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miércoles, 18 de marzo de 2009

H. G. Wells -- EL ALIMENTO DE LOS DIOSES


H. G. Wells



El alimento
de los dioses





LIBRO PRIMERO
LA ALBORADA DEL ALIMENTO

CAPÍTULO I
EL DESCUBRIMIENTO DEL ALIMENTO
I


Hacia mediados del siglo XIX empezó a abundar en este extraño mundo nuestro cierta clase de hombres, hombres tendientes en su mayor parte, a envejecer prematuramente, a los que se denominó, y muy adecuadamente por cierto, aunque a ellos no les guste el término, «científicos». Les desagrada tanto esa palabra, que en las columnas de Nature, que fue ya desde el principio su revista más distintiva y característica, ha quedado cuidadosamente excluida, como si fuera... aquella otra palabra que constituye la base del mal gusto en este país. Pero el gran público y su Prensa lo saben mejor que nadie, y como «científicos» quedan, ya que cuando de algún modo salen a la luz pública lo menos que se les llama es «distinguidos científicos», y «científicos eminentes», y «famosos científicos».
Y tal calificación merecieron por cierto tanto el señor Bensington como el profesor Redwood, aún mucho antes de dar con el maravilloso descubrimiento que relata esta historia. El señor Bensington era miembro de la Royal Society y expresidente de la Chemical Society.
Redwood era profesor de Fisiología en el Bond Street College de la Universidad de Londres, y había sido groseramente calumniado por los antiviviseccionistas en diversas ocasiones. Ambos habían disfrutado en vida de la distinción académica, ya desde su juventud.
Tenían, como es natural, un aspecto poco distinguido, como es corriente en los verdaderos científicos. Cualquier actor dramático tiene modales más distinguidos que todos los miembros de la Royal Society. El señor Bensigton era de corta estatura y calvo, muy calvo, y además algo encorvado. Llevaba lentes con montura de oro y botas de lona con numerosos cortes a causa de sus callos. El profesor Redwood era de aspecto vulgar y ordinario. Hasta que tuvieron la suerte de dar con el Alimento de los Dioses (como debo persistir en llamarlo) llevaron ambos una vida de eminente y estudiosa oscuridad que es difícil poder encontrar algo que pueda llamar la atención del lector.
El señor Bensington había ganado las espuelas de caballero (que se avenían mal con sus botas de lona agujereadas) con sus espléndidas investigaciones sobre «los alcaloides de mayor toxicidad», y el profesor Redwood había alcanzado la eminencia, ¡no me acuerdo cómo ni por qué! Lo que sé es que era muy famoso, y eso es todo. Me parece que en este caso debió su fama a una obra muy voluminosa sobre los Tiempos de Reacción, con numerosas láminas de gráficas esfigmográficas (escribo esto sujeto a ulterior corrección), y valorada por una admirable y nueva terminología.
El público en general pudo ver en pocas ocasiones, o en ninguna, a estos dos caballeros. A veces, en ciertos lugares, tales como en la Royal Institution, o en la Society of Arts, el público pudo, hasta cierto punto, ver a Bensington, o, al menos, su sonrosada calvicie, y algunas veces hasta su cuello y su chaqueta, y pudo oír fragmentos de alguna conferencia suya que él se imaginaba estar leyendo de una manera comprensible. En una ocasión, me acuerdo –era un mediodía del pasado ya desvanecido– la British Association estaba aún en Dover, discutiendo sobre la sección C o D u otra letra parecida, en cierta taberna que había tomado como sede, y yo, siguiendo a dos señoras de aspecto serio y cargadas de paquetes, por simple curiosidad me metí por una puerta sobre la cual se leía «Billares» y «Truco» y me encontré sumido en una escandalosa oscuridad, interrumpida sólo por el círculo de luz de una linterna mágica, en el que se veían los trazos de Redwood. Me quedé contemplando el lento pasar de las gráficas sobre el círculo luminoso, y escuché una voz, no recuerdo lo que decía, que supuse era la voz del profesor Redwood. Se escuchaba un siseo producido por la linterna, mezclado con otros ruidos que hicieron me quedara allí por simple curiosidad, hasta que inesperadamente se encendieron las luces. Y no fue hasta entonces que advertí que aquellos ruidos eran debidos a la masticación de panecillos, sandwiches y otras golosinas que los miembros de la British Association devoraban allí al amparo de la oscuridad.
Recuerdo que Redwood siguió hablando todo el tiempo que las luces permanecieron encendidas, señalando el sitio donde su diagrama debió haberse hecho visible en la pantalla... y así continuó, tan pronto como se restableció la oscuridad. Lo recuerdo como un hombre de tipo ordinario, moreno, algo nervioso, con ese aire de los hombres preocupados por algo ajeno al asunto que tratan, y que actúan siempre por un extraño sentimiento del deber.
También oí a Bensington una vez –en los viejos tiempos– en una conferencia educativa en Bloomsbury. Como la mayoría de los químicos y botánicos eminentes, Bensington era muy autoritario en las cuestiones de educación –estoy seguro de que se habría horrorizado de haber asistido a una clase de media hora en uno cualquiera de los colegios corrientes– y por lo que recuerdo se proponía mejorar el método heurístico del profesor Armstrong, de tal modo que, a costa de unos cuantos aparatos de un valor de tres a cuatrocientas libras esterlinas, con el abandono total de todo otro estudio y la atención constante de un maestro excepcionalmente dotado, un niño corriente, ni muy inteligente ni demasiado tonto, podría llegar a aprender, en el curso de diez o doce años, tanta química como se puede aprender en uno de esos desprestigiados libros de texto de un chelín que entonces eran tan corrientes...
Por lo que llevo dicho habrán comprendido que, aparte de su ciencia, ambos no eran más que unas personas vulgares. O, en todo caso, seres corrientes y poco prácticos. Y eso es precisamente lo que son los «científicos», como clase en todo el mundo. Lo que hay de notable en ellos constituye una molestia para sus compañeros colegas y un misterio para el público en general, y lo que no lo es, resulta evidente.
No hay ninguna duda referente a lo que no es notable en ellos, ya que no hay raza humana que se distinga tanto por sus obvias pequeñeces. Viven en un mundo mezquino de relaciones humanas; sus investigaciones requieren una atención infinita y una reclusión casi monástica, y lo que resta no es gran cosa. Cuando vemos a cualquiera de estos pequeños descubridores de grandes descubrimientos, de aspecto estrambótico, aire tímido, desgarbado, de cabeza cana, ridículamente adornado con la ancha cinta de alguna orden de caballería, ofreciendo una recepción a sus colegas, o leyendo los angustiosos párrafos de Nature ante «el menosprecio de la ciencia» cuando el ángel de los premios* ha pasado de largo por la Royal Society, o por último escuchar cómo un infatigable liquenólogo comenta la obra de otro infatigable liquenólogo, son cosas que nos obligan a advertir la fuerza de la invariable pequeñez de los hombres.

¡Y, con todo, los escollos de la ciencia que estos minúsculos «científicos» han construido y están todavía construyendo es algo maravilloso, portentoso, lleno de misteriosas promesas aún informes para el potente futuro del hombre! ¡Parece como si no se dieran cuenta de las cosas que están haciendo! No existe duda de que tiempo atrás, hasta Bensington, cuando sintió aquella vocación, cuando consagró su existencia a los alcaloides y compuestos similares, tuvo un destello de la visión... o algo más que un destello. Sin semejante inspiración para alcanzar las glorias y posiciones que únicamente como «científico» pueden esperarse, ¿qué joven consagraría su vida a semejante obra, tal como lo hacen en realidad los jóvenes? No; todos ellos deben haber visto la gloria, tienen que haber tenido su visión, pero de tan cerca que los ha cegado. El esplendor los ha cegado, piadosamente, de modo que durante todo el resto de la vida puedan sostener las luces del conocimiento con tanta facilidad para que nosotros las podamos ver.
Tal vez esto explique aquella sombra de preocupación en Redwood –ahora no puede haber la menor duda de ello–, ya que él era distinto a todos sus colegas, puesto que conservaba en los ojos algo de esa visión.


II
El nombre de Alimento de los Dioses con el que yo califico a esa sustancia que fabricaron entre los dos, Bensington y Redwood no es exagerado, teniendo en cuenta ahora todo lo que ya lleva hecho y todo lo que con toda seguridad va a hacer. Pero a Bensington se le habría ocurrido tanto llamarla así como salir de su piso de la calle Sloane ataviado con un manto de grana real y ceñidas las sienes con una corona de laurel.
La frase fue un simple grito de asombro. Fue él, quien en su entusiasmo, y durante una hora o más siguió repitiéndola sin parar. Después se dio cuenta de que se estaba comportando de un modo absurdo. Cuando se puso a pensar en lo que se le ofrecía a la vista, un panorama, como si dijéramos, de enormes posibilidades –literalmente de enormes posibilidades– tuvo que cerrar con resolución los ojos, después de una mirada de estupefacción, a aquella deslumbrante perspectiva, como debe hacer todo «científico» consciente. Después de todo, Alimento de los Dioses sonaba algo escandaloso, hasta indecente. Se encontró muy sorprendido de haber empleado semejante expresión. Y, no obstante, algo de aquel momento de clara visión caía sobre él e irrumpía de vez en cuando...
–En realidad, ¿sabe usted? –dijo frotándose las manos y riendo nerviosamente–, esto tiene un interés mayor que el teórico. «Por ejemplo –añadió, acercando su rostro al del profesor y bajando el tono de voz–, tal vez si el asunto se manejara adecuadamente, se vendería... precisamente, como alimento. O al menos como ingrediente de la alimentación.
«Admitiendo, naturalmente, que tenga buen sabor. Cosa que no podremos saber hasta que hayamos hecho el preparado.
Se volvió hacia la alfombrilla de la chimenea, y contempló los cortes estratégicamente dispuestos de sus botas de lona.
–¿Nombre...? –dijo levantando la vista, como si respondiera a una pregunta–. Por mi parte me inclino a una sugestiva alusión clásica. Esto hace... hace a la ciencia más res... Le da unos matices de dignidad a la antigua. He pensado que... No sé si a usted le parecerá eso absurdo... Seguramente una pequeña fantasía puede permitirse de vez en cuando... Heracleoforbia. ¿Eh? ¿La nutrición de un posible Hércules? Ya sabe usted que podría...
«Claro que si usted cree que no...
Redwood reflexionó con los ojos fijos en el fuego y no hizo objeciones.
–¿Le parece a usted bien?
Redwood movió la cabeza gravemente.
–Podría llamarse Titanoforbia, ¿Sabe? Alimento de Titanes... ¿Prefiere usted el anterior?
«¿De veras no le parece a usted, tal vez, demasiado...?
–No.
–¡Ah! ¡Cuanto lo celebro!
Y por esto le pusieron por nombre Heracleoforbia durante todo el período de sus investigaciones, y en su informe (informe que no llegó nunca publicarse a causa de los inesperados acontecimientos que trastornaron todos sus propósitos) está escrito invariablemente de este modo. Habían ya preparado tres sustancias similares antes de que descubrieran la que había sido prevista por sus especulaciones, y estas tres sustancias previas fueron llamadas Heracleoforbia I, Heracleoforbia II y Heracleoforbia III. Es, pues, la Heracleoforbia IV la que yo (insistiendo en el nombre original que le dio Bensington) denomino aquí el Alimento de los Dioses.


III
La idea fue de Bensington. Pero, como que le había sido sugerida por una de las contribuciones del profesor Redwood a los Anales Filosóficos, consultó con este otro caballero antes de llevar las cosas más adelante. Aparte el asunto, como investigación, tenía tanto de filosófico como de químico.
El profesor Redwood era uno de esos hombres de ciencia adictos en grado sumo a los gráficos y las curvas. Ya os habréis familiarizado –si pertenecéis a la clase de lector que yo espero– con la clase de artículo científico a que me refiero. Es un artículo sin pies ni cabeza, al final del cual aparecen cinco o seis diagramas plegados que al abrirse muestran unas peculiarísimas gráficas en zig-zag, elaborados relámpagos u otras líneas sinuosas e inexplicables llamadas «curvas alisadas» colocadas según las ordenadas y arraigadas en las abscisas..., y otras cosas parecidas. Os quedáis perplejos ante todo aquello durante un buen rato, con la sospecha de que no sólo sois vosotros los que no entendéis nada, sino que ni su mismo autor lo entiende. Pero, en realidad, lo cierto es que muchos de esos científicos comprenden perfectamente el significado de sus propios artículos. Es, sencillamente su forma de expresarlo lo que levanta el obstáculo entre ellos y nosotros.
Me inclino a creer que Redwood pensaba siempre en gráficos y curvas. Y después de su obra monumental sobre los Tiempos de Reacción (y aquí he de exhortar al lector no científico que aguante un poco más, ya que todo le parecerá luego tan claro como el agua), Redwood se puso a trazar curvas alisadas y esfigmograferías sobre el crecimiento, y fue precisamente uno de sus artículos sobre el crecimiento lo que realmente § sugirió a Bensington su idea.
Hay que decir que Redwood había estado midiendo toda clase de cosas en pleno conocimiento: gatitos, perritos, girasoles, setas, alubias e (hasta que su esposa terminó con ello) incluso a su propio hijo, demostrando que el crecimiento no progresaba de un modo uniforme, o, tal como él lo expresaba, así,
sino a saltos y con intermitencias de este tipo,
y que, al parecer, no había nada que creciese de un modo uniforme y continuo, y por lo que él podía entrever, nada podía crecer de un modo uniforme y continuo; las cosas sucedían como si todo ser viviente tuviese que acumular una fuerza de terminada para poder crecer, creciendo entonces con vigor durante cierto tiempo, pero teniendo luego que esperar durante un período antes de que pudiese volver a emprender el crecimiento. Y con el lenguaje esotérico y altamente técnico propio de los verdaderos «científicos», Redwood insinuó que el proceso del crecimiento requería probablemente la presencia en cantidades considerables de alguna sustancia necesaria para la sangre, que se formaba únicamente con extremada lentitud, y que cuando esta sustancia se agotaba por el crecimiento, se remplazaba muy lentamente, y entretanto, el organismo tenía que aguardar. Comparó esta sustancia desconocida al aceite en la maquinaria. Un animal en crecimiento, sugirió, era muy parecido a una locomotora que puede moverse hasta una distancia determinada pero debe ser lubricada si se la quiere hacer andar más allá. («Pero, ¿por qué no se la puede lubricar desde fuera?», preguntó Bensington al leer el artículo.) Y todo esto, decía Redwood con la deliciosa inconsecuencia nerviosa propia de los de su clase, probablemente proyectaría una gran luz sobre el misterio de ciertas glándulas de secreción interna. ¡Cómo si estas glándulas tuvieran algo que ver con todo aquello!
En una comunicación ulterior Redwood iba aún más lejos. Trazó un gran número de diagramas iguales que trayectorias de cohetes, cuya intención venía a significar –si intención había– que la sangre de los cachorros de perro y de gato, así como la savia de los girasoles y el jugo de las setas durante lo que él llamaba la «fase de crecimiento», difería, en la proporción de ciertos elementos, de la sangre y la savia de los mismos organismos durante los días en que no estaban creciendo.
Y cuando Bensington, después de mirar los diagramas de lado y del revés empezó a advertir cuál era la diferencia, se sintió invadido de un grandísimo asombro. Porque, ¡lo que son las cosas!, la diferencia podía ser debida, con toda probabilidad, a la presencia de la misma sustancia que él había estado recientemente intentando aislar en sus investigaciones sobre aquellos alcaloides que más intensamente estimulaban el sistema nervioso. Puso el artículo de Redwood encima del atril patentado que se balanceaba, de un modo muy inconveniente por cierto, surgiendo del brazo de su sillón, se quitó los lentes con montura de oro, empañó los cristales y los limpió muy cuidadosamente.
–¡Por Júpiter! –exclamó el señor Bensington.
Luego se puso otra vez los lentes, se volvió hacia el atril patentado, que, al chocar con su codo, dio un coqueto chirrido y depositó el artículo con todos sus diagramas, arrugados y dispersos, en el suelo.
–¡Por Júpiter! –repitió el señor Bensington, doblando el estómago por encima del brazo del sillón con evidente desprecio para las costumbres de dicho mueble. Y viendo que el artículo quedaba todavía fuera de su alcance, no tuvo otro remedio que ir a gatas en su búsqueda. Fue al verlo en el suelo cuando se le ocurrió la idea de bautizarlo el Alimento de los Dioses...
Porque, vamos a ver, si él tenía razón y Redwood también, resultaba que inyectando o administrando la sustancia descubierta por él con la comida, se eliminaría la «fase de reposo», y en lugar de efectuarse el crecimiento de esta manera,
se efectuaría (no sé si soy claro), así:


IV
La noche siguiente de su conversación con Redwood, el señor Bensington apenas pudo pegar los ojos. En una ocasión pareció que iba a descabezar un sueñecito, pero fue sólo un momento, durante el cual soñó que había cavado un profundísimo pozo en la tierra, en el que vertía toneladas y más toneladas del Alimento de los Dioses, y la tierra se iba hinchando, hinchando cada vez más, y las fronteras de los países estallaban y la Royal Geographical Society se ponía a trabajar– con gran ahínco, como un gran gremio de sastres, a fin de aflojar el cinturón del ecuador...
Aquello fue, naturalmente, un sueño absurdo, pero demuestra el estado de excitación mental a que llegó el señor Bensington y el valor real que prestaba a su idea, mucho mejor de lo que pudiera hacerlo cualquiera de las cosas que hacía o decía mientras estaba despierto y alerta. De otro modo, no lo habría mencionado, ya que, por regla general, no creo nada interesante que la gente vaya por ahí contándose sus sueños unos a otros.
Por una singular coincidencia, Redwood también tuvo un sueño la noche aquella, y este sueño fue así:
]
Era un diagrama trazado en líneas de fuego sobre un largo rollo abismal. Y él (Redwood) estaba de pie en un planeta, ante una especie de estrado negro, dando una conferencia sobre la nueva clase de crecimiento que se había hecho posible, en la Más que Real Institución de Fuerzas Primordiales, fuerzas que anteriormente siempre, tanto en el crecimiento de razas como de imperios o sistemas planetarios o mundos, se habían comportado así
Y hasta en algunos casos así:
Y él les estaba explicando, de una manera muy lúcida y convincente, que estos métodos tan lentos, hasta incluso tan retrógrados, quedarían en muy brevísimo plazo reducidos a métodos anticuados gracias a su descubrimiento.
Por supuesto que era ridículo. Pero también eso demuestra...
Que haya que considerar los dos sueños como significativos o proféticos, aparte de lo que he dicho categóricamente, es cosa que no se me ha ocurrido ni por un momento sugerir.

CAPÍTULO II
LA GRANJA EXPERIMENTAL
I

Bensington propuso en un principio poner a prueba la eficacia de su sustancia tan pronto como pudiera prepararla, en renacuajos. Siempre se prueban esta clase de elixires en renacuajos para empezar; para esto están precisamente los renacuajos. Y se pusieron de acuerdo en que fuera él quien dirigiera los experimentos y no Redwood, porque el laboratorio de éste estaba ocupado con el aparato de balística y los animales necesarios para realizar una investigación sobre las Variaciones Diurnas de la Frecuencia de las Embestidas del Ternero Joven, investigación que estaba dando unas curvas de un tipo muy anómalo y sorprendente, y, por otra parte, la presencia de peceras con renacuajos era extremadamente indeseable mientras esta investigación en particular estuviera en curso.
Pero cuando Bensington comunicó a su prima Jane algo de lo que tenía en mente, la mujer puso veto de inmediato a la importación de renacuajos, o cualquier género similar de animaluchos experimentales, dentro de su vivienda. Ella no tenía inconveniente alguno en que su primo utilizase una de las habitaciones del piso para sus experimentos de química no explosiva, porque aquello, en lo que a ella se refería, no tenía consecuencias; y lo autorizó para que instalara un hornillo de gas y un sumidero, y hasta un armario lleno de polvo, refugio de la tempestad semanal de limpieza a la que no quiso renunciar. Y como había conocido a algunas personas adictas a la bebida, consideraba el ahínco que él demostraba para alcanzar distinciones y honores en las sociedades científicas como un excelente sustitutivo para la otra forma, mucho más grosera, de depravación. Pero se mostró intransigente en no admitir bichos de esos que se «menean» cuando están vivos y «huelen» cuando están muertos. Dijo que eso era insalubre, que Bensington se hallaba algo delicado de salud, y... que era una tontería afirmar lo contrario. Y cuando Bensington intentó aclarar la enorme importancia de su posible descubrimiento, ella respondió que estaba muy bien, pero que si consintiese en que él ensuciara e infectara todo en el piso en que vivían (y eso era lo que sucedería) estaba segura de que él sería el primero en quejarse.
Bensington comenzó a andar de un lado para otro de la habitación sin hacer el menor caso de sus callos, y habló con su prima con gran franqueza e indignación sin obtener el menor resultado. Dijo que no admitía que se pusieran obstáculos al Avance de la Ciencia, y ella contestó que el Avance de la Ciencia era una cosa, y tener renacuajos en casa era otra; él arguyó que en Alemania podía darse por seguro que un hombre con una idea como la suya podría disponer inmediatamente de un laboratorio de más de seiscientos metros cúbicos de capacidad, a lo que ella respondió que estaba muy satisfecha y siempre lo había estado de no ser alemana; él dijo que aquello lo haría famoso para siempre, y ella contestó que lo más probable es que se pusiera enfermo si tenía que albergar en aquel piso un criadero de renacuajos; él afirmó que era el amo de casa y ella replicó que antes de tener que cuidar renacuajos iría a emplearse en una escuela; y él le pidió que fuera razonable, y ella le contestó que era él el que tenía que ser razonable y dejar de lado aquel enojoso asunto de los renacuajos. Y él opuso que ella debía respetar sus ideas, y ella aseguró que si apestaban, no, y entonces él perdió por completo los estribos y dijo, a pesar de las clásicas observaciones de Huxley al respecto, una palabrota. No de las peores, pero palabrota al fin.
Entonces ella se sintió gravemente ofendida y él tuvo que pedirle perdón, y el proyecto de poder probar el Alimento de los Dioses en los renacuajos y en su propio piso se desvaneció por completo entre las excusas.
Así Bensington tuvo que considerar otra manera de poner en práctica estos experimentos sobre la alimentación, necesarios para demostrar su descubrimiento, tan pronto como hubiese aislado y preparado su sustancia. Meditó durante algunos días la posibilidad de confiar el cuidado de sus renacuajos a alguna persona digna de toda su confianza, y luego, un buen día, al dar por casualidad con una frase en el periódico, sus ideas se enfocaron sobre la posibilidad de establecer una Granja Experimental y experimentar con pollos.
Apenas pensó en el asunto, imaginó que sería una granja avícola. Tuvo la visión de unos pollos creciendo desmesuradamente. Concibió la imagen de unos gallineros descomunales, y aun más descomunales todavía, creciendo fabulosa e ininterrumpidamente. Los pollos son tan accesibles, tan fáciles de alimentar y observar, tanto más secos para manejar y medir, que los renacuajos le parecían ya, comparándolos con los pollos, unas bestezuelas completamente salvajes e incontrolables. Se quedó muy perplejo, sin comprender cómo no había pensado desde el principio en pollos y en gallinas en vez de renacuajos.
Habría podido evitar el altercado con la prima Jane. Cuando se lo comunicó a Redwood, éste estuvo de acuerdo con él.
Redwood dijo también que él estaba convencido de que, al trabajar tanto sobre animaluchos innecesariamente pequeños, los fisiólogos experimentales cometían un gran error. Era como hacer experimentos de química con una cantidad insuficiente de material, pues los errores de observación y manipulación se hacen desproporcionadamente grandes. Era de una importancia extrema que los científicos hicieran valer sus derechos a que se les suministrarán grandes cantidades de material experimental. Era por eso que él estaba efectuando su serie de experimentos en el Bond Street College con los terneros, a pesar de ciertos inconvenientes para los estudiantes y profesores de otras asignaturas, a causa de la incidental veleidad de los terneros a escapar por los pasillos. Pero las curvas que obtenía eran excepcionalmente interesantes, y al ser publicadas, justificarán ampliamente su elección. Por su parte, si no fuese por el insuficiente equipamiento de la ciencia en el país, no trabajaría nunca por poco que pudiera, en animales inferiores a una ballena. Pero mucho temía que un vivero público en escala suficiente para hacer esto posible era actualmente, en este país al menos, un pedido utópico. En Alemania quizá...
Como los terneros de Redwood requerían su atención diaria, la selección y equipamiento de la Granja Experimental recayeron principalmente sobre Bensington. Los gastos fueron pagados, tal como se convino de antemano, por Bensington, al menos hasta que pudieran obtener una subvención. En consecuencia, Bensington, alternó su trabajo en el laboratorio de su piso con expediciones en busca de una granja, siguiendo las líneas que, partiendo de Londres, se dirigen hacia el sur, y sus escrutadoras gafas, su calvicie y sus cortajeadas botas de lona hicieron concebir a los numerosos propietarios de fincas indeseables vanas esperanzas. Y publicó un anuncio en varios diarios y en Nature, pidiendo una pareja (casada) responsable, puntual, activa y práctica en el cuidado de aves que quisiera encargarse de administrar una Granja Experimental de tres acres.
Encontró el lugar que parecía necesitar para la granja en Hickleybrow, cerca de Urshot, en Kent. Era un paraje extraño y aislado, situado en una hondonada rodeada de viejos pinares, que de noche se volvían negros y temibles. La irregular pendiente de una colina tapaba la vista del sol poniente, y un escuálido pozo junto a un ruinoso cobertizo empequeñecía a la casa. La casucha en cuestión aparecía pelada y desprovista de hiedra y de toda clase de verdor, algunas ventanas estaban rotas y el cobertizo proyectaba una sombra oscura incluso al mediodía. Estaba a milla y media de la última casa del pueblo, y su soledad quedaba muy dudosamente aliviada por una ambigua familia de ecos.
El lugar impresionó a Bensington, quien lo consideró eminentemente apto para los requerimientos de la investigación científica. Anduvo de un lado para otro, dibujando en el aire un gran número de gallineros y halló que la cocina era capaz de acomodar una serie de incubadoras con un mínimo de alteraciones. Se quedó con aquella granja de inmediato, sin pensarlo más. Al regresar a Londres se detuvo en Dunton Green y contrató a un matrimonio con buenas referencias que había contestado a sus anuncios, y esa misma noche consiguió aislar una cantidad suficiente de Heracleoforbia I, lo cual justificaba de sobras todos los compromisos contraídos.
La pareja escogida por el señor Bensington, que estaban destinados a ser, bajo su dirección, los primeros dispensadores sobre la tierra del Alimento de los Dioses, eran personas no solamente muy ancianas, sino también extremadamente sucias. Este último punto pasó desapercibido al señor Bensington, ya que nada destruye tanto las facultades de observación como toda una vida dedicada a la ciencia experimental. Se llamaban Skinner, señor y señora Skinner, y el señor Bensington los interrogó en un cuartucho con las ventanas herméticamente cerradas, un espejo lleno de manchas sobre la repisa de la chimenea y unas celceolarias enfermizas.
La señora Skinner era una vieja pequeñita, con la cabeza descubierta, dejando a la vista un sucio pelo cano aplastado apretadamente hacia atrás y enmarcando un rostro que había sido siempre, y ahora lo era todavía más, gracias a la pérdida de los dientes, al hundimiento del mentón y al encogimiento de todo lo demás, casi exclusivamente... una nariz. Llevaba un vestido de color de pizarra (si podía decirse que tenía algún color) remendado en algunos lados con lanilla roja. La mujer recibió al señor Bensington y le habló con cierta cautela, mirándolo por encima y alrededor de su propia nariz, mientras el señor Skinner, según dijo concluía de arreglarse. Tenía un solo diente y se apretaba nerviosamente las flacas y arrugadas manos. Explicó a Bensington que había tratado con aves de corral durante muchos años y que conocía muy bien las incubadoras. En realidad, ellos habían tenido, en otra época, una granja aviar que fracasó por falta de pupilos.
–Son los pupilos los que producen beneficios –dijo la señora Skinner.
Cuando Skinner hizo su aparición, se vio que era un hombre de rostro alargado, ceceante y bizco, con una mirada que le hacía desviar los ojos por encima de la cabeza de la gente. Llevaba unas zapatillas cortajeadas, cosa que le hizo simpático al señor Bensington. Exhibía una escasez manifiesta de botones que le obligaba a asir la chaqueta y camisa con una mano, mientras con el índice de la otra trazaba figuras sobre el mantel negro y dorado. Con el ojo suelto contemplaba, como si dijéramos, la espada de Damocles sobre la cabeza del señor Bensington, con expresión de triste indiferencia.
–¿Uzted no quiere dirigir eza granja para zacar provecho? ¿No? Ez igual, ceñor. ¿Ezperimentoz? ¡Bien!
Dijo que podían trasladarse a la granja en seguida. No estaba haciendo nada de particular en Dunton Green, aunque trabajaba un poco de sastre.
–Ezte pueblo no ez lo que yo creía, y lo que gano ez poco –dijo–, de modo que ci uzted quiere ya podemoz...
Al cabo de una semana, el señor y la señora Skinner ya se hallaban instalados en la granja, y el carpintero que había ido de Hickleybrow alternaba la tarea de levantar cobertizos y gallineros con una sistemática discusión acerca del señor Bensington.
–No lo he vizto mucho todavía –decía el señor Skinner–, pero por lo vizto de él me parece que ce trata de un eztúpido o de un imbécil.
–Ya me pareció a mí que estaba algo chalado –dijo el carpintero de Hickleybrow.
–Ce cree que zabe mucho de avez –prosiguió Skinner– ¡Ay, Dioz mío! Ce diría que nadie entiende nada de avez de corral, fuera de él!
–¡Con esas gafas que lleva –dijo el carpintero de Hickleybrow– parece una gallina!
Skinner se acercó al carpintero de Hickleybrow y le habló confidencialmente, un ojo mirando, con tristeza el pueblo lejano y el otro brillante y taimado.
–Hay que tomar laz medidaz... todoz loz malditoz diaz, de todaz laz malditaz gallinaz. Para ver ci crecen bien. ¿Qué tal...? ¿Eh? Cada una de laz malditaz gallinaz todoz loz díaz.
Y el señor Skinner se tapó la boca con la mano para reírse de un modo refinado y contagioso, sacudiendo los hombros exageradamente. Sólo su otro ojo evitó de participar en el regocijo. Luego, por si el carpintero no hubiese visto la intención, repitió, con un penetrante susurro:
–¡Tomar laz medidaz!
–Está peor aún que nuestro viejo amo, y que me ahorquen si me equivoco –dijo el carpintero de Hickleybrow.


II
El trabajo experimental es lo más aburrido del mundo si exceptuamos los artículos sobre esa clase de trabajos en los Anales Filosóficos, y a Bensington le pareció que había transcurrido mucho tiempo desde que su primer ensueño sobre las enormes posibilidades implicadas fue reemplazado por una migaja de realidad. Se había hecho cargo de la Granja Experimental en octubre, y hasta mayo no consiguió los primeros indicios de éxito. Tuvo que probar las Heracleoforbias, I, II y III, que fueron rotundos fracasos, hubo dificultades con las ratas de la Granja Experimental y también hubo dificultades con los Skinner. La única manera de conseguir que Skinner hiciera algo de lo que se le había dicho era amenazarlo con el despido. Entonces se rascaba la barbilla sin afeitar –siempre estaba sin afeitar del modo más milagroso, puesto que nunca llegaba a brotarle la barba del todo– con la palma de la mano, y mirando al señor Bensington con un ojo y por encima de él con el otro, decía:
–¡Oh! ¡Claro, ceñor Bencington..., ci lo dice en cerio...!
Pero por fin surgieron los primeros indicios del éxito. Y su heraldo fue una carta escrita con la caligrafía alargada y esbelta del señor Skinner:
«La nueva pollada ha roto la cáscara, y no me gusta nada. Crecen con mucha lozanía, muy diferente de como era el último lote antes de que usted nos diera sus instrucciones recientes. El último de ellos, antes de que el gato lo cogiera, era un pollo hermoso y robusto, pero los de esta última cría crecen como cardos silvestres. Jamás vi nada igual. Picotean con tanta fuerza que perforan las botas de modo que no he podido tomar las medidas exactas, tal como usted me había pedido. Son verdaderos gigantes y comen como tales. Pronto necesitaremos más trigo, porque nunca se han visto gallinas que coman como estos polluelos. Son ya mayores que los Bantam. A este paso, serán aves de exposición, con lo lozanos que están. Los Plymouth Rock ni se podrán comparar con ellos. Anoche me llevé un susto creyendo que el gato iba a por ellos; cuando miré por la ventana hubiera jurado que vi al gato metiéndose por debajo del alambrado. Los polluelos estaban despiertos y picoteando hambrientos cuando salí a ver, pero del gato, ni rastro. Por lo tanto, les di un puñado de trigo y cerré con candado el gallinero. Desearía saber si la alimentación tiene que continuar según las instrucciones recibidas. La mezcla que usted hizo ya casi se ha terminado y yo no quiero hacer ninguna mezcla a causa del accidente del pudding. Con los mejores deseos por parte de nosotros dos, y esperando que continuemos en su aprecio, con todos los respetos, su fiel servidor.
ALFRED NEWTON SKINNER.»

El accidente a que Skinner hacía referencia hacia el final de la carta se relacionaba con un pudding de leche al que accidentalmente se mezcló cierta cantidad de Heracleoforbia II, con resultados muy malos y casi fatales para los Skinner.
Pero Bensington, leyendo entre líneas, advirtió en aquel crecimiento tan notable la consecución del fin buscado. La mañana siguiente llegaba a la estación de Urshot con un saco en el que llevaba, herméticamente cerrada en tres latas, una provisión del Alimento de los Dioses suficiente para todos los pollos de Kent.
Era una clara y hermosa mañana de fines de mayo, y sus callos habían mejorado tanto, que resolvió ir andando a la granja, atravesando a pie Hickleybrow. Esto representaba, en conjunto, un paseo de tres millas y media a través del parque y del pueblo, y luego por las verdes cañadas de los vedados de Hickleybrow. Las ramas de los árboles estaban salpicadas con los brotes que la primavera, en toda su fuerza hacía surgir; los setos estaban llenos de alsines y collejas, y los bosques, de jacintos azules y orquídeas purpúreas; y por todas se oía el gorjeo de los pájaros: zorzales, mirlos, petirrojos, pinzones, y muchísimos más; y en un cátido rincón del parque iban creciendo los helechos y se oían los brincos y carreras de los ciervos moteados.
Todo esto hacía evocar a Bensington el recuerdo de su juventud y el ya olvidado gozo de vivir. Ante él, la promesa de su descubrimiento surgió clara y alegre, y le pareció que era realmente el día más feliz de su vida. Y cuando en el soleado cobertizo de la arenosa colina bajo la sombra de los pinos, vio los polluelos que se habían alimentado con la mezcla que el les había preparado, gigantescos y desgarbados, mayores ya que muchas gallinas adultas y con hijos; y creciendo todavía, aún con su primer y blando plumón amarillo (apenas mucado de marrón en el lomo), estuvo completamente seguro de que el día más feliz de su vida había llegado.
Ante la insistencia de Skinner, el señor Bensington entró en el gallinero, pero después de haber sido picoteado en las rajas de las botas dos o tres veces, volvió a salir, y se quedó observando aquellos monstruos a través del alambrado. Los miró embelesado, siguiendo con la vista todos sus movimientos como si no hubiese visto un pollo en toda su vida.
–Cómo cerán cuando hayan crecido del todo, ez coza que uno no puede imaginarce –dijo Skinner.
–Grandes como caballos –aventuró Bensington.
–Pocible –admitió Skinner.
–¡Una sola ala servirá de comida a varias personas! –exclamó el señor Bensington–. Y habrá que cortarlos en filetes, como la carne de la vaca:
–Pero no ceguirán creciendo de ezta forma –objetó Skinner.
–¿No?
–No –afirmó–. Ya conozco ezo. Empiezan primero muy lozanoz, pero luego ce eztancan.
Hubo una pausa.
–Zon loz cuidadoz nueztroz –dijo Skinner, modestamente.
Bensington enfocó los lentes sobre él, de repente.
–Teníamoz unoz caci tan grandez en el otro citio donde estuvimoz –dijo Skinner con su ojo bueno piadosamente elevado y cogiendo algo de confianza– yo y mi ceñora.
Bensington hizo su habitual inspección general del lugar, pero volvió rápidamente al gallinero. Aquello era, en verdad, mucho más de lo que se había atrevido a esperar. ¡El curso de la ciencia es tan tortuoso y lento! Después de las más claras promesas y antes de que pueda llegarse a la realización práctica, transcurren, por regla general, años y años de intrincados planes y preparativos... ¡y he aquí que el Alimento de los Dioses llegaba a la práctica después de menos de un año de pruebas! Parecía demasiado..., demasiado bueno. ¡Aquellas Esperanzas Aplazadas que constituyen el alimento cotidiano de la imaginación científica ya no lo obsesionarían más! Así, al menos, lo creía. Volvió otra vez al gallinero y se quedó de nuevo boquiabierto ante aquellos estupendos pollos de su creación.
–Vamos a ver –dijo–. Tienen diez días. Y, comparados con un polluelo ordinario, me imagino que serán... seis o siete veces más grandes...
–Ya ez hora que noz dé un aumento de zalario –dijo Skinner a su esposa–. Eztá contento como unaz pazcuaz por el modo como hemoz criado a aquelloz pollueloz de allá abajo... Eztá contento como unaz pazcuaz.
Se inclinó confidencialmente hacia ella y dijo, tapándose la boca con la mano:
–Cree que ce debe a ece alimento que lez da.
E hizo un ruido de risa reprimida en su cavidad faríngea...
Bensington fue verdaderamente un hombre dichoso aquel día. Estaba dispuesto a no encontrar faltas en ningún detalle avícola. El brillo de aquel día ponía de relieve más vivamente de lo que había podido notar hasta entonces, la acumulada suciedad y desidia de los Skinner. Pero sus comentarios fueron amabilísimos. Las cercas de varios de los gallineros estaban estropeadas, pero Bensington pareció considerar totalmente satisfactoria la explicación de Skinner, cuando éste le dijo que era a causa de «una zorra o un perro o algo ací». Bensington se limitó a indicar que no se había limpiado la incubadora.
–Muy cierto, ceñor –repuso Skinner con los brazos cruzados y sonriendo astutamente por debajo de la nariz–. No hemoz tenido tiempo de limpiarla dezde que vinimoz aquí...
Bensington se dirigió al piso superior para examinar los boquetes abiertos por las ratas, y que, a juicio de Skinner, reclamaban la colocación de trampas, ya que ciertamente eran enormes, y descubrió entonces que el cuarto en que el Alimento de los Dioses se mezclaba con la harina y el salvado estaba en un desorden lamentable. Los Skinner eran de esa clase de personas que siempre encuentran un uso para los platos rajados, las latas viejas, los tarros de conservas y los botes de mostaza; el lugar estaba sembrado de todo eso. En un rincón se pudría un montón de manzanas que Skinner había guardado Dios sabe para qué, y de un clavo en la parte inclinada del techo pendían varias pieles de conejo con las que Skinner intentaba poner a prueba sus dotes de curtidor.
(–Poco habrá en cueztión de pielez y otraz cozaz que yo no cepa –dijo Skinner.)
Es muy cierto que Bensington resolló desaprobando aquel desorden, pero no armó ningún escándalo inútil, y hasta cuando notó una avispa regodeándose dentro de una vasija a medio llenar de Heracleoforbia IV, simplemente hizo observar con toda amabilidad que sería mejor cubrir aquella sustancia para evitar que quedase expuesta a la humedad del aire de aquel modo.
Luego, bruscamente, se volvió hacia Skinner para decirle lo que había estado barruntando desde hacía rato.
–Me parece, Skinner..., que voy a matar uno de esos pollos... como muestra. Creo que podremos matarlo esta tarde, después de comer, y me lo llevaré a Londres.
Hizo como si mirara dentro de otra vasija, se quitó los lentes y los limpió.
–Me gustaría –dijo–, me gustaría muchísimo tener una muestra... un recuerdo... de esta cría tan especial, en este día también tan especial. Y, a propósito no les dará usted carne para comer a estos polluelos ¿verdad?
–¡Oh! No, ceñor –replicó Skinner–. Ce lo aceguro, ceñor Bencington. Zabemoz demaciado bien cómo hay que criar alas avez de corral de todo género, para hacer una coza cemejante.
–¿Está usted seguro de no haber echado aquí las sobras de su comida? Me ha parecido ver unos huesos de conejo esparcidos en un rincón del gallinero...
Pero cuando fueron a mirar se encontraron con que eran los huesos, algo mayores, de un gato, limpios y secos.


III
–Esto no es un pollo –dijo Jane, la prima de Bensington–. Vamos me parece que sé distinguir un pollo de lo que no lo es. En primer lugar, es muy grande para ser un polluelo, y, además, cualquiera puede ver que eso no es ningún pollo, vamos.
–Se parece más a una avutarda que a un pollo.
–Por mi parte –dijo Redwood de mala gana, permitiendo por esta vez que Bensington le arrastrara a la discusión–, debo confesar que, considerando toda la evidencia que tenemos.
–¡Oh...! Si se pone usted así –protestó Jane, la prima de Bensington–, en lugar de usar sus ojos como persona sensata...
–¡Pero, verdaderamente, señorita Bensington...!
–¡Oh! ¡Adelante! –exclamó la prima Jane–. Todos los hombres son iguales.
–Considerando toda la evidencia, este ejemplar ciertamente cae dentro de los límites de la definición... Sin duda alguna es un ejemplar anormal e hipertrofiado, pero aun así... teniendo en cuenta especialmente que salió del huevo de una gallina normal... Sí, creo señorita Bensington, que debo aceptar..., que, si hay que dar nombre a esto, se trata, de una especie de pollo.
–¿Quiere decir que es un pollo? –dijo la prima Jane.
–Creo que es un pollo –dijo Redwood.
–¡Qué tontería! –exclamó Jane, dirigiéndose a Redwood–. ¡Oh, acabará usted con mi paciencia!
Dio media vuelta bruscamente y salió de la habitación dando un portazo.
–Y es una gran satisfacción para mí también poder contemplar este ejemplar, Bensington –dijo Redwood cuando el eco del portazo se hubo amortiguado–. A pesar de ser tan enorme.
Sin previa invitación por parte de Bensington, Redwood se sentó en el bajo sillón junto al fuego y confesó cierto proceder que hasta en un hombre no científico habría sido indiscreto.
–Creerá usted que he obrado de un modo temerario, Bensington, ya lo sé. Pero lo cierto es que puse un poco... –no mucho– pero, en fin, algo de eso... en el biberón de mi hijo, hará cosa de una semana.
–Pero, ¿y si...? –exclamó Bensington.
–Lo sé –murmuró Redwood, echando una ojeada al pollo gigante que estaba en una fuente sobre la mesa; y prosiguió, hurgándose el bolsillo, en busca de cigarrillos–: Todo ha salido bien, gracias a Dios.
En seguida se puso a dar detalles fragmentarios.
–El pobrecillo no aumentaba de peso... desesperadamente ansioso... Winkles es un solemne imbécil..., fue discípulo mío..., muy malo... la señora Redwood..., inquebrantable confianza en Winkles... Ya conoce usted el tipo, un hombre de esos con aire superior..., altanero y dominante... Ninguna confianza en mí, claro está... Le enseñé a Winkles... Casi ni podía entrar en el cuarto del niño... Había que hacer algo... Me deslicé allí mientras la niñera estaba desayunando... y cogí el biberón.
–Pero crecerá –dijo Bensington.
–Ya crece. Ochocientos diez gramos la semana pasada. Tendría usted que oír a Winkles. Son sus cuidados, dice.
–¡Mi querido! ¡Eso es lo que dice Skinner!
Redwood volvió a echar una ojeada al pollo.
–Lo peor es que no sé cómo seguir adelante –dijo–. No quieren dejarme solo en el cuarto del niño porque antes quise trazar la curva del peso de Georgina Phyllis –usted ya sabe–¿y cómo voy a poder darle una segunda dosis?
–¿Es necesario?
–Hace dos días que llora sin parar... Ahora ya no quiere su comida ordinaria. Quiere algo más.
–Dígaselo a Winkles.
–¡Que lo ahorquen!
–Podría usted ir a Winkles y darle los polvos para que se los diera al niño...
–Eso será lo que me veré obligado a hacer, si me veo obligado –dijo Redwood, apoyando el mentón en el puño y mirando fijamente el fuego.
Bensington se quedó un rato alisando el plumón de la pechuga del pollo gigante.
–Serán unas aves monstruosas –afirmó.
–Lo serán –dijo Redwood sin apartar los ojos del fuego.
–Grandes como caballos –dijo Bensington.
–Mayores aún –dijo Redwood–. ¡Eso es lo que ocurrirá!
Besington se apartó del espécimen.
–Redwood –dijo–, estas aves van a causar sensación.
Redwood asintió, inclinando la cabeza hacia el fuego.
–¡Y por Júpiter! –dijo Bensington, volviéndose con un gran destello en sus lentes–. ¡También causará sensación su hijo!
–Esto es precisamente lo que estoy pensando –dijo Redwood.
Se reclinó, suspiró, arrojó al fuego su cigarrillo a medio consumir y metió profundamente las manos en los bolsillos del pantalón.
–Esto es precisamente lo que estoy pensando –repitió–. Esta Heracleoforbia será una sustancia muy difícil de manejar. ¡Al ritmo que este pollo ha crecido...!
–Un niño que crezca al mismo ritmo... –susurró lentamente Bensington, mirando al pollo mientras hablaba–. ¡Lo dije! –exclamó–. Será algo grandioso.
–Le administraré dosis cada vez más pequeñas –dijo Redwood–. O lo hará Winkles.
–Sería llevar demasiado lejos el experimento.
–Bastante lejos.
–Y, sin embargo, ¿sabe usted?, debo confesar que... tarde o temprano algún niño tenía que someterse a la prueba.
–Claro que lo probaremos en algún niño... ¡Seguro!
–Desde luego –aprobó Bensington, acercándose al fuego y quitándose los lentes para limpiarlos con el pañuelo.
–Hasta que vi a esos pollos no creo que me haya dado cuenta cabal, Redwood, de ninguna de las posibilidades que entrañaba lo que estábamos haciendo. Sólo ahora empiezan a asomar en mi mente las... posibles consecuencias...
E incluso entonces, Mr. Bensington estaba muy lejos de tener idea del revuelo que aquel experimento iba a provocar.


IV
Aquello sucedió a principios de junio. Durante unas semanas Bensington no pudo volver a visitar la Granja Experimental a causa de un severo catarro imaginario, y Redwood se vio obligado a hacer en su lugar una visita relámpago. Volvió hecho un padre muchísimo más preocupado de lo que estaba al ir. En conjunto habían transcurrido siete semanas de crecimiento progresivo e ininterrumpido...
Y entonces las avispas empezaron a entrar en funciones.
A finales de julio, fue muerta la primera de las grandes avispas, casi una semana antes de que las gallinas se escapasen de Hickleybrow. La información apareció en diversos periódicos, pero no sé si la noticia llegó a oídos de Bensington, y mucho menos si, en caso de que se enterase, la relacionó con el descuido general que prevalecían en la Granja Experimental.
Pocas dudas caben de que, mientras Skinner administraba a los pollos de Bensington la Heracleoforbia IV, un gran número de avispas se hallaban trabajando casi industrialmente –o quizá más– en el acarreo de grandes cantidades de la misma pasta a sus primeras crías de verano en los bancos de arena, más allá de los pinares adyacentes. Y es indiscutible que aquellas precoces crías crecieron y se beneficiaron tanto de aquella sustancia como las gallinas de Bensington. Está en la naturaleza de la avispa que alcance la madurez efectiva antes que el ave del corral, y, en realidad, de todas las criaturas que compartían, gracias al generoso descuido de los Skinner, los beneficios que Bensington había querido verter sobre sus gallinas, las avispas fueron las destinadas a ser las primeras en hacer ruidoso acto de presencia.
Fue un guardabosque llamado Godfrey, empleado en la hacienda que el teniente coronel Rupert Hick poseía cerca de Maidstone, quien encontró y tuvo la suerte de matar al primero de esos monstruos que registra la historia. Andaba metido en los helechos hasta las rodillas en un claro del bosquecillo de hayas que diversifica al parque del teniente coronel Hick, con su escopeta al hombro –afortunadamente para él era una escopeta de dos cañones–, cuando vio por primera vez el insecto. Se acercaba a contraluz, de modo que no pudo verlo distintamente, y al acercarse zumbaba «como un motor de automóvil». Admite que se asustó. Evidentemente era tan grande o mayor que una lechuza, y a su ojo ejercitado, el vuelo del monstruo, y particularmente el nebuloso torbellino de sus alas, debió de haberle parecido en nada semejante al vuelo de un pájaro. El instinto de conservación, según creo, se mezclaría con un antiguo hábito, cuando Godfrey dice que «dejó que volara en línea recta».
Lo extraño de aquella experiencia probablemente afectó su puntería; sea por lo que fuere, lo cierto es que erró el tiro, y el monstruo inició un descenso con un colérico «Fuzzzz» que reveló inmediatamente su identidad de avispa, y luego volvió a elevarse con todas sus rayas brillando a la luz del sol. Godfrey dice que la avispa se revolvió contra él. Entonces disparó su segundo cañón a menos de veinte metros, arrojó la escopeta al suelo y dio dos o tres pasos, agachándose para evitar al animal.
Está convencido de que la avispa pasó volando a un metro de él, dio contra el suelo, volvió a elevarse, volvió a caer, quizás a unos treinta metros de distancia, y empezó a dar tumbos por el suelo, contorsionándose y moviendo su aguijón en su última agonía. Godfrey vació los dos cañones de su escopeta por segunda vez sobre el animal antes de aventurarse a acercársele.
Cuando se decidió a medirla vio que tenía setenta centímetros de una punta del ala a la otra, y el aguijón ocho. El abdomen había estallado por la mitad, pero estimó la longitud del animal, de la cabeza al aguijón, como de unos cuarenta y cinco centímetros... lo que es casi exacto. Sus ojos compuestos eran del tamaño de monedas de un penique.
Esta es la primera aparición auténtica de las avispas gigantes. El día siguiente, un ciclista que bajaba a toda velocidad la cuesta que hay entre Sevenoaks y Tonbridge, con los pies en el manillar, por poco no aplasta otra de esas avispas gigantes que se arrastraba por la carretera. El paso del ciclista pareció alarmarla, y emprendió el vuelo con un ruido parecido al de un aserradero. Con la emoción del momento la bicicleta saltó por la cuneta, y cuando el ciclista pudo mirar hacia atrás, la avispa se alejaba, elevándose por encima de los bosques, hacia Westerham.
Después de hacer unas cuantas eses, el ciclista echó mano de los frenos, se apeó –temblaba de un modo tan violento que se cayó de bruces encima de la bicicleta al apearse– y se sentó en el borde de la cuneta para rehacerse un poco. Se había propuesto pedalear hasta Ashford, pero aquel día no pudo llegar más allá de Tonbridge...
Después de esto, y curiosamente por cierto, no se registraba la presencia de las grandes avispas durante tres días. Consultando los informes meteorológicos de aquellos tiempos me encuentro con que fueron con precipitaciones locales, lo cual puede tal vez explicar esta intermitencia. Luego, al cuarto día, el cielo se presentó de nuevo azul y despejado, con un sol brillante y una invasión tal de avispas como el mundo es seguro no había visto nunca.
Es imposible adivinar cuántas avispas salieron a la luz aquel día. Hubo una víctima, un tendero de comestibles, que descubrió uno de esos monstruos en un barril de azúcar, y con mucha temeridad por su parte lo atacó con una pala al emprender el vuelo. La arrojó al suelo por un momento, pero la avispa le aguijoneó perforándole la bota, mientras él la golpeaba de nuevo, partiéndola en dos. De los dos, el tendero fue el primero en sucumbir...
La más dramática de aquella cincuentena de apariciones fue la de la avispa que visitó el Museo Británico a eso del mediodía, descolgándose del sereno y azul firmamento sobre una de las innumerables palomas que picotean en el patio de dicho edificio y remontándose luego a la cornisa para devorar a su víctima con toda tranquilidad. Después se arrastró un rato por el techo del museo, entró en el interior de la cúpula de la biblioteca por un tragaluz, zumbó un buen rato por el interior –produciendo la consiguiente huida de los lectores– y, por fin, encontrando otra ventana, volvió a desaparecer de la observación humana, produciéndose un súbito silencio.
La mayoría de las demás informaciones se refieren al paso o al descenso de uno de estos insectos.
En Aldington Knoll dispersó un picnic en el campo. Todos los dulces y la mermelada quedaron consumidos en un santiamén y un cachorrillo de perro fue muerto y despedazado, cerca de Whitstable, bajo los mismos ojos de su dueña...
Aquella noche las calles resonaron con la noticia, los anuncios de los periódicos advirtieron exclusivamente, con numerosos titulares de gran tamaño, la aparición de las «Avispas Gigantes de Kent».
Los directores de periódicos y los redactores jefes, aguadísimos, se lanzaron arriba y abajo de tortuosas escaleras, gritando un sinfín de cosas sobre las avispas.
Y el profesor Redwood, al salir de su colegio en Bond Street, a las cinco, con el rostro colorado, después de una acaloradísima discusión con la junta acerca del precio de los terneros, compró un periódico de la tarde, lo abrió, se le demudó el rostro, olvidó inmediatamente el asunto de los terneros y de la junta y cogió un cabriolé para dirigirse al piso de Bensington.


V
El piso estaba ocupado, según le pareció, con exclusión de todo otro objeto sensible, por Skinner y su voz, si es que tanto al uno como a la otra puede llamárseles objetos sensibles.
La voz era muy aguda y el tono era angustioso.
–Ez impocible quedarnoz un día máz, ceñor Bencington. Noz hemoz quedado porque creíamoz que laz cozaz ce arreglarían, y lo que paza ez que han ido de mal en peor, ceñor Bencington... No zon zólo laz avizpaz, ceñor Bencington... Ahora hay también grandez tijeretaz y ciempiez, ceñor Bencington, aci de grandez. (Y señalaba todo lo largo de la mano y cerca de ocho centímetros más de un ancho y sucio antebrazo.) Por poco le da un ataque de nervioz a la ceñora Zkinner, ceñor Bencington. Y, por ci fuera poco, laz ortigaz de al lado del gallinero, ceñor Bencington, también eztán creciendo, ci, ceñor, y la enredadera amarilla, aquélla que plantamoz cerca del zumidero, ceñor Bencington... Ya ha pazado zuz zarcilloz a través de la ventana durante la noche, cí, ceñor Bencington, y caci ce enredó con la propia ceñora Zkinner, ceñor Bencington. Y todo ez a cauza del alimento ece que uzted lez da, ceñor Bencington. Por dondequiera que ce haya derramado, por poco que cea, todo lo que hay allí ce pone a crecer de un modo pavorozo, ceñor Bencington. Todo crece máz de lo que yo nunca zupuce que pudiera crecer. Ez impocible quedarnoz otro mez, ceñor Bencington. Ez máz de lo que valen nuestraz vidaz, ceñot Bencington. Aun en el cazo de que laz avizpaz no noz picaran, moriríamoz zofocadoz por la enredadera ceñor Bencington. Uzted no puede imaginárcelo, ceñor Bencington..., a menoz de que venga a verlo con zuz propioz ojoz, usted...
Giró su ojo superior hacia la cornisa, por encima de la cabeza de Redwood, añadiendo:
–¿Cómo podremoz zaber ci laz rataz no han comido el alimento ece, ceñor Bencington? Ezo ez lo que me preocupa, ceñor Bencington. No he vizto aún ninguna rata grande, ceñor Bencington, pero ¿cómo voy a zaber ci laz hay? Hemoz eztado zobrezaltadoz durante varioz diaz a cauza de la tijereta que vimoz, o de laz tijeretaz, mejor dicho, porque eran doz... Y grandez como langoztaz, ceñor Bencington, y del modo pavorozo como ha crecido la enredadera amarilla, y cuando oí lo de laz avizpaz... Dezpuez de enterarme, lo comprendo todo, ceñor Bencington. No he aguardado máz ciño a que mi mujer me cociera un botón que ce me había caído, y he venido enceguida. Aún eztoy lleno de anciedad, ceñor Bencington. ¿Qué cé yo de lo que le puede eztar zucediendo a la ceñora Zkinner en ezce inztante, ceñor Bencington? La enredadera crece por todoz ladoz, como una cerpiente... Aunque parezca increíble hay que eztarla vigilando y huir de zu proccimidad... Y laz tijeretaz creciendo aún máz y máz laz avizpaz... ¡Ceñor Bencington! ¡Ci le ocurriera algo a ella, ceñor Bencington...!
–Pero, ¿y las gallinas? –preguntó Bensington–. ¿Cómo están las gallinas?
–Laz hemoz eztado alimentando hazta ayer, ¡Dios me proteja! Pero ezta mañana no noz atrevimoz, ceñor Bencington. El ruido que producían ha cido algo ezpantozo, ceñor Bencington. Venían a docenaz. Grandez como gallinaz. Yo le digo a ella, le digo, cóceme un botón o doz, le digo, porque no puedo ir a Londrez ací como eztoy, le digo, y voy a ver al ceñor Bencington, le digo, a explicarle lo que ocurre. Y tú quédate en ezta habitación hazta que yo vuelva, le digo, y cierra la ventana y déjala cerrada que no pueda pazar nada, le digo.
–Si usted no hubiese sido tan sucio y descuidado... –empezó a decir Redwood.
–¡Oh, no diga ezo, ceñor Redwood! ¡Y ahora menoz que nunca, ceñor Redwood, que eztoy decezperado penzando en la ceñora Zkinner, ceñor Redwood! ¡Oh, no diga ezaz cozaz, ceñor Redwood! ¡No tengo ánimoz ahora para ponerme a dizcutir con uzted! ¡Que Dioz me proteja, que no tengo ánimoz, vaya! Zon laz rataz laz que me preocupan... ¿Cómo puedo zaber que no han atacado a la ceñora Zkinner mientras yo eztoy aquí?
–¿Y ustet no ha tomado alguna medida de todas esas maravillosas curvas de crecimiento? –preguntó Redwood.
–He eztado demaciado preocupado, ceñor Redwood – contestó Skinner–. ¡Ci uzted zupiera por lo que hemoz pazado... yo y mi ceñora! ¡Y todo durante el último mez! No zabíamos qué pensar de todo ello, ceñor Redwood. ¡Con laz gallinaz haciéndoce tan gordaz, y las tijeretaz, y la enredadera amarilla! No cé ci le he dicho a uzted, ceñor, que la enredadera amarilla...
–Ya nos ha hablado usted de todo eso –dijo Redwood–. Lo que ahora importa, Bensington, es saber qué vamos a hacer.
–¿Qué vamoz a hacer? –repitió Skinner.
–Tendrá usted que volver allí, señor Skinner –dijo Redwood–. No puede usted dejar a su esposa sola toda la noche.
–No me iré zolo, no, ceñor. Aunque hubiece una docena de ceñoras Zkinner. Ez el ceñor Bencington...
–¡Tonterías! –dijo Redwood–. Las avispas estarán quietas por la noche. Y las tijeretas se marcharán...
–Pero, ¿y laz rataz?
–No hay ninguna rata –dijo Redwood.


VI
El señor Skinner podía muy bien haber hecho caso omiso de su principal motivo de ansiedad. La señora Skinner no terminó el día en casa.
A eso de las once la enredadera amarilla, que había estado poco activa toda la mañana, empezó a trepar por la ventana y a oscurecer la habitación con rapidez y cuanto más oscuro se hacía, tanto más claramente percibía la señora Skinner que su situación se tornaría muy pronto inaguantable. Y también le pareció que habían transcurrido unos cuantos siglos desde que se fue su marido. Se asomó a la oscurecida ventana, a través de los inquietos zarcillos, permaneció allí algún tiempo, y luego se fue, muy cautelosamente, a abrir la puerta del dormitorio y se puso a escuchar...
Todo parecía estar quieto. Por lo tanto, recogiéndose las faldas, pasó al dormitorio, y después de haber mirado debajo de la cama y de haberse encerrado, procedió, con la metódica rapidez de una mujer experta en esos quehaceres, a hacer el equipaje. La cama no estaba hecha y el suelo estaba cubierto de trozos de enredadera que Skinner había cortado la noche anterior a fin de poder cerrar la ventana, pero a aquel desorden ella no hizo el menor caso. Hizo un fardo con un lienzo muy decente. Enfardó toda su ropa más una chaqueta de pana que Skinner solía llevar en ocasiones especiales, y además empaquetó también un tarro de pepinillos en conserva que no había sido abierto aún. Hasta aquí estuvo plenamente justificado su plan de hacer paquetes. Pero también empaquetó dos latas herméticamente cerradas que contenían Heracleoforbia IV, que Bensington había llevado en su último viaje. (Era una mujer buena y honrada... pero era también abuela, y le había apenado ver cómo se despilfarraba un alimento que producía un crecimiento tan fabuloso en un grupo de infectos pollos.)
Y después de haber hecho un gran paquete con todas estas cosas se caló el gorrito, se quitó el delantal, ató las varillas del paraguas con un cordón de zapato nuevo, y después de permanecer un buen rato a la escucha en la ventana, abrió la puerta y salió impetuosamente a un mundo lleno de peligros. Llevaba el paraguas debajo del brazo y asía el fardo con sus manos nudosas y resueltas. Llevaba su mejor gorrito dominguero, y las dos amapolas que erguían sus corolas, en medio de sus esplendores de cintas y cuentas, parecían impulsadas por el mismo trémulo valor de que ella se hallaba poseída.
Sus facciones arrugaron la raíz de la nariz con determinación. ¡Ya estaba harta de todo aquello! ¡Dejarla allí sola! Qué Skinner volviera cuando quisiese.
Salió por la puerta principal, y siguió adelante, no porque quisiera dirigirse a Hickleybrow (su destino era Cheasing Eyebright, donde residía su hija casada), sino porque la puerta trasera era infranqueable debido a la enredadera amarilla que había estado creciendo furiosamente desde que la señora Skinner vertió impensadamente una lata de alimento cerca de sus raíces. Al salir, volvió a aguzar el oído durante unos momentos, y luego cerró la puerta con mucho cuidado. Al llegar a la esquina de la casa se detuvo a escudriñar...
Un extenso montículo arenoso en la ladera de la colina, más allá de los pinares, marcaba el lugar del nido de las avispas gigantes, y la señora Skinner lo estudió con gran cuidado. Ya atardecía y ni por casualidad se veía una avispa; a no ser por un ruidito un poco más perceptible del que hubiese hecho un aserradero de vapor situado en medio de los pinares, todo estaba silencioso. En cuanto a las tijeretas, no pudo ver ni una sola. Allá abajo, en medio de las coles, había algo que se movía, pero debía ser probablemente un gato al acecho de algún pájaro. Permaneció contemplando todo durante un buen rato.
Dio unos pasos, doblando la esquina de la casa, y se le ofreció a la vista el gallinero con los pollos gigantes. Se detuvo de nuevo.
–¡Ah! –exclamó, sacudiendo la cabeza al verlos.
Ya habían alcanzado la talla de un avestruz, pero, naturalmente, tenían en cuerpo mucho más rechoncho... Eran animales mayores, en conjunto. Todas eran gallinas, cinco en total, pues los dos gallos se habían matado mutuamente. Vaciló un momento ante la actitud decaída de los pollos.
–¡Pobrecillos! –exclamó, dejando en el suelo su fardo–. No tienen agua. ¡Y con el apetito que tienen! –Se puso un flaco dedo en los labios y sostuvo una conferencia consigo misma.
Entonces aquella vieja sucia y desaliñada hizo lo que a mí me parece un acto heroico de caridad. Dejó su fardo y su paraguas en mitad del camino enladrillado, y dirigiéndose al pozo sacó no menos de tres cubos de agua para el vacío abrevadero de los pollos, y mientras éstos se agolpaban en él, descorrió muy suavemente el cerrojo del gallinero. Después de lo cual entró en una fase de gran actividad, volvió a coger su equipaje, franqueó el vallado del fondo del jardín, atravesó los fértiles prados (para evitar el avispero) y se dirigió a toda marcha por el tortuoso camino que conducía hacia Cheasing Eyebright.
Subió jadeando la cuesta, deteniéndose de vez en cuando para descansar de su carga, recobrar el aliento y volverse para mirar hacia abajo en dirección a la casa de campo junto al pinar. Y cuando, por último, al llegar ya cerca de la cima, vio a lo lejos varias grandes avispas que descendían pesadamente hacia occidente, sintió como si le hubiesen crecido alas en los pies.
Pronto salió del campo abierto para entrar en un camino que transcurría entre taludes bastante elevados (que le pareció un sitio más seguro) y de allí, por Hickleybrow Coobe, salió a la llanura. Al comienzo de ésta, donde un gran árbol daba cierta sensación de refugio, la señora Skinner descansó durante un buen rato en los peldaños de un portillo.
Luego prosiguió adelante con decisión...
Os la podéis figurar como una especie de hormiga negra erguida llevando a cuestas su blanco hato y apresurándose a lo largo del pequeño y blanco sendero que se va separando de la ladera, bajo el cálido sol de una tarde de verano. Iba esforzándose hacia delante, tras su resuelta nariz, infatigable, las amapolas de su gorrito temblando constantemente, y sus botas de cierre elástico blanqueándose cada vez más en el polvo de la llanura. Flip-flap, flip-flap, iban haciendo sus pasos a través del inmóvil bochorno del día canicular, y de un modo persistente el paraguas buscaba la manera de deslizarse bajo el codo que lo sostenía La boca aparecía fruncida, denotando una resolución extrema, y de vez en cuando ordenaba a su paraguas que volviera a colocarse en su sitio o daba a su estrechamente agarrado fardo una vengativa sacudida. Y a veces sus labios mascullaban fragmentos de alguna prevista disputa entre ella y Skinner.
Y muy lejos, a muchos kilómetros de distancia, el campanario de una iglesia empezó a destacarse insensiblemente surgiendo del vago azul del cielo, para marcar más y más distintamente el tranquilo rincón donde Cheasing Eyebright se refugiaba del tumulto mundanal, sin acordarse en absoluto de la existencia de la Heracleoforbia oculta en aquel blanco hato que se esforzaba tan persistentemente en avanzar en dirección a aquel ordenadísimo retiro.


VII
Tal como he podido deducir, los pollos hicieron su aparición en Hickleybrow hacia las tres de la tarde. Su llegada debió de ser algo jocoso, aunque no había entonces nadie en las calles para poder presenciarla. El violento berrido del pequeño Skelmersdate parece que fue el primer aviso de que ocurría algo insólito. La señorita Durgan de la Oficina de Correos, estaba asomada a la ventana como de costumbre cuando vio a la gallina que había cogido al infeliz niño, corriendo a escape calle arriba con su víctima, con otras dos gallinas pisándole los talones. ¡Ya conocéis las balanceantes zancadas de los polluelos modernos, atléticos y emancipados! ¡Podéis imaginaros la viva insistencia de la hambrienta gallina! Aquellas aves eran Plymouth Rock, según me han dicho, una raza que, aun sin la ayuda de la Heracleoforbia, se caracteriza por sus grandes zancadas.
Probablemente la señorita Durgan no se sorprendió demasiado. A pesar de la insistencia de Bensington en guardar el secreto, habían circulado rumores en el pueblo, desde hacía algunas semanas, acerca de los grandes polluelos que estaba criando Skinner.
–¡Dios mío! –exclamó Miss Durgan–. ¡Es lo que me temía!
Parece que se comportó con una gran presencia de espíritu. Cogió de un tirón el saco precintado de la correspondencia que estaba esperando para enviar a Urshot, y se lanzó a la puerta inmediatamente. Casi simultáneamente apareció el señor Skelmersdale al otro extremo del pueblo, aferrando una regadera por el pico, y muy pálido. Y, como es natural, al cabo de un instante, cada uno de los habitantes del pueblo se había asomado a la puerta o a la ventana.
El espectáculo que ofrecía la señorita Durgan cruzando la calle, con toda la correspondencia diaria de Hickleybrow en las manos, hizo detenerse al pollo que se había apoderado del pequeño Skelmersdale. El ave se detuvo en un momento de indecisión, y luego se dirigió hacia las abiertas puertas del patio de Fulcher. Aquel instante fue fatal. El segundo pollo lo alcanzó limpiamente, entró en posesión del niño gracias a un picotazo muy bien dirigido y saltó por encima de la tapia dentro del jardín de la vicaria.
–¡Croe, croe, croe, croe, croe, croe! –chilló la gallina más rezagada al recibir un golpe propinado por el señor Skelmersdale con mucha habilidad, al lanzarle la regadera. La gallina aleteó desesperadamente saltando por encima de la cerca del cottage de la señora Glue y de allí al campo del médico, mientras aquellas aves gargantuescas perseguían al pollo que tenía el niño por el césped de la vicaría.
–¡Cielos –exclamó el cura, o (alguien afirma) quizás algo más grave.
Echó a correr, volteando el mazo de croquet y gritando para interceptar el paso al ave:
–¡Detente, maldita! –gritó, como si las gallinas gigantes fueran animales corrientes en el mundo.
Y luego, viendo que le era imposible evitarla, le arrojó el mazo con todo el vigor y toda la fuerza de que disponía. Éste fue a parar, después de describir una graciosa curva, a poco más de un palmo de distancia de la cabeza del niño Skelmersdale, rompiendo de paso unos cristales de invernáculo. ¡Crash! ¡El nuevo invernáculo! ¡El nuevo y hermoso invernáculo de la esposa del vicario!
Aquello asustó a la gallina. Y habría podido asustar a cualquiera. Soltó a su víctima dentro de un laurel de Portugal, de donde fue extraída inmediatamente, algo descompuesta, pero, salvo en sus poco delicadas ropas, indemne, luego dio un brinco aleteante para alcanzar el tejado de los establos de Fulcher, pero, apoyándose en un sitio inseguro entre las tejas, descendió como si dijéramos desde el infinito a la quietud contemplativa del señor Bumps, el paralítico, que, como sin duda ha quedado probado, en aquella única ocasión de su vida pudo atravesar el jardín, en todo su diámetro y meterse en casa, sin requerir asistencia alguna, cerrando la puerta con llave, para recaer inmediatamente en su habitual estado de resignación cristiana y desvalida dependencia de su esposa...
Los demás pollos fueron acosados por los otros jugadores de croquet, y pasando por el huerto del vicario, se metieron en el campo del médico, a cuya cita acudió también, por fin, el quinto pollo cacareando desconsoladamente después de un fracasado intento pasearse por el pepinar del señor Whiterspoon.
Parece que durante un buen rato se comportaron de un modo bastante gallináceo, escarbando el suelo y cloqueando meditativamente, pero después uno de los pollos picoteó repentinamente una colmena del médico. Luego los cinco echaron a correr de un modo desmañado, a sacudidas y aleteos, como si tuvieran ataques de nervios, a campo traviesa, en dirección a Urshot, y Hickleybrow Street ya no los vio más. Cerca de Urshot llegaron por fin a dar con un alimento apropiado en un campo de nabos suecos y se quedaron allí picoteando con gran satisfacción hasta que los alcanzó su propia fama.
La principal reacción inmediata ante aquella pasmosa irrupción de gigantescas aves de corral sobre la mente humana se tradujo en la aparición de una extraordinaria afición a gritar, correr y lanzar objetos, y en seguida todos los hombres hábiles de Hickleybrow y algunas mujeres salieron al exterior con una notable variedad de artículos contundentes en las manos para comenzar a dar caza a las gallinas gigantes. Consiguieron espantarlas en dirección a Urshot, donde se estaba celebrando una feria rural, y Urshot las acogió como la gloriosa apoteosis de una jornada feliz. Empezaron a disparar contra ellas cerca de Findon Beeches, pero al principio solamente con escopetas pequeñas. Naturalmente, unos pajarracos de aquel tamaño podían absorber una cantidad ilimitada de perdigones sin grave riesgo. Se dispersaron algo cerca de Sevenoaks, y cerca ya de Tonbridge una de ellas emprendió vuelo choqueando un rato, presa de una agitación excesiva, en cabeza y paralelamente al expreso del barco correo de la tarde... con gran asombro por parte de los que allí viajaban.
A eso de las cinco y media dos de ellas fueron cogidas, muy ingeniosamente, por el propietario de un circo en Tunbridge Wells, que las atrajo dentro de una jaula que se hallaba vacante por la muerte de un dromedario viudo, con la añagaza de esparcir por el suelo trozos de pan y de pastel...



VIII
Cuando el infortunado Skinner se apeó aquella tarde del tren de la línea del Sudeste en Urshot, ya había anochecido. El tren llegó con retraso, pero no excesivo, y Skinner así se lo hizo notar al jefe de la estación. Tal vez viera alguna intención en la mirada del jefe de estación. Después de una breve vacilación, y con un ademán confidencial, poniéndose la mano al lado de la boca, preguntó si había ocurrido «algo» aquel día.
–¿Qué quiere usted decir? –preguntó el jefe de estación, que tenía una voz seca y enfática.
–Laz avizpaz ezas y demaz.
–No hemos tenido tiempo de pensar en avizpaz –dijo con sorna el jefe de estación–. Hemos estado demasiado atareados con sus endemoniadas gallinas.
Y comunicó la noticia de los polluelos a Skinner, del mismo modo que si se tratara de romper los cristales de la ventana de un político enemigo.
–¿No ha oído uzted nada de la ceñora Zkinner? –preguntó Skinner, entre aquella lluvia de expresivas noticias y comentarios.
–¡Ni por asomo! –exclamó el jefe de estación, como si hasta él trazara en algún sitio la línea divisoria entre lo que se sabe y lo que se ignora.
–Deberé inveztigar zobre ezo –dijo Skinner, poniéndose fuera del alcance de las conclusiones que profería el jefe de estación sobre la responsabilidad que implicaba una nutrición gallinácea excesiva...
Al pasar por Urshot, un calero llamó a Skinner, desde las minas de Hankey, preguntándole si buscaba a sus gallinas.
–¿No zabe uzted nada de la ceñora Zkinner? –le preguntó éste.
El calero –sus frases exactas no nos interesan aquí– demostró un interés superior por las gallinas...
Ya estaba todo oscuro –tan oscuro, al menos como puede estarlo una clara noche de junio inglesa cuando Skinner asomó la cabeza en la taberna de los Jolly Drovers preguntando:
–¡Hola! ¿No habéiz oído algo de eza hiztoria de miz gallinaz?
–¿Que si hemos oído algo? –dijo Fulcher–. ¡Hombre! Precisamente una parte de la historia se ha desarrollado en el tejado de mis establos, y uno de sus capítulos ha abierto un boquete en el huerto de la señora del vicario. ¡Ah Perdón...! Quise decir del invernáculo.
Skinner se decidió a entrar.
–Quiciera algo que fuece un poco reconfortante. Ginebra caliente y agua para mi gaznate.
Y todo el mundo empezó a contarle cosas de los polluelos.
–¡Válgame Dioz! –exclamó Skinner. –Y después de una pausa, añadió–: ¿No zabéis nada de la ceñora Zkinner?
–¡Nada! –contestó Witherspoon–. No hemos pensado en ella. No hemos pensado en ninguno de los dos.
–¿No ha estado usted en casa hoy? –preguntó Fulcher con un jarro de cerveza en la mano.
–Si uno de esos endemoniados pajarracos la ha picoteado... –empezó a decir Witherspoon, dejando el entero horror de la imagen a las libres imaginaciones de los circundantes.
A los allí reunidos se les ocurrió en aquel momento que sería un buen final de un día lleno de acontecimientos, ir todos con Skinner para ver si le había sucedido algo a su señora. Nunca se sabe la suerte que le puede caber a uno cuando se presentan accidentes al por mayor. Pero Skinner, ante el mostrador, bebiéndose su ginebra caliente con agua, con un ojo errabundo sobre los objetos que había en el fondo de la taberna y el otro fijo en el vacío, no comprendió aquel momento psicológico.
–No habrá ocurrido nada con ninguna de ezas grandez avizpaz hoy, ¿verdad? –preguntó con una elaborada indiferencia en el gesto.
–Hemos estado demasiado ocupados con sus gallinas – dijo Fulcher.
–Zupongo que todaz habrán vuelto a zu guarida –repuso Skinner.
–¿Qué?... ¿Las gallinas?
–Eztaba penzando ezpecialmente en laz avizpaz –aclaró Skinner.
Y luego, con un aire de circunspección que habría infundido sospechas a un bebé de una semana, y acentuando fuertemente la mayoría de las palabras que iba escogiendo, preguntó:
–Zupongo que nadie ha oído decir nada de otra coza grande que haya aparecido por aquí, ¿no ez cierto? ¿De grandez perroz, o gatoz, o algo aci? Me parece a mí que ci hay grandez gallinaz y grandez avizpaz por todaz partez...
Y se echó a reír, haciendo como que decía las cosas sin ton ni son.
Pero una expresión taciturna se dibujó en los semblantes de los vecinos de Hickleybrow. Fulcher fue el primero en dar a sus ideas condensadas la forma concreta de palabras.
–Un gato que hubiera crecido como las gallinas –dijo Fulcher.
–¡Vaya! –exclamó Witherspoon–. Un gato proporcionado a las gallinas.
–Sería un tigre –murmuró Fulcher.
–Más que un tigre –rectificó Witherspoon.
Cuando, por fin, Skinner, emprendió la marcha por el solitario sendero que pasa por el borde del campo que separa Hickleybrow de la sombría hondonada cubierta de pinos, bajo cuya oscura sombra la gigantesca enredadera amarilla se agarraba silenciosamente a la Granja Experimental, la emprendió solo.
Se le vio destacarse distintamente contra el horizonte, contra la cálida y diáfana inmensidad del cielo del norte –porque hasta allí fue seguido por el interés público–, para descender de nuevo dentro de la noche, dentro de una oscuridad de la cual parecía que nunca volvería a resurgir. Pasó... al reino del misterio. Hasta la fecha nadie sabe lo que pudo haber sido de él, después de haber cruzado la cresta de la colina. Cuando, más tarde, los dos Fulcher, con Witherspoon, empujados por sus propias imaginaciones, llegaron a la cima de la colina para seguirle de lejos, la noche se lo había tragado por completo.
Los tres hombres permanecieron muy juntos. No se oía el menor ruido en aquella oscuridad boscosa, ni había nada que ocultase la granja a sus miradas.
–Todo va bien –dijo el joven Fulcher, dando fin a un largo silencio.
–No veo ninguna luz –repuso Witherspoon.
–Desde aquí no puede verse.
–Está todo brumoso –dijo el viejo Fulcher.
Meditaron durante un rato.
–Habría vuelto si algo no anduviera bien –afirmó el joven Fulcher.
Y esto pareció tan obvio y concluyente que a continuación el viejo Fulcher dijo:
–¡Bueno!
Y los tres fueron a acostarse, aunque preocupados, hay que admitirlo...
Un pastor que vivía al lado de la granja de Huckster, oyó un chillido durante la noche, que creyó producido por unas zorras, y por la mañana vio que uno de sus corderos había sido muerto, arrastrado por el camino de Hickleybrow y parcialmente devorado.
¡Lo que es inexplicable de todo esto es la ausencia de restos que pudieran considerarse indiscutiblemente como pertenecientes a Skinner!
Muchas semanas después, en medio de las carbonizadas ruinas de la Granja Experimental, se halló algo que pudiera haber sido y pudiera no haber sido un omóplato humano y en otra parte de las ruinas un largo hueso muy roído e igualmente dudoso. Cerca del portillo que da hacia Eyebright se encontró un ojo de cristal, con lo que muchas personas descubrieron que Skinner debía una gran parte de sus encantos personales a su posesión. Aquel ojo de cristal observaba el mundo con el mismo inevitable efecto de indiferencia, con la misma melancolía severa que habían constituido la redención de su comportamiento mundano en otros aspectos.
Y en medio de las ruinas, una afanosa búsqueda permitió descubrir los aros metálicos y las cubiertas carbonizadas de dos botones de ropa blanca, tres gemelos enteros y un botón de la clase metálica especial que generalmente se emplea en las suturas menos conspicuas de la economía humana. Aquellos restos fueron aceptados, por personas autorizadas, como pruebas concluyentes de un Skinner destruido y esparcido, pero para satisfacer mi propia convicción, y en vista de su característica idiosincrasia, debo confesar que por mi parte preferiría menos botones y más huesos.
El ojo de cristal, naturalmente, tiene un aire de convicción extrema, pero si realmente es de Skinner –y hasta la propia señora Skinner no pudo saber con seguridad si aquel ojo era el de su marido– algo ha ocurrido que lo ha transformado de color castaño acuoso a azul plácido y sereno. El omóplato es un documento muy dudoso en cuanto a su autenticidad, y me gustaría poder ponerlo al lado de las roídas escápulas de algunos de los animales domésticos más corrientes para cotejarlo, antes de admitir su origen humano.
¿Y dónde se hallaban las botas de Skinner, por ejemplo? Por pervertido y extraño que fuera el apetito de una rata, ¿era concebible que los mismos animales que dejaban un cordero a medio devorar hubiesen devorado por completo a Skinner, con pelo, huesos, dientes y botas?
He interrogado a tantos como he podido de aquellos que conocieron íntimamente a Skinner, y todos están de acuerdo en que es imposible imaginarse algo capaz de comérselo. Skinner era, como me dijo un marinero retirado que vivía en una de los cottages del señor W. W. Jacobs, en Dunton Green, con cierta reservada intención en sus ademanes, muy frecuente en estos parajes, ese tipo de personas que «sale a flote» sea como sea, y en cuanto al elemento devorador, Skinner era «perfectamente capaz de apagar cualquier incendio». Consideró también que Skinner era de los que se encuentran tan seguros sobre una almadía como en cualquier otra parte. El marinero retirado dijo que no deseaba decir nada en contra de Skinner y que los hechos son los hechos. Antes de seguir ocupándose de Skinner preferiría correr el riesgo de que lo encarcelaran. Todas estas observaciones por cierto, presentan a Skinner bajo un aspecto muy poco envidiable.
Para ser perfectamente franco con el lector, debo decir que no creo que Skinner regresara nunca a la Granja Experimental. Opino que estuvo vagando presa de largas vacilaciones por los campos y la gleba de Hickleybrow, y finalmente, cuando empezaron a oírse los chillidos, salió de sus perplejidades por la línea de menor resistencia y se hundió en lo Desconocido.
Y en lo Desconocido, sea en este mundo o en el otro que no conocemos, ha permanecido de un modo obstinado e indiscutible hasta la fecha...

CAPÍTULO TRES
LAS RATAS GIGANTES


Dos noches después de la desaparición de Skinner, el médico de Podbourne se hallaba, cerca de Hankey, conduciendo su calesa. Había estado toda la noche ayudando a venir a este mundo tan curioso en que vivimos, a otro ciudadano muy poco distinguido, y una vez cumplida su tarea se dirigía a su casa, muy cansado y soñoliento. Serían las dos de la madrugada y acababa de salir la luna en menguante. La noche estival había refrescado y se había formado una tenue niebla baja que indiferenciaba a los objetos. El médico iba completamente solo –su cochero estaba enfermo en cama– y nada se podía divisar ni a derecha ni a izquierda, fuera del movedizo misterio de los setos interponiéndose al resplandor amarillento de las lámparas del coche en continua sucesión, ni nada podía oírse sino el trote pausado del caballo y el rechinar y el chirriar de las ruedas. Tenía tanta confianza en su caballo como en sí mismo, y no es, por lo tanto, de extrañar que el doctor dormitara...
Ya conocéis esa intermitente modorra del que está sentado: la cabeza inclinada, moviéndose al ritmo de las ruedas, el mentón pegado al pecho, y, de pronto, la incorporación súbita con un sobresalto.
Pit, pat, pat.
¿Qué es eso?
Le pareció al doctor haber oído un ligero y agudísimo chillido cercano. Durante unos instantes permaneció despierto. Profirió dos o tres palabras de inmerecida recriminación a su caballo, y miró alrededor de sí. Intentó persuadirse de que lo que había oído era el distante chillido de una zorra...
Suich, suich, suich, pit, pat, suich...
¿Qué había sido aquello?
Imaginó que se estaba volviendo asustadizo. Se encogió de hombros y gruñó a su caballo que siguiera adelante. Escuchó y no oyó nada.
¿Nada?
Tuvo la impresión de que un bicho le estaba acechando por encima del seto, pues le pareció ver una extraña cabezota. ¡Y con orejas redondas! Revisó cuidadosamente el lugar, pero no pudo ver nada.
–¡Tonterías! –murmuró.
Se incorporó con la idea de haber sido objeto de una pesadilla, dio al caballo un suave latigazo, le dijo unas palabras y volvió a escrutar por encima del seto. Sin embargo, el fulgor de la lámpara combinado con la niebla daba un aspecto borroso a todas las cosas, y no le fue posible distinguir nada. Se le ocurrió, según dijo, que no podía haber nada, porque si hubiese algo su caballo se habría espantado. No obstante, permaneció con los sentidos nerviosamente despiertos.
Luego oyó muy claramente un blando ruido de pisadas rápidas, que perseguían algo por la carretera.
No quiso dar crédito a sus oídos. No pudo mirar alrededor de sí porque la carretera hacía una curva muy sinuosa precisamente allí. Fustigó al caballo y volvió a mirar a uno y otro lado. Y entonces vio muy distintamente, allí donde un rayo de luz de la lámpara saltó por encima de un trecho bajo del seto, el lomo curvo de algún gran animal, no habría podido decir cuál, que lo iba siguiendo junto al carruaje en rápidos saltos convulsivos.
Dice el doctor que pensó entonces en los viejos cuentos de brujería. Aquello era completamente distinto a cualquier animal conocido, y el médico aseguró firmemente las riendas por miedo al sobresalto de su caballo. A pesar de ser una persona muy instruida, confiesa que llegó a preguntarse si aquello podía ser algo que su caballo no podía ver.
Frente a él, y acercando cada vez más su silueta a la luz de la naciente luna, se destacaba el pequeño villorrio de Hankey, muy reconfortante, a pesar de no tener ni una luz encendida. El médico restalló el látigo y volvió a hablar al caballo, y entonces, con la rapidez de un relámpago, lo atacaron las ratas.
Había pasado ya un portal, y en el momento de hacerlo, la rata que iba en cabeza saltó en medio de la calle por encima de él, saliendo de la oscuridad para destacarse bajo la mayor claridad posible, la cara vivaz y afilada, las orejas redondeadas, el largo cuerpo exagerado por sus movimientos, y lo que más le impresionó; las patas rosadas, con los dedos unidos por las membranas características de la bestia. Lo que debió ser más horrible en aquel momento fue el hecho de no tener la menor idea de que aquel bicho fuese ninguno de los animales de la creación que él conocía. No lo reconoció como rata a causa del tamaño. El caballo dio un brinco al saltar la rata a su lado. La aldea despertó en medio de un tumulto, al percibir el chasquido del látigo y los gritos que daba el médico. Los acontecimientos se precipitaron.
Rat, clat, clat, clat.
–El doctor –uno se imagina– se puso de pie, gritó a su caballo y se puso a dar latigazos con toda su fuerza. La rata dio un respingo y retrocedió, muy tranquilizadoramente, al recibir el trallazo –al resplandor de su lámpara, el doctor pudo ver cómo una estría surcaba la piel del animal bajo el impacto del látigo– y el médico siguió propinando latigazos sin parar, sin advertir al segundo perseguidor, que iba ganando terreno a su derecha.
Soltó las riendas y miró hacia atrás para descubrir a la tercera rata que lo perseguía...
El caballo se arrojó hacia delante. La calesa saltó al pasar por un bache. Durante un minuto frenético todo pareció revolverse en saltos y brincos.
Fue una gran suerte que el caballo se cayera en Hankey, y no antes o después de pasar por delante de las casas.
Nadie sabe cómo cayó el caballo: si tropezó o si la rata de la derecha consiguió hincar sus cortantes dientes en su flanco (cargándole el peso entero de su corpachón); el médico no descubrió que a él también lo habían mordido hasta que se encontró dentro de la casa del ladrillero, y mucho menos pudo descubrir cuándo recibió la mordedura, a pesar de que ésta era francamente mala: una larga herida cortante, como producida por un tomahawk doble que le hubiese cortado dos tiras paralelas de carne a partir del hombro izquierdo.
En un momento el doctor saltó de la calesa al suelo, torciéndose con fuerza el tobillo, aunque él lo ignoró, y se puso a dar latigazos furiosamente a una tercera rata que se lanzaba directamente contra él. Casi ni recuerda el salto que tuvo que dar por encima de la rueda, al volcarse la calesa, tan borrosas fueron las raudas y candentes impresiones que le acometieron. Yo creo que el caballo se encabritó al sentir que la rata se mordía el cuello, cayendo entonces de lado y arrastrando el carruaje en su caída; el doctor saltó, como si dijéramos, de modo instintivo. Al volcarse la calesa, el depósito de la lámpara se rompió y de repente surgió una gran llamarada de aceite ardiente, una explosión de luz blanca.
Esto fue lo primero que vio el ladrillero.
Había oído el trote que indicaba la proximidad del doctor, y, aunque éste no recuerde nada, unos gritos desaforados. Había saltado apresuradamente de la cama, y al hacerlo oyó un estruendo terrorífico, con la erupción de la llamarada tras la persiana que levantaba.
–Era más claro que el día –dijo después el ladrillero.
Se quedó como petrificado, con la cuerda de la persiana en la mano contemplando estupefacto por la ventana la pesadillezca transformación de la familiar carretera que se extendía ante él. La negra silueta del doctor, haciendo molinetes con el látigo, resaltaba sobre el fondo de las llamas. El caballo coceó indistintamente, medio oculto por el resplandor, con una rata agarrada al cuello. En la oscuridad, contra la pared del cementerio parroquial, los ojos de un segundo monstruo brillaban con malignidad. Otro –simple masa de espantosa negrura con luminosos ojos rojos y las patas delanteras de color de carne– se agarraba en equilibrio inestable sobre la albardilla del muro adonde había trepado al producirse la explosión de la lámpara.
Ya conocéis la astuta cara de una rata, sus dientes afilados y los ojos vivos. Vista con una ampliación séxtuple de sus dimensiones lineales y aun más amplificadas por las tinieblas, el asombro y los danzantes brincos fantásticos de las llamas, debió de ser un pésimo espectáculo para el ladrillero, aun medio dormido.
Entonces el doctor se dio cuenta de la oportunidad que se le ofrecía, de la tregua momentánea que suministraba el fuego, y desapareció de la vista del ladrillero, aporreando la puerta con el mango del látigo...
El ladrillero no lo dejó entrar hasta que fue en busca de una luz.
Algunos le han hecho reproches al pobre hombre; pero, por mi parte, hasta que conozca mejor lo que puede dar de sí mi propio valor, vacilo en unirme a los que lo censuran.
El doctor aulló y golpeó la puerta...
El ladrillero dice que el hombre lloraba de terror cuando, por fin, se abrió la puerta.
–¡Cierre! –musitó el médico–. ¡Cierre...!
No pudo terminar la frase: «Cierre la puerta y eche el cerrojo.»
Intentó ayudar al ladrillero a cerrar, pero no hizo otra cosa que estorbar, tuvo que sentarse en una silla junto al reloj, mientras el dueño de casa aseguraba la puerta.
–¡No sé lo que son –repitió varias veces– ¡No sé lo que son! –con un «son» de tono muy agudo.
El ladrillero le ofreció whisky, pero el médico no permitió que lo dejara sólo con aquella luz vacilante en aquellos momentos.
Pasó un buen rato antes de que pudiera convencerle que lo dejase ir arriba.
Y cuando el fuego en la carretera se apagó, las ratas volvieron, se echaron sobre el caballo muerto, lo arrastraron a través del cementerio parroquial hasta el horno de ladrillos y lo devoraron hasta el amanecer, sin que nadie se atreviera a estorbarlas...


II
Redwood fue a ver a Bensington a eso de las once de la mañana del día siguiente, con la «segunda edición» de tres periódicos en las manos.
Bensington levantó la vista de su desalentada meditación sobre las páginas de la novela más distraída que el bibliotecario de Brompton Road había sido capaz de encontrarle.
–¿Algo nuevo? –preguntó.
–Dos hombres picados cerca de Chartham.
–Debieron de habernos dejado quemar aquel nido. Realmente, la culpa es suya.
–Claro que es suya la culpa! –exclamó Redwood.
–¿Sabe usted algo de la compra de la granja?
–El corredor de fincas –dijo Redwood– es un sujeto de una boca muy grande y madera compacta. Pretende que hay alguien, otra persona, que también quiere comprar la finca. Siempre dicen lo mismo, ¿sabe usted? Y no quiere comprender la prisa. «Es cuestión de vida o muerte», le dije. «¿No lo comprende usted?» Entornó los ojos, y contestó: «Entonces, ¿por qué no se decide usted a pagar doscientas libras más?» Prefiero vivir en un mundo invadido de avispas a ceder ante la inquebrantable estupidez de ese asqueroso sujeto. Yo...
Se calló, pensando que una declaración como ésta podría estropearse fácilmente según cuál fuera su conclusión.
–¿Sería mucho esperar –preguntó Bensington– que una de las avispas...?
–La avispa no tiene más idea de la utilidad pública que la que pueda tener... que la que pueda tener un corredor de fincas –repuso Redwood.
Siguió hablando, durante un buen rato, de corredores de fincas, procuradores y otra gente de la misma calaña, del modo injusto y poco razonable que acostumbra a hablar mucha gente cuando se trata de hacer cálculos sobre proyectados negocios. (De todas las estupideces de este estúpido mundo, la más estúpida de todas, a mi entender, consiste en que mientras se da por sentado, como la cosa más natural, que un médico o un soldado deben tener un alto sentido del honor, del valor y de la eficiencia, a un procurador o a un corredor de fincas no sólo se le permite, sino que ya se acepta de antemano, que no debe mostrar otra cosa que una especie de codiciosa, untuosa y marrullera imbecilidad.) Y luego, sintiéndose bastante aliviado, se dirigió a la ventana y permaneció allí, contemplando el tránsito de Sloane Street.
Bensington había dejado su novela, la más emocionante que concebirse pudiera, sobre la mesa. Entrelazó los dedos de las manos con mucho cuidado y se puso a contemplarlos.
–Redwood, ¿hablan mucho de nosotros? –preguntó.
–No tanto como esperaba.
–¿No irán a denunciarnos?
–En absoluto. Pero, por otro lado, no apoyan lo que yo les indico que debe hacerse. He escrito a The Times, ¿sabe usted?, explicándolo todo...
–Aquí tenemos el Daily Chronicle–dijo Bensington.
–Y The Times ha publicado un largo editorial sobre el tema, un editorial de primera, muy bien escrito, con tres latinajos al estilo The Times (uno de ellos es statu quo), y se lee como si fuera directamente la voz de Alguien Impersonal de la Mayor Importancia, enfermo de Cefalea Gripal, hablando a través de páginas y más páginas de fieltro, sin que mejorara en nada su dolencia. Al leer entre líneas, ¿sabe usted?, queda claro que The Times considera, inútil paliar los hechos, y que algo (indefinido, naturalmente) tiene que hacerse de inmediato. De otro modo habrá indudablemente consecuencias más indeseables... The Times es inglés ¿sabe usted?, porque aumentarán las avispas y las picaduras. ¡Un artículo digno de un gran hombre de gobierno!
–Y mientras tanto nuestra obra se desparrama por todas partes en forma desagradable.
–Así es.
–Me pregunto si Skinner tendría razón en lo de esas ratas gigantes...!
–¡Oh, no! Eso sería demasiado –dijo Redwood.
Se acercó a Bensington y se quedó de pie junto a su silla.
–Y a propósito –dijo bajando imperceptiblemente el tono de la voz–, ¿sabe ella...?
E indicó la cerrada puerta.
–¿Quién? ¿Mi prima Jane? Pues, sencillamente, no sabe nada de todo eso. No nos relaciona con ese asunto y no quiere leer los artículos. «¡Avispas gigantes! –dice–. ¡No tengo suficiente paciencia para leer los periódicos!»
–Tenemos suerte –murmuró Redwood.
–Supongo que la señora Redwood...
–No –dijo Redwood–, ahora precisamente da la casualidad de que... se halla muy preocupada por el niño. Y es que, ya sabe, el niño sigue adelante.
–¿Creciendo?
–Sí. Ha aumentado un kilo doscientos treinta gramos en diez días. Ya pesa cerca de veintiocho kilos. Y tiene sólo seis meses. Naturalmente, la cosa es alarmante...
–¿Con buena salud?
–Muy vigoroso. La niñera nos deja porque el niño patalea con demasiada fuerza. Y todo le queda chico, claro está. Todo, absolutamente todo tiene que rehacérsele, la ropa y todo lo demás. Al cochecillo –un asunto sin importancia– se le rompió una rueda, y tuvimos que llevar al chico a casa en la carretilla del lechero. Toda la gente mirando... Y hemos tenido que volver a poner a Georgina Phyllis en la cuna del chico para poderle poner a él en la cama de Georgina Phyllis. Su madre está, como es natural, muy alarmada. Al principio se sentía muy orgullosa e inclinada a elogiar a Winkles. Pero ahora ya no. Tiene la sensación de que aquello no puede ser sano. Usted ya sabe.
–Creí que intentaba usted disminuir las dosis progresivamente.
–Lo intenté, desde luego.
–¿Y no dio resultado?
–Rugidos, dio. Lo corriente es que el grito de un niño sea fuerte y desesperante, y tiene que ser así por el bien de la especie... Pero desde que ha estado sometido al tratamiento con Heracleoforbia...
–¡Mmm! –murmuró Bensington mirándose los dedos con más resignación de la que había demostrado hasta entonces.
–Prácticamente el asunto acabará por saltar. La gente oirá hablar de este niño, lo relacionará con las gallinas y lo demás, y todo lo que ocurre llegará a oídos de mi mujer... Saber cómo se lo tomará es algo de lo que no tengo la más remota idea.
–Es muy difícil –dijo Bensington– establecer un plan... ciertamente.
Se quitó los lentes y los limpió con cuidado.
–Ese es otro caso de lo que está ocurriendo continuamente. Nosotros –si es que puedo aspirar al adjetivo– los científicos, trabajamos siempre, como es natural, para obtener un resultado teórico, un resultado puramente teórico. Pero, incidentalmente, ponemos en marcha una serie de fuerzas... que son unas fuerzas nuevas. No podemos dominarlas... y no hay nadie que pueda hacerlo. Prácticamente, Redwood, el asunto se nos ha escapado de las manos. Nosotros proporcionamos el material...
–Y ellos –dijo Redwood volviéndose hacia la ventana– adquieren la experiencia.
–Mientras persista el jaleo de Kent, no estoy dispuesto a ocuparme más del problema.
–A menos de que sea éste el que se ocupe de nosotros.
–Exacto. Y si les gusta importunarnos con procuradores y picapleitos y obstrucciones legales y poderosísimas consideraciones del orden de la tontera, hasta que se haya obtenido una gran diversidad de especies gigantes de sabandijas ya bien establecidas... Las cosas siempre han sido embrolladas, Redwood. ¿No le parece?
Redwood trazó en el aire una línea retorcida y complicada.
–Y nuestro interés radica en este momento en su hijo.
Redwood dio media vuelta y se acercó a su colaborador mirándolo fijamente.
–¿Qué piensa usted de él, Bensington? Usted puede mirar esta cuestión con más imparcialidad que yo. ¿Qué voy a hacer con él?
–Pues seguir alimentándolo.
–¿Con Heracleoforbia?
–Con Heracleoforbia.
–Pero así crecerá mucho...
–Crecerá, según lo que yo puedo calcular de las gallinas y avispas, hasta alcanzar la altura de diez metros y medio... con todo lo demás en proporción...
–¿Y qué hará entonces?
–Eso es precisamente –repuso Bensington– lo que hace que el experimento sea tan interesante.
–¡Pero, hombre! ¡Piense en su ropa! –exclamó Redwood–. Y cuando haya crecido del todo será como un Gulliver solitario en un mundo de pigmeos.
La mirada de Bensington, por encima de la montura de oro de sus lentes, estaba preñada de intención.
–¿Por qué solitario? –preguntó con voz opaca–. ¿Por qué solitario?
–¿Pero usted no va a proponer...?
–He dicho –explicó Bensington con la complacencia propia del hombre que acaba de pronunciar una buena frase, llena de significado–: ¿Por qué solitario?
–¿Quiere decir que se podría criar a otros niños?
–No quiero decir nada más allá de mi pregunta.
Redwood empezó a andar de un lado para otro.
–¡Por supuesto! –dijo–. Se podría... ¡Pero así y todo! ¿A dónde vamos a llegar?
Evidentemente, Bensington disfrutaba con su actitud de elevada indiferencia intelectual.
–Lo que más me interesa de todo, Redwood, es pensar que su cerebro, en la cúspide de su persona, también se encontrará, según la línea de mi raciocinio, a unos diez metros y medio por encima de nuestro nivel... ¿Qué ocurre?
Redwood estaba de pie, apoyado en la ventana, mirando el anuncio del carruaje distribuidor de periódicos que iba traqueteando calle arriba.
–¿Qué ocurre? –repitió Bensington levantándose.
Redwood profirió una violenta interjección.
–¿Qué pasa? –preguntó de nuevo Bensington.
–Voy a buscar el periódico –dijo Redwood yendo hacia la puerta.
–¿Por qué?
–Voy a buscar el periódico. Algo que no acabo de entender... ¡Ratas gigantes...!
–¿Ratas?
–Sí, ratas. ¡Skinner tenía razón, después de todo!
–¿Qué quiere usted decir?
–¿Cómo diablos voy a saberlo hasta que no vea el periódico?
¡Grandes ratas! ¡Buen Dios! ¡Me pregunto si se lo habrán comido! –miró alrededor de sí, buscando el sombrero y se decidió a salir sin él.
Al ir bajando los peldaños de dos en dos, pudo oír el tronar de los potentes gritos de los vendedores de periódicos que estaban haciendo su agosto:
–¡Horrible suceso en Kent...! ¡Horrible suceso en Kent! ¡Un médico devorado por las ratas...! ¡Horrible suceso...! ¡Horrible suceso...! ¡Ratas...! ¡Devorado por unas ratas enormes...! ¡Con todos los detalles...! ¡Horrible suceso!



III
Cossar, el bien conocido ingeniero, los encontró en la gran entrada del bloque de pisos. Redwood tenía abierto el húmedo periódico rosado, y Bensington, de puntillas, leía por encima del hombro del otro. Cossar era un gran hombretón, de brazos y piernas flacas y poco elegantes que parecían colocados por casualidad en los ángulos más convenientes de su cuerpo, y un rostro como una talla de madera abandonada en su realización y demasiado poco prometedora para merecer el acabado. La nariz había sido dejada cuadrada y la mandíbula se proyectaba más allá de la línea del maxilar superior. Resollaba más que respiraba. Pocas personas podrían considerarlo guapo. Tenía el pelo enteramente tangencial y su voz, que emitía con muy poca frecuencia, tenía un tono alto y generalmente una calidad de amarga protesta. Siempre llevaba traje gris y sombrero de copa. Cossar metió su enorme mano rojiza en el abismal bolsillo de su pantalón, pagó al cochero y subió los peldaños jadeando con resolución, un ejemplar del periódico cogido por la mitad como el rayo de Júpiter.
–¿Skinner? –decía Bensington sin darse cuenta de la llegada de Cossar.
–No queda nada de él –dijo Redwood–. Seguramente los habrán devorado a los dos. Es demasiado terrible... ¡Hola, Cossar!
–¿Es cosa de ustedes? –preguntó Cossar mostrando el periódico–. Bueno, ¿por qué no acaban de una vez? ¡Por favor!
Y añadió, gritando:
–¿Quieren comprar la finca? ¡Qué tontería! ¡Quemarla es lo que hay que hacer! Ya sabía yo que ustedes lo enredarían todo, ¿qué van a hacer ahora? Pues... lo que yo les diga.
«¿Usted? Eche usted calle arriba hasta el armero, claro. ¿Para qué? A buscar armas. Sí... sólo hay una tienda. ¡Compre ocho fusiles! Rifles. ¡No! ¡Rifles para elefantes, no...! Demasiado grandes. Ni fusiles de los que usa el ejército... demasiado pequeños. Diga que es para matar... un toro. ¡Diga que es para ir a cazar búfalos! ¿Ve usted? ¿Eh? ¿Ratas? ¡No! ¿Cómo diablos podrían comprenderlo...? Porque necesitamos ocho. ¡Y compre gran cantidad de municiones...! ¡No! Póngalo todo en un coche y vaya... ¿dónde está eso? ¿Urshot? A la estación de Charing Cross, entonces. Hay un tren... Coja el primero que salga después de las dos. ¿Cree usted que podrá hacerlo? Perfectamente. ¿Licencia? Claro, vaya a buscar ocho a la oficina de Correos. Licencias para fusil, ¿comprende usted? No para escopeta. ¿Por qué? ¡Porque son ratas, hombre...! Y usted, Bensington, ¿tiene teléfono? ¿Sí? Llamaré a cinco de mis amigos de Ealing. ¿Por qué cinco? ¡Porque es el número apropiado...!
«¿A dónde va usted, Redwood? ¡A coger su sombrero! ¡Tonterías! Aquí tiene el mío. ¡Lo que usted necesita son fusiles... no sombreros, hombre! ¿Tiene usted dinero? ¿Suficiente? Muy bien. Hasta la vista.
«¿Dónde está el teléfono, Bensington?
Bensingon giró obedientemente sobre sus talones y despejó el camino.
Cossar utilizó el aparato y luego colgó el auricular.
–Luego hay las avispas –dijo–. Azufre y nitrato son la solución. Evidentemente. Sulfato de cal. Usted es químico. ¿Dónde puedo adquirir azufre a toneladas en sacos portables? ¿Para qué? ¡Pero, hombre! ¡Válgame Dios...! ¡Para ahumar el nido, qué caray! Supongo que debe hacerse con azufre, ¿eh? Usted que es químico, dígame... El azufre es lo mejor, ¿eh?
–Sí, creo que lo mejor será el azufre.
–¿No hay nada mejor...?
«Bien. Eso es cosa de usted. Perfectamente. Coja tanto azufre como pueda... y nitrato para que arda bien. ¿A dónde hay que enviarlo? A Charing Cross. Adelante. Ocúpese de que se haga. En seguida. ¿Algo más?
Se quedó pensando un momento.
–Sulfato de cal... o cualquier clase de yeso... para taponar el nido... los agujeros, ¿entiende? De eso será mejor que me ocupe yo mismo.
–¿Cuánto?
–¿Cuánto qué?
–Azufre.
–Una tonelada. ¿De acuerdo?
Bensington se afianzó los lentes con mano trémula de determinación.
–Bien –murmuró muy secamente.
–¿Lleva dinero en el bolsillo? –preguntó Cossar.
–Cheques.
–¡Al cuerno los cheques! Es posible que no lo conozcan. Pague al contado. Es obvio. ¿Dónde está su banco? Bien. Entre al pasar por allí y saque cuarenta libras... en billetes y en oro.
Otra meditación.
–Si dejamos esta tarea a los funcionarios públicos dejarán todo Kent hecho un guiñapo –dijo Cossar–. Bueno, ¿hay algo más? ¡No! ¡¡Eh!!
Alargó una enorme mano hacia un cabriolé que se detuvo convulsivamente ansioso de servirlo
–¿Coche, señor? –preguntó el cochero.
–Evidentemente –dijo Cossar; y Bensington, aún sin sombrero, bajó desmañadamente los peldaños y se preparó a subir en el coche.
–Me parece –dijo con una mano puesta en la manta de cuero del cabriolé y echando una repentina mirada a las ventanas de su piso– que debería decírselo a mi prima jane...
–Ya se lo explicará usted cuando vuelva –repuso Cossar empujándolo con la manaza extendida sobre su espalda...
–Son unos muchachos muy inteligentes –subrayó Cossar–, pero desprovistos de toda iniciativa. ¡Vaya con la prima Jane! La conozco. ¡Al cuerno todas las primas Janes! El país se halla infestado de ellas. Supongo que tendré que pasarme toda la maldita noche vigilando que hagan lo que ellos saben muy bien que tienen que hacer. No sé si serán los trabajos de investigación lo que los hace ser de este modo, o la prima Jane, o qué.
Apartó de su mente este oscuro problema, meditó unos momentos mirando su reloj y decidió que tenía el tiempo justo para dejarse caer en un restaurante a comer antes de salir en busca de yeso y de transportarlo a Charing Cross.
El tren salía a las tres y cinco, y Cossar llegó a Charing Cross a las tres menos cuarto para encontrar a Bensington en acalorada discusión con los policías y su cochero, y con Redwood en la oficina de embalajes, enredado en alguna complicación técnica sobre sus municiones. Todo el mundo pretendía hacer ver que no sabía nada o que no tenía autoridad para resolver nada, de aquel modo tan peculiar en los empleados de la Compañía del Sudeste cuando se dan cuenta de que uno lleva mucha prisa, porque no saben nada, o porque no tienen autoridad.
–¡Es una pena que no se pueda fusilar a todos estos empleados y poner aquí un lote nuevo! –remarcó Cossar exhalando un suspiro.
Pero el tiempo era demasiado limitado para ejecutar nada fundamental, y así Cossar, sin hacer caso de esas controversias menores, logró desenterrar en algún oscuro escondrijo lo que puede que fuera y puede que no el jefe de estación, fue de un lado a otro de la estación, llevándolo agarrado del brazo y dando órdenes en su nombre, y salió de la estación con todo el mundo antes de que aquel digno funcionario se hubiese dado cuenta cabal de las infracciones a los reglamentos y de las costumbres más sagradas que se estaban cometiendo.
–¿Quién era ése? –preguntó el supuesto jefe de estación, acariciándose el brazo al que Cossar se había agarrado y sonriendo cejijunto.
–Era un caballero, señor –dijo un mozo de cuerda–. El y sus amigos viajan en primera.
–Bien, hemos arreglado sus cosas con rapidez... sean quien fueren –dijo el supuesto jefe frotándose el brazo con algo aproximado a la satisfacción.
Y al volverse lentamente, pestañeando bajo la desacostumbrada luz del día, hacia aquel digno retiro donde los altos empleados de Charing Cross se refugian de las inoportunidades del vulgo, sonrió aún al recordar su poca acostumbrada energía. Era una revelación gratificante de sus propias posibilidades, a pesar del calambre del brazo. En aquel momento deseaba que hubiera sido posible que algunas de esas personas comodonas que critican la dirección de los ferrocarriles le hubiesen podido ver.


IV
A las cinco de la tarde aquel asombroso Cossar, sin ninguna apariencia de prisa, había sacado de la estación de Urshot todo su material de lucha contra el Engrandecimiento insurgente y lo había puesto en ruta para Hickleybrow. En Urshot había comprado dos barriles de parafina y una carga de ramalla seca; abundantes sacos de azufre, ocho fusiles para caza mayor con su correspondiente munición, tres armas ligeras de retrocarga, con perdigones, para las avispas, un hacha pequeña, dos hoces, un pico y tres palas, dos rollos de cuerda, algunas botellas de cerveza, soda y whisky. Una gruesa de paquetes de polvos raticidas y provisiones de boca para tres días que habían venido de Londres. Todas estas cosas las había mandado en un vagón de heno y otro de carbón, del modo más natural del mundo, excepto los fusiles y municiones que había acondicionado debajo de un asiento del birlocho del Red Lion, destinado a transportar a Rewood y a los cinco hombres escogidos que habían llegado a Ealing a requerimiento de Cossar.
Cossar condujo todas aquellas transacciones con un aire de naturalidad invencible, a pesar de que Urshot estaba presa de pánico a causa de las ratas y todos los carreteros tuvieron que ser pagados con tarifas especiales. Todas las tiendas del lugar estaban cerradas, apenas se veía un alma por la calle, y al llamar a una puerta lo que se abría era una ventana. Cossar pareció que consideraba que la transacción de los negocios desde las ventanas fuese un método enteramente legítimo y justificado. Finalmente, él y Bensington se acomodaron en el carro del Red Lion y se pusieron en marcha con el birlocho para alcanzar el equipaje, cosa que consiguieron pasado el cruce de carreteras, y así llegaron los primeros a Hickleybrow.
Bensington, con un fusil entre las piernas, sentado al lado de Cossar en el carro, fue desarrollando un asombro largamente germinado. Todo lo que estaban haciendo era, sin duda, tal como insistía en decirlo Cossar, lo único que evidentemente debía hacer, sólo que... ¡Es tan raro que en Inglaterra se haga lo único que evidentemente debe hacerse! Recorrió con la mirada a su vecino, desde los pies hasta las audaces manos que sostenían las riendas. Al parecer, Cossar no había conducido nunca hasta entonces, y estaba guardando la línea de menor resistencia por el mismo centro de la carretera, inducido sin duda por alguna idea propia seguramente práctica, pero ciertamente poco usual.
«¿Por qué no hacemos todos lo que es práctico? –pensó Bensington–. ¡Cómo andaría el mundo si todos lo hicieran!
Vamos a ver, por ejemplo, ¿por qué no hago yo un montón de cosas que me consta que estarían muy bien hechas, cosas que yo precisamente quiero hacer? ¿Será que todo el mundo es así, o es algo peculiar de mí mismo?» Y se enfrascó en complicadas especulaciones sobre la Voluntad. Pensó en las complejas futilidades de la vida cotidiana, y en contraste con ellas las sencillas y manifiestas cosas que uno debiera hacer, las agradables y espléndidas cosas que habría que hacer, y que ciertas influencias increíbles no nos permitirán hacerlas nunca. ¿La prima Jane? Percibió que la prima Jane era un factor muy importante en aquella cuestión, por alguna razón sutilísima y difícil de aclarar. ¿Por qué motivo, después de todo, tenemos que comer, beber, dormir, permanecer solteros, ir a tal sitio, abstenernos de ir a tal otro, por deferencia a la prima Jane? Ella se volvía simbólica sin dejar de ser incomprensible...
Un portillo y un sendero a campo traviesa le llamaron la atención y le trajo a la memoria aquel otro día feliz, tan reciente en el tiempo y tan remoto en sus emociones, cuando había ido caminando desde Urshot a la Granja Experimental para ver los pollos gigantes...
El destino juega con nosotros.
–¡Arre, arre! –dijo Cossar–. Prepárense.
Era avanzada la tarde, sin un soplo de aire, y el polvo formaba una capa espesa en la carretera. Había muy poca gente visible, pero los ciervos, al otro lado de la empalizada del parque, pacían en completa tranquilidad. Vieron un par de grandes avispas despojando un grosellero silvestre en las afueras de Hickleybrow, y otra que se estaba paseando arriba y abajo sobre el cristal del escaparate de una pequeña tienda de comestibles en la calle del pueblo, buscando entrar. El tendero era vagamente visible en el interior; llevaba una escopeta en la mano, y vigilaba atentamente los esfuerzos del insecto. El conductor del carricoche se detuvo frente al local de los Jolly Drovers, informando a Redwood de que su parte del contrato quedaba cumplida.
En esta cuestión fue inmediatamente apoyado por los conductores del coche y del carro. No sólo sostuvieron todo lo dicho, sino que se negaron a que los caballos siguieran hasta más lejos.
–Esas ratas grandes se enloquecen por los caballos –iba repitiendo el carretero.
Cossar examinó el alcance de la controversia durante un momento.
–Saquen todo fuera del carricoche –dijo, y uno de sus hombres, un mecánico alto, rubio y sucio, obedeció.
–Déme ese fusil –dijo Cossar.
Y a continuación se colocó entre los carreteros.
–No necesitamos más de ustedes –concedió–, pero necesitamos los caballos. Pueden protestar lo que les venga en gana.
Ellos empezaron a discutir, pero Cossar siguió hablando.
–Si intentan atacarnos, les dispararé contra las piernas en defensa propia. Los caballos continuarán su camino.
Y dio el incidente por terminado.
–Súbase al coche, Flack –ordenó a un hombrecillo tieso como un alambre. Y a otro–: Boon, encárguese del carro.
Los dos carreteros estallaron de indignación.
–Han cumplido ustedes con su deber para con sus patrones –dijo Redwood–. Quédense en este villorio hasta nuestro regreso. Nadie se los echará en cara, puesto que nosotros estamos armados. No queremos hacer nada que sea injusto ni violento, pero la ocasión no admite demoras. Si algo ocurriera a los caballos, los indemnizaré enteramente.
–Ya está bien –dijo Cossar, que raras veces hacía promesas.
Dejaron el carricoche, y los hombres que no conducían siguieron a pie. Cada hombre con su fusil. Era la más rara expedición que pudiera contemplarse en una carretera provincial inglesa, más parecida a una expedición yanki en pos del viejo Oeste de los indios.
Siguieron carretera arriba, hasta llegar al portillo que había en la cumbre de la colina, desde donde se divisaba la Granja Experimental. Allí se encontraron con un pequeño grupo de hombres con un fusil o dos –los dos Fulcher estaban entre ellos–, y uno del grupo, un forastero de Maidstone, permanecía algo destacado de los demás observando el panorama con unos prismáticos de teatro.
Estos hombres se volvieron y contemplaron al grupo capitaneado por Redwood.
–¿Algo nuevo? –preguntó Cossar.
–Las avispas van y vienen –contestó el viejo Fulcher–, pero no puedo ver si llevan algo.
–La enredadera amarilla ya se ha metido entre los pinos –dijo el hombre de los prismáticos–, y esta mañana aún no había llegado allá. Se la puede ver crecer mientras se la observa.
Se quitó un pañuelo del bolsillo y limpió los lentes de los prismáticos con cuidadosa deliberación.
–Supongo que irán ustedes allí –aventuró Skelmersdale.
–¿Quiere venir con nosotros...? –dijo Cossar.
Skelmersdate pareció vacilar.
–La faena durará toda la noche.
Skelmersdale decidió no ir.
–¿Hay ratas por ahí? –preguntó Cossar.
–Había una en los pinos esta mañana... cazando conejos, eso creemos.
Cossar se inclinó un poco, y aceleró el paso para alcanzar a los demás.
Bensington, al volver a ver la Granja Experimental, pudo calibrar el vigor del Alimento. Su primera impresión consistió en ver la casa más pequeña de lo que creía, mucho más pequeña; su segunda impresión fue la de tener que constatar que toda la vegetación situada entre la casa y el pinar se había desarrollado extraordinariamente. El tejadillo sobre el pozo sobresalía un poco en medio de matorrales de hierba de una altura de dos metros y medio, y la enredadera amarilla se enroscaba alrededor de la chimenea y gesticulaba con sus tiesos zarcillos en dirección al cielo. Sus flores eran unas vividas manchas amarillas, distintas y perfectamente visibles como motas separadas a casi una milla de distancia. Un gran cable verde se había enroscado alrededor y a través de los grandes cercados de alambre del gallinero, echando retorcidos tallos cubiertos de hojas alrededor de los majestuosos pinos. A mitad de la altura de éstos llegaba el seto de ortigas que daba la vuelta por detrás de la cochera. Al irse acercando, todo iba tomando el aspecto, cada vez más acentuado, de una incursión de pigmeos a una casa de muñecas olvidada en el rincón de un gran jardín.
Vieron que había un gran tráfico de idas y venidas en el avispero. Un enjambre de formas negras se entrelazaba en el aire, por encima del rojizo cerro más allá del pinar, y de vez en cuando una de las avispas partía hacia el firmamento a una velocidad increíble, elevándose hacia cierto objeto lejano. Su zumbido podía oírse a un kilómetro de distancia de la Granja Experimental. En una ocasión uno de los monstruos listados de amarillo descendió hacia ellos, quedando suspendido en el espacio durante unos momentos y mirándolos con sus grandes ojos, pero ante un disparo poco efectivo de Cossar, salió disparado como una flecha. En un rincón del campo, a la derecha y a bastante distancia, algunas avispas arrastraban algo por el suelo, y por la roída osamenta de lo que constituía probablemente los restos del cordero que las ratas llevaron a rastras desde la granja de Huxter. Los caballos se fueron impacientando a medida que se acercaban a aquellas bestias. Ninguno de los que formaban parte del grupo era experto en la conducción de caballerías, y tuvieron que destinar a un hombre para cada caballo, con la misión de llevarlo del ronzal y atentarlo de viva voz.
Nada pudieron ver de las ratas al aproximarse a la casa, y todo parecía estar perfectamente quieto excepto el creciente y decreciente «juzzzzzzZZZ, juuuuzuuuu» del avispero.
Llevaron los caballos hasta el patio, y uno de los hombres de Cossar, al ver la puerta abierta –la parte central de la puerta había sido roída por completo–, se metió en la casa. Nadie lo echó de menos por el momento, ya que los demás se hallaban ocupados con los barriles de parafina, y la primera noticia que tuvieron de su separación del grupo fue la detonación de su fusil y el zumbido de un proyectil. «Bang, bang», dispararon los dos cañones, y la primera bala, a lo que parece, traspasó el barril de azufre destrozando una duela en el punto de salida y llenando la atmósfera de polvo amarillo. Redwood, que no había soltado su fusil, disparó contra algo grisáceo que pasó brincando por su lado. Le quedó la imagen de los anchos cuartos traseros, el largo rabo escamoso, y las alargadas plantas de las patas traseras de una rata, y disparó otra vez. Vio como Bensington caía, mientras el animal desaparecía a la vuelta de la esquina.
Entonces, durante un buen rato, todo el mundo estuvo ocupado disparando. Durante tres minutos las vidas se vendieron baratas en la Granja Experimental, y las detonaciones de los fusiles llenaron la atmósfera. Redwood, excitado y sin prestar atención a Bensington, salió en persecución de lo que fuere, y fue derribado por una masa de fragmentos de ladrillos, mortero, yeso y listones podridos que le cayeron encima volando al atravesar una bala la pared.
Se encontró sentado en el suelo, con sangre en las manos y en los labios, y una quietud que se extendía a su alrededor.
Entonces, una voz sin ningún matiz exclamó desde dentro de la casa:
–¡Ehhh!
–¡Hola! –exclamó Redwood.
–¡Hola! ¿Qué tal? –contestó la voz, y añadió–: ¿La han cogido?
El deber de la amistad resucitó en Redwood.
–¿Está herido el señor Bensington? –preguntó.
El hombre del interior no lo oyó bien.
–Nadie tiene la culpa si no lo estoy –dijo la voz desde adentro.
Redwood advirtió con claridad que era posible que hubiera herido a Bensington. Se olvidó de los cortes en la cara, y levantándose penetró en el edificio para encontrarse con Bensington sentado en el suelo y frotándose el hombro. El científico lo miró por encima de los lentes.
–La hemos acribillado, Redwood –explicó–. Intentó saltar por encima de mí y me derribó. Pero yo le di con ambos cañones, y ¡caramba! ¡por la forma que me duele estoy seguro de que me ha herido en el hombro! Un individuo apareció en el umbral. –Le he metido una bala en el pecho y otra en el costado –dijo.
–¿Dónde están los carruajes? –preguntó Cossar apareciendo en medio de una espesura de hojas gigantes de la enredadera amarilla.
Se hizo evidente, ante la estupefacción de Redwood, primero, que nadie había resultado herido, y que, segundo, el birlocho y el carro se habían desviado unos cincuenta metros y se hallaban, con las ruedas atascadas, entre las enredadas distorsiones del huerto de Skinner. Los caballos habían cesado de tirar. A mitad de la distancia, el roto barril de azufre yacía en el sendero, con una nube de polvo sulfúreo planeando por encima, Redwood se lo indicó a Cossar y se dirigió hacia el lugar.
–¿Alguien ha visto a esa rata? –gritó Cossar siguiéndolo–. Le di un tiro en las costillas, y otro en pleno hocico, al revolverse contra mí.
Otros dos hombres se les unieron mientras intentaban desatascar las ruedas.
–Yo he matado a la rata –dijo uno de ellos.
–¿La han cogido ya? –preguntó Cossar.
–Jim Bates la ha encontrado detrás del seto. Le di en el mismo momento de doblar la esquina... La bala entró por detrás del hombro.
Cuando las cosas volvieron a estar un poco en orden, Redwood fue a contemplar el gigantesco y deforme cadáver. La bestia yacía de costado, con el cuerpo levemente doblado. Sus dientes de roedor, sobresaliendo de su mandíbula hundida, daban a aquella cara un aspecto de debilidad colosal, de enclenque avidez. No parecía en absoluto ni feroz ni terrible. Sus patas delanteras recordaban unas manos flacas y consumidas. Exceptuando un limpio agujero redondo de bordes chamuscados, a ambos lados del cuello, la bestia estaba absolutamente intacta. Redwood meditó sobre este hecho durante algún rato.
–Debieron ser dos ratas –dijo, por fin, alejándose.
–Sí. La que fue acribillada por todos escapó.
–Estoy seguro de que mi tiro...
Un zarcillo de enredadera amarilla, atareado con aquella misteriosa búsqueda de un sostén que constituye el oficio de un zarcillo, se inclinó amablemente hacia el cuello de Redwood, y le hizo dar un presuroso salto a un costado.
–Juu-z-z-z-z-z-z-z-Z-Z-Z –se oyó en el distante avispero–. Juu-uu-zuu-uu.


V
El incidente mantuvo alerta al grupo expedicionario, pero no lo trastornó.
Metieron sus pertrechos en la casa, la cual, evidentemente, había sido saqueada por las ratas después de la huida de la señora Skinner, y cuatro de los hombres se encargaron de devolver los caballos a Hickleybrow. Arrastraron la rata muerta a través del seto hasta dejarla en posición tal que pudiera verse desde las ventanas de la casa, e incidentalmente se encontraron con un enjambre de tijeretas gigantes en una zanja. Estos animales se dispersaron precipitadamente, pero Cossar pudo alcanzar un número incalculable de patas y mató muchas tijeretas a taconazos y a culatazos. Luego dos de los hombres se abrieron camino a hachazo limpio a través de los tallos principales de la enredadera amarilla, en realidad enormes cilindros de más de cincuenta centímetros de diámetro, que surgían al lado del sumidero en la parte trasera del edificio. Y mientras Cossar ponía la casa en orden para pasar la noche, Bensington, Redwood y uno de los electricistas auxiliares se dirigieron cautelosamente a explorar los gallineros en busca de ratoneras.
Dieron un gran rodeo alrededor de las ortigas gigantes, porque estos enormes hierbajos los amenazaban con espinas envenenadas de cerca de tres centímetros de largo. Luego, al dar la vuelta al roído y desmantelado portillo, un poco más allá, se encontraron súbitamente con la enorme garganta cavernosa de las más occidental de las ratoneras, maloliente sima que les hizo ponerse muy juntos y en hilera.
–Espero que saldrán –dijo Redwood dando una ojeada al cobertizo del pozo.
–Si no salen... –reflexionó Bensington.
–Saldrán –afirmó Redwood.
Se quedaron meditando.
–Si nos metemos dentro tendremos que conseguir algún tipo de luz –dijo Redwood.
Subieron por un pequeño sendero de blanca arena a través del pinar, y en seguida se detuvieron al divisar el avispero.
El sol se iba al ocaso, y las avispas regresaban a su hogar en busca de refugio; sus alas, bajo la dorada luz poniente, formaban veloces halos que giraban a su alrededor. Los tres hombres se quedaron acechando desde abajo de los árboles –no se sentían con ánimos para ir hasta el confín del bosque– y permanecieron observando cómo aquellos tremendos insectos descendían y se arrastraban unos pasos para entrar en el avispero y desaparecer.
–Estarán quietas un par de horas... –dijo Redwood–. Me siento muchacho otra vez.
–No podemos equivocarnos –dijo Bensington–, por oscura que sea la noche. Y a propósito... que hay sobre la luz...
–Luna llena –dijo el electricista–. Ya me he enterado.
Regresaron por el mismo camino y consultaron con Cossar.
Este dijo que «evidentemente» debían transportar el azufre, el nitrato y el yeso a través del bosque antes del crepúsculo, y a este efecto descargaron y transportaron los sacos. Después de los gritos necesarios para dar las instrucciones preliminares, no se pronunció ni una sola palabra, y al irse amortiguando el zumbido de las avispas en el avispero, apenas podía oírse otra cosa en el mundo que no fuesen las pisadas, el pesado respirar de los hombres cargados y el ruido sordo de los sacos al ser descargados. Se hicieron turnos para realizar aquella tarea en la que colaboraron todos excepto Bensington, manifiestamente inútil para estos menesteres. Se quedó de centinela en el dormitorio de los Skinner, con un rifle en la mano, vigilando la carcasa de la rata muerta, mientras los demás siguieron con los turnos para descansar del transporte de los sacos y para quedar de guardia en parejas vigilando las ratoneras desde detrás del ortigal. Los sacos polínicos de las ortigas estaban maduros, y de vez en cuando la velada se animaba con su dehiscencia, y el estallido de los sacos sonaba como un disparo de pistola; entonces los granos de polen, grandes como perdigones, resonaban a todo su alrededor.
Bensington permanecía sentado detrás de su ventana en un sillón tapizado con cuero de caballo, el respaldo cubierto con una harapienta funda que había dado un toque de distinción al salón de los Skinner durante buenos años. Dejó apoyado el rifle en el alféizar de la ventana, mientras sus lentes vigilaban, en la creciente tiniebla, a veces la oscura masa de la rata muerta y otras veces vagaban a su alrededor en curiosa meditación. Se olía un poco a parafina porque uno de los barriles rezumaba, y este olor se mezclaba con el menos desagradable procedente de la tronchada y aplastada enredadera.
En el interior, cuando Bensington volvió la cabeza, le llegó una mezcla de sutiles olores domésticos: cerveza, queso, manzanas podridas y calzado viejo como temas principales; le trajeron reminiscencias de los desaparecidos Skinner. Contempló durante un buen rato la habitación sumida en la penumbra. Los muebles habían sido muy desordenados –quizá por parte de alguna rata inquisitiva– pero una chaqueta colgada de una percha detrás de la puerta, una navaja de afeitar junto a unos sucios pedacitos de papel y un trozo de jabón que, gracias a innumerables años de desuso, se había endurecido en una especie de cubo, recordaban la distintiva personalidad de Skinner. Se le ocurrió a Bensington, con una sensación de completa novedad, que, con toda probabilidad, el hombre aquel había sido muerto y devorado, al menos en parte, por el monstruo que ahora yacía muerto, allí, en la oscuridad.
¡Y pensar a lo que puede conducir un descubrimiento químico aparentemente inofensivo!
Allí estaba él, en la tranquila Inglaterra, y, no obstante, bajo la inminencia de infinitos peligros, con un fusil, en una casa medio derruida iluminada por el crepúsculo, alejado de cualquier comodidad y con el hombro espantosamente magullado por el retroceso del fusil, y... ¡por Júpiter!
Se dio cuenta entonces de lo profundo que el orden del universo había cambiado para él. Se había metido directamente en aquella pavorosa aventura, ¡sin decir una palabra de ello a su prima Jane!
¿Qué estaría pensando de él?
Intentó imaginárselo y no pudo. Se sintió invadido por la extraordinaria sensación de que ella y él se habían despedido para siempre y de que jamás volverían a encontrarse. Tuvo también la impresión de que había dado un paso en un mundo de nuevas inmensidades. ¿Qué otros monstruos serían capaces de esconder aquellas espesas tinieblas...? Las extremidades de las ortigas gigantes se destacaban, tajantes y negras, contra el fondo ámbar y de un verde diluido del cielo occidental. Todo se hallaba muy quieto, quieto de veras. Se preguntó por qué no oía a los demás que se hallaban a la vuelta de la esquina de la casa. La penumbra de la cochera era ya de un negro abismal.
¡Bang...! ¡Bang...! ¡Bang...!
Una secuencia de ecos y un grito.
Un largo silencio.
¡Bang!, otra vez, y una disminución de ecos.
Quietud.
Luego, ¡gracias a Dios!, Redwood y Cossar surgieron de la oscuridad, y Redwood lo llamaba:
–¡Bensington...! ¡Bensington...! ¡Hemos cazado otra rata!... Cossar liquidó otra rata.


VI
Cuando la Expedición acabó su refrigerio, ya había caído la noche. Las estrellas ostentaban su máximo fulgor y la creciente palidez que se extendía por el lado de Hankey era el heraldo de la luna. Se había mantenido la guardia las ratoneras, pero los centinelas se habían trasladado a la pendiente del cerro, por encima de las aberturas, considerando que desde aquel puesto sería más ventajoso disparar. Acamparon allí, sobre el suelo cubierto de rocío, combatiendo la humedad con whisky. Los demás permanecieron descansando en la casa, y los tres líderes discutieron la tarea nocturna con los hombres. La luna salió a medianoche, y tan pronto como su disco se hubo desprendido del horizonte, todos los componentes de la expedición, excepto los centinelas de la ratonera, se pusieron en marcha en fila india hacia los avisperos, con la conducción de Cossar.
En lo que al avispero se refiere, encontraron la tarea muy fácil, asombrosamente fácil. Excepto del hecho de ser una labor prolongada, no fue más serio de lo que habría sido con un avispero corriente. Hubo peligro, sin duda alguna, peligro de muerte, pero nunca llegó a materializarse en aquella portentosa ladera. Embutieron el azufre y el salitre, enyesaron a conciencia los agujeros y prendieron fuego al combustible. Luego, en un común impulso, todo el grupo –excepto Cossar– dio media vuelta y echó a correr a través de las alargadas sombras de los pinos; viendo que Cossar se había quedado atrás, se detuvieron apiñándose a una distancia de un centenar de metros, al lado de una zanja muy conveniente que podría servir de refugio. Durante uno o dos minutos, la noche bañada por el resplandor lunar, todo blanco y negro, se llenó de un sofocado zumbido, que fue elevándose hasta convertirse en una especie de rugido, en una nota profunda y sostenida, que, después de su culminación, fue amortiguándose y murió; y entonces, de un modo casi increíble, la noche quedó silenciosa.
–¡Por Júpiter! –exclamó Bensington–. ¡Ya está!
Todos prestaron atención. La ladera, por encima de los negros encajes de las sombras de los pinos, parecía tan clara como de día y tan incolora como la nieve. El yeso, secándose en los agujeros del avispero, brillaba. El desgarbado corpachón de Cossar se dirigió hacia ellos.
–Hasta ahora...–empezó a decir Cossar.
¡Crac...! ¡Bang...!
Un disparo desde cerca de la casa, y luego... silencio.
–¿Qué fue eso? –preguntó Bensington.
–Una de las ratas que habrá asomado el hocico –supuso uno de los hombres.
–A propósito; nos hemos dejado las armas allá arriba –dijo Redwood.
–Sí, al lado de los sacos.
Todo el mundo echó a andar montaña arriba otra vez.
–Deben de ser las ratas –dijo Bensington.
–¡Evidentemente! –repuso Cossar, mordisqueándose las uñas.
¡Bang!
–¡Ehhh! –exclamó uno de ellos.
Entonces, bruscamente, se oyó un grito, dos disparos, otro grito mucho mayor que era casi un alarido, tres disparos en rápida sucesión, y un ruido de madera que se astilla. Todos estos ruidos se percibieron muy claramente, como elementos muy pequeños dentro de la inmensa quietud de la noche. Luego, durante algunos momentos no se oyó nada, sino una breve confusión sorda procedente de la dirección de las ratoneras, y luego, otra vez, un aullido salvaje... Cada uno de los hombres echó a correr en busca de sus fusiles.
Dos disparos.
Bensington se encontró, fusil en la mano, andando dificultosamente por entre los pinos, detrás de unas cuantas espaldas que retrocedían. Lo curioso es que su idea principal en aquel momento estaba centrada en el deseo de que su prima Jane pudiese verlo. Sus botas bulbosas y cortajeadas se movían desacompasadamente dando grandes zancadas y su rostro estaba contorsionado por una permanente sonrisa forzada, ya que así se le arrugaba la nariz y podía mantener los lentes en su sitio. Tenía la boca del arma de fuego proyectada horizontalmente frente a él, mientras iba transitando por la cuadrícula iluminada y sombreada por la luz de la luna. El hombre que había echado a correr se encontró con el grupo corriendo a toda velocidad... ¡Había perdido su fusil!
–¡Eh! –dijo Cossar tomándole en sus brazos–. ¿Qué pasa?
–Salieron todas juntas –contestó el hombre.
–¿Las ratas ?
–Sí. Seis.
–¿Dónde está Flack?
–Abajo.
–¿Qué dice? –jadeó Bensington, pero nadie le prestó atención.
–¿Flack está abajo?
–Cayó... Salieron una tras otra.
–¿Qué?
–Una acometida. Disparó con los dos cañones.
–¿Y ha abandonado a Flack?
–Se nos echaron encima.
–¡Vamos! –ordenó Cossar–. Usted se viene con nosotros. ¿Dónde está Flack? Enséñenos el sitio.
El grupo entero comenzó a avanzar. Otros detalles de la refriega fueron surgiendo de la boca del fugitivo. Los otros se apiñaban a su alrededor, excepto Cossar que iba en cabeza.
–¿Dónde están?
–Habrán vuelto a sus madrigueras, quizá. Yo me escapé. Las ratas echaron a correr hacia la entrada de la ratonera.
–¿Qué quiere decir? ¿Ustedes dos estaban quizá detrás de ellas?
–Nos metimos en la madriguera. Vimos que iban a salir e intentamos cortarles la salida. Salieron a saltos... como conejos. Apuntamos y disparamos. Empezaron a correr de un lado para otro como locas, después de nuestro primer disparo, y, de repente, se nos echaron encima. Venían a por nosotros.
–¿Cuántas?
–Seis o siete.
Cossar siguió el sendero hasta el límite del pinar y allí se detuvo.
–¿Quiere usted decir que cogieron a Flack? –preguntó alguien.
–Una de las ratas se abalanzó sobre él.
–Y usted, ¿no disparó?
–¿Cómo podía disparar?
–¿Todos llevan el arma cargada? –preguntó Cossar por encima del hombro.
Hubo un movimiento afirmativo.
–Pero Flack... –murmuró uno.
–¿Quiere usted decir que Flack...? –protestó otro.
–No hay tiempo que perder –dijo Cossar. Y gritó–: ¡Flack...! –mientras seguía andando a la cabeza del pelotón. Avanzaron hacia las ratoneras con el hombre que había escapado en la retaguardia del grupo. Se adelantaron por entre los enormes hierbajos y dieron un pequeño rodeo para no tropezar con el cadáver de la segunda rata muerta. Se extendieron formando una línea sinuosa, cada hombre apuntando con su fusil, escrutándolo todo bajo la clara luz lunar en busca de alguna silueta sospechosa, de alguna ominosa forma agazapada. Encontraron el seguida el fusil del hombre que había echado a correr a escape.
–¡Flack! –gritó Cossar–. ¡Flack...!
–Echó a correr por entre las ortigas y se cayó –confesó el hombre que había huido.
–¿Dónde?
–Por allá.
–¿Dónde cayó?
El hombre vaciló y los condujo a través de las alargadas sombras negras durante un trecho. Luego se volvió.
–Creo que por aquí.
–Bueno, pues ahora ya no está.
–Pero, ¿y su fusil...?
–¡Maldición! –exclamó Cossar–. ¿Dónde habrá ido?
Dio un paso hacia las negras sombras de la ladera que ocultaban las ratoneras y se quedó mirando fijamente. Luego volvió a soltar un terno.
–¡Si se lo han llevado a rastras...!
Durante unos momentos se quedaron sin hacer nada, comunicándose con fragmentos de ideas. Los lentes de Bensington brillaban cómo diamantes al fijar la mirada en sus acompañantes. Los rostros de los hombres cambiaban de una fría claridad a una misteriosa oscuridad, según se pusieran de cara o a espaldas a la luna. Todo el mundo hablaba, pero nadie completaba una frase. Entonces, Cossar, bruscamente, tomó una decisión. Empezó a agitar los brazos en todas direcciones y a lanzar órdenes como si fueran perdigones. Era evidente que necesitaba lámparas. Todos, menos Cossar, se dirigieron hacia la casa.
–¿Se va usted a meter en las ratoneras? –preguntó Redwood.
–Evidentemente –dijo Cossar.
Precisó una vez más que necesitaba que le trajeran los faroles del carro y el coche.
Bensington aprovechó la ocasión y echó a andar por el sendero del pozo. Miró por encima del hombro y vio la destacada y gigantesca figura de Cossar, como si estuviese contemplando las ratoneras pensativamente. Ante aquel espectáculo, Bensington se detuvo un momento y se volvió. ¡Estaban todos abandonando a Cossar...!
Cossar era perfectamente capaz de arreglarse solo, desde luego.
De repente, Bensington vio algo que le hizo gritar sin que le saliera la voz:
–¡Ay!
En un instante tres ratas se habían proyectado hacia Cossar, saliendo de la oscura maraña de la enredadera. Durante tres segundos éste no se dio cuenta de su presencia, y en seguida se transformó en la cosa más activa que hubiera en el mundo. No disparó un tiro. Al parecer no tuvo tiempo de afinar la puntería, ni de apuntar siquiera. Bensington vio como se agazapaba ante el salto de una rata y cómo le aplastaba la nuca con la culata del fusil. El monstruo dio un brinco y giró sobre sí mismo, cayendo al suelo.
La silueta de Cossar se perdió de vista entre la hierba que más bien parecía cañaveral, y luego volvió a surgir, corriendo hacia otra de las ratas y volteando su fusil por encima de la cabeza. Un débil grito llegó a oídos de Bensington, y entonces percibió a las dos ratas restantes saliendo a escape en direcciones divergentes, mientras Cossar les perseguía hacia las ratoneras.
Toda aquella escena se desarrolló en medio de sombras brumosas; los tres monstruos atacantes se veían exagerados e irreales debido a la claridad de la luz. En ciertos momentos Cossar parecía un coloso y en otros momentos se hacía invisible. Las ratas pasaron por el campo visual dando súbitos e inesperados saltos o corriendo con un movimiento rápido de las patas que más parecían ir sobre ruedas. Todo sucedió en menos de medio minuto. Nadie lo vio, excepto Bensington, que podía oír a los demás retrocediendo aún hacia la casa. Gritó algo inarticulado y echó a correr hacia Cossar, mientras las ratas desaparecían.
Lo alcanzó en la entrada de las ratoneras. Bajo la luz de la luna las sombras que constituían el semblante de Cossar demostraba una calma absoluta.
–¡Hola! –le dijo–. ¿Ya de vuelta? ¿Dónde están los faroles? Todas han vuelto a sus madrigueras. Le rompí el cuello a una que me pasó por delante... ¿Ve usted? ¡Allí! –Y señaló con su dedo descarnado.
Bensington se hallaba demasiado estupefacto para poder seguir la conversación...
Pareció interminable el tiempo que tardaron en llegar los faroles. Por fin aparecieron, primero un ojo de firme luminosidad, y precedido de un oscilante resplandor amarillento, y luego, centelleando y brillando irregularmente, otros dos. A su alrededor venían unas pequeñas figuras con sus correspondientes vocecillas, y luego unas sombras enormes. Este grupo proyectó una especie de foco de luz sobre el gigantesco paisaje onírico bañado por los rayos de la luna.
–¡Flack! –iban diciendo las voces–. ¡Flack!
Una frase luminosa salió a flote.
–Se habrá encerrado en el desván.
Cossar iba siendo cada vez más excepcional. Sacó de alguna parte unos grandes puñados de algodón en rama y se tapó con ellos los oídos... Bensington se preguntó por qué. Luego cargó su fusil con una cuarta parte de una carga de pólvora. ¿Quién otro habría podido pensar en ello? El país de maravilla culminó con la desaparición de las suelas de las botas de Cossar por la madriguera central.
Cossar iba a cuatro patas con dos fusiles, que arrastraba a ambos lados, sujetos por un cordel que le pasaba por debajo del mentón, y su ayudante de confianza, un hombrecillo moreno de facciones graves, tenía que ir detrás de él doblado por la cintura y sosteniéndole un farol por encima de la cabeza. Todo se había proyectado de un modo tan cuerdo y apropiado como el sueño de un loco. El algodón en rama, según parece, tenía por objeto evitar la conmoción del rifle. El hombre que seguía a Cossar también se había puesto algodón en los oídos. ¡Evidentemente! Mientras las ratas huyeran de Cossar no podría acaecerle daño alguno, y si daban media vuelta y se dirigían directamente a él, vería sus ojos y dispararía apuntando entre medio de ellos. Como que tendrían que pasar por el cilindro de la madriguera, Cossar no podía fallar el tiro. Insistió en que éste era el método evidente, quizás algo fastidioso, pero absolutamente seguro. Al inclinarse el ayudante para entrar, Bensington vio que un ovillo de bramante estaba sujeto a los faldones de su chaqueta. Por este ovillo tenía que tirar del bramante, si se hiciera necesario arrastrar hacia fuera los cadáveres de las ratas.
Bensington se dio cuenta de que el objeto que sostenía en la mano era el sombrero de Cossar.
¿Cómo había llegado allí...?
Sería recuerdo suyo, al menos.
En cada una de las salidas adyacentes había un pequeño grupo con un farol iluminando la madriguera correspondiente, y uno de los hombres se hallaba arrodillado, apuntando al redondo vacío que se abría ante él, como si esperara que de allí surgiera algo.
Se hizo un silencio interminable.
Luego oyeron el primer disparo de Cossar, como una explosión en una mina...
Los nervios y los músculos de todos se pusieron tensos al oírlo, y ¡bang!, ¡bang!, ¡bang! Las ratas habían intentado escapar y dos más habían muerto. Después, el hombre que sostenía el ovillo indicó una sacudida.
–Ha matado a una y quiere el bramante –dijo Bensington.
Se quedó observado cómo el bramante penetraba en la ratonera, y le pareció como si se hubiese animado de repente con una inteligencia oscura porque la oscuridad lo hacía invisible. Por fin dejó de arrastrarse y se hizo una larga pausa. Luego, lo que a Bensington le pareció ser un monstruo rarísimo salió arrastrándose lentamente del agujero y se revolvió en el pequeño espacio saliendo de espaldas. Después de él, y haciendo profundos surcos en el suelo, aparecieron las botas de Cossar, y a continuación su espalda iluminada por el farol...
Sólo quedaba una rata viva, y la infeliz, sentenciada a muerte, se ocultaba en los rincones más apartados de la ratonera, hasta que Cossar entró de nuevo y la mató. Por último, Cossar, el hurón humano, volvió a hacer una inspección general para asegurarse.
–Ya las tenemos –dijo a sus asombrados compañeros–. Y si yo no hubiese sido un tonto de capirote me habría desnudado hasta la cintura. Evidentemente. ¡Tóqueme las mangas, Bensington! Estoy empapado de sudor. No se puede pensar en todo. Únicamente una media borrachera de whisky me salvará de un resfriado.


VII
Hubo momentos durante aquella noche maravillosa en que a Bensington le pareció que la naturaleza había organizado para él una vida de fantásticas aventuras. Esto se hizo patente durante la hora siguiente a su ingestión de un whisky muy fuerte.
–Ya no volveré a Sloane Street –confió al mecánico alto, rubio y sucio.
–No, ¿eh?
–Por nada del mundo –afirmó Bensington.
El esfuerzo de haber arrastrado las siete ratas muertas hasta la pira a través del ortigal lo había bañado en sudor y Cossar le indicó la evidente reacción física que le produciría el whisky si quería salvarse del resfriado, de otro modo inevitable. Hubo una especie de cena de bandoleros en la vetusta cocina embaldosada, con la hilera de ratas muertas que yacían bajo la luz de la luna contra el gallinero. Después de una media hora de descanso, Cossar los incitó a emprender de nuevo el trabajo para terminar lo que aún restaba por hacer.
–Evidentemente –dijo–, habrá que limpiar el lugar... Nada de desperdicios... nada de escándalo, ¿eh?
Les animó con la idea de hacer la destrucción completa. Rompieron y astillaron todos los fragmentos de madera que pudieron encontrar en la casa; talaron senderos allí donde brotaba la vegetación gigante; hicieron una pira para las ratas muertas y las empaparon en parafina.
Bensington trabajó como el más activo de los peones. Alcanzó un climax de alborozo y de energía hacia las dos. Cuando, en plena destrucción, blandía el hacha, el más valeroso huía de su proximidad. Un rato después se apaciguó algo, debido a la transitoria pérdida de sus lentes, que fueron hallados al fin por otra persona en el bolsillo de la chaqueta del propio Bensington.
Los hombres iban de un lado para otro a su alrededor... decididos y enérgicos. Cossar se movía entre ellos como un dios.
Bensington apuró esa deliciosa camaradería que es privativa de un ejército feliz o de una recia expedición, pero nunca de aquellos que viven la sobria vida de las ciudades. Después que Cossar le quitó el hacha y le encargó que acarreara madera, estuvo andando de un lado para otro diciendo que todos eran unos buenos chicos. Siguió por este estilo aún mucho tiempo después de notar las primeras señales de fatiga.
Por fin estuvo a punto y comenzaron a regar todo con la parafina. La luna, desprovista ya de su magro cortejo nocturno de estrellas, brillaba en lo alto, por encima de la aurora naciente.
–Quemémoslo todo –dispuso Cossar yendo de una parte a otra–. Quemémoslo todo... Déjenlo arrasado, ¿entienden?
Bensington se fijó en él, tétrico y horrible bajo el pálido alborear del día, precipitándose con la mandíbula saliente y una antorcha encendida en la mano.
–¡Lárguese de ahí! –exclamó alguien, tirando del brazo de Bensington.
La quietud de la aurora, pues allí no había pájaros que cantaran, se llenó de pronto de una tumultuosa crepitación; una pequeña llama rojiza recorrió la base de la pira, se transformó en azul al entrar en contacto con el suelo, y se puso a trepar, hoja por hoja, tallo arriba de una ortiga gigante. Un ruido cantarino se mezcló con la crepitación...
Los hombres cogieron sus fusiles de uno de los rincones de la sala de estar de los Skinner y todo el mundo echó a correr. Cossar se fue tras ellos dando grandes zancadas...
Luego se encontraron todos de pie, contemplando desde lejos la Granja Experimental, que estaba ardiendo. El humo y las llamas se desbordaban por las puertas y las ventanas y por centenares de rendijas y grietas en el techo, igual que una muchedumbre presa de pánico. ¡Qué bien sabía Cossar encender una fogata! Una gran columna de humo salió disparada hacia el firmamento, acompañada de rojas lenguas sangrientas y de raudos fogonazos. Era como si un enorme gigante se hubiese puesto de pie, alargándose hacia arriba y estirando bruscamente los brazos hacia el cielo. Volvió a caer la noche sobre ellos, ocultando por completo la incandescencia del sol que salía tras ella. Los habitantes de Hickleybrow se dieron cuenta muy pronto de aquel estupendo pilar de humo, y salieron hasta la cresta de la colina, con gran variedad de batas, para contemplar el regreso de la expedición.
Detrás de ellos, igual que un hongo fantástico, aquel pilar de humo oscilaba y fluctuaba, cada vez más alto, cada vez más arriba, hasta el cielo... dando la impresión de que la llanura era bajísima y todos los demás objetos eran nimiedades; y en primer término, conducidos por Cossar, los autores del asunto seguían el sendero, ocho pequeñas siluetas negras, marchando con fatiga, las armas al hombro, a través del prado.
Al volver la mirada hacia atrás, en el cerebro de Bensington resonó como un eco cierta frase conocida. ¿Cómo era...? «Habéis encendido hoy...» «Habéis encendido hoy...»
Entonces recordó las palabras de Latimer: «Hemos encendido hoy una antorcha tan grande en Inglaterra, que ya nadie podrá apagarla jamás...»*
¡Qué hombre era Cossar! Bensington se quedó mirando su espalda durante un rato y se sintió orgulloso de haber sostenido su sombrero. ¡Orgulloso, sí, a pesar de que él era un investigador eminente y Cossar se dedicaba sólo a la ciencia aplicada!
De repente, se puso a tiritar y a bostezar, y deseó estar acostado, muy calentito, en su cama de aquel pequeño piso que daba a Sloane Street. (Ni siquiera pensar en su prima Jane le prestó ayuda.) las piernas se le volvieron como algodón y los pies como plomo. Sintió la necesidad de tomar un café en Hicleybrow. En sus treinta y tres años no había pasado nunca en vela una noche entera.


VIII
Y mientras aquellos ocho aventureros luchaban contra las ratas en la Granja Experimental, a catorce kilómetros de distancia, en el pueblo de Cheasing Eyebright, una dama anciana provista de una nariz excesiva, luchaba con grandes dificultades a la luz vacilante de una vela. En una mano nudosa tenía un abrelatas y con la otra sostenía una lata de Heracleoforbia, decidida a abrir o a perecer en la empresa. Luchaba incansablemente, profiriendo un gruñido a cada nuevo esfuerzo, mientras, a través del delgado tabique, el niño de los Caddles no cesaba de gemir.
–¡Pobrecillo! –murmuró la señora Skinner; y luego, mordiéndose el labio con su diente solitario, en un arranque de determinación, añadió–: ¡Venga!
Y de inmediato, ¡clap!, una nueva provisión del Alimento de los Dioses quedó dispuesta y a punto de descargar sus poderes de agigantamiento sobre el mundo.

CAPÍTULO CUATRO
LOS NIÑOS GIGANTES

Durante algún tiempo al menos, el círculo, cada vez más extendido, de las consecuencias de lo ocurrido en la Granja Experimental excederá del foco de nuestra narración, es decir, que no nos ocuparemos del enorme poder de crecimiento en hongos y setas, en hierbas y hierbajos que se irradiaba de aquel centro carbonizado pero no absolutamente consumido. Tampoco podemos detenernos a explicar cómo aquellas melancólicas solteronas, las dos gallinas sobrevivientes, pasmo y admiración de propios y extraños, pasaron los restantes años de sus vidas en acumular celebridad. El lector que desee obtener detalles más completos de estas cuestiones puede consultar los periódicos de aquella época, especialmente los voluminosos y polifacéticos archivos del Recording Ángel moderno. Nuestra misión está al lado del señor Bensington.
Bensington había regresado a Londres para encontrarse transformado en un hombre terriblemente famoso. En el transcurso de una noche el mundo entero había cambiado respecto a él. Todo el mundo lo comprendía. Al parecer, la prima Jane lo sabía todo, la gente que andaba por las calles lo sabía todo y los periódicos lo sabían todo y aún más. Su encuentro con la prima Jane fue terrible, como era de esperar, pero cuando todo hubo pasado, no resultó tan terrible, después de todo. El poder que tenía la buena mujer sobre los hechos era limitado. Era evidente que había discutido consigo misma para terminar aceptando el Alimento como algo propio del orden natural de las cosas.
Adoptó una actitud de malhumorada sumisión. Era evidente que desaprobaba en gran manera, pero que no prohibía. La escapada de Bensington, que así es como ella debió de considerarla, la dejaría, seguramente, muy agitada, y su peor acción consistió en querer cuidarlo con acerba persistencia de un resfriado que Bensington no había cogido y por una fatiga que había olvidado hacía mucho tiempo, y en comprarle una nueva especie de ropa interior higiénica de lanas combinadas, que tenía la particularidad de volverse del revés, en parte, con mucha facilidad, y en parte no, y donde resultaba tan difícil meter a un hombre olvidadizo como en los salones de la alta sociedad. Y así, durante cierto tiempo, y en tanto que le dejó algún rato libre el manejo de esta nueva indumentaria, continuó participando en el desarrollo de este nuevo elemento en la historia de la humanidad, el Alimento de los Dioses.
La opinión pública, siguiendo sus misteriosas leyes de selección, lo había escogido como solo y único responsable Inventor y Promotor de esta nueva maravilla. La opinión pública no quería ni oír hablar de Redwood, y sin la menor protesta permitió que Cossar, siguiendo sus impulsos naturales, se desvaneciera en una oscuridad terriblemente prolífica. Antes de que se diera cuenta del derrotero que llevaban las cosas, Bensington se encontró, como si dijéramos, desnudo y disecado en los periódicos. Su calvicie, su particular coloración rosada y sus lentes con montura de oro se habían transformado en posesiones nacionales. Unos cuantos jóvenes resueltos, provistos de grandes y lujosas cámaras fotográficas y de un aire de completa autoridad, tomaron posesión del piso durante breves pero provechosos períodos, disparando sus luces de magnesio que por muchos días llenaron la atmósfera de densos e intolerables vapores, y luego se retiraron para llenar las páginas de las revistas sindicadas con admirables retratos de Bensington, en su casa, luciendo una de sus mejores chaquetas y las acuchilladas botas. Otras personas de ademanes decididos y de diversos sexos y edades se presentaron en su casa para explicarle cosas sobre el Alimento Estrella (fue el Punch el que lo denominó por primera vez de esa manera) y reproducir después lo que ellos habían dicho como si fuera la contribución original dada por Bensington a la entrevista. Aquello llegó a ser una verdadera obsesión para Broadbeam, el Humorista Popular. Olió en aquello otra de esas malditas cosas que no podía comprender y se esforzó empeñosamente por hacer caer todo el asunto en el ridículo. Se lo podía ver en los clubs, como una voluminosa y torpe presencia, con las marcas de sus desvelos puestas de manifiesto en su ancha cara innoble, explicando a todo aquel a quien podía importunar:
–Esos hombres de ciencia, ¿sabe usted?, carecen del sentido del humor, ¿sabe usted? Eso es. La ciencia... les mata el sentido del humor.
Sus bromas contra Bensington llegaron a ser malévolos libelos...
Una agencia de selección de recortes periodísticos, muy emprendedora, envió a Bensington un largo articulo que trataba de él, sacado de un semanario de seis peniques titulado «Un nuevo terror», ofreciendo proporcionarle un centenar de aquellas impertinencias por el precio de una guinea; y dos señoras jóvenes, encantadoras y muy guapas, totalmente desconocidas, fueron a visitarle, y ante la muda indignación de la prima Jane se quedaron a tomar el té con él y después le mandaron sus libros de autógrafos para su firma. Muy pronto dejó de irritarlo ver su nombre asociado a las más incongruentes ideas en la Prensa, y descubrir en las revistas artículos tratando del Alimento Estrella y de él mismo en tonos de la mayor intimidad, y por personas de las que nunca había oído hablar. Y cualesquiera que hubieran sido las ilusiones que abrigara en sus días de oscuridad sobre los placeres de la fama, quedaron disipadas del todo y para siempre.
Al principio –exceptuando a Broadbeam– el tono de la opinión pública estuvo completamente desprovisto del menor asomo de hostilidad. Al público no se le ocurrió la posibilidad de que cierta cantidad de Heracleoforbia pudiese escaparse de nuevo, excepto en el plano de las suposiciones jocosas. Y, asimismo, el público pareció no tener idea de que la pandilla de niños que estaban siendo alimentados con el alimento crecería mucho más de lo que la inmensa mayoría de nosotros podemos llegar a crecer. Lo que más le complacía al público eran las caricaturas de los políticos eminentes tal como serían después de alimentarse con el Alimento Estrella, sobre todo cuando quedaban expuestas en los tableros de anuncios de los periódicos, y las edificantes exhibiciones proporcionadas por las avispas muertas que habían escapado del fuego y las gallinas sobrevivientes.
La gente no se preocupó de ver más allá de todo esto, y hasta se tuvieron que hacer grandes esfuerzos para que volviera sus miradas a más remotas consecuencias; y hasta entonces incluso, su entusiasmo para llevar a cabo una acción fue sólo parcial. «Siempre hay algo nuevo», decía el público, un público tan saciado de novedades, que se enteraría de que la tierra se había partido en dos, como se parte una manzana, sin demostrar sorpresa alguna, y añadía: «A ver qué es lo que van a hacer después de esto.»
Pero hubo dos o tres personas, fuera del público en general que ya habían mirado más allá, y, según parece, se asustaron de lo que vieron. Entre ellos estaba, por ejemplo, el joven Caterham, primo del conde de Pewterstone, y uno de los políticos ingleses que más prometían, quien, arrostrando el riesgo de que le tomaran por un tendero, escribió un largo artículo en el Nineteenth Century and After, abogando por su total supresión. Y, en ciertos momentos, también Bensington estaba de acuerdo.
–Parece como si no se dieran cuenta –le dijo a Cossar.
–No, no se dan cuenta.
–¡Y nosotros! A veces, cuando pienso en lo que significa... Este pobre niño de Redwood... Y, naturalmente, los tres de ustedes... ¡A doce metros de altura, tal vez...! Después de todo, ¿debemos proseguir adelante?
–¡Proseguir adelante! –exclamó Cossar, convulso con una estupefacción muy poco elegante, y elevando el tono de su voz mucho más alto que de costumbre–. ¡Claro que tiene usted que seguir adelante! ¿Para qué está usted en este mundo, pues? ¿Para holgazanear entre comida y comida...?
«¡Graves consecuencias...! Pues, ¡naturalmente! ¡Enormes! Evidentemente. Evi-den-te-men-te. ¡Pero, hombre, si es la única ocasión que tiene usted en la vida de conseguir algo verdaderamente grave! ¿Y quiere usted evitarla? –Durante un momento quedó mudo de indignación. –¡Sería inicuo! –dijo por fin.– Y repitió explosivamente: –¡Inicuo!
Pero Bensington ya trabajaba en su laboratorio con más emoción que gusto. No habría podido decir si deseaba que en su vida hubiese consecuencias graves o no. Era un hombre de gustos tranquilos. Aquello constituía un descubrimiento maravilloso, claro, absolutamente maravilloso, pero... Ya se había visto propietario de varios acres en una finca desacreditada y quemada cerca de Hickleybrow, al precio de cerca de noventa libras esterlinas el acre, y a veces se hallaba dispuesto a creer que ésta era una consecuencia muy grave de la química especulativa, tan grave como pudiera considerarla el menos ambicioso de los hombres. Claro que era Famoso, muy Famoso. Más que satisfactoria, mucho más que satisfactoria, era la Fama que habla alcanzado.
Pero el hábito de la Investigación estaba arraigado en él... Y en ciertos momentos, momentos raros, en el laboratorio principalmente, había algo más que el simple hábito y los argumentos de Cossar que lo impulsaban a su trabajo. Este hombrecillo con gafas, sentado acaso en equilibrio sobre su alto taburete, con las acuchilladas botas enroscadas alrededor de sus patas, y en la mano las pinzas de las pesas, tendría de nuevo un destello de aquella visión de adolescencia, tendría una percepción momentánea del eterno desdoblamiento de la semilla sembrada en su cerebro, viendo, como si dijéramos, diseñado en el cielo, detrás de los accidentes y formas grotescas del presente, el mundo futuro de gigantes y de todas las potentísimas cosas que el porvenir nos reserva... vagas y espléndidas, como la visión de un relumbrante palacio descubierto súbitamente al proyectarse un rayo de sol en la lejanía... Y en seguida se encontraría como si aquel distante esplendor no hubiese brillado nunca en su cerebro, y no podría percibir nada en su perspectiva sino sombras siniestras, vastos declives y negruras, inmensidades inhóspitas, entes fríos, feroces y terribles.


II
Entre los complejos y confusos sucesos, impactos del gran mundo externo que constituían la fama de Bensington, una brillante y activa figura se hizo en seguida conspicua y se transformó, en opinión de éste, en algo así como jefe y maestro de ceremonias de estas exterioridades. Esta figura fue la del doctor Winkles, aquel joven médico tan convincente, que ya ha hecho su aparición en este relato como el médico por el cual Redwood pudo hacer llegar el Alimento hasta su hijo. Incluso antes de la gran irrupción se hizo evidente que los polvos misteriosos que Redwood le había dado habían despertado inmensamente el interés de aquel caballero, y tan pronto como aparecieron las primeras avispas ya se había hecho una composición de lugar.
Era el tipo de médico que tanto en sus modales, como en moralidad, métodos y aspecto podía ser clasificado, de un modo muy sucinto y terminante, como «trepador». Era alto y rubio, con unos ojos de color de aluminio, de mirada superficial, inquisitiva y dura, y cabello gredoso, de facciones regulares, musculoso en torno a la boca, bien afeitado, de torso erguido y de movimientos enérgicos, rápido y pronto a girar sobre sus talones; llevaba levitas largas, corbatas de seda negra y gemelos y cadenas de oro sin adornos, y sus sombreros de copa tenían unas alas y una forma especial que le daban un aspecto más formal, serio y mejor, en conjunto, que quienquiera que fuese. Parecía tan joven o tan viejo como cualquier adulto. Y después de aquella primera y maravillosa irrupción, se refirió a Bensington, a Redwood y al Alimento de los Dioses con un aire de propietario tan convincente, que a veces, a pesar del testimonio en contra de la Prensa, Bensington estaba a punto de considerarlo a él como al inventor original de todo el asunto.
–Esos accidentes –decía Winkles al insinuarle Bensington los peligros de ulteriores filtraciones del alimento– no son nada. ¡Nada...! El descubrimiento lo es todo. Adecuadamente desarrollado, convenientemente manejado, cuerdamente controlado, tendremos... tendremos algo muy portentoso en este alimento nuestro... Tenemos que seguir vigilando lo... No debemos permitir que vuelva a escapar a nuestro control, y... no debemos dejarlo dormir.
Realmente no tenía la menor intención de dejarlo dormir. Iba a casa de Bensington casi a diario. Bensington, asomándose a la ventana, podía ver el impecable carruaje trotando por Sloane Street, y después de un intervalo increíblemente breve, Winkles entraba en la estancia con movimientos ágiles y enérgicos, y llenándolo todo con su presencia, sacaba del bolsillo unos periódicos, proporcionaba la información correspondiente y hacía observaciones.
–Bueno –decía frotándose las manos–. ¿Cómo sigue esto?
Y así entraba de lleno en la discusión del orden del día sobre el tema.
–¿Sabe usted –decía, por ejemplo– que Caterham ha estado hablando de nuestro producto en la Asociación Eclesiástica?
–¡Válgame Dios! –exclamaba Bensington–. Ese Caterham es primo del Primer Ministro, ¿no?
–Sí –contestaba Winkles–. Es un joven muy capaz... muy capaz. Completamente desatinado, ¿sabe usted? Violentamente reaccionario... pero enteramente capaz. Y es evidente que está dispuesto a ganar dinero con este producto nuestro. Ha adoptado una actitud muy decidida. Habla de nuestra proposición de utilizarlo en las escuelas elementales...
–¿De nuestra proposición de utilizarlo en las escuelas elementales?
–Yo dije algo de eso el otro día –muy de paso–, cosa de poca monta, en un Politécnico. Para aclarar el concepto de que el producto es, en realidad, altamente beneficioso. Y que no entrañaba el menor peligro, a pesar de esos pequeños accidentes iniciales, que no pueden volver a suceder... Ya sabe usted que el producto sería muy bueno... Pero él se ha puesto en contra.
–¿Y qué dijo usted?
–Meras naderías, claro. Pero como usted ve... Caterham lo trata con una gravedad perfecta. Trata este asunto como si fuera un ataque. Dice que ya se malgasta bastante dinero público en las escuelas elementales, sin el alimento ése. Repite de nuevo los viejos chistes sobre las lecciones de piano, ¿sabe usted? Dice que nadie desea impedir que los niños de las clases humildes tengan la educación apropiada a su condición, pero que darles un alimento de esta suerte sería destruir completamente su sentido de la proporción. Y amplia el tópico. ¿Qué beneficio se sacaría, pregunta, con dar a las gentes humildes una altura de once metros? Porque él cree, realmente, que tendrían once metros de altura.
–Así sería –repuso Bensington– si se les diera nuestro alimento regularmente. Pero nadie dijo nada...
–Yo dije algo...
–¡Pero, querido Winkles...!
–Serán mucho más altos, claro está –interrumpió Winkles con el aire de saberlo todo, intentando disuadir a Bensington de sus simples ideas–. Serán indiscutiblemente mayores. Pero, ¡oiga usted lo que me dijo ¡¿Serán así más dichosos?! Este es su argumento. Curioso, ¿verdad? ¿Serán así mejores? ¿Serán más respetuosos ante la autoridad legalmente constituida? ¿Será justo, aun para los mismos niños? Es curioso lo preocupados que están esos tipos por la justicia... en cuanto se refiera a las disposiciones para el porvenir. Incluso hoy en día –prosiguió diciendo– el coste de la alimentación y el vestido de los niños es superior a lo que muchos de sus padres pueden permitirse, ¡y si esta clase de alimento llega a autorizarse...! ¿Eh, qué tal...?
«Y, vea usted, resulta luego que él transforma mi insinuación incidental en una propuesta positiva. Y luego se pone a calcular lo que costarán unos pantalones para un chico que crezca hasta alcanzar la talla de seis metros o más. Como si realmente creyera... Diez libras esterlinas, calcula, por unos pantalones con un mínimo de decencia. ¡Qué hombre tan curioso ese Caterham! ¡Tan concreto! El honrado y trabajador contribuyente deberá pagar por esto, según él. También dice que tenemos que tomar en consideración los Derechos de los Padres. Todo está aquí. En dos columnas. El padre tiene el derecho de criar a sus hijos según su propio tamaño...
«Luego viene la cuestión de la escuela y la colocación de los niños en ella, el coste de los pupitres y de los bancos para nuestras ya demasiado sobrecargadas escuelas nacionales. ¿Y para conseguir qué...? Un proletariado de gigantes famélicos. Y termina con un párrafo muy serio, diciendo que aunque esta descabellada insinuación –mera fantasía de mi parte ¿sabe usted? Y además mal interpretada–, esta descabellada insinuación sobre las escuelas no llegue a materializarse, no se dará fin, por ello, a la cuestión. Es éste un alimento muy extraño, tan extraño que a él le parece casi perverso. Ha sido esparcido temerariamente, según él, y puede volver a esparcirse de nuevo. Una vez se ha tomado se transforma en ponzoña a menos que se siga con él. (–Así es –repuso Bensington.) Y, en resumidas cuentas, propone la fundación de una sociedad nacional para la conservación de las proporciones adecuadas de las cosas. Extravagante, ¿eh? La gente está la mar de entusiasmada con la idea.
–Pero, ¿qué se proponen hacer?
Winkles se encogió de hombros y extendió las manos.
–Fundar una sociedad –dijo– y armar jaleo. Quieren que se declare ilegal la fabricación de la Heracleoforbia.... o al menos que se declare ilegal la divulgación de su existencia. Yo mismo he escrito algo para demostrar que la idea que tiene Caterham del producto es exagerada, exageradísima, pero no parece haberle hecho mella. Es curioso del modo que la gente se está revolviendo en contra. Y, a propósito, la Asociación Nacional de Templanza ha fundado una filial para la templanza en el crecimiento.
–¡Bah! –murmuró Bensington tocándose la nariz.
–Después de todo cuanto ha sucedido, a la fuerza tiene que haber este alboroto. En realidad, la cosa es... sobrecogedora.
Wilkles anduvo de un lado para otro de la habitación durante cierto tiempo, pareció vacilar y se fue.
Se hizo evidente que algo le preocupaba, algún aspecto de importancia crucial para él, que no quería aún hacer público. Un día, en que Redwood y Bensington se hallaban juntos en el piso de éste, Winkles les dejó vislumbrar lo que era este algo que tenía en reserva.
–¿Cómo va todo eso? –preguntó frotándose las manos.
–Estamos redactando una especie de informe conjuntamente.
–¿Para la Royal Society?
–Sí.
–¡Vaya! –exclamó Winkles con acento profundo dirigiéndose hacia la alfombra de la chimenea–. Pero ¿acaso deben ustedes...?
–Debemos ¿qué?
–¿Deben ustedes publicarlo?
–No estamos en la Edad Media –dijo Redwood.
–Lo sé.
–Como dice Cossar, de sabios es mudar de opinión... Este es el verdadero método científico.
–En la mayoría de los casos, así es... Pero este es un caso excepcional.
–Vamos a exponerlo todo ante la Royal Society en su debida forma –propuso Redwood.
Winkles volvió a hablar de lo mismo en otra ocasión.
–Desde muchos aspectos es un descubrimiento excepcional.
–Eso no importa –dijo Redwood.
–Es que esta clase de conocimientos podrían ser fácilmente objeto de abusos, de graves peligros, como dice Caterham.
Redwood no dijo nada.
–Hasta por descuido, ¿sabe usted...? Y si formáramos un comité de personas de toda confianza para controlar la fabricación del Alimento Estrella –de la Heracleoforbia, quiero decir– tal vez podríamos...
Se interrumpió, y Redwood, con cierta sensación de molestia que no exteriorizó, hizo como si no se hubiera dado cuenta de la tácita interrogación...
Fuera de la presencia de Redwood y de Bensington, Winkles, a pesar de la imperfección de sus conocimientos, se transformó en la máxima autoridad respecto al Alimento Estrella; escribió cartas a los periódicos defendiendo su empleo; redactó notas y artículos explicando sus posibilidades; se coló en las reuniones de las asociaciones médicas y científicas para hablar sobre ello, aprovechando la menor ocasión, aunque no viniera a propósito, y llegó a identificarse completamente con el Alimento. Publicó un opúsculo titulado «La verdad sobre el Alimento Estrella», en el que minimizaba los sucesos de Hickleybrow hasta dejarlos reducidos a poco menos de nada. Dijo que era absurdo decir que el Alimento Estrella daría a las personas una talla de once metros. Aquello era «evidentemente exagerado». Haría a las personas mayores de lo que eran en la actualidad, eso sí, pero eso era todo...
Dentro de aquel círculo íntimo de dos personas estaba claro que Winkles se derretía para poder ayudar en la fabricación de la Heracleoforbia, para ayudar en la corrección de las pruebas que pudiera haber de cualquier artículo en preparación sobre el susodicho tema, para hacer algo, en fin, que pudiera conducirle a participar en los detalles de la fabricación de la Heracleoforbia. Estaba diciendo continuamente a los otros dos que él tenía la sensación de que aquello era algo Grande, y de que encerraba enormes posibilidades. Si pudiesen sólo quedar... «salvaguardado, de algún modo». Y por fin, un día, preguntó sin ambages por qué no le explicaban cómo se fabricaba.
–He reflexionado mucho sobre lo que usted me dijo – empezó a decir Redwood.
–Y bien –preguntó Winkles muy animado.
–Que es esta clase de conocimientos la que podría ser muy fácilmente objeto de graves abusos –explicó Redwood.
–Pero no veo qué tiene eso que ver –replicó Winkles.
–Desde luego, tiene –dijo Redwood. Winkles estuvo meditándolo uno o dos días. Después vio otra vez a Redwood y le dijo que tenía sus dudas sobre si era lícito administrar unos polvos, de los que nada conocía, al pequeño de Redwood. Le parecía que era algo así como encargarse de una responsabilidad sin conocimiento de causa. Esto último dejó pensativo a Redwood.
–Ya ha visto usted que la Sociedad para la Supresión Total del Alimento Estrella parece contar ya con varios millares de asociados –dijo Winkles cambiando de tema–. Han redactado un proyecto de ley y han encargado a Caterham que lo defendiera... Y Caterham ha aceptado, encantado. Están dispuestos a todo. Ahora están empeñados en la formación de comités locales para influenciar a los candidatos. Quieren que se considere un delito la preparación y el almacenamiento de la Heracleoforbia sin una licencia especial, y que se tenga por un crimen, con prisión sin fianza, la administración del Alimento Estrella –así es como le llaman, ¿sabe usted?– a toda persona de menos de veintiún años de edad. Pero también hay sociedades colaterales, ¿sabe usted? Toda clase de gentes. La Sociedad para la Conservación de Antiguas Estaturas va a conseguir que elijan a Frederick Harrison para el Municipio, según dicen. Ya sabe usted que Harrison ha escrito un ensayo sobre esta cuestión y dice que es un asunto muy vulgar y que se halla en completo desacuerdo con aquella Revelación de la Humanidad que se encuentra en las enseñanzas de Comte, y que semejante cosa no habría podido producirse ni aun en los peores momentos del siglo XVIII, y que la idea del Alimento jamás entró en la mente de Comte, lo cual demuestra lo perversa que es. Harrison dice que nadie que comprenda de veras a Comte...
–Pero no querrá usted decir... –empezó a decir Redwood, tan alarmado que abandonó su actitud de desdén hacia Winkles. –No harán nada de todo eso –afirmó Winkles–, pero la opinión pública es la opinión pública y votos son votos. Todo el mundo puede ver que se hallan ustedes enfrascados resolviendo algo muy inquietante. Y el instinto humano está en contra de las cosas inquietantes, ¿sabe usted? Nadie parece abundar en la idea que se ha formado Caterham de la posibilidad de personas de once metros de altura, que no podrían entrar en ninguna iglesia, ni en ningún salón de actos, ni en ninguna institución humana o social. Pero, a pesar de todo, en el fondo no se sienten muy tranquilos. Ven que hay algo, algo más que un descubrimiento corriente...
–Siempre hay algo más –dijo Redwood– en todo descubrimiento.
–Sea como sea, lo cierto es que se están poniendo impacientes. Caterham sigue machacando sobre lo que puede ocurrir si el Alimento se suelta otra vez. Yo les digo una y otra vez que no volverá a suceder, y que no puede suceder. Pero... ¡así es como están las cosas!
Y se quedó dando respingos por la estancia durante un rato, como si intentara volver a iniciar la cuestión del secreto, y luego, pensándolo mejor, se fue.
Los dos hombres de ciencia se miraron. Durante un buen rato sólo hablaron con los ojos.
–Si llegara lo peor –dijo Redwood, por fin, con una voz que se esforzaba en aparecer tranquila–, daría el Alimento a mi pequeño Teddy con mis propias manos.


III
Fue a los pocos días de esto, cuando Redwood, al abrir el periódico, se encontró con que el Primer Ministro había prometido nombrar una Comisión Real para que estudiara la cuestión del Alimento Estrella. Esto hizo que se dirigiera, con el periódico en la mano, hacia el domicilio de Bensington.
–Winkles, presumo, está perjudicando nuestro producto. Le está haciendo el juego a Caterham. Se pasa el día hablando de esta cuestión y de lo que se propone hacer, y en resumidas cuentas lo que hace es alarmar a la gente. Si sigue así, creo que realmente va a dificultar nuestras investigaciones. Incluso ahora... con el problema de mi hijo menor...
Bensington dijo que desearía que Winkles no continuara hablando.
–¿Ha notado usted cómo ha caído en el hábito de llamarlo Alimento Estrella?
–No me gusta ese nombre –dijo Bensington mirando por encima de las gafas.
–Es exactamente lo que eso significa... para Winkles.
–¿Por qué seguirá machacando? ¡Si no es cosa suya!
–Es algo que significa fama –dijo Redwood–. Yo no lo comprendo. Pero todo el mundo va a creer que lo es. Pero eso no es lo que importa.
–En la eventualidad de que esta agitación ignorante y ridícula empiece a manifestarse de un modo más serio... –empezó a decir Bensington.
–Mi hijo menor no puede prescindir ya de este producto –afirmó Redwood–, y no sé lo que yo podría hacer ahora. Si llegase lo peor..
Un leve ruido, como de rebote de algo proclamó la presencia de Winkles. E inmediatamente se hizo visible en el centro de la habitación frotándose las manos.
–Preferiría que llamara antes de entrar –dijo Bensington, mirando, de muy mal talante, por encima de la montura de oro de sus gafas.
Winkles se deshizo en excusas. Luego, volviéndose hacia Redwood, empezó a decir:
–Celebro muchísimo hallarle aquí. Lo cierto es que...
–¿Ha visto usted eso de la Comisión Real? –lo interrumpió Redwood.
–Sí –contestó Winkles, distraído de lo que iba a decir.
–¿Y qué le parece?
–Me parece algo excelente –dijo Winkles– que acallará gran parte de este clamor, ventilando el asunto por completo. Silenciará a Caterham. Pero no he venido por eso, Redwood. Lo cierto es que...
–No me gusta esa Comisión Real –murmuró Bensington.
–Le aseguro a usted que nos irá muy bien. Y hasta puedo decir... y no creo que sea un abuso de confianza... que es muy posible que yo sea nombrado miembro de esta comisión...
–¡Bah! –exclamó Redwood mirando la lumbre.
–Yo puedo arreglar las cosas. Puedo dejar perfectamente aclarado, en primer lugar, que el producto es controlable, y en segundo lugar, que sólo por milagro podría repetirse otra catástrofe como la de Hickleybrow. Y esto es precisamente lo que se quiere, una completa seguridad dada por persona autorizada. Claro que yo podría hablar con mucha más confianza si supiera... Pero precisamente ahora se presenta otro pequeño problema sobre el que deseo consultarlos a ustedes. ¡Ejem! Lo cierto es que... Bueno... Me encuentro con ciertas dificultades, y ustedes pueden ayudarme a resolverlas.
Redwood enarcó las cejas y se sintió muy contento.
–El asunto es... estrictamente confidencial.
–Prosiga –dijo Redwood–. No se preocupe por esto.
–Recientemente ha sido confiada a mis cuidados una niña, hija de... de un personaje muy elevado.
Winkles tosió.
–Adelante –dijo Redwood.
–Debo confesar que es en gran parte debido a esos polvos de ustedes, y la fama que me ha acarreado el éxito que he tenido con el hijo menor de usted... Existe, no hay qué disimularlo, un fuerte sentimiento contra su empleo. Y, no obstante, veo que entre las personas más inteligentes... Hay que ir despacio y sin ruido en estas cosas... poco a poco. Así y todo, en el caso de Su Alte... quiero decir, en el caso de esta nueva enfermita que tengo... En realidad... la idea fue de su madre. Yo no habría jamás...
Dio una palmada en el hombro a Redwood, como si se sintiera embarazado.
–Creí que usted tenía sus dudas sobre la oportunidad de recomendar el uso de esos polvos –dijo Redwood.
–Fue una duda meramente pasajera.
–¿Y no proponía usted discontinuar...?
–¿En el caso de su hijo? ¡Por cierto que no!
–Por lo que puedo entender, sería un asesinato.
–No lo haría por nada del mundo.
–Tendrá usted los polvos –dijo Redwood.
–Supongo que usted no podría...
–No hay cuidado. No existe ninguna fórmula. No interesa, Winkles, y dispense mi franqueza. Yo mismo hago los polvos.
–Es igual –dijo Winkles después de quedarse mirando fijamente a Redwood un instante– Es igual... –Y luego añadió–: Le aseguro que no me importa lo más mínimo.


IV
Cuando se hubo marchado Winkles, Bensington se acercó a la alfombrilla de la chimenea y allí se quedó de pie, mirando a Redwood, que estaba sentado.
–¡Su Alteza Serenísima! –exclamó.
–¡Su Alteza Serenísima! –exclamó Redwood.
–¡Es la princesa de Weser Dreiburg!
–No es más que una prima de tercer grado.
–Redwood –dijo Bensington–, ya sé que le parecerá curioso lo que voy a decirle, pero... ¿cree usted que Winkles comprende?
–¿Qué?
–Qué es lo que hemos hecho... ¿Comprenderá realmente que en la Familia... la Familia de su nuevo paciente... ?
–Siga –dijo Redwood.
–Que siempre han estado, más bien, algo debajo... debajo...
–Del promedio.
–Sí. ¿Y que siempre han procurado con gran tacto no distinguirse en nada, va a producirles un personaje real... un personaje real descomunal... de semejante tamaño? ¿Sabe usted, Redwood? No estoy seguro de que no haya aquí algo casi lindante con... alta traición...
Bensington clavó en Redwood la mirada que tenía fija en la puerta.
Redwood, con un gesto rápido de su dedo índice señalando el fuego, exclamó:
–¡Por Júpiter! ¡Winkles no lo sabe...!
«Ese hombre no sabe nada. Esta fue su característica más exasperante cuando era estudiante. Nada. Aprobó todos sus exámenes sabiendo lo que tenía que saber, y ni una palabra más, como si fuera una estantería giratoria de la Thimes Encyclopaedia. Y ahora ya no sabe absolutamente nada. Es Winkles, y como tal, incapaz de asimilar de veras nada que no esté relacionado de un modo directo e inmediato con su yo superficial. Carece por completo de imaginación y, en consecuencia, es incapaz de todo conocimiento. Probablemente nadie podría haber aprobado tantos exámenes ni ir tan bien vestido, tan acicalado, y tener tanto éxito como médico, sin esa precisa incapacidad. Eso es. Y a despecho de todo lo que ha visto y oído y se le ha explicado, ahí lo tiene usted... sin la menor idea de lo que ha puesto en marcha. Tiene la idea de explotar la fama, y está trabajando en el Alimento Estrella muy bien, y como alguien le ha dejado meterse en lo de esta infanta recién nacida... pues se siente más famoso que nunca. La Weser Dreiburg tendrá que enfrentarse con el gigantesco problema que representa una princesa de nueve metros de estatura, y él ni siquiera lo ha pensado, ya que carece de cabeza. ¡Es que no puede!
–Habrá un lío mayúsculo repuso Bensington.
–Dentro de un año, poco más o menos.
–Tan pronto como adviertan que la niña crece sin parar.
–A menos que, siguiendo la costumbre... echen tierra al asunto.
–Habría que echar mucha tierra.
–Bastante.
–¿Y qué van a hacer?
–Nunca hacen nada... Tacto real.
–Pero se verán obligados a hacer algo.
–Acaso sea ella quien lo haga.
–¡Oh, Dios mío! ¡Vaya!
–Y la suprimirán. Cosas parecidas han sucedido.
Redwood se echó a reír con grandes carcajadas.
–¡La realeza redundante...! ¡El niño descomunal de la máscara de hierro! –dijo. Tendrán que ponerla en la torre más alta del viejo castillo de Weser Dreiburg, y abrir boquetes en el techo de los diferentes pisos, a medida que vaya creciendo...! Bien, yo también estoy metido en el lío. Y Cossar y sus tres chicos. Y... bueno, bueno...
–Habrá un lío mayúsculo –repitió Bensington sin contagiarse de la risa del otro–. ¡Un lío mayúsculo...!
«Supongo que usted ha pensado detenidamente en eso, Redwood. ¿Está usted seguro de que no sería más sensato advertir a Winkles, y usted, por su parte, destetar a su hijo menor gradualmente, y... confiar en el Triunfo Teórico?
–Quisiera que usted viniese a pasar media hora en mi casa, en el cuarto de los niños, cuando el Alimento llega con un poco de retraso –dijo Redwood con cierto tono de exasperación–, y no hablaría usted así. Además... advertírselo a Winkles. ¡No! La marea de este asunto nos ha cogido de sorpresa, y tanto si nos da miedo como si no... ¡tenemos que nadar!
–Así será, supongo –dijo Bensington mirándose las puntas de los pies–. Sí. Tenemos que nadar. Y su hijo tendrá que nadar, y los chicos de Cossar... ¡porque se lo ha dado a los tres! Cossar no está para medias tintas... ¡O todo o nada! Y su Alteza Serenísima. Y todo. Nosotros continuaremos fabricando el Alimento. Cossar también. Estamos sólo en los albores del comienzo, Redwood. Es evidente que van a ocurrir toda clase de cosas. Cosas grandiosas y monstruosas. Pero no puedo imaginármelas, Redwood. Excepto...
Se contempló las uñas. Levantó la vista hacia Redwood, y lo miró a través de las gafas, blandamente.
–Casi estoy por decir –aventuró– que Caterham tiene razón, a veces. Esto va a destruir la proporción de las cosas. Va a dislocar... ¿Qué es lo que no se va a dislocar?
–Sea lo que sea lo que se disloque –dijo Redwood–, mi hijo menor debe seguir tomando el Alimento.
Oyeron a alguien que subía rápidamente la escalera, y en seguida Cossar asomó la cabeza por la puerta.
–¡Hola! –exclamó entrando–. ¿Qué pasa?
Le notificaron el asunto de la princesa.
–¿Problemas difíciles? –dijo–. Ni por asomo. Claro que ella crecerá. Y su hijo también crecerá. Y todos los demás a quienes usted les dé el Alimento crecerán. Todos. Como cualquier otra cosa. ¿Qué dificultad ve en ello? ¡Si eso está muy bien! Un niño lo vería clarísimo. ¿Dónde está el problema?
Los otros dos intentaron aclarárselo.
–¿No continuar trabajando en esto? –chilló–. Pero ahora ya no es cosa de ustedes. Ustedes son los instrumentos. Como Winkles es también un instrumento. Todo está perfectamente. A veces me pregunté para qué serviría Winkles. Ahora es innecesario. ¿Cuál es el problema...?
«¿La confusión? Evidentemente. ¿El trastorno de las cosas? Va a trastornarlo todo. Finalmente va a trastornar todas las empresas humanas. Eso es claro como el agua. Intentarán detenerlo, pero tarde. Tienen la costumbre de llegar siempre tarde. Ustedes vayan y fabriquen cuanto puedan. ¡Gracias a Dios que sirven para algo!
–Pero, ¿y el conflicto? –dijo Bensington–. ¡La tensión nerviosa....! Ignoro si usted habrá imaginado...
–Usted debió haber nacido hortaliza, Bensington –dijo Cossar–, eso es lo que usted debió ser al nacer. Algo que creciera en terreno abonado. Aquí está usted, construido de un modo temible y admirable al mismo tiempo, y creyendo que ha sido creado precisamente para no hacer nada y regalarse el cuerpo. ¿Cree usted que este mundo fue creado para que todo el trabajo lo hicieran las mujeres que van a fregar las casas? ¡ Bueno, sea como sea, ya no pueden ustedes hacer nada ahora... No les queda otro remedio que continuar!
–Así tendrá que ser, supongo –dijo Redwood–. Lentamente...
–¡No! –exclamó Cossar dando un grito tremendo–. ¡No! Tienen ustedes que fabricar tanto como puedan y tan de prisa como puedan. ¡Hay que esparcirlo por todas partes!
Se sintió inspirado por un golpe de genio. Parodiando una de las curvas de Redwood, con un amplio gesto del brazo hacia arriba, ordenó para puntualizar la alusión:
–¡Redwood! ¡Hágalo así!


V
Hay, según parece, un límite al orgullo materno, y este límite, en el caso de la señora Redwood, fue alcanzado al cumplir su retoño los seis meses de existencia terrena, cuando rompió el cochecito de lujo en que salía a pasear y tuvieron que volverlo a casa, berreando, en el carrito de la leche. En este momento el joven Redwood pesaba treinta kilos, tenía una talla de un metro veinte, y podía levantar un peso de otros treinta kilos. Tuvo que ser llevado a su cuarto escaleras arriba por la cocinera y la camarera. Después de aquello, el descubrimiento fue sólo cuestión de días. Una tarde, Redwood, de vuelta a su casa, al venir del laboratorio, se encontró con su desdichada esposa profundamente abstraída leyendo las fascinantes páginas de El átomo potente. Al ver a su marido, dejó el libro a un lado y echando a correr a su encuentro, estalló en llanto sobre su hombro.
–Dime qué le has hecho –se lamentó–. Dime qué has hecho.
Redwood la cogió de la mano y la condujo al sofá mientras meditaba sobre la adopción de una satisfactoria línea de defensa.
–Todo va bien, querida –dijo–, todo va bien. Estás un poco excitada. Y todo por culpa de ese cochecito barato. Mañana vendrá un hombre con un sillón de ruedas, algo fuerte y resistente...
La señora Redwood se quedó mirándolo con los ojos llenos de lágrimas, por encima del pañuelo que tenía en la mano.
–¿Mi hijo en un sillón de ruedas? –preguntó.
–Bueno, ¿por qué no?
–Parecerá un inválido.
–Parecerá un gigante joven, querida, y no tienes ningún motivo para avergonzarte de él.
–Algo le has hecho, Dandy –dijo ella–. Te lo adivino en la cara.
–Bueno, sea lo que sea, no ha parado de crecer –dijo Redwood cruelmente.
–Ya lo sé –dijo la señora Redwood, haciendo una pelota con su pañuelo con una sola mano. Volvió a mirar a su marido, con un súbito cambio en su mirada, ahora severísima–. ¿Qué le has hecho a tu propio hijo, Dandy?
–Pero, ¿qué le pasa?
–¡Es tan grande! Es un monstruo.
–Tonterías. Es un niño tan limpio y tan derecho como el que más. ¿Qué tiene de particular?
–Mira el tamaño que tiene.
–Pues está muy bien. ¡Mira a esos diminutos chavales que se ven alrededor! Él es el chico más guapo de todos...
–¡Es demasiado guapo!
–No seguirá creciendo así –dijo Redwood tranquilizándola–. Es sólo el empuje inicial.
Pero sabía perfectamente que el niño seguiría creciendo. Y así lo hizo. A los doce meses de edad tenía una talla de un metro con cuarenta y siete centímetros y pesaba cincuenta y seis kilos. Era tan grande, en realidad, como uno de los querubines de San Pietro del Vaticano, y sus afectuosos tirones a los cabellos y golpes a la cara de los visitantes dieron mucho que hablar en West Kensington. Para subirlo y bajarlo de su cuarto, lo llevaban en un sillón de inválido, y la niñera especial que tenía, una joven musculosa, recién salida de la escuela de enfermeras, solía llevarlo a tomar el aire en un cochecillo al que se había adaptado un motor Panhard de ocho caballos para poder subir las cuestas, especialmente requerido para sus necesidades. Fue una suerte, por todo concepto, que Redwood tuviese su trabajo pericial, además de la cátedra.
Una vez pasado el susto producido por el enorme tamaño del pequeño Redwood, se podía ver que era, según dicen las personas que solían verlo a diario zumbando despacio en su coche por Hyde Park, un niño singularmente bonito y avispado. Rara vez lloraba o necesitaba que alguien lo confortara. Generalmente llevaba un gran sonajero en la mano, y a veces se dedicaba a saludar a los conductores de autobús y a los policías con quienes se encontraba a lo largo de su paseo y al otro lado de las rejas del parque con unos «¡Dadda!» y «¡Babba!» muy sociales y democráticos.
–Ahí va ese niño tan grande del Alimento Estrella –solía decir el conductor del autobús.
–Se lo ve saludable –hacía observar el pasajero del asiento delantero.
–Criado con biberón –explicaba el conductor–. Con un biberón que, según dicen, es de cuatro litros y medio y tuvo que fabricarse especialmente para él.
–Pues está muy sano, muy sano –terminaría diciendo el pasajero de delante.
Cuando la señora Redwood se dio cuenta de que el crecimiento de su hijo iba prosiguiendo de un modo indefinido y, por otra parte, lógico –cosa que acaeció por primera vez al llegar el cochecillo con motor–, se abandonó a un arrebato de dolor, declarando que no quería entrar más en el cuarto de los niños, que querría estar muerta, que querría que el niño estuviese muerto, que querría no haberse casado con Redwood, que querría que nadie se casara con nadie, representó un poco el papel de Ajax, y se retiró a sus habitaciones, donde vivió casi de caldo de gallina durante tres días. Cuando se presentó Redwood para reconvenirla por su proceder, ella se puso a lanzar almohadas por todas partes, lloró y se mesó los cabellos.
–El niño está muy bien –dijo Redwood–. Cuanto mayor sea, tanto mejor. Tú no querrías verlo más pequeño que los hijos de los demás.
–Lo que quiero es que sea como los demás niños, ni mayor ni menor. Yo querría que él fuera un niñito precioso, lo mismo que Georgina Phyllis es una niña preciosa, y querría criarlo bien, de un modo normal, y ahí lo tienes –y la voz de la desdichada mujer se quebró– llevando unos zapatos enormes y paseándose en un coche con... ¡ay!... ¡gasolina!
«¡Nunca podré quererlo! ¡Nunca! ¡Es demasiado para mí! ¡Nunca podré ser una madre para él, tal como hubiera querido serlo!
Pero, por fin, consiguieron hacerla entrar en el cuarto de los niños, y allí estaba Edward Monson Redwood («Pantagruel» fue un mote que le pusieron mas tarde) balanceándose en una mecedora especialmente reforzada, sonriendo y diciendo: «Guu» y «Uau». Y el corazón de la señora Redwood se dulcificó otra vez ante su hijo, y lo cogió en brazos y lloró.
–Te han hecho algo –sollozó–, y tú seguirás creciendo y creciendo, cariño mío, pero haré todo lo que esté en mi poder para criarte bien, diga lo que diga tu padre.
Y Redwood, que había ayudado a llevarla hasta la puerta, se fue por el pasillo, muy reconfortado.
(¡Ejem! ¡Es un mal asunto eso de ser hombre... siendo las mujeres como son!)


VI
Antes de finalizar el año, se vieron en el oeste de Londres varios cochecillos con motor, además del de Retwood. Según me dicen, llegaron a ser hasta once. Pero las más cuidadosas investigaciones tan sólo verídica evidencia de un total de seis, dentro del área metropolitana, en aquella época. Al parecer, el producto aquel obró de modo diferente según el tipo constitucional de cada cual. Al principio La Heracleoforbia no pudo prepararse en forma de inyecciones, y no hay duda de que existe una proporción considerable de personas incapaces de absorber esta sustancia en el curso normal de la digestión. Por ejemplo, fue administrada al niño menor de Winkles, pero, por lo visto, el niño fue tan incapaz de crecer como, si Redwood estaba en lo cierto, su padre era incapaz de aprender. Otros niños, además, según datos suministrados por la Sociedad para la Supresión Total del Alimento Estrella, quedaron, de un modo inexplicable, como corrompidos por el Alimento, y perecieron ya en un principio a causa de trastornos infantiles diversos. Los chicos de Cossar se lo tragaron con asombrosa avidez.
Naturalmente, una cosa de este tipo nunca puede aplicarse con absoluta simplicidad en la vida humana. El crecimiento, en particular, es algo muy complejo, y todas las generalizaciones tienen que ser, a la fuerza, algo imprecisas. Pero la ley general del Alimento fue, al parecer, la siguiente: cuando podía ser absorbido en el interior del cuerpo, fuera del modo que fuese, lo estimulaba en la misma proporción aproximadamente en todos los casos. Incrementaba el crecimiento hasta sextuplicarlo o septuplicarlo, y no pasaba de ahí, cualquiera que fuese la cantidad de Alimento que se tomara después. En realidad, un exceso de Heracleoforbia superior al mínimo necesario conducía, según pudo observarse, a la producción de alteraciones patológicas de la nutrición, cáncer, tumores diversos, osificaciones y otras lindezas. Y una vez empezado el crecimiento en gran escala, se hizo evidente que sólo podía continuar en la misma escala, y que la administración continua de Heracleoforbia a dosis pequeñas, pero suficientes, era imperativa.
Si se la suprimía mientras duraba el crecimiento, se presentaba primero una vaga sensación de molestia y de inquietud, luego un período de voracidad –como en el caso de las jóvenes ratas de Hankey– y luego el sujeto en crecimiento presentaba cierta especie de anemia exagerada, enfermaba y moría. Las plantas sufrían efectos similares. Esto, sin embargo, se aplicaba sólo al período de crecimiento. Tan pronto como se alcanzaba la adolescencia –en las plantas representada por la formación de los primeros brotes florales–, el apetito y necesidad de Heracleoforbia disminuían, y tan pronto como la planta o el animal había llegado a la edad adulta, se hacía por completo independiente de cualquier provisión ulterior del Alimento. Quedaba, como si dijéramos, firmemente establecido en la nueva escala, firmemente establecido que, como los cardos de los alrededores de Hickleybrow y la hierba de la loma demostraban, las semillas producían retoños gigantes de la misma especie.
Y el pequeño Redwood, pionero de la nueva raza, primero de todos los niños que tomaron el Alimento, seguía arrastrándose por su cuarto, destrozando el mobiliario, mordiendo como un caballo, pellizcando como un depravado y vociferando pueriles silabeos a su «mamma» y a su asustado e intimidado «pa-ppa», que era quien había puesto en marcha el desaguisado.
El niño había nacido lleno de buenas intenciones.
–Padda bueno, bueno –solía decir cuando veía pasar ante él la vajilla y otros artículos frágiles.
«Padda» era su equivalente de Pantagruel, mote que el mismo Redwood le había impuesto. Y Cossar, haciendo caso omiso de ciertas lumbreras que al poco tiempo causaron problemas, después de un conflicto con las autoridades locales y sus reglamentos de vivienda, edificó en un solar adyacente a la casa de Redwood una confortable y bien iluminada sala de recreo, a la par que escuela y dormitorio, para los cuatro chicos, sala cuya planta tenía la forma de un cuadrado de dieciocho metros de lado por doce de altura.
Redwood se enamoró de aquella sala para los niños, mientras él y Cossar la estaban edificando, y su interés en las curvas se desvaneció, como nunca hubiera ni soñado que pudiera desvanecerse, ante las urgentes necesidades de su hijo.
–Es muy importante –decía– esto de acomodar un cuarto para los niños...
«Las paredes, las cosas que hay en él, todo esto le hablará a esta nueva mentalidad creada por nosotros, con más o menos elocuencia, y le enseñará o dejará de enseñarle millares de cosas.
–Es obvio –decía Cossar apresurándose a coger su sombrero.
Los dos trabajaron juntos con toda armonía, pero Redwood fue quien suministró la mayor parte de las teorías educativas requeridas...
Hicieron pintar las paredes y los maderámenes con alegre vigor. En su mayor parte prevaleció un color blanco cálido, pero con franjas de colores brillantes para dar fuerza a las sencillas líneas de la construcción.
–Debemos tener colores limpios –dijo Redwood.
Y en determinado sitio puso una banda horizontal hecha con cuadrados, en los que los carmines y morados, anaranjados y amarillo limón, azules y verdes, de diversos matices y tonalidades, se hacían honor a sí mismos. Estos cuadrados debían ser arreglados y vueltos a arreglar por los niños gigantes combinando los colores a su placer.
–Después seguirá la decoración... –decía Redwood–. Dejemos que primero se percaten de la extensión de la escala cromática y luego ya prescindiremos de esto. No hay motivo alguno para que los coaccionemos en favor de un color o dibujo en particular.
Y luego continuó:
–Este sitio debe estar lleno de interés. El interés es el alimento del niño, y la falta de interés significa tortura y hambre. Debe haber cuadros en abundancia.
No se colocaron cuadros permanentes en la habitación, sino que se colgaron marcos vacíos en los que debían encuadrarse nuevas imágenes para quitar y poner, las cuales se quitarían, guardándolas en una carpeta, y sustituyéndolas por otras nuevas cuando el interés por las anteriores hubiese pasado. Había una ventana que daba a la calle, y además, para aumentar el interés, Redwood había amañado por encima del techo del cuarto de los niños una cámara oscura que enfocaba Kensington High Street y un buen trozo de los jardines de Kensington.
En un rincón, ese instrumento tan importante que se llama abaco, de metro veinte de lado, pieza de hierro especialmente reforzada, con los ángulos redondeados, aguardaba las incipientes operaciones aritméticas de los jóvenes gigantes. Había pocos corderitos de lana y demás ídolos parecidos, y en su lugar, Cossar, sin dar explicaciones, trajo un buen día, en tres coches de alquiler, una gran cantidad de juguetes (todos ellos lo bastante grandes para que los futuros niños no pudieran tragárselos) que podían amontonarse, disponerse en hileras, rodar, morderse, ondear, sonar como una matraca, caérseles encima, tirar de ellos, abrirlos, cerrarlos, mutilarlos y hacer con ellos una serie de experimentos interminable. Había ladrillos de madera de diversos colores, oblongos y cuboideos, ladrillos de porcelana pulida, ladrillos de vidrio transparente y ladrillos de caucho tablas y pizarras; conos, conos truncados y cilindros; esferoides achatados y alargados por los polos; pelotas de varias sustancias, macizas y huecas; muchas cajas de diversos tamaños y formas, con tapas engoznadas, o atornilladas, o ajustadas, y dos o tres con cerradura o candado; tiras de goma y de cuero, y un buen número de objetos, todos del mismo tamaño, que podían tenerse en pie, dando la impresión de figuras humanas.
–Déle ésos –decía Cossar–. De uno en uno...
Estas cosas las puso Redwood en un armario preparado en un rincón. Adosado a una de las paredes de la sala, a una altura conveniente para un niño de dos metros de altura, había un encerado, en el que los muchachos podían lucirse con tizas blancas y coloradas, y cerca de allí una especie de bloque de dibujo del que se podía desprender hoja tras hoja y en el que se podía dibujar con carbón; y también había un pequeño pupitre, con grandes lápices de carpintero de variable dureza y una copiosa provisión de papel, en el que los muchachos podían primero garrapatear y luego dibujar más distintamente. Y, además, Redwood ordenó, tanto corría su imaginación, que le trajeran tubos de pintura líquida, especialmente grandes, y cajas de pasteles para cuando llegara el momento en que se necesitasen. También dejó allí un tonel de pluticina y de arcilla modelable. –Al principio él y su maestro modelarán juntos –decía–, pero cuando el chico haya adquirido alguna habilidad haré que copie modelos y quizá animales. ¡Y ahora me acuerdo que también tengo que encargar que le hagan una caja de herramientas...! «Luego libros. Tendré que buscar un buen número de libros, y tendrán que ser con tipos de imprenta muy grandes. Pero, ¿qué clase de libros va a necesitar? Habrá que alimentar su imaginación. Porque, esto es, desde luego, lo principal de la educación. Eso es la corona de toda educación, ya que los sanos hábitos de mente y conducta constituyen el trono. La carencia de imaginación equivale a brutalidad y una imaginación ruin equivale a lujuria y cobardía; en cambio, una imaginación noble es Dios andando de nuevo sobre la tierra. También debe soñar, a su debido tiempo, en un exquisito país de hadas y en todas las cosas curiosas y fantásticas de la vida. Pero debe alimentarse principalmente de la espléndida realidad. Tendrá que leer historias de viajes por todo el mundo, viajes y aventuras y relatos de cómo fue conquistado el mundo; también deberá tener historias de animales, grandes libros espléndida y claramente iluminados con bestias y pájaros y plantas y sabandijas, grandes libros que traten de las profundidades del firmamento y los misterios del mar; tendrá que leer historias y mapas de todos los imperios que ha visto el mundo, láminas e historias de todas las tribus, hábitos y costumbres de la humanidad. Y también tendrá que tener libros y láminas que inciten su sentido de la belleza, sutiles imágenes japonesas que le hagan amar las aún más sutiles bellezas del pájaro, del zarcillo, de la flor marchita, y reproducciones de pinturas occidentales también, imágenes de hombres y mujeres llenos de gracia, agradables grupos y amplios panoramas de mar y de tierra. También tendrá que tener libros sobre la construcción de casas y palacios, planeará habitaciones e inventará ciudades...
«Creo que deberé darle un pequeño teatro...
«Y, además, está la música...
Redwood reflexionó sobre aquello y decidió por fin que lo mejor sería que empezara con una armónica de una octava y de sonido puro. Más tarde podría haber una extensión a la octava.
–Primero tocará con ésta, cantando y solfeando, y así dará el nombre apropiado a las notas –dijo Redwood–, pero, ¿y luego...?
Se quedó mirando al alféizar de la ventana, situada a un nivel más alto que su cabeza, y tomó la medida del tamaño de la sala con la mirada.
–Tendrán que construir el piano aquí dentro –dijo–, y traerlo desmontado.
Estuvo rondando por allí, en medio de todos sus preparativos, una figurilla pensativa y taciturna. Si le hubierais podido ver os habría parecido igual que un hombrecillo de veinticinco centímetros de estatura en medio de los objetos corrientes que se encuentran en los cuartos infantiles. Una gran manta –en verdad era una alfombra turca– de treinta y siete metros cuadrados de superficie, sobre la que el joven Redwood estaba destinado a arrastrarse muy pronto, se extendía hasta el radiador eléctrico que, protegido por un enrejado, tenía que calentar el lugar. Un individuo de Cossar estaba empinado en el andamiaje, colocando el gran marco que debía contener los grabados transitorios. Un libro de papel secante para ejemplares de plantas, grande como la puerta de una casa, estaba apoyado en la pared, y de entre sus páginas sobresalía un tallo gigante, el borde de una hoja y una flor de pamplina, también de tamaño gigantesco, de aquel desmesurado tamaño que poco después proporcionaría fama a Urshot en el mundo de la botánica.
A Redwood le sobrevino cierta sensación de incredulidad, mientras se hallaba entre todas estas cosas.
–Sí es que esto realmente va a seguir así... –dijo mirando hacia el remoto techo.
De muy lejos llegó un sonido igual que el mugido de un toro de Mafficking, como si fuera una respuesta.
–¡Ya lo creo que sigue! –dijo Redwood–. Evidentemente.
Lo que siguió fue una serie de resonantes golpes dados sobre una mesa y a continuación un grito que más bien parecía un graznido:
–¡Guuluu! ¡Buuuzuu! Pzz...
–Lo mejor que puedo hacer –dijo Redwood siguiendo una diferente línea de ideas–, es enseñarle yo mismo.
Los porrazos se hicieron más insistentes. Durante un momento le pareció a Redwood que habían alcanzado un ritmo del zumbido de una locomotora, la locomotora que él habría podido imaginar arrastrando el gran tren de los acontecimientos que se le echaba encima. Luego una serie descendente de golpes más secos rompió aquel efecto, y volvió a repetirse.
–¡Adelante! –exclamó al oír que alguien llamaba a la puerta.
Y la puerta, que era grande como la de una catedral, se entreabrió con lentitud. El nuevo malacate dejó de chirriar y Bensington apareció en la abertura, mirando con benevolencia por encima de sus gafas.
–Me aventuré a dar una vueltecita por ahí para ver –susurró de un modo confidencialmente furtivo.
–Pase –dijo Redwood, y así lo hizo Bensington, cerrando la puerta tras de sí.
Se adelantó con las manos a la espalda, se detuvo, volvió a avanzar unos pasos y escrutó con movimientos de pájaro las dimensiones del edificio donde se encontraba. Luego se frotó la barbilla, pensativo.
–Cada vez que vengo aquí –dijo con una nota amortiguada en el tono de su voz– me choca cada vez más una impresión: grande.
–Sí –convino Redwood inspeccionándolo todo de nuevo como si se esforzara en aprehender aquella impresión visible–. Sí. Es que ellos también serán muy grandes, ¿sabe usted?
–Lo sé –repuso Bensington con un tono que indicaba casi pavor–. Muy grandes.
Se miraron casi con aprensión.
–Muy grande –dijo Bensington frotándose el puente de la nariz con un ojo dubitativo fijo en Redwood. Esperaba alguna expresión confirmativa, y viendo que ésta no llegaba añadió–: Todos ellos, ¿sabe usted?, espantosamente grandes. No puedo imaginar... aun con esto... lo grandes que van a ser.

CAPÍTULO CINCO
LA MUNIFICENCIA DEL SEÑOR BENSINGTON

Mientras la Real Comisión del Alimento Estrella estaba preparando su informe fue cuando la Heracleoforbia empezó a demostrar su capacidad de filtración. Y la precocidad de esta segunda irrupción fue tanto más desgraciada, desde el punto de vista de Cossar al menos, cuando que el informe previo, todavía existente, demuestra que la Comisión, bajo la tutela de su expertísimo miembro, el doctor Stephen Winkles (F. R. S., M. D., F. R. C. R, D. Se, J. R, D. L, etc.)* ya había decidido que las filtraciones accidentales eran imposibles y se hallaba dispuesta a recomendar que se encargara la preparación del Alimento Estrella a un comité competente (Winkles, principalmente), que tendría el control absoluto de la venta del producto, lo cual sería plenamente suficiente para satisfacer todas las objeciones razonables que pudieran oponerse a su libre difusión. Este comité debería disfrutar de un monopolio total. Y, sin duda, hay que considerar como parte de las ironías de la vida el hecho de que la primera y más alarmante de esta segunda serie de filtraciones ocurriera a menos de cincuenta metros de distancia de un pequeño cottage en Keston, ocupada durante el verano por el propio doctor Winkles.
No cabe la menor duda de que la negativa de Redwood de hacer partícipe a Winkles de la composición de la Heracleoforbia IV había despertado en este caballero una novísima e intensa afición hacia la química analítica. Winkles no era un manipulador experto, y probablemente por este motivo consideró más apropiado trabajar, no en los laboratorios excelentemente equipados que se hallaban a su disposición en Londres, sino, sin consultar con nadie y con un aire casi de gran secreto, en un rudimentario laboratorio muy reducido que había instalado en el jardín de la quinta de Keston. No parece haber demostrado una gran habilidad en sus investigaciones. Por el contrario, puede deducirse que abandonó toda investigación después de trabajar intermitentemente durante un mes en este asunto.
Este laboratorio del jardín, donde realizó Winkles su trabajo, estaba muy someramente equipado, provisto de agua por una cañería vertical, y el agua residual se vertía en un sumidero que iba a parar a una balsa cenagosa bordeada de juncos, bajo un aliso, en un rincón aislado de los pastos comunales, por fuera del vallado de su jardín. La cañería estaba agrietada y el residuo del Alimento de los Dioses se escapaba por la grieta para ir a parar a una charca en medio de grupos de juncos. Esto sucedía al comienzo de la primavera.
Todo estaba en movimiento con la vida renovada en aquel pequeño rincón espumoso. Había huevas de rana a la deriva; trémulas de renacuajos que acababan de romper sus cubiertas gelatinosas; diminutas líneas arrastrándose hacia la vida, y debajo de la verde epidermis de los tallos de junco, las larvas del gran escarabajo de agua luchaban por salir del cascarón.
No sé si el lector conocerá la existencia de ese, escarabajo llamado (ignoro por qué razón) Dytiscus. Es un insecto articulado muy raro, muy musculoso y de movimientos repentinos, que tiene la particularidad de nadar cabeza abajo, mientras la cola le sale por la superficie del agua. Tiene la longitud aproximada de la punta del dedo pulgar de un hombre, y algo más –unos cinco centímetros, es decir, para aquellos que no hayan comido el Alimento–, y además posee dos cortantes maxilares que se encuentran y se acoplan delante de la cabeza, unos maxilares tubulares, con puntitos agudos en sus bordes, por los cuales tiene la costumbre de chupar la sangre de sus víctimas...
Los primeros animales que entraron en contacto con los granos del Alimento a la deriva fueron los diminutos renacuajos y las líneas. Los renacuajos serpenteantes, en particular, cuando lo hubieron probado, lo buscaron con gran afición. Pero tan pronto como uno de ellos hubo desarrollado hasta alcanzar un tamaño sobresaliente en aquel pequeño mundo de renacuajos y hubo probado de zamparse uno o dos de sus hermanitos más pequeños, como suplemento a su dieta vegetariana, ¡zas!, una de las larvas de escarabajo se agarró a su corazón con sus curvados maxilares chupadores de sangre, y con la roja corriente entró la Heracleoforbia IV, en estado de solución, en el cuerpo de su nuevo cliente. Lo único que tenía algunas posibilidades de compartir el Alimento con esos monstruos eran los juncos, la viscosa espuma verde del agua y las tiernas algas del fondo de la ciénaga. Al limpiar finalmente el laboratorio, una nueva porción del Alimento desaguó en la poza, la cual, desbordándose, llevó toda esta siniestra expansión de la lucha por la vida a la charca adyacente, junto a las raíces del aliso...
La primera persona en descubrir lo que estaba ocurriendo fue un tal Lukey Carrington, profesor especial en Ciencias de la Junta de Educación de Londres y en sus ratos de ocio especialista en algas de agua dulce, y no hay que envidiarle por su descubrimiento. Había ido a pasar el día a Keston Common, a fin de llenar unos cuantos tubos con ejemplares para ulterior examen, y así llegó con una docena de tubos de cristal tapados con corchos, que tintineaban suavemente en su bolsillo, apareciendo primero en lo alto de la arenosa loma para descender hacia la charca, con el bastón herrado en la mano. Un muchacho jardinero, que se hallaba arriba, en los peldaños de la cocina, recortando el seto del doctor Winkles, lo vio en aquel rincón de mundo tan poco frecuentado, encontrándolo tanto a él como a su ocupación lo suficientemente inexplicables e interesantes para merecer una estrecha y atinada observación al asunto.
Vio como el señor Carrington se agachaba en el orilla de la charca apoyándose con la mano en el vetusto tronco del aliso y mirando el agua, pero claro está que no pudo apreciar la sorpresa y el placer con que contempló las grandes y extrañas burbujas y filamentos de las algosas heces en el fondo. No había renacuajos visibles –ya habían sido muertos todos por entonces–, y, según parece, no vio allí nada extraño aparte de una vegetación excesiva. Se remangó hasta el codo e, inclinándose, sumergió el brazo en busca de un ejemplar. Su inquisitiva mano fue hasta el fondo. Instantáneamente algo brilló saliendo de la fresca sombra debajo de las raíces del árbol...
¡Flash! El bicho aquél hincó sus mandíbulas profundamente en el brazo de Carrington... un animal de forma extraña, de más de treinta centímetros de largo, de color castaño y articulado como un escorpión.
Su feísima apariencia y el dolor agudo y sorprendente de su picadura fueron demasiado para el equilibrio de Carrington. Sintió que se iba a desvanecer, profirió un grito agudo y, ¡sptash!, cayó de boca en la charca.
El muchacho vio cómo desaparecía, y oyó el chapoteo y su lucha dentro del agua. El desdichado personaje surgió de nuevo en el campo visual del muchacho, sin sombrero, chorreando agua y chillando.
Nunca había oído el muchacho chillar a un hombre.
Aquel asombroso forastero pareció como si se estuviera arrancando algo de un lado del rostro, donde aparecieron unas estrías sangrientas. Braceó desesperadamente, dio saltos en el aire como si estuviera atacado de frenesí, echó a correr violentamente diez o doce metros y luego cayó, revolcándose en el suelo y desapareciendo de la vista del muchacho.
Éste bajó los peldaños y saltó por el seto, afortunadamente con las tijeras aún en la mano. Al pasar entre las plantas, rompiéndolas, dice que estuvo a punto de volverse atrás temiendo tenérselas que haber con un lunático, pero la posesión de las tijeras le dio confianza.
–En todo caso, hubiera podido pincharle los ojos –explicó.
En cuanto Carrington le echó la vista encima, su actitud se transformó inmediatamente en la de un hombre cuerdo, pero desesperado. Con grandes esfuerzos pudo ponerse de pie, tropezó, se irguió y se acercó al muchacho.
–¡Mira! –exclamó–. ¡No me las puedo quitar!
Y sintiendo un mareo ante aquel horror, el muchacho vio que, pegadas a la mejilla del hombre, a su brazo desnudo y a su muslo, y azotándole la carne furiosamente con sus ágiles y musculosos cuerpos de color castaño, había tres de aquellas horribles larvas, con sus grandes mandíbulas hincadas profundamente en la carne y chupando con ahínco. Estaban allí agarradas como bulldogs y los esfuerzos de Carrington para desprender aquel monstruo de su cara sólo habían servido para lacerar la carne donde se había agarrado, haciendo chorrear un vivido escarlata por el rostro, el cuello y la chaqueta.
–Se los voy a cortar, señor –exclamó el muchacho–. Aguante un poco.
Y con la afición de los de su edad para tales procedimientos, cercenó una por una las cabezas de los atacantes de Carrington.
–¡Yap! –iba diciendo el muchacho cada vez que caía una de las cabezas.
Así y todo, se habían agarrado con tanta fuerza y determinación, que las cabezas, incluso cercenadas, quedaron aún durante algún tiempo mordiendo fieramente la carne y chupando una sangre que se les escurría por el corte del cuello. Pero el muchacho dio fin a eso con unos cuantos tijeretazos más... en uno de los cuales, por cierto, resultó lesionado el propio Carrington.
–¡No podía quitármelas! –repitió Carrington.
Y durante un buen rato permaneció tambaleándose y sangrando con profusión.
Se tocó las heridas con manos débiles y examinó el resultado en las palmas. Luego se le doblaron las piernas y cayó desvanecido a los pies del muchacho y entre los cuerpos aun coleantes de sus descalabrados enemigos. Afortunadamente, no se le ocurrió al muchacho la idea de rociarle la cara con agua – aun quedaban unos cuantos más de aquellos horribles bichos debajo de las raíces del aliso– sino que dio la vuelta a la charca y se introdujo en el jardín con la intención de pedir auxilio. Allí encontró al jardinero, que también hacía las veces de cochero, y le relató lo sucedido.
Cuando volvieron donde se hallaba Carrington, éste ya se había incorporado y se hallaba sentado en el suelo, débil y aturdido, pero en condiciones de advertirles del peligro de la charca.


II
Estas fueron las circunstancias por las que el mundo tuvo la primera notificación de que el Alimento estaba libre otra vez. Al cabo de una semana, Keston Common se hallaba en el estado operativo que los naturalistas llaman centro de distribución. Esta vez no había avispas ni ratones, ni tijeretas, ni ortigas, pero había al menos tres esquilas, varias larvas de libélula que al poco tiempo se transformaron en libélulas, deslumbrando a todo el Kent con sus planeantes cuerpos de zafiro, y una asquerosa vegetación espumeante y gelatinosa que, rebosando los bordes de la ciénaga, enviaba su viscosas masas verdes y ondulantes por el sendero que iba a la casa del doctor Winkles, hasta mitad del trayecto. Y empezó también un crecimiento exagerado de juncos y equisetum y de potamogetón, que sólo tubo fin con la desecación de la charca.
Rápidamente se hizo evidente a la mentalidad pública que esta vez no había simplemente un centro único de distribución, sino bastantes. Uno de éstos se hallaba en Ealing, y no cabía la menor duda de que fue de ahí de donde vino la plaga de moscas y ácaros rojos. Otro se hallaba en Sunbury, productor de grandes anguilas ferocísimas, que salían del agua y llegaban a matar ovejas. Y también había otro en Bloomsbury, el cual gratificó al mundo con una nueva raza de cucarachas de una especie terrible, procedentes de un viejo caserón habitado por varias cosas indeseables. Bruscamente el mundo se encontró de nuevo arrostrando las aventuras de Hickleybrow, con toda clase de estrambóticas exageraciones de monstruos domésticos en vez de las gallinas, ratas y avispas gigantes. Cada centro estalló con sus características flora y fauna locales.
Sabemos ahora que cada uno de estos centros correspondía a sendos pacientes del doctor Winkles, pero esto no se hizo evidente por entonces. El doctor Winkles fue la última persona en incurrir en la reprobación general a causa de aquello. Hubo un enorme pánico, cosa muy natural, y se produjo una indignación apasionada, no contra el doctor Winkles, sino contra el Alimento, y hasta no tanto contra el Alimento como contra el infortunado Bensington, a quien ya desde el principio la imaginación popular había insistido en considerar como la sola y única persona responsable de este nuevo producto.
El intento de lincharle que se produjo a continuación es uno de esos hechos explosivos que abultan en la historia, pero que, en realidad, constituyen el menos significativo de los sucesos.
La historia del tumulto es un misterio. El núcleo principal de la multitud procedía ciertamente de un mitin Antialimento-Estrella que había tenido lugar en Hyde Park, organizado por los extremistas del partido de Caterham, pero no parece que haya habido nadie en el mundo que propusiera, ni nadie que insinuara, la sugerencia del atropello al que asistieron tantas personas. Constituye un problema para el señor Gustave le Bon, un misterio en la psicología de las multitudes. De los hechos acaecidos se desprende que, cerca de las tres de la tarde de un domingo, una bastante grande y enloquecida multitud londinense, completamente desmandada, irrumpió Thursday Street abajo con la intención de dar a Bensington una muerte ejemplar como advertencia a todos los investigadores científicos, y que estuvo más cerca de realizar sus propósitos que ninguna otra multitud londinense lo había estado desde que fueron arrancadas las rejas de Hyde Park a mediados de la remota época victoriana. Esta multitud llegó tan cerca, en verdad, de llevar a término sus propósitos, que por espacio de una hora o un poco más una sola palabra habría sellado el destino del infortunado caballero.
La primera noticia que Bensington tuvo de aquello fue el rumor de la gente en el exterior. Se acercó a la ventana a mirar, sin darse cuenta de lo que era inminente. Durante un minuto acaso estuvo contemplando aquel hervidero en la entrada de su casa, viendo cómo se deshacían de una docena de ineficaces policías que intentaron cortarles el paso, antes de darse cuenta cabal de su importancia en el asunto. De repente, comprendió que aquella muchedumbre aulladora y ondeante iba en su busca. Se encontraba solo en el piso –afortunadamente, quizá–, ya que su prima Jane había ido a Ealing a tomar el té con una parienta suya por parte de madre, y el pobre Bensington no tenía más idea de cómo debía comportarse en aquellas circunstancias con las reglas de etiqueta del día del Juicio Final. Iba desesperadamente de un lado a otro del piso, preguntando a sus muebles qué tenía que hacer, dando vuelta a las llaves en las cerraduras para volverla a dar en seguida al revés, precipitándose hacia las puertas, las ventanas, el dormitorio... cuando entró el portero.
–No hay momento que perder, señor –le dijo–. ¡Saben el número de su habitación porque lo han leído en el tablero del vestíbulo! ¡Y vienen hacia aquí directamente!
Hizo salir corriendo a Bensington al pasillo, donde ya se percibían los ecos del gran tumulto procedente de la escalera principal, cerró la puerta a sus espaldas y lo hizo entrar en el piso de enfrente por medio de su llave duplicada.
–Es nuestra única oportunidad –dijo.
Abrió de par en par la ventana, que daba a un pozo de ventilación, desde donde se veía que en la pared se habían fijado unas planchas de hierro que constituían la más rudimentaria y peligrosa de las escaleras de escape en caso de incendio, desde los pisos superiores. El portero empujó a Bensington fuera de la ventana, le enseñó cómo debía agarrarse para no caer y salió tras él, escalera arriba, acuciándolo y atizándolo en las piernas con el llavero cuando intentaba desistir de aquella ascensión. A veces, parecía a Bensington que se vería obligado a trepar por aquella escalera vertical interminablemente. Encima de él, el parapeto parecía inaccesible, remoto, a un kilómetro de distancia. Debajo... Procuró no pensar en lo que había debajo.
–¡Alto! –gritó el portero agarrándole el tobillo.
Era horrible sentirse el tobillo agarrado de aquel modo, y Bensington se asió firmemente a la plancha de hierro de más arriba, cogiéndose a ella con desesperación, y profirió un ahogado chillido de terror.
Era evidente que el portero había roto el cristal de una ventana, y luego pareció que había saltado de lado a gran distancia hacia un costado; en seguida se oyó el ruido de una ventana que se abría. El portero le estaba diciendo a gritos cosas que él no comprendía.
Bensington volvió la cabeza hasta que pudo ver al portero.
–Baje seis peldaños –ordenó el buen hombre.
Todas aquellas idas y venidas parecían solemnes tonterías, pero, de todos modos, con muchísimas precauciones, Bensington bajó un peldaño.
–¡No me estire! –gritó al ver que el portero se disponía a ayudarlo desde la ventana abierta.
Le pareció que llegar a la ventana desde la escalera sería una hazaña respetable para un murciélago, y fue con la idea de efectuar un suicidio decente más que con la de alcanzar la meta, que por fin se decidió a dar aquel paso. El portero, sin ningún cumplido, lo metió dentro.
–Tendrá usted que quedarse –dijo–. Mis llaves no funcionan aquí. Es una cerradura americana. Voy a salir a ver si encuentro al inquilino de este piso. Usted se quedará aquí encerrado. No se acerque a la ventana, eso es todo. Es la muchedumbre más horrible que he visto en mi vida. Si creen que está usted ausente, probablemente se contentarán con destruir su producto...
–El indicador decía «Está en casa» gimió Bensington.
–¡Al demonio el indicador! Mejor que no me encuentren...
Y desapareció dando un portazo.
Bensington volvió a quedarse solo con sus iniciativas.
Y se metió debajo de la cama. Allí fue donde lo encontró Cossar.
Bensington estaba casi en coma de terror cuando fue descubierto, porque Cossar derribó la puerta con los hombros, habiendo tomado impulso desde la pared de enfrente del pasillo.
–Salga de aquí, Bensington –dijo–. Todo va bien. Soy yo... Tenemos que salir de aquí. Están incendiando el edificio. Los porteros huyen. Los criados ya se han ido. Por fortuna di con el único hombre que sabía dónde estaba usted... ¡Mire!
Bensington, atisbando desde debajo de la cama, se dio cuenta de que Cossar llevaba en el brazo unas ropas incomprensibles, y, aunque parezca increíble, ¡un gorro negro de mujer en la mano!
–Están desembarazándose de todos los obstáculos –dijo Cossar–. Si no incendian el edificio, vendrán hasta aquí. Las tropas no llegarán a lo mejor hasta dentro de una hora. El cincuenta por ciento de los manifestantes son malvivientes, y en cuantos pisos penetren tanto más les va a gustar. Evidentemente... Quieren limpiarlo todo. Usted póngase estas faldas y este gorrito, Bensington, y larguémonos.
–¿Quiere usted decir...? –empezó a decir Bensington sacando la cabeza como una tortuga.
–¡Póngase esto y venga...! ¡Ya!
Y con súbita vehemencia, arrastrando a Bensington fuera de la cama, empezó a disfrazarlo de anciana mujer de pueblo.
Le arremangó los pantalones y le hizo quitarse las chinelas; le quitó él mismo el cuello, la corbata, la chaqueta y el chaleco, le pasó una blusa negra por la cabeza, le puso un corpiño de lanilla roja y un jubón por encima. Hizo que se quitara los lentes, demasiado característicos, y le aplicó de un golpe el gorrito en la cabeza.
–Podría ser usted una vieja de nacimiento –dijo mientras le ataba las cintas.
Luego le hizo ponerse las botas con cierre elástico –terrible tortura para los callos– y el chal, y el disfraz fue completo.
–Camine de un lado para otro –dijo Cossar.
Bensington obedeció.
–Está bien –añadió Cossar.
Y de esta forma fue cómo, tropezando con torpeza con sus desacostumbradas faldas, gritando imprecaciones mujeriles con una fantástica voz de falsete para mantener su papel y acompañado de la rugiente nota de una muchedumbre que se proponía nada menos que lincharle, el auténtico descubridor de la Heracleoforbia IV procedió a huir por el pasillo de Chesterfield Mansions, mezclado con aquella multitud desordenada e inflamada, y así salió de la cadena de acontecimientos que constituye nuestra historia.
Después de aquella huida, ni una sola vez volvió a mezclarse en el estupendo proceso de desarrollo del Alimento de los Dioses el hombre que más había hecho por su descubrimiento.


III
El hombrecillo que puso en marcha todo este negocio desaparece de la historia, y al cabo de un cierto tiempo se desvanece enteramente del mundo de las cosas visibles y explicables. Pero como que fue él quien dio origen a todo lo que relatamos, será decoroso intercalar a su salida una página de atención. Podrá ser presentado, en sus últimos días, tal como la población de Tunbridge Wells lo conoció. Porque fue en Tunbridge Wells donde reapareció después de un oscurecimiento temporal, tan pronto como se dio cuenta cabal de lo transitorio, de lo absolutamente excepcional y carente de significado de aquella furia del tumulto. Reapareció bajo las alas de la prima Jane, tratándose a sí mismo por el descalabro nervioso sufrido, con exclusión de cualquier otro interés, y permaneciendo totalmente indiferente, según parece, a las batallas que hacían furor entonces alrededor de aquellos nuevos centros de distribución y alrededor de los Niños del Alimento. Bensington sentó sus reales en el hotel hidroterapéutico Mount Glory, donde se dan extraordinarias facilidades para toda clase de baños: carbonatados, creosotados, tratamiento galvánico y farádico, masaje, baños de pino, almidón y pinabete, baños de radium, luz, calor, salvado y hojas de abeto, baños de brea... toda clase de baños, y se dedicó por entero al desarrollo de este sistema de tratamiento curativo que quedó aún imperfecto a su muerte. A veces montaba en un vehículo de alquiler, bien abrigado dentro de su chaqueta de piel de foca, y otras veces, cuando sus pies se lo permitían, echaba a andar hasta el manantial, donde sorbía el agua ferruginosa bajo la mirada de su prima Jane.
Sus hombros encorvados, su rosada apariencia, sus brillantes gafas, llegaron a ser una «característica» de Tunbridge Wells. Nadie se mostró descortés con él en absoluto. Por el contrario, tanto el lugar aquél como el hotel parecieron estar muy complacidos de contar con su presencia. Nada podía evitarle ya aquella distinción. Y aunque prefería no seguir el desarrollo de su gran invento en los periódicos, cuando atravesaba el salón de descanso del hotel o se dirigían al manantial y oía cómo susurraban: «¡Ahí viene! ¡Es éste!», no era precisamente desagrado lo que ablandaba el rictus de su boca y hacía relucir un momento sus ojos.
¡Aquella figurilla, aquella diminuta figurilla, había lanzado el Alimento de los Dioses sobre el mundo! No se puede saber qué es lo más asombroso de esos hombres científicos y fisiólogos si su grandeza o su pequeñez. Podéis imaginároslo allí, en el manantial, embutido en el abrigo forrado de pieles. Está de pie, bajo aquella ventana de porcelana donde brota el chorro de agua mineral, bebiendo pequeños sorbos de agua ferruginosa del vaso que sostiene en la mano. Un ojo, por encima de la montura de oro, está fijo, con expresión de inescrutable severidad, en la prima Jane.
–¡Bah! –dice cada vez que toma un sorbo.
Así componemos nuestro recuerdo, así enfocamos y fotografiamos a nuestro descubridor por última vez, y así le dejamos, como un simple punto en nuestro primer término, pasando a considerar aquella otra imagen mucho mayor que se ha desarrollado a su lado, la historia de su Alimento, cómo los dispersos Niños Gigantes fueron creciendo día por día dentro de un mundo demasiado pequeño para ellos y cómo la red de leyes sobre el Alimento Estrella y de convenciones sobre el Alimento Estrella, que la Comisión del Alimento Estrella estaba tejiendo ya por entonces, se fue cerrando más y más alrededor de ella, a cada año de su crecimiento. Hasta que...

LIBRO SEGUNDO
EL ALIMENTO LLEGA AL PUEBLO

CAPÍTULO UNO
EL ADVENIMIENTO DEL ALIMENTO

Los Niños del Alimento siguieron creciendo ininterrumpidamente durante todos aquellos años; fue el mayor acontecimiento de la época. Pero son las filtraciones lo que hace historia. Los niños que lo habían comido crecieron, pero pronto hubo otros niños creciendo asimismo; y las mejores intenciones del mundo no pudieron evitar más filtraciones en lo sucesivo. El Alimento insistía en escaparse con la pertinacia de un ser viviente. La harina tratada con aquel producto se deshacía, en tiempo seco y casi como si fuera intencionadamente, en un polvo impalpable que volaba ante la brisa más tenue. A veces un nuevo insecto se abría camino hacia un nuevo desarrollo, transitorio y fatal; otras veces era una nueva irrupción de grandes ratas desde las cloacas y de otras sabandijas del mismo estilo. Durante unos días el pueblo de Pangbourne, en Berkshire, luchó contra hormigas gigantes. Tres hombres fueron mordidos y fallecieron. Hubo pánico, hubo luchas y la calamidad resultante que ser combatida nuevamente, dejando siempre algo detrás, en las cosas más oscuras de la vida, completamente cambiado. Luego, otra vez, una nueva irrupción aguda y terrorífica, una rápida hipertrofia de monstruosos matorrales, una diseminación, a la deriva por todo el mundo, de unos cardos que crecían desorbitadamente, de cucarachas contra las que los hombres luchaban con escopetas o una plaga de enormes moscas.
Hubo luchas desesperadas en lugares oscuros. El Alimento engendró héroes en defensa de la causa de la pequeñez...
Y los hombres aceptaron aquellos acontecimientos como hechos normales en sus vidas y se enfrentaron con ellos como expedientes improvisados y se dijeron unos a otros que «no había ningún cambio en el orden esencial de las cosas». Después del primer gran pánico, Caterham, a pesar de su poder de elocuencia, pasó a ser una figura secundaria en el mundo político, permaneciendo en la opinión de la gente como el exponente de un punto de vista extremista.
Sólo lentamente pudo abrirse camino hacia una posición central en los negocios. «No hay ningún cambio en el orden esencial de las cosas...» Aquel líder eminente del pensamiento moderno, el doctor Winkles, era muy preciso sobre esto... y los exponentes de lo que en aquellos días había tomado el nombre de Liberalismo Progresivo, se pusieron muy sentimentales sobre la insinceridad esencial de su progreso. Sus ensueños, según parece, estaban dedicados por entero a las pequeñas naciones, a los pequeños lenguajes, a aquellas pequeñas familias, cada una de las cuales podía mantenerse a sí misma con los productos de su granja. Era la moda de lo pequeño, de lo pulcramente dispuesto. Ser grande era ser «vulgar», y los términos de delicado, primoroso, diminuto, miniatura y minúsculamente perfecto llegaron a ser las palabras clave de la aprobación crítica...
Mientras tanto, quedamente, sin apresurarse, como es propio de la infancia, los Niños del Alimento seguían creciendo en un mundo que cambiaba para poder recibirlos, hacían acopio de fuerzas, de estatura y de conocimientos, se hacían individuales y decididos, adaptándose lentamente a las dimensiones de su destino. Al poco tiempo ya parecían formar parte natural del mundo. Toda aquella agitación de engrandecimiento también parecía formar parte integrante del mundo de un modo natural, y las personas difícilmente podían imaginarse cómo habían sido las cosas antes de aquello. Llegaron a oídos de los hombres relatos de lo que los niños gigantes eran capaces de hacer, y los hombres exclamaban: «¡Maravilloso!», sin maravillarse lo más mínimo. Los periódicos populares hablaban de los tres hijos de Cossar y de cómo estos asombrosos niños levantaban grandes cañones, lanzaban grandes bloques de hierro a cientos de metros de distancia y saltaban hasta los sesenta metros. Se decía que estaban cavando un pozo más profundo que cualquier pozo o mina que hombre alguno hubiese cavado, en busca de tesoros ocultos en la tierra desde que la tierra empezó a ser.
Estos Niños, según las revistas populares, habían de allanar montañas, construir puentes para pasar el mar y llenar la tierra de túneles.
–¡Maravilloso! –decía la gente, ¿no es verdad? ¡Cuántas comodidades tendremos!
Y seguían, cada cual dedicado a sus negocios, como si en la tierra no existiese una cosa llamada el Alimento de los Dioses. Y, ciertamente, todas estas cosas no eran más que las primeras indicaciones y promesas de la potencialidad de los Niños del Alimento. Para ellos todavía no se trataba más que de juegos, no era más que el primer uso de una fuerza carente aún de propósito. Ni ellos mismos sabían para qué servían. Eran niños, niños que crecían lentamente, de una raza nueva. La fuerza gigante aumentaba día por día... pero la voluntad gigante tenía todavía que crecer mucho antes de alcanzar un propósito y un designio. Contemplándolos desde la estrecha perspectiva del tiempo, aquellos años de transición poseen la calidad de un único acontecimiento consecutivo; pero, en realidad, nadie vio el advenimiento del engrandecimiento, del mismo modo que nadie en todo el mundo vio, hasta que hubieron transcurrido varios siglos, la Decadencia y la Caída de Roma. Los que vivieron aquellos días estaban demasiado inmersos en los acontecimientos y su progresivo desarrollo para poder verlo como una unidad. Incluso a las personas más inteligentes les producía la impresión de que el Alimento no daría al mundo otra cosa que una cosecha de desatinos inconexos e ingobernables, que ciertamente podrían ser causa de agitaciones y disturbios, pero que no podían hacer gran cosa más contra el orden establecido y la estructura de la humanidad.
Para un observador, al menos, lo más maravilloso de todo aquel período de tensiones acumuladas es la inercia invencible de la gran masa de la población, su quieta persistencia en todo aquello que ignorase las enormes presencias, la promesa de cosas aún más enormes que estaban creciendo entre ellos mismos. Del mismo modo que muchos ríos aparecen con una superficie lisa y tranquila al borde de una catarata mientras su corriente es potente y profunda, así todo lo que el hombre tiene de más conservador parecía aquietarse en un sereno influjo durante aquellos últimos días. La reacción se hizo popular, se hablaba de la bancarrota de la ciencia, de la agonía del Progreso, del advenimiento de los Mandarines... y se hablaba de todas estas cosas entre los ecos de las pisadas de los Niños del Alimento. El tumulto de las absurdas Revoluciones de antaño, una multitud de necia gentuza persiguiendo a un reyezuelo o algo por el estilo eran cosas de otra época, y ni se hablaba ya de ello, pero lo que no había desaparecido era el Cambio. Era sólo el Cambio lo que había cambiado. El Nuevo Cambio llegaba con su talante y se hallaba más allá de la comprensión habitual del mundo.
Hablar con detalle de su advenimiento equivaldría a escribir una gran historia, pero por todas partes se sucedía una cadena semejante de acontecimientos. Explicar, por consiguiente, su aparición en un lugar determinado será como explicar algo del conjunto. Dio la casualidad de que una simiente extraviada de Inmensidad cayó en el hermoso pueblecito de Cheasing Eyebright, en Kent, y de la historia de su extraña germinación allí y de la trágica futilidad que fue su consecuencia, se puede intentar (siguiendo como si dijéramos, un solo hilo) demostrar la dirección en la que el gran telar hacía girar el huso del Tiempo.


II
Cheasing Eyebright tenía, como es natural, un vicario. Hay vicarios y vicarios, y de todos los tipos de vicario el que menos me gusta es el vicario innovador, de abigarradas ideas, reaccionario profesional y progresivo al mismo tiempo. Pero el vicario de Cheasing Eyebright era uno de los vicarios menos innovadores. Era un hombrecillo regordete, digno, maduro y de ideas conservadoras. Conviene que retrocedamos un poco en nuestro relato para hablar de él. El vicario se entendía muy bien con su pueblo y hay que figurárselos juntos, vicario y pueblo, tal como se les veía en aquel atardecer, cuando la señora Skinner –¡ya recordaréis su huida!– llevó consigo el Alimento, de un modo insospechado por todos, a aquella rústica tranquilidad.
Precisamente entonces era cuando el pueblo presentaba su mejor aspecto a la luz poniente. Se extendía a lo largo de un valle bajo los bosques de hayas de Hanger, formando un rosario de cottages donde alternaban las rojas tejas con la paja, pórticos enrejados y fachadas enmarcadas a medida que la carretera iba descendiendo desde los tejos de la vicaría hacia el puente. La vicaria sobresalía de un modo no muy ostentoso por entre el arbolado de más allá de la fonda, fachada de la primera época georgiana, madurada por el tiempo, y la aguja de la iglesia se elevaba, feliz, en la depresión que hacía el valle siguiendo la silueta de las lomas. Un tortuoso arroyo, una delgada intermitencia de azul cielo y espuma, brillaba entre una espesa orilla de cañas, lisimaquias y sauces llorones, en el centro de las sinuosas flámulas de un prado. El panorama presentaba aquella cualidad inglesa de madurado cultivo, aquel aspecto de inmóvil acabado que imita la perfección, bajo la tibia atmósfera del ocaso.
Y el vicario también presentaba un aspecto rancio. Tenía un aspecto habitual y esencialmente rancio, como si hubiese sido un niño rancio nacido en una clase social añeja, un muchachito maduro y jugoso. Se podía ver, aun antes de que él lo mencionara en su chocheante locuacidad, que había asistido a una costosa escuela con edificios cubiertos de hiedra, con magníficas tradiciones, asociaciones aristocráticas y cuentes de laboratorios de química, y que de allí había pasado a un venerable college del más maduro gótico. Pocos libros tenía con menos de mil años, de los cuales Yarrow y Ellis y varios sermones premetodistas constituían la mayor parte. Era un hombre de talla mediana, un poco corto, en apariencia, debido a sus dimensiones ecuatoriales, y con un rostro que habiendo sido bien rancio ya desde el principio, era, en aquellos momentos, climatéricamente maduro. La barba de un David disimulaba la redundancia de su mentón; no llevaba cadena de reloj por exceso de refinamiento y sus modestos trajes clericales estaban confeccionados por un buen sastre del West End... En aquel instante se hallaba sentado con una mano en cada pierna, pestañeando a la vista de su pueblo, en una actitud de beatífica aprobación. Hizo un gesto con su regordeta mano hacia allí y sus preocupaciones se esfumaron. ¿Qué más podía desear?
–Estamos felizmente situados –dijo dando una expresión mansa y sumisa a sus ideas–. Estamos en una fortaleza en lo alto de una montaña.
Por fin, se explicó:
–Estamos fuera de todo.
Porque él y su amigo habían estado conversando de los Horrores de la Época, de la Democracia, de la Educación Laica, de los Rascacielos, de los Automóviles, de la Invasión Americana, de las infectas Lecturas del Público y de la completa desaparición del Buen Gusto.
–Estamos fuera de todo eso –repitió. Y aún no había acabado de hablar, cuando las pisadas de alguien que se acercaba llegaron a su oído. Se volvió en redondo y la vio.
Ya podéis imaginaros el rápido y trémulo avance de la anciana, con el fardo cogido por la descarnada y rugosa mano y la nariz (que era su más firme apoyo) arrugada en desalentada resolución. Podéis ver las amapolas de un sombrerito balanceándose rítmica y fatalísticamente, y las botas de cierre elástico, blancas de polvo, bajo sus desaseadas faldas, señalando con una irrevocablemente lenta alternativa hacia el Este y hacia el Oeste. Debajo del brazo, como un cautivo inquieto, se movía y se escurría un paraguas barato. ¿Quién podía haber dicho al vicario que aquella grotesca figura de anciana era –al menos en lo que hacía referencia a su pueblo– nada menos que la Fructífera Ocasión y lo Imprevisto, la Bruja que los hombres débiles llaman Destino? Pero nosotros ya sabemos que no era ni más ni menos que la señora Skinner.
Como iba muy cargada para poder saludar con cortesía, prefirió hacer como que no veía ni al vicario ni a su amigo, y así pasó, flip–flop, a tres metros de ellos, siguiendo hacia el pueblo. El vicario contempló su lento tránsito en silencio y, mientras, maduró el planteamiento de una observación.
Un incidente le pareció desprovisto de toda importancia. La mitad femenina del género humano, aere perennius, ha estado llevando paquetes a cuestas desde el día de la Creación. ¿Qué tenía, pues, de particular aquella anciana?
–Estamos fuera de todo eso –volvió a decir el vicario–. Vivimos en una atmósfera de cosas simples y permanentes, Nacer y Trabajar, el simple tiempo de la siembra y el simple tiempo de la cosecha. El Tumulto pasa y nos deja completamente de lado. Se sentía siempre grandilocuente cuando hablaba de lo que él llamaba las cosas permanentes.
–Las cosas cambian –decía–, pero el género humano... aere perennius.
Así era el vicario. Le gustaban las citas clásicas sutilmente aplicadas, aunque no vinieran a cuento. Más abajo, la señora Skinner, nada elegante pero decidida, parecía curiosamente acoplada al portillo de Wilmerding.


III
Nadie sabe lo que hizo el vicario con los Bejines Gigantes.
Sin duda fue de los primeros en descubrirlos. Estaban esparcidos a intervalos a lo largo del sendero que había entre la loma más próxima y el límite del pueblo, sendero que frecuentaba diariamente en su paseíto habitual, después de comer. En conjunto, de estos hongos anormales había una treintena. El vicario, según parece, se los quedó mirando severamente uno por uno y hasta golpeó la mayor parte de ellos una o dos veces con su bastón. Incluso intentó medir uno con los brazos, pero el hongo estalló ante su abrazo de Ixión.
Habló de ellos a diversas personas diciéndoles que eran «¡maravillosos!» y relató a no menos de siete amigos la conocida anécdota de la loza que fue levantada del suelo de la bodega por un cúmulo de hongos que crecían debajo de ella. Consultó su Sowerby para ver si se trataba del Lycoperdon coetatum, o giganteum, como todos los de su especie. Desde que Gilbert White se hizo famoso, el vicario «gilbertwhiteaba». Sostenía la teoría de que al giganteum se lo llama así injustamente.
No se sabe si pudo observar que aquellas esferas blancuzcas estaban esparcidas en el trayecto mismo que siguiera la anciana el día anterior, o si notó que el último ejemplar de la serie se distendía y abultaba a menos de veinte metros de la verja de entrada al cottage de Caddles. Si llegó a observar todas estas cosas, no hizo el menor intento de anotar sus observaciones. Sus observaciones en cuestiones de botánica eran lo que la clase inferior de científicos denomina «observación ejercitada», o sea, que se va en busca de determinadas cosas y se descuida de lo demás. Y tampoco hizo nada el vicario para relacionar este fenómeno con la notable expansión del niño de los Caddles, expansión que progresaba desde hacía varias semanas, exactamente desde un domingo por la tarde en que Caddles, de ello haría cosa de un mes o más, fue a visitar a su suegra y oyó cómo el señor Skinner (ahora difunto) se jactaba de su técnica para criar gallinas.


IV
En verdad, el crecimiento exorbitante de los bejines, consecutivo a la expansión del niño de los Caddles, debería haber hecho abrir los ojos al vicario. El último de estos hechos mencionados, cronológicamente el primero, se le había echado en brazos cuando el bautizo... casi abrumadoramente.
El niño berreó con ensordecedora violencia al caer sobre su frente el agua fría que sellaba su herencia divina y su derecho a llamarse «Albert Edward Caddles». Se hallaba entonces mas allá de toda posibilidad de acarreo materno, y Caddles, aunque tambaleándose, pero sonriendo triunfalmente a los demás padres, cuantitativamente inferiores, lo llevó de nuevo al banco ocupado por su grupo.
–¡Jamás vi a niño parecido! –exclamó el vicario. Este fue el primer indicio público de que el niño de los Caddles, que había comenzado su carrera terrenal algo por debajo de los tres kilos y medio, intentaba, después de todo, hacer quedar bien a sus padres. Muy pronto se hizo evidente que no sólo aspiraba al crédito, sino a la gloria. Y al cabo de un mes, su gloria brillaba tan esplendente que hasta era, considerando la posición social en que se hallaban los Caddles, algo indecorosa.
El carnicero pesó al niño once veces. Hombre de pocas palabras, pronto expresó su modo de pensar. La primera vez dijo: –Este es de los buenos. La segunda vez murmuró: –¡Demonios!
Y la tercera vez exclamó: –¡Buuuueno, señora!
Después de esto, cada vez que volvió a pesarlo se limitó a dar un tremendo resoplido, a rascarse la cabeza y mirar las escalas con una desconfianza sin precedentes. Todo el mundo fue a ver al Gran Bebé –como lo llamaron con general consentimiento –y la mayoría de ellos dijeron:
–¡Es un barbarote!
Y casi todos le hicieron esta pregunta: –¿Qué te han hecho tus padres?
La señorita Fletcher también fue a verlo, y dijo:
–¡Ay, yo nunca...!
Lo cual era perfectamente cierto.
Lady Wondershoot, la tirana del pueblo, llegó el día siguiente de la tercera pesada e inspeccionó muy de cerca el fenómeno a través de unos lentes que la llenaron de terror.
–Es un niño inusualmente Grande –dijo a su madre con voz potente e instructiva–. Tendrá usted que tener con él cuidados extraordinarios, Caddles. Naturalmente, no seguirá creciendo a este paso alimentado con biberón, pero debemos hacer todo lo que podamos por él. Le mandaré más franela.
Fue el médico y midió al niño con una cinta métrica y se anotó las cifras en un cuaderno, y el anciano Drifthassock, que cultivaba la tierra en Up Marden, hizo desviarse tres kilómetros de su trayecto a un corredor de abonos para que fuera a verlo. El corredor preguntó la edad del niño tres veces y finalmente dijo que lo ahorcasen si lo entendía. Dejó que cada cual dedujera cómo y por qué tenían que ahorcarlo, pero parece que era a causa del tamaño del niño. También dijo que tendrían que llevarlo a un concurso de bebés. Y durante todo el día, a la salida de la escuela, fueron presentándose niños y niñas que iban diciendo:
–Señora Caddles, ¿quiere dejarnos ver a su niño, por favor?
La buena mujer tuvo que cortar aquello por lo sano. Y en medio de aquellas escenas de asombro, compareció la señora Skinner y allí se quedó sonriendo, en último término, aguantándose los puntiagudos codos con sus descarnadas y nudosas manos, y sonriendo, sonriendo por debajo de la nariz, con una sonrisa de infinita profundidad.
–Hasta hace que la vieja bruja de la abuela no se vea tan mal –dijo Lady Wondershoot–. Siento de veras que haya vuelto al pueblo.
Naturalmente, como casi todos los niños de los labriegos, el elemento caritativo había hecho su aparición, pero el niño pronto dejó establecido sin lugar a dudas por medio de un berreo colosal, su opinión sobre la capacidad del biberón, aquel elemento distaba todavía mucho de su objetivo.
El niño fue considerado la maravilla del siglo, y todo el mundo se hartó de maravillarse de su asombroso crecimiento. Y luego, ¡cosa rara!, en vez de pasar de moda para dar paso a otras maravillas, ¡siguió creciendo a ritmo más acelerado que nunca!
Lady Wondershoot oyó lo que le decía la señora Greenfield, su ama de llaves, con un asombro infinito.
–¿Que Caddles está otra vez abajo? ¿Que no tiene alimento para el niño? Pero señora Greenfield, ¡es imposible! ¡Esta criatura come como un hipopótamo! Estoy segura de que no es verdad.
–Estoy segura de que no la engañan, Milady –dijo la señora Greenfield.
–¡Es tan difícil estar segura con esas gentes! –dijo Lady Wondershoot–. Y ahora desearía, mi buena señora Greenfield, que usted fuera allí esta tarde para ver... para ver cómo le dan el biberón. Por muy grande que sea, no puedo imaginarme que necesite más de tres litros al día.
–Realmente no hay necesidad, Milady –dijo la señora Greenfield.
La mano de Lady Wondershoot tembló con una especie de caritativa emoción, con la rabia suspicaz que conmueve a todos los aristócratas ante la idea de que posiblemente las clases más humildes sean, después de todo, tan mezquinas como las clases superiores y –¡ahí es donde escuece!– marquen también sus tantos en el juego.
Pero la señora Greenfield no pudo observar prueba alguna de malversación, y ordenó se facilitara una provisión progresivamente creciente al niño de Caddles. Acababa de enviarse a su destino apenas el primer lote, cuando Caddles estaba ya de vuelta en la gran mansión en un estado abyectamente culposo.
–Hemos tenido el mayor cuidado con las ropas, señora Greenfield, se lo aseguro, señora, ¡pero han estallado y se han roto! Han salido volando con tal violencia, señora, que un botón ha roto el cristal de una ventana, señora, y otro me dio a mí aquí... Véalo usted misma, señora.
Cuando Lady Wondershoot se enteró de que aquel asombroso niño había hecho estallar sus hermosas ropas de caridad, decidió hablar con Caddles ella misma en persona. Caddles compareció con el pelo precipitadamente mojado y alisado con la mano, sin aliento y agarrado al ala de su sombrero como si fuese un salvavidas; el pobre hombre dio un traspiés con el borde de la alfombra debido a su confusión.
A Lady Wondershoot le gustaba ser impertinente con Caddles. Para ella Caddles era el ideal del individuo de la clase baja: deshonesto, fiel, abyecto, trabajador e inconcebiblemente incapaz de responsabilidad. Le hizo saber que aquello era una cosa muy seria, es decir, que el modo como iba creciendo el niño era un asunto muy serio.
–Es su apetito, Milaty –dijo Caddles levantando el tono de la voz–. Deténgale el crecimiento, Milady, verá cómo no puede... Está allí echado, Milady, ¡y pega cada patada! Y chilla de un modo que nos desespera. Nos parte el corazón, Milady. Y si aguantáramos sin hacer nada, los vecinos intervendrían y podría ocurrir lo peor...
Lady Wondershoot consultó al médico parroquial.
–Lo que yo quisiera saber –dijo Lady Wondershoot– es si está bien que este niño se trague esa gran cantidad de leche.
–La ración adecuada para un niño de esta edad –dijo el médico parroquial– es de tres cuartos de litro a un litro cada veinticuatro horas. No sé por qué razón tienen que recurrir a usted para que les dé más. Si usted lo hace, es debido a su generosidad. Claro que podríamos intentar darle la legítima cantidad que le corresponde durante unos días. Pero ese niño, hay que admitirlo, parece ser, por alguna razón ignorada, fisiológicamente diferente. Posiblemente será un Atleta. Es un caso de Hipertrofia Generalizada.
–Pero no está bien para los demás niños de la parroquia –dijo Lady Wondershoot–, y estoy segura de que vendrán a quejarse si esto sigue así.
–No veo que nadie pueda pretender que se le dé más de lo que está reconocido como dieta adecuada. Deberemos insistir en que se arreglen con lo que se les da. Si no quieren, se podría enviar el niño al hospital como caso interesante.
–Supongo –repuso Lady Wondershoot después de reflexionar un momento– que, aparte del tamaño y del apetito, usted no encuentra en él nada anormal... nada monstruoso, ¿verdad?
–No... No encuentro nada anormal. Pero no hay duda de que si este crecimiento persiste, nos encontraremos con graves deficiencias intelectuales y morales. Casi se puede profetizar esto, según la ley de Max Nordau, uno de los filósofos más célebres y dotados, Lady Wondershoot. Nordau descubrió que lo anormal es... anormal, lo cual constituye un valioso descubrimiento, y vale la pena de tenerlo presente. Yo lo encuentro de una gran ayuda en la práctica corriente. Cuando me encuentro con algo que es anormal, digo en seguida: esto es anormal. –La mirada del médico se hizo profunda, bajo el tono de su voz, y sus ademanes lindaron con lo íntimamente confidencial. Levantó una mano con rigidez. –Y lo trató en el mismo plan de anormalidad –concluyó.


V
–¡Epa, epa! –dijo el vicario al comenzar el desayuno, el día siguiente de la llegada de la señora Skinner–. ¡Epa, epa! ¿Qué será esto? –Y golpeó el periódico con sus gafas, con aire de reprimenda.– ¡Avispas gigantes! ¿A dónde vamos a llegar...? ¡Serán periodistas norteamericanos, seguramente! ¡Al cuerno con estas Novedades! ¡A mí que me den grosellas gigantes...!
«¡Tonterías! –agregó y apuró el café de un trago, los ojos fijos en el periódico y haciendo un chasquido de incredulidad con los labios.
–¡Paparruchas! –continuó, rechazando la insinuación.
Pero al día siguiente había más, y se hizo la luz.
Pero no toda vino en seguida, sin embargo. Cuando el vicario salió a dar su paseo después de comer, estaba riéndose todavía de la absurda historia que el periódico pretendía hacer creer. ¡Avispas...! ¡Avispas que matan un perro...! Incidentalmente, al pasar por el lugar donde se había desarrollado aquella primera cosecha de bejines, observó que la hierba crecía muy alta, pero no relacionó en absoluto aquello con el motivo de su diversión.
–Habríamos oído algo con toda seguridad –se dijo–. Whitstable no está ni a veinte millas de aquí.
Más lejos descubrió otro bejín, de la segunda generación, irguiéndose como un huevo de ave Roe por entre un matorral anormalmente denso.
Entonces la idea le llegó como un relámpago.
No dio la vuelta habitual de la mañana. En vez de ello, retrocedió al llegar al segundo portillo, dirigiéndose hacia el cottage de los Caddles.
–¿Dónde está el niño? –ordenó, y al verlo, exclamó–: ¡Dios mío!
Volvió cuesta arriba hacia el pueblo, murmurando interjecciones y se encontró con el médico que bajaba la cuesta a toda velocidad. El vicario lo cogió del brazo.
–¿Qué significa eso? –preguntó–. ¿Ha leído usted el periódico estos últimos días?
El médico contestó afirmativamente.
–Bueno, entonces, ¿qué le pasa al niño ése? ¿Qué pasa con todo lo demás...? ¡Avispas, bejines, niños! ¿Qué será lo que les hace crecer tanto? Es algo totalmente inesperado. ¡Y además en Kent! Si fuese en Norteamérica...
–Es un poco difícil decir precisamente de qué se trata. Por lo que yo puedo entender, los síntomas...
–¿Sí?
–Son de hipertrofia... de hipertrofia generalizada.
–¿Hipertrofia?
–Sí. Generalizada... que ataca todas las estructuras del organismo... todo el cuerpo. Puedo decir que, a mi juicio, y entre nosotros, estoy casi convencido de que se trata de eso... Pero hay que andar con cuidado.
–¡Ah! –exclamó el vicio, muy aliviado al encontrar que el médico estaba a la altura de la situación–. Pero, ¿por qué será que está brotando de este modo por todas partes?
–Esto también es difícil de decir –repuso el médico.
–En Urshot. Y aquí. Es un caso clarísimo de diseminación.
–Sí –aprobó el médico–. Así lo creo. Se parece a una epidemia. Probablemente se trata de una hipertrofia epidémica.
–¡Epidémica! –dijo el vicario–. ¿No querrá usted decir que es contagiosa?
El médico sonrió amablemente frotándose las manos.
–Eso sí que no podría decirlo –dijo.
–¡Pero...! –exclamó el vicario, con los ojos como naranjas–. Si es contagiosa... pues.... ¡puede afectarnos a nosotros!
Dio una gran zancada cuesta arriba y se volvió.
–¡He estado allí...! –exclamó–. ¿No será mejor que...? Voy a casa de inmediato y tomaré un baño y me fumigaré la ropa.
El médico se quedó contemplando durante un momento cómo el otro se alejaba, luego dio media vuelta y se dirigió también a su casa...
Pero mientras iba andando reflexionó que ya hacía un mes que había aparecido un caso en el pueblo sin que nadie más cogiera la enfermedad, y después de una pausa vacilante decidió mostrarse tan valiente como debe ser un médico y arriesgarse a lo que fuere como un hombre.
Y fue bien aconsejado por sus últimos pensamientos. El crecimiento era lo que menos podía ocurrirle a él. Podía haber comido Heracleoforbia –y el vicario también– sin que le sucediera nada. El crecimiento había terminado para ellos. El crecimiento había acabado con aquellos dos caballeros, para siempre.


VI
Un día o dos después de esta conversación, o sea, un día o dos después del incendio de la Granja Experimental, Winkles fue a visitar a Redwood y le enseñó una carta insultante. Era anónima y el autor debe respetar los secretos de sus personajes.
«Está usted ganándose una reputación a causa de un fenómeno natural –decía la carta–, intentando hacerse propaganda con la carta enviada a The Times. ¡Usted y su Alimento Estrella! Déjeme que le diga que ese alimento suyo, que lleva un nombre tan absurdo, además, tiene una relación meramente accidental con esas grandes ratas y avispas. La realidad está en que existe ahora una epidemia de hipertrofia, de hipertrofia contagiosa, que puede usted controlar del mismo modo que puede controlar el sistema solar. Es tan viejo como las colinas. Ya existía la hipertrofia en la familia de Anak. Fuera de su radio de acción, en Cheasing Eyebright actualmente hay un niño...»
–Escritura temblorosa y mal alineada. Será un viejo caballero, probablemente –dijo Redwood–. Es extraño que un niño...
Leyó unas líneas más y tuvo una inspiración.
–¡Por Júpiter! –exclamó–. ¡Si es la perdida señora Skinner!
Y descendió sobre ella, de repente, el día siguiente por la tarde.
La señora Skinner estaba arrancando cebollas del huerto que había frente al cottage de su hija cuando vio a Redwood atravesar la verja del jardín. Se quedó un momento «consternada», como dicen los aldeanos, y luego, cruzándose de brazos y con el manojito de cebollas colocadas defensivamente bajo el codo izquierdo, esperó que se acercara. La boca de la mujer se abrió y cerró varias veces, farfulló algo con su diente único y con la rapidez del parpadeo de una luz de arco voltaico hizo una profunda reverencia.
–Pensé que la encontraría –dijo Redwood.
–Creyó usted bien, señor –dijo ella, sin ninguna alegría.
–¿Dónde está Skinner?
–No me ha escrito, señor, ni una sola vez, ni ha venido por aquí desde que yo vine, señor.
–¿No sabe usted lo que puede haberle sucedido?
–Como no ha escrito, no, señor.
Y dio un paso ladeado hacia la izquierda, con la imperfecta idea de cortar a Redwood el camino hacia la puerta del granero.
–Nadie sabe lo que ha sido de él –dijo Redwood.
–Yo diría que él si lo sabe –repuso la señora Skinner.
–Pues no lo dice.
–Siempre ha sabido salir de apuros dejando que los demás se arreglaría como pudieran. Así ha sido siempre Skinner... Aunque es muy inteligente.
–¿Dónde está el niño? –preguntó Redwood bruscamente.
Ella se hizo repetir la pregunta.
–Ese niño del que tanto se habla, el niño a quien ha estado usted dando nuestro producto... el niño que pesa catorce kilos.
La señora Skinner hizo unos gestos con las manos al tiempo que se le caían las cebollas.
–De veras señor –protestó–, que no sé lo que quiere decir, señor. Mi hija, la señora Caddles, tiene un hijo, es verdad, pero...
Hizo una acusada reverencia e intentó adoptar una actitud inocentemente inquisitiva inclinando la nariz a un lado.
–Es mejor que me deje ver ese niño, señora Skinner –dijo Redwood.
–Está claro, señor, que puede haber caído en un botecillo de Nicey que di a su padre cuando vino a la granja a verme, o un poquitín, tal vez, de lo que pude haber traído conmigo, digamos. ¡Como tuve que hacer los paquetes con tanta prisa...!
–¡Ah! –exclamó Redwood después de haber acariciado al niño unos momentos–. ¡Oh...!
Dijo a la señora Caddles que tenía un niño precioso y que se le parecía mucho, en inteligencia sobre todo... Después, la ignoró por completo. Al poco tiempo ella salió del granero... de puro insignificante que se encontró.
–Ahora que ha empezado usted a dárselo, tendrá que continuar, ¿sabe usted eso? –dijo Redwood a la señora Skinner. –Y volviéndose bruscamente hacia ella, añadió: No lo vierta por todas partes esta vez.
–¿Que no lo vierta, señor?
–¡Oh, ya sabe lo que quiero decir!
Ella indicó que lo sabía con gestos convulsivos.
–¿No ha dicho usted nada a la gente de aquí? ¿A los padres, al alcalde, a los de la casa grande, al médico, a nadie?
La señora Skinner sacudió la cabeza.
–Yo de usted no lo haría –dijo Redwood.
Se dirigió a la puerta del granero e inspeccionó lo que había a su alrededor. La puerta del granero daba a una verja de cinco barrotes que salía a la carretera, entre la esquina de la casa y unas pocilgas fuera de uso. Más allá había una alta tapia de ladrillos rojos cubierta de hiedra, alelíes y otras plantas trepadoras y coronada por un alineamiento de vidrios rotos. Más allá de la esquina de la tapia, un gran anuncio, plenamente iluminado por el sol, se erguía entre las ramas verdes y amarillas y por encima de las suntuosas tonalidades de las primeras hojas caídas, anunciando que «Los que traspasen los límites de estos Bosques serán Procesados». La oscura mancha en una brecha del vallado ponía de relieve un trecho de alambrada.
–¡Bah! –exclamó Redwood, y luego, en un tono más profundo–: ¡Hum...!
Se oyó un ruido de ruedas y de cascos, y los caballos tordos de Lady Wondershoot se hicieron visibles. Redwood observó los semblantes del cochero y el lacayo mientras se iba acercando el carruaje. El cochero era un buen ejemplar, macizo y bonachón, y conducía con una especie de dignidad sacramental. Otros podían dudar de su vocación y posición en el mundo; él, desde luego, estaba completamente seguro: conducía a la señora. El lacayo estaba sentado a su lado, con los brazos cruzados y un rostro de certidumbres. Luego, la misma gran dama se hizo visible, con un sombrero y un manto inelegantes y escrutándolo todo a través de sus lentes. Dos señoritas, alargando los cuellos, escrutaban también.
El vicario, al pasar al otro lado, se quitó el sombrero de su frente davídica sin que le hicieran el menor caso...
Redwood permaneció de pie en el umbral de la puerta, mucho tiempo después de haber pasado las damas, con las manos juntas tras él. Su mirada fue desde los verdegrises altos y bajos de la loma al cielo aborregado y de allí a la tapia coronada de trozos de vidrio. Se volvió hacia la fría penumbra del interior, y entre manchas y trazas de color contempló a aquel niño gigante, en medio de tinieblas rembrandtescas, desnudo excepto unos pañales de franela, sentado sobre un enorme brazado de paja y jugando con los dedos de los pies.
–Ya empiezo a ver lo que hemos hecho –dijo.
Se puso a cavilar y el niño de los Caddles, su propio hijo y la progenie de Cossar se entremezclaron en sus cavilaciones.
Luego, bruscamente, se echó a reír.
–¡Buen Dios! –exclamó ante una idea que le cruzó la mente.
Se despabiló inmediatamente y, dirigiéndose a la señora Skinner dijo:
–Nadie debe torturarlo suprimiéndole el alimento. Esto, al menos, podemos evitarlo. Le mandaré a usted una lata cada seis meses. Esta cantidad debe ser suficiente para él.
La señora Skinner murmuró algo así como: «Si usted lo cree así» y: «Probablemente lo empaqueté por equivocación... Pensé que no había ningún daño en darle un poco», y con esto y con la ayuda de unos aspavientos indicó que comprendía.
Así, pues, el niño siguió creciendo.
Y creciendo.
–Prácticamente –dijo Lady Wondershoot–, se ha comido todas las terneras del lugar. Si tuviera sujetos como ese Caddles...


VII
Pero ni siquiera un lugar tan recluido como Cheasing Eyebright podía descansar mucho tiempo en la teoría de la hipertrofia, fuera contagiosa o no, en vista del griterío creciente motivado por el Alimento. Al poco tiempo hubo penosos pedidos de explicaciones para la señora Skinner... explicaciones que la redujeron a un inarticulado farfulleo de único diente... explicaciones que la sondearon y escudriñaron y la dejaron en evidencia, hasta que por fin se vio obligada a refugiarse de la universal convergencia vituperante en la dignidad de una inconsolable viudez. Volvió sus miradas –que procuró fuesen lacrimosas– hacia la encolerizada dama de la Mansión y, secándose las jabonaduras de las manos, dijo:
–Olvida usted, Milady, lo que yo estoy pasando.
Y prosiguió con tono de advertencia, con cierto aire de reto: –Es en él en quien pienso noche y día, Milady. Frunció los labios y su voz se hizo más apagada y vacilante: –Era muy importante para mí, Milady.
Y habiendo dejado sentado su criterio en este terreno, la señora Skinner repitió la afirmación que la dama aquella había rechazado antes:
–Yo no tenía más idea de lo que le daba al niño, Milady, de la que podía haber tenido cualquier otra persona...
La dama en cuestión enfocó sus ideas en otra dirección más esperanzadora, censurando de paso tremendamente, como es natural, a Caddles. Unos emisarios, henchidos de diplomáticas amenazas, penetraron en las agitadas vidas de Bensington y de Redwood. Se presentaron como consejeros de la parroquia, estólidos, insistiendo fonográficamente en unas declaraciones prestablecidas.
–Le consideramos a usted responsable, señor Bensington, de los daños causados en nuestra parroquia. Le consideramos a usted responsable.
Una serie de procuradores, como lenguas de serpientes, que se llamaban Banghurst, Brown, Flapp, Codlin, Brown, Tedder y Snoxton y que aparecían invariablemente bajo la forma de unos caballeros pequeñitos, bermejos, de aspecto astuto y nariz puntiaguda, dijeron algunas vaguedades sobre daños y perjuicios, y también se presentó un buen día un personaje muy lustroso, el representante de la dama del solar que, dirigiéndose a Redwood, le preguntó:
–Bueno, señor, ¿qué se propone usted hacer?
A lo cual Redwood contestó que se proponía suprimir la provisión de alimento para el niño, si él o Bensington seguían siendo molestados por aquel concepto.
–Se lo doy por nada –y añadió–: El niño dejará el pueblo en ruinas con sus aullidos antes de morir, si no le dan el alimento que pide. El niño está en sus manos y a ustedes les corresponde cuidar de él. Lady Wondershoot no puede ser siempre la Lady Bountiful,* la Providencia Terrenal, de su parroquia, sin hacerse cargo alguna vez de sus responsabilidades, ¿comprende usted?
–El mal ya está hecho –decidió Lady Wondershoot cuando le transmitieron con algunas expurgaciones lo que había dicho Redwood.
–El mal ya está hecho –repitió el vicario, como un eco.
Aunque, en realidad, el mal estaba sólo en sus comienzos.

CAPÍTULO DOS
EL CHIQUILLO GIGANTE

El vicario insistía en que el niño gigante era feo.
–Siempre ha sido feo... como todo lo que es excesivo.
Las opiniones del vicario lo habían desviado de un recto juicio en este asunto. El niño era retratado con mucha frecuencia, a pesar de su rústico retiro, y el testimonio de las fotografías está en contra del vicario, atestiguando que el joven monstruo fue en un principio casi hermoso, con unos copiosos rizos que le llegaban hasta la frente y una gran facilidad para la sonrisa. Generalmente, Caddles, que era hombre de escasa estatura, aparece sonriendo detrás del niño y la perspectiva acentúa todavía más su pequeñez relativa.
Al cumplir el segundo año, el aspecto del niño se hizo más sutil y más discutible. Empezó a crecer, como su infortunado abuelo hubiera sin duda expresado, «lozano». Perdió algo de color y desarrolló un creciente efecto de ser, aunque colosal, algo delicado. Y, en realidad, así era. Los ojos y algo más que había en su rostro se afinaron, se hicieron, como dice la gente, «interesantes». El cabello, después de habérselo cortado una vez, empezó a crecer de forma enmarañada, de tal manera que se convirtió en una verdadera mata.
–Es la vena de degeneración que aparece en él –dijo el médico del pueblo, señalando estas características.
Sin embargo, si estaba o no en lo cierto y si el paso del chiquillo desde una salud ideal a aquel estado de cosas fue el resultado de vivir por entero dentro de un granero fregado y blanqueado y dependiendo del sentido de caridad, templado por el de justicia, de Lady Wondershoot, es un tema que se presta a discusión.
Las fotografías del niño desde los tres a los seis años nos lo muestran convirtiéndose en un chiquillo de ojos redondos, blondo cabello, nariz truncada y mirada amistosa. En sus labios acecha aquella insinuación de sonrisa, nunca muy remota, que exhiben todas las fotografías de los primeros niños gigantes. Durante el verano lleva unas ropas muy sueltas de terliz cosidas con bramante; se cubre generalmente la cabeza con uno de esos cestos de paja que los trabajadores usan para poner sus herramientas, y va descalzo. En uno de esos retratos muestra una amplia sonrisa y tiene en la mano un melón mordisqueado.
Los retratos hechos en invierno son menos numerosos y satisfactorios. En ellos lleva enormes zuecos, sin duda de madera de haya, y (tal como lo demuestran los fragmentos de la inscripción «John Stickells, Iping») sacos por calcetines, sus pantalones así como su chaqueta han sido inequívocamente cortados de los restos de una alfombra de alegre diseño. Debajo de aquello hay burdos pañales de franela; cinco o seis metros de franela están arrollados alrededor de la garganta, a guisa de bufanda. –Lo que lleva en la cabeza es, probablemente otro saco. Siempre mira la cámara fotográfica, a veces sonriente, a veces con mirada triste. Ya desde que tenía cinco años se puede ver aquel voluntarioso fruncimiento de la frente, sobre sus dulces ojos pardos, que caracteriza su semblante.
Constituyó desde el principio, según declaró siempre el vicario, un terrible trastorno para el pueblo. Parece haber tenido un impulso proporcionado al juego, mucha curiosidad y sociabilidad y, además, había un cierto anhelo en su interior (y lamento tener que decirlo) para comer aún más. A pesar de lo que Greenfleld calificaba como un «excesivamente generoso» suministro de alimentos por parte de Lady Wondershoot, el niño exhibía lo que el médico percibió en seguida como un «Apetito Criminal». Confirma hasta de un modo demasiado completo el peor aspecto de la experiencia que de las clases humildes había adquirido Lady Wondershoot, el hecho de que, a pesar de un suministro nutritivo enormemente por encima de lo que se considera como la necesidad máxima, incluso de un adulto, se descubrió un día que el chico robaba. Y lo que robaba se lo comía con poco elegante voracidad. Su manaza pasaba por encima de las tapias de los jardines y se dedicaba a coger el pan del carro del panadero. Los quesos desaparecían del almacén de Marlow, ni la gamella de los cerdos estaba libre de sus asaltos. Algún que otro aldeano al pasar por su campo de nabos se encontraba con las grandes huellas de los pies del niño y las pruebas de su hambre roedora, una raíz sacada de aquí, otra de allá, y los hoyos, con astucia infantil, torpemente disimulados. Se comía un nabo como si devorase un rábano. Si no había nadie que lo viera, se comía las manzanas del árbol, igual que los niños normales comen moras del moral. De todos modos, en cierto aspecto, esta escasez de provisiones fue beneficiosa para la paz de Cheasing Eyebright, porque durante muchos años se tragó hasta el último grano que se le dio del Alimento de los Dioses...
Indiscutiblemente el chico era muy molesto y se hallaba fuera de lugar.
–Siempre está en todas partes –decía el vicario.
No podía asistir a la escuela; no podía ir a la iglesia en virtud de las obvias limitaciones de su volumen cúbico. Hubo un intento de dar satisfacción al espíritu de aquella «disparatada y destructiva ley» –cito las palabras del vicario–, o sea, la Ley de Instrucción Elemental de 1870, haciendo que se sentara en la parte de fuera de la ventana abierta mientras se dictaba la clase pertinente en la parte de dentro. Pero su presencia allí quebrantaba la disciplina de los demás niños, los cuales siempre estaban sacando la cabeza por la ventana y mirándolo embobados, y cada vez que hablaba estallaban en carcajadas. ¡Tenía una voz tan extraña! Por consiguiente, dejaron que no asistiera a la escuela. Tampoco insistieron en que fuera a la iglesia porque sus vastas proporciones no eran de ninguna ayuda a la devoción. Y, no obstante, en este aspecto su tarea habría podido ser más fácil; hay buenas razones para suponer que dentro de aquel inmenso corpachón se albergaban los gérmenes de un sentimiento religioso. La música lo atraía. Se le veía a menudo en el cementerio parroquial los domingos por la mañana buscando su camino entre las tumbas, con mucho cuidado, después de haber entrado en la feligresía, y durante todo el servicio religioso permanecía sentado afuera, al lado del pórtico, escuchando como se escucha desde afuera una colmena de abejas. Al principio mostró cierta falta de tacto. Los fieles que se hallaban dentro de la iglesia oían los crujidos de los guijarros bajo sus pies inquietos alrededor del templo o perciban su borrosa cara mirando a través de los vitrales de los ventanales, mitad curiosa, mitad envidiosa, y, a veces, algún himno sencillo lo cogía por sorpresa y se le oía aullar lúgubremente en un gigantesco intento de cantar al unísono con todos. Al oírse aquella voz, el pequeño Sloppet, que hacía las funciones de entonador, de perdiguero, de muñidor, de enterrador, de sacristán y de campanero los domingos, además de ser cartero y deshollinador los demás días de semana, salía rápidamente con gran valentía y lo echaba de allí con mucha pesadumbre. Sloppet (y me complazco en hacerlo constar así) se sentía apesadumbrado por ello, al cable iba de aquí para allá, con el cuello alargado, buscando, siempre buscando la manera de satisfacer las dos necesidades primordiales de la infancia: algo para comer y algo con que jugar.
Entonces aparecía una mirada de respeto furtivo en los ojos de la criatura y un intento de tocarse a modo de saludo la enmarañada greña que le caía sobre la frente.
Dentro de sus estrechos límites, el vicario poseía cierta imaginación –por lo menos los restos de una imaginación–, y respecto al joven Caddles dio en pensar en la enorme fuerza que semejante musculatura debía poseer. ¿Y si se volviera loco de repente...? –¡Supongamos una mera falta de respeto...! –Sin embargo, el verdadero valiente no es el hombre que no tiene miedo, sino el que teniéndolo sabe vencerlo. En todas y cada una de estas ocasiones, el vicario no dejó en libertad su imaginación. Y siempre que se dirigía al joven Caddles lo hacía rígidamente, con una clara voz de tenor litúrgico.
–¿Eres buen chico, Albert Edward?
Y el joven gigante, arrimándose a la pared y ruborizándose intensamente, respondía:
–Sí señor... Trato de serlo.
–Pues anda con cuidado –decía el vicario, pasando por su lado con una ligera aceleración de la respiración, todo lo más. Y por el respeto que tenía a su propia hombría, fuera lo que fuese lo que se imaginara, no volvía la cabeza hacia el peligro una vez había pasado por su lado.
El vicario daba clases particulares al joven Caddles de un modo caprichoso. Nunca le enseñó a leer –no lo necesitaba–, pero le enseñó los puntos importantes del catecismo: sus deberes para con sus vecinos, ya que no semejantes, por ejemplo, y para con la Divinidad que castigaría a Caddles con extraordinaria ansia de venganza si por casualidad éste se aventuraba a desobedecer al vicario o a Lady Wondershoot. Las lecciones tenían lugar en el patio de la vicaría y los transeúntes podían oír muy bien como aquel inseguro vozarrón infantil canturreaba como un zángano las enseñanzas esenciales de la Iglesia Oficial.
–Honrar y obedecer al Rey y a todos aquellos que gozan de autoridad bajo su mando. Someterme a todos mis tutores, maestros, pastores y profesores. Considerarme inferior y reverenciar a mis superiores...
Al poco tiempo se vio que el efecto producido por el gigante sobre los caballos que no estaban acostumbrados a verlo era igual que el de un camello y, por lo tanto, se le conminó a mantenerse lejos de la carretera, ni siquiera acercarse al vivero de árboles (donde su sonrisa bobalicona por encima de la tapia había exasperado extraordinariamente a Lady Wondershoot), sino que se apartara de allí todo lo posible. Fue esta una ley que nunca llegó a cumplir del todo a causa del gran interés que para él tenía la carretera. Pero transformó lo que había sido su constante punto de referencia en un placer secreto. Por fin quedó limitado casi enteramente a la zona de pastoreo y los campos fuera del pueblo.
No sé lo que hubiese hecho a no ser por los campos. Allí había espacios por donde vagar millas y millas, y por estos espacios vagaba. Desgajaba ramas de los árboles y hacía con ellas grandes ramilletes insensatos, hasta que también esto le fue prohibido. Cogía las ovejas y las ponía en bien formadas hileras, de las que las ovejas se escapaban en seguida (cosa que le hacía invariablemente reír a carcajadas) hasta que también esto le fue prohibido. Cavaba en la turba grandes hoyos injustificables, hasta que también esto le fue prohibido...
Vagabundeaba por la meseta hasta la colina que se yergue por encima de Wreckstone, pero no iba más allá, porque allí ya empezaba la tierra de cultivo, y los campesinos, a causa de sus depredaciones sobre sus cosechas de raíces comestibles e inspirados por una especie de timidez hostil que su presencia frecuentemente provocaba, azuzaban contra él sus perros ladradores para ahuyentarle. Hasta lo amenazaban y fustigaban con látigos. Incluso me han dicho que llegaron a disparar contra él con escopetas. Y en la otra dirección llegaba hasta otear Hickleybrow. Desde lo alto de Thursley Hanger podía ver el ferrocarril de Londres a Chatham y Dover, pero una serie de campos arados y una aldea sospechosa impedían su aproximación.
Y después aparecieron unos grandes tableros con inscripciones en letras rojas que le impedían el paso en todas direcciones. No podía entender lo que decían las letras: «Prohibido el paso», pero al cabo de poco tiempo lo comprendió. Se lo podía ver en aquellos días, por los pasajeros del tren, sentado, con el mentón apoyado en las rodillas, encumbrado en lo alto del altozano, muy cerca de las minas de yeso de Thursley, donde más tarde se le puso a trabajar. El tren parecía inspirarle una borrosa emoción amistosa y a veces lo saludaba con su enorme manaza, y otras veces saludaba con un rústico grito incoherente.
–¡Qué grande es! –exclamaban los pasajeros asomados a las ventanillas–. Es uno de estos niños del Alimento Estrella. Según dicen, es completamente incapaz de hacer nada por sí mismo... Es un poco idiota en realidad y una gran carga para la localidad.
–Los padres son muy pobres, según me han dicho.
–Viven de la caridad de los hacendados locales.
Todo el mundo se quedaba contemplando durante un buen rato aquella figura monstruosa sentada en la colina.
–Suerte que se ha puesto término a eso –indicaba alguien con amplias ideas–, porque bueno sería que tuviéramos unos cuantos millares de esos con vistas a la contribución, ¿no?
Y generalmente siempre había algún dechado de sensatez que le dijera al filósofo de marras, en tono de cálida aprobación:
–Tiene usted toda la razón, señor.


II
El niño tuvo sus malos días.
Hubo, por ejemplo, aquel disgusto del río.
Hizo barquichuelos de papel con periódicos enteros, arte que aprendió observando al chico de los Spender, y echó río abajo grandes tricornios de papel. Cuando desaparecieron bajo el puente que marca los límites de los terrenos estrictamente privados de Eyebright House, dio un grito y echó a correr, dando un rodeo, a través del campo nuevo de Tormat –¡Dios mío! ¡Cómo se dispersarían, con toda seguridad, los cerdos de Tormat, transformando así su grasa en músculo magro!–, a fin de encontrarse con los barcos de papel en el vado. ¡A lo largo de los prados que orillaban el río solían ir estos barcos de papel, pasando frente a Eyebright House, bajo los ojos de Lady Wondershoot! ¡Desorganizadores periódicos doblados! ¡Vaya lindeza!
Haciendo acopio de espíritu emprendedor, gracias a la impunidad de que gozaba, empezó a construir pueriles obras hidráulicas. Cavó hasta construir un enorme puerto para su flota de papel con la puerta de un cobertizo que le sirvió de pala, y como que daba la casualidad que entonces nadie observaba sus operaciones, trazó un ingenioso canal que, incidentalmente, inundó la nevería de Lady Wondershoot, y finalmente estancó el río. Lo embalsó atravesándolo con unas cuantas vigorosas puertadas de tierra –tuvo que haber trabajado como una avalancha– y una de las más asombrosas inundaciones penetró en el sembradío y arrastró a la señorita Spinks con su caballete y el esbozo de la acuarela más prometedora que nunca hubiese empezado. En realidad lo que se llevó fue el caballete, dejándola a ella empapada hasta las rodillas y con las faldas lamentablemente recogidas en su huida hacia la casa. De allí las aguas invadieron el huerto, del huerto pasaron por la puerta del prado al camino y del camino otra vez al cauce del río por la zanja de Short.
Mientras tanto, el vicario, interrumpiendo su conversación con el herrero, se quedó estupefacto al ver cómo unos desgraciados peces saltaban de unas charcas residuales donde habían quedado encallados, y al ver asimismo grandes montones de algas verdes en el cauce del río donde diez minutos antes había habido más de dos metros y medio de agua clara y transparente.
Después de todo esto, horrorizado de sus propias consecuencias, el joven Caddles huyó de su casa y estuvo escondido dos días con sus noches. Regresó únicamente ante el insistente reclamo del hambre para aguantar con una calma estoica una violentísima reprimenda que estaba más en proporción con su tamaño que ninguna otra cosa de las que le habían caído en suerte desde su nacimiento en aquel pueblo feliz.


III
Inmediatamente después de aquel incidente, Lady Wondershoot meditó sobre las adiciones ejemplares a las afrentas y ayunos que había infligido y publicó un decreto. Lo hizo en primer lugar para que se enterara su mayordomo, y de un modo tan repentino que éste dio un respingo. El mayordomo estaba quitando de la mesa los utensilios del desayuno y Lady Wondershoot estaba contemplando por el alto ventanal que daba a la terraza el sitio donde aparecerían los cervatillos para que les dieran la comida.
–Jobbet –dijo con el tono más imperial de su voz–. Jobbet, ese rústico debe trabajar para ganarse la vida.
Y dejó bien sentado no sólo para Jobbet, lo cual era fácil, sino para todos los demás habitantes del lugar, incluyendo al joven Caddles, que en esta cuestión, como en todas las demás, haría lo que decía.
–Que trabaje –dijo Lady Wondershoot–. Esa es la consigna para el señorito Caddles.
–Me parece que es la consigna para toda la humanidad – dijo el vicario–. Los simples deberes, el modesto ciclo, el tiempo de la siembra y de la cosecha...
–Exacto –dijo Lady Wondershoot–. Es lo que yo digo.
Satanás siempre encuentra algún disparate a punto para las manos ociosas. Al menos, entre las clases trabajadoras. Nosotros siempre educamos a nuestras camareras en estos principios. ¿En qué lo pondremos a trabajar?
Aquello resultó un poco difícil. Pensaron varias cosas, y mientras tanto lo ejercitaron un poco en el trabajo utilizándolo en vez de un mensajero a caballo para llevar telegramas y notas cuando se requería una gran velocidad y también le hicieron acarrear equipajes y cajas de embalaje y otras cosas similares dispuestas en una gran red que al efecto encontraron. Parecía que a él le gustaba hacer algo, considerándolo como una especie de juego, y Kinkle, el agente de Lady Wondershoot, al ver un día cómo transportaba un gran montón de piedras, tuvo la brillante idea de ponerlo a trabajar en la cantera de pizarra de Thursley Hanger, cerca de Hickleybrow. Esta idea fue puesta en práctica, y pareció dejar resuelto el problema.
El niño trabajó en la cantera de pizarra, al principio con el gusto propio del niño juguetón y después por efecto del hábito: cavando, cargando, haciendo por sí mismo el arrastre de las vagonetas, haciendo correr las que estaban llenas por las vías hasta el desviadero y transportando las vacías por el cable de un gran malacate... trabajando, en fin, él solo en toda la cantera.
Me han dicho que Kinkle hizo de él algo de mucha utilidad para Lady Wondershoot teniendo en cuenta que no consumía prácticamente nada más que su comida, aunque esto no fue óbice para que ella denunciara a «aquel ser» como un gigantesco parásito que absorbía toda su caridad...
En esta época el niño llevaba una especie de delantal de arpillera, pantalones de cuero remendado y zuecos con suela de hierro. En la cabeza usaba a veces una cosa rara: un sillón de paja para campo y playa, en forma de colmena, muy gastado, pero generalmente iba con la cabeza descubierta. Andaba de un lado para otro de la cantera con poderosa deliberación, y el vicario, al dar su paseo habitual después de comer, se llegaba hasta allí al mediodía, para encontrárselo satisfaciendo vergonzosamente sus necesidades alimenticias de espaldas al mundo.
Cada día le llevaban la comida: una ración de grano sin descascarillar en un vagón, un vagón de tren de trocha angosta, igual que uno de aquellos vagones que él llenaba constantemente de pizarra, y toda aquella carga de grano la solía quemar en un viejo horno de cal para devorarla después. A veces la mezclaba con un saco de azúcar, y a veces se sentaba para lamer un pilón de sal del que se da a las vacas o para comerse un enorme racimo de dátiles con hueso y todo, como los que se ven en Londres llevados en angarillas. Para beber iba al riachuelo que corría más allá del lugar arrasado donde había estado la Granja Experimental de Hickleybrow y acercaba el rostro a la superficie de la corriente. Fue a causa de este modo de beber después de haber comido, por lo que el Alimento de los Dioses se desmandó, evidenciándose en primer lugar en la aparición de unas algas enormes que surgían por las orillas, luego en unas grandes ranas, unas truchas todavía más grandes y unas carpas enormes, y por último, en una fantástica exuberancia de vegetación por todo aquel pequeño valle.
Y al cabo de un año poco más o menos, las extrañas y monstruosas sabandijas que vivían en el campo frente a la herrería se hicieron tan enormes y se desarrollaron en cucarachas y escarabajos tan terroríficos –escarabajos a motor, los llamaban los muchachos–, que obligaron a Lady Wondershoot a marcharse al extranjero.


IV
Muy pronto el Alimento entró en una nueva fase de acción sobre el niño. A pesar de las sencillas instrucciones dadas por el vicario, cuyo propósito era redondear la modesta vida natural que se consideraba la más conveniente para un aldeano gigante, del modo más completo y decisivo, el niño empezó a hacer preguntas, a investigar las cosas, a pensar. A medida que fue dejando la infancia para entrar en la adolescencia se hizo cada vez más evidente que su mente elaboraba procesos que le eran propios... fuera del control del vicario. Éste hizo cuanto pudo por ignorar este desconsolador fenómeno, pero, así y todo, no podía evitar la sensación de su presencia.
El material para alimentar las ideas del joven gigante yacía todo a su alrededor. De un modo completamente involuntario, con sus espaciosos puntos de vista, su constante visión de las cosas desde arriba, debió haber visto mucho de lo que encerraba la vida humana, y a medida que se le hizo más claro el hecho de que él también, si se exceptuaba su torpe magnitud, pertenecía al género humano, debió haberse dado cuenta cada vez más de lo mucho que le estaba vedado, debido a esta melancólica distinción. El sociable zumbido de la escuela; el misterio de la religión, que era compartido en medio de tantos primores y elegancias y del que se exhalaba un tan dulce raudal de melodía; los joviales coros que se oían en la taberna; las habitaciones cálidamente brillantes, iluminadas con velas y con la lumbre del hogar, que él se complacía en mirar desde la oscuridad exterior, o también la excitada gritería y el vigor de las gesticulaciones al discutir algún asunto imperfectamente comprendido que se centraba en el campo de cricket, todas estas cosas debieron de clamar a su corazón en busca de compañía. Parece ser que, a medida que fue avanzando en la adolescencia, empezó a tomar un interés considerable en el proceder de los enamorados, en sus preferencias y parejas, en aquellas estrictas intimidades que son tan primordiales en la vida.
Un domingo, a la hora en que salen las estrellas, los murciélagos y las pasiones de la vida rural, había una joven pareja «besándose un poquito» en Love Lane, el camino bordeado de altos setos que va hacia Upper Lodge. Estaban dando rienda suelta a sus pequeñas emociones, tan seguros en aquel cálido y quieto crepúsculo como pueden desear estarlo unos enamorados. La única interrupción concebible que ellos creían posible venir era por la parte de arriba del sendero, pues el seto de tres metros y medio de altura que se dirigía hacia el silencioso altozano les parecía constituir una garantía absoluta.
Entonces, de pronto –de una manera increíble–, se sintieron levantados y separados.
Se vieron suspendidos, cada uno de ellos con un pulgar y un índice bajo los sobacos, mientras los perplejos ojos pardos del joven Caddles escrutaban sus acalorados y enrojecidos rostros. Se encontraron mudos con las emociones de su situación.
–¿Por qué os gusta hacer eso? –preguntó el joven Caddles.
Me figuro que aquella situación embarazosa continuó hasta que el chaval, recordando su hombría, conminó vehementemente al joven Caddles, con grandes gritos, amenazas y viriles blasfemias, como podían considerarse apropiadas a la ocasión, a que los dejara en el suelo, bajo pena de tremendos castigos. Con esto, el joven Caddles, acordándose de sus buenos modales, los bajó con gran cuidado y cortesía, adecuadamente cercanos, para que pudieran reanudar su sesión de besos y abrazos. Después de contemplarlos con cierta vacilación, desde arriba, optó por desaparecer en el crepúsculo...
–Me sentí hecho un tonto –me confesó después el chaval–. Casi no nos atrevíamos a mirarnos... habiendo sido sorprendidos de aquel modo...
«Besándonos, ¿sabe usted...?
«Y lo más curioso es que ella me echó toda la culpa a mí, me llenó de insultos y casi no me dirigió la palabra, de vuelta a casa...
El gigante se estaba aventurando en investigaciones por su cuenta, no cabía la menor duda. Estaba claro que su mente lo atormentaba a fuerza de preguntas. Estas preguntas las había formulado a muy pocas personas todavía, pero las respuestas lo dejaron muy confuso. Su madre, según creo, tuvo que verse sometida a esta especie de interrogatorio varias veces.
Solía entrar en el patio que había detrás de la casa de su madre, y después de una cuidadosa inspección del terreno, con el fin de no aplastar ninguna gallina o polluelo, se sentaba lentamente con la espalda apoyada contra el granero. Al cabo de un minuto, los polluelos a quienes les era muy simpático, iban a picotearle el musgoso barro gredoso de las costuras de la ropa, y si el viento anunciaba lluvia, el gatito de la señora Caddles, que nunca perdió su confianza en él, adoptaba una forma sinuosa, echaba a brincar hacia la casa, entraba en ella, saltaba al guardafuegos de la cocina, daba la vuelta, salía, se le encaramaba por la pierna, por el cuerpo, hasta pararse en el hombro, donde permanecía en actitud meditativa un momento, y luego ¡zap!, otra vez abajo, y así sucesivamente. A veces le clavaba las garras en la cara de pura alegría, pero él nunca se atrevió a tocar al gatito a causa del peso incierto que tendría su mano sobre una criatura tan frágil. Además, hasta le gustaba que le hiciera cosquillas. Y al cabo de un cierto tiempo ya hacía preguntas comprometedoras a su madre.
–Madre –le decía–, si es tan bueno eso de trabajar, ¿por qué no trabaja todo el mundo?
Su madre alzaba la cabeza para mirarlo y respondía:
–Es bueno para los que son como nosotros.
–¿Por qué? –meditaba él.
Y como que no obtenía respuesta, insistía:
–¿Para qué sirve el trabajo, madre? ¿Por qué tengo que cortar pizarra y tú tienes que lavar ropa, día tras día, mientras Lady Wondershoot se pasea en coche, madre, y viaja por todos esos países extranjeros que ni tú ni yo veremos nunca, madre?
–Es que ella es una dama... –repuso la señora Caddles.
–¡Ah! –exclamó el joven Caddles. Y meditó profundamente.
–Si no existieran los señores que nos hacen trabajar –explicó la señora Caddles–, ¿cómo podríamos ganarnos la vida nosotros, los pobres?
Esto tenía que digerirlo.
–Madre –probó de nuevo–, si no hubiera señores, ¿las cosas no pertenecerían a las gentes como tú y yo? Y si así...
–¡Por el amor de Dios! ¡Qué niño! –exclamó la señora Caddles la cual, con la ayuda de una buena memoria, se había transformado en una vigorosa y floreciente personalidad desde la muerte de la señora Skinner–. ¡Desde que se llevaron a tu pobre abuelita, no hay modo de tratarte! No hagas preguntas y no te dirán mentiras. Si me pusiera a contestar todas tus preguntas en serio, tu padre tendría que buscarse a otra persona para que le preparase la cena... ¡Y no hablemos de la ropa que quedaría por lavar...!
–Bueno, madre –decía él, después de mirarla, algo perplejo–. No he querido molestarte.
Y continuó reflexionando.


V
Y así continuaba reflexionando, cuatro años más tarde, cuando el vicario, ya no maduro, sino ya pasado, lo vio por última vez. Podéis imaginaros al viejo caballero, visiblemente envejecido, más ancho de cintura, más tosco y más débil, tanto en ideas como en palabras, con una trémula agitación en la mano y otra trémula agitación en sus convicciones, pero con la mirada aún vivaz y alegre a pesar de todos los disgustos que el Alimento había acarreado a su parroquia y a él mismo. En algunas ocasiones se había sentido atemorizado y molesto pero, ¿no estaba aún vivo y no seguía siendo él mismo?... quince largos años, una muestra apreciable de la eternidad, habían transformado las perturbaciones y molestias en usos y costumbres.
–Fue un gran trastorno, hay que admitirlo –decía el vicario–, y las cosas son diferentes ahora, diferentes en muchos aspectos. Antes podía salir un chico a escardar con toda tranquilidad, pero ahora tiene que salir un hombre y aún provisto de hacha y palanca de hierro, en algunos sitios, a causa de las malezas, al menos. Y resulta algo extraño para nosotros, los viejos del lugar, que hasta lo que antes era el cauce del río, antes de la irrigación, esté cubierto de trigo... como lo está este año... con unas espigas de siete metros y medio. Empleaban la antigua hoz, hoy ya pasada de moda, hace veinte años, y se llevaban la cosecha en un carromato, divirtiéndose de un modo sencillo y honesto. Un poquito de borrachera, otro poquito de hacerse el amor para terminar... ¡Pobre Lady Wondershoot...! ¡A ella que no le gustaban estas innovaciones! ¡Muy conservadora y tradicional, pobre señora! Siempre dije que había en ella algo del siglo XVIII. Su modo de hablar, por ejemplo... Falto de vigor... «Murió relativamente pobre. Esos grandes hierbajos se metieron en su jardín. No es que fuese muy aficionada a la jardinería, pero le gustaba tener el jardín en orden... Le gustaba que las cosas crecieran allí donde se habían plantado y del mismo modo como se habían plantado... bajo su control... El modo como se pusieron a crecer las cosas fue del todo inesperado... y le produjo una gran confusión de ideas... Tampoco le gustaba la perpetua invasión del joven monstruo ése, y por fin empezó a imaginarse que la estaba mirando siempre por encima de la tapia... Ni le gustaba tampoco que el chiquillo fuese casi tan alto como una pared... Aquello chocaba con su sentido de la proporción. ¡Pobre señora! Creí que viviría lo que yo. Fueron los grandes escarabajos que aparecieron por aquí durante un año o así, lo que la decidió. Procedían de larvas gigantes, asquerosas, grandes como ratas... por toda la hierba del valle...
»Y las hormigas, sin duda alguna, también influyeron en ello... «Como todo estaba trastornado y no había paz ni quietud en ninguna parte, dijo que creía que en Montecarlo se encontraría tan bien como en cualquier otra parte. Y allí se fue...
«Jugó con mucha audacia, según me dijeron. Y murió en un hotel allí. Es un final muy triste... Exilio... No, no es lo que puede considerarse más conveniente, ni más a propósito... Era una de las cabezas más señeras de nuestra Inglaterra... Desarraigada. ¡Vaya...!
»¡Y después de todo –repitió el vicario–, ha resultado tan poco! ¡Una verdadera lata, y nada más! ¡Los niños no pueden correr por ahí con la libertad con que solían hacerlo en otro tiempo, con el peligro que hay en mordeduras y qué sé yo! Quizá sea mejor así... Se habló mucho de que este producto lo revolucionaría todo... Pero hay algo que desafía todas estas fuerzas de lo Nuevo... Yo no lo sé, por supuesto. No soy ninguno de estos filósofos modernos... que lo explican todo a base de éter y átomos. Evolución. Porquerías así. Lo que yo quiero decir es algo que no se halla incluido en las... «ologías». Es cuestión de razón, no de comprensión. Madura sensatez. Naturaleza humana. Aereperennius... Llámese como se quiera.» Y así llegó al final de su vida.
El vicario no tuvo la menor intuición de lo que le estaba acechando tan cerca. Dio su acostumbrado paseo por Farthing Down, tal como lo había estado haciendo durante más de veinte años, y de allí se dirigió al sitio desde donde podría observar al joven Caddles. Subió la cuesta de la cantera resollando un poco... Hacía tiempo que había perdido su vigorosa zancada cristiana de otro tiempo, pero se encontró con que Caddles no estaba en su trabajo y luego, al dar un rodeo para no pasar por el matorral de helechos gigantes que empezaban a oscurecer y proyectar sus sombras sobre el Hanger, ahí vio a la enorme silueta del monstruo, sentado en la loma, como si estuviese meditando sobre la suerte del mundo. Caddles tenía las piernas encogidas y las rodillas levantadas, apoyaba la mejilla en la mano y tenía la cabeza algo ladeada. Estaba medio vuelto de espaldas, de modo que el vicario no pudo ver su mirada perpleja. Debió de haber pensado muy atentamente... Al menos, estaba sentado muy quieto...
Caddles no volvió la cabeza. Nunca supo que el vicario, aquel vicario que había jugado un papel tan importante en su vida, lo estaba mirando por última vez, después de haberlo mirado innumerables veces... y ni siquiera supo que se encontraba allí. (¡Así ocurren tantas despedidas!) El vicario quedó impresionado por el hecho de que, después de todo, nadie en el mundo podía tener la menor idea de lo que pensaba aquel gran monstruo cuando consideraba conveniente descansar de sus labores. Pero el vicario era demasiado indolente para seguir el hilo de aquel tema novísimo aquel día, y de esta nueva idea retrocedió a sus antiguas ideas rutinarias.
–Aere perenniuf–susurró, caminando de vuelta a su casa, por un sendero que ya no atravesaba en línea recta el prado como antes, sino que se torcía en varios circuitos para evitar los recién brotados matojos de hierba gigante–. ¡No! Nada ha cambiado. Las dimensiones no son nada. El simple ciclo, la senda común...
Y aquella noche, sin el menor dolor, sin tener conocimiento de ello, se fue por la senda común, dejando el Misterio del Cambio que se había empeñado en negar durante toda su vida.
Lo enterraron en el cementerio parroquial de Cheasing Eyebright, cerca del más alto de los tejos, y la modesta losa funeraria que tenía inscrito su epitafio terminaba diciendo: Ut in Principio, nunc est et semper... Y quedó casi inmediatamente oculta al ojo del hombre por una vegetación gigantesca de hierba y de campánulas, demasiado recias a la hoz o a las ovejas, que invadió el pueblo como una capa de niebla, saliendo de la germinativa humedad de los prados del valle en los que el Alimento había estado haciendo de las suyas.

LIBRO TERCERO
LOS FRUTOS DEL ALIMENTO

CAPÍTULO UNO
EL MUNDO DISTORSIONADO

Una transformación de nuevo cuño se produjo en el mundo durante veinte años. Para la mayoría de las personas las novedades se produjeron poco a poco y día a día, de un modo ciertamente apreciable, pero no tan bruscamente como para abrumar a nadie. Sin embargo, a un hombre, al menos, la total acumulación de esas dos décadas de intenso trabajo por parte del Alimento tuvo que revelársele de un modo repentino y asombroso en un solo día. Para nuestros propósitos será más conveniente que lo tomemos a partir de aquel día para relatar algo de las cosas que vio.
Este hombre era un convicto condenado a cadena perpetua –su crimen no nos importa–, a quien la ley creyó oportuno perdonar al cabo de veinte años. Una mañana de verano, este desgraciado, que había dejado el mundo cuando era un joven de veintitrés años, se encontró lanzado de la gris simplicidad de un trabajo penoso y una disciplina que habían constituido el núcleo de su propia vida a un mundo de deslumbrante libertad. Le habían echado encima unas ropas para él desacostumbradas, hacía unas semanas que su pelo había vuelto a crecer, y desde unos días atrás se había podido volver a hacer la raya, y allí estaba, en una especie de desaliñada y torpe novedad de cuerpo y de mente, parpadeando de cuerpo y alma, otra vez fuera, intentando darse cuenta de una cosa increíble: que, después de todo, volvía a estar en el mundo, y que para todas las demás cosas estaba totalmente falto de preparación. Tenía la suerte de tener un hermano que conservaba lo suficiente sus distantes recuerdos comunes como para haber acudido a estrecharle la mano, un hermano que cuando él lo había dejado era un muchachito y que ahora era un hombre próspero con toda la barba... un hombre cuyos ojos inclusive le eran extraños. Y los dos juntos, él y aquel extraño de su familia, bajaron a la ciudad de Dover diciéndose pocas palabras y sintiendo muchísimas cosas.
Se sentaron un rato en una taberna, contestando el uno a las preguntas del otro, trayendo a la memoria anticuados y raros puntos de vista, echando a un lado un sinfín de nuevos aspectos y nuevas perspectivas, hasta que fue hora de irse a la estación para tomar el tren de Londres. Los nombres y los asuntos personales de que tuvieron que hablar los hermanos no interesan a nuestra historia; sólo interesan las alteraciones y la extrañeza ambiente que esta pobre alma de vuelta encontró en un mundo que en otro tiempo fue tan familiar.
En Dover pudo observar muy poco, excepto la excelencia de la cerveza de barril. Nunca había bebido un trago de cerveza tan bueno, y lágrimas de gratitud brotaron de sus ojos.
–La cerveza es tan buena como siempre –dijo, creyendo, sin embargo, que era infinitamente mejor.
Fue sólo cuando el tren los llevaba traqueteando por Folkestone que pudo mirar aquel hombre más allá de sus emociones más inmediatas y ver lo que le había ocurrido al mundo. Se asomó a la ventana.
–Hace sol –dijo por duodécima vez–. No podía hacer mejor tiempo.– Y entonces, por vez primera, su mente se iluminó con la percepción de que había nuevas desproporciones en el mundo.– ¡Por el amor de Dios! –exclamó incorporándose y mostrando animación por primera vez en su semblante–. ¿Qué son aquellos enormes cardos que crecen en la orilla al lado de la retama? Si es que realmente son cardos... ¿O ya me he olvidado de todo lo que sabía?
Sí, eran cardos, y lo que tomó por altos matorrales de retama no era sino hierba, y en medio de todas estas cosas una compañía de soldados británicos –de rojo, como siempre–, estaba haciendo ejercicios militares de acuerdo con el libro de prácticas que había sido parcialmente revisado después de la guerra de los bóers. Luego, ¡zas!, dentro de un túnel y después en Sandling Juction, que se hallaba oscurecida –tenía todas las lámparas encendidas– y empotrada en una gran espesura de rododendros que se habían esparcido por allí procedentes de algún jardín contiguo y habían crecido y se habían desarrollado enormemente valle arriba. En una vía muerta de la estación de Sandgate había un tren de carga lleno hasta los topes de leños de rododendro, y allí fue donde el ciudadano de vuelta oyó, por primera vez, hablar del Alimento Estrella.
Al pasar velozmente por un paisaje que parecía absolutamente inalterado, los dos hermanos tuvieron una serie de explicaciones difíciles. El uno ansiaba hacer preguntas insustanciales, y el otro nunca había pensado, nunca se había ocupado en considerar aquello como un hecho aislado, y contestaba con alusiones. Cada vez era más difícil seguir la conversación.
–Es eso del Alimento Estrella –dijo el hermano, buceando en los bajos fondos de sus conocimientos–. ¿No lo conoces? ¿No te han dicho nada...? ¿Nadie te lo ha explicado? ¡El Alimento Estrella! Pues ya lo sabes: el Alimento Estrella. De eso es de lo que se trata en las elecciones. Es una especie de producto científico. ¿Nadie te ha dicho nunca nada?
Y pensó que el presidio había transformado a su hermano en un tonto de capirote. ¿Como era posible que no se hubiera enterado de nada?
Se fueron disparando preguntas y respuestas, sin dar casi nunca en el blanco. Entre fragmentos de conversación había intervalos que pasaban sin decir nada, asomados a la ventanilla. Al principio, el interés que mostraba aquel hombre por las cosas era vago y general. Su imaginación había estado atareada pensando en lo que diría fulano, en qué aspecto tendría mengano, cómo les explicaría a todos y a cada uno de ellos ciertas cosas que presentarían su «alejamiento» bajo una luz más suave. El Alimento Estrella se le apareció al principio como si fuese una gacetilla extraña en un periódico, y luego como el origen de ciertas dificultades intelectuales con su hermano. Pero se dio cuenta inmediatamente de que el tema surgía con insistencia a cada nuevo tópico.
En aquellos días el mundo era un mosaico de transición de modo que esta gran novedad se le hizo patente como una serie de shocks contrastados. El proceso de transformación no había sido uniforme. Se había diseminado desde un centro de distribución aquí y otro allí. El país era como un mosaico: grandes zonas donde el Alimento tenía que hacer su aparición todavía y otras zonas donde estaba ya presente en la tierra y en el aire, esporádico y contagioso. Era como un tema musical muy audaz, insinuándose entre antiguas y venerables tonadas.
El contraste era, desde luego, muy vivido a lo largo de la vía férrea de Dover a Londres en aquella época. Durante un buen rato atravesaron un paisaje como el que el hombre aquel había conocido en su infancia: pequeños rectángulos de terreno, limitados por setos, de un tamaño a propósito para ser arados por caballitos pigmeos; pequeñas y angostas carreteras, de una anchura máxima de tres carros; olmos y robles y álamos, punteando aquellos campos; pequeños grupos de sauces en las orillas de los arroyos; parvas de heno que no llegarían a la rodilla de un gigante; casitas de campo para muñecas con ventanas de paneles romboides; ladrillerías; dispersas calles de pueblo; grandes casas de ricos mezquinos; taludes a los lados de la vía, llenos de flores; estaciones con jardín y todas las cosas del desvanecido siglo XIX defendiéndose aún contra la Inmensidad. Aquí y allá se veía algún parche de cardos gigantes, sembrados por el viento y rasgados también por el viento, desafiando el hacha, más allá un bejín de tres metros de altura o los calcinados tallos de hierba monstruosa en una pequeña zona de terreno, pero aquello era todo lo que podía dar una indicación del uso del Alimento.
Durante un trayecto de muchas millas nada apareció que presagiara en absoluto la extraña grandeza del trigo y de los hierbajos que se ocultaban a menos de veinte kilómetros de distancia de la ruta seguida, al otro lado de las colinas, en el valle de Cheasing Eyebright. Y en seguida empezaron a aparecer trazas del Alimento. La primera cosa sorprendente con que se encontraron fue el gran viaducto nuevo en Tonbridge, donde se había iniciado, precisamente aquellos días, el pantano causado por la obstrucción del río Medway (por una variedad gigante de chara). Luego reapareció de nuevo el paisaje pequeño, y después, al divisarse la diminuta inmensidad de Londres tendida bajo la neblina, los indicios de la lucha del hombre para impedir el acercamiento de aquel engrandecimiento biológico se hicieron visibles y numerosos.
En aquella parte del sudeste de Londres, en la época a que nos referimos, y por todos los alrededores de allí donde vivían Cossar y sus hijos, el Alimento se había vuelto misteriosamente insurgente en un centenar de puntos, la vida en pequeño seguía en medio de portentos cotidianos, a los cuales únicamente la deliberación de su aumento y el lento crecimiento paralelo de la costumbre a su presencia habían privado de sus características alarmantes. Pero aquel ciudadano que volvía a sus lares se asomó para ver por vez primera los resultados del Alimento, extraños y predominantes, en forma de zonas ennegrecidas, grandes defensas y preparaciones feísimas, cuarteles y arsenales que esta influencia sutil y persistente había introducido a la fuerza en las vidas de los hombres.
Allí, y en menor escala, la experiencia de la Granja Experimental se había repetido una y otra vez. Había sido en las cosas de la vida más inferiores y accidentales, debajo de los pies y en los solares y sitios deshabitados, de un modo irregular, donde se había declarado la invasión de las nuevas fuerzas y los resultados a ellas debidos. Había grandes patios malolientes y recintos hediondos donde alguna invencible manigua de hierbajos procuraba el combustible para una maquinaria gigante (los pequeños cockneys iban a contemplar su oleaginosidad mediante una propina de seis peniques a los hombres encargados de su manejo). Había carreteras y pistas para camiones y otros vehículos, carreteras construidas con las fibras entretejidas del esparto hipertrofiado; había torres con sirenas de vapor a punto de empezar a aullar a la menor alarma, para advertir al mundo contra cualquier nueva insurgencia de los insectos, o, lo que todavía era más raro, venerables campanarios de iglesias conspicuamente adaptados a una máquina de proferir chillidos. Había pequeños refugios pintados de rojo y guarnecidas plazas de armas, cada una de ellas provista de su rifle de un alcance de trescientos metros, donde los tiradores se ejercitaban diariamente con munición de salva contra unos blancos que tenían la forma de ratas monstruosas.
Seis veces, desde el día de los Skinner, había habido irrupciones de ratas gigantes, siempre procedentes de las cloacas del sudoeste de Londres, y aquello ya se aceptaba como un hecho consumado, del mismo modo que en el delta del Ganges, al lado mismo de Calcuta, se acepta que haya tigres...
El hermano había comprado un periódico, con cierta precipitación, en Sandling, y aquel periódico al fin logró llamar la atención del libertado. Desdobló las hojas de aquel periódico que le era tan extraño –parecía más pequeño de tamaño, pero con más hojas y unos tipos de imprenta diferentes de los que se usaban antes– y vio innumerables grabados representando cosas extrañas sin el menor interés, y con largas columnas de letra impresa cuyos titulares tenían para él tan poco significado como si hubiesen sido escritos en lengua extranjera: «Gran discurso del señor Caterham», «Las leyes del Alimento Estrella...»
–¿Quién es este Caterham? –preguntó en un intento de volver a entablar conversación.
–Un tío que está muy bien –contestó el hermano.
–¡Ah...! Será un político, ¿eh?
–Va a derribar al Gobierno. ¡Ya era hora!
– ¡Oh! –reflexionó–. Supongo que todos los que yo conocía... Chamberlain, Rosebery, todos... ¿Qué?
Su hermano le había cogido de la muñeca y señalaba fuera de la ventanilla.
–¡Son los Cossar...!
Los ojos del ex presidiario siguieron la dirección que señalaba el dedo de su hermano y vieron...
–¡Dios mío! –exclamó, sobrecogido de pasmo por primera vez.
El periódico cayó en un olvido definitivo a sus pies. A través de los árboles podía ver muy distintamente, de pie y en una actitud cómoda, con las piernas muy separadas y sosteniendo una pelota en la mano como si estuviera a punto de arrojarla, una figura humana gigantesca, que bien tendría doce metros de estatura. Aquella figura brillaba bajo la luz del sol, vestida con un traje de placas de metal blanco y llevando un ancho cinto de acero. Durante un momento atrajo toda su atención, pero después la mirada se desvió para enfocar a otro gigante más lejano, que se preparaba para tomar la pelota, y entonces se le hizo patente que toda aquella zona de las colinas del norte de Sevenoaks había sido arrasada con finalidades gigantescas.
Un enorme parapeto dominaba la cantera de pizarra, y en aquel parapeto se había edificado la casa, una monstruosa mole egipcia, achaparrada, que Cossar había construido para sus hijos cuando el enorme cuarto de los niños hubo sido considerado insuficiente, y detrás se levantaba un gran cobertizo que podía haber albergado una catedral, de cuya oscuridad salía de vez en cuando una intermitente incandescencia y un titánico martilleo ensordecedor. Luego volvió a fijarse en el gigante al ver que la gran pelota de madera forrada en hierro se desprendía de su mano para elevarse en el aire.
Los dos hombres se pusieron de pie, los ojos muy abiertos. La pelota parecía grande como un tonel.
–¡Cogida! –exclamó el recién salido de la cárcel, mientras un árbol le impedía ver al que había lanzado la bola.
Desde el tren se pudieron ver todas estas cosas sólo durante una fracción de minuto. Luego se interpusieron árboles el tren penetró en el túnel de Chislehurst.
–¡Dios mío! –volvió a exclamar el ex presidiario al hacerse la oscuridad–. ¿Cómo es posible? ¿Estaré soñando? Si el tío ese es tan alto como una casa!
–Son los jóvenes Cossar –explicó el hermano moviendo la cabeza alusivamente–. De ahí es de donde viene todo el jaleo...
Salieron del túnel para descubrir más torres coronadas de sirenas, refugios rojos, y por último las apiñadas casitas de los suburbios más periféricos. El arte de fijar carteles no había perdido nada durante aquel intervalo, y de grandes tablones, de los topes de las casas, de las cercas y de centenares de puntos de vista similares surgían las policromas llamadas para la gran elección del Alimento Estrella. «Caterham», «Alimento Estrella» y «Pulgarcito, el matador de gigantes», una y otra, y otra vez, y monstruosas caricaturas y distorsiones... cientos de variedades de representaciones de aquellas grandiosas figuras brillantes de las que tan cerca habían pasado hacía sólo unos minutos...
II
El hermano menor había abrigado el propósito de hacer algo magnífico, de celebrar este retorno a la vida con una cena en algún restaurante de categoría, una comida a la que siguiera toda aquella relumbrante sucesión de impresiones que los Music Halls de aquellos días eran capaces de dar. Era un plan benemérito que tenía como finalidad borrar los más superficiales estigmas del encarcelamiento con una exhibición de libertad, pero el segundo punto del plan tuvo que modificarse. La comida se celebró, pero había ya un deseo más poderoso que el ansia de ver shows, más eficaz en apartar de la mente del hombre la siniestra preocupación con su pasado que cualquier teatro, y este deseo era, en realidad, una enorme curiosidad y perplejidad sobre el Alimento Estrella y los niños del Estrella, esa nueva portentosa raza de gigantes que parecía dominar el mundo.
–No conozco el intríngulis del asunto –dijo–. Estos niños me obsesionan.
Su hermano tuvo la suficiente delicadeza para dejar de lado la proyectada hospitalidad.
–La fiesta se hace en tu honor, muchacho –dijo–. Intentaremos entrar en el mitin monstruo que se celebra en el Palacio del Pueblo.
Por fin, el hombre recién salido de presidio tuvo la suerte de encontrarse metido como una cuña en medio de una muchedumbre apretujada y mirando desde lejos un pequeño estrado brillantemente iluminado, debajo de un órgano y una galería. El organista había estado tocando algo que hizo resonar rítmicamente las botas de los que iban entrando en la sala a raudales, pero eso ya había terminado.
Apenas el hombre recién salido del presidio había podido sentarse y empezar a discutir con un impertinente caballero extranjero que daba codazos a diestro y a siniestro, entró Caterham. Salió de la penumbra hacia el centro del estrado, apareciendo como un insignificante pigmeo, una figurilla negra con una pincelada de color de rosa por cara –de perfil podía verse su característica nariz aquilina–, una pequeña figura que iba levantando inexplicablemente una salva de aplausos. Una salva de aplausos que se inició a lo lejos, que aumentó en seguida de volumen y que se extendió por toda la sala. Al principio, se produjo en el estrado un minúsculo barboteo de voces, que pronto cobraron ímpetu como una llamarada de sonido, atravesando la masa humana entera que había dentro y fuera del edificio. ¡Cómo aplaudieron...! ¡Hurra...! ¡Hurra!
Nadie entre aquella mirada aplaudía como el hombre salido de presidio. Las lágrimas le resbalaban por la cara, y sólo dejó de aplaudir porque se atragantaba. Tenéis que haber estado en la cárcel tanto tiempo como él estuvo para que podáis comprender, incluso empezar a comprender, lo que significa para un hombre dar rienda suelta a sus pulmones en medio de una multitud. (Sin embargo, a pesar de todo, ni siquiera pretendió hacerse creer a sí mismo que sabía el motivo de toda aquella emoción.) ¡Hurra...! ¡Oh, Dios mío...! ¡Hurra!
Después se hizo un breve silencio. Caterham había adoptado un aire de paciencia, y unos individuos estaban diciendo y haciendo un sinfín de cosas serias e insignificantes. Era como si se oyeran voces en medio del ruido de las hojas en la primavera.
–Wawawawa...
¿Qué importancia tenía? Los del público se hablaban unos a otros.
–Wawawawa wa...
¿No acabaría nunca de gesticular aquel tonto del pelo entrecano? ¿Interrumpiendo? ¡Claro que estaban interrumpiendo!
–Wa, wa, wa, wa...
¿Pero es que vamos a oír a Caterham mejor?
Mientras tanto, al menos los presentes podían contemplar a Caterham y podían estudiar las facciones del gran hombre, vistas a una perspectiva bastante lejana. Era muy fácil caricaturizar a aquel individuo, y el mundo entero podía estudiarlo con toda facilidad en los tubos de lámpara, en los cromos infantiles, en las medallas y las banderas Antialimento Estrella, en el orillo de las sedas y algodones marca Caterham, y en los forros de los acreditados sombreros marca Caterham. Caterham aparece en todas las caricaturas de la época. Se le ve vestido de marino al lado de un cañón anticuado y con un botafuego en la mano, con el epígrafe «Nuevas leyes contra el Alimento Estrella», mientras en el mar chapotea aquel monstruo enorme, feísimo y amenazador, llamado Alimento Estrella. También se le representa cap-a-pie, armado con la cruz de San Jorge en el escudo y el yelmo, mientras un cobarde y titánico Caliban, sentado en medio de inmundicias en la entrada de una horrenda cueva, rehúsa recoger su guantelete de los «Nuevos Decretos sobre el Alimento Estrella». A veces se lo ve descender, como Perseo, para rescatar una encadenada y hermosa Andrómeda (que lleva inscrita claramente en su cinturón la palabra «Civilización») de los despojos chapoteantes de un monstruo marino que lleva en sus varios cuellos y garras las inscripciones «Antirreligión», «Egoísmo desenfrenado», «Mecanicismo», «Monstruosidad» y cosas parecidas. Pero era como «Pulgarcito, el matador de gigantes», que la imaginación popular consideraba a Caterham más correctamente representado, y era en la vena de un «Pulgarcito, el matador de gigantes», que el hombre salido de presidio amplificaba aquella miniatura distante.
El «wawawawa» se interrumpió bruscamente.
Ya está. Ya se sienta. ¡Sí! ¡No! ¡Sí! ¡Es Caterham!
–¡Caterham! ¡Caterham! –Y volvieron a resonar los aplausos.
Tiene que haber una gran multitud para que pueda hacerse un silencio como el que siguió a aquel desorden de aplauso. Un hombre solo en el desierto... Es una quietud muy especial, sin duda, pero él se siente respirar, se siente mover, siente toda clase de cosas. Aquí, lo único que se oía era la voz de Caterham, una voz brillante y clara, como una lucecita ardiendo en un nicho de terciopelo negro. ¡Escuchad escuchad! Se lo oía como si estuviera hablando junto a uno.
Aquello resultó estupendamente efectivo para el hombre recién salido de la cárcel, dentro de un halo de exquisitos y temblorosos sonidos. Detrás del halo, eclipsados en parte, estaban sentados en el estrado los partidarios, y en primer término se extendía una vastísima perspectiva de innumerables espaldas y perfiles, una grandiosa multitud atenta. Aquella figurilla parecía haber absorbido la sustancia de todos los asistentes al acto.
Caterham habló de nuestras antiguas instituciones.
–¡Oídoídoid! –bramaba la muchedumbre.
–¡Oíd! ¡Oíd! –exclamaba el hombre recién salido de presidio.
El orador hablaba de nuestro antiguo espíritu de orden y justicia.
–¡Oídoídoíd! –bramaba la muchedumbre.
–¡Oíd! ¡Oíd! –gritaba el hombre recién salido de la cárcel, hondamente conmovido.
Caterham habló luego de la sabiduría de nuestros antepasados, del lento desarrollo de venerables instituciones de tradiciones morales y sociales que se adaptaban como un guante a las características nacionales inglesas.
– ¡Oíd! ¡Oíd! –gemía el hombre recién salido de presidio, con lágrimas de excitación en las mejillas.
Y el orador seguía diciendo que todas estas cosas se nos iban de las manos. ¡Sí, se nos iban de las manos! Porque tres hombres de Londres habían tenido la idea, veinte años atrás, de hacer una mixtura indescriptible y ponerla dentro de una botella, todo el orden y la santidad de las cosas...
Se oyeron gritos:
–¡No! ¡No!
–Bueno, pues –siguió diciendo el orador–, las cosas no pueden continuar así, y es necesario despedirse de toda vacilación, es necesario hacer acopio de fuerzas...
Aquí se dejó sentir una ráfaga de aplausos. Debían despedirse de toda vacilación, debían prescindir de las medias tintas. –Hemos oído decir, caballeros –grito Caterham–, de ortigas que se transforman en ortigas gigantes. Al principio no son nada diferentes de las otras ortigas... Pequeñas plantas que con una mano firme se pueden coger y arrancar, pero si se las deja crecer... si se las deja crecer, se desarrollan con un poder tan venenoso, que al final se necesita el hacha y la soga, se necesitan esfuerzos, trabajos y disgustos... Han perecido muchos hombres en la tala de las ortigas, otros hombres pueden perecer por el mismo concepto...
Hubo un revuelo y una interrupción y después el hombre recién salido de presidio oyó de nuevo la voz de Caterham resonando clara y recia:
–¡Aprended lo del Alimento Estrella del mismo Alimento Estrella, y coged la ortiga antes de que sea demasiado tarde! –Calló y se secó los labios.
–¡Claro como el cristal! –gritó alguien–. ¡Claro como el cristal!
Y entonces volvió a oírse aquel extraño rumor creciendo rápidamente hasta llegar a ser un tonante tumulto, tanto, que parecía que el mundo entero estuviese aplaudiendo...
El hombre recién liberado salió por último de la sala, maravillosamente agitado y con aquellas señales inconfundibles en el rostro propias del que ha tenido una visión. Él ya sabía y todo el mundo sabía. Sus ideas ya no eran vagas. Había vuelto a un mundo en crisis, a la inmediata decisión de una solución estupenda. Debía jugar su parte en el gran conflicto como un hombre... un hombre libre y responsable. El antagonismo se le representó como una imagen. Por un lado aquellas figuras gigantescas, contentas de sí mismas, cubiertas de cota de malla, que había visto por la mañana –que ahora podía contemplar bajo una luz diferente–, y por otro lado, aquella figurilla vestida de negro gesticulando bajo la luz de las candilejas, aquel pigmeo con su ordenado raudal de melodiosa persuasión, con su vocecilla penetrante, John Caterharn... «Pulgarcito, el matador de gigantes». Todos debían unirse para «coger la ortiga» antes de que fuera «demasiado tarde».


III
De todos los niños que habían tomado el Alimento de los Dioses, los más altos, más fuertes y más observados eran los tres hijos de Cossar. La milla aproximada de terreno, cerca de Sevenoaks, donde transcurrieran sus infancias y adolescencias, quedó tan surcada de trincheras, tan excavada y tan retorcida, tan sembrada de cobertizos y enormes modelos mecánicos y de los juegos de sus potencialidades en vías de desarrollo, que no se parecía a ningún otro sitio de la tierra. Y ya hacía mucho tiempo que había empezado a ser pequeño para todo lo que ellos intentaban hacer. El mayor de los hijos era un gran proyectista de máquinas con ruedas. Se había construido una especie de bicicleta gigante que no cabía en ninguna carretera del mundo ni había puente que la pudiera aguantar. Y allí se había quedado aquella gran máquina de ruedas y mecanismos, capaz de hacer doscientas cincuenta millas por hora, excepto en los momentos en que su inventor se decidía a montar en ella para ir adelante y atrás, en medio de aquel patio de trabajo, lleno de estorbos por todas partes. Tenía la intención de dar una vueltecita por el pequeño mundo con aquel trasto y lo había construido con esta intención, mientras no era más que un muchacho lleno de ensueños. Ahora los radios de las ruedas corroídos por la herrumbre y las manchas parecían heridas en todos los sitios donde el esmalte había saltado.
–Tendrás que hacer primero una carretera para la bicicleta, hijo –le había dicho Cossar–. De lo contrario, dudo que puedas irte por ahí.
Así, pues, un buen día, el joven gigante y sus hermanos se pusieron a trabajar para hacer una carretera que diera la vuelta al mundo. Parece que era inminente un conato de oposición, y ellos se habían puesto a trabajar con notable vigor. La gente los descubrió muy pronto construyendo aquella carretera: varias millas ya niveladas, comprimidas y terminadas. Una ingente muchedumbre de excitados individuos, terratenientes, corredores de tierras, autoridades locales, abogados, policías y hasta soldados, se opuso a que continuaran su labor.
–Estamos haciendo una carretera –explicó el mayor de los chicos.
–Hagan las carreteras que quieran –dijo el principal letrado de los que allí había–, pero hagan el favor de respetar los derechos ajenos. Hasta ahora ya han infringido los derechos privados de veintisiete diferentes propietarios, eso sin contar la propiedad y los privilegios especiales de la Junta del Distrito Urbano, nueve Concejos parroquiales, una Diputación provincial, dos Compañías del gas y una Compañía ferroviaria...
– ¡Demonios! –dijo el mayor de los chicos Cossar.
–Tendrán ustedes que desistir...
–Pero, ¿no quieren ustedes tener una buena carretera recta en lugar de esos asquerosos senderos llenos de surcos y de hoyos?
–No diré que no sea muy ventajosa, pero...
–No hay que hacerlo –dijo el mayor de los Cossar recogiendo sus herramientas.
–De este modo, no –dijo el letrado–. En absoluto.
–¿Pues cómo hay que hacerlo?
La respuesta del abogado principal fue complicada y vaga.
Cossar había ido a ver la travesura que sus hijos habían hecho y los recriminó severamente, pero se echó a reír a carcajadas y pareció sentirse muy dichoso con el incidente.
–Muchachos, debéis esperar aún algún tiempo antes de poder hacer cosas como ésta –gritó mirando hacia arriba.
–El abogado nos ha dicho que debemos empezar por preparar un plan y obtener autorización especial y toda una serie de monsergas... Dice que tardaremos años...
–Tendremos un plan antes de poco, hijito –gritó Cossar haciendo bocina con las manos–, no tengas miedo. Por ahora vale más que juguéis y hagáis modelos de las cosas que pensáis hacer. Más adelante todo se arreglará.
Ellos hicieron lo que Cossar decía, como hijos obedientes.
Pero, a pesar de todo, refunfuñaron un poco.
–Está muy bien –dijo el mediano al mayor–, pero no quiero estar siempre jugando y haciendo planes. Quiero hacer algo real, ¿sabes? No hemos venido a este mundo fuertes como somos sólo para jugar en esta porquería de terreno tan pequeño, y pasear, y no acercarnos a los pueblos... No hacer nada está mal. ¿No podríamos encontrar algo que la gente pequeña deseara que se realizase para hacérselo nosotros, para divertirnos...?
«Muchos viven en casas inhabitables. Construyámosles una casa cerca de Londres, una casa que pueda contener montones y más montones de esa gente, y sea cómoda y bonita, y hagámosles una hermosa carretera que los conduzca hacia donde tienen que ir a hacer sus negocios... un bonito y recto camino, y procurar que sea lo más bonito posible. Se lo dejaremos todo tan limpio y precioso, que ninguno de ellos podrá ya vivir de este modo asqueroso como viven ahora. Que haya agua suficiente para que todos puedan lavarse, eso es lo que haremos, porque, ¿sabes?, son tan sucios ahora que de cada diez casas, nueve no tienen baño. ¡Pequeños zorrinos hediondos! Y sabes que los que tienen baño escupen insultos a los que no lo tienen, en lugar de ayudarles a tenerlo..., y los llaman el Gran Populacho... Ya lo sabes. Nosotros modificaremos todo eso. Y haremos que la electricidad alumbre, cocine y limpie para ellos, para todos. ¡Qué raro! ¡Hacen que sus mujeres, mujeres que van a ser madres, se arrastren por los suelos para fregarlos...!
«Podríamos hermosearlo todo. Podríamos construir un gran edificio para generar la electricidad y todo quedaría sencillamente precioso. ¿No es cierto...? Y entonces, tal vez nos dejarían hacer otras cosas.
–Sí –dijo el hermano mayor–, podríamos hacerlo todo y muy bonito, además.
–Entonces, hagámoslo –repuso el mediano.
–¡Pues adelante! –gritó el hermano mayor buscando una herramienta a propósito.
Y aquello produjo otra espantosa trifulca.
Al momento acudieron agitadas multitudes diciéndoles que parasen por un sinfín de razones, diciéndoles también que parasen sin motivo ni razón alguna, multitudes balbucientes, confusas y variadas. Aquel edificio que construían era demasiado alto: no tenía garantía alguna de estabilidad. Era feo; impediría que se pudieran alquilar las casas vecinas de tamaño normal; echaba a perder la línea del barrio; no era de buen vecino; era contrario al Reglamento de Edificación Local; infringía el derecho de las autoridades locales de imponer la distribución de una energía eléctrica propia, insuficiente y cara; y, por último, perjudicaba los intereses de la Compañía local del agua.
Los funcionarios del Municipio se despabilaron ante la posibilidad de ejercer una obstrucción judicial. El abogado reapareció representando una docena de intereses amenazados; terratenientes locales aparecieron en oposición; personas con derechos misteriosos reclamaron indemnizaciones exorbitantes; sindicatos del ramo de la construcción alzaron sus voces colectivas; un grupo de tratantes de toda clase de material para la construcción se transformó en una barrera infranqueable. Asociaciones extraordinarias de personas con visiones proféticas de los horrores estéticos se agruparon para proteger el paisaje del lugar donde había la intención de embalsar el río.
Estos últimos individuos eran absolutamente los más burros, según los chicos Cossar. Aquella hermosa vivienda proyectada por ellos fue algo así como un bastón en medio de un avispero.
–¡Nunca lo hubiese creído! –exclamó el mayor de los Cossar.
–¡No podemos continuar! –lamentó el segundo.
–¡Son unos animales indecentes! –protestó el menor de los hermanos–. ¿Es que no van a dejarnos hacer nada?
–Aunque sea por su propia comodidad... ¡Y una casa tan bonita como les habríamos hecho!
–Parece que se pasan la vida, sus necias vidas insignificantes, en molestar al prójimo –dijo el chico mayor–. Derechos y leyes y reglamentos y granjerías, igual que un juego chino... Bueno, sea como sea, tendrán que vivir en sus casuchas repugnantes, sucias y disparatadas durante algún tiempo todavía. Es evidente que no podemos continuar nuestra obra.
Y los chicos Cossar dejaron aquella gran casa sin terminar, mero hoyo de cimientos y el comienzo de una pared, y se volvieron, malhumorados, a su gran recinto. Al cabo de un cierto tiempo el hoyo se llenó de agua y con elementos estancados, hierbas y sabandijas, y el Alimento, ya fuese echado allí por los hijos de Cossar, ya viniera a parar allí como polvo impelido por el viento, empezó a desarrollar toda la materia viviente a su modo habitual. Ratas de agua invadieron el país causando muchos daños, y un día un campesino encontró a sus cerdos bebiendo de aquella agua e instantáneamente y con gran presencia de ánimo –porque sabía lo del gran puerco de Oakham– los sacrificó a todos. Y de aquel profundo estanque fue de donde salieron los mosquitos, unos mosquitos terribles, cuya única virtud consistió en que los hijos de Cossar, después de haber sido picados por ellos, no pudieron sufrirlo más, y aprovechando una noche de luna, cuando la ley y el orden dormían, abrieron un canal y dirigieron el agua hacia el río, por Brook.
Pero dejaron los grandes hierbajos y las grandes ratas de agua y toda suerte de cosas enormes e indeseables que vivían y se criaban en el sitio que habían escogido, el mismo sitio donde el hermoso edificio para la gente pequeña podía haberse elevado hasta el cielo...


IV
Esto había ocurrido en la niñez de los Hijos, pero ahora eran ya casi hombres. Y las cadenas habían estado oprimiéndoles más y más, a medida que transcurrían los años de crecimiento. Año tras año, a medida que iban creciendo y el Alimento se diseminaba, y las cosas grandes iban multiplicándose, la violencia y la tensión aumentaban. El Alimento había sido en el principio, para la masa del pueblo, una maravilla distante, y ahora ya penetraba por el umbral de cualquier casa, amenazador, presionando y deformando el orden vital. Obstruía esto, trastornaba aquello, cambiaba los productos naturales y al cambiarlos hacía inútiles los empleos y dejaba a centenares de miles de personas sin trabajo. Además, traspasaba límites y fronteras y transformaba el mundo del comercio en un mundo de cataclismos, nada tiene, pues de extraño que la humanidad lo aborreciera.
Y como es más fácil aborrecer las cosas animadas que las inanimadas, a los animales más que a las plantas y a los seres humanos más que a los animales, el miedo y las molestias engendrados por las ortigas gigantes y por las hojas de hierba de dos metros, por los espantosos insectos y por las sabandijas que parecían tigres, fue acumulándose en un gran rencor que apuntaba directamente a aquella banda dispersa de enormes seres humanos, los Niños del Alimento. Aquel odio había llegado a ser la fuerza central en cuestiones políticas. Las antiguas directrices de los partidos habían sido negadas y borradas del todo ante la insistencia de aquellos nuevos problemas y el conflicto estaba ahora entre el partido de los contemporizadores, que sostenían la opinión de que se tenía que confiar a muy pocos políticos el control y la regulación del Alimento, y el partido de la reacción por el que hablaba Caterham, siempre con la más siniestra ambigüedad, cristalizando sus intenciones primero en una frase amenazadora y después en otra, como, por ejemplo, que se debía «evitar el crecimiento desmedido de la zarza», o descubrir «la curación de la elefantiasis», y por fin, en vísperas de la elección, «arrancar las ortigas».
Un buen día, los tres hijos de Cossar, que ya no eran niños sino hombres, se hallaban sentados en medio de sus fútiles trabajos, conversando a su manera de todas estas cosas. Habían estado trabajando todo el día en una serie de grandes y complicadas trincheras que su padre les había pedido que hicieran, y estando el sol ya en el ocaso se habían sentado en el reducido espacio destinado a jardín que había ante la gran casa y miraban al mundo mientras descansaban esperando que los diminutos servidores de la casa les dijeran que su comida estaba a punto. Debéis imaginaros estas enormes figuras, la menor de ellas de doce metros de estatura, reclinándose sobre un pedazo de césped que a un hombre corriente le habría parecido un rastrojo de cañas. Uno de ellos se había incorporado y se quitaba la tierra de las enormes botas con una viga de hierro que tenía agarrada con una mano, el segundo se apoyaba en el codo y el tercero desbastaba un pino, lo cual impregnaba el aire con olor a resina. Iban vestidos, no de tela, pues los trajes interiores eran de soga entretejida y los vestidos exteriores de alambre de aluminio afelpado. Iban calzados de madera y hierro, y los gemelos, botones y cinturones de sus trajes eran de acero plateado. La gran casa de una sola planta en que vivían, egipcia por su solidez, era mitad de monstruosos bloques de greda y la otra mitad excavada en la roca viva de la colina. Tenía sus buenos treinta metros de altura vista desde su fachada, y vista por su parte trasera, las chimeneas, las ruedas, las grúas y las techumbres de sus cobertizos de trabajo se destacaban maravillosamente contra el cielo. A través de una ventana circular de la casa se hacía visible un caño por donde se vertía cierto metal fundido al rojo blanco, goteando continuamente en gotas regulares para caer en un receptáculo fuera del alcance de la vista. Aquel sitio estaba cercado y someramente fortificado con monstruosos taludes de tierra reforzados con acero tanto por encima de la cumbre de la colina, como abajo, en la depresión del valle. Se necesitaba algo de tamaño corriente para poder comparar la escala. El tren que venía resollando de Sevenoaks, atravesando su campo visual y hundiéndose de inmediato en el túnel, parecía, en comparación con todas aquellas obras, un pequeño juguete automático.
–Nos han prohibido el paso por todos estos bosques de la parte de acá de Ightham –dijo uno de los chicos–. Y el letrero que estaba en Knockholt lo han trasladado de dos millas hacia acá.
–Es lo menos que podían hacer –dijo el más joven, después de una pausa–. Intentan quitarle argumentos a los pretextos de Caterham.
–Lo cual no es suficiente y es demasiado para nosotros.
–Quieren aislarnos del Hermano Redwood. La última vez que fui a verlo, los letreros rojos se habían adelantado alrededor de una milla por ambos lados. El camino que nos conduce a él por la colina ya no es nada más que un angosto vericueto.
El que hablaba se calló reflexionando y añadió:
–¿Qué le ha pasado a nuestro Hermano Redwood?
–¿Por qué? –preguntó el hermano mayor.
El otro cortó una rama de su pino.
–Estaba como si no estuviese del todo despierto. No pareció escuchar lo que yo tenía que decirle. Y dijo algo de... amor.
El más joven golpeó con su viga el borde de la suela de hierro y se echó a reír.
–El Hermano Redwood sueña –dijo. Nadie habló durante un rato. Luego el hermano mayor repuso:
–Este modo de encerrarnos cada vez más no se puede soportar. Al final, estoy seguro de que van a trazar un círculo alrededor de nuestras botas y nos dirán que vivamos allí dentro. El hermano mediano barrió con la mano un montón de ramas de pino y cambió de actitud.
–Lo que hacen ahora no es nada comparado con lo que harán cuando Caterham esté en el poder.
–Si es que llega al poder –dijo el hermano menor aporreando el suelo con la viga.
–¡Llegará! –murmuró el mayor mirándose los pies. El hermano mediano cesó de desmochar la rama de pino y sus miradas se dirigieron a los grandes taludes que les protegían a todo su alrededor.
–Entonces, hermanos –dijo–, nuestra juventud ha terminado, y tal como nos dijo hace tiempo el Padre Redwood debemos portarnos como hombres.
–Sí –convino el hermano mayor–. Pero, ¿qué significa eso? ¿Qué quiere decir... cuando llegue el día de la aflicción?
Miró a su vez, aquellas rudas y extensas indicaciones de atrincheramientos a su alrededor, mirando más que a ellas, a través de ellas, por encima de los montes, las multitudes del otro lado. Una idea del mismo género pasó por las mentes de los tres: una visión de gente pequeña lanzándose a la guerra, una inundación de gente pequeña inagotable, incesante, maligna...
–Son muy pequeños –dijo el hermano menor–, pero son tan incontables como las arenas del mar.
–Tienen armas... Tienen el armamento que han fabricado nuestros Hermanos de Sunderland.
–Además, hermanos, si exceptuamos los bichos y los pequeños accidentes con alguna mala bestia, ¿qué sabemos nosotros lo que es matar?
–Lo sé –aprobó el hermano mayor–. Y por todo esto... somos lo que somos. Cuando llegue el día de la aflicción tendremos que hacer lo que debamos.
Cerró de golpe su cortaplumas –la hoja era larga como un hombre– y utilizó su nuevo báculo de pino para levantarse. Se volvió hacia la inmensidad gris y achaparrada de la casa. Al levantarse, un rayo carmíneo del sol poniente se reflejó en la malla y los cierres del cuello y en el metal tejido de los brazos, y a los ojos de su hermano pareció como si de repente se hubiese cubierto de sangre...
Al levantarse, el joven gigante vio una figurilla negra destacándose en la incandescencia del ocaso, encima del talud que se erguía en lo alto de la colina. Las negras extremidades hacían torpes aspavientos. Algo indescriptible que había en el modo de gesticular indicaba prisa en la mente del joven gigante, que hizo voltear su tranca de pino y llenó el valle con un potente:
–¡Atención...! Pasa algo.
Y echó a andar para recibir y ayudar a su padre.


V
Dio la casualidad de que otro joven que no era ningún gigante iba descargando sus ideas sobre los hijos de Cossar, precisamente al mismo tiempo. Procedía del otro lado de las colinas, de más allá de Sevenoaks, y venía con un amigo suyo. Era éste a quien hablaba. Y a lo largo del seto habían oído un lastimero piar y habían intervenido para salvar a tres pavos del ataque de un par de hormigas gigantes. Fue aquella aventura lo que inició la conversación.
–¡Reaccionario! –dijo el joven al llegar al campamento de los Cossar–. ¿Quién no sería reaccionario ante esto? ¡Mira aquel cuadro de terreno, aquel espacio de la tierra de Dios, que en otro tiempo fue agradable y hermoso, y ahora desgarrado, mancillado, destripado! ¡Esos cobertizos! ¡Aquel gran molino de viento! ¡Aquella monstruosa máquina con ruedas! ¡Aquellos diques! ¡Mira esos tres monstruos aquí sentados conspirando para llevar a cabo alguna treta infernal ¡Mira... mira toda esta tierra!
Su amigo lo escrutó fijamente.
–Has estado escuchando a Caterham –dijo.
–¡Usando los ojos! Mirando un poco hacia la paz y el orden del pasado que estamos dejando atrás. Este repugnante Alimento es la última forma que ha adoptado el diablo, empeñado como siempre en la ruina de nuestro mundo. ¡Piensa en lo que debió de ser el mundo antes de nuestra época, lo que era todavía cuando nuestras madres nos echaron al mundo, y míralo ahora! ¡Piensa cómo sonreían antes estas laderas bajo la dorada cosecha, cómo los setos, llenos de florecillas olorosas, dividían la modesta proporción de este hombre de la de aquel otro, cómo las rojizas granjas y cortijos punteaban el paisaje y cómo la voz de las campanas de la iglesia, desde aquel lejano campanario que se ve desde aquí, inundaba el valle entero todos los domingos en la plegaria dominical! Y ahora, cada año aún más que el anterior, más y más hierbajos monstruosos, sabandijas monstruosas y esos gigantes que crecen y crecen por encima de nosotros, extendiéndose por encima de nosotros, chocando contra todo lo sutil y sagrado de nuestro mundo...
¡Mira!
Señaló hacia un punto determinado, y los ojos de su amigo siguieron la línea indicada por su dedo.
–¡Una de sus huellas! ¿Ves? Ha profundizado casi un metro. Es un peligro latente para caballos y jinetes, una trampa para incautos. Hay un rosal silvestre tronchado, la hierba arrancada, una cardencha pisoteada, una acequia de granjero rota y el borde del camino hundido y estropeado. ¡Destrucción! Esto es lo que están haciendo por todo el mundo, destrozar el orden y la decencia que el mundo de los hombres ha hecho. Pisotearlo todo. ¡Reacción! ¿Qué otra cosa?
–Pero... reacción al fin. ¿Qué piensas hacer?
– ¡Acabarlo! –exclamó el joven procedente de Oxford–. Antes de que sea demasiado tarde.
–Pero...
–No es imposible –exclamó el joven elevando el tono de la voz–. Queremos mano firme, queremos el plan sutil y la mente resolutiva. Hemos sido tímidos y débiles, hemos jugueteado y contemporizado y el Alimento ha ido creciendo más y más. Y, no obstante, todavía...
Se calló un momento.
–Eso es un eco de Caterham –dijo su amigo.
–Aún ahora hay esperanzas..., esperanzas abundantes, con tal que estemos seguros de lo que queremos y de lo que nos proponemos destruir. La masa del pueblo está con nosotros, muchísimo más de lo que lo estaba hace unos años. La ley está con nosotros, la constitución y el orden de la sociedad, el espíritu de las religiones oficiales, las costumbres y los hábitos del género humano están con nosotros y en contra del Alimento. ¿Por qué razón deberíamos contemporizar? ¿Por qué razón tenemos que mentir? Aborrecemos todo eso, no lo queremos. ¿Por qué, pues, tenemos que soportarlo? ¿Intentas quedarte ahí gimiendo, en obstrucción pasiva, y nada más hasta que no quede un grano de arena en el reloj de nuestra vida?
Se calló de nuevo y, dando media vuelta, prosiguió:
–¡Mira aquel soto de ortigas allí! ¡En medio de ellas hay hogares... abandonados... donde en otro tiempo las familias de hombres sencillos dejaron que transcurrieran sus vidas honradas...!
Y después de una breve pausa, añadió dando media vuelta y señalando el sitio donde los Cossar estaban murmurando otro de sus agravios:
–¡Míralos! Y yo conozco a su padre, un bruto, una especie de bestia con un vozarrón intolerable, una especie de salvaje caminando por nuestro mundo, demasiado magnánimo, durante más de treinta años. ¡Un ingeniero! Para él todo lo que para nosotros es querido y sagrado, nada representa. ¡Nada! Las espléndidas tradiciones de nuestra raza y de nuestro terruño, sus nobles instituciones, el orden, la amplia y lenta marcha de precedente en precedente que ha hecho la grandeza de nuestro pueblo inglés y la libertad de esta soleada isla..., todo eso para él son cuentos ociosos, dichos y olvidados. Cualquier paparrucha sobre el futuro vale más para él que todas estas cosas sagradas... Es ese tipo de hombre que no vacilaría en hacer pasar los ramales del tranvía sobre la tumba de su madre si creyera que el trayecto salía más barato... ¡Y aún piensas en contemporizar, en buscar alguna fórmula de compromiso que te permita vivir a tu modo mientras esa –esa maquinaria– vive en el suyo! Te digo que no hay remedio..., no hay remedio. ¡Sería lo mismo que hacer un tratado con un tigre! Ellos quieren que las cosas sean grandes y monstruosas... y nosotros queremos que sean normales y agradables. O lo uno o lo otro.
–Pero, ¿qué puedes hacer tú?
–¡Mucho! ¡Todo! ¡Suprimir el Alimento! Estos gigantes están todavía dispersos, todavía son inmaduros y se hallan desunidos. Encadenarlos, amordazarlos, silenciarlos. Detenerlos a cualquier precio. ¡Es su mundo o el nuestro! ¡Acaba con el Alimento! ¡Encarcelar a los que lo fabrican! ¡Hacer algo para parar a Cossar! No parece que recuerdes que basta una generación, una sola generación que aguante y luego... Luego podríamos nivelar esos terraplenes, rellenar sus huellas, quitar esas feísimas sirenas de los campanarios, destruir todos nuestros cañones elefantiásicos y volver nuestras miradas otra vez hacia el antiguo orden de cosas, hacia nuestra jugosa civilización antigua para la que está adaptada el alma del hombre. –Eso sería un tremendo esfuerzo.
–Para un fin tremendo. ¿Y si no lo hacemos así? ¿No ves el panorama que nos espera tan claro como la luz del día? Los gigantes irán creciendo y multiplicándose por todas partes. En todas partes fabricarán y esparcirán el Alimento. La hierba se agigantará en nuestros campos, los hierbajos en nuestros actos y vallados, los bichos en los matorrales y los ratones en los albañales. Más, y más y más... Esto es sólo el comienzo. El mundo de los insectos se levantará contra nosotros, lo mismo que el mundo de las plantas, y hasta los mismos peces del mar harán embarrancar y zozobrar nuestros barcos. Una tremenda vegetación oscurecerá y ocultará nuestras casas, sofocará nuestras iglesias, arruinará y destruirá todo el orden de nuestras ciudades, y nosotros no seremos ya más que unos débiles bicharracos bajo los talones de la nueva raza. ¡El género humano se hundirá y se ahogará en sus propios engendros! ¡Y todo por nada! ¡Tamaño! ¡Simple tamaño! Engrandecimiento y da capo. Estamos buscando nuestro propio camino entre los comienzos de la nueva era. Y todo lo que hacemos es exclamar: «¡Qué inconveniente...!» Refunfuñamos y no hacemos nada. ¡No! Levantó la mano y prosiguió:
–¡Dejémosles que hagan lo que tiene que hacer! De acuerdo. Yo soy partidario de la reacción, de una reacción liberal e intrépida. A menos que tú también intentes tomar este Alimento. ¿Qué otra cosa se puede hacer en el mundo entero? Hemos estado entreteniéndonos con medias tintas durante demasiado tiempo. Entretenerte con medias tintas es tu costumbre, tu círculo de existencia, tu espacio y tiempo. ¡Pero yo no! ¡Yo estoy contra el Alimento, con todas mis fuerzas y mi voluntad estoy contra el Alimento!
Se volvió a su compañero al oír el gruñido de discrepancia con que acogió su perorata.
–Y tú, ¿dónde estás?
–Es un asunto muy complicado...
–¡Oh...! ¡Vas a la deriva! –gritó el joven procedente de Oxford, muy acerbadamente, haciendo grandes aspavientos–. Las medias tintas son la nada. Tiene que ser una cosa u otra Comer o destruir. ¡Comer o destruir! ¿Qué otra cosa se puede hacer?

CAPÍTULO DOS
LOS AMANTES GIGANTES
I

Pero dio la casualidad de que, en aquellos días en que Caterham estaba haciendo campaña continua los niños del Alimento Estrella, antes de las elecciones generales que, en medio de las circunstancias más trágicas y terribles, debían llevarse al poder, aquella princesa gigante, aquella Serenísima Alteza, cuya nutrición en su más tierna infancia había jugado un papel tan importante en la brillante carrera del doctor Winkles, había llegado a Inglaterra desde el reino de su padre para algo muy importante. Estaba prometida, por razones de Estado, con cierto príncipe... y la boda tenía que manifestarse como un acontecimiento de gran significación internacional. Pero habían surgido misteriosos aplazamientos. El Rumor y la Imaginación colaboraron en la historia y se dijeron muchas cosas. Hubo rumores de que el príncipe había declarado que no quería que le tomasen el pelo, por lo menos hasta aquel extremo. El pueblo simpatizaba con él. Este es el aspecto más importante del asunto.
Ahora bien, por extraño que parezca, es un hecho que la princesa gigante ignoraba en absoluto la existencia de otros gigantes, hasta que llegó a Inglaterra. Había vivido en un mundo donde el tacto constituye casi una pasión, y la reserva, la atmósfera en que se vive. Le habían ocultado este hecho, la habían aislado de la vista e incluso de la sospecha de toda forma gigantesca hasta que se cumpliera la fecha señalada para su viaje a Inglaterra. Hasta que vio al hijo de Redwood no tuvo la menor idea de que hubiera en el mundo otro gigante.
En el reino del padre de la princesa había grandes altiplanicies yermas y montañas baldías donde ella se había acostumbrado a vagar libremente. Le gustaba la salida y la puesta del sol y todo el gran espectáculo del firmamento, pero al hallarse entre un pueblo antaño tan democrático y tan vehementemente leal como el inglés, su libertad quedó muy restringida. La gente acudía a verla en carricoches, en trenes de excursión, en multitudes organizadas. Millares de personas recorrieron largas distancias en bicicleta para poder contemplarla, y la princesa tenía que levantarse muy temprano si quería poder pasear en paz. Era aún muy cerca del alba aquel día en que el joven Redwood se encontró con ella.
El Gran Parque contiguo al palacio donde ella vivía se extendía en una longitud de más de veinte millas hacia el oeste y el sur. Los castaños de sus avenidas se alzaban por encima de la cabeza de la princesa. Cada uno de los castaños al pasar ella por delante parecía ofrecerle una riqueza más abundante de flores que el árbol anterior. Durante un buen rato se conformó con la vista y el olor de los capullos, pero al final quedó vencida por tantos ofrecimientos y se puso a coger tantas flores que no se dio cuenta de la presencia del joven Redwood hasta que éste estuvo muy cerca.
Ella seguía andando por entre los castaños, con el amante que le deparaba el destino acercándose cada vez más, imprevisto, insospechado. Metió las manos por entre las ramas, quebrándolas y reuniéndolas en un ramo. Estaba sola en el mundo. Entonces...
Levantó la vista y en el acto se encontró con su pareja.
Necesitamos ahora poner nuestra imaginación en la estatura de él para ver la belleza que él vio. Aquella inaccesible grandiosidad que impide nuestra inmediata simpatía hacia ella, no existía para él. Allí había una graciosa muchacha, la primera persona que podía parecerle una pareja adecuada.
Ágil y esbelta, ligeramente vestida, con la fresca brisa matutina moldeándole los sutiles pliegues de la ropa sobre las líneas suaves y firmes de sus formas, y con una gran masa de floridos ramos de castaño en sus manos. El escote de su traje dejaba ver la blancura de su garganta y una suave redondez sombreada que se perdía de vista hacia los hombros. La brisa le había descompuesto unas hebras de sus cabellos castaños con ribetes rojizos, que le rozaban la mejilla. Tenía los ojos azules y grandes, y sus labios descansaban en la promesa de una sonrisa... mientras estiraba el cuerpo entre las ramas.
La joven se volvió hacia el recién llegado con sobresalto, lo vio y durante unos momentos permanecieron los dos mirándose. Para ella, la presencia de aquel joven fue tan asombrosa, tan increíble, que durante unos instantes al menos llegó a ser terrible. Él se acercó con la profunda sorpresa causada por una aparición sobrenatural; rompía todas las leyes establecidas en el mundo de ella. Era el joven entonces un muchacho de veintiún años, esbelto, con la misma tez morena y la misma gravedad de su padre. Iba vestido con ropas de sobrio y blando cuero, muy bien cortadas, que le daban un aspecto muy gallardo. Llevaba la cabeza descubierta en toda ocasión. Quedaron contemplándose; ella incrédulamente asombrada y él con su corazón latiendo desacompasadamente. Fue un momento sin preludio, el encuentro cardinal de sus vidas.
Para él la sorpresa fue menor. La había estado buscando y, no obstante, su corazón latía con gran rapidez. Se acercó a ella, despacio, con los ojos fijos en su semblante.
–Tú eres la princesa –dijo–. Mi padre me lo ha dicho. Eres la princesa a que le dieron el Alimento de los Dioses.
–Soy la princesa, sí –dijo ella, con los ojos abiertos de asombro–. Pero, ¿tú quién eres?
–Soy el hijo del descubridor del Alimento de los Dioses.
–¿El Alimento de los Dioses?
–Sí, el Alimento de los Dioses.
–Pero...
Su semblante expresaba una perplejidad infinita.
–¿Qué es eso...? No comprendo. ¿El Alimento de los Dioses?
–¿No has oído hablar de él?
–¿Del Alimento de los Dioses? ¡No! –La princesa se puso a temblar violentamente. El color huyó de su rostro.– No sé nada –dijo–. ¿Quieres decir...?
–¿No lo sabías? –repitió él.
Y ella contestó con asombro por el descubrimiento:
–¡No!
El mundo entero y todo el significado del mundo estaba sufriendo un cambio para ella. Una rama de castaño se deslizó de su mano.
–¿Quieres decir que hay otros gigantes en el mundo? – repitió estúpidamente–. ¿Qué alguna clase de alimento...?
Él se convenció de la sinceridad del asombro de la joven.
–Pero, ¿no sabes nada? –exclamó–. ¿Nunca has oído hablar de nosotros? ¿Tú, precisamente, a quien el Alimento ha hecho semejante a nosotros?
Todavía asomaba el terror en los ojos que lo miraban.
–No –susurró.
Le pareció que iba a echarse a llorar o a desmayarse. Luego, en un momento volvió a cobrar el dominio de sí misma y se encontró hablando y pensando con toda claridad.
–Todo esto me lo han ocultado –dijo–. Es como un sueño... He soñado... He soñado cosas así. Pero al despertar... ¡No! ¡Dime! ¡Dime! ¿Quién eres? ¿Qué es ese Alimento de los Dioses? Explícamelo despacio y con claridad. ¿Por qué me han ocultado que no estaba sola?


II
–Explícamelo –repitió.
Y el joven Redwood, trémulo y excitado, empezó a explicarle, de una manera muy pobre y con voz entrecortada al principio, lo del Alimento de los Dioses y de los gigantes dispersos por el mundo.
Os podéis figurar a los dos, ruborizados, sobresaltados, dándose cuenta recíprocamente del significado de lo que decía el interlocutor a través de frases entrecortadas, entendidas a medias y pronunciadas, también a medias, de repeticiones, de perplejidades, de interrupciones, de nuevos puntos de partida en la conversación... charla en la que ella despertó de la ignorancia de su vida. Y muy lentamente se aclaró en su mente la idea de que no era ninguna excepción dentro del orden de la humanidad, sino un ejemplar de una dispersa hermandad cuyos componentes habían comido el Alimento y se habían desarrollado hasta rebasar los límites reducidos de la gente que vivía bajo sus plantas. El joven Redwood habló de su padre, de Cossar, de los Hermanos esparcidos por el país, de la gran aurora de amplísimo significado aparecida por fin en la historia del mundo.
–Estamos en el principio del principio –afirmó Redwood–. Este mundo de ellos es sólo el preludio del mundo que producirá el Alimento...
«Mi padre cree, y yo también, que vendrá el día en que la pequeñez habrá desaparecido por completo entre los hombres, en que los gigantes podrán ir libremente por esta tierra –su tierra– haciendo cosas cada vez más grandiosas y más espléndidas. Pero esto... eso está aún por venir. No somos ni siquiera la primera generación de este nuevo mundo... somos sólo los primeros experimentos.
– ¡Yo no sabía nada de todo eso! –afirmó ella. –A veces me parece como si hubiéramos llegado demasiado pronto. Pero alguien tenía que ser el primero, supongo.
Sin embargo, el mundo no estaba preparado para nuestra llegada y la de todas estas grandes pequeñeces que toman su grandeza del Alimento. Ha habido equivocaciones, ha habido conflictos. Los hombres pequeños aborrecen nuestra raza...
«Son crueles con nosotros precisamente porque son tan pequeños... Y también porque nuestros pies pesan mucho sobre todo aquello que constituye sus vidas. Pero, sea como sea, actualmente nos odian, no nos quieren ni quieren saber nada de nosotros... sólo si pudiéramos encogernos y volver al tamaño corriente empezarían a perdonarnos...
«Se sienten felices en casas que no son más que celdas, sus ciudades son demasiado pequeñas para nosotros; andamos con grandes dificultades y padecimiento por sus estrechos caminos; no podemos asistir a sus iglesias...
«Podemos ver por encima de sus tapias y de sus muros; miramos inadvertidamente por sus ventanas más altas; atisbamos sus costumbres; y sus leyes no son otra cosa sino una red alrededor de nuestros pies...
«Cada vez que tropezamos se arma una gritería de espanto, cada vez que por error salimos de los límites que nos han asignado, o que estiramos brazos o piernas o que efectuamos alguna acción espaciosa...
«Nuestros pasos normales son para ellos carreras espeluznantes, y todo lo que ellos consideran grandioso o maravilloso, para nosotros no es más que juego de muñecas. Su mezquindad en el método, unida a sus aparatos y su imaginación, obstaculiza y destruye nuestra potencia. No hay máquinas que puedan aplicarse a la potencia de nuestras manos, ni nada que nos ayude a ajustar nuestras necesidades. Mantienen nuestra grandeza en servidumbre por medio de millares de lazos invisibles. Hombre por hombre, somos nosotros los más fuertes, cien veces más, pero estamos desarmados; nuestra misma grandeza nos hace sus deudores; reclaman como suya la misma tierra sobre la que estamos; nos tasan nuestros requerimientos en alimento y vivienda y por todas estas cosas debemos trabajar con las herramientas que esos enanos puedan fabricarnos...
«Y para satisfacer sus caprichos de enano... «Nos acorralan de todas las maneras imaginables. Hasta para vivir hay que cruzar sus límites. Hasta para venir a encontrarte hoy aquí he necesitado rebasarlos. Todo lo que es razonable y deseable en la vida lo ponen fuera de nuestro alcance. No podemos ir a las ciudades, no podemos cruzar los puentes, no podemos pisar sus campos arados ni los cotos de caza en que ellos matan. Estoy separado y aislado de todos nuestros Hermanos, excepto los tres hijos de Cossar, y aun por este lado el pasaje se estrecha día a día. Hasta se podría pensar que están buscando la ocasión de poder hacer cualquier maldad contra nosotros. –Pero somos fuertes –dijo ella.
–Tendríamos que ser fuertes, sí. Tenemos la sensación, todos nosotros... y pienso que tú también debes sentirla... de que tenemos un gran poder, un gran poder para hacer grandes cosas, un poder insurgente en nosotros. Pero antes de que podamos hacer nada...
Hizo con la mano un ademán como de barrer algo. –Aunque creí que yo estaba sola en el mundo –dijo ella después de una pausa–, he pensado en estas cosas. Siempre me han enseñado que la fuerza era casi un pecado, que era mejor ser pequeño que grande, que toda religión verdadera se proponía cobijar al débil y pequeño, alentar al débil y al pequeño, ayudarle a multiplicarse cada vez más hasta que finalmente se vean obligados a subirse los unos encima de los otros, y a sacrificar toda nuestra fuerza en su causa. Pero... siempre he dudado de la verdad de lo que me enseñaban.
–Esta vida –dijo él–, nuestros cuerpos, no han de perecer. –No.
–Ni vivir en la futilidad. Pero si no queremos hacerlo, todos nuestros Hermanos encuentran claro que debe producirse un conflicto. Yo no sé qué conflicto está a punto de suscitarse antes de que la gente pequeña tolere que vivamos tal como necesitamos vivir. Todos nuestros Hermanos han pensado en ello. Cossar, de quien te he hablado, también ha pensado en ello.
–Ellos son muy pequeños y muy débiles.
–En cierto modo. Pero ya sabes que todos los medios de muerte están en sus manos, fabricados por sus manos. Durante centenares de millares de años esos enanos cuyo mundo hemos invadido han estado aprendiendo el modo de matarse unos a otros. Son muy hábiles en eso. Y en otras muchas cosas. Y, además, saben engañar y cambiar súbitamente... No sé... Que venga el conflicto y verás. Tú quizá seas diferente de nosotros. Para nosotros es seguro que el conflicto tiene que estallar... eso que ellos llaman Guerra. Ya lo sabemos. Y hasta cierto punto nos preparamos para cuando llegue. Pero, ¿sabes...? ¡Esa gente pequeña...! Nosotros no sabemos matar, ni ganas...
–¡Mira! –interrumpió ella.
El joven Redwood oyó un bocinazo. Volvió la cabeza en la dirección indicada por los ojos de ella y se encontró con un automóvil amarillo, con un conductor que llevaba anteojos ahumados de motorista y unos pasajeros abrigados con pieles, agraviados y resentidos a sus plantas. Retiró de pie y el artilugio, con tres airados bufidos, reanudó su carrera hacia la ciudad.
– ¡Obstruyendo la carretera! –gritó uno de los ocupantes.
Luego alguien dijo:
–¡Mira! ¿Has visto? ¡Allí está la monstruosa princesa, mas allá de la arboleda! –Y todos los rostros con gafas se fijaron en ella.
–¡Ya te lo dije –exclamó otro–. Eso no va...
–Todo esto –dijo la princesa– es más asombroso de lo que pudiera expresar con palabras.
–Pero eso de que no te lo hayan dicho... –empezó a decir él, y dejó la frase incompleta..
–Hasta que te he encontrado vivía en un mundo donde yo era la única grande. Me había hecho una vida... para esto. Yo creía ser la víctima de alguna extraña aberración de la naturaleza. Y ahora mí mundo se ha derrumbado en media hora y percibo otro mundo, otras condiciones de existencia, posibilidades, mucho más amplias... camaradería... –¡Camaradería! –repitió él.
–Quiero que me expliques más cosas aún, muchísimas más cosas. Porque esto pasa por mi mente como si fuera un cuento. Hasta tú... Tal vez dentro de un día o de varios días, creeré en ti. Ahora... Ahora estoy soñando... ¿Oyes?
La primera campanada del reloj de las salas del palacio, allá a lo lejos, había llegado hasta ellos. Contaron maquinalmente: «siete».
–Esta debiera ser la hora de mi regreso –dijo ella–. Me traerán el café a la sala donde duermo. Los pequeños servidores –no puedes imaginarte con qué gravedad se comportan– estarán andando de un lado para otro cumpliendo con sus deberes. «Se quedarán perplejos... Pero quiero hablar contigo. Reflexionó.
–Pero también quiero pensar un poco. Ahora quiero pensar a solas en este cambio en las cosas, olvidar mi antigua soledad y pensar en ti y en esos otros que forman parte de mi mundo... Tengo que irme. He de volver ahora mismo al castillo. Mañana, apenas apunte la aurora, volveré... aquí. –Estaré esperándote.
–Todo el día estaré soñando con este nuevo mundo que tú me has dicho. Incluso ahora mismo, apenas puedo creer...
Dio un paso atrás y lo miró de arriba a abajo. Sus ojos se encontraron y se quedaron mirándose durante un momento. –Sí –dijo ella, con una risita que era mitad sollozo–. Eres verdadero... ¡Pero es muy maravilloso! ¿Crees que de veras...? ¿Y si mañana, al volver, me encontrara que eres un pigmeo como los demás...? Tengo que pensarlo. Así, pues, por hoy...
Le tendió la mano, y por primera vez se tocaron. Sus manos se estrecharon fuertemente y sus miradas se encontraron. –¡Adiós! –dijo ella–. ¡Adiós! ¡Adiós, hermano gigante!
Él vaciló, presa de una emoción indecible, y por fin contestó sencillamente:
–¡Adiós!
Durante un rato permanecieron con las manos cogidas, examinándose mutuamente. Después de separarse, ella se volvió para mirarlo varias veces, dubitativamente, mientras él permanecía inmóvil en el mismo sitio donde se habían encontrado...
La joven entró en el gran patio del Palacio como una sonámbula, con una gran rama de castaño en la mano.


III
Los dos volvieron a encontrarse catorce veces antes del principio del fin. Se encontraron en el Gran Parque, o en los altozanos, o entre las cañadas de los eriales cubiertos de brezos, surcados por polvorientos vericuetos y encuadrados por oscuros pinares que se extendían hacia el sudoeste. Dos veces se encontraron en la gran avenida de castaños y cinco veces cerca del gran lago que el rey, el abuelo de ella, había hecho construir allí. Había cierto sitio donde un gran prado muy bien cuidado, plantado de altas coníferas, se inclinaba graciosamente hasta el borde del agua, y allá se sentaba ella y él se echaba a su lado mirándole el rostro y hablando, contándole todas las cosas que habían ocurrido y explicándole la clase de trabajo que su padre le había asignado, y el grande y espacioso ensueño de lo que los gigantes serían algún día. Generalmente se encontraban al despuntar el alba, pero en una ocasión se encontraron por la tarde, viéndose cercados por una verdadera multitud de impertinentes que estaban más o menos ocultos a la escucha: ciclistas y peatones atisbando por entre las matas y los arbustos, haciendo crujir las hojas secas de los bosques (con el mismo rumor que hacen los gorriones en los parques de Londres), deslizándose en lanchas por el lago para conseguir un mejor punto de vista e intentando llegar más cerca de ellos para oír lo que se decían.
Fue la primera indicación del enorme interés que el pueblo tomaba en sus encuentros. Y en una ocasión –era la séptima vez y aquello precipitó el escándalo– se encontraron en el rumoroso erial, bajo la clara luz de la luna y se pusieron a hablar en voz baja, porque la noche era quieta y tibia.
Muy pronto dejaron de preocuparse de que en ellos y por ellos estaba tomando cuerpo un nuevo mundo de gigantismo sobre la tierra o de la perspectiva de una gran lucha entre grandes y pequeños en la que estaban destinados a participar, y pasaron a intereses a la vez más personales y amplios. Cada vez que se encontraban y se hablaban y se miraban, brotaba un poco más fuera del subconsciente el hecho de que había algo que corría en medio de ellos y les hacía cogerse de las manos. Y al poco tiempo dieron con las palabras apropiadas y se encontraron siendo novios, el Adán y la Eva de una nueva raza en el mundo. Juntos penetraron en el maravilloso valle del amor, en sus profundos y apacibles rincones. El mundo cambió a su alrededor a medida que cambiaba su modo de ser, hasta que pronto se hubo transformado, como si dijéramos, en un tabernáculo que se hacía más bello en cada uno de sus encuentros, y las estrellas ya no fueron más que flores de luz bajo los pies de su amor, y la aurora y el ocaso, cortinajes de colores. Cesaron de ser personas de carne y hueso el uno para el otro, y hasta para sí mismos; pasaron a ser una estructura corpórea de ternura y deseo. Primero se expresaron en susurros y luego en silencio, y se atrajeron más estrechamente y se contemplaron los rostros bañados por el juego de sombras y luces formado por la luna bajo el arco infinito del firmamento. Y los inmóviles y negruzcos pinos permanecieron junto a ellos como centinelas.
Los rítmicos pasos del tiempo se acallaron en el silencio y les pareció que el Universo quedaba inmóvil en suspenso. Sólo oían los latidos de sus corazones. Les pareció estar viviendo juntos en un mundo en el que no existía la muerte, y así era en realidad para ellos entonces. Les pareció que resonaba tal cúmulo de ocultos esplendores en el mismo corazón de las cosas como nadie había podido percibir hasta entonces. Hasta para las almas pequeñas y mezquinas, el amor es la revelación de todos los esplendores. Y ellos eran unos enamorados gigantes que se habían nutrido con el Alimento de los Dioses...
Podéis imaginaros la general consternación cuando llegó a saberse que la princesa que estaba prometida al príncipe, ¡Su Alteza Serenísima, con sangre real en sus venas!, se encontraba –con frecuencia– con el vástago hipertrofiado de un ordinario profesor de química, sin rango, posición ni fortuna, y que conversaba con él como si no existieran los reyes ni los príncipes, ni orden, ni sentido común... como si no hubiese nada más, en fin, –que Gigantes y Pigmeos poblando el mundo; hablaba con él, y, lo que era bien cierto, lo consideraba su novio.
–¡Si los chicos de los periódicos se enteran! –exclamaba, boquiabierto, Sir Arthur Poodle Bootlick.
–Yo he dicho –susurró el anciano obispo de Frumps.
–Hay una nueva historia –decía el primer lacayo, mordisqueando el sobrante de los postres–. Por lo que he podido saber, la princesa gigante...
Y la señora encargada de la papelería que hay al lado de la entrada principal del Palacio, donde los norteamericanos de poca categoría obtienen sus billetes para una visita oficial, repetía:
–Me han dicho que...
Y entonces: «Picaroon» dijo en la revista Gossip: –Estamos plenamente autorizados para negar...
Y así toda la historia se hizo pública.


IV
–Dicen que tenemos que separarnos –explicó la princesa a su amante.
–Pero, ¿por qué? –exclamó él–. ¿Qué nueva sandez se le ha metido a esa gente en la cabeza?
–¿Sabes que amarme... es un delito de alta traición? – preguntó ella.
–Querida mía –exclamó él–, ¿y eso qué importa? ¿Qué derecho ni sombra de razón tienen sobre nosotros...? Y sus traiciones y sus lealtades, ¿qué son para nosotros?
–Ya lo sabrás... Figúrate que se me presentó el hombrecillo más raro que imaginarte puedas, con una voz suave y hermosamente modulada, un pequeño caballero de movimientos exquisitos, que entró en mi habitación un poco de lado, como un gato, y que cada vez que tenía algo interesante que decir levantaba la mano poniéndola así. Es calvo, pero no del todo, su nariz y su rostro son unas cositas rechonchas y rosaditas, y lleva la barba muy cuidada y en punta, de un modo precioso. A veces pretendió demostrarme que la emoción le embargaba e hizo que sus ojos se pusieran brillantes. Tienes que saber que se trata de un amigo incondicional de la familia reinante y que me llamó su querida damita, y estuvo simpatiquísimo desde el principio.
«–Mi querida damita –dijo–, ya sabe usted que no debe... –Esto varias veces, y luego–: Usted tiene el deber...
–¿Dónde fabrican a esos hombres?
–Parecía que le gustaba ser como es.
–No veo porqué.
–Es muy cierto que hay algo...
–¿Quieres decir que...?
–Quiero decir que, sin saberlo, hemos estado pisoteando los sagrados conceptos de la gente pequeña. Nosotros, los que somos de sangre real, formamos una clase aparte. Somos prisioneros dorados, juguetes profesionales. Por ello pagamos el precio de perder... nuestra más elemental libertad. Y yo tenía que haberme casado con aquel príncipe... No sabes nada de él, claro. Es un príncipe pigmeo. Poco importa él... Parece que esto habría estrechado los lazos entre su país y el mío. Y aquel país también sacaría provecho. Imagínate...! ¡Estrechar los lazos! –¿Y ahora?
–Quieren que continúe como si tal cosa... Como si no hubiera nada entre nosotros... –¡Nada!
–Sí. Pero esto no es todo. Dijo... –¿Quién? ¿Tu especialista en Tacto? –Sí. Dijo que sería mejor para ti, que sería mejor para todos los gigantes, si nosotros dos... nos abstuviéramos de conversar. Así fue como lo dijo.
–Pero, ¿qué pueden ofrecer a cambio? –Dijo que te podría conceder la libertad. –¿A mí?
–Dijo, acentuándolo mucho:
«–Mi querida damita, sería mejor, sería mucho más digno, que ustedes se separasen voluntariamente.
«Esto fue lo que dijo acentuando lo de 'voluntariamente'. –¡Pero...! ¿Qué les importa a esos desgraciados enanos si nos amamos o no nos amamos? ¿Qué tienen que ver ellos y su mundo con nosotros? –Ellos no lo creen así.
–Por supuesto que tú no le habrás hecho el menor caso. –Me parece una solemne tontería.
–¡Que sus leyes tengan que aherrojarnos! ¡Que en la primavera de la vida tengamos que someternos a sus antiguos compromisos, a sus insulsas instituciones! ¡Oh, no les hagamos caso! –Yo soy tuya. Hasta aquí... estoy contigo. –¿Hasta aquí? ¿No es esto todo? –Pero es que ellos... si quieren separarnos... –¿Y qué pueden hacer? –No lo sé. ¿Qué podrán hacer?
–¿Y a quién puede importar lo que ellos puedan o quieran hacer? Yo soy tuyo y tú eres mía. ¿Qué hay más allá de esto? Yo soy tuyo y tú eres mía... para siempre. ¿Crees que voy a detenerme ante sus minúsculos reglamentos, sus prohibiciones, sus canelones encarnados? ¿Crees que voy a apartarme de ti?
–Sí; pero, ¿qué pueden hacer ellos?
–Quieres decir ¿qué vamos a hacer nosotros?
–Sí.
–¿Nosotros? Pues continuar así.
–Pero, ¿y si buscan la manera de impedirlo?
El cerró los puños y miró a su alrededor como si la gente pequeña estuviese ya llegando para ponerles trabas. Luego se apartó un poco y se quedó contemplando el mundo que le rodeaba.
–Sí –dijo–. Tu pregunta ha sido acertada. ¿Qué pueden hacer ellos?
–Aquí en este pequeño país –dijo ella.
El parecía inspeccionarlo todo.
–Están por todas partes.
–Pero podríamos...
–¿Qué?
–Podríamos irnos. Podríamos cruzar a nado los mares. Más allá de los mares...
–No he estado nunca más allá de los mares.
–Allí hay unas grandes y desoladas montañas entre las cuales nosotros no pareceríamos sino seres pequeños, valles desiertos y remotos, lagos ocultos y altiplanicies ceñidas de nieve nunca holladas por pies humanos. Allí...
–Pero para llegar allí deberíamos abrirnos paso luchando contra millones de seres humanos.
–Es nuestra única esperanza. En esta tierra tan poblada no hay ninguna fortaleza, ningún refugio. ¿Qué sitio puede haber para nosotros en medio de estas multitudes? Los que son pequeños se pueden esconder, pero, ¿dónde vamos a escondernos nosotros? No habría sitio donde pudiéramos comer, ni sitio donde pudiéramos dormir. Si huyéramos... nos seguirían los pasos noche y día.
Al joven Redwood se le ocurrió una idea.
–Todavía hay un sitio en esta isla.
–¿Dónde?
–El lugar que han construido nuestros Hermanos, más allá de esto que se ve. Han construido grandes taludes alrededor de su casa, al norte, al sur, al este y al oeste; han cavado profundos pozos y refugios secretos, e incluso ahora... Uno de ellos vino a visitarme recientemente y me habló... Yo no le presté mucha atención a lo que me dijo entonces. Pero me habló de armas. Pudiera ser que allí... encontráramos refugio...
«Hace muchos días que no he visto a nuestros Hermanos... –prosiguió, luego de una pausa–. ¡Caramba! ¡Estuve soñando y los he tenido olvidados! Han pasado los días y no he hecho otra cosa sino pensar en ti... Debo hablarles y explicarles todo lo que se cierne sobre nosotros. Si quieren ayudarnos, pueden hacerlo. ¡Entonces sí que podremos abrigar esperanzas! Ignoro si su vivienda es muy fuerte, pero indudablemente Cossar la habrá construido sólida... Antes de todo esto, antes de que te encontrara, ahora me acuerdo, había un lío en perspectiva. Había una elección, que es como la gente pequeña soluciona las cosas contando personas... Ya debe de haber terminado... Se profirieron amenazas contra nuestra raza, es decir, contra toda nuestra raza, excepto tú. Tengo que ir a ver a nuestros Hermanos. Tengo que explicarles todo lo que ha ocurrido entre nosotros, y todo lo que ahora nos amenaza.


V
El joven no acudió a la siguiente cita sino después que ella hubo aguardado un buen rato. Tenían que encontrarse a mediodía en un gran espacio del parque situado en la curva del río, y mientras ella lo estaba esperando, mirando siempre hacia el sur, resguardándose de la luz con la mano como pantalla, se dio cuenta de que todo estaba muy quieto, de que en realidad estaba sospechosamente quieto. Y luego percibió que, a pesar de lo avanzado de la hora, su habitual cortejo de espías voluntarios no había comparecido. Ni a derecha ni a izquierda, a despecho de escrutarlo bien, aparecía nadie a la vista, y ni un solo bote se divisaba sobre la plateada curva del Támesis. Intentó encontrar un motivo que explicase aquella extraña quietud...
Luego, y aquello fue para ella un gratísimo descubrimiento, divisó al joven Redwood en la lejanía, en un claro que dejaba la arboleda que ponía un límite a su perspectiva.
Inmediatamente los árboles lo ocultaron, pero en seguida apareció por entre ellos a plena vista. La princesa pudo darse cuenta de que había algo raro, y vio que él se apresuraba de un modo nada habitual en él y que cojeaba. Hizo un gesto y ella se le acercó. El semblante de él se le hizo más preciso, y entonces vio con infinita zozobra que hacía una mueca a cada paso.
Echó a correr hacia él, la mente llena de preguntas y sintiendo un vago temor. Redwood se le acercó y habló sin saludarla previamente:
–¡Tenemos que separarnos! –dijo jadeando. –¡No! –gritó ella–. ¿Por qué? ¿Qué sucede? –¡Si no nos separamos, será ahora! –¿Qué sucede?
–Yo no quiero separarme de ti... Sólo que... Se interrumpió bruscamente para preguntar a la joven: –¿No te separarás de mí?
Ante lo brusco de aquella pregunta, la joven lo miró con fijeza y contestó con angustia:
–¿Qué ha sucedido? –lo interrogó.
–¿Ni por un tiempo?
–¿Cuánto?
–Años quizá.
–¡Separarnos! ¡No!
–¿Has pensado en ello? –insistió él.
–No quiero que nos separemos. –Le cogió la mano y añadió–: Aunque significara la muerte ahora, no te dejaría ir. –¡Aunque significara la muerte! –repitió él, y ella sintió una fuerte presión en los dedos.
Redwood miró a su alrededor, como si temiera ver llegar la gente pequeña mientras hablaba. Y luego dijo:
–Puede significar la muerte.
–Explícamelo –dijo ella.
–Intentaron impedir mi venida.
–¿Cómo?
–Al salir de mi taller, donde fabrico el Alimento de los Dioses para los Cossar, que lo almacenan en su campamento, me encontré con un pequeño oficial de policía –un hombrecillo vestido de azul, con guantes blancos muy limpios– que me hizo ademán de que me detuviera.
»–No se puede pasar por aquí –me dijo.
»Yo no pensé que aquello significara nada en particular; di la vuelta hacia poniente, por donde pasa otra carretera, y allí había otro oficial.
»–No se puede pasar por esta carretera –dijo. Y añadió–: ¡Todas las carreteras están cerradas!
–¿Y después?
–Discutí un poco con él.
»–Son vías públicas –repliqué.
»–Así es –contestó él–, y usted las hace intransitables para el público.
»–Muy bien –repuse yo–, iré a campo traviesa.
»Y entonces salieron otros policías de detrás de los setos, diciendo:
»–Estos campos son de propiedad privada.
»–¡Al cuerno con vuestras propiedades públicas y privadas! –le dije–. Voy a ver a mi princesa.
»Lo cogí con mucho cuidado –él gritaba y pataleaba– y lo aparté de mi camino. Al cabo de un minuto todos los campos a mi alrededor parecían haber cobrado vida con la multitud de hombres que corrían. Vi a uno montado a caballo, galopando a mi lado, que me leía algo a los gritos mientras galopaba... Cuando hubo terminado, dio media vuelta y se alejó de mí a galope y con la cabeza baja. No pude entenderlo. Y entonces a mi espalda oí el chasquido de fusiles.
–¡De fusiles!
–De fusiles... Igual que cuando disparan contra los ratones. Esas balas volaron por el aire con un ruido como si rasgaran algo, y una me dio en la pierna.
–¿Y tú...?
–Vine aquí a buscarte, y los dejé corriendo, gritando y disparando detrás de mí. Y ahora...
–Ahora, ¿qué?
–Es sólo el comienzo. Quieren que nos separemos. Ahora mismo están todavía persiguiéndome.
–Pero no nos separaremos.
–No. Pero si no nos separamos... tendrás que venir conmigo a casa de nuestros Hermanos.
–¿Por dónde se va? –preguntó ella.
–Hacia el este. Por allí es donde aparecerán mis perseguidores. Por consiguiente, debemos ir por esta otra parte, por esta avenida de árboles. Déjame que pase delante, por si nos están esperando...
Dio un paso adelante, pero ella le había cogido del brazo.
–¡No! –exclamó–. Yo iré a tu lado, sosteniéndote. Soy de sangre real y, por lo tanto, sagrada. Si te tengo cogido en mis brazos, ¡y ojalá Dios permitiera que pudiese volar con mis brazos alrededor de tu cuello!, puede ser que no disparen contra ti...
Lo aferró del hombro, apretándose contra él mientras hablaba.
–Puede ser que no disparen contra ti –repitió ella y, con súbita pasión, el joven la cogió en sus brazos y la besó en la mejilla. La tuvo así cogida durante un rato.
–Aunque signifique la muerte –susurró ella.
Después le pasó las manos por el cuello y acercó su cara a la de él.
–Amado mío, bésame una vez más.
Él la atrajo hacia sí. Silenciosamente se besaron en los labios, y durante un momento permanecieron abrazados. Luego, cogidos de la mano, y procurando mantenerse muy juntos, echaron a andar para ver si por casualidad podían llegar al campamento de refugio que los hijos de Cossar habían construido, antes de que les alcanzaran sus perseguidores.
Y al cruzar los grandes claros del parque detrás del castillo, salieron unos cuantos jinetes galopando de entre los árboles, intentando vanamente correr a la par con las zancadas gigantescas que daban ellos dos. Inmediatamente, frente a ellos, surgieron unos hombres armados con fusiles. En vista de ello, aunque él intentó seguir adelante, dispuesto a luchar y a abrirse paso a la fuerza, ella le hizo torcer hacia el sur.
Al huir en esta nueva dirección, un proyectil pasó silbando por encima de sus cabezas.

CAPÍTULO TRES
EL JOVEN CADDLES EN LONDRES

Por entero ignorante del curso de los acontecimientos, ignorante de las leyes que estaban acorralando a sus Hermanos y a él mismo, ignorante incluso de la existencia de otro semejante sobre la faz de la tierra, el joven Caddles eligió aquellos momentos para salir de su cantera de pizarra y ver el mundo. Sus meditaciones lo condujeron finalmente a esta determinación. No obtenía respuesta a ninguna de sus preguntas en Cheasing Eyebright; el nuevo vicario era aún menos lúcido que el anterior, y el enigma de su trabajo insustancial llegó a alcanzar dimensiones de verdadera exasperación.
«¿Por qué razón tengo que trabajar en esta cantera día tras día? –se preguntaba–. ¿Por qué razón puedo andar sólo dentro de ciertos límites y me son negadas todas las maravillas del mundo de más allá? ¿Qué he hecho yo para merecer esta condena?» Y un día se levantó, irguió la espalda y dijo, dando una voz: –¡No...!
»No quiero –agregó. Luego, indignado, maldijo a la cantera. Disponiendo de pocas palabras, buscó el modo de expresar sus ideas en acciones. Cogió una vagoneta a medio llenar, y levantándola, la arrojó con fuerza contra otra. Luego cogió una hilera entera de vagonetas y las envió rodando cuesta abajo. Lanzó en medio de ellas un gran peñasco de pizarra que las hizo polvo y a continuación arrancó una docena de metros de vía de un soberbio puntapié. Así comenzó su concienzudo destrozo de la cantera.
–¡Trabajando toda mi vida en esto! –rugió.
Fueron cinco minutos pasmosos para el pequeño geólogo que Caddles, enfrascado en sus preocupaciones, había olvidado. Aquel pobre hombre, habiéndose escapado por un pelo de que le dieran dos pedruscos, salió disparado y echó a correr a campo traviesa, con la mochila batiéndole la espalda y las piernas enfundadas en unos pantalones bombachos que temblaban horrorosamente, dejando un rastro de equinodermos cretáceos tras él, mientras el joven Caddles, satisfecho con la destrucción que había conseguido, salía, dando grandes zancadas, para cumplir sus propósitos con respecto al mundo.
–¡Trabajar en esta vieja cantera hasta que me muera y me pudra y hieda...! ¿Qué clase de gusano creyeron que vivía en mi cuerpo de gigante? ¡Cavando pizarra para Dios sabe qué tonterías! ¡No seré yo!
Sería por la dirección de la carretera y de la vía férrea o sería por pura casualidad, lo cierto es que se puso a caminar hacia Londres y se dirigió a grandes zancadas, por encima de las colinas, a través de los prados, bajo el tórrido sol de la tarde, ante la infinita sorpresa de todo el mundo. Nada significaban para él aquellos cartelones rojiblancos arrancados y destrozados, con diversas indicaciones, que pendían de graneros y paredes; no sabía nada de la revolución electoral que había elevado al poder a Caterham, el «matador de gigantes». Nada significaba para él el hecho de que cada puesto de policía a lo largo de su ruta hubiese fijado sobre su tablero de edictos lo que se llamaba «el decreto de Caterham», proclamando que a ningún gigante, a ninguna persona que sobrepasara los dos metros y medio de estatura le sería permitido alejarse más de ocho kilómetros de su «sitio de residencia» sin una autorización especial. Nada significaba para él que en la estela que dejaba su paso unos oficiales de policía, no poco satisfechos de haber llegado tarde, agitasen amenazadores prospectos a sus espaldas mientras se alejaba. Quería ver lo que el mundo tenía que enseñarle, pobre incrédulo. Y no toleraba que nadie se interpusiera en su camino, aunque fuera una persona que le gritase briosamente: «¡Eh...!» Fue andando cuesta abajo por Rochester y Greenwich hacia aquel gran conglomerado de casas, cada vez más denso, ahora despacio, mirando a su alrededor y balanceando su enorme cuchilla.
Los habitantes de Londres ya habían oído hablar de él y creían que era idiota, pero amable y admirablemente educado por el agente de Lady Wondershoot y el vicario, y que, a su obtusa manera, reverenciaba a las autoridades y les estaba muy agradecido por el trabajo que se habían tomado por él, y así sucesivamente. Cuando se enteraron aquella tarde, por los anuncios de los periódicos, que el joven Caddles «se había declarado en huelga», a muchos de los habitantes de Londres les pareció un acto deliberadamente concertado.
–Quieren sondear nuestras fuerzas –decían los hombres al regresar a sus casas después de terminar el trabajo de la oficina.
–¡Suerte que tenemos a Caterham!
–Esto es una respuesta a su proclama.
Los socios de los clubs estaban mejor informados. Se apiñaban alrededor de la cinta del teletipo o hablaban en grupos en los salones de fumar.
–No tiene armas. Se habría dirigido a Sevenoaks si se hubiera propuesto hacer algo...
–Caterham se encargará de mantenerlo a raya. Los tenderos hablaban de ello con sus clientes. Los camareros de los restaurantes se distraían un momento de su trabajo entre plato y plato para echar una ojeada a los periódicos de la tarde. Los cocheros leían la noticia inmediatamente después de la información sobre las apuestas en las carreras de caballos de la tarde decían con grandes titulares «Fugado de su residencia». Otros confiaban en un mayor efecto: «El gigante Redwood sigue viéndose con la princesa.» El Echo imprimió unos titulares sensacionales: «Rumores de rebelión de los gigantes en el norte de Inglaterra» y «Los gigantes de Sunderland se dirigen a Escocia». La Westminster Gazette hizo sonar su habitual nota de advertencia: «Cuidado, gigantes», decía con el propósito de apuntarse un tanto que sirviera para unir el partido Liberal, en aquella época desgarrado por las luchas intestinas entre siete jefes intensamente egoístas. Los periódicos de última hora coincidían con gran uniformidad. «El gigante en la carretera de New Kent», proclamaban.
–Lo que yo quisiera saber –dijo el joven pálido en el salón de té– es por qué razón no tenemos noticias de los hermanos Cossar. Hay que suponer que se hallan metidos en el ajo como el que más.
–Me han dicho que otro de los gigantes anda suelto – dijo la muchacha del bar enjugando un vaso–. Siempre dije que era peligroso tenerlos tan cerca. Yo les hubiera mandado lejos desde el primer momento... Habría que terminar de una vez con todo eso. Por supuesto que espero que no lleguen hasta aquí.
–Me gustaría echarle un vistazo –dijo el joven del bar atrevidamente. Y añadió–: Yo he visto a la princesa.
–¿Cree usted que les harán algún daño? –preguntó la muchacha del bar.
–Tal vez se vean obligados a hacérselo –repuso el joven, terminando su vaso.
Entre el rumor de diez millones de frases parecidas a éstas, el joven Caddles hizo su entrada en Londres bar atrevidamente. Y añadió–: Yo he visto a la princesa.
–¿Cree usted que les harán algún daño? –preguntó la muchacha del bar.
–Tal vez se vean obligados a hacérselo –repuso el joven, terminando su vaso.
Entre el rumor de diez millones de frases parecidas a éstas, el joven Caddles hizo su entrada en Londres...


II
Siempre que pienso en el joven Caddles me lo imagino tal como se lo vio en la New Kent Road, con el cálido sol de pleno en su rostro, atento y perplejo. La New Kent Road estaba invadida por un verdadero aluvión de autobuses, tranvías, camiones, carros, carretones, bicicletas y automóviles, y por una muchedumbre maravillada –vagos, mujeres, niñeras, amas de casa, niños y osados adolescentes– que seguían sus cautelosos pasos. Los tableros de anuncios estaban sucios con los rasgados restos de los carteles electorales. Un gran balbuceo de voces surgía alrededor del joven Caddles. Uno puede volver a imaginarse clientes y tenderos asomados a las puertas de las tiendas, rostros que aparecían y desaparecían en las ventanas, rapazuelos callejeros corriendo y gritando, policías muy tiesos y calmos, albañiles saltando sobre los andamios, la hirviente miscelánea de las pequeñas gentes. Todos le dirigían palabras vagas infundiéndole ánimos, insultándolo o dándole las consignas del día, y él los miraba asombrado, contemplando aquella multitud de seres vivientes que nunca pudo imaginar que existieran en el mundo. Cuando ya había entrado plenamente en Londres, tuvo que ir acortando el paso cada vez más, a medida que la gente se iba agrupando en mayor número alrededor de él. La muchedumbre se hacía más densa a cada paso que daba, y finalmente, en un cruce donde convergían dos grandes avenidas, tuvo que detenerse y la muchedumbre se esparció a su alrededor y lo inmovilizó. Allí se quedó, con las piernas separadas, apoyando la espalda en la esquina de una gran taberna lujosa que se alzaba a una altura que doblaba la suya y terminaba en un gran rótulo que se destacaba contra el fondo del cielo. Caddles miraba hacia abajo, hacia los pigmeos, y se preguntaba, intentando, sin duda, comparar todo aquello con las otras cosas de su vida: con el valle entre colinas, los amantes nocturnos, los cánticos en la iglesia, la pizarra que machacaba a diario y el instinto, la muerte y el firmamento, intentando verlo todo como un conjunto coherente y significativo. Tenía las cejas fruncidas. Se rascó la cabeza con una de sus enormes zarpas y profirió un fuerte gruñido.
–¡No lo veo! –dijo.
Su acento era desconocido. Un gran murmullo se extendió a través de aquel espacio abierto, un murmullo entre el que el campanilleo de los tranvías, abriendo obstinados surcos por entre la gran masa de gente, se elevaba como amapolas en un campo de trigo.
–¿Qué ha dicho?
–Dice que no ve...
–Dice que no ve el mar...
–Dice que no hay un asiento...
–Quiere un asiento...
–¿No puede el muy tonto sentarse encima de una casa o algo por el estilo?
–¿Para qué estáis aquí, gente pequeña? ¿Qué estáis haciendo? ¿Para qué servís? ¿Qué estáis haciendo aquí mientras machaco pizarra para vosotros, allá abajo, en la cantera?
Su extraña voz, aquella voz que tanto había contribuido a quebrantar la disciplina escolar en Cheasing Eyebright, hizo callar a la muchedumbre mientras resonó, y al callarse produjo un verdadero tumulto. Algún gracioso gritó:
–¡Que hable! ¡Que hable!
–¿Qué está diciendo?
Esto es lo que se preguntaba todo el mundo y se extendió el rumor de que el gigante estaba borracho.
–¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! –voceaban los conductores de ómnibus, abriéndose paso entre la muchedumbre.
Un marino americano borracho iba inquiriendo lacrimosamente por todas partes:
–Pero, ¿qué quiere?
Un trapero con la cara sucia, de pie en un carro tirado por un pony, destacaba de la multitud por la potencia de su voz.
–¡Vuélvete a casa, maldito gigante! –vociferaba–. ¡Vuélvete a casa! ¡Gigante maldito! ¡Animal peligroso! ¿No ves que asustas al caballo? ¡Vete a casa y no vuelvas! ¿No ha habido nadie que haya tenido el sentido común de explicarte la ley?
Y, por encima de estos bramidos, el joven Caddles seguía mirando, a todos, los ojos muy abiertos, sin decir palabra.
Por una calle lateral apareció una pequeña fila de solemnes policías, que se infiltraron hábilmente por entre el tránsito.
–Apártense –decían las vocecillas–. Circulen, hagan el favor.
El joven Caddles se dio cuenta de que una figurilla vestida de azul oscuro le estaba golpeando la espinilla. Miró hacia abajo y percibió dos manos gesticulando. –¿Qué? –inquirió inclinándose. –No puede estar parado aquí –gritó el policía.
–¿Que no puedo estar aquí ?
–¡No! No puede estar parado aquí...–repitió.
–¿Pues adonde voy?
–De regreso al pueblo, al lugar de residencia... Sea como sea, ahora... tiene usted que circular. Está obstruyendo el tránsito.
–¿Qué tránsito?
–El de la calle.
–Pero, ¿adonde va toda esa gente? ¿De dónde viene? ¿Qué significa? Todos están a mi alrededor. ¿Qué quieren? ¿Qué están haciendo? Quisiera comprenderlo. Estoy cansado de partir pizarra y de estar solo. ¿Qué hacen ésos mientras yo parto pizarra? Tanto da que lo sepa aquí como en otra parte.
–Lo siento. Pero no estamos aquí para explicar cosas de esta índole. Tengo que repetirle que haga el favor de circular.
–¿Usted no lo sabe?
–Tengo que pedirle que haga el favor de circular... Haga el favor. Le aconsejo encarecidamente que vuelva a su casa. No tenemos todavía instrucciones especiales..., pero esto no está de acuerdo con la ley... ¡Márchese de aquí! ¡Márchese!
El pavimento a su izquierda se volvió invitadoramente vacío y Caddles siguió lentamente el camino indicado. Pero ahora tenía la lengua suelta.
–No lo entiendo –murmuraba–. No lo entiendo.
Y tomaba por testigo, con palabra entrecortada, la cambiante muchedumbre que lo acompañaba y seguía.
–Ignoraba que existieran sitios como éste. ¿Qué hacéis todos vosotros? ¿Para qué sirve todo esto? ¿Para qué sirve y qué relación tengo yo con todo esto?
Sin embargo, había inventado un nuevo dicho. Los jóvenes graciosos e ingeniosos comenzaron a saludarse de este modo:
–¡Hola, Harry O'Cock! ¿Para qué sirve todo esto? ¿Eh? ¿Para qué demonios sirve todo esto?
De esto surgió una gran variedad competidora de réplicas y agudezas, en su mayor parte groseras. La más popular y mejor adaptada al uso general parece haber sido: «¡Cierra el pico!», o, en un tono de desdeñosa indiferencia: «¡Narices!»


III
¿Qué buscaba? Quería algo que el mundo de los pigmeos no le daba, alguna finalidad que el mundo de los pigmeos le impedía alcanzar, deseaba ver algo, y ciertamente nunca pudo acabar de verlo claramente. Era el gigantesco lado social de aquel solitario bruto monstruoso clamando por su raza, por aquello que era semejante a él, por algo que pudiese amar y servir, por un propósito que pudiese comprender y un mando que pudiese obedecer. Y todo esto, como sabéis, estaba embotado, se enfurecía obtusamente en su interior, y aunque se hubiese encontrado con otro gigante no podría haber hallado siquiera una salida ni una expresión en la palabra. Toda cuanta vida conocía era la insulsa vida de los alrededores de su pueblo, toda la conversación la de su casa, cosas que fallaban ante la mera insinuación de sus menores necesidades de gigante. Nada sabía de dinero aquel monstruoso simplón, nada sabía de comercio, ni de las complejas convenciones sobre las que la estructura social de las gentes pequeñas se halla edificada. Necesitaba muchas cosas. Pero, fuera lo que fuera lo que necesitase, nunca pudo satisfacer su necesidad.
Durante todo el día y toda aquella noche de verano marchó errabundo, sintiéndose cada vez más hambriento, pero todavía incansable, admirando el intenso tránsito de las calles, así como los inexplicables negocios de todos aquellos seres infinitesimales. Todo se hallaba sumido en una tremenda confusión...
Se dice que cogió a una dama, sacándola por las buenas de un carruaje, en Kensington, una dama en traje de noche elegantísimo, y después de haberle mirado detenidamente el atavío y los omoplatos, volvió a dejarla –con algún descuido– en su sitio exhalando un profundísimo suspiro. Sin embargo, eso yo no podría asegurarlo. Cerca de una hora permaneció observando cómo la gente luchaba para coger sitio en los autobuses al final de Piccadilly. Aquella tarde se lo vio mirando por encima del recinto de Kensington Oval durante unos momentos, pero cuando vio aquellos millares de personas embelesadas con los misterios del cricket y sin hacerle el menor caso, prosiguió su camino profiriendo un gruñido.
Volvió otra vez a Piccadilly Circus, entre once y doce de la noche, encontrándose con un nuevo tipo de multitud, formada por personas muy decididas, llenas de propósitos que, por motivos inconcebibles, estaban dispuestas a realizar, y de otras que no los realizarían a ningún precio. Estas personas lo miraron fijamente, se burlaron de él y siguieron su camino. Los cocheros, con ojos de buitre, iban siguiéndose unos a otros continuamente a lo largo del borde de la poblada acera. La gente salía de los restaurantes o entraba en ellos, personas graves, resueltas, dignas, o amable y agradablemente excitadas, o atentas y vigilantes, prevenidas contra los fraudes de los camareros.
El gigante, parado en una esquina, los contemplaba cada vez más sorprendido.
«¿Para qué servirá todo esto? –murmuraba para sus adentros–. ¿Para qué servirá todo esto? ¡Todos tan activos! ¡Para qué será todo esto que yo no entiendo?»
Y ninguno de ellos parecía ver, como veía él, la desdicha impregnada de bebida de las mujeres pintadas que aguardaban en la esquina, ni la andrajosa miseria que se escurría por el arroyo, ni la infinita futilidad de todos estos quehaceres. ¡La infinita futilidad! Ninguna de aquellas personas parecía sentir ni sombra de las necesidades del gigante, ni sombra del futuro que se había atravesado en sus respectivos caminos...
A un lado y a otro de la calle, unas letras misteriosas se encendían y apagaban, letras que si él hubiese sabido leer le habrían dado la medida de las dimensiones de los intereses humanos, le habrían explicado los fundamentales requerimientos y aspectos de la vida tal como la gente pequeña la concebía. En primer lugar aparecía una flamígera
T
luego seguía una U.
TU;
luego una P,
TUP.
Hasta que, por fin, aparecía el anuncio completo cruzando el cielo, enviando este alegre mensaje a todos aquellos que acusaban seriamente el peso de la vida:

TUPPER

EL VINO TÓNICO QUE REVIGORIZA

Y ¡snap! se desvanecía en la oscuridad de la noche para ser seguido con el mismo lento desarrollo por una segunda solicitud universal:

JABÓN DE BELLEZA

Fijaos bien que no se trataba de simples productos químicos de limpieza, sino de algo, como ahora dicen, «ideal»: y luego, completando el trípode de la vida minúscula:

PÍLDORAS AMARILLAS DE YANKER
Después siguió otra vez Tupper, con unas flamígeras letras carmíneas, a través del vacío:

T U P P : : : :

A primera hora de la madrugada, según parece, el joven Caddles llegó a la umbrosa quietud de Regent's Park, pasó por encima de la verja y se echó en el césped de un talud, cerca del lugar adonde va la gente a patinar en invierno, y allí durmió una o dos horas. Y a las seis de la mañana ya estaba hablando con una pringosa mujer que había encontrado durmiendo en una zanja, cerca de Hampstead Heath, preguntándole con mucho interés lo que pensaba de ella misma y para qué creía que podía servir en este mundo...


IV
El vagabundeo de Caddles por Londres culminó la mañana del segundo día. Porque entonces se vio dominado por el hambre. Vaciló un poco ante el aroma de un carro que estaba siendo cargado de hogazas de pan recién horneadas, pero luego, muy quedamente, se arrodilló y empezó a coger hogazas y a comérselas. Vació el carro mientras el panadero echaba a correr en busca de la policía, y después metió la mano en el negocio y limpió el mostrador y los cajones. Luego, con un verdadero haz de panes debajo del brazo, siguió su camino mirando a todas partes en busca de otra tienda donde completar su comida. Sucedió esto en una de aquellas épocas en que el trabajo era escaso y los alimentos caros, y la gente de aquel barrio simpatizó con el gigante, puesto que cogió tranquilamente los víveres que todos deseaban. Aplaudieron la segunda fase de su comida y se rieron de la estúpida mueca con que obsequió al policía.
–Tenía mucha hambre –explicó, con la boca llena. –¡Bravo! –gritó el gentío–. ¡Bravo! Luego, cuando comenzaba a actuar en la tercera panadería, se vio atacado por media docena de policías que le golpearon las espinillas con sus porras.
–¡Oiga, amigo gigante, véngase usted conmigo! –dijo el oficial al mando–. No le está permitido escaparse de su casa de este modo... Venga que lo llevaré a su casa.
Hicieron todo lo que pudieron para detenerle. Había un carro, según me han dicho, que iba por todas las calles, de un lado para otro, cargado de rollos de cadenas y de cables de navío destinados a servir de ataduras en aquella gran captura. No había intención de matarlo entonces.
–No forma parte de la conspiración –había dicho Caterham–, y no quiero que mis manos se manchen de sangre inocente. –Y había añadido–: ...hasta que se hayan agotado todos los medios.
Al principio Caddles no comprendió la importancia de todas estas cosas. Cuando, por fin, lo comprendió, aconsejó a los policías que no hicieran tonterías y echó a andar a grandes zancadas, que dejó a todos los demás muy rezagados. Las panaderías eran las de Harrow Road, y de allí se fue, a través del canal de Londres, a St. John's Wood. Se sentó en un jardín particular para descansar un poco y se vio inmediatamente atacado por otro grupo de policías. –Dejadme tranquilo –rezongó.
Y con la cabeza baja y la mirada torva, se puso a atravesar jardines destrozando el césped y derribando dos o tres vallas, mientras los policías minúsculos lo iban persiguiendo, unos por los jardines y otros por la calle siguiendo las fachadas de las casas. Entre estos últimos había uno o dos con pistolas, pero no hicieron uso de ellas. Al desembocar el gigante en Edgware Road, se produjo un nuevo movimiento entre el gentío. Un policía a caballo le pisó un pie y se vio desmontado en pago del dolor.
–Dejadme en paz –repitió Caddles enfrentándose con la embobada multitud–. No os he hecho nada...
En aquel momento iba desarmado, porque había dejado la cuchilla de la cantera en el Regent's Park. Pero entonces el infeliz pareció haber sentido la necesidad de tener un arma. Volvió a la estación de la Great Western Railway y arrancó el poste de una alta lámpara de arco voltaico: era una formidable maza, y se la echó al hombro. Y viendo que la policía aún se empeñaba en importunarlo, volvió a Edgware Road, dirigiéndose a Cricklewood, hacia el norte.
Anduvo errabundo hasta Waltham, luego retrocedió dirigiéndose al oeste, y después, otra vez hacia Londres, llegando, por los cementerios, a eso del mediodía, a lo alto de Highgate, desde donde volvió a contemplar la grandiosidad de la capital. Se echó a un lado, sentándose en un jardín, de espaldas a una casa que dominaba Londres en toda su extensión. Estaba sin aliento, la cabeza baja. Los curiosos ya no se apiñaban a su alrededor como antes, cuando llegó a Londres, sino que lo acechaban desde el jardín contiguo y le atisbaban desde cautelosos lugares, a salvo. Ahora ya sabían que la cosa se presentaba más peligrosa de lo que habían creído al principio.
–¿Por qué no pueden dejarme tranquilo? –gruñía el joven Caddles–. Tengo que comer. ¿Por qué no me dejan en paz?
Se sentó, con el semblante hosco, mordisqueándose los nudillos y mirando el panorama de Londres extendido a sus pies. Toda la fatiga, la preocupación, la perplejidad y la rabia impotente acumuladas durante sus andanzas llegaban a su culminación.
No significan nada –murmuraba–. No son nada. Y no me quieren dejar en paz, y tienen que estorbarme en mi camino.
Y una y otra vez, hablando siempre consigo, repetía que no «significaban nada».
–¡Ajj! ¡Qué gentecilla!
Se mordió con más fuerza los nudillos y su ceño se frunció aún más.
–¡Y yo partiendo pizarra para ellos! –murmuró–. ¡Y todo el mundo es suyo! ¡Yo no puedo entrar en ningún sitio...!
Entonces, con un acceso de rabia, vio la forma ya familiar de un policía a horcajadas en la valla del jardín.
–¡Déjeme en paz! –gruñó el gigante–. Déjeme en paz.
–Tengo que cumplir con mi deber –repuso el pequeño policía, pálido, pero lleno de resolución.
–Usted me deja en paz, ¿estamos? Yo tengo que vivir, lo mismo que usted. Tengo que vivir... Tengo que comer. ¡Déjeme en paz!
–Es la Ley –dijo el pequeño policía sin acercarse–. La ley no la hemos hecho nosotros.
–Ni yo tampoco –replicó el joven Caddles–. Vosotros, los pequeños, la hicisteis antes de que yo naciera. ¡Vosotros y vuestras leyes podéis iros a paseo...! ¡Lo que debo hacer y lo que no debo hacer! No hay comida para mí, a menos que trabaje como un esclavo. No tengo reposo, ni abrigo, ni nada, y ahora viene usted y me dice que hay una ley...
–Esto no es cosa mía –dijo el policía–. Y no voy a discutir con usted. Sólo vengo a que se cumpla la ley.
Y pasando la otra pierna por encima de la valla, pareció dispuesto a saltar al suelo. Otros policías aparecieron detrás de él. –Yo no tengo nada contra usted... fíjese bien –dijo el joven Caddles, agarrando fuertemente su enorme maza de hierro y señalando al policía con un gran dedo flaco y expresivo–. No tengo nada contra usted, pero... ¡déjeme en paz!
El policía intentó mostrarse tranquilo y trivial, pero una intensa tragedia se alzaba claramente ante sus ojos.
–Déme la proclama –dijo a un acompañante invisible. Le entregaron un pequeño papel blanco. –¡Déjeme en paz! –volvió a repetir Caddles, cada vez más indignado.
–Esto significa –dijo el policía antes de leer la proclama– que tiene usted que irse a casa. Váyase a su cantera. Si no obedece, le va a pesar.
Caddles profirió un gruñido inarticulado. Cuando hubo leído la proclama, el policía hizo una seña. Cuatro hombres armados con fusiles tomaron posiciones, con afectada indiferencia, a lo largo de la pared. Llevaban el uniforme de la policía de asalto. A la vista de los fusiles, el joven Caddles montó en cólera. Se acordó de las picaduras producidas por las escopetas de los labriegos de Wreckstone.
–¿Vais a disparar eso contra mí? –preguntó señalando las armas.
Al oficial le pareció que Caddles tenía miedo. –Si no vuelve en seguida a su cantera.. Entonces, en un instante, el oficial saltó al otro lado de la tapia, mientras a dieciocho metros por encima de su cabeza, el poste de hierro de la lámpara eléctrica volteaba para llevarlo a la muerte. Bang, bang, bang, respondieron los fusiles, y saltaron por el aire fragmentos de la tapia, del suelo y del subsuelo del jardín. Algo más salió volando por el aire, algo que dejó unas gotas rojas en las manos de uno de los tiradores. Los policías se alejaron un poco para revolverse y volver a disparar valientemente. Pero el joven Caddles, con dos balas en el cuerpo, había girado sobre sus talones para descubrir quién lo había herido atacándolo por la espalda. ¡Bang! ¡Bang! Tuvo una visión de casas y jardines y de gente que agachaba la cabeza en las ventanas, todo balanceándose de un modo espantoso y misterioso. Parece que dio tres grandes pasos y unos traspiés, que levantó y dejó caer su maza y que se apretó el pecho. Estaba herido. ¿Qué era aquello, cálido y húmedo, que se le escurría por la mano? Un hombre, asomándose por la ventana de su dormitorio le vio la cara, lo vio mirándose fijamente con una mueca de sollozante congoja la sangre que le teñía la mano. Luego se le doblaron las rodillas y se derrumbó aparatosamente. Era la primera de las ortigas gigantes que caía ante el resuelto tirón de Caterham, y precisamente la que menos contaba éste con que le viniera a las manos.
CAPÍTULO CUATRO
LOS DOS DÍAS DE REDWOOD


Tan pronto como Caterham advirtió que el momento de coger la ortiga había llegado, tomó la ley en sus manos y envió una orden de detención contra Cossar y Redwood.
Con Redwood no hubo problema. Acababa de sufrir una operación en un costado y los médicos le habían apartado todo lo que pudiera preocuparle hasta que su convalecencia quedase asegurada. Le habían dado de alta y acababa de levantarse de la cama. Se hallaba en ese momento fuera del lecho, en un cuarto calentado por el fuego de la chimenea, con un montón de periódicos a su lado, enterándose por primera vez de la agitación que había puesto al país en manos de Caterham y de las dificultades que estaban cerniéndose sobre la princesa y su propio hijo. Era la mañana del día en que murió el joven Caddles y el policía aquél intentó detener al hijo de Redwood cuando se dirigía a ver a la princesa. Los últimos periódicos que Redwood había leído anunciaban vagamente estos acontecimientos inminentes. Redwood estaba releyendo con el corazón desfalleciente, aquellas primeras premoniciones del desastre que se acercaba. Adivinaba en ellas cada vez más perceptibles las sombras de la muerte, aunque leía para tener ocupada la mente hasta que llegasen más noticias. Cuando los agentes de policía entraron en su habitación, precedidos por el criado, levantó la vista vivamente.
–Creí que sería uno de los primeros periódicos de la tarde –dijo.
Luego, levantándose y con un rápido cambio de manera, preguntó:
–¿Qué significa esto...?
Después, Redwood no tuvo noticias de ninguna clase durante dos días.
Habían ido con un vehículo para llevárselo, pero, cuando se convencieron de que se hallaba realmente enfermo, decidieron dejarlo allí durante un día o dos hasta que pudieran trasladarlo sin peligro. Su casa fue invadida por la policía y convertida en cárcel provisoria. Era la misma casa donde había nacido el gigante Redwood y donde por vez primera se había administrado Heracleoforbia a un ser humano. Redwood, que ahora era viudo, había vivido allí ocho años.
Era ahora un hombre de pelo entrecano, con una pequeña barba gris en punta y ojos castaños todavía muy activos. Era esbelto y tenía una voz suave, como siempre la había tenido, pero sus facciones habían adquirido aquella calidad indefinible consecuencia de largas meditaciones sobre cuestiones portentosas. Para el policía que practicó la detención, su aspecto ofrecía un contraste impresionante con la enormidad de sus delitos.
–Ahí está ese individuo que ha hecho lo imposible para echarlo todo a rodar –dijo el jefe a su subordinado inmediato–. Tiene rostro de pacífico propietario rural. Ahí tiene usted al juez Hangbrow, que se desvela por tenerlo todo en orden y al día, y tiene una cara que parece de cerdo. ¡Y luego, sus modales! Uno es todo educación y finura, y el otro todo gruñidos y resoplidos. Esto demuestra, ¿verdad?, que no hay que fiarse de las apariencias, sea lo que fuere que se tenga que hacer.
Sin embargo, su discurso sobre las consideraciones que con ellos tenía Redwood quedó bastante malparado. Al principio, los otros policías lo encontraron muy pesado, hasta que dejaron bien sentado que era inútil hacerles preguntas o pedirles periódicos. Hicieron una especie de registro en su estudio y se llevaron hasta los periódicos que ya tenía. La voz de Redwood tenía tono agudo y acento de reconvención.
–Pero ¿no ve usted –decía una y otra vez– que se trata de mi hijo, de mi único hijo, que se halla en un apuro? No es el Alimento lo que me preocupa, sino mi hijo.
–Yo quisiera poder informarle, señor –dijo el oficial–, pero nuestras órdenes son estrictas. –¿Quién dio las órdenes?
–¡Ah! Eso tampoco puedo decírselo, señor... –se excusó el oficial, dirigiéndose hacia la puerta.
–Camina de un lado a otro de su cuarto –dijo el segundo oficial cuando su jefe bajó del piso superior–. Todo va bien. Paseando se despejará...
–Así lo espero –repuso el jefe–. Lo cierto es que antes no lo había visto bajo la misma luz que ahora, pero resulta que el gigante que tenía que ver con la princesa, ¿sabe usted?, es su hijo. Los dos se miraron durante un momento. –Entonces, la cosa es fuerte para él –dijo el tercer policía. Era evidente que Redwood no había comprendido muy bien que un telón de acero lo separaba del mundo exterior. Lo oyeron acercarse a la puerta, intentar abrirla y probar el funcionamiento de la cerradura y luego la voz del oficial estacionado en el rellano diciéndole que era inútil hacer aquello. También oyeron cómo se acercaba a las ventanas y vieron que los transeúntes miraban para arriba.
–También eso es inútil –dijo el segundo oficial. Entonces Redwood empezó a tocar el timbre. El jefe subió y le explicó con mucha paciencia que no ganaría nada con tocar el timbre de aquel modo, y que si ahora lo tocaba porque sí, no le harían el menor caso luego cuando necesitara algo.
–Lo atenderemos en todo lo que sea razonable, señor –dijo el oficial–, pero si usted insiste en tocar el timbre a modo de protesta, nos veremos obligados a desconectarlo.
Las últimas palabras proferidas por Redwood en un tono muy alto que oyó el oficial, fueron éstas:
–Pero al menos podría decirme usted si mi hijo...


II
Después de todo esto, Redwood pasó la mayor parte del tiempo en las ventanas.
De todos modos, poca cosa podían ofrecerle aquellas ventanas respecto a la marcha de los acontecimientos en el exterior. En todo momento aquella calle era muy tranquila, pero aquel día lo era excepcionalmente. Ni un coche de alquiler, ni un carro pasaron aquella mañana. De vez en cuando pasaba algún transeúnte sin que mostrara la menor anormalidad en los acontecimientos; después un grupito de niños, una niñera, una mujer que iba de compras, y gente así. Entraban en escena por derecha o por izquierda, arriba o abajo de la calle, con un exasperante aire de indiferencia para los intereses más importantes que los suyos propios. Descubrían con asombro la casa guardada por la policía y marchaban en dirección opuesta, donde unos grandes racimos de hortensias gigantes se hallaban suspendidos a través de la calle. Al irse volvían la cabeza para mirar y señalaban con el dedo. De vez en cuando, un hombre se acercaba a uno de los policías preguntándole algo. Únicamente conseguía una breve respuesta...
Las casas de enfrente parecían muertas. Una sirvienta apareció una vez en una ventana y se quedó un instante mirando. A Redwood se le ocurrió hacerle señas. Durante un rato ella contempló sus gestos, al parecer con cierto interés, y hasta le dio una vaga respuesta y se fue. Un viejo salió cojeando de la casa señalada con el número 37, bajó los peldaños y se marchó por la derecha, sin mirar para nada hacia arriba. Durante diez minutos el único transeúnte fue un gato...
Así, aquella trascendental e interminable mañana fue alargándose desmesuradamente.
Alrededor de las doce se oyeron gritos de los vendedores de periódicos en la calle contigua, pero aquello pasó.
Contrariamente a lo que solían hacer, no pasaron por la calle de Redwood, y éste tuvo la sospecha de que la policía había cerrado las bocacalles. Intentó abrir la ventana, pero aquello hizo que apareciera de inmediato un policía en su habitación...
El reloj de la iglesia parroquial dio las doce, y después de un abismo de tiempo, la una.
Se burlaron de él llevándole la comida. Comió un poco y esparció la comida por el plato a fin de que se la llevaran pronto, bebió whisky liberalmente y luego, cogiendo una silla, volvió junto a la ventana. Los minutos se dilataron en grises inmensidades y durante unos momentos acaso se quedara dormido...
Despertó con la vaga impresión de haber oído unos ruidos lejanos. Percibió un repiqueteo en la ventana, como la pequeña sacudida de un terremoto distante. El repiqueteo duró cosa de un minuto y luego fue desvaneciéndose. Después de un silencio, se reprodujo... Luego volvió a desvanecerse. Imaginó que se debería simplemente al paso de algún vehículo por la calle principal. ¿Qué otra cosa podía ser...?
Al cabo de algún tiempo empezó a dudar si había oído de veras aquel ruido.
Se puso a razonar consigo mismo. A fin de cuentas, ¿por qué motivo lo habían detenido? Hacia dos días que Caterham se hallaba en el poder... ¡El tiempo suficiente para coger su ortiga! ¡Coger su ortiga! ¡Coger su ortiga gigante! Una vez encontrado este estribillo se quedó canturreándolo mentalmente, sin poder dejarlo.
Y, después de todo, ¿qué podía hacer Caterham? Era un hombre muy religioso. Estaba ligado hasta cierto punto con aquello de no emplear la violencia sin una causa justificada.
¡Coger la ortiga! Tal vez, por ejemplo, iban a arrestar a la princesa y enviarla al extranjero. Podían encontrarse con dificultades con su hijo. ¡En este caso...! Pero, ¿por qué lo habían detenido a él? ¿Por qué se estimaba necesario mantenerlo en la ignorancia de lo que ocurría? Aquello demostraba algo más grave.
¿Acaso, por ejemplo, se proponían encarcelar a todos los gigantes? ¿Los detendrían a todos juntos? Ya hubo ciertas insinuaciones sobre esto en los discursos electorales. ¿Entonces...?
Sin duda alguna, se habrían apoderado también de Cossar.
Caterham era un hombre religioso, Redwood se asía a esta idea. En lo más recóndito de su mente, había una especie de telón negro en el que se encendía y se apagaba una palabra, una palabra escrita con letras de fuego. Luchaba insistentemente contra aquella palabra. Era como si siempre comenzara a aparecer en aquel telón, sin acabar de completarse.
Finalmente se enfrentó con ella. «¡Masacre!» Allí estaba la palabra con toda su crudeza y su brutalidad.
¡No! ¡No! ¡No! ¡Era imposible! Caterham era un hombre religioso, civilizado. ¡Y, además, después de todos aquellos años, después de todas aquellas esperanzas...!
Redwood se incorporó de un salto y se puso a andar de un lado para otro. Habló consigo mismo y gritó:
–¡No!
La humanidad no estaba tan loca como para llegar a aquel extremo... ¡Seguro que no! Era imposible, era increíble, no podía ser. ¿Qué se ganaría con matar a los gigantes, cuando era evidente que lo gigantesco en los seres inferiores no se había presentado inevitablemente? ¡No era posible que estuviesen tan locos como para hacer una cosa semejante...!
–¡Tengo que rechazar esta idea...! –dijo en voz alta–. ¡Rechazo esta idea! ¡Absolutamente!
Se interrumpió con un sobresalto. ¿Qué era aquello?
Era indudable que las ventanas habían retemblado otra vez.
Redwood fue a mirar lo que pasaba en la calle. En la casa de enfrente obtuvo la inmediata confirmación de lo que había oído. En un dormitorio de la casa número 35 había una mujer con una toalla en la mano, y en el comedor de un piso del número 37 se veía un hombre detrás de un gran jarrón con un culantrillo hipertrófico. Los dos estaban de pie, asomados a la ventana, inquietos y curiosos. Redwood pudo ver claramente que el policía que vigilaba en la calle también lo había oído. Aquello no era, pues, cosa de su imaginación.
Se volvió hacia el interior de su cuarto, que se iba oscureciendo rápidamente.
–¡Cañonazos! –se dijo. Se quedó reflexionando. –¿Cañonazos?
Le trajeron un té fuerte, como el que estaba acostumbrado a tomar. Era evidente que su ama de llaves había sido consultada. Después de beberlo, se sintió demasiado nervioso para quedarse sentado al lado de la ventana y se puso a pasear por la habitación. Se sintió más capaz de pensar en ideas coherentes. Aquella habitación había sido su estudio durante veinticuatro años. Había sido amueblada en su boda y todo lo esencial databa de entonces: el gran y complejo escritorio, la silla giratoria, la butaca al lado de la lumbre, la biblioteca giratoria y el archivo clasificador con sus compartimientos, que llenaba el hueco del fondo. La alfombra turca de colores vivos, los tapices y cortinajes del último período Victoriano habían adquirido la rica dignidad que otorgan los años, y el cobre y el bronce brillaban cálidamente ante el fuego del hogar. Las bombillas eléctricas habían sustituido a la lámpara de aceite de antaño, y esta era la principal alteración del equipamiento original. Pero entre estas cosas, su conexión con el Alimento había dejado abundantes indicios. A lo largo de la pared, encima del friso, se veía una colección de fotografías y fotograbados enmarcados en negro con los retratos de su hijo, los hijos de Cossar y otros niños del Alimento Estrella, en distintas edades y en medio de diversos paisajes. Hasta el inexpresivo semblante del joven Caddles tenía su sitio en aquella colección. En un rincón había un haz de espigas de la hierba gigante de los prados de Cheasing Eyebright, y encima del escritorio había tres cápsulas vacías de amapolas, grandes como sombreros. Las barras de las cortinas eran tallos de hierba. Y el tremendo cráneo del gran cerdo de Oakham pendía, como un portentoso estante ornamental de marfil, sobre la repisa de la chimenea, con un jarrón chinesco en cada órbita y el hocico abatido, encima de la lumbre...
Redwood se acercó a las fotografías, y en particular hacia las de su hijo.
Le trajeron a la memoria incontables recuerdos de cosas que se habían borrado ya de su mente, de los primeros días del Alimento, de la tímida presencia de Bensington y su prima Jane, de Cossar y de aquella noche terrible pasada en la Granja Experimental. Estos recuerdos se le aparecieron como cosas muy pequeñas y brillantes y distintas, como objetos vistos con un telescopio en un día soleado. Y después se le representó el gigantesco cuarto de los niños, la gigantesca infancia de su hijo, sus primeros esfuerzos para hablar, sus primeros signos claros de afecto.
¿Cañonazos?
Se le ocurrió, de un modo irresistible, agobiante, que en el exterior, fuera de aquel maldito silencio y de aquel maldito misterio, su hijo y los hijos de Cossar, y todos aquellos gloriosos frutos precoces de una edad más grandiosa, estaban luchando... ¡Luchando por la vida! Hasta era posible que su hijo se hallase en aquel momento en algún terrible apuro, herido, detenido como él...
Se apartó de los retratos y volvió a andar de un lado a otro de la habitación, gesticulando.
–¡No puede ser! –gritó–. ¡No puede ser! ¡No puede acabar de este modo...! Pero, ¿qué ha sido eso?
Se detuvo, rígidamente inmóvil.
El repiqueteo de las ventanas había vuelto a empezar, y luego se oyó un gran ruido sordo, como una vasta conmoción que hizo retemblar toda la casa. La conmoción pareció durar un siglo. Debió de haberse producido muy cerca. Por un instante le pareció como si algo hubiera venido a dar contra la casa, por encima de donde él se hallaba... un impacto que se resolvió en un tintineo de cristales rotos, y luego en una quietud que terminó por fin con un ruido claro de gente que corría por la calle.
Este ruido lo liberó de su inmovilidad. Se volvió hacia la ventana y la vio hecha pedazos.
El corazón le latió apresuradamente, con la sensación de haber llegado a una crisis, a un acontecimiento concluyente, a la liberación. Y luego, otra vez, ¡el conocimiento de su impotente confinamiento cayó ante él como un telón!
No pudo ver nada de particular en el exterior, excepto que la pequeña lámpara eléctrica de enfrente estaba apagada. No pudo oír tampoco nada después de la primera señal de alarma. No pudo añadir nada que interpretara o ampliara aquel misterio, pero en aquel momento vio aparecer un resplandor rojizo y fluctuante en el cielo, hacia el sudeste.
Este resplandor aumentó de intensidad para disminuir en seguida. Luego dudó de que hubiera aumentado de intensidad realmente. Se fue haciendo más visible otra vez, a medida que el día iba oscureciendo. Y llegó a ser el hecho predominante en la larga noche de incertidumbre. A veces parecía tener el temblor de las llamas danzantes, y otras veces le hacía creer que era ni más ni menos que el reflejo normal de las luces vespertinas. Aumentó y disminuyó de intensidad varias veces durante aquellas largas horas y sólo se desvaneció, por fin, al quedar totalmente sumergido en la claridad de la aurora. ¿Significaría algo...? ¿Qué podía significar? Con toda seguridad se trataba de algún incendio, cercano o remoto, pero no habría podido decir si era humo o niebla aquello que cruzaba el cielo. Sin embargo, cerca de la una empezó a percibirse el centelleo de los reflectores, que continuó durante el resto de la noche. Aquello también podía significar muchas cosas. Pero, ¿qué podía significar? ¿Qué significaba en realidad? Sólo tenía aquel cielo agitado y abigarrado y la indicación de una enorme explosión con que llenar sus pensamientos. No se oyeron ya más ruidos ni más carreras por la calle, tan sólo unos gritos que podían haber sido proferidos por algunos borrachos...
No encendió la luz. Se quedó de pie ante la ventana destrozada, en plena corriente de aire, como una delgada silueta negra para el oficial de policía que, de vez en cuando, penetraba en la habitación exhortándole a descansar.
Toda la noche permaneció Redwood junto a la ventana, observando el ambiguo movimiento del cielo, y únicamente al despuntar el alba obedeció al imperativo de la fatiga y se echó sobre la cama que le habían preparado entre su escritorio y la semiapagada lumbre del hogar, debajo del cráneo del enorme cerdo.


III
Durante treinta y seis larguísimas horas, Redwood permaneció encarcelado, encerrado y aislado del gran drama de los Dos Días mientras la gente pequeña en la aurora de la grandeza luchaba contra los Hijos del Alimento. Después, bruscamente, el telón de acero volvió a levantarse y Redwood se encontró muy cerca del centro de la lucha. El telón se levantó tan inesperadamente como había caído. A media tarde le atrajo a la ventana el ruido de un coche que se detuvo frente la puerta de su casa. Un hombre joven se apeó de él y al cabo de un minuto ya estaba en su presencia en el cuarto. Era un individuo pequeñito y delgado, de unos treinta años tal vez, muy bien afeitado, muy bien vestido y con muy buenos modales.
–Señor Redwood –empezó diciendo–, ¿quiere usted acompañarme a ver al señor Caterham? Requiere su presencia con gran urgencia.
–¿Requiere mi presencia...? –En la mente de Redwood afloró una pregunta que, de momento, no supo formular. Vaciló. Luego, con voz entrecortada, preguntó–: ¿Qué le han hecho a mi hijo?
Y se quedó sin aliento, esperando la respuesta.
–¿Su hijo, señor? Su hijo está muy bien. Al menos, por lo que podemos saber.
–¿Está bien?
–Ayer fue herido, señor. ¿No lo sabía usted?
Redwood irrumpió contra esta afectación. Su voz ya no estaba matizada por el temor, sino por la ira.
–Ya sabe que no he podido enterarme de nada. Eso lo sabe usted bien.
–El señor Caterham lo temía, señor... Eran momentos muy críticos. Todo el mundo... fue cogido por sorpresa. Le detuvo a usted para evitarle cualquier desgracia...
–Me detuvo para impedir que avisara a mi hijo o que le aconsejara lo que debía hacer... Dígame lo que ha ocurrido. ¿Han triunfado ustedes? ¿Los han matado a todos?
El joven dio un paso hacia la ventana y se volvió.
–No, señor –dijo concisamente.
–¿Qué tiene usted, pues, que decirme?
–Tenemos pruebas, señor, de que esta lucha no fue planeada por nosotros. Nos encontraron... totalmente faltos de preparación.
–¿Quiere usted decir que...?
–Quiero decir, señor, que los gigantes... hasta cierto punto se han mantenido firmes.
El mundo cambió para Redwood. Durante un momento, algo muy semejante a la histeria se apoderó de los músculos de su cara. Luego dio salida a una profunda exclamación.
–¡Ah! –su corazón dio un gran salto de alegría.– ¡Los gigantes se han mantenido firmes!
–Ha habido una lucha terrible... una terrible destrucción. Todo ha sido debido a un horrible malentendido... En el norte y en los Midlands han muerto varios gigantes... En todas partes.
–¿Están luchando ahora?
–No, señor. Se ha izado la bandera blanca pidiendo un armisticio.
–¿Ellos...?
–No, señor. El señor Caterham la izó... Todo este asunto ha sido un malentendido. Por esto quiere hablar con usted y exponerle su caso. Ellos insisten, señor, en que usted intervenga...
Redwood lo interrumpió.
–¿Sabe usted lo que le ha ocurrido a mi hijo?
–Fue herido.
–¡Explíquemelo! ¡Explíquemelo!
–El y la princesa se presentaron antes de que el... el movimiento para rodear el campamento de los Cossar se hubiese completado... Me refiero a la hondonada de los Cossar, en Chislehurst. Se presentaron de repente, señor, con gran estrépito, a través de un denso campo de avena gigante, cerca de River, ante una columna de infantería... Los soldados se habían mostrado muy nerviosos durante todo el día y aquello ocasionó un verdadero pánico.
–¿Y le dispararon?
–No, señor. Echaron a correr. Hubo alguien que disparó contra él... sin apuntar... y en contra de las órdenes recibidas.
Redwood hizo una mueca de incredulidad.
–¡Es verdad, señor! No quiero alegar que fuera a causa de él, sino a causa de la princesa.
–Sí. Eso es verdad.
–Los dos gigantes echaron a correr gritando hacia el campamento. Los soldados corrían de un lado para otro y algunos empezaron a disparar. Dijeron que le habían visto tambalearse...
–¡Oh...!
–Sí, señor. Pero sabemos que no está malherido...
–¿Cómo?
–¡Nos ha enviado un mensaje, señor, diciéndonos que estaba bien!
–¿Para mí?
–¿Para quién, pues, señor?
Redwood permaneció cerca de un minuto con los brazos cruzados y apretados, percatándose de todo. Después su indignación encontró la voz que había perdido.
–Se han portado ustedes como unos tontos, han calculado mal y se han equivocado, y quiere usted que yo ahora crea que no son un hato de asesinos con la peor intención. Y además... ¿Qué más?
El joven lo miró interrogativamente.
–¿Los otros gigantes?
El joven no simuló no comprenderlo. Bajó el tono de la voz:
–Trece, señor, han muerto.
–¿Y los otros están heridos?
–Sí, señor.
–¿Y Caterham –preguntó ahogándosele la voz– quiere entrevistarse conmigo? ¿Dónde están los demás?
–Algunos pudieron penetrar en el campamento durante la lucha, señor... Parece como si hubieran sabido...
– ¡Pues claro que lo sabían! Si no hubiese sido por Cossar... ¿Está con ellos Cossar?
–Sí, señor. Y todos los gigantes supervivientes están también allí... Los que no entraron en el campo durante la lucha han ido allí o están yendo ahora, bajo la bandera de la tregua.
–Esto significa –dijo Redwood– que ustedes han sido derrotados.
–No estamos derrotados. No, señor. No puede usted decir que nos hayan derrotado. Pero sus hijos han quebrantado las reglas de la guerra. Anoche por primera vez, y ahora de nuevo.
Después de haber retirado nosotros nuestras fuerzas atacantes. Esta tarde empezaron a bombardear Londres...
–¡Cosa muy legítima!
–Nos han disparado obuses llenos de... veneno.
–¿Veneno?
–Sí. Veneno. El Alimento...
–¿La Heracleoforbia?
–Sí, señor. El señor Caterham, señor...
–¡Los han derrotado! ¡Claro que usted no puede comprenderlo! ¡Es Cossar! ¿Qué esperanzas les pueden quedar a ustedes ahora? ¿Qué pueden hacer? Tendrán que respirarlo en el mismo polvo de las calles. ¿Para qué seguir luchando? ¡Vaya con las reglas de la guerra! Y ahora Caterham quiere que yo les ayude a salir del mal paso. ¡Válgame Dios, hombre! ¿Para qué tengo que acudir en ayuda de vuestro charlatán ? Ya se ha divertido bastante... asesinando y embrollándolo todo. ¿Por qué debiera yo...?
El joven permanecía con un aire de vigilante respeto.
–Lo cierto es, señor –lo interrumpió–, que los gigantes insisten en verlo a usted. No quieren otro embajador. Si usted no se presenta a ellos, mucho me temo, señor, que se derramará todavía más sangre.
–La vuestra, tal vez.
–No, señor... en los dos bandos. El mundo está decidido a terminar con esto.
Redwood miró alrededor de sí. Sus ojos se posaron un momento en la fotografía de su hijo. Volvióse y se avino a lo que el joven esperaba.
–Sí –dijo, por fin–. Vamos.


IV
Su encuentro con Caterham fue totalmente distinto de como se lo había figurado. Había visto a aquel hombre sólo dos veces durante toda su vida, una vez en un banquete y otra vez en el salón de descanso de la Cámara de los Comunes, y su imaginación le había representado siempre, no el hombre, sino la creación de periódicos y caricaturistas, el legendario Caterham: Pulgarcito, el matador de gigantes, Perseo y todo lo demás. El elemento inherente a la personalidad humana le puso en desorden todo aquello.
No se encontró con el rostro de las caricaturas y retratos, sino con el de un hombre cansado y agobiado por el insomnio, un rostro arrugado y estirado, con el blanco de los ojos amarillento, con una boca de líneas débiles. Estaban allí, por cierto, los ojos castaño-rojizos, el pelo negro y el característico perfil aquilino del gran demagogo. Pero también había algo más que mataba de un golpe cualquier intento premeditado de retórica. Aquel hombre estaba sufriendo; estaba sufriendo agudamente una enorme tensión nerviosa. Desde el principio adoptó un aire como de personificarse a sí mismo. Al instante, con un solo gesto, con el más leve movimiento, le fue revelado a Redwood que Caterham se sostenía gracias a las drogas. El político introdujo el pulgar en el bolsillo de su chaleco, y después de unas frases más, prescindió de todo disimulo y deslizó un pequeño comprimido entre los labios.
Además, no obstante el esfuerzo que sobre él pesaba, a pesar del hecho de no tener razón y de ser una docena de años más joven que Redwood, aquella cualidad que había en él –algo que podríamos llamar magnetismo personal por falta de una palabra mejor– que le había hecho abrirse camino hasta llegar a la eminencia del desastre, seguía notándose en todo su ser. Con esto tampoco había contado Redwood. Ya desde el principio, en cuanto al curso y dirección de la conversación, prevaleció Caterham sobre Redwood. Las características de la primera fase de la entrevista fueron determinadas por él, y el tono y los procedimientos empleados fueron también de su iniciativa. Aquello sucedió como si fuera la cosa más natural del mundo.
Todos los proyectos de Redwood se desvanecieron ante su presencia. Le estrechó la mano antes de que Redwood recordara que se había propuesto evitar aquella familiaridad. Dio la tónica de su conferencia de un modo seguro y claro presentándola como una búsqueda de expedientes en una catástrofe común.
Si cometió algún error fue las veces que se dejó dominar por la fatiga y dejó de prestar una atención inmediata, dejándose llevar por el hábito propio de un mitin. Luego se irguió –durante toda la entrevista los dos personajes permanecieron de pie– y, apartando la mirada de Redwood, empezó a defenderse y a justificarse. En una ocasión incluso se le escapó:
–¡Caballeros...!
Quedamente, dilatándose poco a poco, empezó a hablar...
Hubo momentos en los que Redwood dejó de sentirse interlocutor comportándose como simple auditor de un monólogo. Se transformó en el espectador privilegiado de un extraordinario fenómeno. Se dio cuenta de algo así como una diferencia específica entre él y aquel individuo cuya hermosa voz lo estaba envolviendo y que seguía hablando y hablando. Aquella mentalidad era tan poderosa como limitada. De su energía conductora, de su peso personal, de su invencible olvido de ciertas cosas, brotó en la mente de Redwood la más grotesca y extraña de las imágenes. En vez de un antagonista que era un semejante suyo, un hombre susceptible de responsabilidad moral al que se podían dirigir razonables súplicas, Redwood vio a Caterham como algo raro, como una especie de rinoceronte monstruoso, como si dijéramos un rinoceronte civilizado, engendrado en la selva de los enredos democráticos, un monstruo de irresistible empuje e invencible resistencia. En todos los estrepitosos conflictos de aquella mañana, se erguía supremo. ¿Y más allá? Aquel hombre era un ser perfectamente dotado para abrirse camino por entre grandes multitudes de hombres. Para él no había falta que fuese más importante que la autocontradicción, ni ciencia más significativa que la reconciliación de los «intereses». Las realidades económicas, las necesidades topográficas, las casi intocadas minas de expedientes científicos, no existían para él más de lo que existían los ferrocarriles, los rifles o la literatura geográfica. Lo único que existía eran asambleas, juntas secretas y votos... votos por encima de todo. El era la encarnación de millones de votos.
Y ahora, en la gran crisis, con los gigantes quebrantados, pero no derrotados, aquel monstruo de los votos se explicaba.
Era evidente que, incluso en las presentes circunstancias, aún tenía que aprenderlo todo. Ignoraba que hubiese leyes físicas y leyes económicas, cantidades y reacciones que todos los votos de la humanidad nemíne contradicente no pueden impedir y que si se desobedecen es a cambio de la destrucción. Ignoraba que hubiese leyes morales que no pueden doblegarse por la fuerza o por la moda del momento, so pena de que vuelvan a enderezarse con vindicativa violencia. Frente a una granada explosiva o al Día del Juicio Final» era evidente para Redwood que aquel hombre habría ido a refugiarse detrás de algún voto cuidadosamente conseguido en la Cámara de los Comunes.
Lo que más le preocupaba en aquellos momentos no era la potencia que defendía aquella fortaleza allá lejos, hacia el sur, ni la derrota, ni la muerte, sino el efecto de todas esas cosas sobre su mayoría, que constituía la realidad principal de su vida. Tenía que derrotar a los gigantes o resignarse a quedar políticamente deshecho. No estaba en absoluto desesperado. En aquella hora de su más tremendo fracaso, con sangre y desastres en las manos y la promesa segura de un desastre inminente todavía más terrible, con los destinos del mundo alzándose imponentes por encima de su cabeza, era aún capaz de creer que por simple efecto de su voz, por medio de explicaciones y declaraciones podría todavía reconstruir su poder. Estaba perplejo y afligido, sin duda alguna, muy cansado y dolorido, pero si tan sólo pudiera sostenerse como hasta ese momento, si pudiese continuar hablando.
A medida que Caterham hablaba, le parecía a Redwood que avanzaba y retrocedía, que se dilataba y se contraía. La participación de Redwood en la conversación fue puramente subsidiaria, como si fuera metiendo cuñas en ella, de vez en cuando: «Eso son tonterías...», «No...», «No vale la pena ni de insinuarlo...», «Entonces, ¿por qué empezó usted...?»
Es posible que Caterham ni siquiera lo oyera. Alrededor de estas interpolaciones, el discurso de Caterham fluía como un rápido torrente alrededor de una roca. Allí estaba, pues, aquel hombre increíble, de pie sobre su alfombra oficial, hablando, hablando como si cualquier pausa de su charla, en sus explicaciones, en la exposición de sus puntos de vista y aspectos, en sus consideraciones y expedientes, fuera a permitir que alguna influencia antagonista entrara de un salto en la realidad... en la realidad oral, la única que él podía comprender. Allí estaba aquel hombre, en medio de los esplendores levemente deslucidos de aquella estancia oficial, en la que un hombre tras otro habían sucumbido a la creencia de que cierto poder de intervención era el control creador de un imperio...
Cuanto más hablaba Caterham, tanto más iba creciendo y afirmándose en Redwood una sensación de futilidad. ¿Se daba cuenta aquel hombre de que mientras estaba hablando, el mundo entero cambiaba? ¿Se daba cuenta de que la invencible marea, el crecimiento, iba en aumento más y más, y de que había otras horas que las parlamentarias y otras armas en manos de los Vengadores de Sangre? Por fuera, oscureciendo la habitación casi por entero, una simple hoja de parra gigante de Virginia daba golpecitos en los cristales sin que nadie le prestara atención.
Redwood sintió el deseo de terminar aquel asombroso monólogo para escapar hacia la cordura y el sano juicio, hacia aquel campamento asediado, la fortaleza del futuro, donde, en el mismo núcleo de la grandeza, los Hijos se habían agrupado. Por esto aguantaba aquella charla. Tenía la curiosa impresión de que, a menos que aquel monólogo terminara de una vez, se encontraría arrastrado por él y que, por lo tanto, debía luchar contra la voz de Caterham del mismo modo que se lucha contra una droga. Los hechos se habían alterado y seguían alterándose bajo aquel encanto.
¿Qué estaba diciendo aquel hombre? Como Redwood tenía que transmitirlo a los Niños del Alimento, notó que aquello importaba mucho. Tenía que atender a lo que decía el otro y mantener al mismo tiempo su sentido de la realidad tan bien como pudiera. Caterham hablaba mucho de delitos de sangre. Aquello era elocuencia. No tenía la menor importancia. ¿Qué venía después?
¡Sugería una convención!
Sugería que los Niños del Alimento sobrevivientes capitulasen y se marcharan a otra parte para formar una comunidad propia. Dijo que había precedentes.
–Les podremos asignar un territorio...
–¿Dónde? –preguntó Redwood, dispuesto a discutir.
Caterham se aprovechó de aquella concesión. Volvió la cara hacia Redwood y su voz descendió a un tono de razonable persuasión. Aquello ya podría determinarse más adelante. Era, según Caterham, una cuestión totalmente subsidiaria. Y prosiguió estipulando:
–Y exceptuando la vida de ellos y el lugar donde se hallen, nosotros deberemos poseer el absoluto control y el Alimento y todos los Frutos del Alimento deberán ser aniquilados...
Redwood comenzó a regatear.
–¿Y la princesa?
–Es cuestión aparte.
–No –replicó Redwood luchando para volver a su terreno inicial–. Sería absurdo.
–Eso ya vendrá luego. De todos modos, estamos de acuerdo en que la fabricación del Alimento debe cesar...
–Yo no estoy para nada de acuerdo con eso. Yo no he dicho nada...
–¡Pero no puede ser que en un solo planeta haya dos razas de hombres, una grande y otra pequeña! ¡Considere lo que ya ha ocurrido! ¡Considere que esto es sólo una pequeña demostración de lo que puede ocurrir si este Alimento sigue haciendo de las suyas! ¡Considere todo lo que usted ha hecho sufrir ya a este mundo! Si tiene que haber una raza de gigantes que vayan creciendo y multiplicándose...
–No quiero discutir –dijo Redwood–. Debo ir a ver a nuestros hijos. Quiero ir a ver a mi hijo. Por eso he venido a verle usted. Dígame exactamente cuál es su oferta.
Caterham hizo un discurso sobre sus condiciones.
A los Niños del Alimento se les adjudicaría un gran territorio, en Norteamérica o en África, donde pudieran vivir sus vidas del modo que mejor les pareciese.
–¡Esto es una sandez...! –gritó Redwood–. Hay otros gigantes en el extranjero. ¡En toda Europa... por doquier!
–Podría establecerse una convención internacional. No sería imposible. Ya se ha hablado de algo semejante... Pero en este territorio de reserva, ellos podrían seguir su vida a su manera. Podrían hacer lo que quisieran, podrían fabricar lo que les diese la gana. Nosotros nos sentiríamos muy satisfechos si quisieran fabricar objetos. Pueden ser muy dichosos allí. ¡Piénselo!
–A condición de que no haya más descendencia.
–Precisamente. Los hijos son para nosotros. Y así, señor, salvaremos al mundo, lo salvaremos por completo de los frutos de su terrible descubrimiento. No es aún demasiado tarde. Sólo que estamos dispuestos a suavizar la rapidez de ejecución con la clemencia. Ahora mismo estamos quemando y chamuscando los sitios afectados por los obuses que dispararon ayer. Podemos neutralizar sus efectos. Esté usted seguro de que podemos neutralizarlos. Pero sin crueldades, sin injusticias...
– ¿Y si los Niños no aceptan?
Por primera vez, Caterham miró a Redwood cara a cara.
–¡Deben aceptar!
–Yo no creo que acepten.
–¿Y por qué no? –preguntó Caterham con un estupendo tono de asombro.
–Supongamos que no acepten.
–Entonces, ¿qué recurso queda sino la guerra? No podemos permitir que todo continúe así. ¡No podemos, señor! ¿Es que ustedes, los hombres de ciencia, conocen de imaginación? ¿Es que carecen de la clemencia? No podemos permitir que nuestro mundo sea pisoteado por un creciente hatajo de monstruos como los que ha producido su Alimento. No podemos y no queremos. Y yo le pregunto a usted: ¿qué significa esto, sino la guerra? Y recuérdelo bien... Lo que acaba de ocurrir es únicamente el principio. Esto ha sido sólo una escaramuza, un simple asunto policial. Créame usted, un simple asunto policial. No se deje engañar por la perspectiva, por la inmediata magnitud de estos nuevos individuos. Detrás de nosotros está la nación... está la humanidad. Detrás de los millares de seres que han muerto, hay millones. Si no hubiese sido por el temor de tener que derramar más sangre todavía, señor, detrás de nuestras primeras líneas se estarían formando otras líneas de ataque, incluso ahora. Yo no sé si podremos acabar completamente con ese Alimento, ¡pero lo que sí puedo asegurarle es que podemos matar a todos sus hijos! Usted toma demasiado en cuenta los acontecimientos de ayer, los sucesos ocurridos en una veintena de años, en una sola batalla. Usted no tiene idea del lento curso de la historia. Yo ofrezco este acuerdo para salvar unas cuantas vidas, no porque pueda alterar el final inevitable. Si usted cree que sus dos docenas de gigantes pueden resistir a todas las fuerzas aunadas de nuestro pueblo y de todas las naciones extranjeras que vendrán en nuestra ayuda, si usted cree que puede cambiar a la Humanidad de un soplo, en una sola generación, alterando la naturaleza y la estatura del Hombre...
Y haciendo un amplio gesto con el brazo, añadió:
– ¡Vaya a verlos ahora, señor! Véalos, agazapados alrededor de sus heridos, pagando todo el daño que han hecho...
Se interrumpió como si, por casualidad, hubiese visto al hijo de Redwood.
Hubo una larga pausa.
–Vaya a verlos –dijo.
–Eso es lo que quiero.
–Entonces, vaya ahora mismo...
Dio media vuelta y oprimió el botón del timbre. Afuera, en respuesta, se oyó el ruido de unas puertas que se abrían y de pasos apresurados.
La conversación había acabado. La exhibición había tocado a su fin. Bruscamente Caterham pareció contraerse, arrugarse hasta transformarse de nuevo en un hombre de mediana edad, de mediana estatura, en el rostro amarillento y un aspecto cansino. Dio un paso hacia delante, como si saliera del marco de un cuadro, y asumiendo por completo la amistosa cortesía que hay detrás de todos los conflictos públicos de nuestra raza, tendió su mano a Redwood.
Como si fuera la cosa más natural del mundo, Redwood le estrechó la mano por segunda vez.

CAPÍTULO CINCO
EL CAMPAMENTO DE LOS GIGANTES


Poco tiempo después se encontró Redwood en un tren que atravesaba el Támesis hacia el sur. Tuvo una breve visión del río, reluciente bajo las luces, y de la humareda que aún se desprendía del sitio donde había caído un obús, en la orilla septentrional, y donde se había organizado una vasta multitud de hombres para quemar hasta los últimos restos de Heracleoforbia. La orilla meridional se hallaba a oscuras debido a algún ignorado motivo y ni siquiera las calles estaban iluminadas, y todo lo claramente visible eran las siluetas de las altas torres de alarma y los oscuros bultos de casas y escuelas. Al cabo de un minuto de observación, volvió la espalda a la ventana y se sumió en sus pensamientos. No había ya nada más que ver ni que hacer hasta que hubiera visto a los Hijos...
Se sentía fatigado por la tensión nerviosa de los dos últimos días; le parecía que sus emociones debían de estar ya agotadas, pero se había fortificado con un café muy fuerte antes de ponerse en marcha y sus ideas fluían claras y diáfanas. Su mente se hallaba en contacto con muchas cosas. Recapituló de nuevo, pero esta vez con la ilustración facilitada por los acontecimientos acaecidos, la manera cómo el Alimento había entrado y se había desplegado en el mundo.
–Bensington creyó que podría ser un excelente alimento para los niños –murmuró para sí con una leve sonrisa. Luego volvieron a la mente, tan claras como si estuvieran todavía pendientes de resolución, las horribles dudas que lo acometieron después que se hubo comprometido a administrarlo a su propio hijo. De allí, con una expansión continua e implacable, y a pesar de todos los esfuerzos humanos para ayudar y oponerse a su diseminación, el Alimento se había esparcido por todo el mundo habitado por el hombre. Y ahora, ¿qué...?
–Aunque los mataran a todos –susurró–, el hecho ya está consumado.
El secreto de la fabricación era conocido en muchas partes. Y esto había sido obra suya. Las plantas, los animales y una multitud de desdichados niños en pleno crecimiento conspirarían irresistiblemente para obligar al mundo a volver de nuevo al Alimento, independientemente de lo que pudiera ocurrir en la presente lucha.
–El hecho está consumado –se repitió mientras las ideas se le fijaban sobre el destino de los Niños y particularmente de su propio hijo. ¿Los encontraría agotados por los esfuerzos de la batalla, heridos, hambrientos, al borde de la derrota, o los encontraría aún recios y optimistas, dispuestos para el conflicto aún más formidable del día siguiente...? ¡Su hijo estaba herido! ¡Pero le había enviado un mensaje!
Volvió a su mente la entrevista con Caterham.
Lo despertó de su ensimismamiento la parada del tren en la estación de Chislehurst. Reconoció el lugar por una enorme atalaya contra las ratas que se erguía en la cúspide de Candem Hill y la hilera de grandes pinabetes que bordeaban la carretera...
El secretario particular de Caterham fue desde el otro coche para decirle que a una media milla de distancia la línea férrea había sido averiada y que el resto del viaje tendría que hacerlo en automóvil. Redwood se apeó en un andén iluminado únicamente por una linterna de mano y barrido por la fría brisa nocturna. La quietud de aquel abandonado suburbio invadido por el bosque y la maleza –todos sus habitantes se habían refugiado en Londres al comienzo de las hostilidades el día anterior–, se hizo instantáneamente impresionante. Su guía le ayudó a bajar los peldaños de la salida de la estación, donde ya le esperaba un automóvil con unos faros deslumbradores, la única luz que hasta entonces había visto, lo confió al cuidado del chófer y se despidió de él.
–Ya sé que hará usted todo lo que pueda por nosotros –dijo, imitando los modales de su amo mientras estrechaba la mano de Redwood.
Tan pronto como Redwood consiguió envolverse en una manta, empezaron a rodar en medio de la noche. Después de un momento de inmovilidad, el automóvil se lanzó velozmente, pero con gran suavidad, por la pendiente de la estación. Dieron la vuelta a una esquina y después a otra, siguieron los tortuosos caminos de un barrio residencial, y luego se extendió ante ellos la carretera. El automóvil zumbó al máximo de velocidad, horadando la negra noche. Todo estaba muy oscuro bajo la luz estelar y el mundo entero parecía haberse agazapado misteriosamente o desaparecido sin ningún ruido. Ni un aliento de aire hacía moverse las cosas que pasaban volando a ambos lados de la carretera. Las casas de campo, pálidas y abandonadas, a ambos lados de su ruta, con sus negras ventanas sin luz, le parecían a Redwood una silenciosa procesión de calaveras. El chófer que iba a su lado, o era un hombre silencioso de natural o permanecía silencioso debido a las peculiares condiciones de aquel viaje. Respondía a las breves preguntas de Redwood con monosílabos y a regañadientes. Cruzando el firmamento por el sur, los haces de luz de los reflectores se agitaban formando ondas silentes; parecían los únicos extraños indicios de vida en aquel mundo abandonado que iban dejando atrás en su veloz carrera.
La carretera se hallaba bordeada a ambos lados por unas gigantescas ramas de endrino que contribuían mucho a oscurecerla, y por una hierba muy alta y enormes collejas, inmensas ortigas muertas grandes como árboles cuyas siluetas pasaban como relámpagos por encima de sus cabezas. Después de Keston llegaron a una empinada cuesta y el chófer aminoró la marcha. Al llegar a la cima, se detuvo.
–Es allí –dijo señalando con un largo dedo enguantado un enorme bulto negro y contrahecho que se alzaba ante los ojos de Redwood.
A lo lejos, parecía que el gran talud, encrestado por el resplandor de donde salían los reflectores, se alzaba destacándose contra el cielo. Aquellos haces de luz iban y venían por entre las nubes y el ondulado paisaje a su alrededor, como si trazaran misteriosos encantamientos.
–No sé –dijo por fin el chófer. Resultaba evidente que tenía miedo de seguir adelante.
En aquel momento un reflector descendió del cielo para posarse en ellos, vigilándolos como una mirada escrutadora, más bien confundida que mitigada por el tallo de un monstruoso hierbajo que se interpuso. Los dos se sentaron, con las manos enguantadas delante de los ojos, intentando mirar por entre los dedos para enfrentarse con la cegadora luz.
–Siga adelante –dijo Redwood al cabo de un instante.
El chófer tenía todavía sus dudas, que intentó expresar, sin conseguirlo del todo, y que fueron atenuándose hasta repetir:
–No sé.
Por fin se aventuró a seguir.
–Vamos, pues –dijo poniendo el motor de nuevo en marcha, seguido atentamente por aquel gran ojo blanco.
A Redwood le pareció durante un buen rato que ya no se hallaban en la tierra, sino que corrían a través de una nube luminosa. Tuf, tuf, tuf tuf, hacía el motor, y una y otra vez –obedeciendo a no sé qué impulso nervioso– el chófer hacía sonar la bocina.
Pasaron por la oscuridad de un camino bordeado de altas vallas, y de allí a una hondonada. Luego pasaron por delante de vanas casas para volver a salir frente a aquel cegador haz del reflector. Después, durante un rato, la carretera apareció completamente despejada en medio de una llanura, y a ellos les pareció que se hallaban suspendidos, zumbando en la inmensidad. Una vez más las gigantescas hierbas se alzaban a su alrededor, desapareciendo fugazmente en un remolino. De pronto, bruscamente y cerca de ellos, se alzó, impresionante, la figura de un gigante, brillantemente iluminada por abajo, o sea, por donde lo iluminaba el reflector, y negra, recortada contra el cielo, por arriba.
–¡Eh, amigos! –gritó–. ¡Alto! Se acabó la carretera... ¿Es usted Padre Redwood?
Redwood se puso de pie y profirió un grito a modo de respuesta, y en seguida apareció Cossar en la carretera, a su lado, estrechándole las manos y ayudándolo a apearse del automóvil.
–¿Cómo está mi hijo? –preguntó Redwood.
–Está muy bien –dijo Cossar–. A él no le hicieron nada de cuidado.
–¿Y sus hijos?
–Bien. Todos ellos. Pero hemos tenido que luchar para conseguirlo.
El gigante estaba diciendo algo al chófer. Redwood se echó a un lado mientras el automóvil daba la vuelta, y entonces, súbitamente, Cossar desapareció, todo desapareció, y Redwood se encontró en la más absoluta oscuridad durante el espacio de un momento. El reflector iba siguiendo el automóvil en su viaje de regreso hasta la cumbre de Keston. Redwood se quedó mirando cómo se iba alejando el minúsculo vehículo dentro de aquel pálido halo. Ofrecía un efecto muy curioso, como si lo que se moviera no fuese el automóvil, sino el halo. Un grupo de aguerridos gigantes apareció súbitamente, haciendo grandes aspavientos, y fueron inmediatamente tragados por la noche... Redwood se volvió hacia la silueta de Cossar y le cogió la mano.
–Me han encerrado y me han tenido ignorante de todo –dijo– durante dos días completos.
–Les disparamos el Alimento –dijo Cossar–. ¡Era obvio! Les hemos hecho unos treinta disparos.
–Vengo de ver a Caterham.
–Lo sé. –Y echándose a reír, con cierta nota de amargura, añadió–: Supongo que querrá llegar a un arreglo.
–¿Dónde está mi hijo? –preguntó Redwood.
–Está bien. Los gigantes esperan el mensaje que nos trae.
–Sí, pero mi hijo...
Pasó con Cossar por un largo túnel inclinado, que se iluminó de rojo durante un momento para volver a caer en la oscuridad y salir finalmente en el gran pozo de mina que los gigantes habían construido como refugio.
La primera impresión que tuvo Redwood fue la de un enorme estadio limitado por altísimos riscos, y con el suelo lleno de estorbos. Estaba a oscuras, a no ser por los pasajeros reflejos del reflector del centinela que rodaba constantemente en lo alto y por un rojizo resplandor que aumentaba y disminuía a ratos procedente de un rincón distante donde dos gigantes trabajaban juntos, haciendo un gran estruendo metálico. Destacándose contra el cielo, pudo distinguir las familiares siluetas de los viejos cobertizos y campos de juego que habían sido construidos para los chicos de Cossar. Estaban como suspendidos al borde de un precipicio y extrañamente torcidos y deformados con los cañones del bombardeo de Caterham. Había indicaciones de enormes emplazamientos de artillería por encima, y en su proximidad se veían unos montones de cilindros que quizá fueran municiones. Por todo el ancho espacio inferior estaban esparcidas las formas de grandes máquinas e incomprensibles bultos, mezclados en vago desorden. Los gigantes aparecían y desaparecían entre aquellas masas, y, bajo la luz incierta, formaban grandes bultos, de ningún modo desproporcionados a las cosas entre las que se movían. Algunos se hallaban activamente atareados; otros, sentados o yacentes, como si intentaran conciliar el sueño, y uno que tenía todo el cuerpo vendado, yacía en una camilla de ramas de pino y estaba ciertamente dormido. Redwood observó aquellas formas borrosas; sus ojos se dirigieron de una movediza silueta a otra.
–¿Dónde está mi hijo, Cossar?
Entonces lo vio.
El joven Redwood estaba sentado a la sombra de una gran pared de acero. Parecía una forma negra, reconocible sólo por su postura... sus facciones eran invisibles. Estaba sentado con la barbilla apoyada en la mano, como si estuviese muy cansado o sumido en sus pensamientos. A su lado, Redwood descubrió la figura de la princesa, mera insinuación oscura de su presencia, y luego, al volver a incrementarse el resplandor distante, percibió durante un momento, iluminada de rojo, la infinita bondad de su sombreado rostro. Estaba contemplando a su amante con la mano descansando contra el acero. Parecía estarle diciendo algo.
Redwood hubiera querido ir hacia ellos.
–En seguida –dijo Cossar–. Primero de todo su mensaje.
–Sí–dijo Redwood–, pero...
Se interrumpió. Su hijo había levantado la vista y estaba hablando con la princesa, pero en tono demasiado bajo para que pudieran oírlo. El joven Redwood levantó la cabeza y ella se inclinó en dirección a él y miró hacia un lado antes de hablar.
–Pero si nos derrotan... –oyeron que murmuraba la susurrante voz del hijo de Redwood.
Ella se interrumpió, y el rojo resplandor puso de relieve sus ojos, brillantes de lágrimas aún no derramadas. Se inclinó aún más cerca de él y volvió a hablarle en un tono todavía más bajo. Había algo tan íntimo y tan privado en el talante de los dos, que Redwood, que durante dos días no había estado pensando en otra cosa sino en su hijo, se sintió allí un intruso. Bruscamente se sintió refrenado. Acaso por primera vez en su vida advirtió lo mucho que un hijo significa para su padre, mucho más de lo que un padre puede nunca significar para su hijo, y se dio perfecta cuenta de la completa predominancia del futuro sobre el pasado. Aquí, él, entre aquellos dos seres, no tenía nada que hacer. Su papel estaba ya representado. Se volvió hacia Cossar al instante de comprenderlo. Sus miradas se cruzaron. El tono de la voz se le transformó.
–Voy a dar cuenta del mensaje ahora mismo –dijo–. Ya tendremos tiempo de sobra luego...
El pozo era tan enorme y estaba tan lleno de objetos, que hubieron de franquear un largo y tortuoso camino antes de poder llegar al sitio desde donde Redwood les pudiera dirigir la palabra a todos.
Junto a Cossar, siguió un sendero abruptamente descendente que pasaba por debajo de un arco de maquinaria interconectada, y de allí pasó a una amplia y profunda pasarela que atravesaba el fondo del pozo. Esta pasarela, amplia y vacía, pero, no obstante, relativamente estrecha, conspiraba con todo lo que había a su alrededor para acentuar la sensación de propia pequeñez que se había apoderado de Redwood. Se transformó, como si fuera una cañada excavada. En lo alto, por encima de sus cabezas, separados de ellos por abismos de oscuridad, los reflectores giraban y brillaban, y las relucientes formas iban de un lado para otro. Fuertes voces se llamaban unas a otras allá arriba convocando a los gigantes a reunirse en un Consejo de Guerra para oír los términos que Caterham les había enviado. La pasarela se inclinaba aún más al fondo, hacia la negra inmensidad, hacia las sombras y el misterio y las cosas inconcebibles, hacia las que Redwood se dirigía despacio, con paso cauteloso, mientras Cossar iba avanzando con seguras zancadas...
Los pensamientos de Redwood se multiplicaban.
Los dos hombres penetraron en la más completa oscuridad y Cossar cogió a su compañero por la muñeca. Ahora tenían que ir forzosamente despacio.
Redwood se sintió impulsado a hablar.
–Todo esto es muy extraño –dijo.
–Grande –dijo Cossar.
–Extraño. Y más extraño aún que sea extraño para mí... para mí, que soy, en cierto modo, el origen de todo. Esto es... Se interrumpió en lucha con su evasivo significado, e hizo un gesto hacia el risco que nadie vio.
–Nunca había pensado en esto antes. He estado muy ocupado y los años han ido transcurriendo. Pero aquí veo... Es una nueva generación, Cossar, con nuevas emociones y nuevas necesidades. Todo esto, Cossar...
Cossar vio ahora su indistinto gesto hacia los objetos que había a su alrededor.
–Todo esto es Juventud...
Cossar no respondió y siguió adelante con paso irregular. –No es nuestra juventud, Cossar. Están tomando posesión de una serie de cosas. Empiezan con sus propias emociones, con su propia experiencia; empiezan a su manera... Hemos hecho un mundo nuevo y no es nuestro. Ni siquiera es simpático. Este lugar tan grande...
–Ha sido planeado por mí –dijo Cossar frunciendo el ceño. –Pero, ¿y ahora?
–¡Ah! Se lo he regalado a mis hijos. Redwood sintió el gesto de un brazo que no pudo ver. –Quiero decir que hemos terminado...
–¡Su mensaje!
–Sí. Y luego...
–Habremos terminado.
–¿Entonces...?
–Claro que nosotros estamos excluidos de este asunto, somos dos viejos –dijo Cossar con la familiar nota de repentina cólera en la voz–. Claro que estamos fuera de todo eso. Evidentemente. Cada hombre a su época. Y ahora es la época de ellos, la que empieza. Y está muy bien. Trabajo de excavador. Hacemos nuestro trabajo y nos vamos. ¿Comprende usted? Para eso existe la Muerte. Nosotros agotamos la capacidad de nuestros pequeños cerebros y de nuestras pequeñas emociones, y luego llega el relevo y todo empieza de nuevo. ¡Empezar y vuelta a empezar! Sencillísimo. ¿Qué hay de mal en ello?
Se calló para guiar a Redwood por unos peldaños.
–Sí –dijo Redwood–, pero se siente uno...
Y dejó la frase incompleta.
–Para esto existe la Muerte –oyó Redwood que seguía insistiendo Cossar, un poco más abajo–. ¿Cómo podría hacerse si no fuera así? Para esto existe la Muerte.


III
Después de vueltas y más vueltas y de subir un buen rato, llegaron a una especie de reborde desde el que se podía dominar el pozo de los gigantes y desde donde Redwood podía hacerse oír por toda la asamblea. Los gigantes ya se habían agrupado en la parte inferior, y a su alrededor, para oír el mensaje que les iba a exponer. El mayor de los hijos de Cossar estaba arriba, en el borde del talud, vigilando las revelaciones de los reflectores, porque todos temían una quiebra del armisticio. Los que trabajaban en aquel gran aparato que había en un rincón se destacaban claramente sobre el trasfondo de luz. Iban casi desnudos y se volvieron hacia Redwood, pero vigilando continuamente la fundición, que no podían abandonar ni un momento. Redwood vio aquellas figuras cercanas con una fluctuante incertidumbre, por medio de luces imprecisas que aparecían y desaparecían, y las figuras más remotas eran aún más borrosas. Salían de las profundidades de grandes tinieblas, donde volvían a sumirse en seguida. Porque aquellos gigantes no tenían más luz que la estrictamente necesaria en el pozo a fin de que sus ojos estuvieran preparados para distinguir eficazmente cualquier fuerza atacante que pudiera lanzarse sobre ellos desde la oscuridad circundante.
De vez en cuando, algún destello realzaba por casualidad a tal o cual grupo de altas y poderosas formas, los gigantes de Sunderland, vestidos con placas metálicas superpuestas, y los demás, vestidos de cuero, de soga tejida o de metal tejido, según estuviese determinado por sus respectivas condiciones. Estaban sentados en medio de máquinas y armamentos tan imponentes como ellos mismos, o descansaban las manos en aquellos aparatos, y sus miradas, al pasar de lo visible a lo invisible y viceversa, eran firmes y decididas.
Hizo un esfuerzo para empezar a hablar y no pudo. Por un instante, el rostro de su hijo resplandeció reflejando la cálida erupción del fuego. Vio que su hijo lo estaba contemplando, con ternura, pero también con vigorosa expresión, y encontró la voz perdida, una voz que llegara a todos, pero dirigida, como a través de un abismo, a su hijo.
–Vengo de ver a Caterham –dijo–. Me ha enviado para que os exponga las ofertas que os hace.
Hizo una pausa.
–Son unas condiciones imposibles, lo sé, y más ahora que os veo a todos aquí reunidos; son condiciones imposibles, pero he venido a transmitíroslas porque quería veros a todos, y especialmente a mi hijo. Quería ver a mi hijo una vez más...
–Explique las condiciones –lo interrumpió Cossar.
–He aquí lo que ofrece Caterham. ¡Quiere que os marchéis de su mundo!
–¿Adonde?
–No lo sabe. De un modo vago dice que os destinará una gran región apartada... Y que vosotros no debéis fabricar más Alimento ni tener hijos; que debéis vivir a vuestro modo hasta el término de vuestras vidas para que todo quede acabado.
Se detuvo.
–¿Y eso es todo?
–Eso es todo.
Hubo un gran silencio. Las tinieblas que envolvían a los gigantes parecían mirarlo a él pensativamente.
Sintió que alguien le tocaba el codo, y al volverse vio que Cossar le ofrecía una silla: un extraño fragmento de casa de muñecas en medio de aquellas apiladas inmensidades. Se sentó y cruzó las piernas; luego puso una pierna encima de la otra tocándose nerviosamente un zapato, y se sintió pequeño y sofocado, muy visible y absurdamente situado.
Al sonido de una voz volvió a olvidarse de sí mismo.
–Ya habéis oído, Hermanos –dijo aquella voz, que parecía salir de las tinieblas.
Y otra voz contestó:
–Ya lo hemos oído.
–¿Cuál es la respuesta, Hermanos?
–¿A Caterham?
–Sí, desde luego...
–Pues, ¡que No!
–¿Y después?
Se hizo un silencio que duró unos segundos.
Luego una voz dijo:
–Esas gentes tienen razón. Según su mentalidad, claro está. Tienen razón al querer destruir todo lo que crecía mayor que ellos... fuese animal, planta o cualquier otra cosa mayor de lo normal. Tuvieron razón al intentar matarnos. Tienen razón ahora al decir que no debemos procrear con nuestras semejantes. Según su mentalidad tienen toda la razón. Saben, y ya va siendo hora de que lo sepamos también nosotros, que no pueden estar juntos en el mismo mundo los gigantes y los pigmeos. Caterham lo ha dicho y lo ha repetido muchísimas veces, muy claramente... Tiene que triunfar su mundo o el nuestro.
–Pero no somos ni cincuenta –dijo otro–, y ellos son incontables millones.
–De acuerdo. Pero la cosa es como he dicho.
Se hizo otro largo silencio.
–Entonces, ¿tenemos que morir?
–¡Dios no lo permita!
–¿Y ellos?
–Tampoco.
–¡Pero esto es lo que dice Caterham! Él quisiera que nosotros viviéramos nuestras vidas hasta su término normal, que muriéramos de uno en uno, hasta que sólo quedara el último, y al fin éste también moriría, y ellos abatirían las plantas y hierbas gigantes, matarían la vida oculta, quemarían hasta los últimos indicios del Alimento... y terminarían con el Alimento y con nosotros... Entonces su diminuto mundo de pigmeos se sentiría seguro. Seguirían siendo como siempre... sintiéndose seguros, viviendo sus vidas de pigmeos, haciéndose mutuamente amabilidades y crueldades de pigmeo. Incluso podrían, tal vez, alcanzar una especie de milenio pigmeo, acabar con las guerras, terminar con la superpoblación, establecerse en una ciudad de extensión mundial para desarrollar el arte pigmeo, adorarse unos a otros hasta que el mundo empiece a congelarse.
En un rincón, una plancha de hierro cayó al suelo haciendo un ruido infernal.
–Hermanos, todos sabemos cuáles son nuestras intenciones.
En uno de los centelleos de la luz de los reflectores, Redwood vio los graves rostros juveniles de los gigantes volverse hacia su hijo.
–Es muy fácil ahora hacer el Alimento. Sería fácil para nosotros fabricarlo para todo el mundo.
–Tú quieres decir, Hermano Redwood –dijo una voz que salía de la oscuridad–, que son las gentes pequeñas quienes deben comer el Alimento.
–¿Qué otra solución cabe?
–Nosotros no somos ni cincuenta y ellos muchos millones.
–Pero nosotros nos mantenemos en nuestros puestos.
–Hasta ahora.
–Si es la voluntad de Dios, seguiremos manteniéndonos...
–Sí... ¡Pero piensa en los muertos!
Otra voz intervino, en el mismo tono:
–¡Los muertos! Piensa en los que van a nacer...
–Hermanos –dijo el joven Redwood–, ¿qué otra cosa podemos hacer sino luchar contra ellos, y si los derrotamos, hacerles tomar el Alimento? Ahora no podrían tomar el Alimento aunque quisieran. ¡Vamos a suponer que nos decidiéramos a renunciar a nuestra herencia y a hacer esa sandez que Caterham propone! ¡Vamos a suponer que pudiéramos hacerlo...! Vamos a suponer que renunciáramos a eso que se remueve en nuestro interior, que repudiáramos eso que nuestros padres hicieron por nosotros, que tu, Padre, hiciste por todos nosotros, y que cuando nuestra hora hubiese llegado, nos disipáramos en la senilidad y en la nada. ¿Qué pasaría entonces? ¿Seguiría siendo este diminuto mundo suyo igual que lo que era antes? Ellos podrían luchar contra la grandeza que hay en nosotros, que somos hijos de los hombres, pero, ¿podrán ellos conquistarla? Aun en el caso que nos destruyeran uno a uno, ¿qué? ¿Les salvaría eso? ¡No! ¡Porque la grandeza está en marcha, no sólo en nosotros, no sólo en el Alimento, sino en el propósito de todas las cosas! Está en la naturaleza de todas las cosas, forma parte del espacio y del tiempo. Crecer cada día más, desde lo primero a lo último que existe... Esa es la ley del Ser. ¿Qué otra ley puede haber?
–¿Para ayudar a los demás?
–Para crecer. Se trata aún de crecer. A menos que los ayudemos a fracasar...
–Lucharán con toda el alma para derrotarnos –dijo una voz.
Y otra:
–Sí, ¿y qué?
–Lucharán –repuso el hijo de Redwood–. Si rechazamos sus condiciones no cabe la menor duda de que querrán luchar. En realidad, espero que sean francos y luchen. Si, después de todo, nos ofrecieran la paz, sería para cogernos desprevenidos. No os quepa la menor duda, Hermanos; de un modo o de otro querrán luchar. La guerra ha comenzado y hemos de luchar hasta el fin. A menos de obrar con cordura, podemos encontrarnos con que habremos vivido sólo para fabricar mejores armas que las que emplearán luego contra nuestros hijos y nuestros semejantes. Esto ha sido, hasta ahora, sólo el primer albor de la batalla. Todas nuestras vidas serán una batalla continua. Algunos de nosotros moriremos en la lucha, otros seremos objeto de asechanza. No hay victoria fácil, no hay victoria para nosotros que no sea más que media derrota. Estad seguros de eso. ¿Y qué? Sólo con que podamos mantener una posición establecida, sólo con que podamos dejar detrás de nosotros una creciente hueste para continuar la lucha cuando nosotros ya hayamos perecido, ya habremos conseguido mucho...
–¿Y mañana?
–Diseminaremos el Alimento, saturaremos el mundo con el Alimento.
–¿Y si ellos se avinieran a nuestras condiciones?
–Nuestras condiciones consisten en el Alimento. No se trata ya de que pequeños y grandes puedan vivir juntos en una gran perfección de compromiso. Es lo uno o lo otro. ¿Qué derecho tienen los padres a decir: «Mi hijo no tendrá otra luz que la que yo he tenido, ni crecerá a mayor grandiosidad que la que yo he alcanzado»? ¿Expreso vuestra opinión, Hermanos?
Le respondieron murmullos de asentimiento.
–Y a las niñas que quieren ser mujeres igual que a los niños que quieren ser hombres –gritó otra voz desde la oscuridad.
–Estas aún más: ser madres de una nueva raza..
–Pero durante la próxima generación todavía habrá grandes y pequeños –dijo Redwood con la mirada puesta en el semblante de su hijo.
–Y durante muchas generaciones más. Y los pequeños pondrán obstáculos a los grandes y los grandes presionarán a los pequeños. Así tiene que ser, Padre.
–Se producirán conflictos.
–Conflictos interminables, malentendidos interminables.
Toda la vida es así. Los grandes y los pequeños nunca pueden entenderse. Pero en cada hijo nacido de hombres, Padre Redwood, está al acecho una simiente de grandeza.... esperando la llegada del Alimento.
–Entonces voy a ver a Caterham para decirle...
–Te quedarás con nosotros, Padre Redwood. Nuestra respuesta se la mandaremos a Caterham al despuntar el alba.
–El dice que luchará...
–Así sea –dijo el joven Redwood. Y sus hermanos murmuraron su asentimiento.
–¡El hierro está a punto! –exclamó una voz.
Los dos gigantes que estaban trabajando en un rincón empezaron a producir un rítmico martilleo que dio una potente música a la escena. El metal relucía con mucho más brillo que antes, ofreciendo a Redwood una visión más clara del campamento de la que hasta entonces había tenido. Vio aquel espacio rectangular en toda su extensión, con las grandes máquinas de guerra, dispuestas y a punto de funcionar. Más allá, a un nivel superior, se alzaba la casa de los Cossar. A su alrededor estaban los jóvenes gigantes, enormes y hermosos, relucientes en sus cotas de malla, ultimando los preparativos para el día siguiente. A la vista de ellos cobró ánimos. ¡Eran tan fácilmente poderosos! ¡Eran tan altos y tan valientes, tan seguros en sus movimientos! Su hijo estaba entre ellos, y la primera de todas las mujeres gigantes, la princesa...
Le atravesó la mente el más extraño contraste, el recuerdo de Bensington, tan pequeño e inteligente... Bensington, con la mano metida en el blando plumón de aquella primera gallina gigante, en aquella habitación amueblada convencionalmente, donde vivía, mirando dubitativamente por encima de las gafas, mientras su prima Jane salía dando un portazo...
Todo había ocurrido en un ayer de hacía veintiún años.
De pronto, una extraña duda se apoderó de él. Tuvo la impresión de que aquel lugar, con toda su grandiosidad, tenía la textura de un sueño. Estaba soñando y en un instante se despertaría para volver a encontrarse en su estudio, con los gigantes asesinados, el Alimento suprimido y él hecho prisionero, encerrado en su propia casa. ¿Qué otra cosa era sino la vida...? ¡Estar siempre prisionero y encerrado! Aquello era la culminación de su ensueño. Se despertaría en medio de un mar de sangre, en plena batalla, para encontrarse con que su Alimento era la más necia de las fantasías, y que sus esperanzas y su fe en un mundo futuro mayor no eran más que una especie de película coloreada proyectada sobre una charca insondable y corrupta. ¡La pequeñez era invencible...! Tan fuerte y profundo fue su desaliento, su insinuación de desilusión inminente, que se puso de pie de un salto. Se restregó los ojos con los puños cerrados y permaneció un momento así, temiendo que al volver a abrirlos el ensueño ya se hubiese disipado...
Las voces de los muchachos gigantes resonaban como música de fondo en medio de aquella estruendosa melodía de los herreros. La marea de la duda fue bajando. Oyó las voces de los gigantes, oyó sus movimientos alrededor de él. ¡Aquello era real, absolutamente real, tan real como los actos impulsados por el despecho! Más real aún, porque aquellas grandes cosas probablemente son las cosas del porvenir, mientras que la pequeñez, la bestialidad y la invalidez de los hombres son las cosas que acaban. Abrió los ojos.
–¡Ya está! –exclamó uno de los dos herreros, y ambos tiraron al suelo sus martillos.
Una voz resonó desde arriba. El hijo de Cossar, de pie sobre el terraplén, se había vuelto hacia ellos y les estaba hablando.
–No se trata de que queramos expulsar a la gente pequeña del mundo –dijo–, a fin de que nosotros, que no estamos más que a un grado por encima de su pequeñez, podamos dominar el mundo para siempre. Estamos luchando para conseguir este grado superior, pero no por nosotros mismos... Estamos aquí, Hermanos, ¿y con qué finalidad? Para servir el espíritu y el propósito que han sido infundidos en nuestras vidas. No luchamos por nosotros mismos, porque no somos sino las manos y los ojos momentáneos de la Vida del Mundo. Esto es lo que tú, Padre Redwood, nos enseñaste. Por medio de nosotros y por medio de la gente pequeña, el Espíritu observa y aprende. Desde nosotros deben pasar, por la palabra, el nacimiento y la acción a otras vidas aún mayores. Esta tierra no es ningún lugar de reposo, no es ningún campo de juego; de no ser así, tanto valdría ofrecer nuestras gargantas al cuchillo de la gente pequeña, ya que no tendríamos más derecho a la vida que ellos. Y ellos, por su parte, podrían entregarse a las hormigas y a las cucarachas. No luchamos por nosotros mismos, sino por el crecimiento... por el crecimiento que prosigue y proseguirá eternamente. Mañana, tanto si nos toca vivir como si nos toca morir, el crecimiento lo conquistará todo. Esta es la ley del espíritu para siempre jamás. ¡Crecer de acuerdo con la voluntad de Dios! ¡Crecer y desarrollarse fuera de estas grietas y hendiduras, fuera de estas sombras y tinieblas, en la grandeza y la luz! ¡Más grande, hermanos míos! Y después... aún más grande. Crecer, y luego... crecer más. Crecer, en fin, hasta alcanzar la camaradería y la comprensión de Dios. Crecer hasta que la tierra no sea más que un escalón, hasta que el espíritu haya reducido el miedo a la nada y se haya esparcido...
Y señalando el cielo con un amplio ademán, añadió:
–¡Allá!
Cesó su voz. El blanco resplandor de uno de los reflectores giró en redondo y por un momento lo iluminó, erguido y gigantesco, con la mano alzada en dirección al firmamento.
Durante unos instantes fue resplandeciente, la mirada hacia arriba, hacia la inmensidad del espacio, revestido de cota de malla, joven y fuerte, resuelto e intrépido. Después la luz pasó y él permaneció como una gran silueta negra recortada contra el cielo estrellado, una gran silueta negra que amenazaba con gesto imponente el cielo y toda su multitud de estrellas.


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