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miércoles, 8 de mayo de 2013

TRILOGIA DE NUEVA YORK - PAUL AUSTER




Paul Auster






Ciudad de cristal



1

Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo.
En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho. Quién era, de dónde venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tanto su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para ser exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al año aproximadamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas.
Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más.
En el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había publicado varios libros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos críticos y había trabajado en varias traducciones largas. Pero bruscamente había renunciado a todo eso. Una parte de él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera a aparecérsele. Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya no era la parte de él capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn continuaba existiendo, ya no existía para nadie más que para él.
Había seguido escribiendo porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Las novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, como sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor de lo que escribía, tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no estaba obligado a defenderlo en su corazón. William Wilson, después de todo, era una invención, y aunque había nacido dentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida independiente. Quinn le trataba con deferencia, a veces incluso con admiración, pero nunca llegó al punto de creer que él y William Wilson fueran el mismo hombre. Por esta razón no asomaba por detrás de la máscara de su seudónimo. Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus contactos se limitaban al correo, y con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficina de correos. Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios y derechos a través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía del autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de escritores, no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las contestaba la secretaria de su agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su secreto. Al principio, cuando sus amigos se enteraron de que había dejado de escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él les contestaba a todos lo mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era que su esposa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya no tenía amigos.
Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y recientemente había quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no era exactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta que el pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estos momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en general parecía que las cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al mismo tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo menos no le molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había empezado poco a poco a fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si en cierto modo estuviera viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara encendida y desde hacía muchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.


Era de noche. Quinn estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo y escuchando el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se preguntó cuándo dejaría de llover y si por la mañana le apetecería dar un paseo largo o corto. Un ejemplar de los Viajes de Marco Polo yacía abierto boca abajo en la almohada, a su lado. Desde que había terminado la última novela de William Wilson dos semanas antes había estado haciendo el vago. Su detective narrador, Max Work, había resuelto una serie de complicados crímenes, había sufrido un buen número de palizas y había escapado por un pelo varias veces, y Quinn se sentía algo agotado por sus esfuerzos. A lo largo de los años Work se había hecho íntimo de Quinn. Mientras William Wilson seguía siendo una figura abstracta, Work había ido cobrando vida. En la triada de personajes en que Quinn se había convertido, Wilson actuaba como una especie de ventrílocuo, el propio Quinn era el muñeco y Work la voz animada que daba sentido a la empresa. Aunque Wilson fuera una ilusión, justificaba las vidas de los otros dos. Aunque Wilson no existiera, era el puente que le permitía a Quinn pasar de si mismo a Work. Y, poco a poco, Work se había convertido en una presencia en la vida de Quinn, su hermano interior, su camarada en la soledad.
Quinn cogió el libro de Marco Polo y empezó a leer de nuevo la primera página. “Pondremos por escrito lo que vimos tal y como lo vimos, lo que oímos tal y como lo oímos, de modo que nuestro libro pueda ser una crónica exacta, libre de cualquier clase de invención. Y todos los que lean este libro o lo oigan puedan hacerlo con plena confianza, porque no contiene nada más que la verdad.” Justo cuando Quinn estaba empezando a reflexionar sobre el significado de las frases, a dar vueltas en la cabeza a su tajante firmeza, sonó el teléfono. Mucho más tarde, cuando pudo reconstruir los sucesos de aquella noche, recordaría que miró el reloj, vio que eran más de las doce y se preguntó por qué alguien le llamaría a esas horas. Pensó que lo más probable era que fuesen malas noticias. Se levantó de la cama, fue desnudo hasta el teléfono y cogió el auricular al segundo timbrazo.
–¿Sí?
Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llena de sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.
–¿Oiga? –dijo la voz
–¿Quién es? –preguntó Quinn.
–¿Oiga? –repitió la voz.
–Le estoy escuchando –dijo Quinn–. ¿Quién es?
–¿Es usted Paul Auster? –preguntó la voz–. Quisiera hablar con el señor Paul Auster.
–Aquí no hay nadie que se llame así.
–Paul Auster. De la Agencia de Detectives Auster.
–Lo siento –dijo Quinn–. Debe haberse equivocado de número.
–Es un asunto de la máxima urgencia –dijo la voz.
–Yo no puedo hacer nada por usted –contestó Quinn–. Aquí no hay ningún Paul Auster.
–Usted no lo entiende –dijo la voz–. El tiempo se acaba.
–Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.
Quinn colgó el teléfono. Se quedó de pie en el frío suelo, mirándose los pies, las rodillas, el pene fláccido. Durante un segundo lamentó haber sido tan brusco con la persona que llamaba. Podría haber sido interesante, pensó, seguirle la corriente durante un rato. Quizá podría haber averiguado algo del caso, quizá incluso le habría ayudado de alguna manera. “Tengo que aprender a pensar más deprisa cuando estoy de pie”, se dijo.
Como la mayoría de la gente, Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca había asesinado a nadie, nunca había robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nunca había estado en una comisaría de policía, nunca había conocido a un detective privado, nunca había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lo había aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, no consideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las historias que escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias. Ya antes de convertirse en William Wilson, Quinn era un devoto lector de novelas de misterio. Sabía que la mayoría de ellas estaban mal escritas, que la mayoría no podían resistir ni el examen más superficial, pero era la forma lo que le atraía, y sólo se negaba a leerlas cuando se trataba de una novela indescriptiblemente mala. Mientras que su gusto en otro tipo de libros era riguroso, exigente hasta la intransigencia, con estas obras no mostraba casi ninguna discriminación. Cuando tenía el estado de ánimo adecuado, le costaba poco leer diez o doce seguidas. Era una especie de hambre que se apoderaba de él, un ansia de una comida especial, y no paraba hasta que se sentía lleno.
Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.
El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el escritor y el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través de los ojos del detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fueran nuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si éstas pudieran hablarle, como si, debido a la atención que les presta ahora, empezaran a tener un sentido distinto del simple hecho de su existencia. Detective privado. El término tenía un triple sentido para Quinn. No sólo era la letra “i”, inicial de “investigador”, era “I”, con mayúscula, el diminuto capullo de vida enterrado en el cuerpo del yo que respira.[1] Al mismo tiempo era también el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde sí mismo y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa de este juego de palabras.
Por supuesto, hacía mucho tiempo que había dejado de considerarse real. Si seguía viviendo en el mundo era únicamente a distancia, a través de la persona imaginaria de Max Work. Su detective necesariamente tenía que ser real. La naturaleza de los libros lo exigía así. Aunque Quinn se hubiera permitido desaparecer, retirarse a los confines de una vida extraña y hermética, Work continuaba viviendo en el mundo de los demás, y cuanto más se desvanecía Quinn, más persistente se volvía la presencia de Work en ese mundo. Mientras Quinn tendía a sentirse fuera de lugar en su propia piel, Work era agresivo, rápido en sus respuestas y ágil para adaptarse a cualquier lugar. Las mismas cosas que a Quinn le causaban problemas, Work las daba por sentadas y superaba sus complejas aventuras con una facilidad y una indiferencia que nunca dejaban de impresionar a su creador. No era precisamente que Quinn deseara ser Work, ni siquiera ser como él, pero le daba seguridad fingir que era Work mientras escribía sus libros, saber que tenía la capacidad de ser Work si alguna vez se decidía a ello, aunque sólo fuera en su mente.
Esa noche, mientras finalmente se iba quedando dormido, Quinn trató de imaginar qué le habría dicho Work al desconocido del teléfono. En su sueño, que más tarde olvidó, se encontraba solo en una habitación disparando con una pistola contra una pared blanca y desnuda.

A la noche siguiente le pilló desprevenido. Pensaba que el incidente había terminado y no esperaba que el desconocido volviera a llamar. Casualmente, estaba sentado en el retrete, en el acto de expulsar un cagallón, cuando sonó el teléfono. Era algo más tarde que la noche anterior, faltaban diez o doce minutos para la una. Quinn acababa de llegar al capítulo que cuenta el viaje de Marco Polo desde Pekín a Amoy y el libro estaba abierto sobre su regazo mientras él hacía sus necesidades en el diminuto cuarto de baño. Recibió el timbrazo del teléfono con clara irritación. Contestar rápidamente significaría levantarse sin limpiarse y detestaba cruzar el apartamento en ese estado. Por otra parte, si terminaba lo que estaba haciendo a la velocidad normal, no llegaría a tiempo al teléfono. A pesar de ello, Quinn se descubrió renuente a moverse. El teléfono no era su objeto favorito y más de una vez había considerado la posibilidad de deshacerse del suyo. Lo que más le desagradaba era su tiranía. No sólo tenía el poder de interrumpirle en contra de su voluntad, sino que inevitablemente obedecía sus órdenes. Esta vez decidió resistirse. Al tercer timbrazo, su intestino se había vaciado. Al cuarto timbrazo había conseguido limpiarse. Al quinto, se había subido los pantalones, había salido del cuarto de baño y estaba cruzando tranquilamente el apartamento. Contestó el teléfono después del sexto timbrazo, pero no había nadie al otro extremo de la línea. La persona que llamaba había colgado.
La noche siguiente estaba preparado. Tumbado en la cama, leyendo cuidadosamente las páginas del Sporting News, esperó a que el desconocido llamara por tercera vez. De vez en cuando, presa de los nervios, se levantaba y paseaba por el apartamento. Puso un disco –la ópera de Haydn El hombre en la luna– y la escuchó de principio a fin. Esperó y esperó. A las dos y media finalmente renunció y se fue a dormir.
Esperó la noche siguiente, y también la otra. Justo cuando estaba a punto de abandonar su plan, comprendiendo que se había equivocado en todas sus suposiciones, el teléfono sonó de nuevo. Era el diecinueve de mayo. Recordaría la fecha porque era el aniversario de boda de sus padres –o lo habría sido, si hubieran estado vivos– y su madre le había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de bodas. Este hecho siempre le había atraído –poder conocer con precisión el primer momento de su existencia– y a lo largo de los años había celebrado privadamente su cumpleaños ese día. Esta vez era un poco más temprano que las otras dos noches –aún no eran las once– y cuando alargó la mano para coger el teléfono supuso que sería otra persona.
–¿Diga? –dijo.
De nuevo hubo un silencio al otro lado. Quinn supo inmediatamente que era el desconocido.
–¿Diga? –repitió–. ¿Qué desea?
–Sí –dijo la voz al fin. El mismo susurro mecánico, el mismo tono desesperado–. Sí. Es necesario ahora. Sin dilación.
–¿Qué es necesario?
–Hablar. Ahora mismo. Hablar ahora mismo. Sí.
–¿Y con quién quiere usted hablar?
–Siempre el mismo hombre. Auster. El hombre que se hace llamar Paul Auster.
Esta vez Quinn no vaciló. Sabia lo que iba a hacer, y ahora que había llegado el momento, lo hizo.
–Al habla –dijo–. Yo soy Auster.
–Al fin. Al fin le encuentro.
Oyó el alivio en la voz, la calma tangible que repentinamente la inundó.
–Exactamente –dijo Quinn–. Al fin. –Hizo una pausa para dejar que las palabras penetraran, tanto en él como en el otro–. ¿Qué desea?
–Necesito ayuda –dijo la voz–. Hay gran peligro. Dicen que usted es el mejor para estas cosas.
–Depende de a qué cosas se refiera.
–Me refiero a la muerte. Me refiero a la muerte y el asesinato.
–Ésa no es exactamente mi especialidad –dijo Quinn– No voy por ahí matando gente.
–No –dijo la voz, malhumorada–. Quiero decir lo contrario.
–¿Alguien va a matarle a usted?
–Sí, matarme. Eso es. Van a asesinarme.
–¿Y quiere usted que yo le proteja?
–Que me proteja, sí. Y que encuentre al hombre que va a hacerlo.
–¿No sabe usted quién es?
–Lo sé, sí. Claro que lo sé. Pero no sé dónde está.
–¿Puede usted explicarme el asunto?
–Ahora no. Por teléfono no. Hay gran peligro. Debe usted venir aquí.
–¿Qué le parece mañana?
–Bien. Mañana. Mañana temprano. Por la mañana.
–¿A las diez?
–Bien. A las diez. –La voz le dio una dirección en la calle Sesenta y nueve Este–. No lo olvide, señor Auster. Tiene que venir.
–No se preocupe –dijo Quinn–. Allí estaré.


2

A la mañana siguiente Quinn se despertó más temprano de lo que lo había hecho en varias semanas. Mientras se bebía el café, untaba las tostadas con mantequilla y leía los resultados de los partidos de béisbol en el periódico (los Mets habían perdido otra vez, dos a uno, por un error en la novena entrada), no se le ocurrió que fuera a acudir a su cita. Incluso esa expresión, su cita, le parecía extraña. No era su cita, era la cita de Paul Auster. Y él no tenía ni idea de quién era esa persona.
No obstante, a medida que pasaba el tiempo se encontró haciendo una buena imitación de un hombre que se prepara para salir. Recogió las cosas del desayuno, tiró el periódico sobre el sofá, fue al cuarto de baño, se duchó, se afeitó, entró en el dormitorio envuelto en dos toallas, abrió el armario y eligió la ropa que iba a ponerse ese día. Se descubrió buscando una chaqueta y una corbata. Quinn no se había puesto una corbata desde el funeral de su esposa y su hijo y ni siquiera recordaba si todavía tenía alguna. Pero allí estaba, colgando entre los restos de su guardarropa. Descartó una camisa blanca por parecerle demasiado formal, sin embargo, y en su lugar escogió una de cuadros grises y rojos para que hiciera juego con la corbata gris. Se las puso en una especie de trance.
No empezó a sospechar qué iba a hacer hasta que tuvo la mano en el pomo de la puerta. “Parece que voy a salir”, se dijo. “Pero si voy a salir, ¿adónde voy exactamente?” Una hora más tarde, cuando bajaba del autobús número cuatro en la calle Setenta esquina con la Quinta Avenida, aún no había respondido a la pregunta. A un lado tenía el parque, verde bajo el sol de la mañana, con sombras afiladas y fugaces; al otro lado estaba el edificio Frick, blanco y sobrio, como abandonado a los muertos. Pensó por un momento en el cuadro de Vermeer Muchacha sonriente con un soldado, tratando de recordar la expresión de la cara de la chica, la posición exacta de sus manos en torno a la taza, la espalda roja del hombre sin rostro. Vislumbró mentalmente el mapa azul de la pared y la luz del sol entrando por la ventana, tan parecida a la que le rodeaba ahora. Iba andando. Estaba cruzando la calle y avanzando hacia el este. En Madison Avenue torció a la derecha y caminó una manzana hacia el sur, luego torció a la izquierda y vio dónde estaba. “Parece que he llegado”, se dijo. Se detuvo delante del edificio. De repente ya no parecía que tuviese importancia. Se sentía notablemente tranquilo, como si todo le hubiese ocurrido ya. Mientras abría la puerta del portal se dio el último consejo. “Si todo esto está sucediendo realmente, debo mantener los ojos abiertos”, se dijo.
Fue una mujer quien abrió la puerta del piso. Por alguna razón, Quinn no había esperado esto y le dejó desconcertado. Las cosas iban demasiado deprisa. Aún no había tenido tiempo de asumir la presencia de la mujer, de describírsela a sí mismo y formar sus impresiones, y ella ya le estaba hablando, obligándole a responder. Por lo tanto, ya en aquellos primeros momentos había perdido terreno. Estaba empezando a dejarse atrás a sí mismo. Más tarde, cuando tuvo tiempo de reflexionar sobre estos sucesos, conseguiría reconstruir su encuentro con la mujer. Pero eso fue obra de la memoria, y él sabía que las cosas recordadas tenían tendencia a subvertir lo recordado. Como consecuencia, nunca pudo estar seguro de lo ocurrido.
La mujer tenía treinta años, quizá treinta y cinco; estatura media como mucho; las caderas un poco anchas, o bien voluptuosas, dependiendo del punto de vista; cabello oscuro, ojos oscuros, y una expresión en esos ojos que era a la vez reservada y vagamente seductora. Llevaba un vestido negro y un lápiz de labios muy rojo.
–¿El señor Auster?
Una sonrisa insegura; una inclinación de cabeza interrogadora.
–Exactamente –dijo Quinn–. Paul Auster.
–Yo soy Virginia Stillman –dijo la mujer–. La esposa de Peter. Le está esperando desde las ocho.
–La cita era a las diez –dijo Quinn, echando una mirada a su reloj. Eran las diez en punto.
–Está frenético –explicó la mujer–. Nunca le había visto así. No podía esperar.
Ella abrió más la puerta para que Quinn pasara. Mientras cruzaba el umbral y entraba en el piso sintió que se quedaba en blanco, como si su cerebro se hubiera cerrado repentinamente. Había deseado fijarse en los detalles de lo que estaba viendo, pero la tarea le resultaba imposible en aquel momento. Veía el piso como envuelto en una especie de neblina. Se dio cuenta de que era grande, quizá cinco o seis habitaciones, y estaba lujosamente amueblado, con numerosos objetos artísticos, ceniceros de plata y cuadros con marcos muy trabajados en las paredes. Pero eso era todo. Nada más que una impresión general, a pesar de que estaba allí, mirando aquellas cosas con sus propios ojos.
Se encontró sentado en un sofá, solo en el salón. Recordó ahora que la señora Stillman le había dicho que esperase allí mientras ella iba a buscar a su marido. No sabía cuánto tiempo hacía de eso. Seguramente no más de un minuto o dos. Pero por la forma en que la luz entraba por las ventanas parecía casi mediodía. No se le ocurrió, sin embargo, consultar el reloj. El olor del perfume de Virginia Stillman flotaba a su alrededor y comenzó a imaginar qué aspecto tendría sin ropa. Luego se preguntó qué pensaría Max Work si estuviera allí. Decidió encender un cigarrillo. Expulsó el humo y le complació observar cómo salía de su boca en ráfagas, se dispersaba y adquiría una nueva definición cuando la luz incidía sobre él.
Oyó que alguien entraba en la habitación a su espalda. Quinn se levantó del sofá y se volvió, esperando ver a la señora Stillman. En su lugar había un hombre joven, vestido enteramente de blanco, con el pelo rubio claro de un niño. Extrañamente, en aquel primer momento Quinn pensó en su propio hijo muerto. Luego, tan rápidamente como había aparecido, el pensamiento se desvaneció.
Peter Stillman entró en la habitación y se sentó en una butaca de terciopelo rojo enfrente de Quinn. No dijo una palabra mientras se dirigía a su asiento ni registró la presencia de Quinn. El acto de moverse de un sitio a otro parecía requerir toda su atención, como si no pensar en lo que estaba haciendo fuera a reducirle a la inmovilidad. Quinn nunca había visto a nadie moverse así y comprendió inmediatamente que aquélla era la persona con la que había hablado por teléfono. El cuerpo actuaba casi exactamente igual que la voz: de un modo maquinal, espasmódico, alternando gestos lentos y rápidos, rígido y a la vez expresivo, como si la operación escapara a su control, como si no correspondiera totalmente a la voluntad que había detrás. A Quinn le pareció que el cuerpo de Stillman no había sido usado durante mucho tiempo y había tenido que volver a aprender todas sus funciones, de forma que la locomoción se había convertido en un proceso consciente, cada movimiento dividido en los submovimientos que lo componían, con el resultado de que toda agilidad y espontaneidad se habían perdido. Era como ver a una marioneta tratando de andar sin hilos.
Todo en Peter Stillman era blanco. Camisa blanca, con el cuello abierto; pantalones blancos, zapatos blancos, calcetines blancos. Contra la palidez de su piel y su pelo pajizo y fino, el efecto era casi transparente, como si uno pudiera ver las venas azules detrás de la piel de su cara. Este azul era casi el mismo que el de sus ojos: un azul lechoso que parecía disolverse en una mezcla de cielo y nubes. Quinn no podía imaginarse dirigiéndole una palabra a aquella persona. Era como si la presencia de Stillman fuese una orden de silencio.
Stillman se acomodó lentamente en su asiento y al fin dirigió su atención hacia Quinn. Cuando sus ojos se encontraron, Quinn sintió repentinamente que Stillman se había vuelto invisible. Podía verle sentado en la butaca frente a él, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que no estaba allí. Se le ocurrió que quizá Stillman fuese ciego. Pero no, eso no parecía posible. El hombre le estaba mirando, incluso estudiándole, y aunque a su cara no asomaba el reconocimiento, había en ella algo más que una mirada vacía. Quinn no sabía qué hacer. Se quedó allí sentado y mudo, devolviéndole la mirada a Stillman. Pasó mucho tiempo.
–Nada de preguntas, por favor –dijo el joven al fin–. Sí. No. Gracias. –Hizo una pausa–. Soy Peter Stillman. Digo esto libremente. Sí. Ese no es mi verdadero nombre. No. Por supuesto, mi mente no es todo lo que debiera ser. Pero nada se puede hacer respecto a eso. No. Respecto a eso. No, no. Ya no.
Usted está ahí sentado y piensa: ¿Quién es esa persona que me habla? ¿Qué son esas palabras que salen de su boca? Yo se lo diré. O no se lo diré. Sí y no. Mi mente no es todo lo que debiera ser. Digo esto por mi propia voluntad. Pero lo intentaré. Sí y no. Intentaré decírselo, aunque mi mente hace que sea difícil. Gracias.
Mi nombre es Peter Stillman. Quizá haya oído hablar de mí, pero es más probable que no. Da igual. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre no lo recuerdo. Disculpe. No es que importe. Es decir, ya no.
Esto es lo que se llama hablar. Creo que ése es el término. Cuando las palabras salen, vuelan por el aire, viven un momento y mueren. Extraño, ¿no? Yo no tengo opinión. No y otra vez no. Sin embargo, hay palabras que necesitará tener. Hay muchas. Muchos millones, creo. Quizá sólo tres o cuatro. Disculpe. Pero lo estoy haciendo bien hoy. Mucho mejor que de costumbre. Si puedo darle las palabras que necesita tener, será una gran victoria. Gracias. Gracias un millón de veces.
Hace mucho tiempo estaban mamá y papá. No recuerdo nada de eso. Ellos dicen: Mamá murió. Quiénes son ellos no puedo decírselo. Disculpe. Pero eso es lo que dicen ellos.
Así que no hay mamá. Ja, ja. Ésa es mi risa ahora, un guirigay que sale de mi tripa. Ja, ja, ja. Papá grande decía. Es igual. Para mí. Es decir, para él. El papá grande de los grandes músculos y el bum, bum, bum. Nada de preguntas ahora, por favor.
Yo digo lo que dicen ellos porque yo no sé nada. Yo sólo soy el pobre Peter Stillman, el niño que no puede recordar. Llorón. Remolón. Bobalicón. Disculpe. Ellos dicen, ellos dicen. Pero ¿qué dice el pobrecito Peter? Nada, nada. Ya nada.
Había esto. Oscuridad. Mucha oscuridad. Estaba tan oscuro como muy oscuro. Ellos dicen: Ésa era la habitación. Como si yo pudiera hablar de eso. De la oscuridad, quiero decir. Gracias.
Oscuridad, oscuridad. Dicen que durante nueve años. Ni siquiera una ventana. Pobre Peter Stillman. Y el bum, bum, bum. Los montones de caca. Los lagos de pis. Los desmayos. Disculpe. Atontado y desnudo. Disculpe. Ya no.
Así que hay oscuridad. Se lo digo a usted. Había comida en la oscuridad, sí, comida machacada en la oscura habitación silenciada. Él comía con las manos. Disculpe. Quiero decir que Peter comía con las manos. Y si yo soy Peter, tanto mejor. Es decir, tanto peor. Disculpe. Yo soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Gracias.
Pobre Peter Stillman. Era un niño pequeño. Apenas unas cuantas palabras propias. Y luego ni una palabra, y luego nadie, y luego no, no, no. Ya no.
Perdóneme, señor Auster. Veo que se está poniendo triste. Nada de preguntas, por favor. Mi nombre es Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre es señor Triste. ¿Cuál es su nombre, señor Auster? Quizá usted es el verdadero señor Triste y yo no soy nadie.
Bua bua. Disculpe. Ésa es mi manera de llorar y berrear. Bua bua, snif snif. ¿Qué hacía Peter en aquella habitación? Nadie lo sabe. Algunos dicen que nada. En cuanto a mí, creo que Peter no podía pensar. ¿Parpadeaba? ¿Bebía? ¿Apestaba? Ja, ja, ja. Disculpe. A veces soy muy divertido.
Ris ns clic desmorocho baju. Chas chas camarrás. Ruido pasmado, traca traca, mastimana. Sí, si, sí. Disculpe. Soy el único que entiende estas palabras.
Más tarde, más tarde, más tarde. Eso dicen. Duró demasiado tiempo para que Peter esté bien de la cabeza. Nunca más. No, no, no. Dicen que alguien me encontró. No, no recuerdo lo que sucedió cuando abrieron la puerta y entró la luz. No, no, no. Yo no puedo decir nada de eso. Ya no.
Durante mucho tiempo llevé gafas oscuras. Tenía doce años. O eso dicen. Viví en un hospital. Poco a poco me enseñaron a ser Peter Stillman. Decían: Tú eres Peter Stillman. Gracias, decía yo. Ya, ya, ya. Gracias y gracias. Decía yo.
Peter era un bebé. Tenían que enseñarle todo. A andar, ¿sabe? A comer. A hacer caca y pis en el retrete. Eso no fue malo. Incluso cuando les mordía, ellos no hacían el bum, bum, bum. Más tarde incluso dejé de rasgarme la ropa.
Peter era un buen chico. Pero era difícil enseñarle palabras. Su boca no funcionaba bien. Y por supuesto no estaba bien de la cabeza. Ba ba ba, decía. Y da da da. Y va va va. Disculpe. Llevo años y años. Ahora le dicen a Peter: Ya puedes irte, no podemos hacer nada más por ti. Peter Stillman, eres un ser humano, decían. Es bueno creer lo que dicen los médicos. Gracias. Muchísimas gracias.
Soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre es Peter Conejo. En invierno me llamo señor Blanco, en verano me llamo señor Verde. Piense lo que quiera de esto. Lo digo por mi propia voluntad. Ris ns clic des–morocho baju. Es bonito, ¿verdad? Invento palabras como éstas continuamente. No puedo remediarlo. Salen de mi boca por sí mismas. No se pueden traducir.
Preguntar y preguntar. No es bueno. Pero se lo diré. No quiero que esté triste, señor Auster. Tiene usted una cara muy amable. Me recuerda a alguien. No sé a quién. Y sus ojos me miran. Sí, sí. Los veo. Eso está muy bien. Gracias.
Por eso se lo cuento. Nada de preguntas, por favor. Usted se está preguntando por todo lo demás. Es decir, el padre. El terrible padre que le hizo todas esas cosas al pequeño Peter. Tranquilícese. Le llevaron a un sitio oscuro. Le encerraron y le dejaron allí. Ja, ja, ja. Disculpe. A veces soy muy gracioso.
Trece años, dijeron. Quizá es mucho tiempo. Pero yo no sé nada del tiempo. Yo soy nuevo cada día. Nazco cuando me despierto por la mañana, envejezco durante el día y muero por la noche cuando me duermo. No es culpa mía. Hoy lo estoy haciendo muy bien. Lo estoy haciendo mucho mejor que nunca.
Durante trece años el padre ha estado lejos. Él también se llama Peter Stillman. Extraño, ¿no? Que dos personas puedan tener el mismo nombre. Es su verdadero nombre. Pero no creo que él sea yo. Los dos somos Peter Stillman. Pero Peter Stillman no es mi verdadero nombre. Así que quizá no sea Peter Stillman, después de todo.
Trece años, digo. O dicen. Da igual no saber nada del tiempo. Pero lo que me dicen es esto: Mañana es el fin de los trece años. Eso es malo. Aunque dicen que no, es malo. Se supone que no me acuerdo. Pero de vez en cuando me acuerdo, a pesar de lo que digo.
Él vendrá. Es decir, el padre vendrá. Y tratará de matarme. Gracias. Pero yo no quiero eso. No, no. Ya no. Peter ahora vive. Sí. No todo está bien en su cabeza, pero vive. Y eso es algo, ¿no? Puede apostar su último dólar. Ja, ja, ja.
Ahora soy principalmente poeta. Todos los días me siento en mi cuarto y escribo un poema. Invento todas las palabras yo, igual que cuando vivía en la oscuridad. Empiezo a recordar cosas de esa manera, a fingir que estoy otra vez en la oscuridad. Soy el único que sabe lo que significan las palabras. No pueden traducirse. Esos poemas me harán famoso. Son únicos. Si, sí, sí. Unos poemas preciosos. Tan preciosos que el mundo entero llorará.
Más tarde quizá haga otra cosa. Cuando termine de ser poeta. Antes o después me quedaré sin palabras, ¿comprende? Todo el mundo tiene solamente cierto número de palabras dentro. Y, entonces, ¿dónde estaré? Creo que después me gustaría ser bombero. Y después médico. Da igual. Lo último que seré es funambulista. Cuando sea muy viejo y al fin haya aprendido a andar como las demás personas. Entonces bailaré en la cuerda floja y la gente se quedará asombrada. Incluso los niños pequeños. Eso es lo que me gustaría. Bailar en la cuerda floja hasta que me muera.
Pero no importa. Es igual. Para mí. Como puede ver, soy un hombre rico. No tengo que preocuparme. No, no. De eso no. Puede apostar su último dólar. El padre era rico y el pequeño Peter recibió todo su dinero cuando le encerraron en la oscuridad. Ja, ja, ja. Disculpe que me ría. A veces soy muy gracioso.
Soy el último Stillman. Era una familia importante, o eso dicen. Del viejo Boston, por si ha oído hablar de ellos. Yo soy el último. No hay otros. Soy el final de todos, el último hombre. Tanto mejor, creo. No es una pena que todo acabe ya. Es bueno que todos estén muertos.
El padre quizá no era realmente malo. Por lo menos eso digo ahora. Tenía la cabeza grande. Tan grande como muy grande, lo cual quiere decir que había demasiado sitio en ella. Demasiados pensamientos en aquella gran cabeza. Pero pobre Peter, ¿verdad? En un terrible aprieto realmente. Peter que no podía ver ni decir, que no podía pensar ni hacer. Peter que no podía. No. Nada.
No sé nada de esto. Tampoco lo entiendo. Mi esposa es quien me cuenta estas cosas. Ella dice que es importante para mí saber, aunque no entienda. Pero ni siquiera entiendo eso. Para saber, hay que entender. ¿No es así? Pero yo no sé nada. Quizá soy Peter Stillman. Quizá no. Mi verdadero nombre es Peter Nadie. Gracias. ¿Y qué piensa de eso?
Así que le estoy contando lo del padre. Es una buena historia, aunque no la entiendo. Puedo contársela porque sé las palabras. Y eso es algo, ¿no? Saber las palabras, quiero decir. ¡A veces estoy tan orgulloso de mí mismo! Disculpe. Eso es lo que dice mi esposa. Dice que el padre hablaba de Dios. Esa palabra me hace gracia. Cuando la pones al revés, se lee perro.[2] Y un perro no se parece mucho a Dios, ¿verdad? Guf guf. Guau guau. Ésas son palabras de perro. A mí me parecen preciosas. Bonitas y auténticas. Como las palabras que yo invento.
Bueno. Iba diciendo. El padre hablaba de Dios. Quería saber si Dios tenía lenguaje. No me pregunte qué significa esto. Sólo se lo cuento porque sé las palabras. El padre pensaba que un niño podría hablar si no veía a nadie. Pero ¿dónde había un niño? Ah. Ahora empieza usted a comprender. No tenía que comprarlo. Por supuesto, Peter sabía algunas palabras de persona. Eso no se podía remediar. Pero el padre pensó que quizá Peter las olvidaría. Al cabo de algún tiempo. Por eso había tanto bum, bum, bum. Cada vez que Peter decía una palabra, su padre lanzaba un bum. Al fin Peter aprendió a no decir nada. Sí sí sí. Gracias.
Peter se guardaba las palabras dentro. Todos aquellos días, meses y años. Allí en la oscuridad, el pequeño Peter completamente solo, y las palabras hacían ruido en su cabeza y le hacían compañía. Por eso su boca no funciona bien. Pobre Peter. Bua bua. Ésas son sus lágrimas. El niño que no puede crecer.
Ahora Peter puede hablar como las personas. Pero todavía tiene las otras palabras en su cabeza. Son el lenguaje de Dios, y nadie más puede decirlas. No se pueden traducir. Por eso Peter vive tan cerca de Dios. Por eso es un poeta famoso.
Todo es muy bueno para mí ahora. Puedo hacer lo que me gusta. En cualquier momento, en cualquier lugar. Incluso tengo una esposa. Ya lo ve. La he mencionado antes. Quizá incluso la ha conocido usted. Es guapa, ¿no? Se llama Virginia. Ése no es su verdadero nombre. Pero es igual. Para mí.
Siempre que se lo pido, mi esposa me trae una chica. Son putas. Meto mi gusano dentro de ellas y gimen. Ha habido muchas. Ja, ja. Suben aquí y me las follo. Es bueno follar. Virginia les da dinero y todo el mundo contento. Puede apostar su último dólar. Ja, ja.
Pobre Virginia. A ella no le gusta follar. Es decir, conmigo. Quizá folla con otro. ¿Quién sabe? Yo no sé nada de esto. Es igual. Pero quizá si es usted amable con Virginia ella le dejará follarla. Eso me alegraría. Por usted. Gracias.
Bueno. Hay muchísimas cosas. Estoy tratando de decírselas. Sé que no todo está bien en mi cabeza. Y es verdad, sí, y lo digo por mi propia voluntad, que a veces chillo y chillo. Sin ningún motivo. Como si tuviera que haber un motivo. Pero yo no veo ninguno. Ni nadie. No. Y luego hay veces que no digo nada. Durante días y días. Nada, nada, nada. Se me olvida cómo hacer que las palabras salgan de mi boca. Entonces me resulta difícil moverme. Sí sí. Incluso ver. Entonces es cuando me convierto en el señor Triste.
Todavía me gusta estar en la oscuridad. Por lo menos a veces. Me hace bien, creo. En la oscuridad hablo el lenguaje de Dios y nadie me oye. No se enfade, por favor. No puedo remediarlo.
Lo mejor de todo es el aire. Sí. Y poco a poco he aprendido a vivir dentro de él. El aire y la luz, sí, también la luz, la luz que ilumina todas las cosas y las pone ahí para que mis ojos las vean. Está el aire y la luz y eso es lo mejor de todo. Disculpe. El aire y la luz. Sí. Cuando hace buen tiempo me gusta sentarme al lado de la ventana abierta. A veces me asomo y miro las cosas que hay abajo. La calle y toda la gente, los perros y los coches, los ladrillos del edificio de enfrente. Y luego hay veces que cierro los ojos y me quedo allí sentado, con la brisa dándome en la cara, y la luz dentro del aire, todo delante de mis párpados, y el mundo es todo rojo, de un rojo muy bonito, dentro de mis ojos, con el sol brillando sobre mí y sobre mis ojos.
Es verdad que raras veces salgo. Es difícil para mí, y no siempre soy de fiar. A veces chillo. No se enfade conmigo, por favor. No puedo remediarlo. Virginia dice que debo aprender a comportarme en público. Pero a veces no puedo contenerme y los gritos se me escapan.
Pero me encanta ir al parque. Allí hay árboles, y el aire y la luz. Hay algo bueno en todo eso, ¿verdad? Sí. Poco a poco voy estando mejor dentro de mí. Lo noto. Incluso el doctor Wyshnegradsky lo dice. Sé que todavía soy el niño marioneta. Eso no tiene remedio. No, no. Ya no. Pero a veces creo que al fin creceré y me volveré real.
Por ahora, sigo siendo Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. No puedo saber quién seré mañana. Cada día es nuevo y cada día vuelvo a nacer. Veo la esperanza por todas partes, incluso en la oscuridad, y cuando muera quizá me convierta en Dios.
Hay muchas más palabras que decir. Pero creo que no las diré. No. Hoy no. Mi boca está cansada ahora y creo que ha llegado la hora de que me vaya. Por supuesto, yo no sé nada del tiempo. Pero es igual. Para mí. Muchas gracias. Sé que usted me salvará la vida, señor Auster. Cuento con usted. La vida sólo puede durar cierto tiempo, ¿comprende? Todo lo demás está en la habitación, con la oscuridad, con el lenguaje de Dios, con los gritos. Aquí soy del aire, una cosa hermosa para que la luz brille sobre ella. Quizá recordará usted eso. Soy Peter Stillman. Ése no es mi verdadero nombre. Muchas gracias.


3

El discurso había terminado. Quinn no sabía cuánto había durado. Porque sólo entonces, después de que las palabras cesaran, se dio cuenta de que estaban sentados en la oscuridad. Al parecer había transcurrido todo un día. En algún momento durante el monólogo de Stillman el sol se había puesto en la habitación, pero Quinn no había sido consciente de ello. Entonces notó la oscuridad y el silencio, y la cabeza le zumbaba a causa de ellos. Pasaron varios minutos. Quinn pensó que ahora era él quien tenía que decir algo, pero no estaba seguro. Oía a Peter Stillman respirar pesadamente en su sitio al otro lado de la habitación. Aparte de eso, no había ningún sonido. Quinn no lograba decidir qué debía hacer. Pensó en varias posibilidades, pero a continuación las desechó una por una. Se quedó allí sentado, esperando a que sucediera algo.
El sonido de unas piernas enfundadas en medias cruzando la habitación rompió finalmente el silencio. Se oyó el sonido metálico del interruptor de una lámpara y de pronto la habitación se llenó de luz. Los ojos de Quinn se volvieron automáticamente hacia su fuente, y allí, de pie al lado de una lámpara de mesa a la izquierda de la butaca de Peter, vio a Virginia Stillman. El joven seguía mirando fijamente al frente, como si estuviera dormido con los ojos abiertos. La señora Stillman se inclinó, rodeó los hombros de Peter con un brazo y le habló suavemente al oído.
–Ya es la hora, Peter –dijo–. La señora Saavedra te está esperando.
Peter la miró y le sonrió.
–Estoy lleno de esperanza –dijo.
            Virginia Stillman le besó tiernamente en la mejilla.
–Despídete del señor Auster –dijo.
Peter se levantó. O más bien empezó la triste y lenta maniobra de alzar su cuerpo de la butaca y ponerse de pie. A cada movimiento se caía, se derrumbaba, todo ello acompañado de repentinos ataques de inmovilidad, gruñidos y palabras cuyo significado Quinn no podía descifrar.
Finalmente Peter logró erguirse. Permaneció delante de su butaca con expresión de triunfo y miró a Quinn a los ojos. Luego sonrió ampliamente y sin ninguna incomodidad.
–Adiós –dijo.
–Adiós, Peter –dijo Quinn.
Peter hizo un pequeño movimiento espástico con la mano como despedida y luego se volvió lentamente y cruzó la habitación. Se tambaleaba al andar, ladeándose primero a la derecha y luego a la izquierda, sus piernas se doblaban y bloqueaban alternativamente. Al otro extremo de la habitación, de pie en un umbral iluminado, había una mujer de mediana edad vestida con un uniforme blanco de enfermera. Quinn supuso que seria la señora Saavedra. Siguió a Peter Stillman con los ojos hasta que el joven desapareció por la puerta.
Virginia Stillman se sentó frente a Quinn, en la misma butaca que su marido ocupaba un momento antes.
–Podría haberle ahorrado todo eso –dijo–, pero pensé que sería mejor que lo viera con sus propios ojos.
–Entiendo –dijo Quinn.
–No, no creo que lo entienda –dijo la mujer amargamente–. No creo que nadie pueda entenderlo.
Quinn sonrió juiciosamente y se dijo que debía lanzarse.
–Lo que yo entienda o no entienda –dijo– probablemente no hace al caso. Usted me ha contratado para hacer un trabajo y cuanto antes empiece, mejor. Por lo que he podido deducir, el caso es urgente. No pretendo comprender a Peter ni lo que usted haya sufrido. Lo importante es que estoy dispuesto a ayudarles. Creo que debería aceptar eso en lo que vale.
Se estaba animando. Algo le decía que había dado con el tono adecuado, y le inundó una repentina sensación de placer, como si acabara de conseguir cruzar una frontera interior dentro de sí mismo.
–Tiene usted razón –dijo Virginia Stillman–. Por supuesto.
La mujer hizo una pausa, respiró hondo y se calló de nuevo, como si estuviera ensayando mentalmente lo que estaba a punto de decir. Quinn observó que sus manos aferraban con fuerza los brazos de la butaca.
–Me doy cuenta –continuó ella– de que la mayor parte de lo que Peter dice es muy confuso, especialmente la primera vez que uno lo oye. Yo estaba en la habitación contigua escuchando lo que le decía. No debe usted suponer que Peter siempre dice la verdad. Por otra parte, sería un error creer que miente.
–Quiere usted decir que debería creer algunas de las cosas que me ha dicho y no creer otras.
–Eso es exactamente lo que quiero decir.
–Sus costumbres sexuales, o ausencia de ellas, no me conciernen, señora Stillman –dijo Quinn–. Aunque lo que Peter ha dicho sea verdad, a mí no me importa. En mi trabajo se suele encontrar un poco de todo y si uno no aprende a dejar de juzgar, nunca llegaría a ninguna parte. Estoy acostumbrado a oír los secretos de la gente y también estoy acostumbrado a tener la boca cerrada. Si un hecho no tiene relación directa con el caso, no me sirve para nada.
La señora Stillman se ruborizó.
–Sólo quería que supiera usted que Peter no ha dicho la verdad.
Quinn se encogió de hombros, sacó un cigarrillo y lo encendió.
–Sea como sea –dijo–, no tiene importancia. Lo que me interesa son otras cosas que Peter ha dicho. Supongo que son verdad, y si lo son, me gustaría oír lo que usted tenga que decir.
–Sí, son verdad. –Virginia Stillman soltó los brazos de la butaca y se puso la mano derecha debajo de la barbilla. Pensativa. Como si estuviera buscando una actitud de inconmovible honestidad–. Peter tiene una forma infantil de contarlo. Pero lo que ha dicho es verdad.
–Cuénteme algo del padre. Cualquier cosa que usted crea relevante.
–El padre de Peter era un Stillman de Boston. Estoy segura de que habrá oído usted hablar de ésa familia. Varios de ellos fueron gobernadores en el siglo XIX. Algunos obispos episcopalianos, embajadores, un rector de Harvard. Al mismo tiempo la familia hizo muchísimo dinero con textiles, navieras y Dios sabe qué más. Los detalles no tienen importancia. Basta con que usted se haga una idea de los antecedentes.
El padre de Peter fue a Harvard, como todos los miembros de su familia. Estudió filosofía y religión y según dicen era un alumno brillante. Escribió su tesis sobre las interpretaciones teológicas del Nuevo Mundo en los siglos XVI y XVII y luego aceptó un puesto en el departamento de religión de Columbia. Poco después de eso se casó con la madre de Peter. No sé mucho sobre ella. Por las fotografías que he visto era muy guapa. Pero delicada, un poco como Peter, con esos ojos azul claro y la piel muy blanca. Cuando Peter nació unos años más tarde, la familia vivía en un piso grande en Riverside Drive. La carrera académica de Stillman prosperaba. Reescribió su tesis y la convirtió en un libro que fue muy bien recibido y a los treinta y cuatro o treinta y cinco años era catedrático. Luego murió la madre de Peter. Todo lo relacionado con esa muerte no está claro. Stillman afirmó que había muerto mientras dormía, pero las pruebas parecían apuntar a un suicidio. Algo relacionado con una sobredosis de píldoras, pero por supuesto no se pudo probar nada. Se habló incluso de que él la había matado. Pero eran sólo rumores y no pasó nada. Todo el asunto se silenció.
Peter tenía sólo dos años entonces y era un niño perfectamente normal. Después de la muerte de su esposa, Stillman, al parecer, tuvo poca relación con él. Contrató a una enfermera y durante los siguientes seis meses más o menos ella se encargó por completo del cuidado de Peter. Luego, de repente, Stillman la despidió. No recuerdo su nombre, creo que era una tal señorita Barber, pero ella testificó en el juicio. Parece que Stillman llegó un día a casa y le dijo que iba a ocuparse personalmente de la educación de Peter. Presentó su dimisión en Columbia y les dijo que dejaba la universidad para dedicarse en exclusiva a su hijo. El dinero, por supuesto, no era un obstáculo, y nadie pudo hacer nada al respecto.
Después, más o menos desapareció. Se quedó en el mismo piso pero no salía casi nunca. Nadie sabe realmente lo que sucedió. Creo que probablemente empezó a creer en alguna de las rebuscadas ideas religiosas sobre las cuales había escrito. Eso le trastornó, se volvió absolutamente loco. No hay ninguna otra forma de describirlo. Encerró a Peter en una habitación del piso, tapó las ventanas y le mantuvo allí durante nueve años. Intente imaginarlo, señor Auster. Nueve años. Toda una infancia pasada en la oscuridad, aislado del mundo, sin ningún contacto humano excepto alguna que otra paliza. Vivo con los resultados de aquel experimento y puedo asegurarle que el daño fue monstruoso. Lo que ha visto usted hoy era a Peter en uno de sus mejores momentos. Han sido precisos trece años para que llegase a esto, y por nada del mundo consentiré que nadie vuelva a hacerle daño.
La señora Stillman se detuvo para coger aliento. Quinn intuyó que ella estaba al borde de un ataque de nervios y que una palabra más podría hacerle traspasar ese límite. Ahora tenía que hablar él, de lo contrario la conversación se le escaparía de las manos.
–¿Cómo descubrieron a Peter finalmente? –preguntó.
Parte de la tensión abandonó a la mujer. Exhaló audiblemente y miró a Quinn a los ojos.
–Hubo un incendio –contestó.
–¿Un incendio accidental o un incendio provocado?
–Nadie lo sabe.
–¿Qué opina usted?
–Yo creo que Stillman estaba en su despacho. Allí era donde guardaba los apuntes de su experimento y creo que finalmente se dio cuenta de que su trabajo había sido un fracaso. No digo que se arrepintiera de nada de lo que había hecho. Pero incluso considerado en sus propios términos, comprendió que había fracasado. Creo que esa noche llegó a un punto de máximo disgusto consigo mismo y decidió quemar sus papeles. Pero el fuego se extendió y quemó gran parte del piso. Afortunadamente, la habitación de Peter estaba al otro extremo de un largo pasillo y los bomberos llegaron hasta él a tiempo.
–¿Y luego?
–Tardaron varios meses en aclararlo todo. Los papeles de Stillman habían quedado destruidos, lo cual significaba que no había pruebas concretas. Por otra parte, estaba el estado de Peter, la habitación en la que había estado encerrado, aquellas horribles tablas que tapaban las ventanas, y finalmente la policía reconstruyó el caso. Stillman fue llevado a juicio.
–¿Qué sucedió en el juicio?
–Juzgaron que Stillman estaba loco y le recluyeron.
–¿Y Peter?
–Él también ingresó en un hospital. Permaneció allí hasta hace sólo dos años.
–¿Es allí donde le conoció usted?
–Sí. En el hospital.
–¿Cómo?
–Yo era su logopeda. Trabajé con Peter todos los días durante cinco años.
–No es mi intención cotillear. Pero ¿como llevó eso al matrimonio?
–Es complicado.
–¿Le importa hablarme de ello?
–En realidad no. Pero no creo que lo entienda.
–Sólo hay una manera de averiguarlo.
–Bueno, lo expresaré sencillamente. Era la mejor manera de sacar a Peter del hospital y darle una oportunidad de llevar una vida más normal.
–¿No podría haber conseguido su custodia legal?
–El procedimiento era muy complicado. Y, además, Peter ya no era menor de edad.
–¿No supuso un enorme sacrificio por su parte?
–En realidad no. Yo había estado casada antes... Desastrosamente. Ya no es algo que desee para mí. Con Peter, por lo menos mi vida tiene un propósito.
–¿Es verdad que van a soltar a Stillman?
–Mañana. Llegará a la estación Grand Central por la tarde.
–Y usted cree que tal vez venga a buscar a Peter. ¿Es sólo un presentimiento o tiene alguna prueba?
–Un poco de las dos cosas. Hace dos años iban a darle el alta. Pero le escribió una carta a Peter y yo se la enseñé a las autoridades. Decidieron que, después de todo, no estaba en condiciones de recibir el alta.
–¿Qué clase de carta era?
–La carta de un loco. Llamaba a Peter diablo y le decía que algún día le ajustaría las cuentas.
–¿Tiene usted esa carta?
–No. Se la di a la policía hace dos años.
–¿Una copia?
–Lo siento. ¿Cree usted que es importante?
–Podría serlo.
–Puedo intentar conseguirle una copia si lo desea.
–Deduzco que no hubo más cartas después de ésa.
–Ninguna. Y ahora piensan que Stillman está preparado para ser puesto en libertad. Ése es el punto de vista oficial, por lo menos, y yo no puedo hacer nada para impedirlo. Lo que creo, sin embargo, es que Stillman simplemente ha aprendido la lección. Se ha dado cuenta de que las cartas y las amenazas sólo servirían para mantenerle encerrado.
–Así que usted sigue preocupada.
–Así es.
–Pero no tiene ninguna idea precisa de cuáles podrían ser los planes de Stillman.
–Exactamente.
–¿Qué quiere usted que haga yo?
–Quiero que le vigile cuidadosamente. Quiero que averigüe qué se propone. Quiero que le mantenga alejado de Peter.
–En otras palabras, un trabajo de sabueso distinguido.
–Supongo que sí.
–Creo que debe usted entender que yo no puedo impedirle a Stillman que venga a este edificio. Lo que sí puedo hacer es advertírselo a usted. Y también asegurarme de venir con él.
–Entiendo. Con tal que tengamos alguna protección...
–Bien. ¿Con qué frecuencia quiere usted que le informe?
–Me gustaría que me informase todos los días. Digamos una llamada telefónica por la noche, alrededor de las diez o las once.
–Ningún problema.
–¿Algo más?
–Algunas preguntas más. Por ejemplo, tengo curiosidad por saber cómo averiguó usted que Stillman llegará a la estación Grand Central mañana por la tarde.
–Me he encargado de saberlo, señor Auster. Hay demasiado en juego como para que yo deje las cosas al azar. Y si alguien no sigue a Stillman desde el momento en que llegue, podría fácilmente desaparecer sin dejar rastro. No quiero que ocurra eso.
–¿En qué tren llega?
–El de las seis cuarenta y uno, procedente de Poughkeepsie.
–Supongo que tiene usted una fotografía de Stillman...
–Sí, por supuesto.
–También está la cuestión de Peter. Me gustaría saber por qué le contó usted todo esto. ¿No habría sido mejor callárselo?
–Eso quise hacer. Pero casualmente Peter estaba escuchando por el otro teléfono cuando recibí la noticia de que soltaban a su padre. No pude evitarlo. Peter puede ponerse muy terco y he aprendido que lo mejor es no mentirle.
–Una última pregunta. ¿Quién le habló de mí?
–El marido de la señora Saavedra, Michael. Ha sido policía e investigó un poco. Averiguó que usted era el mejor hombre de la ciudad para esta clase de trabajo.
–Me siento halagado.
–Por lo que he visto de usted hasta ahora, señor Auster, estoy segura de que hemos encontrado al hombre adecuado.
Quinn interpretó esto como una indicación de que debía levantarse. Fue un alivio estirar las piernas al fin. Las cosas habían ido bien, mucho mejor de lo que esperaba, pero ahora le dolía la cabeza y su cuerpo se resentía de un agotamiento que no había sentido desde hacía años. Si lo prolongaba más, estaba seguro de que acabaría delatándose.
–Mis honorarios son cien dólares al día más gastos –dijo–. Si pudiera usted darme algo por adelantado, eso constituiría una prueba de que estoy trabajando para usted, lo cual nos aseguraría una privilegiada relación investigador–cliente. Lo cual significa que todo lo que pase entre usted y yo será estrictamente confidencial.
Virginia Stillman sonrió, como por alguna broma secreta. O quizá simplemente respondía al posible doble sentido de su última frase. Como con tantas de las cosas que le sucederían a lo largo de los siguientes días y semanas, Quinn no podía estar seguro de nada.
–¿Qué cantidad desea? –le preguntó ella.
–Da igual. Eso lo dejo a su criterio.
–¿Quinientos?
–Eso será más que suficiente.
–Bien. Iré a buscar mi talonario. –Virginia Stillman se puso de pie y le sonrió de nuevo–. Le traeré también una fotografía del padre de Peter. Creo que sé exactamente dónde está.
Quinn le dio las gracias y dijo que esperaría. La miró cuando salía de la habitación y una vez más se encontró imaginando qué aspecto tendría sin nada de ropa. ¿Estaba ella insinuándosele, se preguntó, o era sólo su propia mente tratando de sabotearle una vez más? Decidió posponer sus meditaciones y retomar el tema más tarde.
Virginia Stillman volvió a entrar en la habitación y dijo:
–Aquí tiene el cheque. Espero haberlo hecho correctamente.
Sí, sí, pensó Quinn mientras examinaba el cheque, todo va de primera. Estaba complacido de su propia astucia. El cheque, naturalmente, estaba extendido a nombre de Paul Auster, lo cual significaba que a Quinn no podrían acusarle de fingir ser un detective privado sin tener licencia. Le tranquilizó saber que de alguna manera se había puesto a salvo. El hecho de no poder cobrar el cheque no le preocupaba. Comprendió entonces que nada de aquello lo estaba haciendo por dinero. Metió el cheque en el bolsillo interior de su chaqueta.
–Siento que no haya una fotografía más reciente –estaba diciendo Virginia Stillman–. Esta es de hace más de veinte años. Pero me temo que no puedo hacer más.
Quinn miró la foto de la cara de Stillman esperando una repentina inspiración, una súbita corriente subterránea de conocimiento que le ayudase a comprender al hombre. Pero la foto no le dijo nada. No era más que la foto de un hombre. La estudió un momento y llegó a la conclusión de que podría ser cualquiera.
–La examinaré más atentamente cuando llegue a casa –dijo, guardándosela en el mismo bolsillo que el cheque–. Contando con el paso del tiempo, estoy seguro de que podré reconocerle mañana en la estación.
–Eso espero –dijo Virginia Stillman–. Es sumamente importante, y cuento con usted.
–No se preocupe –dijo Quinn–. Hasta ahora nunca le he fallado a nadie.
Ella le acompañó a la puerta. Durante varios segundos permanecieron allí en silencio, no sabiendo si había algo más que añadir o había llegado el momento de despedirse. En ese mínimo intervalo, repentinamente Virginia Stillman le echó los brazos al cuello, buscó sus labios y le besó apasionadamente, metiéndole la lengua hasta el fondo en la boca. Le pilló tan desprevenido que Quinn casi no lo disfrutó.
Cuando al fin pudo respirar de nuevo, la señora Stillman le mantuvo cogido con los brazos extendidos.
–Eso ha sido para demostrarle que Peter no decía la verdad. Es muy importante que me crea.
–La creo –dijo Quinn–. Y aunque no la creyese, no importaría mucho.
–Sólo quería que supiera de lo que soy capaz.
–Creo que tengo una idea.
Ella le cogió la mano derecha entre las suyas y se la besó.
–Gracias, señor Auster. Realmente creo que usted es la respuesta.
Él le prometió que la llamaría la noche siguiente y luego se encontró cruzando la puerta, bajando en el ascensor y saliendo del edificio. Era más de medianoche cuando salió a la calle.


4

Quinn había oído hablar anteriormente de casos como el de Peter Stillman. En los tiempos de su otra vida, poco después de que naciera su propio hijo, había hecho la reseña de un libro sobre el niño salvaje de Aveyron y por entonces había investigado algo el tema. Por lo que podía recordar, el primer relato de un experimento semejante aparecía en los escritos de Herodoto: el faraón egipcio Psamtik aisló a dos niños en el siglo VII antes de Cristo y ordenó al criado que estaba a cargo de ellos que nunca pronunciara una palabra en su presencia. Según Herodoto, un cronista notoriamente poco fiable, los niños aprendieron a hablar; la primera palabra que dijeron fue la palabra con que los frigios designaban al pan. En la Edad Media el santo emperador romano Federico II repitió el experimento, confiando en descubrir, mediante la utilización de métodos similares, el verdadero “lenguaje natural” del hombre. Pero los niños murieron antes de haber dicho una palabra. Finalmente, en lo que sin duda era un fraude, a principios del siglo XVI el rey de Escocia, Jacobo IV, afirmó que unos niños escoceses aislados de la misma manera acabaron hablando “muy buen hebreo”.
No obstante, los chiflados y los ideólogos no fueron los únicos interesados en el tema. Incluso un hombre tan cuerdo y escéptico como Montaigne consideró la cuestión cuidadosamente y en su ensayo más importante, la Apología de Raymond Sebond, escribió: “Creo que un niño que hubiese sido criado en completa soledad, lejos de toda asociación (lo cual sería un duro experimento), tendría alguna clase de lenguaje para expresar sus ideas. Y no es creíble que la Naturaleza nos haya negado este recurso que ha concedido a muchos otros animales... Pero todavía está por saberse qué lenguaje hablaría este niño; y lo que se ha conjeturado acerca del asunto no tiene mucha apariencia de verdad.”
Además de tales experimentos, estaban también los casos de aislamientos accidentales –niños perdidos en el bosque, marineros abandonados en islas desiertas, niños criados por lobos–, así como los casos de padres crueles y sádicos que encerraban a sus hijos, los encadenaban a la cama, los golpeaban dentro de un armario, los torturaban sin otra razón que las convulsiones de su propia locura, y Quinn había leído toda la extensa literatura dedicada a estas historias. Estaba la del marinero escocés Alexander Selkirk (considerado por algunos el modelo de Robinson Crusoe) que había vivido durante cuatro años en una isla frente a la costa de Chile y que, según el capitán del barco que le rescató en 1708, “había olvidado su idioma por falta de uso, hasta tal punto que apenas podíamos entenderle”. Menos de veinte años antes, Peter de Hanover, un niño salvaje de unos catorce años, que había sido descubierto mudo y desnudo en un bosque cerca de la ciudad alemana de Hamelin, fue llevado a la corte inglesa bajo la especial protección de Jorge I. Tanto Swift como Defoe tuvieron la oportunidad de verle y la experiencia inspiró el panfleto de Defoe Mera naturaleza bosquejada, publicado en 1726. Peter nunca aprendió a hablar, sin embargo, y varios meses después fue enviado al campo, donde vivió hasta los setenta años, sin mostrar ningún interés por el sexo, el dinero u otros asuntos mundanos. También estaba el caso de Victor, el niño salvaje de Aveyron, que fue encontrado en 1800. Bajo los pacientes y meticulosos cuidados del doctor Itard, Victor aprendió los rudimentos del habla, pero nunca progresó más allá del nivel de un niño pequeño. Aún más conocido que Victor fue Kaspar Hauser, que apareció una tarde de 1828 en Nuremberg, vestido con un estrafalario traje y casi incapaz de emitir un sonido inteligible. Podía escribir su nombre, pero en todos los demás aspectos se comportaba como un niño pequeño. Adoptado por la ciudad y confiado a los cuidados de un maestro local, se pasaba los días sentado en el suelo jugando con caballos de juguete y solamente comía pan y agua. No obstante, Kaspar evolucionó. Se convirtió en un excelente jinete, se volvió obsesivamente limpio, tenía pasión por los colores rojo y blanco y, según el decir general, demostraba una extraordinaria memoria, especialmente para los nombres y las caras. Sin embargo, prefería permanecer en lugares interiores, rehuía la luz intensa y, como Peter de Hanover, nunca mostró el menor interés por el sexo o el dinero. Cuando recobró gradualmente la memoria, pudo recordar que había pasado muchos años en el suelo de una habitación oscura, alimentado por un hombre que no le hablaba nunca ni se dejaba ver. Poco después de estas revelaciones, Kaspar fue asesinado con una daga por un hombre desconocido en un parque público.
Hacía años que Quinn no se permitía pensar en estas historias. El tema de los niños le resultaba demasiado doloroso, especialmente niños que hubieran sufrido, que hubieran sido maltratados, que hubieran muerto antes de poder crecer. Si Stillman era el hombre de la daga que había vuelto para vengarse del muchacho cuya vida había destrozado, Quinn quería estar allí para impedírselo. Sabía que no podía devolverle la vida a su hijo, pero al menos podía evitar que otro muriese. De pronto se le ofrecía la posibilidad de hacer eso, y en aquel momento, mientras se hallaba de pie en la calle, la idea de lo que le esperaba se alzó ante él como un sueño terrible. Pensó en el pequeño ataúd que contenía el cuerpo de su hijo y en que había visto cómo lo bajaban a la tumba el día del entierro. Eso sí que era aislamiento, se dijo. Eso sí que era silencio. No le ayudaba, quizá, que su hijo también se llamara Peter.


5

En la esquina de la calle Setenta y dos con Madison Avenue paró un taxi. Mientras el coche traqueteaba por el parque hacia el West Side, Quinn miró por la ventanilla y se preguntó si aquéllos eran los mismos árboles que Peter Stillman veía cuando salía al aire y la luz. Se preguntó si Peter veía las mismas cosas que él o si el mundo era un lugar diferente para él. Y si un árbol no era un árbol, se preguntó, qué era en realidad.
Después de que el taxi le dejara delante de su casa, Quinn se dio cuenta de que tenía hambre. No había comido desde que desayunó por la mañana temprano. Era extraño, pensó, lo rápidamente que había pasado el tiempo en casa de los Stillman. Si sus cálculos eran correctos, había estado allí más de catorce horas. Interiormente, sin embargo, parecía que su estancia había durado tres o cuatro horas como máximo. Se encogió de hombros ante la incongruencia y se dijo: “Tengo que aprender a mirar el reloj más a menudo.”
Volvió atrás por la Ciento siete, torció a la izquierda al llegar a Broadway y echó a andar hacia el centro, buscando un sitio adecuado para comer. Aquella noche no le apetecía un bar –comer en la oscuridad, el agobio de la charla alcohólica–, aunque normalmente se habría alegrado de encontrar uno. Al cruzar la calle Ciento doce vio que la Heights Luncheonette estaba aún abierta y decidió entrar. Era un local muy iluminado pero triste, con un gran expositor de revistas de chicas en una pared, una zona de artículos de papelería, otra zona de periódicos, varias mesas para los clientes y un largo mostrador de formica con taburetes giratorios. Un puertorriqueño alto con un gorro de cartón blanco de cocinero estaba detrás del mostrador. Su trabajo era hacer la comida, que consistía principalmente en hamburguesas tachonadas de cartílago, sandwiches con tomate blando y lechuga mustia, batidos, pasteles de crema y bollos. A su derecha, acomodado detrás de la caja registradora, estaba el jefe, un hombrecito medio calvo con el pelo rizado y un número de campo de concentración tatuado en el antebrazo, mangoneando su dominio de cigarrillos, pipas y puros. Permanecía allí impasible, leyendo la edición nocturna del Daily News de la mañana siguiente.
El lugar estaba casi desierto a aquella hora. En la mesa del fondo estaban dos viejos vestidos con ropa raída, uno muy gordo y el otro muy delgado, estudiando atentamente los formularios de las carreras. Sobre la mesa, entre ambos, había dos tazas de café vacías. En la parte de delante, frente al expositor de revistas, estaba un joven estudiante con una revista abierta entre las manos, mirando fijamente la fotografía de una mujer desnuda. Quinn se sentó ante el mostrador y pidió una hamburguesa y un café. Mientras se ponía en marcha, el cocinero le habló por encima del hombro.
–¿Ha visto usted el partido esta noche?
–Me lo he perdido. ¿Ha ocurrido algo bueno?
–¿Usted qué cree?
Quinn llevaba varios años manteniendo la misma conversación con aquel hombre, cuyo nombre no conocía. Una vez, estando él en la cafetería, habían hablado de béisbol y ahora cada vez que Quinn entraba continuaban la conversación. En invierno trataba de traspasos, predicciones y recuerdos. Durante la temporada, siempre hablaban del último partido. Ambos eran seguidores de los Mets y la desesperanza de esa pasión había creado un vínculo entre ellos. El cocinero meneó la cabeza.
–En las dos primeras entradas Kingman es el único que consigue golpear  –dijo–. Bum, bum. Dos buenos pelotazos, que van camino de la luna. Jones está lanzando bien por una vez y las cosas no van demasiado mal. Están dos a uno al final de la novena. Pittsburgh pone dos hombres en la segunda y la tercera, uno eliminado, así que los Mets van al banquillo a buscar a Allen. Él pasa a la primera base al siguiente bateador para llenarlas. Los Mets acercan a sus jugadores de perímetro para reforzar las bases, o quizá puedan conseguir el doble juego si mandan el tiro por el medio. Peña viene y golpea corto contra el suelo hacia la primera y la jodida bola pasa por entre las piernas de Kingman. Dos hombres marcan, y se acabó, adiós a Nueva York.
–Dave Kingman es un mierda –dijo Quinn, mordiendo su hamburguesa.
–Pero no hay que perder de vista a Foster –dijo el cocinero.
–Foster está acabado. Un individuo con cara de amargado.
–Quinn masticó su comida con cuidado, buscando con la lengua trocitos de hueso–. Deberían devolverlo a Cincinnati por correo urgente.
–Sí –dijo el cocinero–. Pero serán duros de pelar. Mejor que el año pasado, por lo menos.
–No sé –dijo Quinn, tomando otro bocado–. Sobre el papel parecen buenos, pero ¿qué tienen realmente? Stearns está siempre lesionado. Tienen a jugadores de la liga menor en la segunda base y en campo corto y Brooks no puede concentrarse en el juego. Mookie es bueno, pero está verde y ni siquiera pueden decidir a quién poner de exterior derecha. Aún tienen a Rusty, claro, pero ya está demasiado gordo para correr. En cuanto a lanzadores, olvídelo. Usted y yo podríamos ir a ver a Shea mañana y nos contrataría como las dos máximas figuras.
–Puede que yo le contratara a usted como entrenador –dijo el cocinero–. Usted podría darles la patada a esos gilipollas.
–Puede apostar su último dólar a que sí –dijo Quinn.
Cuando terminó de comer, Quinn se acercó a los estantes de papelería. Acababa de llegar una remesa de cuadernos nuevos y la pila era impresionante, un hermoso despliegue de azules, verdes, rojos y amarillos. Cogió uno y vio que las páginas tenían el rayado estrecho que él prefería. Quinn escribía siempre con pluma, sólo utilizaba la máquina de escribir para la versión definitiva, y siempre estaba buscando buenos cuadernos de espiral. Ahora que se había embarcado en el caso Stillman, le parecía que se imponía un nuevo cuaderno. Sería útil tener un sitio distinto donde anotar sus pensamientos, observaciones y preguntas. De esa manera, quizá las cosas no se le irían de las manos.
Examinó la pila tratando de decidir cuál coger. Por razones que nunca estuvieron claras para él, de repente sintió un irresistible deseo por un determinado cuaderno rojo que estaba al fondo de la pila. Lo sacó y lo examinó, pasando cuidadosamente las hojas con el pulgar. Era incapaz de explicarse por qué lo encontraba tan atractivo. Era un cuaderno normal de veinte por veintiocho con cien hojas. Pero algo en él parecía llamarle, como si su único destino en el mundo fuera contener las palabras que salieran de su pluma. Casi azorado por la intensidad de sus sentimientos, Quinn se metió el cuaderno rojo bajo el brazo, se acercó a la caja y lo compró.

De vuelta en su apartamento un cuarto de hora más tarde, Quinn sacó la fotografía de Stillman y el cheque del bolsillo de su chaqueta y los puso cuidadosamente sobre la mesa. Retiró los desechos de la superficie –cerillas quemadas, colillas, remolinos de ceniza, cartuchos de tinta gastados, unas cuantas monedas, billetes rotos, garabatos, un pañuelo sucio– y puso el cuaderno rojo en el centro. Luego corrió las cortinas, se quitó toda la ropa y se sentó a la mesa. Nunca había hecho aquello, pero por alguna razón le parecía apropiado estar desnudo en aquel momento. Se quedó allí sentado durante veinte o treinta segundos, tratando de no moverse, tratando de no hacer nada más que respirar. Luego abrió el cuaderno rojo. Cogió la pluma y escribió sus iniciales, DQ (Daniel Quinn), en la primera página. Era la primera vez desde hacía más de cinco años que escribía su propio nombre en uno de sus cuadernos. Se detuvo a considerar esto durante un momento pero luego lo desechó por irrelevante. Volvió la página. Durante unos momentos estudió su blancura, preguntándose si no era un idiota. Luego posó la pluma en la primera línea e hizo la primera anotación en el cuaderno rojo.

La cara de Stillman. O la cara de Stillman hace veinte años. Imposible saber si la cara de mañana recordará a ésta. Es seguro, sin embargo, que ésta no es la cara de un loco. ¿No es ésta una afirmación legítima? A mis ojos, por lo menos, parece bondadosa, cuando no francamente agradable. Hay incluso una insinuación de ternura en torno a la boca. Más que probable que los ojos sean azules, con tendencia a lagrimear. El pelo escaso ya entonces, por lo tanto quizá desaparecido ya, y lo que quede será gris o incluso blanco. Resulta extrañamente familiar: el tipo meditativo, sin duda muy nervioso, alguien que quizá tartamudee, que luche consigo mismo para contener el torrente de palabras que salen de su boca.

El pequeño Peter. ¿Es necesario que lo imagine o puedo aceptarlo por un acto de fe? La oscuridad. Pensar en mi mismo en esa habitación, chillando. Me resisto. Creo que ni siquiera deseo entenderlo. ¿Con qué fin? Esto no es una historia, al fin y al cabo. Es un hecho, algo que ha ocurrido en este mundo, y se supone que yo tengo que hacer un trabajo, una cosita de nada, y he dicho que sí. Si todo va bien, debería ser bastante sencillo. No me han contratado para comprender, simplemente para actuar. Esto es algo nuevo. Debo tenerlo en cuenta a toda costa.

Y, sin embargo, ¿qué es lo que dice Dupin en Poe? “Una identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.” Pero aquí se aplicaría a Stillman padre. Lo cual probablemente es aún peor.

En cuanto a Virginia, estoy en un mar de dudas. No sólo por el beso, que podría explicarse por diversas razones; no por lo que Peter dijo de ella, que no tiene importancia. ¿Su matrimonio? Quizá. La completa incongruencia del mismo. ¿Podría ser que estuviera metida en esto por dinero? ¿Que de alguna manera estuviera trabajando en colaboración con Stillman? Eso lo cambiaría todo. Pero, al mismo tiempo, no tiene sentido. ¿Por qué me habría contratado? ¿Para tener un testigo de sus aparentemente buenas intenciones? Quizá. Pero eso parece demasiado complicado. Y, sin embargo, ¿por qué siento que ella no es de fiar?

Otra vez la cara de Stillman. He pensado durante estos últimos minutos que la he visto antes. Quizá hace años en el barrio, antes de que le detuvieran.

Recordar la sensación que produce llevar la ropa de otra persona. Empezar por ahí, creo. Suponiendo que tenga que hacerlo. En los viejos tiempos, hace dieciocho o veinte años, cuando yo no tenía dinero y los amigos me daban cosas. Por ejemplo, el viejo abrigo de J en la universidad. Y la extraña sensación que tenía de meterme en su piel. Ese es probablemente un buen comienzo.

Y luego, lo más importante de todo: recordar quién soy. Recordar quién se supone que soy. No creo que esto sea un juego. Por otra parte, nada está claro. Por ejemplo: ¿Quién eres tú? Y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentir al respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo único que puedo decir es esto: Escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ese no es mi verdadero nombre.


6

Quinn pasó la mañana siguiente en la biblioteca de Columbia con el libro de Stillman. Llegó temprano, fue el primero en entrar cuando las puertas se abrieron, y el silencio de los vestíbulos de mármol le reconfortó, como si le hubieran permitido entrar en una cripta de olvido. Después de enseñarle fugazmente su tarjeta de antiguo alumno al soñoliento empleado que estaba detrás de la mesa, sacó el libro de las estanterías, regresó al tercer piso y se instaló en un sillón de cuero verde en una de las salas para fumadores. La luminosa mañana de mayo acechaba fuera como una tentación, una llamada a deambular sin rumbo al aire libre, pero Quinn la venció. Le dio la vuelta al sillón, se sentó de espaldas a la ventana y abrió el libro.
El jardín y la torre: primeras visiones del Nuevo Mundo. Estaba dividido en dos partes aproximadamente de la misma extensión: “El mito del paraíso” y “El mito de Babel”. La primera se concentraba en los descubrimientos de los exploradores, comenzando por Colón y siguiendo hasta Raleigh. El argumento de Stillman era que los primeros hombres que visitaron América creyeron que habían encontrado accidentalmente el paraíso, un segundo Jardín del Edén. En el relato de su tercer viaje, por ejemplo, Colón escribe: “Porque creo que se encuentra aquí el Paraíso terrenal, al cual nadie puede entrar excepto con el permiso de Dios.” En cuanto a las gentes de aquella tierra, Peter Martyr escribiría ya en 1505: “Parecen vivir en ese mundo dorado del cual hablaban tanto los escritores antiguos, en el que los hombres vivían con sencillez e inocencia, sin imposición de leyes, sin disputas, jueces ni calumnias, contentos tan sólo con satisfacer a la naturaleza.” O como escribía el siempre presente Montaigne más de medio siglo después: “En mi opinión, lo que realmente vemos en estos pueblos no sólo sobrepasa todas las imágenes que los poetas dibujaron de la Edad de Oro, y todas las invenciones que representaban el entonces feliz estado de la humanidad, sino también el concepto y el deseo de la filosofía misma.” Desde el principio, según Stillman, el descubrimiento del Nuevo Mundo fue el impulso que insufló vida al pensamiento utópico, la chispa que dio esperanzas a la perfectibilidad de la vida humana, desde el libro de Tomás Moro de 1516 hasta la profecía de Gerónimo de Mendieta, unos años más tarde, de que América se convertiría en un estado teocrático ideal, una verdadera Ciudad de Dios.
Existía, sin embargo, el punto de vista contrario. Si algunos consideraban que los indios vivían en una inocencia anterior al pecado original, había otros que los juzgaban bestias salvajes, diablos con forma de hombres. El descubrimiento de caníbales en el Caribe no contribuyó a atenuar esta opinión. Los españoles la utilizaron como justificación para explotar a los nativos despiadadamente para sus propios fines mercantiles. Porque si uno no considera humano al hombre que tiene delante, se comporta con él con menos escrúpulos. Hasta 1537, con la bula papal de Pablo III, los indios no fueron declarados verdaderos hombres dueños de un alma. El debate, no obstante, continuó durante varios cientos de años, culminando por una parte en el “buen salvaje” de Locke y Rousseau –que puso los cimientos teóricos de la democracia en una América independiente– y, por la otra, en la campaña de exterminio de los indios, en la imperecedera creencia de que el único indio bueno era el indio muerto.
La segunda parte del libro empieza con un nuevo examen de la caída. Apoyándose fuertemente en Milton y su relato de El paraíso perdido –como representante de la postura puritana ortodoxa–, Stillman afirmaba que sólo después de la caída comenzó la vida humana tal y como la conocemos. Porque si en el Jardín no existía el mal, tampoco existía el bien. Como lo expresa el propio Milton en la Areopagitica, “fue de la piel de una manzana saboreada de donde saltaron al mundo el bien y el mal, como dos gemelos inseparables”. La glosa de Stillman de esta frase era extremadamente significativa. Alerta siempre a la posibilidad de juegos de palabras, demostraba que la palabra “saborear” era en realidad una referencia a la palabra latina “sapere”, que significaba a la vez “saborear” y “saber” y por lo tanto contenía una referencia subliminal al árbol de la ciencia: el origen de la manzana cuyo sabor trajo al mundo el conocimiento, es decir, el bien y el mal. Stillman se extendía también en la paradoja de la palabra “gemelos”, que sugiere a la vez “unión” y “desunión”, encarnando así dos significados iguales y opuestos, los cuales a su vez encarnan una visión del lenguaje que Stillman consideraba presente en toda la obra de Milton. En El paraíso perdido, por ejemplo, cada palabra clave tiene dos significados: uno antes de la caída y otro después de la caída. Para ilustrar su tesis, Stillman aisló varias de estas palabras –siniestro, serpentino, delicioso– y mostró que su uso anterior a la caída estaba libre de connotaciones morales, mientras que su uso posterior a la caída era oscuro, ambiguo, informado por el conocimiento del mal. La única tarea de Adán en el Edén había sido inventar el lenguaje, ponerle nombre a cada criatura y cada cosa. En aquel estado de inocencia, su lengua había ido derecha al corazón del mundo. Sus palabras no habían sido simplemente añadidas a las cosas que veía, sino que revelaban su esencia, literalmente les daban vida. Una cosa y su nombre eran intercambiables. Después de la caída, esto ya no era cierto. Los nombres se separaron de las cosas; las palabras degeneraron en una colección de signos arbitrarios; el lenguaje quedó apartado de Dios. La historia del Edén, por lo tanto, no sólo narra la caída del hombre, sino la caída del lenguaje.
Más adelante en el libro del Génesis hay otra historia sobre el lenguaje. Según Stillman, el episodio de la torre de Babel era una recapitulación exacta de lo sucedido en el Edén, sólo que ampliada y generalizada en su significado para toda la humanidad. La historia adquiere especial sentido cuando se considera su posición dentro del libro: capítulo XI del Génesis, versículos 1 al 9. Éste es el último incidente de la prehistoria en la Biblia. Después de eso, el Antiguo Testamento es exclusivamente una crónica de los hebreos. En otras palabras, la torre de Babel representa la última imagen antes del verdadero comienzo del mundo.
Los comentarios de Stillman continuaban a lo largo de un montón de páginas. Empezaba con un estudio histórico de las diversas tradiciones exegéticas relativas a la historia, seguía con las numerosas lecturas erróneas que se habían hecho de ella, y terminaba con un largo catálogo de leyendas de la Aggada (un compendio de interpretaciones rabínicas no relacionadas con cuestiones legales). Estaba generalmente aceptado, escribía Stillman, que la torre había sido construida en el año 1996 después de la creación, apenas trescientos cuarenta años después del Diluvio, “para que no quedásemos desperdigados por toda la faz de la tierra”. El castigo de Dios vino como respuesta a este deseo, que contradecía un mandato aparecido anteriormente en el Génesis: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominadla.” Al destruir la torre, por lo tanto, Dios condenaba al hombre a obedecer este precepto. Otra lectura, no obstante, veía la torre como un desafío a Dios. Nemrod, el primer gobernante de todo el mundo, fue designado como arquitecto de la torre: Babel iba a ser un templo que simbolizase la universalidad de su poder. Esta era la visión prometeica de la historia y se apoyaba en las frases “cuya parte superior pueda llegar al cielo” y “hagamos un nombre”. La construcción de la torre se convirtió en la obsesiva y arrolladora pasión de la humanidad, más importante finalmente que la vida misma. Los ladrillos se volvieron más valiosos que las personas. Las mujeres que trabajaban en ella ni siquiera se paraban para dar a luz a sus hijos; sujetaban al recién nacido en el delantal y continuaban trabajando. Al parecer, había tres grupos diferentes ocupados en la construcción: los que deseaban morar en el cielo, los que deseaban hacerle la guerra a Dios y los que deseaban adorar a los ídolos. Al mismo tiempo, estaban unidos en sus esfuerzos –“Y toda la tierra tenía una sola lengua y una sola habla”– y el poder latente de una humanidad unida enojó a Dios. “Y el Señor dijo: Mirad, el pueblo es todo uno y tienen todos una sola lengua; y esto empiezan a hacer: y ahora nada podrá impedirles que hagan lo que imaginan.” Este discurso es un eco consciente de las palabras que Dios pronunció al expulsar a Adán y Eva del Paraíso: “Mirad, el hombre se ha convertido en uno de nosotros, conoce el bien y el mal; y ahora, para que no alargue la mano y tome también del árbol de la vida y coma y viva para siempre... Por lo tanto el Señor Dios les mandó fuera del Jardín del Edén...” Otra lectura sostiene que la historia pretendía ser únicamente una forma de explicar la diversidad de los pueblos y las lenguas. Porque si todos los hombres descendían de Noé y sus hijos, ¿cómo era posible dar razón de las enormes diferencias entre culturas? Otra lectura similar argumentaba que la historia era una explicación de la existencia del paganismo y la idolatría, ya que hasta esta historia se presenta a todos los hombres como monoteístas en sus creencias. En cuanto a la torre misma, la leyenda afirma que un tercio de la estructura se hundió en la tierra, un tercio fue destruido por el fuego y otro tercio quedó en pie. Dios la atacó de dos maneras distintas para convencer al hombre de que la destrucción era un castigo divino y no el resultado del azar. Sin embargo, la parte que quedó en pie era tan alta que una palmera vista desde arriba no parecía mayor que un saltamontes. También se decía que una persona podía andar durante tres días a la sombra de la torre sin abandonarla nunca. Por último –y Stillman se extendía mucho sobre esto– se creía que quien miraba las ruinas de la torre olvidaba todo lo que sabía.
Quinn no era capaz de ver qué tenía que ver todo aquello con el Nuevo Mundo. Pero entonces empezaba un capítulo nuevo y de repente Stillman se ponía a comentar la vida de Henry Dark, un clérigo de Boston que había nacido en Londres en 1649 (el día de la ejecución de Carlos I), fue a América en 1675 y murió en un incendio en Cambridge, Massachusetts, en 1691.
Según Stillman, cuando era joven, Henry Dark había sido secretario particular de John Milton, desde 1669 hasta la muerte del poeta cinco años más tarde. Esto era una novedad para Quinn, porque le parecía recordar haber leído en alguna parte que cuando Milton se quedó ciego le dictaba su obra a una de sus hijas. Se enteró de que Dark era un fervoroso puritano, estudiante de teología y devoto seguidor de la obra de Milton. Conoció a su héroe una tarde en una pequeña reunión y éste le invitó a hacerle una visita la semana siguiente. Eso llevó a nuevas visitas, hasta que finalmente Milton empezó a encomendarle a Dark diversas tareas: tomar dictados, guiarle por las calles de Londres, leerle las obras de los antiguos. En una carta que Dark le escribió en 1672 a su hermana a Boston mencionaba largas conversaciones con Milton sobre los puntos más delicados de la exégesis bíblica. Luego Milton murió y Dark quedó desconsolado. Seis meses más tarde, pensando que Inglaterra era un desierto, una tierra que no le ofrecía nada, decidió emigrar a América. Llegó a Boston en el verano de 1675.
Poco se sabía de sus primeros años en el Nuevo Mundo. Stillman especulaba que tal vez había viajado hacia el Oeste, adentrándose en territorios inexplorados, pero no pudo encontrar pruebas concretas que respaldaran su hipótesis. Por otra parte, ciertas referencias a los escritos de Dark indican un conocimiento profundo de las costumbres de los indios, lo cual lleva a Stillman a teorizar que quizá Dark vivió con una de las tribus durante algún tiempo. Sea como fuere, no hay ninguna mención pública de Dark hasta 1682, cuando su nombre se inscribe en el registro de matrimonios de Boston por haber tomado como esposa a una tal Lucy Fitts. Dos años más tarde aparece encabezando la lista de una pequeña congregación puritana en las afueras de la ciudad. La pareja tuvo varios hijos, pero todos ellos murieron en la primera infancia. No obstante, un hijo de nombre John, nacido en 1686, sobrevivió. Pero se sabe que el niño pereció en 1691 al caer accidentalmente desde una ventana del segundo piso. Justo un mes más tarde toda la casa ardió y tanto Dark como su esposa murieron en el incendio.
Henry Dark habría pasado a la oscuridad de los primeros tiempos de la vida americana de no ser por una cosa: la publicación en 1690 de un panfleto titulado La nueva Babel. Según Stillman, esta obrita de sesenta y cuatro páginas era el relato más visionario del nuevo continente escrito hasta entonces. Si Dark no hubiera muerto tan poco tiempo después de su aparición, su efecto sin duda habría sido mayor. Porque, al parecer, la mayor parte de los ejemplares del panfleto fueron destruidos en el incendio que mató a Dark. Stillman había podido descubrir sólo uno, y ello por casualidad, en el desván de la casa de su familia en Cambridge. Tras años de diligente búsqueda, había llegado a la conclusión de que aquél era el único ejemplar que existía aún.
La nueva Babel, escrito en vigorosa prosa miltoniana, proponía la construcción del paraíso en América. Al contrario que otros autores sobre el tema, Dark no suponía que el paraíso fuera un lugar que pudiera descubrirse. No había mapas que pudieran llevar al hombre hasta allí, ni instrumentos de navegación que pudieran guiar al hombre hasta sus costas. Más bien, su existencia estaba inmanente dentro del hombre mismo: la idea de un más allá que él pudiera crear algún día en el aquí y ahora. Porque la utopía no estaba en ninguna parte, ni siquiera, como explicaba Dark, en su “verbo”. Y el hombre lograría crear ese lugar soñado únicamente construyéndolo con sus propias manos.
Dark basaba sus conclusiones en la lectura de la historia de Babel como una obra profética. Inspirándose fuertemente en la interpretación de Milton de la caída, seguía a su maestro en el hecho de atribuir una desmedida importancia al papel del lenguaje. Pero llevaba las ideas del poeta un paso más lejos. Si la caída del hombre entrañaba también la caída del lenguaje, ¿no era lógico suponer que sería posible deshacer la caída, invertir sus efectos, deshaciendo la caída del lenguaje, esforzándose por recrear el lenguaje que se hablaba en el Edén? Si el hombre podía aprender ese lenguaje original de la inocencia, ¿no se seguía de ello que recobraría un estado de inocencia dentro de sí? Bastaba con mirar el ejemplo de Cristo, argumentaba Dark, para comprender que eso era así. Porque ¿acaso no era Cristo un hombre, una criatura de carne y hueso? ¿Y no hablaba Cristo ese lenguaje anterior al pecado original? En El paraíso recobrado de Milton, Satanás habla con “engaño de doble sentido”, mientras que, en el caso de Cristo, sus “acciones con sus palabras concuerdan, sus palabras / a su gran corazón dan la expresión debida, su corazón / contiene de bondad, sabiduría, justicia, la forma perfecta”. ¿Y no había Dios “enviado ahora a su Oráculo viviente / al mundo para enseñar su última voluntad, / y envía su Espíritu de la Verdad a morar en lo porvenir / en los corazones píos, un Oráculo interior / indispensable para que yo conozca toda Verdad”? Y, gracias a Cristo, ¿no tuvo la caída un feliz resultado, no fue una felix culpa, como afirma la doctrina? Por lo tanto, argüía Dark, ciertamente sería posible que el hombre hablase el lenguaje original de la inocencia y recobrase, completa e intacta, la verdad dentro de sí.
Volviendo a la historia de Babel, Dark elaboraba luego su plan y anunciaba su visión de las cosas por venir. Citando el segundo versículo del Génesis 11 –”Y sucedió que mientras viajaban desde el este encontraron una llanura en la tierra de Sennaar y moraron allí”–, Dark afirmaba que este pasaje demostraba el movimiento hacia el Oeste de la vida y la civilización humanas. Porque la ciudad de Babel –o Babilonia– estaba situada en Mesopotamia, muy al este de la tierra de los hebreos. Si Babel se encontraba al Oeste de algo, era del Edén, el solar originario de la humanidad. El deber del hombre de esparcirse por toda la tierra –obedeciendo el mandato de Dios de “creced... y llenad la tierra”– inevitablemente seguiría un curso occidental. ¿Y qué tierra más occidental en toda la cristiandad, se preguntaba Dark, que América? El movimiento de los colonos ingleses hacia el Nuevo Mundo, por lo tanto, podría interpretarse como el cumplimiento del antiguo mandamiento. América era el último paso en ese proceso. Una vez que el continente se hubiera llenado, habría llegado el momento para un cambio en la fortuna de la humanidad. El impedimento de la construcción de Babel –que el hombre debía llenar la tierra– habría quedado eliminado. En ese momento sería posible de nuevo que toda la tierra tuviera una sola lengua y una sola habla. Y si eso sucedía, el paraíso no estaría lejos.
Al igual que Babel había sido construida trescientos cuarenta años después del Diluvio, el mandamiento se cumpliría, predecía Dark, exactamente trescientos cuarenta años después de la llegada del Mayflower a Plymouth. Porque ciertamente serían los puritanos, el recién elegido pueblo de Dios, quienes tendrían en sus manos el destino de la humanidad. Al contrario que los hebreos, que le habían fallado a Dios al negarse a aceptar a su hijo, aquellos ingleses trasplantados escribirían el último capítulo de la historia antes de que el cielo y la tierra se uniesen al fin. Como Noé en su arca, habían viajado por el vasto océano para llevar a cabo su sagrada misión.
Trescientos cuarenta años, según los cálculos de Dark, significaba que en 1960 la primera parte de la tarea de los colonos habría concluido. En ese momento, se habrían puesto los cimientos para la verdadera obra que habría de seguir: la construcción de la nueva Babel. Él ya veía, escribía Dark, signos esperanzadores en la ciudad de Boston, porque allí, como en ninguna otra parte del mundo, el principal material de construcción era el ladrillo, que, como se especifica en el versículo 3 del Génesis 11, era el material de construcción de Babel. En el año 1960, afirmaba confiado, la nueva Babel comenzaría a subir, su misma forma aspirando a alcanzar los cielos, un símbolo de la resurrección del espíritu humano. La historia se escribiría en sentido inverso. Lo que había caído se levantaría. Lo que se había roto volvería a estar entero. Una vez terminada, la torre sería lo bastante grande como para albergar a todos los habitantes del Nuevo Mundo. Habría una habitación para cada persona y una vez que entraran en esa habitación olvidarían todo lo que sabían. Al cabo de cuarenta días y cuarenta noches saldrían convertidos en hombres nuevos, hablando el lenguaje de Dios, dispuestos a habitar el segundo y eterno paraíso.
Así acababa la sinopsis que hacía Stillman del panfleto de Henry Dark, fechado el veinte de diciembre de 1690, el septuagésimo aniversario del desembarco del Mayflower.
Quinn dio un pequeño suspiro y cerró el libro. La sala de lecturas estaba vacía. Se inclinó hacia adelante, puso la cabeza entre las manos y cerró los ojos.
–Mil novecientos sesenta –dijo en voz alta.
Trató de evocar una imagen de Henry Dark, pero no lo consiguió. En su mente sólo veía un incendio, una hoguera de libros ardiendo. Luego, perdiendo el hilo de sus pensamientos, se acordó repentinamente de que 1960 era el año en que Stillman encerró a su hijo.
Abrió el cuaderno rojo y lo colocó sobre su regazo. Justo cuando estaba a punto de escribir en él, sin embargo, decidió que ya había tenido suficiente. Cerró el cuaderno rojo, se levantó del sillón y devolvió el libro de Stillman en el mostrador de la entrada. Encendiendo un cigarrillo al pie de la escalera, abandonó la biblioteca y se perdió en la tarde de mayo.


7

Llegó a la estación Grand Central con mucha anticipación. La llegada del tren de Stillman estaba prevista a las 6.41, pero Quinn quería tener tiempo para estudiar la geografía del lugar, para asegurarse de que Stillman no podría escapársele. Cuando salió del metro y entró en el gran vestíbulo vio en el reloj de la estación que eran las cuatro. La estación ya había empezado a llenarse del gentío de la hora punta. Abriéndose paso a través de los cuerpos que venían en dirección contraria, Quinn recorrió las puertas numeradas, buscando escaleras ocultas, salidas no señalizadas, recovecos oscuros. Llegó a la conclusión de que un hombre decidido a desaparecer podría hacerlo sin mucha dificultad. Tendría que confiar en que Stillman no hubiera sido advertido de que él estaría allí. Si así fuera, y Stillman consiguiera eludirle, significaría que Virginia Stillman era la responsable. No había nadie más. Le consolaba saber que tenía un plan alternativo por si las cosas salían mal. Si Stillman no se presentaba, Quinn iría directamente a la calle Sesenta y se enfrentaría a Virginia Stillman con lo que sabía.
Mientras deambulaba por la estación, se recordó quién se suponía que era. Había empezado a notar que el efecto de ser Paul Auster no era del todo desagradable. Aunque seguía teniendo el mismo cuerpo, la misma mente, los mismos pensamientos, se sentía como si de alguna manera le hubieran sacado de sí mismo, como si ya no tuviera que soportar el peso de su propia conciencia. Gracias a un sencillo truco de la inteligencia, un hábil cambio de nombre, se sentía incomparablemente más ligero y más libre. Al mismo tiempo, sabía que todo era una ilusión. Pero había cierto consuelo en eso. No se había perdido realmente; sólo estaba fingiendo, y podía volver a ser Quinn cuando quisiera. El hecho de que ahora hubiese un propósito en ser Paul Auster –un propósito que cada vez era más importante para él– le servia como una especie de justificación moral para la farsa y le absolvía de tener que defender su mentira. Porque creerse Auster se había convertido en su mente en sinónimo de hacer el bien en el mundo.
Vagó por la estación como si estuviera dentro del cuerpo de Paul Auster, esperando a que apareciese Stillman. Levantó la cabeza para mirar la cúpula del gran vestíbulo y estudió el fresco de las constelaciones. Había bombillas representando las estrellas y dibujos de las figuras celestes. Quinn nunca había podido comprender la relación entre las constelaciones y sus nombres. Cuando era niño había pasado muchas horas bajo el cielo nocturno tratando de hacer concordar los grupos de minúsculas luces con las formas de osos, toros, arqueros y aguadores. Pero nunca lo conseguía y se sentía estúpido, como si hubiera un punto ciego en el centro de su cerebro. Se preguntó si al joven Auster se le habría dado mejor aquello.
Al otro lado, ocupando la mayor parte de la pared oriental de la estación, estaba la fotografía de Kodak, con sus brillantes y fantásticos colores. La escena del mes mostraba una calle de un pueblo pesquero de Nueva Inglaterra, quizá Nantucket. Una hermosa luz primaveral brillaba sobre el empedrado, en las jardineras de las ventanas había flores de muchos colores y a lo lejos, al final de la calle, estaba el mar, con sus olas blancas y su agua muy azul. Quinn se acordó de haber visitado Nantucket con su esposa hacía muchos años, en el primer mes de embarazo, cuando el hijo no era más que una diminuta almendra en su vientre. Le resultó doloroso pensar en aquello y trató de borrar las imágenes que se estaban formando en su cabeza. “Miralo a través de los ojos de Auster”, se dijo, “y no pienses en nada más.” Volvió de nuevo su atención a la fotografía y se sintió aliviado al descubrir que sus pensamientos se desviaban al tema de las ballenas, las expediciones que habían partido de Nantucket en el siglo pasado, Melville y las primeras páginas de Moby Dick. Desde allí su mente pasó a los relatos que había leído sobre los últimos años de Melville, el viejo taciturno que trabajaba en la aduana de Nueva York, sin lectores, olvidado de todos. Luego, repentinamente, con gran claridad y precisión, vio la ventana de Bartleby y la lisa pared de ladrillo ante él.
Alguien le dio un golpecito en el brazo y cuando Quinn se volvió para enfrentarse al asalto vio a un hombre bajo y silencioso que le tendía un bolígrafo verde y rojo. Sujeta al bolígrafo había una banderita de papel blanco. Por un lado decía: “Este buen artículo es cortesía de un sordomudo. Pague la voluntad. Gracias por su ayuda.” Por el otro lado de la banderita había una tabla del alfabeto manual –enseñe a hablar a sus amigos– que mostraba la posición de la mano para cada una de las veintiséis letras. Quinn se metió la mano en el bolsillo y le dio un dólar al hombre. El sordomudo asintió una vez muy brevemente y luego siguió su camino, dejando a Quinn con el bolígrafo en la mano.
Eran ya más de las cinco. Quinn decidió que sería menos vulnerable en otro sitio y se dirigió a la sala de espera. Generalmente era un lugar tétrico, lleno de polvo y de gente que no tenía adónde ir, pero ahora, en plena hora punta, había sido tomado por hombres y mujeres con maletines, libros y periódicos. Quinn tuvo dificultad para encontrar un asiento. Después de buscar durante dos o tres minutos finalmente encontró un sitio en uno de los bancos y se metió entre un hombre vestido con un traje azul y una mujer joven y gordita. El hombre estaba leyendo la sección de deportes del Times y Quinn echó una ojeada para leer la crónica de la derrota de los Mets la noche anterior. Había llegado al tercer o cuarto párrafo cuando el hombre se volvió lentamente hacia él, le lanzó una mirada asesina y apartó el periódico bruscamente.
Después de eso ocurrió una cosa extraña. Quinn volvió su atención a la joven sentada a su derecha para ver si había algo de lectura en esa dirección. Dedujo que tendría unos veinte anos. Tenía varios granitos en la mejilla izquierda, oscurecidos por una mancha rosada de maquillaje, y mascaba sonoramente una bola de chicle. Sin embargo, estaba leyendo un libro de bolsillo con una chillona portada y Quinn se inclinó ligeramente a su derecha para echarle una ojeada al título. Contra todas sus expectativas era un libro escrito por él: Abrazo suicida, de William Wilson, la primera novela de Max Work. Quinn había imaginado a menudo esta situación: el repentino e inesperado placer de encontrar a uno de sus lectores. Incluso había imaginado la conversación que seguiría: él, afablemente tímido primero mientras el desconocido alababa el libro, luego, con gran renuencia y modestia, aceptaría firmar un autógrafo en la página del título, “puesto que insiste”. Pero ahora que la escena estaba teniendo lugar se sentía muy decepcionado, incluso enfadado. No le gustaba la chica que estaba sentada a su lado y le ofendía que ella leyera superficialmente las páginas que tanto esfuerzo le habían costado. Su impulso fue arrancarle el libro de las manos y salir corriendo de la estación.
La miró a la cara de nuevo, tratando de oír las palabras que resonaban en su cabeza, observando cómo sus ojos iban y venían rápidamente por la página. Probablemente la miró con demasiada atención porque un momento después ella se volvió a él con expresión irritada y le dijo:
–¿Tiene usted algún problema, señor? Quinn sonrió débilmente.
–No –dijo–. Sólo me preguntaba si le gustaba el libro.
La chica se encogió de hombros.
–Los he leído mejores y los he leído peores.
Quinn deseó cortar la conversación en ese mismo momento pero algo en él persistió. Antes de que hubiera podido levantarse y marcharse, las palabras habían salido de su boca.
–¿Lo encuentra emocionante?
La chica volvió a encogerse de hombros y masticó su chicle ruidosamente.
–Más bien. Hay una parte en la que el detective se pierde que da bastante miedo.
–¿Es listo el detective?
–Sí, es listo. Pero habla demasiado.
–¿Le gustaría que hubiera más acción?
–Creo que sí.
–Y si no le gusta, ¿por qué sigue usted leyéndolo?
–No sé. –La chica se encogió de hombros una vez más–. Para pasar el rato, supongo. Además, no tiene importancia. Es sólo un libro.
Estaba a punto de decirle quién era, pero luego se dio cuenta de que no serviría de nada. No había esperanzas para aquella chica. Durante cinco años había guardado el secreto de la identidad de William Wilson y no iba a revelarlo ahora, y menos a una desconocida imbécil. De todas formas, era doloroso, y luchó desesperadamente para tragarse su orgullo. Antes que darle un puñetazo en la cara a la chica, se levantó bruscamente de su asiento y se alejó.

A las seis y media se apostó delante de la puerta venticuatro. El tren llegaría a la hora prevista, y desde su ventajosa posición en el centro de la puerta Quinn juzgó que tenía muchas posibilidades de ver a Stillman. Sacó la foto de su bolsillo y la estudió una vez más, prestando especial atención a los ojos. Recordaba haber leído en alguna parte que los ojos eran el único rasgo de la cara que no cambiaba nunca. Desde la infancia a la vejez permanecían igual, y un hombre con cabeza para verlo podía teóricamente mirar a los ojos de un muchacho en una fotografía y reconocer a la misma persona ya vieja. Quinn tenía sus dudas, pero no podía apoyarse en nada más, era su único puente con el presente. Una vez más, sin embargo, la cara de Stillman no le dijo nada.
El tren entró en la estación y Quinn notó que el ruido le atravesaba el cuerpo: un estrépito fortuito y turbulento que parecía unirse a sus pulsaciones, bombeando la sangre en roncos chorros. Su cabeza se llenó luego con la voz de Peter Stillman, como una ráfaga de palabras sin sentido que chocaban ruidosamente contra las paredes de su cráneo. Se dijo a si mismo que debía calmarse. Pero eso no le sirvió de mucho. A pesar de todo lo que había imaginado de si mismo, estaba excitado.
El tren iba abarrotado y cuando los pasajeros empezaron a llenar la rampa y caminar hacia él, se convirtieron rápidamente en una multitud. Quinn se golpeó nerviosamente el muslo derecho con el cuaderno rojo, se puso de puntillas y miró atentamente a la muchedumbre. Pronto la gente empezó a pasar como una tromba a su alrededor. Había hombres y mujeres, niños y viejos, adolescentes y bebés, ricos y pobres, hombres negros y mujeres blancas, hombres blancos y mujeres negras, orientales y árabes, hombres vestidos de marrón, de gris, de azul y de verde, mujeres de rojo, blanco, amarillo y rosa, niños con zapatillas deportivas, niños con zapatos, niños con botas vaqueras, personas gordas y personas delgadas, personas altas y personas bajas, cada uno diferente de todos los demás, cada uno irreductiblemente él mismo. Quinn les observó a todos, anclado en su sitio, como si todo su ser estuviera exiliado en sus ojos. Cada vez que un anciano se aproximaba, él se preparaba para que fuese Stillman. Se acercaban y se alejaban demasiado deprisa para que él pudiera entregarse a la decepción, pero en cada cara vieja parecía encontrar una señal de cómo sería el verdadero Stillman, y sus expectativas cambiaban rápidamente con cada cara nueva, como si la acumulación de hombres viejos anunciara la inminente llegada del propio Stillman. Durante un instante Quinn pensó: “De modo que así es el trabajo de un detective.” Pero aparte de eso no pensó nada. Miraba. Inmóvil entre la multitud que se movía, miraba.
Cuando aproximadamente la mitad de los pasajeros habían pasado ya, Quinn vio a Stillman por primera vez. El parecido con la fotografía era inconfundible. No, no se había quedado calvo, como Quinn había pensado. Tenía el pelo blanco y sin peinar, con algunos mechones tiesos aquí y allá. Era alto, delgado, sin duda mayor de sesenta años, algo encorvado. Inadecuadamente para la época del año, llevaba un abrigo largo marrón muy estropeado, y arrastraba ligeramente los pies al andar. La expresión de su cara parecía plácida, a medio camino entre el aturdimiento y la reflexión. No miraba lo que le rodeaba, no parecía interesarle. Llevaba una sola maleta, de cuero, con una correa alrededor, en otro tiempo bonita pero ahora baqueteada. Una o dos veces mientras subía la rampa dejó la maleta en el suelo y descansó un momento. Parecía moverse con esfuerzo, un poco desconcertado por la multitud, dudando si andar al paso de los demás o dejar que le adelantaran.
Quinn retrocedió un poco, situándose en una posición que le permitiera un rápido movimiento a la derecha o a la izquierda, dependiendo de lo que sucediera. Al mismo tiempo quería estar lo bastante lejos como para que Stillman no notara que le seguían.
Cuando Stillman llegó a la puerta de entrada a la estación dejó la maleta en el suelo una vez más y se detuvo. En ese momento Quinn se permitió echar una ojeada a la derecha de Stillman, examinando al resto de los pasajeros para estar doblemente seguro de que no había cometido ninguna equivocación. Lo que sucedió entonces no tenía explicación. Directamente detrás de Stillman, asomando sólo unos centímetros por detrás de su hombro derecho, otro hombre se paró, sacó un encendedor del bolsillo y encendió un cigarrillo. Su cara era exacta a la de Stillman. Durante un segundo Quinn pensó que era un espejismo, una especie de aura arrojada por las corrientes electromagnéticas del cuerpo de Stillman. Pero no, aquel otro Stillman se movía, respiraba, parpadeaba; sus actos eran claramente independientes del primer Stillman. El segundo Stillman tenía un aspecto próspero. Vestía un traje azul caro; zapatos brillantes; llevaba el pelo blanco bien peinado; y sus ojos tenían la mirada astuta de un hombre de mundo. Él también llevaba una sola maleta, negra, elegante, aproximadamente del mismo tamaño que la del otro Stillman.
Quinn se quedó paralizado. Ahora no podía hacer nada que no fuese una equivocación. Cualquiera que fuera su elección –y tenía que elegir– sería arbitraria, una sumisión al azar. La incertidumbre le perseguiría hasta el final. En ese momento los dos Stillman se pusieron en marcha de nuevo. El primero torció a la derecha, el segundo a la izquierda. Quinn anheló tener un cuerpo de ameba, deseó dividirse por la mitad y correr en dos direcciones a la vez. “Haz algo”, se dijo, “haz algo ahora mismo, idiota.”
Sin ninguna razón, fue hacia la izquierda, en pos del segundo Stillman. Después de nueve o diez pasos se detuvo. Algo le decía que llegaría a lamentar lo que estaba haciendo. Estaba actuando por rencor, impulsado a castigar al segundo Stillman por confundirle. Dio medio vuelta y vio al primer Stillman alejarse lentamente en dirección contraria. Seguramente aquél era su hombre. Aquel ser zarrapastroso, tan decrépito y desconectado de su entorno, seguramente aquél era el loco Stillman. Quinn respiró hondo, exhaló con el pecho tembloroso e inhaló de nuevo. No había forma de saberlo: ni aquello ni nada. Siguió al primer Stillman, aflojando el paso para adaptarlo al del anciano, y fue tras él hasta el metro.
Eran casi las siete y la multitud empezaba a hacerse menos densa. Aunque Stillman parecía estar ofuscado, sabía adónde iba. El catedrático fue derecho a las escaleras del metro, pagó su billete en la taquilla y esperó tranquilamente en el andén a que llegara el tren que iba a Times Square. Quinn empezó a perder el miedo a que se fijara en él. Nunca había visto a nadie tan absorto en sus pensamientos. Dudaba de que Stillman le viera aunque se pusiera directamente delante de él.
Viajaron al West Side en el tren de enlace, recorrieron los húmedos corredores de la estación de la calle Cuarenta y dos y bajaron otro tramo de escaleras hasta el metro. Siete u ocho minutos más tarde cogieron la línea de Broadway, fueron hacia el centro durante dos largas estaciones y se apearon en la calle Noventa y seis. Subieron despacio las últimas escaleras, haciendo varias pausas para que Stillman soltara su maleta y recobrara el aliento, salieron a la superficie en la esquina y entraron en la tarde color índigo. Stillman no vaciló. Sin detenerse para orientarse, empezó a caminar por Broadway por el lado este de la calle. Durante varios minutos Quinn jugó con la irracional convicción de que Stillman se dirigía a su propia casa en la calle Ciento siete. Pero antes de que pudiera entregarse a un pánico total, Stillman se paró en la esquina de la calle Noventa y nueve, esperó a que el semáforo se pusiera verde y cruzó al otro lado de Broadway. A la mitad de la manzana había un pequeño hotel de mala muerte para pobres diablos, el Hotel Harmony. Quinn había pasado por delante de él muchas veces y estaba acostumbrado a los borrachos y vagabundos que merodeaban por allí. Le sorprendió ver que Stillman abría la puerta y entraba en el vestíbulo. Por alguna razón había supuesto que el viejo encontraría un alojamiento más cómodo. Pero cuando Quinn se detuvo delante de la puerta de cristal y vio al catedrático acercarse al mostrador, escribir lo que sin duda era su nombre en el registro, recoger su maleta y desaparecer en el ascensor, comprendió que allí era donde Stillman pensaba quedarse.
Quinn esperó fuera durante las dos horas siguientes, paseando arriba y abajo de la manzana, pensando que quizá Stillman saldría a cenar a una de las cafeterías de la zona. Pero el anciano no apareció y finalmente Quinn llegó a la conclusión de que debía haberse acostado. Llamó a Virginia Stillman desde la cabina telefónica de la esquina, le dio un informe completo de lo sucedido y luego se dirigió a la calle Ciento siete.


8

A la mañana siguiente, y durante muchas mañanas más, Quinn se apostó en un banco en el centro de la isleta que había en la esquina de Broadway con la Noventa y nueve. Llegaba temprano, nunca después de las siete, y se sentaba allí con un vaso de café, un panecillo con mantequilla y un periódico abierto en el regazo, mirando hacia la puerta de cristal del hotel. A las ocho salía Stillman, siempre con su largo abrigo marrón, llevando una bolsa de fieltro grande y anticuada. Durante dos semanas esta rutina no varió. El anciano deambulaba por las calles del barrio, avanzando despacio, poquito a poco, haciendo una pausa, poniéndose en marcha de nuevo, parándose otra vez, como si cada paso tuviera que sopesarse y medirse antes de que ocupara su lugar entre la suma total de pasos. A Quinn le resultaba difícil moverse de aquella manera. Estaba acostumbrado a andar deprisa y todas aquellas paradas y arrastrar de pies comenzaban a resultar un esfuerzo, como si el ritmo de su cuerpo se viera perturbado. Era la liebre a la caza de la tortuga, y tenía que recordarse una y otra vez que debía frenarse.
Lo que Stillman hacía en aquellos paseos continuaba siendo una especie de misterio para Quinn. Naturalmente, veía con sus propios ojos lo que sucedía, y lo anotaba. todo cuidadosamente en su cuaderno rojo. Pero el sentido de aquellos actos continuaba escapándosele. Stillman nunca parecía ir a ningún sitio determinado y tampoco parecía saber dónde estaba. Y sin embargo, como obedeciendo a un propósito consciente, nunca salía de una zona estrechamente circunscrita, limitada al norte por la calle Ciento diez, al sur por la Setenta y dos, al oeste por Riverside Park y al este por Amsterdam Avenue. Por muy casuales que parecieran sus recorridos –y su itinerario era diferente cada día–, Stillman nunca cruzaba estas fronteras. Tal precisión desconcertaba a Quinn, porque en todos los demás aspectos Stillman parecía ir a la deriva.
Mientras caminaba, Stillman no levantaba la vista. Mantenía los ojos siempre fijos en la acera, como si estuviera buscando algo. De hecho, de vez en cuando se agachaba, recogía algún objeto del suelo y lo examinaba atentamente, dándole vueltas y vueltas en la mano. A Quinn le hacía pensar en un arqueólogo inspeccionando un fragmento de una ruina prehistórica. En ocasiones, después de estudiar así un objeto, Stillman lo tiraba a la acera. Pero generalmente abría su bolsa y guardaba en ella el objeto cuidadosamente. Luego, metiendo la mano en uno de los bolsillos de su abrigo, sacaba un cuaderno rojo   –parecido al de Quinn pero más pequeño– y escribía en él con gran concentración durante un minuto o dos. Al terminar esta operación, volvía a meter el cuaderno en su bolsillo, recogía la bolsa y seguía su camino.
Según Quinn podía ver, los objetos que Stillman recogía carecían de valor. Parecían ser solamente cosas rotas, desechadas, trastos viejos. A lo largo de los días Quinn anotó un paraguas plegable despojado de la tela, la cabeza de una muñeca de goma, un guante negro, el casquillo de una bombilla rota, varios ejemplares de papel impreso (revistas empapadas, periódicos hechos pedazos), una fotografía rasgada, piezas de maquinaria y diversos desechos que no pudo identificar. El hecho de que Stillman se tomara tan en serio esta recogida de basura intrigaba a Quinn, pero no podía hacer otra cosa que observar, anotar en el cuaderno rojo lo que veía y quedarse estúpidamente en la superficie de las cosas. Al mismo tiempo le complacía saber que también Stillman tenía un cuaderno rojo, como si eso creara un vínculo secreto entre ellos. Quinn sospechaba que el cuaderno rojo de Stillman contenía respuestas a las preguntas que se habían ido acumulando en su cabeza, y empezó a planear diversas estratagemas para robárselo al viejo. Pero aún no había llegado el momento de dar ese paso.
Aparte de recoger objetos en la calle, Stillman no parecía hacer nada. De vez en cuando se detenía en alguna parte para comer. En alguna ocasión tropezaba con alguien y murmuraba una disculpa. Una vez un coche estuvo a punto de atropellarle cuando cruzaba la calle. Stillman no hablaba con nadie, no entraba en ninguna tienda, no sonreía. No parecía ni alegre ni triste. Dos veces, cuando su botín de desechos se había hecho desacostumbradamente grande, regresó al hotel en mitad del día y volvió a salir unos minutos más tarde con la bolsa vacía. La mayoría de los días pasaba por lo menos varias horas en Riverside Park, paseando metódicamente por los caminos asfaltados o abriéndose paso por entre los arbustos con un palo. Su búsqueda de objetos no cesaba entre el follaje. Piedras, hojas y ramitas acababan en su bolsa. Una vez, observó Quinn, incluso se agachó para coger un cagallón seco de perro, lo olfateó cuidadosamente y se lo guardó. También era el parque el lugar donde Stillman descansaba. Por la tarde, a menudo después de su almuerzo, se sentaba en un banco y miraba fijamente a la otra orilla del Hudson. En una ocasión, un día especialmente caluroso, Quinn le vio tumbado en la hierba, dormido. Cuando oscurecía, Stillman cenaba en la cafetería Apollo, en la esquina de la Noventa y siete con Broadway, y luego regresaba a su hotel. Ni una sola vez intentó contactar con su hijo. Esto se lo confirmó Virginia Stillman, a quien Quinn llamaba todas las noches cuando volvía a casa.
Lo esencial era seguir en el asunto. Poco a poco Quinn empezó a sentirse apartado de sus primitivas intenciones y se preguntó si no se había embarcado en un proyecto sin sentido. Por supuesto, era posible que Stillman estuviera simplemente esperando su oportunidad, arrullando al mundo hasta dormirlo antes de atacar. Pero eso significaba suponer que era consciente de que le vigilaban, y a Quinn le parecía improbable que así fuera. Había hecho bien su trabajo hasta entonces, manteniéndose a una discreta distancia del viejo, mezclándose con los transeúntes, evitando llamar la atención sobre sí mismo pero sin tomar medidas llamativas para ocultarse. Por otra parte, era posible que Stillman supiera desde el principio que le vigilaban –incluso que lo supiera de antemano– y por lo tanto no se hubiera tomado la molestia de descubrir quién era el vigilante concreto. Si tenía la certeza de que le seguían, ¿qué importaba? Un vigilante, una vez descubierto, siempre podía ser sustituido por otro.
Esta visión de la situación consoló a Quinn y decidió creer en ella, aunque esa creencia no tenía ningún fundamento. Sólo había dos posibilidades: Stillman sabía lo que él estaba haciendo o no lo sabía. Y si no lo sabía, Quinn no estaba consiguiendo nada, estaba perdiendo el tiempo. Cuánto mejor creer que todos sus pasos tenían realmente un propósito. Si esta interpretación exigía el conocimiento por parte de Stillman, entonces Quinn aceptaría este conocimiento como artículo de fe, al menos por el momento.
Quedaba el problema de en qué ocupar sus pensamientos mientras seguía al anciano. Quinn estaba acostumbrado a vagabundear. Sus excursiones por la ciudad le habían enseñado a entender que lo interior y lo exterior estaban conectados. Utilizando la locomoción sin rumbo como técnica de inversión, en sus mejores días podía llevar lo de fuera dentro y así usurpar la soberanía de la interioridad. Inundándose de cosas externas, ahogándose hasta salir de sí mismo, había conseguido ejercer un pequeño grado de control sobre sus ataques de desesperación. Vagar, por lo tanto, era una especie de anulación de la mente. Pero seguir a Stillman no era vagar. Stillman podía vagar, podía ir de un sitio a otro tambaleándose como un ciego, pero este privilegio se le negaba a Quinn. Porque estaba obligado a concentrarse en lo que hacía, aunque prácticamente no fuera nada. Una y otra vez sus pensamientos empezaban a ir a la deriva y pronto sus pies seguían su ejemplo. Esto significaba que corría constantemente el peligro de apretar el paso y chocar contra Stillman desde atrás. Para evitar este percance concibió varios métodos diferentes de desaceleración. El primero era decirse que ya no era Daniel Quinn. Ahora era Paul Auster, y con cada paso que daba trataba de encajar más cómodamente en las estrecheces de esa transformación. Auster no era más que un nombre para él, una cáscara sin contenido. Ser Auster significaba ser un hombre sin ningún interior, un hombre sin ningún pensamiento. Y si no había pensamientos disponibles, si su propia vida interior se había vuelto inaccesible, entonces no tenía ningún lugar donde retirarse. Siendo Auster no podía evocar recuerdos ni temores, sueños o alegrías, porque todas estas cosas, puesto que pertenecían a Auster, eran un vacío para él. En consecuencia tenía que permanecer únicamente en su propia superficie, mirando hacia afuera en busca de sustento. Mantener los ojos fijos en Stillman, por lo tanto, no era simplemente una distracción del curso de sus pensamientos, era el único pensamiento que se permitía tener.
Durante un día o dos esta táctica tuvo relativo éxito, pero finalmente incluso Auster empezó a languidecer a causa de la monotonía. Quinn se dio cuenta de que necesitaba algo más para mantenerse ocupado, alguna tarea que le acompañara mientras se dedicaba a su trabajo. Al final fue el cuaderno rojo el que le ofreció la salvación. En lugar de simplemente anotar algunos comentarios casuales, como había hecho los primeros días, decidió registrar cada detalle que pudiera observar acerca de Stillman. Utilizando el bolígrafo que le había comprado al sordomudo, se entregó a la tarea con diligencia. No sólo tomaba nota de los gestos de Stillman, describía cada objeto que seleccionaba o descartaba para su bolsa y llevaba un preciso horario de todos los sucesos, sino que además registraba con meticuloso cuidado un itinerario exacto de los vagubundeos de Stillman, apuntando cada calle que seguía, cada giro que daba y cada pausa que hacía. Además de mantenerle ocupado, el cuaderno rojo reducía el paso de Quinn. Ya no había peligro de que adelantara a Stillman. El problema, más bien, era no perderle, asegurarse de que no desapareciera. Porque andar y escribir no eran actividades fácilmente compatibles. Si durante los cinco últimos años Quinn había pasado sus días haciendo una cosa u otra, ahora intentaba hacer las dos al mismo tiempo. Al principio se equivocaba mucho. Era especialmente difícil escribir sin mirar a la página y a menudo descubría que había escrito dos y hasta tres líneas una encima de. la otra, produciendo un confuso e ilegible palimpsesto. Mirar a la página, sin embargo, significaba pararse y eso aumentaría las posibilidades de perder a Stillman. Al cabo de algún tiempo llegó a la conclusión de que era básicamente una cuestión de posición. Experimentó con el cuaderno delante de él en un ángulo de cuarenta y cinco grados, pero se encontró con que su muñeca izquierda se cansaba pronto. Después trató de mantener el cuaderno directamente delante de su cara, los ojos mirando por encima de él como un Kilroy[3] que hubiese cobrado vida, pero eso resultaba poco práctico. Luego trató de apoyar el cuaderno en el brazo derecho varios centímetros por encima del codo y sostener la parte de atrás del mismo con la palma izquierda. Pero esto le provocaba calambres en la mano derecha y hacía imposible escribir en la mitad inferior de la página. Finalmente decidió apoyar el cuaderno en la cadera izquierda, más o menos como sostiene un pintor su paleta. Esto constituyó una mejora. El llevarlo ya no suponía un esfuerzo y la mano derecha podía sostener el bolígrafo sin que otras obligaciones la estorbaran. Aunque este método también tenía sus inconvenientes, parecía ser el sistema más cómodo a la larga. Porque Quinn podía ahora dividir su atención casi a partes iguales entre Stillman y su escritura, levantando la vista hacia uno o bajándola hacia la otra, viendo la cosa y escribiéndola con el mismo gesto rápido. Con el bolígrafo del sordomudo en la mano derecha y el cuaderno rojo descansando en la cadera izquierda, Quinn continuó siguiendo a Stillman durante nueve días más.

Sus conversaciones nocturnas con Virginia Stillman eran breves. Aunque el recuerdo del beso estaba aún vivo en la mente de Quinn, no hubo más sucesos románticos. Al principio Quinn imaginó que ocurriría algo. Después de tan prometedor comienzo le parecía seguro que acabaría encontrándose a la señora Stillman entre sus brazos. Pero su cliente se había retirado rápidamente detrás de la máscara de los negocios y ni una sola vez se había referido a aquel aislado momento de pasión. Quizá Quinn se había engañado en sus esperanzas, confundiéndose momentáneamente así mismo con Max Work, un hombre que nunca dejaba escapar tales oportunidades. O quizá era sencillamente que Quinn estaba empezando a sentir su soledad más intensamente. Hacía mucho tiempo que no tenía un cuerpo cálido a su lado. Porque la verdad era que había empezado a desear a Virginia Stillman en el mismo momento en que la vio, mucho antes de que el beso tuviera lugar. Que ella no le alentara actualmente no le impedía continuar imaginándola desnuda. Imágenes lascivas pasaban por su cabeza todas las noches, y aunque las posibilidades de que se convirtieran en realidad parecían remotas, continuaban siendo una agradable distracción. Tiempo después, mucho después de que fuese demasiado tarde, se dio cuenta de que en su fuero interno había estado alimentando la quijotesca esperanza de resolver el caso tan brillantemente, de salvar a Peter Stillman del peligro tan rápida e irrevocablemente, que se ganaría el deseo de la señora Stillman durante todo el tiempo que quisiera. Eso, por supuesto, fue una equivocación. Pero de todas las equivocaciones que Quinn cometió desde el principio hasta el final, no fue ni mucho menos la peor.
Habían pasado trece días desde que comenzó el caso. Quinn regresó a casa aquella noche de mal humor. Estaba desanimado, dispuesto a abandonar el barco. A pesar de los juegos que había estado jugando consigo mismo, a pesar de las historias que había inventado para seguir adelante, el caso no parecía tener solidez. Stillman era un viejo loco que se había olvidado de su hijo. Podría seguirle hasta el fin de los tiempos y no pasaría nada. Quinn cogió el teléfono y marcó el número de los Stillman.
–Estoy a punto de dejarlo –le dijo a Virginia Stillman–. Por todo lo que he visto, no hay ninguna amenaza para Peter.
–Eso es exactamente lo que él quiere que pensemos –contestó la mujer–. No tiene usted ni idea de lo listo que es. Y lo paciente.
–Puede que él sea paciente, pero yo no. Creo que está usted malgastando su dinero. Y yo estoy malgastando mi tiempo.
–¿Está usted seguro de que no le ha visto? Eso lo cambiaría todo.
–No apostaría mi vida, pero sí, estoy seguro.
–Entonces, ¿qué me está usted diciendo?
–Le estoy diciendo que no tiene usted por qué preocuparse. Al menos por ahora. Si sucede algo más adelante, llámeme. Iré corriendo a la primera señal de dificultades.
Después de una pausa, Virginia Stillman dijo:
Puede que tenga usted razón. –Luego, tras otra pausa–: Pero sólo para tranquilizarme un poco más, me pregunto si podríamos llegar a un arreglo.
–Eso depende de lo que tenga usted pensado.
–Sólo esto. Déme unos días más. Para estar absolutamente seguros.
–Con una condición –dijo Quinn–. Tiene usted que dejar que lo haga a mi manera. No más cortapisas. Tiene que darme libertad para hablar con él, para interrogarle, para llegar hasta el fondo del asunto de una vez por todas.
–¿No sería arriesgado?
–No se preocupe. No voy a descubrir nuestro juego. Él ni siquiera adivinará quién soy ni qué me propongo.
–¿Cómo se las arreglará?
–Ése es mi problema. Tengo muchas cartas en la manga. Usted confíe en mi.
–De acuerdo. Acepto. Supongo que no hay nada que perder.
–Está bien. Le daré unos días más y luego ya veremos qué pasa.
–¿Señor Auster?
–¿Sí?
–Le estoy muy agradecida. Peter ha estado muy bien estas últimas dos semanas, y sé que es gracias a usted. Habla de usted continuamente. Es usted como... no sé... un héroe para él.
–¿Y qué piensa la señora Stillman?
–Más o menos lo mismo.
–Me alegra oírlo. Puede que algún día ella me permita estarle agradecido.
–Cualquier cosa es posible, señor Auster. Recuérdelo.
–Lo haré. Sería un idiota si no lo hiciera.

Quinn se tomó una cena ligera de huevos revueltos con tostadas, se bebió una botella de cerveza y se instaló en su escritorio con el cuaderno rojo. Llevaba ya muchos días escribiendo en él, llenando página tras página con su errática y garabateada letra, pero todavía no había tenido valor para leer lo que había escrito. Ahora que el final parecía estar a la vista, pensó que podía atreverse a echar una ojeada.
La mayor parte era difícil de leer, especialmente las primeras hojas. Y cuando conseguía descifrar las palabras no le parecía que el esfuerzo valiese la pena. “Recoge lápiz en mitad de manzana. Examina, vacila, guarda en bolsa... Compra bocadillo... Se sienta en banco en parque y lee cuaderno rojo.” Estas frases le parecían absolutamente inútiles.
Todo era cuestión de método. Si el objetivo era comprender a Stillman, llegar a conocerle lo bastante bien como para poder prever lo que haría a continuación, Quinn había fracasado. Había comenzado con una serie limitada de datos: el origen familiar de Stillman y su profesión, la reclusión de su hijo, su propio arresto y hospitalización, un libro de extravagante erudición escrito cuando supuestamente aún estaba cuerdo, y sobre todo la certeza de Virginia Stillman de que ahora intentaría hacer daño a su hijo. Pero los hechos del pasado no parecían tener ninguna relación con los hechos del presente. Quinn estaba profundamente desilusionado. Siempre había imaginado que la clave para hacer un buen trabajo como detective era una atenta observación de los detalles. Cuanto más preciso fuera el escrutinio, mejores serían los resultados. La consecuencia era que el comportamiento humano podía comprenderse, que debajo de la infinita fachada de los gestos, los tics y los silencios, había una coherencia, un orden, una motivación. Pero después de esforzarse en asimilar todos aquellos efectos superficiales, Quinn no se sentía más próximo a Stillman que cuando empezó a seguirle. Había vivido la vida de Stillman, caminado a su paso, visto lo que él veía, y la única cosa que percibía ahora era la impenetrabilidad del hombre. En lugar de acortar la distancia que había entre él y Stillman, había visto cómo el viejo se alejaba paulatinamente de él, aunque continuara estando delante de sus ojos.
Sin ser consciente de tener una razón concreta para ello, Quinn buscó una página en blanco del cuaderno rojo y bosquejó un pequeño mapa de la zona por la que se movía Stillman.


Luego, repasando cuidadosamente sus notas, empezó a trazar con su bolígrafo los desplazamientos que Stillman había hecho en un solo día, el primer día en que él había llevado un registro completo de los vagabundeos del anciano. El resultado fue el siguiente:


A Quinn le chocó la forma en que Stillman había bordeado el territorio, sin aventurarse ni una sola vez hacia el centro. El diagrama se parecía un poco a un mapa de un estado imaginario del Medio Oeste. Exceptuando las once manzanas de Broadway al principio y la serie de volutas que representaban el tortuoso recorrido de Stillman en Riverside Park, el dibujo también recordaba un rectángulo. Por otra parte, dada la estructura en cuadrado de las calles de Nueva York, también podía haber sido un cero o la letra “O”.
Quinn pasó al día siguiente y decidió ver qué sucedía. Los resultados no fueron en absoluto los mismos.


Este dibujo le hizo pensar en un pájaro, un ave de presa quizá, con las alas extendidas, cerniéndose en el aire. Un momento más tarde esta lectura le pareció demasiado rebuscada. El pájaro se desvaneció y en su fugar vio únicamente dos formas abstractas unidas por el diminuto puente que Stillman había formado al ir hacia el oeste por la calle Ochenta y tres. Quinn se detuvo un momento para reflexionar sobre lo que estaba haciendo. ¿Estaba garabateando bobadas? ¿Estaba desperdiciando la tarde estúpidamente o estaba intentando descubrir algo? Se dio cuenta de que cualquiera de las dos respuestas era inaceptable. Si estaba simplemente matando el tiempo, ¿por qué había elegido una forma tan trabajosa de hacerlo? ¿Estaba tan confuso que ya no tenía el valor de pensar? Por otra parte, si no estaba únicamente entreteniéndose, ¿qué pretendía realmente? Le pareció que estaba buscando una señal. Estaba escudriñando el caos de los movimientos de Stillman en busca de un destello de intencionalidad. Eso implicaba una sola cosa: que continuaba sin creer en la arbitrariedad de los actos de Stillman. Quería que tuvieran un sentido, por muy oscuro que fuese. Esto, en sí mismo, era inaceptable. Porque significaba que Quinn se estaba permitiendo negar los hechos, cosa que, como bien sabía, era lo peor que podía hacer un detective.
No obstante, decidió continuar. No era tarde, aún no eran las once, y la verdad era que no tenía nada que perder. Los resultados del tercer mapa no tenían ningún parecido con los otros dos.


Ya no parecía haber duda de lo que estaba ocurriendo. Si descontaba los rasgos ondulantes del parque, Quinn estaba seguro de que se trataba de la letra “E”. Suponiendo que el primer diagrama representara realmente la letra “O”, parecía legítimo deducir que las alas de pájaro del segundo formaban la letra “W”. Por supuesto, las letras O–W–E formaban una palabra,[4] pero Quinn no estaba dispuesto a sacar ninguna conclusión. No había empezado su inventario hasta el quinto día de los paseos de Stillman, y cualquiera sabía la identidad de las primeras cuatro letras. Lamentó no haber empezado antes, ahora que sabía que el misterio de esos cuatro días era irrecuperable. Pero podía compensar lo perdido lanzándose hacia adelante. Llegando hasta el final, tal vez podría intuir el principio.
El diagrama del día siguiente daba una forma que recordaba a la letra “R”. Como ocurría con las otras, estaba complicada por numerosas irregularidades, aproximaciones y adornos en el parque. Aferrándose a una apariencia de objetividad, Quinn trató de mirarlo como si no hubiese esperado una letra del alfabeto. Tenía que reconocer que nada era seguro: muy bien podría carecer de significado. Quizá estaba buscando imágenes en las nubes, como hacía de niño. Y, sin embargo, la coincidencia era demasiado llamativa. Si un solo mapa hubiese recordado a una letra, quizá incluso dos, podría haberlo desechado como un capricho del azar. Pero cuatro seguidos era demasiada casualidad.
El día siguiente le dio una asimétrica “O”, una rosquilla aplastada por un lado con tres o cuatro líneas serradas saliendo por el otro. Luego vino una limpia “F”, con los acostumbrados remolinos rococó a un lado. Después apareció una “B” que tenía el aspecto de dos cajas descuidadamente puestas una sobre la otra con virutas de embalaje asomando por los bordes. Después vino una vacilante “A” que de alguna manera recordaba a una escalera de mano, con peldaños a cada lado. Y finalmente llegó una segunda “B”, precariamente inclinada sobre un perverso punto, único, como una pirámide invertida.
Quinn copió las letras en orden: owerofbab. Después de juguetear con ellas durante un cuarto de hora, cambiándolas de posición, separándolas, reordenando las secuencias, volvió al orden original y las escribió de la siguiente manera: ower of bab. La solución parecía tan grotesca que casi se desanimó. Haciendo todas las debidas concesiones al hecho de que le faltaban los primeros cuatro días y de que Stillman no había terminado todavía, la respuesta parecía ineludible: the tower of babel.[5]
Los pensamientos de Quinn volaron momentáneamente a las últimas páginas de Arthur Gordon Pvm y al descubrimiento de los extraños jeroglíficos de la pared interior de la sima, letras inscritas en la propia tierra, como si trataran de decir algo que ya no podía ser comprendido. Pero, pensándolo mejor, aquello no parecía apropiado. Porque Stillman no había dejado su mensaje en ninguna parte. Cierto, había creado las letras con el movimiento de sus pasos, pero no las había escrito. Era como dibujar una imagen en el aire con el dedo. La imagen se desvanece mientras la estás trazando. No hay ningún resultado, ninguna huella de lo que has hecho.
Y, sin embargo, las imágenes existían; no en las calles donde él las había dibujado, sino en el cuaderno rojo de Quinn. Se preguntó si Stillman se sentaba cada noche en su habitación y trazaba su itinerario del día siguiente o si improvisaba sobre la marcha. Era imposible saberlo. Se preguntó también a qué propósito servia aquella escritura en la mente de Stillman. ¿Era simplemente una especie de nota para sí mismo o quería ser un mensaje para otros? Por lo menos, concluyó Quinn, significaba que Stillman no había olvidado a Henry Dark.
Quinn no quería dejarse dominar por el pánico. En un esfuerzo por contenerse, trató de imaginar las cosas bajo la peor luz posible. Si veía lo peor, quizá no fuese tan malo como pensaba. Lo analizó como sigue. Primero: Stillman estaba tramando realmente algo contra Peter. Respuesta: ésa había sido la premisa en cualquier caso. Segundo: Stillman sabía que le seguirían, sabía que sus movimientos serían registrados, sabía que su mensaje sería descifrado. Respuesta: eso no cambiaba el hecho esencial: que era preciso proteger a Peter. Tercero: Stillman era mucho más peligroso de lo que él había imaginado previamente. Respuesta: eso no significaba que lograra salirse con la suya.
Esto le ayudó algo. Pero las letras continuaban horrorizándole. Todo el asunto era tan solapado, tan diabólico por sus circunloquios, que no quería aceptarlo. Luego vinieron las dudas, como obedeciendo una orden, y llenaron su cabeza de rítmicas voces burlonas. Lo había imaginado todo. Las letras no eran letras en absoluto. Las había visto sólo porque quería verlas. Y aunque los diagramas formasen letras, era pura chiripa. Stillman no tenía nada que ver con ello. Todo era una casualidad, un fraude que había perpetrado contra sí mismo. Decidió irse a la cama. Durmió a intervalos, se despertó y escribió en el cuaderno rojo durante media hora, se volvió a la cama. Su último pensamiento antes de dormirse fue que probablemente tenía dos días más, ya que Stillman no había completado aún su mensaje. Faltaban las últimas dos letras, la “E” y la “L”. La mente de Quinn se dispersó. Llegó a un país de fragmentos, un lugar de cosas sin palabras y palabras sin cosas. Luego, luchando con el sueño por última vez, se dijo que El era la antigua palabra hebrea para Dios.
En su sueño, que más tarde olvidó, se encontró en el vertedero de su infancia, rebuscando en una montaña de basura.


9

El primer encuentro con Stillman tuvo lugar en Riverside Park. Fue a primera hora de la tarde de un sábado de bicicletas, paseadores de perros, y niños. Stillman estaba sentado solo en un banco, mirando fijamente a nada en concreto, el pequeño cuaderno rojo en el regazo. Había luz por todas partes, una luz inmensa que parecía irradiar de cada cosa que el ojo percibía, y por encima, en las ramas de los árboles, continuaba soplando la brisa, que sacudía las hojas con un apasionado susurro, un subir y bajar tan constante como el oleaje.
Quinn había planeado sus movimientos cuidadosamente. Fingiendo no haberse fijado en Stillman, se sentó en el banco a su lado, cruzó los brazos sobre el pecho y miró fijamente en la misma dirección que el viejo. Ninguno de los dos habló. Según sus cálculos posteriores, Quinn estimó que aquello se prolongó durante quince o veinte minutos, luego, sin previo aviso, volvió la cabeza hacia el viejo y le miró directamente, fijando con obstinación los ojos en el arrugado perfil. Quinn concentró toda su fuerza en los ojos, como si pudiera hacer un agujero en el cráneo de Stillman por quemadura. Esta mirada duró cinco minutos.
Finalmente Stillman se volvió hacia él. Con una voz de tenor sorprendentemente suave, dijo:
–Lo siento, pero no me será posible hablar con usted.
–Yo no he dicho nada –dijo Quinn.
–Es verdad –contestó Stillman–. Pero debe usted comprender que no tengo costumbre de hablar con desconocidos.
–Repito –dijo Quinn– que no he dicho nada.
–Sí, ya le he oído la primera vez. Pero ¿no le interesa saber por qué?
–Me temo que no.
–Bien expresado. Veo que es usted un hombre con sentido común.
Quinn se encogió de hombros negándose a responder. Ahora todo su ser emanaba indiferencia.
Stillman sonrió alegremente, se inclinó hacia Quinn y dijo en tono conspiratorio:
–Creo que vamos a llevarnos bien.
–Eso está por ver –dijo Quinn tras una larga pausa.
Stillman se rió –un breve y estruendoso “ja”– y luego continnó:
–No es que me desagraden los desconocidos per se. Es sólo que prefiero no hablar con alguien que no se ha presentado. Para empezar necesito tener un nombre.
–Pero una vez que una persona da su nombre ya no es un desconocido.
–Exactamente. Por eso no hablo nunca con desconocidos. Quinn estaba preparado para aquello y sabía cómo responder. No iba a dejarse coger. Puesto que técnicamente era Paul Auster, ése era el nombre que tenía que proteger. Cualquier otro, incluso el verdadero, sería una invención, una máscara que le ocultaría y le mantendría a salvo.
–En ese caso –dijo–, encantado de complacerle. Mi nombre es Quinn.
–Ah –dijo Stillman reflexivamente, asintiendo–. Quinn.
–Si, Quinn. Q–U–I–N–N.
–Comprendo. Si, sí, comprendo. Quinn. Hmmm. Si. Muy interesante. Quinn. Una palabra muy sonora. Rima con cojín, ¿no?
–Eso es. Cojín.
–Y también con fin, si no me equivoco.
–No se equívoca.
–Y también con sin y con Pekín. ¿No es así?
– Exactamente.
–Hmmm. Muy interesante. Veo muchas posibilidades en esta palabra, este Quinn, esta... quintaesencia... del equívoco. Latín, por ejemplo. Y tilín. Y plin. Y maletín. Hmmm. Rima con sinfín. Por no hablar de confín. Hmmm. Muy interesante. Y festín. Y violín. Y patín. Y botín. Y sillín. Y parlanchín. Y espadachín. Hmmm. Sí, muy interesante. Me gusta su nombre enormemente, señor Quinn. Vuela en muchas direcciones a la vez.
–Sí, yo también lo he pensado muchas veces.
–La mayoría de la gente no presta atención a esas cosas. Creen que las palabras son como piedras, como grandes objetos inamovibles sin vida, como mónadas que nunca cambian.
–Las piedras cambian. El viento y el agua pueden desgastarías. Pueden erosionarse. Pueden machacarse. Pueden convertirse en pedazos, en grava, en polvo.
–Exactamente. Enseguida he sabido que era usted un hombre con sentido común, señor Quinn. Si usted supiera cuántas personas me han interpretado mal. Mi trabajo ha sufrido a causa de ello. Ha sufrido terriblemente.
–¿Su trabajo?
–Sí, mi trabajo. Mis proyectos, mis investigaciones, mis experimentos.
–Ah.
–Sí. Pero, a pesar de todos los reveses, nunca me he dejado intimidar realmente. En la actualidad, por ejemplo, estoy ocupado en una de las cosas más importantes que he hecho nunca. Si todo sale bien, creo que tendré la llave de una serie de importantísimos descubrimientos.
–¿La llave?
–Sí, la llave. Una cosa que abre puertas cerradas.
–Ah.
–Por supuesto, por el momento sólo estoy recogiendo datos, reuniendo pruebas, por así decirlo. Luego tendré que coordinar mis hallazgos. Es un trabajo sumamente difícil. No podría usted creer lo duro que es, sobre todo para un hombre de mi edad.
–Me lo imagino.
–Eso es. Hay tanto que hacer y tan poco tiempo para hacerlo. Todas las mañanas me levanto de madrugada. Tengo que estar a la intemperie haga el tiempo que haga, constantemente en movimiento, siempre andando, yendo de un sitio a otro. Me agota, se lo aseguro.
–Pero vale la pena.
–Cualquier cosa a cambio de encontrar la verdad. Ningún sacrificio es excesivo.
–Ciertamente.
–Verá, nadie ha comprendido lo que he comprendido yo. Soy el primero. Soy el único. Esa responsabilidad supone una gran carga para mí.
–El mundo sobre sus hombros.
–Sí, por así decirlo. El mundo o lo que queda de él.
–No me había dado cuenta de que la situación fuese tan mala.
–Lo es. Puede que aún peor.
–Ah.
–Verá, el mundo está fragmentado, señor. Y mi tarea es volver a unir los pedazos.
–Menuda tarea se ha echado usted encima.
–Me doy cuenta de ello. Pero únicamente estoy buscando el principio. Eso está al alcance de un solo hombre. Si logro poner los cimientos, otras manos podrán hacer el trabajo de restauración. Lo importante es la premisa, el primer paso teórico. Desgraciadamente, no hay nadie más que pueda hacer eso.
–¿Ha hecho usted muchos progresos?
–He dado pasos enormes. De hecho, ahora siento que estoy al borde de un descubrimiento decisivo.
–Me tranquiliza oír eso.
–Es un pensamiento consolador, sí. Y todo gracias a mi inteligencia, a la deslumbrante claridad de mi mente.
–No lo dudo.
–Verá, he comprendido la necesidad de limitarme. De trabajar dentro de un terreno lo bastante pequeño como para garantizar que todos los resultados sean concluyentes.
–La premisa de la premisa, por así decirlo.
–Eso es, exactamente. El principio del principio, el método de la operación. Verá, el mundo está fragmentado, señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido de finalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. Éstas son cuestiones espirituales, sin duda, pero tienen su correlación en el mundo material. Mi brillante jugada ha sido limitarme a las cosas físicas, a lo inmediato y tangible. Mis motivos son elevados, pero mi trabajo se desarrolla ahora en el reino de lo cotidiano. Por eso me malinterpretan a menudo. Pero no importa. He aprendido a no dar importancia a esas cosas.
–Una respuesta admirable.
–La única respuesta. La única digna de un hombre de mi talla. Verá, estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje. Teniendo que hacer un trabajo como ése, no puedo preocuparme por la estupidez de los demás. En cualquier caso, todo es parte de la enfermedad que estoy tratando de curar.
–¿Nuevo lenguaje?
–Sí. Un lenguaje que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nos sentíamos seguros de que nuestras palabras podían expresarlas. Pero poco a poco estas cosas se han partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargo nuestras palabras siguen siendo las mismas. No se han adaptado a la nueva realidad. De ahí que cada vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablemos falsamente, distorsionando la cosa misma que tratamos de representar. Esto ha hecho que todo sea confusión y desorden. Pero las palabras, como usted comprende, son susceptibles de cambio. El problema es cómo demostrarlo. Por eso trabajo ahora con los medios más simples, tan simples que hasta un niño pueda comprender lo que digo. Considere una palabra que remite a una cosa: “paraguas”, por ejemplo. Cuando digo la palabra “paraguas”, usted ve el objeto en su mente. Ve una especie de bastón con radios metálicos plegables en la parte superior que forman una armadura para una tela impermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de la lluvia. Este último detalle es importante. Un paraguas no sólo es una cosa, es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa la voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la cabeza, caminas bajo la lluvia, y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a ese objeto un paraguas? En general, la gente lo hace. Como máximo, dirán que el paraguas está roto. Para mí eso es un serio error, la fuente de todos nuestros problemas. Puesto que ya no cumple su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas. Puede que se parezca a un paraguas, puede que haya sido un paraguas, pero ahora se ha convertido en otra cosa. La palabra, sin embargo, sigue siendo la misma. Por lo tanto, ya no puede expresar la cosa. Es imprecisa; es falsa; oculta aquello que debería revelar. Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto corriente que tenemos entre las manos, ¿cómo podemos esperar hablar de las cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que podamos comenzar a incorporar la noción de cambio a las palabras que usamos, continuaremos estando perdidos.
–¿Y su trabajo?
–Mi trabajo es muy sencillo. He venido a Nueva York porque es el más desolado de los lugares, el más abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden es universal. Basta con abrir los ojos para verlo. La gente rota, las cosas rotas, los pensamientos rotos. Toda la ciudad es un montón de basura. Se adapta admirablemente a mi propósito. Encuentro en las calles una fuente incesante de material, un almacén inagotable de cosas destrozadas. Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. Tengo ya cientos de muestras, desde lo desportillado a lo machacado, desde lo abollado a lo aplastado, desde lo pulverizado a lo putrefacto.
–¿Y qué hace usted con esas cosas?
–Les pongo nombre.
–¿Nombre?
–Invento palabras nuevas que correspondan a las cosas.
–Ah. Ya entiendo. Pero ¿cómo lo decide? ¿Cómo sabe si ha encontrado la palabra adecuada?
–Nunca me equivoco. Es una función de mi genio.
–¿Podría usted darme un ejemplo?
–¿De una de mis palabras?
–Sí.
–Lo siento, pero eso es imposible. Es mi secreto. Compréndalo. Una vez que se publique mi libro, usted y el resto del mundo lo sabrán. Pero por ahora tengo que callármelo.
–Información reservada.
–Eso es. Estrictamente confidencial.
–Lo siento.
–No se decepcione demasiado. Ya no tardaré mucho en ordenar mis hallazgos. Entonces empezarán a ocurrir grandes cosas. Será el acontecimiento más importante en la historia de la humanidad.

El segundo encuentro tuvo lugar poco después de las nueve de la mañana siguiente. Era domingo y Stillman había salido del hotel una hora más tarde que de costumbre. Recorrió dos manzanas para ir al sitio donde desayunaba habitualmente, el Mayflower Café, y se sentó en un compartimento de esquina al fondo del local. Quinn, cada vez más atrevido, entró en la cafetería detrás del anciano y se sentó en el mismo compartimento, directamente frente a él. Durante un minuto o dos Stillman no pareció advertir su presencia. Luego, levantando la vista de la carta, estudió la cara de Quinn de un modo abstracto. Al parecer no le reconoció del día anterior.
–¿Le conozco a usted? –preguntó.
–No creo –dijo Quinn–. Me llamo Henry Dark.
–Ah. –Stillman asintió–. Un hombre que empieza por lo esencial. Eso me agrada.
–No soy partidario de andarme por las ramas –dijo Quinn.
–¿Las ramas? ¿A qué ramas se refiere?
–A las zarzas ardientes, por supuesto.
–Ah, sí. Las zarzas ardientes. Por supuesto. –Stillman miró a Quinn a la cara, un poco más atentamente ahora, pero también con cierta confusión–. Lo siento –dijo–, pero no recuerdo su nombre. Sé que me lo ha dicho hace poco, pero se me ha ido.
–Henry Dark –dijo Quinn.
–Eso es. Sí, ahora lo recuerdo. Henry Dark. –Stillman hizo una larga pausa y luego meneó la cabeza–. Desgraciadamente, eso no es posible, señor.
–¿Por qué no?
–Porque no hay ningún Henry Dark.
–Bueno, quizá yo sea otro Henry Dark. Uno distinto del que no existe.
–Hmmm. Sí, entiendo lo que quiere decir. Es verdad que a veces dos personas tienen el mismo nombre. Es muy posible que su nombre sea Henry Dark. Pero no es usted el Henry Dark.
–¿Es un amigo suyo?
Stillman se rió, como si hubiera oído un buen chiste.
–No exactamente –dijo–. Verá, nunca ha existido una persona llamada Henry Dark. Me lo inventé yo. Es una invención.
–No –dijo Quinn, con fingida incredulidad.
–Sí. Es un personaje de un libro que yo escribí una vez. Un personaje de ficción.
–Me resulta dificil de creer.
–Eso le pasó a todo el mundo. Los engañé a todos.
–Asombroso. ¿Y por qué lo hizo?
–Le necesitaba, ¿comprende? En aquella época yo tenía ciertas ideas que eran demasiado peligrosas y polémicas. Así que fingí que venían de otro. Era una forma de protegerme.
–¿Y por qué eligió el nombre de Henry Dark?
–Es un buen nombre, ¿no cree? A mí me gusta mucho. Lleno de misterio y al mismo tiempo muy apropiado. Le iba bien a mi propósito. Y, además, tiene un significado secreto.
–¿La alusión a la oscuridad?[6]
–No, no. Nada tan evidente. Eran las iniciales, HD. Eso era muy importante.
–¿Por qué?
–¿No quiere adivinarlo?
–Creo que no.
–Oh, inténtelo. Haga tres intentos. Si no acierta, entonces se lo diré.
Quinn hizo una pausa, haciendo todo lo posible por adivinarlo.
–HD –dijo–. ¿Por Henry David? Como en Henry David Thoreau.
–Ni por aproximación.
–¿Qué me dice HD pura y simplemente? Por la poetisa Hilda Doolittle.
–Peor que el primero.
–De acuerdo, un intento más. HD. H… y D... Un momento... ¿Qué me dice de...? Un momento... Ah... Sí, ya lo tengo. H por el filósofo lloroso, Heráclito... y D por el filósofo riente, Demócrito. Heráclito y Demócrito... Los dos polos de la dialéctica.
–Una respuesta muy inteligente.
–¿He acertado?
–No, por supuesto que no. Pero de todas formas es una respuesta muy inteligente.
–No dirá que no lo he intentado.
–No. Por eso voy a recompensarle con la respuesta correcta. Porque lo ha intentado. ¿Está usted listo?
–Estoy listo.
–Las iniciales HD del nombre Henry Dark se refieren a Humpty Dumpty.
–¿Quién?
–Humpty Dumpty. Ya sabe a quién me refiero. El huevo.
–¿Como en “Humpty Dumpty estaba sentado en un muro”?
–Exactamente.
–No entiendo.
–Humpty Dumpty: la más pura representación de la condición humana. Escuche atentamente, señor. ¿Qué es un huevo? Es lo que todavía no ha nacido. Una paradoja, ¿no es cierto? Porque ¿cómo puede Humpty Dumpty estar vivo si no ha nacido? Y, sin embargo, está vivo, no se confunda. Lo sabemos porque puede hablar. Más aún, es un filósofo del lenguaje. “Cuando yo uso una palabra, dijo Humpty Dumpty en un tono bastante despectivo, significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. La cuestión es, dijo Alicia, si puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién es el amo, eso es todo.”
–Lewis Carroll.
A través del espejo, capítulo seis.
–Interesante.
–Es más que interesante, señor. Es crucial, escuche atentamente y quizá aprenda algo. En su pequeño discurso a Alicia, Humpty Dumpty bosqueja el futuro de las esperanzas humanas y da la pista para nuestra salvación: convertirnos en los amos de las palabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades; Humpty Dumpty fue un profeta, un hombre que dijo verdades para las que el mundo no estaba preparado.
–¿Un hombre?
–Disculpe. Un desliz verbal. Quiero decir un huevo. Pero el desliz es instructivo y me ayuda a demostrar mi tesis. Porque todos los hombres son huevos, en cierto modo. Existimos, pero aún no hemos alcanzado la forma que es nuestro destino. Somos puro potencial, un ejemplo de lo por venir. Porque el hombre es un ser caído, lo sabemos por el Génesis. Humpty Dumpty también es un ser caído. Se cae del muro y nadie puede volver a juntar los pedazos; ni el rey, ni sus caballos, ni sus hombres. Pero eso es lo que todos debemos esforzarnos en conseguir. Es nuestro deber como seres humanos: volver a juntar los pedazos del huevo. Porque cada uno de nosotros, señor, es Humpty Dumpty. Y ayudarle a él es ayudarnos a nosotros mismos.
–Un argumento convincente.
–Es imposible encontrarle un fallo.
–Ninguna grieta en el huevo.
–Exactamente.
–Y, al mismo tiempo, el origen de Henry Dark.
–Sí. Pero hay algo más. Otro huevo, de hecho.
–¿Hay más de uno?
–Cielo santo, si. Hay millones. Pero en el que estoy pensando es especialmente famoso. Probablemente es el huevo más célebre de todos.
–Estoy empezando a perderme.
–Estoy hablando del huevo de Colón.
–Ah, sí. Por supuesto.
–¿Conoce la historia?
–Todo el mundo la conoce.
–Es encantadora, ¿no? Enfrentado al problema de cómo conseguir que un huevo se mantuviera derecho, sencillamente dio un ligero golpecito en su base, cascando la cáscara justo lo suficiente para crear un punto plano que sostuviera al huevo cuando él retirase la mano.
–Y dio resultado.
–Por supuesto. Colón era un genio. Buscaba el paraíso y descubrió el Nuevo Mundo. Todavía no es demasiado tarde para que se convierta en el paraíso.
–Efectivamente.
–Reconozco que las cosas no han salido demasiado bien hasta ahora. Pero aún hay esperanza. Los americanos nunca han perdido su deseo de descubrir nuevos mundos. ¿Recuerda usted lo que sucedió en 1969?
–Recuerdo muchas cosas. ¿A qué se refiere?
–Los hombres caminaron por la luna. Piense en eso, mi querido señor. ¡Los hombres caminaron por la luna!
–Sí, lo recuerdo. Según el presidente, fue el acontecimiento más importante desde la creación.
–Tenía razón. Es la única cosa inteligente que dijo ese hombre. ¿Y qué aspecto supone usted que tiene la luna?
–No tengo ni idea.
–Vamos, vamos, piense.
–Oh, sí. Ya veo lo que quiere decir.
–Concedido. La semejanza no es perfecta. Pero es verdad que en ciertas fases, especialmente en una noche clara, la luna se parece mucho a un huevo.
–Sí. Mucho.
En ese momento apareció una camarera con el desayuno de Stillman y lo puso en la mesa delante de él. El viejo miró la comida con voracidad. Levantando educadamente un cuchillo con la mano derecha, rompió la cáscara de su huevo pasado por agua y dijo:
–Como puede ver, señor, no dejo ninguna piedra por levantar.

El tercer encuentro tuvo lugar ese mismo día. La tarde estaba muy avanzada: la luz como una gasa sobre los ladrillos y las hojas, las sombras alargándose. Una vez más, Stillman se retiró al Riverside Park, esta vez a un extremo, deteniéndose a descansar en una roca llena de protuberancias a la altura de la calle Ochenta y cuatro conocida como Mount Tom. En ese mismo lugar, en los veranos de 1843 y 1844, Edgar Allan Poe había pasado muchas y largas horas mirando al Hudson. Quinn lo sabia porque se había encargado de saber esas cosas. Él también se había sentado allí a menudo.
Ya apenas temía hacer lo que tenía que hacer. Dio dos o tres vueltas a la roca, pero no consiguió atraer la atención de Stillman. Luego se sentó al lado del anciano y le saludó. Increíblemente, Stillman no le reconoció. Era la tercera vez que Quinn se presentaba y cada vez era como si fuese otra persona. No podía estar seguro de si aquello era una buena o una mala señal. Si Stillman estaba fingiendo, era un actor como no había otro en el mundo. Porque cada vez que Quinn aparecía, lo hacía por sorpresa. Y sin embargo Stillman ni siquiera parpadeaba. Por otra parte, si Stillman realmente no le reconocía, ¿qué significaba eso? ¿Era posible que alguien fuese tan insensible a lo que veía?
El viejo le preguntó quién era.
–Me llamo Peter Stillman –dijo Quinn.
–Ese es mi nombre –contestó Stillman–. Yo soy Peter Stillman.
–Yo soy el otro Peter Stillman –dijo Quinn.
–Oh. Quiere usted decir mi hijo. Sí, es posible. Se parece mucho a él. Por supuesto, Peter es rubio y usted es oscuro. No Henry Dark, sino oscuro de pelo. Pero la gente cambia, ¿no? Ahora somos una cosa y luego otra.
–Exactamente.
–He pensado en ti a menudo, Peter. Muchas veces me he dicho para mis adentros: ¿Cómo le irá a Peter?
–Estoy mucho mejor ya, gracias.
–Me alegra oírlo. Alguien me –dijo una vez que habías muerto. Me puse muy triste.
–No, me he recuperado por completo.
–Ya lo veo. Estás como una rosa. Y además hablas muy bien.
–Ahora todas las palabras están disponibles para mí. Incluso aquellas que a la mayoría de la gente les resultan difíciles. Yo puedo decirlas todas.
–Estoy orgulloso de ti, Peter.
–Todo te lo debo a ti.
–Los niños son una bendición. Siempre lo he dicho. Una bendición incomparable.
–Estoy seguro.
–En cuanto a mí, tengo días buenos y días malos. Cuando vienen los días malos, pienso en los que fueron buenos. La memoria es una gran bendición, Peter. Lo mejor después de la muerte.
–Sin ninguna duda.
–Por supuesto, también tenemos que vivir en el presente. Por ejemplo, yo estoy actualmente en Nueva York. Mañana podría estar en cualquier otro sitio. Viajo mucho, ¿sabes? Hoy aquí, mañana quién sabe dónde. Es parte de mi trabajo.
–Debe ser estimulante.
–Sí, estoy muy estimulado. Mi mente nunca descansa.
–Me alegra saberlo.
–Los años pesan mucho, es verdad. Pero tenemos tanto que agradecer. El paso del tiempo nos envejece, pero también nos da el día y la noche. Y cuando morimos, siempre hay alguien que ocupa nuestro lugar.
–Todos envejecemos.
–Cuando seas viejo, quizá tengas un hijo que te consuele.
–Me gustaría.
–Entonces serías tan afortunado como yo. Recuerda, Peter, los niños son una gran bendición.
–No lo olvidaré.
–Y recuerda también que no debes poner todos tus huevos en la misma cesta. A la inversa, no debes contar los huevos antes de que estén puestos.
–No. Intento aceptar las cosas como vienen.
–Por último, no digas nunca algo que sepas en el fondo de tu corazón que no es verdad.
–No lo haré.
–Mentir es una mala cosa. Hace que lamentes haber nacido. Y no haber nacido es una maldición. Estás condenado a vivir fuera del tiempo. Y cuando vives fuera del tiempo no hay día y noche. Ni siquiera tienes la oportunidad de morirte.
–Comprendo.
–Una mentira nunca puede deshacerse. Ni siquiera la verdad es suficiente. Yo soy padre y sé estas cosas. Recuerda lo que le sucedió al padre de nuestro país. Taló el cerezo y luego le dijo a su padre: “No puedo decir una mentira.” Poco después tiró la moneda al otro lado del río. Estas dos historias son sucesos cruciales en la historia americana. George Washington taló el árbol y luego tiró el dinero. ¿Lo entiendes? Nos estaba diciendo una verdad esencial. Es decir, que el dinero no crece en los árboles. Esto es lo que hace grande a nuestro país, Peter. Ahora la imagen de George Washington está en todos los billetes de dólar. En todo esto hay una importante lección que aprender.
–Estoy de acuerdo.
–Por supuesto, es una lástima que el árbol fuese cortado. Ese árbol era el Árbol de la Vida y nos habría hecho inmunes a la muerte. Ahora le damos la bienvenida a la muerte con los brazos abiertos, especialmente cuando somos viejos. Pero el padre de nuestro país sabía cuál era su deber. No podía hacer otra cosa. Ese es el significado de la frase: “La vida es un cuenco de cerezas.” Si el árbol hubiera quedado en pie, habríamos tenido vida eterna.
–Sí, entiendo lo que quieres decir.
–Tengo muchas ideas como ésa en la cabeza. Mi mente no descansa nunca. Tú siempre fuiste un chico listo, Peter, y me alegro de que comprendas.
–Te sigo perfectamente.
–Un padre siempre debe enseñar a su hijo las lecciones que ha aprendido. De esa manera el conocimiento pasa de generación en generación y nos volvemos sabios.
–No olvidaré lo que me has dicho.
–Ahora podré morir feliz, Peter.
–Me alegro.
–Pero no debes olvidar nada.
–No lo olvidaré, padre. Te lo prometo.

A la mañana siguiente Quinn estaba delante del hotel a la hora de costumbre. Finalmente el tiempo había cambiado. Después de dos semanas de cielos resplandecientes, ese día lloviznaba sobre Nueva York y las calles se llenaban de los sonidos de los neumáticos mojados al pasar. Quinn estuvo sentado en el banco durante una hora, protegiéndose con un paraguas negro y pensando que Stillman aparecería en cualquier momento. Se tomó despacio su bollo y su café, leyó la crónica del partido que los Mets habían perdido el domingo, y el viejo seguía sin dar señales de vida. Paciencia, se dijo, y la emprendió con el resto del periódico. Pasaron cuarenta minutos. Llegó a la sección de economía y estaba a punto de leer un análisis sobre una fusión de empresas cuando la lluvia arreció repentinamente. De mala gana se levantó del banco y se refugió en un portal en la acera de enfrente del hotel. Permaneció allí de pie con los zapatos mojados durante hora y media. Se preguntó si Stillman estaría enfermo. Trató de imaginarle tumbado en su cama, sudando a causa de la fiebre. Quizá el viejo había muerto durante la noche y todavía no habían descubierto su cadáver. Esas cosas pasan, se dijo.
Aquél tenía que haber sido el día crucial y Quinn había hecho complicados y meticulosos planes. Ahora sus cálculos no servían para nada. Le perturbaba no haber tenido en cuenta esta contingencia.
Sin embargo, titubeaba. Se quedó allí bajo su paraguas, observando cómo la lluvia resbalaba por la tela y caía en pequeñas gotas. A las once había empezado a formular una decisión. Media hora más tarde cruzó la calle, caminó cuarenta pasos por la acera y entró en el hotel de Stillman. El lugar apestaba a repelente de cucarachas y a colillas. Algunos de los huéspedes, que no tenían adónde ir bajo la lluvia, estaban sentados en el vestíbulo, despatarrados en las sillas de plástico naranja. El lugar parecía un infierno de pensamientos rancios.
Detrás del mostrador de recepción había un negro grande sentado con las mangas arremangadas. Tenía un codo sobre el mostrador y la cabeza apoyada en la mano abierta. Con la otra mano pasaba las páginas de un tabloide, casi sin detenerse a leer las palabras. Parecía tan aburrido como si hubiera estado allí toda su vida.
–Quisiera dejar un mensaje para uno de sus huéspedes –dijo Quinn.
El hombre levantó la cabeza despacio, como si deseara que Quinn desapareciese.
–Quisiera dejar un mensaje para uno de sus huéspedes –repitió Quinn.
–Aquí no tenemos huéspedes –dijo el hombre–. Les llamamos residentes.
–Para uno de sus residentes, entonces. Me gustaría dejarle un mensaje.
–¿Y de quién se trata exactamente, hermano?
–Stillman. Peter Stillman.
El hombre fingió pensar por un momento y luego negó con la cabeza.
–No. No recuerdo a nadie con ese nombre.
–¿No tienen ustedes un registro?
–Sí, tenemos un libro. Pero está en la caja fuerte.
–¿La caja fuerte? ¿De qué está usted hablando?
–Estoy hablando del libro, hermano. Al jefe le gusta guardarlo en la caja fuerte.
–Supongo que no sabe usted la combinación.
–Lo siento. El jefe es el único que la sabe.
Quinn suspiró, metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cinco dólares. Lo puso sobre el mostrador de golpe y mantuvo la mano sobre él.
–Supongo que no tendrá usted una copia del libro, ¿verdad? –pregunto.
–Puede –dijo el hombre–, tendré que mirar en mi despacho.
El hombre levantó el periódico, abierto sobre el mostrador. Debajo estaba el registro.
–Qué suerte –dijo Quinn, levantando la mano del dinero.
–Sí, supongo que hoy es mi día –contestó el hombre, haciendo resbalar el billete sobre la superficie del mostrador, cogiéndolo rápidamente cuando llegó al borde y metiéndoselo en el bolsillo–. ¿Cómo ha dicho que se llamaba su amigo?
–Stillman. Un viejo con el pelo blanco.
–¿El caballero del abrigo?
–Eso es.
–Le llamamos el profesor.
–Ese es. ¿Tiene usted el número de la habitación? Se registró hará unas dos semanas.
El empleado abrió el registro, volvió las páginas y pasó el dedo a lo largo de una columna de nombres y números.
–Stillman –dijo–. Habitación trescientos tres. Ya no está aquí.
–¿Cómo?
–Se ha marchado.
–¿Qué está usted diciendo?
–Escuche, hermano, le estoy diciendo lo que pone aquí. Stillman se marchó anoche. Se fue.
–Eso es lo más absurdo que he oído nunca.
–Me da igual lo que sea. Está aquí escrito.
–¿Dejó alguna dirección?
–¿Está usted de coña?
–¿A qué hora se marchó?
–Tendrá usted que preguntárselo a Louie, el tío que está de noche. Entra a las ocho.
–¿Puedo ver la habitación?
–Lo siento. La he alquilado yo mismo esta mañana. El tipo está allí durmiendo.
–¿Qué aspecto tenía?
–Hace usted demasiadas preguntas por cinco pavos.
–Olvídelo –dijo Quinn, agitando la mano con desesperación–. No importa.

Volvió andando a su apartamento bajo un aguacero y llegó empapado a pesar del paraguas. Vaya con las funciones, se dijo. Vaya con el significado de las palabras. Tiró el paraguas al suelo del cuarto de estar, enojado. Luego se quitó la chaqueta y la arrojó contra la pared. El agua salpicó en todas direcciones.
Llamó a Virginia Stillman, demasiado avergonzado para pensar en hacer otra cosa. En el mismo momento en que ella contestó, él estuvo a punto de colgar el teléfono.
–Le he perdido –dijo.
–¿Está seguro?
–Dejó su habitación anoche. No sé dónde está.
–Estoy asustada, Paul.
–¿Les ha llamado?
–No lo sé. Creo que sí, pero no estoy segura.
–¿Qué quiere decir eso?
–Peter ha contestado el teléfono esta mañana mientras yo estaba bañándome. No quiere decirme quién era. Se ha metido en su habitación, ha cerrado las persianas y se niega a hablar.
–Pero ya ha hecho eso otras veces.
–Sí. Por eso no estoy segura. Pero hacía mucho tiempo que no ocurría.
–Da mala espina.
–Por eso estoy asustada.
–No se preocupe. Tengo unas cuantas ideas. Me pondré a trabajar ahora mismo.
–¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?
–Yo la llamaré cada dos horas, esté donde esté.
–¿Me lo promete?
–Sí, se lo prometo.
–Tengo tanto miedo, no puedo soportarlo.
–Es culpa mía. He cometido un estúpido error, lo siento.
–No, yo no le culpo. Nadie puede vigilar a una persona venticuatro horas al día. Es imposible. Tendría usted que estar dentro de su pellejo.
–Ése es el problema. Creí que lo estaba.
–Todavía no es demasiado tarde ,¿verdad?
–No. Todavía tenemos mucho tiempo. No quiero que se preocupe.
–Intentaré no preocuparme.
–Bien. La llamaré.
–¿Cada dos horas?
–Cada dos horas.


Había llevado la conversación muy bien. A pesar de todo, había conseguido calmar a Virginia Stillman. Le resultaba difícil de creer, pero ella parecía seguir confiando en él. Aunque eso no le serviría de nada. Porque lo cierto era que le había mentido. No tenía varias ideas. No tenía ni siquiera una.


10

Stillman había desaparecido. El viejo era ahora parte de la ciudad. Era una mota, un signo de puntuación, un ladrillo en un interminable muro de ladrillos. Quinn podría pasear por las calles todos los días durante el resto de su vida y no encontrarle nunca. Todo había quedado reducido al azar, una pesadilla de números y probabilidades. No había ninguna pista, ningún indicio, ningún paso que dar.
Quinn retrocedió mentalmente al comienzo del caso. Su trabajo consistía en proteger a Peter, no en seguir a Stillman. Eso había sido simplemente un método, una forma de tratar de predecir lo que sucedería. La teoría era que observando a Stillman se enteraría de cuáles eran sus intenciones respecto a Peter. Había seguido al anciano durante dos semanas. ¿A qué conclusiones podía llegar? A no muchas. El comportamiento de Stillman había sido demasiado confuso para dar ninguna indicación.
Había, por supuesto, ciertas medidas extremas que podían tomarse. Podría sugerirle a Virginia Stillman que pidiera un número de teléfono que no apareciese en la guía. Eso eliminaría las perturbadoras llamadas, por lo menos temporalmente. Si eso fallaba, ella y Peter podrían mudarse. Podrían dejar el barrio, quizá incluso la ciudad. En el peor de los casos, podrían adoptar una nueva identidad, vivir bajo un nombre falso.
Este último pensamiento le recordó algo importante. Se dio cuenta de que hasta entonces nunca se había planteado seriamente las circunstancias de su contratación. Las cosas habían sucedido demasiado rápidamente, y él había dado por sentado que sustituiría a Paul Auster. Una vez dado el salto de adoptar ese nombre, había dejado de pensar en el propio Auster. Si ese hombre era tan buen detective como pensaban los Stillman, quizá podría ayudarle con el caso. Quinn se lo confesaría todo, Auster le perdonaría, y juntos trabajarían para salvar a Peter Stillman.
Buscó en las páginas amarillas la Agencia de Detectives Auster. No aparecía en la lista. En las páginas blancas, sin embargo, encontró el nombre. Había un Paul Auster en Manhattan, vivía en Riverside Drive, no lejos de la casa de Quinn. No había ninguna mención a una agencia de detectives, pero eso no necesariamente significaba algo. Podría ser que Auster tuviese tanto trabajo que no necesitara anunciarse. Quinn cogió el teléfono y estaba a punto de marcar cuando se lo pensó mejor. Era una conversación demasiado importante como para tenerla por teléfono. No debía correr el riesgo de que le colgase. Si Auster no tenía oficina, trabajaba en casa; iría allí y hablaría con él cara a cara.
La lluvia había cesado y aunque el cielo seguía estando gris, Quinn pudo ver a lo lejos, hacia el oeste, un diminuto rayo de luz atravesando las nubes. Mientras caminaba por Riverside Drive, tomó conciencia de que ya no estaba siguiendo a Stillman. Tuvo la sensación de que había perdido la mitad de si mismo. Durante dos semanas había estado atado al viejo por un hilo invisible. Todo lo que hacía Stillman, lo hacía él; a donde iba Stillman, iba él. Su cuerpo no estaba acostumbrado a aquella nueva libertad y durante las primeras manzanas anduvo arrastrando los pies. Aquel trabajo había terminado, pero su cuerpo no lo sabía aún.
El edificio de Auster estaba a la mitad de la larga manzana entre la Ciento dieciséis y la Ciento diecinueve, justo al sur de la iglesia de Riverside y la tumba de Grant. Era un lugar bien cuidado, con picaportes brillantes y cristales limpios, y tenía un aire de sobriedad burguesa que en ese momento atrajo a Quinn. El piso de Auster estaba en la undécima planta y Quinn llamó al timbre del portero automático, esperando oír una voz que le hablara por el interfono. Pero le contestó el zumbido de la puerta sin mediar conversación. Quinn empujó y abrió, cruzó el portal y subió en el ascensor a la undécima planta.
Fue un hombre quien le abrió la puerta del piso. Era un individuo alto y moreno, de treinta y tantos años, con la ropa arrugada y barba de dos días. En la mano derecha, sujeta entre el pulgar y los primeros dos dedos, sostenía una pluma estilográfica destapada, aún en la posición de escribir. El hombre pareció sorprenderse al encontrar a un desconocido frente a él.
–¿Sí? –preguntó dubitativo.
Quinn habló en el tono más cortés que pudo.
–¿Esperaba usted a otra persona?
–A mi mujer. Por eso he abierto la puerta sin preguntar quién era.
–Lamento molestarle –se disculpó Quínn–. Pero busco a Paul Auster.
–Yo soy Paul Auster –dijo el hombre.
–Me pregunto si podría hablar con usted. Es muy importante.
–Primero tendrá que decirme de qué se trata.
–Yo mismo apenas lo sé. –Quinn le dirigió a Auster una mirada sincera–. Es complicado, me temo. Muy complicado.
–¿Tiene usted nombre?
–Perdone, por supuesto. Quinn.
–Quinn ¿qué?
–Daniel Quinn.
El nombre pareció sugerirle algo a Auster y calló durante un momento, abstraído, como buscando en su memoria.
–Quinn –murmuró para sí–. Conozco ese nombre de algo.
–Se quedó callado de nuevo, esforzándose por encontrar la respuesta–. No será usted poeta, ¿verdad?
–Lo fui –dijo Quinn–. Pero hace mucho tiempo que no escribo poemas.
–Publicó usted un libro hace varios años, ¿no? Creo que el título era Asunto inacabado. Un librito con tapas azules.
–Sí. Ese era yo.
–Me gustó mucho. Esperaba encontrar alguna otra obra suya. De hecho, incluso me pregunté qué le habría sucedido.
–Sigo aquí. Más o menos.
Auster abrió la puerta del todo y le hizo un gesto a Quinn para que entrase. El piso era bastante agradable, y tenía una forma extraña, varios pasillos largos, libros amontonados por todas partes, cuadros en las paredes de artistas que Quinn no conocía y algunos juguetes infantiles tirados por el suelo: un camión rojo, un oso marrón y un monstruo espacial verde. Auster le llevó al cuarto de estar, le ofreció una silla con la tapicería gastada y luego se fue a la cocina para traer unas cervezas. Regresó con dos botellas, las puso sobre un cajón de madera que hacía las veces de mesa baja y se sentó en el sofá enfrente de Quinn.
–¿Era de algún tema literario de lo que quería usted hablarme? –comenzó Auster.
–No –dijo Quinn–. Ojalá. Pero esto no tiene nada que ver con la literatura.
–¿Con qué, entonces?
Quinn hizo una pausa, miró a su alrededor sin ver nada y trató de comenzar.
–Tengo la sensación de que hay un terrible error. Yo he venido aquí buscando a Paul Auster, el detective privado.
–¿El qué?
Auster se rió y con aquella risa todo estalló en pedazos de repente. Quinn se dio cuenta de que estaba diciendo tonterías. Lo mismo podía haber preguntado por el jefe Toro Sentado, el efecto no habría sido diferente.
–El detective privado –repitió en voz baja.
–Me temo que ha encontrado usted al Paul Auster equivocado.
–Usted es el único que viene en la guía.
–Puede ser –dijo Auster–. Pero yo no soy detective.
–¿Quién es usted entonces? ¿A qué se dedica?
–Soy escritor.
–¿Escritor? –Quinn pronunció la palabra como si fuese un lamento.
–Lo siento –dijo Auster–. Pero eso es lo que soy.
–Si eso es cierto, entonces no hay esperanza. Todo el asunto es un mal sueño.
–No tengo ni idea de lo que está usted hablando.
Quinn se lo contó. Empezó por el principio y le contó la historia entera, paso a paso. La presión había ido acumulándose dentro de él desde la desaparición de Stillman aquella mañana y ahora salió como un torrente de palabras. Le habló de las llamadas telefónicas preguntando por Paul Auster, de su inexplicable aceptación del caso, de su entrevista con Peter Stillman, de su conversación con Virginia Stillman, de su lectura del libro de Stillman, de su seguimiento de Stillman desde la estación Grand Central, de los vagabundeos diarios de Stillman, de la bolsa y de los objetos rotos, de los inquietantes mapas que formaban letras del alfabeto, de sus conversaciones con Stillman, de la desaparición de Stillman del hotel. Cuando llegó al final, preguntó:
–¿Cree usted que estoy loco?
–No –dijo Auster, que había escuchado atentamente el monólogo de Quinn–. Yo en su lugar probablemente habría hecho lo mismo.
Estas palabras fueron un gran alivio para Quinn, como si, al fin, la carga ya no fuera únicamente suya. Sintió ganas de abrazar a Auster y declararle amistad eterna.
–No me lo estoy inventando –dijo Quinn–. Incluso tengo pruebas. –Sacó su cartera y de ella el cheque de quinientos dólares que Virginia Stillman le había extendido dos semanas antes. Se lo tendió a Auster–. Como ve, está a su nombre.
Auster examinó el cheque cuidadosamente y asintió.
–Parece un cheque perfectamente normal.
–Bien, es suyo –dijo Quinn–. Quiero que se lo quede.
–No me sería posible aceptarlo.
–A mí no me sirve de nada. –Quinn miró a su alrededor e hizo un gesto vago–. Cómprese más libros. O algunos juguetes para su hijo.
–Es dinero que se ha ganado usted. Merece quedárselo. –Auster hizo una pausa–. Hay algo que puedo hacer por usted. Puesto que el cheque está a mi nombre, lo cobraré para usted. Lo llevaré a mi banco mañana por la mañana, lo ingresaré en cuenta y le daré el dinero cuando lo cobre.
Quinn no dijo nada.
–¿De acuerdo? –preguntó Auster.
–De acuerdo –dijo Quinn al fin–. Veremos qué pasa.
Auster dejó el cheque sobre la mesita como diciendo que el asunto estaba resuelto. Luego se recostó en el sofá y miró a Quínn a los ojos.
–Hay una cuestión mucho más importante que el cheque –dijo–. El hecho de que mi nombre se haya visto envuelto en esto. No lo entiendo en absoluto.
–Me pregunto si ha tenido usted problemas con su teléfono últimamente. A veces las líneas se cruzan. Una persona trata de llamar a un número y, aunque marque correctamente, le contesta otra persona.
–Sí, eso me ha sucedido a veces. Pero aunque mi teléfono estuviera mal, eso no explica el verdadero problema. Eso nos diría por qué recibió usted la llamada, pero no por qué querían hablar conmigo.
–¿Es posible que conozca usted a las personas interesadas?
–Nunca he oído hablar de los Stillman.
–Puede que alguien quisiera gastarle una broma pesada.
–No me trato con gente de ese estilo.
–Nunca se sabe.
–Pero lo cierto es que no se trata de una broma. Es un caso real con personas reales.
–Sí –dijo Quinn tras un largo silencio–. Soy consciente de ello.
Habían llegado al final de lo que podían hablar. Más allá de ese punto no había nada: los pensamientos fortuitos de dos hombres que no sabían nada. Quinn se dio cuenta de que debía marcharse. Llevaba casi una hora allí y se acercaba el momento de llamar a Virginia Stillman. No obstante, no tenía ganas de moverse. El sillón era cómodo y la cerveza se le había subido ligeramente a la cabeza. Aquel Auster era la primera persona inteligente con la que hablaba en mucho tiempo. Había leído la antigua obra de Quinn, la había admirado, había deseado encontrar más. A pesar de todo, era imposible que Quinn no se alegrara de aquello.
Se quedaron allí sentados durante unos minutos sin decir nada. Al fin Auster se encogió de hombros, lo cual parecía un reconocimiento de que habían llegado a un punto muerto. Se levantó y dijo:
–Estaba a punto de prepararme el almuerzo. No me cuesta nada hacerlo para dos.
Quinn vaciló. Era como si Auster hubiera leído sus pensamientos y adivinado lo que más deseaba: comer, tener una excusa para quedarse un rato más.
–En realidad debería irme –dijo–. Pero si, gracias. Algo de comida me vendrá bien.
–¿Qué le parece una tortilla de jamón?
–Estupendo.
Auster se retiró a la cocina para preparar la comida. A Quinn le hubiera gustado ofrecerse para ayudarle, pero no podía moverse. El cuerpo le pesaba como una losa. A falta de otra idea mejor, cerró los ojos. En el pasado a veces le había consolado hacer desaparecer al mundo. Esta vez, sin embargo, Quinn no encontró nada interesante dentro de su cabeza. Parecía como si las cosas se hubieran detenido allí dentro. Luego, en la oscuridad, empezó a oír una voz, una voz idiota que canturreaba la misma frase una y otra vez: “No puedes hacer una tortilla sin romper los huevos.” Abrió los ojos para que cesaran las palabras.
Había pan y mantequilla, más cerveza, cuchillos y tenedores, sal y pimienta, servilletas y tortillas, dos, rezumando en unos platos blancos. Quinn comió con descarada voracidad, devorando la comida en lo que parecía cuestión de segundos. Después hizo un gran esfuerzo para calmarse. Las lágrimas acechaban misteriosamente detrás de sus ojos y su voz temblaba al hablar, pero de alguna manera consiguió dominarse. Para demostrar que no era un ingrato egocéntrico, empezó a preguntarle a Auster por su trabajo. Auster se mostró algo reticente, pero al fin reconoció que estaba trabajando en un libro de artículos. El que estaba escribiendo en aquel momento versaba sobre Don Quijote.
–Uno de mis libros favoritos –dijo Quinn.
–Sí, mío también. No hay nada comparable.
Quinn le preguntó por el ensayo.
–Supongo que podría considerarse especulativo, ya que en realidad no pretendo demostrar nada. De hecho, está escrito irónicamente. Una lectura imaginativa, supongo que podríamos llamarlo.
–¿Cuál es su tesis?
–Principalmente tiene que ver con la autoría del libro. Quién lo escribió y cómo lo escribió.
–¿Hay alguna duda?
–Por supuesto que no. Pero me refiero al libro dentro del libro que Cervantes escribió. El que imaginó que estaba escribiendo.
–Ah.
–Es muy sencillo. Cervantes, no sé si lo recuerda, se esfuerza mucho por convencer al lector de que él no es el autor. El libro, dice, lo escribió en árabe Cide Hamete Benengeli. Cervantes describe cómo descubrió por azar el manuscrito un día en el mercado de Toledo. Contrató a alguien para que se lo tradujera al castellano y después se presenta a sí mismo únicamente como el corrector de la traducción. De hecho, ni siquiera puede garantizar la exactitud de la traducción.
–Y sin embargo luego dice –añadió Quinn– que la de Cide Hamete Benengeli es la única versión auténtica de la historia de don Quijote. Todas las otras versiones son fraudes, escritas por impostores; insiste mucho en que todo lo que se cuenta en el libro sucedió realmente.
–Exactamente. Porque, después de todo, el libro es un ataque a los peligros de la simulación. No podía fácilmente presentar una obra de la imaginación para hacer eso, ¿verdad? Tenía que afirmar que era real.
–Sin embargo, siempre he sospechado que Cervantes devoraba aquellos viejos libros de caballería. No puedes odiar algo tan violentamente a menos que una parte de ti lo ame también. En cierto sentido, don Quijote no era más que un doble de Cervantes.
–Estoy de acuerdo. ¿Qué mejor retrato de un escritor que mostrar a un hombre que ha quedado embrujado por los libros?
–Precisamente.
–En cualquier caso, puesto que se supone que el libro es real, de ello se deduce que la historia tiene que estar escrita por un testigo ocular de los sucesos que en ella ocurren. Pero Cid Hamete, el autor reconocido, no aparece nunca. Ni una sola vez afirma estar presente cuando los sucesos tienen lugar. Por lo tanto, mi pregunta es ésta: ¿quién es Cide Hamete Benengeli?
–Sí, ya veo adónde quiere ir a parar.
–La teoría que planteo en el artículo es que en realidad es una combinación de cuatro personas diferentes. Sancho Panza es el testigo, naturalmente. No hay ningún otro candidato, ya que es el único que acompaña a don Quijote en todas sus aventuras. Pero Sancho no sabe leer ni escribir. Por lo tanto no puede ser el autor. Por otra parte, sabemos que Sancho tiene un gran don para el lenguaje. A pesar de sus necios despropósitos, les da cien vueltas hablando a todos los demás personajes del libro. Me parece perfectamente posible que le dictara la historia a otra persona, es decir, al barbero y al cura, los buenos amigos de don Quijote. Ellos pusieron la historia en correcta forma literaria, en castellano, y luego le entregaron el manuscrito a Simón Carrasco, el bachiller de Salamanca, el cual procedió a traducirlo al árabe. Cervantes encontró la traducción, mandó pasarla de nuevo al castellano y luego publicó el libro, Don Quijote de la Mancha.
–Pero ¿por qué se tomarían Sancho y los otros tantas molestias?
–Curar a don Quijote de su locura. Querían salvar a su amigo. Recuerde que al principio queman sus libros de caballería, pero eso no da resultado. El Caballero de la Triste Figura no renuncia a su obsesión. Entonces, en un momento u otro, todos salen a buscarle con distintos disfraces (de dama en apuros, de Caballero de los Espejos, de Caballero de la Pálida Luna) con el fin de atraer a don Quijote a casa. Al final lo consiguen. El libro no era más que uno de sus trucos. La idea era poner un espejo delante de la locura de don Quijote, registrar cada uno de sus absurdos y ridículos delirios, de tal modo que cuando finalmente leyese el libro viera lo erróneo de su conducta.
–Me gusta.
–Sí. Pero hay una última vuelta de tuerca. Don Quijote, en mi opinión, no estaba realmente loco. Sólo fingía estarlo. De hecho, él mismo orquestó todo el asunto. Recuerde que durante todo el libro don Quijote está preocupado por la cuestión de la posteridad. Una y otra vez se pregunta con cuánta precisión registrará su cronista sus aventuras. Esto implica conocimiento por su parte; sabe de antemano que ese cronista existe. ¿Y quién podría ser sino Sancho Panza, el fiel escudero a quien don Quijote ha elegido para ese propósito? De la misma manera, eligió a los otros tres para que desempeñaran los papeles que les había destinado. Fue don Quijote quien organizó el cuarteto Benengeli. Y no sólo seleccionó a los autores, probablemente fue él quien tradujo el manuscrito árabe de nuevo al castellano. No debemos considerarle incapaz de tal cosa. Para un hombre tan hábil en el arte del disfraz, oscurecerse la piel y vestirse con la ropa de un moro no debía ser muy difícil. Me gusta imaginar la escena en el mercado de Toledo. Cervantes contratando a don Quijote para descifrar la historia del propio don Quijote. Tiene una gran belleza.
–Pero aún no ha explicado por qué un hombre como don Quijote desorganizaría su vida tranquila para dedicarse a un engaño tan complicado.
–Ésa es la parte más interesante de todas. En mi opinión, don Quijote estaba realizando un experimento. Quería poner a prueba la credulidad de sus semejantes. ¿Sería posible, se preguntaba, plantarse ante el mundo y con la más absoluta convicción vomitar mentiras y tonterías? ¿Decirles que los molinos de viento eran caballeros, que la bacinilla de un barbero era un yelmo, que las marionetas eran personas de verdad? ¿Sería posible persuadir a otros para que asintieran a lo que él decía, aunque no le creyeran? En otras palabras, ¿hasta qué punto toleraría la gente las blasfemias si les proporcionaban diversión? La respuesta es evidente, ¿no? Hasta cualquier punto. La prueba es que todavía leemos el libro. Sigue pareciéndonos sumamente divertido. Y eso es en última instancia lo que cualquiera le pide a un libro, que le divierta.
Auster se recostó en el sofá, sonrió con cierto irónico placer y encendió un cigarrillo. Era evidente que estaba disfrutando, pero a Quinn se le escapaba la naturaleza precisa de aquel placer. Parecía una especie de risa muda, un chiste que no llegaba a su culminación, un regocijo sin objetivo. Quinn estaba a punto de decir algo en respuesta a la teoría de Auster, pero no tuvo ocasión. Justo cuando abrió la boca para hablar fue interrumpido por un entrechocar de llaves en la puerta principal, el sonido de la puerta al abrirse y luego cerrarse de golpe y una algarabía de voces. La cara de Auster se animó al oírlas. Se levantó de su asiento, se disculpó con Quinn y fue rápidamente hacia la puerta.
Quinn oyó risas en el vestíbulo, primero de una mujer y luego de un niño –aguda y más aguda, un staccato de metralla– y luego el bajo retumbante de la risotada de Auster. El niño habló:
–¡Papá, mira lo que he encontrado!
Y luego la mujer explicó que estaba tirado en la calle, y por qué no, parecía estar en perfecto estado. Un momento más tarde oyó que el niño venía corriendo hacia él por el pasillo. Irrumpió en el cuarto de estar, vio a Quinn y se paró en seco. Era un chiquillo rubio de cinco o seis años.
–Buenas tardes –le dijo Quinn.
El niño, replegándose rápidamente en su timidez, sólo respondió con un débil hola. En la mano izquierda tenía un objeto rojo que Quinn no pudo identificar. Le preguntó al niño qué era.
–Es un yoyó –contestó, abriendo la mano para enseñárselo–. Lo he encontrado en la calle.
–¿Funciona?
El niño se encogió de hombros exageradamente, como en una pantomima.
–No sé. Siri no sabe jugar. Y yo tampoco.
Quinn le preguntó si podía intentarlo y el niño se acercó a él y le puso el yoyó en la mano. Mientras lo examinaba, oyó que el niño respiraba a su lado, observando cada uno de sus movimientos. El yoyó era de plástico, parecido a aquellos con los que él había jugado de pequeño, pero algo más complicado, un artefacto de la era espacial. Quinn metió el dedo corazón en la presilla que había al extremo del cordel, se puso de pie y lo intentó. El yoyó emitió un sonido silbante al descender y en su interior saltaron chispas. El niño abrió la boca, luego el yoyó se detuvo, balanceándose al extremo del cordel.
–Un gran filósofo dijo una vez –murmuró Quinn– que el camino de subida y el camino de bajada son uno y el mismo.
–Pero tú no lo has hecho subir –dijo el niño–. Solamente ha bajado.
–Hay que continuar intentándolo.
Quinn estaba volviendo a enrollar el cordel para hacer un nuevo intento cuando Auster y su esposa entraron en la habitación. Levantó la vista y vio primero a la mujer. En ese único y breve momento supo que tenía problemas. Ella era alta, delgada, rubia, una belleza radiante, con una energía y una felicidad que parecían hacer invisible todo lo que la rodeaba. Fue demasiado para Quinn. Sintió como si Auster le estuviera atormentando con todo lo que había perdido, y reaccionó con envidia y rabia, con una lacerante autocompasión. Sí, a él también le gustaría tener aquella mujer y aquel niño, estar sentado todo el día pariendo bobadas sobre libros antiguos, estar rodeado de yoyós y tortillas de jamón y plumas estilográficas. Rezó para sus adentros pidiendo la salvación.
Auster vio el yoyó en su mano y dijo:
–Veo que ya os conocéis. Daniel –le dijo al niño–, éste es Daniel. –Y luego a Quinn, con la misma sonrisa irónica–: Daniel, éste es Daniel.
El niño se echó a reír y dijo:
–¡Todo el mundo es Daniel!
–Eso es –dijo Quinn–. Yo soy tú y tú eres yo.
–Y así una vez y otra vez –gritó el niño, extendiendo los brazos repentinamente y dando vueltas y vueltas alrededor de la habitación como un giroscopio.
–Y ésta –dijo Auster, volviéndose hacia la mujer– es mi esposa, Siri.
La mujer le dirigió una sonrisa, dijo que se alegraba de conocer a Quinn como si lo dijera sinceramente y luego le tendió la mano. Él se la estrechó, notando la extraña esbeltez de sus huesos, y le preguntó si su nombre era noruego.
–No hay mucha gente que sepa eso –dijo ella.
–¿Procede usted de Noruega?
–Indirectamente –dijo ella–. Pasando por Northfield, Minnesota.
Y entonces se rió y Quinn sintió que un poco más de sí mismo se derrumbaba.
–Sé que es una invitación de último minuto –dijo Auster–, pero si tiene usted tiempo libre, ¿por qué no se queda a cenar con nosotros?
–Ah –dijo Quinn, esforzándose por dominarse–. Es muy amable por su parte. Pero realmente tengo que irme. Ya se me ha hecho tarde.
Hizo un último esfuerzo, le sonrió a la esposa de Auster y le dijo adiós con la mano al niño.
–Hasta pronto, Daniel –dijo, yendo hacia la puerta.
El niño le miró desde el otro lado de la habitación y se rió de nuevo.
–¡Adiós, yo! –dijo.
Auster le acompañó hasta la puerta.
–Le llamaré en cuanto cobre el cheque. ¿Viene usted en la guía telefónica? –le dijo.
–Sí –contestó Quinn–. Soy el único.
–Si me necesita para algo –dijo Auster–, llámeme. Estaré encantado de ayudarle.
Auster alargó la mano para estrechar la suya y Quinn se dio cuenta de que todavía tenía el yoyó. Lo puso en la mano derecha de Auster, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue.


11

Ahora Quinn estaba perdido. No tenía nada, no sabía nada, sabía que no sabía nada. No sólo estaba como al principio, estaba antes del principio, tan lejos del principio que era peor que cualquier final que pudiera imaginar.
Según su reloj eran casi las seis. Quinn volvió a casa por donde había venido, alargando sus pasos a cada nueva manzana. Cuando llegó a su calle, iba corriendo. Hoy es dos de junio, se dijo. Intenta recordarlo. Esto es Nueva York y mañana será tres de junio. Si todo va bien, pasado mañana será cuatro. Pero nada es seguro.
Hacía rato que había pasado la hora de su llamada a Virginia Stillman, y dudó si hacerla. ¿Sería posible pasar de ella? ¿Podría abandonarlo todo, así, por las buenas? Sí, se dijo, es posible. Podría olvidar el caso, volver a su rutina, escribir otro libro. Podría hacer un viaje si quería, incluso marcharse del país por algún tiempo. Podría ir a París, por ejemplo. Sí, eso era posible. Pero cualquier sitio serviría, pensó, cualquier sitio.
Se sentó en el cuarto de estar y miró las paredes. Recordaba que habían sido blancas, pero ahora habían adquirido una curiosa tonalidad amarilla. Quizá se irían ensuciando aún más, poniéndose grises, o incluso marrones, como una pieza de fruta tocada. Una pared blanca se convierte en una pared amarilla que luego se convierte en una pared gris, se dijo. La pintura se gasta, la ciudad invade con su hollín, el yeso se desmorona. Cambios y más cambios.
Fumó un cigarrillo, y luego otro, y luego otro. Se miró las manos, vio que las tenía sucias y se levantó para lavárselas. En el cuarto de baño, con el agua corriendo en el lavabo, decidió afeitarse también. Se puso espuma en la cara, sacó una cuchilla nueva y empezó a quitarse la barba. Por alguna razón encontraba desagradable mirarse al espejo y trataba de rehuir su imagen con los ojos. Te estás volviendo viejo, se dijo, te estás convirtiendo en un viejo imbécil. Luego entró en la cocina, se tomó un cuenco de cereales y se fumó otro cigarrillo.
Ya eran las siete. Una vez más debatió consigo mismo si debía llamar a Virginia Stillman. Mientras le daba vueltas al asunto se le ocurrió que ya no tenía criterio. Veía el argumento a favor de hacer la llamada y al mismo tiempo veía el argumento a favor de no hacerla. Al final, fue la educación la que le decidió. No sería justo desaparecer sin avisarla. Una vez lo hubiera hecho, sería perfectamente aceptable. Con tal que le digas a la gente lo que vas a hacer, razonó, da igual lo que hagas. Eres libre de hacer lo que quieras.
El teléfono, sin embargo, comunicaba. Esperó cinco minutos y volvió a marcar. El teléfono seguía comunicando. Durante la hora siguiente Quinn marcó y esperó alternativamente, siempre con el mismo resultado. Al fin llamó a la operadora y le preguntó si el teléfono estaba averiado. Le cobrarían treinta centavos por la consulta, le advirtieron. Luego oyó un chisporroteo en la línea, el sonido de marcar, mas voces. Quinn trató de imaginar qué aspecto tendrían las operadoras. Luego la primera mujer le habló de nuevo: el número comunicaba.
Quinn no sabía qué pensar. Había tantas posibilidades que ni siquiera podía empezar a considerarlas. ¿Stillman? ¿El teléfono descolgado? ¿Alguna otra persona?
Encendió la televisión y vio las dos primeras entradas del partido de los Mets. Luego marcó una vez más. Lo mismo. Al comienzo de la tercera St. Louis marcó con una base robada y un bombo sacrificado. Los Mets igualaron esa carrera en mitad de la entrada con un doble de Wilson y un sencillo de Youngblood. Quínn se dio cuenta de que le daba igual. Apareció un anuncio de cerveza y quitó el sonido. Por vigésima vez trató de hablar con Virginia Stillman y por vigésima vez le ocurrió lo mismo. Al comienzo de la cuarta entrada St Louis marcó cinco carreras y Quinn quitó la imagen también. Encontró su cuaderno rojo, se sentó ante su mesa de trabajo y escribió sin parar durante las siguientes dos horas. No se molestó en leer lo que había escrito. Luego llamó a Virginia Stillman y oyó nuevamente la señal de comunicar. Colgó el teléfono con tanta fuerza que el plástico se rompió. Cuando intentó volver a llamar, ya no pudo conseguir el tono para marcar. Se levantó, entró en la cocina y se preparó otro cuenco de cereales. Luego se fue a la cama.
En su sueño, que más tarde olvidó, se encontraba andando por Broadway llevando de la mano al hijo de Auster.

Quinn pasó todo el día siguiente andando. Empezó temprano, justo después de las ocho, y no se detuvo a considerar adónde iba. Ese día vio muchas cosas en las que no se había fijado antes.
Cada veinte minutos entraba en una cabina telefónica y llamaba a Virginia Stillman. Lo que había ocurrido la noche anterior seguía ocurriendo ese día. A aquellas alturas Quinn esperaba que el número diera señal de comunicar. Ya ni siquiera le molestaba. La señal se había convertido en un contrapunto a sus pasos, un metrónomo que marcaba constantemente en medio de los ruidos fortuitos de la ciudad. Encontraba cierto consuelo en la idea de que cada vez que marcara el número, el sonido estaría allí, siempre invariable en su negativa, negando el discurso y la posibilidad del discurso, tan insistente como los latidos de un corazón. Virginia y Peter Stillman estaban ahora fuera de su alcance. Pero podía tranquilizar su conciencia con el pensamiento de que continuaba intentándolo. Fuera cual fuera la oscuridad a la que le conducían, él no los había abandonado todavía.
Bajó por Broadway hasta la calle Setenta y dos, torció al este hacia Central Park West y siguió hasta llegar a la Cincuenta y nueve y la estatua de Colón. Allí torció de nuevo hacia el este, avanzando por Central Park South hasta Madison Avenue, donde tiró a la derecha y caminó hacia la estación Grand Central. Después de dar vueltas al azar por unas cuantas manzanas, continuó hacia el sur cosa de un kilómetro, llegó al cruce de Broadway con la Quinta Avenida en la calle Veintitrés, se detuvo para mirar el edificio Flatiron y luego cambió de rumbo, cogiendo una transversal en dirección oeste hasta que llegó a la Séptima Avenida, donde viró a la izquierda y siguió hacia el centro. En Sheridan Square giró de nuevo hacia el este, deambulando por Waverly Place, cruzando la Sexta Avenida y continuando hasta Washington Square. Pasó bajo el arco y se abrió camino hacia el sur entre el gentío, deteniéndose momentáneamente para mirar a un funambulista que estaba haciendo su número sobre una cuerda tendida entre una farola y el tronco de un árbol. Luego dejó el parquecito por la esquina este, cruzó las viviendas universitarias con sus parterres de hierba y torció a la derecha en Houston Street. En West Broadway giró de nuevo, esta vez a la izquierda, y siguió hasta Canal. Desviándose ligeramente a su derecha, pasó por un parque de bolsillo y se metió por Varick Street, pasó por el número seis, donde había vivido algún tiempo, y luego retomó su rumbo sur, cogiendo nuevamente West Broadway donde se cruza con Varick. West Broadway le llevó hasta la base del World Trade Centre y al vestíbulo de una de las torres, donde hizo su decimotercera llamada del día a Virginia Stillman. Quinn decidió comer algo, entró en uno de los restaurantes de comida rápida de la planta baja y consumió despacio un sandwich mientras trabajaba en el cuaderno rojo. Después continuó andando hacia el este, vagabundeando por las estrechas calles del distrito financiero, y luego se dirigió hacia el sur, hacia Bowling Green, donde vio el agua y las gaviotas que volaban sobre ella a la luz del mediodía. Por un momento consideró la posibilidad de dar un paseo en el transbordador de Staten Island, pero luego lo pensó mejor y echó a andar en dirección norte. En Fulton Street se metió a la derecha y siguió en dirección noreste por East Broadway, que le llevó a las miasmas del Lower East Side y luego a Chinatown. Desde allí encontró el Bowery, que le condujo por la calle Catorce. Después torció a la izquierda, cortó diagonalmente por Union Square y siguió a lo largo de Park Avenue South. En la calle Veintitrés se dirigió hacia el norte. Unas manzanas después torció otra vez a la derecha, anduvo una manzana hacia el este y luego subió por la Tercera Avenida durante un rato. En la calle Treinta y dos torció a la derecha, llegó a la Segunda Avenida, torció a la izquierda, subió tres manzanas y luego torció a la derecha por última vez, encontrándose en la Primera Avenida. Entonces anduvo los siete bloques de las Naciones Unidas y decidió tomarse un breve descanso. Se sentó en un banco de piedra en la plaza y respiró hondo, relajándose al aire y al sol con los ojos cerrados. Luego abrió el cuaderno rojo, sacó del bolsillo el bolígrafo del sordomudo y comenzó una página nueva.
Por primera vez desde que había comprado el cuaderno rojo, lo que escribió no tenía nada que ver con el caso de los Stillman. Más bien se concentró en las cosas que había visto mientras paseaba. No se detuvo a pensar en lo que estaba haciendo ni analizó las posibles implicaciones de aquel acto inusual. Sentía la necesidad de registrar ciertos hechos y quería escribirlos antes de que se le olvidaran.

Hoy, como nunca antes: los vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los marginados y los borrachos. Van desde los simplemente menesterosos hasta los absolutamente miserables. Dondequiera que mires, allí están, en los barrios buenos como en los malos.

Algunos mendigan con una apariencia de orgullo. Dame ese dinero, parecen decir, y pronto volveré a estar entre vosotros, yendo y viniendo apresuradamente en mi rutina cotidiana. Otros han renunciado a la esperanza de salir algún día de su marginalidad. Están ahí despatarrados sobre la acera con un sombrero, una taza o una caja, sin molestarse siquiera en mirar al transeúnte, demasiado derrotados como para dar las gracias a quienes dejan caer una moneda ante ellos. Otros tratan por lo menos de trabajar para ganarse el dinero que les dan: el ciego vendedor de lápices, el borracho que te lava el parabrisas del coche. Algunos cuentan historias, generalmente trágicos relatos de su propia vida, como para dar a sus benefactores algo a cambio de su bondad, aunque sean sólo palabras.

Otros tienen verdadero talento. Por ejemplo, el viejo negro de hoy que bailaba claqué mientras hacía malabarismos con cigarrillos, aún digno, claramente en otro tiempo un artista de variedades, vestido con un traje morado, una camisa verde y una corbata amarilla, la boca fija en una sonrisa teatral a medias recordada. También están los que hacen dibujos con tizas en la acera y los músicos: saxofonistas, guitarristas, violinistas. Ocasionalmente, incluso te encuentras con un genio, como me ha ocurrido a mí hoy:
Un clarinetista de edad indefinida, con un sombrero que le oscurecía la cara, sentado en la acera con las piernas cruzadas a la manera de un encantador de serpientes. Justo delante de él había dos monos de cuerda, uno con una pandereta y el otro con un tambor. Mientras uno sacudía y el otro golpeaba, marcando un extraño y preciso ritmo, el hombre improvisaba infinitas y minúsculas variaciones con su instrumento, balanceando el cuerpo rígidamente hacia adelante y hacia atrás, imitando enérgicamente el ritmo de los monos. Tocaba con garbo y elegancia, vivas y ondulantes figuras en tono menor, como si estuviera contento de encontrarse allí con sus amigos mecánicos, encerrado en el universo que él mismo había creado, sin levantar los ojos ni una sola vez. Seguía y seguía, al final siempre lo mismo, y sin embargo cuanto más le escuchaba más me costaba marcharme.

Estar dentro de esa música, ser atraído al circulo de sus repeticiones: quizá ése sea un lugar donde uno pueda al fin desaparecer.

Pero los mendigos y los artistas constituyen sólo una pequeña parte de la población vagabunda. Son la aristocracia, la élite de los caídos. Mucho más numerosos son quienes no tienen nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Muchos son borrachos, pero ese término no hace justicia a la devastación que encarnan. Sacos de desesperación, cubiertos de harapos, las caras magulladas y sangrantes, avanzan por las calles arrastrando los pies como si llevaran cadenas. Dormidos en las puertas, tambaleándose entre el tráfico, derrumbados en las aceras, parecen estar por todas partes en el momento en que los buscas. Algunos morirán de inanición, otros morirán de frío, otros serán apaleados, quemados o torturados.

Por cada alma perdida en ese infierno particular, hay varias otras encerradas en la locura, incapaces de salir al mundo que se halla al otro lado de sus cuerpos. Aunque parecen estar ahí, no se puede contar con que estén presentes. Por ejemplo, el hombre que va a todas partes con un juego de palillos de tambor, aporreando la acera con ellos a un ritmo precipitado y desatinado, incómodamente encorvado mientras avanza por la calle golpeando insistentemente el cemento. Quizá piensa que está haciendo algo importante. Quizá, si no hiciera lo que hace, la ciudad se vendría abajo. Quizá la luna se saldría de su órbita y se estrellaría contra la tierra. Hay quienes hablan solos, quienes mascullan, quienes gritan, quienes maldicen, quienes gimen, quienes se cuentan historias a sí mismos como si lo hicieran a otra persona. Como el hombre que he visto hoy, sentado como un montón de basura, enfrente de la estación Grand Central, diciendo en voz alta y aterrada mientras la multitud pasaba apresuradamente a su lado: “Tercero de infantería de marina... comiendo abejas... las abejas me salían por la boca.” O la mujer que le gritaba a un compañero invisible: “¡Y qué pasa si no quiero! ¡Y qué pasa si no me da la real gana!”

Hay mujeres con bolsas de plástico y hombres con cajas de cartón, que cargan con sus pertenencias de un sitio a otro, siempre en movimiento, como si importara dónde estuvieran. Hay un hombre envuelto en la bandera americana. Hay una mujer con una máscara de carnaval en la cara. Hay un hombre con un abrigo andrajoso, los pies envueltos en trapos, que lleva en la mano una percha con una camisa blanca perfectamente planchada, aún enfundada en el plástico de la tintorería. Hay un hombre con traje de ejecutivo, los pies descalzos y un casco de fútbol americano en la cabeza. Hay una mujer cuya ropa está cubierta de los pies a la cabeza de chapas de campaña presidencial. Hay un hombre que camina con la cara entre las manos, llorando histéricamente y repitiendo una y otra vez: “No, no, no. Él ha muerto. Él no ha muerto. No, no, no. Él ha muerto. Él no ha muerto.”

Baudelaire: Il me semble que je serais toujours bien là oú je ne suis pas. En otras palabras: me parece que siempre seré feliz allí donde no estoy. O, más directamente: dondequiera que no estoy es donde soy yo mismo. O bien, cogiendo el toro por los cuernos: en cualquier parte fuera del mundo.

Era casi de noche. Quinn cerró el cuaderno rojo y se guardó el bolígrafo en el bolsillo. Quería pensar un poco más en lo que había escrito pero descubrió que no podía. El aire a su alrededor era suave, casi dulce, como si ya no perteneciera a la ciudad. Se levantó del banco, estiró los brazos y las piernas y se dirigió a una cabina telefónica, desde donde llamó a Virginia Stillman una vez más. Luego se fue a cenar.
En el restaurante se dio cuenta de que había tomado una decisión. Sin siquiera saberlo, la respuesta ya estaba allí, totalmente formada en su cabeza. La señal de comunicar, ahora lo comprendía, no había sido arbitraria. Era un signo, y le decía que todavía no podía romper su relación con el caso aunque quisiera. Había tratado de contactar con Virginia Stillman para decirle que había terminado con el asunto, pero el destino no se lo había permitido. Quinn se paró a considerar esto. ¿Era “destino” realmente la palabra que quería usar? Parecía una elección demasiado fuerte y anticuada. Y sin embargo, cuando la examinó más a fondo, descubrió que era precisamente lo que quería decir. O, si no precisamente, se acercaba más que ningún otro término que se le ocurriera. Destino en el sentido de lo que era, de lo que resultaba ser. Era algo parecido a la palabra “it” en la frase “it is raining” o “it is night”.[7] Quinn nunca había sabido a qué se refería “it”. Una condición generalizada de las cosas tal y como eran, quizá; el estado de ser que era el terreno en el que tenían lugar los sucesos del mundo. No podía ser más concreto. Pero quizá en realidad no buscaba nada concreto.
Era el destino, entonces. Pensara lo que pensara, por mucho que deseara que fuese diferente, no podía hacer nada al respecto. Había dicho que sí a una proposición y ahora era impotente para deshacer ese sí. Lo cual significaba una sola cosa: tenía que seguir hasta el final. No podía haber dos respuestas. Era esto o aquello. Y era así, tanto si le gustaba como si no.
Lo de Auster era claramente una equivocación. Quizá había existido alguna vez un detective privado en Nueva York con ese nombre. El marido de la enfermera de Peter era un policía retirado, por lo tanto no era un hombre joven. En sus tiempos sin duda había un Auster con una buena reputación y, naturalmente, había pensado en él cuando le pidieron que les diera el nombre de un detective. Había buscado en la guía telefónica, había encontrado una sola persona con ese nombre y había dado por supuesto que se trataba del mismo hombre. Luego les dio el número a los Stillman. En ese punto se produjo la segunda equivocación. Había una avería en las líneas y de alguna manera su número se cruzó con el de Auster. Esas cosas ocurrían todos los días. Así que él había recibido la llamada que, en cualquier caso, iba destinada al hombre equivocado. Todo encajaba perfectamente.
Quedaba un problema. Si no podía contactar con Virginia Stillman, si, como él creía, se pretendía que no contactara con ella, ¿qué debía hacer exactamente? Su trabajo consistía en proteger a Peter, en asegurarse de que no le ocurriera nada malo. ¿Acaso importaba lo que Virginia Stillman pensase que estaba haciendo, siempre y cuando él hiciera lo que tenía que hacer? En teoría un detective debía mantenerse en estrecho contacto con su cliente. Ése había sido siempre uno de los principios de Max Work. Pero ¿era realmente necesario? Con tal que Quinn hiciera su trabajo, ¿qué podía importar? Si había algún malentendido, seguramente podría aclararse una vez que el caso se resolviera.
Entonces, podía proceder como quisiera. Ya no tendría que telefonear a Virginia Stillman. Podría abandonar la oracular señal de comunicar de una vez por todas. A partir de ahora nada le detendría. A Stillman le sería imposible acercarse a Peter sin que Quinn lo supiera.
Quinn pagó la cuenta, se metió un palillo mentolado en la boca y echó a andar de nuevo. No tenía que ir muy lejos. Por el camino se detuvo en un Citibank y pidió su saldo en el cajero automático. Había trescientos cuarenta y nueve dólares en su cuenta. Retiró trescientos, se metió el dinero en el bolsillo y siguió andando. En la calle Cincuenta y siete torció a la izquierda y continuó hasta Park Avenue. Allí torció a la derecha y siguió caminando hacia el norte hasta llegar a la calle Sesenta y nueve. En ese punto torció a la derecha para entrar en la manzana de los Stillman. El edificio tenía el mismo aspecto que el primer día. Miró hacia arriba para ver si había alguna luz en el piso, pero no podía recordar cuáles eran las ventanas de los Stillman. La calle estaba absolutamente tranquila. No pasaban coches ni transeúntes. Quinn cruzó al otro lado, encontró un sitio adecuado en un estrecho callejón y se instaló allí para pasar la noche.


12

Pasó mucho tiempo. Cuánto exactamente es imposible saberlo. Semanas ciertamente, pero quizá incluso meses. El relato de este periodo es menos completo de lo que el autor habría deseado. Pero la información es escasa y ha preferido pasar por alto lo que no podía confirmar de un modo definitivo. Dado que esta historia se basa enteramente en hechos, el autor cree que es su deber no sobrepasar los límites de lo verificable, resistirse a toda costa a los peligros de la invención. Incluso el cuaderno rojo, que hasta ahora ha proporcionado una detallada relación de las experiencias de Quinn, es sospechoso. No podemos saber con certeza lo que le sucedió a Quinn durante este periodo, ya que en este punto de la historia es donde él empieza a perder el control.
Permaneció la mayor parte del tiempo en el callejón. No resultaba incómodo una vez que se acostumbró y tenía la ventaja de quedar bien oculto a la vista. Desde allí podía observar todas las idas y venidas al edificio de los Stillman. Nadie podía entrar o salir sin ser visto por él. Al principio le sorprendió no ver a Virginia ni a Peter. Pero había muchos chicos de recados entrando y saliendo constantemente y al fin se dio cuenta de que no tenían necesidad de salir del edificio. Podían encargarlo todo. Fue entonces cuando Quinn comprendió que también ellos estaban escondidos, esperando dentro de su piso a que el caso terminara.
Poco a poco, Quinn se adaptó a su nueva vida. Tuvo que enfrentarse a algunos problemas, pero consiguió resolverlos uno por uno. Antes que nada, estaba la cuestión de la comida. Dado que se le exigía la máxima vigilancia, se resistía a dejar su puesto por mucho rato. Le atormentaba pensar que pudiera suceder algo en su ausencia y se esforzó por minimizar los riesgos. Había leído en alguna parte que entre las 3.30 y las 4.30 de la noche era cuando más personas se hallaban dormidas en sus camas. Estadísticamente hablando, las probabilidades de que no ocurriera nada durante esa hora eran mayores, por lo tanto Quinn eligió ese momento para hacer sus compras. En Lexington Avenue, no lejos de allí, había una tienda de comestibles abierta toda la noche, y a las 3.30 Quinn entraba a paso rápido (para hacer ejercicio y también para ahorrar tiempo) y compraba lo que necesitaba para las siguientes veinticuatro horas. Resultó no ser mucho y a medida que pasaba el tiempo necesitaba cada vez menos. Porque Quinn aprendió que comer no era necesariamente la solución al problema de la alimentación. Una comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad de la siguiente comida. El alimento en sí mismo nunca podía ser la respuesta a la cuestión del alimento: solamente retrasaba el momento en que habría que plantear la cuestión en serio. El mayor peligro, por lo tanto, era comer demasiado. Si tomaba más de lo que debía, aumentaba su apetito para la siguiente comida y en consecuencia necesitaba más alimento para satisfacerse. Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre sí mismo, Quinn pudo invertir el proceso gradualmente. Su ambición era comer lo menos posible, y de esta manera retrasar su hambre. En el mejor de todos los mundos, tal vez habría podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente ambicioso en sus actuales circunstancias. Prefirió conservar el ayuno absoluto en su mente como un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca conseguir. Se recordaba a sí mismo todos los días que no quería morirse de hambre, simplemente quería darse a sí mismo la libertad de pensar en las cosas que verdaderamente le preocupaban. Por ahora eso significaba mantener el caso en el primer plano de sus pensamientos. Afortunadamente, esto coincidía con su otra ambición principal: hacer que los trescientos dólares le duraran lo más posible. No es preciso decir que Quinn perdió mucho peso durante este periodo.
Su segundo problema era el sueño. No podía permanecer despierto todo el tiempo, pero eso era lo que la situación requería realmente. También en esto se vio obligado a hacer  ciertas concesiones. Como ocurría con la comida, Quinn consideró que podía bastarle con menos de lo que tenía por costumbre. En lugar de las seis u ocho horas de sueño a que estaba acostumbrado, decidió limitarse a tres o cuatro. Adaptarse a eso fue difícil, pero mucho más difícil fue el problema de cómo distribuir esas horas para mantener la máxima vigilancia. Estaba claro que no podía dormir tres o cuatro horas seguidas. Los riesgos eran demasiado grandes. Teóricamente, la utilización más eficaz del tiempo sería dormir treinta segundos cada cinco o seis minutos. Eso reduciría casi a cero las probabilidades de perderse algo. Pero se daba cuenta de que aquello era físicamente imposible. Por otra parte, utilizando esta imposibilidad como una especie de modelo, trató de entrenarse para echar una serie de cortos sueñecitos, alternando entre el sueño y la vigilia lo más a menudo que podía. Fue una larga lucha que exigía disciplina y concentración, porque cuanto más duraba el experimento, más agotado se encontraba. Al principio intentó secuencias de cuarenta y cinco minutos cada una, luego gradualmente las redujo a treinta. Hacia el final, había empezado a conseguir la siestecita de quince minutos con bastante éxito. Una iglesia cercana le ayudaba en sus esfuerzos, ya que sus campanas tocaban cada quince minutos: una campanada en el cuarto, dos campanadas en la media, tres campanadas en los tres cuartos y cuatro campanadas en la hora, seguidas del número de campanadas de la hora exacta. Quinn vivía al ritmo de aquel reloj y acabó teniendo dificultad para distinguirlo de sus propias pulsaciones. Empezaba su rutina a medianoche, cerraba los ojos y se dormía antes de que dieran las doce. Quince minutos más tarde se despertaba, con la doble campanada de la media hora se dormía nuevamente y con la triple campanada de los tres cuartos se despertaba otra vez. A las 3.30 iba a comprar su comida, volvía a las 4 y se dormía otra vez. Tuvo pocos sueños durante este periodo. Cuando los tenía, eran extraños: breves visiones de lo inmediato: las manos, los zapatos, la pared de ladrillo que había a su lado. Tampoco hubo nunca un momento en el que no estuviera mortalmente cansado.
Su tercer problema era encontrar cobijo, pero éste lo resolvió más fácilmente que los otros dos. Afortunadamente, el tiempo siguió siendo bueno, y a medida que la primavera se iba convirtiendo en verano, hubo pocas lluvias. De vez en cuando lloviznaba y una o dos veces cayó un aguacero con truenos y relámpagos. Pero en conjunto no estuvo mal, y Quinn no dejaba de dar gracias por su suerte. En el fondo del callejón había un gran contenedor metálico de basura, y cada vez que llovía por la noche, Quinn se metía dentro para protegerse. En el interior el hedor era insoportable e impregnaba su ropa durante días, pero Quinn prefería eso a mojarse, ya que no quería correr el riesgo de coger un resfriado o caer enfermo. Felizmente, la tapa estaba deformada y no ajustaba bien sobre el contenedor. En una esquina quedaba un hueco de unos quince o veinte centímetros que formaba una especie de respiradero por el que Quinn podía asomar la nariz para aspirar el aire de la noche. Descubrió que poniéndose de rodillas encima de la basura y apoyando el cuerpo contra una pared del contenedor, no estaba totalmente incómodo.
Las noches claras dormía debajo del contenedor, poniendo la cabeza de tal modo que en el momento en que abría los ojos veía el portal del edificio de los Stillman. En cuanto a vaciar la vejiga, generalmente lo hacia al fondo del callejón, detrás del contenedor y de espaldas a la calle. Su intestino era otra historia, y para eso se metía en el contenedor con objeto de asegurarse la intimidad. Al lado del contenedor había también varios cubos de basura de plástico y generalmente Quinn podía encontrar en uno de ellos suficiente papel de periódico limpio como para limpiarse, aunque una vez, en una emergencia, se vio obligado a usar una página del cuaderno rojo. Lavarse y afeitarse eran dos de las cosas de las que Quinn había aprendido a prescindir.
Cómo consiguió mantenerse oculto durante este período es un misterio. Pero parece que nadie le descubrió ni advirtió de su presencia a las autoridades. Sin duda aprendió pronto el horario de los basureros y se aseguraba de estar fuera del callejón cuando aparecían. Lo mismo hacia con el portero del edificio, que depositaba la basura todas las noches en el contenedor y los cubos. Por raro que parezca, nadie se fijó nunca en Quinn. Era como sí se hubiera fundido con las paredes de la ciudad.
Los problemas de intendencia y vida material ocupaban cierta porción de cada día. Sin embargo, en general Quinn disponía de mucho tiempo. Como no quería que nadie le viera, tenía que evitar a los demás del modo más sistemático posible. No podía mirarles, no podía hablarles, no podía pensar en ellos. Quinn siempre se había considerado un hombre a quien le gustaba estar solo; durante los últimos cinco años, de hecho, había buscado activamente la soledad. Pero solamente ahora, mientras su vida continuaba en el callejón, empezó a comprender la verdadera naturaleza de la soledad. No tenía nada de que echar mano excepto él mismo. Y de todas las cosas que descubrió durante los días que estuvo allí, ésta era la única de la que no le cabía duda: estaba cayendo. Lo que no entendía, sin embargo, era esto: si estaba cayendo, ¿cómo podía sujetarse a la vez? ¿Era posible estar arriba y abajo al mismo tiempo? No parecía tener sentido.
Pasó muchas horas mirando al cielo. Desde su posición en el fondo del callejón, encajado entre el contenedor de basura y la pared, había pocas otras cosas que ver, y a medida que pasaban los días empezó a encontrar placer en el mundo de las alturas. Sobre todo, vio que el cielo nunca estaba quieto. Incluso en días sin nubes, cuando el azul parecía estar por todas partes, había pequeños cambios constantes, graduales perturbaciones cuando el cielo clareaba y se espesaba, repentinas blancuras de aviones, pájaros y papeles voladores. Las nubes complicaban el cuadro, y Quinn pasó muchas tardes estudiándolas, tratando de aprender su comportamiento, viendo si podía predecir lo que les sucedería. Se familiarizó con los cirros, los cúmulos, los estratos, los nimbos y todas sus diversas combinaciones, observando cada una de ellas por turno y viendo cómo cambiaba el cielo bajo su influencia. Las nubes introducían también el aspecto del color y había una amplia gama a la que enfrentarse, que abarcaba del negro al blanco, con una infinidad de grises en medio. Había que investigarlos todos, medirlos y descifrarlos. Además, estaban los tonos pastel que se formaban siempre que el sol y las nubes se mezclaban a ciertas horas del día. El espectro de variables era inmenso, el resultado dependía de la temperatura de los diferentes niveles de la atmósfera, de los tipos de nubes presentes en el cielo y de dónde se encontraba el sol en ese preciso momento. De todo esto salían los rojos y rosas que tanto le gustaban a Quinn, los púrpuras y bermellones, los naranjas y lavandas, los oros y los malvas evanescentes. Nada duraba mucho rato. Los colores se dispersaban pronto, mezclándose con otros y alejándose o desvaneciéndose cuando se acercaba la noche. Casi siempre había un viento que aceleraba estos acontecimientos. Desde donde estaba sentado en el callejón, Quinn raras veces lo notaba, pero observando su efecto en las nubes podía calcular su intensidad y la naturaleza del aire que transportaba. Una por una, todas las condiciones atmosféricas pasaron sobre su cabeza, del sol a la tormenta, de un cielo encapotado a un cielo radiante. Había amaneceres y crepúsculos que observar, las transformaciones del mediodía, de la tarde, de la noche. Ni siquiera en su negrura el cielo descansaba. Las nubes se desplazaban en la oscuridad, la luna tenía siempre una forma diferente, el viento continuaba soplando. A veces una estrella se instalaba en el trozo de cielo de Quinn y mientras la contemplaba se preguntaba si seguiría estando allí o si se había apagado mucho tiempo atrás.

Así pasaron los días. Stillman no aparecía. Al final Quinn se quedó sin dinero. Al principio intentó prevenirse para ese momento y en los últimos días reservaba sus fondos con maniática precisión. No gastaba ni un céntimo sin valorar primero la necesidad de lo que creía necesitar, sin sopesar primero todas las consecuencias, los pros y los contras. Pero ni siquiera las más severas economías pudieron detener la llegada de lo inevitable.
Hacia mediados de agosto Quinn descubrió que ya no podía resistir más. El autor ha confirmado esta fecha por medio de diligentes investigaciones. Es posible, sin embargo, que este momento se produjera a finales de julio o a principios de septiembre, ya que toda investigación de esta clase debe contemplar cierto margen de error. Pero, según su leal entender, habiendo considerado las pruebas cuidadosamente y examinado todas las aparentes contradicciones, el autor sitúa los siguientes sucesos en agosto, en algún momento entre el doce y el veinticinco de ese mes.
Quinn no tenía ya casi nada, unas cuantas monedas que no llegaban a un dólar. Estaba seguro de que habría recibido dinero durante su ausencia. Era simplemente cuestión de retirar los cheques de su apartado de correos, llevarlos al banco y cobrarlos. Si todo iba bien, podría estar de vuelta en la Sesenta y nueve Este al cabo de pocas horas. Nunca sabremos los tormentos que sufrió por tener que dejar su puesto.
No tenía suficiente dinero para coger el autobús. Por primera vez en muchas semanas, echó a andar. Era extraño estar de nuevo en marcha, moviéndose constantemente de un sitio a otro, balanceando los brazos hacia detrás y hacia adelante, notando el pavimento bajo las suelas de sus zapatos. Y sin embargo allí estaba, caminando hacia el oeste por la calle Sesenta, torciendo a la derecha al llegar a Madison Avenue y comenzando su andadura hacia el norte. Notaba las piernas débiles y le parecía que tenía la cabeza llena de aire. Debía detenerse de vez en cuando para coger aliento y una vez, a punto de caerse, tuvo que agarrarse a una farola. Descubrió que las cosas iban mejor si levantaba los pies lo menos posible, avanzando despacio y arrastrando los pies. De esta manera podía reservar sus fuerzas para las esquinas, donde tenía que equilibrarse cuidadosamente antes de bajar y subir el bordillo.
En la calle Ochenta y cuatro se detuvo momentáneamente delante de una tienda. Había un espejo en la fachada y, por primera vez desde que había comenzado su vigilia, Quinn se vio. No era que hubiese temido enfrentarse a su imagen. Sencillamente, no se le había ocurrido. Había estado demasiado ocupado con su trabajo para pensar en sí mismo y era como si la cuestión de su aspecto hubiera dejado de existir. Ahora, mientras se miraba en el espejo de la tienda, no se sintió espantado ni decepcionado. No sintió nada al respecto, porque lo cierto es que no se reconoció en la persona que veía allí. Pensó que había visto a un desconocido en el espejo y en ese primer momento dio media vuelta rápidamente para ver quién era. Pero no había nadie cerca de él. Entonces se volvió otra vez para examinar el espejo más atentamente. Rasgo por rasgo, estudió la cara que tenía delante y lentamente empezó a advertir que aquella persona tenía cierto parecido con el hombre que siempre había sido él. Sí, parecía más que probable que aquél fuese Quinn. Sin embargo, ni siquiera entonces se disgustó. La transformación en su aspecto había sido tan drástica que no pudo evitar sentirse fascinado por ella. Se había convertido en un vagabundo. Su ropa estaba descolorida, desmadejada, corrompida por la suciedad. Tenía la cara cubierta de una espesa barba negra con diminutas manchas blancas. Llevaba el pelo largo y enmarañado, en mechones enredados detrás de las orejas y cayendo en rizos casi hasta los hombros. Más que nada, se recordó a Robinson Crusoe, y se maravilló de lo rápidamente que se habían producido aquellos cambios. Había sido únicamente cuestión de meses, y en ese tiempo se había convertido en otra persona. Trató de acordarse de cómo era antes, pero le resultó difícil. Miró a aquel nuevo Quinn y se encogió de hombros. En realidad, no importaba. Antes era una cosa y ahora era otra. Ni mejor ni peor. Era diferente, nada mas.
Continuó andando varias manzanas más, luego torció a la izquierda, cruzó la Quinta Avenida y siguió a lo largo de la tapia de Central Park. En la calle Noventa y seis entró en el parque y se alegró de encontrarse entre la hierba y los árboles. Lo avanzado del verano había secado buena parte del verdor y el suelo estaba salpicado de parches marrones y polvorientos. Pero los árboles seguían llenos de hojas y por todas partes había un centelleo de luz y sombra que a Quinn le pareció milagroso y bellísimo. Era por la mañana y faltaban varias horas para el intenso calor de la tarde.
En medio del parque le venció una urgente necesidad de descansar. Allí no había calles, no había manzanas que marcaran las etapas de su camino y de pronto le pareció que llevaba horas andando. Tuvo la sensación de que llegar al otro lado del parque le costaría un día o dos de obstinado caminar. Siguió unos minutos más, pero al fin sus piernas cedieron. Había un roble no lejos de donde estaba y Quinn se dirigió a él, tambaleándose como un borracho camino de su cama después de toda una noche de juerga. Utilizando el cuaderno rojo como almohada, se tumbó en un montículo herboso en el lado norte del árbol y se quedó dormido. Era el primer sueño ininterrumpido que se permitía en meses, y no se despertó hasta la mañana del día siguiente.
Su reloj marcaba las nueve y media y se encogió al pensar en el tiempo que había perdido. Se levantó y echó a correr a medio galope en dirección Oeste, asombrado de haber recuperado sus fuerzas, pero maldiciéndose por las horas que había desperdiciado en ello. No tenía consuelo. Hiciera lo que hiciera ahora, le parecía que siempre llegaría demasiado tarde. Podría correr cien años y seguiría llegando justo cuando las puertas se cerraban.
Salió del parque en la calle Noventa y seis y siguió hacia el oeste. En la esquina de la Columbus Avenue vio una cabina telefónica, lo cual le recordó repentinamente a Auster y el cheque de quinientos dólares. Tal vez podría ahorrar tiempo recogiendo el dinero ahora. Podría ir directamente a casa de Auster, meterse el dinero en el bolsillo y evitarse el viaje a la oficina de correos y el banco. Pero ¿tendría Auster el dinero a mano? Si no, quizá podrían quedar en el banco de Auster.
Quinn entró en la cabina, rebuscó en su bolsillo y sacó el dinero que le quedaba: dos monedas de diez centavos, una de veinticinco y ocho peniques. Llamó a información para pedir el número, recuperó su moneda de diez en la cajita de devolución, volvió a depositarla y marcó. Auster cogió el teléfono al tercer timbrazo.
–Soy Quinn –dijo.
Oyó un gruñido al otro lado.
–¿Dónde diablos se ha metido? –Había irritación en la voz de Auster–. Le he llamado mil veces.
–He estado ocupado. Trabajando en el caso.
–¿El caso?
–El caso. El caso Stillman. ¿Recuerda?
–Claro que recuerdo.
–Por eso le llamo. Quiero ir a buscar el dinero ahora. Los quinientos dólares.
–¿Qué dinero?
–El cheque, ¿se acuerda? El cheque que le di. El que estaba a nombre de Paul Auster.
–Por supuesto que me acuerdo. Pero no hay dinero. Por eso he estado intentando hablar con usted.
–No tenía ningún derecho a gastárselo –gritó Quinn, repentinamente fuera de sí–. Ese dinero me pertenecía.
–No me lo he gastado. Me devolvieron el cheque.
–No le creo.
–Puede usted venir aquí y ver la carta del banco, si quiere. La tengo encima de la mesa. Era un cheque sin fondos.
–Eso es absurdo.
–Sí, lo es. Pero ya no importa, ¿verdad?
–Claro que importa. Necesito el dinero para continuar con el caso.
–Pero si ya no hay caso. Todo ha terminado.
–¿De qué está usted hablando?
–De lo mismo que usted. Del caso Stillman.
–Pero ¿qué quiere usted decir con lo de que ha terminado? Yo sigo trabajando en él.
–No puedo creerlo.
–No sea tan condenadamente misterioso. No tengo ni la menor idea de qué me está usted hablando.
–No puedo creer que no lo sepa. ¿Dónde diablos ha estado usted? ¿No lee los periódicos?
–¿Los periódicos? Maldita sea, diga lo que tenga que decir. Yo no tengo tiempo de leer los periódicos.
Hubo un silencio al otro lado de la línea y por un momento Quinn pensó que la conversación había terminado, que de alguna manera se había quedado dormido y acababa de despertarse con el teléfono en la mano.
–Stillman se tiró del puente de Brooklyn –dijo Auster–. Se suicidó hace dos meses y medio.
–Está usted mintiendo.
–Apareció en todos los periódicos. Puede usted comprobarlo.
Quinn no dijo nada.
–Era su Stillman –continuó Auster–. El que había sido catedrático de la Columbia. Dicen que murió en el aire antes de llegar al agua.
–¿Y Peter? ¿Qué hay de Peter?
–No tengo ni idea.
–¿Lo sabe alguien?
–Imposible saberlo. Tendrá que averiguarlo usted mismo.
–Sí, supongo que si –dijo Quinn.
Luego, sin despedirse de Auster, colgó. Cogió la otra moneda de diez centavos y la utilizó para llamar a Virginia Stillman. Todavía se sabía el número de memoria.
Una voz mecánica le repitió el número y le comunicó que había sido desconectado. La voz repitió el mensaje y luego la línea se cortó.

Quinn no estaba seguro de lo que sentía. En aquellos primeros momentos fue como si no sintiera nada, como si todo aquello no tuviera el menor sentido. Decidió posponer el pensar en ello. Ya habría tiempo para eso más tarde. Por ahora, lo único que parecía importar era irse a casa. Regresar a su apartamento, quitarse la ropa y darse un baño caliente. Luego hojearía las revistas nuevas, pondría algún disco, limpiaría un poco la casa. Entonces, quizá, empezaría a pensar en ello.
Volvió a la calle Ciento siete. Las llaves de su casa seguían en su bolsillo y mientras abría la puerta del portal y subía los tres tramos de escalera hasta su piso, se sintió casi feliz. Pero entonces entró en el apartamento y se acabó toda su alegría.
Todo había cambiado. Parecía un lugar totalmente distinto y Quinn pensó que tal vez había entrado en otro apartamento por equivocación. Volvió al vestíbulo y comprobó el número de la puerta. No, no se había equivocado. Era su apartamento; era su llave la que había abierto la puerta. Volvió a entrar y evaluó la situación. Habían cambiado de sitio los muebles. Donde antes había una mesa ahora había una silla. Donde antes se hallaba el sofá ahora había una mesa. Había cuadros nuevos en las paredes, una alfombra nueva en el suelo. ¿Y su mesa? La buscó pero no pudo encontrarla. Estudió los muebles más atentamente y vio que no eran los suyos. Se habían llevado los muebles que tenía la última vez que estuvo en el apartamento. Su mesa había desaparecido, sus libros habían desaparecido, los dibujos de su hijo muerto habían desaparecido. Pasó del cuarto de estar al dormitorio. Su cama había desaparecido, su cómoda había desaparecido. Abrió el cajón superior de la cómoda que estaba allí. Había ropa interior de mujer entremezclada en montones: panties, sujetadores, braguitas. El cajón siguiente contenía jerséis de mujer. Quinn no siguió investigando. En una mesa cerca de la cama había una fotografía enmarcada de un hombre joven, rubio y con la cara carnosa. Otra fotografía mostraba al mismo joven sonriente, de pie en la nieve, rodeando con el brazo a una chica de aspecto corriente. Ella también sonreía. Detrás de ellos había una pendiente, un hombre con dos esquís al hombro y el cielo azul invernal.
Quinn volvió al cuarto de estar y se sentó en un sillón. Vio en un cenicero un cigarrillo a medio fumar manchado de barra de labios. Lo encendió y se lo fumó. Luego entró en la cocina, abrió la nevera y encontró un poco de zumo de naranja y una barra de pan. Se bebió el zumo, se comió tres rebanadas de pan y luego regresó al cuarto de estar, donde volvió a sentarse en el sillón. Quince minutos más tarde, oyó pasos que subían la escalera, un repiqueteo de llaves fuera de la puerta y la chica de la fotografía que entraba. Llevaba un uniforme de enfermera blanco y sostenía entre los brazos una bolsa marrón de comestibles. Cuando vio a Quinn dejó caer la bolsa y chilló. O bien primero chilló y luego dejó caer la bolsa. Quinn nunca pudo estar seguro. La bolsa se rompió al dar contra el suelo y la leche resbaló formando un camino blanco hacia el borde de la alfombra.
Quinn se puso de pie, alzó la mano en un gesto de paz y le dijo que no se preocupara. No iba a hacerle daño. Lo único que quería era saber por qué estaba viviendo en su apartamento. Sacó la llave de su bolsillo y la sostuvo en alto como para demostrar sus buenas intenciones. Tardó un rato en convencerla pero al fin el pánico de ella disminuyó.
Eso no quería decir que hubiera empezado a confiar en él o que estuviera menos asustada. Se quedó junto a la puerta abierta, dispuesta a echar a correr a la primera señal de peligro. Quinn mantuvo la distancia, dispuesto a no empeorar las cosas. Su boca no cesaba de hablar, explicando una y otra vez que ella estaba viviendo en su casa. Estaba claro que ella no creía una palabra de lo que le decía, pero le escuchaba para seguirle la corriente, sin duda confiando en que él terminase de hablar y finalmente se marchara.
–Llevo un mes viviendo aquí –dijo ella–. Es mi apartamento. He firmado un contrato de un año.
–Pero ¿por qué tengo yo la llave? –preguntó Quinn por séptima u octava vez–. ¿No la convence eso?
–Hay cientos de maneras por las que puede usted tener esa llave.
–¿No le dijeron que había alguien viviendo aquí cuando alquiló usted el apartamento?
–Me dijeron que era un escritor. Pero había desaparecido. Llevaba meses sin pagar el alquiler.
–¡Ése soy yo! –exclamó Quinn–. ¡Yo soy el escritor!
La chica le miró friamente y se echó a reír.
–¿Escritor? Eso es lo más divertido que he oído nunca. Mírese. En mi vida he visto mayor desastre.
–He tenido algunos problemas últimamente –murmuró Quinn a modo de explicación–. Pero son sólo temporales.
–El casero me dijo que se alegraba de librarse de usted. No le gustan los inquilinos que no tienen un puesto de trabajo. Utilizan demasiada calefacción y estropean las instalaciones.
–¿Sabe usted qué ha sido de mis cosas?
–¿Qué cosas?
–Mis libros. Mis muebles. Mis papeles.
–No tengo ni idea. Probablemente vendió lo que pudo y tiró el resto. El apartamento estaba vacío cuando yo me mudé.
Quinn dio un profundo suspiro. Había llegado al final de sí mismo. Lo sentía ahora, como si al fin se le hubiera revelado una gran verdad. No quedaba nada.
–¿Se da cuenta de lo que esto significa? –preguntó.
–Francamente, me tiene sin cuidado –dijo la chica–. Es su problema, no el mío. Yo sólo quiero que salga de aquí. Ahora mismo. Ésta es mi casa y quiero que se vaya. Si no se marcha, llamaré a la policía para que le arresten.
Ya daba igual. Podría quedarse allí discutiendo con la chica todo el día y seguiría sin recuperar su apartamento. Lo había perdido, él se había perdido, todo estaba perdido. Tartamudeó algo inaudible, se disculpó por robarle su tiempo, pasó por su lado y salió por la puerta.


13

Como ya no le importaba lo que sucediera, a Quinn no le sorprendió que el portal del edificio de la calle Sesenta y nueve se abriera sin llave. Tampoco le sorprendió, cuando llegó a la novena planta y recorrió el pasillo hasta el piso de los Stillman, que aquella puerta también estuviese abierta. Y lo que menos le sorprendió fue encontrar el piso vacío. El lugar había sido despojado de todo y las habitaciones no contenían nada. Eran todas idénticas: un suelo de madera y cuatro paredes blancas. Esto no le causó ninguna impresión especial. Estaba agotado y sólo pensaba en cerrar los ojos.
Fue a una de las habitaciones del fondo del piso, un pequeño espacio que no media más de tres metros por uno y medio. Tenía una ventana con tela metálica que daba a un estrecho patio y de todas las habitaciones parecía la más oscura. Dentro de esta habitación había una segunda puerta que llevaba a un cubículo sin ventana que contenía un retrete y un lavabo. Quinn puso el cuaderno rojo en el suelo, sacó el bolígrafo del sordomudo de su bolsillo y lo tiró sobre el cuaderno. Luego se quitó el reloj y se lo metió en el bolsillo. Después se quitó la ropa, abrió la ventana y una por una dejó caer cada prenda al patio: primero el zapato derecho, luego el izquierdo; un calcetín, luego el otro; la camisa, la chaqueta, los calzoncillos, los pantalones. No se asomó para verlos caer ni comprobó dónde caían. Luego cerró la ventana, se tumbó en el suelo y se durmió.
Estaba oscuro cuando despertó. Quinn no podía estar seguro de cuánto tiempo había transcurrido, de si era la noche de aquel día o la noche del siguiente. Incluso era posible, pensó, que no fuese de noche. Quizá simplemente estaba oscuro dentro de la habitación y fuera, más allá de la ventana, brillaba el sol. Durante unos momentos pensó en levantarse e ir a la ventana a mirar, pero luego decidió que no importaba. Si ahora no era de noche, pensó, se haría de noche más tarde. Eso era seguro, y tanto si miraba por la ventana como si no, la respuesta sería la misma. Por otra parte, si era de noche allí en Nueva York, seguramente el sol brillaría en algún otro lugar. En China, por ejemplo, sin duda sería media tarde y los recolectores de arroz estarían enjugándose el sudor de la frente. Noche y día no eran más que términos relativos; no se referían a una condición absoluta. En cualquier momento dado, siempre era de noche y de día. La única razón de que no lo supiéramos era que no podíamos estar en dos lugares a la vez.
Quinn pensó también en levantarse e ir a otra habitación, pero luego se dio cuenta de que estaba muy a gusto donde estaba. El sitio que había elegido era cómodo y descubrió que le gustaba estar tumbado de espaldas con los ojos abiertos, mirando al techo, o lo que habría sido el techo, si hubiese podido verlo. Sólo le faltaba una cosa, y era el cielo. Se dio cuenta de que echaba de menos tenerlo sobre su cabeza después de tantos días y noches pasados a la intemperie. Pero ahora estaba en un interior, y eligiera la habitación que eligiera para acampar, el cielo seguiría estando oculto, inaccesible incluso al límite más lejano de la vista.
Pensó que se quedaría allí hasta que no pudiera más. Habría agua en el lavabo para calmar su sed y eso le permitiría ganar tiempo. Finalmente sentiría hambre y tendría que comer. Pero llevaba tanto tiempo preparándose para necesitar poquísimo que sabía que pasarían varios días hasta que llegara ese momento. Decidió no pensar en ello mientras no tuviera que hacerlo. No tenía sentido preocuparse, pensó, no tenía sentido inquietarse por cosas que no importaban.
Trató de pensar en la vida que había vivido antes de que comenzara aquella historia. Le costó un gran esfuerzo, ya que ahora le parecía muy remota. Se acordó de los libros que había escrito con el nombre de William Wilson. Era extraño, pensó, que hubiera hecho aquello, y se preguntó por qué lo hacía. En su corazón comprendió que Max Work estaba muerto. Había muerto en algún lugar camino de su siguiente caso, y Quinn no conseguía lamentarlo. Ahora todo le parecía poco importante. Pensó en su mesa de trabajo y en los miles de palabras que había escrito allí. Pensó en el hombre que había sido su agente y se dio cuenta de que no recordaba su nombre. Estaban desapareciendo tantas cosas que era difícil seguirles la pista. Quinn trató de recordar la alineación de los Mets, posición por posición, pero su mente empezaba a desvariar. El centrocampista, recordó, era Mookie Wilson, un joven prometedor cuyo verdadero nombre era William Wilson. Seguramente había algo interesante ahí. Quinn persiguió la idea durante unos momentos pero luego la abandonó. Los dos William Wilson se anulaban el uno al otro. Eso era todo. Quinn se despidió de ambos mentalmente. Los Mets acabarían en el último puesto de la clasificación una vez más y nadie sufriría por ello.
Cuando volvió a despertarse, el sol entraba en la habitación. Había una bandeja con comida a su lado en el suelo, en los platos humeaba lo que parecía carne asada. Quinn aceptó aquello sin protestar. No se quedó sorprendido ni perturbado por ello. Sí, se dijo, es perfectamente posible que me dejen comida aquí. No sintió curiosidad por saber cómo o por qué había sucedido aquello. Ni siquiera se le ocurrió salir de la habitación para buscar la respuesta en el resto del piso. Examinó la comida de la bandeja más atentamente y vio que además de los dos grandes trozos de carne asada había siete patatitas asadas, un plato de espárragos, un panecillo tierno, una ensalada, una jarra de vino tinto, unas tajadas de queso y una pera de postre. Había una servilleta de hilo blanco y los cubiertos eran de la mejor calidad. Quinn se tomó la comida, o más bien la mitad de ella, que fue lo máximo que pudo tragar.
Después de su almuerzo empezó a escribir en el cuaderno rojo. Siguió escribiendo hasta que la oscuridad volvió a la habitación. Había una pequeña lámpara en medio del techo y un interruptor junto a la puerta, pero la idea de utilizarlo no le atrajo. Poco después se durmió de nuevo. Cuando despertó, había luz del sol en la habitación y otra bandeja con comida a su lado en el suelo. Comió lo que pudo y luego volvió a escribir en el cuaderno rojo.
La mayor parte de las anotaciones de este periodo consisten en cuestiones marginales relativas al caso Stillman. Quinn se preguntaba, por ejemplo, por qué no se había molestado en buscar las noticias del arresto de Stillman en los periódicos de 1969. Examinaba el problema de si el aterrizaje en la luna de ese mismo año había estado relacionado de alguna manera con lo sucedido. Se preguntaba por qué se había fiado de la palabra de Auster cuando le dijo que Stillman había muerto. Trataba de pensar en los huevos y escribía frases tales como “Un buen huevo”, “Él tenía huevo en la cara”, “Poner un huevo”, “Ser tan parecidos como dos huevos”. Se preguntaba qué habría sucedido si hubiese seguido al segundo Stillman en lugar de al primero. Se preguntaba por qué San Cristóbal, el patrón de los viajes, había sido descanonizado por el Papa en 1969, justo en la época del viaje a la luna. Reflexionaba sobre la cuestión de por qué don Quijote no había querido simplemente escribir libros como los que tanto le gustaban, en vez de vivir sus aventuras. Se preguntaba por qué tenía él las mismas iniciales que don Quijote. Consideraba la posibilidad de que la chica que se había trasladado a su apartamento fuese la misma que había visto en la estación Grand Central leyendo su libro. Se preguntaba si Virginia Stillman habría contratado a otro detective cuando él dejó de ponerse en contacto con ella. Se preguntaba por qué había creído a Auster cuando le dijo que le habían devuelto el cheque. Pensaba en Peter Stillman y se preguntaba si habría dormido alguna vez en la habitación en la que él estaba ahora. Se preguntaba si el caso había terminado realmente o si de alguna manera continuaba trabajando en él. Se preguntaba qué aspecto tendría el mapa de todos los pasos que había dado en su vida y qué palabra se escribiría con ellos.
Cuando estaba oscuro, dormía, y cuando había luz, comía y escribía en el cuaderno rojo. Nunca estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido en cada intervalo, ya que no se molestaba en contar los días o las horas. Le parecía, sin embargo, que poco a poco la oscuridad había comenzado a ganar a la luz, que mientras al principio había un predominio de sol, gradualmente la luz se había vuelto más tenue y pasajera. Primero lo atribuyó a un cambio de estación. Seguramente ya había pasado el equinoccio y quizá se aproximaba el solsticio. Pero incluso después de que llegara el invierno y teóricamente el proceso hubiera debido empezar a invertirse, Quinn observaba que los períodos de oscuridad continuaban ganando a los períodos de luz. Le parecía que cada vez tenía menos tiempo para comer y escribir en el cuaderno rojo. Finalmente le pareció que estos períodos habían quedado reducidos a una cuestión de minutos. Una vez, por ejemplo, terminó su comida y descubrió que sólo tenía suficiente tiempo para escribir tres frases en el cuaderno rojo. La siguiente vez que hubo luz, sólo pudo escribir dos frases. Empezó a saltarse las comidas para dedicarse al cuaderno rojo, comiendo sólo cuando le parecía que no podía aguantar más. Pero el tiempo continuaba disminuyendo y pronto no pudo comer más que un bocado o dos antes de que volviera la oscuridad. No se le ocurrió encender la luz eléctrica porque hacía tiempo que había olvidado que la tenía.
Este periodo de creciente oscuridad coincidió con la disminución de las páginas del cuaderno rojo. Poco a poco Quinn estaba llegando al final. En un momento dado comprendió que cuanto más escribiera, antes llegaría el momento en que ya no podría escribir más. Empezó a pesar sus palabras con gran cuidado, haciendo un esfuerzo por expresarse del modo más económico y claro posible. Lamentó haber desperdiciado tantas páginas al principio del cuaderno y hasta llegó a sentir haberse molestado en escribir sobre el caso Stillman. Porque ahora había dejado el caso muy atrás y ya no se tomaba la molestia de pensar en él. Había sido un puente hacia otro lugar en su vida, y ahora que lo había cruzado, había perdido su significado. Quinn ya no sentía el menor interés por si mismo. Escribía acerca de las estrellas, la tierra, sus esperanzas para la humanidad. Sentía que sus palabras habían quedado separadas de él, que ahora formaban parte del ancho mundo, tan reales y específicas como una piedra, un lago o una flor. Ya no tenían nada que ver con él. Recordaba el momento de su nacimiento y cómo había sido arrancado suavemente del útero de su madre. Recordaba la infinita bondad del mundo y de todas las personas a las que había amado. Ya nada importaba excepto la belleza de todo esto. Quería continuar escribiendo acerca de ello y le dolía saber que no sería posible. No obstante, trató de enfrentarse al final del cuaderno rojo con valor. Se preguntó si sería capaz de escribir sin pluma, si podría aprender a hablar en lugar de escribir, llenando la oscuridad con su voz, diciendo las palabras al aire, a las paredes, a la ciudad, incluso aunque la luz no volviera nunca mas.
La última frase del cuaderno rojo dice: “¿Qué sucederá cuando no haya más páginas en el cuaderno rojo?”

En este punto la historia se vuelve oscura. La información se agota y los sucesos que siguieron a esta última frase nunca se sabrán. Seria estúpido incluso aventurar una hipótesis.
Regresé de mí viaje a África en febrero, justo unas horas antes de que comenzara a caer una nevada sobre Nueva York. Llamé a mi amigo Auster esa tarde y él me insistió en que fuese a verle en cuanto pudiera. Había algo tan apremiante en su voz que no me atreví a negarme, aunque estaba agotado.
En su piso Auster me explicó lo poco que sabia de Quinn y luego pasó a describirme el extraño caso en el que se había visto envuelto accidentalmente. Había llegado a obsesionarle, me dijo, y quería que le aconsejara respecto a lo que debía hacer. Después de oírle hasta el final, empecé a enojarme con él por haber tratado a Quinn con tanta indiferencia. Le regañé por no haber participado más en aquellos sucesos, por no haber hecho algo para ayudar a un hombre que tan evidentemente tenía problemas.
Auster pareció tomarse mis palabras muy a pecho. Me dijo que por eso me había pedido que fuera. Se sentía culpable y necesitaba desahogarse. Me dijo que yo era la única persona en quien podía confiar.
Había pasado los últimos meses tratando de localizar a Quinn, pero sin éxito. Quinn ya no vivía en su apartamento y todos sus intentos de encontrar a Virginia Stillman habían fracasado. Fue entonces cuando le sugerí que echáramos un vistazo al piso de los Stillman. No sé cómo, tuve la intuición de que allí era donde Quinn había acabado.
Nos pusimos el abrigo, salimos y cogimos un taxi hasta la calle Sesenta y nueve Este. Nevaba desde hacía una hora y las calles ya presentaban peligro. Tuvimos poca dificultad para entrar en el edificio, nos colamos por la puerta con uno de los inquilinos que llegaba en ese momento. Subimos y encontramos la puerta de lo que había sido el piso de los Stillman. Estaba abierta. Entramos cautelosamente y descubrimos una serie de habitaciones vacías. En un cuarto pequeño al fondo, impecablemente limpio como todas las demás habitaciones, vimos el cuaderno rojo tirado en el suelo. Auster lo cogió, lo hojeó brevemente y dijo que era de Quinn. Luego me lo entregó y me pidió que lo guardara. El asunto le había trastornado tanto que temía quedárselo él. Le dije que lo conservaría hasta que estuviera en condiciones de leerlo, pero negó con la cabeza y me contestó que no quería verlo nunca más. Luego salimos y caminamos bajo la nieve. La ciudad estaba enteramente blanca y la nieve seguía cayendo, como si no fuera a cesar nunca.
Por lo que respecta a Quinn, me es imposible decir dónde está ahora. He seguido el cuaderno rojo lo más atentamente que he podido y cualquier inexactitud en la historia debe atribuírseme a mí. Había momentos en que el texto resultaba difícil de descifrar, pero he hecho todo lo que he podido y me he abstenido de cualquier interpretación. El cuaderno rojo, por supuesto, es sólo la mitad de la historia, como cualquier lector sensible entenderá. En cuanto a Auster, estoy convencido de que se portó mal desde el principio al fin. Si nuestra amistad ha terminado, él es el único culpable. En cuanto a mí, sigo pensando en Quinn. Siempre estará conmigo. Y se encuentre donde se encuentre, le deseo suerte.



Fantasmas



En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño. Castaño le inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castaño envejeció, Azul le sustituyó. Así es como empieza. El escenario es Nueva York, la época es el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todos los días y se sienta detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante mucho tiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama Blanco entra por la puerta, y así es como empieza.
El caso parece bastante sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre que se llama Negro y que le vigile todo el tiempo que haga falta. Cuando trabajaba para Castaño, Azul hacia muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece diferente, quizá incluso más fácil que la mayoría.
Azul necesita el trabajo, así que escucha a Blanco y no le hace muchas preguntas. Supone que se trata de un caso matrimonial y que Blanco es un marido celoso. Blanco no da muchas explicaciones. Quiere que le mande un informe a la semana, dice, a tal apartado de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tal largura y tal anchura. Azul recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco le dice luego a Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene, etcétera. Cuando Azul le pregunta a Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no lo sabe. Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice.
Para ser justos con Azul hay que decir que lo encuentra todo un poco raro. Pero afirmar que tiene recelos en ese momento sería ir demasiado lejos. Sin embargo, le es imposible no advertir ciertas cosas de Blanco. La barba negra, por ejemplo, y las cejas excesivamente pobladas. Y luego está la piel, que parece exageradamente blanca, como si estuviera cubierta de polvos. Azul no es ningún aficionado en el arte del disfraz y no le resulta difícil notar ése. Después de todo, Castaño fue su maestro y en sus tiempos Castaño era el mejor del gremio. Así que Azul empieza a pensar que se ha equivocado, que el caso no tiene nada que ver con el matrimonio. Pero no va más allá, porque Blanco sigue hablándole y Azul necesita concentrarse en seguir sus palabras.
Todo está arreglado, dice Blanco. Hay un pequeño apartamento justo enfrente del de Negro. Ya lo he alquilado y puede usted mudarse hoy. Pagaré el alquiler hasta que se acabe el caso.
Buena idea, dice Azul, cogiendo la llave que le da Blanco. Eso eliminará el trabajo de piernas.
Exactamente, contesta Blanco, acariciándose la barba.
Y así el asunto queda resuelto. Azul acepta el trabajo y se dan la mano. Para demostrar su buena fe, Blanco le da a Azul un anticipo de diez billetes de cincuenta dólares.
Así es como empieza, por lo tanto. Con el joven Azul y un hombre llamado Blanco, que evidentemente no es el hombre que parece ser. No importa, se dice Azul cuando Blanco se ha ido. Estoy seguro de que tendrá sus razones. Y, además, no es mi problema. Sólo tengo que preocuparme por hacer mi trabajo.
Estamos a tres de febrero de 1947. Lo que Azul no sabe, claro está, es que el caso durará años. Pero el presente no es menos oscuro que el pasado y su misterio es igual a cualquier cosa que nos reserva el futuro. Así es el mundo: un paso después de otro, una palabra y luego la siguiente. Hay ciertas cosas que Azul no puede saber en este momento. Porque el conocimiento llega despacio, y cuando llega, a menudo hay que pagar un alto precio personal.
Blanco sale de la oficina y un momento más tarde Azul coge el teléfono y llama a la futura señora Azul. Voy a esconderme, le dice a su novia. No te preocupes si estoy una temporadita sin llamarte. Estaré pensando en ti todo el tiempo.
Azul coge una pequeña bolsa gris de un estante y mete en ella su treinta y ocho, unos prismáticos, un cuaderno y otras herramientas del oficio. Luego arregla su mesa, pone en orden sus papeles y cierra la puerta con llave. Desde allí va directamente al apartamento que Blanco ha alquilado para él. La dirección no importa. Pero digamos que está en Brooklyn Heights, por bien de la trama. Una calle tranquila, poco transitada, no lejos del puente, la calle Naranja, quizá. Walt Whithman compuso a mano la primera edición de Hojas de hierba en esa calle en 1855 y fue ahí donde Henry Warb Beecher lanzó vituperios contra la esclavitud desde el púlpito de su iglesia de ladrillo rojo. Bueno, ya está bien de color local.
Es un pequeño estudio en el tercer piso de una casa de cuatro plantas de piedra parda. Azul se alegra al ver que está completamente amueblado, y mientras se mueve por la habitación examinando los muebles, descubre que todo lo que hay allí es nuevo: la cama, la mesa, la silla, la alfombra, las sábanas, los utensilios de cocina, todo. Hay un juego completo de ropa colgado en el armario, y Azul, preguntándose si la ropa es para él, se la prueba y ve que le sienta bien. No es el sitio más grande en el que he estado, se dice, paseando de un extremo a otro de la habitación, pero es bastante acogedor, bastante acogedor.
Vuelve a salir, cruza la calle y entra en el edificio de enfrente. En el portal busca el nombre de Negro en los buzones y lo encuentra: Negro – tercer piso. Hasta ahora todo va bien. Luego regresa a su habitación y se pone a trabajar. Separando las cortinas de la ventana mira hacia afuera y ve a Negro sentado ante una mesa en su habitación al otro lado de la calle. Por lo que Azul puede ver, deduce que Negro está escribiendo. Una mirada a través de los prismáticos se lo confirma. Las lentes, sin embargo, no son lo bastante potentes como para mostrarle la propia escritura, y aunque lo fuesen, Azul duda de que pudiera leer lo escrito al revés. Lo único que puede decir con certeza, por lo tanto, es que Negro está escribiendo en un cuaderno con una pluma estilográfica roja. Azul saca su propio cuaderno y escribe: 3 Feb. 3 tarde. Negro escribiendo en su mesa.
De vez en cuando Negro hace una pausa en su trabajo y mira por la ventana. En un momento dado Azul cree que le está mirando directamente a él y se retira. Pero tras una inspección más detenida se da cuenta de que es simplemente una mirada vacía, reveladora de reflexión más que de visión, una mirada que hace las cosas invisibles, que no las deja penetrar. Negro se levanta de su silla a cada momento y desaparece a un lugar oculto de la habitación, un rincón, supone Azul, o quizá al cuarto de baño, pero nunca está ausente mucho rato, siempre regresa rápidamente a la mesa. Esto sigue así durante varias horas y Azul no se ha enterado de nada a pesar de sus esfuerzos. A las seis escribe la segunda frase en su cuaderno. Esto sigue así durante varias horas.
No es tanto que Azul se aburra como que se siente frustrado. No pudiendo leer lo que Negro ha escrito, todo es un vacío hasta ahora. Quizá sea un loco, piensa Azul, que está tramando volar el mundo. Quizá ese escrito tenga algo que ver con su fórmula secreta. Pero Azul se avergüenza inmediatamente de ese pensamiento tan infantil. Es demasiado pronto para saber nada, se dice, y por el momento decide no emitir ningún juicio.
Su mente vaga de una cosa a otra y finalmente se detiene en la futura señora Azul. Planeaban salir esta noche, recuerda, y de no haber sido por la aparición de Blanco en su despacho esta mañana y por este nuevo caso, ahora estaría con ella. Primero el restaurante chino de la calle Treinta y nueve, donde habrían luchado con los palillos y habrían hecho manitas por debajo de la mesa, y luego el programa doble del cine Paramount. Durante un momento tiene una imagen asombrosamente clara de la cara de su novia en la cabeza. (riéndose con los ojos bajos, fingiendo azoramiento) y se da cuenta de que preferiría con mucho estar con ella en lugar de estar sentado en ese cuartito durante Dios sabe cuánto tiempo. Piensa en llamarla por teléfono para charlar, titubea y luego decide no hacerlo. No quiere parecer débil. Si ella supiera cuánto la necesita, él empezaría a perder su ventaja y eso no sería bueno. El hombre debe ser siempre el más fuerte.
Ahora Negro ha recogido la mesa y sustituido los materiales de escritura por la cena. Está allí sentado masticando despacio, mirando fijamente por la ventana de esa manera abstraída. Al ver la comida, Azul se da cuenta de que tiene hambre y busca en el armario de la cocina algo que comer. Se decide por una cena de estofado de lata y moja en la salsa con una rebanada de pan blanco. Tiene ciertas esperanzas de que Negro salga después de cenar, y se anima cuando ve una repentina actividad en la habitación de Negro. Pero todo queda en nada. Quince minutos más tarde, Negro está sentado delante de su mesa nuevamente, esta vez leyendo un libro. Hay una lámpara encendida a su lado y Azul ve su cara más claramente que antes. Calcula que la edad de Negro es la misma que la suya, año más, año menos. Es decir, tendrá alrededor de los treinta años. Encuentra la cara de Negro bastante agradable, sin nada que la distinga de otras mil caras que uno ve todos los días. Esto es una desilusión para Azul, porque todavía espera secretamente descubrir que Negro es un loco. Azul mira por los prismáticos y lee el título del libro que Negro está leyendo. Walden, de Henry David Thoreau. Azul nunca ha oído hablar de ese libro y anota cuidadosamente el título en el cuaderno.
Todo sigue igual durante el resto de la tarde, Negro leyendo y Azul mirándole leer. A medida que pasa el tiempo, Azul se desalienta más y más. No está acostumbrado a estar sentado mano sobre mano, y cuando la oscuridad le va cercando, empieza a ponerse nervioso. Le gusta estar en movimiento, yendo de un sitio a otro, haciendo cosas. No soy del tipo Sherlock Holmes, solía decirle a Castaño, siempre que el jefe le encargaba un trabajo especialmente sedentario. Dame algo a lo que pueda hincarle el diente. Ahora que el jefe es él, esto es lo que consigue: un caso en el que no hay nada que hacer. Porque ver a alguien leer y escribir no es hacer nada. La única manera de que Azul tenga una idea de lo que está ocurriendo es estar dentro de la cabeza de Negro, ver lo que está pensando, y eso por supuesto es imposible. Poco a poco, por lo tanto, Azul deja que su mente derive hacia los viejos tiempos. Piensa en Castaño y en algunos de los casos en los que trabajaron juntos, saboreando el recuerdo de sus triunfos. El Asunto Rojo, por ejemplo, en el cual rastrearon al cajero de un banco que había desfalcado un cuarto de millón de dólares. Para ese caso Azul fingió ser un corredor de apuestas y convenció a Rojo para que apostara con él. Los billetes fueron identificados como los que faltaban en el banco y el hombre recibió su merecido. Aún mejor fue el Caso Gris. Hacía más de un año que Gris había desaparecido y su esposa estaba dispuesta a darle por muerto. Azul buscó por los canales normales y no encontró nada. Luego, un día, cuando estaba a punto de archivar su último informe, tropezó con Gris en un bar, a menos de dos manzanas de donde estaba su esposa, convencida de que él no regresaría nunca. Entonces Gris se llamaba Verde, pero Azul supo que era Gris a pesar de todo, porque desde hacía tres meses llevaba encima una fotografía del hombre y conocía su cara de memoria. Resultó ser un caso de amnesia. Azul llevó a Gris a casa de su esposa, y aunque él no se acordaba de ella e insistía en que su apellido era Verde, la encontró de su gusto y unos días más tarde le propuso matrimonio. Así que la señora Gris se convirtió en la señora Verde, casada con el mismo hombre por segunda vez, y aunque Gris nunca recordó el pasado –y se negó tercamente a admitir haberlo olvidado–, eso no parecía impedirle vivir cómodamente en el presente. Gris había sido ingeniero en su vida anterior, pero siendo Verde trabajaba de barman en el bar que estaba a dos manzanas de su casa. Le gustaba mezclar las bebidas, decía, y hablar con la gente que entraba, y no podía imaginarse haciendo ninguna otra cosa. Yo nací para ser barman, les comunicó a Castaño y a Azul en la fiesta de la boda, y ¿quiénes eran ellos para oponerse a lo que un hombre quisiera hacer con su vida?
Ésos eran los buenos tiempos de antes, se dice Azul ahora, mientras ve cómo Negro apaga la luz de su habitación al otro lado de la calle. Llenos de peripecias y divertidas coincidencias. Bueno, no todos los casos pueden ser emocionantes. Hay que aceptar lo bueno y lo malo.
Azul, siempre optimista, se despierta a la mañana siguiente de buen humor. Fuera cae la nieve sobre la calle tranquila y todo se ha vuelto blanco. Después de observar a Negro mientras éste desayuna en la mesa junto a la ventana y lee unas páginas más de Walden, Azul le ve retirarse al fondo de la habitación y luego regresar a la ventana con el abrigo puesto. Son poco más de las ocho. Azul coge su sombrero, su abrigo, su bufanda y sus botas, se los pone apresuradamente y baja a la calle menos de un minuto después que Negro. Es una mañana sin viento, tan silenciosa que puede oír cómo caen los copos de nieve sobre las ramas de los árboles. No hay nadie más en la calle y los zapatos de Negro han dejado una perfecta fila de huellas en la acera blanca. Siguiendo las huellas, Azul vuelve la esquina y ve a Negro paseando por la calle, como si disfrutara del tiempo. No parece el comportamiento de un hombre que está a punto de escapar, piensa Azul, y en consecuencia afloja el paso. Dos calles más allá Negro entra en una pequeña tienda de comestibles, permanece en ella diez o doce minutos y luego sale con dos pesadas bolsas de papel marrón. Sin fijase en Azul, que está parado en un portal en la acera de enfrente, empieza a volver sobre sus pasos en dirección a la calle Naranja. Haciendo provisión de víveres para la tormenta, se dice Azul. Luego decide arriesgarse a perder el contacto con Negro y él también entra en la tienda para hacer otro tanto. A menos que sea un ardid, piensa, y Negro esté planeando tirar las bolsas y salir corriendo, es bastante seguro que va camino de su casa. Por lo tanto, Azul hace sus compras, entra en la tienda de al lado para comprar un periódico y varias revistas y luego regresa a su habitación de la calle Naranja. Efectivamente, Negro está ya sentado ante su mesa junto a la ventana, escribiendo en el mismo cuaderno que el día anterior.
Debido a la nieve, la visibilidad es mala y Azul tiene dificultad para descifrar lo que ocurre en la habitación de Negro. Ni siquiera los prismáticos le sirven de mucho. El día sigue siendo oscuro y a través de la interminable nevada Negro parece sólo una sombra. Azul se resigna a una larga espera y luego se acomoda con sus periódicos y revistas. Es un devoto lector de El Verdadero Detective y trata de no perdérselo ningún mes. Ahora que dispone de tiempo, lee el nuevo número concienzudamente, incluso deteniéndose en los pequeños anuncios de las últimas páginas. Enterrado entre las principales crónicas sobre policías y agentes secretos, hay un artículo corto que toca una cuerda sensible en Azul, y ni siquiera después de terminar la revista puede dejar de pensar en él. Hace veinticinco años, al parecer, encontraron a un niño asesinado en un pequeño bosque a las afueras de Filadelfia. Aunque la policía empezó a trabajar rápidamente en el caso, nunca consiguió encontrar ninguna pista. No sólo no tuvieron ningún sospechoso, sino que ni siquiera pudieron identificar al niño. Quién era, de dónde venía, por qué estaba allí, todas estas preguntas quedaron sin respuesta. Finalmente el caso fue retirado del archivo activo, y de no ser por el forense asignado para hacer la autopsia del niño, habría sido olvidado por completo. Este hombre, que se llamaba Oro, se obsesionó con el asesinato. Antes de que el niño fuese enterrado, hizo una mascarilla de su cara y desde entonces dedicó todo el tiempo que pudo a ese misterio. Al cabo de veinte años llegó a la edad de la jubilación, dejó su trabajo y empezó a dedicar todas las horas del día al caso. Pero las cosas no fueron bien. No hizo ningún progreso, no se acercó ni un paso a la resolución del crimen. El artículo de El Verdadero Detective dice que ahora ofrece una recompensa de dos mil dólares a cualquiera que pueda proporcionar información sobre el niño. También incluye una fotografía retocada y granulosa del hombre sosteniendo la mascarilla en sus manos. La mirada de sus ojos es tan angustiada e implorante que Azul apenas puede apartar los suyos. Oro se está haciendo mayor y teme morir antes de resolver el caso. Esto conmueve profundamente a Azul. Si fuera posible, nada le gustaría más que dejar lo que está haciendo y tratar de ayudar a Oro. No hay suficientes hombres como él, piensa. Si el niño fuera hijo de Oro, entonces tendría sentido: venganza, pura y simple, y cualquiera podría entenderlo. Pero el niño era un completo desconocido para él, así que no hay nada personal en el asunto, ni un indicio de motivación secreta. Es esto lo que tanto afecta a Azul. Oro se niega a aceptar un mundo en el que el asesino de un niño pueda quedar sin castigo, aunque el asesino haya muerto ya, y está dispuesto a sacrificar su propia vida y felicidad para hacer justicia. Azul piensa ahora en el niño durante un rato, tratando de imaginar qué sucedió realmente, tratando de sentir lo que el niño debió de sentir, y entonces se le ocurre que el asesino debió de ser uno de los padres, porque de lo contrarío habrían informado de la desaparición del niño. Eso hace que sea aún peor, piensa Azul, y mientras empieza a ponerse enfermo al pensar en ello, comprende plenamente lo que Oro debe de sentir todo el tiempo, se da cuenta de que hace veinticinco años él también era un niño y de que si el niño hubiese vivido ahora tendría su edad. Podría haber sido yo, piensa Azul. Yo podría haber sido ese niño. No sabiendo qué otra cosa hacer, recorta la fotografía de la revista y la clava en la pared sobre su cama.
Todo sigue igual durante los primeros días. Azul observa a Negro y no sucede casi nada. Negro escribe, lee, come, da breves paseos por el barrio, no parece darse cuenta de que Azul está allí. En cuanto a Azul, intenta no preocuparse. Supone que Negro está escondido temporalmente, esperando a que llegue el momento oportuno. Dado que Azul es un solo hombre, se da cuenta de que no se espera de él una vigilancia constante. Después de todo, no puedes vigilar a alguien veinticuatro horas al día. Tienes que tener tiempo para dormir, comer, lavar la ropa, etcétera. Si Blanco hubiera querido que Negro fuese vigilado día y noche, habría contratado a dos o tres hombres, no a uno. Pero Azul es sólo uno, y no puede hacer más de lo que es posible.
Sin embargo, se preocupa, a pesar de lo que se dice a si mismo. Porque deduce que, si es preciso vigilar a Negro, debería ser vigilado todas las horas de todos los días. Cualquier cosa que no sea una vigilancia constante no sería una vigilancia. No haría falta mucho, razona Azul, para que todo el cuadro cambiase. Un solo momento de descuido   –una mirada a un lado, una pausa para rascarse la cabeza, un simple bostezo– y, presto, Negro se escapa y comete el nefando acto que está planeando cometer Y, sin embargo, necesariamente habrá tales momentos, cientos e incluso miles de ellos cada día. Azul encuentra esto inquietante, porque por más vueltas que le da al problema, no se acerca a su solución. Pero eso no es lo único que le inquieta.
Hasta ahora Azul no ha tenido muchas oportunidades de permanecer inactivo, y esta nueva ociosidad le ha dejado un poco perdido. Por primera vez en su vida le parece que le han dejado a solas consigo mismo, sin nada a que agarrarse, nada que le permita distinguir un momento del siguiente. Nunca ha pensado mucho en su mundo interior, y aunque siempre ha sabido que estaba allí, ha sido un territorio desconocido, inexplorado y por tanto oscuro, incluso para sí mismo. Se ha movido rápidamente por la superficie de las cosas hasta donde puede recordar, fijando su atención en esas superficies sólo con el fin de percibirlas, valorando una y pasando a la siguiente, y siempre se ha conformado con el mundo tal cual era, sin pedir más a las cosas que su presencia allí. Y hasta ahora allí han estado, vívidamente grabadas contra la luz del día, diciéndole claramente lo que son, tan perfectamente ellas mismas y nada más, que nunca ha tenido que detenerse ante ellas o mirarlas dos veces. Ahora, de repente, con el mundo apartado de él, sin nada que ver excepto una vaga sombra llamada Negro, se encuentra pensando en cosas que nunca se le habían ocurrido, y esto también ha empezado a inquietarle. Si pensar es quizá una palabra demasiado fuerte en este momento, un término algo más modesto –especulación, por ejemplo– no se alejaría de la realidad. Especular, del latín speculatus, que significa espejo. Porque mientras espía a Negro al otro lado de la calle es como si Azul estuviera mirándose al espejo, y en lugar de simplemente observar a otro, descubre que también se está observando a si mismo. La vida se ha ralentizado tan drásticamente para él que Azul ahora es capaz de ver cosas que antes escapaban a su atención. La trayectoria de la luz que pasa por la habitación cada día, por ejemplo, y la forma en que el sol a ciertas horas refleja la nieve en el extremo más lejano del techo de su habitación. Los latidos de su corazón, el sonido de su aliento, el parpadeo de sus ojos, Azul es consciente de estos minúsculos acontecimientos, y por más que intenta no fijarse en ellos, persisten en su mente como una frase absurda repetida una y otra vez. Sabe que no puede ser verdad, y sin embargo, poco a poco, esta frase parece estar cobrando sentido.
Ahora, Azul empieza a tener ciertas teorías sobre Negro, sobre Blanco y sobre el trabajo que está haciendo. Más que simplemente ayudarle a pasar el rato, descubre que inventar historias puede ser un placer en si mismo. Piensa que quizá Blanco y Negro sean hermanos y que una gran suma de dinero esté en juego, una herencia, por ejemplo, o el capital invertido en una sociedad. Quizá Blanco quiere demostrar que Negro es un incompetente, hacerle encerrar en una institución para controlar él la fortuna familiar.
Pero Negro es demasiado listo para consentir eso y se ha escondido, esperando a que pase la tormenta. Otra teoría que sugiere Azul es que Blanco y Negro son rivales, ambos corriendo hacia la misma meta –la solución de un problema científico, por ejemplo–, y que Blanco quiere que Negro sea vigilado para asegurarse de que no se le adelanta. Otra historia más sostiene que Blanco es un agente traidor del FBI o alguna organización de espionaje, quizá extranjera, y está actuando por su cuenta para llevar a cabo alguna investigación periférica no necesariamente aprobada por sus superiores. Contratando a Azul para que le haga el trabajo, consigue que la vigilancia de Negro sea un secreto y al mismo tiempo puede continuar realizando su trabajo normal. Día a día, la lista de estas historias crece y Azul regresa a veces mentalmente a una historia anterior para añadir ciertos adornos y detalles y otras veces comienza una nueva. Conjuras para cometer un asesinato, por ejemplo, y planes para secuestrar a alguien a cambio de un gigantesco rescate. A medida que pasan los días, Azul se da cuenta de que puede inventar historias sin fin. Porque Negro no es más que una especie de vacío, un agujero en la textura de las cosas, y una historia puede llenar ese agujero tan bien como cualquier otra.
Azul no cuida las palabras, sin embargo. Sabe que más que nada le gustaría enterarse de la verdadera historia. Pero también sabe que en esta primera etapa se necesita paciencia. Poquito a poco, por lo tanto, empieza a instalarse, y con cada día que pasa se encuentra un poco más cómodo en su situación, un poco más resignado al hecho de que estará ahí una larga temporada.
Desgraciadamente, el pensar en la futura señora Azul perturba ocasionalmente su creciente paz interior. Azul la echa de menos más que nunca, pero también intuye que por alguna razón las cosas nunca volverán a ser como antes. De dónde viene este sentimiento no lo sabe. Pero aunque se siente razonablemente contento mientras limita sus pensamientos a Negro, su habitación y el caso en el que está trabajando, cada vez que la futura señora Azul entra en su conciencia, se adueña de él una especie de pánico. De repente, su calma se convierte en angustia y se siente como si estuviera cayendo en un lugar oscuro, semejante a una cueva, sin ninguna esperanza de encontrar la salida. Casi todos los días ha tenido la tentación de coger el teléfono y llamarla, pensando que quizá un momento de verdadero contacto rompería el hechizo. Pero los días pasan y sigue sin llamarla. También esto le inquieta, porque no recuerda ninguna ocasión en su vida en que haya sido tan reacio a hacer algo que tan claramente desea hacer. Estoy cambiando, se dice. Poco a poco, estoy dejando de ser el mismo. Esta interpretación le tranquiliza algo, al menos durante un rato, pero al final le deja sintiéndose más extraño que antes. Pasan los días y se le hace difícil dejar de ver imágenes de la futura señora Azul en su cabeza, especialmente por la noche, y allí, en la oscuridad de su habitación, tumbado de espaldas con los ojos abiertos, reconstruye su cuerpo pedazo a pedazo, empezando por los pies y los tobillos, subiendo por sus piernas y sus muslos, trepando desde el vientre hacia los pechos, luego vagabundeando feliz por su suavidad, deslizándose hasta las nalgas y volviendo a subir a lo largo de su espalda, encontrando al fin su cuello y rodeándolo para llegar a su cara redonda y sonriente. ¿Qué estará haciendo ahora?, se pregunta a veces. ¿Y qué piensa de todo esto? Pero nunca da con una respuesta satisfactoria. Si es capaz de inventar multitud de historias que encajen con los hechos concernientes a Negro, con la futura señora Azul todo es silencio, confusión y vacío.
Llega el día en que tiene que escribir el primer informe. Azul es un experto en tales redacciones y nunca ha tenido ningún problema con ellas. Su método es atenerse a los hechos externos, describir los sucesos como si cada palabra concordara exactamente con lo descrito, y no llevar el asunto más allá. Las palabras son transparentes para él, grandes ventanas que se hallan entre él y el mundo, y hasta ahora nunca le han impedido la visión, ni siquiera parecían estar ahí. Oh, hay momentos en que el cristal se mancha un poco y Azul tiene que limpiarlo en un punto u otro, pero una vez que encuentra la palabra adecuada, todo se aclara. Sirviéndose de las anotaciones que ha hecho anteriormente en su cuaderno, revisándolas para refrescar su memoria y subrayar comentarios pertinentes, trata de formar un todo coherente, descartando lo superfluo y embelleciendo lo esencial. En todos los informes que ha escrito hasta ahora la acción predomina sobre la interpretación. Por ejemplo: el sujeto fue andando desde Columbus Cirde a Carnegie Hall. Ninguna referencia al tiempo, ninguna mención del tráfico, ningún intento de adivinar lo que el sujeto pudiera estar pensando. El informe se limita a los hechos conocidos y verificables y no intenta ir más allá de este límite.
Enfrentado con los hechos del caso Negro, sin embargo, Azul toma conciencia de que está en un apuro. Tiene el cuaderno, por supuesto, pero cuando lo hojea para ver lo que ha escrito, le decepciona encontrar tal escasez de detalles. Es como si sus palabras, en lugar de dibujar los hechos y hacerlos aparecer palpablemente en el mundo, los hubieran inducido a desaparecer. Eso no le había sucedido nunca. Mira por la ventana y ve a Negro sentado ante su mesa como de costumbre. También Negro está mirando por la ventana en ese momento, y de pronto a Azul se le ocurre que ya no puede depender de los viejos procedimientos. Pistas, trabajo de piernas, investigación de rutina, nada de esto le servirá ya. Pero entonces, cuando trata de imaginar qué sustituirá a esas cosas, no llega a ninguna parte. En este punto, Azul sólo puede conjeturar lo que el caso no es. Decir lo que es, sin embargo, le resulta completamente imposible.
Azul pone su máquina de escribir sobre la mesa y busca ideas, tratando de concentrarse en la tarea que tiene entre manos. Piensa que quizá un verdadero informe de la última semana incluiría las diversas historias que ha inventado para sí relativas a Negro. Teniendo tan poca cosa que contar, estas excursiones a la ficción darían por lo menos cierto sabor a lo que ha sucedido. Pero Azul se contiene, dándose cuenta de que en realidad no tienen nada que ver con Negro. Ésta no es la historia de mí vida, al fin y al cabo, se dice. Tengo que escribir sobre él, no sobre mí.
Sin embargo, la idea se alza como una perversa tentación y Azul tiene que debatirse consigo mismo durante un rato antes de vencerla. Vuelve al principio y trabaja el caso, paso a paso. Decidido a hacer exactamente lo que se le ha pedido, redacta concienzudamente el informe en el viejo estilo, tratando cada detalle con tanto cuidado y tan irritante precisión que pasan muchas horas hasta que consigue terminarlo. Mientras lee el resultado, se ve obligado a reconocer que todo parece exacto. Pero, entonces, ¿por qué se siente tan insatisfecho, tan molesto por lo que ha escrito? Se dice: Lo sucedido no es realmente lo sucedido. Por primera vez en su experiencia de escribir informes, descubre que las palabras no necesariamente sirven, que pueden oscurecer lo que están intentando decir. Azul mira a su alrededor y fija su atención en varios objetos, uno detrás de otro. Ve la lámpara y se dice a sí mismo: Lámpara. Ve la cama y se dice a sí mismo: Cama. Ve el cuaderno y se dice a sí mismo: Cuaderno. No serviría llamar cama a la lámpara, piensa, o lámpara a la cama. No, estas palabras se ajustan bien a las cosas que representan, y en cuanto Azul las dice, siente una profunda satisfacción, como si acabara de probar la existencia del mundo. Luego mira al otro lado de la calle y ve la ventana de Negro. Ahora está oscuro y Negro duerme. Ése es el problema, se dice Azul, tratando de encontrar un poco de valor. Ése y ningún otro. Él está ahí, pero es imposible verle. E incluso cuando le veo es como si las luces estuvieran apagadas.
Mete su informe en un sobre y sale a la calle, camina hasta la esquina y lo echa en el buzón. Puede que yo no sea la persona más lista del mundo, se dice, pero estoy haciendo lo que puedo, todo lo que puedo.
Después, la nieve empieza a derretirse. A la mañana siguiente el sol brilla con fuerza, grupos de gorriones pían en los árboles y Azul oye el agradable goteo del agua que cae desde el borde del tejado, las ramas y las farolas. De repente la primavera parece estar cercana. Unas semanas más, se dice, y todas las mañanas serán como ésta.
Negro aprovecha el buen tiempo para vagabundear más lejos que otras veces, y Azul le sigue. Se siente aliviado al estar de nuevo en movimiento, y mientras Negro sigue su camino, Azul espera que el paseo no termine antes de que él haya tenido la oportunidad de descubrir algo. Como es de suponer, siempre ha sido un paseante entusiasta, y estirar las piernas en el aire de la mañana le llena de felicidad. Mientras avanzan por las estrechas calles de Brooklyn Heights, a Azul le anima ver que Negro sigue aumentando la distancia que le separa de su casa. Pero luego su humor se ensombrece de repente. Negro empieza a subir las escaleras que llevan al puente de Brooklyn y a Azul se le mete en la cabeza que está pensando tirarse. Esas cosas pasan, se dice. Un hombre se sube a un puente, lanza una última mirada al mundo a través del viento y las nubes y luego salta al agua, sus huesos se quiebran por el impacto, su cuerpo se rompe. La imagen le provoca náuseas, se dice que debe estar alerta. Si algo empieza a pasar, decide, él se saldrá de su papel de espectador neutral e intervendrá. Porque no quiere a Negro muerto, por lo menos, todavía no.
Hace muchos años que Azul no cruza el puente de Brooklyn a pie. La última vez fue con su padre cuando él era niño y ahora le viene el recuerdo de aquel día. Se ve a sí mismo cogido de la mano de su padre y caminando a su lado, y mientras oye el tráfico que pasa por la estructura de acero debajo de él, recuerda haberle dicho a su padre que el ruido sonaba como el zumbido de un enorme enjambre de abejas. A su izquierda está la estatua de la Libertad; a su derecha, Manhattan, los edificios tan altos bajo el sol de la mañana que parecen de mentira. A su padre se le daba muy bien recordar datos y le contó a Azul las historias de todos los monumentos y rascacielos, largas letanías de detalles –los arquitectos, las fechas, las intrigas políticas–, y que hubo un tiempo en que el puente de Brooklyn era la estructura más alta de los Estados Unidos. El viejo había nacido el mismo año en que se terminó el puente y siempre hubo esa conexión en la mente de Azul, como si el puente fuese de alguna manera un monumento a su padre. Le gustó la historia que su padre le contó aquel día mientras caminaban hacia casa sobre las mismas tablas por las que él va andando ahora, y por alguna razón no la olvidó nunca. Que John Roebling, el diseñador del puente, se machacó un pie entre los pilares del muelle y un transbordador pocos días después de terminar los planos y murió de gangrena en menos de tres semanas. No tenía por qué haber muerto, dijo el padre de Azul, pero el único tratamiento que aceptaba era la hidroterapia y ésta resultó inútil, y a Azul le impresionó que un hombre que se había pasado la vida construyendo puentes sobre extensiones de agua para que la gente no se mojara creyese que la única medicina verdadera consistía en sumergirse en el agua. Después de la muerte de John Roebling, su hijo Washington le sustituyó como ingeniero jefe y ésa era otra historia curiosa. Washington Roebling tenía sólo treinta y un años por entonces y su única experiencia en construcción eran los puentes de madera que había diseñado durante la Guerra de Secesión, pero resultó ser aún más brillante que su padre. Poco después de que comenzara la construcción del puente de Brooklyn, sin embargo, quedó atrapado varias horas en uno de los cajones neumáticos bajo el agua durante un incendio y salió de allí con una grave aeroembolia, una espantosa enfermedad en la cual se acumulan burbujas de nitrógeno en la corriente sanguínea. Estuvo a punto de morir a causa de ello y desde entonces se quedó inválido, incapaz de salir de la habitación del piso alto en el que él y su mujer se habían instalado en Brooklyn Heights. Washington Roebling estuvo allí sentado diariamente durante muchos años, observando los progresos del puente a través de un telescopio, mandando a su mujer todas las mañanas con sus instrucciones, haciendo complicados dibujos en color para que los trabajadores extranjeros que no hablaban inglés entendiesen lo que tenían que hacer, y lo más notable era que todo el puente estaba literalmente en su cabeza: cada pieza del mismo había sido memorizada, hasta el más diminuto pedazo de acero o piedra, y aunque Washington Roebling nunca puso el pie en el puente, estaba totalmente presente dentro de él, como si al final de todos aquellos años de alguna manera éste hubiese crecido dentro de su cuerpo.
Azul piensa en esto ahora mientras cruza por encima del río, observando a Negro que camina delante de él y acordándose de su padre y de su infancia en Gravesend. El viejo era policía, más tarde detective en el distrito 77, y la vida habría sido buena, piensa Azul, de no haber sido por el caso Russo y la bala que atravesó el cerebro de su padre en 1927. Hace veinte años, se dice, repentinamente horrorizado por el tiempo que ha transcurrido, preguntándose si hay un cielo y, de ser así, si llegará a ver a su padre de nuevo cuando se muera. Recuerda una historia de una de las infinitas revistas que ha leído esa semana, una nueva de aparición mensual que se llama Más Extraño que la Ficción, que parece seguir el hilo de todos los otros pensamientos que acaban de venirle a la cabeza. En algún lugar de los Alpes franceses, recuerda, hace veinte o veinticinco años desapareció un hombre que estaba esquiando, tragado por una avalancha, y su cuerpo nunca fue recuperado. Su hijo, que era un niño entonces, creció y también se hizo esquiador. Un día del año pasado fue a esquiar no lejos del lugar donde desapareció su padre, aunque él no lo sabía. Debido a los minúsculos y persistentes desplazamientos del hielo a lo largo de las décadas transcurridas desde la muerte de su padre, el terreno era ahora totalmente diferente de como había sido. Completamente solo en las montañas, a kilómetros de ningún otro ser humano, el hijo encontró un cuerpo en el hielo, un cadáver, absolutamente intacto, como preservado en animación suspendida. Por descontado, el joven se detuvo a examinarlo y al agacharse para mirar la cara del cadáver tuvo la clara y aterradora impresión de que se estaba mirando a sí mismo. Temblando de miedo, como decía el articulo, inspeccionó con más atención el cuerpo, completamente encerrado en el hielo, como alguien que se halla al otro lado de una gruesa ventana, y vio que era su padre. El muerto seguía siendo joven, incluso más joven que su hijo ahora, y había algo espantoso en eso, sintió Azul, algo tan extraño y terrible en ser más viejo que tu propio padre, que tuvo que contener las lágrimas mientras leía el articulo. Ahora, mientras se acerca al final del puente, estos mismos sentimientos vuelven a él y desea desesperadamente que su padre pudiera estar ahí, andando por encima del río y contándole historias. Luego, repentinamente consciente de lo que su mente le está haciendo, se pregunta por qué se ha vuelto tan sentimental, por qué no paran de ocurrírsele esos pensamientos, cuando durante tantos años nunca se le han ocurrido. Todo es parte de lo mismo, piensa, avergonzado de ser así. Esto es lo que pasa cuando no tienes con quién hablar.
Llega al final y ve que se había equivocado respecto a Negro. No habrá suicidios ese día. Nadie saltará desde un puente, nadie saltará a lo desconocido. Porque allí va su hombre, tan animado y despreocupado como el que más, bajando las escaleras y caminando por la calle que rodea el ayuntamiento, dirigiéndose luego hacia el norte a lo largo de Centre Street, pasando por delante del tribunal y otros edificios municipales, sin aflojar nunca el paso, atravesando Chinatown y continuando más allá. Estos vagabundeos duran varias horas y en ningún momento tiene Azul la sensación de que Negro vaya a alguna parte. Más bien parece estar aireando sus pulmones, andando por el puro placer de andar, y mientras sigue el recorrido Azul se confiesa a sí mismo por primera vez que está cogiéndole cierto afecto a Negro.
En un momento dado Negro entra en una librería y Azul entra tras él. Allí Negro curiosea durante media hora o cosa así, acumulando una pequeña pila de libros, y Azul, que no tiene nada mejor que hacer, curiosea también, procurando al mismo tiempo que Negro no le vea nunca la cara. Las ojeadas que le echa cuando Negro no parece estar mirándole le dan la sensación de que conoce a Negro de antes, pero no puede recordar de qué. Hay algo en sus ojos, se dice, pero no pasa de ahí, ya que no quiere llamar la atención y no está realmente seguro de que haya algo de cierto.
Un minuto más tarde Azul encuentra casualmente un ejemplar de Walden, de Henry David Thoreau. Hojeando las páginas, se sorprende al descubrir que el nombre del editor es Negro: “Publicado para Club de Clásicos por Walter J. Negro, Inc., Copyright 1942.” Azul se queda momentáneamente estremecido por esta coincidencia, pensando que quizá haya algún mensaje para él, algún significado que pudiera implicar una diferencia. Pero luego, recobrándose del sobresalto, empieza a pensar que no. Es un nombre bastante corriente, se dice, y además sabe con certeza que el nombre de Negro no es Walter. Pero podría ser un pariente, añade, o quizá incluso su padre. Aún dándole vueltas a esta última cuestión, Azul decide comprar el libro. Si no puede leer lo que Negro escribe, por lo menos puede leer lo que lee. Es una probabilidad remota, se dice, pero quién sabe si no le dará alguna pista de lo que el hombre se propone.
Hasta ahora todo va bien. Negro paga sus libros, Azul paga el suyo, y el paseo continúa. Azul no cesa de esperar que surja alguna pauta, encontrar en su camino algún indicio que le lleve al secreto de Negro. Pero Azul es demasiado honrado para engañarse y sabe que no se puede ver ningún sentido en nada de lo sucedido hasta ahora. Por una vez, no se siente desalentado por ello. De hecho, cuando sondea más profundamente dentro de sí, se da cuenta de que en conjunto se siente bastante fortalecido. Descubre que hay algo agradable en estar a oscuras, algo emocionante en no saber lo que va a suceder. Te mantiene alerta, piensa, y no hay nada de malo en eso, ¿verdad? Con los ojos bien abiertos y en puntillas, absorbiéndolo todo, listo para cualquier cosa.
Pocos momentos después de pensar esto, a Azul se le ofrece al fin un nuevo suceso y el caso da su primer giro. Negro vuelve una esquina, recorre la mitad de la manzana, titubea brevemente, como si estuviera buscando una dirección, retrocede unos pasos, avanza de nuevo y varios segundos más tarde entra en un restaurante. Azul le sigue, sin pensarlo mucho, ya que después de todo es la hora del almuerzo y la gente tiene que comer, pero no se le escapa que la vacilación de Negro parece indicar que nunca ha estado ahí antes, lo cual a su vez podría significar que Negro tiene una cita. Es un sitio oscuro, bastante lleno, con un grupo de gente amontonada en torno a la barra que hay a la entrada, mucha charla y entrechocar de cubiertos y platos al fondo. Parece caro, piensa Azul, con las paredes forradas de madera y manteles blancos, y decide procurar que su factura sea lo más baja posible. Hay mesas libres, y Azul lo interpreta como un buen augurio cuando se sienta en un lugar desde el cual puede ver a Negro, no demasiado cerca, pero tampoco tan lejos que no pueda observar lo que hace. Negro revela sus intenciones al pedir dos cartas y tres o cuatro minutos más tarde sonríe cuando una mujer cruza el comedor, se aproxima a su mesa y le besa en la mejilla antes de sentarse. La mujer no está mal, piensa Azul. Un poco delgada para su gusto, pero nada mal. Luego piensa: Ahora empieza la parte interesante.
Desgraciadamente, la mujer está de espaldas a Azul, de modo que él no puede verle la cara durante la comida. Mientras está allí sentado tomándose su solomillo Salisbury, piensa que tal vez su primera intuición fuese la correcta, que se trata de un caso matrimonial después de todo. Azul ya está imaginando las cosas que escribirá en su próximo informe y le resulta placentero estudiar las frases que empleará para describir lo que está viendo ahora. Al haber otra persona en el caso, sabe que tendrá que tomar ciertas decisiones. Por ejemplo: ¿debe continuar con Negro o debe desviar su atención a la mujer? Posiblemente eso aceleraría las cosas un poco, pero al mismo tiempo podría significar que Negro tuviera la oportunidad de escapársele, quizá para siempre. En otras palabras, ¿es el encuentro con la mujer una cortina de humo o es auténtico? ¿Es parte del caso o no? ¿Es un hecho esencial o contingente? Azul reflexiona sobre estas preguntas durante un rato y llega a la conclusión de que es demasiado pronto para saberlo. Sí, podría ser una cosa, se dice. Pero también podría ser otra.
Hacia la mitad de la comida, la situación parece empeorar. Azul detecta una expresión de gran tristeza en la cara de Negro y al momento la mujer parece estar llorando. Por lo menos eso es lo que puede deducir del repentino cambio en la posición de su cuerpo: los hombros caídos, la cabeza inclinada hacia adelante, la cara quizá oculta entre las manos, el ligero estremecimiento de su espalda. Podría ser un ataque de risa, razona Azul, pero, entonces, ¿por qué iba a estar Negro tan triste? Parece como si acabaran de quitarle el suelo bajo los pies. Un momento más tarde la mujer vuelve la cara hacía un lado y Azul vislumbra su perfil: lágrimas, sin duda, piensa, mientras la ve secarse los ojos con la servilleta y nota un tiznón de rímel húmedo en su mejilla. Ella se levanta bruscamente y se aleja en dirección al lavabo. Ahora Azul vuelve a tener una visión sin impedimentos de Negro y al ver la tristeza de su cara, la expresión de absoluto abatimiento, casi empieza a compadecerle. Negro mira en dirección a Azul, pero claramente no ve nada, y luego, un instante más tarde, se tapa la cara con las manos. Azul trata de adivinar lo que está sucediendo, pero es imposible saberlo. Parece que han terminado, piensa, da la sensación de que algo ha llegado a su fin. Y, sin embargo, también podría ser sólo una pelea.
La mujer regresa a la mesa con un aspecto ligeramente mejorado y luego los dos permanecen unos minutos sin decir nada, dejando la comida intacta. Negro suspira una o dos veces, mirando a lo lejos, y finalmente pide la cuenta. Azul hace lo mismo y les sigue cuando salen del restaurante. Se fija en que Negro la lleva cogida por el codo, pero eso podría ser sólo un reflejo, se dice, y probablemente no significa nada. Bajan por la calle en silencio y al llegar a la esquina Negro para un taxi. Le abre la puerta a la mujer y antes de que ella suba al coche la toca muy suavemente en la mejilla. Ella le dirige una valiente sonrisita, pero siguen sin decir una palabra. Luego ella se sienta en el asiento trasero, Negro cierra la portezuela y el taxi arranca.
Negro pasea unos minutos, deteniéndose brevemente delante del escaparate de una agencia de viajes para examinar un cartel de las Montañas Blancas y luego también él coge un taxi. Azul vuelve a tener suerte y consigue encontrar otro taxi unos segundos más tarde. Le dice al taxista que siga al taxi de Negro y se recuesta en el asiento mientras los dos coches amarillos avanzan despacio entre el tráfico del centro, cruzan el puente de Brooklyn y finalmente llegan a la calle Naranja. Azul se queda horrorizado por el precio del viaje y se da de patadas mentalmente por no haber seguido a la mujer. Debería haber sabido que Negro se iría a casa.
Se le alegra el ánimo considerablemente cuando entra en su edificio y encuentra una carta en su buzón. Sólo puede ser una cosa, se dice, y, efectivamente, mientras sube las escaleras abre el sobre y allí está: el primer dinero, un giro postal por la cantidad exacta acordada con Blanco. Sin embargo, le deja un poco perplejo que el sistema de pago sea anónimo. ¿Por qué no un cheque nominativo firmado por Blanco? Esto le lleva a juguetear con la idea de que Blanco es un agente traidor después de todo, ansioso de borrar sus huellas y, por lo tanto, asegurándose de que no quedará constancia de los pagos. Luego, después de quitarse el sombrero y el abrigo y tumbarse en la cama, Azul se da cuenta de que está un poco decepcionado por no haber recibido ningún comentario acerca del informe. Considerando lo mucho que trabajó para que le quedara bien, una palabra de aliento no le habría venido mal. El hecho de que le mande el dinero significa que Blanco no está insatisfecho. De todas formas, el silencio no es una respuesta gratificante, signifique lo que signifique. Pero si es así, se dice Azul, tendrá que acostumbrarse.
Pasan los días y una vez más las cosas vuelven a la más elemental rutina. Negro escribe, lee, hace sus compras en el barrio, visita la oficina de correos, da algún que otro paseo. La mujer no ha vuelto a aparecer y Negro no ha hecho más excursiones a Manhattan. Azul empieza a pensar que cualquier día recibirá una carta diciéndole que el caso está cerrado. La mujer se ha ido, razona, y eso puede ser el final de la historia. Pero nada de eso sucede. La meticulosa descripción de la escena en el restaurante que Azul manda no provoca ninguna respuesta especial de Blanco, y semana tras semana los giros postales siguen llegando puntualmente. Nada que ver con el amor, se dice Azul. La mujer no significaba nada. No era más que una distracción.
Es preciso decir que en esta primera etapa el estado mental de Azul es de ambivalencia y conflicto. Hay momentos en los que se siente tan completamente en armonía con Negro, tan naturalmente unido al otro hombre, que para anticipar lo que Negro va a hacer, para saber cuándo se quedará en su habitación y cuándo saldrá, le basta simplemente con mirar dentro de si. Pasan días enteros en los que ni se molesta en mirar por la ventana o en seguir a Negro a la calle. De vez en cuando incluso se permite hacer alguna expedición en solitario, sabiendo perfectamente que durante el tiempo que él esté fuera Negro no se moverá de su sitio. Cómo lo sabe sigue siendo un misterio para él, pero el hecho es que nunca se equivoca, y cuando tiene esa sensación, no cabe la menor duda ni vacilación. Por otra parte, no todos los momentos son como éstos. Hay veces en que se siente totalmente alejado de Negro, aislado de él de una forma tan completa y absoluta que empieza a perder la noción de quién es. La soledad le envuelve, le encierra, y con ella llega un terror peor que nada que haya conocido nunca. Le desconcierta pasar tan rápidamente de un estado a otro, y durante largo tiempo va y viene entre ambos extremos, sin saber cuál es el verdadero y cuál es el falso.
Después de varios días seguidos particularmente malos, empieza a anhelar tener compañía. Se sienta y escribe una detallada carta a Castaño, exponiéndole el caso y pidiéndole consejo. Castaño se ha retirado a Florida, donde pasa la mayor parte del tiempo pescando, y Azul sabe que transcurrirá bastante tiempo antes de que reciba una respuesta. Sin embargo, al día siguiente de echar la carta empieza a esperar la contestación con una ansiedad que pronto se convierte en obsesión. Todas las mañanas, aproximadamente una hora antes de que llegue el correo, se planta junto a la ventana, esperando a que el cartero vuelva la esquina y entre en su campo de visión, poniendo todas sus esperanzas en lo que Castaño le diga. Qué espera de esa carta no está claro. Azul ni siquiera se hace esa pregunta, pero seguramente es algo monumental, palabras luminosas y extraordinarias que le devolverán al mundo de los vivos.
A medida que pasan los días y las semanas sin que llegue ninguna carta de Castaño, la decepción de Azul se convierte en una dolorosa e irracional desesperación. Pero eso no es nada comparado con lo que siente cuando finalmente llega la carta. Porque Castaño ni siquiera contesta a lo que Azul le escribió. Me alegra tener noticias tuyas, empieza la carta, y me alegra saber que estás trabajando mucho. Parece un caso interesante. Pero no puedo decir que eche de menos nada de eso. Aquí está la buena vida para mí: me levanto temprano y pesco, paso un rato con mi mujer, leo un poco, duermo al sol, ninguna queja. Lo único que no entiendo es por qué no me vine aquí hace años.
La carta continúa en ese tono durante varias páginas, sin mencionar ni una sola vez el tema de los tormentos y preocupaciones de Azul. Éste se siente traicionado por el hombre que en otro tiempo fue como un padre para él y cuando termina la carta se siente vacío, como si le hubieran sacado el relleno a golpes. Estoy solo, piensa, ya no hay nadie a quien pueda recurrir. A esto le siguen varias horas de abatimiento y autocompasión, durante las cuales Azul piensa una o dos veces que quizá le valdría más morirse. Pero finalmente sale de la depresión. Porque Azul es un tipo sólido en general, menos dado a los pensamientos sombríos que la mayoría, y si hay momentos en los que siente que el mundo es un lugar asqueroso, ¿quiénes somos nosotros para reprochárselo? Cuando llega la hora de la cena, incluso ha empezado a ver el lado positivo. Quizá sea éste su mayor talento: no que no se desespere, sino que nunca se desespera por mucho tiempo. Podría ser una buena cosa después de todo, se dice. Quizá sea mejor estar solo que depender de alguien. Azul piensa en esto durante un rato y decide que hay algo favorable en ello. Ya no es un aprendiz. Ya no tiene un maestro por encima. Soy mi propio jefe, se dice. Soy mi propio jefe, no tengo que rendirle cuentas a nadie excepto a mí mismo.
Inspirado por este nuevo enfoque, descubre que al fin ha encontrado el valor necesario para ponerse en contacto con la futura señora Azul. Pero cuando coge el teléfono y marca su número, no hay respuesta. Esto es una decepción, pero no se amilana. Volveré a intentarlo en algún otro momento, se dice. Pronto.
Los días siguen pasando. Una vez más Azul se pone a tono con Negro, quizá incluso más armoniosamente que antes. Al hacerlo, descubre la inherente paradoja de su situación. Porque cuanto más unido a Negro se siente, menos necesita pensar en él. En otras palabras, cuanto más profundamente enredado está, más libre se siente. Lo que le hunde no es la implicación sino la separación. Porque sólo cuando Negro parece distanciarse, tiene él que salir a buscarle, y esto lleva tiempo y esfuerzo, por no hablar de lucha. En los momentos en que se siente más próximo a Negro, sin embargo, puede incluso empezar a llevar una apariencia de vida independiente. Al principio no es muy osado en lo que se permite hacer, pero incluso así lo considera una especie de triunfo, casi un acto de valentía. Salir a la calle, por ejemplo, y andar arriba y abajo de la manzana. Por pequeño que parezca, este gesto le llena de felicidad, y mientras sube y baja por la calle Naranja con ese agradable tiempo primaveral, se alegra de estar vivo como no lo ha hecho desde hace años. A un extremo hay una vista del río, la bahía, los rascacielos de Manhattan, los puentes. Azul encuentra bellísimo todo eso y algunos días hasta se permite sentarse varios minutos en uno de los bancos y mirar los barcos. En la otra dirección está la iglesia y a veces Azul se sienta en el pequeño jardín de hierba durante un rato, estudiando la estatua de bronce de Henry Ward Beecher. Dos esclavos se agarran a las piernas de Beecher, como suplicándole que les ayude, que les haga libres al fin, y en la pared de ladrillo que está detrás hay un bajorrelieve de porcelana de Abraham Lincoln. Azul no puede remediar sentirse inspirado por esas imágenes y cada vez que acude al jardín de la iglesia su cabeza se llena de nobles pensamientos acerca de la dignidad del hombre.
Poco a poco se vuelve más audaz en su deambular. Estamos en 1947, el año en que Jackie Robinson empieza a jugar con los Dodgers, y Azul sigue sus progresos atentamente, recordando el jardín de la iglesia y sabiendo que hay algo más en ello que simplemente béisbol. Una luminosa tarde de un martes de mayo decide hacer una excursión a Ebbetts Field y cuando deja atrás a Negro en su habitación de la calle Naranja, encorvado sobre su mesa como de costumbre, con su pluma y sus papeles, no siente ningún motivo de preocupación, seguro de que todo estará exactamente igual cuando regrese. Coge el metro, se roza con la multitud, se siente lanzado hacia una sensación de inmediatez. Mientras toma asiento en el estadio, le choca la nítida claridad de los colores que le rodean: la hierba verde, la tierra marrón, el balón blanco, el cielo azul. Cada cosa es distinta de todas las demás, totalmente separada y definida, y la simplicidad geométrica del dibujo le impresiona por su fuerza. Viendo el partido, le resulta difícil apartar los ojos de Robinson, constantemente atraído por la negrura de su cara, y piensa que debe de necesitarse mucho valor para hacer lo que él está haciendo, estar solo delante de tantos desconocidos, con la mitad de ellos sin duda deseándole la muerte. Mientras el partido continúa, Azul se descubre vitoreando todo lo que hace Robinson, y cuando el negro gana una base en la tercera entrada, Azul se pone de pie, y más tarde, en la séptima, cuando Robinson dobla contra la pared de la izquierda, él aporrea la espalda del hombre que tiene al lado de pura alegría. Los Dodgers sacan en la novena con un bombo de sacrificio y mientras Azul sale arrastrando los pies con el resto de la gente y se dirige a su casa se le ocurre que Negro no le ha pasado por la cabeza ni una sola vez.
Pero los partidos son sólo el principio. Ciertas noches, cuando Azul tiene claro que Negro no irá a ninguna parte, se va a un bar no lejos de allí a tomarse una o dos cervezas, disfrutando de las conversaciones que a veces tiene con el barman, que se llama Rojo y tiene un extraño parecido con Verde, el barman del caso Gris de hace tanto tiempo. Una furcia de aspecto desaliñado que se llama Violeta frecuenta el bar y una o dos veces Azul consigue emborracharla lo suficiente como para que ella le invite a su casa, que está a la vuelta de la esquina. Azul sabe que le agrada bastante porque ella nunca le cobra, pero también sabe que eso no tiene nada que ver con el amor. Ella le llama cielo y su carne es suave y abundante, pero siempre que se toma una copa de más se echa a llorar y entonces Azul tiene que consolarla, y secretamente se pregunta si vale la pena. Su sentimiento de culpa hacia la futura señora Azul es escaso, sin embargo, ya que justifica estas sesiones con Violeta comparándose a sí mismo con un soldado que está haciendo la guerra en otro país. Cualquier hombre necesita un poco de consuelo, especialmente cuando mañana le puede tocar a él. Y, además, él no es de piedra, se dice.
Con mucha frecuencia, sin embargo, Azul pasa de largo por el bar y se va al cine que está a varias manzanas de allí. Ahora que el verano se acerca y el calor empieza a ser molesto en su cuartito, resulta refrescante sentarse en el cine fresco y ver la película. A Azul le gustan las películas, no sólo por las historias que le cuentan y las hermosas mujeres que puede ver en ellas, sino por la oscuridad del local y el hecho de que las imágenes que aparecen en la pantalla son de alguna manera como los pensamientos que aparecen dentro de su cabeza cuando cierra los ojos. Es más o menos indiferente a la clase de películas que ve, a que sean comedias o dramas, por ejemplo, o a que estén rodadas en blanco y negro o en color, pero siente una especial debilidad por las películas de detectives, ya que hay una relación natural, y esas historias siempre le enganchan más que las otras. Durante esa época ve varias de estas películas y todas le gustan: La dama del lago, Ángel o diablo, Senda tenebrosa, Cuerpo y alma, Persecución en la noche, etcétera. Pero para Azul hay una que destaca del resto y le gusta tanto que vuelve a la noche siguiente para verla otra vez.
Se llama Retorno al pasado y el protagonista es Robert Mitchum haciendo el papel de un ex detective que intenta empezar una nueva vida con nombre falso en un pueblo. Tiene una novia, una dulce chica campesina que se llama Ann, y dirige una gasolinera con ayuda de un muchacho sordomudo, Jimmy, que le es absolutamente fiel. Pero el pasado alcanza a Mitchum y es poco lo que él puede hacer para evitarlo. Hace años le habían contratado para buscar a Jane Greer, la amante del gángster Kirk Douglas, pero cuando la encontró se enamoraron y huyeron para vivir en secreto. Una cosa llevó a otra –hubo dinero robado, se cometió un asesinato– y finalmente Mitchum recobró el juicio y dejó a Greer, comprendiendo al fin la gravedad de su comportamiento. Ahora Douglas y Greer le están chantajeando para que cometa un delito, lo cual en realidad no es más que una estratagema, porque cuando él se da cuenta de lo que está sucediendo, comprende que planean endosarle otro asesinato. Luego se desarrolla una complicada historia, con Mitchum intentando desesperadamente salir de la trampa. En un momento dado regresa al pueblo donde vive, le dice a Ann que es inocente y la convence de nuevo de que la ama. Pero es demasiado tarde, y Mitchum lo sabe. Hacia el final, consigue persuadir a Douglas de que entregue a Greer por el asesinato que cometió, pero en ese momento Greer entra en la habitación, saca tranquilamente una pistola y mata a Douglas. Le dice a Mitchum que están hechos el uno para el otro y él, fatalista hasta el final, parece estar de acuerdo. Deciden escapar juntos, pero cuando Greer va a hacer el equipaje, Mitchum coge el teléfono y llama a la policía. Se meten en el coche y se van, pero pronto llegan a una barrera policial en la carretera. Greer, al ver que ha sido traicionada, saca la pistola de su bolso y le pega un tiro a Mitchum. Entonces la policía abre fuego sobre el coche y Greer muere también. Después de eso hay una última escena: a la mañana siguiente, en el pueblo de Bridgeport, Jimmy está sentado en un banco delante de la gasolinera y Ann se acerca y se sienta a su lado. Dime una cosa, Jimmy, le dice, tengo que saber esto: ¿huía con ella o no? El muchacho piensa un momento, tratando de decidir entre la verdad y la bondad. ¿Es más importante salvaguardar el buen nombre de su amigo o salvar a la chica? Todo esto sucede sólo en un instante. Mirando a la chica a los ojos, asiente con la cabeza, como diciendo que sí, que él estaba enamorado de Greer después de todo. Ann le palmea en el brazo y le da las gracias, luego va a reunirse con su antiguo novio, un policía local honradísimo que siempre despreció a Mitchum. Jimmy mira el rótulo de la gasolinera con el nombre de Mitchum, le hace un pequeño saludo amistoso y luego da media vuelta y se aleja por la carretera. Es el único que sabe la verdad, y nunca la dirá.
Durante los días siguientes Azul le da muchas vueltas en la cabeza a esta historia. Es una buena cosa, piensa, que la película acabe con el sordomudo. El secreto está enterrado y Mitchum seguirá siendo un forastero, incluso después de su muerte. Su ambición era bien sencilla: convertirse en un ciudadano normal en un pueblo americano normal, casarse con la chica de la casa de al lado, vivir una vida tranquila. Es extraño, piensa Azul, que el nombre que Mitchum elige para si es Jeff Bailey. Es notablemente parecido al nombre de otro personaje de una película que vio el año anterior con la futura señora Azul: George Bailey, interpretado por James Stewart en ¡Qué bello es vivir! Esa historia también trataba de la América provinciana, pero desde el punto de vista opuesto: las frustraciones de un hombre que se pasa toda la vida tratando de escapar. Pero al final llega a comprender que su vida ha sido buena, que ha hecho siempre lo que debía hacer. Al Bailey de Mitchum sin duda le gustaría ser el Bailey de Stewart. Pero en su caso el nombre es falso, producto de una ilusión. Su verdadero nombre es Markham –o, como Azul lo pronuncia para sí, Marcado– y ésa es la cuestión. Ha quedado marcado por el pasado, y cuando eso sucede, nada se puede hacer. Cuando pasa algo, piensa Azul, continúa pasando siempre. No se puede cambiar nunca, nunca puede ser de otra manera. Azul empieza a sentirse perseguido por ese pensamiento, porque lo ve como una especie de advertencia, un mensaje que viene de su interior, y por mucho que intente apartarlo, la oscuridad de ese pensamiento no le abandona.
Una noche, por tanto, Azul coge al fin su ejemplar de Walden. Ha llegado el momento, se dice, y si no hace un esfuerzo ahora, sabe que no lo hará nunca. Pero el libro no es ágil. Cuando Azul empieza a leer, se siente como si estuviera entrando en un mundo extraño. Andando trabajosamente por pantanos y matorrales, trepando por laderas pedregosas y riscos traicioneros, se siente como un prisionero haciendo marchas forzadas, y su único pensamiento es huir. Le aburren las palabras de Thoreau y le resulta difícil concentrarse. Lee capítulos enteros y cuando llega al final se da cuenta de que no ha retenido nada. ¿Por qué querría nadie irse a vivir solo en el bosque? ¿Qué significa todo eso de plantar judías y no beber café ni comer carne? ¿Por qué todas esas interminables descripciones de pájaros? Azul pensaba que le iban a contar una historia, o por lo menos algo parecido a una historia, pero eso no es más que palabrería, una interminable perorata acerca de nada.
Pero sería injusto culparle. Azul nunca ha leído mucho de nada excepto periódicos y revistas y alguna que otra novela de aventuras cuando era niño. Se sabe que incluso lectores asiduos y elevados han tenido problemas con Walden, y una figura como Emerson, ni más ni menos, escribió una vez en su diario que leer a Thoreau le hacia sentirse nervioso y desdichado. En honor de Azul hay que decir que no ceja. Al día siguiente empieza de nuevo y esta segunda travesía es algo menos accidentada que la primera. En el tercer capitulo encuentra una frase que al fin le dice algo –Los libros hay que leerlos tan pausada y cautelosamente como fueron escritos– y de pronto entiende que el truco está en ir despacio, más despacio de lo que ha ido nunca con las palabras. Esto ayuda hasta cierto punto, y algunos pasajes empiezan a resultar más claros: el asunto de la ropa al principio, la batalla de las hormigas rojas y las hormigas negras, la argumentación contra el trabajo. Pero Azul sigue encontrándolo arduo, y aunque de mala gana reconoce que quizá Thoreau no sea tan estúpido como él había pensado, empieza a sentir rencor hacia Negro por haberle sometido a esa tortura. Lo que no sabe es que si encontrara la paciencia necesaria para leer el libro con el espíritu que pide, toda su vida empezaría a cambiar, y poco a poco llegaría a una total comprensión de su situación, es decir, de Negro, de Blanco, del caso, de todo lo que le concierne. Pero las oportunidades perdidas forman parte de la vida igual que las oportunidades aprovechadas, y una historia no puede detenerse en lo que podría haber sido. Enojado, tira el libro, se pone el abrigo (porque ya estamos en otoño) y sale a tomar el aire. No tiene ni idea de que éste es el principio del fin. Porque algo está a punto de ocurrir, y una vez que ocurra, nada volverá a ser lo mismo.
Se va a Manhattan, alejándose de Negro más que en ninguna ocasión anterior, desahogando su frustración con el movimiento, confiando en calmarse agotando su cuerpo. Camina hacia el norte, solo con sus pensamientos, sin molestarse en mirar lo que le rodea. En la calle Veintiséis Este se le desata el cordón del zapato izquierdo, y es precisamente entonces, cuando se agacha para atárselo, doblado sobre una rodilla, cuando el cielo se le viene encima. Porque justo en ese momento ve a la futura señora Azul. Viene por la calle cogida con los dos brazos del brazo derecho de un hombre al que Azul no ha visto nunca, y le sonríe radiante, absorta en lo que el hombre le está diciendo. Durante varios momentos Azul está tan desconcertado que no sabe si agachar la cabeza aún más para ocultar su cara o levantarse y saludar a la mujer que ahora comprende –con un conocimiento tan repentino e irrevocable como un portazo– que nunca será su esposa. No consigue ni una cosa ni otra: primero baja la cabeza, pero un segundo más tarde descubre que quiere que ella le reconozca, y al ver que no será así, dado que está completamente concentrada en la conversación de su compañero, Azul se levanta bruscamente de la acera cuando ellos están a menos de dos metros de él. Es como si un espectro se hubiera materializado de pronto delante de ella, y la ex futura señora Azul lanza un gritito incluso antes de ver quién es el espectro. Azul dice su nombre, con una voz que a él mismo le parece extraña, y ella se para en seco. Su cara expresa el susto de ver a Azul, y luego, rápidamente, su expresión pasa del susto a la cólera.
¡Tú!, le dice. ¡Tú!
Antes de que él tenga la oportunidad de decir una palabra, ella se suelta del brazo de su compañero y empieza a aporrear el pecho de Azul con los puños chillando como una loca, acusándole de un espantoso crimen detrás de otro. Lo único que Azul puede hacer es repetir su nombre una y otra vez, como tratando desesperadamente de distinguir entre la mujer que ama y la fiera salvaje que le está atacando. Se siente totalmente indefenso, y mientras el ataque continúa, empieza a recibir cada nuevo golpe como un justo castigo a su comportamiento. Pero el otro hombre pronto pone fin a la escena, y aunque Azul tiene la tentación de darle un puñetazo, está demasiado aturdido para actuar con rapidez, y antes de que se dé cuenta el hombre se ha llevado a la llorosa ex futura señora Azul calle abajo y han torcido la esquina, y ahí acaba todo.
Esta breve escena, inesperada y devastadora, trastorna a Azul por completo. Cuando recobra la compostura y consigue llegar a casa, se da cuenta de que ha tirado su vida por la borda. No es culpa de ella, se dice, deseando culparía pero sabiendo que no puede hacerlo. Que ella supiera, él podría estar muerto, ¿cómo reprocharle que desee vivir? Azul nota que los ojos se le llenan de lágrimas, pero más que dolor siente rabia contra sí mismo por ser tan idiota. Ha perdido cualquier oportunidad que podía haber tenido de ser feliz, y en ese caso no seria erróneo afirmar que éste es verdaderamente el principio del fin.
Azul sube a su cuarto en la calle Naranja, se tumba en la cama y trata de sopesar las posibilidades. Finalmente se vuelve de cara a la pared y se encuentra con la fotografía del forense de Filadelfia, Oro. Piensa en la tristeza del caso sin resolver, el niño enterrado en una tumba sin nombre, y mientras estudia la mascarilla del pequeño, empieza a darle vueltas a una idea en la cabeza. Quizá haya maneras de aproximarse a Negro, piensa, maneras que no le delaten. Dios sabe que tiene que haberlas. Pasos que se pueden dar, planes que se pueden poner en marcha, quizá dos o tres al mismo tiempo. Lo demás no importa, se dice. Es hora de volver la página.
Blanco tiene que recibir su siguiente informe en dos días, así que se sienta a escribirlo ahora con el fin de echarlo al correo a tiempo. Durante los últimos meses sus informes han sido sumamente crípticos, únicamente un párrafo o dos, ofreciendo los hechos desnudos y nada más, y esta vez no se desvía de ese modelo. Sin embargo, al final de la página intercala un oscuro comentario como una especie de prueba, confiando en provocar algo más que el silencio por parte de Blanco: Negro parece enfermo. Me temo que tal vez se esté muriendo. Luego mete el informe en el sobre, diciéndose que eso es sólo el principio.
Dos días más tarde Azul va por la mañana temprano a la oficina de correos de Brooklyn, un edificio como un gran castillo desde el cual se divisa el puente de Manhattan. Todos los informes de Azul han ido dirigidos al apartado de correos 1001, y ahora se acerca a él como por casualidad, pasando despacio por delante y mirando disimuladamente dentro para ver sí el informe ha llegado. Sí. O por lo menos hay una carta allí –un solitario sobre blanco inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados dentro del estrecho buzón–, y Azul no tiene ningún motivo para sospechar que no sea su carta. Luego empieza un lento paseo circular por la zona, decidido a permanecer allí hasta que aparezca Blanco o alguien que trabaje para él, los ojos fijos en la enorme pared cubierta de buzones numerados, cada uno con una combinación diferente, cada uno conteniendo un secreto diferente. La gente va y viene, abre los buzones y los cierra, y Azul continúa deambulando en círculo, deteniéndose de vez en cuando en algún punto al azar y continuando luego su vuelta. Todo le parece marrón, como si el tiempo otoñal del exterior hubiera penetrado en la sala, y el lugar huele agradablemente a humo de cigarro puro. Después de varias horas empieza a tener hambre, pero no cede a la llamada de su estómago, diciéndose que es ahora o nunca y por lo tanto manteniéndose firme. Azul observa a todos los que se aproximan a la pared de los buzones, concentrándose en cada persona que se detiene en las proximidades del 1001, consciente de que si no es Blanco quien viene a recoger los informes, podría ser cualquiera, una anciana, un niño, y consecuentemente no debe dar nada por sentado. Pero todas estas posibilidades quedan en nada, porque nadie toca el buzón, y aunque Azul momentánea y sucesivamente urde una historia para cada candidato que se acerca, tratando de imaginar qué relación podría tener esa persona con Blanco y/o Negro, qué papel podría desempeñar en el caso él o ella, etcétera, se ve obligado a desecharlos uno por uno a la nada de la que salieron.
Muy poco después del mediodía, en un momento en que la oficina de correos empieza a llenarse –un tropel de gente que viene apresuradamente durante la hora del almuerzo para echar cartas, comprar sellos, ocuparse de ese tipo de asuntos–, un hombre con una máscara en la cara entra por la puerta. Azul no se fija en él al principio con tantas personas pasando por la puerta al mismo tiempo, pero cuando el hombre se aparta del gentío y empieza a dirigirse a los buzones numerados, Azul finalmente ve la máscara, una máscara de las que los niños llevan en Halloween, hecha de goma y representado un espantoso monstruo con tajos en la frente, ojos sanguinolentos y colmillos. El resto de su persona es absolutamente corriente (abrigo de tweed gris, bufanda roja envolviéndole el cuello) y Azul intuye en ese primer momento que el hombre que está detrás de la máscara es Blanco. Mientras el hombre continúa andando hacia la zona del buzón 1001, esta intuición se convierte en convicción. Al mismo tiempo, Azul siente que el hombre no está allí realmente, que aunque sabe que le está viendo, es más que probable que él sea el único que le ve. En este punto, sin embargo, Azul se equívoca, porque mientras el enmascarado continúa cruzando el vasto suelo de mármol, Azul ve a varias personas señalándole y riéndose, pero no sabe si esto es mejor o peor. El enmascarado llega al buzón 1001, gira la rueda de la combinación hacia atrás, hacia adelante y nuevamente hacia atrás, y abre el buzón. En cuanto Azul ve que éste es definitivamente su hombre, empieza a avanzar hacia él, no muy seguro de lo que piensa hacer, pero en el fondo, sin duda, con la intención de asirle y arrancarle la máscara de la cara. Pero el hombre está demasiado alerta, y una vez que se ha metido el sobre en el bolsillo y ha cerrado el buzón, lanza una rápida ojeada a su alrededor, ve que Azul se aproxima y echa a correr, dirigiéndose a la puerta lo más deprisa que puede. Azul corre tras él, esperando agarrarle por detrás, pero se queda momentáneamente atrapado por una maraña de gente en la puerta, y cuando consigue atravesarla, el hombre enmascarado está bajando las escaleras de dos en dos, aterrizando en la acera y corriendo por la calle. Azul continúa su persecución, incluso le parece que está ganando terreno, pero entonces el hombre llega a la esquina, donde casualmente un autobús está justo arrancando de una parada, y el hombre aprovecha la oportunidad y salta a bordo. Azul se queda en la estacada, sin aliento, allí parado como un idiota.
Dos días más tarde, cuando Azul recibe su giro postal por correo, finalmente hay una palabra de Blanco. Nada de tonterías, dice, y aunque no es mucho, a pesar de todo Azul se alegra de haberla recibido, contento de haber agrietado al fin el muro de silencio de Blanco. No le queda claro, sin embargo, si el mensaje se refiere al último informe o al incidente en la oficina de correos. Después de pensarlo un rato, llega a la conclusión de que da igual. De un modo u otro, la clave del caso está en la acción. Debe continuar desbaratando las cosas siempre que pueda, un poquito aquí, un poquito allá, picando cada adivinanza hasta que toda la estructura empiece a debilitarse, hasta que un día todo el maldito asunto se venga abajo.
Durante las semanas siguientes Azul vuelve a la oficina de correos varias veces, esperando echarle otra ojeada a Blanco. Pero no lo consigue. O el informe ya no está en el buzón cuando él llega o Blanco no aparece. El hecho de que esa parte de la oficina de correos esté abierta veinticuatro horas al día le deja pocas opciones a Azul. Blanco ahora sospecha de él y no cometerá el mismo error dos veces. Sencillamente esperará hasta que Azul se vaya antes de acercarse al buzón, y a menos que Azul esté dispuesto a pasarse la vida entera en la oficina de correos, no tiene ninguna esperanza de volver a pillar a Blanco.
El cuadro es mucho más complicado de lo que Azul había imaginado. Durante casi un año se ha considerado esencialmente libre. Para bien o para mal estaba haciendo su trabajo, mirando hacia adelante y estudiando a Negro, esperando una posible abertura, tratando de perseverar, pero durante todo ese tiempo no ha pensado ni una sola vez en lo que pudiera estar ocurriendo a sus espaldas. Ahora, después del incidente con el hombre enmascarado y los obstáculos que ha encontrado posteriormente, Azul ya no sabe qué pensar. Le parece perfectamente verosímil que él también esté siendo vigilado, observado por otro de la misma manera que él ha estado observando a Negro. Si es así, entonces nunca ha sido libre. Desde el principio ha sido el hombre de en medio, obstaculizado por delante y por detrás. Curiosamente, este pensamiento le recuerda algunas frases de Walden, y busca en su cuaderno la expresión exacta, bastante seguro de haberla anotado. No estamos donde estamos, sino en una posición falsa, encuentra. Por una enfermedad de nuestra naturaleza, suponemos un caso y nos ponemos en él y por lo tanto estamos en dos casos al mismo tiempo y es doblemente difícil salir. Esto tiene sentido para Azul, y aunque está empezando a asustarse un poco, piensa que quizá no sea demasiado tarde para hacer algo.
El verdadero problema se reduce a identificar la naturaleza del problema mismo. Para empezar, ¿quién supone mayor amenaza para él, Blanco o Negro? Blanco ha mantenido su parte del trato: los giros han llegado puntualmente todas las semanas, y volverse contra él ahora, Azul lo sabe, sería morder la mano que le alimenta. Sin embargo, Blanco es quien puso el caso en marcha, arrojando a Azul a un cuarto vacío, por así decirlo, y luego apagando la luz y cerrando la puerta. Desde entonces, Azul ha estado tanteando en la oscuridad, buscando a ciegas el interruptor, prisionero del caso mismo. Todo eso está muy bien, pero ¿por qué querría Blanco hacer tal cosa? Cuando Azul tropieza con esta pregunta, ya no puede pensar. Su cerebro deja de funcionar, no puede ir más allá.
Tomemos a Negro, entonces. Hasta ahora él ha sido el caso, la causa aparente de todos sus problemas. Pero si Blanco en realidad persigue a Azul y no a Negro, entonces quizá Negro no tenga nada que ver con ello, quizá no sea más que un inocente espectador. En ese caso, es Negro quien ocupa la posición que Azul había creído suya todo el tiempo y es Azul quien hace el papel de Negro. Esta teoría no es totalmente descabellada. Por otra parte, también es posible que Negro esté de alguna forma asociado con Blanco y que juntos hayan conspirado para hundir a Azul.
De ser así, ¿qué le están haciendo? Nada muy terrible, en última instancia; por lo menos no en un sentido absoluto. Han obligado a Azul a no hacer nada, a estar tan inactivo que su vida se reduce hasta casi no ser una vida. Sí, se dice Azul, eso es lo que parece: nada en absoluto. Se siente como un hombre que ha sido condenado a sentarse en una habitación y a continuar leyendo un libro durante el resto de su vida. Es bastante extraño, estar vivo solo a medías en el mejor de los casos, ver el mundo sólo a través de las palabras, vivir sólo a través de las vidas de otros. Pero si el libro fuera interesante, quizá no sería tan malo. Podría dejarse atrapar en la historia, por así decirlo, y poco a poco empezaría a olvidarse de sí mismo. Pero ese libro no le ofrece nada. No hay argumento, ni trama, ni acción, únicamente un hombre sentado solo en un cuarto escribiendo un libro. Azul comprende que eso es todo lo que hay, y ya no quiere participar en ello. Pero ¿cómo salir? ¿Cómo salir de la habitación que es el libro que continuará escribiéndose mientras él siga en la habitación?
En cuanto a Negro, el supuesto escritor de ese libro, Azul ya no puede fiarse de lo que ve. ¿Es posible que exista realmente un hombre así, un hombre que no hace nada, que únicamente se sienta en su cuarto y escribe? Azul le ha seguido a todas partes, ha ido tras él hasta los rincones más remotos, le ha observado con tanta atención que parecía fallarle la vista. Ni siquiera cuando sale de su habitación, Negro va a alguna parte, nunca hace mucho: comprar comestibles, cortarse el pelo, ir al cine, etcétera. Pero generalmente sólo vagabundea por las calles, mirando alguna que otra cosa, recogiendo datos al azar, e incluso esto sucede únicamente a rachas. Durante un tiempo son edificios: estira el cuello para ver los tejados, inspecciona los portales, pasa las manos lentamente por las fachadas de piedra. Y luego, durante una semana o dos, son estatuas públicas, o los barcos del río, o los rótulos que hay en las calles. Nada más que eso, sin apenas cruzar una palabra con nadie, sin encontrarse con otras personas exceptuando aquel almuerzo con la mujer llorosa hace ya tanto tiempo. En un sentido, Azul sabe todo lo que hay que saber acerca de Negro: qué clase de jabón compra, qué periódicos lee, qué ropa lleva, y todo eso lo ha anotado fielmente en su cuaderno. Ha aprendido mil cosas, pero lo único que le han enseñado es que no sabe nada. Porque el hecho es que nada de eso es posible. No es posible que un hombre como Negro exista.
Consecuentemente, Azul empieza a sospechar que Negro no es más que una artimaña, otro de los contratados de Blanco, pagado por semanas para sentarse en esa habitación y no hacer nada. Quizá toda esa escritura sea únicamente una impostura, página tras página: una lista de todos los nombres de la guía telefónica, o cada palabra del diccionario en orden alfabético, o una copia manuscrita de Walden. O quizá ni siquiera son palabras, sino garabatos sin sentido, marcas azarosas de una pluma, un creciente montón de confusión. Esto convertiría a Blanco en el verdadero escritor, y Negro no sería más que su sustituto, una falsificación, un actor sin sustancia propia. Hay veces en que, siguiendo este pensamiento hasta sus últimas consecuencias, Azul cree que la única explicación lógica es que Negro no es un solo hombre, sino varios. Dos, tres, cuatro hombres parecidos que interpretan el papel de Negro para que Azul lo vea, cada uno cumpliendo su horario y luego regresando a las comodidades de su hogar. Pero es un pensamiento demasiado monstruoso para que Azul pueda considerarlo durante mucho tiempo. Pasan los meses y al fin se dice a sí mismo en voz alta: Ya no puedo respirar. Esto es el fin. Me estoy muriendo.
Estamos a mitad del verano de 1948. Reuniendo al fin el valor necesario para actuar, Azul coge su bolsa de disfraces y busca una nueva identidad. Después de descartar varias posibilidades, se decide por un viejo que solía mendigar en las esquinas de su barrio cuando él era niño –un personaje local que se llamaba Jimmy Rosa– y se engalana con la vestimenta de un vagabundo: ropa de lana andrajosa, zapatos atados con cuerdas para evitar que las suelas se desprendan, una bolsa de lona estropeada para contener sus pertenencias y luego, por último, una ondeante barba blanca y pelo blanco largo. Estos detalles finales le dan el aspecto de un profeta del Viejo Testamento. Azul disfrazado de Jimmy Rosa no es tanto un escrofuloso mendigo como un loco sabio, un santo que vive en la marginalidad de la penuria. Un poco chiflado quizá, pero inofensivo: emana una dulce indiferencia hacia el mundo que le rodea, pues dado que todo le ha ocurrido anteriormente, ya nada puede perturbarle.
Azul se aposta en un lugar adecuado al otro lado de la calle, saca del bolsillo un pedazo de lupa rota y empieza a leer un periódico viejo y arrugado que ha sacado de un cubo de basura cercano. Dos horas más tarde aparece Negro, bajando los escalones de su casa y caminando en dirección a Azul. Negro no presta atención al vagabundo            –perdido en sus propios pensamientos o mirando hacia otro lado a propósito–, y cuando empieza a acercarse, Azul le dirige la palabra con voz agradable.
¿Puede usted darme algo suelto, señor?
Negro se detiene, mira al desaliñado individuo que acaba de hablarle y gradualmente se relaja y sonríe al darse cuenta de que no está en peligro. Luego mete la mano en el bolsillo, saca una moneda y la pone en la mano de Azul.
Tenga, dice.
Dios le bendiga, dice Azul.
Gracias, contesta Negro, conmovido por el sentimiento.
No tema nunca, dice Azul. Dios bendice a todos.
Y tras esas palabras tranquilizadoras Negro saluda a Azul quitándose el sombrero y sigue su camino.
A la tarde siguiente, nuevamente ataviado de mendigo, Azul espera a Negro en el mismo sitio. Decidido a mantener una conversación un poco más larga esta vez, ahora que se ha ganado la confianza de Negro, Azul descubre que le han quitado el problema de las manos cuando el propio Negro muestra interés por prolongar el encuentro. Es una hora avanzada del día, antes de la puesta de sol pero ya pasada la tarde, esa hora entre dos luces de los cambios lentos, de los ladrillos resplandecientes y las sombras alargadas. Después de saludar cordialmente al mendigo y darle otra moneda, Negro vacila un momento, como si dudara entre lanzarse o no, y luego dice:
¿Le ha dicho alguien alguna vez que se parece muchísimo a Walt Whitman?
¿Walt qué?, pregunta Azul, acordándose de interpretar su papel.
Walt Whitman. Un poeta famoso.
No, dice Azul. No puedo decir que le conozca.
Es imposible que le conozca, dice Negro. Ya no vive. Pero el parecido es notable.
Bueno, ya sabe lo que dicen, contesta Azul. Todo hombre tiene su doble en alguna parte. No veo por qué el mío no iba a ser un muerto.
Lo gracioso, continúa Negro, es que Walt Witman trabajaba en esta calle. Imprimió su primer libro ahí mismo, no lejos de donde estamos ahora.
No me diga, dice Azul, meneando la cabeza pensativamente. Le hace a uno pararse a pensar, ¿no?
Hay algunas historias raras acerca de Whitman, dice Negro, indicándole con un gesto a Azul que se siente en los escalones del edificio que tienen detrás. Azul obedece y luego Negro hace lo mismo, y de pronto allí están los dos solos, juntos bajo la luz del verano, charlando como dos viejos amigos de una cosa y otra.
Sí, dice Negro, instalándose cómodamente en la languidez del momento, varias historias muy curiosas. La del cerebro de Whitman, por ejemplo. Durante toda su vida Whitman creyó en la ciencia de la frenología, ya sabe, estudiar las protuberancias del cráneo. Estaba muy de moda en su época. No puedo decir que haya oído hablar nunca de eso, responde Azul.
Bueno, no importa, dice Negro. Lo importante es que a Whitman le interesaban los cerebros y los cráneos, pensaba que podían revelarlo todo acerca del carácter de un hombre. El caso es que cuando Whitman se estaba muriendo en Nueva Jersey hace cincuenta o sesenta años, aceptó dejar después de muerto que le hicieran una autopsia.
¿Cómo pudo aceptarlo después de muerto?
Ah, tiene razón. No me he expresado bien. Todavía estaba vivo cuando lo aceptó. Quería que supieran que no le importaría que le abrieran más tarde. Lo que podríamos llamar su última voluntad.
Las famosas últimas palabras.
Eso es. Mucha gente pensaba que era un genio, ¿comprende?, y quería echarle un vistazo a su cerebro para averiguar si tenía algo de especial. Así que al día siguiente de su muerte un médico sacó el cerebro de Whitman –abrió por la cabeza– y lo mandó a la Sociedad Antropométrica Americana para que lo midieran y pesaran.
Como una gigantesca coliflor, intercala Azul.
Exactamente. Como una gran col. Pero aquí es donde la historia se pone interesante. El cerebro llega al laboratorio y, justo cuando están a punto de ponerse a trabajar en él, a uno de los ayudantes se le cae al suelo.
¿Se rompió?
Claro que se rompió. Un cerebro no es muy duro, ¿comprende? Se desparramó por todas partes y ahí terminó la historia. El cerebro del poeta más grande de América fue barrido y arrojado a la basura.
Azul, acordándose de reaccionar de acuerdo con su personaje, emite varias risas asmáticas, una buena imitación del regocijo de un vejete. Negro se ríe también, y ahora el ambiente se ha distendido hasta tal punto que nadie podría adivinar que no son amigos de toda la vida.
Da pena el pobre Walt en su tumba, dice Negro. Tan solo y sin cerebro.
Igual que ese espantapájaros, dice Azul.
Efectivamente, dice Negro. Igual que el espantapájaros del país de Oz.
Después de otra buena risa, Negro dice: Y luego está la historia de cuando Thoreau vino a visitar a Whitman. Ésa también es buena.
¿Era otro poeta?
No exactamente. Pero era también un gran escritor. Es el que vivía solo en el bosque.
Oh, sí, dice Azul, no queriendo llevar su ignorancia demasiado lejos. Alguien me habló una vez de él. Era muy aficionado a la naturaleza. ¿No es ése al que se refiere usted?
Precisamente, contesta Negro. Henry David Thoreau vino desde Massachusetts a pasar una temporadita y le hizo una visita a Whitman en Brooklyn. Pero el día anterior vino justamente aquí, a la calle Naranja.
¿Por alguna razón especial?
Por la iglesia de Plymouth. Quería oír el sermón de Henry Ward Beecher.
Un sitio precioso, dice Azul, pensando en las gratas horas que ha pasado en el jardín de hierba. A mí también me gusta ir allí.
Muchos grandes hombres han ido allí, dice Negro. Abraham Lincoln, Charles Dickens, todos pasearon por esta calle y entraron en esa iglesia.
Fantasmas.
Sí, estamos rodeados de fantasmas.
¿Y la historia?
Es muy simple en realidad. Thoreau y Bronson Alcott, un amigo suyo, llegaron a casa de Whitman en Myrtle Avenue y la madre de Walt les mandó al dormitorio del ático que él compartía con un hermano retrasado mental, Eddy. Todo fue bien. Se estrecharon la mano, intercambiaron saludos, etcétera. Pero luego, cuando se sentaron para discutir sus opiniones sobre la vida, Thoreau y Alcott se fijaron en que había un orinal lleno justo en medio de la habitación. Walt, por supuesto, era un hombre expansivo y no le prestó atención, pero a los dos hombres de Nueva Inglaterra les resultaba difícil continuar hablando con un orinal lleno de excrementos delante de ellos. Así que finalmente bajaron a la sala y continuaron la conversación allí. Es un detalle insignificante, lo comprendo. Pero cuando dos grandes escritores se conocen, hacen historia y es importante conocer todos los detalles exactos. El orinal, sabe, me recuerda de alguna manera al cerebro en el suelo. Y cuando te paras a pensarlo, hay cierta similitud de forma. Me refiero a las protuberancias y las circunvoluciones. Hay una clara conexión. El cerebro y los intestinos, los adentros de un hombre. Siempre hablamos de intentar meternos en un escritor para comprender mejor su obra. Pero cuando llegamos al fondo, no hay mucho que encontrar, por lo menos no mucho que sea diferente de lo que encontraríamos en cualquier otro.
Parece que sabe usted mucho de estas cosas, dice Azul, que está empezando a perder el hilo de la argumentación de Negro.
Es mi afición, dice Negro. Me gusta saber cómo viven los escritores, especialmente los escritores americanos. Me ayuda a comprender las cosas.
Ya veo, dice Azul, que no ve nada en absoluto, porque cuanto más habla Negro, menos le entiende él.
Por ejemplo, Hawthorne, dice Negro. Un buen amigo de Thoreau, y probablemente el primer verdadero escritor que tuvo América. Después de graduarse en la universidad volvió a casa de su madre en Salem, se encerró en su habitación y no salió hasta doce años después.
¿Qué hacía allí?
Escribía historias.
¿Nada más? ¿Sólo escribía?
Escribir es una actividad solitaria. Se apodera de tu vida. En cierto sentido, un escritor no tiene vida propia. Incluso cuando está ahí, no está realmente ahí.
Otro fantasma.
Exactamente.
Suena muy misterioso.
Lo es. Pero Hawthorne escribió grandes historias, ¿sabe?, y todavía las leemos, más de cien años después. En una de ellas, un hombre que se llamaba Wakefield decide gastarle una broma a su esposa. Le dice que tiene que hacer un viaje de negocios y estará fuera unos días, pero en lugar de salir de la ciudad se va a la vuelta de la esquina, alquila una habitación y espera a ver qué pasa. No sabe exactamente por qué lo hace, pero de todas formas lo hace. Pasan tres o cuatro días, pero él no se siente dispuesto a volver a casa todavía, así que se queda en la habitación alquilada. Los días se convierten en semanas, las semanas se convierten en meses. Un día Wakefield pasa por su antigua calle y ve su casa engalanada de luto. Es su propio funeral y su mujer se convierte en una viuda solitaria. Pasan los años. De vez en cuando se cruza con su esposa en la ciudad y una vez, en medio de una multitud, llega a rozarse con ella. Pero ella no le reconoce. Transcurren los años, más de veinte, y poco a poco Wakefield se hace viejo. Una noche lluviosa de otoño, mientras da un paseo por las calles vacías, pasa por delante de su antigua casa y mira por la ventana. Hay un agradable fuego ardiendo en la chimenea y él piensa para sus adentros: Qué agradable sería estar ahí dentro ahora, sentado en uno de esos cómodos butacones junto al fuego, en lugar de estar aquí fuera bajo la lluvia. Así que, sin pensarlo más, sube los escalones de la casa y llama a la puerta.
¿Y entonces?
Eso es todo. Así termina la historia. La última cosa que vemos es que la puerta se abre y Wakefield entra con una sonrisa astuta en la cara.
¿Y nunca sabemos qué le dice a su esposa?
No. Ése es el final. Ni una palabra más. Pero volvió a casa, eso sí lo sabemos, y fue un amante esposo hasta su muerte.
Ahora el cielo ha empezado a oscurecer y la noche se aproxima rápidamente. Aún queda un último resplandor rosa en el oeste, pero el día prácticamente ha terminado. Negro, dejándose guiar por la oscuridad, se pone de pie y le tiende la mano a Azul.
Ha sido un placer hablar con usted, dice. No tenía ni idea de que lleváramos tanto rato aquí sentados.
El placer ha sido mío, dice Azul, aliviado de que la conversación haya concluido, porque sabe que dentro de poco su barba empezará a resbalar, ya que el calor del verano y los nervios le hacen sudar y la barba se le despega.
Me llamo Negro, dice Negro, estrechando la mano de Azul.
Yo me llamo Jimmy, dice Azul. Jimmy Rosa.
Recordaré mucho tiempo esta pequeña charla que hemos tenido, Jimmy, dice Negro.
Yo también, dice Azul. Me ha dado usted mucho en que pensar.
Dios le bendiga, Jimmy Rosa, dice Negro.
Dios le bendiga a usted, señor, dice Azul.
Y luego, con un último apretón de manos, se alejan en direcciones opuestas, cada uno acompañado de sus propios pensamientos.
Más tarde, cuando Azul regresa a su cuarto esa noche, decide que ahora será mejor enterrar a Jimmy Rosa, deshacerse de él para siempre. El viejo vagabundo ha servido a su propósito, pero no sería sensato ir más allá de ese punto.
Azul se alegra de haber establecido este contacto inicial con Negro, pero el encuentro no ha tenido el efecto deseado, el resultado es que se siente bastante perturbado por él. Porque aunque la conversación no tenía nada que ver con el caso, Azul no puede evitar sentir que Negro se estaba refiriendo al caso todo el rato, hablando en clave, por así decirlo, como si tratara de decirle algo a Azul pero no se atreviera a decirlo abiertamente. Sí, Negro ha sido más que cordial, su actitud era verdaderamente simpática, pero Azul no puede librarse de la idea de que el hombre estaba al corriente desde el principio. Si es así, entonces seguramente Negro es uno de los conspiradores; de lo contrario, ¿por qué iba a estar tanto rato hablando con Azul? No por soledad, ciertamente. Suponiendo que Negro sea real, la soledad no puede ser un problema. Todo en su vida hasta ahora ha sido parte de un determinado plan para permanecer solo, y sería absurdo interpretar su deseo de hablar como un esfuerzo para escapar a la angustia de la soledad. No a estas alturas, no después de más de un año de rehuir todo contacto humano. Si Negro finalmente ha decidido salir de su hermética rutina, ¿por qué iba a empezar por hablar con un viejo mendigo en una esquina de la calle? No, Negro sabía que estaba hablando con Azul. Y si sabía eso, entonces también sabe quién es Azul. No hay vuelta de hoja, se dice Azul, lo sabe todo.
Cuando llega el momento de escribir su siguiente informe, Azul se ve obligado a enfrentarse a otro dilema. Blanco nunca dijo nada de establecer contacto con Negro. Azul tenía que vigilarle, ni más, ni menos, y ahora se pregunta si no ha violado las reglas de su misión. Si incluye la conversación en el informe, tal vez Blanco ponga reparos. Por otra parte, si no lo incluye, y si Negro realmente trabaja con Blanco, entonces Blanco sabrá inmediatamente que Azul le miente. Azul cavila durante largo rato, pero a pesar de todo no consigue encontrar una solución. Está atrapado, de un modo u otro, y lo sabe. Al final decide omitir la conversación, pero sólo porque aún conserva una débil esperanza de que su deducción sea equivocada y Blanco y Negro no estén juntos en el asunto. Pero esta última tentativa de optimismo queda en nada. Tres días después de enviar el informe purgado, recibe su giro semanal por correo y dentro del sobre va una nota que dice: ¿Por qué miente? Y entonces Azul tiene la prueba sin sombra de duda. Y a partir de ese momento Azul vive con el conocimiento de que se está ahogando.
A la noche siguiente sigue a Negro a Manhattan en el metro, vestido con ropa normal, ya sin la sensación de tener que ocultar nada. Negro se baja en Times Square y vagabundea durante un rato entre las luces brillantes, el ruido y las multitudes que van y vienen. Azul, vigilándole como si su vida dependiera de ello, nunca está más de tres o cuatro pasos detrás de él. A las nueve Negro entra en el vestíbulo del Hotel Algonquin y Azul entra tras él. Hay bastante gente y las mesas escasean, de modo que cuando Negro se sienta en un rincón, en una mesa que acaba de quedarse libre en ese momento, parece perfectamente natural que Azul se acerque y le pregunte cortésmente si puede sentarse con él. Negro no tiene inconveniente y hace un gesto acompañado de un encogimiento de hombros para que Azul ocupe la silla de enfrente. Durante varios minutos ninguno dice nada, esperando a que alguien acuda a preguntarles qué quieren tomar. Mientras tanto observan a las mujeres que pasan con sus vestidos veraniegos, inhalando los diferentes perfumes que flotan en el aire tras ellas, y Azul no tiene ninguna prisa, contento de esperar su oportunidad y dejar que las cosas sigan su curso. Cuando el camarero viene al fin, Negro pide un Black and White con hielo, y Azul no puede por menos de interpretar esto como un mensaje secreto de que la misión está a punto de empezar, maravillándose todo el tiempo de la desfachatez de Negro, de su tosquedad y su vulgar obsesión. Por simetría, Azul pide lo mismo. Al hacerlo mira a Negro a los ojos, pero éste no revela nada, le devuelve la mirada a Azul con absoluta inexpresividad, con unos ojos muertos que parecen indicar que no hay nada tras ellos y que, por mucho que Azul le mire, nunca verá nada.
Esta maniobra, sin embargo, rompe el hielo, y empiezan a comentar los méritos de las distintas marcas de whisky escocés. De un modo natural, una cosa lleva a otra y mientras están allí sentados charlando sobre los inconvenientes del verano en Nueva York, la decoración del hotel, los indios algonquinos que vivieron en la ciudad hace mucho tiempo cuando era todo bosques y prados, Azul adopta lentamente el personaje que quiere interpretar esa noche, convirtiéndose en un jovial fanfarrón de nombre Nieve, un vendedor de seguros de vida de Kenosha, Wisconsin. Hazte el tonto, se dice Azul, porque sabe que no tendría sentido revelar quién es, aunque sabe que Negro lo sabe. Hay que jugar al escondite, se dice, jugar al escondite hasta el final.
Terminan su copa y piden otra ronda, seguida de una tercera, y mientras la conversación pasa con facilidad de las tablas actuariales a las expectativas de vida de los hombres en diferentes profesiones, Negro deja caer un comentario que lleva la conversación en otra dirección.
Supongo que yo no estaría en un puesto muy alto en su lista, dice.
¿No?, dice Azul, sin tener ni idea de qué esperar. ¿Qué clase de trabajo hace usted?
Soy detective privado, dice Negro a bocajarro, tan fresco y tranquilo, y por un breve momento Azul tiene la tentación de tirarle su bebida a la cara, tan enojado está, tan quemado por el descaro del otro hombre.
¡No me diga!, exclama Azul, recobrándose rápidamente y consiguiendo fingir la sorpresa de un paleto. Detective privado. Vaya. De carne y hueso. Me imagino lo que dirá mi mujer cuando se lo cuente. Yo en Nueva York tomando copas con un detective privado. No se lo va a creer.
Lo que estoy tratando de decir, dice Negro bastante bruscamente, es que me imagino que mi expectativa de vida no es muy grande. Por lo menos no de acuerdo con sus estadísticas.
Probablemente no, continúa Azul. Pero ¡qué emocionante! Hay cosas más importantes en la vida que vivir mucho tiempo. La mitad de los hombres de América darían diez años de su jubilación por vivir como usted. Resolviendo casos, viviendo de su ingenio, seduciendo mujeres, llenando de plomo a los malos... Dios, vaya si tiene ventajas.
Todo eso es ficción, dice Negro. El verdadero trabajo de un detective puede ser muy aburrido.
Bueno, todos los trabajos tienen su rutina, continúa Azul. Pero en su caso por lo menos sabe que el trabajo duro acabará llevando a algo fuera de lo corriente.
A veces sí y a veces no. Pero la mayor parte del tiempo es no. Por ejemplo el caso en el que estoy trabajando ahora. Llevo con él más de un año ya y no hay nada más aburrido. Me aburro tanto que a veces pienso que estoy perdiendo el juicio.
¿Y eso?
Bueno, imagínese. Mi trabajo consiste en vigilar a alguien, nadie especial por lo que veo, y mandar un informe sobre él todas las semanas. Sólo eso. Observar a ese tipo y escribir sobre él. Absolutamente nada más.
¿Y qué tiene eso de terrible?
No hace nada, eso es lo que tiene. Se pasa todo el día sentado en su habitación escribiendo. Bastaría para volver loco a cualquiera.
Puede que le esté engañando. Ya me entiende, adormeciéndole antes de entrar en acción.
Eso es lo que pensé al principio. Pero ahora estoy seguro de que no va a pasar nada, nunca. Lo noto en los huesos.
Mala cosa, dice Azul, comprensivo. Quizá debería usted dejar el caso.
Estoy pensando en hacerlo. También estoy pensando que quizá debería dejar todo esto y meterme en otra cosa. Buscar otro trabajo. Vender seguros, tal vez, o marcharme con un circo.
Nunca pensé que fuera tan duro, dice Azul, meneando la cabeza. Pero dígame, ¿por qué no está vigilando a su hombre ahora?
Ésa es la cuestión, contesta Negro, ya ni siquiera tengo que molestarme en hacerlo. Llevo tanto tiempo vigilándole que le conozco mejor que a mí mismo. Me basta con pensar en él y sé lo que está haciendo, sé dónde está, lo sé todo. He llegado a un punto en que puedo vigilarle con los ojos cerrados.
¿Sabe dónde está ahora?
En casa. Lo mismo que siempre. Sentado en su habitación y escribiendo.
¿Qué está escribiendo?
No estoy seguro, pero tengo una idea. Creo que escribe sobre sí mismo. La historia de su vida. Es la única explicación posible. Ninguna otra encajaría.
Entonces, ¿cuál es el misterio?
No lo sé, dice Negro, y por primera vez su voz revela cierta emoción, se engancha ligeramente en las palabras.
Entonces todo se reduce a una pregunta, ¿no?, dice Azul, olvidándose por completo de Nieve y mirando a Negro directamente a los ojos. ¿Sabe él que usted le está observando o no?
Negro vuelve la cabeza, incapaz de seguir mirando a Azul, y dice con voz repentinamente temblorosa: Por supuesto que lo sabe. Ésa es la cuestión, ¿no? Tiene que saberlo, de lo contrarío nada tendría sentido.
¿Por qué?
Porque me necesita, dice Negro, aún mirando hacia otro lado. Necesita mis ojos mirándole. Me necesita para demostrar que está vivo.
Azul ve que una lágrima rueda por la mejilla de Negro, pero antes de que pueda decir nada, antes de que pueda aprovechar su ventaja, Negro se pone de pie rápidamente y se excusa, diciendo que tiene que hacer una llamada telefónica. Azul espera en su silla durante diez o quince minutos, pero sabe que está perdiendo el tiempo. Negro no volverá. La conversación ha terminado, y por más que se quede allí sentado, esa noche no sucederá nada más.
Azul paga las bebidas y luego regresa a Brooklyn. Cuando llega a la calle Naranja, mira la ventana de Negro y ve que todo está a oscuras. No importa, se dice Azul, regresará pronto. Todavía no hemos llegado al final. La fiesta acaba de empezar. Espera hasta que descorchen el champán y luego veremos qué pasa.
Una vez en su habitación, Azul pasea de un lado a otro, tratando de planear su siguiente movimiento. Le parece que Negro al fin ha cometido una equivocación, pero no está completamente seguro. Porque, a pesar de la evidencia, Azul no puede sacudirse la sensación de que todo se ha hecho a propósito, de que Negro ha empezado ahora a provocarle, a llevarle de la brida, por así decirlo, urgiéndole hacia el final que está planeando.
Sin embargo, ha conseguido algo, y por primera vez desde que empezó el caso ya no está parado donde estaba. Normalmente, Azul estaría celebrando ese pequeño triunfo suyo, pero descubre que esa noche no está de humor para darse palmaditas en la espalda. Más que nada, se siente triste, se siente falto de entusiasmo, se siente decepcionado del mundo. De alguna manera, los hechos finalmente le han fallado, y le resulta difícil no tomárselo como algo personal, sabiendo demasiado bien que comoquiera que presente el caso ante si mismo, él también forma parte del asunto. Luego se acerca a la ventana, mira al otro lado de la calle y ve que ahora las luces están encendidas en la habitación de Negro.
Se tumba en la cama y piensa: Adiós, señor Blanco. Usted nunca existió realmente, ¿verdad? Nunca hubo un hombre llamado Blanco. Y luego: Pobre Negro. Pobre diablo. Pobre don nadie malogrado. Y luego, mientras sus párpados se vuelven pesados y el sueño empieza a inundarle, piensa en lo extraño que es que todo tenga su propio color. Todo lo que vemos, todo lo que tocamos, todo en el mundo tiene su propio color. Luchando por mantenerse despierto un poco más, empieza a hacer una lista. Tomemos el azul por ejemplo, se dice. Hay azulejos y gayos azules y garzas azules. Hay acianos y hierba doncella. Hay mediodías sobre Nueva York. Hay arándanos, lirios azules y el océano Pacífico. Hay queso azul y vitriolo azul y sangre azul. Hay una voz que canta el blues. Hay el uniforme de policía de mi padre. Hay leyes azules.1 Hay mis ojos y mi nombre. Se detiene, al no poder encontrar más cosas azules, y pasa al blanco. Hay gaviotas y cigüeñas y cacatúas. Hay las paredes de esta habitación y las sábanas de mi cama. Hay lirios del valle, claveles y los pétalos de las margaritas. Hay la bandera de la paz y el luto chino. Hay la leche materna y el semen. Hay mis dientes. Hay el blanco de mis ojos. Hay percas blancas y abetos blancos y hormigas blancas. Hay la casa del presidente y la magia blanca. Hay mentiras blancas y calor blanco. Luego, sin vacilar, pasa al negro, empezando por listas negras, mercado negro y la Mano Negra. Hay la noche sobre Nueva York. Hay zarzamoras y cuervos, azabache y pez, Martes Negro y peste negra. Hay magia negra. Hay mi pelo. Hay la tinta que sale de una pluma. Hay el mundo como lo ve un ciego. Luego, cansándose del juego finalmente, empieza a quedarse dormido, diciéndose que la lista no tiene fin. Se duerme, sueña con cosas que sucedieron hace mucho tiempo, y luego, a media noche, se despierta de pronto y empieza a pasear por la habitación otra vez pensando en cuál será su siguiente paso.
Llega la mañana y Azul empieza a atarearse con otro disfraz. Esta vez es el vendedor de los cepillos Fuller, un truco que ya ha usado antes, y durante las siguientes dos horas se dedica pacientemente a ponerse una cabeza calva, un bigote y arrugas alrededor de los ojos y la boca, sentado delante de su espejito como un viejo artista de variedades. Poco después de las once, coge su maletín de cepillos y cruza la calle hasta el edificio de Negro. Abrir la cerradura de la puerta de entrada es un juego de niños para Azul, cuestión de segundos, y cuando entra en el portal no puede remediar sentir algo de la antigua emoción. Nada de violencia, se recuerda a sí mismo, mientras empieza a subir las escaleras hasta el piso de Negro. Esta visita es sólo para echar una ojeada al interior, para delimitar la habitación para futura referencia. Sin embargo, el momento le produce una excitación que no puede reprimir. Porque es algo más que ver la habitación y él lo sabe. Es la idea de estar allí, de estar entre esas cuatro paredes, de respirar el mismo aire que Negro. De ahora en adelante, piensa, todo lo que suceda afectará a todo lo demás. La puerta se abrirá y a partir de entonces Negro estará dentro de él para siempre.
Llama con los nudillos, la puerta se abre y de repente ya no hay distancia, la cosa y el pensamiento de la cosa son una y la misma. Ahora es Negro quien está allí, de pie en la puerta, con una pluma estilográfica destapada en la mano derecha, como si hubiera interrumpido su trabajo, y sin embargo la expresión de sus ojos le dice a Azul que le estaba esperando, resignado a la dura verdad, como si ya no le importara.
Azul se lanza a su parloteo sobre los cepillos, señalando el maletín, ofreciendo disculpas, pidiendo permiso para entrar, todo al mismo tiempo, con esa rápida plática de vendedor que ha practicado mil veces antes. Negro le deja entrar tranquilamente, diciendo que quizá le interese un cepillo de dientes, y mientras Azul cruza el umbral, continúa hablando sobre cepillos para el pelo y cepillos para la ropa, cualquier cosa con tal que las palabras sigan fluyendo, porque de esa manera puede dejar el resto de sí mismo libre para fijarse en la habitación, para observar lo observable, piensa, mientras distrae a Negro de su verdadero propósito.
La habitación se parece mucho a lo que él había imaginado, aunque quizá es aún más austera. Nada en las paredes, por ejemplo, lo cual le sorprende un poco, ya que siempre había pensado que habría un cuadro o dos, una imagen de algún tipo sólo para romper la monotonía, un paisaje quizá, o bien el retrato de alguien a quien Negro hubiera amado alguna vez. Azul siempre sintió curiosidad por saber cuál sería el cuadro, pensando que tal vez fuese una pista valiosa, pero ahora, al ver que no hay nada, comprende que eso es lo que debería haber esperado desde el principio. Aparte de eso, hay muy poco que contradiga sus expectativas. Es la misma celda monacal que había visto mentalmente: la cama pequeña y pulcramente hecha en un rincón, la cocinita en otro, todo impecable, ni una miga por ninguna parte. Luego, en el centro de la habitación, de cara a la ventana, la mesa de madera con una sola silla de madera de respaldo recto. Lápices, plumas, una máquina de escribir. Una cómoda, una mesilla de noche, una lámpara. Una librería en la pared norte, pero con pocos libros en ella: Walden, Hojas de hierba, Cuentos dos veces contados, algunos más. No hay teléfono, ni radio, ni revistas. En la mesa, muy bien ordenadas alrededor de los bordes, pilas de papel: algunos en blanco, otros escritos, unos a máquina, otros a mano. Cientos de páginas, quizá miles. Pero a esto no se le puede llamar una vida, piensa Azul, no se le puede llamar nada en realidad. Es una tierra de nadie, el lugar al que se llega al final del mundo.
Miran los cepillos de dientes y Negro finalmente elige uno rojo. Después empiezan a examinar los distintos cepillos para la ropa, y Azul hace demostraciones en su propio traje. Yo diría que un hombre tan pulcro como usted, dice Azul, lo encontrará indispensable. Pero Negro contesta que hasta ahora se las ha arreglado sin él. Por otra parte, quizá le interesaría un cepillo del pelo, así que estudian las posibilidades en la caja de muestras, comentando los diferentes tamaños y formas, las diferentes clases de cerdas, etcétera. Azul ha cumplido ya su verdadero objetivo, por supuesto, pero de todas formas continúa dando explicaciones, queriendo hacer las cosas bien, aunque no importe. Sin embargo, cuando Negro le ha pagado ya los cepillos y Azul está guardando los demás en el maletín para marcharse, no puede resistir la tentación de hacer un pequeño comentario. Parece usted escritor, dice, señalando la mesa, y Negro contesta que sí, efectivamente, es escritor.
Parece un libro muy grande, continúa Azul.
Sí, dice Negro. Llevo muchos años trabajando en él.
¿Casi lo ha terminado?
Estoy llegando al final, dice Negro pensativamente. Pero a veces es difícil saber dónde estás. Creo que casi he terminado y luego me doy cuenta de que he omitido algo importante, así que tengo que volver al principio otra vez. Pero sí, sueño con acabarlo algún día, pronto, quizá.
Espero tener la oportunidad de leerlo, dice Azul.
Cualquier cosa es posible, dice Negro. Pero primero tengo que terminarlo. Hay días en que ni siquiera sé si viviré lo suficiente.
Bueno, eso nunca se sabe, ¿verdad?, dice Azul, asintiendo filosóficamente. Hoy estamos vivos y mañana estamos muertos. Nos sucede a todos.
Muy cierto, dice Negro. Nos sucede a todos.
Ahora están de pie junto a la puerta y algo dentro de Azul desea continuar haciendo comentarios necios de ese estilo. Hacer de bufón es divertido, piensa, pero al mismo tiempo hay una necesidad de jugar con Negro, de demostrarle que no se le ha escapado nada, porque en el fondo Azul quiere que Negro sepa que es tan listo como él, que puede equipararse con él en inteligencia. Pero Azul consigue dominar ese impulso y frenar la lengua, hace una cortés inclinación de cabeza dando las gracias por las compras y se va. Ese es el final del vendedor de cepillos Fuller y menos de una hora después acaba en la misma bolsa que contiene los restos de Jimmy Rosa. Azul sabe que no necesitará más disfraces. El paso siguiente es inevitable, y lo único que importa ahora es elegir el momento oportuno.
Pero tres noches después, cuando finalmente tiene su oportunidad, Azul se da cuenta de que está asustado. Negro sale a las nueve, baja por la calle y desaparece al volver la esquina. Aunque Azul sabe que eso es una señal directa, que Negro prácticamente le está suplicando que haga su jugada, también siente que podría ser una trampa, y ahora, en el último momento, cuando hace sólo un instante estaba lleno de seguridad, casi contoneándose por la sensación de su propio poder, se hunde en una nueva tormenta de dudas. ¿Por qué habría de empezar de pronto a confiar en Negro? ¿Qué causa podría haber para que pensara que ahora ambos están trabajando en el mismo bando? ¿Cómo ha sucedido esto, y por qué se encuentra una vez más tan obsequiosamente a las órdenes de Negro? Luego, inesperadamente, empieza a considerar otra posibilidad. ¿Y si simplemente se ha marchado? ¿Y si se ha levantado, ha salido por la puerta y ha abandonado todo el asunto? Reflexiona sobre eso durante un rato, probándolo mentalmente, y poco a poco empieza a temblar, vencido por el terror y la felicidad, como un esclavo ante una visión de su propia libertad. Se imagina a sí mismo en otro sitio, lejos de allí, caminando por el bosque y balanceando un hacha sobre el hombro. Solo y libre, dueño de sí mismo al fin. Construiría su vida desde los cimientos, un exiliado, un pionero, un peregrino en el nuevo mundo. Pero no va más allá. Porque no bien empieza a pasear por ese bosque que está en mitad de ninguna parte, nota que Negro también está allí, escondido detrás de un árbol, acechando invisible a través de la espesura, esperando a que Azul se tumbe y cierre los ojos antes de acercarse furtivamente a él y cortarle el cuello. Continúa indefinidamente, piensa Azul. Si no se ocupa de Negro ahora, el asunto nunca tendrá fin. Eso es lo que los antiguos llamaban destino, y todos los héroes debían someterse a él. No hay elección, y si hay que hacer algo, eso es lo único que no deja elección. Pero Azul detesta reconocerlo. Lucha contra ello, lo rechaza, siente náuseas. Pero eso es sólo porque ya lo sabe, y luchar contra ello es haberlo aceptado ya. Desear decir no es ya haber dicho sí. Y Azul cede gradualmente, rindiéndose al fin a la necesidad de lo que ha de hacer. Pero eso no quiere decir que no sienta miedo. A partir de ese momento, hay una sola palabra que hable de Azul, y esa palabra es miedo.
Ha perdido un tiempo valioso y ahora tiene que salir corriendo a la calle, esperando febrilmente que no sea demasiado tarde. Negro no estará fuera mucho tiempo, ¿y quién sabe si no está merodeando a la vuelta de la esquina, esperando el momento de abalanzarse? Azul sube deprisa los escalones que llevan al portal de Negro, hurga torpemente en la cerradura de la entrada, mirando continuamente por encima del hombro, y luego sube las escaleras hasta el piso de Negro. La segunda cerradura le da más problemas que la primera, aunque teóricamente debería ser más sencilla, un trabajo fácil incluso para el más novato de los principiantes. Esta torpeza le dice que está perdiendo el control, dejando que la situación le domine; pero aunque lo sabe, poco puede hacer excepto aguantarse y confiar en que sus manos dejen de temblar. Pero la cosa va de mal en peor, y en cuanto pone el pie en la habitación de Negro, siente que todo se oscurece dentro de él, como si la noche le estuviera entrando por los poros, sentándose sobre él con un peso tremendo, y al mismo tiempo su cabeza parece crecer, llenarse de aire, como si estuviera a punto de separarse de su cuerpo y alejarse flotando. Da un paso más y luego se desmaya, cayendo al suelo como un muerto.
Su reloj se para a causa del golpe y cuando vuelve en sí no sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente. Nebulosamente al principio, recobra la conciencia con la sensación de haber estado allí antes, tal vez hace mucho tiempo, y mientras ve las cortinas que ondean junto a la ventana abierta y las sombras que se mueven extrañamente por el techo, piensa que está acostado en la cama en casa, cuando era niño y no podía dormir durante las calurosas noches de verano, y se imagina que si escucha con mucha atención podrá oír las voces de su madre y su padre hablando bajito en la habitación contigua. Pero esto dura sólo un momento. Empieza a notar dolor en la cabeza, a registrar perturbadoras náuseas en el estómago, y luego, viendo finalmente dónde está, revive el pánico que hizo presa en él en cuanto entró en la habitación. Se pone de pie temblorosamente, tropezando una o dos veces antes de conseguirlo, y se dice que no puede quedarse allí, tiene que irse, sí, en ese mismo instante. Agarra el pomo de la puerta, pero luego, al recordar repentinamente por qué ha ido allí, saca la linterna del bolsillo y la enciende, moviéndola de modo vacilante por la habitación hasta que la luz cae por casualidad sobre una pila de papeles cuidadosamente ordenados al borde de la mesa de Negro. Sin pensarlo dos veces, Azul coge los papeles con la mano libre, diciéndose que no importa, eso será el principio, y luego se dirige a la puerta.
De vuelta en su habitación al otro lado de la calle, Azul se sirve una copa de coñac, se sienta en la cama y se dice que debe calmarse. Se bebe el coñac sorbo a sorbo y luego se sirve otra copa. Cuando se le pasa el pánico, se queda con una sensación de vergüenza. Ha metido la pata, se dice, y ésa es la pura verdad. Por primera vez en su vida no ha estado a la altura de las circunstancias, y eso es un golpe para él, verse como un fracasado, darse cuenta de que en el fondo es un cobarde.
Coge los papeles que ha robado, esperando distraerse de esos pensamientos. Pero sólo agravan el problema, porque una vez que empieza a leerlos, ve que no son más que sus propios informes. Allí están, uno tras otro, los informes semanales, todo explicado por escrito, y no significan nada, no dicen nada, están tan lejos de la verdad del caso como lo habría estado el silencio. Azul gime al verlos, hundiéndose profundamente dentro de sí, y luego, enfrentado a lo que encuentra allí, empieza a reírse, al principio débilmente, pero cada vez con más fuerza, más alto, hasta que le falta el aliento, casi se ahoga, como si estuviera tratando de borrarse a sí mismo de una vez por todas. Cogiendo los papeles firmemente, los lanza al techo y ve cómo el montón se separa, se esparce y cae al suelo revoloteando, página tras miserable página.
No es seguro que Azul llegue a recuperarse realmente de los sucesos de esa noche. Y aunque lo haga, debe advertirse que pasan varios días hasta que vuelve a ser algo parecido a lo que era. Durante ese tiempo no se afeita, no se cambia de ropa, ni siquiera considera la posibilidad de salir de su habitación. Cuando llega el día de escribir su siguiente informe, no se toma la molestia de hacerlo. Se acabó, se dice, dándole una patada a uno de los viejos informes tirado en el suelo, y que me aspen si vuelvo a escribir uno.
Durante la mayor parte del tiempo está tumbado en la cama o paseando arriba y abajo por la habitación. Mira las diversas fotografías que ha clavado en las paredes desde que empezó el caso, estudiándolas una por una, pensando en cada una de ellas todo el tiempo que puede y pasando luego a la siguiente. Está el forense de Filadelfia, Oro, con la mascarilla del niño. Hay una montaña cubierta de nieve y en la esquina superior derecha una fotografía del esquiador francés, su cara encerrada en un pequeño recuadro. Está el puente de Brooklyn y a su lado los dos Roebling, padre e hijo. Está el padre de Azul, vestido con uniforme de policía y recibiendo una medalla de manos del alcalde de Nueva York, Jimmy Walker. Hay otra del padre de Azul, esta vez de paisano, de pie y rodeando con un brazo a la madre de Azul en los primeros tiempos de su matrimonio, ambos sonriendo alegremente a la cámara. Hay una fotografía de Castaño con el brazo sobre los hombros de Azul, tomada delante de su oficina el día en que Azul se convirtió en su socio. Debajo de ella hay una fotografía de Jackie Robinson entrando en la segunda base. Junto a ella hay un retrato de Walt Whitman. Y finalmente, justo a la izquierda del poeta, hay una foto de Robert Mitchum recortada de una revista cinematográfica: pistola en mano, con cara de que el mundo se le va a venir encima. No hay ninguna foto de la ex futura señora Azul, pero cada vez que Azul hace un recorrido en su pequeña galería, se detiene delante de un determinado lugar vacío en la pared y finge que ella también está allí.
Durante varios días Azul no se molesta en mirar por la ventana. Se ha encerrado tan completamente en sus propios pensamientos que es como si Negro ya no estuviera allí. El drama es exclusivamente de Azul, y aunque en cierto sentido Negro sea la causa, es como si ya hubiera interpretado su papel, dicho sus frases y hecho mutis. Porque Azul en este punto no puede aceptar la existencia de Negro y por lo tanto la niega. Habiendo penetrado en la habitación de Negro y permanecido allí a solas, habiendo estado, por así decirlo, en el templo de la soledad de Negro, no puede responder a la oscuridad de ese momento excepto sustituyéndola por su propia soledad. Entrar en Negro, entonces, era el equivalente de entrar en sí mismo, y una vez dentro de sí mismo, ya no puede concebir estar en ningún otro sitio. Pero ahí es precisamente donde está Negro, aunque Azul no lo sepa.
Una tarde, consecuentemente, como por casualidad, Azul se acerca a la ventana más de lo que lo ha hecho en muchos días. Se detiene delante de ella y luego, como si lo hiciera en honor de los viejos tiempos, separa las cortinas y mira hacia fuera. Lo primero que ve es a Negro, no dentro de su habitación, sino sentado en los escalones de su edificio al otro lado de la calle, mirando hacia la ventana de Azul. ¿Ha terminado, entonces?, se pregunta Azul. ¿Significa eso que la historia ha terminado?
Azul coge los prismáticos del fondo de la habitación y regresa a la ventana. Los enfoca sobre Negro, estudia la cara del hombre durante varios minutos, primero un rasgo y luego otro, los ojos, los labios, la nariz, etcétera, despedazando el rostro y volviendo a unirlo. Se siente conmovido por la profundidad de la tristeza de Negro, por la forma en que esos ojos que le miran parecen privados de esperanza, y en contra de su voluntad, cogido de improviso por esa imagen, Azul siente que la compasión crece en él, una oleada de pena por esa figura desolada al otro lado de la calle. Sin embargo, desearía que no fuese así, desearía tener el valor de cargar su pistola, apuntar a Negro y meterle una bala en la cabeza. Él nunca sabría lo que le había ocurrido, piensa Azul, estaría en el cielo antes de tocar el suelo. Pero no bien ha representado esta escena en su cabeza, empieza a echarse atrás. Se da cuenta de que en absoluto es eso lo que desea. Y si no es eso, entonces, ¿qué es? Aún debatiéndose con la oleada de sentimientos de ternura, diciéndose que quiere que le dejen solo, que lo único que quiere es paz y tranquilidad, gradualmente cae en la cuenta de que lleva varios minutos allí de pie preguntándose si no podría ayudar a Negro de alguna manera, si no sería posible tenderle una mano amistosa. Eso ciertamente cambiaría las tornas, piensa Azul, ciertamente lo pondría todo patas arriba. Pero ¿por qué no? ¿Por qué no hacer lo inesperado? Llamar a la puerta, borrar toda la historia... No es más absurdo que cualquier otra cosa. Porque la cuestión es que Azul ha perdido por completo las ganas de pelear. Ya no tiene estómago para ello. Y, según todas las apariencias, tampoco Negro. Mírale, se dice Azul. Es el ser más triste del mundo. Y entonces, en el mismo momento en que dice estas palabras, comprende que también está hablando de sí mismo.
Mucho después de que Negro se levante de los escalones, dé media vuelta y entre en el edificio, Azul continúa mirando fijamente el lugar vacío. Una hora o dos antes de la puesta de sol, finalmente se aparta de la ventana, ve el desorden en que ha dejado que caiga su habitación y se pasa la hora siguiente arreglándola: fregando los platos, haciendo la cama, guardando la ropa, recogiendo los viejos informes del suelo. Luego entra en el cuarto de baño, se da una larga ducha, se afeita y se pone ropa limpia, eligiendo su mejor traje azul para la ocasión. Ahora todo es diferente para él, repentina e irrevocablemente diferente. Ya no hay miedo, ya no hay temblor. Sólo una tranquila seguridad, una sensación de que lo que está a punto de hacer es lo correcto.
Poco después de anochecido, se ajusta la corbata por última vez delante del espejo y luego sale de la habitación, cruza la calle y entra en el edificio de Negro. Sabe que Negro está allí, puesto que hay una lamparita encendida en su habitación, y mientras sube las escaleras, trata de imaginar la expresión que aparecerá en la cara de Negro cuando le diga lo que tiene pensado. Llama dos veces a la puerta con los nudillos, muy cortésmente, y luego oye la voz de Negro desde dentro: La puerta está abierta. Entre.
Es difícil decir exactamente qué esperaba encontrar Azul, pero en cualquier caso no era eso, no era lo que ve en cuanto entra en la habitación. Negro está allí, sentado en su cama, y lleva la máscara otra vez, la misma que Azul vio en el hombre de la oficina de correos, y en la mano derecha tiene un arma, un revólver del treinta y ocho, suficiente para hacer volar a un hombre en pedazos a tan corta distancia, y le está apuntando directamente con ella. Azul se para en seco, no dice nada. Esto te pasa por enterrar el hacha, piensa. Esto te pasa por cambiar las tornas.
Siéntese en la silla, Azul, dice Negro, señalando con el revólver la silla de madera del escritorio. Azul no tiene elección, así que se sienta. Ahora está frente a Negro, pero demasiado lejos para abalanzarse sobre él, en una posición demasiado incómoda para hacer algo respecto al revólver.
Le he estado esperando, dice Negro. Me alegro de que al fin haya venido.
Me lo imaginaba, contesta Azul.
¿Está usted sorprendido?
No mucho. Por lo menos no es usted quien me sorprende. Quizá me sorprendo yo, pero sólo por lo estúpido que soy. Verá, yo he venido aquí esta noche en son de amistad. Por supuesto que sí, dice Negro con voz ligeramente burlona. Por supuesto que somos amigos. Hemos sido amigos desde el principio, ¿no es cierto? Grandes amigos.
Si es así como trata a sus amigos, dice Azul, entonces tengo suerte de no ser uno de su enemigos.
Muy gracioso.
Así es, soy verdaderamente gracioso. Siempre puede estar seguro de reírse cuando yo estoy presente.
Y la máscara, ¿no va usted a preguntarme por la máscara?
No veo por qué. Si quiere usted llevar esa cosa en la cara, no es asunto mío.
Pero usted tiene que mirarla, ¿verdad?
¿Por qué hace preguntas cuando ya sabe las respuestas?
Es grotesca, ¿no?
Claro que es grotesca.
Y horripilante.
Sí, muy horripilante.
Estupendo. Me gusta usted, Azul. Siempre supe que era usted el hombre que yo necesitaba. Un hombre de mi completo agrado.
Si dejara usted de mover ese revólver puede que yo empezara a sentir lo mismo por usted.
Lo siento, no puedo hacer eso. Ahora es demasiado tarde.
¿Qué quiere decir?
Ya no le necesito, Azul.
Puede que no le sea tan fácil librarse de mí, ¿sabe? Usted me metió en esto y ahora tendrá que aguantarme.
No, Azul, se equivoca. Todo ha terminado.
Deje de hablar en clave.
Se acabó. Esta historia ha tocado a su fin. No queda nada por hacer.
¿Desde cuándo?
Desde ahora. Desde este momento.
No está usted en su sano juicio.
No, Azul. En todo caso, estoy en mi juicio, demasiado en mi juicio. Me ha agotado y ahora no queda nada. Pero usted ya lo sabe, Azul, usted lo sabe mejor que nadie.
Entonces, ¿por qué no aprieta el gatillo?
Cuando esté listo, lo haré.
¿Y luego se marchará de aquí dejando mi cuerpo en el suelo?
Oh, no, Azul. No me ha entendido. Estaremos los dos juntos, como siempre.
Pero se olvida usted de algo, ¿no?
¿De qué?
Tiene usted que contarme la historia. ¿No es así como debe terminar? Usted me cuenta la historia y luego nos despedimos.
Ya la sabe, Azul. ¿No lo comprende? Usted se sabe la historia de memoria.
Entonces, ¿por qué se molestó en un principio?
No haga preguntas estúpidas.
Y yo ¿para qué estaba allí? ¿Para aliviar una situación difícil con un toque cómico?
No, Azul, le he necesitado desde el principio. De no ser por usted, no habría podido hacerlo.
¿Para qué me necesitaba?
Para recordarme lo que tenía que hacer. Cada vez que levantaba los ojos, usted estaba allí, vigilándome, siguiéndome, siempre a la vista, traspasándome con la mirada. Usted era todo mi mundo, Azul, y le he convertido en mi muerte. Usted es lo único que no cambia, lo único que le da la vuelta a todo.
Y ahora no queda nada. Usted ha escrito su nota de suicidio y ése es el final de la historia.
Exactamente.
Es usted un idiota. Un condenado y miserable idiota.
Lo sé. Pero no más que cualquier otro. ¿Va a usted a quedarse ahí y a decirme que es usted más listo que yo? Por lo menos yo sé lo que he estado haciendo. Tenía que hacer una tarea y la he hecho. Pero usted no está en ninguna parte, Azul, usted ha estado perdido desde el primer día.
¿Por qué no aprieta el gatillo, entonces, hijo de puta?, dice Azul, levantándose de repente y aporreándose el pecho iracundo, desafiando a Negro a matarle. ¿Por qué no me dispara y acaba de una vez?
Entonces Azul da un paso hacia Negro, y cuando la bala no llega, da otro, y luego otro, gritándole al hombre enmascarado que dispare, sin importarle ya vivir o morir. Un momento más tarde, está junto a él. Sin vacilar le quita el revólver de la mano con un golpe repentino, le agarra por el cuello de la chaqueta y le pone de pie de un tirón. Negro intenta resistirse, intenta luchar con Azul, pero Azul es demasiado fuerte para él, enloquecido por la pasión de su ira, convertido en otra persona, y mientras los primeros golpes empiezan a caer en la cara, la entrepierna y el estómago de Negro, el hombre no puede hacer nada, y poco después está inconsciente en el suelo. Pero eso no impide que Azul continúe el ataque, pateando al inconsciente Negro, levantándole por los hombros y golpeando su cabeza contra el suelo, dejando caer una lluvia de puñetazos sobre su cuerpo. Finalmente, cuando la furia de Azul empieza a calmarse y ve lo que ha hecho, no sabe con certeza si Negro está vivo o muerto. Le quita la máscara de la cara y pone la oreja contra su boca, esperando oír el sonido de su respiración. Le parece oír algo, pero no está seguro de si es el aliento de Negro o el suyo. Si está vivo ahora, piensa Azul, no será por mucho tiempo. Y si está muerto, amén.
Azul se levanta, su traje desmadejado, y empieza a recoger las páginas del manuscrito de Negro de la mesa. Eso le lleva varios minutos. Cuando las tiene todas, apaga la lámpara del rincón y sale de la habitación, sin molestarse siquiera en echar una última ojeada a Negro. Es más de medianoche cuando Azul entra en su cuarto al otro lado de la calle. Deja el manuscrito sobre la mesa, entra en el cuarto de baño y se lava la sangre de las manos. Luego se cambia de ropa, se sirve un vaso de whisky escocés y se sienta a la mesa con el libro de Negro. Tiene poco tiempo. Vendrán pronto y entonces el castigo será duro. Sin embargo, no deja que eso interfiera con lo que tiene entre manos.
Lee la historia de un tirón, cada palabra desde la primera página hasta la última. Cuando termina, ha amanecido ya y la habitación ha empezado a clarear. Oye el canto de un pájaro, oye pasos en la calle, oye un coche que cruza el puente de Brooklyn. Negro tenía razón, se dice. Yo lo sabía todo de memoria.
Pero la historia no ha terminado aún. Todavía falta el momento final, y ése no llegará hasta que Azul salga de la habitación. Así es el mundo: ni un momento más, ni un momento menos. Cuando Azul se levante de la silla, se ponga el sombrero y salga por la puerta, ése será el final.
El lugar al que vaya después no tiene importancia. Porque debemos recordar que todo esto sucedió hace más de treinta años, en los tiempos de nuestra primera infancia. Cualquier cosa es posible, por lo tanto. Yo personalmente prefiero pensar que se fue lejos, que cogió un tren aquella mañana y se marchó al oeste para empezar una nueva vida. Incluso es posible que América no fuese el final de la historia. En mis sueños secretos, me gusta pensar que Azul cogió un pasaje en algún barco y navegó hacia China. Que sea China, entonces, y dejémoslo así. Porque ahora es el momento en que Azul se levanta de su silla, se pone el sombrero y sale por la puerta. Y a partir de ese momento no sabemos nada.



La habitación cerrada



1

Ahora me parece que Fanshawe siempre estuvo allí. Él es el lugar donde todo empieza para mí, y sin él apenas sabría quién soy. Nos conocimos antes de que supiéramos hablar, bebés con pañales gateando por la hierba, y antes de cumplir los siete años ya nos habíamos pinchado los dedos con un alfiler y nos habíamos hecho hermanos de sangre para toda la vida. Siempre que pienso en mi infancia ahora, veo a Fanshawe. Él era quien estaba conmigo, quien compartía mis pensamientos, a quien veía cada vez que apartaba la vista de mi mismo.
Pero eso fue hace mucho tiempo. Crecimos, nos fuimos a distintos sitios, nos distanciamos. Nada de eso es muy extraño, creo yo. La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar y casi nada permanece con nosotros. Muere cuando nosotros morimos, y la muerte es algo que nos sucede todos los días.
Este noviembre hará siete años, recibí una carta de una mujer que se llamaba Sophie Fanshawe. “Usted no me conoce”, empezaba la carta, “y me disculpo por escribirle tan inesperadamente. Pero han ocurrido cosas y, dadas las circunstancias, no tengo mucha elección.” Resultó que era la mujer de Fanshawe. Sabía que yo había crecido con su marido y también sabia que vivía en Nueva York porque había leído muchos de los artículos que yo publicaba en revistas.
La explicación venía en el segundo párrafo, muy bruscamente, sin ningún preámbulo. Fanshawe había desaparecido, escribía ella, y habían pasado más de seis meses desde la última vez que le vio. Ni una palabra en todo ese tiempo, ni la más ligera pista de dónde podría estar. La policía no había encontrado rastro de él, y el detective privado al que contrato para buscarle se había presentado con las manos vacías. Nada era seguro, pero los hechos parecían hablar por si solos: probablemente Fanshawe había muerto; era inútil pensar que volvería. A la luz de todo esto, había algo importante que necesitaba hablar conmigo, y quería saber si yo aceptaría verla.
Esa carta me causó una serie de pequeños sobresaltos. Había demasiada información para absorberla toda a la vez; demasiadas fuerzas tiraban de mí en diferentes direcciones. Fanshawe había reaparecido súbitamente en mi vida. Pero no bien se mencionó su nombre, se desvaneció de nuevo. Estaba casado, había estado viviendo en Nueva York, y yo ya no sabía nada de él. Egoístamente, me sentí dolido porque no se hubiera molestado en ponerse en contacto conmigo. Una llamada telefónica, una postal, una copa para rememorar los viejos tiempos, no habría sido difícil. Pero la culpa era igualmente mía. Yo sabía dónde vivía la madre de Fanshawe, y si hubiera querido encontrarle, habría podido fácilmente preguntarle a ella. La verdad era que había dado por perdido a Fanshawe. Su vida se había detenido en el momento en que seguimos caminos separados, y para mi ahora pertenecía al pasado, no al presente. Era un fantasma que llevaba dentro de mí, una figura prehistórica, algo que ya no era real. Traté de recordar la última vez que le había visto, pero nada estaba claro. Mi mente vagó unos minutos y luego se detuvo, fijándose en el día en que murió su padre. Entonces estábamos en el instituto y por lo tanto no podíamos tener más de diecisiete años.
Llamé a Sophie Fanshawe y le dije que estaría encantado de verla cuando le conviniera. Quedamos para el día siguiente y ella parecía agradecida, a pesar de que le expliqué que no sabia nada de Fanshawe y no tenía ni idea de dónde estaba.
Ella vivía en una casa de alquiler de ladrillo rojo en Chelsea, un viejo edificio sin ascensor con una escalera sórdida y paredes con la pintura desconchada. Subí los cinco pisos, acompañado por los sonidos de las radios, las peleas y la cisterna de los retretes que llegaban de los apartamentos, me detuve para recuperar el aliento y luego llamé con los nudillos. Un ojo me miró por la mirilla de la puerta, se oyó un ruido de cerrojos y apareció Sophie Fanshawe delante de mí, sosteniendo un bebé con el brazo izquierdo. Mientras me sonreía y me invitaba a entrar, el bebé tiraba de su largo pelo castaño. Ella apartó la cabeza suavemente del ataque, cogió a su hijo con las dos manos y le dio la vuelta para ponerlo de cara a mí. Dijo que era Ben, el hijo de Fanshawe, y que había nacido hacía sólo tres meses y medio. Fingí admirar a la criatura, que movía los brazos y babeaba una saliva blanquecina, pero me interesaba más la madre. Fanshawe había tenido suerte. La mujer era muy guapa, con ojos oscuros e inteligentes, casi fieros por su fijeza. Delgada, de estatura media, y cierta lentitud en sus movimientos, algo que la hacía parecer a la vez sensual y alerta, como si mirase al mundo desde el corazón de una profunda vigilancia interna. Ningún hombre habría dejado a aquella mujer por su propia voluntad, y menos cuando estaba a punto de tener a su hijo. De eso estaba yo seguro. Incluso antes de entrar en el apartamento, supe que Fanshawe tenía que estar muerto.
Era un piso pequeño de cuatro estancias sin pasillo, escasamente amueblado, con una habitación dedicada a libros y una mesa, otra que servía de cuarto de estar y las dos últimas de dormitorio. Estaba bien ordenado, humilde en sus detalles, pero en conjunto nada incómodo. Si no otra cosa, demostraba que Fanshawe no había dedicado su tiempo a hacer dinero. Pero yo no era quién para mirar por encima del hombro a la pobreza. Mi propio piso era aún más pequeño y oscuro que aquél, y yo sabia lo que era la lucha para pagar el alquiler todos los meses.
Sophie Fanshawe me ofreció una silla, me hizo una taza de café y luego se sentó en el raído sofá azul. Con el bebé en el regazo, me contó la historia de la desaparición de Fanshawe.
Se habían conocido en Nueva York hacía tres años. Al cabo de un mes se fueron a vivir juntos y menos de un año después se casaron. Fanshawe no era un hombre fácil para convivir con él, dijo, pero ella le quería y nunca había habido nada en su comportamiento que sugiriera que él no la quisiera. Habían sido felices juntos; habían esperado con ilusión el nacimiento del bebé. No había tensión entre ellos. Un día de abril le dijo que se iba a pasar la tarde a Nueva Jersey para ver a su madre, y no volvió. Cuando Sophie llamó a su suegra esa noche, se enteró de que Fanshawe no había hecho la visita. Nunca había ocurrido nada semejante, pero Sophie decidió esperar. No quería ser una de esas esposas a las cuales les entra el pánico cada vez que su marido no se presenta a la hora acostumbrada, y además sabía que Fanshawe necesitaba más libertad que la mayoría de los hombres. Incluso decidió no preguntarle nada cuando regresara. Pero pasó una semana, y luego otra, y al fin fue a la policía. Como había esperado, no se mostraron excesivamente preocupados por su problema. A menos que hubiera pruebas de que se había cometido un delito, era poco lo que podían hacer. Los maridos, después de todo, abandonan a sus esposas todos los días, y la mayoría de ellos no desean que les encuentren. La policía hizo unas cuantas pesquisas rutinarias, no encontró nada, y luego le sugirieron que contratara a un detective privado. Con ayuda de sus suegra, que se ofreció a pagar los gastos, contrató los servicios de un tal Quinn. Quinn trabajó tenazmente en el caso durante cinco o seis semanas, pero acabó renunciando, ya que no quería sacarle más dinero. Le dijo a Sophie que lo más probable era que Fanshawe estuviera aún en el país, pero no podía saber si estaba vivo o muerto. Quinn no era ningún charlatán. Sophie le encontró comprensivo, un hombre verdaderamente deseoso de ayudar, y cuando fue a verla aquel último día ella se dio cuenta de que era imposible discutir su opinión. No se podía hacer nada. Si Fanshawe hubiera decidido dejarla, no se habría marchado sin una palabra. No era su estilo eludir la verdad, evitar un enfrentamiento desagradable. Su desaparición, por lo tanto, sólo podía significar una cosa: que le había ocurrido algo terrible.
Sin embargo, Sophie siguió esperando que sucediera algo. Había leído que había casos de amnesia, y durante algún tiempo esta idea se apoderó de ella como una posibilidad desesperada: imaginaba a Fanshawe deambulando por algún lugar sin saber quién era, privado de su vida pero vivo de todas formas, quizá a punto de volver a ser él en cualquier momento. Pasaron más semanas y luego el final de su embarazo comenzó a acercarse. Faltaba menos de un mes para que naciera su hijo –lo cual significaba que podía ocurrir en cualquier momento– y poco a poco el niño no nacido empezó a ocupar todos sus pensamientos, como si ya no hubiera sitio dentro de ella para Fanshawe. Estas fueron las palabras que utilizó para describir su sentimiento –no hubiera sitio dentro de ella–, y luego dijo que probablemente eso significaba que a pesar de todo estaba enfadada con Fanshawe, enfadada con él por haberla abandonado, aunque no fuese culpa suya. Esta afirmación me pareció brutalmente honesta. Nunca había oído a nadie hablar así de sus sentimientos personales –tan despiadadamente, con tanto desdén por las mojigaterías convencionales–, y al escribir esto ahora me doy cuenta de que incluso aquel primer día yo había caído en un hoyo en la tierra, que estaba resbalando hacia un lugar donde no había estado nunca antes.
Una mañana, continuó Sophie, se despertó después de una mala noche y comprendió que Fanshawe no volvería. Fue una verdad repentina y absoluta, que nunca volvería a cuestionarse. Lloró entonces y siguió llorando una semana, llorando a Fanshawe como si hubiera muerto. Cuando las lágrimas cesaron, sin embargo, descubrió que no lamentaba nada. Llegó a la conclusión de que le habían dado a Fanshawe durante unos años y eso era todo. Ahora había que pensar en el niño, eso era lo único que importaba realmente. Sabia que esto sonaba bastante pomposo, pero el hecho era que continuó viviendo con esa sensación y ello le hacía posible vivir.
Le hice una serie de preguntas y ella las contestó una a una tranquilamente, pausadamente, como haciendo un esfuerzo para que sus propios sentimientos no influyeran en las respuestas. Cómo habían vivido, por ejemplo, y qué trabajo hacía Fanshawe, y qué le había sucedido en los años transcurridos desde la última vez que le vi. El bebé empezó a lloriquear en el sofá y, sin una pausa en la conversación, Sophie se abrió la blusa y le amamantó, primero con un pecho y luego con el otro.
Ella no podía estar segura de nada anterior a su primer encuentro con Fanshawe, dijo. Sabía que él había dejado la universidad después de dos años, había conseguido una prórroga del servicio militar y había acabado trabajando en un barco durante algún tiempo. Un petrolero, creía, o quizá un carguero. Después había vivido en Francia durante varios años, primero en París y luego como guardés de una granja en el sur. Pero todo esto era bastante vago para ella, ya que Fanshawe nunca hablaba mucho del pasado. En la época en que se conocieron, no hacía más de ocho o diez meses que él había vuelto a Estados Unidos. Literalmente tropezaron el uno con el otro, los dos de pie junto a la puerta de una librería de Manhattan una lluviosa tarde de sábado, mirando el escaparate y esperando a que parase de llover. Ése fue el principio, y desde ese día hasta el día en que Fanshawe desapareció, habían estado juntos casi todo el tiempo.
Fanshawe nunca había hecho un trabajo regular, dijo ella, nada que pudiera llamarse un verdadero empleo. El dinero no le importaba mucho y procuraba pensar en él lo menos posible. Durante los años anteriores a conocer a Sophie, había hecho toda clase de cosas –la temporada que pasó en la marina mercante, trabajar en un almacén, dar clases particulares, hacer de negro para un escritor, servir mesas, pintar pisos, acarrear muebles para una empresa de mudanzas–, pero todos estos empleos eran temporales y una vez que había ganado lo suficiente para mantenerse unos meses, los dejaba. Cuando él y Sophie empezaron a vivir juntos, Fanshawe no trabajaba en absoluto. Ella tenía un empleo como profesora de música en una escuela privada y su sueldo bastaba para mantenerlos a los dos. Tenían que ser cuidadosos, claro está, pero siempre había comida en la mesa y ninguno de los dos tenía ninguna queja.
No la interrumpí. Me parecía claro que aquel catálogo era sólo un principio, detalles de los que era preciso desembarazarse antes de ocuparse del asunto que tenía entre manos. Lo que Fanshawe hubiera hecho con su vida tenía poco que ver con aquella lista de trabajos ocasionales. Supe esto inmediatamente, antes de que ella me dijese nada. No estábamos hablando de cualquiera, después de todo. Se trataba de Fanshawe, y el pasado no era tan remoto como para que yo no pudiera recordar cómo era él. Sophie sonrió cuando vio que yo iba por delante de ella, que sabía lo que venía a continuación. Pensé que ella suponía que yo lo entendería y aquello simplemente confirmaba esa expectativa, borrando cualquier duda que hubiera podido tener respecto a pedirme que acudiese. Lo supe sin que ella tuviera que decírmelo, y eso me daba derecho a estar allí, a escuchar lo que ella tuviera que decir.
–Siguió escribiendo –dije–. Se hizo escritor, ¿no es cierto?
Sophie asintió. Eso era exactamente. O parcialmente, al menos. Lo que me desconcertaba era por qué nunca había oído hablar de él. Si Fanshawe era escritor, seguramente yo habría tropezado con su nombre en algún sitio. Formaba parte de mi profesión estar al tanto de esas cosas, y parecía improbable que precisamente Fanshawe se me hubiera escapado. Me pregunté si sería que no había conseguido encontrar un editor para su obra. Era la única pregunta que parecía lógica.
No, contestó Sophie, era más complicado que eso. Nunca había intentado publicar. Al principio, cuando era muy joven, era demasiado tímido para mandar nada a las editoriales, pensando que su trabajo no era lo bastante bueno. Pero incluso más tarde, cuando aumentó su seguridad en si mismo, descubrió que prefería permanecer oculto. Le distraería empezar a buscar un editor, le dijo a su mujer, y en el fondo prefería con mucho dedicar su tiempo a la obra misma. A Sophie le disgustaba esta indiferencia, pero cada vez que le insistía, él respondía con un encogimiento de hombros: no hay prisa, antes o después lo haré.
Una o dos veces ella llegó a pensar en encargarse del asunto personalmente y llevarle un manuscrito a un editor a escondidas, pero nunca lo hizo. Había reglas en un matrimonio que no podían violarse, y por muy equivocada que fuera la actitud de su marido, ella no tenía más remedio que seguirle la corriente. Tenía mucha obra, y a ella le daba rabia pensar que estaba guardada en el armario, pero Fanshawe se merecía su lealtad, y lo mejor que ella podía hacer era no decir nada.
Un día, tres o cuatro meses antes de que desapareciera, Fanshawe hizo un gesto de buena voluntad. Le dio su palabra de que haría algo al respecto antes de un año, y para demostrar que hablaba en serio, le dijo que si por alguna razón él no cumplía su parte del trato, ella debería coger todos sus manuscritos y ponerlos en mis manos. Yo era el guardián de su trabajo, dijo, y sería yo quien decidiera lo que se debía hacer con él. Si yo pensaba que era digno de publicarse, él aceptaría mi criterio. Además, le dijo, si a él le ocurriera algo mientras tanto, ella debería entregarme los manuscritos inmediatamente y dejar que yo dispusiera de ellos, bien entendido que yo recibiría el veinticinco por ciento de cualquier dinero que su trabajo produjera. Pero si yo pensaba que sus escritos no eran dignos de ser publicados, debería devolverle los manuscritos a Sophie y ella los destruiría, desde la primera hasta la última página.
Estas advertencias la sobresaltaron, dijo Sophie, y estuvo a punto de reírse de Fanshawe por mostrarse tan solemne. Toda la escena era contraria a su carácter y ella se preguntó si no tendría algo que ver con el hecho de que ella acababa de quedarse embarazada. Quizá la idea de la paternidad le había dado a Fanshawe una nueva sensación de responsabilidad; quizá estaba tan resuelto a demostrar sus buenas intenciones que había exagerado en el planteamiento. Fuera cual fuere la razón, ella se alegró de que hubiera cambiado de idea. A medida que avanzaba su embarazo, incluso empezó a soñar secretamente con el éxito de Fanshawe, con la esperanza de poder dejar su trabajo y criar al niño sin ninguna preocupación económica. Todo había salido mal, por supuesto, y el trabajo de Fanshawe quedó pronto olvidado, perdido en el torbellino que siguió a su desaparición. Más tarde, cuando el polvo empezó a posarse, ella se había resistido a llevar a cabo sus instrucciones, por miedo a que le trajese mala suerte y estropeara cualquier posibilidad que tuviera de volver a verle. Pero finalmente cedió, comprendiendo que debía respetar la voluntad de Fanshawe. Por eso me había escrito. Por eso estaba yo sentado ahora con ella.
Por mi parte, no sabia cómo reaccionar. La proposición me había cogido desprevenido y durante un minuto o dos permanecí allí sentado, debatiéndome con la enormidad que acababan de arrojarme. Que yo supiera, no había ninguna razón en el mundo para que Fanshawe me hubiese elegido para aquella tarea. Hacia más de diez años que no le veía y casi me sorprendía enterarme de que aún se acordaba de mí. ¿Cómo podía esperar que yo asumiera semejante responsabilidad, juzgar a un hombre y decidir si su vida había valido la pena o no? Sophie trató de explicármelo. Fanshawe no había estado en contacto conmigo, me dijo, pero le hablaba a menudo de mí y cada vez que mencionaba mi nombre, me describía como el mejor amigo del mundo, el único amigo verdadero que él había tenido. También se las arreglaba para estar al tanto de mi trabajo, compraba siempre las revistas en las que aparecían mis artículos y a veces incluso se los leía a ella en voz alta. Admiraba lo que yo hacia, aseguró Sophie; estaba orgulloso de mi y pensaba que había nacido para hacer algo grande.
Todas aquellas alabanzas me azoraron. Había tanta intensidad en la voz de Sophie que tuve la sensación de que Fanshawe me hablaba a través de ella, de que me decía aquellas cosas con sus propios labios. Reconozco que me sentí halagado, y sin duda era un sentimiento natural dadas las circunstancias. Yo estaba pasando una época difícil por entonces, y lo cierto era que no compartía aquella elevada opinión de mi mismo. Había escrito muchísimos artículos, era verdad, pero no creía que eso fuera motivo de celebración, ni estaba especialmente orgulloso de ellos. En mi opinión, era poco más que un trabajo puramente alimenticio. Había empezado con grandes esperanzas, pensando que llegaría a ser novelista, pensando que sería capaz de escribir algo que conmoviera a la gente y cambiara en algo sus vidas. Pero pasó el tiempo y poco a poco me di cuenta de que eso no iba a ocurrir. No llevaba dentro de mi ese libro, y en un momento dado me dije que debía renunciar a mis sueños. En cualquier caso, era más sencillo continuar escribiendo artículos. Trabajando mucho, pasando continuamente de un texto al siguiente, podía más o menos ganarme la vida, y aunque no fuese gran cosa, tenía el placer de ver mi nombre en letra impresa casi constantemente. Comprendí que las cosas podían haber sido mucho más deprimentes de lo que eran. Aún no había cumplido los treinta y ya tenía cierta reputación. Había empezado con reseñas de poesía y novelas y ahora podía escribir casi sobre cualquier cosa y hacer un trabajo decente. Cine, teatro, artes plásticas, conciertos, libros, incluso partidos de béisbol, bastaba con que me lo pidieran y yo lo hacía. El mundo me veía como un joven brillante, un nuevo crítico en ascenso, pero dentro de mi yo me sentía viejo, ya agotado. Lo que había hecho hasta entonces era una simple fracción de nada. Era sólo polvo, y el más ligero viento se lo llevaría.
Los elogios de Fanshawe, por tanto, me provocaron sentimientos encontrados. Por una parte, sabía que se equivocaba. Por otra (y aquí es donde la cosa se vuelve turbia), quería creer que estaba en lo cierto. Pensé: ¿Es posible que haya sido demasiado duro conmigo mismo? Y una vez que comencé a pensar eso, estaba perdido. Pero ¿quién no aprovecharía la oportunidad de redimirse? ¿Qué hombre es lo bastante fuerte como para rechazar la posibilidad de la esperanza? Por mi mente pasó la idea de que algún día podría resucitar a mis propios ojos, y sentí una repentina oleada de amistad hacia Fanshawe por encima de los años, por encima de todo el silencio de aquellos años que nos habían separado.
Así fue como sucedió. Sucumbí a los halagos de un hombre que no estaba presente, y en aquel momento de debilidad dije que sí. Estaré encantado de leer la obra, dije, y haré lo que pueda por ayudar. Sophie sonrió al oír esto –nunca supe si fue una sonrisa de felicidad o de decepción– y luego se levantó del sofá y pasó a la habitación contigua con el bebé en brazos. Se detuvo delante de un armario alto de roble, abrió la puerta y dejó que se balanceara sobre sus goznes. Ahí tienes, dijo. Los estantes estaban abarrotados de cajas, carpetas y cuadernos, mucho más de lo que yo habría creído posible. Recuerdo que me reí azorado e hice alguna pequeña broma. Luego, en plan práctico, discutimos cuál seria la mejor manera de llevarme los manuscritos del apartamento y finalmente decidimos que lo haría en dos grandes maletas. Tardamos casi una hora, pero al final conseguimos meterlo todo. Estaba claro, dije, que tardaría algún tiempo en revisar todo el material. Sophie me dijo que no me preocupase y luego se disculpó por cargarme con semejante tarea. Le dije que lo comprendía, que ella no podía negarse a cumplir lo que Fanshawe le había pedido. Fue todo muy dramático, y al mismo tiempo horrible, casi cómico. La bella Sophie dejó al bebé en el suelo con delicadeza, me dio un gran abrazo de agradecimiento y me besó en la mejilla. Por un momento pensé que iba a echarse a llorar, pero el momento pasó y no hubo lágrimas. Luego bajé las dos maletas despacio por la escalera y salí a la calle. Juntas pesaban tanto como un hombre.


2

La verdad es mucho menos simple de lo que me gustaría que fuese. Que yo quería a Fanshawe, que él era mi amigo más íntimo, que le conocía mejor que nadie, éstos son hechos, y nada que yo diga puede minimizarlos. Pero eso es sólo el principio, y en mi esfuerzo por recordar las cosas tal y como fueron realmente, veo ahora que también tenía reservas respecto a Fanshawe, que una parte de mí siempre se resistió a él. Especialmente cuando crecimos, creo que nunca me sentí totalmente cómodo en su presencia. Si la palabra envidia es demasiado fuerte para lo que estoy tratando de decir, entonces lo llamaría sospecha, un sentimiento secreto de que Fanshawe era de algún modo mejor que yo. Yo no era consciente de todo esto entonces, y nunca hubo nada específico que yo pudiera señalar. Pero persistía la sensación de que había más bondad innata en él que en otros, de que un fuego inextinguible le mantenía vivo, de que era más auténticamente él mismo de lo que yo podría serlo nunca.
Ya desde el principio su influencia era muy acusada. Se extendía incluso a cosas mínimas. Si Fanshawe llevaba la hebilla del cinturón hacia un lado, yo corría la mía para ponerla en la misma posición. Si Fanshawe venía al patio de recreo con zapatillas deportivas negras, yo pedía zapatillas deportivas negras la próxima vez que mi madre me llevaba a la zapatería. Si Fanshawe llevaba un ejemplar de Robinson Crusoe al colegio, yo empezaba a leer Robinson Crusoe esa misma tarde. Yo no era el único que se comportaba así, pero quizá era el más entusiasta, el que se rendía más gustosamente al poder que él tenía sobre nosotros. El propio Fanshawe no era consciente de ese poder, y sin duda ésa era la razón de que continuara teniéndolo. Era indiferente a la atención que recibía, se ocupaba de sus asuntos tranquilamente, sin utilizar nunca su influencia para manipular a los demás. No hacía las travesuras que hacíamos nosotros; no jugaba malas pasadas; no tenía problemas con los profesores. Pero nadie se lo tenía en cuenta. Fanshawe estaba al margen del resto, y sin embargo era él quien nos mantenía unidos, era a él a quien acudíamos para que arbitrara nuestras disputas, porque podíamos contar con que sería justo y resolvería nuestras pequeñas peleas. Había algo tan atractivo en él que siempre deseabas estar a su lado, como si pudieras vivir dentro de su esfera y ser tocado por su personalidad. Él estaba disponible, y al mismo tiempo era inaccesible. Sentías que había un núcleo secreto en su interior en el que nunca podrías penetrar, un misterioso centro oculto. Imitarle era participar de alguna manera en aquel misterio, pero también comprender que nunca podrías conocerle realmente.
Estoy hablando de nuestra primerísima infancia, de cuando teníamos cinco, seis, siete años. Buena parte de todo ello está ya enterrado, y sé que incluso los recuerdos pueden ser falsos. Sin embargo, no creo equivocarme al decir que he conservado el aura de aquellos tiempos dentro de mí, y hasta donde puedo sentir lo que sentí entonces, dudo que estos sentimientos mientan. Aunque no sé en qué se convirtió Fanshawe finalmente, tengo la sensación de que la cosa empezó entonces. Se formó muy rápidamente, era ya una presencia claramente definida cuando empezamos a ir al colegio. Fanshawe era visible, mientras los demás éramos criaturas sin forma, en medio de un constante tumulto, pasando ciegamente de un momento al siguiente. No quiero decir que madurara deprisa –nunca pareció mayor de lo que era–, sino que era él mismo antes de madurar. Por alguna razón, nunca sufrió los mismos trastornos que el resto de nosotros. Sus dramas eran de un orden diferente –más internos, sin duda más brutales–, pero sin ninguno de los cambios bruscos que parecían puntuar la vida de todos los demás.
Hay un incidente que se conserva especialmente vívido para mí. Está relacionado con una fiesta de cumpleaños a la que Fanshawe y yo fuimos invitados cuando estábamos en primero o segundo grado, lo cual significa que ocurrió al comienzo del periodo del que puedo hablar con cierta precisión. Era un sábado por la tarde, en primavera, y fuimos a la fiesta con otro chico, un amigo nuestro que se llamaba Dennis Walden. Dennis tenía una vida mucho más dura que la nuestra: una madre alcohólica, un padre que se mataba a trabajar, un montón de hermanos y hermanas. Yo había estado en su casa dos o tres veces –una ruina grande y oscura–, y recuerdo que su madre me daba miedo, me parecía una bruja de cuento. Se pasaba el día detrás de la puerta cerrada de su cuarto, siempre en bata, la cara pálida una pesadilla de arrugas, asomando la cabeza de vez en cuando para gritarle algo a los niños. El día de la fiesta, Fanshawe y yo habíamos sido debidamente provistos de regalos para el niño que cumplía años, bien envueltos en papeles de colores y atados con cintas. Dennis, sin embargo, no llevaba nada, y se sentía mal por ello. Recuerdo que traté de consolarle con alguna frase vacía: daba igual, en realidad a nadie le importaba, con toda la confusión no se darían cuenta. Pero a Dennis sí le importaba, y eso fue lo que Fanshawe comprendió inmediatamente. Sin ninguna explicación, se volvió a Dennis y le dio su regalo. Toma, dijo, quédate con éste, yo les diré que me he dejado el mío en casa. Mi primera reacción fue pensar que a Dennis le molestaría el gesto, que se sentiría insultado por la compasión de Fanshawe, pero estaba equivocado. Vaciló un momento, tratando de asimilar aquel repentino cambio de fortuna, y luego asintió con la cabeza, como reconociendo la sensatez de lo que Fanshawe había hecho. No era tanto un acto de caridad como un acto de justicia, y por esa razón Dennis pudo aceptarlo sin humillarse. Una cosa se había convertido en la otra. Era un acto de magia, una combinación de .desenfado y total convicción, y dudo que nadie que no fuera Fanshawe hubiese podido lograrlo.
Después de la fiesta volvimos con Fanshawe a su casa. Su madre estaba allí, sentada en la cocina, y nos preguntó por la fiesta y si al niño del cumpleaños le había gustado el regalo que ella le había comprado. Antes de que Fanshawe tuviera la oportunidad de decir nada, solté la historia de lo que había hecho. No tenía ninguna intención de meterle en un lío, pero me resultaba imposible callármelo. El gesto de Fanshawe me había abierto todo un mundo nuevo: el hecho de que alguien pudiera entrar en los sentimientos de otro y asumirlos tan completamente que los suyos propios ya no tuvieran importancia. Era el primer acto verdaderamente moral que yo había presenciado y me parecía que no valía la pena hablar de ninguna otra cosa. La madre de Fanshawe, sin embargo, no se mostró tan entusiasta. Sí, dijo, era algo amable y generoso, pero también estaba mal. El regalo le había costado a ella su dinero, y, al dárselo a otro, Fanshawe en cierto sentido le había robado ese dinero. Además, Fanshawe había actuado de un modo descortés al presentarse en la fiesta sin un regalo, lo cual la hacía quedar mal a ella, puesto que ella era la responsable de los actos de su hijo. Fanshawe escuchó atentamente a su madre y no dijo una palabra. Cuando ella terminó, él seguía sin decir nada y ella le preguntó si había comprendido. Sí, dijo él, había comprendido. Probablemente la cosa habría quedado ahí, pero luego, tras una breve pausa, Fanshawe añadió que seguía pensando que había hecho bien. No le importaba lo que ella pensara: volvería a hacer lo mismo la próxima vez. A esta afirmación siguió una escena. La señora Fanshawe se enfadó por su impertinencia, pero Fanshawe se mantuvo firme, negándose a ceder bajo la andanada de su reprimenda. Finalmente, ella le ordenó que se fuera a su cuarto y a mí me dijo que me marchara. Yo estaba horrorizado por la injusticia de su madre, pero cuando traté de hablar en su defensa, Fanshawe me indicó con un gesto que me fuese. En lugar de continuar protestando, aceptó su castigo en silencio y se metió en su cuarto.
Todo el episodio fue puro Fanshawe: el acto espontáneo de bondad, la inmutable fe en lo que había hecho y el mudo, casi pasivo, sometimiento a sus consecuencias. Por muy extraordinario que fuera su comportamiento, siempre te parecía que él se distanciaba del mismo. Ésta, más que nada, era la característica que a veces me asustaba y hacía que me apartase de él. Me sentía muy próximo a Fanshawe, le admiraba intensamente, deseaba desesperadamente estar a su altura, y luego, de pronto, llegaba un momento en que me daba cuenta de que me era ajeno, de que la forma en que vivía dentro de sí nunca se correspondería con la forma en que yo necesitaba vivir. Yo quería demasiado de la vida, tenía demasiados deseos, vivía demasiado dominado por lo inmediato para alcanzar nunca tal indiferencia. A mí me importaba tener éxito, impresionar a la gente con los signos vacíos de mi ambición: buenas notas, cartas de la universidad, premios por lo que fuera que aquella semana tocara. Fanshawe permanecía indiferente a todo eso, tranquilamente apartado en su rincón, sin hacer el menor caso. Si triunfaba, era siempre en contra de su voluntad, sin ninguna lucha, sin ningún esfuerzo, sin jugarse nada en lo que había hecho. Esta postura podía resultar irritante, y yo tardé mucho tiempo en aprender que lo que era bueno para Fanshawe no necesariamente era bueno para mí.
Tampoco quiero exagerar. Aunque Fanshawe y yo acabamos teniendo algunas diferencias, lo que más recuerdo de nuestra infancia es la pasión de nuestra amistad. Éramos vecinos y nuestros jardines sin valla divisoria se unían en una ininterrumpida extensión de césped, grava y tierra, como si perteneciéramos a la misma casa. Nuestras madres eran intimas amigas, nuestros padres jugaban juntos al tenis, ninguno de los dos tenía ningún hermano: condiciones ideales por lo tanto, sin nada que se interpusiera entre nosotros. Nacimos con menos de una semana de diferencia, y cuando éramos bebés estábamos siempre juntos en el jardín, explorando la hierba a cuatro patas, arrancando las flores, poniéndonos de pie y dando nuestros primeros pasos el mismo día. (Hay fotografías que documentan esto.) Más tarde aprendimos juntos a jugar al béisbol y al fútbol en el jardín trasero. Construimos nuestros fuertes, jugamos nuestros juegos, inventamos nuestros mundos en aquel jardín, y luego vinieron los paseos por la ciudad, las largas tardes en bicicleta, las interminables conversaciones. Me sería imposible, creo, conocer a nadie tan bien como conocía a Fanshawe entonces. Mi madre recuerda que estábamos tan unidos que una vez, cuando teníamos seis años, le preguntamos si era posible que dos hombres se casaran. Queríamos vivir juntos cuando creciéramos, y ¿quién hacia eso sino los matrimonios? Fanshawe iba a ser astrónomo y yo iba a ser veterinario. Pensábamos en una casa grande en el campo, un sitio donde el cielo nocturno estuviera lo bastante oscuro como para ver todas las estrellas y donde no hubiera escasez de animales que cuidar.
Retrospectivamente, me parece natural que Fanshawe llegara a ser escritor. La severidad de su introspección casi parecía exigirlo. Ya en la escuela elemental redactaba cuentecitos, y a partir de los diez u once años dudo que hubiese algún momento en que no se viera a sí mismo como escritor. Al principio, por supuesto, no parecía significar mucho. Poe y Stevenson eran sus modelos, y lo que salía de su pluma era la habitual faramalla infantil. “Una noche, en el año de nuestro Señor de mil setecientos cincuenta y uno, iba yo caminando bajo una terrible ventisca hacia la casa de mis antepasados cuando me encontré con una figura espectral en la nieve.” Esa clase de cosa, llena de frases ampulosas y extravagantes giros argumentales. Recuerdo que en sexto Fanshawe escribió una novela policiaca corta, de unas cincuenta páginas, que el profesor le dejó leer en alto en sesiones de diez minutos diarios al final de la clase. Todos estábamos orgullosos de Fanshawe y sorprendidos por su teatral manera de leer, representando los papeles de cada uno de los personajes. El argumento se me escapa ahora, pero recuerdo que era infinitamente complejo, con el final centrado en algo como las identidades confundidas de dos pares de gemelos.
Sin embargo, Fanshawe no era un niño muy aficionado a los libros. Era demasiado bueno en los deportes para eso, una figura demasiado central entre nosotros para retraerse. Durante aquellos primeros años, uno tenía la impresión de que no había nada que no hiciera bien, nada que no hiciera mejor que todos los demás. Era el mejor jugador de béisbol, el mejor estudiante, el más guapo de todos los chicos. Cualquiera de estas cualidades hubiera sido suficiente para darle un estatus especial, pero juntas le hacían heroico, un niño tocado por los dioses. Pero, a pesar de ser extraordinario, seguía siendo uno de nosotros. Fanshawe no era un genio ni un prodigio; no tenía ningún don milagroso que le separara de los niños de su edad. Era un niño perfectamente normal, sólo que más, si eso es posible, más en armonía consigo mismo, más idealmente un niño normal que cualquiera de nosotros.
En el fondo, el Fanshawe que yo conocí no era una persona atrevida. No obstante, había veces en que me sorprendía su deseo de meterse en situaciones peligrosas. Detrás de toda su aparente serenidad, había una gran oscuridad: una necesidad de ponerse a prueba, de correr riesgos, de bordear los límites de las cosas. De niño le apasionaba jugar alrededor de los solares en construcción, subiéndose a las escaleras de mano y trepando por los andamios, andando por tablas en equilibrio sobre un abismo de maquinaria, sacos terreros y barro. Yo me quedaba en segundo término mientras Fanshawe realizaba estas hazañas, implorándole en silencio que lo dejara, pero sin decirle nunca nada, deseando marcharme, pero temeroso de hacerlo por si se caía. A medida que pasaba el tiempo, estos impulsos se volvían más conscientes. Fanshawe me hablaba de la importancia de “saborear la vida”. Ponerse las cosas difíciles, decía, explorar lo desconocido, eso era lo que quería, y cada vez más a medida que se hacía mayor. Una vez, cuando teníamos unos quince años, me convenció para que pasara el fin de semana con él en Nueva York, deambulando por las calles, durmiendo en un banco en la vieja estación de Penn, hablando con los vagabundos, viendo cuánto tiempo podíamos aguantar sin comer. Recuerdo que nos emborrachamos a las siete de la mañana del domingo en Central Park y vomitamos en el césped. Para Fanshawe aquello era esencial  –un paso más para comprobar cuánto valías–, pero para mí era únicamente sórdido, una miserable caída en algo que yo no era. Sin embargo, continué acompañándole, un testigo perplejo, participando en la búsqueda sin ser plenamente parte de ella, un Sancho adolescente a horcajadas de mi burro, viendo cómo mi amigo batallaba consigo mismo.
Un mes o dos después de nuestro fin de semana de vagabundos, Fanshawe me llevó a un burdel de Nueva York (un amigo suyo había concertado la visita), y fue allí donde perdimos nuestra virginidad. Recuerdo un pequeño apartamento en el Upper West Side cerca del río, una cocinita y un dormitorio oscuro con una delgada cortina separándolos. Había dos mujeres negras, una gorda y vieja y la otra joven y guapa. Puesto que ninguno de nosotros quería a la vieja, tuvimos que decidir quién iría primero. Si la memoria no me falla, salimos al vestíbulo y echamos una moneda al aire. Ganó Fanshawe, por supuesto, y dos minutos después yo me encontré sentado en la cocinita con la madame gorda. Ella me llamó cielo y me recordó varias veces que seguía disponible, por si había cambiado de opinión. Yo estaba demasiado nervioso para hacer nada que no fuera negar con la cabeza, y luego me quedé allí sentado, escuchando la intensa y rápida respiración de Fanshawe al otro lado de la cortina. Sólo podía pensar en una cosa: que mi picha estaba a punto de entrar en el mismo sitio donde estaba ahora la de Fanshawe. Luego me tocó el turno a mí, y éste es el día en que no tengo ni idea de cómo se llamaba la chica. Era la primera mujer desnuda a la que yo veía en carne y hueso, y se mostró tan desenfadada y cordial respecto a su desnudez que las cosas podrían haberme ido bien si no me hubiera distraído con los zapatos de Fanshawe, visibles en el espacio entre la cortina y el suelo, brillando a la luz de la cocina, como separados de su cuerpo. La chica fue encantadora e hizo todo lo que pudo por ayudarme, pero fue una larga lucha y ni siquiera al final sentí verdadero placer. Después, cuando Fanshawe y yo salimos a la calle entre dos luces, yo no tenía mucho que decir. Fanshawe, sin embargo, parecía bastante contento, como si la experiencia hubiera confirmado de algún modo su teoría acerca de saborear la vida. Me di cuenta entonces de que Fanshawe era mucho más voraz de lo que yo podría serlo nunca.
Llevábamos una vida muy protegida en nuestro barrio residencial. Nueva York estaba a sólo treinta kilómetros, pero podría haber sido la China considerando lo poco que tenía que ver con nuestro pequeño mundo de jardines y casas de madera. Al llegar a los trece o catorce años, Fanshawe se convirtió en una especie de exiliado interior, realizando los gestos de una conducta obediente, pero aislado de su entorno, despreciando la vida que se veía obligado a vivir. No se mostraba difícil ni exteriormente rebelde, sencillamente se retrajo. Después de atraer tanta atención de niño, siempre en el centro exacto de las cosas, Fanshawe casi desapareció cuando llegamos al instituto, rehuyendo los focos y buscando una terca marginalidad. Yo sabía que por entonces escribía en serio (aunque a los dieciséis años había dejado de enseñarle su trabajo a nadie), pero eso lo interpreto más como un síntoma que como una causa. En nuestro segundo año en el instituto, por ejemplo, Fanshawe fue el único miembro de nuestra clase que entró en el equipo de béisbol. Jugó extraordinariamente bien durante varias semanas y luego, sin ninguna razón aparente, dejó el equipo. Recuerdo que me contó el incidente al día siguiente de que ocurriera: entró en el despacho del entrenador después del entrenamiento y le entregó su uniforme. El hombre acababa de ducharse y cuando Fanshawe entró en la habitación estaba de pie junto a su mesa completamente desnudo, con un cigarro en la boca y la gorra de béisbol en la cabeza. Fanshawe se recreó en la descripción, deteniéndose en lo absurdo de la escena, embelleciéndola con detalles acerca del cuerpo regordete del entrenador, la luz en la habitación, el charco de agua en el suelo de hormigón gris; pero eso fue todo, una descripción, una ristra de palabras divorciadas de cualquier cosa que pudiera afectar al propio Fanshawe. Me decepcionó que dejara el equipo, pero él nunca me explicó realmente por qué lo había hecho, sólo me dijo que el béisbol le parecía aburrido.
Como les sucede a muchas personas dotadas, llegó un momento en que Fanshawe ya no se conformaba con hacer lo que le resultaba fácil. Habiendo dominado a una edad temprana todo lo que se le pedía, probablemente era natural que empezase a buscar desafíos en otro sitio. Dadas las limitaciones de su vida como alumno de instituto en una ciudad pequeña, el hecho de que encontrara ese otro sitio dentro de sí mismo no es sorprendente ni insólito. Pero hay algo más que eso, creo. Por esa época sucedieron cosas en la familia de Fanshawe que sin duda supusieron un cambio, y seria un error no mencionarlas. Que aquello fuera un cambio esencial es otra historia, pero tiendo a pensar que todo cuenta. En última instancia, una vida no es más que la suma de hechos contingentes, una crónica de intersecciones casuales, de azares, de sucesos fortuitos que no revelan nada más que su propia falta de propósito.
Cuando Fanshawe tenía dieciséis años se descubrió que su padre padecía cáncer. Durante año y medio vio morir a su padre, y en ese tiempo la familia se deshizo lentamente. Quizá la más afectada fue la madre de Fanshawe. Manteniendo estoicamente las apariencias, ocupándose de las consultas médicas y los asuntos económicos e intentando llevar la casa, oscilaba entre un gran optimismo respecto a las posibilidades de recuperación y una especie de desesperación paralizante. Según Fanshawe, nunca pudo aceptar el único hecho inevitable que tenía delante de la cara. Sabía lo que iba a ocurrir, pero no tenía la fuerza necesaria para reconocer que lo sabía, y a medida que pasaba el tiempo empezó a vivir como si estuviera conteniendo el aliento. Su comportamiento se hizo cada vez más excéntrico: noches enteras limpiando la casa maniáticamente, miedo a quedarse sola (combinado con repentinas e inexplicadas ausencias) y toda una gama de dolencias imaginadas (alergias, tensión alta, mareos). Hacia el final, empezó a interesarse por varias teorías disparatadas –astrología, fenómenos psíquicos, vagas nociones espiritualistas acerca del alma–, hasta que se hizo imposible hablar con ella sin acabar agotado y silencioso mientras ella te daba una conferencia sobre la corrupción del cuerpo humano.
Las relaciones entre Fanshawe y su madre se volvieron tensas. Ella se aferraba a él en busca de apoyo, actuando como si el dolor de la familia le perteneciera sólo a ella. Fanshawe tenía que ser el fuerte en aquella casa; no sólo tenía que ocuparse de sí mismo, sino que hubo de asumir la responsabilidad de su hermana, que solamente tenía doce años en aquel entonces. Pero esto trajo otra serie de problemas, porque Ellen era una niña inestable, y en el vacío parental que se produjo a consecuencia de la enfermedad comenzó a recurrir a Fanshawe para todo. Él se convirtió en su padre, su madre, su bastión de sabiduría y consuelo. Fanshawe comprendía lo malsana que era su dependencia de él, pero era poco lo que podía hacer sin herirla de un modo irreparable. Recuerdo que mi madre hablaba de la “pobre Jane” (la señora Fanshawe) y lo terrible que era toda la situación para la “nena”. Pero yo sabía que en cierto sentido era Fanshawe el que más sufría. Sólo que nunca tuvo la oportunidad de manifestarlo.
En cuanto al padre de Fanshawe, poco puedo decir con certeza. Era un mensaje cifrado para mí, un hombre silencioso de abstraída benevolencia, y nunca llegué a conocerle bien. Mientras mi padre solía estar mucho en casa, especialmente los fines de semana, al padre de Fanshawe raras veces le veíamos. Era un abogado de cierto prestigio y en otra época había tenido ambiciones políticas, pero éstas habían acabado en una serie de decepciones. Generalmente trabajaba hasta tarde, llegaba a casa a las ocho o las nueve y a menudo pasaba el sábado y parte del domingo en su despacho. Dudo que supiera entender a su hijo, porque parecía un hombre al que le gustaban poco los niños, alguien que había perdido todo recuerdo de haber sido niño alguna vez. El señor Fanshawe era tan absolutamente adulto, estaba tan completamente inmerso en asuntos serios, que me imagino que le resultaba difícil no considerarnos criaturas de otro mundo.
No había cumplido los cincuenta años cuando murió. Durante los últimos seis meses de su vida, después de que los médicos perdieran la esperanza de salvarle, permanecía tumbado en la habitación de invitados de la casa de los Fanshawe, mirando el jardín por la ventana, leyendo algún que otro libro, tomando sus analgésicos, adormilándose. Fanshawe pasaba la mayor parte de su tiempo libre con él, y aunque sólo puedo especular sobre lo que sucedió, deduzco que las cosas cambiaron entre ellos. Por lo menos, sé cuánto se esforzó Fanshawe en conseguirlo, faltando a menudo a clase para estar con él, tratando de hacerse indispensable, cuidándole con resuelta dedicación. Era algo terrible para Fanshawe, quizá demasiado para él, y aunque parecía llevarlo bien, reuniendo el coraje que sólo es posible en los muy jóvenes, a veces me pregunto si logró superarlo.
Sólo hay una cosa más que quiero mencionar aquí. Al final de este periodo          –completamente al final, cuando ya nadie esperaba que el padre viviera más de unos días– Fanshawe y yo fuimos a dar un paseo en coche al salir del instituto. Era febrero, y al cabo de unos minutos empezó a nevar ligeramente. Condujimos sin rumbo, dando vueltas por algunos de los pueblos cercanos, prestando poca atención a lo que nos rodeaba. Cuando estábamos a unos quince o veinte kilómetros de casa, encontramos un cementerio; la puerta estaba abierta y sin ninguna razón especial decidimos entrar. Al cabo de unos momentos detuvimos el coche y empezamos a pasear a pie. Leímos las inscripciones de las lápidas, especulamos sobre cómo habrían sido aquellas vidas, nos quedamos callados, anduvimos un poco más, hablamos, nos callamos de nuevo. Ahora nevaba intensamente y la tierra se estaba poniendo blanca. En algún punto en medio del cementerio había una tumba recién cavada y Fanshawe y yo nos detuvimos en el borde y miramos hacia abajo. Recuerdo lo silencioso que estaba todo, lo lejos de nosotros que parecía estar el mundo. Durante largo rato ninguno de los dos habló, y luego Fanshawe dijo que le gustaría ver cómo se estaba en el fondo. Le di la mano y le sostuve con fuerza mientras él descendía a la fosa. Cuando sus pies tocaron la tierra me miró con la cabeza levantada y una media sonrisa y luego se tumbó de espaldas, como fingiendo estar muerto. Ese recuerdo está aún completamente vivo para mí: mirar a Fanshawe mientras él miraba al cielo, sus ojos parpadeando furiosamente porque la nieve le caía en la cara.
Por alguna oscura asociación de ideas, me acordé de cuando éramos muy pequeños, no tendríamos más de cuatro o cinco años. Los padres de Fanshawe habían comprado un electrodoméstico nuevo, un televisor quizá, y durante varios meses Fanshawe conservó la caja de cartón en su cuarto. Siempre había sido generoso para compartir sus juguetes, pero aquella caja me estaba prohibida, y nunca me dejó entrar en ella. Era su lugar secreto, me explicó y cuando se sentaba dentro y la cerraba a su alrededor, podía ir a donde quisiera ir, podía estar donde quisiera estar. Pero si otra persona entraba alguna vez en la caja, perdería su magia para siempre. Creí aquella historia y no le insistí, aunque casi me parte el alma. Estábamos jugando en su cuarto, haciendo formaciones de soldados tranquilamente o dibujando, y luego, de pronto, Fanshawe anunciaba que iba a meterse en su caja. Yo intentaba continuar con lo que estaba haciendo, pero nunca lo conseguía. Nada me interesaba tanto como lo que le estaba sucediendo a Fanshawe dentro de la caja, y pasaba esos minutos intentando desesperadamente imaginar las aventuras que él estaba viviendo. Pero nunca me enteré de cuáles eran, ya que también iba contra las reglas el que Fanshawe me las contara cuando salía de la caja.
Algo parecido estaba pasando entonces en aquella tumba abierta bajo la nieve. Fanshawe estaba solo allí abajo, pensando sus pensamientos, viviendo aquellos momentos en soledad, y aunque yo estaba presente, el suceso estaba sellado para mí, como si no estuviese allí en realidad. Comprendí que aquélla era la manera que tenía Fanshawe de imaginarse la muerte de su padre. Era pura casualidad: la tumba abierta estaba allí y Fanshawe había sentido que le llamaba. Las historias sólo suceden a quienes son capaces de contarlas, había dicho alguien una vez. De la misma manera, quizá, las experiencias sólo se presentaban a quienes eran capaces de tenerlas. Pero ésta es una cuestión difícil y no puedo estar seguro de nada. Permanecí allí esperando a que Fanshawe subiera, tratando de imaginar lo que estaba pensando, durante un breve momento intentando ver lo que veía. Entonces levanté la cabeza hacia el oscuro cielo invernal y todo era un caos de nieve que caía rápidamente sobre mí.
Cuando echamos a andar hacia el coche, el sol ya se había puesto. Cruzamos el cementerio tropezando, sin decirnos nada. Había varios centímetros de nieve en el suelo y continuaba nevando, cada vez más intensamente, como si no fuese a parar nunca. Llegamos al coche, nos metimos dentro, y luego, contra todas nuestras expectativas, no pudimos arrancarlo. Las ruedas traseras estaban atascadas en una zanja poco profunda y nada de lo que hacíamos daba resultado. Lo empujamos, pero las ruedas seguían girando inútilmente con aquel horrible ruido. Pasó media hora y tuvimos que renunciar, decidiendo de mala gana abandonar el coche. Hicimos autostop bajo la tormenta de nieve y pasaron dos horas más hasta que finalmente llegamos a casa. Sólo entonces nos enteramos de que el padre de Fanshawe había muerto durante la tarde.


3

Transcurrieron varios días hasta que encontré el valor necesario para abrir las maletas. Acabé el artículo que estaba escribiendo, fui al cine, acepté invitaciones que normalmente habría rechazado. Estas tácticas no me engañaban, sin embargo. Demasiadas cosas dependían de mi respuesta, y la posibilidad de quedar decepcionado era algo a lo que no quería enfrentarme. En mi mente no había diferencia entre dar la orden de destruir la obra de Fanshawe y matarle con mis propias manos. Me había sido concedido el poder de borrar a alguien, de sacar un cuerpo de su tumba y hacerlo pedazos. Era intolerable estar en esa posición, y yo no quería saber nada de ello. Mientras no tocara las maletas, mi conciencia estaría tranquila. Por otra parte, había hecho una promesa, y sabía que no podría retrasarme indefinidamente. Fue justo en este punto (cuando estaba pertrechándome, preparándome para hacerlo) cuando un nuevo temor se apoderó de mí. Descubrí que no quería que la obra de Fanshawe fuera mala, pero tampoco quería que fuese buena. Es un sentimiento difícil de explicar. Sin duda, las viejas rivalidades tenían algo que ver con ello, un deseo de no quedar humillado por el talento de Fanshawe, pero también tenía la sensación de estar atrapado. Había dado mi palabra. Una vez que abriese las maletas, me convertiría en el portavoz de Fanshawe, y continuaría hablando en su nombre, tanto si me gustaba como si no. Ambas posibilidades me asustaban. Dictar una sentencia de muerte ya era bastante malo, pero trabajar para un muerto no parecía mucho mejor. Durante varios días oscilé entre estos temores, incapaz de decidir cuál era peor. Al final, por supuesto, abrí las maletas. Para entonces probablemente tenía menos que ver con Fanshawe que con Sophie. Quería volver a verla, y cuanto antes me pusiese a trabajar, antes tendría un motivo para llamarla.
No pienso entrar en detalles aquí. A estas alturas todo el mundo sabe cómo es el trabajo de Fanshawe. Ha sido leído y comentado, ha habido artículos y estudios, se ha convertido en propiedad pública. Si hay algo que decir, es únicamente que no tardé más de una hora o dos en comprender que mis sentimientos no venían a cuento. Amar las palabras, tener interés en lo que se escribe, creer en el poder de los libros, esto supera a todo lo demás, y a su lado la vida de uno se queda muy pequeña. No digo esto para felicitarme ni para presentar mis actos bajo una luz más favorecedora. Fui el primero, pero aparte de eso no veo nada que me distinga de los demás. Si la obra de Fanshawe hubiese sido menos de lo que era, mi papel habría sido diferente, más importante quizá, más crucial para el resultado de la historia. Pero, dadas las circunstancias, yo no fui más que un instrumento invisible. Algo había sucedido, y excepto negarlo, excepto fingir que no había abierto las maletas, continuaría sucediendo, derribando lo que se le pusiera por delante, avanzando por su propio impulso.
Me costó aproximadamente una semana digerir y organizar el material, separar las obras acabadas de los borradores, poner los manuscritos en algo parecido a un orden cronológico. El primer texto era un poema, fechado en 1963 (cuando Fanshawe tenía dieciséis años), y el último era de 1976 (justo un mes antes de que desapareciera). En total había más de cien poemas, tres novelas (dos cortas y una larga) y cinco obras de teatro de un acto, así como trece cuadernos que contenían varias obras abortadas, bocetos, apuntes, comentarios de libros que Fanshawe estaba leyendo e ideas para futuros proyectos. No había cartas ni diarios, ninguna vislumbre de la vida privada de Fanshawe. Pero eso ya me lo esperaba. Un hombre no se pasa la vida ocultándose del mundo sin asegurarse de no dejar rastro. Sin embargo, había pensado que en alguna parte entre todos aquellos papeles tal vez habría alguna mención de mí, aunque sólo fuese una carta dándome instrucciones o una anotación en un cuaderno nombrándome su albacea literario. Pero no había nada. Fanshawe me había dejado enteramente solo.
Telefoneé a Sophie y quedé para cenar con ella la noche siguiente. Debido a que sugerí un restaurante francés que estaba de moda (muy por encima de mis posibilidades), creo que ella pudo adivinar mi respuesta a la obra de Fanshawe. Pero aparte de este indicio de celebración, dije lo menos posible. Quería que todo avanzara por sus pasos, nada de movimientos bruscos, nada de gestos prematuros. Yo ya estaba seguro respecto al trabajo de Fanshawe, pero temía precipitar las cosas con Sophie. Era demasiado lo que dependía de cómo actuase yo, demasiado lo que podía destruirse si metía la pata al principio. Sophie y yo estábamos vinculados ahora, tanto si ella lo sabía como si no, aunque sólo fuera porque seriamos socios en la promoción de la obra de Fanshawe. Pero yo quería más que eso, y deseaba que Sophie lo quisiera también. Luchando contra mí y mi impaciencia, me recomendé cautela, me dije que debía ser previsor.
Ella llevaba un vestido de seda negra y diminutos pendientes de plata, y se había echado el pelo hacia atrás para revelar la línea de su cuello. Cuando entró en el restaurante y me vio sentado en la barra, me dirigió una cálida sonrisa cómplice, como diciéndome que sabía lo guapa que estaba pero al mismo tiempo denotando la extrañeza de la ocasión, saboreándola en cierto modo, claramente alerta a las posibles consecuencias del momento. Le dije que estaba impresionante y ella me contestó casi coquetamente que era su primera salida nocturna desde que había nacido Ben y que había querido tener “un aspecto diferente”. Después de eso me concentré en nuestro asunto, tratando de retraerme dentro de mi mismo. Cuando nos llevaron a nuestra mesa (mantel blanco, pesada cubertería de plata, un tulipán rojo en un esbelto búcaro entre nosotros) y tomamos asiento, respondí a su segunda sonrisa hablándole de Fanshawe.
No pareció sorprendida por nada de lo que le dije. Era algo que ya sabía, un hecho con el que se había reconciliado, y lo que yo le estaba diciendo simplemente confirmaba lo que ella sabía desde el principio. Extrañamente, no parecía emocionarla. Había una cautela en su actitud que me desconcertó, y durante varios minutos me sentí perdido. Luego, poco a poco, empecé a comprender que sus sentimientos no eran muy diferentes de los míos. Fanshawe había desaparecido de su vida, y entendí que ella podía tener buenas razones para lamentar la carga que le había sido impuesta. Publicar la obra de Fanshawe, dedicarse a un hombre que ya no estaba allí, la obligaría a vivir en el pasado, y cualquier futuro que pudiera querer construirse estaría contaminado por el papel que tenía que interpretar: la viuda oficial, la musa del escritor muerto, la bella heroína de una trágica historia. Nadie quiere ser parte de una ficción, y menos aún si esa ficción es real. Sophie tenía sólo veintiséis años. Era demasiado joven para vivir a través de otro, demasiado inteligente para no querer tener una vida completamente suya. El hecho de que hubiera amado a Fanshawe no era la cuestión. Fanshawe estaba muerto y había llegado el momento de dejarlo atrás.
Nada de esto se dijo explícitamente. Pero el sentimiento estaba allí y habría sido una estupidez no prestarle atención. Dadas mis propias reservas, es extraño que fuese yo quien llevara la antorcha, pero me di cuenta de que si no me encargaba de todo y comenzaba la tarea, ésta no se haría nunca.
–En realidad no es necesario que te impliques –dije–. Tendremos que consultarte, por supuesto, pero eso no te ocupará mucho tiempo. Si estás dispuesta a dejar que yo tome las decisiones, no creo que sea muy difícil para ti.
–Por supuesto que dejaré las decisiones en tus manos –dijo–. Yo no sé nada de esto. Si intentara hacerlo yo, me perdería a los cinco minutos.
–Lo importante es saber que estamos del mismo lado –dije–. En última instancia, supongo que el asunto se reduce a si puedes confiar en mí o no.
–Confío en ti –dijo ella.
–No te he dado ninguna razón para que lo hagas –dije–. Todavía no, por lo menos.
–Lo sé. Pero confío en ti de todas formas.
–¿Así, sin más?
–Sí. Sin mas.
Me sonrió de nuevo y durante el resto de la cena no dijimos nada más acerca del trabajo de Fanshawe. Yo había planeado discutir los detalles –cuál era la mejor forma de empezar, que editores podrían estar interesados, con qué personas debíamos contactar, etcétera–, pero eso ya no parecía importante. Sophie no deseaba pensar en ello, y ahora que yo le había asegurado que no tendría que hacerlo, su actitud juguetona reapareció gradualmente. Después de tantos meses difíciles, finalmente tenía la oportunidad de olvidarse del asunto durante un rato, y me di cuenta de lo decidida que estaba a entregarse a los sencillos placeres de aquel momento: el restaurante, la comida, las risas de la gente que nos rodeaba, el hecho de que estaba allí y no en ningún otro sitio. Quería que la mimaran, y ¿quién era yo para no complacerla?
Yo estaba en buena forma aquella noche. Sophie me inspiraba y no tardé mucho en animarme. Gasté bromas, conté historias, hice pequeños trucos con la cubertería. Era una mujer tan bella que costaba apartar los ojos de ella. Quería verla reír, ver cómo respondía su cara a lo que yo decía, observar sus ojos, estudiar sus gestos. Dios sabe qué tonterías dije, pero hice todo lo posible por distanciarme, por ocultar mis verdaderos motivos bajo aquel derroche de encanto. Aquélla era la parte dura. Yo sabía que Sophie se sentía sola, que quería el consuelo de un cuerpo cálido junto al suyo, pero un rápido revolcón en el heno no era lo que yo buscaba, y si me movía demasiado deprisa probablemente todo quedaría en eso. En aquella primera etapa, Fanshawe seguía estando allí con nosotros, el vínculo implícito, la fuerza invisible que nos había unido. Pasaría algún tiempo antes de que desapareciera, y hasta que eso ocurriese, yo estaba dispuesto a esperar.
Todo aquello creaba una tensión exquisita. A medida que avanzaba la velada, los comentarios más casuales se cargaban de matices eróticos. Las palabras ya no eran simplemente palabras, sino un curioso código de silencios, una forma de hablar que daba vueltas continuamente en torno a lo que se decía. Mientras evitásemos el verdadero tema, el hechizo no se rompería. Ambos nos deslizamos de manera natural hacia ese tono burlón, que se hizo aún más poderoso porque ninguno de nosotros abandonó la broma. Sabíamos lo que hacíamos, pero al mismo tiempo fingíamos no saberlo. Así comenzó mi cortejo de Sophie, despacio, decorosamente, creciendo muy poquito a poco.
Después de la cena paseamos durante unos veinte minutos en la oscuridad de finales de noviembre y acabamos la noche tomando unas copas en un bar del centro. Fumé un cigarrillo tras otro, pero ése fue el único indicio de mi tumulto interior. Sophie me habló durante un rato de su familia en Minnesota, sus tres hermanas más jóvenes, su llegada a Nueva York ocho años antes, su música, sus clases, su plan de volver a trabajar el próximo otoño, pero estábamos tan firmemente atrincherados en nuestro tono jocoso que cada comentario se convertía en una excusa para nuevas risas. Podríamos haber continuado así, pero había que pensar en la canguro, así que finalmente cortamos a eso de medianoche. La llevé hasta la puerta del apartamento y allí hice mi último gran esfuerzo de la noche.
–Gracias, doctor –dijo Sophie–. La operación ha sido un éxito.
–Mis pacientes siempre sobreviven –dije–. Es por el gas de la risa. Abro la válvula y poco a poco mejoran.
–Ese gas podría crear hábito.
–Ésa es la idea. Los pacientes no cesan de volver pidiendo más, a veces dos o tres sesiones por semana. ¿Cómo cree usted que pago mi piso de Park Avenue y la casa de verano en Francia?
–Así que hay un motivo oculto.
–Por supuesto. Me mueve la avaricia.
–Su clientela debe ser numerosa.
–Lo era. Pero ahora estoy más o menos retirado. Últimamente tengo una sola paciente, y no estoy seguro de si volverá.
–Volverá –dijo Sophie, con la sonrisa más coqueta y radiante que yo había visto nunca–. Cuente con ello.
–Me alegra oírlo –dije–. Haré que mi secretaria la llame para concertar la próxima cita.
–Cuanto antes mejor. Con estos tratamientos a largo plazo, no se puede perder un momento.
–Excelente consejo. No olvidaré pedir un nuevo suministro de gas de la risa.
–Hágalo, doctor. Creo que lo necesito de veras.
Nos sonreímos de nuevo y luego le di un gran abrazo de oso y un breve beso en los labios y bajé la escalera lo más deprisa que pude.
Me fui derecho a casa, comprendí que acostarme era imposible y pasé dos horas delante de la televisión, viendo una película sobre Marco Polo. Finalmente me quedé como un tronco a eso de las cuatro, en mitad de la reposición de Rumbo a lo desconocido.

Mi primer paso fue ponerme en contacto con Stuart Green, editor en una de las mayores editoriales. No le conocía muy bien, pero nos habíamos criado en la misma ciudad y su hermano menor, Roger, había ido al colegio con Fanshawe y conmigo. Supuse que Stuart se acordaría de quién era Fanshawe y me parecía una buena manera de empezar. Me había encontrado a Stuart en varias reuniones a lo largo de los años, quizá tres o cuatro veces, y siempre se había mostrado amable, hablando de los viejos tiempos (como él los llamaba) y prometiendo darle recuerdos míos a Roger la próxima vez que le viera. Yo no tenía ni idea de qué podía esperar de Stuart, pero pareció bastante contento de oírme cuando le llamé. Quedamos en vernos en su oficina una tarde de aquella semana.
Tardó unos momentos en situar el nombre de Fanshawe. Le sonaba, dijo, pero no sabía de qué. Estimulé su memoria un poco, mencioné a Roger y sus amigos, y de pronto cayó en la cuenta.
–Sí, sí, claro –dijo–. Fanshawe. Aquel niño tan extraordinario. Roger solía insistir en que acabaría siendo presidente.
Ese mismo, dije, y luego le conté la historia.
Stuart era un tipo bastante remilgado, un tipo de Harvard que llevaba corbatas de pajarita y chaquetas de tweed, y aunque en el fondo era poco más que un ejecutivo, en el
mundo editorial pasaba por ser un intelectual. Le había ido bien hasta entonces –era editor jefe con poco más de treinta años, un trabajador joven, sólido y responsable– y no había duda de que continuaría ascendiendo. Digo todo esto únicamente para demostrar que no era persona automáticamente receptiva a la clase de historia que le estaba contando. Tenía muy poco de romántico, muy poco que no fuera precavido y práctico, pero noté que estaba interesado, y a medida que yo continuaba hablando, incluso parecía excitado.
Tenía poco que perder, por supuesto. Si el trabajo de Fanshawe no le gustaba, le sería muy fácil rechazarlo. Los rechazos eran la esencia de su trabajo y no tendría que pensárselo dos veces. Por otra parte, si Fanshawe era el escritor que yo decía que era, publicarlo sólo podría contribuir a la reputación de Stuart. Compartiría la gloria de haber descubierto a un genio americano desconocido y podría vivir de ese golpe de suerte durante años.
Le entregué el manuscrito de la novela larga de Fanshawe. Al final, le dije, tendría que ser todo o nada –los poemas, las obras de teatro, las otras dos novelas–, pero aquélla era la obra más importante de Fanshawe y me parecía lógico que empezásemos por ella. Me refería a El país de nunca jamás, por supuesto. Stuart dijo que le gustaba el título, pero cuando me pidió que le describiera el libro, le contesté que preferiría no hacerlo, que pensaba que seria mejor que lo descubriera por si mismo. Levantó una ceja como respuesta (un truco que probablemente había aprendido durante el año que pasó en Oxford), como dando a entender que no debía jugar con él. Que yo supiera, no estaba jugando a nada. Era sólo que no quería forzarle. El libro se encargaría de eso, y yo no veía ninguna razón para negarle entrar en él indefenso: sin mapas, sin brújula, sin nadie que le llevase de la mano.
Tardó tres semanas en llamarme. Las noticias no eran ni buenas ni malas, pero parecían esperanzadoras. Probablemente tendríamos suficiente apoyo de los editores para sacar el libro adelante, dijo Stuart, pero antes de tomar la decisión definitiva querían echar una ojeada al resto del material. Yo ya esperaba aquello –cierta prudencia, andar con pies de plomo–, y le dije a Stuart que pasaría por su oficina para llevarle los manuscritos la tarde siguiente.
–Es un libro extraño –me dijo, señalando el manuscrito de El país de nunca jamás sobre su mesa–. No es en absoluto la típica novela, ya me entiende. No es típico en nada. Aún no está claro que vayamos a publicarlo, pero si lo hacemos, estaremos corriendo cierto riesgo.
–Lo sé –dije–. Pero eso es lo que lo hace interesante.
–Lo que es una verdadera pena es que Fanshawe no este disponible. Me encantaría poder trabajar con él. Hay cosas en el libro que deberían cambiarse, creo yo, ciertos pasajes que deberían suprimirse. Eso haría que el libro fuese aún más fuerte.
–Eso no es más que orgullo de editor –dije–. Les resulta difícil ver un manuscrito y no atacarlo con un lápiz rojo. La verdad es que creo que acabará usted por encontrarles sentido a las partes que ahora no le gustan, y se alegrará de no haber podido tocarlas.
–El tiempo lo dirá –dijo Stuart, nada dispuesto a darme la razón–. Pero no hay duda, no hay duda de que el hombre sabía escribir. Leí el libro hace más de dos semanas y no me ha abandonado desde entonces. No puedo quitármelo de la cabeza. Me acuerdo de él una y otra vez, y siempre en los momentos más extraños. Al salir de la ducha, andando por la calle, cuando me estoy metiendo en la cama por la noche, siempre que no estoy pensando conscientemente en nada. Eso no sucede muy a menudo, usted lo sabe. Lee uno tantos libros en este trabajo que todos tienden a mezclarse. Pero el libro de Fanshawe destaca. Hay algo poderoso en él, y lo más raro es que ni siquiera sé qué es.
–Probablemente ésa es la verdadera prueba –dije–. A mi me sucedió lo mismo. El libro se te graba en el cerebro y no puedes librarte de él.
–¿Y qué me dice del resto de su obra?
–Es lo mismo –dije–. No puedes dejar de pensar en ella.
Stuart meneó la cabeza, y por primera vez vi que estaba sinceramente impresionado. No duró más que un momento, pero en aquel instante su arrogancia y su pose desaparecieron repentinamente, y me encontré casi deseando que me agradase.
–Creo que tal vez hayamos descubierto algo importante –dijo–. Si lo que usted dice es verdad, creo que realmente hemos encontrado algo importante.
Así era, y según se comprobó luego, quizá aún más importante de lo que Stuart había imaginado. El país de nunca jamás fue aceptado ese mes, con una opción sobre los otros libros. Mi veinticinco por ciento del anticipo fue suficiente para comprarme algún tiempo, y lo empleé en preparar una edición de los poemas. También fui a visitar a varios directores de teatro para ver si les interesaría montar las obras. Finalmente, también eso salió bien y planeamos estrenar tres obras de un acto en un pequeño teatro del centro unas seis semanas después de que se publicara El país de nunca jamás. Mientras tanto, persuadí al director de una de las principales revistas para las que yo escribía en ocasiones de que me dejase escribir un artículo sobre Fanshawe. Resultó un texto largo y bastante exótico y en ese momento pensé que era una de las mejores cosas que había escrito. El articulo tenía que aparecer dos meses antes de la publicación de El país de nunca jamás, y de repente me pareció que todo ocurría a la vez.
Reconozco que me dejé atrapar por todo ello. Una cosa llevaba a la otra y, antes de que pudiera darme cuenta, se había puesto en marcha una pequeña industria. Era una especie de delirio. Me sentía como un ingeniero, apretando botones y tirando de palancas, corriendo de las válvulas a los circuitos, ajustando una pieza aquí, diseñando una mejora allí, escuchando cómo el artefacto zumbaba, resoplaba y ronroneaba, olvidado de todo lo que no fuera el estrépito de mi invento. Yo era el científico loco que había inventado la gran máquina mágica, y cuanto más humo salía de ella y más ruido hacía, más feliz estaba yo.
Quizá eso era inevitable; quizá tenía que estar un poco loco para embarcarme en ello. Dado el esfuerzo que me había supuesto reconciliarme con el proyecto, probablemente era necesario que equiparase el éxito de Fanshawe con el mío propio. Había tropezado con una causa, algo que me justificaba y hacía que me sintiese importante, y cuanto más plenamente me sumergía en mis ambiciones para Fanshawe, más nítidamente me veía a mí mismo. Esto no es una excusa; es simplemente una descripción de lo que sucedió. La visión retrospectiva me dice que estaba metiéndome en líos, pero en aquella época yo no era consciente de ello. Es más, aunque lo hubiera sido, dudo que hubiera hecho algo diferente.
Debajo de todo ello estaba el deseo de permanecer en contacto con Sophie. A medida que pasaba el tiempo, se convirtió en algo perfectamente natural que yo la llamase tres o cuatro veces por semana, para almorzar con ella, para dar un paseo por la tarde en su barrio con Ben. Le presenté a Stuart Green, la invité a conocer al director de teatro, le busqué un abogado para que se ocupara de los contratos y otros asuntos legales. Sophie aceptó todo esto con naturalidad, considerando aquellos encuentros más como ocasiones sociales que como conversaciones de trabajo, dejándole claro a la gente que veíamos que yo era quien tomaba las decisiones. Intuí que estaba decidida a no sentirse en deuda con Fanshawe, que, sucediera lo que sucediera, ella continuaría guardando las distancias. El dinero la hacía feliz, por supuesto, pero nunca lo relacionó realmente con el trabajo de Fanshawe. Era un regalo inesperado, un billete de lotería premiado que le había caído del cielo, y eso era todo. Sophie vio a través del torbellino desde el principio. Comprendió el fundamental absurdo de la situación, y como no era avariciosa, como no tenía ningún impulso de aprovechar su ventaja, no perdió la cabeza.
Me esforcé mucho en mi cortejo. Sin duda mis motivos eran transparentes, pero quizá eso fue lo bueno. Sophie sabía que me había enamorado de ella, y el hecho de que no me abalanzase, de que no la obligase a declarar sus sentimientos hacia mí, probablemente contribuyó más que ninguna otra cosa a convencerla de mi seriedad. Sin embargo, yo no podía esperar eternamente. La discreción tenía su función, pero demasiada discreción podía ser fatal. Llegó un momento en que noté que ya no estábamos empeñados en un combate, que las cosas se habían asentado entre nosotros. Al pensar ahora en ese momento, me tienta utilizar el lenguaje tradicional del amor. Deseo hablar con metáforas de calor, de fuego, de barreras que se derriten ante pasiones irresistibles. Soy consciente de lo ampulosos que pueden sonar estos términos, pero al final creo que son exactos. Todo había cambiado para mí, y palabras que nunca había comprendido, súbitamente empezaron a tener sentido. Aquello fue una revelación, y cuando finalmente tuve tiempo de absorberla, me pregunté cómo había podido vivir tanto tiempo sin aprender aquella sencilla verdad. No estoy hablando de deseo tanto como de conocimiento, del descubrimiento de que dos personas, a través del deseo, pueden crear algo más poderoso de lo que ninguna de ellas podría crear sola. Ese conocimiento me transformó, creo, e hizo que me sintiera más humano. Al pertenecer a Sophie, empecé a sentir como si perteneciera a todos los demás. Resultó que mi verdadero lugar en el mundo estaba más allá de mí mismo, y si estaba dentro de mí, también era ilocalizable. Era el diminuto espacio entre el yo y el no yo, y por primera vez en mi vida vi esta nada como el centro exacto del mundo.
Era el día en que yo cumplía treinta años. Conocía a Sophie desde hacía aproximadamente tres meses y ella insistió en que lo celebráramos. Yo estaba reacio al principio, ya que nunca había dado mucha importancia a los cumpleaños, pero el sentido de la ocasión de Sophie acabó venciéndome. Me compró una cara edición ilustrada de Moby Dick, me llevó a cenar a un buen restaurante y luego a una representación de Boris Godunov en el Met. Por una vez, me dejé ir, sin intentar explicarme mi felicidad, sin intentar anticiparme a mí mismo o maniobrar mejor que mis sentimientos. Quizá estaba empezando a percibir una nueva audacia en Sophie; quizá ella me estaba dejando saber que había decidido por sí misma, que ya era demasiado tarde para que ninguno de los dos se echara atrás. Fuese lo que fuese, aquélla fue la noche en que todo cambió, en la que ya no hubo ninguna duda respecto a lo que íbamos a hacer. Regresamos a su apartamento a las once y media, Sophie pagó a la soñolienta canguro y luego entramos de puntillas en la habitación de Ben y nos quedamos allí un rato viéndole dormir en su cunita. Recuerdo claramente que ninguno de nosotros dijo nada, que el único sonido que yo oía era el leve gorgoteo de la respiración de Ben. Nos inclinamos sobre los barrotes y estudiamos la forma de su cuerpecito, tumbado boca abajo, las piernas encogidas, el trasero levantado, dos o tres dedos metidos en la boca. La escena pareció durar largo tiempo, pero dudo que fuese más de un minuto o dos. Luego, sin previo aviso, ambos nos erguimos, nos volvimos el uno hacia el otro y empezamos a besarnos. Después de eso, me resulta difícil hablar de lo que sucedió. Estas cosas tienen poco que ver con las palabras, tan poco, en realidad, que casi parece inútil tratar de expresarlas. En todo caso, diría que estábamos cayendo el uno en el otro, cayendo tan rápido y tan lejos que nada podía pararnos. De nuevo, recurro a la metáfora. Pero probablemente no se trata de eso. Porque que pueda o no pueda hablar de ello no cambia la verdad de lo que sucedió. El hecho es que nunca hubo un beso igual, y dudo que en toda mi vida vuelva a haber un beso igual.


4

Pasé aquella noche en la cama de Sophie y a partir de entonces se me hizo imposible dejarla. Volvía a mi apartamento durante el día para trabajar, pero regresaba a Sophie todas las noches. Me convertí en parte de su hogar –compraba comida para la cena, le cambiaba los pañales a Ben, sacaba la basura–, viviendo con otra persona más íntimamente de lo que había vivido nunca. Pasaron los meses y, con constante asombro, descubrí que tenía talento para aquella clase de vida. Había nacido para estar con Sophie, y poco a poco noté que me volvía más fuerte, noté que ella me hacía mejor de lo que había sido. Era extraña la forma en que Fanshawe nos había unido. De no ser por su desaparición, nada de aquello habría sucedido. Estaba en deuda con él, pero aparte de hacer todo lo que podía por su trabajo, no tenía ninguna posibilidad de saldar esa deuda.
Mi articulo se publicó y pareció surtir el efecto deseado. Stuart Green me llamó para decirme que era un “gran refuerzo”, lo cual deduje que significaba que ahora se sentía más seguro. Con todo el interés que el artículo había despertado, Fanshawe ya no parecía un riesgo tan grande. Luego salió El país de nunca jamás y las críticas fueron unánimemente buenas, algunas extraordinarias. Era todo lo que uno podía esperar. Era el cuento de hadas con el que todo escritor sueña, y reconozco que yo mismo estaba un poco asustado. Esas cosas no pasan en el mundo real. Pocas semanas después de su publicación, las ventas eran mayores de lo que se había esperado para toda la edición. Finalmente una segunda edición entró en imprenta, pusieron anuncios en periódicos y revistas y luego vendieron el libro a una editorial de libros de bolsillo para que lo sacara al año siguiente. No quiero dar a entender que el libro fuera un récord de ventas de acuerdo con criterios comerciales ni que Sophie fuera camino de convertirse en millonaria, pero dada la seriedad y la dificultad de la obra de Fanshawe, y dada la tendencia del público a no acercarse a ese tipo de obra, fue un éxito mayor de lo que habíamos imaginado posible.
En cierto sentido, aquí es donde la historia debería terminar. El joven genio ha muerto, pero su obra seguirá viva, su nombre será recordado durante muchos años. Su amigo de la infancia ha salvado a la joven y hermosa viuda y los dos vivirán felices para siempre. Parecería que así concluye la representación, que lo único que falta es la última llamada a escena para recibir los aplausos. Pero resulta que esto es sólo el principio. Lo que he escrito hasta ahora no es más que un preludio, una rápida sinopsis de todo lo que viene antes de la historia que tengo que contar. Si no hubiera nada más que esto, no habría nada en absoluto, porque nada me habría impulsado a empezar. Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo, y la oscuridad es lo que me rodea cada vez que pienso en lo sucedido. Si hace falta valor para escribir acerca de ello, también es cierto que sé que escribir es la única posibilidad que tengo de escapar. Pero dudo que esto ocurra, ni siquiera suponiendo que consiga contar la verdad. Las historias sin final no pueden hacer otra cosa que continuar eternamente, y verse atrapado en una de ellas significa que morirás antes de haber interpretado tu papel hasta el final. Mi única esperanza es que lo que tengo que decir tenga un final, que encuentre en alguna parte un claro en la oscuridad. Esta esperanza es lo que defino como valor, pero que haya razones para la esperanza es otra cuestión enteramente distinta.
Fue unas tres semanas después del estreno de las obras de teatro. Pasé la noche en casa de Sophie, como de costumbre, y por la mañana me fui a mi apartamento para trabajar. Recuerdo que tenía que terminar una reseña de cuatro o cinco libros de poesía   –una de esas frustrantes mezcolanzas– y me estaba costando concentrarme. Mi mente se alejaba una y otra vez de los libros que estaban sobre mi mesa, y cada cinco minutos más o menos me levantaba de la silla y paseaba por la habitación. Stuart Green me había contado una extraña historia el día anterior y me resultaba difícil dejar de pensar en ella. Según Stuart, la gente estaba empezando a decir que Fanshawe no existía. El rumor afirmaba que me lo había inventado para perpetrar un fraude y que los libros los había escrito yo mismo. Mi primera reacción fue echarme a reír, y luego hice alguna broma acerca de que Shakespeare tampoco había escrito ninguna de sus obras. Pero, tras pensar más en ello, no sabía si sentirme insultado o halagado por aquel rumor. ¿Es que la gente no se fiaba de que dijese la verdad? ¿Por qué habría de tomarme la molestia de crear toda una obra para luego no querer atribuirme el mérito de la misma? Y, sin embargo, ¿creía la gente que yo era capaz de escribir un libro tan bueno como El país de nunca jamás? Me di cuenta de que una vez que se publicaran todos los manuscritos de Fanshawe, me sería perfectamente posible escribir uno o dos libros más con su nombre, escribir la obra yo y hacerla pasar por suya. No tenía intención de hacer tal cosa, por supuesto, pero la sola idea me abría ciertos extraños e intrigantes conceptos: lo que significaba que un escritor pusiera su nombre en un libro, por qué algunos escritores optaban por ocultarse detrás de un seudónimo, si un escritor tenía una vida real o no. Se me ocurrió que escribir con otro nombre podría ser algo que me gustase –inventarme una identidad secreta–, y me pregunté por qué encontraba esa idea tan atractiva. Un pensamiento me llevaba a otro, y cuando agoté el tema, descubrí que había malgastado la mayor parte de la mañana.
Eran las once y media –la hora en que llegaba el correo– e hice mi habitual excursión en el ascensor para ver si había algo en el buzón. Este era siempre un momento crucial del día para mí y me resultaba imposible acercarme a él tranquilamente. Siempre tenía la esperanza de que hubiera buenas noticias –un cheque inesperado, una oferta de trabajo, una carta que de algún modo cambiaría mi vida–, y el hábito de la expectativa era ya parte de mí hasta el punto de que apenas podía mirar mi buzón sin sentir una oleada de emoción. Aquél era mi escondite, el único lugar del mundo que era exclusivamente mío. Y al mismo tiempo me unía con el resto del mundo, y en su mágica oscuridad se hallaba el poder de hacer que ocurrieran cosas.
Solamente había una carta para mí aquel día. Venía en un sobre blanco liso con un matasellos de Nueva York y no llevaba remite. La letra no me era conocida (mi nombre y dirección estaban escritos con mayúsculas) y ni siquiera podía imaginarme de quién sería. Abrí el sobre en el ascensor, y fue entonces, allí, de pie camino del piso noveno, cuando el mundo se me cayó encima.
“No te enfades conmigo por escribirte”, empezaba la carta. “Aun a riesgo de provocarte un ataque al corazón, quería enviarte una última palabra: darte las gracias por lo que has hecho. Sabía que eras la persona adecuada, pero las cosas han salido aún mejor de lo que yo pensaba. Has ido más allá de lo posible, y estoy en deuda contigo. Sophie y el niño estarán atendidos, y por ello puedo vivir con la conciencia tranquila.
”No voy a dar explicaciones aquí. A pesar de esta carta, quiero que sigas considerándome muerto. Nada es más importante que eso y no debes decirle a nadie que has tenido noticias mías. No me encontrarán, y hablar de esto sólo traería más problemas. No vale la pena. Sobre todo no le digas nada a Sophie. Haz que se divorcie de mí y luego cásate con ella lo antes posible. Confío en que lo hagas así, y doy mis bendiciones. El niño necesita un padre, y tú eres el único con quien puedo contar.
”Quiero que entiendas que no he perdido el juicio. Tomé ciertas decisiones que eran necesarias, y aunque algunas personas hayan sufrido, marcharme fue lo mejor y lo más bondadoso que he hecho nunca.
”Siete años después del día de mi desaparición será el día de mi muerte. He dictado sentencia contra mí mismo y no habrá apelaciones.
”Te ruego que no me busques. No tengo ningún deseo de ser encontrado y me parece que tengo derecho a vivir el resto de mi vida como crea oportuno. Me repugnan las amenazas, pero no tengo más remedio que hacerte esta advertencia: si por un milagro consigues encontrarme, te mataré.
”Me complace que mis escritos hayan despertado tanto interés. Nunca tuve la menor sospecha de que pudiera suceder algo así. Pero ahora todo eso me parece muy lejano. Escribir libros pertenece a otra vida y pensar en ello ahora me deja frío. Nunca intentaré reclamar el dinero, os lo doy gustosamente a ti y a Sophie. Escribir era una enfermedad que me aquejó durante mucho tiempo, pero ya me he repuesto de ella.
”Puedes estar seguro de que no volveré a ponerme en contacto contigo. De ahora en adelante te verás libre de mí, y te deseo una vida larga y feliz. Cuánto mejor que todo haya sido así. Eres mi mejor amigo, y mi única esperanza es que seas siempre el que eres. Lo mío es otra historia. Deséame suerte.”
No había firma al final de la carta, y durante una hora o dos intenté convencerme de que se trataba de una broma pesada. Si Fanshawe la hubiera escrito, ¿por qué no iba a firmarla? Me aferré a eso como prueba de que era una jugarreta, buscando desesperadamente una excusa para negar lo que había sucedido. Pero ese optimismo no duró mucho, y poco a poco me obligué a enfrentarme a los hechos. Podía haber diversas razones para omitir el nombre, y cuanto más lo pensaba, más claramente debía considerar auténtica la carta. Un bromista se habría preocupado de incluir el nombre, pero la persona real no le daría importancia: solamente alguien que no se propusiera engañar tendría suficiente seguridad en si mismo como para cometer un error tan evidente. Y luego estaban las últimas frases de la carta: “... sigas siendo el que eres. Lo mío es otra historia.” ¿Significaba eso que Fanshawe se había convertido en otra persona? Indiscutiblemente vivía con otro nombre, pero ¿cómo vivía? ¿Y dónde? El matasellos de Nueva York era una pista, quizá, pero igualmente podría ser un subterfugio, una información falsa para despistarme. Fanshawe había tenido muchísimo cuidado. Leí la carta una y otra vez, tratando de desmenuzarla, buscando una grieta, una forma de leer entre líneas, pero no conseguí nada. La carta era opaca, un bloque de oscuridad que frustraba cualquier intento de penetrarlo. Al final renuncié, guardé la carta en un cajón de mi mesa y reconocí que estaba perdido, que nada volvería a ser igual para mí.
Lo que más me molestaba, creo, era mi propia estupidez. Considerándolo ahora, veo que todos los hechos me habían sido mostrados desde el principio, desde mi primer encuentro con Sophie. Durante años Fanshawe no publica nada, luego le dice a su esposa lo que tiene que hacer si le ocurre algo (ponerse en contacto conmigo, conseguir que publiquen su obra) y después desaparece. Era todo muy evidente. El hombre quería marcharse y se marchó. Sencillamente se largó un buen día y dejó plantada a su esposa embarazada, y como ella confiaba en él, como le resultaba inconcebible que hiciera tal cosa, no tenía mas remedio que pensar que había muerto. Sophie se había engañado, pero, dada la situación, era difícil ver qué otra cosa podría haber hecho. Yo no tenía esa excusa. Ni una sola vez desde el principio había pensado a fondo en el asunto. Me había precipitado a creer en su versión, me había recreado en aceptar su interpretación de los hechos, y luego había dejado de pensar por completo. A la gente la habían matado por crímenes menores que ese.
Pasaron los días. Todos mis instintos me decían que confiase en Sophie, que le enseñara la carta, y sin embargo no fui capaz de hacerlo. Estaba demasiado asustado, demasiado inseguro respecto a cómo reaccionaría ella. Cuando mi estado de ánimo era más fuerte, me decía a mí mismo que guardar silencio era la única manera de protegerla. ¿A quién beneficiaría que ella supiera que Fanshawe la había dejado plantada? Se culparía a si misma por lo que había sucedido y yo no quería herirla. Debajo de aquel noble silencio, sin embargo, había un segundo silencio de pánico y miedo. Fanshawe estaba vivo, y si yo dejaba que Sophie lo supiera, ¿qué supondría ese conocimiento para nuestra relación? La idea de que Sophie pudiera desear que él volviese era demasiado para mí, y no tenía el valor de arriesgarme a descubrirlo. Quizá ése fue mi mayor fallo. Si hubiera creído lo suficiente en el amor de Sophie por mí, habría estado dispuesto a arriesgar cualquier cosa. Pero en aquel momento me pareció que no tenía elección y por lo tanto hice lo que Fanshawe me había pedido que hiciese, no por él, sino por mí. Encerré el secreto dentro de mí y aprendí a callarme.
Pasaron unos días más y luego le propuse matrimonio a Sophie. Habíamos hablado de ello antes, pero esta vez lo saqué del terreno de la conversación, dejándole claro que lo decía en serio. Me di cuenta de que actuaba de un modo desusado en mí (sin sentido del humor, inflexible), pero no podía remediarlo. La incertidumbre de la situación era imposible de soportar, y sentí que tenía que resolver las cosas inmediatamente. Sophie notó este cambio en mí, por supuesto, pero dado que no sabía la razón del mismo, lo interpretó como un exceso de pasión, el comportamiento de un hombre nervioso y excesivamente ardiente, ansioso de conseguir lo que más deseaba (lo cual también era cierto). Sí, me dijo, se casaría conmigo. ¿Realmente había pensado alguna vez que me rechazaría?
–Y también quiero adoptar a Ben –dije–. Quiero que lleve mi apellido. Es importante que crezca creyendo que soy su padre.
Sophie me contestó que no habría aceptado otra cosa. Era lo único que tenía sentido para los tres.
–Y quiero que sea pronto –continué–, lo antes posible. En Nueva York tardarías un año en conseguir el divorcio, y eso es demasiado tiempo, no podría soportar esperar tanto. Pero hay otros sitios, Alabama, Nevada, México, Dios sabe dónde. Podríamos marcharnos de vacaciones, y cuando volviésemos, ya serias libre para casarte conmigo.
Sophie dijo que le gustaba cómo sonaba eso: “libre para casarte conmigo”. Si eso exigía irse a otro sitio durante algún tiempo, lo haría, dijo, iría a donde yo quisiera.
–Después de todo –dije–, ya hace más de un año que se fue, casi año y medio. Tienen que pasar siete años hasta que una persona muerta pueda ser declarada oficialmente muerta. Pasan cosas, la vida continúa. Imagínate: ya hace casi un año que nos conocemos.
–Para ser exactos –contestó Sophie–, entraste por esa puerta por primera vez el venticinco de noviembre de 1976. Dentro de ocho días hará exactamente un año.
–Te acuerdas.
–Claro que me acuerdo. Fue el día más importante de mi vida.
Cogimos un avión con destino a Birmingham, Alabama, el veintisiete de noviembre y volvimos a Nueva York en la primera semana de diciembre. El día once nos casamos en el ayuntamiento y después tuvimos una cena alcohólica con veinte de nuestros amigos. Pasamos esa noche en el Hotel Plaza, pedí que nos subieran el desayuno a la habitación por la mañana y ese mismo día volamos a Minnesota con Ben. El dieciocho los padres de Sophie nos dieron una fiesta de boda en su casa y la noche del veinticuatro celebramos una Navidad noruega. Dos días más tarde Sophie y yo dejamos la nieve y nos fuimos a pasar semana y media en las Bermudas. Luego regresamos a Minnesota para recoger a Ben. Nuestro plan era empezar a buscar piso en cuanto llegásemos a Nueva York. Cuando volábamos sobre el oeste de Pennsylvania después de aproximadamente una hora de vuelo, Ben se hizo pis sobre mi regazo a pesar de sus pañales. Cuando le enseñé la gran mancha oscura en mis pantalones, se rió, batió palmas y luego, mirándome directamente a los ojos, me llamó pa–pa por primera vez.


5

Me aferré al presente. Pasaron varios meses y poco a poco empezó a parecer que me sería posible sobrevivir. Vivía en una madriguera, pero Sophie y Ben estaban allí conmigo y eso era todo lo que deseaba realmente. Con tal que me acordara de no levantar la vista, el peligro no podría tocarnos.
Nos trasladamos a un piso en Riverside Drive en febrero. Instalarnos nos llevó hasta la mitad de la primavera y tuve pocas oportunidades de detenerme a pensar en Fanshawe. Aunque la carta no desaparecía de mi cabeza por completo, ya no representaba la misma amenaza. Ahora me sentía seguro con Sophie y pensaba que nada podría separarnos, ni siquiera Fanshawe, ni siquiera Fanshawe en carne y hueso. Eso me parecía entonces, cada vez que aquello acudía a mi mente. Ahora entiendo hasta qué punto me estaba engañando, pero no lo descubrí hasta mucho tiempo después. Por definición, un pensamiento es algo de lo que eres consciente. El hecho de que nunca dejase de pensar en Fanshawe, de que él estuviera dentro de mí día y noche durante todos aquellos meses, me era desconocido en aquella época. Y si no eres consciente de tener un pensamiento, ¿es legítimo decir que estás pensando? Estaba obsesionado, quizá incluso poseído, pero no había ningún signo de ello, ninguna pista que me indicara lo que estaba sucediendo.
Ahora mi vida diaria estaba llena. Apenas me daba cuenta de que trabajaba menos de lo que había trabajado en años. No tenía un puesto de trabajo al que acudir todas las mañanas y puesto que Sophie y Ben estaban en el piso conmigo, no era muy difícil encontrar excusas para evitar mi mesa. Mi horario de trabajo se hizo muy flexible. En lugar de empezar a las nueve en punto todos los días, a veces no entraba en mi cuartito hasta las once o las once y media. Además, la presencia de Sophie en casa era una tentación constante. Ben dormía aún una o dos siestas al día y en esas horas tranquilas, mientras él estaba durmiendo, me era difícil no pensar en el cuerpo de Sophie. Con mucha frecuencia acabábamos haciendo el amor. Sophie estaba tan hambrienta como yo, y a medida que pasaban las semanas la casa se fue erotizando lentamente, transformándose en un dominio de posibilidades sexuales. El mundo subterráneo salió a la superficie. Cada habitación adquirió su propio recuerdo, cada lugar evocaba un momento diferente, de modo que, incluso en la calma de la vida práctica, un determinado trozo de alfombra, digamos, o el umbral de una puerta determinada, ya no eran estrictamente una cosa sino una sensación, un eco de nuestra vida erótica. Habíamos entrado en la paradoja del deseo. Nuestra necesidad del otro era inagotable, y cuanto más la satisfacíamos, más parecía aumentar.
De vez en cuando Sophie hablaba de buscarse un trabajo, pero ninguno de los dos sentía ninguna urgencia al respecto. Nuestro dinero nos mantenía bien e incluso conseguimos ahorrar un poco. El siguiente libro de Fanshawe, Milagros, estaba en preparación, y el anticipo del contrato había sido más grande que el de El país de nunca jamás. De acuerdo con el plan que habíamos hecho Stuart y yo, los poemas saldrían seis meses después de Milagros, luego vendría la primera novela de Fanshawe, Oscurecimientos, y por último las obras de teatro. Ese mes de marzo empezamos a recibir los derechos de El país de nunca jamás, y con cheques llegando repentinamente por uno u otro concepto, todos los problemas económicos se evaporaron. Como todo lo demás que me estaba ocurriendo, aquélla era una experiencia nueva para mí. Durante los últimos ocho o nueve años mi vida había sido una constante brega, un frenético abalanzarse de un miserable artículo al siguiente, y me había considerado afortunado cuando podía tener cubiertos más de un mes o dos. La preocupación se había incrustado dentro de mí, era parte de mi sangre, de mis glóbulos rojos, y casi no sabía lo que era respirar sin preguntarme si podía pagar la factura del gas. Ahora, por primera vez desde que me ganaba la vida, me di cuenta de que ya no tenía que pensar en esas cosas. Una mañana, mientras estaba sentado ante mi mesa luchando con el último párrafo de un articulo, buscando una frase que no encontraba, gradualmente caí en la cuenta de que se me había ofrecido una segunda oportunidad. Podía dejar aquello y empezar de nuevo. Ya no tenía que escribir artículos. Podía pasar a otras cosas, empezar a hacer el trabajo que siempre había querido hacer. Aquélla era mi oportunidad de salvarme, y decidí que sería un idiota si no la aprovechaba.
Pasaron más semanas. Entraba en mí cuarto todas las mañanas, pero no sucedía nada. Teóricamente, me sentía inspirado y cuando no estaba trabajando mi cabeza estaba llena de ideas. Pero cada vez que me sentaba para pasar algo al papel, mis pensamientos parecían desvanecerse. Las palabras morían en el momento en que levantaba la pluma. Empecé varios proyectos, pero nada cuajó realmente y uno por uno los fui dejando. Busqué excusas para explicar por qué no podía arrancar. Eso no fue difícil, y al poco rato había encontrado toda una letanía: la adaptación a la vida de casado, las responsabilidades de la paternidad, mi nuevo cuarto de trabajo (que parecía demasiado angosto), la vieja costumbre de trabajar con una fecha límite, el cuerpo de Sophie, la repentina e inesperada suerte, todo. Durante varios días incluso jugué con la idea de escribir una novela policíaca, pero luego me atasqué con la trama y no pude hacer encajar todas las piezas. Dejé que mi mente vagara sin propósito, esperando persuadirme de que aquella ociosidad era prueba de que estaba reuniendo fuerzas, señal de que algo estaba a punto de suceder. Durante más de un mes lo único que hice fue copiar pasajes de libros. Uno de ellos, de Spinoza, lo clavé en la pared: “Y cuando sueña que no quiere escribir, no tiene la capacidad de soñar que quiere escribir; y cuando sueña que quiere escribir no tiene la capacidad de soñar que no quiere escribir.”
Es posible que trabajando hubiera conseguido salir de aquel hoyo. Todavía no tengo claro si se trataba de un estado permanente o de una fase pasajera. Mi impresión visceral es que durante algún tiempo estuve verdaderamente perdido, forcejeando desesperadamente dentro de mí mismo, pero no creo que esto signifique que mi caso era desesperado. Me estaban ocurriendo cosas. Estaba viviendo grandes cambios y aún era demasiado pronto para saber adónde me llevarían. Luego, inesperadamente, se presentó una solución. Si ésa es una palabra demasiado favorable, lo llamaré un arreglo. Fuera lo que fuera, le opuse muy poca resistencia. Y llegó en un momento en que yo estaba vulnerable y mi juicio no era todo lo que debería haber sido. Éste fue mi segundo error crucial, y derivaba directamente del primero.
Estaba almorzando con Stuart un día cerca de su oficina en el Upper East Side. Hacia la mitad de la comida, me habló otra vez de los rumores sobre Fanshawe, y por primera vez se me ocurrió que él estaba empezando a tener dudas. El tema le resultaba tan fascinante que no podía dejarlo. Su actitud era socarrona, burlonamente conspiratoria, pero empecé a sospechar que debajo de aquella pose estaba tratando de pillarme para que confesara. Le seguí la corriente durante un rato, y luego, cansado del juego, le dije que el único método infalible para zanjar la cuestión era encargar una biografía. Hice este comentario con toda inocencia (como una cuestión lógica, no como una sugerencia), pero a Stuart le pareció una idea espléndida. Empezó a derrochar entusiasmo: por supuesto, por supuesto, el mito Fanshawe explicado, absolutamente evidente, por supuesto, la verdadera historia al fin. En cuestión de segundos lo tenía todo planeado. Yo escribiría el libro. Aparecería cuando se hubieran publicado todas las obras de Fanshawe y yo tendría todo el tiempo que quisiera, dos años, tres, lo que fuera. Tendría que ser un libro extraordinario, añadió Stuart, un libro a la altura del propio Fanshawe, pero tenía mucha confianza en mí y sabía que yo podría hacerlo. La propuesta me pilló desprevenido y la traté como una broma. Pero Stuart hablaba en serio; no me permitiría rechazarla. Piénsalo un poco, me dijo, y luego dime lo que opinas. Seguí escéptico, pero para ser cortés le dije que lo pensaría. Acordamos que le daría una respuesta definitiva a finales de mes.
Lo comenté con Sophie aquella noche, pero dado que no podía hablarle sinceramente, la conversación no me ayudó mucho.
–Eres tú quien debe decidirlo –me dijo–. Si te apetece hacerlo, creo que deberías seguir adelante.
–¿A ti no te molesta?
–No. Por lo menos, creo que no. Ya se me había ocurrido que antes o después saldría un libro sobre él. Si ha de ser así, mejor que sea tuyo y no de otro.
–Tendría que escribir sobre Fanshawe y tú. Podría resultar extraño.
–Unas cuantas páginas bastarán. Mientras seas tú el que las escribas, no me preocupa realmente.
–Puede –dije, sin saber cómo continuar–. Supongo que la pregunta más difícil de contestar es si quiero ponerme a pensar tanto en Fanshawe. Tal vez ha llegado el momento de dejar que se desvanezca.
–La decisión es tuya. Pero la verdad es que tu podrías escribir ese libro mejor que nadie. Y no tiene por qué ser una biografía convencional, ¿comprendes? Podrías hacer algo mucho más interesante.
–¿Como qué?
–No sé, algo más personal, con más garra. La historia de vuestra amistad. Podría tratar de ti tanto como de él.
–Quizá. Por lo menos es una idea. Lo que me desconcierta es que te lo tomes con tanta tranquilidad.
–Estoy casada contigo y te quiero, ésa es la razón. Si tú decides que es algo que quieres hacer, entonces yo estoy a favor de ello. No soy ciega, después de todo. Sé que estás teniendo dificultades con tu trabajo y a veces pienso que la culpa la tengo yo. Puede que ésta sea la clase de proyecto que necesitas para volver a empezar.
Secretamente yo había contado con que Sophie tomara la decisión por mí, suponiendo que ella se opondría, suponiendo que hablaríamos de ello una sola vez y ése sería el final del asunto. Pero había sucedido lo contrario. Yo mismo me había acorralado y de pronto me faltó valor. Dejé pasar un par de días y luego llamé a Stuart y le dije que haría el libro. Con eso me gané otra invitación a almorzar, y después me quedé solo.

Nunca me planteé contar la verdad. Fanshawe tenía que estar muerto, de lo contrario el libro no tendría sentido. No sólo tendría que omitir la carta, sino que tenía que fingir que nunca se había escrito. No me andaré con rodeos respecto a lo que planeaba hacer. Estuvo claro para mí desde el principio y me metí en ello con propósito de engaño. El libro era una obra de ficción. Aunque se basara en hechos reales, no podía contar más que mentiras. Firmé el contrato y después me sentí como un hombre que ha vendido su alma.
Vagabundeé mentalmente durante varias semanas, buscando la manera de empezar. Toda vida es inexplicable, me repetía. Por muchos hechos que se cuenten, por muchos datos que se muestren, lo esencial se resiste a ser contado. Decir que fulanito nació aquí y fue allá, que hizo esto y aquello, que se casó con esta mujer y tuvo estos hijos, que vivió, que murió, que dejó tras de sí estos libros o esta batalla o ese puente, nada de eso nos dice mucho. Todos queremos que nos cuenten historias, y las escuchamos del mismo modo que las escuchábamos de niños. Nos imaginamos la verdadera historia dentro de las palabras y para hacer eso sustituimos a la persona del relato, fingiendo que podemos entenderle porque nos entendemos a nosotros mismos. Esto es una superchería. Existimos para nosotros mismos quizá, y a veces incluso vislumbramos quiénes somos, pero al final nunca podemos estar seguros, y mientras nuestras vidas continúan, nos volvemos cada vez más opacos para nosotros mismos, más y más conscientes de nuestra propia incoherencia. Nadie puede cruzar la linde que le separa de otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo.
Me acordé de algo que me había sucedido ocho años antes, en junio de 1970. Con poco dinero y sin ninguna perspectiva inmediata para el verano, cogí un empleo temporal como empadronador en Harlem. Había veinte personas en mi grupo, un grupo de trabajadores sobre el terreno contratados para perseguir a las personas que no habían respondido a los cuestionarios enviados por correo. Nos enseñaron durante varios días en una polvorienta buhardilla enfrente del teatro Apolo y luego, cuando dominamos las complejidades de los impresos y las reglas básicas del comportamiento del empadronador, nos dispersamos por el barrio con nuestras bolsas rojas, blancas y azules colgadas del hombro para llamar a las puertas, hacer preguntas y volver con los datos, El primer sitio al que fui resultó ser el cuartel general de una operación de lotería ilegal. La puerta se abrió una rendija, una cabeza asomó por ella (detrás pude ver a una docena de hombres en una habitación vacía escribiendo sobre largas mesas plegables) y me dijo cortésmente que no les interesaba. Eso pareció marcar la pauta. En un apartamento hablé con una mujer medio ciega cuyos padres habían sido esclavos. A los veinte minutos de entrevista, finalmente cayó en la cuenta de que yo no era negro y se echó a reír. Lo había sospechado desde el principio, me dijo, ya que mi voz era rara, pero le costaba creerlo. Era la primera vez que una persona blanca entraba en su casa. En otro apartamento me encontré a once personas, ninguna de las cuales era mayor de veintidós años. Pero en general no había nadie. Y cuando estaban en casa, no querían hablar conmigo ni dejarme entrar. Llegó el verano y las calles se volvieron calurosas y húmedas, intolerables como sólo pueden serlo en Nueva York. Yo empezaba mi ronda temprano, yendo estúpidamente de casa en casa, sintiéndome cada vez más como un hombre recién llegado de la luna. Finalmente hablé con el supervisor (un negro que hablaba muy deprisa y llevaba chalinas de seda y una sortija de zafiro) y le expliqué mi problema. Fue entonces cuando me enteré de lo que realmente se esperaba de mí. A aquel hombre le pagaban cierta cantidad por cada impreso que le entregara un miembro de su equipo. Cuanto mejores fueran nuestros resultados, más dinero entraría en su bolsillo.
–Yo no voy a decirte lo que tienes que hacer –dijo–, pero me parece a mí que si ya lo has intentado honradamente, no deberías sentirte demasiado mal.
–¿Por dejarlo? –le pregunté.
–Por otra parte –continuó él filosóficamente–, el gobierno quiere impresos rellenados. Cuantos más impresos reciban, mas contentos se pondrán. Yo sé que tú eres un chico inteligente y sé que no te salen cinco cuando sumas dos y dos. Que una puerta no se abra cuando llamas a ella no quiere decir que no haya nadie dentro. Tienes que utilizar la imaginación, amigo mío. Después de todo, no queremos que el gobierno esté descontento, ¿verdad?
El trabajo se volvió considerablemente más fácil después de aquello, pero ya no era el mismo. Mi trabajo sobre el terreno se había convertido en un trabajo de mesa, y en lugar de investigador ahora era inventor. Cada dos días pasaba por la oficina para recoger un nuevo paquete de impresos y entregar los que había terminado, pero aparte de eso no tenía necesidad de salir de mi apartamento. No sé cuántas personas me inventé, pero debieron de ser cientos, quizá miles. Me sentaba en mi habitación con el ventilador soplándome en la cara y una toalla mojada alrededor del cuello, llenando cuestionarios lo más deprisa que mi mano podía escribir. Me gustaban las familias numerosas –seis, ocho, diez hijos–, y me enorgullecía de perpetrar raras y complicadas redes de parentesco, sirviéndome de todas las combinaciones posibles: padres, hijos, primos, tíos, tías, abuelos, cónyuges consensuales, hijastros, hermanastros, hermanastras y amigos. Sobre todo, estaba el placer de inventar nombres. A veces tenía que frenar mi impulso hacia lo extravagante –lo rabiosamente cómico, el retruécano, las palabras obscenas–, pero en general me conformaba con permanecer dentro de los limites del realismo. Cuando mi imaginación flaqueaba, siempre había ciertos artificios mecánicos a los que recurrir: los colores (Brown, White, Black, Green, Grey, Blue), los presidentes (Washington, Adams, Jefferson, Fillmore, Pierce), personajes de ficción (Finn, Starbuck, Dimmsdale, Budd). Me gustaban los nombres relacionados con el cielo (Orville Wright, Amelia Earhart), con el humor del cine mudo (Keaton, Langdon, Lloyd), con el béisbol (Killebrew, Mantle, Mays) y con la música (Schubert, Ives, Armstrong). En ocasiones rastreaba los nombres de parientes lejanos o antiguos compañeros de colegio y una vez incluso utilicé un anagrama de mi propio nombre.
Era una actividad infantil, pero yo no tenía remordimientos. Tampoco era difícil de justificar. El supervisor no se opondría. La gente que vivía realmente en las direcciones que aparecían en los impresos no se opondría (no querían que les molestaran, y menos un chico blanco husmeando en sus asuntos personales) y el gobierno no se opondría ya que lo que no sabia no podía hacerle daño, ciertamente no más del que ya se estaba haciendo a sí mismo. Incluso fui lo bastante lejos como para defender mi preferencia por las familias numerosas basándola en razones políticas: cuanto mayor fuese la población pobre, más obligado se sentiría el gobierno a gastar dinero en ella. Éste era el fraude de las almas muertas con un toque americano, y mi conciencia estaba tranquila.
Eso era una parte del asunto. En el fondo estaba el simple hecho de que me estaba divirtiendo. Me proporcionaba placer sacarme nombres de la manga, inventar vidas que nunca habían existido, que nunca existirían. No era precisamente como crear los personajes de un relato, sino algo más grandioso, algo mucho más inquietante. Todo el mundo sabe que los relatos son imaginarios. Sea cual sea el efecto que puedan hacernos, sabemos que no son verdad, incluso cuando nos hablan de verdades más importantes que las que podemos encontrar en otra parte. Contrariamente a lo que pasa con el narrador, yo le ofrecía mis creaciones directamente al mundo real, y por lo tanto me parecía posible que pudiesen afectar a ese mundo real de un modo real, que pudiesen finalmente convertirse en parte de la realidad misma. Ningún escritor podría pedir más.
Todo esto me vino a la memoria cuando me senté a escribir sobre Fanshawe. Una vez había dado a luz mil almas imaginarias. Ahora, ocho años más tarde, iba a coger a un hombre vivo y a meterlo en su tumba. Yo era el principal deudo y el sacerdote oficiante en ese funeral fingido, mi tarea consistía en pronunciar las palabras adecuadas, en decir lo que todo el mundo quería oír. Los dos actos eran opuestos e idénticos, imágenes reflejadas el uno del otro. Pero eso no me consolaba. El primer fraude había sido una broma, solamente una aventura juvenil, mientras que el segundo fraude era serio, algo oscuro y aterrador. Estaba cavando una tumba, después de todo, y había momentos en que empezaba a preguntarme si no sería la mía.
Las vidas no tienen sentido, argumenté. Un hombre vive y luego muere, y lo que sucede en medio no tiene sentido. Pensé en la historia de La Chère, un soldado que tomó parte en una de las primeras expediciones francesas a América. En 1562, Jean Ribaut dejó a cierto número de hombres en Port Royal (cerca de Hilton Head, Carolina del Sur) bajo el mando de Albert de Pierra, un loco que gobernaba por medio del terror y la violencia. “Ahorcó con sus propias manos a un tamborilero que había caído en desgracia ante él”, escribe Francis Parkman, “y desterró a un soldado, de nombre La Chère, a una isla desierta, a tres leguas del fuerte, donde le abandonó para que muriese de hambre.” Finalmente Albert fue asesinado por sus hombres en un levantamiento, y La Chère, medio muerto, fue rescatado de la isla. Uno pensaría que La Chère estaría a partir de entonces a salvo, que, habiendo sobrevivido a su terrible castigo, estaría exonerado de nuevas catástrofes. Pero nada es tan simple. No hay probabilidades que vencer, no hay reglas que pongan límites a la mala suerte, y en cada momento empezamos de nuevo, tan a punto de recibir un golpe bajo como lo estábamos en el momento anterior. Todo se vino abajo en la colonia. Los hombres no tenían talento para enfrentarse a un territorio virgen, y la hambruna y la nostalgia se adueñaron de ellos. Utilizando unas cuantas herramientas improvisadas, gastaron todas sus energías en construir un barco “digno de Robinson Crusoe” para regresar a Francia. En el Atlántico, otra catástrofe: no había viento, los alimentos y el agua se agotaron. Los hombres empezaron a comerse sus zapatos y sus justillos de cuero, algunos bebieron agua de mar por pura desesperación y varios murieron. Luego vino la inevitable caída en el canibalismo. “Lo echaron a suertes”, escribe Parkman, “y le tocó a La Chère, el mismo desdichado hombre que Albert había condenado a morir de inanición en una isla desierta. Le mataron y con voraz avidez se repartieron su carne. La espantosa comida les sostuvo hasta que apareció tierra a la vista, momento en el que, según se dice, en un delirio de alegría, ya no pudieron gobernar su navío y lo dejaron a merced de la marea. Un pequeño barco inglés recaló sobre ellos, los trasladó a bordo y, después de desembarcar a los más débiles, llevó al resto como prisioneros ante la reina Isabel.”
Utilizo a La Chère sólo como ejemplo. Considerando otros destinos, el suyo no es nada extraño, quizá es incluso más benigno que la mayoría. Por lo menos él viajó en línea recta, y eso en sí mismo es raro, casi una bendición. En general, las vidas parecen virar bruscamente de una cosa a otra, moverse a empellones y trompicones, serpentear. Una persona va en una dirección, gira abruptamente a mitad de camino, da un rodeo, se detiene, echa a andar de nuevo. Nunca se sabe nada, e inevitablemente llegamos a un sitio completamente diferente de aquel al que queríamos llegar. En mi primer año como alumno de Columbia, pasaba todos los días, camino de clase, junto a un busto de Lorenzo Da Ponte. Le conocía vagamente como el libretista de Mozart, pero luego me enteré de que también había sido el primer profesor italiano que había tenido Columbia. Una cosa parecía incompatible con la otra, así que decidí investigar, curioso por averiguar cómo un hombre podía acabar viviendo dos vidas tan diferentes. Resultó que Da Ponte había vivido cinco o seis. Nació con el nombre de Emmanuele Conegliano en 1749, hijo de un comerciante de cueros judío. Después de la muerte de su madre, su padre contrajo un segundo matrimonio con una católica y decidió que él y sus hijos se bautizaran. El joven Emmanuele era un estudiante prometedor y cuando tenía catorce años el obispo de Cenada (monseñor Da Ponte) tomó al muchacho bajo su protección y le costeó su educación para el sacerdocio. Según era costumbre de la época, el discípulo adoptó el nombre de su benefactor. Da Ponte fue ordenado en 1773 y se convirtió en maestro de seminario, especialmente volcado en el latín, el italiano y la literatura francesa. Además de hacerse partidario de la Ilustración, se vio envuelto en varias complicadas aventuras amorosas, tuvo relaciones con una aristócrata veneciana y secretamente fue padre de un niño. En 1776 auspició un debate público en el seminario de Treviso que planteaba la cuestión de sí la civilización había logrado hacer más feliz a la humanidad. A consecuencia de esta afrenta a los principios de la Iglesia, se vio obligado a huir, primero a Venecia, luego a Gorizia y finalmente a Dresde, donde comenzó su nueva carrera de libretista. En 1782 marchó a Viena con una carta de presentación para Salieri y finalmente fue contratado como “poeta dei teatri imperiali”, un puesto que desempeñó durante casi diez años. Fue durante este periodo cuando conoció a Mozart y colaboró con él en las tres óperas que han salvado su nombre del olvido. En 1740, sin embargo, cuando Leopoldo II redujo la actividad musical en Viena debido a la guerra con los turcos, Da Ponte se encontró sin trabajo. Se fue a Trieste y se enamoró de una inglesa llamada Nancy Grahl o Krahl (el nombre aún está en discusión). Desde allí ambos viajaron a París y luego a Londres, donde se quedaron trece años. El trabajo musical de Da Ponte se limitó a escribir unos cuantos libretos para compositores poco importantes. En 1805 él y Nancy emigraron a América, donde vivió los últimos treinta y tres años de su vida, trabajando durante algún tiempo como tendero en Nueva Jersey y Pennsylvania y muriendo a la edad de ochenta y nueve años. Fue uno de los primeros italianos enterrados en el Nuevo Mundo. Poco a poco, todo había cambiado para él. Del apuesto e hipócrita mujeriego de su juventud, un oportunista metido en intrigas políticas tanto de la Iglesia como de la corte, pasó a ser un ciudadano absolutamente corriente en Nueva York, lugar que en 1805 debió de parecerle el fin del mundo. De todo aquello a esto: un profesor muy trabajador, un marido cumplidor, el padre de cuatro hijos. Se dice que cuando uno de sus hijos murió el dolor le trastornó tanto que se negó a salir de casa durante casi un año. La cuestión es que, al final, cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma. Lo cual equivale a decir: Las vidas no tienen sentido.
No tengo intención de insistir en esto. Pero las circunstancias bajo las cuales las vidas cambian de rumbo son tan diversas que lo lógico sería no decir nada sobre un hombre hasta que muere. La muerte no sólo es el único verdadero árbitro de la felicidad (comentario de Solón), sino que es la única medida por la cual podemos juzgar la vida misma. Conocí a un vagabundo que hablaba como un actor de Shakespeare, un apaleado alcohólico de mediana edad con costras en la cara y harapos en lugar de ropa, que dormía en la calle y me pedía dinero constantemente. Sin embargo, en otro tiempo había sido el dueño de una galería de arte en Madison Avenue. Conocí a otro que una vez había sido considerado el novelista joven más prometedor de América.
Cuando yo le conocí acababa de heredar quince mil dólares de su padre y estaba parado en una esquina de Nueva York dándoles billetes de cien dólares a los desconocidos que pasaban. Todo era parte de un plan para destruir el sistema económico de los Estados Unidos, me explicó. Piensen en las cosas que pasan, piensen en cómo estallan las vidas. Goffe y Whalley, por ejemplo, dos de los jueces que condenaron a muerte a Carlos I, llegaron a Connecticut después de la Restauración y pasaron el resto de sus vidas en una cueva. O la señora Winchester, la viuda del fabricante de rifles, que temía que los espíritus de las personas que habían muerto por disparos hechos con los rifles de su marido vinieran a llevarse su alma, y por lo tanto continuamente añadía habitaciones a su casa, creando un monstruoso laberinto de pasillos y escondites, de modo que pudiera dormir en una habitación diferente cada noche y así eludir a los fantasmas. La ironía es que durante el terremoto de San Francisco de 1906 quedó atrapada en una de estas habitaciones y estuvo a punto de morir de inanición porque los sirvientes no la encontraban. También está M. M. Bakhtin, el critico y filósofo literario ruso. Durante la invasión alemana de Rusia en la Segunda Guerra Mundial se fumó la única copia de uno de sus manuscritos, un estudio sobre la literatura alemana que tenía la extensión de un libro y le había llevado años escribir. Una por una, cogió las páginas del manuscrito y utilizó el papel para liar sus cigarrillos, fumándose cada día un poco más del libro hasta que no quedó nada. Estas historias son verdaderas. También son parábolas quizá, pero significan lo que significan solamente porque son verdaderas.
En su obra, Fanshawe muestra un particular cariño por las historias de este tipo. Especialmente en los cuadernos, hay un constante relatar de pequeñas anécdotas, y como son tan frecuentes –más aún hacia el final–, uno empieza a sospechar que Fanshawe pensaba que de alguna manera podían ayudarle a entenderse a sí mismo. Una de las últimas (de febrero de 1976, justo dos meses antes de que desapareciera) me parece significativa.
“En un libro de Peter Freuchen que leí una vez”, escribe Fanshawe, “el famoso explorador del Ártico cuenta que quedó atrapado por una tormenta de nieve en el norte de Groenlandia. Solo con sus víveres disminuyendo, decidió construir un iglú y esperar a que amainara la tormenta. Pasaron muchos días. Temeroso, sobre todo, de ser atacado por los lobos –porque les oía merodear hambrientos junto al tejado de su iglú–, periódicamente salía fuera y cantaba a pleno pulmón para asustarlos. Pero el viento soplaba furiosamente, y por muy alto que cantase, lo único que oía era el viento. Sin embargo, si bien éste era un problema grave, el problema del propio iglú era mucho mayor. Porque Freuchen empezó a notar que las paredes de su pequeño refugio iban gradualmente cerrándose sobre él. Debido a las peculiares condiciones atmosféricas en el exterior, su aliento literalmente congelaba las paredes y con cada respiración éstas se volvían más gruesas y el iglú se hacía más pequeño, hasta que finalmente casi no quedaba espacio para su cuerpo. Ciertamente es aterrador imaginar que tu propia respiración te va metiendo en un ataúd de hielo, en mi opinión, es considerablemente más angustioso que, digamos, El pozo y el péndulo de Poe. Porque en este caso es el hombre mismo el agente de su destrucción y, además, el instrumento de esa destrucción es precisamente lo que necesita para mantenerse vivo. Porque ciertamente un hombre no puede vivir si no respira. Pero al mismo tiempo no vivirá si respira. Curiosamente, no recuerdo cómo consiguió Freuchen escapar de aquella apurada situación. Pero no hace falta decir que escapó. El título del libro, si no recuerdo mal, es Aventura Ártica. Hace muchos años que está agotado.”


6

En junio de ese año (1978) Sophie, Ben y yo fuimos a Nueva Jersey para ver a la madre de Fanshawe. Mis padres ya no vivían en la casa de al lado (se habían retirado a Florida) y yo no había vuelto desde hacia años. Puesto que era la abuela de Ben, la señora Fanshawe se había mantenido en contacto con nosotros, pero las relaciones eran algo difíciles. Parecía haber en ella una corriente oculta de hostilidad hacia Sophie, como si secretamente la culpara por la desaparición de Fanshawe, y este resentimiento salía a la superficie de vez en cuando en algún comentario casual. Sophie y yo la invitábamos a comer a intervalos razonables, pero ella raras veces aceptaba, y cuando lo hacía, se sentaba con nosotros nerviosa y sonriente, parloteando a su manera irritable, fingiendo admirar al niño, haciéndole a Sophie cumplidos inapropiados y diciéndole que era una chica muy afortunada, y luego se marchaba temprano, siempre levantándose en mitad de una conversación y soltando que había olvidado que tenía otra cita. Sin embargo, era difícil tenérselo en cuenta. Nada le había salido muy bien en la vida, y a aquellas alturas ya había dejado de esperar que fuese de otra manera. Su marido había muerto; su hija había tenido una larga serie de crisis mentales y ahora vivía a base de tranquilizantes en un centro de readaptación; su hijo había desaparecido. Aún guapa a los cincuenta (de niño yo pensaba que era la mujer más arrebatadora que había visto nunca), iba tirando gracias a variadas y turbias aventuras amorosas (la nómina de hombres cambiaba continuamente), viajes a Nueva York para hacer compras y su pasión por el golf. El éxito literario de Fanshawe la había cogido por sorpresa, pero una vez que se había acostumbrado a él, estaba absolutamente dispuesta a asumir la responsabilidad de haber dado a luz un genio. Cuando la llamé para hablarle de la biografía, pareció deseosa de ayudarme. Tenía cartas, fotografías y documentos, me dijo, y me enseñaría todo lo que yo quisiera.
Llegamos allí a media mañana y después de un embarazoso comienzo, seguido de una taza de café en la cocina y una larga charla acerca del tiempo, nos llevó a la antigua habitación de Fanshawe en el piso de arriba. La señora Fanshawe se había preparado concienzudamente para mi llegada y todo el material estaba dispuesto en ordenadas filas sobre lo que había sido la mesa de estudio de Fanshawe. Yo me quedé aturdido por la acumulación. Sin saber qué decir, le di las gracias por ser tan eficaz, pero en realidad estaba asustado, abrumado por el volumen de lo que había allí. Unos minutos más tarde la señora Fanshawe, Sophie y Ben bajaron y salieron al jardín trasero (era un día cálido y soleado) y yo me quedé allí solo. Recuerdo que miré por la ventana y vi a Ben andando como un pato por la hierba con su mono relleno de pañales, chillando y señalando a un tordo que pasó volando bajo. Di unos golpecitos en la ventana, y cuando Sophie se volvió y levantó la vista, la saludé con la mano. Ella me sonrió, me tiró un beso y luego se alejó para inspeccionar un parterre con la señora Fanshawe.
Me instalé detrás de la mesa. Era algo terrible estar sentado en aquella habitación y no sabia cuánto tiempo podría soportarlo. El guante de béisbol de Fanshawe estaba en un estante con una pelota arañada dentro; en los estantes que había encima y debajo del guante estaban los libros que él había leído de niño. Directamente detrás de mí estaba la cama, con la misma colcha de cuadros blancos y azules que yo recordaba. Aquélla era la prueba tangible, los restos de un mundo muerto. Yo había entrado en el museo de mi propio pasado y lo que encontré casi me aplasta.
En una pila: la partida de nacimiento de Fanshawe, las notas escolares de Fanshawe, las insignias de boy scout de Fanshawe, el diploma del instituto de Fanshawe. En otra pila: fotografias. Un álbum de Fanshawe de bebé; un álbum de Fanshawe y su hermana; un álbum de la familia (Fanshawe con dos años sonriendo en los brazos de su padre, Fanshawe y Ellen abrazando a su madre en el columpio del jardín trasero, Fanshawe rodeado de sus primos). Y luego las fotos sueltas, en carpetas, en sobres, en cajitas: docenas de Fanshawe y yo juntos (nadando, jugando al béisbol, montando en bicicleta, haciendo muecas en el jardín; mi padre con nosotros dos montados a la espalda; el pelo corto, los vaqueros anchos, los coches antiguos detrás de nosotros: un Packard, un DeSoto, una rubia Ford con paneles de madera). Fotos de la clase, fotos del equipo, fotos del campamento. Fotos de carreras, de partidos. Sentados en una canoa, tirando de una cuerda en una competición. Y al final, después del montón, unas cuantas de años posteriores: Fanshawe como yo no le había visto nunca. Fanshawe de pie en el jardín de la universidad de Harvard; Fanshawe en la cubierta de un petrolero de Esso; Fanshawe en París, delante de una fuente de piedra. Por último, una sola foto de Fanshawe y Sophie: Fanshawe con un aspecto más viejo y más severo; y Sophie terriblemente joven, guapísima y, a la vez, distraída, como si no pudiera concentrarse. Respiré hondo y luego me eché a llorar, de repente, sin ser consciente hasta el último momento de que tenía aquellas lágrimas dentro de mí, sollozando fuerte, estremeciéndome con la cara entre las manos.
Una caja que se encontraba a la derecha de las fotografías estaba llena de cartas, por lo menos cien, que comenzaban a la edad de ocho años (la escritura torpe de un niño, tiznones de lápiz y borraduras) y seguían hasta principios de los setenta. Había cartas de la universidad, cartas del barco, cartas de Francia. La mayoría de ellas iban dirigidas a Ellen, y muchas eran bastante largas. Supe inmediatamente que eran valiosas, sin duda más valiosas que todo lo demás que había en el cuarto, pero no tuve valor para leerlas allí. Esperé diez o quince minutos y luego bajé para reunirme con los demás.
La señora Fanshawe no quería que los originales salieran de la casa, pero no tenía inconveniente en que las cartas fuesen fotocopiadas. Incluso se ofreció ella misma, pero le dije que no se molestara: yo volvería otro día y me encargaría de eso.
Tomamos un almuerzo informal en el patio. Ben dominó la escena yendo y viniendo hasta las flores entre cada bocado de su sandwich y a las dos de la tarde ya estábamos listos para volver a casa. La señora Fanshawe nos llevó a la estación de autobuses y nos besó a los tres para despedirnos, mostrando más emoción que en ningún otro momento durante la visita. Cinco minutos más tarde el autobús arrancó, Ben se durmió en mi regazo y Sophie me cogió la mano.
–No ha sido un día muy feliz, ¿verdad? –me dijo.
–Uno de los peores –contesté.
–Tener que mantener la conversación con esa mujer durante cuatro horas. Yo me he quedado sin nada que decir en cuanto hemos llegado.
–Probablemente no le agradamos mucho.
–No, creo que no.
–Pero eso es lo de menos.
–Ha sido duro estar solo allí arriba, ¿no?
–Muy duro.
–¿Te lo has replanteado?
–Me temo que sí.
–No te culpo. Todo este asunto se está volviendo bastante espantoso.
–Tendré que volver a pensármelo. Ahora mismo estoy empezando a pensar que he cometido un gran error.

Cuatro días después la señora Fanshawe me telefoneó para decirme que se marchaba a pasar un mes a Europa y que quizá seria una buena idea que atendiéramos a nuestro asunto antes (ésas fueron sus palabras). Yo había pensado dejarlo correr, pero antes de que se me ocurriera una excusa decente para no ir, me oí aceptando hacer el viaje el lunes siguiente. Sophie no quiso acompañarme y no le insistí para que cambiara de opinión. Ambos pensábamos que una visita familiar había sido suficiente.
Jane Fanshawe me recibió en la estación de autobuses, toda sonrisas y afectuosos holas. Desde el mismo momento en que subí a su coche intuí que las cosas iban a ser diferentes esta vez. Había hecho un esfuerzo para arreglarse (pantalones blancos, una blusa de seda roja, el cuello bronceado y sin arrugas a la vista) y era difícil no notar que estaba tentándome para que la mirase, para que reconociese el hecho de que seguía siendo hermosa. Pero había algo más que eso: un tono vagamente insinuante en su voz, un dar por sentado que éramos viejos amigos, que teníamos una relación íntima debido al pasado, y qué suerte que hubiera venido solo, así tendríamos libertad para hablar abiertamente. Lo encontré todo de mal gusto y no dije más que lo imprescindible.
–Menuda familia tienes, muchacho –dijo, volviéndose hacia mi cuando nos detuvimos en un semáforo.
–Sí –dije–. Menuda familia.
–El niño es adorable, desde luego. Un verdadero encanto. Pero un poco salvaje, ¿no te parece?
–Sólo tiene dos años. La mayoría de los niños suelen ser vivaces a esa edad.
–Por supuesto. Pero yo creo que Sophie le consiente. Parece tan divertida todo el rato, no sé si me entiendes. No es que yo esté en contra de la risa, pero un poco de disciplina tampoco le vendría mal.
–Sophie actúa así con todo el mundo –dije–. Una mujer alegre tiene que ser una madre alegre. Que yo sepa, Ben no tiene ninguna queja.
Hubo una ligera pausa y luego, cuando arrancamos de nuevo, mientras íbamos por una ancha avenida comercial, Jane Fanshawe añadió:
–Es una chica afortunada, esa Sophie. Ha tenido la suerte de caer de pie. Ha tenido la suerte de encontrar a un hombre como tú.
–A mí me parece que ha sido al revés –dije.
–No deberías ser tan modesto.
–No lo soy. Lo que pasa es que sé de lo que estoy hablando. Hasta ahora, toda la suerte ha estado de mi lado.
Sonrió leve, enigmáticamente, como si me juzgara un zopenco y, a la vez, me concediera el tanto, consciente de que yo no iba a darle una oportunidad. Cuando llegamos a su casa unos minutos más tarde, ella parecía haber abandonado su táctica inicial. No volvió a mencionar a Sophie y Ben y se convirtió en un modelo de solicitud, diciéndome cuánto se alegraba de que estuviera escribiendo un libro sobre Fanshawe, actuando como si su ánimo hubiera cambiado de verdad, como si fuese una aprobación definitiva, no sólo del libro sino de mí. Luego, entregándome las llaves de su coche, me dijo cómo llegar a la tienda de fotocopias más cercana. El almuerzo me estaría esperando cuando volviese, me dijo.
Tardaron más de dos horas en fotocopiar las cartas y cuando regresé a la casa era casi la una. Allí estaba el almuerzo, efectivamente, y era un despliegue impresionante: espárragos, salmón frío, queso, vino blanco, de todo. Estaba puesto en la mesa del comedor, acompañado de flores y de lo que claramente era su mejor vajilla. La sorpresa debió de reflejarse en mi cara.
–Quería que fuese una ocasión festiva –dijo la señora Fanshawe–. No tienes ni idea de lo bien que me siento al tenerte aquí. Todos los recuerdos que me traes. Es como si las cosas malas no hubieran ocurrido nunca.
Sospeché que ella ya había empezado a beber mientras yo estaba fuera. Aún era dueña de sí, sus movimientos eran seguros, pero había cierto espesamiento en su voz, una vacilación, una cualidad efusiva que antes no estaba presente. Mientras nos sentábamos a la mesa me dije que debía estar alerta. Sirvió el vino en dosis generosas y cuando vi que prestaba más atención a su copa que a su plato, picoteando la comida y finalmente olvidándola por completo, empecé a esperar lo peor. Después de un poco de charla ociosa acerca de mis padres y de mis dos hermanas menores, la conversación se convirtió en un monólogo.
–Es extraño –dijo–, es extraño cómo salen las cosas en la vida. Nunca sabes lo que va a suceder en el momento siguiente. Aquí estás tú, el niño que vivía en la casa de al lado. Eres la misma persona que correteaba por esta casa con los zapatos llenos de barro, convertido en un hombre ahora. Eres el padre de mi nieto, ¿te das cuenta de eso? Estás casado con la mujer de mi hijo. Si alguien me hubiese dicho hace diez años que éste era el futuro, me habría echado a reír. Eso es lo que finalmente se aprende de la vida: lo extraña que es. No se puede seguir el curso de los acontecimientos. Ni siquiera puede uno imaginarlos.
“Incluso te pareces a él, ¿sabes? Siempre os parecisteis, como hermanos, casi como gemelos. Recuerdo que cuando erais pequeños a veces yo os confundía desde lejos. Ni siquiera sabía cuál de los dos era el mío.
”Sé cuánto le querías, cuánto le admirabas. Pero deja que te diga algo, querido. Él no valía ni la mitad que tú. Era frío por dentro. Estaba muerto por dentro, y creo que nunca quiso a nadie, ni una vez, nunca en su vida. A veces os veía a ti y a tu madre al otro lado del jardín, cómo corrías hacia ella y le echabas los brazos al cuello, cómo dejabas que te besara, y allí mismo, delante de mis narices, veía todo lo que yo no tenía con mi hijo. Él no dejaba que le tocara, ¿sabes? A partir de los cuatro o cinco años se retraía cada vez que me acercaba a él. ¿Cómo crees que se siente una mujer cuando su propio hijo la desprecia? Yo era tan condenadamente joven entonces... No tenía ni veinte años cuando nació él. Imagínate lo que se siente al ser rechazado así.
”No digo que fuera malo. Era un ser aislado, un niño sin padres. Nada de lo que yo decía le afectaba. Y era lo mismo con su padre. Se negaba a aprender nada de nosotros. Robert lo intentó una y otra vez, pero nunca pudo comunicarse con él. Claro que no se puede castigar a alguien por una falta de cariño, ¿verdad? No puedes ordenar a un niño que te quiera sólo porque es tu hijo.
”Y estaba Ellen, por supuesto. La pobre y torturada Ellen. Era bueno con ella, los dos lo sabemos. Pero demasiado bueno en cierta manera, y al final eso no la benefició nada. Él le hizo un lavado de cerebro. La hizo tan dependiente de él que ella empezó a pensárselo dos veces antes de acudir a nosotros. Él era el que la entendía, él era el que le daba consejo, él era el que podía resolver sus problemas. Robert y yo no éramos más que extras. Para ellos casi no existíamos. Ellen confiaba tanto en su hermano que al final le entregó su alma. No digo que él supiera lo que hacía, pero yo todavía tengo que vivir con los resultados. La chica tiene veintisiete años, pero actúa como si tuviera catorce, y eso cuando está bien. Está tan confusa tan aterrada... Un día piensa que me he propuesto destruirla, al día siguiente me llama treinta veces por teléfono. Treinta veces. No puedes ni remotamente imaginar lo que es.
”Ellen es la razón de que él nunca publicase su trabajo, ¿sabes? Por ella dejó Harvard después del segundo curso. Él entonces escribía poesía, y cada pocas semanas le mandaba un montón de manuscritos. Ya sabes cómo son esos poemas. Casi imposibles de entender. Muy apasionados, por supuesto, llenos de vehementes regañinas y exhortaciones, pero tan oscuros que uno pensaría que están escritos en clave. Ellen se pasaba horas descifrándolos, actuando como si su vida dependiera de ello, tratando los poemas como mensajes secretos, oráculos escritos directamente para ella. Creo que él no tenía ni idea de lo que sucedía. Su hermano se había ido, ¿comprendes?, y aquellos poemas eran lo único que le quedaban de él. La pobre criatura. Sólo tenía quince años, y ya se estaba desmoronando. Estudiaba aquellas páginas hasta que estaban arrugadas y sucias y las llevaba a todas partes adonde iba. Cuando se ponía realmente mal, se acercaba a los desconocidos en el autobús y se las ponía en las manos a la fuerza. “Lea estos poemas”, les decía. “Le salvarán la vida.”
”Acabó teniendo su primera crisis grave, claro está. Un día se apartó de mí en el supermercado, y antes de que yo me diera cuenta de lo que hacía, estaba cogiendo esas grandes botellas de zumo de manzana de las estanterías y estampándolas contra el suelo. Una tras otra, como si estuviera loca, de pie en medio de los cristales rotos, mientras le sangraban los tobillos y el zumo corría por todas partes. Fue horrible. Se puso tan fuera de sí que fueron necesarios tres hombres para sujetarla y llevársela.
”No digo que su hermano fuera responsable de ello. Pero aquellos malditos poemas ciertamente contribuyeron, y con razón o sin ella él se culpó a sí mismo. A partir de entonces nunca intentó publicar nada. Vino a visitar a Ellen al hospital y creo que fue demasiado para él, verla de aquella manera, totalmente fuera de si, totalmente loca, chillándole y acusándole de odiarla. Fue un verdadero brote esquizoide, ¿sabes?, y él no pudo soportarlo. Fue entonces cuando hizo el juramento de no publicar. Fue una especie de penitencia, creo, y la mantuvo durante el resto de su vida, la mantuvo de aquella manera obstinada y brutal característica de él, hasta el final.
”Unos dos meses después recibí una carta suya informándome de que había dejado la universidad. No me pedía consejo, no vayas a creer, me decía lo que había hecho. Querida madre, etcétera, etcétera, todo muy noble e imponente. Dejo la universidad para librarte de la carga económica de mantenerme. Con la enfermedad de Ellen, los enormes costes médicos, una cosa y otra, etcétera, etcétera.
”Yo estaba furiosa. Un chico como él tirando sus estudios por la ventana sin ningún motivo. Era un acto de sabotaje, pero yo no podía hacer nada al respecto. Ya se había ido de la universidad. El padre de un amigo suyo de Harvard tenía alguna relación con navieras (creo que representaba al sindicato de marineros o algo así) y consiguió los papeles gracias a ese hombre. Cuando la carta me llegó, él ya estaba en algún lugar de Texas, y eso fue todo. No volví a verle hasta cinco años después.
”Más o menos cada mes llegaba una carta o una postal para Ellen, pero nunca llevaba remite. París, el sur de Francia, Dios sabe dónde, pero se aseguraba de que no tuviésemos manera de ponernos en contacto con él. Encontré despreciable este comportamiento. Cobarde y despreciable. No me preguntes por qué guardé las cartas. Lamento no haberlas quemado. Eso es lo que debería haber hecho. Quemarlas todas.
Continuó así durante más de una hora, la amargura de sus palabras aumentaba gradualmente, en algún punto alcanzaron un momento de sostenida claridad, y luego, después del siguiente vaso de vino, fueron perdiendo coherencia. Su voz era hipnótica. Yo sentía que mientras ella continuara hablando, ya nada podía afectarme. Era una sensación de ser inmune, de estar protegido de las palabras que salían de su boca. Apenas me molestaba en escucharlas. Yo flotaba dentro de aquella voz, estaba rodeado de ella, sostenido por su persistencia, llevado por el flujo de sílabas, las subidas y bajadas, las olas. Cuando la luz de la tarde entró a raudales por las ventanas y dio sobre la mesa, centelleando en las salsas, la mantequilla derretida, las botellas verdes de vino, todo en la habitación se volvió tan radiante y tranquilo que empecé a encontrar irreal estar allí sentado dentro de mi propio cuerpo. Me estoy derritiendo, me dije, viendo cómo la mantequilla se ablandaba en su plato, y una o dos veces incluso pensé que no debía dejar que aquello siguiera así, que no debía permitir que el momento se me escapara, pero al final no hice nada, porque de alguna manera sentí que no podía.
No me disculpo por lo que sucedió. La embriaguez nunca es más que un síntoma, no una causa absoluta, y me doy cuenta de que estaría mal que intentase defenderme. No obstante, por lo menos existe la posibilidad de una explicación. Ahora estoy bastante seguro de que lo que siguió tenía tanto que ver con el pasado como con el presente, y me parece raro, ahora que lo considero con cierta distancia, ver cómo algunos antiguos sentimientos finalmente me alcanzaron aquella tarde. Mientras estaba allí sentado escuchando a la señora Fanshawe, me resultaba difícil no recordar cómo la había visto de niño, y una vez que esto comenzó a suceder, me encontré tropezando con imágenes que no había recordado desde hacía años. Había una en particular que me impactó con gran fuerza: una tarde de agosto cuando yo tenía trece o catorce años, mirando por la ventana de mi dormitorio hacía el jardín de la casa de al lado vi a la señora Fanshawe salir con un bañador de dos piezas, desabrocharse despreocupadamente la parte de arriba y echarse en una tumbona dando la espalda al sol. Todo esto sucedió por casualidad. Yo había estado sentado junto a mi ventana fantaseando y luego, inesperadamente, una hermosa mujer entra en mi campo de visión, casi desnuda, sin ser consciente de mí presencia, como si la hubiera invocado yo mismo. Esta imagen permaneció conmigo durante mucho tiempo y volví a ella a menudo durante mi adolescencia: la lascivia de un niño, la esencia de las fantasías nocturnas. Ahora que aquella mujer al parecer estaba seduciéndome, yo casi no sabía qué pensar. Por una parte, encontraba la escena grotesca. Por otra, había algo natural en ella, incluso lógico, y sentí que si no utilizaba toda mi energía para luchar contra ella, iba a permitir que sucediera.
No hay duda de que ella me hizo compadecería. Su versión de Fanshawe era tan angustiada, tan llena de señales de auténtica infelicidad, que gradualmente me ablandé, caí en su trampa. Lo que todavía no entiendo, sin embargo, es hasta qué punto ella era consciente de lo que estaba haciendo. ¿Lo había planeado de antemano o aquello sucedió de forma espontánea? ¿Era su digresivo discurso una maniobra para minar mi resistencia o un estallido espontáneo de verdadero sentimiento? Sospecho que me estaba diciendo la verdad sobre Fanshawe, por lo menos su verdad, pero eso no es suficiente para convencerme, porque hasta un niño sabe que la verdad puede utilizarse con fines tortuosos. Aún más importante, está la cuestión de los motivos. Casi seis años después del suceso, todavía no he dado con la respuesta. Decir que ella me encontró irresistible sería rebuscado y no estoy dispuesto a engañarme al respecto. Era algo mucho más profundo, mucho más siniestro. Recientemente he empezado a preguntarme si de alguna manera no percibió en mí un odio hacia Fanshawe que era tan fuerte como el suyo. Quizá sintió este vinculo tácito entre nosotros, quizá era la clase de vínculo que sólo puede demostrarse por medio de un acto perverso, extravagante. Follar conmigo sería como follar con Fanshawe –como follar con su propio hijo–, y en la oscuridad de este pecado le tendría de nuevo, pero sólo con el fin de destruirle. Una venganza terrible. Si esto es verdad, entonces no puedo permitirme el lujo de llamarme su víctima. En todo caso fui su cómplice.
Empezó poco después de que ella comenzase a llorar, cuando finalmente se agotó y las palabras se quebraron, deshaciéndose en lágrimas. Me levanté, borracho, lleno de emoción, me acerqué a donde ella estaba sentada y la abracé en un gesto de consuelo. Esto nos hizo cruzar el umbral. El simple contacto fue suficiente para desencadenar una respuesta sexual, un ciego recuerdo de otros cuerpos, de otros abrazos, y un momento más tarde estábamos besándonos y luego, no mucho después, desnudos en su cama en el piso de arriba.
Aunque estaba borracho, no lo estaba tanto que no supiera lo que hacía. Pero ni siquiera la culpa fue suficiente para detenerme. Este momento terminará, me dije, y nadie sufrirá. No tiene nada que ver con mi vida, nada que ver con Sophie. Pero luego, incluso mientras estaba ocurriendo, descubrí que había algo más que eso. Porque el hecho es que me gustó follar a la madre de Fanshawe, pero de un modo que no tenía nada que ver con el placer. Estaba consumido y, por primera vez en mi vida, no encontré ninguna ternura dentro de mi. Estaba follando por odio y lo convertí en un acto de violencia, atacando a aquella mujer como si quisiera pulverizarla. Había entrado en mi propia oscuridad y fue allí donde aprendí lo más terrible de todo: que el deseo sexual también puede ser el deseo de matar, que llega un momento en que es posible elegir la muerte en lugar de la vida. Aquella mujer quería que yo le hiciese daño, y se lo hice, y me encontré regodeándome en mi crueldad. Pero incluso entonces supe que sólo estaba a mitad de camino de la meta, que ella no era más que una sombra y que yo la estaba usando para atacar al propio Fanshawe. Cuando la penetré por segunda vez –los dos cubiertos de sudor, gimiendo como los protagonistas de una pesadilla– finalmente lo comprendí. Yo quería matar a Fanshawe. Quería que Fanshawe estuviera muerto e iba a hacerlo. Iba a encontrarle y a matarle.
La dejé dormida en la cama, salí de la habitación a hurtadillas y llamé a un taxi desde la planta baja. Media hora después estaba en el autobús camino de Nueva York. En la terminal de Port Authority entré en el lavabo de hombres y me lavé las manos y la cara, luego cogí el metro. Llegué a casa justo cuando Sophie estaba poniendo la mesa para cenar.


7

Lo peor empezó entonces. Había tantas cosas que ocultarle a Sophie que apenas podía mostrarme delante de ella. Me volví inquieto y remoto, y me encerraba en mi cuartito de trabajo, anhelando únicamente la soledad. Durante mucho tiempo Sophie me aguantó, actuando con una paciencia que yo no tenía ningún derecho a esperar, pero al final incluso ella comenzó a cansarse y a mediados del verano ya habíamos empezado a pelearnos, a criticarnos, a reñir por cosas que no importaban nada. Un día entré en casa y la encontré llorando sobre la cama; supe entonces que estaba a punto de destrozar mi vida.
Para Sophie el problema era el libro. Si dejaba de trabajar en él, las cosas volverían a la normalidad. Me había precipitado, decía. El proyecto era un error, y yo no debería resistirme a admitirlo. Tenía razón, por supuesto, pero yo me empeñaba en argumentar la posición contraria: me había comprometido a hacer el libro, había firmado un contrato, y sería una cobardía echarme atrás. Lo que no le decía era que ya no tenía ninguna intención de escribirlo. Ahora el libro existía para mí únicamente en la medida en que podría llevarme a Fanshawe, y más allá no había libro. Se había convertido en una cuestión personal para mí, algo que ya no tenía nada que ver con escribir. Toda la documentación para la biografía, todos los hechos que descubría mientras investigaba su pasado, todo el trabajo que parecía pertenecer al libro, todo eso lo utilizaría para descubrir dónde estaba. Pobre Sophie. Nunca tuvo la menor sospecha de lo que me proponía; porque lo que afirmaba estar haciendo no era nada diferente de lo que hacia en realidad. Estaba reconstruyendo la historia de la vida de un hombre. Estaba reuniendo información, recogiendo nombres, lugares, fechas, estableciendo una cronología de sucesos. Por qué persistía en ello es algo que todavía me deja perplejo. Todo se había reducido a un solo impulso: encontrar a Fanshawe, hablar con Fanshawe, enfrentarme a Fanshawe una última vez. Pero nunca podía pasar de ahí, nunca podía concretar una imagen de lo que esperaba conseguir con tal encuentro. Fanshawe me había escrito que me mataría, pero esa amenaza no me asustaba. Sabia que tenía que encontrarle, que nada estaría zanjado hasta que le encontrase. Esto era el dogma, el primer principio, el misterio de fe: lo reconocía pero no me molestaba en cuestionarlo.
Al final, creo que no pensaba matarle realmente. La visión asesina que había tenido cuando estaba con la señora Fanshawe no duró, por lo menos no a un nivel consciente. Había veces en que pasaban fugazmente por mi mente pequeñas escenas       –estrangular a Fanshawe, apuñalarle, pegarle un tiro en el corazón–, pero otras personas habían tenido muertes semejantes en mi imaginación a lo largo de los años, y no hacía mucho caso de esas imágenes. Lo extraño no era que yo pudiera querer matar a Fanshawe, sino que a veces imaginaba que él quería que yo le matase. Esto me sucedió solamente una o dos veces –en momentos de extrema lucidez– y me convencí de que ése era el verdadero mensaje de la carta que me había escrito. Fanshawe me estaba esperando. Me había elegido como su ejecutor y sabía que podía confiar en que yo llevaría a cabo la tarea. Pero precisamente por eso no iba a hacerlo. Había que quebrar el poder de Fanshawe, no someterse a él. La cuestión era demostrarle que ya no me importaba, eso era lo esencial: tratarle como a un muerto, aunque estuviese vivo. Pero antes de demostrarle esto a Fanshawe, tenía que demostrármelo a mí mismo, y el hecho de que necesitara demostrármelo era prueba de que todavía me importaba demasiado. No me bastaba con dejar que las cosas siguieran su curso. Tenía que agitarlas, llevarlas a su culminación. Porque aún dudaba de mí mismo, necesitaba correr riesgos, ponerme a prueba ante el mayor peligro posible. Matar a Fanshawe no significaría nada. La cuestión era encontrarle vivo, y luego alejarse de él vivo.

Las cartas a Ellen me fueron útiles. Al contrario que los cuadernos, que tendían a ser especulativos y carentes de detalles, las cartas eran sumamente especificas. Intuí que Fanshawe hacía un esfuerzo por entretener a su hermana, por alegrarla con historias divertidas, y consecuentemente las referencias eran más personales que en otros escritos. Por ejemplo, mencionaba nombres a menudo, de amigos de la universidad, de compañeros en el barco, de gente que había conocido en Francia. Y aunque no había remite en los sobres, hablaba de muchos sitios: Baytown, Corpus Christi, Charleston, Baton Rouge, Tampa, diferentes barrios de París, un pueblo en el sur de Francia. Estas cosas bastaban para ponerme en marcha y pasaba semanas en mi cuarto haciendo listas, relacionando a personas con lugares, lugares con fechas, fechas con personas, dibujando mapas y calendarios, buscando direcciones, escribiendo cartas. Rastreaba pistas, y cualquier cosa que contuviera la más leve promesa trataba de seguirla hasta el final. Mi suposición era que en algún momento Fanshawe habría cometido una equivocación, que alguien sabría dónde estaba, que alguien del pasado le habría visto. Esto no era en absoluto seguro, pero me parecía la única manera plausible de empezar.
Las cartas de la universidad son bastante pesadas y sinceras –comentarios sobre los libros leídos, sobre las conversaciones con amigos, descripciones de la vida en el colegio mayor–, pero éstas pertenecen al periodo anterior a la crisis nerviosa de Ellen y tienen un tono íntimo y confidencial que las cartas posteriores abandonan. En el barco, por ejemplo, Fanshawe raras veces dice nada acerca de sí mismo, excepto como parte de una anécdota que ha decidido contar. Le vemos tratando de adaptarse a su nuevo entorno, jugando a las cartas en la sala de recreo con un engrasador de Louisiana (y ganando), jugando al billar en diversos bares de mala muerte en tierra (y ganando) y luego explicando su éxito como una chiripa: “Estoy tan concentrado en no pegármela que de alguna manera me he superado. Una descarga de adrenalina, creo.” Descripciones de las horas extra de trabajo en la sala de máquinas, “sesenta grados, aunque no puedas creerlo. Las zapatillas deportivas se me llenaban de sudor hasta tal punto que chapoteaba dentro de ellas como si hubiera metido los pies en un charco”; de cuando un dentista borracho le sacó una muela del juicio en Baytown, Texas, “sangre por todas partes, y trocitos de muela en el agujero de la encía durante una semana”. Al ser un recién llegado sin ninguna antigüedad, a Fanshawe le pasaban de un trabajo a otro. En cada puerto había miembros de la tripulación que dejaban el barco para volver a casa y otros marineros venían a bordo para reemplazarlos, y si uno de estos recién llegados prefería el puesto de Fanshawe al que estaba vacante, al Chico (como le llamaban) le ponían a hacer otra cosa. Por lo tanto Fanshawe trabajó como marinero ordinario (rascando y pintando la cubierta), en servicios de limpieza (fregando suelos, haciendo camas, limpiando retretes) y en servicio de comedor (sirviendo el rancho y fregando los platos). Este último trabajo era el más duro, pero también el más interesante, ya que la vida en un barco gira principalmente en torno al tema de la comida: los grandes apetitos alimentados por el aburrimiento, los hombres que literalmente viven pendientes de una comida a la siguiente, la sorprendente exquisitez de algunos de ellos (hombres gordos y toscos juzgando los platos con la altanería y el desdén de un duque francés del siglo xviii). Pero un veterano le dio a Fanshawe buenos consejos el día en que comenzó ese trabajo: “No aceptes tonterías de nadie”, le dijo el hombre. “Si un tipo se queja de la comida, le mandas que cierre el pico. Si insiste, actúas como si no estuviera allí y le sirves el último. Si eso no da resultado le dices que la próxima vez le pondrás agua helada en la sopa. Aún mejor, le dices que te mearás en ella. Tienes que dejar claro quién es el jefe.”
Vemos a Fanshawe llevándole el desayuno al capitán una mañana después de una noche de violentas tormentas frente al cabo Hatteras: Fanshawe poniendo el pomelo, los huevos revueltos y la tostada en una bandeja, envolviendo la bandeja en papel de aluminio, envolviéndola de nuevo en toallas, confiando en que los platos no salgan volando cuando llegue al puente (ya que el viento se mantiene a una velocidad de cien kilómetros por hora); Fanshawe subiendo la escalerilla, dando los primeros pasos por el puente y luego, repentinamente, cuando el viento le golpea, haciendo una complicada pirueta, porque el aíre feroz empuja la bandeja hacia arriba y le obliga a levantar los brazos por encima de la cabeza, como si estuviera agarrándose a una máquina voladora primitiva, a punto de lanzarse al agua; Fanshawe reuniendo todas sus fuerzas para bajar la bandeja, poniéndola finalmente en una posición plana contra su pecho (los platos milagrosamente no resbalan) y luego, paso a paso, recorriendo toda la longitud del puente, una diminuta figura encogida por los estragos del aire a su alrededor. Fanshawe, después de muchos minutos, consigue llegar al otro extremo, entra en el castillo de proa, encuentra al gordo capitán detrás del timón y dice: “Su desayuno, capitán”, y el timonel se vuelve, le dirige una brevísima ojeada de reconocimiento y responde con voz distraída: “Gracias, chico. Ponlo en esa mesa.”
No todo fue tan divertido para Fanshawe, sin embargo. Menciona una pelea (no da detalles) que parece haberle perturbado, lo mismo que varias desagradables escenas que presenció en tierra. Un ejemplo de acoso al negro en un bar de Tampa: un grupo de borrachos atormentando a un viejo negro que había entrado con una gran bandera americana (para venderla) y el primer borracho abre la bandera y dice que no tiene suficientes estrellas –“esta bandera es falsa”– y el viejo lo niega, casi suplicando compasión, mientras los otros borrachos empiezan a rezongar en apoyo del primero; el incidente termina cuando sacan al viejo a empujones y éste aterriza de bruces en la acera, y los borrachos muestran su aprobación, zanjando el asunto con unos cuantos comentarios acerca de poner el mundo a salvo para la democracia. “Me sentí humillado” escribía Fanshawe, “avergonzado de estar allí.”
Sin embargo, las cartas tienen básicamente un tono jocoso (“Llámame Redburn”, empieza una de ellas),1 y al final uno intuye que Fanshawe ha conseguido demostrarse algo a sí mismo. El barco no es más que una excusa, una arbitraria ajenidad, una forma de ponerse a prueba frente a lo desconocido. Como en cualquier iniciación, la supervivencia misma es el triunfo. Lo que comienzan siendo posibles inconvenientes –sus estudios en Harvard, su educación de clase media–, él lo convierte finalmente en su ventaja, y al término de su estancia en el buque le reconocen como el intelectual de la tripulación, ya no es únicamente el “Chico”, sino a veces también el “Profesor”, le piden que arbitre disputas (quién fue el vigésimo tercer presidente, cuál es la población de Florida, quién jugó de exterior izquierdo con los Giants en 1947) y le consultan con frecuencia como fuente de información de asuntos difíciles. Los miembros de la tripulación solicitan su ayuda para rellenar impresos burocráticos (declaraciones de impuestos, cuestionarios de compañías de seguros, partes de accidentes) y algunos incluso le piden que les escriba cartas (en un caso, diecisiete cartas de amor de Otis Smart a su novia Sue–Ann, residente en Dido, Louisiana). La cuestión no es que Fanshawe se convierta en el centro de atención, sino que logra encajar, encontrar su sitio. La verdadera prueba, después de todo, es ser como los demás. Una vez que eso sucede, ya no tiene que cuestionarse su singularidad. Se libera no sólo de los otros, sino de sí mismo. La prueba definitiva de esto, creo yo, es que cuando deja el barco no se despide de nadie. Deja el trabajo una noche en Charleston recoge su paga de manos del capitán y luego simplemente desaparece. Dos semanas más tarde llega a París.
Ni una palabra durante dos meses. Y luego, durante los tres siguientes, sólo postales, mensajes breves y elípticos garabateados en la parte de atrás de fotografías turísticas tópicas: Sacré–Coeur, la torre Eiffel, la Conciergerie. Cuando empieza a escribir cartas, éstas llegan a intervalos irregulares y no dicen nada de gran importancia. Sabemos que Fanshawe está ya profundamente metido en su trabajo (numerosos poemas, un primer borrador de Oscurecimientos), pero las cartas no dan verdadera idea de la vida que lleva. Se intuye que tiene un conflicto, que está inseguro respecto a Ellen, que no quiere perder el contacto con ella pero no es capaz de decidir cuánto debe contarle. (Y la verdad es que la mayoría de estas cartas Ellen no llega a leerlas. Van dirigidas a la casa de New Jersey y las abre la señora Fanshawe, que las selecciona antes de enseñárselas a su hija, y con mucha frecuencia Ellen no las ve. Yo creo que Fanshawe debía de saber, o por lo menos sospechar, que eso sucedería. Lo cual complica aún más el asunto, ya que en cierto modo estas cartas no están escritas para Ellen. Ellen, finalmente, no es más que un artificio literario, la médium a través de la cual Fanshawe se comunica con su madre. De aquí la indignación de ella. Porque incluso cuando le habla finge no hacerlo.)
Durante aproximadamente un año las cartas hablan casi exclusivamente de objetos (edificios, calles, descripciones de París), elaborando meticulosos catálogos de cosas vistas y oídas, pero Fanshawe apenas está presente. Luego, gradualmente, empezamos a ver a algunos de sus conocidos, a notar una lenta gravitación hacia la anécdota, pero las historias están divorciadas de cualquier contexto, lo cual les da una cualidad flotante y desencarnada. Vemos, por ejemplo, a un viejo compositor ruso de nombre Ivan Wyshnegradsky, de casi ochenta años; empobrecido y viudo, vive solo en un deteriorado piso de la rue Mademoiselle. “Veo a este hombre más que a nadie”, afirma Fanshawe. Luego ni una palabra sobre su amistad, ni un destello de lo que se dicen. En lugar de eso, hay una larga descripción del piano de cuarto de tono que tiene en el piso, de sus enormes dimensiones y múltiples teclados (fue construido para Wyshnegradsky en Praga casi cincuenta años antes y es uno de los tres pianos de cuarto de tono que hay en Europa), y luego, sin ninguna mención más a la carrera del compositor, la historia de cómo Fanshawe le regala al anciano una nevera. “Yo me mudé a otro piso el mes pasado”, escribe Fanshawe. “Como éste tenía una nevera nueva, decidí darle la vieja a Ivan como regalo. Como muchas personas en París, él no ha tenido nunca una nevera; durante todos estos años ha almacenado sus alimentos en un armarito en la pared de su cocina. Pareció muy complacido por el ofrecimiento y yo me encargué de que se la llevaran a su casa, subiéndola por la escalera con ayuda del hombre que conducía el camión. Ivan saludó la llegada del aparato como un suceso importante en su vida, ilusionado como un niño pequeño y a la vez desconfiado, según pude apreciar, incluso un poco atemorizado, no muy seguro de qué hacer con aquel objeto extraño. “Es tan grande...”, repetía mientras la poníamos en su sitio, y luego, cuando la enchufamos y el motor se puso en marcha, “Cuánto ruido”. Le aseguré que se acostumbraría y le señalé todas las ventajas de aquel moderno artefacto, hasta qué punto mejoraría su vida. Me sentía como un misionero: el gran padre Sabelotodo, redimiendo la vida de aquel hombre de la Edad de Piedra al mostrarle la verdadera religión. Pasó una semana o cosa así e Ivan me llamaba casi todos los días para decirme lo contento que estaba con la nevera, describiéndome todos los nuevos alimentos que podía comprar y conservar en su casa. Luego el desastre. “Creo que se ha roto”, me dijo un día, con voz que sonaba muy contrita. El pequeño congelador de la parte superior al parecer se había llenado de hielo y, no sabiendo cómo quitarlo, había utilizado un martillo, partiendo no sólo el hielo sino el serpentín que había debajo. “Mi querido amigo”, le dije, “lo siento mucho”. Le dije que no se preocupara, yo encontraría a alguien que se lo arreglara. Una larga pausa al otro extremo. “Bueno”, me dijo al fin, “creo que tal vez sea mejor así. El ruido, ¿sabe?, hace que me sea difícil concentrarme. He vivido tanto tiempo con mi armarito en la pared que le tengo mucho cariño. Mi querido amigo, no se enfade. Me temo que no hay nada que hacer con un viejo como yo. Se llega a un punto en la vida en que es demasiado tarde para cambiar.””
Las cartas siguientes continúan en la misma línea, menciona varios nombres, alude a diversos trabajos. Deduzco que el dinero que Fanshawe ganó en el barco le duró aproximadamente un año y que a partir de entonces fue tirando lo mejor que pudo. Durante algún tiempo parece que tradujo una serie de libros de arte; en otra época hay pruebas de que dio clases particulares de inglés a varios alumnos de lycée; parece que también trabajó un verano en la oficina de París del New York Times, como telefonista en el turno de noche (lo cual, por lo menos, indica que hablaba el francés con fluidez); y luego hay un periodo bastante curioso durante el cual trabajó esporádicamente para un productor cinematográfico, revisando adaptaciones, traduciendo, haciendo sinopsis de guiones. Aunque hay pocas alusiones autobiográficas en cualquiera de las obras de Fanshawe, creo que ciertos incidentes de El país de nunca jamás pueden estar inspirados en esta última experiencia (la casa de Montag en el capitulo siete; el sueño de Flood en el capitulo treinta). “Lo más extraño de este hombre”, escribe Fanshawe (refiriéndose al productor de cine en una de sus cartas), “es que mientras en sus tratos financieros con los ricos bordea la delincuencia (tácticas criminales, mentiras descaradas), es muy bondadoso con aquellos a quienes la suerte ha abandonado. Raras veces demanda o lleva a los tribunales a las personas que le deben dinero, sino que les da la oportunidad de saldar sus deudas dándoles trabajo. Por ejemplo, su chófer es un marqués indigente que le lleva en un Mercedes blanco. Hay un viejo barón que no hace nada más que fotocopias. Cada vez que visito la casa para entregar mi trabajo hay un lacayo nuevo de pie en una esquina, algún noble decrépito escondido detrás de las cortinas, algún elegante financiero que resulta ser el botones. Tampoco tira nada. Cuando el ex director que había estado viviendo en la habitación de la doncella en el sexto piso se suicidó el mes pasado, yo heredé su abrigo. Lo llevo desde entonces, es una prenda negra y larga que me llega casi hasta los tobillos. Me hace parecer un espía.”
En cuanto a la vida privada de Fanshawe, sólo hay vagos indicios. Menciona una cena, describe el estudio de un pintor, el nombre de Anne asoma una o dos veces, pero la naturaleza de estas relaciones es oscura. Ésta era la clase de cosa que yo necesitaba, sin embargo. Haciendo el necesario trabajo de piernas, saliendo y haciendo suficientes preguntas, me figuraba que finalmente podría localizar a algunas de estas personas.
Aparte de un viaje de tres semanas a Irlanda (Dublin, Cork, Limerick, Sligo), Fanshawe parece haber permanecido más o menos quieto. Terminó la versión definitiva de Oscurecimientos en algún momento de su segundo año en París; escribió Milagros durante el tercero, junto con cuarenta o cincuenta poemas cortos. Todo esto es bastante fácil de determinar, ya que fue más o menos en esa época cuando Fanshawe adquirió la costumbre de fechar el trabajo. Lo que aún no está claro es el momento preciso en que dejó París para irse al campo, pero creo que debió de ser entre junio y septiembre de 1971. Las cartas empiezan a escasear a partir de entonces y los cuadernos no dan más que una lista de los libros que estaba leyendo (Historia del mundo, de Raleigh, y Los viajes de Cabeza de Vaca). Pero, una vez instalado en la casa de campo, hace un relato bastante minucioso de cómo acabó allí. Los detalles en sí mismos no son importantes, pero emerge un dato crucial: mientras vivió en Francia, Fanshawe no ocultó el hecho de que era escritor. Sus amigos conocían su trabajo, y si hubo alguna vez un secreto, lo fue sólo para su familia. Esto es un claro desliz por su parte, la única vez en sus cartas que se delata. “Los Dedmon, un matrimonio americano que conocí en París”, escribe, “no podrán visitar su casa de campo durante un año (se marchan a Japón). Debido a que les han entrado en la casa una o dos veces para robar, se resisten a dejarla vacía y me han ofrecido el empleo de guardés. No sólo me la dejan gratis, sino que también me permiten usar su coche y me dan un pequeño sueldo (lo suficiente para ir tirando si tengo mucho cuidado). Esto es un golpe de suerte. Dicen que prefieren pagarme a mí para que me siente en su casa y escriba durante un año que alquilársela a unos desconocidos.” Un pequeño detalle, quizá, pero cuando me lo encontré en la carta, me animé. Fanshawe había bajado momentáneamente la guardia, y si eso había sucedido una vez, no había ninguna razón para suponer que no pudiera volver a pasar.
Como ejemplos de escritura, las cartas del campo sobrepasan a todas las demás. A estas alturas, el ojo de Fanshawe se ha vuelto increíblemente agudo, y uno intuye una nueva disponibilidad de las palabras dentro de él, como si la distancia entre ver y escribir se hubiese acortado, los dos actos son ahora casi idénticos, parte de un solo gesto ininterrumpido. A Fanshawe le preocupa el paisaje y vuelve a él una y otra vez, observándolo interminablemente, registrando interminablemente sus cambios. Su paciencia ante estas cosas es cuando menos notable y hay pasajes literarios sobre la naturaleza, tanto en las cartas como en los cuadernos, tan luminosos como los mejores que he leído. La casa de piedra en la que vive (muros de sesenta centímetros de grosor) fue construida durante la Revolución: a un lado hay un pequeño viñedo, al otro un prado donde pastan las ovejas; detrás hay un bosque (urracas, grajos, jabalíes) y delante, al otro lado de la carretera, están los barrancos que llevan a la aldea (cuarenta habitantes). En estos mismos barrancos, ocultas por una maraña de arbustos y de árboles, están las ruinas de una capilla que en otro tiempo perteneció a los Caballeros Templarios. Retama, tomillo, robles achaparrados, tierra roja, arcilla blanca, el mistral: Fanshawe vivió en medio de estas cosas durante más de un año, y poco a poco parecen haberle cambiado, haberle enraizado más profundamente en si mismo. Vacilo en hablar de una experiencia religiosa o mística (estos términos no significan nada para mí), pero todas las pruebas parecen indicar que Fanshawe estuvo solo durante todo el tiempo, casi sin ver a nadie, casi sin abrir la boca. El rigor de esta vida le disciplinó, la soledad se convirtió en un pasadizo hacia el yo, un instrumento para el descubrimiento. Aunque todavía era muy joven entonces, creo que este periodo marca el comienzo de su madurez como escritor. A partir de ese momento la obra ya no es prometedora, está consumada, lograda, es inconfundiblemente suya. Comenzando por la larga secuencia de poemas escritos en el campo (Fundamentos) y continuando con las obras de teatro y El país de nunca jamás (todas escritas en Nueva York), Fanshawe está en plena floración. Uno busca indicios de locura, signos del pensamiento que finalmente le puso contra sí mismo, pero la obra no revela nada de esto. Fanshawe es sin duda una persona poco corriente, pero según todas las apariencias está cuerdo, y cuando regresa a América en el otoño de 1972 parece totalmente dueño de sí mismo.

Mis primeras respuestas vinieron de las personas que Fanshawe había conocido en Harvard. La palabra biografía parecía abrirme las puertas y no tuve ninguna dificultad para conseguir citas con la mayoría de ellos. Vi a su compañero de habitación del primer curso; vi a varios de sus amigos; vi a dos o tres de las chicas de Radcliffe con las que había salido. No saqué mucho de ellos, sin embargo. De todas las personas a las que conocí, sólo una me dijo algo de interés. Fue Paul Schiff, cuyo padre le había conseguido a Fanshawe el trabajo en el petrolero. Schiff era ahora pediatra en el condado de Westchester y hablamos en su consulta una tarde durante varias horas. Era de una seriedad que me gustó (un hombre pequeño e intenso, el pelo ya ralo, los ojos firmes y la voz suave y clara) y habló abiertamente, sin necesidad de sonsacarle. Fanshawe había sido una persona importante en su vida y recordaba bien su amistad.
–Yo era un chico diligente –le dijo Schiff–. Trabajador, obediente, sin mucha imaginación. A Fanshawe no le intimidaba Harvard de la misma manera que a todos nosotros, y creo que a mí me impresionaba eso. Había leído más que nadie, más poetas, más filósofos, más novelistas, pero las asignaturas parecían aburrirle. No le importaban las notas, faltaba mucho a clase, parecía ir a su aire. El primer año vivíamos en el mismo pasillo y por alguna razón me eligió para ser su amigo. A partir de entonces, más o menos, fui a remolque de él. Fanshawe tenía tantas ideas sobre todas las cosas que creo que aprendí más de él que en ninguna de las clases. Supongo que fue un caso grave de adoración al héroe, pero Fanshawe me ayudó y yo no lo he olvidado. Fue el único que me ayudó a pensar por mí mismo, a hacer mis propias elecciones. De no ser por él, nunca habría sido médico. Me pasé a medicina porque él me convenció de que debía hacer lo que deseaba hacer, y todavía le estoy agradecido.
”Hacia la mitad del segundo año Fanshawe me dijo que iba a dejar la universidad. No me sorprendió realmente. Cambridge no era el sitio adecuado para Fanshawe y yo sabía que él estaba inquieto, deseoso de marcharse. Hablé con mí padre, que representaba al sindicato de marineros, y él le consiguió trabajo a Fanshawe en un barco. Lo organizó todo muy bien, le ahorró a Fanshawe todo el papeleo y unas semanas más tarde se fue. Supe de él varias veces, postales de un sitio y otro. Hola, cómo estás, esa clase de cosas. No me molestó, sin embargo, y me alegraba de haber podido hacer algo por él. Pero luego todos esos buenos sentimientos me estallaron en la cara. Yo estaba en Nueva York un día, hace unos cuatro años, andando por la Quinta Avenida y me encontré a Fanshawe, allí mismo, en la calle. Yo estaba encantado de verle, verdaderamente sorprendido y contento, pero él apenas me habló. Era como si se hubiera olvidado de mí. Muy rígido, casi grosero. Tuve que obligarle a coger mi dirección y mi número de teléfono. Prometió llamarme, pero por supuesto nunca lo hizo. Me dolió mucho, se lo aseguro. Qué hijo de puta, pensé, ¿quién se cree que es? Ni siquiera me dijo qué hacía, eludió mis preguntas y se fue. Adiós a los tiempos de la universidad, pensé. Adiós a la amistad. Me dejó un sabor amargo en la boca. El año pasado mi mujer compró un libro suyo y me lo regaló por mi cumpleaños. Sé que es infantil, pero no he tenido valor para abrirlo. Está en la librería cogiendo polvo. Es muy extraño, ¿no? Todo el mundo dice que es una obra maestra, pero no creo que yo pueda leerlo nunca.
Éste fue el comentario más lúcido que me hizo nadie. Algunos de sus compañeros del petrolero tenían cosas que decir, pero nada que realmente sirviera a mi propósito. Otis Smart, por ejemplo, recordaba las cartas de amor que Faushawe escribía en su nombre. Cuando le llamé por teléfono a Baton Rouge, me habló largamente de ellas, incluso citando algunas de las frases que Fanshawe se había inventado (“Mi querida pies bailarines”, “Mi mujer de zumo de calabaza”, “Mi perversidad de los sueños viciosos”, etcétera), riéndose mientras hablaba. Lo más gracioso, me dijo, era que todo el tiempo que él estuvo mandándole aquellas cartas a Sue–Ann, ella estaba tonteando con otro y el día en que él volvió le comunicó que iba a casarse.
–Más vale así –añadió Smart–. Me encontré a Sue–Ann en mi pueblo el año pasado y debe pesar unos ciento cincuenta kilos. Parece una gorda de tebeo, pavoneándose por la calle con unos pantalones elásticos de color naranja y un montón de críos berreando a su alrededor. Me dio risa, de veras, acordándome de las cartas. Ese Fanshawe me hacía verdadera gracia. Soltaba una de sus frases y yo me partía de risa. Es una lástima lo que le ha sucedido. Da pena enterarse de que un tipo la ha palmado tan joven.
Jeffrey Brown, ahora jefe de cocina en un restaurante de Houston, había sido el ayudante de cocina en el barco. Recordaba a Fanshawe como el único blanco de la tripulación que había sido simpático con él.
–No era fácil –me dijo Brown–. La mayor parte de la tripulación eran paletos blancos del sur y hubieran preferido escupirme a decirme hola. Pero Fanshawe se puso de mi lado, no le importaba lo que pensara nadie. Cuando llegábamos a Baytown y sitios así, bajábamos a tierra juntos para beber, buscar chicas o lo que fuera. Yo conocía esas ciudades mejor que Fanshawe y le dije que si quería seguir conmigo no podíamos ir a los bares de marineros. Yo sabia lo que valdría mi culo en sitios así y no quería líos. Ningún problema, me dijo Fanshawe, y nos íbamos a los barrios negros. La mayor parte del tiempo la situación era bastante tranquila en el barco, nada que yo no pudiera manejar. Pero luego vino durante unas semanas un tipo pendenciero. Un tipo que se llamaba Cutbirth, Roy Cutbirth. Era un engrasador blanco y estúpido al que finalmente echaron del barco cuando el jefe de máquinas se dio cuenta de que no tenía ni idea de motores. Había hecho trampa en el examen de engrasador para conseguir el trabajo, era el hombre apropiado para tenerlo allí abajo si se quería volar el barco. Este Cutbirth era tonto, malo y tonto. Tenía unos tatuajes en los nudillos, una letra en cada dedo: A–M–O–R en la mano derecha y O–D–I–O en la izquierda. Cuando uno veía esa clase de gilipollez, lo único que quería era mantenerse alejado. Ese tipo fanfarroneó una vez delante de Fanshawe sobre cómo solía pasar las noches del sábado en su pueblo de Alabama: sentado en una colina sobre la carretera interestatal y disparando a los coches. Un tipo encantador, lo mires como lo mires. Y encima tenía un ojo enfermo, todo inyectado en sangre e hinchado. Pero también le gustaba presumir de eso. Parece que se le puso así cuando le saltó un pedazo de cristal. Eso ocurrió en Selma, decía, cuando le tiraba botellas a Martin Luther King. No hace falta que le diga que ese Cutbirth no era mi amigo del alma. Solía lanzarme continuas miradas asesinas, murmurando entre dientes y asintiendo para sí, pero yo no le hacía ningún caso. Las cosas siguieron así durante algún tiempo. Luego lo intentó cuando Fanshawe estaba cerca, y le salió demasiado alto y Fanshawe lo oyó. Se para, se vuelve a Cutbirth y le dice: “¿Qué has dicho?”, y Cutbirth, en plan duro y gallito, dice algo como “Me estaba preguntando cuándo os casáis tú y el conejito de la selva, cariño.” Bueno, Fanshawe era siempre pacífico y amable, un verdadero caballero, no sé si me entiende, así que yo no esperaba lo que pasó. Fue como ver a ese tipo de la tele, el hombre que se convierte en bestia. De pronto se enfadó, quiero decir que se puso furioso, casi fuera de sí de rabia. Agarró a Cutbirth por la camisa y le lanzó contra la pared, le clavó allí, echándole el aliento a la cara. “No vuelvas a decir eso”, dice Fanshawe, echando chispas por los ojos. “No vuelvas a decir eso o te mato.” Y vaya si le creías cuando lo decía. Estaba dispuesto a matar y Cutbirth se dio cuenta. “Era una broma”, dice. “Sólo una broma.” Y ahí se acabó todo, muy deprisa. Todo el asunto no duró más que un instante. Unos dos días después despidieron a Cutbirth. Fue una suerte. Si llega a quedarse más tiempo, cualquiera sabe lo que podía haber pasado.
Obtuve docenas de declaraciones como ésta, en cartas, en conversaciones telefónicas, en entrevistas. La cosa continuó durante meses y cada día se ampliaba el material, crecía en olas geométricas, acumulando más y más asociaciones, una cadena de contactos que acabó por adquirir vida propia. Era un organismo infinitamente voraz y al final vi que no había nada que le impidiese hacerse tan grande como el mundo. Una vida toca otra vida, que a su vez toca otra, y enseguida los eslabones se convierten en innumerables, imposibles de calcular. Supe de la existencia de una mujer gorda en un pueblo de Louisiana; supe de la existencia de un racista demente con tatuajes en los dedos. Supe de docenas de personas de las que nunca había oído hablar y cada una de ellas tenía un papel en la vida de Fanshawe. Todo eso estaba muy bien, quizá, y uno podría decir que ese superavit de conocimientos era precisamente lo que demostraba que estaba llegando a alguna parte. Yo era un detective, después de todo, y mi trabajo consistía en buscar pistas. Enfrentado a millones de datos azarosos, conducido por millones de caminos falsos, tenía que encontrar el único camino que me llevaría a donde yo quería ir. Hasta ahora el hecho esencial era que no lo había encontrado. Ninguna de aquellas personas había visto a Fanshawe o tenido noticias de él desde hacía años, y a menos que dudara de todo lo que me decían, a menos que empezara a investigar a cada uno de ellos, tenía que suponer que me decían la verdad.
A lo que se reducía aquello era, creo yo, a una cuestión de método. En cierto sentido, yo ya sabía todo lo que había que saber acerca de Fanshawe. Las cosas que descubrí no me enseñaban nada importante, no contradecían lo que yo ya sabía. O, por decirlo de otra manera, el Fanshawe que yo había conocido no era el mismo Fanshawe al que estaba buscando. Había habido una ruptura en alguna parte, una súbita e incomprensible ruptura, y las cosas que me decían las distintas personas a las que interrogué no explicaban eso. En última instancia, sus declaraciones sólo confirmaban que lo sucedido no era posible. Que Fanshawe era amable, que Fanshawe era cruel, esto era una vieja historia, y yo me la sabía de memoria. Lo que yo buscaba era algo diferente, algo que ni siquiera podía imaginar: un acto puramente irracional, algo totalmente atípico, una contradicción de todo lo que Fanshawe había sido hasta el momento en que desapareció. Intentaba una y otra vez saltar a lo desconocido, pero cada vez que aterrizaba, me encontraba en territorio conocido, rodeado de lo que me resultaba más familiar.
Cuanto más avanzaba, más se estrechaban las posibilidades. Quizá eso era una buena cosa, no lo sé. Aunque fuese sólo eso, sabía que cada vez que fracasaba, había un sitio menos donde buscar. Pasaron los meses, más meses de los que me gustaría reconocer. En febrero y marzo pasé la mayor parte de mi tiempo buscando a Quinn, el detective privado que había trabajado para Sophie. Curiosamente, no encontré ni rastro de él. Parecía que ya no se dedicaba a eso, ni en Nueva York ni en ninguna parte. Durante un tiempo investigué informes de cadáveres que nadie había reclamado, interrogué a personas que trabajaban en el depósito municipal, traté de localizar a su familia, pero no conseguí nada. Como último recurso, consideré la posibilidad de contratar a otro detective privado para que le buscase, pero luego decidí no hacerlo. Me pareció que un desaparecido era suficiente y luego, poco a poco, agoté las posibilidades que tenía. A mediados de abril sólo me quedaba una. Esperé unos días más, confiando en tener suerte, pero no pasó nada. La mañana del veintiuno finalmente entré en una agencia de viajes y reservé plaza en un vuelo a París.

Yo tenía que marcharme el viernes. El martes Sophie y yo fuimos a comprar un tocadiscos. Una de sus hermanas menores estaba a punto de trasladarse a Nueva York y pensábamos darle nuestro viejo tocadiscos como regalo. La idea de sustituirlo estaba en el aire desde hacia varios meses y aquello al fin nos proporcionaba una excusa para salir a buscar uno nuevo. Así que nos fuimos al centro aquel martes, compramos el tocadiscos y nos lo llevamos a casa en un taxi. Lo pusimos en el mismo sitio donde estaba el viejo y luego metimos éste en la caja nueva. Una inteligente solución, pensamos, Karen debía llegar en mayo y mientras tanto queríamos guardarlo en algún sitio fuera de la vista. Fue entonces cuando nos topamos con un problema.
El espacio donde guardar cosas era limitado, como ocurre en la mayoría de los pisos de Nueva York, y parecía que no nos quedaba ningún sitio libre. El único armario que ofrecía alguna esperanza estaba en el dormitorio, pero el suelo estaba ya abarrotado de cajas: tres de fondo, dos de alto, cuatro de ancho, y en el estante superior tampoco cabía. Eran las cajas de cartón que contenían las cosas de Fanshawe (ropa, libros, objetos diversos), y habían estado allí desde el día en que nos mudamos. Ni Sophie ni yo supimos qué hacer con ellas cuando vaciamos su antiguo apartamento. No queríamos estar rodeados de recuerdos de Fanshawe en nuestra nueva vida, pero al mismo tiempo nos parecía mal tirarlas. Las cajas habían sido un compromiso y ya ni nos fijábamos en ellas. Se convirtieron en parte del paisaje doméstico –como la tabla del suelo rota debajo de la alfombra del cuarto de estar, como la grieta en la pared encima de nuestra cama–, invisibles en el flujo de la vida diaria. Ahora, cuando Sophie abrió la puerta del armario y miró dentro, su estado de ánimo cambió de pronto.
–Basta de esto –dijo, poniéndose en cuclillas junto al armario.
Apartó la ropa que colgaba sobre las cajas, haciendo entrechocar las perchas, separando el revoltijo con un gesto de frustración. Era una ira brusca, que parecía ir dirigida contra sí misma más que contra mí.
–¿Basta de qué?
Yo estaba de pie al otro lado de la cama, mirando su espalda.
–De todo –dijo ella, aún empujando la ropa de un lado a otro–. Basta de Fanshawe y sus cajas.
–¿Qué quieres hacer con ellas? –Me senté en la cama y esperé una respuesta, pero ella no contestó–. ¿Qué quieres hacer con ellas, Sophie? –repetí.
Ella se volvió para mirarme y vi que estaba al borde de las lágrimas.
–¿De qué sirve un armario si no puedes usarlo? –dijo. Le temblaba la voz, estaba perdiendo el control–. Quiero decir que él ha muerto, ¿no?, y si ha muerto, ¿para qué necesitamos todo esto, toda esta –hizo un gesto, buscando la palabra– basura? Es como vivir con un cadáver.
–Si quieres, podemos llamar al Ejército de Salvación –dije.
–Llámalos ahora mismo. Antes de decir una palabra más.
–Lo haré. Pero primero tendremos que abrir las cajas y seleccionar las cosas.
–No. Quiero que se lo lleven todo, enseguida.
–Me parece bien en cuanto a la ropa –dije–. Pero yo pensaba conservar los libros un poco más. Hace tiempo que quiero hacer una lista y buscar posibles notas en los márgenes. Terminaría en media hora.
Sophie me miró con incredulidad.
–No entiendes nada, ¿verdad? –dijo. Entonces, mientras se ponía de pie, finalmente se le saltaron las lágrimas, lágrimas infantiles, lágrimas que no se reservaban nada, que corrían por sus mejillas como si ella no se diera cuenta–. Ya no puedo hablar contigo. Sencillamente no oyes lo que digo.
–Hago todo lo que puedo, Sophie.
–No, no es verdad. Tú crees que sí, pero no. ¿No ves lo que está sucediendo? Le estás devolviendo la vida.
–Estoy escribiendo un libro. Eso es todo, sólo un libro. Pero si no me lo tomo en serio, ¿cómo crees que puedo hacerlo?
–Hay mucho más que eso. Lo sé, lo noto. Para que nuestra relación dure, él tiene que estar muerto. ¿No lo entiendes? Aunque esté vivo, tiene que estar muerto.
–¿De qué estás hablando? Por supuesto que está muerto.
–No por mucho tiempo. No si tú sigues así.
–Pero fuiste tú quien me animó. Tú querías que escribiese el libro.
–Eso fue hace cien años, cariño. Tengo mucho miedo de perderte. No podría soportarlo.
–Está casi terminado, te lo prometo. Este viaje es el último paso.
–Y luego ¿qué?
–Ya veremos. No puedo saber en qué me estoy metiendo hasta que esté dentro.
–Eso es lo que me da miedo.
–Podrías venir conmigo.
–¿A París?
–A París. Podríamos ir los tres juntos.
–Creo que no. Tal y como están las cosas no. Vete solo. Así, por lo menos, si vuelves, será porque quieres volver.
–¿Qué quiere decir eso de “si”?
–Sólo eso. “Si.” Como en “si vuelves”.
–No puedes creer eso.
–Pues lo creo. Si las cosas siguen así, voy a perderte.
–No digas eso, Sophie.
–No puedo remediarlo. Ya casi te has ido. A veces me parece que te veo desaparecer delante de mis ojos.
–Eso es una tontería.
–Te equívocas. Estamos llegando al final, cariño, y ni siquiera lo sabes. Vas a desaparecer y nunca volveré a verte.


8

En París las cosas me parecieron extrañamente más grandes. El cielo estaba más presente que en Nueva York, sus caprichos eran más frágiles. Me sentí atraído por él, y durante el primer día lo observé constantemente, sentado en mi habitación del hotel, estudiando las nubes, esperando a que ocurriera algo. Eran nubes del norte, las nubes de los sueños que están siempre cambiando, acumulándose en enormes montañas grises, descargando breves chubascos, disipándose, juntándose de nuevo, tapando el sol, refractando la luz de maneras que siempre parecen distintas. El cielo de París tiene sus propias leyes, las cuales funcionan con independencia de la ciudad que hay abajo. Si los edificios parecen sólidos, anclados en la tierra, indestructibles, el cielo es vasto y amorfo, sujeto a constantes perturbaciones. Durante la primera semana me sentí como si me hubiesen puesto cabeza abajo. Aquélla era una ciudad del viejo mundo y no tenía nada que ver con Nueva York, con sus cielos bajos y calles caóticas, sus blandas nubes y agresivos edificios. Me habían desplazado y eso hacia que me sintiera repentinamente inseguro. Sentí que estaba perdiendo el control, y por lo menos una vez cada hora tenía que recordarme a mi mismo por qué estaba allí.
Mi francés no era ni bueno ni malo. Sabia lo suficiente como para entender lo que la gente me decía, pero hablar me resultaba difícil, y había veces que no acudía a mis labios ninguna palabra, veces que me costaba un esfuerzo decir incluso las cosas más sencillas. Creo que había cierto placer en aquello –experimentar el lenguaje como una colección de sonidos, verse empujado a la superficie de las palabras, donde los significados se desvanecen–, pero también era muy cansado y tenía el efecto de encerrarme en mis pensamientos. Para entender lo que la gente me decía tenía que traducirlo todo silenciosamente al inglés, lo cual significaba que incluso cuando entendía, lo lograba con retraso: hacia el trabajo dos veces y obtenía la mitad del resultado. Los matices, las asociaciones subliminales, las corrientes ocultas, todo eso se me escapaba. En última instancia, probablemente no sería equivocado decir que se me escapaba todo.
No obstante, seguí adelante. Tardé unos días en empezar la investigación, pero una vez que establecí mi primer contacto, los otros vinieron a continuación. Hubo algunas decepciones, sin embargo. Wyshnegradsky había muerto; no fui capaz de localizar a ninguna de las personas a las que Fanshawe había dado clases particulares de inglés; la mujer que le había contratado en el New York Times ya no estaba, hacía años que no trabajaba allí. Estas cosas eran de esperar, pero las encajé mal, sabiendo que incluso el más pequeño hueco podía ser fatal. Eran espacios vacíos para mí, espacios en blanco en el cuadro, y por mucho éxito que tuviera en llenar las otras zonas, quedarían dudas, lo cual significaba que el trabajo nunca podría estar verdaderamente terminado.
Hablé con los Dedmon, hablé con los editores de libros de arte para los que trabajó Fanshawe, hablé con la mujer que se llamaba Anne (resultó que había sido su novia), hablé con el productor de cine.
–Trabajos esporádicos –me dijo en un inglés con acento ruso–, eso es lo que hacía. Traducciones, sinopsis de guiones, un poco de negro literario para mi mujer. Era un chico listo, pero demasiado rígido. Muy literario, no sé si me entiende. Yo quise darle una oportunidad de trabajar como actor, incluso le ofrecí darle clases de esgrima y de equitación para una película que íbamos a hacer. Me gustaba su físico, pensé que podríamos sacar partido de él. Pero no le interesó. Tengo otros huevos que freír, me dijo. Algo así. Da igual. La película produjo millones y ¿qué me importa a mí que el chico no quisiera ser actor?
Allí había algo que valía la pena investigar, pero mientras estaba sentado con aquel hombre en su monumental piso de la Avenue Henri Martin, esperando cada frase de su historia entre llamadas telefónicas, de repente comprendí que no necesitaba oír nada más. Había una sola pregunta importante, y aquel hombre no podía contestarla. Si me quedaba y le escuchaba, me daría más detalles, más irrelevancias, otro montón de notas inútiles. Llevaba demasiado tiempo fingiendo que iba a escribir un libro y poco a poco había olvidado mi propósito. Basta, me dije, repitiendo conscientemente las palabras de Sophie, basta de esto, y entonces me levanté y me fui.
La cuestión era que ya nadie me observaba. Ya no tenía que disimular como me ocurría en casa. Ya no tenía que engañar a Sophie creando interminables tareas para mí. La comedia había terminado. Al fin podía desechar mi inexistente libro. Durante unos diez minutos, mientras volvía a pie al hotel cruzando el río, me sentí más feliz de lo que me había sentido en muchos meses. Las cosas se habían simplificado, se habían reducido a la claridad de un solo problema. Pero luego, en cuanto asimilé esta idea, comprendí lo mala que era la situación realmente. Estaba llegando al final y aún no le había encontrado. El error que andaba buscando no había aparecido. No había ninguna pista, ningún rastro que seguir. Fanshawe estaba oculto en alguna parte y toda su vida estaba oculta con él. A menos que él quisiera que le encontrasen, yo no tenía ni la más remota posibilidad.
Sin embargo, seguí adelante, tratando de llegar hasta el final, hasta el mismísimo final, ahondando ciegamente en las últimas entrevistas, no queriendo renunciar hasta que hubiese visto a todo el mundo. Deseaba llamar a Sophie. Un día incluso fui hasta la oficina de correos y esperé en la cola de las llamadas al extranjero, pero no llegué a llamarla. Ahora las palabras me fallaban constantemente y me entró pánico ante la idea de derrumbarme en el teléfono. ¿Qué podía decirle, después de todo? En lugar de eso, le mandé una postal de Laurel y Hardy. En la parte de atrás escribí: “Los verdaderos matrimonios nunca tienen sentido. Mira la pareja del dorso. Prueba de que cualquier cosa es posible, ¿no? Quizá deberíamos empezar a ponernos sombreros hongo. Por lo menos, acuérdate de vaciar el armario antes de que yo vuelva. Abrazos a Ben.”
Vi a Anne Michaux la tarde siguiente y tuve un pequeño sobresalto cuando entré en el café donde habíamos quedado en encontrarnos (Le Rouquet, en el Boulevard Saint Germain). Lo que me dijo sobre Fanshawe no tiene importancia: quién besó a quién, qué sucedió dónde, quién dijo qué, etcétera. Viene a ser más de lo mismo. Lo que mencionaré, no obstante, es que la lentitud de su reacción inicial se debió al hecho de que me confundió con Fanshawe. Duró sólo un brevísimo instante, según dijo, y luego pasó. Otras personas habían notado el parecido anteriormente, por supuesto, pero nunca de un modo tan visceral, con un impacto tan inmediato. Debí de mostrar mi sobresalto, porque ella se disculpó rápidamente (como si hubiera hecho algo malo) y volvió al tema varias veces durante las dos o tres horas que pasamos juntos, una vez incluso contradiciéndose:
–No sé en qué estaba pensando. No se parece usted a él en nada. Ha debido ser que he visto al americano que hay en los dos.
No obstante, me resultó perturbador, no pude remediar sentirme horrorizado. Algo monstruoso estaba sucediendo y yo ya no podía controlarlo. El cielo estaba oscureciendo dentro de mí, eso era seguro; la tierra temblaba. Me resultaba difícil quedarme quieto, me resultaba difícil moverme. De un momento al siguiente me parecía estar en un sitio diferente, olvidar dónde me encontraba. Los pensamientos se detienen donde empieza el mundo, me repetía. Pero el yo también está en el mundo, me contestaba, y lo mismo ocurre con los pensamientos que vienen de él. El problema era que ya no era capaz de hacer las distinciones correctas. Esto nunca puede ser aquello. Las manzanas no son naranjas, los melocotones no son ciruelas. Notas las diferencias en la lengua, y entonces lo sabes, como si fuera dentro de ti. Pero todo estaba empezando a tener el mismo sabor para mí. Ya no tenía hambre, ya no podía obligarme a comer.
En cuanto a los Dedmon, hay aún menos que decir, quizá. Fanshawe no podía haber elegido unos benefactores más apropiados, y de todas las personas que vi en París, ellos fueron los más amables, los más generosos. Me invitaron a tomar una copa en su piso y me quedé a cenar, y luego, cuando llegamos al segundo plato, me insistieron para que visitara su casa en el Var, la misma casa donde había vivido Fanshawe, y no hacia falta que la estancia fuese corta, me dijeron, ya que ellos no pensaban ir hasta agosto. Había sido un sitio importante para Fanshawe y su obra, dijo el señor Dedmon, y sin duda mi libro ganaría si lo veía con mis propios ojos. Tuve que mostrarme de acuerdo con él, y aún no habían salido las palabras de mi boca, cuando la señora Dedmon ya estaba al teléfono organizándolo todo en su preciso y elegante francés.
Ya no había nada que me retuviera en París, así que tomé el tren a la tarde siguiente. Era el final del camino para mí, mi viaje hacia el sur y hacia el olvido. Cualquier esperanza que pudiera haber tenido (la mínima posibilidad de que Fanshawe hubiera regresado a Francia, el ilógico pensamiento de que hubiese encontrado refugio dos veces en el mismo lugar) se evaporó cuando llegué allí. La casa estaba vacía; no había ni rastro de nadie. El segundo día, examinando las habitaciones del piso de arriba, me encontré un poema corto que Fanshawe había escrito en la pared, pero yo ya conocía ese poema y debajo había una fecha: 25 de agosto de 1972. Nunca había vuelto. Ahora me sentí estúpido por haberlo pensado siquiera.
Por falta de algo mejor que hacer, pasé varios días hablando con la gente de la zona: los granjeros cercanos, los aldeanos, la gente de los pueblos vecinos. Me presentaba enseñándoles una fotografía de Fanshawe, fingiendo ser su hermano, pero sintiéndome más bien como un detective privado sin un céntimo, un bufón que se agarra a un clavo ardiendo. Algunas personas le recordaban, otras no, otras no estaban seguras. Daba igual. Yo encontraba impenetrable el acento del sur (con sus erres arrastradas y sus finales nasalizados) y apenas entendía una palabra de lo que me decían. Entre todas las personas que vi, sólo una había tenido noticias de Fanshawe después de su marcha. Era su vecino más próximo, un granjero arrendatario que vivía aproximadamente a un kilómetro y medio, carretera adelante. Era un peculiar hombrecito de unos cuarenta años, el hombre más sucio que yo había conocido nunca. Su casa era una estructura del siglo xvii, húmeda y desmoronada, y él parecía vivir allí solo, sin más compañía que su perro trufero y su escopeta de caza. Estaba claro que se enorgullecía de haber sido amigo de Fanshawe, y para demostrarme lo unidos que habían estado me enseñó un sombrero tejano blanco que Fanshawe le había enviado después de regresar a América. No había ninguna razón para no creer su historia. El sombrero seguía guardado en su caja original y al parecer no había sido usado. Me explicó que lo reservaba para el momento oportuno, y luego se lanzó a una arenga política que me costó trabajo seguir. Iba a llegar la revolución, dijo, y cuando llegase, él iba a comprarse un caballo blanco y una metralleta, a ponerse su sombrero y a cabalgar por la calle Mayor del pueblo, pegando tiros a todos los tenderos que habían colaborado con los alemanes durante la guerra. Igual que en América, me dijo. Cuando le pregunté qué quería decir, me soltó una conferencia digresiva y alucinatoria acerca de los indios y los vaqueros. Pero eso fue hace mucho tiempo, le dije, tratando de cortarle. No, no, insistió, continúa hoy en día. ¿No me había enterado yo de los tiroteos en la Quinta Avenida? ¿No había oído hablar de los apaches? Era inútil discutir. En defensa de mi ignorancia, le dije que yo vivía en otro barrio.

Me quedé en la casa unos días más. Mi plan era no hacer nada durante el mayor tiempo posible, descansar. Estaba agotado y necesitaba una oportunidad de reponerme antes de volver a París. Pasaron uno o dos días. Paseé por los prados, visité el bosque, me senté al sol leyendo traducciones francesas de novelas policiacas americanas. Debería haber sido la cura perfecta: escondido en el culo del mundo, dejando que mi mente flotase libremente. Pero nada de esto me ayudó realmente. La casa no me hacia sitio y al tercer día noté que ya no estaba solo, que nunca estaría solo en aquel lugar. Fanshawe estaba allí, y por mucho que me esforzara en no pensar en él, no podía escapar. Esto fue algo inesperado, exasperante. Ahora que había dejado de buscarle, estaba más presente que nunca para mí. Todo el proceso se había invertido. Después de tantos meses tratando de encontrarle, me sentía como si fuera yo el que había sido encontrado. En lugar de buscar a Fanshawe, en realidad había estado huyendo de él. El trabajo que había inventado para mí –el falso libro, los interminables rodeos– no había sido sino un intento de apartarle, una artimaña para mantenerle lo más lejos posible. Porque si podía convencerme de que le estaba buscando, eso necesariamente significaba que él estaba en alguna otra parte, en alguna parte fuera de mí, más allá de los límites de mi vida. Pero me había equivocado. Fanshawe estaba exactamente donde yo estaba, y había estado allí desde el principio. Desde el momento en que llegó su carta, yo había estado esforzándome por imaginarle, por verle como podría haber sido, pero mi mente evocaba siempre el vacío. En el mejor de los casos, había una imagen empobrecida: la puerta de una habitación cerrada. Eso era todo: Fanshawe solo en esa habitación, condenado a una soledad mítica, quizá viviendo, quizá respirando, soñando Dios sabe qué. Esa habitación, lo descubrí entonces, estaba situada dentro de mi cráneo.
Después de eso me ocurrieron cosas extrañas. Regresé a París, pero una vez allí me encontré sin nada que hacer. No quería llamar a ninguna de las personas que había visto antes y no tenía valor para volver a Nueva York. Me quedé inerte, me convertí en una cosa que no podía moverse, y poco a poco me perdí la pista. Si puedo decir algo acerca de este periodo es únicamente porque tengo ciertas pruebas documentales que me ayudan. Los sellos en mi pasaporte, por ejemplo; el billete de avión, la cuenta del hotel, etcétera. Esas cosas me demuestran que me quedé en París durante más de un mes. Pero eso es muy diferente de recordarlo, y a pesar de lo que sé, aún me resulta imposible. Veo cosas que sucedieron, encuentro imágenes de mí mismo en distintos lugares, pero sólo a distancia, como si estuviera observando a otro. No tengo la sensación de que sean recuerdos, que siempre están anclados dentro de uno; están ahí fuera, más allá de lo que puedo sentir o tocar, más allá de nada que tenga que ver conmigo. He perdido un mes de mí vida, e incluso ahora me es difícil confesarlo, es una cosa que me llena de vergüenza.
Un mes es mucho tiempo, más que suficiente para que un hombre se desintegre. Aquellos días vuelven a mi memoria en fragmentos cuando vuelven, trocitos que se niegan a juntarse. Me veo borracho, cayéndome en la calle una noche, levantándome, caminando a tumbos hacia una farola y luego vomitando sobre mis zapatos. Me veo sentado en un cine con las luces encendidas mirando a la gente que sale, incapaz de recordar la película que acababa de ver. Me veo rondando por la Rue Saint–Denis por la noche, eligiendo prostitutas con las que acostarme, mi cabeza ardiendo con imágenes de cuerpos, una interminable confusión de senos desnudos, muslos desnudos, nalgas desnudas. Veo cómo me chupan la polla, me veo en una cama con dos chicas que se besan, veo a una enorme negra con las piernas abiertas sobre un bidé y lavándose el coño. No intentaré decir que estas cosas no son reales, que no sucedieron. Es sólo que no puedo responder por ellas. Follaba para sacarme el cerebro de la cabeza, me emborrachaba para entrar en otro mundo. Pero si el objetivo era borrar a Fanshawe, mis juergas fueron un éxito. Él desapareció.... y yo desaparecí con él.
El final, sin embargo, lo tengo claro. No lo he olvidado, y me siento afortunado por haber conservado eso. Toda la historia se resume en lo que sucedió al final, y, sin tener ese final dentro de mí, no habría podido empezar este libro. Lo mismo es válido para los dos libros anteriores, La ciudad de cristal y Fantasmas. Estas tres historias son finalmente la misma historia, pero cada una representa una etapa diferente en mi conciencia de dónde está el quid. No afirmo haber resuelto ningún problema. Simplemente sugiero que llegó un momento en que ya no me asustaba mirar lo que había sucedido. Sí las palabras vinieron a continuación, es sólo porque no tuve más remedio que aceptarlas, asumirlas e ir a donde ellas quisieran llevarme. Pero eso no significa necesariamente que las palabras sean importantes. Llevo mucho tiempo luchando por decirle adiós a algo, y esta lucha es lo único que de veras importa. La historia no está en las palabras; está en la lucha.
Una noche me encontré en un bar cerca de la Place Pigalle. Me encontré es el término que deseo usar, porque no tengo ni idea de cómo llegué allí, ningún recuerdo de haber entrado en aquel lugar. Era uno de esos sitios carísimos que abundan en el barrio: seis u ocho chicas en la barra, la oportunidad de sentarse a una mesa con una de ellas y pedir una botella de champán de precio exorbitante, y luego, si a uno le apetece, la posibilidad de llegar a un acuerdo económico y retirarse a la intimidad de una habitación en el hotel de al lado. La escena empieza para mi cuando estoy sentado en una de las mesas con una chica y acaban de traernos el cubo de champán. La chica era tahitiana, recuerdo, y muy guapa: no tendría más de diecinueve o veinte años, era muy menuda y llevaba un vestido blanco de red sin nada debajo, un entrecruzado de cables sobre su suave piel morena. El efecto era extraordinariamente erótico. Recuerdo sus pechos redondos visibles por los agujeros en forma de diamante, la abrumadora suavidad de su cuello cuando me incliné y lo besé. Me dijo su nombre, pero yo insistí en llamarla Fayaway, diciéndole que ella era una exiliada de Taipi y yo era Herman Melville, un marinero americano que había venido desde Nueva York para rescatarla. Ella no tenía ni la menor idea de lo que le estaba diciendo, pero continuó sonriendo, sin duda pensando que estaba loco, mientras yo parloteaba en mi francés chapurreado; permanecía imperturbable, riéndose cuando yo me reía, permitiendo que la besara donde quisiera.
Estábamos sentados en un reservado en el rincón y desde mí asiento yo veía el resto de la sala. Los hombres iban y venían, algunos asomaban la cabeza por la puerta y se marchaban, otros se quedaban a tomar una copa en la barra, uno o dos se iban a una mesa como había hecho yo. Al cabo de unos quince minutos entró un joven que era evidentemente americano. Me pareció que estaba nervioso, como si no hubiera estado nunca en un sitio así, pero su francés era sorprendentemente bueno, y cuando pidió un whisky en la barra y empezó a hablar con una de las chicas, vi que pensaba quedarse un rato. Le estudié desde mi rincón, sin dejar de pasar la mano por la pierna de Fayaway y de hundir la cara en su cuello; pero cuanto más tiempo se quedaba él en la barra, más me distraía. Era alto, de constitución atlética, con el pelo rubio y una actitud abierta y bastante juvenil. Supuse que tendría veintiséis o veintisiete años, un estudiante graduado, quizá, o bien un joven abogado que trabajaba para una empresa americana en París. No había visto nunca a aquel hombre, y sin embargo había algo en él que me resultaba familiar, algo que me impedía apartar la vista: una breve quemadura, una extraña sinapsis de reconocimiento. Probé a ponerle varios nombres, le paseé por el pasado, devané la bovina de asociaciones, pero nada. No es nadie, me dije, renunciando finalmente. Y luego, de repente, por alguna confusa cadena de razonamientos, terminé el pensamiento añadiendo: y si no es nadie, debe ser Fanshawe. Me reí en alto de mi broma. Siempre alerta, Fayaway se rió conmigo. Yo sabía que nada podía ser más absurdo, pero lo dije otra vez: Fanshawe. Y luego otra: Fanshawe. Y cuanto más lo decía, más me complacía decirlo. Cada vez que la palabra salía de mi boca, iba seguida de otra carcajada. Su sonido me embriagaba; me llevaba a un paroxismo de risas roncas, y poco a poco Fayaway pareció desconcertarse. Probablemente había pensado que me refería a alguna práctica sexual, que estaba haciendo un chiste que ella no podía entender, pero mis repeticiones habían privado gradualmente a la palabra de su significado, y ella empezó a oírla como una amenaza. Yo miraba al hombre que estaba al otro extremo de la sala y decía la palabra una vez más. Mi felicidad era inconmensurable. Exultaba por la pura falsedad de mi afirmación, celebrando el nuevo poder que me había conferido a mí mismo. Yo era el sublime alquimista que podía cambiar el mundo a su antojo. Aquel hombre era Fanshawe porque yo decía que era Fanshawe, y eso era todo. Nada podía detenerme ya. Sin siquiera pararme a pensarlo; murmuré al oído de Fayaway que volvía enseguida, me solté de sus maravillosos brazos y me acerque al seudo–Fanshawe. Con mi mejor imitación del acento de Oxford, le dije:
–Vaya, hombre, qué casualidad. Volvemos a encontrarnos. Se volvió y me miró atentamente. La sonrisa que había empezado a dibujarse en su cara se apagó lentamente y se convirtió en un ceño.
–¿Le conozco? –preguntó finalmente.
–Por supuesto que sí –dije, bravucón y alegre–. Mi nombre es Melville. Herman Melville. Quizá haya leído alguno de mis libros.
Él no sabía si tratarme como a un borracho jovial o como a un psicópata peligroso, y la confusión se reflejaba en su cara. Era una confusión espléndida y la disfruté a fondo.
–Bueno –dijo al fin, forzando una sonrisita–, puede que haya leído uno o dos.
–El de la ballena, sin duda.
–Sí. El de la ballena.
–Me alegra saberlo –dije, asintiendo con agrado, y luego le puse un brazo sobre los hombros–. Bueno, Fanshawe, ¿qué te trae por París en esta época del año?
La confusión volvió a aparecer en su cara.
–Perdone –dijo–, no he cogido ese nombre.
–Fanshawe.
–¿Fanshawe?
–Fanshawe. f–a–n–s–h–a–w–e.
–Bueno –dijo, relajándose y sonriendo ampliamente, repentinamente seguro de sí mismo otra vez–, ése es el problema. Me ha confundido usted con otra persona. Mi nombre no es Fanshawe. Es Stillman. Peter Stillman.
–Eso no es ningún problema –contesté, dándole un pequeño apretón en el hombro–. Si quieres llamarte Stillman, yo no tengo inconveniente. Los nombres no son importantes, después de todo. Lo que importa es que yo sé quién eres realmente. Eres Fanshawe. Lo he sabido en cuanto has entrado. “Ahí está el viejo diablo en persona”, me he dicho. “Me pregunto qué estará haciendo en un sitio como éste.”
Él estaba empezando a impacientarse conmigo. Apartó mi brazo de su hombro y retrocedió.
–Ya basta –dijo–. Se ha equivocado, dejémoslo así. No quiero seguir hablando con usted.
–Demasiado tarde –dije–. Tu secreto ha sido descubierto, amigo mío. Ya no puedes esconderte de mí.
–Déjeme en paz –dijo, dando muestras de enfado por primera vez–. Yo no hablo con locos. Déjeme en paz, o habrá jaleo.
Las otras personas que había en el bar no podían entender lo que decíamos, pero la tensión se había hecho evidente, y yo noté que me observaban, noté que los ánimos cambiaban a mi alrededor. Stillman parecía repentinamente asustado. Lanzó una mirada a la mujer que estaba detrás de la barra, miró aprensivamente a la chica que se encontraba a su lado y luego tomó la impulsiva decisión de marcharse. Me apartó de su camino de un empujón y echó a andar hacia la puerta. Yo podía haber dejado que las cosas quedaran así, pero no lo hice. Estaba entrando en calor y no quería desperdiciar mi inspiración. Volví a donde estaba Fayaway y puse unos cuantos billetes de cien francos sobre la mesa. Ella fingió un mohín en respuesta.
–C’est mon frére –dije–. Il est fou. Je dois le poursuivre.
Y luego, mientras ella alargaba la mano para coger el dinero, le tiré un beso, di media vuelta y me fui.
Stillman estaba veinte o treinta metros delante de mí, andando deprisa por la calle. Avancé al mismo paso que él, manteniendo la distancia para evitar que se percatara, pero sin perderle de vista. De vez en cuando él miraba por encima del hombro, como esperando que yo estuviera allí, pero creo que no me vio hasta que habíamos salido del barrio y estábamos lejos de las multitudes y el bullicio, atravesando el tranquilo y oscuro corazón de la orilla derecha del Sena. El encuentro le había atemorizado y se comportaba como un hombre que huye para salvar la vida. Pero eso no era difícil de entender. Yo representaba lo que más tememos todos: el desconocido beligerante que sale de las sombras, el cuchillo que se nos clava en la espalda, el coche veloz que nos atropella. Tenía razones para correr, pero su miedo me estimulaba, me aguijoneaba a perseguirle, rabioso por la determinación. No tenía ningún plan, ninguna idea de lo que iba a hacer, pero le seguía sin la menor duda, sabiendo que toda mi vida dependía de ello. Es importante subrayar que en aquel momento yo estaba completamente lúcido, ninguna vacilación, ninguna borrachera, la cabeza completamente despejada. Me daba cuenta de que actuaba de un modo absurdo. Stillman no era Fanshawe, yo lo sabía. Era una elección arbitraria, totalmente inocente y gratuita. Pero eso era lo que me excitaba, lo fortuito del asunto, el vértigo de la pura casualidad. No tenía sentido, y, por eso, tenía todo el sentido del mundo.
Llegó un momento en que los únicos sonidos en la calle eran nuestros pasos. Stillman se volvió de nuevo y finalmente me vio. Empezó a andar más deprisa, al trote. Le llamé:
–Fanshawe.
Le llamé otra vez:
–Es demasiado tarde. Sé quién eres, Fanshawe.
Y luego, en la calle siguiente:
–Todo ha terminado, Fanshawe. Nunca escaparás.
Stillman no respondió nada, ni siquiera se molestó en volverse. Yo quería seguir hablando con él, pero ahora él iba corriendo, y si trataba de hablar iría más despacio. Abandoné mis provocaciones y fui tras él. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuvimos corriendo pero me parecieron horas. Él era más joven que yo, más joven y más fuerte, y estuve a punto de perderle, a punto de no conseguirlo. Me obligué a continuar por la calle oscura, sobrepasando el punto de agotamiento, de náusea, frenéticamente lanzado hacia él, sin permitirme parar. Mucho antes de alcanzarle, mucho antes de saber que iba a alcanzarle, sentí como si ya no estuviera dentro de mí mismo. No se me ocurre otra manera de expresarlo. Ya no me sentía. La sensación de la vida se me había escapado gota a gota y en su lugar había una milagrosa euforia, un dulce veneno que corría por mi sangre, el innegable olor de la nada. Éste es el momento de mi muerte, me dije, ahora es cuando me muero. Un segundo más tarde alcancé a Stillman y le agarré por la espalda. Caímos al suelo violentamente y los dos gruñimos al sentir el impacto. Yo había agotado todas mis fuerzas y estaba demasiado falto de aliento para defenderme, demasiado exhausto para pelear. No dijimos ni una palabra. Durante varios segundos luchamos cuerpo a cuerpo en la acera, pero luego él consiguió librarse de mi presa, y después de eso no pude hacer nada. Empezó a aporrearme con los puños, a patearme con la punta de los zapatos, a golpearme por todo el cuerpo. Recuerdo que intenté protegerme la cara con las manos; recuerdo el dolor y cuánto me aturdía, cuánto me dolía y cuán desesperadamente deseaba dejar de sentir el dolor. Pero no debió de durar mucho, porque la memoria de ese dolor cesa ahí. Stillman me destrozó, y cuando terminó, yo estaba inconsciente. Recuerdo que me desperté en la acera y me sorprendí de que aún fuese de noche, pero no recuerdo nada más. Todo lo demás ha desaparecido.
Durante los tres días siguientes no me moví de mí habitación en el hotel. Lo terrible no era tanto el dolor como que éste no fuese lo bastante fuerte como para matarme. Me di cuenta de esto el segundo o el tercer día. En un momento dado, tumbado sobre la cama y mirando las rendijas de las persianas cerradas, comprendí que había sobrevivido. Me parecía extraño estar vivo, casi incomprensible. Tenía un dedo roto; tenía cortes en ambas sienes; me dolía hasta respirar. Pero de alguna manera ésa no era la cuestión. Estaba vivo, y cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. No me parecía posible que me hubiesen perdonado la vida.
Esa misma noche le mandé un telegrama a Sophie diciéndole que volvía a casa.


9

Ya casi he llegado al final. Sólo queda una cosa, pero eso no sucedió hasta más tarde, hasta que habían pasado tres años más. Entretanto se presentaron muchas dificultades, muchos dramas, pero creo que no pertenecen a la historia que estoy intentando contar. Después de mi regreso a Nueva York, Sophie y yo vivimos separados durante casi un año. Ella me había dado por perdido y hubo meses de confusión antes de que finalmente pudiera reconquistarla. Visto desde ahora (mayo de 1984), eso es lo único que importa. Comparado con ello, los hechos de mi vida son puramente incidentales.
El veintitrés de febrero de 1981 nació el hermanito de Ben. Le pusimos Paul, en recuerdo del abuelo de Sophie. Pasaron varios meses y en julio nos trasladamos al otro lado del río, donde alquilamos las dos plantas superiores de una casa de piedra marrón en Brooklyn. En septiembre Ben empezó a ir al jardín de infancia. En Navidad fuimos todos a Minnesota y cuando volvimos Paul había empezado a andar solo. Ben, que gradualmente había ido tomándole bajo su protección, reclamó todo el mérito del acontecimiento.
En cuanto a Fanshawe, Sophie y yo nunca hablábamos de él. Ése fue nuestro pacto de silencio, y cuanto más tiempo pasaba sin que dijéramos nada, más nos demostrábamos nuestra mutua lealtad. Después de que yo le devolviera el anticipo a Stuart Green y dejara oficialmente de escribir la biografía, mencionamos a Fanshawe una sola vez. Eso sucedió el día en que decidimos volver a vivir juntos y se formuló en términos estrictamente prácticos. Los libros y las obras de teatro de Fanshawe continuaban produciendo una buena renta. Si queríamos seguir casados, dijo Sophie, utilizar el dinero para nosotros quedaba descartado. Estuve de acuerdo con ella. Encontramos otras maneras de ganar lo que necesitábamos y pusimos el dinero de los derechos de autor en un fideicomiso para Ben, y posteriormente también para Paul. Como último paso, contratamos a un agente literario para que llevara todo lo relacionado con el trabajo de Fanshawe: solicitudes para representar las obras, negociaciones para las reimpresiones, contratos, lo que fuera necesario. En la medida en que nos fue posible, actuamos. Si Fanshawe seguía teniendo el poder de destruirnos, sería sólo porque nosotros queríamos que lo hiciese, porque queríamos destruirnos a nosotros mismos. Por eso nunca me molesté en decirle la verdad a Sophie; no porque me asustase, sino porque la verdad ya no tenía importancia. Nuestra fuerza era nuestro silencio, y yo no tenía intención de romperlo.
Sin embargo, sabía que la historia no había terminado. Mi último mes en París me había enseñado eso, y poco a poco aprendí a aceptarlo. Era sólo cuestión de tiempo que sucediera algo. Me parecía inevitable, y en lugar de seguir negándolo, en lugar de engañarme con la idea de que podría librarme de Fanshawe, traté de prepararme para ello, traté de estar dispuesto para cualquier cosa. Creo que es el poder de este cualquier cosa lo que ha hecho que la historia sea tan difícil de contar. Porque precisamente cuando puede suceder cualquier cosa, las palabras comienzan a fallar. El grado en el que Fanshawe se volvió inevitable era el grado en el que ya no estaba presente. Aprendí a aceptar eso. Aprendí a vivir con él del mismo modo que vivía con la idea de mi propia muerte. Fanshawe no era la muerte, pero era como la muerte, y dentro de mí funcionaba como un tropo de la muerte. De no haber sido por mi crisis de París, nunca habría entendido eso. No morí allí, pero estuve cerca, y hubo un momento, quizá hubo varios momentos, en que saboreé la muerte, en que me vi muerto. No hay cura para semejante encuentro. Una vez que sucede, continúa sucediendo; vives con eso el resto de tu vida.
La carta llegó a comienzos de la primavera de 1982. Esta vez el matasellos era de Boston y el mensaje era escueto, más apremiante que antes. “Imposible aplazarlo más”, decía. “Tengo que hablar contigo. 9 Columbus Square, Boston; 1 de abril. Ahí acaba todo, te lo prometo.”
Tenía menos de una semana para inventar una excusa para ir a Boston. Esto resultó más difícil de lo que debería haber sido. Aunque no quería que Sophie supiera nada (me parecía que era lo menos que podía hacer por ella), por alguna razón me resistía a contarle otra mentira, aunque fuese necesario. Pasaron dos o tres días sin ningún progreso y al final me inventé una historia tonta sobre la necesidad de consultar unos documentos en la biblioteca de Harvard. Ni siquiera recuerdo qué documentos se suponía que eran. Algo relacionado con un articulo que iba a escribir, creo, pero puede que me equivoque. Lo importante es que Sophie no puso ninguna objeción. Muy bien, dijo, vete cuando quieras, etcétera. Mi impresión visceral es que sospechó algo, pero es sólo una impresión, y no tendría sentido especular sobre ello aquí. Cuando se trata de Sophie, tiendo a creer que no hay nada oculto.
Reservé una plaza para el uno de abril en el primer tren. La mañana de mi marcha, Paul se despertó un poco antes de las cinco y se metió en la cama con nosotros. Me levanté una hora más tarde y salí de la habitación sin hacer ruido, deteniéndome brevemente en la puerta para mirar a Sophie y al niño a la tenue luz gris: desparramados e impenetrables, los cuerpos a los que pertenecía. Ben estaba en la cocina del piso de arriba, ya vestido, comiéndose un plátano y dibujando. Hice unos huevos revueltos para los dos y le dije que iba a coger un tren para Boston. Quiso saber dónde estaba Boston.
–A unos trescientos kilómetros de aquí –le contesté.
–¿Eso es tan lejos como el espacio?
–Si fueras en línea recta hacia arriba, te aproximarías bastante.
–Creo que deberías ir a la luna. Un cohete es mejor que un tren.
–Haré eso a la vuelta. Tienen vuelos regulares de Boston a la luna los viernes. Reservaré una plaza en cuanto llegue allí.
–Estupendo. Entonces podrás contarme cómo es.
–Si encuentro una piedra lunar, te la traeré.
–¿Y a Paul?
–Le traeré otra.
–No, gracias.
–¿Qué quiere decir eso?
–No quiero una piedra lunar. Paul se la metería en la boca y se ahogaría.
–¿Qué te gustaría?
–Un elefante.
–No hay elefantes en el espacio.
–Lo sé. Pero tú no vas al espacio.
–Es verdad.
–Y seguro que hay elefantes en Boston.
–Probablemente tienes razón. ¿Quieres un elefante rosa o un elefante blanco?
–Un elefante gris. Grande, gordo y con muchas arrugas.
–No hay problema. Ésos son los más fáciles de encontrar. ¿Quieres que lo traiga en una caja o con un collar v una correa?
–Creo que deberías venir montado en él. Sentado encima con una corona en la cabeza. Como un emperador.
–¿El emperador de qué?
–El emperador de los niños.
–¿Y tendré una emperatriz?
–Claro. Mamá es la emperatriz. Le gustaría. Quizá deberíamos despertarla y decírselo.
–Será mejor que no. Prefiero darle la sorpresa cuando llegue a casa.
–Buena idea. De todas formas, no se lo creerá hasta que lo vea.
–Exacto. Y no queremos que se lleve una desilusión, si no encuentro el elefante.
–Oh, lo encontrarás, papá. No te preocupes por eso.
–¿Cómo puedes estar tan seguro?
–Porque tú eres el emperador. Un emperador puede conseguir todo lo que quiere.
Llovió durante todo el viaje, el cielo incluso amenazaba nieve cuando llegamos a Providence. En Boston me compré un paraguas y recorrí los últimos tres o cuatro kilómetros a pie. Las calles estaban tristes bajo la luz gris amarillenta y mientras caminaba hacia South End, casi no vi a nadie: un borracho, un grupo de adolescentes, un empleado de la telefónica, dos o tres chuchos vagabundos. Columbus Square consistía en diez o doce casas en hilera, dando a una isla empedrada que las separaba de la arteria principal. El número nueve era la más deteriorada de todas: cuatro plantas como las demás, pero medio hundida, con tablas apuntalando la entrada y una fachada de ladrillo muy necesitada de arreglo. Sin embargo, tenía una impresionante solidez, una elegancia decimonónica que seguía viéndose a través de las grietas. Imaginé habitaciones grandes con techos altos, cómodas repisas en las ventanas, molduras en las paredes. Pero no llegué a ver nada de esto. Nunca pasé del vestíbulo.
Había un llamador de metal herrumbroso en la puerta, media esfera con un tirador en el centro, y cuando hice girar la manija, emitió el sonido de alguien vomitando: un sonido ahogado de arcadas que no llegó muy lejos. Esperé, pero no pasó nada. Volví a llamar, pero no acudió nadie. Luego, probando a mover la puerta, vi que no estaba cerrada con llave, la empujé y la abrí, me detuve y luego entré. El vestíbulo estaba vacío. A mi derecha estaba la escalera, con su barandilla de caoba y escalones de madera desnuda; a mi izquierda había una puerta doble cerrada que sin duda ocultaba la sala; enfrente había otra puerta, también cerrada, que probablemente daba a la cocina. Vacilé un momento, me decidí por la escalera y estaba a punto de subir cuando oí algo detrás de las puertas dobles, unos ligeros golpecitos, seguidos de una voz que no entendí. Me aparté de la escalera y miré la puerta, escuchando por si volvía a oír la voz. No sucedió nada.
Un largo silencio. Luego, casi en un susurro, la voz habló de nuevo.
–Aquí –dijo.
Me acerqué a las puertas y apreté el oído contra la rendija entre las dos hojas.
–¿Eres tú, Fanshawe?
–No uses ese nombre –dijo la voz, más claramente esta vez–. No te permitiré que uses ese nombre.
La voz de la persona estaba en línea recta con mi oído. Sólo la puerta nos separaba y estábamos tan cerca que yo sentía como si las palabras se vertieran en mi cabeza. Era como escuchar el corazón de un hombre latiendo dentro de su pecho, como examinar un cuerpo buscando su pulso. Él dejó de hablar y noté su aliento escapando por la rendija.
–Déjame entrar –dije–. Abre la puerta y déjame entrar.
–No puedo hacerlo –contestó la voz–. Tendremos que hablar así.
Agarré el picaporte y sacudí las puertas presa de la frustración.
–Abre –dije–. Abre o echaré la puerta abajo.
–No –dijo la voz–. La puerta seguirá cerrada.
Ahora estaba convencido de que era Fanshawe quien se encontraba allí dentro. Deseaba que fuera un impostor, pero reconocía demasiado bien aquella voz para creer que era otra persona.
–Estoy aquí de pie con una pistola en la mano –dijo– que te apunta directamente. Si cruzas esa puerta, te matare.
–No te creo.
–Escucha –dijo, y luego oí que se alejaba de la puerta.
Un segundo más tarde oí un disparo, seguido del sonido de la escayola al caer al suelo. Mientras tanto traté de mirar por la rendija, esperando entrever la habitación, pero el espacio era demasiado estrecho. No pude ver más que un hilo de luz, un solo filamento gris. Luego la boca volvió y ya no pude ver ni eso.
–De acuerdo –dije–, tienes una pistola. Pero si no me dejas verte, ¿cómo sabré que eres quien dices ser?
–No he dicho quién soy.
–Deja que lo exprese de otra manera. ¿Cómo puedo saber que estoy hablando con la persona adecuada?
–Tendrás que confiar en mí.
–A estas alturas, confianza es lo último que deberías esperar.
–Te digo que soy la persona adecuada. Eso debería bastarte. Has venido al sitio adecuado y yo soy la persona adecuada.
–Creí que querías verme. Eso es lo que decías en tu carta.
–Decía que quería hablar contigo. Es diferente.
–No afinemos tanto.
–Sólo te recuerdo lo que escribí.
–No me presiones demasiado, Fanshawe. Nada me impide marcharme de aquí.
Oí una repentina aspiración de aire y luego una mano dio una violenta palmada contra la puerta.
–Nada de Fanshawe! –gritó–. Nada de Fanshawe, nunca más!
Dejé pasar unos momentos, no queriendo provocar otro estallido. La boca se apartó de la rendija y me pareció oír gemidos procedentes del centro de la habitación, gemidos o sollozos, no estaba seguro. Me quedé allí esperando, sin saber qué decir. Finalmente la boca volvió y, tras otra larga pausa, Fanshawe dijo:
–¿Sigues ahí?
–Sí.
–Perdóname. No quería empezar así.
–Recuerda –dije– que sólo estoy aquí porque tú me pediste que viniera.
–Lo sé. Y te lo agradezco.
–Podría servir de ayuda que me explicaras por qué me invitaste a venir.
–Más tarde. No quiero hablar de eso todavía.
–Entonces, ¿de qué?
–De otras cosas. De las cosas que han pasado.
–Te escucho.
–Porque no quiero que me odies. ¿Puedes comprender eso?
–No te odio. Hubo un tiempo en que te odié, pero ya ha pasado.
–Hoy es mi último día, ¿entiendes? Y tenía que asegurarme.
–¿Es aquí donde has estado todo el tiempo?
–Vine aquí hace unos dos años, creo.
–¿Y antes de eso?
–Aquí y allá. Ese hombre me seguía la pista y tenía que estar siempre en movimiento. Eso me proporcionó un verdadero gusto por los viajes. Todo lo contrario de lo que me imaginaba. Mi plan siempre había sido quedarme quieto y dejar correr el tiempo.
–¿Estás hablando de Quinn?
–Sí. El detective privado.
–¿Te encontró?
–Dos veces. Una vez en Nueva York, la siguiente en el sur.
–¿Por qué mintió?
–Porque le asusté mortalmente. Sabía lo que le ocurriría si alguien se enteraba.
–Desapareció, ¿sabes? No pude encontrar ni rastro de él.
–Está en alguna parte. Eso no importa.
–¿Cómo conseguiste librarte de él?
–Le di la vuelta a la situación. Él pensaba que me seguía, pero en realidad era yo quien le seguía a él. Me encontró en Nueva York, por supuesto, pero me escapé, me escapé de entre sus dedos. Después de eso fue como jugar un juego. Le fui guiando, dejándole pistas por todas partes, haciendo imposible que no me encontrara. Pero yo le estaba vigilando todo el tiempo, y cuando llegó el momento, le provoqué y se metió derecho en mi trampa.
–Muy hábil.
–No. Fue estúpido. Pero no tenía elección. Era eso o que me cogiera, lo cual habría significado que me tratasen como a un loco. Me odié por ello. Él sólo estaba haciendo su trabajo, después de todo, y sentí pena por él. La pena me asquea, especialmente cuando la encuentro en mí mismo.
–¿Y luego?
–No podía estar seguro de que mi truco hubiera dado resultado realmente. Pensé que Quinn podía volver a encontrarme. Así que seguí moviéndome, incluso cuando ya no tenía necesidad de hacerlo. Perdí casi un año de esa manera.
–¿Dónde fuiste?
–Al sur, al suroeste. Quería estar donde hiciera calor. Viajaba a pie, ¿comprendes?, dormía a la intemperie, trataba de ir donde no hubiera mucha gente. Es un país enorme, ¿sabes? Absolutamente desconcertante. En una época me quedé en el desierto durante unos dos meses; Más tarde viví en una choza al borde de una reserva de indios hopi en Arizona. Los indios tuvieron una asamblea tribal antes de darme permiso para quedarme allí.
–Eso te lo estás inventando.
–No te pido que me creas. Te cuento la historia, nada más. Puedes pensar lo que quieras.
–¿Y luego?
–Estuve en alguna parte de Nuevo México. Un día entré en un restaurante de carretera para comer algo y alguien se había dejado un periódico en el mostrador. Lo cogí y lo leí. Así fue como me enteré de que se había publicado un libro mío.
–¿Te sorprendió?
–Esa no es la palabra que yo usaría.
–¿Cuál, entonces?
–No sé. Me enfadé, creo. Me disgusté.
–No lo entiendo.
–Me enfadé porque el libro era una mierda.
–Los escritores nunca pueden juzgar su trabajo.
–No, el libro era una mierda, créeme. Todo lo que hice era mierda.
–¿Entonces por qué no lo destruiste?
–Estaba demasiado apegado a él. Pero eso no significa que fuese bueno. Un niño está apegado a su caca, pero nadie se entusiasma por eso. Es estrictamente asunto suyo.
–Entonces, ¿por qué le hiciste prometer a Sophie que me enseñaría tu trabajo?
–Para calmarla. Pero eso ya lo sabes. Hace tiempo que lo adivinaste. Esa era mi excusa. La verdadera razón era encontrarle un nuevo marido.
–Dio resultado.
–Tenía que darlo. No elegí a cualquiera, ¿comprendes?
–¿Y los manuscritos?
–Pensé que tú los tirarías. Nunca se me ocurrió que alguien se tomara en serio la obra.
–¿Qué hiciste después de leer que el libro había sido publicado?
–Volví a Nueva York. Era algo absurdo, pero estaba un poco fuera de mí, ya no podía pensar con claridad. El libro me había obligado a hacer lo que había hecho, ¿comprendes? Y ahora tenía que volver a luchar con él. Una vez publicado el libro, ya no podía retroceder.
–Creí que habías muerto.
–Eso es lo que tenías que creer. Por lo menos, me demostró que Quinn ya no era un problema. Pero este nuevo problema era mucho peor. Entonces fue cuando te escribí la carta.
–Eso fue algo cruel.
–Estaba enfadado contigo. Quería que sufrieses, que vivieses con las mismas cosas con las que yo había vivido. En el instante en que eché la carta en el buzón, me arrepentí.
–Demasiado tarde.
–Sí, demasiado tarde.
–¿Cuánto tiempo te quedaste en Nueva York?
–No lo sé. Seis u ocho meses, creo.
–¿Cómo vivías? ¿Cómo ganabas el dinero necesario para vivir?
–Robaba cosas.
–¿Por qué no me dices la verdad?
–Hago lo que puedo. Te estoy contando todo lo que puedo contarte.
–¿Qué más hiciste en Nueva York?
–Te vigilé. Os vigilé a ti, a Sophie y al niño. Hubo una época en que incluso acampé delante de vuestro edificio. Durante dos o tres semanas, quizá un mes. Te seguía a todas partes. Una o dos veces incluso tropecé contigo en la calle, te miré directamente a los ojos. Pero tú nunca te diste cuenta. Era fantástico comprobar que no me veías.
–Te estás inventando todo eso.
–Ya no debo tener el mismo aspecto.
–Nadie puede cambiar tanto.
–Creo que estoy irreconocible. Pero eso fue una suerte para ti. Si hubiera ocurrido algo, probablemente te habría matado. Durante todo el tiempo que estuve en Nueva York, sólo tenía pensamientos asesinos. Un mal asunto. Allí estuve muy cerca de una especie de horror.
–¿Qué te detuvo?
–Encontré el valor necesario para marcharme.
–Eso fue noble por tu parte.
–No estoy intentando defenderme. Sólo te estoy contando la historia.
–Y luego, ¿qué?
–Volví a embarcarme. Todavía tenía mí tarjeta de marinero y me enrolé en un carguero griego. Fue asqueroso, verdaderamente repugnante de principio a fin. Pero me lo merecía; era exactamente lo que quería. El barco iba a todas partes, la India, Japón, el mundo entero. No bajé a tierra ni una vez. Cada vez que llegábamos a puerto, bajaba a mi camarote y me encerraba allí. Pasé dos años así, sin ver nada, sin hacer nada, viviendo como un muerto.
–Mientras yo intentaba escribir la historia de tu vida.
–¿Es eso lo que estabas haciendo?
–Eso parecía.
–Un gran error.
–No hace falta que me lo digas. Lo descubrí yo solo.
–El barco atracó en Boston un día y decidí abandonarlo. Había ahorrado una gran cantidad de dinero, más que suficiente para comprar esta casa. He estado aquí desde entonces.
–¿Qué nombre usas?
–Henry Dark. Pero nadie sabe quién soy. No salgo nunca. Hay una mujer que viene dos veces a la semana y me trae lo que necesito, pero no la veo nunca. Le dejo una nota al pie de la escalera, junto con el dinero que le debo. Es un arreglo sencillo y eficaz. Eres la primera persona con quien hablo en dos años.
–¿Has pensado alguna vez que estás perdiendo el juicio?
–Sé que eso es lo que te parece, pero no es así, créeme. Ni siquiera deseo malgastar mi aliento hablándote de ello. Lo que necesito para mí es muy diferente de lo que necesitan otras personas.
–¿No es esta casa un poco grande para una sola persona?
–Demasiado grande. No he salido de la planta baja desde el día en que me mudé aquí.
–Entonces, ¿por qué la compraste?
–No me costó casi nada. Y me gustaba el nombre de la calle. Me atraía.
–¿Columbus Square?
–Sí.
–No te sigo.
–Me pareció un buen presagio. Volver a América y luego encontrar una casa en una calle que se llamaba Columbus.2 Hay una cierta lógica en ello.
–Y aquí es donde piensas morir.
–Exactamente.
–Tu primera carta decía siete años. Todavía te falta uno.
–Me he demostrado lo que quería. No hay necesidad de continuar. Estoy cansado. He tenido suficiente.
–¿Me pediste que viniera porque pensaste que te lo impediría?
–No. En absoluto. No espero nada de ti.
–Entonces, ¿qué quieres?
–Tengo algunas cosas que darte. En un momento dado comprendí que te debía una explicación por lo que hice. Por lo menos un intento. He pasado los últimos seis meses tratando de escribirla.
–Creí que habías dejado de escribir para siempre.
–Esto es diferente. No tiene nada que ver con lo que hacía.
–¿Dónde está?
–Detrás de ti. En el suelo del armario que está debajo de la escalera. Un cuaderno rojo.
Me volví, abrí la puerta del armario y cogí el cuaderno. Era un cuaderno corriente de espiral con doscientas páginas rayadas. Eché una rápida ojeada al contenido y vi que todas las páginas estaban llenas: la misma conocida escritura, la misma tinta negra, la misma letra pequeña. Me levanté y regresé a la rendija entre las dos hojas de la puerta.
–Y ahora, ¿qué? –pregunté.
–Llévatelo a casa y léelo.
–¿Y si no puedo?
–Entonces guárdalo para el niño. Puede que quiera leerlo cuando sea mayor.
–No creo que tengas ningún derecho a pedir eso.
–Es mi hijo.
–No, no lo es. Es mío.
–No insistiré. Léelo tú, entonces. Lo escribí para ti.
–¿Y Sophie?
–No. No debes decírselo.
–Eso es lo único que nunca entenderé.
–¿Sophie?
–Cómo pudiste abandonarla de esa manera. ¿Qué te hizo?
–Nada. No fue culpa suya. Eso ya debes saberlo. Es sólo que no era mi destino vivir como otras personas.
–¿Cuál era tu destino?
–Todo está en el cuaderno. Cualquier cosa que consiguiera decirte ahora sólo distorsionaría la verdad.
–¿Hay algo más?
–No, creo que no. Probablemente hemos llegado al final.
–No creo que tengas el valor de matarme. Si echase abajo la puerta ahora, no harías nada.
–No te arriesgues. Morirías por nada.
–Te quitaría la pistola de la mano, te dejaría inconsciente de un golpe.
–No tiene sentido hacer eso. Ya estoy muerto. He tomado veneno hace unas horas.
–No te creo.
–No puedes saber lo que es verdad y lo que no lo es. Nunca lo sabrás.
–Llamaré a la policía. Abrirán la puerta a hachazos y te llevarán al hospital a la fuerza.
–Un sonido en la puerta y una bala atravesará mi cabeza. No tienes manera de salirte con la tuya.
–¿Tan tentadora es la muerte?
–He vivido con ella tanto tiempo que es lo único que me queda.
Ya no sabía qué decir. Fanshawe me había agotado, y mientras le oía respirar al otro lado de la puerta, sentí como si me hubieran aspirado la vida.
–Eres un idiota –dije, incapaz de pensar en otra cosa–. Eres un idiota y mereces morir.
Luego, abrumado por mi propia debilidad y estupidez, empecé a aporrear la puerta como un niño, temblando y farfullando, al borde de las lágrimas.
–Será mejor que te vayas ahora –dijo Fanshawe–. No hay ninguna razón para prolongar esto.
–No quiero irme –dije–. Todavía tenemos cosas de que hablar.
–No. Se acabó. Llévate el cuaderno y vuelve a Nueva York. Es lo único que te pido.
Estaba tan exhausto que por un momento creí que iba a caerme. Me agarré al pomo de la puerta para sostenerme, notando que mí cabeza se oscurecía por dentro, luchando para no desmayarme. Después de eso no tengo ningún recuerdo de lo que sucedió. Me encontré fuera, delante de la casa, el paraguas en una mano y el cuaderno rojo en la otra. Había dejado de llover pero el aire seguía siendo frío y noté la humedad en los pulmones. Vi un camión grande que pasaba estrepitosamente entre el tráfico y seguí sus luces rojas traseras hasta que ya no pude verlas. Cuando levanté la cabeza, vi que era casi de noche. Eché a andar alejándome de la casa, poniendo mecánicamente un pie delante del otro, incapaz de concentrarme en la dirección que llevaba. Creo que me caí una o dos veces. En un momento dado recuerdo que estuve parado en una esquina tratando de coger un taxi, pero ninguno se paró. Unos minutos más tarde el paraguas se me escapó de la mano y cayó en un charco. No me molesté en recogerlo.
Eran poco más de las siete cuando llegué a la estación Sur. Un tren para Nueva York había salido quince minutos antes y el siguiente no tenía la salida hasta las ocho y media. Me senté en uno de los bancos de madera con el cuaderno rojo en el regazo. Unos cuantos viajeros de cercanías regazados fueron entrando dispersos; un empleado se movió despacio por el suelo de mármol con una fregona; escuché a dos hombres que hablaban de los Red Sox detrás de mi. Al cabo de diez minutos de resistir el impulso, finalmente abrí el cuaderno. Leí sin parar durante casi una hora, pasando las hojas hacia detrás y hacia adelante, tratando de comprender el sentido de lo que Fanshawe había escrito. Si no digo nada sobre lo que encontré allí, es porque entendí muy poco. Todas las palabras me eran conocidas, y sin embargo parecían juntadas de un modo extraño, como si su propósito final fuese anularse unas a otras. No se me ocurre ninguna otra manera de expresarlo. Cada frase borraba la frase anterior, cada párrafo hacía imposible el siguiente. Es extraño, entonces, que la sensación que sobrevive de ese cuaderno sea de gran lucidez. Es como si Fanshawe supiera que su obra final tenía que subvertir todas mis expectativas. Aquéllas no eran las palabras de un hombre que lamentase nada. Había contestado a la pregunta haciendo otra pregunta, y por lo tanto todo quedaba abierto, inacabado, listo para empezar de nuevo. Me perdí después de la primera palabra y a partir de entonces sólo pude avanzar tanteando, tropezando en la oscuridad, cegado por el libro que había sido escrito para mí. Y sin embargo, debajo de aquella confusión, comprendí que había algo demasiado voluntario, algo demasiado perfecto, como si en última instancia lo único que él hubiera querido realmente fuese fracasar, incluso hasta el punto de fallarse a sí mismo. Podría equivocarme, sin embargo, yo no estaba en condiciones de leer nada en aquel momento, y posiblemente mi juicio sea equivocado. Estaba allí, leía aquellas palabras con mis propios ojos, y sin embargo me resulta difícil fiarme de lo que digo.
Me acerqué a las vías con varios minutos de antelación. Llovía de nuevo y veía mi aliento en el aire delante de mi, saliendo de mi boca en pequeñas ráfagas de niebla. Una por una, arranqué las páginas del cuaderno, las arrugué con la mano y las tiré en una papelera del andén. Llegué a la última página justo cuando el tren salía.


FIN



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