FÉNIX BRILLANTE
(Bright Phoenix)
.-.
Era un día de abril del año 2.022, la gran puerta de la biblioteca restalló, secamente, como un trueno.
Hey, pensé.
Jonathan Barnes estaba en las cortas escaleras que ascendían hasta mi escritorio, enfundado en su uni-forme de la Legión Unida que le caía tan mal como hacía veinte años.
Su altanera agresividad, marcada en su pausa, trajo a mi mente los diez mil discursos a los Veteranos que habían surgido de su boca en los innumerables desfiles en los que había participado, sudando y resoplando, en los banquetes de patriotas a base de pollo frío y guisantes, seguramente cocinados por él mismo, en todos sus proyectos abortados.
Jonathan Barnes subió con pesadez los peldaños de la escalera, marcando en cada pisada todo el peso de su corpulencia y de su recién adquirida autoridad. Los ecos, repercutiendo en la alta bóveda, le hicieron sin duda darse cuenta de lo burdo de sus modales ya que, cuando llegó junto a mi escritorio, su voz impregnada en alcohol fue apenas un susurro junto a mi rostro.
–Vengo a por los libros, Tom.
Rebusqué entre mis fichas índice de forma casual.
–Ya le llamaré cuando estén preparados.
–Espere un momento... –dijo.
–Supongo que se refiere a los libros para la Obra Social de los Veteranos, ¿no?, para distribuir entre los hospitales.
–No, no –gritó–. He venido a por todos los libros.
Le miré, sin decir nada.
–Bueno –dijo–, casi todos.
Estuve a punto de parpadear mientras continuaba buscando entre las fichas índice.
–La norma son diez volúmenes máximo por persona y vez. Aquí está. Además, su tarjeta de lector ca-ducó cuando usted tenía treinta años... hace otros treinta años de ello. ¿Lo ve? –le tendí su ficha.
Barnes apoyó ambas manos en el escritorio e inclinó hacia mí su enorme corpachón.
–Lo que veo es que está usted intentando interferir –dijo. Su rostro se encendió, empezó a jadear–. ¡No necesito ninguna tarjeta de lector para efectuar mi trabajo!
Seguía hablando en susurros, pero había alzado la voz lo suficiente como para que una miríada de pá-ginas blancas suspendieran sus aleteos bajo la luz verdosa de las lámparas en las enormes estancias de paredes de piedra. Algunos libros se cerraron con un sordo y casi imperceptible ruido.
Varios lectores alzaron unos rostros apacibles. Sus ojos, calmados por la quietud y el recogimiento de aquel lugar, pedían silencio, como los del tigre cuando acude a beber a las aguas tranquilas. Viendo aquellos ojos vueltos hacia nosotros, esos rostros serenos, pensé en los cuarenta años en que había vivido, trabajado, in-cluso dormido allí, entre las silenciosas vidas arropadas en terciopelo de todos aquellos personajes imaginarios. Siempre había considerado mi biblioteca, y la seguía considerando, como un oasis de frescor donde, procedentes del ruido y la febril actividad diaria, los hombres acudían a bañar sus mentes y a refrescar sus cuerpos en la ver-dosa luz y en la suave brisa de las páginas al ser giradas. Tras lo cual, ya más centrados, con las ideas más claras y los cuerpos más relajados, podían sumergirse de nuevo en el ardiente horno de la realidad, la noche, el tráfico, la improbable vejez, la inevitable muerte. He visto a cientos de ellos penetrar en mi biblioteca con ojos alucina-dos para verlos salir después relajados y tranquilos. He visto a gentes buscándose en vano a sí mismas y hallan-do aquí la serenidad. He visto a realistas sumergirse aquí en el sueño y a soñadores hallar finalmente la realidad, en este refugio de piedra y mármol donde cada libro está marcado por el silencio.
–Sí –dije finalmente–. No le llevará mucho tiempo registrarse de nuevo. Rellene esta ficha y traiga dos referencias que sean solventes...
–No necesito referencias –dijo Jonathan Barnes–. ¡No para quemar libros
–Al contrario –dije–. Para eso va a necesitar más.
–Mis hombres son mis referencias. Están fuera, esperando a los libros. Son peligrosos.
–Esos hombres siempre lo son.
–No, no, me refiero a los libros, estúpido. Los libros son peligrosos. Buen Dios, no hay dos que pien-sen lo mismo. Siempre los mismos malditos dobles sentidos. Siempre la misma torre de Babel y la misma saliva malgastada. Nosotros estamos aquí para clarificar, para simplificar, para sanear. Necesitamos...
–Perdón –dije, tomando un ejemplar de Demóstenes bajo mi brazo–. Es la hora de mi comida. ¿Me acompaña?
Estaba ya a medio camino de la puerta cuando Barnes, con los ojos desorbitados, pareció recordar el silbato de plata que colgaba de su cinturón; lo llevó hasta sus labios y lanzó un prolongado pitido.
Las puertas de la biblioteca se abrieron bruscamente. Una marea de hombres uniformados de negro penetraron ruidosamente escaleras arriba.
Les llamé la atención, con suavidad. Se detuvieron, sorprendidos.
–Sin hacer ruido –les indiqué
Barnes me sujetó del brazo.
–¿Se está oponiendo usted a nuestra actuación?
–No –dije–. Ni siquiera voy a pedirles la orden que les autoriza a esta invasión. Lo único que les pido es que guarden silencio mientras trabajan.
Los lectores se habían levantado de sus mesas ante el estrepitoso resonar de las pisadas. Les indiqué que volvieran a sentarse. Se enfrascaron de nuevo en sus lecturas, sin que ninguno volviera a levantar la vista hacia aquellos hombres, impecablemente uniformados de negro, que me miraban con una no fingida estupefac-ción. Barnes hizo un gesto con la cabeza. Los hombres avanzaron entonces con cuidado, de puntillas, hacia las distintas salas de la gran biblioteca. Con precaución extrema, procurando no hacer el menor ruido, abrieron las ventanas. Hablaban en susurros, tomaban los libros de sus estanterías y los iban arrojando al patio de abajo, todo en el más completo silencio. De tanto en tanto lanzaban miradas furtivas a los lectores que, iban volviendo las páginas de sus libros con tranquilidad, aunque ninguno osó tomar aquellos volúmenes, limitándose a vaciar las estanterías.
–Bien –dije.
–¿Bien? –repitió Barnes.
–Sus hombres pueden trabajar sin usted. Vamos fuera.
Y salí tan rápidamente que no tuvo más remedio que seguirme, ardiendo con preguntas no formula-das. Atravesamos el césped que rodeaba el edificio, allí había sido montado un horno portátil, una enorme parri-lla negra de donde surgían rojizos chorros que se convertían en azuladas llamas, a las cuales los hombres preci-pitaban los pájaros silvestres y las aterciopeladas palomas que alzaban el vuelo en un frenético batir de alas an-tes de caer heridos de muerte, consumiéndose entre las terribles llamas De todas las ventanas surgían aterroriza-dos pájaros, que caían al suelo y eran empapados en gasolina antes de ser arrojados a las destructivas y colorea-das llamas.
–Es extraño –murmuró Barnes, sorprendido–. Debería haber una multitud contemplando un espectá-culo como este. Sin embargo no hay nadie. ¿Cómo lo explica usted?
Lo dejé con la palabra en el aire. Tuvo que correr para alcanzarme.
Llegamos al pequeño café del otro lado de la calle. Me senté a una mesa y Barnes, irritado, sin ningún motivo aparente, comenzó a gritar en cuanto ocupamos nuestras sillas:
–¡Camarero! ¡Rápido, he de volver inmediatamente al trabajo!
Walter, el propietario, se acercó con el menú en la mano.
Walter me miró.
Le guiñé un ojo.
Walter miró a Jonathan Barnes.
Walter dijo:
–Ven conmigo y sé mi amor, y probaremos de la felicidad el ardor.
–¿Qué? –Jonathan Barnes parpadeó.
–Llámeme Ismael –dijo Walter.
–Ismael –dije–, empezaremos con un café.
Walter volvió con el café.
–Tigre, tigre, brillante has de arder –dijo–, en la penumbra del bosque, al anochecer.
Barnes se quedó mirando al hombre que se alejaba con un paso casual.
–¿Qué demonios le ocurre? ¿Está loco?
–No –dije–. Pero sigamos con lo que me decía en la biblioteca. Explíqueme.
–¿Explicar? –dijo Barnes–. Dios mío, todos quieren saber las razones. Está bien, se lo explicaré: es un experimento de importancia capital. Esta ciudad nos servirá de prueba, si la quema de libros funciona aquí, fun-cionará en todas partes. No lo quemamos todo, no, no. Se habrá dado cuenta de que mis hombres tan sólo des-alojan ciertas categorías de libros. Eliminamos alrededor de un 49'2 por ciento. Luego informaremos del éxito al comité central del gobierno...
–Excelente –dije.
Barnes se quedó mirándome fijamente.
–¿Cómo puede estar usted tan alegre?
–El problema de cualquier biblioteca –indiqué– es dónde meter los libros. Usted me ayuda a resolver-lo.
–Creí que usted evidenciaría... miedo.
–Siempre he estado rodeado de gentuza.
–¿Perdón?
–Todas las cosas tienen nombre. Los que queman libros son gentuza.
–¡Maldita sea, soy el Jefe Censor de Green Town, Illinois!
Llegó un nuevo camarero, portando una humeante cafetera.
–Hola, Keats –dije.
–La estación de las brumas y el dulzor de la fruta madura –dijo el camarero.
–¿Keats? –preguntó el Jefe Censor–. Su nombre no es Keats.
–Oh, qué tonto soy –dije–. Este es un restaurante griego. ¿No es cierto, Platón?
El muchacho llenó mi taza.
–El pueblo dispone siempre de algún campeón que empuja hacia adelante y lo alimenta de grande-zas... Esta y no otra es la raíz de la cual surge el tirano; cuando aparece el primero, es un protector.
Barnes se inclinó hacia adelante para mirar mejor al camarero que permaneció inmutable. Luego to-mó su café y sopló.
–Como le decía, nuestro plan es tan simple como el que uno más uno son dos...
–Casi nunca he conocido a un matemático que fuera capaz de razonar –dijo el muchacho.
–¡Maldita sea! –Barnes dejó su taza sobre la mesa, con brusquedad–. ¡Paz! Lárgate de aquí antes de que pierda la paciencia, Keats, Platón... Holdridge, este es tu nombre. Ahora lo recuerdo: ¡Holdridge! ¿Qué es toda esa jerga?
–Sólo imaginación –dije–. Vanidad.
–Maldita sea la imaginación y al infierno con la vanidad. Puede usted comer solo si quiere, me largo inmediatamente de esta casa de locos.– Y Barnes se tragó el café de un sorbo, mientras el dueño y el camarero lo miraban y al otro lado de la calle el fuego ardía con orgullo en las entrañas de la monstruosa parrilla. Nuestras silenciosas miradas hicieron que Barnes se estremeciera, con la taza en una mano y una gota de café colgando de su mentón.
–¿Por qué? ¿Por qué no gritan? ¿Por qué no luchan contra mí?
–Yo estoy luchando –dije, tomando el libro que había traído bajo mi brazo. Lo abrí por la página que decía DEMÓSTENES, dejé que Barnes viera bien el nombre, la enrollé en forma de cigarro, la prendí, contem-plé la creciente llama y murmuré–-: Aunque el hombre pueda escapar a todos los demás peligros, jamás podrá escapar completamente a aquellos que no reconocen, a una persona como él, el derecho a existir.
Barnes saltó, de pie, gritando, me arrancó el “cigarro” de la mano, lo pateó, y el salió del lugar dando un portazo.
Lo único que podía hacer era seguirle.
En la puerta, Barnes tropezó con un hombre ya anciano que entraba en el café. El viejo estuvo a punto de caer. Lo sostuve del brazo.
–Profesor Einstein –dije.
–Señor Shakespeare –respondió.
Barnes huyó.
Lo encontré de nuevo en el césped ante la antigua y hermosa biblioteca, donde los hombres de negro desprendían olor a gasolina a cada movimiento y seguían transportando brazadas de palomas abatidas, de mori-bundos faisanes, todo un otoño de oro y plata que caía de las altas ventanas. Y todo silenciosa, pausadamente. Mientras esta tranquila y casi serena pantomima continuaba, Barnes permanecía inmóvil, gritando en silencio, ahogando los gritos que pugnaban por surgir por entre sus dientes apretados, su lengua, sus labios, sus mandíbu-las, acallándolos de modo que nadie los pudiera oír. Pero los gritos surgían igualmente de sus ojos muy abiertos, en relámpagos que estallaban en sus puños crispados y daban color a su rostro, ahora blanco, ahora rojo, mien-tras me miraba fijamente, miraba al café, a su maldito propietario y al terrible camarero que, desde la puerta, le hacían gestos amigables. El incinerador de Baal saciaba su enorme apetito, esparciendo chispas por todas partes, y Barnes contemplaba aquel ciego sol rojo que ardía y llameaba en su estómago.
–Ustedes –dije con voz suave a los hombres de negro, se detuvieron–. Recuerden las Ordenanzas Municipales: se cierra a las nueve en punto. Por favor, procuren terminar antes de entonces. No me gustaría quebrantar la ley... Buenas noches, señor Lincoln.
–Ochenta –dijo un hombre, pasando a nuestro lado–, y siete años...
–¿Lincoln? –el Jefe Censor se giró, lentamente–. Ese es Bowman. Charlie Bowman. Le conozco, Charlie, venga aquí un momento... Charlie... ¡Chuck!
Pero el hombre se había alejado, y los coches pasaban, y de tanto en tanto, mientras el fuego seguía ardiendo, algunos hombres me saludaban y yo les saludaba, y era “¡Hola señor Poe!”, o un gesto amable a algún extranjero cuyo nombre sonaba algo así como Freud, y nuestras voces eran alegres al saludarnos, y el señor Bar-nes se estremecía cada vez como si fuera atravesado por un dardo de fuego que continuara ardiendo en su inter-ior y consumiera su vida. Y nadie se detenía a ver el espectáculo.
De pronto, por alguna razón oculta, el señor Barnes cerró los ojos, abrió mucho la boca, inspiró pro-fundamente y gritó:
–¡Alto!
Los hombres, en el piso de arriba, dejaron inmediatamente de arrojar libros por las ventanas.
–Pero –dije–, aún no es la hora de cerrar.
–¡Es la hora de cerrar! ¡Todo el mundo fuera! –Profundos pozos habían devorado las pupilas de Jo-nathan Barnes. Hizo una seña, indicando que bajaran. Obedientes, todas las ventanas descendieron como otras tantas guillotinas, y se oyó el ruido de las contraventanas al cerrarse.
Los hombres de negro, la sorpresa reflejada en sus semblantes, descendieron y salieron fuera.
–Jefe Censor –metí en su mano la llave que no quería aceptar, le obligué a tomarla–, vuelva usted mañana, mantenga el silencio y termine con su trabajo.
Sus ahora insondables y vacíos ojos intentaron en vano mantener mi mirada.
–¿Cuánto... cuánto tiempo hace que dura...?
–¿Esto?
–Esto... y... esto... y ellos.
Intentó, sin éxito, señalar el café, los coches que pasaban, los tranquilos lectores que salían ahora de la acogedora biblioteca, saludando con la cabeza cuando pasaban a nuestro lado en el frío aire del anochecer, amigos, todos ellos amigos míos. Sus ciegos y crispados ojos devoraron la oscuridad que era ahora mi rostro, su lengua paralizada murmuró no sin esfuerzo:
–¿Creen ustedes, estúpidos, que van a engañarme a mí, a mí, a mí?
No contesté.
–¿Cómo pueden estar seguros –dijo– de que no voy a quemar gente, como ahora quemo libros?
No contesté.
Lo dejé de pie, inmóvil, allá en medio de la noche.
En la biblioteca, comprobé los últimos volúmenes de los que se iban, mientras la noche llegaba final-mente y la gran máquina de Baal seguía vomitando la humareda de su mugriento fuego sobre el alto césped allá donde el Jefe Censor permanecía inmóvil como una estatua de cemento, sin ver siquiera cómo sus hombres se marchaban. Su puño se levantó bruscamente y algo rápido y brillante fue a golpear contra el cristal de la puerta de entrada. Luego Barnes se giró y se fue tras el Incinerador que resonaba contra el pavimento, una panzuda ur-na funeraria que dejaba tras ella jirones de negros velos de duelo, humo, y olor a papel quemado.
Me senté y escuché.
En las salas de lectura más alejadas, sumidas en una débil penumbra, se oía aún un suave y otoñal tornar de hojas, el sonido de un brisa ligera, movimientos infinitesimales, el gesto de una mano, el destello de un anillo, el brillar de una pupila vivaz como la de una ardilla. Algún viajero nocturno se había demorado entre las estanterías ahora medio vacías. Con una tranquila serenidad, las aguas se deslizaban suavemente hacia un quieto y distante mar. Mi gente, mis amigos, uno por uno, salían del acogedor mármol, de la cálida luz verdosa, a una noche mejor de lo que nunca me hubiera atrevido a esperar.
A las nueve, salí para recoger la llave que Barnes había arrojado contra la puerta. Acompañé al último lector, un hombre viejo, hasta fuera, y mientras cerraba aspiró a pleno pulmón el frío aire, miró a la ciudad, a la hierba amarilleada por las chispas, y dijo:
–¿Crees que volverán?
–Dejemos que lo hagan. Ya estamos preparados para recibirlos, ¿no?
El anciano sujetó mi mano.
–Y el lobo cohabitará con el cordero, y el leopardo yacerá con el antílope, y el ternero y el joven león andarán juntos.
Bajamos juntos los últimos peldaños.
–Buenas noches, Isaías –dije.
–Buenas noches, señor Sócrates –dijo.
Y cada cual tomó su camino en la oscuridad.
POSTFACIO (es absurdo que no exista esta palabra):
Sí, este relato es el embrión de lo que, seis años después, en 1.953, se convertiría en Fahrenheit 451. Puede ser simple, puede ser sólo una curiosidad, puede ser muchas cosas, pero sólo por una de sus frases ya creo que vale la pena. Una frase que, desgraciadamente, resume la actitud de muchas personas desde el principio de los tiempos hasta nuestros días:
“¿Cómo pueden estar seguros de que no voy a quemar gente, como ahora quemo libros?”
(Bright Phoenix)
.-.
Era un día de abril del año 2.022, la gran puerta de la biblioteca restalló, secamente, como un trueno.
Hey, pensé.
Jonathan Barnes estaba en las cortas escaleras que ascendían hasta mi escritorio, enfundado en su uni-forme de la Legión Unida que le caía tan mal como hacía veinte años.
Su altanera agresividad, marcada en su pausa, trajo a mi mente los diez mil discursos a los Veteranos que habían surgido de su boca en los innumerables desfiles en los que había participado, sudando y resoplando, en los banquetes de patriotas a base de pollo frío y guisantes, seguramente cocinados por él mismo, en todos sus proyectos abortados.
Jonathan Barnes subió con pesadez los peldaños de la escalera, marcando en cada pisada todo el peso de su corpulencia y de su recién adquirida autoridad. Los ecos, repercutiendo en la alta bóveda, le hicieron sin duda darse cuenta de lo burdo de sus modales ya que, cuando llegó junto a mi escritorio, su voz impregnada en alcohol fue apenas un susurro junto a mi rostro.
–Vengo a por los libros, Tom.
Rebusqué entre mis fichas índice de forma casual.
–Ya le llamaré cuando estén preparados.
–Espere un momento... –dijo.
–Supongo que se refiere a los libros para la Obra Social de los Veteranos, ¿no?, para distribuir entre los hospitales.
–No, no –gritó–. He venido a por todos los libros.
Le miré, sin decir nada.
–Bueno –dijo–, casi todos.
Estuve a punto de parpadear mientras continuaba buscando entre las fichas índice.
–La norma son diez volúmenes máximo por persona y vez. Aquí está. Además, su tarjeta de lector ca-ducó cuando usted tenía treinta años... hace otros treinta años de ello. ¿Lo ve? –le tendí su ficha.
Barnes apoyó ambas manos en el escritorio e inclinó hacia mí su enorme corpachón.
–Lo que veo es que está usted intentando interferir –dijo. Su rostro se encendió, empezó a jadear–. ¡No necesito ninguna tarjeta de lector para efectuar mi trabajo!
Seguía hablando en susurros, pero había alzado la voz lo suficiente como para que una miríada de pá-ginas blancas suspendieran sus aleteos bajo la luz verdosa de las lámparas en las enormes estancias de paredes de piedra. Algunos libros se cerraron con un sordo y casi imperceptible ruido.
Varios lectores alzaron unos rostros apacibles. Sus ojos, calmados por la quietud y el recogimiento de aquel lugar, pedían silencio, como los del tigre cuando acude a beber a las aguas tranquilas. Viendo aquellos ojos vueltos hacia nosotros, esos rostros serenos, pensé en los cuarenta años en que había vivido, trabajado, in-cluso dormido allí, entre las silenciosas vidas arropadas en terciopelo de todos aquellos personajes imaginarios. Siempre había considerado mi biblioteca, y la seguía considerando, como un oasis de frescor donde, procedentes del ruido y la febril actividad diaria, los hombres acudían a bañar sus mentes y a refrescar sus cuerpos en la ver-dosa luz y en la suave brisa de las páginas al ser giradas. Tras lo cual, ya más centrados, con las ideas más claras y los cuerpos más relajados, podían sumergirse de nuevo en el ardiente horno de la realidad, la noche, el tráfico, la improbable vejez, la inevitable muerte. He visto a cientos de ellos penetrar en mi biblioteca con ojos alucina-dos para verlos salir después relajados y tranquilos. He visto a gentes buscándose en vano a sí mismas y hallan-do aquí la serenidad. He visto a realistas sumergirse aquí en el sueño y a soñadores hallar finalmente la realidad, en este refugio de piedra y mármol donde cada libro está marcado por el silencio.
–Sí –dije finalmente–. No le llevará mucho tiempo registrarse de nuevo. Rellene esta ficha y traiga dos referencias que sean solventes...
–No necesito referencias –dijo Jonathan Barnes–. ¡No para quemar libros
–Al contrario –dije–. Para eso va a necesitar más.
–Mis hombres son mis referencias. Están fuera, esperando a los libros. Son peligrosos.
–Esos hombres siempre lo son.
–No, no, me refiero a los libros, estúpido. Los libros son peligrosos. Buen Dios, no hay dos que pien-sen lo mismo. Siempre los mismos malditos dobles sentidos. Siempre la misma torre de Babel y la misma saliva malgastada. Nosotros estamos aquí para clarificar, para simplificar, para sanear. Necesitamos...
–Perdón –dije, tomando un ejemplar de Demóstenes bajo mi brazo–. Es la hora de mi comida. ¿Me acompaña?
Estaba ya a medio camino de la puerta cuando Barnes, con los ojos desorbitados, pareció recordar el silbato de plata que colgaba de su cinturón; lo llevó hasta sus labios y lanzó un prolongado pitido.
Las puertas de la biblioteca se abrieron bruscamente. Una marea de hombres uniformados de negro penetraron ruidosamente escaleras arriba.
Les llamé la atención, con suavidad. Se detuvieron, sorprendidos.
–Sin hacer ruido –les indiqué
Barnes me sujetó del brazo.
–¿Se está oponiendo usted a nuestra actuación?
–No –dije–. Ni siquiera voy a pedirles la orden que les autoriza a esta invasión. Lo único que les pido es que guarden silencio mientras trabajan.
Los lectores se habían levantado de sus mesas ante el estrepitoso resonar de las pisadas. Les indiqué que volvieran a sentarse. Se enfrascaron de nuevo en sus lecturas, sin que ninguno volviera a levantar la vista hacia aquellos hombres, impecablemente uniformados de negro, que me miraban con una no fingida estupefac-ción. Barnes hizo un gesto con la cabeza. Los hombres avanzaron entonces con cuidado, de puntillas, hacia las distintas salas de la gran biblioteca. Con precaución extrema, procurando no hacer el menor ruido, abrieron las ventanas. Hablaban en susurros, tomaban los libros de sus estanterías y los iban arrojando al patio de abajo, todo en el más completo silencio. De tanto en tanto lanzaban miradas furtivas a los lectores que, iban volviendo las páginas de sus libros con tranquilidad, aunque ninguno osó tomar aquellos volúmenes, limitándose a vaciar las estanterías.
–Bien –dije.
–¿Bien? –repitió Barnes.
–Sus hombres pueden trabajar sin usted. Vamos fuera.
Y salí tan rápidamente que no tuvo más remedio que seguirme, ardiendo con preguntas no formula-das. Atravesamos el césped que rodeaba el edificio, allí había sido montado un horno portátil, una enorme parri-lla negra de donde surgían rojizos chorros que se convertían en azuladas llamas, a las cuales los hombres preci-pitaban los pájaros silvestres y las aterciopeladas palomas que alzaban el vuelo en un frenético batir de alas an-tes de caer heridos de muerte, consumiéndose entre las terribles llamas De todas las ventanas surgían aterroriza-dos pájaros, que caían al suelo y eran empapados en gasolina antes de ser arrojados a las destructivas y colorea-das llamas.
–Es extraño –murmuró Barnes, sorprendido–. Debería haber una multitud contemplando un espectá-culo como este. Sin embargo no hay nadie. ¿Cómo lo explica usted?
Lo dejé con la palabra en el aire. Tuvo que correr para alcanzarme.
Llegamos al pequeño café del otro lado de la calle. Me senté a una mesa y Barnes, irritado, sin ningún motivo aparente, comenzó a gritar en cuanto ocupamos nuestras sillas:
–¡Camarero! ¡Rápido, he de volver inmediatamente al trabajo!
Walter, el propietario, se acercó con el menú en la mano.
Walter me miró.
Le guiñé un ojo.
Walter miró a Jonathan Barnes.
Walter dijo:
–Ven conmigo y sé mi amor, y probaremos de la felicidad el ardor.
–¿Qué? –Jonathan Barnes parpadeó.
–Llámeme Ismael –dijo Walter.
–Ismael –dije–, empezaremos con un café.
Walter volvió con el café.
–Tigre, tigre, brillante has de arder –dijo–, en la penumbra del bosque, al anochecer.
Barnes se quedó mirando al hombre que se alejaba con un paso casual.
–¿Qué demonios le ocurre? ¿Está loco?
–No –dije–. Pero sigamos con lo que me decía en la biblioteca. Explíqueme.
–¿Explicar? –dijo Barnes–. Dios mío, todos quieren saber las razones. Está bien, se lo explicaré: es un experimento de importancia capital. Esta ciudad nos servirá de prueba, si la quema de libros funciona aquí, fun-cionará en todas partes. No lo quemamos todo, no, no. Se habrá dado cuenta de que mis hombres tan sólo des-alojan ciertas categorías de libros. Eliminamos alrededor de un 49'2 por ciento. Luego informaremos del éxito al comité central del gobierno...
–Excelente –dije.
Barnes se quedó mirándome fijamente.
–¿Cómo puede estar usted tan alegre?
–El problema de cualquier biblioteca –indiqué– es dónde meter los libros. Usted me ayuda a resolver-lo.
–Creí que usted evidenciaría... miedo.
–Siempre he estado rodeado de gentuza.
–¿Perdón?
–Todas las cosas tienen nombre. Los que queman libros son gentuza.
–¡Maldita sea, soy el Jefe Censor de Green Town, Illinois!
Llegó un nuevo camarero, portando una humeante cafetera.
–Hola, Keats –dije.
–La estación de las brumas y el dulzor de la fruta madura –dijo el camarero.
–¿Keats? –preguntó el Jefe Censor–. Su nombre no es Keats.
–Oh, qué tonto soy –dije–. Este es un restaurante griego. ¿No es cierto, Platón?
El muchacho llenó mi taza.
–El pueblo dispone siempre de algún campeón que empuja hacia adelante y lo alimenta de grande-zas... Esta y no otra es la raíz de la cual surge el tirano; cuando aparece el primero, es un protector.
Barnes se inclinó hacia adelante para mirar mejor al camarero que permaneció inmutable. Luego to-mó su café y sopló.
–Como le decía, nuestro plan es tan simple como el que uno más uno son dos...
–Casi nunca he conocido a un matemático que fuera capaz de razonar –dijo el muchacho.
–¡Maldita sea! –Barnes dejó su taza sobre la mesa, con brusquedad–. ¡Paz! Lárgate de aquí antes de que pierda la paciencia, Keats, Platón... Holdridge, este es tu nombre. Ahora lo recuerdo: ¡Holdridge! ¿Qué es toda esa jerga?
–Sólo imaginación –dije–. Vanidad.
–Maldita sea la imaginación y al infierno con la vanidad. Puede usted comer solo si quiere, me largo inmediatamente de esta casa de locos.– Y Barnes se tragó el café de un sorbo, mientras el dueño y el camarero lo miraban y al otro lado de la calle el fuego ardía con orgullo en las entrañas de la monstruosa parrilla. Nuestras silenciosas miradas hicieron que Barnes se estremeciera, con la taza en una mano y una gota de café colgando de su mentón.
–¿Por qué? ¿Por qué no gritan? ¿Por qué no luchan contra mí?
–Yo estoy luchando –dije, tomando el libro que había traído bajo mi brazo. Lo abrí por la página que decía DEMÓSTENES, dejé que Barnes viera bien el nombre, la enrollé en forma de cigarro, la prendí, contem-plé la creciente llama y murmuré–-: Aunque el hombre pueda escapar a todos los demás peligros, jamás podrá escapar completamente a aquellos que no reconocen, a una persona como él, el derecho a existir.
Barnes saltó, de pie, gritando, me arrancó el “cigarro” de la mano, lo pateó, y el salió del lugar dando un portazo.
Lo único que podía hacer era seguirle.
En la puerta, Barnes tropezó con un hombre ya anciano que entraba en el café. El viejo estuvo a punto de caer. Lo sostuve del brazo.
–Profesor Einstein –dije.
–Señor Shakespeare –respondió.
Barnes huyó.
Lo encontré de nuevo en el césped ante la antigua y hermosa biblioteca, donde los hombres de negro desprendían olor a gasolina a cada movimiento y seguían transportando brazadas de palomas abatidas, de mori-bundos faisanes, todo un otoño de oro y plata que caía de las altas ventanas. Y todo silenciosa, pausadamente. Mientras esta tranquila y casi serena pantomima continuaba, Barnes permanecía inmóvil, gritando en silencio, ahogando los gritos que pugnaban por surgir por entre sus dientes apretados, su lengua, sus labios, sus mandíbu-las, acallándolos de modo que nadie los pudiera oír. Pero los gritos surgían igualmente de sus ojos muy abiertos, en relámpagos que estallaban en sus puños crispados y daban color a su rostro, ahora blanco, ahora rojo, mien-tras me miraba fijamente, miraba al café, a su maldito propietario y al terrible camarero que, desde la puerta, le hacían gestos amigables. El incinerador de Baal saciaba su enorme apetito, esparciendo chispas por todas partes, y Barnes contemplaba aquel ciego sol rojo que ardía y llameaba en su estómago.
–Ustedes –dije con voz suave a los hombres de negro, se detuvieron–. Recuerden las Ordenanzas Municipales: se cierra a las nueve en punto. Por favor, procuren terminar antes de entonces. No me gustaría quebrantar la ley... Buenas noches, señor Lincoln.
–Ochenta –dijo un hombre, pasando a nuestro lado–, y siete años...
–¿Lincoln? –el Jefe Censor se giró, lentamente–. Ese es Bowman. Charlie Bowman. Le conozco, Charlie, venga aquí un momento... Charlie... ¡Chuck!
Pero el hombre se había alejado, y los coches pasaban, y de tanto en tanto, mientras el fuego seguía ardiendo, algunos hombres me saludaban y yo les saludaba, y era “¡Hola señor Poe!”, o un gesto amable a algún extranjero cuyo nombre sonaba algo así como Freud, y nuestras voces eran alegres al saludarnos, y el señor Bar-nes se estremecía cada vez como si fuera atravesado por un dardo de fuego que continuara ardiendo en su inter-ior y consumiera su vida. Y nadie se detenía a ver el espectáculo.
De pronto, por alguna razón oculta, el señor Barnes cerró los ojos, abrió mucho la boca, inspiró pro-fundamente y gritó:
–¡Alto!
Los hombres, en el piso de arriba, dejaron inmediatamente de arrojar libros por las ventanas.
–Pero –dije–, aún no es la hora de cerrar.
–¡Es la hora de cerrar! ¡Todo el mundo fuera! –Profundos pozos habían devorado las pupilas de Jo-nathan Barnes. Hizo una seña, indicando que bajaran. Obedientes, todas las ventanas descendieron como otras tantas guillotinas, y se oyó el ruido de las contraventanas al cerrarse.
Los hombres de negro, la sorpresa reflejada en sus semblantes, descendieron y salieron fuera.
–Jefe Censor –metí en su mano la llave que no quería aceptar, le obligué a tomarla–, vuelva usted mañana, mantenga el silencio y termine con su trabajo.
Sus ahora insondables y vacíos ojos intentaron en vano mantener mi mirada.
–¿Cuánto... cuánto tiempo hace que dura...?
–¿Esto?
–Esto... y... esto... y ellos.
Intentó, sin éxito, señalar el café, los coches que pasaban, los tranquilos lectores que salían ahora de la acogedora biblioteca, saludando con la cabeza cuando pasaban a nuestro lado en el frío aire del anochecer, amigos, todos ellos amigos míos. Sus ciegos y crispados ojos devoraron la oscuridad que era ahora mi rostro, su lengua paralizada murmuró no sin esfuerzo:
–¿Creen ustedes, estúpidos, que van a engañarme a mí, a mí, a mí?
No contesté.
–¿Cómo pueden estar seguros –dijo– de que no voy a quemar gente, como ahora quemo libros?
No contesté.
Lo dejé de pie, inmóvil, allá en medio de la noche.
En la biblioteca, comprobé los últimos volúmenes de los que se iban, mientras la noche llegaba final-mente y la gran máquina de Baal seguía vomitando la humareda de su mugriento fuego sobre el alto césped allá donde el Jefe Censor permanecía inmóvil como una estatua de cemento, sin ver siquiera cómo sus hombres se marchaban. Su puño se levantó bruscamente y algo rápido y brillante fue a golpear contra el cristal de la puerta de entrada. Luego Barnes se giró y se fue tras el Incinerador que resonaba contra el pavimento, una panzuda ur-na funeraria que dejaba tras ella jirones de negros velos de duelo, humo, y olor a papel quemado.
Me senté y escuché.
En las salas de lectura más alejadas, sumidas en una débil penumbra, se oía aún un suave y otoñal tornar de hojas, el sonido de un brisa ligera, movimientos infinitesimales, el gesto de una mano, el destello de un anillo, el brillar de una pupila vivaz como la de una ardilla. Algún viajero nocturno se había demorado entre las estanterías ahora medio vacías. Con una tranquila serenidad, las aguas se deslizaban suavemente hacia un quieto y distante mar. Mi gente, mis amigos, uno por uno, salían del acogedor mármol, de la cálida luz verdosa, a una noche mejor de lo que nunca me hubiera atrevido a esperar.
A las nueve, salí para recoger la llave que Barnes había arrojado contra la puerta. Acompañé al último lector, un hombre viejo, hasta fuera, y mientras cerraba aspiró a pleno pulmón el frío aire, miró a la ciudad, a la hierba amarilleada por las chispas, y dijo:
–¿Crees que volverán?
–Dejemos que lo hagan. Ya estamos preparados para recibirlos, ¿no?
El anciano sujetó mi mano.
–Y el lobo cohabitará con el cordero, y el leopardo yacerá con el antílope, y el ternero y el joven león andarán juntos.
Bajamos juntos los últimos peldaños.
–Buenas noches, Isaías –dije.
–Buenas noches, señor Sócrates –dijo.
Y cada cual tomó su camino en la oscuridad.
POSTFACIO (es absurdo que no exista esta palabra):
Sí, este relato es el embrión de lo que, seis años después, en 1.953, se convertiría en Fahrenheit 451. Puede ser simple, puede ser sólo una curiosidad, puede ser muchas cosas, pero sólo por una de sus frases ya creo que vale la pena. Una frase que, desgraciadamente, resume la actitud de muchas personas desde el principio de los tiempos hasta nuestros días:
“¿Cómo pueden estar seguros de que no voy a quemar gente, como ahora quemo libros?”
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