazado hasta la llanura, y finalmente creyó haberlo conseguido. Se decidió a investigar su superficie la próxima vez que lo cruzara y quizás seguir su trazado el resto del camino, si podía distinguirlo.
Retomando la marcha, Zamacona llegó algún tiempo más tarde a lo que consideró una curva del antiguo camino. Había signos de pendiente y antiguos trabajos sobre la superficie rocosa, aunque no lo bastante para que mereciera la pena seguir la ruta. Mientras escarbaba el suelo con su espada, el español descubrió algo que relucía bajo la eterna luz diurna azul, y se estremeció al descubrir una especie de moneda o medalla de un oscuro, desconocido y lustroso metal con odiosos diseños a cada lado. Era total y desconcertantemente extraño para él, y por su descripción no me queda ninguna duda de que era un duplicado del talismán que me dio Águila Gris casi cuatro siglos más tarde. Guardándoselo tras un largo y atento examen, prosiguió el camino, acampando por fin a una hora que él estimó sería la tarde del mundo exterior.
El día siguiente, Zamacona se levantó temprano y prosiguió el descenso a través de aquel mundo de brumas de luces azuladas, desolación y silencio sobrenaturales. Según avanzaba, por fin comenzó a discernir unos pocos objetos en la distante llanura de abajo: árboles, matorrales, rocas y un pequeño río que quedó a la vista desde la derecha, curvándose hacia un punto a la izquierda de su curso visible. El río parecía estar cruzado por un puente conectado con el camino de bajada, y, prestando atención, el explorador pudo distinguir el trazado de la carretera de más allá, en una línea recta sobre la llanura. Al fin, fue capaz de detectar ciudades desparramadas a lo largo de la rectilínea cinta; ciudades cuyos flancos izquierdos llegaban al río y a veces lo cruzaban. Cuando esto ocurría, según vio mientras descendía, había siempre signos de puentes, bien en ruinas, bien conservados. Ahora se hallaba en el centro de una dispersa vegetación herbosa, y vio que más abajo se espesaba más y más. El camino era fácil de distinguir ahora, ya que su superficie desnudaba el suelo estéril de hierba. Los fragmentos rocosos eran menos frecuentes, y los áridos paisajes a su espalda parecían desolados y poco acogedores en contraste con el presente panorama.
Fue en ese día cuando vio la borrosa mancha desplazándose sobre la distante llanura. Desde su primer encuentro con las siniestras huellas no había encontrado nada más, pero algo en aquella lenta y deliberada masa móvil le asqueó. Nada excepto un rebaño de animales paciendo podía moverse así, y, tras ver las pisadas, no deseaba encontrarse con los seres que las habían hecho. Todavía, la masa móvil no estaba cerca del camino.., y su curiosidad y avidez por el fabuloso oro eran grandes. ¿Además, quién podría realmente juzgar las cosas basándose en vagas y entremezcladas pisadas, o a las confidencias estremecidas de pánico de un indio ignorante? Forzando la vista para distinguir la masa móvil, Zamacona comenzó a percatarse de algunas otras cosas interesantes. Una era que algunas partes de las ahora inconfundibles ciudades resplandecían de forma extraña en la brumosa luz azul. Otra era que, cerca de las ciudades, algunas estructuras más aisladas de similares fulgores se desparramaban por doquier a lo largo de la ruta o sobre la llanura. Parecían alzarse entre masas de vegetación, y aquellas que estaban fuera de la carretera tenían pequeñas avenidas que las conectaban con el camino. Ni humo ni otras señales de vida podían discernirse sobre ninguna de las ciudades o construcciones. Por fin, Zamacona vio que la llanura no era infinita, aunque la entrevelante bruma azul se lo había hecho parecer. Estaba limitada en la remota distancia por una cadena de bajas colinas, cerca de una brecha en la que el río y la carretera parecían confluir. Todo esto — especialmente el resplandor de algunos pináculos de las ciudades— era sumamente visible cuando instaló su segundo campamento entre la interminable bruma azul. Igualmente, descubrió la presencia de bandadas de aves que volaban muy alto y cuya exacta naturaleza no pudo describir.
La siguiente tarde — usando el lenguaje del mundo exterior, tal y como lo hace en todo momento el manuscrito—Zamacona alcanzó la silenciosa llanura y cruzó el tranquilo y silencioso río por un puente de basalto de extrañas tallas y excelente estado de conservación. El agua era clara y contenía grandes peces de un aspecto verdaderamente extraño. El camino estaba ahora pavimentado y a veces cubierto de malas hierbas y lianas rastreras, y su curso ocasionalmente estaba flanqueado por pequeños pilares que ostentaban oscuros símbolos. A cada lado había hierba con esporádicas agrupaciones de árboles o matorrales, y desconocidas flores azules salpicando irregularmente todo el área. En todo momento, algún movimiento espasmódico de la hierba delataba la presencia de serpientes. En el transcurso de algunas horas, el viajero alcanzó un soto de antiguos árboles de hoja perenne y aspecto extraño que sabía, por distantes vistazos, protegía una de las aisladas estructuras de techumbres resplandecientes. Entre la apretada vegetación, vio los pilares odiosamente esculpidos de un pórtico de piedra que daba al camino, y tuvo que abrirse paso a través de zarzas sobre un enlosado camino cubierto de musgo y flanqueado por inmensos árboles y bajos pilares monolíticos.
Por fin, en aquellos silenciosos contraluces verdes, vio la desmoronada e increíblemente antigua fachada del edificio... un templo, sin duda. Era una masa de nauseabundos bajorrelieves, representaciones de escenas y seres, objetos y ceremonias que verdaderamente no podían tener lugar ni en éste ni en cualquier otro planeta cuerdo. Ante tales cosas, Zamacona muestra por primera vez un temor pío y estremecido que contrasta con el valor informativo del resto de su manuscrito. No podemos por menos que lamentar que el ardor católico de aquel español renacentista haya calado tan hondo en su pensamiento y sentimientos. Las puertas del lugar estaban abiertas de par en par, y una oscuridad absoluta colmaba el interior sin ventanas. Superando la repulsión provocada por las esculturas murales, Zamacona entrechocó pedernal y acero, encendiendo una antorcha resinosa, y, haciendo a un lado las lianas que le estorbaban, cruzó audazmente el ominoso umbral.
Durante un instante quedó estupefacto ante lo que vio. No era que todo estuviera cubierto por el polvo y las telarañas de eones inmemoriales, ni los palpitantes seres alados o las espantosamente repugnantes esculturas de las paredes, las extravagantes formas de los múltiples cuencos y pebeteros, el siniestro altar piramidal con la cúspide hueca o la monstruosa anormalidad con cabeza de pulpo, forjada en algún extraño y oscuro metal, que acechaba agazapado sobre su pedestal recubierto de jeroglíficos y que tuvo el poder de arrancarle incluso un grito sobresaltado. No era nada tan ultraterreno como eso... sino simplemente el hecho de que — excepto el polvo, las telarañas, los seres alados y el gigantesco ídolo de ojos esmeralda— cada partícula de materia visible era de oro puro y evidentemente macizo.
Aún el manuscrito, redactado con posterioridad a que Zamacona supiera que el oro era el material más comúnmente empleado en la construcción en aquel mundo inferior que contenía inagotables aluviales y filones de este metal, refleja la excitación desaforada que el viajero sintió al descubrir súbitamente la fuente real de todas las leyendas indias sobre ciudades de oro. Durante un tiempo, la capacidad de observación le abandonó, pero, al fin, recobró sus facultades ante una peculiar sensación de tracción en el bolsillo de su jubón. Buscando la causa, descubrió que el disco de extraño metal que había encontrado en la abandonada carretera era fuertemente atraído por el inmenso ídolo de cabeza de pulpo y ojos de esmeralda aposentado en el pedestal, y que ahora vio que estaba forjado en el mismo y exótico metal desconocido. Más tarde aprendería que esa extraña sustancia magnética — tan poco común en el mundo interior como en el exterior de los hombres— es el metal más preciado del abismo iluminado de azul. Nadie sabe qué es o dónde existe en estado natural: llegó a este planeta de las estrellas junto con la gente cuando el gran Tulu, el dios de cabeza de pulpo, lo trajo por primera vez a este mundo. De hecho, su única fuente conocida era un depósito de artefactos preexistentes que incluían multitudes de ídolos ciclópeos. Jamás pudo ser clasificado o analizado, y aun su magnetismo se daba sólo con los metales de su propia clase. Era el supremo metal ceremonial del pueblo oculto, y su uso estaba regulado por costumbres, de tal manera que sus propiedades magnéticas no pudieran causar inconvenientes. Una aleación muy débilmente magnética con metales como el oro, la plata, el cobre o el cinc, había sido la unidad monetaria del pueblo oculto en un periodo de su historia.
Las reflexiones de Zamacona sobre el extraño ídolo y su magnetismo se vieron turbadas por un tremendo espasmo de miedo cuando, por primera vez en aquel silencioso mundo, escuchó el rumor de un sonido que obvia y definidamente se acercaba. No había posibilidad de error sobre su naturaleza. Era la atronadora carga de un rebaño de grandes bestias, y, recordando el pánico del indio, las huellas y la distante masa en movimiento, el español se sobresaltó con aterrorizada anticipación No analizó su posición o el significado de esta estampida de grandes bestias destructivas, sino que simplemente respondió a la elemental urgencia de la autoprotección. Los rebaños desbocados no se detienen a buscar víctimas en lugares oscuros, y, en el mundo exterior, Zamacona hubiera sentido poca o ninguna alarma en el interior de un masivo edificio resguardado por un soto. Algún instinto, no obstante, provocó en esta ocasión un profundo y peculiar terror en su alma, y él buscó frenéticamente a su alrededor alguna forma de salvación.
No hallando refugios útiles en el gran interior patinado de oro, supo que debía cerrar la puerta, durante largo tiempo fuera de uso, que aún colgaba de sus antiguos goznes abierta contra el muro interior. Tierra, raíces y musgo habían invadido el interior, por lo que hubo de excavar un camino para el gran portón dorado con su espada, pero se las arregló para hacer tal trabajo velozmente bajo el espantado acicate del ruido que se aproximaba. El batir de cascos era más alto y amenazador en el momento en que comenzó a tirar de la pesada puerta, y por un instante sus miedos alcanzaron cotas frenéticas, mientras que las esperanzas de desatascar el metal atorado por la edad se debilitaban. Entonces, con un crujido, la puerta cedió a sus fuerzas juveniles y se enfrascó en una enloquecida serie de empujones y tirones. Entre el bramido de desbocadas e invisibles pezuñas, acabó lográndolo; y la pesada puerta dorada se cerró, sumiendo a Zamacona en una total oscuridad sólo rota por la antorcha encendida que había colocado entre las patas de un trípode. Había una tranca, y el espantado aventurero rezó a su santo patrón para que aún estuviera en funcionamiento.
El sonido fue la única respuesta que recibió al fugitivo. Al estar aquel rugido prácticamente encima, se dispersó en pisadas diferenciadas, como si el soto de hoja perenne hubiera obligado al rebaño a disminuir velocidad y a desbandarse. Pero las patas continuaron aproximándose, y se le hizo evidente que las bestias avanzaban entre los árboles para circundar los muros odiosamente tallados del templo. En la curiosa intencionalidad de sus pisadas, Zamacona notó algo alarmante y repulsivo, y no le gustaron los hostiles sonidos, audibles aún a través de los gruesos muros de piedra y las pesadas puertas doradas. En una ocasión, la puerta resonó sobre sus antiguos goznes, corno si hubiera recibido un pesado impacto, pero afortunadamente resistió. Entonces, tras lo que pareció un intervalo eterno, escuchó pasos que retrocedían y comprendió que sus desconocidos visitantes se marchaban. Ya los rebaños no parecían ser muy numerosos, podía quizás aventurarse con seguridad en el exterior en media hora o menos, pero Zamacona no quiso correr riesgos. Abriendo su bagaje, preparó su campamento sobre las doradas baldosas del sucio del templo, con la gran puerta aún trabada contra cualquier visitante, y cayó rápidamente en un sueño más profundo que cualquiera de los habidos en los espacios iluminados de azul del exterior. Ni siquiera pensó en la infernal masa con cabeza de pulpo del gran Tulu, forjado en un metal des conocido, acechándole con ojos de pescado color verde mar y que se agazapaba en la oscuridad sobre él en su monstruoso pedestal cubierto de jeroglíficos.
Sumido en la oscuridad por primera vez desde que abandonara el túnel, Zamacona durmió larga y profundamente. Debió ser más tiempo que el sueño que habla perdido en su dos acampadas previas, cuando el eterno fulgor del cielo le habla mantenido despierto a. pesar de la fatiga, ya que otros pies vivientes cubrieron grandes distancias mientras yacía en su saludable descanso sin sueños. Fue bueno que reposan profundamente, ya que habla muchas cosas extrañas que ver en su siguiente periodo de consciencia.


IV

Finalmente, fue un atronador golpeteo sobre la puerta lo que despertó a Zamacona. Se abrió paso entre sus sueños y disipó las persistentes brumas de la somnolencia tan pronto como supo lo que era. No podía haber error: era una llamada humana, definida y perentoria, realizada aparentemente con algún objeto metálico y con toda la medida cualidad de un pensamiento consciente o voluntad implicados en el hecho. Cuando el somnoliento hombre se alzó desmañadamente sobre sus pies, una aguda nota vocal se añadió al requerimiento: fue alguien llamando con una voz no exenta de musicalidad, una fórmula que cl manuscrito trata de transcribir como <>. Cerciorándose de que los visitantes eran hombres y no demonios, y pensando que no tenían ningún motivo para considerarlo un enemigo,
Zamacona decidió encararlos abiertamente y al instante, y, por consiguiente, tiró del antiguo pestillo hasta que la puerta dorada crujió, abriéndose bajo la presión de quienes estaban fuera.
Al abrirse el gran portón, Zamacona quedó frente a un grupo de unos veinte individuos cuyo aspecto no parecía calculado para provocarle alarma. Parecían ser indios; aunque sus ropas de buen gusto, arreos y espadas no se parecían a nada que hubiera visto entre las tribus del mundo exterior, y sus rostros mostraban multitud de sutiles diferencias con el tipo indio. No tenían aspecto de ser ciegamente hostiles, eso estaba claro, ya que en vez de amenazarle de cualquier forma, simplemente le miraron atenta y significativamente a los ojos, corno si esperaran que su mirada diera paso a algún tipo de comunicación. Cuanto más le miraban, más creía conocer su misión; porque, aunque nadie había hablado desde la llamada vocal previa a la apertura de la puerta, se encontró descubriendo lentamente que habían llegado de la gran ciudad más allá de las bajas colinas a lomos de animales y que habían sido reclamados por bestias que habían informado de su presencia; que ellos no estaban seguros de la clase de persona que era o de dónde había llegado, pero sabían que debía estar asociado con aquel mundo exterior brumosamente recordado y que a veces visitaban en curiosos sueños. Cómo leyó todo esto en la mirada de los dos o tres cabecillas, no le fue posible explicarlo, aunque lo supo un instante después.
Primero trató de dirigirse a sus visitantes en el dialecto wichita que había aprendido de Búfalo Acometedor, y, al no obtener una respuesta verbal, lo intentó sucesivamente en azteca, español, francés y latín, añadiendo posteriormente fragmentos de vacilante griego, gallego y portugués, e incluso el bable campesino de su Asturias natal, todo cuanto fue capaz de recordar. Pero ni siquiera este despliegue políglota — todo su bagaje lingúístico —obtuvo una respuesta. Cuando, sin embargo, se detuvo perplejo, uno de los visitantes comenzó a hablar en un lenguaje completamente extraño y bastante fascinante cuyos sonidos cl español tuvo más tarde muchas dificultades para trasladar al papel. Ante su incapacidad de entenderlo, su interlocutor señaló primero sus propios ojos, luego la frente y después sus ojos de nuevo, como conminándole a mirarle para absorber lo que trataba de trasmitirle.
Zamacona obedeciendo, se encontró rápidamente en posesión de alguna información. Esa gente, aprendió, conversaba usualmente por medio de emisiones no vocales de pensamiento, aunque primitivamente habían utilizado un idioma que aún sobrevivía, así como la lengua escrita, y que todavía empleaban con motivos tradicionales o cuando fuertes sentimientos requerían una salida espontánea. Pudo entender esto simplemente concentrando su atención en aquellos ojos, y pudo responder creando una imagen mental de cuanto deseaba decir y enviando la esencia de esto con la mirada. Cuando el emisor cesó, aparentemente invitándole a responder, Zamacona intentó, lo mejor que pudo, seguir las instrucciones; pero parece que no le fue demasiado bien. Entonces movió la cabeza y trató de describirse a sí mismo y a su periplo mediante signos. Apuntó arriba, como hacia el mundo exterior, luego cerró los ojos e hizo signos que. indicaban cavar como un topo. Después abrió los ojos de nuevo y apuntó abajo, tratando de indicar su descenso por la gran ladera. Experimentalmente, mezcló una o dos palabras con los gestos: por ejemplo, apuntándose sucesivamente y señalando a todos sus visitantes, dijo <> Tras lo cual, sólo tenemos silencio y conjeturas... y la evidencia suministrada por la presencia del propio manuscrito y lo que este indica.


V

Cuando acabé mi anonadante tarea de leer y tomar notas, el sol matutino estaba alto en los cielos. La bombílía estaba aún encendida, pero tales cosas del mundo real — el moderno mundo exterior— estaban muy lejos de mi turbado cerebro. Sabía que estaba en mi habitación de la casa de Clyde Compton en Binger, ¿pero, con qué monstruoso panorama me había tropezado? ¿era esta cosa un truco o una crónica de locura? Si era una mistificación, ¿Era algo del siglo XVI o actual? La antigüedad del manuscrito era aparentemente genuina para mis ojos, no inexpertos del todo, y, sobre el problema representado por el extraño cilindro metálico, no me atrevía a pensar.
Además, qué monstruosamente exacta explicación de todo el desconcertante fenómeno del túmulo.., de las aparentemente insensatas y paradójicas acciones de los fantasmas diurnos y nocturnos, y ¡de los extraños casos de locura y desapariciones! Era incluso una explicación condenadamente plausible — diabólicamente consistente —, si uno pudiera aceptar lo increíble. Debía ser una tremenda falsedad pergeñada por alguien que conocía todo el asunto del túmulo. Había incluso indicios de sátira social en aquel increíble mundo inferior de horror y decadencia. Seguramente era una inteligente falsificación, obra de algún cínico oculto, algo así como las plúmbeas cruces de Nuevo México, que algún payaso plantara y pretendiera descubrir como reliquia de alguna olvidada Edad Oscura colonia de Europa.
Al bajar a desayunar, apenas sabia qué decir a Compton y su madre, así como a los preguntones que habían ya comenzado a llegar. Todavía aturdido, corté el nudo gordiano dando unos pocos esbozos de las notas que había tomado e insinuando mi creencia de que la cosa era un sutil e ingenioso fraude realizado por algún explorador previo del montículo; una creencia con la que todo el mundo pareció estar de acuerdo cuando comenté la esencia del manuscrito. Es curioso cómo todo el grupo del desayuno — y todos los demás de Binger con quienes repetí la discusión— parecieron encontrar un gran alivio en la noción de que alguien estaba jugando a reírse de los demás. Pero habíamos olvidado que la conocida y reciente historia del túmulo presentaba misterios tan extraños como los del manuscrito, y tan alejados de soluciones aceptables como él.
Los miedos y dudas volvieron cuando pedí voluntarios para acompañarme en mi visita al túmulo. Deseaba una gran partida de excavación, pero la idea de ir a aquel desazonador lugar no parecía más atractiva para la gente de Binger de lo que era el día anterior. Yo mismo sentí un creciente horror al mirar el túmulo y contemplar la móvil mancha que sabía era el centinela diurno, ya que, a despecho de mi escepticismo hacia las fantasías de aquel manuscrito, me impresionaba y daba a todo lo tocante al lugar un nuevo y monstruoso significado. Me faltó completamente el valor para enfocar a la mota móvil con mis binoculares. En cambio, lo rehuí con esa especie de desesperación que desplegamos en las pesadillas... cuando, sabiendo que soñamos, nos zambullimos desesperadamente en lo más profundo de los horrores, esperando así que desaparezcan antes. Mi pico y pala estaban todavía allí, y sólo tenía que llevar mi equipo y toda la parafernalia menor. A eso añadí el extraño cilindro y su contenido, sintiendo vagamente que podría tener algún valor el cotejar parte del verde escrito del texto español. Incluso una astuta mistificación podía fundarse en algún atributo verdadero del túmulo descubierto por un primitivo explorador, ¡y aquel metal magnético era condenablemente extraño! El críptico talismán de Aguila Gris pendía de su cordel de cuero alrededor de mi cuello.
No presté excesiva atención al túmulo mientras me aproximaba, pero cuando lo alcancé no había nadie a la vista. Repitiendo mi ascenso previo del anterior día, me sentí turbado por pensamientos de lo que podía yacer cerca si por merced de algún milagro parte del manuscrito tuviera algo de razón. En tal caso, no podía evitar pensar, el hipotético español Zamacona podía realmente haber alcanzado el mundo exterior cuando le sobrevino algún desastre, quizás una involuntaria rematerialización. Pudiera naturalmente, en aquel caso; haber sido capturado por cualquier centinela que estuviera de guardia en aquel momento — tanto el hombre libre caído en desgracia como, oh suprema ironía, la misma T’la-yub que había planeado y ayudado en su primer intento de fuga— y, en la consiguiente lucha, el cilindro con el manuscrito podía muy bien haber caído en la cima del montículo, siendo olvidado y gradualmente enterrado durante los siguientes cuatro siglos. Pero, añadía para mí mientras trepaba hacia la cumbre, uno no podía pensar en cosas tan extravagantes. Es más, si había algo de cierto en el relato, Zamacona debió sufrir un monstruoso destino cuando fue llevado de vuelta... el anfiteatro... mutilación... guardias en algún lugar del malsano y nitroso túnel como esclavo muerto en vida... unos lisiados fragmentos corporales como centinela automático del interior...
Fue un verdadero golpe lo que provocaron estas enfermizas especulaciones en mi cabeza, pues al mirar alrededor de la cumbre elíptica vi que mi pico y pala habían desaparecido. Era un descubrimiento sumamente
provocador y desconcertante; enigmático, también, en vista de la aparente reluctancia de toda la gente de Hinger a visitar el túmulo. ¿Era tal renuencia fingida, y los chistosos del pueblo estaban burlándose ahora de mi desconcertada llegada, cuando me miraban solemnemente apenas diez minutos antes? Cogí mis prismáticos y estudié el boquiabierto grupo al borde del pueblo. No... no parecían tener aspecto de haber alcanzado ningún cómico clímax, ni el asunto parecía ser el remate de. una colosal broma en el que todos los aldeanos y la gente de la reserva estuvieran involucrados... ¿leyendas, manuscrito, cilindro y todo? Pensé en cómo había visto al centinela en la distancia y cómo se había desvanecido inexplicablemente; pensé también en la conducta del anciano Águila Gris y en las palabras y expresiones de Compton y su madre, y en el inconfundible miedo de la mayoría de la gente de Binger. En conjunto, no podía ser una broma pueblerina. El miedo y el problema eran seguramente reales, aunque obviamente había uno o dos bromistas temerarios en Binger que se habían escurrido hasta el túmulo para retirar los útiles que había dejado en él.
Todo en el montículo estaba como lo dejara: la maleza cortada con mi machete, la pequeña depresión en forma de cuenco hacia el borde norte, y el agujero que había hecho con mi bayoneta siguiendo el magnetismo revelado por el cilindro. Juzgando demasiado grande una concesión a los desconocidos bromistas el volver a Binger en busca de otro pico y pala, decidí seguir con mi plan lo mejor que pudiera con el machete y la bayoneta de mi equipo; así que, sacándolas, comencé a excavar la depresión en forma de cuenco que había determinado como un posible lugar para una primitiva entrada al túmulo. Mientras procedía, sentí de nuevo la sugestión de un repentino viento soplando contra mi tal como había notado el día anterior.., una sugestión que parecía más fuerte, e insinuar aún más fuerte la presencia de invisibles e informes manos oponentes sujetando mis muñecas mientras cavaba más y más profundo por el suelo rojo lleno de raíces y alcanzaba el exótico barro negro de debajo. El talismán alrededor de mi cuello parecía sacudirse de forma extraña en la brisa.., pero no en una sola dirección, como cuando era atraído por el cilindro enterrado, sino vaga y difusamente, en una forma totalmente inexplicable.
Entonces, sin previo aviso, la tierra negra y llena de raíces bajo mis pies comenzó a hundirse estrepitosamente, mientras escuchaba un débil sonido de materia suelta cayendo bajo mi peso. El viento, fuerzas o manos oponentes parecían estar operando de nuevo desde el mismo lugar del hundimiento, y sentí que ayudaban a mi retroceso mientras me apartaba del agujero para evitar yerme arrastrado por un derrumbamiento. Inclinándome sobre el borde y cortando el mohoso enredo de raíces con mi machete, sentí que de nuevo me atacaba... pero no lo bastante fuerte como para detener mi trabajo. Cuantas más raíces cortaba, más materia escuchaba caer. Finalmente, el agujero comenzó a ahondarse hacia el centro y vi que la tierra se deslizaba hacia una gran cavidad inferior, dejando una abertura de gran tamaño en donde las raíces estaban cercenadas. Unos cuantos tajos del machete abrieron la trampa y, con un parcial derrumbe y la expulsión de aire extraño y de un curioso frío, el último obstáculo cedió. Bajo el sol matutino, bostezaba una gran abertura de no menos de noventa centímetros, mostrando el tramo final de una fila de escalones de piedra por donde aún resbalaba la tierra liberada por el derrumbe. ¡Mi búsqueda había dado con algo por fin! Con una sacudida de culminación que casi anulaba momentáneamente el miedo, devolví bayoneta y machete a mi bulto, tomando mi poderosa linterna y preparándome para una triunfante, solitaria y totalmente imprudente invasión del fabuloso mundo inferior que había puesto al descubierto.
Fue bastante difícil alcanzar los primeros escalones, tanto porque la tierra caída los había sepultado como por la siniestra salida de un frío viento inferior. El talismán alrededor de mi cuello se balanceaba curiosamente, y comencé a lamentar la mengua del cuadro de luz diurna sobre mi cabeza. La linterna descubría muros malsanos, mojados e incrustados de sal, construidos con inmensos bloques de basalto, y a cada instante creía descubrir algunos restos de tallas bajo los depósitos nitrosos, Asía con fuerza mi bulto y me sentía satisfecho por el confortante peso del pesado revólver del sheriff en el bolsillo derecho de mi chaqueta. Tiempo después el pasadizo comenzó a serpentear, y tanto éste como las escaleras quedaron libres de obstrucciones. Las tallas del muro no eran definidamente identificables, y me estremecí cuando vi cuán claramente cómo las grotescas figuras recordaban a los monstruosos bajorrelieves del cilindro que encontrara. El viento y las fuerzas continuaban soplando malévolamente contra mí y, en un par de ocasiones, imaginé que la linterna daba atisbos de pequeñas y transparentes figuras no muy diferentes al centinela del túmulo, tal como lo habían mostrado mis binoculares. Al alcanzar este estado de caos visual, me detuve por un instante para recobrar la compostura. No debía permitir a mis nervios privarme de mis facultades en el inicio de lo que seguramente sería una difícil experiencia y la más importante hazaña arqueológica de mi carrera,
Pero pronto deseé no haberme detenido en aquel lugar, porque tal acto fijó mi atención en algo sumamente perturbador. Era tan sólo un pequeño objeto caído cerca del muro, en uno de los escalones bajo mí, pero tal objeto supuso una dura prueba para mi razón y me llevó a una serie de las más alarmantes especulaciones. Que la abertura sobre mí había estado cerrada contra toda forma material durante generaciones era totalmente obvio debido a la acumulación de raíces de matorrales y tierra amontonada, pero el objeto ante mí no era, perceptiblemente, de muchas generaciones atrás. Ya que era una linterna eléctrica, combada e incrustada de la humedad sepulcral, pero aun así no dejaba ningún lugar a dudas. Descendí unos pocos escalones y la cogí, limpiando los malignos depósitos contra mi rústica chaqueta. Una de las bandas niqueladas llevaba un nombre grabado y una dirección, y la reconocí, con un sobresalto, en el momento de leerla. Rezaba »Jas. C. Williams, 17 Trowbridge St., Cambridge, Mas.», y supe que había pertenecido a uno de los dos atrevidos profesores universitarios desaparecidos el 28 de junio de 1915. Sólo treinta años atrás, ¡pero yo acababa de abrirme paso a través del césped de siglos! ¿Cómo había llegado esa cosa allí? Había otra entrada o había algo de verdad en aquella loca idea de desmaterialización y rematerialización?
La duda y el horror se apoderaron de mí mientras descendía aún más por la escalera aparentemente sin fin. ¿No acabaría nunca? Las tallas se volvían más y más visibles, y adquirieron una cualidad de narración pictórica que me colocó al borde del pánico al reconocer las inconfundibles correspondencias con la historia de K’nyan reseñada por el manuscrito que descansaba en mi equipo. Por primera vez comencé a preguntarme seriamente acerca de la sabiduría de mi descenso, y decirme si no sería mejor volver al aire superior, antes de encontrar algo que nunca me permitiera volver como un hombre cuerdo. Pero no titubeé mucho, porque como virginiano sentía la sangre de ancestrales luchadores y gentilhombres aventureros latir su protesta contra el retroceso ante el peligro, fuera conocido o desconocido.
Mi descenso se volvió más rápido, y evité estudiar los terribles bajorrelieves y tallas que me habían enervado. Vi una abertura en arco delante y advertí que la prodigiosa escalera había finalizado por fin, todo a la vez. Pero con esta comprensión llegó el horror en creciente magnitud, ya que ante mí bostezaba una enorme cripta abovedada de líneas demasiado familiares.., un gran espacio circular respondiendo en cada detalle a la estancia abarrotada de tallas que describiera el manuscrito de Zamacona.
Éste era, en efecto, el lugar. No cabía el error. Y si en cualquier sitio quedara para la duda, fue suprimida por lo que vi cruzando directamente la gran bóveda. Era un segundo arco que daba pie a un largo y estrecho pasadizo, conteniendo en su entrada a dos gigantescos nichos opuestos que albergaban espantosas y titánicas imágenes de impresionante factura familiar. En aquella oscuridad, el inmundo Yig y el odioso Tulu se agazapaban eternamente, observándose mutuamente por el pasaje, tal como se habían contemplado desde la más temprana juventud del mundo humano.
De aquí en adelante no pido que se crea lo que contaré... pero sé que lo vi. Es demasiado antinatural, demasiado monstruoso e increíble para ser parte de cualquier experiencia u objetiva realidad cuerda humana. Mi linterna, aun que lanzando un poderoso rayo al frente, naturalmente no podía proporcionar una iluminación general de la ciclópea cripta, por lo que comencé a moverme alrededor para explorar minuciosamente los gigantescos muros. Y mientras lo hacía, vi para mi horror que el espacio no estaba medio vacío, sino que, de hecho, estaba lleno de extraños muebles y utensilios, y pilas de bultos que indicaban una populosa y reciente ocupación... no eran nitrosas reliquias del pasado, sino objetos de formas extrañas y suministros modernos de uso cotidiano. Mientras mi linterna descansaba en cada artículo o grupo de artículos, no obstante, la alienidad de los diseños pronto comenzó a difuminarse, hasta que al fin pude apenas decir si tales cosas pertenecían al reino de la materia o al de los espíritus.
Mientras tanto, el viento contrario soplaba con creciente fuerza, y las invisibles manos me aferraban malévolentemente, asiendo mi extraño talismán magnético. Ideas extrañas invadieron mi mente. Pensé en el manuscrito y lo que decía sobre la guarnición estacionada en este lugar doce esclavos muertos y’m-bhi y seis hombres libres, vivos pero parcialmente desmaterializados— , eso fue en 1545... trescientos ochenta y tres años atrás... ¿Qué había sucedido desde entonces? Zamacona predijo cambios... sutil desintegración.., mayor desmaterialización... más y más débil.... ¿Era el talismán de Águila Gris lo que les contenía — su sagrado metal-Tulu— y trataban de rechazarme, más debilitados que frente a quienes habían llegado antes?... Se me ocurrió con fuerza súbita que estaba basando mis especulaciones en una plena creencia en el manuscrito de Zamacona... no podía ser... debía calmarme...
Pero, maldita sea, cada vez que trataba de serenarme veía alguna nueva imagen que derrumbaba mi aplomo. En este instante, tal y como sí un poder de voluntad estuviera conduciendo la entrevista parafernalia de la oscuridad, mi mirada, y el rayo de la linterna, cayeron sobre dos cosas de muy distinta naturaleza; dos cosas pertenecientes al mundo eminentemente real y cuerdo; aunque hicieron más para sacudir mi tambaleante razón que nada de lo visto anteriormente.., porque sabía lo que eran y conocía con cuanta seguridad, según las leyes de la naturaleza, no debían estar allí. Eran mi pico y pala perdidos, juntos y descansando apoyados contra los muros tallados de forma blasfema de aquella infernal cripta. ¡Dios del cielo.., y yo había murmurado para mí mismo acerca de osados bromistas de Binger!
Fue el colmo. Tras esto, el maldito hipnotismo del manuscrito se apoderó de mí y vi las medio transparentes formas de los seres que empujaban y cogían, empujaban y cogían aquellos leprosos y patógenos seres con algo de humanidad aún pegada a ellos— las formas completas y las formas que estaban enfermizas y perversamente incompletas.., todas ellas, y las otras y odiosas entidades... las blasfemias cuadrúpedas con rostro simiesco y cuerno protuberante... y ningún sonido en todo el nitroso infierno del mundo interior...
Entonces llegó un sonido... un flojo, un blando, un apagado ruido que anunciaba, incuestionablemente, la llegada de un ser tan material como el zapapico y la pala... algo completamente diferente de los seres de sombra que me rodeaban, aunque igualmente ajeno a cualquier forma de vida tal como la entendemos en la superficie de la tierra. Mi perturbado cerebro intentó prepararme para lo que venía, pero no pudo colegir una imagen adecuada. Sólo pude decir una y otra vez para mí mismo: «Pertenece al abismo, pero no está desmaterializado.>> El sonido débil era más distinguible, y de su movimiento mecánico deduje que se trataba de un muerto que merodeaba en la oscuridad. Luego... Dios, vi a plena luz de la linterna; vi que encuadraba a un centinela del estrecho pasadizo entre los ídolos de pesadilla de la serpiente Yig y el pulpo Tulu...
Me permitirán detenerme un poco para insinuar cuanto vi; para explicar por qué dejé caer la linterna, el bulto y huí con las manos Vacías en la total oscuridad, sumido en una piadosa inconsciencia que no remitió hasta que el sol y el distante griterío y vocerío desde el pueblo me reanimaron mientras yacía boqueando en la cima del maldito túmulo. No sé qué fue lo que me guió de vuelta a la superficie de la tierra. Sólo sé que los observadores de Binger me vieron retornar a las tres horas de haber desaparecido y salir tambaleándome para derrumbarme como alcanzado por un disparo. Ninguno se atrevió a acercarse para auxiliarme, pero sabían que debía estar malparado, y trataron de animarme lo mejor que pudieron, gritando a coro y disparando sus revólveres.
Esto acabó produciendo sus frutos, y casi rodé cuesta abajo en mi ansiedad por apartarme cíe la negra abertura que aún bostezaba abierta. Me tambaleé por la llanura y entré en el pueblo, sin atreverme a contar cuanto había visto. Sólo musité vaguedades acerca de tallas y estatuas y serpientes y nervios rotos. Y no volví a desmayarme hasta que alguien dijo que el centinela fantasma había reaparecido mientras me tambaleaba de vuelta al pueblo.
Abandoné Binger esa tarde, y nunca he vuelto, aunque me cuentan que los fantasmas todavía regresan al túmulo como de costumbre.
Pero, al fin, me he decidido a contar cuanto no me atreví a decir a la gente de Binger aquella terrible tarde de agosto. No sé si hago bien... ni si finalmente considerarán extrañas mis reticencias, pero tan sólo recuerden que una cosa es imaginar un horror y otra muy distinta es verlo. Lo vi. Supongo que recordarán mi previa mención, en este relato, al caso de un inteligente mozo llamado Heaton que fue al túmulo en 1891 y volvió de noche convertido en el tonto del pueblo, farfullando horrores durante ocho años, para acabar muriendo de un ataque epiléptico. Y que lo que solía gimotear era: «Ese hombre blanco... oh, Dios mío, que le han hecho...»
Bueno, vi lo que el pobre Heaton había visto — y lo vi tras leer el manuscrito, por lo que conozco la historia mejor que él—. Eso lo empeoraba... y yo conocía las implicaciones; eso debe estar rumiando y ulcerándose y aguardando allí abajo. Dije que había venido hacia mí por el estrecho pasadizo y se había detenido como un centinela en la entrada, ante las espantosas efigies de Yig y Tulu. Era natural e inevitable, ya que era un centinela, Un centinela como castigo, y estaba bastante muerto... carente de cabeza, brazos, parte inferior de las piernas y otras partes normales del ser humano. Si... fue una vez un ser humano y además blanco. Obviamente, si el manuscrito era tan veraz como yo pensaba, aquel ser había sido usado para las diversiones del anfiteatro antes de que su vida se extinguiera y fuera suplantada por impulsos automáticos controlados desde el exterior.
En su pecho blanco y ligeramente peludo habían grabado unas palabras, con cuchillo o hierro candente... no me detuve a investigar, sino que simplemente me percaté de que estaban en un desmañado y torpe español; un burdo español que implicaba una especie de irónica utilización del lenguaje por parte de algún extraño escriba no familiarizado con el idioma ni con las letras romanas utilizadas para grabarlo. La inscripción rezaba: «Secuestrado a la voluntad de Xinaián en el cuerpo decapitado de Tlayúb.»

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