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sábado, 8 de noviembre de 2008

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- EL MISTERIO DE COPPER BEECHES -- Arthur Conan Doyle

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- EL MISTERIO DE COPPER BEECHES -- Arthur Conan Doyle
_
SIR ARTHUR CONAN DOYLE
EL MISTERIO DE
COPPER BEECHES

_
EL MISTERIO DE COPPER BEECHES - Sir Arthur Conan Doyle


EL MISTERIO DE COPPER BEECHES
Sir Arthur Conan Doyle

— El hombre que ama el arte por el arte — comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la hoja
de anuncios del Daily Telegraph— suele encontrar los placeres más intensos en sus manifestaciones
más humildes y menos importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta ahora ha captado usted
esa gran verdad, y que en esas pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la bondad de
redactar, debo decir que, embelleciéndolas en algunos puntos, no ha dado preferencia a las numerosas
causes célebres y procesos sensacionales en los que he intervenido, sino más bien a incidentes que
pueden haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las facultades de deducción y síntesis
que he convertido en mi especialidad.
— Y, sin embargo — dije yo, sonriendo— , no me considero definitivamente absuelto de la
acusación de sensacionalismo que se ha lanzado contra mis crónicas.
— Tal vez haya cometido un error — apuntó él, tomando una brasa con las pinzas y encendiendo
con ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a la de arcilla cuando se sentía más dado a la polémica
que a la reflexión— . Quizá se haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus descripciones, en
lugar de limitarse a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo único
verdaderamente digno de mención del asunto.
— Me parece que en ese aspecto le he hecho a usted justicia — comenté, algo fríamente, porque
me repugnaba la egolatría que, como había observado más de una vez, constituía un importante factor
en el singular carácter de mi amigo.
— No, no es cuestión de vanidad o egoísmo — dijo él, respondiendo, como tenía por costumbre, a
mis pensamientos más que a mis palabras— . Si reclamo plena justicia para mi arte, es porque se trata de
algo impersonal... algo que está más allá de mí mismo. El delito es algo corriente. La lógica es una
rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha degradado lo que debía
haber sido un curso académico, reduciéndolo a una serie de cuentos.
Era una mañana fría de principios de primavera, y después del desayuno nos habíamos sentado
a ambos lados de un chispeante fuego en el viejo apartamento de Baker Street. Una espesa niebla se
extendía entre las hileras de casas parduscas, y las ventanas de la acera de enfrente parecían borrones
oscuros entre las densas volutas amarillentas. Teníamos encendida la luz de gas, que caía sobre el
mantel arrancando reflejos de la porcelana y el metal, pues aún no habían recogido la mesa. Sherlock
Holmes se había pasado callado toda la mañana, zambulléndose continuamente en las columnas de
anuncios de una larga serie de periódicos, hasta que por fin, renunciando aparentemente a su búsqueda,
había emergido, no de muy buen humor, para darme una charla sobre mis defectos literarios.
— Por otra parte — comentó tras una pausa, durante la cual estuvo dándole chupadas a su larga
pipa y contemplando el fuego— , difícilmente se le puede acusar a usted de sensacionalismo, cuando
entre los casos por los que ha tenido la bondad de interesarse hay una elevada proporción que no tratan
de ningún delito, en el sentido legal de la palabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al rey de Bohemia,
la curiosa experiencia de la señorita Mary Sutherland, el problema del hombre del labio retorcido y el
incidente de la boda del noble, fueron todos ellos casos que escapaban al alcance de la ley. Pero, al
evitar lo sensacional, me temo que puede usted haber bordeado lo trivial.
— Puede que el desenlace lo fuera — respondí— , pero sostengo que los métodos fueron
originales e interesantes.
— Psé. Querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público despistado, que sería incapaz
de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los matices
más delicados del análisis y la deducción? Aunque, la verdad, si es usted trivial no es por culpa suya,
porque ya pasaron los tiempos de los grandes casos. El hombre, o por lo menos el criminal, ha perdido
toda la iniciativa y la originalidad. Y mi humilde consultorio parece estar degenerando en una agencia
para recuperar lápices extraviados y ofrecer consejo a señoritas de internado. Creo que por fin hemos
tocado fondo. Esta nota que he recibido esta mañana marca, a mi entender, mi punto cero. Léala — me
tiró una carta arrugada.
Estaba fechada en Montague Place la noche anterior y decía:
«Querido señor Holmes: Tengo mucho interés en consultarle acerca de si debería o no aceptar
un empleo de institutriz que se me ha ofrecido. Si no tiene inconveniente, pasaré a visitarle mañana a las
diez y media. Suya afectísima,
Violet Hunter.»
— ¿Conoce usted a esta joven? — pregunté.
— De nada.
— Pues ya son las diez y media.
— Sí, y sin duda es ella la que acaba de llamar a la puerta.
— Quizá resulte ser más interesante de lo que usted cree. Acuérdese del asunto del carbunclo
azul, que al principio parecía una fruslería y se acabó convirtiendo en una investigación seria. Puede que
ocurra lo mismo en este caso.
— ¡Ojalá sea así! Pero pronto saldremos de dudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí la
tenemos.
Mientras él hablaba se abrió la puerta y una joven entró en la habitación. Iba vestida de un modo
sencillo, pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo e inteligente, pecoso como un huevo de chorlito,
y actuaba con los modales desenvueltos de una mujer que ha tenido que abrirse camino en la vida.
— Estoy segura de que me perdonará que le moleste — dijo mientras mi compañero se levantaba
para saludarla— . Pero me ha ocurrido una cosa muy extraña y, como no tengo padres ni familiares a los
que pedir consejo, pensé que tal vez usted tuviera la amabilidad de indicarme qué debo hacer.
— Siéntese, por favor, señorita Hunter. Tendré mucho gusto en hacer lo que pueda para servirla.
Me di cuenta de que a Holmes le habían impresionado favorablemente los modales y la manera
de hablar de su nuevo cliente. La contempló del modo inquisitivo que era habitual en él y luego se sentó a
escuchar su caso con los párpados caídos y las puntas de los dedos juntas.
— He trabajado cinco años como institutriz — dijo— en la familia del coronel Spence Munro, pero
hace dos meses el coronel fue destinado a Halifax, Nueva Escocia, y se llevó a sus hijos a América, de
modo que me encontré sin empleo. Puse anuncios y respondí a otros anuncios, pero sin éxito. Por fin
empezó a acabárseme el poco dinero que tenía ahorrado y me devanaba los sesos sin saber qué hacer.
»Existe en el West End una agencia para institutrices muy conocida, llamada Westway's, por la
que solía pasarme una vez a la semana para ver si había surgido algo que pudiera convenirme. Westway
era el apellido del fundador de la empresa, pero quien la dirige en realidad es la señorita Stoper. Se
sienta en un pequeño despacho, y las mujeres que buscan empleo aguardan en una antesala y van
pasando una a una. Ella consulta sus ficheros y mira a ver si tiene algo que pueda interesarlas.
»Pues bien, cuando me pasé por allí la semana pasada me hicieron entrar en el despacho como
de costumbre, pero vi que la señorita Stoper no estaba sola. Junto a ella se sentaba un hombre
prodigiosamente gordo, de rostro muy sonriente y con una enorme papada que le caía en pliegues sobre
el cuello; llevaba un par de gafas sobre la nariz y miraba con mucho interés a las mujeres que iban
entrando. Al llegar yo, dio un salto en su asiento y se volvió rápidamente hacia la señorita Stoper.
»— ¡Ésta servirá! — dijo— . No podría pedirse nada mejor. ¡Estupenda! ¡Estupenda!
»— Parecía entusiasmado y se frotaba las manos de la manera más alegre. Se trataba de un
hombre de aspecto tan satisfecho que daba gusto mirarlo.
»— ¿Busca usted trabajo, señorita? — preguntó.
»— Sí, señor.
»— ¿Como institutriz?
»— Sí, señor.
»— ¿Y qué salario pide usted?
»— En mi último empleo, en casa del coronel Spence Munro, cobraba cuatro libras al mes.
»— ¡Puf! ¡Denigrante! ¡Sencillamente denigrante! — exclamó, elevando en el aire sus rollizas
manos, como arrebatado por la indignación— . ¿Cómo se le puede ofrecer una suma tan lamentable a
una dama con semejantes atractivos y cualidades?
»— Es posible, señor, que mis cualidades sean menos de lo que usted imagina — dije yo— . Un
poco de francés, un poco de alemán, música y dibujo...
»— ¡Puf, puf! — exclamó— . Eso está fuera de toda duda. Lo que interesa es si usted posee o no
el porte y la distinción de una dama. En eso radica todo. Si no los posee, entonces no está capacitada
para educar a un niño que algún día puede desempeñar un importante papel en la historia de la nación.
Pero si las tiene, ¿cómo podría un caballero pedirle que condescendiera a aceptar nada por debajo de
tres cifras? Si trabaja usted para mí, señora, comenzará con un salario de cien libras al año.
»Como podrá imaginar, señor Holmes, estando sin recursos como yo estaba, aquella oferta me
pareció casi demasiado buena para ser verdad. Sin embargo, el caballero, advirtiendo tal vez mi
expresión de incredulidad, abrió su cartera y sacó un billete.
»— Es también mi costumbre — dijo, sonriendo del modo más amable, hasta que sus ojos
quedaron reducidos a dos ranuras que brillaban entre los pliegues blancos de su cara — pagar medio
salario por adelantado a mis jóvenes empleadas, para que puedan hacer frente a los pequeños gastos
del viaje y el vestuario.
»Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y tan considerado. Como ya
tenía algunas deudas con los proveedores, aquel adelanto me venía muy bien; sin embargo, toda la
transacción tenía un algo de innatural que me hizo desear saber algo más antes de comprometerme.
»— ¿Puedo preguntar dónde vive usted, señor? — dije.
»— En Hampshire. Un lugar encantador en el campo, llamado Copper Beeches, cinco millas más
allá de Winchester. Es una región preciosa, querida señorita, y la vieja casa de campo es sencillamente
maravillosa.
»— ¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaría saber en qué consistirían.
»— Un niño. Un pillastre delicioso, de sólo seis años. ¡Tendría usted que verlo matando
cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plafl ¡Tres muertas en un abrir y cerrar de ojos! — se echó hacia
atrás en su asiento y volvió a reírse hasta que los ojos se le hundieron en la cara de nuevo.
»Quedé un poco perpleja ante la naturaleza de las diversiones del niño, pero la risa del padre me
hizo pensar que tal vez estuviera bromeando.
»— Entonces, mi única tarea — dije— sería ocuparme de este niño.
»— No, no, no la única, querida señorita, no la única — respondió— . Su tarea consistirá, como sin
duda ya habrá imaginado, en obedecer todas las pequeñas órdenes que mi esposa le pueda dar, siempre
que se trate de órdenes que una dama pueda obedecer con dignidad. No verá usted ningún
inconveniente en ello, ¿verdad?
»— Estaré encantada de poder ser útil.
»— Perfectamente. Por ejemplo, en la cuestión del vestuario. Somos algo maniáticos, ¿sabe
usted? Maniáticos pero buena gente. Si le pidiéramos que se pusiera un vestido que nosotros le
proporcionáramos, no se opondría usted a nuestro capricho, ¿verdad?
»— No — dije yo, bastante sorprendida por sus palabras.
»— O que se sentara en un sitio, o en otro; eso no le resultaría ofensivo, ¿verdad?
»— Oh, no.
»— O que se cortara el cabello muy corto antes de presentarse en nuestra casa...
»Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted observar, señor Holmes, mi pelo es algo
exuberante y de un tono castaño bastante peculiar. Han llegado a describirlo como artístico. Ni en sueños
pensaría en sacrificarlo de buenas a primeras.
»— Me temo que eso es del todo imposible — dije. Él me estaba observando atentamente con sus
ojillos, y pude advertir que al oír mis palabras pasó una sombra por su rostro.
»— Y yo me temo que es del todo esencial — dijo— . Se trata de un pequeño capricho de mi
esposa, y los caprichos de las damas, señorita, los caprichos de las damas hay que satisfacerlos. ¿No
está dispuesta a cortarse el pelo?
»— No, señor, la verdad es que no — respondí con firmeza.
»— Ah, muy bien. Entonces, no hay más que hablar. Es una pena, porque en todos los demás
aspectos habría servido de maravilla. Dadas las circunstancias, señorita Stoper, tendré que examinar a
algunas más de sus señoritas.
»La directora de la agencia había permanecido durante toda la entrevista ocupada con sus
papeles, sin dirigirnos la palabra a ninguno de los dos, pero en aquel momento me miró con tal expresión
de disgusto que no pude evitar sospechar que mi negativa le había hecho perder una espléndida
comisión.
»— ¿Desea usted que sigamos manteniendo su nombre en nuestras listas? — preguntó.
»— Si no tiene inconveniente, señorita Stoper.
»— Pues, la verdad, me parece bastante inútil, viendo el modo en que rechaza usted las ofertas
más ventajosas — dijo secamente— . No esperará usted que nos esforcemos por encontrarle otra ganga
como ésta. Buenos días, señorita Hunter — hizo sonar un gong que tenía sobre la mesa, y el botones me
acompañó a la salida.
»Pues bien, cuando regresé a mi alojamiento y encontré la despensa medio vacía y dos o tres
facturas sobre la mesa, empecé a preguntarme si no habría cometido una estupidez. Al fin y al cabo, si
aquella gente tenía manías extrañas y esperaba que se obedecieran sus caprichos más extravagantes, al
menos estaban dispuestos a pagar por sus excentricidades. Hay muy pocas institutrices en Inglaterra que
ganen cien libras al año. Además, ¿de qué me serviría el pelo? A muchas mujeres les favorece llevarlo
corto, y yo podía ser una de ellas. Al día siguiente ya tenía la impresión de haber cometido un error, y un
día después estaba plenamente convencida. Estaba casi decidida a tragarme mi orgullo hasta el punto de
regresar a la agencia y preguntar si la plaza estaba aún disponible, cuando recibí esta carta del caballero
en cuestión. La he traído y se la voy a leer:
"The Copper Beeches, cerca de Winchester.
Querida señorita Hunter: La señorita Stoper ha tenido la amabilidad de darme su dirección, y le
escribo desde aquí para preguntarle si ha reconsiderado su posición. Mi esposa tiene mucho interés en
que venga, pues le agradó mucho la descripción que yo le hice de usted. Estamos dispuestos a pagarle
treinta libras al trimestre, o ciento veinte al año, para compensarle por las pequeñas molestias que
puedan ocasionarle nuestros caprichos. Al fin y al cabo, tampoco exigimos demasiado. A mi esposa le
encanta un cierto tono de azul eléctrico, y le gustaría que usted llevase un vestido de ese color por las
mañanas. Sin embargo, no tiene que incurrir en el gasto de adquirirlo, ya que tenemos uno perteneciente
a mi querida hija Alice (actualmente en Filadelfia), que creo que le sentaría muy bien. En cuanto a lo de
sentarse en un sitio o en otro, o practicar los entretenimientos que se le indiquen, no creo que ello pueda
ocasionarle molestias. Y con respecto a su cabello, no cabe duda de que es una lástima, especialmente
si se tiene en cuenta que no pude evitar fijarme en su belleza durante nuestra breve entrevista, pero me
temo que debo mantenerme firme en este punto, y solamente confío en que el aumento de salario pueda
compensarle de la pérdida. Sus obligaciones en lo referente al niño son muy llevaderas. Le ruego que
haga lo posible por venir; yo la esperaría con un coche en Winchester. Hágame saber en qué tren llega.
Suyo afectísimo,
Jephro Rucastle.”
»Ésta es la carta que acabo de recibir, señor Holmes, y ya he tomado la decisión de aceptar. Sin
embargo, me pareció que antes de dar el paso definitivo debía someter el asunto a su consideración.
— Bien, señorita Hunter, si su decisión está tomada, eso deja zanjado el asunto — dijo Holmes
sonriente.
— ¿Usted no me aconsejaría rehusar?
— Confieso que no me gustaría que una hermana mía aceptara ese empleo.
— ¿Qué significa todo esto, señor Holmes?
— ¡Ah! Carezco de datos. No puedo decirle. ¿Se ha formado usted alguna opinión?
— Bueno, a mí me parece que sólo existe una explicación posible. El señor Rucastle parecía ser
un hombre muy amable y bondadoso. ¿No es posible que su esposa esté loca, que él desee mantenerlo
en secreto por miedo a que la internen en un asilo, y que le siga la corriente en todos sus caprichos para
evitar una crisis?
— Es una posible explicación. De hecho, tal como están las cosas, es la más probable. Pero, en
cualquier caso, no parece un sitio muy adecuado para una joven.
— Pero ¿y el dinero, señor Holmes? ¿Y el dinero?
— Sí, desde luego, la paga es buena... demasiado buena. Eso es lo que me inquieta. ¿Por qué
iban a darle ciento veinte al año cuando tendrían institutrices para elegir por cuarenta? Tiene que existir
una razón muy poderosa.
— Pensé que si le explicaba las circunstancias, usted lo entendería si más adelante solicitara su
ayuda. Me sentiría mucho más segura sabiendo que una persona como usted me cubre las espaldas.
— Oh, puede irse convencida de ello. Le aseguro que su pequeño problema promete ser el más
interesante que se me ha presentado en varios meses. Algunos aspectos resultan verdaderamente
originales. Si tuviera usted dudas o se viera en peligro...
— ¿Peligro? ¿En qué peligro está pensando? — Holmes meneó la cabeza muy serio.
— Si pudiéramos definirlo, dejaría de ser un peligro — dijo— . Pero a cualquier hora, de día o de
noche, un telegrama suyo me hará acudir en su ayuda.
— Con eso me basta — se levantó muy animada de su asiento, habiéndose borrado la ansiedad
de su rostro— . Ahora puedo ir a Hampshire mucho más tranquila. Escribiré de inmediato al señor
Rucastle, sacrificaré mi pobre cabellera esta noche y partiré hacia Winchester mañana — con unas frases
de agradecimiento para Holmes, nos deseó buenas noches y se marchó presurosa.
— Por lo menos — dije mientras oíamos sus pasos rápidos y firmes escaleras abajo— , parece una
jovencita perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
— Y le va a hacer falta — dijo Holmes muy serio— . O mucho me equivoco, o recibiremos noticias
suyas antes de que pasen muchos días.
No tardó en cumplirse la predicción de mi amigo. Transcurrieron dos semanas, durante las cuales
pensé más de una vez en ella, preguntándome en qué extraño callejón de la experiencia humana se
había introducido aquella mujer solitaria. El insólito salario, las curiosas condiciones, lo liviano del trabajo,
todo apuntaba hacia algo anormal, aunque estaba fuera de mis posibilidades determinar si se trataba de
una manía inofensiva o de una conspiración, si el hombre era un filántropo o un criminal. En cuanto a
Holmes, observé que muchas veces se quedaba sentado durante media hora o más, con el ceño fruncido
y aire abstraído, pero cada vez que yo mencionaba el asunto, él lo descartaba con un gesto de la mano.
«¡Datos, datos, datos!» — exclamaba con impaciencia— . «¡No puedo hacer ladrillos sin arcilla!» Y, sin
embargo, siempre acababa por murmurar que no le gustaría que una hermana suya hubiera aceptado
semejante empleo.
El telegrama que al fin recibimos llegó una noche, justo cuando yo me disponía a acostarme y
Holmes se preparaba para uno de los experimentos nocturnos en los que frecuentemente se enfrascaba;
en aquellas ocasiones, yo lo dejaba por la noche, inclinado sobre una retorta o un tubo de ensayo, y lo
encontraba en la misma posición cuando bajaba a desayunar por la mañana. Abrió el sobre amarillo y,
tras echar un vistazo al mensaje, me lo pasó.
— Mire el horario de trenes en la guía — dijo, volviéndose a enfrascar en sus experimentos
químicos.
La llamada era breve y urgente:
«Por favor, esté en el Hotel Black Swan de Winchester mañana a mediodía. ¡No deje de venir! No
sé qué hacer.
Hunter.»
— ¿Viene usted conmigo?
— Me gustaría.
— Pues mire el horario.
— Hay un tren a las nueve y media — dije, consultando la guía— . Llega a Winchester a las once y
media.
— Nos servirá perfectamente. Quizá sea mejor que aplace mi análisis de las acetonas, porque
mañana puede que necesitemos estar en plena forma.
A las once de la mañana del día siguiente nos acercábamos ya a la antigua capital inglesa.
Holmes había permanecido todo el viaje sepultado en los periódicos de la mañana, pero en cuanto
pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje. Era un hermoso día
de primavera, con un cielo azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas que se desplazaban de oeste
a este. Lucía un sol muy brillante, a pesar de lo cual el aire tenía un frescor estimulante, que aguzaba la
energía humana. Por toda la campiña, hasta las ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos
rojos y grises de las granjas asomaban entre el verde claro del follaje primaveral.
— ¡Qué hermoso y lozano se ve todo! — exclamé con el entusiasmo de quien acaba de escapar
de las nieblas de Baker Street.
Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad.
— Ya sabe usted, Watson — dijo— , que una de las maldiciones de una mente como la mía es que
tengo que mirarlo todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira esas casas dispersas y se
siente impresionado por su belleza. Yo las miro, y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo
aisladas que están, y la impunidad con que puede cometerse un crimen en ellas.
— ¡Cielo santo! — exclamé— . ¿Quién sería capaz de asociar la idea de un crimen con estas
preciosas casitas?
— Siempre me han producido un cierto horror. Tengo la convicción, Watson, basada en mi
experiencia, de que las callejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan con un historial
delictivo tan terrible como el de la sonriente y hermosa campiña inglesa.
— ¡Me horroriza usted!
— Pero la razón salta a la vista. En la ciudad, la presión de la opinión pública puede lograr lo que
la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para que los gritos de un niño
maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten la simpatía y la indignación del vecindario; y
además, toda la maquinaria de la justicia está siempre tan a mano que basta una palabra de queja para
ponerla en marcha, y no hay más que un paso entre el delito y el banquillo. Pero fíjese en esas casas
solitarias, cada una en sus propios campos, en su mayor parte llenas de gente pobre e ignorante que
sabe muy poco de la ley. Piense en los actos de crueldad infernal, en las maldades ocultas que pueden
cometerse en estos lugares, año tras año, sin que nadie se entere. Si esta dama que ha solicitado
nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winchester, no temería por ella. Son las cinco millas de campo las
que crean el peligro. Aun así, resulta claro que no se encuentra amenazada personalmente.
— No. Si puede venir a Winchester a recibirnos, también podría escapar.
— Exacto. Se mueve con libertad.
— Pero entonces, ¿qué es lo que sucede? ¿No se le ocurre ninguna explicación?
— Se me han ocurrido siete explicaciones diferentes, cada una de las cuales tiene en cuenta los
pocos datos que conocemos. Pero ¿cuál es la acertada? Eso sólo puede determinarlo la nueva
información que sin duda nos aguarda. Bueno, ahí se ve la torre de la catedral, y pronto nos enteraremos
de lo que la señorita Hunter tiene que contarnos.
El Black Swan era una posada de cierta fama situada en High Street, a muy poca distancia de la
estación, y allí estaba la joven aguardándonos. Había reservado una habitación y nuestro almuerzo nos
esperaba en la mesa.
— ¡Cómo me alegro de que hayan venido! — dijo fervientemente— . Los dos han sido muy
amables. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Sus consejos tienen un valor inmenso para mí.
— Por favor, explíquenos lo que le ha ocurrido.
— Eso haré, y más vale que me dé prisa, porque he prometido al señor Rucastle estar de vuelta
antes de las tres. Me dio permiso para venir a la ciudad esta mañana, aunque poco se imagina a qué he
venido.
— Oigámoslo todo por riguroso orden — dijo Holmes, estirando hacia el fuego sus largas y
delgadas piernas y disponiéndose a escuchar.
— En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me tratan mal.
Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos.
— ¿Qué es lo que no entiende?
— Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué, el señor
Rucastle me recibió aquí y me llevó en su coche a Copper Beeches. Tal como él había dicho, está en un
sitio precioso, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque cuadrado y grande, encalado pero todo
manchado por la humedad y la intemperie. A su alrededor hay bosques por tres lados, y por el otro hay
un campo en cuesta, que baja hasta la carretera de Southampton, la cual hace una curva a unas cien
yardas de la puerta principal. Este terreno de delante pertenece a la casa, pero los bosques de alrededor
forman parte de las propiedades de lord Southerton. Un conjunto de hayas cobrizas plantadas frente a la
puerta delantera da nombre a la casa.
»El propio señor Rucastle, tan amable como de costumbre, conducía el carricoche, y aquella
tarde me presentó a su mujer y al niño. La conjetura que nos pareció tan probable allá en su casa de
Baker Street resultó falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está loca. Es una mujer callada y pálida,
mucho más joven que su marido; no llegará a los treinta años, cuando el marido no puede tener menos
de cuarenta y cinco. He deducido de sus conversaciones que llevan casados unos siete años, que él era
viudo cuando se casó con ella, y que la única descendencia que tuvo con su primera esposa fue esa hija
que ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se marchó porque no
soportaba a su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos veinte años, me imagino perfectamente
que se sintiera incómoda con la joven esposa de su padre.
»La señora Rucastle me pareció tan anodina de mente como de cara. No me cayó ni bien ni mal.
Es como si no existiera. Se nota a primera vista que siente devoción por su marido y su hijito. Sus ojos
grises pasaban continuamente del uno al otro, pendiente de sus más mínimos deseos y anticipándose a
ellos si podía. Él la trataba con cariño, a su manera vocinglera y exuberante, y en conjunto parecían una
pareja feliz. Y, sin embargo, esta mujer tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en profundos
pensamientos, con una expresión tristísima en el rostro. Más de una vez la he sorprendido llorando.
veces he pensado que era el carácter de su hijo lo que la preocupaba, pues jamás en mi vida he
conocido criatura más malcriada y con peores instintos. Es pequeño para su edad, con una cabeza
desproporcionadamente grande. Toda su vida parece transcurrir en una alternancia de rabietas salvajes e
intervalos de negra melancolía. Su único concepto de la diversión parece consistir en hacer sufrir a
cualquier criatura más débil que él, y despliega un considerable talento para el acecho y captura de
ratones, pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor Holmes, que en realidad tiene muy
poco que ver con mi historia.
— Me gusta oír todos los detalles — comentó mi amigo— , tanto si le parecen relevantes como si
no.
— Procuraré no omitir nada de importancia. Lo único desagradable de la casa, que me llamó la
atención nada más llegar, es el aspecto y conducta de los sirvientes. Hay sólo dos, marido y mujer. Toller,
que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y patillas grises, y que huele constantemente a
licor. Desde que estoy en la casa lo he visto dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle
parece no darse cuenta. Su esposa es una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagrada, tan callada
como la señora Rucastle, pero mucho menos tratable. Son una pareja muy desagradable, pero
afortunadamente me paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que están uno junto
a otro en una esquina del edificio.
»Los dos primeros días después de mi llegada a Copper Beeches, mi vida transcurrió muy
tranquila; al tercer día, la señora Rucastle bajó inmediatamente después del desayuno y le susurró algo al
oído a su marido.
»— Oh, sí — dijo él, volviéndose hacia mí— . Le estamos muy agradecidos, señorita Hunter, por
acceder a nuestros caprichos hasta el punto de cortarse el pelo. Veamos ahora cómo le sienta el vestido
azul eléctrico. Lo encontrará extendido sobre la cama de su habitación, y si tiene la bondad de ponérselo
se lo agradeceremos muchísimo.
»El vestido que encontré esperándome tenía una tonalidad azul bastante curiosa. El material era
excelente, una especie de lana cruda, pero presentaba señales inequívocas de haber sido usado. No me
habría sentado mejor ni aunque me lo hubieran hecho a la medida. Tanto el señor como la señora
Rucastle se mostraron tan encantados al verme con él, que me pareció que exageraban en su
vehemencia. Estaban aguardándome en la sala de estar, que es una habitación muy grande, que ocupa
la parte delantera de la casa, con tres ventanales hasta el suelo. Cerca del ventanal del centro habían
instalado una silla, con el respaldo hacia fuera. Me pidieron que me sentara en ella y, a continuación, el
señor Rucastle empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación contándome algunos de los
chistes más graciosos que he oído en mi vida. No se puede imaginar lo cómico que estuvo; me reí hasta
quedar agotada. Sin embargo, la señora Rucastle, que evidentemente no tiene sentido del humor, ni
siquiera llegó a sonreír; se quedó sentada con las manos en el regazo y una expresión de tristeza y
ansiedad en el rostro. Al cabo de una hora, poco más o menos, el señor Rucastle comentó de pronto que
ya era hora de iniciar las tareas cotidianas y que debía cambiarme de vestido y acudir al cuarto del
pequeño Edward.
»Dos días después se repitió la misma representación, en circunstancias exactamente iguales.
Una vez más me cambié de vestido, volví a sentarme en la silla y volví a partirme de risa con los
graciosísimos chistes de mi patrón, que parece poseer un repertorio inmenso y los cuenta de un modo
inimitable. A continuación, me entregó una novela de tapas amarillas y, tras correr un poco mi silla hacia
un lado, de manera que mi sombra no cayera sobre las páginas, me pidió que le leyera en voz alta. Leí
durante unos diez minutos, comenzando en medio de un capítulo, y de pronto, a mitad de una frase, me
ordenó que lo dejara y que me cambiara de vestido.
»Puede usted imaginarse, señor Holmes, la curiosidad que yo sentía acerca del significado de
estas extravagantes representaciones. Me di cuenta de que siempre ponían mucho cuidado en que yo
estuviera de espaldas a la ventana, y empecé a consumirme de ganas de ver lo que ocurría a mis
espaldas. Al principio me pareció imposible, pero pronto se me ocurrió una manera de conseguirlo. Se me
había roto el espejito de bolsillo y eso me dio la idea de esconder un pedacito de espejo en el pañuelo. A
la siguiente ocasión, en medio de una carcajada, me llevé el pañuelo a los ojos, y con un poco de maña
me las arreglé para ver lo que había detrás de mí. Confieso que me sentí decepcionada. No había nada.
»Al menos, ésa fue mi primera impresión. Sin embargo, al mirar de nuevo me di cuenta de que
había un hombre parado en la carretera de Southampton; un hombre de baja estatura, barbudo y con un
traje gris, que parecía estar mirando hacia mí. La carretera es una vía importante, y siempre suele haber
gente por ella. Sin embargo, este hombre estaba apoyado en la verja que rodea nuestro campo, y miraba
con mucho interés. Bajé el pañuelo y encontré los ojos de la señora Rucastle fijos en mí, con una mirada
sumamente inquisitiva. No dijo nada, pero estoy convencida de que había adivinado que yo tenía un
espejo en la mano y había visto lo que había detrás de mí. Se levantó al instante.
»— Jephro — dijo— , hay un impertinente en la carretera que está mirando a la señorita Hunter.
»— ¿No será algún amigo suyo, señorita Hunter? — preguntó él.
»— No; no conozco a nadie por aquí.
»— ¡Válgame Dios, qué impertinencia! Tenga la bondad de darse la vuelta y hacerle un gesto
para que se vaya.
»— ¿No sería mejor no darnos por enterados?
»— No, no; entonces le tendríamos rondando por aquí a todas horas. Haga el favor de darse la
vuelta e indíquele que se marche, así.
»Hice lo que me pedían, y al instante la señora Rucastle bajó la persiana. Esto sucedió hace una
semana, y desde entonces no me he vuelto a sentar en la ventana ni me he puesto el vestido azul, ni he
visto al hombre de la carretera.
— Continúe, por favor — dijo Holmes— . Su narración promete ser de lo más interesante.
— Me temo que le va a parecer bastante inconexa, y lo más probable es que exista poca relación
entre los diferentes incidentes que menciono. El primer día que pasé en Copper Beeches, el señor
Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo situado cerca de la puerta de la cocina. Al acercarnos, oí un
ruido de cadenas y el sonido de un animal grande que se movía.
»— Mire por aquí — dijo el señor Rucastle, indicándome una rendija entre dos tablas— . ¿No es
una preciosidad?
»Miré por la rendija y distinguí dos ojos que brillaban y una figura confusa agazapada en la
oscuridad.
»— No se asuste — dijo mi patrón, echándose a reír ante mi sobresalto— . Es solamente Carlo, mi
mastín. He dicho mío, pero en realidad el único que puede controlarlo es el viejo Toller, mi mayordomo.
Sólo le damos de comer una vez al día, y no mucho, de manera que siempre está tan agresivo como una
salsa picante. Toller lo deja suelto cada noche, y que Dios tenga piedad del intruso al que le hinque el
diente. Por lo que más quiera, bajo ningún pretexto ponga los pies fuera de casa por la noche, porque se
jugaría usted la vida.
»No se trataba de una advertencia sin fundamento, porque dos noches después se me ocurrió
asomarme a la ventana de mi cuarto a eso de las dos de la madrugada. Era una hermosa noche de luna,
y el césped de delante de la casa se veía plateado y casi tan iluminado como de día. Me encontraba
absorta en la apacible belleza de la escena cuando sentí que algo se movía entre las sombras de las
hayas cobrizas. Por fin salió a la luz de la luna y vi lo que era: un perro gigantesco, tan grande como un
ternero, de piel leonada, carrillos colgantes, hocico negro y huesos grandes y salientes. Atravesó
lentamente el césped y desapareció en las sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela me
provocó un escalofrío como no creo que pudiera causarme ningún ladrón.
»Y ahora voy a contarle una experiencia muy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo en
Londres, y lo había guardado, hecho un gran rollo, en el fondo de mi baúl. Una noche, después de
acostar al niño, me puse a inspeccionar los muebles de mi habitación y ordenar mis cosas. Había en el
cuarto un viejo aparador, con los dos cajones superiores vacíos y el de abajo cerrado con llave. Ya había
llenado de ropa los dos primeros cajones y aún me quedaba mucha por guardar; como es natural, me
molestaba no poder utilizar el tercer cajón. Pensé que quizás estuviera cerrado por olvido, así que saqué
mi juego de llaves e intenté abrirlo. La primera llave encajó a la perfección y el cajón se abrió. Dentro no
había más que una cosa, pero estoy segura de que jamás adivinaría usted qué era. Era mi mata de pelo.
»La cogí y la examiné. Tenía la misma tonalidad y la misma textura. Pero entonces se me hizo
patente la imposibilidad de aquello. ¿Cómo podía estar mi pelo guardado en aquel cajón? Con las manos
temblándome, abrí mi baúl, volqué su contenido y saqué del fondo mi propia cabellera. Coloqué una junto
a otra, y le aseguro que eran idénticas. ¿No era extraordinario? Me sentí desconcertada e incapaz de
comprender el significado de todo aquello. Volví a meter la misteriosa mata de pelo en el cajón y no les
dije nada a los Rucastle, pues sentí que quizás había obrado mal al abrir un cajón que ellos habían
dejado cerrado.
»Como habrá podido notar, señor Holmes, yo soy observadora por naturaleza, y no tardé en
trazarme en la cabeza un plano bastante exacto de toda la casa. Sin embargo, había un ala que parecía
completamente deshabitada. Frente a las habitaciones de los Toller había una puerta que conducía a
este sector, pero estaba invariablemente cerrada con llave. Sin embargo, un día, al subir las escaleras,
me encontré con el señor Rucastle que salía por aquella puerta con las llaves en la mano y una expresión
en el rostro que lo convertía en una persona totalmente diferente del hombre orondo y jovial al que yo
estaba acostumbrada. Traía las mejillas enrojecidas, la frente arrugada por la ira, y las venas de las
sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta y pasó junto a mí sin mirarme ni dirigirme la palabra.
»Esto despertó mi curiosidad, así que cuando salí a dar un paseo con el niño, me acerqué a un
sitio desde el que podía ver las ventanas de este sector de la casa. Eran cuatro en hilera, tres de ellas
simplemente sucias y la cuarta cerrada con postigos. Evidentemente, allí no vivía nadie. Mientras
paseaba de un lado a otro, dirigiendo miradas ocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vino hacia
mí, tan alegre y jovial como de costumbre.
»— ¡Ah! — dijo— . No me considere un maleducado por haber pasado junto a usted sin saludarla,
querida señorita. Estaba preocupado por asuntos de negocios.
»— Le aseguro que no me ha ofendido — respondí— . Por cierto, parece que tiene usted ahí una
serie completa de habitaciones, y una de ellas cerrada a cal y canto.
»— Uno de mis hobbies es la fotografía — dijo— , y allí tengo instalado mi cuarto oscuro. ¡Vaya,
vaya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído en suerte! ¿Quién lo habría creído? ¿Quién lo habría
creído?
»Hablaba en tono de broma, pero sus ojos no bromeaban al mirarme. Leí en ellos sospecha y
disgusto, pero nada de bromas.
»Bien, señor Holmes, desde el momento en que comprendí que había algo en aquellas
habitaciones que yo no debía conocer, ardí en deseos de entrar en ellas. No se trataba de simple
curiosidad, aunque no carezco de ella. Era más bien una especie de sentido del deber... Tenía la
sensación de que de mi entrada allí se derivaría algún bien. Dicen que existe la intuición femenina;
posiblemente era eso lo que yo sentía.
En cualquier caso, la sensación era real, y yo estaba atenta a la menor oportunidad de traspasar
la puerta prohibida. »La oportunidad no llegó hasta ayer. Puedo decirle que, además del señor Rucastle,
tanto Toller como su mujer tienen algo que hacer en esas habitaciones deshabitadas, y una vez vi a
Toller entrando por la puerta con una gran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller está bebiendo
mucho, y ayer por la tarde estaba borracho perdido; y cuando subí las escaleras, encontré la llave en la
puerta. Sin duda, debió olvidarla allí. El señor y la señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el
niño estaba con ellos, así que disponía de una oportunidad magnífica. Hice girar con cuidado la llave en
la cerradura, abrí la puerta y me deslicé a través de ella.
»Frente a mí se extendía un pequeño pasillo, sin empapelado y sin alfombra, que doblaba en
ángulo recto al otro extremo. A la vuelta de esta esquina había tres puertas seguidas; la primera y la
tercera estaban abiertas, y las dos daban a sendas habitaciones vacías, polvorientas y desangeladas,
una con dos ventanas y la otra sólo con una, tan cubiertas de suciedad que la luz crepuscular apenas
conseguía abrirse paso a través de ellas. La puerta del centro estaba cerrada, y atrancada por fuera con
uno de los barrotes de una cama de hierro, uno de cuyos extremos estaba sujeto con un candado a una
argolla en la pared, y el otro atado con una cuerda. También la cerradura estaba cerrada, y la llave no
estaba allí. Indudablemente, esta puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada que yo había visto
desde fuera; y, sin embargo, por el resplandor que se filtraba por debajo, se notaba que la habitación no
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko
11
estaba a oscuras. Evidentemente, había una claraboya que dejaba entrar la luz por arriba. Mientras
estaba en el pasillo mirando aquella puerta siniestra y preguntándome qué secreto ocultaba, oí de pronto
ruido de pasos dentro de la habitación y vi una sombra que cruzaba de un lado a otro en la pequeña
rendija de luz que brillaba bajo la puerta. Al ver aquello, se apoderó de mí un terror loco e irrazonable,
señor Holmes. Mis nervios, que ya estaban de punta, me fallaron de repente, di media vuelta y eché a
correr. Corrí como si detrás de mí hubiera una mano espantosa tratando de agarrar la falda de mi vestido.
Atravesé el pasillo, crucé la puerta y fui a parar directamente en los brazos del señor Rucastle, que
esperaba fuera.
»— ¡Vaya! — dijo sonriendo— . ¡Así que era usted! Me lo imaginé al ver la puerta abierta.
»— ¡Estoy asustadísima! — gemí.
»— ¡Querida señorita! ¡Querida señorita! — no se imagina usted con qué dulzura y amabilidad lo
decía— . ¿Qué es lo que la ha asustado, querida señorita?
»Pero su voz era demasiado zalamera; se estaba excediendo. Al instante me puse en guardia
contra él.
»— Fui tan tonta que me metí en el ala vacía — respondí— . Pero está todo tan solitario y tan
siniestro con esta luz mortecina que me asusté y eché a correr. ¡Hay allí un silencio tan terrible!
»— ¿Sólo ha sido eso? — preguntó, mirándome con insistencia.
»— ¿Pues qué se había creído? — pregunté a mi vez.
»— ¿Por qué cree usted que tengo cerrada esta puerta?
»— Le aseguro que no lo sé.
»— Pues para que no entren los que no tienen nada que hacer ahí. ¿Entiende? — seguía
sonriendo de la manera más amistosa.
»— Le aseguro que de haberlo sabido...
»— Bien, pues ya lo sabe. Y si vuelve a poner el pie en este umbral... — en un instante, la sonrisa
se endureció hasta convertirse en una mueca de rabia y me miró con cara de demonio— ... la echaré al
mastín.
»Estaba tan aterrada que no sé ni lo que hice. Supongo que salí corriendo hasta mi habitación.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirada en mi cama, temblando de pies a cabeza. Entonces me
acordé de usted, señor Holmes. No podía seguir viviendo allí sin que alguien me aconsejara. Me daba
miedo la casa, el dueño, la mujer, los criados, hasta el niño... Todos me parecían horribles. Si pudiera
usted venir aquí, todo iría bien. Naturalmente, podría haber huido de la casa, pero mi curiosidad era casi
tan fuerte como mi miedo. No tardé en tomar una decisión: enviarle a usted un telegrama. Me puse el
sombrero y la capa, me acerqué a la oficina de telégrafos, que está como a media milla de la casa, y al
regresar ya me sentía mucho mejor. Al acercarme a la puerta, me asaltó la terrible sospecha de que el
perro estuviera suelto, pero me acordé de que Toller se había emborrachado aquel día hasta quedar sin
sentido, y sabía que era la única persona de la casa que tenía alguna influencia sobre aquella fiera y
podía atreverse a dejarla suelta. Entré sin problemas y permanecí despierta durante media noche de la
alegría que me daba el pensar en verle a usted. No tuve ninguna dificultad en obtener permiso para venir
a Winchester esta mañana, pero tengo que estar de vuelta antes de las tres, porque el señor y la señora
Rucastle van a salir de visita y estarán fuera toda la tarde, así que tengo que cuidar del niño. Y ya le he
contado todas mis aventuras, señor Holmes. Ojalá pueda usted decirme qué significa todo esto y, sobre
todo, qué debo hacer.
Holmes y yo habíamos escuchado hechizados el extraordinario relato. Al llegar a este punto, mi
amigo se puso en pie y empezó a dar zancadas por la habitación, con las manos en los bolsillos y una
expresión de profunda seriedad en su rostro.
— ¿Está Toller todavía borracho? — preguntó.
— Sí. Esta mañana oí a su mujer decirle a la señora Rucastle que no podía hacer nada con él.
El Misterio De Copper Beeches Sir Arthur Conan Doyle
12
— Eso está bien. ¿Y los Rucastle van a salir esta tarde?
— Sí.
— ¿Hay algún sótano con una buena cerradura?
— Sí, la bodega.
— Me parece, señorita Hunter, que hasta ahora se ha comportado usted como una mujer valiente
y sensata. ¿Se siente capaz de realizar una hazaña más? No se lo pediría si no la considerara una mujer
bastante excepcional.
— Lo intentaré. ¿De qué se trata?
— Mi amigo y yo llegaremos a Copper Beeches a las siete. A esa hora, los Rucastle estarán fuera
y Toller, si tenemos suerte, seguirá incapaz. Sólo queda la señora Toller, que podría dar la alarma. Si
usted pudiera enviarla a la bodega con cualquier pretexto y luego cerrarla con llave, nos facilitaría
inmensamente las cosas.
— Lo haré.
— ¡Excelente! En tal caso, consideremos detenidamente el asunto. Por supuesto, sólo existe una
explicación posible. La han llevado a usted allí para suplantar a alguien, y este alguien está prisionero en
esa habitación. Hasta aquí, resulta evidente. En cuanto a la identidad de la prisionera, no me cabe duda
de que se trata de la hija, la señorita Alice Rucastle si no recuerdo mal, la que le dijeron que se había
marchado a América. Está claro que la eligieron a usted porque se parece a ella en la estatura, la figura y
el color del cabello. A ella se lo habían cortado, posiblemente con motivo de alguna enfermedad, y,
naturalmente, había que sacrificar también el suyo. Por una curiosa casualidad, encontró usted su
cabellera. El hombre de la carretera era, sin duda, algún amigo de ella, posiblemente su novio; y al verla
a usted, tan parecida a ella y con uno de sus vestidos, quedó convencido, primero por sus risas y luego
por su gesto de desprecio, de que la señorita Rucastle era absolutamente feliz y ya no deseaba sus
atenciones. Al perro lo sueltan por las noches para impedir que él intente comunicarse con ella. Todo esto
está bastante claro. El aspecto más grave del caso es el carácter del niño.
— ¿Qué demonios tiene que ver eso? — exclamé.
— Querido Watson: usted mismo, en su práctica médica, está continuamente sacando
deducciones sobre las tendencias de los niños, mediante el estudio de los padres. ¿No comprende que el
procedimiento inverso es igualmente válido? Con mucha frecuencia he obtenido los primeros indicios
fiables sobre el carácter de los padres estudiando a sus hijos. El carácter de este niño es anormalmente
cruel, por puro amor a la crueldad, y tanto si lo ha heredado de su sonriente padre, que es lo más
probable, como si lo heredó de su madre, no presagia nada bueno para la pobre muchacha que se
encuentra en su poder.
— Estoy convencida de que tiene usted razón, señor Holmes — exclamó nuestra cliente— . Me
han venido a la cabeza mil detalles que me convencen de que ha dado en el clavo. ¡Oh, no perdamos un
instante y vayamos a ayudar a esta pobre mujer!
— Debemos actuar con prudencia, porque nos enfrentamos con un hombre muy astuto. No
podemos hacer nada hasta las siete. A esa hora estaremos con usted, y no tardaremos mucho en
resolver el misterio.
Fieles a nuestra palabra, llegamos a Copper Beeches a las siete en punto, tras dejar nuestro
carricoche en un bar del camino. El grupo de hayas, cuyas hojas oscuras brillaban como metal bruñido a
la luz del sol poniente, habría bastado para identificar la casa aunque la señorita Hunter no hubiera
estado aguardando sonriente en el umbral de la puerta.
— ¿Lo ha conseguido? — preguntó Holmes.
Se oyeron unos fuertes golpes desde algún lugar de los sótanos.
— Ésa es la señora Toller desde la bodega — dijo la señorita Hunter— . Su marido sigue roncando,
tirado en la cocina. Aquí están las llaves, que son duplicados de las del señor Ruscastle.
— ¡Lo ha hecho usted de maravilla! — exclamó Holmes con entusiasmo— . Indíquenos el camino y
pronto veremos el final de este siniestro enredo.
Subimos la escalera, abrimos la puerta, recorrimos un pasillo y nos encontramos ante la puerta
atrancada que la señorita Hunter había descrito. Holmes cortó la cuerda y retiró el barrote. A
continuación, probó varias llaves en la cerradura, pero no consiguió abrirla. Del interior no llegaba ningún
sonido, y la expresión de Holmes se ensombreció ante aquel silencio.
— Espero que no hayamos llegado demasiado tarde — dijo— . Creo, señorita Hunter, que será
mejor que no entre con nosotros. Ahora, Watson, arrime el hombro y veamos si podemos abrirnos paso.
Era una puerta vieja y destartalada que cedió a nuestro primer intento. Nos precipitamos juntos
en la habitación y la encontramos desierta. No había más muebles que un camastro, una mesita y un
cesto de ropa blanca. La claraboya del techo estaba abierta, y la prisionera había desaparecido.
— Aquí se ha cometido alguna infamia — dijo Holmes— . Nuestro amigo adivinó las intenciones de
la señorita Hunter y se ha llevado a su víctima a otra parte.
— Pero ¿cómo?
— Por la claraboya. Ahora veremos cómo se las arregló — se izó hasta el tejado— . ¡Ah, sí! —
exclamó— . Aquí veo el extremo de una escalera de mano apoyada en el alero. Así es como lo hizo.
— Pero eso es imposible — dijo la señorita Hunter— . La escalera no estaba ahí cuando se
marcharon los Rucastle.
— Él volvió y se la llevó. Ya le digo que es un tipo astuto y peligroso. No me sorprendería mucho
que esos pasos que se oyen por la escalera sean suyos. Creo, Watson, que más vale que tenga
preparada su pistola.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando apareció un hombre en la puerta de
la habitación, un hombre muy gordo y corpulento con un grueso bastón en la mano. Al verlo, la señorita
Hunter soltó un grito y se encogió contra la pared, pero Sherlock Holmes dio un salto adelante y le hizo
frente.
— ¿Dónde está su hija, canalla? — dijo.
El gordo miró en torno suyo y después hacia la claraboya abierta.
— ¡Soy yo quien hace las preguntas! — chilló— . ¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he
cogido! ¡Os tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! — dio media vuelta y corrió escaleras abajo, tan deprisa
como pudo.
— ¡Ha ido por el perro! — gritó la señorita Hunter.
— Tengo mi revólver — dije yo.
— Más vale que cerremos la puerta principal — gritó Holmes, y todos bajamos corriendo las
escaleras.
Apenas habíamos llegado al vestíbulo cuando oímos el ladrido de un perro y a continuación un
grito de agonía, junto con un gruñido horrible que causaba espanto escuchar. Un hombre de edad
avanzada, con el rostro colorado y las piernas temblorosas, llegó tambaleándose por una puerta lateral.
— ¡Dios mío! — exclamó— . ¡Alguien ha soltado al perro, y lleva dos días sin comer! ¡Deprisa,
deprisa, o será demasiado tarde!
Holmes y yo nos abalanzamos fuera y doblamos la esquina de la casa, con Toller siguiéndonos
los pasos. Allí estaba la enorme y hambrienta fiera, con el hocico hundido en la garganta de Rucastle,
que se retorcía en el suelo dando alaridos. Corrí hacia ella y le volé los sesos. Se desplomó con sus
blancos y afilados dientes aún clavados en la papada del hombre. Nos costó mucho trabajo separarlos.
Llevamos a Rucastle, vivo, pero horriblemente mutilado, a la casa, y lo tendimos sobre el sofá del cuarto
de estar. Tras enviar a Toller, que se había despejado de golpe, a que informara a su esposa de lo
sucedido, hice lo que pude por aliviar su dolor. Nos encontrábamos todos reunidos en torno al herido
cuando se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer alta— ¡Señora Toller! — exclamó la señorita Hunter.
— Sí, señorita. El señor Rucastle me sacó de la bodega cuando volvió, antes de subir a por
ustedes. ¡Ah, señorita! Es una pena que no me informara usted de sus planes, porque yo podía haberle
dicho que se molestaba en vano.
— ¿Ah, sí? — dijo Holmes, mirándola intensamente— . Está claro que la señora Toller sabe más
del asunto que ninguno de nosotros.
— Sí, señor. Sé bastante y estoy dispuesta a contar lo que sé.
— Entonces, haga el favor de sentarse y oigámoslo, porque hay varios detalles en los que debo
confesar que aún estoy a oscuras.
— Pronto se lo aclararé todo — dijo ella— . Y lo habría hecho antes si hubiera podido salir de la
bodega. Si esto pasa a manos de la policía y los jueces, recuerden ustedes que yo fui la única que les
ayudó, y que también era amiga de la señorita Alice.
»Nunca fue feliz en casa, la pobre señorita Alice, desde que su padre se volvió a casar. Se la
menospreciaba y no se la tenía en cuenta para nada. Pero cuando las cosas se le pusieron
verdaderamente mal fue después de conocer al señor Fowler en casa de unos amigos. Por lo que he
podido saber, la señorita Alice tenía ciertos derechos propios en el testamento, pero como era tan callada
y paciente, nunca dijo una palabra del asunto y lo dejaba todo en manos del señor Rucastle. Él sabía que
no tenía nada que temer de ella. Pero en cuanto surgió la posibilidad de que se presentara un marido a
reclamar lo que le correspondía por ley, el padre pensó que había llegado el momento de poner fin a la
situación. Intentó que ella le firmara un documento autorizándole a disponer de su dinero, tanto si ella se
casaba como si no. Cuando ella se negó, él siguió acosándola hasta que la pobre chica enfermó de fiebre cerebral y pasó seis semanas entre la vida y la muerte. Por fin se recuperó, aunque quedó reducida a una
sombra de lo que era y con su precioso cabello cortado. Pero aquello no supuso ningún cambio para su joven galán, que se mantuvo tan fiel como pueda serlo un hombre.
— Ah — dijo Holmes— . Creo que lo que ha tenido usted la amabilidad de contarnos aclara
bastante el asunto, y que puedo deducir lo que falta. Supongo que entonces el señor Rucastle recurrió al encierro.
— Sí, señor.
— Y se trajo de Londres a la señorita Hunter para librarse de la desagradable insistencia del señor Fowler.
— Así es, señor.
— Pero el señor Fowler, perseverante como todo buen marino, puso sitio a la casa, habló con
usted y, mediante ciertos argumentos, monetarios o de otro tipo, consiguió convencerla de que sus intereses coincidían con los de usted.
— El señor Fowler es un caballero muy galante y generoso — dijo la señora Toller tranquilamente.
— Y de este modo, se las arregló para que a su marido no le faltara bebida y para que hubiera
una escalera preparada en el momento en que sus señores se ausentaran.
— Ha acertado; ocurrió tal y como usted lo dice.
— Desde luego, le debemos disculpas, señora Toller — dijo Holmes— . Nos ha aclarado sin lugar a
dudas todo lo que nos tenía desconcertados. Aquí llegan el médico y la señora Rucastle. Creo, Watson,
que lo mejor será que acompañemos a la señorita Hunter de regreso a Winchester, ya que me parece
que nuestro locus stand es bastante discutible en estos momentos.
Y así quedó resuelto el misterio de la siniestra casa con las hayas cobrizas frente a la puerta. El
señor Rucastle sobrevivió, pero quedó destrozado para siempre, y sólo se mantiene vivo gracias a los
cuidados de su devota esposa. Siguen viviendo con sus viejos criados, que probablemente saben tanto
sobre el pasado de Rucastle que a éste le resulta difícil despedirlos. El señor Fowler y la señorita
Rucastle se casaron en Southampton con una licencia especial al día siguiente de su fuga, y en la
actualidad él ocupa un cargo oficial en la isla Mauricio. En cuanto a la señorita Violet Hunter, mi amigo
Holmes, con gran desilusión por mi parte, no manifestó más interés por ella en cuanto la joven dejó de
constituir el centro de uno de sus problemas. En la actualidad dirige una escuela privada en Walsall,
donde creo que ha obtenido un considerable éxito.
F I N

1 comentario:

Anónimo dijo...

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