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domingo, 22 de febrero de 2009

LA NOVELA DE LA MOMIA


LA NOVELA DE LA MOMIA
TEÓFILO GAUTIER

I
Mientras Jonia y Grecia, constantemente divididas por ambiciones rivales,
desgarradas por guerras intestinas, apenas empezaban a salir del caos prehistórico, el
Egipto contemporáneo llevaba varios siglos de ciencia y sabiduría.
Su maravillosa industria, su colosal arquitectura, su arte perfeccionado,
entusiasmaron a cuantos griegos lo visitaron en distintas épocas. El viejo Hornero puso en
boca de Ulises cuantas palabras de admiración inspiraba a los de su época la civilización
egipcia, y muchos fueron los historiadores griegos que de Egipto se ocuparon.
Pero esos libros, mezclas de realidad, mitos y cuentos, falsearon por mucho tiempo el
concepto que del pueblo faraónico se tenía; Herodoto, Plutarco, Estabrón, Diodoro de
Sicilia, nos describieron la antigüedad oriental de manera muy distinta de lo que en
realidad fue. Con sus espíritus y sus ideas de griegos Vieron y juzgaron según su modo de
pensar y de sentir, y no pudieron interpretar bien aquella colosal civilización, ni
comprender aquel pueblo cuya fuerza incontrastable radicaba en su mito religioso. Las
Historias y las descripciones de viajes que escribieron, no son más que ridículas leyendas
que se desvanecen si detenidamente se examinan. Hasta los espectáculos que Herodoto
pretende haber presenciado, los cuenta con inexactitudes inverosímiles; como no conocía
el idioma del país, no pudo recurrir a las fuentes históricas, tuvo que contentarse con lo
que le contaban sus guías o los sacerdotes de los templos, que visitaba. "Leyendo lo que
cuenta —dice el señor Gayet—, diríase que jamás puso los pies en el valle del Nilo y que
no ha hecho más que poner nombres extranjeros, más o menos estropeados, a lo que vio
en su país." Diodoro de Sicilia es un simple recopilador —dice Lenormant—, que ha
reunido confusamente y en indigesta forma, los datos tomados en cualquier parte". Y el
mismo autor añade: "De todos los escritores griegos que han tratado la historia de los
Faraones, sólo hay uno cuyos testimonios han conservado gran valor desde que se ha
conseguido descifrar los jeroglíficos: es Manethón".
Este era sacerdote de la ciudad de Sebennytus, en el Delta, y escribió en griego,
durante el reinado de Tolomeo Filadelfo, una historia de Egipto basándose en los archivos
oficiales conservados en los templos. A pesar de haber desaparecido tan precioso libro,
aun quedan de él algunos fragmentos, y la lista de los reyes de Egipto que Manethón
colocara al final de su obra.
Pero desde que Champollión halló manera de leer y traducir los caracteres de la
escritura egipcia, un Egipto nuevo hasta entonces se ha presentado ante nosotros; y las
excavaciones efectuadas, los Tapirus y los bajo relieves encontrados, permiten hoy conocer
la historia de ese pueblo maravilloso, tan bien o quizá mejor (en algunas épocas) que los
sucesos acaecidos en Europa en los albores de la Edad Media.
Todos los monumentos, todos los objetos, todas las pinturas que hemos llegado a
conocer, provenientes del antiguo imperio, dan testimonio de una civilización puramente
egipcia. Si equivocadamente se han atribuido a ciertos obreros y arquitectos mercenarios,
venidos de Babilonia o de Grecia, algunas obras maestras encontradas en las tumbas de las
seis primeras dinastías, en realidad tuvo Egipto su arquitectura, su pintura y sus
industrias que no provenían de otra inspiración que de la propia1.
La arquitectura egipcia, colosal y hermosa, una de las más antiguas del mundo, se
inspiró en la naturaleza del país. Los capiteles imitaban hojas de palmera, las flores de loto
adornaron las paredes de los templos y sirvieron de motivo ornamental.
Un gusto depurado y un instinto seguro inspiran al arte egipcio. En la arquitectura
griega, el arquitrabe reposa directamente sobre los capiteles de las columnas; en la
arquitectura egipcia, por el contrario, un dado cuadrado, colocado en el centro del capitel,
sostiene el arquitrabe, porque los constructores egipcios comprendieron que esa parte del
cornisamento, que siempre tiene apariencia de pesadez, no podía, sin faltar a las reglas del
buen gusto y la nobleza arquitectónica, descansar en capiteles que representaban hojas,
flores y delicados ornamentos.
1 Jehan d'Ivray.
La ciencia egipcia se extendía a todos las ramas del saber humano, desde la escultura
hasta la mecánica, sin olvidar la química práctica y la joyería.
En escultura llegaron los egipcios hasta la perfección ya en época muy remota, y para
convencerse de ello basta con fijarse en las admirables estatuas de Ra-Hotep y de Hofer.
También pertenecen a la época del antiguo Egipto la cabeza de estatua de caliza roja y ese
escriba acurrucado, del museo del Louvre, conocido en el mundo entero, que pertenece a
la época de la IV dinastía.
En épocas más próximas a nosotros aparecen obras como la incomparable estatua de
Ramsés (museo del Louvre), y el maravilloso mausoleo de Seti I, en el valle de Biban-el-
Moluk.
No es este lugar adecuado para hablar de las numerosas obras que nos han legado
las diferentes épocas del antiguo Egipto, pero no queremos dejar de citar la joya artística
que existe en una urna de cristal, en la primera sala del museo del Louvre; la preciosa
estatuita de la sacerdotisa Tuy. Delgadita, esbelta, viste transparente túnica cubierta de
laminitas de oro, que deja el seno al descubierto; tiene el brazo izquierdo castamente
replegado sobre el pecho de puras formas y mira con extraños ojos de turbadoras pupilas
de esmalte; tan turbadoras que parecen vivientes en la sombría cara de armoniosos rasgos.
La servidora de Min (o Khem) de Cpotos, parece haber venido a nosotros desde esos
lejanos tiempos para levantar una punta de ese velo misterioso que rasgan más cada día
las manos de los arqueólogos. Esta obra de arte, exquisita entre todas, proviene de la XX
dinastía y es una magnífica muestra de la perfección con que tallaban la madera los
escultores de esa época.
Mientras los habitantes de la tierra cubrían sus carnes con toscos sayales de lana y se
sentaban en la piedra del hogar, los egipcios usaban ya magníficas telas hábilmente
teñidas de llamativos colores y tenían muebles cuyos pies simulaban garras de leones,
sillones con brazos que imitaban perfectamente cabezas de macho cabrío y de toro.
Los jarrones, copas, platos y utensilios de vidrio fabricados en Egipto en tiempo de
los Ramsés, alcanzaron fantástica cifra y nadie supo en lo antiguo mejor que los joyeros
egipcios engarzar piedras preciosas y trabajar el oro. Los objetos más sencillos tomaban, en
manos de esos pacientes artistas, formas encantadoras o terribles; los mangos de espejo o
de cuchara representaban flores de loto o débiles cuerpos de muchachas completamente
desnudas2.
En fin, todo aquello que podía hacer la vida más lujosa y agradable fue estudiado y
trabajado meticulosamente, y hasta los objetos de uso corriente perseverantemente
acondicionados y labrados con un gusto exquisito que revela hasta qué grado se afinó y
perfeccionó el pueblo faraónico. Hasta los juguetes fueron cuidadosamente labrados, y las
niñas egipcias de hace seis mil años conocieron las peonzas, los polichinelas y las muñecas
que aún hoy entretienen a nuestros pequeños.
Pero si ese pueblo dotado de fértil imaginación, con el espíritu abierto a todos los
descubrimientos de su tiempo, causa nuestra admiración al ver las diferentes obras que
realizó, y que representan un trabajo, un esfuerzo y una constancia que hoy son
2 Jehan d'Ivray.
irrealizables y casi inconcebibles, hay algo en lo que no puede ser sobrepujado ni aún
alcanzado por las generaciones actuales: la perfección que empleó para preparar y adornar
la mansión eterna de los muertos.
La tumba fue la preocupación constante de la nación egipcia; diríase que se pasaba la
vida pensando y preparando la muerte, y todo ciudadano que representase algo en la
sociedad faraónica o que tuviese algún bien, no dejaba jamás de preparar, para su eterno
reposo, una sepultura tan buena, tan lujosa y tan intrincada cuanto se lo permitiese su
fortuna.
Y es que según la religión egipcia era preciso preservar el cuerpo de cuanto pudiese
deteriorarlo o mutilarlo para que el alma pudiese recogerlo cuando, concluida la
peregrinación en el mundo de las tinieblas, llegase el día de la "reunión suprema", de la
resurrección final.
"La existencia terrestre era considerada como un día solar — dice Daninos Bajá— La
vida del hombre semejaba a la marcha del sol y su muerte el ocaso del astro que
desaparece por Occidente para renacer al día siguiente, victorioso de las tinieblas".
De ese mito nació el arte admirable de las tumbas; escultores, esmaltadores, pintores,
rivalizaron de celo con los embalsamadores. La momia ha sido la madre del arte en
Egipto.
Y por eso acumulaban en las tumbas toda clase de objetos y de escritos; y por eso
hoy, violando esas sepulturas con tanto afán construidas, podemos formarnos una idea
completa de lo que fue ese pueblo maravilloso y seguir, paso a paso, su desenvolvimiento,
sus ideas, su vida en fin, y descubrir el misterio que lo envuelve.
II
Las creencias, las aspiraciones y los mitos del pueblo egipcio, por lo menos antes de
que fuesen modificados y arreglados por los colegios sacerdotales, dependían
estrechamente de la configuración del país, de su sistema orográfico e hidrográfico. El
valle del Nilo, que constituía para el egipcio el mundo entero y la patria de los dioses, no
es más que un ancho valle, una zona de fértil tierra vegetal encajonada entre las cordilleras
de Arabia y de Libia; una especie de inmenso oasis que se extiende por las riberas del Nilo
que le proporciona la humedad necesaria para la vegetación. El primer excursionista que
visitó el Egipto, por lo menos el primero que nos haya legado una reseña de su viaje, fue
Herodoto de Halicarnaso, y resume sus impresiones en una frase: "Egipto es un don del
Nilo". Esta frase que acaso no sea del mismo Herodoto, sino que la tomase de Hecatea de
Milet, resume la impresión que ese país produce, pues sin el Nilo, sin sus periódicas
crecidas que fertilizan la tierra, toda la comarca sería un árido desierto. El valle del Nilo
está orientado casi en línea recta de sur a norte; extenso en algunas partes en que su
anchura alcanza 30 o 40 kilómetros, en otras se estrecha hasta el punto de que las primeras
estribaciones de las cordilleras que lo limitan llegan hasta la orilla del río.
"Esas montañas acantiladas, con sus escarpaduras rápidas y lisas en cuyos entrantes
se ha amontonado la arena; sus crestas horizontales, in discontinuas, donde no se destaca
ni una cima, ni un picacho, ni un cerro; los ángulos bruscos que forman esos montes, y que
parecen los muros de una colosal fortaleza, tenían que parecer a los primeros habitantes
de tal región, como una especie de muralla que rodease los confines del mundo como un
muro más allá del cual no existía para ellos más que la desolada región de las arenas, el
país de "Testu", los impíos de la soledad abrasada por el sol, el imperio de los genios del
mal"3.
Así pues el egipcio tenía que sentirse sometido a las leyes de un poder oculto,
desconocido para él pero que se le manifestaba en la inundación que se presenta en época
determinada, con regularidad perfecta, para regar y vivificar el valle; en la pureza de un
cielo siempre azul que ninguna nube empaña, y esos días casi tan largos como las noches.
Pero ¿quiénes eran los egipcios? ¿Eran una raza autóctona, o habían venido
emigrando de otros países y trayendo por consiguiente ideas y mitos nacidos en otras
comarcas? Desde tiempo inmemorial parece ser que el Egipto olvidó su ascendencia, y
cuando hace alusión a su pasado, es únicamente para llamarse "elegido por los dioses".
No seguiremos en esta cuestión los razonamientos y pruebas que exponen los
egiptólogos modernos que tratan este punto de tanta importancia. Pero con los datos que
hoy se tienen puede decirse, en resumen, que Egipto tenía, en un principio, una población
autóctona, de origen africano, de tipo caucásico, análoga a los Beréberes y Cabileños, la
cual fue también sometida por conquistadores asiáticos que vinieron de las orillas del Mar
Rojo —el que los antiguos llamaban Mar de las algas— y la echaron insensiblemente hacia
el Norte. Estos conquistadores pertenecían también a la familia caucásica y venían del sur
de Arabia, del país de Punt, pero actualmente no puede decirse cuál era su primitivo
origen.
Las primeras nociones que tenemos de las más antiguas creencias del pueblo egipcio,
provienen de las tumbas de indígenas y conquistadores, y son los mitos que con el tiempo
serán los de todo Egipto. En las pinturas encontradas en esas tumbas, se ve que las
cabañas de los jefes se distinguen por una banderola que ondea a impulsos del viento y
está rematada por un gavilán, debajo está, escrita la divisa del amo, y un conjunto de
líneas horizontales y verticales recuerdan la fachada de una capilla funeraria. Así, pues,
los jefes son los "gavilanes", cuyo nombre jeroglífico es "Hor" —"Horus"— que es el que
más adelante designará el Sol naciente4.
En otros dibujos aparece una banderola distinta coronada con un chacal, y estas
tribus están siempre en lucha con las otras, con los "gavilanes", los "horianos". La tradición
sacerdotal menciona continuamente la victoria de Horus sobre Set, el dios con cabeza de
chacal.
Estas banderolas parecen designar al animal sagrado que venera la familia habitante
de la cabaña que ostentó esa insignia, que es lo que actualmente se designa con el nombre
de "Totem"5.
La ciudad santa de Egipto, y que se suponía edificada en las épocas fabulosas, fue An
del Norte, nombre tomado de los indígenas que se llamaban "Anu" y que hicieron de ella
3 Gayet «Civilisation pharaonique».
4 Gayet. op. cit.
5 Petril «Royal tombs of de first dinasties».
su metrópoli. En tiempos posteriores esta ciudad se llamó Reliopolis, y su importancia en
el dogma egipcio es considerable; el mito religioso más antiguo en Egipto fue
heliopolitano, y su colegio sacerdotal era el más importante. El dios supremo en esa
ciudad era Ra —el sol— y se le adoraba bajo la forma de una pirámide o de un obelisco6.
Según el dogma heliopolitano, Ra era el jefe del ciclo divino que los textos llaman
"Paut", o sea la reunión de todos los dioses. Este ciclo se compone de nueve personas. ¿Por
qué nueve? Pues porque siendo la trinidad él símbolo de un todo absoluto, una trinidad
de trinidades, dará la inefable perfección. La Paut más antigua, mencionada en las
pirámides, se componía de: Tum, Schu, Tafnut, Keb, Nut, Osiris, Isis, Set y Nephtys —
estos ocho, hijos de Tum, que entonces representaban al Sol.
Cada uno de esos dioses personifica la creación del mundo. En el principio de todas
las cosas, no había más que una masa liquida, el Nun —el abismo—, del que nace Tum,
que siglos después se llamará Ra; pero al principio aparece el nombre Ra-Tum, aunque
poco a poco se va perdiendo y aplicándose únicamente al sol poniente, como el sol
naciente recibe el nombre de Ra-Kepher, Ra escarabajo.
Según el dogma, los dioses pueden tomar la forma que mejor les parece. Tum tomó
la humana y empezó la creación "llamando a sus hijos" nacidos de si mismo, por el Veroo.
Los dos primeros fueron Sehu y Tafnut. El primero tomó la forma humana y personifica el
aire atmosférico. Su hermana Tafnut, representada en las pinturas con cuerpo de mujer y
cabeza de leona, personifica el fuego. El segundo par de hijos de Tum lo forman Keb —la
tierra— y Nut —el cielo—. Su hermano Sehu se coloca entre ellos y los separa; las pinturas
nos muestran al dios sosteniendo a Nut con los brazos, y aquélla, arqueada, tocando la
tierra con los pies y las manos, simulando la bóveda celeste. Keb y Nut procrean los otros
dos pares que completan la Paut, Osiris e Isis, Set y Nephtys.
"Osiris tomó el puesto principal en la mitología egipcia. En él se condensa el mito y
se acumulan las leyendas, y se convierte en la personificación del sol que habiendo
traspuesto los límites del horizonte, ha desaparecido en la noche; en él se encarnó el
carácter moral. En la época heliopolitana representa el ser humano varón, como Isis es la
mujer"7.
El último par, Set y Nephtys, personifica la árida región del desierto, el mundo
animal y salvaje que puebla las soledades, y está en guerra continua con Osiris.
En el transcurso del tiempo, el mito religioso se va modificando y haciéndose una
copia de la vida terrestre, amoldándose a la comprensión del egipcio. Según él, en el cielo
existe un río que corre entre dos grandes cordilleras y se llama "Nu", como el Nilo corre
entre las montañas líbicas y arábigas; y como arriba la vida se parece a la de abajo, los
dioses navegan en barcas por el celeste río, como los mortales por el suyo8.
Según lo que indican los documentos descubiertos en estos últimos años, parece ser
que en los últimos albores de su civilización, Egipto debió de estar dividido en tribus o
cantones que, con el tiempo, formaron pequeños estados o "nomas", como los llamaron los
griegos más tarde.
6 Naville. «Réligion des ancions egyptiens».
7 Gayet op. cit.
8 Renfey. «Uber das Verhaelbtniss der Egyptiscken Spracke zum Semitisken Sprachstamm».
Después, estos "nomas" se fusionaron, sea como consecuencia de guerras intestinas, o
por otra causa aun desconocida, y formaron a modo de dos grandes confederaciones, en
las que la personalidad de cada "noma" no desapareció, sino que quedaron libres entre sí,
aunque sometidos a un jefe común. Cada uno de estos cantones conservó sus divinidades
y sus ritos propios, y el principal lugar lo ocupaba un dios distinto en cada ciudad
diferente. Así pues Khnoum, dios de las formas, era el supremo en la región de las
cataratas, mientras que en Heliópolis, el dios supremo era Ra (el Sol). Hathor,
preponderaba en Tynthiris (Denderá) y Amón en Tebas, al mismo tiempo que en Menda
se adoraba a Osiris y a Isis en Edfú.
La naturaleza de esos dioses era variada. Hathor era hembra, y Neith también. En
algunas localidades se adoraban dioses cuya esencia comprendía dos seres de igual sexo o
de sexo distinto. En Thini (Abydos) se adoraba a Anhur-Sehu, que era una divinidad de
dos personas masculinas. Además, algunos dioses tenían, inherentemente a sí mismos, un
hijo que completaba su personalidad, aunque a pesar de esto no dejaban de formar una
sola y misma divinidad.
Por lo que llevamos indicado no debe inferirse que los egipcios de las épocas más
antiguas no tuviesen ya el elevado concepto que supone la creencia en una divinidad
única, eterna, inmortal, todopoderosa. En los himnos y letanías encuéntrase
frecuentemente la mención de "el único"; "el que se engendra a sí mismo", "el que existía
antes de todas las cosas".
Pero los demás dioses eran como representaciones del único, como personificaciones
de los elementos y atributos del eterno.
Todos estos dioses vieronlos representados de características maneras en las pinturas
y en los frescos de los palacios y las tumbas. Generalmente están representados en forma
humana, pero con frecuencia se les presenta en forma animal, o bien con cuerpo humano y
cabeza ora de chacal, ora de hiena. Esto ha dado lugar a grandes discusiones. Algunos
egiptólogos eminentes, como Lepsius y Pietschman9, han sostenido que la forma animal
provenía de un fetichismo originario. Sostienen otros que esas formas no son más que la
imagen de los animales que coronaban las banderas de los primitivos conquistadores. Pero
hay un hecho innegable que ilumina este punto oscuro, que explica de una manera
racional esa forma animal o semianimal que tienen los dioses de las pinturas y que nos
parece decisivo. En efecto, varias de esas formas tienen un origen fonético, por
pronunciarse de un modo parecido el nombre del Dios y el del animal que en los frescos le
representa. Por ejemplo: el dios Set se representa por un hipopótamo, porque Set se
escribe en egipcio "Tebh" e hipopótamo "Teb", y lo mismo ocurre con otros nombres. Es
innegable que a esta teoría pueden oponerse algunas objeciones, como por ejemplo, la de
que los nombres de esas divinidades pudieran escogerse precisamente por la personalidad
animal presupuesta, pero de todos modos, es la explicación que actualmente parece mas
natural.
Cuando comienza la época histórica, todos esos mitos, todas esas creencias se han
modificado; los sacerdotes las han arreglado para cimentar en ellas su predominio, y las
ideas religiosas no son más que una interpretación del movimiento solar. Pero las
9 Pietschman «Der AEgyptisch Felischdientt und Götterglaube».
tradiciones populares conservan leyendas llenas de ingenio y poesía que a su modo
explican la época prehistórica. Según esas tradiciones, antes de fundarse las dinastías
faraónicas el mundo (puesto que el mundo no es más que Egipto, según se ha visto), el
mundo fue gobernado por los dioses. Phtá fue el primero y todos los dioses fueron
desfilando por el trono terrestre durante una época de felicidad, "la edad de oro". Esta
época concluyó en el reinado de Ra, con episodios que no relataremos por lo largos, y
cuando éste subió al cielo encomendó la tierra a Osiris, cuyo mito merece contarse por el
importante papel que parece desempeñar en las ideas egipcias relacionadas con la vida de
ultratumba.
Osiris es el ser bueno, como su hermano Set es el genio del mal. Los dos hermanos se
disputan el imperio del mundo durante largo tiempo hasta que, finalmente, resulta Set
vencedor. Entonces éste mata a Osiris, despedaza su cuerpo y esparce sus miembros por
toda la tierra. Isis y Nephtys, sus hermanas, recorren "toda la tierra" en busca de los
divinos restos de tal manera desperdigados, regando los caminos con sus lágrimas, hasta
que consiguen reunir todas las partes del mutilado cuerpo. Al ver esto el rey del cielo, Ra,
compadecido de tal dolor y tanto trabajo resucita a Osiris y le hace "sol nocturno", esto es,
el que alumbra el país de los muertos.
Set, viéndose único señor en la tierra, gobernó tranquilamente el Egipto entero. Pero
en una pequeña provincia del Alto Egipto, un hijo de Osiris se había hecho fuerte, y
reuniendo un ejército, declaró la guerra a Set. Y la lucha se continuó largo tiempo sin que
la victoria se decidiese por uno de los combatientes. Geb, nombrado árbitro, dividió
Egipto en dos reinos, cuyo limite estaba próximo a Meneéis, y así empezó la división que
tantos siglos había de durar, entre el Alto y el Bajo Egipto.
¿Es esta leyenda una repercusión lejana de las guerras sostenidas por los invasores
arábicos con los primitivos pobladores? ¿Es simplemente un mito?
Lo que evidentemente imprime un característico sello a las creencias posteriores es la
leyenda asírica, como más adelante veremos, como puede verse en la obra de Gautier.
A medida que la época histórica avanza, el mito religioso se condensa, toma nueva
forma y se amolda cada vez más a los fenómenos naturales; toda la filosofía del mito
tiende a simbolizar la reproducción de las especies. Y como el Sol es lo que más extraña a
la imaginación, como aparece y se pone con regularidad invariable, él es quien tomó el
puesto principal, quien desempeña el papel preponderante en las ideas religiosas. El es el
dios único, todopoderoso, infinito, y Amón, Ateu, Ka, Khepra, Tum, Horus no son más
que formas diferentes cada una de las cuales tiene sus propios atributos. Ra encarnó la
esencia de la vida, la fuerza vivificadora. Ateu es el habitáculo de esa esencia, Shou la luz
que de ella emana, Horus el sol naciente y Tum el sol que se pone por la tarde en
Occidente10.
Los colegios sacerdotales de Tebas convirtieron la leyenda de Osiris en la de la
muerte y resurrección del sol. Entonces, la lucha de Osiris contra su hermano Set, el genio
del mal, se convierte en la de la luz con las tinieblas, y la dispersión de los miembros del
dios despedazado simboliza ese crepúsculo egipcio, tan particular, tan extraño, en que
10 Gayet, op, cit.
largo tiempo después de haberse puesto el sol, grandes reflejos rojizos iluminaban todavía
el cielo diáfano y transparente.
Isis simboliza la región desconocida en que el dios muerto renace y toma vida para
aparecer al siguiente día, radiante y nuevo; y naturalmente, ésta es la región adonde irán
los muertos para renacer como el dios que les guía.
Pero ¿cuál es el porvenir del muerto que a tal región se encamina? ¿qué es lo que allí
le espera?
Antes de venir al mundo, el hombre había vivido mucho tiempo en otras partes; su
vida terrestre no era para el egipcio otra cosa que una fase del ciclo que debía efectuar. Y
las fases de ese ciclo estaban calcadas en las del astro solar: el nacimiento era la aurora de
Osiris; la existencia terrestre era el día, y la muerte remedaba la puesta del sol y su
desaparición en la región del Oeste, en el país de los muertos. Al llegar allí, el hombre se
identifica con el dios, y en medio de las tinieblas tiene que renacer como Osiris renace a la
siguiente mañana en la resplandeciente forma de Horus.
Pero para que estas evoluciones pudiesen tener lugar, para que hubiese una
verdadera reencarnación era preciso que en el hombre hubiese algo más que el cuerpo
depositado en la tumba y que allí permanecía inmóvil. Y de ahí la creencia del egipcio
sobre la composición de su ser.
Como el sol es la esencia de vida, lo que anima y alimenta cuanto el mundo contiene,
es preciso que haya algo que una este mundo material con el Dios que le da vida. De ahí
una teoría panteísta para explicar cómo los efluvios del sol vivifican al hombre.
"Una cadena continua une a la Tierra con el foco luminoso; los átomos de la
existencia universal llegan hasta la Tierra por la cadena descendente y animan la criatura,
hombre, animal o planta. Cuando ésta muere, vuelven, siempre vivientes, por la cadena
ascendente hasta la fuente de vida, de donde Ra las reexpide para animar otros cuerpos"11.
Veamos ahora como suponía el egipcio compuesta su personalidad. Según
enseñaban los colegios sacerdotales, el egipcio no se compone solamente de un cuerpo y
un alma, sino que además contiene la "esencia psíquica", el "doble" del individuo, que es
como una copia del hombre, de forma vaga e impalpable; más que una sombra y menos
que realidad.
Al mismo tiempo que nace un hombre, empieza la vida de su "doble", pero
inmediatamente se eleva a la región en que viven los "dobles" de los demás hombres, que
es un cielo intermediario cuyo jefe superior es la diosa Hathor. Desde allí, impulsa y dirige
los actos y los pensamientos del ser terrestre, quien no obra ni piensa más que según las
inspiraciones que de su "doble" recibe.
En fin, y como cuarto elemento, con el alma coexiste el "principio vital", la parte de
llama solar que vino por la cadena descendente de que hemos hablado.
En el momento de la muerte esos diversos elementos se separan; el principio vital
vuelve al disco solar, al seno de Ra, y queda definitivamente separado del ser; el alma
parte hacia la región del mundo de ultratumba donde se identifica con Osiris y, como éste,
recorre en larga peregrinación los tortuosos caminos del mundo fúnebre, hasta lograr
11 Gayet, op. cit.
reunirse con el dios, y renacer como él te nace en la aurora de un nuevo día. El cuerpo,
cuidadosamente embalsamado y momificado, aguarda pacientemente el regreso del alma;
y el "doble", abandonando su celestial morada, viene a vivir junto a la momia, en las tristes
soledades de la tumba.
Así, pues, Osiris era el dios de los muertos a quien éstos debían imitar hasta
identificarse con él. El "doble" tenia que vivir junto a la momia una vida análoga a la
efectuada por el ser humano, en la región desconocida de los muertos, en el "Amentí".
Cuando el alma haya concluido sus peregrinaciones y, a la manera de Osiris, vuelva
a nueva encarnación, vendrá a reunirse con el cuerpo, a encarnarse en él; y por eso el
egipcio preserva los cuerpos de la podredumbre por el embalsamamiento, por eso los
convierte en sólidas momias que el tiempo no deforma ni deteriora. Y como para que la
reencarnación sea posible es preciso que el cuerpo esté completo e intacto, pues un simple
mortal no puede esperar que las diosas Isis y Nephtys busquen sus miembros como
hicieron con su hermano Osiris, el egipcio esconde la momia en complicadas tumbas, en
las que nadie puede penetrar y donde el cuerpo no corre riesgo de ser deteriorado o
mutilado y aguarda tranquilamente el regreso del alma peregrina.
III
Pero, ¿fue siempre ésta la idea del pueblo egipcio? ¿Construyóse la tumba de igual
modo durante los 5000 años anteriores a Jesucristo a que la historia alcanza? No sólo varió
y se transformó la construcción del mausoleo completamente, sino que hasta la manera de
colocar el cadáver cambió en el transcurso de ese enorme periodo. Y esto es lo que vamos
a ensayar de describir para concluir estas notas.
En las tumbas de la época prehistórica, en las que provienen ora de los habitantes
autóctonos de la tierra egipcia, ora de los conquistadores, de los "gavilanes", ninguna señal
de embalsamamiento aparece.
Esas tumbas, extremadamente sencillas, están formadas por túmulos, bajo los cuales
reposa el cadáver, acostado de lado, encogido, con las rodillas levantadas hasta el pecho y
agarradas con las manos, en una postura análoga a la que tiene el feto en el vientre
materno, y que por este motivo se ha designado con el nombre de "postura embrionaria".
¿En virtud de qué mito, de qué creencia de la vida ultraterrena se adoptó tal postura?
Siendo esa la posición del niño que va a nacer, ¿pareció la más adecuada para el muerto
que, según las ideas egipcias, aguarda una nueva vida, un nuevo nacimiento? Así parecen
suponerlo algunos autores eminentes; pero ello entrañaría un conocimiento de la gestación
que no debían de poseer los hombres de tan remotas épocas.
En otras necrópolis se han encontrado los cuerpos de muy diferente manera. El
cadáver había sido despedazado antes de enterrado, o bien desenterrado cuando las
carnes habían desaparecido, y colocados los huesos nuevamente en la tumba,
generalmente en posición embrionaria, algunas veces de cualquier modo.
Este desmembramiento del cuerpo puede explicarse como una manera de
identificarse a Osiris, y en este orden de ideas, puede suponerse que la posición
embrionaria se deriva de la leyenda osírica. Osiris reunió sus miembros y nació a nueva
vida, y la postura fúnebre puede tener, la misma causa, puesto que el muerto imita en
todo al dios. Con el tiempo, y a medida que la influencia sacerdotal aumentara, la liturgia
fue modificando la costumbre y reemplazando el despedazamiento por el
embalsamamiento.
En los tiempos más remotos que la historia alcanza, ya la tumba se ha convertido en
la morada del "doble". Los ritos y ceremonias imitan los que la leyenda supone se
efectuaron con Osiris.
Según la tradición, el sepulcro de ese dios estaba en Abydos. Así pues se juzgó que
todo hombre debía ser enterrado en igual sitio, puesto que el muerto debía recorrer los
mismos caminos que el dios, y sólo por allí podía penetrar en el mundo fúnebre, en el
Amentí.
Pero, naturalmente, tal costumbre era casi impracticable, imposible de seguir con los
que muriesen en lugar alejado, en provincias distantes, y hubo que emplear una ficción
para cumplir el rito. Supúsose que el "doble" haría solo el viaje mientras el cuerpo
permanecía enterrado en el punto donde lo fuese, y para facilitar ese viaje se colocaban en
las tumbas pequeñas lanchas y cuanto el misterioso ser pudiese necesitar para efectuarlo.
Mas la disposición de la tumba continuó siendo la misma. Como el "doble" la habita, y
éste, aunque inmaterial e invisible es un ser viviente tiene necesidad de comer, de vestir,
de tener cama, puesto que, como hemos visto, ha de recomenzar la vida que el hombre
vivió sobre la tierra. Además, como la desconocida región que los muertos habitan está
poblada de espíritus malos y de tremendos monstruos, es preciso proporcionarle
talismanes y amuletos que le preserven contra los peligros que aquéllos le harán correr.
Lo más notable en las creencias de esta primitiva época es que en nada influyen las
ideas morales, para nada se tiene en cuenta las buenas o malas acciones que el individuo
ejecutase en su vida terrestre. Lo que importa, lo que influye en lo porvenir son los ritos,
las prácticas funerarias; que si éstas están bien ejecutadas, el porvenir del "doble" está
asegurado, y su felicidad será completa.
Pero la Historia va desenvolviéndose, los siglos pasan, la civilización se perfecciona,
el poder de los reyes y de los colegios sacerdotales va en aumento, y en tiempos de la
monarquía tebana aparece la idea de recompensa. Desde entonces deja de ser indiferente
la buena o mala vida del individuo para su porvenir en ultratumba; la idea religiosa se
modifica y claramente aparece la utilidad de la bondad en las acciones humanas. El
"doble" continúa habitando la tumba, pero mientras tanto el alma recorre las misteriosas
regiones en imitación del dios y comparece ante Osiris, a quien acompañan cuarenta y dos
asesores, los cuarenta y dos jueces que han de juzgarla. Para prevenirla, para servirle de
preciosa guía en tan temible viaje, el egipcio coloca en la tumba un libro que la instruye de
cuanto tiene que hacer; ese libro tan conocido, "el libro de los muertos", que en tantísimas
tumbas se ha encontrado, repitiendo siempre hasta las declaraciones que el alma debe
hacer ante el temido tribunal.
Entonces se pesan las acciones del difunto; Mat, la diosa de la verdad, sostiene la
balanza, y el alma es absuelta o condenada, según el resultado del peso.
Si el alma resulta culpable, se la precipita en los infiernos, donde sufre mil torturas,
perseguida por escorpiones endriagros, hasta que encuentra, desastroso fin a sus males en
un aniquilamiento completo. Si, por el contrario, resulta buena y pura, aun tiene que
sufrir, pero adquiere la ciencia sobrenatural. El mal coarta su camino, la acecha
continuamente, y el alma necesita el auxilio de los dioses para llegar a identificarse con el
buen dios Osiris. Anubis, en forma de chacal, la conduce hasta los espacios celestiales y
allí se junta con los espíritus que adoran al sol.
Sin embargo, puede abandonar ese bienaventurado lugar y venir a visitar de cuando
en cuando, al "doble", que junto a la momia habita.
Conocidas estas ideas y estos ritos, fácil es darse cuenta de por qué se cubrían las
paredes de las tumbas de figuras, bajo relieves y pinturas y porque se encuentran en los
hipogeos restos de alimentos y tantos objetos y cosas tantas de las que se ha podido
deducir la vida, la existencia y hasta la historia del maravilloso pueblo faraónico.
Como la tumba es la mansión del "doble", como este "doble", aunque invisible,
impalpable, tiene que vivir una vida análoga a la que el muerto viviera, y no sólo ésta, sino
la vida que el difunto hubiese querido disfrutar y de la que el mundo le priva acaso, es
preciso proporcionarle los alimentos y enseres que necesita; y los egipcios depositaban en
la tumba, en la sala o capilla que precede al panteón donde reposa la momia, alimentos y
bebidas, como nosotros depositamos flores en la sepultura de los seres queridos.
Pero todo esto ocasionaba múltiples dificultades, y el rito se modificó con el tiempo.
Supuesto que la divinidad todo lo puede, supósose que ella podría subvenir a las
necesidades del "doble"; que para conseguirle bastarían las oraciones de los vivos, quienes
no dejarían de rezarlas para que los demás hiciesen lo mismo por ellos cuando murieran.
Además, para dar mayor apariencia a estas ficciones, los alimentos que antes se
depositaban en especie, fueran sustituidos por imágenes de barro o esculpidos en piedra y
que eran como las momias de los alimentos; los "dobles" de estos manjares alimentarían al
"doble" del muerto.
Como el "osirio" (el difunto) tenia que pasar al Amentí y precisamente por Abydos,
pues por ahí había pasado Osiris, se depositaron en las tumbas pequeñas barcas, con
remos y demás enseres para que el "doble" pudiese atravesar el Nilo y encaminarse hacia
la ciudad santa. El viaje se dibujaba en las paredes con gran lujo de detalles, y en las
pinturas vése al muerto generalmente en la proa de la embarcación, rodeado de sus
marineros. Después se añadían frescos en que se representaba el origen y camino seguido
por las ofrendas que debían hacerse al muerto, y así vemos en las tumbas menfitas escenas
en que se siembra y cultiva el trigo, en que se amasan las tortas, etc.
En la época tebana la sepultura cambia de aspecto; en vez de ser una especie de
templo precedido de una pirámide truncada, se convierte en el hipogeo subterráneo, pero
las pinturas y decoraciones son las mismas, aunque más abundantes y más ricas.
Pero como en las ideas religiosas ha habido un cambio, como las buenas acciones y
las malas tienen importancia para la vida futura, en las tumbas de esta época aparecen
hábilmente dibujadas las escenas del rito funeral, y también la descripción gráfica de la
vida del muerto, los actos importantes, cuantas acciones pueden serle útiles para borrar
sus culpas. En la tumba del general aparecen las campañas que ganó, las plazas fuertes
que rindió, con gran lujo de detalles, descrito todo con minuciosidad y extensión. En el
hipogeo de un intendente, se pintan los trabajos efectuados bajo su dirección, la extracción
de los grandes bloques de granito, la construcción de los caminos y canales, los albañiles
construyendo los templos y palacios, tallando las piedras los canteros, los escultores
labrando las colosales estatuas y los carpinteros montando las piezas de madera.
Y gracias a esto nos damos cuenta de cómo trabajaban y cómo vivían los egipcios, y
podemos seguir el progreso de ese pueblo gigantesco y maravilloso durante cinco mil
años de su historia.
M. F. de F.
A DON ERNESTO FEYDEAU
Dedico a usted este libro que en realidad le pertenece. Poniendo a mi disposición su
erudición y su biblioteca, me ha hecho creer que soy un sabio y que 'conozco el Egipto
antiguo lo bastante para describirlo. Siguiendo vuestros pasos he recorrido los templos, los
palacios, los hipogeos, la ciudad viviente y la ciudad muerta; ante mí levantó usted el velo
de la misteriosa Isis y resucitó una gigantesca civilización desaparecida. La historia es de
usted y mía la novela; sólo he tenido que reunir con mi estilo, como con el cemento de un
mosaico, las piedras preciosas que usted me facilitara.
T.G.
PRÓLOGO
"Tengo presentimiento de que encontraremos en el valle de Biban-El-Moluk una
tumba sin profanar, decía a un joven inglés de tipo distinguido, un caballero de aspecto
mucho más humilde, mientras se enjugaba con un gran pañuelo de hierbas la calva frente,
en la que brillaba las gotas de sudor, como si fuese de porosa arcilla y estuviese llena de
agua lo mismo que una gargolita de Tebas.
—¡Osiris lo quiera! —respondió el joven lord al doctor alemán—. Es ésta una
invocación que podemos permitirnos frente a la antigua "Diopolis magna". Sin embargo,
muchas veces nos hemos equivocado y muchas se nos han adelantado los escudriñadores
de tesoros.
—Una tumba que no habrán curioseado los reyes pastores, los medos de Cambises,
los griegos, los romanos ni los árabes, y que nos entregue intactas sus riquezas y virgen su
misterio —continuó el sabio con un entusiasmo que hacía se le alegrasen los ojos tras sus
gafas azules.
—Y con ese asunto publicará usted una memoria de las más eruditas que le colocará,
científicamente, a la altura de los Champollión, los Rosellini, los Wilkinson, los Lepsius y
los Belzonis —agregó el joven lord.
—Y se la dedicaré, milord; y se la dedicaré; porque sin usted que me ha tratado con
regia liberalidad, no hubiera podido corroborar mi teoría visitando los monumentos y
hubiese muerto en mi pueblecillo alemán sin haber contemplado las maravillas de esta
antigua comarca —respondió el sabio en tono conmovido.
Esta conversación se desarrollaba cerca del Nilo, a la entrada del valle de Biban-El-
Moluk, entre lord Evandale, que montaba un caballo árabe y el doctor Rumphius, que
modestamente cabalgaba en un asno, cuya descarnada grupa azotaba un "fellah", que así
se llama a los labriegos egipcios. La "canga"1 en que vinieron los dos viajeros y que debía
servirles de albergue durante su estancia, estaba amarrada en la otra orilla del Nilo,
delante de la aldea de Luxor, con sus remos recogidos y sus grandes velas triangulares
enrolladas en las vergas.
Después de haber consagrado algunos días a visitas y a estudiar las asombrosas
ruinas de Tebas —gigantescos restos de un mundo desmesurado—, habían atravesado el
río, en un "sandal", ligera embarcación usada en el país, y se dirigían hacia la estéril
1 La «canga» es una embarcación ligera y estrecha que se usa en el Nilo—N. del T.
cordillera que guarda en su seno, en lo profundo de misteriosos hipogeos, los antiguos
habitantes de los palacios que existieron en la otra margen del río.
Varios marineros acompañaban, a respetuosa distancia, a lord Evandale y al doctor
Rumphius, mientras los demás guardaban la embarcación y fumaban tranquilamente sus
pipas, echados en el puente del barco, a la sombra de los camarotes.
Lord Evandale era uno de esos jóvenes completamente irreprochables que se forman
en la sociedad aristocrática inglesa. Iba a todas partes con la desdeñosa seguridad que
hace sentir una gran fortuna hereditaria, un apellido ilustre que figura en el libro del
"Peerage an Baronetage", esa segunda Biblia de Inglaterra, y una belleza de la que sólo
podía decirse que era demasiado perfecta para un hombre. Su cabeza, de forma pura pero
fría, parecía una copia de Meleagro o de Antinoo. El rosado color de sus labios y de sus
mejillas simulaba estar producido por el carmín y los afeites; y sus cabellos de un rubio
oscuro se rizaban naturalmente con toda la perfección con que un peluquero refinado o un
hábil ayuda de cámara hubiese podido peinarlos, Sin embargo, la firme mirada de sus
pupilas de color azul de acero, y el ligero movimiento de "sneer" que hacía sobresalir su
labio inferior, corregían lo que el conjunto de sus facciones pudiese haber tenido de
demasiado afeminado.
El joven lord era miembro del "Círculo de los Yates", y de vez en cuando se permitía
el capricho de hacer una excursión en su ligero barco "Puck", construido con madera de
teca, decorado como el gabinete de una dama y que conducía, una tripulación poco
numerosa, pero compuesta de marinos escogidos.
El año anterior, lord Evandale había visitado Islandia, y en éste recorría Egipto,
mientras su yate le aguardaba en la rada de Alejandría. Consigo llevó a un sabio, un
médico, un naturalista, un dibujante y un fotógrafo, con el fin de que su excursión no
resultase inútil. Era muy instruido y sus éxitos de sociedad no habían hecho olvidar sus
triunfos en la Universidad de Cambridge.
Iba vestido con la corrección y el meticuloso aseo característicos de los ingleses, que
van por los arenales del desierto tan elegantemente trajeados como cuando pasean por el
muelle de Ramsgate o por las especiosas aceras del West-End. Su traje se componía de un
paletó, chaleco y pantalón de cotí blanco que rechazaba los rayos solares; una estrecha
corbata azul con motas blancas, y un sombrero de jipi-japa muy fino y adornado con velo
de gasa, completaba su vestimenta.
El egiptólogo Rumphius conservaba en el ardoroso clima de Egipto el tradicional
traje negro del sabio, con sus delanteros deformados, su cuello arrugado y sus botones
ajados. El pantalón, harto usado, brillaba en algunas partes y dejaba ver la trama; junto a
la rodilla derecha, un observador atento hubiera notado una serie de rayas obscuras que se
destacaban del tono grisáceo del paño y que denotaban la costumbre que el sabio tenia de
limpiar la pluma, demasiado cargada de tinta, en esa parte de su traje. La corbata de
muselina, enrollada como una cuerda, flotaba alrededor de un cuello notable por el gran
desarrollo de ese cartílago que el vulgo llama "la nuez".
Además de vestirse con descuido de sabio, nada tenia Rumphius de guapo. Algunos
cabellos rojizos, entremezclados con canas, se agrupaban detrás de sus orejas y se
encrespaban con el roce del cuello demasiado alto de la levita. Su cráneo, completamente
calvo, brillaba como una bola de billar; la nariz era de prodigiosa longitud, y su punta
esponjosa y bulbosa. Esa configuración de su cara combinada con los discos azules de las
gafas, que ocupaban el sitio de los ojos, le daban una vaga apariencia de ibis, aun mayor
por el hundimiento de los hombros, lo que constituía un aspecto muy propio para un
descifrador de inscripciones y rollos jeroglíficos.
Al verle se le hubiera creído un dios ibiocéfalo, como los que se ven en los frescos
fúnebres, confinado en el cuerpo de un sabio por una trasmigración especial.
El lord y el doctor se encaminaban hacia las rocas que, cortadas a pico, encierran el
fúnebre valle de Bilan-El-Moluk —necrópolis real de la antigua Tebas—, sosteniendo la
conversación de la que hemos citado algunas frases, cuando entró bruscamente en escena
un nuevo personaje que salió, como un troglodita, por la negra boca de un sepulcro vacío.
Estaba vestido de manera bastante teatral y se colocó ante los viajeros saludándoles con
ese gracioso saludo propio de los orientales, humilde, cariñoso y digno al mismo tiempo.
Era un griego, contratista de excavaciones, mercader y fabricante de antigüedades,
que vendía objetos nuevos cuando, necesitándolos, no los tenía antiguos. No tenía la
apariencia del famélico y vulgar explotador de extranjeros; llevaba sombrero de fieltro
rojo, del que pendía por detrás una larga borla de seda azul, y que dejaba ver, bajo el
estrecho borde de un capote de tela cosida, unas sienes afeitadas que tenían el color de una
barba recién rasurada. El color verdoso de su cara, las negras cejas, la nariz corva, los ojos
de ave de rapiña, su gran bigote, su barbilla casi seccionada por un hoyuelo que parecía la
cicatriz de un sablazo, le hubieran hecho parecer un auténtico bandolero si la rudeza de
sus rasgos no estuviese atenuada por la fingida amenidad y la servil sonrisa del
especulador que se halla frecuentemente en relación con el público.
Su traje estaba cuidadosamente compuesto y consistía en una chaqueta de color
canela, ribeteada con seda del mismo color, polainas de paño parecido al de la chaqueta,
chaleco blanco adornado con botones que simulaban flores de manzanilla, ancha faja roja
y enormes gregüescos bombachos con numerosos pliegues.
Hacía tiempo que el griego observaba la canga anclada frente a Luxor. El tamaño de
la lancha, el número de sus remeros, la magnificencia de la instalación y principalmente el
pabellón inglés izado en la popa, le habían hecho olfatear, con su instinto mercantil, algún
rico viajero cuya curiosidad científica podría explotar, y que no se satisfaría con las
estatuillas de pasta azul o verde esmaltada, los escarabajos grabados, las estampas de
banales jeroglíficos y demás pequeños objetos del arte egipcio. Seguía atentamente las idas
y venidas de los viajeros en torno de las ruinas, y, seguro de que no dejarían de atravesar
el río para visitar los hipogeos reales cuando hubiesen satisfecho su curiosidad, les
esperaba en su terreno con la seguridad de sacarles algo.
El griego consideraba todo aquel recinto fúnebre como suyo, y maltrataba a los
escudriñadores subalternos, a los que se les ocurría escarbar en los sepulcros.
Con la agudeza propia de los griegos, calculó rápidamente lo que podía sacar de lord
Evandale, según su aspecto, y resolvió no engañarle, pensando que ganaría más con la
verdad que con el engaño. Así, pues, renunció a hacer recorrer al noble inglés los hipogeos
cien veces visitados, y desechó la idea de hacerle emprender excavaciones en los sitios en
que ya sabía que nada podía encontrarse, por haber extraído y vendido él mismo cuanto
de curioso hubiese en ellos.
Argyropoulos —que así se llamaba el griego—, al escudriñar los recodos del valle
menos explorados que los demás, porque las excavaciones practicadas en esos sitios
habían sido infructuosas, se había percatado de que en cierto sitio, detrás de unas rocas
cuyo aspecto parecía natural, debía seguramente existir la entrada de una galería
disimulada con especial cuidado, y que su gran experiencia en ese género de indagaciones
le había permitido reconocer por mil indicios imperceptibles para ojos menos perspicaces
que los suyos, tan penetrantes como los de los gipaetos posados en los entablamentos de
los templos.
Hacía dos años que había hecho ese descubrimiento, y desde entonces se había
propuesto no dirigir sus miradas ni sus pasos hacia aquel sitio, con el fin de no llamar la
atención de los profanadores de sepulcros.
"¿Tiene intención su señoría de efectuar algunas excavaciones?", dijo el griego
Argyropoulos en una especie de jerga cosmopolita, cuya extravagante sintaxis y grotescas
consonancias no ensayaremos de describir, pero que podrán imaginar fácilmente los que
hayan recorrido los puntos de Levante en que hacen escala los vapores y hayan tenido
necesidad de recurrir a esos oragomanes políglotas que concluyen por no saber ningún
idioma. Por suerte, tanto lord Evandale como su docto compañero, conocían todas las
lenguas de donde Argyropoulos tomaba sus palabras. "Puedo poner a su disposición un
centenar de intrépidos fellaes que, impulsados por el látigo y la fusta, escarbarán con las
uñas hasta el centro de la tierra. Si le parece bien a su señoría, podríamos intentar el
escombro de una esfinge enterrada, la desobstrucción de una nave, abrir un hipogeo..."
Al ver que el lord permanecía impasible ante esta tentadora enumeración, y que una
escéptica sonrisa se dibujaba en los labios del sabio, Argyropoulos comprendió que no
trataba con gente fácil de engañar y se decidió a vender al inglés el hallazgo de que hemos
hecho mención y con el que contaba para redondear su fortunita y dotar a su hijo.
—Me parece que ustedes son verdaderos sabios y no vulgares viajeros, y que las
curiosidades ordinarias no pueden seducirles —continuó en un inglés mucho menos
mezclado de griego, de árabe y de italiano—. Les indicaré una sepultura que se ha librado
hasta ahora de las investigaciones de los rebuscadores y que sólo yo conozco. Es un tesoro
que he guardado cuidadosamente para quien fuese digno de él.
—Y a quien le hará usted pagar mucho —añadió sonriendo el joven lord.
—Mi franqueza me impide contradecir a su señoría. Efectivamente, espero obtener
buen precio por mi descubrimiento; cada uno vive en el mundo como puede. Yo
desentierro a los Faraones y los vendo a los extranjeros. Pero los Faraones van haciéndose
raros, y no quedan ya para todo el mundo. Es un artículo muy solicitado, y hace mucho
tiempo que no se fabrican más.
—En efecto —dijo el sabio—, hace bastantes siglos que los colcitas, las parasquitas y
los tarischeutas dejaron el comercio y que los Memnomias, silenciosos barrios de muertos,
fueron abandonados por los vivos.
Al oír esas palabras, el griego miró de medio lado al alemán; pero juzgando por lo
deteriorado de su traje que no tenía voto en la cuestión, continuó, dirigiéndose al lord:
—Por un sepulcro de la más remota antigüedad, milord, un sepulcro que ninguna
mano humana ha profanado desde hace más de tres mil años que hace que los sacerdotes
amontonaron peñascos delante de su entrada, ¿sería mucho pedir mil guineas? Realmente
es de balde, porque puede contener grandes cantidades de oro, collares de perlas y
diamantes, pendientes de carbúnculo, sellos de zafiro, antiguos ídolos dé metales
preciosos y monedas de las que se podría obtener buen beneficio.
—¡Pillastre! y que bien ponderas tu mercancía —dijo Rumphius—. Pero usted sabe
mejor que nadie que no se encuentra nada de eso en las sepulturas egipcias.
Argyropoulos, comprendiendo que trataba con gente lista, dejó su charlatanería, y
encarándose con Evandale, le dijo:
—¿Y qué, milord, le conviene el trato?
—Sean mil guineas —contestó el joven lord—, si la sepultura no ha sido abierta
jamás, como usted dice; y ni un céntimo...si una sola piedra está movida por la palanca de
los excavadores.
—Y con la condición de que nos llevaremos cuanto se encuentre en la tumba —
añadió el prudente Rumphius.
—Acepto —dijo Argyropoulos con aire convencido—; su señoría puede ir
preparando los cheques y el dinero.
—Mi querido señor Rumphius —dijo el lord a su acompañante—, el deseo que
formulaba usted hace poco me parece próximo a realizarse; ese pícaro debe de estar
seguro de lo que ofrece.
—¡Dios lo quiera! —contestó el sabio haciendo subir y bajar el cuello de su levita con
un movimiento dubitativo y escéptico—. ¡Son los griegos tan descarados mentirosos!
"Cretae mendaces", dice el proverbio.
—Este debe ser seguramente un griego de tierra firme —añadió lord Evandale—, y
me parece que ha dicho verdad por esta vez.
Como persona bien educada y que conoce los usos corteses, el director de las
excavaciones precedía de unos pasos al lord y al sabio; andaba con paso seguro y
decidido, como un hombre que está en su terreno.
Pronto llegaron al estrecho desfiladero que da entrada al valle de Biban-El-Moluk, y
que parecía más bien una tajada hecha por la mano del hombre en la gruesa naturaleza de
la montaña, que una abertura natural, como si el genio de la soledad hubiese querido
hacer inaccesible esa mansión de la muerte.
En las verticales paredes de la roca cortada se distinguían vagamente restos informes
de esculturas carcomidas por el tiempo que parecían asperezas de la roca y que simulaban
los personajes primitivos de un bajo relieve medio borrado.
Al otro lado del desfiladero, el valle se ensanchaba un poco y presentaba el aspecto
de la más melancólica desolación.
A ambos lados, el terreno se elevaba en escarpadas pendientes de enormes masas de
rocas calizas, rugosas, leprosas, resquebrajadas, desmoronadas, pulverulentas, en plena
descomposición bajo un sol implacable. Esas rocas semejaban osamentas calcinadas en una
hoguera, que bostezaban con sus resquebrajaduras profundas el tedio de la eternidad, e
imploraban por mil grietas la gota de agua que nunca cae.
Las escarpaduras se elevaban, casi verticalmente, a gran altura, y sus irregulares
crestas, de un blanco grisáceo, se perfilaban sobre el fondo del cielo, de un color añil casi
negro, como las deterioradas almenas de una gigantesca fortaleza en ruinas.
Los rayos del sol abrasaban una de las vertientes del fúnebre valle, y la otra estaba
bañada por esa luz azulada y cruda que parece inverosímil en los países del Norte cuando
los pintores la reproducen y que se perfila tan claramente como las sombras proyectadas
en un plano arquitectónico.
El valle se prolonga formando codos unas veces, otras estrechándose en verdaderos
desfiladeros, según que los bloques y los montecillos de la cordillera formaban entrantes o
salientes. Por esa particularidad propia de los climas en que la atmósfera, enteramente
seca, es de perfecta transparencia, no existía perspectiva aérea en ese teatro de desolación;
todos los detalles, netos, áridos, se destacaban hasta en el último término, con una
sequedad despiadada, y la distancia a que se hallaban sólo se adivinaba por la pequeñez
relativa de sus dimensiones, como si la naturaleza cruel no hubiese querido ocultar
ninguna miseria, ninguna tristeza de ese paraje descarnado, más muerto aunque los
muertos allí sepultados.
La pared soleada reflejaba una luz cegadora como la que emana de los metales en
fusión. Cada plano de la roca, metamorfoseado en ardoroso espejo, reflejaba la luz aún
más caliente. Esas reverberaciones entrecruzadas, unidas a los ardorosos rayos que del
cielo caían y que la tierra rechazaba, producían un calor de horno, y el pobre doctor
alemán no se daba reposo secándose, con su pañuelo de hierbas, la cara, que tenía tan
mojada como si la hubiese metido en el agua.
En todo el valle no se habría podido encontrar un puñado de tierra vegetal; ni una
hierba, ni una zarza, ni un bejuco, ni siquiera un poco de musgo, interrumpía el tono
uniformemente blanquecino de ese paisaje abrasado. Las grietas y las infructuosidades de
aquellas rocas, no tenían bastante humedad para que la planta parasitaria más modesta
pudiese desarrollar sus tiernas raíces. Aquello semejaba el montón de cenizas que
hubiesen quedado de una cadena montañosa quemada en la época de las catástrofes
cósmicas, en un gran incendio planetario; anchas listas negras, parecidas a cicatrices de
cauterización se destacaban del fondo yesoso de las escarpaduras, completando la
exactitud de esa comparación.
En esa devastación reinaba un silencio absoluto que ningún estremecimiento vital, ni
un aleteo, ni zumbido de insecto, ni la huida de un lagarto o de un reptil, venían a
interrumpir; hasta la cigarra, esa amiga de las soledades abrasadas por el sol, callaba su
tenue canto.
Un polvo micáceo, brillante, parecido a arenisca molida, formaba el suelo, y acá y allá
había algunos montículos que provenían de los pedazos de piedra arrancados en las
profundidades de la montaña por el obstinado picachón de las generaciones que pasaron,
y la piqueta de los obreros trogloditos que prepararon en la sombra la eterna mansión de
los muertos. Las desmigajadas entrañas de la montaña habían producido otras montañas,
amontonamiento inconsciente de pequeños fragmentos de roca, que tenían la apariencia
de una pequeña cordillera natural.
En los costados de las rocas se abrían, acá y allá, unas bocas negras rodeadas de
bloques de piedra en desorden, unos agujeros cuadrados con pilares esculpidos, y en cuyo
dintel figuraban rollos misteriosos en los que aparecía, en medio de un gran disco
amarillo, el escarabajo sagrado, el sol con cabeza de carnero y las diosas Isis y Nephtys
arrodilladas o en pie. Eran las tumbas de los antiguos reyes de Tebas.
Argyropoulos no se detuvo en ellas, y condujo a los viajeros por una especie de
rampa, que a primera vista sólo parecía una simple roza en la falda de la montaña, en la
que había algunos montones de rocas rodadas, hasta una pequeña meseta, donde las
rocas, aparentemente agrupadas al azar, presentaban sin embargo algo de simetría si bien
se las consideraba.
Cuando el lord, acostumbrado a todas las proezas de la gimnasia, y el sabio, mucho
menos ágil, consiguieron llegar hasta allí, Argyropoulos dijo con aire de triunfante
satisfacción, señalando con su bastoncillo una enorme piedra: "Ahí es".
Argyropoulos llamó dando unas palmadas, y en seguida, saliendo de las grietas de
las rocas, de los repliegues del valle, acudieron con presteza unos fellaes demacrados y
harapientos que traían martillos, palancas, picachones, escalas y todos los útiles
necesarios, y escalonaron la escarpada pendiente como una legión de negras hormigas.
Los que no cabían en la pequeña meseta que ocupaban el contratista de las excavaciones,
lord Evandale y el doctor Rumphius, se agarraban con las uñas y se apoyaban con los pies
en las rugosidades de las rocas.
El griego indicó a tres de los más robustos que introdujeran sus palancas debajo de la
masa mayor de rocas. Sus músculos sobresalían en sus flacos brazos como tirantes
cuerdas, y hacían fuerza en la extremidad libre de la barra con todo el peso de sus cuerpos.
Por fin, la masa se movió, vaciló durante un instante como un hombre embriagado, e
impelida por los esfuerzos reunidos de Argyropoulos, lord Evandale, Rumphius y
algunos árabes que habían conseguido encaramarse a la meseta, rodó, dando saltos, por la
escarpadura. . Sucesivamente se quitaron otros dos bloques de menores dimensiones, y
entonces pudo apreciarse la justeza de las previsiones del griego.
La entrada de una tumba, que evidentemente se había librado hasta entonces de las
investigaciones de los rebuscadores de tesoros, apareció en toda su integridad.
Era una especie de pórtico practicado en la roca; en las paredes laterales, dos pilares
acoplados lucían sus capiteles formados por cabezas de vaca, cuyos cuernos se retorcían
en forma de medias lunas isíacas. La entrada era baja y tenía montantes que ostentaban
largos paneles jeroglíficos, y encima aparecía un ancho cuadro emblemático. En el centro
de un disco amarillo y junto al escarabajo, signo de las encarnaciones sucesivas, se veía el
dios con cabeza de carnero, símbolo del sol poniente. Fuera del disco, Isis y Nephtys,
personificaciones del principio y del fin, estaban arrodilladas, una pierna replegada bajo el
muslo y la rodilla de la otra pierna a la altura del codo, según la postura egipcia, con los
brazos extendidos hacía adelante con expresión de misteriosa extrañeza, y el cuerpo
envuelto en un taparrabo sostenido por un cinturón, cuyos extremos pendían.
Detrás de una pared de piedra y adobes que pronto cedió al pico de los obreros, se
descubrió la losa de piedra que formaba la puerta del monumento subterráneo.
El doctor alemán, familiarizado con los jeroglíficos, pudo leer fácilmente en el sello
de arcilla que sellaba la losa, la divisa del calcita que vigilaba las mansiones fúnebres y que
había, cerrado para siempre esa tumba, cuya situación sólo él hubiera podido encontrar en
el mapa de las sepulturas que se conservaba en el colegio de sacerdotes.
—Empiezo a creer que el pájaro está en el nido —dijo al joven lord, el sabio
entusiasmado—. Y rectifico la desfavorable opinión que manifesté sobre ese simpático
griego.
—Quizá nos alegramos demasiado pronto —respondió lord Evandale—, aún
podríamos experimentar la misma decepción que Belzoni cuando creyó ser el primero que
penetraba en la tumba de Menephtha Seti, y después de recorrer un laberinto de pasillos,
pozos y cámaras, encontró el sarcófago vacío y rota la tapa, porque los rebuscadores de
tesoros habían llegado hasta la tumba por un sondeo practicado en otro punto de la
montaña.
—¡Oh! no —agregó el sabio—. La montaña es muy alta en este sitio, y el hipogeo está
muy distante de los demás para que esos endemoniados topos hayan podido prolongar
hasta aquí sus galerías.
Durante esta conversación, los obreros, estimulados por Argyropoulos, procuraban
arrancar la losa de piedra que tapaba el orificio de la galería. Al remover la tierra en la
parte inferior para introducir las palancas, porque el lord encargó que no se rompiese
nada, encontraron multitud de figuritas, de varias pulgadas de altura, de barro esmaltado
azul o verde, perfectamente hechas, monísimas estatuitas funerarias que allí habían
puesto, como ofrendas, los parientes y los amigos, como nosotros depositamos coronas de
flores en el umbral de nuestras capillas funerarias; pero nuestras flores se marchitan
pronto; esos testimonios de antiguos dolores estaban intactos después de más de tres mil
años, porque Egipto sólo hace cosas eternas.
Cuando por fin se abrió la puerta de piedra dando paso a la luz por primera vez
después de treinta y cinco siglos, por la boca obscura de la galería se escapó una bocanada
de aire caliente, como por la puerta de un horno. La luz que penetraba en el fúnebre
pasadizo hizo brillar con vivo resplandor las pinturas de los jeroglíficos esculpidos a lo
largo de las paredes en líneas perpendiculares y que reposaban sobre un zócalo azul. Una
figura de color rojizo, con cabeza de gavilán cubierta con el "pschent"2 sostenía un disco
que contenía el globo alado y que parecía velar en el umbral de la tumba como un portero
de la eternidad.
Varios fellaes encendieron antorchas y precedieron a los dos viajeros, acompañados
de Argyropoulos; las resinosas llamas lucían con dificultad en aquella atmósfera espesa,
2 Sombrero mezcla de tiara y casco que es símbolo del dominio del Sol, y que usaban los
Faraones.
sofocante, concentrada durante tantos miles de años bajo la recalentada caliza de la
montaña, en las galerías, los laberintos y las entrañas del hipogeo.
Rumphius jadeaba y chorreaba como un río; hasta el impasible Evandale enrojecía y
notaba que se le humedecían las sienes; pero el griego, desecado desde hacía mucho
tiempo por el ardoroso viento del desierto, no sudaba más que una momia.
La galería se dirigía directamente hacia el núcleo de la montaña, siguiendo un filón
de caliza de uniformidad y pureza perfectas. En el fondo había otra puerta de piedra,
sellada como la primera con un sello de arcilla y coronada por el globo con alas
desplegadas, que demostraba que la sepultura no se había violado e indicaba la existencia
de otra galería que penetraba más en lo interior de la montaña.
El calor era tan intenso, que el joven lord se quitó su paletó blanco, y el doctor su
levita negra, y poco después el chaleco y la camisa. Al notar Argyropoulos que respiraban
con dificultad, dijo algunas palabras al oído a un fellah, que salió corriendo y volvió al
poco con dos grandes esponjas empapadas en agua fresca, que los dos viajeros se pusieron
en la boca, según les aconsejó el griego, con el fin de respirar un aire mas fresco a través de
los húmedos poros, como se hace en los baños rusos, cuando se deja salir mucho vapor.
Pronto cedió la nueva puerta, y a la vista de los viajeros apareció una escalera
labrada en plena roca, que descendía rápidamente.
Sobre un fondo verde limitado por una línea azul se veían, a cada lado de la galería,
teorías de figuras emblemáticas de colores tan bien conservadas y tan lozanas, como si el
pincel del artista las hubiese pintado el día anterior. Esas figuritas aparecían un momento
con el resplandor de las antorchas y después se desvanecían en la sombra como los
fantasmas de un sueño.
Bandas de jeroglíficos dispuestos verticalmente como la escritura china, se
desenvolvían por encima de los frescos y ofrecían a la sagacidad el sagrado misterio de su
enigma.
En las porciones de pared que no estaban cubiertas por signos hieráticos, se
destacaban un chacal acostado con las patas extendidas y las orejas levantadas y. una
figura arrodillada, con una mitra en la cabeza y una mano apoyada sobre un aro, que
parecían hacer centinela junto a una puerta cuyo dintel estaba adornado por dos rollos
enlazados, sostenidos por dos mujeres vestidas con ceñidas pampanillas y que
desplegaban el brazo como un ala.
—Pero ¿qué es esto? ¿Vamos a bajar hasta el centro de la tierra? —dijo el doctor,
deteniéndose al final de la escalera, y viendo que la excavación continuaba prolongándose
—. Tanto aumenta el calor, que me parece debemos estar cerca de la mansión de los
condenados.
—Parece ser que se ha seguido la veta de caliza que penetra en la montaña, según la
ley de las ondulaciones geológicas —respondió lord Evandale.
Después de la escalera había otra galería bastante inclinada. Las paredes estaban
igualmente cubiertas por pinturas en que se distinguía vagamente una serie de escenas
alegóricas, que sin duda explicaban los jeroglíficos inscritos debajo. Este friso se extendía
por toda la longitud del pasillo, y debajo se veían figuritas en adoración ante el escarabajo
sagrado y la serpiente simbólica coloreada de azur.
El fellah que llevaba la antorcha, al llegar al fondo de la galería retrocedió con un
movimiento brusco. El camino se interrumpía súbitamente, y en el suelo se abría,
cuadrada y negra, la boca de un pozo.
—Amo, hay un pozo —dijo el fellah, dirigiéndose a Argyropoulos—; ¿qué hay que
hacer?
El griego pidió una antorcha, la sacudió para hacerla arder mejor y la echó en el
pozo, inclinándose con precaución sobre el orificio. La antorcha cayó dando vueltas y
silbando, y pronto se oyó un golpe seco seguido de un chisporroteo y de una bocanada de
humo; después la llama se hizo viva y clara, y el pozo brilló en la oscuridad como el ojo
sangriento de un cíclope.
—Imposible ser más ingenioso —dijo el joven lord—; estos laberintos interrumpidos
por subterráneos calabozos debieran haber calmado el ímpetu de los ladrones y de los
sabios.
—Pero no lo han conseguido —respondió el doctor—; unos buscaban el oro y los
otros la verdad: las dos cosas más preciadas del mundo.
—Traed la cuerda de nudos —gritó Argyropoulos a sus árabes—. Vamos a explorar
y sondear las paredes del pozo, porque la excavación debe prolongarse mucho más.
Al extremo de la cuerda se agarraron ocho o diez hombres para hacer contrapeso, y
la otra extremidad se la dejó pender en el pozo.
Argyropoulos, con la agilidad de un mono o de un gimnasta profesional, se asió del
cordel que pendía y se dejó caer hasta unos quince pies de profundidad, agarrándose con
las manos, y golpeando con los talones las paredes del pozo. La roca respondía en todas
partes con sonido sordo y macizo, y Argyropoulos descendió hasta el fondo y golpeó el
suelo con el puño de su bastón, pero la roca no resonó.
Evandale y Rumphius, febriles de ansiosa curiosidad, se inclinaban sobre el borde
del pozo, con riesgo de caerse de cabeza, y seguían con apasionado interés los
experimentos del griego.
—Sujetad bien —gritó por fin Argyropoulos, cansado de la inutilidad de sus
pesquisas; y asiéndose a la cuerda con las dos manos, empezó a subir.
La sombra de Argyropoulos, iluminado desde abajo por la antorcha que continuaba
ardiendo en el fondo del pozo, se proyectaba en el techo y parecía la silueta de un ave
disforme.
La curtida cara del griego expresaba viva contrariedad, y se mordía los labios debajo
del bigote.
—¡Ni indicios de el menor paso! —exclamó—; y sin embargo, la excavación no puede
concluir aquí.
—A menos —dijo Rumphius—, que el egipcio que se había hecho preparar esta
sepultura no haya muerto en algún "noma" lejano, en viaje o en la guerra, y entonces
hayan abandonado las obras, de lo cual hay algunos ejemplos.
—Esperemos, que, a fuerza de buscar, encontraremos alguna salida secreta —agregó
lord Evandale—; y si no, ensayaremos de hacer una galería transversal a través de la
montaña.
—¡Estos endemoniados egipcios eran tan astutos para ocultar sus madrigueras
fúnebres! —refunfuñaba Argyropoulos—; no sabían qué inventar para desorientar a la
pobre gente, y se diría que se reían por adelantado de la cara compungida de los
rebuscadores.
Inclinándose sobre el fondo de la sima, el griego examinaba con su mirada, tan
penetrante como la de un ave nocturna, las paredes de la pequeña cámara que formaba la
parte superior del pozo. Sólo vio las figuras que representaban los personajes ordinarios
de la psicostasia, el juez Osiris sentado en su trono, en la postura habitual, con el pedum
en una mano y el látigo en la otra, y los dioses de la Verdad y la Justicia que llevaban el
alma del difunto ante el tribunal del Amentí.
De repente, y como iluminado por una idea repentina, dio media vuelta. Su antigua
experiencia de contratista de excavaciones le recordó un caso parecido, y además, el deseo
de ganar las mil guineas del lord, estimulaba sus facultades. Cogió un picachón que un
fellah tenía, y empezó a golpear a derecha e izquierda, andando hacia atrás, la superficie
de la roca, con riesgo de estropear algunos jeroglíficos y de romper el pico o el elitro de un
gavilán o de un escarabajo sagrado.
Por fin el muro respondió con sonido hueco a los golpes del martillo; y una
exclamación de triunfo se escapó del pecho del griego, mientras sus ojos chispeaban.
El sabio y el lord aplaudieron.
—Cavad ahí —dijo Argyropoulos a sus hombres, después de recobrar su sangre fría.
Pronto se practicó una brecha suficientemente ancha para librar paso a un hombre.
Una galería que, en lo interior de la montaña contorneaba el obstáculo del pozo opuesto a
los profanadores, conducía a una sala cuadrada cuyo techo azul reposaba sobre cuatro
macizos pilares, en los que estaban pintadas esas figuras de piel roja y con pampanilla
blanca que se encuentran con tanta frecuencia en los frescos egipcios, dibujadas con el
busto de frente y la cabeza de perfil.
Esta sala conducía a otra de techo algo mas elevado y sostenido únicamente por dos
pilares. Diversas escenas, el bari místico, el toro Apis llevando la momia hacia las regiones
de Occidente, el juicio del alma y la evaluación de las acciones del muerto en la balanza
suprema, las ofrendas a las divinidades funerales, adornaban los pilares y la sala.
Todas esas figuras estaban esculpidas en bajo relieves aplastados, con trazo
fuertemente pronunciado; pero el pincel del pintor no había concluido y completado la
obra del cincel. Por lo cuidadoso y delicado del trabajo, podía juzgarse la importancia del
personaje cuya tumba se había procurado ocultar a la curiosidad de los hombres.
Después de consagrar unos minutos al examen de esas tallas, dibujadas con toda la
pureza del estilo egipcio de la época clásica, los exploradores se dieron cuenta de que la
sala no tenía otra abertura y que habían llegado a una especie de callejón sin salida.
El aire se enrarecía, las antorchas ardían con dificultad en una atmósfera cuyo calor
aumentaban ellas mismas, y su humo se replegaba formando nubes. El griego daba al
diablo el hato y el garabato, como si con eso pudiese remediar algo, aunque nada
remediaba. Se sondearon de nuevo las paredes sin obtener resultado; la montaña, espesa,
compacta, no daba más que un sonido macizo por todas partes, y no se veía ningún
indicio de puerta, pasillo o abertura.
El lord estaba visiblemente descorazonado, y el sabio dejaba caer los brazos
flojamente. Argyropoulos, que temía perder los veinticinco mil francos, manifestaba la
desesperación más irritada. Iba siendo necesario retroceder, porque el calor se hacía
verdaderamente insoportable.
Los exploradores volvieron a la primera sala, y allí, el griego, que no podía
resignarse a ver disiparse como el humo su sueño de oro, examinó con la más minuciosa
atención el fuste de los pilares, para asegurarse si contenían algún artificio, o si ocultaban
alguna trampa que podría descubrirse moviéndolos, pues en medio de su desesperación
confundía la realidad de la arquitectura egipcia, con los quiméricos edificios de los
cuentos árabes.
Los pilares estaban tallados en la roca, en el centro de la sala excavada, formaban
cuerpo con ella, y hubiera sido necesario emplear la dinamita para moverlos.
—¡Adiós esperanza!
—Sin embargo —dijo Rumphius—, no se habrán entretenido en hacer este dédalo
porque sí. Debe de haber algún paso parecido al que rodea el pozo. Sin duda, el difunto
tiene miedo de que le molesten los importunos y nos niega la entrada, pero insistiendo se
entra en todas partes. Quizás alguna losa hábilmente disimulada y cuyas pinturas no
pueden verse a causa del polvo que cubre el suelo, tapa el paso por donde puede
descenderse, directa o indirectamente, hasta la cámara fúnebre.
—Tiene usted razón, querido doctor —agregó Evandale—; estos condenados
egipcios unían las piedras como las bisagras de una trampa inglesa. Busquemos aún.
El griego encontró sensata la idea expuesta por el sabio, y se paseó e hizo pasear a
sus fellaes por todos los rincones de la sala, golpeando con los talones, Por fin, cerca del
tercer pilar, un sonido sordo llamó la atención del griego, quien se puso precipitadamente
de rodillas para examinar el sitio, barriendo con harapos de albornoz, que le dio uno de
sus árabes, el polvo impalpable, tamizado durante treinta y cinco siglos en la sombra y el
silencio. Pronto se destacó una línea negra, fina y neta como un trazo hecho con regla en
un dibujo de arquitectura, y que recortaba en el suelo una losa de forma oblonga.
—¡Bien decía yo que el subterráneo no podía terminarse así! —exclamó el sabio
entusiasmado.
—Tengo verdadero reparo en turbar el último sueño de ese pobre cuerpo
desconocido que pensaba descansar tan en paz hasta la consumación de los siglos —dijo
entonces lord Evandale con su extraña calma británica—. El huésped de esta mansión no
necesita nuestra visita.
—Tanto más que falta un tercero para que la presentación sea cortés —respondió el
doctor—; pero tranquilizaos, milord; he vivido bastante en tiempo de los Faraones para
introduciros junto al ilustre personaje que habita este subterráneo.
Se introdujeron unas barras en la estrecha fisura, y después de algunos esfuerzos la
losa cedió a la presión y se levantó. Una escalera de altos y derechos peldaños, que
descendía en la oscuridad, se presentó ante los impacientes pies de los viajeros, que se
abalanzaron todos juntos. Después de la escalera había una galería en pendiente, cuyas
paredes estaban cubiertas de figuras y jeroglíficos. En el fondo de la galería aún había
otros peldaños mas que conducían a un corredor de pequeña extensión, especie de
vestíbulo que precedía a una sala del mismo estilo que la primera, pero más grande, y
cuyo techo descansaba sobre seis pilares tallados en plena roca. La ornamentación de esta
sala era más rica y los asuntos ordinarios de las pinturas fúnebres se multiplicaban en ella,
sobre un fondo de color amarillo. A derecha e izquierda se abrían en la roca dos pequeñas
criptas o cámaras que estaban llenas de figuritas funerales de barro esmaltado, de bronceo
de madera de sicómoro.
—¡Ya estamos en la antesala de la cámara en que debe estar el sarcófago! —exclamó
Rumphius, dejando ver sus grises ojos, chispeantes de alegría por debajo de sus gafas que
había levantado hasta la frente.
—Hasta ahora, el griego va cumpliendo su promesa —dijo Evandale—; somos los
primeros seres vivientes que han penetrado aquí, desde que el muerto, sea quien sea, fue
abandonado en esta tumba a la eternidad y lo desconocido.
—¡Debe de ser un personaje poderoso! —agregó el doctor—; un rey, un hijo de rey
por lo menos; ya os lo diré más adelante, cuando haya descifrado su rollo. Entremos
primeramente en esta sala, la más hermosa, la más importante, la que los egipcios
designaban con el nombre de "Sala dorada".
Lord Evandale iba el primero, precediendo de unos pasos al sabio, menos ágil o que
quizá quería dejar, por deferencia, la virginidad del descubrimiento al nuevo lord.
En el momento de traspasar el umbral, el lord se inclinó como si hubiese visto alguna
cosa inesperada, que le extrañase. A pesar de estar acostumbrado a no manifestar sus
emociones, porque nada es mas contrario a las reglas de la gran pedantería que el
reconocerse, por la sorpresa o la admiración, inferior a algo, el joven aristócrata no pudo
retener un ¡oh! prolongado, y modulado de la manera más británica.
Veamos que era lo que había causado tal exclamación al "gentleman" más perfecto de
los tres reinos unidos. En el fino polvo gris que enarenaba el suelo, se dibujaba netamente,
con las marcas del pulgar, de los cuatro dedos y del calcáneo, la forma de un pie humano:
el pie del último sacerdote o del último amigo que había salido, mil quinientos años antes
de Jesucristo, después de haber rendido al muerto los honores póstumos. El polvo, tan
eterno en Egipto como el granito, había moldeado ese paso y lo conservaba desde hacía
más de treinta siglos, como los barros diluvianos endurecidos conservan la huella de los
pies de los animales de los modelaron.
—Mire usted esta huella humana, cuya punta se dirige hacia la salida del hipogeo —
dijo Evandale a Rumphius—. ¿En qué galería de la cordillera líbica reposa, petrificada por
el betún, el cuerpo que la marcó?
—¡Quién sabe! —respondió el sabio—. De todos modos, esta marca ligera que un
soplo hubiese barrido, ha durado más que civilizaciones, que imperios, que las mismas
religiones y que monumentos que se creían eternos. ¡La ceniza de Alejandro, hecha quizá
con la piquera de un tonel de cerveza, como decía Hamlet, y el paso dé este egipcio
desconocido, subsiste en el umbral de una tumba!
El lord y el doctor, impelidos por la curiosidad qué no les permitía largas reflexiones,
penetraron en la sala, aunque teniendo cuidado de no borrar la milagrosa huella.
Al entrar en ella, el impasible Evandale experimentó singular impresión. Le pareció,
según la expresión de Shakespeare, que "la rueda del tiempo se había desencajado"; la
noción de la vida moderna se borró de su mente. Olvidó la Gran Bretaña, su propio
nombre inscrito en el libro de oro de la nobleza, sus castillos del Lincolnshire y sus
palacetes de West-End, de Hyde-Park y Piccadilly, los salones de la reina, el círculo de
yates y cuanto constituía su existencia inglesa. Una mano invisible había invertido el reloj
de arena de la eternidad y los siglos caídos poco a poco, como las horas, en la soledad y la
noche, recomenzaban a contar. Era como si la historia no se hubiese efectuado. Moisés
vivía, Faraón reinaba, y él, lord Evandale, estaba cohibido por no llevar el peinado
acanalado, la gola de esmalte y la pampanilla estrecha ciñendo sus muslos, único traje
adecuado para presentarse ante una momia real. Aunque el lugar nada tenía de siniestro,
una especie de religioso terror le embargaba al violar ese palacio de la Muerte, con tanto
cuidado preservado de los profanadores. Le parecía sacrílega e impía la tentativa que
llevaban a cabo, y se decía: "¡Si el Faraón se levantara y me pegase con su cetro!" Durante
un instante pensó en dejar caer el sudario medio levantado, sobre el cadáver de esa
antigua civilización muerta; pero el doctor, dominado por su entusiasmo científico no
hacía reflexiones y exclamaba con tonante voz:
—¡Milord, milord, el sarcófago está intacto!
Esta frase hizo volver a lord Evandale a la realidad. Con eléctrico salto del
pensamiento salvó los tres mil quinientos años a que su imaginación había remontado, y
respondió:
—¿De verdad, doctor, está intacto?
—¡Felicidad inaudita! ¡Suerte maravillosa! ¡Hallazgo inestimable! —continuó
diciendo el doctor en el colmo de su alegría de erudito.
Al ver el entusiasmo del doctor, Argyropoulos tuvo un remordimiento, el único de
que era capaz: el de no haber pedido más que veinticinco mil francos. "He sido un tonto,
pensó; este lord me ha robado; no me volverá a suceder". Y se prometió a sí mismo
corregirse en lo porvenir.
Los fellaes encendieron varias antorchas para que los extranjeros disfrutasen del
espectáculo. Era, efectivamente, extraño y magnífico. Las galerías y las salas que conducen
a la cámara del sarcófago tienen los techos bajos, a una altura de 8 a 10 pies; pero el
santuario donde arrancan esos dédalos tiene proporciones muy diferentes. Lord Evandale
y Rumphius se quedaron estupefactos de admiración a pesar de estar acostumbrados a los
esplendores fúnebres del arte egipcio.
Iluminada por las antorchas, la sala dorada resplandecía y los colores de los frescos
brillaban con todo su esplendor, acaso por vez primera. Trozos de rojo, de azul, de verde,
de blanco, con brillo nuevo, con virginal lozanía, con inaudita pureza, se destacaban de
una especie de barniz de oro que servía de fondo a las pinturas y los jeroglíficos e
impresionaban la vista antes de que se pudiesen discernir los asuntos que representaban.
Parecía, a primera vista, un tapiz inmenso de la más rica tela. La bóveda, cuya
elevación era de treinta pies, semejaba un velario de azur bordado de palmitas amarillas.
En las paredes, el globo simbólico desplegaba sus desmesuradas alas, y en torno suyo
aparecían los rollos reales. Más allá, Isis y Nephtys sacudían sus brazos franjados de
plumas y que parecían nacientes alas. Los "uroeus" ahuecaban sus azules pechos, los
escarabajos procuraban desplegar sus élitros, los dioses con cabeza de chacal enderezaban
las orejas, afilaban su pico de gavilán, fruncían su hocico de cinocéfalo, hundían entre los
hombros su cuello de buitre o de serpiente, como si estuviesen dotados de vida. Místicos
baris pasaban en sus trineos arrastrados por figuras en acompasadas posturas, con
angulosos gestos, o flotaban sobre las aguas, simétricamente onduladas, conducidas por
remos medio desnudos. Dolientes mujeres, arrodilladas y con la mano puesta sobre la
cabeza en señal de duelo, se volvían hacia el catafalco, mientras que los sacerdotes de
afeitadas cabezas, con una piel de leopardo sobre el hombro, quemaban perfumes en el
extremo de una espátula terminada por una manecilla que sostenía una copa, ante los
muertos divinizados. Otros personajes ofrecían flores o capullos de loto, plantas bulbosas,
volátiles, cuartos de antílope y cantimploras de licores, a los fúnebres genios. Justicias
acéfalas conducían las almas ante Osiris es, que tenían los brazos en rígidas posturas,
como sujetos por una camisa de fuerza, y estaban rodeados por los cuarenta y dos jueces
del Amentí, sentados en sendas sillas y en dos filas, y cuyas cabezas, tomadas de todos los
reinos de la zoología, sostenían plumas de avestruz en equilibrio.
Todas esas figuras estaban dibujadas con un trazo profundamente marcado en la
caliza y matizadas con los colores más vivos; tenían ese movimiento fijado, esa misteriosa
intensidad del arte egipcio contrariada por las reglas sacerdotales y que recuerdan a un
hombre amordazado que procura hacer comprender su secreto.
En el centro de la sala estaba el sarcófago, macizo y grandioso, labrado en un enorme
bloque de basalto negro, y cubierto con una tapa de la misma piedra y de forma alomada.
Las cuatro caras del fúnebre monolito, estaban cubiertas de figuras y jeroglíficos tan
finamente labrados como la talla de una sortija de piedras preciosas, a pesar de que los
egipcios desconocían el hierro y de que el grano de basalto es capaz de desgastar el acero
más duro. La imaginación es impotente para adivinar por qué procedimiento conseguía
escribir en el granito y el pórfido ese pueblo maravilloso, con la misma facilidad que con
un punzón en tablillas de cera.
Sobre los ángulos del sarcófago había cuatro jarrones de alabastro oriental, de puras
y elegantes formas, cuyas esculpidas tapas representaban la cabeza de hombre de Amset,
la de cinocéfalo de Hapi, la de chacal de Sumautf y la de gavilán de Kebsnif; eran los
jarrones que contenían las vísceras de la momia que en el sarcófago yacía. En la cabecera
de la tumba había una efigie de Osiris, con la barba trenzada, que parecía velar él sueño
del muerto. A cada lado del mausoleo se erguían dos estatuas pintadas de mujer,
sosteniendo con una mano una caja cuadrada sobre la cabeza y con la otra, apoyada al
costado, un vaso para libar. Un de esas estatuas estaba vestida con una sencilla falda
blanca que se aplicaba sobre las caderas y estaba sostenida por tirantes cruzados; la otra,
más ricamente trajeada estaba como metida en una especie de saco cubierto de conchas,
alternativamente rojas y verdes. Junto a la primera se veían tres jarras primitivamente
llenas de agua del Nilo, que al evaporarse había dejado sus posos, y, un plato que contenía
una pasta alimenticia desecada. Al lado de la otra estatua se encontraban dos navíos en
miniatura, parecidos a los buques que se fabrican en los puertos de mar, que recordaban
exactamente el uno, hasta los menores detalles de las barcas en que se trasportaba el
cuerpo desde Diopolis hasta los Memnomia, y el otro la nave simbólica que conducía el
alma a las regiones de Occidente. No se había olvidado ningún detalle, ni los mástiles, ni
el timón formado por un largo remo, ni el piloto y los remeros, ni la momia rodeada de
plañideras y acostada bajo el puente en un lecho con patas de león, ni siquiera las figuras
alegóricas de las fúnebres divinidades desempeñando sus sagradas funciones. Las barcas
y las figurillas estaban pintadas con vivos colores, y en los dos costados de la proa, que
tenía, como la popa, forma de pico de pájaro, se veía el gran ojo asirio agrandado por el
afeite de antimonio. Una calavera de vaca y huesos de buey que estaban esparcidos por el
suelo, demostraban que se había sacrificado una víctima para asumir las contrariedades
que hubiesen podido turbar el reposo del muerto. Sobre el sarcófago había colocados unos
cofrecillos pintados y cubiertos de jeroglíficos. Mesitas de caña sostenían aún las ofrendas
fúnebres. Todo, en ese palacio de la Muerte, estaba intacto desde el día en que la momia,
encerrada en su caja de cartón y en sus dos féretros, había sido depositada sobre su lecho
de basalto. El gusano sepulcral, que tan fácilmente traspasa los ataúdes mejor construidos,
se había vuelto atrás, rechazado por los fuertes perfumes del betún y las pastas
aromáticas.
—¿Hay que abrir el sarcófago? —interrogó Argyropoulos, después de dar tiempo
para que lord Evandale y Rumphius pudiesen admirar los esplendores de la sala dorada.
—¡Claro que sí! —respondió el joven lord—; pero tened cuidado con no descantear la
tapa al introducir las palancas en la juntura, porque quiero llevarme este sarcófago y
regalarlo al Museo Británico.
Toda la cuadrilla reunió sus esfuerzos para levantar el monolito; con gran precaución
se introdujeron cuñas de madera, y después de varios minutos de trabajo, consiguióse
mover la enorme piedra y resbalarla sobre los tarugos preparados al efecto.
Al abrir el sarcófago, se vio el primer féretro herméticamente cerrado. Era una
especie de cofre adornado con pinturas y dorados que representaban como una nave con
dibujos simétricos, rombos, cuadriculados, palmitas y líneas de jeroglíficos. Se levantó la
tapa y Rumphius que estaba inclinado sobre el sarcófago, profirió un grito de sorpresa
cuando descubrió el contenido del ataúd: " ¡Una mujer! ¡Una mujer!" exclamó al reconocer
el sexo de la momia por la carencia de la barba osírica y por la forma del ataúd de cartón.
También el griego pareció extrañado. Su experiencia de excavador le permitía
comprender lo insólito del hallazgo. El valle de Biban-El-Moluk es el San Dionisio de la
antigua Tebas3, y sólo contiene tumbas de reyes. La necrópolis de las reinas esta situada
más lejos, en otra cañada de la montaña. Las tumbas de las reinas son mucho más sencillas
y se componen ordinariamente de dos o de tres galerías y una sala o dos. En Oriente, las
3 San Dionisio, es la basílica, próxima a París, donde están las tumbas de los reyes de Francia. —
N. del T.
mujeres se consideraron siempre, hasta después de muertas, como inferiores a los
hombres. La mayoría de estas tumbas femeninas fueron violadas en épocas muy antiguas
y sirvieron de receptáculo a deformes momias toscamente embalsamadas, en las que aún
pueden verse señales del spray de elefantiasis.
¿En virtud de qué milagro, de qué singularidad, de qué substitución, ocupaba ese
féretro femenino un sarcófago real, en medio de aquel eréptico palacio, digno del más
poderoso y más ilustre Faraón?
—Esto contraría todas mis nociones y todas mis teorías —dijo el doctor al lord inglés
—, y destruye los sistemas mejor basados sobre los ritos funerales egipcios, tan
exactamente observados durante miles de años. Tropezamos, sin duda, con algún punto
oscuro, con algún perdido misterio de la historia. Ha habido una mujer que escaló el trono
de los Faraones y «gobernó Egipto; se llamaba Tahoser, según indican los rollos, grabados
sobre otras inscripciones más antiguas, y usurpó la tumba como el trono, o acaso alguna
ambiciosa, cuyo recuerdo no ha conservado la historia, ha renovado su tentativa.
—Nadie está en mejores condiciones que usted para resolver ese difícil problema —
añadió lord Evandale—. Vamos a trasladar esta caja llena de secretos a nuestra canga, y
allí examinará usted con toda comodidad ese documento histórico y adivinará
seguramente el enigma que indican esos gavilanes, esos escarabajos, esas figuras
arrodilladas, esas líneas estremecidas y esas manos en forma de copátulo que lee usted con
tanta facilidad como el gran Champollion”.
Dirigidos por Argyropoulos, los fellaes levantaron el enorme cofre y lo cargaron
sobre sus hombros. La momia rehizo en sentido inverso el paseo fúnebre que efectuara en
tiempos de Moisés, en un bori pintado y dorado, precedida de largo cortejo. Se la embarcó
en el sandal en el que habían venido los viajeros, y pronto llegó a la canga que estaba
amarrada en la otra orilla del Nilo, donde se la colocó en un camarote bastante parecido —
las formas cambian poco en Egipto— al interior de la barca funeral.
Cuando Argyropoulos hubo ordenado alrededor de la caja todos los objetos que
junto a ella se encontraron, permaneció de pie, respetuosamente, en la puerta del
camarote, como si esperase. Lord Evandale lo comprendió e hizo que su ayuda de cámara
le entregase los veinticinco mil francos.
El féretro, abierto, colocado sobre los tarugos en el centro del camarote, brillaba con
igual resplandor que si los colores de sus adornos hubiesen sido pintados la víspera y
encuadraba la momia colocada en el ataúd de cartón que era de una riqueza y un trabajo
notables.
Nunca el Egipto antiguo había fajado más cuidadosamente a uno de sus hijos para el
sueño eterno. Aunque ninguna forma se manifestaba en ese enfundado Herma fúnebre,
del que sólo se veían la cabeza y los hombros, fácilmente se adivinaba un cuerpo joven y
gracioso bajo la gruesa envoltura. La máscara dorada, con sus grandes ojos con ojeras
negras y abrillantados con esmalte, la nariz de delicadas aletas, los redondeados pómulos,
los labios entreabiertos sonriendo con esa indescriptible sonrisa de la esfinge, la barbilla
algo corta pero de forma extremadamente delicada, presentaba el tipo más puro del ideal
egipcio, y denotaba en mil pequeños detalles característicos que el arte no inventa la
fisonomía individual de un retrato.
Multitud de finas trenzas que parecían cuerdecitas y estaban peinadas con raya en
medio, caían a cada lado de la cara en frondosas masas. De la nuca partía un tallo de loto
que se redondeaba encima de la cabeza y venía a abrir su azulado cáliz sobre el oso mate
de la frente, completando, con el cono funeral, ese peinado tan rico como elegante.
Ancha gola compuesta de finos esmaltes rayados con listas de oro, rodeaba la base
del cuello y bajaba en varias vueltas dejando entrever el contorno de dos senos firmes y
puros como dos copas de oro.
Sobre el pecho, dibujando su monstruosa configuración simbólica, se veía el ave
sagrada con cabeza de carnero, sosteniendo, entre sus verdes cuernos, el rojo disco del sol
occidental y apoyado en dos serpientes con "pschents" en la cabeza. Debajo, en el espacio
que dejaban libre las franjas trasversales rayadas de vivos colores que representaban las
vendas, se veía el gavilán de Phre, coronado por un globo con las alas desplegadas, el
cuerpo tachonado por simétricas plumas y la cola extendida en forma de abanico,
sosteniendo en cada una de sus garras el misterioso Tau, emblema de la inmortalidad.
Dioses funerales, con caras verdes y hocicos de mono o de chacal presentaban, con
un gesto hieráticamente rígido, el látigo, el pedum y el cetro. El ojo osirio con ojera de
antimonio dilataba su encarnada pupila; celestiales víboras se cebaban en sagrados discos;
simbólicas figuras alargaban los brazos cubiertos de plumas que semejaban listones de
persiana, y las dos diosas del principio y el fin, con los cabellos empolvados con polvo,
azul, el busto desnudo hasta por debajo del seno y el resto del cuerpo metido en estrecha
falda, se arrodillaban a la moda egipcia, sobre almohadones rojos y verdes adornados con
grandes borlas.
De la cintura partía una banda de jeroglíficos que se prolongaba hasta los pies y
contenía sin duda algunas fórmulas del ritual fúnebre o acaso el nombre y calidad de la
difunta, problema que más tarde resolvería Rumphius.
Todas esas pinturas, con el estilo de su dibujo, la valentía de la línea, la energía del
colorido, denotaban de manera evidente para los iniciados, que pertenecían al mejor
período del arte egipcio.
Después de contemplar esta primera envoltura, el sabio y el lord sacaron el ataúd de
cartón y lo apoyaron contra la pared.
¡Extraño aspecto el de ese maniquí con careta dorada, ¡puesto en pie con falsa actitud
de vida por impía curiosidad, después de haber permanecido durante tanto tiempo en la
postura horizontal de la muerte, sobre un lecho de basalto, en las entrañas de una
montaña! ¡El alma de la difunta que confiaba en su eterno reposo y que tantas
precauciones tomó para preservar sus restos de toda profanación, debió entristecerse más
allá de los mundos, en el ciclo de sus viajes y de sus metamorfosis!
Rumphius, previsto de un cortafrío y un martillo para desencajar la envoltura de
cartón de la momia, parecía uno de esos fúnebres genios de faz bestial que se ven en las
pinturas de los hipogeos, rodeando a los muertos para ejecutar algún rito horrible y
misterioso. Lord Evandale, tranquilo y atento, recordaba con su puro perfil al divino
Osiris esperando al alma para juzgarla, y si se quisiera extender la comparación podría
decirse que su bastoncillo semejaba el cetro que el dios tiene en la mano.
Cuando terminó la operación, que fue bastante larga, porque Rumphius no quería
estropear los dorados, la caja se dividió en dos partes como un molde que se abre, y
apareció la momia con todo el resplandor de su fúnebre tocado, vestida coquetamente
como si hubiese querido seducir a los genios del imperio subterráneo.
Al abrir la caja de cartón se esparció por el camarote un vago y delicioso olor de
plantas aromáticas, de licor de cedro, de polvo de sándalo, de mirra y cinamona, porque
no se había impregnado y endurecido el cuerpo en ese betún negro que petrifica los
cadáveres vulgares, sino que parecía que todo el arte de los embalsamadores, antiguos
habitantes de los Memnonia, se había agotado por conservar esos preciosos restos
mortales.
Bajo un entrelazamiento de estrechas cintas de fina tela de hilo, se adivinaban
vagamente los rasgos de la cara; esas cintas tenían un bonito color leonado, que les habían
comunicado los bálsamos de que fueron impregnadas. Del pecho cala una red de tubitos
de cristal azul, parecidos a los abalorios con que se adornan las basquiñas españolas, cuyas
mallas se reunían con pequeños granitos dorados y se prolongaban hasta las piernas
envolviendo a la muerte en un sudario de perlas digno de una reina. En el borde superior
de la red brillaban las estatuas de los cuatro dioses del Amentí, de oro repujado, y ese
sudario se terminaba en la parte interior con una franja de adornos de gusto depurado.
Entre las figuritas de los dioses fúnebres había unas plaquitas de oro, y encima extendían
sus doradas alas unos escarabajos de lapislázuli.
Sobre la cabeza de la momia habían colocado un espejo de metal pulido como si se
hubiese querido facilitar al alma de la muerte el medio para contemplar el espectro de su
belleza durante la interminable noche del sepulcro. Junto al espejo se encontraba un
cofrecillo de barro esmaltado, preciosamente decorado y que contenía un collar compuesto
de anillos de marfil, que alternaban con perlas de oro, de lapislázuli y de cornalina. A lo
largo del cuerpo se había colocado la estrecha cubeta cuadrada de madera de sándalo, en
que la muerta efectuaba sus perfumadas abluciones cuando aun vivía.
Pegados al fondo del ataúd, lo mismo que la momia, con una capa de natrón, había
tres jarrones de alabastro, dos de los cuales contenían bálsamos que aun conservaban
algún perfume y el tercero polvos de antimonio, y una espatulita para colorear los bordes
de los párpados y prolongar su ángulo exterior, según la antigua moda egipcia que aún
practican las mujeres orientales.
—¡Qué costumbre más conmovedora! —exclamó el doctor Rumphius entusiasmado
al ver esos tesoros—. ¡Enterrar con una joven bonita su monísimo arsenal de tocador!
Porque seguramente es una joven lo que envuelven estas vendas de hilo, amarilleadas por
el tiempo y los perfumes. Si se nos compara con los egipcios, somos unos incultos que,
dejándonos llevar por una existencia brutal, no tenemos el delicado concepto de la muerte.
¡Cuánta ternura, cuánta pena, cuánto amor revelan estas infinitas precauciones, estos
inútiles cuidados que nadie verá nunca, estas caricias a un cuerpo insensible, esta lucha
para impedir la destrucción de una forma adorda y devolverla intacta a su alma el día de
la reunión suprema!
—Acaso esta civilización nuestra que creemos culminante, no es más que una
profunda decadencia que no conserva ni siquiera el recuerdo de las gigantescas
sociedades que pasaron —respondió lord Evandale pensativo—. ¡Estamos estúpidamente
ufanos de algunos ingeniosos mecanismos recientemente inventados y no pensamos en los
colosales esplendores, en las enormidades irrealizables para cualquier otro pueblo, del
antiguo país de los Faraones. Tenemos el vapor; pero el vapor es menos poderoso que el
pensamiento que fue capaz de elevar las pirámides, perforar los hipogeos, esculpir las
montañas en forma de esfinges y de obeliscos, techar las salas con bloques únicos que
todos nuestros modernos aparatos no podrían mover y labrar capillas monolíticas, y que
comprendió el concepto de, la eternidad hasta el punto de saber defender contra la nada
los frágiles restos humanos!
—Los egipcios —añadió Rumphius sonriendo—, eran prodigiosos arquitectos,
maravillosos artistas, sabios profundos. Los sacerdotes de Memphis y de Tebas hubiesen
aventajado a nuestros eruditos de Alemania, y su simbolismo era mucho más profundo
que el de Kreuzer. Pero ya conseguiremos descifrar sus enigmas y arrancarles su secreto.
El gran Champollión nos ha enseñado su alfabeto y leeremos fácilmente sus libros de
granito. Mientras tanto, desnudemos a esta beldad, más de treinta veces centenaria, con la
mayor delicadeza posible.
—¡Pobre lady! —murmuró el joven lord—. ¡Ojos profanos van a contemplar esos
encantos misteriosos que quizás no llegó a conocer el amor! ¡Ah, sí! ¡Con un pretexto
científico, somos tan bárbaros como los persas de Cambises! ¡Y si no temiese entregar a la
desesperación a este buen sabio, yo te encerraría en tu triple caja de féretros, sin haber
levantado tú último velo!
Rumphius sacó de la caja de cartón aquella momia que no pesaba más que el cuerpo
de un niño, y empezó a desfajarla con el cuidado y la habilidad con que una madre
desnuda a un niño de pecho. Empezó por deshacer la envoltura de tela cosida,
impregnada de vino de palmera, y levantar las anchas vendas que fajaban el cuerpo de
trecho en trecho. Después cogió el extremo de una fajita estrecha que estaba enrollada en
los miembros de la joven egipcia y la enrolló sobre sí mismo con la destreza de un
torischeuta de la ciudad fúnebre, despegándola en todas sus vueltas y sus
circunvalaciones. A medida que avanzaba la operación, aparecía la momia más esbelta y
más pura, como la estatua que un escultor desbasta en un bloque de mármol. Cuando
concluyó de enrollar esa venda, se encontró con otra más estrecha y que oprimía aún más
las formas. Esta nueva venda era de un tejido tan fino, de trama tan homogénea, que se la
hubiese podido comparar con la batista y la muselina modernas. Se amoldaba
exactamente a los contornos, ciñendo los dedos de las manos y los pies, modelando, como
un antifaz, los rasgos de la cara, que era casi visible a través del fino tejido. Los bálsamos
en que se había humedecido esta venda la habían puesto como almidonada, y cuando el
doctor la despegaba, producía un ruidillo seco como el de un papel que se arruga o se
rasga.
Sólo quedaba una vuelta por despegar, y el doctor, a pesar de estar acostumbrado a
esta clase de operaciones, suspendió un momento su labor, bien por una especie de
respeto hacia los pudores de la muerte, o quizá por ese sentimiento que nos impide abrir
una carta o una puerta o levantar el velo que oculta el misterio que ansiamos conocer.
Rumphius achacó ese momento de descanso al cansancio y, en efecto, el sudor chorreaba
por su frente sin que se ocupase de secárselo con su famoso pañuelo de hierbas; pero para
nada influyó el cansancio.
La muerte se trasparentaba bajo la tela, tan fina como una gasa, y a su través se veían
brillar confusamente algunos dorados.
Cuando se hubo quitado el último obstáculo, apareció la joven en la casta desnudez
de sus bellas formas, conservando, a pesar de tantos siglos, toda la redondez de sus
contornos, toda la flexible gracia de sus puras líneas.
Su postura, poco frecuente en las momias, era la de la Venus de Médicis, como si los
embalsamadores hubiesen querido quitar a ese cuerpo la triste actitud de la muerte y
dulcificar la rígida postura de la muerta. Una de sus manos, medio velaba su pecho
virginal, y la otra tapaba bellezas misteriosas, como si el pudor de la muerta no se hubiese
tranquilizado con las sombras del sepulcro.
Un grito de admiración se escapó al mismo tiempo de los labios de Rumphius y de
lord Evandale al ver esa maravilla.
Ninguna estatua griega o romana tuvo líneas más elegantes. Los caracteres
particulares al ideal egipcio daban a ese hermoso cuerpo, tan milagrosamente conservado,
una esbeltez y una ligereza que no tienen los mármoles antiguos. La exigüidad de las
manos con sus adelgazados dedos, la distinción de los pies, cuyos dedos se terminaban en
uñas brillantes como el ágata, la delicadeza del talle, el perfil del seno pequeño y vuelto
como la punta de un "tatbebs", bajo la hoja de oro que lo envolvía, el poco saliente
contorno de la cadera, la pierna un poco larga con los maléolos delicadamente modelados,
todo recordaba la gracia de las tocadoras y bailarinas que figuran en los frescos que
representan banquetes fúnebres en los hipogeos de Tebas. Esta forma de una gracia
infantil, pero ya con todas las perfecciones de la mujer, es la que expresa el arte egipcio
con tan tierna delicadeza, lo mismo en las pinturas de las galerías, trazadas rápidamente,
que cuando pacientemente esculpe el basalto.
Las momias, impregnadas de betún y natrón, parecen generalmente negros
simulacros tallados en ébano; la disolución no puede atacarlas, pero les falta la apariencia
de la vida; los cadáveres no se han convertido en el polvo de que se formaron, pero se han
petrificado en una forma horrorosa que no puede contemplarse sin temor y sin asco.
Pero este cuerpo estaba preparado por procedimientos más perfeccionados, más
largos y costosos, y la momia había conservado la elasticidad de la carne, la delicadeza de
la epidermis y casi el color natural. La piel, morena clara, tenía el rubio matiz de un bronce
florentino nuevo, y ese tono de ámbar que se admira en los cuadros de Giorgine y del
Ticiano, cargados de barniz, no debía de diferenciarse mucho del color que la joven
egipcia tuviese en vida.
La cabeza más parecía dormida que muerta; los párpados, adornados aún con sus
largas pestañas, dejaban brillar entre las líneas de antimonio, unos ojos de esmalte que
tenían los húmedos destellos de la vida, y hubiérase dicho que iban a sacudir su sueño de
treinta siglos, como si se levantasen de un momento de reposo. La nariz era fina y delgada
y conservaba sus puras aristas; ninguna depresión deformaba los carrillos, que eran tan
redondos como los costados de un jarrón; la boca, ligeramente encarnada, había
conservado sus imperceptibles pliegues, y en los labios, voluptuosamente modelados,
erraba una melancolía y misteriosa sonrisa, llena de dulzura, de tristeza y de encanto: la
tierna resignada sonrisa que pliega en tan delicioso gesto las bocas de las adorables
cabezas que coronan los jarrones cnopeanos del Museo del Louvre.
Alrededor de la frente, que era tersa y baja como exigen las leyes de la belleza
antigua, se agrupaban los cabellos negros como el azabache, separados y trenzados en
innumerables cordelitos que caían sobre cada hombro. Veinte alfileres de oro, prendidos
en las trenzas como las flores en un peinado de baile, estrellaban con brillantes puntitos la
sombría y abundante cabellera, que parecía postiza por lo muy abundante. Dos grandes
pendientes, en forma de discos y que parecían pequeñas adargas, hacían temblar su
amarillenta luz junto a los morenos carrillos. El cuello de la presumida momia estaba
rodeado de un magnífico collar, compuesto de tres vueltas de divinidades y amuletos de
oro y pedrería, y sobre el pecho se destacaban otros dos collares cuyas perlas y rosetas de
lapislázuli, oro y cornalina, alternaban simétricamente con el gusto mas depurado. Un
cinturón de un dibujo parecido ceñía la esbelta cintura con un círculo de oro y piedras dé
colores. Un brazalete de dos vueltas, de perlas de oro y cornalina rodeaba la muñeca
izquierda y en el índice de la misma mano brillaba un escarabajo chiquitín, de oro,
engarzado en una sortija y fijado por un hilillo de oro cuidadosamente hilado.
¡Encontrarse frente a un ser humano que vivía en la época en que la Historia
empezaba a balbucir; recoger los cuentos de la tradición frente a una bella contemporánea
de Moisés que aun conserva las exquisitas formas de su juventud; tocar esa dulce manita
impregnada de perfumes que acaso habría besado un Faraón; tropezar ligeramente esos
cabellos más duraderos que imperios, más sólidos que monumentos de granito! ¡Que
sensación más extraña!
Al contemplar la hermosa muerta, el joven lord experimentó ese deseo retrospectivo
que inspira frecuentemente la vista de una estatua o un cuadro que representan una mujer
de lo pasado, célebre por su hermosura. Le pareció que si hubiese vivido tres mil
quinientos años antes habría amado esa beldad que la muerte no había querido destruir, y
quizá su pensamiento llegó hasta el alma inquieta que erraba tal vez en torno de sus
profanados restos.
El docto Rumphius, mucho menos poético, procedía a inventariar las joyas, sin
quitarlas de su sitio, porque Evandale no quiso que se arrancase a la momia este ligero y
último consuelo. Quitarle las joyas a una mujer, aun después de muerta, es matarla por
segunda vez.
De repente, un rollo de papiros que estaba oculto entre el costado y el brazo de la
momia, llamó la atención del doctor.
—¡Ah! —Exclamó—; esto debe ser un ejemplar de los ritos funerales que se
colocaban en el último féretro, escrito con mayor o menor cuidado, según la fortuna o la
importancia del personaje—Y empezó a desenrollar la frágil banda de papiro con grandes
precauciones. En cuanto vio las primeras líneas, Rumphius pareció perplejo; no reconocía
los signos y las figuras ordinarias de los ritos; en vano buscó en el sitio acostumbrado, las
viñetas que representaban los funerales y el fúnebre convoy que generalmente sirven de
frontispicio a ese papiro. Tampoco encontró la letanía de los cien nombres de Osiris ni el
pasaporte, ni la súplica a los dioses del Amentí. Dibujos de un carácter especial
anunciaban escenas muy diferentes, relacionadas con la vida humana y no con el viaje del
alma fuera del mundo. Había caracteres rojos que parecían indicar capítulos o párrafos, y
que resaltaban sobre el resto del texto, escrito en negro y llamaban la atención del lector en
los episodios interesantes. Al principio había una inscripción que debía contener el título
de la obra y el nombre del escriba que la había redactado o copiado; por lo menos esto es
lo que creyó descubrir a primera vista la sagaz intuición del doctor—Milord,
decididamente hemos hecho un gran negocio —dijo Rumphius a Evandale, haciéndole
observar las diferencias que presentaba el papiros sobre los rituales ordinarios—. Es la
primera vez que se encuentra un manuscrito egipcio que contenga otra cosa que fórmulas
hieráticas. Pero yo lo descifraré aunque me cueste perder la vista, aunque tenga que barrer
mi mesa con mi barba sin afeitar. ¡Sí; yo arrancaré tu secreto, Egipto misterioso, yo
conoceré tu historia, hermosa muerta, porque este papiro que oprimías con el brazo contra
tu corazón, debe de contenerla! ¡Y así me cubriré de gloria, me igualaré con Champollión y
haré que Lepsius se muera de envidia!
El doctor y el lord retornaron a Europa.
La momia, envuelta en todas sus vendas y colocada en sus tres féretros yace en el
parque de lord Evandale, en Lincolnshire, en el sarcófago de basalto que, con grandes
gastos, hizo traer desde Biban-El-Moluk, y que no ha regalado al Museo Británico.
Algunas veces, el lord se apoya en el sarcófago, parece meditar profundamente y
suspira...
Después de tres años de persistentes estudios, Rumphius ha conseguido descifrar el
misterioso papiro, exceptuando algunos pasajes alterados o que presentan signos
desconocidos; y su traducción latina, que hemos vertido al francés, es lo que vais a leer con
el nombre de: La novela de la momia.
FIN DEL PROLOGO
I
ph es el nombre egipcio de la ciudad que en lo antiguo se llamaba Tebas, la de
las cien puertas (o Diopolis Magna) parecía adormecida por la acción
aniquiladora de un sol de fuego. Era medio día; la blanca luz caía del pálido
cielo sobre la tierra desfallecida de calor; el suelo, abrillantado por las reverberaciones,
brillaba como metal repujado, y la sombra sólo trazaba al pie de los edificios una estrecha
fajita azulada, parecida a la línea de tinta con que un arquitecto dibuja sus planos en el
papiro.
Las casas, cuyos muros estaban ligeramente inclinados en talud, resplandecían como
los ladrillos de un horno; las puertas estaban cerradas, y en las ventanas con persianas de
cañas entretejidas, no se veía ninguna cabeza.
En el fondo de las desiertas calles y por encima de los terrados, se destacaban en el
espacio de incandescente pureza, las puntas de los obeliscos, los vértices de los pilones, los
cornisamentos de los palacios y de los templos, cuyos capiteles, que representaban cabezas
humanas o flores de loto medio emergentes, interrumpían las líneas horizontales de los
techos y se alzaban como escollos sobre la uniformidad de los edificios particulares.
De trecho en trecho y sobresaliendo de los muros de un jardín, se alzaba el escamado
tronco de una palmera terminado por un abanico de hojas completamente inmóviles,
porque ni el menor soplo agitaba la atmósfera; acacias, mimosas e higueras de Faraón
ostentaban sus ramajes y trazaban una sombrita azulada sobre la resplandeciente luz del
suelo. Esas manchas verdes animaban y refrescaban la solemne aridez del cuadro, que sin
ellas hubiese presentado el aspecto de una ciudad muerta.
Sólo desafiaban el ardor del sol algunos esclavos de raza Nahasi, de color negro, de
cara simiesca, de bestial continente. Que llevaban a casa de sus amos, en jarras colgadas de
un palo que apoyaban en el hombro, el agua cogida en el Nilo. Aunque sólo estaban
vestidos de un calzón rayado ceñido en las caderas, sus espaldas, brillantes y pulidas
como el basalto, chorreaban sudor; y los esclavos aceleraban el paso para no quemarse las
encallecidas plantas de los pies en las aceras, que estaban tan calientes como el suelo de
una estufa.
Los marineros dormían en la sentina de sus cangas amarradas al muelle de ladrillos
del río, con la seguridad de que nadie les despertaría para pasar a la otra orilla, al barrio
de los Memnomias.
En lo más alto del cielo giraban los gipaetos, cuyas agudas piadas se percibían
gracias al general silencio y que en cualquier otro momento del día se hubiesen perdido en
el rumor de la ciudad.
Dos o tres ibis, posados en las cornisas de los monumentos, con una pata replegada
bajo el pecho y el pico escondido en el buche, parecían meditar profundamente y
destacaban su tenue silueta sobre el azul calcinado y blanquecino que servía de fondo.
Pero no todo dormía en Tebas. Un vago murmullo de música salía de un gran
palacio, cuyo cornisamento, ornado de palmitas, destacaba su gran línea recta sobre el
cielo inflamado. Esas ondas de armonía. se extendían de vez en cuando al través del
diáfano temblor de la atmósfera, donde casi hubiese podido observar la vista sus sonoras
ondulaciones.
La música, apagada por el espesor de las murallas como por una sordina, tenía una
dulzura extraña. Era un canto de triste voluptuosidad, de languidez extremada, que
expresaba el cansancio del cuerpo y el desaliento de la pasión. Y también se traslucía en él
el cansancio luminoso del eterno azur, el indefinible abatimiento de los países cálidos.
Al pasar a lo largo de esos muros, el esclavo, olvidando el látigo de su amo, detenía
su marcha y se paraba para escuchar atentamente ese canto impregnado de todas las
secretas nostalgias del alma y que le recordaba la perdida patria, los interrumpidos
amores y los insuperables obstáculos de la suerte.
¿De dónde procedía ese canto, ese suspiro quedamente exhalado en medio del
silencio de la ciudad? ¿Qué alma inquieta velaba, cuando todo dormía en torno suyo?
La fachada del palacio, que hacía frente a una plaza bastante grande, tenía esa
rectitud de líneas y ese basamento monumental de la arquitectura egipcia civil y religiosa.
Esa mansión no podía ser más que la de una familia de príncipes o sacerdotes; se
adivinaba en lo escogido de los materiales, en lo primoroso de la construcción, en la
riqueza de los ornamentos.
En medio de la fachada se elevaba un gran pabellón flanqueado por dos alas y
coronado por un tejado en forma de triángulo desmochado. Una ancha moldura con
profunda escocia y de saliente perfil terminaban el muro, en el que no se veía mas
aberturas que una puerta colocada, no en el medio, sino el rincón del pabellón,
probablemente para dejar que la escalera se desarrollase libremente en el interior, y
coronada por una cornisa del mismo estilo que el cornisamento.
El pabellón sobresalía de un muro al que se aplicaban como balcones, dos pisos de
galerías, especie de arcadas, formados por columnas de singular fantasía arquitectónica.
Las bases de estas columnas representaban enormes capullos de loto, cuyas copulitas se
abrían en forma de lóbulos dentados y dejaban salir, como gigantescos pistilos, los fustes,
gruesos en la parte inferior, adelgazados en la superior, ceñidos por un collar de molduras
bajo el capitel y terminados en una flor.
Entre los anchos vanos de los intercolumnios se veían ventanitas de dos hojas con
vidrios de colores; y encima había un terrado pavimentado con enormes losas.
En estas galerías exteriores se veían grandes jarras de barro, que se habían
perfumado con almendras amargas y que refrescaban el agua del Nilo, expuestas a las
corrientes de aire, tapadas con tapones de hojas y colocadas sobre trípodes de madera.
Sobre unos veladores había pirámides de frutas, ramos de flores y copas de diferentes
formas, pues los egipcios gustan comer al aire libre, y comen, por decirlo así, en la vía
pública.
A cada lado de ese arimez se extendía un cuerpo de edificio que sólo tenía planta
baja. Estaba formado por una hilera de columnas empotradas hasta la mitad de su altura
en una pared dividida en paneles, y constituía una especie de paseo en torno de la casa,
resguardado del sol y de las miradas indiscretas. Todo el edificio, animado con pinturas
ornamentales, pues los fustes, los capiteles, las cornisas y los paneles estaban pintados,
producían un efecto bonito y espléndido.
Al traspasar el umbral de la puerta se entraba en un vasto patio rodeado por un
pórtico cuadrilateral sostenido por pilares, cuyos capiteles estaban formados por cuatro
cabezas de mujer con orejas de vaca, ojos rasgados, nariz ligeramente roma, con la sonrisa
muy pronunciada y tocadas con rodetes rayados que sostenían un dado de dura arenisca.
Bajo ese pórtico se veían las puertas de las habitaciones, en las que sólo penetraba la
luz atenuada por la sombra de la galería.
En medio del patio, iluminada por el sol, resplandecía una fuente bordeada por un
margen de granito de Siena, sobre la que había esparcidas hojas de loto en forma de
corazón, cuyas flores, de color de rosa o azules, medio se cerraban como desvanecidas por
el calor, a pesar de estar en el agua.
En los arriates que encuadraban el estanque había flores plantadas en forma de
abanico en pequeños montículos de tierra, y por las sendas que había entre los macizos se
paseaban dos cigüeñas domesticadas, que de cuando en cuando castañeteaban el pico y
agitaban las alas como si quisiesen emprender el vuelo.
Cuatro grandes perseas ostentaban en los ángulos del patio sus retorcidos troncos y
sus hojas de un verde metálico.
En el fondo, una especie de pilón interrumpía el pórtico, y su ancho vano encuadraba
el azul del cielo y dejaba ver un quiosco de verano, de rica y elegante construcción, situado
al final de un enramado.
En los jardinillos situados a los lados del cenador y divididos por arbolitos enanos
podados en forma de cono, se veían granados, sicomoros, tamarindos, mimosas,
períplocas y acacias, cuyas flores brillaban como chispas, coloreadas sobre el fondo verde
oscuro de las hojas que sobrepujaban los muros.
La música, dulce y tenue, de que hemos hablado, salía de una de las habitaciones,
cuyas puertas estaban bajo el pórtico interior.
El patio estaba inundado de sol y el suelo brillaba intensamente; pero en la
habitación había una luz azulada y fresca, y transparente gracias a su intensidad. Al
penetrar en aquella estancia, los ojos, cegados por las ardientes reverberaciones del
exterior, sólo distinguían las formas y los contornos hasta que concluían por
acostumbrarse a ese claroscuro.
Las paredes de la habitación estaban pintadas de color lila claro, y en la parte
superior había una cornisa pintada con llamativos colores y adornada con palmitas
doradas. Divisiones arquitectónicas felizmente combinadas formaban en los espacios
libres paneles encuadrados por dibujos, ornamentos, ramilletes de flores, figuras de aves,
dameros de colores formando contraste y escenas de la vida íntima.
En el fondo de la habitación y cerca de la pared se veía un lecho de forma extraña,
que representaba un buey, adornada la cabeza con plumas de avestruz y sosteniendo un
disco entre los cuernos. El lomo del animal estaba aplanado para dejar el sitio a quien en el
lecho se recostase sobre un delgado colchoncillo rojo, y todo ello reposaba en las patas del
buey, negras y terminadas en verdes pezuñas, mientras que la cola se retorcía hacia arriba
y se dividía en dos mechones.
Ese cuadrúpedo-lecho, ese animal-mueble hubiese parecido extraño en cualquier
otro país, pero no en Egipto, en que también los chacales y los leones prestaban sus formas
al artífice para transformarlos en lechos.
Delante de esa cama estaba colocado una especie de escabel de cuatro escalones, que
servia para subir a ella. En la cabecera había una almohada de alabastro oriental, tallada
en forma de media luna y destinada a servir de apoyo al cuello sin desarreglar el peinado.
En el centro del cuarto había una mesa de madera preciosa con un pedestal hueco, y
sobre ella un florero con flores de loto, un espejo de bronce pulimentado y base de marfil,
un cubilete de ágata listada lleno de polvo de antimonio, una espátula para perfumes, de
madera de sicómoro y que representaba una muchacha desnuda hasta la cintura, estirada
como si estuviese nadando y quisiera sostener su cazoleta encima del agua.
Cerca de la mesa, en un sillón de madera dorada realzada de rojo, con las patas
azules, los brazos figurando leones y cubierto con un grueso almohadón púrpura
estrellado de oro y adornado con cuadritos negros cuyo borde sobresalía formando
volutas por encima del respaldo, estaba sentada una mujer, o mejor, una muchacha de
maravillosa belleza negligente y melancólicamente, reclinada con graciosa postura. Sus
facciones, de una delicadeza ideal, presentaban el tipo egipcio más puro, y los escultores
debieron de pensar en ella con frecuencia, infringiendo los rigurosos dogmas hieráticos, al
esculpir las imágenes de Isis y de Hathor. Reflejos rosados y dorados coloreaban su
palidez, en la que se destacaban sus grandes ojos negros, agrandados aún más con una
línea de antimonio, que expresaban indecible tristeza. Esos ojos obscuros, con las cejas
retocadas y los párpados pintados, tenían una expresión extraña en esa cara tan mona, casi
infantil. La entreabierta boca, coloreada como una flor de granado, dejaba ver entre los
labios, ligeramente gruesos, un húmedo destello de nácar azulado, y tenía esa sonrisa
involuntaria y casi doliente que comunica tan simpático encanto a las caras egipcias. La
nariz estaba ligeramente deprimida en su nacimiento, en el sitio en que las cejas se
confundían en una sombra aterciopelada, y se perfilaba con líneas tan puras, con tan fina
arista, y se terminaba en unas aletas tan netamente recortadas, que cualquier mujer o
cualquier diosa la hubiese querido para si, a pesar de lo imperceptiblemente
La barba era de curva extremadamente elegante, y brillaba como marfil pulimentado.
Los carrillos, un poco más desarrollados que en las beldades de otros países, comunicaban
a la fisonomía una expresión de dulzura y de gracia de indecible encanto.
Esta hermosa muchacha tenía por tocado una especie de casco formado por una
pintada, cuyas alas medio extendidas se aplicaban sobre las sienes, y cuya bonita cabeza
alargada llegaba hasta la mitad de la frente, mientras que la cola, moteada de puntos
blancos, se desplegaba sobre la nuca. Una combinación de esmaltes, hábilmente hecha,
imitaba admirablemente el moteado plumaje del ave; plumas de avestruz, enlazadas en el
casco como un penacho, completaban ese tocado, que estaba reservado a las vírgenes, así
como el buitre, símbolo de la maternidad no pertenecía más que a las mujeres.
Los cabellos de la muchacha, negros y brillantes, estaban peinados en finas trencitas,
y se agrupaban a los lados de sus redondos y lisos carrillos haciendo resaltar el contorno
de éstos y llegando hasta los hombros. Sobre el negro del pelo lucían, como soles sobre
una nube, grandes discos de oro a guisa de pendientes; y del tocado partían dos largas
bandas de tela, con los estrenaos franjados, que pendían graciosamente por la espalda. Un
ancho peto, compuesto por varias franjas de esmaltes, de perlas de oro, de granos de
cornalina, de peces y lagartos de oro estampado, cubrían el pecho desde la base del cuello
hasta el nacimiento del seno, que se trasparentaba blanco y rosado al través de la sutil
trama del calasiris. El vestido, de grandes cuadros, se ceñía bajo el seno por medio de un
cinturón, cuyos extremos pendían, y se terminaba en una ancha franja adornada de listas
transversales guarnecidas de ribetes. Triples brazaletes de granos de lazulita, estriados de
trecho en trecho por una hilera de perlas de oro, ceñían sus finas muñecas, tan delicadas
como las de un niño; y sus hermosos y estrechos pies, de flexibles y largos dedos, calzados
con tatbebs1 de cuero blanco con dibujos dorados estampados, descansaban en un taburete
de cedro incrustado de esmaltes rojos y verdes.
La joven egipcia se llamaba Tahoser. A su lado estaba arrodillada, en esa postura que
los pintores reproducen con frecuencia en los muros de los hipogeos, una pierna
replegada bajo el muslo y la otra formando ángulo obtuso, una arpista, colocada sobre una
especie de zócalo bajo destinado seguramente a aumentar la resonancia del instrumento.
Un trozo de tela rayada por bandas y colores y cuyos extremos, echados hacia atrás,
flotaban con las puntas acaneladas, sostenía sus cabellos y encuadraba su cara, sonriente y
misteriosa como la de una esfinge. Un vestido estrecho, o, por mejor decir, una funda de
transparente gasa, se adaptaba exactamente a los juveniles contornos de su frágil y
elegante cuerpo. Este vestido no llegaba más que hasta por debajo del seno y dejaba libres
los hombros, el pecho y los brazos en su casta desnudez.
Un soporte hincado en el zócalo, sobre el que estaba la tocadora, y atravesado por
una clavija en forma de cuña, servía de punto de apoyo al arpa, la que sin eso hubiese
gravitado completamente sobre el hombro de la joven. El arpa se terminaba en una especie
de "tabla de armonía", redondeada en forma de concha, adornada con pinturas
ornamentales, y tenía en la extremidad superior una cabeza de Hathor esculpida,
empenachada con una pluma de avestruz; sus nueve cuerdas estaban puestas
diagonalmente y se estremecían al contacto de los finos y largos dedos de la arpista, quien,
para alcanzar las notas graves, se inclinaba frecuentemente con gracioso movimiento,
como si hubiese querido nadar sobre las sonoras ondas de la música y seguir a la armonía
que se alejaba.
Detrás de la arpista estaba de pie otra tocadora que hubiese parecido completamente
desnuda a no ser por la ligera gasa blanca que atenuaba el bronceado color de su cuerpo.
1 Zapatos con las puntas encorvadas hacia arriba como los patines.
Tocaba una especie de bandurria con asta desmesuradamente larga, cuyas tres cuerdas
estaban coquetamente adornadas en sus extremos con borlas de colores. Uno de los brazos
de la tocadora, delgado y sin embargo redondo, se alargaba hasta la extremidad del asta
en escultural postura, mientras el otro sostenía el instrumento y hacía sonar las cuerdas.
Otra tercera muchacha, cuya enorme cabellera hacíala parecer más delgada de lo que en
realidad era, llevaba el compás con un atabal formado por un marco de madera
ligeramente encorvado hacia adentro y cubierto con piel de onagro2.
La arpista cantaba una melopea lastimera, acompañada al unísono por inexplicable
dulzura y profunda tristeza. El canto expresaba vagas aspiraciones, veladas penas, un
himno de amor a lo desconocido, y tímidas quejas del rigor de los dioses y la crueldad de
la suerte.
Tahoser, con el codo apoyado en uno de los leones de su sillón, la cara en la mano y
el dedo levantado hacia la sien, oía con distracción más aparente que verdadera el canto
de la arpista. A veces, un suspiro hinchaba su pecho y levantaba los esmaltes de su peto;
de vez en cuando, un húmedo reflejo, producido por una lágrima que se formaba,
abrillantaba el globo de su ojo, circundado por las rayas de antimonio, y sus dientecillos
mordían su labio inferior como si ella se rebelase contra la emoción que sentía.
—Satú —dijo, dando una palmada para imponer silencio a la tocadora, quien
inmediatamente apagó las vibraciones del arpa con la palma de la mano—; tu cántico me
pone nerviosa, lánguida, y concluiría por marearme como un perfume demasiado fuerte.
Parece que las cuerdas de tu arpa están hechas con las fibras de mi corazón y resuenan
dolorosamente en mi pecho; casi me avergüenzas, porque mi alma llora al través de la
música. ¿Quién puede conocer nuestros secretos?
—Ana —respondió la arpista—, el músico y el poeta lo saben todo; los dioses les
revelan las cosas ocultas; expresan en sus rimas lo que el pensamiento apenas llega a
concebir y lo que la lengua confusamente balbucea. Si mi canto te entristece, puedo
sugerirte ideas más halagüeñas cambiando de tono.
Y Satú empezó a tocar de nuevo, con alegre energía y con vivo ritmo, que el atabal
acentuaba, con precipitados redobles. Después de ese preludio, entonó un cántico
celebrando los encantos del vino, el éxtasis de los perfumes y el delirio de la danza.
Algunas de las mujeres que, sentadas en unas sillas de tijera en forma de cuello de cisne,
cuyo amarillo pico muerde el pelo de la silla, o recostadas sobre almohadones escarlata,
llenos de filamento de cardo, se mantenían en posturas de desesperada languidez bajo la
influencia de la música de Satú, al oír los nuevos acordes se estremecieron, ensancharon
las aletas de sus finas naricillas, aspiraron el mágico ritmo, se pusieron de pie y, movidas
por irresistible impulso, empezaron a bailar.
De un peinado en forma de casco abierto que envolvía sus cabelleras se escapaban
algunas guedejas que azotaban sus morenos carrillos, que pronto sonrojó el ardor de la
danza. Gruesos círculos de oro se entrechocaban en sus cuellos y al través de sus largas
camisas de gasa, bordadas con perlas en la parte superior, se velan sus cuerpos de color de
bronce dorado, agitándose con la flexibilidad de una culebra. Se retorcían, se arqueaban,
movían las caderas, aprisionadas en un estrecho cinturón, se echaban hacia atrás, tomaban
2 Asno salvaje.
posturas inclinadas, echaban la cabeza a un lado y a otro como si sintiesen secreta
voluptuosidad en rozar con el carrillo sus fríos y desnudos hombros, se pavoneaban como
palomas, se arrodillaban y volvían a levantarse, oprimían su pecho con las manos o
desplegaban perezosamente los brazos, que parecían revolotear como los de Isis y de
Nephtys, arrastraban las piernas, plegaban las corras, movían los pies con pequeños
movimientos irregulares y nerviosos, y seguían todas las ondulaciones de la música.
Las acompañantes, adosadas a la pared para dejar el espacio libre a las evoluciones
de las bailarinas, marcaban el compás chasqueando los dedos o dando palmadas. Unas
estaban completamente desnudas y no tenían más adorno que un brazalete de pasta
esmaltada; otras, únicamente vestidas con una pampanilla ceñida, sostenida por tirantes,
adornaban su peinado con retorcidos tallos de flores. Era un espectáculo extraño y
gracioso. Los capullos y las flores, al agitarse dulcemente, extendían su aroma por la sala,
y esas muchachas hubiesen dado motivo a los poetas para hacer felices comparaciones.
Pero Satú se había ilusionado con el poder de su arte. El alegre ritmo parecía haber
aumentado la melancolía de Tahoser. Una lágrima corría por su mejilla, como una gota de
agua del Nilo por el pétalo de una ninfea, y, ocultando la cara en el pecho de la esclava
favorita, que estaba apoyada al sillón de su ama, murmuró sollozando con un gemido de
paloma que se ahoga:
—¡Ay, mi pobre Nafré, qué triste estoy y cuán desgraciada me siento!
II
ofré, presintiendo una confidencia, hizo un gesto, y la arpista, las dos
tocadoras, las bailarinas y las acompañantes, se retiraron silenciosamente,
unas tras otras, como las figuras pintadas en los frescos. Cuando hubo salido
la última, dijo la esclava favorita con tono cariñoso y compasivo, como una
madre que arrulla a su bebé.
—¿Qué tienes, ama, para estar tan triste y ser tan desgraciada? ¿No eres joven y tan
bella que causas envidia a las más hermosas? ¿No eres libre y rica, puesto que tu padre el
sumo sacerdote Petamunoph, cuya momia ignorada descansa en una rica tienda, dejó
grandes bienes, de los que dispones a tu antojo? Tu palacio es muy hermoso; tus jardines,
regados por trasparentes aguas, son muy grandes; tus cofres de pasta esmaltada y de
madera de sicómoro contienen collares, petos, gorjales, anillos para las piernas, sortijas
finamente talladas; el número de tus vestidos, de tus calasiris, de tus tocados, es mayor
que el de los días del año; Hopi-Mu, el dios de las aguas cubre regularmente de
fecundante barro tus vastos dominios, cuyo perímetro apenas puede recorrer un gipaeto a
todo volar desde que el sol nace hasta que se pone; y tu corazón, en lugar de abrirse
alegremente a la vida como un capullo de loto en el mes de Hathor o de Choiiak, se
repliega y se contrae dolorosamente.
Tahoser respondió a Nofré:
—Es cierto que los dioses de las zonas superiores me trataron con liberalidad; pero,
¿qué importan las cosas que se poseen si no se obtiene la única que se desea? Un deseo no
satisfecho convierte al rico en su dorado palacio pintado de vivos colores, en medio de sus
montones de trigo, de sus aromas y sus objetos preciosos, en tan pobre como el obrero mas
miserable de los Memnomias, que recoge con aserrín la sangre de los cadáveres, o como el
negro medio desnudo que conduce por el Nilo su débil barca de papiro, bajo los ardorosos
rayos del sol de medio día.
Nofré sonrió, y dijo con aire de disimulada ironía:
—¿Es posible que no se realice inmediatamente un capricho tuyo? Si se te antoja una
joya, entregas al artífice un lingote de oro puro, lazulita, cornalina, ágatas, hematites, y él
ejecuta el dibujo que prefieres; y lo mismo sucede con los vestidos, las carrozas, los
perfumes, las flores y los instrumentos de música. Desde Píale hasta Heliópolis, tus
esclavas buscan para ti lo que haya de más raro y mas hermoso; y si no hay en Egipto lo
que deseas, las caravanas te lo traerán desde el extremo del mundo.
La hermosa Tahoser movió su bella cabeza y pareció contrariada por la escasa
inteligencia que demostraba su confidente—Dispénsame, ama —dijo Nofré, cambiando de
idea y notando que se había equivocado—, no me acordaba de que hace ya cuatro meses
que marchó Faraón en expedición a la Etiopía superior y de que el guapo oficial, que
nunca pasaba junto a tu palacio sin acortar el paso y mirar hacia arriba, acompaña a Su
Majestad. ¡Qué bonita presencia tenia con su uniforme militar! ¡Qué guapo era, y qué
joven y valiente!
Tahoser entreabrió sus rosados labios como si hubiese querido hablar, pero sus
carrillos se cubrieron de un ligero color púrpura, inclinó la cabeza, y la frase no salió de su
boca.
La acompañadora creyó que había dado en el quid, y continuó:
—Si así es, pronto va a terminar tu pena. Esta mañana ha llegado un correo
anunciando que el rey entrará triunfalmente antes de ponerse el sol. ¿No oyes mil rumores
que confusamente se repercuten en la ciudad, que empieza a sacudir su letargo
meridiano? Escucha. Las ruedas de los carros resuenan sobre las losas que cubren las
calles, y ya el pueblo se dirige en compactas masas hacia la orilla del río para cruzarlo e ir
al campo de maniobras. Desecha tu languidez y ven a ver ese admirable espectáculo.
Cuando se está triste, hay que mezclarse a la muchedumbre, porque la soledad atrae los
pensamientos sombríos. Ahmosis te enviará una graciosa sonrisa desde lo alto de su carro
guerrero, y volverás más contenta a tu palacio.
—Ahmosis me ama —replicó Tahoser—, pero yo no le quiero.
—¡Bah! palabras de virgen tímida —contestó Nofré, a quien gustaba mucho el
hermoso jefe militar y que creía fingida la desdeñosa displicencia de su ama.
Ahmosis era guapo, en efecto; su perfil se asemejaba al de las imágenes de los dioses
esculpidas por los más hábiles artistas; sus rasgos, enérgicos y regulares, igualaban en
belleza a los de una mujer; su nariz, ligeramente aguileña, sus negros ojos brillantes,
agrandados por el antimonio, sus carrillos de pulido contorno y tan suaves como el
alabastro oriental, sus bien modelados labios, la elegancia de su talle, su busto de anchos
hombros y estrechas caderas, sus vigorosos brazos en que ningún músculo marcaba su
grosero relieve, tenían cuanto es preciso para seducir a la más exigente. Pero Tahoser no le
amaba, aunque Nofré pensase otra cosa.
Otra idea, que no expresó porque no creyó que Nofré fuese capaz de comprenderla,
la indujo a salir. Sacudió su apatía y se levantó del sillón con una viveza que no se hubiese
adivinado en la cansada actitud que había tenido mientras los cánticos y las danzas. Nofré,
arrodillada a sus pies, le calzó una especie de patines de curvada punta, echó en su
cabellera polvos aromáticos, sacó de una caja varios brazaletes de forma de serpiente,
varias sortijas, en las que estaban engarzados escarabajos sagrados, extendió en sus
carrillos un poco de pintura verde, que el contacto con la piel puso inmediatamente
rosada, pulimentó sus uñas con un cosmético, arregló los pliegues, algo arrugados, del
calasiris, como sirvienta cuidadosa que quiere que su ama aparezca con toda su belleza, y
después llamó a dos o tres servidores, a quienes encargó que preparasen la barca e
hiciesen trasportar a la otra orilla del río el carretón y su tiro.
El palacio, o si ese nombre parece demasiado pomposo, la casa de Tahoser, estaba
muy cerca del Nilo, del que la separaban los jardines. La hija de Petamunoph salió con la
mano apoyada en el hombro de Nofré, precedida de sus servidores, y llegó a la puerta del
enramado que abría sobre el río. Los pámpanos tamizaban los rayos del sol y salpicaban
de claros y de sombras su encantadora figura.
Pronto llegó a un muelle de ladrillo, donde hormigueaba una muchedumbre
inmensa esperando la llegada o la salida de las embarcaciones.
Sólo quedaban en el interior de Oph, de la ciudad colosal, los enfermos, los
impedidos, los viejos incapaces de moverse y los esclavos encargados de custodiar las
casas. Un río de seres humanos se desbordaba por las calles, las plazas, las avenidas de
esfinges, los pilones, los muelles, y se dirigía hacia el Nilo. La más extraña variedad
matizaba esta muchedumbre; los egipcios estaban en mayoría y se les reconocía por su
puro perfil, su esbelto y alto talle, su vestido de hilo fino o su calasiris cuidadosamente
plegado; algunos tenían la cabeza rodeada por una tela a rayas azules o verdes, las caderas
ceñidas por un estrecho calzón y enseñaban hasta la cintura su desnuda espalda de color
de arcilla cocida.
Sobre ese fondo indígena se destacaban muestras de varias razas exóticas. Los negros
del Alto Nilo, negros como dioses de basalto, con los brazos oprimidos por anchos
brazaletes de marfil y balanceando en las orejas salvajes adornos; los bronceados etíopes,
de caras hurañas, que se sentían inquietos en esta civilización como los animales salvajes
en pleno día; los asiáticos, de color amarillo claro, azules ojos y rizada barba, con la cabeza
cubierta por una tiara, sujeta por una cinta, y trajeados con un vestido de franjas
recargadas de bordados; los pelasgos, vestidos con pieles de animales atadas al hombro,
que dejaban ver sus brazos y sus piernas extrañamente tatuados, y que llevaban plumas
de ave en la cabeza, de la que pendían dos trenzas de pelo que se terminaban en un
mechón retorcido.
En medio de esta muchedumbre avanzaban gravemente sacerdotes con la cabeza
rasurada, con una piel de pantera ajustada alrededor del cuerpo, de manera que el hocico
del animal simulase una hebilla de cinturón; calzaban zapatos de papiro y llevaban en la
mano largo bastón de acacia, en el que había grabados caracteres jeroglíficos. También se
veían soldados con su puñal con clavos de plata al cinto, su adarga en la espalda y el
hacha de bronce en la mano, y personas notables con el pecho decorado con petos
honoríficos, a quienes saludaban humildemente los esclavos poniendo las manos cerca del
suelo. Pobres mujeres medio desnudas, dobladas por el peso de sus hijos, a quienes
llevaban colgados de su cuello en guiñapos de tela o en serrones de esparto, se deslizaban
a lo largo de los muros con aire triste y humilde, mientras que hermosas muchachas,
seguidas por tres o cuatro sirvientes, pasaban orgullosamente con sus largos vestidos
trasparentes, sujetos bajo el seno por fajas, cuyos extremos pendían, con un centelleo de
esmaltes y una fragancia de aromas y de flores.
Entre los peatones desfilaban las literas llevadas por etíopes de paso rítmico y
acelerado, ligeros carros tirados por retozones caballos con las cabezas empenachadas,
pesados carretones tirados por bueyes y que llevaban familias enteras. La muchedumbre,
sin preocuparse del riesgo de ser aplastada, apenas se abría para dejarles paso, y los
conductores se veían frecuentemente obligados a dar latigazos a los rezagados u
obstinados que no se apartaban.
En el río había extraordinario movimiento; barcas de todas clases lo cubrían hasta el
punto que, a pesar de su anchura, no se veía el agua; desde la canga con la proa y la popa
elevadas, hasta la nave recargada de colores y dorados y el estrecho esquife de papiro,
todas las formas se veían. Ni siquiera se habían desdeñado los barcos en que solía
trasportarse el ganado y las frutas, ni las balsas de juncos sostenidas por odres, en las que
generalmente se acarrean las jarras de barro. No era fácil transportar una población de
más de un millón de almas, y para llevarlo a cabo era necesaria toda la activa destreza de
los marineros de Tebas.
El agua del Nilo, golpeada, agitada, removida por los remos, las pagayas y los
timones, espumaba como el mar y formaba mil remolinos, que paraban la fuerza de la
corriente.
La estructura de las embarcaciones era tan variada como pintoresca: unas
terminaban en cada extremidad en una gran flor de loto, encorvada hacia dentro y sujeta
al tallo con una corbata de banderolas; otras se bifurcaban en la popa y eran afiladas en
punta; había algunas redondeadas en forma de media luna con los picos levantados; otras
llevaban una especie de castilletes o plataformas en las que estaban los pilotos de pie;
otras, en fin, se componían de tres bandas de corteza de árbol, unidas con cuerdas, y se las
hacía navegar con pagayas. Las lanchas destinadas al trasporte de animales y de carros
estaban unidas por los costados y encima se había puesto un tablado, sobre el que se
plegaba un puente voladizo que permitía embarcar y desembarcar fácilmente; el número
de las de esta clase era grande. Los caballos que iban en ellas, sorprendidos, relinchaban y
golpeaban la madera con los cascos; los bueyes volvían con quietud hacia la orilla sus
lustrosos morros, de los que pendían filamentos de baba y se tranquilizaban con las
caricias de los conductores.
Los contramaestres marcaban el compás a los remeros dando palmadas; los pilotos,
de píe en la popa o paseándose por el puente, gritaban las órdenes o indicaban las
maniobras necesarias para dirigirse al través del moviente dédalo de embarcaciones. A
pesar de las precauciones, las embarcaciones chocaban algunas veces, y entonces los
marineros se insultaban mutuamente y se pegaban con los remos.
Esos miles de naves, la mayoría pintadas de blanco y realzadas con adornos azules,
verdes y rojos, cargadas de hombres y mujeres vestidos de trajes multicolores, ocultaban
las aguas del Nilo en una extensión de varias leguas, y, bajo el vivo color del sol egipcio,
presentaban el espectáculo de un resplandor que cegaba con su movilidad. El agua,
agitada en todas direcciones, hormigueaba, centelleaba, espejeaba como bruñida plata y
parecía un sol roto en millones de pedazos.
Tahoser penetró en su canga, decorada con extremada riqueza y cuya parte central
estaba ocupada por un camarote con cornisamento coronado por una hilera de uraeus, con
los ángulos escuadrados en forma de pilares y con las paredes adornadas con simétricos
dibujos. En la popa había un habitáculo con tejadillo agudo, que estaba contrabalanceado
en él otro extremo por una especie de altar embellecido con pinturas. El timón estaba
formado por dos enormes remos terminados en forma de cabeza de Hathor, en cuyos
cuellos se enrollaban largas fajas de tela y que giraban sobre estacas sesgadas. Como el
viento acababa de levantarse, ondeaba en el mástil una vela oblonga fijada a dos vergas,
cuya rica tela estaba bordada y pintada de rombos, cheurrones, cuadritos, aves y animales
quiméricos de brillantes colores; de la verga inferior pendía una franja de gruesas borlas.
Cuando se soltó la amarra y se puso la vela en el sentido conveniente, la canga se
alejó de la orilla dividiendo con su proa las aglomeraciones de barcas cuyos remos se
entrelazaban y se agitaban como las patas de un escarabajo boca arriba. La embarcación de
Tahoser se deslizaba indiferente en medio de un concierto de gritos y de injurias; su fuerza
superior le consentía hacer caso omiso de los choques que hubiesen hecho naufragar
embarcaciones más débiles. Además, los marineros que la conducían eran tan hábiles que
la canga parecía como dotada de inteligencia, por lo prontamente que obedecía al timón y
lo oportunamente que se apartaba de los obstáculos importantes. Pronto dejó tras sí las
barcas pesadas cuyas naves llenas de pasajeros en su interior, llevaban además tres o
cuatro hileras de hombres, mujeres y niños en el puente sentados sobre sus piernas en esa
postura que tanto agrada a los egipcios. Al verlos en esa postura, hubiéraseles tomado por
los jueces asesores de Osiris, si sus fisonomías, en lugar de expresar el recogimiento propio
de consejeros fúnebres, no manifestaran la más franca alegría, la cual tenía por causa que
el Faraón volvía victorioso y traía inmenso botín.
Tebas era todo alegría, y su población entera salía al encuentro del hijo predilecto de
Amón-Ra, señor de las diademas, regulador de la región pura, Aroeris todopoderoso, reysol
y conculcador de pueblos.
La canga de Tahoser llegó pronto a la orilla opuesta. La barca que transportaba el
carro arribó casi al mismo tiempo; los bueyes pasaron por el puente voladizo y en unos
minutos fueron uncidos al yugo por los diligentes servidores desembarcados al mismo
tiempo que ellos.
Esos bueyes eran blancos con manchas negras y llevaban en la cabeza una especie de
tiara que cubría en parte el yugo atado a la lanza y sujeto con dos anchas correas, una de
las cuales rodeaba el cuello de los animales, mientras la otra pasaba por debajo de la
barriga. Sus levantadas cruces, sus anchas papadas, sus corvejones flacos y nerviosos, sus
bonitas pezuñas, brillantes como el ágata, sus rabos cuidadosamente peinados,
demostraban que eran de raza pura y que no los habían deformado los penosos trabajos
del campo. Tenían la majestuosa placidez de Apis, el toro sagrado, cuando recibe los
homenajes y las ofrendas.
El carro era extremadamente ligero y en él cabían dos o tres personas de pie; su caja,
de forma semicircular, cubierta de adornos y dorados distribuidos en líneas graciosamente
curvas estaba sostenida por una especie de puntal inclinado que sobrepujaba un poco el
borde superior y al que se agarraba el viajero cuando el camino era escabroso o rápida la
marcha; el eje estaba colocado en la parte trasera para amortiguar los vaivenes y a él
estaban fijas dos ruedas de a seis radios que sujetaban clavijas claveteadas. En la
extremidad de un asta, hincada en el fondo del carro, se abría un Quitasol que asemejaba
ramas de palmera.
Nofré, inclinada sobre el reborde del carro, llevaba las riendas de los bueyes,
aparejados como caballos, y conducía el carro, según la costumbre egipcia, mientras que
Tahoser, a su lado, inmóvil, apoyaba en la dorada moldura de la concha su mano cubierta
de sortijas desde el dedo meñique hasta el pulgar.
Esas dos hermosas muchachas, una resplandeciente de esmaltes y pedrería, la otra
apenas velada con una transparente túnica de gasa, formaban en ese carro de brillantes
colores, un grupo encantador. Ocho o diez criados vestidos con cotas de oblicuas rayas, y
cuyos pliegues se agrupaban por delante, acompañaban al carro acompasando su andar
con la marcha de la gente.
No era menor la concurrencia en esta ribera que en la otra. Los habitantes del barrio
de las Memnomias y de las aldeas circunvecinas afluían también, y, a cada momento,
nuevas barcas dejaban su carga en el muelle de ladrillo y traían nuevos curiosos que
engrosaban la muchedumbre.
Innumerables carros se dirigían hacia el campo de maniobras, y sus ruedas brillaban
como soles entre el dorado polvo que ellos mismos levantaban.
En aquellos momentos Tebas debía de estar tan desierta como si un conquistador se
hubiese llevado cautivos a sus habitantes.
El marco era digno del cuadro. En medio de verdes campos cultivados en los que se
veían grupos de palmeras-dum, se destacaban, vivamente coloreadas, quintas de recreo,
palacios, pabellones de verano, rodeados de sicómoros y mimosas; los estanques
espejeaban con el sol, las vides enlazaban sus hojas en los emparrados; en el fondo se
perfilaba la gigantesca silueta del palacio de Ramsés-Meiamún con sus desmesurados
pilones, sus enormes murallas y sus mástiles dorados y pintados, ornados de gallardetes
que ondeaban impulsados por el viento; más al norte se esbozaban en una media tinta
azulada los dos colosos —montañas de granito de forma humana—, que reposan con
eterna impasibilidad delante de la entrada del Amenophium, ocultando a medias el
Rhamesseium, más lejano, y en segundo término, la sepultura del sumo sacerdote, aunque
dejando entrever uno de los ángulos del palacio de Menephtá. Más cerca ya de la
cordillera líbica, se vela el barrio de las Memnomias, habitado por los coleitas, parasquitas
y tarisqueutas, del que sallan las columnas rojizas del humo de las calderas de natrón,
pues la obra de la muerte no se para nunca, y aunque la vida se manifieste tumultuosa,
hay que preparar las vendas, moldear los ataúdes de cartón, cubrir de jeroglíficos los
féretros, pues algún frío cadáver que yace en el fúnebre lecho de patas de chacal o de león,
aguarda que le hagan su tocado para la eternidad.
En el límite del horizonte se recortaban las crestas calizas de las montañas líbicas y
sus enormes y áridas masas perforadas por los hipogeos, que parecían estar más próximas
por la transparencia de la atmósfera.
No era menos maravillosa la vista que podía observarse mirando a la otra orilla del
Nilo. Sobre el vaporoso fondo de la cordillera arábiga, los rayos del sol coloreaban de rosa
la gigantesca masa del palacio del Norte, que apenas parecía más pequeño con la distancia
y que alzaba sus montañas de granito, su bosque de gigantescas columnas, por encima de
las habitaciones cubiertas con azoteas.
Delante del palacio se extendía una gran explanada, que descendía hasta el río por
medio de dos escaleras situadas en los ángulos; en el medio, un dromos de criosfinges
perpendicular al Nilo, conducía hasta un pilón desmesurado, delante del cual se veían dos
colosales estatuas y un par de obeliscos, cuyos piramidiones1 se alzaban más altos que la
cornisa del pilón y perfilaban su punta de color sobre el liso azul del cielo.
Detrás de las murallas que rodeaban la ciudad se alzaba la fachada lateral del templo
de Amón, y, más hacia la derecha, estaban el templo de Khons y el de Opht. Un gigantesco
pilón que miraba hacia el mediodía y se veía de perfil, y dos obeliscos de sesenta codos de
altura, marcaban el principio de esa prodigiosa avenida de dos mil esfinges de cuerpo de
león y cabeza de carnero, que iba desde el palacio del Norte hasta el del Sur, y se velan,
reposando en los pedestales, los lomos de la primera hilera de esos monstruos, de
espaldas al Nilo.
Más lejos, esbozándose vagamente en una rosada, se entreveían cornisas en que el
globo místico desplegaba sus alas, cabezas de colosos con cara plácida, ángulos de
edificios inmensos, obeliscos de granito, superposiciones de azoteas, bosquecillos de
palmeras que crecían como manojos de hierba en medio de esa prodigiosa aglomeración, y
el palacio del sur con sus altas paredes pintadas, sus gallardetes, sus puertas en declive,
sus obeliscos y sus rebaños de esfinges.
Y más allá, en cuanto la vista podía abarcar, se extendía Oph con sus palacios, sus
colegios de sacerdotes, sus casas, y unas débiles líneas azuladas indicaban, en último
término, las crestas de las murallas y los vértices de las puertas de la ciudad.
Tahoser miraba distraídamente esta perspectiva, para ella familiar, y sus ojos no
expresaban admiración alguna; pero al pasar por delante de una casa que estaba medio
escondida en un bosquecillo de lujuriosa vegetación, salió de su apatía y sus ojos
parecieron buscar en la galería exterior o en la azotea, una cara conocida.
Un hermoso joven, negligentemente apoyado en una de las columnitas del pabellón,
aparentaba contemplar la muchedumbre; pero sus sombrías pupilas, que parecían
contemplar un ensueño, no se fijaron en el carro en que iban Tahoser y Nofré.
La manita de la hija del pontífice se crispó nerviosamente en el reborde del carro; sus
mejillas palidecieron bajo la ligera capa de afeite con que Nofré las había pintado, y
Tahoser, como si fuese a desvanecerse, aspiro varias veces el aroma de su ramillete de loto.
1 Piramidión es la pequeña pirámide triangular que termina un obelisco.
III
pesar de su acostumbrada perspicacia, Nofré no había notado el efecto que en
su ama produjo el desdeñoso desconocido. No había visto ni su palidez,
seguida de rubor, ni el brillo de su mirada, ni oyó el ruidillo de los esmaltes y
los collares de perlas que movía el pecho palpitante. Pero es cierto que toda su atención se
concentraba en dirigir el carro, lo que resultaba bastante difícil entre las masas, cada vez
más compactas, de curiosos que acudían para asistir a la entrada triunfal del Faraón.
Por fin llegaron al campo de maniobras, cercado inmenso cuidadosamente igualado
para que en él se desplegase el fausto militar. Unos terraplenes que debieron de emplear,
durante varios años, el trabajo de treinta naciones traídas a la esclavitud, formaban un
marco en relieve al gigantesco paralelogramo. Esos terraplenes estaban revestidos de
muros de adobes, y en sus crestas estaban, en varias hileras, cientos de miles de egipcios,
cuyos trajes blancos o tachonados de colorines parecían revolotear como mariposas en
medio de ese perpetuo hormiguear que caracteriza las multitudes, aun cuando parecen
inmóviles. Detrás de ese muro de espectadores estaban los carros, las carretas, las literas,
guardados por los cocheros, los conductores y los esclavos, y parecían el campamento de
una nación que emigra, por lo considerable de su número; pues Tebas, la maravilla del
mundo antiguo, tenía más habitantes que muchos reinos.
En la regular y fina arena de la vasta pista, rodeada por un millón de cabezas,
brillaban puntitos micáceos, con la luz que caía de un cielo tan azul como el esmalte de las
estatuitas de Osiris.
El revestimiento de adobes se interrumpía en el lado sur del campo de maniobras
para dejar paso a un camino que conducía a lo largo de la cordillera líbica, hasta la Etiopía
superior. En el lado opuesto, una tajadura del talud, que atravesaba los muros de adobes,
dejaba que aquel camino se prolongase hasta el palacio de Ramsés-Meiamún.
La hija de Petamunoph, y Nofré, a quienes sus criados habían hecho sitio, estaban en
este sitio, en el vértice del talud, de manera que podían ver cómo desfilaba todo el cortejo
a sus pies.
Un rumor prodigioso, sordo, profundo y poderoso como el de un mar próximo, se
dejó oír a lo lejos y dominó los mil susurros de la muchedumbre, como el rugido de un
león hace callar los maullidos de una manada de chacales. Pronto se dejó percibir, en
medio de ese trueno terrestre, producido por el rodar de los carros guerreros y el rítmico
paso de los infantes, el ruido particular de los instrumentos. A pesar de que la brisa había
cesado, una especie de rosada bruma, parecida a la que levanta el viento del desierto,
invadió el cielo por aquella parte; no había un soplo de viento, y las más delicadas ramas
de las palmeras permanecían inmóviles como si estuviesen esculpidas en el granito de los
capiteles; ni un cabello se movía en las húmedas sienes de las mujeres, y los acanelados
adornos de sus tocados pendían laciamente sobre sus espaldas.
Esa polvorienta neblina era producida por el ejército en marcha, y se extendía sobre
él como una nube leonada.
El tumulto aumentó, los torbellinos de polvo se abrieron, y las primeras filas de
músicos llegaron a la pista, con gran satisfacción de la multitud que, a pesar de su respeto
por la majestad faraónica, empezaba a cansarse de esperar bajo un sol que hubiese
fundido otros cráneos cualesquiera que no fuesen egipcios.
La vanguardia de los músicos se paró unos momentos; los colegios de sacerdotes y
las diputaciones de los principales habitantes de Tebas atravesaron el campo de maniobras
para ir al encuentro del Faraón, y se pusieron en fila en posturas del respeto más
profundo, de manera que dejaban el paso libre al cortejo.
La música, que por sí sola hubiese podido formar un pequeño ejército, se componía
de tambores, tamboriles, trompetas y sistros.
Pasó el primer pelotón, tocando una ruidosa charanga de triunfo con unos cortos
clarines de cobre que brillaban como si fuesen de oro. Cada uno de esos músicos llevaba
otro clarín debajo del brazo, como si el instrumento se hubiese de cansar antes que el
músico. El uniforme de esos Cornetas consistía en una especie de túnica corta, ceñida por
un cinturón, cuyos anchos extremos pendían por delante; una venda con dos plumas de
avestruz contenía su espesa cabellera. Esas plumas, así puestas, recordaban las antenas de
los escarabajos y prestaban a los que las llevaban una extraña apariencia de insectos.
Los tambores, vestidos con una sencilla cota plegada, y desnudos hasta la cintura,
golpeaban con palillos de sicómoro la piel de onagro de sus tambores de bombeada forma,
colgados de una bandolera de cuero, y al compás que les indicaba, dando palmadas, un
maestro de tambores que frecuentemente se volvía hacia ellos.
Detrás de los tambores venían los tocadores de sistro, que sacudían su instrumento
con un movimiento brusco y nervioso, y hacían sonar, a regulares intervalos, los anillos de
metal sobre las cuatro varillas de bronce.
Los tamborileros llevaban su instrumento inclinado transversalmente y sujeto por
una banda que les rodeaba el cuello, y golpeaban con los puños la piel extendida en las
dos extremidades.
Cada compañía de músicos no contaba menos de doscientos hombres; pero el ruido
atronador que producían los clarines, los tambores, sistros y tamboriles capaz de herir los
oídos en el interior de un palacio, nada tenía de excesivamente ruidoso ni de harto
formidable bajo la ancha cúpula del cielo, en medio de ese campo inmenso, entre ese
pueblo zumbeante y a la cabeza de ese ejército, capaz de fatigar los nomenclaturistas, que
avanzaba con el estruendo de las grandes cataratas.
Además, ¿eran muchos ochocientos musicos para preceder a un Faraón, protegido de
Amón-Ra, representado por columnas de basalto y de granito de sesenta codos de altura,
cuyo nombre estaba escrito en rollos jeroglíficos colocados en imperecederos monumentos
y cuya historia estaba pintada y esculpida en las paredes de las salas hipostilas, en los
muros de los pilones, en interminables bajo relieves y en frescos que no tenían fin? ¿Era
mucho para un rey que esclavizaba cien naciones conquistadas y que, desde lo alto de su
trono, morigeraba las naciones con su lago? ¿para un Sol viviente que cegaba los
asombrados ojos, para un dios a quien sólo faltaba ser eterno para ser divino?
Detrás de la música venían los cautivos bárbaros, de extrañas fachas, de caras
bestiales, de negra piel y rizados cabellos, que se parecían al hombre tanto como al mono y
estaban vestidos con el traje de su país: una faldilla cubría sus caderas y estaba sostenida
por un tirante bordado con adornos de diferentes colores.
Se había encadenado a esos prisioneros con una crueldad ingeniosa y caprichosa;
unos tenían atados los codos por detrás de la espalda; a otros se les había ligado las manos
por encima de la cabeza, en una postura muy violenta; éstos tenían las muñecas metidas
en argollas de madera; aquéllos, el cuello oprimido con un collar de hierro o con una
cuerda que encadenaba toda una fila de hombres y hacía un nudo en cada víctima. Parecía
que se habían complacido en contrariar lo más posible las actitudes humanas al atar a esos
desgraciados que avanzaban delante de su vencedor con paso inhábil y contrariado, la
mirada extraviada y haciendo contorsiones motivadas por el dolor.
Unos guardianes, que caminaban a su lado, acompasaban su marcha a bastonazos.
Venían después mujeres con el cutis tostado y largas trenzas pendientes, que
llevaban a sus hijos envueltos en un guiñapo anudado en la cabeza, avergonzadas,
encorvadas, dejando ver su flaca y deforme desnudez; vil rebaño destinado a las más
infimas labores.
Otras mujeres, jóvenes y bellas, con el cutis menos moreno, con los brazos adornados
por anchos brazaletes de marfil, y grandes discos de metal pendientes de las orejas, se
envolvían en largas túnicas de amplias mangas, con el cuello rodeado por un dobladillo
bordado y plegadas en finos y juntos plieguecitos que llegaban hasta los tobillos, en los
que brillaban unos anillos. Eran pobres muchachas arrancadas a su patria, a sus padres, a
sus amores quizá; y sonreían a través de las lágrimas porque el poder de la belleza no
tiene límites, la rareza produce el capricho y acaso el favor real esperaba a una de esas
bárbaras cautivas en las secretas profundidades del gineceo. Algunos soldados les
acompañaban y las preservaban del contacto de la muchedumbre.
Los portaestandartes venían después, sosteniendo las doradas astas de sus banderas,
que representaban místicos baris, sagrados gavilanes, cabezas de Hathor, coronadas de
plumas de avestruz, alados ibés1, rollos historiados con el nombre del Faraón, cocodrilos y
otros símbolos guerreros o religiosos. Anudadas a esos estandartes se veían blancas
corbatas moteadas con puntos negros que ondeaban a causa del movimiento de la marcha.
Al ver los estandartes que anunciaban que el Faraón llegaba ya, las diputaciones de
sacerdotes y de notables tendieron hacia el rey las manos suplicantes, o las dejaron pender
sobre las rodillas con las palmas hacia afuera. Entre los portaestandartes y los turiferarios2
que precedían la litera del rey, se adelanto un heraldo, solo, llevando en la mano un rollo
de papiro cubierto de signos jeroglíficos.
1 Especie de cabra salvaje con grandes cuernos.
2 Los que llevan la naveta del incienso. – N. del T.
Con voz fuerte y sonora como un trompeta de bronce, proclamó las victorias de
Faraón; indicó la suerte de los diversos combates, el número de cautivos y de carros de
guerra cogidos al enemigo, el importe del botín, las medidas de oro en polvo, los colmillos
de elefante, las plumas de avestruz, los montones de goma aromática, las jirafas, los
leones, las panteras y demás animales raros; citó los nombres de los jefes bárbaros muertos
por las jabalinas o las flechas de S. M., el Arieris todopoderoso, el hijo predilecto de los
dioses.
A cada enumeración, el pueblo lanzaba un clamor inmenso y, desde lo alto del talud,
echaba ramos de palmera a la pista por donde había de pasar el vencedor.
Pon fin, llegó el Faraón.
Unos sacerdotes que venían precediéndole se volvían regularmente hacia él
alargando sus incensarios, en cuyas copitas de bronce se habían puesto, sobre el incienso,
rojos carbones, y que se terminaban en una manecita que sostenía un especie de cetro en
un extremo, y en el otro una cabeza de animal sacro; andaban respetuosamente hacia
atrás, mientras que el humo perfumado subía hasta las narices del triunfador, indiferente,
en apariencia, a esos honores, como una divinidad de bronce o de basalto.
Doce oeris o jefes militares con la cabeza cubierta con un casco ligero coronado por
una pluma de avestruz, la espalda desnuda, la cintura rodeada con una pampanilla de
rígidos pliegues y que llevaban sus escudos pendiendo por delante del cinturón, sostenían
una especie de pavés, sobre el que estaba el trono del Faraón. Este trono era un sillón con
brazos y patas de león y alto respaldo, adornado con un almohadón que sobresalía,
ornado en las caras laterales con entrelazados de flores rosadas y azuladas; las patas, los
brazos y la armazón del trono eran dorados y los espacios libres estaban pintados con
vivos colores.
A cada lado de las angarillas, cuatro flabelíferos agitaban en el extremo de doradas
astas unos enormes abanicos semicirculares de plumas; dos sacerdotes llevaban un gran
cuerno de la abundancia, ricamente adornado, del que caían ramilletes de gigantescas
flores de loto.
El Faraón llevaba un casco alargado como una mitra, con muescas en las orejas, y que
se aplicaba sobre la nuca para protegerla. Sobre el fondo azul del casco se destacaban
multitud de motas parecidas a ojos de aves y formadas de tres círculos negros, blancos y
rojos; un reborde rojo y amarillo guarnecía el borde y la víbora simbólica, retorciendo sus
anillos en la parte anterior se alzaba encima de la frente del rey; sobre la espalda flotaban
dos bandas acaneladas de color púrpura, que completaban este tocado de majestuosa
elegancia.
En el pecho llevaba el Faraón un ancho peto de siete filas de esmaltes, pedrería y
perlas de oro que resplandecía con vivos colores. En la parte superior del cuerpo ostentaba
una especie de almilla a cuadritos rosa y negros, cuyos extremos se alargaban en forma de
vendas y daban varias vueltas alrededor del busto, apretándolo fuertemente; las mangas
no llegaban mas que hasta los bíceps; estaban ribeteadas con listas transversales doradas,
rojas y azules, y dejaban al descubierto unos brazos redondos y robustos; en el brazo
izquierdo llevaba un largo guante de metal para amortiguar el roce de la cuerda, cuando
el Faraón tiraba alguna flecha con su arco triangular, y el derecho estaba adornado con un
brazalete formado por una serpiente que se enroscaba varias veces sobre él; en la mano
derecha llevaba un largo cetro de oro terminado en un capullo de loto. El resto del cuerpo
estaba cubierto por un faldellín plegado, de tela del más fino hilo, sujeto en las caderas con
un cinturón formado por placas de oro y de esmalte alternadas. Entre la almilla y el
cinturón se veía el cuerpo desnudo, fino y brillante como el granito rosa pulimentado por
hábil obrero. Sus largos y estrechos pies calzaban sandalias con la punta encorvada que
parecían patines, y los llevaba juntos, como los de los dioses que se ven en las paredes de
los templos.
Su cara lisa, imberbe, de puros rasgos y que parecía que ninguna emoción humana
pudiese alterar y que la sangre de la vida vulgar no coloreaba, con su muerta palidez, sus
cerrados labios, sus ojos enormes agrandados con pintadas, ojeras y que, como los de un
gavilán, nunca pestañeaban, inspiraban con su inmovilidad respetuoso temor. Hubiérase
dicho que esos ojos sólo miraban a la eternidad y al infinito; los objetos que les rodeaban
no parecían interesarle. Las saciedades del placer, el cansancio de los deseos tan pronto
expresados como satisfechos, el aislamiento del semi-dios que no tiene semejantes entre
los mortales, la repugnancia de ser adorado, y el hastío del triunfo, habían como
inmovilizado para siempre esa fisonomía implacablemente dulce y de granítica serenidad.
Osiris no hubiese tenido un aspecto más majestuoso y de mayor calma mientras juzgase
las almas.
Echado junto al rey, en el carro, un gran león domesticado alargaba sus enormes
patas como una esfinge en su pedestal, y sus enormes y amarillentos ojos pestañeaban.
Una cuerda, cuyo extremo estaba atado a la litera, ligaba el Faraón a los carros de
guerra de los jefes vencidos que se arrastraban detrás de él como animales sujetos con
traílla. Esos jefes, de triste y huraño aspecto, cuyos atados codos formaban un ángulo
desagradable, vacilaban torpemente con las trepidaciones de sus carros que conducían
cocheros egipcios.
Venían detrás los carros de guerra de los príncipes de la familia real, arrastrados por
caballos de pura raza, de formas nobles y elegantes, de finas patas y nerviosos corvejones,
con las crines cortadas en forma de cepillo y que movían las cabezas empenachadas con
plumas rojas y adornadas con cabezas y moqueros con copas de metal. Las encorvadas
lanzas de los carros se apoyaban en dos sillines que enlazaba un ligero yugo, encorvado
como un arco con las puntas vueltas, que llevaban los caballos sobre sus crines, adornadas
con encarnados penachos; cinchas y petrales ricamente trabajados y bordados, y
gualdrapas con franjas rojas o azules y adornadas con borlas, completaban los arreos,
sólidos, ligeros y bonitos.
La caja del carro, pintada de rojo y verde y adornada con placas y semiesferas de
bronce a la manera del "umbo" de los escudos, llevaba a cada lado un carcaj colocado en
sentido diagonal, uno de los cuales contenía flechas y el otro jabalinas. En cada una de las
caras había un león esculpido y dorado, las patas en acecho; el morro plegado con
espantoso rictus, que parecía rugir y querer abalanzarse sobre los enemigos.
Los jóvenes príncipes llevaban las cabelleras sujetas por una venda, en la que se
retorcía y enroscaba, inclinando el cuello, la víbora real. Tenían por vestido una túnica
adornada en el cuello y bocamangas con llamativos bordados y sujeta al talle con un
cinturón de cuero con hebilla de metal grabada con jeroglíficos, del que pendía un largo
puñal con hoja triangular de bronce, cuyo puño, acanelado en sentido trasversal, se
terminaba en una cabecita de gavilán. En cada carro iban junto al príncipe un cochero
encargado de conducirlo y un escudero ocupado en parar con su adarga los golpes
dirigidos contra el combatiente, mientras éste lanzaba las flechas o clavaba las jabalinas
que tomaba en los carcajes laterales.
Después venían los carros —la caballería de los egipcios— en número de veinte mil,
arrastrados por dos caballos y montados por tres hombres cada, uno, Avanzaban por diez
en fondo, y los eje, que casi se tocaban, nunca llegaban a tropezar; tanta era la destreza de
los conductores.
En la vanguardia iban algunos carros menos pesados y destinados a los
reconocimientos y escaramuzas; éstos no llevaban mas que un guerrero, que tenía las
bridas atadas al cuerpo para conservar las manos libres durante el combate, y de manera
que inclinándose a un lado y a otro, podía dirigir y parar los caballos; y resultaba
verdaderamente maravilloso ver esos nobles animales que parecían completamente libres
e iban guiados por movimientos imperceptibles del cochero, cómo conservaban una
regularidad de marcha imperturbable.
En uno de esos carros alzaba su elegante talle el bello Ahmosis, el protegido de
Nofré, y paseaba su mirada por la muchedumbre buscando a Tahoser.
El pisoteo de los caballos difícilmente contenido, el ruido ensordecedor de las ruedas
reforzadas de bronce, el metálico choque de las armas, daban a ese desfile cierto aire de
fantástico y formidable capaz de infundir terror a los ánimos más intrépidos. Los cascos,
las plumas, los escudos, las cotas cubiertas de escamas verdes, rojas o amarillas, los arcos
dorados, las espadas de bronce destellaban y brillaban enormemente con el sol que
resplandecía en el cielo, encima de la líbica cordillera, como un enorme ojo osírico, y se
comprendía que tal ejército debía de barrer las naciones, como el huracán la ligera paja
que a su paso encuentra.
La tierra, bajo esas innumerables ruedas, temblaba y resonaba sordamente como si
una catástrofe de la naturaleza la agitase.
A los carros sucedieron los batallones de infantería, que andaban con orden, el
escudo en el brazo izquierdo, y, según el arma, la lanza, el arpón, el arco, la honda o el
hacha en la mano derecha. Estos soldados llevaban en la cabeza almetes adornados con
dos mechones de crin y vestían una coraza-cinturón de piel de cocodrilo. Su aire
impasible, la perfecta regularidad de sus movimientos, su color de cobre rojo, aun
obscurecido por la reciente expedición a las ardorosas regiones de la Etiopía superior, el
polvo del desierto que cubría sus ropas, inspiraba admiración por su disciplina y su valor.
Egipto podía conquistar el mundo con tales soldados.
Después de la infantería venían las tropas aliadas, que se distinguían por la bárbara
forma de sus cascos, que parecían mitras truncadas, o bien coronados con medias lunas
prendidas por las puntas. Sus espadas, de anchos cortes, y sus afiladas hachas, debían de
producir heridas incurables.
El botín anunciado por el heraldo lo traían esclavos, unos en hombros, otros en
anganillas, y los beluarios llevaban con traíllas panteras, guepardos que se echaban al
suelo como para esconderse, avestruces que revoloteaban, jirafas cuyos largos cuellos
sobresalían por encima de la muchedumbre, y hasta osos pardos, cazados, según se decía,
en los montes de la Luna.
Ya hacía mucho tiempo que el rey había entrado en su palacio, y aun continuaba el
desfile.
Al pasar por delante del talud donde estaban Tahoser y Nofré, el Faraón, a quien su
litera, llevada en hombros por oeris, colocaba más alto que la muchedumbre y al nivel de
la muchacha, la miró largo tiempo con su negra mirada; no volvió la cabeza, ni un
músculo de su cara se movió, y sus facciones permanecieron tan inmóviles como las de
una momia, pero sus pupilas se movieron entre sus pintados párpados hacia el sitio donde
Tahoser se encontraba, y un brillo de deseo animó sus sombríos ojos. Y esto era tan
imponente como si los ojos de granito de una imagen divina se iluminasen de repente y
expresasen una idea humana. El Faraón separó una de sus manos del brazo de su trono y
medio se levantó; fue un gesto imperceptible para todo el mundo, pero que notó uno de
los servidores que iban junto a las anganillas, y cuya mirada se dirigió hacia la hija de
Petamunoph.
Se había hecho de noche súbitamente, porque en Egipto no hay crepúsculo; o más
bien que la noche, una luz azulada que sucede a la amarillenta luz del día.
En el fondo azul, de infinita transparencia, se encendían innumerables estrellas, cuyo
centelleo temblaba confusamente en las aguas del Nilo, agitadas por las barcas que
conducían a la otra orilla a los habitantes de Tebas. Y las últimas cohortes del ejército
pasaban aún por la planicie, como los anillos de gigantesca serpiente, cuando la canga dejó
a Tahoser en la ribereña puerta de su palacio.
IV
l Faraón llegó frente a su palacio, situado a pequeña distancia del campo de
maniobras, en la margen izquierda del Nilo.
En la azulada transparencia de la noche, el inmenso edificio tomaba
proporciones aún más colosales y perfilaba sus enormes ángulos sobre el fondo
violáceo de la cordillera líbica, con un vigor excesivo y sombrío. Esas masas
inconmovibles, sobre las que la eternidad parecía no poder hacer más mella que una gota
de agua en el duro mármol, inspiraban la idea de un poder absoluto.
Un gran patio, rodeado de anchas murallas ornadas en su parte superior con
profundas molduras, precedía al palacio. En el fondo de este patio se alzaban dos altas
columnas con capiteles que simulaban palmas, y que marcaban la entrada de un segundo
recinto amurallado. Detrás de las columnas había un gigantesco pilón formado por dos
macizos monstruosos, entre los cuales estaba una puerta monumental, hecha más a
propósito para dar paso a colosos de granito que a hombres de carne. Más allá de esos
propileos y ocupando el fondo del tercer patio, aparecía el palacio con su formidable
majestad. Dos arimeces, parecidos a los baluartes, de una fortaleza, se proyectaban de
frente, en cuyas fachadas se velan bajo relieves aplanados de dimensiones prodigiosas que
representaban, en la forma acostumbrada, al Faraón vencedor azotando a sus enemigos y
pisoteándolos; desmesuradas páginas de historia, escritas con buril en colosal libro de
piedra, y que la posteridad más remota podrá leer.
Estos pabellones eran mucho más altos que el pilón, y su cornisa, ensanchada y
dentada de merlones, se perfilaba orgullosamente sobre las crestas de las montañas líbicas
que formaban el último término del cuadro. La fachada del palacio ocupaba el espacio
comprendido entre los dos pabellones y unía el uno al otro. Encima de la gigantesca
puerta, flanqueada de esfinges, resplandecían las ventanas de tres pisos; eran cuadradas y
destacaban sobre la sombría pared como un damero luminoso. En el primer piso había
balcones cuyos voladizos sostenían estatuas de prisioneros en cuclillas sobre una meseta.
Los oficiales de la casa real, los eunucos, los servidores y los esclavos, prevenidos por
el toque de los clarines y el redoble de los tambores de que Su Majestad se aproximaba,
habían salido a su encuentro y le esperaban arrodillados o prosternados en las losas de los
patios; cautivos de la mala raza de Scheto, llevaban urnas llenas de sal y de aceite de oliva,
en las que se humedecían mechas, cuya llama, viva y clara, chisporroteaba. Estos esclavos
formaban filas desde la puerta del palacio hasta la entrada del recinto, inmóviles como
"lampadarios" de bronce.
La cabeza del cortejo penetró en el palacio, y los clarines y tambores, repercutidos
por los ecos, resonaron con tal estruendo, que los ibis, que dormían posados en los
cornisamentos, tomaron el vuelo asustados.
Los oeris que llevaban la litera real se pararon ante la puerta, entre los dos
pabellones. Unos esclavos trajeron un escabel de varios escalones y lo colocaron junto a las
anganillas. El Faraón se levantó con majestuosa lentitud y permaneció de pie varios
segundos con perfecta inmovilidad. Sobre aquel zócalo de hombres dominaba la multitud
y parecía que tenía doce codos de alto. Extrañamente alumbrado, mitad por la luna que
salía, mitad por el resplandor de las lámparas, y con su traje, cuyos esmaltes y dorados
relampagueaban bruscamente, el Faraón se parecía a Osiris o mejor aún a Tifón.
Descendió los escalones con paso de estatua y penetró, por fin, en el palacio. El Faraón
atravesó lentamente, en medio de multitud de esclavas y sirvientes, un primer patio
interior, encuadrado con una fila de enormes pilares tachonados de jeroglíficos y que
sostenían un piso terminado en forma de voluta.
Después apareció otro patio rodeado de un pasadizo cubierto y de rechonchas
columnas, cuyos capiteles estaban formados por un dado de dura arenisca, en donde
descargaba el macizo arquitrabe. Las líneas rectas y las formas geométricas de esta
arquitectura, construida con pedazos de montaña, tenían carácter de indestructibilidad; las
columnas y los pilares parecían esforzarse poderosamente para sostener el peso de las
enormes piedras que se apoyaban en sus capiteles; los muros se inclinaban en talud para
tener más apoyo, y las hiladas parecían juntarse de manera que formasen un bloque único;
pero las decoraciones policromas y los bajo relieves realzados de vivos colores, prestaban
ligereza, durante el día, a esas enormes masas, las que durante la noche volvían a tomar
todo su imponente aspecto.
Sobre la cornisa, de estilo egipcio, cuya inflexible línea recortaba en el cielo un vasto
paralelogramo azul oscuro, temblaban, con el intermitente soplo de la brisa, las llamas de
las lámparas encendidas de trecho en trecho; un estanque que había en el centro del patio
mezclaba, al reflejarlas, las chispas rojizas de las lámparas con los azulados reflejos de la
luna; varias hileras de arbustos, plantados en torno del estanque, exhalaban sus perfumes
débiles y delicados.
En el fondo se abría la puerta del gineceo y de las habitaciones privadas, decoradas
con particular magnificencia.
Debajo del techo había un friso de "uraeus", que se levantaban sobre sus colas y
ahuecaban el buche. Sobre el entablamento de la puerta, en la curva que formaba la
cornisa, aparecía el globo místico con las alas desplegadas; unas hileras de columnas,
simétricamente dispuestas, sostenían grandes bloques de arenisca en forma de sofitos,
cuyo fondo azul estaba constelado de estrellas doradas.
En las paredes había grandes cuadros en bajo relieve aplanado y coloreados con
brillantes frescos que representaban las ocupaciones ordinarias del gineceo o escenas de la
vida íntima. En ellos veíase al Faraón en su trono, jugando seriamente al ajedrez con una
de sus mujeres, que permanecía completamente desnuda y de pie ante él, con la cabeza
rodeada por ancha venda, de la que salían, formando ramillete, flores de loto. En otro
cuadro, el Faraón, sin perder su impasibilidad soberana y sacerdotal, alargaba la mano y
tocaba la barbilla de una joven, únicamente vestida con un collar y un brazalete, que le
ofrecía un ramo de flores. En otros se le veía indeciso y vacilante como si maliciosamente
tardase en escoger, en medio de las jóvenes, que hostigaban su seriedad con toda clase de
cariñosas y graciosas coqueterías.
Otros paneles representaban tocadoras y bailarinas, mujeres bañándose, rociadas de
esencias y masadas por esclavas, con una elegancia en las actitudes, una juvenil suavidad
de formas y una pureza de líneas que ningún arte ha podido sobrepujar.
Los espacios que quedaban vacantes estaban cubiertos con dibujos ornamentales de
rico y complicado gusto, de perfecta ejecución, en que se mezclaban los colores rojo, azul,
amarillo y blanco. En rollos y bandas alargadas a manera de estelas se leían los títulos del
Faraón e inscripciones en su honor.
En los fustes de enormes columnas, se entrelazaban figuras simbólicas o decorativas
tocadas con el "pscent", armados de taos, que se seguían procesionalmente y cuyos ojos,
dibujados de frente en las cabezas pintadas de perfil, parecían mirar curiosamente a la
sala. Líneas verticales de jeroglíficos separaban las zonas de personajes pintados. Entre las
verdes hojas, esculpidas en el macizo de los capiteles, se destacaban cálices y capullos de
loto con sus colores naturales que semejaban canastillas de flores.
Entre cada dos columnas, una elegante columnita de madera de cedro pintado y
dorado, tenía sobre su plataforma una copa de bronce llena de aceite perfumado, en la que
se impregnaba una mecha que producía una luz aromática.
Grupos de alargados jarrones, unidos entre sí por guirnaldas, alternaban con las
lámparas, y los ramilletes que ostentaban tenían filamentos dorados mezclados con
hierbas del campo y plantas balsámicas.
En el centro de la sala había una mesa redonda, de porfiro, cuyo disco estaba
sostenido por una figura de cautivo. Apenas podía verse esta mesa, oculta por un montón
de urnas, jarrones, copas y botes que contenían un bosque de gigantescas flores artificiales,
porque las naturales hubiesen parecido mezquinas en esa sala inmensa, y era preciso que
la naturaleza estuviese en proporción con la obra gigantesca del hombre. Los colores más
vivos, amarillo dorado, azul, púrpura, matizaban esos enormes cálices.
En el fondo se alzaba el trono o sillón del Faraón. En los ángulos formados por las
patas de ese sillón, que estaban cruzadas de manera extraña y sujetas con ligamentos,
había cuatro estatuas de prisioneros bárbaros, asiáticos o africanos, a los que podía
reconocerse por sus fisonomías y sus vestidos. Esos desventurados, con los codos atados
en la espalda, de rodillas, en incómoda postura y con el cuerpo retorcido, sostenían con
sus humilladas cabezas el almohadón a cuadritos dorados, rojos y negros, en que se
sentaba su vencedor. Hocicos de animales quiméricos, cuyas bocas ostentaban largas
borlas a modo de lenguas, adornaban los travesaños del sillón.
A cada lado del trono había una fila de sillones destinados a los príncipes. Estos
sillones eran menos suntuosos que el del rey, pero también de extremada elegancia y
caprichosamente trabajados, porque los egipcios no son menos hábiles para esculpir el
cedro, el ciprés y el sicómoro, y dorarlo, colorearlo e incrustarlo con esmaltes, que para
tallar en las canteras de Philae o de Siena enormes bloques de granito para los palacios de
los Faraones y los santuarios de los dioses.
El rey cruzó la sala con paso lento y majestuoso, sin que sus pintados párpados se
moviesen ni una vez. Nada indicaba en él que oyese los gritos de amor con que le recibían
ó que viese los seres humanos arrodillados o prosternados, cuyas frentes rozaban los
pliegues de su calasiris, moviéndose al andar. Se sentó con los tobillos juntos y las manos
sobre las rodillas, en la solemne actitud de las divinidades.
Los jóvenes príncipes, tan bellos como mujeres, se sentaron a derecha e izquierda de
su padre. Los sirvientes les quitaron los petos de esmaltes, los cinturones y las espadas,
vertieron frascos de esencia en sus cabellos, friccionaron sus brazos con aromáticos aceites
y les ofrecieron guirnaldas de flores, lozano collar de perfumes, oloroso lujo más
apropiado a las fiestas que la pesada riqueza del oro, de las piedras preciosas y de las
perlas, y cuya combinación con éstas produce tan buen efecto.
Hermosas esclavas desnudas, cuyos esbeltos cuerpos presentaban el gracioso
término medio entre la infancia y la adolescencia, con las caderas rodeadas por estrecho
cinturón que no ocultaba ninguno de sus encantos, una flor de loto prendida en el pelo y
un cubilete de listado alabastro en la mano, se acercaron tímidamente al Faraón y echaron
aceite de palma en sus hombros sus brazos y su espalda, que eran tan finos como el jaspe.
Otras esclavas agitaban en derredor de su cabeza anchos abanicos de pintadas plumas de
avestruz, ajustadas en mangos de marfil o de madera de sándalo que, recalentado por las
manitas de las sirvientes, exhalaba delicioso olor. Y otras, en fin, alzaban hasta la nariz del
rey tallos de ninfeas, cuyos cálices se abrían como la copa de los amschirs.
Aquellas jóvenes cumplían su cometido con profunda devoción y como con
respetuoso miedo, como si prodigasen a una persona divina, inmortal, bajada de las zonas
superiores por piedad, entre los hombres. Porque el rey es el hijo de los dioses, el
protegido de Phre, el predilecto de Ammón-Ra.
Las mujeres del gineceo habían sacudido su postración y se habían sentado en
hermosos sillones esculpidos, dorados y pintados, con cojines de cuero rojo, rellenados
con filamentos de cardo, y formaban una hilera de graciosas y sonrientes cabecitas, que un
pintor hubiese querido reproducir.
Unas vestían túnicas de gasa blanca a rayas alternadas, opacas y transparentes, cuyas
cortas mangas dejaban al descubierto finos y redondos brazos, cubiertos de brazaletes
desde las muñecas hasta los codos. Otras, desnudas hasta la cintura, llevaban una cota lila
pálido estriada de listas más obscuras, cubierta con una redecilla de pequeños tubitos de
vidrio rosa que dejaba ver, entre los rombos del tejido, el emblema del Faraón trazado en
la tela. Había algunas vestidas con un tisú tan vaporoso como el aire, tan transparente
como el vidrio, que enrollaban los pliegues de su túnica en sus cuerpos de manera que
resaltase coquetamente el contorno de su puro seno. Otras tenían el cuerpo aprisionado en
una especie de sacos cubiertos de conchas azules, verdes y rojas, que marcaban
exactamente sus formas. Y, finalmente, algunas tenían los hombros cubiertos con una
especie de manta plegada, que apretaban por debajo del seno con un cinturón, cuyos
extremos pendían, su larga falda adornada con franjas.
No reinaba menos variedad en los peinados; unas llevaban los cabellos formando
espiral; otras los dividían en tres partes, una de las cuales caía por la espalda y las otras
dos a los lados de la cara; voluminosas pelucas formadas con guedejas muy rizadas e
innumerables trencitas atadas transversalmente con hilos de oro, cintas de esmaltes o hilos
de perlas se ajustaban como cascos a cabecitas jóvenes y encantadoras, que solicitaban del
atavío un atractivo inútil a su belleza.
Cada una de esas jóvenes tenía en la mano una flor de loto azul, rosa o blanca, y
respiraba amorosamente, haciendo palpitar las aletas de su nariz, el penetrante olor que
del ancho cáliz se exhalaba. Un tallo de la misma flor partía de su nuca, se curvaba
airosamente sobre la cabeza y presentaba su capullo entre las cejas retocadas con
antimonio.
Delante de ellas estaban las esclavas, negras o blancas, únicamente vestidas con el
círculo lumbar que les presentaban collares tejidos con crocos, cuyas flores son blancas por
fuera y amarillas por dentro, con alazores de color púrpura, con heliocrisos de color de
oro, con tricos de rojas bayas, con miosotis, cuyas flores parecen hechas con el esmalte azul
de las estatuitas de Isis, con nepentas, cuyo embriagador aroma hace olvidarlo todo, hasta
la lejana patria.
A estas esclavas sucedían otras que llevaban sobre la palma de la mano derecha
copas de plata o de bronce llenas de vino, y en la izquierda tenían una servilleta donde los
convidados secaban sus labios.
Esos vinos se sacaban de ánforas de barro, de vidrio o de metal que estaban metidas
en cestos de mimbre, colocados sobre bases de cuatro patas, construidas con madera ligera
y dúctil y con curvas ingeniosamente entrelazadas. Contenían siete clases distintas de
vino: de dátiles, de palmera y de vid, vino blanco, tinto y verde, vino nuevo, vino de
Francia y de Grecia y vino blanco de Mareótica, con aroma de violetas.
También el Faraón tomó la copa de manos del copero, que estaba en pie junto al
trono, y humedeció sus reales labios en el fortificador brebaje.
Entonces empezaron a sonar las harpas, las liras, las flautas dobles, las bandurrias,
acompañando un canto triunfal que acentuaban los coristas colocados frente al trono, con
una rodilla en tierra y la otra levantada, y que llevaban el compás dando palmadas.
Y empezó la cena. Los platos, que los etíopes traían de las inmensas cocinas del
palacio, donde mil esclavos trabajaban en inflamada atmósfera, en los preparativos del
festín, eran colocados en mesitas a corta distancia de los invitados; las fuentes, de bronce,
de olorosa madera admirablemente tallada, de barro o de porcelana esmaltada con vivos
colores, contenían cuartos de buey, jamones de antílope, ocas mechadas, siluros del Nilo,
largos rollos de pastas, pasteles de sésamo y de miel, verdes sandias de rosada pulpa,
granadas llenas de rubíes y racimos de color de ámbar o de amatista. Esas fuentes estaban
coronadas de guirnaldas de verdes ramajes de papiro; también las copas estaban rodeadas
de flores; y en medio de las mesas, entre un montón de panes de rubia corteza,
estampados con dibujos y marcados con jeroglíficos, se alzaba un gran jarrón del que
salian, como ancha umbela, un enorme ramo de persolutas, mirtos, granado, convólvulos,
crisantemos, heliotropo, serifios y cornicabras, mezclando todos los colores, confundiendo
todos los perfumes. Hasta debajo de las mesas y alrededor del zócalo había tiestos de
flores. ¡Flores, flores y más flores! ¡Flores por todas partes! Las había hasta debajo de los
sillones de los convidados. Las mujeres las llevaban en los brazos, en el cuello, en la
cabeza, en forma de brazaletes, de collares, de coronas; las lámparas lucían en medio de
enormes ramos; los platos estaban medio cubiertos con el follaje; los vinos espumaban
rodeados de rosas y violetas; era un gigantesco amontonamiento de flores, una orgía de
perfumes de un carácter particular, desconocido en los demás países.
A cada momento los esclavos traían de los jardines, que saqueaban sin poder
esquilmarlos, brazadas de clemátides, de laureles rosa, de granados, crisantemos y lotos,
para renovar las flores marchitas, mientras que los criados echaban en los rojos carbones
de los amschirs granos de nardo y de cinamono.
Cuando se hubieron retirado las fuentes y las cajas talladas en forma de aves, dé
peces, de quimeras que contenían las salsas, y también las espátulas de marfil, de bronce o
de madera y los cuchillos de bronce o de pedernal, los convidados se lavaron las manos y
continuaron circulando las copas de vino o de bebidas fermentadas.
El copero sacaba con un cacillo de metal de largo mango el oscuro vino y el vino
transparente de dos grandes jarrones dorados, ornados con figuras de caballos y de
carneros que estaban colocados sobre trípodes delante del Faraón.
Los músicos se retiraron y vinieron las tocadoras. Largas túnicas de gasa cubrían sus
cuerpos, jóvenes y esbeltos, sin ocultarlos más que el agua pura de un estanque las formas
de la bañista que en él se mete. Sus cabelleras estaban sujetas con guirnaldas de papiro,
cuyas flotantes ramitas llegaban hasta el suelo; encima de sus frentes se vela una flor de
loto; grandes anillos de oro brillaban en sus orejas, petos de perlas y esmaltes envolvían
sus cuellos, y las pulseras que en las muñecas llevaban se entrechocaban con ruido.
Una tocaba el arpa, otra la bandurria, la tercera, con los brazos cruzados, una flauta
doble, la cuarta sostenía, horizontalmente y apoyada en su pecho, una lira de cinco
cuerdas, la quinta golpeaba la piel de onagro de un tambor cuadrado. Una niña de siete u
ocho años, desnuda, con flores en la cabeza, ceñida con un cinturón, marcaba el compás
dando palmadas.
Entonces entraron las bailarinas. Eran delgadas, esbeltas, flexibles como serpientes;
sus grandes ojos brillaban entre las negras líneas de sus pestañas, sus dientes de nácar
entre las rojas listas de sus labios; largas guedejas les azotaban las mejillas. Unas llevaban
amplias túnicas rayadas de blanco y azul, que flotaban a su rededor como una niebla;
otras no tenían más que una sencilla cota plegada, que, empezaba en la cintura y concluía
en las rodillas y permitía contemplar sus piernas elegantes y finas y sus redondos muslos,
nerviosos y robustos.
Empezaron por tomar actitudes de lenta voluptuosidad, de perezosa gracia; después
ejecutaron pasos más vivos, posturas más arriesgadas, mientras agitaban floridos ramos,
hacían sonar una especie de castañuelas de bronce con cabezas de Hathor, golpeaban
timbales con sus puñitos y hacían sonar la curtida piel de las panderetas con sus pulgares;
y luego hicieron piruetas, pasos de baile, y giraron cada vez con mayor viveza. Pero el
Faraón, preocupado y pensativo, no se dignó hacerles ningún gesto de asentimiento; sus
ojos, fijos, ni siquiera las habían mirado. Y las bailarinas se retiraron ruborosas y confusas,
oprimiendo con sus manitas sus pechos anhelantes.
Los enanos de torcidos pies y jorobados y disformes cuerpos, cuyas muecas tenían el
don de animar la granítica majestad del Faraón no obtuvieron mayor éxito; sus
contorsiones no arrancaron una sonrisa a sus augustos labios, cuyas extremidades no
querían moverse.
Al son de una música extraña, compuesta por harpas triangulares, sistros,
castañuelas, címbalos y clarines, se adelantaron bufones egipcios, que llevaban en la
cabeza altas mitras blancas de ridícula forma, con dos dedos de la mano cerrados y los
otros abiertos, repitiendo su grotesco gesto con automática precisión y entonando
extravagantes canciones mezcladas con disonancias. Su Majestad no pestañeó siquiera.
Después vinieron unas mujeres con la cabeza cubierta con un pequeño casco, del que
pendían tres largos cordones terminados por borlas, con los tobillos y las muñecas
rodeados de vendas de cuero negro y vestidas con un ceñido calzón, sujeto con un solo
tirante que pasaba sobre el hombro, y ejecutaron ejercicios de fuerza y flexibilidad a cual
más sorprendentes, arqueándose, tumbándose, doblando como una rama de sauce su
dislocado cuerpo, tocando el suelo con la nuca sin mover los talones y soportando en esa
postura extraordinaria el peso de sus compañeras. Otras hicieron juegos malabares con
una bola, con dos, con tres, hacia delante, hacia atrás, con los brazos cruzados, a caballo o
de pie en las espaldas de sus compañeras; una de ellas, la más habilidosa, se tapó los ojos
como Temis, la diosa de la justicia, para no ver, y recogió las bolas con las manos sin dejar
caer ninguna. Pero el Faraón permaneció insensible ante esas maravillas.
Y tampoco se interesó a las proezas de dos luchadores que, resguardando sus brazos
izquierdos con cestos, se atacaban con unos palos. Tampoco le divirtieron unos hombres
que clavaban cuchillos en un bloque madera y cuyas puntas se hincaban exactamente en el
punto designado. Llegó a rechazar el ajedrez que le presentó, ofreciéndose para
adversaria, la bella Twea, a quien el rey consideraba favorablemente de ordinario; en vano
intentaron acariciarle tímidamente Ámense, Taía y Hont-Reché; el Faraón se levantó y se
retiró a sus habitaciones sin haber pronunciado una palabra.
En el umbral estaba inmóvil el servidor que durante el desfile triunfal había notado
el imperceptible gesto de S. M., y al pasar éste, le dijo:
—Escucha, rey querido de los dioses; me separé del cortejo, atravesé el Nilo en una
frágil barca de papiro y seguí la canga de la mujer sobre la que te dignaste echar tu mirada
de gavilán: es Tahoser, la hija del sacerdote Petamunoph.
El Faraón sonrió y contestó:
—Está bien. Te regalo un carro con sus caballos y un peto de granos de lazulita y de
cornalina con un cuello de oro que pese tanto como si fuese de basalto verde.
Y mientras tanto, las mujeres, desconsoladas, arrancaban las flores de sus peinados,
rasgaban sus túnicas de gasa, sollozaban tendidas en las losas pulimentadas, que
reflejaban como espejos sus hermosos cuerpos, y decían: "Alguna de esas malditas
cautivas ha debido de apoderarse del corazón de nuestro Señor".
V
n la ribera izquierda del Nilo estaba situada la villa de Poeri, el joven por quien
tanto se había turbado Tahoser, cuando al ir a presenciar la entrada triunfal del
Faraón, había pasado, en su carro arrastrado por bueyes, bajo el balcón en que
indolentemente se apoyaba el guapo soñador.
La finca que rodeaba la villa era una explotación considerable, mezcla de granja y
posesión de recreo, que ocupaba entre la margen del río y las primeras estribaciones de la
cordillera una considerable extensión de terreno que, en la época de la inundación,
recubría el agua rojiza y cargada del fecundante cieno, y en la que durante el resto del año
mantenían la humedad derivaciones hábilmente practicadas.
Un cercado de muros de piedra calcárea, arrancada en las vecinas montañas, rodeaba
el jardín, los graneros, las bodegas y la casa; esos muros, con ligero declive, estaban
coronados de una acrotera con puntas de metal, capaces de detener a quien hubiese
ensayado de saltar las tapias. Tres puertas, cuyas bisagras estaban clavadas en fuertes
pilares, cada uno de los cuales estaba ornado de una gran flor de loto, plantada encima del
capitel, se abrían en tres de sus lienzos. En el otro y en lugar de la puerta, se alzaba el
pabellón, una de cuyas fachadas hacia frente al jardín y otra al camino.
Ese pabellón en nada se parecía a las demás casas de Tebas; el arquitecto que lo
construyó no le había dado el sólido basamento, las grandes líneas monumentales, la
riqueza de materiales de las construcciones urbanas, sino una ligera elegancia, una lozana
sencillez, una gracia campestre en armonía con la verdura y la tranquilidad del campo.
Las hiladas inferiores de sus muros, que podía cubrir el agua del Nilo durante las
crecidas eran de arenisca, y el resto de madera de sicómoro. Altas columnas huecas, de
gran esbeltez y parecidas a las astas de los estandartes que hay delante del palacio real,
arrancaban del suelo y llegaban hasta la cornisa de palmitas, donde ostentaban sus
pequeños capiteles en forma de cáliz de loto.
El piso único, edificado encima de la planta baja, no alcanzaba hasta las molduras
que bordeaban la azotea, y quedaba así un piso vacío entre el techo y el piso del terrado.
Pequeñas columnitas de floridos capiteles, separadas de cuatro en cuatro por las altas
columnas, formaban una galería abierta alrededor de esta especie de habitación expuesta a
todos los vientos. El primer piso tenía ventanas de dos hojas, más anchas en la base que en
la parte superior, según el estilo egipcio; y la planta baja recibía luz por ventanas más
pequeñas y más juntas. La puerta estaba decorada con dos molduras muy salientes, y
encima se veía una cruz plantada en un corazón y encuadrada en un paralelogramo, por
cuya parte inferior sobresalía ese símbolo de favorable augurio que, como el mundo sabe,
indica "la casa buena”.
Todo el edificio estaba pintado de colores pálidos y alegres; los lotos de los capiteles
brotaban, alternativamente azules o rosados, de sus verdes cupulitas; las palmitas de las
cornisas, barnizadas de oro, resaltaban sobre un fondo azul; las blancas paredes de las
fachadas hacían destacarse los pintados marcos de las ventanas, y listas rojas y de color
verde de prasina trazaban paneles o simulaban las junturas de las piedras.
Fuera de las tapias, junto a las que estaba la villa, se alzaba una fila de árboles
podados en puntas y que formaban como una cortina que paraba el polvoriento aire del
sur, siempre recalentado por los ardores del desierto.
Delante del pabellón verdeaba una inmensa plantación de viñas; columnas de piedra
con capiteles de forma de loto, simétricamente colocados, trazaban en las viñas paseos que
se cortaban en ángulo recto; las cepas alargaban de una a otro sus guirnaldas de
pámpanos y formaban una serie de arcos de follaje, bajo los cuales podía pasearse sin
inclinar la cabeza. La tierra, cavada con esmero y amontonada al pie de cada vid, hacía
resaltar, con su color moreno, el alegre verde de las hojas en que jugaban los pajarillos y se
quebraban los rayos del sol.
A cada lado del pabellón había un estanque oblongo, en cuyas transparentes aguas
flotaban flores y aves acuáticas. En cada uno de los ángulos, una gran palmera desplegaba,
como una sombrilla, la verde aureola de sus ramas, en el extremo de su tronco, cubierto
como de conchas.
Divisiones regularmente trazadas y marcadas por estrechos senderos dividían el
jardín, separando las partes destinadas a cada clase de cultivo. Las palmeras dums
alternaban con los sicómoros en una especie de paseo que rodeaba la finca y permitía dar
la vuelta a toda la posesión. Había cuadros plantados de higueras, de almendros, de
melocotoneros, de olivos, de granados y de otros árboles frutales; en otros sólo había
árboles decorativos, tamarindos, acacias, mirtos, acacias farnesianas, mimosas y algunas
especies más raras, descubiertas más allá de las cataratas del Nilo, en el trópico de Cáncer,
en los oasis del desierto líbico y en las márgenes del golfo Eritreo, pues los egipcios son
muy aficionados a cultivar flores y arbustos y exigen de los pueblos conquistados las
nuevas especies a modo de tributo.
Flores, de todas clases, variedades de sandías, altramuces y cebollas adornaban los
arriates.
También había otros dos estanques de mayores dimensiones que los ya
mencionados, alimentados por un canal cubierto que venia desde el Nilo, y en cada uno
de los cuales había una barquita para facilitar al dueño el deporte de la pesca, por que en
sus límpidas aguas, jugaban entre las hojas y los tallos de loto pececillos de diversas
formas y brillantes colores. Macizos de lujuriante vegetación rodeaban esos estanques y se
reflejaban en sus verdes espejos.
Cerca de cada estanque se alzaba un kiosco, formado por columnitas que sostenían
una ligera techumbre y rodeado de un balcón, desde el que podía contemplarse el agua y
respirar la frescura de la mañana o del atardecer, reclinado en rústicos sillones de madera
y de junco.
Bajo los rayos del sol naciente, el jardín tenía un aspecto alegre, reposado, feliz. Era
tan vivo el verde de los árboles, tan resplandecientes los matices de las flores, el aire y la
luz bañaban tan alegremente el vasto cercado con sus soplos y sus rayos y era tan grande
el contraste de esa rica vegetación con la descarnada blancura y la gredosa aridez de la
cordillera líbica, que se veía por encima de las tapias, recortando con sus crestas, el color
azul del cielo, que inspiraban el deseo de detenerse allí y de instalarse en aquella villa.
Hubiérase dicho un nido preparado exprofeso para una felicidad soñada.
Por las sendas pasaban los servidores, que llevaban en el hombro un palo curvo, de
cuyos extremos pendían, colgados con cuerdas, dos jarros de barro con agua cogida en los
depósitos, que luego vertían en el surquito cavado al pie de cada planta. Otros
maniobraban un cántaro suspendido a una cuerda que pasaba por encima de un poste y
alimentaban así un canalillo de madero que distribuía el agua a las partes más resecas del
jardín. Unos podadores recortaban los árboles y les daban forma redonda o elipsoidal, y
otros trabajadores, agachados, reblandecían el suelo para futuros cultivos con azadas
hechas con dos piezas de madera dura, atados con una cuerda en forma de gancho.
Era un bonito espectáculo ver a esos hombres de negra y rizada cabellera, con las
espaldas de color ladrillo y vestidos de un sencillo calzón blanco, ir y venir entre el ramaje
con ordenada actividad, cantando una rústica canción que su paso acompasaba. Los
pajarillos, posados en los árboles, parecían conocerlos, y apenas levantaban el vuelo
cuando al pasar tropezaban con una rama.
La puerta del pabellón se abrió y apareció Poeri en el umbral. Aunque estaba vestido
a la moda egipcia, no eran sus rasgos los del tipo nacional y no había que observarle
mucho para ver que no pertenecía a la raza autóctona de la cuenca del Nilo. Seguramente
no era un "Rot-en-ne-rome"; su nariz, delgada y aguileña, sus carrillos aplanados, sus
serios labios apretados, el perfecto óvalo de su cara, diferían esencialmente de la nariz
africana, de los salientes pómulos, de los labios gruesos y de la ancha cara que
generalmente caracteriza a los egipcios. Tampoco su color era el de éstos; el color de cobre
rojizo estaba reemplazado por una palidez verdosa que matizaba ligeramente de rosa la
sangre rica y pura; sus ojos, en vez de mostrar unas pupilas de azabache entre ojeras
pintadas con antimonio, eran de un azul oscuro como el cielo nocturno; los cabellos, más
finos y sedosos se rizaban en ondas menos rebeldes; sus hombros no presentaban esa línea
rígida trasversal que reproducen, como signo característico de la raza, las estatuas de los
templos y los frescos de los mausoleos.
El conjunto de todas esas rarezas era de rara belleza a la que la hija de Petamunoph
no había podido permanecer indiferente. Desde el día en que, por casualidad, había visto
a Poeri apoyado en la galería del pabellón, que era su sitio favorito cuando los trabajos de
la granja no le ocupaban, había vuelto muchas veces como de paseo y pasado en su carro
bajo el balcón de la villa.
Pero, aunque se había vestido con sus túnicas más finas, puesto en el cuello sus petos
más preciosos, enlazado en las muñecas sus pulseras mejor talladas, coronado su frente
con las flores de loto más frescas, prolongado hasta las sienes las negras ojeras y matizado
sus mejillas con afeites, Poeri no se había fijado en ella.
Sin embargo, Tahoser era muy bella, y el amor que ignoraba o desdeñaba el
melancólico habitante de la villa, lo hubiera anhelado Faraón, que hubiese dado por la hija
del sumo sacerdote, Twea, Taía, Ameesé Hont-Reché, sus cautivas asiáticas, sus jarrones
de plata y de oro, sus alzacuellos de pedrería, sus carros de guerra, su ejército invicto, su
cetro, todo, hasta su tumba, en la que trabajaban en la sombra miles de obreros desde el
principio de su reinado.
No son iguales el amor que se siente en las cálidas regiones, que un viento de fuego
abrasa, y el propio de las riberas hiperbóreas en que la calma desciende del cielo con la
escarcha. En aquéllas, no es sangre lo que circula por las venas, es fuego. Por eso Tahoser
languidecía y desfallecía aunque respirase perfumes, se rodease de flores y bebiese los
brebajes que hacen olvidar. La música le hastiaba, o excitaba su sensibilidad, y no le
divertían las danzas de sus esclavas. De noche, el sueño huía de ella, y anhelante, con el
pecho oprimido de suspiros, se levantaba de su lecho suntuoso y se tendía en las losas,
apoyando el seno contra el duro granito para aspirar su frescura.
Durante la noche que siguió a la triunfal entrada del Faraón, Tahoser se creyó tan
desgraciada, que no quiso morir sin antes ensayar un esfuerzo supremo.
Envolviese en un ropaje de tela ordinaria, conservando tan sólo una pulsera de
madera olorosa, rodeó su cabeza con una gasa rayada, y cuando despuntaba el día, sin que
la oyera Nofré, que estaba soñando con el bello Ahmosis, salió de su habitación, cruzó el
jardín, corrió los cerrojos de la puerta que daba junto al río, salió al muelle, despertó a un
remero que dormía en el fondo de su barca de papiro e hizo que la condujese a la otra
orilla.
Vacilante y con su manita sobre el corazón para comprimir sus precipitados latidos,
se dirigió hacia el pabellón de Poeri.
El día estaba ya muy adelantado, y las puertas de la quinta se abrían para dar paso a
las yuntas que marchaban al campo y a los rebaños que iban a pastar.
Tahoser se arrodilló en el quicio de la puerta, colocando la mano encima de su
cabecita con suplicante actitud. ¡Quizás estaba aun más hermosa en esa postura humilde,
tan pobremente vestida! Su corazón palpitaba violentamente y las lágrimas corrían por sus
pálidas mejillas.
Poeri la vio y la creyó lo que en realidad era: una mujer desgraciada.
—Entra sin temor —le dijo—, mi casa es hospitalaria.
VI
ahoser, alentada por la amistosa frase de Poeri, dejó su postura suplicante y se
levantó. Sus mejillas, antes tan pálidas, se cubrieron de rubor; con la esperanza,
le volvía el pudor; se avergonzaba del acto extraño a que el amor la empujaba,
y vacilaba al cruzar ese umbral que tantas voces atravesara con la imaginación;
sus escrúpulos de virgen, sofocados por la pasión, renacían frente a la realidad. El joven,
creyendo que era la timidez, compañera de la desgracia, lo que detenía a Tahoser, le dijo
con voz dulce y armoniosa, en la que se notaba cierto acento extranjero:
—Entra, muchacha, y no vaciles. La casa es bastante grande para albergarte.
Descansa si estás cansada; si tienes sed, mis criados traerán agua pura, refrescada en jarras
de poroso barro; si tienes hambre, te ofrecerán pan de trigo, dátiles e higos secos.
Animada por esas hospitalarias palabras, la hija de Petamunoph penetró en la casa
que tan bien justificaba el jeroglífico de bienvenida que en la puerta figuraba.
Poeri la condujo a la habitación de la planta baja, cuyas paredes estaban pintadas de
blanco, y sobre este fondo, unas listas verdes terminadas por flores de loto delimitaban
paneles de agradable aspecto. Una estera de junco muy fina, en que se entremezclaban
varios colores formando dibujos simétricos, cubría el suelo. En cada ángulo había un
grueso manojo de flores, puesto en un gran florero colocado sobre un zócalo, y cuyos
perfumes se exhalaban en la media luz del cuarto. En el fondo, un sofá bajo de madera,
adornado con hojas y animales quiméricos tallados, y cubierto con ancho almohadón,
convidaba al reposo y a la pereza. Dos profundos sillones de caña del Nilo, cuyos
respaldos se doblaban apoyados en soportes, un escabel de madera en forma de concha,
apoyado en tres pies, un velador oblongo bordeado de un cuadro de incrustaciones con un
aroeus en medio y guirnaldas y símbolos agrícolas, sobre el cual había un florero con lotos
rosa y azules, completaban el moblaje, que era de gracia y sencillez campestres.
Poeri se sentó en el sofá; Tahoser se arrodilló junto al joven, con una pierna
replegada bajo el muslo y levantando la otra rodilla.
Poeri la miraba con aire benévolamente interrogativo. Estaba encantadora; el velo de
gasa en que se envolvía, al caer por detrás dejaba al descubierto las opulentas trenzas de
su cabellera atada con estrecha cinta blanca y permitía ver completamente su fisonomía
dulce, triste y encantadora. Su túnica sin mangas descubría hasta los hombros sus
elegantes brazos, dejándoles en libertad de moverse.
—Me llamo Poeri —dijo el joven—, y soy intendente de los bienes de la corona y
tengo derecho de llevar en mi tocado de gala los dorados cuernos de carnero.
—Yo me llamo Hora —respondió Tahoser, que llevaba preparada su fabulita—;
murieron mis padres, sus bienes fueron vendidos por los acreedores, y sólo sobró lo
indispensable para costear sus funerales. Quedé sola sin recursos; pero puesto que quieres
recogerme, sabré agradecer tu hospitalidad. Aunque mi posición no me obligase a
trabajar, aprendí las labores propias de mi sexo; se manejar los bolillos, tejer la tela,
mezclando en el tisú hilos de diversos colores, imitar las flores y adornar las telas con la
aguja; y hasta podré, cuando estés cansado de las faenas o sofocado por el calor, distraerte
cantando o tocando el arpa o la bandurria.
—Hora, sé bienvenida en mi casa. Aquí encontrarás ocupación digna de una doncella
que estuvo en mejor posición que actualmente, y esto sin extenuar tus fuerzas, porque
pareces delicada. Entre mis servidoras hay muchachas dulces y serias que te servirán de
agradable compañía y que te indicarán cómo está organizada la existencia en esta posesión
campestre. Y mientras tanto irán pasando los días, y quizá vengan mejores tiempos para ti.
Si así no fuese, podrás pasar tranquilamente tu vida en mi casa, disfrutando de la paz y la
abundancia. El huésped que los dioses nos envían es sagrado.
Cuando hubo dicho, Poeri se levantó para sustraerse a las muestras de
agradecimiento de la fingida Hora, que se había prosternado a sus pies y los besaba como
hacen los desdichados a quienes se concede alguna merced; pero la enamorada había
reemplazado a la suplicante, y sus frescos y sonrosados labios no acertaban a separarse de
aquellos pies, blancos y puros como los pies de jaspe de las divinidades.
Antes de salir del cuarto, Poeri se volvió desde la puerta, y dijo a Hora:
—Permanece aquí hasta que te designe habitación. Voy a hacer que uno de mis
criados te traiga comida.
Y se alejó con tranquilo paso, llevando en la mano el latiguillo de mando.
Al pasar le saludaban los trabajadores poniéndose una mano sobre la cabeza y la otra
cerca del suelo; pero en la cordialidad del saludo se adivinaba que Poeri era buen amo. A
veces se paraba daba una orden o un consejo, pues era muy entendido en cuestiones de
agricultura y jardinería; después continuaba su paseo, mirando a un lado y a otro,
inspeccionándolo todo cuidadosamente. Tahoser, que le había acompañado
humildemente hasta la puerta, se acurrucó en el quicio, con el dedo apoyado en la rodilla
y la cara en la palma de la mano, y le siguió con la vista hasta que desapareció entre el
ramaje.
Ya hacía mucho tiempo que no le veía y aun miraba en aquella dirección.
Un criado, cumpliendo la orden que al pasar le dio Poeri, trajo un plato con una
zanca de oca, cebollas asadas en el rescoldo, pan de trigo e higos, y también un vaso de
agua, tapado con hojas de mirto.
—He aquí lo que el amo te envía; come, muchacha, y repara tus fuerzas.
Tahoser no tenía mucho apetito, pero tenía que aparentar hambre; los desgraciados
deben precipitarse sobre el alimento que les ofrecen. Comió, pues, y bebió un gran trago
de agua fresca.
Cuando el criado se retiró, volvió a su postura contemplativa. Mil opuestos
pensamientos cruzaban su mente; tan pronto, con virginal pudor, se arrepentía de lo que
había hecho, como, con pasión de enamorada, se felicitaba por su audacia. Después se
decía: —Ya estoy en casa de Poeri, y le veré libremente todos los días; me extasiaré
silenciosamente ante su belleza, que es mas propia de un dios que de un hombre; oiré su
dulce voz, que parece una música celeste; pero él, que hizo caso omiso de mí cuando
pasaba delante de su pabellón vestida con mis trajes de brillantes colores, aderezada con
mis joyas más finas, perfumada con esencias y con flores, paseando en mi carro pintado,
dorado y coronado con gran sombrilla, y rodeada de un cortejo de servidores como una
reina, ¿se fijará más en la pobre muchacha mendicante recogida por piedad y vestida de
toscas telas? Lo que no pudo hacer mi lujo, ¿lo conseguirá mi miseria? ¡Quizás sea yo fea,
y Nofré no haga más que adularme cuando sostiene que no hay ama más bella que yo
desde el manantial desconocido del Nilo hasta el punto en que éste desemboca en el
mar...! Pero no; soy bella, los ardientes ojos de los hombres me lo han dicho mil veces, y
aun más los aires despechados y los gestos desdeñosos de las mujeres al pasar junto a mí.
Poeri, que me ha inspirado pasión tan ardiente, ¿llegará a amarme algún día? Tan bien
como a mí hubiese recibido a una vieja con la frente llena de arrugas, el pecho descarnado,
cubierta con asquerosos andrajos y con los pies llenos de polvo. Cualquiera que no fuese
él, hubiese reconocido a Tahoser, la hija del sumo sacerdote Petamunoph, bajo el disfraz
de Hora; pero él no me ha mirado nunca, como la estatua de basalto de un dios no mira a
los devotos que le ofrecen cuartos de antílope o ramilletes de loto.
Estas reflexiones hacían decaer el ánimo de Tahoser; mas, luego, recobraba
confianza, y se decía que su belleza, su juventud y su amor concluirían por enternecer ese
corazón insensible; que sería tan dulce, tan atenta y cariñosa, que pondría tanto arte y
tanta coquetería en su pobre tocado, que seguramente Poeri no resistiría. Entonces se
prometía descubrirle que la humilde criada era muchacha de alta cuna, que poseía
esclavas, tierras y palacios, y se preparaba en ensueño una vida de felicidad espléndida y
brillante, después de la dicha obscura.
—Empecemos por estar guapa —se dijo, levantándose y encaminándose hacia uno
de los estanques. Cuando llegó hasta él, se arrodilló en el brocal de piedra y se lavó la cara,
el cuello y los hombros. El agua agitada le mostraba en su espejo en mil añicos roto, su
confusa y temblona imagen, que le sonreía como a través de verde gasa, y los pececillos, al
ver su sombra, creían que les iban a echar alguna cosa y se acercaban por bandos.
Tahoser cogió dos o tres flores de loto que estaban en la superficie del estanque,
retorció los tallos alrededor de la cinta que sujetaba sus cabellos, y se hizo un peinado que
todo el arte de Nofré no habría igualado vaciando los cofrecillos de joyas.
Cuando concluyó y se levantó, fresca y radiante, un ibis, que la había estado mirando
seriamente mientras se tocaba, se alzó sobre sus largas patas, estiró el cuello y aleteó dos o
tres veces como para aplaudirla.
Cuando concluyó de arreglarse, volvió Tahoser a su sitio, en el umbral de la puerta
del pabellón, y esperó a Poeri.
El cielo estaba azul añil, la luz se estremecía en ondas visibles en el aire transparente,
enardecedores aromas exhalaban las flores y las plantas; los pajarillos revoloteaban entre
las ramas y picoteaban algunas bayas; las mariposas se perseguían y parecían bailar con
las alas. A ese riente espectáculo se añadía el de la actividad humana, que lo alegraba aún
mas dándole alma. Los jardineros iban y venían; los criados regresaban con brazadas de
hierba y montones de legumbres; otros, de pie debajo las higueras, recogían con cestos los
frutos que les echaban unos monos adiestrados a la recolección y que andaban por las
ramas altas.
Tahoser contemplaba con entusiasmo esa fresca naturaleza, cuya paz iba
embargando su alma, y se decía: —¡Oh, qué dulce sería ser amada aquí, en medio de la
luz, de los perfumes y las flores!
Poeri regresó; había terminado su inspección y se retiró a su habitación para pasar las
horas ardorosas del día. Tahoser le siguió tímidamente, y se quedó cerca de la puerta,
dispuesta a salir al menor gesto; pero Poeri le indicó que se quedase. Entonces ella avanzó
algunos pasos y se arrodilló en la estera.
—Hora, me has dicho que sabes tocar la bandurria. Coge ese instrumento colgado en
la pared, haz sonar sus cuerdas y canta algún antiguo cántico muy dulce, muy tierno y
muy lento. El sueño mecido por la música se llena de bellas visiones.
La hija del sumo sacerdote descolgó la bandurria, se aproximó al sofá en que Poeri se
había echado, apoyando la cabeza en el testero de forma de media luna, alargó el brazo
hasta el extremo del instrumento, cuya caja oprimía contra su emocionado pecho, recorrió
las cuerdas con la mano e hizo sonar algunos acordes. Después cantó con justa entonación,
aunque con voz algo temblorosa, un antiguo cántico egipcio, vago suspiro de los
antepasados, transmitido de generación en generación, en el que se repetía una frase de
dulce y penetrante monotonía.
—En efecto, no me habías engañado —dijo Poeri volviendo hacia la doncella sus ojos
de un azul oscuro—. Conoces los ritmos como una tocadora de profesión y podrías ejercer
tu arte en el palacio del rey. Pero además das al canto una expresión nueva; ese cántico
que recitabas parecía como si lo inventases y le comunicabas mágico encanto. Tu
fisonomía no es la misma de esta mañana y parece que otra mujer aparece al través de ti
misma, como una luz detrás de un velo. ¿Quién eres?
—Soy Hora —respondió Tahoser—. ¿No te he contado ya mi historia? Únicamente
me he quitado el polvo del camino de la cara, arreglado los pliegues de mi vestido y
puesto una ramita de flores en el pelo. Ser pobre no es una razón para ser fea, y hay veces
en que los dioses niegan la belleza a los ricos. ¿Quieres que continúe?
—Si; repite esa música que me fascina, embota mis sentidos y obscurece mi memoria
como lo haría una copa de "nepentés"; repítela, hasta que venga el sueño y con él el olvido,
Los ojos de Poeri, fijos en Tahoser al principio, se cerraron a medias, y, finalmente,
por completo. La doncella continuó haciendo sonar las cuerdas y repitiendo, cada vez con
voz mas baja, el estribillo de la canción.
Poeri dormía; ella cesó en su música y empezó a refrescarle con un abanico de hojas
de palmera que encontró sobre la mesa.
Poeri era hermoso, y el sueño comunicaba a sus facciones una expresión inefable de
languidez y de ternura. Sus largas pestañas bajadas parecían velarle alguna celeste visión
y sus hermosos labios rojos entreabiertos temblaban como si dirigieran mudas palabras a
un ser invisible.
Después de contemplarle largo rato, Tahoser, apasionada, se inclinó sobre la frente
del dormido mancebo, y conteniendo el aliento y oprimiéndose el corazón con la mano,
puso en ella un beso miedoso, furtivo, alado; y después se incorporó avergonzada y
ruborosa.
El durmiente sintió vagamente, al través de su ensueño, el contacto de los labios de
Tahoser, exhaló un suspiro y dijo en hebreo: —¡Oh, Raquel! ¡mi amada Raquel!
Felizmente que esas palabras de lengua desconocida no tenían sentido alguno para la
hija de Petamunoph. Y Tahoser volvió a mover el abanico de hojas de palmera, esperando
y temiendo que Poeri se despertase.
VII
uando hubo amanecido, Nofré, que dormía en una camita colocada a los pies
de la de su ama, se extrañó de que Tahoser no la llamase, como tenía por
costumbre, dando palmadas. Se incorporó y vio que el lecho estaba vacío.
Los primeros rayos del sol que daban en el friso del pórtico, empezaban a proyectar
en el muro la sombra de los capiteles y la parte superior de los fustes de las columnas.
Generalmente, Tahoser no era tan madrugadora y no abandonaba ordinariamente el lecho
sin la ayuda de sus sirvientes; nunca salía sin haber hecho reparar el desorden que en su
peinado produjera la noche y sin que vertiesen sobre su hermoso cuerpo las abluciones de
agua perfumada, que recibía de rodillas con los brazos cruzados sobre el pecho.
Nofré, inquieta, se puso una camisa transparente, calzóse sandalias de fibra de
palmera y se puso a buscar a su ama.
Empezó por buscarla bajo los pórticos de los dos patios, pensando que Tahoser, no
pudiendo dormir, había ido quizá a respirar la frescura del alba en esos paseos interiores.
Pero Tahoser no estaba allí.
—Veamos el jardín —se dijo Nofré—; quizás haya tenido el capricho de ver brillar el
rocío nocturno sobre las hojas de las plantas y de presenciar el despertar de las flores.
Pero en el jardín reinaba completa soledad. Nofré miró los paseos, las bóvedas de
follaje, los bosquecillos, todo, sin resultado. Entró en el quiosco que había al extremo de la
enramada, pero su ama tampoco estaba allí. Entonces se dirigió corriendo hacia el
estanque, donde su señora podía haber tenido el capricho de bañarse, como a veces hacía
con sus acompañadoras, en la escalera de granito que descendía desde el borde hasta el
fondo de tamizada arena. Las anchas hojas de los nenúfares flotaban en la superficie y no
parecía que nadie las hubiese tocado; los patos metían sus azules cuellos en el agua
tranquila, ondeándola, y saludaron a Nofré con sus alegres graznidos.
La fiel sirviente comenzó a alarmarse seriamente y llamó a todas las personas de la
casa; los esclavos y las sirvientas salieron de sus celdas, y, enteradas por Nofré de la
extraña desaparición de Tahoser, empezaron a perquirir por todas partes. Subieron a las
azoteas, registraron todas las habitaciones, todos los escondrijos, todos los sitios donde
pudiese estar su ama. Nofré, en su azoramiento, llegó hasta abrir los baúles de guardar
ropa y los estuches de las alhajas, como si su ama hubiese podido estar dentro.
Decididamente, Tahoser no estaba en la casa.
Un viejo criado, de extremada prudencia, tuvo la idea de examinar la arena de los
paseos del jardín para buscar en ella las huellas de los pasos de su ama; puesto que los
pesados cerrojos de la principal no estaban descorridos, indicaban que Tahoser no había
podido salir por ella.
Sin duda, Nofré había recorrido impensadamente todos los senderos, dejando en
ellos las huellas de sus sandalias; pero, inclinándose, el viejo Suhem no tardó en descubrir,
entre los pasos de Nofré, unas ligeras depresiones producidas por una suela mona y
estrecha que debía pertenecer a un pie mucho más pequeño que el de la acompañadora.
Esas huellas le condujeron desde el pilón del patio hasta la puerta que sobre el río abría,
pasando por la enramada. Como lo hizo notar a Nofré, los cerrojos de esta puerta estaban
descorridos y la puerta sólo entornada; de esto se deducía que la hija de Petamunoph
había salido por allí.
Más adelante se perdían las huellas de los pasos; el muelle de ladrillos no había
conservado ninguna. El canoero que condujo a Tahoser a la otra orilla no había regresado,
y como los demás entonces dormían, al preguntárseles respondieron que nada habían
visto. Únicamente uno de ellos dijo que una mujer pobremente vestida y que parecía ser
de la clase más inferior del pueblo, había ido, muy de madrugada, a la otra orilla, al barrio
de los Memnomias, probablemente para cumplir algún rito funeral. Las señas de esa
mujer, que en nada se parecían a las de la elegante Tahoser, desorientaron completamente
a Nofré y a Suhem.
Regresaron a la casa tristes y cariacontecidos. Los criados y las criadas se sentaron en
el suelo con desoladas actitudes, una mano colgando, con la palma vuelta hacia arriba, y la
otra colocada sobre la cabeza. Y todos exclamaron como plañidero coro: —¡Desgracia!
¡Desgracia! ¡Gran desventura! ¡Nuestra ama se ha ido!
—¡Voto a Oms, el perro del infierno! —dijo a la sazón el viejo Suhem—; la encontraré
aunque tenga que ir hasta el fondo de la región occidental adonde se encaminan los
muertos. Era una ama buena, nos daba de comer abundantemente, no nos mataba a
trabajar y no nos hacía azotar más que con justicia y moderación; no era pesado el yugo de
su servidumbre, y, en su casa, el esclavo podía creerse liberto.
—¡Desgracia! ¡Desgracia! —repitieron todos echándose en la cabeza el polvo del
suelo.
—¡Ay, ama querida! ¡Dónde estarás ahora! —dijo la fiel Nofré, derramando amargas
lágrimas—. ¡Acaso te haya hecho salir de tu palacio algún mago, por medio de irresistible
conjuro, para realizar contigo algún odioso maleficio; y golpeará tu cuerpo, te extraerá el
corazón por una incisión como un parosquita, echará tus restos a la voracidad de los
cocodrilos, y tu alma mutilada no encontrará, el día de la reunión, más que trozos
informes!¡No irás a reunirte con la momia dorada y pintada de tu padre, el sumo
sacerdote Petamunoph, en el cuarto subterráneo preparado para ti, allá en el fondo de las
galerías, cuyo plano conserva el colcita!
—Sosiégate, Nofré —le dijo el viejo Suhem—; no nos desesperemos anticipadamente.
Pudiera ser que Tahoser retorne pronto. Sin duda se ha dejado llevar por un capricho que
no conocemos, y en breve la veremos reaparecer alegre y sonriente, con un ramo de flores
acuáticas en la mano.
Secándose los ojos con el extremo del vestido, la acompañadora hizo señal de
asentimiento.
Suhem se acurrucó, doblando las piernas como esas imágenes de cinocéfalos
vagamente esculpidas en un bloque de basalto, y, oprimiéndose las sienes con sus
descarnadas manos, se puso a reflexionar profundamente.
El resultado de su meditación, que Nofré esperaba con ansia, fue decir:
—La hija de Petamunoph está enamorada.
—¿Quién te lo ha dicho? —exclamó Nofré, que creía ser la única que leía en el
corazón de su ama.
—Nadie; pero Tahoser es muy hermosa; ya ha visto diez y seis veces la crecida y el
descenso del Nilo. Diez y seis es el número emblemático de la voluptuosidad. Desde hace
algún tiempo llamaba a extrañas horas a sus tocadoras de arpa, de bandurria y de flauta
como una persona que quisiera calmar la ansiedad de su corazón con la música.
—Dices bien; en tu vieja y calva cabeza habita la sensatez; pero ¿cómo has aprendido
a conocer el corazón de las mujeres, tú que no haces más que cavar el jardín y acarrear
agua en las vasijas que traes al hombro?
La faz del esclavo se iluminó con silenciosa sonrisa, y entre sus labios aparecieron
dos hileras de largos y blancos dientes capaces de moler huesos de dátiles. Este gesto
significaba: "No siempre fui viejo y cautivo."
Iluminada por la sugestión de Suhem, Nofré pensó en seguida en el bello Ahmosis, el
oficial del Faraón que tan frecuentemente pasaba delante de la casa y que tan bien parecía
en su carro de guerra durante el desfile triunfal. Como la misma Nofré le amaba, aunque
sin darse cuenta de ello, creía que su ama experimentaría los mismos sentimientos. Púsose
un traje menos transparente y se dirigió a casa del oficial; allí suponía que debía de estar
Tahoser seguramente.
El joven oeris estaba en su cuarto, sentado en bajo asiento. En las paredes había
panoplias de diversas armas; allí se veían la túnica de cuero escamada de plaquitas de
bronce en que estaba grabado el rollo del Faraón, el puñal de bronce con mango de jade,
con agujeros para meter los dedos, el hacha de batalla con el hilo de pedernal, la harpé de
curva hoja, el casco adornado con dos plumas de avestruz, el arco triangular y las flechas
empenachadas de rojo. Encima de unos soportes estaban los petos de honor, y varios
cofres abiertos mostraban el botín cogido al enemigo.
Llegó Nofré y se quedó de pie en el umbral. Ahmosis, al verla, experimentó gran
alegría; sus morenos carrillos se colorearon, sus facciones se estremecieron y palpitó
fuertemente su corazón. Aunque Tahoser nunca contestó a sus amorosas miradas, creyóse
que Nofré le llevaba algún recado de su ama, porque el hombre a quien los dioses hicieron
don de la belleza, fácilmente se imagina que todas las mujeres se enamoran de él.
Se levantó y anduvo algunos pasos al encuentro de Nofré, quien escudriñaba con la
vista los rincones de la habitación, para asegurarse de la presencia o de la ausencia de
Tahoser.
—¿Qué deseas, Nofré? —dijo Ahmosis al ver que la muchacha, preocupada con sus
investigaciones no decía nada—. Supongo que tu ama está bien, pues me parece haberla
visto ayer, cuando la entrada del Faraón.
—Si mi ama está bien o mal, tú debes saberlo mejor que yo —respondió Nofré—,
puesto que se ha fugado de casa sin comunicar a nadie sus proyectos, y hubiera jurado por
Hathor que tú conoces el sitio donde se ha refugiado.
—¿Qué me cuentas? ¿Qué ha desaparecido? —dijo Ahmosis con sorpresa fingida.
—Yo creía que te amaba —añadió Nofré—, y las muchachas más honestas cometen, a
veces, ligerezas. ¿De verdad no está aquí?
—El dios Phre, que todo lo ve, sabe donde está tu ama; pero ninguno de los rayos de
ese dios, que en manos se terminan, no puede verla en mi casa. Mira, si quieres, y recorre
las habitaciones.
—Te creo, Ahmosis, y me marcho, que si Tahoser hubiese venido no se lo ocultarías a
la fiel Nofré, que no hubiera querido más que servir vuestros amores. Eres guapo y ella
libre, rica y virgen. Los dioses hubiesen visto con agrado vuestra unión.
Nofré volvió a casa más inquieta y trastornada que antes. Temía que se sospechase
que los criados de Tahoser la hubiesen matado para apoderarse de sus riquezas, y que se
pretendiera hacerles confesar a bastonazos lo que no sabían.
También Faraón pensaba en Tahoser. Después de efectuar las libaciones y las
ofrendas de ritual, se había sentado en el patio interior del gineceo y soñaba despierto, sin
prestar atención a las evoluciones de sus mujeres que, desnudas y coronadas de flores,
jugaban en la transparente piscina, se echaban agua unas a otras y lanzaban carcajadas
argentinas y sonoras para llamar la atención de su señor, que aun no había decidido, como
tenía por costumbre, quién sería la favorita aquella semana.
Esas mujeres hermosas, cuyos esbeltos cuerpos brillaban bajo el agua como estatuas
de jaspe sumergidas, con ese marco de flores, en medio de ese patio rodeado de columnas
pintadas de brillantes colores, bajo un cielo azul purísimo que de vez en cuando cruzaba
un ibis hendiendo el aire con el pico y con las patas echadas hacia atrás, formaban un
cuadro encantador.
Cansadas de nadar, Ámense y Twea habían salido del agua, y, arrodilladas en el
borde del estanque, extendían al sol, para secarlas, sus abundantes cabelleras negras,
cuyos mechones de ébano hacían parecer aún más blanca su piel. Las últimas gotas de
agua corrían por sus lustradas espaldas y por sus brazos tan pulidos como el jade. Unas
criadas las friccionaban con esencias y aceites aromáticas, mientras que una joven etíope
les ofrecía, para olerlo, el cáliz de una flor.
Hubiérase dicho que el artista que esculpió los bajo relieves decorativos de las salas
del gineceo, había tomado por modelos esos encantadores grupos. Pero el Faraón no
hubiese mirado con mayor indiferencia el dibujo trazado en la piedra que la que
manifestaba ante el grupo de sus mujeres.
Un mono doméstico, encaramado en el respaldo del sillón, comía dátiles y
castañeteaba los dientes, y el gato favorito se restregaba contra las piernas del Faraón,
encorvando el lomo. El deforme enano tiraba al mono del rabo y al gato de los bigotes, y
uno maullaba y el otro juraba, lo que generalmente entretenía a Su Majestad. Pero éste no
tenía ganas de reír; repelió el gato, hizo bajar al mono, dio un puñetazo en la cabeza del
enano, y se dirigió hacia las habitaciones de granito.
Estas habitaciones estaban construidas con bloques de prodigioso tamaño, y tenían
puertas de piedra tales, que ningún poder humano hubiese forzado, sin conocer el secreto
con que se abrían.
En ellas estaban encerrados las riquezas del Faraón y los botines cogidos a las
naciones conquistadas. Allí había lingotes de oro y de plata, petos y brazaletes de esmaltes
tabicados, pendientes que relucían como el disco de Mui; collares de siete vueltas de
cornalina, de lazulita, de jaspe rojo, de perlas, de ágata, de sardónica, de ónice; cercos
finamente trabajados, para las piernas; cinturones de placas de oro con jeroglíficos, sortijas
con escarabajos engarzados; hileras de peces, cocodrilos y corazones sobredorados;
serpientes de esmaltes, enroscadas; jarrones de bronce; copas de listado alabastro y de
vidrio azul, en el que se transparentaban espirales blancas; cofrecillos de barro esmaltado;
cajas de madera de sándalo de extrañas y quiméricas formas; montones de esencias de
todos los países; troncos de ébano; ricas telas, tan sutiles, que una pieza de ellas hubiera
pasado por una sortija; plumas de avestruz, blancas y negras, o pintadas de diferentes
colores; colmillos de elefante, de enorme tamaño; copas de oro, de plata, de vidrio dorado;
estatuitas excelentes, tanto por la materia de que estaban hechas, como por el arte con que
habían sido talladas.
En cada una de esas habitaciones, el Faraón mandó coger la carga de unas anganillas
llevadas por dos robustos esclavos de Kusch y de Scheto, y dando unas palmadas, llamó a
Timopht, el criado que había seguido a Tahoser, y le dijo:
—Haz que lleven todo esto a Tahoser, la hija de Petamunoph, de parte del Faraón.
Timopht se puso a la cabeza del cortejo, cruzó el Nilo en una canga real, y pronto
llegaron los esclavos, con su carga, a casa de Tahoser.
Al ver esos tesoros, Nofré estuvo a punto de caer en síncope, mitad de miedo, mitad
de deslumbramiento; temió que el rey la mandase matar cuando supiera que la hija del
pontífice no estaba allí.
—Tahoser ha desaparecido —respondió temblando a Timopht—, y te juro por los
cuatro gansos sagrados, Amset, Sis, Sumots y Kebsnio, que vuelan en los cuatro puntos
cardinales, que ignoro dónde se halla.
—Faraón, el preferido de Pre, el favorito de Ammón-Ra, ha enviado estos regalos, y
no puedo volver a llevárselos; guárdalos, pues, hasta que tu ama aparezca. De ellos me
respondes con la cabeza; hazlos encerrar en las habitaciones y guardar por criados fieles —
respondió el servidor del rey.
Cuando Timopht. volvió a palacio y, prosternado, con los codos en los costados y la
frente en el suelo, dijo que Tahoser había desaparecido, el rey se puso muy furioso y tiró el
cetro con tal violencia, que se rajó la losa con la que chocó.
VIII
ay que confesar que Tahoser no se preocupaba de Nofré, su acompañadora
favorita, ni de la inquietud que debía causar su ausencia. Esa ama tan querida
había olvidado por completo su hermosa casa de Tebas, sus criados y sus joyas,
aunque parezca increíble tratándose de una mujer.
La hija de Petamunoph no tenía la menor sospecha del amor del Faraón; no había
observado la voluptuosa mirada que el rey la dirigiera, de ese rey cuya majestad nada en
la tierra podía conmover. Y si lo hubiera notado, hubiese puesto ese deseo real, como
todas las flores de su alma, a los pies de Poeri, como una ofrenda.
Mientras impelía con el pie el huso, para hacerlo ascender a lo largo del hipo —pues
esta era la ocupación que le habían dado—, miraba con el rabillo del ojo cuanto Poeri
hacía, y le envolvía con una mirada acariciadora, gozaba silenciosamente de la dicha de
permanecer junto a él, en el pabellón cuya entrada le había permitido.
Si el joven hebreo la hubiese mirado, se habría extrañado del húmedo reflejo de los
ojos de la doncella, de los súbitos enrojecimientos que cubrían a veces sus mejillas como
rosadas nubes, del precipitado palpitar de su corazón, que se adivinaba por el temblor de
su pecho. Pero, sentado junto a la mesa, Poeri se inclinaba sobre una hoja de papiro, en la
que inscribía cuentas con cifras demóticas, sirviéndose de una cañita que entintaba en una
tablilla que tenía un agujero con tinta.
¿Se daba cuenta Poeri del amor tan manifiesto que Tahoser sentía por él? ¿O
simulaba no verlo por alguna razón desconocida?
La trataba con dulzura y benevolencia, pero con cierta reserva, como si hubiese
querido prevenir o evitar alguna declaración importuna, a la que le hubiese sido difícil
responder. Y, sin embargo, la falsa Hora era bien hermosa, sus encantos, que a través de su
pobre vestido se adivinaban, tenían gran poder, y del mismo modo que, durante las horas
más calurosas del día, vése ondear sobre la tierra brillante un vaho luminoso, una
atmósfera de amor parecía rodearla. La pasión palpitaba en sus labios como un pajarillo
que quisiera levantar el vuelo, y cuando estaba segura de que nadie podía oírla, bajo, muy
bajo, repetía como una canción monótona: "Poeri, te amo".
El hebreo salió para inspeccionar la siega, pues esto sucedía en la época de la
recolección. Tahoser, que no podía separarse de él más que la sombra del cuerpo que la
produce, le siguió tímidamente, temiendo le dijese que permaneciera en casa; pero el joven
le dijo con acento en que ningún enfado se traslucía:
—Las penas se alivian viendo las apacibles labores del campo; si atormenta tu alma
algún doloroso recuerdo de la prosperidad perdida, se disipará ante el espectáculo de esta
alegre actividad. Todo esto debe de ser nuevo para ti, porque tu piel, que el sol aun no ha
tostado, tus delicados pies, tus lindas manos, la elegancia con que vistes el retazo de basta
tela que te sirve de traje, me demuestran de concluyente manera que has vivido siempre
en las ciudades, rodeada de comodidades y de lujo. Ven y siéntate, mientras hilas, a la
sombra de ese árbol en que los segadores han colgado el odre que contiene su bebida, para
que se refresque.
Tahoser obedeció y se sentó bajo el árbol, con los brazos cruzados sobre las rodillas, y
éstas cerca de la barba.
La llanura se extendía desde las tapias del jardín hasta las primeras estribaciones de
la cordillera líbica, y parecía un mar amarillo, en que el menor soplo de viento formaba
olas de oro. La luz era tan intensa, que el dorado tono del trigo blanqueaba en algunos
sitios, tomando matices plateados. Las espigas habían crecido vigorosas y opulentas en el
fértil barro del Nilo, y eran altas y duras como jabalinas; nunca tostó el sol, llameante y
cálido, cosecha más abundante; había para llenar hasta el tejado la fila de graneros
abovedados que estaban junto a las bodegas.
Hacía largo rato que los trabajadores recomenzaran la tarea, y, desde lejos, se veían
sus cabezas, emergiendo, mochas o crespas, entre las olas de trigo, con un pañuelo atado,
y sus espaldas desnudas, de color de ladrillo.
Se inclinaban y se enderezaban con movimiento acompasado, segando el trigo con
sus hoces, un poco más abajo de las espigas, con tanta uniformidad como si siguiesen una
línea marcada con tirante cordel.
Detrás de los segadores iban los espigadores, con unos capazos de esparto, donde
echaban las espigas segadas; los llevaban en el hombro o colgados de una barra
transversal entre dos, y los acarreaban a los montones que de trecho en trecho formaban.
A veces, los segadores fatigados interrumpían su tarea y colocaban la hoz bajo el
brazo derecho, mientras bebían un trago de agua; en seguida volvían a la faena, temerosos
del látigo del capataz. Las espigas segadas eran luego transportadas a la era, donde se las
extendía por capas, que se igualaban con las horquillas, y cuyos bordes aparecían
ligeramente más altos por los últimos capachados aún sin allanar.
Poeri indicó al bueyero que hiciese avanzar sus bestias. Eran unos animales
hermosos, con grandes cuernos ensanchados como los de Isis, de elevada cruz, potente
papada y piernas secas y nerviosas. En sus ancas se veía la marca de la granja, estampada
con candente hierro. Andaban pausadamente y estaban sujetos con un yugo horizontal
que unía sus cuatro testuces.
Se les condujo a la era, y enardecidos por el látigo, empezaron a pisotear, andando
circularmente, haciendo saltar entre sus pezuñas los granos del trigo; su lustroso pelo
brillaba con el sol y el polvo que levantaban les subía a los hocicos; por esto, al cabo de
unas veinte vueltas se apoyaban unos contra otros y, a pesar de las fustas que azotaban
sus costados, acortaban sensiblemente el paso. Para animarlos, el conductor que los
guiaba, tirándoles de los rabos, entonó, con vivo y alegre acento, la antigua canción de los
bueyes: "Trillad bueyes; trillad, fanegas para vosotros y para vuestro amo". Y la yunta,
animándose, se adelantaba y desaparecía entre una nube de rubio polvo, en que brillaban
chispas doradas.
Cuando los bueyes hubieron terminado su faena, vinieron unos trabajadores que
aventaron el trigo con palas de madera para quitarle las pajas, las barbas y las bainas.
Una vez aechado, se ponía el trigo en sacos, de que tomaba nota un grammate, y se lo
llevaban a los graneros, a los que conducían unas escalas.
Sentada a la sombra del árbol, Tahoser se recreaba viendo ese espectáculo lleno de
animación y grandeza, y frecuentemente su distraída mano se interrumpía de torcer el
hilo.
El día iba avanzando, y el sol, que se alzara detrás de Tebas, había salvado el Nilo y
se encaminaba hacia la cordillera líbica, tras de la cual se ocultaba todas las tardes. Era la
hora en que el ganado torna de los campos y vuelve al establo. Tahoser presenció, junto a
Poeri, ese gran desfile pastoral.
Vino primeramente una inmensa manada de bueyes, unos blancos, otros rojizos,
unos negros pintarrajeados de blanco, otros píos, algunos zebreados; los había de todos los
pelajes; pasaban levantando sus lustrosos morros, de los que pendían filamentos de baba,
y abriendo sus grandes ojos dulces. Los más impacientes, al oler el establo ya próximo,
levantaban las patas algunos instantes, y sobresalían de la cornuda muchedumbre, con la
que se confundían, de nuevo al caer; los menos diestros, al quedarse rezagados, lanzaban
plañideros mugidos como en son de protesta.
Junto a los bueyes iban los pastores con sus fustas y su cuerda enrollada. Al llegar
delante de Poeri se arrodillaban y, con los codos pegados a los costados, tocaban el suelo
con la frente, en señal de respeto. Los escribanos inscribían el número de cabezas de
ganado en unas tabletas.
Después de los bueyes pasaron los asnos, trotando y coceando ante los palos de
pastores que llevaban la cabeza rapada y estaban sumariamente vestidos de un cinturón
de tela, cuyos extremos caían entre sus muslos. Los asnos desfilaron sacudiendo sus largas
orejas y golpeando el suelo con sus pequeños y duros cascos. Los burreros hicieron las
mismas genuflexiones que los vaqueros, y los escribanos tomaron nota exacta del número
de bestias.
Luego tocó el turno a las cabras; llegaban precedidas de sus machos y balando
débilmente y con satisfacción. Apenas podían contener su petulancia los cabreros y
recoger las que se descarriaban. Se las contó, lo mismo que los bueyes y los asnos y, con
iguales ceremonias, los pastores se prosternaron a los pies de Poeri.
Cerrando el cortejo venían las ocas que, cansadas de caminar, se bamboleaban sobre
sus anchas patas, batían ruidosamente las alas, alargaban el cuello y daban roncos
graznidos. El número de ellas fue anotado y las tabletas entregadas al inspector de la
granja.
Mucho después de haber pasado los bueyes, los asnos, las cabras y las ocas, continuó
elevándose lentamente hacia el cielo una columna de polvo que el viento no conseguía
barrer.
—¿Qué tal, Hora? ¿Te ha divertido ver esos segadores y esos rebaños? —dijo Poeri a
Tahoser—. Estas son las distracciones del campo. Aquí no tenemos arpistas y bailarinas
como en Tebas. Pero la agricultura es sana, es la nodriza que alimenta al hombre, y aquél
que siembra un grano de trigo, ejecuta un acto que es agradable a los dioses. Y ahora ve a
cenar con tus compañeras; yo vuelvo al pabellón y voy a calcular cuantas medidas de
grano han producido las espigas.
Tahoser colocó una mano en el suelo y la otra sobre su cabeza, en señal de respetuoso
asentimiento, y se retiró.
En el comedor reían y charlaban varias jóvenes domésticas, mientras comían cebollas
crudas, pasteles de sorgo y dátiles, en un vasito de barro lleno de aceite había una mecha,
cuya luz alumbraba la escena y extendía amarillenta claridad sobre las morenas caras y las
leonadas espaldas, no cubiertas por ningún vestido, de las criadas. Unas estaban sentadas
en sencillas banquetas de madera; las otras apoyadas en la pared, con una rodilla doblada.
—¿Dónde irá el amo todas las noches? —dijo una muchachita de aire malicioso,
mientras pelaba una granada con monerías de mico.
—El amo va adonde le acomoda —respondió una gran esclava, que masticaba los
pétalos de una flor—. ¡Si tendrá que darte cuenta de lo que hace! En todo caso no serías tú
quien le retuviese en casa.
—Yo también como cualquiera —respondió ofendida la chiquilla.
La grande se encogió de hombros.
—La misma Hora, que es mas hermosa y más blanca que todas nosotras, no podría
retenerle. Aunque tiene nombre egipcio y está al servicio del Faraón, Poeri pertenece a la
bárbara raza de Israel. Sin duda sale de noche para asistir a los sacrificios de niños que los
hebreos celebran en sitios apartados en que pía la lechuza, gañe la hiena y silba la víbora.
Tahoser salió quedamente del cuarto sin decir palabra y se escondió en el jardín,
detrás de un bosquecillo de mimosas. Al cabo de dos horas vio que Poeri salía al campo.
Y le siguió, ligera y silenciosa, como una sombra.
IX
oeri llevaba en la mano un grueso bastón de palmera y se encaminó hacia el
río por una estrecha calzada de papiros inmergidos que, llenos de ramas en la
parte inferior, alzaban a ambos lados del camino sus rectilíneos troncos, de
seis a ocho codos de alto y que se terminaban en un penacho de fibras como
las lanzas de un ejército en línea de batalla.
Conteniendo la respiración, poniendo apenas los pies en el suelo, Tahoser se metió
detrás de él en el estrecho camino. En la noche que esto sucedía no había luna, y además,
la sombra de los papiros hubiese bastado para ocultar a la doncella que iba algo a la zaga.
Después hubo que atravesar un claro; y entonces, la falsa Hora dejó que Poeri se
adelantase, se encorvó, y se arrastró por el suelo.
Llegaron más tarde a un largo bosque de mimosas y, disimulándose entre los
macizos de árboles, pudo avanzar Tahoser sin tomar tantas precauciones. Temiendo
extraviarse, iba tan cerca de Poeri que, frecuentemente, las ramas que éste apartaba la
rozaban el rostro. Pero no se fijaba en tales cosas; un sentimiento de ardientes celos la
impelía a buscar el misterio, que interpretaba diferentemente que las criadas de la casa.
Ni un instante creyó que el joven hebreo saliese todas las noches para efectuar un rito
bárbaro e infame; pensaba que el motivo de esas nocturnas excursiones debía de ser una
mujer, y quería conocer a su rival. La fría benevolencia de Poeri le indicaba que tenía
ocupado el corazón, porque, si no, ¿hubiese permanecido insensible ante sus encantos,
célebres en Tebas y en todo Egipto? ¿hubiese fingido no comprender un amor que hubiese
enorgullecido a Oeris, sumos sacerdotes, y basilico-grammates y hasta a príncipes de
sangre real?
Cuando Poeri llegó a la orilla del río, descendió unos escalones labrados en la
escarpadura del margen y se inclinó como si estuviere desatando alguna cuerda.
Tahoser, de bruces en la cresta del talud y asomando únicamente la cabeza, vio, con
gran desesperación, que el misterioso paseante desamarraba una ligera barquilla de
papiro, larga y estrecha como un pez, y que se disponía a atravesar el río.
En efecto, Poeri saltó dentro de la barca, la empujó apoyando el pie en la tierra, y
empezó a navegar maniobrando el único remo colocado en la popa de la ligera
embarcación.
La pobre muchacha se retorcía las manos de desesperación; iba a perder la pista del
secreto que tanto le importaba conocer. ¿Qué hacer? ¿Volver sobre sus pasos, con el
corazón destrozado por la sospecha y la incertidumbre, los peores males?
Reunió todas sus energías, y pronto tomó una determinación. No había que pensar
en encontrar otra lancha. Se dejó caer por la escarpadura, se quitó el vestido con presteza y
se lo enrolló encima de la cabeza; después se metió denodadamente en el río, teniendo
cuidado de no formar espuma. Flexible como una culebra acuática, alargó sus hermosos
brazos sobre las sombrías vendas en que danzaban los reflejos de las estrellas, y empezó a
seguir de lejos a la barca.
Nadaba admirablemente, porque todos los días se ejercitaba con sus acompañadoras
en la vasta piscina de su palacio, y ninguna era tan diestra en nadar como Tahoser.
La corriente, mansa en aquella parte, no le presentaba gran resistencia; pero cuando
llegó en mitad del río, le fue preciso dar vigorosos puntapiés al agua espumante y
multiplicar sus brazadas para que la corriente no se la llevase. Su respiración se hacía
entrecortada, anhelosa, y la contenía por miedo a que el joven hebreo la oyese. A veces,
una ola más alta lavaba con espuma sus entreabiertos labios, humedecía sus cabellos y
llegaba hasta sus vestidos que llevaba encima, enrollados como un paquete. Por suerte
suya, puesto que sus fuerzas empezaban a flaquear, llegó pronto adonde las aguas estaban
más tranquilas.
Una brazada de juncos, que la corriente arrastraba, la rozó al pasar y le produjo
verdadero espanto. Esa masa, de un verde sombrío, tomaba la apariencia de un cocodrilo
a través de la oscuridad. Tahoser creyó sentir la rugosa piel del monstruo, pero pronto se
repuso, y se dijo, mientras continuaba nadando: —¿Qué importa que los cocodrilos me
devoren, si Poeri no me ama?
Durante el día, el continuo tránsito de barcas, el trabajo en los muelles, el tumulto de
la ciudad, alejaban los cocodrilos, que iban a revolcarse en el cieno y a tomar el sol en
riberas menos frecuentadas por el hombre; pero la oscuridad les devuelve toda su audacia,
y de noche era probable el peligro.
Tahoser no había pensado en esto; la pasión no calcula. Si se hubiese fijado en tal
idea, hubiera desafiado el peligro, ella que tan tímida era y a quien asustaba una mariposa
que porfiadamente revolotease en torno suyo tomándola por una flor.
De pronto, la barca se detuvo, aunque la orilla estaba aún a cierta distancia. Poeri,
dejando de remar, miró a su alrededor con desconfianza. Había visto la mancha
blanquecina que hacía la enrollada ropa de Tahoser sobre el agua.
Creyéndose observada, la intrépida nadadora buceó denodadamente, decidida a no
volver a la superficie del agua, aunque se ahogase, hasta que se disipasen las sospechas de
Poeri.
—Hubiera dicho que alguien me seguía nadando —se dijo Poeri volviendo a remar—
. Pero, ¿quién se aventuraría en el Nilo a esta hora? Soy tonto; he tomado por cabeza
humana enturbantada con un trapo, alguna planta de loto blanco, quizá un sencillo copo
de espuma, puesto que nada se ve ya.
Cuando Tahoser, cuya sangre silbaba en sus orejas y que empezaba a ver cruzar
rojizos resplandores en la sombría agua del río, volvió apresuradamente a la superficie
para dilatar sus pulmones con una gran bocanada de aire, la barca había tomado de nuevo
su marcha confiada y Poeri remaba con la imperturbable calma de los personajes
alegóricos que conducen el "barí" de Maut en los bajo relieves y las pinturas de los
templos.
La orilla estaba ya a unas cuantas brazas. La prodigiosa sombra de los pilones y de
los enormes muros del palacio del Norte, que destacaba sobre el azul violáceo de la noche
sus opacas masas coronadas por los piramidiones de seis obeliscos, se extendía inmensa y
formidable sobre el río y protegía a Tahoser, que podía nadar sin miedo de ser vista.
Poeri atracó un poco más abajo del palacio, en sentido de la corriente, y amarró su
barca a un pilote para poder encontrarla cuando regresase; después, cogió su bastón de
palmera y subió la rampa del muelle con decidido paso.
La pobre Tahoser, casi sin fuerzas, se agarró, crispando las manos, al primer escalón,
y salió penosamente del agua. Sus miembros chorreaban y el contacto del aire los
entumecía, haciéndole sentir súbitamente la fatiga; pero lo más difícil de su empeño estaba
hecho.
Subió las escaleras, con una mano sobre su corazón que latía violentamente y
sosteniendo con la otra su ropa enrollada y mojada sobre la cabeza. Después de ver qué
dirección tomaba Poeri, se sentó en lo alto de la rampa, desplegó su túnica y se vistió.
El contacto de la ropa mojada le produjo un ligero estremecimiento. Sin embargo, la
noche era bella y la brisa del sur soplaba templada. Pero el cansancio la ponía febril, y
castañeteaban sus dientecillos. Sacando fuerzas de flaqueza y rozando con los muros en
talud de los gigantescos edificios, logró no perder de vista al joven hebreo, quien dobló el
ángulo del inmenso muro de ladrillo que cercaba el palacio y se metió entre las calles de
Tebas.
Al cabo de un cuarto de hora de marcha, desaparecieron los palacios, los templos, las
grandes casas, y empezaron a encontrar habitaciones más humildes; al granito, a la caliza,
a la arenisca, sucedían los adobes, el barro petrificado con paja; desaparecían las formas
arquitectónicas; chozas redondas como ampollas o como verrugas se destacaban en
terrenos desiertos, en vagos cultivos, y la oscuridad les prestaba monstruosas
configuraciones; troncos de madera, montones de ladrillos sin cocer aún, obstruían el
camino.
Extraños e inquietantes ruidos rompían el silencio, un mochuelo cruzaba los aires
con su vuelo silencioso; flacos perros, levantando su hocico largo y puntiagudo, ladraban
plañideramente a un murciélago que revoloteaba; escarabajos y reptiles, amedrentados, se
largaban, haciendo zumbar la seca hierba.
—¿Será posible que Harfré esté en lo cierto? —pensaba Tahoser, impresionada por el
siniestro aspecto del camino—. ¿Si vendrá Poeri a sacrificar niños a esos bárbaros dioses, a
quienes gustan la sangre y el sufrimiento? Ningún sitio parece más propicio para ritos
crueles.
Aprovechándose de los ángulos de la sombra, de los extremos de muros, de las
malezas, de las desigualdades de terreno, procuraba ir siempre a distancia constante de
Poeri.
—Iré hasta el fin, aunque tenga que presenciar, testigo invisible, una escena tan
espantosa como una pesadilla, oír los gritos de la víctima y ver cómo el sacrificador, con
sus manos tintas en sangre, saca del cuerpo del niño el corazón aun humeante —se dijo
Tahoser, al ver que el joven hebreo penetraba en una choza de tierra, cuyas hendiduras
dejaban filtrarse algunos rayos de luz amarillenta.
Cuando Poeri hubo entrado, se acercó la hija de Petamunoph, sin que una piedra
rodara delatando su presencia, sin que un perro ladrase ante su paso de fantasma.
Conteniendo la respiración, apretando su corazón, dio la vuelta alrededor de la cabaña, y
descubrió, al verla lucir sobre el fondo sombrío del muro de arcilla, una grieta lo bastante
ancha para poder examinar lo interior.
Una pequeña lámpara alumbraba la habitación, que era menos pobre de lo que
hubiera podido suponerse por la apariencia del tugurio. Las enlizadas paredes estaban
estucadas; había jarrones de oro y de plata colocados sobre pedestales de madera,
pintados de diversos colores; en unos cofres entreabiertos, refulgían las joyas; unos platos
de brillante metal, resplandecían en los muros, y un ramillete de raras flores exhalaba sus
aromas en un florero de barro esmaltado, colocado sobre una mesita.
Pero no eran estos detalles del moblaje lo que interesaba a Tahoser, aunque el
contraste de ese lujo oculto con la miseria exterior de la casa le hubiese extrañado en un
principio. Otra cosa era lo que atraía, inevitablemente su atención,
En un estrado cubierto de esteras, estaba una mujer de raza desconocida y
maravillosamente bella. Era más blanca que las muchachas de Egipto, blanca como la
leche, como las azucenas, como los corderos que regresan del lavadero; sus cejas parecían
arcos de ébano, y las puntas se unían a la raíz de una nariz fina, aguileña, con las aletas
coloreadas de tonos rosa como el interior de las conchas; sus ojos se parecían a los de las
tórtolas, vivos y lánguidos al mismo tiempo; sus labios eran como dos cintas de púrpura y
al entreabrirse mostraban brillos de perlas; sus cabellos pendían, a cada lado de sus
carrillos de grana, en mechones negros y lustrosos como racimos de uva madura; en sus
orejas se bamboleaban las arracadas y collares dorados con plaquitas incrustadas de plata,
brillaban alrededor de su cuello, redondo y fino como una columna de alabastro.
Su traje era raro: consistía en una larga túnica bordada con listas y dibujos simétricos
de diferentes colores, que la cubría desde los hombros hasta media pierna y dejaba los
brazos desnudos.
El joven hebreo se sentó junto a ella, en la estera, y la habló, diciéndola cosas que
Tahoser no podía entender, pero cuyo sentido comprendía demasiado por desdicha suya,
porque Poeri y Raquel se expresaban en el idioma de su patria, tan amable para el
desterrado y el cautivo.
El corazón enamorado no se desengaña fácilmente. —Quizá sea su hermana —se
decía Tahoser—, y viene a verla en secreto, porque no quiere que sepa que pertenece a esta
raza reducida a la esclavitud. —Y después acercaba la cara a la grieta, y escuchaba, con
dolorosa intensidad de atención, esas palabras harmoniosas y llenas de cadencias, cada
una de cuyas sílabas contenía un secreto que gustosa hubiese averiguado al precio de su
vida y que musitaban vagas, fugitivas, desprovistas de significación para ella, como el
viento en la enramada y el agua en la orilla.
—Muy hermosa me parece... para ser su hermana... —murmuraba, devorando con
celosos ojos aquella cara extraña y encantadora, de pálido matiz, de rojos labias, que
realzaban atavíos de exótica forma, y cuya belleza tenía algo de misteriosamente fatal.
—¡Raquel, mi amada Raquel! —decía Poeri con frecuencia.
Tahoser recordó haberle oído musitar esa palabra mientras que le abanicaba y velaba
su sueño.
—Pensaba en ella hasta dormido; Raquel debe de ser su nombre. —Y la pobre
doncella experimentó agudo padecimiento en el pecho, como si todos los uraetos de los
entablamentos, todas las víboras reales de las coronas faraónicas le hubiesen clavado sus
venenosos aguijones en el corazón.
Raquel apoyó la cabeza en el hombro de Poeri como una flor harto cargada de
perfume y de amor. Los labios del joven rozaron los cabellos de la bella judía, que se echó
hacia atrás, presentando su húmeda y templada frente y sus entreabiertos ojos a esa tímida
y suplicante caricia; sus manos se buscaron y se estrecharon nerviosamente.
—¡Oh! ¡Ojalá le hubiese visto practicando una ceremonia impía y monstruosa,
degollando con sus propias manos una victima humana, bebiendo la sangre en un vaso de
negro barro y restregándose la cara con ella! Creo que eso me hubiese hecho padecer
menos que verle besar tan tímidamente a esa hermosa mujer —balbuceó Tahoser con débil
voz, desplomándose en tierra, en la sombra de la cabaña.
Dos veces intentó levantarse, pero volvió a caer de rodillas; sus ojos se anublaron, sus
miembros se doblaron y cayó desvanecida.
Mientras tanto, Poeri salía de la choza y daba a Raquel un último beso.
X
nquieto y furioso por la desaparición de Tahoser, Faraón se había dejado llevar
por ese impulso que suele agitar a los corazones atormentados por una pasión
no satisfecha, a cambiar de sitio. Con gran pena de Amansé, de Hout-Reché y
de Twea, sus favoritas, que habían procurado hacerle permanecer en el
pabellón de verano con todos los recursos de la coquetería, se había trasladado al palacio
del Norte, situado en la otra orilla del Nilo. Su arisca preocupación se irritaba con la
presencia y la charla de sus mujeres. Cuanto no fuese Tahoser le desagradaba, y
actualmente encontraba feas esas bellezas que antes le parecían encantadoras; sus cuerpos
jóvenes, graciosos, esbeltos, con sus posturas voluptuosas, sus grandes ojos, realzados con
antimonio, y en que brillaba el deseo, sus purpúreas bocas de blancos dientes y lánguida
sonrisa, todo en ellas, hasta los suaves perfumes que de sus frescos cutis se exhalaba como
de un ramillete de flores o de una cajita de esencias, se le había hecho intolerable, odioso.
Parecía como que las culpaba por haberlas amado, y no comprender cómo se había
complacido con encantos tan vulgares. Cuando Twea apoyaba en su pecho los rosados y
finos dedos de su manita temblorosa de emoción, intentando hacerle recordar la antigua
familiaridad; cuando Hout-Reché ponía delante de él el ajedrez, sostenido por dos figuras
de leones adosados, procurando empeñar la partida, o cuando Ámense le ofrecía, con
respetuosa y suplicante gracia, una flor de loto, apenas podía contenerse de golpearlas con
su cetro, y sus ojos de gavilán lanzaban tales rayos de desprecio, que las pobres mujeres,
que se habían atrevido a esas confianzas se retiraban confusas, con los párpados húmedos
de lágrimas y se adosaban silenciosamente a la pintada pared, procurando confundirse,
por su inmovilidad, con las pinturas de los frescos.
Para evitar esas escenas de lloros y violencias, el Faraón se había retirado al palacio
de Tebas, solo, taciturno, rabioso; y allí, en vez de permanecer sentado en su trono, en la
actitud solemne de los reyes y los dioses que, pudiéndolo todo, no se mueven ni hacen el
menor gesto, se paseaba febrilmente a través de los inmensos salones.
Era extraño el ver a ese Faraón, alto, imponente, formidable como los colosos de
granito, imágenes suyas, hacer temblar el suelo bajo los encorvados patines de su calzado.
Cuando pasaba, parecía que los guardias, aterrorizados, se convertían en estatuas; las
respiraciones se interrumpían y ni siquiera temblaba la doble pluma de avestruz de sus
gorros. Cuando el rey se alejaba, apenas se atrevían a decir:
—¿Qué le sucede hoy al Faraón? Si hubiese vuelto vencido de su expedición, no
estaría más taciturno y más sombrío.
Si en lugar de haber obtenido diez victorias, matando veinte mil enemigas, traído dos
mil vírgenes, escogidas entre las más hermosas, conquistado cien cargas de polvo de oro,
mil de madera de ébano y de colmillos de elefante, sin contar los productos raros y los
animales desconocidos, hubiese visto el Faraón su ejército derrotado, sus carros de guerra
volcados y rotos, y él solo hubiese conseguido salvarse de la derrota, huyendo entre una
nube de flechas, manchado de polvo, ensangrentado, cogiendo las riendas de las manos de
su cochero muerto junto a él, seguramente no hubiera tenido semblante más taciturno ni
más desesperado. Después de todo, la tierra egipcia es fértil en soldados, innumerables
son los caballos que relinchan y golpean con sus cascos el suelo en las cuadras del palacio,
y poco tardan los obreros en curvar la madera, fundir el cobre y afilar el bronce. La fortuna
de los combates es variable, y pronto se repara un desastre. Pero haber deseado algo que
no se había realizado inmediatamente, haber encontrado un obstáculo entre su voluntad
soberana y la realización de esta voluntad, haber lanzado un deseo como una jabalina y no
obtener el objeto apetecido, ¡esto si que extrañaba al Faraón, en medio de las zonas
superiores de su omnipotencia!
¡Hubo un momento en que creyó que no era más que hombre!
Erraba por los vastos patios, pasaba entre las filas de gigantescas columnas o bajo los
desmesurados pilones, entre los obeliscos que se alzaban de una sola pieza y los colosos de
granito que le miraban con sus ojos asustados; recorría la sala hipóstila y se perdía en el
granítico bosque de sus ciento sesenta y dos columnas tan altas y gruesas como torres. Las
imágenes de dioses, reyes y seres simbólicos pintadas en las paredes parecían mirarle con
sus ojos pintados de frente en sus caras dibujadas de perfil, y los uracos simulaban torcer
el cuello y ahuecar el buche, las divinidades ibiocéfalos alargar el cuello y los globos
simbólicos agitar sus alas de piedra. Una vida extraña y fantástica animaba esas
extravagantes representaciones y llenaba de vivientes apariencias la soledad de la enorme
sala, tan grande como un palacio. Esas divinidades, esos antepasados, esos monstruos
quiméricos en su eterna inmovilidad parecían sorprendidos de ver al Faraón,
ordinariamente tan tranquilo como ellos, ir y venir como si sus miembros fuesen de carne
y no de pórfido y basalto.
Cansado de dar vueltas en ese monstruoso bosque de columnas que sostenían un
techo de granito —como un león que busca el rastro de su presa y olfatea la movediza
arena del desierto con su morro fruncido— Faraón subió a una azotea de su palacio, y
mandó llamar a Timopht.
Llegó éste, y se adelantó hacia el rey prosternándose a cada paso. Temía la cólera de
su amo, con cuyo favor había cantado un momento. ¿Seria suficiente la habilidad que
desplegase en buscar el actual retiro de Tahoser, para excusar el crimen de haber perdido
el rastro de la hermosa doncella?
Levantando una rodilla y dejando plegada la otra, Timopht tendió los brazos hacia el
rey con gesto suplicante.
—¡Oh, señor! no me hagáis morir, ni azotar demasiado; encontraremos a la hermosa
Tahoser, hija de Petamunoph, sobre la que tu deseo se ha dignado abatirse como el gavilán
que sobre la paloma se precipita, y, cuando, al llegar a su casa, vea tus magníficos regalos,
se enternecerá su corazón y, espontáneamente, vendrá a ocupar el puesto que tú le
designes entre las mujeres de tu gineceo.
—¿Has interrogado a sus criados y esclavas?; el palo hace soltar las lenguas más
rebeldes y el padecimiento mueve a decir lo que se quiere ocultar.
—Nofré y Suhem, su acompañadora favorita y su criado más antiguo, me dijeron
que habían notado que los cerrojos de la puerta del jardín estaban descorridos y que,
probablemente, había salido su ama por allí. Pero la puerta se abre al río, y el agua no
conserva las huellas de las barcas.
—¿Qué han dicho los canoeros del Nilo?
—Nada han visto. Sólo uno dijo que una mujer pobremente vestida había cruzado el
río cuando el alba empezaba. Pero esa no podía ser la rica y bella Tahoser, cuya figura
notaste tú mismo y que anda como una reina vestida con espléndidos trajes.
No pareció que el razonamiento de Timopht convenciese al Faraón; apoyó la barbilla
en la mano y reflexionó algunos minutos. El pobre Timopht esperaba silenciosamente,
temiendo alguna explosión de furor. Los labios del monarca se movían como si hablase
consigo mismo:
—Ese traje humilde era un disfraz... Si, eso es...
Disfrazada de tal modo ha pasado a la otra orilla... Timopht es un imbécil que no
tiene la menor penetración... Siento impulsos de hacerle echar a los cocodrilos, o matar a
palos... Pero, ¿por qué motivo? Una virgen de alto rango, hija de un pontífice, ¡escaparse
así, sola, sin prevenir a nadie!... Acaso hay algún amor en el fondo de este misterio.
Esta última idea hizo que la cara del Faraón se empurpurase como con el reflejo de
un incendio; toda la sangre del corazón se le subió a las mejillas. Después se quedó
tremendamente pálido, sus cejas se retorcieron como las víboras de las diademas, su boca
se contrajo, rechinaron sus dientes y su fisonomía se puso tan terrible que Timopht,
aterrorizado, se dejó caer de bruces en el suelo como un muerto.
Pero el Faraón se serenó; su cara volvió a su aspecto majestuoso, plácido y hastiado;
y viendo que Timopht no se movía, le empujó despreciativamente con el pie.
Cuando Timopht —que ya se creía yaciendo sobre el lecho fúnebre de patas de
chacal en el barrio de Memnomias, con el costado abierto, el vientre vacío y dispuesto para
el baño de salmuera— se incorporó, no se atrevió a levantar los ojos hacia el rey, y se
quedó sentado sobre sus talones, presa de la mayor angustia.
—Vamos, Timopht —dijo Su Majestad—, levántate, corre, envía emisarios a todas
partes, haz registrar los templos, los palacios, las casas, las villas, los jardines, hasta las
chozas más humildes y encuentra a Tahoser; envía carros por todos los caminos, haz que
las barcas recorran el Nilo en todas direcciones; ve tú mismo y pregunta a cuantas
personas encuentres si han visto una mujer de tales señas; viola las tumbas, si ella se
hubiese refugiado en el asilo de la muerte, en lo profundo de una galería o de algún
hipogeo; búscala como Isis buscó a su marido Osiris, despedazado por Pipón, y tráemela
muerta o viva, o si no, por el uraeto de mi pschent, por el capullo de loto de mi cetro, te
juro que perecerás en espantoso suplicio.
Timopht se fue a cumplir las órdenes del Faraón con la rapidez del ibex, mientras el
rey, serenado, adoptó una de esas posturas de tranquila grandeza con que los escultores
suelen representar los colosos sentados a la puerta de los templos y de los palacios, y,
tranquilo, como es natural en aquéllos cuyas sandalias estampadas de cautivos atados
reposan sobre la cabeza de los pueblos, esperó.
Un sordo trueno resonó alrededor del palacio, y, si el cielo no hubiese estado de un
azul de lapislázuli invariable, hubiera podido creerse que una tempestad se aproximaba.
Era el ruido de los carros lanzados al galope en todas direcciones y cuyas ruedas
resonaban en el suelo.
Pronto pudo ver el Faraón, desde lo alto de su azotea, las barcas que cruzaban el
Nilo, impulsadas por los remos y los emisarios que se diseminaban en la otra orilla, a
través del campo.
La cordillera líbica, con sus reflujos rosados y sus sombras de azul zafiro, cerraba el
horizonte y servía de fondo a las gigantescas construcciones de los Ramsés, de Amenoph y
de Menephtá; los pilones con ángulos en talud, las murallas de ensanchadas cornisas, los
colosos con las manos sobre las rodillas, se destacaban, dorados por un rayo de sol, sin que
el alejamiento pudiese quitarles nada de sus enormes dimensiones. Pero Faraón no miraba
esos orgullosos edificios. Entre los bosquecillos de palmeras y los campos cultivados, se
elevaban casas, quioscos pintados, interrumpiendo el color verdoso de la vegetación. Bajo
uno de esos tejados, en una de esas azoteas se ocultaba seguramente Tahoser, y Faraón
hubiese querido levantarlos con mágico prodigio, o hacerlos transparentes.
Fueron pasando las horas. Ya había desaparecido el sol tras las montañas, después de
iluminar Tebas con sus últimos rayos, y los mensajeros no volvían. Faraón permanecía en
su inmóvil postura. La noche se fue extendiendo sobre la ciudad, tranquila, fresca y
azulada; las estrellas empezaron a destellar y temblar en el profundo azul del cielo, y
sobre el ángulo del terrado se destacaban los contornos del Faraón, silencioso e impasible,
como los de una estatua de basalto empotrada en el entablamento. Varias veces
revolotearon en torno de su cabeza las aves nocturnas asustadas por su lenta y profunda
respiración, y se alejaron revoloteando.
Desde ese punto elevado, el rey dominaba la ciudad, que se extendía azulada a sus
pies. Entre la sombra azulada se destacaban los obeliscos con sus agudos piramidiones, los
pilones como gigantescas puertas, cuyos vanos, atravesados por la claridad de la noche,
resaltaban, las cornisas elevadas, los colosos que emergían, desde los hombros, de entre la
aglomeración de construcciones, los propileos, las columnas con sus capiteles parecidos a
enormes flores de granito, los ángulos de los palacios y los templos realzados por un
reflejo argentino; los criaderos de peces sagrados se extendían y reflejaban como metal
pulido, las esfinges y crioesfinges, alineadas en "dromos"1, extendían las patas,
ensanchaban las ancas; y los tejados planos se extendían hasta el infinito, blanqueados por
la luna, en masas que cortaban manchas profundas, que eran las calles y las plazas. Esta
oscuridad azul estaba salpicada por puntos rojos, como si las estrellas hubiesen dejado
caer algunas chispas sobre la tierra; eran las lámparas que aun velaban en la ciudad
dormida. Más lejos, entre edificios menos amontonados, vagos bosquecillos de palmeras
1 Nombre que daban los egipcios a las avenidas rodeadas de esfinges.
balanceaban sus abanicos de hojas; y más allá, las formas y los contornos se perdían en la
vaporosa inmensidad, porque ni siquiera la vista de un águila hubiese alcanzado a ver los
límites de Tebas, y del otro lado, el viejo Hopi-Mu descendía majestuosamente hacia el
mar.
Cerniéndose con la vista y el pensamiento sobre la desmesurada ciudad, de la que
era dueño absoluto, el Faraón reflexionaba tristemente en lo limitado del poderío humano,
y su deseo le roía el corazón como un buitre hambriento. El rey se decía:
—Todas esas casas encierran seres que al verme inclinan la frente hasta el suelo y
para quienes mi voluntad es una orden del cielo. Cuando paso en mi carro dorado, o en mi
litera llevada en hombros por oeris, las vírgenes sienten que su pecho palpita cuando me
siguen con larga y tímida mirada; los sacerdotes me inciensan con el humo de los
"amschirs"; el pueblo balancea palmas o extiende flores por donde paso; el silbido de una
flecha mía hace temblar las naciones y los muros de los pilones, inmensos como montañas
cortadas a pico, apenas bastan para inscribir mis victorias; las canteras se agotan con el
granito que se extrae para mis colosales imágenes, y, una vez que, en medio de mi
saciedad soberbia, formulo un deseo, ¡no puedo realizarlo! Timopht no vuelve; sin duda es
que nada ha encontrado aún. ¡Oh, Tahoser! ¡cuánta felicidad me debes por esta espera!
Mientras tanto, los emisarios, con Timoph a la cabeza, visitaban las casas, recorrían
los caminos, inquiriendo sobre la hija del pontífice y dando sus señas a los viajeros que
encontraban; mas nadie podía responderles.
Un primer mensajero vino a la azotea para decir al Faraón que Tahoser no aparecía.
El monarca extendió su cetro, y el mensajero cayó muerto, a pesar de la proverbial dureza
del cráneo de los egipcios.
Después se presentó el segundo; tropezó con el pie del cuerpo de su compañero,
extendido en el suelo, y se puso a temblar, pues vio que el Faraón estaba encolerizado.
—¿Y Tahoser? —dijo el rey sin cambiar de postura.
—Majestad, se ha perdido su rastro —respondió el desgraciado, arrodillado en la
oscuridad, ante esa mancha negra, que más que un rey vivo parecía una estatua osírica.
El brazo de granito se separó del cuerpo inmóvil y el cetro de metal descendió como
un rayo. El segundo mensajero rodó junto al primero.
El tercero tuvo igual suerte.
...De casa en casa, Timopht llegó hasta el pabellón de Poeri, quien, al regresar de su
excursión nocturna, se había extrañado de no ver a la supuesta Hora. Harphré y las
criadas que habían cenado con ella la víspera no sabían lo que había sido de ella, su cuarto
estaba vacío; se la había buscado vanamente en los jardines, las bodegas, los graneros y los
lavaderos.
A las preguntas de Timopht, respondió Poeri que, efectivamente, una muchacha se
había presentado en su casa con aspecto miserable y actitud suplicante, implorando de
rodillas hospitalidad; que la había acogido favorablemente, ofreciéndola comida y
albergue, pero que se había marchado de misteriosa manera y por un motivo que no podía
sospechar. Ignoraba el camino que hubiese tomado, y, probablemente, una vez
descansada, había continuado su marcha hacia punto desconocido. Era hermosa, triste, iba
vestida de sencilla tela y parecía pobre. El nombre de Hora que había dado, ¿ocultaba el
de Tahoser? Poeri dejaba la resolución de este problema a la sagacidad de Timopht.
Con estas indicaciones volvió Timopht a palacio, y, parándose donde el cetro del
Faraón no pudiese alcanzarle, le contó lo que había averiguado.
—¿A qué habrá ido a casa de Poeri? —se preguntó el Faraón—. Si Hora era Tahoser,
ésta ama a Poeri. Pero no; porque en ese caso no se hubiese fugado así, después de ser
recibida en su casa. ¡Ah! yo la encontraré, aunque tenga que revolver el Egipto, desde las
cataratas hasta el Delta.
XI
uando Raquel, en el umbral de su puerta, miraba a Poeri alejarse, creyó oír un
débil gemido, y escucho. Algunos perros ladraban a la luna, la lechuza lanzaba
su fúnebre grito, y los cocodrilos lloriqueaban entre los cañaverales del río,
imitando los gemidos de un niño acongojado. Ya iba a entrar la joven israelita,
cuando un gemido más claro y que no podía atribuirse a los vagos sonidos de la noche y
seguramente se exhalaba de un pecho humano, llegó por segunda vez a su oído.
Raquel se aproximó con precaución, temiendo alguna emboscada, hacia el sitio de
donde procedía el sonido, y vio, cerca de la pared de la cabaña, en la oscuridad azulada y
transparente, como una forma humana tendida en el suelo. La mojada túnica de la seudo
Hora marcaba sus formas y delataba su sexo con las puras redondeces. Al observar Raquel
que no se trataba más que de una mujer desvanecida, perdió todo el temor y se arrodilló a
su lado y observó su aliento y los latidos del corazón. El primero expiraba en los pálidos
labios, y el segundo apenas levantaba el frío seno. Tocando la humedad que empapaba el
traje de la desconocida, Raquel creyó primeramente que era sangre, y creyó haberse ante la
víctima de algún crimen; para prestarle un socorro eficaz llamó a Thamar, su sirviente, y
entre las dos llevaron a Tahoser a la cabaña.
Tendiéronla en el diván. Thamar sostenía en alto la lámpara, mientras que Raquel,
inclinada sobre la doncella, buscaba su herida; pero ninguna mancha roja se veía en la
mate blancura de Tahoser, ni su traje tenía manchones purpúreos. Le quitaron su húmedo
ropaje y la cubrieron con un paño de lana rayado, cuyo dulce calor pronto hizo que su
cuerpo recuperase el suspendido curso de su vida. Tahoser abrió lentamente los ojos, y
miró a su alrededor extrañada, como una gacela prisionera.
Necesitó algunos minutos para darse cuenta. Aun no podía comprender cómo se
encontraba en esa habitación, en ese lecho, en que hacía un momento había visto a Poeri y
a la joven israelita sentados, uno junto al otro, con las manos enlazadas y hablándose de
amor mientras ella, anhelante, angustiada, miraba por la grieta del muro. Pero pronto se
rehizo su memoria, y se dio cuenta de su verdadera situación.
La luz de la lámpara daba de lleno en la cara de Raquel y Tahoser la observaba en
silencio, sintiéndose apenada de encontrarla tan regularmente bella. En vano le buscaba
un defecto con toda la rabia de los celos femeninos; Tahoser se sintió, no sólo vencida, sino
igualada; Raquel era el ideal israelita, como Tahoser era el ideal egipcio. ¡Triste cosa para
un corazón enamorado! ¡Tuvo que reconocer lo justo y bien fundado de la pasión de Poeri!
Aquellos ojos de negras y curvadas pestañas, aquella nariz de tan noble corte, aquella roja
boca de deslumbradora sonrisa, aquel óvalo con tanta gracia alargado, aquellos brazos
gruesos en lo alto y que se terminaban en infantiles manos, aquel cuello, redondo y
grueso, que al volverse formaba pliegues más bonitos que collares de piedras preciosas,
todo, realzado de su apariencia extraña y exótica, tenia que gustar forzosamente.
—Cometí una gran ligereza —se decía Tahoser—, presentándome a Poeri con el
humilde aspecto de una mendiga, fiándome de mis encantos, harto alabados por los
aduladores. ¡Insensata! He hecho como un soldado que fuese a la guerra sin coraza y sin
flechas. Si me hubiese presentado rodeada de mi lujo, cubierta de esmaltes y joyas, en mi
carro dorado y seguida de mis numerosos esclavos, acaso hubiese interesado su vanidad,
si no su corazón.
—¿Cómo te encuentras ahora? —díjole Raquel en idioma egipcio, porque en las
facciones y el peinado de enerdecillas había reconocido que Tahoser no pertenecía a la
raza judía.
El sonido de esa voz era dulce y compasivo, y el acento extranjero le daba mayor
gracia.
Tahoser se sintió conmovida a pesar suyo, y respondió:
—Estoy un poco mejor; tus cuidados me curarán bien pronto.
—No te canses hablando —añadió la israelita, tapándole la boca con la mano—.
Procura dormir para recuperar tus fuerzas; Thamar y yo velaremos tu sueño.
Las emociones, la travesía del Nilo, la larga carrera a través de los barrios apartados
de Tebas, habían agotado las fuerzas de la hija de Petaumoph; su delicado cuerpo estaba
rendido, y pronto se cerraron sus delicados párpados y sus largas pestañas formaron dos
semicírculos negros sobre las mejillas, que la fiebre enrojecía. Vino el sueño, pero inquieto,
agitado, con extrañas pesadillas, obsesionado por amenazadoras alucinaciones; nerviosos
sobresaltos hacían estremecerse a la durmiente y sus labios entreabiertos balbucían
palabras incoherentes, réplicas al diálogo interior del sueño.
Sentada en la cabecera del lecho, Raquel observaba los movimientos de la fisonomía
de Tahoser, inquietándose cuando veía que las facciones de la joven enferma se contraían
y tomaban dolorosa expresión, y serenándose cuando volvía la calma. También Thamar,
acurrucada frente a su ama, observaba a la hija del pontífice, pero su fisonomía expresaba
menos benevolencia; sus vulgares instintos se velan en las arrugas de su frente, ceñida por
la ancha venda del tocado israelita; sus ojos, brillantes aún a pesar de la edad, chispeaban
de curiosidad en sus órbitas de obscuras arrugas; su nariz huesuda, brillante y corva como
el pico de un gipaeto, parecía husmear secretos, y sus labios, moviéndose silenciosamente,
parecían estar preparando las preguntas.
Esa desconocida, recogida a la puerta de la cabaña, excitaba vivamente su curiosidad;
¿de dónde venía? ¿cómo estaba allí? ¿con qué objeto? ¿quién era? Tales eran las preguntas
que se hacia Thamar a sí misma y a las que, con gran sentimiento, no podía contestar
satisfactoriamente. Hay que tener presente que Thamar, como todas las viejas, tenía
prevención contra la belleza, y ésta era ya una razón para que Tahoser no le hiciese gracia.
La fiel criada sólo perdonaba ser hermosa a su ama, y esta belleza la consideraba como
suya; de ella estaba ufana y orgullosa.
Viendo que Raquel guardaba silencio, se levantó y fue a sentarse junto a ella, y,
guiñando los ojos, cuyos ennegrecidos párpados se bajaban y se levantaban como las alas
de un murciélago, dijo a media voz y en lengua hebrea:
—Ama, no presiento nada bueno de esta mujer.
—¿Por qué, Thamar? —exclamó Raquel en la misma lengua y tono parecido.
—Es extraño que se haya desvanecido aquí y no en otra parte —respondió la
desconfiada Thamar.
—Ha caído en el sitio en que se ha puesto enferma.
La vieja movió la cabeza con aire de duda.
—¿Crees que su desvanecimiento no era verdadero? —agregó la amante de Poeri—.
Hasta tal punto parecía un cadáver, que el parasquita hubiese podido abrirle el costado
con su cortante piedra. No pueden fingirse esa mirada apagada, esos labios pálidos, esos
carrillos descoloridos, lo inerte de sus miembros y la frialdad de muerte de su cuerpo.
—Claro que no —replicó Thamar—, aunque hay mujeres lo bastante hábiles para
fingir todos esos síntomas, con algún interés, de modo a engañar a los más clarividentes.
Creo que esta muchacha había perdido el conocimiento realmente.
—Entonces, ¿cuáles son tus sospechas?
—¿Como se encontraba ahí, en plena noche, en este barrio apartado que sólo habitan
los pobres cautivos de nuestra tribu, que el cruel Faraón emplea en fabricar ladrillos sin
querer darles siquiera la paja necesaria para cocer la arcilla moldeada? ¿Qué motivo traía a
esta egipcia en derredor de nuestras miserables cabañas? ¿Por qué tenía el vestido tan
mojado como si saliese de una piscina o de un río?
—Lo ignoro como tú—respondió Raquel.
—¿Y si fuese una espía de nuestros amos? —añadió la vieja, cuyos leonados ojos
centellearon de odio. Grandes acontecimientos se preparan; ¡quién sabe si la señal no esta
dada!
—¿En qué puede dañarnos esta muchacha enferma? está en nuestras manos, débil,
aislada, yacente. Además, podemos retenerla prisionera a la menor sospecha, hasta el día
de la liberación.
—De todos modos, hay que tener cuidado; fíjate en lo fino y delicado de sus manos.
Y, al decir así, la vieja Thamar levantó uno de los brazos de la dormida Tahoser.
—¿Qué peligro puede acarrearnos la finura de sus manos?
—¡Oh, imprudente juventud! —dijo entonces Thamar—. ¡Juventud alocada que nada
ve y que va por la vida llena de confianza, sin creer en las emboscadas, en la zarza oculta
bajo la hierba, en el carbón oculto en la ceniza y que sin cuidado acaricia a la víbora,
pretendiendo que no es más que una culebra! Comprende bien, Raquel, y abre los ojos;
esta mujer no pertenece a la clase que aparenta, su pulgar no está deformado con el trabajo
del huso, y esa manecita, suavizada con cremas y aromas, no ha trabajado nunca; esa
miseria es un disfraz.
Las palabras de Thamar parecían hacer impresión en Raquel, y examinó a Tahoser
con mayor atención.
Los temblorosos rayos de la lámpara iluminaron a la doncella, y sus puras formas se
dibujaban en la amarillenta claridad, en el abandono propio del sueño. El brazo que
Thamar levantara reposaba sobre la manta de lana y parecía aún más blanco por el
contraste de la obscura tela; en la muñeca resaltaba la pulsera de sándalo —tosca joya de la
coquetería pobre—, pero si el adorno era rústico y mal tallado, efectivamente, la carne
parecía conformada en el perfumado baño de la fortuna. Raquel notó entonces lo bella que
era Tahoser; pero esto no infundió ningún sentimiento malo al corazón de la joven judía.
Esa belleza la enternecía en vez de irritarla como a Thamar; no podía creer que aquella
perfección ocultase un alma abyecta y pérfida, y al opinar así, juzgaba mejor su joven
candor que la vieja experiencia de su criada.
Amaneció por fin, y la fiebre de Tahoser aumentó; tuvo algunos momentos de
delirio, seguidos de prolongados somnolencias.
—Si muriese aquí, se nos acusaría de haberla matado —decía Thamar.
—No morirá —respondía Raquel, acercando a los labios de la enferma, que la sed
abrasaba, una copa de agua cristalina.
—Iré a echar el cuerpo al Nilo durante la noche —continuó la obstinada Thamar,
—y los cocodrilos se encargarán de que desaparezca.
Pasó el día, llegó la noche, y a la hora acostumbrada y previa la convenida señal,
apareció Poeri en el umbral de la cabaña.
Raquel salió a su encuentro con el dedo sobre la boca, indicándole que guardase
silencio y bajase la voz, porque Tahoser dormía.
Raquel cogió a Poeri por la mano y le condujo al lecho donde Tahoser reposaba, y el
joven reconoció en seguida a la falsa Hora, cuya desaparición le preocupaba
principalmente desde la visita de Timopht, que la buscaba en nombre del Faraón.
Gran extrañeza expresaban sus facciones cuando se levantó después de inclinarse
sobre el lecho para cerciorarse de que la que allí yacía era bien la muchacha que él había
acogido, porque no podía concebir cómo se encontraba en aquel sitio.
Esa sorpresa turbó el corazón de Raquel, quien se puso delante de Poeri para mejor
leer la verdad en sus ojos; le puso las manos en los hombros y, sondeándole con la vista, le
dijo con voz seca y breve, que contrastaba con la dulce entonación ordinaria que era como
un arrullo de tórtola:
—¿La conoces pues?
La cara de Thamar se contrajo con un gesto de satisfacción; estaba orgullosa de su
perspicacia, y casi contenta de ver realizadas, en parte, sus sospechas relativas a la joven
extraña.
—Sí —respondió Poeri sencillamente.
Los negros ojos de la criada centellearon con maligna curiosidad. La cara de Raquel
volvió a su expresión de confianza; ya no dudaba de su amante.
Poeri contó que una muchacha, que decía llamarse Hora, se había presentado
suplicante en su casa, que él la había recogido como debe hacerse con todo huésped; que
al día siguiente no estaba ya entre sus servidores, y que no podía explicarse como estaba
allí. Añadió que emisarios del Faraón buscaban por todas partes a Tahoser, la hija del
sumo sacerdote Petamunoph, que había desaparecido de su palacio.
—Ama, ya ves como tenia yo razón —dijo Thamar con tono de triunfo—; Hora y
Tahoser son la misma persona.
—Es posible —respondió Poeri—. Pero aquí hay varios misterios que no acierto a
explicarme. Primeramente, ¿por qué Tahoser, si es ella, se ha disfrazado así? y después,
¿por qué prodigio encuentro aquí a esta muchacha, que ayer dejé en la otra orilla del Nilo
y que sin duda no podía adivinar a dónde iba yo?
—Te habrá seguido —dijo Raquel.
—Estoy seguro de que no había más barca que la mía en el río a aquella hora.
—Sin duda ese es el motivo porque sus cabellos chorrearon agua y su vestido estaba
calado; habrá atravesado a nado el Nilo.
—Efectivamente; un momento me pareció entrever en la oscuridad una cabeza
humana sobre el agua.
—Era ella; ¡pobre niña! su desvanecimiento y su fatiga lo demuestran; porque
cuando tú te fuiste —añadió Raquel dirigiéndose a Poeri, la recogí en lo exterior de la
cabaña, tendida sin conocimiento en el suelo.
—Debe de haber sido así —replicó el joven—. Bien veo los actos, pero no comprendo
los motivos.
—Voy a explicártelo —dijo Raquel sonriendo—, aunque no soy más que una pobre
ignorante y a ti te comparan, por tu ciencia, con esos sacerdotes egipcios que estudian
noche y día en santuarios cubiertos de misteriosos jeroglíficos, cuyo sentido profundo
ellos solos penetran; pero algunas veces, los hombres que estudian astronomía, música y
números, no adivinan lo que sienten los corazones dé las muchachas; se fijan en una lejana
estrella que en el cielo brilla, y no ven un amor que tienen cerca. Hora, o mejor dicho,
Tahoser, porque ella es, se ha disfrazado de ese modo para penetrar en tu casa y vivir
cerca de ti; impulsada por los celos, siguió tus pasos en la oscuridad y atravesó el Nilo,
exponiéndose a ser devorada por los cocodrilos; cuando llegó aquí, nos ha espiado por
alguna grieta de los muros y no pudo soportar el espectáculo de nuestra dicha. Te ama
porque eres muy guapo, muy fuerte y muy bueno. Pero esto no me importa, puesto que tú
no la amas. ¿Comprendes, ahora?
Poeri se sonrojó ligeramente; temía que Raquel estuviese irritada y hablase así
únicamente para tenderle un lazo; pero la mirada de Raquel, pura y luminosa, no ocultaba
ninguna doble intención. No detestaba a Tahoser por amar a quien ella misma amaba.
A través de los fantasmas de sus sueños, Tahoser vio a Poeri, de pie y a su lado.
Extática alegría se dibujó en su semblante, e incorporándose a medias, tomó la mano de la
joven y se la acercó a los labios.
—Su boca abrasa —dijo Poeri, retirando la mano.
—Tanto de amor como de fiebre —agregó Raquel—; pero está verdaderamente
enferma. ¿Si Thamar fuese a buscar a Moisés? Sabe más que los sabios y los adivinos del
Faraón, cuyos prodigios imita, conoce las propiedades de las plantas y sabe hacer con ellas
unos brebajes que resucitan a los muertos; él curará a Tahoser, porque no soy tan cruel que
desee su muerte.
Thamar se fue refunfuñando, y pronto volvió, seguida de un anciano de alta estatura,
cuyo majestuoso aspecto imponía respecto; una enorme barba blanca le caía hasta el
pecho, y a cada lado de la frente tenía dos protuberancias enormes que reflejaban la luz y
parecían dos cuernos o dos rayos de luz; sus ojos relampagueaban como llamas, bajo sus
cejas espesas. A pesar de la sencillez de su vestido, tenía aspecto de profeta o de dios.
Enterado por Poeri, se sentó junto al lecho de Tahoser y, extendiendo las manos
sobre ella, dijo: —En nombre de El, que todo lo puede, y al lado del cual los otros dioses
no son más que ídolos y demonios, aun que no pertenezcan a la raza elegida por el Señor,
que seas curada, muchacha
XII
l gran anciano se retiró, con lento y solemne paso, dejando en pos de sí como
un resplandor. Tahoser, sorprendida de sentirse súbitamente libre de la
enfermedad, paseaba su mirada, por la habitación, y, en seguida, cubriéndose
con la manta con que la joven israelita la había tapado, puso los pies en el suelo
y se sentó en el borde del lecho.
La fatiga y la fiebre habían desaparecido completamente. Estaba fresca, como
después de largo reposo, y su belleza resplandecía con toda su pureza. Echándose las
trencitas de su peinado detrás de las orejas con sus manitas, despejó su carita, iluminada
por el amor, como si hubiese querido que Poeri pudiese leerlo en su semblante. Pero,
viendo que éste permanecía inmóvil junto a Raquel sin animarla con una mirada o con un
signo, se levantó lentamente, se acercó a la bella judía y, desgarradoramente, le echó los
brazos al cuello.
Así permaneció largo rato, con la cara oculta en el seno de Raquel, mojándole
silenciosamente el pecho con sus lágrimas.
Algunas veces, un sollozo que no podía reprimir la hacía estremecerse
convulsivamente y la sacudía sobre el corazón de su rival. Este completo abandono, esta
franca desolación, conmovieron a Raquel; Tahoser confesaba su derrota e imploraba la
piedad de la judía con mudas lágrimas, confiando en la generosidad de la mujer.
Raquel, conmovida, la besó y le dijo:
—Seca tus lágrimas y no te acongojes así. Amas a Poeri; pues bien, ámale, no tendré
celos. Jacob, un patriarca de nuestra raza tuvo dos mujeres: una se llamaba Raquel, como
yo, y la otra Lia; Jacob prefería a Raquel, y, sin embargo, Lia, que no era tan bella como tú,
vivió a su lado.
Tahoser se arrodilló a los pies de Raquel y le besó la mano. Raquel la hizo levantar y
le rodeó amistosamente la cintura con el brazo.
Esas dos mujeres que sintetizaban la belleza de dos razas diferentes, formaban un
grupo encantador. Tahoser, elegante, agraciada, fina como una niña desarrollada
tempranamente; Raquel, resplandeciente, gruesa, magnífica en su precoz madurez.
—Tahoser —dijo entonces Poeri—, porque tal creo que es tu nombre; Tahoser, hija
del sumo sacerdote Petamunoph...
La doncella hizo un signo de asentimiento.
—¿Cómo es que tú, que vives en Tebas, en un lujoso palacio, rodeada de esclavas y a
quien los egipcios más bellos desean, has escogido para amarle a un extranjero que no
comparte tus creencias, y del cual tan gran distancia te separa?
Raquel y Tahoser sonrieron, y la hija del pontífice respondió:
—Por eso precisamente.
—Aunque el Faraón es benévolo conmigo —añadió Poeri—, y soy intendente de su
dominio y llevo los cuernos dorados en las fiestas agrícolas, no puedo elevarme hasta ti; a
los ojos de los egipcios, no soy más que un esclavo y tú perteneces a la casta sacerdotal
más elevada y más venerada. Si me amas, y de ello no puedo dudar, tienes que descender
de tu rango...
—¿No me había convertido ya en tu criada? Hora nada conservaba de Tahoser, ni
siquiera los collares de esmalte y los calasiris de gasa transparente; ¡por eso te parecí fea!
—Tienes que renunciar a tu país y seguirme hacia desconocidas regiones, a través del
desierto, donde el sol abrasa, donde sopla el viento de fuego, y donde la arena movediza
mezcla y confunde los caminos y no crece ni un árbol y no susurra fuente alguna; entre los
valles de extravío y perdición, jalonados por blanquecinos huesos.
—Ya iré —dijo tranquilamente Tahoser.
—No es bastante —continuó Poeri—. Tus dioses no son los míos; tus dioses de
basalto, de granito y de bronce que hizo la mano del hombre, monstruosos ídolos con
cabeza de gavilán, de mono, de ibis, de vaca, de chacal, de león, que toman caretas de
bestia como si se encontrasen molestos con la faz humana en que brilla el reflejo de Jehová.
Escrito está: "No adorarás ni la piedra, ni la madera, ni el metal", En lo interior de esos
enormes templos, cimentados con la sangre de las razas oprimidas, burlonamente ríen en
cuclillas impuros demonios que usurpan las libaciones, las ofrendas y los sacrificios. Basta
un solo Dios, infinito, eterno, sin forma y sin color, para llenar la inmensidad de los cielos
que vosotros pobláis con multitud de fantasmas. Nuestro Dios nos ha creado, y vosotros
creáis a vuestros dioses.
Por muy enamorada que Tahoser estuviese, estas palabras no pudieron menos de
producirle honda impresión y retrocedió asustada. Hija de un pontífice, estaba
acostumbrada a venerar esos dioses de quienes blasfemaba con tanta audacia el joven
hebreo; había ofrecido ramilletes de loto en los altares y quemado perfumes ante las
impasibles imágenes; entusiasmada y extrañada se había paseado por los templos
adornados de brillantes pinturas; había visto a su padre practicar los ritos misteriosos, y
seguido a los colegios de sacerdotes que llevaban el bari simbólico por enormes propileos
e interminables oromos de esfinges; y admirado, no sin terror, los psicóstasis en que el
alma temblorosa comparece ante Osiris, armado con el látigo y el "pedum"1 y contemplado
con soñadora mirada los frescos que representan las emblemáticas figuras viajando hacia
las regiones occidentales. No podía renunciar así a sus creencias.
Calló durante algunos minutos, vacilando entre la religión y el amor; el amor
prevaleció, y dijo:
—Tú me explicarás tu Dios, y procuraré comprenderlo.
1 Bastoncillo en forma de cayado.
—Está bien —añadió Poeri—, serás mi mujer. Mientras tanto, quédate aquí, porque
el Faraón, enamorado de ti, sin duda, te hace buscar por sus emisarios. Bajo este humilde
techo no te encontrarán, y dentro de unos días estaremos lejos de donde alcance su poder.
La noche avanza, y es preciso que me vaya.
Poeri se alejó, y las dos jóvenes, acostadas juntas en la camita, pronto se durmieron,
asidas de la mano, como dos hermanas.
Thamar, que durante la escena precedente había permanecido acurrucada en un
rincón del cuarto, como un murciélago agarrado a un ángulo con las uñas de sus
membranas, murmurando entrecortadas palabras y contrayendo las arrugas de su
estrecha frente, estiró sus huesudos miembros, se puso en pie, e inclinándose sobre el
lecho, escuchó la respiración de las dos mujeres. Cuando se convenció, por la regularidad
de su respiración, que su sueño era profundo, se dirigió hacia la puerta, andando con
infinitas precauciones para no hacer ruido.
Cuando salió a la calle se encaminó hacia el Nilo con rápido paso, sacudiendo a los
perros que mordían los bordes de su túnica o arrastrándoles algunos pasos en el polvo
hasta que se soltaban; otras veces los miraba con ojos tan brillantes, que los perros
retrocedían dando lastimeros ladridos y quedándose atrás.
Pronto cruzó los barrios peligrosos y desiertos que de noche frecuentan los miembros
de la asociación de ladrones, y penetró en los barrios opulentos de Tebas. Después de
recorrer tres o cuatro calles de altos edificios, cuyas sombras se proyectaban en el suelo
formando grandes ángulos, llegó al recinto amurallado del palacio, que era, a donde se
encaminaba,
Precisaba entrar, y esto no era fácil a tal hora, y para una vieja criada israelita, vestida
de sospechosos andrajos y con los pies cubiertos de polvo.
Se acercó al pilón principal, delante del cual velaban cincuenta criosfinges, alineados
en dos filas, como monstruos dispuestos a pulverizar entre sus mandíbulas de granito a
los imprudentes que quisieran forzar el paso.
Los centinelas la detuvieron y golpearon con el mango de sus jabalinas, y después le
preguntaron qué quería.
—Quiero ver al Faraón.
—Eso es... muy bien... molestaremos por esta bruja al Faraón, el favorito de Phre, el
preferido de Ammón-Ra, conculcador de los pueblos —dijeron los soldados retorciéndose
de risa.
Thamar repitió obstinadamente:
—Quiero ver al Faraón en seguida.
—¡En buen momento! Faraón ha matado hace un instante, golpeándolos con su cetro,
a tres mensajeros; y permanece en su azotea, siniestro e inmóvil como Tiphon—, el dios
del mal —dijo un soldado, dígnense descender a dar una explicación.
La criada de Raquel intentó forzar la consigna, pero las jabalinas cayeron, unas
después de otras, sobre su cabeza, como los martillos sobre el yunque. La vieja empezó a
chillar como un quebrantahuesos a quien se desplumase vivo.
Un oeri acudió al tumulto, y los soldados cesaron de maltratar a Thamar.
—¿Qué quiere esta mujer? —Dijo el oficial—; y ¿por qué la golpeáis así?
—Quiero ver a Faraón —gritó la vieja israelita agarrándose a las rodillas del oficial.
—Es imposible, aunque, en vez de una miserable, fueses uno de los personajes más
importantes del reino.
—Sé donde está Tahoser —le cuchicheó la vieja, acentuando cada sílaba.
Al oír estas palabras, el oeris tomó a Thamar de la mano, le hizo pasar el primer
pilón y la condujo, a través de la avenida de columnas y de la sala hipóstila, al segundo
patio, donde se alza el santuario de granito, precedido de dos columnas, cuyos capiteles
remedan flores de loto. Allí llamó a Timopht y le entregó a Thamar.
Timopht condujo la criada al terrado donde Faraón estaba, taciturno y silencioso.
—No le hables más que desde donde no llegue con el cetro —recomendó Timopht a
la israelita.
En cuanto vio al rey entre la oscuridad, Thamar se dejó caer, con la cara al suelo,
junto a los cuerpos que aun no habían recogido, y después, incorporándose, dijo con voz
firme:
—¡Oh, Faraón! No me mates; traigo una buena noticia.
—Habla sin miedo —replicó el rey, cuyo furor se había calmado.
—Sé donde está esa Tahoser que tus mensajeros han buscado en los cuatro puntos
cardinales.
Al oír el nombre de Tahoser, el Faraón se puso de pie y anduvo unos pasos hacia
Thamar, que continuaba de rodillas.
—Si dices la verdad, puedes coger en mis habitaciones de granito cuanto puedas
llevar de oro y objetos preciosos.
—Te la entregaré, puedes estar seguro —dijo la vieja con estridente risa,
¿Qué motivo había impulsado a Thamar para denunciar al Faraón el retiro donde se
ocultaba la hija del sacerdote? Quería impedir una unión que le desagradaba; sentía por la
raza egipcia un odio ciego, huraño, irrazonado, casi bestial, y la idea de hacer sufrir a
Tahoser la halagaba. Una vez que la rival de Raquel estuviese en Manos del Faraón, no
podría escaparse; las murallas de granito del palacio sabrían guardar su presa.
—¿Dónde está? —dijo Faraón—; dime el sitio; quiero verla al momento.
—Majestad, sólo yo puedo guiarte. Conozco los rodeas de esos inmundos barrios en
que el mas humilde de tus servidores no querría poner los pies. Allá está Tahoser, en una
cabaña de barro y paja que nada diferencia de las chozas vecinas, entre los montones de
ladrillos que los hebreos fabrican para ti, fuera del casco de la ciudad.
—Está bien; me fío en ti. Timopht, haz enganchar un carro.
Timopht desapareció. Pronto se oyó el ruido de las ruedas sobre las losas del patio y
el piafar de los caballos que los caballerizos ataban al yugo.
Bajó Faraón seguido de Thamar. El rey subió apresuradamente al carro, y como
Thamar vacilaba, la dijo: —Vamos, sube—; chasqueó con la lengua y los caballos
partieron.
El eco repitió el ruido de las ruedas, que resonó como un sordo trueno, en medio del
silencio nocturno, por los vastos y profundos salones.
Esa vieja repugnante, agarrándose con sus descarnados dedos al borde del carro, al
lado del Faraón de colosal estatura y que parecía un dios, formaban un espectáculo
extraño que, felizmente, no tenía más testigos que las estrellas que centelleaban en el negro
azulado del cielo. Thamar, así colocada, parecía uno de esos genios malos de monstruosa
configuración que acompañan las almas culpables a los infiernos. Las pasiones aproximan
a los que nunca debieran encontrarse.
—¿Es por aquí? —preguntó el Faraón a la vieja cuando llegaron al cabo de una calle
que se bifurcaba.
—Sí —respondió Thamar, señalando con su huesuda mano la buena dirección.
Los caballos, excitados por el látigo, se lanzaban al galope, y el carro saltaba sobre las
piedras con estrépito.
Durante ese tiempo, Tahoser dormía junto a Raquel; extraña pesadilla obsesionaba
su sueño. Creía encontrarse en un templo inmenso; enormes columnas de prodigiosa
altura sostenían un techo azul constelado de estrellas como el cielo; líneas interminables
de jeroglíficos cubrían las paredes entre los paneles de simbólicos frescos, realzados de
luminosos colores. Todos los dioses de Egipto se habían reunido en ese" santuario
universal, pero no en efigies de bronce, basalto o pórfido, sino en forma viviente. En
primera fila estaban sentados los dioses supracelestes Knef, Buto, Phtá, Pan-Mendes,
Hathor, Phre, Isis; detrás estaban doce dioses celestiales, seis varones: Rempha, Pi-ceus,
Ertosi, Pi-Herma, Imuthes; y seis hembras: la Luna, el Éter, el Fuego, el Aire, el Agua y la
Tierra. De detrás de éstos hormigueaban, formando compacta muchedumbre, los
trescientos sesenta y cinco decanos o demonios familiares; uno por cada día. Luego venían
las divinidades terrestres: el segundo Osiris, Haroeri, Tiphon, la segunda Isis, Nephtys,
Anubis con cabeza de perro, Thot, Busiris, Bubartis y el gran. Serapis, Más allá, se
esfumaban en la sombra los ídolos de forma de animales: bueyes, cocodrilos, ibis,
hipopótamos. En medio del templo, metido en su ataúd de cartón, yacía el sumo sacerdote
Petamunoph, que con la cara desenvendada miraba irónicamente esa asamblea extraña y
estrambótica. Había muerto, pero vivía y hablaba, como sucede frecuentemente en sueños,
y decía a su hija: "Interrógales y pregúntales si son dioses". Y Tahoser iba preguntándoselo
a cada uno, y todos respondían: "No somos más que nombres, leyes, fuerzas, atributos,
efluvios y pensamientos de Dios; pero ninguno de nosotros es el Dios verdadero".
Entonces aparecía Poeri en el umbral del templo, y tomando a Tahoser de la mano, la
conducía hacia una luz tan intensa, que a su lado el sol hubiese parecido negro, y en
medio de la cual resplandecían palabras desconocidas, en un triángulo.
Mientras tanto, el carro de Faraón saltaba los obstáculos y los ejes rayaban los muros
en las callejas estrechas.
—Modera la marcha de tus caballos —dijo Thamar al Faraón—; el estruendo de las
ruedas en medio de esta soledad y este silencio podrían dar la alerta a la fugitiva y
escapársete de nuevo.
Faraón encontró juicioso el consejo, y, a pesar de su impaciencia, contuvo la
impetuosa marcha de sus caballos.
—Ahí es —dijo Thamar—; he dejado la puerta abierta. Puedes entrar y yo guardaré
los caballos.
El rey descendió del carro, y bajando la cabeza, entró en la cabaña.
La lámpara lucía todavía e iluminaba con su mortecina claridad el grupo de las
Faraón cogió a Tahoser en sus robustos brazos y se dirigió hacia la puerta.
Cuando la hija del pontífice se despertó y vio, próxima a su cara, la resplandeciente
faz del rey, empezó por creer que era una fantasmagoría de su pesadilla que se
transformaba; pero el aire de la noche que le daba en las mejillas la hizo volver pronto a la
realidad. Loca de terror, quiso gritar, pedir socorro, pero la voz no salió de su garganta.
¿Quién la hubiese prestado ayuda contra el Faraón?
De un salto montó el monarca en su carro, anudóse las riendas alrededor de la
cintura, y oprimiendo a Tahoser contra su corazón, lanzó los caballos al galope, hacia el
palacio del Norte.
Thamar se deslizó como un reptil dentro de la cabaña, se acurrucó en su sitio
acostumbrado, y contempló, con una mirada casi tan tierna como la de una madre, a su
querida Raquel, que continuaba durmiendo.
XIII
a corriente de viento fresco que producía la rápida marcha del carro, hizo que
Tahoser volvióse pronto en sí. Oprimida y como aplastada contra el pecho del
Faraón, por dos brazos de granito, apenas tenía sitio para respirar y los duros
collares de esmalte se incrustaban en su pecho. Los caballos, a los que el rey
daba rienda suelta, inclinándose sobre el borde del carro, se precipitaban con furia; las
ruedas giraban velozmente, las placas de bronce resonaban, los ejes, recalentados,
humeaban. Tahoser, despavorida, veía vagamente y como a través de un sueño alejarse a
izquierda y derecha las confusas formas de los edificios, las masas de árboles, los palacios,
los templos, los obeliscos, los pilones, los colosos que la noche hacía parecer fantásticos y
terribles. ¿Qué pensamientos podían cruzar su mente durante esa desenfrenada carrera?
No tenía más ideas que la paloma palpitante que el halcón lleva en sus garras; un mudo
terror la pasmaba, helándole la sangre, suspendiendo sus facultades; sus miembros
flotaban inertes, su voluntad, como sus músculos, se había aflojado, y si los brazos del
Faraón no la hubieran sostenido, se hubiese dejado caer al fondo del carro, doblándose
como un pedazo de tela que se abandona. Dos veces creyó sentir sobre su cara un aliento
ardiente, y dos labios que abrasaban, pero no ensayó siquiera volver la cabeza; el terror le
había quitado el pudor. Una vez que el carro chocó violentamente contra una piedra, el
oscuro instinto de conservación la hizo crispar las manos en el hombro del rey y
estrecharse contra él; después volvió a abandonarse de nuevo y a dejarse llevar con todo
su peso —bien ligero— por ese círculo de carne que la martirizaba.
El vehículo penetró en un dromos de esfinges, al final del cual se alzaba un pilón
gigantesco, coronado de una cornisa donde se veía el globo simbólico con las alas
desplegadas; como empezaba a clarear, la hija del pontífice pudo reconocer el palacio del
rey.
Entonces la desesperación se apoderó de ella, forcejeó, ensayó de desembarazarse del
abrazo que la oprimía, apoyando sus débiles manos en el pecho duro del Faraón,
poniendo rígidos los brazos y echándose sobre el borde del carro. ¡Vanos esfuerzos!
¡Lucha insensata! su raptor sonriente la estrechaba, con una presión irresistible y lenta,
contra su corazón, como si hubiera querido incrustársela; ella entonces empezó a gritar,
pero un beso le cerró la boca.
Los caballos llegaron en tres o cuatro brincos hasta el pilón y lo atravesaron al
galope, contentos de volver a la cuadra, y el carro rodó en el inmenso patio.
Acudieron los criados y se abalanzaron a la cabeza de los caballos, cuyos bocados
estaban blancos de espuma.
Tahoser tendió en torno suyo su aterrada mirada. Altos muros de ladrillo formaban
un vasto recinto en el que se alzaban, al levante, un palacio, al poniente, un templo entre
dos grandes estanques, piscinas de cocodrilos sagrados. El disco del sol emergía ya sobre
la cordillera líbica y sus primeros rayos esparcían un resplandor rosado sobre las partes
altas de los edificios, el resto de los cuales estaba aún metido en una sombra azulada.
Ninguna esperanza de escaparse; la construcción, aunque nada tenía de siniestra,
presentaba el carácter de fuerza inductable, de incontestable voluntad, de eterna
persistencia; sólo un cataclismo cósmico hubiese podido abrir una salida en esas espesas
murallas, a través de esos conglomerados de dura arenisca. Para hacer caer esos pilones,
construidos con pedazos de montaña, hubiera sido preciso que el planeta conmoviese sus
entrañas; el incendio no hubiese hecho más que lamer con sus llamas esos bloques
indestructibles.
La pobre Tahoser no podía disponer de tales medios, y no tuvo más remedio que
dejarse llevar, como un niño, por el Faraón, que había saltado de su carro. Cuatro altas
columnas con capiteles de palmas formaban el propileo del palacio donde el rey penetró,
teniendo siempre a la doncella estrechada contra su pecho. Cuando hubo traspasado la
puerta, dejó delicadamente su carga en el suelo, y viendo que Tahoser se tambaleaba, le
dijo:
—Tranquilízate; tú reinas en Faraón, y Faraón reina en el mundo.
Eran las primeras palabras que la dirigía.
Si el amor se dejase llevar de razones, Tahoser hubiese debido preferir Faraón a
Poeri. El rey tenía una belleza sobrehumana; sus rasgos grandes, puros, regulares,
parecían esculpidos con cincel, y en ellos no se hubiese podido encontrar la menor
imperfección. El ejercicio del poder había impregnado sus ojos de esa luz penetrante que
distingue entre todos a los dioses y a los reyes. Sus labios, que con una palabra habrían
podido cambiar la faz del mundo y la suerte de los pueblos, eran de un rojo purpúreo
como la sangre fresca sobre la hoja de una espada, y, cuando sonreía, tenían esa gracia
propia de las cosas terribles a la que nada puede resistir. Su alta estatura, bien
proporcionada, majestuosa, presentaba la nobleza de líneas que se admira en las estatuas
de los templos; y cuando se presentaba, solemne y radioso, cubierto de oro, de esmaltes y
de piedras preciosas, rodeado por el vaho azulado de los amschirs, no parecía pertenecer a
la débil raza que, generación por generación, cae como las hojas y va a consumirse,
impregnada de betún, en las tenebrosas profundidades de los hipogeos.
¿Qué era el miserable Poeri comparado con ese semi-dios? Y, sin embargo, Tahoser le
amaba. Hace tiempo que los sabios han desistido de querer explicar el corazón de las
mujeres; poseen la astronomía, la astrología, la aritmética, conoce en tema natal al
universo y pueden determinar la posición que ocupaban los planetas en el momento de la
creación del mundo; saben con certeza que la Luna estaba entonces en el signo de Cáncer,
el Sol en Leo, Mercurio en Virgo, Venus en Libra, Marte en Escorpio, Júpiter en Sagitario y
Saturno en Capricornio; dibujan en papiro o en granito el curso del Océano celeste, que va
de Oriente a Occidente; han contado las estrellas que hay en el vestido azul de la diosa
Neith (la noche), y explican el viaje del sol en el hemisferio superior y, en el inferior, con
los doce baris diurnos y los otros doce nocturnos, guiados por el piloto hieracocéfalo y de
Neb-Wa, la señora de la barca; saben también que Orión influye en la oreja izquierda y
Sirio en el corazón, durante la segunda mitad del mes de Tobi; pero ignoran
completamente por qué una mujer prefiere un hombre a otro, un mísero israelita a un
Faraón ilustre.
Después de haber pasado por varias salas con Tahoser, a quien llevaba de la mano, el
rey se sentó en un sillón en forma de trono, en una sala espléndidamente decorada.
En el techo azul brillaban estrellitas de oro, y en los pilares, que sostenían la cornisa,
se apoyaban estatuas de reyes con el pschent en la cabeza, las piernas empotradas en el
bloque y los brazos cruzados sobre el pecho, y cuyos ojos realzados por líneas negras
miraban a lo interior de la habitación con espantosa intensidad.
Entre cada dos pilares lucía una lámpara colocada sobre un pedestal, y los paneles de
las paredes representaban una especie de desfile etnográfico; en ellos se veían, con sus
fisonomías especiales y sus trajes particulares, las naciones de las cuatro partes del mundo.
A la cabeza de ese pintado cortejo iba, guiado por Horus, pastor de pueblos, el
"hombre" por excelencia, el Egipcio, el Rot-en-ne-rome, de dulce fisonomía, nariz
ligeramente aguileña, cabellera trenzada y la piel de un rojo sombrío, que contrastaba con
una pampanilla blanca. Detrás iba el negro o Nahasi, de labios abultados, de negra piel, de
pómulos salientes y de enmarañados cabellos; después, el asiático o Namu, de color de
carne tirando a amarillo, con nariz marcadamente aguileña, barba negra y poblada, afilada
en punta, y vestido de una túnica de colores, adornada con borlas; luego venía el europeo
o Tamhu, el más salvaje de todos, diferenciándose de los demás por su color blanco, sus
ojos azules, su barba y su cabellera rojizas, con una piel de buey sin curtir sobre el hombro
y las piernas y los brazos tatuados.
Los demás paneles representaban episodios de guerra y de triunfo, cuyo sentido
explicaban inscripciones jeroglíficas.
En medio de la sala, sobre una mesa que sostenían cautivos atados por los codos, tan
hábilmente esculpidos que parecían vivir y padecer, había un enorme ramillete de flores,
cuyas suaves emanaciones perfumaban la atmósfera.
Así, pues, todo en esta habitación, rodeada por las efigies de los antepasados del rey,
contaba y cantaba la gloria del Faraón. Las demás naciones marchaban en pos del Egipto y
reconocían su supremacía, y él mandaba en Egipto.
En vez de sentirse deslumbrada por ese esplendor, la hija de Petamunoph pensaba
en el pabellón campestre de Poeri, y principalmente en la miserable cabaña de barro y paja
del barrio de los hebreos, donde había dejado a Raquel dormida; a Raquel, ahora la
dichosa y única esposa del joven hebreo.
Faraón tenía cogidos los dedos de Tahoser, que permanecía de pie ante él y la miraba
con sus ojos de halcón, cuyos párpados no se cerraban nunca. La doncella no tenía más
vestiduras que la manta con que Raquel sustituyera su ropa mojada durante la travesía del
Nilo; pero nada perdía con ello su belleza. Allí estaba medio desnuda, sosteniendo con
una mano la tosca tela que se deslizaba, y toda la parte superior de su cuerpo aparecía con
su blancura dorada. Cuando estaba ataviada podían echarse de menos los sitios que
tapaban los petos, los brazaletes y los cinturones de oro o pedrería de colores; pero
viéndola así, sin ningún adorno, se satisfacía la admiración, o por mejor decir, se exaltaba.
Muchas mujeres muy hermosas habían penetrado en el gineceo faraónico, pero
ninguna podía ser comparada con Tahoser, y las pupilas del rey lanzaban tan vivas
llamaradas, que la doncella tuvo que bajar los ojos por no poder soportar su brillo.
Tahoser se sentía orgullosa de haber inspirado amor al Faraón; pues, ¿cuál es la
mujer, por perfecta que sea, que no sea vanidosa? Sin embargo, hubiese preferido seguir
en el desierto al joven hebreo. El rey la atemorizaba, se sentía deslumbrada con los
esplendores de su cara y se le doblaban las piernas.
Notando su turbación, Faraón la hizo sentar a sus pies en un almohadón rojo
bordado y adornado con borlas.
—Tahoser —la dijo besándole el cabello—, ¡Te amo! Cuando te vi desde lo alto de mi
palanquín de triunfo que los oeris llevaban por encima de la gente, mi alma experimentó
una sensación desconocida. Yo, que no conozco los deseos, he querido algo; he
comprendido que no lo soy todo. Hasta entonces había vivido, solitario en medio de mi
omnipotencia, en mis gigantescos palacios, rodeado de sonrientes sombras que se decían
mujeres y que no me hacían más efecto que las figuras de los frescos. Oía murmurar y
quejarse, a lo lejos, las naciones, en cuyas cabezas limpiaba mis sandalias o que levantaba
por el cabello como representan los bajo relieves simbólicos de los pilones, y no veía los
latidos de mi corazón en mi pecho frío y compacto como el de un dios de basalto. Me
parecía que no podía haber en el mundo un ser parecido a mí y capaz de conmoverse; en
vano traía de mis expediciones a las naciones extranjeras vírgenes escogidas y mujeres
célebres en sus países por su hermosura; ahí las dejaba como flores, después de haberlas
respirado un instante; ninguna me inspiraba deseo de volver a verla; presentes, apenas las
miraba; ausentes, las olvidaba en seguida. Twea, Taía, Ámense, Hont-Reché, que he
conservado por no tener que buscar otras que al día siguiente me hubiesen sido tan
indiferentes como ellas, no han sido entre mis brazos más que vanos fantasmas, formas
perfumadas y graciosas, seres de otra raza a los que mi ser no podía asociarse, como
tampoco el leopardo puede unirse a la gacela, el habitante de los aires al que vive en el
agua. Y yo pensaba que, colocado por los dioses fuera y por encima de los mortales, no
debía participar ni de sus dolores ni de sus alegrías. Un inmenso hastío, parecido al que
deben de sentir las momias que, envueltas en vendas, esperan en sus féretros, en el fondo
de los hipogeos, a que sus almas hayan efectuado el ciclo de sus migraciones, se había
apoderado de mí, en mi trono, donde frecuentemente permanecía con las manos sobre las
rodillas, como un coloso de granito, reflexionando sobre lo imposible, lo infinito, lo eterno.
Muchas veces llegué a pensar en levantar el velo de Isis, arriesgándome a caer aniquilado
a los pies de la diosa. Acaso, me decía, esa figura misteriosa es el cuerpo con que yo sueño,
el que debe inspirarme amor. Si la tierra me rehúsa la dicha, escalaré el cielo... Pero te vi, y
entonces experimenté una sensación extraña y nueva; comprendí que fuera de mí existía
un ser necesario, imperioso, fatal, sin el cual no podría vivir, y que tiene el poder de
hacerme feliz. ¡Yo era un rey, casi un dios, y tú has hecho dé mí un hombre!
Probablemente no había pronunciado el Faraón nunca un discurso tan largo. De
ordinario, una palabra, un gesto, un guiño de ojos, le bastaba para expresar su voluntad,
que en seguida adivinaban mil atentas e inquietas miradas. La ejecución de su idea seguía
al pensamiento como el relámpago sigue al rayo. Para Tahoser parecía haber renunciado a
su granítica majestad; hablaba y se explicaba como un mortal.
Tahoser era presa de singular turbación. Aunque era sensible al honor de haber
inspirado amor al predilecto de Phre, al favorito de Ammón-Ra, al conculcador de
pueblos, al ser terrible, solemne y soberbio, hacia el que apenas se atrevía a levantar la
vista, no sentía por él ninguna simpatía, y la idea de pertenecerle le inspiraba un terror
repulsivo. No podía dar a ese Faraón que había raptado su cuerpo, su alma, que había
quedado con Poeri y Raquel, y como parecía que el rey esperaba una respuesta, le dijo:
—¿Cómo es posible que, entre todas las muchachas de Egipto, tu soberana mirada
haya ido a fijarse en mí, a quien tantas sobrepujan en belleza, talentos y dones de toda
clase? ¿Cómo, en medio de tantos ramos de lotos blancos, azules y rosados, con la corola
abierta y delicado perfume, has ido a elegir la humilde hoja de hierba que nada distingue?
—Lo ignoro; pero sabe que tú sola existes para mí en el mundo, y que haré criadas
tuyas a las hijas de los reyes.
—¿Y si yo no te amase? —dijo tímidamente Tahoser.
—¿Qué importa, si yo te amo? —respondió Faraón—. ¿No se han tendido al través
de mi puerta las mujeres mas hermosas gimiendo y llorando, arrancándose los cabellos y
no han muerto implorando una mirada que no han obtenido? La pasión de otra mujer
nunca hizo palpitar este corazón de bronce en mi marmóreo pecho; resísteme, ódiame, por
ello no seras más que más encantadora; mi voluntad encontrará un obstáculo por vez
primera, y yo sabré vencerlo.
—¿Y si amase a otro? —continuó Tahoser envalentonada.
Con esta suposición, las cejas del Faraón se fruncieron, se mordió violentamente el
labio inferior, en el que sus dientes imprimieron marcas blancas, y apretó los dedos de la
doncella hasta hacerla daño. Después se calmó, y dijo con voz lenta y profunda.
—Cuando vivas en este palacio, en medio de estos esplendores, rodeada por la
atmósfera de mi amor, lo olvidarás todo, como olvida el que come nepenta. Tu vida
pasada te parecerá un sueño, tus sentimientos anteriores se evaporarán como el incienso
sobre las ascuas del incensario; la mujer amada por un rey no se acuerda más de los
hombres. Anda, ven; acostúmbrate a las magnificencias faraónicas, coge de mis tesoros
cuanto quieras, haz correr el oro como un río, amontona las pedrerías, manda, haz,
deshaz, eleva, rebaja, sé mi dueña, mi mujer y mi reina. Te doy el Egipto con sus
sacerdotes, sus ejércitos, sus labradores, su pueblo innumerable, sus palacios, sus templos,
sus ciudades; arrúgalo como un pedazo de gasa; yo te conquistaré otros reinos más
grandes, más bellos y más ricos. Si el mundo no te basta, conquistaré los planetas,
destronaré a los reyes. Tú eres la que amo; Tahoser, la hija de Petamunoph, no existe ya.
XIV
uando Raquel se despertó, se sorprendió de no encontrar a Tahoser a su lado, y
miró por el cuarto, creyendo que la egipcia se habría levantado ya. Acurrucada
en un rincón estaba Thamar, con los brazos cruzados sobre las rodillas, la
cabeza recostada en sus brazos —huesuda almohada—, y dormía, o más bien,
fingía dormir, pues a través de los grises mechones de su cabellera en desorden, que caía
hasta el suelo, podían entreverse sus pupilas leonadas como las de un mochuelo,
fosforescentes de maligna alegría y de maldad satisfecha.
—Thamar —gritó Raquel—, ¿dónde esté Tahoser?
La vieja fingió despertarse sobresaltada con la voz de su ama, estiró lentamente sus
miembros de araña, se puso en pie, se restregó sus ennegrecidos párpados con el revés de
la mano, tan seca como la de una momia, y dijo con aire de extrañeza muy bien fingida:
—¿No está, ahí?
—No —respondió Raquel—; y si no viese aún la huella de su cuerpo en la cama,
junto a la mía, y, colgando de esa percha, el vestido que se quitó, creería que los extraños
acontecimientos de esta noche no han sido más que las ilusiones de un sueño.
Aunque Thamar sabía perfectamente lo que había sobre la desaparición de Tahoser,
levantó el extremo del cortinaje que en el ángulo de la habitación había, como si la egipcia
hubiese podido esconderse allí. Después abrió la puerta de la cabaña y, desde el umbral,
miró atentamente los alrededores, y volviendo al interior, hizo a su ama un signo
negativo.
—Es extraño —dijo Raquel, pensativa.
—Ama —dijo la vieja, aproximándose a la hermosa israelita con maneras dulces y
cariñosas—, ya sabes que esa extranjera me había desagradado.
—Todo el mundo te desagrada —replicó Raquel sonriendo.
—Menos tú, ama —dijo la vieja, llevándose a los labios la mano de la joven.
—Sí, ya sé que me eres adicta.
—Nunca tuve hijos, y, a veces, me parece que soy tu madre.
—¡Eres buena! —dijo Raquel enternecida.
—¡Mira si tenía yo razón en encontrar extraña su venida! —Continuó Thamar—. Su
desaparición lo explica. Decía ser Tahoser, hija de Petamunoph, pero no era más que un
demonio que había tomado esa forma para tentar y seducir a un hijo de Israel. ¿Viste cómo
se turbó cuando Poeri habló contra los ídolos de piedra, de madera o de metal, y lo mucho
que le costó pronunciar estas palabras: "Procuraré creer en tu Dios"? Hubiérase dicho que
las palabras le quemaban los labios como un ascua.
—Las lágrimas que de sus ojos caían sobre mi pecho, eran lágrimas verdaderas,
lágrimas de mujer —dijo Raquel.
—Los cocodrilos lloran cuando quieren, y las hienas ríen para atraer a su presa
continuó la vieja judía—; los espíritus malos que merodean de noche entre las piedras,
saben muchas astucias y fingen lo que quieren.
—¿De modo que, según tú, esa pobre Tahoser no era más que un fantasma animado
por el infierno?
—Seguramente —respondió Thamar—. ¿Es verosímil que la hija del sumo sacerdote
Petamunoph se haya enamorado de Poeri y le haya preferido al Faraón, que dicen está
enamorado de ella?
Raquel, que a nadie colocaba por encima de Poeri, no encontró esto tan inverosímil.
—Si le amaba tanto como decía, ¿por qué ha desaparecido cuando, con tu
consentimiento, él la admitía como segunda esposa? La condición de renunciar a los falsos
dioses y adorar a Jehová, es lo que ha hecho fugarse ese diablo disfrazado.
—En todo caso, ese demonio tenía los ojos bien hermosos y la voz bien melodiosa —
agregó Raquel.
En el fondo, Raquel no estaba muy disgustada por la desaparición de Tahoser; así
conservaba entero el corazón del que había concedido la mitad y le quedaba el mérito del
sacrificio.
Pretextando ir al mercado, salió Thamar y se encaminó hacia el palacio real, pues su
codicia no había olvidado la promesa del rey. Se proveyó de un gran saco de tela gris para
llenarlo de oro.
Cuando se presentó ante la puerta del palacio, los soldados no la golpearon como la
primera vez, ya tenía crédito, y el oficial de guardia la hizo entrar en seguida. Timoph la
condujo hasta el Faraón.
Cuando vio a la inmunda vieja que se arrastraba hacia el trono como un insecto
medio aplastado, recordó el rey su promesa y ordenó que abriesen una de las habitaciones
de granito y que dejasen a la judía tomar todo el oro que pudiese llevarse.
Timopht, en quien Faraón tenía confianza y que conocía el secreto de las cerraduras,
abrió la puerta de piedra ante la vieja.
El inmenso montón de oro brilló herido por un rayo de sol, pero el resplandor del
metal no fue mayor que el de la mirada de la vieja; sus pupilas amarillearon y echaron
chispas de manera extraña. Después de unos minutos de asombrada contemplación, se
remangó las mangas de su remendada túnica, desnudando sus secos brazos, cuyos
músculos abultaban como cuerdas y muy arrugados en la sangría; después abrió y cerró
sus curvados dedos, que parecían garras de grifo, y se abalanzó sobre el montón de siclos1
de oro con feroz y bestial codicia.
1 El sirio era una moneda de oro de los hebreos, con peso de media onza.
Metía sus brazos en el montón hasta los hombros, movía los lingotes, los agitaba, los
rodaba, los hacía saltar; sus labios temblaban, sus narices se dilataban y su espalda se
convulsionaba con calofríos nerviosos. Borracha, loca, sacudida por estremecimientos y
risas espasmódicas, echaba puñados de oro en su saco, diciendo: "¡Todavía! ¡Todavía!
¡Más!"; y pronto lo llenó hasta la boca.
Timopht, divirtiéndose con tal espectáculo, la dejaba hacer, no pudiendo imaginar
que aquel espectro descarnado pudiese con tan enorme peso; pero Thamar ató la boca de
su saco con una cuerda, y, con gran sorpresa del egipcio que la observaba, se lo echó a la
espalda. Su avaricia prestaba desconocidas fuerzas a esa deteriorada estantigua; con todos
sus músculos, todos sus nervios, todas las fibras de sus brazos, del cuello, de los hombros,
tirantes como si fuesen a romperse, sostenía una cantidad de metal con la que no hubiese
podido el mozo más robusto de la raza Nahasi; Thamar, titubeando, salió del palacio con
la frente inclinada como el testuz de un buey cuando la carreta se atasca, tropezando con
las paredes, andando casi a cuatro patas, pues frecuentemente tenía que poner las manos
en el suelo para que el saco no la aplastase con su peso. Por fin salió, y su carga de oro le
pertenecía legítimamente.
Jadeante, rendida, cubierta de sudor, con la espalda magullada y los dedos medio
segados, se sentó sobre su saco a la puerta del palacio, y ninguna silla le pareció nunca tan
blanda.
Al cabo de un rato, vio a dos israelitas que llevaban unas anganillas, y venían sin
duda de transportar algún bulto; Thamar les llamó y les decidió a cargarse con el saco y a
seguirla, ofreciéndoles buena recompensa.
Los dos hebreos, precedidos de Thamar, se metieron por las calles de Tebas, llegaron
luego a los terrenos sin edificar, en los que se alzaban chozas de tierra, y dejaron el saco en
una de ellas. Thamar les dio, aunque refunfuñando, la recompensa prometida.
Mientras todo esto sucedía, se había instalado Tahoser en un aposento espléndido,
real, tan bello como el del Faraón. Elegantes columnas con capiteles de loto sostenían el
estrellado techo, encuadrado por una cornisa de palmitas verdes en fondo dorado; paneles
de color lila pálido con filetes verdes terminados por capullos de flores, trazaban su figura
simétrica en las paredes. Una estera fina cubría el pavimento, y el mueblaje se componía
de canapés incrustados de plaquitas de metal, alternadas con esmaltes y tapizadas de telas
negras con circulitos rojos; sillones con patas de león, cuyos almohadones desbordaban
por encima del respaldo, escabeles formando cuellos de cisnes entrelazados, pilas de
almohaditas cuadradas de cuero púrpura rellenas de filamentos de cardo, asientos de dos
personas y mesas de maderas preciosas, sobre las que se veían estatuitas de cautivos
asiáticos.
Sobre pedestales ricamente tallados había anchos jarrones y floreros de oro, de
inestimable precio y tan bien trabajados que la talla valía más que la materia; uno de ellos,
de alargada base, estaba sostenido por dos cabezas de caballo, encapuchados con sus
arneses listados; dos tallos de loto que caían graciosamente sobre dos rosones, formaban
las asas; la tapa estaba adornada de ibis, cuyas orejas y cuyos cuernos sobresalían, y en la
panza se velan gacelas perseguidas entre papiros. Otro jarrón, no menos curioso, tenía por
tapa una monstruosa cabeza de Tiphon, adornada con palmas y gesticulando entre dos
víboras; los costados estaban adornados con hojas y zonas denticuladas. Una de las
ánforas, sostenida por dos personajes mitrados, vestidos de túnicas con anchas cenefas,
que sostenían el asa con una mano y la peana con la otra, chocaba por sus dimensiones
enormes, por el valor y lo acabado de sus adornos.
El otro, más sencillo y quizá de formas más puras, se ensanchaba graciosamente, y
las asas estaban formadas por los esbeltos y flexibles cuerpos de unos chacales, que
apoyaban las patas en el borde como para beber.
Espejos de metal, rodeados de figuras deformes, como para dar a la bella que en ellos
se mirase el placer del contraste; cofres de madera de cedro o de sicomoro, ornamentados
y pintados, baulillos de barro esmaltado, copas de alabastro, de ónice o de vidrio, cajas de
perfumes, atestiguaban la magnificencia del Faraón para con Tahoser.
Con los objetos preciosos que contenía esa habitación, se hubiera podido pagar el
tributo de una nación.
Sentada en un sillón de marfil, Tahoser miraba las joyas y las telas que le mostraban
unas muchachas desnudas, diseminando las riquezas que los cofres contenían.
Hacía un momento que Tahoser saliera del baño, y los aceites aromáticos con que la
habían friccionado aterciopelaba aún más la pulpa fina y blanca de su piel. Su carne
tomaba transparencia de ágata y parecía como que la luz la atravesaba; tenía sobrehumana
belleza, y, cuando se miró en el bruñido metal de los espejos con sus ojazos realzados de
antimonio, no pudo por menos de sonreírse.
Ancha túnica de gasa envolvía su hermoso cuerpo sin ocultarlo, y, como único
adorno, llevaba un collar compuesto de corazones de lazulita, coronados de una cruz y
colgados de un hilo de perlas de oro.
En el umbral de la puerta apareció el Faraón. Una víbora de oro ceñía su espesa
cabellera, y un calasiris, cuyos pliegues, llevados hacia delante, formaban punta, le
rodeaba el cuerpo desde la cintura hasta las rodillas. Una sola gola rodeaba su cuello de
potentes músculos.
Al ver al rey, Tahoser quiso levantarse de su asiento y prosternarse, pero Faraón se
acercó a ella, la levantó y la hizo sentar.
—No te humilles así, Tahoser —le dijo con dulce voz—; quiero que seas mi igual, me
hastía ser único en el universo. Aunque yo sea todopoderoso y tú estés en mi poder,
esperaré a que me ames como si no fuera más que un hombre. Desecha todo temor; sé
mujer, con tus voluntades, tus simpatías, tus antipatías, tus caprichos, nunca he conocido
esto; y si al fin tu corazón palpita por mí, cuando entre en tu cuarto, preséntame la flor de
loto de tú peinado.
A pesar de cuanto hizo el rey para evitarlo, Tahoser se precipitó a las rodillas del
Faraón y dejó caer una lágrima sobre sus pies desnudos.
—¿Por qué es mi alma de Poeri? —se decía, volviendo a sentarse en su sillón de
marfil.
Timopht, poniendo una mano en el suelo y la otra sobre su cabeza, entró en la
habitación.
—Rey —dijo—, un personaje misterioso pide hablarte. Su inmensa barba pende hasta
la cintura; lucientes cuernos proeminan en su frente calva y sus ojos brillan como llamas.
Poder desconocido le precede, pues todos los guardias se apartan y las puertas se abren
ante él. Es preciso hacer cuanto dice, y he venido a molestarte en medio de tus placeres,
aunque la muerte deba castigar mi audacia.
—¿Cómo se llama? —dijo el rey.
Timoph respondió:
—Moisés.
XV
ara recibir a Moisés, pasó el rey a otra sala y se sentó en un trono, cuyos brazos
estaban formados por leones; rodeó su cuello con ancho peto, tomó su cetro y
adoptó una actitud de orgullosa indiferencia.
Apareció Moisés; otro hebreo, llamado Aarón, le acompañaba. Si Faraón parecía
augusto en su dorado trono, rodeado de sus oeris y sus flabelíferos, en esa sala de alto
techo, sostenido por enormes columnas, sobre el fondo de frescos que representaban los
altos hechos suyos y de sus antepasados, Moisés no era menos imponente; en él la
majestad de la edad equivalía a la majestad real; cuando cumplió ochenta años parecía
tener viril vigor, y nada manifestaba en él las decadencias seniles. Las arrugas de su frente
y de sus carrillos, que parecían surcos trazados con el cincel en el granito, le daban aspecto
venerable sin acusar sus años; su cuello moreno y arrugado se unía, a los fuertes hombros
con músculos descarnados pero potentes aún, y sus manos, que no agitaba el temblor
habitual de los viejos, estaban cubiertas de un entretejido de salientes venas. Un alma más
enérgica que la humana vivificaba su cuerpo, y su faz despedía singular resplandor, hasta
en la oscuridad; hubiérase dicho el reflejo de un sol invisible.
Moisés avanzó hacia el trono del rey, sin prosternarse como era de costumbre, y le
dijo:
—El Eterno, el Dios de Israel, ha hablado así: Dejad que mi pueblo vaya al desierto
para que me celebre una ceremonia.
Faraón respondió:
—¿Quién es el Eterno cuya voz debo escuchar para dejar marchar el pueblo de
Israel? No conozco ningún Eterno, y no dejaré que Israel se vaya.
Sin dejarse intimidar por las palabras del rey, el gran anciano repitió claramente,
pues su antigua tartamudez había desaparecido:
—El Dios de los hebreos se nos ha manifestado. Queremos, pues, ir a una distancia
de tres días de camino hacia el interior del desierto, y allí ofrecer sacrificios al Eterno,
nuestro Dios, no sea que nos castigue con la peste o con la espada.
Aarón confirmó con un signo la petición de Moisés.
—¿Por qué distraéis al pueblo de sus ocupaciones? —replicó Faraón—. Id a vuestros
quehaceres. Por suerte vuestra estoy hoy de clemente humor, pues hubiera podido
haceros azotar, cortar la nariz y las orejas o echaros vivos a los cocodrilos. Sabed, me digno
decíroslo, que no hay más dios que Ammón-Ra, el ser primordial y supremo, varón y
hembra, al propio tiempo, propio padre suyo y propia madre, de quien también es
marido; de él derivan los demás dioses que unen el cielo con la tierra, y no son más que
diversas formas de esos dos principios constitutivos; los sabios le conocen y también los
sacerdotes que han estudiado hace mucho tiempo los misterios en los colegios y en los
templos consagrados a sus diversas representaciones. No aleguéis pues otro dios
inventado por vosotros para excitar a los hebreos al motín e impedirles cumplir con su
impuesta faena. Vuestro pretexto de sacrificar es transparente: queréis huir. Retiraos de mi
presencia, y continuad moldeando arcilla para mis edificios reales y sacerdotales, para mis
pirámides y mis murallas. Id; he dicho.
Moisés, viendo que no podía conmover el corazón del Faraón y que, si insistía,
excitaría su cólera, se retiró silenciosamente, seguido de Aarón, consternado.
—He obedecido las órdenes del Eterno —dijo Moisés a su compañero cuando
hubieron franqueado el pilón; pero el Faraón ha permanecido insensible, como si hubiese
hablado a esos hombres de granito sentados en tronos a la puerta de este palacio, o a esos
ídolos con cabeza de perro, de mono o de gavilán que perfuman de incienso los sacerdotes
en lo interior de los santuarios. ¿Qué contestaremos al pueblo cuando nos pregunte por el
resultado de nuestra misión?
Faraón, temiendo que los hebreos tuviesen la idea de sacudir su yugo por las
sugestiones de Moisés, les hizo trabajar más y les negó la paja que necesitaban para
mezclar con el barro con que hacían los adobes. Así pues, los hijos de Israel se
diseminaron por todo Egipto, arrancando bálago y maldiciendo a los exactores, pues se
sentían muy desgraciados y decían que los consejos de Moisés habían aumentado su
miseria.
Un día volvieron Moisés y Aarón al palacio y requirieron al rey para que dejase
partir a los hebreos, con el fin de que ofrecieran sacrificios al Eterno en el desierto.
—¿Quién me demuestra —respondióles Faraón, que es verdaderamente el Eterno
quien os envía a mí para que me digáis eso, y que no sois, como imagino, viles
impostores?
Aarón tiró al suelo su bastón ante el rey, y la madera empezó a retorcerse, a ondular,
a cubrirse de escamas, a mover la cabeza y el rabo, a enderezarse y lanzar tremendos
silbidos; el bastón se había convertido en serpiente; hacia sonar sus anillos contra las losas,
hinchaba el cuello, sacaba su punzante lengua, y, saltándosele los ojos, parecía escoger la
víctima a quien quería picar.
Los oeris y los servidores que estaban alrededor del trono permanecían inmóviles y
mudos de espanto ante ese prodigio. Los más valientes habían medio sacado las espadas.
Pero Faraón no se emocionó, y una desdeñosa sonrisa se dibujó en sus labios, y dijo:
—¿Esos sabéis hacer? Pequeño es el milagro y la prestidigitación grosera. Que hagan
venir a mis sabios, mis magos y mis "jeroglifistas".
Llegaron éstos. Eran unos personajes de formidable y misterioso aspecto, con la
cabeza afeitada, calzados con zapatos de Biblos, vestidos de largos ropajes de hilo, y
llevaban en la mano bastones con jeroglíficos grabados. Estaban amarillos y. consumidos
como las momias, a fuerza de vigilias, estudios y austeridades; las fatigas de las sucesivas
iniciaciones se leían en sus caras, en que sólo los ojos parecían vivientes.
Se pusieron en fila delante del trono, sin prestar la menor atención a la serpiente, que
bullía, se arrastraba y silbaba.
—¿Podéis —dijo el rey—, transformar vuestros bastones en reptiles, como acaba de
hacer Aarón?
—¡Oh, majestad! —dijo el más anciano—; ¿para ese juego de niños nos has hecho
venir desde lo profundo de nuestras habitaciones secretas, donde, con la claridad de las
lámparas, bajo techos estrellados, inclinados sobre los papiros indescifrables, arrodillados
ante estelas jeroglíficas, soñamos con sus misteriosos y profundos sentidos, anudando los
secretos de la Naturaleza, calculamos el poder de los números y acercamos nuestras
temblorosas manos al velo de la gran Isis? Déjanos volver allá, pues la vida es corta, y
apenas tiene tiempo el sabio para comunicar a los otros la palabra que ha conseguido
conocer; déjanos volver a nuestros trabajos, cualquier malabarista, el psilo que toca la
flauta por las calles, puede satisfacer ese deseo.
—Ennana, haz lo que quiero —dijo el Faraón al jefe de los magos y "jeroglifistas".
El anciano Ennana se volvió hacia el colegio de sabios que permanecían de pie,
inmóviles, con el espíritu metido en el abismo de sus meditaciones.
—Tirad vuestros bastones al suelo, pronunciando por lo bajo la mágica palabra.
Cayeron al suelo los bastones, todos a la vez, con ruido seco, y los sabios volvieron a
sus rígidas posturas, pareciendo las estatuas apoyadas a los pilares de los templos; ni
siquiera se dignaron mirar al suelo para ver si el prodigio se cumplía, pues hasta tal punto
estaban seguros del poder de la fórmula secreta.
Y se desarrolló entonces un espectáculo extraño y horrible: los bastones se
retorcieron como ramas verdes en el fuego; sus extremidades se aplastaron formando
cabezas y se afilaron formando rabos; unas permanecieron lisas, otras se cubrieron de
escamas, según el género de serpiente. Todo aquello bullía, silbaba, se arrastraba se
lanzaba y anudaba asquerosamente. Allí había víboras en cuyas frentes se veía la marca de
una punta de lanza, cerastas de amenazadoras protuberancias, hidras verdes y viscosas,
áspides de móviles ganchos, trigonocéfalos amarillos, luciones, culebras de vidrio, crótalos
de corto hocico y piel negruzca, que hacían sonar los huesecillos de su rabo, aufisbenas
andando hacia atrás y hacia adelante, boas que abrían bocas capaces de tragarse un buey
Apis, serpientes con ojos rodeados de un disco como los mochuelos; todo el suelo de la
sala estaba cubierto de reptiles.
Tahoser, sentada en el trono del Faraón, levantaba sus hermosos pies desnudos y los
ponía bajo sí, pálida de espanto.
—Ya ves —dijo Faraón a Moisés—, que la ciencia de mis jeroglifistas iguala o
sobrepuja a la tuya; sus bastones han producido serpientes como el de Aarón. Inventa otro
prodigio si quieres convencerme.
Moisés extendió la mano, y la serpiente de Aarón se abalanzó sobre los veinticuatro
reptiles. No fue larga la lucha, y la serpiente judía pronto se tragó los asquerosos reptiles,
creación real o aparente de los sabios egipcios; después volvió a su forma de bastón.
Este resultado extrañó a Ennana; inclinó la cabeza, reflexionó y dijo como una
persona que cambia de parecer:
—Ya encontraré la palabra y la señal. He interpretado mal el cuarto jeroglífico de la
quinta línea vertical donde está la conjuración de las serpientes... Majestad, ¿nos necesitas
aún? Me impaciento por continuar la lectura de Herma Trismegisto, que contiene secretos
bastante más importantes que esos juegos de manos.
Faraón hizo signo al anciano para que pudiese retirarse; y el silencioso cortejo volvió
a lo profundo del palacio.
El rey regresó al gineceo con Tahoser. La hija del pontífice, asustada y aun
temblorosa por los prodigios que acababa de ver, se arrodilló ante él y le dijo:
—¿No temes irritar con tu resistencia al dios desconocido a quien los israelitas
quieren ofrecer sacrificios en el desierto, a tres días de camino? Deja marchar a Moisés y
sus hebreos para que cumplan con sus ritos, no sea que el Eterno, como ellos dicen,
castigue a Egipto y nos haga morir.
—¿Qué? ¿esa prestidigitación de reptiles te asusta? —respondió Faraón—. ¿No has
visto que también mis sabios han transformado sus bastones en serpientes?
—Sí; pero la de Aarón las ha devorado, y esto es un mal presagio.
—¿Qué importa? ¿No soy el favorito de Phre, el preferido por Ammón-Ra? ¿no tengo
bajo mis sandalias a los pueblos vencidos? Con un soplo, barreré cuando quiera toda esa
casta hebraica, y veremos si su dios la sabe proteger.
—Ten cuidado, Faraón —dijo Tahoser, acordándose de las palabras de Poeri sobre el
poder de Jehová—, no dejes que el orgullo endurezca tu corazón. Ese Moisés y ese Aarón
me dan miedo; para que afronten tu enojo, preciso es que estén sostenidos por un dios
bien terrible.
—Si su dios tuviese tanto poder —dijo Faraón, respondiendo al temor expresado por
Tahoser—, ¿los dejaría así, cautivos, humillados y sometidos como bestias de carga a los
más duros trabajos? Olvidemos, pues, esos vanos prodigios y vivamos en paz. Piensa en el
amor que por ti siento, y reflexiona que Faraón tiene más poder que el Eterno, quimérica
divinidad de los hebreos.
—Sí, tú eres el conculcador de pueblos, el dominador de tronos, y ante ti, los
hombres, son como granos de arena que levanta el viento sur; ya lo sé —replicó Tahoser.
—Y a pesar e eso, no puedo conseguir que me ames.
—El ibex teme al león, la paloma tiene miedo del gavilán, la pupila se asusta del sol;
no te veo aún más que a través de terrores y deslumbramientos; la debilidad humana
tarda a familiarizarse con la majestad real. Un dios asusta siempre a un mortal.
—Me haces sentir no ser un cualquiera, un oeris, un monarca, un sacerdote, un
agricultor o menos aún. Pero, puesto que no puedo hacer del rey un hombre, podré hacer
de la mujer una reina y anudar la víbora de oro a tu encantadora frente. La reina no tendrá
miedo del rey.
—Hasta cuando me haces sentar junto a ti, en tu trono, mi pensamiento permanece
arrodillado ante ti. Pero eres tan bueno, a pesar de tu sobrehumana belleza, tu poder
ilimitado y resplandeciente tu brillo, que acaso mi corazón se atreva y osa amarte.
Así conversaban Faraón y Tahoser. La hija de Petamunoph no podía olvidar a Poeri,
y procuraba ganar tiempo halagando la pasión del rey con alguna esperanza. Escaparse
del palacio e ir a reunirse con Poeri, era imposible. Además, que el joven hebreo aceptaba
su amor, más bien que compartirlo. A pesar de su generosidad, Raquel era peligrosa rival,
y, además, la ternura de Faraón conmovía a la hermosa doncella; hubiera querido amarle
y acaso no estaba tan lejos de ello como se figuraba.
XVI
nos días después de lo que referido queda, Faraón bordeaba el Nilo, de pie en
su carro y seguido de su cortejo. Iba a ver la altura que alcanzaba la crecida del
Nilo, cuando en medio del camino se alzaron como dos fantasmas Aarón y
Moisés. El rey contuvo sus caballos, que ya sacudían su baba en el pecho del
gran anciano inmóvil.
Con voz lenta y solemne, Moisés repitió su conjuro.
—Pruébame con algún milagro el poder de tu Dios —respondió el rey—, y te
concederé lo que me pides.
Volviéndose hacia Aarón, que le seguía a unos pasos, dijo Moisés:
—Toma tu bastón y extiende la mano sobre el agua de los egipcios, sobre sus
arroyos, sus ríos, sus lagos y el conjunto de las aguas; que se transformen en sangre;
sangre habrá en todo el país egipcio, como también en las jarras de madera y de piedra.
Aarón alzó su tranca y apaleó el agua del río.
Los acompañantes de Faraón esperaban el resultado con ansiedad. El rey, que tenía
un corazón de bronce en un pecho de granito, sonreía desdeñosamente, confiando en la
ciencia de sus magos para confundir a los extraños.
En cuanto el bastón del hebreo —aquel bastón que había sido serpiente— tocó el río,
las aguas empezaron a enturbiarse y a agitarse, su terroso color se alteró de sensible
manera, tonos rojizos se mezclaron, y finalmente toda la masa líquida tomó sombrío color
púrpura y el Nilo asemejó un río de sangre con olas escarlata y que bordeaba sus orillas
con espumas rosadas. Hubiérase dicho que reflejaba un inmenso incendio o un cielo
relampagueante, pero la atmósfera estaba en calma; Tebas no ardía y un azul invariable se
extendía sobre la sábana roja que tachonaban acá y allá blancos vientres de peces muertos.
Los largos y escamosos cocodrilos, apoyándose en sus dobladas patas, emergían del agua,
y los pesados hipopótamos, parecidos a bloques de granito rosa cubiertos de una lepra de
espuma negra, huían por entre los cañaverales y levantaban encima del agua sus enormes
hocicos, pues no podían respirar en aquella agua ensangrentada.
Los canales, los viveros, las piscinas, habían tomado el mismo color, y las vasijas,
llenas de agua, estaban tan rojas como los cráteres en que se recoge la sangre de las
víctimas sacrificadas.
Faraón no se asombró ante tal prodigio, y dijo a los dos hebreos:
—Ese milagro podría atemorizar al ignorante populacho, pero no veo en él nada que
me sorprenda. Que hagan venir a Banana y al colegio de los "jeroglifistas", y ellos
repetirán ese juego de magia.
Llegaron los magos, con su jefe a la cabeza. Ennana miró al río, que se agitaba en
coloradas olas, y comprendió de qué se trataba.
—Haz que las cosas vuelvan a su primitivo estado —dijo al acompañante de Moisés
—; yo reharé tu encantamiento.
Aarón golpeó e nuevo el río, y éste tomo inmediatamente su color natural.
Ennana hizo un gesto de aprobación como un sabio imparcial que hace justicia a la
habilidad de un colega. Encontraba el prodigio bien hecho para uno que no tenía, como él,
la facilidad de estudiar la sabiduría en las misteriosas habitaciones del Laberinto, donde
sólo raros iniciados podían penetrar, pues las pruebas porque había que pasar antes eran
enfadosas en extremo.
—A mí vez —dijo Ennana. Y extendió sobre el Nilo su bastón grabado de jeroglíficos,
mascullando unas palabras en lengua tan antigua, que no debía de comprenderse ya en
tiempos de Menes, el primer rey de Egipto; un idioma de esfinges, con sílabas de granito.
Inmensa sábana roja se extendió inmediatamente de una orilla a otra, y el Nilo volvió
a correr en sangrientas ondas hacia el mar.
Los veinticuatro jeroglifistas saludaron al rey como si fuesen a retirarse.
—Quedaos —les dijo el Faraón.
Volvieron a su actitud impasible.
—¿No tienes otra prueba que darme de tu misión? Como ves, mis sabios imitan
bastante bien tus prodigio».
Sin desanimarse por las irónicas palabras del rey, Moisés le dijo:
—Si dentro de siete días no te decides a dejar salir los hebreos al desierto para que
ofrezcan sacrificios al Eterno, según los ritos, volveré y haré ante ti otro milagro.
Al cabo de siete días volvió Moisés, y dijo a su servidor Aarón las palabras del
Eterno:
Tiende tu mano con tu bastón sobre los ríos, los arroyos, los estanques, y haz que las
ranas suban al país de Egipto.
En cuanto Aarón hizo el gesto que se le mandaba, millones de ranas surgieron del
río, de los canales, de los arroyos, de los pantanos; cubrían los campos y los caminos,
saltaban en las escaleras de los templos y en las de los palacios, invadían los santuarios y
las habitaciones más apartadas; y nuevas legiones de ranas sucedían a las que primero
aparecieron; había en las casas, en las artesas, en los hornos, en los cofres; no se podía
posar el pie en parte alguna sin aplastarlas; como movidas por resortes, saltaban entre las
piernas, a izquierda, a derecha, delante, detrás. Hasta donde la vista alcanzaba se las veía
saltar, brincar, pasar unas sobre otras, pues ya les faltaba sitio y espesaban, se
amontonaban, se apilaban; sus innumerables lomos verdes formaban sobre el campo como
una pradera animada y viviente en que brillaban, en vez de florecíllas, sus amarillos ojos.
Los animales, caballos, cabras, asnos, asustados e irritados, huían a través de los
campos, pero en todas partes volvían a encontrar esa pululación inmunda.
Faraón, que desde el umbral de su palacio miraba la creciente marea de ranas, con
aire aburrido y asqueado, aplastaba cuantas podía con la extremidad de su cetro, y las que
no, las empujaba con su patín curvo. ¡Inútil tarea! Otras ranas, salidas de no se sabía
dónde, reemplazaban a las muertas, más revoltosas, más chillonas, más incómodas, más
descaradas, arqueando el hueso del lomo, mirándole con sus redondos ojos, abriendo sus
palmeados dedos, arrugando la blanca piel de sus barrigas. Los asquerosos animales
parecían dotados de inteligencia, y su masa era más densa en torno del rey que en parte
alguna.
La hormigueante inundación continuaba subiendo; en las rodillas de los colosos, en
las cornisas de los pilones, en el lomo de las esfinges y criosfinges, en los cornisamentos de
los templos, en los hombros de los dioses, en los piramidiones de los obeliscos, las
repugnantes bestezuelas se habían colocado con el lomo arqueado y las patas replegadas.
Los ibis, que al principio se habían alegrado de tan inesperada propina y las picaron con
sus largos picos y las tragaron por cientos, empezaban a alarmarse de esta prodigiosa
invasión y levantaban el vuelo a lo más alto del cielo, castañeteando con el pico.
Aarón y Moisés triunfaban; Ennana, a quien se había convocado, parecía meditar.
Con el dedo apoyado en su calva frente, los ojos medio cerrados, hubiérase dicho que
buscaba en lo profundo de su memoria una fórmula mágica olvidada.
Faraón, inquieto, se volvió hacia él.
—¿Qué es eso, Ennana? ¿Has perdido la cabeza con tanto soñar? ¿Estaría fuera del
alcance de tu ciencia este prodigio?
—Nada de eso, majestad; pero cuando se mide el infinito, se computa la eternidad y
se deletrea lo incomprensible, puede suceder no acordarse de la extraña palabra que
domina a los reptiles, los hace nacer o los anonada. Mira bien, toda esa plaga va a
desaparecer.
El anciano jeroglifista agitó su varita y pronunció por lo bajo algunas silabas.
En un momento, los campos, las plazas, los caminos, los muelles del río, las calles de
la ciudad, los patios de la ciudad, los patios de los palacios, las habitaciones de las casas,
quedaron limpias de sus importunos huéspedes y volvieron a su primer estado.
El rey sonrió, orgulloso del poder de sus magos.
—No me basta con haber desecho el encantamiento de Aarón —dijo Ennana—; voy a
repetírtelo.
Ennana agitó su varita en sentido opuesto, y pronunció por lo bajo la fórmula
contraria.
En seguida reaparecieron las ranas, en mayor número que nunca, cantando y
brincando; en un instante se cubrió la tierra de ellas; pero Aarón tendió su bastón y el
mago egipcio no pudo desvanecer la invasión provocada por sus encantamientos. Por
mucho que repitió las palabras misteriosas, nada consiguió; el conjuro había perdido su
poder.
El colegio de magos se retiró pensativo y confuso, perseguido por la inmunda plaga.
Las cejas del Faraón se contrajeron de cólera, pero continuó no queriendo ceder a las
súplicas de Moisés. Su orgullo intentó luchar hasta el fin con el desconocido dios de Israel.
Sin embargo, no pudiendo librarse de la plaga de ranas, Faraón prometió a Moisés
conceder a los hebreos la libertad de ir a hacer sacrificios en el desierto si intercedía por él
con su Dios.
Las ranas murieron o volvieron a las aguas, pero el corazón del Faraón se endureció
de nuevo y, a pesar de las exhortaciones de Tahoser, no cumplió su promesa.
Entonces cayó sobre Egipto un desencadenamiento de plagas y azotes; insensata
lucha se entabló entre los jeroglifistas y los dos hebreos cuyos prodigios repetían aquéllos.
Moisés convirtió todo el polvo de Egipto en insectos, y Ennana hizo lo mismo. Moisés
tomó dos puñados de esperma y los lanzó hacia el cielo delante de Faraón, y enseguida la
piel de los egipcios presentó una peste roja y ardientes manchas.
—Imita ese prodigio—gritó Faraón fuera de sí y con la faz tan encendida como si
reflejase el fuego de un horno, dirigiéndose al jefe de sus magos.
—¿Para qué?—replicó el anciano con descorazonado tono; en todo esto hay la marca
de lo desconocido. Nuestras vanas fórmulas no pueden prevalecer contra esa fuerza
misteriosa. Sométete, y déjanos volver a nuestros retiros para estudiar ese Dios nuevo, ese
Eterno, más poderoso que Amón-Ra, que Osiris y que Tiphon. La ciencia egipcia está
vencida; el enigma que guarda la esfinge no puede expresarse con palabras, y la gran
pirámide sólo cubre la nada con su enorme misterio.
Como aun se negaba Faraón a dejar partir a los hebreos, todo el ganado de los
egipcios fue herido de muerte, mientras los israelitas no perdían ni una cabeza.
Un viento del sur se levantó y sopló toda la noche; y cuando amaneció el siguiente
día una nube roja cubría el cielo por completo; el sol lucia rojo como un escudo en la
fragua, al través de esa niebla leonada y parecía desprovisto de rayos. Esa nube roja era
distinta de las demás nubes, era viviente, sonaba y cala a la tierra, no en gruesas gotas de
lluvia, sino en forma de bancos de saltamontes rosados, amarillos y verdes, más
numerosos que los granos de arena del líbico desierto; la langosta venía en torbellinos,
como la paja que la tormenta dispersa; la atmósfera se obscurecía, se espesaba y la
langosta llenaba los fosos, los barrancos, los ríos, y apagaban con su masa los fuegos que
se encendían para destruirla; cuando tropezaba en un obstáculo se amontonaba, y después
desbordaba; si se abría la boca para respirar, una entraba; se metían entre los pliegues del
vestido, entre el pelo, en las ventanas de las narices; sus espesas columnas hacían
retroceder a los carros, tiraban a los caminantes aislados y pronto los cubrían; ese
formidable ejército avanzaba sobre Egipto, desde las cataratas hasta el Delta con inmensa
anchura, segando la hierba, reduciendo a los árboles al estado de esqueletos, devorando
las plantas hasta la raíz y dejando tras de sí la tierra árida y agostada como una era.
A ruegos de Faraón, Moisés hizo cesar la plaga; un viento oeste de extremada
violencia llevó toda la langosta al mar de las algas; pero el obstinado corazón del rey, más
duro que el bronce, el pórfido y el basalto, no se dio por rendido.
Del cielo cayó una granizada —tempestad desconocida en Egipto— entre cegadores
relámpagos y truenos capaces de hacer ensordecer, compuesta de enormes granizos que
todo lo rompían, y arrasó el trigo mejor que una hoz. Después, negras, opacas y
aterradoras tinieblas, en medio de las cuales se apagaban las lámparas como en lo
profundo de las galerías subterráneas privadas de aire, extendieron sus pesadas nubes
sobre esa tierra de Egipto tan rubia, tan luminosa, tan dorada bajo su cielo de azur y cuya
noche es más clara que el día de otros climas.
El pueblo egipcio, aterrorizado, creyéndose envuelto ya por la oscuridad
impenetrable del sepulcro, erraba a tientas o sentándose a lo largo de los propileos, dando
lastimeros gritos y rasgando sus ropas.
Una noche, noche de espanto y de horror, un espectro voló sobre todo Egipto,
entrando en todas las casas cuyas puertas no estaban marcadas de rojo, y murieron los
primogénitos varones, desde el hijo del Faraón, hasta el del parasquita más miserable. Y,
sin embargo, a pesar de todo eso, el rey no quería ceder.
Permanecía en su palacio, irritado, silencioso, contemplando el cuerpo de su hijo,
extendido sobre el fúnebre lecho de patas de chacal, y sin notar las lágrimas con que
Tahoser le bañaba la mano.
Moisés apareció en el umbral de la puerta sin que nadie le hubiese introducido, pues
todos los servidores habían huido hacia un lado u otro, y repitió su petición con
solemnidad imperturbable.
—Id —dijo por fin el Faraón—; ofreced sacrificios a vuestro Dios como mejor os
plazca.
Tahoser se abrazó al rey, y le dijo:
—Ahora te amo; eres un hombre y no un dios de granito.
XVII
araón no respondió a Tahoser; continuó mirando con aire sombrío el cadáver
dé su primogénito; su indomable orgullo se revelaba hasta sometiéndose. En lo
profundo de su corazón aun no creía en el Eterno, y se explicaba las plagas que
Egipto había padecido por el poder mágico de Moisés y Aarón, que suponía
mayor que el de sus "jeroglifistas". Pensar en ceder exasperaba esa alma violenta y
orgullosa; pero aunque hubiese querido retener a los israelitas, su pueblo, Atemorizado,
no lo hubiese consentido; los egipcios temían morir, y hubieran expulsado a esos extraños,
causa de sus males. Se apartaban de los judíos con terror, y cuando pasaba el Gran
Hebreo, seguido de Aarón, los más valientes huían, temiendo algún prodigio, y
diciéndose: ¿Si se transformará el bastón de su compañero en serpiente, que se enrosque
en nosotros?
Tahoser, ¿había olvidado a Poeri, puesto que se echaba en brazos de Faraón? De
ninguna manera. Pero sentía formarse en la obstinada alma del rey proyectos de venganza
y de exterminio; temía matanzas, en las que pudiesen hallarse el joven hebreo y la tierna
Raquel, un degolladero general que esta vez hubiera trocado las aguas del Nilo en sangre
verdadera, y procuraba calmar la cólera del rey con sus caricias y sus dulces palabras.
Vino el cortejo fúnebre para llevar el cuerpo del joven príncipe al barrio de los
Memnomias, donde debía embalsamársele, operación que duraba setenta días. El Faraón
vio partir el cadáver con aire deleroso, y dijo como agitado por melancólico
presentimiento:
—Ya no tengo hijo, Tahoser; si muero, tú serás reina de Egipto.
—No hables de muerte —respondióle la hija del sumo sacerdote—; los años pasan
sin dejar huella en tu robusto cuerpo, y en derredor tuyo caerán las generaciones como las
hojas de un árbol que permanece en pie.
—¿No he sido vencido, yo, el invicto? —replicó Faraón—. ¿De qué sirve que los bajo
relieves de los templos y de los palacios me representen con el cetro y el látigo en las
manos, conduciendo mi carro guerrero sobre cadáveres, levantando por los cabellos las
naciones sometidas, si me veo precisado a ceder ante las brujerías de dos magos
extranjeros, si los dioses a quienes, he elevado tantos templos inmensos, construidos para
toda la eternidad, no me defienden contra el Dios desconocido de esa raza obscura? El
prestigio de mi poderío está destruido para siempre; mis magos, reducidos al silencio, me
abandonan; mi pueblo murmura; no soy ya más que un vano simulacro; he querido y no
he podido. Tenías razón de decírmelo hace un momento, Tahoser, he descendido al nivel
de los hombres. Pero, puesto que ahora me amas, procuraré olvidar, y nos casaremos
cuando terminen las ceremonias fúnebres.
Temiendo que Faraón se volviese atrás de su palabra, los hebreos se preparaban para
la marcha, y pronto se pusieron en camino sus cohortes, guiadas por una columna de
humo durante el día, y otra de llamas, durante la noche. Tomaron por las arenosas
soledades situadas entre el Nilo y el Mar de las algas, evitando pasar junto a las tribus que
hubiesen podido interceptarles el paso.
Las tribus de Israel, unas tras otras, desfilaron ante la estatua de cobre fabricada por
los magos y que tiene la virtud de detener a los esclavos fugitivos; pero esta vez, el
encanto, infalible durante tantos siglos, no tuvo efecto; el Eterno lo había destruido.
La inmensa multitud avanzaba lentamente, cubriendo la llanura con sus rebaños, sus
bestias cargadas de riquezas tomadas a los egipcios, llevando el enorme equipaje de un
pueblo que de repente se traslada; la vista humana no podía alcanzar a ver la cabeza ni la
cola de la columna, que se perdía en los dos horizontes bajo una niebla de polvo.
Si alguien se hubiese sentado al borde del camino para esperar que el desfile
concluyese, hubiera visto salir el sol y ponerse, más de una vez; pasaban y pasaban
continuamente.
El ofrecer sacrificios al Eterno no era más que un pretexto; Israel se iba para siempre
de Egipto, y la momia de Yusuf, en su féretro dorado y pintado, se alejaba en hombros de
los portadores, que alternaban de cuando en cuando.
Faraón enfurecióse y resolvió perseguir a los hebreos que huían en vez de limitarse a
ofrecer sacrificios en el desierto como habían prometido. Hizo enganchar seiscientos
carros de guerra, llamó a sus jefes, atóse alrededor del cuerpo su ancho cinturón de piel de
cocodrilo, llenó de flechas y jabalinas sus dos carcajes y su carro, armó su mano con el
guantelete de bronce para amortiguar las vibraciones de la cuerda, y se puso en camino,
llevando en pos de sí todo un ejército.
Furioso y terrible, apresuraba sus caballos, y, tras él, los seiscientos carros
retumbaban con broncíneo ruido, como trueno terrestre. Los infantes apresuraban el paso,
y aun así, no podían seguir esa impetuosa carrera.
Con frecuencia el Faraón se veía precisado a detener su carrera para esperar el resto
de su ejército; durante esas esperas, golpeaba con el puño el borde de su carro, pataleaba
de impaciencia y rechinaba los dientes; tendía la vista al horizonte, procurando descubrir
tras la arena levantada por el viento, las fugitivas tribus hebreas, y pensaba con rabia que
cada hora aumentaba el intervalo que de él las separaba. Si sus oeris no se hubiesen
contenido, se hubiese lanzado en derechura, aun a riesgo de encontrarse solo contra todo
un pueblo.
Ya no atravesaban el verde valle del Nilo, sino planicies con movedizas colinas y
estriadas de ondas como la superficie del mar. La tierra, barrida por el viento, dejaba sus
huesos al descubierto; rocas infructuosas y petrificadas en extrañas formas, como si
gigantescos animales las hubiesen pisoteado cuando el globo estaba aún en estado de
barro, el día en que el mundo nacía del caos, abombaba acá y allá la planicie y rompían de
trecho en trecho con bruscos resaltos la línea recta del horizonte, que en la lejanía se
confundía con el cielo en una zona de rojiza bruma. A enormes distancias se alzaban
algunas palmeras, abriendo su empolvado abanico junto a algún manantial,
frecuentemente seco, cuyo barro revolvían los caballos sedientos con sus hocicos
ensangrentados. Pero Faraón, insensible a la lluvia de fuego que del ardiente cielo caía,
daba en seguida la señal de marcha, y caballos e infantes se ponían de nuevo en camino.
Osamentas de bueyes o de bestias de cargas tendidas en el suelo y en torno de las
que volaban formando espirales, los buitres, marcaban el paso de los hebreos e impedían
que la cólera del rey se extraviase.
Un ejército ágil, acostumbrado a las marchas, va más deprisa que la emigración de
un pueblo que lleva consigo mujeres, niños, ancianos, equipajes y tiendas de campaña; así,
pues, el espacio que separaba a los israelitas de las tropas egipcias disminuía rápidamente.
Hacia Pi-ha'hirot, cerca del Mar de las algas, los egipcios alcanzaron a los hebreos.
Las tribus israelitas estaban acampadas en la ribera, y cuando el pueblo vio resplandecer
al sol en dorado carro del Faraón, lanzó un inmenso clamor de espanto y empezó a
maldecir de Moisés, que le había conducido a su perdición.
Efectivamente, la situación era desesperada. Delante de los hebreos estaba el frente
de batalla; detrás, el mar profundo.
Las mujeres se arrastraban por el suelo, rasgando sus vestiduras, arrancándose sus
cabellos, golpeándose el pecho. "¿Por qué no nos dejaste en Egipto? Preferible es la
esclavitud a la muerte, y tú nos has traído al desierto para perecer en él; ¿temías que nos
faltasen sepulturas?" Así vociferaba la multitud, furiosa contra Moisés, quien permanecía
impasible. Los más valientes empuñaban las armas y se apercibían a la defensa; pero la
confusión era horrible, y los carros de guerra, lanzándose a todo galope sobre esa
compacta masa, tenían que hacer en ella horribles destrozos.
Después de haber invocado al Eterno, Moisés tendió su bastón sobre las aguas del
mar. Y entonces se produjo un prodigio que ningún mago hubiese podido imitar. Se
levantó un viento este de extraordinaria violencia que abrió las aguas del Mar de las algas
como la reja de un gigantesco arado, echando a un lado y a otro montañas saladas,
coronadas de espumosos crestones.
Las aguas, separadas por la impetuosidad de ese soplo irresistible que hubiese
barrido las Pirámides como granos de arena, se levantaban formando líquidas murallas y
dejando entre ellas un ancho camino, por el que podía pasarse a pie enjuto. A través de los
muros transparentes veíase, como en grueso vaso, los monstruosos marinos retorciéndose
sorprendidos por la luz en los misterios del abismo.
Las tribus hebreas se metieron apresuradamente por ese paso milagroso, como
torrente humano corriendo entre escarpadas orillas de agua verde. La numerosa
muchedumbre tachonaba con dos millones de puntos negros el lívido fondo del abismo y
marcaba las huellas de sus pasos en el barro que sólo tocan las panzas de los leviatanes. Y
el terrible viento continuaba soplando por encima de los hebreos, que hubiese tendido
como espigas, y reteniendo con su presión las olas amontonadas y rugientes. ¡Era el
aliento del Eterno que partía el mar en dos!
Asustados por ese milagro, los egipcios vacilaban en perseguir a los hebreos; pero
Faraón, con su altivo valor, que nada podía disminuir, lanzó sus caballos, que se
encabritaban y recaían sobre la lanza, fustigándolos con su látigo de doble fusta, con los
ojos inyectados de sangre, la boca espumeante y rugiendo como un león, cuya presa se
escapa, decidiendo asi a sus soldados para meterse por aquel paso tan
extraordinariamente abierto.
Los seiscientos carros le siguieron. Los últimos israelitas, entre los que se
encontraban Poeri, Raquel y Tamar, creyéronse perdidos al ver que el enemigo tomaba el
mismo camino que ellos. Pero cuando los egipcios estuvieron dentro de camino, Moisés
hizo una señal, las ruedas de los carros se salieron de sus ejes, y aquello fue una horrible
confusión de guerreros y caballos, tropezándose y entrechocándose; después, las
montañas de agua, milagrosamente levantadas, se derrumbaron, y el mar se cerró,
envolviendo en torbellinos de espuma a hombres, animales y carros, como pajas caídas en
un remolino de la corriente de un río.
Sólo Faraón, de pie en la caja de su carro, sobrenadaba, y loco de orgullo y furor,
lanzaba las últimas flechas de su carcaj a los hebreos, que estaban ya en la otra orilla.
Cuando se le acabaron las flechas, tomó su jabalina, y, medio sumergido, sólo con un
brazo fuera del agua, la lanzó —rasgo impotente,— contra el Dios desconocido a quien
desafiaba aún desde el fondo del abismo.
Una ola enorme, rodando dos o tres veces sobre el borde del mar, sumergió los
últimos restos. ¡Nada quedó de la gloria y del ejército de Faraón!
Y en la playa opuesta, Miriam, la hermana de Aarón, bailaba y cantaba de alegría,
tocando el tamboril; y todas las mujeres de Israel marcaban el compás, golpeando la piel
de onagro. ¡Dos millones de voces entonaban el himno de libertad!1
1 El autor exagera enormemente el número de israelistas del Éxodo.—N. del T.
XVIII
ahoser esperó en vano al Faraón, y reinó en Egipto, muriendo al poco tiempo.
Se la enterró en la magnifica tumba preparada para el rey, cuyo cuerpo no
pudo encontrarse, y su historia, escrita en papiro, con títulos de capitulo en
rojos caracteres, por Kakeon, escribano de la doble cámara de luz y guardián de
los libros, fue colocado junto a su cuerpo, bajo el vendaje.
¿Fue Faraón o Poeri a quién lloró? El "gramota" Kakeon no lo dice, y el doctor
Rumphins, que tradujo los jeroglíficos del escritor egipcio, no se ha atrevido a decidirlo.
Lord Evandale no ha querido casarse, a pesar de ser el último de su apellido. Las
jóvenes "misses" no se explican su frialdad para con el bello sexo; pero, en realidad,
¿pueden imaginar que Lord Evandale está retrospectivamente enamorado de Tahoser, hija
del sumo sacerdote Petamunoph, muerta hace tres mil quinientos años? Sin embargo, hay
locuras inglesas menos motivadas que ésta.
FIN

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