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martes, 27 de octubre de 2009

EL DIA DE LOS TRIFIDOS

EL DÍA DE LOS TRÍFIDOS
John Wyndham



ÍNDICE

1 Comienza el fin.
2 La aparición de los trífidos.
3 La ciudad a tientas.
4 Ante las sombras.
5 Una luz en la noche.
6 Cita.
7 Conferencia.
8 Frustración.
9 Evacuación.
10 Tynsham..
11 En camino.
12 Punto muerto.
13 Viaje de esperanza.
14 Shirning.
15 El mundo se estrecha.
16 Contacto.
17 Retirada estratégica.


1
Comienza el fin
Cuando un día que usted sabe que es miércoles comienza como si fuese domingo, algo anda muy mal en alguna parte.
Lo sentí tan pronto como desperté. Y sin embargo, cuando se me aclaró un poco la mente, comencé a dudar. Al fin y al cabo, era muy posible que fuese yo el que estaba equivocado, y no algún otro. Seguí esperando, acicateado por la duda. Pero pronto tuve mi primera prueba objetiva: me pareció oír que un reloj distante daba las ocho. Escuché con atención y desconfianza. Pronto otro reloj comenzó a emitir unas notas altas y perentorias. Con gran tranquilidad dio ocho indiscutibles campanadas. Entonces supe que pasaba algo raro.
Sólo por accidente no asistí al fin del mundo; bueno, el mundo que había conocido durante treinta años. A casi todos los sobrevivientes les pasó lo mismo. Está en la naturaleza de las cosas que haya siempre un buen número de enfermos en los hospitales: la ley de los promedios había decidido la semana anterior que yo fuese una de esas personas. Sí eso hubiese ocurrido una semana antes, yo no estaría escribiendo estas líneas; no estaría aquí. Pero la casualidad no sólo quiso que yo estuviese en el hospital en ese preciso momento, sino también que una venda me cubriese los ojos, y toda la cabeza. Tengo, por tanto, que estar agradecido a quienquiera que sea el que decide la regularidad de esos promedios. Pero aquella mañana yo solo sentía cierto mal humor, preguntándome qué diablos habría ocurrido, pues ya había pasado allí bastante tiempo como para saber que, después de la jefa de enfermeras, lo más sagrado en un hospital era el reloj.
Sin reloj, el hospital no marchaba, simplemente. No pasaba un solo segundo sin que alguien lo consultase con respecto a los nacimientos, las muertes, las dosis, las comidas, las luces, las conversaciones, el trabajo, el sueño, el descanso, las visitas, la ropa, el lavado... Y hasta ahora el reloj había decretado, invariablemente, que alguien tenía que empezar a lavarme y asearme tres minutos antes de las siete de la mañana. Esta era una de las razones por las que yo apreciaba tener un cuarto privado. En una sala común todo hubiese comenzado innecesariamente una hora antes. Pero aquí, y en este momento, unos irregulares relojes continuaban dando las ocho desde diversos sitios... y nadie había aparecido aún.
Aunque aquel lavado con la esponja no me agradaba mucho (yo había sugerido inútilmente que si alguien me llevaba hasta el baño podríamos eliminar ese proceso), su falta me desconcertaba de veras. Además, la esponja anunciaba normalmente la proximidad del desayuno, y yo ya sentía hambre.
Posiblemente eso no me hubiese preocupado tanto cualquier otro día, pero en aquel miércoles 8 de mayo tenía que ocurrir algo muy importante para mí. Quería terminar de una vez con aquellas molestias y aquella rutina. Aquella misma mañana me iban a quitar los vendajes.
Tanteé a mi alrededor buscando el timbre, y dejé que sonara durante cinco segundos, para que supiesen lo que pensaba de ellos.
Mientras esperaba la bonita y enojada respuesta que un llamado semejante tenía necesariamente que provocar, seguí escuchando.
Afuera, me daba cuenta ahora, el día parecía más extraño aún. Los ruidos que se producían en la calle, y los que no se producían, eran de un domingo demasiado domingo... y yo había llegado a la conclusión de que aquel día era miércoles. Aunque algo le había pasado a ese miércoles.
Nunca pude comprender enteramente qué debilidad llevó a los fundadores del Hospital St. Merryn a erigir el edificio en un cruce de calles, no lejos de un barrio de oficinas, y destrozar de este modo, y constantemente, los nervios de los enfermos. Pero aquellos afortunados capaces de soportar los ruidos del tránsito tenían ventaja de poder permanecer en cama sin perder contacto, por así decirlo, con el fluir de la vida. Generalmente los ómnibus atronaban la calle tratando de llegar a la esquina antes que cambiaran las luces; e igualmente a menudo los chillidos de los frenos y las salvas del silenciador anunciaban que habían perdido la carrera. Momentos más tarde, los coches en libertad volvían a rugir mientras subían la cuesta. Y de cuando en cuando un interludio: un choque terrible seguido por una discusión general; algo demasiado torturante para alguien que como yo sólo podía juzgar la extensión de los daños por la cantidad de insultos y maldiciones subsiguientes. Ciertamente, ni durante el día, ni durante la mayor parte de la noche, existía la posibilidad de que el paciente de St. Merryn tuviese la impresión de que el round se había interrumpido, ya que él, personalmente, se había retirado a un rincón.
Pero esta mañana todo era distinto. Tan misteriosamente distinto que llegaba a ser perturbador. No se oía el rechinar de las ruedas, ni el frenar de los ómnibus, ni el ruido de ningún otro vehículo. Ni frenos, ni bocinas, ni siquiera el golpear de los cascos de los ocasionales. Ni, como debía ocurrir a aquella hora, el armónico taconear de la gente en camino hacia sus empleos.
Cuanto más escuchaba, más raro me parecía... y más me preocupaba. En unos diez minutos de cuidadosa atención, sólo oí, cinco veces, unos pasos titubeantes y arrastrados, tres voces lejanas que gritaban algo incomprensible y los sollozos histéricos de una mujer. Ni el arrullo de una paloma, ni el piar de un gorrión. Sólo el zumbido de los alambres en el viento...
Comenzó a invadirme una sensación desagradable y vacía. La misma que me asaltaba en mi infancia cuando creía que había algo, algo horroroso en algún rincón oscuro de la habitación y no me animaba a sacar un pie por miedo que algo saliese de debajo de la cama y me tomase por el tobillo y ni siquiera a encender la luz ya que el más pequeño de mis movimientos podía que algo saltase hacia mí. Tuve que luchar contra esa sensación, lo mismo que cuando era niño y me veía a solas en la oscuridad. Y no resultó más fácil. Es sorprendente comprobar lo poco que se ha crecido cuando llega el momento de la prueba. Los miedos elementales seguían acompañándome, esperando su oportunidad, y casi ya aprovechándola... Sólo porque tenía los ojos vendados y el tránsito se había interrumpido.
Cuando logré dominarme un poco, traté de examinar racionalmente la situación. ¿Por qué se detiene el tránsito? Bueno, comúnmente porque se hace algún arreglo en el camino. Algo muy simple. De un momento a otro comenzarían a oírse las perforadoras neumáticas, como una nueva distracción auditiva para los sufrientes hospitalizados. Pero el examen racional tenía una dificultad: no se detenía allí. Indicaba además que no se oía ni el distante murmullo del tránsito ni el silbato de una locomotora, ni la sirena de una barcaza. Nada... Y los relojes comenzaron a dar las ocho y cuarto.
La tentación de echar un vistazo, nada más que un vistazo naturalmente, para tener por lo menos una idea de lo que estaba ocurriendo, era muy grande. Pero me contuve. Ante todo, echar un vistazo no era algo tan simple como parecía. No se trataba sólo de levantar una venda; había un montón de gasas y apósitos. Pero, lo que era más importante, yo tenía miedo. Una semana de ceguera total basta para que no nos atrevamos a tomarnos libertades con nuestros ojos. Cierto era que la gente del hospital se proponía quitarme ese mismo día las vendas pero iban a hacerlo en una luz débil, especial, y si me encontraban algo malo en los ojos, volverían a vendarme. Yo solo no podría darme cuenta. Era posible que mi vista quedase dañada para siempre. O que yo no pudiese ver. Yo no lo sabía aún.
Lancé un juramento y volví a tocar el timbre. Me tranquilicé un poco.
Nadie, parecía, prestaba atención a los timbres. Comencé a sentirme no sólo preocupado, sino también fuera de mis casillas. Depender de alguien es algo humillante, pero no tener de quien depender es todavía peor. Se me estaba acabando la paciencia. Algo había que hacer.
Si salía al pasillo, y armaba un alboroto de todos los diablos, alguien aparecería, aunque sólo fuese para decirle qué pensaba de mí. Aparté las ropas y salí de la cama. Yo nunca había visto mi habitación, y aunque por lo que había oído creía conocer la posición de la puerta, no me fue fácil hallarla. Me encontré con varios sorprendentes e innecesarios obstáculos, pero después de torcerme un dedo del pie y de lastimarme ligeramente la pierna, atravesé la habitación. Me asomé al pasillo.
—¡Eh! —grité—. Tráiganme el desayuno. ¡Habitación cuarenta y ocho!
Durante un momento, nada ocurrió. Luego se oyeron unas voces que gritaban, juntas. Parecían centenares, y no se podía distinguir claramente una sola palabra. Era como si yo hubiese puesto un disco con las voces de una multitud... una multitud malhumorada. Una fugaz visión de pesadilla me pasó por la mente mientras me preguntaba si me habrían trasladado durante la noche a algún manicomio. Quizá éste ya no era el Hospital St. Merryn. Esas voces no me parecían normales. Cerré rápidamente la puerta y llegué como pude a la cama. No parecía haber lugar más seguro en todo ese confuso alrededor. Y como para asegurármelo aún más, se oyó un sonido que me paralizó en el instante en que apartaba la sábana. Allá abajo, en la calle, sonó un grito salvaje y enloquecido y de un contagioso terror. Se repitió tres veces, y se quedó como temblando en el aire.
Me estremecí. Podía sentir el sudor que me corría por la frente, bajo las vendas. Estaba seguro ahora de que había ocurrido algo espantoso y terrible. No podía soportar más mi aislamiento y mi desamparo. Tenía que saber qué pasaba a mi alrededor. Me llevé las manos a las vendas. Enseguida ya con los dedos en los alfileres, me detuve...
¿Y si el tratamiento no había tenido éxito? ¿Y si cuando me sacara las vendas descubría que no podía ver? Eso sería peor aún... Cien veces peor.
Estaba solo y me faltaba coraje para averiguar si me habían salvado o no la vista Y si hubiesen logrado salvármela, ¿convendría que me quedase con los ojos descubiertos?
Dejé caer las manos, y me acosté de espaldas. No sabía qué hacer, y lancé algunas tontas y débiles maldiciones.
Pasó algún tiempo antes que pudiese volver a enfrentar aquel problema. Me sorprendí a mí mismo revolviendo otra vez en mi mente en busca de una posible explicación. No la encontré. Pero me pareció indudable que, a pesar de todas esas paradojas del diablo, era miércoles. Pues el martes había sido un día notable, y yo podía jurar que desde entonces sólo había pasado una noche.
Los archivos dicen que el miércoles 7 de mayo la órbita de la Tierra pasó entre los restos de la cola de un cometa. Pueden ustedes creerlo, si quieren... Millones lo creyeron. Quizá ocurrió así. Yo no puedo probarlo. No estaba en condiciones de ver qué era eso; aunque tengo mis propias ideas. Sólo sé que tuve que pasarme las primeras horas de la noche escuchando los relatos de los testigos presenciales acerca de lo que era, aparentemente, el más notable espectáculo celeste de toda la historia.
Y sin embargo, hasta que sobrevino el fenómeno, nadie había oído una palabra de ese supuesto cometa...
No sé por qué las radios se encargaron de describir el suceso, pues todo aquel que podía caminar, arrastrarse o ser arrastrado, se encontraba en la calle o en las ventanas disfrutando de una nunca vista exhibición de fuegos artificiales. Pero así fue, y eso contribuyó a que yo sintiese aún más pesadamente mi ceguera. Llegué a pensar que si el tratamiento no había tenido éxito, seria mejor acabar con todo.
Los boletines de noticias de aquel día informaron que unas misteriosas y brillantes luces verdes habían cruzado el cielo de California la noche anterior. Sin embargo, tantas cosas pasaban en California que nadie podía sorprenderse. En los informes subsiguientes apareció el tema de los restos del cometa, y ya nadie lo olvidó.
Las descripciones llegadas desde todos los puntos del Pacífico hablaban de una noche iluminada por meteoros verdes, «a veces en lluvias tan apretadas que el cielo parece caer sobre nosotros». Y así fue, si uno lo piensa.
La línea de la noche se desplazó hacia el oeste, pero el brillo de la exhibición no perdió su primitiva intensidad. Algunos ocasionales relámpagos verdes comenzaron a hacerse visibles aun antes que cayera el crepúsculo. El narrador, al describir el fenómeno en el noticioso de las seis, advirtió que era un espectáculo asombroso y que nadie debía perdérselo. Mencionó asimismo que el fenómeno interfería seriamente la recepción de ondas cortas a larga distancia, pero que las frecuencias medias —donde seguirían los comentarios— no habían sido afectadas, como tampoco, hasta ahora, la televisión. No tuvo que repetir el consejo. Ya en el hospital estaban todos excitados, y me pareció que nadie, de veras, iba a quedarse sin ver el fenómeno, excepto yo.
Y como si no bastasen los comentarios de la radio, la mucama que me trajo la cena tuvo que contármelo todo.
—El cielo está lleno de estrellas errantes —me dijo—. Todas muy verdes. Hacen que la cara de la gente tenga un color horrible. Todos están mirándolas, y a veces hay tanta claridad como de día, aunque de otro color. Algunas de las estrellas son tan brillantes que hacen daño a los ojos. Dicen que nunca ocurrió nada parecido. Es una lástima que usted no pueda verlas, ¿no es cierto?
—Lo es —dije con bastante sequedad.
—Hemos descorrido las cortinas de las salas para que todos puedan verlas —siguió diciendo la muchacha—. Si no tuviese esos vendajes, usted también podría mirar desde aquí.
—Oh —dije.
—Pero desde afuera tiene que ser todavía mejor. Dicen que en los parques hay miles de personas observándolo todo. Y en todas las terrazas se puede ver a gente que mira el cielo.
—¿Cuánto creen que va a durar? —pregunté pacientemente.
—No lo sé, pero dicen que no es tan brillante aquí como en otros sitios. Pero aunque le hubiesen sacado hoy las vendas no creo que le dejaran mirar. Tiene usted que ir acostumbrándose despacio a la luz, y algunas de las estrellas son muy brillantes. Algunas... ¡Oooh!
—¿Por qué dijo «oooh»? —pregunté.
—Hubo una tan brillante en ese momento... Pareció como si el cuarto fuese todo verde. Qué lástima que usted no pueda mirar.
—Sí, es una lástima —dije—. Bueno, muestre ahora que es una buena chica y váyase.
Traté de escuchar la radio, pero emitía los mismos «ooohs» y «aaahs» acompañados de unos finos comentarios («espectáculo magnífico», «fenómeno único») hasta que comencé a sentir que aquella era una fiesta a la que habían invitado a todos menos a mí.
Yo no podía elegir ningún otro entretenimiento, pues la radio del hospital transmitía un solo programa; había que contentarse con él o con ninguno. Al cabo de un rato me pareció que el número de variedades comenzaba a apagarse. El avisador advirtió a aquellos que aún no lo habían visto que, si no se apresuraban, lo iban a lamentar eternamente.
Parecía como si todos, de común acuerdo, quisiesen convencerme de que yo estaba dejando pasar la gran oportunidad de mi vida. Al fin me cansé y apagué la radio. Lo último que oí fue que la exhibición estaba disminuyendo con gran rapidez, y que dentro de unas pocas horas saldríamos del área cubierta por los restos del cometa.
Estaba seguro de que todo esto había ocurrido la noche pasada, pues si no hubiese sentido un hambre todavía mayor. Muy bien, ¿qué ocurría entonces? ¿La ciudad, y el hospital, no se habían recobrado todavía del alboroto de la noche?
En ese momento fui interrumpido por un coro de relojes, distantes y cercanos, que comenzaron a anunciar las nueve.
Toqué por tercera vez desesperadamente el timbre. Mientras esperaba, acostado, pude oír más allá de la puerta algo así como un murmullo. Era un murmullo formado por sollozos y pies que se arrastraban, e interrumpido de cuando en cuando por una voz que se alzaba a lo lejos.
Pero nadie entró en mi habitación.
Volví a sentirme decaído. Las desagradables fantasías de la infancia estaban invadiéndome otra vez. Me encontré esperando a que aquella puerta invisible se abriera, y que unas cosas horribles entraran en silencio... En verdad, yo no estaba muy seguro de que alguien o algo no estuviese ya dentro del cuarto, rondando furtivamente a mi alrededor...
No es que yo sintiese alguna inclinación por esa clase de cosas, de veras... Todo era culpa de aquel maldito vendaje, de aquellas voces confusas que me habían respondido en el corredor. Pero indudablemente yo estaba sintiendo miedo, y una vez que uno ha empezado a sentir miedo, éste no deja de crecer. Ya era tarde para tratar de ahuyentarlo con canturreos y silbidos.
Al fin me enfrenté directamente con el único problema: ¿me asustaba más quitarme las vendas y dañarme la vista o seguir en la sombra mientras el miedo crecía en mi interior?
Si hubiese sido un día o dos antes, no sé qué hubiese hecho —posiblemente lo mismo—, pero ese miércoles pude decirme por lo menos.
—Bueno, acabemos de una vez. No puedo hacerme mucho daño si uso un poco de sentido común. Al fin y al cabo, hoy tenían que sacarme las vendas. Me arriesgaré.
Algo hay que poner a mi favor. No estuve muy lejos de arrancármelas de cualquier modo. Tuve bastante cordura y dominio de mí mismo como para salir de la cama y cerrar las persianas antes de tocar los alfileres.
Cuando me saqué las vendas y descubrí que podía ver en la débil luz del cuarto, sentí un alivio que no había conocido hasta entonces. Sin embargo, lo primero que hice, después de comprobar que no había nada horrible ni debajo de la cama ni en ninguna otra parte, fue atrancar la puerta con una silla. Ahora podía actuar con un poco más de tranquilidad. Me tomé toda una hora para que los ojos se me fuesen acostumbrando a la luz del día. Al fin llegué al convencimiento de que gracias a los oportunos auxilios y a los buenos cuidados mis ojos estaban tan bien como antes.
Pero nadie venía a mi habitación.
En el estante inferior de la mesa de noche descubrí un par de anteojos oscuros, colocados allí previsiblemente por si llegaba a necesitarlos. Obré con prudencia y me los puse antes de acercarme a la ventana. La parte inferior era fija, y limitaba la visión. Mirando de lado y hacia abajo alcancé a ver a una o dos personas que parecían vagar extrañamente a la ventura por lo alto de la calle. Pero lo que más me sorprendió fue la claridad y precisión con que se veían todas las cosas... hasta los techos distantes que asomaban por detrás de las terrazas de enfrente. Y de pronto advertí que no humeaba ninguna chimenea, ni pequeña ni grande...
Encontré mis ropas ordenadamente colgadas en el armario. Una vez que me las puse, me sentí mejor. Aún había algunos cigarrillos en la tabaquera. Encendí uno, y comencé a sentirme con un estado de ánimo en el que, aunque todo era indudablemente muy sospechoso, ya no podía entender por qué el pánico había comenzado a dominarme.
No es fácil volver a situarse en aquellos días. Hoy tenemos que confiar principalmente en nosotros mismos. Pero en aquel entonces estábamos tan dominados por la rutina; las cosas se unían de tal modo unas con otras...
Todos cumplíamos tan tranquilamente con nuestro papel, y en el momento oportuno, que era fácil confundir el hábito y la costumbre con la ley natural. No es raro que lo que más nos perturbara fuera aquella total interrupción de la rutina diaria.
Cuando la mitad de la vida ha transcurrido en el seno de una ordenada concepción del mundo, no bastan cinco minutos para volver a orientarse. Recuerdo aquella época, y compruebo que la cantidad de cosas que uno no sabía o que no estaba interesado en saber es no sólo asombrosa, sino también un poco sorprendente. Yo no sabía prácticamente nada, por ejemplo, de algo tan común como los medios por los que la comida llegaba a mis manos, o de dónde venía el agua dulce, o cómo se fabricaban las ropas, o cómo funcionaban los servicios sanitarios de la ciudad. El mundo se había convertido en una acumulación de especialistas que atendían a sus tareas personales con mayor o menor eficiencia, y que esperaban que otros hiciesen lo mismo. Por eso me parecía increíble que el hospital estuviese totalmente desorganizado. Alguien, en alguna parte, estaba seguro, tenía que estar encargándose de él... Desgraciadamente era alguien que se había olvidado de que existía una habitación 48.
Pero cuando llegué otra vez a la puerta y examiné el pasillo comprendí que lo que estaba pasando, fuese lo que fuese, no afectaba solamente al enfermo de la habitación 48.
No había nadie a la vista, aunque se alzaba a lo lejos un persuasivo murmullo de voces. Se oía también un sonido de pies que se arrastraban por el piso, y de cuando en cuando una voz más alta que resonaba huecamente en los corredores, pero nada similar al alboroto que yo había escuchado antes. No grité esta vez. Salí cautelosamente. ¿Por qué cautelosamente? No sé. Algo me indujo a hacerlo.
Era difícil, en aquel edificio lleno de ecos, saber de dónde venían los sonidos, pero uno de los extremos del pasillo terminaba en una ventana oscura, en donde se veía la sombra de un balcón. Al doblar una esquina, me encontré fuera del ala de las habitaciones privadas y en un corredor más estrecho.
Miré y me pareció que estaba vacío. Luego, al adelantarme, vi una figura que surgía de las sombras. Era un hombre de chaqueta negra y pantalones a rayas, y con un abrigo blanco de algodón. Lo tomé por un médico, pero no comprendí por qué caminaba apoyándose en la pared.
—Hola —le dije.
El hombre se detuvo. Volvió hacia mí un rostro gris y aterrorizado.
—¿Quién es usted? —me preguntó con inseguridad.
—Me llamo Masen —le dije—. William Masen. Soy un paciente. Habitación 48. Y salí a ver por qué...
—¿Puede ver? —me interrumpió.
—Claro que sí. Tan bien como antes —le dije—. Ha sido un trabajo magnífico. Nadie venía a sacarme las vendas, así que me las quité yo solo. Espero no haberme hecho daño. Me pareció que...
Pero el hombre me interrumpió otra vez.
—Por favor lléveme a mi oficina. Tengo que hablar por teléfono.
Tardé en contestar. Todo parecía muy raro aquella mañana.
—¿Dónde queda eso? —le pregunté.
—Piso quinto, ala Oeste. El nombre está en la puerta. Doctor Soames.
—Muy bien —le dije, un poco sorprendido—. ¿Dónde estamos ahora?
El hombre sacudió la cabeza de derecha a izquierda, con una cara tensa y exasperada.
—¿Cómo diablos puedo saberlo? —dijo, amargamente—. Usted tiene ojos, maldita sea. Úselos. ¿No puede ver que estoy ciego?
Nada decía que estuviese ciego. Tenía los ojos muy abiertos, y parecía mirar con fijeza.
—Espere un minuto —le dije. Miré a mi alrededor. Encontré un gran 5 pintado en la pared, frente a la salida del ascensor. Volví y se lo dije.
—Bien. Tómeme del brazo —me ordenó—. Colóquese como si saliera del ascensor y doble a la derecha. Luego métase en el primer pasillo a la izquierda. La tercera puerta es mi oficina.
Seguí sus instrucciones. No nos encontramos con nadie. Lo llevé hasta el escritorio y le alcancé el teléfono. El hombre tocó el aparato hasta encontrar la barra y la golpeó con impaciencia. La expresión de su cara comenzó a cambiar. La irritabilidad y aquel gesto duro desaparecieron. Parecía ahora simplemente cansado, muy cansado. Dejó el receptor en el escritorio. Durante algunos segundos permaneció inmóvil y en silencio, como con los ojos clavados en la pared de enfrente. Al fin se volvió.
—Es inútil... ha terminado. ¿Está usted todavía ahí? —añadió.
—Sí —le dije.
Pasó los dedos por el borde del escritorio.
—¿Qué hay delante de mí? ¿Dónde está esa condenada ventana? —preguntó, irritado otra vez.
—Justo detrás de usted —le dije.
El hombre se volvió y caminó hacia la ventana, con los brazos extendidos. Tanteó el alféizar y los lados, cuidadosamente, y dio un paso atrás. Antes que yo comprendiese qué estaba haciendo, se lanzó contra la ventana. La atravesó rompiendo los vidrios.
No fui a mirar. Al fin y al cabo, era un quinto piso.
Cuando pude moverme, me dejé caer pesadamente en el sillón. Saqué un cigarrillo de una caja que había sobre la mesa y lo encendí con dedos temblorosos. Me quedé allí algunos minutos tranquilizándome, y esperé a que aquel malestar se desvaneciese. Al fin dejé el cuarto y volví al lugar donde me había encontrado con el hombre. Cuando llegué allí, no me sentía todavía muy bien.
En el extremo de aquel ancho corredor había una puerta de vidrios esmerilados, con unos óvalos transparentes a la altura de los ojos. Pensé que habría alguien allí, a cargo de la sala, a quien podría contarle lo del doctor.
Abrí la puerta. La sala estaba bastante a oscuras. Evidentemente habían corrido las cortinas luego de la exhibición de la noche, y todavía seguían corridas.
—¿Hermana? —pregunté.
—No está —dijo una voz de hombre—. Más aún —continuó—, no viene por aquí desde hace horas. ¿Puede usted abrir esas cortinas, compañero, para que entre un poco de luz? No sé que ha pasado en este maldito bar esta mañana.
—Muy bien —le dije.
Aunque todo estuviese desorganizado, no había motivo para que esos infortunados pacientes tuviesen que estar acostados en la oscuridad.
Descorrí las cortinas de la ventana más próxima, y dejé que entrara una oleada de sol. Era una sala de cirugía, con cerca de veinte pacientes, todos postrados en cama. Piernas lastimadas, la mayor parte; algunas amputaciones.
—Déjese de jugar con las cortinas, compañero, y ábralas del todo —dijo la misma voz.
Me volví y miré al hombre que había hablado. Era un joven corpulento, moreno, con una piel curtida por el sol. Estaba sentado en la cama, con la cara vuelta hacia mí... y hacia la luz. Parecía como si estuviese mirándome fijamente a los ojos, y lo mismo su vecino, y el hombre de más allá.
Durante algunos momentos les devolví la mirada. Tardé bastante en darme cuenta. Al fin les dije:
—Este... las cortinas... las cortinas se han atrancado. Buscaré a alguien para que las arregle.
Y salí corriendo de la sala.
Me temblaba el cuerpo otra vez, y necesitaba un trago. Las cosas estaban tomando forma. Pero me costaba creer que todos los hombres de la sala fuesen ciegos, como el doctor. Y sin embargo...
El ascensor no funcionaba, así que bajé por las escaleras. En el piso siguiente me animé y fui a mirar otra sala de enfermos. Las camas estaban desarregladas. Al principio pensé que no había nadie, pero no... no del todo. Dos hombres en ropas de dormir yacían en el piso. Uno estaba empapado en sangre y tenía una herida abierta; el otro había sido alcanzado, aparentemente, por una especie, de congestión. Los dos estaban muertos. El resto había desaparecido.
De vuelta en las escaleras, me pareció que casi todas las voces que yo había estado escuchando venían del piso inferior, y que ahora resonaban más claramente. Titubeé un instante, pero no podía quedarme allí.
En la vuelta siguiente casi tropecé con un hombre que estaba acostado en la sombra. Más abajo yacía alguien que se lo había llevado por delante, y que se había roto la cabeza en los escalones de piedra.
Al fin llegué al último descanso. Desde allí podía ver el vestíbulo principal. Parecía como si todos los que podían moverse hubiesen bajado instintivamente al vestíbulo, ya fuese para buscar ayuda o para salir a la calle. La puerta estaba abierta de par en par, pero nadie daba con ella. Una apretada muchedumbre de hombres y mujeres casi todos vestidos con ropas de hospital, se movía lenta y desamparadamente. El movimiento apretaba sin piedad a aquellos que se encontraban en los bordes de la muchedumbre contra aristas de mármol, o relieves ornamentales. Algunos eran aplastados contra los muros. De cuando en cuando alguien tropezaba. Si la presión de los cuerpos no le impedía caer, era muy difícil que pudiera volver a levantarse.
El vestíbulo parecía... bueno, ustedes han visto los dibujos de Doré que representan a los pecadores en el infierno. Pero Doré no pudo, incluir los sonidos: los sollozos, los gemidos susurrantes, y aquellos gritos ocasionales de desamparo.
No pude aguantar más de un minuto o dos. Huí corriendo escaleras arriba.
Quizá debí hacer algo en ese momento. Llevarlos a la calle, y poner fin por lo menos a aquel ajetreo lento y terrible. Pero una mirada me había bastado. Era imposible abrirse camino hasta la puerta y guiar a esa gente. Además, si lo hubiese hecho, si hubiese conseguido llevarlos afuera... ¿de qué les hubiera servido?
Me senté en un escalón para sobreponerme; con la cabeza entre las manos, y aquel incesante y horrible murmullo en los oídos. Luego busqué, y encontré, otra salida. Era una escalera estrecha que me llevó al patio.
Quizá no esté contando muy bien todo esto. Fue algo tan inesperado y sorprendente que durante un tiempo no quise, a propósito, acordarme. Creía haber tenido una pesadilla de la que trataba, desesperadamente, pero en vano, de salir. Crucé el patio rehusándome todavía a creer en lo que había visto.
Pero de algo estaba seguro. Realidad o pesadilla, necesitaba como nunca un trago.
No se veía a nadie en la calle, pero casi enfrente había una taberna. Aún recuerdo su nombre: «El ejército de Alamein». Había una silueta de madera, más o menos parecida al Vizconde Montgomery, colgada de un gancho de hierro, y abajo una puerta abierta de par en par.
Me dirigí en línea recta hacia ella.
El entrar en una taberna me dio durante un momento una consoladora sensación de normalidad. En prosaica y familiarmente como muchas otras.
Alguien se movía en el salón, en uno de los rincones. Oí una respiración fatigada. Un corcho dejó su botella con un estallido. Luego una voz exclamó:
—¡Gin, maldita sea! ¡Al diablo con el gin!
Se oyó el ruido de un vidrio que se hacia pedazos. La voz lanzó una corta risita.
—El espejo. ¿Pero para qué sirven los espejos?
El ruido de otro corcho.
—Otra vez el condenado gin —se quejó la voz, ofendida—. Al diablo con el gin.
Esta vez la botella golpeó contra algo blando, saltó al suelo, y se quedó allí, lanzando a borbotones su contenido.
—¡Eh! —llamé—. Quiero un trago.
Durante un momento la voz no contestó.
—¿Quién es usted? —preguntó al fin, precavida.
—Soy del hospital —le dije—. Quiero un trago.
—No recuerdo su voz. ¿Puede ver?
—Si —le dije.
—Bueno, entonces en nombre de Dios, lléguese hasta aquí, doctor, y búsqueme una botella de whisky.
—Soy bastante doctor como para eso —dije.
Salté por encima del mostrador y caminé hacia el otro lado del bar. Era un hombre de vientre voluminoso, con unos grises bigotes de foca, y que llevaba sólo unos pantalones y una camisa sin cuello. Estaba bastante borracho. Parecía indeciso entre abrir la botella que tenía en la mano o usarla como un arma.
—Si no es un doctor, ¿qué es usted? —preguntó.
—Soy un paciente. Pero necesito un trago tanto como cualquier doctor —le dije—. Lo que tiene en la mano es otra botella de gin.
—¡Oh, es gin! Gin de m... —dijo, y la botella voló por el aire atravesando ruidosamente la ventana.
—Deme ese sacacorchos —le dije.
Saqué una botella de whisky del estante, la abrí, y se la alcancé con un vaso. Para mí elegí un brandy fuerte con muy poca soda, y luego otro. Después de eso, la mano me temblaba un poco menos.
Miré a mi compañero. Estaba tomándose el whisky directamente de la botella.
—Se va a emborrachar —le dije.
El hombre dejó de beber y volvió hacia mí la cabeza. Hubiese jurado que me miraba.
—¿Que me voy a emborrachar? Maldita sea, estoy borracho —me dijo burlándose.
Tenía tanta razón que no hice ningún comentario. El hombre reflexionó un momento antes de anunciar:
—Tengo que emborracharme más. Tengo que emborracharme, mucho más. —Se inclinó hacia mí—. Estoy ciego. Sí, lo estoy. Ciego como un topo. Todos están ciegos como topos. ¿Vio las estrellas verdes?
—No —admití.
—Ahí tiene usted. Una prueba. No las ha visto; no está ciego. Todos las vieron —el hombre hizo un amplio y expresivo ademán—, y todos están ciegos. Cometa de...
Me serví un tercer brandy, preguntándome si lo que el hombre había dicho tendría algún significado.
—¿Todos están ciegos? —repetí.
—Así es. Todos. Quizá todos los hombres del mundo... excepto usted —añadió de pronto.
—¿Cómo lo sabe? —le pregunté.
—Es fácil. Escuche —me dijo.
El hombre y yo, juntos, apoyándonos en el mostrador de aquella sombría taberna, nos pusimos a escuchar. No había nada que oír... nada excepto el murmullo de un periódico sucio que volaba por la callejuela vacía. Una quietud que no se conocía en aquel sitio desde hacía mil años, o más.
—¿Comprende lo que digo? Es evidente —dijo el hombre.
—Sí —dije con lentitud—. Comprendo.
Decidí que debía irme. No sabía adónde. Pero tenía que ver qué pasaba.
—¿Es usted el dueño? —le pregunté.
—¿Y qué pasa si lo soy? —preguntó el hombre.
—Nada. Tengo que pagarle esos tres brandys dobles.
—Oh. Olvídese.
—Pero oiga...
—Olvídese, le digo. ¿Sabe por qué? ¿De qué le sirve el dinero a un muerto? Y eso es lo que soy. Sólo necesito un poco de alcohol.
El hombre me parecía bastante robusto para su edad, y así se lo dije.
—¿Para qué vivir ciego como un topo? —me preguntó, agresivamente—. Eso mismo dijo mi mujer. Y tenía razón. Aunque tuvo más coraje que yo. Cuando descubrió que los chicos también estaban ciegos, ¿sabe qué hizo? Los metió en cama y abrió la llave del gas. Eso hizo. Yo no tuve coraje. Era valiente mi mujer, más que yo. Yo también voy a ser muy valiente. Me reuniré con ellos. Cuando esté bastante borracho.
¿Qué podía haberle dicho? Lo que le dije sólo sirvió para hacerlo enojar. Al fin el hombre se dirigió a las escaleras y comenzó a subir con la botella en la mano. No traté de detenerlo, ni de seguirlo. Miré cómo se iba. Luego me bebí el último sorbo de brandy, y salí a la calle silenciosa.
2
La aparición de los trífidos
Este es un informe personal. Hablo aquí de muchas cosas que han desaparecido para siempre, pero no puedo referirme a ellas sin utilizar las palabras de aquel entonces; así que seguiré usándolas. Pero si no quiero que el relato sea ininteligible tendré que retroceder un poco más.
Cuando yo era niño vivíamos, mi padre, mi madre y yo, en un suburbio del sur de Londres. Teníamos una casita que mi padre sostenía asistiendo concienzuda y diariamente a una oficina del Departamento de la Deuda Interna, y un jardincito en el que trabajaba durante el verano. Muy poco nos distinguía de los diez o doce millones de personas que vivían en Londres y sus alrededores.
Mi padre era una de esas personas capaces de sumar una larga columna de números —aun de aquel ridículo sistema monetario entonces en boga— en un abrir y cerrar de ojos, de modo que para él lo más natural era que fuese contador. Como resultado, mi inhabilidad para cualquiera de esas columnas sumase dos veces el mismo total, me transformó ante sus ojos tanto en un misterio como en una decepción. Sin embargo, así era. Algo inevitable. Y los sucesivos maestros que trataron de demostrarme que los resultados matemáticos eran obtenidos mediante un razonamiento lógico, y no por lo de cierta inspiración esotérica, se vieron obligados a abandonarme con el convencimiento de que yo no tenía cabeza para los números. Mi padre leía los reportes escolares con una tristeza que en verdad el resultado general de mis estudios no justificaba. En su mente se desarrollaba, me imagino, un pensamiento semejante a éste: ninguna cabeza para los números = ninguna idea de las finanzas = ningún dinero.
—No sé realmente qué haremos contigo. ¿Qué quieres hacer? —me preguntaba.
Y hasta que tuve trece o catorce años, yo sacudía tristemente la cabeza, consciente de mi triste incapacidad, y confesaba que no lo sabía.
Era mi padre entonces el que sacudía la cabeza.
Para mi padre el mundo se dividía claramente en dos: empleados de escritorio que trabajaban con la cabeza, y hombres no empleados en escritorios que no sabían pensar y que se ocupaban en los trabajos más sucios. No sé cómo hacía para seguir creyendo en algo que había desaparecido cien o doscientos años atrás, pero esa idea dominó de tal modo mi infancia que tardé en comprender que la debilidad para los números no implica necesariamente una vida de barrendero o de pinche de cocina. No se me ocurría que el tema que más me interesaba pudiera conducirme a seguir una determinada carrera, y mi padre no advirtió, o no quiso advertir, que en biología mis calificaciones eran siempre excelentes.
Fue la aparición de los trífidos lo que terminó por decidir el asunto. En realidad, hicieron por mí mucho más que eso. Me proporcionaron un empleo y una cómoda renta. En varias ocasiones casi me quitaron también la vida. Por otra parte tengo que admitir que me la salvaron, pues fue el aguijón de un trífido lo que me llevó al hospital en aquel momento crítico de la aparición de «los restos del cometa».
Se han publicado numerosas teorías sobre la repentina aparición de los trífidos. La mayoría no tiene sentido. Indudablemente, esas teorías no nacieron, como suponen algunas almas cándidas, por generación espontánea. Muy pocos aceptaron la hipótesis de que eran algo así como una visita de muestra, presagios de algo peor si el mundo no seguía la buena senda y mejoraba su conducta. No podía admitirse tampoco que sus semillas hubiesen llegado hasta nosotros flotando a través del espacio como especimenes de las horribles formas que podía asumir la vida en mundos menos favorecidos... Espero, por lo menos, que no tengan ese origen.
Aprendí más acerca de esto que la mayoría de la gente, pues en mi empleo trataba con trífidos y la compañía para la que yo trabajaba estuvo íntimamente, ya que no gratamente, relacionada con la aparición en público de estos seres. Sin embargo, su verdadero origen sigue siendo bastante oscuro. Mi opinión personal, si puede tener algún valor, es que los trífidos son el resultado de una serie de ingeniosos cruzamientos biológicos, en su mayor parte posiblemente accidentales. Si los trífidos fuesen producto de la evolución terrestre, tendríamos que conocer a sus antecesores. Pero nadie, entre los que estaban mejor enterados, llegó a publicar una declaración bien fundada. Los motivos hay que buscarlos, sin duda, en las curiosas condiciones políticas que predominaban en ese entonces.
El mundo en que vivíamos era ancho, y la mayor parte se abría ante nosotros sin mayores dificultades. Caminos, ferrocarriles, y líneas marítimas cruzaban el mundo, y nos llevaban de un punto al otro, seguros y cómodos. Sí queríamos viajar aún más rápidamente, y podíamos pagarlo, tomábamos un avión. En aquellos días nadie necesitaba llevar armas, ni siquiera tomar precauciones. Uno podía ir a cualquier parte, sin que nadie se lo impidiera... aparte de un montón de fórmulas y reglamentaciones. Un mundo tan pacífico nos parece hoy algo utópico. Sin embargo, así era, en cinco sextos del globo, aunque en el otro sexto las cosas fueran un poco diferentes.
Tiene que ser difícil para los jóvenes que nunca vieron nada semejante imaginarse aquel mundo. Quizá parezca ahora la Edad de Oro, aunque no era eso precisamente para los que vivían en él. O quizá piensen que una Tierra cultivada y cuidada casi en su totalidad fuese algo aburrido, pero no era así, de veras. Era, al contrario, algo excitante. Por lo menos para un biólogo. Todos los años llevábamos un poco más al norte el límite de crecimiento de las plantas alimenticias. Las cosechas surgían rápidamente en campos que hasta hacía poco habían sido tundras o tierras estériles. En todas las estaciones, también, se conquistaban desiertos, viejos y nuevos, para que crecieran en ellos alimentos y pastos. Pues la alimentación a nuestro problema más urgente, y el desarrollo de los planes de regeneración y el avance de las líneas de cultivo eran seguido en los mapas con una atención similar a aquella que la generación anterior había puesto en los frentes de batalla.
Tal cambio de interés, de las espadas a los arados, fue sin duda un adelanto social, pero los optimistas cayeron en el error de creer que había habido un cambio en el espíritu humano. El espíritu humano siguió siendo el mismo: el noventa y cinco por ciento anhelando vivir en paz; el otro cinco por ciento sopesando sus posibilidades si se arriesgaba en una nueva guerra. Sólo porque esas posibilidades no parecían muy buenas pudo seguir manteniéndose la paz.
Mientras tanto, como todos los años unos veinticinco millones de nuevas bocas reclamaban alimento, el problema de los víveres empeoró cada vez más, y después de varios años de ineficaz propaganda un par de atroces cosechas demostró al fin la urgencia del problema.
El factor que llevó a aquel militante cinco por ciento a abandonar sus deseos de discordia fue los satélites. Los entendidos en cohetes habían alcanzado al fin uno de sus objetivos. Era posible ya lanzar un proyectil que no cayese enseguida. Era, en realidad, posible enviar un cohete a bastante altura como para que siguiese una órbita alrededor de la Tierra. Una vez allí, seguiría girando como una lunita, bastante inactiva e innocua, hasta que la presión de un botón la impulsase a caer, con devastador efecto.
Aunque la consternación del público, cuando una nación anunció triunfalmente que había sido la primera en lanzar al espacio un arma-satélite, fue muy grande, esa consternación fue mayor aún cuando otras naciones de las que se sabía que habían logrado un éxito igual, no hicieron ningún anuncio. No era nada agradable saber que pendía sobre nuestras cabezas un número desconocido de amenazas, que girarían y girarían hasta que alguien decidiese hacerlas caer... y que no había defensa posible. Sin embargo, la vida tiene que seguir su camino, y la novedad es algo de existencia maravillosamente precaria. Los hombres terminaron, a pesar suyo, por acostumbrarse a la idea. De cuando en cuando había un aterrorizado florecimiento de debates ante el rumor de que, además de satélites con cargas atómicas, había otros con enfermedades vegetales, enfermedades del ganado, polvos radiactivos, virus, e infecciones; no sólo las ya conocidas, sino también otras nuevas, desarrolladas recientemente en los laboratorios. Y todos estaban girando arriba. Es difícil saber si se habían lanzado realmente al espacio unas armas semejantes. Pero en aquel entonces los límites de la locura —principalmente de la acicateada por el miedo— no eran muy definidos. Un organismo virulento, bastante inestable como para convertirse en inofensivo en el curso de unos pocos días (¿quién podía decir que era imposible desarrollar tal organismo?) podía ser de gran utilidad estratégica si se lo arrojaba en ciertos lugares.
Al fin el Gobierno de los Estados Unidos terminó por dar bastante importancia a los rumores y desmintió que sus satélites pudiesen lanzar una guerra biológica directamente contra seres humanos. Una o dos naciones menores, de las que nadie sospechaba que tuviesen algún satélite hicieron declaraciones similares. Otras y mayores potencias no dijeron nada. Ante esta reticencia, el público comenzó a preguntarse por qué los Estados Unidos habían dejado de prepararse para una forma de guerra que otros estaban dispuestos a usar. ¿Y qué quería decir «directamente», por otra parte? En este punto todos los interesados dejaron tácitamente de negar o afirmar cualquier cosa acerca de los satélites, e iniciaron intensos esfuerzos para desviar el interés del público al no menos importante, pero mucho menos sospechoso, tema de la escasez de alimentos.
La ley de la oferta y la demanda había permitido a los más emprendedores organizar monopolios de mercancías, pero el mundo en su casi totalidad era enemigo de los monopolios declarados. Sin embargo, el sistema de las compañías subsidiarias funcionaba realmente sin tropiezos, y sin contravenir los Artículos de la Federación. El público apenas se enteraba de las pequeñas dificultades que surgían de cuando en cuando. Casi nadie conoció por ejemplo, la existencia de Umberto Cristóforo Palánguez. Yo mismo no supe de él sino después de años de trabajo.
Umberto era de mezclada ascendencia latina, y nacido en algún país sudamericano. Entró un día en las oficinas de la Compañía Articoeuropea de Aceite de Pescado, mostró una botella de pálido aceite y se convirtió de pronto en un posible desbaratador de la industria de los aceites comestibles.
La Articoeuropea no mostró tener prisa. El comercio de aceite estaba bien asegurado. Sin embargo, pasó el tiempo y al fin analizaron la muestra de Palánguez.
Ante todo descubrieron que no era aceite de pescado de ningún modo; era un producto vegetal, aunque no pudieron identificar su origen. Y en segundo lugar advirtieron que comparado con él el mejor aceite de pescado parecía un vulgar aceite de máquinas. Alarmados enviaron lo que quedaba de la muestra a los laboratorios para un estudio intensivo, y trataron de averiguar apresuradamente si el señor Palánguez había establecido algunos otros contactos.
Cuando Umberto volvió a aparecer, el director de la compañía lo recibió con una aduladora atención.
—Es un aceite verdaderamente notable el que nos traído, señor Palánguez —le dijo.
Umberto movió afirmativamente la delgada y morena cabeza. Estaba perfectamente enterado de ese hecho.
—Nunca he visto nada parecido —admitió el director.
Umberto volvió a hacer el mismo signo afirmativo.
—¿No? —dijo, cortésmente. Luego, como si acabara de ocurrírsele, añadió—: Ya lo verá, señor[1]. Y en gran cantidades. —Reflexionó un momento y dijo con sonrisa—: Aparecerá, creo, en el mercado dentro de siete u ocho años.
El director pensó que eso no era posible, y dijo franqueza:
—Es mejor que nuestro aceite de pescado.
—Eso me han dicho —admitió Umberto.
—¿Piensa lanzarlo usted mismo a la venta, señor Palánguez?
Umberto volvió a sonreír.
—¿Le hubiese traído esta muestra si lo pensara?
—Podríamos reforzar sintéticamente algunos de nuestros aceites —observó el director con aire pensativo.
—Con algunas vitaminas... Pero sería muy costoso sintetizarlas todas, aun en el caso de que fuese posible —dijo Umberto suavemente—. Además —añadió—, me han dicho que este aceite se vendería a menor precio que el mejor aceite de pescado.
—Hum —dijo el director—. Bueno, supongo que nos trae usted alguna propuesta, señor Palánguez. ¿Nos decidimos a examinarla?
—Hay dos modos de encarar este desgraciado asunto —explicó Umberto—. El común es evitar que ocurra... retrasarlo al menos hasta que el capital empleado en las maquinarias actuales haya sido amortizado. Esto sería, naturalmente, lo más satisfactorio.
El director movió afirmativamente la cabeza. Conocía muy bien estas cosas.
—Pero lo siento por usted, porque, verá, no es posible —añadió Umberto.
El director no estaba muy seguro. Sintió deseos de decir: «Me parece que se llevaría usted una sorpresa», pero se contentó con un «Oh» poco comprometedor.
—Otra solución —sugirió Umberto— sería que ustedes mismos produjeran el aceite antes que comenzaran las dificultades.
—Ah —dijo el director.
—Creo —le dijo Umberto— que podré proporcionarles unas semillas de esta planta en, digamos, de aquí a seis meses. Con las plantan ustedes enseguida podrían iniciar la producción de aceite dentro de cinco años y, en uno más podrían cubrir el mercado.
—Justo a tiempo, en verdad —observó el director.
Umberto hizo un signo afirmativo.
—El otro método sería más simple —señaló el director.
—Pero desgraciadamente —dijo Umberto— no es posible establecer contacto con los competidores, ni suprimirlos.
Umberto hizo esta declaración con una serenidad tal que el director lo miró atentamente durante algunos segundos.
—Comprendo —dijo al fin—. Me pregunto... este... ¿no será usted un ciudadano soviético, señor Palánguez?
—No —dijo Umberto—. De ningún modo. Pero tengo algunas conexiones...
Y esto nos lleva a considerar la otra sexta parte del mundo, la parte que uno no podía visitar tan fácilmente como el resto. En realidad, el permiso para visitar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era casi imposible de obtener, y los movimientos de aquellos que lograban ese permiso estaban estrictamente limitados. Rusia se había convertido deliberadamente en tierra misteriosa. Muy poco de lo que ocurría detrás esos velados secretos era conocido por el resto del mundo. Lo que llegaba a saberse, no era nunca seguro. Sin embargo, detrás de esa curiosa propaganda que ocultaba los hechos de importancia menor, se habían logrado en diversas esferas, éxitos indiscutibles. Una de esas era la biología. Rusia, que compartía con el resto mundo el problema del aumento de las necesidades alimenticias, se había preocupado intensamente por ganar desiertos, estepas y tundras septentrionales. En los días en que se intercambiaba alguna información había dado a conocer algunos de esos éxitos. Más tarde, sin embargo, el fracaso de ciertos métodos y puntos de vista había hecho seguir a la biología un camino distinto. La biología fue desde entonces otro de los secretos. La dirección que había tomado era totalmente desconocida y quizá poco provechosa. Pero todos se preguntaban si los rusos estarían cosechando éxitos o fracasos o rarezas, o las tres cosas a la vez.
—Girasoles —dijo el director expresando distraídamente sus propios pensamientos—. Me han dicho que los rusos han logrado mejorar la producción de aceite de girasol. Pero no es eso.
—No —dijo Umberto—. No es eso.
El director meditó unos instantes.
—Semillas, dijo usted. ¿Quiere decir que es una nueva especie? Pues si se trata de una variedad...
—Tengo entendido que es una nueva especie... algo totalmente nuevo...
—Pero entonces usted no ha visto esas plantas. Quizá sea, en realidad, una nueva variedad de girasol.
—He visto una fotografía, señor. No sé si esa planta tiene algo del girasol. No sé si tiene algo de nabo. No sé si tiene algo de ortiga, o aun de orquídea. Pero sé que si todas esas plantas fueran padres de esta nueva especie, no conocerían a su hijo. No creo siquiera que se sintieran orgullosos.
—Comprendo. Bueno, ¿qué cantidad pediría usted por esas semillas?
Umberto nombró una suma que interrumpió bruscamente las reflexiones del director de la compañía. Este se sacó los anteojos y miró desde más cerca a su interlocutor. Umberto no se inmutó.
—Piense, señor —dijo Umberto haciendo sonar sus nudillos—. Es algo difícil, muy difícil. Y peligroso, muy peligroso. No tengo miedo, pero no afrontaré el peligro sólo por divertirme. Hay otro hombre, un ruso. Tengo que alejarlo, y pagarle bien. Hay otros además, a quienes él tendrá también que pagar. Por otra parte tendré que comprar un aeroplano, un aeroplano a reacción, rápido. Todo esto cuesta dinero.
»Y además, como le digo, no es fácil. Tengo que traerle semillas buenas. Las semillas de esta planta son casi todas estériles. Para estar más seguro tendré que traerle semillas escogidas. Ciertamente no será nada fácil.
—Le creo. Pero de todos modos...
—¿Le parece tanto, señor? ¿Qué dirá usted dentro de algunos años cuando los rusos estén vendiendo ese aceite por todo el mundo, y su compañía se declare en quiebra?
—Tendré que pensarlo, señor Palánguez.
—Pero claro, señor —dijo Umberto con una sonrisa—. Puedo esperar, un poco. Pero lamento no poder reducir mi precio.
No lo redujo.
El inventor y el descubridor son el azote de los negocios. Un poco de arena en las máquinas apenas cuenta. Se reemplazan las partes dañadas y se sigue adelante. Pero la aparición de un nuevo proceso, de una nueva sustancia, cuando todo está ya organizado y funcionando a la perfección, es algo endiablado. A veces es aun peor. Hay que impedir entonces que esa novedad aparezca. Están demasiadas cosas en juego. Si no es posible recurrir a métodos legales, hay que intentar otros.
Pues Umberto había subestimado el caso. No se trataba sólo de un nuevo aceite con el que la Articoeuropea no podría competir. Los efectos se extenderían a todo el mundo. Podría no ser fatal para el maní, la aceituna, la ballena y otras muchas industrias del aceite. Pero se tambalearían de veras. Además, el fenómeno repercutiría en las industrias subsidiarias, en la margarina, el jabón y un centenar de productos, desde las cremas faciales hasta las pinturas de uso doméstico. En realidad, una vez que algunas de las empresas de mayor influencia comprendieron la gravedad de la amenaza, las exigencias de Umberto parecieron casi modestas.
Umberto obtuvo su contrato, pues sus muestras eran convincentes. El resto es bastante vago.
La aventura costó a los interesados mucho menos de lo que pensaban pagar, pues cuando Umberto consiguió su aeroplano y un poco de dinero, no se lo volvió a ver.
Hubo, sin embargo, ciertos rumores.
Años más tarde un oscuro individuo que dijo llamarse simplemente Fedor entró en las oficinas de la Compañía Articoeuropea de Aceites. (La palabra «pescado» había desaparecido por ese entonces tanto del nombre como de las actividades de la compañía). Era, así dijo, ruso. Necesitaba, así dijo, algún dinero, si los bondadosos capitalistas eran lo suficientemente amables como para disponer de cierta suma.
Fedor contó que había estado empleado en la primera estación experimental de trífidos en el distrito de Elovks, en Kamchatka. Era un lugar desamparado, y no le gustaba. Su deseo de alejarse de allí lo había llevado a escuchar una sugestión de otro trabajador, para ser precisos de un tal Nicolai Alexandrovich Baltinoff, y la sugestión había sido apoyada por varios miles de rublos.
La tarea no requería grandes gastos. Se trataba simplemente de sacar del depósito una caja de semillas de trífido, escogidas y fértiles, y, substituirla con otra caja similar de semillas estériles. La caja robada había que dejarla en cierto lugar, en cierto momento. No había prácticamente riesgo alguno. Pasarían años antes que se advirtiese la substitución.
Su obligación posterior era, sin embargo, más dificultosa. Había que instalar algunas luces en un prado situado a un kilómetro o dos de la plantación. Tenía que encontrarse allí una noche determinada. Oiría el ruido de un aeroplano. Encendería las luces. El aeroplano aterrizaría. Sería mejor entonces que se fuera de allí, antes que llegase algún curioso.
Por estos servicios no recibiría solamente una agradable suma de rublos, sino que, si algún día llegaba a salir de Rusia, habría para él un poco de dinero en las oficinas de la Articoeuropea, en Inglaterra.
Según Fedor la operación se había llevado a cabo con todo éxito. Tan pronto como el avión aterrizó, apagó las luces y se fue de allí.
El aeroplano estuvo en tierra muy poco tiempo, quizá no más de diez minutos. Por el ruido de sus turbinas parecía como si estuviera elevándose casi verticalmente. El ruido se desvaneció y uno o dos minutos después Fedor oyó otra vez un rugido de motores. Otros aeroplanos remontaban hacía el este, persiguiendo al fugitivo. Podían haber sido dos, o más, no sabía decirlo. Pero volaban muy rápidamente, a juzgar por el chillido de sus turbinas.
Al día siguiente Baltinoff había desaparecido. Hubo un alboroto, pero al fin se decidió que no tenía cómplices. Así que Fedor no fue molestado.
Esperó prudentemente un año o dos antes de iniciar algún movimiento. Cuando estaba venciendo ya los últimos obstáculos, apenas si le quedaba algún rublo. Tuvo que aceptar diversos empleos para poder vivir, así que tardó mucho tiempo en llegar a Inglaterra. Pero ahora que ya estaba allí, ¿podían darle algún dinero, por favor?
Por ese entonces ya se sabía algo de Elovks. Y la fecha en que según Fedor había aterrizado el aeroplano, estaba dentro de los límites probables. Así que le dieron algún dinero. Le dieron trabajo también, y le dijeron que se callara. Pues era evidente que aunque Umberto no había entregado personalmente la mercancía, había salvado la situación al esparcirla por el mundo.
La Articoeuropea no había relacionado en un principio la aparición de los trífidos con Umberto, y la Policía de varios países estuvo buscándolo un tiempo en salvaguardia de los intereses de la compañía. Sólo cuando un investigador extrajo para ellos un poco de aceite de trífido comprendieron que era igual a la muestra que Umberto les había enseñado, y que las semillas que había ido a buscar eran realmente semillas de trífido.
Nunca se supo qué pasó con Umberto. Sospecho que sobre el océano Pacífico, en las alturas de la estratosfera, él y Baltinoff fueron atacados por los aviones de que habló Fedor. Es posible que no se hubiesen enterado hasta que los cañones de los cazas comenzaron a destrozar la máquina.
Y pienso también que uno de los proyectiles hizo pedazos un cubo de madera prensada de treinta centímetros de lado: el receptáculo no mayor que una caja de té que, según Fedor, contenía las semillas.
Quizá el avión de Umberto estalló en el aire, quizá cayó en pedazos. De un modo o de otro estoy seguro de que los fragmentos cayeron al mar dejando detrás lo que era aparentemente una nube de vapor.
Pero no era vapor. Era una nube de semillas que flotaban (pues eran tan infinitamente livianas) aun en ese aire enrarecido. Millones de sutiles semillas, que podían ser arrastradas por los vientos del mundo a cualquier parte...
Pasaron semanas, o meses quizá, antes que las semillas llegaran a tierra, muchas de ellas a miles de kilómetros de su punto de partida.
Esto es, lo repito, una simple conjetura. Pero no encuentro otra explicación para el hecho de que esa planta, que era un secreto, hubiese aparecido, de pronto, en casi todas las regiones del mundo.
Mi conocimiento de los trífidos fue temprano. Ocurrió que uno de los primeros, entre los que aparecieron en la localidad, creció en nuestro jardín. La planta había llegado a desarrollarse antes que nosotros advirtiésemos su presencia, pues había crecido junto con algunos matorrales detrás del cerco que ocultaba el depósito de basura. No hacía allí ningún daño, y no ocupaba el sitio de ninguna otra planta. De modo que desde el día en que la descubrimos íbamos a verla de cuando en cuando, y dejamos que creciera.
Sin embargo, un trífido es sin duda algo distinto, y al cabo de un tiempo sentimos cierta curiosidad. No una curiosidad muy grande, pues en los rincones abandonados de un jardín siempre hay algunas cosas raras, pero sí lo suficiente como para que nos dijésemos unos a otros que la planta estaba tomando un aspecto bastante curioso.
Ahora que todos saben demasiado bien cómo es un trífido, es difícil describir qué raros y extraños nos parecieron aquellos primeros individuos. Nadie, hasta donde llegan mis recuerdos, sintió alguna alarma o malestar. Pienso que la mayoría pensaba de ellos —cuando pensaban— lo mismo que mi padre.
Tengo en la memoria la imagen de mi padre mientras examinaba intrigado a nuestro trífido, ya de un año de edad. Era una réplica en pequeño de un trífido adulto, con casi todos sus detalles, sólo que por ese entonces la planta no tenía nombre, y nadie había visto un ejemplar totalmente desarrollado. Mi padre se inclinó sobre el trífido, mirándolo a través de sus anteojos de carey, tocando el tronco con las puntas de los dedos y resoplando suavemente como era su costumbre cada vez que meditaba. Inspeccionó el tallo recto y la masa de madera de donde éste surgía. Prestó una curiosa aunque no muy penetrante atención a las ramitas desnudas que crecían en la parte alta del tronco. Palpó las hojas verdes y correosas con el pulgar y el índice, como si su aspereza pudiera decirle algo. Luego espió el interior de aquella curiosa formación en forma de embudo que crecía en lo alto del tallo y bufó reflexivamente, pero indeciso, por entre sus bigotes. Recuerdo la primera vez que me alzó en sus brazos para que mirara el interior del cáliz y su enroscado verticilo. Era algo similar a la hoja nueva y enrollada de un helecho y sobresalía unos veinticinco centímetros de la masa pegajosa que llenaba el fondo. No toqué esa masa, pero comprendí que era pegajosa porque varias moscas y otros pequeños insectos estaban debatiéndose en ella.
Más de una vez mi padre declaró con aire meditativo que aquella planta parecía muy rara de veras y anunció que uno de esos días iba a tratar de saber que era realmente. No creo que lo haya intentado, y aunque lo hubiese hecho no hubiera averiguado mucho por aquel entonces.
Nuestro trífido tenía en aquella época un metro de altura. Otros muchos estaban creciendo en distintos sitios, tranquila e inofensivamente, sin que nadie les prestara particular atención; al menos así parecía, pues de la posible excitación de los biólogos y los botánicos nada llegó a la generalidad del público.
Poco tiempo después uno de los trífidos recogió sus raíces, y caminó.
Ese increíble acontecimiento tuvo que haber sido conocido, por supuesto, en Rusia, aunque la noticia no se difundió al exterior. De las otras regiones del mundo la primera fue Indochina, lo que significa que la gente apenas se fijó en el fenómeno. Indochina es una de esas regiones en las que, se cree, pueden ocurrir los sucesos más curiosos e inverosímiles, y donde a veces realmente ocurren; esos sucesos a los que echa mano el editor de un periódico cuando escasean las noticias y un toque del «misterioso Oriente» puede elevar un poco el interés de la publicación. En el curso de unas pocas semanas comenzaron a llegar rumores de unas plantas ambulantes desde Sumatra, Borneo, el Congo Belga, Colombia, Brasil, y otras regiones ecuatoriales.
Esta vez las noticias fueron difundidas por los periódicos, es cierto. Pero las excesivamente elaboradas historias, redactadas con esa mezcla de prudencia y frivolidad que la prensa emplea habitualmente con las serpientes marinas, los fenómenos ocultos, y la transmisión del pensamiento y otros hechos irregulares, impidieron que alguien llegase a comprender que esas notables plantas fuesen hermanas del tranquilo y respetable arbusto que crecía en un rincón de nuestro jardín. Pero cuando comenzaron a publicarse algunas fotografías, advertimos que las plantas eran idénticas. Sólo se diferenciaban por el tamaño.
Los hombres de los noticieros recogieron enseguida la novedad. El trabajo de volar a regiones incivilizadas fue sin duda recompensado con algunas buenas e interesantes fotografías, pero los encargados del montaje creían que más de unos segundos de cualquier tema —excepto un match de boxeo— paralizaban irremediablemente de aburrimiento a la totalidad del público. Mi primera visión, pues, de ese desarrollo que tanta importancia iba a tener en mi futuro, como en el de mucha otra gente, fue sólo un relámpago entre un concurso de hula en Honolulu y un acorazado botado por la Primera Dama. (Este no es un anacronismo. En ese entonces todavía construían acorazados; hasta los Almirantes tenían que vivir). Así que me permitieron ver a unos pocos trífidos que se balanceaban en la pantalla acompañados por el comentario que se supone adecuado para la mente del público aficionado al cine:
«Y ahora, amigos, observen lo que nuestro cameraman ha encontrado en Ecuador. ¡Vegetales de vacaciones! Estas cosas sólo se ven después de una fiesta, pero en el soleado Ecuador se las ve en cualquier momento, ¡y sin las molestias consecuencias del alcohol! ¡Plantas monstruosas en marcha! ¡Pero oigan, esto me da una gran idea! Quizá si educamos a nuestras patatas logremos que se metan ellas solas en el caldero. ¿Qué le parece, señora?»
Durante el corto tiempo que duró la escena, yo miré fascinado. Ahí estaba la misteriosa planta de nuestro jardín, y con un tamaño de más de dos metros. No había duda, ¡y caminaba!
El tronco, algo nuevo para mí, estaba cubierto de raicillas. Sin aquellas delgadas protuberancias que crecían en la parte baja, hubiese sido casi redondo. Sostenido por esas protuberancias, se elevaba a unos treinta centímetros del suelo.
Cuando la planta «caminaba» parecía un hombre con muletas. Dos de las delgadas «piernas» se movían hacia delante, y la planta se balanceaba hasta que la rama trasera alcanzaba casi a las otras dos. Estas volvían entonces a adelantarse. Con cada paso el largo tallo se sacudía violentamente hacia delante y hacia atrás. Mareaba casi mirarlo. Como método de traslación parecía violento e incómodo a la vez, y recordaba los juegos de los elefantes jóvenes. Uno sentía que si la planta seguía sacudiéndose así, durante cierto trecho, terminaría por perder todas sus hojas, si es que no se quebraba el tallo. Sin embargo, a pesar de esa aparente torpeza, la planta se movía con la velocidad del paso común.
Eso fue todo lo que pude ver hasta que apareció la escena del acorazado. No era mucho, pero sí lo suficiente como para encender el espíritu de investigación de un jovencito. Pues si la planta podía hacer eso en el Ecuador, ¿por qué no iba a hacerlo en nuestro jardín? Indudablemente, la nuestra era mucho más pequeña, pero parecía la misma...
Minutos después de llegar a casa yo ya estaba excavando alrededor de nuestro trífido, removiendo cuidadosamente la tierra de su alrededor, como para animarlo a «caminar».
Infortunadamente esta planta autopropulsada tenía una característica que los hombres de los noticieros no habían experimentado, o que por alguna razón personal habían decidido no revelar. No hubo advertencia previa. Yo estaba allí, inclinado, tratando de sacar un poco de tierra sin dañar la planta, cuando algo que vino no sé de dónde me golpeó terriblemente y me desmayó...
Me desperté en cama. Mis padres y el médico me miraban con ansiedad. Sentía como si me hubieran abierto la cabeza; me dolía todo el cuerpo y, como descubrí más tarde, tenía un cardenal en la cara. Me hicieron varias preguntas para saber por qué me había desmayado en el jardín, pero todo fue inútil, yo ignoraba totalmente qué me había golpeado. Y pasé algún tiempo antes de saber que yo había sido uno de los primeros en Inglaterra a quien había herido un trífido, y que había logrado salvarse. El trífido era, por supuesto, pequeño aún. Pero antes que me recobrase del todo, mi padre descubrió sin duda qué me había ocurrido, pues cuando salí otra vez al jardín ya me había vengado duramente arrojando al fuego los restos de la planta.
Cuando la existencia de la planta se convirtió en un hecho indiscutible, la prensa abandonó la mesura inicial y le dedicó grandes titulares. Así que había que encontrar un nombre para esas plantas. Los botánicos ya estaban revolcándose, según su costumbre, en vocablos polisílabos, latinos y griegos, en busca de variantes de ambulans y pseudopodia; pero los periodistas y el público buscaban algo que se pronunciase sin dificultad y que se pudiera usar en los titulares. Si revisan ustedes los periódicos de aquella época encontrarán nombres como:
Trícodos
Trínitos
Tricornos
Tripedales
Trigenados
Trípedos
Trígonos
Triquetes
Trileños
Trípodes
Tridentados
Trípetos
Y gran número de otras misteriosas denominaciones, que no siempre comenzaban con «tri», pero que se basaban, en su mayoría, en aquella raíz tridentada.
Hubo muchas discusiones, públicas, privadas, y de café, en las que se defendía un término u otro con razones aproximadamente científicas, cuasi etimológicas, y de otras clases; pero, poco a poco, un término comenzó a dominar en aquellos ejercicios filológicos. Un pegadizo nombrecito nacido en la oficina de algún diario para designar una rareza, pero que un día se asociaría al dolor, el miedo, y la miseria: trífido...
El interés que el público mostró en un comienzo, desapareció muy pronto. Los trífidos eran, ciertamente, bastante extraños; pero sólo porque se trataba de una novedad. La gente había reaccionado del mismo modo ante las novedades de otras épocas: canguros, lagartos gigantes, cisnes negros. ¿Y eran acaso los trífidos más raros que los bagres, los avestruces, los renacuajos y otras tantas cosas? El murciélago era un mamífero que había aprendido a volar; bueno, ésta era una planta que había aprendido a caminar. ¿Que diferencia había?
Pero había algunas características que no era posible dejar tan fácilmente de lado. De sus orígenes, los rusos, como era su costumbre, no dijeron nada. Aún aquéllos que habían oído hablar de Umberto no lo relacionaron con los trífidos. La repentina aparición de estos seres, y aún más, su amplia distribución, provocaron las más variadas hipótesis. Pues aunque la planta crecía con mayor rapidez en los trópicos, se encontraron ejemplares, más o menos desarrollados, en casi todas las regiones excepto los polos y los desiertos.
La gente se sorprendió, y hasta se disgustó un poco, cuando supo que la especie era carnívora y que las moscas y los otros insectos que caían en el cáliz eran digeridos por aquella sustancia pegajosa. Nosotros, los que vivíamos en zonas templadas, no ignorábamos la existencia de plantas insectívoras, pero no estábamos acostumbrados a verlas fuera de los invernaderos, y las considerábamos, en cierto modo, algo indecentes, o por lo menos impropias. El descubrimiento de que el enroscado extremo del tallo podía estirarse hasta alcanzar una longitud de tres metros y descargar, además, bastante veneno como para matar a un hombre si llegaba a tocarle la piel, fue de veras alarmante.
Tan pronto como se comprendió la gravedad de esta amenaza, todos se lanzaron a arrancar y destrozar nerviosamente trífidos, hasta que a alguien se le ocurrió que bastaba quitarles el aguijón. El asalto, ligeramente histérico, a las plantas disminuyó entonces, pero el número de los trífidos había descendido ya de un modo considerable. Poco después se difundió la moda de tener uno o dos trífidos, cuidadosamente mutilados, en el jardín. Se descubrió que pasaban por lo menos dos años antes que el perdido aguijón volviese a crecer: una poda anual les quitaba, pues, todo peligro, y servían así de motivo de diversión para los niños de la casa.
En los países templados, donde el hombre había logrado dominar todas las formas de la naturaleza, salvo la propia, la situación de los trífidos quedó perfectamente aclarada. Pero en los trópicos, particularmente en las regiones selváticas, pronto se convirtieron en un verdadero azote.
El viajero no advertía la presencia de un trífido entre los espesos matorrales y era golpeado al acercarse por el venenoso aguijón. Aun los naturales de aquellas regiones no veían fácilmente al trífido que acechaba inmóvil a un lado del sendero. Estas plantas eran increíblemente sensibles a cualquier movimiento, y muy pocas veces se las sorprendía descuidadas.
Los trífidos se convirtieron en un serio problema en tales regiones. Lo mejor era cortarles la punta del tallo, y junto con él, el aguijón. Los nativos de la selva iban armados de unas pértigas con ganchos afilados en la punta, muy útiles si lograban adelantarse, pero inservibles si el trífido se inclinaba hacia delante aumentando así el alcance de su aguijón en más un metro. No pasó mucho tiempo, sin embargo, sin que estas garrochas fueran reemplazadas por armas de muelle de diferentes tipos. La mayoría de esas armas arrojaban discos, aspas y bumeranes de delgado acero. Como regla general eran poco seguras más allá de los doce metros, aunque capaces de cortar limpiamente el tallo de un trífido a una distancia de veinticinco si daban en el blanco. El invento agradó tanto a las autoridades —unánimemente enemigas de la portación indiscriminada de rifles— como de los usuarios que encontraban que los proyectiles de acero de hoja de afeitar eran más baratos y livianos que los cartuchos, y admirablemente adaptables al bandolerismo silencioso.
La naturaleza, las costumbres y la constitución de los trífidos fueron entusiastamente investigadas. Graves experimentadores trataron de determinar, en interés de la ciencia, qué distancia y durante cuánto tiempo podía caminar un trífido si se podía decir que tenía un frente, o podía trasladarse en cualquier dirección con igual torpeza; cuánto tiempo tenía que pasarse con las raíces hundidas en la tierra, qué reacciones mostraba ante la presencia de ciertos elementos químicos, y una enorme cantidad de otras cuestiones, tanto útiles como inútiles.
El ejemplar de mayor tamaño encontrado en los trópicos llegaba casi a los tres metros de altura. No se vio ningún ejemplar europeo de más de dos metros y medio; los más comunes apenas superaban los dos metros. Según todas las apariencias se adaptaban fácilmente a muy diversos suelos y climas. No tenían, parecía, enemigos naturales... salvo los seres humanos.
Pero había un buen número de características no muy evidentes que escaparon durante algún tiempo a la atención de los hombres. Todos tardaron, por ejemplo, en advertir la increíble exactitud con que lanzaban sus aguijonazos, y el hecho de que invariablemente daban en la cabeza. Nadie al principio notó tampoco que tenían la costumbre de quedarse un tiempo junto a sus víctimas. El motivo se aclaró totalmente cuando quedó demostrado que se alimentaban tanto de carne como de insectos. El venenoso aguijón no tenía bastante fuerza como para desgarrar un cuerpo de carnes firmes, pero si para arrancar trozos de carne descompuesta y llevarlos hasta el cáliz.
Nadie se interesó mucho, por otra parte, en las tres ramitas sin hojas que nacían en la parte alta del tronco. Se suponía que estaban relacionadas de algún modo con el sistema reproductivo, ese sistema que tiende a ser indiscriminado refugio de todas las partes de la planta de no muy seguro propósito, hasta que se les asigna alguna función específica. Algunos creían, por lo tanto, que esa repentina movilidad de las ramitas y ese su alegre repiqueteo contra el tallo eran una extraña demostración de exuberancia amatoria.
Posiblemente la poco agradable distinción de haber sido golpeado tan pronto por una de esas plantas, sirvió para estimular mi interés, pues desde ese entonces me sentí en cierto modo atado a ellas. Me pasaba —o «malgastaba», si se colocan ustedes en el punto de vista de mi padre— mucho tiempo observando fascinado a los trífidos.
No sería posible acusar a mi padre porque haya creído que mis investigaciones eran inútiles. Sin embargo, más tarde, encontré un empleo que superaba nuestras esperanzas, pues dejé la escuela poco antes que se reorganizase la Compañía Articoeuropea de Aceite de Pescado, dejando caer durante el proceso la palabra «pescado». Pronto corrió la noticia de que esta compañía, y otras similares de distintos países iban a cosechar trífidos en gran escala para extraerles valiosos aceites y jugos, y para proporcionar al ganado un muy nutritivo y oleoso forraje. Los trífidos entraron, pues, de un día para otro, en el reino de los grandes negocios.
Inmediatamente decidí mi futuro. Me presenté en la Articoeuropea y mis calificaciones me proporcionaron un empleo en el Departamento de Producción. La desaprobación de mi padre perdió un poco de su valor ante el monto de mi salario, el que era excelente para mi edad. Pero cuando le hablé con entusiasmo del futuro, resopló con incredulidad por entre los bigotes. Mi padre sólo creía en los empleos tradicionales, pero no me puso ninguna traba.
—Al fin y al cabo —me dijo—, si no tienes éxito serás aún bastante joven como para iniciarte en otra cosa más sólida.
No tuve que hacerlo. Cinco años después, poco antes que él y mi madre murieran en una excursión aérea, pudieron ver cómo las nuevas compañías de aceite arruinaban a todos los competidores, y cómo los que nos habíamos iniciado temprano teníamos, aparentemente, un brillante porvenir.
Entre esos pioneros se contaba mi amigo Walter Lucknor.
Durante un tiempo dudaron en tomar a Walter. Sabía poco de agricultura, menos de negocios, e ignoraba el trabajo de laboratorio. Por otra parte, sabía mucho de trífidos... tenía algo así como un conocimiento intuitivo de esas plantas.
Ignoro qué le pasó a Walter aquel mayo fatal, años más tarde, pero tengo mis sospechas. Es una lástima que no haya logrado escapar. Su colaboración hubiese sido inmensamente valiosa. No creo que nadie entienda realmente a los trífidos, o que los haya entendido, pero Walter estuvo muy cerca de comenzar a entenderlos, más cerca que ningún otro hombre.
Walter me dio la primer sorpresa cuando ya llevábamos un año o dos en la compañía.
El sol se estaba poniendo. Había terminado la hora de trabajo y observábamos con cierta satisfacción tres nuevos campos de trífidos maduros. En aquellos días no los guardábamos en recintos cercados, como hicimos más tarde. Los distribuíamos simplemente en filas... por lo menos los postes de acero a los que estaban encadenados se ordenaban en filas, aunque las plantas no tenían conciencia de esa rigurosa reglamentación. Un mes más y podríamos hacer las primeras incisiones para recoger el jugo. La tarde era tranquila. Sólo rompía el silencio el ocasional repiqueteo de las ramitas de algún trífido. Walter observaba las plantas con la cabeza ligeramente ladeada. Volvió a llenar la pipa.
—Están charlatanes esta noche —observó. Tomé estas palabras como lo hubiese hecho cualquier otro, metafóricamente.
—Quizá sea por el tiempo —sugerí—. Me parece que hacen eso sobre todo cuando hay tiempo seco.
Walter me miró de reojo, con una sonrisa.
—¿Tú hablas más cuando hay tiempo seco?
—¿Y por qué...? —comencé a decir, y me interrumpí—. No habrás querido decir realmente que están hablando —dije advirtiendo la expresión de su rostro.
—¿Y por qué no?
—Pero es absurdo, ¡plantas que hablan!
—No más absurdo que plantas que caminan —dijo Walter.
Clavé los ojos en los trífidos, y luego miré otra vez a Walter.
—Nunca lo pensé —comencé a decir, titubeando.
—Piénsalo un poco, obsérvalos. Me gustaría conocer tu opinión.
Era curioso que en mi largo trato con los trífidos nunca se me hubiese ocurrido una posibilidad semejante. Me había cegado, supongo, la teoría del llamado amoroso. Pero una vez que Walter me puso esa idea en la cabeza, allí se quedó. No pude ya dejar de sentir que los trífidos podían comunicarse secretamente con ese repiqueteo.
Hasta entonces yo creía haber observado a los trífidos con gran atención, pero cuando Walter hablaba de ellos me parecía que no había visto nada. Walter era capaz, sí estaba de humor, de hablar de los trífidos durante horas, enunciando teorías que eran, a veces, increíbles, pero que no eran, a veces, imposibles.
Por ese entonces el público había llegado al convencimiento de que los trífidos eran unos seres extravagantes, bastante divertidos, pero no de mucho interés. La compañía los encontraba interesantes, sin embargo. Parecía creer que la existencia de los trífidos era un acto de caridad para con todos, principalmente para con la compañía misma. Walter no compartía ninguna de estas dos opiniones. A veces, mientras lo escuchaba, yo también comenzaba a tener mis dudas.
Walter estaba ahora seguro de que los trífidos hablaban.
—Y eso —arguyó— significa que hay en ellos cierta inteligencia. Esa inteligencia no puede asentarse en un cerebro, pues la disección no muestra nada parecido a un cerebro. Pero eso no prueba que no haya algo que haga las funciones de ese órgano.
»Y es indudable que tienen cierta inteligencia. ¿Has notado que cuando atacan buscan siempre las partes no protegidas? Casi siempre la cabeza, pero a veces las manos. Y otra cosa: si observas las estadísticas de víctimas, advertirás que casi todos han sido golpeados en los ojos, y han quedado ciegos. Es algo notable... y significativo.
—¿Por qué?
—Porque saben que es el modo más seguro de poner a un hombre fuera de acción. En otras palabras, saben lo que hacen. Escucha. Si aceptamos que poseen cierta inteligencia, tenemos sobre ellos sólo esta superioridad: la vista. Nosotros podemos ver, y ellos no. Suprimamos los ojos, y nuestra superioridad se desvanece. Quedamos en una situación de inferioridad. Los trífidos están acostumbrados a una existencia sin ojos y nosotros no.
—Pero aunque fuese así, ellos no pueden hacer cosas. No pueden manejarlas. Tienen poca fuerza en ese tentáculo —señalé.
—Es cierto, ¿pero de que nos serviría nuestra habilidad manual si no viéramos lo que hacemos? Por otra parte, los trífidos no necesitan de esa habilidad, no como nosotros. Pueden recibir su alimento directamente del suelo, o de los insectos, o de la carne cruda. No necesitan recurrir a esos complicados procesos de producir cosas, distribuirlas y cocinarlas. En realidad, si hubiese que elegir entre la posible supervivencia de un hombre ciego y de un trífido, sé muy bien por quién apostaría.
—Estás presuponiendo un mismo nivel de inteligencia.
—De ningún modo. No es necesario. Basta con imaginar que la inteligencia del trífido es de un tipo totalmente diferente. Sus necesidades son mucho más simples. Recuerda el complejo proceso al que tenemos que recurrir para obtener de estas plantas un extracto asimilable. ¿Qué tiene que hacer en cambio el trífido? Sólo lanzarnos su aguijón, esperar unos pocos días y comenzar entonces a asimilarnos. Algo mucho más simple y natural.
Walter hablaba así durante horas, hasta que yo comenzaba a perder el sentido de las proporciones y me sorprendía a mí mismo imaginando a los trífidos casi como a competidores. Walter por su parte no creía otra cosa. Había pensado, admitía, escribir un libro sobre ese asunto tan pronto como reuniese un poco más de material.
—¿Lo has pensado? —repetí—. ¿Y qué te detiene?
—Sólo esto. —Hizo un amplio ademán como para abarcar la totalidad de la granja—. Hay muchos intereses creados. No convendría difundir ideas perturbadoras. Por otra parte, tenemos bastante dominados a los trífidos, así que es una simple cuestión académica, de muy escaso valor.
—Nunca puedo estar seguro contigo —le dije—. No sé hasta que punto hablas en serio o hasta donde te dejas arrastrar por la imaginación. ¿Crees realmente que hay aquí algún peligro?
Walter chupó un momento su pipa antes de contestar.
—No sé —admitió—, pues... bueno, yo mismo no estoy muy convencido. Pero de algo estoy seguro: puede haber algún peligro. Podría darte una respuesta mucho mejor si llegase a entender el significado de ese repiqueteo. En cierto modo esto no me preocupa. Helos ahí, y nadie piensa en ellos más que en una rara variedad de repollo. Y, sin embargo, se pasan la mitad del tiempo repiqueteando e intercambiándose mensajes. ¿Por qué? ¿De qué hablan? Eso es lo que quisiera saber.
Creo que Walter no comunicó nunca sus ideas a ningún otro, y yo se las acepté como una confidencia, en parte porque no conocía a nadie más escéptico que yo mismo, y en parte porque no nos convenía que la firma nos considerase un par de mentecatos.
Durante un año o más trabajamos casi siempre juntos. Pero al inaugurarse otros criaderos, y ante la necesidad de estudiar los métodos empleados en otros países, comencé a viajar. Walter abandonó el trabajo en el campo, y entró en el Departamento de Investigaciones. Se encontró a gusto allí, dedicándose tanto a investigar a pedido de la compañía como por cuenta propia. Yo solía visitarlo de cuando en cuando. Se pasaba la mitad del tiempo experimentando con sus trífidos pero los resultados no lograron aclarar sus propias ideas tanto como él esperaba. Había comprobado, para su propia satisfacción por lo menos, la existencia de una bien desarrollada inteligencia, y hasta yo tuve que admitir que había algo más que instinto. Tenía aún el convencimiento de que el repiqueteo de las varitas era una forma de comunicación. Para el consumo del público había demostrado que esas varitas eran algo más, y que un trífido privado de ellas se deterioraba gradualmente. Había establecido también que la infertilidad de las semillas de trífido alcanzaba a un noventa y cinco por ciento.
—Por suerte —señaló—. Si todas germinaran sólo habría sitio para los trífidos en este planeta.
Me mostré también de acuerdo. El momento en que los trífidos esparcían su semilla era algo digno de verse. La vaina verde oscura de la base del cáliz adquiría un brillante color y llegaba a tener el tamaño de una manzana. Al estallar, el ruido podía oírse desde una distancia de veinte metros. Las semillas blancas se elevaban en el aire como una nube de vapor, y bastaba la brisa más ligera para que se alejasen flotando. Si en los últimos días de agosto se observaba desde lo alto un campo de trífidos, uno podía creer que estaba asistiendo a un desordenado bombardeo.
Fue Walter también quien descubrió que los extractos eran de mejor calidad si las plantas conservaban su aguijón. En consecuencia, en las plantas industriales se interrumpió la práctica de la poda, y tuvimos que munirnos de dispositivos protectores.
El día que tuve aquel accidente que me llevó al hospital, yo estaba con Walter. Examinábamos unos ejemplares que presentaban ciertas características individuales bastante notables. Ambos llevábamos unas máscaras de alambre tejido. No sé exactamente qué pasó. Recuerdo sólo que en un momento en que me incliné hacia delante un aguijón golpeó con violencia mi máscara de alambre. Noventa y nueve veces de cada cien no hubiese importado; para eso estaban las máscaras. Pero el golpe fue tan fuerte que uno de los saquitos de veneno estalló contra el alambre y algunas gotas me entraron en los ojos.
Walter me llevó al laboratorio y me administró enseguida el antídoto. Sólo gracias a eso pudieron salvarme la vista. Pero aun así tenía que pasarme una semana en cama, y a oscuras.
Mientras descansaba en el hospital decidí que cuando —y si— recobraba la vista, pediría que me transfirieran a otra sección. Y si eso no era posible, dejaría el trabajo.
Desde que aquel aguijón me golpeó en el jardín mi cuerpo había desarrollado una considerable resistencia al veneno de los trífidos. Podía recibir, y había recibido, aguijonazos que hubiesen terminado con la vida de cualquier otro hombre. Pero ahora me acordaba de aquel viejo refrán acerca de un cántaro que tanto va a la fuente... Había recibido la primer advertencia.
Pasé, recuerdo, mucha de mis obligadas y oscuras horas pensando en qué clase de trabajo me ocuparía si no me concedían esa transferencia.
Teniendo en cuenta lo que estaba esperándonos, es difícil que hubiese podido entregarme a meditaciones más ociosas.
3
La ciudad a tientas
La puerta de la taberna quedó balanceándose mientras me dirigía a la esquina de la calle principal. Allí titubeé.
A la izquierda, luego de varios kilómetros de calles suburbanas, se extendía el campo; a la derecha, el oeste de Londres; y luego el centro de la ciudad. Me sentía ya bastante repuesto, pero con una cierta y curiosa indiferencia, y desorientado a la vez. No tenía ningún plan, y ante lo que me parecía al fin una vasta catástrofe, no sólo limitada a la ciudad de Londres, me sentía aún demasiado sorprendido como para pensar en algo. ¿Qué plan podía desarrollarse ante una cosa como ésta? Me sentía perdido, abandonado en plena desolación, y no de veras real, no de veras yo mismo.
No se veía ningún coche, ni siquiera se lo oía. Las únicas señales de vida eran unas pocas personas que aquí y allá caminaban con precaución, tanteando los frentes de las casas.
Era un día perfecto de principio de verano. El sol brillaba en un cielo profundamente azul, matizado por penachos de lanudas nubes blancas. Todo era claro y limpio. Salvo la mancha oscura de una columna de humo grasiento que surgía de las casas del norte.
Estuve allí, indeciso, unos poco minutos. Luego doblé hacia el oeste, hacia el centro de la ciudad.
Hasta hoy no sé decir por que hice eso. Quizá el instinto me llevó a los lugares familiares, o quizá creí que si había aun alguna autoridad estaría en aquel sitio.
El brandy me había dado más hambre, pero alimentarse no era tan fácil como yo había creído. Sin embargo, allí estaban las tiendas vacías y sin vigilancia, con comida en los escaparates... y aquí estaba yo, con hambre y con dinero para pagar. Y si no quería pagar sólo tenía que romper unos vidrios y servirme a mi gusto.
Sin embargo, era difícil decidirse. No estaba preparado todavía para admitir, después de casi treinta años de una existencia respetuosa del derecho y de una vida sujeta a las leyes, que las cosas hubiesen cambiado, de algún modo, fundamentalmente. Tenía también la impresión de que mientras siguiese siendo el mismo las cosas volverían, aunque no imaginaba cómo, a su normalidad. Era indudablemente absurdo, pero sentía de veras que en el momento en que metiese la mano en uno de esos escaparates, dejaría para siempre el viejo orden. Me convertiría en un ladrón, un asaltante, un animal de rapiña que se alimenta de un cadáver: ese sistema que me había alimentado hasta entonces. ¡Qué sensibilidad tan fina en un mundo destruido! Y sin embargo, me complace todavía recordar que las costumbres civilizadas no me abandonaron demasiado pronto, y que por algún tiempo al menos, caminé a lo largo de unos escaparates que me hacían agua la boca mientras mis ya anticuadas convenciones no me apagaban el hambre.
El problema se resolvió sofísticamente cuando casi había recorrido un kilómetro. Un taxi, después de subir a la acera, había terminado por hundir el radiador en una pila de conservas. Ya no era como si yo mismo hubiese roto el vidrio. Pasé por encima del taxi, y recogí los ingredientes de una buena comida. Pero seguía conservando algo de las viejas normas. Concienzudamente dejé sobre el mostrador una buena cantidad de dinero.
Casi enfrente había un jardín. Era probablemente el cementerio de una iglesia desaparecida. Habían sacado las viejas lápidas y las habían puesto contra la pared de ladrillos que rodeaba el jardín. En el espacio abierto había crecido el pasto y había además unos senderos de grava. Los árboles, de hojas nuevas, daban una sombra agradable, y llevé mi almuerzo a uno de los bancos.
El lugar era retirado y tranquilo. Nadie entró en el jardín aunque de cuando en cuando pasaba alguna figura tomándose de los hierros de la verja. Arrojé algunos mendrugos a los gorriones, los primeros pájaros que veía yo ese día. Observando su gallarda indiferencia ante el desastre, me sentí mucho mejor.
Cuando terminé de comer, encendí un cigarrillo. Mientras estaba allí, fumando, preguntándome a dónde iba a ir, y qué iba a hacer, el sonido de un piano, que alguien tocaba en un edificio vecino, rompió de pronto el silencio. La voz de una muchacha comenzó a cantar. La canción era una balada de Byron:
So, we´lI go no more a rovingSo late into the night,Though the heart be still as loving,And the moon be still as bright.
For the sword outwears its sheath,And the soul wears out the breastAnd the heart must pause to breathe,And love itself have rest.
Though the night was made for loving,And the day returns to soon,Yet well go no more a rovíng By the light of the moon.[2]
Escuché, contemplando el dibujo de las hojas tiernas contra el cielo azul. La canción terminó. Las notas del piano murieron a lo lejos. Se oyó entonces un sollozo, un suave sollozo de desamparo, abandono y angustia. No sé si era la muchacha que acababa de cantar u otra que lloraba la muerte de sus esperanzas. Pero no pude seguir escuchando. Con los ojos húmedos, volví silenciosamente a la calle.
Hasta la esquina de Hyde Park, cuando llegué allí, estaba desierta. En las calles había algunos coches y camiones abandonados. Muy pocos, parecía, habían corrido sin dirección. Un ómnibus había atravesado un sendero y se había detenido en Green Park. Un caballo desbocado, todavía con los arneses puestos, se había roto la cabeza contra la estatua. Los únicos que se movía eran unos pocos hombres y unas más escasas mujeres que se adelantaban con prudencia tomándose de las barandas, o que arrastraban los pies protegiéndose con los brazos extendidos. Además, algo inesperadamente, había uno o dos gatos, con la vista en apariencia intacta y que afrontaban la situación con la sangre fría propia de los animales de su especie. Rondaban por aquella atemorizadora quietud con muy poca fortuna: los gorriones escaseaban, y las palomas habían desaparecido.
Atraído aún magnéticamente por el viejo centro de las cosas, crucé la calle en dirección a Piccadilly. Entraba allí, cuando noté un nuevo y quebrado sonido, un golpeteo regular, no muy lejano, y que se acercaba. Miré hacia Park Lane y descubrí su origen. Un hombre, más vestido que todos lo que había visto hasta entonces, venía rápidamente hacia mí, golpeando la pared con un bastón blanco. Tan pronto como oyó el sonido de mis pisadas, el hombre se detuvo, con el oído atento.
—No tema —le dije—. Adelante.
Sentí alivio al verlo. Era, por así decir, un ciego normal. Sus anteojos oscuros me perturbaban menos que los ojos fijos, pero inútiles, de los otros.
—Quédese ahí —me dijo el hombre—. Ya he tropezado Dios sabe con cuántos esta mañana. ¿Qué diablos ha pasado? ¿Por qué este silencio? No es de noche, puedo sentir la luz del sol. ¿Qué anda mal?
Le conté lo que sabía.
Cuando terminé, el hombre no dijo nada durante casi un minuto. Al fin lanzó una risa breve y amarga.
—Se me ocurre algo —dijo—. Ahora necesitarán para ellos mismos toda su maldita compasión.
Y el hombre se enderezó, casi desafiante.
—Gracias. Buena suerte —me dijo y partió hacia el oeste, con un exagerado aire de independencia.
El sonido de su vivaz y confiado golpeteo murió a lo lejos mientras yo subía por Piccadilly.
Había más gente ahora. Caminé entre los vehículos que obstruían la calle. Allí molestaba menos a los que se arrastraban tanteando los frentes de las casas, pues cada vez que oían unos pasos, se detenían y se abrazaban a sí mismos, protegiéndose de un posible choque. Estos tropezones ocurrían casi continuamente, pero hubo uno que me pareció significativo. Los protagonistas habían venido tanteando el frente de una tienda en direcciones opuestas hasta que se dieron un encontronazo. Uno de ellos era un hombre joven, bien vestido, pero con una corbata que había sido elegida indudablemente al tacto; el otro era una mujer que llevaba en brazos a una niña. La niña dijo algo ininteligible. El joven comenzó a moverse como para seguir su camino. De pronto, se detuvo.
—Un momento —dijo—. ¿Su chico puede ver?
—Si —dijo la mujer—. Pero yo no.
El joven se volvió. Con un dedo señaló el vidrio del escaparate.
—Oye, hijito, ¿qué hay ahí?
—No soy un chico —objetó la niña.
—Vamos, Mary. Díselo al señor —la animó la madre.
—Unas señoras bonitas —dijo la niña.
El hombre tomó a la mujer por el brazo y llegó hasta el otro escaparate.
—¿Y qué hay aquí? —preguntó otra vez.
—Higos y manzanas —dijo la niña.
—¡Magnífico! —dijo el joven.
Se sacó un zapato, y golpeó el vidrio con el tacón. No tenía experiencia; el primer golpe no tuvo éxito, el segundo rompió ruidosamente el escaparate. El hombre volvió a ponerse el zapato, metió cuidadosamente un brazo por el vidrio roto, y tanteó el interior hasta que encontró un par de naranjas. Le dio una a la mujer y otra a la niña. Volvió a meter el brazo, sacó otra naranja para él y comenzó a pelarla. La mujer tocaba, indecisa, la suya.
—Pero... —comenzó a decir.
—¿Qué pasa? ¿No le gustan las naranjas? —preguntó el hombre.
—Pero no está bien —dijo la mujer—. No debimos tomarlas. No de este modo.
—¿Y de que otro modo va a conseguir comida? —preguntó el hombre.
—Y... supongo que... bueno, no sé —admitió la mujer, vacilante.
—Muy bien. Esa es la respuesta. Cómasela, e iremos luego en busca de algo más substancial.
La mujer sostenía aún la naranja en la mano, con la cabeza inclinada, como si pudiese verla.
—Lo mismo no me parece bien —dijo la mujer otra vez, pero con un tono menos convencido.
Al fin bajó a la niña y comenzó a pelar la naranja.
Piccadilly Circus era el lugar más poblado que había encontrado hasta ahora. Después de haber visto las otras calles, aquello parecía una multitud, aunque no había allí, en total, más de cien personas. La mayoría llevaba unas ropas raras, mal combinadas, y se movían en círculos incesantes, como si estuviesen todavía un poco dormidos. De cuando en cuando, algún mal paso provocaba un estallido de maldiciones y rabia impotente, y una reacción algo infantil. Pero con una única excepción había poca charla y poco ruido. Parecía como si la ceguera hubiese encerrado a la gente en sí misma.
La excepción se había instalado en uno de los refugios contra el tránsito. Era un hombre alto, maduro, flaco, con una mata de pelambre gris, y que predicaba enfáticamente acerca del arrepentimiento, la ira de Dios, y el terrible fin de los pecadores. Nadie le prestaba atención; para la mayoría el fin había llegado ya.
De pronto, a lo lejos, se oyó un sonido que atrajo la atención general. Era el rumor creciente de un coro:
Y no me entierren cuando muera.Pongan mis huesos en alcohol.
Monótono y desentonado, el coro recorría las calles desiertas, seguido y anticipado por unos débiles ecos. Todas las cabezas de Piccadilly Circus se volvían ahora hacia la izquierda, tratando de localizar su dirección. El profeta de la condenación elevó la voz contra esta competencia. La canción gemía desafinadamente, ya más cercana:
Pónganme una botella en la cabeza y los piesy así mis huesos podrán conservarse.
Y como acompañamiento, un arrastrarse de pies más o menos firmes.
Desde donde yo me encontraba pude ver como los componentes del coro salían de una calle lateral en fila india, entraban en la avenida Shaftesbury, y doblaban hacia Piccadilly Circus. El segundo de la fila apoyaba las manos en los hombros del guía, el tercero en los del segundo, y así todos los demás hasta llegar a veinticinco o treinta. Al terminar la canción alguien comenzó a entonar: «¡Cerveza, cerveza, gloriosa!» en un tono tan agudo que era difícil entender las palabras.
Los hombres se dirigieron trabajosamente hacia el centro de Piccadilly Circus, y allí el líder alzó la voz. Era una voz verdaderamente notable, digna de dirigir un desfile.
—¡Compañía-a-a-a! ¡Alto!
Toda la gente de Piccadilly Circus estaba ahora inmóvil, con los rostros vueltos hacia el jefe de la banda, tratando de adivinar qué estaba preparándose. El jefe volvió a alzar la voz, imitando el tono de un cicerone:
—Aquí estamos, señores. Piccapuercodilly Circus. El centro del mundo. El eje del universo. Donde los nobles vienen a buscar vino, mujeres y canto.
El hombre no era ciego, nada de eso. Lo miraba todo, tomando nota mientras hablaba. Algún accidente similar al mío le había salvado la vista. Estaba borracho de veras, y lo mismo los otros hombres.
—Y nosotros venimos a lo mismo —añadió—. Próxima parada, el famoso Café Royal... y todas las bebidas de la casa.
—Sí. ¿Pero y las mujeres? —preguntó una voz, y alguien se rió.
—Oh, las mujeres. ¿Eso es lo que deseas? —dijo el líder.
Dio un paso adelante, y tomó a una muchacha del brazo. La muchacha no dejó de gritar mientras el hombre la llevaba a rastras.
—Ahí la tienes, compañero. Y no digas que te trato mal... Es una chica magnífica, si eso representa algo para ti.
—Eh, ¿y yo? —dijo otro.
—¿Tú, compañero? Bueno, veamos. ¿Te gustan las rubias o las morenas?
Según pensé luego, creo que me conduje como un tonto. En ese entonces, yo tenía aún la cabeza llena de normas y convenciones ya sin aplicación. No se me ocurrió que las personas adoptadas por esta banda tendrían más posibilidades de sobrevivir —si alguien sobrevivía— que las abandonadas a sus propios medios, como aquella muchacha por ejemplo. Impulsado por una mezcla de nobleza y heroísmo escolar, me abrí paso hacia el hombre. No me vio sino cuando yo ya estaba muy cerca. Le lancé un puñetazo a la mandíbula, pero, infortunadamente, el hombre fue un poco más rápido...
Cuando volví a interesarme por las cosas de este mundo, me encontré tendido en la calle. El bullicio de la pandilla se perdía a lo lejos, y el profeta de la condenación, otra vez elocuente, les estaba lanzando furiosos anatemas, fuegos infernales, y un trozo de ladrillo.
Ya un poco repuesto, agradecí que el asunto no hubiese terminado de un modo peor. Si el resultado hubiese sido distinto, hubiera tenido quizá que hacerme responsable de los hombres que el otro estaba conduciendo. Al fin y al cabo, y aunque uno no estuviese de acuerdo con sus métodos, el hombre era los ojos del grupo, y ellos contaban con él tanto para la comida como para la bebida. Y las mujeres se unirían al grupo, también, por su propia voluntad, tan pronto como sintiesen bastante hambre. Y ahora, al mirar a mi alrededor, me pregunté si a alguna de aquellas mujeres le importaría realmente.
Recordando que se habían dirigido hacia el Café Royal, decidí entonarme y aclararme un poco la cabeza en el Regent Palace Hotel. Parecía que otros habían pensado lo mismo, pero había aún muchas botellas que nadie había encontrado.
Creo que fue entonces, mientras estaba allí, sentado cómodamente, con un brandy, y un cigarrillo en la mano, cuando comencé a aceptar la realidad —y lo inevitable— de todo lo que había visto. No era posible retroceder, ya nunca sería posible.
Quizá había necesitado aquel golpe para entenderlo de veras. Ahora me encontraba cara a cara con el hecho de que mi vida carecía de centro. Mi modo de vivir, mis planes, ambiciones, esperanzas, todo había sido borrado junto con las condiciones de su existencia. Supongo que si hubiese tenido algún pariente o amigo íntimo a quien llorar me hubiese sentido abandonado e inclinado al suicidio. Pero lo que me había parecido a veces una vida bastante vacía, resultaba ahora una suerte. Mi padre y mí madre habían muerto, mi única tentativa matrimonial había fracasado años atrás, y nadie en particular dependía de mí. Y me descubrí sintiendo —consciente de que no era eso lo que debía sentir— cierto alivio...
No era sólo efecto del brandy, pues esa sensación no me abandonó. Pienso que quizá se debió al hecho de tener que enfrentarme con algo totalmente nuevo. Todos los viejos problemas —los ya rancios—, tanto los personales como los generales, habían sido borrados de un solo plumazo. Sólo el cielo sabía cuáles surgirían ahora —y parecía que iban ser muchos—, pero serían nuevos. Yo era ahora dueño de mí mismo, y ya no más el diente de un engranaje. Era posible que tuviese que enfrentarme con un mundo lleno de horrores y peligros, pero los enfrentaría a mi modo. Nunca más sería llevado de aquí para allá por fuerzas e intereses que ni me importaban ni podía entender.
No, no era efecto del brandy, pues aun ahora, cuando ya han pasado varios años, puedo sentir algo de aquello... aunque quizá el brandy simplificó un poco las cosas.
No sabía aún, tampoco, cuál sería mi primer paso, como y dónde comenzaría esta nueva vida. Pero no dejé que eso me preocupara mucho por el momento. Bebí el resto del brandy y salí del hotel a ver qué podía ofrecerme este extraño mundo.
4
Ante las sombras
Con el propósito de mantenerme razonablemente apartado del grupo del Café Royal, tomé una calle lateral hacia Soho. Luego volvería a Regent Street.
Quizá el hambre estaba sacando a la gente de las casas. Cualquiera fuese el motivo, descubrí que los barrios en que entraba ahora estaban más poblados que todos los que había visto desde mi huida del hospital. Las gentes chocaban continuamente unas con otras en aceras y callejuelas, y la confusión de aquellos que querían ir a alguna parte, era mayor a causa de los grupos reunidos frente a los escaparates rotos. Entre los que formaban esos grupos, nadie parecía saber con seguridad ante qué clase de escaparate se encontraban. Los de las primeras filas trataban de descubrirlo tanteando en busca de objetos reconocibles; otros, arriesgándose a dejar las entrañas entre los trozos de vidrio, se metían en los escaparates.
Sentí que debía indicar a esa gente dónde encontrar comida. ¿Pero debía hacerlo? Si los guiase hasta una tienda de comestibles todavía intacta, se formaría muy pronto una multitud que no solo barrería el lugar en cinco minutos, sino que aplastaría además a los miembros más débiles. Pronto, de cualquier modo, toda la comida habría desaparecido. ¿Y que ocurriría entonces con los miles de personas que pedirían a gritos más alimentos? Uno podía reunir un pequeño grupo y mantenerlo con vida durante algún tiempo, pero ¿a quien escoger y a quién dejar fuera? Nada parecía justo, desde ningún punto de vista.
Aquello era como un negocio turbio, sin caballerosidad, donde no se debía nada y se tomaba todo. Un hombre chocaba con otro, y al sentir que éste llevaba un paquete, se lo arrancaba de las manos y huía con la esperanza de que fuese un poco de comida, mientras la víctima lanzaba manotones al aire o golpeaba a tontas y a locas. En una ocasión, tuve que apartarme apresuradamente para que un viejo que corría, por la calle, sin temer encontrarse con un posible obstáculo, no me derrumbara. Tenía una expresión artera, y apretaba ávidamente contra el pecho dos latas de pintura roja. En una esquina un grupo gemía casi de desilusión ante un niño asombrado que podía ver, pero que era demasiado pequeño y no entendía para qué lo querían.
Comencé a inquietarme. En pugna con el impulso civilizado que me llevaba a ayudar a esa gente, algo instintivo me decía que me mantuviese apartado. Todos estaban perdiendo rápidamente sus inhibiciones. Yo tenía, por otra parte, un sentimiento irracional de culpabilidad. Yo era capaz: de ver, y ellos no. Tenía la rara sensación de estar ocultándome, aun en los momentos en que andaba entre ellos. Más tarde descubrí hasta qué punto mi instinto tenía razón.
Cerca de Golden Square pensé que era hora de doblar a la izquierda, y volver a Regent Street donde la anchura de la calle me permitiría caminar más fácilmente. Iba ya a doblar una esquina, cuando un grito agudo y penetrante me detuvo de pronto. A lo largo de toda la calle la gente, inmóvil, volvió las cabezas a un lado y a otro, tratando con aprensión de descubrir qué ocurría. La alarma, sumada a la zozobra y a la tensión nerviosa hizo llorar a algunas mujeres; los nervios de los hombres estaban también bastante deshechos; sin embargo, no hicieron más que maldecir a quien los había asustado. Pues había sido un grito horroroso, algo similar a lo que habían estado esperando inconscientemente. Todos aguardaban ahora que volviera a repetirse.
Así ocurrió. Un grito de horror, que terminó en un gemido. Pero ahora menos alarmante, pues uno ya estaba preparado. Esta vez logré localizarlo. Unos pocos pasos me llevaron a la entrada de un callejón. Mientras doblaba la esquina volvió a oírse un grito que era casi un sollozo.
A unos pocos metros de la entrada del callejón un hombre corpulento castigaba con una varilla de bronce a una muchacha acurrucada en el suelo. El vestido de la joven estaba roto en la espalda, y en la carne se veían algunas manchas rojas. Cuando me acerqué comprendí porque la muchacha no huía; tenía las manos atadas con una cuerda que terminaba en la muñeca izquierda del hombre.
Llegué junto a ellos cuando el brazo del hombre se elevaba para descargar otro golpe. Fue fácil arrancarle la varilla de la mano y dejarla caer con cierta fuerza sobre su hombro. El individuo me lanzó rápidamente un puntapié, pero yo ya había retrocedido y su radio de acción estaba además limitado por la longitud de la cuerda. Dio otro inútil puntapié mientras yo buscaba un cortaplumas en mi bolsillo. No encontrando a nadie, el hombre se volvió y pateó a la muchacha, como medida de precaución. Luego le echó unas cuantas maldiciones y tiró de la cuerda para que se incorporara. Le golpeé entonces la cabeza, no muy fuerte. Sólo quería detenerlo y atontarlo un poco. No podía decidirme a castigar a un ciego, aunque fuese un individuo de esta especie. Mientras el hombre se recobraba, me incliné con rapidez y corté la cuerda. Un ligero empellón bastó para que retrocediera, tambaleándose, y girara sobre sí mismo hasta que ya no supo dónde estaba. Con la mano izquierda trazó un semicírculo en el aire. No me alcanzó, pero se encontró al fin con la pared. Después de esto pareció perder interés en todo, salvo el dolor de sus nudillos. Ayudé a incorporarse a la muchacha, le solté las manos, y la llevé callejón abajo mientras el hombre comenzaba otra vez a golpear el aire.
Mientras doblábamos la esquina la muchacha pareció salir de su estupor. Volvió hacia mí una cara tiznada y cubierta de lágrimas y me miró fijamente.
—¡Pero usted puede ver! —me dijo incrédula.
—Claro que si —le dije.
—¡Oh, gracias a Dios! ¡Pensé que era la única! —dijo, y se echó otra vez a llorar.
Miré a nuestro alrededor. Unos metros más allá había una taberna donde sonaba un gramófono, estallaban los vasos, y todos parecían divertirse de veras. Un poco más lejos había otra taberna, más pequeña, y todavía intacta. Un buen empujón con el hombro y abrí la puerta que conducía al salón. Lleve casi a rastras a la joven y la senté en una silla. Luego desarmé otra, y antes de fijarme en los reconstituyentes que se alineaban detrás del mostrador, introduje dos de las patas en los manubrios de las puertas de vaivén, como para descorazonar a unos futuros y posibles visitantes.
No había prisa. La muchacha bebió a sorbos, y atragantándose, el primer vaso. Le di tiempo a que se adaptara, haciendo girar mi bebida entre los dedos, y escuchando el gramófono de la otra taberna que emitía la muy popular, pero bastante lúgubre cantinela:
Tengo mi amor en una congeladora,y el corazón en un bloque de hielo.Se ha ido con otro. No sé adónde ha ido,pero me escribe que nunca volverá.Ahora que ya no le importosoy sólo un hombre heladoy no me gusta muchovivir en el fríocon mi amor en una congeladoray el corazón en un bloque de hielo.
De cuando en cuando miraba furtivamente a la muchacha. Sus ropas, o lo que quedaba de ellas, eran de buena calidad. Tenía, también, una voz excelente, no adquirida en la escena o en los estudios de cine, pues no había en ella ningún tono forzado. El pelo era rubio, pero con algunas franjas platinadas. Bajo el barro y los tiznes quizá fuese bastante bonita. Era unos diez centímetros más baja que yo; esbelta, pero no flaca. Me pareció que, si fuese necesario, demostraría tener bastante fuerza, pero una fuerza que, en sus aproximadamente veinticuatro años de edad, no había sido aplicada a nada más importante que golpear pelotas, bailar, y, quizá, sofrenar caballos. Sus bien formadas manos eran suaves, y las uñas, todavía intactas, tenían una longitud más decorativa que útil.
La bebida hizo al fin, y gradualmente, un buen efecto. Al terminar el vaso, la muchacha estaba bastante repuesta como para acordarse de sí misma.
—Dios mío —dijo—, debo de estar horrible.
Pensé que sólo yo podía advertirlo, pero no hice comentarios.
La muchacha se incorporó, y se acercó a un espejo.
—Es cierto —confirmó—. ¿Dónde...?
—Puede probar por ahí —sugerí.
Tardó veinte minutos en regresar. Teniendo en cuenta las pocas facilidades de que pudo disponer, realizó un buen trabajo. Había recobrado la moral. Parecía más una heroína cinematográfica después de una pelea, que lo que era realmente.
—¿Un cigarrillo? —pregunté, mientras le servía otro vaso fortificante.
Mientras el proceso de recuperación se completaba, intercambiamos nuestras historias. Para darle tiempo, primero le conté la mía. Luego la muchacha dijo:
—Estoy realmente avergonzada de mí. No soy así realmente. Como usted me encontró, quiero decir. Al contrario, soy muy dueña de mí misma, aunque usted no lo crea. Pero de algún modo esto último fue demasiado para mí. Lo que había ocurrido ya era bastante malo, pero de pronto me pareció que no podía afrontar ese horrible futuro. Comencé a pensar que yo era quizá la única persona en el mundo que conservaba la vista. Me derrumbé, y al mismo tiempo me sentí aterrorizada y tonta. Perdí la cabeza y grité como la protagonista de un melodrama victoriano. Nunca, nunca lo hubiese creído de mí.
—No se preocupe —le dije—. Probablemente pronto estaremos aprendiendo muchas cosas nuevas acerca de nosotros mismos.
—Pero me preocupa de veras. Si vuelvo a perder la cabeza... —La muchacha no concluyó su frase.
—Yo también sentí casi pánico en aquel hospital —le dije—. Somos seres humanos, no máquinas.
La muchacha se llamaba Josella Playton. Me pareció que el nombre me era algo familiar, pero no pude localizarlo. Vivía en Dene Road, St. John's Wood. El distrito tenía cierta relación con mis sospechas. Yo recordaba muy bien Dene Road. Casas independientes y cómodas, feas, en su mayor parte, pero todas caras. Josella se había salvado del desastre general por un accidente no menos casual que el mío... bueno, quizá más. Había estado en una fiesta el lunes por la noche, una verdadera fiesta, parecía.
—Creo recordar que alguien se divirtió en mezclar las bebidas —dijo la muchacha—. Nunca me sentí tan enferma como al terminar aquella fiesta, y eso que no bebí mucho.
Recordaba el martes como un día de confuso malestar y de un increíble dolor de cabeza. A eso de las cuatro de la tarde ya no aguantó más. Tocó el timbre. Y ordenó que la dejaran tranquila aunque se anunciasen cometas, terremotos, o aun el mismo día del juicio. Después de ese ultimátum se tomó una fuerte dosis de píldoras somníferas que en su estómago vacío actuaron con la eficacia de un knock-out.
Desde entonces no se había enterado de nada hasta esa mañana, su padre la despertó entrando en la habitación llevándose los muebles por delante.
—Josella —estaba diciendo, —en nombre de Dios llama al doctor Mayle. Dile que estoy ciego, totalmente.
Josella se había asombrado al advertir que ya eran las nueve. Se levantó de un salto y se vistió apresuradamente. La servidumbre no había respondido ni a sus llamados ni a los de su padre. Cuando dio con ellos descubrió horrorizada que también estaban ciegos.
Como el teléfono no funcionaba, lo único que quedaba por hacer era tomar el coche e ir en busca del doctor. Las calles silenciosas y sin tránsito le habían parecido extrañas, pero sólo después de haber recorrido poco más de un kilómetro comenzó a comprender lo que había ocurrido. Sintió pánico entonces, y tuvo deseos de llorar, pero eso no serviría de nada. Quizá el doctor se hubiera librado de la enfermedad, cualquiera que fuera, lo mismo que ella. De modo que con una urgente, pero cada vez más débil esperanza, continuó su camino.
En la mitad de Regent Street el motor comenzó a fallar. Al fin se detuvo. En medio de su prisa no había observado el tablero. El tanque estaba vacío.
Se quedó allí un momento, sin saber qué hacer. Todas las caras estaban ahora vueltas hacia ella, pero comprendió que nadie podía verla, o ayudarla. Salió del coche, con la esperanza de encontrar un garaje en las cercanías, y dispuesta, si no lo encontraba, a hacer a pie el resto del camino. Mientras cerraba la portezuela, una voz le gritó:
—¡Un momento, amigo! —Josella se dio vuelta y vio a un hombre que venía tanteando hacia ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Josella. El aspecto del hombre no era nada tranquilizador.
Sus modales cambiaron tan pronto como escuchó aquella voz de mujer.
—Estoy perdido. No sé dónde estoy.
—Estamos en Regent Street. El cinematógrafo New Gallery está justo a sus espaldas —le dijo Josella, y se volvió para alejarse.
—Enséñeme por favor dónde está la acera, ¿quiere, señorita? —dijo el hombre.
Ella titubeó, y en ese momento el hombre llegó casi a su lado. Buscó con una mano extendida y encontró la manga. Enseguida se abalanzó y le tomó las dos manos apretándoselas dolorosamente.
—¿Así que puedes ver, eh? —le dijo—. ¿Por que demonios puedes ver, y yo no, ni tampoco los otros?
Antes que ella pudiese comprender qué ocurría, el hombre le había hecho dar media vuelta, la había tirado al suelo, y le había puesto una rodilla en la espalda. Le tomó las dos muñecas con una sola mano, y comenzó a atárselas con un trozo de cuerda que sacó del bolsillo. Luego el hombre se incorporó y la obligó a levantarse.
—Muy bien —dijo—. Desde ahora en adelante tu verás por mí. Tengo hambre. Llévame a donde haya una buena comida. En marcha.
Josella se apartó del hombre.
—No quiero. Desáteme las manos enseguida. Yo...
El hombre la interrumpió atravesándole la cara con una bofetada.
—Basta de eso, querida. Vamos. En marcha. Comida, ¿me has oído?
—No quiero; ya se lo dije.
—Ya lo querrás, querida mía —le aseguró el hombre.
Y Josella echó a caminar.
Lo hizo buscando todo ese tiempo una oportunidad para escaparse. Y él lo sabía. En una ocasión casi lo logró, pero el hombre obró con rapidez. En el mismo momento en que Josella consiguió soltarse, el hombre le hizo una zancadilla, y antes que se pusiera de pie, la había atrapado de nuevo. Después de eso el hombre buscó una cuerda más larga, y se la ató a la muñeca.
Josella lo llevó primero a un café, y lo guió hasta una refrigeradora. La máquina había dejado de funcionar, pero estaba llena de comida fresca. La próxima parada fue un bar donde el hombre pidió una botella de whisky irlandés. Josella le dijo que la botella estaba en uno de los estantes de arriba.
—Si me desatara... —sugirió.
—¿Para que me rompas la cabeza de un botellazo? No he nacido ayer, mi querida. No. Me serviré whisky escocés. ¿Dónde está?
Josella le dijo cuál era la botella de las varias que él estaba tocando.
—Me parece que estaba un poco aturdida —me explicó Josella—. Ahora me doy cuenta que pude haberlo engañado de mil modos. Si usted no hubiese aparecido, quizá hubiera llegado a matarlo. Nadie puede volverse brutal de pronto... no yo, por lo menos. En un principio no pude pensar claramente Creía que aquello no podía durar, y que en cualquier momento aparecería alguien, y que todo terminaría.
Había habido una pelea en aquel bar antes que se fueran. Un grupo de hombres y mujeres descubrió la puerta abierta, y entraron en el salón. Poco precavido, el hombre le ordenó a Josella que les dijese qué había en la botella que el grupo había encontrado. Inmediatamente todos dejaron de hablar y volvieron hacia ella los ojos ciegos. Se oyó un murmullo, y dos hombres se adelantaron cautelosamente. Tenían una expresión decidida. Josella tiró de la cuerda.
—¡Cuidado! —gritó.
Sin titubear un instante, el hombre que había capturado a Josella lanzó un puntapié. Fue un puntapié afortunado. Uno de los hombres se dobló sobre sí mismo con un grito de dolor. El otro se adelantó de un salto, pero Josella se apartó y el hombre chocó contra el mostrador.
—Malditos, no la toquen —rugió el hombre de Josella, volviendo un rostro amenazador a un lado y a otro—. Es mía les digo. Yo la encontré.
Pero era indudable que los otros no iban a abandonar fácilmente sus propósitos. Aunque hubiesen podido ver la expresión del compañero de Josella, eso no hubiera bastado para detenerlos. Josella comenzó a comprender que el don de la vista, aun de segunda mano, era ahora algo superior a todas las riquezas, y que nadie renunciaría a ese don sin antes luchar duramente. Los hombres y mujeres del grupo ya estaban acercándose con las manos extendidas. Josella estiró una pierna, alcanzó la pata de una silla, y la hizo caer.
—¡Vamos! —gritó, arrastrando a su guardián.
Dos hombres tropezaron con la silla, y una mujer cayó sobre ellos. Rápidamente el bar se transformó en una forcejeante confusión. Josella se abrió camino por entre esa pelea y escapó con su compañero a la calle...
Apenas sabía por qué había hecho eso, pero la perspectiva de servir de lazarillo de aquel grupo le había parecido aún peor que su situación actual. El hombre no se lo agradeció. Le ordenó simplemente que buscara otro bar, un bar vacío.
—Creo —dijo Josella juiciosamente— que a pesar de su aspecto, no era un hombre malo, realmente. Pero estaba asustado. En el fondo estaba mucho más asustado que yo. Me dio un poco de comida y un poco de whisky. Comenzó a golpearme sólo porque estaba borracho, y no quise acompañarlo a su casa. Si usted no hubiese aparecido de pronto no sé qué hubiera ocurrido. —Hizo una pausa, y añadió—: Pero estoy muy avergonzada de mi misma. ¿Ha visto a lo que puede llegar una mujer moderna? Gritos, y desmayos. Algo horrible.
Josella parecía, y se sentía, evidentemente, mucho mejor, aunque se estremeció al tomar su vaso.
—Creo —le dije—, que he sido bastante estúpido... y bastante afortunado. Pude haberme dado cuenta cuando vi a aquella mujer con la niña en brazos, en Piccadilly. Sólo la casualidad me impidió caer en una trampa similar.
—Los que poseen algún tesoro siempre llevan una existencia precaria —dijo Josella reflexivamente.
—Lo recordaré siempre, de aquí en adelante —le dije.
—Yo lo tengo bien grabado —señaló Josella.
Durante algunos minutos escuchamos el ruido que venía de la otra taberna.
—¿Y qué piensa hacer ahora? —pregunté al fin.
—Tengo que volver a casa. Me espera mi padre. Indudablemente, es inútil ir a buscar al doctor ahora, aunque haya sido uno de los afortunados.
Pareció como si fuese a añadir algo, pero titubeó.
—¿Le importa si voy con usted? —le dije—. No me parece conveniente que ninguno de los dos ande solo.
Josella se volvió hacia mí con una mirada de agradecimiento.
—Gracias. Iba a pedírselo, pero pensé que usted querría buscar a alguien.
—No, a nadie —le dije—. No en Londres por lo menos.
—Me alegro. No es que tema que me atrapen otra vez... Tendré mucho cuidado. Pero, para ser sincera, temo la soledad. Me siento tan... tan perdida y desamparada.
Yo estaba viéndolo todo ahora bajo una nueva luz. La sensación de alivio se mezclaba ahora con la visión, cada vez más clara, del horror que podía aguardarnos. Había sido imposible, al principio, no sentir cierta superioridad, y, por lo tanto, cierta confianza. Nuestras posibilidades de sobrevivir a la catástrofe eran un millón de veces más grandes que las del resto. Donde ellos tenían que tantear, buscar y sospechar, a nosotros nos bastaba con entrar y servirnos. Pero había otras cosas.
—Me pregunto —dije—, ¿cuántos serán capaces de ver como nosotros? Me he cruzado con un hombre, una niña, y un bebé. Usted, con ninguno. Me parece que vamos a descubrir que la vista es algo raro de veras. Entre los otros, algunos han comprendido ya que sobrevivirán sólo si se apoderan de alguien que pueda ver. Cuando todos hayan comprendido lo mismo, el panorama no será muy tranquilizador.
Me pareció en ese momento que había que elegir entre una existencia solitaria, con el constante temor de caer en manos de alguien, o reunir un grupo escogido con el que pudiéramos protegernos de otros grupos. Seríamos algo así como jefes-prisioneros, y enseguida se me presentó una desagradable visión de sangrientas guerrillas, en las que distintos bandos luchaban por apoderarse de nosotros. Estaba todavía pensando incómodamente en esas posibilidades, cuando Josella me llamó a la realidad poniéndose de pie.
—Tengo que irme —me dijo—. Pobre padre. Pasan de las cuatro.
Ya otra vez en Regent Street, me asaltó de pronto una idea.
—Crucemos —dije—. Creo recordar que hay por aquí una tienda...
La tienda estaba todavía allí. Nos equipamos con unos cuchillos de tranquilizador aspecto y un par de cinturones.
—Me siento como un pirata —dijo Josella, mientras se ponía el cuchillo en el cinturón.
—Es mejor sentirse un pirata que botín de un pirata —le dije.
Unos pocos metros más arriba encontramos un salón de venta de automóviles, grande y brillante. Los automóviles parecían silenciosos. Pero cuando puse uno en marcha, el ruido nos pareció más fuerte que el del tránsito de una calle concurrida. Fuimos hacia el norte, zigzagueando para evitar los vehículos abandonados y los transeúntes que se quedaban clavados en medio de la calle al oír nuestro motor. Todas las cabezas se volvían esperanzadas hacia nosotros cuando nos acercábamos, y todas caían desanimadamente sobre el pecho al comprobar que no nos deteníamos. Encontramos un edificio que ardía furiosamente, y vimos la nube de humo de otro incendio en algún lugar de la calle Oxford. Había más gente aún en Oxford Circus, pero la esquivamos sin dificultades, pasamos la BBC y nos dirigimos hacia el norte, hacia la carretera de Regent Park.
Fue un alivio salir de las calles y viajar por un espacio abierto, un espacio donde no había ningún infortunado que se arrastrara tanteando las paredes. En las anchas franjas de hierba sólo se movían uno o dos grupitos de trífidos que se dirigían hacia el sur. Habían logrado, de algún modo, arrancar los postes, y caminaban arrastrando las cadenas. Recordé que en un rincón del zoológico había varios ejemplares sin podar, algunos sujetos con correas, pero la mayoría cercada por alambres, y me pregunté cómo habrían logrado salir. Josella los vio también.
—No será muy distinto para ellos —dijo.
Durante el resto del camino no encontramos nada de importancia. Pocos minutos después nos deteníamos ante la casa indicada por Josella. Salimos del coche y abrí la puerta del jardín. Un sendero no muy largo bordeaba un macizo de arbustos que ocultaba la casa. Cuando nos encontrábamos frente a los arbustos, Josella dio un grito y echó a correr. Había una figura tendida en el sendero, sobre el vientre, pero con la cabeza un poco ladeada de modo que se le veía la mitad del rostro. Enseguida noté la brillante mancha roja en la mejilla.
—¡Deténgase! —le grité a Josella.
Había bastante alarma en mi voz como para que me obedeciese.
Yo ya había visto al trífido. Estaba escondido entre los arbustos; su aguijón podía llegar fácilmente hasta la caída figura.
—¡Atrás! ¡Rápido! —dije.
Josella titubeó, y siguió mirando al hombre.
—Pero tengo que... —comenzó a decir, volviéndose hacia mí. Enseguida se detuvo. Abrió enormemente los ojos, y lanzó un grito.
Giré sobre mí mismo y me encontré con un trífido, a no más de un metro.
Automáticamente, me llevé las manos a los ojos. Oí el silbido del aguijón... pero no me desmayé, ni sentí siquiera aquella ardiente quemadura. La mente puede actuar como un relámpago en esos momentos; sin embargo, fue más el instinto que la razón lo que me hizo saltar hacia el trífido antes que volviese a golpearme. Choqué con él, y lo derribé. Caíamos aún y ya mis manos se tomaban de la parte superior del tallo tratando de arrancarle el cáliz y el aguijón. Los tallos de los trífidos no se quiebran, pero pueden destrozarse. Antes de ponerme de pie yo ya lo había destrozado de veras.
Josella estaba aún en el mismo sitio, paralizada.
—Acérquese —le dije—. Hay otro en los arbustos, detrás de usted.
Josella miró con temor por encima del hombro, y vino hacia mí.
—¡Pero el trífido lo golpeó! —me dijo, incrédula—. ¿Cómo no está...?
—No lo sé. Tendría que estarlo.
Miré al trífido caído. Recordé de pronto los cuchillos de que nos habíamos provisto para tratar con enemigos muy diferentes, y usé el mío para cortar el aguijón por la base. Lo examiné.
—Esto lo explica todo —dije, señalando los sacos de veneno—. Ve, están vacíos, secos. Si hubieran estado llenos, aun a medias... —Apunté hacia abajo con el pulgar.
A eso, y a mi adquirida resistencia al veneno, debía la vida. Sin embargo, yo tenía en el dorso de las manos y en el pescuezo unas pálidas manchas rojas que me picaban como todos los diablos. Me rasqué un rato mientras miraba el aguijón del trífido.
—Es raro... —murmuré, más para mí mismo que para Josella, pero la muchacha me oyó.
—¿Qué es raro?
—Nunca vi un trífido con los sacos de veneno tan vacíos como éstos. Tiene que haber lanzado un buen número de aguijonazos.
Creo que Josella no me oyó esta vez. Su atención se había vuelto hacia el hombre que yacía en el sendero, mirando de reojo al trífido que estaba allí cerca.
—¿Cómo podríamos alejarlo?
—No podemos... no hasta que haya concluido... —le dije— Además... bueno, temo que no podamos ayudarlo.
—¿Quiere decir que está muerto? —Moví afirmativamente la cabeza.
—Sí. He visto a otros como él. ¿Quién era?
—El viejo Pearson. Hacía de jardinero y de chofer de mi padre. Querido Pearson. Lo conocí toda mi vida.
—Lo siento —comencé a decir, deseando que se me ocurriera algo más adecuado, pero la muchacha me interrumpió.
—¡Mire! ¡Oh, mire! —Josella señaló un sendero que corría junto a la casa. Una pierna con una media de seda negra y zapato de mujer asomaba en la esquina.
Miramos con cuidado, y luego nos movimos a un lugar seguro desde donde podíamos ver mejor. Una muchacha vestida de negro yacía parte en el camino y parte en un macizo de flores. Una línea roja y brillante le atravesaba el rostro. Josella reprimió un sollozo. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¡Oh! ¡Es Annie! ¡Pobre Annie! —exclamó.
Traté de consolarla.
—Lo más probable es que no se hayan dado cuenta —le dije—. El golpe que llega a matar es por suerte bastante rápido.
Ningún otro trífido se escondía allí, aparentemente. Era posible que hubiesen sido atacados por el mismo. Cruzamos juntos el sendero y entramos en la casa por una puerta lateral. Josella llamó. No respondió nadie. Llamó otra vez. Un silencio total envolvía la casa. Josella me miró. No hicimos ningún comentario. La muchacha, en silencio, me llevó por un corredor hasta una puerta forrada con un paño verde. En el momento de abrirla se oyó un silbido y algo golpeó la puerta y el marco a unos centímetros por encima de su cabeza. Josella cerró apresuradamente, y se volvió hacia mí con los ojos muy abiertos.
—Hay uno en la sala —dijo.
Habló en voz muy baja, como si temiera que el trífido pudiese oírla.
Volvimos a la puerta que daba al jardín. Caminamos sobre el pasto para no hacer ruido y rodeamos la casa hasta que nos encontramos ante la sala. La ventana balcón estaba abierta y el vidrio roto en parte. En el alféizar y la alfombra había unas huellas de barro. En un extremo de las huellas, en medio de la habitación, se alzaba un trífido. La punta del tallo llegaba casi al techo, y se balanceaba ligeramente. Al lado del tronco velludo y sucio, yacía el cuerpo de un hombre maduro envuelto en una brillante bata de seda. Tomé a Josella por el brazo. Tenía miedo de que se precipitara en la habitación.
—¿Es... es su padre? —le pregunté, aunque sabía que tenía que ser él.
—Sí —dijo Josella, y se llevó las manos a la cara. Le temblaba el cuerpo.
Me quedé allí, inmóvil, con los ojos clavados en el trífido por si se acercaba a nosotros. Luego pensé que Josella necesitaba un pañuelo y le alcancé el mío. Nada podíamos hacer. Después de un rato, Josella se repuso un poco. Recordando a la gente que habíamos visto durante el día, le dije:
—Sabe, hubiese preferido que me ocurriese eso a ser como aquellos otros.
—Sí —dijo Josella, después de una pausa.
Alzó los ojos al cielo. Era un cielo suave, de un profundo color azul, con algunas nubes que flotaban como plumas blancas.
—Oh, sí —repitió con más convicción—. Pobre papá. Nunca hubiese soportado la ceguera. Amaba demasiado todo esto. —Volvió a mirar el interior de la habitación—. ¿Qué vamos a hacer? No puedo dejar que...
En ese mismo instante percibí el reflejo de un movimiento en la hoja de vidrio. Miré con rapidez hacia atrás y vi que un trífido salía de los arbustos, y echaba a caminar en una línea que se dirigía directamente hacia nosotros. Alcancé a oír el murmullo de las hojas correosas mientras el tallo se balanceaba hacia delante y hacia atrás.
No había tiempo que perder. Ignorábamos cuántos otros trífidos podía haber allí. Tomé otra vez a Josella por el brazo, y corrimos por el sendero. Cuando estábamos ya a salvo dentro del automóvil, Josella se echó a llorar.
Era mejor dejar que se desahogara. Encendí un cigarrillo y pensé qué podíamos hacer. Naturalmente, Josella no querría dejar allí a su padre. Desearía enterrarlo decentemente... y, por lo que habíamos visto, tendríamos que encargarnos nosotros mismos de cavar la tumba, y todo lo demás. Y antes de iniciar el trabajo sería necesario entendérselas con los trífidos que estaban por allí, y ahuyentar a sus posibles sucesores. Me sentía inclinado a abandonar totalmente el asunto... pero, claro, no se trataba de mi padre.
Cuanto más consideraba este nuevo aspecto de las cosas, menos todavía me agradaba. No tenía idea de cuántos trífidos podría haber en Londres. En todos los parques había varios ejemplares. Se trataba, comúnmente, de trífidos mutilados a los que se les permitía vagar a su antojo. Algunos conservaban sus aguijones, y crecían atados a unas estacas o detrás de un alambre tejido. Pensé en los que habíamos visto al cruzar Regent Park, y me pregunté cuántos habría en los corrales del zoológico y cuántos habrían logrado huir. En los jardines privados había algunos también. Uno debía pensar que eran ejemplares podados, pero nadie sabe hasta qué extremos puede llegar el descuido de la gente. Y había además algunos criaderos, y más lejos algunas estaciones experimentales.
Mientras pensaba en todo eso, creí recordar algo; era una asociación de ideas que no terminaba de formarse. Busqué durante un minuto o dos; luego, de pronto, me acordé. Casi podía oír la voz de Walter que decía:
—Te lo aseguro. Un trífido está en mejores condiciones de sobrevivir que un hombre ciego.
Naturalmente, se había referido a un hombre cegado por un trífido. Pero aun así, sentí un estremecimiento. Más que un estremecimiento. Me sentí asustado.
Recordé otra vez. No, había sido sólo una frase. Sin embargo, parecía terrible ahora.
—Suprime los ojos —había dicho Walter—, y nuestra superioridad habrá desaparecido.
Por supuesto, las coincidencias son algo usual, pero sólo las advertimos de cuando en cuando...
Un ruido en la grava me devolvió al presente. Un trífido venía balanceándose por el sendero hacia la puerta del jardín. Me incliné sobre el asiento y alcé la ventanilla.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Josella, histéricamente.
—Estamos seguros aquí —le dije—. Quiero ver qué hace.
Simultáneamente comprendí que una de mis preguntas ya tenía respuesta. Yo estaba acostumbrado a esas plantas y había olvidado la impresión que un trífido sin podar causa a la gente. Comprendí de pronto que Josella no querría volver aquí. Un trífido con aguijón provocaba en ella un solo deseo: apartarse de él, y mantenerse apartada.
El trífido se detuvo junto a la verja. Uno hubiese podido jurar que escuchaba. No nos movimos ni hablamos. Josella, horrorizada, lo miraba fijamente. Creí que iba a lanzar su aguijón contra el coche, pero no lo hizo. Quizá el rumor de nuestras voces en el interior del auto le hacía pensar que estábamos fuera de su alcance.
Las varitas comenzaron de pronto a golpear el tronco. Se balanceó, dobló pesadamente hacía la derecha, y desapareció por un sendero.
Josella suspiró aliviada.
—Oh, vámonos antes que vuelva —imploró.
Puse el coche en marcha, lo hice girar, y volvimos a Londres.
5
Una luz en la noche
Josella comenzó a recobrar el dominio de si misma. Con el deliberado y evidente propósito de dejar de pensar en lo que quedaba atrás, me preguntó:
—¿Adónde vamos?
—Primero a Clerkenwell —le dije—. Luego buscaremos algo de ropa para usted. Bond Street si quiere, pero primero Clerkenwell.
—¿Pero por qué Clerkenwell? ¡Cielo santo!
Su exclamación estaba justificada. Habíamos doblado una esquina y nos encontrábamos ahora en una calle que, a sesenta metros de nosotros, estaba llena de gente. Todos corrían hacia nosotros con los brazos extendidos hacia delante. Lloraban y gritaban a la vez. En el mismo momento que doblábamos la esquina, una mujer tropezó y cayó; otros rodaron sobre ella y la mujer desapareció bajo un montón de piernas y brazos que se agitaban en el aire. Detrás de la multitud vislumbramos la causa de todo esto: tres tallos de hojas oscuras se balanceaban sobre las cabezas enloquecidas por el miedo. Aceleré, y nos lanzamos por una calle lateral.
Josella volvió hacia mí un rostro aterrorizado.
—¿Vio... vio qué pasaba? ¡Los estaban arreando!
—Sí —dije—. Por eso vamos a Clerkenwell. Hay allí un lugar donde se fabrican armas y máscaras contra trífidos; las mejores del mundo.
Retrocedimos nuevamente y nos metimos en otra calle. Pero no encontramos el camino libre, como yo había esperado Cerca de la estación de King's Cross había mucha gente. Aun sin sacar la mano de la bocina era cada vez más difícil seguir adelante. Frente a la estación fue ya imposible. Por qué había tanta gente en ese lugar, no lo sé. Todos los habitantes del distrito parecían haberse reunido allí. No podíamos pasar por entre esa multitud, y me bastó lanzar una mirada hacia atrás para comprender que tampoco era posible retroceder. Aquellos a quienes habíamos pasado ya habían cerrado filas.
—¡Salga, rápido! —le dije a Josella—. Creo que están tratando de atraparnos.
—Pero... —comenzó a decir Josella.
—¡Rápido! —le dije.
Lancé un último bocinazo y salí del coche detrás de Josella dejando el motor en marcha. Unos pocos segundos más, y hubiera sido demasiado tarde. Un hombre encontró la manija de la puerta trasera, la abrió y tanteó el interior. Josella y yo fuimos empujados por la presión de los que se acercaban al coche. Hubo un grito de furia cuando alguien abrió la puerta delantera y descubrió que el asiento estaba vacío. Por ese entonces ya nos habíamos puesto a salvo, entrando a formar parte de la multitud. Alguien asió al hombre que había abierto la puerta trasera creyendo que acababa de salir del coche. Alrededor de nosotros aumentaba la confusión. Tomé firmemente la mano de Josella y comenzamos a abrirnos camino con todo el disimulo posible.
Ya lejos de aquella gente, caminamos un rato en busca de un vehículo apropiado. Lo encontramos a un kilómetro de allí. Era un camioncito, más útil que un coche común para el plan que comenzaba a formarse en mi cabeza.
En Clerkenwell estaban acostumbrados a fabricar instrumentos de precisión desde hacía dos o tres siglos. La pequeña fabrica con la que yo había tenido que tratar profesionalmente algunas veces, había adaptado aquella antigua habilidad a las nuevas necesidades. La encontré sin dificultad, y poco nos costó, entrar en ella. Cuando nos pusimos otra vez en marcha estábamos ya mucho más tranquilos gracias a los varios rifles contra trífidos, algunos miles de bumerangs para los rifles, y algunas máscaras de alambre tejido que habíamos cargado en la parte trasera del camioncito.
—¿Y ahora... las ropas? —sugirió Josella.
—Plan provisional, sujeto a críticas y correcciones —dije—. Primero, lo que usted llamaría un pied-à-terre, es decir, un lugar donde podamos recobrarnos y discutir la situación.
—No otro bar —protestó Josella—. Ya tengo bastante de bares por hoy.
—Estoy de acuerdo, aunque como todo es gratis mis amigos se extrañarían —le dije—. Estaba pensando en un piso vacío. No puede ser difícil encontrar uno. Podríamos descansar un rato y planear la campaña. Nos serviría también para pasar la noche. Pero si le parece a usted que el obstáculo de las convenciones es más fuerte que estas peculiares circunstancias, bueno, podríamos buscar dos pisos.
—Pienso que sería más feliz si supiese que hay uno aquí cerca.
—Muy bien —convine—. Entonces operación número dos: proveer de ropas a damas y caballeros. Para eso quizá sea mejor que tomemos caminos diferentes. Pero no olvidemos la dirección del piso.
—S-si —dijo Josella titubeando.
—Todo irá bien —le aseguré—. Prométase a sí misma no hablar con nadie y no sospecharán que puede ver. Cayó usted en aquella trampa sólo porque no estaba bien preparada. «En el país de los ciegos, el tuerto es rey».
—Oh, si... fue Wells quien dijo eso, ¿no? Sólo que la historia no ha resultado cierta.
—Depende de lo que usted entienda por «país», patria en el original —le dije—. «Caecorum in patria luscus rex imperat omnis»; un señor clásico, llamado Fullonius, fue el primero que lo dijo; eso es todo lo que se sabe de él. Pero no hay ninguna patria organizada aquí, ningún estado: caos solamente. Wells imaginó un pueblo que se había adaptado a la ceguera. No creo que vaya a ocurrir lo mismo aquí, no veo cómo.
—¿Qué cree usted que ocurrirá?
—Mis sospechas no serían mejores que las suyas. Y por pronto vamos a saberlo. Volvamos a lo que interesa. ¿De qué estaba hablando?
—De elegir algunas ropas.
—Oh, sí. Bueno, basta que nos metamos en una tienda, adoptando algunas pocas precauciones. No se encontrará con ningún trífido en el centro de la ciudad, por lo menos no todavía.
—Habla usted muy a la ligera de estas cosas —me dijo la muchacha.
—Pero no me las tomo a la ligera —le aseguré—. No estoy seguro de que eso sea una virtud, quizá se trate sólo de una costumbre. Pero rehusarse obstinadamente a admitir los hechos no resucitará el pasado, ni nos servirá de nada. Pienso que tenemos que considerarnos a nosotros mismos no como ladrones, sino más bien como herederos involuntarios.
—Sí, supongo que es algo parecido —dijo Josella en voz baja.
Calló un rato. Cuando habló otra vez volvió al asunto anterior.
—¿Y después de las ropas? —preguntó.
—Operación número tres —le dije—. O sea la cena.
Tal como yo lo había esperado, no fue difícil encontrar alojamiento. Dejamos el camión en medio de la calle, ante un edificio de imponente aspecto, y subimos al tercer piso. No sé por qué elegimos el tercero, pero nos pareció que sería mejor estar un poco lejos de la calle. El proceso de selección fue muy sencillo. Golpeábamos la puerta o tocábamos el timbre, y si alguien respondía, pasábamos de largo. Después de repetir la operación tres veces, llamamos a una puerta y no acudió nadie. La cerradura cedió ante un buen empujón con el hombro.
Nunca ambicioné vivir en una casa de un alquiler de 2.000 libras anuales, pero aquí descubrí que eso encerraba algunas ventajas. Los decoradores habían sido, sospeché, unos jóvenes con bastante ingenio como para combinar el buen gusto con los últimos y más costosos adelantos. La manía de estar a la moda era la nota dominante. Aquí y allí se veían varios innegables dernier cris, algunos de ellos destinados sin duda —si el mundo hubiese seguido su curso normal— a ponerse furiosamente de moda; de otros yo diría que sólo concebirlos había sido ya un error. El conjunto parecía un desafío a las debilidades humanas. Un libro un poco fuera del estante, o encuadernado con un color inconveniente, arruinaría el tan cuidado equilibrio de formas y tonos. Lo mismo haría la persona capaz de sentarse en uno de aquellos lujosos sillones vestida de un modo inadecuado. Me volví hacia Josella que lo miraba todo con los ojos muy abiertos.
—¿Servirá esta pequeña cabaña o seguimos buscando?—le pregunté.
—Oh, me parece que podemos quedarnos aquí —me respondió, y entramos juntos pisando la delicada alfombra de color crema, decididos a explorar.
Yo no lo había pensado, pero logré que Josella (y el modo no podía haber sido más satisfactorio) olvidara los últimos acontecimientos. Nuestra recorrida estuvo matizada por exclamaciones donde tenían una similar importancia la admiración, la envidia, el deleite, el desprecio, y, hay que confesarlo, la malicia. Josella se detuvo en el umbral de un cuarto colmado de las más agresivas manifestaciones de la feminidad.
—Dormiré aquí —dijo.
—¡Dios mío! —exclamé—. Bueno, hay gustos para todo.
—No sea antipático. Quizá no tenga otra oportunidad de ser decadente. Además, ¿no sabe usted que hay algo de la más tonta actriz de cine en toda mujer? Así que me daré el último gusto.
—Como quiera —le dije—. Pero espero que haya algo más normal por aquí. Dios me libre de tener que dormir con un espejo en el cielorraso.
—Hay otro igual en el baño —dijo Josella mirando el cuarto vecino.
—No sé si eso será el cenit o el nadir de la decadencia —dije— pero de todos modos no podrá bañarse. No hay agua caliente.
—¡Oh, me había olvidado! ¡Qué lástima!
Completamos nuestra inspección de los cuartos y descubrimos que el resto era menos sensacional. Luego Josella salió para arreglar el asunto de las ropas. Investigué durante un tiempo los recursos y limitaciones de la casa, y luego inicié mi propia expedición.
Cuando salía, se abrió otra puerta en un extremo del pasillo. Me detuve, y me quedé donde estaba, sin moverme. Era un joven que llevaba a una muchacha rubia de la mano.
—Espera un minuto, querida —dijo.
Dio tres o cuatro pasos sobre la alfombra silenciosa. Sus manos extendidas encontraron la ventana en que terminaba el pasillo, y la abrió. Alcancé a ver una escalera de incendios.
—¿Qué estás haciendo, Jimmy? —preguntó la joven.
—Inspeccionando, nada más —dijo el hombre y volvió rápidamente junto a ella y la tomó otra vez de la mano—. Ven, querida.
La muchacha se echó hacia atrás.
—Jimmy, no me gusta vivir aquí. Por lo menos en casa sabíamos dónde estaba todo. ¿Cómo vamos a vivir?
—En casa, querida, no teníamos comida, y por lo tanto no viviríamos mucho. Ven, querida. No tengas miedo.
La muchacha se apretó contra él, y el hombre le pasó la mano por la cintura.
—Todo irá bien, querida. Ven.
—Pero, Jimmy, este no es el camino.
—Te has desorientado, querida. Sí, es el camino.
—Jimmy, estoy tan asustada. Volvamos.
—Es demasiado tarde, querida.
El hombre se detuvo junto a la ventana. Con una mano verificó cuidadosamente su posición. Luego abrazó a la muchacha.
—Demasiado maravilloso para durar, quizá —dijo suavemente—. Te quiero. Te quiero mucho.
La muchacha levantó la cabeza para que él la besara.
El hombre la alzó en sus brazos, se volvió y saltó por la ventana...
—Tienes que endurecerte —me dije a mi mismo—. Tienes que hacerlo. O si no vivir perpetuamente borracho. Cosas como ésta deben de estar ocurriendo sin interrupción. Y seguirán ocurriendo. Es inevitable. Imagina que los alimentas durante unos pocos días. ¿Y después? Tienes que aprender a aceptarlo, tienes que acostumbrarte. Si no, no te queda otra salida que el pozo del alcohol. Si no luchas por tu existencia y contra todo esto, no sobrevivirás. Sólo aquéllos capaces de endurecerse en su interior podrán salir adelante.
Inesperadamente, reunir lo que necesitaba me llevó mucho tiempo. Tardé unas dos horas en volver. Se me cayeron una o dos cosas de los brazos mientras trataba de abrir la puerta. La voz de Josella llamó con un poco de nerviosidad desde aquel superfemenino dormitorio.
—Soy yo —la tranquilicé mientras avanzaba con mi carga.
Dejé las cosas en la cocina y volví a buscar las que se me habían caído. Me detuve ante la puerta de Josella.
—No puede entrar —me dijo.
—No era ése mi propósito —protesté—. Quería preguntarle algo. ¿Sabe usted cocinar?
—Huevos pasados por agua —dijo la voz apagada de Josella.
—Me lo temía. Tendremos que aprender muchas cosas —le dije.
Volví a la cocina. Instalé sobre la inútil cocina eléctrica el hornillo de petróleo que acababa de traer, y me puse a trabajar.
Cuando terminé de poner la mesa en la salita, el efecto me pareció bastante bueno. Para completar la escena instalé dos candelabros y encendí las velas. De Josella no había ni señales, aunque poco tiempo antes yo había oído ruido de agua. La llamé.
—Enseguida voy —me contesto.
Fui hasta la ventana y miré hacia fuera. Totalmente consciente, empecé a despedirme de todo. El sol se ponía. Los edificios, las agujas y las fachadas de cemento tenían un color blanco o rosáceo bajo la oscuridad creciente del cielo. Habían estallado nuevos incendios. El humo subía en negras y grandes columnas, con lenguas de fuego en la base. Es muy posible, me dije a mí mismo, que mañana vea por última vez estos familiares edificios. Llegaría un tiempo en que uno podría volver... pero no al mismo sitio. Los incendios y el clima habrían cumplido su tarea; todo estaría visiblemente muerto y abandonado. Pero ahora, a la distancia, todavía parecía una ciudad viva.
Mi padre me contó una vez que antes de la guerra con Hitler acostumbraba a pasearse por Londres, con los ojos más abiertos que nunca, contemplando los hermosos edificios que no había notado antes, y despidiéndose de ellos. Y ahora yo tenía una sensación similar. Pero esto era peor. Nadie había esperado que sobrevivieran tantas cosas después de aquella guerra. Y esas mismas cosas no sobrevivirían a este nuevo enemigo. Nadie temía ahora inesperadas explosiones y obstinados incendios, sino el largo, lento e inevitable curso de la decadencia y el derrumbe.
Ante aquella ventana, en aquel momento, mí corazón se resistía a creer lo que me decía la cabeza. Todavía me parecía que aquello era algo demasiado enorme, demasiado poco natural para ser cierto. Sabía, sin embargo, que esto había ocurrido otras veces. Enterradas en los desiertos, o borradas bajo las selvas del Asia había grandes ciudades. Algunas se habían derrumbado hacía tanto tiempo que sus nombres habían desaparecido con ellas. Sin embargo, los que habían vivido allí no habían creído más en aquella destrucción que yo en la posible muerte de esta enorme ciudad moderna.
Una de las creencias más persistentes y tranquilizadoras de la raza humana debe de ser la que dice «eso no puede ocurrir aquí», como si nuestra propia época estuviese libre de cataclismos. Y ahora estaba ocurriendo. A no ser que sobreviniese algún milagro yo estaba mirando el principio del fin de Londres. Y era muy probable, parecía, que hubiese otros como yo que estaban mirando el principio del fin de Nueva York, París, San Francisco, Buenos Aires, Bombay, y todas las otras ciudades destinadas a seguir a aquéllas hundidas en las selvas.
Estaba todavía mirando la ciudad, cuando oí que algo se movía a mis espaldas. Me volví, y vi que Josella había entrado en el cuarto. Tenía un vestido largo, del más pálido azul, y una chaqueta de pieles blancas. De la cadena de un collar colgaban unos claros diamantes azules; las piedras que llevaba en las orejas eran más pequeñas pero del mismo hermoso color. El pelo y el rostro parecían surgir de un salón de embellecimiento. Cruzó la habitación y vislumbré el centelleo de sus sandalias de plata y de sus medias de seda. Seguí mirándola fijamente, sin hablar, y en su rostro se desvaneció una leve sonrisa.
—¿No le gusta? —preguntó, casi infantilmente desilusionada.
—Es magnífico... está usted hermosa —le dije—. Yo... bueno, no esperaba esto.
Tenía que decir algo más. Sabía que esta exhibición poco o nada tenía que ver conmigo.
—¿Está despidiéndose? —añadí.
—Así que me ha entendido. Tenía esa esperanza.
—Creo que la he entendido. Me alegra que lo haya hecho. Será hermoso recordarlo.
Extendí la mano hacia ella y la llevé hasta la ventana.
—Yo también estaba despidiéndome... de todo esto.
Josella nunca quiso decirme qué pensó mientras estábamos en la ventana, uno al lado del otro. En mí había una especie de calidoscopio donde se confundían la vida y las costumbres ya muertas, o quizá, mejor, un viejo álbum de fotografías que yo hojeaba con una reflexiva nostalgia.
Miramos un largo rato, extraviados en nuestros propios pensamientos. Al fin, Josella suspiró. Bajó los ojos a su vestido, acariciando la seda.
—¿Es tonto esto? ¿Como cantar mientras arde Roma? —me dijo con una sonrisa triste.
—No... es hermoso. Gracias por haberlo hecho. Me recordará que a pesar de todos los errores había en este mundo muchas cosas hermosas. No podía haber hecho nada mejor.
Su sonrisa perdió aquella tristeza.
—Gracias, Bill. —Hizo una pausa. Y luego añadió—: ¿No te he dado todavía las gracias? Creo que no. Si no me hubieses ayudado...
—Si no fuese por ti —le dije— yo estaría tirado en un bar. Yo también tengo que darte las gracias. No es bueno estar solo ahora. —Enseguida, para cambiar de tema, añadí—: Hablando de bebidas. Encontré aquí un excelente amontillado y algunas otras cosas. La casa está bien provista.
Serví el jerez y alzamos los vasos.
—Salud, fortaleza... y suerte —dije.
Josella hizo un signo afirmativo. Bebimos.
—¿Qué pasaría —preguntó Josella mientras comenzábamos con un caro y sabroso paté— si el propietario de todo esto volviese de pronto?
—En ese caso le explicaríamos... y él o ella agradecerían tener aquí a alguien que les indicara el contenido de las botellas; pero no creo que eso ocurra.
—No —dijo Josella pensándolo—. No, temo que no. Me pregunto... —Paseó los ojos por la habitación. Se detuvo en un acanalado pedestal blanco—. ¿Has probado la radio? Supongo que eso es una radio, ¿no?
—También es un proyector de televisión —le dije—. Pero no sirve. No hay corriente.
—Claro. No me acordaba. Supongo que no nos acordaremos de muchas cosas durante algún tiempo.
—Pero probé una cuando estaba afuera, un aparato de batería. No pasaba nada. En todas las bandas había un silencio sepulcral.
—¿Eso significa que en todas partes ocurre lo mismo?
—Temo que sí. Oí sólo unos pitidos en cuarenta y dos metros. Nada más. Ni siquiera la presencia de una onda. Me pregunto quién sería, pobre diablo.
—Esto... esto va a ser bastante triste, ¿no, Bill?
—No. No voy a permitir que se nos nuble la cena —le dije—. Primero el placer, luego los negocios. Y el futuro es sólo negocios. Hablemos de algo interesante, como cuántas aventuras de amor has tenido, y por qué nadie se ha casado contigo todavía... ¿o se ha casado alguien? Ya ves que poco sé. Vamos, la historia de tu vida.
—Bueno —dijo Josella—. Nací a cinco kilómetros de aquí. Mi madre se molestó mucho.
Alcé las cejas.
—Ya verás, quería que yo fuese norteamericana. Pero cuando iban a llevarla al aeropuerto, ya era demasiado tarde. Era muy impulsiva; creo que heredé algo de eso.
Siguió hablando. No había nada notable en sus primeros años, pero creo que disfrutó al resumírmelos, y por un momento se olvidó de todo. Escuché con placer como charlaba de esas cosas familiares y divertidas que ya no existían en el mundo. Atravesamos rápidamente su infancia, la época de colegio, y su «estreno social»... aunque esto último ya no significaba mucho en aquellos días.
—Estuve a punto de casarme cuanto tenía diecinueve años —admitió—, y ahora me alegro de no haberlo hecho. Pero no me parecía así en aquel entonces. Tuve una terrible discusión con papá que se había opuesto terminantemente al asunto, pues había descubierto que Lionel era una lagartija faldera.
—¿Una qué? —interrumpí.
—Una lagartija faldera. Algo así como una cruza entre una lagartija y un perrito faldero. De la especie holgazana. Así que corté con mi familia y me fui a vivir con una muchacha que tenía casa en Londres. Y mi familia me cortó los víveres, lo que fue algo muy tonto pues pudo haber tenido un efecto contraproducente. No ocurrió así porque todas las muchachas que yo conocía y que estaban en una situación similar parecían llevar una vida muy cansadora. Poca diversión, muchos celos, y nada más que proyectos... Pero no podía vivir a costa de aquella muchacha. Tenía que conseguir algún dinero así que escribí el libro.
Creí no haber oído bien.
—¿Editaste un libro? —pregunté.
—Escribí un libro. —Josella me lanzo una mirada y sonrió—. Debo de tener cara de tonta. Así me miraban todos cuando les decía que estaba escribiendo un libro. Te advierto que no era un libro bueno. Quiero decir, no como los de Aldous o Charles o gente similar, pero logré lo que quería.
Hice un esfuerzo para no preguntarle a qué posible Charles se refería. Le dije simplemente:
—¿Quieres decir que lograste publicarlo?
—Oh, sí. Y gané de veras mucho dinero. Los derechos cinematográficos...
—¿Cómo se llamaba el libro? —le pregunté.
—«El sexo es mi aventura».
La miré un rato y al fin me golpeé la frente.
—Josella Playton, claro. No sabía por qué me sonaba tu nombre. ¿Y tú escribiste eso? —añadí con incredulidad.
No sé cómo no me había acordado. Su fotografía había estado en todas partes —una fotografía no muy buena ahora que podía ver el original—, y el libro había estado también en todas partes. Dos grandes bibliotecas circulantes lo habían prohibido, posiblemente sólo por el título. Después de esto, el éxito estaba asegurado, y las ventas subieron vertiginosamente hasta varios cientos de miles de ejemplares. Josella lanzó una risita.
—Oh —dijo—, pones la misma cara que mis parientes.
—No los acuso —le dije.
—¿Leíste el libro? —preguntó Josella.
Le dije que no con la cabeza. Josella suspiró.
—Son graciosos ustedes. Todo lo que conocen es el título y la publicidad y se sienten escandalizados. Y es realmente un librito tan inofensivo. Una mezcla de artificio verde y romanticismo rosa con matices rojos de colegiala. Pero el título fue una buena idea.
—Todo depende de lo que entiendas por bueno —sugerí—. Y además lo firmaste con tu nombre.
—Eso fue un error —admitió Josella—. Los editores me dijeron que era mejor para la publicidad. Desde su punto de vista tenían razón. Fui bastante famosa durante un tiempo. Me reía interiormente cuando la gente me miraba en los restaurantes y otros sitios. Aparentemente les resultaba difícil relacionar lo que veían con lo que pensaban. Un montón de gente que no me importaba en absoluto comenzó a visitarme. Así que para librarme de ellos, y como ya había probado que no necesitaba volver a casa, volví a casa.
»El libro, sin embargo, casi lo estropeó todo. La gente se había tomado el título tan al pie de la letra, que tenía que estar defendiéndome continuamente de los que no me interesaban, y aquéllos que me interesaban parecían asustados o escandalizados. Lo peor era que no se trataba ni siquiera de un libro inmoral, era sólo escandalosamente tonto. No sé cómo la gente con sentido común no se dio cuenta.
Josella calló adoptando un aire reflexivo. Se me ocurrió que la gente con sentido común pudo haber pensado que la autora de «El sexo es mi aventura» era también escandalosamente tonta, pero no se lo dije. Todos cometemos alguna tontería en la juventud, pero la gente encuentra difícil, de algún modo, calificar de tontería juvenil a algo que ha dado mucho dinero.
—Todo andaba mal —se quejó Josella—. Estaba escribiendo otro libro para poner las cosas en su sitio. Pero me alegro de no haberlo terminado. Era bastante amargo.
—¿Con un título igualmente alarmante? —Josella sacudió la cabeza.
—Se iba a llamar «Aquí la olvidada».
—Hum... Bueno, no tiene ciertamente la fuerza del primero. ¿Una cita?
—Sí —dijo Josella—. Del señor Congreve: «Aquí la olvidada virgen descansa del amor».
—Este... oh —dije, y pensé un momento en esa frase.
—Y ahora —sugerí— creo que ha llegado el momento de esbozar un plan de campaña. ¿Me permites que comience haciendo algunas observaciones?
Estábamos echados en dos sillones extraordinariamente cómodos. Entre nosotros había una mesita baja con el aparato del café y dos copas. La más pequeña, con cointreau, era de Josella. La de aspecto plutocrático, con un fondo de brandy de inimaginable precio, era mía. Josella echó una bocanada de humo, y bebió un sorbo. Saboreándolo, dijo:
—Me pregunto si volveremos a probar alguna vez naranjas frescas. Muy bien, habla.
—Bueno. No hay por qué ocultarse los hechos. Será mejor que nos vayamos enseguida. Si no mañana, pasado mañana. Ya puede verse qué va a pasar aquí. Por ahora aún hay agua en los tanques. Pronto no habrá más. La ciudad va a apestar como una enorme cloaca. Hay algunos cadáveres. Serán cada vez más numerosos. —Advertí que Josella se estremecía. Había olvidado un momento, al adoptar un punto de vista general, las particulares implicaciones que mi charla tendría para ella. Hablé más rápidamente—: Eso puede significar tifus, o cólera, o Dios sabe qué. Es importante que nos vayamos antes que comience algo de eso.
Josella movió afirmativamente la cabeza.
—Por lo tanto el segundo problema es el de nuestro destino. ¿Tienes alguna idea? —le preguntó.
—Bueno... supongo que tendrá que ser ante todo un lugar alejado. Un sitio donde haya agua, un manantial, por ejemplo. Y me parece que tendría que ser lo más alto posible... Un lugar con bastante viento.
—Si —dije—. No había pensado en eso del viento, pero tienes razón. La cima de una colina y una buena provisión de agua... no será fácil encontrarlas juntas. —Pensé un momento—. ¿El distrito de los lagos? No. Demasiado lejos. ¿Gales, quizá? O posiblemente Exmoor o Dartmoor o allá abajo en Cornwall. Cerca del Land's End dominan los vientos limpios del Atlántico. Pero eso está, también, demasiado lejos. Sería conveniente no alejarse de las ciudades para cuando podamos visitarías.
—¿Y que te parecen las colinas de Sussex? —sugirió Josella—. Conozco una hermosa y vieja granja en el lado norte, que mira hacia Pulborough. No está en la cima de una colina, pero sí a bastante altura. Hay un molino de viento para el agua, y creo que también un generador de electricidad. Ha sido muy transformada y modernizada.
—Una residencia conveniente, de veras. Pero el lugar está muy poblado. ¿No crees que deberíamos ir más lejos?
—Bueno, no sé. ¿Cuánto tiempo pasará antes que podamos volver a las ciudades?
—No tengo idea, realmente —admití—. Pienso que algo así como un año. Creo que ése será un buen margen.
—Sí. Pero si nos alejamos mucho, luego no nos será fácil abastecernos.
—Una observación muy justa.
Abandonamos por el momento el problema de nuestro destino y comenzamos a elaborar los detalles de la mudanza. A la mañana, decidimos, adquiriríamos ante todo un camión, un camión espacioso. Hicimos juntos una lista de las cosas esenciales que pondríamos en el camión. Si terminábamos de aprovisionamos, saldríamos esa misma tarde, si no —y la lista estaba adquiriendo una longitud que hacía temer esto ultimo—, nos arriesgábamos a pasar otra noche en Londres, y partiríamos al día siguiente.
Era cerca de medianoche cuando terminamos de añadir a la lista de lo más importante algunas cosas secundarias. El resultado se parecía al catálogo de un almacén de ramos generales. Pero aunque no hubiese tenido otra utilidad que la de ayudarnos a que nos olvidáramos un rato de nosotros mismos, el trabajo habría valido la pena.
Josella bostezó, y se puso de pie.
—Tengo sueño —dijo—. Y unas sábanas de seda me esperan en una cama de maravilla.
Josella pareció flotar sobre la gruesa alfombra. Con la mano en el pestillo se detuvo y se volvió para mirarse solemnemente en el largo espejo.
—Algunas de estas cosas son divertidas —dijo, y le besó la mano a su imagen.
—Buenas noches, vana y dulce visión —dije.
Josella se volvió con una leve sonrisa, y luego desapareció por la puerta como una niebla llevada por el viento.
Me serví otro poco de aquel extraordinario brandy, lo calenté entre las manos, y me lo bebí.
—Nunca... nunca más volverás a ver nada semejante —me dije a mí mismo—. Sic transit...
Y enseguida, antes de caer en un estado de morbosidad total, me dirigí a mi más modesto lecho.
Estaba ya cómodamente acostado y a punto de dormirme, cuando oí un golpe en la puerta.
—Bill —dijo la voz de Josella—. Ven, rápido. ¡Hay una luz!
—¿Qué clase de luz? —pregunté, saliendo de la cama.
—Afuera. Ven a ver.
Josella estaba de pie en el pasillo, envuelta en una especie de vestidura que sólo podía haber pertenecido a la dueña de aquel notable dormitorio.
—¡Dios mío! —dije nerviosamente.
—No seas tonto —me dijo, irritada—. Ven y mira esa luz.
Era ciertamente una luz. Mirando por la ventana hacia lo que parecía ser el noroeste, pude ver un rayo brillante, como el de un reflector, que apuntaba serenamente hacia arriba.
—Debe de haber alguien ahí que puede ver —dijo Josella.
—Seguramente —admití.
Traté de localizar el origen de la luz, pero la oscuridad circundante me lo impedía. No estaba muy lejos, sin embargo, y parecía nacer en medio del aire, lo que significaba, posiblemente, que estaba en lo alto de un gran edificio. Titubeé.
—Será mejor dejarlo hasta mañana —dije.
La idea de atravesar aquellas calles oscuras no era nada atractiva. Y hasta era posible —poco verosímil, pero posible— que fuese una trampa. Un ciego bastante inteligente y desesperado podía haber encendido a tientas aquella luz.
Encontré una lima de uñas y me agaché hasta que mis ojos quedaron al nivel del alféizar. Con la punta de la lima tracé cuidadosamente una línea en la madera, señalando así la ubicación exacta de la luz. Luego volví a mi cuarto.
Me quedé despierto una hora o dos. La noche magnificaba el silencio de la ciudad, haciendo más desolados aún los ruidos que rompían ese silencio. De cuando en cuando llegaba de la calle alguna voz histérica, aguda y torturada. En una ocasión sonó un grito que parecía complacerse horriblemente en liberarse de la cordura. Le siguió, no muy lejos, un sollozo interminable, desesperado. Oí también, dos veces, las secas detonaciones de una pistola... Di gracias de todo corazón a quienquiera que fuese el que me había reunido con Josella.
No pude imaginar nada peor en ese momento que la soledad total. Solo, uno no sería nada. La compañía traía consigo la posibilidad de poder proyectar algo, y los proyectos ayudaban a mantener a raya el terror.
Traté de no oír los sonidos de la calle pensando en lo que tenía que hacer al día siguiente, y al otro día, y al otro; imaginando qué podía ser aquel rayo de luz, y de qué modo podría afectarnos. Pero los sollozos seguían y seguían como un fondo de mis pensamientos, recordándome las cosas que había visto hacia unas horas, y que vería otra vez mañana.
De pronto se abrió la puerta y me senté de un salto en la cama, asustado. Era Josella, con una vela encendida. Tenía los ojos muy abiertos y oscuros, y había estado llorando.
—No puedo dormir —dijo—. Estoy asustada... horriblemente asustada. ¿Oyes a toda esa pobre gente? No puedo soportarlo...
Venía como una niña en busca de consuelo. No estoy seguro de que lo necesitase más que yo.
Fue la primera en dormirse, con la cabeza apoyada en mi hombro.
Las escenas del día no me abandonaban. Pero al fin yo también me dormí. Mi último recuerdo fue el de aquella dulce y triste voz de mujer que había cantado:
Ya nunca más pasearemos...
6
Cita
Cuando desperté pude oír a Josella ocupada ya en la cocina. Mi reloj indicaba que eran cerca de las siete. Terminé de afeitarme incómodamente con agua fría, y me vestí. Un aroma de tostadas y café flotaba en las habitaciones. Josella estaba sosteniendo una sartén sobre el hornillo. Tenía un aire de seguridad que era difícil asociar con la asustada figura de la noche pasada. Sus movimientos eran además precisos y justos.
—Leche condensada, lo siento —me dijo—. La refrigeradora se ha detenido. Pero todo lo demás está en orden.
Costaba creer que aquella forma prácticamente vestida fuese la maravillosa visión de la noche anterior. Josella había elegido un traje de esquiar azul oscuro, unas medias blancas y un par de fuertes zapatos. En un cinturón de cuero oscuro llevaba, en vez de aquella arma mediocre que yo había encontrado el día antes, un buen cuchillo de caza. Yo no sabía cómo esperaba verla vestida, ni siquiera si había pensado en eso, pero lo que más me impresionó fue el sentido común que había privado en su elección.
—¿Estoy bien así, no es cierto? —me preguntó Josella.
—Muy bien —le aseguré. Me miré a mí mismo. Yo también podía haberlo pensado. Una sastrería elegante no era lo más conveniente.
—Podías haberlo hecho mejor —dijo Josella mirando sin malicia mi traje lleno de arrugas—. La luz de anoche —continuó— venía de la torre de la Universidad. Estoy casi segura. Ninguna otra cosa se alza en esa línea. Además parece estar a la misma distancia.
Fui hasta la ventana y miré por sobre la raya que había trazado en el alféizar. Apuntaba como Josella había dicho, directamente a la torre. Y noté algo más. En un mástil de la torre flameaban dos banderas. Una podía haber quedado allí por casualidad, pero las dos tenían que ser una señal deliberada; el equivalente diurno de aquella luz. Después del desayuno decidimos que pospondríamos nuestro planeado programa, y que lo primero que haríamos seria investigar el asunto de la torre.
Dejamos el piso una media hora después. Tal como yo lo presumía nuestro camioncito había escapado, en medio de la calle, a la atención de los transeúntes. Sin detenernos más, pusimos las maletas de Josella en la parte trasera, entre las armas contra trífidos, e iniciamos la marcha.
Encontramos poca gente. El cansancio y el frío les habían anunciado, parecía, la llegada de la noche, y muy pocos habían dejado aún sus refugios. Los que habían salido no caminaban tan cerca de las paredes, como el día anterior, sino junto a la calle. La mayoría se había provisto de bastones o trozos de madera con los que tanteaban el borde de la calzada. Se movían así con mayor facilidad que por los frentes de los edificios, con sus entrantes y salientes, y los bastones contribuían a disminuir el número de los encontronazos.
Recorrimos nuestro camino con pocas dificultades, y al rato entrábamos en Store Street. La torre de la Universidad se alzaba al fin de la calle, frente a nosotros.
—Despacio —dijo Josella, mientras nos internábamos en la calle desierta—. Creo que pasa algo en la entrada.
Tenía razón. Al acercarnos pudimos ver a un grupo bastante considerable junto a la universidad. El día anterior nos había hecho desconfiar de las multitudes. Doblé por Gower Street, seguí unos cincuenta metros, y me detuve.
—¿Que crees que estará pasando? ¿Investigamos o nos vamos de aquí? —pregunté.
—Propongo que investiguemos —respondió Josella enseguida.
—Muy bien. Opino lo mismo —dije.
—Recuerdo el lugar —añadió Josella—. Hay un jardín detrás de esos edificios. Si podemos entrar en el jardín sabremos qué pasa sin mezclarnos con ellos.
Dejamos el coche y comenzamos a examinar esperanzadamente las casas. En la tercera encontramos una puerta abierta. Había un pasillo que conducía directamente al jardín. Este era compartido por una docena de viviendas y mostraba una curiosa disposición. La mayor parte se extendía al nivel de las casas, o un poco más abajo que las calles circundantes, pero en uno de sus extremos, aquél que estaba más cerca del edificio de la Universidad, se elevaba en una especie de terraza separada de la calle por altas rejas de hierro y una pared de poca altura. Podíamos oír del otro lado las voces de la multitud, como un confuso murmullo. Cruzamos el jardín, subimos a la terraza por un sendero de grava, y encontramos unos arbustos donde podíamos ocultarnos y observar la escena.
La multitud que se había reunido ante las puertas de la Universidad podía llegar a varios centenares de hombres y mujeres. Habíamos creído, por el sonido de las voces, que era menos grande, y por primera vez comprendí cuánto más silenciosa e inactiva es una multitud de ciegos que una de personas normales y de similar tamaño. Es natural, por supuesto, pues los ciegos dependen casi enteramente de sus oídos para enterarse de lo que ocurre, de tal modo que el silencio de cada individuo es una ventaja para todos; pero hasta este momento yo no me había dado cuenta.
Lo que estaba ocurriendo, fuese lo que fuese, se desarrollaba ante las mismas puertas de la Universidad. Logramos descubrir un montículo que nos permitía ver la verja de la entrada por encima de las cabezas de la multitud. Un hombre cubierto con una gorra hablaba continuamente por entre los barrotes. No tenía en apariencia mucho éxito, pues el hombre que estaba del otro lado de los barrotes intervenía en la conversación casi sólo con movimientos negativos de cabeza.
—¿Qué pasa? —murmuró Josella.
La ayudé a subir a mi lado. El hombre que dirigía la conversación volvió un poco la cabeza y pudimos vislumbrar su perfil. Era, me pareció, de unos treinta años, con una nariz recta y fina, y unas facciones bastante huesudas. Tenía el pelo oscuro, pero más que su aspecto era notable la intensidad de sus ademanes.
Aquel coloquio por entre las rejas no llevaba a ninguna parte, y la voz del hombre se hizo más alta y enfática, aunque sin causar ningún efecto visible en su auditorio. No había duda de que el hombre situado detrás de las rejas podía ver; lo observaba todo a través de unos gruesos lentes. Detrás de él, a unos pocos metros, se habían reunido otros tres hombres sobre los que tampoco cabía ninguna duda. Ellos, también, observaban a la multitud y al orador con cuidadosa atención. El hombre que estaba de este lado se acaloró aún más. Elevó la voz como si hablara no sólo para beneficio de la multitud sino para alguno que pudiese estar fuera de ella.
—Escúcheme —dijo el hombre agriamente—. Esta gente tiene tanto derecho a vivir como usted, ¿no es cierto? No es culpa de nadie hasta ahora... pero será culpa suya si se muere de hambre, y usted lo sabe.
Su voz era una curiosa mezcla de rudeza y educación, así que me fue difícil situarlo... Parecía como si ningún estilo le fuese natural.
—He estado enseñándoles dónde conseguir comida. He hecho lo que he podido, pero, Cristo, estoy solo, y hay miles como ellos. Usted podría también encargarse de algunos. ¿Pero lo hace? ¡Ca! ¿Qué hace usted? Importársele un rábano, eso es lo que hace. Piensa sólo en su propio pellejo. Me he encontrado antes con gente de su especie. «Vete al diablo, que yo estoy bien», ése es su lema.
El hombre escupió despreciativamente.
—Ahí —dijo, abarcando todo Londres con un ademán oratorio—, ahí hay miles de pobres diablos que esperan a que alguien les enseñe dónde hay un poco comida. Y usted puede hacerlo. Es algo muy simple. ¿Pero lo hace usted? ¿Lo hacen ustedes, gusanos? No, se encierran en sí mismos y dejan que los demás se mueran de hambre. Sin embargo, cada uno de ustedes podría mantener con vida a cientos de ellos. Dios todopoderoso, ¿no son ustedes seres humanos?
El hombre hablaba con violencia, tenía que ganar un caso y estaba defendiéndolo apasionadamente. Sentí que Josella me apretaba el brazo, y puse mi mano sobre la suya. El hombre situado del otro lado de la verja dijo algo inaudible.
—¿Cuánto? —gritó el hombre de este lado—. ¿Cómo diablos voy a saber cuánto durará la comida? Sólo sé que si los bastardos como ustedes no ofrecen su ayuda, no habrá nadie vivo cuando ellos vengan a arreglar esto. —El hombre miró fijamente a su interlocutor unos instantes—. La verdad es que está usted asustado. ¿Y por qué? Porque cuanto más coman estos pobres diablos menos habrá para ustedes. Eso es lo que pasa, ¿no es cierto? Esa es la verdad... pero usted no es capaz de admitirlo.
Nuevamente no pudimos oír la respuesta del otro hombre, pero cualquiera que fuese, no ablandó al orador. Miró ceñudamente un momento por entre los barrotes, y luego dijo.
—Muy bien, si eso es lo que quieren, lo tendrán.
Metió con rapidez una mano entre los barrotes y alcanzó el brazo del otro hombre. Con un hábil movimiento lo atrajo hacia sí y se lo retorció. Tomó la mano de un ciego que estaba a su lado y la instaló en el brazo.
—No lo suelte, compañero —dijo, y saltó hacia la cerradura de la puerta.
El hombre que estaba en el interior se recobró enseguida. Con su otra mano golpeó como un salvaje entre los barrotes. Un afortunado puñetazo dio en la cara del ciego. Este lanzó un grito y aflojó la mano. El jefe de la multitud estaba trabajando furiosamente en la puerta. En ese momento se oyó el disparo de un rifle. La bala golpeó en los barrotes y rebotó. El jefe se detuvo de pronto, sin saber qué hacer. Detrás de él estalló un coro de maldiciones, y alguien dio un grito. La multitud se adelantó y retrocedió como sí dudara entre escapar o cargar sobre las rejas. Vi a un joven que llevaba algo bajo el brazo y me arrojé al suelo, arrastrando a Josella conmigo. Se oyeron los disparos de una ametralladora.
Era evidente que el hombre tiraba al aire; sin embargo, el ruido entrecortado del arma y el silbido de los proyectiles alarmaba de veras. Una andanada fue suficiente para aclararle todo. Cuando alzamos la cabeza, la multitud había perdido su unidad y sus componentes buscaban refugio en algún lugar seguro escapándose en las tres posibles direcciones. El líder se detuvo un momento, gritó algo ininteligible, y luego se alejó como los demás hacia Malet Street, tratando de reunir a sus dispersos seguidores.
Me senté donde estábamos y miré a Josella. Ella me miró a su vez pensativamente y luego clavó los ojos en el suelo. Pasamos varios minutos sin hablar.
—¿Bueno? —pregunté al fin.
Josella alzo la cabeza, miró al otro lado de la calle, y luego contempló los últimos restos de la multitud que tanteaban patéticamente el camino.
—El hombre tenía razón —dijo Josella—. ¿No es cierto que tenía razón?
—Si, tenía razón... y no la tenía. Pues verás, no hay «ellos» que vayan a arreglar esta situación. Estoy completamente seguro. Nadie la arreglará. Podemos hacer lo que dice el hombre. Podemos enseñar a unos pocos, sólo a unos pocos, dónde hay comida. Podemos hacerlo durante unos días, quizá unas pocas semanas, pero y luego... ¿qué?
—Parece tan horrible, tan duro.
—Si afrontamos honradamente el problema sólo caben dos posibilidades —dijo—. O tratamos de salvar lo que puede salvarse —y eso nos incluye a nosotros—, o nos dedicamos a alargar la vida de esta gente un poco más. No hay punto de vista, para mí, más objetivo.
»Pero sí también que lo más humano sería, quizá, elegir la muerte. ¿Nos pasaremos la vida prolongando miseria cuando sabemos que en última instancia no hay posibilidad de salvación? ¿No podemos hacer un uso mejor de nosotros mismos?
Josella movió afirmativamente la cabeza.
—Dicho de ese modo no parece haber elección posible, ¿no? Y aunque pudiésemos salvar a unos pocos, ¿a quiénes elegiríamos? ¿Y quiénes somos nosotros para elegir? ¿Y durante cuánto tiempo podríamos hacerlo, además?
—No es nada fácil todo esto —dije—. No sé a cuántos podríamos sostener una vez que se acabaran los alimentos, pero no creo que fuesen muchos.
—Ya te has decidido entonces —dijo Josella, mirándome. No sé si había o no un matiz de desaprobación en su voz.
—Querida mía —le dije—. Esto me gusta tan poco como a ti. Te he presentado groseramente dos alternativas. ¿Podemos ayudar a aquéllos que han sobrevivido a la catástrofe para que rehagan de algún modo sus vidas? ¿O haremos sólo un gesto moral que quizá no sea más que un gesto? Esa gente que está del otro lado de la calle evidentemente intenta sobrevivir.
Josella hundió los dedos en el suelo y dejó que la tierra le resbalara de la mano.
—Supongo que tienes razón —me dijo—. Pero también tienes razón cuando dices que no me gusta.
—Nuestro gusto como factor decisivo ha dejado de existir —sugerí.
—Quizá, pero me parece que lo que comienza con tiros no puede ser nada bueno.
—El hombre disparó al aire. Y así impidió una batalla —apunté.
La multitud ya había desaparecido. Subí al muro, y ayudé a Josella a saltar al otro lado. Un hombre que estaba en la puerta la abrió para dejarnos entrar.
—¿Cuántos son? —preguntó.
—Sólo nosotros dos. Vimos su señal anoche —le dije.
—Muy bien. Vamos, les presentaré al Coronel —dijo conduciéndonos a través del patio.
El hombre a quien llamaban el Coronel se había instalado en un cuartito no lejos de la entrada, y destinado, parecía, a los porteros. Era un hombre rechoncho que acababa de pasar los cincuenta o se estaba acercando a esa edad. Tenía un cabello abundante, pero bien arreglado, y gris. El bigote hacía juego, y parecía como si ni un solo pelo osase salirse de la fila. Su tez era tan rosada, saludable y fresca que podía haber pertenecido a un hombre de menos años; su mente, lo descubrí más tarde, nunca había dejado de ser joven. Estaba sentado ante una mesa llena de papeles distribuidos con una exactitud matemática en montones regulares, y con una hoja inmaculada de rosado papel secante simétricamente colocada ante él.
Cuando entramos en el cuarto, el hombre nos miró, primero a uno y luego a otro, con una mirada serena y fija, y más larga de lo necesario. Reconocí la técnica. Pretendía dar a entender que el que la usa es un ser perceptivo acostumbrado a tomar con rapidez las medidas de un hombre; el recipiente sentirá, por su parte, que se encuentra ante un hombre digno de confianza, lleno de sensatez, o, alternativamente, que ha sido visto de parte a parte, con todas sus debilidades. La respuesta correcta es devolver una mirada similar y ser considerado un «hombre útil». Así lo hice. El Coronel tomó la pluma.
—¿Sus nombres, por favor? —Se los dimos.
—¿Dirección?
—En las presentes circunstancias temo que no sirvan de mucho —dije—. Pero si usted cree realmente que las necesita. —Le dimos también nuestras direcciones.
El hombre murmuró algo acerca de organización, sistema y otras cosas semejantes, y anotó las direcciones. Siguió la edad, la ocupación y todo el resto. Volvió a lanzarnos aquella mirada inquisitiva, garabateó una nota en cada uno de los papeles y los colocó en un archivo.
—Necesitamos hombres útiles. Asunto sucio es éste. Hay mucho que hacer aquí. Mucho. El señor Beadley les dirá lo necesario.
Salimos otra vez al vestíbulo. Josella se rió entre dientes.
—Olvidó pedirnos referencias en triplicado, pero creo que conseguiremos el empleo —dijo.
El señor Beadley, cuando nos encontramos ante él, resultó ser muy diferente. Era un hombre delgado, alto de hombros anchos y un poco cargado de espaldas, algo parecido a un atleta aficionado a los libros. En reposo su cara tenía una expresión de suave tristeza, a causa de la oscuridad de sus pupilas, pero era muy difícil ver esa cara en reposo. Las pocas canas que manchaban el cabello no ayudaban mucho a conocer su edad. Podía tener cualquiera, entre los treinta y cinco y los cincuenta. Su evidente cansancio hacia aun más difícil toda posible estimación. A juzgar por su aspecto se había pasado en pie toda la noche; sin embargo, nos recibió alegremente e hizo una señal a una muchacha. Esta anotó otra vez nuestros nombres.
—Sandra Telmont —explicó Beadley—. Sandra es nuestra secretaria de hacienda. No dejar de trabajar es su característica más importante, así que consideramos particularmente providencial contar con ella en estos momentos.
La joven me saludó con una inclinación de cabeza, y observó con cierta dureza a Josella.
—Creo que la conozco —dijo, pensativamente. Miró el bloque de papel que tenía en las rodillas. Una débil sonrisa cruzó aquel rostro agradable, aunque un poco exótico.
—Oh, si, claro —dijo recordando.
—¿No te lo he dicho? No se pueden olvidar —me hizo observar Josella.
—¿De qué se trata? —preguntó Beadley.
Se lo expliqué. El hombre examinó con más atención a Josella. La muchacha suspiró.
—Por favor, olvídese —dijo—. Estoy cansada de refutar esa calumnia.
El hombre pareció sorprenderse agradablemente.
—Muy bien —dijo y abandonó el asunto con un movimiento de cabeza. Regresó al escritorio—. Volvamos a lo nuestro. ¿Han visto a Jacques?
—Si se trata del Coronel que está jugando al Servicio Civil, sí, lo hemos visto —le dije.
El hombre sonrió con una mueca.
—Tenemos que saber con quién tratamos. No podemos hacer nada sin conocer su especialidad —dijo imitando hábilmente los modales del Coronel—. Pero es muy cierto, sin embargo —continuó—. Será mejor que les dé una idea de cómo van las cosas. Somos, por ahora, treinta y cinco. Gente de toda clase. Esperamos que durante el día se nos reúnan algunos más. Veintiocho pueden ver. Lo otros son maridos o mujeres —y hay dos o tres niños— ciegos. Hasta ahora pensamos salir de aquí mañana mismo, si estamos listos a tiempo, y buscar un lugar seguro. Usted me entiende.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Nosotros habíamos decidido partir esta tarde por las mismas razones —le dije.
—¿Con qué transporte cuentan ustedes?
Le expliqué lo referente al camioncito.
—Íbamos a proveemos hoy —añadí—. Así que no tenemos prácticamente nada, excepto cierta cantidad de fusiles anti-trífidos.
El hombre alzó las cejas. La muchacha llamada Sandra me miró también con curiosidad.
—Es raro que hayan pensado en eso como algo esencial— señaló el hombre.
Le di mis razones. Posiblemente no lo hice muy bien, pues ninguno de los dos pareció muy impresionado. Beadley movió afirmativamente la cabeza, y continuó:
—Bueno, si van a venir con nosotros, les sugiero esto. Entren su coche, dejen aquí lo que tengan, y salgan otra vez en busca de un buen camión. Luego... oh, ¿sabe alguno de ustedes un poco de medicina?
Le dijimos que no.
El hombre frunció levemente el ceño.
—Es una lástima. No tenemos todavía a ningún médico. Me sorprendería si no necesitáramos a un doctor dentro de poco. De todos modos, tendremos que vacunarnos. Pero no vale la pena que los mande a buscar medicinas. ¿Qué les parece alimentos y ramos generales? ¿Les agrada?
Beadley hojeó unos papeles unidos por un broche, sacó uno de ellos, y me lo entregó. Tenía como encabezamiento «N° 15», y debajo había una lista escrita a máquina de alimentos en conserva, ollas, sartenes y ropa de cama.
—No es nada rígido —dijo Beadley— pero traten de acercarse a ella todo lo posible, y evitaremos, así, repeticiones inútiles. Que sea todo de la mejor calidad. Con respecto a la comida, concéntrense en el valor alimenticio en relación con el tamaño. Quiero decir que aunque los copos de maíz sean la pasión dominante de sus vidas, olvídenlos. Sugiero que se reduzcan a los grandes almacenes y a los mayoristas. —Beadley me sacó el papel y garabateó dos o tres direcciones—. Carnes en conserva y alimentos empaquetados, a eso se deben dedicar ustedes. Nada de sacos de harina, por ejemplo. Ya hay otros que se encargan de eso. —Miró pensativamente a Josella—. Trabajo pesado, me temo, pero por ahora no puedo ofrecerles nada más útil. Traten de hacer todo lo que puedan antes que oscurezca. Habrá aquí una reunión y discusión general a eso de las nueve y media, esta noche.
Nos volvimos para irnos.
—¿Tienen alguna pistola? —nos preguntó Beadley.
—No había pensado en eso —admití.
—Es lo mejor en caso de dificultades. Basta con tirar al aire —dijo. Sacó de un cajón del escritorio dos pistolas y nos las alcanzó—. Menos sucio que eso —añadió mirando el hermoso cuchillo de Josella.
Aun después de descargar nuestro coche, y salir a la calle, descubrimos que había menos gente que el día anterior. Los pocos que se veían preferían aparentemente subirse a las aceras, al oír el ruido de nuestro motor, y no molestarnos.
El primer camión que elegimos no nos sirvió, pues estaba lleno de pesados cajones de madera. Nuestro próximo encuentro fue más afortunado: un transporte de cinco toneladas, casi nuevo, y vacío. Transbordamos abandonando el camioncito a su suerte.
La primer casa de la lista tenía las persianas metálicas bajas, pero se abrieron sin mucha dificultad ante los argumentos de una barra de hierro que sacamos de una tienda vecina. Dentro, hicimos un hallazgo. Tres camiones alineados junto a una plataforma. Uno de ellos estaba cargado de cajas de carne en conserva.
—¿Puedes manejar una de estas cosas? —le pregunté a Josella.
Josella miró los camiones.
—Bueno, no veo por qué no. Funcionan como todos, ¿no es así? Y no hay problemas de tránsito.
Decidimos llevarnos ante todo el camión vacío. Fuimos a otro almacén y lo cargamos con mantas y acolchados; luego seguimos viaje y adquirimos una ruidosa miscelánea de ollas, calderos, marmitas y sartenes. Cuando llenamos el camión, vimos que había pasado la mañana. El trabajo había sido bastante duro, y nos había abierto el apetito. Entramos en una taberna intacta hasta ese entonces.
La atmósfera que flotaba en los distritos comerciales era tétrica, aunque aún con la apariencia de un domingo o un día festivo antes que un desastre. Se veía a muy poca gente. Si aquello hubiese ocurrido durante el día, y no de noche cuando casi todos habían vuelto ya del trabajo, la escena hubiera sido terriblemente distinta.
Cuando terminamos de refrescarnos, recogimos el camión cargado de carne, y llevamos los dos lentamente y sin contratiempos a la Universidad. Los instalamos en el patio y partimos de nuevo. A las seis y media volvimos otra vez con un par de bien cargados camiones, y el convencimiento de haber hecho un buen trabajo.
Michael Beadley salió del edificio a inspeccionar nuestra contribución. Lo aprobó todo, salvo una docena de cajones que yo había añadido a mi segundo cargamento.
—¿Qué son esos cajones? —preguntó.
—Rifles para trífidos y proyectiles —le contesté.
El hombre me miró pensativamente.
—Oh, sí. Recuerdo que llegó con un lote de armas contra trífidos.
—Creo que vamos a necesitarlas —dije.
Beadley reflexionó un momento. Pude ver que me estaba clasificando como un poco anormal en lo que se refería a los trífidos. Posiblemente atribuyó esta manía a mi trabajo, y al agravante de una fobia nacida de mi último accidente. Y quizá estaba pensando en añadir otra, quizá más peligrosa, clase de locura.
—Mire —sugerí—, hemos traído cuatro camiones llenos. Sólo pido un poco de espacio para llevar esos cajones. Si a usted le parece mucho, saldré y traeré otro camión.
—No, déjelos donde están. No ocupan mucho sitio —decidió Beadley.
Entramos y nos sirvieron un poco de té en una cantina que una mujer madura y de rostro agradable había improvisado con habilidad.
—Beadley cree —le dije a Josella— que tengo la manía de los trífidos.
—Ya se dará cuenta él mismo, por desgracia —dijo Josella—. Es raro que no los hayan visto todavía.
—Recuerda que esta gente no ha salido del centro. Después de todo, hoy no hemos visto ninguno.
—¿Crees que se atreverán a meterse en las calles?
—No lo sé. Quizá unos pocos perdidos.
—¿Cómo se habrán soltado?
—Si tiran de la estaca con bastante fuerza, y durante bastante tiempo, al fin logran desprenderla. En la granja solían romper el alambrado apretándose todos contra un sitio.
—¿No podían hacer más fuertes los cercos?
—Podíamos, pero no queríamos fijarlos definitivamente. No se rompían muy a menudo, y por otra parte los trífidos no hacían más que pasar de un campo a otro, así que volvíamos a ponerlos en su lugar y arreglábamos los alambres. No creo que ninguno venga aquí intencionalmente. Desde el punto de vista de un trífido, una ciudad tiene que ser algo así como un desierto. Creo por eso que tratarán de salir al campo. ¿Has usado alguna vez un rifle contra trífidos?
Josella sacudió la cabeza.
—Había pensado hacer un poco de práctica, sí quieres, después de cambiarme la ropa —sugerí.
Volví media hora más tarde sintiéndome más cómodo gracias a haber infringido la sugestión de Josella de un traje de esquiar y unas pesadas botas. Descubrí por otra parte que ella se había puesto un vestido verde claro. Tomamos un par de rifles y fuimos a los jardines de Royal Square, allí cerca. Habíamos pasado una media hora cortando las puntas de unos arbustos apropiados, cuando una mujer joven, vestida con una chaqueta de color ladrillo y un elegante par de pantalones verdes, cruzó el césped y elevó hacia nosotros una pequeña cámara.
—¿Quién es usted? ¿La prensa? —inquirió Josella.
—Algo parecido —dijo la mujer—. Por lo menos soy la secretaria de informaciones. Elspeth Cary.
—¿Tan pronto? —observé—. Adivino la mano de nuestro ordenado y consciente Coronel.
—No se equivoca —declaró la mujer. Se volvió para mirar a Josella—. Y usted es la señorita Playton. Me he preguntado muchas veces...
—Por favor —interrumpió Josella—. ¿Por que mi reputación tiene que ser lo único estable en este mundo en derrumbe? ¿No podemos olvidar eso?
—Hum —dijo la señorita Cary pensativamente—. Hum. Hum. —Cambió de tema—. ¿Qué es esto de los trífidos? —preguntó.
Se lo dijimos.
—Ellos creen —añadió Josella— que Bill está asustado o loco con respecto a los trífidos.
La señorita Cary me miró a la cara. Tenía un rostro más interesante que hermoso, con una tez tostada por soles más fuertes que el nuestro. Sus ojos eran serenos, observadores y de un color castaño oscuro.
—¿Y lo está usted? —preguntó.
—Bueno, creo que cuando no se los puede dominar son bastante peligrosos como para tomárselos en serio.
La mujer movió afirmativamente la cabeza.
—Es cierto. He estado en lugares donde andan en libertad. Muy desagradable. Pero aquí en Inglaterra... bueno, es difícil imaginarse eso aquí.
—No habrá mucha gente para detenerlos —dije.
La réplica de la mujer, si es que iba a haber alguna réplica, fue interrumpida por el sonido de un motor en el cielo Alzamos la vista y vimos un helicóptero que volaba sobre la terraza del Museo Británico.
—Ese debe de ser Ivan —dijo la señorita Cary—. Había ido a buscar un helicóptero. Tengo que tomar fotografías del aterrizaje. Los veré después.
La mujer se alejó.
Josella se tendió en el césped, con las manos unidas detrás de la cabeza y la mirada clavada en las profundidades del cielo. Cuando el motor del helicóptero dejó de oírse, el silencio pareció mayor que antes.
—No lo puedo creer —dijo Josella—. He tratado, pero sin embargo, no lo puedo creer realmente. Todo no puede seguir así... y seguir... y seguir. Esto es como un sueño. Mañana este jardín estará lleno de ruidos. Los ómnibus rojos pasarán por las calles, las multitudes cubrirán las aceras, volverán a brillar las luces del tránsito... Un mundo no termina así. No puede terminar así, no es posible.
Yo sentía lo mismo. Las casas los árboles, los hoteles absurdamente lujosos del otro lado de la plaza eran demasiado normales... como preparados para volver a la vida ante una simple señal.
—Y, sin embargo —dije—, me imagino que los dinosaurios, sí hubieran sido capaces de pensar, habrían pensado lo mismo. Ocurre de cuando en cuando, es inevitable.
—¿Pero por qué a nosotros? Es como leer en los diarios esas cosas asombrosas que le pasan a otra gente; pero siempre a otra gente. No hay nada especial en nosotros.
—Siempre hay un «¿por qué me pasa esto a mí?» Tanto para el soldado que ha salvado la vida cuando sus compañeros han muerto, como para el hombre al que llevan preso porque se ha jugado un dinero que no era suyo. Sólo la ciega casualidad tiene la culpa.
—¿Es una casualidad que haya ocurrido esto? ¿O que haya ocurrido ahora?
—Tiene que ocurrir alguna vez y de algún modo. No es natural que un determinado grupo de criaturas domine perpetuamente el mundo.
—No veo por qué.
—Preguntar por qué no tiene sentido. Pero es indudable que la vida tiene que ser dinámica, y no estática. El cambio debe sobrevenir de un modo o de otro. Recuerda que no pienso que estemos totalmente perdidos, aunque no nos falta mucho.
—Entonces no crees que éste sea el fin... de la gente, quiero decir.
—Puede que lo sea. Pero no lo creo... no por ahora.
Podía ser el fin.
No lo dudaba. Pero habría, sin duda, otros grupos como el nuestro. Imaginaba yo un mundo vacío con pocas comunidades dispersas que trataban de volver a dominar ese mundo. Yo tenía que creer que algunos, por lo menos, triunfarían.
—No —repetí—, éste no es necesariamente el fin. Todavía tenemos un gran poder de adaptación, y nuestro comienzo no es tan duro comparado con el de nuestros antecesores. Mientras algunos de nosotros conserven la cabeza y la salud tenemos una posibilidad... una buena posibilidad.
Josella no respondió. Se quedó tendida en el césped con los ojos perdidos en alguna parte. Creí poder imaginarme lo que estaba pensando, pero no dije nada. Al fin Josella dijo:
—Sabes, una de las cosas que más me sorprenden es la facilidad con que hemos perdido un mundo que parecía seguro y verdadero.
Tenía razón. Y esa misma sencillez era, aparentemente, la verdadera raíz de nuestra sorpresa. Olvidamos, ante lo cotidiano, las fuerzas que conservan el equilibrio, y vemos la seguridad como algo normal. No es así. No se me había ocurrido hasta entonces que la supremacía del ser humano no se debe ante todo a su cerebro, como opinan casi todos los libros, sino a la utilización por parte de ese cerebro de una cierta banda de rayos luminosos visibles. Su civilización, todo lo que había alcanzado o aún podía alcanzar, depende de lo que pueda percibir la franja de vibraciones que se extienden del rojo al violeta. Sin eso, está perdido. Tuve durante un momento la visión de la indudable debilidad este poder, de los milagros que había logrado realizar con un instrumento tan frágil...
Josella había estado siguiendo sus propios pensamientos.
—Va a ser éste un mundo muy raro... por lo menos lo que queda de él. No creo que nos vaya a gustar mucho —reflexionó.
Me pareció un punto de vista bastante raro, como si a uno no le gustase la idea de tener que morir o nacer. Yo prefería pensar, ante todo, en cómo iba a ser el mundo, y hacer luego lo posible por cambiar las partes más desagradables. No repliqué, sin embargo.
De cuando en cuando oíamos los camiones que se dirigían al otro extremo de la Universidad. Era indudable que la mayoría de las patrullas estaban ya de vuelta. Miré mi reloj, y tomé las armas que estaban a mi lado, en el césped.
—Si quieres comer algo antes oír que opinan los demás, es hora de que nos vayamos —dije.
7
Conferencia
Creo que todos habíamos supuesto que la reunión se reduciría a una breve charla. Distribución del tiempo, instrucciones para el camino, objetivo del día... esas cosas. Yo por lo menos no había esperado que nos sirvieran aquellas ideas.
La reunión se realizó en una salita de conferencias iluminada para esta ocasión por una serie de baterías y faros de automóvil. Cuando entramos en la sala, una media docena de hombres y dos mujeres que parecían haberse constituido ellos mismos en un comité estaban conferenciando detrás de la mesa del orador. Vimos sorprendidos que había unas cien personas sentadas en la sala. Predominaban las mujeres jóvenes en una proporción de cuatro a uno. Hasta que me lo señaló Josella no me di cuenta que muy pocas de esas mujeres podían ver.
Michael Beadley dominaba el grupo del comité con su estatura. Vi que el Coronel estaba a su lado. Las otras caras eran nuevas para mí, salvo la de Elspeth Cary, que había cambiado su cámara por un anotador, presumiblemente para beneficio de la posteridad. Los miembros centraban sobre todo su interés en un hombre de aspecto feo aunque bondadoso con lentes de armazón dorada y larga cabellera blanca. Todos lo miraban preocupados.
La otra mujer del grupo era una muchacha de veintidós o veintitrés años. No parecía contenta de estar allí. De cuando en cuando lanzaba unas miradas inseguras y nerviosas al auditorio.
Entró Sandra Telmont, con una hoja de papel de oficio. Estudió la hoja, y luego rompió el orden del grupo y distribuyó unas sillas. Con un simple ademán señaló a Michael el escritorio, y comenzó la reunión.
Michael Beadley se quedó allí un momento, un poco inclinado, observando al auditorio con ojos sombríos, mientras esperaba a que se apagaran los últimos murmullos. Cuando habló lo hizo con una voz agradable y experimentada, y en un tono familiar.
—Muchos de vosotros —comenzó— estaréis aún aturdidos por la catástrofe. El mundo conocido desapareció de pronto. Algunos podéis creer que esto es el fin. No lo es. Pero os diré a todos que esto puede ser el fin de veras, si no ponemos algo de nuestra parte.
»Aunque el desastre haya sido terrible, es posible salvarse todavía. Es bueno recordar que no somos los primeros en enfrentarnos con una desgracia como ésta. Hubo, indudablemente, en los orígenes de la historia una gran inundación, aunque haya sido desfigurada por los mitos. Aquéllos que asistieron a esa inundación deben de haberla juzgado un desastre similar al nuestro, y, en cierto modo, mayor aún. Pero no tuvieron tiempo para desesperarse; hubo que comenzar de nuevo. Y nosotros podemos hacer lo mismo.
»La autocompasión y la idea de una gran tragedia no nos servirán de nada. Así que será mejor que las olvidemos enseguida. Tenemos que convertirnos en constructores.
»Y además, para destruir alguna dramatización romántica, apuntaré que esto, aun ahora, no es lo peor que pudo haber pasado. Muchos de nosotros hemos vivido en gran parte esperando algo peor. Y creo todavía que si no nos hubiera pasado esto, hubiera ocurrido eso otro.
»Desde el 6 de agosto de 1945 el margen de salvación fue estrechándose notablemente. En realidad, hace dos días era más estrecho que en este momento. Si os gusta dramatizar, podéis tomar como tema de reflexión los años que sucedieron a 1945, cuando el sendero de la posible supervivencia comenzó a achicarse hasta llegar a ser una cuerda floja. Y caminábamos por ella con los ojos deliberadamente cerrados por temor al abismo.
»En cualquier momento de estos últimos años pudo haberse dado el paso fatal. Es un milagro que no haya ocurrido así. Es un doble milagro que ya no pueda ocurrir.
»Pero más tarde o más temprano, se hubiera dado ese paso. Por malicia, descuido, o accidente. No importa. Se hubiera perdido el equilibrio. Se hubiese dado rienda suelta a la destrucción.
»No sabemos qué hubiera pasado. Pero lo que pudo haber pasado... Bueno, quizá no hubiera habido sobrevivientes; quizá ya no existiría este planeta.
»Y ahora pensad en nuestra situación. La Tierra intacta, sin heridas, todavía fértil. Puede proporcionarnos alimento y materias primas. Disponemos de verdaderos depósitos de conocimiento, aunque quizá sería mejor no acordarse de muchas cosas. Y disponemos de medios, salud y fuerza para iniciar la reconstrucción.
No fue un largo discurso, pero hizo su efecto. Gran parte del auditorio comenzó a sentir que, al fin y al cabo, quizá estaban al principio de algo, y no al fin de todo. A pesar de que Beadley no había dicho más que generalidades, la sala parecía ahora mas despierta.
El Coronel, que habló a continuación, fue práctico y realista. Nos recordó que por razones de salud sería aconsejable que nos alejásemos de las áreas ciudadanas tan pronto como fuese posible... lo que ocurriría, se esperaba, al mediodía del día siguiente. Ya habían sido cubiertas tanto las necesidades elementales como las secundarias capaces de dar un razonable nivel de vida. Con respecto a nuestras provisiones, debíamos llegar a una casi completa independencia del exterior, por un mínimo de un año. Pasaríamos ese periodo en virtual estado de sitio. Querríamos llevar sin duda, muchas cosas, además de las incluidas en la lista, pero habría que esperar a que el cuerpo médico —y aquí la jovencita del comité enrojeció hasta las orejas— juzgara que podíamos salir de nuestro aislamiento. En cuanto a nuestro lugar de destino, el comité lo había pensado mucho, y, teniendo en cuenta el ideal de soledad, solidez y amplitud, había llegado a la conclusión de que lo más conveniente sería una escuela rural o, a falta de eso, una casa de campo.
No sé si el comité no se había decidido aún, o si el Coronel seguía creyendo, militarmente, que el secreto tiene un valor intrínseco, pero es indudable que no citar el nombre del lugar, o por lo menos la localidad probable, fue el más grave error de aquella noche. En aquel momento, sin embargo, sus aires de hombre práctico surtieron un efecto reconfortante.
Cuando el Coronel tomó asiento, Michael se puso otra vez de pie. Habló animadamente con aquella jovencita, y luego la presentó. Había sido, dijo, una de sus más grandes preocupaciones que nadie entre nosotros tuviese conocimientos médicos. Daba, por lo tanto, con gran alivio la bienvenida a la señorita Berr. Cierto era que no tenía ningún diploma caligrafiado, pero se había recibido brillantemente de enfermera. Y él pensaba que un aprendizaje reciente valía más que una graduación adquirida en un pasado remoto.
La muchacha, volviendo a enrojecer, dijo un discursito acerca de su propósito de llevar adelante el trabajo, y terminó un poco abruptamente con la información de que iba a vacunarnos a todos contra una variedad de cosas antes que dejáramos la sala.
Un hombre algo parecido a un gorrión cuyo nombre no pude oír claramente nos refregó por la nariz que la salud de cada uno debía ser preocupación de todos, y que cualquier sospecha de enfermedad tenía que ser comunicada enseguida, ya que los efectos de un mal contagioso podían ser, entre nosotros, muy serios.
Cuando terminó, Sandra se puso de pie y nos presentó al último orador del grupo: el doctor E. H. Vorless, de Edinburgh, profesor de sociología en la Universidad de Kingston.
El hombre canoso se acercó al escritorio. Se quedó allí un momento, con las puntas de los dedos apoyadas en la superficie de madera y cabizbajo, como si estuviera estudiándola. Los que estaban detrás lo observaban atentamente, con algo de ansiedad. El Coronel se inclinó para decirle algo a Michael que movió afirmativamente la cabeza sin quitar los ojos del doctor. El viejo alzó la vista. Se pasó una mano por el pelo.
—Amigos míos —dijo—, creo que puedo afirmar que soy el más viejo de todos nosotros. En casi setenta años he aprendido —y tuve que olvidar— muchas cosas, aunque no tantas como hubiese deseado. Pero si después de haber dedicado mi vida al estudio de las instituciones humanas hay algo que me ha sorprendido más que la inflexibilidad de sus caracteres, es su variedad.
»Bien dicen los franceses autres temps, autres moeurs. Todos podemos ver, si nos detenemos a pensarlo, que la virtud de una comunidad puede ser el crimen de otra; que aquello que es aquí mal mirado puede ser laudable en otro sitio; que las costumbres condenadas en un siglo son condonadas en otro. Todos podemos ver, además, que en todas las comunidades y en todas las épocas hay muy variadas creencias con respecto a la moral de las costumbres locales.
»Es además evidente que como muchas de esas creencias se contradicen entre sí, no todas pueden ser «ciertas» de un modo absoluto. El juicio máximo que uno puede abrir —si es posible abrir algún juicio— es el de que en algún período han sido «ciertas» para determinadas comunidades. Es posible que continúen siéndolo, pero frecuentemente se comprueba que ya no lo son, y que las comunidades que las siguen a ciegas sin tener en cuenta que han cambiado las circunstancias, sólo se dañan a sí mismas... a veces hasta se destruyen totalmente.
El auditorio no veía el propósito de esta introducción. Estaban un poco inquietos. La mayor parte tenía la costumbre de apagar enseguida la radio cuando se encontraba con cosas como ésta. Ahora se sentían atrapados. El orador decidió hablar más claramente.
—Por eso —continuó— no es posible encontrar las mismas maneras, costumbres y formas en un villorrio hindú donde se vive al borde de la miseria y el hambre que en, digamos, Mayfair. De un modo parecido la gente de un país de clima templado, donde la existencia no ofrece mayores problemas, difiere bastante de la que habita una región superpoblada y difícil de cultivar; lo mismo ocurre con la naturaleza de las principales virtudes. En otras palabras, a diferentes ambientes corresponden diferentes normas.
»Les digo todo esto porque el mundo que hemos conocido no existe, ha desaparecido.
»Las condiciones que encauzaban y dictaban nuestras normas han desaparecido con él. Nuestras necesidades son ahora diferentes, y nuestros propósitos tienen también que ser diferentes. Si quieren un ejemplo, les recordaría que nos hemos pasado el día ejecutando con una conciencia totalmente tranquila actos que dos días atrás hubiesen sido asaltos y robos. El viejo molde se ha roto. Y tenemos ahora que descubrir qué modo de vida se acomoda mejor a este nuevo molde. No sólo tenemos que comenzar a construir otra vez; tenemos también que comenzar a pensar otra vez, lo que es mucho más difícil y muchísimo más desagradable.
»El hombre es un ser físicamente adaptable hasta un muy notable grado. Pero es costumbre general moldear artificialmente las mentes juveniles, introduciendo así un ciego factor de prejuicios. El resultado es una sustancia notablemente dura capaz de resistir con éxito las presiones de las tendencias e instintos innatos. De este modo es posible producir un hombre que contra su mismo sentido básico de autopreservación arriesgará voluntariamente su vida por un ideal, pero se obtiene también un ser testarudo seguro de todo y especialmente de lo que está «bien».
»En este tiempo que ahora nos aguarda, muchos de los prejuicios que nos han inculcado tienen que desaparecer o ser transformados radicalmente. Podemos aceptar y mantener sólo un prejuicio elemental: hay que salvar la raza. Todo tiene que subordinarse, por un tiempo al menos, a eso. Debemos hacerlo todo teniendo siempre presente una pregunta: ¿Ayudará esto a preservar nuestra raza... o acabará con nosotros? Si nuestro acto ayuda a esa preservación, debemos llevarlo a cabo, aunque no esté de acuerdo con las ideas que nos han sido impuestas. Si no, debemos evitarlo, aunque esa omisión choque con nuestras viejas nociones.
»No será fácil; los viejos prejuicios se resisten a morir. El hombre simple se entrega confiadamente a una consoladora masa de máximas y preceptos; y lo mismo el tímido y los de mente perezosa... y todos nosotros, más de lo que creemos. Ahora que toda organización ha desaparecido, nuestros viejos puntos de vista no podrán darnos ya una respuesta exacta. Debemos tener el coraje moral de pensar y decidir por nuestra cuenta.
El viejo calló un instante para observar con aire pensativo a su auditorio. Luego dijo:
—Hay algo que tienen que comprender claramente antes de unirse a nosotros. Todos harán su parte: los hombres tendrán que trabajar. Las mujeres tendrán que tener hijos. Sólo si están de acuerdo con esto podrán ingresar en nuestra comunidad.
Luego de una pausa de pesado silencio, el hombre añadió:
—Podemos mantener un limitado número de mujeres ciegas, porque esas mujeres tendrán niños que podrán ver. No podemos mantener a hombres ciegos. En nuestro nuevo mundo, por lo tanto, los niños serán mucho más importantes que los maridos.
El hombre calló. El silencio duró varios segundos hasta que al fin algunos murmullos aislados se convirtieron rápidamente en una conversación general.
Miré a Josella. Asombrado, vi que estaba sonriendo, con una mueca traviesa.
—¿Qué le encuentras de gracioso? —le pregunté casi bruscamente.
—Las caras que tienen todos —me respondió.
Tuve que admitir que tenía razón. Miré a mi alrededor, y luego a Michael. Fijaba los ojos ya en un extremo, ya en otro, del auditorio, como si se tratase de sumar las distintas reacciones.
—Michael parece un poco inquieto —observé.
—No tendría por qué preocuparse —dijo Josella—. Si Brigham Young pudo hacerlo en pleno siglo diecinueve, esto tiene que ser un juego de niños.
—Qué mujer cruda eres a veces —dije—. ¿Estabas enterada de esto?
—No exactamente, pero no soy tonta. Además, mientras tú estabas fuera, trajeron un ómnibus con estas muchachas ciegas que están aquí. Vienen todas de alguna institución. Me dije a mi misma: ¿por qué ir a buscarlas allí cuando es posible encontrarlas a miles en las calles, aquí cerca? La respuesta era evidentemente: a) que siendo ciegas de nacimiento pueden realizar algunos trabajos, y b) que todas son muchachas. La deducción no era terriblemente difícil.
—Hum —dije—. Todo depende de la perspectiva en que uno se sitúe, supongo. Tengo que reconocer que a mí no se me hubiera ocurrido. ¿Tú...?
—Chist... —dijo Josella, mientras el silencio comenzaba a invadir la sala.
Una mujer joven, alta, de mirada decidida, se había puesto de pie. Mientras esperaba parecía tener una boca que no iba a abrirse nunca, pero al fin dijo con una voz dura como el acero:
—¿Debemos entender que el último orador está preconizando el amor libre?
La mujer se sentó con brusca decisión.
—Creo que mi interlocutora debe tener en cuenta que no he mencionado el amor, libre, atado, o comerciado. ¿Quiere aclarar la pregunta?
La mujer se incorporó otra vez.
—Creo que el orador me ha entendido. Estoy preguntando si sugiere la abolición de la ley del matrimonio.
—Las leyes que conocemos han sido abolidas por las circunstancias. Tenemos que dictar leyes nuevas que estén de acuerdo con las condiciones actuales, y hacerlas cumplir si es necesario.
—Todavía existe la ley de Dios, y la ley de la decencia.
—Señora. Salomón tenía trescientas —¿o eran quinientas?— mujeres, y Dios aparentemente no se molestó por eso. Un mahometano es eminentemente respetable cuando tiene tres mujeres. Todo es cuestión de costumbres. Ya decidiremos más tarde qué leyes debemos dictar con respecto a este asunto, y a otros, para mayor beneficio de la comunidad.
»Este comité decidió, después de una discusión, que si vamos a edificar un nuevo estado de cosas y no queremos recaer en el barbarismo —lo que es un peligro apreciable— tenemos que ligar con ciertos compromisos a aquéllos que quieran unirse a nosotros.
»Ninguno podrá volver a las condiciones perdidas. Lo que ofrecemos es una vida de trabajo dentro de las mejores condiciones posibles, y la felicidad que nace del triunfo sobre el azar. Como pago pedimos voluntad y eficacia. Nadie está obligado. La elección es de ustedes. Aquéllos a quienes no atrae nuestra oferta pueden irse a fundar la comunidad que ellos prefieran.
»Pero les pediría que considerasen muy cuidadosamente si poseen ustedes o no una autorización de Dios para privar a las mujeres de la felicidad de cumplir con sus funciones naturales.
La discusión que siguió fue un confuso alboroto que descendía frecuentemente a cuestiones de detalle e irresolubles hipótesis. Pero nadie trató de cortarla. Cuanto más se discutía, menos extraña parecía aquella idea.
Josella y yo nos acercamos a la mesa donde la enfermera Berr había instalado su parafernalia. Recibimos varias inyecciones en los brazos y luego nos volvimos a sentar para escuchar la disputa.
—¿Cuántos crees que decidirán venir con nosotros? —le pregunté a Josella.
La muchacha miró alrededor.
—Casi todos... mañana por la mañana.
Sentí ciertas dudas. Había muchas objeciones y argumentos. Josella dijo:
—Si fueras una mujer que va a pasarse una hora o dos antes de dormir pensando si elegirá tener hijos y una organización que cuide de ella, o se adherirá a principios que pueden significar muy bien nada de hijos y además el desamparo, no tendrías ninguna duda. Y al fin y al cabo la mayor parte de las mujeres quiere tener hijos, sea como sea. El marido es sólo lo que el doctor Vorless llamaría el medio local para un fin.
—Me parece que hay un poco de cinismo en esa frase.
—Si crees realmente que hay aquí cinismo debes ser muy sentimental. Estoy hablando de mujeres reales, no de las que pueblan el mundo de las revistas cinematográficas.
—Oh —dije.
Josella se quedó pensativa durante un rato, y fue frunciendo gradualmente el ceño:
—Me preocupa otra cosa. ¿Cuántos hijos esperarán de una? Me gustan los niños, es cierto, pero hay límites.
El debate siguió ásperamente durante una hora, o algo así, y al fin se cerró. Michael pidió que los que querían unirse a su plan dejaran sus nombres en su oficina antes de las diez de la mañana del día siguiente. El Coronel ordenó que todos los que supieran conducir camiones se presentaran ante él a las siete de la mañana. Luego se levantó la sesión.
Josella y yo salimos a dar un paseo. Era una noche templada. La luz de la torre volvía a apuntar esperanzadamente al cielo. La luna acababa de aparecer sobre el Museo Británico. Encontramos una pared baja y nos sentamos en ella y observamos las sombras de la plaza y escuchamos el débil sonido del viento en las ramas de los árboles. Fumamos un cigarrillo casi en silencio. Cuándo llegué al fin del mío, lo arrojé lejos y eché una bocanada.
—Josella —dije.
—¿Mm? —me respondió, sin abandonar del todo sus pensamientos.
—Josella —dije otra vez— Este... esos niños. Yo... este... me sentiría muy orgulloso y feliz si pudieran ser míos tanto como tuyos.
Durante un rato Josella no se movió; no dijo nada. Al fin volvió la cabeza. La luz de la luna resplandecía sobre su pelo rubio, pero tenía la cara y los ojos en sombra. Esperé mientras el corazón me golpeaba en el pecho y sentía una casi enfermiza inquietud. Josella dijo con una calma que, me sorprendió:
—Gracias, Bill, querido. Creo que yo sentiría lo mismo.
Suspiré. Los latidos de mi corazón no se apaciguaron mucho, y vi que me temblaba la mano cuando tomé la de Josella. No sabía qué decir, por el momento. Josella, en cambio, sí.
—Pero no es tan fácil, ahora.
Di un salto.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Creo que si yo fuese ellos —dijo pensativa y señalando la torre con la cabeza—, establecería una regla. Dividiría a todos en grupos. Diría que todo hombre que se casara con una mujer normal debería tomar también a dos muchachas ciegas. Eso haría.
Miré fijamente su rostro en la sombra.
—No hablas en serio —protesté.
—Temo que sí Bill.
—Pero, oye...
—De lo que ellos decían se deduce que piensan algo parecido.
—Es posible —admití—. Pero que establezcan esa regla es otra cosa. No veo...
—¿Quieres decir que no me quieres lo bastante como para tomar a otras dos mujeres?
Tragué saliva. Y objeté además:
—Mira. Todo esto es una locura. No es natural. Lo que sugieres...
Josella alzó una mano para que me callara.
—Escúchame un momento, Bill. Reconozco que sorprende un poco al principio, pero no es disparatado. Es muy claro, y no muy fácil.
»Todo esto —señaló con una mano los alrededores— me ha cambiado de algún modo. Es como si de pronto lo viese todo distinto. Y me parece ahora que aquellos que logren sobreponerse, se van a sentir más unidos, más dependiente los unos de los otros... bueno, más como una tribu.
»Durante todo el día he estado viendo a gente infortunada que va a morir muy pronto. Y durante todo el día me he estado diciendo a mí misma: «Gracias a Dios...». Y añadía luego: «¡Pero esto es un milagro! No merezco más que cualquiera de ellos. Y sin embargo, ha ocurrido. Aquí estoy yo, todavía viva... de modo que ahora me toca a mí justificarme». De algún modo me he sentido más cerca que nunca del prójimo. Eso que me preguntara a mí misma, continuamente, cómo podía ayudarlos.
»Comprende, algo tenemos que hacer para justificar ese milagro, Bill. Yo pude haber sido cualquiera de esas muchachas ciegas; tú pudiste haber sido cualquiera de esos hombres errantes. No es mucho lo que podemos hacer. Pero si protegemos a unos pocos y les damos toda la felicidad posible, devolveremos algo de lo que hemos recibido, una pequeña parte. Tú también lo ves así, ¿no es cierto, Bill?
Pensé en todo eso un minuto o más.
—Creo —dije— que éste es el argumento más extraño que haya oído hoy... o nunca. Y sin embargo...
—Y sin embargo es verdad, ¿no es cierto, Bill? Sé que es verdad. He tratado de ponerme en el lugar de una de esas muchachas ciegas, y he comprendido. Todas las posibilidades que ellas puedan tener dependen de nosotros. ¿Les daremos eso como parte de nuestra gratitud o nos lo guardaremos todo en nombre de los prejuicios que nos han inculcado? Eso es lo que importa.
Me quedé callado durante un rato. Era indudable que Josella había hablado muy en serio. Medité en los recursos puestos en práctica por mujeres decididas y rebeldes como Florence Nightingale y Elisabeth Fry. Nada se puede hacer contra mujeres como ésas... y muy a menudo resulta que ellas han tenido razón después de todo.
—Muy bien —dije al fin—. Si tú crees que así debe ser. Pero espero...
Josella me interrumpió.
—Oh, Bill, sabía que habías entendido. Oh, estoy contenta... tan contenta. Me has hecho tan feliz.
Hubo una pausa y dije otra vez.
—Espero que...
Josella me golpeó una mano, tranquilizándome.
—No tienes por qué preocuparte, querido. Elegiré dos muchachas hermosas e inteligentes.
—Oh —dije.
Nos quedamos sentados allí, en la pared, tomados de la mano, mirando los árboles salpicados por la luna, pero sin verlos mucho. Yo, por lo menos, miraba sin ver. De pronto, en el edificio, detrás de nosotros, alguien puso en marcha un gramófono, con un vals de Strauss, La música sonó en el patio vacío con una dolorosa nostalgia. Por un instante la calle ante nosotros se convirtió en el fantasma de un salón de baile; un torbellino de color, con la luna como candelero de cristal.
Josella descendió de la pared. Con los brazos extendidos, las muñecas y los dedos ondeantes, balanceando el cuerpo, Josella bailó, flotando en el aire como un hilo de seda, en un gran círculo a la luz de la luna. Dio la vuelta y llegó otra vez a mí con los ojos brillantes y llamándome con los brazos.
Y bailamos, en la orilla de un ignorado futuro, con el eco de un desvanecido pasado.
8
Frustración
Yo caminaba por una ciudad desierta y desconocida donde sonaba una lúgubre campana y una voz sepulcral e incorpórea llamaba en el vacío: «¡La bestia anda suelta! ¡Cuidado! ¡La bestia anda suelta!». Desperté y descubrí que estaba sonando una campana de veras. Era una campana que emitía un doble tañido de bronce, tan duro y alarmante que durante un momento no pude recordar dónde estaba. Me senté, todavía soñoliento, y oí unos gritos: «¡Fuego!». Salté al suelo, y sin vestirme salí al corredor. Había olor a humo, y se oían unos pies apresurados y el golpear de unas puertas. La mayor parte del ruido parecía venir de mi derecha donde seguía sonando la campana, y desde donde llamaban aquellas voces, así que doblé hacia allí, sin dejar de correr. La luz de la luna se filtraba por los ventanales del fondo con suficiente intensidad como para que yo pudiese correr por el medio del pasillo, evitando así a los que tanteaban las paredes.
Llegué a las escaleras. La campana tañía aún en el vestíbulo. Bajé tan rápidamente como pude, a través del humo cada vez más espeso. Cuando estaba casi al pie de las escaleras, tropecé y caí hacia delante. Las débiles sombras se convirtieron en una oscuridad repentina en la que una luz estalló como una nube de agujas. Y luego, nada.
Cuando abrí los ojos, lo primero que sentí fue un dolor de cabeza. Enseguida vi un resplandor. Al principio me encegueció, como la luz de un faro, pero cuando miré otra vez, entrecerrando cuidadosamente los ojos, descubrí que era solo una ventana común. Yo estaba tendido en una cama, pero no me senté para tratar de averiguar algo más; un pistón que golpeaba en el interior de mi cabeza se oponía a que intentase cualquier clase de movimiento. Así que me quede tranquilo y comencé a estudiar el cielorraso, hasta que descubrí que tenía las manos atadas y juntas.
Esto me sacó de mi letargo, a pesar del dolor de cabeza. La atadura era un trabajo bien hecho. No me lastimaba, pero era de veras eficiente. Varias vueltas de cable me envolvían las muñecas, y el complicado nudo estaba colocado de tal modo que me era imposible alcanzarlo con la boca. Lancé unas cuantas maldiciones y miré a mi alrededor. El cuarto era pequeño y no había en él otra cosa que mi cama.
—¡Eh! —llame—. ¿No hay nadie aquí?
Aproximadamente medio minuto después se oyó el rumor de unos pies que venían arrastrándose por el pasillo. Se abrió la puerta, y apareció una cabeza. Era una cabeza pequeña, coronada por una gorra de fieltro. El hombre tenía una corbata muy gruesa, y la sombra de una barba crecida le cruzaba la cara. No me miraba directamente, pero volvía el rostro hacia mí.
—Hola, compañero —me dijo, con bastante amabilidad—. ¿Así que se despertó? Espere un poco y le traeré un poco de té. —Y el hombre desapareció de nuevo.
La recomendación de que esperara era superflua, pero el hombre no tardó mucho. Volvió al cabo de unos minutos, trayendo un cacharro de estaño con un poco de té.
—¿Dónde está? —me preguntó el hombre.
—Justo frente a usted, en la cama —le dije.
El hombre se adelantó con la mano extendida, hasta que tocó el pie de la cama; luego caminó alrededor y extendió el cacharro.
—Tome, compañero. Sabe un poco raro, pues el viejo Charlie le echo un poco de ron, pero creo que eso no le molestará.
Tomé el cacharro, sosteniéndolo con un poco de dificultad entre las manos atadas. El té era fuerte y dulce, y no habían escatimado el ron. El gusto era quizá un poco raro, pero a mí me pareció el elixir de la vida.
—Gracias —dije—. Es usted un hacedor de milagros. Me llamo Bill.
El hombre dijo llamarse Alf.
—¿Qué es esto, Alf? ¿Qué pasa aquí? —le pregunté.
Se sentó en la cama y sacó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas. Tomé uno, encendí primero el de Alf, luego el mío, y le devolví la caja de cerillas.
—Ya verá, compañero —me dijo Alf—. Sabrá que hubo un alboroto ante las puertas de la Universidad ayer a la mañana. Quizá estaba usted allí.
Le dije que lo había visto todo.
—Bueno, cuando aquello terminó, Coker —el que dijo el discurso— estaba muy enojado. «Muy bien» dijo, de bastante mal humor. «El hijo de... lo ha pedido. Se lo expliqué claramente. Ahora tendrán que atenerse a las consecuencias». Bueno, nos reunimos con un par de otros compañeros y una vieja que todavía podía ver, y arreglamos todo. Un hombre de veras, ese Coker.
—¿Quiere decir... que Coker fraguó el asunto? ¿Qué no hubo ningún incendio ni nada?
—¿Incendio? ¡Mí tía! Provocaron un cortocircuito o dos, pusieron fuego a unos papeles y maderas en el vestíbulo, e hicieron funcionar la campana. Sabíamos que los que podían ver saldrían primero, ya que había un poco de luna. Y así fue. Coker y otro compañero los desmayaban a medida que aparecían, y nos los pasaban a nosotros para que los metiésemos en el camión. Tan fácil como beberse un vaso de agua.
—Hum —dije, tristemente—. Un hombre hábil, ese Coker. ¿Cuántos cayeron en la trampa?
—Yo diría que un par de docenas, aunque resultó que cinco o seis eran ciegos. Cuando ya no cabían más en el camión, escapamos de allí, dejando a los otros.
Cualquiera que fuese la idea de Coker, era evidente que Alf no nos tenía ninguna animosidad. Parecía considerarlo todo como un deporte. Encontré un poco difícil clasificar el asunto de este modo, pero me saqué el sombrero ante Alf. Me parecía que en su lugar yo no me habría sentido con bastante ánimo como para considerarlo un deporte. Terminé el té, y acepté otro cigarrillo.
—¿Y cuál es el programa ahora?
—Coker piensa repartirnos y poner a uno de ustedes al frente de cada grupo. Tendrán que encargarse de la comida, y hacer de lazarillos. Así podremos mantenernos hasta que venga alguien a terminar con esta situación.
—Ya veo —dije.
Alf volvió la cabeza hacia mí. No era tonto. Yo no pensaba que el tono de mi voz hubiese revelado tanto.
—¿Cree que eso va a tardar mucho?
—No sé. ¿Qué dice Coker?
Coker, parecía, no había dado mayores detalles. Alf tenía su propia opinión sin embargo.
—Si me lo pregunta, le diré que no creo que alguien venga. Si no, ya estaría aquí. Sería diferente si estuviésemos en un pueblecito de campaña. ¡Pero en Londres! Es indiscutible que ya habrían llegado. No, no han venido todavía, y eso significa que nunca vendrán, o sea que no hay nadie que pueda venir. ¿Quién iba a pensar que iba a ocurrir algo parecido?
No dije nada. Alf no era de los que pueden recibir fácil consuelo.
—¿Usted piensa lo mismo, no es cierto? —me dijo.
—No tiene muy buena cara —admití—. Pero hay todavía una posibilidad... gente del extranjero.
—Ya habrían llegado. Ya estarían recorriendo las calles con altoparlantes diciendo lo que tenemos que hacer. No amigo, todo es inútil. Nadie va a venir, de ninguna parte. Esa es la realidad.
Estuvimos callados un rato.
—Oh, bueno, no fue una vida muy mala mientras duró —dijo Alf al fin.
Hablamos un poco de su vida. Había tenido varios empleos, y a todos parecía haberle sacado un provecho especial.
—De un modo o de otro nunca pasé miserias —concluyó Alf—. ¿En qué trabajaba usted?
Se lo dije. No se impresionó mucho.
—¿Trífidos, eh? Bastante desagradables. No tan simples como algunos piensan.
No discutimos el asunto.
Alf se fue, dejándome a solas con mis pensamientos y con un paquete de cigarrillos. Examiné las perspectivas, y no pude sacar muchas conclusiones. Me pregunté que estarían pensando los otros, particularmente Josella.
Salí de la cama y me acerque al ventanal. La vista era reducida. Un patio interior con tragaluces y muros embaldosados que llegaban hasta el cuarto piso, el de mi celda. No había mucho que hacer por este lado. Alf había cerrado la puerta con llave, pero fui a probar por las dudas. Lo que había en la habitación no me sugirió nada. Parecía un cuarto de hotel de tercera categoría. Aunque sólo quedaba la cama.
Volví a sentarme y reflexioné un rato. Quizá podía saltar sobre Alf, aun con esas ataduras, siempre que el hombre no tuviese un cuchillo. Pero probablemente tenía uno, y eso sería desagradable. Un ciego no perdería tiempo en amenazarme con un cuchillo; lo usaría seguramente para deshacerse de mí. Además, no podía saber con cuántos tendría que cruzarme antes de dejar el hotel. Y no deseaba por otra parte hacerle daño a Alf. Parecía más prudente esperar una oportunidad... la que puede llegarle a un hombre normal entre ciegos.
Alf regresó una hora más tarde con un plato de comida, una cuchara y más té.
—No muy apropiado —se disculpo—. Pero ellos dijeron que nada de cuchillos o tenedores, así que tendrá que arreglárselas con esto.
Mientras devoraba la comida, le pregunte por los otros. No pudo decirme mucho, y no conocía los nombres, pero descubrí que entre los que habían traído había también algunas mujeres. Enseguida volví a quedarme solo durante algunas horas, tiempo que aproveché para dormir y tratar de librarme de aquel dolor de cabeza.
Cuando Alf reapareció con más comida y el inevitable cacharro de té, lo acompañaba el hombre llamado Coker. Llevaba bajo el brazo un fajo de papeles. Me miró inquisitivamente.
—¿Ya está enterado? —me preguntó.
—Sé lo que me dijo Alf —le respondí.
—Muy bien.
Coker arrojó los papeles sobre el lecho, tomó el que estaba encima y lo desdobló. Era un plano de Londres y la zona suburbana. Señaló con el dedo un área que comprendía Hampstead y Swiss Cottage, bordeada por una gruesa línea de lápiz azul.
—Esta es su zona —me dijo—. Su grupo trabajará aquí, y en ninguna otra parte. Hay que evitar que todos vayan a los mismos almacenes. Su tarea será la de encontrar comida en esa área. Eso es todo lo que necesitan. ¿Me entiende?
—¿O qué? —le pregunté mirándolo.
—O tendrán hambre. Y si eso ocurre, peor para usted. Algunos de los muchachos son un poco toscos, y ninguno se toma esto como una diversión. Mañana a la mañana los llevaremos a usted y los demás en camiones. Después de eso, dependerá de usted que el grupo siga con vida, hasta que llegue alguien a arreglar las cosas.
—¿Y si no viene nadie? —le pregunté.
—Alguien tiene que venir —dijo Coker sombríamente—. De cualquier modo, ése es su trabajo... Y recuerde que no tiene que salir de su zona.
Detuve a Coker cuando estaba a punto de marcharse.
—¿Tienen con ustedes a una señorita Playton? —le pregunté.
—No conozco el nombre de ninguno —me dijo.
—Rubia. Algo más de uno sesenta de estatura, ojos azules grisáceos —precisé.
—Hay una muchacha de ese tamaño, y rubia. Pero no me fijado en sus ojos. Tengo cosas más importantes que hacer —dijo Coker, y salió de la habitación.
Estudié el mapa. El distrito que me había tocado en suerte no me entusiasmaba demasiado. Era en parte un barrio bastante saludable, de veras, pero en aquellas circunstancias yo hubiera preferido un lugar donde hubiese más depósitos y almacenes. Y era indudable que no habría allí ninguna tienda de comestibles importante. Pero, como hubiese dicho Alf, «no todos pueden sacarse la lotería», y además yo tenía el propósito de quedarme allí el menor tiempo posible.
Cuando Alf apareció de nuevo, le pregunté si llevaría una nota a Josella. Alf sacudió la cabeza.
—Lo siento, compañero. No está permitido.
Le prometí que sería una nota inocente, pero no se conmovió. No podía acusarlo. No tenía por qué confiar en mí, y no podía leer la nota para comprobar si era de veras tan inocente. Además, yo no tenía ni lápiz ni papel, así que tuve que renunciar. Después de un rato, Alf consintió en hacerle saber a Josella que yo estaba allí, y en preguntarle el nombre del distrito a donde iban a enviarla. Alf no tenía muchas ganas de hacerlo, pero al fin reconoció que si aquel desbarajuste llegaba a arreglarse, me sería más fácil encontrarla si sabía cómo iniciar la búsqueda.
Después de eso no me quedó otra compañía que la de mis propios pensamientos.
Ninguna de aquellas dos posibilidades me entusiasmaba de veras. Desgraciadamente veía defectos en ambos lados. Sabía que el tiempo y el sentido común apoyaban a Michael Beadley. Si su plan se hubiera puesto en marcha, Josella y yo los hubiésemos acompañado, sin duda, y hubiésemos trabajado con ellos. Pero yo sabía, sin embargo, que no hubiera sido muy fácil. No estaba todavía seguro de que nada se pudiese hacer por el buque náufrago, ni de que algún motivo razonable hubiese decidido mi elección. Si no iba a llegar ninguna ayuda, entonces el punto de vista más inteligente era el de tratar de salvar lo que todavía podía salvarse. Pero, afortunadamente, la inteligencia no es de ningún modo lo único que guía los asuntos humanos. Yo no me oponía totalmente a esos principios que según el viejo doctor eran tan difíciles de romper. El hombre tenía razón acerca de la dificultad de adoptar nuevas normas. Si, por ejemplo, llegase milagrosamente algún alivio, me sentiría como un cobarde por haberme alejado —cualquiera fuese la causa—, y me despreciaría de veras por no haberme quedado en Londres a ayudar hasta donde fuera posible.
Pero si, por otra parte, no ocurría eso, ¿cómo me sentiría por haber malgastado mi tiempo y mis esfuerzos mientras otras gentes de mayor fortaleza estaría iniciando ya una nueva vida?
Tenía que decidirme de una vez para siempre. Pero no podía hacerlo. La balanza se inclinaba a un lado y a otro. Horas más tarde caí dormido, y la balanza seguía todavía oscilando.
No era posible saber qué había decidido Josella. Yo no había recibido ningún mensaje aclaratorio. Alf había metido la cabeza en el cuarto, durante la noche, y me había dicho brevemente:
—Westminster. No creo que vayan a encontrar mucha comida en el Parlamento.
La entrada de Alf me despertó temprano a la mañana siguiente. Venía acompañado por un hombre corpulento, de ojos inquietos, que esgrimía un cuchillo de carnicero con una innecesaria ostentación. Alf dio un paso adelante y arrojó un lío de ropas sobre la cama. Su compañero cerró la puerta y se apoyó contra ella, observándome con una mirada astuta.
—Extienda las manos, compañero —dijo Alf.
Alargué las manos. Alf tanteó buscando los alambres y los cortó con una tenaza.
—Ahora póngase ese traje —me dijo, dando un paso atrás.
Me vestí mientras el hombre del cuchillo seguía cuidadosamente todos mis movimientos. Cuando terminé, Alf sacó un par de esposas.
—Ahora esto —me dijo.
Titubeé. El hombre de la puerta dejó de balancearse y adelantó el cuchillo. Este era para él, indudablemente, el momento interesante. Decidí que no era, por lo mismo, el momento de intentar algo. Extendí las muñecas. Alf tanteó alrededor y me puso las esposas. Luego salió y me trajo el desayuno.
Dos horas más tarde volvió a aparecer el otro hombre, exhibiendo el cuchillo. Señaló con él la puerta.
—Vamos —dijo. Era la primera palabra que yo le oía. Sintiendo en la espalda el contacto poco tranquilizador del cuchillo, descendimos unas escaleras y cruzamos el vestíbulo. En la calle esperaban dos camiones cargados. Coker estaba con otros dos hombres junto a la parte trasera de uno de ellos. Me indicó que me acercase. Sin decirme nada me pasó una cadena por las esposas. En cada extremo había una correa. Una de ellas rodeaba ya la muñeca izquierda de un ciego corpulento. Coker ató la segunda correa a la muñeca derecha de otro hombre, de modo que yo quedaba entre los dos. No dejaban nada al azar.
—Si yo fuera usted —me recomendó Coker— no intentaría nada. Pórtese bien y ellos harán lo mismo.
Los tres subimos torpemente al camión, y nos pusimos en marcha.
Paramos no muy lejos de Swiss Cottage y bajamos de los camiones. Veinte personas, por lo menos, se arrastraban aparentemente sin meta a lo largo de las calzadas. Al oír el ruido de los motores todos volvieron las cabezas con una expresión de incredulidad; luego comenzaron a acercarse esperanzadamente, llamándonos. Los conductores de los camiones nos gritaron que volviéramos a subir. Retrocedieron, giraron y escapamos por donde habíamos venido. La gente que se acercaba se detuvo. Uno o dos gritaron algo; la mayoría volvió; silenciosa y desanimadamente a su vagabundeo. Una mujer, a unos cincuenta metros de distancia, rompió en un llanto histérico y comenzó a golpearse la cabeza contra una pared. Me sentí enfermo.
Me volví hacia mis acompañantes.
—Bueno, ¿qué quieren ante todo? —les pregunté.
—Alojamiento —dijo uno—. Tenemos que encontrar algún sitio donde descansar.
Reconocí que tenía que encontrarles eso por lo menos. No podía escapar y abandonarlos a su suerte en cualquier sitio. Ya que habíamos llegado hasta allí, no podía dejar de buscarles algo así como unos cuarteles, un centro de operaciones. Lo más conveniente sería un lugar donde fuera posible alojarse, almacenar los productos, comer, y mantener el grupo unido. Los conté. Eran cincuenta y dos, incluyendo catorce mujeres. Lo mejor sería encontrar un hotel, así no habría que salir en busca de camas y ropas.
Encontramos una especie de magnífica casa de huéspedes formada por cuatro edificios victorianos unidos entre sí, y donde sobraban las comodidades. En el interior de la casa, había una media docena de personas. Dios sabe qué había pasado con los demás. Los seis restantes se amontonaban asustados en un sofá: un viejo, una mujer mayor (que resultó ser la encargada de la casa), un hombre de mediana edad, y tres niñas. La encargada tuvo bastante presencia de ánimo como para amenazarnos, pero su frialdad, aunque mostrase los modales más severos de su oficio, no era mucha. El viejo trató de apoyarla emitiendo algunas jactancias. El resto no hizo nada, salvo volver nerviosamente las caras hacia nosotros.
Les expliqué que íbamos a instalarnos en la casa. Si no les gustaba, podían irse; si, en cambio, preferían quedarse, y compartir con equidad lo que encontrásemos, estaban en libertad de hacerlo. El grupo no pareció muy complacido. Su reacción sugería que allí, en la casa, tenían algunas provisiones que no querían compartir. Cuando comprendieron que pensábamos aumentar las reservas, la actitud de todos cambio perceptiblemente, y se dispusieron a sacar todo el provecho posible.
Decidí que tenía que quedarme un día o dos hasta que todos estuvieran perfectamente instalados. Sospeché que Josella estaría sintiendo lo mismo con respecto a su grupo. Hombre ingenioso, ese Coker... Estaba seguro de que no íbamos a dejar caer el bebé. Pero yo me escaparía, y me uniría a Josella.
Durante los próximos dos días saqueamos sistemáticamente los mayores almacenes de los alrededores, sucursales casi todos de los almacenes del centro, y no muy grandes por lo tanto. En su mayoría ya habían sido visitados por otros. Los frentes estaban en muy mal estado. Habían destrozado las ventanas, y en los pisos, entre los vidrios, había unas cajas a medio abrir y unos paquetes rotos que habían desilusionado a sus descubridores, y que formaban ahora una masa pegajosa y maloliente. Pero por lo común el daño era superficial y las pérdidas de poca importancia. Los cajones de mayor tamaño, en el interior y en el fondo de los almacenes, estaban intactos.
No era nada fácil, para hombres ciegos, acarrear y manejar cajones y cargarlos en carros de mano. Además, había que llevarlos hasta nuestro refugio, y almacenarlos allí... Pero la práctica repetida pronto les dio cierta habilidad.
El impedimento más grande era la necesidad de mi presencia. Poco o nada podía hacerse sí yo no estaba allí, dirigiéndolos. Era imposible usar más de un grupo a la vez, aunque hubiésemos podido utilizar por lo menos a doce. Nada marchaba tampoco en el hotel mientras yo estaba fuera a cargo de alguna patrulla. Además, las horas que yo empleaba en visitar y examinar el distrito eran tiempo perdido para los otros. Dos hombres normales hubiesen hecho más del doble del trabajo.
Una vez iniciadas las tareas del día, yo estaba demasiado ocupado como para pensar en otra cosa, y demasiado cansado por la noche como para no dormirme tan pronto como ponía la cabeza en la almohada. Una y otra vez me decía a mí mismo: «Mañana a la noche tendrán ya bastantes provisiones, las suficientes como para que puedan seguir solos por un tiempo. Entonces me escapare, y buscare a Josella».
Todo aquello estaba muy bien, pero yo postergaba indefinidamente mi decisión y cada vez se me iba haciendo más difícil. Algunos habían comenzado ya a ponerse prácticos, pero nada podía hacerse todavía —desde buscar las casas de comestibles hasta abrir las latas— sin mi presencia. Parecía, tal como iban las cosas, que yo me estaba haciendo más, y no menos, indispensable.
No era culpa de ellos. Y eso era lo peor. Algunos ponían toda su voluntad. Sólo observarlos bastaba para que la idea de una huida se me hiciese más y más imposible. Me pasaba las horas maldiciendo a Coker por haberme metido en esta situación... pero eso no me ayudaba a solucionarla. Al fin me sorprendía a mí mismo preguntándome cómo terminaría todo esto.
Vislumbré por primera vez el fin, aunque apenas lo reconocí como tal, en la cuarta mañana —o quizá fue la quinta—, en el momento de salir. Una mujer nos gritó desde las escaleras que había dos enfermos arriba; bastante graves aparentemente.
A mis dos perros guardianes no les gustó la noticia.
—Escuchen —dije—. Ya he tenido bastante de este asunto de la cadena. Sin ella trabajaríamos mejor.
—¿Para que se escape y se junte con su vieja pandilla? —dijo alguien.
—No trato de engañarlos —dije—. Podía haberme librado de este par de gorilas en cualquier momento del día o de la noche. No lo he hecho porque no tengo nada contra ellos. Aunque me molestan bastante.
—Este... —comenzó a exponer uno de mis guardias.
—Pero —continué— si no me dejan ver a esa gente, que estos dos se preparen a recibir un buen golpe.
Los dos hombres me comprendieron enseguida; pero cuando llegamos al cuarto, se quedaron tan lejos como se los permitió la extensión de la cadena. Los enfermos resultaron ser dos hombres, uno joven, otro de mediana edad. Los dos tenían una fiebre muy alta y se quejaban de dolores en el vientre. Yo no sabía mucho de todo eso, pero no lo necesitaba para sentirme preocupado. No se me ocurrió otra cosa que ordenar que los llevaran a alguna casa vacía, y decirle a una de las mujeres que tratara de atenderlos lo mejor posible.
Aquel fue el primer retroceso del día. El siguiente, de especie muy distinta, ocurrió alrededor de las doce.
Habíamos vaciado todas las tiendas de comestibles de los alrededores, y yo había decidido que nos alejásemos un poco. Creí recordar que encontraríamos otra calle comercial a un kilómetro, en la parte norte del barrio, así que nos dirigimos hacia allí. Encontramos las tiendas, es cierto, pero también algo más.
Los vi tan pronto como doblamos la esquina. Frente a la sucursal de un almacén un grupo de hombres estaba sacando unos cajones a la calle, y los metían luego en un camión. Si no fuese por el vehículo, diferente del nuestro, yo podía estar viendo muy bien a mi propia patrulla. Detuve a mi grupo, de unos veinte hombres, preguntándome qué línea de conducta tendríamos que seguir. Yo me sentía inclinado a emprender la retirada y evitar todo conflicto posible buscando otro sitio libre de competidores. No tenía sentido meterse en dificultades cuando había tanta comida distribuida por diversos almacenes. Pero no me toco a mí decidir la cuestión. Titubeaba yo todavía, cuando un joven pelirrojo apareció confiadamente en la puerta de la tienda. No había duda de que era capaz de ver o, un momento más tarde, de que nos había visto.
El joven no mostró la misma indecisión que yo. Metió rápidamente una mano en el bolsillo. Un instante después una bala golpeaba el muro, a mi lado.
Hubo un breve cuadro vivo. Mis hombres y los del joven pelirrojo volvieron unos hacia otros los ojos ciegos, tratando de comprender qué pasaba. Luego el joven hizo fuego otra vez. Creo que apuntó contra mí, pero la bala tocó al hombre atado a mi mano izquierda. Este gruñó, como sorprendido, y se dobló sobre sí mismo con una especie de suspiro. Retrocedí hasta doblar la esquina arrastrando al otro perro guardián.
—Rápido —le dije—. Déme la llave de estas esposas. Así no puedo hacer nada.
Mi guardián se limito a sonreír con superioridad. Era un hombre de una sola idea.
—Oh —dijo—. Déjese de historias. No me va a engañar.
—En nombre de Dios, maldito payaso... —dije, y tiré de la cadena trayendo hacia nosotros el cuerpo del perro guardián número uno, para que nos protegiese.
El hombre trajo a colación diversos argumentos. Sabe Dios qué sutilezas me estaba atribuyendo su sombría inteligencia. La cadena estaba bastante floja ahora como para que yo pudiese alzar los brazos. Así lo hice. Martillé con mis dos puños la cabeza del hombre y ésta chocó contra la pared con un crujido. Las discusiones terminaron. Encontré la llave en un bolsillo lateral.
—Escúchenme —dije al resto—. Vuélvanse, todos, y caminen en línea recta. No se separen o las pasarán mal. Adelante.
Abrí una de las esposas, me libré de la cadena, y me metí en un jardín saltando por encima de un muro. Me agaché allí mientras me sacaba la otra esposa. Luego crucé el jardín para espiar cautelosamente desde el rincón más lejano del muro. El joven de la pistola no había corrido detrás de nosotros como yo lo había esperado. Estaba aún con su grupo, dando instrucciones. ¿Y por qué habría de apresurarse? Como no habíamos respondido a sus disparos el hombre había comprendido que no llevábamos armas, y además no podíamos alejarnos con mucha rapidez.
Cuando terminó de dar sus órdenes, el joven caminó confiadamente por el medio de la calle hasta un punto desde donde podía ver a mi grupo en retirada. Luego comenzó a seguirlo. En la esquina se detuvo a observar a mis dos caídos perros guardianes. La cadena le sugirió quizá que uno de ellos era el lazarillo de la banda, pues se guardó la pistola en el bolsillo y empezó a seguir al resto de mis hombres de un modo descuidado.
Esto no era lo que yo esperaba, y tardé un minuto en comprender su plan. Al fin me di cuenta de que el hombre pensaba seguir al grupo hasta nuestros cuarteles, y ver qué podía recoger allí. El pelirrojo, tuve que admitirlo, decidía más rápidamente que yo ante lo inesperado, o había concedido una mayor atención previa al estudio de las presuntas posibilidades. Me alegré de haberle dicho a mi grupo que siguiese en línea recta. Se cansarían probablemente después de un rato, pero ninguno de ellos sería capaz de encontrar el camino que llevaba al hotel, y no guiarían al hombre. Mientras no se separaran, yo podría recogerlos más tarde sin mayores dificultades. El problema inmediato era qué hacer con un hombre que tenía una pistola y que no se resistía a usarla.
En algunas partes del mundo uno podría haber entrado en una casa cualquiera y apoderarse de un arma conveniente. Hampstead no era nada de eso, sino un barrio muy respetable, por desgracia. Quizá había un rifle en alguna parte, pero había que buscarlo. Sólo podía hacer una cosa: no perder de vista al pelirrojo con la esperanza de que se me presentara alguna oportunidad favorable. Arranqué la rama de un árbol, volví a saltar sobre el muro, y comencé a tantear mi camino a lo largo de la acera, pareciéndome, confié, a uno de los tantos ciegos que yo había visto en las calles.
La calle corría en línea recta cierto trecho. El joven pelirrojo se encontraba a unos cincuenta metros de mí, y mi grupo a otros cincuenta metros del joven. Continuamos así casi un kilómetro. Observé aliviado que ninguno de los que formaban el grupo trataba de doblar por una de las calles que llevaban al hotel. Estaba preguntándome cuanto tiempo pasaría antes que mis hombres decidiesen que ya se habían alejado bastante, cuando ocurrió un accidente inesperado. Un hombre que había estado quedándose atrás se paró en medio de la calle, soltó el bastón, y se dobló tomándose el vientre con las manos. Al fin cayó al suelo, y allí se quedó, agitándose de dolor. Los otros no esperaron por él. Tenían que haber oído sus gemidos, pero no tenían idea probablemente, de que pertenecía al grupo.
El joven miró la figura caída en el suelo, y titubeó. Cambió de dirección y cruzó la calle. Se detuvo a unos pocos centímetros del hombre y se quedó mirándolo, con los ojos bajos. Durante quizá un cuarto de minuto, lo examinó cuidadosamente. Luego con lentitud, pero con deliberación, sacó la pistola del bolsillo y le disparó a la cabeza.
La patrulla se detuvo al oír el disparo. Yo hice lo mismo. El joven no intentó acercarse al grupo. En realidad, parecía como si de pronto ya no le interesasen. Dio media vuelta, y comenzó a rehacer su camino. Recordé que yo tenía que interpretar mi papel y comencé a tantear otra vez con mi bastón. El joven pasó a mi lado sin mirarme, pero pude verle la cara: estaba preocupado, y sus labios dibujaban una mueca... Seguí adelante hasta que me encontré a una distancia prudencial, y luego corrí hacia mi grupo. Detenidos por el ruido del disparo, los hombres estaban discutiendo si seguirían o no.
Interrumpí la discusión diciéndoles que ahora que mis dos perros guardianes ya no me molestaban, íbamos a ordenar las cosas de otro modo. Yo iría en busca de un camión y estaría de vuelta dentro de unos diez minutos.
El encuentro con otra patrulla organizada había hecho nacer en mí cierta ansiedad, pero pronto descubrimos que nadie había invadido el hotel. La única novedad era que una mujer y otros dos hombres habían sido atacados por esos dolores de vientre y trasladados a una casa vecina.
Organicé de algún modo la defensa contra los merodeadores que podían presentarse mientras yo estaba ausente. Luego formé un nuevo grupo y partimos en un camión, esta vez en una dirección distinta.
Yo recordaba, de mis anteriores visitas a Hampstead, que la estación terminal de ómnibus estaba rodeada de un cierto número de almacenes y tiendas. Con ayuda de un mapa de la ciudad encontré el sitio sin mayores dificultades... Y no sólo lo encontré, descubrí también que estaba maravillosamente intacto. Salvo uno o dos escaparates rotos, parecía como si el barrio hubiese cerrado sus puertas en un fin de semana.
Pero había algunas diferencias. Ante todo, nunca había habido allí un silencio semejante, ni en sábados ni en domingos. Y en las calles se veían algunos cuerpos. Por ese entonces uno ya se había acostumbrado a no prestarles mucha atención. Yo, en realidad, me preguntaba cómo no nos encontrábamos con más. Probablemente la mayoría había buscado donde refugiarse, ya fuese por miedo o porque comenzara a sentirse demasiado débil. Por esta misma razón uno no se sentía muy inclinado a entrar en las residencias.
Detuve el camión frente a una tienda de provisiones y escuché unos instantes. El silencio cayó sobre nosotros como una manta. No se oía ni el sonido de un bastón: no se veía a nadie; nada se movía.
—Muy bien —dije—. Abajo, compañeros.
La puerta de la tienda se abrió fácilmente. Dentro encontramos varias ordenadas hileras de paquetes de manteca, quesos jamones, latas de azúcar, y otras cosas similares. Puse a trabajar a los hombres. Habían llegado a desarrollar cierta destreza, y se manejaban con más seguridad. Podía dejarlos solos durante un rato, así que fui a recorrer los fondos de la tienda y luego el sótano.
Mientras me encontraba abajo, examinando el contenido de unos cajones, oí unos gritos que venían de afuera. Casi enseguida unas desordenadas pisadas sacudieron el piso. Un hombre cayó cabeza abajo por la trampa. Pensé que estaba desarrollándose, allá arriba, una batalla con una banda rival. Pasé por encima del cuerpo tendido en el piso y subí lentamente por la escalerilla protegiéndome la cabeza con un brazo.
Lo primero que vi fue unas botas que se arrastraban por el piso, demasiado cerca, y que retrocedían hacía la trampa del sótano. Salí rápidamente para impedir que me aplastaran. Justo en ese momento vi que el vidrio del escaparate se hacía pedazos, y que tres hombres caían con él. Un largo látigo verde restalló sobre ellos alcanzando a uno de los hombres. Los otros dos se arrastraron entre las ruinas del escaparate y rodaron por el interior de la tienda. Sus cuerpos hicieron retroceder a los otros, y dos hombres más cayeron al sótano.
Me bastó vislumbrar aquel látigo para comprender qué pasaba. Durante el trabajo de aquellos últimos días casi me había olvidado de los trífidos. Subiéndome a un cajón pude ver por encima de las cabezas de los hombres. Alcancé a distinguir tres trífidos, uno en la calle, y dos más cerca en la acera. Cuatro hombres yacían allí, inmóviles. Comprendí entonces por qué estas tiendas estaban intactas y por qué no se veía a nadie en la vecindad. Al mismo tiempo me maldije a mi mismo por no haber examinado de más cerca los cuerpos que había visto en la calle. La marca de un aguijón hubiese bastado como advertencia.
—No se muevan —grité—. Quédense donde están.
Salté del cajón, di un empellón a los hombres que se encontraban en el borde de la trampa, y la cerré.
—Hay una puerta aquí atrás —les dije—. Salgan con tranquilidad.
Los dos primeros salieron ordenadamente. Luego un trífido envió su sibilante aguijón al interior de la tienda, a través del escaparate. Un hombre cayó dando un grito. El pánico se apoderó del resto, y me arrastraron con ellos. Hubo una confusión en el umbral. Detrás de nosotros un aguijón silbó dos veces antes que acabáramos de salir.
En la habitación trasera miré a mi alrededor, jadeando. Éramos siete.
—No se muevan —dije otra vez—. Estamos bien aquí.
Volví a la puerta. El fondo de la tienda estaba fuera del alcance de los trífidos... mientras se quedaran en la calle. Podía llegar sin peligro a la puerta de la trampa. La abrí. Los dos hombres que acababan de caer reaparecieron. Uno traía un brazo roto; el otro sólo se había lastimado, y maldecía.
El cuarto daba a un patiecito. En el otro extremo del patio, en una pared de ladrillos de unos dos metros y medio de altura, había una puerta. Yo había aprendido a ser precavido. En vez de dirigirme directamente hacía la puerta, subí al techo de unas dependencias de la casa. La puerta, según alcanzaba a ver, se abría a una callejuela que tenía el largo de la manzana. Estaba desierta. Pero del otro lado del muro, en el extremo más lejano de unos jardines, pude distinguir las copas de dos trífidos, inmóviles entre los matorrales. Podía haber otros. La pared por aquel lado era además más baja y los trífidos podían lanzar sus aguijones a través de la callejuela. Expliqué lo que ocurría a los otros.
—Bichos malditos, antinaturales —dijo uno—. Siempre odié a esos bastardos.
Volví a investigar. El edificio más próximo, del lado norte, resultó ser una casa donde se alquilaban automóviles. Tres de los coches estaban ya preparados. Fue una tarea difícil hacer pasar a los hombres por encima de los dos muros laterales, principalmente al que tenía el brazo roto, pero al fin lo conseguimos. De algún modo, también, logré meterlos en un gran Daimler. Cuanto todos estaban adentro, abrí las puertas que daban a la calle y corrí de vuelta hacia el coche.
Los trífidos no tardaron en mostrar su interés. Aquella increíble sensibilidad a los sonidos les dijo que algo ocurría. Mientras salíamos, un par de ellos ya estaba acercándose a la entrada. Nos lanzaron sus aguijones, pero éstos golpearon inútilmente las cerradas ventanillas. Giré bruscamente atropellando a uno y pasé por encima de él. Luego remontamos la calle en busca de un barrio menos peligroso.
Aquella noche fue para mí la peor de todas, desde la iniciación del desastre. Libre de mis dos guardias, me metí en un cuartito donde podía estar solo. Puse una hilera de seis velas encendidas encima de la chimenea, y me senté en un sofá tratando de pensar en todo lo que había pasado. Habíamos descubierto, al regresar, que un enfermo había fallecido. El otro estaba agonizando, indudablemente... y había otros cuatro casos. Al terminar la cena, había ya otros dos. Yo no sabia qué enfermedad podía ser ésa. Con la falta de servicios públicos, y tal como iba todo, podía ser muchas cosas. Pensé en el tifus, pero tenía la vaga idea de que el periodo de incubación era más largo... aunque saberlo con exactitud no habría representado ninguna diferencia. Sólo sabía que era algo bastante peligroso como para que aquel joven pelirrojo usara su pistola, y abandonase la idea de seguir a mis hombres.
Comenzó a parecerme que los beneficios que yo estaba rindiendo a mi grupo eran bastante discutibles. Había logrado mantenerlos con vida, alejarlos de una banda rival por una parte, y de los trífidos por otra. Ahora se presentaba esta enfermedad. Y, olvidándose de esto, sólo había impedido que se murieran de hambre un poco antes.
Tal como marchaban ahora las cosas, yo no veía qué camino podía tomar.
Y luego me acordé de Josella. Las mismas cosas, quizá peores, podían estar ocurriendo en su distrito.
Me encontré pensando otra vez en Michael Beadley y su grupo. Yo ya había comprendido antes que eran lógicos, ahora comenzaba a ocurrírseme que era también más compasivos. Habían visto que sólo era posible salvar a algunos. Dar al resto una inútil esperanza era poco menos que crueldad.
Además, estábamos nosotros. Si había algún propósito en todo esto ¿para qué habíamos sido salvados? No para consumirnos en una tarea inútil, seguramente.
Decidí que al día siguiente saldría en busca de Josella. Juntos resolveríamos la cuestión.
El pestillo de la puerta se movió con un ruido seco. La puerta se abrió lentamente.
—¿Quién es? —pregunté.
—Oh, es usted —dijo una voz de mujer. Una muchacha entró y cerró la puerta.
—¿Qué quiere? —le pregunté.
Era alta y delgada. Menos de veinte años, me pareció. Tenía el cabello ligeramente ondulado. Castaño. Era sencilla, pero el color de su piel y su figura llamaban la atención. Mi voz y mis movimientos le habían indicado donde estaba yo. Sus ojos, de un castaño dorado, miraban por encima de mi hombro izquierdo. Si no, hubiese jurado que me estaba estudiando.
No me contestó enseguida. Era una falta de seguridad que no concordaba con el resto. Esperé a que comenzara a hablar. Sentí que algo me apretaba la garganta. Era joven y hermosa. Hubiera podido tener toda una vida, quizá una vida maravillosa, ante ella. Y siempre hay, en cualquier circunstancia, algo triste en la belleza y la juventud.
—¿Va usted a irse? —me preguntó con una voz baja y temblorosa. Era en parte una pregunta, y en parte una afirmación.
—Nunca dije eso —repliqué.
—No —admitió la muchacha—, pero es lo que dicen los otros. Y tienen razón, ¿no es cierto?
No dije nada. La muchacha continuó:
—No puede irse. No puede abandonarlos de ese modo. Lo necesitan.
—No hago nada bueno aquí —le dije—. Todas las esperanzas son falsas.
—¿Pero y si resulta que no son falsas?
—Tienen que serlo... Si no ya lo sabríamos.
—Pero, ¿y si no lo son... y usted se ha ido?
—¿Cree que no lo he pensado? No hago nada bueno aquí, ya se lo he dicho. He sido como esas drogas que sólo sirven para que el paciente dure un poco más, que no tienen ningún valor curativo, que sólo aplazan las cosas.
La muchacha no replicó durante unos instantes. Luego dijo con una voz poco firme:
—La vida siempre vale algo... aun una vida como ésta.
Parecía como si casi hubiese perdido el dominio de sí misma. No pude decir nada. La muchacha se recobró.
—Puede seguir cuidándonos un tiempo. Siempre hay una posibilidad... una posibilidad de que algo pueda ocurrir, aun ahora.
Yo ya le había dicho qué pensaba acerca de eso. No lo repetí.
—Es tan difícil —dijo la muchacha, como para sí misma—. Si por lo menos pudiese verlo... Pero claro que entonces, si yo pudiera... ¿Es usted joven? Parece joven.
—Tengo menos de treinta años —le dije—. Y una cara muy común.
—Yo tengo dieciocho. Era mi cumpleaños... el día que pasó el cometa.
No supe qué decirle que no pareciese cruel. La pausa se hizo esta vez más larga. Vi que la muchacha se apretaba las manos. Luego las dejó caer. Los nudillos habían perdido su color. Pareció que iba a hablar, pero no lo hizo.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué puedo hacer salvo prolongar un poco más todo esto?
La muchacha se mordió el labio inferior.
—Ellos... ellos dicen que quizá usted se encuentra solo —dijo luego—. Pensé que quizá... —le falló la voz, y los nudillos se hicieron todavía más blancos—. Quizá si usted tiene a alguien... Quiero decir, alguien aquí... usted... usted quizá se quedaría.
—Oh, Dios —dije suavemente.
La miré. Estaba muy derecha, con los labios temblorosos. Podía haber tenido varios pretendientes que hubiesen clamado por la más leve de sus sonrisas. Podía haber sido feliz y despreocupada por un tiempo, y luego preocupada y feliz. La vida podía haber sido encantadora para ella, y el amor algo muy hermoso.
—¿Será usted bueno conmigo, no es cierto? —me dijo—. Pues yo nunca...
—¡Cállese! ¡Cállese! —le grité—. No debe decirme esas cosas. Por favor, váyase ahora.
Pero la muchacha no se fue. Se quedó allí clavando en mí unos ojos que no podían verme.
—¡Váyase! —repetí.
Yo no hubiera podido soportar sus reproches. No era solo ella; eran miles y miles de jóvenes vidas destruidas para siempre.
La muchacha se acercó.
—Pero cómo, ¡está usted llorando! —me dijo.
—Váyase, por favor. Váyase.
La muchacha titubeó. Al fin se volvió y tanteó el camino hacia la puerta.
—Puede decirles que me quedaré —le dije mientras se iba.
Lo primero que advertí a la mañana, fue el olor. Ya se había sentido antes, algunas veces, pero por suerte el tiempo se había mantenido fresco. Descubrí que me había dormido hasta tarde, y que el día era más caluroso. No voy a entrar en detalles a propósito de ese olor; aquellos que lo conocieron no lo olvidarán nunca; por lo demás es indescriptible. Surgió de todos los pueblos y ciudades durante semanas, y fue arrastrado por todos los vientos. Aquella mañana me pareció que había llegado el fin de veras. La muerte es sólo el sorprendente fin de la animación; la disolución es el fin de todo.
Me quedé acostado unos minutos, tratando de pensar. Lo único que podía hacer era cargar a mi gente en camiones y llevarla al campo. ¿Y las provisiones que habíamos reunido? Habría que cargarlas y llevarlas también... Y yo era el único capaz de manejar el vehículo... Nos llevaría días, si teníamos días.
Enseguida me pregunté qué estaría ocurriendo en el hotel. Había un raro silencio. Escuché mejor y pude oír una voz que se quejaba en una habitación vecina. Nada más. Salí de la cama y me vestí apresuradamente, alarmado. Afuera, en el pasillo, escuché de nuevo. No. se oía ni una pisada. Tuve la sensación repentina y desagradable de que la historia se estaba repitiendo, y que yo estaba otra vez en el hospital.
—¡Eh! ¿No hay nadie aquí? —pregunté.
Contestaron varias voces. Abrí una puerta cercana. Había un hombre allí. Tenía muy mal aspecto, y deliraba. Yo nada podía hacer. Cerré la puerta.
Mis pisadas resonaban en la escalera de madera. En el otro piso una voz de mujer llamó:
—Bill. ¡Bill!
La muchacha que había ido a verme la noche anterior estaba acostada en un cuartito. Volvió hacía mí la cabeza. Vi que también ella estaba enferma.
—No se acerque. ¿Es usted, Bill?
—Si, soy yo.
—Tenía que ser usted. Todavía puede caminar; los otros se arrastran. Me alegro, Bill. Les dije que usted no se iría, pero ellos dijeron que sí. Ahora son ellos los que se han ido. Todos los que pudieron irse.
—Yo estaba dormido —dije—. ¿Qué pasó?
—Cada vez más enfermos. Se asustaron.
—¿Qué puedo hacer por usted? —dije desesperadamente—. ¿Puedo darle algo?
La muchacha apretó la boca, se abrazó a sí misma, y se retorció. El espasmo pasó y vi que el sudor le bañaba la cara.
—Por favor, Bill. No soy muy valiente. ¿Puede darme algo... para terminar esto?
—Sí —dije—. Puedo hacer eso por usted.
Volví de la droguería diez minutos más tarde. Le di un vaso de agua y le puse las pastillas en la otra mano.
La muchacha sostuvo el vaso en el aire un rato y luego dijo:
—Todo tan vacío... y pudo haber sido tan diferente. Gracias, Bill... y gracias por haber hecho la prueba.
La miré, allí tendida. Había algo que hacía todo aún más vacío. Me pregunté cuántas mujeres habrían dicho: «Llévame contigo» en vez de: «Quédese con nosotros».
Y nunca supe ni siquiera cómo se llamaba.
9
Evacuación
El recuerdo del joven pelirrojo, decidió que camino tomaría para ir a Westminster.
Desde los dieciséis años, mi interés por las armas había ido decreciendo, pero ahora, en un ambiente que retornaba al salvajismo, había que estar preparado, aparentemente, para comportarse como un salvaje, o quizá para dejar de comportarse en absoluto. En St. James Street había varias tiendas donde uno hubiese podido comprar, dentro de la mayor corrección posible, cualquier forma de mortal amenaza, desde un rifle para caza menor hasta un arma contra elefantes.
Salí de una de esas tiendas sintiéndome a la vez más amparado y como un bandolero. Había vuelto a proveerme de un útil cuchillo de caza. En el bolsillo llevaba una pistola fabricada con la precisión de un instrumento científico. En el asiento, a mi lado, descansaban una escopeta de calibre doce y varias cajas de cartuchos. Yo había elegido una escopeta y no un rifle porque la detonación de la primera no era menos convincente, y decapitaba además a un trífido con una limpieza pocas veces lograda por una bala. Y ahora había trífidos en el mismo corazón de Londres. Parecían aún evitar las calles, pero advertí la presencia de varios en Hyde Park; y había otros en Green Park. Muy posiblemente eran trífidos ornamentales, prudentemente podados; pero quizá también no lo eran.
Y así llegué a Westminster.
La muerte, el fin de todas las cosas, era aquí aún más evidente. Las calles estaban ocupadas por los vehículos abandonados de costumbre. Había muy poca gente a la vista. Sólo vi a tres hombres. Dos de ellos marchaban tanteando el borde de las aceras de Whitehall, el tercero estaba en Parliament Square. Sentado cerca de la estatua de Lincoln apretaba contra el cuerpo su más preciada posesión: un jamón del que estaba sacando una lonja de forma irregular con una desafilada navaja.
Sobre la plaza se alzaban los edificios del Parlamento, con las manecillas del reloj detenidas en las seis y tres minutos. Era difícil creer que todo aquello ya no significara nada, que sólo se tratase ahora de una presuntuosa armazón de cierta clase de piedras que podía derrumbarse en paz. Poco importaba que los pináculos cayeran sobre los techos, no habría ya representantes indignados que pudieran quejarse del peligro que corrían sus valiosas existencias. Los techos podían desplomarse a su debido tiempo en esas salas donde algún día habían resonado los ecos de unas buenas intenciones y unos tristes oportunismos; nadie trataría de impedirlo, y nadie se preocuparía. A un lado, el Tamesis seguía imperturbable su curso. Y así seguiría, hasta que se derrumbaran los paredones y el agua extendiese sus límites y Westminster se convirtiera en una isla rodeada de pantanos.
Maravillosamente cincelada en el aire sin humos, se alzaba la Abadía, plateada y gris. La serenidad de la vejez parecía destacarla de las efímeras obras de su alrededor. Se levantaba sobre una base de siglos, destinada quizá a seguir intacta durante varios siglos más, como un monumento en memoria de aquéllos cuya labor ya no existía.
No me entretuve allí. Años más tarde alguien vendría, quizá, a contemplar la vieja Abadía con romántica tristeza. Pero sentimientos de esa especie nacen de la unión de la tragedia con el recuerdo. Yo estaba todavía demasiado cerca.
Además, yo estaba empezando a sentir algo nuevo... el temor de la soledad. No había estado solo desde que al salir del hospital recorrí las calles de Piccadilly, entonces todo había sido una novedad para mí. Ahora, por primera vez, estaba comenzando a experimentar el horror que siente ante la soledad real una especie que es de naturaleza gregaria. Me sentí como desnudo, expuesto a todos los miedos...
Me metí por Victoria Street. El ruido de mi coche me alarmaba con sus ecos. Sentí el impulso de abandonar el vehículo, y seguir a pie, buscando el amparo del disimulo, como una bestia en el bosque. Necesité de toda mi voluntad para seguir adelante, sin apartarme de mi plan. Sabía qué habría hecho, si hubiese tenido la suerte de alojarme en este distrito: habría tratado de proveerme en las grandes tiendas.
Alguien había vaciado ya el Departamento de Comestibles de Army & Navy. Pero no había nadie allí.
Salí por una puerta lateral. Un gato en la acera estaba jugando con lo que podía haber sido una pelota de trapo, pero que era otra cosa. Golpeé las manos. El gato me miró, y salió corriendo.
Un hombre dobló la esquina. Tenía una expresión de deleite, y hacia rodar pacientemente un enorme queso por el medio de la calle. Cuando oyó mis pisadas detuvo el queso y se sentó sobre él, esgrimiendo ferozmente su bastón. Volví a mi coche.
Era posible que Josella hubiera elegido también un hotel como el refugio más apropiado. Recordé que había varios cerca de la estación Victoria, así que me dirigí hacia allá. Resultó que había muchos más de lo que yo había supuesto. Después de haber examinado una veintena sin encontrar señales de ninguna invasión organizada, comencé a desalentarme.
Busqué a alguien. Existía la posibilidad de que algunos de los que andaban por aquí todavía con vida se lo debieran a Josella. Yo no había visto a más de una docena desde mi llegada. Ahora las calles parecían vacías. Pero al fin, cerca del Palacio Buckingham encontré una vieja acurrucada en un umbral.
La mujer estaba tratando de abrir una lata con unas uñas rotas, lanzando de cuando en cuando algunos gemidos y maldiciones. Entré en una tienda cercana y en los estantes de arriba encontré media docena de latas de guisantes que las visitas anteriores habían pasado por alto. Descubrí, también, un abrelatas, y volví a donde estaba la mujer. Esta luchaba todavía inútilmente con su envase.
—Será mejor que tire eso —le dije—. Es café.
Le puse el abrelatas en la mano y le di una lata de guisantes.
—Escúcheme —dije—. ¿Sabe algo de una muchacha que andaba por aquí? ¿Una muchacha que podía ver? Estaba, creo, a cargo de un grupo.
Yo no tenía muchas esperanzas, pero alguien tenía que haber ayudado a la vieja a vivir un poco más. Cuando la mujer movió afirmativamente la cabeza, me pareció imposible que fuese cierto.
—Sí —dijo mientras comenzaba a trabajar con el abrelatas.
—¡Sí! ¿Dónde está? —le pregunté. De algún modo no se me había ocurrido que pudiera no tratarse de Josella.
Pero la mujer sacudió la cabeza negativamente.
—No lo sé. Estuve con el grupo de ella sólo un tiempo y luego los perdí. Una vieja como yo no pude seguir a los jóvenes, así que los perdí. No esperaron por una pobre vieja, y nunca los volví a encontrar.
La mujer siguió cortando en redondo la lata.
—¿Dónde vivían? —le pregunté.
—Estábamos todos en un hotel. No sé dónde está, o hubiera vuelto a encontrarlos.
—¿No sabe el nombre del hotel?
—No. No sirve de nada saber el nombre de los lugares cuando no se puede ver para leerlos.
—Pero usted debe de recordar algo.
—No, no recuerdo.
La mujer alzó el envase y olió con precaución el contenido.
—Oiga —le dije fríamente—. Usted quiere conservar esas latas, ¿no es así?
La vieja movió un brazo, para acercar las latas hacia ella.
—Bueno, entonces será mejor que me diga todo lo que pueda acerca de ese hotel —continué—. Debe de saber por ejemplo si era pequeño o grande.
La mujer meditó un momento protegiendo aún las latas con el brazo.
—En la planta baja había mucho eco, así que quizá era grande. Probablemente era también lujoso... Quiero decir que había alfombras gruesas, y buenas camas, y buenas sábanas.
—¿Nada más?
—No, yo por lo menos... Sí, algo más. Había dos escalones afuera y se entraba por una de esas puertas giratorias.
—Eso está mejor —le dije—. ¿Está usted segura, no? Si no encuentro el hotel, la encontraré de nuevo a usted, ya sabe.
—Se lo juro, señor. Dos escalones, y una puerta giratoria.
La mujer metió la mano en un saco viejo que tenía a su lado, sacó una cuchara sucia, y comenzó a probar los guisantes como si fueran un manjar paradisíaco.
Había, descubrí, muchos más hoteles por aquel lugar, y un número sorprendente de ellos tenían puertas giratorias. Pero no me desanimé.
Cuando lo encontré, ya no tuve más dudas. Los vestigios y el olor eran demasiado familiares.
—¿No hay nadie aquí? —pregunté en el resonante vestíbulo.
Iba a seguir adelante, cuando de uno de los rincones vino un gruñido. Era un hombre acostado en un banco. Aun en la penumbra pude distinguir que estaba muy enfermo. No me acerqué mucho. El hombre abrió los ojos. Durante un instante pensé que me miraba.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
—Sí. Quisiera...
—Agua —dijo el hombre—. Por Cristo, déme un poco de agua.
Fui hasta el comedor, lo crucé, y llegué a la cocina. De los grifos no salía nada. Vacié un par de sifones en un jarro y lo llevé al vestíbulo con una copa. Los coloqué en el piso, al alcance del hombre.
—Gracias, amigo —me dijo—. Puedo arreglármelas. Déjeme solo.
Metió la copa en la jarra y se la bebió.
—Dios —dijo—. Cómo necesitaba esto. —Y volvió a beber—. ¿Qué está usted haciendo? —me preguntó—. No es bueno andar por aquí, usted sabe.
—Estoy buscando una muchacha. Una muchacha que puede ver. Se llama Josella. ¿No está aquí?
—Estaba aquí. Pero ha llegado tarde, amigo.
Una repentina sospecha me atravesó de parte a parte como una puñalada.
—No... no querrá decir que...
—No. Tranquilícese, amigo. No ha pescado esta enfermedad. No. Se ha ido simplemente... como todos los otros.
—¿Sabe adónde?
—Lo ignoro, amigo.
—Ya veo —dije, pesadamente.
—Será mejor que usted también se vaya. Si se queda aquí pronto no va a poder irse, como yo.
Tenía razón. Lo miré un rato.
—¿No necesita nada más?
—No. Estoy terminado. No tardaré mucho en no necesitar nada. —El hombre hizo una pausa. Luego añadió—: Adiós, amigo. Y muchas gracias. Y si la encuentra, cuídela bien. Es una buena muchacha.
Cuando, un poco más tarde, yo estaba alimentándome con un poco de jamón y cerveza, se me ocurrió que no le había preguntado al hombre cuando se había ido Josella; pero decidí que en su estado era difícil que tuviese una idea clara del tiempo.
El único lugar a que podía ir ahora era la Universidad. Josella hubiese pensado lo mismo, y existía la esperanza de que algunos de los elementos dispersos del grupo hubiesen regresado allí en un esfuerzo por volver a estrechar filas. No era una esperanza muy firme, pues el sentido común los hubiese empujado a dejar la ciudad días atrás.
Había aún dos banderas en la torre, que flameaban en el aire del atardecer. De las dos docenas de camiones que habían sido estacionados en el patio, quedaban cuatro, intactos en apariencia. Detuve el coche junto a ellos, y entré en el edificio. Mis pasos resonaron en el silencio.
—¡Hola! ¡Hola! —llamé—. ¿No hay nadie aquí?
Los ecos de mi voz se repitieron en los corredores y en los huecos de las escaleras, disminuyeron hasta convertirse en un suspiro, y luego en silencio. Seguí hasta las puertas de la otra sala, y volví a llamar. Una vez más los ecos murieron limpiamente, posándose con suavidad como nubes de polvo. Sólo entonces, al volverme, advertí que alguien había trazado con tiza una inscripción en la parte de adentro de la puerta de calle. Con grandes letras daba simplemente una dirección.
FINCA TYNSHAMTYNSHAMDEVIZES NORTE, WILTS.
Esto era algo por lo menos.
Miré la inscripción y pensé. En una hora, o menos, caería la noche. Devizes estaba, me parecía, a ciento cincuenta kilómetros de distancia, probablemente a más. Salí otra vez al patio y examiné los camiones. Uno de ellos era el último que yo había traído; aquél en que había almacenado mi despreciado armamento anti-trífido. Recordé que el resto de la carga era una útil variedad de alimentos y enseres. Seria mucho mejor llegar con eso que con las manos vacías en un automóvil. Sin embargo, si no había ninguna razón urgente yo prefería no conducir —y menos un camión grande y pesado— de noche y por caminos donde se podía esperar razonablemente un gran número de sorpresas. Si llegaba a volcar, y esto era lo más posible, perdería más tiempo en encontrar otro camión y transferir la carga, que en pasar aquí la noche. Salir a la mañana temprano ofrecía mejores perspectivas. Trasladé mis cajas de cartuchos del automóvil a la cabina del camión para tener todo preparado. No me desprendí de la pistola.
Encontré el cuarto del que había huido ante la falsa alarma de incendio, tal como lo había dejado. Mis ropas estaban aún en la silla; y hasta los cigarrillos y el encendedor seguían en el mismo sitio, junto a aquella improvisada cama.
Era muy temprano para pensar en dormir. Encendí un cigarrillo, me guardé la cigarrera, y decidí salir un rato.
Antes de internarme en el jardín de Russell Square, lo examiné cuidadosamente. Yo había aprendido a desconfiar de los lugares abiertos. Advertí enseguida la presencia de un trífido. Estaba en el ángulo noroeste, muy quieto, pero sobresalía de los arbustos de alrededor. Me acerqué, e hice saltar la copa de un solo disparo. El ruido en la plaza silenciosa no hubiese sido más alarmante si yo hubiera disparado un obús. Cuando estuve seguro de que no había otros trífidos por las cercanías, entré en el jardín y me senté apoyando la espalda en un árbol.
Me quedé allí quizá unos veinte minutos. El sol estaba bajo, y las sombras envolvían ya la mitad de la plaza. Pronto tendría que irme. Mientras aún había luz yo podía animarme a mí mismo, pero en las sombras algo podía arrastrarse silenciosamente hacia mí. Quizá no antes de mucho tiempo yo comenzaría a pasar las horas de oscuridad en un miedo continuo, como seguramente las habían pasado mis remotos antecesores, observando, siempre con desconfianza, la noche que se alzaba fuera de la caverna. Me quedé un minuto más, para observar cuidadosamente la plaza como si ésta fuese el párrafo de un manual de historia que yo tenía que aprender antes que alguien diera vuelta la hoja. Y mientras estaba allí, observando, escuché el sonido de unos pasos en la calle, un sonido leve, pero parecido, en aquel silencio, al golpear de una rueda de molino.
Me volví, con el arma preparada. Crusoe no se sorprendió más al ver la huella de un pie que yo al oír aquel sonido, pues no había en él el titubeo de un hombre ciego. Vislumbré en la semioscuridad a la móvil figura. Cuando dejó la calle y entró en el jardín noté que era un hombre. Me había visto, evidentemente, antes que yo lo hubiese oído, pues venía en línea recta hacia mí.
—No necesita tirar —dijo el hombre levantando unas manos vacías.
No vi quién era hasta que estuvo a unos pocos metros. El hombre me reconoció también enseguida.
—Oh, es usted —dijo.
Seguí apuntando con el arma.
—Hola, Coker. ¿Qué está buscando? ¿Quiere que me una a otro de sus grupitos? —le pregunté.
—No. Puede bajar eso. Hace mucho ruido por otra parte. Por eso lo encontré. No— repitió—. Tengo ya bastante. Voy a irme al diablo, lejos de aquí.
—Yo lo mismo —dije, y bajé la pistola.
—¿Qué pasó con su grupo? —me preguntó.
Se lo dije. Coker movió afirmativamente la cabeza.
—Lo mismo el mío. Lo mismo los demás, supongo. Pero por lo menos hemos...
—Equivocado el camino —le dije.
Coker volvió a hacer otro signo afirmativo.
—Sí —admitió—. Reconozco que ustedes tenían razón desde un comienzo. Sólo que no parecía justo hace una semana.
—Hace seis días —corregí.
—Una semana —dijo Coker.
—No. Estoy seguro... Oh, bueno, ¿qué diablos importa al fin y al cabo? —dije—. ¿Qué le parece si dadas las circunstancias actuales decretamos una amnistía y empezamos de nuevo?
Coker estuvo conforme.
—Me equivoqué —dijo—. Creí que era el único que se tomaba las cosas en serio... pero no me las tomaba bastante en serio. No podía creer que aquello fuese a durar, o que no llegase alguna ayuda. Y mire ahora. Y así debe de ser en todas partes. Europa, Asia, América. Es difícil imaginarse América así... Pero así debe de ser. Si no, ya estarían aquí, ayudando y poniendo las cosas en su sitio. Así son ellos. No; reconozco que ustedes lo comprendieron todo desde un principio.
Meditamos unos instantes, y al fin pregunté:
—Esta enfermedad, esta plaga, ¿qué cree que es?
—Lo ignoro. Pensé al principio que era tifus, pero alguien me dijo que el tifus se desarrolla más lentamente, así que no sé. No sé tampoco por qué no caí enfermo, salvo que fuese porque pude mantenerme lejos de todos los contagiados, y cuidar de que todo lo que comía estuviese limpio. No comía más que alimentos en conserva y yo mismo abría los envases, y sólo bebía cerveza embotellada. De todos modos, aunque he tenido hasta ahora bastante suerte, no quiero quedarme aquí mucho tiempo. ¿Adónde va usted?
Le hablé de la dirección escrita con tiza en la puerta. Coker no la había visto aún. Estaba dirigiéndose a la Universidad cuando el sonido de mi disparo le había hecho dar un rodeo por precaución.
—La... —comencé a decir, y me interrumpí de pronto. De una de las calles del Oeste vino el ruido de un coche que se ponía en marcha. Engranó rápidamente y luego se perdió a lo lejos;
—Bueno, por lo menos hay algún otro con vida —dijo Coker—. ¿Y quién habrá escrito esa dirección? ¿Sabe usted quién fue?
Me encogí de hombros. Quizá había sido uno de los miembros del grupo de la Universidad, que había logrado volver, o alguno que no había caído en manos de Coker y había quedado en el edificio. No había modo de saber cuánto tiempo llevaba allí esa inscripción. Coker pensó un momento.
—Será mejor que nos mantengamos juntos. Iré con usted y veremos qué se puede hacer. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije—. Iba a acostarme para salir mañana temprano.
Cuando desperté, Coker dormía aún. Me vestí sintiéndome mucho más cómodo con el traje de esquiar y los pesados zapatones que con las ropas que me habían proporcionado los compañeros de Coker. Cuando volví con varios paquetes y latas, me encontré con que mi acompañante ya estaba también levantado y vestido. Después del desayuno decidimos que la bienvenida que nos darían en Tynsham sería mucho más entusiasta si llevábamos un camión cada uno en vez de viajar los dos en un solo coche.
—Y cuide que las ventanillas de la cabina cierren bien —sugerí—. Hay muchos criaderos de trífidos en los alrededores de Londres, particularmente en el Oeste.
—Hum. He visto a algunas de esas feas bestias por ahí —dijo Coker con descuido.
—Yo también las he visto... y en acción —le dije.
En el primer garaje nos proveímos de combustible. Luego, atravesando las calles silenciosas con el ruido de un convoy de tanques, iniciamos el viaje hacia el oeste con mi camión de tres toneladas en la punta.
La marcha era cansadora. Cada diez metros había que sortear un vehículo abandonado. De cuando en cuando dos o tres coches juntos bloqueaban totalmente la calle de modo que había que detenerse y sacar a uno de ellos del camino. Muy pocos estaban estropeados. La ceguera parecía haber caído sobre los conductores rápidamente, pero no con demasiada rapidez como para que hubiesen perdido el dominio del volante. Comúnmente habían tenido tiempo de acercarse a la acera. Si la catástrofe hubiese ocurrido durante el día, las avenidas hubiesen sido intransitables, y abrirnos camino desde el centro por calles laterales nos hubiese llevado días, pasados en su mayor parte en retroceder ante impenetrables murallas de vehículos y en buscar otro camino. Sin embargo, pronto descubrí que nuestro progreso era menos lento de lo que parecía en detalle, y cuando después de unos pocos kilómetros advertí un vehículo volcado en la acera comprendí que estábamos ahora en una ruta que ya había sido seguida y aclarada por todos.
En los límites exteriores de Staines comenzamos a sentir que Londres estaba al fin detrás de nosotros. Me detuve, y fui hacia el camión de Coker. Cuando éste cerró el motor, se hizo un silencio espeso y antinatural, solo interrumpido por el crujido del metal que se enfriaba. Me di cuenta, de pronto, que no habíamos visto una sola criatura viviente, salvo unos pocos gorriones, desde la iniciación del viaje. Coker salió de su cabina.
De pie, en medio del camino, escucho y miró a su alrededor.
And yonder all before us liedeserts of vast eternity...[3]
Murmuró.
Lo miré de frente. Su expresión grave y reflexiva se convirtió de pronto en una falsa sonrisa.
—¿O prefiere usted a Shelley? —me preguntó.
My name is Ozymandias, king of kings,look on my works, ye mighty, and despair![4]
—Vamos, comamos algo —añadió Coker.
—Coker —dije, mientras terminábamos de comer sentados en un mostrador y extendíamos mermelada sobre unos bizcochos, —usted me intriga. ¿Qué es usted? La primera vez que lo vi estaba usted delirando —si me perdona que use la palabra apropiada— en una especie de jerga de los muelles. Ahora me cita a Marvell. No tiene sentido.
Coker sonrió mostrando los dientes.
—Tampoco lo tiene para mí, de veras. —dijo—. Eso pasa por ser un híbrido. Uno nunca sabe qué es uno. Mi madre tampoco sabía qué era yo. Por lo menos nunca pudo probarlo, y me lo frotó siempre por las narices para justificar por qué no me daba dinero. Eso me amargó un poco la infancia, y cuando deje la escuela comencé a asistir a los mítines, cualquier clase de mitin siempre que se protestara contra algo. Y eso me llevó a mezclarme con la gente que frecuenta esos sitios. Supongo que me encontraban algo así como divertido. Sea como sea acostumbraban a llevarme a fiestas artístico-políticas. Al cabo de un tiempo me cansé de ser objeto de diversión y verlos reírse doblemente —en parte conmigo y en parte de mí—, aunque yo les dijera lo que pensaba. Comprendí que necesitaba un poco de la educación que ellos tenían, que entonces yo también, quizá, podría reírme de ellos un poco; así que empecé a ir a clases nocturnas, y a practicar el modo de hablar de aquella gente para usarlo cuando fuese necesario. Hay mucha gente que no parece comprender que hay que hablarle a un hombre en su propio lenguaje si se desea que lo tomen a uno en serio. Si usted habla torpemente y cita a Shelley piensan que es usted ingenioso, como un mono amaestrado o algo similar, pero no prestan atención a lo que uno les dice. Tiene que hablar la clase de jerga que ellos acostumbran a tomar en serio. Y lo mismo en el otro sentido. La mayor parte de los jefes políticos que se dirigen a un auditorio de trabajadores no logran hacer ver el valor de sus ideas, no tanto porque superen el nivel de comprensión de los oyentes, sino porque la mayor parte de éstos están atendiendo a la voz y no a las palabras, y deducen por lo tanto que la mayor parte de lo que oyen es pura fantasía, ya que no es una charla normal. Así que comprendí que lo que había que hacer era usar el lenguaje adecuado en el sitio adecuado... y de cuando en cuando el no adecuado en el lugar no adecuado, inesperadamente. Es asombroso como eso los sacude. Una maravilla, aquel sistema de castas inglés. Desde entonces me desempeñé muy bien en el negocio de la oratoria. Lo que se llama un trabajo seguro, pero variado e interesante. Wilfred Coker. Orador de mítines. Temas, indiferente. Ese soy yo.
—¿Qué quiere decir «temas, indiferente»? —pregunté.
—Bueno, yo proveo al mundo parlante del mismo modo que el impresor provee al mundo impreso. El impresor no tiene por qué creer en todo lo que imprime.
Dejé eso por el momento.
—¿Cómo no le ocurrió a usted lo que a los demás?—le pregunté—. ¿Usted no estaba en un hospital, no?
—¿Yo? No. Ocurrió que estaba hablando en un mitin en el que se protestaba con bastante dureza contra la parcialidad de la Policía. Comenzamos alrededor de la seis, y a eso de la seis y media la Policía en persona se presentó a interrumpirnos. Encontré una trampa, y me metí en el sótano. La Policía bajó, también, a echar una ojeada, pero no me vieron, pues yo me había escondido debajo de un montón de virutas. Siguieron caminando un rato por allá arriba, y al fin se hizo el silencio. Pero yo no me moví. No iba a salir para caer en una trampita cualquiera. Estaba muy cómodo, así que me dispuse a dormir. A la mañana siguiente cuando asomé con toda precaución la nariz, vi que había ocurrido todo esto. —Coker, pensativo, hizo una pausa—. Bueno, ahora que toda aquella diversión terminó, no creo que vayan a llamarme mucho para que use mis habilidades —añadió.
No se lo discutí. Terminamos de comer. Coker se dejó caer del mostrador.
—Vamos. Será mejor que nos pongamos en movimiento. «Mañana a campos jóvenes y a praderas nuevas», si quiere una cita realmente trillada.
—Es algo más que trillada; es inexacta. Es «bosques», no «campos».
Coker frunció pensativamente el ceño.
—Bueno... sí, hombre, así es —admitió.
Comencé a sentir esa animación que Coker estaba ya exhibiendo. La vista del campo daba alguna clase de esperanza. Cierto era que las recientes y verde cosechas nunca serían recogidas cuando llegasen a su madurez, y que nadie iba a sacar las frutas de los árboles, y que los prados nunca volverían a tener ese aspecto ordenado y limpio, pero todo esto seguiría su marcha, a su modo. No era lo mismo que las ciudades, estériles, detenidas para siempre. Era un sitio que uno podía trabajar y atender, donde aun era posible un futuro. Hacía que mi existencia de la semana anterior se pareciese a la de una rata que se alimenta de mendrugos y se aprovisiona en montones de basura. Extendía la vista por el campo, y sentía que se me ensanchaba el espíritu.
Los lugares que cruzábamos en nuestro camino, pueblos como Reading o Newbery, traían el recuerdo de Londres por un rato, pero no eran más que accidentes en una gráfica de resurrección.
Hay en el hombre una incapacidad de mantener el espíritu trágico, una cualidad fénix de la mente. Puede ser provechosa o dañina; forma parte del instinto de supervivencia, pero hace posible, también, que nos embarquemos en sucesivas guerras debilitantes. Es necesario para nuestro mecanismo que seamos capaces de llorar sólo por un rato, aun ante un océano de leche derramada; lo espectacular tiene que convertirse pronto en un lugar común, sino la vida sería insoportable. Bajo un cielo azul donde unas pocas nubes navegaban como témpanos celestiales, las ciudades se convirtieron en un recuerdo menos opresivo, y la sensación de vivir nos refrescó otra vez como un viento puro. No justifica quizá, pero al menos explica, por qué de cuando en cuando me sorprendía a mí mismo cantando mientras conducía el camión.
En Hungerford nos detuvimos a comer y cargar combustible. Aquella sensación de alivio continuó subiendo mientras cruzábamos kilómetros y kilómetros de campos intactos. No parecía aún una campiña solitaria, sólo somnolienta, y amable. Ni siquiera los ocasionales grupitos de trífidos que se balanceaban cruzando los prados, o aquellos que aún permanecían con las raíces hundidas en el suelo, lograban convertir mi humor en hostilidad. Eran, otra vez, simplemente el tema de mis suspendidos intereses profesionales.
Ya cerca de Devizes nos detuvimos una vez más para consultar el mapa. Un poco más allá doblamos a la derecha para tomar un camino lateral y nos dirigimos hacia la aldea de Tynsham.
10
Tynsham
Era un poco difícil que alguien pasara por alto la Finca de Tynsham. Más allá de las pocas casas que formaban la aldea, el alto muro de la heredad corría junto al camino. Lo seguimos hasta llegar a una maciza puerta de hierro forjado. Detrás de la puerta había una joven a quien la gravedad sombría de la responsabilidad había quitado toda expresión humana. Estaba provista de una escopeta que tomaba por lugares inadecuados. Le hice una seña a Coker para que se detuviese, y llamé a la mujer mientras iba acercándome. La mujer movió la boca, pero ninguna palabra traspasó el ruido del motor. Lo apagué.
—¿Es esta la Finca de Tynsham? —pregunté.
La mujer no estaba dispuesta a soltar esto ni ninguna otra cosa.
—¿De dónde vienen? ¿Y cuántos son? —replicó.
Yo hubiese deseado que no jugara con la escopeta de ese modo. Brevemente, y sin dejar de fijarme en aquellos torpes dedos, le expliqué quiénes éramos, por qué habíamos venido, qué traíamos con nosotros, y le garanticé que no ocultábamos a nadie. La mujer fijó en mí unos ojos tristes y pensativos, muy comunes en los sabuesos, pero nada tranquilizadores. Mis palabras no lograron desvanecer esa sospecha que hace a las personas concienzudas tan cansadoras. Cuando la mujer vino de detrás de la verja a examinar la parte trasera de los camiones, rogué porque no viera confirmadas sus sospechas al ver a Coker. Admitir que estaba satisfecha debió haber debilitado su papel de centinela, pues consintió, aunque todavía con algunas reserva, en dejarnos entrar.
—Tome el sendero de la derecha —me dijo mientras yo entraba en la finca, y se volvió enseguida para atender otra vez a la puerta. Más allá de una corta avenida de olmos se extendía un parque de estilo de fines del siglo dieciocho y matizado de árboles que habían tenido espacio suficiente como para adquirir toda su magnificencia. La casa, cuando se hizo visible, no me pareció nada majestuoso, en el sentido arquitectónico pero era muy grande. Ocupaba una considerable extensión de terreno y comprendía una verdadera variedad de estilos como si ninguno de sus sucesivos ocupantes hubiese podido resistir la tentación de dejar su marca personal. Cada uno de ellos, sin dejar de respetar el trabajo de sus antecesores, se había creído con el deber de expresar de algún modo el espíritu de su propia época. Un confiado olvido de las alturas previas había dado como resultado una evidente indocilidad. Era sin duda una casa graciosa y, sin embargo, de un aspecto amable y seguro.
El sendero nos condujo a un patio ancho donde ya estaban estacionados varios vehículos. Cochera y establos se extendían alrededor, ocupando aparentemente varios acres. Coker se puso a mi lado y descendió. No se veía a nadie.
Entramos por la puerta trasera del edificio principal y atravesamos un largo corredor. Este terminaba en una cocina de nobiliarias proporciones donde flotaba el calor y el olor de una comida que estaba preparándose. De algún sitio venía un murmullo de voces y un ruido de platos. Tuvimos que recorrer otro oscuro pasillo y atravesar otra puerta antes de llegar allí.
El lugar en que nos encontrábamos ahora había sido, imaginé, la sala de la servidumbre en épocas en que el servicio era bastante numeroso como para que tuviesen que disponer de una sala. Era lo suficientemente espacioso como para que pudiesen sentarse a la mesa un centenar de personas. Sus actuales ocupantes, sentados en dos largas filas de bancos, eran, me pareció, unos cincuenta o sesenta. Bastaba mirarlos para comprender que eran ciegos. Mientras seguían pacientemente sentados, unas pocas personas con vista se movían a su alrededor, muy ocupadas. En una mesa lateral tres muchachas trinchaban activamente unos pollos. Me acerqué a una de ellas.
—Acabamos de llegar —le dije—. ¿Qué podemos hacer?
La muchacha se detuvo, y sin soltar el tenedor se echó con la muñeca, hacia atrás, un mechón de pelo.
—Uno de ustedes puede encargarse de las verduras y el otro ayudar con los platos —me dijo.
Me encargué de dos grandes cubos de patatas y repollo. Mientras los distribuía por las mesas examiné a los ocupantes de la sala. Josella no estaba entre ellos, ni vi tampoco a ninguno de los más notables caracteres del grupo de la Universidad, aunque creí reconocer las caras de algunas mujeres.
La proporción de hombres era mucho mayor que en el grupo primitivo, y estaban curiosamente separados en grupos. Unos pocos podían haber sido londinenses, o por lo menos habitantes de alguna ciudad, pero la mayoría llevaba ropas de campo. Una excepción era un clérigo de edad madura. La ceguera era la característica común de todos ellos.
Las mujeres estaban distribuidas de un modo más irregular. Algunas llevaban trajes de ciudad, no muy apropiados para el ambiente; otras eran probablemente de la aldea. En el último grupo había sólo una muchacha con vista, pero el primero comprendía por lo menos una media docena de mujeres normales, y algunas que, aunque ciegas, no se manejaban con torpeza.
Coker, también, había estado inspeccionando la sala.
—Rara compañía ésta —me dijo en voz baja—. ¿La ha visto ya?
Sacudí la cabeza, comprendiendo tristemente que había tenido más esperanzas de encontrar allí a Josella de lo que me había confesado a mí mismo.
—Es gracioso —continuó Coker—, no hay prácticamente nadie del grupo que me llevé con usted, excepto la muchacha que está trabajando en aquella punta.
—¿Lo ha reconocido? —pregunté.
—Creo que sí. Me miró de bastante mal modo.
Cuando terminamos de acarrear los platos y servir las verduras, nos sentamos a la mesa. No había nada de que quejarse en la comida, y eso que haber vivido de conservas durante una semana había agudizado nuestro gusto. Cuando terminamos de comer, alguien golpeó la mesa. El clérigo se puso de pie, y esperó a que se hiciera el silencio antes de hablar.
—Amigos míos. Conviene que al terminar un nuevo día renovemos nuestras gracias a Dios que ha tenido la misericordia de preservarnos en medio del desastre. Rogadle que tenga compasión para con aquéllos que aún vagan solos en la oscuridad y que conduzca hacia aquí sus pasos, que nosotros los socorreremos. Pidámosle también que podamos sobrevivir a las pruebas y tribulaciones que nos aguardan, para que con su ayuda logremos participar en la reconstrucción de un mundo mejor para su mayor gloria.
El clérigo inclinó la cabeza.
—Dios todopoderoso y misericordioso...
Después del «amén» comenzó un himno. Cuando el canto terminó los asistentes se separaron en grupos, todos tomados de su vecino, y dirigidos por cuatro de las muchachas con vista.
Encendí un cigarrillo. Coker me aceptó uno distraídamente, sin hacer ningún comentario. Una muchacha se acercó a nosotros.
—¿Quieren ayudar a salir? —nos preguntó—. La señorita Durrant volverá pronto, espero.
—¿La señorita Durrant? —repetí.
—Es la organizadora —explicó la muchacha—. Podrán arreglar las cosas con ella.
Una hora más tarde, y ya casi de noche, oímos que la señorita Durrant había vuelto. La encontramos en una habitación no muy grande, algo parecida a un estudio, iluminada solamente por dos velas que la mujer tenía en el escritorio. Reconocí enseguida a la mujer morena, de labios delgados, que había hablado en nombre de la oposición en el mitin de la Universidad. Por el momento toda su atención estaba concentrada en Coker. Su expresión no era más amable que la de aquella otra noche.
—Me han dicho —dijo fríamente, mirando a Coker como si el hombre fuera algún desperdicio—, me han dicho que fue usted quien organizó el asalto al edificio de la Universidad.
Coker dijo que sí, y esperó.
—Entonces tengo que advertirle, de una vez por todas, que en nuestra comunidad de nada sirven los métodos brutales, y que no es nuestro propósito tolerarlos.
Coker sonrió ligeramente, y respondió recurriendo a su mejor lenguaje de clase media:
—Todo depende del punto de vista. ¿Quién puede juzgar quién fue el más brutal? ¿Aquéllos que vieron una responsabilidad inmediata y se quedaron, o aquéllos que vieron una responsabilidad lejana y se dieron a la fuga?
La mujer siguió mirándolo duramente. Su expresión era la misma, pero evidentemente estaba formándose una diferente opinión del hombre con que tenía que tratar. Ni su réplica ni sus modales habían sido lo que ella había esperado. Meditó unos instantes sobre este nuevo aspecto de las cosas y al fin se volvió hacia mí.
—¿Estaba usted en eso, también?
Le expliqué mi participación en cierto modo negativa en el asunto, e hice mi propia pregunta.
—¿Qué pasó con Michael Beadley, el Coronel y el resto?
No fui muy bien recibido.
—Se han ido a otra parte —dijo la mujer secamente—. Esta es una comunidad limpia y decente con ciertas normas —normas cristianas—, y nos proponemos luchar por ellas. No tenemos lugar aquí para gente sin convicciones. La decadencia, la inmoralidad y la falta de fe son responsables de la mayor parte de los males del mundo. Es deber de aquéllos que nos hemos salvado edificar una sociedad donde eso no vuelva a ocurrir. El cínico y el listo descubrirán que no hay lugar aquí para ellos, no importa con qué brillantes teorías traten de disfrazar su materialismo y su licencia. Somos una comunidad cristiana, y pretendemos seguir siéndolo.
La señorita Durrant me miró desafiante.
—¿Así que usted se separó? —dije—. ¿Y a dónde han ido los otros?
La mujer me respondió con frialdad:
—Se han ido, y nosotros nos hemos quedado. Eso es lo que importa. En tanto mantengan su influencia lejos de aquí, podrán trabajar a su gusto en su propia condenación. Y como han decidido considerarse superiores, tanto a las leyes de Dios como a las de las costumbres civilizadas, no dudo que lo lograrán.
La señorita Durrant terminó su declaración con un movimiento de mandíbula que sugería que era inútil hacerle más preguntas, y luego se volvió hacia Coker.
—¿Qué sabe hacer usted? —le preguntó.
—Varias cosas —dijo Coker con calma—. Sugiero que se me ocupe en diversos trabajos hasta ver dónde se me necesita más.
La mujer titubeó un poco sorprendida. Había pensado, indudablemente decidir por su propia cuenta, y dar enseguida las instrucciones del caso, pero esto era distinto.
—Muy bien. Mire por ahí y venga mañana por la tarde y hablaremos —dijo.
Pero a Coker no lo despedían tan fácilmente. Deseaba conocer las dimensiones de la finca, el número de personas que albergaba la casa, la proporción de ciegos y gente normal, y otras varias cosas, y se las dijeron.
Antes de irnos, pregunté por Josella. La señorita Durrant frunció el ceño.
—Me parece haber oído ese nombre. ¿Dónde pudo haber sido? Oh, ¿no fue candidata de los conservadores en la última elección?
—No lo creo. Ella... este... escribió un libro —dije.
—Escribió.. —comenzó a decir la mujer. Enseguida vi que recordaba—. Oh, oh, ¡aquel libro! Bueno, realmente, señor Masen, no creo que esa señorita sea capaz de interesarse por una comunidad como ésta.
Ya fuera, en el corredor, Coker se volvió hacia mí. Había aún bastante luz como para que yo alcanzase a ver su sonrisa.
—Una ortodoxia bastante deprimente —comentó. La sonrisa desapareció mientras añadía—: Gente seria, ya me entiende. Orgullo y prejuicio. La mujer quiere que la ayuden. Lo necesita con urgencia pero no va a admitirlo por nada del mundo.
Hizo una pausa ante una puerta abierta. La oscuridad era ya bastante grande como para distinguir el interior de la habitación. Entramos y vimos que era un dormitorio de hombres.
—Voy a cambiar unas palabras con esta gente. Lo veré luego.
Observé como Coker cruzaba la habitación y saludaba a todos con un alegre:
—¡Salud, compañeros! ¿Cómo van las cosas?
Yo regresé al vestíbulo-comedor. No había más luz que la de tres velas puestas sobre una mesa. Muy cerca una muchacha miraba exasperadamente un remiendo.
—Hola —me dijo—. Terrible, ¿no es cierto? ¿Cómo podían hacer algo en aquellos viejos días cuando caía la noche?
—No tan viejos —le respondí—. No se trata sólo del pasado, sino también del futuro... siempre que haya alguien que nos enseñe a hacer velas.
—Sí, me imagino que así será. —La muchacha alzó la cabeza y me miró—. ¿Usted llegó hoy de Londres?
—Si —contesté.
—¿Van muy mal las cosas allá?
—Todo ha terminado.
—Habrá visto escenas horribles.
—Sí —dije, brevemente—. ¿Desde cuándo está aquí?
La muchacha me relató sucintamente lo que había ocurrido, sin mucho ánimo.
El asalto de Coker a la Universidad sólo había perdonado a media docena de personas con vista. Ella y la señorita Durrant habían sido dos de ellas. Al día siguiente la señorita Durrant se había hecho cargo de la situación con bastante ineficacia. Era imposible salir inmediatamente ya que sólo uno era capaz de conducir un camión. Durante ese día, y la mayor parte del otro, el grupo había vivido en una situación similar a la mía en Hampstead. Pero en la tarde del segundo día volvieron Michael Beadley y otros dos, y durante la noche unos pocos más. Al otro día había bastante gente como para manejar una docena de camiones. Decidieron que era más prudente salir enseguida que esperar la posibilidad de que regresaran otros.
La Finca de Tynsham había sido elegida como destino posible sólo porque el Coronel había dicho que ofrecía las condiciones de seguridad y aislamiento que estaban buscando.
No había mucha unanimidad en el grupo, como lo sabían muy bien sus jefes. Al día siguiente de llegar a Tynsham se había realizado una reunión, más pequeña, pero no muy diferente de aquella de la Universidad. Michael y sus partidarios habían anunciado que había mucho que hacer, y que no tenían la intención de desperdiciar energías en pacificar un grupo dominado por insensatos prejuicios y ganas de discutir. La tarea a realizar era demasiado grande y el tiempo apremiaba. Florence Durrant se mostró de acuerdo. Lo que había ocurrido en el mundo bastaba como advertencia. No entendía cómo podía haber gentes tan ciegas e ingratas que no alcanzaban a ver que habían sido salvadas por la gracia de un milagro y que pensaban aún en perpetuar las teorías subversivas que habían estado minando la fe cristiana durante todo un siglo. Por su parte no deseaba vivir en una comunidad donde unos cuantos tratarían de pervertir la sencilla fe de los que no se avergonzaban de mostrar su gratitud hacia Dios guardando sus leyes. No dejaba tampoco de advertir que la situación era seria. Lo correcto era tener en cuenta la señal de advertencia enviada por Dios y volver enseguida a sus enseñanzas.
La división del grupo, aunque realizada sin titubeos, no fue muy proporcionada. La señorita Durrant descubrió que la apoyaban cinco muchachas con vista, una docena de muchachas ciegas, unos pocos hombres y mujeres de mediana edad, también ciegos, y ningún hombre con ojos normales. Dada esta última circunstancia era indudable que la sección que tenía que mudarse era la de Michael Beadley. Los camiones estaban todavía cargados, así que no había por qué esperar, y aquella misma tarde salieron de allí dejando que la señorita Durrant y sus seguidores se hundieran o flotaran en sus principios.
Hasta ese entonces no había habido oportunidad de examinar los recursos de la finca y sus alrededores. La parte principal de la casa había estado clausurada, pero en los pabellones de la servidumbre encontraron huellas de recientes ocupantes. La investigación realizada más tarde en el jardín de la cocina les dio una imagen bastante clara de lo que había pasado. Los cuerpos de un hombre, una mujer y una muchacha yacían entre unas frutas.
Cerca; un par de trífidos esperaba pacientemente con sus raíces clavadas en el suelo. Junto a la granja modelo, en el extremo más lejano de la heredad, había ocurrido algo similar. Era difícil saber si los trífidos habían entrado en el parque por alguna puerta abierta, o si se trataba de ejemplares que no habían sido podados y que ya estaban allí; pero, evidentemente, eran una amenaza de la que había que librarse enseguida, antes que hicieran más daño. La señorita Durrant había enviado a una muchacha a que recorriese el muro de la finca y cerrase todas las puertas, mientras ella, por su parte, se dirigía a la sala de armas. A pesar de su inexperiencia, ella y otra mujer habían logrado volar la copa de todos los trífidos que habían encontrado, hasta el número de veintiséis. No habían visto más dentro de los muros, y se esperaba que no hubiese otros.
Al día siguiente una recorrida por la aldea había mostrado que los trífidos existían allí en número considerable. Los sobrevivientes eran aquéllos que se habían encerrado en sus casas para vivir allí mientras les durasen las provisiones, o los que habían tenido bastante suerte como para no encontrarse con trífidos cuando salían en busca de alimento. Todos ellos fueron recogidos y traídos a la finca. Eran personas sanas, y en su mayoría fuertes, pero por ahora constituían más una carga que una ayuda, pues no había nadie entre ellas que pudiese ver.
Cuatro mujeres más habían llegado en el curso del día. Dos, acompañadas por una muchacha ciega, en un camión; la otra sola, en un coche. Esta última después de una breve recorrida, había declarado que el sitio era poco atractivo, y se había ido. De los varios que continuaron llegando en los pocos días siguientes, sólo dos se habían quedado. Todos, menos dos, habían sido mujeres. La mayor parte de los hombres, parecía, se habían alejado sin remordimientos de la gente de Coker, y casi todos habían regresado a tiempo para unirse al grupo original.
De Josella, la muchacha no supo decirme nada. Era indudable que nunca había oído su nombre y mis intentos de descripción no le trajeron ningún recuerdo.
Hablábamos todavía cuando la luz eléctrica se encendió de pronto. La muchacha alzó los ojos con la expresión de suspenso y asombro de quien está recibiendo una revelación. Apagó las velas, y volvió a su zurcido mirando de vez en cuando las lámparas como para asegurarse de que estaban todavía allí.
Unos pocos minutos después, Coker entraba en la sala.
—Fue usted, supongo —le dije señalando las luces con un movimiento de cabeza.
—Sí —admitió Coker—. La casa tiene instalación propia. Es mejor usar el petróleo que dejar que se evapore.
—¿Quiere decir que pudimos haber tenido luz eléctrica desde que llegamos aquí? —preguntó la muchacha.
—Si se hubieran tomado la molestia de poner en marcha el motor —dijo Coker, mirándola—. Si querían luz eléctrica, ¿por qué no lo encendieron?
—No sabía que había un motor. Además, no sé nada de máquinas o electricidad.
Coker miró a la muchacha pensativamente.
—Así que siguió a oscuras —señaló—. ¿Y cuánto tiempo cree que podría sobrevivir quedándose sentada y a oscuras cuando hay tantas cosas que hacer?
La muchacha se sintió herida ante el tono de Coker.
—No es culpa mía si no sirvo para esas cosas.
—Permítame contradecirla —le dijo Coker—. No sólo es culpa suya, sino que es también una culpa en la que usted se ha complacido. Nada justifica que se sienta demasiado espiritual como para entender de maquinarias. Es una forma muy tonta de la vanidad. Nadie no sabe nada de nada en un principio, pero Dios da al hombre —y también a la mujer— un cerebro. No saber cómo usarlo no es una virtud que haya que alabar. Aún en una mujer es un defecto grave.
Como es natural la muchacha parecía molesta. Coker mismo parecía molesto desde que había llegado. La muchacha dijo:
—Todo está muy bien. Pero las mentes de distintas personas trabajan de distinto modo. Los hombres entienden el funcionamiento de las máquinas, y la electricidad. Las mujeres no se interesan comúnmente por esas cosas.
—No me mezcle leyendas y mentiras. No voy a aceptarlo —dijo Coker—. Usted sabe muy bien que las mujeres pueden manejar —o por lo menos han podido— las máquinas más complejas y delicadas cuando se molestan en entenderlas. Lo que pasa generalmente es que son demasiado perezosas para molestarse, a no ser que se vean obligadas a hacerlo. ¿Por qué van a molestarse cuando toda una tradición de conmovedor desamparo ha sido analizada como virtud femenina y se ha puesto el trabajo en manos de algún otro? Comúnmente es un artificio que nadie ha considerado necesario desenmascarar. En realidad, se lo ha alimentado por todos los medios. El hombre ha colaborado arreglando el incinerador de la pobre querida, y cambiando hábilmente los fusibles. La charada en su totalidad ha sido aceptada por ambos bandos. La dura eficacia complementa esa delicadeza espiritual y dependencia encantadora. Y es él quien se ensucia las manos.
Coker tomó aliento y continuó:
—Hasta hemos podido divertirnos a nosotros mismos con esa especie de parasitismo y pereza mental. A pesar de que se ha hablado durante generaciones de la igualdad de los sexos, las mujeres han hecho todo lo posible por continuar dependiendo de los hombres. Han cambiado un poco, como para adaptarse a las nuevas condiciones, pero sólo un poco... y de muy mala gana. —Coker calló un instante—. ¿Lo duda usted? Bueno, considere este hecho: tanto la muchachita descarada como la mujer intelectual traen a colación, cuando se trata de efectuar ciertos trabajos, su supersensibilidad. Sin embargo, cuando estalla una guerra, que acarrea deberes y obligaciones sociales, ambas pueden educarse y convertirse en mecánicos competentes.
—Pero ellas no eran buenos mecánicos —señaló la muchacha—. Todo el mundo lo dice.
—Ah, el mecanismo defensivo en acción. Permítame informarle que se dice eso en defensa de muchos intereses. Sin embargo —admitió Coker—, hasta cierto punto es verdad. ¿Y por qué? Porque casi todas las mujeres no sólo tuvieron que aprender muy rápidamente y sin una base adecuada, sino que tuvieron también que olvidarse de los hábitos alimentados cuidadosamente durante años y años. Habían llegado a creer que tales intereses les eran ajenos, y demasiado rudos para sus delicadas naturalezas.
—No sé por qué viene a refregarme todo eso por las narices —dijo la muchacha—. Yo no soy la única que no puso en marcha el motor.
Coker sonrió mostrando los dientes.
—Tiene usted razón. No es justo. Pero encontrar ese motor ya listo para funcionar, y pensar que nadie había hecho nada, me sacó de quicio. La torpeza de los inútiles me es insoportable.
—Me parece entonces que tendría que decirle todo eso a la señorita Durrant, y no a mí.
—No se preocupe. Lo haré. Pero no sólo le atañe a ella. También a usted, y a todos. Hablo en serio, ya lo sabe. Los tiempos, han cambiado de veras. Usted no puede seguir diciendo: «Oh, querido, no entiendo nada de estas cosas», y esperar a que otro haga el trabajo. Nadie puede ser ya tan estúpido como para confundir la ignorancia con la inconsciencia. Ni la ignorancia será ya algo gracioso o simpático. Será al contrario algo peligroso, muy peligroso. Si no nos apresuramos a entender muchas cosas que antes no nos interesaron, nadie saldrá adelante, ni los que dependen de nosotros.
—No veo por qué tiene que derramar sobre mí todo su desprecio por las mujeres —dijo la muchacha, malhumorada—. Y todo por un motor viejo y sucio.
Coker alzó los ojos al cielo.
—¡Dios mío! Y aquí he estado yo explicando que las mujeres tienen todas las capacidades y que sólo falta que las utilicen.
—Usted dijo que éramos parásitos. No es nada bonito oír eso.
—No trato de decir cosas bonitas. Digo sólo que en el mundo que acaba de desaparecer las mujeres tenían gran interés en actuar como parásitos.
—Y todo eso porque ocurre que no sé nada acerca de un motor ruidoso y maloliente.
—¡Demonios! —dijo Coker—. Olvídese un instante de ese motor, ¿quiere?
—¿Entonces por qué...?
—El motor es sólo un símbolo. Lo que importa es que tenemos que aprender no sólo lo que nos gusta, sino también todo lo que concierne al gobierno de una comunidad y a su mantenimiento. Los hombres no podrán contentarse ya con meter un voto en una urna y pasarle el poder a otro. Y nadie podrá decir que una mujer cumpla con sus obligaciones sociales porque convenza a un hombre de que la mantenga y le facilite un refugio donde pueda producir niños, irresponsablemente, para que otro los eduque.
—Bueno, no veo que tiene eso que ver con motores...
—Escuche —dijo Coker con paciencia—. Si tuviera usted un niño, que le gustaría más, ¿que creciera como un salvaje o como un hombre civilizado?
—Como un hombre civilizado, por supuesto.
—Bueno, entonces tendrá que crecer en un ambiente civilizado. Las normas que aprenderá, las aprenderá de nosotros. Debemos entender el mayor número posible de cosas, y vivir con toda la inteligencia de que seamos capaces, para darle así lo mejor. Eso representará un trabajo duro, y un mayor empleo del cerebro. Un cambio de condiciones tiene como inevitable consecuencia un cambio de perspectivas.
La muchacha recogió su zurcido. Durante algunos instantes miró críticamente a Coker.
—Con puntos de vista como el suyo creo que se encontraría más a gusto en el grupo del señor Beadley —dijo—. No pensamos aquí cambiar de perspectivas, ni dejar de lado nuestros principios. Por eso nos separamos de los otros. De modo que si las costumbres de la gente decente y respetable no son bastante buenas para usted, creo que sería mejor que se fuera a otra parte. —Y aspirando brevemente y con fuerza por la nariz, la muchacha se alejó.
Coker la observó mientras se iba. Cuando se cerró la puerta dio rienda suelta a sus sentimientos. Me reí.
—¿Qué esperaba usted? —le dije—. Discute usted con ella como si se encontrase ante un auditorio de criminales y fuese responsable, además, de todo el sistema social de Occidente. Y luego se sorprende porque se enoja.
—Uno espera que vean dónde está la razón —murmuró Coker.
—No veo por qué. La mayoría no ve sino aquello a que está habituado. La muchacha se opone a cualquier cambio, razonable o no, que entre en conflicto con los sentimientos en los que ha sido educada. Depende de lo que según ella está bien, y cree haber demostrado gran firmeza de carácter. Usted tiene demasiada prisa. Muéstrele a un hombre los Campos Elíseos cuando acaba de perder su hogar y no le parecerán gran cosa; déjelo allí un tiempo y pensará que se parecen a su casa, aunque ésta era más cómoda. La muchacha terminará por adaptarse, y continuará negando que se haya adaptado.
—En otras palabras, conténtese con improvisar. No trate de hacer planes. Eso no nos llevará muy lejos.
—Aquí es donde interviene la acción del jefe. El jefe hace planes, pero tiene la prudencia de no decirlo. Cuando es necesario hacer algún cambio, lo presenta como una concesión —temporaria, naturalmente— a las circunstancias, y si es un buen jefe esas concesiones entrarán a formar parte del orden natural de las cosas. Siempre hay abrumadoras objeciones a cualquier plan, pero todos admiten qué se pueda hacer concesiones ante una emergencia.
—Eso me suena a maquiavelismo. Me gusta ver a dónde voy, e ir directamente.
—La mayoría de la gente no comparte ese gusto, aunque lo niegue. Prefieren que se les disfrace la verdad, o hasta que los lleven por la nariz. De ese modo nunca podrán cometer un error; si se equivocan siempre es por culpa de algo o de algún otro. Ese ir directamente a las cosas es propio de una máquina y la gente, en general, no son máquinas. Tienen un cierto modo de pensar, casi siempre bastante torpe, y se sienten más cómodos si siguen el camino de costumbre.
—Parece como si no creyera usted en las posibilidades de éxito del grupo de Beadley. Beadley es todo plan.
—Beadley encontrará sus dificultades. Aunque ellos ya eligieron voluntariamente. Este grupo es negativo —apunté—. Aquí hay que luchar contra una tenaz resistencia a toda clase de plan. —Hice una pausa. Luego añadí—: Esa muchacha tenía razón en una cosa. Usted estaría mejor con Beadley. La reacción de esta mujer es una muestra de lo que obtendría usted si tratara de dirigir este grupo a su modo. No es posible dirigir un rebaño de ovejas al mercado en una perfecta línea recta, pero hay otras maneras de llevarlo.
—Está usted desacostumbradamente cínico esta noche, y además metafórico —observó Coker.
Me mostré en desacuerdo.
—No es nada cínico haber observado como un pastor maneja a su rebaño.
—Pero si lo sería para algunos comparar a los seres humanos con ovejas.
—Menos cínico, sin embargo, y más remunerador, que compararlos con un equipo de maquinarias manejadas por ondas mentales.
—Hum —dijo Coker—. Tendré que pensar en las posibles consecuencias de esa frase.
11
En camino
La mañana siguiente fue, para mí, un completo desorden. Miré un poco por todas partes, di una mano aquí y allá, e hice un montón de preguntas.
Había pasado una mala noche. Sólo al acostarme comprendí hasta qué punto había contado con ver allí a Josella. Aunque estaba muy cansado a causa del viaje, no pude dormir. Tendido en la oscuridad me sentí como perdido y sin planes. Había asumido con tanta confianza que Josella y el grupo de Beadley tenían que estar en Tynsham, que no había pensado hasta entonces cómo podría buscarlos. Se me ocurría ahora, por primera vez, que aun en el caso de que pudiese llegar hasta ellos, quizá no encontrase a Josella. Si Josella había dejado el distrito de Westminster sólo poco antes que yo llegase allí, no podía haber salido con el grupo principal. Evidentemente yo tenía que preguntar cuidadosamente por todos los que habían llegado a Tynsham en los últimos días.
Por el momento tenía que pensar que había seguido este camino. Era mi único hilo conductor. Y eso significaba también que Josella había vuelto a la Universidad y había descubierto la dirección escrita con tiza... Aunque también era posible que no hubiese tomado la ruta más corta para alejarse de aquel lugar maloliente en que se había convertido Londres.
Lo que no quería admitir, de ningún modo, era que Josella se hubiese contagiado la enfermedad, cualquiera que ésta fuese, que había terminado con los dos grupos. No tendría en cuenta esa posibilidad hasta que tuviese que hacerlo.
En la somnolienta claridad de las primeras horas del alba descubrí que mi prisa por unirme al grupo de Beadley era algo muy secundario comparado con mi deseo de hallar a Josella. Si cuando me encontrase con ellos, Josella no estaba allí... bueno, ya decidiría entonces qué había que hacer, pero no iba a resignarme.
Cuando desperté, la cama de Coker estaba ya vacía. Decidí dedicar la mayor parte de la mañana a investigar. Por desgracia a nadie se le había ocurrido anotar los nombres de aquéllos a quienes Tynsham había parecido poco atractivo y que habían seguido viaje. El nombre de Josella sólo significaba algo para quienes lo recordaban con desaprobación. Mis descripciones no despertaron ningún recuerdo que pudiese resistir un examen cuidadoso. Parecía cierto que no se había presentado ninguna muchacha con un traje de esquiar azul marino; pero yo, por otra parte, no podía estar seguro de que Josella anduviese vestida aún de ese modo. Mi investigación hizo que todos se cansaran al fin de mí, y aumentó mi sensación de fracaso. Existía la débil posibilidad de que una joven que había llegado el día anterior a nuestra llegada fuese ella, pero no me parecía verosímil que Josella les hubiese llamado tan poco la atención... Aunque no fuese más que por prejuicio, tenían que recordarla mejor...
Coker reapareció a la hora del almuerzo. Había estado estudiando extensivamente todas las cosas importantes. Había contado las cabezas de ganado y el número de animales ciegos. Había inspeccionado el equipo de granja y la maquinaria. Había revisado los depósitos de agua. Había mirado en los lugares donde se guardaba la comida, tanto para los seres humanos como para el ganado. Había descubierto cuántas de las muchachas eran ya ciegas antes de la catástrofe, y había distribuido a los otros en clases para que ellas los instruyeran del mejor modo posible.
Había encontrado a la mayor parte de los hombres sumidos en una profunda melancolía a causa de que el vicario les había asegurado que había muchas cosas útiles que hacer, como por ejemplo... este... canastas, y... este... tejidos, y había tratado de animarlos con unos proyectos más atrayentes. Al encontrarse con la señorita Durrant le había dicho que si las mujeres ciegas no tomaban a su cargo parte del trabajo que realizaban ahora las muchachas normales, todo se vendría abajo antes de diez días. Y le dijo además que si las plegarias del vicario porque viniesen más ciegos eran escuchadas, nada se podría hacer allí. Estaba embarcándose en otras observaciones, que incluían la necesidad de aumentar inmediatamente las reservas de alimentos, y de comenzar a construir unos aparatos que permitirían a los hombres ciegos hacer algún trabajo útil, cuando la mujer lo interrumpió secamente. Coker había podido ver que la señorita Durrant estaba más preocupada de lo que ella admitía, pero con la misma determinación con que había cortado relaciones con el otro grupo, mandó a paseo a Coker. La mujer terminó por decirle que tanto él como sus puntos de vista no armonizaban de ningún modo con la comunidad.
—Lo malo con esa mujer es que quiere ser jefe —dijo Coker—. Es algo constitucional... sin ninguna relación con sus orgullosos principios.
—No es así —le dije—. Lo que usted quiere decir es que los principios de la mujer son tan impecables que se siente responsable de todo. Y por eso considera que su deber es guiar a los demás.
—Quiere decir lo mismo —dijo Coker.
—Pero suena mucho mejor —señalé.
Coker reflexionó un momento.
—Va a hacer de esto un desbarajuste total, a menos que comience a organizarlo rápidamente. ¿Ha ido usted a mirar nuestros camiones?
Sacudí la cabeza. Le dije como había pasado la mañana.
—No parece haber obtenido nada nuevo. ¿Qué piensa hacer? —me dijo Coker.
—Voy a ir en busca del grupo de Beadley —le contesté.
—¿Y si la muchacha no está con ellos?
—Por el momento no puedo pensarlo. Tiene que estar. ¿En dónde puede estar si no ahí?
Coker comenzó a hablar, y se detuvo. Luego continuó:
—Me parece que iré con usted. Considerando lo que ha pasado, creo que esa gente no me recibirá con más alegría que ésta, pero trataré de borrar aquella falta. He visto ya cómo se hacía pedazos un grupo, y puedo ver que a éste le pasará lo mismo... con más lentitud y, quizá, de un modo más desagradable. ¿Es curioso, no es cierto? Las buenas intenciones parecen ser ahora las más peligrosas. Es una condenada lástima, porque este lugar podría ir adelante, a pesar de la proporción de ciegos. Todo lo que necesita es que lo aporreen un poco. Así podría marchar durante un tiempo sólo se requiere organización.
—Y ganas de que lo organicen.
—Eso también —admitió Coker—. Sabe usted, lo malo es que a pesar de todo lo que ha ocurrido, esta gente no se ha convencido todavía. No quieren dar la espalda al pasado... todo les parecería entonces demasiado irremediable. En el fondo de sus mentes están acampando por unos días, y esperando que venga algo o alguien.
—Cierto, pero apenas sorprendente —admití—. Nosotros mismos tardamos mucho en convencernos, y esta gente no ha visto lo que hemos visto nosotros. Y, de algún modo, parece menos irremediable y menos... menos directo aquí en el campo.
—Bueno, tendrán que empezar a darse cuenta enseguida si quieren salvarse —dijo Coker mirando a su alrededor—. Ningún milagro va a venir en su ayuda.
—Deles tiempo. Se darán cuenta, como nosotros. Usted siempre tiene prisa. El tiempo ya no es oro.
—El oro no tiene ya ninguna importancia, pero si el tiempo. Tienen que pensar en la cosecha, en un molino para la harina, en guardar forraje para el invierno.
Sacudí la cabeza.
—No es tan urgente, Coker. Hay sin duda grandes depósitos de harina en los pueblos, y, a juzgar por las apariencias, no serán muchos los que recurrirán a esos depósitos. Podemos vivir durante un tiempo del capital acumulado. Creo que el trabajo inmediato es enseñar a los ciegos cómo trabajar, antes que tengan realmente que ponerse a eso.
—A pesar de todo, a menos que aquí se haga algo, las personas con vista van a derrumbarse. Basta que le ocurra a uno o a dos, y esto se convertirá en un revoltijo.
Tuve que darle la razón.
En las primeras horas de la tarde logré entrevistarme con la señorita Durrant. Nadie sabía aparentemente, ni a nadie le importaba, a dónde habían ido Michael Beadley y su grupo, pero me parecía increíble que no hubiesen dejado alguna indicación para los que podían venir detrás. La señorita Durrant no se mostró complacida ante mi pregunta. En un principio llegué a creer que no iba a decírmelo. No sólo porque implicaba de mi parte una preferencia por el otro grupo. La pérdida de un hombre hábil, aun incompatible con los intereses de la comunidad, era algo grave en aquellas circunstancias. Sin embargo, prefirió no mostrarse débil y no me pidió que me quedase. Al fin me dijo con brusquedad:
—Pensaban instalarse en algún lugar cerca de Beaminster en Dorset. No puedo decirle más.
Volví y se lo dije a Coker. El hombre miró a su rededor. Luego sacudió tristemente la cabeza.
—Muy bien —dijo—. Saldremos de este vaciadero mañana.
—Habla usted como un pionero —le dije—. Por lo menos más como un pionero que como un inglés.
A las nueve de la mañana del día siguiente ya estábamos a unos veinte kilómetros de Tynsham, y viajando como antes en nuestros dos camiones. Se nos había presentado el problema de si debíamos tomar un vehículo más manuable y dejar los camiones para beneficio de la gente de Tynsham, pero yo no tenía ganas de abandonar el mío. Lo había cargado personalmente y sabía qué contenía. Me había concedido a mí mismo un margen bastante ancho en la última carga, y había seleccionado algunas cosas que sería difícil encontrar fuera de una ciudad; objetos tales como un pequeño generador eléctrico, algunas bombas, cajas de herramientas. Todo esto podría recogerse fácilmente más tarde, pero habría un interludio en el que seria preferible no acercarse a ciudades y pueblos. La gente de Tynsham podía proveerse en algunos sitios donde no había aún señales de la enfermedad. Un par de cargamentos no representaba para ellos gran diferencia, así que salimos como habíamos llegado.
El tiempo seguía siendo bueno. En los terrenos más altos el aire era todavía bastante puro, aunque la mayor parte de las aldeas se habían convertido en lugares desagradables. De cuando en cuando veíamos una figura tendida a un lado del camino; pero, como en Londres, la mayoría había tratado de esconderse en alguna especie de refugio. En casi todas las aldeas las calles estaban vacías, y el campo de los alrededores parecía tan desierto como si la totalidad de la raza humana y la mayoría de los animales se hubiesen desvanecido. Hasta que llegamos a Steeple Honey.
Desde el camino, mientras descendíamos la colina, tuvimos una vista de todo Steeple Honey. Las casas se agrupaban en el extremo más lejano de un puente de piedra tendido sobre un río estrecho y centelleante. Era un lugarcito tranquilo donde se alzaba una iglesia de aspecto somnoliento rodeada por unas casitas de muros blancos. Parecía como si durante todo un siglo nada hubiese perturbado las pacificas existencias que se desarrollaban bajo los techos de paja. Pero, como en otras aldeas, no había en ella gente ni humo. Y de pronto, cuando habíamos descendido ya la mitad de la cuesta, mis ojos advirtieron un movimiento.
A la izquierda, en el otro extremo del puente, una casa se alzaba un poco oblicuamente al lado del camino, de modo que miraba hacia nosotros. En la pared colgaba la enseña de una taberna, y en la ventana que estaba inmediatamente encima se agitaba algo blanco. Al acercarnos vi a un hombre que sacaba el cuerpo afuera y nos llamaba la atención frenéticamente con una toalla. Juzgué que tenía que ser ciego, pues si no hubiese salido al camino a interceptamos el paso. Y movía la toalla con demasiado vigor para ser un hombre enfermo.
Le hice una seña a Coker y, luego de cruzar el puente me detuve. El hombre de la ventana dejó caer la toalla. Me gritó algo que se perdió en el ruido del camión, y desapareció. Coker y yo apagamos los motores. El silencio era tan grande que podíamos oír las pisadas del hombre en los escalones de madera, dentro de la casa. Se abrió la puerta y el hombre salió al camino con las manos extendidas hacia delante. Algo surgió como un rayo del matorral que estaba a su izquierda, y lo golpeó. El hombre dio un solo grito, agudo, y cayó al suelo.
Tomé mi escopeta y descendí de la cabina. Di un pequeño rodeo hasta que pude ver al trífido, que acechaba desde las sombras de un arbusto. Le hice saltar la copa en pedazos.
Coker había salido también de su camión, y estaba de pie a mi lado. Miró al hombre tendido en el suelo y luego al trífido.
—¿Estaba...? No, maldita sea, no podía estar esperándolo —dijo—. Tuvo que haber sido... No sabía que iba a salir por esa puerta. Quiero decir, no podía saberlo. ¿O podía?
—¿O podía? Fue un excelente trabajo —dije.
Coker volvió hacia mí unos ojos inquietos.
—Demasiado excelente. Usted no creerá de veras que...
—Hay algo así como una conspiración para no creer nada acerca de los trífidos —dije, y añadí—: Debe de haber otros por aquí cerca.
Miramos por los alrededores y no encontramos nada.
—Necesitaría beber algo —sugirió Coker.
Excepto por el polvo acumulado en el mostrador, la taberna parecía normal. Nos servimos dos vasos de whisky. Coker se bebió el suyo de un trago. Luego me miro con preocupación.
—Esto no me gusta. No me gusta nada. Usted tiene que saber de estas malditas cosas más que la mayoría de la gente, Bill. No estaba... Quiero decir, tenía que estar ahí por casualidad, ¿no es cierto?
—Creo... —comencé a decir. Me detuve al escuchar el tamborileo entrecortado que venía de afuera. Me cerqué a la ventana y la abrí. Le disparé al ya podado trífido la otra carga, esta vez a la parte superior del tronco. El tamborileo cesó.
—Lo malo con los trífidos —dije mientras nos servíamos otro vaso— es que sabemos muy poco de ellos.
Le repetí a Coker una de las teorías de Walter. Coker me miró fijamente.
—No tratará de insinuar que «hablan» cuando hacen ese ruido.
—Nunca lo supe de veras —admití—. Sólo diré que estoy seguro de que es una especie de señal. Pero Walter creía que era un verdadero lenguaje, y entre los hombres que he conocido nadie sabía más de trífidos que él.
Saqué de la escopeta los dos cartuchos vacíos, y volví a cargarla.
—¿Y llegó a mencionar la ventaja de un trífido sobre un hombre ciego?
—Sí, pero de eso hace ya varios años —apunté.
—De todos modos es una curiosa coincidencia.
—Usted es el mismo impulsivo de siempre —dije—. La mayor parte de los golpes del destino pueden parecer un día curiosas coincidencias. Basta que uno investigue lo suficiente, y espere lo suficiente.
Terminamos de beber y nos dirigimos a la salida. Coker lanzó una ojeada por la ventana. Enseguida me tomó el brazo, y señaló hacia afuera. Dos trífidos habían doblado la esquina y se acercaban balanceándose al matorral donde el otro había estado escondido. Esperé a que se detuvieran y luego decapité a los dos. Salimos por la ventana, que estaba fuera del alcance de cualquier posible escondite, y nos acercamos a los camiones mirando cuidadosamente a nuestro alrededor.
—¿Otra coincidencia? ¿O vinieron a ver qué le había ocurrido a su compañero? —preguntó Coker.
Salimos de la aldea y comenzamos a viajar por estrechos caminos de tierra. Me pareció que había ahora más trífidos que los que habíamos visto en el viaje anterior. ¿O es que yo me fijaba más en ellos? Podía ser que hubiésemos encontrado menos por haber viajado hasta ahora sólo por carreteras asfaltadas. Yo sabía por experiencia que los trífidos trataban de evitar los pisos duros, quizá porque éstos causaban alguna molestia a las patas-raíces. Pronto me convencí de que estábamos viendo a más trífidos, y me pareció que no les éramos totalmente indiferentes. Aunque no era posible saber si aquéllos que cruzaban el campo venían o no por casualidad hacia nosotros.
Un incidente más importante ocurrió cuando un trífido me lanzó su aguijón al pasar, desde un matorral. Por suerte no sabía apuntar a un vehículo en movimiento. Disparó su aguijón un poco demasiado pronto y dejó su huella en el parabrisas: unas pocas gotas de veneno. Antes que pudiera golpear otra vez, yo ya me había alejado. Pero desde ese momento, y a pesar del calor, viajé con las ventanillas levantadas.
Durante la última semana, o más, yo había pensado en los trífidos sólo cuando me encontraba con ellos. Los que había visto en casa de Josella, lo mismo que los que habían atacado a mi grupo, cerca de Hampstead Heath, me habían preocupado bastante; pero la mayor parte del tiempo había estado absorbido por asuntos más inmediatos. Pero recordando ahora nuestro viaje, y cómo estaban las cosas en Tynsham antes que la señorita Durrant hubiese limpiado el lugar a tiros de escopeta, y el aspecto de las aldeas que acabábamos de cruzar, empecé a preguntarme hasta qué punto habrían intervenido los trífidos en la desaparición de la gente.
Al llegar a la aldea más próxima comencé a conducir con lentitud y mirando atentamente a mi alrededor. En varios de los jardines pude ver unos cuerpos tendidos en el suelo, indudablemente desde hacía varios días... y casi siempre un trífido cerca. Parecía como si los trífidos acecharan solamente en lugares donde el suelo les permitía hundir sus raíces. Donde una puerta se abría directamente a la calle, pocas veces se veía un cuerpo, y nunca un trífido.
Me parece que lo que ocurrió en la mayor parte de las aldeas es que la gente que salió en busca de comida con una cierta seguridad mientras anduvo por el pavimento, pero tan pronto como pisó la tierra o aun pasó junto a una verja o el muro de un jardín, peligró de ser alcanzada por los aguijones. Alguno gritó, quizá, al sentir el golpe, y al no regresar, los que quedaron esperándolo se asustaron todavía más. De cuando en cuando alguno salió arrastrado por el hambre. Unos pocos fueron bastante afortunados como para poder regresar, pero la mayoría se extravió y vagó por las calles hasta rodar por el suelo, o pasar no muy lejos de algún trífido. Los que quedaron en las casas llegaron, quizá, a sospechar qué ocurría. Donde había un jardín pudieron oír el silbido del aguijón, y comprendieron que se encontraban ante la alternativa de morirse de hambre o correr la misma suerte de aquellos que habían salido. Muchos se quedarían escondidos, viviendo de la comida que tenían almacenada y esperando una ayuda que nunca iba a llegar. A esa categoría había pertenecido, seguramente, el hombre de la taberna de Steeple Honey.
Pensar que en las áreas que estábamos cruzando podía haber casas en las cuales sobrevivían aún algunos grupos, no era muy agradable. Se presentaba otra vez el mismo problema que habíamos afrontado en Londres. Sentíamos que, de acuerdo con las normas más civilizadas, debíamos tratar de encontrarlos y hacer algo por ellos. Y sabíamos que, como había ocurrido antes, cualquiera de esas tentativas terminaría en un fracaso.
El mismo viejo problema. ¿Qué se podía hacer, aun con la mejor buena voluntad del mundo, sino prolongar la angustia? Aplacar durante un tiempo la voz de la conciencia, sólo para ver una vez más cómo se malgastaban los resultados del esfuerzo.
No era conveniente, tuve que decirme con firmeza, entrar en un área sísmica mientras caían los edificios. Había que iniciar el rescate y el salvamento cuando cesaran los temblores. Pero los razonamientos no ayudaban mucho. El viejo doctor había acertado de veras al referirse a las dificultades de la adaptación mental.
Los trífidos eran una complicación en una escala inesperada. Había por supuesto muchas estaciones experimentales además de las plantaciones de nuestra compañía. Los habían criado allí para nosotros, para clientes privados o para venderlo a cierto número de industrias menores donde se usaban los derivados del aceite. La mayoría de esas estaciones estaban situadas, por motivos climáticos, en el sur. Sin embargo, si lo que habíamos visto era una muestra de los que habían logrado escapar de las plantaciones, los trífidos tenían que ser más numerosos de lo que yo había creído. La perspectiva de que muchos más alcanzaran la madurez y de que los ejemplares podados volvieran a desarrollar sus aguijones no era muy tranquilizadora...
Con sólo otras dos paradas, una para comer y la otra para abastecernos de combustibles, aprovechamos bien el tiempo y a eso de las cuatro y media de la tarde entrábamos en Beaminster. Llegamos hasta el centro del pueblo sin haber visto nada que sugiriese la presencia del grupo de Beadley.
La primera impresión era de que el lugar estaba tan desprovisto de vida como los que habíamos visto durante el viaje. Cuando entramos en la calle comercial vi un par de camiones estacionados junto a la acera. Me dirigí hacia ellos, y cuando estaba a unos veinte metros, un hombre apareció de detrás de uno de los camiones y apuntó con un rifle. Tiró deliberadamente por encima de mi cabeza y luego bajó la mira.
12
Punto muerto
Nunca discuto esa clase de advertencias. Paré el camión.
El hombre era corpulento y rubio. Manejaba el rifle con familiaridad. Sin dejar de apuntarme movió dos veces la cabeza hacia un lado. Pensé que quería que bajara. Así lo hice, y levanté las manos. Otro hombre, acompañado por una joven, salió de detrás del camión. La voz de Coker sonó a mis espaldas:
—Será mejor que baje ese rifle, compañero. Estamos en inferioridad de condiciones.
El hombre rubio dejó de mirarme para buscar a Coker. Yo podía haber saltado sobre él, si hubiese querido, pero dije:
—Tiene razón. Además, somos gente pacífica.
El hombre bajó el rifle, no muy convencido. Coker, que al descender había quedado detrás de mi camión, se hizo visible.
—¿Qué pasa aquí? ¿Una guerra fratricida? —preguntó.
—¿No son más que dos? —dijo el segundo hombre.
Coker lo miró.
—¿Qué esperaba? ¿Una convención? Sí, somos sólo dos.
El trío sintió un visible alivio. El hombre rubio explicó:
—Podía tratarse de la banda de alguna ciudad. Pensamos que vendrán a atacarnos en busca de comida.
—Oh —dijo Coker—. Parece que no han echado una ojeada a ninguna ciudad últimamente. Si eso es lo único que le preocupa, olvídelo. Si aún existen algunas bandas estarán haciendo todo lo contrario. En realidad estarán haciendo —si puedo decirlo así— lo mismo que ustedes.
—¿No cree usted que vengan?
—Estoy condenadamente seguro que no. —Coker miró a los tres—. ¿Pertenecen ustedes al grupo de Beadley?
La respuesta fue claramente negativa.
—Es una lástima —dijo Coker—. Hubiese sido nuestro primer golpe de suerte en mucho tiempo.
—¿Qué es eso del grupo de Beadley? —preguntó el hombre rubio.
Después de pasar varias horas en la cabina recalentada por el sol, yo me sentía sediento y fatigado. Sugerí que dejásemos de discutir en medio de la calle y buscásemos un sitio más conveniente. Pasamos por detrás de los camiones y entre una familiar acumulación de cajas de bizcochos, paquetes de té, jamones, bolsas de azúcar, bloques de sal, y todo el resto, hasta una puerta próxima que daba al salón de un bar. Ante unos potes de medio galón, Coker y yo les dimos un resumen de lo que habíamos hecho, y de lo que sabíamos. Luego les llegó el turno.
Eran, parecía, la más activa mitad de un grupo de seis. Otras dos mujeres y un hombre estaban de guardia en la casa que les servía de base.
Alrededor del mediodía del martes 7 de mayo el hombre rubio y la muchacha que lo acompañaba estaban dirigiéndose hacia el oeste en un automóvil. Habían pensado pasar dos semanas de vacaciones en Cornwall, y todo iba a las mil maravillas cuando un ómnibus de dos pisos surgió en una curva cerca de Crewkerne. El automóvil lo rozó y lo último que recordaba el hombre era la horrorosa visión del ómnibus, alto como un acantilado, y ya encima de ellos.
El hombre despertó en cama para descubrir, como yo, que a su alrededor reinaba un misterioso silencio. Aparte de algunos dolores, unas pocas heridas superficiales y unos chichones en la cabeza, no parecía tener nada. Como, dijo el hombre, nadie venía, decidió investigar, y descubrió que aquello era un pequeño hospital. En una sala encontró a la muchacha y a otras dos mujeres. Una de ellas estaba consciente, pero incapacitada por un brazo y una pierna enyesados. En otra sala había dos hombres: uno de ellos, su compañero allí presente, el otro con una pierna rota también enyesada. En total había once personas en el lugar, ocho de ellas con vista. De los ciegos, dos guardaban cama y estaban seriamente enfermos. Nada se sabía del personal de la institución. Su experiencia había sido, ante todo, más desconcertante que la mía. Se habían quedado en el hospital, ayudando como podían a los imposibilitados, preguntándose qué pasaría, y con la esperanza de que apareciese alguien a ofrecer su ayuda. No sabían qué podía haberles ocurrido a los dos pacientes ciegos e ignoraban cómo tratarlos. No podían hacer más que darles de comer y tratar de que se quedaran tranquilos. Los dos murieron al día siguiente. Un hombre desapareció y nadie lo vio irse. Los heridos en el vuelco del ómnibus eran gente del pueblo. Una vez recobrados, salieron en busca de sus parientes. El grupo quedó así reducido a seis miembros, dos de los cuales tenían algo roto.
Por ese entonces ya habían comprendido que el desorden era bastante grande como para que tuvieran que depender de sí mismos, al menos durante un tiempo, pero no habían llegado a imaginar su verdadera extensión. Decidieron dejar el hospital y buscar un lugar más apropiado, pues creían que en las ciudades habría mucha más gente con vista, y que la desorganización traería como consecuencia el imperio de la ley de las muchedumbres. Habían estado esperando diariamente el arribo de esas multitudes, ya que las provisiones almacenadas en la ciudad se terminarían muy pronto, y hasta las habían imaginado como un ejército de langostas que invadía la campaña. Su principal preocupación, por lo tanto, había sido la de reunir provisiones preparándose para un sitio.
Cuando les aseguramos que esto era lo que menos podía ocurrir, se miraron unos a otros inexpresivamente.
Era un trío raro. El hombre rubio resultó ser un corredor de bolsa llamado Stephen Brennell. Su compañera era una muchacha robusta, bonita, que de cuando en cuando mostraba una superficial petulancia, pero que no se sorprendía realmente ante los aspectos imprevisibles de la vida. Había hecho una carrera irregular —diseño de vestidos, venta de vestidos, extra de cine, oportunidades perdidas de ir a Hollywood, encargada de guardarropas en clubes nocturnos— y se había ayudado en esas actividades con los medios que ellas mismas ofrecían. La proyectada vacación en Cornwall parecía ser uno de esos medios. Estaba totalmente convencida de que nada serio podía haber pasado en América, y que sólo se trataba de aguantar un poco hasta que llegaran los americanos a poner todo en orden. Yo no había encontrado, desde el comienzo de la catástrofe, una persona menos perturbada. Aunque de vez en cuando sentía alguna nostalgia por las luces brillantes, las cuales, esperaba, serían arregladas rápidamente por los americanos.
El tercer miembro, el joven moreno, estaba enojado. Había trabajado y ahorrado duramente para instalar su tienda de radiotelefonía, y había tenido ambiciones.
—Miren a Ford —nos dijo—, y miren a Lord Nuffield. Comenzó con un negocio de bicicletas no más grande que mi tienda y vean adónde llegó. Eso es lo que yo iba a hacer. ¡Y miren ahora dónde hemos caído! ¡No es justo!
El destino, tal como él lo veía, no necesitaba más Fords o Nuffields; pero no pensaba abandonar la lucha. Esto era sólo un intervalo de prueba. Un día lo verían de vuelta en su tienda de radio con un pie firme al primer escalón hacia la millonariedad.
Lo más desilusionante en esta gente fue descubrir que no sabían nada de Michael Beadley. Sólo habían visto un grupo, en un pueblito situado un poco más allá de la frontera de Devon, y un par de hombres provistos de escopetas les habían advertido que no volvieran acercarse por allí. Los hombres, explicó el trío, eran indudablemente de la localidad. Coker sugirió que eso significaba que el grupo era pequeño.
—Si hubieran pertenecido a un grupo grande se hubiesen mostrado menos nerviosos y con más curiosidad —afirmó—. Pero si la gente de Beadley anda por aquí tenemos que ser capaces de encontrarlos. —Y le dijo al hombre rubio—: Oiga, ¿qué le parece si nos juntamos? Podemos repartirnos en la búsqueda, y cuando los encontremos todo será más fácil.
Los tres se miraron inquisitivamente, y luego dijeron que sí con la cabeza.
—Muy bien. Dennos una mano en la carga, y nos pondremos en marcha —dijo el hombre rubio.
A juzgar por su aspecto la vieja mansión Charcot había sido alguna vez una residencia fortificada. Ahora se la fortificaba de nuevo. En alguna época del pasado habían secado el foso que rodeaba la mansión. Stephen, sin embargo, creía haber arruinado lo bastante el sistema de desagües como para que el agua volviese lentamente. Planeaba además volar las partes que habían sido rellenadas y completar así el círculo. Nuestras noticias, al sugerirle que esto no sería necesario, lo dejaron un poco meditabundo y con una mirada de desilusión. Las paredes de piedra de la casa eran fuertes. Tres ventanas por lo menos exhibían armas de fuego, y el hombre había montado dos más en la terraza. En el interior del edificio, junto a la puerta principal, había un pequeño arsenal de morteros y bombas, y (Stephen nos los mostró orgullosamente) varios lanzallamas.
—Encontramos un depósito de armas —explicó—, y pasamos todo un día juntando esto.
Mientras yo miraba el material comprendí por primera vez que la catástrofe, por su misma extensión, había sido bastante misericordiosa. Si el diez o quince por ciento de la población hubiera conservado la vista, las pequeñas comunidades como ésta hubiesen tenido quizá que luchar contra bandas hambrientas. Tal como estaban las cosas, parecía que Stephen se había armado inútilmente. Pero algo podía servir. Señalé los lanzallamas.
—Estos deben ser útiles contra los trífidos —dije.
Stephen sonrió con una mueca.
—Tiene usted razón. Muy efectivos. No hemos usado otra cosa. Y a propósito, no conozco nada mejor para eliminar a los trífidos. Uno puede dispararles un arma de fuego hasta hacerlos pedazos, y no se mueven. Supongo que no saben de dónde viene la destrucción. Pero una lengüetada caliente de esto, y se precipitan a la muerte.
—¿Les han dado mucho trabajo? —pregunté.
Parecía que no. De cuando en cuando, uno, y quizá dos o tres, se acercaban, y eran rápidamente abrasados. En sus viajes habían logrado escapar, con bastante suerte; pero por lo común no salían de los camiones sino en las áreas edificadas, donde era difícil encontrar trífidos.
Aquella noche subimos todos a la terraza. Era demasiado temprano y no había salido la luna. El paisaje que se extendía ante nosotros era totalmente negro. Miramos con atención, pero ninguno pudo descubrir ni un punto de luz. Nadie recordaba tampoco haber visto la menor traza de humo durante el día. Bajé al salón iluminado por la luz de unas lámparas, bastante abatido.
—Sólo nos queda una cosa —dijo Coker—. Tenemos que dividir el distrito en áreas y buscarlos.
Pero no lo dijo con mucho entusiasmo. Sospeché que pensaba como yo que el grupo de Beadley continuaría exhibiendo deliberadamente una luz durante la noche o algún otro signo —quizá una columna de humo— durante el día.
Pero a nadie se le ocurrió nada mejor, así que dividimos el mapa en secciones, tratando de que a todos le tocase alguna altura desde donde pudiese examinar cómodamente los alrededores.
Al día siguiente fuimos al pueblo en un camión. Allí estaba el camino bañado por la luz del sol, y la hierba verde de la primavera. Los anuncios apuntaban a «EXETER Y EL OESTE» y a otros lugares, como si allá siguiera la vida normal. A veces, aunque raramente, se veían algunas aves. Y las flores silvestres crecían como siempre en los prados.
Pero el otro lado del cuadro no era tan agradable. Había campos donde el ganado yacía tendido en el suelo y unas vacas sueltas mugían de dolor, y las ovejas, que se descorazonaban fácilmente, se habían resignado a morir en los alambrados de púas, y otras pacían sin rumbo, o se morían de hambre con una mirada de reproche en sus ojos.
No era agradable pasar por las cercanías de las granjas. Para mayor seguridad no me concedía a mí mismo más que la poca ventilación que podía dar una estrecha abertura en la parte superior de la ventanilla; pero cuando veía una granja cerraba del todo.
Los trífidos abundaban. A veces los veía mientras cruzaban los campos, o advertía su presencia detrás de los setos. En más de una granja se habían entronizado en los sembradíos a esperar a que el ganado alcanzase el grado exacto de putrescencia. Yo los veía con un gusto que nunca había sentido antes. Horribles y extraños seres que algunos de nosotros habíamos creado, de algún modo, y que el resto, con su inconsiderada codicia, había cultivado en todo el mundo. No podía acusarse a la naturaleza. En cierto modo eran obra nuestra... como las flores hermosas o aquellas grotescas parodias de perros... Comencé a detestarlos por algo más que su costumbre de alimentarse de carroña. Ellos, más que ninguna otra cosa, parecían capaces de sacar el mayor provecho de nuestro desastre...
A medida que el día avanzaba, crecía mi sensación de soledad. Me detuve en una colina para examinar la región hasta donde me lo permitieran mis anteojos de campaña. Una vez vi humo y fui hasta allí para descubrir que un vagón de ferrocarril se estaba quemando en las vías. No sé aún cómo pudo haber ocurrido eso; no había nadie cerca. Otra vez una bandera me hizo correr hasta una casa, para descubrir que en ella reinaba el silencio, aunque no estaba vacía. Y otra vez me llamó la atención algo blanco que se movía en una loma distante, pero cuando miré con mis anteojos descubrí que se trataba de una media docena de ovejas que corrían aterrorizadas mientras un trífido lanzaba continuamente —e inútilmente— su aguijón contra los lomos lanudos. No pude ver en ninguna parte la menor señal de vida humana.
Cuando me detuve para almorzar, no empleé más tiempo del necesario. Devoré rápidamente mi comida, prestando atención a un silencio que me estaba destrozando los nervios, y ansioso por reiniciar mi viaje acompañado, al menos, por el ruido del motor.
Comencé a imaginarme cosas. En una ocasión vi un brazo que me hacía señas desde una ventana, y cuando llegué allí era sólo la rama de un árbol que se balanceaba ante los vidrios. Vi a un hombre que se detenía en medio del campo y que volvía hacia mí la cabeza mientras yo pasaba; pero los anteojos me demostraron que no podía haberse detenido ni haberse vuelto hacia mí: era un espantapájaros. Oí voces que me llamaban por sobre el ruido del automóvil. Me detuve y apagué el motor. No había voces, nada; sólo lejos, muy lejos, la queja de una vaca sin ordeñar.
Se me ocurrió que aquí y allá, desparramados por el campo, debía de haber mujeres y hombres que se creían totalmente solos, los únicos sobrevivientes. Sentí tanta lástima por ellos como por cualquier otro alcanzado por el desastre.
Durante la tarde, con escaso ánimo y poca esperanza, seguí recorriendo obstinadamente mi sección. No quería que mi certeza interna quedase sin pruebas. Al fin me sentí satisfecho. No había podido recorrer todos los senderos y caminos laterales, pero estaba dispuesto a jurar que el sonido de mi nada débil bocina tenía que haberse oído en todo mi sector. Terminé mi tarea y me dirigí de vuelta al lugar donde habíamos estacionado nuestro camión y con un humor realmente sombrío. Descubrí que ninguno había vuelto aún, así que para pasar el tiempo, y porque necesitaba sacarme ese frío del alma, entré en la taberna más próxima y me serví un buen brandy.
Stephen fue el segundo en llegar. La expedición parecía haberlo afectado tanto como a mí, pues ante mi mirada interrogativa meneó la cabeza y se dirigió directamente a la botella que yo había abierto. Diez minutos más tarde se nos unió el ambicioso de la radio. Venía con él un desgreñado joven de ojos asombrados que parecía no haberse afeitado o lavado durante varias semanas. El hombre de la radio lo había encontrado en el camino. Esta era, parecía, su única profesión. Una tarde, no podía decir exactamente cuándo, había descubierto un hermoso y cómodo granero para pasar la noche. Como se había pasado en su cuota habitual de kilómetros, se quedó dormido tan pronto como se acostó. A la mañana siguiente se había encontrado al despertar con una pesadilla, y se preguntaba todavía si era el mundo o él quien se había vuelto loco. Reconocimos que un poco lo estaba, realmente, pero sabía aún con bastante claridad para qué servía la cerveza.
Pasó aproximadamente otra media hora, y llegó Coker. Venía acompañado por un cachorro alsaciano y una anciana inverosímil. La mujer estaba vestida con las que eran evidentemente sus mejores galas. Su limpieza y escrupulosidad eran tan notables como la ausencia de esas mismas cualidades en el otro recluta. La anciana se detuvo con una leve indecisión en el umbral de la taberna. Coker hizo de introductor.
—Esta es la señora Forcett, exclusiva propietaria de las Tiendas Universales Forcett, unas diez mansiones, dos tabernas y una iglesia conocida como Chippington Durney... Y la señora Forcett sabe cocinar. ¡Dios, sabe cocinar!
La señora Forcett nos saludó con dignidad, avanzó con confianza, se sentó con circunspección, y consintió que le sirvieran un vaso de oporto... seguido por otro vaso de oporto.
En respuesta a nuestras preguntas confesó que la noche fatal, y la noche siguiente, había dormido con desacostumbrada pesadez. No especificó la causa precisa de tanto sueño, y nosotros no se lo preguntamos. Había continuado durmiendo, ya que nada había ocurrido que pudiera despertarla, hasta la mitad del día siguiente. Cuando despertó, no se sentía muy bien, y no trató por lo tanto de levantarse hasta media tarde. Le había parecido raro, pero providencial, que nadie la hubiese necesitado en la tienda. Cuando dejó la cama vio «uno de esos trífidos horribles» en su jardín y un hombre tendido en el camino, al lado del cerco... por lo menos alcanzó a verle las piernas. Estaba a punto de salir y acercarse al hombre cuando vio el movimiento del trífido. Cerró la puerta justo a tiempo. Era indudable que había sido un mal momento para la mujer, y para olvidar aquella escena tuvo que servirse un tercer vaso de oporto.
Después de eso esperó a que vinieran a llevarse el trífido y el hombre. Le pareció que tardaban mucho, pero mientras podía vivir cómodamente del contenido de la tienda. Estaba todavía esperando, explicó la mujer mientras se servía un cuarto vaso de oporto con un correcto aire de distracción, cuando Coker, interesado por el humo de su cocina, arrancó de un disparo la copa del trífido y entró a investigar.
La mujer le había dado de comer a Coker, y éste como retribución le había dado algunos consejos. No había sido fácil hacerle entender el verdadero estado de las cosas. Al fin Coker había sugerido que ella podía echar una mirada a la aldea, cuidándose de los trífidos, y que regresaría a las cinco para ver qué pensaba. Al volver la había encontrado vestida, con el equipaje preparado y lista para irse.
De vuelta en Charcot volvimos a reunirnos aquella noche alrededor del mapa. Coker comenzó a marcar nuevas áreas para continuar la búsqueda. Los demás lo mirábamos sin mucho entusiasmo. Fue Stephen quien dijo lo que todos, incluso, creo, Coker, estábamos pensando:
—Oigan, hemos recorrido entre todos un círculo de veinte kilómetros de diámetro. Es evidente que no están en los alrededores. O la información de ustedes es errónea o han decidido no detenerse aquí, y seguir adelante. Me parece que si seguimos buscándolos como hoy perderemos el tiempo.
Coker dejó caer los compases que estaba usando.
—¿Y qué sugiere usted?
—Bueno, creo que podríamos examinar el distrito desde el aire con más eficacia. Pueden apostar cualquier cosa que si alguien oye el motor de una máquina aérea tratará de hacer alguna señal.
Coker sacudió la cabeza.
—Bueno, como no lo habíamos pensado antes. Tiene que ser un helicóptero, naturalmente. ¿Pero dónde vamos a encontrar uno, y quién va a dirigirlo?
—Oh, yo podría manejar una de esas cosas —dijo el hombre de la radio con confianza.
Había algo en el tono de su voz.
—¿Ha volado alguna vez en uno? —preguntó Coker.
—No —admitió el hombre de la radio—, pero me parece que no ha de ser muy difícil. Bastarán unas pruebas.
—Hum —dijo Coker mirándolo con un poco de desconfianza.
Stephen recordó que había dos campos de la Real Fuerza Aérea no muy lejos, y que una compañía de taxis aéreos tenía su base en Yeovil.
A pesar de nuestras dudas el hombre de la radio confirmó sus palabras. Parecía confiar de veras en que su instinto por la mecánica no lo dejaría caer. Luego de practicar durante media hora levantó vuelo y partió de vuelta hacia Charcot.
Durante cuatro días la máquina voló sobre los alrededores en círculos cada vez más anchos. En dos de esos días Coker hizo de observador; en los otros dos yo fui su reemplazante. En total descubrimos diez grupitos de gente. En ninguno de ellos se había oído el nombre de Beadley, y en ninguno de ellos estaba Josella. Cada vez que encontrábamos un grupo aterrizábamos. Casi siempre eran parejas o tríos. El mayor fue de siete personas. Nos recibían con una esperanzada excitación, pero tan pronto como descubrían que pertenecíamos a un grupo similar al de ellos, y que no éramos la punta de lanza de una patrulla de rescate en gran escala, perdían todo interés. Poco podíamos ofrecerles que ya no tuvieran. Algunos de ellos se volvían, al desilusionarse, irracionalmente ofensivos y amenazadores, pero la mayoría volvía a caer en el sopor del desaliento. Como regla general mostraban poco entusiasmo en unirse a otros grupos, y se mostraban inclinados a quedarse donde estaban, cuidando de sí mismos en el interior de sus refugios tan cómodamente como fuera posible mientras esperaban a los americanos. Estos ya estaban buscando el modo de llegar allí. A propósito de esto la idea fija parecía ser general. Nuestra sugerencia que los posibles sobrevivientes americanos debían de estar más que ocupados en su propia casa, fueron recibidas como expresiones malhumoradas de un aguafiestas. Los americanos, nos aseguraron, no hubiesen permitido nunca que una cosa semejante ocurriese en su patria. Sin embargo, a pesar de este entusiasmo por las hadas madrinas americanas, y por si cambiaban de parecer y querían unirse para protegerse mejor, dejamos en todos los grupos un mapa que indicaba la posición aproximada de la gente que habíamos descubierto.
Como trabajo, los vuelos no eran nada agradable, pero por lo menos eran preferibles a aquellas exploraciones solitarias. Al fin del infructuoso cuarto día se decidió abandonar la búsqueda.
Por lo menos eso fue lo que decidieron los demás. Yo no pensaba lo mismo. Mi interés era personal, el de ellos no. Quienquiera que fuese el que encontraran, ahora o más tarde, siempre sería para ellos un desconocido. Yo buscaba el grupo de Beadley no como un fin, sino como un medio. Si llegaba a encontrarlo, y descubría que Josella no estaba allí, seguiría adelante. Pero no podía esperar que dedicaran más tiempo a esa búsqueda sólo en mi beneficio.
Comprendí curiosamente que no me había encontrado hasta entonces con alguien que buscase a algún otro. Todos, salvo el caso de Stephen y su compañera habían sido separados limpiamente de amigos y familiares y estaban comenzando una nueva vida en compañía de desconocidos. Sólo yo, parecía, había establecido rápidamente lazos nuevos... y durante tan poco tiempo que apenas había comprendido en ese entonces su importancia.
Una vez tomada la decisión de abandonar la búsqueda, Coker dijo:
—Muy bien. Esto quiere decir que tendremos que ocuparnos de nosotros mismos.
—Lo que significa que hay que acumular provisiones para el invierno, y seguir así. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Stephen.
—He estado pensándolo —le dijo Coker—. Quizá eso sirva durante un tiempo, pero ¿y después?
—Si se nos acaban las provisiones hay muchas más por ahí —dijo el hombre de la radio.
—Los americanos llegarán antes de Navidad —dijo la amiga de Stephen.
—Oiga —le dijo Coker pacientemente—. Ponga a los americanos por ahora en el departamento del futuro ¿quiere? Trate de imaginarse un mundo donde no haya americanos. ¿Puede hacerlo?
La muchacha lo miró fijamente.
—Pero no puede no haber americanos —dijo.
Coker suspiró tristemente. Se volvió hacia el hombre de la radio.
—Esos almacenes se agotarán un día. Me parece que tendremos que iniciar una nueva vida, en un nuevo mundo. Tenemos mucho de casi todo para comenzar, pero no va a durar eternamente. No podríamos comernos todas las provisiones que están a nuestro alcance, ni en varias generaciones... si se conservasen bien. Pero no se van a conservar. Muchas de ellas van a estropearse con gran rapidez. Y no sólo los alimentos. Todo va a estropearse con mayor lentitud, pero de un modo inexorable, hasta hacerse pedazos. Sí queremos tener alimentos frescos para el año que viene, tendremos que cultivarlos nosotros mismos. Llegará un día, también, en que todos los tractores estarán gastados o cubiertos de herrumbre, y no habrá, por otra parte más petróleo para ponerlos en marcha así que tendremos que volver a la naturaleza y los benditos caballos.
»Esta es una pausa —una pausa providencial— que nos servirá para reponemos del primer choque y estrechar filas; pero no es más que una pausa. Más tarde tendremos que arar, y más tarde aun tendremos que aprender a hacer arados de reja, y luego a fundir el hierro para hacer las rejas. Por un tiempo no haremos más que retroceder y retroceder y retroceder, hasta que podamos —si podemos— reconstruir lo que hemos gastado. Hasta ese entonces no podremos detenernos en ese sendero que lleva al salvajismo. Pero quizá luego podamos volver al punto de partida.
Coker miró a su alrededor para ver si lo seguíamos.
—Podemos hacerlo, si queremos. Lo que más nos ayudará al iniciar nuestra tarea será el conocimiento. Este es el atajo que nos evitará comenzar en el punto que lo hicieron nuestros antecesores. Todo está en los libros; basta que nos tomemos la molestia de buscarlo.
Todos estaban mirando a Coker con curiosidad. Era la primera vez que oían una de sus piezas oratorias.
—Bien —continuó Coker—, de mis lecturas de historia he deducido que lo más indispensable para poder usar el conocimiento es el ocio. Cuando todos tienen que trabajar duramente para ganarse la vida, y no hay tiempo libre para pensar, el conocimiento se estaciona, y la gente con él. La labor intelectual tiene que ser realizada por gente que no producen directamente, por gentes que parecen vivir, casi, del trabajo de los demás, pero que son en realidad una inversión a largo plazo. El conocimiento creció en las ciudades y en las grandes instituciones, y era mantenido por el trabajo de los campesinos. ¿Están ustedes de acuerdo?
Stephen hizo crujir sus nudillos.
—Más o menos, pero no sé adónde quiere ir.
—A esto: el tamaño económico. Una comunidad de nuestro tamaño actual no puede hacer otra cosa que existir y degenerar. Si seguimos como hasta hoy, sólo diez de nosotros, el fin es, inevitablemente, una gradual e inútil extinción. Si tenemos niños, no podremos robar a nuestro trabajo sino muy poco tiempo, y les daremos por lo tanto una educación rudimentaria; una generación más, y tendremos salvajes o zoquetes. Para seguir siendo lo que somos, para poder utilizar el conocimiento acumulado en las bibliotecas, debemos tener maestros, y médicos, y jefes, y debemos poder mantenerlos mientras ellos nos ayudan.
—¿Y? —dijo Stephen luego de una pausa.
—He estado pensando en ese sitio que vimos Bill y yo, en Tynsham. Ya les hemos hablado de él. La mujer que está tratando de dirigirlo necesita ayuda, la necesita de veras. Tiene unos cincuenta o sesenta ciegos a cargo. Tal como andan allí las cosas, la mujer no va a hacer nada. Ella lo sabe, aunque no quiera reconocerlo. No quiso pedirnos que nos quedásemos. No quería debernos nada. Pero se pondrá muy contenta si volvemos y le pedimos que nos admita.
—Dios santo —dije—. No creerá usted que nos ha orientado mal a propósito.
—No sé. Sería injusto con ella; pero es raro que no hayamos visto ni oído nada de Beadley y compañía, ¿no es cierto? De todos modos, lo haya hecho o no a propósito, la mujer salió con la suya, pues yo he decidido volver. Si quieren oír mis razones, aquí están; las dos más importantes. Primero, si alguien no se encarga del lugar, éste va a hacerse pedazos, lo que es una pérdida de veras y una lástima, si se piensa en toda la gente que hay allí. El otro motivo es que esa finca está mucho mejor situada que ésta. Tiene una granja que no costará mucho poner en orden; está un poco encerrada en sí misma, pero puede extenderse, si es necesario. Será mucho más difícil en cambio preparar este sitio.
»Lo más importante. Tynsham es bastante extenso. Nos sobrará tiempo para educar a los ciegos y a los niños. Creo que puede hacerse, y yo pondré de mi parte todo lo posible. Y si la arrogante señorita Durrant no quiere aceptarnos, que se tire de cabeza al río.
»Y llegamos al punto esencial de la cuestión. Creo que puedo dirigir esa finca en su estado actual, pero sé que si vamos todos podremos reorganizarla y ponerla en marcha en un plazo de pocas semanas. Viviremos entonces en una comunidad que podrá crecer y luchar. La alternativa es quedarse en una pequeña comunidad que irá debilitándose poco a poco y que estará, a medida que pasa el tiempo, más desesperadamente sola. ¿Qué opinan ustedes?
Hubo algunas discusiones y preguntas, pero casi ninguna duda. Aquéllos que habían recorrido la región habían vislumbrado la soledad terrible que podía traer el futuro. Ninguno se sentía atraído por la casa que estábamos ocupando. Había sido elegida por sus defensas, y no tenía otros méritos. La mayor parte podía sentir ya la opresión del aislamiento. La idea de una mayor y más variada compañía era en sí misma atrayente. Al cabo de una hora nos encontramos discutiendo los detalles del transporte y la mudanza, y todos habíamos aceptado, más o menos implícitamente, la sugerencia de Coker. Sólo la amiga de Stephen tenía algunas dudas.
—¿Ese lugar, Tynsham... tiene bastante importancia como para estar en los mapas? —preguntó, inquieta.
—No se preocupe —la tranquilizó Coker—. Figura en los mejores mapas americanos.
En las primeras horas de la mañana siguiente supe que no iba a ir a Tynsham con los demás. Iría, quizás más tarde, pero no por ahora...
En un principio había pensado acompañarlos, aunque más no fuese para arrancarle la verdad a la señorita Durrant con respecto al destino de Beadley y su grupo. Pero tuve que admitir otra vez la perturbadora posibilidad de que Josella no estuviera con él... En verdad toda la información que yo había recogido hasta entonces sugería que no estaba. Era casi seguro que no había pasado por Tynsham. Pero si no había ido tras ellos, ¿dónde podía encontrarse? Parecía muy probable que hubiese habido una segunda dirección en el edificio de la Universidad, una que yo no había visto... Y entonces, como un relámpago recordé la discusión que habíamos tenido en nuestro piso. Podía verla aún sentada, vestida de azul, con la luz de las velas reflejada en sus diamantes, y diciendo:
—¿Qué te parecen los bajos de Sussex? Conozco una granja encantadora en la parte norte..
Y supe entonces lo que yo iba a hacer.
Se lo dije a Coker a la mañana. Se mostró de acuerdo pero trató visiblemente de no darme demasiadas esperanzas.
—Muy bien. Haga usted lo que mejor le parezca —dijo—. Espero... bueno, de cualquier modo usted sabe dónde estamos y pueden venir los dos a Tynsham a ayudarme a manejar a esa mujer.
Aquella misma mañana se estropeó el tiempo. Mientras subía una vez más al camión familiar, la lluvia caía a cántaros. Sin embargo, me sentía aliviado y lleno de esperanzas; podía haber llovido diez veces más fuerte sin que eso alcanzase a deprimirme o alterar mis planes. Coker salió a verme partir. Yo sabía por qué había tratado de justificar su punto de vista. Sin que él me lo dijera yo veía que el recuerdo de su primer plan y su consecuencias aún lo perturbaban. Se quedó a un lado de la cabina, con el pelo aplastado. El agua le empapaba el cuello. Me hizo un saludo.
—Cuidado, Bill. No hay ambulancias ahora, y ella preferirá que llegue usted entero. Buena suerte, y mis disculpas por todo a la muchacha, cuando la encuentre.
La palabra fue «cuando», pero el tono quería decir «si».
Les deseé que les fuera bien en Tynsham. Puse en marcha el motor y me fui salpicando barro.
13
Viaje de esperanza
La mañana estuvo llena de menudos contratiempos. Primero entró agua en el carburador. Luego, no sé cómo, viajé quince kilómetros hacia el norte con la impresión de que me estaba dirigiendo hacia el este, y antes de lograr rectificar mi error tuve dificultades con el sistema de ignición en una meseta desierta, a varios kilómetros de cualquier parte. Estas demoras, y mi reacción natural, estropearon bastante el buen ánimo con que había salido. Cuando arreglé el inconveniente, era la una de la tarde, y el día había aclarado.
Salió el sol. Todo parecía brillante y fresco, pero aun eso, y el hecho de que en los siguientes veinticinco kilómetros todo anduviera bien, no bastaron para borrar la depresión que estaba otra vez invadiéndome. Ahora que dependía realmente de mí mismo no podía librarme de aquella sensación de soledad. La sentí nuevamente como cuando nos separamos para buscar a Michael Beadley... pero ahora era dos veces mayor. Hasta entonces yo había pensado siempre en la soledad como algo negativo, como una ausencia de compañía, y, por supuesto, algo temporario... Aquel día aprendí que era mucho más. Era algo que podía apretar y oprimir, que podía deformar las cosas más comunes, hacerle jugarretas a la mente. Algo inamistoso que se arrastraba a mi alrededor, poniéndome los nervios de punta y destrozándolos con sucesivas alarmas; algo no permitía olvidar que nadie vendría a ayudarnos, que nadie se preocupaba de nosotros. La soledad lo hacia sentir a uno como un átomo en medio de la inmensidad. Esperaba continuamente una oportunidad cualquiera para aterrorizarnos... Eso era lo que estaba realmente tratando de hacer, y eso era lo que había que impedir por todos los medios.
Privar de compañía a una criatura gregaria es mutilarla, ultrajar su naturaleza. El prisionero y el cenobita saben que más allá de su exilio está el rebaño; son aun parte de él. Pero cuando el rebaño ya no existe más, la criatura pierde su identidad. No es ya la parte de un todo; es como un aborto de la naturaleza, y sin ubicación. Si no es capaz de mantenerse dentro de los límites del sentido común, está perdida de veras; total y espantosamente perdida. No es más entonces que un retorcimiento en la pierna de un cadáver.
Había que resistir. Sólo el tamaño de mi esperanza, que me aseguraba que encontraría a alguien al fin de mi viaje, me impedía volver atrás y buscar en la compañía de Coker y los otros alivio a aquella opresión.
Las escenas que veía en mi camino poca o ninguna relación tenían con eso. Algunas de ellas eran horribles, pero yo ya estaba por ese entonces totalmente endurecido. El horror las había abandonado, así como se pierde en la historia el horror de las grandes batallas. Yo ya no las veía como partes de una vasta e impresionante tragedia. Mi lucha era un conflicto personal con los instintos de mi especie; una acción continuamente defensiva, sin posible victoria. Sabía en mi interior que no podría seguir así durante mucho tiempo.
Para distraerme comencé a viajar con mayor rapidez. En un pueblito cuyo nombre he olvidado doblé una esquina y me encontré con un furgón que bloqueaba toda la calle. Por suerte mi camión no sufrió más que unas raspaduras. Pero los dos vehículos se engancharon entre sí con diabólica firmeza y me costó mucho separarlos. Había poco espacio y yo no contaba con ninguna ayuda. Tardé una hora en resolver el problema, pero ocupar mi mente en un asunto práctico no dejó de hacerme bien.
Después de eso conduje mi vehículo con un poco más de precaución, excepto, por unos pocos minutos, luego de entrar en New Forest. La causa de mi apresuramiento fue ver por entre los árboles un helicóptero que volaba a no mucha altura. Iba a cruzar mi camino un poco más adelante. Por desgracia los árboles crecían allí más cerca de la carretera, y desde el aire ésta no era seguramente visible. Me lancé a toda velocidad, pero cuando llegué a un terreno más despejado, la máquina no era más que una mancha que se perdía a lo lejos, hacia el norte. Sin embargo, me sentí mejor.
Unos pocos kilómetros más allá atravesé una aldea. Las casitas se alzaban en los lados de un triángulo verde. Algunas tenían techos de paja, otras de tejas rojas; los jardines resplandecían. Parecía la imagen de un libro de estampas. Pero no miré muy de cerca los jardines; en muchos de ellos la extraña figura de un trífido se asomaba incongruentemente entre las flores. Abandonaba ya el lugar, cuando una figurita salió corriendo de un jardín y vino hacia mí por el camino agitando los brazos. Frené, miré a mi alrededor, de un modo que parecía ya instintivo, recogí mi arma y descendí del camión.
La niña estaba vestida con un delantal azul y calcetines blancos. Parecía tener unos nueve años. Podía verse que era bonita, a pesar de sus descuidados rizos oscuros y su rostro sucio bañado en lágrimas. Me tiró de la manga del traje.
—Por favor, por favor —me dijo con urgencia—, por favor venga y vea qué le pasó a Tommy.
Me quedé mirándola. La terrible soledad de aquel día se desvaneció de pronto. Parecía como si mi mente fuese a romper la caja en que yo la había encerrado.
Tuve ganas de alzar a la niña y apretarla contra mí. Sentí que se me iban a llenar los ojos de lágrimas.
Extendí una mano y la niña la tomó. Juntos fuimos a la puerta del jardín.
—Tommy está ahí —me dijo señalando.
Un niño de unos cuatro años estaba tendido en la franja de césped que separaba los macizos.
Era fácil comprender por qué estaba allí.
—La cosa lo golpeó —me dijo la niña—. Lo golpeó y Tommy cayó al suelo. Y quiso golpearme a mí cuando fui a ayudarlo. ¡Qué cosa horrible!
Alcé los ojos y vi la copa de un trífido sobre el seto que bordeaba el jardín.
—Ponte las manos en los oídos —le dije a la niña—. Voy a hacer mucho ruido.
La niña hizo lo que yo le decía, y tiré sobre la copa destrozándola.
—¡Qué cosa horrible! —repitió la niña—. ¿Está muerta ya?
Iba a asegurárselo cuando oí que las varitas comenzaban a golpear contra el tronco, como aquel otro trífido de Steeple Honey. Le disparé la otra carga y el trífido calló.
—Si —dije—. Está muerta.
Nos acercamos al niño. La mancha escarlata del aguijón brillaba en su pálida mejilla. Tenía que haber ocurrido algunas horas antes. La niña se arrodilló a su lado.
—No hay nada que hacer —le dije suavemente.
La niña me miró con unos ojos llenos de lágrimas.
—¿Está muerto también Tommy?
Me agaché a su lado y sacudí la cabeza.
—Temo que sí.
Después de un rato la niña dijo:
—¡Pobre Tommy! ¿Lo enterraremos... como las muñecas?
—Sí —le dije.
En todo ese abrumador desastre sólo cavé aquella tumba... y fue una tumba muy pequeña. La niña reunió un ramito de flores y lo dejó sobre la sepultura. Luego nos alejamos de allí.
Se llamaba Susan. Hacía mucho tiempo, así le parecía a ella, algo les había pasado a sus padres y se habían quedado ciegos. Su padre había ido a buscar ayuda y no había regresado. Su madre salió poco después, y les ordenó a los niños que no dejaran la casa. Regresó llorando. Al día siguiente volvió a salir. Esta vez no volvió. Los niños comieron lo que había en la despensa y luego comenzaron a sentir hambre. Susan por lo menos, sintió tanta hambre como para desobedecer y buscar algo en la tienda de la señora Walton. La tienda estaba abierta, pero la señora Walton había salido. Nadie respondió a los llamados de Susan, así que ésta decidió llevarse algunas tortas y bizcochos y caramelos y decírselo a la señora Walton más tarde.
Había visto por ahí, al regresar, algunas de las cosas. Una de ellas trató de golpearla pero no calculó bien y el aguijón pasó por encima de su cabeza. Susan se asustó tanto que no dejó de correr hasta llegar a su casa. Después de eso había tenido mucho cuidado con las cosas, y en posteriores expediciones le dijo a Tommy que se cuidara también. Pero Tommy era tan pequeño que cuando una mañana salió a jugar no pudo ver que había una cosa escondida en el jardín de al lado. Susan trató de llegar hasta él, pero cada vez que se acercaba, y por más cuidado que pusiera, veía que la copa del trífido temblaba y se movía ligeramente.
Aproximadamente una hora más tarde decidí que había llegado el momento de detenerse para pasar la noche. Dejé a Susan en el camión mientras yo iba a examinar una o dos casas. Al fin encontré una que parecía conveniente. Luego nos dispusimos a cenar. Yo no sabía mucho de niñitas, pero ésta parecía tener una asombrosa capacidad de deducción, pues me confesó, mientras comía, que una dieta que había consistido casi enteramente de bizcochos, tortas y caramelos había resultado menos satisfactoria de lo que ella había esperado. Después de comer le lavé la cara y, de acuerdo con sus instrucciones, le peiné los rizos. El resultado me dejó bastante complacido. Susan, por su parte, olvidó durante un tiempo todo lo que le había pasado, absorbida por el placer de tener con quien hablar.
Era comprensible. Yo estaba sintiendo exactamente lo mismo.
Pero poco después de dejarla en cama y bajar las escaleras oí unos sollozos. Volví a la habitación de la niña.
—No llores, Susan —le dije—. No llores. El pobre Tommy no sufrió nada. Todo fue muy rápido.
Me senté en la cama y le tomé la mano. La niña dejó de llorar.
—No es sólo Tommy —me dijo—. Después de lo de Tommy no vi a nadie, nadie. Sentí tanto miedo...
—Ya sé —le dije—. Yo también sentí miedo.
La niña me miró.
—Pero ahora ya no tienes miedo...
—No, y tú tampoco. Pues verás, vamos a estar siempre juntos para que ninguno de los dos tenga miedo.
—Si —dijo Susan seriamente—. Creo que así todo estará muy bien...
Así que nos pusimos a hablar de un montón de cosas hasta que se quedó dormida.
—¿Adónde vamos? —me preguntó Susan, mientras nos poníamos en marcha a la mañana siguiente.
Le dije que estábamos buscando a una señora.
—¿Dónde está? —preguntó la niña.
De eso yo no estaba seguro.
—¿Cuándo vamos a encontrarla? —preguntó Susan.
Mi respuesta no podía ser tampoco aquí satisfactoria.
—¿Es una señora bonita? —preguntó Susan.
—Sí —dije, contento de ser más claro esta vez.
—Bueno —comentó la niña aprobando, y pasamos a otro tema.
Traté a causa de la niña, de no cruzar los pueblos más importantes, pero no pude evitar que viese algunas escenas desagradables en el campo. Después de un rato decidí comportarme como si no existieran. Susan las miraba con el mismo desinterés con que veía el escenario normal. No se alarmó, pero me hizo preguntas. Convencido de que en el mundo en que iba a crecer la niña los eufemismos y sutilezas que yo había conocido en mi infancia tendrían muy poca utilidad, intenté explicarle los diversos horrores y curiosidades del modo más objetivo posible. El método fue realmente efectivo y hasta a mí me hizo bien.
Hacia el mediodía el cielo se había encapotado. Comenzó a llover otra vez. A las cinco de la tarde nos detuvimos en el camino, poco antes de Pulborough. Llovía con fuerza.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Susan.
—Eso —reconocí— es difícil de saber. A alguna parte, por allí.
Señalé con la mano la neblinosa línea de los bajos del sur.
Había estado tratando de recordar qué otra cosa había dicho Josella. Yo sabía que la casa estaba situada en la parte norte de las colinas, y había tenido impresión de que enfrentaba la zona pantanosa que separaba los bajos de Pulborough. Ahora que había llegado allí, mi impresión no parecía muy precisa. Los bajos ocupaban una extensión de varios kilómetros.
—Quizá lo mejor será ver si podemos distinguir una columna de humo por este lado —sugerí.
—Es difícil ver algo con toda esta lluvia —dijo Susan con mucha razón.
Una hora más tarde cesó de llover. Dejamos el camión y nos sentamos en una pared, uno al lado del otro. Estudiamos cuidadosamente las faldas de las colinas durante algún tiempo, pero ni los agudos ojos de Susan ni mis anteojos de campaña pudieron distinguir la menor traza de humo ni ningún otro signo de actividad.
—Tengo hambre —dijo Susan.
En ese momento la comida era un asunto que me interesaba poco. Ahora que estaba tan cerca, mi ansiedad por saber si mis presunciones habían sido exactas superaba a todo lo demás. Mientras Susan se alimentaba llevé el camión un poco más arriba. Entre chaparrones, y con una luz cada vez peor, observamos el otro lado del valle, nuevamente sin resultado. No había más vida o movimiento que unas pocas vacas y ovejas, y algún trífido ocasional.
Se me ocurrió una idea y decidí bajar al pueblo. Me resistía a llevar a Susan, pues sabía que el lugar podía ser desagradable, pero no podía dejarla en la colina. Cuando entramos en las calles descubrí que la escena la afectaba menos que a mí. Los niños interpretan a su modo las cosas horribles hasta que se les enseña cuando disgustarse. Sólo yo me sentí deprimido. Susan olvidó rápidamente todas las visiones sombrías gracias a un impermeable de seda escarlata que era para una persona varias veces más grande. Mi búsqueda también tuvo su recompensa. Volví al camión con un faro de automóvil que podía servir de pequeño reflector y que había encontrado en un Rolls-Royce de ilustre aspecto.
Instalé el faro en una especie de pivote, a un lado de la cabina, y lo conecté a la batería del camión. Cuando terminé mi trabajo, sólo me quedaba esperar la oscuridad y que cesara la lluvia.
Cuando cayó la noche, el aguacero se había convertido ya en una simple llovizna. Encendí las luces y un magnífico rayo atravesó las sombras. Hice girar con lentitud la lámpara cuidando de que el rayo se mantuviera al nivel de las colinas de enfrente mientras trataba, al mismo tiempo, de observarlas a todas en espera de una respuesta. Repetí el movimiento una docena de veces, apagando la luz por unos pocos segundos al fin de cada recorrido, para ver si veíamos aunque fuese una chispa en medio de la oscuridad. Pero la noche sobre las colinas siguió siendo tristemente negra. Luego comenzó a llover otra vez, más pesadamente. Dejé que la lámpara lanzara su rayo hacia delante y me senté a esperar escuchando el tamborileo de las gotas sobre el techo de la cabina. Susan dormía apoyada en mi brazo. Pasó una hora antes que el tamborileo se convirtiese en unos golpes aislados y cesara al fin. Comencé a mover la lámpara otra vez, y Susan se despertó. Había movido la luz seis veces cuando la niña dijo:
—¡Mira, Bill! ¡Allá! ¡Una luz!
Susan señalaba un punto situado a unos pocos grados a nuestra izquierda. Apagué la lámpara y seguí la dirección que indicaba su dedo. Era difícil estar seguro. Si no era una ilusión óptica era por lo menos algo tan débil como una luciérnaga distante. Y mientras aún estábamos mirando, la lluvia volvió a caer. Cuando tomé los anteojos ya no se veía nada.
No me atreví a moverme. Era posible que la luz, si había sido una luz, no fuese visible desde un terreno más bajo. Una vez más encendí el reflector y me puse a esperar pacientemente. Pasó casi una hora antes que la lluvia cesase otra vez. Tan pronto como aclaró, apagué la lámpara.
—¡Allá está! —gritó Susan, excitada—. ¡Mira! ¡Mira!
Allí estaba. Y brillaba ahora como para disipar todas las dudas, aunque los anteojos no me proporcionasen ningún detalle.
Volví a encender el reflector, y envié el signo de la V en Morse. Era el único signo Morse que conocía, excepto el de SOS así que tenía necesariamente que recurrir a él. Cuando miramos, la otra luz comenzó a parpadear, y nos lanzó una serie de deliberados largos y cortos que por desgracia no significaban nada para mí. Lancé otro par de ves, señalé en el mapa la posición aproximada de la luz y encendí los faros.
—¿Es la señora? —preguntó Susan.
—Tiene que ser —dije—. Tiene que ser.
Fue un viaje endiablado. Para cruzar los pantanos fue necesario tomar un sendero situado al oeste y luego hacia el este por las faldas de las colinas. Antes que hubiésemos avanzado mucho más de un kilómetro comenzó a llover otra vez. Como nadie cuidaba de los sistemas de desagüe, algunos campos estaban inundados y en ciertos sitios el agua cubría el camino. Tuve que conducir el camión con tediosas precauciones en momentos en que sentía deseos de echar a correr.
Llegamos al otro extremo del valle, pero no pudimos marchar más deprisa. El camino se bifurcaba a menudo y había muchas curvas imprevisibles. Tuve que dedicar toda mi atención al volante, mientras la niña miraba las colinas que iban quedando detrás, por si reaparecía la luz. Llegamos al punto en que la línea trazada en el mapa cruzaba nuestro camino. Decidí seguir hasta la próxima colina. Nos llevó una hora salir del barro y volver otra vez al camino.
Seguimos el camino más bajo. De pronto Susan vio un resplandor entre las ramas, a nuestra derecha. La próxima curva fue más afortunada. Nos llevó a un sendero que corría oblicuamente por la falda de una colina y desde allí pudimos ver el brillante rectángulo iluminado de una ventana, a unos quinientos metros. Aun entonces, y con la ayuda del mapa, no fue fácil encontrar el camino que llevaba hasta allí, Seguimos adelante, siempre subiendo, pero la luz estaba cada vez un poco más cerca. El camino no había sido construido para camiones. En las partes más estrechas teníamos que abrirnos paso entre matorrales y arbustos que arañaban los costados de nuestro vehículo, como si quisieran retenernos.
Pero al fin vimos una linterna que oscilaba ante nosotros. Se movía señalándonos la curva que llevaba a la entrada. Luego la dejaron en el suelo. Me acerqué hasta que estuvimos a un metro de la linterna, y detuve el camión. Mientras abría la portezuela, un rayo de luz cayó de pronto sobre mis ojos. Alcancé a vislumbrar una figura de impermeable que brillaba bajo el agua.
Una leve alteración estropeó la calma intencional de la voz:
—Hola, Bill. Has tardado mucho.
Salté del camión.
—Oh, Bill. No puedo... Oh, querido, he estado esperando esto tanto tiempo... —dijo Josella.
Me había olvidado totalmente de Susan hasta que una voz dijo desde lo alto:
—Te estás mojando, tonto. ¿Por qué no la besas adentro?
14
Shirning
La sensación con que llegué a la granja de Shirning —la de que todas mis dificultades habían terminado— interesa únicamente como demostración de hasta qué punto puede una sensación estar fuera de la realidad. El momento en que Josella se arrojó en mis brazos estuvo muy bien, pero con su corolario —llevarla hasta Tynsham para reunirnos con los otros— no ocurrió lo mismo, y por varias razones.
Ya desde que pensé dónde podía estar, me había imaginado a Josella, debo admitirlo, de un modo casi cinematográfico en dura batalla con las fuerzas de la naturaleza, etc., etc. En cierta manera supongo que así había sido, pero aquel lugar era muy distinto de lo que yo me había imaginado. Mi plan, que consistía en decirle: «Sube. Vamos a unirnos con Coker y su pandilla», tuvo que ser arrojado por la borda. Yo debía haber sabido que las cosas no serían tan fáciles; por otra parte es sorprendente cuán a menudo lo mejor se nos aparece como lo peor...
No es que no hubiese preferido desde un principio Shirning a la idea de Tynsham, pero unirnos a un grupo más numeroso era sin duda una medida prudente. Shirning era, sin embargo, un lugar encantador. La palabra «granja» era un título de cortesía. Había sido una granja hasta hacía unos veinte años, y todavía parecía una granja, pero en realidad se había convertido en una casa de campo. En Sussex y los condados vecinos abundaban esas casas y quintas que los fatigados londinenses habían encontrado aptas para sus necesidades. El interior del edificio había sido modernizado y reconstruido hasta tal punto que era dudoso que sus anteriores ocupantes pudiesen reconocer una sola habitación. El interior era reluciente. Los prados y cobertizos tenían una limpieza suburbana, más que rural, y durante años no habían conocido forma animal más ruda que la de unos pocos caballos y ponies. El campo no mostraba señales de haber sido utilizado, y no exhalaba bucólicos olores; la hierba se apretaba en él como en un campo de bolos. Los prados a los que miraban las ventanas de la casa, amparadas por un techo de tejas rojas, habían sido trabajados por los ocupantes de otras y más terrestres granjas. Pero los cobertizos y pesebres se conservaban bien.
Los amigos de Josella, los actuales dueños, habían ambicionado aumentar un día las tierras para trabajarlas en limitada escala, y hasta llegar el fin habían rechazado tentadoras ofertas con la esperanza de que alguna vez, de alguna manera no claramente percibida, tuvieran bastante dinero como para comprar los terrenos de los alrededores.
Con su propio manantial y su propio motor, el lugar era en verdad recomendable; pero mientras lo examinaba comprendí cuanta razón tenía Coker al hablar de la necesidad de un esfuerzo en común. Yo no sabía nada de labores de granja, pero vi enseguida que si nos quedábamos aquí costaría bastante trabajo mantener a seis personas.
Los otros tres ya estaban allí cuando llegó Josella. Eran Dennis y Mary Brent, y Joyce Taylor. Dennis era el propietario de la casa. Joyce había estado allí como una indefinida visita; en un principio para acompañar a Mary, luego para dirigir la casa mientras Mary esperaba a que naciese su bebé.
En la noche de las luces verdes —del cometa dirían ustedes si son de los que creen aún en ese cometa— había allí otros dos huéspedes, Joan y Ted Danton, pasando una semana de vacaciones. Los cinco habían salido al jardín a observar la exhibición. En la mañana los cinco habían despertado a un mundo de perpetuas sombras. En un principio habían tratado de telefonear. Cuando descubrieron que eso era imposible esperaron pacientemente a que llegara alguna ayuda. Cuando ésta también les falló, Ted se ofreció como voluntario para ir a averiguar qué había ocurrido. Dennis lo hubiera acompañado si no fuese porque su mujer se puso casi histérica. Ted, por lo tanto, partió solo. No regresó. El mismo día, un poco más tarde, y sin decir una palabra, Joan se fue de la granja, posiblemente en busca de su marido. Tampoco se volvió a saber de ella.
Dennis había llevado cuenta del tiempo tocando las manecillas del reloj. Al caer la tarde le fue ya imposible estarse quieto sin hacer nada. Había pensado en bajar a la aldea. Las dos mujeres se opusieron. A causa del estado de Mary terminó por renunciar. Joyce decidió probar fortuna. Llegó a la puerta, y comenzó a caminar con un bastón extendido ante ella. Apenas había traspasado el umbral cuando algo silbó en el aire y le quemó la mano como si fuese un hierro candente. La mujer saltó hacia atrás con un grito, y se desplomó en el vestíbulo donde la encontró Dennis. Por suerte no había perdido el conocimiento, y pudo quejarse del dolor que sentía en la mano. Dennis, tocando las ampollas sospechó de qué se trataba. A pesar de su ceguera él y Mary lograron de algún modo ponerle a Joan algunos fomentos calientes. Mary calentó el agua y su marido aplicó al brazo de Joan un torniquete y trató de sacar, todo lo posible, el veneno. Luego tuvieron que llevar a la mujer a la cama, donde se pasó varios días.
Mientras tanto Dennis hizo algunas pruebas, primero en el frente y luego en los fondos de la casa. Con la puerta no muy abierta, sacó cuidadosamente una escoba alzándola hasta la altura de los ojos. Oyó el silbido de un aguijón, y sintió que la escoba le temblaba ligeramente en la mano. En una de las ventanas del jardín había ocurrido algo similar, en las otras parecía no haber nada. Hubiese tratado de salir por una de ellas si no fuese por la inquietud de su mujer. Mary estaba segura de que si había algunos trífidos junto a la casa, habría también otros por los alrededores y no iba a permitir que Dennis se arriesgara de ese modo.
Por suerte tenían comida como para un tiempo, aunque era difícil prepararla. Por otra parte Joyce, a pesar de su alta temperatura, parecía estar recobrándose de los efectos del veneno, de modo que la situación no era tan apremiante. Dennis se pasó la mayor parte del día siguiente tratando de construir un casco. El alambre de que disponía era sólo de malla ancha, así que tuvo que juntar varias capas, y luego unirlas. El casco le llevó bastante tiempo, pero con él y la ayuda de unas pesadas manoplas podía partir ya para la aldea. Un trífido lo golpeó cuando aún no había dado tres pasos fuera de la casa. Dennis lo buscó a tientas y le retorció el tallo. Un minuto o dos después otro aguijón se estrelló contra su casco. No pudo encontrar a ese trífido aunque le lanzó una media docena de golpes. Llegó así al cobertizo de las herramientas y salió de allí provisto de tres grandes ovillos de hilo que fue desenvolviendo para que le sirviese de guía al regresar.
Ya en el campo volvió a recibir varios aguijonazos. Le llevó un tiempo inmensamente largo caminar un kilómetro en dirección a la aldea, y antes de llegar se le había terminado ya su provisión de hilo Y durante todo ese tiempo había ido tanteando y tropezando en medio de un silencio aterrador. De cuando en cuando se detenía y llamaba, pero nadie respondía. Más de una vez temió haberse extraviado, pero cuando sus pies descubrieron la lisa superficie de una carretera supo ya dónde estaba, y pudo confirmarlo localizando un mojón. Siguió así adelante, tanteando el camino.
Después de recorrer un trayecto aparentemente largo, advirtió que sus pasos sonaban de un modo diferente; se oía un débil eco. Haciéndose a un lado encontró una acera y luego un muro. Un poco más allá descubrió un buzón en una pared de ladrillos, y supo que estaba al fin en la aldea. Volvió a llamar. Una voz, una voz de mujer le respondió, pero lejos, y era imposible distinguir las palabras. Llamó otra vez y comenzó a caminar hacia la voz. La respuesta fue cortada en seco por un grito. Nuevamente se hizo el silencio. Sólo entonces, y casi con incredulidad, comprendió que la aldea estaba en un aprieto similar al de su propia casa. Se sentó era el borde de la acera y pensó qué podía hacer.
Por la temperatura del aire juzgó que ya había caído la noche. Estaba afuera desde hacia por lo menos cuatro horas. Tenía que regresar: Sin embargo, no había motivos para que volviese con las manos vacías... Tanteó el muro con el bastón hasta que encontró la enseña metálica que adornaba la tienda del lugar. Tres veces, en los últimos cincuenta o sesenta metros, un aguijón le había azotado el casco. Sintió otro golpe mientras abría la puerta de la tienda, y pasó por sobre un cuerpo que obstaculizaba la entrada.
Tuvo la impresión de que ya otros habían estado allí. Sin embargo, encontró un buen jamón. Lo metió, junto con paquetes de manteca o margarina, bizcochos y azúcar en un saco, y añadió una variedad de latas sacadas de un estante que, creía recordar, estaba dedicado a las provisiones. Las latas de sardinas, por lo menos, eran inconfundibles. Siguió buscando y encontró una docena o más de ovillos de hilo. Se echó el saco a la espalda, y emprendió el regreso.
Se extravió una vez, y le fue difícil orientarse. Pero al fin volvió al sendero familiar. Lo siguió, tanteando, y pronto encontró el hilo con que había iniciado su viaje. Desde allí todo fue bien, comparativamente.
Volvió dos veces más en aquella semana a la tienda de la aldea, y los trífidos que rodeaban la casa y los del camino le parecieron cada vez más numerosos. El solitario trío no podía hacer otra cosa que esperar. Y entonces, como un milagro, llegó Josella.
Fue enseguida evidente que la idea de un inmediato traslado a Tynsham era por ahora irrealizable. Por un lado Joyce Taylor estaba aun muy débil. Cuando la vi me sorprendió que todavía viviese. La prontitud de Dennis le había salvado la vida, pero como éste no había sido capaz de proporcionarle los tónicos adecuados ni una buena alimentación, estaba recobrándose con mucha lentitud. Hubiese sido una locura obligarla a hacer un largo viaje hasta después de una o dos semanas. Y además, el estado de Mary había llegado a un punto tal que ese viaje parecía también desaconsejable para ella. Así que lo mejor sería que nos quedáramos allí hasta que se superaran estas crisis.
Una vez más tuve que encargarme de las provisiones. Mis cargas incluían ahora no sólo los alimentos, sino también petróleo para el motor, gallinas cluecas, vacas lecheras (y que sobrevivían a pesar de vérseles las costillas), medicinas para Mary, y una sorprendente lista de accesorios.
La zona estaba más infestada de trífidos que todas las que yo había visto hasta entonces. La mayor parte de las mañanas aparecían uno o dos nuevos, y el primer trabajo del día era arrancarles de un tiro las copas. Tuve que construir una alambrada para que no entraran en el jardín. Aun entonces venían y se pasaban el tiempo apoyados sugestivamente en los alambres, hasta que algo se hacía con ellos.
Abrí algunos cajones y le enseñé a la pequeña Susan a usar los rifles contra trífidos. La niña pronto se convirtió en una experta en desarmar a las cosas, como seguía llamándolos. Desde entonces su trabajo consistió principalmente en ejercer diaria venganza.
Josella me contó lo que le había ocurrido luego de aquella alarma de incendio en el edificio de la Universidad.
La habían nombrado encargada de un grupo, de un modo muy similar al mío, pero su trato con las mujeres a las que había sido encadenada fue sumario. Les había lanzado un muy simple ultimátum: o la dejaban en libertad, y ella trataría entonces de ayudar todo lo posible; o, si aquella coerción continuaba, pronto se encontrarían bebiendo ácido prúsico o comiendo cianuro de potasio bajo su recomendación. Sus guardianas podían elegir. Eligieron bien.
Había poca diferencia en lo que teníamos que decirnos a propósito de los días siguientes. Cuando se disolvió el grupo, Josella había razonado como yo. Tomó un coche y fue a buscarme a Hampstead. No había hallado a ningún sobreviviente, ni se había encontrado con aquel pelirrojo aficionado a las armas de fuego. Se quedó allí casi hasta la caída del sol, y luego decidió ir a la Universidad. No sabiendo qué esperar, estacionó precavidamente el coche a cierta distancia, y siguió su viaje a pie. Cuando estaba bastante cerca, oyó un disparo. Preguntándose qué podía significar, se refugió en aquel jardín donde un día nos habíamos escondido los dos. Desde allí vio a Coker que también se acercaba con circunspección. Ignorando que yo había disparado contra un trífido, y que a eso se debían las precauciones de Coker, Josella sospechó una trampa. Determinada a no caer en ella una segunda vez, volvió al coche. No tenía idea de adónde había ido el resto... si es que había ido a alguna parte. No se le ocurrió otro refugio que aquel que me había mencionado un día casi casualmente. Decidió llegar hasta allí con la esperanza de que yo, si vivía, lo recordase y tratara de encontrarlo.
—Me dormí acurrucada en el asiento de atrás del coche —me dijo Josella—. Era todavía temprano cuando llegué aquí a la mañana siguiente. El ruido del coche hizo que Dennis se asomara a una de las ventanas de arriba y me advirtiera que tuviese cuidado con los trífidos. Vi que había una media docena o más alrededor de la casa, como si estuviesen esperando a que saliera alguien. Dennis y yo nos hablamos a gritos. Los trífidos se agitaron y uno de ellos comenzó a acercarse hacia mí, así que salté dentro del coche. Lo puse en marcha y atropellé al trífido. Pero aún quedaban los otros, y el cuchillo era mi única arma. Dennis salvó la situación.
»Si tienes una lata de combustible —me dijo— arroja el líquido ante ellos y ábrete camino con un trapo encendido. Eso bastará para tenerlos a raya.
»Así lo hice. Desde entonces he estado usando una jeringa. Es una maravilla que no haya incendiado todavía el edificio.
Con la ayuda de un libro de cocina Josella había logrado preparar diversos platos, y había tratado de enderezar la marcha de la casa. Trabajando, aprendiendo, e improvisando había estado tan ocupada que apenas había podido pensar en ese futuro que aguardaba no muy lejos. No había visto a nadie durante todos esos días, pero estaba segura de que tenía que haber otros en alguna parte, y había examinado el valle en busca de humo durante el día y de luces durante la noche. No había visto ninguna humareda, y hasta que yo aparecí no había habido ninguna luz; al menos ella no la había visto.
En cierto modo el más afectado del trío era Dennis. Joyce estaba todavía muy débil y en un estado de casi invalidez. Mary se refugiaba en sí misma y parecía encontrar interminable ocupación mental y cierta compensación en las perspectivas de su futura maternidad. Pero Dennis parecía un animal en una trampa. Cuando no juraba inútilmente, como otros muchos que yo había oído se quejaba con una viciosa amargura como si lo hubiesen metido a la fuerza en una jaula. Ya antes de mi llegada le había pedido a Josella que le buscase en la enciclopedia la reproducción del sistema Braille y que le fabricara una copia en relieve del alfabeto. Se pasaba las horas muertas escribiendo notas y tratando luego de leerlas. El resto del tiempo lo empleaba, en su mayor parte, en meditar en su propia inutilidad, aunque pocas veces hablaba de eso. Insistía, con sombría persistencia, en hacer esto u aquello, y yo tenía que dominarme a mí mismo para no ayudarlo. Haber visto una vez la amargura que podía despertar en él la ayuda no solicitada era suficiente. Era asombroso ver las cosas que se estaba enseñando a sí mismo, aunque lo que más me impresionaba era la construcción de un eficiente casco de alambre en el segundo día de su ceguera.
Lo animaba un poco el acompañarme en algunas de mis expediciones, y se complacía en ayudarme a mover los cajones más pesados. Estaba ansioso por tener libros en Braille; pero para esto, decidimos, habría que esperar a que desaparecieran los riesgos de contagio en las ciudades.
Los días comenzaron a pasar muy deprisa, por lo menos para los tres que podíamos ver. Josella estaba siempre ocupada, principalmente en la casa. Susan aprendía junto a ella. Yo siempre tenía también, algo que hacer. Joyce logró levantarse y hacer una vacilante aparición, y desde entonces se repuso muy rápidamente. Poco después comenzaron los dolores de Mary.
Aquella fue una mala noche para todos. Peor quizá para Dennis, ya que todo dependía de dos muchachas dotadas de buena voluntad, pero sin experiencia. Su dominio de sí mismo despertó mi inútil admiración.
En las primeras horas de la mañana, Josella bajó, muy cansada, y dijo:
—Es una niña. Las dos están bien —y se llevó a Dennis arriba.
Volvió momentos más tarde y tomó el vaso que yo había preparado para ella.
—Fue todo muy sencillo, gracias a Dios —dijo—. La pobre Mary tenía un miedo espantoso de que la niña fuera también ciega, pero no lo es, naturalmente. Ahora está llorando de un modo horrible por que no la puede ver.
Bebimos.
—Es raro —dije—. Como todo sigue su marcha, quiero decir. Como una semilla... Parece algo muerto y, sin embargo, no lo está. Y ahora una nueva vida, en medio de todo esto...
Josella se llevó las manos a la cara.
—¡Oh, Bill! ¿Seguirá siempre así? ¿Siempre y siempre y siempre?
Y se echó, también, a llorar.
Tres semanas más tarde fui a Tynsham a ver a Coker y a hacer los arreglos para nuestra mudanza. Tomé un automóvil para hacer el viaje de ida y vuelta en el mismo día. Al regresar me encontré con Josella en el vestíbulo. Me miró.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Que no vamos a ir —le dije—. Tynsham se ha acabado.
Josella volvió a mirarme.
—¿Qué ocurrió?
—No estoy seguro. Parece como si la plaga hubiese llegado allí.
Le describí brevemente la situación. No había necesitado investigar mucho. Las puertas estaban abiertas, y me bastó ver a los trífidos en el parque para comprender que podía esperar. Salí del coche y el olor confirmó mis sospechas. Entré. Parecía que nadie había vivido allí desde hacía dos semanas. Metí la cabeza en dos de los cuartos. Eso me bastó. Llamé y los ecos de mi voz rodaron por la casa. No seguí adelante.
Alguien había colgado una nota en la puerta de entrada, pero sólo quedaba una punta en blanco. Pasé mucho tiempo buscando el resto de la hoja. Había volado seguramente. No la encontré. En el patio del fondo no había camiones ni automóviles, y la mayor parte de las provisiones había desaparecido con ellos, pero no se podía saber a dónde. Sólo me quedaba volver a mi coche y regresar.
—¿Y ahora... qué? —me preguntó Josella cuando concluí mi relato.
—Ahora, querida, nos quedaremos aquí. Aprenderemos a mantenernos a nosotros mismos. Y seguiremos así... A no ser que llegue alguna ayuda. Debe de haber una organización en alguna parte.
Josella sacudió la cabeza.
—Creo que será mejor que olvidemos eso de la ayuda. Millones y millones de personas han estado esperando una ayuda que no ha llegado.
—Algo tiene que pasar —dije—. Hay seguramente miles de grupos como el nuestro diseminados por toda Europa... por todo el mundo. Algunos de ellos terminaran por unirse. Comenzará la reconstrucción.
—¿Dentro de cuanto tiempo? —dijo Josella—. ¿Después de varias generaciones? Quizá no en nuestra época. No... El mundo ha terminado, y estamos solos... Sólo contamos con nosotros mismos. En nuestros proyectos no puede tener cabida una posible ayuda...
Josella calló. Tenía una mirada rara e inexpresiva que yo nunca había visto antes. Frunció los ojos.
—Querida... —dije.
—Oh, Bill, Bill. Yo no estoy hecha para esta clase de vida. Si tú no estuvieras aquí, yo...
—Calma, mi querida —dije suavemente— Calma.
Le acaricié el pelo.
—Lo siento, Bill. Siento lástima de mi misma... es repugnante. No volverá a ocurrir.
Se secó los ojos con un pañuelo.
—Así que voy a ser la mujer de un granjero. De todos modos, me gusta estar casada contigo, Bill... Aunque no sea un matrimonio auténtico y decente.
De pronto Josella soltó aquella risita que yo no oía desde hacía mucho.
—¿Qué ocurre?
—Nada. Sólo pensaba en cómo me asustaba la idea de mi boda.
—Algo muy propio de una niña como tú... aunque un poco inesperado —le dije.
—Bueno, no era exactamente eso. Se trataba de mis editores, y los periódicos, y la gente de cine. Cómo se hubieran divertido. Volverían a editar el libro... Probablemente volvería a exhibirse el film... y aparecerían fotografías en todos los periódicos. No creo que te hubiesen gustado.
—Puedo recordar otra cosa que no me hubiese gustado mucho —le dije—. ¿Recuerdas... aquella noche de luna que impusiste una condición?
Josella me miró.
—Bueno, quizá no estén tan mal las cosas —dijo.
15
El mundo se estrecha
Desde entonces llevé un diario. Era una mezcla de memorias, registro y libreta de notas. En él anoté las particularidades de los sitios a que me llevaban mis expediciones, el detalle de nuestros bienes, la estimación de las cantidades disponibles, observaciones sobre el estado de los artículos de primera necesidad, y memoranda de aquellos que había que gastar enseguida para evitar deterioros. Alimentos, combustibles y semillas eran las cosas más buscadas, pero de ningún modo las únicas. Hay en mi libro entradas que especifican cargas de ropa, herramientas, artículos domésticos, arneses, objetos de cocina, varas, alambre, alambre y más alambre, y libros.
Veo allí que en la misma semana que volví de Tynsham comencé a levantar una valla de alambre para los trífidos. Ya teníamos algunas barreras para que no anduviesen por el jardín y los alrededores de la casa. Este era un plan más ambicioso para ganarles algunos centenares de metros cuadrados. Comprendía una fuerte valla de alambre que aprovechaba las irregularidades naturales del terreno y las barreras ya construidas y, en el interior, otra alambrada más débil para evitar que el ganado o la gente de la casa se acercara inadvertidamente a la valla principal poniéndose así al alcance de los aguijones. Fue un trabajo pesado y aburrido que me llevó varios meses.
Al mismo tiempo me dedicaba a aprender el a-b-c de los trabajos de granja. No es de esas cosas que se aprenden fácilmente en los libros. Ante todo a ninguno de los que habían tratado el tema se le había ocurrido que el granjero en potencia tuviese que partir de cero. Encontré que todas las obras comenzaban, por así decirlo, por la mitad, dando por sentados una base y un vocabulario que yo no tenía. Mis especializados conocimientos biológicos no servían para solucionar los problemas prácticos. Gran parte de la teoría hablaba de materiales y sustancias que yo no podía conseguir, o que no podría reconocer si llegaba a encontrarlos. Comencé a ver muy pronto que al descartar las cosas que dentro de poco tiempo serían inalcanzables, tales como fertilizantes químicos, forrajes importados, y todas las máquinas excesivamente complejas, aumentaba mi consumo de sudor en beneficio de ganancias problemáticas.
Los libros no eran indudablemente campo adecuado para artes tales como el manejo de caballos, las labores diarias, o las técnicas del matadero. Consultar el capítulo relativo a esos asuntos no me ayudaba a solucionar mis problemas. Además, la realidad presentaba persistentemente notables diferencias con la simplicidad del texto escrito.
Por suerte sobraba tiempo para cometer errores y aprender de ellos. Saber que pasarían varios años antes que tuviésemos que depender de nuestros propios recursos, evitaba que las desilusiones nos desesperaran. Nos consolábamos además pensando que mientras vivíamos de las tiendas aprovechábamos unos alimentos que de otro modo se echarían a perder.
Por razones de seguridad dejé pasar todo un año antes de volver a Londres. Era la zona más provechosa pero también la más deprimente. Parecía aun que el toque de una mano mágica podría de pronto devolverle la vida, aunque muchos de los vehículos que se veían en las calles estaban va cubriéndose de herrumbre. Un año después el cambio era más notable. Trozos de yeso desprendidos del frente de las casas comenzaban a cubrir las aceras. Había tejas y chimeneas en medio de las calles. Hierbas y pastos crecían en las calzadas y estaban tapando los desagües. Las hojas habían obstruido las cañerías, de modo que las hierbas, y hasta algunas plantas, crecían en las terrazas. Casi todos los edificios estaban cubriéndose de una capa verde, bajo la cual se pudrían lentamente los techos. A través de muchas ventanas se podía ver cielorrasos rotos, y paredes donde brillaba la humedad y de las que se desprendía el papel. Los jardines de parques y plazas estaban invadiendo las calles vecinas. Las cosas parecían crecer en realidad en todas partes: en las ranuras de las piedras, en las grietas del cemento, y hasta en los asientos de los coches abandonados. En todas partes parecían estar recuperando los áridos espacios creados por el hombre. Y, algo curioso, a medida que las cosas vivas lo invadían todo, el lugar parecía menos deprimente. Como ante un mágico conjuro los fantasmas se desvanecían, hundiéndose lentamente en la historia.
En una ocasión —no ese año, ni el siguiente, pero más tarde— volví a Piccadilly Circus otra vez, y contemplé aquella desolación y traté de representarme las apretadas multitudes. No pude hacerlo. Ni siquiera en mis recuerdos tenían alguna realidad. No había señales de ellas ahora. Habían quedado tan atrás en la historia como el público del coliseo romano o el ejército asirio. La nostalgia que se apoderaba de mí en las horas de quietud me conmovía más que la escena misma. Cuando estaba en el campo podía acordarme de cuán placentera había sido la vida anterior. Entre aquellos edificios que estaban derrumbándose lentamente sólo podía recordar la confusión, la frustración, las vidas sin rumbo, el resonante estrépito de las naves vacías, y no veía el valor de lo que habíamos perdido...
En mi primer viaje de exploración a Londres fui solo y volví con cajones de armas contra trífidos, papel, piezas de maquinaria, los libros y la máquina de escribir con alfabeto Braille que Dennis tanto deseaba, y el lujo de bebidas, dulces, discos, y más libros para el resto de nosotros. Una semana más tarde Josella vino conmigo para hacer una más práctica búsqueda de ropa, no sólo o principalmente para los adultos de la Colonia, sino también para la niña de Mary y para el bebé que ella estaba esperando. El viaje la deprimió y no volvió a repetir la visita.
Yo continué yendo de vez en cuando en busca de algo que necesitábamos y que escaseaba en otras partes, y aprovechaba siempre la oportunidad para proveerme de algunos lujos. Nunca vi nada viviente salvo unos pocos gorriones y algún trífido ocasional. Perros y gatos, más numerosos en cada generación, abundaban en la campiña, pero no en Londres. A veces, sin embargo, encontraba huellas que me decían que algunos otros estaban también proveyéndose allí; pero nunca llegué a verlos.
Hacia fines del cuarto año hice mí último viaje, pues descubrí que había ahora algunos riesgos que no había por qué correr. El primer signo fue un estruendoso derrumbe a mis espaldas, en los suburbios del mismo Londres. Detuve el camión y miré hacia atrás. Vi que de un montón de escombros, en el medio de la calle, se elevaba una columna de humo. Era evidente, que mi paso había dado la sacudida definitiva al ya vacilante frente de una casa. No eché abajo ningún otro edificio aquel día, pero me lo pasé temiendo algún torrente de cemento y ladrillos. Desde entonces me reduje a visitar las ciudades más pequeñas, y comúnmente entraba en ellas a píe.
Brighton, que podía haber sido nuestra mayor y más conveniente fuente de recursos, no era aconsejable. Cuando decidí hacerle una primera visita, descubrí que otros ya se habían encargado del lugar. Quiénes o cuántos eran, no lo supe. Encontré simplemente un tosco muro de piedras que cerraba el camino, y un anuncio que decía:
¡NO SE ACERQUE!
El consejo fue apoyado por el disparo de un rifle y una polvareda que se alzó ante mí. No había nadie a la vista con quien discutir el asunto... y además aquel no era un argumento discutible.
Hice girar en redondo mi camión, y me alejé pensativamente. Me pregunté si no llegaría el día en que los preparativos de defensa organizados por Stephen no serían tan descabellados al fin y al cabo. Para que no me sorprendieran, saqué del lugar donde habíamos obtenido los lanzallamas que usábamos contra los trífidos, algunas ametralladoras y morteros.
En el mes de noviembre del segundo año Josella tuvo su primer hijo. Lo llamamos David. La alegría que me proporcionaba se confundía a veces con ciertas dudas a propósito de las condiciones de vida que habíamos creado para él. Pero esto a Josella le preocupaba menos que a mí. Adoraba a su hijo. Parecía ser para ella como una compensación por lo mucho que había perdido, y, paradójicamente, comenzó a preocuparse menos que antes por el estado de los puentes que aún teníamos que atravesar. De todos modos el niño tenía un vigor que parecía afirmar su futura capacidad para cuidarse a sí mismo, así que reprimí mis dudas y me puse a trabajar duramente aquella tierra que algún día tendría que mantenernos a todos.
No mucho tiempo después, creo recordar, Josella me llamó la atención a propósito de los trífidos. Yo había estado tan acostumbrado durante años y años a tomar precauciones contra ellos que el verlos formar parte natural del paisaje me parecía menos raro que a los otros. Había llevado también durante mucho tiempo máscaras de alambre y guantes de cuero así que poca novedad representaba para mí ir con esas cosas a todas partes. Yo concedía, en realidad, a los trífidos menos atención que la que alguien puede prestar a los mosquitos en una zona infectada de malaria. Josella mencionó el asunto una noche cuando ya estábamos acostados y cuando casi no se oía otro sonido que aquel intermitente y lejano tamborileo de las duras varitas contra el tronco.
—Últimamente lo hacen más —me dijo.
En un principio no comprendí a qué se refería. Era un sonido tan habitual en los lugares donde yo había vívido y trabajado, que sólo prestándole una deliberada atención podía yo decir si se había interrumpido o no. Escuché.
—No me suena nada distinto —dije.
—No es distinto. Es más fuerte. Hay muchos más trífidos ahora que antes.
—No lo había notado —dije con indiferencia.
Una vez instalado el cerco, yo había puesto todo mi interés en el campo que rodeaba la casa, y no me había preocupado por lo que pasaba más allá. En mis expediciones me había parecido que el número de los trífidos era más o menos el mismo. Recordé que cuando llegué a Shirning me había llamado la atención la abundancia de trífidos, y había supuesto naturalmente que debía de haber varios criaderos en aquella región.
—Son muchos más de veras —dijo Josella—. Fíjate mañana.
A la mañana siguiente recordé nuestra conversación y miré por la ventana mientras me vestía. Vi que Josella tenía razón. Podía contarse un centenar en el espacio que alcanzaba a distinguirse desde allí. Mencioné el asunto durante el desayuno. Susan pareció sorprendida.
—Pero están aumentando cada vez más —me dijo—. ¿Lo has notado?
—Tengo muchas otras cosas de que preocuparme —dije un poco irritado por el tono de su voz—. Además, más allá del alambrado no molestan. Mientras arranquemos todas las plantas que crecen aquí, pueden hacer lo que quieran afuera.
—De todos modos —indicó Josella un poco intranquila—, ¿hay alguna razón particular para que tengan que venir aquí en tales cantidades? Estoy segura de que sí. Y me gustaría saber por qué.
Susan volvió a exhibir esa expresión de irritada sorpresa.
—Pero cómo. Si es él quien los trae.
—No señales con el dedo —le dijo Josella automáticamente—. ¿Qué quieres decir? No te referirás a Bill.
—Pues si. Hace ruido y ellos vienen.
—Oye —dije—. ¿De qué estás hablando? ¿Piensas que les silbo en sueños o algo parecido?
Susan pareció de mal humor.
—Muy bien. Si no me crees te lo enseñaré después del desayuno —anunció, y se encerró en un ofendido silencio.
Cuando terminamos de desayunar, Susan se fue de la mesa para volver con mí escopeta y mis anteojos de campaña. Salimos al jardín. Susan examinó la escena hasta que descubrió un trífido que estaba muy lejos de nosotros, y luego me pasó los binoculares. Miré cómo se arrastraba lentamente atravesando el campo. Estaba a más de un kilómetro, y se dirigía hacia el este.
—Ahora sigue mirando —dijo Susan.
Disparó la escopeta al aire.
Unos pocos segundos después el trífido alteró perceptiblemente su curso hacia el sur.
—¿Has visto? —me preguntó Susan frotándose el hombro.
—Bueno, pareció como si... ¿Estás segura? Probemos otra vez —sugerí.
Susan meneó la cabeza.
—No conviene. Todos los trífidos que han oído el disparo están dirigiéndose ahora hacia aquí. Dentro de unos diez minutos se detendrán y se pondrán a escuchar. Si están bastante cerca como para oír a los que están repiqueteando junto a los alambres, seguirán acercándose. Pero si no pueden oír nada, esperarán un rato, y luego se dirigirán otra vez hacia donde iban anteriormente.
Admito que esta revelación me sorprendió de algún modo.
—Bueno... este... —dije—. Tienes que haberlos observado muy atentamente, Susan.
—Siempre los observo. Los odio —dijo Susan como sí esta explicación bastara.
Dennis se nos había reunido.
—Estoy de tu parte, Susan —dijo—. No me gusta esto. No me ha gustado nunca. Estos condenados tienen algunas ventajas sobre nosotros.
—Oh, vamos... —comencé a decir.
—Le digo que hay en ellos cosas que no sospechamos. ¿Cómo saben, por ejemplo? Comenzaron a librarse de sus ataduras cuando nadie podía detenerlos. Rodearon esta casa desde el primer día. ¿Puede explicármelo?
—No es nada nuevo para ellos —dije—. En los países selváticos solían situarse cerca de los caminos. Muy a menudo rodeaban las aldeas y las invadían si nadie los mataba antes. Eran una peste realmente peligrosa en muchos sitios.
—Pero no aquí. Ese es el problema. No pudieron hacer eso aquí hasta que las condiciones fueron favorables. Ni trataron de hacerlo. Pero cuando llegó la ocasión, lo hicieron enseguida. Casi como si supieran lo que había pasado.
—Vamos, sea razonable, Dennis. Piense solamente en lo que implican sus palabras —le dije.
—Me doy perfecta cuenta de lo que implican... hasta cierto punto, por lo menos. No quiero edificar ninguna teoría, pero yo diría esto: están aprovechándose de nuestra desventaja con increíble rapidez. Diría también que siguen algo así como un método. Ha estado usted tan absorbido por su trabajo que no ha visto cómo han aumentado, y cómo esperan detrás de los alambres. Pero Susan sí. He escuchado lo que dijo. ¿Y qué cree usted que están esperando?
No traté de encontrar una respuesta. Dije:
—¿Cree que será mejor que no use la escopeta, la que los atrae, sino un arma contra trífidos?
—No es sólo la escopeta, sino todos los ruidos —dijo Susan—. El tractor es el peor, pues produce un sonido fuerte y continuo, y pueden descubrir con facilidad de dónde viene. Pero pueden oír también el motor de la luz, desde cierta distancia. He visto cómo doblan hacia aquí cuando empieza a funcionar.
—Desearía —le dije a Susan irritado— que no continuaras diciendo «pueden oír» como si fuesen animales. No lo son. No «oyen». Son sólo plantas.
—Aun así oyen, de algún modo —replicó Susan tercamente.
—Bueno... haremos algo —prometí.
Lo hicimos. La primera trampa fue un tosco molino de viento que producía un sonido martilleante. Lo colocamos a un kilómetro de distancia. Dio resultado. Alejó a los trífidos de nuestros alambres y de cualquier otro sitio. Cuando se reunieron unos cuantos centenares, Susan y yo fuimos hasta el molino en automóvil y los destruimos con los lanzallamas. Dio también resultado una segunda vez, pero luego solo unos pocos prestaron atención al molino. Nuestra jugada siguiente fue construir un corral en el interior de nuestro campo y sacar luego parte del alambrado reemplazándolo por una barrera móvil. Elegimos un punto desde donde podía oírse el motor de la luz y abrimos la barrera. Después de un par de días dejamos caer la barrera y destruimos los dos centenares de trífidos que habían entrado en el corral. Todas nuestras trampas tenían éxito la primera vez, pero no cuando la repetíamos en el mismo sitio. Y aun cuando cambiáramos las trampas de lugar el número de trífidos decaía también visiblemente.
Una vuelta diaria por los alrededores de nuestro campo, con un lanzallamas, hubiera hecho descender de veras el número de trífidos, pero hubiera llevado mucho tiempo y nos hubiese dejado sin combustible. El consumo de un lanzallamas es elevado, y el combustible no abundaba en los depósitos de armas. Cuando agotásemos esos depósitos, nuestros valiosos lanzallamas no valdrían más que hierro viejo, pues yo no conocía la formula de un combustible eficiente, ni cómo producirlo.
En dos o tres ocasiones les lanzamos unas bombas con el mortero, pero los resultados fueron decepcionantes. Los trífidos compartían con los árboles la cualidad de resistir grandes daños.
A medida que pasó el tiempo el número de trífidos reunidos del otro lado de los alambres siguió aumentando, a pesar de nuestras trampas y de algunos holocaustos ocasionales. No intentaban nada ni hacían nada. Se instalaban, simplemente, hundiendo las raíces en el suelo y de allí no se movían. Desde lejos parecían tan inactivos como un seto cualquiera, y si no fuese por el tamborileo que hacían algunos, no serían más notables. Pero si alguien dudaba de su estado de alerta bastaba con atravesar el campo en un coche. Caía entonces sobre el vehículo una descarga tal de malévolos aguijonazos que era necesario detenerse en la carretera y sacar el veneno de las ventanillas.
De vez en cuando uno de nosotros tenía una nueva idea para descorazonarlos, como por ejemplo regar el suelo situado más allá de los alambres con una fuerte solución de arsénico; pero las retiradas que causábamos eran sólo temporarias.
Habíamos probado toda una variedad de trampas durante un año más cuando Susan entró corriendo en nuestro dormitorio una mañana para decirnos que las cosas habían roto los alambres y rodeaban la casa. Se había levantado temprano a ordeñar, como de costumbre. El cielo que se veía por la ventana de su habitación era grisáceo, pero cuando bajó las escaleras, se encontró en la más completa oscuridad. Comprendió que no podía ser así, y encendió las luces. Tan pronto como vio unas correosas hojas verdes apretadas contra las ventanas sospechó qué había pasado.
Crucé el dormitorio de puntillas y cerré rápidamente la ventana. No había acabado de hacerlo cuando un aguijón vino desde abajo y azotó los vidrios. Debajo de nosotros había un macizo de trífidos de diez o doce ejemplares de espesor, y que rodeaba la casa. Los lanzallamas estaban en uno de los cobertizos. No quise correr ningún riesgo. Con guantes y gruesas ropas, con un casco de cuero y unos anteojos de automovilista bajo la máscara de alambre, me abrí camino entre los trífidos ayudado por el cuchillo más grande que pude encontrar. Los aguijones azotaron y golpearon la máscara con tanta frecuencia que llegaron a mojarla. El veneno comenzó a caer entre los alambres como un fino rocío y me empañó los anteojos. Lo primero que hice al llegar al cobertizo fue lavarme cuidadosamente. No me atreví a lanzar más que una llama corta y débil mientras volvía a la casa. Podía prender fuego a las ventanas y puertas. Pero esa llama movió y agitó a los trífidos y pude regresar sin que molestaran mucho.
Josella y Susan me acompañaron con unos extinguidores de incendios mientras yo, parecido todavía a una cruza de buzo y hombre de Marte, me inclinaba desde las ventanas del piso alto y movía el lanzallamas sobre aquellas bestias. No me llevó mucho tiempo incinerar un gran número y alejar al resto. Susan, vestida ahora de un modo conveniente, tomó el otro lanzallamas e inició el para ella agradable trabajo de darles caza mientras yo cruzaba los prados en busca del origen de todo aquello. No fue difícil descubrirlo. Enseguida vi la abertura por donde los trífidos estaban entrando todavía en una corriente de agitados tallos y oscilantes hojas. Había unos pocos menos de este lado, pero todos se dirigían hacia la casa. Echarlos era sencillo. Un chorro de fuego ante ellos y se paraban; uno a cada lado, y retrocedían. Una ocasional embestida los hacía correr, y los recién llegados daban media vuelta. Los alambres estaban caídos en una extensión de veinte metros o más, y los postes hablan sido arrancados. Arreglé el cerco temporariamente aquí y allá, moviendo el lanzallamas hacia atrás y hacia delante, y chamuscando a los trífidos como para que no volvieran a molestarnos al menos por unas horas.
Josella, Susan y yo nos pasamos la mayor parte del día reparando la brecha. Luego Susan y yo registramos todos los rincones del cerco y perseguimos a los intrusos. Tardamos dos días. A esto siguió una inspección del alambrado y la instalación de refuerzos en todas las partes dudosas. Cuatro meses más tarde estaban de nuevo adentro...
Esta vez algunos trífidos quedaron tendidos en la entrada. Pensamos que habían sido aplastados por la presión que había hecho ceder el alambrado y que luego, al caer con él, habían sido pisoteados por los otros.
Era indudable que teníamos que tomar otras medidas de defensa. Ninguna parte de nuestro cerco era más fuerte que aquélla que había cedido. La electrificación parecía lo más adecuado. Encontré un generador montado sobre un furgón del ejército y lo remolqué hasta casa. Susan y yo lo conectamos a los alambres. Antes que completásemos la instalación, los trífidos entraron por otro sitio.
Creo que el sistema hubiera sido realmente eficaz si hubiese funcionado todo el tiempo; o por lo menos la mayor parte del tiempo. Pero teníamos que pensar en el consumo de combustible. El petróleo era uno de nuestros más valiosos bienes. Siempre podríamos cultivar, así lo esperábamos, alguna clase de alimento, pero cuando el petróleo y el gasoil se acabaran, la mayor parte de nuestros recursos se irían con ellos. No habría más expediciones, y por consiguiente no más renovación de artículos. La vida primitiva comenzaría de veras. De modo que, en beneficio de nuestra propia conservación, se enviaba una carga por la barrera de alambre sólo durante algunos minutos y dos o tres veces al día. Los trífidos retrocedían un poco, y dejaban de presionar contra el cerco. Como precaución adicional instalamos una alarma en el cerco interior para que pudiésemos enfrentarnos con cualquier rotura antes que se convirtiese en algo grave.
Lo malo era la aparente habilidad de los trífidos para aprender, por lo menos de un modo limitado, las lecciones de la experiencia. Descubrimos, por ejemplo que se habían acostumbrado a nuestra práctica de lanzar una carga eléctrica durante un rato mañana y noche. Comenzamos a notar que comúnmente se alejaban de los alambres cuando llegaba la hora de poner en marcha el motor, y que volvían a acercarse tan pronto como éste se detenía. No pudimos saber entonces si asociaban la electrificación de los alambres con el ruido del motor, pero más tarde vimos que así era.
Era bastante fácil encender el motor irregularmente, pero Susan, para quien los trífidos eran objeto continuo de inamistoso estudio, pronto comenzó a afirmar que el período en que se mantenían lejos de los alambres era cada vez más corto. Sin embargo el alambre electrificado y algunos ataques lanzados de vez en cuando en los lugares donde eran más densos, nos libraron de invasiones por más de un año, y aquéllas que ocurrieron más tarde nos encontraron bastante prevenidos como para que detenerlos no fuese más que una pequeña molestia.
En la seguridad de nuestro refugio continuamos aprendiendo agricultura, y la vida se hizo pronto rutinaria.
Un día de estío de nuestro sexto año, Josella y yo fuimos juntos a la costa en el coche tractor que yo acostumbraba usar ahora que los caminos estaban poniéndose tan malos. Fue un día de fiesta para ella. Había pasado meses sin traspasar los limites del cerco. El cuidado de la casa y los niños la habían tenido demasiado atada como para poder hacer más que unos pocos e indispensables viajes, pero ahora Susan podía ya hacerse cargo de todo, y mientras subíamos y corríamos por lo alto de las colinas experimentamos una sensación de alivio. En las faldas más bajas del sur detuvimos el coche y nos sentamos en el suelo.
Era un perfecto día de junio con sólo unas pocas y tenues nubes que matizaban un cielo puro y azul. El sol se reflejaba en las playas y el mar, con tanto brillo como en los días en que aquellas mismas playas habían estado cubiertas por bañistas y el mar manchado con veleros. Contemplamos la escena en silencio durante algunos minutos. Al fin Josella dijo:
—¿No sientes aún que si cierras un rato los ojos al abrirlos vas a encontrarte en el mundo de antes, Bill? Yo sí.
—No muy a menudo ahora —le dije—. Pero he visto muchas más cosas que tú. Sin embargo, a veces...
—Y mira las gaviotas. Son las de siempre.
—Hay muchos más pájaros este año —dije—. Eso me alegra.
Contemplado en forma impresionista, desde cierta distancia, el pueblito era todavía la misma confusión de casitas de techos rojos y quintas habitadas en su mayor parte por una cómodamente retirada clase media. Pero era una impresión que sólo duraba unos pocos minutos. Aunque todavía se distinguían las tejas, las paredes eran apenas visibles. Los jardincitos habían desaparecido bajo un desordenado crecimiento vegetal, matizado aquí y allá por los coloridos descendientes de unas flores cuidadosamente cultivadas. Desde allí, hasta los caminos parecían alfombras verdes. De cerca se descubría que el efecto de suave verdura era ilusorio: estaban, cubiertos de duros y rústicos hierbajos.
—No hace mucho tiempo —reflexionó Josella— la gente lamentaba que esas casas destruyesen el campo. Y míralas ahora.
—El campo se esta vengando, es cierto —dije—. La naturaleza parecía haberse acabado en ese entonces. «¿Quién hubiese pensado que el viejo tenía tanta vida?»
—Casi me asusta. Es como si todo estuviera deshaciéndose. Como si la naturaleza se alegrara de que ya no estemos aquí, y pudiese ahora seguir su camino. Me pregunto si no nos estaremos engañando. ¿Crees que hemos sido vencidos de veras, Bill?
En mis expediciones yo había tenido mucho más tiempo que ella para hacerme esa pregunta.
—Si no se tratase de ti, querida, te daría una respuesta sacada del molde heroico. Expresaría esas ilusiones que pasan tan a menudo por resolución y fe.
—Pero como se trata de mí...
—Te daré la respuesta más honesta: No del todo. Y mientras hay vida, hay esperanza.
Durante algunos segundos miramos en silencio la escena que se extendía ante nosotros.
—Creo —expliqué—, sólo creo, recuérdalo, que tenemos una limitada posibilidad, tan limitada que nos llevará mucho tiempo volver a ser los de antes. Si no fuese por los trífidos diría que nuestras posibilidades son muchas de veras, aunque tardaríamos también. Pero los trífidos son un factor muy importante. Ninguna civilización, en sus orígenes, tuvo que luchar con algo parecido. ¿Nos arrebatarán el mundo o podremos detenerlos?
»El problema se reduce a descubrir cómo aniquilarlos. No somos tan débiles, podremos aún mantenerlos a raya. Pero nuestros nietos, ¿qué van a hacer con ellos? ¿Tendrán que pasarse la vida en reservas humanas, ocupados solamente en la interminable labor de librarse de los trífidos?
»Tiene que haber un método muy simple. Lo malo es que los métodos simples nacen de investigaciones complicadas. Y no tenemos muchos recursos.
—Pero contamos con todos los recursos del pasado; ahí están —apuntó Josella.
—Los recursos minerales, Sí, pero no los mentales. Necesitamos un equipo, un equipo de expertos para acabar con los trífidos de una vez por todas. Algo se puede hacer, estoy seguro. Algo así como un arma selectiva, quizá. Unas hormonas capaces de crear un estado de desequilibrio en los trífidos, pero no en otros seres... Tiene que ser posible... Si un cierto número de hombres se pusiera a investigar...
—¿Sí lo crees así, por qué no lo intentas? —me preguntó Josella.
—Por muchas razones. Primero, yo no podría hacerlo; soy un bioquímico muy mediocre, y estoy solo. Es necesario instalar un laboratorio, un equipo. Más aún, hay que disponer de tiempo, y yo tengo muchas cosas que hacer. Pero de todos modos no podría producir hormonas sintéticas en grandes cantidades. Ese trabajo ocuparía a toda una fábrica. Pero antes hay que formar a los investigadores.
—Se podría enseñar a la gente.
—Sí... Cuando un cierto número pueda pensar en otra cosa que en la lucha por la existencia. He reunido un montón de libros de bioquímica con la esperanza de que alguien los utilice algún día. Le enseñaré a David todo lo que sé, y él podrá comunicárselo a otros. Pero si no logramos que nos sobre un poco de tiempo, no veo otra solución que las reservas.
Josella miró frunciendo el ceño un grupo de cuatro trífidos que cruzaban el campo, allá abajo.
—Antes decían que los insectos eran el enemigo más serio del hombre —comentó—. Me parece que los trífidos tienen algo en común con ciertas clases de insectos. Oh, ya sé que biológicamente son plantas. Quiero decir que no se preocupan por los individuos, y éstos no se preocupan por sí mismos. Separadamente tienen algo que podría llamarse inteligencia; colectivamente esa impresión de inteligencia es mucho mayor. Trabajan juntos con un determinado propósito, como las abejas o las hormigas. Y, sin embargo, no se podría decir que tengan conciencia de algún propósito o esquema, aunque participen de él. Todo esto es muy raro; quizá imposible de entender para nosotros. Los trífidos son tan diferentes. Me dan la impresión de que contradijeran todo lo que sabemos acerca de las características hereditarias. ¿Hay en la abeja o el trífido un gene de organización social, o tiene una hormiga algún gene de arquitectura? Y sí ellos tienen algo así, ¿cómo no hemos desarrollado nosotros un gene del lenguaje o del arte culinario? En fin, sea lo que sea, los trífidos parecen tener algo parecido. Es posible que ningún individuo sepa por qué se queda junto a nuestro cerco, pero que todo el conjunto comprenda que su propósito es el de acabar con nosotros, y que tarde o temprano lo conseguirán.
—Hay todavía medios para evitar que eso ocurra —dije—. No ha sido mi propósito el de desalentarte.
—No me siento desalentada... excepto cuando me invade el cansancio. Casi siempre tengo tanto que hacer que no puedo pensar en lo que vendrá. No, comúnmente sólo estoy un poco triste, con esa especie de suave melancolía que el siglo dieciocho juzgaba tan estimable. Me siento sentimental cuando pones algún disco. Hay algo casi terrible en esas grandes orquestas que ya no existen y que siguen tocando para una gente enclaustrada y cada vez más primitiva. Evoco el pasado, y me entristezco al pensar en todo lo que no volveremos a hacer, pase lo que pase. ¿No sientes lo mismo a veces?
—Hum —admití—. Pero ten en cuenta que a medida que pasa el tiempo acepto mejor el presente. Y sí se pudieran cumplir mis deseos, me gustaría que el viejo mundo resucitase, sí, pero con una condición. Pues verás, a pesar de todo, soy más feliz ahora que en ninguna otra época de mi vida. Tú me comprendes, ¿no es cierto, Josie?
Josella me tomó la mano.
—Yo siento lo mismo. Sí, lo que hemos perdido no me entristece tanto como lo que nuestros niños no podrán conocer.
—Va a ser un problema inculcarles ambiciones y esperanzas —reconocí—. No podemos evitar que miren un poco hacia atrás. Pero no deben hacerlo a menudo. La tradición de una desvanecida edad de oro y de unos antecesores dotados de poderes mágicos sería muy contraproducente. Razas enteras han caído en la inanición a causa del complejo de inferioridad creado por un pasado glorioso. ¿Cómo podremos evitar que eso ocurra?
—Si yo fuese niño —reflexionó Josella—, creo que me gustaría que me dieran alguna razón. Si no ocurriera así, es decir, si me dejaran pensar que he nacido en un mundo absurdamente destruido me parecería que la vida es también absurda. Y por desgracia parece que es eso justamente lo que ha pasado.
Josella hizo una pausa, reflexionando, y luego añadió:
—¿No crees que podríamos... no crees que se justificaría que inventáramos un mito para ayudarlos? La historia de un mundo que era maravillosamente inteligente, pero tan malvado que tenía que ser destruido... o que se destruyó a sí mismo por error. Algo así como el Diluvio. No se sentirían aplastados entonces por ese complejo de inferioridad. Al contrario, se verían impulsados a construir, y a construir esta vez algo de valor.
—Sí... —dije, pensándolo—; Sí. Es a menudo una buena idea decir a los niños la verdad. Las cosas se les presentan luego más fáciles. ¿Pero por qué hablas de un mito?
Josella vaciló.
—¿Qué quieres decir? Los trífidos fueron... bueno, fueron un error cometido por alguien, lo reconozco. ¿Pero y el resto...?
—No creo que podamos acusar a nadie a propósito de los trífidos. Los extractos eran muy valiosos: Nadie puede ver a dónde lleva un descubrimiento, ya sea una nueva especie de motor o un trífido. Y no tuvimos ninguna dificultad con esas plantas mientras las condiciones fueron normales. Nos beneficiamos bastante con ellas.
—Bueno, no fue culpa nuestra si las condiciones cambiaron. Fue... simplemente una de esas cosas: como terremotos o huracanes; lo que una compañía de seguros llamaría «la mano de Dios». Quizá fue eso precisamente: un juicio, no fuimos nosotros, por cierto, los que trajimos ese cometa.
—¿No fuimos nosotros, Josella? ¿Estás segura?
Josella volvió la cabeza y me miró.
—¿Qué quieres decir, Bill? ¿Cómo podríamos haber sido nosotros?
—Lo que quiero decir, querida, es esto: ¿fue realmente un cometa? Siempre ha habido una supersticiosa desconfianza hacia los cometas, y aun no se ha borrado del todo. Sé que somos bastantes civilizados como para no arrodillamos en las calles y rezarles una oración; pero de todos modos es una fobia que tiene una base de siglos. Se los ha tomado como portentos y símbolos de la ira celestial, y anuncios de que el fin del mundo estaba próximo, y han aparecido en gran cantidad de cuentos y profecías. Así que si uno se encuentra con un asombroso fenómeno celeste, ¿qué más natural que atribuirlo a un cometa? Una prueba en contrario tardaría en difundirse, y tiempo fue, precisamente, lo que faltó. Y cuando sobrevino el desastre total, todos siguieron creyendo que había sido un cometa.
Josella me miraba.
—Bill, ¿estás tratando de decirme que no crees que haya sido un cometa?
—Exactamente —dije.
—Pero... no entiendo. Tiene que... ¿Qué otra cosa pudo haber sido?
Abrí un paquete de cigarrillos, cerrado al vacío, y encendí dos.
—¿Recuerdas lo que decía Michael Beadley a propósito de esa cuerda floja por la que habíamos caminado durante años?
—Sí, pero...
—Bueno, creo que lo que ocurrió fue que perdimos el equilibrio; y que algunos sobrevivimos al golpe.
Aspiré una bocanada de humo, mientras miraba el mar y el cielo azul e infinito.
—Allá arriba —continué—, allá arriba, había —y quizá todavía hay— un desconocido número de armas satélites que giran y giran alrededor de la Tierra. Eran como un grupo de amenazas latentes que daban vueltas esperando que algo o alguien las descargase. ¿Qué había en ellas? Tú no lo sabes, yo tampoco. Secretos de las altas esferas. Todo lo que hemos oído son presunciones: materiales fisibles, polvos radiactivos, bacterias, virus... Imagina ahora que una de ellas hubiese sido diseñada para emitir ciertas radiaciones que nuestros ojos no podrían soportar, algo que quemase, o dañase al menos, el nervio óptico...
Josella me apretó la mano.
—¡Oh, no, Bill! No, no es posible... Eso hubiera sido... diabólico. No puedo creerlo.
—Querida mía, todo lo que había allá arriba era diabólico... Imagina ahora un error, o un accidente; un encuentro con los restos de un cometa, si quieres...
»Alguien comenzó a hablar de un cometa. No hubiese sido político negarlo... y hubo además tan poco tiempo.
»Bueno, esas cosas, naturalmente, habían sido fabricadas para que operasen cerca del suelo, y que ejerciesen su efecto en una región determinada, y sólo en ella. Pero comenzaron a operar allá en el espacio, o al chocar con la atmósfera. De cualquier modo estaban tan lejos que todos los habitantes del globo recibieron sus radiaciones...
»No podemos saber qué pasó realmente. Pero de algo estoy seguro: que de un modo o de otro fuimos nosotros los culpables. Y aquella plaga. No era tifus.
»Me parece una coincidencia muy rara que en miles y miles de años un cometa destructor haya llegado justo poco después de que estableciéramos unas armas satélites. ¿No te parece a ti lo mismo? No, creo que nos mantuvimos en esa cuerda floja un buen rato de veras, considerando todo lo que podía haber ocurrido. Pero tarde o temprano un pie tenía que resbalar...
—Bueno, dicho de ese modo... —murmuró Josella. Se interrumpió y se quedó callada durante un rato. Al fin dijo—: Me imagino que, si la naturaleza nos hubiera golpeado ciegamente sería menos horroroso. Y sin embargo no lo creo así. Me hace sentir menos desesperanzada, porque por lo menos todo es ahora comprensible. Si ocurrió de ese modo, podemos impedir al menos que ocurra otra vez. Será otro de los errores que nuestros tataranietos tendrán que evitar. Y hubo tantos, tantos errores. Pero podemos indicarles dónde está el peligro.
—Hum... bueno —dije—. De todos modos cuando hayan vencido a los trífidos y salgan de todo eso tendrán tiempo de sobra para cometer sus nuevos y propios errores.
—Pobres cositas —dijo Josella, como si estuviese viendo allá abajo un creciente desfile de biznietos—, no es mucho lo que podemos ofrecerles, ¿no es verdad?
—La gente acostumbra a decir; «la vida es lo que uno hace de ella».
—Eso, mi querido Bill, fuera de ciertos y muy estrechos límites, es sólo... bueno, no quiero ser ruda. Pero mi tío Ted solía decir eso, hasta que alguien arrojó una bomba que le hizo perder las dos piernas. Desde entonces cambió de modo de pensar. Y si yo estoy viva, no es por lo que hice. —Josella arrojó a lo lejos los restos de su cigarrillo—. Bill, ¿qué hemos hecho para formar parte de los sobrevivientes? A veces, cuando no me siento fatigada y egoísta, pienso cuánta suerte hemos tenido de veras, y siento deseos de dar gracias a alguien o a algo. Pero de pronto descubro que si hubiera algo o alguien a quien dar gracias, hubiesen elegido a quien se lo mereciese más. Todo esto es muy confuso para una muchacha simple como yo.
—Y yo —dije— siento que si hubiera algo o alguien en el asiento del conductor muchos episodios de la historia no hubiesen ocurrido nunca. Pero eso no me preocupa mucho. Hemos tenido suerte. Si mañana cambian las cosas, bueno, que cambien. Pase lo que pase, no me pueden quitar el tiempo que hemos vivido juntos. Esto es más de lo que yo he merecido nunca, y más de lo que muchos hombres obtienen en toda su existencia.
Nos quedamos allí un rato más, mirando el mar desierto, y luego bajamos al pueblito.
Después de visitar las tiendas nos fuimos de picnic a la playa bañada por el sol. Cuidamos de que a nuestras espaldas hubiese una buena franja de guijarros. Si se acercaba algún trífido, lo oiríamos enseguida.
—Tenemos que repetir esto mientras podamos —dijo Josella—. Ahora que Susan ya es mayorcita no estoy tan atada.
—Si alguien tiene el derecho de descansar un poco eres tú —comenté.
Lo dije pensando que me gustaría que fuésemos juntos mientras era aún posible, a despedirnos de los lugares y cosas que habíamos conocido. La perspectiva de quedar encerrados crecía año tras año. Para ir desde Shirning al norte ya era necesario dar un rodeo de varios kilómetros. Había que evitar una región que se había convertido en un pantano. Los caminos empeoraban con rapidez. Las lluvias e inundaciones aceleraban la erosión, y las raíces estaban rompiendo el asfalto. Dentro de poco tiempo ya no se podría ir en busca de un tanque de combustible. Los prados serían intransitables, y muy probablemente el camino quedaría bloqueado para siempre. Un tractor siempre podría andar por el medio del campo, si éste estaba bastante seco; pero los viajes serían cada vez más difíciles, aun con esa clase de vehículos.
—Y tendremos una fiesta de veras —dije—. Te volverás a vestir e iremos a...
—Chist... —interrumpió Josella, alzando un dedo y poniendo el oído del lado del viento.
No respiré y presté atención. Se sentía —más que se oía— algo que golpeaba el aire. Un golpe débil, pero que crecía poco a poco.
—¡Es... es un avión! —dijo Josella.
Miramos hacia el oeste, haciéndonos sombra con las manos. El murmullo era poco más fuerte que el zumbido de un insecto. Crecía con tanta lentitud que no podía proceder sino de un helicóptero; cualquier otra clase de máquina ya hubiese pasado sobre nuestras cabezas.
Josella lo vio antes que yo. Era un punto que parecía venir hacia nosotros, siguiendo la línea de la playa. Nos pusimos de pie y comenzamos a hacerle señas. A medida que el punto crecía, movíamos las manos más nerviosamente, y, con no mucho sentido común, gritábamos hasta desgañitamos. El piloto nos hubiese visto, si se hubiese acercado un poco más. Pero cuando estaba a unos pocos kilómetros dobló de pronto hacia el norte. Seguimos agitando las manos con la esperanza de que todavía pudiera vernos. Pero no había ninguna indecisión en el movimiento de la máquina, ni ninguna variación en el sonido del motor. Deliberada e imperturbablemente el helicóptero se perdió entre las colinas.
Bajamos los brazos y nos miramos.
—Si vino una vez, puede venir otra —dijo Josella con fuerza, aunque no muy convencida.
Pero la aparición de la máquina nos había transformado. Ya no existía, casi, aquella resignación en que nos habíamos encerrado tan cuidadosamente. Habíamos estado diciéndonos a nosotros mismos que debía de haber otros grupos, pero que no podrían estar en mejor posición que la nuestra. Pero un helicóptero que surgía como una sonora visión del pasado despertaba algo más que recuerdos; sugería que alguien, en alguna parte, estaba mejor que nosotros. ¿Habría allí algo así como envidia? Y nos hacía recordar también que, por más afortunados que fuésemos, éramos todavía criaturas gregarias.
La inquietud que nos dejó la máquina destruyó nuestro humor, y nos olvidamos de todo lo que habíamos dicho. De común acuerdo, y en silencio, comenzamos a empaquetar nuestras cosas y, entregado cada uno a sus propios pensamientos, regresamos al coche y partimos hacia Shirning.
16
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Habíamos recorrido quizá la mitad del trayecto, cuando Josella vio el humo. A primera vista podía haber sido una nube, pero cuando llegamos a lo alto de la colina pudimos ver la columna gris bajo las capas superiores más difusas. Josella apuntó con el dedo y miró en silencio. En aquella época los únicos incendios eran aquellos que nacían espontáneamente en los días calurosos de verano. Ambos vimos enseguida que la columna se elevaba de las vecindades de Shirning.
Lancé el tractor a una velocidad que no había alcanzado nunca en aquellos estropeados caminos. Josella y yo saltábamos en el interior y, sin embargo, el coche parecía arrastrarse. Josella no hablaba. Tenía los labios muy apretados y los ojos fijos en el humo. Comprendí que trataba de convencerse de que el humo venía de más allá, o de más acá, o de cualquier parte, pero no de Shirning. Pero a medida que nos acercábamos, era más difícil dudar. Recorrimos el último trecho sin prestar atención a los aguijones que golpeaban el vehículo. Y luego, en una curva, pudimos ver que no era la casa lo que ardía, sino la pila de madera.
Al oír nuestra bocina, Susan se acercó corriendo a tirar de la cuerda que abría la puerta desde lejos. Nos gritó algo, pero el ruido del coche nos impidió oír. Con la mano libre Susan señalaba no el fuego sino el frente de la casa. Cuando nos internamos en el patio pudimos ver qué quería mostrarnos. En medio del jardín se alzaba la figura del helicóptero.
Salíamos del coche cuando un hombre con chaqueta de cuero y pantalones de montar apareció en la puerta de la casa. Era alto, rubio, y estaba tostado por el sol. Me pareció enseguida que lo había visto en alguna parte. Nos saludó con la mano, sonriendo alegremente mientras nos acercábamos a él.
—El señor Bill Masen, me imagino. Mi nombre es Simpson.
—Recuerdo —dijo Josella—. Usted trajo un helicóptero aquella noche en la Universidad.
—Eso es. Veo que me recuerda. Pero para demostrarle que no es usted la única con buena memoria. Usted es Josella Playton, autora de...
—Está usted equivocado —le replicó Josella—. Soy Josella Masen, autora de «David Masen».
—Ah, si acabo de mirar la edición original, y es un trabajo muy bien hecho de veras.
—Un momento —dije— ¿Y ese fuego...?
—No hay peligro. El viento aleja las llamas de la casa. Aunque temo que haya perdido su provisión de madera.
—¿Qué pasó?
—Fue Susan. No pensó en causar daño. Cuando oyó mi motor tomó un lanzallamas y buscó algo para hacerme una señal. Lo más a mano era la pila de madera.
Entramos en la casa y nos unimos a los otros.
—Otra cosa —me dijo Simpson—. Michael me pidió que no me olvidara de pedirle disculpas.
—¿A mí? —pregunté.
—Usted fue el único que vio el peligro que representaban los trífidos, y él no le creyó.
—Pero... ¿quiere decir que sabían que yo estaba aquí?
—Descubrimos su probable ubicación hace unos días. Nos lo dijo un hombre que todos podemos recordar: un tal Coker.
—Así que Coker logró también salir adelante —dije.
Después de lo que vi en Tynsham pensé que la plaga lo habla alcanzado.
Más tarde, después de comer y de servir nuestro mejor brandy el hombre nos contó lo que había ocurrido.
Cuando Michael Beadley y su grupo salieron de Tynsham, dejando el lugar librado a la discreción y los principios de la señorita Durrant, no se dirigieron a Beaminster, ni a sus alrededores. Habían ido hacia el noreste, internándose en Oxfordshire. El error de la señorita Durrant tenía que haber sido deliberado, pues nadie mencionó a Beaminster.
Encontraron una granja que en un principio pareció ofrecer todo lo necesario. Hubiesen podido atrincherarse allí como nosotros nos habíamos atrincherado en Shirning. Pero cuando la amenaza de los trífidos comenzó a crecer, las desventajas del lugar se hicieron más evidentes. Al año, tanto Michael como el Coronel estaban muy pocos satisfechos con las perspectivas que ofrecía el lugar. Ya se habían llevado a cabo numerosas obras, pero hacia el fin del segundo verano todos estuvieron de acuerdo en la necesidad de una mudanza. Construir allí una comunidad llevaría años, muchos años. Había también que tener en cuenta que las dificultades aumentarían con el tiempo.
Necesitaban un sitio donde hubiera espacio suficiente para crecer y desarrollarse; un área con defensas naturales donde, si era necesario luchar contra los trífidos, esa lucha fuese económica. Allí gran parte del trabajo consistía solamente en asegurar los alambres. Y cuando creciese el número de ocupantes habría que aumentar la longitud del cerco. Era indudable que la mejor línea de defensa era el agua, que no necesitaba de cuidados. Sobrevino entonces una discusión acerca de los méritos relativos de diversas islas. Fue el clima principalmente lo que les decidió en favor de la isla de Wight, a pesar de algunos defectos que había que suprimir. Por lo tanto al llegar el mes de marzo volvieron a empaquetarlo todo, y se mudaron.
—Cuando llegamos a la isla —dijo Ivan—, nos pareció que los trífidos eran más numerosos que en el lugar de donde veníamos. Tan pronto como nos instalamos, en las cercanías de Godshill, los trífidos comenzaron a apretarse a lo largo de las paredes, y a millares. Los dejamos durante un par de semanas y luego los atacamos con los lanzallamas.
»Cuando terminamos con ese grupo permitimos que volvieran a reunirse, y los quemamos otra vez. Y así sucesivamente. Podíamos dejar que se acercasen, pues cuando nos hubiésemos librado de ellos ya no necesitaríamos recurrir a los lanzallamas. Sólo podía haber un número limitado en la isla, y cuanto más viniesen a nosotros, mejor que mejor.
»Tuvimos que repetir la operación una docena de veces antes que se advirtiese algún efecto apreciable. Cuando los trífidos comenzaron a faltar, había ya un montón de restos calcinados a lo largo de nuestros muros. Habían sido mucho más numerosos de lo que habíamos creído.
—En esa isla había por lo menos una docena de criaderos —dije—. Sin mencionar las plantas que crecían en los parques y los jardines privados.
—No me sorprende —dijo Ivan—. A juzgar por las apariencias podían haber sido mil criaderos. Antes que esto comenzara yo hubiera dicho que los trífidos sumaban sólo unos pocos miles en todo el país, pero ha habido sin duda centenares de miles.
—Así es —dije—. Crecen prácticamente en todas partes, y eran muy provechosos. No parecían tantos cuando estaban encerrados en granjas y criaderos. Pero aun así, en este momento, y considerando los que andan por aquí, tiene que haber regiones enteras sin casi ninguno.
—Así es —dijo Ivan—, pero instálese en esas regiones y al rato comenzarán a aparecer. Puede usted verlos desde el aire. Yo hubiera sabido que había alguien aquí aun sin el fuego de Susan. Forman una franja oscura alrededor de todos los lugares habitados.
»Sin embargo, al cabo de un tiempo logramos ralear la multitud que rodeaba nuestra casa. Quizá el lugar les pareció poco saludable, o quizá no les gustaba caminar sobre los restos calcinados de sus parientes, pero de un modo o de otro, había menos que antes. Así que comenzamos a cazarlos en vez de esperar a que vinieran. Fue nuestro trabajo principal durante meses. Registramos hasta el último rincón de la isla, o así lo creímos por lo menos. Al fin nos pareció que habíamos terminado con todos, los grandes y los chicos. Sin embargo, volvieron a aparecer algunos al año siguiente, y al otro año. En la actualidad al llegar la primavera iniciamos una intensa búsqueda a causa de las semillas que pueden volar desde aquí, y ya no tenemos nada que temer.
»Mientras tanto, nos fuimos organizando. Al principio éramos unos cincuenta o sesenta. De tanto en tanto yo hago un vuelo con el helicóptero y cuando veo señales de algún grupo, bajo y los invito a ir a la isla. Algunos van, pero otros, y en un número sorprendente, no tienen ningún interés. Han escapado a toda forma de gobierno y a pesar de todas sus dificultades no desean volver a empezar. Hay algunos en South Wales que forman algo así como tribus y no quieren otra organización que ese mínimo que se han impuesto a sí mismos. Hay otros grupos similares cerca de las minas de carbón. Los jefes son hombres que en la noche de las estrellas verdes estaban en las minas. Aunque Dios sabe cómo lograron salir otra vez a la superficie... Hay otros también que no aceptan ninguna clase de interferencia. Cuando me ven disparan contra el helicóptero. Hay un grupo de esa especie en Brighton.
—Ya sé —dije—. También a mí me alejaron.
—Recientemente han aparecido otros grupos similares. Hay uno en Maidstone, otro en Guildford, y otros sitios. Por ese motivo no hemos venido antes por aquí. Este distrito es bastante peligroso. No sé qué hará esa gente, quizá han conseguido reunir un buen número de provisiones y tienen miedo de que alguien se las quite. De todos modos no hay por qué arriesgarse, así que hagan lo que quieran.
»Pero muchos decidieron ir con nosotros. En un año llegamos a reunir trescientas personas; no todas dotadas de vista, naturalmente.
»Descubrí a Coker y los suyos no hace más de un mes. Una de las primeras cosas que me preguntó, por otra parte, fue si sabíamos algo de usted. Tuvieron una época muy mala, particularmente al principio.
»Pocos días después de volver a Tynsham llegaron dos mujeres de Londres, y trajeron la plaga consigo. Coker las puso enseguida en cuarentena, pero ya era tarde. Decidió entonces hacer una rápida mudanza. La señorita Durrant no quiso moverse. Se quedó a cuidar a los enfermos. Seguiría más tarde a los otros. Hubo otras tres apresuradas mudanzas antes que pudieran librarse del todo. Por ese entonces habían llegado a Devonshire, y allí estuvieron bien un tiempo. Pero luego comenzaron a tener las mismas dificultades que nosotros, y que usted. Coker aguantó tres años, y luego pensó algo similar a lo que habíamos pensado nosotros. Pero no en una isla. Decidió que lo mejor sería la orilla de un río y un cerco que cerrase la saliente de Cornwall. Se pasaron los primeros meses construyendo una barrera; luego salieron a cazar a los trífidos, como nosotros en la isla. Pero trabajar en aquel terreno era más difícil, y nunca pudieron librarse de los trífidos. El cerco tuvo éxito en un comienzo; pero no podían confiar en él como nosotros en el mar.
»Coker cree que podían haber progresado una vez que los chicos crecieran y se pusieran a trabajar, pero siempre hubiese sido una vida dura. Cuando los encontré, no dudaron. Cargaron enseguida sus botes de pesca, y en un par de semanas estaban ya en la isla. Cuando Coker supo que usted no estaba con nosotros, sugirió que quizá anduviese todavía por estos lados.
—Puede decirle que eso borra cualquier rencor que pudiésemos guardarle —dijo Josella.
—Va a ser un hombre muy útil —dijo Ivan—. Y por lo que él nos dijo usted también lo será —añadió mirándome—. ¿Es usted un bioquímico, no?
—Un biólogo, con algunos conocimientos de bioquímica —dije.
—Bueno, allá usted con esas sutiles diferencias. Lo importante es que Michael quiere derrotar a los trífidos científicamente. Hay que encontrar un método si queremos ir a alguna parte. Pero las únicas personas con que contamos para iniciar esa investigación parecen haber olvidado la poca biología que aprendieron en el colegio. ¿Qué le parece? ¿Le gustaría convertirse en profesor? Sería un trabajo bastante valioso.
—Nada podría ser mejor —le dije.
—¿Significa esto que nos esta invitando a ir a su isla? —Preguntó Dennis.
—Bueno, si están ustedes de acuerdo —replicó Ivan—. Bill y Josella recordarán quizá los principios esbozados aquella noche en la Universidad. Todavía se mantienen. No estamos metidos en una obra de reconstrucción. Queremos construir algo nuevo, y mejor. Alguna gente no está de acuerdo. En esos casos no nos sirven. No queremos un partido opositor que trate de perpetuar el viejo sistema. Preferimos que esa gente se vaya a otra parte.
—Otra parte parece una oferta bastante pobre dadas las circunstancias —señaló Dennis.
—Oh, no quiero decir que pensemos en arrojarlos de vuelta a los trífidos. Pero hay mucha gente que opina así, y tuvimos que buscar un lugar para ellos. Así que un grupo se instaló en las islas del Canal, y comenzó a limpiar el sitio como nosotros habíamos limpiado la Isla de Wight. Son un centenar de personas. Están progresando, también.
»De modo que hemos desarrollado un sistema de aprobación mutua. Los recién llegados pasan seis meses con nosotros; luego se reúne el Consejo. Si no les gustan nuestros métodos, nos lo dicen; y si nos parece que no podríamos entendernos con ellos, se lo decimos. Si todo está bien, se quedan; si no, cuidamos de que lleguen hasta las islas del Canal... o los devolvemos a su lugar de origen, si son bastante raros como para preferir esto último.
—Parece algo dictatorial. ¿Cómo está formado ese Consejo? —preguntó Dennis.
Ivan sacudió la cabeza.
—Nos llevaría mucho tiempo meternos en cuestiones constitucionales ahora. Lo mejor es que vengan y se enteren por sí mismos. Si les gustamos, se quedan. Pero aunque no les gustemos creo que las islas del Canal les parecerán un lugar más conveniente que lo que será éste dentro de pocos años.
A la tarde, después que Iván levantó vuelo, y desapareció en el sudoeste, salí y me senté en mi banco favorito, en un rincón del jardín.
Miré el valle, recordando los prados irrigados y fértiles que había habido allí. El valle adelantaba notablemente en su camino hacia el salvajismo. Los campos abandonados estaban cubiertos de malezas, hierbajos y lagunas. Los árboles más grandes se hundían lentamente en el suelo pantanoso.
Pensé en Coker y lo que dijo un día el jefe, el maestro y el médico... y en todo el trabajo que sería necesario realizar para poder vivir de nuestros pocos acres. Y en cómo nos sentiríamos todos cuando Shirning se convirtiese en una cárcel. Y en nuestros tres ciegos, que todavía se sentían inútiles, y cada vez más fracasados, a medida que envejecían. Y en Susan que un día debía tener la oportunidad de un marido, y niños. En David, en la hijita de Mary, y en los otros niños que podían venir y que tendrían que dedicarse enseguida a las labores del campo. En Josella y yo mismo que tendríamos que trabajar con mayor empeño a medida que envejeciésemos, pues habría más a quienes alimentar y más trabajo que hacer a mano...
Y allí estaban los trífidos, esperando pacientemente. Allí estaban, como un macizo verde oscuro más allá de los alambres. Había que buscar algo... un enemigo natural, algún veneno, un agente de desequilibrio... Algo había que encontrar para terminar con ellos. Así podríamos realizar otros trabajos, pronto. El tiempo favorecía a los trífidos. Sólo tenían que seguir esperando, mientras nosotros consumíamos nuestros recursos. Primero se acabaría el combustible, luego el alambre. Y ellos o sus descendientes seguirían esperando allí mientras se herrumbraba el cerco... y, sin embargo, Shirning era ahora nuestro hogar. Suspiré.
Se oyeron unas leves pisadas en el pasto. Josella vino y se sentó junto a mí. Le pasé un brazo por los hombros.
—¿Qué piensan ellos? —le pregunté.
—Están bastante trastornados, los pobres. Tiene que serles difícil comprender cómo esperan los trífidos. No pueden verlos. Y además, se han acostumbrado a estar aquí. Debe de ser terrible pensar en ir a un sitio desconocido cuando uno es ciego. Sólo saben lo que les decimos. No creo que entiendan de veras que la vida será aquí imposible. Si no fuese por los niños, creo que dirían simplemente que no. Es su hogar. ¿Comprendes? Todo lo que les queda. —Josella hizo una pausa, y luego añadió—: Así lo creen ellos; pero, por supuesto, no es realmente su hogar; es nuestro hogar, ¿no es así? Hemos trabajado duramente en él. —Me tomó una mano—. Todo esto es obra tuya, Bill. ¿Qué piensas? ¿Nos quedaremos un año o dos más?
—No —dije—. He hecho ese trabajo porque parecía que todo dependía de mí. Ahora parece... bastante inútil.
—¡Oh, querido, no digas eso! Un caballero errante no es algo inútil. Has luchado por todos nosotros, y has alejado a los dragones.
—Los niños son lo más importante —dije.
—Sí, los niños —dijo Josella.
—Y todo este tiempo, sabes, no he podido olvidar a Coker. La primera generación, trabajadores; la segunda, salvajes... Creo que debemos admitir la derrota, antes que llegue, e irnos enseguida.
Josella me apretó la mano.
—No es una derrota, querido Bill, sino —¿cómo se dice?— una retirada estratégica. Nos retiramos a trabajar y estudiar, para el día que podamos volver. Un día volveremos. Nos enseñarás cómo librarnos de estos inmundos trífidos, y volveremos a recuperar nuestras tierras.
—Tienes mucha fe, querida.
—¿Y por qué no?
—Bueno, por lo menos lucharé contra ellos. Pero ante todo tenemos que irnos.
—¿Cuándo?
—¿No crees que podríamos pasar aquí el verano? Sería algo así como unas vacaciones para todos nosotros... sin tener que hacer preparativos para el invierno. Nos merecemos unas vacaciones, además.
—Creo que podríamos hacerlo —dije.
Observamos cómo el valle se desvanecía en el crepúsculo. Josella dijo:
—Es raro, Bill. Ahora que podemos, no quisiera irme. A veces esto me ha parecido una cárcel... pero ahora me parece casi una traición dejarlo. A pesar que he sido más feliz aquí que en ningún otro sitio.
—En cuanto a mí, Josella, nunca he estado vivo antes. Pero tendremos épocas aún mejores, te lo prometo.
—Es tonto, pero voy a llorar cuando nos vayamos. Lloraré a mares. No te preocupes entonces —dijo Josella.
Pero tal como fueron las cosas estuvimos muy ocupados para llorar...
17Retirada estratégica
No había, como Josella había dicho, por qué apresurarse. Mientras pasábamos el verano en Shirning, yo podía buscar una nueva casa en la isla, y llevar allí lo más útil de nuestras provisiones y maquinarias. Pero, mientras tanto, la pila de madera había sido destruida. Necesitábamos combustible para hacer funcionar la cocina durante unas pocas semanas. Así que Susan y yo fuimos en busca de carbón de leña.
El coche tractor no servía para ese trabajo y tomamos un camión. Aunque el depósito más cercano estaba sólo a quince kilómetros, el mal estado de los caminos nos obligó a dar un rodeo. No hubo mayores dificultades, pero regresamos a la caída de la tarde.
Cuando doblábamos la última curva del camino, y los trífidos estaban ya azotando el camión tan infatigablemente como siempre, abrimos los ojos de asombro. Dentro del patio había un vehículo de monstruoso aspecto. Nos quedamos tan estupefactos que lo miramos un rato con la boca abierta mientras Susan se ponía el casco y los guantes y bajaba a abrir.
Entramos y fuimos juntos a ver el vehículo. El chasis, vimos, estaba montado sobre listones metálicos que sugerían un origen militar. La impresión general era de algo que estaba entre un camión de transporte y una casa rodante construida por un aficionado. Susan y yo lo observamos un momento, y luego nos miramos, con las cejas levantadas. Entramos en la casa para saber algo más.
En el vestíbulo encontramos, además de a nuestra gente, a cuatro hombres vestidos con trajes de esquiar de un color verde grisáceo. Dos de ellos llevaban pistolas en el cinturón, los otros habían instalado sus ametralladoras en el piso, junto a sus sillas.
Josella volvió hacia nosotros una cara completamente inexpresiva.
—Aquí está mi marido. Bill, éste es el señor Torrence. Nos dice que es una especie de oficial. Tiene algunas proposiciones que hacernos.
La voz de Josella nunca había sido tan fría. Durante un segundo no pude responder. El hombre que Josella me señalaba no me reconoció, pero yo lo recordaba perfectamente. Las caras que lo han mirado a uno por encima de la mira de un revólver no se olvidan con facilidad. Además, allí estaba aquel característico pelo rojo. Yo recordaba aún cómo aquel eficiente joven había hecho retroceder a mi grupo en Hampstead. Lo saludé con un movimiento de cabeza. El hombre me miró y dijo:
—Entiendo que todo esto está a su cargo, señor Masen.
—El lugar pertenece al señor Brent, aquí presente —repliqué.
—Quiero decir que es usted el organizador de este grupo.
—Por ahora, sí —dije.
—Bien. —El hombre adoptó un aire de ahora-vamos-a-ir-a-alguna-parte—. Soy el Comandante de la región sudeste —añadió.
Habló como si eso pudiera significar algo importante para nosotros. No lo era. Se lo dije.
—Eso significa —aclaró el hombre— que soy el oficial jefe del Consejo de Emergencia de la región sudeste de Bretaña. Es por lo tanto uno de mis deberes supervisar la distribución y ubicación del personal.
—¿De veras? —dije—. Nunca oí hablar de este Consejo.
—Posiblemente. Nosotros ignorábamos también la existencia de ustedes hasta que ayer vimos el fuego.
Esperé a que siguiera.
—Cuando se descubre un grupo como éste —dijo Torrence—, me corresponde investigarlo, valuarlo y hacer los cambios que sean indispensables. Así que ya saben ustedes que estoy aquí en tarea oficial.
—¿En representación de un consejo oficial? ¿O se trata de un consejo elegido a sí mismo? —preguntó Dennis.
—Es necesario que haya ley y orden —dijo el hombre muy tieso. Enseguida, con otro tono de voz, añadió—: Es usted dueño de un lugar muy bien instalado, señor Masen.
—El dueño es el señor Brent —corregí.
—Dejemos de lado al señor Brent. Está aquí sólo gracias a usted.
Miré de reojo a Dennis. Tenía una expresión dura.
—Aun así, es su propiedad —dije.
—Era, quiere decir. La sociedad que sancionó sus derechos ya no existe. Los títulos de propiedad han dejado de ser válidos. Además, el señor Brent es ciego, así que no podemos considerarlo autoridad competente.
—¿De veras? —dije otra vez.
En nuestro primer encuentro este joven y sus expeditivas maneras me habían disgustado bastante. Un trato más íntimo no mejoraba mi impresión. Torrence siguió diciendo:
—Esta es una cuestión de supervivencia. Los sentimientos no pueden interferir con las medidas prácticas necesarias. Bien, la señora Masen me ha dicho que suman ustedes ocho. Cinco adultos, esta muchacha, y dos niños. Todos pueden ver, excepto estos tres.
El hombre señaló a Dennis, Mary y Joyce.
—Así es —admití.
—Hum. Esto es bastante desproporcionado. Temo que haya que hacer algunos cambios. Tenemos que ser realistas en estos tiempos.
Me encontré con los ojos de Josella. Vi en ellos que me pedía que tuviera cuidado. Pero yo no pensaba mostrar allí mismo mi oposición. No ignoraba los métodos directos del pelirrojo, y quería enterarme mejor de todo aquello. Aparentemente Torrence adivinó mis deseos.
—Será mejor que lo ponga al tanto —me dijo—. En pocas palabras se trata de esto. Los cuarteles están en Brighton. Londres pronto se nos hizo inhabitable. Pero en Brighton pudimos limpiar una parte de la ciudad y establecer una cuarentena. Brighton es un lugar bastante extenso. Cuando haya pasado la enfermedad y podamos visitar todos los barrios tendremos muchas tiendas a nuestra disposición. Recientemente hemos hecho algunas expediciones a otros lugares. Pero esto se acaba. El estado de los caminos no permite el tránsito de camiones, y hay que ir muy lejos. Tenía que ocurrir, naturalmente. Nos pareció que podíamos habernos quedado allí algunos años más, pero ya ve usted. Es posible que nos hayamos hecho cargo de demasiados en un principio. En fin, de todos modos ahora tenemos que dispersarnos. Sólo podremos seguir si vivimos de los productos de la tierra. Para esto tenemos que distribuirnos en unidades menores. La unidad modelo ha sido fijada en una persona con vista por diez ciegas, además de algunos niños.
»Tiene usted aquí un lugar excelente, capaz de mantener a dos unidades. Alojaremos aquí diecisiete ciegos, es decir veinte con los tres que ya están aquí. Sin contar, claro, los respectivos niños.
Miré asombrado a Torrence.
—¿Sugiere en serio que pueden vivir aquí veinte personas con sus hijos? —dije—. Pero eso es imposible. Hemos estado preguntándonos si podríamos vivir nosotros.
El pelirrojo meneó con confianza la cabeza.
—Es perfectamente posible. Y yo le estoy ofreciendo a usted el comando de esa doble unidad. Aunque, francamente, si usted no quiere hacerse cargo, pondremos a otro. No podemos perder tiempo.
—Pero estudie el lugar —repetí—. Es imposible.
—Le aseguro que es posible, señor Masen. Claro que tendrán ustedes que rebajar su nivel de vida. Todos tenemos que hacer lo mismo durante algunos años; pero cuando los niños crezcan podrán ayudar a extender esto. Durante seis o siete años tendrá usted que trabajar de veras, lo admito; eso no se puede evitar. A partir de entonces, sin embargo, podrá usted reducirse a ejercer funciones de supervisor. Será una buena recompensa después de varios años de vida dura.
»Siguiendo como hasta ahora, ¿qué futuro puede aguardarles? Trabajar hasta caerse muertos de cansancio. Y sus hijos tendrán que hacer lo mismo; sólo para seguir viviendo, nada más. ¿De dónde saldrán los futuros jefes y administradores? Si continúan así, pasarán veinte años y no habrán adelantado nada, y sus hijos seguirán siendo unos patanes. Con nuestra organización será usted el jefe de un clan que trabajará para usted, y sus hijos tendrán algo que heredar.
Comencé a comprender. Dije, asombrado:
—¿Quiere decir que está usted ofreciéndome una especie de... señorío feudal?
—Ah —dijo el pelirrojo—. Veo que me está entendiendo. Esa es, por supuesto, la organización social y económica a la que hay que sujetarse dado el estado actual de las cosas.
No había duda de que el hombre estaba presentándome un plan perfectamente serio. Evadí todo comentario y repetí:
—Pero aquí no podemos mantener a tantos.
—Durante unos pocos años, es claro, tendrá usted que alimentarlos con trífidos. No creo que esa materia prima escasee.
—¡Comida para ganado! —exclamé.
—Pero sustanciosa, rica en vitaminas importantes, me han dicho. Y los mendigos, sobre todo los mendigos ciegos, no pueden elegir.
—¿Está usted sugiriendo en serio que tome a mi cargo a toda esa gente y que la mantenga con forraje?
—Oiga, señor Masen. Si no fuese por nosotros, esos ciegos ya no vivirían, ni tampoco sus hijos. Les conviene hacer lo que les decimos, tomar lo que les damos, y darnos las gracias por lo que reciben, cualquier cosa que sea. Si quieren rehusar lo que les ofrecemos... bueno, al fin y al cabo se trata de sus propios funerales.
Decidí que no sería prudente decirle en ese momento qué pensaba yo de su filosofía. Cambié de tema.
—No veo... Dígame, ¿quién autorizó a usted y su consejo a establecer todas estas reglas?
—El Consejo inviste la autoridad suprema y el poder legislativo. Gobierna. Manda las Fuerzas Armadas.
—¡Fuerzas Armadas! —repetí, estupefacto.
—Ciertamente. Los reclutas serán llamados a filas cuando y como sea necesario en lo que usted denomina señoríos. Por su parte, usted tiene el derecho de pedir auxilio al Consejo en caso de ataque o rebelión interior.
Yo estaba ya aburriéndome un poco.
—¡Un Ejército! Seguramente un Escuadrón móvil de Policía...
—Ya veo que no ha abarcado usted el aspecto total de la situación, señor Masen. Esta aflicción que nos aqueja no se limita a estas islas, ya sabe. Es algo mundial. En todas partes existe el mismo caos —así tiene que ser, o si no ya lo sabríamos—, y quedan muy pocos sobrevivientes, quizá, en todos los países. ¿No es razonable pensar que el primer país que pueda recobrarse y ordenar sus cosas será también el que impondrá su orden a todos los demás? ¿Sugiere usted que tenemos que permitir que otro país se encargue de esta tarea, y se convierta así en la primera potencia de Europa y quizá de otras partes? Evidentemente no. Es innegable que nuestro deber nacional es recobrarnos tan pronto como sea posible y asumir el papel dominante. De ese modo evitaremos que se organice cualquier clase de oposición peligrosa. Por lo tanto, cuanto más pronto podamos formar un Ejército que desanime a un posible agresor, mejor para nosotros.
Durante algunos instantes el silencio reinó en el cuarto. Luego Dennis se rió, forzadamente.
—¡Dios todopoderoso! ¡Hemos pasado a través de todo esto y ahora el hombre propone desatar una guerra!
Torrence dijo, secamente.
—Me parece que no he sido claro. La palabra «guerra» es una injustificable exageración. Se tratará sólo de pacificar y administrar a algunas tribus que viven primitivamente, fuera de la ley.
—A no ser, por supuesto, que a ellos se les ocurra la misma benevolente idea —sugirió Dennis.
Advertí que Josella y Susan me miraban fijamente. Josella señaló a Susan, y comprendí.
—Permítame ir al grano —dije—. Espera usted que los tres que podemos ver nos hagamos responsables de veinte ciegos adultos y un ignorado número de niños. Me parece que...
—Los ciegos no son totalmente incapaces. Pueden hacer muchas cosas, incluso cuidar de sus propios hijos y ayudar a preparar la comida. Arreglando bien las cosas la mayor parte del trabajo puede reducirse a supervisar y dirigir. Pero serán dos, señor Masen, usted y su mujer. No tres.
Miré a Susan, sentada, muy tiesa, con su delantal azul y una cinta roja en el pelo. La niña miró ansiosamente a Josella.
—Tres —dije.
—Lo siento, señor Masen. La distribución es de diez por unidad. La niña puede venir a los cuarteles centrales. Le buscaremos un trabajo útil hasta que crezca y pueda encargarse de una unidad.
—Mi mujer y yo consideramos a Susan hija nuestra —le dije secamente.
—Repito que lo siento. Pero ésas son las reglas.
Miré a Torrence unos instantes. El hombre me devolvió serenamente la mirada. Al fin dije:
—Si tiene que ser así nos darán ustedes garantías y seguridades con respecto a la niña.
Oí que varios retenían la respiración. Torrence pareció aliviado.
—Naturalmente, les daremos todas las seguridades posibles —dijo.
Moví afirmativamente la cabeza.
—Tiene que concederme un poco de tiempo. Es algo nuevo para mí, y bastante sorprendente. En este momento se me ocurren algunas cosas. Las herramientas se están gastando. Es difícil encontrar otras que no estén deterioradas. Creo que no antes de mucho necesitaré buenos caballos de labranza.
—Los caballos son difíciles de conseguir —dijo el pelirrojo—. Probablemente tendrá que usar algunos equipos de hombres por un tiempo.
—Luego —dije—, existe el problema de la instalación. Los cobertizos son ya demasiado pequeños para nuestras necesidades. Y yo sólo no puedo instalar unas casas prefabricadas.
—Creo que en esto podremos ayudarlo.
Seguimos discutiendo detalles durante unos veinte minutos. Al cabo de ese tiempo yo había logrado mostrarle al pelirrojo cierta afabilidad; luego me libré de él enviándolo a recorrer el lugar con Susan como guía y conductora del carricoche.
—Bill, ¿cómo se te ha ocurrido...? —comenzó a decir Josella cuando la puerta se cerró detrás de Torrence y sus compañeros.
Le conté lo que sabía del hombre y su costumbre de terminar a tiros con todas las dificultades.
—Eso no me extraña —dijo Dennis—. Pero siento de pronto, y esto sí que es sorprendente, cierto cariño por los trífidos. Supongo que sin su intervención tendríamos más de estas cosas. Si son lo único que puede impedir el retorno de la servidumbre, entonces, bienvenidos.
—Todo esto es bastante ridículo —dije—. No hay posibilidad de que pueda tener éxito. ¿Cómo íbamos a poder yo y Josella cuidar a una multitud semejante y mantener además alejados a los trífidos? Pero —añadí— no podemos decirles secamente que no a cuatro hombres armados.
—¿Entonces, tú no...?
—Querida —dije—, ¿me ves realmente como un señor que dirige a siervos y villanos con un látigo? Y eso en el caso de que los trífidos no terminen antes conmigo.
—Pero tú dijiste...
—Escucha —dije—. Está oscureciendo. Demasiado tarde para salir ahora. Esos cuatro hombres tendrán que quedarse a pasar la noche. Imagino que mañana querrán llevarse a Susan con ellos. Les servirá de rehén como garantía de nuestra conducta. Y Torrence dejará aquí uno o dos de sus hombres para que no nos saquen el ojo de encima. Bueno, ¿no vamos a aceptar eso, no es cierto?
—No, pero...
—Bueno, creo haberlo convencido de que estoy de acuerdo con sus planes. Esta noche tendremos una cena que significará que aceptamos. Haz que sea una buena cena. Todos tienen que comer en abundancia. Lo mismo los chicos. Sírveles nuestras mejores bebidas. Cuida de que Torrence y los suyos beban bien. Nosotros en cambio beberemos poco. Hacia el fin de la comida desapareceré por un rato. Tú sigue manteniendo la reunión para que no sospechen nada. Hazles oír unos discos ruidosos o algo similar. Y que todos hablen a gritos. Otra cosa: nadie debe mencionar a Michael Beadley y su grupo. Torrence debe de estar enterado de lo de la isla de Wight, pero no debe sospechar que nosotros también lo sabemos. Ahora necesito un saco de azúcar.
—¿Azúcar? —dijo Josella sorprendida.
—¿No? Bueno, un gran recipiente de miel, entonces. Creo que eso también servirá.
Durante la cena todos interpretaron muy bien su papel. La fiesta no solamente rompió el hielo sino que hasta creó cierta animación. Josella sacó a relucir un poco de su fuerte aguamiel como suplemento de las bebidas más ortodoxas, y éste fue aceptado con entusiasmo. Cuando dejé disimuladamente la mesa, los visitantes entraban en un estado de feliz relajamiento.
Recogí un atado de mantas y ropas, y un poco de comida que ya tenía preparada, y corrí a través del patio hasta el cobertizo donde guardábamos el tractor. Con una manguera llené de combustible los tanques del vehículo. Luego me volví hacia el extraño camión de Torrence. Localicé con una linterna la tapa del tanque y eché en su interior un cuarto litro o más de miel. El resto del recipiente lo eché en el depósito del patio.
Yo podía oír los cantos de la fiesta. Aparentemente todo seguía bien. Luego de añadir a nuestra carga algunas armas contra trífidos y otras cosas que se me ocurrieron entonces, volví y me uní a la reunión hasta que ésta terminó al fin en medio de una atmósfera que aun el observador más atento hubiese tomado por un festín de buena voluntad.
Les dimos dos horas para que se durmieran bien.
Se había levantado la luna y una luz blanca bañaba el patio. Yo había olvidado aceitar las puertas, y cada chillido me hizo lanzar un juramento. El resto se dirigió en procesión hacia mí. Los Brent y Joyce conocían bastante el lugar como para no necesitar de lazarillos. Detrás de ellos venían Josella y Susan, con los niños. La voz soñolienta de David se oyó una vez, y Josella le puso rápidamente la mano sobre la boca. Subió a la parte delantera del vehículo con el niño en brazos. Vi que todos los otros estaban ya instalados atrás y cerré la puerta. Luego me senté ante el volante, besé a Josella, y tomé aliento.
Los trífidos se habían reunido en la entrada, del otro lado del patio.
Gracias al cielo el motor se puso en marcha enseguida. Aceleré, di una vuelta para evitar el vehículo de Torrence, y me dirigí directamente hacia la salida. El pesado paragolpes rompió ruidosamente la valla. Nos hundimos en una confusión de alambres y postes, derribando al mismo tiempo a una docena de trífidos mientras el resto nos azotaba con furia. Ya estábamos en camino.
Nos detuvimos en una curva del ascendente sendero. Desde allí podíamos ver a Shirning. Apagué el motor. Había unas luces detrás de los vidrios. Poco después se encendieron los faros del camión, iluminando la casa. Un motor comenzó a quejarse. Sentí un estremecimiento de inquietud al oír ese ruido, aunque sabía muy bien que nuestra velocidad era varias veces superior a la de aquella pesada máquina. El camión comenzó a girar hacia la puerta de entrada. Antes que terminara de dar vuelta, el motor ronroneó y se detuvo. Comenzó a gruñir otra vez. Siguió gruñendo, irritado, y sin éxito.
Los trífidos habían descubierto que la entrada estaba libre. A la luz combinada de la luna y los faros pudimos ver sus formas altas y esbeltas que se balanceaban en una hambrienta procesión y se metían en el patio mientras los otros cruzaban los prados para unirse a ellos...
Miré a Josella. No estaba llorando a mares. No estaba llorando de ningún modo. Me miró y miró luego a David dormido en sus brazos.
—Tengo todo lo que necesito realmente —dijo—, y algún día nos vas a traer de vuelta, Bill.
—La confianza de la esposa es muy alentadora, querida, pero... No, maldita sea, ningún pero. Te traeré de vuelta —dije.
Salí del coche para sacar los restos de maderas y alambres del frente y limpiar el parabrisas de veneno. Entre las cimas de las colinas nos alejamos hacia el sudoeste.
Y aquí mi narración se une con el resto. Lo encontrarán ustedes en la excelente historia de la colonia de Elspeth Cary.
Todas nuestras esperanzas están ahora centradas aquí. Parece difícil que algo pueda resultar de los planes neo-feudales de Torrence, aunque existen aún algunos de sus señoríos, con habitantes que llevan, así he oído, una vida de escuálida miseria bajo sus estocadas. Pero no son tantos ya como antes. De cuando en cuando Ivan informa que ha desaparecido otro, y que los trífidos que habían estado cercándolo, se han dispersado para unirse a otros sitios.
Así que debemos pensar que la tarea que nos espera es sólo nuestra. Creemos ya vislumbrar el camino, pero hay todavía mucho que trabajar e investigar antes que nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos puedan cruzar el estrecho e iniciar la gran cruzada que hará retroceder a los trífidos, más y más, destruyéndolos incesantemente hasta borrarlos de la faz de la tierra que han osado usurpar.
-
FIN
-
[1] En castellano en el original. (N. del T.)
[2] Así que nunca más pasaremos hasta estas altas horas de la noche, aunque el corazón siga amando, y la luna brille como ahora. Pues la espada gasta la vaina, y el alma fatiga el pecho, y el corazón debe detenerse para respirar, y el amor mismo necesita descanso. Aunque la noche esté hecha para el amor, y el día vuelva demasiado pronto, sin embargo nunca más pasearemos a la luz de la luna.
[3] Y allá entre nosotros se extienden desiertos de vasta eternidad. (N. del T.)
[4] Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes, ¿mira mis obras, oh poderoso, y desespera! (N. del T.)

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