LA INICIACIÓN EGIPCIA
Y SU RELACIÓN CON EL HOMBRE
Jorge Adoum
*
Todo aspirante debe comprender los misterios de la Iniciación antigua para entender y practicar, a conciencia, la verdadera Iniciación moderna. Todos los Misterios Antiguos eran símbolos de hechos futuros que deben suceder. Para comprender la Verdad debemos estudiar los símbolos antiguos que constituyen el camino más directo a la Sabiduría.
Los egipcios practicaban la Iniciación en la Gran Pirámide. Ese monumento maravilloso jamás fue tumba de faraón alguno, como pretenden demostrar algunos expertos. La Gran Pirámide es fidelísima copia del cuerpo humano y podemos decir, simbólicamente, que es la tumba del Dios Íntimo que se halla dentro del hombre.
Para volver a la Unidad con el Dios Íntimo, el hombre debe buscar su propia Iniciación en su mundo interno, tal como en los tiempos antiguos el principiante debía penetrar al Interior de la Gran Pirámide en busca de la Gran Iniciación.
Todas las religiones y escuelas materializaban y continúan materializando los misterios, por dos razones: para velarlos a los ojos de los profanos y para facilitar su comprensión por el candidato.
Amedes le dice a Sethos, cuando llegan al pie del misterioso Santuario de la Iniciación:
“Sus caminos secretos conducen a los hombres amados por los dioses a un fin que ni siquiera puedo nombrar. Es indispensable que ellos hagan nacer en sí el ardiente deseo de alcanzarlo. La entrada de la Pirámide está abierta a todo el mundo, pero compadezco a quienes tienen que buscar la salida por la misma puerta cuyos umbrales franquearon, no habiendo conseguido sino satisfacer muy imperfectamente su curiosidad y ver lo poco que les es dado contar”.
Sin embargo, el aspirante insiste en su propósito de recibir la Iniciación y escala, detrás de su Maestro, el lado norte de la Pirámide hasta llegar a una puerta cuadrada, siempre abierta, de reducidas dimensiones (tres pies de largo y tres de alto), que da acceso a un pasadizo estrecho.
El discípulo y su guía lo recorren arrastrándose con dificultad. El guía va delante con una lámpara, símbolo del saber humano, que apenas alumbra su camino.
La palabra Pirámide viene de pyr, fuego, o sea espíritu. La Iniciación en la Pirámide equivale a la comunicación con los grandes misterios del Espíritu, “la Unión en el Reino de Dios Interno con el Padre”. El fuego de que se habla aquí no es el fuego material, ni tampoco el fuego o luz de los soles, sino otro fuego, mil veces más excelso: el del Pensamiento.
La Gran Pirámide Iniciática, a la que penetraba el candidato, es el símbolo de nuestro propio Cuerpo. En efecto, ¿dónde, si no en él, nos iniciamos, más o
menos, a lo largo de la vida y de las vidas?.
En esta Gran Pirámide-Cuerpo nos iniciamos evolutivamente, hasta llegar a la condición de Adeptos Divinos, iniciadores, a nuestra vez, de los seres inferiores a nosotros.
La puerta estrecha de la Pirámide es la misma puerta estrecha del Evangelio, que conduce a la salvación. Está siempre abierta, pero para entrar por ella, el hombre debe inclinarse o doblarse, conduciéndose a sí mismo al mundo Interno con el pensamiento. El pasadizo angosto es el camino abrupto y penoso que conduce al Reino de Dios dentro del cuerpo, porque el camino de la perdición es ancho, dice Jesús; el Guía es el buen deseo o aspiración y el candidato es el hombre.
Después de muchas angustias, de breves instantes que le parecen siglos, el aspirante llega a una habitación de regulares dimensiones (dentro de la caja torácica). Allí lo reciben dos Iniciados (dos intercesores: el YO SUPERIOR y el ÁNGEL DE LA GUARDA). Ambos son creados por el propio hombre, con la mejor de sus aspiraciones presentes y pasadas, pero no debe hacerles pregunta alguna. Más, como el aspirante ignora esta prohibición, trata de pedirles explicaciones, pero se le informa que no debe malgastar su tiempo ya que no obtendrá respuesta a nada, pues los intercesores no son sino sus propias criaturas (y solamente el Dios Íntimo puede dar respuestas verdaderas).
Esos dos intercesores llevan el pensamiento al mundo interno y entran en un largo corredor que conduce al borde de un precipicio profundo e insondable (el precipicio de las tentaciones de los deseos, que conduce a la parte inferior del cuerpo físico; el aspirante debe ser tentado con esta prueba y tiene que bajar al pozo oscuro de su propio cuerpo).
Una luz, emanada del intelecto, puesta al borde, le permite apreciar el peligro de la espantosa caída (cuando el pensamiento se dirige a ese mundo inferior y en él se deleita). Mirando con atención, el aspirante distingue unas barras colocadas a un lado de la negra cueva y que permiten, aunque no sin riesgo, el descenso (del pensamiento) por ellas, a los hombres de mente firme y ánimo imperturbable.
El aspirante prefiere bajar para no sufrir las dificultades del regreso. A bastante profundidad terminan las gradas (las costillas) sin llegar aún al fondo. En la última grada (la del vientre) busca una solución al terrible problema y entonces encuentra en la pared una abertura o ventana angosta por donde puede entrar a otro corredor, siempre descendente, pero en forma de espiral estrecha. Al fin de ese pasadizo, el neófito tropieza con una sólida puerta. La empuja, ella cede, pero al cerrarse tras de él, golpea en los quicios y produce un fragor infernal.
Sigue adelante, mas otra grada le corta el paso. Al aproximarse ve que continúa un corredor bajo y estrecho, sobre cuya entrada brilla una inscripción: “Todos los que recorren esta senda, solos y sin mirar atrás, serán purificados por el fuego, por el agua y por el aire. Si consiguen vencer el miedo (de la mente) a la muerte, saldrán del seno de la tierra (de la profundidad del cuerpo humano), volverán a ver la luz (del Sol, en el corazón) y tendrán el derecho de preparar el alma para recibir la revelación de los misterios de la gran Diosa Isis (los misterios de la naturaleza humana)”.
(Desde su entrada por la puerta de la Pirámide, o por su propio corazón, el aspirante ha tenido que avanzar, hasta aquí, por cuatro corredores que se comunican entre sí mediante aposentos o gradas). El pensamiento, durante esa penetración, tiene que recorrer los cuatro corredores que unen y comunican los cuatro poderosos centros mágicos del cuerpo humano, que llevan a las cuatro etapas inferiores del mundo interno siguiendo las leyes cósmicas de la involución; pero, una vez llegado a la última etapa, comienza nuevamente su ascenso tras haber sido probado, en su evolución, por el fuego, por el agua y por el aire.
El aspirante sigue el camino de la Iniciación.
Aunque nadie lo vea, está siempre vigilado por sus intercesores: a la menor debilidad, acudirán presurosos y, por otros pasadizos, lo conducirán a la puerta de entrada para que se reintegre a la Luz y a la vida exterior, no sin haber jurado que a nadie referirá lo ocurrido. El perjuro será terriblemente castigado, porque ese descenso a las etapas ínfimas confieren al aspirante los poderes de las tinieblas y ¡ay de quien se atreva a comunicar a los demás esos poderes o los utilice para fines personales!.
Al final del oscuro corredor, el aspirante encuentra a tres iniciados que tienen la cabeza y el rostro cubiertos con la máscara de Anubis. (Hay tres iniciadores de los tres cuerpos, que nos guían por esas etapas antes de que lleguemos al altar de los Misterios Mayores).
Esa puerta es, en la Iniciación, la puerta de la muerte. Uno de los enmascarados dice al aspirante: “No estamos aquí para estorbar tu paso. Puedes continuar si los dioses te conceden el valor que necesitas; sabe, sin embargo, que si traspasado este lugar, llegas al fuego sagrado de tu Divinidad y tratas, en cualquier momento, de retroceder, aquí estamos para impedir que huyas. Hasta ahora eres libre de retroceder; mas, si sigues adelante, perderás la esperanza de salir de estos lugares sin obtener la victoria definitiva. Aún es tiempo: ¡decídete! Si renuncias, aún puedes salir por este corredor (que da hacia el mundo exterior) sin volver la vista atrás; si avanzas, sigue el camino del frente (que te conduce al centro de la médula espinal), por el cual debes subir al cielo. Debes recorrer ese camino sin vacilación (si no quieres ser retenido en tu propio infierno). Escoge”.
Tras responder el aspirante que nada le arredrará, los tres guardianes lo dejan pasar, cerrando la puerta (la cuarta). Otra vez queda solo en un largo pasadizo en cuyo extremo advierte un resplandor. A medida que avanza, la luz se vuelve más intensa, hasta ser deslumbradora. Luego llega a una sala abovedada donde, a lado y lado, arden piras enormes cuyas llamas se entrecruzan en el centro (la base de la columna vertebral).
Esa parte está cubierta por un enrejado incandescente. Los clavos le impiden al aspirante poner el pie en un lugar donde no arriesgue quemaduras y, al transponerlo, hay no solamente el peligro de perecer abrasado sino también el de morir asfixiado en ese ambiente irrespirable.
Cerrando los ojos penetra en la habitación ígnea; pero ¡oh increíble encanto!, al tocar los pies el enrejado fino (cuando el pensamiento puro penetra sin temor en el fuego sagrado), las llamas desaparecen, las hogueras se apagan al instante y el paso por ellas se vuelve posible sin temor a que se trate de una mera apariencia: es una realidad tangible. En las entrañas sobremanera misteriosas de nuestro cuerpo, como en las de nuestro planeta, arde, según la
física, un gran fuego y duerme, según la metafísica, un fuego más intenso aún: el fuego del pensamiento Cósmico. Esos fuegos, ocultos a la vista del profano que vive fuera del Templo, son vistos y sentidos por el Iniciado.
Juan decía a sus discípulos: “Yo os bautizo verdaderamente con agua; pero el que vendrá después de mí os bautizará con fuego y con el Espíritu Santo”. Juan, el asceta, la mente carnal, no puede comunicar a sus discípulos mayor sabiduría que la de los misterios relacionados con el ámbito de la materia, cuyo símbolo es el agua, mientras que la sabiduría que comunicaría Jesús, como Iniciado en los Misterios superiores, era el propio fuego de la Sabiduría, nacido de la verdadera Gnosis o real Iluminación Espiritual.
Debemos comprender aquí la naturaleza de ese fuego. Dijimos ya que no se trata del fuego físico sino del aspecto superior de ese elemento. La prueba del Fuego Superior a que se somete al aspirante en la Iniciación Interna, lo pone frente a sí mismo, o sea la naturaleza divina frente a la naturaleza terrena. Es el viaje de regreso, el viaje mental a su propia Divinidad. Debe atravesar para ello las esferas de los Señores de la Llama, así como las atravesó en su viaje de involución o descenso.
El Poder Ígneo del hombre es lo que lleva a la Humanidad a su prosperidad espiritual y material y da origen a los Maestros y Guías de las Naciones.
En esas esferas residen los Señores de la Llama y cuando el aspirante a la vida superior los evoca por la Iniciación Interna, dentro de la parte inferior del cuerpo Sus llamas consumen lo inferior, lo mezquino, lo denso y lo grosero y lo convierten en Dios Omnipotente.
Esas llamas, en el cuerpo humano, constituyen el Fuego Creador y son las emanaciones del Espíritu Santo - Tercer aspecto del Dios Íntimo -; por ellas el hombre se acerca a su Divinidad.
Para poder atravesar el mundo de las llamas divinas son necesarios un pensamiento y un cuerpo puros, castos y fuertes.
El Mundo de los Señores de la Llama tiene siete divisiones, como los demás mundos, pero esas etapas o divisiones se penetran mutuamente. En la parte superior gobierna el Dios Ígneo de la Luz y en la parte inferior domina el demonio del humo.
En la Humanidad actual predomina el elemento ígneo con humo y por ello hay guerras de destrucción, particularmente con fuego e incendios, al paso que los Iniciados tratan de dominar el mundo por medio de la Luz pura y no por medio del Fuego destructor.
El fuego del Sol Central y su representante en la cabeza arden más no queman, a la manera de la zarza de Horeb, mientras que el fuego del sol físico quema y arde por su rebelión contra el Sol Central, como sucede en el cuerpo físico.
El pensamiento es un poder que tiene sonido, calor y forma. Una vez dirigido hacia la parte inferior del cuerpo, asciende el fuego sagrado, mas la Pureza del pensamiento y su castidad eliminan del fuego su humo y su calor destructivo y dejan solamente Su Luz, y Dios es Luz. Entonces el Iniciado es elevado por los Ángeles de la Luz al Trono de la Luz.
Todo hombre debe pasar por esas etapas, mas los que toman el camino del regreso, ascendiendo, son los magos blancos o hijos de la Luz, mientras los que se detienen en esas esferas se convierten en magos negros o hijos de las tinieblas.
En ese viaje mental el Pensador procede a la iniciación de sus átomos; únicamente la pureza y la castidad pueden librarlos del Infierno del Fuego y tinieblas para conducirlos al Cielo de la Luz pura, libre de todo humo y ardor.
El hombre que domina sus instintos se hace servir por esos dioses elementales del Fuego.
Siguiendo luego por otras galerías, dentro de su propio organismo, el aspirante iba a desembocar en la líquida extensión que invadía toda la amplitud de un subterráneo. En el otro extremo se distinguía, al fin, una escalinata. Era preciso vencer el peligroso obstáculo y, consecuentemente, el aspirante se desnudaba, rápido, y, sosteniendo sus ropas enrolladas en lo alto de la mano con que sujetaba la lámpara, se valía de la otra para nadar y vencer la corriente de las aguas agitadas (de los deseos).
Antes de serle autorizado el ingreso para llevar a término sus deberes de sacerdocio en el mismo santuario, el aspirante debía ser sometido a la prueba del agua. El divino Jesús cumplió esa ley en el Jordán, donde pasó por el rito místico del bautismo de agua. Dícese que entonces el Espíritu Santo descendió sobre Él.
Cuando el aspirante se somete a la prueba del agua siente que se desprende de su cuerpo físico y de sus cinco sentidos; esta separación es parcial, como la que se experimenta en los momentos de entrada al sueño. El hombre, pasando primero por la prueba del fuego y luego por la del agua, sigue la misma evolución del planeta Tierra, que un día fue ígneo y que, al enfriarse por el contacto con el espacio, generó humedad que, al evaporarse, se elevaba y luego caía hasta que llegó a ser agua. De modo que, por la acción del calor y el frío, se formaron los espíritus de la tierra, del agua y del aire que hasta hoy siguen conformando el cuerpo humano. O sea que esos elementales nos acompañan desde la remota edad de nuestra formación física.
Una vez descritos los elementales del fuego, debemos decir algo sobre los del agua, o ángeles del agua, distinguiendo siempre entre el agua física y sus elementales.
En la Iniciación interna, después de vencer los elementales del fuego, dominando el instinto, el Iniciado tiene que dominar los elementales del agua o de los deseos. Y es preciso distinguir la diferencia que existe entre el instinto y el deseo.
La prueba del agua es el símbolo del vencimiento del cuerpo de los deseos. Debe advertirse al candidato que, para regresar al Cielo del Padre, a la Unión con Él, tiene que deshacerse de los groseros goces de la carne sin menoscabar su inclinación a los gozos espirituales.
El fuego que radica en la parte inferior del cuerpo es el del instinto; el de los deseos se encuentra en el hígado y ambos influyen en la mente, con participación de ella.
El Aprendiz, después de seguir por otras galerías en su cuerpo, llega al hígado,
morada del cuerpo de los deseos.
El Rey elemental del agua reside en esa víscera que dirige sus huestes en el cuerpo por medio de los deseos.
Nuevamente debemos insistir en la necesidad de no confundir el agua con su elemento superior, que es el Deseo, así como no debe confundirse el cuerpo con el Espíritu. El mundo de los elementales del agua es como un vapor diáfano; sus habitantes son seres vivos e inteligentes que intensifican nuestros deseos e impresiones.
Los elementales del agua se apoderan de la sustancia mental para adoptar la forma deseada; sin embargo, al verlos desde adentro, se asemejan a una constelación y por eso los ocultistas llaman mundo astral al mundo de los elementales del agua, por su similitud con los astros.
Cuando el Iniciado vence ese mundo y ese cuerpo astral de los deseos en su hígado, puede penetrar en la inteligencia de la naturaleza y levantar el velo de Isis.
El hombre que se entrega a la satisfacción de sus deseos groseros se encuentra asido por estos, como por un pulpo: ellos se apoderan de los átomos mentales para crear formas con las cuales encadenan al hombre.
Esos elementales tienen sus escuelas internas dentro del hombre, aunque dan sus enseñanzas solamente a las personas que los dominan y ese dominio debe basarse en el amor.
Los elementales del agua admiran y respetan mucho a los seres que se sacrifican por los demás y a los que enfrentan el peligro para salvar a los náufragos.
Las siete divisiones de ese mundo están pobladas por elementales de desarrollo diferente. Los inferiores nos incitan a los deseos bajos, mientras que los superiores nos enseñan la sabiduría de las edades pasadas, cuando la chispa Divina del hombre penetraba en la densidad de la materia.
Cuando un hombre domina sus deseos, los elementales del agua acuden a servirle con obediencia, buscando así llegar a la inmortalidad por medio de la energía que reciben de lo Íntimo del hombre.
Al llegar a la otra orilla, el neófito se vestía y, tras un breve descanso, comenzaba a subir la escalinata en cuya cima había una plataforma fronteriza y una gran puerta con dos argollas fijas a ella, como llamadores.
Al empujarla, perdía apoyo en el descansillo y el neófito quedaba en el aire, colgado de las manos, sacudido por un furioso vendaval y sin lumbre, por haber dejado caer la que llevaba, para agarrarse a las argollas. Después de algunos momentos de angustia y terror, que debían parecerle eternos, cesaba el viento. El neófito volvía a sentir, bajo sus pies, el terreno firme del descansillo y, ante sus ojos atónitos, se abría la puerta para ponerle delante un magnífico templo intensamente iluminado.
La prueba del aire pertenece al mundo mental.
En la región abstracta del mundo de la mente habitan los elementales del aire, que desempeñan un papel importante en la evolución del hombre. Allí se
encuentra también nuestra mente propia, heredada de nuestro pasado remoto.
Los elementales superiores del aire poseen la inspiración en cualquier ciencia o arte; los inferiores se interesan mucho por los fenómenos espirituales.
En la Iniciación interna el neófito debe dominar los elementales inferiores para ser servido por los superiores. Una vez dominados los primeros y servido por los otros, el hombre llega a la omnisciencia, pudiendo entonces conocer o, mejor, reconocer las historias del pasado y ver el futuro. Podrá saber, con exactitud, la hora de su muerte y librarse de los tormentos ilusorios y alucinantes de las regiones del Infierno y el Purgatorio.
Los elementales del aire estimulan y guían nuestra mente hacia los pensamientos altruistas y elevados, gracias a la visualización interna.
Con tal visualización podemos concentrar y aprender todas las ciencias y religiones del pasado y, al mismo tiempo, crear nuevas ciencias y religiones de mayor perfección.
Cuando un hombre domina el fuego sexual en la prueba del fuego, impregna la región de su mente con sus átomos luminosos, solares, cuyo brillo infunde profundo respeto a los elementales del aire.
Por su omnisciencia llega el Iniciado a saber la razón de las cosas sin necesidad de pensar en ellas, porque ese saber está dentro de nosotros mismos y, para comprenderlo, no debemos vacilar. Entonces el hombre no huye del peligro porque sabe de antemano lo que va a suceder y cómo ha de ponerse en lugar seguro.
Los elementales del aire son los depositarios de los archivos de la naturaleza; todo cuanto desea saber el hombre lo encuentra en los archivos, en manos de esos elementales que habitan dentro de nosotros.
Los elementales del aire son los que leen los pensamientos ajenos y comunican esa lectura al hombre, a quien respetan y sirven. Jamás se manifiestan a la gente orgullosa o vanidosa. Son muy amigos de los simples y humildes y por ello vemos que muchas verdades salen de boca de los niños y de los pobres de Espíritu, como dice el Evangelio. Nos dice también que, después de su tentación en el desierto, Jesús fue servido por ángeles que no eran otros que los elementales superiores del aire. Nadie que sea orgulloso de su mente y su saber humano logra dominar a las Potestades del Aire, como las llama San Pablo, pese a que son muy obedientes a los que alcanzan el dominio mental por la concentración, siempre que esta tenga una finalidad constructiva.
El orgullo y la magia negra pertenecen a la división inferior de esos elementales. Muchas veces enloquecen y enferman a sus médiums y producen en ellos perturbaciones mentales. La Legión que fue dominada por Jesús y sacada de los dos locos sensitivos que vivían en los cementerios, era la división inferior de los elementales del aire, porque hay personas que se dedican a la nigromancia y otras ramas de la adivinación, sea por lucro personal o por vanagloria, y caen en las redes de los elementales inferiores al ejercer tales dones de manera inadecuada.
El mundo mental inferior es dominado por el Enemigo oculto en nosotros. Él tiene a sus órdenes a las huestes inferiores del aire, mientras que los elementales superiores son huestes del Pensador Padre de la creación, que
los envía al hombre en forma de intuición o de inspiración superior a través del corazón.
Los superiores son defensores de los órganos delicados del cuerpo astral, mientras que los inferiores los rompen para dejar pasar, por las roturas, ciertos conocimientos del más allá.
La concentración del Adepto o Santo puede compararse a una evaporación de la Inteligencia para llegar al conocimiento de los misterios ocultos; mas las provocaciones de los espiritistas, hipnotizadores y otros, tienen por objeto la materialización de lo sutil y diáfano para poder juzgar a través de los sentidos físicos. El primer método espiritualiza la materia; el segundo materializa lo espiritual creyendo, de ese modo, poder conocerlo.
Todo discípulo que se vanagloria de sus poderes ahuyenta de sí a los elementales superiores del aire.
La mente humana tiene, en sus movimientos, analogía con el aire: así como no se puede retener ni dominar el aire, sólo consigue dominar el pensamiento quien alcanzó, en su Iniciación, los grados superiores.
La finalidad de la Iniciación externa es dar al aspirante un símbolo de la dominación de sus pensamientos después de haber dominado sus instintos y emociones. Esa es la única verdad que lleva a la Unidad.
Una vez terminadas sus pruebas y vencedor en todas, entraba el aspirante en su magnífico Templo Interior, iluminado por la Luz divina.
Desde el altar avanzaba el Sacerdote, lo felicitaba por su firmeza y valor, le ofrecía un vaso de agua pura, símbolo de su Iniciación y perfeccionamiento moral. En seguida, se arrodillaba ante la triple imagen de Osiris, Isis y Horus, la Trinidad Sagrada.
Siguiendo ese maravilloso relato en el mundo interno podemos llegar a significados sorprendentes.
Cuando el aspirante triunfa en sus pruebas internas dentro de su propio Templo-Cuerpo iluminado, llega hasta su corazón, el Altar del Dios Íntimo; entonces se adelanta a recibirlo el Gran Sacerdote, el símbolo del Hombre Perfecto, que es el Átomo Nus que vive siempre cerca del Altar Divino en el hombre y está esperando al discípulo en su viaje mental para guiarlo hasta su propia Divinidad. El Átomo Nus, después de felicitarlo, le da de beber el agua de la Vida Eterna como recompensa a su llegada al Reino de su Padre Interno. En seguida, arrodillase frente al Altar, ante las tres representaciones del Dios Íntimo que son: el Poder, el Saber y la Manifestación, la Trinidad Sagrada.
Pero todavía no está unido con su Íntimo: se encuentra, apenas, ante sus atributos.
Con esa ceremonia concluía la primera parte material de la Iniciación.
El aspirante tuvo el valor y la fuerza necesarios para su adelanto; pero eso no es todo: aún le falta saber si, no habiéndolo vencido el terror, no lo avasallarán las seducciones del bienestar, de la pasión y del placer.
Para demostrarlo, y sin que el aspirante lo advierta, en el transcurso de su
educación iniciática debe ser tentado como Jesús en el desierto, a fin de apresurarse a cumplir sus obligaciones de vida pura y dominio de los apetitos y sensaciones.
Si venciera sería un discípulo de la Iniciación; si, por el contrario, lo venciesen sus apetitos y pasiones, sería sentenciado a permanecer en la categoría inferior hasta que aprenda a vencerse a sí mismo.
Durante las pruebas morales y la meditación el aspirante aprende, en las escuelas internas, toda la sabiduría: el significado de las ceremonias religiosas, la simbología, la conciencia y la magia de los números y letras, la relación de la astronomía con su propio cuerpo, que lleva a la astrología hermética. Aprende el poder de la palabra y del pensamiento y sus efectos, manejando el poder magnético e hipnótico, y recibe gradualmente la ciencia de la Magia y el modo de utilizarla.
Más, para llegar a la cima del poder, debe preparar sus tres cuerpos: el cuerpo físico, el cuerpo de los deseos y el cuerpo mental, de los cuales salió vencedor en las pruebas.
Domina el cuerpo físico por medio del ayuno y el ascetismo. El ayuno purifica y el ascetismo domina sus sensaciones venciendo la sed, el frío, el calor, el cansancio, el sufrimiento y todas las molestias materiales.
Debe mantener el cuerpo limpio, dormir poco, trabajar mucho; su alimentación debe ser buena y natural y no debe beber sino agua.
Domina el alma o cuerpo de los deseos matando las pasiones, la ambición, el ansia de poseer, el bienestar personal, el egoísmo, etc. Debe lograr ser indiferente a las alegrías y los dolores, a los placeres y sufrimientos, de modo que nada altere jamás su tranquilidad de pensamiento. En este periodo tiene que aprender ciertas obligaciones místicas, rituales y costumbres, prácticas y oraciones.
Para dominar su tercer cuerpo, que es el mental, debe dedicar todos sus pensamientos al mundo interno, silencioso en sus meditaciones, enviando su poderosa voluntad a distancia para cumplir ciertos deberes. Desde ese arte puede llegar a los planos superiores de la Vida Espiritual, donde se alcanza la Iluminación y el conocimiento de la verdad.
El dominio de los tres cuerpos es necesario para la última prueba que equivalía al coronamiento de toda la Iniciación. Significaba la renuncia completa a todo lo vulgar y terreno para alcanzar la suprema Luz, que sólo brilla ante los ojos cerrados por la muerte física.
Esta última prueba consistía en colocar al discípulo en un sarcófago.
Metido en él, debía pasar, inmóvil, toda la noche, entregado a una meditación profunda y a rezos especiales. En esas condiciones realizaba la proyección del cuerpo astral según los métodos que le habían enseñado, y su cuerpo invisible, arrastrado por las corrientes de los mundos superiores, ascendía a las alturas donde se le decía la última palabra, donde conocía el último secreto de la Verdad absoluta. AI rayar el día siguiente, se levantaba del sarcófago otro hombre: un Adepto, perteneciente a la suprema Jerarquía de la Iniciación. Sus poderes eran indescriptibles, y sus obligaciones y responsabilidades, espantosas.
Nadie sino un Maestro de la Sabiduría Secreta sería capaz de hacerles frente.
La entrada al mundo astral exige el dominio de los tres cuerpos arriba indicados: el aspirante debe ser puro en el cuerpo físico, en el cuerpo de los deseos y en el cuerpo de los pensamientos o, en otros términos, puro en pensamientos, deseos y obras.
La Verdad es interna y, para llegar a ella, debemos entrar en nuestro mundo interno y hacer de nuestro cuerpo físico un sarcófago. Gracias a la meditación profunda y a la oración mental, el espíritu penetra en las corrientes divinas y asciende hasta el Padre que “dará al vencedor el maná escondido y le entregará una piedrezuela blanca y, en ella, un nuevo nombre escrito, que nadie conoce sino aquel que lo recibe”.
Al final indicaremos los ejercicios adecuados para estos ensayos.
Hay quienes creen que los templos de la Iniciación se extinguieron antes de la Era cristiana. Tal vez sea verdad, pero no debe olvidarse que, si la Iniciación Egipcia desapareció, otras Iniciaciones, más importantes y más prácticas, surgieron del judaísmo y que el Cristianismo nos trajo la más acabada.
Hoy se nos dice que conviene ir a buscar en el Tibet la palabra perdida; que en las cimas inaccesibles del Himalaya está el retiro misterioso de los Maestros. No negamos “la existencia de seres excelsos en esa región, pero debemos comprender siempre que el Himalaya es también un símbolo, igual que la Pirámide de Egipto, de cuanto permanece en el mundo interior del hombre.
La entrada invisible sigue abierta; la senda, hoy como entonces, existe. No la pueden recorrer sino quienes ponen en práctica los cuatro consejos de la Esfinge, guiados por un propósito decidido y desprovisto de curiosidad malsana. Dondequiera que estén, pueden hallar el camino porque los Maestros Internos velan y su atención llega a todas partes.
Hablamos de la Iniciación Egipcia que se celebraba en la Pirámide y de su relación íntima con el cuerpo humano. Ahora hablaremos de la Iniciación Hebraica que, aunque diferente en sus símbolos, tiene el mismo objetivo y la misma finalidad que la primera.
Y SU RELACIÓN CON EL HOMBRE
Jorge Adoum
*
Todo aspirante debe comprender los misterios de la Iniciación antigua para entender y practicar, a conciencia, la verdadera Iniciación moderna. Todos los Misterios Antiguos eran símbolos de hechos futuros que deben suceder. Para comprender la Verdad debemos estudiar los símbolos antiguos que constituyen el camino más directo a la Sabiduría.
Los egipcios practicaban la Iniciación en la Gran Pirámide. Ese monumento maravilloso jamás fue tumba de faraón alguno, como pretenden demostrar algunos expertos. La Gran Pirámide es fidelísima copia del cuerpo humano y podemos decir, simbólicamente, que es la tumba del Dios Íntimo que se halla dentro del hombre.
Para volver a la Unidad con el Dios Íntimo, el hombre debe buscar su propia Iniciación en su mundo interno, tal como en los tiempos antiguos el principiante debía penetrar al Interior de la Gran Pirámide en busca de la Gran Iniciación.
Todas las religiones y escuelas materializaban y continúan materializando los misterios, por dos razones: para velarlos a los ojos de los profanos y para facilitar su comprensión por el candidato.
Amedes le dice a Sethos, cuando llegan al pie del misterioso Santuario de la Iniciación:
“Sus caminos secretos conducen a los hombres amados por los dioses a un fin que ni siquiera puedo nombrar. Es indispensable que ellos hagan nacer en sí el ardiente deseo de alcanzarlo. La entrada de la Pirámide está abierta a todo el mundo, pero compadezco a quienes tienen que buscar la salida por la misma puerta cuyos umbrales franquearon, no habiendo conseguido sino satisfacer muy imperfectamente su curiosidad y ver lo poco que les es dado contar”.
Sin embargo, el aspirante insiste en su propósito de recibir la Iniciación y escala, detrás de su Maestro, el lado norte de la Pirámide hasta llegar a una puerta cuadrada, siempre abierta, de reducidas dimensiones (tres pies de largo y tres de alto), que da acceso a un pasadizo estrecho.
El discípulo y su guía lo recorren arrastrándose con dificultad. El guía va delante con una lámpara, símbolo del saber humano, que apenas alumbra su camino.
La palabra Pirámide viene de pyr, fuego, o sea espíritu. La Iniciación en la Pirámide equivale a la comunicación con los grandes misterios del Espíritu, “la Unión en el Reino de Dios Interno con el Padre”. El fuego de que se habla aquí no es el fuego material, ni tampoco el fuego o luz de los soles, sino otro fuego, mil veces más excelso: el del Pensamiento.
La Gran Pirámide Iniciática, a la que penetraba el candidato, es el símbolo de nuestro propio Cuerpo. En efecto, ¿dónde, si no en él, nos iniciamos, más o
menos, a lo largo de la vida y de las vidas?.
En esta Gran Pirámide-Cuerpo nos iniciamos evolutivamente, hasta llegar a la condición de Adeptos Divinos, iniciadores, a nuestra vez, de los seres inferiores a nosotros.
La puerta estrecha de la Pirámide es la misma puerta estrecha del Evangelio, que conduce a la salvación. Está siempre abierta, pero para entrar por ella, el hombre debe inclinarse o doblarse, conduciéndose a sí mismo al mundo Interno con el pensamiento. El pasadizo angosto es el camino abrupto y penoso que conduce al Reino de Dios dentro del cuerpo, porque el camino de la perdición es ancho, dice Jesús; el Guía es el buen deseo o aspiración y el candidato es el hombre.
Después de muchas angustias, de breves instantes que le parecen siglos, el aspirante llega a una habitación de regulares dimensiones (dentro de la caja torácica). Allí lo reciben dos Iniciados (dos intercesores: el YO SUPERIOR y el ÁNGEL DE LA GUARDA). Ambos son creados por el propio hombre, con la mejor de sus aspiraciones presentes y pasadas, pero no debe hacerles pregunta alguna. Más, como el aspirante ignora esta prohibición, trata de pedirles explicaciones, pero se le informa que no debe malgastar su tiempo ya que no obtendrá respuesta a nada, pues los intercesores no son sino sus propias criaturas (y solamente el Dios Íntimo puede dar respuestas verdaderas).
Esos dos intercesores llevan el pensamiento al mundo interno y entran en un largo corredor que conduce al borde de un precipicio profundo e insondable (el precipicio de las tentaciones de los deseos, que conduce a la parte inferior del cuerpo físico; el aspirante debe ser tentado con esta prueba y tiene que bajar al pozo oscuro de su propio cuerpo).
Una luz, emanada del intelecto, puesta al borde, le permite apreciar el peligro de la espantosa caída (cuando el pensamiento se dirige a ese mundo inferior y en él se deleita). Mirando con atención, el aspirante distingue unas barras colocadas a un lado de la negra cueva y que permiten, aunque no sin riesgo, el descenso (del pensamiento) por ellas, a los hombres de mente firme y ánimo imperturbable.
El aspirante prefiere bajar para no sufrir las dificultades del regreso. A bastante profundidad terminan las gradas (las costillas) sin llegar aún al fondo. En la última grada (la del vientre) busca una solución al terrible problema y entonces encuentra en la pared una abertura o ventana angosta por donde puede entrar a otro corredor, siempre descendente, pero en forma de espiral estrecha. Al fin de ese pasadizo, el neófito tropieza con una sólida puerta. La empuja, ella cede, pero al cerrarse tras de él, golpea en los quicios y produce un fragor infernal.
Sigue adelante, mas otra grada le corta el paso. Al aproximarse ve que continúa un corredor bajo y estrecho, sobre cuya entrada brilla una inscripción: “Todos los que recorren esta senda, solos y sin mirar atrás, serán purificados por el fuego, por el agua y por el aire. Si consiguen vencer el miedo (de la mente) a la muerte, saldrán del seno de la tierra (de la profundidad del cuerpo humano), volverán a ver la luz (del Sol, en el corazón) y tendrán el derecho de preparar el alma para recibir la revelación de los misterios de la gran Diosa Isis (los misterios de la naturaleza humana)”.
(Desde su entrada por la puerta de la Pirámide, o por su propio corazón, el aspirante ha tenido que avanzar, hasta aquí, por cuatro corredores que se comunican entre sí mediante aposentos o gradas). El pensamiento, durante esa penetración, tiene que recorrer los cuatro corredores que unen y comunican los cuatro poderosos centros mágicos del cuerpo humano, que llevan a las cuatro etapas inferiores del mundo interno siguiendo las leyes cósmicas de la involución; pero, una vez llegado a la última etapa, comienza nuevamente su ascenso tras haber sido probado, en su evolución, por el fuego, por el agua y por el aire.
El aspirante sigue el camino de la Iniciación.
Aunque nadie lo vea, está siempre vigilado por sus intercesores: a la menor debilidad, acudirán presurosos y, por otros pasadizos, lo conducirán a la puerta de entrada para que se reintegre a la Luz y a la vida exterior, no sin haber jurado que a nadie referirá lo ocurrido. El perjuro será terriblemente castigado, porque ese descenso a las etapas ínfimas confieren al aspirante los poderes de las tinieblas y ¡ay de quien se atreva a comunicar a los demás esos poderes o los utilice para fines personales!.
Al final del oscuro corredor, el aspirante encuentra a tres iniciados que tienen la cabeza y el rostro cubiertos con la máscara de Anubis. (Hay tres iniciadores de los tres cuerpos, que nos guían por esas etapas antes de que lleguemos al altar de los Misterios Mayores).
Esa puerta es, en la Iniciación, la puerta de la muerte. Uno de los enmascarados dice al aspirante: “No estamos aquí para estorbar tu paso. Puedes continuar si los dioses te conceden el valor que necesitas; sabe, sin embargo, que si traspasado este lugar, llegas al fuego sagrado de tu Divinidad y tratas, en cualquier momento, de retroceder, aquí estamos para impedir que huyas. Hasta ahora eres libre de retroceder; mas, si sigues adelante, perderás la esperanza de salir de estos lugares sin obtener la victoria definitiva. Aún es tiempo: ¡decídete! Si renuncias, aún puedes salir por este corredor (que da hacia el mundo exterior) sin volver la vista atrás; si avanzas, sigue el camino del frente (que te conduce al centro de la médula espinal), por el cual debes subir al cielo. Debes recorrer ese camino sin vacilación (si no quieres ser retenido en tu propio infierno). Escoge”.
Tras responder el aspirante que nada le arredrará, los tres guardianes lo dejan pasar, cerrando la puerta (la cuarta). Otra vez queda solo en un largo pasadizo en cuyo extremo advierte un resplandor. A medida que avanza, la luz se vuelve más intensa, hasta ser deslumbradora. Luego llega a una sala abovedada donde, a lado y lado, arden piras enormes cuyas llamas se entrecruzan en el centro (la base de la columna vertebral).
Esa parte está cubierta por un enrejado incandescente. Los clavos le impiden al aspirante poner el pie en un lugar donde no arriesgue quemaduras y, al transponerlo, hay no solamente el peligro de perecer abrasado sino también el de morir asfixiado en ese ambiente irrespirable.
Cerrando los ojos penetra en la habitación ígnea; pero ¡oh increíble encanto!, al tocar los pies el enrejado fino (cuando el pensamiento puro penetra sin temor en el fuego sagrado), las llamas desaparecen, las hogueras se apagan al instante y el paso por ellas se vuelve posible sin temor a que se trate de una mera apariencia: es una realidad tangible. En las entrañas sobremanera misteriosas de nuestro cuerpo, como en las de nuestro planeta, arde, según la
física, un gran fuego y duerme, según la metafísica, un fuego más intenso aún: el fuego del pensamiento Cósmico. Esos fuegos, ocultos a la vista del profano que vive fuera del Templo, son vistos y sentidos por el Iniciado.
Juan decía a sus discípulos: “Yo os bautizo verdaderamente con agua; pero el que vendrá después de mí os bautizará con fuego y con el Espíritu Santo”. Juan, el asceta, la mente carnal, no puede comunicar a sus discípulos mayor sabiduría que la de los misterios relacionados con el ámbito de la materia, cuyo símbolo es el agua, mientras que la sabiduría que comunicaría Jesús, como Iniciado en los Misterios superiores, era el propio fuego de la Sabiduría, nacido de la verdadera Gnosis o real Iluminación Espiritual.
Debemos comprender aquí la naturaleza de ese fuego. Dijimos ya que no se trata del fuego físico sino del aspecto superior de ese elemento. La prueba del Fuego Superior a que se somete al aspirante en la Iniciación Interna, lo pone frente a sí mismo, o sea la naturaleza divina frente a la naturaleza terrena. Es el viaje de regreso, el viaje mental a su propia Divinidad. Debe atravesar para ello las esferas de los Señores de la Llama, así como las atravesó en su viaje de involución o descenso.
El Poder Ígneo del hombre es lo que lleva a la Humanidad a su prosperidad espiritual y material y da origen a los Maestros y Guías de las Naciones.
En esas esferas residen los Señores de la Llama y cuando el aspirante a la vida superior los evoca por la Iniciación Interna, dentro de la parte inferior del cuerpo Sus llamas consumen lo inferior, lo mezquino, lo denso y lo grosero y lo convierten en Dios Omnipotente.
Esas llamas, en el cuerpo humano, constituyen el Fuego Creador y son las emanaciones del Espíritu Santo - Tercer aspecto del Dios Íntimo -; por ellas el hombre se acerca a su Divinidad.
Para poder atravesar el mundo de las llamas divinas son necesarios un pensamiento y un cuerpo puros, castos y fuertes.
El Mundo de los Señores de la Llama tiene siete divisiones, como los demás mundos, pero esas etapas o divisiones se penetran mutuamente. En la parte superior gobierna el Dios Ígneo de la Luz y en la parte inferior domina el demonio del humo.
En la Humanidad actual predomina el elemento ígneo con humo y por ello hay guerras de destrucción, particularmente con fuego e incendios, al paso que los Iniciados tratan de dominar el mundo por medio de la Luz pura y no por medio del Fuego destructor.
El fuego del Sol Central y su representante en la cabeza arden más no queman, a la manera de la zarza de Horeb, mientras que el fuego del sol físico quema y arde por su rebelión contra el Sol Central, como sucede en el cuerpo físico.
El pensamiento es un poder que tiene sonido, calor y forma. Una vez dirigido hacia la parte inferior del cuerpo, asciende el fuego sagrado, mas la Pureza del pensamiento y su castidad eliminan del fuego su humo y su calor destructivo y dejan solamente Su Luz, y Dios es Luz. Entonces el Iniciado es elevado por los Ángeles de la Luz al Trono de la Luz.
Todo hombre debe pasar por esas etapas, mas los que toman el camino del regreso, ascendiendo, son los magos blancos o hijos de la Luz, mientras los que se detienen en esas esferas se convierten en magos negros o hijos de las tinieblas.
En ese viaje mental el Pensador procede a la iniciación de sus átomos; únicamente la pureza y la castidad pueden librarlos del Infierno del Fuego y tinieblas para conducirlos al Cielo de la Luz pura, libre de todo humo y ardor.
El hombre que domina sus instintos se hace servir por esos dioses elementales del Fuego.
Siguiendo luego por otras galerías, dentro de su propio organismo, el aspirante iba a desembocar en la líquida extensión que invadía toda la amplitud de un subterráneo. En el otro extremo se distinguía, al fin, una escalinata. Era preciso vencer el peligroso obstáculo y, consecuentemente, el aspirante se desnudaba, rápido, y, sosteniendo sus ropas enrolladas en lo alto de la mano con que sujetaba la lámpara, se valía de la otra para nadar y vencer la corriente de las aguas agitadas (de los deseos).
Antes de serle autorizado el ingreso para llevar a término sus deberes de sacerdocio en el mismo santuario, el aspirante debía ser sometido a la prueba del agua. El divino Jesús cumplió esa ley en el Jordán, donde pasó por el rito místico del bautismo de agua. Dícese que entonces el Espíritu Santo descendió sobre Él.
Cuando el aspirante se somete a la prueba del agua siente que se desprende de su cuerpo físico y de sus cinco sentidos; esta separación es parcial, como la que se experimenta en los momentos de entrada al sueño. El hombre, pasando primero por la prueba del fuego y luego por la del agua, sigue la misma evolución del planeta Tierra, que un día fue ígneo y que, al enfriarse por el contacto con el espacio, generó humedad que, al evaporarse, se elevaba y luego caía hasta que llegó a ser agua. De modo que, por la acción del calor y el frío, se formaron los espíritus de la tierra, del agua y del aire que hasta hoy siguen conformando el cuerpo humano. O sea que esos elementales nos acompañan desde la remota edad de nuestra formación física.
Una vez descritos los elementales del fuego, debemos decir algo sobre los del agua, o ángeles del agua, distinguiendo siempre entre el agua física y sus elementales.
En la Iniciación interna, después de vencer los elementales del fuego, dominando el instinto, el Iniciado tiene que dominar los elementales del agua o de los deseos. Y es preciso distinguir la diferencia que existe entre el instinto y el deseo.
La prueba del agua es el símbolo del vencimiento del cuerpo de los deseos. Debe advertirse al candidato que, para regresar al Cielo del Padre, a la Unión con Él, tiene que deshacerse de los groseros goces de la carne sin menoscabar su inclinación a los gozos espirituales.
El fuego que radica en la parte inferior del cuerpo es el del instinto; el de los deseos se encuentra en el hígado y ambos influyen en la mente, con participación de ella.
El Aprendiz, después de seguir por otras galerías en su cuerpo, llega al hígado,
morada del cuerpo de los deseos.
El Rey elemental del agua reside en esa víscera que dirige sus huestes en el cuerpo por medio de los deseos.
Nuevamente debemos insistir en la necesidad de no confundir el agua con su elemento superior, que es el Deseo, así como no debe confundirse el cuerpo con el Espíritu. El mundo de los elementales del agua es como un vapor diáfano; sus habitantes son seres vivos e inteligentes que intensifican nuestros deseos e impresiones.
Los elementales del agua se apoderan de la sustancia mental para adoptar la forma deseada; sin embargo, al verlos desde adentro, se asemejan a una constelación y por eso los ocultistas llaman mundo astral al mundo de los elementales del agua, por su similitud con los astros.
Cuando el Iniciado vence ese mundo y ese cuerpo astral de los deseos en su hígado, puede penetrar en la inteligencia de la naturaleza y levantar el velo de Isis.
El hombre que se entrega a la satisfacción de sus deseos groseros se encuentra asido por estos, como por un pulpo: ellos se apoderan de los átomos mentales para crear formas con las cuales encadenan al hombre.
Esos elementales tienen sus escuelas internas dentro del hombre, aunque dan sus enseñanzas solamente a las personas que los dominan y ese dominio debe basarse en el amor.
Los elementales del agua admiran y respetan mucho a los seres que se sacrifican por los demás y a los que enfrentan el peligro para salvar a los náufragos.
Las siete divisiones de ese mundo están pobladas por elementales de desarrollo diferente. Los inferiores nos incitan a los deseos bajos, mientras que los superiores nos enseñan la sabiduría de las edades pasadas, cuando la chispa Divina del hombre penetraba en la densidad de la materia.
Cuando un hombre domina sus deseos, los elementales del agua acuden a servirle con obediencia, buscando así llegar a la inmortalidad por medio de la energía que reciben de lo Íntimo del hombre.
Al llegar a la otra orilla, el neófito se vestía y, tras un breve descanso, comenzaba a subir la escalinata en cuya cima había una plataforma fronteriza y una gran puerta con dos argollas fijas a ella, como llamadores.
Al empujarla, perdía apoyo en el descansillo y el neófito quedaba en el aire, colgado de las manos, sacudido por un furioso vendaval y sin lumbre, por haber dejado caer la que llevaba, para agarrarse a las argollas. Después de algunos momentos de angustia y terror, que debían parecerle eternos, cesaba el viento. El neófito volvía a sentir, bajo sus pies, el terreno firme del descansillo y, ante sus ojos atónitos, se abría la puerta para ponerle delante un magnífico templo intensamente iluminado.
La prueba del aire pertenece al mundo mental.
En la región abstracta del mundo de la mente habitan los elementales del aire, que desempeñan un papel importante en la evolución del hombre. Allí se
encuentra también nuestra mente propia, heredada de nuestro pasado remoto.
Los elementales superiores del aire poseen la inspiración en cualquier ciencia o arte; los inferiores se interesan mucho por los fenómenos espirituales.
En la Iniciación interna el neófito debe dominar los elementales inferiores para ser servido por los superiores. Una vez dominados los primeros y servido por los otros, el hombre llega a la omnisciencia, pudiendo entonces conocer o, mejor, reconocer las historias del pasado y ver el futuro. Podrá saber, con exactitud, la hora de su muerte y librarse de los tormentos ilusorios y alucinantes de las regiones del Infierno y el Purgatorio.
Los elementales del aire estimulan y guían nuestra mente hacia los pensamientos altruistas y elevados, gracias a la visualización interna.
Con tal visualización podemos concentrar y aprender todas las ciencias y religiones del pasado y, al mismo tiempo, crear nuevas ciencias y religiones de mayor perfección.
Cuando un hombre domina el fuego sexual en la prueba del fuego, impregna la región de su mente con sus átomos luminosos, solares, cuyo brillo infunde profundo respeto a los elementales del aire.
Por su omnisciencia llega el Iniciado a saber la razón de las cosas sin necesidad de pensar en ellas, porque ese saber está dentro de nosotros mismos y, para comprenderlo, no debemos vacilar. Entonces el hombre no huye del peligro porque sabe de antemano lo que va a suceder y cómo ha de ponerse en lugar seguro.
Los elementales del aire son los depositarios de los archivos de la naturaleza; todo cuanto desea saber el hombre lo encuentra en los archivos, en manos de esos elementales que habitan dentro de nosotros.
Los elementales del aire son los que leen los pensamientos ajenos y comunican esa lectura al hombre, a quien respetan y sirven. Jamás se manifiestan a la gente orgullosa o vanidosa. Son muy amigos de los simples y humildes y por ello vemos que muchas verdades salen de boca de los niños y de los pobres de Espíritu, como dice el Evangelio. Nos dice también que, después de su tentación en el desierto, Jesús fue servido por ángeles que no eran otros que los elementales superiores del aire. Nadie que sea orgulloso de su mente y su saber humano logra dominar a las Potestades del Aire, como las llama San Pablo, pese a que son muy obedientes a los que alcanzan el dominio mental por la concentración, siempre que esta tenga una finalidad constructiva.
El orgullo y la magia negra pertenecen a la división inferior de esos elementales. Muchas veces enloquecen y enferman a sus médiums y producen en ellos perturbaciones mentales. La Legión que fue dominada por Jesús y sacada de los dos locos sensitivos que vivían en los cementerios, era la división inferior de los elementales del aire, porque hay personas que se dedican a la nigromancia y otras ramas de la adivinación, sea por lucro personal o por vanagloria, y caen en las redes de los elementales inferiores al ejercer tales dones de manera inadecuada.
El mundo mental inferior es dominado por el Enemigo oculto en nosotros. Él tiene a sus órdenes a las huestes inferiores del aire, mientras que los elementales superiores son huestes del Pensador Padre de la creación, que
los envía al hombre en forma de intuición o de inspiración superior a través del corazón.
Los superiores son defensores de los órganos delicados del cuerpo astral, mientras que los inferiores los rompen para dejar pasar, por las roturas, ciertos conocimientos del más allá.
La concentración del Adepto o Santo puede compararse a una evaporación de la Inteligencia para llegar al conocimiento de los misterios ocultos; mas las provocaciones de los espiritistas, hipnotizadores y otros, tienen por objeto la materialización de lo sutil y diáfano para poder juzgar a través de los sentidos físicos. El primer método espiritualiza la materia; el segundo materializa lo espiritual creyendo, de ese modo, poder conocerlo.
Todo discípulo que se vanagloria de sus poderes ahuyenta de sí a los elementales superiores del aire.
La mente humana tiene, en sus movimientos, analogía con el aire: así como no se puede retener ni dominar el aire, sólo consigue dominar el pensamiento quien alcanzó, en su Iniciación, los grados superiores.
La finalidad de la Iniciación externa es dar al aspirante un símbolo de la dominación de sus pensamientos después de haber dominado sus instintos y emociones. Esa es la única verdad que lleva a la Unidad.
Una vez terminadas sus pruebas y vencedor en todas, entraba el aspirante en su magnífico Templo Interior, iluminado por la Luz divina.
Desde el altar avanzaba el Sacerdote, lo felicitaba por su firmeza y valor, le ofrecía un vaso de agua pura, símbolo de su Iniciación y perfeccionamiento moral. En seguida, se arrodillaba ante la triple imagen de Osiris, Isis y Horus, la Trinidad Sagrada.
Siguiendo ese maravilloso relato en el mundo interno podemos llegar a significados sorprendentes.
Cuando el aspirante triunfa en sus pruebas internas dentro de su propio Templo-Cuerpo iluminado, llega hasta su corazón, el Altar del Dios Íntimo; entonces se adelanta a recibirlo el Gran Sacerdote, el símbolo del Hombre Perfecto, que es el Átomo Nus que vive siempre cerca del Altar Divino en el hombre y está esperando al discípulo en su viaje mental para guiarlo hasta su propia Divinidad. El Átomo Nus, después de felicitarlo, le da de beber el agua de la Vida Eterna como recompensa a su llegada al Reino de su Padre Interno. En seguida, arrodillase frente al Altar, ante las tres representaciones del Dios Íntimo que son: el Poder, el Saber y la Manifestación, la Trinidad Sagrada.
Pero todavía no está unido con su Íntimo: se encuentra, apenas, ante sus atributos.
Con esa ceremonia concluía la primera parte material de la Iniciación.
El aspirante tuvo el valor y la fuerza necesarios para su adelanto; pero eso no es todo: aún le falta saber si, no habiéndolo vencido el terror, no lo avasallarán las seducciones del bienestar, de la pasión y del placer.
Para demostrarlo, y sin que el aspirante lo advierta, en el transcurso de su
educación iniciática debe ser tentado como Jesús en el desierto, a fin de apresurarse a cumplir sus obligaciones de vida pura y dominio de los apetitos y sensaciones.
Si venciera sería un discípulo de la Iniciación; si, por el contrario, lo venciesen sus apetitos y pasiones, sería sentenciado a permanecer en la categoría inferior hasta que aprenda a vencerse a sí mismo.
Durante las pruebas morales y la meditación el aspirante aprende, en las escuelas internas, toda la sabiduría: el significado de las ceremonias religiosas, la simbología, la conciencia y la magia de los números y letras, la relación de la astronomía con su propio cuerpo, que lleva a la astrología hermética. Aprende el poder de la palabra y del pensamiento y sus efectos, manejando el poder magnético e hipnótico, y recibe gradualmente la ciencia de la Magia y el modo de utilizarla.
Más, para llegar a la cima del poder, debe preparar sus tres cuerpos: el cuerpo físico, el cuerpo de los deseos y el cuerpo mental, de los cuales salió vencedor en las pruebas.
Domina el cuerpo físico por medio del ayuno y el ascetismo. El ayuno purifica y el ascetismo domina sus sensaciones venciendo la sed, el frío, el calor, el cansancio, el sufrimiento y todas las molestias materiales.
Debe mantener el cuerpo limpio, dormir poco, trabajar mucho; su alimentación debe ser buena y natural y no debe beber sino agua.
Domina el alma o cuerpo de los deseos matando las pasiones, la ambición, el ansia de poseer, el bienestar personal, el egoísmo, etc. Debe lograr ser indiferente a las alegrías y los dolores, a los placeres y sufrimientos, de modo que nada altere jamás su tranquilidad de pensamiento. En este periodo tiene que aprender ciertas obligaciones místicas, rituales y costumbres, prácticas y oraciones.
Para dominar su tercer cuerpo, que es el mental, debe dedicar todos sus pensamientos al mundo interno, silencioso en sus meditaciones, enviando su poderosa voluntad a distancia para cumplir ciertos deberes. Desde ese arte puede llegar a los planos superiores de la Vida Espiritual, donde se alcanza la Iluminación y el conocimiento de la verdad.
El dominio de los tres cuerpos es necesario para la última prueba que equivalía al coronamiento de toda la Iniciación. Significaba la renuncia completa a todo lo vulgar y terreno para alcanzar la suprema Luz, que sólo brilla ante los ojos cerrados por la muerte física.
Esta última prueba consistía en colocar al discípulo en un sarcófago.
Metido en él, debía pasar, inmóvil, toda la noche, entregado a una meditación profunda y a rezos especiales. En esas condiciones realizaba la proyección del cuerpo astral según los métodos que le habían enseñado, y su cuerpo invisible, arrastrado por las corrientes de los mundos superiores, ascendía a las alturas donde se le decía la última palabra, donde conocía el último secreto de la Verdad absoluta. AI rayar el día siguiente, se levantaba del sarcófago otro hombre: un Adepto, perteneciente a la suprema Jerarquía de la Iniciación. Sus poderes eran indescriptibles, y sus obligaciones y responsabilidades, espantosas.
Nadie sino un Maestro de la Sabiduría Secreta sería capaz de hacerles frente.
La entrada al mundo astral exige el dominio de los tres cuerpos arriba indicados: el aspirante debe ser puro en el cuerpo físico, en el cuerpo de los deseos y en el cuerpo de los pensamientos o, en otros términos, puro en pensamientos, deseos y obras.
La Verdad es interna y, para llegar a ella, debemos entrar en nuestro mundo interno y hacer de nuestro cuerpo físico un sarcófago. Gracias a la meditación profunda y a la oración mental, el espíritu penetra en las corrientes divinas y asciende hasta el Padre que “dará al vencedor el maná escondido y le entregará una piedrezuela blanca y, en ella, un nuevo nombre escrito, que nadie conoce sino aquel que lo recibe”.
Al final indicaremos los ejercicios adecuados para estos ensayos.
Hay quienes creen que los templos de la Iniciación se extinguieron antes de la Era cristiana. Tal vez sea verdad, pero no debe olvidarse que, si la Iniciación Egipcia desapareció, otras Iniciaciones, más importantes y más prácticas, surgieron del judaísmo y que el Cristianismo nos trajo la más acabada.
Hoy se nos dice que conviene ir a buscar en el Tibet la palabra perdida; que en las cimas inaccesibles del Himalaya está el retiro misterioso de los Maestros. No negamos “la existencia de seres excelsos en esa región, pero debemos comprender siempre que el Himalaya es también un símbolo, igual que la Pirámide de Egipto, de cuanto permanece en el mundo interior del hombre.
La entrada invisible sigue abierta; la senda, hoy como entonces, existe. No la pueden recorrer sino quienes ponen en práctica los cuatro consejos de la Esfinge, guiados por un propósito decidido y desprovisto de curiosidad malsana. Dondequiera que estén, pueden hallar el camino porque los Maestros Internos velan y su atención llega a todas partes.
Hablamos de la Iniciación Egipcia que se celebraba en la Pirámide y de su relación íntima con el cuerpo humano. Ahora hablaremos de la Iniciación Hebraica que, aunque diferente en sus símbolos, tiene el mismo objetivo y la misma finalidad que la primera.
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