Paul Auster
Ciudad de cristal
1
Todo empezó por un número
equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro
lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en
las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real
excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que
el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba
predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido,
no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no
significa nada no es la historia quien ha de decirlo.
En cuanto a Quinn, no es
preciso que nos detengamos mucho. Quién era, de dónde venía y qué hacía tienen
poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y cinco años. Sabemos
que había estado casado, que había sido padre y que tanto su esposa como su
hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para ser exactos,
sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de
William Wilson y las producía a razón de una al año aproximadamente, lo cual le
proporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en un pequeño
apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una
novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos
libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en
la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin
embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, con lluvia o con sol, con
frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin
dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus
piernas.
Nueva York era un espacio
inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por
muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la
sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro
de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo
atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que
ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba
cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su
alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible
fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo
esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo
de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se
volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía
sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único
que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio
que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor
intención de dejarlo nunca más.
En el pasado Quinn había
sido más ambicioso. De joven había publicado varios libros de poesía, había
escrito obras de teatro y ensayos críticos y había trabajado en varias
traducciones largas. Pero bruscamente había renunciado a todo eso. Una parte de
él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera a aparecérsele.
Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya no era la
parte de él capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn
continuaba existiendo, ya no existía para nadie más que para él.
Había seguido escribiendo
porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Las novelas de misterio le
parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las intrincadas
historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, como sin
hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor de lo que escribía,
tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no estaba obligado a
defenderlo en su corazón. William Wilson, después de todo, era una invención, y
aunque había nacido dentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida
independiente. Quinn le trataba con deferencia, a veces incluso con admiración,
pero nunca llegó al punto de creer que él y William Wilson fueran el mismo
hombre. Por esta razón no asomaba por detrás de la máscara de su seudónimo.
Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus contactos se limitaban al correo, y
con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficina de correos.
Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios y derechos a
través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía del
autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de
escritores, no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las
contestaba la secretaria de su agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su
secreto. Al principio, cuando sus amigos se enteraron de que había dejado de
escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él les contestaba a todos lo
mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era
que su esposa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya no tenía
amigos.
Hacía ya más de cinco años.
Ya no pensaba mucho en su hijo y recientemente había quitado la fotografía de
su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando
tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no era exactamente pensar,
ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta que el pasado
había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estos
momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en general parecía que
las cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al
mismo tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo
menos no le molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había
empezado poco a poco a fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse,
como si en cierto modo estuviera viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la
lámpara encendida y desde hacía muchos meses no recordaba ninguno de sus
sueños.
Era de noche. Quinn estaba
tumbado en la cama fumando un cigarrillo y escuchando el repiqueteo de la
lluvia en la ventana. Se preguntó cuándo dejaría de llover y si por la mañana
le apetecería dar un paseo largo o corto. Un ejemplar de los Viajes de Marco Polo yacía abierto boca
abajo en la almohada, a su lado. Desde que había terminado la última novela de
William Wilson dos semanas antes había estado haciendo el vago. Su detective
narrador, Max Work, había resuelto una serie de complicados crímenes, había
sufrido un buen número de palizas y había escapado por un pelo varias veces, y
Quinn se sentía algo agotado por sus esfuerzos. A lo largo de los años Work se
había hecho íntimo de Quinn. Mientras William Wilson seguía siendo una figura
abstracta, Work había ido cobrando vida. En la triada de personajes en que
Quinn se había convertido, Wilson actuaba como una especie de ventrílocuo, el
propio Quinn era el muñeco y Work la voz animada que daba sentido a la empresa.
Aunque Wilson fuera una ilusión, justificaba las vidas de los otros dos. Aunque
Wilson no existiera, era el puente que le permitía a Quinn pasar de si mismo a
Work. Y, poco a poco, Work se había convertido en una presencia en la vida de
Quinn, su hermano interior, su camarada en la soledad.
Quinn cogió el libro de
Marco Polo y empezó a leer de nuevo la primera página. “Pondremos por escrito
lo que vimos tal y como lo vimos, lo que oímos tal y como lo oímos, de modo que
nuestro libro pueda ser una crónica exacta, libre de cualquier clase de
invención. Y todos los que lean este libro o lo oigan puedan hacerlo con plena
confianza, porque no contiene nada más que la verdad.” Justo cuando Quinn
estaba empezando a reflexionar sobre el significado de las frases, a dar
vueltas en la cabeza a su tajante firmeza, sonó el teléfono. Mucho más tarde,
cuando pudo reconstruir los sucesos de aquella noche, recordaría que miró el
reloj, vio que eran más de las doce y se preguntó por qué alguien le llamaría a
esas horas. Pensó que lo más probable era que fuesen malas noticias. Se levantó
de la cama, fue desnudo hasta el teléfono y cogió el auricular al segundo
timbrazo.
–¿Sí?
Hubo una larga pausa al otro
extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba
había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una
voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llena de
sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente
audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre
o a una mujer.
–¿Oiga? –dijo la voz
–¿Quién es? –preguntó Quinn.
–¿Oiga? –repitió la voz.
–Le estoy escuchando –dijo
Quinn–. ¿Quién es?
–¿Es usted Paul Auster?
–preguntó la voz–. Quisiera hablar con el señor Paul Auster.
–Aquí no hay nadie que se
llame así.
–Paul Auster. De la Agencia
de Detectives Auster.
–Lo siento –dijo Quinn–.
Debe haberse equivocado de número.
–Es un asunto de la máxima
urgencia –dijo la voz.
–Yo no puedo hacer nada por
usted –contestó Quinn–. Aquí no hay ningún Paul Auster.
–Usted no lo entiende –dijo
la voz–. El tiempo se acaba.
–Entonces le sugiero que
marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.
Quinn colgó el teléfono. Se quedó de pie en el frío
suelo, mirándose los pies, las rodillas, el pene fláccido. Durante un segundo
lamentó haber sido tan brusco con la persona que llamaba. Podría haber sido
interesante, pensó, seguirle la corriente durante un rato. Quizá podría haber
averiguado algo del caso, quizá incluso le habría ayudado de alguna manera.
“Tengo que aprender a pensar más deprisa cuando estoy de pie”, se dijo.
Como la mayoría de la gente,
Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca había asesinado a nadie, nunca había
robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nunca había estado en
una comisaría de policía, nunca había conocido a un detective privado, nunca
había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lo había
aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, no
consideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las historias que
escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias.
Ya antes de convertirse en William Wilson, Quinn era un devoto lector de
novelas de misterio. Sabía que la mayoría de ellas estaban mal escritas, que la
mayoría no podían resistir ni el examen más superficial, pero era la forma lo
que le atraía, y sólo se negaba a leerlas cuando se trataba de una novela
indescriptiblemente mala. Mientras que su gusto en otro tipo de libros era
riguroso, exigente hasta la intransigencia, con estas obras no mostraba casi
ninguna discriminación. Cuando tenía el estado de ánimo adecuado, le costaba
poco leer diez o doce seguidas. Era una especie de hambre que se apoderaba de
él, un ansia de una comida especial, y no paraba hasta que se sentía lleno.
Lo que le gustaba de esos
libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no
tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea
significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual
viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de
secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más
vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es
preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del
libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por
lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia
hasta que el libro ha terminado.
El detective es quien mira,
quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca
del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el escritor y
el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través de los ojos del
detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fueran
nuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si éstas pudieran
hablarle, como si, debido a la atención que les presta ahora, empezaran a tener
un sentido distinto del simple hecho de su existencia. Detective privado. El
término tenía un triple sentido para Quinn. No sólo era la letra “i”, inicial
de “investigador”, era “I”, con mayúscula, el diminuto capullo de vida
enterrado en el cuerpo del yo que respira.[1] Al mismo tiempo era también
el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde sí mismo
y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa de
este juego de palabras.
Por supuesto, hacía mucho
tiempo que había dejado de considerarse real. Si seguía viviendo en el mundo
era únicamente a distancia, a través de la persona imaginaria de Max Work. Su
detective necesariamente tenía que ser real. La naturaleza de los libros lo
exigía así. Aunque Quinn se hubiera permitido desaparecer, retirarse a los
confines de una vida extraña y hermética, Work continuaba viviendo en el mundo
de los demás, y cuanto más se desvanecía Quinn, más persistente se volvía la
presencia de Work en ese mundo. Mientras Quinn tendía a sentirse fuera de lugar
en su propia piel, Work era agresivo, rápido en sus respuestas y ágil para
adaptarse a cualquier lugar. Las mismas cosas que a Quinn le causaban
problemas, Work las daba por sentadas y superaba sus complejas aventuras con
una facilidad y una indiferencia que nunca dejaban de impresionar a su creador.
No era precisamente que Quinn deseara ser Work, ni siquiera ser como él, pero
le daba seguridad fingir que era Work mientras escribía sus libros, saber que
tenía la capacidad de ser Work si alguna vez se decidía a ello, aunque sólo
fuera en su mente.
Esa noche, mientras
finalmente se iba quedando dormido, Quinn trató de imaginar qué le habría dicho
Work al desconocido del teléfono. En su sueño, que más tarde olvidó, se
encontraba solo en una habitación disparando con una pistola contra una pared
blanca y desnuda.
A la noche siguiente le
pilló desprevenido. Pensaba que el incidente había terminado y no esperaba que
el desconocido volviera a llamar. Casualmente, estaba sentado en el retrete, en
el acto de expulsar un cagallón, cuando sonó el teléfono. Era algo más tarde
que la noche anterior, faltaban diez o doce minutos para la una. Quinn acababa
de llegar al capítulo que cuenta el viaje de Marco Polo desde Pekín a Amoy y el
libro estaba abierto sobre su regazo mientras él hacía sus necesidades en el
diminuto cuarto de baño. Recibió el timbrazo del teléfono con clara irritación.
Contestar rápidamente significaría levantarse sin limpiarse y detestaba cruzar
el apartamento en ese estado. Por otra parte, si terminaba lo que estaba
haciendo a la velocidad normal, no llegaría a tiempo al teléfono. A pesar de
ello, Quinn se descubrió renuente a moverse. El teléfono no era su objeto
favorito y más de una vez había considerado la posibilidad de deshacerse del
suyo. Lo que más le desagradaba era su tiranía. No sólo tenía el poder de
interrumpirle en contra de su voluntad, sino que inevitablemente obedecía sus
órdenes. Esta vez decidió resistirse. Al tercer timbrazo, su intestino se había
vaciado. Al cuarto timbrazo había conseguido limpiarse. Al quinto, se había
subido los pantalones, había salido del cuarto de baño y estaba cruzando
tranquilamente el apartamento. Contestó el teléfono después del sexto timbrazo,
pero no había nadie al otro extremo de la línea. La persona que llamaba había
colgado.
La noche siguiente estaba
preparado. Tumbado en la cama, leyendo cuidadosamente las páginas del Sporting News, esperó a que el
desconocido llamara por tercera vez. De vez en cuando, presa de los nervios, se
levantaba y paseaba por el apartamento. Puso un disco –la ópera de Haydn El hombre en la luna– y la escuchó de
principio a fin. Esperó y esperó. A las dos y media finalmente renunció y se
fue a dormir.
Esperó la noche siguiente, y
también la otra. Justo cuando estaba a punto de abandonar su plan,
comprendiendo que se había equivocado en todas sus suposiciones, el teléfono
sonó de nuevo. Era el diecinueve de mayo. Recordaría la fecha porque era el
aniversario de boda de sus padres –o lo habría sido, si hubieran estado vivos–
y su madre le había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de
bodas. Este hecho siempre le había atraído –poder conocer con precisión el
primer momento de su existencia– y a lo largo de los años había celebrado
privadamente su cumpleaños ese día. Esta vez era un poco más temprano que las
otras dos noches –aún no eran las once– y cuando alargó la mano para coger el
teléfono supuso que sería otra persona.
–¿Diga? –dijo.
De nuevo hubo un silencio al
otro lado. Quinn supo inmediatamente que era el desconocido.
–¿Diga? –repitió–. ¿Qué
desea?
–Sí –dijo la voz al fin. El
mismo susurro mecánico, el mismo tono desesperado–. Sí. Es necesario ahora. Sin
dilación.
–¿Qué es necesario?
–Hablar. Ahora mismo. Hablar
ahora mismo. Sí.
–¿Y con quién quiere usted
hablar?
–Siempre el mismo hombre.
Auster. El hombre que se hace llamar Paul Auster.
Esta vez Quinn no vaciló.
Sabia lo que iba a hacer, y ahora que había llegado el momento, lo hizo.
–Al habla –dijo–. Yo soy
Auster.
–Al fin. Al fin le
encuentro.
Oyó el alivio en la voz, la
calma tangible que repentinamente la inundó.
–Exactamente –dijo Quinn–.
Al fin. –Hizo una pausa para dejar que las palabras penetraran, tanto en él
como en el otro–. ¿Qué desea?
–Necesito ayuda –dijo la
voz–. Hay gran peligro. Dicen que usted es el mejor para estas cosas.
–Depende de a qué cosas se
refiera.
–Me refiero a la muerte. Me
refiero a la muerte y el asesinato.
–Ésa no es exactamente mi
especialidad –dijo Quinn– No voy por ahí matando gente.
–No –dijo la voz,
malhumorada–. Quiero decir lo contrario.
–¿Alguien va a matarle a
usted?
–Sí, matarme. Eso es. Van a
asesinarme.
–¿Y quiere usted que yo le
proteja?
–Que me proteja, sí. Y que
encuentre al hombre que va a hacerlo.
–¿No sabe usted quién es?
–Lo sé, sí. Claro que lo sé.
Pero no sé dónde está.
–¿Puede usted explicarme el
asunto?
–Ahora no. Por teléfono no.
Hay gran peligro. Debe usted venir aquí.
–¿Qué le parece mañana?
–Bien. Mañana. Mañana
temprano. Por la mañana.
–¿A las diez?
–Bien. A las diez. –La voz
le dio una dirección en la calle Sesenta y nueve Este–. No lo olvide, señor
Auster. Tiene que venir.
–No se preocupe –dijo
Quinn–. Allí estaré.
2
A la mañana siguiente Quinn
se despertó más temprano de lo que lo había hecho en varias semanas. Mientras
se bebía el café, untaba las tostadas con mantequilla y leía los resultados de
los partidos de béisbol en el periódico (los Mets habían perdido otra vez, dos
a uno, por un error en la novena entrada), no se le ocurrió que fuera a acudir
a su cita. Incluso esa expresión, su cita,
le parecía extraña. No era su cita, era la cita de Paul Auster. Y él no tenía
ni idea de quién era esa persona.
No obstante, a medida que
pasaba el tiempo se encontró haciendo una buena imitación de un hombre que se
prepara para salir. Recogió las cosas del desayuno, tiró el periódico sobre el
sofá, fue al cuarto de baño, se duchó, se afeitó, entró en el dormitorio
envuelto en dos toallas, abrió el armario y eligió la ropa que iba a ponerse
ese día. Se descubrió buscando una chaqueta y una corbata. Quinn no se había
puesto una corbata desde el funeral de su esposa y su hijo y ni siquiera
recordaba si todavía tenía alguna. Pero allí estaba, colgando entre los restos
de su guardarropa. Descartó una camisa blanca por parecerle demasiado formal,
sin embargo, y en su lugar escogió una de cuadros grises y rojos para que
hiciera juego con la corbata gris. Se las puso en una especie de trance.
No empezó a sospechar qué
iba a hacer hasta que tuvo la mano en el pomo de la puerta. “Parece que voy a
salir”, se dijo. “Pero si voy a salir, ¿adónde voy exactamente?” Una hora más
tarde, cuando bajaba del autobús número cuatro en la calle Setenta esquina con
la Quinta Avenida, aún no había respondido a la pregunta. A un lado tenía el
parque, verde bajo el sol de la mañana, con sombras afiladas y fugaces; al otro
lado estaba el edificio Frick, blanco y sobrio, como abandonado a los muertos.
Pensó por un momento en el cuadro de Vermeer Muchacha sonriente con un soldado, tratando de recordar la
expresión de la cara de la chica, la posición exacta de sus manos en torno a la
taza, la espalda roja del hombre sin rostro. Vislumbró mentalmente el mapa azul
de la pared y la luz del sol entrando por la ventana, tan parecida a la que le
rodeaba ahora. Iba andando. Estaba cruzando la calle y avanzando hacia el este.
En Madison Avenue torció a la derecha y caminó una manzana hacia el sur, luego
torció a la izquierda y vio dónde estaba. “Parece que he llegado”, se dijo. Se
detuvo delante del edificio. De repente ya no parecía que tuviese importancia.
Se sentía notablemente tranquilo, como si todo le hubiese ocurrido ya. Mientras
abría la puerta del portal se dio el último consejo. “Si todo esto está
sucediendo realmente, debo mantener los ojos abiertos”, se dijo.
Fue una mujer quien abrió la
puerta del piso. Por alguna razón, Quinn no había esperado esto y le dejó
desconcertado. Las cosas iban demasiado deprisa. Aún no había tenido tiempo de
asumir la presencia de la mujer, de describírsela a sí mismo y formar sus
impresiones, y ella ya le estaba hablando, obligándole a responder. Por lo
tanto, ya en aquellos primeros momentos había perdido terreno. Estaba empezando
a dejarse atrás a sí mismo. Más tarde, cuando tuvo tiempo de reflexionar sobre
estos sucesos, conseguiría reconstruir su encuentro con la mujer. Pero eso fue
obra de la memoria, y él sabía que las cosas recordadas tenían tendencia a
subvertir lo recordado. Como consecuencia, nunca pudo estar seguro de lo
ocurrido.
La mujer tenía treinta años,
quizá treinta y cinco; estatura media como mucho; las caderas un poco anchas, o
bien voluptuosas, dependiendo del punto de vista; cabello oscuro, ojos oscuros,
y una expresión en esos ojos que era a la vez reservada y vagamente seductora.
Llevaba un vestido negro y un lápiz de labios muy rojo.
–¿El señor Auster?
Una sonrisa insegura; una
inclinación de cabeza interrogadora.
–Exactamente –dijo Quinn–.
Paul Auster.
–Yo soy Virginia Stillman
–dijo la mujer–. La esposa de Peter. Le está esperando desde las ocho.
–La cita era a las diez
–dijo Quinn, echando una mirada a su reloj. Eran las diez en punto.
–Está frenético –explicó la
mujer–. Nunca le había visto así. No podía esperar.
Ella abrió más la puerta
para que Quinn pasara. Mientras cruzaba el umbral y entraba en el piso sintió
que se quedaba en blanco, como si su cerebro se hubiera cerrado repentinamente.
Había deseado fijarse en los detalles de lo que estaba viendo, pero la tarea le
resultaba imposible en aquel momento. Veía el piso como envuelto en una especie
de neblina. Se dio cuenta de que era grande, quizá cinco o seis habitaciones, y
estaba lujosamente amueblado, con numerosos objetos artísticos, ceniceros de
plata y cuadros con marcos muy trabajados en las paredes. Pero eso era todo.
Nada más que una impresión general, a pesar de que estaba allí, mirando aquellas
cosas con sus propios ojos.
Se encontró sentado en un
sofá, solo en el salón. Recordó ahora que la señora Stillman le había dicho que
esperase allí mientras ella iba a buscar a su marido. No sabía cuánto tiempo
hacía de eso. Seguramente no más de un minuto o dos. Pero por la forma en que
la luz entraba por las ventanas parecía casi mediodía. No se le ocurrió, sin
embargo, consultar el reloj. El olor del perfume de Virginia Stillman flotaba a
su alrededor y comenzó a imaginar qué aspecto tendría sin ropa. Luego se
preguntó qué pensaría Max Work si estuviera allí. Decidió encender un
cigarrillo. Expulsó el humo y le complació observar cómo salía de su boca en
ráfagas, se dispersaba y adquiría una nueva definición cuando la luz incidía
sobre él.
Oyó que alguien entraba en
la habitación a su espalda. Quinn se levantó del sofá y se volvió, esperando
ver a la señora Stillman. En su lugar había un hombre joven, vestido
enteramente de blanco, con el pelo rubio claro de un niño. Extrañamente, en
aquel primer momento Quinn pensó en su propio hijo muerto. Luego, tan
rápidamente como había aparecido, el pensamiento se desvaneció.
Peter Stillman entró en la
habitación y se sentó en una butaca de terciopelo rojo enfrente de Quinn. No
dijo una palabra mientras se dirigía a su asiento ni registró la presencia de
Quinn. El acto de moverse de un sitio a otro parecía requerir toda su atención,
como si no pensar en lo que estaba haciendo fuera a reducirle a la inmovilidad.
Quinn nunca había visto a nadie moverse así y comprendió inmediatamente que
aquélla era la persona con la que había hablado por teléfono. El cuerpo actuaba
casi exactamente igual que la voz: de un modo maquinal, espasmódico, alternando
gestos lentos y rápidos, rígido y a la vez expresivo, como si la operación
escapara a su control, como si no correspondiera totalmente a la voluntad que
había detrás. A Quinn le pareció que el cuerpo de Stillman no había sido usado
durante mucho tiempo y había tenido que volver a aprender todas sus funciones,
de forma que la locomoción se había convertido en un proceso consciente, cada
movimiento dividido en los submovimientos que lo componían, con el resultado de
que toda agilidad y espontaneidad se habían perdido. Era como ver a una
marioneta tratando de andar sin hilos.
Todo en Peter Stillman era
blanco. Camisa blanca, con el cuello abierto; pantalones blancos, zapatos
blancos, calcetines blancos. Contra la palidez de su piel y su pelo pajizo y
fino, el efecto era casi transparente, como si uno pudiera ver las venas azules
detrás de la piel de su cara. Este azul era casi el mismo que el de sus ojos:
un azul lechoso que parecía disolverse en una mezcla de cielo y nubes. Quinn no
podía imaginarse dirigiéndole una palabra a aquella persona. Era como si la
presencia de Stillman fuese una orden de silencio.
Stillman se acomodó
lentamente en su asiento y al fin dirigió su atención hacia Quinn. Cuando sus
ojos se encontraron, Quinn sintió repentinamente que Stillman se había vuelto
invisible. Podía verle sentado en la butaca frente a él, pero al mismo tiempo
tenía la sensación de que no estaba allí. Se le ocurrió que quizá Stillman
fuese ciego. Pero no, eso no parecía posible. El hombre le estaba mirando,
incluso estudiándole, y aunque a su cara no asomaba el reconocimiento, había en
ella algo más que una mirada vacía. Quinn no sabía qué hacer. Se quedó allí
sentado y mudo, devolviéndole la mirada a Stillman. Pasó mucho tiempo.
–Nada de preguntas, por
favor –dijo el joven al fin–. Sí. No. Gracias. –Hizo una pausa–. Soy Peter
Stillman. Digo esto libremente. Sí. Ese no es mi verdadero nombre. No. Por
supuesto, mi mente no es todo lo que debiera ser. Pero nada se puede hacer
respecto a eso. No. Respecto a eso. No, no. Ya no.
”Usted está ahí sentado y
piensa: ¿Quién es esa persona que me habla? ¿Qué son esas palabras que salen de
su boca? Yo se lo diré. O no se lo diré. Sí y no. Mi mente no es todo lo que
debiera ser. Digo esto por mi propia voluntad. Pero lo intentaré. Sí y no.
Intentaré decírselo, aunque mi mente hace que sea difícil. Gracias.
”Mi nombre es Peter Stillman.
Quizá haya oído hablar de mí, pero es más probable que no. Da igual. Ése no es
mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre no lo recuerdo. Disculpe. No es que
importe. Es decir, ya no.
”Esto es lo que se llama
hablar. Creo que ése es el término. Cuando las palabras salen, vuelan por el
aire, viven un momento y mueren. Extraño, ¿no? Yo no tengo opinión. No y otra
vez no. Sin embargo, hay palabras que necesitará tener. Hay muchas. Muchos
millones, creo. Quizá sólo tres o cuatro. Disculpe. Pero lo estoy haciendo bien
hoy. Mucho mejor que de costumbre. Si puedo darle las palabras que necesita
tener, será una gran victoria. Gracias. Gracias un millón de veces.
”Hace mucho tiempo estaban
mamá y papá. No recuerdo nada de eso. Ellos dicen: Mamá murió. Quiénes son
ellos no puedo decírselo. Disculpe. Pero eso es lo que dicen ellos.
”Así que no hay mamá. Ja, ja.
Ésa es mi risa ahora, un guirigay que sale de mi tripa. Ja, ja, ja. Papá grande
decía. Es igual. Para mí. Es decir, para él. El papá grande de los grandes
músculos y el bum, bum, bum. Nada de preguntas ahora, por favor.
”Yo digo lo que dicen ellos
porque yo no sé nada. Yo sólo soy el pobre Peter Stillman, el niño que no puede
recordar. Llorón. Remolón. Bobalicón. Disculpe. Ellos dicen, ellos dicen. Pero
¿qué dice el pobrecito Peter? Nada, nada. Ya nada.
”Había esto. Oscuridad. Mucha
oscuridad. Estaba tan oscuro como muy oscuro. Ellos dicen: Ésa era la
habitación. Como si yo pudiera hablar de eso. De la oscuridad, quiero decir.
Gracias.
”Oscuridad, oscuridad. Dicen
que durante nueve años. Ni siquiera una ventana. Pobre Peter Stillman. Y el
bum, bum, bum. Los montones de caca. Los lagos de pis. Los desmayos. Disculpe.
Atontado y desnudo. Disculpe. Ya no.
”Así que hay oscuridad. Se lo
digo a usted. Había comida en la oscuridad, sí, comida machacada en la oscura
habitación silenciada. Él comía con las manos. Disculpe. Quiero decir que Peter
comía con las manos. Y si yo soy Peter, tanto mejor. Es decir, tanto peor.
Disculpe. Yo soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Gracias.
”Pobre Peter Stillman. Era un
niño pequeño. Apenas unas cuantas palabras propias. Y luego ni una palabra, y
luego nadie, y luego no, no, no. Ya no.
”Perdóneme, señor Auster. Veo
que se está poniendo triste. Nada de preguntas, por favor. Mi nombre es Peter
Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre es señor Triste.
¿Cuál es su nombre, señor Auster? Quizá usted es el verdadero señor Triste y yo
no soy nadie.
”Bua bua. Disculpe. Ésa es mi
manera de llorar y berrear. Bua bua, snif snif. ¿Qué hacía Peter en aquella
habitación? Nadie lo sabe. Algunos dicen que nada. En cuanto a mí, creo que
Peter no podía pensar. ¿Parpadeaba? ¿Bebía? ¿Apestaba? Ja, ja, ja. Disculpe. A
veces soy muy divertido.
”Ris ns clic desmorocho baju.
Chas chas camarrás. Ruido pasmado, traca traca, mastimana. Sí, si, sí.
Disculpe. Soy el único que entiende estas palabras.
”Más tarde, más tarde, más
tarde. Eso dicen. Duró demasiado tiempo para que Peter esté bien de la cabeza.
Nunca más. No, no, no. Dicen que alguien me encontró. No, no recuerdo lo que
sucedió cuando abrieron la puerta y entró la luz. No, no, no. Yo no puedo decir
nada de eso. Ya no.
”Durante mucho tiempo llevé
gafas oscuras. Tenía doce años. O eso dicen. Viví en un hospital. Poco a poco
me enseñaron a ser Peter Stillman. Decían: Tú eres Peter Stillman. Gracias,
decía yo. Ya, ya, ya. Gracias y gracias. Decía yo.
”Peter era un bebé. Tenían
que enseñarle todo. A andar, ¿sabe? A comer. A hacer caca y pis en el retrete.
Eso no fue malo. Incluso cuando les mordía, ellos no hacían el bum, bum, bum.
Más tarde incluso dejé de rasgarme la ropa.
”Peter era un buen chico.
Pero era difícil enseñarle palabras. Su boca no funcionaba bien. Y por supuesto
no estaba bien de la cabeza. Ba ba ba, decía. Y da da da. Y va va va. Disculpe.
Llevo años y años. Ahora le dicen a Peter: Ya puedes irte, no podemos hacer
nada más por ti. Peter Stillman, eres un ser humano, decían. Es bueno creer lo
que dicen los médicos. Gracias. Muchísimas gracias.
”Soy Peter Stillman. Ése no
es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre es Peter Conejo. En invierno me
llamo señor Blanco, en verano me llamo señor Verde. Piense lo que quiera de
esto. Lo digo por mi propia voluntad. Ris ns clic des–morocho baju. Es bonito,
¿verdad? Invento palabras como éstas continuamente. No puedo remediarlo. Salen
de mi boca por sí mismas. No se pueden traducir.
”Preguntar y preguntar. No es
bueno. Pero se lo diré. No quiero que esté triste, señor Auster. Tiene usted
una cara muy amable. Me recuerda a alguien. No sé a quién. Y sus ojos me miran.
Sí, sí. Los veo. Eso está muy bien. Gracias.
”Por eso se lo cuento. Nada
de preguntas, por favor. Usted se está preguntando por todo lo demás. Es decir,
el padre. El terrible padre que le hizo todas esas cosas al pequeño Peter.
Tranquilícese. Le llevaron a un sitio oscuro. Le encerraron y le dejaron allí.
Ja, ja, ja. Disculpe. A veces soy muy gracioso.
”Trece años, dijeron. Quizá
es mucho tiempo. Pero yo no sé nada del tiempo. Yo soy nuevo cada día. Nazco
cuando me despierto por la mañana, envejezco durante el día y muero por la
noche cuando me duermo. No es culpa mía. Hoy lo estoy haciendo muy bien. Lo
estoy haciendo mucho mejor que nunca.
”Durante trece años el padre
ha estado lejos. Él también se llama Peter Stillman. Extraño, ¿no? Que dos
personas puedan tener el mismo nombre. Es su verdadero nombre. Pero no creo que
él sea yo. Los dos somos Peter Stillman. Pero Peter Stillman no es mi verdadero
nombre. Así que quizá no sea Peter Stillman, después de todo.
”Trece años, digo. O dicen.
Da igual no saber nada del tiempo. Pero lo que me dicen es esto: Mañana es el
fin de los trece años. Eso es malo. Aunque dicen que no, es malo. Se supone que
no me acuerdo. Pero de vez en cuando me acuerdo, a pesar de lo que digo.
”Él vendrá. Es decir, el
padre vendrá. Y tratará de matarme. Gracias. Pero yo no quiero eso. No, no. Ya
no. Peter ahora vive. Sí. No todo está bien en su cabeza, pero vive. Y eso es
algo, ¿no? Puede apostar su último dólar. Ja, ja, ja.
”Ahora soy principalmente
poeta. Todos los días me siento en mi cuarto y escribo un poema. Invento todas
las palabras yo, igual que cuando vivía en la oscuridad. Empiezo a recordar
cosas de esa manera, a fingir que estoy otra vez en la oscuridad. Soy el único
que sabe lo que significan las palabras. No pueden traducirse. Esos poemas me
harán famoso. Son únicos. Si, sí, sí. Unos poemas preciosos. Tan preciosos que
el mundo entero llorará.
”Más tarde quizá haga otra
cosa. Cuando termine de ser poeta. Antes o después me quedaré sin palabras,
¿comprende? Todo el mundo tiene solamente cierto número de palabras dentro. Y,
entonces, ¿dónde estaré? Creo que después me gustaría ser bombero. Y después
médico. Da igual. Lo último que seré es funambulista. Cuando sea muy viejo y al
fin haya aprendido a andar como las demás personas. Entonces bailaré en la
cuerda floja y la gente se quedará asombrada. Incluso los niños pequeños. Eso
es lo que me gustaría. Bailar en la cuerda floja hasta que me muera.
”Pero no importa. Es igual.
Para mí. Como puede ver, soy un hombre rico. No tengo que preocuparme. No, no.
De eso no. Puede apostar su último dólar. El padre era rico y el pequeño Peter
recibió todo su dinero cuando le encerraron en la oscuridad. Ja, ja, ja.
Disculpe que me ría. A veces soy muy gracioso.
”Soy el último Stillman. Era
una familia importante, o eso dicen. Del viejo Boston, por si ha oído hablar de
ellos. Yo soy el último. No hay otros. Soy el final de todos, el último hombre.
Tanto mejor, creo. No es una pena que todo acabe ya. Es bueno que todos estén
muertos.
”El padre quizá no era
realmente malo. Por lo menos eso digo ahora. Tenía la cabeza grande. Tan grande
como muy grande, lo cual quiere decir que había demasiado sitio en ella.
Demasiados pensamientos en aquella gran cabeza. Pero pobre Peter, ¿verdad? En
un terrible aprieto realmente. Peter que no podía ver ni decir, que no podía
pensar ni hacer. Peter que no podía. No. Nada.
”No sé nada de esto. Tampoco
lo entiendo. Mi esposa es quien me cuenta estas cosas. Ella dice que es
importante para mí saber, aunque no entienda. Pero ni siquiera entiendo eso.
Para saber, hay que entender. ¿No es así? Pero yo no sé nada. Quizá soy Peter
Stillman. Quizá no. Mi verdadero nombre es Peter Nadie. Gracias. ¿Y qué piensa
de eso?
”Así que le estoy contando lo
del padre. Es una buena historia, aunque no la entiendo. Puedo contársela
porque sé las palabras. Y eso es algo, ¿no? Saber las palabras, quiero decir.
¡A veces estoy tan orgulloso de mí mismo! Disculpe. Eso es lo que dice mi
esposa. Dice que el padre hablaba de Dios. Esa palabra me hace gracia. Cuando
la pones al revés, se lee perro.[2] Y un perro no se parece mucho a Dios, ¿verdad? Guf guf. Guau guau. Ésas
son palabras de perro. A mí me parecen preciosas. Bonitas y auténticas. Como
las palabras que yo invento.
”Bueno. Iba diciendo. El
padre hablaba de Dios. Quería saber si Dios tenía lenguaje. No me pregunte qué
significa esto. Sólo se lo cuento porque sé las palabras. El padre pensaba que
un niño podría hablar si no veía a nadie. Pero ¿dónde había un niño? Ah. Ahora
empieza usted a comprender. No tenía que comprarlo. Por supuesto, Peter sabía
algunas palabras de persona. Eso no se podía remediar. Pero el padre pensó que
quizá Peter las olvidaría. Al cabo de algún tiempo. Por eso había tanto bum,
bum, bum. Cada vez que Peter decía una palabra, su padre lanzaba un bum. Al fin
Peter aprendió a no decir nada. Sí sí sí. Gracias.
”Peter se guardaba las
palabras dentro. Todos aquellos días, meses y años. Allí en la oscuridad, el
pequeño Peter completamente solo, y las palabras hacían ruido en su cabeza y le
hacían compañía. Por eso su boca no funciona bien. Pobre Peter. Bua bua. Ésas
son sus lágrimas. El niño que no puede crecer.
”Ahora Peter puede hablar
como las personas. Pero todavía tiene las otras palabras en su cabeza. Son el
lenguaje de Dios, y nadie más puede decirlas. No se pueden traducir. Por eso
Peter vive tan cerca de Dios. Por eso es un poeta famoso.
”Todo es muy bueno para mí
ahora. Puedo hacer lo que me gusta. En cualquier momento, en cualquier lugar.
Incluso tengo una esposa. Ya lo ve. La he mencionado antes. Quizá incluso la ha
conocido usted. Es guapa, ¿no? Se llama Virginia. Ése no es su verdadero
nombre. Pero es igual. Para mí.
”Siempre que se lo pido, mi
esposa me trae una chica. Son putas. Meto mi gusano dentro de ellas y gimen. Ha
habido muchas. Ja, ja. Suben aquí y me las follo. Es bueno follar. Virginia les
da dinero y todo el mundo contento. Puede apostar su último dólar. Ja, ja.
”Pobre Virginia. A ella no le
gusta follar. Es decir, conmigo. Quizá folla con otro. ¿Quién sabe? Yo no sé
nada de esto. Es igual. Pero quizá si es usted amable con Virginia ella le
dejará follarla. Eso me alegraría. Por usted. Gracias.
”Bueno. Hay muchísimas cosas.
Estoy tratando de decírselas. Sé que no todo está bien en mi cabeza. Y es
verdad, sí, y lo digo por mi propia voluntad, que a veces chillo y chillo. Sin
ningún motivo. Como si tuviera que haber un motivo. Pero yo no veo ninguno. Ni
nadie. No. Y luego hay veces que no digo nada. Durante días y días. Nada, nada,
nada. Se me olvida cómo hacer que las palabras salgan de mi boca. Entonces me
resulta difícil moverme. Sí sí. Incluso ver. Entonces es cuando me convierto en
el señor Triste.
”Todavía me gusta estar en la
oscuridad. Por lo menos a veces. Me hace bien, creo. En la oscuridad hablo el
lenguaje de Dios y nadie me oye. No se enfade, por favor. No puedo remediarlo.
”Lo mejor de todo es el aire.
Sí. Y poco a poco he aprendido a vivir dentro de él. El aire y la luz, sí,
también la luz, la luz que ilumina todas las cosas y las pone ahí para que mis
ojos las vean. Está el aire y la luz y eso es lo mejor de todo. Disculpe. El
aire y la luz. Sí. Cuando hace buen tiempo me gusta sentarme al lado de la
ventana abierta. A veces me asomo y miro las cosas que hay abajo. La calle y
toda la gente, los perros y los coches, los ladrillos del edificio de enfrente.
Y luego hay veces que cierro los ojos y me quedo allí sentado, con la brisa
dándome en la cara, y la luz dentro del aire, todo delante de mis párpados, y
el mundo es todo rojo, de un rojo muy bonito, dentro de mis ojos, con el sol
brillando sobre mí y sobre mis ojos.
”Es verdad que raras veces
salgo. Es difícil para mí, y no siempre soy de fiar. A veces chillo. No se
enfade conmigo, por favor. No puedo remediarlo. Virginia dice que debo aprender
a comportarme en público. Pero a veces no puedo contenerme y los gritos se me
escapan.
”Pero me encanta ir al
parque. Allí hay árboles, y el aire y la luz. Hay algo bueno en todo eso,
¿verdad? Sí. Poco a poco voy estando mejor dentro de mí. Lo noto. Incluso el
doctor Wyshnegradsky lo dice. Sé que todavía soy el niño marioneta. Eso no
tiene remedio. No, no. Ya no. Pero a veces creo que al fin creceré y me volveré
real.
”Por ahora, sigo siendo Peter
Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. No puedo saber quién seré mañana. Cada
día es nuevo y cada día vuelvo a nacer. Veo la esperanza por todas partes,
incluso en la oscuridad, y cuando muera quizá me convierta en Dios.
”Hay muchas más palabras que
decir. Pero creo que no las diré. No. Hoy no. Mi boca está cansada ahora y creo
que ha llegado la hora de que me vaya. Por supuesto, yo no sé nada del tiempo.
Pero es igual. Para mí. Muchas gracias. Sé que usted me salvará la vida, señor
Auster. Cuento con usted. La vida sólo puede durar cierto tiempo, ¿comprende?
Todo lo demás está en la habitación, con la oscuridad, con el lenguaje de Dios,
con los gritos. Aquí soy del aire, una cosa hermosa para que la luz brille
sobre ella. Quizá recordará usted eso. Soy Peter Stillman. Ése no es mi
verdadero nombre. Muchas gracias.
3
El discurso había terminado.
Quinn no sabía cuánto había durado. Porque sólo entonces, después de que las
palabras cesaran, se dio cuenta de que estaban sentados en la oscuridad. Al
parecer había transcurrido todo un día. En algún momento durante el monólogo de
Stillman el sol se había puesto en la habitación, pero Quinn no había sido
consciente de ello. Entonces notó la oscuridad y el silencio, y la cabeza le
zumbaba a causa de ellos. Pasaron varios minutos. Quinn pensó que ahora era él
quien tenía que decir algo, pero no estaba seguro. Oía a Peter Stillman
respirar pesadamente en su sitio al otro lado de la habitación. Aparte de eso,
no había ningún sonido. Quinn no lograba decidir qué debía hacer. Pensó en
varias posibilidades, pero a continuación las desechó una por una. Se quedó
allí sentado, esperando a que sucediera algo.
El sonido de unas piernas
enfundadas en medias cruzando la habitación rompió finalmente el silencio. Se
oyó el sonido metálico del interruptor de una lámpara y de pronto la habitación
se llenó de luz. Los ojos de Quinn se volvieron automáticamente hacia su
fuente, y allí, de pie al lado de una lámpara de mesa a la izquierda de la
butaca de Peter, vio a Virginia Stillman. El joven seguía mirando fijamente al
frente, como si estuviera dormido con los ojos abiertos. La señora Stillman se
inclinó, rodeó los hombros de Peter con un brazo y le habló suavemente al oído.
–Ya es la hora, Peter
–dijo–. La señora Saavedra te está esperando.
Peter la miró y le sonrió.
–Estoy lleno de esperanza
–dijo.
Virginia
Stillman le besó tiernamente en la mejilla.
–Despídete del señor Auster
–dijo.
Peter se levantó. O más bien
empezó la triste y lenta maniobra de alzar su cuerpo de la butaca y ponerse de
pie. A cada movimiento se caía, se derrumbaba, todo ello acompañado de
repentinos ataques de inmovilidad, gruñidos y palabras cuyo significado Quinn
no podía descifrar.
Finalmente Peter logró
erguirse. Permaneció delante de su butaca con expresión de triunfo y miró a
Quinn a los ojos. Luego sonrió ampliamente y sin ninguna incomodidad.
–Adiós –dijo.
–Adiós, Peter –dijo Quinn.
Peter hizo un pequeño
movimiento espástico con la mano como despedida y luego se volvió lentamente y
cruzó la habitación. Se tambaleaba al andar, ladeándose primero a la derecha y
luego a la izquierda, sus piernas se doblaban y bloqueaban alternativamente. Al
otro extremo de la habitación, de pie en un umbral iluminado, había una mujer
de mediana edad vestida con un uniforme blanco de enfermera. Quinn supuso que
seria la señora Saavedra. Siguió a Peter Stillman con los ojos hasta que el
joven desapareció por la puerta.
Virginia Stillman se sentó
frente a Quinn, en la misma butaca que su marido ocupaba un momento antes.
–Podría haberle ahorrado
todo eso –dijo–, pero pensé que sería mejor que lo viera con sus propios ojos.
–Entiendo –dijo Quinn.
–No, no creo que lo entienda
–dijo la mujer amargamente–. No creo que nadie pueda entenderlo.
Quinn sonrió juiciosamente y
se dijo que debía lanzarse.
–Lo que yo entienda o no
entienda –dijo– probablemente no hace al caso. Usted me ha contratado para
hacer un trabajo y cuanto antes empiece, mejor. Por lo que he podido deducir,
el caso es urgente. No pretendo comprender a Peter ni lo que usted haya
sufrido. Lo importante es que estoy dispuesto a ayudarles. Creo que debería
aceptar eso en lo que vale.
Se estaba animando. Algo le
decía que había dado con el tono adecuado, y le inundó una repentina sensación
de placer, como si acabara de conseguir cruzar una frontera interior dentro de
sí mismo.
–Tiene usted razón –dijo
Virginia Stillman–. Por supuesto.
La mujer hizo una pausa,
respiró hondo y se calló de nuevo, como si estuviera ensayando mentalmente lo
que estaba a punto de decir. Quinn observó que sus manos aferraban con fuerza
los brazos de la butaca.
–Me doy cuenta –continuó
ella– de que la mayor parte de lo que Peter dice es muy confuso, especialmente
la primera vez que uno lo oye. Yo estaba en la habitación contigua escuchando
lo que le decía. No debe usted suponer que Peter siempre dice la verdad. Por
otra parte, sería un error creer que miente.
–Quiere usted decir que
debería creer algunas de las cosas que me ha dicho y no creer otras.
–Eso es exactamente lo que
quiero decir.
–Sus costumbres sexuales, o
ausencia de ellas, no me conciernen, señora Stillman –dijo Quinn–. Aunque lo
que Peter ha dicho sea verdad, a mí no me importa. En mi trabajo se suele
encontrar un poco de todo y si uno no aprende a dejar de juzgar, nunca llegaría
a ninguna parte. Estoy acostumbrado a oír los secretos de la gente y también
estoy acostumbrado a tener la boca cerrada. Si un hecho no tiene relación
directa con el caso, no me sirve para nada.
La señora Stillman se
ruborizó.
–Sólo quería que supiera
usted que Peter no ha dicho la verdad.
Quinn se encogió de hombros,
sacó un cigarrillo y lo encendió.
–Sea como sea –dijo–, no
tiene importancia. Lo que me interesa son otras cosas que Peter ha dicho.
Supongo que son verdad, y si lo son, me gustaría oír lo que usted tenga que
decir.
–Sí, son verdad. –Virginia
Stillman soltó los brazos de la butaca y se puso la mano derecha debajo de la
barbilla. Pensativa. Como si estuviera buscando una actitud de inconmovible
honestidad–. Peter tiene una forma infantil de contarlo. Pero lo que ha dicho
es verdad.
–Cuénteme algo del padre.
Cualquier cosa que usted crea relevante.
–El padre de Peter era un
Stillman de Boston. Estoy segura de que habrá oído usted hablar de ésa familia.
Varios de ellos fueron gobernadores en el siglo XIX. Algunos obispos
episcopalianos, embajadores, un rector de Harvard. Al mismo tiempo la familia
hizo muchísimo dinero con textiles, navieras y Dios sabe qué más. Los detalles
no tienen importancia. Basta con que usted se haga una idea de los
antecedentes.
”El padre de Peter fue a
Harvard, como todos los miembros de su familia. Estudió filosofía y religión y
según dicen era un alumno brillante. Escribió su tesis sobre las
interpretaciones teológicas del Nuevo Mundo en los siglos XVI y XVII y luego
aceptó un puesto en el departamento de religión de Columbia. Poco después de
eso se casó con la madre de Peter. No sé mucho sobre ella. Por las fotografías
que he visto era muy guapa. Pero delicada, un poco como Peter, con esos ojos
azul claro y la piel muy blanca. Cuando Peter nació unos años más tarde, la
familia vivía en un piso grande en Riverside Drive. La carrera académica de
Stillman prosperaba. Reescribió su tesis y la convirtió en un libro que fue muy
bien recibido y a los treinta y cuatro o treinta y cinco años era catedrático.
Luego murió la madre de Peter. Todo lo relacionado con esa muerte no está
claro. Stillman afirmó que había muerto mientras dormía, pero las pruebas
parecían apuntar a un suicidio. Algo relacionado con una sobredosis de
píldoras, pero por supuesto no se pudo probar nada. Se habló incluso de que él
la había matado. Pero eran sólo rumores y no pasó nada. Todo el asunto se
silenció.
”Peter tenía sólo dos años
entonces y era un niño perfectamente normal. Después de la muerte de su esposa,
Stillman, al parecer, tuvo poca relación con él. Contrató a una enfermera y
durante los siguientes seis meses más o menos ella se encargó por completo del
cuidado de Peter. Luego, de repente, Stillman la despidió. No recuerdo su
nombre, creo que era una tal señorita Barber, pero ella testificó en el juicio.
Parece que Stillman llegó un día a casa y le dijo que iba a ocuparse
personalmente de la educación de Peter. Presentó su dimisión en Columbia y les
dijo que dejaba la universidad para dedicarse en exclusiva a su hijo. El
dinero, por supuesto, no era un obstáculo, y nadie pudo hacer nada al respecto.
”Después, más o menos
desapareció. Se quedó en el mismo piso pero no salía casi nunca. Nadie sabe
realmente lo que sucedió. Creo que probablemente empezó a creer en alguna de
las rebuscadas ideas religiosas sobre las cuales había escrito. Eso le
trastornó, se volvió absolutamente loco. No hay ninguna otra forma de
describirlo. Encerró a Peter en una habitación del piso, tapó las ventanas y le
mantuvo allí durante nueve años. Intente imaginarlo, señor Auster. Nueve años.
Toda una infancia pasada en la oscuridad, aislado del mundo, sin ningún
contacto humano excepto alguna que otra paliza. Vivo con los resultados de
aquel experimento y puedo asegurarle que el daño fue monstruoso. Lo que ha
visto usted hoy era a Peter en uno de sus mejores momentos. Han sido precisos
trece años para que llegase a esto, y por nada del mundo consentiré que nadie
vuelva a hacerle daño.
La señora Stillman se detuvo
para coger aliento. Quinn intuyó que ella estaba al borde de un ataque de
nervios y que una palabra más podría hacerle traspasar ese límite. Ahora tenía
que hablar él, de lo contrario la conversación se le escaparía de las manos.
–¿Cómo descubrieron a Peter
finalmente? –preguntó.
Parte de la tensión abandonó
a la mujer. Exhaló audiblemente y miró a Quinn a los ojos.
–Hubo un incendio –contestó.
–¿Un incendio accidental o
un incendio provocado?
–Nadie lo sabe.
–¿Qué opina usted?
–Yo creo que Stillman estaba
en su despacho. Allí era donde guardaba los apuntes de su experimento y creo
que finalmente se dio cuenta de que su trabajo había sido un fracaso. No digo
que se arrepintiera de nada de lo que había hecho. Pero incluso considerado en
sus propios términos, comprendió que había fracasado. Creo que esa noche llegó
a un punto de máximo disgusto consigo mismo y decidió quemar sus papeles. Pero
el fuego se extendió y quemó gran parte del piso. Afortunadamente, la
habitación de Peter estaba al otro extremo de un largo pasillo y los bomberos
llegaron hasta él a tiempo.
–¿Y luego?
–Tardaron varios meses en
aclararlo todo. Los papeles de Stillman habían quedado destruidos, lo cual
significaba que no había pruebas concretas. Por otra parte, estaba el estado de
Peter, la habitación en la que había estado encerrado, aquellas horribles
tablas que tapaban las ventanas, y finalmente la policía reconstruyó el caso.
Stillman fue llevado a juicio.
–¿Qué sucedió en el juicio?
–Juzgaron que Stillman
estaba loco y le recluyeron.
–¿Y Peter?
–Él también ingresó en un
hospital. Permaneció allí hasta hace sólo dos años.
–¿Es allí donde le conoció
usted?
–Sí. En el hospital.
–¿Cómo?
–Yo era su logopeda. Trabajé
con Peter todos los días durante cinco años.
–No es mi intención
cotillear. Pero ¿como llevó eso al matrimonio?
–Es complicado.
–¿Le importa hablarme de
ello?
–En realidad no. Pero no
creo que lo entienda.
–Sólo hay una manera de
averiguarlo.
–Bueno, lo expresaré
sencillamente. Era la mejor manera de sacar a Peter del hospital y darle una
oportunidad de llevar una vida más normal.
–¿No podría haber conseguido
su custodia legal?
–El procedimiento era muy
complicado. Y, además, Peter ya no era menor de edad.
–¿No supuso un enorme
sacrificio por su parte?
–En realidad no. Yo había
estado casada antes... Desastrosamente. Ya no es algo que desee para mí. Con
Peter, por lo menos mi vida tiene un propósito.
–¿Es verdad que van a soltar
a Stillman?
–Mañana. Llegará a la
estación Grand Central por la tarde.
–Y usted cree que tal vez
venga a buscar a Peter. ¿Es sólo un presentimiento o tiene alguna prueba?
–Un poco de las dos cosas.
Hace dos años iban a darle el alta. Pero le escribió una carta a Peter y yo se
la enseñé a las autoridades. Decidieron que, después de todo, no estaba en
condiciones de recibir el alta.
–¿Qué clase de carta era?
–La carta de un loco.
Llamaba a Peter diablo y le decía que algún día le ajustaría las cuentas.
–¿Tiene usted esa carta?
–No. Se la di a la policía
hace dos años.
–¿Una copia?
–Lo siento. ¿Cree usted que
es importante?
–Podría serlo.
–Puedo intentar conseguirle
una copia si lo desea.
–Deduzco que no hubo más
cartas después de ésa.
–Ninguna. Y ahora piensan
que Stillman está preparado para ser puesto en libertad. Ése es el punto de
vista oficial, por lo menos, y yo no puedo hacer nada para impedirlo. Lo que
creo, sin embargo, es que Stillman simplemente ha aprendido la lección. Se ha
dado cuenta de que las cartas y las amenazas sólo servirían para mantenerle
encerrado.
–Así que usted sigue
preocupada.
–Así es.
–Pero no tiene ninguna idea
precisa de cuáles podrían ser los planes de Stillman.
–Exactamente.
–¿Qué quiere usted que haga
yo?
–Quiero que le vigile
cuidadosamente. Quiero que averigüe qué se propone. Quiero que le mantenga
alejado de Peter.
–En otras palabras, un
trabajo de sabueso distinguido.
–Supongo que sí.
–Creo que debe usted
entender que yo no puedo impedirle a Stillman que venga a este edificio. Lo que
sí puedo hacer es advertírselo a usted. Y también asegurarme de venir con él.
–Entiendo. Con tal que
tengamos alguna protección...
–Bien. ¿Con qué frecuencia
quiere usted que le informe?
–Me gustaría que me
informase todos los días. Digamos una llamada telefónica por la noche,
alrededor de las diez o las once.
–Ningún problema.
–¿Algo más?
–Algunas preguntas más. Por
ejemplo, tengo curiosidad por saber cómo averiguó usted que Stillman llegará a
la estación Grand Central mañana por la tarde.
–Me he encargado de saberlo,
señor Auster. Hay demasiado en juego como para que yo deje las cosas al azar. Y
si alguien no sigue a Stillman desde el momento en que llegue, podría
fácilmente desaparecer sin dejar rastro. No quiero que ocurra eso.
–¿En qué tren llega?
–El de las seis cuarenta y
uno, procedente de Poughkeepsie.
–Supongo que tiene usted una
fotografía de Stillman...
–Sí, por supuesto.
–También está la cuestión de
Peter. Me gustaría saber por qué le contó usted todo esto. ¿No habría sido
mejor callárselo?
–Eso quise hacer. Pero
casualmente Peter estaba escuchando por el otro teléfono cuando recibí la
noticia de que soltaban a su padre. No pude evitarlo. Peter puede ponerse muy
terco y he aprendido que lo mejor es no mentirle.
–Una última pregunta. ¿Quién
le habló de mí?
–El marido de la señora
Saavedra, Michael. Ha sido policía e investigó un poco. Averiguó que usted era
el mejor hombre de la ciudad para esta clase de trabajo.
–Me siento halagado.
–Por lo que he visto de
usted hasta ahora, señor Auster, estoy segura de que hemos encontrado al hombre
adecuado.
Quinn interpretó esto como
una indicación de que debía levantarse. Fue un alivio estirar las piernas al
fin. Las cosas habían ido bien, mucho mejor de lo que esperaba, pero ahora le
dolía la cabeza y su cuerpo se resentía de un agotamiento que no había sentido
desde hacía años. Si lo prolongaba más, estaba seguro de que acabaría
delatándose.
–Mis honorarios son cien
dólares al día más gastos –dijo–. Si pudiera usted darme algo por adelantado,
eso constituiría una prueba de que estoy trabajando para usted, lo cual nos
aseguraría una privilegiada relación investigador–cliente. Lo cual significa
que todo lo que pase entre usted y yo será estrictamente confidencial.
Virginia Stillman sonrió,
como por alguna broma secreta. O quizá simplemente respondía al posible doble
sentido de su última frase. Como con tantas de las cosas que le sucederían a lo
largo de los siguientes días y semanas, Quinn no podía estar seguro de nada.
–¿Qué cantidad desea? –le
preguntó ella.
–Da igual. Eso lo dejo a su
criterio.
–¿Quinientos?
–Eso será más que
suficiente.
–Bien. Iré a buscar mi
talonario. –Virginia Stillman se puso de pie y le sonrió de nuevo–. Le traeré
también una fotografía del padre de Peter. Creo que sé exactamente dónde está.
Quinn le dio las gracias y
dijo que esperaría. La miró cuando salía de la habitación y una vez más se
encontró imaginando qué aspecto tendría sin nada de ropa. ¿Estaba ella
insinuándosele, se preguntó, o era sólo su propia mente tratando de sabotearle
una vez más? Decidió posponer sus meditaciones y retomar el tema más tarde.
Virginia Stillman volvió a entrar en la habitación y
dijo:
–Aquí tiene el cheque.
Espero haberlo hecho correctamente.
Sí, sí, pensó Quinn mientras
examinaba el cheque, todo va de primera. Estaba complacido de su propia
astucia. El cheque, naturalmente, estaba extendido a nombre de Paul Auster, lo
cual significaba que a Quinn no podrían acusarle de fingir ser un detective
privado sin tener licencia. Le tranquilizó saber que de alguna manera se había
puesto a salvo. El hecho de no poder cobrar el cheque no le preocupaba.
Comprendió entonces que nada de aquello lo estaba haciendo por dinero. Metió el
cheque en el bolsillo interior de su chaqueta.
–Siento que no haya una
fotografía más reciente –estaba diciendo Virginia Stillman–. Esta es de hace
más de veinte años. Pero me temo que no puedo hacer más.
Quinn miró la foto de la
cara de Stillman esperando una repentina inspiración, una súbita corriente
subterránea de conocimiento que le ayudase a comprender al hombre. Pero la foto
no le dijo nada. No era más que la foto de un hombre. La estudió un momento y llegó
a la conclusión de que podría ser cualquiera.
–La examinaré más
atentamente cuando llegue a casa –dijo, guardándosela en el mismo bolsillo que
el cheque–. Contando con el paso del tiempo, estoy seguro de que podré
reconocerle mañana en la estación.
–Eso espero –dijo Virginia
Stillman–. Es sumamente importante, y cuento con usted.
–No se preocupe –dijo
Quinn–. Hasta ahora nunca le he fallado a nadie.
Ella le acompañó a la
puerta. Durante varios segundos permanecieron allí en silencio, no sabiendo si
había algo más que añadir o había llegado el momento de despedirse. En ese
mínimo intervalo, repentinamente Virginia Stillman le echó los brazos al
cuello, buscó sus labios y le besó apasionadamente, metiéndole la lengua hasta
el fondo en la boca. Le pilló tan desprevenido que Quinn casi no lo disfrutó.
Cuando al fin pudo respirar
de nuevo, la señora Stillman le mantuvo cogido con los brazos extendidos.
–Eso ha sido para
demostrarle que Peter no decía la verdad. Es muy importante que me crea.
–La creo –dijo Quinn–. Y
aunque no la creyese, no importaría mucho.
–Sólo quería que supiera de
lo que soy capaz.
–Creo que tengo una idea.
Ella le cogió la mano
derecha entre las suyas y se la besó.
–Gracias, señor Auster.
Realmente creo que usted es la respuesta.
Él le prometió que la
llamaría la noche siguiente y luego se encontró cruzando la puerta, bajando en
el ascensor y saliendo del edificio. Era más de medianoche cuando salió a la
calle.
4
Quinn había oído hablar
anteriormente de casos como el de Peter Stillman. En los tiempos de su otra
vida, poco después de que naciera su propio hijo, había hecho la reseña de un
libro sobre el niño salvaje de Aveyron y por entonces había investigado algo el
tema. Por lo que podía recordar, el primer relato de un experimento semejante
aparecía en los escritos de Herodoto: el faraón egipcio Psamtik aisló a dos
niños en el siglo VII antes de Cristo y ordenó al criado que estaba a cargo de
ellos que nunca pronunciara una palabra en su presencia. Según Herodoto, un
cronista notoriamente poco fiable, los niños aprendieron a hablar; la primera
palabra que dijeron fue la palabra con que los frigios designaban al pan. En la
Edad Media el santo emperador romano Federico II repitió el experimento,
confiando en descubrir, mediante la utilización de métodos similares, el
verdadero “lenguaje natural” del hombre. Pero los niños murieron antes de haber
dicho una palabra. Finalmente, en lo que sin duda era un fraude, a principios
del siglo XVI el rey de Escocia, Jacobo IV, afirmó que unos niños escoceses
aislados de la misma manera acabaron hablando “muy buen hebreo”.
No obstante, los chiflados y
los ideólogos no fueron los únicos interesados en el tema. Incluso un hombre
tan cuerdo y escéptico como Montaigne consideró la cuestión cuidadosamente y en
su ensayo más importante, la Apología de
Raymond Sebond, escribió: “Creo que un niño que hubiese sido criado en
completa soledad, lejos de toda asociación (lo cual sería un duro experimento),
tendría alguna clase de lenguaje para expresar sus ideas. Y no es creíble que
la Naturaleza nos haya negado este recurso que ha concedido a muchos otros
animales... Pero todavía está por saberse qué lenguaje hablaría este niño; y lo
que se ha conjeturado acerca del asunto no tiene mucha apariencia de verdad.”
Además de tales
experimentos, estaban también los casos de aislamientos accidentales –niños
perdidos en el bosque, marineros abandonados en islas desiertas, niños criados
por lobos–, así como los casos de padres crueles y sádicos que encerraban a sus
hijos, los encadenaban a la cama, los golpeaban dentro de un armario, los
torturaban sin otra razón que las convulsiones de su propia locura, y Quinn
había leído toda la extensa literatura dedicada a estas historias. Estaba la
del marinero escocés Alexander Selkirk (considerado por algunos el modelo de
Robinson Crusoe) que había vivido durante cuatro años en una isla frente a la
costa de Chile y que, según el capitán del barco que le rescató en 1708, “había
olvidado su idioma por falta de uso, hasta tal punto que apenas podíamos
entenderle”. Menos de veinte años antes, Peter de Hanover, un niño salvaje de
unos catorce años, que había sido descubierto mudo y desnudo en un bosque cerca
de la ciudad alemana de Hamelin, fue llevado a la corte inglesa bajo la
especial protección de Jorge I. Tanto Swift como Defoe tuvieron la oportunidad
de verle y la experiencia inspiró el panfleto de Defoe Mera naturaleza bosquejada, publicado en 1726. Peter nunca aprendió
a hablar, sin embargo, y varios meses después fue enviado al campo, donde vivió
hasta los setenta años, sin mostrar ningún interés por el sexo, el dinero u
otros asuntos mundanos. También estaba el caso de Victor, el niño salvaje de
Aveyron, que fue encontrado en 1800. Bajo los pacientes y meticulosos cuidados
del doctor Itard, Victor aprendió los rudimentos del habla, pero nunca progresó
más allá del nivel de un niño pequeño. Aún más conocido que Victor fue Kaspar
Hauser, que apareció una tarde de 1828 en Nuremberg, vestido con un
estrafalario traje y casi incapaz de emitir un sonido inteligible. Podía
escribir su nombre, pero en todos los demás aspectos se comportaba como un niño
pequeño. Adoptado por la ciudad y confiado a los cuidados de un maestro local,
se pasaba los días sentado en el suelo jugando con caballos de juguete y
solamente comía pan y agua. No obstante, Kaspar evolucionó. Se convirtió en un
excelente jinete, se volvió obsesivamente limpio, tenía pasión por los colores
rojo y blanco y, según el decir general, demostraba una extraordinaria memoria,
especialmente para los nombres y las caras. Sin embargo, prefería permanecer en
lugares interiores, rehuía la luz intensa y, como Peter de Hanover, nunca
mostró el menor interés por el sexo o el dinero. Cuando recobró gradualmente la
memoria, pudo recordar que había pasado muchos años en el suelo de una
habitación oscura, alimentado por un hombre que no le hablaba nunca ni se
dejaba ver. Poco después de estas revelaciones, Kaspar fue asesinado con una
daga por un hombre desconocido en un parque público.
Hacía años que Quinn no se
permitía pensar en estas historias. El tema de los niños le resultaba demasiado
doloroso, especialmente niños que hubieran sufrido, que hubieran sido
maltratados, que hubieran muerto antes de poder crecer. Si Stillman era el
hombre de la daga que había vuelto para vengarse del muchacho cuya vida había
destrozado, Quinn quería estar allí para impedírselo. Sabía que no podía
devolverle la vida a su hijo, pero al menos podía evitar que otro muriese. De
pronto se le ofrecía la posibilidad de hacer eso, y en aquel momento, mientras
se hallaba de pie en la calle, la idea de lo que le esperaba se alzó ante él
como un sueño terrible. Pensó en el pequeño ataúd que contenía el cuerpo de su
hijo y en que había visto cómo lo bajaban a la tumba el día del entierro. Eso
sí que era aislamiento, se dijo. Eso sí que era silencio. No le ayudaba, quizá,
que su hijo también se llamara Peter.
5
En la esquina de la calle
Setenta y dos con Madison Avenue paró un taxi. Mientras el coche traqueteaba
por el parque hacia el West Side, Quinn miró por la ventanilla y se preguntó si
aquéllos eran los mismos árboles que Peter Stillman veía cuando salía al aire y
la luz. Se preguntó si Peter veía las mismas cosas que él o si el mundo era un
lugar diferente para él. Y si un árbol no era un árbol, se preguntó, qué era en
realidad.
Después de que el taxi le
dejara delante de su casa, Quinn se dio cuenta de que tenía hambre. No había
comido desde que desayunó por la mañana temprano. Era extraño, pensó, lo
rápidamente que había pasado el tiempo en casa de los Stillman. Si sus cálculos
eran correctos, había estado allí más de catorce horas. Interiormente, sin
embargo, parecía que su estancia había durado tres o cuatro horas como máximo.
Se encogió de hombros ante la incongruencia y se dijo: “Tengo que aprender a
mirar el reloj más a menudo.”
Volvió atrás por la Ciento
siete, torció a la izquierda al llegar a Broadway y echó a andar hacia el
centro, buscando un sitio adecuado para comer. Aquella noche no le apetecía un
bar –comer en la oscuridad, el agobio de la charla alcohólica–, aunque
normalmente se habría alegrado de encontrar uno. Al cruzar la calle Ciento doce
vio que la Heights Luncheonette estaba aún abierta y decidió entrar. Era un
local muy iluminado pero triste, con un gran expositor de revistas de chicas en
una pared, una zona de artículos de papelería, otra zona de periódicos, varias
mesas para los clientes y un largo mostrador de formica con taburetes
giratorios. Un puertorriqueño alto con un gorro de cartón blanco de cocinero
estaba detrás del mostrador. Su trabajo era hacer la comida, que consistía
principalmente en hamburguesas tachonadas de cartílago, sandwiches con tomate
blando y lechuga mustia, batidos, pasteles de crema y bollos. A su derecha,
acomodado detrás de la caja registradora, estaba el jefe, un hombrecito medio
calvo con el pelo rizado y un número de campo de concentración tatuado en el
antebrazo, mangoneando su dominio de cigarrillos, pipas y puros. Permanecía
allí impasible, leyendo la edición nocturna del Daily News de la mañana siguiente.
El lugar estaba casi
desierto a aquella hora. En la mesa del fondo estaban dos viejos vestidos con
ropa raída, uno muy gordo y el otro muy delgado, estudiando atentamente los
formularios de las carreras. Sobre la mesa, entre ambos, había dos tazas de
café vacías. En la parte de delante, frente al expositor de revistas, estaba un
joven estudiante con una revista abierta entre las manos, mirando fijamente la
fotografía de una mujer desnuda. Quinn se sentó ante el mostrador y pidió una
hamburguesa y un café. Mientras se ponía en marcha, el cocinero le habló por
encima del hombro.
–¿Ha visto usted el partido
esta noche?
–Me lo he perdido. ¿Ha
ocurrido algo bueno?
–¿Usted qué cree?
Quinn llevaba varios años
manteniendo la misma conversación con aquel hombre, cuyo nombre no conocía. Una
vez, estando él en la cafetería, habían hablado de béisbol y ahora cada vez que
Quinn entraba continuaban la conversación. En invierno trataba de traspasos,
predicciones y recuerdos. Durante la temporada, siempre hablaban del último
partido. Ambos eran seguidores de los Mets y la desesperanza de esa pasión
había creado un vínculo entre ellos. El cocinero meneó la cabeza.
–En las dos primeras
entradas Kingman es el único que consigue golpear –dijo–. Bum, bum. Dos buenos pelotazos, que
van camino de la luna. Jones está lanzando bien por una vez y las cosas no van
demasiado mal. Están dos a uno al final de la novena. Pittsburgh pone dos
hombres en la segunda y la tercera, uno eliminado, así que los Mets van al
banquillo a buscar a Allen. Él pasa a la primera base al siguiente bateador
para llenarlas. Los Mets acercan a sus jugadores de perímetro para reforzar las
bases, o quizá puedan conseguir el doble juego si mandan el tiro por el medio.
Peña viene y golpea corto contra el suelo hacia la primera y la jodida bola
pasa por entre las piernas de Kingman. Dos hombres marcan, y se acabó, adiós a
Nueva York.
–Dave Kingman es un mierda
–dijo Quinn, mordiendo su hamburguesa.
–Pero no hay que perder de
vista a Foster –dijo el cocinero.
–Foster está acabado. Un
individuo con cara de amargado.
–Quinn masticó su comida con
cuidado, buscando con la lengua trocitos de hueso–. Deberían devolverlo a
Cincinnati por correo urgente.
–Sí –dijo el cocinero–. Pero
serán duros de pelar. Mejor que el año pasado, por lo menos.
–No sé –dijo Quinn, tomando
otro bocado–. Sobre el papel parecen buenos, pero ¿qué tienen realmente?
Stearns está siempre lesionado. Tienen a jugadores de la liga menor en la
segunda base y en campo corto y Brooks no puede concentrarse en el juego.
Mookie es bueno, pero está verde y ni siquiera pueden decidir a quién poner de
exterior derecha. Aún tienen a Rusty, claro, pero ya está demasiado gordo para
correr. En cuanto a lanzadores, olvídelo. Usted y yo podríamos ir a ver a Shea
mañana y nos contrataría como las dos máximas figuras.
–Puede que yo le contratara
a usted como entrenador –dijo el cocinero–. Usted podría darles la patada a
esos gilipollas.
–Puede apostar su último
dólar a que sí –dijo Quinn.
Cuando terminó de comer,
Quinn se acercó a los estantes de papelería. Acababa de llegar una remesa de
cuadernos nuevos y la pila era impresionante, un hermoso despliegue de azules,
verdes, rojos y amarillos. Cogió uno y vio que las páginas tenían el rayado estrecho
que él prefería. Quinn escribía siempre con pluma, sólo utilizaba la máquina de
escribir para la versión definitiva, y siempre estaba buscando buenos cuadernos
de espiral. Ahora que se había embarcado en el caso Stillman, le parecía que se
imponía un nuevo cuaderno. Sería útil tener un sitio distinto donde anotar sus
pensamientos, observaciones y preguntas. De esa manera, quizá las cosas no se
le irían de las manos.
Examinó la pila tratando de
decidir cuál coger. Por razones que nunca estuvieron claras para él, de repente
sintió un irresistible deseo por un determinado cuaderno rojo que estaba al
fondo de la pila. Lo sacó y lo examinó, pasando cuidadosamente las hojas con el
pulgar. Era incapaz de explicarse por qué lo encontraba tan atractivo. Era un
cuaderno normal de veinte por veintiocho con cien hojas. Pero algo en él
parecía llamarle, como si su único destino en el mundo fuera contener las
palabras que salieran de su pluma. Casi azorado por la intensidad de sus
sentimientos, Quinn se metió el cuaderno rojo bajo el brazo, se acercó a la
caja y lo compró.
De vuelta en su apartamento
un cuarto de hora más tarde, Quinn sacó la fotografía de Stillman y el cheque
del bolsillo de su chaqueta y los puso cuidadosamente sobre la mesa. Retiró los
desechos de la superficie –cerillas quemadas, colillas, remolinos de ceniza,
cartuchos de tinta gastados, unas cuantas monedas, billetes rotos, garabatos,
un pañuelo sucio– y puso el cuaderno rojo en el centro. Luego corrió las
cortinas, se quitó toda la ropa y se sentó a la mesa. Nunca había hecho
aquello, pero por alguna razón le parecía apropiado estar desnudo en aquel
momento. Se quedó allí sentado durante veinte o treinta segundos, tratando de
no moverse, tratando de no hacer nada más que respirar. Luego abrió el cuaderno
rojo. Cogió la pluma y escribió sus iniciales, DQ (Daniel Quinn), en la primera
página. Era la primera vez desde hacía más de cinco años que escribía su propio
nombre en uno de sus cuadernos. Se detuvo a considerar esto durante un momento
pero luego lo desechó por irrelevante. Volvió la página. Durante unos momentos
estudió su blancura, preguntándose si no era un idiota. Luego posó la pluma en
la primera línea e hizo la primera anotación en el cuaderno rojo.
La cara de
Stillman. O la cara de Stillman hace veinte años. Imposible saber si la cara de
mañana recordará a ésta. Es seguro, sin embargo, que ésta no es la cara de un
loco. ¿No es ésta una afirmación legítima? A mis ojos, por lo menos, parece
bondadosa, cuando no francamente agradable. Hay incluso una insinuación de
ternura en torno a la boca. Más que probable que los ojos sean azules, con
tendencia a lagrimear. El pelo escaso ya entonces, por lo tanto quizá
desaparecido ya, y lo que quede será gris o incluso blanco. Resulta
extrañamente familiar: el tipo meditativo, sin duda muy nervioso, alguien que
quizá tartamudee, que luche consigo mismo para contener el torrente de palabras
que salen de su boca.
El pequeño
Peter. ¿Es necesario que lo imagine o puedo aceptarlo por un acto de fe? La
oscuridad. Pensar en mi mismo en esa habitación, chillando. Me resisto. Creo
que ni siquiera deseo entenderlo. ¿Con qué fin? Esto no es una historia, al fin
y al cabo. Es un hecho, algo que ha ocurrido en este mundo, y se supone que yo
tengo que hacer un trabajo, una cosita de nada, y he dicho que sí. Si todo va
bien, debería ser bastante sencillo. No me han contratado para comprender,
simplemente para actuar. Esto es algo nuevo. Debo tenerlo en cuenta a toda
costa.
Y, sin
embargo, ¿qué es lo que dice Dupin en Poe? “Una identificación del intelecto
del razonador con el de su oponente.” Pero aquí se aplicaría a Stillman padre.
Lo cual probablemente es aún peor.
En cuanto a
Virginia, estoy en un mar de dudas. No sólo por el beso, que podría explicarse
por diversas razones; no por lo que Peter dijo de ella, que no tiene
importancia. ¿Su matrimonio? Quizá. La completa incongruencia del mismo.
¿Podría ser que estuviera metida en esto por dinero? ¿Que de alguna manera
estuviera trabajando en colaboración con Stillman? Eso lo cambiaría todo. Pero,
al mismo tiempo, no tiene sentido. ¿Por qué me habría contratado? ¿Para tener
un testigo de sus aparentemente buenas intenciones? Quizá. Pero eso parece
demasiado complicado. Y, sin embargo, ¿por qué siento que ella no es de fiar?
Otra vez la
cara de Stillman. He pensado durante estos últimos minutos que la he visto
antes. Quizá hace años en el barrio, antes de que le detuvieran.
Recordar la
sensación que produce llevar la ropa de otra persona. Empezar por ahí, creo.
Suponiendo que tenga que hacerlo. En los viejos tiempos, hace dieciocho o
veinte años, cuando yo no tenía dinero y los amigos me daban cosas. Por
ejemplo, el viejo abrigo de J en la universidad. Y la extraña sensación que
tenía de meterme en su piel. Ese es probablemente un buen comienzo.
Y luego, lo
más importante de todo: recordar quién soy. Recordar quién se supone que soy.
No creo que esto sea un juego. Por otra parte, nada está claro. Por ejemplo:
¿Quién eres tú? Y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentir al
respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo único que puedo decir es esto:
Escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ese no es mi verdadero nombre.
6
Quinn pasó la mañana
siguiente en la biblioteca de Columbia con el libro de Stillman. Llegó temprano,
fue el primero en entrar cuando las puertas se abrieron, y el silencio de los
vestíbulos de mármol le reconfortó, como si le hubieran permitido entrar en una
cripta de olvido. Después de enseñarle fugazmente su tarjeta de antiguo alumno
al soñoliento empleado que estaba detrás de la mesa, sacó el libro de las
estanterías, regresó al tercer piso y se instaló en un sillón de cuero verde en
una de las salas para fumadores. La luminosa mañana de mayo acechaba fuera como
una tentación, una llamada a deambular sin rumbo al aire libre, pero Quinn la
venció. Le dio la vuelta al sillón, se sentó de espaldas a la ventana y abrió
el libro.
El jardín y la torre: primeras
visiones del Nuevo Mundo. Estaba dividido en dos partes aproximadamente de
la misma extensión: “El mito del paraíso” y “El mito de Babel”. La primera se
concentraba en los descubrimientos de los exploradores, comenzando por Colón y
siguiendo hasta Raleigh. El argumento de Stillman era que los primeros hombres
que visitaron América creyeron que habían encontrado accidentalmente el
paraíso, un segundo Jardín del Edén. En el relato de su tercer viaje, por
ejemplo, Colón escribe: “Porque creo que se encuentra aquí el Paraíso terrenal,
al cual nadie puede entrar excepto con el permiso de Dios.” En cuanto a las
gentes de aquella tierra, Peter Martyr escribiría ya en 1505: “Parecen vivir en
ese mundo dorado del cual hablaban tanto los escritores antiguos, en el que los
hombres vivían con sencillez e inocencia, sin imposición de leyes, sin
disputas, jueces ni calumnias, contentos tan sólo con satisfacer a la
naturaleza.” O como escribía el siempre presente Montaigne más de medio siglo
después: “En mi opinión, lo que realmente vemos en estos pueblos no sólo
sobrepasa todas las imágenes que los poetas dibujaron de la Edad de Oro, y
todas las invenciones que representaban el entonces feliz estado de la
humanidad, sino también el concepto y el deseo de la filosofía misma.” Desde el
principio, según Stillman, el descubrimiento del Nuevo Mundo fue el impulso que
insufló vida al pensamiento utópico, la chispa que dio esperanzas a la
perfectibilidad de la vida humana, desde el libro de Tomás Moro de 1516 hasta
la profecía de Gerónimo de Mendieta, unos años más tarde, de que América se
convertiría en un estado teocrático ideal, una verdadera Ciudad de Dios.
Existía, sin embargo, el
punto de vista contrario. Si algunos consideraban que los indios vivían en una
inocencia anterior al pecado original, había otros que los juzgaban bestias
salvajes, diablos con forma de hombres. El descubrimiento de caníbales en el
Caribe no contribuyó a atenuar esta opinión. Los españoles la utilizaron como
justificación para explotar a los nativos despiadadamente para sus propios
fines mercantiles. Porque si uno no considera humano al hombre que tiene
delante, se comporta con él con menos escrúpulos. Hasta 1537, con la bula papal
de Pablo III, los indios no fueron declarados verdaderos hombres dueños de un
alma. El debate, no obstante, continuó durante varios cientos de años,
culminando por una parte en el “buen salvaje” de Locke y Rousseau –que puso los
cimientos teóricos de la democracia en una América independiente– y, por la
otra, en la campaña de exterminio de los indios, en la imperecedera creencia de
que el único indio bueno era el indio muerto.
La segunda parte del libro
empieza con un nuevo examen de la caída. Apoyándose fuertemente en Milton y su
relato de El paraíso perdido –como
representante de la postura puritana ortodoxa–, Stillman afirmaba que sólo
después de la caída comenzó la vida humana tal y como la conocemos. Porque si
en el Jardín no existía el mal, tampoco existía el bien. Como lo expresa el
propio Milton en la Areopagitica,
“fue de la piel de una manzana saboreada de donde saltaron al mundo el bien y
el mal, como dos gemelos inseparables”. La glosa de Stillman de esta frase era
extremadamente significativa. Alerta siempre a la posibilidad de juegos de
palabras, demostraba que la palabra “saborear” era en realidad una referencia a
la palabra latina “sapere”, que significaba a la vez “saborear” y “saber” y por
lo tanto contenía una referencia subliminal al árbol de la ciencia: el origen
de la manzana cuyo sabor trajo al mundo el conocimiento, es decir, el bien y el
mal. Stillman se extendía también en la paradoja de la palabra “gemelos”, que
sugiere a la vez “unión” y “desunión”, encarnando así dos significados iguales
y opuestos, los cuales a su vez encarnan una visión del lenguaje que Stillman
consideraba presente en toda la obra de Milton. En El paraíso perdido, por ejemplo, cada palabra clave tiene dos
significados: uno antes de la caída y otro después de la caída. Para ilustrar
su tesis, Stillman aisló varias de estas palabras –siniestro, serpentino,
delicioso– y mostró que su uso anterior a la caída estaba libre de connotaciones
morales, mientras que su uso posterior a la caída era oscuro, ambiguo,
informado por el conocimiento del mal. La única tarea de Adán en el Edén había
sido inventar el lenguaje, ponerle nombre a cada criatura y cada cosa. En aquel
estado de inocencia, su lengua había ido derecha al corazón del mundo. Sus
palabras no habían sido simplemente añadidas a las cosas que veía, sino que
revelaban su esencia, literalmente les daban vida. Una cosa y su nombre eran
intercambiables. Después de la caída, esto ya no era cierto. Los nombres se
separaron de las cosas; las palabras degeneraron en una colección de signos
arbitrarios; el lenguaje quedó apartado de Dios. La historia del Edén, por lo
tanto, no sólo narra la caída del hombre, sino la caída del lenguaje.
Más adelante en el libro del
Génesis hay otra historia sobre el lenguaje. Según Stillman, el episodio de la
torre de Babel era una recapitulación exacta de lo sucedido en el Edén, sólo
que ampliada y generalizada en su significado para toda la humanidad. La historia
adquiere especial sentido cuando se considera su posición dentro del libro:
capítulo XI del Génesis, versículos 1 al 9. Éste es el último incidente de la
prehistoria en la Biblia. Después de eso, el Antiguo Testamento es
exclusivamente una crónica de los hebreos. En otras palabras, la torre de Babel
representa la última imagen antes del verdadero comienzo del mundo.
Los comentarios de Stillman
continuaban a lo largo de un montón de páginas. Empezaba con un estudio
histórico de las diversas tradiciones exegéticas relativas a la historia,
seguía con las numerosas lecturas erróneas que se habían hecho de ella, y
terminaba con un largo catálogo de leyendas de la Aggada (un compendio de
interpretaciones rabínicas no relacionadas con cuestiones legales). Estaba
generalmente aceptado, escribía Stillman, que la torre había sido construida en
el año 1996 después de la creación, apenas trescientos cuarenta años después
del Diluvio, “para que no quedásemos desperdigados por toda la faz de la
tierra”. El castigo de Dios vino como respuesta a este deseo, que contradecía
un mandato aparecido anteriormente en el Génesis: “Creced y multiplicaos,
llenad la tierra y dominadla.” Al destruir la torre, por lo tanto, Dios
condenaba al hombre a obedecer este precepto. Otra lectura, no obstante, veía
la torre como un desafío a Dios. Nemrod, el primer gobernante de todo el mundo,
fue designado como arquitecto de la torre: Babel iba a ser un templo que
simbolizase la universalidad de su poder. Esta era la visión prometeica de la historia
y se apoyaba en las frases “cuya parte superior pueda llegar al cielo” y
“hagamos un nombre”. La construcción de la torre se convirtió en la obsesiva y
arrolladora pasión de la humanidad, más importante finalmente que la vida
misma. Los ladrillos se volvieron más valiosos que las personas. Las mujeres
que trabajaban en ella ni siquiera se paraban para dar a luz a sus hijos;
sujetaban al recién nacido en el delantal y continuaban trabajando. Al parecer,
había tres grupos diferentes ocupados en la construcción: los que deseaban
morar en el cielo, los que deseaban hacerle la guerra a Dios y los que deseaban
adorar a los ídolos. Al mismo tiempo, estaban unidos en sus esfuerzos –“Y toda
la tierra tenía una sola lengua y una sola habla”– y el poder latente de una
humanidad unida enojó a Dios. “Y el Señor dijo: Mirad, el pueblo es todo uno y
tienen todos una sola lengua; y esto empiezan a hacer: y ahora nada podrá
impedirles que hagan lo que imaginan.” Este discurso es un eco consciente de
las palabras que Dios pronunció al expulsar a Adán y Eva del Paraíso: “Mirad,
el hombre se ha convertido en uno de nosotros, conoce el bien y el mal; y
ahora, para que no alargue la mano y tome también del árbol de la vida y coma y
viva para siempre... Por lo tanto el Señor Dios les mandó fuera del Jardín del
Edén...” Otra lectura sostiene que la historia pretendía ser únicamente una
forma de explicar la diversidad de los pueblos y las lenguas. Porque si todos
los hombres descendían de Noé y sus hijos, ¿cómo era posible dar razón de las
enormes diferencias entre culturas? Otra lectura similar argumentaba que la
historia era una explicación de la existencia del paganismo y la idolatría, ya
que hasta esta historia se presenta a todos los hombres como monoteístas en sus
creencias. En cuanto a la torre misma, la leyenda afirma que un tercio de la
estructura se hundió en la tierra, un tercio fue destruido por el fuego y otro
tercio quedó en pie. Dios la atacó de dos maneras distintas para convencer al
hombre de que la destrucción era un castigo divino y no el resultado del azar.
Sin embargo, la parte que quedó en pie era tan alta que una palmera vista desde
arriba no parecía mayor que un saltamontes. También se decía que una persona
podía andar durante tres días a la sombra de la torre sin abandonarla nunca.
Por último –y Stillman se extendía mucho sobre esto– se creía que quien miraba
las ruinas de la torre olvidaba todo lo que sabía.
Quinn no era capaz de ver
qué tenía que ver todo aquello con el Nuevo Mundo. Pero entonces empezaba un
capítulo nuevo y de repente Stillman se ponía a comentar la vida de Henry Dark,
un clérigo de Boston que había nacido en Londres en 1649 (el día de la
ejecución de Carlos I), fue a América en 1675 y murió en un incendio en
Cambridge, Massachusetts, en 1691.
Según Stillman, cuando era
joven, Henry Dark había sido secretario particular de John Milton, desde 1669
hasta la muerte del poeta cinco años más tarde. Esto era una novedad para
Quinn, porque le parecía recordar haber leído en alguna parte que cuando Milton
se quedó ciego le dictaba su obra a una de sus hijas. Se enteró de que Dark era
un fervoroso puritano, estudiante de teología y devoto seguidor de la obra de
Milton. Conoció a su héroe una tarde en una pequeña reunión y éste le invitó a
hacerle una visita la semana siguiente. Eso llevó a nuevas visitas, hasta que
finalmente Milton empezó a encomendarle a Dark diversas tareas: tomar dictados,
guiarle por las calles de Londres, leerle las obras de los antiguos. En una
carta que Dark le escribió en 1672 a su hermana a Boston mencionaba largas
conversaciones con Milton sobre los puntos más delicados de la exégesis
bíblica. Luego Milton murió y Dark quedó desconsolado. Seis meses más tarde,
pensando que Inglaterra era un desierto, una tierra que no le ofrecía nada,
decidió emigrar a América. Llegó a Boston en el verano de 1675.
Poco se sabía de sus
primeros años en el Nuevo Mundo. Stillman especulaba que tal vez había viajado
hacia el Oeste, adentrándose en territorios inexplorados, pero no pudo
encontrar pruebas concretas que respaldaran su hipótesis. Por otra parte,
ciertas referencias a los escritos de Dark indican un conocimiento profundo de
las costumbres de los indios, lo cual lleva a Stillman a teorizar que quizá
Dark vivió con una de las tribus durante algún tiempo. Sea como fuere, no hay
ninguna mención pública de Dark hasta 1682, cuando su nombre se inscribe en el
registro de matrimonios de Boston por haber tomado como esposa a una tal Lucy
Fitts. Dos años más tarde aparece encabezando la lista de una pequeña
congregación puritana en las afueras de la ciudad. La pareja tuvo varios hijos,
pero todos ellos murieron en la primera infancia. No obstante, un hijo de
nombre John, nacido en 1686, sobrevivió. Pero se sabe que el niño pereció en
1691 al caer accidentalmente desde una ventana del segundo piso. Justo un mes
más tarde toda la casa ardió y tanto Dark como su esposa murieron en el
incendio.
Henry Dark habría pasado a
la oscuridad de los primeros tiempos de la vida americana de no ser por una
cosa: la publicación en 1690 de un panfleto titulado La nueva Babel. Según Stillman, esta obrita de sesenta y cuatro
páginas era el relato más visionario del nuevo continente escrito hasta
entonces. Si Dark no hubiera muerto tan poco tiempo después de su aparición, su
efecto sin duda habría sido mayor. Porque, al parecer, la mayor parte de los
ejemplares del panfleto fueron destruidos en el incendio que mató a Dark.
Stillman había podido descubrir sólo uno, y ello por casualidad, en el desván
de la casa de su familia en Cambridge. Tras años de diligente búsqueda, había
llegado a la conclusión de que aquél era el único ejemplar que existía aún.
La nueva Babel, escrito en vigorosa prosa miltoniana, proponía la construcción del
paraíso en América. Al contrario que otros autores sobre el tema, Dark no
suponía que el paraíso fuera un lugar que pudiera descubrirse. No había mapas
que pudieran llevar al hombre hasta allí, ni instrumentos de navegación que
pudieran guiar al hombre hasta sus costas. Más bien, su existencia estaba
inmanente dentro del hombre mismo: la idea de un más allá que él pudiera crear
algún día en el aquí y ahora. Porque la utopía no estaba en ninguna parte, ni
siquiera, como explicaba Dark, en su “verbo”. Y el hombre lograría crear ese
lugar soñado únicamente construyéndolo con sus propias manos.
Dark basaba sus conclusiones
en la lectura de la historia de Babel como una obra profética. Inspirándose
fuertemente en la interpretación de Milton de la caída, seguía a su maestro en
el hecho de atribuir una desmedida importancia al papel del lenguaje. Pero
llevaba las ideas del poeta un paso más lejos. Si la caída del hombre entrañaba
también la caída del lenguaje, ¿no era lógico suponer que sería posible
deshacer la caída, invertir sus efectos, deshaciendo la caída del lenguaje,
esforzándose por recrear el lenguaje que se hablaba en el Edén? Si el hombre
podía aprender ese lenguaje original de la inocencia, ¿no se seguía de ello que
recobraría un estado de inocencia dentro de sí? Bastaba con mirar el ejemplo de
Cristo, argumentaba Dark, para comprender que eso era así. Porque ¿acaso no era
Cristo un hombre, una criatura de carne y hueso? ¿Y no hablaba Cristo ese
lenguaje anterior al pecado original? En El
paraíso recobrado de Milton, Satanás habla con “engaño de doble sentido”,
mientras que, en el caso de Cristo, sus “acciones con sus palabras concuerdan,
sus palabras / a su gran corazón dan la expresión debida, su corazón / contiene
de bondad, sabiduría, justicia, la forma perfecta”. ¿Y no había Dios “enviado ahora
a su Oráculo viviente / al mundo para enseñar su última voluntad, / y envía su
Espíritu de la Verdad a morar en lo porvenir / en los corazones píos, un
Oráculo interior / indispensable para que yo conozca toda Verdad”? Y, gracias a
Cristo, ¿no tuvo la caída un feliz resultado, no fue una felix culpa, como afirma la doctrina? Por lo tanto, argüía Dark,
ciertamente sería posible que el hombre hablase el lenguaje original de la
inocencia y recobrase, completa e intacta, la verdad dentro de sí.
Volviendo a la historia de
Babel, Dark elaboraba luego su plan y anunciaba su visión de las cosas por
venir. Citando el segundo versículo del Génesis 11 –”Y sucedió que mientras
viajaban desde el este encontraron una llanura en la tierra de Sennaar y
moraron allí”–, Dark afirmaba que este pasaje demostraba el movimiento hacia el
Oeste de la vida y la civilización humanas. Porque la ciudad de Babel –o
Babilonia– estaba situada en Mesopotamia, muy al este de la tierra de los
hebreos. Si Babel se encontraba al Oeste de algo, era del Edén, el solar
originario de la humanidad. El deber del hombre de esparcirse por toda la
tierra –obedeciendo el mandato de Dios de “creced... y llenad la tierra”–
inevitablemente seguiría un curso occidental. ¿Y qué tierra más occidental en toda
la cristiandad, se preguntaba Dark, que América? El movimiento de los colonos
ingleses hacia el Nuevo Mundo, por lo tanto, podría interpretarse como el
cumplimiento del antiguo mandamiento. América era el último paso en ese
proceso. Una vez que el continente se hubiera llenado, habría llegado el
momento para un cambio en la fortuna de la humanidad. El impedimento de la
construcción de Babel –que el hombre debía llenar la tierra– habría quedado
eliminado. En ese momento sería posible de nuevo que toda la tierra tuviera una
sola lengua y una sola habla. Y si eso sucedía, el paraíso no estaría lejos.
Al igual que Babel había
sido construida trescientos cuarenta años después del Diluvio, el mandamiento
se cumpliría, predecía Dark, exactamente trescientos cuarenta años después de
la llegada del Mayflower a Plymouth.
Porque ciertamente serían los puritanos, el recién elegido pueblo de Dios,
quienes tendrían en sus manos el destino de la humanidad. Al contrario que los
hebreos, que le habían fallado a Dios al negarse a aceptar a su hijo, aquellos
ingleses trasplantados escribirían el último capítulo de la historia antes de
que el cielo y la tierra se uniesen al fin. Como Noé en su arca, habían viajado
por el vasto océano para llevar a cabo su sagrada misión.
Trescientos cuarenta años,
según los cálculos de Dark, significaba que en 1960 la primera parte de la
tarea de los colonos habría concluido. En ese momento, se habrían puesto los
cimientos para la verdadera obra que habría de seguir: la construcción de la nueva
Babel. Él ya veía, escribía Dark, signos esperanzadores en la ciudad de Boston,
porque allí, como en ninguna otra parte del mundo, el principal material de
construcción era el ladrillo, que, como se especifica en el versículo 3 del
Génesis 11, era el material de construcción de Babel. En el año 1960, afirmaba
confiado, la nueva Babel comenzaría a subir, su misma forma aspirando a
alcanzar los cielos, un símbolo de la resurrección del espíritu humano. La
historia se escribiría en sentido inverso. Lo que había caído se levantaría. Lo
que se había roto volvería a estar entero. Una vez terminada, la torre sería lo
bastante grande como para albergar a todos los habitantes del Nuevo Mundo.
Habría una habitación para cada persona y una vez que entraran en esa habitación
olvidarían todo lo que sabían. Al cabo de cuarenta días y cuarenta noches
saldrían convertidos en hombres nuevos, hablando el lenguaje de Dios,
dispuestos a habitar el segundo y eterno paraíso.
Así acababa la sinopsis que
hacía Stillman del panfleto de Henry Dark, fechado el veinte de diciembre de
1690, el septuagésimo aniversario del desembarco del Mayflower.
Quinn dio un pequeño suspiro
y cerró el libro. La sala de lecturas estaba vacía. Se inclinó hacia adelante,
puso la cabeza entre las manos y cerró los ojos.
–Mil novecientos sesenta
–dijo en voz alta.
Trató de evocar una imagen
de Henry Dark, pero no lo consiguió. En su mente sólo veía un incendio, una
hoguera de libros ardiendo. Luego, perdiendo el hilo de sus pensamientos, se
acordó repentinamente de que 1960 era el año en que Stillman encerró a su hijo.
Abrió el cuaderno rojo y lo
colocó sobre su regazo. Justo cuando estaba a punto de escribir en él, sin
embargo, decidió que ya había tenido suficiente. Cerró el cuaderno rojo, se
levantó del sillón y devolvió el libro de Stillman en el mostrador de la
entrada. Encendiendo un cigarrillo al pie de la escalera, abandonó la
biblioteca y se perdió en la tarde de mayo.
7
Llegó a la estación Grand
Central con mucha anticipación. La llegada del tren de Stillman estaba prevista
a las 6.41, pero Quinn quería tener tiempo para estudiar la geografía del
lugar, para asegurarse de que Stillman no podría escapársele. Cuando salió del
metro y entró en el gran vestíbulo vio en el reloj de la estación que eran las
cuatro. La estación ya había empezado a llenarse del gentío de la hora punta.
Abriéndose paso a través de los cuerpos que venían en dirección contraria,
Quinn recorrió las puertas numeradas, buscando escaleras ocultas, salidas no
señalizadas, recovecos oscuros. Llegó a la conclusión de que un hombre decidido
a desaparecer podría hacerlo sin mucha dificultad. Tendría que confiar en que
Stillman no hubiera sido advertido de que él estaría allí. Si así fuera, y
Stillman consiguiera eludirle, significaría que Virginia Stillman era la
responsable. No había nadie más. Le consolaba saber que tenía un plan
alternativo por si las cosas salían mal. Si Stillman no se presentaba, Quinn
iría directamente a la calle Sesenta y se enfrentaría a Virginia Stillman con lo
que sabía.
Mientras deambulaba por la
estación, se recordó quién se suponía que era. Había empezado a notar que el
efecto de ser Paul Auster no era del todo desagradable. Aunque seguía teniendo
el mismo cuerpo, la misma mente, los mismos pensamientos, se sentía como si de
alguna manera le hubieran sacado de sí mismo, como si ya no tuviera que
soportar el peso de su propia conciencia. Gracias a un sencillo truco de la
inteligencia, un hábil cambio de nombre, se sentía incomparablemente más ligero
y más libre. Al mismo tiempo, sabía que todo era una ilusión. Pero había cierto
consuelo en eso. No se había perdido realmente; sólo estaba fingiendo, y podía
volver a ser Quinn cuando quisiera. El hecho de que ahora hubiese un propósito
en ser Paul Auster –un propósito que cada vez era más importante para él– le
servia como una especie de justificación moral para la farsa y le absolvía de
tener que defender su mentira. Porque creerse Auster se había convertido en su
mente en sinónimo de hacer el bien en el mundo.
Vagó por la estación como si
estuviera dentro del cuerpo de Paul Auster, esperando a que apareciese
Stillman. Levantó la cabeza para mirar la cúpula del gran vestíbulo y estudió
el fresco de las constelaciones. Había bombillas representando las estrellas y
dibujos de las figuras celestes. Quinn nunca había podido comprender la
relación entre las constelaciones y sus nombres. Cuando era niño había pasado
muchas horas bajo el cielo nocturno tratando de hacer concordar los grupos de
minúsculas luces con las formas de osos, toros, arqueros y aguadores. Pero
nunca lo conseguía y se sentía estúpido, como si hubiera un punto ciego en el
centro de su cerebro. Se preguntó si al joven Auster se le habría dado mejor
aquello.
Al otro lado, ocupando la
mayor parte de la pared oriental de la estación, estaba la fotografía de Kodak,
con sus brillantes y fantásticos colores. La escena del mes mostraba una calle
de un pueblo pesquero de Nueva Inglaterra, quizá Nantucket. Una hermosa luz
primaveral brillaba sobre el empedrado, en las jardineras de las ventanas había
flores de muchos colores y a lo lejos, al final de la calle, estaba el mar, con
sus olas blancas y su agua muy azul. Quinn se acordó de haber visitado
Nantucket con su esposa hacía muchos años, en el primer mes de embarazo, cuando
el hijo no era más que una diminuta almendra en su vientre. Le resultó doloroso
pensar en aquello y trató de borrar las imágenes que se estaban formando en su
cabeza. “Miralo a través de los ojos de Auster”, se dijo, “y no pienses en nada
más.” Volvió de nuevo su atención a la fotografía y se sintió aliviado al
descubrir que sus pensamientos se desviaban al tema de las ballenas, las
expediciones que habían partido de Nantucket en el siglo pasado, Melville y las
primeras páginas de Moby Dick. Desde
allí su mente pasó a los relatos que había leído sobre los últimos años de
Melville, el viejo taciturno que trabajaba en la aduana de Nueva York, sin
lectores, olvidado de todos. Luego, repentinamente, con gran claridad y
precisión, vio la ventana de Bartleby y la lisa pared de ladrillo ante él.
Alguien le dio un golpecito
en el brazo y cuando Quinn se volvió para enfrentarse al asalto vio a un hombre
bajo y silencioso que le tendía un bolígrafo verde y rojo. Sujeta al bolígrafo
había una banderita de papel blanco. Por un lado decía: “Este buen artículo es
cortesía de un sordomudo. Pague la
voluntad. Gracias por su ayuda.” Por el otro lado de la banderita había una
tabla del alfabeto manual –enseñe a
hablar a sus amigos– que mostraba la posición de la mano para cada una
de las veintiséis letras. Quinn se metió la mano en el bolsillo y le dio un
dólar al hombre. El sordomudo asintió una vez muy brevemente y luego siguió su
camino, dejando a Quinn con el bolígrafo en la mano.
Eran ya más de las cinco.
Quinn decidió que sería menos vulnerable en otro sitio y se dirigió a la sala
de espera. Generalmente era un lugar tétrico, lleno de polvo y de gente que no
tenía adónde ir, pero ahora, en plena hora punta, había sido tomado por hombres
y mujeres con maletines, libros y periódicos. Quinn tuvo dificultad para
encontrar un asiento. Después de buscar durante dos o tres minutos finalmente
encontró un sitio en uno de los bancos y se metió entre un hombre vestido con
un traje azul y una mujer joven y gordita. El hombre estaba leyendo la sección
de deportes del Times y Quinn echó
una ojeada para leer la crónica de la derrota de los Mets la noche anterior.
Había llegado al tercer o cuarto párrafo cuando el hombre se volvió lentamente
hacia él, le lanzó una mirada asesina y apartó el periódico bruscamente.
Después de eso ocurrió una
cosa extraña. Quinn volvió su atención a la joven sentada a su derecha para ver
si había algo de lectura en esa dirección. Dedujo que tendría unos veinte anos.
Tenía varios granitos en la mejilla izquierda, oscurecidos por una mancha
rosada de maquillaje, y mascaba sonoramente una bola de chicle. Sin embargo,
estaba leyendo un libro de bolsillo con una chillona portada y Quinn se inclinó
ligeramente a su derecha para echarle una ojeada al título. Contra todas sus
expectativas era un libro escrito por él: Abrazo
suicida, de William Wilson, la primera novela de Max Work. Quinn había
imaginado a menudo esta situación: el repentino e inesperado placer de
encontrar a uno de sus lectores. Incluso había imaginado la conversación que
seguiría: él, afablemente tímido primero mientras el desconocido alababa el
libro, luego, con gran renuencia y modestia, aceptaría firmar un autógrafo en
la página del título, “puesto que insiste”. Pero ahora que la escena estaba
teniendo lugar se sentía muy decepcionado, incluso enfadado. No le gustaba la
chica que estaba sentada a su lado y le ofendía que ella leyera
superficialmente las páginas que tanto esfuerzo le habían costado. Su impulso
fue arrancarle el libro de las manos y salir corriendo de la estación.
La miró a la cara de nuevo,
tratando de oír las palabras que resonaban en su cabeza, observando cómo sus
ojos iban y venían rápidamente por la página. Probablemente la miró con
demasiada atención porque un momento después ella se volvió a él con expresión
irritada y le dijo:
–¿Tiene usted algún
problema, señor? Quinn sonrió débilmente.
–No –dijo–. Sólo me
preguntaba si le gustaba el libro.
La chica se encogió de
hombros.
–Los he leído mejores y los
he leído peores.
Quinn deseó cortar la
conversación en ese mismo momento pero algo en él persistió. Antes de que
hubiera podido levantarse y marcharse, las palabras habían salido de su boca.
–¿Lo encuentra emocionante?
La chica volvió a encogerse
de hombros y masticó su chicle ruidosamente.
–Más bien. Hay una parte en
la que el detective se pierde que da bastante miedo.
–¿Es listo el detective?
–Sí, es listo. Pero habla
demasiado.
–¿Le gustaría que hubiera
más acción?
–Creo que sí.
–Y si no le gusta, ¿por qué
sigue usted leyéndolo?
–No sé. –La chica se encogió
de hombros una vez más–. Para pasar el rato, supongo. Además, no tiene
importancia. Es sólo un libro.
Estaba a punto de decirle
quién era, pero luego se dio cuenta de que no serviría de nada. No había
esperanzas para aquella chica. Durante cinco años había guardado el secreto de
la identidad de William Wilson y no iba a revelarlo ahora, y menos a una
desconocida imbécil. De todas formas, era doloroso, y luchó desesperadamente
para tragarse su orgullo. Antes que darle un puñetazo en la cara a la chica, se
levantó bruscamente de su asiento y se alejó.
A las seis y media se apostó
delante de la puerta venticuatro. El tren llegaría a la hora prevista, y desde
su ventajosa posición en el centro de la puerta Quinn juzgó que tenía muchas
posibilidades de ver a Stillman. Sacó la foto de su bolsillo y la estudió una
vez más, prestando especial atención a los ojos. Recordaba haber leído en
alguna parte que los ojos eran el único rasgo de la cara que no cambiaba nunca.
Desde la infancia a la vejez permanecían igual, y un hombre con cabeza para
verlo podía teóricamente mirar a los ojos de un muchacho en una fotografía y
reconocer a la misma persona ya vieja. Quinn tenía sus dudas, pero no podía
apoyarse en nada más, era su único puente con el presente. Una vez más, sin
embargo, la cara de Stillman no le dijo nada.
El tren entró en la estación
y Quinn notó que el ruido le atravesaba el cuerpo: un estrépito fortuito y
turbulento que parecía unirse a sus pulsaciones, bombeando la sangre en roncos
chorros. Su cabeza se llenó luego con la voz de Peter Stillman, como una ráfaga
de palabras sin sentido que chocaban ruidosamente contra las paredes de su
cráneo. Se dijo a si mismo que debía calmarse. Pero eso no le sirvió de mucho.
A pesar de todo lo que había imaginado de si mismo, estaba excitado.
El tren iba abarrotado y
cuando los pasajeros empezaron a llenar la rampa y caminar hacia él, se
convirtieron rápidamente en una multitud. Quinn se golpeó nerviosamente el
muslo derecho con el cuaderno rojo, se puso de puntillas y miró atentamente a
la muchedumbre. Pronto la gente empezó a pasar como una tromba a su alrededor.
Había hombres y mujeres, niños y viejos, adolescentes y bebés, ricos y pobres,
hombres negros y mujeres blancas, hombres blancos y mujeres negras, orientales
y árabes, hombres vestidos de marrón, de gris, de azul y de verde, mujeres de
rojo, blanco, amarillo y rosa, niños con zapatillas deportivas, niños con
zapatos, niños con botas vaqueras, personas gordas y personas delgadas, personas
altas y personas bajas, cada uno diferente de todos los demás, cada uno
irreductiblemente él mismo. Quinn les observó a todos, anclado en su sitio,
como si todo su ser estuviera exiliado en sus ojos. Cada vez que un anciano se
aproximaba, él se preparaba para que fuese Stillman. Se acercaban y se alejaban
demasiado deprisa para que él pudiera entregarse a la decepción, pero en cada
cara vieja parecía encontrar una señal de cómo sería el verdadero Stillman, y
sus expectativas cambiaban rápidamente con cada cara nueva, como si la
acumulación de hombres viejos anunciara la inminente llegada del propio
Stillman. Durante un instante Quinn pensó: “De modo que así es el trabajo de un
detective.” Pero aparte de eso no pensó nada. Miraba. Inmóvil entre la multitud
que se movía, miraba.
Cuando aproximadamente la
mitad de los pasajeros habían pasado ya, Quinn vio a Stillman por primera vez.
El parecido con la fotografía era inconfundible. No, no se había quedado calvo,
como Quinn había pensado. Tenía el pelo blanco y sin peinar, con algunos
mechones tiesos aquí y allá. Era alto, delgado, sin duda mayor de sesenta años,
algo encorvado. Inadecuadamente para la época del año, llevaba un abrigo largo
marrón muy estropeado, y arrastraba ligeramente los pies al andar. La expresión
de su cara parecía plácida, a medio camino entre el aturdimiento y la
reflexión. No miraba lo que le rodeaba, no parecía interesarle. Llevaba una
sola maleta, de cuero, con una correa alrededor, en otro tiempo bonita pero
ahora baqueteada. Una o dos veces mientras subía la rampa dejó la maleta en el
suelo y descansó un momento. Parecía moverse con esfuerzo, un poco
desconcertado por la multitud, dudando si andar al paso de los demás o dejar
que le adelantaran.
Quinn retrocedió un poco,
situándose en una posición que le permitiera un rápido movimiento a la derecha
o a la izquierda, dependiendo de lo que sucediera. Al mismo tiempo quería estar
lo bastante lejos como para que Stillman no notara que le seguían.
Cuando Stillman llegó a la
puerta de entrada a la estación dejó la maleta en el suelo una vez más y se
detuvo. En ese momento Quinn se permitió echar una ojeada a la derecha de
Stillman, examinando al resto de los pasajeros para estar doblemente seguro de
que no había cometido ninguna equivocación. Lo que sucedió entonces no tenía
explicación. Directamente detrás de Stillman, asomando sólo unos centímetros
por detrás de su hombro derecho, otro hombre se paró, sacó un encendedor del
bolsillo y encendió un cigarrillo. Su cara era exacta a la de Stillman. Durante
un segundo Quinn pensó que era un espejismo, una especie de aura arrojada por
las corrientes electromagnéticas del cuerpo de Stillman. Pero no, aquel otro
Stillman se movía, respiraba, parpadeaba; sus actos eran claramente
independientes del primer Stillman. El segundo Stillman tenía un aspecto
próspero. Vestía un traje azul caro; zapatos brillantes; llevaba el pelo blanco
bien peinado; y sus ojos tenían la mirada astuta de un hombre de mundo. Él
también llevaba una sola maleta, negra, elegante, aproximadamente del mismo
tamaño que la del otro Stillman.
Quinn se quedó paralizado.
Ahora no podía hacer nada que no fuese una equivocación. Cualquiera que fuera
su elección –y tenía que elegir– sería arbitraria, una sumisión al azar. La
incertidumbre le perseguiría hasta el final. En ese momento los dos Stillman se
pusieron en marcha de nuevo. El primero torció a la derecha, el segundo a la
izquierda. Quinn anheló tener un cuerpo de ameba, deseó dividirse por la mitad
y correr en dos direcciones a la vez. “Haz algo”, se dijo, “haz algo ahora
mismo, idiota.”
Sin ninguna razón, fue hacia
la izquierda, en pos del segundo Stillman. Después de nueve o diez pasos se
detuvo. Algo le decía que llegaría a lamentar lo que estaba haciendo. Estaba
actuando por rencor, impulsado a castigar al segundo Stillman por confundirle.
Dio medio vuelta y vio al primer Stillman alejarse lentamente en dirección
contraria. Seguramente aquél era su hombre. Aquel ser zarrapastroso, tan
decrépito y desconectado de su entorno, seguramente aquél era el loco Stillman.
Quinn respiró hondo, exhaló con el pecho tembloroso e inhaló de nuevo. No había
forma de saberlo: ni aquello ni nada. Siguió al primer Stillman, aflojando el
paso para adaptarlo al del anciano, y fue tras él hasta el metro.
Eran casi las siete y la
multitud empezaba a hacerse menos densa. Aunque Stillman parecía estar
ofuscado, sabía adónde iba. El catedrático fue derecho a las escaleras del
metro, pagó su billete en la taquilla y esperó tranquilamente en el andén a que
llegara el tren que iba a Times Square. Quinn empezó a perder el miedo a que se
fijara en él. Nunca había visto a nadie tan absorto en sus pensamientos. Dudaba
de que Stillman le viera aunque se pusiera directamente delante de él.
Viajaron al West Side en el
tren de enlace, recorrieron los húmedos corredores de la estación de la calle
Cuarenta y dos y bajaron otro tramo de escaleras hasta el metro. Siete u ocho
minutos más tarde cogieron la línea de Broadway, fueron hacia el centro durante
dos largas estaciones y se apearon en la calle Noventa y seis. Subieron
despacio las últimas escaleras, haciendo varias pausas para que Stillman
soltara su maleta y recobrara el aliento, salieron a la superficie en la
esquina y entraron en la tarde color índigo. Stillman no vaciló. Sin detenerse
para orientarse, empezó a caminar por Broadway por el lado este de la calle.
Durante varios minutos Quinn jugó con la irracional convicción de que Stillman
se dirigía a su propia casa en la calle Ciento siete. Pero antes de que pudiera
entregarse a un pánico total, Stillman se paró en la esquina de la calle
Noventa y nueve, esperó a que el semáforo se pusiera verde y cruzó al otro lado
de Broadway. A la mitad de la manzana había un pequeño hotel de mala muerte
para pobres diablos, el Hotel Harmony. Quinn había pasado por delante de él
muchas veces y estaba acostumbrado a los borrachos y vagabundos que merodeaban
por allí. Le sorprendió ver que Stillman abría la puerta y entraba en el
vestíbulo. Por alguna razón había supuesto que el viejo encontraría un
alojamiento más cómodo. Pero cuando Quinn se detuvo delante de la puerta de
cristal y vio al catedrático acercarse al mostrador, escribir lo que sin duda
era su nombre en el registro, recoger su maleta y desaparecer en el ascensor, comprendió
que allí era donde Stillman pensaba quedarse.
Quinn esperó fuera durante
las dos horas siguientes, paseando arriba y abajo de la manzana, pensando que
quizá Stillman saldría a cenar a una de las cafeterías de la zona. Pero el
anciano no apareció y finalmente Quinn llegó a la conclusión de que debía
haberse acostado. Llamó a Virginia Stillman desde la cabina telefónica de la
esquina, le dio un informe completo de lo sucedido y luego se dirigió a la
calle Ciento siete.
8
A la mañana siguiente, y durante
muchas mañanas más, Quinn se apostó en un banco en el centro de la isleta que
había en la esquina de Broadway con la Noventa y nueve. Llegaba temprano, nunca
después de las siete, y se sentaba allí con un vaso de café, un panecillo con
mantequilla y un periódico abierto en el regazo, mirando hacia la puerta de
cristal del hotel. A las ocho salía Stillman, siempre con su largo abrigo
marrón, llevando una bolsa de fieltro grande y anticuada. Durante dos semanas
esta rutina no varió. El anciano deambulaba por las calles del barrio,
avanzando despacio, poquito a poco, haciendo una pausa, poniéndose en marcha de
nuevo, parándose otra vez, como si cada paso tuviera que sopesarse y medirse
antes de que ocupara su lugar entre la suma total de pasos. A Quinn le
resultaba difícil moverse de aquella manera. Estaba acostumbrado a andar
deprisa y todas aquellas paradas y arrastrar de pies comenzaban a resultar un
esfuerzo, como si el ritmo de su cuerpo se viera perturbado. Era la liebre a la
caza de la tortuga, y tenía que recordarse una y otra vez que debía frenarse.
Lo que Stillman hacía en
aquellos paseos continuaba siendo una especie de misterio para Quinn.
Naturalmente, veía con sus propios ojos lo que sucedía, y lo anotaba. todo
cuidadosamente en su cuaderno rojo. Pero el sentido de aquellos actos
continuaba escapándosele. Stillman nunca parecía ir a ningún sitio determinado
y tampoco parecía saber dónde estaba. Y sin embargo, como obedeciendo a un
propósito consciente, nunca salía de una zona estrechamente circunscrita,
limitada al norte por la calle Ciento diez, al sur por la Setenta y dos, al
oeste por Riverside Park y al este por Amsterdam Avenue. Por muy casuales que
parecieran sus recorridos –y su itinerario era diferente cada día–, Stillman
nunca cruzaba estas fronteras. Tal precisión desconcertaba a Quinn, porque en
todos los demás aspectos Stillman parecía ir a la deriva.
Mientras caminaba, Stillman
no levantaba la vista. Mantenía los ojos siempre fijos en la acera, como si
estuviera buscando algo. De hecho, de vez en cuando se agachaba, recogía algún
objeto del suelo y lo examinaba atentamente, dándole vueltas y vueltas en la
mano. A Quinn le hacía pensar en un arqueólogo inspeccionando un fragmento de
una ruina prehistórica. En ocasiones, después de estudiar así un objeto,
Stillman lo tiraba a la acera. Pero generalmente abría su bolsa y guardaba en
ella el objeto cuidadosamente. Luego, metiendo la mano en uno de los bolsillos
de su abrigo, sacaba un cuaderno rojo
–parecido al de Quinn pero más pequeño– y escribía en él con gran
concentración durante un minuto o dos. Al terminar esta operación, volvía a
meter el cuaderno en su bolsillo, recogía la bolsa y seguía su camino.
Según Quinn podía ver, los
objetos que Stillman recogía carecían de valor. Parecían ser solamente cosas
rotas, desechadas, trastos viejos. A lo largo de los días Quinn anotó un
paraguas plegable despojado de la tela, la cabeza de una muñeca de goma, un
guante negro, el casquillo de una bombilla rota, varios ejemplares de papel
impreso (revistas empapadas, periódicos hechos pedazos), una fotografía
rasgada, piezas de maquinaria y diversos desechos que no pudo identificar. El
hecho de que Stillman se tomara tan en serio esta recogida de basura intrigaba
a Quinn, pero no podía hacer otra cosa que observar, anotar en el cuaderno rojo
lo que veía y quedarse estúpidamente en la superficie de las cosas. Al mismo
tiempo le complacía saber que también Stillman tenía un cuaderno rojo, como si
eso creara un vínculo secreto entre ellos. Quinn sospechaba que el cuaderno
rojo de Stillman contenía respuestas a las preguntas que se habían ido
acumulando en su cabeza, y empezó a planear diversas estratagemas para
robárselo al viejo. Pero aún no había llegado el momento de dar ese paso.
Aparte de recoger objetos en
la calle, Stillman no parecía hacer nada. De vez en cuando se detenía en alguna
parte para comer. En alguna ocasión tropezaba con alguien y murmuraba una
disculpa. Una vez un coche estuvo a punto de atropellarle cuando cruzaba la
calle. Stillman no hablaba con nadie, no entraba en ninguna tienda, no sonreía.
No parecía ni alegre ni triste. Dos veces, cuando su botín de desechos se había
hecho desacostumbradamente grande, regresó al hotel en mitad del día y volvió a
salir unos minutos más tarde con la bolsa vacía. La mayoría de los días pasaba
por lo menos varias horas en Riverside Park, paseando metódicamente por los
caminos asfaltados o abriéndose paso por entre los arbustos con un palo. Su
búsqueda de objetos no cesaba entre el follaje. Piedras, hojas y ramitas
acababan en su bolsa. Una vez, observó Quinn, incluso se agachó para coger un
cagallón seco de perro, lo olfateó cuidadosamente y se lo guardó. También era
el parque el lugar donde Stillman descansaba. Por la tarde, a menudo después de
su almuerzo, se sentaba en un banco y miraba fijamente a la otra orilla del
Hudson. En una ocasión, un día especialmente caluroso, Quinn le vio tumbado en
la hierba, dormido. Cuando oscurecía, Stillman cenaba en la cafetería Apollo,
en la esquina de la Noventa y siete con Broadway, y luego regresaba a su hotel.
Ni una sola vez intentó contactar con su hijo. Esto se lo confirmó Virginia
Stillman, a quien Quinn llamaba todas las noches cuando volvía a casa.
Lo esencial era seguir en el
asunto. Poco a poco Quinn empezó a sentirse apartado de sus primitivas
intenciones y se preguntó si no se había embarcado en un proyecto sin sentido.
Por supuesto, era posible que Stillman estuviera simplemente esperando su
oportunidad, arrullando al mundo hasta dormirlo antes de atacar. Pero eso
significaba suponer que era consciente de que le vigilaban, y a Quinn le
parecía improbable que así fuera. Había hecho bien su trabajo hasta entonces,
manteniéndose a una discreta distancia del viejo, mezclándose con los
transeúntes, evitando llamar la atención sobre sí mismo pero sin tomar medidas
llamativas para ocultarse. Por otra parte, era posible que Stillman supiera
desde el principio que le vigilaban –incluso que lo supiera de antemano– y por
lo tanto no se hubiera tomado la molestia de descubrir quién era el vigilante
concreto. Si tenía la certeza de que le seguían, ¿qué importaba? Un vigilante,
una vez descubierto, siempre podía ser sustituido por otro.
Esta visión de la situación
consoló a Quinn y decidió creer en ella, aunque esa creencia no tenía ningún
fundamento. Sólo había dos posibilidades: Stillman sabía lo que él estaba
haciendo o no lo sabía. Y si no lo sabía, Quinn no estaba consiguiendo nada,
estaba perdiendo el tiempo. Cuánto mejor creer que todos sus pasos tenían
realmente un propósito. Si esta interpretación exigía el conocimiento por parte
de Stillman, entonces Quinn aceptaría este conocimiento como artículo de fe, al
menos por el momento.
Quedaba el problema de en
qué ocupar sus pensamientos mientras seguía al anciano. Quinn estaba
acostumbrado a vagabundear. Sus excursiones por la ciudad le habían enseñado a
entender que lo interior y lo exterior estaban conectados. Utilizando la
locomoción sin rumbo como técnica de inversión, en sus mejores días podía
llevar lo de fuera dentro y así usurpar la soberanía de la interioridad.
Inundándose de cosas externas, ahogándose hasta salir de sí mismo, había
conseguido ejercer un pequeño grado de control sobre sus ataques de
desesperación. Vagar, por lo tanto, era una especie de anulación de la mente.
Pero seguir a Stillman no era vagar. Stillman podía vagar, podía ir de un sitio
a otro tambaleándose como un ciego, pero este privilegio se le negaba a Quinn.
Porque estaba obligado a concentrarse en lo que hacía, aunque prácticamente no
fuera nada. Una y otra vez sus pensamientos empezaban a ir a la deriva y pronto
sus pies seguían su ejemplo. Esto significaba que corría constantemente el
peligro de apretar el paso y chocar contra Stillman desde atrás. Para evitar
este percance concibió varios métodos diferentes de desaceleración. El primero
era decirse que ya no era Daniel Quinn. Ahora era Paul Auster, y con cada paso
que daba trataba de encajar más cómodamente en las estrecheces de esa
transformación. Auster no era más que un nombre para él, una cáscara sin
contenido. Ser Auster significaba ser un hombre sin ningún interior, un hombre
sin ningún pensamiento. Y si no había pensamientos disponibles, si su propia
vida interior se había vuelto inaccesible, entonces no tenía ningún lugar donde
retirarse. Siendo Auster no podía evocar recuerdos ni temores, sueños o
alegrías, porque todas estas cosas, puesto que pertenecían a Auster, eran un
vacío para él. En consecuencia tenía que permanecer únicamente en su propia
superficie, mirando hacia afuera en busca de sustento. Mantener los ojos fijos
en Stillman, por lo tanto, no era simplemente una distracción del curso de sus
pensamientos, era el único pensamiento que se permitía tener.
Durante un día o dos esta
táctica tuvo relativo éxito, pero finalmente incluso Auster empezó a
languidecer a causa de la monotonía. Quinn se dio cuenta de que necesitaba algo
más para mantenerse ocupado, alguna tarea que le acompañara mientras se
dedicaba a su trabajo. Al final fue el cuaderno rojo el que le ofreció la salvación.
En lugar de simplemente anotar algunos comentarios casuales, como había hecho
los primeros días, decidió registrar cada detalle que pudiera observar acerca
de Stillman. Utilizando el bolígrafo que le había comprado al sordomudo, se
entregó a la tarea con diligencia. No sólo tomaba nota de los gestos de
Stillman, describía cada objeto que seleccionaba o descartaba para su bolsa y
llevaba un preciso horario de todos los sucesos, sino que además registraba con
meticuloso cuidado un itinerario exacto de los vagubundeos de Stillman,
apuntando cada calle que seguía, cada giro que daba y cada pausa que hacía.
Además de mantenerle ocupado, el cuaderno rojo reducía el paso de Quinn. Ya no
había peligro de que adelantara a Stillman. El problema, más bien, era no
perderle, asegurarse de que no desapareciera. Porque andar y escribir no eran
actividades fácilmente compatibles. Si durante los cinco últimos años Quinn
había pasado sus días haciendo una cosa u otra, ahora intentaba hacer las dos
al mismo tiempo. Al principio se equivocaba mucho. Era especialmente difícil
escribir sin mirar a la página y a menudo descubría que había escrito dos y
hasta tres líneas una encima de. la otra, produciendo un confuso e ilegible
palimpsesto. Mirar a la página, sin embargo, significaba pararse y eso
aumentaría las posibilidades de perder a Stillman. Al cabo de algún tiempo
llegó a la conclusión de que era básicamente una cuestión de posición.
Experimentó con el cuaderno delante de él en un ángulo de cuarenta y cinco
grados, pero se encontró con que su muñeca izquierda se cansaba pronto. Después
trató de mantener el cuaderno directamente delante de su cara, los ojos mirando
por encima de él como un Kilroy[3] que hubiese cobrado vida, pero eso resultaba poco práctico. Luego trató
de apoyar el cuaderno en el brazo derecho varios centímetros por encima del
codo y sostener la parte de atrás del mismo con la palma izquierda. Pero esto
le provocaba calambres en la mano derecha y hacía imposible escribir en la
mitad inferior de la página. Finalmente decidió apoyar el cuaderno en la cadera
izquierda, más o menos como sostiene un pintor su paleta. Esto constituyó una
mejora. El llevarlo ya no suponía un esfuerzo y la mano derecha podía sostener
el bolígrafo sin que otras obligaciones la estorbaran. Aunque este método
también tenía sus inconvenientes, parecía ser el sistema más cómodo a la larga.
Porque Quinn podía ahora dividir su atención casi a partes iguales entre
Stillman y su escritura, levantando la vista hacia uno o bajándola hacia la
otra, viendo la cosa y escribiéndola con el mismo gesto rápido. Con el
bolígrafo del sordomudo en la mano derecha y el cuaderno rojo descansando en la
cadera izquierda, Quinn continuó siguiendo a Stillman durante nueve días más.
Sus conversaciones nocturnas
con Virginia Stillman eran breves. Aunque el recuerdo del beso estaba aún vivo
en la mente de Quinn, no hubo más sucesos románticos. Al principio Quinn
imaginó que ocurriría algo. Después de tan prometedor comienzo le parecía
seguro que acabaría encontrándose a la señora Stillman entre sus brazos. Pero
su cliente se había retirado rápidamente detrás de la máscara de los negocios y
ni una sola vez se había referido a aquel aislado momento de pasión. Quizá
Quinn se había engañado en sus esperanzas, confundiéndose momentáneamente así
mismo con Max Work, un hombre que nunca dejaba escapar tales oportunidades. O
quizá era sencillamente que Quinn estaba empezando a sentir su soledad más
intensamente. Hacía mucho tiempo que no tenía un cuerpo cálido a su lado. Porque
la verdad era que había empezado a desear a Virginia Stillman en el mismo
momento en que la vio, mucho antes de que el beso tuviera lugar. Que ella no le
alentara actualmente no le impedía continuar imaginándola desnuda. Imágenes
lascivas pasaban por su cabeza todas las noches, y aunque las posibilidades de
que se convirtieran en realidad parecían remotas, continuaban siendo una
agradable distracción. Tiempo después, mucho después de que fuese demasiado
tarde, se dio cuenta de que en su fuero interno había estado alimentando la
quijotesca esperanza de resolver el caso tan brillantemente, de salvar a Peter
Stillman del peligro tan rápida e irrevocablemente, que se ganaría el deseo de
la señora Stillman durante todo el tiempo que quisiera. Eso, por supuesto, fue
una equivocación. Pero de todas las equivocaciones que Quinn cometió desde el
principio hasta el final, no fue ni mucho menos la peor.
Habían pasado trece días
desde que comenzó el caso. Quinn regresó a casa aquella noche de mal humor.
Estaba desanimado, dispuesto a abandonar el barco. A pesar de los juegos que
había estado jugando consigo mismo, a pesar de las historias que había
inventado para seguir adelante, el caso no parecía tener solidez. Stillman era
un viejo loco que se había olvidado de su hijo. Podría seguirle hasta el fin de
los tiempos y no pasaría nada. Quinn cogió el teléfono y marcó el número de los
Stillman.
–Estoy a punto de dejarlo
–le dijo a Virginia Stillman–. Por todo lo que he visto, no hay ninguna amenaza
para Peter.
–Eso es exactamente lo que
él quiere que pensemos –contestó la mujer–. No tiene usted ni idea de lo listo
que es. Y lo paciente.
–Puede que él sea paciente,
pero yo no. Creo que está usted malgastando su dinero. Y yo estoy malgastando
mi tiempo.
–¿Está usted seguro de que
no le ha visto? Eso lo cambiaría todo.
–No apostaría mi vida, pero
sí, estoy seguro.
–Entonces, ¿qué me está
usted diciendo?
–Le estoy diciendo que no
tiene usted por qué preocuparse. Al menos por ahora. Si sucede algo más
adelante, llámeme. Iré corriendo a la primera señal de dificultades.
Después de una pausa,
Virginia Stillman dijo:
Puede que tenga usted razón.
–Luego, tras otra pausa–: Pero sólo para tranquilizarme un poco más, me
pregunto si podríamos llegar a un arreglo.
–Eso depende de lo que tenga
usted pensado.
–Sólo esto. Déme unos días
más. Para estar absolutamente seguros.
–Con una condición –dijo
Quinn–. Tiene usted que dejar que lo haga a mi manera. No más cortapisas. Tiene
que darme libertad para hablar con él, para interrogarle, para llegar hasta el
fondo del asunto de una vez por todas.
–¿No sería arriesgado?
–No se preocupe. No voy a
descubrir nuestro juego. Él ni siquiera adivinará quién soy ni qué me propongo.
–¿Cómo se las arreglará?
–Ése es mi problema. Tengo
muchas cartas en la manga. Usted confíe en mi.
–De acuerdo. Acepto. Supongo
que no hay nada que perder.
–Está bien. Le daré unos
días más y luego ya veremos qué pasa.
–¿Señor Auster?
–¿Sí?
–Le estoy muy agradecida.
Peter ha estado muy bien estas últimas dos semanas, y sé que es gracias a
usted. Habla de usted continuamente. Es usted como... no sé... un héroe para
él.
–¿Y qué piensa la señora
Stillman?
–Más o menos lo mismo.
–Me alegra oírlo. Puede que
algún día ella me permita estarle agradecido.
–Cualquier cosa es posible, señor
Auster. Recuérdelo.
–Lo haré. Sería un idiota si
no lo hiciera.
Quinn se tomó una cena
ligera de huevos revueltos con tostadas, se bebió una botella de cerveza y se
instaló en su escritorio con el cuaderno rojo. Llevaba ya muchos días
escribiendo en él, llenando página tras página con su errática y garabateada
letra, pero todavía no había tenido valor para leer lo que había escrito. Ahora
que el final parecía estar a la vista, pensó que podía atreverse a echar una
ojeada.
La mayor parte era difícil de
leer, especialmente las primeras hojas. Y cuando conseguía descifrar las
palabras no le parecía que el esfuerzo valiese la pena. “Recoge lápiz en mitad
de manzana. Examina, vacila, guarda en bolsa... Compra bocadillo... Se sienta
en banco en parque y lee cuaderno rojo.” Estas frases le parecían absolutamente
inútiles.
Todo era cuestión de método.
Si el objetivo era comprender a Stillman, llegar a conocerle lo bastante bien
como para poder prever lo que haría a continuación, Quinn había fracasado.
Había comenzado con una serie limitada de datos: el origen familiar de Stillman
y su profesión, la reclusión de su hijo, su propio arresto y hospitalización,
un libro de extravagante erudición escrito cuando supuestamente aún estaba
cuerdo, y sobre todo la certeza de Virginia Stillman de que ahora intentaría
hacer daño a su hijo. Pero los hechos del pasado no parecían tener ninguna
relación con los hechos del presente. Quinn estaba profundamente desilusionado.
Siempre había imaginado que la clave para hacer un buen trabajo como detective
era una atenta observación de los detalles. Cuanto más preciso fuera el
escrutinio, mejores serían los resultados. La consecuencia era que el
comportamiento humano podía comprenderse, que debajo de la infinita fachada de
los gestos, los tics y los silencios, había una coherencia, un orden, una
motivación. Pero después de esforzarse en asimilar todos aquellos efectos
superficiales, Quinn no se sentía más próximo a Stillman que cuando empezó a
seguirle. Había vivido la vida de Stillman, caminado a su paso, visto lo que él
veía, y la única cosa que percibía ahora era la impenetrabilidad del hombre. En
lugar de acortar la distancia que había entre él y Stillman, había visto cómo
el viejo se alejaba paulatinamente de él, aunque continuara estando delante de
sus ojos.
Sin ser consciente de tener
una razón concreta para ello, Quinn buscó una página en blanco del cuaderno
rojo y bosquejó un pequeño mapa de la zona por la que se movía Stillman.
Luego, repasando
cuidadosamente sus notas, empezó a trazar con su bolígrafo los desplazamientos
que Stillman había hecho en un solo día, el primer día en que él había llevado
un registro completo de los vagabundeos del anciano. El resultado fue el
siguiente:
A Quinn le chocó la forma en
que Stillman había bordeado el territorio, sin aventurarse ni una sola vez
hacia el centro. El diagrama se parecía un poco a un mapa de un estado
imaginario del Medio Oeste. Exceptuando las once manzanas de Broadway al
principio y la serie de volutas que representaban el tortuoso recorrido de
Stillman en Riverside Park, el dibujo también recordaba un rectángulo. Por otra
parte, dada la estructura en cuadrado de las calles de Nueva York, también
podía haber sido un cero o la letra “O”.
Quinn pasó al día siguiente
y decidió ver qué sucedía. Los resultados no fueron en absoluto los mismos.
Este dibujo le hizo pensar
en un pájaro, un ave de presa quizá, con las alas extendidas, cerniéndose en el
aire. Un momento más tarde esta lectura le pareció demasiado rebuscada. El
pájaro se desvaneció y en su fugar vio únicamente dos formas abstractas unidas
por el diminuto puente que Stillman había formado al ir hacia el oeste por la
calle Ochenta y tres. Quinn se detuvo un momento para reflexionar sobre lo que
estaba haciendo. ¿Estaba garabateando bobadas? ¿Estaba desperdiciando la tarde
estúpidamente o estaba intentando descubrir algo? Se dio cuenta de que
cualquiera de las dos respuestas era inaceptable. Si estaba simplemente matando
el tiempo, ¿por qué había elegido una forma tan trabajosa de hacerlo? ¿Estaba
tan confuso que ya no tenía el valor de pensar? Por otra parte, si no estaba
únicamente entreteniéndose, ¿qué pretendía realmente? Le pareció que estaba
buscando una señal. Estaba escudriñando el caos de los movimientos de Stillman
en busca de un destello de intencionalidad. Eso implicaba una sola cosa: que
continuaba sin creer en la arbitrariedad de los actos de Stillman. Quería que
tuvieran un sentido, por muy oscuro que fuese. Esto, en sí mismo, era
inaceptable. Porque significaba que Quinn se estaba permitiendo negar los
hechos, cosa que, como bien sabía, era lo peor que podía hacer un detective.
No obstante, decidió
continuar. No era tarde, aún no eran las once, y la verdad era que no tenía
nada que perder. Los resultados del tercer mapa no tenían ningún parecido con
los otros dos.
Ya no parecía haber duda de
lo que estaba ocurriendo. Si descontaba los rasgos ondulantes del parque, Quinn
estaba seguro de que se trataba de la letra “E”. Suponiendo que el primer
diagrama representara realmente la letra “O”, parecía legítimo deducir que las
alas de pájaro del segundo formaban la letra “W”. Por supuesto, las letras
O–W–E formaban una palabra,[4] pero Quinn no estaba dispuesto a sacar ninguna conclusión. No había
empezado su inventario hasta el quinto día de los paseos de Stillman, y
cualquiera sabía la identidad de las primeras cuatro letras. Lamentó no haber
empezado antes, ahora que sabía que el misterio de esos cuatro días era
irrecuperable. Pero podía compensar lo perdido lanzándose hacia adelante.
Llegando hasta el final, tal vez podría intuir el principio.
El diagrama del día
siguiente daba una forma que recordaba a la letra “R”. Como ocurría con las
otras, estaba complicada por numerosas irregularidades, aproximaciones y
adornos en el parque. Aferrándose a una apariencia de objetividad, Quinn trató
de mirarlo como si no hubiese esperado una letra del alfabeto. Tenía que
reconocer que nada era seguro: muy bien podría carecer de significado. Quizá
estaba buscando imágenes en las nubes, como hacía de niño. Y, sin embargo, la
coincidencia era demasiado llamativa. Si un solo mapa hubiese recordado a una
letra, quizá incluso dos, podría haberlo desechado como un capricho del azar.
Pero cuatro seguidos era demasiada casualidad.
El día siguiente le dio una
asimétrica “O”, una rosquilla aplastada por un lado con tres o cuatro líneas
serradas saliendo por el otro. Luego vino una limpia “F”, con los acostumbrados
remolinos rococó a un lado. Después apareció una “B” que tenía el aspecto de
dos cajas descuidadamente puestas una sobre la otra con virutas de embalaje
asomando por los bordes. Después vino una vacilante “A” que de alguna manera
recordaba a una escalera de mano, con peldaños a cada lado. Y finalmente llegó
una segunda “B”, precariamente inclinada sobre un perverso punto, único, como
una pirámide invertida.
Quinn copió las letras en
orden: owerofbab. Después de
juguetear con ellas durante un cuarto de hora, cambiándolas de posición,
separándolas, reordenando las secuencias, volvió al orden original y las
escribió de la siguiente manera: ower of
bab. La solución parecía tan grotesca que casi se desanimó. Haciendo
todas las debidas concesiones al hecho de que le faltaban los primeros cuatro
días y de que Stillman no había terminado todavía, la respuesta parecía
ineludible: the tower of babel.[5]
Los pensamientos de Quinn
volaron momentáneamente a las últimas páginas de Arthur Gordon Pvm y al descubrimiento de los extraños jeroglíficos
de la pared interior de la sima, letras inscritas en la propia tierra, como si
trataran de decir algo que ya no podía ser comprendido. Pero, pensándolo mejor,
aquello no parecía apropiado. Porque Stillman no había dejado su mensaje en
ninguna parte. Cierto, había creado las letras con el movimiento de sus pasos,
pero no las había escrito. Era como dibujar una imagen en el aire con el dedo.
La imagen se desvanece mientras la estás trazando. No hay ningún resultado,
ninguna huella de lo que has hecho.
Y, sin embargo, las imágenes
existían; no en las calles donde él las había dibujado, sino en el cuaderno
rojo de Quinn. Se preguntó si Stillman se sentaba cada noche en su habitación y
trazaba su itinerario del día siguiente o si improvisaba sobre la marcha. Era
imposible saberlo. Se preguntó también a qué propósito servia aquella escritura
en la mente de Stillman. ¿Era simplemente una especie de nota para sí mismo o
quería ser un mensaje para otros? Por lo menos, concluyó Quinn, significaba que
Stillman no había olvidado a Henry Dark.
Quinn no quería dejarse
dominar por el pánico. En un esfuerzo por contenerse, trató de imaginar las
cosas bajo la peor luz posible. Si veía lo peor, quizá no fuese tan malo como
pensaba. Lo analizó como sigue. Primero: Stillman estaba tramando realmente
algo contra Peter. Respuesta: ésa había sido la premisa en cualquier caso.
Segundo: Stillman sabía que le seguirían, sabía que sus movimientos serían
registrados, sabía que su mensaje sería descifrado. Respuesta: eso no cambiaba
el hecho esencial: que era preciso proteger a Peter. Tercero: Stillman era
mucho más peligroso de lo que él había imaginado previamente. Respuesta: eso no
significaba que lograra salirse con la suya.
Esto le ayudó algo. Pero las
letras continuaban horrorizándole. Todo el asunto era tan solapado, tan
diabólico por sus circunloquios, que no quería aceptarlo. Luego vinieron las
dudas, como obedeciendo una orden, y llenaron su cabeza de rítmicas voces
burlonas. Lo había imaginado todo. Las letras no eran letras en absoluto. Las
había visto sólo porque quería verlas. Y aunque los diagramas formasen letras,
era pura chiripa. Stillman no tenía nada que ver con ello. Todo era una
casualidad, un fraude que había perpetrado contra sí mismo. Decidió irse a la
cama. Durmió a intervalos, se despertó y escribió en el cuaderno rojo durante
media hora, se volvió a la cama. Su último pensamiento antes de dormirse fue
que probablemente tenía dos días más, ya que Stillman no había completado aún
su mensaje. Faltaban las últimas dos letras, la “E” y la “L”. La mente de Quinn
se dispersó. Llegó a un país de fragmentos, un lugar de cosas sin palabras y
palabras sin cosas. Luego, luchando con el sueño por última vez, se dijo que El
era la antigua palabra hebrea para Dios.
En su sueño, que más tarde
olvidó, se encontró en el vertedero de su infancia, rebuscando en una montaña
de basura.
9
El primer encuentro con
Stillman tuvo lugar en Riverside Park. Fue a primera hora de la tarde de un
sábado de bicicletas, paseadores de perros, y niños. Stillman estaba sentado
solo en un banco, mirando fijamente a nada en concreto, el pequeño cuaderno
rojo en el regazo. Había luz por todas partes, una luz inmensa que parecía
irradiar de cada cosa que el ojo percibía, y por encima, en las ramas de los
árboles, continuaba soplando la brisa, que sacudía las hojas con un apasionado
susurro, un subir y bajar tan constante como el oleaje.
Quinn había planeado sus
movimientos cuidadosamente. Fingiendo no haberse fijado en Stillman, se sentó
en el banco a su lado, cruzó los brazos sobre el pecho y miró fijamente en la
misma dirección que el viejo. Ninguno de los dos habló. Según sus cálculos
posteriores, Quinn estimó que aquello se prolongó durante quince o veinte
minutos, luego, sin previo aviso, volvió la cabeza hacia el viejo y le miró directamente,
fijando con obstinación los ojos en el arrugado perfil. Quinn concentró toda su
fuerza en los ojos, como si pudiera hacer un agujero en el cráneo de Stillman
por quemadura. Esta mirada duró cinco minutos.
Finalmente Stillman se
volvió hacia él. Con una voz de tenor sorprendentemente suave, dijo:
–Lo siento, pero no me será
posible hablar con usted.
–Yo no he dicho nada –dijo
Quinn.
–Es verdad –contestó
Stillman–. Pero debe usted comprender que no tengo costumbre de hablar con
desconocidos.
–Repito –dijo Quinn– que no
he dicho nada.
–Sí, ya le he oído la
primera vez. Pero ¿no le interesa saber por qué?
–Me temo que no.
–Bien expresado. Veo que es
usted un hombre con sentido común.
Quinn se encogió de hombros
negándose a responder. Ahora todo su ser emanaba indiferencia.
Stillman sonrió alegremente,
se inclinó hacia Quinn y dijo en tono conspiratorio:
–Creo que vamos a llevarnos
bien.
–Eso está por ver –dijo
Quinn tras una larga pausa.
Stillman se rió –un breve y
estruendoso “ja”– y luego continnó:
–No es que me desagraden los
desconocidos per se. Es sólo que
prefiero no hablar con alguien que no se ha presentado. Para empezar necesito
tener un nombre.
–Pero una vez que una
persona da su nombre ya no es un desconocido.
–Exactamente. Por eso no
hablo nunca con desconocidos. Quinn estaba preparado para aquello y sabía cómo
responder. No iba a dejarse coger. Puesto que técnicamente era Paul Auster, ése
era el nombre que tenía que proteger. Cualquier otro, incluso el verdadero,
sería una invención, una máscara que le ocultaría y le mantendría a salvo.
–En ese caso –dijo–,
encantado de complacerle. Mi nombre es Quinn.
–Ah –dijo Stillman
reflexivamente, asintiendo–. Quinn.
–Si, Quinn. Q–U–I–N–N.
–Comprendo. Si, sí,
comprendo. Quinn. Hmmm. Si. Muy interesante. Quinn. Una palabra muy sonora.
Rima con cojín, ¿no?
–Eso es. Cojín.
–Y también con fin, si no me
equivoco.
–No se equívoca.
–Y también con sin y con
Pekín. ¿No es así?
– Exactamente.
–Hmmm. Muy interesante. Veo
muchas posibilidades en esta palabra, este Quinn, esta... quintaesencia... del
equívoco. Latín, por ejemplo. Y tilín. Y plin. Y maletín. Hmmm. Rima con
sinfín. Por no hablar de confín. Hmmm. Muy interesante. Y festín. Y violín. Y
patín. Y botín. Y sillín. Y parlanchín. Y espadachín. Hmmm. Sí, muy interesante.
Me gusta su nombre enormemente, señor Quinn. Vuela en muchas direcciones a la
vez.
–Sí, yo también lo he
pensado muchas veces.
–La mayoría de la gente no
presta atención a esas cosas. Creen que las palabras son como piedras, como
grandes objetos inamovibles sin vida, como mónadas que nunca cambian.
–Las piedras cambian. El
viento y el agua pueden desgastarías. Pueden erosionarse. Pueden machacarse.
Pueden convertirse en pedazos, en grava, en polvo.
–Exactamente. Enseguida he
sabido que era usted un hombre con sentido común, señor Quinn. Si usted supiera
cuántas personas me han interpretado mal. Mi trabajo ha sufrido a causa de
ello. Ha sufrido terriblemente.
–¿Su trabajo?
–Sí, mi trabajo. Mis
proyectos, mis investigaciones, mis experimentos.
–Ah.
–Sí. Pero, a pesar de todos
los reveses, nunca me he dejado intimidar realmente. En la actualidad, por
ejemplo, estoy ocupado en una de las cosas más importantes que he hecho nunca.
Si todo sale bien, creo que tendré la llave de una serie de importantísimos
descubrimientos.
–¿La llave?
–Sí, la llave. Una cosa que
abre puertas cerradas.
–Ah.
–Por supuesto, por el
momento sólo estoy recogiendo datos, reuniendo pruebas, por así decirlo. Luego
tendré que coordinar mis hallazgos. Es un trabajo sumamente difícil. No podría
usted creer lo duro que es, sobre todo para un hombre de mi edad.
–Me lo imagino.
–Eso es. Hay tanto que hacer
y tan poco tiempo para hacerlo. Todas las mañanas me levanto de madrugada.
Tengo que estar a la intemperie haga el tiempo que haga, constantemente en
movimiento, siempre andando, yendo de un sitio a otro. Me agota, se lo aseguro.
–Pero vale la pena.
–Cualquier cosa a cambio de
encontrar la verdad. Ningún sacrificio es excesivo.
–Ciertamente.
–Verá, nadie ha comprendido
lo que he comprendido yo. Soy el primero. Soy el único. Esa responsabilidad
supone una gran carga para mí.
–El mundo sobre sus hombros.
–Sí, por así decirlo. El
mundo o lo que queda de él.
–No me había dado cuenta de
que la situación fuese tan mala.
–Lo es. Puede que aún peor.
–Ah.
–Verá, el mundo está
fragmentado, señor. Y mi tarea es volver a unir los pedazos.
–Menuda tarea se ha echado
usted encima.
–Me doy cuenta de ello. Pero
únicamente estoy buscando el principio. Eso está al alcance de un solo hombre.
Si logro poner los cimientos, otras manos podrán hacer el trabajo de
restauración. Lo importante es la premisa, el primer paso teórico.
Desgraciadamente, no hay nadie más que pueda hacer eso.
–¿Ha hecho usted muchos
progresos?
–He dado pasos enormes. De
hecho, ahora siento que estoy al borde de un descubrimiento decisivo.
–Me tranquiliza oír eso.
–Es un pensamiento
consolador, sí. Y todo gracias a mi inteligencia, a la deslumbrante claridad de
mi mente.
–No lo dudo.
–Verá, he comprendido la
necesidad de limitarme. De trabajar dentro de un terreno lo bastante pequeño
como para garantizar que todos los resultados sean concluyentes.
–La premisa de la premisa,
por así decirlo.
–Eso es, exactamente. El
principio del principio, el método de la operación. Verá, el mundo está fragmentado,
señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido de finalidad, también hemos
perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. Éstas son cuestiones
espirituales, sin duda, pero tienen su correlación en el mundo material. Mi
brillante jugada ha sido limitarme a las cosas físicas, a lo inmediato y
tangible. Mis motivos son elevados, pero mi trabajo se desarrolla ahora en el
reino de lo cotidiano. Por eso me malinterpretan a menudo. Pero no importa. He
aprendido a no dar importancia a esas cosas.
–Una respuesta admirable.
–La única respuesta. La
única digna de un hombre de mi talla. Verá, estoy en el proceso de inventar un
nuevo lenguaje. Teniendo que hacer un trabajo como ése, no puedo preocuparme
por la estupidez de los demás. En cualquier caso, todo es parte de la
enfermedad que estoy tratando de curar.
–¿Nuevo lenguaje?
–Sí. Un lenguaje que al fin
dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden
con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nos sentíamos seguros de que
nuestras palabras podían expresarlas. Pero poco a poco estas cosas se han
partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargo nuestras
palabras siguen siendo las mismas. No se han adaptado a la nueva realidad. De
ahí que cada vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablemos falsamente,
distorsionando la cosa misma que tratamos de representar. Esto ha hecho que
todo sea confusión y desorden. Pero las palabras, como usted comprende, son
susceptibles de cambio. El problema es cómo demostrarlo. Por eso trabajo ahora
con los medios más simples, tan simples que hasta un niño pueda comprender lo
que digo. Considere una palabra que remite a una cosa: “paraguas”, por ejemplo.
Cuando digo la palabra “paraguas”, usted ve el objeto en su mente. Ve una especie
de bastón con radios metálicos plegables en la parte superior que forman una
armadura para una tela impermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de
la lluvia. Este último detalle es importante. Un paraguas no sólo es una cosa,
es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa la voluntad del
hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son semejantes
al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la
siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo
la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas,
¿el paraguas sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la
cabeza, caminas bajo la lluvia, y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a
ese objeto un paraguas? En general, la gente lo hace. Como máximo, dirán que el
paraguas está roto. Para mí eso es un serio error, la fuente de todos nuestros
problemas. Puesto que ya no cumple su función, el paraguas ha dejado de ser un
paraguas. Puede que se parezca a un paraguas, puede que haya sido un paraguas,
pero ahora se ha convertido en otra cosa. La palabra, sin embargo, sigue siendo
la misma. Por lo tanto, ya no puede expresar la cosa. Es imprecisa; es falsa;
oculta aquello que debería revelar. Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto
corriente que tenemos entre las manos, ¿cómo podemos esperar hablar de las
cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que podamos comenzar a
incorporar la noción de cambio a las palabras que usamos, continuaremos estando
perdidos.
–¿Y su trabajo?
–Mi trabajo es muy sencillo.
He venido a Nueva York porque es el más desolado de los lugares, el más
abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden es universal. Basta
con abrir los ojos para verlo. La gente rota, las cosas rotas, los pensamientos
rotos. Toda la ciudad es un montón de basura. Se adapta admirablemente a mi
propósito. Encuentro en las calles una fuente incesante de material, un almacén
inagotable de cosas destrozadas. Salgo todos los días con mi bolsa y recojo
objetos que me parecen dignos de investigación. Tengo ya cientos de muestras,
desde lo desportillado a lo machacado, desde lo abollado a lo aplastado, desde
lo pulverizado a lo putrefacto.
–¿Y qué hace usted con esas
cosas?
–Les pongo nombre.
–¿Nombre?
–Invento palabras nuevas que
correspondan a las cosas.
–Ah. Ya entiendo. Pero ¿cómo
lo decide? ¿Cómo sabe si ha encontrado la palabra adecuada?
–Nunca me equivoco. Es una
función de mi genio.
–¿Podría usted darme un
ejemplo?
–¿De una de mis palabras?
–Sí.
–Lo siento, pero eso es
imposible. Es mi secreto. Compréndalo. Una vez que se publique mi libro, usted
y el resto del mundo lo sabrán. Pero por ahora tengo que callármelo.
–Información reservada.
–Eso es. Estrictamente confidencial.
–Lo siento.
–No se decepcione demasiado.
Ya no tardaré mucho en ordenar mis hallazgos. Entonces empezarán a ocurrir
grandes cosas. Será el acontecimiento más importante en la historia de la
humanidad.
El segundo encuentro tuvo
lugar poco después de las nueve de la mañana siguiente. Era domingo y Stillman
había salido del hotel una hora más tarde que de costumbre. Recorrió dos
manzanas para ir al sitio donde desayunaba habitualmente, el Mayflower Café, y
se sentó en un compartimento de esquina al fondo del local. Quinn, cada vez más
atrevido, entró en la cafetería detrás del anciano y se sentó en el mismo
compartimento, directamente frente a él. Durante un minuto o dos Stillman no
pareció advertir su presencia. Luego, levantando la vista de la carta, estudió
la cara de Quinn de un modo abstracto. Al parecer no le reconoció del día
anterior.
–¿Le conozco a usted?
–preguntó.
–No creo –dijo Quinn–. Me
llamo Henry Dark.
–Ah. –Stillman asintió–. Un
hombre que empieza por lo esencial. Eso me agrada.
–No soy partidario de
andarme por las ramas –dijo Quinn.
–¿Las ramas? ¿A qué ramas se
refiere?
–A las zarzas ardientes, por
supuesto.
–Ah, sí. Las zarzas
ardientes. Por supuesto. –Stillman miró a Quinn a la cara, un poco más
atentamente ahora, pero también con cierta confusión–. Lo siento –dijo–, pero
no recuerdo su nombre. Sé que me lo ha dicho hace poco, pero se me ha ido.
–Henry Dark –dijo Quinn.
–Eso es. Sí, ahora lo
recuerdo. Henry Dark. –Stillman hizo una larga pausa y luego meneó la cabeza–.
Desgraciadamente, eso no es posible, señor.
–¿Por qué no?
–Porque no hay ningún Henry
Dark.
–Bueno, quizá yo sea otro
Henry Dark. Uno distinto del que no existe.
–Hmmm. Sí, entiendo lo que
quiere decir. Es verdad que a veces dos personas tienen el mismo nombre. Es muy
posible que su nombre sea Henry Dark. Pero no es usted el Henry Dark.
–¿Es un amigo suyo?
Stillman se rió, como si
hubiera oído un buen chiste.
–No exactamente –dijo–.
Verá, nunca ha existido una persona llamada Henry Dark. Me lo inventé yo. Es
una invención.
–No –dijo Quinn, con fingida
incredulidad.
–Sí. Es un personaje de un
libro que yo escribí una vez. Un personaje de ficción.
–Me resulta dificil de
creer.
–Eso le pasó a todo el
mundo. Los engañé a todos.
–Asombroso. ¿Y por qué lo
hizo?
–Le necesitaba, ¿comprende?
En aquella época yo tenía ciertas ideas que eran demasiado peligrosas y
polémicas. Así que fingí que venían de otro. Era una forma de protegerme.
–¿Y por qué eligió el nombre
de Henry Dark?
–Es un buen nombre, ¿no
cree? A mí me gusta mucho. Lleno de misterio y al mismo tiempo muy apropiado.
Le iba bien a mi propósito. Y, además, tiene un significado secreto.
–No, no. Nada tan evidente.
Eran las iniciales, HD. Eso era muy importante.
–¿Por qué?
–¿No quiere adivinarlo?
–Creo que no.
–Oh, inténtelo. Haga tres
intentos. Si no acierta, entonces se lo diré.
Quinn hizo una pausa,
haciendo todo lo posible por adivinarlo.
–HD –dijo–. ¿Por Henry
David? Como en Henry David Thoreau.
–Ni por aproximación.
–¿Qué me dice HD pura y
simplemente? Por la poetisa Hilda Doolittle.
–Peor que el primero.
–De acuerdo, un intento más.
HD. H… y D... Un momento... ¿Qué me dice de...? Un momento... Ah... Sí, ya lo
tengo. H por el filósofo lloroso, Heráclito... y D por el filósofo riente,
Demócrito. Heráclito y Demócrito... Los dos polos de la dialéctica.
–Una respuesta muy
inteligente.
–¿He acertado?
–No, por supuesto que no.
Pero de todas formas es una respuesta muy inteligente.
–No dirá que no lo he
intentado.
–No. Por eso voy a
recompensarle con la respuesta correcta. Porque lo ha intentado. ¿Está usted
listo?
–Estoy listo.
–Las iniciales HD del nombre
Henry Dark se refieren a Humpty Dumpty.
–¿Quién?
–Humpty Dumpty. Ya sabe a
quién me refiero. El huevo.
–¿Como en “Humpty Dumpty
estaba sentado en un muro”?
–Exactamente.
–No entiendo.
–Humpty Dumpty: la más pura
representación de la condición humana. Escuche atentamente, señor. ¿Qué es un
huevo? Es lo que todavía no ha nacido. Una paradoja, ¿no es cierto? Porque
¿cómo puede Humpty Dumpty estar vivo si no ha nacido? Y, sin embargo, está
vivo, no se confunda. Lo sabemos porque puede hablar. Más aún, es un filósofo
del lenguaje. “Cuando yo uso una
palabra, dijo Humpty Dumpty en un tono bastante despectivo, significa
exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. La cuestión es,
dijo Alicia, si puede hacer que las
palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty
Dumpty, quién es el amo, eso es todo.”
–Lewis Carroll.
–A través del espejo, capítulo seis.
–Interesante.
–Es más que interesante,
señor. Es crucial, escuche atentamente y quizá aprenda algo. En su pequeño
discurso a Alicia, Humpty Dumpty bosqueja el futuro de las esperanzas humanas y
da la pista para nuestra salvación: convertirnos en los amos de las palabras
que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades; Humpty
Dumpty fue un profeta, un hombre que dijo verdades para las que el mundo no
estaba preparado.
–¿Un hombre?
–Disculpe. Un desliz verbal.
Quiero decir un huevo. Pero el desliz es instructivo y me ayuda a demostrar mi
tesis. Porque todos los hombres son huevos, en cierto modo. Existimos, pero aún
no hemos alcanzado la forma que es nuestro destino. Somos puro potencial, un
ejemplo de lo por venir. Porque el hombre es un ser caído, lo sabemos por el
Génesis. Humpty Dumpty también es un ser caído. Se cae del muro y nadie puede
volver a juntar los pedazos; ni el rey, ni sus caballos, ni sus hombres. Pero
eso es lo que todos debemos esforzarnos en conseguir. Es nuestro deber como
seres humanos: volver a juntar los pedazos del huevo. Porque cada uno de
nosotros, señor, es Humpty Dumpty. Y ayudarle a él es ayudarnos a nosotros
mismos.
–Un argumento convincente.
–Es imposible encontrarle un
fallo.
–Ninguna grieta en el huevo.
–Exactamente.
–Y, al mismo tiempo, el
origen de Henry Dark.
–Sí. Pero hay algo más. Otro
huevo, de hecho.
–¿Hay más de uno?
–Cielo santo, si. Hay
millones. Pero en el que estoy pensando es especialmente famoso. Probablemente
es el huevo más célebre de todos.
–Estoy empezando a perderme.
–Estoy hablando del huevo de
Colón.
–Ah, sí. Por supuesto.
–¿Conoce la historia?
–Todo el mundo la conoce.
–Es encantadora, ¿no?
Enfrentado al problema de cómo conseguir que un huevo se mantuviera derecho,
sencillamente dio un ligero golpecito en su base, cascando la cáscara justo lo
suficiente para crear un punto plano que sostuviera al huevo cuando él retirase
la mano.
–Y dio resultado.
–Por supuesto. Colón era un
genio. Buscaba el paraíso y descubrió el Nuevo Mundo. Todavía no es demasiado
tarde para que se convierta en el paraíso.
–Efectivamente.
–Reconozco que las cosas no
han salido demasiado bien hasta ahora. Pero aún hay esperanza. Los americanos
nunca han perdido su deseo de descubrir nuevos mundos. ¿Recuerda usted lo que
sucedió en 1969?
–Recuerdo muchas cosas. ¿A
qué se refiere?
–Los hombres caminaron por
la luna. Piense en eso, mi querido señor. ¡Los hombres caminaron por la luna!
–Sí, lo recuerdo. Según el
presidente, fue el acontecimiento más importante desde la creación.
–Tenía razón. Es la única
cosa inteligente que dijo ese hombre. ¿Y qué aspecto supone usted que tiene la
luna?
–No tengo ni idea.
–Vamos, vamos, piense.
–Oh, sí. Ya veo lo que
quiere decir.
–Concedido. La semejanza no
es perfecta. Pero es verdad que en ciertas fases, especialmente en una noche
clara, la luna se parece mucho a un huevo.
–Sí. Mucho.
En ese momento apareció una
camarera con el desayuno de Stillman y lo puso en la mesa delante de él. El
viejo miró la comida con voracidad. Levantando educadamente un cuchillo con la
mano derecha, rompió la cáscara de su huevo pasado por agua y dijo:
–Como puede ver, señor, no
dejo ninguna piedra por levantar.
El tercer encuentro tuvo
lugar ese mismo día. La tarde estaba muy avanzada: la luz como una gasa sobre
los ladrillos y las hojas, las sombras alargándose. Una vez más, Stillman se
retiró al Riverside Park, esta vez a un extremo, deteniéndose a descansar en
una roca llena de protuberancias a la altura de la calle Ochenta y cuatro
conocida como Mount Tom. En ese mismo lugar, en los veranos de 1843 y 1844,
Edgar Allan Poe había pasado muchas y largas horas mirando al Hudson. Quinn lo
sabia porque se había encargado de saber esas cosas. Él también se había
sentado allí a menudo.
Ya apenas temía hacer lo que
tenía que hacer. Dio dos o tres vueltas a la roca, pero no consiguió atraer la
atención de Stillman. Luego se sentó al lado del anciano y le saludó.
Increíblemente, Stillman no le reconoció. Era la tercera vez que Quinn se
presentaba y cada vez era como si fuese otra persona. No podía estar seguro de
si aquello era una buena o una mala señal. Si Stillman estaba fingiendo, era un
actor como no había otro en el mundo. Porque cada vez que Quinn aparecía, lo
hacía por sorpresa. Y sin embargo Stillman ni siquiera parpadeaba. Por otra
parte, si Stillman realmente no le reconocía, ¿qué significaba eso? ¿Era
posible que alguien fuese tan insensible a lo que veía?
El viejo le preguntó quién
era.
–Me llamo Peter Stillman
–dijo Quinn.
–Ese es mi nombre –contestó
Stillman–. Yo soy Peter Stillman.
–Yo soy el otro Peter
Stillman –dijo Quinn.
–Oh. Quiere usted decir mi
hijo. Sí, es posible. Se parece mucho a él. Por supuesto, Peter es rubio y
usted es oscuro. No Henry Dark, sino oscuro de pelo. Pero la gente cambia, ¿no?
Ahora somos una cosa y luego otra.
–Exactamente.
–He pensado en ti a menudo,
Peter. Muchas veces me he dicho para mis adentros: ¿Cómo le irá a Peter?
–Estoy mucho mejor ya,
gracias.
–Me alegra oírlo. Alguien me
–dijo una vez que habías muerto. Me puse muy triste.
–No, me he recuperado por
completo.
–Ya lo veo. Estás como una
rosa. Y además hablas muy bien.
–Ahora todas las palabras
están disponibles para mí. Incluso aquellas que a la mayoría de la gente les
resultan difíciles. Yo puedo decirlas todas.
–Estoy orgulloso de ti,
Peter.
–Todo te lo debo a ti.
–Los niños son una
bendición. Siempre lo he dicho. Una bendición incomparable.
–Estoy seguro.
–En cuanto a mí, tengo días
buenos y días malos. Cuando vienen los días malos, pienso en los que fueron
buenos. La memoria es una gran bendición, Peter. Lo mejor después de la muerte.
–Sin ninguna duda.
–Por supuesto, también
tenemos que vivir en el presente. Por ejemplo, yo estoy actualmente en Nueva
York. Mañana podría estar en cualquier otro sitio. Viajo mucho, ¿sabes? Hoy aquí,
mañana quién sabe dónde. Es parte de mi trabajo.
–Debe ser estimulante.
–Sí, estoy muy estimulado.
Mi mente nunca descansa.
–Me alegra saberlo.
–Los años pesan mucho, es
verdad. Pero tenemos tanto que agradecer. El paso del tiempo nos envejece, pero
también nos da el día y la noche. Y cuando morimos, siempre hay alguien que
ocupa nuestro lugar.
–Todos envejecemos.
–Cuando seas viejo, quizá
tengas un hijo que te consuele.
–Me gustaría.
–Entonces serías tan
afortunado como yo. Recuerda, Peter, los niños son una gran bendición.
–No lo olvidaré.
–Y recuerda también que no
debes poner todos tus huevos en la misma cesta. A la inversa, no debes contar
los huevos antes de que estén puestos.
–No. Intento aceptar las
cosas como vienen.
–Por último, no digas nunca
algo que sepas en el fondo de tu corazón que no es verdad.
–No lo haré.
–Mentir es una mala cosa.
Hace que lamentes haber nacido. Y no haber nacido es una maldición. Estás
condenado a vivir fuera del tiempo. Y cuando vives fuera del tiempo no hay día
y noche. Ni siquiera tienes la oportunidad de morirte.
–Comprendo.
–Una mentira nunca puede
deshacerse. Ni siquiera la verdad es suficiente. Yo soy padre y sé estas cosas.
Recuerda lo que le sucedió al padre de nuestro país. Taló el cerezo y luego le
dijo a su padre: “No puedo decir una mentira.” Poco después tiró la moneda al
otro lado del río. Estas dos historias son sucesos cruciales en la historia
americana. George Washington taló el árbol y luego tiró el dinero. ¿Lo
entiendes? Nos estaba diciendo una verdad esencial. Es decir, que el dinero no
crece en los árboles. Esto es lo que hace grande a nuestro país, Peter. Ahora
la imagen de George Washington está en todos los billetes de dólar. En todo
esto hay una importante lección que aprender.
–Estoy de acuerdo.
–Por supuesto, es una
lástima que el árbol fuese cortado. Ese árbol era el Árbol de la Vida y nos
habría hecho inmunes a la muerte. Ahora le damos la bienvenida a la muerte con
los brazos abiertos, especialmente cuando somos viejos. Pero el padre de nuestro
país sabía cuál era su deber. No podía hacer otra cosa. Ese es el significado
de la frase: “La vida es un cuenco de cerezas.” Si el árbol hubiera quedado en
pie, habríamos tenido vida eterna.
–Sí, entiendo lo que quieres
decir.
–Tengo muchas ideas como ésa
en la cabeza. Mi mente no descansa nunca. Tú siempre fuiste un chico listo,
Peter, y me alegro de que comprendas.
–Te sigo perfectamente.
–Un padre siempre debe
enseñar a su hijo las lecciones que ha aprendido. De esa manera el conocimiento
pasa de generación en generación y nos volvemos sabios.
–No olvidaré lo que me has
dicho.
–Ahora podré morir feliz,
Peter.
–Me alegro.
–Pero no debes olvidar nada.
–No lo olvidaré, padre. Te
lo prometo.
A la mañana siguiente Quinn
estaba delante del hotel a la hora de costumbre. Finalmente el tiempo había
cambiado. Después de dos semanas de cielos resplandecientes, ese día lloviznaba
sobre Nueva York y las calles se llenaban de los sonidos de los neumáticos
mojados al pasar. Quinn estuvo sentado en el banco durante una hora,
protegiéndose con un paraguas negro y pensando que Stillman aparecería en
cualquier momento. Se tomó despacio su bollo y su café, leyó la crónica del
partido que los Mets habían perdido el domingo, y el viejo seguía sin dar
señales de vida. Paciencia, se dijo, y la emprendió con el resto del periódico.
Pasaron cuarenta minutos. Llegó a la sección de economía y estaba a punto de
leer un análisis sobre una fusión de empresas cuando la lluvia arreció
repentinamente. De mala gana se levantó del banco y se refugió en un portal en
la acera de enfrente del hotel. Permaneció allí de pie con los zapatos mojados
durante hora y media. Se preguntó si Stillman estaría enfermo. Trató de
imaginarle tumbado en su cama, sudando a causa de la fiebre. Quizá el viejo había
muerto durante la noche y todavía no habían descubierto su cadáver. Esas cosas
pasan, se dijo.
Aquél tenía que haber sido
el día crucial y Quinn había hecho complicados y meticulosos planes. Ahora sus
cálculos no servían para nada. Le perturbaba no haber tenido en cuenta esta
contingencia.
Sin embargo, titubeaba. Se
quedó allí bajo su paraguas, observando cómo la lluvia resbalaba por la tela y
caía en pequeñas gotas. A las once había empezado a formular una decisión.
Media hora más tarde cruzó la calle, caminó cuarenta pasos por la acera y entró
en el hotel de Stillman. El lugar apestaba a repelente de cucarachas y a
colillas. Algunos de los huéspedes, que no tenían adónde ir bajo la lluvia,
estaban sentados en el vestíbulo, despatarrados en las sillas de plástico
naranja. El lugar parecía un infierno de pensamientos rancios.
Detrás del mostrador de
recepción había un negro grande sentado con las mangas arremangadas. Tenía un
codo sobre el mostrador y la cabeza apoyada en la mano abierta. Con la otra
mano pasaba las páginas de un tabloide, casi sin detenerse a leer las palabras.
Parecía tan aburrido como si hubiera estado allí toda su vida.
–Quisiera dejar un mensaje
para uno de sus huéspedes –dijo Quinn.
El hombre levantó la cabeza
despacio, como si deseara que Quinn desapareciese.
–Quisiera dejar un mensaje
para uno de sus huéspedes –repitió Quinn.
–Aquí no tenemos huéspedes
–dijo el hombre–. Les llamamos residentes.
–Para uno de sus residentes,
entonces. Me gustaría dejarle un mensaje.
–¿Y de quién se trata
exactamente, hermano?
–Stillman. Peter Stillman.
El hombre fingió pensar por
un momento y luego negó con la cabeza.
–No. No recuerdo a nadie con
ese nombre.
–¿No tienen ustedes un
registro?
–Sí, tenemos un libro. Pero
está en la caja fuerte.
–¿La caja fuerte? ¿De qué
está usted hablando?
–Estoy hablando del libro,
hermano. Al jefe le gusta guardarlo en la caja fuerte.
–Supongo que no sabe usted
la combinación.
–Lo siento. El jefe es el
único que la sabe.
Quinn suspiró, metió la mano
en el bolsillo y sacó un billete de cinco dólares. Lo puso sobre el mostrador
de golpe y mantuvo la mano sobre él.
–Supongo que no tendrá usted
una copia del libro, ¿verdad? –pregunto.
–Puede –dijo el hombre–,
tendré que mirar en mi despacho.
El hombre levantó el
periódico, abierto sobre el mostrador. Debajo estaba el registro.
–Qué suerte –dijo Quinn,
levantando la mano del dinero.
–Sí, supongo que hoy es mi
día –contestó el hombre, haciendo resbalar el billete sobre la superficie del
mostrador, cogiéndolo rápidamente cuando llegó al borde y metiéndoselo en el
bolsillo–. ¿Cómo ha dicho que se llamaba su amigo?
–Stillman. Un viejo con el
pelo blanco.
–¿El caballero del abrigo?
–Eso es.
–Le llamamos el profesor.
–Ese es. ¿Tiene usted el
número de la habitación? Se registró hará unas dos semanas.
El empleado abrió el
registro, volvió las páginas y pasó el dedo a lo largo de una columna de
nombres y números.
–Stillman –dijo–. Habitación
trescientos tres. Ya no está aquí.
–¿Cómo?
–Se ha marchado.
–¿Qué está usted diciendo?
–Escuche, hermano, le estoy
diciendo lo que pone aquí. Stillman se marchó anoche. Se fue.
–Eso es lo más absurdo que
he oído nunca.
–Me da igual lo que sea.
Está aquí escrito.
–¿Dejó alguna dirección?
–¿Está usted de coña?
–¿A qué hora se marchó?
–Tendrá usted que preguntárselo
a Louie, el tío que está de noche. Entra a las ocho.
–¿Puedo ver la habitación?
–Lo siento. La he alquilado
yo mismo esta mañana. El tipo está allí durmiendo.
–¿Qué aspecto tenía?
–Hace usted demasiadas
preguntas por cinco pavos.
–Olvídelo –dijo Quinn,
agitando la mano con desesperación–. No importa.
Volvió andando a su
apartamento bajo un aguacero y llegó empapado a pesar del paraguas. Vaya con
las funciones, se dijo. Vaya con el significado de las palabras. Tiró el
paraguas al suelo del cuarto de estar, enojado. Luego se quitó la chaqueta y la
arrojó contra la pared. El agua salpicó en todas direcciones.
Llamó a Virginia Stillman,
demasiado avergonzado para pensar en hacer otra cosa. En el mismo momento en
que ella contestó, él estuvo a punto de colgar el teléfono.
–Le he perdido –dijo.
–¿Está seguro?
–Dejó su habitación anoche.
No sé dónde está.
–Estoy asustada, Paul.
–¿Les ha llamado?
–No lo sé. Creo que sí, pero
no estoy segura.
–¿Qué quiere decir eso?
–Peter ha contestado el
teléfono esta mañana mientras yo estaba bañándome. No quiere decirme quién era.
Se ha metido en su habitación, ha cerrado las persianas y se niega a hablar.
–Pero ya ha hecho eso otras
veces.
–Sí. Por eso no estoy
segura. Pero hacía mucho tiempo que no ocurría.
–Da mala espina.
–Por eso estoy asustada.
–No se preocupe. Tengo unas
cuantas ideas. Me pondré a trabajar ahora mismo.
–¿Cómo puedo ponerme en
contacto con usted?
–Yo la llamaré cada dos
horas, esté donde esté.
–¿Me lo promete?
–Sí, se lo prometo.
–Tengo tanto miedo, no puedo
soportarlo.
–Es culpa mía. He cometido
un estúpido error, lo siento.
–No, yo no le culpo. Nadie
puede vigilar a una persona venticuatro horas al día. Es imposible. Tendría
usted que estar dentro de su pellejo.
–Ése es el problema. Creí
que lo estaba.
–Todavía no es demasiado
tarde ,¿verdad?
–No. Todavía tenemos mucho
tiempo. No quiero que se preocupe.
–Intentaré no preocuparme.
–Bien. La llamaré.
–¿Cada dos horas?
–Cada dos horas.
Había llevado la
conversación muy bien. A pesar de todo, había conseguido calmar a Virginia
Stillman. Le resultaba difícil de creer, pero ella parecía seguir confiando en
él. Aunque eso no le serviría de nada. Porque lo cierto era que le había
mentido. No tenía varias ideas. No tenía ni siquiera una.
10
Stillman había desaparecido.
El viejo era ahora parte de la ciudad. Era una mota, un signo de puntuación, un
ladrillo en un interminable muro de ladrillos. Quinn podría pasear por las
calles todos los días durante el resto de su vida y no encontrarle nunca. Todo había
quedado reducido al azar, una pesadilla de números y probabilidades. No había
ninguna pista, ningún indicio, ningún paso que dar.
Quinn retrocedió mentalmente
al comienzo del caso. Su trabajo consistía en proteger a Peter, no en seguir a
Stillman. Eso había sido simplemente un método, una forma de tratar de predecir
lo que sucedería. La teoría era que observando a Stillman se enteraría de
cuáles eran sus intenciones respecto a Peter. Había seguido al anciano durante
dos semanas. ¿A qué conclusiones podía llegar? A no muchas. El comportamiento
de Stillman había sido demasiado confuso para dar ninguna indicación.
Había, por supuesto, ciertas
medidas extremas que podían tomarse. Podría sugerirle a Virginia Stillman que
pidiera un número de teléfono que no apareciese en la guía. Eso eliminaría las
perturbadoras llamadas, por lo menos temporalmente. Si eso fallaba, ella y
Peter podrían mudarse. Podrían dejar el barrio, quizá incluso la ciudad. En el
peor de los casos, podrían adoptar una nueva identidad, vivir bajo un nombre
falso.
Este último pensamiento le
recordó algo importante. Se dio cuenta de que hasta entonces nunca se había
planteado seriamente las circunstancias de su contratación. Las cosas habían
sucedido demasiado rápidamente, y él había dado por sentado que sustituiría a
Paul Auster. Una vez dado el salto de adoptar ese nombre, había dejado de
pensar en el propio Auster. Si ese hombre era tan buen detective como pensaban
los Stillman, quizá podría ayudarle con el caso. Quinn se lo confesaría todo, Auster
le perdonaría, y juntos trabajarían para salvar a Peter Stillman.
Buscó en las páginas
amarillas la Agencia de Detectives Auster. No aparecía en la lista. En las
páginas blancas, sin embargo, encontró el nombre. Había un Paul Auster en
Manhattan, vivía en Riverside Drive, no lejos de la casa de Quinn. No había
ninguna mención a una agencia de detectives, pero eso no necesariamente
significaba algo. Podría ser que Auster tuviese tanto trabajo que no necesitara
anunciarse. Quinn cogió el teléfono y estaba a punto de marcar cuando se lo
pensó mejor. Era una conversación demasiado importante como para tenerla por
teléfono. No debía correr el riesgo de que le colgase. Si Auster no tenía
oficina, trabajaba en casa; iría allí y hablaría con él cara a cara.
La lluvia había cesado y
aunque el cielo seguía estando gris, Quinn pudo ver a lo lejos, hacia el oeste,
un diminuto rayo de luz atravesando las nubes. Mientras caminaba por Riverside
Drive, tomó conciencia de que ya no estaba siguiendo a Stillman. Tuvo la sensación
de que había perdido la mitad de si mismo. Durante dos semanas había estado
atado al viejo por un hilo invisible. Todo lo que hacía Stillman, lo hacía él;
a donde iba Stillman, iba él. Su cuerpo no estaba acostumbrado a aquella nueva
libertad y durante las primeras manzanas anduvo arrastrando los pies. Aquel
trabajo había terminado, pero su cuerpo no lo sabía aún.
El edificio de Auster estaba
a la mitad de la larga manzana entre la Ciento dieciséis y la Ciento
diecinueve, justo al sur de la iglesia de Riverside y la tumba de Grant. Era un
lugar bien cuidado, con picaportes brillantes y cristales limpios, y tenía un
aire de sobriedad burguesa que en ese momento atrajo a Quinn. El piso de Auster
estaba en la undécima planta y Quinn llamó al timbre del portero automático,
esperando oír una voz que le hablara por el interfono. Pero le contestó el
zumbido de la puerta sin mediar conversación. Quinn empujó y abrió, cruzó el
portal y subió en el ascensor a la undécima planta.
Fue un hombre quien le abrió
la puerta del piso. Era un individuo alto y moreno, de treinta y tantos años,
con la ropa arrugada y barba de dos días. En la mano derecha, sujeta entre el
pulgar y los primeros dos dedos, sostenía una pluma estilográfica destapada,
aún en la posición de escribir. El hombre pareció sorprenderse al encontrar a
un desconocido frente a él.
–¿Sí? –preguntó dubitativo.
Quinn habló en el tono más
cortés que pudo.
–¿Esperaba usted a otra
persona?
–A mi mujer. Por eso he
abierto la puerta sin preguntar quién era.
–Lamento molestarle –se
disculpó Quínn–. Pero busco a Paul Auster.
–Yo soy Paul Auster –dijo el
hombre.
–Me pregunto si podría
hablar con usted. Es muy importante.
–Primero tendrá que decirme
de qué se trata.
–Yo mismo apenas lo sé.
–Quinn le dirigió a Auster una mirada sincera–. Es complicado, me temo. Muy
complicado.
–¿Tiene usted nombre?
–Perdone, por supuesto.
Quinn.
–Quinn ¿qué?
–Daniel Quinn.
El nombre pareció sugerirle
algo a Auster y calló durante un momento, abstraído, como buscando en su
memoria.
–Quinn –murmuró para sí–.
Conozco ese nombre de algo.
–Se quedó callado de nuevo,
esforzándose por encontrar la respuesta–. No será usted poeta, ¿verdad?
–Lo fui –dijo Quinn–. Pero
hace mucho tiempo que no escribo poemas.
–Publicó usted un libro hace
varios años, ¿no? Creo que el título era Asunto
inacabado. Un librito con tapas azules.
–Sí. Ese era yo.
–Me gustó mucho. Esperaba
encontrar alguna otra obra suya. De hecho, incluso me pregunté qué le habría
sucedido.
–Sigo aquí. Más o menos.
Auster abrió la puerta del
todo y le hizo un gesto a Quinn para que entrase. El piso era bastante
agradable, y tenía una forma extraña, varios pasillos largos, libros
amontonados por todas partes, cuadros en las paredes de artistas que Quinn no
conocía y algunos juguetes infantiles tirados por el suelo: un camión rojo, un
oso marrón y un monstruo espacial verde. Auster le llevó al cuarto de estar, le
ofreció una silla con la tapicería gastada y luego se fue a la cocina para
traer unas cervezas. Regresó con dos botellas, las puso sobre un cajón de
madera que hacía las veces de mesa baja y se sentó en el sofá enfrente de
Quinn.
–¿Era de algún tema
literario de lo que quería usted hablarme? –comenzó Auster.
–No –dijo Quinn–. Ojalá.
Pero esto no tiene nada que ver con la literatura.
–¿Con qué, entonces?
Quinn hizo una pausa, miró a
su alrededor sin ver nada y trató de comenzar.
–Tengo la sensación de que
hay un terrible error. Yo he venido aquí buscando a Paul Auster, el detective
privado.
–¿El qué?
Auster se rió y con aquella
risa todo estalló en pedazos de repente. Quinn se dio cuenta de que estaba
diciendo tonterías. Lo mismo podía haber preguntado por el jefe Toro Sentado,
el efecto no habría sido diferente.
–El detective privado
–repitió en voz baja.
–Me temo que ha encontrado usted
al Paul Auster equivocado.
–Usted es el único que viene
en la guía.
–Puede ser –dijo Auster–.
Pero yo no soy detective.
–¿Quién es usted entonces?
¿A qué se dedica?
–Soy escritor.
–¿Escritor? –Quinn pronunció
la palabra como si fuese un lamento.
–Lo siento –dijo Auster–.
Pero eso es lo que soy.
–Si eso es cierto, entonces
no hay esperanza. Todo el asunto es un mal sueño.
–No tengo ni idea de lo que
está usted hablando.
Quinn se lo contó. Empezó
por el principio y le contó la historia entera, paso a paso. La presión había
ido acumulándose dentro de él desde la desaparición de Stillman aquella mañana
y ahora salió como un torrente de palabras. Le habló de las llamadas
telefónicas preguntando por Paul Auster, de su inexplicable aceptación del
caso, de su entrevista con Peter Stillman, de su conversación con Virginia
Stillman, de su lectura del libro de Stillman, de su seguimiento de Stillman
desde la estación Grand Central, de los vagabundeos diarios de Stillman, de la
bolsa y de los objetos rotos, de los inquietantes mapas que formaban letras del
alfabeto, de sus conversaciones con Stillman, de la desaparición de Stillman
del hotel. Cuando llegó al final, preguntó:
–¿Cree usted que estoy loco?
–No –dijo Auster, que había
escuchado atentamente el monólogo de Quinn–. Yo en su lugar probablemente
habría hecho lo mismo.
Estas palabras fueron un
gran alivio para Quinn, como si, al fin, la carga ya no fuera únicamente suya.
Sintió ganas de abrazar a Auster y declararle amistad eterna.
–No me lo estoy inventando
–dijo Quinn–. Incluso tengo pruebas. –Sacó su cartera y de ella el cheque de
quinientos dólares que Virginia Stillman le había extendido dos semanas antes.
Se lo tendió a Auster–. Como ve, está a su nombre.
Auster examinó el cheque
cuidadosamente y asintió.
–Parece un cheque
perfectamente normal.
–Bien, es suyo –dijo Quinn–.
Quiero que se lo quede.
–No me sería posible
aceptarlo.
–A mí no me sirve de nada.
–Quinn miró a su alrededor e hizo un gesto vago–. Cómprese más libros. O
algunos juguetes para su hijo.
–Es dinero que se ha ganado
usted. Merece quedárselo. –Auster hizo una pausa–. Hay algo que puedo hacer por
usted. Puesto que el cheque está a mi nombre, lo cobraré para usted. Lo llevaré
a mi banco mañana por la mañana, lo ingresaré en cuenta y le daré el dinero
cuando lo cobre.
Quinn no dijo nada.
–¿De acuerdo? –preguntó
Auster.
–De acuerdo –dijo Quinn al
fin–. Veremos qué pasa.
Auster dejó el cheque sobre
la mesita como diciendo que el asunto estaba resuelto. Luego se recostó en el
sofá y miró a Quínn a los ojos.
–Hay una cuestión mucho más
importante que el cheque –dijo–. El hecho de que mi nombre se haya visto
envuelto en esto. No lo entiendo en absoluto.
–Me pregunto si ha tenido
usted problemas con su teléfono últimamente. A veces las líneas se cruzan. Una
persona trata de llamar a un número y, aunque marque correctamente, le contesta
otra persona.
–Sí, eso me ha sucedido a
veces. Pero aunque mi teléfono estuviera mal, eso no explica el verdadero
problema. Eso nos diría por qué recibió usted la llamada, pero no por qué
querían hablar conmigo.
–¿Es posible que conozca
usted a las personas interesadas?
–Nunca he oído hablar de los
Stillman.
–Puede que alguien quisiera
gastarle una broma pesada.
–No me trato con gente de
ese estilo.
–Nunca se sabe.
–Pero lo cierto es que no se
trata de una broma. Es un caso real con personas reales.
–Sí –dijo Quinn tras un
largo silencio–. Soy consciente de ello.
Habían llegado al final de
lo que podían hablar. Más allá de ese punto no había nada: los pensamientos
fortuitos de dos hombres que no sabían nada. Quinn se dio cuenta de que debía
marcharse. Llevaba casi una hora allí y se acercaba el momento de llamar a
Virginia Stillman. No obstante, no tenía ganas de moverse. El sillón era cómodo
y la cerveza se le había subido ligeramente a la cabeza. Aquel Auster era la
primera persona inteligente con la que hablaba en mucho tiempo. Había leído la
antigua obra de Quinn, la había admirado, había deseado encontrar más. A pesar
de todo, era imposible que Quinn no se alegrara de aquello.
Se quedaron allí sentados
durante unos minutos sin decir nada. Al fin Auster se encogió de hombros, lo
cual parecía un reconocimiento de que habían llegado a un punto muerto. Se
levantó y dijo:
–Estaba a punto de
prepararme el almuerzo. No me cuesta nada hacerlo para dos.
Quinn vaciló. Era como si
Auster hubiera leído sus pensamientos y adivinado lo que más deseaba: comer,
tener una excusa para quedarse un rato más.
–En realidad debería irme
–dijo–. Pero si, gracias. Algo de comida me vendrá bien.
–¿Qué le parece una tortilla
de jamón?
–Estupendo.
Auster se retiró a la cocina
para preparar la comida. A Quinn le hubiera gustado ofrecerse para ayudarle,
pero no podía moverse. El cuerpo le pesaba como una losa. A falta de otra idea
mejor, cerró los ojos. En el pasado a veces le había consolado hacer
desaparecer al mundo. Esta vez, sin embargo, Quinn no encontró nada interesante
dentro de su cabeza. Parecía como si las cosas se hubieran detenido allí
dentro. Luego, en la oscuridad, empezó a oír una voz, una voz idiota que
canturreaba la misma frase una y otra vez: “No puedes hacer una tortilla sin
romper los huevos.” Abrió los ojos para que cesaran las palabras.
Había pan y mantequilla, más
cerveza, cuchillos y tenedores, sal y pimienta, servilletas y tortillas, dos,
rezumando en unos platos blancos. Quinn comió con descarada voracidad,
devorando la comida en lo que parecía cuestión de segundos. Después hizo un
gran esfuerzo para calmarse. Las lágrimas acechaban misteriosamente detrás de
sus ojos y su voz temblaba al hablar, pero de alguna manera consiguió
dominarse. Para demostrar que no era un ingrato egocéntrico, empezó a
preguntarle a Auster por su trabajo. Auster se mostró algo reticente, pero al
fin reconoció que estaba trabajando en un libro de artículos. El que estaba
escribiendo en aquel momento versaba sobre Don
Quijote.
–Uno de mis libros favoritos
–dijo Quinn.
–Sí, mío también. No hay
nada comparable.
Quinn le preguntó por el
ensayo.
–Supongo que podría
considerarse especulativo, ya que en realidad no pretendo demostrar nada. De
hecho, está escrito irónicamente. Una lectura imaginativa, supongo que
podríamos llamarlo.
–¿Cuál es su tesis?
–Principalmente tiene que
ver con la autoría del libro. Quién lo escribió y cómo lo escribió.
–¿Hay alguna duda?
–Por supuesto que no. Pero
me refiero al libro dentro del libro que Cervantes escribió. El que imaginó que
estaba escribiendo.
–Ah.
–Es muy sencillo. Cervantes,
no sé si lo recuerda, se esfuerza mucho por convencer al lector de que él no es
el autor. El libro, dice, lo escribió en árabe Cide Hamete Benengeli. Cervantes
describe cómo descubrió por azar el manuscrito un día en el mercado de Toledo.
Contrató a alguien para que se lo tradujera al castellano y después se presenta
a sí mismo únicamente como el corrector de la traducción. De hecho, ni siquiera
puede garantizar la exactitud de la traducción.
–Y sin embargo luego dice
–añadió Quinn– que la de Cide Hamete Benengeli es la única versión auténtica de
la historia de don Quijote. Todas las otras versiones son fraudes, escritas por
impostores; insiste mucho en que todo lo que se cuenta en el libro sucedió
realmente.
–Exactamente. Porque,
después de todo, el libro es un ataque a los peligros de la simulación. No
podía fácilmente presentar una obra de la imaginación para hacer eso, ¿verdad?
Tenía que afirmar que era real.
–Sin embargo, siempre he
sospechado que Cervantes devoraba aquellos viejos libros de caballería. No
puedes odiar algo tan violentamente a menos que una parte de ti lo ame también.
En cierto sentido, don Quijote no era más que un doble de Cervantes.
–Estoy de acuerdo. ¿Qué
mejor retrato de un escritor que mostrar a un hombre que ha quedado embrujado
por los libros?
–Precisamente.
–En cualquier caso, puesto
que se supone que el libro es real, de ello se deduce que la historia tiene que
estar escrita por un testigo ocular de los sucesos que en ella ocurren. Pero
Cid Hamete, el autor reconocido, no aparece nunca. Ni una sola vez afirma estar
presente cuando los sucesos tienen lugar. Por lo tanto, mi pregunta es ésta:
¿quién es Cide Hamete Benengeli?
–Sí, ya veo adónde quiere ir
a parar.
–La teoría que planteo en el
artículo es que en realidad es una combinación de cuatro personas diferentes.
Sancho Panza es el testigo, naturalmente. No hay ningún otro candidato, ya que
es el único que acompaña a don Quijote en todas sus aventuras. Pero Sancho no
sabe leer ni escribir. Por lo tanto no puede ser el autor. Por otra parte,
sabemos que Sancho tiene un gran don para el lenguaje. A pesar de sus necios
despropósitos, les da cien vueltas hablando a todos los demás personajes del
libro. Me parece perfectamente posible que le dictara la historia a otra
persona, es decir, al barbero y al cura, los buenos amigos de don Quijote.
Ellos pusieron la historia en correcta forma literaria, en castellano, y luego
le entregaron el manuscrito a Simón Carrasco, el bachiller de Salamanca, el
cual procedió a traducirlo al árabe. Cervantes encontró la traducción, mandó
pasarla de nuevo al castellano y luego publicó el libro, Don Quijote de la Mancha.
–Pero ¿por qué se tomarían
Sancho y los otros tantas molestias?
–Curar a don Quijote de su
locura. Querían salvar a su amigo. Recuerde que al principio queman sus libros
de caballería, pero eso no da resultado. El Caballero de la Triste Figura no
renuncia a su obsesión. Entonces, en un momento u otro, todos salen a buscarle
con distintos disfraces (de dama en apuros, de Caballero de los Espejos, de
Caballero de la Pálida Luna) con el fin de atraer a don Quijote a casa. Al
final lo consiguen. El libro no era más que uno de sus trucos. La idea era
poner un espejo delante de la locura de don Quijote, registrar cada uno de sus
absurdos y ridículos delirios, de tal modo que cuando finalmente leyese el
libro viera lo erróneo de su conducta.
–Me gusta.
–Sí. Pero hay una última
vuelta de tuerca. Don Quijote, en mi opinión, no estaba realmente loco. Sólo
fingía estarlo. De hecho, él mismo orquestó todo el asunto. Recuerde que
durante todo el libro don Quijote está preocupado por la cuestión de la
posteridad. Una y otra vez se pregunta con cuánta precisión registrará su
cronista sus aventuras. Esto implica conocimiento por su parte; sabe de
antemano que ese cronista existe. ¿Y quién podría ser sino Sancho Panza, el
fiel escudero a quien don Quijote ha elegido para ese propósito? De la misma
manera, eligió a los otros tres para que desempeñaran los papeles que les había
destinado. Fue don Quijote quien organizó el cuarteto Benengeli. Y no sólo
seleccionó a los autores, probablemente fue él quien tradujo el manuscrito
árabe de nuevo al castellano. No debemos considerarle incapaz de tal cosa. Para
un hombre tan hábil en el arte del disfraz, oscurecerse la piel y vestirse con
la ropa de un moro no debía ser muy difícil. Me gusta imaginar la escena en el mercado
de Toledo. Cervantes contratando a don Quijote para descifrar la historia del
propio don Quijote. Tiene una gran belleza.
–Pero aún no ha explicado
por qué un hombre como don Quijote desorganizaría su vida tranquila para
dedicarse a un engaño tan complicado.
–Ésa es la parte más
interesante de todas. En mi opinión, don Quijote estaba realizando un
experimento. Quería poner a prueba la credulidad de sus semejantes. ¿Sería
posible, se preguntaba, plantarse ante el mundo y con la más absoluta convicción
vomitar mentiras y tonterías? ¿Decirles que los molinos de viento eran
caballeros, que la bacinilla de un barbero era un yelmo, que las marionetas
eran personas de verdad? ¿Sería posible persuadir a otros para que asintieran a
lo que él decía, aunque no le creyeran? En otras palabras, ¿hasta qué punto
toleraría la gente las blasfemias si les proporcionaban diversión? La respuesta
es evidente, ¿no? Hasta cualquier punto. La prueba es que todavía leemos el
libro. Sigue pareciéndonos sumamente divertido. Y eso es en última instancia lo
que cualquiera le pide a un libro, que le divierta.
Auster se recostó en el
sofá, sonrió con cierto irónico placer y encendió un cigarrillo. Era evidente
que estaba disfrutando, pero a Quinn se le escapaba la naturaleza precisa de
aquel placer. Parecía una especie de risa muda, un chiste que no llegaba a su
culminación, un regocijo sin objetivo. Quinn estaba a punto de decir algo en
respuesta a la teoría de Auster, pero no tuvo ocasión. Justo cuando abrió la
boca para hablar fue interrumpido por un entrechocar de llaves en la puerta
principal, el sonido de la puerta al abrirse y luego cerrarse de golpe y una
algarabía de voces. La cara de Auster se animó al oírlas. Se levantó de su
asiento, se disculpó con Quinn y fue rápidamente hacia la puerta.
Quinn oyó risas en el
vestíbulo, primero de una mujer y luego de un niño –aguda y más aguda, un staccato de metralla– y luego el bajo
retumbante de la risotada de Auster. El niño habló:
–¡Papá, mira lo que he
encontrado!
Y luego la mujer explicó que
estaba tirado en la calle, y por qué no, parecía estar en perfecto estado. Un
momento más tarde oyó que el niño venía corriendo hacia él por el pasillo.
Irrumpió en el cuarto de estar, vio a Quinn y se paró en seco. Era un chiquillo
rubio de cinco o seis años.
–Buenas tardes –le dijo
Quinn.
El niño, replegándose
rápidamente en su timidez, sólo respondió con un débil hola. En la mano
izquierda tenía un objeto rojo que Quinn no pudo identificar. Le preguntó al
niño qué era.
–Es un yoyó –contestó, abriendo
la mano para enseñárselo–. Lo he encontrado en la calle.
–¿Funciona?
El niño se encogió de
hombros exageradamente, como en una pantomima.
–No sé. Siri no sabe jugar.
Y yo tampoco.
Quinn le preguntó si podía
intentarlo y el niño se acercó a él y le puso el yoyó en la mano. Mientras lo
examinaba, oyó que el niño respiraba a su lado, observando cada uno de sus
movimientos. El yoyó era de plástico, parecido a aquellos con los que él había
jugado de pequeño, pero algo más complicado, un artefacto de la era espacial.
Quinn metió el dedo corazón en la presilla que había al extremo del cordel, se
puso de pie y lo intentó. El yoyó emitió un sonido silbante al descender y en
su interior saltaron chispas. El niño abrió la boca, luego el yoyó se detuvo,
balanceándose al extremo del cordel.
–Un gran filósofo dijo una
vez –murmuró Quinn– que el camino de subida y el camino de bajada son uno y el
mismo.
–Pero tú no lo has hecho
subir –dijo el niño–. Solamente ha bajado.
–Hay que continuar
intentándolo.
Quinn estaba volviendo a
enrollar el cordel para hacer un nuevo intento cuando Auster y su esposa
entraron en la habitación. Levantó la vista y vio primero a la mujer. En ese
único y breve momento supo que tenía problemas. Ella era alta, delgada, rubia,
una belleza radiante, con una energía y una felicidad que parecían hacer
invisible todo lo que la rodeaba. Fue demasiado para Quinn. Sintió como si
Auster le estuviera atormentando con todo lo que había perdido, y reaccionó con
envidia y rabia, con una lacerante autocompasión. Sí, a él también le gustaría
tener aquella mujer y aquel niño, estar sentado todo el día pariendo bobadas
sobre libros antiguos, estar rodeado de yoyós y tortillas de jamón y plumas
estilográficas. Rezó para sus adentros pidiendo la salvación.
Auster vio el yoyó en su mano y dijo:
–Veo que ya os conocéis.
Daniel –le dijo al niño–, éste es Daniel. –Y luego a Quinn, con la misma
sonrisa irónica–: Daniel, éste es Daniel.
El niño se echó a reír y
dijo:
–¡Todo el mundo es Daniel!
–Eso es –dijo Quinn–. Yo soy
tú y tú eres yo.
–Y así una vez y otra vez
–gritó el niño, extendiendo los brazos repentinamente y dando vueltas y vueltas
alrededor de la habitación como un giroscopio.
–Y ésta –dijo Auster,
volviéndose hacia la mujer– es mi esposa, Siri.
La mujer le dirigió una
sonrisa, dijo que se alegraba de conocer a Quinn como si lo dijera sinceramente
y luego le tendió la mano. Él se la estrechó, notando la extraña esbeltez de
sus huesos, y le preguntó si su nombre era noruego.
–No hay mucha gente que sepa
eso –dijo ella.
–¿Procede usted de Noruega?
–Indirectamente –dijo ella–.
Pasando por Northfield, Minnesota.
Y entonces se rió y Quinn
sintió que un poco más de sí mismo se derrumbaba.
–Sé que es una invitación de
último minuto –dijo Auster–, pero si tiene usted tiempo libre, ¿por qué no se
queda a cenar con nosotros?
–Ah –dijo Quinn,
esforzándose por dominarse–. Es muy amable por su parte. Pero realmente tengo
que irme. Ya se me ha hecho tarde.
Hizo un último esfuerzo, le
sonrió a la esposa de Auster y le dijo adiós con la mano al niño.
–Hasta pronto, Daniel –dijo,
yendo hacia la puerta.
El niño le miró desde el
otro lado de la habitación y se rió de nuevo.
–¡Adiós, yo! –dijo.
Auster le acompañó hasta la
puerta.
–Le llamaré en cuanto cobre
el cheque. ¿Viene usted en la guía telefónica? –le dijo.
–Sí –contestó Quinn–. Soy el
único.
–Si me necesita para algo
–dijo Auster–, llámeme. Estaré encantado de ayudarle.
Auster alargó la mano para
estrechar la suya y Quinn se dio cuenta de que todavía tenía el yoyó. Lo puso en
la mano derecha de Auster, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue.
11
Ahora Quinn estaba perdido.
No tenía nada, no sabía nada, sabía que no sabía nada. No sólo estaba como al
principio, estaba antes del principio, tan lejos del principio que era peor que
cualquier final que pudiera imaginar.
Según su reloj eran casi las
seis. Quinn volvió a casa por donde había venido, alargando sus pasos a cada
nueva manzana. Cuando llegó a su calle, iba corriendo. Hoy es dos de junio, se
dijo. Intenta recordarlo. Esto es Nueva York y mañana será tres de junio. Si
todo va bien, pasado mañana será cuatro. Pero nada es seguro.
Hacía rato que había pasado
la hora de su llamada a Virginia Stillman, y dudó si hacerla. ¿Sería posible
pasar de ella? ¿Podría abandonarlo todo, así, por las buenas? Sí, se dijo, es
posible. Podría olvidar el caso, volver a su rutina, escribir otro libro.
Podría hacer un viaje si quería, incluso marcharse del país por algún tiempo.
Podría ir a París, por ejemplo. Sí, eso era posible. Pero cualquier sitio
serviría, pensó, cualquier sitio.
Se sentó en el cuarto de
estar y miró las paredes. Recordaba que habían sido blancas, pero ahora habían
adquirido una curiosa tonalidad amarilla. Quizá se irían ensuciando aún más,
poniéndose grises, o incluso marrones, como una pieza de fruta tocada. Una
pared blanca se convierte en una pared amarilla que luego se convierte en una
pared gris, se dijo. La pintura se gasta, la ciudad invade con su hollín, el
yeso se desmorona. Cambios y más cambios.
Fumó un cigarrillo, y luego
otro, y luego otro. Se miró las manos, vio que las tenía sucias y se levantó
para lavárselas. En el cuarto de baño, con el agua corriendo en el lavabo,
decidió afeitarse también. Se puso espuma en la cara, sacó una cuchilla nueva y
empezó a quitarse la barba. Por alguna razón encontraba desagradable mirarse al
espejo y trataba de rehuir su imagen con los ojos. Te estás volviendo viejo, se
dijo, te estás convirtiendo en un viejo imbécil. Luego entró en la cocina, se
tomó un cuenco de cereales y se fumó otro cigarrillo.
Ya eran las siete. Una vez
más debatió consigo mismo si debía llamar a Virginia Stillman. Mientras le daba
vueltas al asunto se le ocurrió que ya no tenía criterio. Veía el argumento a
favor de hacer la llamada y al mismo tiempo veía el argumento a favor de no
hacerla. Al final, fue la educación la que le decidió. No sería justo
desaparecer sin avisarla. Una vez lo hubiera hecho, sería perfectamente
aceptable. Con tal que le digas a la gente lo que vas a hacer, razonó, da igual
lo que hagas. Eres libre de hacer lo que quieras.
El teléfono, sin embargo,
comunicaba. Esperó cinco minutos y volvió a marcar. El teléfono seguía
comunicando. Durante la hora siguiente Quinn marcó y esperó alternativamente,
siempre con el mismo resultado. Al fin llamó a la operadora y le preguntó si el
teléfono estaba averiado. Le cobrarían treinta centavos por la consulta, le
advirtieron. Luego oyó un chisporroteo en la línea, el sonido de marcar, mas
voces. Quinn trató de imaginar qué aspecto tendrían las operadoras. Luego la
primera mujer le habló de nuevo: el número comunicaba.
Quinn no sabía qué pensar.
Había tantas posibilidades que ni siquiera podía empezar a considerarlas.
¿Stillman? ¿El teléfono descolgado? ¿Alguna otra persona?
Encendió la televisión y vio
las dos primeras entradas del partido de los Mets. Luego marcó una vez más. Lo
mismo. Al comienzo de la tercera St. Louis marcó con una base robada y un bombo
sacrificado. Los Mets igualaron esa carrera en mitad de la entrada con un doble
de Wilson y un sencillo de Youngblood. Quínn se dio cuenta de que le daba
igual. Apareció un anuncio de cerveza y quitó el sonido. Por vigésima vez trató
de hablar con Virginia Stillman y por vigésima vez le ocurrió lo mismo. Al
comienzo de la cuarta entrada St Louis marcó cinco carreras y Quinn quitó la
imagen también. Encontró su cuaderno rojo, se sentó ante su mesa de trabajo y
escribió sin parar durante las siguientes dos horas. No se molestó en leer lo
que había escrito. Luego llamó a Virginia Stillman y oyó nuevamente la señal de
comunicar. Colgó el teléfono con tanta fuerza que el plástico se rompió. Cuando
intentó volver a llamar, ya no pudo conseguir el tono para marcar. Se levantó,
entró en la cocina y se preparó otro cuenco de cereales. Luego se fue a la
cama.
En su sueño, que más tarde
olvidó, se encontraba andando por Broadway llevando de la mano al hijo de
Auster.
Quinn pasó todo el día
siguiente andando. Empezó temprano, justo después de las ocho, y no se detuvo a
considerar adónde iba. Ese día vio muchas cosas en las que no se había fijado
antes.
Cada veinte minutos entraba
en una cabina telefónica y llamaba a Virginia Stillman. Lo que había ocurrido
la noche anterior seguía ocurriendo ese día. A aquellas alturas Quinn esperaba
que el número diera señal de comunicar. Ya ni siquiera le molestaba. La señal
se había convertido en un contrapunto a sus pasos, un metrónomo que marcaba
constantemente en medio de los ruidos fortuitos de la ciudad. Encontraba cierto
consuelo en la idea de que cada vez que marcara el número, el sonido estaría
allí, siempre invariable en su negativa, negando el discurso y la posibilidad
del discurso, tan insistente como los latidos de un corazón. Virginia y Peter
Stillman estaban ahora fuera de su alcance. Pero podía tranquilizar su
conciencia con el pensamiento de que continuaba intentándolo. Fuera cual fuera
la oscuridad a la que le conducían, él no los había abandonado todavía.
Bajó por Broadway hasta la
calle Setenta y dos, torció al este hacia Central Park West y siguió hasta
llegar a la Cincuenta y nueve y la estatua de Colón. Allí torció de nuevo hacia
el este, avanzando por Central Park South hasta Madison Avenue, donde tiró a la
derecha y caminó hacia la estación Grand Central. Después de dar vueltas al
azar por unas cuantas manzanas, continuó hacia el sur cosa de un kilómetro,
llegó al cruce de Broadway con la Quinta Avenida en la calle Veintitrés, se
detuvo para mirar el edificio Flatiron y luego cambió de rumbo, cogiendo una
transversal en dirección oeste hasta que llegó a la Séptima Avenida, donde viró
a la izquierda y siguió hacia el centro. En Sheridan Square giró de nuevo hacia
el este, deambulando por Waverly Place, cruzando la Sexta Avenida y continuando
hasta Washington Square. Pasó bajo el arco y se abrió camino hacia el sur entre
el gentío, deteniéndose momentáneamente para mirar a un funambulista que estaba
haciendo su número sobre una cuerda tendida entre una farola y el tronco de un
árbol. Luego dejó el parquecito por la esquina este, cruzó las viviendas universitarias
con sus parterres de hierba y torció a la derecha en Houston Street. En West
Broadway giró de nuevo, esta vez a la izquierda, y siguió hasta Canal.
Desviándose ligeramente a su derecha, pasó por un parque de bolsillo y se metió
por Varick Street, pasó por el número seis, donde había vivido algún tiempo, y
luego retomó su rumbo sur, cogiendo nuevamente West Broadway donde se cruza con
Varick. West Broadway le llevó hasta la base del World Trade Centre y al
vestíbulo de una de las torres, donde hizo su decimotercera llamada del día a
Virginia Stillman. Quinn decidió comer algo, entró en uno de los restaurantes
de comida rápida de la planta baja y consumió despacio un sandwich mientras
trabajaba en el cuaderno rojo. Después continuó andando hacia el este,
vagabundeando por las estrechas calles del distrito financiero, y luego se
dirigió hacia el sur, hacia Bowling Green, donde vio el agua y las gaviotas que
volaban sobre ella a la luz del mediodía. Por un momento consideró la
posibilidad de dar un paseo en el transbordador de Staten Island, pero luego lo
pensó mejor y echó a andar en dirección norte. En Fulton Street se metió a la
derecha y siguió en dirección noreste por East Broadway, que le llevó a las
miasmas del Lower East Side y luego a Chinatown. Desde allí encontró el Bowery,
que le condujo por la calle Catorce. Después torció a la izquierda, cortó
diagonalmente por Union Square y siguió a lo largo de Park Avenue South. En la
calle Veintitrés se dirigió hacia el norte. Unas manzanas después torció otra
vez a la derecha, anduvo una manzana hacia el este y luego subió por la Tercera
Avenida durante un rato. En la calle Treinta y dos torció a la derecha, llegó a
la Segunda Avenida, torció a la izquierda, subió tres manzanas y luego torció a
la derecha por última vez, encontrándose en la Primera Avenida. Entonces anduvo
los siete bloques de las Naciones Unidas y decidió tomarse un breve descanso.
Se sentó en un banco de piedra en la plaza y respiró hondo, relajándose al aire
y al sol con los ojos cerrados. Luego abrió el cuaderno rojo, sacó del bolsillo
el bolígrafo del sordomudo y comenzó una página nueva.
Por primera vez desde que había comprado el cuaderno
rojo, lo que escribió no tenía nada que ver con el caso de los Stillman. Más
bien se concentró en las cosas que había visto mientras paseaba. No se detuvo a
pensar en lo que estaba haciendo ni analizó las posibles implicaciones de aquel
acto inusual. Sentía la necesidad de registrar ciertos hechos y quería
escribirlos antes de que se le olvidaran.
Hoy, como
nunca antes: los vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los
marginados y los borrachos. Van desde los simplemente menesterosos hasta los
absolutamente miserables. Dondequiera que mires, allí están, en los barrios
buenos como en los malos.
Algunos
mendigan con una apariencia de orgullo. Dame ese dinero, parecen decir, y
pronto volveré a estar entre vosotros, yendo y viniendo apresuradamente en mi
rutina cotidiana. Otros han renunciado a la esperanza de salir algún día de su
marginalidad. Están ahí despatarrados sobre la acera con un sombrero, una taza
o una caja, sin molestarse siquiera en mirar al transeúnte, demasiado
derrotados como para dar las gracias a quienes dejan caer una moneda ante
ellos. Otros tratan por lo menos de trabajar para ganarse el dinero que les
dan: el ciego vendedor de lápices, el borracho que te lava el parabrisas del
coche. Algunos cuentan historias, generalmente trágicos relatos de su propia
vida, como para dar a sus benefactores algo a cambio de su bondad, aunque sean
sólo palabras.
Otros tienen
verdadero talento. Por ejemplo, el viejo negro de hoy que bailaba claqué
mientras hacía malabarismos con cigarrillos, aún digno, claramente en otro
tiempo un artista de variedades, vestido con un traje morado, una camisa verde
y una corbata amarilla, la boca fija en una sonrisa teatral a medias recordada.
También están los que hacen dibujos con tizas en la acera y los músicos:
saxofonistas, guitarristas, violinistas. Ocasionalmente, incluso te encuentras
con un genio, como me ha ocurrido a mí hoy:
Un
clarinetista de edad indefinida, con un sombrero que le oscurecía la cara,
sentado en la acera con las piernas cruzadas a la manera de un encantador de
serpientes. Justo delante de él había dos monos de cuerda, uno con una
pandereta y el otro con un tambor. Mientras uno sacudía y el otro golpeaba,
marcando un extraño y preciso ritmo, el hombre improvisaba infinitas y
minúsculas variaciones con su instrumento, balanceando el cuerpo rígidamente
hacia adelante y hacia atrás, imitando enérgicamente el ritmo de los monos.
Tocaba con garbo y elegancia, vivas y ondulantes figuras en tono menor, como si
estuviera contento de encontrarse allí con sus amigos mecánicos, encerrado en
el universo que él mismo había creado, sin levantar los ojos ni una sola vez.
Seguía y seguía, al final siempre lo mismo, y sin embargo cuanto más le
escuchaba más me costaba marcharme.
Estar dentro
de esa música, ser atraído al circulo de sus repeticiones: quizá ése sea un
lugar donde uno pueda al fin desaparecer.
Pero los
mendigos y los artistas constituyen sólo una pequeña parte de la población
vagabunda. Son la aristocracia, la élite de los caídos. Mucho más numerosos son
quienes no tienen nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Muchos son borrachos,
pero ese término no hace justicia a la devastación que encarnan. Sacos de
desesperación, cubiertos de harapos, las caras magulladas y sangrantes, avanzan
por las calles arrastrando los pies como si llevaran cadenas. Dormidos en las
puertas, tambaleándose entre el tráfico, derrumbados en las aceras, parecen
estar por todas partes en el momento en que los buscas. Algunos morirán de
inanición, otros morirán de frío, otros serán apaleados, quemados o torturados.
Por cada alma
perdida en ese infierno particular, hay varias otras encerradas en la locura,
incapaces de salir al mundo que se halla al otro lado de sus cuerpos. Aunque
parecen estar ahí, no se puede contar con que estén presentes. Por ejemplo, el
hombre que va a todas partes con un juego de palillos de tambor, aporreando la
acera con ellos a un ritmo precipitado y desatinado, incómodamente encorvado
mientras avanza por la calle golpeando insistentemente el cemento. Quizá piensa
que está haciendo algo importante. Quizá, si no hiciera lo que hace, la ciudad
se vendría abajo. Quizá la luna se saldría de su órbita y se estrellaría contra
la tierra. Hay quienes hablan solos, quienes mascullan, quienes gritan, quienes
maldicen, quienes gimen, quienes se cuentan historias a sí mismos como si lo
hicieran a otra persona. Como el hombre que he visto hoy, sentado como un
montón de basura, enfrente de la estación Grand Central, diciendo en voz alta y
aterrada mientras la multitud pasaba apresuradamente a su lado: “Tercero de
infantería de marina... comiendo abejas... las abejas me salían por la boca.” O
la mujer que le gritaba a un compañero invisible: “¡Y qué pasa si no quiero! ¡Y
qué pasa si no me da la real gana!”
Hay mujeres
con bolsas de plástico y hombres con cajas de cartón, que cargan con sus
pertenencias de un sitio a otro, siempre en movimiento, como si importara dónde
estuvieran. Hay un hombre envuelto en la bandera americana. Hay una mujer con
una máscara de carnaval en la cara. Hay un hombre con un abrigo andrajoso, los
pies envueltos en trapos, que lleva en la mano una percha con una camisa blanca
perfectamente planchada, aún enfundada en el plástico de la tintorería. Hay un
hombre con traje de ejecutivo, los pies descalzos y un casco de fútbol
americano en la cabeza. Hay una mujer cuya ropa está cubierta de los pies a la
cabeza de chapas de campaña presidencial. Hay un hombre que camina con la cara
entre las manos, llorando histéricamente y repitiendo una y otra vez: “No, no,
no. Él ha muerto. Él no ha muerto. No, no, no. Él ha muerto. Él no ha muerto.”
Baudelaire: Il
me semble que je serais toujours bien là oú je ne suis pas. En otras palabras:
me parece que siempre seré feliz allí donde no estoy. O, más directamente:
dondequiera que no estoy es donde soy yo mismo. O bien, cogiendo el toro por
los cuernos: en cualquier parte fuera del mundo.
Era casi de noche. Quinn
cerró el cuaderno rojo y se guardó el bolígrafo en el bolsillo. Quería pensar
un poco más en lo que había escrito pero descubrió que no podía. El aire a su
alrededor era suave, casi dulce, como si ya no perteneciera a la ciudad. Se
levantó del banco, estiró los brazos y las piernas y se dirigió a una cabina
telefónica, desde donde llamó a Virginia Stillman una vez más. Luego se fue a
cenar.
En el restaurante se dio
cuenta de que había tomado una decisión. Sin siquiera saberlo, la respuesta ya
estaba allí, totalmente formada en su cabeza. La señal de comunicar, ahora lo
comprendía, no había sido arbitraria. Era un signo, y le decía que todavía no
podía romper su relación con el caso aunque quisiera. Había tratado de
contactar con Virginia Stillman para decirle que había terminado con el asunto,
pero el destino no se lo había permitido. Quinn se paró a considerar esto. ¿Era
“destino” realmente la palabra que quería usar? Parecía una elección demasiado
fuerte y anticuada. Y sin embargo, cuando la examinó más a fondo, descubrió que
era precisamente lo que quería decir. O, si no precisamente, se acercaba más
que ningún otro término que se le ocurriera. Destino en el sentido de lo que
era, de lo que resultaba ser. Era algo parecido a la palabra “it” en la frase
“it is raining” o “it is night”.[7] Quinn nunca había sabido a
qué se refería “it”. Una condición generalizada de las cosas tal y como eran,
quizá; el estado de ser que era el terreno en el que tenían lugar los sucesos
del mundo. No podía ser más concreto. Pero quizá en realidad no buscaba nada
concreto.
Era el destino, entonces.
Pensara lo que pensara, por mucho que deseara que fuese diferente, no podía
hacer nada al respecto. Había dicho que sí a una proposición y ahora era
impotente para deshacer ese sí. Lo cual significaba una sola cosa: tenía que
seguir hasta el final. No podía haber dos respuestas. Era esto o aquello. Y era
así, tanto si le gustaba como si no.
Lo de Auster era claramente
una equivocación. Quizá había existido alguna vez un detective privado en Nueva
York con ese nombre. El marido de la enfermera de Peter era un policía
retirado, por lo tanto no era un hombre joven. En sus tiempos sin duda había un
Auster con una buena reputación y, naturalmente, había pensado en él cuando le
pidieron que les diera el nombre de un detective. Había buscado en la guía
telefónica, había encontrado una sola persona con ese nombre y había dado por
supuesto que se trataba del mismo hombre. Luego les dio el número a los
Stillman. En ese punto se produjo la segunda equivocación. Había una avería en
las líneas y de alguna manera su número se cruzó con el de Auster. Esas cosas
ocurrían todos los días. Así que él había recibido la llamada que, en cualquier
caso, iba destinada al hombre equivocado. Todo encajaba perfectamente.
Quedaba un problema. Si no
podía contactar con Virginia Stillman, si, como él creía, se pretendía que no contactara con ella, ¿qué debía hacer
exactamente? Su trabajo consistía en proteger a Peter, en asegurarse de que no
le ocurriera nada malo. ¿Acaso importaba lo que Virginia Stillman pensase que
estaba haciendo, siempre y cuando él hiciera lo que tenía que hacer? En teoría
un detective debía mantenerse en estrecho contacto con su cliente. Ése había
sido siempre uno de los principios de Max Work. Pero ¿era realmente necesario?
Con tal que Quinn hiciera su trabajo, ¿qué podía importar? Si había algún
malentendido, seguramente podría aclararse una vez que el caso se resolviera.
Entonces, podía proceder
como quisiera. Ya no tendría que telefonear a Virginia Stillman. Podría
abandonar la oracular señal de comunicar de una vez por todas. A partir de
ahora nada le detendría. A Stillman le sería imposible acercarse a Peter sin
que Quinn lo supiera.
Quinn pagó la cuenta, se
metió un palillo mentolado en la boca y echó a andar de nuevo. No tenía que ir
muy lejos. Por el camino se detuvo en un Citibank y pidió su saldo en el cajero
automático. Había trescientos cuarenta y nueve dólares en su cuenta. Retiró
trescientos, se metió el dinero en el bolsillo y siguió andando. En la calle
Cincuenta y siete torció a la izquierda y continuó hasta Park Avenue. Allí
torció a la derecha y siguió caminando hacia el norte hasta llegar a la calle
Sesenta y nueve. En ese punto torció a la derecha para entrar en la manzana de
los Stillman. El edificio tenía el mismo aspecto que el primer día. Miró hacia
arriba para ver si había alguna luz en el piso, pero no podía recordar cuáles
eran las ventanas de los Stillman. La calle estaba absolutamente tranquila. No
pasaban coches ni transeúntes. Quinn cruzó al otro lado, encontró un sitio
adecuado en un estrecho callejón y se instaló allí para pasar la noche.
12
Pasó mucho tiempo. Cuánto
exactamente es imposible saberlo. Semanas ciertamente, pero quizá incluso
meses. El relato de este periodo es menos completo de lo que el autor habría
deseado. Pero la información es escasa y ha preferido pasar por alto lo que no
podía confirmar de un modo definitivo. Dado que esta historia se basa
enteramente en hechos, el autor cree que es su deber no sobrepasar los límites
de lo verificable, resistirse a toda costa a los peligros de la invención.
Incluso el cuaderno rojo, que hasta ahora ha proporcionado una detallada
relación de las experiencias de Quinn, es sospechoso. No podemos saber con
certeza lo que le sucedió a Quinn durante este periodo, ya que en este punto de
la historia es donde él empieza a perder el control.
Permaneció la mayor parte
del tiempo en el callejón. No resultaba incómodo una vez que se acostumbró y
tenía la ventaja de quedar bien oculto a la vista. Desde allí podía observar
todas las idas y venidas al edificio de los Stillman. Nadie podía entrar o
salir sin ser visto por él. Al principio le sorprendió no ver a Virginia ni a
Peter. Pero había muchos chicos de recados entrando y saliendo constantemente y
al fin se dio cuenta de que no tenían necesidad de salir del edificio. Podían
encargarlo todo. Fue entonces cuando Quinn comprendió que también ellos estaban
escondidos, esperando dentro de su piso a que el caso terminara.
Poco a poco, Quinn se adaptó
a su nueva vida. Tuvo que enfrentarse a algunos problemas, pero consiguió
resolverlos uno por uno. Antes que nada, estaba la cuestión de la comida. Dado
que se le exigía la máxima vigilancia, se resistía a dejar su puesto por mucho
rato. Le atormentaba pensar que pudiera suceder algo en su ausencia y se
esforzó por minimizar los riesgos. Había leído en alguna parte que entre las
3.30 y las 4.30 de la noche era cuando más personas se hallaban dormidas en sus
camas. Estadísticamente hablando, las probabilidades de que no ocurriera nada
durante esa hora eran mayores, por lo tanto Quinn eligió ese momento para hacer
sus compras. En Lexington Avenue, no lejos de allí, había una tienda de
comestibles abierta toda la noche, y a las 3.30 Quinn entraba a paso rápido
(para hacer ejercicio y también para ahorrar tiempo) y compraba lo que
necesitaba para las siguientes veinticuatro horas. Resultó no ser mucho y a
medida que pasaba el tiempo necesitaba cada vez menos. Porque Quinn aprendió
que comer no era necesariamente la solución al problema de la alimentación. Una
comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad de la
siguiente comida. El alimento en sí mismo nunca podía ser la respuesta a la
cuestión del alimento: solamente retrasaba el momento en que habría que
plantear la cuestión en serio. El mayor peligro, por lo tanto, era comer
demasiado. Si tomaba más de lo que debía, aumentaba su apetito para la
siguiente comida y en consecuencia necesitaba más alimento para satisfacerse.
Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre sí mismo, Quinn pudo
invertir el proceso gradualmente. Su ambición era comer lo menos posible, y de
esta manera retrasar su hambre. En el mejor de todos los mundos, tal vez habría
podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente ambicioso
en sus actuales circunstancias. Prefirió conservar el ayuno absoluto en su
mente como un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca
conseguir. Se recordaba a sí mismo todos los días que no quería morirse de
hambre, simplemente quería darse a sí mismo la libertad de pensar en las cosas
que verdaderamente le preocupaban. Por ahora eso significaba mantener el caso
en el primer plano de sus pensamientos. Afortunadamente, esto coincidía con su
otra ambición principal: hacer que los trescientos dólares le duraran lo más
posible. No es preciso decir que Quinn perdió mucho peso durante este periodo.
Su segundo problema era el sueño.
No podía permanecer despierto todo el tiempo, pero eso era lo que la situación
requería realmente. También en esto se vio obligado a hacer ciertas concesiones. Como ocurría con la
comida, Quinn consideró que podía bastarle con menos de lo que tenía por
costumbre. En lugar de las seis u ocho horas de sueño a que estaba
acostumbrado, decidió limitarse a tres o cuatro. Adaptarse a eso fue difícil,
pero mucho más difícil fue el problema de cómo distribuir esas horas para
mantener la máxima vigilancia. Estaba claro que no podía dormir tres o cuatro
horas seguidas. Los riesgos eran demasiado grandes. Teóricamente, la
utilización más eficaz del tiempo sería dormir treinta segundos cada cinco o
seis minutos. Eso reduciría casi a cero las probabilidades de perderse algo.
Pero se daba cuenta de que aquello era físicamente imposible. Por otra parte,
utilizando esta imposibilidad como una especie de modelo, trató de entrenarse
para echar una serie de cortos sueñecitos, alternando entre el sueño y la
vigilia lo más a menudo que podía. Fue una larga lucha que exigía disciplina y
concentración, porque cuanto más duraba el experimento, más agotado se
encontraba. Al principio intentó secuencias de cuarenta y cinco minutos cada
una, luego gradualmente las redujo a treinta. Hacia el final, había empezado a
conseguir la siestecita de quince minutos con bastante éxito. Una iglesia
cercana le ayudaba en sus esfuerzos, ya que sus campanas tocaban cada quince
minutos: una campanada en el cuarto, dos campanadas en la media, tres
campanadas en los tres cuartos y cuatro campanadas en la hora, seguidas del
número de campanadas de la hora exacta. Quinn vivía al ritmo de aquel reloj y
acabó teniendo dificultad para distinguirlo de sus propias pulsaciones.
Empezaba su rutina a medianoche, cerraba los ojos y se dormía antes de que
dieran las doce. Quince minutos más tarde se despertaba, con la doble campanada
de la media hora se dormía nuevamente y con la triple campanada de los tres
cuartos se despertaba otra vez. A las 3.30 iba a comprar su comida, volvía a
las 4 y se dormía otra vez. Tuvo pocos sueños durante este periodo. Cuando los
tenía, eran extraños: breves visiones de lo inmediato: las manos, los zapatos,
la pared de ladrillo que había a su lado. Tampoco hubo nunca un momento en el
que no estuviera mortalmente cansado.
Su tercer problema era
encontrar cobijo, pero éste lo resolvió más fácilmente que los otros dos.
Afortunadamente, el tiempo siguió siendo bueno, y a medida que la primavera se
iba convirtiendo en verano, hubo pocas lluvias. De vez en cuando lloviznaba y
una o dos veces cayó un aguacero con truenos y relámpagos. Pero en conjunto no
estuvo mal, y Quinn no dejaba de dar gracias por su suerte. En el fondo del
callejón había un gran contenedor metálico de basura, y cada vez que llovía por
la noche, Quinn se metía dentro para protegerse. En el interior el hedor era
insoportable e impregnaba su ropa durante días, pero Quinn prefería eso a
mojarse, ya que no quería correr el riesgo de coger un resfriado o caer
enfermo. Felizmente, la tapa estaba deformada y no ajustaba bien sobre el
contenedor. En una esquina quedaba un hueco de unos quince o veinte centímetros
que formaba una especie de respiradero por el que Quinn podía asomar la nariz
para aspirar el aire de la noche. Descubrió que poniéndose de rodillas encima
de la basura y apoyando el cuerpo contra una pared del contenedor, no estaba
totalmente incómodo.
Las noches claras dormía
debajo del contenedor, poniendo la cabeza de tal modo que en el momento en que
abría los ojos veía el portal del edificio de los Stillman. En cuanto a vaciar
la vejiga, generalmente lo hacia al fondo del callejón, detrás del contenedor y
de espaldas a la calle. Su intestino era otra historia, y para eso se metía en
el contenedor con objeto de asegurarse la intimidad. Al lado del contenedor
había también varios cubos de basura de plástico y generalmente Quinn podía
encontrar en uno de ellos suficiente papel de periódico limpio como para
limpiarse, aunque una vez, en una emergencia, se vio obligado a usar una página
del cuaderno rojo. Lavarse y afeitarse eran dos de las cosas de las que Quinn
había aprendido a prescindir.
Cómo consiguió mantenerse
oculto durante este período es un misterio. Pero parece que nadie le descubrió
ni advirtió de su presencia a las autoridades. Sin duda aprendió pronto el
horario de los basureros y se aseguraba de estar fuera del callejón cuando
aparecían. Lo mismo hacia con el portero del edificio, que depositaba la basura
todas las noches en el contenedor y los cubos. Por raro que parezca, nadie se
fijó nunca en Quinn. Era como sí se hubiera fundido con las paredes de la
ciudad.
Los problemas de intendencia
y vida material ocupaban cierta porción de cada día. Sin embargo, en general
Quinn disponía de mucho tiempo. Como no quería que nadie le viera, tenía que
evitar a los demás del modo más sistemático posible. No podía mirarles, no
podía hablarles, no podía pensar en ellos. Quinn siempre se había considerado
un hombre a quien le gustaba estar solo; durante los últimos cinco años, de
hecho, había buscado activamente la soledad. Pero solamente ahora, mientras su
vida continuaba en el callejón, empezó a comprender la verdadera naturaleza de
la soledad. No tenía nada de que echar mano excepto él mismo. Y de todas las
cosas que descubrió durante los días que estuvo allí, ésta era la única de la
que no le cabía duda: estaba cayendo. Lo que no entendía, sin embargo, era
esto: si estaba cayendo, ¿cómo podía sujetarse a la vez? ¿Era posible estar
arriba y abajo al mismo tiempo? No parecía tener sentido.
Pasó muchas horas mirando al
cielo. Desde su posición en el fondo del callejón, encajado entre el contenedor
de basura y la pared, había pocas otras cosas que ver, y a medida que pasaban
los días empezó a encontrar placer en el mundo de las alturas. Sobre todo, vio
que el cielo nunca estaba quieto. Incluso en días sin nubes, cuando el azul
parecía estar por todas partes, había pequeños cambios constantes, graduales
perturbaciones cuando el cielo clareaba y se espesaba, repentinas blancuras de
aviones, pájaros y papeles voladores. Las nubes complicaban el cuadro, y Quinn
pasó muchas tardes estudiándolas, tratando de aprender su comportamiento,
viendo si podía predecir lo que les sucedería. Se familiarizó con los cirros,
los cúmulos, los estratos, los nimbos y todas sus diversas combinaciones,
observando cada una de ellas por turno y viendo cómo cambiaba el cielo bajo su
influencia. Las nubes introducían también el aspecto del color y había una
amplia gama a la que enfrentarse, que abarcaba del negro al blanco, con una
infinidad de grises en medio. Había que investigarlos todos, medirlos y
descifrarlos. Además, estaban los tonos pastel que se formaban siempre que el
sol y las nubes se mezclaban a ciertas horas del día. El espectro de variables
era inmenso, el resultado dependía de la temperatura de los diferentes niveles
de la atmósfera, de los tipos de nubes presentes en el cielo y de dónde se
encontraba el sol en ese preciso momento. De todo esto salían los rojos y rosas
que tanto le gustaban a Quinn, los púrpuras y bermellones, los naranjas y
lavandas, los oros y los malvas evanescentes. Nada duraba mucho rato. Los
colores se dispersaban pronto, mezclándose con otros y alejándose o
desvaneciéndose cuando se acercaba la noche. Casi siempre había un viento que
aceleraba estos acontecimientos. Desde donde estaba sentado en el callejón,
Quinn raras veces lo notaba, pero observando su efecto en las nubes podía
calcular su intensidad y la naturaleza del aire que transportaba. Una por una,
todas las condiciones atmosféricas pasaron sobre su cabeza, del sol a la
tormenta, de un cielo encapotado a un cielo radiante. Había amaneceres y
crepúsculos que observar, las transformaciones del mediodía, de la tarde, de la
noche. Ni siquiera en su negrura el cielo descansaba. Las nubes se desplazaban
en la oscuridad, la luna tenía siempre una forma diferente, el viento
continuaba soplando. A veces una estrella se instalaba en el trozo de cielo de
Quinn y mientras la contemplaba se preguntaba si seguiría estando allí o si se
había apagado mucho tiempo atrás.
Así pasaron los días.
Stillman no aparecía. Al final Quinn se quedó sin dinero. Al principio intentó
prevenirse para ese momento y en los últimos días reservaba sus fondos con
maniática precisión. No gastaba ni un céntimo sin valorar primero la necesidad
de lo que creía necesitar, sin sopesar primero todas las consecuencias, los
pros y los contras. Pero ni siquiera las más severas economías pudieron detener
la llegada de lo inevitable.
Hacia mediados de agosto Quinn
descubrió que ya no podía resistir más. El autor ha confirmado esta fecha por
medio de diligentes investigaciones. Es posible, sin embargo, que este momento
se produjera a finales de julio o a principios de septiembre, ya que toda
investigación de esta clase debe contemplar cierto margen de error. Pero, según
su leal entender, habiendo considerado las pruebas cuidadosamente y examinado
todas las aparentes contradicciones, el autor sitúa los siguientes sucesos en
agosto, en algún momento entre el doce y el veinticinco de ese mes.
Quinn no tenía ya casi nada,
unas cuantas monedas que no llegaban a un dólar. Estaba seguro de que habría
recibido dinero durante su ausencia. Era simplemente cuestión de retirar los
cheques de su apartado de correos, llevarlos al banco y cobrarlos. Si todo iba
bien, podría estar de vuelta en la Sesenta y nueve Este al cabo de pocas horas.
Nunca sabremos los tormentos que sufrió por tener que dejar su puesto.
No tenía suficiente dinero
para coger el autobús. Por primera vez en muchas semanas, echó a andar. Era
extraño estar de nuevo en marcha, moviéndose constantemente de un sitio a otro,
balanceando los brazos hacia detrás y hacia adelante, notando el pavimento bajo
las suelas de sus zapatos. Y sin embargo allí estaba, caminando hacia el oeste
por la calle Sesenta, torciendo a la derecha al llegar a Madison Avenue y
comenzando su andadura hacia el norte. Notaba las piernas débiles y le parecía
que tenía la cabeza llena de aire. Debía detenerse de vez en cuando para coger
aliento y una vez, a punto de caerse, tuvo que agarrarse a una farola.
Descubrió que las cosas iban mejor si levantaba los pies lo menos posible,
avanzando despacio y arrastrando los pies. De esta manera podía reservar sus
fuerzas para las esquinas, donde tenía que equilibrarse cuidadosamente antes de
bajar y subir el bordillo.
En la calle Ochenta y cuatro
se detuvo momentáneamente delante de una tienda. Había un espejo en la fachada
y, por primera vez desde que había comenzado su vigilia, Quinn se vio. No era
que hubiese temido enfrentarse a su imagen. Sencillamente, no se le había
ocurrido. Había estado demasiado ocupado con su trabajo para pensar en sí mismo
y era como si la cuestión de su aspecto hubiera dejado de existir. Ahora,
mientras se miraba en el espejo de la tienda, no se sintió espantado ni
decepcionado. No sintió nada al respecto, porque lo cierto es que no se
reconoció en la persona que veía allí. Pensó que había visto a un desconocido
en el espejo y en ese primer momento dio media vuelta rápidamente para ver
quién era. Pero no había nadie cerca de él. Entonces se volvió otra vez para
examinar el espejo más atentamente. Rasgo por rasgo, estudió la cara que tenía
delante y lentamente empezó a advertir que aquella persona tenía cierto
parecido con el hombre que siempre había sido él. Sí, parecía más que probable
que aquél fuese Quinn. Sin embargo, ni siquiera entonces se disgustó. La
transformación en su aspecto había sido tan drástica que no pudo evitar
sentirse fascinado por ella. Se había convertido en un vagabundo. Su ropa
estaba descolorida, desmadejada, corrompida por la suciedad. Tenía la cara
cubierta de una espesa barba negra con diminutas manchas blancas. Llevaba el
pelo largo y enmarañado, en mechones enredados detrás de las orejas y cayendo
en rizos casi hasta los hombros. Más que nada, se recordó a Robinson Crusoe, y
se maravilló de lo rápidamente que se habían producido aquellos cambios. Había
sido únicamente cuestión de meses, y en ese tiempo se había convertido en otra
persona. Trató de acordarse de cómo era antes, pero le resultó difícil. Miró a
aquel nuevo Quinn y se encogió de hombros. En realidad, no importaba. Antes era
una cosa y ahora era otra. Ni mejor ni peor. Era diferente, nada mas.
Continuó andando varias
manzanas más, luego torció a la izquierda, cruzó la Quinta Avenida y siguió a
lo largo de la tapia de Central Park. En la calle Noventa y seis entró en el
parque y se alegró de encontrarse entre la hierba y los árboles. Lo avanzado
del verano había secado buena parte del verdor y el suelo estaba salpicado de
parches marrones y polvorientos. Pero los árboles seguían llenos de hojas y por
todas partes había un centelleo de luz y sombra que a Quinn le pareció
milagroso y bellísimo. Era por la mañana y faltaban varias horas para el intenso
calor de la tarde.
En medio del parque le
venció una urgente necesidad de descansar. Allí no había calles, no había
manzanas que marcaran las etapas de su camino y de pronto le pareció que
llevaba horas andando. Tuvo la sensación de que llegar al otro lado del parque
le costaría un día o dos de obstinado caminar. Siguió unos minutos más, pero al
fin sus piernas cedieron. Había un roble no lejos de donde estaba y Quinn se
dirigió a él, tambaleándose como un borracho camino de su cama después de toda
una noche de juerga. Utilizando el cuaderno rojo como almohada, se tumbó en un
montículo herboso en el lado norte del árbol y se quedó dormido. Era el primer
sueño ininterrumpido que se permitía en meses, y no se despertó hasta la mañana
del día siguiente.
Su reloj marcaba las nueve y
media y se encogió al pensar en el tiempo que había perdido. Se levantó y echó
a correr a medio galope en dirección Oeste, asombrado de haber recuperado sus
fuerzas, pero maldiciéndose por las horas que había desperdiciado en ello. No
tenía consuelo. Hiciera lo que hiciera ahora, le parecía que siempre llegaría
demasiado tarde. Podría correr cien años y seguiría llegando justo cuando las
puertas se cerraban.
Salió del parque en la calle
Noventa y seis y siguió hacia el oeste. En la esquina de la Columbus Avenue vio
una cabina telefónica, lo cual le recordó repentinamente a Auster y el cheque
de quinientos dólares. Tal vez podría ahorrar tiempo recogiendo el dinero
ahora. Podría ir directamente a casa de Auster, meterse el dinero en el
bolsillo y evitarse el viaje a la oficina de correos y el banco. Pero ¿tendría
Auster el dinero a mano? Si no, quizá podrían quedar en el banco de Auster.
Quinn entró en la cabina,
rebuscó en su bolsillo y sacó el dinero que le quedaba: dos monedas de diez
centavos, una de veinticinco y ocho peniques. Llamó a información para pedir el
número, recuperó su moneda de diez en la cajita de devolución, volvió a
depositarla y marcó. Auster cogió el teléfono al tercer timbrazo.
–Soy Quinn –dijo.
Oyó un gruñido al otro lado.
–¿Dónde diablos se ha
metido? –Había irritación en la voz de Auster–. Le he llamado mil veces.
–He estado ocupado.
Trabajando en el caso.
–¿El caso?
–El caso. El caso Stillman.
¿Recuerda?
–Claro que recuerdo.
–Por eso le llamo. Quiero ir
a buscar el dinero ahora. Los quinientos dólares.
–¿Qué dinero?
–El cheque, ¿se acuerda? El
cheque que le di. El que estaba a nombre de Paul Auster.
–Por supuesto que me
acuerdo. Pero no hay dinero. Por eso he estado intentando hablar con usted.
–No tenía ningún derecho a
gastárselo –gritó Quinn, repentinamente fuera de sí–. Ese dinero me pertenecía.
–No me lo he gastado. Me
devolvieron el cheque.
–No le creo.
–Puede usted venir aquí y
ver la carta del banco, si quiere. La tengo encima de la mesa. Era un cheque sin
fondos.
–Eso es absurdo.
–Sí, lo es. Pero ya no
importa, ¿verdad?
–Claro que importa. Necesito
el dinero para continuar con el caso.
–Pero si ya no hay caso.
Todo ha terminado.
–¿De qué está usted
hablando?
–De lo mismo que usted. Del
caso Stillman.
–Pero ¿qué quiere usted
decir con lo de que ha terminado? Yo sigo trabajando en él.
–No puedo creerlo.
–No sea tan condenadamente
misterioso. No tengo ni la menor idea de qué me está usted hablando.
–No puedo creer que no lo
sepa. ¿Dónde diablos ha estado usted? ¿No lee los periódicos?
–¿Los periódicos? Maldita
sea, diga lo que tenga que decir. Yo no tengo tiempo de leer los periódicos.
Hubo un silencio al otro
lado de la línea y por un momento Quinn pensó que la conversación había
terminado, que de alguna manera se había quedado dormido y acababa de
despertarse con el teléfono en la mano.
–Stillman se tiró del puente
de Brooklyn –dijo Auster–. Se suicidó hace dos meses y medio.
–Está usted mintiendo.
–Apareció en todos los
periódicos. Puede usted comprobarlo.
Quinn no dijo nada.
–Era su Stillman –continuó
Auster–. El que había sido catedrático de la Columbia. Dicen que murió en el
aire antes de llegar al agua.
–¿Y Peter? ¿Qué hay de
Peter?
–No tengo ni idea.
–¿Lo sabe alguien?
–Imposible saberlo. Tendrá
que averiguarlo usted mismo.
–Sí, supongo que si –dijo
Quinn.
Luego, sin despedirse de
Auster, colgó. Cogió la otra moneda de diez centavos y la utilizó para llamar a
Virginia Stillman. Todavía se sabía el número de memoria.
Una voz mecánica le repitió
el número y le comunicó que había sido desconectado. La voz repitió el mensaje
y luego la línea se cortó.
Quinn no estaba seguro de lo
que sentía. En aquellos primeros momentos fue como si no sintiera nada, como si
todo aquello no tuviera el menor sentido. Decidió posponer el pensar en ello.
Ya habría tiempo para eso más tarde. Por ahora, lo único que parecía importar
era irse a casa. Regresar a su apartamento, quitarse la ropa y darse un baño
caliente. Luego hojearía las revistas nuevas, pondría algún disco, limpiaría un
poco la casa. Entonces, quizá, empezaría a pensar en ello.
Volvió a la calle Ciento
siete. Las llaves de su casa seguían en su bolsillo y mientras abría la puerta
del portal y subía los tres tramos de escalera hasta su piso, se sintió casi
feliz. Pero entonces entró en el apartamento y se acabó toda su alegría.
Todo había cambiado. Parecía
un lugar totalmente distinto y Quinn pensó que tal vez había entrado en otro
apartamento por equivocación. Volvió al vestíbulo y comprobó el número de la
puerta. No, no se había equivocado. Era su apartamento; era su llave la que
había abierto la puerta. Volvió a entrar y evaluó la situación. Habían cambiado
de sitio los muebles. Donde antes había una mesa ahora había una silla. Donde
antes se hallaba el sofá ahora había una mesa. Había cuadros nuevos en las
paredes, una alfombra nueva en el suelo. ¿Y su mesa? La buscó pero no pudo
encontrarla. Estudió los muebles más atentamente y vio que no eran los suyos.
Se habían llevado los muebles que tenía la última vez que estuvo en el
apartamento. Su mesa había desaparecido, sus libros habían desaparecido, los
dibujos de su hijo muerto habían desaparecido. Pasó del cuarto de estar al
dormitorio. Su cama había desaparecido, su cómoda había desaparecido. Abrió el
cajón superior de la cómoda que estaba allí. Había ropa interior de mujer
entremezclada en montones: panties, sujetadores, braguitas. El cajón siguiente
contenía jerséis de mujer. Quinn no siguió investigando. En una mesa cerca de
la cama había una fotografía enmarcada de un hombre joven, rubio y con la cara
carnosa. Otra fotografía mostraba al mismo joven sonriente, de pie en la nieve,
rodeando con el brazo a una chica de aspecto corriente. Ella también sonreía.
Detrás de ellos había una pendiente, un hombre con dos esquís al hombro y el
cielo azul invernal.
Quinn volvió al cuarto de
estar y se sentó en un sillón. Vio en un cenicero un cigarrillo a medio fumar
manchado de barra de labios. Lo encendió y se lo fumó. Luego entró en la
cocina, abrió la nevera y encontró un poco de zumo de naranja y una barra de
pan. Se bebió el zumo, se comió tres rebanadas de pan y luego regresó al cuarto
de estar, donde volvió a sentarse en el sillón. Quince minutos más tarde, oyó
pasos que subían la escalera, un repiqueteo de llaves fuera de la puerta y la
chica de la fotografía que entraba. Llevaba un uniforme de enfermera blanco y
sostenía entre los brazos una bolsa marrón de comestibles. Cuando vio a Quinn
dejó caer la bolsa y chilló. O bien primero chilló y luego dejó caer la bolsa.
Quinn nunca pudo estar seguro. La bolsa se rompió al dar contra el suelo y la
leche resbaló formando un camino blanco hacia el borde de la alfombra.
Quinn se puso de pie, alzó
la mano en un gesto de paz y le dijo que no se preocupara. No iba a hacerle
daño. Lo único que quería era saber por qué estaba viviendo en su apartamento.
Sacó la llave de su bolsillo y la sostuvo en alto como para demostrar sus
buenas intenciones. Tardó un rato en convencerla pero al fin el pánico de ella
disminuyó.
Eso no quería decir que
hubiera empezado a confiar en él o que estuviera menos asustada. Se quedó junto
a la puerta abierta, dispuesta a echar a correr a la primera señal de peligro.
Quinn mantuvo la distancia, dispuesto a no empeorar las cosas. Su boca no
cesaba de hablar, explicando una y otra vez que ella estaba viviendo en su
casa. Estaba claro que ella no creía una palabra de lo que le decía, pero le
escuchaba para seguirle la corriente, sin duda confiando en que él terminase de
hablar y finalmente se marchara.
–Llevo un mes viviendo aquí
–dijo ella–. Es mi apartamento. He firmado un contrato de un año.
–Pero ¿por qué tengo yo la
llave? –preguntó Quinn por séptima u octava vez–. ¿No la convence eso?
–Hay cientos de maneras por
las que puede usted tener esa llave.
–¿No le dijeron que había
alguien viviendo aquí cuando alquiló usted el apartamento?
–Me dijeron que era un
escritor. Pero había desaparecido. Llevaba meses sin pagar el alquiler.
–¡Ése soy yo! –exclamó
Quinn–. ¡Yo soy el escritor!
La chica le miró friamente y
se echó a reír.
–¿Escritor? Eso es lo más
divertido que he oído nunca. Mírese. En mi vida he visto mayor desastre.
–He tenido algunos problemas
últimamente –murmuró Quinn a modo de explicación–. Pero son sólo temporales.
–El casero me dijo que se
alegraba de librarse de usted. No le gustan los inquilinos que no tienen un
puesto de trabajo. Utilizan demasiada calefacción y estropean las
instalaciones.
–¿Sabe usted qué ha sido de
mis cosas?
–¿Qué cosas?
–Mis libros. Mis muebles.
Mis papeles.
–No tengo ni idea. Probablemente
vendió lo que pudo y tiró el resto. El apartamento estaba vacío cuando yo me
mudé.
Quinn dio un profundo
suspiro. Había llegado al final de sí mismo. Lo sentía ahora, como si al fin se
le hubiera revelado una gran verdad. No quedaba nada.
–¿Se da cuenta de lo que
esto significa? –preguntó.
–Francamente, me tiene sin
cuidado –dijo la chica–. Es su problema, no el mío. Yo sólo quiero que salga de
aquí. Ahora mismo. Ésta es mi casa y quiero que se vaya. Si no se marcha,
llamaré a la policía para que le arresten.
Ya daba igual. Podría
quedarse allí discutiendo con la chica todo el día y seguiría sin recuperar su
apartamento. Lo había perdido, él se había perdido, todo estaba perdido.
Tartamudeó algo inaudible, se disculpó por robarle su tiempo, pasó por su lado
y salió por la puerta.
13
Como ya no le importaba lo
que sucediera, a Quinn no le sorprendió que el portal del edificio de la calle
Sesenta y nueve se abriera sin llave. Tampoco le sorprendió, cuando llegó a la
novena planta y recorrió el pasillo hasta el piso de los Stillman, que aquella
puerta también estuviese abierta. Y lo que menos le sorprendió fue encontrar el
piso vacío. El lugar había sido despojado de todo y las habitaciones no
contenían nada. Eran todas idénticas: un suelo de madera y cuatro paredes
blancas. Esto no le causó ninguna impresión especial. Estaba agotado y sólo
pensaba en cerrar los ojos.
Fue a una de las
habitaciones del fondo del piso, un pequeño espacio que no media más de tres
metros por uno y medio. Tenía una ventana con tela metálica que daba a un
estrecho patio y de todas las habitaciones parecía la más oscura. Dentro de
esta habitación había una segunda puerta que llevaba a un cubículo sin ventana
que contenía un retrete y un lavabo. Quinn puso el cuaderno rojo en el suelo,
sacó el bolígrafo del sordomudo de su bolsillo y lo tiró sobre el cuaderno.
Luego se quitó el reloj y se lo metió en el bolsillo. Después se quitó la ropa,
abrió la ventana y una por una dejó caer cada prenda al patio: primero el
zapato derecho, luego el izquierdo; un calcetín, luego el otro; la camisa, la
chaqueta, los calzoncillos, los pantalones. No se asomó para verlos caer ni
comprobó dónde caían. Luego cerró la ventana, se tumbó en el suelo y se durmió.
Estaba oscuro cuando
despertó. Quinn no podía estar seguro de cuánto tiempo había transcurrido, de
si era la noche de aquel día o la noche del siguiente. Incluso era posible,
pensó, que no fuese de noche. Quizá simplemente estaba oscuro dentro de la
habitación y fuera, más allá de la ventana, brillaba el sol. Durante unos
momentos pensó en levantarse e ir a la ventana a mirar, pero luego decidió que
no importaba. Si ahora no era de noche, pensó, se haría de noche más tarde. Eso
era seguro, y tanto si miraba por la ventana como si no, la respuesta sería la
misma. Por otra parte, si era de noche allí en Nueva York, seguramente el sol
brillaría en algún otro lugar. En China, por ejemplo, sin duda sería media
tarde y los recolectores de arroz estarían enjugándose el sudor de la frente.
Noche y día no eran más que términos relativos; no se referían a una condición
absoluta. En cualquier momento dado, siempre era de noche y de día. La única
razón de que no lo supiéramos era que no podíamos estar en dos lugares a la
vez.
Quinn pensó también en
levantarse e ir a otra habitación, pero luego se dio cuenta de que estaba muy a
gusto donde estaba. El sitio que había elegido era cómodo y descubrió que le
gustaba estar tumbado de espaldas con los ojos abiertos, mirando al techo, o lo
que habría sido el techo, si hubiese podido verlo. Sólo le faltaba una cosa, y
era el cielo. Se dio cuenta de que echaba de menos tenerlo sobre su cabeza
después de tantos días y noches pasados a la intemperie. Pero ahora estaba en
un interior, y eligiera la habitación que eligiera para acampar, el cielo
seguiría estando oculto, inaccesible incluso al límite más lejano de la vista.
Pensó que se quedaría allí
hasta que no pudiera más. Habría agua en el lavabo para calmar su sed y eso le
permitiría ganar tiempo. Finalmente sentiría hambre y tendría que comer. Pero
llevaba tanto tiempo preparándose para necesitar poquísimo que sabía que
pasarían varios días hasta que llegara ese momento. Decidió no pensar en ello
mientras no tuviera que hacerlo. No tenía sentido preocuparse, pensó, no tenía
sentido inquietarse por cosas que no importaban.
Trató de pensar en la vida
que había vivido antes de que comenzara aquella historia. Le costó un gran
esfuerzo, ya que ahora le parecía muy remota. Se acordó de los libros que había
escrito con el nombre de William Wilson. Era extraño, pensó, que hubiera hecho
aquello, y se preguntó por qué lo hacía. En su corazón comprendió que Max Work
estaba muerto. Había muerto en algún lugar camino de su siguiente caso, y Quinn
no conseguía lamentarlo. Ahora todo le parecía poco importante. Pensó en su
mesa de trabajo y en los miles de palabras que había escrito allí. Pensó en el
hombre que había sido su agente y se dio cuenta de que no recordaba su nombre.
Estaban desapareciendo tantas cosas que era difícil seguirles la pista. Quinn
trató de recordar la alineación de los Mets, posición por posición, pero su
mente empezaba a desvariar. El centrocampista, recordó, era Mookie Wilson, un
joven prometedor cuyo verdadero nombre era William Wilson. Seguramente había
algo interesante ahí. Quinn persiguió la idea durante unos momentos pero luego
la abandonó. Los dos William Wilson se anulaban el uno al otro. Eso era todo.
Quinn se despidió de ambos mentalmente. Los Mets acabarían en el último puesto
de la clasificación una vez más y nadie sufriría por ello.
Cuando volvió a despertarse,
el sol entraba en la habitación. Había una bandeja con comida a su lado en el
suelo, en los platos humeaba lo que parecía carne asada. Quinn aceptó aquello
sin protestar. No se quedó sorprendido ni perturbado por ello. Sí, se dijo, es
perfectamente posible que me dejen comida aquí. No sintió curiosidad por saber
cómo o por qué había sucedido aquello. Ni siquiera se le ocurrió salir de la
habitación para buscar la respuesta en el resto del piso. Examinó la comida de
la bandeja más atentamente y vio que además de los dos grandes trozos de carne
asada había siete patatitas asadas, un plato de espárragos, un panecillo
tierno, una ensalada, una jarra de vino tinto, unas tajadas de queso y una pera
de postre. Había una servilleta de hilo blanco y los cubiertos eran de la mejor
calidad. Quinn se tomó la comida, o más bien la mitad de ella, que fue lo
máximo que pudo tragar.
Después de su almuerzo
empezó a escribir en el cuaderno rojo. Siguió escribiendo hasta que la
oscuridad volvió a la habitación. Había una pequeña lámpara en medio del techo
y un interruptor junto a la puerta, pero la idea de utilizarlo no le atrajo.
Poco después se durmió de nuevo. Cuando despertó, había luz del sol en la
habitación y otra bandeja con comida a su lado en el suelo. Comió lo que pudo y
luego volvió a escribir en el cuaderno rojo.
La mayor parte de las
anotaciones de este periodo consisten en cuestiones marginales relativas al
caso Stillman. Quinn se preguntaba, por ejemplo, por qué no se había molestado
en buscar las noticias del arresto de Stillman en los periódicos de 1969.
Examinaba el problema de si el aterrizaje en la luna de ese mismo año había
estado relacionado de alguna manera con lo sucedido. Se preguntaba por qué se
había fiado de la palabra de Auster cuando le dijo que Stillman había muerto.
Trataba de pensar en los huevos y escribía frases tales como “Un buen huevo”,
“Él tenía huevo en la cara”, “Poner un huevo”, “Ser tan parecidos como dos
huevos”. Se preguntaba qué habría sucedido si hubiese seguido al segundo
Stillman en lugar de al primero. Se preguntaba por qué San Cristóbal, el patrón
de los viajes, había sido descanonizado por el Papa en 1969, justo en la época
del viaje a la luna. Reflexionaba sobre la cuestión de por qué don Quijote no
había querido simplemente escribir libros como los que tanto le gustaban, en
vez de vivir sus aventuras. Se preguntaba por qué tenía él las mismas iniciales
que don Quijote. Consideraba la posibilidad de que la chica que se había
trasladado a su apartamento fuese la misma que había visto en la estación Grand
Central leyendo su libro. Se preguntaba si Virginia Stillman habría contratado
a otro detective cuando él dejó de ponerse en contacto con ella. Se preguntaba
por qué había creído a Auster cuando le dijo que le habían devuelto el cheque.
Pensaba en Peter Stillman y se preguntaba si habría dormido alguna vez en la
habitación en la que él estaba ahora. Se preguntaba si el caso había terminado
realmente o si de alguna manera continuaba trabajando en él. Se preguntaba qué
aspecto tendría el mapa de todos los pasos que había dado en su vida y qué
palabra se escribiría con ellos.
Cuando estaba oscuro,
dormía, y cuando había luz, comía y escribía en el cuaderno rojo. Nunca estaba
seguro de cuánto tiempo había transcurrido en cada intervalo, ya que no se
molestaba en contar los días o las horas. Le parecía, sin embargo, que poco a
poco la oscuridad había comenzado a ganar a la luz, que mientras al principio
había un predominio de sol, gradualmente la luz se había vuelto más tenue y
pasajera. Primero lo atribuyó a un cambio de estación. Seguramente ya había
pasado el equinoccio y quizá se aproximaba el solsticio. Pero incluso después
de que llegara el invierno y teóricamente el proceso hubiera debido empezar a
invertirse, Quinn observaba que los períodos de oscuridad continuaban ganando a
los períodos de luz. Le parecía que cada vez tenía menos tiempo para comer y
escribir en el cuaderno rojo. Finalmente le pareció que estos períodos habían
quedado reducidos a una cuestión de minutos. Una vez, por ejemplo, terminó su
comida y descubrió que sólo tenía suficiente tiempo para escribir tres frases
en el cuaderno rojo. La siguiente vez que hubo luz, sólo pudo escribir dos
frases. Empezó a saltarse las comidas para dedicarse al cuaderno rojo, comiendo
sólo cuando le parecía que no podía aguantar más. Pero el tiempo continuaba
disminuyendo y pronto no pudo comer más que un bocado o dos antes de que
volviera la oscuridad. No se le ocurrió encender la luz eléctrica porque hacía
tiempo que había olvidado que la tenía.
Este periodo de creciente
oscuridad coincidió con la disminución de las páginas del cuaderno rojo. Poco a
poco Quinn estaba llegando al final. En un momento dado comprendió que cuanto más
escribiera, antes llegaría el momento en que ya no podría escribir más. Empezó
a pesar sus palabras con gran cuidado, haciendo un esfuerzo por expresarse del
modo más económico y claro posible. Lamentó haber desperdiciado tantas páginas
al principio del cuaderno y hasta llegó a sentir haberse molestado en escribir
sobre el caso Stillman. Porque ahora había dejado el caso muy atrás y ya no se
tomaba la molestia de pensar en él. Había sido un puente hacia otro lugar en su
vida, y ahora que lo había cruzado, había perdido su significado. Quinn ya no
sentía el menor interés por si mismo. Escribía acerca de las estrellas, la
tierra, sus esperanzas para la humanidad. Sentía que sus palabras habían
quedado separadas de él, que ahora formaban parte del ancho mundo, tan reales y
específicas como una piedra, un lago o una flor. Ya no tenían nada que ver con
él. Recordaba el momento de su nacimiento y cómo había sido arrancado
suavemente del útero de su madre. Recordaba la infinita bondad del mundo y de
todas las personas a las que había amado. Ya nada importaba excepto la belleza
de todo esto. Quería continuar escribiendo acerca de ello y le dolía saber que
no sería posible. No obstante, trató de enfrentarse al final del cuaderno rojo
con valor. Se preguntó si sería capaz de escribir sin pluma, si podría aprender
a hablar en lugar de escribir, llenando la oscuridad con su voz, diciendo las
palabras al aire, a las paredes, a la ciudad, incluso aunque la luz no volviera
nunca mas.
La última frase del cuaderno
rojo dice: “¿Qué sucederá cuando no haya más páginas en el cuaderno rojo?”
En este punto la historia se
vuelve oscura. La información se agota y los sucesos que siguieron a esta
última frase nunca se sabrán. Seria estúpido incluso aventurar una hipótesis.
Regresé de mí viaje a África
en febrero, justo unas horas antes de que comenzara a caer una nevada sobre
Nueva York. Llamé a mi amigo Auster esa tarde y él me insistió en que fuese a
verle en cuanto pudiera. Había algo tan apremiante en su voz que no me atreví a
negarme, aunque estaba agotado.
En su piso Auster me explicó
lo poco que sabia de Quinn y luego pasó a describirme el extraño caso en el que
se había visto envuelto accidentalmente. Había llegado a obsesionarle, me dijo,
y quería que le aconsejara respecto a lo que debía hacer. Después de oírle
hasta el final, empecé a enojarme con él por haber tratado a Quinn con tanta
indiferencia. Le regañé por no haber participado más en aquellos sucesos, por
no haber hecho algo para ayudar a un hombre que tan evidentemente tenía
problemas.
Auster pareció tomarse mis
palabras muy a pecho. Me dijo que por eso me había pedido que fuera. Se sentía
culpable y necesitaba desahogarse. Me dijo que yo era la única persona en quien
podía confiar.
Había pasado los últimos
meses tratando de localizar a Quinn, pero sin éxito. Quinn ya no vivía en su
apartamento y todos sus intentos de encontrar a Virginia Stillman habían
fracasado. Fue entonces cuando le sugerí que echáramos un vistazo al piso de
los Stillman. No sé cómo, tuve la intuición de que allí era donde Quinn había
acabado.
Nos pusimos el abrigo,
salimos y cogimos un taxi hasta la calle Sesenta y nueve Este. Nevaba desde
hacía una hora y las calles ya presentaban peligro. Tuvimos poca dificultad
para entrar en el edificio, nos colamos por la puerta con uno de los inquilinos
que llegaba en ese momento. Subimos y encontramos la puerta de lo que había
sido el piso de los Stillman. Estaba abierta. Entramos cautelosamente y
descubrimos una serie de habitaciones vacías. En un cuarto pequeño al fondo,
impecablemente limpio como todas las demás habitaciones, vimos el cuaderno rojo
tirado en el suelo. Auster lo cogió, lo hojeó brevemente y dijo que era de
Quinn. Luego me lo entregó y me pidió que lo guardara. El asunto le había
trastornado tanto que temía quedárselo él. Le dije que lo conservaría hasta que
estuviera en condiciones de leerlo, pero negó con la cabeza y me contestó que
no quería verlo nunca más. Luego salimos y caminamos bajo la nieve. La ciudad
estaba enteramente blanca y la nieve seguía cayendo, como si no fuera a cesar
nunca.
Por lo que respecta a Quinn,
me es imposible decir dónde está ahora. He seguido el cuaderno rojo lo más
atentamente que he podido y cualquier inexactitud en la historia debe
atribuírseme a mí. Había momentos en que el texto resultaba difícil de
descifrar, pero he hecho todo lo que he podido y me he abstenido de cualquier
interpretación. El cuaderno rojo, por supuesto, es sólo la mitad de la
historia, como cualquier lector sensible entenderá. En cuanto a Auster, estoy
convencido de que se portó mal desde el principio al fin. Si nuestra amistad ha
terminado, él es el único culpable. En cuanto a mí, sigo pensando en Quinn.
Siempre estará conmigo. Y se encuentre donde se encuentre, le deseo suerte.
Fantasmas
En primer lugar está Azul.
Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño.
Castaño le inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castaño envejeció,
Azul le sustituyó. Así es como empieza. El escenario es Nueva York, la época es
el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todos
los días y se sienta detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante
mucho tiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama Blanco entra por la
puerta, y así es como empieza.
El caso parece bastante
sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre que se llama Negro y que le
vigile todo el tiempo que haga falta. Cuando trabajaba para Castaño, Azul hacia
muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece diferente, quizá incluso más
fácil que la mayoría.
Azul necesita el trabajo,
así que escucha a Blanco y no le hace muchas preguntas. Supone que se trata de
un caso matrimonial y que Blanco es un marido celoso. Blanco no da muchas
explicaciones. Quiere que le mande un informe a la semana, dice, a tal apartado
de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tal largura y tal anchura.
Azul recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco le dice luego a
Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene, etcétera. Cuando Azul le pregunta a
Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no lo
sabe. Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice.
Para ser justos con Azul hay
que decir que lo encuentra todo un poco raro. Pero afirmar que tiene recelos en
ese momento sería ir demasiado lejos. Sin embargo, le es imposible no advertir
ciertas cosas de Blanco. La barba negra, por ejemplo, y las cejas excesivamente
pobladas. Y luego está la piel, que parece exageradamente blanca, como si estuviera
cubierta de polvos. Azul no es ningún aficionado en el arte del disfraz y no le
resulta difícil notar ése. Después de todo, Castaño fue su maestro y en sus
tiempos Castaño era el mejor del gremio. Así que Azul empieza a pensar que se
ha equivocado, que el caso no tiene nada que ver con el matrimonio. Pero no va
más allá, porque Blanco sigue hablándole y Azul necesita concentrarse en seguir
sus palabras.
Todo está arreglado, dice
Blanco. Hay un pequeño apartamento justo enfrente del de Negro. Ya lo he alquilado
y puede usted mudarse hoy. Pagaré el alquiler hasta que se acabe el caso.
Buena idea, dice Azul,
cogiendo la llave que le da Blanco. Eso eliminará el trabajo de piernas.
Exactamente, contesta
Blanco, acariciándose la barba.
Y así el asunto queda resuelto.
Azul acepta el trabajo y se dan la mano. Para demostrar su buena fe, Blanco le
da a Azul un anticipo de diez billetes de cincuenta dólares.
Así es como empieza, por lo
tanto. Con el joven Azul y un hombre llamado Blanco, que evidentemente no es el
hombre que parece ser. No importa, se dice Azul cuando Blanco se ha ido. Estoy
seguro de que tendrá sus razones. Y, además, no es mi problema. Sólo tengo que
preocuparme por hacer mi trabajo.
Estamos a tres de febrero de
1947. Lo que Azul no sabe, claro está, es que el caso durará años. Pero el
presente no es menos oscuro que el pasado y su misterio es igual a cualquier
cosa que nos reserva el futuro. Así es el mundo: un paso después de otro, una
palabra y luego la siguiente. Hay ciertas cosas que Azul no puede saber en este
momento. Porque el conocimiento llega despacio, y cuando llega, a menudo hay
que pagar un alto precio personal.
Blanco sale de la oficina y
un momento más tarde Azul coge el teléfono y llama a la futura señora Azul. Voy
a esconderme, le dice a su novia. No te preocupes si estoy una temporadita sin
llamarte. Estaré pensando en ti todo el tiempo.
Azul coge una pequeña bolsa
gris de un estante y mete en ella su treinta y ocho, unos prismáticos, un
cuaderno y otras herramientas del oficio. Luego arregla su mesa, pone en orden
sus papeles y cierra la puerta con llave. Desde allí va directamente al
apartamento que Blanco ha alquilado para él. La dirección no importa. Pero
digamos que está en Brooklyn Heights, por bien de la trama. Una calle tranquila,
poco transitada, no lejos del puente, la calle Naranja, quizá. Walt Whithman
compuso a mano la primera edición de Hojas
de hierba en esa calle en 1855 y fue ahí donde Henry Warb Beecher lanzó
vituperios contra la esclavitud desde el púlpito de su iglesia de ladrillo
rojo. Bueno, ya está bien de color local.
Es un pequeño estudio en el
tercer piso de una casa de cuatro plantas de piedra parda. Azul se alegra al
ver que está completamente amueblado, y mientras se mueve por la habitación
examinando los muebles, descubre que todo lo que hay allí es nuevo: la cama, la
mesa, la silla, la alfombra, las sábanas, los utensilios de cocina, todo. Hay
un juego completo de ropa colgado en el armario, y Azul, preguntándose si la
ropa es para él, se la prueba y ve que le sienta bien. No es el sitio más
grande en el que he estado, se dice, paseando de un extremo a otro de la
habitación, pero es bastante acogedor, bastante acogedor.
Vuelve a salir, cruza la
calle y entra en el edificio de enfrente. En el portal busca el nombre de Negro
en los buzones y lo encuentra: Negro – tercer piso. Hasta ahora todo va bien.
Luego regresa a su habitación y se pone a trabajar. Separando las cortinas de
la ventana mira hacia afuera y ve a Negro sentado ante una mesa en su
habitación al otro lado de la calle. Por lo que Azul puede ver, deduce que
Negro está escribiendo. Una mirada a través de los prismáticos se lo confirma.
Las lentes, sin embargo, no son lo bastante potentes como para mostrarle la
propia escritura, y aunque lo fuesen, Azul duda de que pudiera leer lo escrito
al revés. Lo único que puede decir con certeza, por lo tanto, es que Negro está
escribiendo en un cuaderno con una pluma estilográfica roja. Azul saca su
propio cuaderno y escribe: 3 Feb. 3 tarde. Negro escribiendo en su mesa.
De vez en cuando Negro hace
una pausa en su trabajo y mira por la ventana. En un momento dado Azul cree que
le está mirando directamente a él y se retira. Pero tras una inspección más
detenida se da cuenta de que es simplemente una mirada vacía, reveladora de
reflexión más que de visión, una mirada que hace las cosas invisibles, que no
las deja penetrar. Negro se levanta de su silla a cada momento y desaparece a
un lugar oculto de la habitación, un rincón, supone Azul, o quizá al cuarto de
baño, pero nunca está ausente mucho rato, siempre regresa rápidamente a la
mesa. Esto sigue así durante varias horas y Azul no se ha enterado de nada a
pesar de sus esfuerzos. A las seis escribe la segunda frase en su cuaderno.
Esto sigue así durante varias horas.
No es tanto que Azul se
aburra como que se siente frustrado. No pudiendo leer lo que Negro ha escrito,
todo es un vacío hasta ahora. Quizá sea un loco, piensa Azul, que está tramando
volar el mundo. Quizá ese escrito tenga algo que ver con su fórmula secreta.
Pero Azul se avergüenza inmediatamente de ese pensamiento tan infantil. Es
demasiado pronto para saber nada, se dice, y por el momento decide no emitir
ningún juicio.
Su mente vaga de una cosa a
otra y finalmente se detiene en la futura señora Azul. Planeaban salir esta
noche, recuerda, y de no haber sido por la aparición de Blanco en su despacho
esta mañana y por este nuevo caso, ahora estaría con ella. Primero el
restaurante chino de la calle Treinta y nueve, donde habrían luchado con los
palillos y habrían hecho manitas por debajo de la mesa, y luego el programa
doble del cine Paramount. Durante un momento tiene una imagen asombrosamente
clara de la cara de su novia en la cabeza. (riéndose con los ojos bajos,
fingiendo azoramiento) y se da cuenta de que preferiría con mucho estar con
ella en lugar de estar sentado en ese cuartito durante Dios sabe cuánto tiempo.
Piensa en llamarla por teléfono para charlar, titubea y luego decide no
hacerlo. No quiere parecer débil. Si ella supiera cuánto la necesita, él
empezaría a perder su ventaja y eso no sería bueno. El hombre debe ser siempre
el más fuerte.
Ahora Negro ha recogido la
mesa y sustituido los materiales de escritura por la cena. Está allí sentado
masticando despacio, mirando fijamente por la ventana de esa manera abstraída.
Al ver la comida, Azul se da cuenta de que tiene hambre y busca en el armario
de la cocina algo que comer. Se decide por una cena de estofado de lata y moja
en la salsa con una rebanada de pan blanco. Tiene ciertas esperanzas de que
Negro salga después de cenar, y se anima cuando ve una repentina actividad en
la habitación de Negro. Pero todo queda en nada. Quince minutos más tarde,
Negro está sentado delante de su mesa nuevamente, esta vez leyendo un libro.
Hay una lámpara encendida a su lado y Azul ve su cara más claramente que antes.
Calcula que la edad de Negro es la misma que la suya, año más, año menos. Es
decir, tendrá alrededor de los treinta años. Encuentra la cara de Negro
bastante agradable, sin nada que la distinga de otras mil caras que uno ve
todos los días. Esto es una desilusión para Azul, porque todavía espera
secretamente descubrir que Negro es un loco. Azul mira por los prismáticos y
lee el título del libro que Negro está leyendo. Walden, de Henry David Thoreau. Azul nunca ha oído hablar de ese
libro y anota cuidadosamente el título en el cuaderno.
Todo sigue igual durante el
resto de la tarde, Negro leyendo y Azul mirándole leer. A medida que pasa el
tiempo, Azul se desalienta más y más. No está acostumbrado a estar sentado mano
sobre mano, y cuando la oscuridad le va cercando, empieza a ponerse nervioso.
Le gusta estar en movimiento, yendo de un sitio a otro, haciendo cosas. No soy
del tipo Sherlock Holmes, solía decirle a Castaño, siempre que el jefe le
encargaba un trabajo especialmente sedentario. Dame algo a lo que pueda
hincarle el diente. Ahora que el jefe es él, esto es lo que consigue: un caso
en el que no hay nada que hacer. Porque ver a alguien leer y escribir no es
hacer nada. La única manera de que Azul tenga una idea de lo que está
ocurriendo es estar dentro de la cabeza de Negro, ver lo que está pensando, y
eso por supuesto es imposible. Poco a poco, por lo tanto, Azul deja que su
mente derive hacia los viejos tiempos. Piensa en Castaño y en algunos de los
casos en los que trabajaron juntos, saboreando el recuerdo de sus triunfos. El
Asunto Rojo, por ejemplo, en el cual rastrearon al cajero de un banco que había
desfalcado un cuarto de millón de dólares. Para ese caso Azul fingió ser un
corredor de apuestas y convenció a Rojo para que apostara con él. Los billetes
fueron identificados como los que faltaban en el banco y el hombre recibió su
merecido. Aún mejor fue el Caso Gris. Hacía más de un año que Gris había
desaparecido y su esposa estaba dispuesta a darle por muerto. Azul buscó por
los canales normales y no encontró nada. Luego, un día, cuando estaba a punto
de archivar su último informe, tropezó con Gris en un bar, a menos de dos
manzanas de donde estaba su esposa, convencida de que él no regresaría nunca.
Entonces Gris se llamaba Verde, pero Azul supo que era Gris a pesar de todo,
porque desde hacía tres meses llevaba encima una fotografía del hombre y
conocía su cara de memoria. Resultó ser un caso de amnesia. Azul llevó a Gris a
casa de su esposa, y aunque él no se acordaba de ella e insistía en que su
apellido era Verde, la encontró de su gusto y unos días más tarde le propuso
matrimonio. Así que la señora Gris se convirtió en la señora Verde, casada con
el mismo hombre por segunda vez, y aunque Gris nunca recordó el pasado –y se
negó tercamente a admitir haberlo olvidado–, eso no parecía impedirle vivir
cómodamente en el presente. Gris había sido ingeniero en su vida anterior, pero
siendo Verde trabajaba de barman en el bar que estaba a dos manzanas de su
casa. Le gustaba mezclar las bebidas, decía, y hablar con la gente que entraba,
y no podía imaginarse haciendo ninguna otra cosa. Yo nací para ser barman, les
comunicó a Castaño y a Azul en la fiesta de la boda, y ¿quiénes eran ellos para
oponerse a lo que un hombre quisiera hacer con su vida?
Ésos eran los buenos tiempos
de antes, se dice Azul ahora, mientras ve cómo Negro apaga la luz de su
habitación al otro lado de la calle. Llenos de peripecias y divertidas
coincidencias. Bueno, no todos los casos pueden ser emocionantes. Hay que
aceptar lo bueno y lo malo.
Azul, siempre optimista, se
despierta a la mañana siguiente de buen humor. Fuera cae la nieve sobre la
calle tranquila y todo se ha vuelto blanco. Después de observar a Negro
mientras éste desayuna en la mesa junto a la ventana y lee unas páginas más de Walden, Azul le ve retirarse al fondo de
la habitación y luego regresar a la ventana con el abrigo puesto. Son poco más
de las ocho. Azul coge su sombrero, su abrigo, su bufanda y sus botas, se los
pone apresuradamente y baja a la calle menos de un minuto después que Negro. Es
una mañana sin viento, tan silenciosa que puede oír cómo caen los copos de
nieve sobre las ramas de los árboles. No hay nadie más en la calle y los
zapatos de Negro han dejado una perfecta fila de huellas en la acera blanca.
Siguiendo las huellas, Azul vuelve la esquina y ve a Negro paseando por la
calle, como si disfrutara del tiempo. No parece el comportamiento de un hombre
que está a punto de escapar, piensa Azul, y en consecuencia afloja el paso. Dos
calles más allá Negro entra en una pequeña tienda de comestibles, permanece en
ella diez o doce minutos y luego sale con dos pesadas bolsas de papel marrón.
Sin fijase en Azul, que está parado en un portal en la acera de enfrente,
empieza a volver sobre sus pasos en dirección a la calle Naranja. Haciendo
provisión de víveres para la tormenta, se dice Azul. Luego decide arriesgarse a
perder el contacto con Negro y él también entra en la tienda para hacer otro
tanto. A menos que sea un ardid, piensa, y Negro esté planeando tirar las
bolsas y salir corriendo, es bastante seguro que va camino de su casa. Por lo
tanto, Azul hace sus compras, entra en la tienda de al lado para comprar un
periódico y varias revistas y luego regresa a su habitación de la calle
Naranja. Efectivamente, Negro está ya sentado ante su mesa junto a la ventana,
escribiendo en el mismo cuaderno que el día anterior.
Debido a la nieve, la
visibilidad es mala y Azul tiene dificultad para descifrar lo que ocurre en la
habitación de Negro. Ni siquiera los prismáticos le sirven de mucho. El día
sigue siendo oscuro y a través de la interminable nevada Negro parece sólo una
sombra. Azul se resigna a una larga espera y luego se acomoda con sus
periódicos y revistas. Es un devoto lector de El Verdadero Detective y trata de no perdérselo ningún mes. Ahora
que dispone de tiempo, lee el nuevo número concienzudamente, incluso
deteniéndose en los pequeños anuncios de las últimas páginas. Enterrado entre
las principales crónicas sobre policías y agentes secretos, hay un artículo
corto que toca una cuerda sensible en Azul, y ni siquiera después de terminar
la revista puede dejar de pensar en él. Hace veinticinco años, al parecer,
encontraron a un niño asesinado en un pequeño bosque a las afueras de
Filadelfia. Aunque la policía empezó a trabajar rápidamente en el caso, nunca
consiguió encontrar ninguna pista. No sólo no tuvieron ningún sospechoso, sino
que ni siquiera pudieron identificar al niño. Quién era, de dónde venía, por qué
estaba allí, todas estas preguntas quedaron sin respuesta. Finalmente el caso
fue retirado del archivo activo, y de no ser por el forense asignado para hacer
la autopsia del niño, habría sido olvidado por completo. Este hombre, que se
llamaba Oro, se obsesionó con el asesinato. Antes de que el niño fuese
enterrado, hizo una mascarilla de su cara y desde entonces dedicó todo el
tiempo que pudo a ese misterio. Al cabo de veinte años llegó a la edad de la
jubilación, dejó su trabajo y empezó a dedicar todas las horas del día al caso.
Pero las cosas no fueron bien. No hizo ningún progreso, no se acercó ni un paso
a la resolución del crimen. El artículo de El
Verdadero Detective dice que ahora ofrece una recompensa de dos mil dólares
a cualquiera que pueda proporcionar información sobre el niño. También incluye
una fotografía retocada y granulosa del hombre sosteniendo la mascarilla en sus
manos. La mirada de sus ojos es tan angustiada e implorante que Azul apenas
puede apartar los suyos. Oro se está haciendo mayor y teme morir antes de
resolver el caso. Esto conmueve profundamente a Azul. Si fuera posible, nada le
gustaría más que dejar lo que está haciendo y tratar de ayudar a Oro. No hay
suficientes hombres como él, piensa. Si el niño fuera hijo de Oro, entonces
tendría sentido: venganza, pura y simple, y cualquiera podría entenderlo. Pero
el niño era un completo desconocido para él, así que no hay nada personal en el
asunto, ni un indicio de motivación secreta. Es esto lo que tanto afecta a
Azul. Oro se niega a aceptar un mundo en el que el asesino de un niño pueda
quedar sin castigo, aunque el asesino haya muerto ya, y está dispuesto a
sacrificar su propia vida y felicidad para hacer justicia. Azul piensa ahora en
el niño durante un rato, tratando de imaginar qué sucedió realmente, tratando
de sentir lo que el niño debió de sentir, y entonces se le ocurre que el
asesino debió de ser uno de los padres, porque de lo contrarío habrían
informado de la desaparición del niño. Eso hace que sea aún peor, piensa Azul,
y mientras empieza a ponerse enfermo al pensar en ello, comprende plenamente lo
que Oro debe de sentir todo el tiempo, se da cuenta de que hace veinticinco
años él también era un niño y de que si el niño hubiese vivido ahora tendría su
edad. Podría haber sido yo, piensa Azul. Yo podría haber sido ese niño. No
sabiendo qué otra cosa hacer, recorta la fotografía de la revista y la clava en
la pared sobre su cama.
Todo sigue igual durante los
primeros días. Azul observa a Negro y no sucede casi nada. Negro escribe, lee,
come, da breves paseos por el barrio, no parece darse cuenta de que Azul está
allí. En cuanto a Azul, intenta no preocuparse. Supone que Negro está escondido
temporalmente, esperando a que llegue el momento oportuno. Dado que Azul es un
solo hombre, se da cuenta de que no se espera de él una vigilancia constante.
Después de todo, no puedes vigilar a alguien veinticuatro horas al día. Tienes
que tener tiempo para dormir, comer, lavar la ropa, etcétera. Si Blanco hubiera
querido que Negro fuese vigilado día y noche, habría contratado a dos o tres
hombres, no a uno. Pero Azul es sólo uno, y no puede hacer más de lo que es
posible.
Sin embargo, se preocupa, a
pesar de lo que se dice a si mismo. Porque deduce que, si es preciso vigilar a
Negro, debería ser vigilado todas las horas de todos los días. Cualquier cosa
que no sea una vigilancia constante no sería una vigilancia. No haría falta
mucho, razona Azul, para que todo el cuadro cambiase. Un solo momento de
descuido –una mirada a un lado, una
pausa para rascarse la cabeza, un simple bostezo– y, presto, Negro se escapa y
comete el nefando acto que está planeando cometer Y, sin embargo,
necesariamente habrá tales momentos, cientos e incluso miles de ellos cada día.
Azul encuentra esto inquietante, porque por más vueltas que le da al problema,
no se acerca a su solución. Pero eso no es lo único que le inquieta.
Hasta ahora Azul no ha
tenido muchas oportunidades de permanecer inactivo, y esta nueva ociosidad le
ha dejado un poco perdido. Por primera vez en su vida le parece que le han
dejado a solas consigo mismo, sin nada a que agarrarse, nada que le permita
distinguir un momento del siguiente. Nunca ha pensado mucho en su mundo
interior, y aunque siempre ha sabido que estaba allí, ha sido un territorio
desconocido, inexplorado y por tanto oscuro, incluso para sí mismo. Se ha
movido rápidamente por la superficie de las cosas hasta donde puede recordar,
fijando su atención en esas superficies sólo con el fin de percibirlas,
valorando una y pasando a la siguiente, y siempre se ha conformado con el mundo
tal cual era, sin pedir más a las cosas que su presencia allí. Y hasta ahora
allí han estado, vívidamente grabadas contra la luz del día, diciéndole
claramente lo que son, tan perfectamente ellas mismas y nada más, que nunca ha
tenido que detenerse ante ellas o mirarlas dos veces. Ahora, de repente, con el
mundo apartado de él, sin nada que ver excepto una vaga sombra llamada Negro,
se encuentra pensando en cosas que nunca se le habían ocurrido, y esto también
ha empezado a inquietarle. Si pensar es quizá una palabra demasiado fuerte en
este momento, un término algo más modesto –especulación, por ejemplo– no se
alejaría de la realidad. Especular, del latín speculatus, que significa espejo. Porque mientras espía a Negro al
otro lado de la calle es como si Azul estuviera mirándose al espejo, y en lugar
de simplemente observar a otro, descubre que también se está observando a si
mismo. La vida se ha ralentizado tan drásticamente para él que Azul ahora es
capaz de ver cosas que antes escapaban a su atención. La trayectoria de la luz
que pasa por la habitación cada día, por ejemplo, y la forma en que el sol a
ciertas horas refleja la nieve en el extremo más lejano del techo de su
habitación. Los latidos de su corazón, el sonido de su aliento, el parpadeo de
sus ojos, Azul es consciente de estos minúsculos acontecimientos, y por más que
intenta no fijarse en ellos, persisten en su mente como una frase absurda
repetida una y otra vez. Sabe que no puede ser verdad, y sin embargo, poco a
poco, esta frase parece estar cobrando sentido.
Ahora, Azul empieza a tener
ciertas teorías sobre Negro, sobre Blanco y sobre el trabajo que está haciendo.
Más que simplemente ayudarle a pasar el rato, descubre que inventar historias
puede ser un placer en si mismo. Piensa que quizá Blanco y Negro sean hermanos
y que una gran suma de dinero esté en juego, una herencia, por ejemplo, o el
capital invertido en una sociedad. Quizá Blanco quiere demostrar que Negro es
un incompetente, hacerle encerrar en una institución para controlar él la
fortuna familiar.
Pero Negro es demasiado
listo para consentir eso y se ha escondido, esperando a que pase la tormenta.
Otra teoría que sugiere Azul es que Blanco y Negro son rivales, ambos corriendo
hacia la misma meta –la solución de un problema científico, por ejemplo–, y que
Blanco quiere que Negro sea vigilado para asegurarse de que no se le adelanta.
Otra historia más sostiene que Blanco es un agente traidor del FBI o alguna
organización de espionaje, quizá extranjera, y está actuando por su cuenta para
llevar a cabo alguna investigación periférica no necesariamente aprobada por
sus superiores. Contratando a Azul para que le haga el trabajo, consigue que la
vigilancia de Negro sea un secreto y al mismo tiempo puede continuar realizando
su trabajo normal. Día a día, la lista de estas historias crece y Azul regresa
a veces mentalmente a una historia anterior para añadir ciertos adornos y
detalles y otras veces comienza una nueva. Conjuras para cometer un asesinato,
por ejemplo, y planes para secuestrar a alguien a cambio de un gigantesco
rescate. A medida que pasan los días, Azul se da cuenta de que puede inventar
historias sin fin. Porque Negro no es más que una especie de vacío, un agujero
en la textura de las cosas, y una historia puede llenar ese agujero tan bien
como cualquier otra.
Azul no cuida las palabras,
sin embargo. Sabe que más que nada le gustaría enterarse de la verdadera
historia. Pero también sabe que en esta primera etapa se necesita paciencia.
Poquito a poco, por lo tanto, empieza a instalarse, y con cada día que pasa se
encuentra un poco más cómodo en su situación, un poco más resignado al hecho de
que estará ahí una larga temporada.
Desgraciadamente, el pensar
en la futura señora Azul perturba ocasionalmente su creciente paz interior.
Azul la echa de menos más que nunca, pero también intuye que por alguna razón
las cosas nunca volverán a ser como antes. De dónde viene este sentimiento no
lo sabe. Pero aunque se siente razonablemente contento mientras limita sus
pensamientos a Negro, su habitación y el caso en el que está trabajando, cada
vez que la futura señora Azul entra en su conciencia, se adueña de él una
especie de pánico. De repente, su calma se convierte en angustia y se siente
como si estuviera cayendo en un lugar oscuro, semejante a una cueva, sin
ninguna esperanza de encontrar la salida. Casi todos los días ha tenido la
tentación de coger el teléfono y llamarla, pensando que quizá un momento de
verdadero contacto rompería el hechizo. Pero los días pasan y sigue sin
llamarla. También esto le inquieta, porque no recuerda ninguna ocasión en su
vida en que haya sido tan reacio a hacer algo que tan claramente desea hacer.
Estoy cambiando, se dice. Poco a poco, estoy dejando de ser el mismo. Esta
interpretación le tranquiliza algo, al menos durante un rato, pero al final le
deja sintiéndose más extraño que antes. Pasan los días y se le hace difícil
dejar de ver imágenes de la futura señora Azul en su cabeza, especialmente por
la noche, y allí, en la oscuridad de su habitación, tumbado de espaldas con los
ojos abiertos, reconstruye su cuerpo pedazo a pedazo, empezando por los pies y
los tobillos, subiendo por sus piernas y sus muslos, trepando desde el vientre
hacia los pechos, luego vagabundeando feliz por su suavidad, deslizándose hasta
las nalgas y volviendo a subir a lo largo de su espalda, encontrando al fin su
cuello y rodeándolo para llegar a su cara redonda y sonriente. ¿Qué estará
haciendo ahora?, se pregunta a veces. ¿Y qué piensa de todo esto? Pero nunca da
con una respuesta satisfactoria. Si es capaz de inventar multitud de historias
que encajen con los hechos concernientes a Negro, con la futura señora Azul
todo es silencio, confusión y vacío.
Llega el día en que tiene
que escribir el primer informe. Azul es un experto en tales redacciones y nunca
ha tenido ningún problema con ellas. Su método es atenerse a los hechos
externos, describir los sucesos como si cada palabra concordara exactamente con
lo descrito, y no llevar el asunto más allá. Las palabras son transparentes
para él, grandes ventanas que se hallan entre él y el mundo, y hasta ahora
nunca le han impedido la visión, ni siquiera parecían estar ahí. Oh, hay
momentos en que el cristal se mancha un poco y Azul tiene que limpiarlo en un
punto u otro, pero una vez que encuentra la palabra adecuada, todo se aclara.
Sirviéndose de las anotaciones que ha hecho anteriormente en su cuaderno,
revisándolas para refrescar su memoria y subrayar comentarios pertinentes,
trata de formar un todo coherente, descartando lo superfluo y embelleciendo lo
esencial. En todos los informes que ha escrito hasta ahora la acción predomina
sobre la interpretación. Por ejemplo: el sujeto fue andando desde Columbus
Cirde a Carnegie Hall. Ninguna referencia al tiempo, ninguna mención del
tráfico, ningún intento de adivinar lo que el sujeto pudiera estar pensando. El
informe se limita a los hechos conocidos y verificables y no intenta ir más
allá de este límite.
Enfrentado con los hechos
del caso Negro, sin embargo, Azul toma conciencia de que está en un apuro.
Tiene el cuaderno, por supuesto, pero cuando lo hojea para ver lo que ha
escrito, le decepciona encontrar tal escasez de detalles. Es como si sus
palabras, en lugar de dibujar los hechos y hacerlos aparecer palpablemente en
el mundo, los hubieran inducido a desaparecer. Eso no le había sucedido nunca.
Mira por la ventana y ve a Negro sentado ante su mesa como de costumbre.
También Negro está mirando por la ventana en ese momento, y de pronto a Azul se
le ocurre que ya no puede depender de los viejos procedimientos. Pistas,
trabajo de piernas, investigación de rutina, nada de esto le servirá ya. Pero
entonces, cuando trata de imaginar qué sustituirá a esas cosas, no llega a
ninguna parte. En este punto, Azul sólo puede conjeturar lo que el caso no es.
Decir lo que es, sin embargo, le resulta completamente imposible.
Azul pone su máquina de
escribir sobre la mesa y busca ideas, tratando de concentrarse en la tarea que
tiene entre manos. Piensa que quizá un verdadero informe de la última semana
incluiría las diversas historias que ha inventado para sí relativas a Negro.
Teniendo tan poca cosa que contar, estas excursiones a la ficción darían por lo
menos cierto sabor a lo que ha sucedido. Pero Azul se contiene, dándose cuenta
de que en realidad no tienen nada que ver con Negro. Ésta no es la historia de
mí vida, al fin y al cabo, se dice. Tengo que escribir sobre él, no sobre mí.
Sin embargo, la idea se alza
como una perversa tentación y Azul tiene que debatirse consigo mismo durante un
rato antes de vencerla. Vuelve al principio y trabaja el caso, paso a paso.
Decidido a hacer exactamente lo que se le ha pedido, redacta concienzudamente
el informe en el viejo estilo, tratando cada detalle con tanto cuidado y tan irritante
precisión que pasan muchas horas hasta que consigue terminarlo. Mientras lee el
resultado, se ve obligado a reconocer que todo parece exacto. Pero, entonces,
¿por qué se siente tan insatisfecho, tan molesto por lo que ha escrito? Se
dice: Lo sucedido no es realmente lo sucedido. Por primera vez en su
experiencia de escribir informes, descubre que las palabras no necesariamente
sirven, que pueden oscurecer lo que están intentando decir. Azul mira a su
alrededor y fija su atención en varios objetos, uno detrás de otro. Ve la
lámpara y se dice a sí mismo: Lámpara. Ve la cama y se dice a sí mismo: Cama.
Ve el cuaderno y se dice a sí mismo: Cuaderno. No serviría llamar cama a la
lámpara, piensa, o lámpara a la cama. No, estas palabras se ajustan bien a las
cosas que representan, y en cuanto Azul las dice, siente una profunda
satisfacción, como si acabara de probar la existencia del mundo. Luego mira al
otro lado de la calle y ve la ventana de Negro. Ahora está oscuro y Negro
duerme. Ése es el problema, se dice Azul, tratando de encontrar un poco de
valor. Ése y ningún otro. Él está ahí, pero es imposible verle. E incluso
cuando le veo es como si las luces estuvieran apagadas.
Mete su informe en un sobre
y sale a la calle, camina hasta la esquina y lo echa en el buzón. Puede que yo
no sea la persona más lista del mundo, se dice, pero estoy haciendo lo que
puedo, todo lo que puedo.
Después, la nieve empieza a
derretirse. A la mañana siguiente el sol brilla con fuerza, grupos de gorriones
pían en los árboles y Azul oye el agradable goteo del agua que cae desde el
borde del tejado, las ramas y las farolas. De repente la primavera parece estar
cercana. Unas semanas más, se dice, y todas las mañanas serán como ésta.
Negro aprovecha el buen
tiempo para vagabundear más lejos que otras veces, y Azul le sigue. Se siente
aliviado al estar de nuevo en movimiento, y mientras Negro sigue su camino,
Azul espera que el paseo no termine antes de que él haya tenido la oportunidad
de descubrir algo. Como es de suponer, siempre ha sido un paseante entusiasta,
y estirar las piernas en el aire de la mañana le llena de felicidad. Mientras
avanzan por las estrechas calles de Brooklyn Heights, a Azul le anima ver que
Negro sigue aumentando la distancia que le separa de su casa. Pero luego su
humor se ensombrece de repente. Negro empieza a subir las escaleras que llevan
al puente de Brooklyn y a Azul se le mete en la cabeza que está pensando
tirarse. Esas cosas pasan, se dice. Un hombre se sube a un puente, lanza una
última mirada al mundo a través del viento y las nubes y luego salta al agua,
sus huesos se quiebran por el impacto, su cuerpo se rompe. La imagen le provoca
náuseas, se dice que debe estar alerta. Si algo empieza a pasar, decide, él se
saldrá de su papel de espectador neutral e intervendrá. Porque no quiere a
Negro muerto, por lo menos, todavía no.
Hace muchos años que Azul no
cruza el puente de Brooklyn a pie. La última vez fue con su padre cuando él era
niño y ahora le viene el recuerdo de aquel día. Se ve a sí mismo cogido de la
mano de su padre y caminando a su lado, y mientras oye el tráfico que pasa por
la estructura de acero debajo de él, recuerda haberle dicho a su padre que el
ruido sonaba como el zumbido de un enorme enjambre de abejas. A su izquierda
está la estatua de la Libertad; a su derecha, Manhattan, los edificios tan
altos bajo el sol de la mañana que parecen de mentira. A su padre se le daba
muy bien recordar datos y le contó a Azul las historias de todos los monumentos
y rascacielos, largas letanías de detalles –los arquitectos, las fechas, las
intrigas políticas–, y que hubo un tiempo en que el puente de Brooklyn era la
estructura más alta de los Estados Unidos. El viejo había nacido el mismo año
en que se terminó el puente y siempre hubo esa conexión en la mente de Azul,
como si el puente fuese de alguna manera un monumento a su padre. Le gustó la
historia que su padre le contó aquel día mientras caminaban hacia casa sobre
las mismas tablas por las que él va andando ahora, y por alguna razón no la
olvidó nunca. Que John Roebling, el diseñador del puente, se machacó un pie
entre los pilares del muelle y un transbordador pocos días después de terminar
los planos y murió de gangrena en menos de tres semanas. No tenía por qué haber
muerto, dijo el padre de Azul, pero el único tratamiento que aceptaba era la
hidroterapia y ésta resultó inútil, y a Azul le impresionó que un hombre que se
había pasado la vida construyendo puentes sobre extensiones de agua para que la
gente no se mojara creyese que la única medicina verdadera consistía en
sumergirse en el agua. Después de la muerte de John Roebling, su hijo
Washington le sustituyó como ingeniero jefe y ésa era otra historia curiosa.
Washington Roebling tenía sólo treinta y un años por entonces y su única
experiencia en construcción eran los puentes de madera que había diseñado
durante la Guerra de Secesión, pero resultó ser aún más brillante que su padre.
Poco después de que comenzara la construcción del puente de Brooklyn, sin
embargo, quedó atrapado varias horas en uno de los cajones neumáticos bajo el
agua durante un incendio y salió de allí con una grave aeroembolia, una
espantosa enfermedad en la cual se acumulan burbujas de nitrógeno en la
corriente sanguínea. Estuvo a punto de morir a causa de ello y desde entonces
se quedó inválido, incapaz de salir de la habitación del piso alto en el que él
y su mujer se habían instalado en Brooklyn Heights. Washington Roebling estuvo
allí sentado diariamente durante muchos años, observando los progresos del
puente a través de un telescopio, mandando a su mujer todas las mañanas con sus
instrucciones, haciendo complicados dibujos en color para que los trabajadores
extranjeros que no hablaban inglés entendiesen lo que tenían que hacer, y lo
más notable era que todo el puente estaba literalmente en su cabeza: cada pieza
del mismo había sido memorizada, hasta el más diminuto pedazo de acero o
piedra, y aunque Washington Roebling nunca puso el pie en el puente, estaba
totalmente presente dentro de él, como si al final de todos aquellos años de
alguna manera éste hubiese crecido dentro de su cuerpo.
Azul piensa en esto ahora
mientras cruza por encima del río, observando a Negro que camina delante de él
y acordándose de su padre y de su infancia en Gravesend. El viejo era policía,
más tarde detective en el distrito 77, y la vida habría sido buena, piensa
Azul, de no haber sido por el caso Russo y la bala que atravesó el cerebro de
su padre en 1927. Hace veinte años, se dice, repentinamente horrorizado por el
tiempo que ha transcurrido, preguntándose si hay un cielo y, de ser así, si
llegará a ver a su padre de nuevo cuando se muera. Recuerda una historia de una
de las infinitas revistas que ha leído esa semana, una nueva de aparición
mensual que se llama Más Extraño que la
Ficción, que parece seguir el hilo de todos los otros pensamientos que
acaban de venirle a la cabeza. En algún lugar de los Alpes franceses, recuerda,
hace veinte o veinticinco años desapareció un hombre que estaba esquiando,
tragado por una avalancha, y su cuerpo nunca fue recuperado. Su hijo, que era
un niño entonces, creció y también se hizo esquiador. Un día del año pasado fue
a esquiar no lejos del lugar donde desapareció su padre, aunque él no lo sabía.
Debido a los minúsculos y persistentes desplazamientos del hielo a lo largo de
las décadas transcurridas desde la muerte de su padre, el terreno era ahora
totalmente diferente de como había sido. Completamente solo en las montañas, a
kilómetros de ningún otro ser humano, el hijo encontró un cuerpo en el hielo,
un cadáver, absolutamente intacto, como preservado en animación suspendida. Por
descontado, el joven se detuvo a examinarlo y al agacharse para mirar la cara
del cadáver tuvo la clara y aterradora impresión de que se estaba mirando a sí
mismo. Temblando de miedo, como decía el articulo, inspeccionó con más atención
el cuerpo, completamente encerrado en el hielo, como alguien que se halla al
otro lado de una gruesa ventana, y vio que era su padre. El muerto seguía
siendo joven, incluso más joven que su hijo ahora, y había algo espantoso en
eso, sintió Azul, algo tan extraño y terrible en ser más viejo que tu propio
padre, que tuvo que contener las lágrimas mientras leía el articulo. Ahora,
mientras se acerca al final del puente, estos mismos sentimientos vuelven a él
y desea desesperadamente que su padre pudiera estar ahí, andando por encima del
río y contándole historias. Luego, repentinamente consciente de lo que su mente
le está haciendo, se pregunta por qué se ha vuelto tan sentimental, por qué no
paran de ocurrírsele esos pensamientos, cuando durante tantos años nunca se le
han ocurrido. Todo es parte de lo mismo, piensa, avergonzado de ser así. Esto
es lo que pasa cuando no tienes con quién hablar.
Llega al final y ve que se
había equivocado respecto a Negro. No habrá suicidios ese día. Nadie saltará
desde un puente, nadie saltará a lo desconocido. Porque allí va su hombre, tan
animado y despreocupado como el que más, bajando las escaleras y caminando por
la calle que rodea el ayuntamiento, dirigiéndose luego hacia el norte a lo
largo de Centre Street, pasando por delante del tribunal y otros edificios
municipales, sin aflojar nunca el paso, atravesando Chinatown y continuando más
allá. Estos vagabundeos duran varias horas y en ningún momento tiene Azul la
sensación de que Negro vaya a alguna parte. Más bien parece estar aireando sus
pulmones, andando por el puro placer de andar, y mientras sigue el recorrido
Azul se confiesa a sí mismo por primera vez que está cogiéndole cierto afecto a
Negro.
En un momento dado Negro
entra en una librería y Azul entra tras él. Allí Negro curiosea durante media
hora o cosa así, acumulando una pequeña pila de libros, y Azul, que no tiene
nada mejor que hacer, curiosea también, procurando al mismo tiempo que Negro no
le vea nunca la cara. Las ojeadas que le echa cuando Negro no parece estar
mirándole le dan la sensación de que conoce a Negro de antes, pero no puede
recordar de qué. Hay algo en sus ojos, se dice, pero no pasa de ahí, ya que no
quiere llamar la atención y no está realmente seguro de que haya algo de
cierto.
Un minuto más tarde Azul
encuentra casualmente un ejemplar de Walden,
de Henry David Thoreau. Hojeando las páginas, se sorprende al descubrir que el
nombre del editor es Negro: “Publicado para Club de Clásicos por Walter J.
Negro, Inc., Copyright 1942.” Azul se queda momentáneamente estremecido por
esta coincidencia, pensando que quizá haya algún mensaje para él, algún
significado que pudiera implicar una diferencia. Pero luego, recobrándose del
sobresalto, empieza a pensar que no. Es un nombre bastante corriente, se dice,
y además sabe con certeza que el nombre de Negro no es Walter. Pero podría ser
un pariente, añade, o quizá incluso su padre. Aún dándole vueltas a esta última
cuestión, Azul decide comprar el libro. Si no puede leer lo que Negro escribe,
por lo menos puede leer lo que lee. Es una probabilidad remota, se dice, pero
quién sabe si no le dará alguna pista de lo que el hombre se propone.
Hasta ahora todo va bien.
Negro paga sus libros, Azul paga el suyo, y el paseo continúa. Azul no cesa de
esperar que surja alguna pauta, encontrar en su camino algún indicio que le
lleve al secreto de Negro. Pero Azul es demasiado honrado para engañarse y sabe
que no se puede ver ningún sentido en nada de lo sucedido hasta ahora. Por una
vez, no se siente desalentado por ello. De hecho, cuando sondea más
profundamente dentro de sí, se da cuenta de que en conjunto se siente bastante
fortalecido. Descubre que hay algo agradable en estar a oscuras, algo
emocionante en no saber lo que va a suceder. Te mantiene alerta, piensa, y no
hay nada de malo en eso, ¿verdad? Con los ojos bien abiertos y en puntillas,
absorbiéndolo todo, listo para cualquier cosa.
Pocos momentos después de
pensar esto, a Azul se le ofrece al fin un nuevo suceso y el caso da su primer
giro. Negro vuelve una esquina, recorre la mitad de la manzana, titubea
brevemente, como si estuviera buscando una dirección, retrocede unos pasos,
avanza de nuevo y varios segundos más tarde entra en un restaurante. Azul le sigue,
sin pensarlo mucho, ya que después de todo es la hora del almuerzo y la gente
tiene que comer, pero no se le escapa que la vacilación de Negro parece indicar
que nunca ha estado ahí antes, lo cual a su vez podría significar que Negro
tiene una cita. Es un sitio oscuro, bastante lleno, con un grupo de gente
amontonada en torno a la barra que hay a la entrada, mucha charla y entrechocar
de cubiertos y platos al fondo. Parece caro, piensa Azul, con las paredes
forradas de madera y manteles blancos, y decide procurar que su factura sea lo
más baja posible. Hay mesas libres, y Azul lo interpreta como un buen augurio
cuando se sienta en un lugar desde el cual puede ver a Negro, no demasiado
cerca, pero tampoco tan lejos que no pueda observar lo que hace. Negro revela
sus intenciones al pedir dos cartas y tres o cuatro minutos más tarde sonríe
cuando una mujer cruza el comedor, se aproxima a su mesa y le besa en la
mejilla antes de sentarse. La mujer no está mal, piensa Azul. Un poco delgada
para su gusto, pero nada mal. Luego piensa: Ahora empieza la parte interesante.
Desgraciadamente, la mujer
está de espaldas a Azul, de modo que él no puede verle la cara durante la
comida. Mientras está allí sentado tomándose su solomillo Salisbury, piensa que
tal vez su primera intuición fuese la correcta, que se trata de un caso
matrimonial después de todo. Azul ya está imaginando las cosas que escribirá en
su próximo informe y le resulta placentero estudiar las frases que empleará
para describir lo que está viendo ahora. Al haber otra persona en el caso, sabe
que tendrá que tomar ciertas decisiones. Por ejemplo: ¿debe continuar con Negro
o debe desviar su atención a la mujer? Posiblemente eso aceleraría las cosas un
poco, pero al mismo tiempo podría significar que Negro tuviera la oportunidad
de escapársele, quizá para siempre. En otras palabras, ¿es el encuentro con la
mujer una cortina de humo o es auténtico? ¿Es parte del caso o no? ¿Es un hecho
esencial o contingente? Azul reflexiona sobre estas preguntas durante un rato y
llega a la conclusión de que es demasiado pronto para saberlo. Sí, podría ser
una cosa, se dice. Pero también podría ser otra.
Hacia la mitad de la comida,
la situación parece empeorar. Azul detecta una expresión de gran tristeza en la
cara de Negro y al momento la mujer parece estar llorando. Por lo menos eso es
lo que puede deducir del repentino cambio en la posición de su cuerpo: los
hombros caídos, la cabeza inclinada hacia adelante, la cara quizá oculta entre
las manos, el ligero estremecimiento de su espalda. Podría ser un ataque de
risa, razona Azul, pero, entonces, ¿por qué iba a estar Negro tan triste?
Parece como si acabaran de quitarle el suelo bajo los pies. Un momento más
tarde la mujer vuelve la cara hacía un lado y Azul vislumbra su perfil: lágrimas,
sin duda, piensa, mientras la ve secarse los ojos con la servilleta y nota un
tiznón de rímel húmedo en su mejilla. Ella se levanta bruscamente y se aleja en
dirección al lavabo. Ahora Azul vuelve a tener una visión sin impedimentos de
Negro y al ver la tristeza de su cara, la expresión de absoluto abatimiento,
casi empieza a compadecerle. Negro mira en dirección a Azul, pero claramente no
ve nada, y luego, un instante más tarde, se tapa la cara con las manos. Azul
trata de adivinar lo que está sucediendo, pero es imposible saberlo. Parece que
han terminado, piensa, da la sensación de que algo ha llegado a su fin. Y, sin
embargo, también podría ser sólo una pelea.
La mujer regresa a la mesa
con un aspecto ligeramente mejorado y luego los dos permanecen unos minutos sin
decir nada, dejando la comida intacta. Negro suspira una o dos veces, mirando a
lo lejos, y finalmente pide la cuenta. Azul hace lo mismo y les sigue cuando
salen del restaurante. Se fija en que Negro la lleva cogida por el codo, pero eso
podría ser sólo un reflejo, se dice, y probablemente no significa nada. Bajan
por la calle en silencio y al llegar a la esquina Negro para un taxi. Le abre
la puerta a la mujer y antes de que ella suba al coche la toca muy suavemente
en la mejilla. Ella le dirige una valiente sonrisita, pero siguen sin decir una
palabra. Luego ella se sienta en el asiento trasero, Negro cierra la portezuela
y el taxi arranca.
Negro pasea unos minutos,
deteniéndose brevemente delante del escaparate de una agencia de viajes para
examinar un cartel de las Montañas Blancas y luego también él coge un taxi.
Azul vuelve a tener suerte y consigue encontrar otro taxi unos segundos más
tarde. Le dice al taxista que siga al taxi de Negro y se recuesta en el asiento
mientras los dos coches amarillos avanzan despacio entre el tráfico del centro,
cruzan el puente de Brooklyn y finalmente llegan a la calle Naranja. Azul se
queda horrorizado por el precio del viaje y se da de patadas mentalmente por no
haber seguido a la mujer. Debería haber sabido que Negro se iría a casa.
Se le alegra el ánimo
considerablemente cuando entra en su edificio y encuentra una carta en su
buzón. Sólo puede ser una cosa, se dice, y, efectivamente, mientras sube las
escaleras abre el sobre y allí está: el primer dinero, un giro postal por la
cantidad exacta acordada con Blanco. Sin embargo, le deja un poco perplejo que
el sistema de pago sea anónimo. ¿Por qué no un cheque nominativo firmado por
Blanco? Esto le lleva a juguetear con la idea de que Blanco es un agente
traidor después de todo, ansioso de borrar sus huellas y, por lo tanto,
asegurándose de que no quedará constancia de los pagos. Luego, después de
quitarse el sombrero y el abrigo y tumbarse en la cama, Azul se da cuenta de
que está un poco decepcionado por no haber recibido ningún comentario acerca
del informe. Considerando lo mucho que trabajó para que le quedara bien, una
palabra de aliento no le habría venido mal. El hecho de que le mande el dinero
significa que Blanco no está insatisfecho. De todas formas, el silencio no es
una respuesta gratificante, signifique lo que signifique. Pero si es así, se
dice Azul, tendrá que acostumbrarse.
Pasan los días y una vez más
las cosas vuelven a la más elemental rutina. Negro escribe, lee, hace sus
compras en el barrio, visita la oficina de correos, da algún que otro paseo. La
mujer no ha vuelto a aparecer y Negro no ha hecho más excursiones a Manhattan.
Azul empieza a pensar que cualquier día recibirá una carta diciéndole que el
caso está cerrado. La mujer se ha ido, razona, y eso puede ser el final de la
historia. Pero nada de eso sucede. La meticulosa descripción de la escena en el
restaurante que Azul manda no provoca ninguna respuesta especial de Blanco, y
semana tras semana los giros postales siguen llegando puntualmente. Nada que
ver con el amor, se dice Azul. La mujer no significaba nada. No era más que una
distracción.
Es preciso decir que en esta
primera etapa el estado mental de Azul es de ambivalencia y conflicto. Hay
momentos en los que se siente tan completamente en armonía con Negro, tan
naturalmente unido al otro hombre, que para anticipar lo que Negro va a hacer,
para saber cuándo se quedará en su habitación y cuándo saldrá, le basta
simplemente con mirar dentro de si. Pasan días enteros en los que ni se molesta
en mirar por la ventana o en seguir a Negro a la calle. De vez en cuando
incluso se permite hacer alguna expedición en solitario, sabiendo perfectamente
que durante el tiempo que él esté fuera Negro no se moverá de su sitio. Cómo lo
sabe sigue siendo un misterio para él, pero el hecho es que nunca se equivoca,
y cuando tiene esa sensación, no cabe la menor duda ni vacilación. Por otra
parte, no todos los momentos son como éstos. Hay veces en que se siente
totalmente alejado de Negro, aislado de él de una forma tan completa y absoluta
que empieza a perder la noción de quién es. La soledad le envuelve, le
encierra, y con ella llega un terror peor que nada que haya conocido nunca. Le
desconcierta pasar tan rápidamente de un estado a otro, y durante largo tiempo
va y viene entre ambos extremos, sin saber cuál es el verdadero y cuál es el
falso.
Después de varios días
seguidos particularmente malos, empieza a anhelar tener compañía. Se sienta y
escribe una detallada carta a Castaño, exponiéndole el caso y pidiéndole
consejo. Castaño se ha retirado a Florida, donde pasa la mayor parte del tiempo
pescando, y Azul sabe que transcurrirá bastante tiempo antes de que reciba una
respuesta. Sin embargo, al día siguiente de echar la carta empieza a esperar la
contestación con una ansiedad que pronto se convierte en obsesión. Todas las
mañanas, aproximadamente una hora antes de que llegue el correo, se planta
junto a la ventana, esperando a que el cartero vuelva la esquina y entre en su
campo de visión, poniendo todas sus esperanzas en lo que Castaño le diga. Qué
espera de esa carta no está claro. Azul ni siquiera se hace esa pregunta, pero
seguramente es algo monumental, palabras luminosas y extraordinarias que le
devolverán al mundo de los vivos.
A medida que pasan los días
y las semanas sin que llegue ninguna carta de Castaño, la decepción de Azul se
convierte en una dolorosa e irracional desesperación. Pero eso no es nada
comparado con lo que siente cuando finalmente llega la carta. Porque Castaño ni
siquiera contesta a lo que Azul le escribió. Me alegra tener noticias tuyas,
empieza la carta, y me alegra saber que estás trabajando mucho. Parece un caso
interesante. Pero no puedo decir que eche de menos nada de eso. Aquí está la
buena vida para mí: me levanto temprano y pesco, paso un rato con mi mujer, leo
un poco, duermo al sol, ninguna queja. Lo único que no entiendo es por qué no
me vine aquí hace años.
La carta continúa en ese
tono durante varias páginas, sin mencionar ni una sola vez el tema de los
tormentos y preocupaciones de Azul. Éste se siente traicionado por el hombre
que en otro tiempo fue como un padre para él y cuando termina la carta se
siente vacío, como si le hubieran sacado el relleno a golpes. Estoy solo,
piensa, ya no hay nadie a quien pueda recurrir. A esto le siguen varias horas
de abatimiento y autocompasión, durante las cuales Azul piensa una o dos veces
que quizá le valdría más morirse. Pero finalmente sale de la depresión. Porque
Azul es un tipo sólido en general, menos dado a los pensamientos sombríos que
la mayoría, y si hay momentos en los que siente que el mundo es un lugar
asqueroso, ¿quiénes somos nosotros para reprochárselo? Cuando llega la hora de
la cena, incluso ha empezado a ver el lado positivo. Quizá sea éste su mayor
talento: no que no se desespere, sino que nunca se desespera por mucho tiempo.
Podría ser una buena cosa después de todo, se dice. Quizá sea mejor estar solo
que depender de alguien. Azul piensa en esto durante un rato y decide que hay
algo favorable en ello. Ya no es un aprendiz. Ya no tiene un maestro por
encima. Soy mi propio jefe, se dice. Soy mi propio jefe, no tengo que rendirle
cuentas a nadie excepto a mí mismo.
Inspirado por este nuevo
enfoque, descubre que al fin ha encontrado el valor necesario para ponerse en
contacto con la futura señora Azul. Pero cuando coge el teléfono y marca su
número, no hay respuesta. Esto es una decepción, pero no se amilana. Volveré a
intentarlo en algún otro momento, se dice. Pronto.
Los días siguen pasando. Una
vez más Azul se pone a tono con Negro, quizá incluso más armoniosamente que
antes. Al hacerlo, descubre la inherente paradoja de su situación. Porque
cuanto más unido a Negro se siente, menos necesita pensar en él. En otras
palabras, cuanto más profundamente enredado está, más libre se siente. Lo que
le hunde no es la implicación sino la separación. Porque sólo cuando Negro
parece distanciarse, tiene él que salir a buscarle, y esto lleva tiempo y
esfuerzo, por no hablar de lucha. En los momentos en que se siente más próximo
a Negro, sin embargo, puede incluso empezar a llevar una apariencia de vida
independiente. Al principio no es muy osado en lo que se permite hacer, pero
incluso así lo considera una especie de triunfo, casi un acto de valentía.
Salir a la calle, por ejemplo, y andar arriba y abajo de la manzana. Por
pequeño que parezca, este gesto le llena de felicidad, y mientras sube y baja
por la calle Naranja con ese agradable tiempo primaveral, se alegra de estar
vivo como no lo ha hecho desde hace años. A un extremo hay una vista del río,
la bahía, los rascacielos de Manhattan, los puentes. Azul encuentra bellísimo
todo eso y algunos días hasta se permite sentarse varios minutos en uno de los
bancos y mirar los barcos. En la otra dirección está la iglesia y a veces Azul
se sienta en el pequeño jardín de hierba durante un rato, estudiando la estatua
de bronce de Henry Ward Beecher. Dos esclavos se agarran a las piernas de
Beecher, como suplicándole que les ayude, que les haga libres al fin, y en la
pared de ladrillo que está detrás hay un bajorrelieve de porcelana de Abraham
Lincoln. Azul no puede remediar sentirse inspirado por esas imágenes y cada vez
que acude al jardín de la iglesia su cabeza se llena de nobles pensamientos
acerca de la dignidad del hombre.
Poco a poco se vuelve más
audaz en su deambular. Estamos en 1947, el año en que Jackie Robinson empieza a
jugar con los Dodgers, y Azul sigue sus progresos atentamente, recordando el
jardín de la iglesia y sabiendo que hay algo más en ello que simplemente béisbol.
Una luminosa tarde de un martes de mayo decide hacer una excursión a Ebbetts
Field y cuando deja atrás a Negro en su habitación de la calle Naranja,
encorvado sobre su mesa como de costumbre, con su pluma y sus papeles, no
siente ningún motivo de preocupación, seguro de que todo estará exactamente
igual cuando regrese. Coge el metro, se roza con la multitud, se siente lanzado
hacia una sensación de inmediatez. Mientras toma asiento en el estadio, le
choca la nítida claridad de los colores que le rodean: la hierba verde, la
tierra marrón, el balón blanco, el cielo azul. Cada cosa es distinta de todas
las demás, totalmente separada y definida, y la simplicidad geométrica del
dibujo le impresiona por su fuerza. Viendo el partido, le resulta difícil apartar
los ojos de Robinson, constantemente atraído por la negrura de su cara, y
piensa que debe de necesitarse mucho valor para hacer lo que él está haciendo,
estar solo delante de tantos desconocidos, con la mitad de ellos sin duda
deseándole la muerte. Mientras el partido continúa, Azul se descubre vitoreando
todo lo que hace Robinson, y cuando el negro gana una base en la tercera
entrada, Azul se pone de pie, y más tarde, en la séptima, cuando Robinson dobla
contra la pared de la izquierda, él aporrea la espalda del hombre que tiene al
lado de pura alegría. Los Dodgers sacan en la novena con un bombo de sacrificio
y mientras Azul sale arrastrando los pies con el resto de la gente y se dirige
a su casa se le ocurre que Negro no le ha pasado por la cabeza ni una sola vez.
Pero los partidos son sólo
el principio. Ciertas noches, cuando Azul tiene claro que Negro no irá a
ninguna parte, se va a un bar no lejos de allí a tomarse una o dos cervezas,
disfrutando de las conversaciones que a veces tiene con el barman, que se llama
Rojo y tiene un extraño parecido con Verde, el barman del caso Gris de hace
tanto tiempo. Una furcia de aspecto desaliñado que se llama Violeta frecuenta
el bar y una o dos veces Azul consigue emborracharla lo suficiente como para
que ella le invite a su casa, que está a la vuelta de la esquina. Azul sabe que
le agrada bastante porque ella nunca le cobra, pero también sabe que eso no
tiene nada que ver con el amor. Ella le llama cielo y su carne es suave y
abundante, pero siempre que se toma una copa de más se echa a llorar y entonces
Azul tiene que consolarla, y secretamente se pregunta si vale la pena. Su
sentimiento de culpa hacia la futura señora Azul es escaso, sin embargo, ya que
justifica estas sesiones con Violeta comparándose a sí mismo con un soldado que
está haciendo la guerra en otro país. Cualquier hombre necesita un poco de
consuelo, especialmente cuando mañana le puede tocar a él. Y, además, él no es
de piedra, se dice.
Con mucha frecuencia, sin
embargo, Azul pasa de largo por el bar y se va al cine que está a varias
manzanas de allí. Ahora que el verano se acerca y el calor empieza a ser
molesto en su cuartito, resulta refrescante sentarse en el cine fresco y ver la
película. A Azul le gustan las películas, no sólo por las historias que le
cuentan y las hermosas mujeres que puede ver en ellas, sino por la oscuridad
del local y el hecho de que las imágenes que aparecen en la pantalla son de
alguna manera como los pensamientos que aparecen dentro de su cabeza cuando
cierra los ojos. Es más o menos indiferente a la clase de películas que ve, a
que sean comedias o dramas, por ejemplo, o a que estén rodadas en blanco y
negro o en color, pero siente una especial debilidad por las películas de
detectives, ya que hay una relación natural, y esas historias siempre le
enganchan más que las otras. Durante esa época ve varias de estas películas y
todas le gustan: La dama del lago, Ángel o diablo, Senda tenebrosa, Cuerpo y
alma, Persecución en la noche,
etcétera. Pero para Azul hay una que destaca del resto y le gusta tanto que
vuelve a la noche siguiente para verla otra vez.
Se llama Retorno al pasado y el protagonista es
Robert Mitchum haciendo el papel de un ex detective que intenta empezar una
nueva vida con nombre falso en un pueblo. Tiene una novia, una dulce chica
campesina que se llama Ann, y dirige una gasolinera con ayuda de un muchacho
sordomudo, Jimmy, que le es absolutamente fiel. Pero el pasado alcanza a
Mitchum y es poco lo que él puede hacer para evitarlo. Hace años le habían
contratado para buscar a Jane Greer, la amante del gángster Kirk Douglas, pero
cuando la encontró se enamoraron y huyeron para vivir en secreto. Una cosa
llevó a otra –hubo dinero robado, se cometió un asesinato– y finalmente Mitchum
recobró el juicio y dejó a Greer, comprendiendo al fin la gravedad de su
comportamiento. Ahora Douglas y Greer le están chantajeando para que cometa un
delito, lo cual en realidad no es más que una estratagema, porque cuando él se
da cuenta de lo que está sucediendo, comprende que planean endosarle otro
asesinato. Luego se desarrolla una complicada historia, con Mitchum intentando
desesperadamente salir de la trampa. En un momento dado regresa al pueblo donde
vive, le dice a Ann que es inocente y la convence de nuevo de que la ama. Pero
es demasiado tarde, y Mitchum lo sabe. Hacia el final, consigue persuadir a
Douglas de que entregue a Greer por el asesinato que cometió, pero en ese
momento Greer entra en la habitación, saca tranquilamente una pistola y mata a
Douglas. Le dice a Mitchum que están hechos el uno para el otro y él, fatalista
hasta el final, parece estar de acuerdo. Deciden escapar juntos, pero cuando
Greer va a hacer el equipaje, Mitchum coge el teléfono y llama a la policía. Se
meten en el coche y se van, pero pronto llegan a una barrera policial en la
carretera. Greer, al ver que ha sido traicionada, saca la pistola de su bolso y
le pega un tiro a Mitchum. Entonces la policía abre fuego sobre el coche y
Greer muere también. Después de eso hay una última escena: a la mañana
siguiente, en el pueblo de Bridgeport, Jimmy está sentado en un banco delante
de la gasolinera y Ann se acerca y se sienta a su lado. Dime una cosa, Jimmy,
le dice, tengo que saber esto: ¿huía con ella o no? El muchacho piensa un
momento, tratando de decidir entre la verdad y la bondad. ¿Es más importante
salvaguardar el buen nombre de su amigo o salvar a la chica? Todo esto sucede
sólo en un instante. Mirando a la chica a los ojos, asiente con la cabeza, como
diciendo que sí, que él estaba enamorado de Greer después de todo. Ann le
palmea en el brazo y le da las gracias, luego va a reunirse con su antiguo
novio, un policía local honradísimo que siempre despreció a Mitchum. Jimmy mira
el rótulo de la gasolinera con el nombre de Mitchum, le hace un pequeño saludo
amistoso y luego da media vuelta y se aleja por la carretera. Es el único que
sabe la verdad, y nunca la dirá.
Durante los días siguientes
Azul le da muchas vueltas en la cabeza a esta historia. Es una buena cosa,
piensa, que la película acabe con el sordomudo. El secreto está enterrado y
Mitchum seguirá siendo un forastero, incluso después de su muerte. Su ambición
era bien sencilla: convertirse en un ciudadano normal en un pueblo americano
normal, casarse con la chica de la casa de al lado, vivir una vida tranquila.
Es extraño, piensa Azul, que el nombre que Mitchum elige para si es Jeff
Bailey. Es notablemente parecido al nombre de otro personaje de una película
que vio el año anterior con la futura señora Azul: George Bailey, interpretado
por James Stewart en ¡Qué bello es vivir!
Esa historia también trataba de la América provinciana, pero desde el punto de
vista opuesto: las frustraciones de un hombre que se pasa toda la vida tratando
de escapar. Pero al final llega a comprender que su vida ha sido buena, que ha
hecho siempre lo que debía hacer. Al Bailey de Mitchum sin duda le gustaría ser
el Bailey de Stewart. Pero en su caso el nombre es falso, producto de una
ilusión. Su verdadero nombre es Markham –o, como Azul lo pronuncia para sí,
Marcado– y ésa es la cuestión. Ha quedado marcado por el pasado, y cuando eso
sucede, nada se puede hacer. Cuando pasa algo, piensa Azul, continúa pasando
siempre. No se puede cambiar nunca, nunca puede ser de otra manera. Azul
empieza a sentirse perseguido por ese pensamiento, porque lo ve como una
especie de advertencia, un mensaje que viene de su interior, y por mucho que
intente apartarlo, la oscuridad de ese pensamiento no le abandona.
Una noche, por tanto, Azul
coge al fin su ejemplar de Walden. Ha
llegado el momento, se dice, y si no hace un esfuerzo ahora, sabe que no lo
hará nunca. Pero el libro no es ágil. Cuando Azul empieza a leer, se siente
como si estuviera entrando en un mundo extraño. Andando trabajosamente por
pantanos y matorrales, trepando por laderas pedregosas y riscos traicioneros,
se siente como un prisionero haciendo marchas forzadas, y su único pensamiento
es huir. Le aburren las palabras de Thoreau y le resulta difícil concentrarse.
Lee capítulos enteros y cuando llega al final se da cuenta de que no ha
retenido nada. ¿Por qué querría nadie irse a vivir solo en el bosque? ¿Qué
significa todo eso de plantar judías y no beber café ni comer carne? ¿Por qué
todas esas interminables descripciones de pájaros? Azul pensaba que le iban a
contar una historia, o por lo menos algo parecido a una historia, pero eso no
es más que palabrería, una interminable perorata acerca de nada.
Pero sería injusto culparle.
Azul nunca ha leído mucho de nada excepto periódicos y revistas y alguna que
otra novela de aventuras cuando era niño. Se sabe que incluso lectores asiduos
y elevados han tenido problemas con Walden,
y una figura como Emerson, ni más ni menos, escribió una vez en su diario que
leer a Thoreau le hacia sentirse nervioso y desdichado. En honor de Azul hay que
decir que no ceja. Al día siguiente empieza de nuevo y esta segunda travesía es
algo menos accidentada que la primera. En el tercer capitulo encuentra una
frase que al fin le dice algo –Los libros hay que leerlos tan pausada y
cautelosamente como fueron escritos– y de pronto entiende que el truco está en
ir despacio, más despacio de lo que ha ido nunca con las palabras. Esto ayuda
hasta cierto punto, y algunos pasajes empiezan a resultar más claros: el asunto
de la ropa al principio, la batalla de las hormigas rojas y las hormigas
negras, la argumentación contra el trabajo. Pero Azul sigue encontrándolo
arduo, y aunque de mala gana reconoce que quizá Thoreau no sea tan estúpido
como él había pensado, empieza a sentir rencor hacia Negro por haberle sometido
a esa tortura. Lo que no sabe es que si encontrara la paciencia necesaria para
leer el libro con el espíritu que pide, toda su vida empezaría a cambiar, y
poco a poco llegaría a una total comprensión de su situación, es decir, de
Negro, de Blanco, del caso, de todo lo que le concierne. Pero las oportunidades
perdidas forman parte de la vida igual que las oportunidades aprovechadas, y
una historia no puede detenerse en lo que podría haber sido. Enojado, tira el
libro, se pone el abrigo (porque ya estamos en otoño) y sale a tomar el aire.
No tiene ni idea de que éste es el principio del fin. Porque algo está a punto
de ocurrir, y una vez que ocurra, nada volverá a ser lo mismo.
Se va a Manhattan,
alejándose de Negro más que en ninguna ocasión anterior, desahogando su
frustración con el movimiento, confiando en calmarse agotando su cuerpo. Camina
hacia el norte, solo con sus pensamientos, sin molestarse en mirar lo que le
rodea. En la calle Veintiséis Este se le desata el cordón del zapato izquierdo,
y es precisamente entonces, cuando se agacha para atárselo, doblado sobre una
rodilla, cuando el cielo se le viene encima. Porque justo en ese momento ve a
la futura señora Azul. Viene por la calle cogida con los dos brazos del brazo
derecho de un hombre al que Azul no ha visto nunca, y le sonríe radiante,
absorta en lo que el hombre le está diciendo. Durante varios momentos Azul está
tan desconcertado que no sabe si agachar la cabeza aún más para ocultar su cara
o levantarse y saludar a la mujer que ahora comprende –con un conocimiento tan
repentino e irrevocable como un portazo– que nunca será su esposa. No consigue
ni una cosa ni otra: primero baja la cabeza, pero un segundo más tarde descubre
que quiere que ella le reconozca, y al ver que no será así, dado que está
completamente concentrada en la conversación de su compañero, Azul se levanta
bruscamente de la acera cuando ellos están a menos de dos metros de él. Es como
si un espectro se hubiera materializado de pronto delante de ella, y la ex
futura señora Azul lanza un gritito incluso antes de ver quién es el espectro.
Azul dice su nombre, con una voz que a él mismo le parece extraña, y ella se
para en seco. Su cara expresa el susto de ver a Azul, y luego, rápidamente, su
expresión pasa del susto a la cólera.
¡Tú!, le dice. ¡Tú!
Antes de que él tenga la
oportunidad de decir una palabra, ella se suelta del brazo de su compañero y
empieza a aporrear el pecho de Azul con los puños chillando como una loca,
acusándole de un espantoso crimen detrás de otro. Lo único que Azul puede hacer
es repetir su nombre una y otra vez, como tratando desesperadamente de
distinguir entre la mujer que ama y la fiera salvaje que le está atacando. Se
siente totalmente indefenso, y mientras el ataque continúa, empieza a recibir
cada nuevo golpe como un justo castigo a su comportamiento. Pero el otro hombre
pronto pone fin a la escena, y aunque Azul tiene la tentación de darle un
puñetazo, está demasiado aturdido para actuar con rapidez, y antes de que se dé
cuenta el hombre se ha llevado a la llorosa ex futura señora Azul calle abajo y
han torcido la esquina, y ahí acaba todo.
Esta breve escena,
inesperada y devastadora, trastorna a Azul por completo. Cuando recobra la
compostura y consigue llegar a casa, se da cuenta de que ha tirado su vida por
la borda. No es culpa de ella, se dice, deseando culparía pero sabiendo que no
puede hacerlo. Que ella supiera, él podría estar muerto, ¿cómo reprocharle que
desee vivir? Azul nota que los ojos se le llenan de lágrimas, pero más que
dolor siente rabia contra sí mismo por ser tan idiota. Ha perdido cualquier
oportunidad que podía haber tenido de ser feliz, y en ese caso no seria erróneo
afirmar que éste es verdaderamente el principio del fin.
Azul sube a su cuarto en la
calle Naranja, se tumba en la cama y trata de sopesar las posibilidades.
Finalmente se vuelve de cara a la pared y se encuentra con la fotografía del
forense de Filadelfia, Oro. Piensa en la tristeza del caso sin resolver, el
niño enterrado en una tumba sin nombre, y mientras estudia la mascarilla del
pequeño, empieza a darle vueltas a una idea en la cabeza. Quizá haya maneras de
aproximarse a Negro, piensa, maneras que no le delaten. Dios sabe que tiene que
haberlas. Pasos que se pueden dar, planes que se pueden poner en marcha, quizá
dos o tres al mismo tiempo. Lo demás no importa, se dice. Es hora de volver la
página.
Blanco tiene que recibir su
siguiente informe en dos días, así que se sienta a escribirlo ahora con el fin
de echarlo al correo a tiempo. Durante los últimos meses sus informes han sido
sumamente crípticos, únicamente un párrafo o dos, ofreciendo los hechos
desnudos y nada más, y esta vez no se desvía de ese modelo. Sin embargo, al
final de la página intercala un oscuro comentario como una especie de prueba,
confiando en provocar algo más que el silencio por parte de Blanco: Negro
parece enfermo. Me temo que tal vez se esté muriendo. Luego mete el informe en
el sobre, diciéndose que eso es sólo el principio.
Dos días más tarde Azul va
por la mañana temprano a la oficina de correos de Brooklyn, un edificio como un
gran castillo desde el cual se divisa el puente de Manhattan. Todos los
informes de Azul han ido dirigidos al apartado de correos 1001, y ahora se
acerca a él como por casualidad, pasando despacio por delante y mirando
disimuladamente dentro para ver sí el informe ha llegado. Sí. O por lo menos
hay una carta allí –un solitario sobre blanco inclinado en un ángulo de
cuarenta y cinco grados dentro del estrecho buzón–, y Azul no tiene ningún
motivo para sospechar que no sea su carta. Luego empieza un lento paseo
circular por la zona, decidido a permanecer allí hasta que aparezca Blanco o
alguien que trabaje para él, los ojos fijos en la enorme pared cubierta de
buzones numerados, cada uno con una combinación diferente, cada uno conteniendo
un secreto diferente. La gente va y viene, abre los buzones y los cierra, y
Azul continúa deambulando en círculo, deteniéndose de vez en cuando en algún
punto al azar y continuando luego su vuelta. Todo le parece marrón, como si el
tiempo otoñal del exterior hubiera penetrado en la sala, y el lugar huele
agradablemente a humo de cigarro puro. Después de varias horas empieza a tener
hambre, pero no cede a la llamada de su estómago, diciéndose que es ahora o
nunca y por lo tanto manteniéndose firme. Azul observa a todos los que se
aproximan a la pared de los buzones, concentrándose en cada persona que se
detiene en las proximidades del 1001, consciente de que si no es Blanco quien
viene a recoger los informes, podría ser cualquiera, una anciana, un niño, y
consecuentemente no debe dar nada por sentado. Pero todas estas posibilidades
quedan en nada, porque nadie toca el buzón, y aunque Azul momentánea y
sucesivamente urde una historia para cada candidato que se acerca, tratando de
imaginar qué relación podría tener esa persona con Blanco y/o Negro, qué papel
podría desempeñar en el caso él o ella, etcétera, se ve obligado a desecharlos
uno por uno a la nada de la que salieron.
Muy poco después del
mediodía, en un momento en que la oficina de correos empieza a llenarse –un
tropel de gente que viene apresuradamente durante la hora del almuerzo para
echar cartas, comprar sellos, ocuparse de ese tipo de asuntos–, un hombre con
una máscara en la cara entra por la puerta. Azul no se fija en él al principio
con tantas personas pasando por la puerta al mismo tiempo, pero cuando el
hombre se aparta del gentío y empieza a dirigirse a los buzones numerados, Azul
finalmente ve la máscara, una máscara de las que los niños llevan en Halloween,
hecha de goma y representado un espantoso monstruo con tajos en la frente, ojos
sanguinolentos y colmillos. El resto de su persona es absolutamente corriente
(abrigo de tweed gris, bufanda roja envolviéndole el cuello) y Azul intuye en
ese primer momento que el hombre que está detrás de la máscara es Blanco.
Mientras el hombre continúa andando hacia la zona del buzón 1001, esta
intuición se convierte en convicción. Al mismo tiempo, Azul siente que el
hombre no está allí realmente, que aunque sabe que le está viendo, es más que
probable que él sea el único que le ve. En este punto, sin embargo, Azul se
equívoca, porque mientras el enmascarado continúa cruzando el vasto suelo de
mármol, Azul ve a varias personas señalándole y riéndose, pero no sabe si esto
es mejor o peor. El enmascarado llega al buzón 1001, gira la rueda de la
combinación hacia atrás, hacia adelante y nuevamente hacia atrás, y abre el
buzón. En cuanto Azul ve que éste es definitivamente su hombre, empieza a
avanzar hacia él, no muy seguro de lo que piensa hacer, pero en el fondo, sin
duda, con la intención de asirle y arrancarle la máscara de la cara. Pero el
hombre está demasiado alerta, y una vez que se ha metido el sobre en el
bolsillo y ha cerrado el buzón, lanza una rápida ojeada a su alrededor, ve que
Azul se aproxima y echa a correr, dirigiéndose a la puerta lo más deprisa que
puede. Azul corre tras él, esperando agarrarle por detrás, pero se queda
momentáneamente atrapado por una maraña de gente en la puerta, y cuando
consigue atravesarla, el hombre enmascarado está bajando las escaleras de dos
en dos, aterrizando en la acera y corriendo por la calle. Azul continúa su
persecución, incluso le parece que está ganando terreno, pero entonces el
hombre llega a la esquina, donde casualmente un autobús está justo arrancando
de una parada, y el hombre aprovecha la oportunidad y salta a bordo. Azul se
queda en la estacada, sin aliento, allí parado como un idiota.
Dos días más tarde, cuando
Azul recibe su giro postal por correo, finalmente hay una palabra de Blanco.
Nada de tonterías, dice, y aunque no es mucho, a pesar de todo Azul se alegra
de haberla recibido, contento de haber agrietado al fin el muro de silencio de
Blanco. No le queda claro, sin embargo, si el mensaje se refiere al último
informe o al incidente en la oficina de correos. Después de pensarlo un rato,
llega a la conclusión de que da igual. De un modo u otro, la clave del caso
está en la acción. Debe continuar desbaratando las cosas siempre que pueda, un
poquito aquí, un poquito allá, picando cada adivinanza hasta que toda la
estructura empiece a debilitarse, hasta que un día todo el maldito asunto se
venga abajo.
Durante las semanas
siguientes Azul vuelve a la oficina de correos varias veces, esperando echarle
otra ojeada a Blanco. Pero no lo consigue. O el informe ya no está en el buzón
cuando él llega o Blanco no aparece. El hecho de que esa parte de la oficina de
correos esté abierta veinticuatro horas al día le deja pocas opciones a Azul.
Blanco ahora sospecha de él y no cometerá el mismo error dos veces.
Sencillamente esperará hasta que Azul se vaya antes de acercarse al buzón, y a
menos que Azul esté dispuesto a pasarse la vida entera en la oficina de
correos, no tiene ninguna esperanza de volver a pillar a Blanco.
El cuadro es mucho más
complicado de lo que Azul había imaginado. Durante casi un año se ha
considerado esencialmente libre. Para bien o para mal estaba haciendo su
trabajo, mirando hacia adelante y estudiando a Negro, esperando una posible
abertura, tratando de perseverar, pero durante todo ese tiempo no ha pensado ni
una sola vez en lo que pudiera estar ocurriendo a sus espaldas. Ahora, después
del incidente con el hombre enmascarado y los obstáculos que ha encontrado
posteriormente, Azul ya no sabe qué pensar. Le parece perfectamente verosímil
que él también esté siendo vigilado, observado por otro de la misma manera que
él ha estado observando a Negro. Si es así, entonces nunca ha sido libre. Desde
el principio ha sido el hombre de en medio, obstaculizado por delante y por
detrás. Curiosamente, este pensamiento le recuerda algunas frases de Walden, y busca en su cuaderno la
expresión exacta, bastante seguro de haberla anotado. No estamos donde estamos,
sino en una posición falsa, encuentra. Por una enfermedad de nuestra
naturaleza, suponemos un caso y nos ponemos en él y por lo tanto estamos en dos
casos al mismo tiempo y es doblemente difícil salir. Esto tiene sentido para
Azul, y aunque está empezando a asustarse un poco, piensa que quizá no sea
demasiado tarde para hacer algo.
El verdadero problema se
reduce a identificar la naturaleza del problema mismo. Para empezar, ¿quién
supone mayor amenaza para él, Blanco o Negro? Blanco ha mantenido su parte del
trato: los giros han llegado puntualmente todas las semanas, y volverse contra
él ahora, Azul lo sabe, sería morder la mano que le alimenta. Sin embargo,
Blanco es quien puso el caso en marcha, arrojando a Azul a un cuarto vacío, por
así decirlo, y luego apagando la luz y cerrando la puerta. Desde entonces, Azul
ha estado tanteando en la oscuridad, buscando a ciegas el interruptor,
prisionero del caso mismo. Todo eso está muy bien, pero ¿por qué querría Blanco
hacer tal cosa? Cuando Azul tropieza con esta pregunta, ya no puede pensar. Su
cerebro deja de funcionar, no puede ir más allá.
Tomemos a Negro, entonces.
Hasta ahora él ha sido el caso, la causa aparente de todos sus problemas. Pero
si Blanco en realidad persigue a Azul y no a Negro, entonces quizá Negro no
tenga nada que ver con ello, quizá no sea más que un inocente espectador. En
ese caso, es Negro quien ocupa la posición que Azul había creído suya todo el
tiempo y es Azul quien hace el papel de Negro. Esta teoría no es totalmente
descabellada. Por otra parte, también es posible que Negro esté de alguna forma
asociado con Blanco y que juntos hayan conspirado para hundir a Azul.
De ser así, ¿qué le están
haciendo? Nada muy terrible, en última instancia; por lo menos no en un sentido
absoluto. Han obligado a Azul a no hacer nada, a estar tan inactivo que su vida
se reduce hasta casi no ser una vida. Sí, se dice Azul, eso es lo que parece:
nada en absoluto. Se siente como un hombre que ha sido condenado a sentarse en
una habitación y a continuar leyendo un libro durante el resto de su vida. Es
bastante extraño, estar vivo solo a medías en el mejor de los casos, ver el
mundo sólo a través de las palabras, vivir sólo a través de las vidas de otros.
Pero si el libro fuera interesante, quizá no sería tan malo. Podría dejarse
atrapar en la historia, por así decirlo, y poco a poco empezaría a olvidarse de
sí mismo. Pero ese libro no le ofrece nada. No hay argumento, ni trama, ni
acción, únicamente un hombre sentado solo en un cuarto escribiendo un libro.
Azul comprende que eso es todo lo que hay, y ya no quiere participar en ello.
Pero ¿cómo salir? ¿Cómo salir de la habitación que es el libro que continuará
escribiéndose mientras él siga en la habitación?
En cuanto a Negro, el
supuesto escritor de ese libro, Azul ya no puede fiarse de lo que ve. ¿Es
posible que exista realmente un hombre así, un hombre que no hace nada, que
únicamente se sienta en su cuarto y escribe? Azul le ha seguido a todas partes,
ha ido tras él hasta los rincones más remotos, le ha observado con tanta
atención que parecía fallarle la vista. Ni siquiera cuando sale de su
habitación, Negro va a alguna parte, nunca hace mucho: comprar comestibles,
cortarse el pelo, ir al cine, etcétera. Pero generalmente sólo vagabundea por
las calles, mirando alguna que otra cosa, recogiendo datos al azar, e incluso
esto sucede únicamente a rachas. Durante un tiempo son edificios: estira el
cuello para ver los tejados, inspecciona los portales, pasa las manos
lentamente por las fachadas de piedra. Y luego, durante una semana o dos, son
estatuas públicas, o los barcos del río, o los rótulos que hay en las calles.
Nada más que eso, sin apenas cruzar una palabra con nadie, sin encontrarse con
otras personas exceptuando aquel almuerzo con la mujer llorosa hace ya tanto
tiempo. En un sentido, Azul sabe todo lo que hay que saber acerca de Negro: qué
clase de jabón compra, qué periódicos lee, qué ropa lleva, y todo eso lo ha
anotado fielmente en su cuaderno. Ha aprendido mil cosas, pero lo único que le
han enseñado es que no sabe nada. Porque el hecho es que nada de eso es
posible. No es posible que un hombre como Negro exista.
Consecuentemente, Azul
empieza a sospechar que Negro no es más que una artimaña, otro de los
contratados de Blanco, pagado por semanas para sentarse en esa habitación y no
hacer nada. Quizá toda esa escritura sea únicamente una impostura, página tras
página: una lista de todos los nombres de la guía telefónica, o cada palabra
del diccionario en orden alfabético, o una copia manuscrita de Walden. O quizá ni siquiera son
palabras, sino garabatos sin sentido, marcas azarosas de una pluma, un
creciente montón de confusión. Esto convertiría a Blanco en el verdadero
escritor, y Negro no sería más que su sustituto, una falsificación, un actor
sin sustancia propia. Hay veces en que, siguiendo este pensamiento hasta sus
últimas consecuencias, Azul cree que la única explicación lógica es que Negro
no es un solo hombre, sino varios. Dos, tres, cuatro hombres parecidos que
interpretan el papel de Negro para que Azul lo vea, cada uno cumpliendo su
horario y luego regresando a las comodidades de su hogar. Pero es un
pensamiento demasiado monstruoso para que Azul pueda considerarlo durante mucho
tiempo. Pasan los meses y al fin se dice a sí mismo en voz alta: Ya no puedo
respirar. Esto es el fin. Me estoy muriendo.
Estamos a mitad del verano
de 1948. Reuniendo al fin el valor necesario para actuar, Azul coge su bolsa de
disfraces y busca una nueva identidad. Después de descartar varias
posibilidades, se decide por un viejo que solía mendigar en las esquinas de su
barrio cuando él era niño –un personaje local que se llamaba Jimmy Rosa– y se
engalana con la vestimenta de un vagabundo: ropa de lana andrajosa, zapatos
atados con cuerdas para evitar que las suelas se desprendan, una bolsa de lona
estropeada para contener sus pertenencias y luego, por último, una ondeante
barba blanca y pelo blanco largo. Estos detalles finales le dan el aspecto de
un profeta del Viejo Testamento. Azul disfrazado de Jimmy Rosa no es tanto un
escrofuloso mendigo como un loco sabio, un santo que vive en la marginalidad de
la penuria. Un poco chiflado quizá, pero inofensivo: emana una dulce
indiferencia hacia el mundo que le rodea, pues dado que todo le ha ocurrido
anteriormente, ya nada puede perturbarle.
Azul se aposta en un lugar
adecuado al otro lado de la calle, saca del bolsillo un pedazo de lupa rota y
empieza a leer un periódico viejo y arrugado que ha sacado de un cubo de basura
cercano. Dos horas más tarde aparece Negro, bajando los escalones de su casa y
caminando en dirección a Azul. Negro no presta atención al vagabundo –perdido en sus propios
pensamientos o mirando hacia otro lado a propósito–, y cuando empieza a
acercarse, Azul le dirige la palabra con voz agradable.
¿Puede usted darme algo
suelto, señor?
Negro se detiene, mira al
desaliñado individuo que acaba de hablarle y gradualmente se relaja y sonríe al
darse cuenta de que no está en peligro. Luego mete la mano en el bolsillo, saca
una moneda y la pone en la mano de Azul.
Tenga, dice.
Dios le bendiga, dice Azul.
Gracias, contesta Negro,
conmovido por el sentimiento.
No tema nunca, dice Azul.
Dios bendice a todos.
Y tras esas palabras
tranquilizadoras Negro saluda a Azul quitándose el sombrero y sigue su camino.
A la tarde siguiente,
nuevamente ataviado de mendigo, Azul espera a Negro en el mismo sitio. Decidido
a mantener una conversación un poco más larga esta vez, ahora que se ha ganado
la confianza de Negro, Azul descubre que le han quitado el problema de las
manos cuando el propio Negro muestra interés por prolongar el encuentro. Es una
hora avanzada del día, antes de la puesta de sol pero ya pasada la tarde, esa
hora entre dos luces de los cambios lentos, de los ladrillos resplandecientes y
las sombras alargadas. Después de saludar cordialmente al mendigo y darle otra
moneda, Negro vacila un momento, como si dudara entre lanzarse o no, y luego
dice:
¿Le ha dicho alguien alguna
vez que se parece muchísimo a Walt Whitman?
¿Walt qué?, pregunta Azul,
acordándose de interpretar su papel.
Walt Whitman. Un poeta
famoso.
No, dice Azul. No puedo
decir que le conozca.
Es imposible que le conozca,
dice Negro. Ya no vive. Pero el parecido es notable.
Bueno, ya sabe lo que dicen,
contesta Azul. Todo hombre tiene su doble en alguna parte. No veo por qué el
mío no iba a ser un muerto.
Lo gracioso, continúa Negro,
es que Walt Witman trabajaba en esta calle. Imprimió su primer libro ahí mismo,
no lejos de donde estamos ahora.
No me diga, dice Azul,
meneando la cabeza pensativamente. Le hace a uno pararse a pensar, ¿no?
Hay algunas historias raras
acerca de Whitman, dice Negro, indicándole con un gesto a Azul que se siente en
los escalones del edificio que tienen detrás. Azul obedece y luego Negro hace
lo mismo, y de pronto allí están los dos solos, juntos bajo la luz del verano,
charlando como dos viejos amigos de una cosa y otra.
Sí, dice Negro, instalándose
cómodamente en la languidez del momento, varias historias muy curiosas. La del
cerebro de Whitman, por ejemplo. Durante toda su vida Whitman creyó en la
ciencia de la frenología, ya sabe, estudiar las protuberancias del cráneo.
Estaba muy de moda en su época. No puedo decir que haya oído hablar nunca de
eso, responde Azul.
Bueno, no importa, dice
Negro. Lo importante es que a Whitman le interesaban los cerebros y los
cráneos, pensaba que podían revelarlo todo acerca del carácter de un hombre. El
caso es que cuando Whitman se estaba muriendo en Nueva Jersey hace cincuenta o
sesenta años, aceptó dejar después de muerto que le hicieran una autopsia.
¿Cómo pudo aceptarlo después
de muerto?
Ah, tiene razón. No me he expresado
bien. Todavía estaba vivo cuando lo aceptó. Quería que supieran que no le
importaría que le abrieran más tarde. Lo que podríamos llamar su última
voluntad.
Las famosas últimas
palabras.
Eso es. Mucha gente pensaba
que era un genio, ¿comprende?, y quería echarle un vistazo a su cerebro para
averiguar si tenía algo de especial. Así que al día siguiente de su muerte un
médico sacó el cerebro de Whitman –abrió por la cabeza– y lo mandó a la
Sociedad Antropométrica Americana para que lo midieran y pesaran.
Como una gigantesca
coliflor, intercala Azul.
Exactamente. Como una gran
col. Pero aquí es donde la historia se pone interesante. El cerebro llega al
laboratorio y, justo cuando están a punto de ponerse a trabajar en él, a uno de
los ayudantes se le cae al suelo.
¿Se rompió?
Claro que se rompió. Un
cerebro no es muy duro, ¿comprende? Se desparramó por todas partes y ahí
terminó la historia. El cerebro del poeta más grande de América fue barrido y
arrojado a la basura.
Azul, acordándose de
reaccionar de acuerdo con su personaje, emite varias risas asmáticas, una buena
imitación del regocijo de un vejete. Negro se ríe también, y ahora el ambiente
se ha distendido hasta tal punto que nadie podría adivinar que no son amigos de
toda la vida.
Da pena el pobre Walt en su
tumba, dice Negro. Tan solo y sin cerebro.
Igual que ese
espantapájaros, dice Azul.
Efectivamente, dice Negro.
Igual que el espantapájaros del país de Oz.
Después de otra buena risa,
Negro dice: Y luego está la historia de cuando Thoreau vino a visitar a
Whitman. Ésa también es buena.
¿Era otro poeta?
No exactamente. Pero era
también un gran escritor. Es el que vivía solo en el bosque.
Oh, sí, dice Azul, no
queriendo llevar su ignorancia demasiado lejos. Alguien me habló una vez de él.
Era muy aficionado a la naturaleza. ¿No es ése al que se refiere usted?
Precisamente, contesta
Negro. Henry David Thoreau vino desde Massachusetts a pasar una temporadita y
le hizo una visita a Whitman en Brooklyn. Pero el día anterior vino justamente
aquí, a la calle Naranja.
¿Por alguna razón especial?
Por la iglesia de Plymouth.
Quería oír el sermón de Henry Ward Beecher.
Un sitio precioso, dice
Azul, pensando en las gratas horas que ha pasado en el jardín de hierba. A mí
también me gusta ir allí.
Muchos grandes hombres han
ido allí, dice Negro. Abraham Lincoln, Charles Dickens, todos pasearon por esta
calle y entraron en esa iglesia.
Fantasmas.
Sí, estamos rodeados de
fantasmas.
¿Y la historia?
Es muy simple en realidad.
Thoreau y Bronson Alcott, un amigo suyo, llegaron a casa de Whitman en Myrtle
Avenue y la madre de Walt les mandó al dormitorio del ático que él compartía
con un hermano retrasado mental, Eddy. Todo fue bien. Se estrecharon la mano,
intercambiaron saludos, etcétera. Pero luego, cuando se sentaron para discutir
sus opiniones sobre la vida, Thoreau y Alcott se fijaron en que había un orinal
lleno justo en medio de la habitación. Walt, por supuesto, era un hombre
expansivo y no le prestó atención, pero a los dos hombres de Nueva Inglaterra
les resultaba difícil continuar hablando con un orinal lleno de excrementos
delante de ellos. Así que finalmente bajaron a la sala y continuaron la
conversación allí. Es un detalle insignificante, lo comprendo. Pero cuando dos
grandes escritores se conocen, hacen historia y es importante conocer todos los
detalles exactos. El orinal, sabe, me recuerda de alguna manera al cerebro en
el suelo. Y cuando te paras a pensarlo, hay cierta similitud de forma. Me
refiero a las protuberancias y las circunvoluciones. Hay una clara conexión. El
cerebro y los intestinos, los adentros de un hombre. Siempre hablamos de
intentar meternos en un escritor para comprender mejor su obra. Pero cuando
llegamos al fondo, no hay mucho que encontrar, por lo menos no mucho que sea
diferente de lo que encontraríamos en cualquier otro.
Parece que sabe usted mucho
de estas cosas, dice Azul, que está empezando a perder el hilo de la
argumentación de Negro.
Es mi afición, dice Negro.
Me gusta saber cómo viven los escritores, especialmente los escritores
americanos. Me ayuda a comprender las cosas.
Ya veo, dice Azul, que no ve
nada en absoluto, porque cuanto más habla Negro, menos le entiende él.
Por ejemplo, Hawthorne, dice
Negro. Un buen amigo de Thoreau, y probablemente el primer verdadero escritor
que tuvo América. Después de graduarse en la universidad volvió a casa de su
madre en Salem, se encerró en su habitación y no salió hasta doce años después.
¿Qué hacía allí?
Escribía historias.
¿Nada más? ¿Sólo escribía?
Escribir es una actividad
solitaria. Se apodera de tu vida. En cierto sentido, un escritor no tiene vida
propia. Incluso cuando está ahí, no está realmente ahí.
Otro fantasma.
Exactamente.
Suena muy misterioso.
Lo es. Pero Hawthorne
escribió grandes historias, ¿sabe?, y todavía las leemos, más de cien años
después. En una de ellas, un hombre que se llamaba Wakefield decide gastarle
una broma a su esposa. Le dice que tiene que hacer un viaje de negocios y
estará fuera unos días, pero en lugar de salir de la ciudad se va a la vuelta
de la esquina, alquila una habitación y espera a ver qué pasa. No sabe
exactamente por qué lo hace, pero de todas formas lo hace. Pasan tres o cuatro
días, pero él no se siente dispuesto a volver a casa todavía, así que se queda
en la habitación alquilada. Los días se convierten en semanas, las semanas se
convierten en meses. Un día Wakefield pasa por su antigua calle y ve su casa
engalanada de luto. Es su propio funeral y su mujer se convierte en una viuda
solitaria. Pasan los años. De vez en cuando se cruza con su esposa en la ciudad
y una vez, en medio de una multitud, llega a rozarse con ella. Pero ella no le
reconoce. Transcurren los años, más de veinte, y poco a poco Wakefield se hace
viejo. Una noche lluviosa de otoño, mientras da un paseo por las calles vacías,
pasa por delante de su antigua casa y mira por la ventana. Hay un agradable
fuego ardiendo en la chimenea y él piensa para sus adentros: Qué agradable
sería estar ahí dentro ahora, sentado en uno de esos cómodos butacones junto al
fuego, en lugar de estar aquí fuera bajo la lluvia. Así que, sin pensarlo más,
sube los escalones de la casa y llama a la puerta.
¿Y entonces?
Eso es todo. Así termina la
historia. La última cosa que vemos es que la puerta se abre y Wakefield entra
con una sonrisa astuta en la cara.
¿Y nunca sabemos qué le dice
a su esposa?
No. Ése es el final. Ni una
palabra más. Pero volvió a casa, eso sí lo sabemos, y fue un amante esposo
hasta su muerte.
Ahora el cielo ha empezado a
oscurecer y la noche se aproxima rápidamente. Aún queda un último resplandor
rosa en el oeste, pero el día prácticamente ha terminado. Negro, dejándose
guiar por la oscuridad, se pone de pie y le tiende la mano a Azul.
Ha sido un placer hablar con
usted, dice. No tenía ni idea de que lleváramos tanto rato aquí sentados.
El placer ha sido mío, dice
Azul, aliviado de que la conversación haya concluido, porque sabe que dentro de
poco su barba empezará a resbalar, ya que el calor del verano y los nervios le
hacen sudar y la barba se le despega.
Me llamo Negro, dice Negro,
estrechando la mano de Azul.
Yo me llamo Jimmy, dice
Azul. Jimmy Rosa.
Recordaré mucho tiempo esta
pequeña charla que hemos tenido, Jimmy, dice Negro.
Yo también, dice Azul. Me ha
dado usted mucho en que pensar.
Dios le bendiga, Jimmy Rosa,
dice Negro.
Dios le bendiga a usted,
señor, dice Azul.
Y luego, con un último
apretón de manos, se alejan en direcciones opuestas, cada uno acompañado de sus
propios pensamientos.
Más tarde, cuando Azul
regresa a su cuarto esa noche, decide que ahora será mejor enterrar a Jimmy
Rosa, deshacerse de él para siempre. El viejo vagabundo ha servido a su
propósito, pero no sería sensato ir más allá de ese punto.
Azul se alegra de haber
establecido este contacto inicial con Negro, pero el encuentro no ha tenido el
efecto deseado, el resultado es que se siente bastante perturbado por él.
Porque aunque la conversación no tenía nada que ver con el caso, Azul no puede
evitar sentir que Negro se estaba refiriendo al caso todo el rato, hablando en
clave, por así decirlo, como si tratara de decirle algo a Azul pero no se
atreviera a decirlo abiertamente. Sí, Negro ha sido más que cordial, su actitud
era verdaderamente simpática, pero Azul no puede librarse de la idea de que el
hombre estaba al corriente desde el principio. Si es así, entonces seguramente
Negro es uno de los conspiradores; de lo contrario, ¿por qué iba a estar tanto
rato hablando con Azul? No por soledad, ciertamente. Suponiendo que Negro sea
real, la soledad no puede ser un problema. Todo en su vida hasta ahora ha sido
parte de un determinado plan para permanecer solo, y sería absurdo interpretar
su deseo de hablar como un esfuerzo para escapar a la angustia de la soledad.
No a estas alturas, no después de más de un año de rehuir todo contacto humano.
Si Negro finalmente ha decidido salir de su hermética rutina, ¿por qué iba a
empezar por hablar con un viejo mendigo en una esquina de la calle? No, Negro
sabía que estaba hablando con Azul. Y si sabía eso, entonces también sabe quién
es Azul. No hay vuelta de hoja, se dice Azul, lo sabe todo.
Cuando llega el momento de
escribir su siguiente informe, Azul se ve obligado a enfrentarse a otro dilema.
Blanco nunca dijo nada de establecer contacto con Negro. Azul tenía que
vigilarle, ni más, ni menos, y ahora se pregunta si no ha violado las reglas de
su misión. Si incluye la conversación en el informe, tal vez Blanco ponga
reparos. Por otra parte, si no lo incluye, y si Negro realmente trabaja con
Blanco, entonces Blanco sabrá inmediatamente que Azul le miente. Azul cavila
durante largo rato, pero a pesar de todo no consigue encontrar una solución.
Está atrapado, de un modo u otro, y lo sabe. Al final decide omitir la
conversación, pero sólo porque aún conserva una débil esperanza de que su
deducción sea equivocada y Blanco y Negro no estén juntos en el asunto. Pero
esta última tentativa de optimismo queda en nada. Tres días después de enviar
el informe purgado, recibe su giro semanal por correo y dentro del sobre va una
nota que dice: ¿Por qué miente? Y entonces Azul tiene la prueba sin sombra de
duda. Y a partir de ese momento Azul vive con el conocimiento de que se está
ahogando.
A la noche siguiente sigue a
Negro a Manhattan en el metro, vestido con ropa normal, ya sin la sensación de
tener que ocultar nada. Negro se baja en Times Square y vagabundea durante un
rato entre las luces brillantes, el ruido y las multitudes que van y vienen.
Azul, vigilándole como si su vida dependiera de ello, nunca está más de tres o
cuatro pasos detrás de él. A las nueve Negro entra en el vestíbulo del Hotel
Algonquin y Azul entra tras él. Hay bastante gente y las mesas escasean, de
modo que cuando Negro se sienta en un rincón, en una mesa que acaba de quedarse
libre en ese momento, parece perfectamente natural que Azul se acerque y le
pregunte cortésmente si puede sentarse con él. Negro no tiene inconveniente y
hace un gesto acompañado de un encogimiento de hombros para que Azul ocupe la
silla de enfrente. Durante varios minutos ninguno dice nada, esperando a que
alguien acuda a preguntarles qué quieren tomar. Mientras tanto observan a las
mujeres que pasan con sus vestidos veraniegos, inhalando los diferentes
perfumes que flotan en el aire tras ellas, y Azul no tiene ninguna prisa,
contento de esperar su oportunidad y dejar que las cosas sigan su curso. Cuando
el camarero viene al fin, Negro pide un Black and White con hielo, y Azul no
puede por menos de interpretar esto como un mensaje secreto de que la misión
está a punto de empezar, maravillándose todo el tiempo de la desfachatez de
Negro, de su tosquedad y su vulgar obsesión. Por simetría, Azul pide lo mismo.
Al hacerlo mira a Negro a los ojos, pero éste no revela nada, le devuelve la
mirada a Azul con absoluta inexpresividad, con unos ojos muertos que parecen
indicar que no hay nada tras ellos y que, por mucho que Azul le mire, nunca
verá nada.
Esta maniobra, sin embargo,
rompe el hielo, y empiezan a comentar los méritos de las distintas marcas de
whisky escocés. De un modo natural, una cosa lleva a otra y mientras están allí
sentados charlando sobre los inconvenientes del verano en Nueva York, la
decoración del hotel, los indios algonquinos que vivieron en la ciudad hace
mucho tiempo cuando era todo bosques y prados, Azul adopta lentamente el
personaje que quiere interpretar esa noche, convirtiéndose en un jovial
fanfarrón de nombre Nieve, un vendedor de seguros de vida de Kenosha,
Wisconsin. Hazte el tonto, se dice Azul, porque sabe que no tendría sentido
revelar quién es, aunque sabe que Negro lo sabe. Hay que jugar al escondite, se
dice, jugar al escondite hasta el final.
Terminan su copa y piden
otra ronda, seguida de una tercera, y mientras la conversación pasa con
facilidad de las tablas actuariales a las expectativas de vida de los hombres
en diferentes profesiones, Negro deja caer un comentario que lleva la
conversación en otra dirección.
Supongo que yo no estaría en
un puesto muy alto en su lista, dice.
¿No?, dice Azul, sin tener
ni idea de qué esperar. ¿Qué clase de trabajo hace usted?
Soy detective privado, dice
Negro a bocajarro, tan fresco y tranquilo, y por un breve momento Azul tiene la
tentación de tirarle su bebida a la cara, tan enojado está, tan quemado por el
descaro del otro hombre.
¡No me diga!, exclama Azul,
recobrándose rápidamente y consiguiendo fingir la sorpresa de un paleto.
Detective privado. Vaya. De carne y hueso. Me imagino lo que dirá mi mujer
cuando se lo cuente. Yo en Nueva York tomando copas con un detective privado.
No se lo va a creer.
Lo que estoy tratando de
decir, dice Negro bastante bruscamente, es que me imagino que mi expectativa de
vida no es muy grande. Por lo menos no de acuerdo con sus estadísticas.
Probablemente no, continúa
Azul. Pero ¡qué emocionante! Hay cosas más importantes en la vida que vivir
mucho tiempo. La mitad de los hombres de América darían diez años de su
jubilación por vivir como usted. Resolviendo casos, viviendo de su ingenio,
seduciendo mujeres, llenando de plomo a los malos... Dios, vaya si tiene
ventajas.
Todo eso es ficción, dice
Negro. El verdadero trabajo de un detective puede ser muy aburrido.
Bueno, todos los trabajos
tienen su rutina, continúa Azul. Pero en su caso por lo menos sabe que el
trabajo duro acabará llevando a algo fuera de lo corriente.
A veces sí y a veces no.
Pero la mayor parte del tiempo es no. Por ejemplo el caso en el que estoy
trabajando ahora. Llevo con él más de un año ya y no hay nada más aburrido. Me
aburro tanto que a veces pienso que estoy perdiendo el juicio.
¿Y eso?
Bueno, imagínese. Mi trabajo
consiste en vigilar a alguien, nadie especial por lo que veo, y mandar un
informe sobre él todas las semanas. Sólo eso. Observar a ese tipo y escribir
sobre él. Absolutamente nada más.
¿Y qué tiene eso de
terrible?
No hace nada, eso es lo que
tiene. Se pasa todo el día sentado en su habitación escribiendo. Bastaría para
volver loco a cualquiera.
Puede que le esté engañando.
Ya me entiende, adormeciéndole antes de entrar en acción.
Eso es lo que pensé al
principio. Pero ahora estoy seguro de que no va a pasar nada, nunca. Lo noto en
los huesos.
Mala cosa, dice Azul, comprensivo.
Quizá debería usted dejar el caso.
Estoy pensando en hacerlo.
También estoy pensando que quizá debería dejar todo esto y meterme en otra
cosa. Buscar otro trabajo. Vender seguros, tal vez, o marcharme con un circo.
Nunca pensé que fuera tan
duro, dice Azul, meneando la cabeza. Pero dígame, ¿por qué no está vigilando a
su hombre ahora?
Ésa es la cuestión, contesta
Negro, ya ni siquiera tengo que molestarme en hacerlo. Llevo tanto tiempo
vigilándole que le conozco mejor que a mí mismo. Me basta con pensar en él y sé
lo que está haciendo, sé dónde está, lo sé todo. He llegado a un punto en que
puedo vigilarle con los ojos cerrados.
¿Sabe dónde está ahora?
En casa. Lo mismo que
siempre. Sentado en su habitación y escribiendo.
¿Qué está escribiendo?
No estoy seguro, pero tengo
una idea. Creo que escribe sobre sí mismo. La historia de su vida. Es la única
explicación posible. Ninguna otra encajaría.
Entonces, ¿cuál es el
misterio?
No lo sé, dice Negro, y por
primera vez su voz revela cierta emoción, se engancha ligeramente en las
palabras.
Entonces todo se reduce a
una pregunta, ¿no?, dice Azul, olvidándose por completo de Nieve y mirando a
Negro directamente a los ojos. ¿Sabe él que usted le está observando o no?
Negro vuelve la cabeza,
incapaz de seguir mirando a Azul, y dice con voz repentinamente temblorosa: Por
supuesto que lo sabe. Ésa es la cuestión, ¿no? Tiene que saberlo, de lo
contrarío nada tendría sentido.
¿Por qué?
Porque me necesita, dice
Negro, aún mirando hacia otro lado. Necesita mis ojos mirándole. Me necesita
para demostrar que está vivo.
Azul ve que una lágrima
rueda por la mejilla de Negro, pero antes de que pueda decir nada, antes de que
pueda aprovechar su ventaja, Negro se pone de pie rápidamente y se excusa,
diciendo que tiene que hacer una llamada telefónica. Azul espera en su silla
durante diez o quince minutos, pero sabe que está perdiendo el tiempo. Negro no
volverá. La conversación ha terminado, y por más que se quede allí sentado, esa
noche no sucederá nada más.
Azul paga las bebidas y
luego regresa a Brooklyn. Cuando llega a la calle Naranja, mira la ventana de
Negro y ve que todo está a oscuras. No importa, se dice Azul, regresará pronto.
Todavía no hemos llegado al final. La fiesta acaba de empezar. Espera hasta que
descorchen el champán y luego veremos qué pasa.
Una vez en su habitación,
Azul pasea de un lado a otro, tratando de planear su siguiente movimiento. Le
parece que Negro al fin ha cometido una equivocación, pero no está
completamente seguro. Porque, a pesar de la evidencia, Azul no puede sacudirse
la sensación de que todo se ha hecho a propósito, de que Negro ha empezado
ahora a provocarle, a llevarle de la brida, por así decirlo, urgiéndole hacia
el final que está planeando.
Sin embargo, ha conseguido
algo, y por primera vez desde que empezó el caso ya no está parado donde
estaba. Normalmente, Azul estaría celebrando ese pequeño triunfo suyo, pero
descubre que esa noche no está de humor para darse palmaditas en la espalda.
Más que nada, se siente triste, se siente falto de entusiasmo, se siente
decepcionado del mundo. De alguna manera, los hechos finalmente le han fallado,
y le resulta difícil no tomárselo como algo personal, sabiendo demasiado bien
que comoquiera que presente el caso ante si mismo, él también forma parte del
asunto. Luego se acerca a la ventana, mira al otro lado de la calle y ve que
ahora las luces están encendidas en la habitación de Negro.
Se tumba en la cama y
piensa: Adiós, señor Blanco. Usted nunca existió realmente, ¿verdad? Nunca hubo
un hombre llamado Blanco. Y luego: Pobre Negro. Pobre diablo. Pobre don nadie
malogrado. Y luego, mientras sus párpados se vuelven pesados y el sueño empieza
a inundarle, piensa en lo extraño que es que todo tenga su propio color. Todo
lo que vemos, todo lo que tocamos, todo en el mundo tiene su propio color.
Luchando por mantenerse despierto un poco más, empieza a hacer una lista.
Tomemos el azul por ejemplo, se dice. Hay azulejos y gayos azules y garzas
azules. Hay acianos y hierba doncella. Hay mediodías sobre Nueva York. Hay
arándanos, lirios azules y el océano Pacífico. Hay queso azul y vitriolo azul y
sangre azul. Hay una voz que canta el blues. Hay el uniforme de policía de mi
padre. Hay leyes azules.1 Hay mis ojos y mi nombre. Se detiene, al no poder encontrar más cosas
azules, y pasa al blanco. Hay gaviotas y cigüeñas y cacatúas. Hay las paredes
de esta habitación y las sábanas de mi cama. Hay lirios del valle, claveles y
los pétalos de las margaritas. Hay la bandera de la paz y el luto chino. Hay la
leche materna y el semen. Hay mis dientes. Hay el blanco de mis ojos. Hay
percas blancas y abetos blancos y hormigas blancas. Hay la casa del presidente
y la magia blanca. Hay mentiras blancas y calor blanco. Luego, sin vacilar,
pasa al negro, empezando por listas negras, mercado negro y la Mano Negra. Hay
la noche sobre Nueva York. Hay zarzamoras y cuervos, azabache y pez, Martes
Negro y peste negra. Hay magia negra. Hay mi pelo. Hay la tinta que sale de una
pluma. Hay el mundo como lo ve un ciego. Luego, cansándose del juego
finalmente, empieza a quedarse dormido, diciéndose que la lista no tiene fin.
Se duerme, sueña con cosas que sucedieron hace mucho tiempo, y luego, a media
noche, se despierta de pronto y empieza a pasear por la habitación otra vez
pensando en cuál será su siguiente paso.
Llega la mañana y Azul
empieza a atarearse con otro disfraz. Esta vez es el vendedor de los cepillos
Fuller, un truco que ya ha usado antes, y durante las siguientes dos horas se
dedica pacientemente a ponerse una cabeza calva, un bigote y arrugas alrededor
de los ojos y la boca, sentado delante de su espejito como un viejo artista de
variedades. Poco después de las once, coge su maletín de cepillos y cruza la
calle hasta el edificio de Negro. Abrir la cerradura de la puerta de entrada es
un juego de niños para Azul, cuestión de segundos, y cuando entra en el portal
no puede remediar sentir algo de la antigua emoción. Nada de violencia, se
recuerda a sí mismo, mientras empieza a subir las escaleras hasta el piso de
Negro. Esta visita es sólo para echar una ojeada al interior, para delimitar la
habitación para futura referencia. Sin embargo, el momento le produce una
excitación que no puede reprimir. Porque es algo más que ver la habitación y él
lo sabe. Es la idea de estar allí, de estar entre esas cuatro paredes, de
respirar el mismo aire que Negro. De ahora en adelante, piensa, todo lo que
suceda afectará a todo lo demás. La puerta se abrirá y a partir de entonces
Negro estará dentro de él para siempre.
Llama con los nudillos, la
puerta se abre y de repente ya no hay distancia, la cosa y el pensamiento de la
cosa son una y la misma. Ahora es Negro quien está allí, de pie en la puerta,
con una pluma estilográfica destapada en la mano derecha, como si hubiera
interrumpido su trabajo, y sin embargo la expresión de sus ojos le dice a Azul
que le estaba esperando, resignado a la dura verdad, como si ya no le
importara.
Azul se lanza a su parloteo
sobre los cepillos, señalando el maletín, ofreciendo disculpas, pidiendo
permiso para entrar, todo al mismo tiempo, con esa rápida plática de vendedor
que ha practicado mil veces antes. Negro le deja entrar tranquilamente,
diciendo que quizá le interese un cepillo de dientes, y mientras Azul cruza el
umbral, continúa hablando sobre cepillos para el pelo y cepillos para la ropa,
cualquier cosa con tal que las palabras sigan fluyendo, porque de esa manera
puede dejar el resto de sí mismo libre para fijarse en la habitación, para
observar lo observable, piensa, mientras distrae a Negro de su verdadero
propósito.
La habitación se parece
mucho a lo que él había imaginado, aunque quizá es aún más austera. Nada en las
paredes, por ejemplo, lo cual le sorprende un poco, ya que siempre había
pensado que habría un cuadro o dos, una imagen de algún tipo sólo para romper
la monotonía, un paisaje quizá, o bien el retrato de alguien a quien Negro
hubiera amado alguna vez. Azul siempre sintió curiosidad por saber cuál sería
el cuadro, pensando que tal vez fuese una pista valiosa, pero ahora, al ver que
no hay nada, comprende que eso es lo que debería haber esperado desde el
principio. Aparte de eso, hay muy poco que contradiga sus expectativas. Es la
misma celda monacal que había visto mentalmente: la cama pequeña y pulcramente
hecha en un rincón, la cocinita en otro, todo impecable, ni una miga por
ninguna parte. Luego, en el centro de la habitación, de cara a la ventana, la
mesa de madera con una sola silla de madera de respaldo recto. Lápices, plumas,
una máquina de escribir. Una cómoda, una mesilla de noche, una lámpara. Una
librería en la pared norte, pero con pocos libros en ella: Walden, Hojas de hierba, Cuentos dos veces contados, algunos más.
No hay teléfono, ni radio, ni revistas. En la mesa, muy bien ordenadas
alrededor de los bordes, pilas de papel: algunos en blanco, otros escritos,
unos a máquina, otros a mano. Cientos de páginas, quizá miles. Pero a esto no
se le puede llamar una vida, piensa Azul, no se le puede llamar nada en
realidad. Es una tierra de nadie, el lugar al que se llega al final del mundo.
Miran los cepillos de
dientes y Negro finalmente elige uno rojo. Después empiezan a examinar los
distintos cepillos para la ropa, y Azul hace demostraciones en su propio traje.
Yo diría que un hombre tan pulcro como usted, dice Azul, lo encontrará indispensable.
Pero Negro contesta que hasta ahora se las ha arreglado sin él. Por otra parte,
quizá le interesaría un cepillo del pelo, así que estudian las posibilidades en
la caja de muestras, comentando los diferentes tamaños y formas, las diferentes
clases de cerdas, etcétera. Azul ha cumplido ya su verdadero objetivo, por
supuesto, pero de todas formas continúa dando explicaciones, queriendo hacer
las cosas bien, aunque no importe. Sin embargo, cuando Negro le ha pagado ya
los cepillos y Azul está guardando los demás en el maletín para marcharse, no
puede resistir la tentación de hacer un pequeño comentario. Parece usted
escritor, dice, señalando la mesa, y Negro contesta que sí, efectivamente, es
escritor.
Parece un libro muy grande,
continúa Azul.
Sí, dice Negro. Llevo muchos
años trabajando en él.
¿Casi lo ha terminado?
Estoy llegando al final,
dice Negro pensativamente. Pero a veces es difícil saber dónde estás. Creo que
casi he terminado y luego me doy cuenta de que he omitido algo importante, así
que tengo que volver al principio otra vez. Pero sí, sueño con acabarlo algún
día, pronto, quizá.
Espero tener la oportunidad
de leerlo, dice Azul.
Cualquier cosa es posible,
dice Negro. Pero primero tengo que terminarlo. Hay días en que ni siquiera sé
si viviré lo suficiente.
Bueno, eso nunca se sabe,
¿verdad?, dice Azul, asintiendo filosóficamente. Hoy estamos vivos y mañana
estamos muertos. Nos sucede a todos.
Muy cierto, dice Negro. Nos
sucede a todos.
Ahora están de pie junto a
la puerta y algo dentro de Azul desea continuar haciendo comentarios necios de
ese estilo. Hacer de bufón es divertido, piensa, pero al mismo tiempo hay una
necesidad de jugar con Negro, de demostrarle que no se le ha escapado nada,
porque en el fondo Azul quiere que Negro sepa que es tan listo como él, que
puede equipararse con él en inteligencia. Pero Azul consigue dominar ese
impulso y frenar la lengua, hace una cortés inclinación de cabeza dando las
gracias por las compras y se va. Ese es el final del vendedor de cepillos Fuller
y menos de una hora después acaba en la misma bolsa que contiene los restos de
Jimmy Rosa. Azul sabe que no necesitará más disfraces. El paso siguiente es
inevitable, y lo único que importa ahora es elegir el momento oportuno.
Pero tres noches después, cuando
finalmente tiene su oportunidad, Azul se da cuenta de que está asustado. Negro
sale a las nueve, baja por la calle y desaparece al volver la esquina. Aunque
Azul sabe que eso es una señal directa, que Negro prácticamente le está
suplicando que haga su jugada, también siente que podría ser una trampa, y
ahora, en el último momento, cuando hace sólo un instante estaba lleno de
seguridad, casi contoneándose por la sensación de su propio poder, se hunde en
una nueva tormenta de dudas. ¿Por qué habría de empezar de pronto a confiar en
Negro? ¿Qué causa podría haber para que pensara que ahora ambos están
trabajando en el mismo bando? ¿Cómo ha sucedido esto, y por qué se encuentra
una vez más tan obsequiosamente a las órdenes de Negro? Luego, inesperadamente,
empieza a considerar otra posibilidad. ¿Y si simplemente se ha marchado? ¿Y si
se ha levantado, ha salido por la puerta y ha abandonado todo el asunto?
Reflexiona sobre eso durante un rato, probándolo mentalmente, y poco a poco
empieza a temblar, vencido por el terror y la felicidad, como un esclavo ante
una visión de su propia libertad. Se imagina a sí mismo en otro sitio, lejos de
allí, caminando por el bosque y balanceando un hacha sobre el hombro. Solo y
libre, dueño de sí mismo al fin. Construiría su vida desde los cimientos, un
exiliado, un pionero, un peregrino en el nuevo mundo. Pero no va más allá.
Porque no bien empieza a pasear por ese bosque que está en mitad de ninguna
parte, nota que Negro también está allí, escondido detrás de un árbol, acechando
invisible a través de la espesura, esperando a que Azul se tumbe y cierre los
ojos antes de acercarse furtivamente a él y cortarle el cuello. Continúa
indefinidamente, piensa Azul. Si no se ocupa de Negro ahora, el asunto nunca
tendrá fin. Eso es lo que los antiguos llamaban destino, y todos los héroes
debían someterse a él. No hay elección, y si hay que hacer algo, eso es lo
único que no deja elección. Pero Azul detesta reconocerlo. Lucha contra ello,
lo rechaza, siente náuseas. Pero eso es sólo porque ya lo sabe, y luchar contra
ello es haberlo aceptado ya. Desear decir no es ya haber dicho sí. Y Azul cede
gradualmente, rindiéndose al fin a la necesidad de lo que ha de hacer. Pero eso
no quiere decir que no sienta miedo. A partir de ese momento, hay una sola
palabra que hable de Azul, y esa palabra es miedo.
Ha perdido un tiempo valioso
y ahora tiene que salir corriendo a la calle, esperando febrilmente que no sea
demasiado tarde. Negro no estará fuera mucho tiempo, ¿y quién sabe si no está
merodeando a la vuelta de la esquina, esperando el momento de abalanzarse? Azul
sube deprisa los escalones que llevan al portal de Negro, hurga torpemente en
la cerradura de la entrada, mirando continuamente por encima del hombro, y
luego sube las escaleras hasta el piso de Negro. La segunda cerradura le da más
problemas que la primera, aunque teóricamente debería ser más sencilla, un
trabajo fácil incluso para el más novato de los principiantes. Esta torpeza le
dice que está perdiendo el control, dejando que la situación le domine; pero
aunque lo sabe, poco puede hacer excepto aguantarse y confiar en que sus manos
dejen de temblar. Pero la cosa va de mal en peor, y en cuanto pone el pie en la
habitación de Negro, siente que todo se oscurece dentro de él, como si la noche
le estuviera entrando por los poros, sentándose sobre él con un peso tremendo,
y al mismo tiempo su cabeza parece crecer, llenarse de aire, como si estuviera
a punto de separarse de su cuerpo y alejarse flotando. Da un paso más y luego
se desmaya, cayendo al suelo como un muerto.
Su reloj se para a causa del
golpe y cuando vuelve en sí no sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente.
Nebulosamente al principio, recobra la conciencia con la sensación de haber
estado allí antes, tal vez hace mucho tiempo, y mientras ve las cortinas que
ondean junto a la ventana abierta y las sombras que se mueven extrañamente por
el techo, piensa que está acostado en la cama en casa, cuando era niño y no
podía dormir durante las calurosas noches de verano, y se imagina que si escucha
con mucha atención podrá oír las voces de su madre y su padre hablando bajito
en la habitación contigua. Pero esto dura sólo un momento. Empieza a notar
dolor en la cabeza, a registrar perturbadoras náuseas en el estómago, y luego,
viendo finalmente dónde está, revive el pánico que hizo presa en él en cuanto
entró en la habitación. Se pone de pie temblorosamente, tropezando una o dos
veces antes de conseguirlo, y se dice que no puede quedarse allí, tiene que
irse, sí, en ese mismo instante. Agarra el pomo de la puerta, pero luego, al
recordar repentinamente por qué ha ido allí, saca la linterna del bolsillo y la
enciende, moviéndola de modo vacilante por la habitación hasta que la luz cae
por casualidad sobre una pila de papeles cuidadosamente ordenados al borde de
la mesa de Negro. Sin pensarlo dos veces, Azul coge los papeles con la mano
libre, diciéndose que no importa, eso será el principio, y luego se dirige a la
puerta.
De vuelta en su habitación
al otro lado de la calle, Azul se sirve una copa de coñac, se sienta en la cama
y se dice que debe calmarse. Se bebe el coñac sorbo a sorbo y luego se sirve
otra copa. Cuando se le pasa el pánico, se queda con una sensación de
vergüenza. Ha metido la pata, se dice, y ésa es la pura verdad. Por primera vez
en su vida no ha estado a la altura de las circunstancias, y eso es un golpe
para él, verse como un fracasado, darse cuenta de que en el fondo es un
cobarde.
Coge los papeles que ha
robado, esperando distraerse de esos pensamientos. Pero sólo agravan el problema,
porque una vez que empieza a leerlos, ve que no son más que sus propios
informes. Allí están, uno tras otro, los informes semanales, todo explicado por
escrito, y no significan nada, no dicen nada, están tan lejos de la verdad del
caso como lo habría estado el silencio. Azul gime al verlos, hundiéndose
profundamente dentro de sí, y luego, enfrentado a lo que encuentra allí,
empieza a reírse, al principio débilmente, pero cada vez con más fuerza, más
alto, hasta que le falta el aliento, casi se ahoga, como si estuviera tratando
de borrarse a sí mismo de una vez por todas. Cogiendo los papeles firmemente,
los lanza al techo y ve cómo el montón se separa, se esparce y cae al suelo
revoloteando, página tras miserable página.
No es seguro que Azul llegue
a recuperarse realmente de los sucesos de esa noche. Y aunque lo haga, debe
advertirse que pasan varios días hasta que vuelve a ser algo parecido a lo que
era. Durante ese tiempo no se afeita, no se cambia de ropa, ni siquiera
considera la posibilidad de salir de su habitación. Cuando llega el día de
escribir su siguiente informe, no se toma la molestia de hacerlo. Se acabó, se
dice, dándole una patada a uno de los viejos informes tirado en el suelo, y que
me aspen si vuelvo a escribir uno.
Durante la mayor parte del
tiempo está tumbado en la cama o paseando arriba y abajo por la habitación.
Mira las diversas fotografías que ha clavado en las paredes desde que empezó el
caso, estudiándolas una por una, pensando en cada una de ellas todo el tiempo
que puede y pasando luego a la siguiente. Está el forense de Filadelfia, Oro,
con la mascarilla del niño. Hay una montaña cubierta de nieve y en la esquina
superior derecha una fotografía del esquiador francés, su cara encerrada en un
pequeño recuadro. Está el puente de Brooklyn y a su lado los dos Roebling,
padre e hijo. Está el padre de Azul, vestido con uniforme de policía y
recibiendo una medalla de manos del alcalde de Nueva York, Jimmy Walker. Hay
otra del padre de Azul, esta vez de paisano, de pie y rodeando con un brazo a
la madre de Azul en los primeros tiempos de su matrimonio, ambos sonriendo
alegremente a la cámara. Hay una fotografía de Castaño con el brazo sobre los
hombros de Azul, tomada delante de su oficina el día en que Azul se convirtió
en su socio. Debajo de ella hay una fotografía de Jackie Robinson entrando en
la segunda base. Junto a ella hay un retrato de Walt Whitman. Y finalmente,
justo a la izquierda del poeta, hay una foto de Robert Mitchum recortada de una
revista cinematográfica: pistola en mano, con cara de que el mundo se le va a
venir encima. No hay ninguna foto de la ex futura señora Azul, pero cada vez
que Azul hace un recorrido en su pequeña galería, se detiene delante de un
determinado lugar vacío en la pared y finge que ella también está allí.
Durante varios días Azul no
se molesta en mirar por la ventana. Se ha encerrado tan completamente en sus
propios pensamientos que es como si Negro ya no estuviera allí. El drama es
exclusivamente de Azul, y aunque en cierto sentido Negro sea la causa, es como
si ya hubiera interpretado su papel, dicho sus frases y hecho mutis. Porque
Azul en este punto no puede aceptar la existencia de Negro y por lo tanto la
niega. Habiendo penetrado en la habitación de Negro y permanecido allí a solas,
habiendo estado, por así decirlo, en el templo de la soledad de Negro, no puede
responder a la oscuridad de ese momento excepto sustituyéndola por su propia
soledad. Entrar en Negro, entonces, era el equivalente de entrar en sí mismo, y
una vez dentro de sí mismo, ya no puede concebir estar en ningún otro sitio.
Pero ahí es precisamente donde está Negro, aunque Azul no lo sepa.
Una tarde, consecuentemente,
como por casualidad, Azul se acerca a la ventana más de lo que lo ha hecho en
muchos días. Se detiene delante de ella y luego, como si lo hiciera en honor de
los viejos tiempos, separa las cortinas y mira hacia fuera. Lo primero que ve
es a Negro, no dentro de su habitación, sino sentado en los escalones de su
edificio al otro lado de la calle, mirando hacia la ventana de Azul. ¿Ha
terminado, entonces?, se pregunta Azul. ¿Significa eso que la historia ha
terminado?
Azul coge los prismáticos
del fondo de la habitación y regresa a la ventana. Los enfoca sobre Negro,
estudia la cara del hombre durante varios minutos, primero un rasgo y luego
otro, los ojos, los labios, la nariz, etcétera, despedazando el rostro y
volviendo a unirlo. Se siente conmovido por la profundidad de la tristeza de
Negro, por la forma en que esos ojos que le miran parecen privados de esperanza,
y en contra de su voluntad, cogido de improviso por esa imagen, Azul siente que
la compasión crece en él, una oleada de pena por esa figura desolada al otro
lado de la calle. Sin embargo, desearía que no fuese así, desearía tener el
valor de cargar su pistola, apuntar a Negro y meterle una bala en la cabeza. Él
nunca sabría lo que le había ocurrido, piensa Azul, estaría en el cielo antes
de tocar el suelo. Pero no bien ha representado esta escena en su cabeza,
empieza a echarse atrás. Se da cuenta de que en absoluto es eso lo que desea. Y
si no es eso, entonces, ¿qué es? Aún debatiéndose con la oleada de sentimientos
de ternura, diciéndose que quiere que le dejen solo, que lo único que quiere es
paz y tranquilidad, gradualmente cae en la cuenta de que lleva varios minutos
allí de pie preguntándose si no podría ayudar a Negro de alguna manera, si no
sería posible tenderle una mano amistosa. Eso ciertamente cambiaría las tornas,
piensa Azul, ciertamente lo pondría todo patas arriba. Pero ¿por qué no? ¿Por qué
no hacer lo inesperado? Llamar a la puerta, borrar toda la historia... No es
más absurdo que cualquier otra cosa. Porque la cuestión es que Azul ha perdido
por completo las ganas de pelear. Ya no tiene estómago para ello. Y, según
todas las apariencias, tampoco Negro. Mírale, se dice Azul. Es el ser más
triste del mundo. Y entonces, en el mismo momento en que dice estas palabras,
comprende que también está hablando de sí mismo.
Mucho después de que Negro
se levante de los escalones, dé media vuelta y entre en el edificio, Azul
continúa mirando fijamente el lugar vacío. Una hora o dos antes de la puesta de
sol, finalmente se aparta de la ventana, ve el desorden en que ha dejado que
caiga su habitación y se pasa la hora siguiente arreglándola: fregando los platos,
haciendo la cama, guardando la ropa, recogiendo los viejos informes del suelo.
Luego entra en el cuarto de baño, se da una larga ducha, se afeita y se pone
ropa limpia, eligiendo su mejor traje azul para la ocasión. Ahora todo es
diferente para él, repentina e irrevocablemente diferente. Ya no hay miedo, ya
no hay temblor. Sólo una tranquila seguridad, una sensación de que lo que está
a punto de hacer es lo correcto.
Poco después de anochecido,
se ajusta la corbata por última vez delante del espejo y luego sale de la
habitación, cruza la calle y entra en el edificio de Negro. Sabe que Negro está
allí, puesto que hay una lamparita encendida en su habitación, y mientras sube
las escaleras, trata de imaginar la expresión que aparecerá en la cara de Negro
cuando le diga lo que tiene pensado. Llama dos veces a la puerta con los
nudillos, muy cortésmente, y luego oye la voz de Negro desde dentro: La puerta
está abierta. Entre.
Es difícil decir exactamente
qué esperaba encontrar Azul, pero en cualquier caso no era eso, no era lo que
ve en cuanto entra en la habitación. Negro está allí, sentado en su cama, y
lleva la máscara otra vez, la misma que Azul vio en el hombre de la oficina de
correos, y en la mano derecha tiene un arma, un revólver del treinta y ocho,
suficiente para hacer volar a un hombre en pedazos a tan corta distancia, y le
está apuntando directamente con ella. Azul se para en seco, no dice nada. Esto
te pasa por enterrar el hacha, piensa. Esto te pasa por cambiar las tornas.
Siéntese en la silla, Azul,
dice Negro, señalando con el revólver la silla de madera del escritorio. Azul
no tiene elección, así que se sienta. Ahora está frente a Negro, pero demasiado
lejos para abalanzarse sobre él, en una posición demasiado incómoda para hacer
algo respecto al revólver.
Le he estado esperando, dice
Negro. Me alegro de que al fin haya venido.
Me lo imaginaba, contesta
Azul.
¿Está usted sorprendido?
No mucho. Por lo menos no es
usted quien me sorprende. Quizá me sorprendo yo, pero sólo por lo estúpido que
soy. Verá, yo he venido aquí esta noche en son de amistad. Por supuesto que sí,
dice Negro con voz ligeramente burlona. Por supuesto que somos amigos. Hemos
sido amigos desde el principio, ¿no es cierto? Grandes amigos.
Si es así como trata a sus
amigos, dice Azul, entonces tengo suerte de no ser uno de su enemigos.
Muy gracioso.
Así es, soy verdaderamente
gracioso. Siempre puede estar seguro de reírse cuando yo estoy presente.
Y la máscara, ¿no va usted a
preguntarme por la máscara?
No veo por qué. Si quiere usted
llevar esa cosa en la cara, no es asunto mío.
Pero usted tiene que
mirarla, ¿verdad?
¿Por qué hace preguntas
cuando ya sabe las respuestas?
Es grotesca, ¿no?
Claro que es grotesca.
Y horripilante.
Sí, muy horripilante.
Estupendo. Me gusta usted,
Azul. Siempre supe que era usted el hombre que yo necesitaba. Un hombre de mi
completo agrado.
Si dejara usted de mover ese
revólver puede que yo empezara a sentir lo mismo por usted.
Lo siento, no puedo hacer
eso. Ahora es demasiado tarde.
¿Qué quiere decir?
Ya no le necesito, Azul.
Puede que no le sea tan
fácil librarse de mí, ¿sabe? Usted me metió en esto y ahora tendrá que
aguantarme.
No, Azul, se equivoca. Todo
ha terminado.
Deje de hablar en clave.
Se acabó. Esta historia ha
tocado a su fin. No queda nada por hacer.
¿Desde cuándo?
Desde ahora. Desde este
momento.
No está usted en su sano
juicio.
No, Azul. En todo caso,
estoy en mi juicio, demasiado en mi juicio. Me ha agotado y ahora no queda
nada. Pero usted ya lo sabe, Azul, usted lo sabe mejor que nadie.
Entonces, ¿por qué no
aprieta el gatillo?
Cuando esté listo, lo haré.
¿Y luego se marchará de aquí
dejando mi cuerpo en el suelo?
Oh, no, Azul. No me ha
entendido. Estaremos los dos juntos, como siempre.
Pero se olvida usted de
algo, ¿no?
¿De qué?
Tiene usted que contarme la
historia. ¿No es así como debe terminar? Usted me cuenta la historia y luego
nos despedimos.
Ya la sabe, Azul. ¿No lo
comprende? Usted se sabe la historia de memoria.
Entonces, ¿por qué se
molestó en un principio?
No haga preguntas estúpidas.
Y yo ¿para qué estaba allí?
¿Para aliviar una situación difícil con un toque cómico?
No, Azul, le he necesitado
desde el principio. De no ser por usted, no habría podido hacerlo.
¿Para qué me necesitaba?
Para recordarme lo que tenía
que hacer. Cada vez que levantaba los ojos, usted estaba allí, vigilándome,
siguiéndome, siempre a la vista, traspasándome con la mirada. Usted era todo mi
mundo, Azul, y le he convertido en mi muerte. Usted es lo único que no cambia,
lo único que le da la vuelta a todo.
Y ahora no queda nada. Usted
ha escrito su nota de suicidio y ése es el final de la historia.
Exactamente.
Es usted un idiota. Un
condenado y miserable idiota.
Lo sé. Pero no más que
cualquier otro. ¿Va a usted a quedarse ahí y a decirme que es usted más listo
que yo? Por lo menos yo sé lo que he estado haciendo. Tenía que hacer una tarea
y la he hecho. Pero usted no está en ninguna parte, Azul, usted ha estado
perdido desde el primer día.
¿Por qué no aprieta el
gatillo, entonces, hijo de puta?, dice Azul, levantándose de repente y
aporreándose el pecho iracundo, desafiando a Negro a matarle. ¿Por qué no me
dispara y acaba de una vez?
Entonces Azul da un paso
hacia Negro, y cuando la bala no llega, da otro, y luego otro, gritándole al
hombre enmascarado que dispare, sin importarle ya vivir o morir. Un momento más
tarde, está junto a él. Sin vacilar le quita el revólver de la mano con un
golpe repentino, le agarra por el cuello de la chaqueta y le pone de pie de un
tirón. Negro intenta resistirse, intenta luchar con Azul, pero Azul es
demasiado fuerte para él, enloquecido por la pasión de su ira, convertido en
otra persona, y mientras los primeros golpes empiezan a caer en la cara, la
entrepierna y el estómago de Negro, el hombre no puede hacer nada, y poco después
está inconsciente en el suelo. Pero eso no impide que Azul continúe el ataque,
pateando al inconsciente Negro, levantándole por los hombros y golpeando su
cabeza contra el suelo, dejando caer una lluvia de puñetazos sobre su cuerpo.
Finalmente, cuando la furia de Azul empieza a calmarse y ve lo que ha hecho, no
sabe con certeza si Negro está vivo o muerto. Le quita la máscara de la cara y
pone la oreja contra su boca, esperando oír el sonido de su respiración. Le
parece oír algo, pero no está seguro de si es el aliento de Negro o el suyo. Si
está vivo ahora, piensa Azul, no será por mucho tiempo. Y si está muerto, amén.
Azul se levanta, su traje
desmadejado, y empieza a recoger las páginas del manuscrito de Negro de la
mesa. Eso le lleva varios minutos. Cuando las tiene todas, apaga la lámpara del
rincón y sale de la habitación, sin molestarse siquiera en echar una última
ojeada a Negro. Es más de medianoche cuando Azul entra en su cuarto al otro
lado de la calle. Deja el manuscrito sobre la mesa, entra en el cuarto de baño
y se lava la sangre de las manos. Luego se cambia de ropa, se sirve un vaso de
whisky escocés y se sienta a la mesa con el libro de Negro. Tiene poco tiempo.
Vendrán pronto y entonces el castigo será duro. Sin embargo, no deja que eso
interfiera con lo que tiene entre manos.
Lee la historia de un tirón,
cada palabra desde la primera página hasta la última. Cuando termina, ha
amanecido ya y la habitación ha empezado a clarear. Oye el canto de un pájaro,
oye pasos en la calle, oye un coche que cruza el puente de Brooklyn. Negro
tenía razón, se dice. Yo lo sabía todo de memoria.
Pero la historia no ha
terminado aún. Todavía falta el momento final, y ése no llegará hasta que Azul
salga de la habitación. Así es el mundo: ni un momento más, ni un momento
menos. Cuando Azul se levante de la silla, se ponga el sombrero y salga por la
puerta, ése será el final.
El lugar al que vaya después
no tiene importancia. Porque debemos recordar que todo esto sucedió hace más de
treinta años, en los tiempos de nuestra primera infancia. Cualquier cosa es
posible, por lo tanto. Yo personalmente prefiero pensar que se fue lejos, que
cogió un tren aquella mañana y se marchó al oeste para empezar una nueva vida.
Incluso es posible que América no fuese el final de la historia. En mis sueños
secretos, me gusta pensar que Azul cogió un pasaje en algún barco y navegó
hacia China. Que sea China, entonces, y dejémoslo así. Porque ahora es el
momento en que Azul se levanta de su silla, se pone el sombrero y sale por la puerta.
Y a partir de ese momento no sabemos nada.
La habitación cerrada
1
Ahora me parece que Fanshawe
siempre estuvo allí. Él es el lugar donde todo empieza para mí, y sin él apenas
sabría quién soy. Nos conocimos antes de que supiéramos hablar, bebés con
pañales gateando por la hierba, y antes de cumplir los siete años ya nos
habíamos pinchado los dedos con un alfiler y nos habíamos hecho hermanos de
sangre para toda la vida. Siempre que pienso en mi infancia ahora, veo a
Fanshawe. Él era quien estaba conmigo, quien compartía mis pensamientos, a
quien veía cada vez que apartaba la vista de mi mismo.
Pero eso fue hace mucho
tiempo. Crecimos, nos fuimos a distintos sitios, nos distanciamos. Nada de eso
es muy extraño, creo yo. La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos
controlar y casi nada permanece con nosotros. Muere cuando nosotros morimos, y
la muerte es algo que nos sucede todos los días.
Este noviembre hará siete
años, recibí una carta de una mujer que se llamaba Sophie Fanshawe. “Usted no
me conoce”, empezaba la carta, “y me disculpo por escribirle tan
inesperadamente. Pero han ocurrido cosas y, dadas las circunstancias, no tengo
mucha elección.” Resultó que era la mujer de Fanshawe. Sabía que yo había
crecido con su marido y también sabia que vivía en Nueva York porque había
leído muchos de los artículos que yo publicaba en revistas.
La explicación venía en el
segundo párrafo, muy bruscamente, sin ningún preámbulo. Fanshawe había
desaparecido, escribía ella, y habían pasado más de seis meses desde la última
vez que le vio. Ni una palabra en todo ese tiempo, ni la más ligera pista de
dónde podría estar. La policía no había encontrado rastro de él, y el detective
privado al que contrato para buscarle se había presentado con las manos vacías.
Nada era seguro, pero los hechos parecían hablar por si solos: probablemente
Fanshawe había muerto; era inútil pensar que volvería. A la luz de todo esto,
había algo importante que necesitaba hablar conmigo, y quería saber si yo
aceptaría verla.
Esa carta me causó una serie
de pequeños sobresaltos. Había demasiada información para absorberla toda a la
vez; demasiadas fuerzas tiraban de mí en diferentes direcciones. Fanshawe había
reaparecido súbitamente en mi vida. Pero no bien se mencionó su nombre, se
desvaneció de nuevo. Estaba casado, había estado viviendo en Nueva York, y yo
ya no sabía nada de él. Egoístamente, me sentí dolido porque no se hubiera
molestado en ponerse en contacto conmigo. Una llamada telefónica, una postal,
una copa para rememorar los viejos tiempos, no habría sido difícil. Pero la
culpa era igualmente mía. Yo sabía dónde vivía la madre de Fanshawe, y si
hubiera querido encontrarle, habría podido fácilmente preguntarle a ella. La
verdad era que había dado por perdido a Fanshawe. Su vida se había detenido en
el momento en que seguimos caminos separados, y para mi ahora pertenecía al
pasado, no al presente. Era un fantasma que llevaba dentro de mí, una figura
prehistórica, algo que ya no era real. Traté de recordar la última vez que le
había visto, pero nada estaba claro. Mi mente vagó unos minutos y luego se
detuvo, fijándose en el día en que murió su padre. Entonces estábamos en el
instituto y por lo tanto no podíamos tener más de diecisiete años.
Llamé a Sophie Fanshawe y le
dije que estaría encantado de verla cuando le conviniera. Quedamos para el día
siguiente y ella parecía agradecida, a pesar de que le expliqué que no sabia
nada de Fanshawe y no tenía ni idea de dónde estaba.
Ella vivía en una casa de
alquiler de ladrillo rojo en Chelsea, un viejo edificio sin ascensor con una
escalera sórdida y paredes con la pintura desconchada. Subí los cinco pisos,
acompañado por los sonidos de las radios, las peleas y la cisterna de los
retretes que llegaban de los apartamentos, me detuve para recuperar el aliento
y luego llamé con los nudillos. Un ojo me miró por la mirilla de la puerta, se
oyó un ruido de cerrojos y apareció Sophie Fanshawe delante de mí, sosteniendo
un bebé con el brazo izquierdo. Mientras me sonreía y me invitaba a entrar, el
bebé tiraba de su largo pelo castaño. Ella apartó la cabeza suavemente del
ataque, cogió a su hijo con las dos manos y le dio la vuelta para ponerlo de
cara a mí. Dijo que era Ben, el hijo de Fanshawe, y que había nacido hacía sólo
tres meses y medio. Fingí admirar a la criatura, que movía los brazos y babeaba
una saliva blanquecina, pero me interesaba más la madre. Fanshawe había tenido
suerte. La mujer era muy guapa, con ojos oscuros e inteligentes, casi fieros
por su fijeza. Delgada, de estatura media, y cierta lentitud en sus
movimientos, algo que la hacía parecer a la vez sensual y alerta, como si
mirase al mundo desde el corazón de una profunda vigilancia interna. Ningún
hombre habría dejado a aquella mujer por su propia voluntad, y menos cuando estaba
a punto de tener a su hijo. De eso estaba yo seguro. Incluso antes de entrar en
el apartamento, supe que Fanshawe tenía que estar muerto.
Era un piso pequeño de
cuatro estancias sin pasillo, escasamente amueblado, con una habitación
dedicada a libros y una mesa, otra que servía de cuarto de estar y las dos
últimas de dormitorio. Estaba bien ordenado, humilde en sus detalles, pero en
conjunto nada incómodo. Si no otra cosa, demostraba que Fanshawe no había
dedicado su tiempo a hacer dinero. Pero yo no era quién para mirar por encima
del hombro a la pobreza. Mi propio piso era aún más pequeño y oscuro que aquél,
y yo sabia lo que era la lucha para pagar el alquiler todos los meses.
Sophie Fanshawe me ofreció
una silla, me hizo una taza de café y luego se sentó en el raído sofá azul. Con
el bebé en el regazo, me contó la historia de la desaparición de Fanshawe.
Se habían conocido en Nueva
York hacía tres años. Al cabo de un mes se fueron a vivir juntos y menos de un
año después se casaron. Fanshawe no era un hombre fácil para convivir con él,
dijo, pero ella le quería y nunca había habido nada en su comportamiento que
sugiriera que él no la quisiera. Habían sido felices juntos; habían esperado
con ilusión el nacimiento del bebé. No había tensión entre ellos. Un día de
abril le dijo que se iba a pasar la tarde a Nueva Jersey para ver a su madre, y
no volvió. Cuando Sophie llamó a su suegra esa noche, se enteró de que Fanshawe
no había hecho la visita. Nunca había ocurrido nada semejante, pero Sophie
decidió esperar. No quería ser una de esas esposas a las cuales les entra el
pánico cada vez que su marido no se presenta a la hora acostumbrada, y además
sabía que Fanshawe necesitaba más libertad que la mayoría de los hombres.
Incluso decidió no preguntarle nada cuando regresara. Pero pasó una semana, y
luego otra, y al fin fue a la policía. Como había esperado, no se mostraron
excesivamente preocupados por su problema. A menos que hubiera pruebas de que
se había cometido un delito, era poco lo que podían hacer. Los maridos, después
de todo, abandonan a sus esposas todos los días, y la mayoría de ellos no
desean que les encuentren. La policía hizo unas cuantas pesquisas rutinarias,
no encontró nada, y luego le sugirieron que contratara a un detective privado.
Con ayuda de sus suegra, que se ofreció a pagar los gastos, contrató los
servicios de un tal Quinn. Quinn trabajó tenazmente en el caso durante cinco o
seis semanas, pero acabó renunciando, ya que no quería sacarle más dinero. Le
dijo a Sophie que lo más probable era que Fanshawe estuviera aún en el país,
pero no podía saber si estaba vivo o muerto. Quinn no era ningún charlatán.
Sophie le encontró comprensivo, un hombre verdaderamente deseoso de ayudar, y
cuando fue a verla aquel último día ella se dio cuenta de que era imposible
discutir su opinión. No se podía hacer nada. Si Fanshawe hubiera decidido
dejarla, no se habría marchado sin una palabra. No era su estilo eludir la
verdad, evitar un enfrentamiento desagradable. Su desaparición, por lo tanto,
sólo podía significar una cosa: que le había ocurrido algo terrible.
Sin embargo, Sophie siguió
esperando que sucediera algo. Había leído que había casos de amnesia, y durante
algún tiempo esta idea se apoderó de ella como una posibilidad desesperada:
imaginaba a Fanshawe deambulando por algún lugar sin saber quién era, privado
de su vida pero vivo de todas formas, quizá a punto de volver a ser él en
cualquier momento. Pasaron más semanas y luego el final de su embarazo comenzó
a acercarse. Faltaba menos de un mes para que naciera su hijo –lo cual
significaba que podía ocurrir en cualquier momento– y poco a poco el niño no
nacido empezó a ocupar todos sus pensamientos, como si ya no hubiera sitio
dentro de ella para Fanshawe. Estas fueron las palabras que utilizó para
describir su sentimiento –no hubiera sitio dentro de ella–, y luego dijo que
probablemente eso significaba que a pesar de todo estaba enfadada con Fanshawe,
enfadada con él por haberla abandonado, aunque no fuese culpa suya. Esta
afirmación me pareció brutalmente honesta. Nunca había oído a nadie hablar así
de sus sentimientos personales –tan despiadadamente, con tanto desdén por las
mojigaterías convencionales–, y al escribir esto ahora me doy cuenta de que
incluso aquel primer día yo había caído en un hoyo en la tierra, que estaba
resbalando hacia un lugar donde no había estado nunca antes.
Una mañana, continuó Sophie,
se despertó después de una mala noche y comprendió que Fanshawe no volvería.
Fue una verdad repentina y absoluta, que nunca volvería a cuestionarse. Lloró
entonces y siguió llorando una semana, llorando a Fanshawe como si hubiera
muerto. Cuando las lágrimas cesaron, sin embargo, descubrió que no lamentaba
nada. Llegó a la conclusión de que le habían dado a Fanshawe durante unos años
y eso era todo. Ahora había que pensar en el niño, eso era lo único que
importaba realmente. Sabia que esto sonaba bastante pomposo, pero el hecho era
que continuó viviendo con esa sensación y ello le hacía posible vivir.
Le hice una serie de
preguntas y ella las contestó una a una tranquilamente, pausadamente, como
haciendo un esfuerzo para que sus propios sentimientos no influyeran en las
respuestas. Cómo habían vivido, por ejemplo, y qué trabajo hacía Fanshawe, y
qué le había sucedido en los años transcurridos desde la última vez que le vi.
El bebé empezó a lloriquear en el sofá y, sin una pausa en la conversación,
Sophie se abrió la blusa y le amamantó, primero con un pecho y luego con el
otro.
Ella no podía estar segura
de nada anterior a su primer encuentro con Fanshawe, dijo. Sabía que él había
dejado la universidad después de dos años, había conseguido una prórroga del
servicio militar y había acabado trabajando en un barco durante algún tiempo.
Un petrolero, creía, o quizá un carguero. Después había vivido en Francia
durante varios años, primero en París y luego como guardés de una granja en el
sur. Pero todo esto era bastante vago para ella, ya que Fanshawe nunca hablaba
mucho del pasado. En la época en que se conocieron, no hacía más de ocho o diez
meses que él había vuelto a Estados Unidos. Literalmente tropezaron el uno con
el otro, los dos de pie junto a la puerta de una librería de Manhattan una
lluviosa tarde de sábado, mirando el escaparate y esperando a que parase de
llover. Ése fue el principio, y desde ese día hasta el día en que Fanshawe
desapareció, habían estado juntos casi todo el tiempo.
Fanshawe nunca había hecho
un trabajo regular, dijo ella, nada que pudiera llamarse un verdadero empleo.
El dinero no le importaba mucho y procuraba pensar en él lo menos posible.
Durante los años anteriores a conocer a Sophie, había hecho toda clase de cosas
–la temporada que pasó en la marina mercante, trabajar en un almacén, dar
clases particulares, hacer de negro para un escritor, servir mesas, pintar
pisos, acarrear muebles para una empresa de mudanzas–, pero todos estos empleos
eran temporales y una vez que había ganado lo suficiente para mantenerse unos
meses, los dejaba. Cuando él y Sophie empezaron a vivir juntos, Fanshawe no
trabajaba en absoluto. Ella tenía un empleo como profesora de música en una
escuela privada y su sueldo bastaba para mantenerlos a los dos. Tenían que ser
cuidadosos, claro está, pero siempre había comida en la mesa y ninguno de los
dos tenía ninguna queja.
No la interrumpí. Me parecía
claro que aquel catálogo era sólo un principio, detalles de los que era preciso
desembarazarse antes de ocuparse del asunto que tenía entre manos. Lo que
Fanshawe hubiera hecho con su vida tenía poco que ver con aquella lista de
trabajos ocasionales. Supe esto inmediatamente, antes de que ella me dijese
nada. No estábamos hablando de cualquiera, después de todo. Se trataba de
Fanshawe, y el pasado no era tan remoto como para que yo no pudiera recordar
cómo era él. Sophie sonrió cuando vio que yo iba por delante de ella, que sabía
lo que venía a continuación. Pensé que ella suponía que yo lo entendería y
aquello simplemente confirmaba esa expectativa, borrando cualquier duda que
hubiera podido tener respecto a pedirme que acudiese. Lo supe sin que ella tuviera
que decírmelo, y eso me daba derecho a estar allí, a escuchar lo que ella
tuviera que decir.
–Siguió escribiendo –dije–.
Se hizo escritor, ¿no es cierto?
Sophie asintió. Eso era
exactamente. O parcialmente, al menos. Lo que me desconcertaba era por qué
nunca había oído hablar de él. Si Fanshawe era escritor, seguramente yo habría
tropezado con su nombre en algún sitio. Formaba parte de mi profesión estar al
tanto de esas cosas, y parecía improbable que precisamente Fanshawe se me
hubiera escapado. Me pregunté si sería que no había conseguido encontrar un
editor para su obra. Era la única pregunta que parecía lógica.
No, contestó Sophie, era más
complicado que eso. Nunca había intentado publicar. Al principio, cuando era
muy joven, era demasiado tímido para mandar nada a las editoriales, pensando
que su trabajo no era lo bastante bueno. Pero incluso más tarde, cuando aumentó
su seguridad en si mismo, descubrió que prefería permanecer oculto. Le
distraería empezar a buscar un editor, le dijo a su mujer, y en el fondo
prefería con mucho dedicar su tiempo a la obra misma. A Sophie le disgustaba
esta indiferencia, pero cada vez que le insistía, él respondía con un
encogimiento de hombros: no hay prisa, antes o después lo haré.
Una o dos veces ella llegó a
pensar en encargarse del asunto personalmente y llevarle un manuscrito a un
editor a escondidas, pero nunca lo hizo. Había reglas en un matrimonio que no
podían violarse, y por muy equivocada que fuera la actitud de su marido, ella
no tenía más remedio que seguirle la corriente. Tenía mucha obra, y a ella le
daba rabia pensar que estaba guardada en el armario, pero Fanshawe se merecía
su lealtad, y lo mejor que ella podía hacer era no decir nada.
Un día, tres o cuatro meses
antes de que desapareciera, Fanshawe hizo un gesto de buena voluntad. Le dio su
palabra de que haría algo al respecto antes de un año, y para demostrar que
hablaba en serio, le dijo que si por alguna razón él no cumplía su parte del
trato, ella debería coger todos sus manuscritos y ponerlos en mis manos. Yo era
el guardián de su trabajo, dijo, y sería yo quien decidiera lo que se debía
hacer con él. Si yo pensaba que era digno de publicarse, él aceptaría mi
criterio. Además, le dijo, si a él le ocurriera algo mientras tanto, ella
debería entregarme los manuscritos inmediatamente y dejar que yo dispusiera de
ellos, bien entendido que yo recibiría el veinticinco por ciento de cualquier
dinero que su trabajo produjera. Pero si yo pensaba que sus escritos no eran
dignos de ser publicados, debería devolverle los manuscritos a Sophie y ella
los destruiría, desde la primera hasta la última página.
Estas advertencias la
sobresaltaron, dijo Sophie, y estuvo a punto de reírse de Fanshawe por
mostrarse tan solemne. Toda la escena era contraria a su carácter y ella se
preguntó si no tendría algo que ver con el hecho de que ella acababa de
quedarse embarazada. Quizá la idea de la paternidad le había dado a Fanshawe
una nueva sensación de responsabilidad; quizá estaba tan resuelto a demostrar
sus buenas intenciones que había exagerado en el planteamiento. Fuera cual
fuere la razón, ella se alegró de que hubiera cambiado de idea. A medida que
avanzaba su embarazo, incluso empezó a soñar secretamente con el éxito de
Fanshawe, con la esperanza de poder dejar su trabajo y criar al niño sin
ninguna preocupación económica. Todo había salido mal, por supuesto, y el
trabajo de Fanshawe quedó pronto olvidado, perdido en el torbellino que siguió
a su desaparición. Más tarde, cuando el polvo empezó a posarse, ella se había resistido
a llevar a cabo sus instrucciones, por miedo a que le trajese mala suerte y
estropeara cualquier posibilidad que tuviera de volver a verle. Pero finalmente
cedió, comprendiendo que debía respetar la voluntad de Fanshawe. Por eso me
había escrito. Por eso estaba yo sentado ahora con ella.
Por mi parte, no sabia cómo
reaccionar. La proposición me había cogido desprevenido y durante un minuto o
dos permanecí allí sentado, debatiéndome con la enormidad que acababan de
arrojarme. Que yo supiera, no había ninguna razón en el mundo para que Fanshawe
me hubiese elegido para aquella tarea. Hacia más de diez años que no le veía y
casi me sorprendía enterarme de que aún se acordaba de mí. ¿Cómo podía esperar
que yo asumiera semejante responsabilidad, juzgar a un hombre y decidir si su
vida había valido la pena o no? Sophie trató de explicármelo. Fanshawe no había
estado en contacto conmigo, me dijo, pero le hablaba a menudo de mí y cada vez
que mencionaba mi nombre, me describía como el mejor amigo del mundo, el único
amigo verdadero que él había tenido. También se las arreglaba para estar al
tanto de mi trabajo, compraba siempre las revistas en las que aparecían mis
artículos y a veces incluso se los leía a ella en voz alta. Admiraba lo que yo
hacia, aseguró Sophie; estaba orgulloso de mi y pensaba que había nacido para
hacer algo grande.
Todas aquellas alabanzas me
azoraron. Había tanta intensidad en la voz de Sophie que tuve la sensación de
que Fanshawe me hablaba a través de ella, de que me decía aquellas cosas con
sus propios labios. Reconozco que me sentí halagado, y sin duda era un
sentimiento natural dadas las circunstancias. Yo estaba pasando una época
difícil por entonces, y lo cierto era que no compartía aquella elevada opinión
de mi mismo. Había escrito muchísimos artículos, era verdad, pero no creía que
eso fuera motivo de celebración, ni estaba especialmente orgulloso de ellos. En
mi opinión, era poco más que un trabajo puramente alimenticio. Había empezado
con grandes esperanzas, pensando que llegaría a ser novelista, pensando que
sería capaz de escribir algo que conmoviera a la gente y cambiara en algo sus
vidas. Pero pasó el tiempo y poco a poco me di cuenta de que eso no iba a
ocurrir. No llevaba dentro de mi ese libro, y en un momento dado me dije que
debía renunciar a mis sueños. En cualquier caso, era más sencillo continuar
escribiendo artículos. Trabajando mucho, pasando continuamente de un texto al
siguiente, podía más o menos ganarme la vida, y aunque no fuese gran cosa,
tenía el placer de ver mi nombre en letra impresa casi constantemente.
Comprendí que las cosas podían haber sido mucho más deprimentes de lo que eran.
Aún no había cumplido los treinta y ya tenía cierta reputación. Había empezado
con reseñas de poesía y novelas y ahora podía escribir casi sobre cualquier
cosa y hacer un trabajo decente. Cine, teatro, artes plásticas, conciertos,
libros, incluso partidos de béisbol, bastaba con que me lo pidieran y yo lo
hacía. El mundo me veía como un joven brillante, un nuevo crítico en ascenso,
pero dentro de mi yo me sentía viejo, ya agotado. Lo que había hecho hasta
entonces era una simple fracción de nada. Era sólo polvo, y el más ligero
viento se lo llevaría.
Los elogios de Fanshawe, por
tanto, me provocaron sentimientos encontrados. Por una parte, sabía que se
equivocaba. Por otra (y aquí es donde la cosa se vuelve turbia), quería creer
que estaba en lo cierto. Pensé: ¿Es posible que haya sido demasiado duro
conmigo mismo? Y una vez que comencé a pensar eso, estaba perdido. Pero ¿quién
no aprovecharía la oportunidad de redimirse? ¿Qué hombre es lo bastante fuerte
como para rechazar la posibilidad de la esperanza? Por mi mente pasó la idea de
que algún día podría resucitar a mis propios ojos, y sentí una repentina oleada
de amistad hacia Fanshawe por encima de los años, por encima de todo el
silencio de aquellos años que nos habían separado.
Así fue como sucedió.
Sucumbí a los halagos de un hombre que no estaba presente, y en aquel momento
de debilidad dije que sí. Estaré encantado de leer la obra, dije, y haré lo que
pueda por ayudar. Sophie sonrió al oír esto –nunca supe si fue una sonrisa de
felicidad o de decepción– y luego se levantó del sofá y pasó a la habitación
contigua con el bebé en brazos. Se detuvo delante de un armario alto de roble,
abrió la puerta y dejó que se balanceara sobre sus goznes. Ahí tienes, dijo.
Los estantes estaban abarrotados de cajas, carpetas y cuadernos, mucho más de
lo que yo habría creído posible. Recuerdo que me reí azorado e hice alguna
pequeña broma. Luego, en plan práctico, discutimos cuál seria la mejor manera
de llevarme los manuscritos del apartamento y finalmente decidimos que lo haría
en dos grandes maletas. Tardamos casi una hora, pero al final conseguimos
meterlo todo. Estaba claro, dije, que tardaría algún tiempo en revisar todo el
material. Sophie me dijo que no me preocupase y luego se disculpó por cargarme
con semejante tarea. Le dije que lo comprendía, que ella no podía negarse a
cumplir lo que Fanshawe le había pedido. Fue todo muy dramático, y al mismo
tiempo horrible, casi cómico. La bella Sophie dejó al bebé en el suelo con
delicadeza, me dio un gran abrazo de agradecimiento y me besó en la mejilla.
Por un momento pensé que iba a echarse a llorar, pero el momento pasó y no hubo
lágrimas. Luego bajé las dos maletas despacio por la escalera y salí a la
calle. Juntas pesaban tanto como un hombre.
2
La verdad es mucho menos
simple de lo que me gustaría que fuese. Que yo quería a Fanshawe, que él era mi
amigo más íntimo, que le conocía mejor que nadie, éstos son hechos, y nada que
yo diga puede minimizarlos. Pero eso es sólo el principio, y en mi esfuerzo por
recordar las cosas tal y como fueron realmente, veo ahora que también tenía
reservas respecto a Fanshawe, que una parte de mí siempre se resistió a él.
Especialmente cuando crecimos, creo que nunca me sentí totalmente cómodo en su
presencia. Si la palabra envidia es demasiado fuerte para lo que estoy tratando
de decir, entonces lo llamaría sospecha, un sentimiento secreto de que Fanshawe
era de algún modo mejor que yo. Yo no era consciente de todo esto entonces, y
nunca hubo nada específico que yo pudiera señalar. Pero persistía la sensación
de que había más bondad innata en él que en otros, de que un fuego
inextinguible le mantenía vivo, de que era más auténticamente él mismo de lo
que yo podría serlo nunca.
Ya desde el principio su
influencia era muy acusada. Se extendía incluso a cosas mínimas. Si Fanshawe
llevaba la hebilla del cinturón hacia un lado, yo corría la mía para ponerla en
la misma posición. Si Fanshawe venía al patio de recreo con zapatillas
deportivas negras, yo pedía zapatillas deportivas negras la próxima vez que mi
madre me llevaba a la zapatería. Si Fanshawe llevaba un ejemplar de Robinson Crusoe al colegio, yo empezaba
a leer Robinson Crusoe esa misma
tarde. Yo no era el único que se comportaba así, pero quizá era el más
entusiasta, el que se rendía más gustosamente al poder que él tenía sobre
nosotros. El propio Fanshawe no era consciente de ese poder, y sin duda ésa era
la razón de que continuara teniéndolo. Era indiferente a la atención que
recibía, se ocupaba de sus asuntos tranquilamente, sin utilizar nunca su
influencia para manipular a los demás. No hacía las travesuras que hacíamos
nosotros; no jugaba malas pasadas; no tenía problemas con los profesores. Pero
nadie se lo tenía en cuenta. Fanshawe estaba al margen del resto, y sin embargo
era él quien nos mantenía unidos, era a él a quien acudíamos para que arbitrara
nuestras disputas, porque podíamos contar con que sería justo y resolvería
nuestras pequeñas peleas. Había algo tan atractivo en él que siempre deseabas
estar a su lado, como si pudieras vivir dentro de su esfera y ser tocado por su
personalidad. Él estaba disponible, y al mismo tiempo era inaccesible. Sentías
que había un núcleo secreto en su interior en el que nunca podrías penetrar, un
misterioso centro oculto. Imitarle era participar de alguna manera en aquel
misterio, pero también comprender que nunca podrías conocerle realmente.
Estoy hablando de nuestra
primerísima infancia, de cuando teníamos cinco, seis, siete años. Buena parte
de todo ello está ya enterrado, y sé que incluso los recuerdos pueden ser
falsos. Sin embargo, no creo equivocarme al decir que he conservado el aura de
aquellos tiempos dentro de mí, y hasta donde puedo sentir lo que sentí
entonces, dudo que estos sentimientos mientan. Aunque no sé en qué se convirtió
Fanshawe finalmente, tengo la sensación de que la cosa empezó entonces. Se
formó muy rápidamente, era ya una presencia claramente definida cuando
empezamos a ir al colegio. Fanshawe era visible, mientras los demás éramos
criaturas sin forma, en medio de un constante tumulto, pasando ciegamente de un
momento al siguiente. No quiero decir que madurara deprisa –nunca pareció mayor
de lo que era–, sino que era él mismo antes de madurar. Por alguna razón, nunca
sufrió los mismos trastornos que el resto de nosotros. Sus dramas eran de un
orden diferente –más internos, sin duda más brutales–, pero sin ninguno de los
cambios bruscos que parecían puntuar la vida de todos los demás.
Hay un incidente que se
conserva especialmente vívido para mí. Está relacionado con una fiesta de
cumpleaños a la que Fanshawe y yo fuimos invitados cuando estábamos en primero
o segundo grado, lo cual significa que ocurrió al comienzo del periodo del que
puedo hablar con cierta precisión. Era un sábado por la tarde, en primavera, y
fuimos a la fiesta con otro chico, un amigo nuestro que se llamaba Dennis
Walden. Dennis tenía una vida mucho más dura que la nuestra: una madre
alcohólica, un padre que se mataba a trabajar, un montón de hermanos y
hermanas. Yo había estado en su casa dos o tres veces –una ruina grande y
oscura–, y recuerdo que su madre me daba miedo, me parecía una bruja de cuento.
Se pasaba el día detrás de la puerta cerrada de su cuarto, siempre en bata, la
cara pálida una pesadilla de arrugas, asomando la cabeza de vez en cuando para
gritarle algo a los niños. El día de la fiesta, Fanshawe y yo habíamos sido
debidamente provistos de regalos para el niño que cumplía años, bien envueltos
en papeles de colores y atados con cintas. Dennis, sin embargo, no llevaba
nada, y se sentía mal por ello. Recuerdo que traté de consolarle con alguna
frase vacía: daba igual, en realidad a nadie le importaba, con toda la
confusión no se darían cuenta. Pero a Dennis sí le importaba, y eso fue lo que
Fanshawe comprendió inmediatamente. Sin ninguna explicación, se volvió a Dennis
y le dio su regalo. Toma, dijo, quédate con éste, yo les diré que me he dejado
el mío en casa. Mi primera reacción fue pensar que a Dennis le molestaría el
gesto, que se sentiría insultado por la compasión de Fanshawe, pero estaba
equivocado. Vaciló un momento, tratando de asimilar aquel repentino cambio de
fortuna, y luego asintió con la cabeza, como reconociendo la sensatez de lo que
Fanshawe había hecho. No era tanto un acto de caridad como un acto de justicia,
y por esa razón Dennis pudo aceptarlo sin humillarse. Una cosa se había
convertido en la otra. Era un acto de magia, una combinación de .desenfado y
total convicción, y dudo que nadie que no fuera Fanshawe hubiese podido
lograrlo.
Después de la fiesta
volvimos con Fanshawe a su casa. Su madre estaba allí, sentada en la cocina, y
nos preguntó por la fiesta y si al niño del cumpleaños le había gustado el
regalo que ella le había comprado. Antes de que Fanshawe tuviera la oportunidad
de decir nada, solté la historia de lo que había hecho. No tenía ninguna
intención de meterle en un lío, pero me resultaba imposible callármelo. El
gesto de Fanshawe me había abierto todo un mundo nuevo: el hecho de que alguien
pudiera entrar en los sentimientos de otro y asumirlos tan completamente que
los suyos propios ya no tuvieran importancia. Era el primer acto verdaderamente
moral que yo había presenciado y me parecía que no valía la pena hablar de
ninguna otra cosa. La madre de Fanshawe, sin embargo, no se mostró tan
entusiasta. Sí, dijo, era algo amable y generoso, pero también estaba mal. El
regalo le había costado a ella su dinero, y, al dárselo a otro, Fanshawe en
cierto sentido le había robado ese dinero. Además, Fanshawe había actuado de un
modo descortés al presentarse en la fiesta sin un regalo, lo cual la hacía
quedar mal a ella, puesto que ella era la responsable de los actos de su hijo.
Fanshawe escuchó atentamente a su madre y no dijo una palabra. Cuando ella
terminó, él seguía sin decir nada y ella le preguntó si había comprendido. Sí,
dijo él, había comprendido. Probablemente la cosa habría quedado ahí, pero
luego, tras una breve pausa, Fanshawe añadió que seguía pensando que había
hecho bien. No le importaba lo que ella pensara: volvería a hacer lo mismo la
próxima vez. A esta afirmación siguió una escena. La señora Fanshawe se enfadó
por su impertinencia, pero Fanshawe se mantuvo firme, negándose a ceder bajo la
andanada de su reprimenda. Finalmente, ella le ordenó que se fuera a su cuarto
y a mí me dijo que me marchara. Yo estaba horrorizado por la injusticia de su
madre, pero cuando traté de hablar en su defensa, Fanshawe me indicó con un
gesto que me fuese. En lugar de continuar protestando, aceptó su castigo en
silencio y se metió en su cuarto.
Todo el episodio fue puro
Fanshawe: el acto espontáneo de bondad, la inmutable fe en lo que había hecho y
el mudo, casi pasivo, sometimiento a sus consecuencias. Por muy extraordinario
que fuera su comportamiento, siempre te parecía que él se distanciaba del
mismo. Ésta, más que nada, era la característica que a veces me asustaba y
hacía que me apartase de él. Me sentía muy próximo a Fanshawe, le admiraba intensamente,
deseaba desesperadamente estar a su altura, y luego, de pronto, llegaba un
momento en que me daba cuenta de que me era ajeno, de que la forma en que vivía
dentro de sí nunca se correspondería con la forma en que yo necesitaba vivir.
Yo quería demasiado de la vida, tenía demasiados deseos, vivía demasiado
dominado por lo inmediato para alcanzar nunca tal indiferencia. A mí me
importaba tener éxito, impresionar a la gente con los signos vacíos de mi
ambición: buenas notas, cartas de la universidad, premios por lo que fuera que
aquella semana tocara. Fanshawe permanecía indiferente a todo eso,
tranquilamente apartado en su rincón, sin hacer el menor caso. Si triunfaba,
era siempre en contra de su voluntad, sin ninguna lucha, sin ningún esfuerzo, sin
jugarse nada en lo que había hecho. Esta postura podía resultar irritante, y yo
tardé mucho tiempo en aprender que lo que era bueno para Fanshawe no
necesariamente era bueno para mí.
Tampoco quiero exagerar.
Aunque Fanshawe y yo acabamos teniendo algunas diferencias, lo que más recuerdo
de nuestra infancia es la pasión de nuestra amistad. Éramos vecinos y nuestros
jardines sin valla divisoria se unían en una ininterrumpida extensión de
césped, grava y tierra, como si perteneciéramos a la misma casa. Nuestras
madres eran intimas amigas, nuestros padres jugaban juntos al tenis, ninguno de
los dos tenía ningún hermano: condiciones ideales por lo tanto, sin nada que se
interpusiera entre nosotros. Nacimos con menos de una semana de diferencia, y
cuando éramos bebés estábamos siempre juntos en el jardín, explorando la hierba
a cuatro patas, arrancando las flores, poniéndonos de pie y dando nuestros
primeros pasos el mismo día. (Hay fotografías que documentan esto.) Más tarde
aprendimos juntos a jugar al béisbol y al fútbol en el jardín trasero.
Construimos nuestros fuertes, jugamos nuestros juegos, inventamos nuestros
mundos en aquel jardín, y luego vinieron los paseos por la ciudad, las largas
tardes en bicicleta, las interminables conversaciones. Me sería imposible,
creo, conocer a nadie tan bien como conocía a Fanshawe entonces. Mi madre
recuerda que estábamos tan unidos que una vez, cuando teníamos seis años, le
preguntamos si era posible que dos hombres se casaran. Queríamos vivir juntos
cuando creciéramos, y ¿quién hacia eso sino los matrimonios? Fanshawe iba a ser
astrónomo y yo iba a ser veterinario. Pensábamos en una casa grande en el
campo, un sitio donde el cielo nocturno estuviera lo bastante oscuro como para
ver todas las estrellas y donde no hubiera escasez de animales que cuidar.
Retrospectivamente, me
parece natural que Fanshawe llegara a ser escritor. La severidad de su
introspección casi parecía exigirlo. Ya en la escuela elemental redactaba
cuentecitos, y a partir de los diez u once años dudo que hubiese algún momento
en que no se viera a sí mismo como escritor. Al principio, por supuesto, no
parecía significar mucho. Poe y Stevenson eran sus modelos, y lo que salía de
su pluma era la habitual faramalla infantil. “Una noche, en el año de nuestro Señor
de mil setecientos cincuenta y uno, iba yo caminando bajo una terrible ventisca
hacia la casa de mis antepasados cuando me encontré con una figura espectral en
la nieve.” Esa clase de cosa, llena de frases ampulosas y extravagantes giros
argumentales. Recuerdo que en sexto Fanshawe escribió una novela policiaca
corta, de unas cincuenta páginas, que el profesor le dejó leer en alto en
sesiones de diez minutos diarios al final de la clase. Todos estábamos
orgullosos de Fanshawe y sorprendidos por su teatral manera de leer,
representando los papeles de cada uno de los personajes. El argumento se me
escapa ahora, pero recuerdo que era infinitamente complejo, con el final
centrado en algo como las identidades confundidas de dos pares de gemelos.
Sin embargo, Fanshawe no era
un niño muy aficionado a los libros. Era demasiado bueno en los deportes para
eso, una figura demasiado central entre nosotros para retraerse. Durante
aquellos primeros años, uno tenía la impresión de que no había nada que no
hiciera bien, nada que no hiciera mejor que todos los demás. Era el mejor
jugador de béisbol, el mejor estudiante, el más guapo de todos los chicos.
Cualquiera de estas cualidades hubiera sido suficiente para darle un estatus
especial, pero juntas le hacían heroico, un niño tocado por los dioses. Pero, a
pesar de ser extraordinario, seguía siendo uno de nosotros. Fanshawe no era un
genio ni un prodigio; no tenía ningún don milagroso que le separara de los
niños de su edad. Era un niño perfectamente normal, sólo que más, si eso es
posible, más en armonía consigo mismo, más idealmente un niño normal que
cualquiera de nosotros.
En el fondo, el Fanshawe que
yo conocí no era una persona atrevida. No obstante, había veces en que me
sorprendía su deseo de meterse en situaciones peligrosas. Detrás de toda su
aparente serenidad, había una gran oscuridad: una necesidad de ponerse a
prueba, de correr riesgos, de bordear los límites de las cosas. De niño le
apasionaba jugar alrededor de los solares en construcción, subiéndose a las escaleras
de mano y trepando por los andamios, andando por tablas en equilibrio sobre un
abismo de maquinaria, sacos terreros y barro. Yo me quedaba en segundo término
mientras Fanshawe realizaba estas hazañas, implorándole en silencio que lo
dejara, pero sin decirle nunca nada, deseando marcharme, pero temeroso de
hacerlo por si se caía. A medida que pasaba el tiempo, estos impulsos se
volvían más conscientes. Fanshawe me hablaba de la importancia de “saborear la
vida”. Ponerse las cosas difíciles, decía, explorar lo desconocido, eso era lo
que quería, y cada vez más a medida que se hacía mayor. Una vez, cuando
teníamos unos quince años, me convenció para que pasara el fin de semana con él
en Nueva York, deambulando por las calles, durmiendo en un banco en la vieja
estación de Penn, hablando con los vagabundos, viendo cuánto tiempo podíamos
aguantar sin comer. Recuerdo que nos emborrachamos a las siete de la mañana del
domingo en Central Park y vomitamos en el césped. Para Fanshawe aquello era
esencial –un paso más para comprobar
cuánto valías–, pero para mí era únicamente sórdido, una miserable caída en
algo que yo no era. Sin embargo, continué acompañándole, un testigo perplejo,
participando en la búsqueda sin ser plenamente parte de ella, un Sancho adolescente
a horcajadas de mi burro, viendo cómo mi amigo batallaba consigo mismo.
Un mes o dos después de
nuestro fin de semana de vagabundos, Fanshawe me llevó a un burdel de Nueva
York (un amigo suyo había concertado la visita), y fue allí donde perdimos
nuestra virginidad. Recuerdo un pequeño apartamento en el Upper West Side cerca
del río, una cocinita y un dormitorio oscuro con una delgada cortina
separándolos. Había dos mujeres negras, una gorda y vieja y la otra joven y
guapa. Puesto que ninguno de nosotros quería a la vieja, tuvimos que decidir
quién iría primero. Si la memoria no me falla, salimos al vestíbulo y echamos
una moneda al aire. Ganó Fanshawe, por supuesto, y dos minutos después yo me
encontré sentado en la cocinita con la madame gorda. Ella me llamó cielo y me
recordó varias veces que seguía disponible, por si había cambiado de opinión.
Yo estaba demasiado nervioso para hacer nada que no fuera negar con la cabeza,
y luego me quedé allí sentado, escuchando la intensa y rápida respiración de Fanshawe
al otro lado de la cortina. Sólo podía pensar en una cosa: que mi picha estaba
a punto de entrar en el mismo sitio donde estaba ahora la de Fanshawe. Luego me
tocó el turno a mí, y éste es el día en que no tengo ni idea de cómo se llamaba
la chica. Era la primera mujer desnuda a la que yo veía en carne y hueso, y se
mostró tan desenfadada y cordial respecto a su desnudez que las cosas podrían
haberme ido bien si no me hubiera distraído con los zapatos de Fanshawe,
visibles en el espacio entre la cortina y el suelo, brillando a la luz de la
cocina, como separados de su cuerpo. La chica fue encantadora e hizo todo lo
que pudo por ayudarme, pero fue una larga lucha y ni siquiera al final sentí
verdadero placer. Después, cuando Fanshawe y yo salimos a la calle entre dos
luces, yo no tenía mucho que decir. Fanshawe, sin embargo, parecía bastante
contento, como si la experiencia hubiera confirmado de algún modo su teoría
acerca de saborear la vida. Me di cuenta entonces de que Fanshawe era mucho más
voraz de lo que yo podría serlo nunca.
Llevábamos una vida muy
protegida en nuestro barrio residencial. Nueva York estaba a sólo treinta
kilómetros, pero podría haber sido la China considerando lo poco que tenía que
ver con nuestro pequeño mundo de jardines y casas de madera. Al llegar a los
trece o catorce años, Fanshawe se convirtió en una especie de exiliado
interior, realizando los gestos de una conducta obediente, pero aislado de su
entorno, despreciando la vida que se veía obligado a vivir. No se mostraba difícil
ni exteriormente rebelde, sencillamente se retrajo. Después de atraer tanta
atención de niño, siempre en el centro exacto de las cosas, Fanshawe casi
desapareció cuando llegamos al instituto, rehuyendo los focos y buscando una
terca marginalidad. Yo sabía que por entonces escribía en serio (aunque a los
dieciséis años había dejado de enseñarle su trabajo a nadie), pero eso lo
interpreto más como un síntoma que como una causa. En nuestro segundo año en el
instituto, por ejemplo, Fanshawe fue el único miembro de nuestra clase que
entró en el equipo de béisbol. Jugó extraordinariamente bien durante varias
semanas y luego, sin ninguna razón aparente, dejó el equipo. Recuerdo que me
contó el incidente al día siguiente de que ocurriera: entró en el despacho del
entrenador después del entrenamiento y le entregó su uniforme. El hombre
acababa de ducharse y cuando Fanshawe entró en la habitación estaba de pie
junto a su mesa completamente desnudo, con un cigarro en la boca y la gorra de
béisbol en la cabeza. Fanshawe se recreó en la descripción, deteniéndose en lo
absurdo de la escena, embelleciéndola con detalles acerca del cuerpo regordete
del entrenador, la luz en la habitación, el charco de agua en el suelo de
hormigón gris; pero eso fue todo, una descripción, una ristra de palabras
divorciadas de cualquier cosa que pudiera afectar al propio Fanshawe. Me
decepcionó que dejara el equipo, pero él nunca me explicó realmente por qué lo
había hecho, sólo me dijo que el béisbol le parecía aburrido.
Como les sucede a muchas
personas dotadas, llegó un momento en que Fanshawe ya no se conformaba con
hacer lo que le resultaba fácil. Habiendo dominado a una edad temprana todo lo
que se le pedía, probablemente era natural que empezase a buscar desafíos en
otro sitio. Dadas las limitaciones de su vida como alumno de instituto en una
ciudad pequeña, el hecho de que encontrara ese otro sitio dentro de sí mismo no
es sorprendente ni insólito. Pero hay algo más que eso, creo. Por esa época
sucedieron cosas en la familia de Fanshawe que sin duda supusieron un cambio, y
seria un error no mencionarlas. Que aquello fuera un cambio esencial es otra
historia, pero tiendo a pensar que todo cuenta. En última instancia, una vida
no es más que la suma de hechos contingentes, una crónica de intersecciones
casuales, de azares, de sucesos fortuitos que no revelan nada más que su propia
falta de propósito.
Cuando Fanshawe tenía
dieciséis años se descubrió que su padre padecía cáncer. Durante año y medio
vio morir a su padre, y en ese tiempo la familia se deshizo lentamente. Quizá
la más afectada fue la madre de Fanshawe. Manteniendo estoicamente las
apariencias, ocupándose de las consultas médicas y los asuntos económicos e
intentando llevar la casa, oscilaba entre un gran optimismo respecto a las posibilidades
de recuperación y una especie de desesperación paralizante. Según Fanshawe,
nunca pudo aceptar el único hecho inevitable que tenía delante de la cara.
Sabía lo que iba a ocurrir, pero no tenía la fuerza necesaria para reconocer
que lo sabía, y a medida que pasaba el tiempo empezó a vivir como si estuviera
conteniendo el aliento. Su comportamiento se hizo cada vez más excéntrico:
noches enteras limpiando la casa maniáticamente, miedo a quedarse sola
(combinado con repentinas e inexplicadas ausencias) y toda una gama de
dolencias imaginadas (alergias, tensión alta, mareos). Hacia el final, empezó a
interesarse por varias teorías disparatadas –astrología, fenómenos psíquicos,
vagas nociones espiritualistas acerca del alma–, hasta que se hizo imposible
hablar con ella sin acabar agotado y silencioso mientras ella te daba una
conferencia sobre la corrupción del cuerpo humano.
Las relaciones entre
Fanshawe y su madre se volvieron tensas. Ella se aferraba a él en busca de
apoyo, actuando como si el dolor de la familia le perteneciera sólo a ella.
Fanshawe tenía que ser el fuerte en aquella casa; no sólo tenía que ocuparse de
sí mismo, sino que hubo de asumir la responsabilidad de su hermana, que
solamente tenía doce años en aquel entonces. Pero esto trajo otra serie de
problemas, porque Ellen era una niña inestable, y en el vacío parental que se
produjo a consecuencia de la enfermedad comenzó a recurrir a Fanshawe para
todo. Él se convirtió en su padre, su madre, su bastión de sabiduría y
consuelo. Fanshawe comprendía lo malsana que era su dependencia de él, pero era
poco lo que podía hacer sin herirla de un modo irreparable. Recuerdo que mi
madre hablaba de la “pobre Jane” (la señora Fanshawe) y lo terrible que era
toda la situación para la “nena”. Pero yo sabía que en cierto sentido era
Fanshawe el que más sufría. Sólo que nunca tuvo la oportunidad de manifestarlo.
En cuanto al padre de
Fanshawe, poco puedo decir con certeza. Era un mensaje cifrado para mí, un
hombre silencioso de abstraída benevolencia, y nunca llegué a conocerle bien.
Mientras mi padre solía estar mucho en casa, especialmente los fines de semana,
al padre de Fanshawe raras veces le veíamos. Era un abogado de cierto prestigio
y en otra época había tenido ambiciones políticas, pero éstas habían acabado en
una serie de decepciones. Generalmente trabajaba hasta tarde, llegaba a casa a
las ocho o las nueve y a menudo pasaba el sábado y parte del domingo en su
despacho. Dudo que supiera entender a su hijo, porque parecía un hombre al que
le gustaban poco los niños, alguien que había perdido todo recuerdo de haber
sido niño alguna vez. El señor Fanshawe era tan absolutamente adulto, estaba
tan completamente inmerso en asuntos serios, que me imagino que le resultaba
difícil no considerarnos criaturas de otro mundo.
No había cumplido los
cincuenta años cuando murió. Durante los últimos seis meses de su vida, después
de que los médicos perdieran la esperanza de salvarle, permanecía tumbado en la
habitación de invitados de la casa de los Fanshawe, mirando el jardín por la
ventana, leyendo algún que otro libro, tomando sus analgésicos, adormilándose.
Fanshawe pasaba la mayor parte de su tiempo libre con él, y aunque sólo puedo
especular sobre lo que sucedió, deduzco que las cosas cambiaron entre ellos.
Por lo menos, sé cuánto se esforzó Fanshawe en conseguirlo, faltando a menudo a
clase para estar con él, tratando de hacerse indispensable, cuidándole con
resuelta dedicación. Era algo terrible para Fanshawe, quizá demasiado para él,
y aunque parecía llevarlo bien, reuniendo el coraje que sólo es posible en los
muy jóvenes, a veces me pregunto si logró superarlo.
Sólo hay una cosa más que
quiero mencionar aquí. Al final de este periodo –completamente al final, cuando ya
nadie esperaba que el padre viviera más de unos días– Fanshawe y yo fuimos a
dar un paseo en coche al salir del instituto. Era febrero, y al cabo de unos
minutos empezó a nevar ligeramente. Condujimos sin rumbo, dando vueltas por
algunos de los pueblos cercanos, prestando poca atención a lo que nos rodeaba.
Cuando estábamos a unos quince o veinte kilómetros de casa, encontramos un
cementerio; la puerta estaba abierta y sin ninguna razón especial decidimos
entrar. Al cabo de unos momentos detuvimos el coche y empezamos a pasear a pie.
Leímos las inscripciones de las lápidas, especulamos sobre cómo habrían sido
aquellas vidas, nos quedamos callados, anduvimos un poco más, hablamos, nos
callamos de nuevo. Ahora nevaba intensamente y la tierra se estaba poniendo
blanca. En algún punto en medio del cementerio había una tumba recién cavada y
Fanshawe y yo nos detuvimos en el borde y miramos hacia abajo. Recuerdo lo
silencioso que estaba todo, lo lejos de nosotros que parecía estar el mundo.
Durante largo rato ninguno de los dos habló, y luego Fanshawe dijo que le
gustaría ver cómo se estaba en el fondo. Le di la mano y le sostuve con fuerza
mientras él descendía a la fosa. Cuando sus pies tocaron la tierra me miró con
la cabeza levantada y una media sonrisa y luego se tumbó de espaldas, como fingiendo
estar muerto. Ese recuerdo está aún completamente vivo para mí: mirar a
Fanshawe mientras él miraba al cielo, sus ojos parpadeando furiosamente porque
la nieve le caía en la cara.
Por alguna oscura asociación
de ideas, me acordé de cuando éramos muy pequeños, no tendríamos más de cuatro
o cinco años. Los padres de Fanshawe habían comprado un electrodoméstico nuevo,
un televisor quizá, y durante varios meses Fanshawe conservó la caja de cartón
en su cuarto. Siempre había sido generoso para compartir sus juguetes, pero
aquella caja me estaba prohibida, y nunca me dejó entrar en ella. Era su lugar
secreto, me explicó y cuando se sentaba dentro y la cerraba a su alrededor,
podía ir a donde quisiera ir, podía estar donde quisiera estar. Pero si otra persona
entraba alguna vez en la caja, perdería su magia para siempre. Creí aquella
historia y no le insistí, aunque casi me parte el alma. Estábamos jugando en su
cuarto, haciendo formaciones de soldados tranquilamente o dibujando, y luego,
de pronto, Fanshawe anunciaba que iba a meterse en su caja. Yo intentaba
continuar con lo que estaba haciendo, pero nunca lo conseguía. Nada me
interesaba tanto como lo que le estaba sucediendo a Fanshawe dentro de la caja,
y pasaba esos minutos intentando desesperadamente imaginar las aventuras que él
estaba viviendo. Pero nunca me enteré de cuáles eran, ya que también iba contra
las reglas el que Fanshawe me las contara cuando salía de la caja.
Algo parecido estaba pasando
entonces en aquella tumba abierta bajo la nieve. Fanshawe estaba solo allí
abajo, pensando sus pensamientos, viviendo aquellos momentos en soledad, y
aunque yo estaba presente, el suceso estaba sellado para mí, como si no
estuviese allí en realidad. Comprendí que aquélla era la manera que tenía
Fanshawe de imaginarse la muerte de su padre. Era pura casualidad: la tumba
abierta estaba allí y Fanshawe había sentido que le llamaba. Las historias sólo
suceden a quienes son capaces de contarlas, había dicho alguien una vez. De la
misma manera, quizá, las experiencias sólo se presentaban a quienes eran
capaces de tenerlas. Pero ésta es una cuestión difícil y no puedo estar seguro
de nada. Permanecí allí esperando a que Fanshawe subiera, tratando de imaginar
lo que estaba pensando, durante un breve momento intentando ver lo que veía.
Entonces levanté la cabeza hacia el oscuro cielo invernal y todo era un caos de
nieve que caía rápidamente sobre mí.
Cuando echamos a andar hacia
el coche, el sol ya se había puesto. Cruzamos el cementerio tropezando, sin
decirnos nada. Había varios centímetros de nieve en el suelo y continuaba
nevando, cada vez más intensamente, como si no fuese a parar nunca. Llegamos al
coche, nos metimos dentro, y luego, contra todas nuestras expectativas, no
pudimos arrancarlo. Las ruedas traseras estaban atascadas en una zanja poco
profunda y nada de lo que hacíamos daba resultado. Lo empujamos, pero las
ruedas seguían girando inútilmente con aquel horrible ruido. Pasó media hora y
tuvimos que renunciar, decidiendo de mala gana abandonar el coche. Hicimos
autostop bajo la tormenta de nieve y pasaron dos horas más hasta que finalmente
llegamos a casa. Sólo entonces nos enteramos de que el padre de Fanshawe había
muerto durante la tarde.
3
Transcurrieron varios días
hasta que encontré el valor necesario para abrir las maletas. Acabé el artículo
que estaba escribiendo, fui al cine, acepté invitaciones que normalmente habría
rechazado. Estas tácticas no me engañaban, sin embargo. Demasiadas cosas
dependían de mi respuesta, y la posibilidad de quedar decepcionado era algo a
lo que no quería enfrentarme. En mi mente no había diferencia entre dar la
orden de destruir la obra de Fanshawe y matarle con mis propias manos. Me había
sido concedido el poder de borrar a alguien, de sacar un cuerpo de su tumba y
hacerlo pedazos. Era intolerable estar en esa posición, y yo no quería saber
nada de ello. Mientras no tocara las maletas, mi conciencia estaría tranquila.
Por otra parte, había hecho una promesa, y sabía que no podría retrasarme
indefinidamente. Fue justo en este punto (cuando estaba pertrechándome,
preparándome para hacerlo) cuando un nuevo temor se apoderó de mí. Descubrí que
no quería que la obra de Fanshawe fuera mala, pero tampoco quería que fuese
buena. Es un sentimiento difícil de explicar. Sin duda, las viejas rivalidades
tenían algo que ver con ello, un deseo de no quedar humillado por el talento de
Fanshawe, pero también tenía la sensación de estar atrapado. Había dado mi
palabra. Una vez que abriese las maletas, me convertiría en el portavoz de Fanshawe,
y continuaría hablando en su nombre, tanto si me gustaba como si no. Ambas
posibilidades me asustaban. Dictar una sentencia de muerte ya era bastante
malo, pero trabajar para un muerto no parecía mucho mejor. Durante varios días
oscilé entre estos temores, incapaz de decidir cuál era peor. Al final, por
supuesto, abrí las maletas. Para entonces probablemente tenía menos que ver con
Fanshawe que con Sophie. Quería volver a verla, y cuanto antes me pusiese a
trabajar, antes tendría un motivo para llamarla.
No pienso entrar en detalles
aquí. A estas alturas todo el mundo sabe cómo es el trabajo de Fanshawe. Ha
sido leído y comentado, ha habido artículos y estudios, se ha convertido en
propiedad pública. Si hay algo que decir, es únicamente que no tardé más de una
hora o dos en comprender que mis sentimientos no venían a cuento. Amar las
palabras, tener interés en lo que se escribe, creer en el poder de los libros,
esto supera a todo lo demás, y a su lado la vida de uno se queda muy pequeña.
No digo esto para felicitarme ni para presentar mis actos bajo una luz más
favorecedora. Fui el primero, pero aparte de eso no veo nada que me distinga de
los demás. Si la obra de Fanshawe hubiese sido menos de lo que era, mi papel
habría sido diferente, más importante quizá, más crucial para el resultado de
la historia. Pero, dadas las circunstancias, yo no fui más que un instrumento
invisible. Algo había sucedido, y excepto negarlo, excepto fingir que no había
abierto las maletas, continuaría sucediendo, derribando lo que se le pusiera
por delante, avanzando por su propio impulso.
Me costó aproximadamente una
semana digerir y organizar el material, separar las obras acabadas de los
borradores, poner los manuscritos en algo parecido a un orden cronológico. El
primer texto era un poema, fechado en 1963 (cuando Fanshawe tenía dieciséis
años), y el último era de 1976 (justo un mes antes de que desapareciera). En
total había más de cien poemas, tres novelas (dos cortas y una larga) y cinco
obras de teatro de un acto, así como trece cuadernos que contenían varias obras
abortadas, bocetos, apuntes, comentarios de libros que Fanshawe estaba leyendo
e ideas para futuros proyectos. No había cartas ni diarios, ninguna vislumbre
de la vida privada de Fanshawe. Pero eso ya me lo esperaba. Un hombre no se
pasa la vida ocultándose del mundo sin asegurarse de no dejar rastro. Sin
embargo, había pensado que en alguna parte entre todos aquellos papeles tal vez
habría alguna mención de mí, aunque sólo fuese una carta dándome instrucciones
o una anotación en un cuaderno nombrándome su albacea literario. Pero no había
nada. Fanshawe me había dejado enteramente solo.
Telefoneé a Sophie y quedé
para cenar con ella la noche siguiente. Debido a que sugerí un restaurante
francés que estaba de moda (muy por encima de mis posibilidades), creo que ella
pudo adivinar mi respuesta a la obra de Fanshawe. Pero aparte de este indicio
de celebración, dije lo menos posible. Quería que todo avanzara por sus pasos,
nada de movimientos bruscos, nada de gestos prematuros. Yo ya estaba seguro
respecto al trabajo de Fanshawe, pero temía precipitar las cosas con Sophie.
Era demasiado lo que dependía de cómo actuase yo, demasiado lo que podía
destruirse si metía la pata al principio. Sophie y yo estábamos vinculados
ahora, tanto si ella lo sabía como si no, aunque sólo fuera porque seriamos
socios en la promoción de la obra de Fanshawe. Pero yo quería más que eso, y
deseaba que Sophie lo quisiera también. Luchando contra mí y mi impaciencia, me
recomendé cautela, me dije que debía ser previsor.
Ella llevaba un vestido de
seda negra y diminutos pendientes de plata, y se había echado el pelo hacia
atrás para revelar la línea de su cuello. Cuando entró en el restaurante y me
vio sentado en la barra, me dirigió una cálida sonrisa cómplice, como
diciéndome que sabía lo guapa que estaba pero al mismo tiempo denotando la
extrañeza de la ocasión, saboreándola en cierto modo, claramente alerta a las
posibles consecuencias del momento. Le dije que estaba impresionante y ella me contestó
casi coquetamente que era su primera salida nocturna desde que había nacido Ben
y que había querido tener “un aspecto diferente”. Después de eso me concentré
en nuestro asunto, tratando de retraerme dentro de mi mismo. Cuando nos
llevaron a nuestra mesa (mantel blanco, pesada cubertería de plata, un tulipán
rojo en un esbelto búcaro entre nosotros) y tomamos asiento, respondí a su
segunda sonrisa hablándole de Fanshawe.
No pareció sorprendida por
nada de lo que le dije. Era algo que ya sabía, un hecho con el que se había
reconciliado, y lo que yo le estaba diciendo simplemente confirmaba lo que ella
sabía desde el principio. Extrañamente, no parecía emocionarla. Había una
cautela en su actitud que me desconcertó, y durante varios minutos me sentí perdido.
Luego, poco a poco, empecé a comprender que sus sentimientos no eran muy
diferentes de los míos. Fanshawe había desaparecido de su vida, y entendí que
ella podía tener buenas razones para lamentar la carga que le había sido
impuesta. Publicar la obra de Fanshawe, dedicarse a un hombre que ya no estaba
allí, la obligaría a vivir en el pasado, y cualquier futuro que pudiera querer
construirse estaría contaminado por el papel que tenía que interpretar: la
viuda oficial, la musa del escritor muerto, la bella heroína de una trágica
historia. Nadie quiere ser parte de una ficción, y menos aún si esa ficción es
real. Sophie tenía sólo veintiséis años. Era demasiado joven para vivir a
través de otro, demasiado inteligente para no querer tener una vida completamente
suya. El hecho de que hubiera amado a Fanshawe no era la cuestión. Fanshawe
estaba muerto y había llegado el momento de dejarlo atrás.
Nada de esto se dijo
explícitamente. Pero el sentimiento estaba allí y habría sido una estupidez no
prestarle atención. Dadas mis propias reservas, es extraño que fuese yo quien
llevara la antorcha, pero me di cuenta de que si no me encargaba de todo y
comenzaba la tarea, ésta no se haría nunca.
–En realidad no es necesario
que te impliques –dije–. Tendremos que consultarte, por supuesto, pero eso no
te ocupará mucho tiempo. Si estás dispuesta a dejar que yo tome las decisiones,
no creo que sea muy difícil para ti.
–Por supuesto que dejaré las
decisiones en tus manos –dijo–. Yo no sé nada de esto. Si intentara hacerlo yo,
me perdería a los cinco minutos.
–Lo importante es saber que
estamos del mismo lado –dije–. En última instancia, supongo que el asunto se
reduce a si puedes confiar en mí o no.
–Confío en ti –dijo ella.
–No te he dado ninguna razón
para que lo hagas –dije–. Todavía no, por lo menos.
–Lo sé. Pero confío en ti de
todas formas.
–¿Así, sin más?
–Sí. Sin mas.
Me sonrió de nuevo y durante
el resto de la cena no dijimos nada más acerca del trabajo de Fanshawe. Yo
había planeado discutir los detalles –cuál era la mejor forma de empezar, que
editores podrían estar interesados, con qué personas debíamos contactar,
etcétera–, pero eso ya no parecía importante. Sophie no deseaba pensar en ello,
y ahora que yo le había asegurado que no tendría que hacerlo, su actitud
juguetona reapareció gradualmente. Después de tantos meses difíciles,
finalmente tenía la oportunidad de olvidarse del asunto durante un rato, y me
di cuenta de lo decidida que estaba a entregarse a los sencillos placeres de
aquel momento: el restaurante, la comida, las risas de la gente que nos
rodeaba, el hecho de que estaba allí y no en ningún otro sitio. Quería que la
mimaran, y ¿quién era yo para no complacerla?
Yo estaba en buena forma
aquella noche. Sophie me inspiraba y no tardé mucho en animarme. Gasté bromas,
conté historias, hice pequeños trucos con la cubertería. Era una mujer tan
bella que costaba apartar los ojos de ella. Quería verla reír, ver cómo
respondía su cara a lo que yo decía, observar sus ojos, estudiar sus gestos.
Dios sabe qué tonterías dije, pero hice todo lo posible por distanciarme, por
ocultar mis verdaderos motivos bajo aquel derroche de encanto. Aquélla era la
parte dura. Yo sabía que Sophie se sentía sola, que quería el consuelo de un
cuerpo cálido junto al suyo, pero un rápido revolcón en el heno no era lo que
yo buscaba, y si me movía demasiado deprisa probablemente todo quedaría en eso.
En aquella primera etapa, Fanshawe seguía estando allí con nosotros, el vínculo
implícito, la fuerza invisible que nos había unido. Pasaría algún tiempo antes
de que desapareciera, y hasta que eso ocurriese, yo estaba dispuesto a esperar.
Todo aquello creaba una
tensión exquisita. A medida que avanzaba la velada, los comentarios más
casuales se cargaban de matices eróticos. Las palabras ya no eran simplemente
palabras, sino un curioso código de silencios, una forma de hablar que daba
vueltas continuamente en torno a lo que se decía. Mientras evitásemos el
verdadero tema, el hechizo no se rompería. Ambos nos deslizamos de manera
natural hacia ese tono burlón, que se hizo aún más poderoso porque ninguno de
nosotros abandonó la broma. Sabíamos lo que hacíamos, pero al mismo tiempo
fingíamos no saberlo. Así comenzó mi cortejo de Sophie, despacio,
decorosamente, creciendo muy poquito a poco.
Después de la cena paseamos
durante unos veinte minutos en la oscuridad de finales de noviembre y acabamos
la noche tomando unas copas en un bar del centro. Fumé un cigarrillo tras otro,
pero ése fue el único indicio de mi tumulto interior. Sophie me habló durante
un rato de su familia en Minnesota, sus tres hermanas más jóvenes, su llegada a
Nueva York ocho años antes, su música, sus clases, su plan de volver a trabajar
el próximo otoño, pero estábamos tan firmemente atrincherados en nuestro tono
jocoso que cada comentario se convertía en una excusa para nuevas risas.
Podríamos haber continuado así, pero había que pensar en la canguro, así que
finalmente cortamos a eso de medianoche. La llevé hasta la puerta del
apartamento y allí hice mi último gran esfuerzo de la noche.
–Gracias, doctor –dijo
Sophie–. La operación ha sido un éxito.
–Mis pacientes siempre
sobreviven –dije–. Es por el gas de la risa. Abro la válvula y poco a poco
mejoran.
–Ese gas podría crear
hábito.
–Ésa es la idea. Los
pacientes no cesan de volver pidiendo más, a veces dos o tres sesiones por
semana. ¿Cómo cree usted que pago mi piso de Park Avenue y la casa de verano en
Francia?
–Así que hay un motivo
oculto.
–Por supuesto. Me mueve la
avaricia.
–Su clientela debe ser
numerosa.
–Lo era. Pero ahora estoy
más o menos retirado. Últimamente tengo una sola paciente, y no estoy seguro de
si volverá.
–Volverá –dijo Sophie, con
la sonrisa más coqueta y radiante que yo había visto nunca–. Cuente con ello.
–Me alegra oírlo –dije–.
Haré que mi secretaria la llame para concertar la próxima cita.
–Cuanto antes mejor. Con
estos tratamientos a largo plazo, no se puede perder un momento.
–Excelente consejo. No
olvidaré pedir un nuevo suministro de gas de la risa.
–Hágalo, doctor. Creo que lo
necesito de veras.
Nos sonreímos de nuevo y
luego le di un gran abrazo de oso y un breve beso en los labios y bajé la
escalera lo más deprisa que pude.
Me fui derecho a casa,
comprendí que acostarme era imposible y pasé dos horas delante de la
televisión, viendo una película sobre Marco Polo. Finalmente me quedé como un
tronco a eso de las cuatro, en mitad de la reposición de Rumbo a lo desconocido.
Mi primer paso fue ponerme
en contacto con Stuart Green, editor en una de las mayores editoriales. No le
conocía muy bien, pero nos habíamos criado en la misma ciudad y su hermano
menor, Roger, había ido al colegio con Fanshawe y conmigo. Supuse que Stuart se
acordaría de quién era Fanshawe y me parecía una buena manera de empezar. Me
había encontrado a Stuart en varias reuniones a lo largo de los años, quizá
tres o cuatro veces, y siempre se había mostrado amable, hablando de los viejos
tiempos (como él los llamaba) y prometiendo darle recuerdos míos a Roger la
próxima vez que le viera. Yo no tenía ni idea de qué podía esperar de Stuart,
pero pareció bastante contento de oírme cuando le llamé. Quedamos en vernos en
su oficina una tarde de aquella semana.
Tardó unos momentos en
situar el nombre de Fanshawe. Le sonaba, dijo, pero no sabía de qué. Estimulé
su memoria un poco, mencioné a Roger y sus amigos, y de pronto cayó en la
cuenta.
–Sí, sí, claro –dijo–.
Fanshawe. Aquel niño tan extraordinario. Roger solía insistir en que acabaría
siendo presidente.
Ese mismo, dije, y luego le
conté la historia.
Stuart era un tipo bastante
remilgado, un tipo de Harvard que llevaba corbatas de pajarita y chaquetas de
tweed, y aunque en el fondo era poco más que un ejecutivo, en el
mundo editorial pasaba por ser un intelectual. Le
había ido bien hasta entonces –era editor jefe con poco más de treinta años, un
trabajador joven, sólido y responsable– y no había duda de que continuaría
ascendiendo. Digo todo esto únicamente para demostrar que no era persona
automáticamente receptiva a la clase de historia que le estaba contando. Tenía
muy poco de romántico, muy poco que no fuera precavido y práctico, pero noté
que estaba interesado, y a medida que yo continuaba hablando, incluso parecía
excitado.
Tenía poco que perder, por
supuesto. Si el trabajo de Fanshawe no le gustaba, le sería muy fácil
rechazarlo. Los rechazos eran la esencia de su trabajo y no tendría que
pensárselo dos veces. Por otra parte, si Fanshawe era el escritor que yo decía
que era, publicarlo sólo podría contribuir a la reputación de Stuart.
Compartiría la gloria de haber descubierto a un genio americano desconocido y
podría vivir de ese golpe de suerte durante años.
Le entregué el manuscrito de
la novela larga de Fanshawe. Al final, le dije, tendría que ser todo o nada
–los poemas, las obras de teatro, las otras dos novelas–, pero aquélla era la
obra más importante de Fanshawe y me parecía lógico que empezásemos por ella.
Me refería a El país de nunca jamás,
por supuesto. Stuart dijo que le gustaba el título, pero cuando me pidió que le
describiera el libro, le contesté que preferiría no hacerlo, que pensaba que
seria mejor que lo descubriera por si mismo. Levantó una ceja como respuesta
(un truco que probablemente había aprendido durante el año que pasó en Oxford),
como dando a entender que no debía jugar con él. Que yo supiera, no estaba jugando
a nada. Era sólo que no quería forzarle. El libro se encargaría de eso, y yo no
veía ninguna razón para negarle entrar en él indefenso: sin mapas, sin brújula,
sin nadie que le llevase de la mano.
Tardó tres semanas en
llamarme. Las noticias no eran ni buenas ni malas, pero parecían
esperanzadoras. Probablemente tendríamos suficiente apoyo de los editores para
sacar el libro adelante, dijo Stuart, pero antes de tomar la decisión
definitiva querían echar una ojeada al resto del material. Yo ya esperaba aquello
–cierta prudencia, andar con pies de plomo–, y le dije a Stuart que pasaría por
su oficina para llevarle los manuscritos la tarde siguiente.
–Es un libro extraño –me
dijo, señalando el manuscrito de El país
de nunca jamás sobre su mesa–. No es en absoluto la típica novela, ya me
entiende. No es típico en nada. Aún no está claro que vayamos a publicarlo,
pero si lo hacemos, estaremos corriendo cierto riesgo.
–Lo sé –dije–. Pero eso es
lo que lo hace interesante.
–Lo que es una verdadera
pena es que Fanshawe no este disponible. Me encantaría poder trabajar con él.
Hay cosas en el libro que deberían cambiarse, creo yo, ciertos pasajes que
deberían suprimirse. Eso haría que el libro fuese aún más fuerte.
–Eso no es más que orgullo
de editor –dije–. Les resulta difícil ver un manuscrito y no atacarlo con un
lápiz rojo. La verdad es que creo que acabará usted por encontrarles sentido a
las partes que ahora no le gustan, y se alegrará de no haber podido tocarlas.
–El tiempo lo dirá –dijo
Stuart, nada dispuesto a darme la razón–. Pero no hay duda, no hay duda de que
el hombre sabía escribir. Leí el libro hace más de dos semanas y no me ha
abandonado desde entonces. No puedo quitármelo de la cabeza. Me acuerdo de él
una y otra vez, y siempre en los momentos más extraños. Al salir de la ducha,
andando por la calle, cuando me estoy metiendo en la cama por la noche, siempre
que no estoy pensando conscientemente en nada. Eso no sucede muy a menudo,
usted lo sabe. Lee uno tantos libros en este trabajo que todos tienden a
mezclarse. Pero el libro de Fanshawe destaca. Hay algo poderoso en él, y lo más
raro es que ni siquiera sé qué es.
–Probablemente ésa es la
verdadera prueba –dije–. A mi me sucedió lo mismo. El libro se te graba en el
cerebro y no puedes librarte de él.
–¿Y qué me dice del resto de
su obra?
–Es lo mismo –dije–. No
puedes dejar de pensar en ella.
Stuart meneó la cabeza, y
por primera vez vi que estaba sinceramente impresionado. No duró más que un
momento, pero en aquel instante su arrogancia y su pose desaparecieron
repentinamente, y me encontré casi deseando que me agradase.
–Creo que tal vez hayamos
descubierto algo importante –dijo–. Si lo que usted dice es verdad, creo que
realmente hemos encontrado algo importante.
Así era, y según se comprobó
luego, quizá aún más importante de lo que Stuart había imaginado. El país de nunca jamás fue aceptado ese
mes, con una opción sobre los otros libros. Mi veinticinco por ciento del
anticipo fue suficiente para comprarme algún tiempo, y lo empleé en preparar
una edición de los poemas. También fui a visitar a varios directores de teatro
para ver si les interesaría montar las obras. Finalmente, también eso salió
bien y planeamos estrenar tres obras de un acto en un pequeño teatro del centro
unas seis semanas después de que se publicara El país de nunca jamás. Mientras tanto, persuadí al director de una
de las principales revistas para las que yo escribía en ocasiones de que me
dejase escribir un artículo sobre Fanshawe. Resultó un texto largo y bastante
exótico y en ese momento pensé que era una de las mejores cosas que había
escrito. El articulo tenía que aparecer dos meses antes de la publicación de El país de nunca jamás, y de repente me
pareció que todo ocurría a la vez.
Reconozco que me dejé
atrapar por todo ello. Una cosa llevaba a la otra y, antes de que pudiera darme
cuenta, se había puesto en marcha una pequeña industria. Era una especie de
delirio. Me sentía como un ingeniero, apretando botones y tirando de palancas,
corriendo de las válvulas a los circuitos, ajustando una pieza aquí, diseñando
una mejora allí, escuchando cómo el artefacto zumbaba, resoplaba y ronroneaba,
olvidado de todo lo que no fuera el estrépito de mi invento. Yo era el
científico loco que había inventado la gran máquina mágica, y cuanto más humo
salía de ella y más ruido hacía, más feliz estaba yo.
Quizá eso era inevitable;
quizá tenía que estar un poco loco para embarcarme en ello. Dado el esfuerzo
que me había supuesto reconciliarme con el proyecto, probablemente era
necesario que equiparase el éxito de Fanshawe con el mío propio. Había
tropezado con una causa, algo que me justificaba y hacía que me sintiese
importante, y cuanto más plenamente me sumergía en mis ambiciones para
Fanshawe, más nítidamente me veía a mí mismo. Esto no es una excusa; es
simplemente una descripción de lo que sucedió. La visión retrospectiva me dice
que estaba metiéndome en líos, pero en aquella época yo no era consciente de
ello. Es más, aunque lo hubiera sido, dudo que hubiera hecho algo diferente.
Debajo de todo ello estaba
el deseo de permanecer en contacto con Sophie. A medida que pasaba el tiempo,
se convirtió en algo perfectamente natural que yo la llamase tres o cuatro
veces por semana, para almorzar con ella, para dar un paseo por la tarde en su
barrio con Ben. Le presenté a Stuart Green, la invité a conocer al director de
teatro, le busqué un abogado para que se ocupara de los contratos y otros
asuntos legales. Sophie aceptó todo esto con naturalidad, considerando aquellos
encuentros más como ocasiones sociales que como conversaciones de trabajo,
dejándole claro a la gente que veíamos que yo era quien tomaba las decisiones.
Intuí que estaba decidida a no sentirse en deuda con Fanshawe, que, sucediera
lo que sucediera, ella continuaría guardando las distancias. El dinero la hacía
feliz, por supuesto, pero nunca lo relacionó realmente con el trabajo de
Fanshawe. Era un regalo inesperado, un billete de lotería premiado que le había
caído del cielo, y eso era todo. Sophie vio a través del torbellino desde el principio.
Comprendió el fundamental absurdo de la situación, y como no era avariciosa,
como no tenía ningún impulso de aprovechar su ventaja, no perdió la cabeza.
Me esforcé mucho en mi
cortejo. Sin duda mis motivos eran transparentes, pero quizá eso fue lo bueno.
Sophie sabía que me había enamorado de ella, y el hecho de que no me
abalanzase, de que no la obligase a declarar sus sentimientos hacia mí,
probablemente contribuyó más que ninguna otra cosa a convencerla de mi
seriedad. Sin embargo, yo no podía esperar eternamente. La discreción tenía su
función, pero demasiada discreción podía ser fatal. Llegó un momento en que
noté que ya no estábamos empeñados en un combate, que las cosas se habían
asentado entre nosotros. Al pensar ahora en ese momento, me tienta utilizar el
lenguaje tradicional del amor. Deseo hablar con metáforas de calor, de fuego,
de barreras que se derriten ante pasiones irresistibles. Soy consciente de lo
ampulosos que pueden sonar estos términos, pero al final creo que son exactos.
Todo había cambiado para mí, y palabras que nunca había comprendido,
súbitamente empezaron a tener sentido. Aquello fue una revelación, y cuando
finalmente tuve tiempo de absorberla, me pregunté cómo había podido vivir tanto
tiempo sin aprender aquella sencilla verdad. No estoy hablando de deseo tanto
como de conocimiento, del descubrimiento de que dos personas, a través del
deseo, pueden crear algo más poderoso de lo que ninguna de ellas podría crear
sola. Ese conocimiento me transformó, creo, e hizo que me sintiera más humano.
Al pertenecer a Sophie, empecé a sentir como si perteneciera a todos los demás.
Resultó que mi verdadero lugar en el mundo estaba más allá de mí mismo, y si
estaba dentro de mí, también era ilocalizable. Era el diminuto espacio entre el
yo y el no yo, y por primera vez en mi vida vi esta nada como el centro exacto
del mundo.
Era el día en que yo cumplía
treinta años. Conocía a Sophie desde hacía aproximadamente tres meses y ella
insistió en que lo celebráramos. Yo estaba reacio al principio, ya que nunca
había dado mucha importancia a los cumpleaños, pero el sentido de la ocasión de
Sophie acabó venciéndome. Me compró una cara edición ilustrada de Moby Dick, me llevó a cenar a un buen
restaurante y luego a una representación de Boris
Godunov en el Met. Por una vez, me dejé ir, sin intentar explicarme mi
felicidad, sin intentar anticiparme a mí mismo o maniobrar mejor que mis
sentimientos. Quizá estaba empezando a percibir una nueva audacia en Sophie;
quizá ella me estaba dejando saber que había decidido por sí misma, que ya era
demasiado tarde para que ninguno de los dos se echara atrás. Fuese lo que
fuese, aquélla fue la noche en que todo cambió, en la que ya no hubo ninguna
duda respecto a lo que íbamos a hacer. Regresamos a su apartamento a las once y
media, Sophie pagó a la soñolienta canguro y luego entramos de puntillas en la
habitación de Ben y nos quedamos allí un rato viéndole dormir en su cunita.
Recuerdo claramente que ninguno de nosotros dijo nada, que el único sonido que
yo oía era el leve gorgoteo de la respiración de Ben. Nos inclinamos sobre los
barrotes y estudiamos la forma de su cuerpecito, tumbado boca abajo, las
piernas encogidas, el trasero levantado, dos o tres dedos metidos en la boca.
La escena pareció durar largo tiempo, pero dudo que fuese más de un minuto o
dos. Luego, sin previo aviso, ambos nos erguimos, nos volvimos el uno hacia el
otro y empezamos a besarnos. Después de eso, me resulta difícil hablar de lo
que sucedió. Estas cosas tienen poco que ver con las palabras, tan poco, en
realidad, que casi parece inútil tratar de expresarlas. En todo caso, diría que
estábamos cayendo el uno en el otro, cayendo tan rápido y tan lejos que nada
podía pararnos. De nuevo, recurro a la metáfora. Pero probablemente no se trata
de eso. Porque que pueda o no pueda hablar de ello no cambia la verdad de lo
que sucedió. El hecho es que nunca hubo un beso igual, y dudo que en toda mi
vida vuelva a haber un beso igual.
4
Pasé aquella noche en la
cama de Sophie y a partir de entonces se me hizo imposible dejarla. Volvía a mi
apartamento durante el día para trabajar, pero regresaba a Sophie todas las
noches. Me convertí en parte de su hogar –compraba comida para la cena, le
cambiaba los pañales a Ben, sacaba la basura–, viviendo con otra persona más
íntimamente de lo que había vivido nunca. Pasaron los meses y, con constante
asombro, descubrí que tenía talento para aquella clase de vida. Había nacido
para estar con Sophie, y poco a poco noté que me volvía más fuerte, noté que
ella me hacía mejor de lo que había sido. Era extraña la forma en que Fanshawe
nos había unido. De no ser por su desaparición, nada de aquello habría
sucedido. Estaba en deuda con él, pero aparte de hacer todo lo que podía por su
trabajo, no tenía ninguna posibilidad de saldar esa deuda.
Mi articulo se publicó y
pareció surtir el efecto deseado. Stuart Green me llamó para decirme que era un
“gran refuerzo”, lo cual deduje que significaba que ahora se sentía más seguro.
Con todo el interés que el artículo había despertado, Fanshawe ya no parecía un
riesgo tan grande. Luego salió El país de
nunca jamás y las críticas fueron unánimemente buenas, algunas
extraordinarias. Era todo lo que uno podía esperar. Era el cuento de hadas con
el que todo escritor sueña, y reconozco que yo mismo estaba un poco asustado.
Esas cosas no pasan en el mundo real. Pocas semanas después de su publicación,
las ventas eran mayores de lo que se había esperado para toda la edición.
Finalmente una segunda edición entró en imprenta, pusieron anuncios en
periódicos y revistas y luego vendieron el libro a una editorial de libros de
bolsillo para que lo sacara al año siguiente. No quiero dar a entender que el
libro fuera un récord de ventas de acuerdo con criterios comerciales ni que
Sophie fuera camino de convertirse en millonaria, pero dada la seriedad y la
dificultad de la obra de Fanshawe, y dada la tendencia del público a no
acercarse a ese tipo de obra, fue un éxito mayor de lo que habíamos imaginado
posible.
En cierto sentido, aquí es
donde la historia debería terminar. El joven genio ha muerto, pero su obra
seguirá viva, su nombre será recordado durante muchos años. Su amigo de la
infancia ha salvado a la joven y hermosa viuda y los dos vivirán felices para
siempre. Parecería que así concluye la representación, que lo único que falta
es la última llamada a escena para recibir los aplausos. Pero resulta que esto
es sólo el principio. Lo que he escrito hasta ahora no es más que un preludio,
una rápida sinopsis de todo lo que viene antes de la historia que tengo que
contar. Si no hubiera nada más que esto, no habría nada en absoluto, porque
nada me habría impulsado a empezar. Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria
para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo, y la oscuridad es lo que
me rodea cada vez que pienso en lo sucedido. Si hace falta valor para escribir
acerca de ello, también es cierto que sé que escribir es la única posibilidad
que tengo de escapar. Pero dudo que esto ocurra, ni siquiera suponiendo que
consiga contar la verdad. Las historias sin final no pueden hacer otra cosa que
continuar eternamente, y verse atrapado en una de ellas significa que morirás
antes de haber interpretado tu papel hasta el final. Mi única esperanza es que
lo que tengo que decir tenga un final, que encuentre en alguna parte un claro
en la oscuridad. Esta esperanza es lo que defino como valor, pero que haya
razones para la esperanza es otra cuestión enteramente distinta.
Fue unas tres semanas
después del estreno de las obras de teatro. Pasé la noche en casa de Sophie,
como de costumbre, y por la mañana me fui a mi apartamento para trabajar.
Recuerdo que tenía que terminar una reseña de cuatro o cinco libros de
poesía –una de esas frustrantes
mezcolanzas– y me estaba costando concentrarme. Mi mente se alejaba una y otra
vez de los libros que estaban sobre mi mesa, y cada cinco minutos más o menos
me levantaba de la silla y paseaba por la habitación. Stuart Green me había
contado una extraña historia el día anterior y me resultaba difícil dejar de
pensar en ella. Según Stuart, la gente estaba empezando a decir que Fanshawe no
existía. El rumor afirmaba que me lo había inventado para perpetrar un fraude y
que los libros los había escrito yo mismo. Mi primera reacción fue echarme a
reír, y luego hice alguna broma acerca de que Shakespeare tampoco había escrito
ninguna de sus obras. Pero, tras pensar más en ello, no sabía si sentirme
insultado o halagado por aquel rumor. ¿Es que la gente no se fiaba de que
dijese la verdad? ¿Por qué habría de tomarme la molestia de crear toda una obra
para luego no querer atribuirme el mérito de la misma? Y, sin embargo, ¿creía
la gente que yo era capaz de escribir un libro tan bueno como El país de nunca jamás? Me di cuenta de
que una vez que se publicaran todos los manuscritos de Fanshawe, me sería
perfectamente posible escribir uno o dos libros más con su nombre, escribir la
obra yo y hacerla pasar por suya. No tenía intención de hacer tal cosa, por
supuesto, pero la sola idea me abría ciertos extraños e intrigantes conceptos:
lo que significaba que un escritor pusiera su nombre en un libro, por qué
algunos escritores optaban por ocultarse detrás de un seudónimo, si un escritor
tenía una vida real o no. Se me ocurrió que escribir con otro nombre podría ser
algo que me gustase –inventarme una identidad secreta–, y me pregunté por qué
encontraba esa idea tan atractiva. Un pensamiento me llevaba a otro, y cuando
agoté el tema, descubrí que había malgastado la mayor parte de la mañana.
Eran las once y media –la
hora en que llegaba el correo– e hice mi habitual excursión en el ascensor para
ver si había algo en el buzón. Este era siempre un momento crucial del día para
mí y me resultaba imposible acercarme a él tranquilamente. Siempre tenía la
esperanza de que hubiera buenas noticias –un cheque inesperado, una oferta de
trabajo, una carta que de algún modo cambiaría mi vida–, y el hábito de la
expectativa era ya parte de mí hasta el punto de que apenas podía mirar mi
buzón sin sentir una oleada de emoción. Aquél era mi escondite, el único lugar
del mundo que era exclusivamente mío. Y al mismo tiempo me unía con el resto
del mundo, y en su mágica oscuridad se hallaba el poder de hacer que ocurrieran
cosas.
Solamente había una carta
para mí aquel día. Venía en un sobre blanco liso con un matasellos de Nueva
York y no llevaba remite. La letra no me era conocida (mi nombre y dirección
estaban escritos con mayúsculas) y ni siquiera podía imaginarme de quién sería.
Abrí el sobre en el ascensor, y fue entonces, allí, de pie camino del piso noveno,
cuando el mundo se me cayó encima.
“No te enfades conmigo por
escribirte”, empezaba la carta. “Aun a riesgo de provocarte un ataque al
corazón, quería enviarte una última palabra: darte las gracias por lo que has
hecho. Sabía que eras la persona adecuada, pero las cosas han salido aún mejor
de lo que yo pensaba. Has ido más allá de lo posible, y estoy en deuda contigo.
Sophie y el niño estarán atendidos, y por ello puedo vivir con la conciencia
tranquila.
”No voy a dar explicaciones
aquí. A pesar de esta carta, quiero que sigas considerándome muerto. Nada es
más importante que eso y no debes decirle a nadie que has tenido noticias mías.
No me encontrarán, y hablar de esto sólo traería más problemas. No vale la
pena. Sobre todo no le digas nada a Sophie. Haz que se divorcie de mí y luego
cásate con ella lo antes posible. Confío en que lo hagas así, y doy mis
bendiciones. El niño necesita un padre, y tú eres el único con quien puedo
contar.
”Quiero que entiendas que no
he perdido el juicio. Tomé ciertas decisiones que eran necesarias, y aunque
algunas personas hayan sufrido, marcharme fue lo mejor y lo más bondadoso que
he hecho nunca.
”Siete años después del día
de mi desaparición será el día de mi muerte. He dictado sentencia contra mí
mismo y no habrá apelaciones.
”Te ruego que no me busques.
No tengo ningún deseo de ser encontrado y me parece que tengo derecho a vivir
el resto de mi vida como crea oportuno. Me repugnan las amenazas, pero no tengo
más remedio que hacerte esta advertencia: si por un milagro consigues
encontrarme, te mataré.
”Me complace que mis
escritos hayan despertado tanto interés. Nunca tuve la menor sospecha de que
pudiera suceder algo así. Pero ahora todo eso me parece muy lejano. Escribir
libros pertenece a otra vida y pensar en ello ahora me deja frío. Nunca
intentaré reclamar el dinero, os lo doy gustosamente a ti y a Sophie. Escribir
era una enfermedad que me aquejó durante mucho tiempo, pero ya me he repuesto
de ella.
”Puedes estar seguro de que
no volveré a ponerme en contacto contigo. De ahora en adelante te verás libre
de mí, y te deseo una vida larga y feliz. Cuánto mejor que todo haya sido así.
Eres mi mejor amigo, y mi única esperanza es que seas siempre el que eres. Lo
mío es otra historia. Deséame suerte.”
No había firma al final de
la carta, y durante una hora o dos intenté convencerme de que se trataba de una
broma pesada. Si Fanshawe la hubiera escrito, ¿por qué no iba a firmarla? Me
aferré a eso como prueba de que era una jugarreta, buscando desesperadamente
una excusa para negar lo que había sucedido. Pero ese optimismo no duró mucho,
y poco a poco me obligué a enfrentarme a los hechos. Podía haber diversas
razones para omitir el nombre, y cuanto más lo pensaba, más claramente debía
considerar auténtica la carta. Un bromista se habría preocupado de incluir el
nombre, pero la persona real no le daría importancia: solamente alguien que no
se propusiera engañar tendría suficiente seguridad en si mismo como para
cometer un error tan evidente. Y luego estaban las últimas frases de la carta:
“... sigas siendo el que eres. Lo mío es otra historia.” ¿Significaba eso que
Fanshawe se había convertido en otra persona? Indiscutiblemente vivía con otro
nombre, pero ¿cómo vivía? ¿Y dónde? El matasellos de Nueva York era una pista,
quizá, pero igualmente podría ser un subterfugio, una información falsa para
despistarme. Fanshawe había tenido muchísimo cuidado. Leí la carta una y otra
vez, tratando de desmenuzarla, buscando una grieta, una forma de leer entre
líneas, pero no conseguí nada. La carta era opaca, un bloque de oscuridad que
frustraba cualquier intento de penetrarlo. Al final renuncié, guardé la carta
en un cajón de mi mesa y reconocí que estaba perdido, que nada volvería a ser
igual para mí.
Lo que más me molestaba,
creo, era mi propia estupidez. Considerándolo ahora, veo que todos los hechos
me habían sido mostrados desde el principio, desde mi primer encuentro con
Sophie. Durante años Fanshawe no publica nada, luego le dice a su esposa lo que
tiene que hacer si le ocurre algo (ponerse en contacto conmigo, conseguir que
publiquen su obra) y después desaparece. Era todo muy evidente. El hombre
quería marcharse y se marchó. Sencillamente se largó un buen día y dejó
plantada a su esposa embarazada, y como ella confiaba en él, como le resultaba
inconcebible que hiciera tal cosa, no tenía mas remedio que pensar que había
muerto. Sophie se había engañado, pero, dada la situación, era difícil ver qué
otra cosa podría haber hecho. Yo no tenía esa excusa. Ni una sola vez desde el
principio había pensado a fondo en el asunto. Me había precipitado a creer en
su versión, me había recreado en aceptar su interpretación de los hechos, y
luego había dejado de pensar por completo. A la gente la habían matado por
crímenes menores que ese.
Pasaron los días. Todos mis
instintos me decían que confiase en Sophie, que le enseñara la carta, y sin
embargo no fui capaz de hacerlo. Estaba demasiado asustado, demasiado inseguro
respecto a cómo reaccionaría ella. Cuando mi estado de ánimo era más fuerte, me
decía a mí mismo que guardar silencio era la única manera de protegerla. ¿A
quién beneficiaría que ella supiera que Fanshawe la había dejado plantada? Se
culparía a si misma por lo que había sucedido y yo no quería herirla. Debajo de
aquel noble silencio, sin embargo, había un segundo silencio de pánico y miedo.
Fanshawe estaba vivo, y si yo dejaba que Sophie lo supiera, ¿qué supondría ese
conocimiento para nuestra relación? La idea de que Sophie pudiera desear que él
volviese era demasiado para mí, y no tenía el valor de arriesgarme a
descubrirlo. Quizá ése fue mi mayor fallo. Si hubiera creído lo suficiente en
el amor de Sophie por mí, habría estado dispuesto a arriesgar cualquier cosa.
Pero en aquel momento me pareció que no tenía elección y por lo tanto hice lo
que Fanshawe me había pedido que hiciese, no por él, sino por mí. Encerré el
secreto dentro de mí y aprendí a callarme.
Pasaron unos días más y
luego le propuse matrimonio a Sophie. Habíamos hablado de ello antes, pero esta
vez lo saqué del terreno de la conversación, dejándole claro que lo decía en
serio. Me di cuenta de que actuaba de un modo desusado en mí (sin sentido del
humor, inflexible), pero no podía remediarlo. La incertidumbre de la situación
era imposible de soportar, y sentí que tenía que resolver las cosas
inmediatamente. Sophie notó este cambio en mí, por supuesto, pero dado que no
sabía la razón del mismo, lo interpretó como un exceso de pasión, el
comportamiento de un hombre nervioso y excesivamente ardiente, ansioso de
conseguir lo que más deseaba (lo cual también era cierto). Sí, me dijo, se
casaría conmigo. ¿Realmente había pensado alguna vez que me rechazaría?
–Y también quiero adoptar a
Ben –dije–. Quiero que lleve mi apellido. Es importante que crezca creyendo que
soy su padre.
Sophie me contestó que no
habría aceptado otra cosa. Era lo único que tenía sentido para los tres.
–Y quiero que sea pronto
–continué–, lo antes posible. En Nueva York tardarías un año en conseguir el
divorcio, y eso es demasiado tiempo, no podría soportar esperar tanto. Pero hay
otros sitios, Alabama, Nevada, México, Dios sabe dónde. Podríamos marcharnos de
vacaciones, y cuando volviésemos, ya serias libre para casarte conmigo.
Sophie dijo que le gustaba
cómo sonaba eso: “libre para casarte conmigo”. Si eso exigía irse a otro sitio
durante algún tiempo, lo haría, dijo, iría a donde yo quisiera.
–Después de todo –dije–, ya
hace más de un año que se fue, casi año y medio. Tienen que pasar siete años
hasta que una persona muerta pueda ser declarada oficialmente muerta. Pasan
cosas, la vida continúa. Imagínate: ya hace casi un año que nos conocemos.
–Para ser exactos –contestó
Sophie–, entraste por esa puerta por primera vez el venticinco de noviembre de
1976. Dentro de ocho días hará exactamente un año.
–Te acuerdas.
–Claro que me acuerdo. Fue
el día más importante de mi vida.
Cogimos un avión con destino
a Birmingham, Alabama, el veintisiete de noviembre y volvimos a Nueva York en
la primera semana de diciembre. El día once nos casamos en el ayuntamiento y
después tuvimos una cena alcohólica con veinte de nuestros amigos. Pasamos esa
noche en el Hotel Plaza, pedí que nos subieran el desayuno a la habitación por
la mañana y ese mismo día volamos a Minnesota con Ben. El dieciocho los padres
de Sophie nos dieron una fiesta de boda en su casa y la noche del veinticuatro
celebramos una Navidad noruega. Dos días más tarde Sophie y yo dejamos la nieve
y nos fuimos a pasar semana y media en las Bermudas. Luego regresamos a
Minnesota para recoger a Ben. Nuestro plan era empezar a buscar piso en cuanto
llegásemos a Nueva York. Cuando volábamos sobre el oeste de Pennsylvania
después de aproximadamente una hora de vuelo, Ben se hizo pis sobre mi regazo a
pesar de sus pañales. Cuando le enseñé la gran mancha oscura en mis pantalones,
se rió, batió palmas y luego, mirándome directamente a los ojos, me llamó pa–pa
por primera vez.
5
Me aferré al presente.
Pasaron varios meses y poco a poco empezó a parecer que me sería posible
sobrevivir. Vivía en una madriguera, pero Sophie y Ben estaban allí conmigo y
eso era todo lo que deseaba realmente. Con tal que me acordara de no levantar
la vista, el peligro no podría tocarnos.
Nos trasladamos a un piso en
Riverside Drive en febrero. Instalarnos nos llevó hasta la mitad de la
primavera y tuve pocas oportunidades de detenerme a pensar en Fanshawe. Aunque
la carta no desaparecía de mi cabeza por completo, ya no representaba la misma
amenaza. Ahora me sentía seguro con Sophie y pensaba que nada podría
separarnos, ni siquiera Fanshawe, ni siquiera Fanshawe en carne y hueso. Eso me
parecía entonces, cada vez que aquello acudía a mi mente. Ahora entiendo hasta
qué punto me estaba engañando, pero no lo descubrí hasta mucho tiempo después.
Por definición, un pensamiento es algo de lo que eres consciente. El hecho de
que nunca dejase de pensar en Fanshawe, de que él estuviera dentro de mí día y
noche durante todos aquellos meses, me era desconocido en aquella época. Y si
no eres consciente de tener un pensamiento, ¿es legítimo decir que estás pensando?
Estaba obsesionado, quizá incluso poseído, pero no había ningún signo de ello,
ninguna pista que me indicara lo que estaba sucediendo.
Ahora mi vida diaria estaba
llena. Apenas me daba cuenta de que trabajaba menos de lo que había trabajado
en años. No tenía un puesto de trabajo al que acudir todas las mañanas y puesto
que Sophie y Ben estaban en el piso conmigo, no era muy difícil encontrar
excusas para evitar mi mesa. Mi horario de trabajo se hizo muy flexible. En
lugar de empezar a las nueve en punto todos los días, a veces no entraba en mi
cuartito hasta las once o las once y media. Además, la presencia de Sophie en
casa era una tentación constante. Ben dormía aún una o dos siestas al día y en
esas horas tranquilas, mientras él estaba durmiendo, me era difícil no pensar
en el cuerpo de Sophie. Con mucha frecuencia acabábamos haciendo el amor.
Sophie estaba tan hambrienta como yo, y a medida que pasaban las semanas la
casa se fue erotizando lentamente, transformándose en un dominio de
posibilidades sexuales. El mundo subterráneo salió a la superficie. Cada
habitación adquirió su propio recuerdo, cada lugar evocaba un momento
diferente, de modo que, incluso en la calma de la vida práctica, un determinado
trozo de alfombra, digamos, o el umbral de una puerta determinada, ya no eran
estrictamente una cosa sino una sensación, un eco de nuestra vida erótica.
Habíamos entrado en la paradoja del deseo. Nuestra necesidad del otro era
inagotable, y cuanto más la satisfacíamos, más parecía aumentar.
De vez en cuando Sophie
hablaba de buscarse un trabajo, pero ninguno de los dos sentía ninguna urgencia
al respecto. Nuestro dinero nos mantenía bien e incluso conseguimos ahorrar un
poco. El siguiente libro de Fanshawe, Milagros,
estaba en preparación, y el anticipo del contrato había sido más grande que el
de El país de nunca jamás. De acuerdo
con el plan que habíamos hecho Stuart y yo, los poemas saldrían seis meses
después de Milagros, luego vendría la
primera novela de Fanshawe, Oscurecimientos,
y por último las obras de teatro. Ese mes de marzo empezamos a recibir los
derechos de El país de nunca jamás, y
con cheques llegando repentinamente por uno u otro concepto, todos los
problemas económicos se evaporaron. Como todo lo demás que me estaba
ocurriendo, aquélla era una experiencia nueva para mí. Durante los últimos ocho
o nueve años mi vida había sido una constante brega, un frenético abalanzarse
de un miserable artículo al siguiente, y me había considerado afortunado cuando
podía tener cubiertos más de un mes o dos. La preocupación se había incrustado
dentro de mí, era parte de mi sangre, de mis glóbulos rojos, y casi no sabía lo
que era respirar sin preguntarme si podía pagar la factura del gas. Ahora, por
primera vez desde que me ganaba la vida, me di cuenta de que ya no tenía que
pensar en esas cosas. Una mañana, mientras estaba sentado ante mi mesa luchando
con el último párrafo de un articulo, buscando una frase que no encontraba,
gradualmente caí en la cuenta de que se me había ofrecido una segunda
oportunidad. Podía dejar aquello y empezar de nuevo. Ya no tenía que escribir
artículos. Podía pasar a otras cosas, empezar a hacer el trabajo que siempre
había querido hacer. Aquélla era mi oportunidad de salvarme, y decidí que sería
un idiota si no la aprovechaba.
Pasaron más semanas. Entraba
en mí cuarto todas las mañanas, pero no sucedía nada. Teóricamente, me sentía
inspirado y cuando no estaba trabajando mi cabeza estaba llena de ideas. Pero
cada vez que me sentaba para pasar algo al papel, mis pensamientos parecían
desvanecerse. Las palabras morían en el momento en que levantaba la pluma.
Empecé varios proyectos, pero nada cuajó realmente y uno por uno los fui
dejando. Busqué excusas para explicar por qué no podía arrancar. Eso no fue
difícil, y al poco rato había encontrado toda una letanía: la adaptación a la
vida de casado, las responsabilidades de la paternidad, mi nuevo cuarto de
trabajo (que parecía demasiado angosto), la vieja costumbre de trabajar con una
fecha límite, el cuerpo de Sophie, la repentina e inesperada suerte, todo.
Durante varios días incluso jugué con la idea de escribir una novela policíaca,
pero luego me atasqué con la trama y no pude hacer encajar todas las piezas.
Dejé que mi mente vagara sin propósito, esperando persuadirme de que aquella ociosidad
era prueba de que estaba reuniendo fuerzas, señal de que algo estaba a punto de
suceder. Durante más de un mes lo único que hice fue copiar pasajes de libros.
Uno de ellos, de Spinoza, lo clavé en la pared: “Y cuando sueña que no quiere
escribir, no tiene la capacidad de soñar que quiere escribir; y cuando sueña
que quiere escribir no tiene la capacidad de soñar que no quiere escribir.”
Es posible que trabajando
hubiera conseguido salir de aquel hoyo. Todavía no tengo claro si se trataba de
un estado permanente o de una fase pasajera. Mi impresión visceral es que
durante algún tiempo estuve verdaderamente perdido, forcejeando
desesperadamente dentro de mí mismo, pero no creo que esto signifique que mi
caso era desesperado. Me estaban ocurriendo cosas. Estaba viviendo grandes
cambios y aún era demasiado pronto para saber adónde me llevarían. Luego,
inesperadamente, se presentó una solución. Si ésa es una palabra demasiado
favorable, lo llamaré un arreglo. Fuera lo que fuera, le opuse muy poca resistencia.
Y llegó en un momento en que yo estaba vulnerable y mi juicio no era todo lo
que debería haber sido. Éste fue mi segundo error crucial, y derivaba
directamente del primero.
Estaba almorzando con Stuart
un día cerca de su oficina en el Upper East Side. Hacia la mitad de la comida,
me habló otra vez de los rumores sobre Fanshawe, y por primera vez se me
ocurrió que él estaba empezando a tener dudas. El tema le resultaba tan
fascinante que no podía dejarlo. Su actitud era socarrona, burlonamente conspiratoria,
pero empecé a sospechar que debajo de aquella pose estaba tratando de pillarme
para que confesara. Le seguí la corriente durante un rato, y luego, cansado del
juego, le dije que el único método infalible para zanjar la cuestión era
encargar una biografía. Hice este comentario con toda inocencia (como una
cuestión lógica, no como una sugerencia), pero a Stuart le pareció una idea
espléndida. Empezó a derrochar entusiasmo: por supuesto, por supuesto, el mito
Fanshawe explicado, absolutamente evidente, por supuesto, la verdadera historia
al fin. En cuestión de segundos lo tenía todo planeado. Yo escribiría el libro.
Aparecería cuando se hubieran publicado todas las obras de Fanshawe y yo
tendría todo el tiempo que quisiera, dos años, tres, lo que fuera. Tendría que
ser un libro extraordinario, añadió Stuart, un libro a la altura del propio
Fanshawe, pero tenía mucha confianza en mí y sabía que yo podría hacerlo. La
propuesta me pilló desprevenido y la traté como una broma. Pero Stuart hablaba
en serio; no me permitiría rechazarla. Piénsalo un poco, me dijo, y luego dime
lo que opinas. Seguí escéptico, pero para ser cortés le dije que lo pensaría.
Acordamos que le daría una respuesta definitiva a finales de mes.
Lo comenté con Sophie
aquella noche, pero dado que no podía hablarle sinceramente, la conversación no
me ayudó mucho.
–Eres tú quien debe
decidirlo –me dijo–. Si te apetece hacerlo, creo que deberías seguir adelante.
–¿A ti no te molesta?
–No. Por lo menos, creo que
no. Ya se me había ocurrido que antes o después saldría un libro sobre él. Si
ha de ser así, mejor que sea tuyo y no de otro.
–Tendría que escribir sobre
Fanshawe y tú. Podría resultar extraño.
–Unas cuantas páginas
bastarán. Mientras seas tú el que las escribas, no me preocupa realmente.
–Puede –dije, sin saber cómo
continuar–. Supongo que la pregunta más difícil de contestar es si quiero
ponerme a pensar tanto en Fanshawe. Tal vez ha llegado el momento de dejar que
se desvanezca.
–La decisión es tuya. Pero
la verdad es que tu podrías escribir ese libro mejor que nadie. Y no tiene por
qué ser una biografía convencional, ¿comprendes? Podrías hacer algo mucho más
interesante.
–¿Como qué?
–No sé, algo más personal,
con más garra. La historia de vuestra amistad. Podría tratar de ti tanto como de
él.
–Quizá. Por lo menos es una
idea. Lo que me desconcierta es que te lo tomes con tanta tranquilidad.
–Estoy casada contigo y te
quiero, ésa es la razón. Si tú decides que es algo que quieres hacer, entonces
yo estoy a favor de ello. No soy ciega, después de todo. Sé que estás teniendo
dificultades con tu trabajo y a veces pienso que la culpa la tengo yo. Puede
que ésta sea la clase de proyecto que necesitas para volver a empezar.
Secretamente yo había
contado con que Sophie tomara la decisión por mí, suponiendo que ella se
opondría, suponiendo que hablaríamos de ello una sola vez y ése sería el final
del asunto. Pero había sucedido lo contrario. Yo mismo me había acorralado y de
pronto me faltó valor. Dejé pasar un par de días y luego llamé a Stuart y le
dije que haría el libro. Con eso me gané otra invitación a almorzar, y después
me quedé solo.
Nunca me planteé contar la
verdad. Fanshawe tenía que estar muerto, de lo contrario el libro no tendría
sentido. No sólo tendría que omitir la carta, sino que tenía que fingir que
nunca se había escrito. No me andaré con rodeos respecto a lo que planeaba
hacer. Estuvo claro para mí desde el principio y me metí en ello con propósito
de engaño. El libro era una obra de ficción. Aunque se basara en hechos reales,
no podía contar más que mentiras. Firmé el contrato y después me sentí como un
hombre que ha vendido su alma.
Vagabundeé mentalmente
durante varias semanas, buscando la manera de empezar. Toda vida es
inexplicable, me repetía. Por muchos hechos que se cuenten, por muchos datos
que se muestren, lo esencial se resiste a ser contado. Decir que fulanito nació
aquí y fue allá, que hizo esto y aquello, que se casó con esta mujer y tuvo
estos hijos, que vivió, que murió, que dejó tras de sí estos libros o esta batalla
o ese puente, nada de eso nos dice mucho. Todos queremos que nos cuenten
historias, y las escuchamos del mismo modo que las escuchábamos de niños. Nos
imaginamos la verdadera historia dentro de las palabras y para hacer eso
sustituimos a la persona del relato, fingiendo que podemos entenderle porque
nos entendemos a nosotros mismos. Esto es una superchería. Existimos para
nosotros mismos quizá, y a veces incluso vislumbramos quiénes somos, pero al
final nunca podemos estar seguros, y mientras nuestras vidas continúan, nos
volvemos cada vez más opacos para nosotros mismos, más y más conscientes de
nuestra propia incoherencia. Nadie puede cruzar la linde que le separa de otro
por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo.
Me acordé de algo que me
había sucedido ocho años antes, en junio de 1970. Con poco dinero y sin ninguna
perspectiva inmediata para el verano, cogí un empleo temporal como empadronador
en Harlem. Había veinte personas en mi grupo, un grupo de trabajadores sobre el
terreno contratados para perseguir a las personas que no habían respondido a
los cuestionarios enviados por correo. Nos enseñaron durante varios días en una
polvorienta buhardilla enfrente del teatro Apolo y luego, cuando dominamos las
complejidades de los impresos y las reglas básicas del comportamiento del
empadronador, nos dispersamos por el barrio con nuestras bolsas rojas, blancas
y azules colgadas del hombro para llamar a las puertas, hacer preguntas y
volver con los datos, El primer sitio al que fui resultó ser el cuartel general
de una operación de lotería ilegal. La puerta se abrió una rendija, una cabeza
asomó por ella (detrás pude ver a una docena de hombres en una habitación vacía
escribiendo sobre largas mesas plegables) y me dijo cortésmente que no les
interesaba. Eso pareció marcar la pauta. En un apartamento hablé con una mujer
medio ciega cuyos padres habían sido esclavos. A los veinte minutos de
entrevista, finalmente cayó en la cuenta de que yo no era negro y se echó a
reír. Lo había sospechado desde el principio, me dijo, ya que mi voz era rara,
pero le costaba creerlo. Era la primera vez que una persona blanca entraba en
su casa. En otro apartamento me encontré a once personas, ninguna de las cuales
era mayor de veintidós años. Pero en general no había nadie. Y cuando estaban
en casa, no querían hablar conmigo ni dejarme entrar. Llegó el verano y las
calles se volvieron calurosas y húmedas, intolerables como sólo pueden serlo en
Nueva York. Yo empezaba mi ronda temprano, yendo estúpidamente de casa en casa,
sintiéndome cada vez más como un hombre recién llegado de la luna. Finalmente
hablé con el supervisor (un negro que hablaba muy deprisa y llevaba chalinas de
seda y una sortija de zafiro) y le expliqué mi problema. Fue entonces cuando me
enteré de lo que realmente se esperaba de mí. A aquel hombre le pagaban cierta
cantidad por cada impreso que le entregara un miembro de su equipo. Cuanto
mejores fueran nuestros resultados, más dinero entraría en su bolsillo.
–Yo no voy a decirte lo que
tienes que hacer –dijo–, pero me parece a mí que si ya lo has intentado
honradamente, no deberías sentirte demasiado mal.
–¿Por dejarlo? –le pregunté.
–Por otra parte –continuó él
filosóficamente–, el gobierno quiere impresos rellenados. Cuantos más impresos
reciban, mas contentos se pondrán. Yo sé que tú eres un chico inteligente y sé
que no te salen cinco cuando sumas dos y dos. Que una puerta no se abra cuando
llamas a ella no quiere decir que no haya nadie dentro. Tienes que utilizar la
imaginación, amigo mío. Después de todo, no queremos que el gobierno esté
descontento, ¿verdad?
El trabajo se volvió
considerablemente más fácil después de aquello, pero ya no era el mismo. Mi
trabajo sobre el terreno se había convertido en un trabajo de mesa, y en lugar
de investigador ahora era inventor. Cada dos días pasaba por la oficina para
recoger un nuevo paquete de impresos y entregar los que había terminado, pero
aparte de eso no tenía necesidad de salir de mi apartamento. No sé cuántas
personas me inventé, pero debieron de ser cientos, quizá miles. Me sentaba en
mi habitación con el ventilador soplándome en la cara y una toalla mojada
alrededor del cuello, llenando cuestionarios lo más deprisa que mi mano podía
escribir. Me gustaban las familias numerosas –seis, ocho, diez hijos–, y me
enorgullecía de perpetrar raras y complicadas redes de parentesco, sirviéndome
de todas las combinaciones posibles: padres, hijos, primos, tíos, tías,
abuelos, cónyuges consensuales, hijastros, hermanastros, hermanastras y amigos.
Sobre todo, estaba el placer de inventar nombres. A veces tenía que frenar mi
impulso hacia lo extravagante –lo rabiosamente cómico, el retruécano, las
palabras obscenas–, pero en general me conformaba con permanecer dentro de los
limites del realismo. Cuando mi imaginación flaqueaba, siempre había ciertos
artificios mecánicos a los que recurrir: los colores (Brown, White, Black,
Green, Grey, Blue), los presidentes (Washington, Adams, Jefferson, Fillmore,
Pierce), personajes de ficción (Finn, Starbuck, Dimmsdale, Budd). Me gustaban
los nombres relacionados con el cielo (Orville Wright, Amelia Earhart), con el
humor del cine mudo (Keaton, Langdon, Lloyd), con el béisbol (Killebrew,
Mantle, Mays) y con la música (Schubert, Ives, Armstrong). En ocasiones
rastreaba los nombres de parientes lejanos o antiguos compañeros de colegio y
una vez incluso utilicé un anagrama de mi propio nombre.
Era una actividad infantil,
pero yo no tenía remordimientos. Tampoco era difícil de justificar. El
supervisor no se opondría. La gente que vivía realmente en las direcciones que
aparecían en los impresos no se opondría (no querían que les molestaran, y
menos un chico blanco husmeando en sus asuntos personales) y el gobierno no se
opondría ya que lo que no sabia no podía hacerle daño, ciertamente no más del
que ya se estaba haciendo a sí mismo. Incluso fui lo bastante lejos como para
defender mi preferencia por las familias numerosas basándola en razones
políticas: cuanto mayor fuese la población pobre, más obligado se sentiría el
gobierno a gastar dinero en ella. Éste era el fraude de las almas muertas con
un toque americano, y mi conciencia estaba tranquila.
Eso era una parte del
asunto. En el fondo estaba el simple hecho de que me estaba divirtiendo. Me
proporcionaba placer sacarme nombres de la manga, inventar vidas que nunca
habían existido, que nunca existirían. No era precisamente como crear los
personajes de un relato, sino algo más grandioso, algo mucho más inquietante.
Todo el mundo sabe que los relatos son imaginarios. Sea cual sea el efecto que
puedan hacernos, sabemos que no son verdad, incluso cuando nos hablan de
verdades más importantes que las que podemos encontrar en otra parte.
Contrariamente a lo que pasa con el narrador, yo le ofrecía mis creaciones
directamente al mundo real, y por lo tanto me parecía posible que pudiesen
afectar a ese mundo real de un modo real, que pudiesen finalmente convertirse
en parte de la realidad misma. Ningún escritor podría pedir más.
Todo esto me vino a la
memoria cuando me senté a escribir sobre Fanshawe. Una vez había dado a luz mil
almas imaginarias. Ahora, ocho años más tarde, iba a coger a un hombre vivo y a
meterlo en su tumba. Yo era el principal deudo y el sacerdote oficiante en ese
funeral fingido, mi tarea consistía en pronunciar las palabras adecuadas, en
decir lo que todo el mundo quería oír. Los dos actos eran opuestos e idénticos,
imágenes reflejadas el uno del otro. Pero eso no me consolaba. El primer fraude
había sido una broma, solamente una aventura juvenil, mientras que el segundo
fraude era serio, algo oscuro y aterrador. Estaba cavando una tumba, después de
todo, y había momentos en que empezaba a preguntarme si no sería la mía.
Las vidas no tienen sentido,
argumenté. Un hombre vive y luego muere, y lo que sucede en medio no tiene
sentido. Pensé en la historia de La Chère, un soldado que tomó parte en una de
las primeras expediciones francesas a América. En 1562, Jean Ribaut dejó a
cierto número de hombres en Port Royal (cerca de Hilton Head, Carolina del Sur)
bajo el mando de Albert de Pierra, un loco que gobernaba por medio del terror y
la violencia. “Ahorcó con sus propias manos a un tamborilero que había caído en
desgracia ante él”, escribe Francis Parkman, “y desterró a un soldado, de
nombre La Chère, a una isla desierta, a tres leguas del fuerte, donde le
abandonó para que muriese de hambre.” Finalmente Albert fue asesinado por sus
hombres en un levantamiento, y La Chère, medio muerto, fue rescatado de la
isla. Uno pensaría que La Chère estaría a partir de entonces a salvo, que,
habiendo sobrevivido a su terrible castigo, estaría exonerado de nuevas
catástrofes. Pero nada es tan simple. No hay probabilidades que vencer, no hay
reglas que pongan límites a la mala suerte, y en cada momento empezamos de
nuevo, tan a punto de recibir un golpe bajo como lo estábamos en el momento
anterior. Todo se vino abajo en la colonia. Los hombres no tenían talento para
enfrentarse a un territorio virgen, y la hambruna y la nostalgia se adueñaron
de ellos. Utilizando unas cuantas herramientas improvisadas, gastaron todas sus
energías en construir un barco “digno de Robinson Crusoe” para regresar a
Francia. En el Atlántico, otra catástrofe: no había viento, los alimentos y el
agua se agotaron. Los hombres empezaron a comerse sus zapatos y sus justillos
de cuero, algunos bebieron agua de mar por pura desesperación y varios
murieron. Luego vino la inevitable caída en el canibalismo. “Lo echaron a
suertes”, escribe Parkman, “y le tocó a La Chère, el mismo desdichado hombre
que Albert había condenado a morir de inanición en una isla desierta. Le
mataron y con voraz avidez se repartieron su carne. La espantosa comida les
sostuvo hasta que apareció tierra a la vista, momento en el que, según se dice,
en un delirio de alegría, ya no pudieron gobernar su navío y lo dejaron a
merced de la marea. Un pequeño barco inglés recaló sobre ellos, los trasladó a
bordo y, después de desembarcar a los más débiles, llevó al resto como
prisioneros ante la reina Isabel.”
Utilizo a La Chère sólo como
ejemplo. Considerando otros destinos, el suyo no es nada extraño, quizá es
incluso más benigno que la mayoría. Por lo menos él viajó en línea recta, y eso
en sí mismo es raro, casi una bendición. En general, las vidas parecen virar
bruscamente de una cosa a otra, moverse a empellones y trompicones, serpentear.
Una persona va en una dirección, gira abruptamente a mitad de camino, da un
rodeo, se detiene, echa a andar de nuevo. Nunca se sabe nada, e inevitablemente
llegamos a un sitio completamente diferente de aquel al que queríamos llegar.
En mi primer año como alumno de Columbia, pasaba todos los días, camino de
clase, junto a un busto de Lorenzo Da Ponte. Le conocía vagamente como el
libretista de Mozart, pero luego me enteré de que también había sido el primer
profesor italiano que había tenido Columbia. Una cosa parecía incompatible con
la otra, así que decidí investigar, curioso por averiguar cómo un hombre podía
acabar viviendo dos vidas tan diferentes. Resultó que Da Ponte había vivido
cinco o seis. Nació con el nombre de Emmanuele Conegliano en 1749, hijo de un
comerciante de cueros judío. Después de la muerte de su madre, su padre
contrajo un segundo matrimonio con una católica y decidió que él y sus hijos se
bautizaran. El joven Emmanuele era un estudiante prometedor y cuando tenía
catorce años el obispo de Cenada (monseñor Da Ponte) tomó al muchacho bajo su
protección y le costeó su educación para el sacerdocio. Según era costumbre de
la época, el discípulo adoptó el nombre de su benefactor. Da Ponte fue ordenado
en 1773 y se convirtió en maestro de seminario, especialmente volcado en el
latín, el italiano y la literatura francesa. Además de hacerse partidario de la
Ilustración, se vio envuelto en varias complicadas aventuras amorosas, tuvo
relaciones con una aristócrata veneciana y secretamente fue padre de un niño.
En 1776 auspició un debate público en el seminario de Treviso que planteaba la
cuestión de sí la civilización había logrado hacer más feliz a la humanidad. A
consecuencia de esta afrenta a los principios de la Iglesia, se vio obligado a
huir, primero a Venecia, luego a Gorizia y finalmente a Dresde, donde comenzó
su nueva carrera de libretista. En 1782 marchó a Viena con una carta de
presentación para Salieri y finalmente fue contratado como “poeta dei teatri imperiali”,
un puesto que desempeñó durante casi diez años. Fue durante este periodo cuando
conoció a Mozart y colaboró con él en las tres óperas que han salvado su nombre
del olvido. En 1740, sin embargo, cuando Leopoldo II redujo la actividad
musical en Viena debido a la guerra con los turcos, Da Ponte se encontró sin
trabajo. Se fue a Trieste y se enamoró de una inglesa llamada Nancy Grahl o
Krahl (el nombre aún está en discusión). Desde allí ambos viajaron a París y
luego a Londres, donde se quedaron trece años. El trabajo musical de Da Ponte
se limitó a escribir unos cuantos libretos para compositores poco importantes.
En 1805 él y Nancy emigraron a América, donde vivió los últimos treinta y tres
años de su vida, trabajando durante algún tiempo como tendero en Nueva Jersey y
Pennsylvania y muriendo a la edad de ochenta y nueve años. Fue uno de los
primeros italianos enterrados en el Nuevo Mundo. Poco a poco, todo había
cambiado para él. Del apuesto e hipócrita mujeriego de su juventud, un
oportunista metido en intrigas políticas tanto de la Iglesia como de la corte,
pasó a ser un ciudadano absolutamente corriente en Nueva York, lugar que en
1805 debió de parecerle el fin del mundo. De todo aquello a esto: un profesor
muy trabajador, un marido cumplidor, el padre de cuatro hijos. Se dice que
cuando uno de sus hijos murió el dolor le trastornó tanto que se negó a salir
de casa durante casi un año. La cuestión es que, al final, cada vida es
irreductible a nada que no sea ella misma. Lo cual equivale a decir: Las vidas
no tienen sentido.
No tengo intención de
insistir en esto. Pero las circunstancias bajo las cuales las vidas cambian de
rumbo son tan diversas que lo lógico sería no decir nada sobre un hombre hasta
que muere. La muerte no sólo es el único verdadero árbitro de la felicidad
(comentario de Solón), sino que es la única medida por la cual podemos juzgar
la vida misma. Conocí a un vagabundo que hablaba como un actor de Shakespeare,
un apaleado alcohólico de mediana edad con costras en la cara y harapos en
lugar de ropa, que dormía en la calle y me pedía dinero constantemente. Sin
embargo, en otro tiempo había sido el dueño de una galería de arte en Madison
Avenue. Conocí a otro que una vez había sido considerado el novelista joven más
prometedor de América.
Cuando yo le conocí acababa
de heredar quince mil dólares de su padre y estaba parado en una esquina de
Nueva York dándoles billetes de cien dólares a los desconocidos que pasaban.
Todo era parte de un plan para destruir el sistema económico de los Estados
Unidos, me explicó. Piensen en las cosas que pasan, piensen en cómo estallan
las vidas. Goffe y Whalley, por ejemplo, dos de los jueces que condenaron a
muerte a Carlos I, llegaron a Connecticut después de la Restauración y pasaron
el resto de sus vidas en una cueva. O la señora Winchester, la viuda del
fabricante de rifles, que temía que los espíritus de las personas que habían
muerto por disparos hechos con los rifles de su marido vinieran a llevarse su
alma, y por lo tanto continuamente añadía habitaciones a su casa, creando un
monstruoso laberinto de pasillos y escondites, de modo que pudiera dormir en
una habitación diferente cada noche y así eludir a los fantasmas. La ironía es
que durante el terremoto de San Francisco de 1906 quedó atrapada en una de
estas habitaciones y estuvo a punto de morir de inanición porque los sirvientes
no la encontraban. También está M. M. Bakhtin, el critico y filósofo literario
ruso. Durante la invasión alemana de Rusia en la Segunda Guerra Mundial se fumó
la única copia de uno de sus manuscritos, un estudio sobre la literatura
alemana que tenía la extensión de un libro y le había llevado años escribir.
Una por una, cogió las páginas del manuscrito y utilizó el papel para liar sus
cigarrillos, fumándose cada día un poco más del libro hasta que no quedó nada.
Estas historias son verdaderas. También son parábolas quizá, pero significan lo
que significan solamente porque son verdaderas.
En su obra, Fanshawe muestra
un particular cariño por las historias de este tipo. Especialmente en los
cuadernos, hay un constante relatar de pequeñas anécdotas, y como son tan
frecuentes –más aún hacia el final–, uno empieza a sospechar que Fanshawe
pensaba que de alguna manera podían ayudarle a entenderse a sí mismo. Una de
las últimas (de febrero de 1976, justo dos meses antes de que desapareciera) me
parece significativa.
“En un libro de Peter
Freuchen que leí una vez”, escribe Fanshawe, “el famoso explorador del Ártico
cuenta que quedó atrapado por una tormenta de nieve en el norte de Groenlandia.
Solo con sus víveres disminuyendo, decidió construir un iglú y esperar a que
amainara la tormenta. Pasaron muchos días. Temeroso, sobre todo, de ser atacado
por los lobos –porque les oía merodear hambrientos junto al tejado de su iglú–,
periódicamente salía fuera y cantaba a pleno pulmón para asustarlos. Pero el
viento soplaba furiosamente, y por muy alto que cantase, lo único que oía era
el viento. Sin embargo, si bien éste era un problema grave, el problema del
propio iglú era mucho mayor. Porque Freuchen empezó a notar que las paredes de
su pequeño refugio iban gradualmente cerrándose sobre él. Debido a las
peculiares condiciones atmosféricas en el exterior, su aliento literalmente
congelaba las paredes y con cada respiración éstas se volvían más gruesas y el
iglú se hacía más pequeño, hasta que finalmente casi no quedaba espacio para su
cuerpo. Ciertamente es aterrador imaginar que tu propia respiración te va
metiendo en un ataúd de hielo, en mi opinión, es considerablemente más
angustioso que, digamos, El pozo y el
péndulo de Poe. Porque en este caso es el hombre mismo el agente de su
destrucción y, además, el instrumento de esa destrucción es precisamente lo que
necesita para mantenerse vivo. Porque ciertamente un hombre no puede vivir si
no respira. Pero al mismo tiempo no vivirá si respira. Curiosamente, no
recuerdo cómo consiguió Freuchen escapar de aquella apurada situación. Pero no
hace falta decir que escapó. El título del libro, si no recuerdo mal, es Aventura Ártica. Hace muchos años que está
agotado.”
6
En junio de ese año (1978)
Sophie, Ben y yo fuimos a Nueva Jersey para ver a la madre de Fanshawe. Mis
padres ya no vivían en la casa de al lado (se habían retirado a Florida) y yo
no había vuelto desde hacia años. Puesto que era la abuela de Ben, la señora
Fanshawe se había mantenido en contacto con nosotros, pero las relaciones eran
algo difíciles. Parecía haber en ella una corriente oculta de hostilidad hacia
Sophie, como si secretamente la culpara por la desaparición de Fanshawe, y este
resentimiento salía a la superficie de vez en cuando en algún comentario
casual. Sophie y yo la invitábamos a comer a intervalos razonables, pero ella
raras veces aceptaba, y cuando lo hacía, se sentaba con nosotros nerviosa y
sonriente, parloteando a su manera irritable, fingiendo admirar al niño,
haciéndole a Sophie cumplidos inapropiados y diciéndole que era una chica muy
afortunada, y luego se marchaba temprano, siempre levantándose en mitad de una
conversación y soltando que había olvidado que tenía otra cita. Sin embargo,
era difícil tenérselo en cuenta. Nada le había salido muy bien en la vida, y a
aquellas alturas ya había dejado de esperar que fuese de otra manera. Su marido
había muerto; su hija había tenido una larga serie de crisis mentales y ahora
vivía a base de tranquilizantes en un centro de readaptación; su hijo había
desaparecido. Aún guapa a los cincuenta (de niño yo pensaba que era la mujer
más arrebatadora que había visto nunca), iba tirando gracias a variadas y
turbias aventuras amorosas (la nómina de hombres cambiaba continuamente),
viajes a Nueva York para hacer compras y su pasión por el golf. El éxito
literario de Fanshawe la había cogido por sorpresa, pero una vez que se había
acostumbrado a él, estaba absolutamente dispuesta a asumir la responsabilidad
de haber dado a luz un genio. Cuando la llamé para hablarle de la biografía,
pareció deseosa de ayudarme. Tenía cartas, fotografías y documentos, me dijo, y
me enseñaría todo lo que yo quisiera.
Llegamos allí a media mañana
y después de un embarazoso comienzo, seguido de una taza de café en la cocina y
una larga charla acerca del tiempo, nos llevó a la antigua habitación de
Fanshawe en el piso de arriba. La señora Fanshawe se había preparado
concienzudamente para mi llegada y todo el material estaba dispuesto en
ordenadas filas sobre lo que había sido la mesa de estudio de Fanshawe. Yo me
quedé aturdido por la acumulación. Sin saber qué decir, le di las gracias por
ser tan eficaz, pero en realidad estaba asustado, abrumado por el volumen de lo
que había allí. Unos minutos más tarde la señora Fanshawe, Sophie y Ben bajaron
y salieron al jardín trasero (era un día cálido y soleado) y yo me quedé allí
solo. Recuerdo que miré por la ventana y vi a Ben andando como un pato por la
hierba con su mono relleno de pañales, chillando y señalando a un tordo que
pasó volando bajo. Di unos golpecitos en la ventana, y cuando Sophie se volvió
y levantó la vista, la saludé con la mano. Ella me sonrió, me tiró un beso y
luego se alejó para inspeccionar un parterre con la señora Fanshawe.
Me instalé detrás de la
mesa. Era algo terrible estar sentado en aquella habitación y no sabia cuánto
tiempo podría soportarlo. El guante de béisbol de Fanshawe estaba en un estante
con una pelota arañada dentro; en los estantes que había encima y debajo del
guante estaban los libros que él había leído de niño. Directamente detrás de mí
estaba la cama, con la misma colcha de cuadros blancos y azules que yo
recordaba. Aquélla era la prueba tangible, los restos de un mundo muerto. Yo
había entrado en el museo de mi propio pasado y lo que encontré casi me
aplasta.
En una pila: la partida de
nacimiento de Fanshawe, las notas escolares de Fanshawe, las insignias de boy
scout de Fanshawe, el diploma del instituto de Fanshawe. En otra pila:
fotografias. Un álbum de Fanshawe de bebé; un álbum de Fanshawe y su hermana;
un álbum de la familia (Fanshawe con dos años sonriendo en los brazos de su
padre, Fanshawe y Ellen abrazando a su madre en el columpio del jardín trasero,
Fanshawe rodeado de sus primos). Y luego las fotos sueltas, en carpetas, en
sobres, en cajitas: docenas de Fanshawe y yo juntos (nadando, jugando al
béisbol, montando en bicicleta, haciendo muecas en el jardín; mi padre con
nosotros dos montados a la espalda; el pelo corto, los vaqueros anchos, los
coches antiguos detrás de nosotros: un Packard, un DeSoto, una rubia Ford con
paneles de madera). Fotos de la clase, fotos del equipo, fotos del campamento.
Fotos de carreras, de partidos. Sentados en una canoa, tirando de una cuerda en
una competición. Y al final, después del montón, unas cuantas de años
posteriores: Fanshawe como yo no le había visto nunca. Fanshawe de pie en el
jardín de la universidad de Harvard; Fanshawe en la cubierta de un petrolero de
Esso; Fanshawe en París, delante de una fuente de piedra. Por último, una sola
foto de Fanshawe y Sophie: Fanshawe con un aspecto más viejo y más severo; y
Sophie terriblemente joven, guapísima y, a la vez, distraída, como si no
pudiera concentrarse. Respiré hondo y luego me eché a llorar, de repente, sin
ser consciente hasta el último momento de que tenía aquellas lágrimas dentro de
mí, sollozando fuerte, estremeciéndome con la cara entre las manos.
Una caja que se encontraba a
la derecha de las fotografías estaba llena de cartas, por lo menos cien, que
comenzaban a la edad de ocho años (la escritura torpe de un niño, tiznones de
lápiz y borraduras) y seguían hasta principios de los setenta. Había cartas de
la universidad, cartas del barco, cartas de Francia. La mayoría de ellas iban
dirigidas a Ellen, y muchas eran bastante largas. Supe inmediatamente que eran
valiosas, sin duda más valiosas que todo lo demás que había en el cuarto, pero
no tuve valor para leerlas allí. Esperé diez o quince minutos y luego bajé para
reunirme con los demás.
La señora Fanshawe no quería
que los originales salieran de la casa, pero no tenía inconveniente en que las
cartas fuesen fotocopiadas. Incluso se ofreció ella misma, pero le dije que no
se molestara: yo volvería otro día y me encargaría de eso.
Tomamos un almuerzo informal
en el patio. Ben dominó la escena yendo y viniendo hasta las flores entre cada
bocado de su sandwich y a las dos de la tarde ya estábamos listos para volver a
casa. La señora Fanshawe nos llevó a la estación de autobuses y nos besó a los
tres para despedirnos, mostrando más emoción que en ningún otro momento durante
la visita. Cinco minutos más tarde el autobús arrancó, Ben se durmió en mi
regazo y Sophie me cogió la mano.
–No ha sido un día muy
feliz, ¿verdad? –me dijo.
–Uno de los peores
–contesté.
–Tener que mantener la
conversación con esa mujer durante cuatro horas. Yo me he quedado sin nada que
decir en cuanto hemos llegado.
–Probablemente no le
agradamos mucho.
–No, creo que no.
–Pero eso es lo de menos.
–Ha sido duro estar solo
allí arriba, ¿no?
–Muy duro.
–¿Te lo has replanteado?
–Me temo que sí.
–No te culpo. Todo este
asunto se está volviendo bastante espantoso.
–Tendré que volver a
pensármelo. Ahora mismo estoy empezando a pensar que he cometido un gran error.
Cuatro días después la
señora Fanshawe me telefoneó para decirme que se marchaba a pasar un mes a
Europa y que quizá seria una buena idea que atendiéramos a nuestro asunto antes
(ésas fueron sus palabras). Yo había pensado dejarlo correr, pero antes de que
se me ocurriera una excusa decente para no ir, me oí aceptando hacer el viaje
el lunes siguiente. Sophie no quiso acompañarme y no le insistí para que
cambiara de opinión. Ambos pensábamos que una visita familiar había sido
suficiente.
Jane Fanshawe me recibió en
la estación de autobuses, toda sonrisas y afectuosos holas. Desde el mismo
momento en que subí a su coche intuí que las cosas iban a ser diferentes esta
vez. Había hecho un esfuerzo para arreglarse (pantalones blancos, una blusa de
seda roja, el cuello bronceado y sin arrugas a la vista) y era difícil no notar
que estaba tentándome para que la mirase, para que reconociese el hecho de que
seguía siendo hermosa. Pero había algo más que eso: un tono vagamente
insinuante en su voz, un dar por sentado que éramos viejos amigos, que teníamos
una relación íntima debido al pasado, y qué suerte que hubiera venido solo, así
tendríamos libertad para hablar abiertamente. Lo encontré todo de mal gusto y
no dije más que lo imprescindible.
–Menuda familia tienes,
muchacho –dijo, volviéndose hacia mi cuando nos detuvimos en un semáforo.
–Sí –dije–. Menuda familia.
–El niño es adorable, desde
luego. Un verdadero encanto. Pero un poco salvaje, ¿no te parece?
–Sólo tiene dos años. La
mayoría de los niños suelen ser vivaces a esa edad.
–Por supuesto. Pero yo creo
que Sophie le consiente. Parece tan divertida todo el rato, no sé si me
entiendes. No es que yo esté en contra de la risa, pero un poco de disciplina
tampoco le vendría mal.
–Sophie actúa así con todo
el mundo –dije–. Una mujer alegre tiene que ser una madre alegre. Que yo sepa,
Ben no tiene ninguna queja.
Hubo una ligera pausa y
luego, cuando arrancamos de nuevo, mientras íbamos por una ancha avenida
comercial, Jane Fanshawe añadió:
–Es una chica afortunada, esa
Sophie. Ha tenido la suerte de caer de pie. Ha tenido la suerte de encontrar a
un hombre como tú.
–A mí me parece que ha sido
al revés –dije.
–No deberías ser tan
modesto.
–No lo soy. Lo que pasa es
que sé de lo que estoy hablando. Hasta ahora, toda la suerte ha estado de mi
lado.
Sonrió leve,
enigmáticamente, como si me juzgara un zopenco y, a la vez, me concediera el
tanto, consciente de que yo no iba a darle una oportunidad. Cuando llegamos a
su casa unos minutos más tarde, ella parecía haber abandonado su táctica
inicial. No volvió a mencionar a Sophie y Ben y se convirtió en un modelo de
solicitud, diciéndome cuánto se alegraba de que estuviera escribiendo un libro
sobre Fanshawe, actuando como si su ánimo hubiera cambiado de verdad, como si
fuese una aprobación definitiva, no sólo del libro sino de mí. Luego,
entregándome las llaves de su coche, me dijo cómo llegar a la tienda de
fotocopias más cercana. El almuerzo me estaría esperando cuando volviese, me
dijo.
Tardaron más de dos horas en
fotocopiar las cartas y cuando regresé a la casa era casi la una. Allí estaba
el almuerzo, efectivamente, y era un despliegue impresionante: espárragos,
salmón frío, queso, vino blanco, de todo. Estaba puesto en la mesa del comedor,
acompañado de flores y de lo que claramente era su mejor vajilla. La sorpresa
debió de reflejarse en mi cara.
–Quería que fuese una
ocasión festiva –dijo la señora Fanshawe–. No tienes ni idea de lo bien que me
siento al tenerte aquí. Todos los recuerdos que me traes. Es como si las cosas
malas no hubieran ocurrido nunca.
Sospeché que ella ya había
empezado a beber mientras yo estaba fuera. Aún era dueña de sí, sus movimientos
eran seguros, pero había cierto espesamiento en su voz, una vacilación, una
cualidad efusiva que antes no estaba presente. Mientras nos sentábamos a la
mesa me dije que debía estar alerta. Sirvió el vino en dosis generosas y cuando
vi que prestaba más atención a su copa que a su plato, picoteando la comida y
finalmente olvidándola por completo, empecé a esperar lo peor. Después de un
poco de charla ociosa acerca de mis padres y de mis dos hermanas menores, la
conversación se convirtió en un monólogo.
–Es extraño –dijo–, es
extraño cómo salen las cosas en la vida. Nunca sabes lo que va a suceder en el
momento siguiente. Aquí estás tú, el niño que vivía en la casa de al lado. Eres
la misma persona que correteaba por esta casa con los zapatos llenos de barro,
convertido en un hombre ahora. Eres el padre de mi nieto, ¿te das cuenta de
eso? Estás casado con la mujer de mi hijo. Si alguien me hubiese dicho hace
diez años que éste era el futuro, me habría echado a reír. Eso es lo que
finalmente se aprende de la vida: lo extraña que es. No se puede seguir el
curso de los acontecimientos. Ni siquiera puede uno imaginarlos.
“Incluso te pareces a él,
¿sabes? Siempre os parecisteis, como hermanos, casi como gemelos. Recuerdo que
cuando erais pequeños a veces yo os confundía desde lejos. Ni siquiera sabía
cuál de los dos era el mío.
”Sé cuánto le querías,
cuánto le admirabas. Pero deja que te diga algo, querido. Él no valía ni la
mitad que tú. Era frío por dentro. Estaba muerto por dentro, y creo que nunca
quiso a nadie, ni una vez, nunca en su vida. A veces os veía a ti y a tu madre
al otro lado del jardín, cómo corrías hacia ella y le echabas los brazos al
cuello, cómo dejabas que te besara, y allí mismo, delante de mis narices, veía
todo lo que yo no tenía con mi hijo. Él no dejaba que le tocara, ¿sabes? A
partir de los cuatro o cinco años se retraía cada vez que me acercaba a él. ¿Cómo
crees que se siente una mujer cuando su propio hijo la desprecia? Yo era tan
condenadamente joven entonces... No tenía ni veinte años cuando nació él.
Imagínate lo que se siente al ser rechazado así.
”No digo que fuera malo. Era
un ser aislado, un niño sin padres. Nada de lo que yo decía le afectaba. Y era
lo mismo con su padre. Se negaba a aprender nada de nosotros. Robert lo intentó
una y otra vez, pero nunca pudo comunicarse con él. Claro que no se puede
castigar a alguien por una falta de cariño, ¿verdad? No puedes ordenar a un
niño que te quiera sólo porque es tu hijo.
”Y estaba Ellen, por
supuesto. La pobre y torturada Ellen. Era bueno con ella, los dos lo sabemos.
Pero demasiado bueno en cierta manera, y al final eso no la benefició nada. Él
le hizo un lavado de cerebro. La hizo tan dependiente de él que ella empezó a
pensárselo dos veces antes de acudir a nosotros. Él era el que la entendía, él
era el que le daba consejo, él era el que podía resolver sus problemas. Robert
y yo no éramos más que extras. Para ellos casi no existíamos. Ellen confiaba
tanto en su hermano que al final le entregó su alma. No digo que él supiera lo
que hacía, pero yo todavía tengo que vivir con los resultados. La chica tiene
veintisiete años, pero actúa como si tuviera catorce, y eso cuando está bien.
Está tan confusa tan aterrada... Un día piensa que me he propuesto destruirla,
al día siguiente me llama treinta veces por teléfono. Treinta veces. No puedes
ni remotamente imaginar lo que es.
”Ellen es la razón de que él
nunca publicase su trabajo, ¿sabes? Por ella dejó Harvard después del segundo
curso. Él entonces escribía poesía, y cada pocas semanas le mandaba un montón
de manuscritos. Ya sabes cómo son esos poemas. Casi imposibles de entender. Muy
apasionados, por supuesto, llenos de vehementes regañinas y exhortaciones, pero
tan oscuros que uno pensaría que están escritos en clave. Ellen se pasaba horas
descifrándolos, actuando como si su vida dependiera de ello, tratando los
poemas como mensajes secretos, oráculos escritos directamente para ella. Creo
que él no tenía ni idea de lo que sucedía. Su hermano se había ido,
¿comprendes?, y aquellos poemas eran lo único que le quedaban de él. La pobre
criatura. Sólo tenía quince años, y ya se estaba desmoronando. Estudiaba aquellas
páginas hasta que estaban arrugadas y sucias y las llevaba a todas partes
adonde iba. Cuando se ponía realmente mal, se acercaba a los desconocidos en el
autobús y se las ponía en las manos a la fuerza. “Lea estos poemas”, les decía.
“Le salvarán la vida.”
”Acabó teniendo su primera
crisis grave, claro está. Un día se apartó de mí en el supermercado, y antes de
que yo me diera cuenta de lo que hacía, estaba cogiendo esas grandes botellas
de zumo de manzana de las estanterías y estampándolas contra el suelo. Una tras
otra, como si estuviera loca, de pie en medio de los cristales rotos, mientras
le sangraban los tobillos y el zumo corría por todas partes. Fue horrible. Se
puso tan fuera de sí que fueron necesarios tres hombres para sujetarla y
llevársela.
”No digo que su hermano
fuera responsable de ello. Pero aquellos malditos poemas ciertamente
contribuyeron, y con razón o sin ella él se culpó a sí mismo. A partir de
entonces nunca intentó publicar nada. Vino a visitar a Ellen al hospital y creo
que fue demasiado para él, verla de aquella manera, totalmente fuera de si,
totalmente loca, chillándole y acusándole de odiarla. Fue un verdadero brote
esquizoide, ¿sabes?, y él no pudo soportarlo. Fue entonces cuando hizo el
juramento de no publicar. Fue una especie de penitencia, creo, y la mantuvo
durante el resto de su vida, la mantuvo de aquella manera obstinada y brutal
característica de él, hasta el final.
”Unos dos meses después
recibí una carta suya informándome de que había dejado la universidad. No me pedía
consejo, no vayas a creer, me decía lo que había hecho. Querida madre,
etcétera, etcétera, todo muy noble e imponente. Dejo la universidad para
librarte de la carga económica de mantenerme. Con la enfermedad de Ellen, los
enormes costes médicos, una cosa y otra, etcétera, etcétera.
”Yo estaba furiosa. Un chico
como él tirando sus estudios por la ventana sin ningún motivo. Era un acto de
sabotaje, pero yo no podía hacer nada al respecto. Ya se había ido de la
universidad. El padre de un amigo suyo de Harvard tenía alguna relación con
navieras (creo que representaba al sindicato de marineros o algo así) y
consiguió los papeles gracias a ese hombre. Cuando la carta me llegó, él ya
estaba en algún lugar de Texas, y eso fue todo. No volví a verle hasta cinco
años después.
”Más o menos cada mes
llegaba una carta o una postal para Ellen, pero nunca llevaba remite. París, el
sur de Francia, Dios sabe dónde, pero se aseguraba de que no tuviésemos manera
de ponernos en contacto con él. Encontré despreciable este comportamiento.
Cobarde y despreciable. No me preguntes por qué guardé las cartas. Lamento no
haberlas quemado. Eso es lo que debería haber hecho. Quemarlas todas.
Continuó así durante más de
una hora, la amargura de sus palabras aumentaba gradualmente, en algún punto
alcanzaron un momento de sostenida claridad, y luego, después del siguiente
vaso de vino, fueron perdiendo coherencia. Su voz era hipnótica. Yo sentía que
mientras ella continuara hablando, ya nada podía afectarme. Era una sensación
de ser inmune, de estar protegido de las palabras que salían de su boca. Apenas
me molestaba en escucharlas. Yo flotaba dentro de aquella voz, estaba rodeado
de ella, sostenido por su persistencia, llevado por el flujo de sílabas, las
subidas y bajadas, las olas. Cuando la luz de la tarde entró a raudales por las
ventanas y dio sobre la mesa, centelleando en las salsas, la mantequilla
derretida, las botellas verdes de vino, todo en la habitación se volvió tan
radiante y tranquilo que empecé a encontrar irreal estar allí sentado dentro de
mi propio cuerpo. Me estoy derritiendo, me dije, viendo cómo la mantequilla se
ablandaba en su plato, y una o dos veces incluso pensé que no debía dejar que
aquello siguiera así, que no debía permitir que el momento se me escapara, pero
al final no hice nada, porque de alguna manera sentí que no podía.
No me disculpo por lo que
sucedió. La embriaguez nunca es más que un síntoma, no una causa absoluta, y me
doy cuenta de que estaría mal que intentase defenderme. No obstante, por lo
menos existe la posibilidad de una explicación. Ahora estoy bastante seguro de
que lo que siguió tenía tanto que ver con el pasado como con el presente, y me
parece raro, ahora que lo considero con cierta distancia, ver cómo algunos
antiguos sentimientos finalmente me alcanzaron aquella tarde. Mientras estaba
allí sentado escuchando a la señora Fanshawe, me resultaba difícil no recordar
cómo la había visto de niño, y una vez que esto comenzó a suceder, me encontré
tropezando con imágenes que no había recordado desde hacía años. Había una en
particular que me impactó con gran fuerza: una tarde de agosto cuando yo tenía
trece o catorce años, mirando por la ventana de mi dormitorio hacía el jardín
de la casa de al lado vi a la señora Fanshawe salir con un bañador de dos
piezas, desabrocharse despreocupadamente la parte de arriba y echarse en una
tumbona dando la espalda al sol. Todo esto sucedió por casualidad. Yo había
estado sentado junto a mi ventana fantaseando y luego, inesperadamente, una
hermosa mujer entra en mi campo de visión, casi desnuda, sin ser consciente de
mí presencia, como si la hubiera invocado yo mismo. Esta imagen permaneció
conmigo durante mucho tiempo y volví a ella a menudo durante mi adolescencia:
la lascivia de un niño, la esencia de las fantasías nocturnas. Ahora que
aquella mujer al parecer estaba seduciéndome, yo casi no sabía qué pensar. Por
una parte, encontraba la escena grotesca. Por otra, había algo natural en ella,
incluso lógico, y sentí que si no utilizaba toda mi energía para luchar contra
ella, iba a permitir que sucediera.
No hay duda de que ella me
hizo compadecería. Su versión de Fanshawe era tan angustiada, tan llena de
señales de auténtica infelicidad, que gradualmente me ablandé, caí en su
trampa. Lo que todavía no entiendo, sin embargo, es hasta qué punto ella era
consciente de lo que estaba haciendo. ¿Lo había planeado de antemano o aquello
sucedió de forma espontánea? ¿Era su digresivo discurso una maniobra para minar
mi resistencia o un estallido espontáneo de verdadero sentimiento? Sospecho que
me estaba diciendo la verdad sobre Fanshawe, por lo menos su verdad, pero eso
no es suficiente para convencerme, porque hasta un niño sabe que la verdad
puede utilizarse con fines tortuosos. Aún más importante, está la cuestión de los
motivos. Casi seis años después del suceso, todavía no he dado con la
respuesta. Decir que ella me encontró irresistible sería rebuscado y no estoy
dispuesto a engañarme al respecto. Era algo mucho más profundo, mucho más
siniestro. Recientemente he empezado a preguntarme si de alguna manera no
percibió en mí un odio hacia Fanshawe que era tan fuerte como el suyo. Quizá
sintió este vinculo tácito entre nosotros, quizá era la clase de vínculo que
sólo puede demostrarse por medio de un acto perverso, extravagante. Follar
conmigo sería como follar con Fanshawe –como follar con su propio hijo–, y en
la oscuridad de este pecado le tendría de nuevo, pero sólo con el fin de
destruirle. Una venganza terrible. Si esto es verdad, entonces no puedo
permitirme el lujo de llamarme su víctima. En todo caso fui su cómplice.
Empezó poco después de que
ella comenzase a llorar, cuando finalmente se agotó y las palabras se
quebraron, deshaciéndose en lágrimas. Me levanté, borracho, lleno de emoción,
me acerqué a donde ella estaba sentada y la abracé en un gesto de consuelo.
Esto nos hizo cruzar el umbral. El simple contacto fue suficiente para
desencadenar una respuesta sexual, un ciego recuerdo de otros cuerpos, de otros
abrazos, y un momento más tarde estábamos besándonos y luego, no mucho después,
desnudos en su cama en el piso de arriba.
Aunque estaba borracho, no
lo estaba tanto que no supiera lo que hacía. Pero ni siquiera la culpa fue
suficiente para detenerme. Este momento terminará, me dije, y nadie sufrirá. No
tiene nada que ver con mi vida, nada que ver con Sophie. Pero luego, incluso
mientras estaba ocurriendo, descubrí que había algo más que eso. Porque el
hecho es que me gustó follar a la madre de Fanshawe, pero de un modo que no
tenía nada que ver con el placer. Estaba consumido y, por primera vez en mi
vida, no encontré ninguna ternura dentro de mi. Estaba follando por odio y lo
convertí en un acto de violencia, atacando a aquella mujer como si quisiera
pulverizarla. Había entrado en mi propia oscuridad y fue allí donde aprendí lo
más terrible de todo: que el deseo sexual también puede ser el deseo de matar,
que llega un momento en que es posible elegir la muerte en lugar de la vida.
Aquella mujer quería que yo le hiciese daño, y se lo hice, y me encontré regodeándome
en mi crueldad. Pero incluso entonces supe que sólo estaba a mitad de camino de
la meta, que ella no era más que una sombra y que yo la estaba usando para
atacar al propio Fanshawe. Cuando la penetré por segunda vez –los dos cubiertos
de sudor, gimiendo como los protagonistas de una pesadilla– finalmente lo
comprendí. Yo quería matar a Fanshawe. Quería que Fanshawe estuviera muerto e
iba a hacerlo. Iba a encontrarle y a matarle.
La dejé dormida en la cama,
salí de la habitación a hurtadillas y llamé a un taxi desde la planta baja.
Media hora después estaba en el autobús camino de Nueva York. En la terminal de
Port Authority entré en el lavabo de hombres y me lavé las manos y la cara,
luego cogí el metro. Llegué a casa justo cuando Sophie estaba poniendo la mesa
para cenar.
7
Lo peor empezó entonces.
Había tantas cosas que ocultarle a Sophie que apenas podía mostrarme delante de
ella. Me volví inquieto y remoto, y me encerraba en mi cuartito de trabajo,
anhelando únicamente la soledad. Durante mucho tiempo Sophie me aguantó,
actuando con una paciencia que yo no tenía ningún derecho a esperar, pero al
final incluso ella comenzó a cansarse y a mediados del verano ya habíamos
empezado a pelearnos, a criticarnos, a reñir por cosas que no importaban nada.
Un día entré en casa y la encontré llorando sobre la cama; supe entonces que
estaba a punto de destrozar mi vida.
Para Sophie el problema era
el libro. Si dejaba de trabajar en él, las cosas volverían a la normalidad. Me
había precipitado, decía. El proyecto era un error, y yo no debería resistirme
a admitirlo. Tenía razón, por supuesto, pero yo me empeñaba en argumentar la
posición contraria: me había comprometido a hacer el libro, había firmado un
contrato, y sería una cobardía echarme atrás. Lo que no le decía era que ya no
tenía ninguna intención de escribirlo. Ahora el libro existía para mí
únicamente en la medida en que podría llevarme a Fanshawe, y más allá no había
libro. Se había convertido en una cuestión personal para mí, algo que ya no
tenía nada que ver con escribir. Toda la documentación para la biografía, todos
los hechos que descubría mientras investigaba su pasado, todo el trabajo que
parecía pertenecer al libro, todo eso lo utilizaría para descubrir dónde
estaba. Pobre Sophie. Nunca tuvo la menor sospecha de lo que me proponía;
porque lo que afirmaba estar haciendo no era nada diferente de lo que hacia en
realidad. Estaba reconstruyendo la historia de la vida de un hombre. Estaba
reuniendo información, recogiendo nombres, lugares, fechas, estableciendo una
cronología de sucesos. Por qué persistía en ello es algo que todavía me deja
perplejo. Todo se había reducido a un solo impulso: encontrar a Fanshawe,
hablar con Fanshawe, enfrentarme a Fanshawe una última vez. Pero nunca podía
pasar de ahí, nunca podía concretar una imagen de lo que esperaba conseguir con
tal encuentro. Fanshawe me había escrito que me mataría, pero esa amenaza no me
asustaba. Sabia que tenía que encontrarle, que nada estaría zanjado hasta que
le encontrase. Esto era el dogma, el primer principio, el misterio de fe: lo
reconocía pero no me molestaba en cuestionarlo.
Al final, creo que no
pensaba matarle realmente. La visión asesina que había tenido cuando estaba con
la señora Fanshawe no duró, por lo menos no a un nivel consciente. Había veces
en que pasaban fugazmente por mi mente pequeñas escenas –estrangular a Fanshawe, apuñalarle,
pegarle un tiro en el corazón–, pero otras personas habían tenido muertes
semejantes en mi imaginación a lo largo de los años, y no hacía mucho caso de
esas imágenes. Lo extraño no era que yo pudiera querer matar a Fanshawe, sino
que a veces imaginaba que él quería que yo le matase. Esto me sucedió solamente
una o dos veces –en momentos de extrema lucidez– y me convencí de que ése era
el verdadero mensaje de la carta que me había escrito. Fanshawe me estaba
esperando. Me había elegido como su ejecutor y sabía que podía confiar en que
yo llevaría a cabo la tarea. Pero precisamente por eso no iba a hacerlo. Había
que quebrar el poder de Fanshawe, no someterse a él. La cuestión era
demostrarle que ya no me importaba, eso era lo esencial: tratarle como a un
muerto, aunque estuviese vivo. Pero antes de demostrarle esto a Fanshawe, tenía
que demostrármelo a mí mismo, y el hecho de que necesitara demostrármelo era
prueba de que todavía me importaba demasiado. No me bastaba con dejar que las
cosas siguieran su curso. Tenía que agitarlas, llevarlas a su culminación.
Porque aún dudaba de mí mismo, necesitaba correr riesgos, ponerme a prueba ante
el mayor peligro posible. Matar a Fanshawe no significaría nada. La cuestión
era encontrarle vivo, y luego alejarse de él vivo.
Las cartas a Ellen me fueron
útiles. Al contrario que los cuadernos, que tendían a ser especulativos y
carentes de detalles, las cartas eran sumamente especificas. Intuí que Fanshawe
hacía un esfuerzo por entretener a su hermana, por alegrarla con historias
divertidas, y consecuentemente las referencias eran más personales que en otros
escritos. Por ejemplo, mencionaba nombres a menudo, de amigos de la
universidad, de compañeros en el barco, de gente que había conocido en Francia.
Y aunque no había remite en los sobres, hablaba de muchos sitios: Baytown,
Corpus Christi, Charleston, Baton Rouge, Tampa, diferentes barrios de París, un
pueblo en el sur de Francia. Estas cosas bastaban para ponerme en marcha y
pasaba semanas en mi cuarto haciendo listas, relacionando a personas con
lugares, lugares con fechas, fechas con personas, dibujando mapas y
calendarios, buscando direcciones, escribiendo cartas. Rastreaba pistas, y
cualquier cosa que contuviera la más leve promesa trataba de seguirla hasta el
final. Mi suposición era que en algún momento Fanshawe habría cometido una
equivocación, que alguien sabría dónde estaba, que alguien del pasado le habría
visto. Esto no era en absoluto seguro, pero me parecía la única manera
plausible de empezar.
Las cartas de la universidad
son bastante pesadas y sinceras –comentarios sobre los libros leídos, sobre las
conversaciones con amigos, descripciones de la vida en el colegio mayor–, pero
éstas pertenecen al periodo anterior a la crisis nerviosa de Ellen y tienen un
tono íntimo y confidencial que las cartas posteriores abandonan. En el barco,
por ejemplo, Fanshawe raras veces dice nada acerca de sí mismo, excepto como
parte de una anécdota que ha decidido contar. Le vemos tratando de adaptarse a
su nuevo entorno, jugando a las cartas en la sala de recreo con un engrasador
de Louisiana (y ganando), jugando al billar en diversos bares de mala muerte en
tierra (y ganando) y luego explicando su éxito como una chiripa: “Estoy tan
concentrado en no pegármela que de alguna manera me he superado. Una descarga
de adrenalina, creo.” Descripciones de las horas extra de trabajo en la sala de
máquinas, “sesenta grados, aunque no puedas creerlo. Las zapatillas deportivas
se me llenaban de sudor hasta tal punto que chapoteaba dentro de ellas como si
hubiera metido los pies en un charco”; de cuando un dentista borracho le sacó
una muela del juicio en Baytown, Texas, “sangre por todas partes, y trocitos de
muela en el agujero de la encía durante una semana”. Al ser un recién llegado
sin ninguna antigüedad, a Fanshawe le pasaban de un trabajo a otro. En cada
puerto había miembros de la tripulación que dejaban el barco para volver a casa
y otros marineros venían a bordo para reemplazarlos, y si uno de estos recién
llegados prefería el puesto de Fanshawe al que estaba vacante, al Chico (como
le llamaban) le ponían a hacer otra cosa. Por lo tanto Fanshawe trabajó como
marinero ordinario (rascando y pintando la cubierta), en servicios de limpieza
(fregando suelos, haciendo camas, limpiando retretes) y en servicio de comedor
(sirviendo el rancho y fregando los platos). Este último trabajo era el más
duro, pero también el más interesante, ya que la vida en un barco gira
principalmente en torno al tema de la comida: los grandes apetitos alimentados
por el aburrimiento, los hombres que literalmente viven pendientes de una
comida a la siguiente, la sorprendente exquisitez de algunos de ellos (hombres
gordos y toscos juzgando los platos con la altanería y el desdén de un duque
francés del siglo xviii). Pero un
veterano le dio a Fanshawe buenos consejos el día en que comenzó ese trabajo:
“No aceptes tonterías de nadie”, le dijo el hombre. “Si un tipo se queja de la
comida, le mandas que cierre el pico. Si insiste, actúas como si no estuviera
allí y le sirves el último. Si eso no da resultado le dices que la próxima vez
le pondrás agua helada en la sopa. Aún mejor, le dices que te mearás en ella. Tienes
que dejar claro quién es el jefe.”
Vemos a Fanshawe llevándole
el desayuno al capitán una mañana después de una noche de violentas tormentas
frente al cabo Hatteras: Fanshawe poniendo el pomelo, los huevos revueltos y la
tostada en una bandeja, envolviendo la bandeja en papel de aluminio,
envolviéndola de nuevo en toallas, confiando en que los platos no salgan
volando cuando llegue al puente (ya que el viento se mantiene a una velocidad
de cien kilómetros por hora); Fanshawe subiendo la escalerilla, dando los
primeros pasos por el puente y luego, repentinamente, cuando el viento le
golpea, haciendo una complicada pirueta, porque el aíre feroz empuja la bandeja
hacia arriba y le obliga a levantar los brazos por encima de la cabeza, como si
estuviera agarrándose a una máquina voladora primitiva, a punto de lanzarse al
agua; Fanshawe reuniendo todas sus fuerzas para bajar la bandeja, poniéndola
finalmente en una posición plana contra su pecho (los platos milagrosamente no
resbalan) y luego, paso a paso, recorriendo toda la longitud del puente, una
diminuta figura encogida por los estragos del aire a su alrededor. Fanshawe,
después de muchos minutos, consigue llegar al otro extremo, entra en el
castillo de proa, encuentra al gordo capitán detrás del timón y dice: “Su
desayuno, capitán”, y el timonel se vuelve, le dirige una brevísima ojeada de
reconocimiento y responde con voz distraída: “Gracias, chico. Ponlo en esa
mesa.”
No todo fue tan divertido
para Fanshawe, sin embargo. Menciona una pelea (no da detalles) que parece
haberle perturbado, lo mismo que varias desagradables escenas que presenció en
tierra. Un ejemplo de acoso al negro en un bar de Tampa: un grupo de borrachos
atormentando a un viejo negro que había entrado con una gran bandera americana
(para venderla) y el primer borracho abre la bandera y dice que no tiene
suficientes estrellas –“esta bandera es falsa”– y el viejo lo niega, casi
suplicando compasión, mientras los otros borrachos empiezan a rezongar en apoyo
del primero; el incidente termina cuando sacan al viejo a empujones y éste
aterriza de bruces en la acera, y los borrachos muestran su aprobación,
zanjando el asunto con unos cuantos comentarios acerca de poner el mundo a
salvo para la democracia. “Me sentí humillado” escribía Fanshawe, “avergonzado
de estar allí.”
Sin embargo, las cartas
tienen básicamente un tono jocoso (“Llámame Redburn”, empieza una de ellas),1 y al final uno intuye que
Fanshawe ha conseguido demostrarse algo a sí mismo. El barco no es más que una
excusa, una arbitraria ajenidad, una forma de ponerse a prueba frente a lo
desconocido. Como en cualquier iniciación, la supervivencia misma es el
triunfo. Lo que comienzan siendo posibles inconvenientes –sus estudios en
Harvard, su educación de clase media–, él lo convierte finalmente en su
ventaja, y al término de su estancia en el buque le reconocen como el
intelectual de la tripulación, ya no es únicamente el “Chico”, sino a veces
también el “Profesor”, le piden que arbitre disputas (quién fue el vigésimo
tercer presidente, cuál es la población de Florida, quién jugó de exterior
izquierdo con los Giants en 1947) y le consultan con frecuencia como fuente de
información de asuntos difíciles. Los miembros de la tripulación solicitan su
ayuda para rellenar impresos burocráticos (declaraciones de impuestos,
cuestionarios de compañías de seguros, partes de accidentes) y algunos incluso
le piden que les escriba cartas (en un caso, diecisiete cartas de amor de Otis
Smart a su novia Sue–Ann, residente en Dido, Louisiana). La cuestión no es que
Fanshawe se convierta en el centro de atención, sino que logra encajar,
encontrar su sitio. La verdadera prueba, después de todo, es ser como los
demás. Una vez que eso sucede, ya no tiene que cuestionarse su singularidad. Se
libera no sólo de los otros, sino de sí mismo. La prueba definitiva de esto,
creo yo, es que cuando deja el barco no se despide de nadie. Deja el trabajo
una noche en Charleston recoge su paga de manos del capitán y luego simplemente
desaparece. Dos semanas más tarde llega a París.
Ni una palabra durante dos
meses. Y luego, durante los tres siguientes, sólo postales, mensajes breves y
elípticos garabateados en la parte de atrás de fotografías turísticas tópicas:
Sacré–Coeur, la torre Eiffel, la Conciergerie. Cuando empieza a escribir
cartas, éstas llegan a intervalos irregulares y no dicen nada de gran
importancia. Sabemos que Fanshawe está ya profundamente metido en su trabajo
(numerosos poemas, un primer borrador de Oscurecimientos),
pero las cartas no dan verdadera idea de la vida que lleva. Se intuye que tiene
un conflicto, que está inseguro respecto a Ellen, que no quiere perder el
contacto con ella pero no es capaz de decidir cuánto debe contarle. (Y la
verdad es que la mayoría de estas cartas Ellen no llega a leerlas. Van
dirigidas a la casa de New Jersey y las abre la señora Fanshawe, que las
selecciona antes de enseñárselas a su hija, y con mucha frecuencia Ellen no las
ve. Yo creo que Fanshawe debía de saber, o por lo menos sospechar, que eso
sucedería. Lo cual complica aún más el asunto, ya que en cierto modo estas
cartas no están escritas para Ellen. Ellen, finalmente, no es más que un
artificio literario, la médium a través de la cual Fanshawe se comunica con su
madre. De aquí la indignación de ella. Porque incluso cuando le habla finge no
hacerlo.)
Durante aproximadamente un
año las cartas hablan casi exclusivamente de objetos (edificios, calles,
descripciones de París), elaborando meticulosos catálogos de cosas vistas y
oídas, pero Fanshawe apenas está presente. Luego, gradualmente, empezamos a ver
a algunos de sus conocidos, a notar una lenta gravitación hacia la anécdota,
pero las historias están divorciadas de cualquier contexto, lo cual les da una
cualidad flotante y desencarnada. Vemos, por ejemplo, a un viejo compositor
ruso de nombre Ivan Wyshnegradsky, de casi ochenta años; empobrecido y viudo,
vive solo en un deteriorado piso de la rue Mademoiselle. “Veo a este hombre más
que a nadie”, afirma Fanshawe. Luego ni una palabra sobre su amistad, ni un
destello de lo que se dicen. En lugar de eso, hay una larga descripción del
piano de cuarto de tono que tiene en el piso, de sus enormes dimensiones y
múltiples teclados (fue construido para Wyshnegradsky en Praga casi cincuenta
años antes y es uno de los tres pianos de cuarto de tono que hay en Europa), y
luego, sin ninguna mención más a la carrera del compositor, la historia de cómo
Fanshawe le regala al anciano una nevera. “Yo me mudé a otro piso el mes
pasado”, escribe Fanshawe. “Como éste tenía una nevera nueva, decidí darle la
vieja a Ivan como regalo. Como muchas personas en París, él no ha tenido nunca
una nevera; durante todos estos años ha almacenado sus alimentos en un armarito
en la pared de su cocina. Pareció muy complacido por el ofrecimiento y yo me
encargué de que se la llevaran a su casa, subiéndola por la escalera con ayuda
del hombre que conducía el camión. Ivan saludó la llegada del aparato como un
suceso importante en su vida, ilusionado como un niño pequeño y a la vez
desconfiado, según pude apreciar, incluso un poco atemorizado, no muy seguro de
qué hacer con aquel objeto extraño. “Es tan grande...”, repetía mientras la
poníamos en su sitio, y luego, cuando la enchufamos y el motor se puso en
marcha, “Cuánto ruido”. Le aseguré que se acostumbraría y le señalé todas las
ventajas de aquel moderno artefacto, hasta qué punto mejoraría su vida. Me
sentía como un misionero: el gran padre Sabelotodo, redimiendo la vida de aquel
hombre de la Edad de Piedra al mostrarle la verdadera religión. Pasó una semana
o cosa así e Ivan me llamaba casi todos los días para decirme lo contento que
estaba con la nevera, describiéndome todos los nuevos alimentos que podía
comprar y conservar en su casa. Luego el desastre. “Creo que se ha roto”, me
dijo un día, con voz que sonaba muy contrita. El pequeño congelador de la parte
superior al parecer se había llenado de hielo y, no sabiendo cómo quitarlo,
había utilizado un martillo, partiendo no sólo el hielo sino el serpentín que
había debajo. “Mi querido amigo”, le dije, “lo siento mucho”. Le dije que no se
preocupara, yo encontraría a alguien que se lo arreglara. Una larga pausa al
otro extremo. “Bueno”, me dijo al fin, “creo que tal vez sea mejor así. El
ruido, ¿sabe?, hace que me sea difícil concentrarme. He vivido tanto tiempo con
mi armarito en la pared que le tengo mucho cariño. Mi querido amigo, no se
enfade. Me temo que no hay nada que hacer con un viejo como yo. Se llega a un
punto en la vida en que es demasiado tarde para cambiar.””
Las cartas siguientes
continúan en la misma línea, menciona varios nombres, alude a diversos
trabajos. Deduzco que el dinero que Fanshawe ganó en el barco le duró
aproximadamente un año y que a partir de entonces fue tirando lo mejor que
pudo. Durante algún tiempo parece que tradujo una serie de libros de arte; en
otra época hay pruebas de que dio clases particulares de inglés a varios
alumnos de lycée; parece que también
trabajó un verano en la oficina de París del New York Times, como telefonista en el turno de noche (lo cual, por
lo menos, indica que hablaba el francés con fluidez); y luego hay un periodo
bastante curioso durante el cual trabajó esporádicamente para un productor
cinematográfico, revisando adaptaciones, traduciendo, haciendo sinopsis de
guiones. Aunque hay pocas alusiones autobiográficas en cualquiera de las obras
de Fanshawe, creo que ciertos incidentes de El
país de nunca jamás pueden estar inspirados en esta última experiencia (la
casa de Montag en el capitulo siete; el sueño de Flood en el capitulo treinta).
“Lo más extraño de este hombre”, escribe Fanshawe (refiriéndose al productor de
cine en una de sus cartas), “es que mientras en sus tratos financieros con los
ricos bordea la delincuencia (tácticas criminales, mentiras descaradas), es muy
bondadoso con aquellos a quienes la suerte ha abandonado. Raras veces demanda o
lleva a los tribunales a las personas que le deben dinero, sino que les da la
oportunidad de saldar sus deudas dándoles trabajo. Por ejemplo, su chófer es un
marqués indigente que le lleva en un Mercedes blanco. Hay un viejo barón que no
hace nada más que fotocopias. Cada vez que visito la casa para entregar mi
trabajo hay un lacayo nuevo de pie en una esquina, algún noble decrépito
escondido detrás de las cortinas, algún elegante financiero que resulta ser el
botones. Tampoco tira nada. Cuando el ex director que había estado viviendo en
la habitación de la doncella en el sexto piso se suicidó el mes pasado, yo
heredé su abrigo. Lo llevo desde entonces, es una prenda negra y larga que me
llega casi hasta los tobillos. Me hace parecer un espía.”
En cuanto a la vida privada
de Fanshawe, sólo hay vagos indicios. Menciona una cena, describe el estudio de
un pintor, el nombre de Anne asoma una o dos veces, pero la naturaleza de estas
relaciones es oscura. Ésta era la clase de cosa que yo necesitaba, sin embargo.
Haciendo el necesario trabajo de piernas, saliendo y haciendo suficientes
preguntas, me figuraba que finalmente podría localizar a algunas de estas
personas.
Aparte de un viaje de tres
semanas a Irlanda (Dublin, Cork, Limerick, Sligo), Fanshawe parece haber
permanecido más o menos quieto. Terminó la versión definitiva de Oscurecimientos en algún momento de su
segundo año en París; escribió Milagros
durante el tercero, junto con cuarenta o cincuenta poemas cortos. Todo esto es
bastante fácil de determinar, ya que fue más o menos en esa época cuando
Fanshawe adquirió la costumbre de fechar el trabajo. Lo que aún no está claro
es el momento preciso en que dejó París para irse al campo, pero creo que debió
de ser entre junio y septiembre de 1971. Las cartas empiezan a escasear a
partir de entonces y los cuadernos no dan más que una lista de los libros que
estaba leyendo (Historia del mundo,
de Raleigh, y Los viajes de Cabeza de
Vaca). Pero, una vez instalado en la casa de campo, hace un relato bastante
minucioso de cómo acabó allí. Los detalles en sí mismos no son importantes,
pero emerge un dato crucial: mientras vivió en Francia, Fanshawe no ocultó el
hecho de que era escritor. Sus amigos conocían su trabajo, y si hubo alguna vez
un secreto, lo fue sólo para su familia. Esto es un claro desliz por su parte,
la única vez en sus cartas que se delata. “Los Dedmon, un matrimonio americano
que conocí en París”, escribe, “no podrán visitar su casa de campo durante un
año (se marchan a Japón). Debido a que les han entrado en la casa una o dos
veces para robar, se resisten a dejarla vacía y me han ofrecido el empleo de
guardés. No sólo me la dejan gratis, sino que también me permiten usar su coche
y me dan un pequeño sueldo (lo suficiente para ir tirando si tengo mucho
cuidado). Esto es un golpe de suerte. Dicen que prefieren pagarme a mí para que
me siente en su casa y escriba durante un año que alquilársela a unos
desconocidos.” Un pequeño detalle, quizá, pero cuando me lo encontré en la
carta, me animé. Fanshawe había bajado momentáneamente la guardia, y si eso
había sucedido una vez, no había ninguna razón para suponer que no pudiera
volver a pasar.
Como ejemplos de escritura,
las cartas del campo sobrepasan a todas las demás. A estas alturas, el ojo de
Fanshawe se ha vuelto increíblemente agudo, y uno intuye una nueva
disponibilidad de las palabras dentro de él, como si la distancia entre ver y
escribir se hubiese acortado, los dos actos son ahora casi idénticos, parte de
un solo gesto ininterrumpido. A Fanshawe le preocupa el paisaje y vuelve a él
una y otra vez, observándolo interminablemente, registrando interminablemente
sus cambios. Su paciencia ante estas cosas es cuando menos notable y hay
pasajes literarios sobre la naturaleza, tanto en las cartas como en los
cuadernos, tan luminosos como los mejores que he leído. La casa de piedra en la
que vive (muros de sesenta centímetros de grosor) fue construida durante la
Revolución: a un lado hay un pequeño viñedo, al otro un prado donde pastan las
ovejas; detrás hay un bosque (urracas, grajos, jabalíes) y delante, al otro
lado de la carretera, están los barrancos que llevan a la aldea (cuarenta
habitantes). En estos mismos barrancos, ocultas por una maraña de arbustos y de
árboles, están las ruinas de una capilla que en otro tiempo perteneció a los
Caballeros Templarios. Retama, tomillo, robles achaparrados, tierra roja,
arcilla blanca, el mistral: Fanshawe vivió en medio de estas cosas durante más
de un año, y poco a poco parecen haberle cambiado, haberle enraizado más
profundamente en si mismo. Vacilo en hablar de una experiencia religiosa o
mística (estos términos no significan nada para mí), pero todas las pruebas
parecen indicar que Fanshawe estuvo solo durante todo el tiempo, casi sin ver a
nadie, casi sin abrir la boca. El rigor de esta vida le disciplinó, la soledad
se convirtió en un pasadizo hacia el yo, un instrumento para el descubrimiento.
Aunque todavía era muy joven entonces, creo que este periodo marca el comienzo
de su madurez como escritor. A partir de ese momento la obra ya no es
prometedora, está consumada, lograda, es inconfundiblemente suya. Comenzando
por la larga secuencia de poemas escritos en el campo (Fundamentos) y continuando con las obras de teatro y El país de nunca jamás (todas escritas
en Nueva York), Fanshawe está en plena floración. Uno busca indicios de locura,
signos del pensamiento que finalmente le puso contra sí mismo, pero la obra no
revela nada de esto. Fanshawe es sin duda una persona poco corriente, pero
según todas las apariencias está cuerdo, y cuando regresa a América en el otoño
de 1972 parece totalmente dueño de sí mismo.
Mis primeras respuestas
vinieron de las personas que Fanshawe había conocido en Harvard. La palabra biografía parecía abrirme las puertas y
no tuve ninguna dificultad para conseguir citas con la mayoría de ellos. Vi a
su compañero de habitación del primer curso; vi a varios de sus amigos; vi a
dos o tres de las chicas de Radcliffe con las que había salido. No saqué mucho
de ellos, sin embargo. De todas las personas a las que conocí, sólo una me dijo
algo de interés. Fue Paul Schiff, cuyo padre le había conseguido a Fanshawe el
trabajo en el petrolero. Schiff era ahora pediatra en el condado de Westchester
y hablamos en su consulta una tarde durante varias horas. Era de una seriedad
que me gustó (un hombre pequeño e intenso, el pelo ya ralo, los ojos firmes y
la voz suave y clara) y habló abiertamente, sin necesidad de sonsacarle.
Fanshawe había sido una persona importante en su vida y recordaba bien su
amistad.
–Yo era un chico diligente
–le dijo Schiff–. Trabajador, obediente, sin mucha imaginación. A Fanshawe no
le intimidaba Harvard de la misma manera que a todos nosotros, y creo que a mí
me impresionaba eso. Había leído más que nadie, más poetas, más filósofos, más
novelistas, pero las asignaturas parecían aburrirle. No le importaban las
notas, faltaba mucho a clase, parecía ir a su aire. El primer año vivíamos en
el mismo pasillo y por alguna razón me eligió para ser su amigo. A partir de
entonces, más o menos, fui a remolque de él. Fanshawe tenía tantas ideas sobre
todas las cosas que creo que aprendí más de él que en ninguna de las clases.
Supongo que fue un caso grave de adoración al héroe, pero Fanshawe me ayudó y
yo no lo he olvidado. Fue el único que me ayudó a pensar por mí mismo, a hacer
mis propias elecciones. De no ser por él, nunca habría sido médico. Me pasé a
medicina porque él me convenció de que debía hacer lo que deseaba hacer, y
todavía le estoy agradecido.
”Hacia la mitad del segundo
año Fanshawe me dijo que iba a dejar la universidad. No me sorprendió
realmente. Cambridge no era el sitio adecuado para Fanshawe y yo sabía que él
estaba inquieto, deseoso de marcharse. Hablé con mí padre, que representaba al
sindicato de marineros, y él le consiguió trabajo a Fanshawe en un barco. Lo
organizó todo muy bien, le ahorró a Fanshawe todo el papeleo y unas semanas más
tarde se fue. Supe de él varias veces, postales de un sitio y otro. Hola, cómo
estás, esa clase de cosas. No me molestó, sin embargo, y me alegraba de haber
podido hacer algo por él. Pero luego todos esos buenos sentimientos me
estallaron en la cara. Yo estaba en Nueva York un día, hace unos cuatro años,
andando por la Quinta Avenida y me encontré a Fanshawe, allí mismo, en la
calle. Yo estaba encantado de verle, verdaderamente sorprendido y contento,
pero él apenas me habló. Era como si se hubiera olvidado de mí. Muy rígido,
casi grosero. Tuve que obligarle a coger mi dirección y mi número de teléfono.
Prometió llamarme, pero por supuesto nunca lo hizo. Me dolió mucho, se lo
aseguro. Qué hijo de puta, pensé, ¿quién se cree que es? Ni siquiera me dijo
qué hacía, eludió mis preguntas y se fue. Adiós a los tiempos de la
universidad, pensé. Adiós a la amistad. Me dejó un sabor amargo en la boca. El
año pasado mi mujer compró un libro suyo y me lo regaló por mi cumpleaños. Sé
que es infantil, pero no he tenido valor para abrirlo. Está en la librería
cogiendo polvo. Es muy extraño, ¿no? Todo el mundo dice que es una obra
maestra, pero no creo que yo pueda leerlo nunca.
Éste fue el comentario más
lúcido que me hizo nadie. Algunos de sus compañeros del petrolero tenían cosas
que decir, pero nada que realmente sirviera a mi propósito. Otis Smart, por
ejemplo, recordaba las cartas de amor que Faushawe escribía en su nombre.
Cuando le llamé por teléfono a Baton Rouge, me habló largamente de ellas,
incluso citando algunas de las frases que Fanshawe se había inventado (“Mi
querida pies bailarines”, “Mi mujer de zumo de calabaza”, “Mi perversidad de
los sueños viciosos”, etcétera), riéndose mientras hablaba. Lo más gracioso, me
dijo, era que todo el tiempo que él estuvo mandándole aquellas cartas a
Sue–Ann, ella estaba tonteando con otro y el día en que él volvió le comunicó
que iba a casarse.
–Más vale así –añadió
Smart–. Me encontré a Sue–Ann en mi pueblo el año pasado y debe pesar unos
ciento cincuenta kilos. Parece una gorda de tebeo, pavoneándose por la calle
con unos pantalones elásticos de color naranja y un montón de críos berreando a
su alrededor. Me dio risa, de veras, acordándome de las cartas. Ese Fanshawe me
hacía verdadera gracia. Soltaba una de sus frases y yo me partía de risa. Es
una lástima lo que le ha sucedido. Da pena enterarse de que un tipo la ha
palmado tan joven.
Jeffrey Brown, ahora jefe de
cocina en un restaurante de Houston, había sido el ayudante de cocina en el
barco. Recordaba a Fanshawe como el único blanco de la tripulación que había
sido simpático con él.
–No era fácil –me dijo
Brown–. La mayor parte de la tripulación eran paletos blancos del sur y
hubieran preferido escupirme a decirme hola. Pero Fanshawe se puso de mi lado,
no le importaba lo que pensara nadie. Cuando llegábamos a Baytown y sitios así,
bajábamos a tierra juntos para beber, buscar chicas o lo que fuera. Yo conocía
esas ciudades mejor que Fanshawe y le dije que si quería seguir conmigo no
podíamos ir a los bares de marineros. Yo sabia lo que valdría mi culo en sitios
así y no quería líos. Ningún problema, me dijo Fanshawe, y nos íbamos a los
barrios negros. La mayor parte del tiempo la situación era bastante tranquila
en el barco, nada que yo no pudiera manejar. Pero luego vino durante unas
semanas un tipo pendenciero. Un tipo que se llamaba Cutbirth, Roy Cutbirth. Era
un engrasador blanco y estúpido al que finalmente echaron del barco cuando el
jefe de máquinas se dio cuenta de que no tenía ni idea de motores. Había hecho
trampa en el examen de engrasador para conseguir el trabajo, era el hombre
apropiado para tenerlo allí abajo si se quería volar el barco. Este Cutbirth
era tonto, malo y tonto. Tenía unos tatuajes en los nudillos, una letra en cada
dedo: A–M–O–R en la mano derecha y O–D–I–O en la izquierda. Cuando uno veía esa
clase de gilipollez, lo único que quería era mantenerse alejado. Ese tipo
fanfarroneó una vez delante de Fanshawe sobre cómo solía pasar las noches del
sábado en su pueblo de Alabama: sentado en una colina sobre la carretera
interestatal y disparando a los coches. Un tipo encantador, lo mires como lo
mires. Y encima tenía un ojo enfermo, todo inyectado en sangre e hinchado. Pero
también le gustaba presumir de eso. Parece que se le puso así cuando le saltó
un pedazo de cristal. Eso ocurrió en Selma, decía, cuando le tiraba botellas a
Martin Luther King. No hace falta que le diga que ese Cutbirth no era mi amigo
del alma. Solía lanzarme continuas miradas asesinas, murmurando entre dientes y
asintiendo para sí, pero yo no le hacía ningún caso. Las cosas siguieron así
durante algún tiempo. Luego lo intentó cuando Fanshawe estaba cerca, y le salió
demasiado alto y Fanshawe lo oyó. Se para, se vuelve a Cutbirth y le dice:
“¿Qué has dicho?”, y Cutbirth, en plan duro y gallito, dice algo como “Me
estaba preguntando cuándo os casáis tú y el conejito de la selva, cariño.”
Bueno, Fanshawe era siempre pacífico y amable, un verdadero caballero, no sé si
me entiende, así que yo no esperaba lo que pasó. Fue como ver a ese tipo de la
tele, el hombre que se convierte en bestia. De pronto se enfadó, quiero decir
que se puso furioso, casi fuera de sí de rabia. Agarró a Cutbirth por la camisa
y le lanzó contra la pared, le clavó allí, echándole el aliento a la cara. “No
vuelvas a decir eso”, dice Fanshawe, echando chispas por los ojos. “No vuelvas
a decir eso o te mato.” Y vaya si le creías cuando lo decía. Estaba dispuesto a
matar y Cutbirth se dio cuenta. “Era una broma”, dice. “Sólo una broma.” Y ahí
se acabó todo, muy deprisa. Todo el asunto no duró más que un instante. Unos
dos días después despidieron a Cutbirth. Fue una suerte. Si llega a quedarse
más tiempo, cualquiera sabe lo que podía haber pasado.
Obtuve docenas de
declaraciones como ésta, en cartas, en conversaciones telefónicas, en
entrevistas. La cosa continuó durante meses y cada día se ampliaba el material,
crecía en olas geométricas, acumulando más y más asociaciones, una cadena de
contactos que acabó por adquirir vida propia. Era un organismo infinitamente
voraz y al final vi que no había nada que le impidiese hacerse tan grande como
el mundo. Una vida toca otra vida, que a su vez toca otra, y enseguida los
eslabones se convierten en innumerables, imposibles de calcular. Supe de la
existencia de una mujer gorda en un pueblo de Louisiana; supe de la existencia
de un racista demente con tatuajes en los dedos. Supe de docenas de personas de
las que nunca había oído hablar y cada una de ellas tenía un papel en la vida
de Fanshawe. Todo eso estaba muy bien, quizá, y uno podría decir que ese
superavit de conocimientos era precisamente lo que demostraba que estaba llegando
a alguna parte. Yo era un detective, después de todo, y mi trabajo consistía en
buscar pistas. Enfrentado a millones de datos azarosos, conducido por millones
de caminos falsos, tenía que encontrar el único camino que me llevaría a donde
yo quería ir. Hasta ahora el hecho esencial era que no lo había encontrado.
Ninguna de aquellas personas había visto a Fanshawe o tenido noticias de él
desde hacía años, y a menos que dudara de todo lo que me decían, a menos que
empezara a investigar a cada uno de ellos, tenía que suponer que me decían la
verdad.
A lo que se reducía aquello
era, creo yo, a una cuestión de método. En cierto sentido, yo ya sabía todo lo
que había que saber acerca de Fanshawe. Las cosas que descubrí no me enseñaban
nada importante, no contradecían lo que yo ya sabía. O, por decirlo de otra
manera, el Fanshawe que yo había conocido no era el mismo Fanshawe al que
estaba buscando. Había habido una ruptura en alguna parte, una súbita e
incomprensible ruptura, y las cosas que me decían las distintas personas a las
que interrogué no explicaban eso. En última instancia, sus declaraciones sólo
confirmaban que lo sucedido no era posible. Que Fanshawe era amable, que
Fanshawe era cruel, esto era una vieja historia, y yo me la sabía de memoria.
Lo que yo buscaba era algo diferente, algo que ni siquiera podía imaginar: un
acto puramente irracional, algo totalmente atípico, una contradicción de todo
lo que Fanshawe había sido hasta el momento en que desapareció. Intentaba una y
otra vez saltar a lo desconocido, pero cada vez que aterrizaba, me encontraba
en territorio conocido, rodeado de lo que me resultaba más familiar.
Cuanto más avanzaba, más se
estrechaban las posibilidades. Quizá eso era una buena cosa, no lo sé. Aunque
fuese sólo eso, sabía que cada vez que fracasaba, había un sitio menos donde
buscar. Pasaron los meses, más meses de los que me gustaría reconocer. En
febrero y marzo pasé la mayor parte de mi tiempo buscando a Quinn, el detective
privado que había trabajado para Sophie. Curiosamente, no encontré ni rastro de
él. Parecía que ya no se dedicaba a eso, ni en Nueva York ni en ninguna parte.
Durante un tiempo investigué informes de cadáveres que nadie había reclamado,
interrogué a personas que trabajaban en el depósito municipal, traté de localizar
a su familia, pero no conseguí nada. Como último recurso, consideré la
posibilidad de contratar a otro detective privado para que le buscase, pero
luego decidí no hacerlo. Me pareció que un desaparecido era suficiente y luego,
poco a poco, agoté las posibilidades que tenía. A mediados de abril sólo me
quedaba una. Esperé unos días más, confiando en tener suerte, pero no pasó
nada. La mañana del veintiuno finalmente entré en una agencia de viajes y
reservé plaza en un vuelo a París.
Yo tenía que marcharme el
viernes. El martes Sophie y yo fuimos a comprar un tocadiscos. Una de sus
hermanas menores estaba a punto de trasladarse a Nueva York y pensábamos darle
nuestro viejo tocadiscos como regalo. La idea de sustituirlo estaba en el aire
desde hacia varios meses y aquello al fin nos proporcionaba una excusa para
salir a buscar uno nuevo. Así que nos fuimos al centro aquel martes, compramos
el tocadiscos y nos lo llevamos a casa en un taxi. Lo pusimos en el mismo sitio
donde estaba el viejo y luego metimos éste en la caja nueva. Una inteligente
solución, pensamos, Karen debía llegar en mayo y mientras tanto queríamos
guardarlo en algún sitio fuera de la vista. Fue entonces cuando nos topamos con
un problema.
El espacio donde guardar
cosas era limitado, como ocurre en la mayoría de los pisos de Nueva York, y
parecía que no nos quedaba ningún sitio libre. El único armario que ofrecía
alguna esperanza estaba en el dormitorio, pero el suelo estaba ya abarrotado de
cajas: tres de fondo, dos de alto, cuatro de ancho, y en el estante superior
tampoco cabía. Eran las cajas de cartón que contenían las cosas de Fanshawe
(ropa, libros, objetos diversos), y habían estado allí desde el día en que nos
mudamos. Ni Sophie ni yo supimos qué hacer con ellas cuando vaciamos su antiguo
apartamento. No queríamos estar rodeados de recuerdos de Fanshawe en nuestra
nueva vida, pero al mismo tiempo nos parecía mal tirarlas. Las cajas habían
sido un compromiso y ya ni nos fijábamos en ellas. Se convirtieron en parte del
paisaje doméstico –como la tabla del suelo rota debajo de la alfombra del
cuarto de estar, como la grieta en la pared encima de nuestra cama–, invisibles
en el flujo de la vida diaria. Ahora, cuando Sophie abrió la puerta del armario
y miró dentro, su estado de ánimo cambió de pronto.
–Basta de esto –dijo,
poniéndose en cuclillas junto al armario.
Apartó la ropa que colgaba
sobre las cajas, haciendo entrechocar las perchas, separando el revoltijo con
un gesto de frustración. Era una ira brusca, que parecía ir dirigida contra sí
misma más que contra mí.
–¿Basta de qué?
Yo estaba de pie al otro
lado de la cama, mirando su espalda.
–De todo –dijo ella, aún
empujando la ropa de un lado a otro–. Basta de Fanshawe y sus cajas.
–¿Qué quieres hacer con
ellas? –Me senté en la cama y esperé una respuesta, pero ella no contestó–.
¿Qué quieres hacer con ellas, Sophie? –repetí.
Ella se volvió para mirarme
y vi que estaba al borde de las lágrimas.
–¿De qué sirve un armario si
no puedes usarlo? –dijo. Le temblaba la voz, estaba perdiendo el control–.
Quiero decir que él ha muerto, ¿no?, y si ha muerto, ¿para qué necesitamos todo
esto, toda esta –hizo un gesto, buscando la palabra– basura? Es como vivir con
un cadáver.
–Si quieres, podemos llamar
al Ejército de Salvación –dije.
–Llámalos ahora mismo. Antes
de decir una palabra más.
–Lo haré. Pero primero
tendremos que abrir las cajas y seleccionar las cosas.
–No. Quiero que se lo lleven
todo, enseguida.
–Me parece bien en cuanto a
la ropa –dije–. Pero yo pensaba conservar los libros un poco más. Hace tiempo
que quiero hacer una lista y buscar posibles notas en los márgenes. Terminaría
en media hora.
Sophie me miró con
incredulidad.
–No entiendes nada, ¿verdad?
–dijo. Entonces, mientras se ponía de pie, finalmente se le saltaron las
lágrimas, lágrimas infantiles, lágrimas que no se reservaban nada, que corrían
por sus mejillas como si ella no se diera cuenta–. Ya no puedo hablar contigo.
Sencillamente no oyes lo que digo.
–Hago todo lo que puedo,
Sophie.
–No, no es verdad. Tú crees
que sí, pero no. ¿No ves lo que está sucediendo? Le estás devolviendo la vida.
–Estoy escribiendo un libro.
Eso es todo, sólo un libro. Pero si no me lo tomo en serio, ¿cómo crees que
puedo hacerlo?
–Hay mucho más que eso. Lo
sé, lo noto. Para que nuestra relación dure, él tiene que estar muerto. ¿No lo
entiendes? Aunque esté vivo, tiene que estar muerto.
–¿De qué estás hablando? Por
supuesto que está muerto.
–No por mucho tiempo. No si
tú sigues así.
–Pero fuiste tú quien me
animó. Tú querías que escribiese el libro.
–Eso fue hace cien años,
cariño. Tengo mucho miedo de perderte. No podría soportarlo.
–Está casi terminado, te lo
prometo. Este viaje es el último paso.
–Y luego ¿qué?
–Ya veremos. No puedo saber
en qué me estoy metiendo hasta que esté dentro.
–Eso es lo que me da miedo.
–Podrías venir conmigo.
–¿A París?
–A París. Podríamos ir los
tres juntos.
–Creo que no. Tal y como
están las cosas no. Vete solo. Así, por lo menos, si vuelves, será porque
quieres volver.
–¿Qué quiere decir eso de
“si”?
–Sólo eso. “Si.” Como en “si
vuelves”.
–No puedes creer eso.
–Pues lo creo. Si las cosas
siguen así, voy a perderte.
–No digas eso, Sophie.
–No puedo remediarlo. Ya
casi te has ido. A veces me parece que te veo desaparecer delante de mis ojos.
–Eso es una tontería.
–Te equívocas. Estamos
llegando al final, cariño, y ni siquiera lo sabes. Vas a desaparecer y nunca
volveré a verte.
8
En París las cosas me
parecieron extrañamente más grandes. El cielo estaba más presente que en Nueva
York, sus caprichos eran más frágiles. Me sentí atraído por él, y durante el
primer día lo observé constantemente, sentado en mi habitación del hotel,
estudiando las nubes, esperando a que ocurriera algo. Eran nubes del norte, las
nubes de los sueños que están siempre cambiando, acumulándose en enormes
montañas grises, descargando breves chubascos, disipándose, juntándose de
nuevo, tapando el sol, refractando la luz de maneras que siempre parecen
distintas. El cielo de París tiene sus propias leyes, las cuales funcionan con
independencia de la ciudad que hay abajo. Si los edificios parecen sólidos,
anclados en la tierra, indestructibles, el cielo es vasto y amorfo, sujeto a
constantes perturbaciones. Durante la primera semana me sentí como si me
hubiesen puesto cabeza abajo. Aquélla era una ciudad del viejo mundo y no tenía
nada que ver con Nueva York, con sus cielos bajos y calles caóticas, sus
blandas nubes y agresivos edificios. Me habían desplazado y eso hacia que me
sintiera repentinamente inseguro. Sentí que estaba perdiendo el control, y por
lo menos una vez cada hora tenía que recordarme a mi mismo por qué estaba allí.
Mi francés no era ni bueno
ni malo. Sabia lo suficiente como para entender lo que la gente me decía, pero
hablar me resultaba difícil, y había veces que no acudía a mis labios ninguna
palabra, veces que me costaba un esfuerzo decir incluso las cosas más
sencillas. Creo que había cierto placer en aquello –experimentar el lenguaje
como una colección de sonidos, verse empujado a la superficie de las palabras,
donde los significados se desvanecen–, pero también era muy cansado y tenía el
efecto de encerrarme en mis pensamientos. Para entender lo que la gente me
decía tenía que traducirlo todo silenciosamente al inglés, lo cual significaba
que incluso cuando entendía, lo lograba con retraso: hacia el trabajo dos veces
y obtenía la mitad del resultado. Los matices, las asociaciones subliminales,
las corrientes ocultas, todo eso se me escapaba. En última instancia,
probablemente no sería equivocado decir que se me escapaba todo.
No obstante, seguí adelante.
Tardé unos días en empezar la investigación, pero una vez que establecí mi
primer contacto, los otros vinieron a continuación. Hubo algunas decepciones,
sin embargo. Wyshnegradsky había muerto; no fui capaz de localizar a ninguna de
las personas a las que Fanshawe había dado clases particulares de inglés; la
mujer que le había contratado en el New
York Times ya no estaba, hacía años que no trabajaba allí. Estas cosas eran
de esperar, pero las encajé mal, sabiendo que incluso el más pequeño hueco
podía ser fatal. Eran espacios vacíos para mí, espacios en blanco en el cuadro,
y por mucho éxito que tuviera en llenar las otras zonas, quedarían dudas, lo
cual significaba que el trabajo nunca podría estar verdaderamente terminado.
Hablé con los Dedmon, hablé
con los editores de libros de arte para los que trabajó Fanshawe, hablé con la
mujer que se llamaba Anne (resultó que había sido su novia), hablé con el
productor de cine.
–Trabajos esporádicos –me
dijo en un inglés con acento ruso–, eso es lo que hacía. Traducciones, sinopsis
de guiones, un poco de negro literario para mi mujer. Era un chico listo, pero
demasiado rígido. Muy literario, no sé si me entiende. Yo quise darle una
oportunidad de trabajar como actor, incluso le ofrecí darle clases de esgrima y
de equitación para una película que íbamos a hacer. Me gustaba su físico, pensé
que podríamos sacar partido de él. Pero no le interesó. Tengo otros huevos que
freír, me dijo. Algo así. Da igual. La película produjo millones y ¿qué me importa
a mí que el chico no quisiera ser actor?
Allí había algo que valía la
pena investigar, pero mientras estaba sentado con aquel hombre en su monumental
piso de la Avenue Henri Martin, esperando cada frase de su historia entre
llamadas telefónicas, de repente comprendí que no necesitaba oír nada más.
Había una sola pregunta importante, y aquel hombre no podía contestarla. Si me
quedaba y le escuchaba, me daría más detalles, más irrelevancias, otro montón
de notas inútiles. Llevaba demasiado tiempo fingiendo que iba a escribir un
libro y poco a poco había olvidado mi propósito. Basta, me dije, repitiendo
conscientemente las palabras de Sophie, basta de esto, y entonces me levanté y
me fui.
La cuestión era que ya nadie
me observaba. Ya no tenía que disimular como me ocurría en casa. Ya no tenía
que engañar a Sophie creando interminables tareas para mí. La comedia había
terminado. Al fin podía desechar mi inexistente libro. Durante unos diez
minutos, mientras volvía a pie al hotel cruzando el río, me sentí más feliz de
lo que me había sentido en muchos meses. Las cosas se habían simplificado, se
habían reducido a la claridad de un solo problema. Pero luego, en cuanto
asimilé esta idea, comprendí lo mala que era la situación realmente. Estaba
llegando al final y aún no le había encontrado. El error que andaba buscando no
había aparecido. No había ninguna pista, ningún rastro que seguir. Fanshawe
estaba oculto en alguna parte y toda su vida estaba oculta con él. A menos que
él quisiera que le encontrasen, yo no tenía ni la más remota posibilidad.
Sin embargo, seguí adelante,
tratando de llegar hasta el final, hasta el mismísimo final, ahondando
ciegamente en las últimas entrevistas, no queriendo renunciar hasta que hubiese
visto a todo el mundo. Deseaba llamar a Sophie. Un día incluso fui hasta la
oficina de correos y esperé en la cola de las llamadas al extranjero, pero no
llegué a llamarla. Ahora las palabras me fallaban constantemente y me entró
pánico ante la idea de derrumbarme en el teléfono. ¿Qué podía decirle, después
de todo? En lugar de eso, le mandé una postal de Laurel y Hardy. En la parte de
atrás escribí: “Los verdaderos matrimonios nunca tienen sentido. Mira la pareja
del dorso. Prueba de que cualquier cosa es posible, ¿no? Quizá deberíamos
empezar a ponernos sombreros hongo. Por lo menos, acuérdate de vaciar el
armario antes de que yo vuelva. Abrazos a Ben.”
Vi a Anne Michaux la tarde
siguiente y tuve un pequeño sobresalto cuando entré en el café donde habíamos
quedado en encontrarnos (Le Rouquet, en el Boulevard Saint Germain). Lo que me
dijo sobre Fanshawe no tiene importancia: quién besó a quién, qué sucedió
dónde, quién dijo qué, etcétera. Viene a ser más de lo mismo. Lo que
mencionaré, no obstante, es que la lentitud de su reacción inicial se debió al
hecho de que me confundió con Fanshawe. Duró sólo un brevísimo instante, según
dijo, y luego pasó. Otras personas habían notado el parecido anteriormente, por
supuesto, pero nunca de un modo tan visceral, con un impacto tan inmediato.
Debí de mostrar mi sobresalto, porque ella se disculpó rápidamente (como si
hubiera hecho algo malo) y volvió al tema varias veces durante las dos o tres
horas que pasamos juntos, una vez incluso contradiciéndose:
–No sé en qué estaba
pensando. No se parece usted a él en nada. Ha debido ser que he visto al
americano que hay en los dos.
No obstante, me resultó
perturbador, no pude remediar sentirme horrorizado. Algo monstruoso estaba
sucediendo y yo ya no podía controlarlo. El cielo estaba oscureciendo dentro de
mí, eso era seguro; la tierra temblaba. Me resultaba difícil quedarme quieto,
me resultaba difícil moverme. De un momento al siguiente me parecía estar en un
sitio diferente, olvidar dónde me encontraba. Los pensamientos se detienen
donde empieza el mundo, me repetía. Pero el yo también está en el mundo, me
contestaba, y lo mismo ocurre con los pensamientos que vienen de él. El
problema era que ya no era capaz de hacer las distinciones correctas. Esto
nunca puede ser aquello. Las manzanas no son naranjas, los melocotones no son
ciruelas. Notas las diferencias en la lengua, y entonces lo sabes, como si
fuera dentro de ti. Pero todo estaba empezando a tener el mismo sabor para mí.
Ya no tenía hambre, ya no podía obligarme a comer.
En cuanto a los Dedmon, hay
aún menos que decir, quizá. Fanshawe no podía haber elegido unos benefactores
más apropiados, y de todas las personas que vi en París, ellos fueron los más
amables, los más generosos. Me invitaron a tomar una copa en su piso y me quedé
a cenar, y luego, cuando llegamos al segundo plato, me insistieron para que
visitara su casa en el Var, la misma casa donde había vivido Fanshawe, y no
hacia falta que la estancia fuese corta, me dijeron, ya que ellos no pensaban
ir hasta agosto. Había sido un sitio importante para Fanshawe y su obra, dijo
el señor Dedmon, y sin duda mi libro ganaría si lo veía con mis propios ojos.
Tuve que mostrarme de acuerdo con él, y aún no habían salido las palabras de mi
boca, cuando la señora Dedmon ya estaba al teléfono organizándolo todo en su preciso
y elegante francés.
Ya no había nada que me
retuviera en París, así que tomé el tren a la tarde siguiente. Era el final del
camino para mí, mi viaje hacia el sur y hacia el olvido. Cualquier esperanza
que pudiera haber tenido (la mínima posibilidad de que Fanshawe hubiera
regresado a Francia, el ilógico pensamiento de que hubiese encontrado refugio
dos veces en el mismo lugar) se evaporó cuando llegué allí. La casa estaba
vacía; no había ni rastro de nadie. El segundo día, examinando las habitaciones
del piso de arriba, me encontré un poema corto que Fanshawe había escrito en la
pared, pero yo ya conocía ese poema y debajo había una fecha: 25 de agosto de
1972. Nunca había vuelto. Ahora me sentí estúpido por haberlo pensado siquiera.
Por falta de algo mejor que
hacer, pasé varios días hablando con la gente de la zona: los granjeros
cercanos, los aldeanos, la gente de los pueblos vecinos. Me presentaba
enseñándoles una fotografía de Fanshawe, fingiendo ser su hermano, pero
sintiéndome más bien como un detective privado sin un céntimo, un bufón que se
agarra a un clavo ardiendo. Algunas personas le recordaban, otras no, otras no
estaban seguras. Daba igual. Yo encontraba impenetrable el acento del sur (con
sus erres arrastradas y sus finales nasalizados) y apenas entendía una palabra
de lo que me decían. Entre todas las personas que vi, sólo una había tenido
noticias de Fanshawe después de su marcha. Era su vecino más próximo, un
granjero arrendatario que vivía aproximadamente a un kilómetro y medio, carretera
adelante. Era un peculiar hombrecito de unos cuarenta años, el hombre más sucio
que yo había conocido nunca. Su casa era una estructura del siglo xvii, húmeda y desmoronada, y él parecía
vivir allí solo, sin más compañía que su perro trufero y su escopeta de caza.
Estaba claro que se enorgullecía de haber sido amigo de Fanshawe, y para
demostrarme lo unidos que habían estado me enseñó un sombrero tejano blanco que
Fanshawe le había enviado después de regresar a América. No había ninguna razón
para no creer su historia. El sombrero seguía guardado en su caja original y al
parecer no había sido usado. Me explicó que lo reservaba para el momento
oportuno, y luego se lanzó a una arenga política que me costó trabajo seguir.
Iba a llegar la revolución, dijo, y cuando llegase, él iba a comprarse un
caballo blanco y una metralleta, a ponerse su sombrero y a cabalgar por la
calle Mayor del pueblo, pegando tiros a todos los tenderos que habían
colaborado con los alemanes durante la guerra. Igual que en América, me dijo.
Cuando le pregunté qué quería decir, me soltó una conferencia digresiva y
alucinatoria acerca de los indios y los vaqueros. Pero eso fue hace mucho
tiempo, le dije, tratando de cortarle. No, no, insistió, continúa hoy en día.
¿No me había enterado yo de los tiroteos en la Quinta Avenida? ¿No había oído
hablar de los apaches? Era inútil discutir. En defensa de mi ignorancia, le
dije que yo vivía en otro barrio.
Me quedé en la casa unos
días más. Mi plan era no hacer nada durante el mayor tiempo posible, descansar.
Estaba agotado y necesitaba una oportunidad de reponerme antes de volver a
París. Pasaron uno o dos días. Paseé por los prados, visité el bosque, me senté
al sol leyendo traducciones francesas de novelas policiacas americanas. Debería
haber sido la cura perfecta: escondido en el culo del mundo, dejando que mi
mente flotase libremente. Pero nada de esto me ayudó realmente. La casa no me
hacia sitio y al tercer día noté que ya no estaba solo, que nunca estaría solo
en aquel lugar. Fanshawe estaba allí, y por mucho que me esforzara en no pensar
en él, no podía escapar. Esto fue algo inesperado, exasperante. Ahora que había
dejado de buscarle, estaba más presente que nunca para mí. Todo el proceso se
había invertido. Después de tantos meses tratando de encontrarle, me sentía
como si fuera yo el que había sido encontrado. En lugar de buscar a Fanshawe,
en realidad había estado huyendo de él. El trabajo que había inventado para mí
–el falso libro, los interminables rodeos– no había sido sino un intento de
apartarle, una artimaña para mantenerle lo más lejos posible. Porque si podía
convencerme de que le estaba buscando, eso necesariamente significaba que él
estaba en alguna otra parte, en alguna parte fuera de mí, más allá de los
límites de mi vida. Pero me había equivocado. Fanshawe estaba exactamente donde
yo estaba, y había estado allí desde el principio. Desde el momento en que
llegó su carta, yo había estado esforzándome por imaginarle, por verle como
podría haber sido, pero mi mente evocaba siempre el vacío. En el mejor de los
casos, había una imagen empobrecida: la puerta de una habitación cerrada. Eso
era todo: Fanshawe solo en esa habitación, condenado a una soledad mítica,
quizá viviendo, quizá respirando, soñando Dios sabe qué. Esa habitación, lo
descubrí entonces, estaba situada dentro de mi cráneo.
Después de eso me ocurrieron
cosas extrañas. Regresé a París, pero una vez allí me encontré sin nada que
hacer. No quería llamar a ninguna de las personas que había visto antes y no
tenía valor para volver a Nueva York. Me quedé inerte, me convertí en una cosa
que no podía moverse, y poco a poco me perdí la pista. Si puedo decir algo
acerca de este periodo es únicamente porque tengo ciertas pruebas documentales
que me ayudan. Los sellos en mi pasaporte, por ejemplo; el billete de avión, la
cuenta del hotel, etcétera. Esas cosas me demuestran que me quedé en París
durante más de un mes. Pero eso es muy diferente de recordarlo, y a pesar de lo
que sé, aún me resulta imposible. Veo cosas que sucedieron, encuentro imágenes
de mí mismo en distintos lugares, pero sólo a distancia, como si estuviera
observando a otro. No tengo la sensación de que sean recuerdos, que siempre
están anclados dentro de uno; están ahí fuera, más allá de lo que puedo sentir
o tocar, más allá de nada que tenga que ver conmigo. He perdido un mes de mí
vida, e incluso ahora me es difícil confesarlo, es una cosa que me llena de
vergüenza.
Un mes es mucho tiempo, más
que suficiente para que un hombre se desintegre. Aquellos días vuelven a mi
memoria en fragmentos cuando vuelven, trocitos que se niegan a juntarse. Me veo
borracho, cayéndome en la calle una noche, levantándome, caminando a tumbos
hacia una farola y luego vomitando sobre mis zapatos. Me veo sentado en un cine
con las luces encendidas mirando a la gente que sale, incapaz de recordar la
película que acababa de ver. Me veo rondando por la Rue Saint–Denis por la
noche, eligiendo prostitutas con las que acostarme, mi cabeza ardiendo con
imágenes de cuerpos, una interminable confusión de senos desnudos, muslos
desnudos, nalgas desnudas. Veo cómo me chupan la polla, me veo en una cama con
dos chicas que se besan, veo a una enorme negra con las piernas abiertas sobre
un bidé y lavándose el coño. No intentaré decir que estas cosas no son reales,
que no sucedieron. Es sólo que no puedo responder por ellas. Follaba para
sacarme el cerebro de la cabeza, me emborrachaba para entrar en otro mundo.
Pero si el objetivo era borrar a Fanshawe, mis juergas fueron un éxito. Él
desapareció.... y yo desaparecí con él.
El final, sin embargo, lo
tengo claro. No lo he olvidado, y me siento afortunado por haber conservado
eso. Toda la historia se resume en lo que sucedió al final, y, sin tener ese
final dentro de mí, no habría podido empezar este libro. Lo mismo es válido
para los dos libros anteriores, La ciudad
de cristal y Fantasmas. Estas
tres historias son finalmente la misma historia, pero cada una representa una
etapa diferente en mi conciencia de dónde está el quid. No afirmo haber
resuelto ningún problema. Simplemente sugiero que llegó un momento en que ya no
me asustaba mirar lo que había sucedido. Sí las palabras vinieron a
continuación, es sólo porque no tuve más remedio que aceptarlas, asumirlas e ir
a donde ellas quisieran llevarme. Pero eso no significa necesariamente que las
palabras sean importantes. Llevo mucho tiempo luchando por decirle adiós a
algo, y esta lucha es lo único que de veras importa. La historia no está en las
palabras; está en la lucha.
Una noche me encontré en un
bar cerca de la Place Pigalle. Me
encontré es el término que deseo usar, porque no tengo ni idea de cómo
llegué allí, ningún recuerdo de haber entrado en aquel lugar. Era uno de esos
sitios carísimos que abundan en el barrio: seis u ocho chicas en la barra, la
oportunidad de sentarse a una mesa con una de ellas y pedir una botella de
champán de precio exorbitante, y luego, si a uno le apetece, la posibilidad de
llegar a un acuerdo económico y retirarse a la intimidad de una habitación en
el hotel de al lado. La escena empieza para mi cuando estoy sentado en una de
las mesas con una chica y acaban de traernos el cubo de champán. La chica era
tahitiana, recuerdo, y muy guapa: no tendría más de diecinueve o veinte años,
era muy menuda y llevaba un vestido blanco de red sin nada debajo, un
entrecruzado de cables sobre su suave piel morena. El efecto era
extraordinariamente erótico. Recuerdo sus pechos redondos visibles por los
agujeros en forma de diamante, la abrumadora suavidad de su cuello cuando me
incliné y lo besé. Me dijo su nombre, pero yo insistí en llamarla Fayaway,
diciéndole que ella era una exiliada de Taipi y yo era Herman Melville, un
marinero americano que había venido desde Nueva York para rescatarla. Ella no
tenía ni la menor idea de lo que le estaba diciendo, pero continuó sonriendo,
sin duda pensando que estaba loco, mientras yo parloteaba en mi francés
chapurreado; permanecía imperturbable, riéndose cuando yo me reía, permitiendo
que la besara donde quisiera.
Estábamos sentados en un
reservado en el rincón y desde mí asiento yo veía el resto de la sala. Los
hombres iban y venían, algunos asomaban la cabeza por la puerta y se marchaban,
otros se quedaban a tomar una copa en la barra, uno o dos se iban a una mesa
como había hecho yo. Al cabo de unos quince minutos entró un joven que era
evidentemente americano. Me pareció que estaba nervioso, como si no hubiera
estado nunca en un sitio así, pero su francés era sorprendentemente bueno, y
cuando pidió un whisky en la barra y empezó a hablar con una de las chicas, vi
que pensaba quedarse un rato. Le estudié desde mi rincón, sin dejar de pasar la
mano por la pierna de Fayaway y de hundir la cara en su cuello; pero cuanto más
tiempo se quedaba él en la barra, más me distraía. Era alto, de constitución
atlética, con el pelo rubio y una actitud abierta y bastante juvenil. Supuse
que tendría veintiséis o veintisiete años, un estudiante graduado, quizá, o
bien un joven abogado que trabajaba para una empresa americana en París. No
había visto nunca a aquel hombre, y sin embargo había algo en él que me
resultaba familiar, algo que me impedía apartar la vista: una breve quemadura,
una extraña sinapsis de reconocimiento. Probé a ponerle varios nombres, le
paseé por el pasado, devané la bovina de asociaciones, pero nada. No es nadie,
me dije, renunciando finalmente. Y luego, de repente, por alguna confusa cadena
de razonamientos, terminé el pensamiento añadiendo: y si no es nadie, debe ser
Fanshawe. Me reí en alto de mi broma. Siempre alerta, Fayaway se rió conmigo.
Yo sabía que nada podía ser más absurdo, pero lo dije otra vez: Fanshawe. Y
luego otra: Fanshawe. Y cuanto más lo decía, más me complacía decirlo. Cada vez
que la palabra salía de mi boca, iba seguida de otra carcajada. Su sonido me
embriagaba; me llevaba a un paroxismo de risas roncas, y poco a poco Fayaway
pareció desconcertarse. Probablemente había pensado que me refería a alguna
práctica sexual, que estaba haciendo un chiste que ella no podía entender, pero
mis repeticiones habían privado gradualmente a la palabra de su significado, y
ella empezó a oírla como una amenaza. Yo miraba al hombre que estaba al otro
extremo de la sala y decía la palabra una vez más. Mi felicidad era
inconmensurable. Exultaba por la pura falsedad de mi afirmación, celebrando el
nuevo poder que me había conferido a mí mismo. Yo era el sublime alquimista que
podía cambiar el mundo a su antojo. Aquel hombre era Fanshawe porque yo decía
que era Fanshawe, y eso era todo. Nada podía detenerme ya. Sin siquiera pararme
a pensarlo; murmuré al oído de Fayaway que volvía enseguida, me solté de sus
maravillosos brazos y me acerque al seudo–Fanshawe. Con mi mejor imitación del
acento de Oxford, le dije:
–Vaya, hombre, qué
casualidad. Volvemos a encontrarnos. Se volvió y me miró atentamente. La sonrisa
que había empezado a dibujarse en su cara se apagó lentamente y se convirtió en
un ceño.
–¿Le conozco? –preguntó
finalmente.
–Por supuesto que sí –dije,
bravucón y alegre–. Mi nombre es Melville. Herman Melville. Quizá haya leído
alguno de mis libros.
Él no sabía si tratarme como
a un borracho jovial o como a un psicópata peligroso, y la confusión se
reflejaba en su cara. Era una confusión espléndida y la disfruté a fondo.
–Bueno –dijo al fin,
forzando una sonrisita–, puede que haya leído uno o dos.
–El de la ballena, sin duda.
–Sí. El de la ballena.
–Me alegra saberlo –dije,
asintiendo con agrado, y luego le puse un brazo sobre los hombros–. Bueno,
Fanshawe, ¿qué te trae por París en esta época del año?
La confusión volvió a
aparecer en su cara.
–Perdone –dijo–, no he
cogido ese nombre.
–Fanshawe.
–¿Fanshawe?
–Fanshawe. f–a–n–s–h–a–w–e.
–Bueno –dijo, relajándose y
sonriendo ampliamente, repentinamente seguro de sí mismo otra vez–, ése es el
problema. Me ha confundido usted con otra persona. Mi nombre no es Fanshawe. Es
Stillman. Peter Stillman.
–Eso no es ningún problema
–contesté, dándole un pequeño apretón en el hombro–. Si quieres llamarte
Stillman, yo no tengo inconveniente. Los nombres no son importantes, después de
todo. Lo que importa es que yo sé quién eres realmente. Eres Fanshawe. Lo he
sabido en cuanto has entrado. “Ahí está el viejo diablo en persona”, me he
dicho. “Me pregunto qué estará haciendo en un sitio como éste.”
Él estaba empezando a
impacientarse conmigo. Apartó mi brazo de su hombro y retrocedió.
–Ya basta –dijo–. Se ha
equivocado, dejémoslo así. No quiero seguir hablando con usted.
–Demasiado tarde –dije–. Tu
secreto ha sido descubierto, amigo mío. Ya no puedes esconderte de mí.
–Déjeme en paz –dijo, dando
muestras de enfado por primera vez–. Yo no hablo con locos. Déjeme en paz, o
habrá jaleo.
Las otras personas que había
en el bar no podían entender lo que decíamos, pero la tensión se había hecho
evidente, y yo noté que me observaban, noté que los ánimos cambiaban a mi
alrededor. Stillman parecía repentinamente asustado. Lanzó una mirada a la
mujer que estaba detrás de la barra, miró aprensivamente a la chica que se
encontraba a su lado y luego tomó la impulsiva decisión de marcharse. Me apartó
de su camino de un empujón y echó a andar hacia la puerta. Yo podía haber
dejado que las cosas quedaran así, pero no lo hice. Estaba entrando en calor y
no quería desperdiciar mi inspiración. Volví a donde estaba Fayaway y puse unos
cuantos billetes de cien francos sobre la mesa. Ella fingió un mohín en
respuesta.
–C’est mon frére –dije–. Il
est fou. Je dois le poursuivre.
Y luego, mientras ella
alargaba la mano para coger el dinero, le tiré un beso, di media vuelta y me
fui.
Stillman estaba veinte o
treinta metros delante de mí, andando deprisa por la calle. Avancé al mismo
paso que él, manteniendo la distancia para evitar que se percatara, pero sin
perderle de vista. De vez en cuando él miraba por encima del hombro, como
esperando que yo estuviera allí, pero creo que no me vio hasta que habíamos
salido del barrio y estábamos lejos de las multitudes y el bullicio,
atravesando el tranquilo y oscuro corazón de la orilla derecha del Sena. El
encuentro le había atemorizado y se comportaba como un hombre que huye para
salvar la vida. Pero eso no era difícil de entender. Yo representaba lo que más
tememos todos: el desconocido beligerante que sale de las sombras, el cuchillo
que se nos clava en la espalda, el coche veloz que nos atropella. Tenía razones
para correr, pero su miedo me estimulaba, me aguijoneaba a perseguirle, rabioso
por la determinación. No tenía ningún plan, ninguna idea de lo que iba a hacer,
pero le seguía sin la menor duda, sabiendo que toda mi vida dependía de ello.
Es importante subrayar que en aquel momento yo estaba completamente lúcido,
ninguna vacilación, ninguna borrachera, la cabeza completamente despejada. Me
daba cuenta de que actuaba de un modo absurdo. Stillman no era Fanshawe, yo lo
sabía. Era una elección arbitraria, totalmente inocente y gratuita. Pero eso
era lo que me excitaba, lo fortuito del asunto, el vértigo de la pura
casualidad. No tenía sentido, y, por eso, tenía todo el sentido del mundo.
Llegó un momento en que los
únicos sonidos en la calle eran nuestros pasos. Stillman se volvió de nuevo y
finalmente me vio. Empezó a andar más deprisa, al trote. Le llamé:
–Fanshawe.
Le llamé otra vez:
–Es demasiado tarde. Sé
quién eres, Fanshawe.
Y luego, en la calle
siguiente:
–Todo ha terminado,
Fanshawe. Nunca escaparás.
Stillman no respondió nada,
ni siquiera se molestó en volverse. Yo quería seguir hablando con él, pero
ahora él iba corriendo, y si trataba de hablar iría más despacio. Abandoné mis
provocaciones y fui tras él. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuvimos
corriendo pero me parecieron horas. Él era más joven que yo, más joven y más
fuerte, y estuve a punto de perderle, a punto de no conseguirlo. Me obligué a
continuar por la calle oscura, sobrepasando el punto de agotamiento, de náusea,
frenéticamente lanzado hacia él, sin permitirme parar. Mucho antes de alcanzarle,
mucho antes de saber que iba a alcanzarle, sentí como si ya no estuviera dentro
de mí mismo. No se me ocurre otra manera de expresarlo. Ya no me sentía. La
sensación de la vida se me había escapado gota a gota y en su lugar había una
milagrosa euforia, un dulce veneno que corría por mi sangre, el innegable olor
de la nada. Éste es el momento de mi muerte, me dije, ahora es cuando me muero.
Un segundo más tarde alcancé a Stillman y le agarré por la espalda. Caímos al
suelo violentamente y los dos gruñimos al sentir el impacto. Yo había agotado
todas mis fuerzas y estaba demasiado falto de aliento para defenderme,
demasiado exhausto para pelear. No dijimos ni una palabra. Durante varios
segundos luchamos cuerpo a cuerpo en la acera, pero luego él consiguió librarse
de mi presa, y después de eso no pude hacer nada. Empezó a aporrearme con los
puños, a patearme con la punta de los zapatos, a golpearme por todo el cuerpo.
Recuerdo que intenté protegerme la cara con las manos; recuerdo el dolor y
cuánto me aturdía, cuánto me dolía y cuán desesperadamente deseaba dejar de
sentir el dolor. Pero no debió de durar mucho, porque la memoria de ese dolor
cesa ahí. Stillman me destrozó, y cuando terminó, yo estaba inconsciente.
Recuerdo que me desperté en la acera y me sorprendí de que aún fuese de noche,
pero no recuerdo nada más. Todo lo demás ha desaparecido.
Durante los tres días
siguientes no me moví de mí habitación en el hotel. Lo terrible no era tanto el
dolor como que éste no fuese lo bastante fuerte como para matarme. Me di cuenta
de esto el segundo o el tercer día. En un momento dado, tumbado sobre la cama y
mirando las rendijas de las persianas cerradas, comprendí que había
sobrevivido. Me parecía extraño estar vivo, casi incomprensible. Tenía un dedo
roto; tenía cortes en ambas sienes; me dolía hasta respirar. Pero de alguna
manera ésa no era la cuestión. Estaba vivo, y cuanto más lo pensaba, menos lo
entendía. No me parecía posible que me hubiesen perdonado la vida.
Esa misma noche le mandé un
telegrama a Sophie diciéndole que volvía a casa.
9
Ya casi he llegado al final.
Sólo queda una cosa, pero eso no sucedió hasta más tarde, hasta que habían
pasado tres años más. Entretanto se presentaron muchas dificultades, muchos
dramas, pero creo que no pertenecen a la historia que estoy intentando contar.
Después de mi regreso a Nueva York, Sophie y yo vivimos separados durante casi
un año. Ella me había dado por perdido y hubo meses de confusión antes de que
finalmente pudiera reconquistarla. Visto desde ahora (mayo de 1984), eso es lo
único que importa. Comparado con ello, los hechos de mi vida son puramente
incidentales.
El veintitrés de febrero de
1981 nació el hermanito de Ben. Le pusimos Paul, en recuerdo del abuelo de
Sophie. Pasaron varios meses y en julio nos trasladamos al otro lado del río,
donde alquilamos las dos plantas superiores de una casa de piedra marrón en
Brooklyn. En septiembre Ben empezó a ir al jardín de infancia. En Navidad
fuimos todos a Minnesota y cuando volvimos Paul había empezado a andar solo.
Ben, que gradualmente había ido tomándole bajo su protección, reclamó todo el
mérito del acontecimiento.
En cuanto a Fanshawe, Sophie
y yo nunca hablábamos de él. Ése fue nuestro pacto de silencio, y cuanto más
tiempo pasaba sin que dijéramos nada, más nos demostrábamos nuestra mutua
lealtad. Después de que yo le devolviera el anticipo a Stuart Green y dejara
oficialmente de escribir la biografía, mencionamos a Fanshawe una sola vez. Eso
sucedió el día en que decidimos volver a vivir juntos y se formuló en términos
estrictamente prácticos. Los libros y las obras de teatro de Fanshawe
continuaban produciendo una buena renta. Si queríamos seguir casados, dijo
Sophie, utilizar el dinero para nosotros quedaba descartado. Estuve de acuerdo
con ella. Encontramos otras maneras de ganar lo que necesitábamos y pusimos el
dinero de los derechos de autor en un fideicomiso para Ben, y posteriormente
también para Paul. Como último paso, contratamos a un agente literario para que
llevara todo lo relacionado con el trabajo de Fanshawe: solicitudes para
representar las obras, negociaciones para las reimpresiones, contratos, lo que
fuera necesario. En la medida en que nos fue posible, actuamos. Si Fanshawe
seguía teniendo el poder de destruirnos, sería sólo porque nosotros queríamos
que lo hiciese, porque queríamos destruirnos a nosotros mismos. Por eso nunca
me molesté en decirle la verdad a Sophie; no porque me asustase, sino porque la
verdad ya no tenía importancia. Nuestra fuerza era nuestro silencio, y yo no
tenía intención de romperlo.
Sin embargo, sabía que la
historia no había terminado. Mi último mes en París me había enseñado eso, y
poco a poco aprendí a aceptarlo. Era sólo cuestión de tiempo que sucediera
algo. Me parecía inevitable, y en lugar de seguir negándolo, en lugar de
engañarme con la idea de que podría librarme de Fanshawe, traté de prepararme
para ello, traté de estar dispuesto para cualquier cosa. Creo que es el poder
de este cualquier cosa lo que ha
hecho que la historia sea tan difícil de contar. Porque precisamente cuando
puede suceder cualquier cosa, las palabras comienzan a fallar. El grado en el
que Fanshawe se volvió inevitable era el grado en el que ya no estaba presente.
Aprendí a aceptar eso. Aprendí a vivir con él del mismo modo que vivía con la
idea de mi propia muerte. Fanshawe no era la muerte, pero era como la muerte, y
dentro de mí funcionaba como un tropo de la muerte. De no haber sido por mi
crisis de París, nunca habría entendido eso. No morí allí, pero estuve cerca, y
hubo un momento, quizá hubo varios momentos, en que saboreé la muerte, en que
me vi muerto. No hay cura para semejante encuentro. Una vez que sucede,
continúa sucediendo; vives con eso el resto de tu vida.
La carta llegó a comienzos
de la primavera de 1982. Esta vez el matasellos era de Boston y el mensaje era
escueto, más apremiante que antes. “Imposible aplazarlo más”, decía. “Tengo que
hablar contigo. 9 Columbus Square, Boston; 1 de abril. Ahí acaba todo, te lo
prometo.”
Tenía menos de una semana
para inventar una excusa para ir a Boston. Esto resultó más difícil de lo que
debería haber sido. Aunque no quería que Sophie supiera nada (me parecía que
era lo menos que podía hacer por ella), por alguna razón me resistía a contarle
otra mentira, aunque fuese necesario. Pasaron dos o tres días sin ningún
progreso y al final me inventé una historia tonta sobre la necesidad de
consultar unos documentos en la biblioteca de Harvard. Ni siquiera recuerdo qué
documentos se suponía que eran. Algo relacionado con un articulo que iba a
escribir, creo, pero puede que me equivoque. Lo importante es que Sophie no
puso ninguna objeción. Muy bien, dijo, vete cuando quieras, etcétera. Mi
impresión visceral es que sospechó algo, pero es sólo una impresión, y no
tendría sentido especular sobre ello aquí. Cuando se trata de Sophie, tiendo a
creer que no hay nada oculto.
Reservé una plaza para el
uno de abril en el primer tren. La mañana de mi marcha, Paul se despertó un
poco antes de las cinco y se metió en la cama con nosotros. Me levanté una hora
más tarde y salí de la habitación sin hacer ruido, deteniéndome brevemente en
la puerta para mirar a Sophie y al niño a la tenue luz gris: desparramados e
impenetrables, los cuerpos a los que pertenecía. Ben estaba en la cocina del
piso de arriba, ya vestido, comiéndose un plátano y dibujando. Hice unos huevos
revueltos para los dos y le dije que iba a coger un tren para Boston. Quiso
saber dónde estaba Boston.
–A unos trescientos
kilómetros de aquí –le contesté.
–¿Eso es tan lejos como el
espacio?
–Si fueras en línea recta
hacia arriba, te aproximarías bastante.
–Creo que deberías ir a la
luna. Un cohete es mejor que un tren.
–Haré eso a la vuelta.
Tienen vuelos regulares de Boston a la luna los viernes. Reservaré una plaza en
cuanto llegue allí.
–Estupendo. Entonces podrás
contarme cómo es.
–Si encuentro una piedra
lunar, te la traeré.
–¿Y a Paul?
–Le traeré otra.
–No, gracias.
–¿Qué quiere decir eso?
–No quiero una piedra lunar.
Paul se la metería en la boca y se ahogaría.
–¿Qué te gustaría?
–Un elefante.
–No hay elefantes en el
espacio.
–Lo sé. Pero tú no vas al
espacio.
–Es verdad.
–Y seguro que hay elefantes
en Boston.
–Probablemente tienes razón.
¿Quieres un elefante rosa o un elefante blanco?
–Un elefante gris. Grande,
gordo y con muchas arrugas.
–No hay problema. Ésos son
los más fáciles de encontrar. ¿Quieres que lo traiga en una caja o con un
collar v una correa?
–Creo que deberías venir
montado en él. Sentado encima con una corona en la cabeza. Como un emperador.
–¿El emperador de qué?
–El emperador de los niños.
–¿Y tendré una emperatriz?
–Claro. Mamá es la
emperatriz. Le gustaría. Quizá deberíamos despertarla y decírselo.
–Será mejor que no. Prefiero
darle la sorpresa cuando llegue a casa.
–Buena idea. De todas
formas, no se lo creerá hasta que lo vea.
–Exacto. Y no queremos que
se lleve una desilusión, si no encuentro el elefante.
–Oh, lo encontrarás, papá.
No te preocupes por eso.
–¿Cómo puedes estar tan
seguro?
–Porque tú eres el
emperador. Un emperador puede conseguir todo lo que quiere.
Llovió durante todo el
viaje, el cielo incluso amenazaba nieve cuando llegamos a Providence. En Boston
me compré un paraguas y recorrí los últimos tres o cuatro kilómetros a pie. Las
calles estaban tristes bajo la luz gris amarillenta y mientras caminaba hacia
South End, casi no vi a nadie: un borracho, un grupo de adolescentes, un
empleado de la telefónica, dos o tres chuchos vagabundos. Columbus Square
consistía en diez o doce casas en hilera, dando a una isla empedrada que las
separaba de la arteria principal. El número nueve era la más deteriorada de
todas: cuatro plantas como las demás, pero medio hundida, con tablas
apuntalando la entrada y una fachada de ladrillo muy necesitada de arreglo. Sin
embargo, tenía una impresionante solidez, una elegancia decimonónica que seguía
viéndose a través de las grietas. Imaginé habitaciones grandes con techos
altos, cómodas repisas en las ventanas, molduras en las paredes. Pero no llegué
a ver nada de esto. Nunca pasé del vestíbulo.
Había un llamador de metal
herrumbroso en la puerta, media esfera con un tirador en el centro, y cuando
hice girar la manija, emitió el sonido de alguien vomitando: un sonido ahogado
de arcadas que no llegó muy lejos. Esperé, pero no pasó nada. Volví a llamar,
pero no acudió nadie. Luego, probando a mover la puerta, vi que no estaba
cerrada con llave, la empujé y la abrí, me detuve y luego entré. El vestíbulo
estaba vacío. A mi derecha estaba la escalera, con su barandilla de caoba y
escalones de madera desnuda; a mi izquierda había una puerta doble cerrada que
sin duda ocultaba la sala; enfrente había otra puerta, también cerrada, que
probablemente daba a la cocina. Vacilé un momento, me decidí por la escalera y
estaba a punto de subir cuando oí algo detrás de las puertas dobles, unos ligeros
golpecitos, seguidos de una voz que no entendí. Me aparté de la escalera y miré
la puerta, escuchando por si volvía a oír la voz. No sucedió nada.
Un largo silencio. Luego,
casi en un susurro, la voz habló de nuevo.
–Aquí –dijo.
Me acerqué a las puertas y
apreté el oído contra la rendija entre las dos hojas.
–¿Eres tú, Fanshawe?
–No uses ese nombre –dijo la
voz, más claramente esta vez–. No te permitiré que uses ese nombre.
La voz de la persona estaba
en línea recta con mi oído. Sólo la puerta nos separaba y estábamos tan cerca
que yo sentía como si las palabras se vertieran en mi cabeza. Era como escuchar
el corazón de un hombre latiendo dentro de su pecho, como examinar un cuerpo
buscando su pulso. Él dejó de hablar y noté su aliento escapando por la rendija.
–Déjame entrar –dije–. Abre
la puerta y déjame entrar.
–No puedo hacerlo –contestó
la voz–. Tendremos que hablar así.
Agarré el picaporte y sacudí
las puertas presa de la frustración.
–Abre –dije–. Abre o echaré
la puerta abajo.
–No –dijo la voz–. La puerta
seguirá cerrada.
Ahora estaba convencido de
que era Fanshawe quien se encontraba allí dentro. Deseaba que fuera un
impostor, pero reconocía demasiado bien aquella voz para creer que era otra
persona.
–Estoy aquí de pie con una
pistola en la mano –dijo– que te apunta directamente. Si cruzas esa puerta, te
matare.
–No te creo.
–Escucha –dijo, y luego oí
que se alejaba de la puerta.
Un segundo más tarde oí un
disparo, seguido del sonido de la escayola al caer al suelo. Mientras tanto
traté de mirar por la rendija, esperando entrever la habitación, pero el
espacio era demasiado estrecho. No pude ver más que un hilo de luz, un solo
filamento gris. Luego la boca volvió y ya no pude ver ni eso.
–De acuerdo –dije–, tienes
una pistola. Pero si no me dejas verte, ¿cómo sabré que eres quien dices ser?
–No he dicho quién soy.
–Deja que lo exprese de otra
manera. ¿Cómo puedo saber que estoy hablando con la persona adecuada?
–Tendrás que confiar en mí.
–A estas alturas, confianza
es lo último que deberías esperar.
–Te digo que soy la persona
adecuada. Eso debería bastarte. Has venido al sitio adecuado y yo soy la
persona adecuada.
–Creí que querías verme. Eso
es lo que decías en tu carta.
–Decía que quería hablar
contigo. Es diferente.
–No afinemos tanto.
–Sólo te recuerdo lo que
escribí.
–No me presiones demasiado,
Fanshawe. Nada me impide marcharme de aquí.
Oí una repentina aspiración
de aire y luego una mano dio una violenta palmada contra la puerta.
–Nada de Fanshawe! –gritó–.
Nada de Fanshawe, nunca más!
Dejé pasar unos momentos, no
queriendo provocar otro estallido. La boca se apartó de la rendija y me pareció
oír gemidos procedentes del centro de la habitación, gemidos o sollozos, no
estaba seguro. Me quedé allí esperando, sin saber qué decir. Finalmente la boca
volvió y, tras otra larga pausa, Fanshawe dijo:
–¿Sigues ahí?
–Sí.
–Perdóname. No quería
empezar así.
–Recuerda –dije– que sólo
estoy aquí porque tú me pediste que viniera.
–Lo sé. Y te lo agradezco.
–Podría servir de ayuda que
me explicaras por qué me invitaste a venir.
–Más tarde. No quiero hablar
de eso todavía.
–Entonces, ¿de qué?
–De otras cosas. De las
cosas que han pasado.
–Te escucho.
–Porque no quiero que me
odies. ¿Puedes comprender eso?
–No te odio. Hubo un tiempo
en que te odié, pero ya ha pasado.
–Hoy es mi último día,
¿entiendes? Y tenía que asegurarme.
–¿Es aquí donde has estado
todo el tiempo?
–Vine aquí hace unos dos
años, creo.
–¿Y antes de eso?
–Aquí y allá. Ese hombre me
seguía la pista y tenía que estar siempre en movimiento. Eso me proporcionó un
verdadero gusto por los viajes. Todo lo contrario de lo que me imaginaba. Mi
plan siempre había sido quedarme quieto y dejar correr el tiempo.
–¿Estás hablando de Quinn?
–Sí. El detective privado.
–¿Te encontró?
–Dos veces. Una vez en Nueva
York, la siguiente en el sur.
–¿Por qué mintió?
–Porque le asusté
mortalmente. Sabía lo que le ocurriría si alguien se enteraba.
–Desapareció, ¿sabes? No
pude encontrar ni rastro de él.
–Está en alguna parte. Eso
no importa.
–¿Cómo conseguiste librarte
de él?
–Le di la vuelta a la
situación. Él pensaba que me seguía, pero en realidad era yo quien le seguía a
él. Me encontró en Nueva York, por supuesto, pero me escapé, me escapé de entre
sus dedos. Después de eso fue como jugar un juego. Le fui guiando, dejándole
pistas por todas partes, haciendo imposible que no me encontrara. Pero yo le
estaba vigilando todo el tiempo, y cuando llegó el momento, le provoqué y se
metió derecho en mi trampa.
–Muy hábil.
–No. Fue estúpido. Pero no
tenía elección. Era eso o que me cogiera, lo cual habría significado que me
tratasen como a un loco. Me odié por ello. Él sólo estaba haciendo su trabajo,
después de todo, y sentí pena por él. La pena me asquea, especialmente cuando
la encuentro en mí mismo.
–¿Y luego?
–No podía estar seguro de
que mi truco hubiera dado resultado realmente. Pensé que Quinn podía volver a
encontrarme. Así que seguí moviéndome, incluso cuando ya no tenía necesidad de
hacerlo. Perdí casi un año de esa manera.
–¿Dónde fuiste?
–Al sur, al suroeste. Quería
estar donde hiciera calor. Viajaba a pie, ¿comprendes?, dormía a la intemperie,
trataba de ir donde no hubiera mucha gente. Es un país enorme, ¿sabes?
Absolutamente desconcertante. En una época me quedé en el desierto durante unos
dos meses; Más tarde viví en una choza al borde de una reserva de indios hopi
en Arizona. Los indios tuvieron una asamblea tribal antes de darme permiso para
quedarme allí.
–Eso te lo estás inventando.
–No te pido que me creas. Te
cuento la historia, nada más. Puedes pensar lo que quieras.
–¿Y luego?
–Estuve en alguna parte de
Nuevo México. Un día entré en un restaurante de carretera para comer algo y
alguien se había dejado un periódico en el mostrador. Lo cogí y lo leí. Así fue
como me enteré de que se había publicado un libro mío.
–¿Te sorprendió?
–Esa no es la palabra que yo
usaría.
–¿Cuál, entonces?
–No sé. Me enfadé, creo. Me
disgusté.
–No lo entiendo.
–Me enfadé porque el libro
era una mierda.
–Los escritores nunca pueden
juzgar su trabajo.
–No, el libro era una
mierda, créeme. Todo lo que hice era mierda.
–¿Entonces por qué no lo
destruiste?
–Estaba demasiado apegado a
él. Pero eso no significa que fuese bueno. Un niño está apegado a su caca, pero
nadie se entusiasma por eso. Es estrictamente asunto suyo.
–Entonces, ¿por qué le hiciste
prometer a Sophie que me enseñaría tu trabajo?
–Para calmarla. Pero eso ya
lo sabes. Hace tiempo que lo adivinaste. Esa era mi excusa. La verdadera razón
era encontrarle un nuevo marido.
–Dio resultado.
–Tenía que darlo. No elegí a
cualquiera, ¿comprendes?
–¿Y los manuscritos?
–Pensé que tú los tirarías.
Nunca se me ocurrió que alguien se tomara en serio la obra.
–¿Qué hiciste después de
leer que el libro había sido publicado?
–Volví a Nueva York. Era
algo absurdo, pero estaba un poco fuera de mí, ya no podía pensar con claridad.
El libro me había obligado a hacer lo que había hecho, ¿comprendes? Y ahora
tenía que volver a luchar con él. Una vez publicado el libro, ya no podía
retroceder.
–Creí que habías muerto.
–Eso es lo que tenías que
creer. Por lo menos, me demostró que Quinn ya no era un problema. Pero este
nuevo problema era mucho peor. Entonces fue cuando te escribí la carta.
–Eso fue algo cruel.
–Estaba enfadado contigo.
Quería que sufrieses, que vivieses con las mismas cosas con las que yo había
vivido. En el instante en que eché la carta en el buzón, me arrepentí.
–Demasiado tarde.
–Sí, demasiado tarde.
–¿Cuánto tiempo te quedaste
en Nueva York?
–No lo sé. Seis u ocho
meses, creo.
–¿Cómo vivías? ¿Cómo ganabas
el dinero necesario para vivir?
–Robaba cosas.
–¿Por qué no me dices la
verdad?
–Hago lo que puedo. Te estoy
contando todo lo que puedo contarte.
–¿Qué más hiciste en Nueva
York?
–Te vigilé. Os vigilé a ti,
a Sophie y al niño. Hubo una época en que incluso acampé delante de vuestro
edificio. Durante dos o tres semanas, quizá un mes. Te seguía a todas partes.
Una o dos veces incluso tropecé contigo en la calle, te miré directamente a los
ojos. Pero tú nunca te diste cuenta. Era fantástico comprobar que no me veías.
–Te estás inventando todo
eso.
–Ya no debo tener el mismo
aspecto.
–Nadie puede cambiar tanto.
–Creo que estoy
irreconocible. Pero eso fue una suerte para ti. Si hubiera ocurrido algo,
probablemente te habría matado. Durante todo el tiempo que estuve en Nueva
York, sólo tenía pensamientos asesinos. Un mal asunto. Allí estuve muy cerca de
una especie de horror.
–¿Qué te detuvo?
–Encontré el valor necesario
para marcharme.
–Eso fue noble por tu parte.
–No estoy intentando
defenderme. Sólo te estoy contando la historia.
–Y luego, ¿qué?
–Volví a embarcarme. Todavía
tenía mí tarjeta de marinero y me enrolé en un carguero griego. Fue asqueroso,
verdaderamente repugnante de principio a fin. Pero me lo merecía; era
exactamente lo que quería. El barco iba a todas partes, la India, Japón, el
mundo entero. No bajé a tierra ni una vez. Cada vez que llegábamos a puerto,
bajaba a mi camarote y me encerraba allí. Pasé dos años así, sin ver nada, sin
hacer nada, viviendo como un muerto.
–Mientras yo intentaba
escribir la historia de tu vida.
–¿Es eso lo que estabas
haciendo?
–Eso parecía.
–Un gran error.
–No hace falta que me lo
digas. Lo descubrí yo solo.
–El barco atracó en Boston
un día y decidí abandonarlo. Había ahorrado una gran cantidad de dinero, más
que suficiente para comprar esta casa. He estado aquí desde entonces.
–¿Qué nombre usas?
–Henry Dark. Pero nadie sabe
quién soy. No salgo nunca. Hay una mujer que viene dos veces a la semana y me
trae lo que necesito, pero no la veo nunca. Le dejo una nota al pie de la
escalera, junto con el dinero que le debo. Es un arreglo sencillo y eficaz.
Eres la primera persona con quien hablo en dos años.
–¿Has pensado alguna vez que
estás perdiendo el juicio?
–Sé que eso es lo que te
parece, pero no es así, créeme. Ni siquiera deseo malgastar mi aliento hablándote
de ello. Lo que necesito para mí es muy diferente de lo que necesitan otras
personas.
–¿No es esta casa un poco
grande para una sola persona?
–Demasiado grande. No he
salido de la planta baja desde el día en que me mudé aquí.
–Entonces, ¿por qué la
compraste?
–No me costó casi nada. Y me
gustaba el nombre de la calle. Me atraía.
–¿Columbus Square?
–Sí.
–No te sigo.
–Me pareció un buen
presagio. Volver a América y luego encontrar una casa en una calle que se
llamaba Columbus.2 Hay una cierta lógica en
ello.
–Y aquí es donde piensas
morir.
–Exactamente.
–Tu primera carta decía
siete años. Todavía te falta uno.
–Me he demostrado lo que
quería. No hay necesidad de continuar. Estoy cansado. He tenido suficiente.
–¿Me pediste que viniera
porque pensaste que te lo impediría?
–No. En absoluto. No espero
nada de ti.
–Entonces, ¿qué quieres?
–Tengo algunas cosas que
darte. En un momento dado comprendí que te debía una explicación por lo que
hice. Por lo menos un intento. He pasado los últimos seis meses tratando de
escribirla.
–Creí que habías dejado de
escribir para siempre.
–Esto es diferente. No tiene
nada que ver con lo que hacía.
–¿Dónde está?
–Detrás de ti. En el suelo
del armario que está debajo de la escalera. Un cuaderno rojo.
Me volví, abrí la puerta del
armario y cogí el cuaderno. Era un cuaderno corriente de espiral con doscientas
páginas rayadas. Eché una rápida ojeada al contenido y vi que todas las páginas
estaban llenas: la misma conocida escritura, la misma tinta negra, la misma
letra pequeña. Me levanté y regresé a la rendija entre las dos hojas de la
puerta.
–Y ahora, ¿qué? –pregunté.
–Llévatelo a casa y léelo.
–¿Y si no puedo?
–Entonces guárdalo para el
niño. Puede que quiera leerlo cuando sea mayor.
–No creo que tengas ningún
derecho a pedir eso.
–Es mi hijo.
–No, no lo es. Es mío.
–No insistiré. Léelo tú,
entonces. Lo escribí para ti.
–¿Y Sophie?
–No. No debes decírselo.
–Eso es lo único que nunca
entenderé.
–¿Sophie?
–Cómo pudiste abandonarla de
esa manera. ¿Qué te hizo?
–Nada. No fue culpa suya.
Eso ya debes saberlo. Es sólo que no era mi destino vivir como otras personas.
–¿Cuál era tu destino?
–Todo está en el cuaderno.
Cualquier cosa que consiguiera decirte ahora sólo distorsionaría la verdad.
–¿Hay algo más?
–No, creo que no.
Probablemente hemos llegado al final.
–No creo que tengas el valor
de matarme. Si echase abajo la puerta ahora, no harías nada.
–No te arriesgues. Morirías
por nada.
–Te quitaría la pistola de
la mano, te dejaría inconsciente de un golpe.
–No tiene sentido hacer eso.
Ya estoy muerto. He tomado veneno hace unas horas.
–No te creo.
–No puedes saber lo que es
verdad y lo que no lo es. Nunca lo sabrás.
–Llamaré a la policía.
Abrirán la puerta a hachazos y te llevarán al hospital a la fuerza.
–Un sonido en la puerta y
una bala atravesará mi cabeza. No tienes manera de salirte con la tuya.
–¿Tan tentadora es la
muerte?
–He vivido con ella tanto
tiempo que es lo único que me queda.
Ya no sabía qué decir.
Fanshawe me había agotado, y mientras le oía respirar al otro lado de la
puerta, sentí como si me hubieran aspirado la vida.
–Eres un idiota –dije,
incapaz de pensar en otra cosa–. Eres un idiota y mereces morir.
Luego, abrumado por mi
propia debilidad y estupidez, empecé a aporrear la puerta como un niño,
temblando y farfullando, al borde de las lágrimas.
–Será mejor que te vayas
ahora –dijo Fanshawe–. No hay ninguna razón para prolongar esto.
–No quiero irme –dije–.
Todavía tenemos cosas de que hablar.
–No. Se acabó. Llévate el
cuaderno y vuelve a Nueva York. Es lo único que te pido.
Estaba tan exhausto que por
un momento creí que iba a caerme. Me agarré al pomo de la puerta para
sostenerme, notando que mí cabeza se oscurecía por dentro, luchando para no
desmayarme. Después de eso no tengo ningún recuerdo de lo que sucedió. Me
encontré fuera, delante de la casa, el paraguas en una mano y el cuaderno rojo
en la otra. Había dejado de llover pero el aire seguía siendo frío y noté la
humedad en los pulmones. Vi un camión grande que pasaba estrepitosamente entre
el tráfico y seguí sus luces rojas traseras hasta que ya no pude verlas. Cuando
levanté la cabeza, vi que era casi de noche. Eché a andar alejándome de la
casa, poniendo mecánicamente un pie delante del otro, incapaz de concentrarme
en la dirección que llevaba. Creo que me caí una o dos veces. En un momento
dado recuerdo que estuve parado en una esquina tratando de coger un taxi, pero
ninguno se paró. Unos minutos más tarde el paraguas se me escapó de la mano y
cayó en un charco. No me molesté en recogerlo.
Eran poco más de las siete
cuando llegué a la estación Sur. Un tren para Nueva York había salido quince
minutos antes y el siguiente no tenía la salida hasta las ocho y media. Me
senté en uno de los bancos de madera con el cuaderno rojo en el regazo. Unos
cuantos viajeros de cercanías regazados fueron entrando dispersos; un empleado
se movió despacio por el suelo de mármol con una fregona; escuché a dos hombres
que hablaban de los Red Sox detrás de mi. Al cabo de diez minutos de resistir
el impulso, finalmente abrí el cuaderno. Leí sin parar durante casi una hora,
pasando las hojas hacia detrás y hacia adelante, tratando de comprender el
sentido de lo que Fanshawe había escrito. Si no digo nada sobre lo que encontré
allí, es porque entendí muy poco. Todas las palabras me eran conocidas, y sin
embargo parecían juntadas de un modo extraño, como si su propósito final fuese
anularse unas a otras. No se me ocurre ninguna otra manera de expresarlo. Cada
frase borraba la frase anterior, cada párrafo hacía imposible el siguiente. Es extraño,
entonces, que la sensación que sobrevive de ese cuaderno sea de gran lucidez.
Es como si Fanshawe supiera que su obra final tenía que subvertir todas mis
expectativas. Aquéllas no eran las palabras de un hombre que lamentase nada.
Había contestado a la pregunta haciendo otra pregunta, y por lo tanto todo
quedaba abierto, inacabado, listo para empezar de nuevo. Me perdí después de la
primera palabra y a partir de entonces sólo pude avanzar tanteando, tropezando
en la oscuridad, cegado por el libro que había sido escrito para mí. Y sin
embargo, debajo de aquella confusión, comprendí que había algo demasiado
voluntario, algo demasiado perfecto, como si en última instancia lo único que
él hubiera querido realmente fuese fracasar, incluso hasta el punto de fallarse
a sí mismo. Podría equivocarme, sin embargo, yo no estaba en condiciones de
leer nada en aquel momento, y posiblemente mi juicio sea equivocado. Estaba
allí, leía aquellas palabras con mis propios ojos, y sin embargo me resulta
difícil fiarme de lo que digo.
Me acerqué a las vías con
varios minutos de antelación. Llovía de nuevo y veía mi aliento en el aire
delante de mi, saliendo de mi boca en pequeñas ráfagas de niebla. Una por una,
arranqué las páginas del cuaderno, las arrugué con la mano y las tiré en una
papelera del andén. Llegué a la última página justo cuando el tren salía.