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miércoles, 18 de febrero de 2009

LSD - Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo - Albert Hofmann - 1ªparte

LSD
Cómo descubrí el ácido y qué
pasó después en el mundo
Albert Hofmann
1ªparte


PRÓLOGO
Hay experiencias sobre las que la mayoría de las
personas no se atreve a hablar, porque no caben en
la realidad cotidiana y se sustraen a una explicación
racional. No nos estamos refiriendo a acontecimientos
especiales del mundo exterior, sino a procesos de
nuestro interior, que en general se menosprecian
como meras ilusiones y se desplazan de la memoria.
La imagen familiar del entorno sufre una súbita transformación
extraña, feliz o aterradora, aparece bajo
una luz diferente, adquiere un significado especial.
Una experiencia de esa índole puede rozarnos apenas,
como una brisa, o grabársenos profundamente.
De mi niñez conservo en la memoria con especial
vivacidad uno de estos encantamientos. Era una mañana
de mayo. Ya no recuerdo el año, pero aún puedo
indicar exactamente en qué sitio del camino del
bosque del monte Martin al norte de Baden (Suiza)
se produjo. Paseaba yo por el bosque reverdecido, y
el sol de la mañana se filtraba por entre las copas
de los árboles. Los pájaros llenaban el aire con sus
cantos. De pronto, todo se apareció en una luz desacostumbradamente
clara. ¿Era que jamás había mirado
bien, y estaba viendo sólo ahora el bosque pri-
maveral tal como era en realidad? El paisaje resplandecía
con una belleza que llegaba al alma de un
modo muy particular, elocuente, como si quisiera incluirme
en su hermosura. Atravesome una indescriptible
sensación de felicidad, pertenencia y dichosa
seguridad.
No sé cuánto tiempo duró el hechizo, pero recuerdo
los pensamientos que me ocuparon cuando el
estado de transfiguración fue cediendo lentamente y
continué caminando. ¿Por qué no se prolongaba el
instante de dicha, si había revelado una realidad convincente
a través de una experiencia inmediata y profunda?
Mi alegría desbordante me impulsaba a comunicarle
a alguien mi experiencia, pero ¿cómo podría
hacerlo, si sentí de inmediato que no hallaba palabras
para lo que había observado? Me parecía raro
que, siendo un niño, hubiera visto algo tan maravilloso
que los mayores evidentemente no percibían,
pues jamás se lo había oído mencionar.
En mi niñez tuve posteriormente algunas más de
tales experiencias felices durante mis caminatas por
bosques y praderas. Ellas fueron las que determinaron
mi concepto del mundo en sus rasgos fundamentales,
al darme la certeza de que existe una realidad
oculta a la mirada cotidiana, insondable y llena de
vida. En aquel tiempo me preguntaba a menudo si
tal vez más adelante, cuando fuera un adulto, sería
capaz de transmitirles estas experiencias a otras personas,
y si podría representar lo observado como poeta
o como pintor. Pero no sentía vocación por la
poesía o la pintura, y por tanto me parecía que acabaría
guardando aquellas experiencias que tanto habían
significado para mí.
De modo inesperado, pero seguramente no casual,
sólo en la mitad de mi vida se dio una conexión entre
mi actividad profesional y la observación visionaria
de mi niñez.
Quería obtener una comprensión de la estructura
y la naturaleza de la materia; por eso estudié química.
Dado que ya desde mi niñez me había sentido
estrechamente vinculado al mundo de las plantas, elegí
como campo de actividad la investigación de las
sustancias contenidas en las plantas medicinales. Allí
me encontré con sustancias psicoactivas, generadoras
de alucinaciones, y que en determinadas condiciones
pueden provocar estados visionarios parecidos a las
experiencias espontáneas antes descritas. La más importante
de estas sustancias alucinógenas se ha hecho
famosa con el nombre de LSD. Algunos alucinógenos
ingresaron, como sustancias activas de interés científico,
a la investigación médica, la biología y la psiquiatría,
y alcanzaron también una amplia difusión
en la escena de las drogas, sobre todo el LSD.
Al estudiar la bibliografía conectada con estos
trabajos, llegué a conocer la gran importancia general
de la contemplación visionaria. Ocupa un lugar
importante, no sólo en la historia de las religiones y
en la mística, sino también en el proceso creador del
arte, la literatura y la ciencia. Investigaciones recientes
han demostrado que muchas personas suelen tener
experiencias visionarias en la vida cotidiana, pero que
generalmente no reconocen su sentido ni su valor.
Experiencias místicas como las que tuve en mi infancia
no parecen ser nada extrañas.
El conocimiento visionario de una realidad más
profunda y abarcadora que la que corresponde a
nuestra conciencia racional cotidiana hoy día se persigue
por diversas vías, y no sólo por parte de adherentes
a corrientes religiosas orientales, sino también
por representantes de la psiquiatría tradicional, que
incluyen este tipo de experiencia totalizadora como
elemento curativo fundamental en su terapia.
Comparto la opinión de muchos contemporáneos
de que la crisis espiritual en todos los ámbitos de
vida de nuestro mundo industrial occidental sólo podrá
superarse si sustituimos el concepto materialista
en el que están divorciados el hombre y su medio,
por la conciencia de una realidad totalizadora que incluya
también el yo que la percibe, y en la que el
hombre reconozca que él, la naturaleza viva y toda la
creación forman una unidad.
Por consiguiente, todos los medios y vías que puedan
contribuir a una modificación tan fundamental
de la experiencia de la realidad merecen una consideración
seria. A estas vías pertenecen, en primer lugar,
los diversos métodos de la meditación en el marco
religioso o secular cuyo objetivo sea inducir una experiencia
mística totalizadora y generar así una conciencia
profundizada de la realidad. Otro camino importante,
aunque todavía discutido, es la utilización
de los psicofármacos alucinógenos que modifican la
conciencia. El LSD, por ejemplo, puede servir de recurso
psicoanalítico y psicoterapéutico para que el
paciente adquiera conciencia de sus problemas en su
verdadera significación.
A diferencia de las experiencias visionarias espontáneas,
el provocar planificadamente experiencias
místicas totalizadoras, sobre todo mediante LSD y
otros alucinógenos derivados, conlleva peligros que no
debemos subestimar, si no se tiene en cuenta el efecto
específico que producen estas sustancias que pueden
influir en la esencia más íntima del ser humano.
La historia del LSD hasta nuestros días muestra de
sobra qué consecuencias catastróficas puede tener su
uso cuando se menosprecia sus efectos profundos y
se confunde esta sustancia activa con un estimulante.
Es necesaria una preparación especial, interior y exterior,
para que un ensayo con LSD se convierta en
una experiencia razonable. La aplicación equivocada
y abusiva han convertido para mí, el LSD en el hijo
de mis desvelos.
En este libro quiero dar un cuadro detallado del
LSD, de su origen, sus efectos y posibilidades de aplicación,
y alertar sobre los peligros que entraña un
empleo que no tome en cuenta los efectos tan singulares
de esta sustancia. Creo que si se lograra aprovechar
mejor, en la práctica médica y en conexión
con la meditación, la capacidad del LSD para provocar,
en condiciones adecuadas, experiencias visionarias,
podría transformarse de niño terrible en niño
prodigio.
1
Cómo nació el LSD
Dans les champs de l’observation le hasard
ne favorise que les esprits préparés.*
LOUIS PASTEUR
Una y otra vez se dice y escribe que el descubrimiento
del LSD fue casual. Ello es cierto sólo en parte,
pues se lo elaboró en el marco de una investigación
planificada, y tan sólo más tarde intervino el
azar: cuando el LSD ya tenía cinco años experimenté
sus efectos en carne propia... mejor dicho, en espíritu
propio.
Si recorro en el pensamiento mi trayectoria profesional,
para averiguar todas las decisiones y todos los
acontecimientos que dirigieron finalmente mi actividad
a ese terreno de investigación en el que sinteticé
el LSD, ello me lleva hasta la elección del lugar de
trabajo al concluir mis estudios de química: si en
algún momento hubiera tomado otra decisión, muy
probablemente jamás se habría creado esa sustancia
* (En los campos de observación el azar no favorece más que a
las mentes preparadas.)
activa que con el nombre de LSD adquirió fama universal.
Al narrar la historia del nacimiento del LSD,
debo hacer, por tanto, una breve referencia a mi
carrera de químico, a la que se halla indisolublemente
ligada.
Tras la conclusión de mis estudios de química en
la universidad de Zurich, ingresé en la primavera de
1929 en el laboratorio de investigación químico–farmacéutica
de la empresa Sandoz de Basilea, como
colaborador del profesor Dr. Arthur Stoll, fundador
y director de la sección farmacéutica. Elegí este puesto
de trabajo porque aquí se me ofrecía la oportunidad
de ocuparme en sustancias naturales. Por eso
también deseché las ofertas de otras dos empresas de
la industria química de Basilea que se dedicaban a la
síntesis química.
Primeros trabajos químicos
Mi preferencia por la química de los reinos animal
y vegetal había ya determinado el tema de mi tesis
doctoral, dirigida por el profesor Paul Karrer. Mediante
el jugo gástrico del caracol común había logrado
por vez primera la descomposición enzimática
de la quitina, la materia esquelética que forma la
caparazón, las alas y pinzas de los insectos, los cangrejos
y otros animales inferiores. A partir del producto
de escisión obtenido en la desintegración, un
azúcar nitrogenado, podía deducirse la estructura química
de la quitina, que es análoga a la de la celulosa,
la materia esquelética vegetal. Este importante resultado
de la investigación, que duró sólo tres meses,
condujo a una tesis doctoral calificada con «sobresaliente
».
Cuando ingresé en la empresa Sandoz, la plantilla
de la sección químico–farmacéutica era aún muy mo-
desta. Había cuatro licenciados en química en la
sección investigación y tres en la producción.
En el laboratorio de Stoll encontré una actividad
que, como químico investigador, me satisfacía mucho.
El profesor Stoll se había planteado el objetivo
de aislar, con métodos cuidadosos, los principios activos
indemnes de plantas medicinales probadas, y de
presentarlos en forma pura. Ello es especialmente
conveniente en el caso de plantas medicinales cuyas
sustancias activas se descomponen fácilmente y cuyo
contenido de sustancias activas está sometido a grandes
fluctuaciones, lo cual se contradice con una dosificación
exacta. Si en cambio se tiene la sustancia
activa en forma pura, está dada la condición para la
producción de un preparado farmacéutico estable y
exactamente dosificable con la balanza. A partir de
tales consideraciones, Stoll había iniciado el análisis
de drogas vegetales bien conocidas y valiosas como el
digital (Digitalis .), la escila (Scilla maritima.) y el cornezuelo
de centeno (Secale cornutum.), pero hasta entonces
sólo habían encontrado una aplicación restringida
en la medicina, debido a su fácil descomposición
y a su dosificación insegura.
Los primeros años de mi actividad en el laboratorio
Sandoz estuvieron dedicados casi exclusivamente
a la investigación de las sustancias activas de la escila.
Quien me introdujo en este campo fue el Dr. Walter
Kreis, uno de los primeros colaboradores del profesor
Stoll. Existían ya en forma pura los componentes
activos más importantes de la escila. El Dr. Kreis,
con una extraordinaria pericia experimental, había
llevado a cabo el aislamiento, así como la representación
pura, de las sustancias contenidas en la digitalis
lanata.
Las sustancias activas de la escila pertenecen al
grupo de los glicósidos (sustancias sacaríferas) cardioactivas,
y sirven, igual que las del digital, para el
tratamiento del debilitamiento del miocardio. Los glicósidos
cardíacos son sustancias altamente activas.
Sus dosis terapéutica (curativa) y tóxica (venenosa)
están tan próximas, que es muy importante una dosificación
exacta con la ayuda de las sustancias puras.
Al comienzo de mis investigaciones, Sandoz había
introducido en la terapia un preparado farmacéutico
que contenía glicósidos de la escila, pero la estructura
química de estas sustancias activas era aún totalmente
desconocida a excepción de la parte del azúcar.
Mi principal contribución en la investigación de
la escila, en la que participé con gran entusiasmo,
consistía en el esclarecimiento de la estructura química
de la sustancia fundamental de los glicósidos
de la escila, de lo cual surgió, por una parte, la diferencia
respecto de los glicósidos del digital, y, por
otra, el parentesco estructural estrecho con las sustancias
tóxicas de las glándulas cutáneas de los sapos.
Estos trabajos concluyeron, por el momento, en 1935.
A la búsqueda de un nuevo campo de actividades
pedí al Dr. Stoll autorización para retomar las investigaciones
sobre los alcaloides del cornezuelo de centeno,
que él había iniciado en 1917 y que ya en 1918
habían llevado a aislar la ergotamina. La ergotamina,
descubierta por Stoll, fue el primer alcaloide obtenido
en forma químicamente pura a partir del cornezuelo
de centeno. Pese a que la ergotamina ocupó muy pronto
un sitio destacado entre los medicamentos, con su
aplicación hemostática en los partos y como medicamento
contra la migraña, la investigación química del
cornezuelo de centeno se había detenido, en los laboratorios
Sandoz, después de la obtención de la ergotamina
pura y de su fórmula química aditiva. Pero
en el interín, durante la década del treinta, unos laboratorios
ingleses y americanos habían comenzado a
determinar la estructura química de alcaloides del
cornezuelo de centeno. Se había descubierto allí ade-
más un nuevo alcaloide soluble en agua, que podía
aislarse también de la lejía madre de la fabricación
de ergotamina. Por eso juzgué que había llegado el
momento de retomar el procesamiento químico de los
alcaloides del cornezuelo de centeno, si Sandoz no
quería correr el peligro de perder su puesto destacado
en el sector de los medicamentos, que ya entonces
era muy importante.
El profesor Stoll estuvo de acuerdo con mi pedido,
pero observó: «Le prevengo contra las dificultades
con que se encontrará al trabajar con alcaloides
del cornezuelo de centeno. Se trata de sustancias sumamente
delicadas, de fácil descomposición y, en
cuanto a estabilidad se refiere, muy distintas de los
que usted ha trabajado en el terreno del glicósido
cardíaco. Pero si así lo desea, inténtelo».
Así quedó sellado el sino y tema principal de toda
mi carrera profesional. Aún hoy recuerdo exactamente
la sensación que me invadió, una sensación de esperanza
y confianza en la suerte del creador en mis planeadas
investigaciones de los alcaloides del cornezuelo
de centeno, hasta entonces poco explorados.
El cornezuelo de centeno
Aquí vienen a cuento unos datos retrospectivos
sobre esta seta.1 El cornezuelo es producido por una
seta inferior (Claviceps purpurea.), que prolifera sobre
todo en el centeno, pero también en otros cereales y
en gramíneas silvestres. Los granos atacados por esta
1. Quien esté interesado en el cornezuelo de centeno puede
consultar la monografía de G. Barger, Ergot and Ergotism (Gurney
and Jackson, London, 1931), y la de A. Hofmann, Los alcaloides del
cornezuelo de centeno (F. Enke, Stuttgart, 1964). En el primero de
estos libros la historia de esta droga halla su descripción clásica;
en el segundo, el aspecto químico ocupa el primer plano.
seta evolucionan transformándose en conos entre marrón
claro y marrón–violeta, combados (esclerótidos),
que se abren paso en las espeltas en vez de un grano
normal. Desde el punto de vista botánico, el cornezuelo
de centeno es un micelio duradero, la forma de
invernada de la seta. Oficialmente, es decir, para fines
curativos, se emplea el citado cornezuelo del centeno
(Secale cornutum.).
Su historia es una de las más fascinantes del mundo
de las drogas. En el transcurso del tiempo, su
papel e importancia han ido invirtiéndose: temido
al comienzo como portador de veneno, se transformó,
con el correr del tiempo, en un rico filón de valiosos
medicamentos.
El cornezuelo ingresa en la historia en la Alta Edad
Media, como causa de envenenamientos masivos que
se presentan a modo de epidemia y durante los cuales
mueren cada vez miles de personas. El mal, cuya
conexión con el cornezuelo no se descubrió durante
mucho tiempo, aparecía bajo dos formas características:
como peste gangrenosa (ergotismus gangraenosus.)
y como peste convulsiva (ergotismus convulsivus.).
A la forma gangrenosa del ergotismo se referían
denominaciones de la enfermedad del tipo de mal
des ardents, ignis sacer, fuego sacro. El santo patrono
de los enfermos de estos males era San Antonio, y
fue la orden de los antonianos, sobre todo, la que se
ocupó de cuidarlos. En la mayoría de los países europeos
y también en determinadas zonas de Rusia se
consigna la aparición epidémica de envenenamientos
por el cornezuelo hasta nuestra época. Con el mejoramiento
de la agricultura, y después de haberse comprobado
en el siglo XVII que la causa del ergotismo
era el pan que contenía cornezuelo, fueron disminuyendo
cada vez más la frecuencia y el alcance de las
epidemias. La última gran epidemia afectó en los
años 1926/27 a determinadas regiones del sur de
Rusia. 2
La primera mención de una aplicación medicinal
del cornezuelo —como ocitócico— se encuentra en el
herbario del médico municipal de Francfort Adam
Lonitzer (Lonicerus) del año 1582. Pese a que las comadronas,
según se desprende del herbario, habían
usado desde siempre el cornezuelo como ocitócico,
esta droga sólo ingresó en la medicina oficial en 1908,
merced a un trabajo de John Stearns, un médico americano,
llamado «Account of the pulvis parturiens, a
Remedy for Quickenning Child–birth».* Sin embargo,
la aplicación del cornezuelo como ocitócico no satisfizo
las expectativas. Ya muy temprano se reconoció
el gran peligro para el niño, debido sobre todo a la
dosificación poco segura y demasiado alta, lo cual
llevaba a espasmos del útero. Desde entonces, la aplicación
del cornezuelo en obstetricia se limitó a la
cohibición de las hemorragias posteriores al parto.
Después de la inclusión del cornezuelo en diversos
libros de medicamentos en la primera mitad del siglo
XIX comenzaron también los primeros trabajos
químicos para aislar las sustancias activas de esta
droga. Los numerosos científicos que se ocuparon de
este problema durante los primeros cien años de su
investigación no lograron identificar los verdaderos
vehículos de la acción terapéutica. Sólo los ingleses
G. Barger y F. H. Carr aislaron en 1907 un preparado de
alcaloides eficaz pero no uniforme, según pude demostrar
35 años después. Lo llamaron ergotoxina, por-
2. La intoxicación masiva en la ciudad francesa meridional de
Pont–St. Esprit en el año 1961, que en muchas publicaciones se
atribuyó a pan que contenía cornezuelo de centeno, no tenía, sin
embargo, nada que ver con ergotismo. Se trataba más bien de una
intoxicación provocada por un compuesto orgánico de mercurio,
empleado para la desinfección de cereales de simiente.
* Informe sobre la vulva de las parturientas, un remedio para
acelerar los nacimientos.
que presentaba más los efectos tóxicos que los terapéuticos
del cornezuelo. De todos modos, el farmacólogo
H. H. Dale descubrió ya en la ergotoxina que, al
lado del efecto contractor del útero, ejercía una acción
importante para la aplicación terapéutica de ciertos
alcaloides del cornezuelo, antagónica a la adrenalina,
sobre el sistema neurovegetativo. Sólo con el ya citado
aislamiento de la ergotamina por A. Stoll, un
alcaloide del cornezuelo ingresó en la medicina y halló
amplia aplicación.
A comienzos de la década del treinta se inició una
nueva fase en la investigación del cornezuelo, cuando,
según lo mencionado, laboratorios ingleses y americanos
empezaron a averiguar la estructura química
de alcaloides del cornezuelo. A través de la disociación
química, W. A. Jacobs y L. C. Craig, del Rockefeller
Institute de Nueva York, lograron aislar y caracterizar
el componente fundamental común a todos
los alcaloides del cornezuelo. Lo llamaron ácido lisérgico.
Más tarde marcó un progreso importante, en
sentido tanto químico cuanto médico, el aislamiento
del principio hemostático del cornezuelo que actúa
específicamente sobre el útero. La publicaron simultáneamente
cuatro institutos independientes entre sí,
entre ellos el Laboratorio Sandoz. Se trataba de un
alcaloide con una estructura relativamente simple, al
que A. Stoll y E. Burckhardt denominaron ergobasina
(sinónimos: ergometrina, ergonovina). En la desintegración
química de la ergobasina, W. A. Jacobs
y L. C. Craig obtuvieron como productos de desdoblamiento
ácido lisérgico y el aminoalcohol propanolamina.
La primera tarea que me planteé en mi nuevo
campo de actividades fue ligar químicamente las dos
componentes de la ergobasina, es decir, el ácido lisérgico
y la propanolamina, para obtener el alcaloide
por vía sintética (cf. esquema última página).
El ácido lisérgico necesario para estos ensayos
debía obtenerse a partir de la ecisión de algún otro
alcaloide del cornezuelo. Dado que el único alcaloide
puro disponible era la ergotamina, la cual era ya producida
por kilogramos en la sección farmacéutica, quise
emplearlo como sustancia de partida para mis ensayos.
Cuando le pedí al Dr. Stoll que firmara mi pedido
interno de 0,5 gramos de ergotamina de la producción
de cornezuelo, se apersonó en el laboratorio.
Muy irritado me reprendió: «Si quiere trabajar con
alcaloides del cornezuelo, tiene que familiarizarse con
los métodos de la microquímica. No es posible que
gaste una cantidad tan grande de mi preciosa ergotamina
para sus ensayos». (Microquímica = investigación
química en cantidades mínimas de sustancia.)
En la sección de producción de cornezuelo, además
del cornezuelo de procedencia suiza, del que se obtenía
la ergotamina, también se extraía cornezuelo portugués,
del que se desprendía un preparado de alcaloide
amorfo que equivalía a la ya citada ergotoxina,
producida por vez primera por Barger y Carr. Este
material inicial poco valioso fue el que empleé entonces
para la obtención de ácido lisérgico. Por cierto,
este alcaloide adquirido de la fabricación debía someterse
a nuevos procesos de purificación, antes de que
fuera apto para su desdoblamiento en ácido lisérgico.
En estos procesos de purificación realicé algunas observaciones
que insinuaban que la ergotoxina podría
no ser un alcaloide uniforme, sino una mezcla de
varios alcaloides. Más adelante volveré a hablar de
las consecuencias trascendentales de estas observaciones.
Me parece conveniente hacer aquí unos comentarios
sobre las circunstancias y los métodos de trabajo
de entonces. Tal vez sean interesantes para la actual
generación de químicos investigadores en la industria,
que están acostumbrados a otras condiciones.
Se era muy ahorrativo. Los laboratorios individuales
se consideraban un lujo no defendible. Durante
los seis primeros años de mi actividad en Sandoz
compartí el laboratorio con dos colegas. Los tres académicos,
con un asistente cada uno, trabajando en
la misma sala en tres campos diferentes: el Dr. Kreis
en glicósidos cardíacos, el Dr. Wiedeman, quien había
ingresado en Sandoz poco después que yo, en la clorofila,
el pigmento de las hojas, y yo, finalmente, en
alcaloides del cornezuelo. El laboratorio tenía dos
«capillas» (recintos con extractores), cuya ventilación
mediante llamas de gas era muy poco eficaz. Cuando
manifestamos el deseo de sustituirlas por ventiladores,
el jefe lo rechazó argumentando que en el laboratorio
de Willstätter este tipo de ventilación había
sido suficiente.
En Berlín y Munich el profesor Stoll había sido
asistente del profesor Willstätter, un químico de fama
mundial galardonado con el Premio Nobel, durante
los últimos años de la Primera Guerra Mundial. Con
él había llevado a cabo las investigaciones fundamentales
sobre la clorofila y la asimilación del ácido
carbónico. Apenas había discusión científica en la que
Stoll no citara a su venerado Willstätter y su actividad
en el laboratorio de éste.
Los métodos de trabajo de los que disponían los
químicos en el terreno de la química orgánica a principios
de los años treinta seguían siendo esencialmente
los mismos que había aplicado Justus von Liebig
cien años antes. El progreso más importante alcanzado
desde entonces fue la introducción del microanálisis
por B. Pregl, que permite averiguar la composición
elemental de un compuesto con sólo unos
miligramos de sustancia, mientras que antes se necesitaban
algunos decigramos. Todos los demás métodos
físico–químicos de los que disponen los químicos
hoy en día y que han transformado y agilizado su
labor, aumentado su eficacia y creado posibilidades
totalmente nuevas, sobre todo en la dilucidación de
estructuras, todavía no existían.
Para las investigaciones sobre los glicósidos de la
escila y los primeros trabajos en el campo del cornezuelo
aún apliqué los viejos métodos separativos y de
purificación de la época de Liebig: extracción, precipitación
y cristalización fraccionadas, etc. En investigaciones
posteriores me fue de gran utilidad la introducción
de la cromatografía de columna, el primer paso importante
en la moderna técnica de laboratorio. Para
las determinaciones estructurales, que hoy día pueden
realizarse rápida y elegantemente con métodos espectroscópicos
y análisis estructural con rayos X, sólo
se disponía de los viejos y laboriosos métodos de la
desintegración y derivación química en los primeros
trabajos fundamentales sobre el cornezuelo.
El ácido lisérgico y sus compuestos
El ácido lisérgico demostró ser una sustancia de
fácil descomposición, y su combinación con restos
alcalinos ofrecía dificultades. Finalmente encontré en
el método conocido como síntesis de Curtius un procedimiento
que permitía combinar el ácido lisérgico
con restos básicos.
Con este método produje una gran cantidad de
compuestos de ácido lisérgico. Al combinar el ácido
lisérgico con el aminoalcohol propanolamina surgió un
compuesto idéntico a la ergobasina, el alcaloide natural
del cornezuelo. Había tenido éxito, pues, la primera
síntesis parcial de un alcaloide del cornezuelo (síntesis
parcial es una producción artificial en la que se emplea,
sin embargo, un componente natural; en este caso el
ácido lisérgico). No sólo tenía un interés científico como
confirmación de la estructura química de la ergobasina,
sino también una importancia práctica, puesto
que el factor específico contractor del útero y hemostático,
la ergobasina, se encuentra en el cornezuelo
sólo en cantidad muy pequeña. Con esta síntesis parcial,
se posibilitó transformar los otros alcaloides, presentes
en abundancia en el cornezuelo, en la ergobasina,
valiosa para la obstetricia.
Después de este primer éxito en el terreno del cornezuelo,
mis investigaciones continuaron en dos direcciones.
Primero intenté mejorar las propiedades farmacológicas
de la ergobasina modificando su parte
de aminoalcohol. Junto con uno de mis colegas, el
Dr. J. Peyer, desarrollamos un procedimiento para la
producción racional de propanolamina y de otros
aminoalcoholes. El reemplazo de la propanolamina
contenida en la ergobasina por el aminoalcohol butanolamina
dio efectivamente una sustancia activa que
superaba el alcaloide natural en sus propiedades terapéuticas.
Esta ergobasina mejorada, con el nombre de
marca «Methergin», ha hallado una aplicación universal
como citócico y hemostático, y es hoy día el medicamento
más importante para esta indicación obstétrica.
Además introduje mi método de síntesis para producir
nuevos compuestos del ácido lisérgico, en los
que lo principal no era su efecto sobre el útero, pero
de los que, por su estructura química, podían esperarse
otras propiedades farmacológicas interesantes.
La sustancia n.° 25 en la serie de estos derivados sintéticos
del ácido lisérgico, la dietilamida del ácido
lisérgico (N. d. T.: en alemán, L.ysergs .äured.iäthylamid),
que para el uso del laboratorio abrevié LSD–25, la sinteticé
por primera vez en 1938. Había planificado la
síntesis de este compuesto con la intención de obtener
un estimulante para la circulación y la respiración
(analéptico). Se podían esperar esas cualidades
estimulantes de la dietilamida del ácido lisérgico, porque
su estructura química presentaba similitudes con
la dietilamida del ácido nicotínico («coramina»), un
analéptico ya conocido en aquel entonces. Al probar
el LSD–25 en la sección farmacológica de Sandoz, cuyo
director era el profesor Ernst Rothlin, se comprobó
un fuerte efecto sobre el útero, con aproximadamente
un 70.% de la actividad de la ergobasina. Por lo demás
se consignó en el informe que los animales de
prueba se intranquilizaron con la narcosis. Pero la
sustancia no despertó un interés ulterior entre nuestros
farmacólogos y médicos; por eso se dejaron de
lado otros ensayos.
Durante cinco años reinó el más absoluto silencio
en torno al LSD–25. En el interín, mis trabajos en el
terreno del cornezuelo de centeno prosiguieron en otra
dirección. Al purificar la ergotoxina, el material de
partida para el ácido lisérgico, tuve, como ya he
dicho, la impresión de que este preparado de alcaloides
no podía ser uniforme, sino que tenía que
ser una mezcla de diversas sustancias. Las dudas sobre
la uniformidad de la ergotoxina se acentuaron
cuando una hidrogenación dio dos productos claramente
distintos, mientras que en las mismas condiciones
el alcaloide ergotamina daba un solo producto
hidrogenado. Unos prolongados ensayos sistemáticos
para descomponer la sospechada mezcla de ergotoxina
finalmente dieron resultado, cuando logré
descomponer este preparado de alcaloides en tres componentes
uniformes. Uno de los tres alcaloides químicamente
uniformes resultó ser idéntico a un alcaloide
aislado poco antes en la sección de producción;
A. Stoll y E. Burckhardt lo habían llamado ergocristuia.
Los otros dos alcaloides eran nuevos. Uno de
ellos lo llamé ergocornina, y al otro, que había quedado
mucho tiempo en las aguamadres, lo designé
ergocriptina (Kryptos = oculto). Más tarde se comprobó
que la ergocriptina se presenta en dos isómeros
estructurales, que se distinguen como alfa y beta
ergocriptina.
La solución del problema de la ergotoxina no sólo
tenía un interés científico, sino que también tuvo consecuencias
prácticas. De allí surgió un medicamento
valioso. Los tres alcaloides hidrogenados de la ergotoxina:
la dihidro–ergocristina, la dihidro–ergocriptina
y la dihidro–ergocornina, que produje en el curso de
esta investigación, evidenciaron interesantes propiedades
medicinales durante la prueba en la sección
farmacológica del profesor Rothlin. Con estas tres
sustancias activas se desarrolló el preparado farmacéutico
«hidergina», un medicamento para fomentar
la irrigación periférica y cerebral y mejorar las funciones
cerebrales en la lucha contra los trastornos
de la vejez. La hidergina ha respondido a las expectativas
como medicamento eficaz para esta indicación
geriátrica. Hoy día ocupa el primer puesto en las ventas
de los productos farmacéuticos de Sandoz.
Asimismo ha ingresado en el tesoro de medicamentos
la dihidro–ergotamina, que había sintetizado también
en el marco de estas investigaciones. Con el
nombre de marca «Dihydergot» se lo emplea como
estabilizador de la circulación y la presión sanguínea.
Mientras que hoy en día la investigación de proyectos
importantes se realiza casi exclusivamente como
trabajo en grupo, teamwork, estas investigaciones sobre
los alcaloides del cornezuelo aún las realicé yo
solo. También siguieron en mis manos los pasos químicos
posteriores del desarrollo hasta el preparado
de venta en el mercado, es decir, la producción de cantidades
mayores de sustancia para las pruebas químicas
y finalmente la elaboración de los primeros procedimientos
para la producción masiva de «Methergin»,
«Hydergin» y «Dihydergot». Ello regía también para
el control analítico en el desarrollo de las primeras
formas galénicas de estos tres preparados, las ampollas,
las soluciones para instilar y los comprimidos.
Mis colaboradores eran, en aquella época, un laborante
y un ayudante de laboratorio, y luego una laborante
y un técnico químico adicionales.
El descubrimiento de los efectos psíquicos del LSD
Todos los fructíferos trabajos, aquí sólo brevemente
reseñados, que surgieron a partir de la solución
del problema de la ergotoxina, de todos modos no me
hicieron olvidar por completo la sustancia LSD–25. Un
extraño presentimiento de que esta sustancia podría
poseer otras cualidades que las comprobadas en la
primera investigación me motivaron a volver a producir
LSD–25 cinco años después de su primera síntesis
para enviarlo nuevamente a la sección farmacológica
a fin de que se realizara una comprobación ampliada.
Esto era inusual, porque las sustancias de ensayo
normalmente se excluían definitivamente del programa
de investigaciones si no se evaluaban como
interesantes en la sección farmacológica.
En la primavera de 1943, pues, repetí la síntesis
de LSD–25. Igual que la primera vez, se trataba sólo
de la obtención de unas décimas de gramo de este
compuesto.
En la fase final de la síntesis, al purificar y cristalizar
la diamida del ácido lisérgico en forma de tartrato
me perturbaron en mi trabajo unas sensaciones
muy extrañas. Extraigo la descripción de este incidente
del informe que le envié entonces al profesor
Stoll.
El viernes pasado, 16 de abril de 1943, tuve que
interrumpir a media tarde mi trabajo en el laboratorio
y marcharme a casa, pues me asaltó una
extraña intranquilidad acompañada de una ligera
sensación de mareo. En casa me acosté y caí en
un estado de embriaguez no desagradable, que se
caracterizó por una fantasía sumamente animada.
En un estado de semipenumbra y con los ojos
cerrados (la luz del día me resultaba desagradablemente
chillona) me penetraban sin cesar unas
imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria
y con un juego de colores intenso, caleidoscópico.
Unas dos horas después este estado desapareció.
La manera y el curso de estas apariciones misteriosas
me hicieron sospechar una acción tóxica externa,
y supuse que tenía que ver con la sustancia con
la que acababa de trabajar, el tartrato de la dietilamida
del ácido lisérgico. En verdad no lograba imaginarme
cómo podría haber resorbido algo de esta
sustancia, dado que estaba acostumbrado a trabajar
con minuciosa pulcritud, pues era conocida la toxicidad
de las sustancias del cornezuelo. Pero quizás un
poco de la solución de LSD había tocado de todos
modos a la punta de mis dedos al recristalizarla, y
un mínimo de sustancia había sido reabsorbida por la
piel. Si la causa del incidente había sido el LSD, debía
tratarse de una sustancia que ya en cantidades mínimas
era muy activa. Para ir al fondo de la cuestión
me decidí por el autoensayo. Quería ser prudente, por
lo cual comencé la serie de ensayos en proyecto con
la dosis más pequeña de la que, comparada con la
eficacia de los alcaloides de cornezuelo conocidos, podía
esperarse aún algún efecto, a saber, con 0,25 mg
(mg = miligramos = milésimas de gramo) de tartrato
de dietilamida de ácido lisérgico.
Autoensayos
19.IV/16.20: toma de 0,5 cm3 de una solución acuosa
al 1/2 por mil de solución de tartrato de dietilamida
peroral. Disuelta en unos 10 cm3 de agua
insípida.
17.00: comienzo del mareo, sensación de miedo. Perturbaciones
en la visión. Parálisis con risa compulsiva.
Añadido el 21.IV:
Con velomotor a casa. Desde las 18 hs. hasta
aproximadamente las 20 hs.: punto más grave
de la crisis (cf. informe especial).
Escribir las últimas palabras me costó un ingente
esfuerzo. Ya ahora sabía perfectamente que el LSD
había sido la causa de la extraña experiencia del viernes
anterior, pues los cambios de sensaciones y vivencias
eran del mismo tipo que entonces, sólo que mucho
más profundos. Ya me costaba muchísimo hablar
claramente, y le pedí a mi laborante, que estaba enterada
del autoensayo, que me acompañara a casa.
En el viaje en bicicleta —en aquel momento no podía
conseguirse un coche; en la época de posguerra
los automóviles estaban reservados a unos pocos privilegiados—
mi estado adoptó unas formas amenazadoras.
Todo se tambaleaba en mi campo visual, y
estaba distorsionado como en un espejo alabeado.
También tuve la sensación de que la bicicleta no se
movía. Luego mi asistente me dijo que habíamos viajado
muy deprisa. Pese a todo llegué a casa sano y
salvo y con un último esfuerzo le pedí a mi acompañante
que llamara a nuestro médico de cabecera y
les pidiera leche a los vecinos.
A pesar de mi estado de confusión embriagada,
por momentos podía pensar clara y objetivamente:
leche como desintoxicante no específico.
El mareo y la sensación de desmayo de a ratos se
volvieron tan fuertes, que ya no podía mantenerme
en pie y tuve que acostarme en un sofá. Mi entorno
se había transformado ahora de modo aterrador. Todo
lo que había en la habitación estaba girando, y los
objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas
y generalmente amenazadoras. Se movían sin
cesar, como animados, llenos de un desasosiego interior.
Apenas reconocí a la vecina que me trajo leche
—en el curso de la noche bebí más de dos litros. No
era ya la señora R., sino una bruja malvada y artera
con una mueca de colores. Pero aún peores que estas
mudanzas del mundo exterior eran los cambios que
sentía en mí mismo, en mi íntima naturaleza. Todos
los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe
del mundo externo y la disolución de mi yo parecían
infructuosos. En mí había penetrado un demonio y se
había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el
alma. Me levanté y grité para liberarme de él, pero
luego volví a hundirme impotente en el sofá. La sustancia
con la que había querido experimentar me había
vencido. Ella era el demonio que triunfaba haciendo
escarnio de mi voluntad. Me cogió un miedo terrible
de haber enloquecido. Me había metido en otro
mundo, en otro cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo
me parecía insensible, sin vida, extraño. ¿Estaba muriendo?
¿Era el tránsito? Por momentos creía estar
fuera de mi cuerpo y reconocía claramente, como un
observador externo, toda la tragedia de mi situación.
Morir sin despedirme de mi familia... mi mujer había
viajado ese día con nuestros tres hijos a visitar a sus
padres en Lucerna. ¿Entendería alguna vez que yo no
había actuado irreflexiva, irresponsablemente, sino
que había experimentado con suma prudencia y que
de ningún modo podía preverse semejante desenlace?
No sólo el hecho de que una familia joven iba a perder
prematuramente a su padre, sino también la idea
de tener que interrumpir antes de tiempo mi labor de
investigador, que tanto me significaba, en medio de un
desarrollo fructífero, promisorio e incompleto, aumentaban
mi miedo y mi desesperación. Llena de amarga
ironía se entrecruzaba la reflexión de que era esta
dietilamida del ácido lisérgico que yo había puesto
en el mundo la que ahora me obligaba a abandonarlo
prematuramente.
Cuando llegó el médico yo había superado el punto
más alto de la crisis. Mi laborante le explicó mi autoensayo,
pues yo mismo aún no estaba en condiciones
de formular una oración coherente. Después de haber
intentado señalarle mi estado físico presuntamente
amenazado de muerte, el médico meneó desconcertado
la cabeza, porque fuera de unas pupilas
muy dilatadas no pudo comprobar síntomas anormales.
El pulso, la presión sanguínea y la respiración
eran normales. Por eso tampoco me suministró medicamentos,
me llevó al dormitorio y se quedó observándome
al lado de la cama. Lentamente volvía yo
ahora de un mundo ingentemente extraño a mi realidad
cotidiana familiar. El susto fue cediendo y dio
paso a una sensación de felicidad y agradecimiento
crecientes a medida que retornaban un sentir y pensar
normales y creía la certeza de que había escapado
definitivamente del peligro de la locura.
Ahora comencé a gozar poco a poco del inaudito
juego de colores y formas que se prolongaba tras mis
ojos cerrados. Me penetraban unas formaciones coloridas,
fantásticas, que cambiaban como un calidoscopio,
en círculos y espirales que se abrían y volvían
a cerrarse, chisporroteando en fontanas de colores,
reordenándose y entrecruzándose en un flujo incesante.
Lo más extraño era que todas las percepciones
acústicas, como el ruido de un picaporte o un automóvil
que pasaba, se transformaban en sensaciones
ópticas. Cada sonido generaba su correspondiente ima-
gen en forma y color, una imagen viva y cambiante.
A la noche regresó mi esposa de Lucerna. Se le
había comunicado por teléfono que yo había sufrido
un misterioso colapso. Dejó a nuestros hijos con
los abuelos. En el interín me había recuperado al
punto de poder contarle lo sucedido.
Luego me dormí exhausto y desperté a la mañana
siguiente reanimado y con la cabeza despejada, aunque
físicamente aún un poco cansado. Me recorrió
una sensación de bienestar y nueva vida. El desayuno
tenía un sabor buenísimo, un verdadero goce.
Cuando más tarde salí al jardín, en el que ahora,
después de una lluvia primaveral, brillaba el sol,
todo centelleaba y refulgía en una luz viva. El mundo
parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban
en un estado de máxima sensibilidad que se
mantuvo todo el día.
Este autoensayo mostró que el LSD–25 era una
sustancia psicoactiva con propiedades extraordinarias.
Que yo sepa, no se conocía aún ninguna sustancia
que con una dosis tan baja provocara efectos
psíquicos tan profundos y generara cambios tan dramáticos
en la experiencia del mundo externo e interno
y en la conciencia humana.
Me parecía asimismo muy importante el hecho de
que pudiera recordar todos los detalles de lo vivenciado
en el delirio del LSD. La única explicación
posible era que, pese a la perturbación intensa de la
imagen normal del mundo, la conciencia capaz de
registrar no se anulaba ni siquiera en el punto culminante
de la experiencia del LSD. Además, durante
todo el tiempo del ensayo había sido consciente de
estar en medio del experimento, sin que, sin embargo,
hubiera podido espantar el mundo del LSD
a partir del reconocimiento de mi situación y por
más que esforzara mi voluntad. Lo vivía, en su realidad
terrorífica, como totalmente real, aterradora,
porque la imagen de la otra, la familiar realidad
cotidiana, había sido plenamente conservada en la
conciencia.
Lo que también me sorprendió fue la propiedad
del LSD de provocar un estado de embriaguez tan
abarcador e intenso sin dejar resaca. Al contrario:
al día siguiente me sentí —como lo he descrito—
en una excelente disposición física y psíquica.
Era consciente de que la nueva sustancia activa
LSD, con semejantes propiedades, tenía que ser útil
en farmacología, en neurología y sobre todo en psiquiatría,
y despertar el interés de los especialistas.
Pero lo que no podía imaginarme entonces era que
la nueva sustancia se usaría fuera del campo de la
medicina, como estupefaciente en la escena de las
drogas. Como en mi primer autoensayo había vivido
el LSD de manera terroríficamente demoníaca, no
podía siquiera sospechar que esta sustancia hallaría
una aplicación como estimulante, por así decirlo.
También reconocí sólo después de otros ensayos,
llevados a cabo con dosis mucho menores y bajo
otras condiciones, la significativa relación entre la
embriaguez del LSD y la experiencia visionaria espontánea.
Al día siguiente escribí el ya mencionado informe
al profesor Stoll sobre mis extraordinarias experiencias
con la sustancia LSD–25; le envié una copia al
director de la sección farmacológica, profesor Rothlin.
Como no cabía esperarlo de otro modo, mi informe
causó primero una extrañeza incrédula. En
seguida me telefonearon desde la dirección; el profesor
Stoll preguntaba: «¿Está seguro de no haber
cometido un error en la balanza? ¿Es realmente correcta
la indicación de la dosis?». El profesor Rothlin
formuló la misma pregunta. Pero yo estaba seguro,
pues había pesado y dosificado con mis propias manos.
Las dudas expresadas estaban justificadas en
la medida en que hasta ese momento no se conocía
ninguna sustancia que en fracciones de milésimas de
gramo surtiera el más mínimo efecto psíquico. Parecía
casi increíble una sustancia activa de tamaña
potencia.
El propio profesor Rothlin y dos de sus colaboradores
fueron los primeros que repitieron mi autoensayo,
aunque sólo con un tercio de la dosis que yo
había empleado. Pero aún así los efectos fueron
sumamente impresionantes y fantásticos. Todas las
dudas respecto de mi informe quedaron disipadas.
2
LSD en la experimentación animal
y en la investigación biológica
Tras el descubrimiento de sus insólitos efectos
psíquicos, la sustancia LSD–25, que cinco años antes,
después de unas primeras pruebas en experimentos
animales, había sido excluida de una investigación
ulterior, fue reincluida en la serie de preparados medicinales
experimentales. La mayoría de los ensayos
fundamentales con animales los realizó, en la sección
farmacológica de Sandoz, dirigida por Rothlin,
el Dr. Aurelio Cerletti, a quien debe considerarse el
pionero de la investigación farmacológica del LSD.
Antes de que pueda experimentarse una nueva
sustancia activa en ensayos clínicos sistemáticos aplicados
al hombre, hay que averiguar, mediante pruebas
farmacológicas, datos detallados sobre sus efectos
principales y secundarios, su absorción en el organismo,
su excreción y, sobre todo, su tolerancia,
respectivamente su toxicidad, en la experimentación
animal.
Aquí sólo se comentarán los hallazgos más importantes
y comprensibles también para el lego en
medicina obtenidos en los experimentos animales.
Excedería con mucho el marco de este libro mencio-
nar todos los resultados de los muchos centenares
de investigaciones farmacológicas que se realizaron
en todo el mundo a continuación de los trabajos
sobre el LSD de los Laboratorios Sandoz.
Los experimentos animales no informan mucho
acerca de las modificaciones psíquicas ocasionadas
por el LSD, porque éstas casi no se pueden comprobar
en los animales inferiores y en modo restringido
en los más evolucionados. El LSD desplegaba sus
efectos sobre todo en el dominio de las funciones
psíquicas y espirituales superiores y en las más altas
de todas. Así es comprensible que puedan esperarse
reacciones específicas al LSD en animales superiores.
No pueden comprobarse cambios psíquicos sutiles
en el animal, pues, aunque se hayan producido, el
animal no puede expresarlos. Sólo pueden reconocerse
perturbaciones psíquicas relativamente masivas,
que se expresan en una conducta distinta del
animal de experimentación. Para ello hacen falta
dosis que también en animales superiores, como gatos,
perros y monos, son muy superiores a la dosis
del LSD activa en el hombre.
Mientras que en el ratón sólo pueden comprobarse
perturbaciones en la motilidad y cambios en la conducta
de lamido, en el gato, además de síntomas
vegetativos, como pelos erizados y la presencia de alucinaciones.
Los animales miran fijamente y atemorizados,
y contrariamente al proverbio [alemán] de
que «el gato nunca deja de cazar ratones», no sólo
deja de hacerlo sino que hasta les teme. También en
perros sometidos al LSD es de suponer que se producen
alucinaciones. Muy sensible es la reacción de
una comunidad de chimpancés en una jaula cuando
un miembro de la familia toma LSD. Aunque en el
propio animal no puedan comprobarse cambios, toda
la jaula se alborota, porque el chimpancé con LSD
aparentemente deja de cumplir con precisión las leyes
del muy sutil orden jerárquico familiar. Entre las especies
animales extravagantes en las que se probó el
LSD citemos únicamente los peces de colores y las
arañas. En los peces de acuario se observan extrañas
posiciones de natación, y en las arañas se pueden
comprobar cambios provocados por el LSD en la
construcción de la telaraña. Con dosis óptimas muy
bajas las telarañas se construyen aún más regulares
y exactas que las normales; pero con dosis más altas,
las arañas tejen mal y rudimentariamente.
¿Cuan venenoso es el LSD?
La toxicidad del LSD se averiguó con distintas
especies animales. Una medida para la toxicidad de
una sustancia es la LD50, esto es, la dosis letal media,
es decir, la dosis a la que muere el 50.% de los animales
tratados. En general varía mucho según la especie
animal, y así también ocurre con LSD. Para el
ratón la LD50 es de 50–60 mg/kg i.v., es decir, 50–60 milésimas
de gramo por cada kilogramo de peso del animal,
al inyectar la solución de LSD en una vena.
En la rata la LD50 desciende a 16,5 mg/kg y en el
conejo a 0,3 mg/kg. Un elefante al que se le dieron
0,297g de LSD murió después de pocos minutos.
Suponiendo que este animal pesaba 5.000 kg, la dosis
mortal resulta ser de 0,06 miligramos por kilogramo
de peso. Como se trata de un caso particular, este
valor no es comparable, pero puede concluirse que
el mayor animal terrestre es relativamente muy sensible
al LSD, pues la dosis letal para el elefante debe
de ser mil veces menor que la del ratón. La mayoría
de los animales con dosis letales de LSD muere de
parálisis respiratoria.
Las dosis pequeñas que llevan a los animales a la
muerte pueden crear la impresión de que el LSD es
una sustancia muy venenosa. Pero si se compara la
dosis mortal para los animales con la dosis activa en
el hombre, que es de 0,003 a 0,001 miligramos por
kilogramo de peso, resulta una excelente tolerancia
para el LSD. Sólo una sobredosis 300–600 veces mayor
de LSD, comparada con la dosis letal para el conejo,
o unas 50.000–100.000 veces mayor que la dosis tóxica
para el ratón, tendrían consecuencias mortales en el
hombre. Estas comparaciones de tolerancia, sin embargo,
hay que entenderlas sólo en sentido dimensional,
pues la amplitud terapéutica —así se designa la
diferencia entre la dosis activa y la mortal— debería
determinarse en una misma especie. Pero este proceder
aquí no es posible, porque no se conoce la dosis
de LSD que es mortal para el hombre. Por lo que sé,
aún no se han conocidos muertes como consecuencia
directa de un envenenamiento por LSD. Sí se han presentado
numerosos casos de incidentes con desenlace
mortal a continuación de ingestiones de LSD, pero
se trataba de desgracias, también de suicidios, que
deben atribuirse al estado de turbación producido por
la embriaguez del LSD. La peligrosidad del LSD no
reside en su toxicidad, sino en la imposibilidad de
prever sus efectos psíquicos.
Hace algunos años se publicaron en la bibliografía
científica y también en la prensa general unos informes
según los cuales el LSD habría provocado daño
a los cromosomas, es decir, en la sustancia que determina
los caracteres hereditarios. Pero estos hallazgos
se habían establecido únicamente en casos individuales.
Amplias investigaciones posteriores con un número
grande, estadísticamente significativo de casos
demostraron, empero, que no existe una relación entre
las anomalías cromosomáticas y la medicación con
LSD. Lo mismo vale para los informes sobre malformaciones
fetales, presuntamente generadas por LSD.
Es posible, en cambio, que en la experimentación animal
unas dosis excesivas de LSD, que están muy por
encima de las que se aplican al ser humano, generen
malformaciones de los fetos. Pero esto se corresponde
con condiciones en las que también provocan tales
daños las sustancias activas inocuas.
El examen de informes sobre malformaciones en
el hombre ha evidenciado que tampoco aquí existe
una relación entre el consumo de LSD y tales perjuicios.
Si esa relación entre el consumo y efectos perniciosos
existiera, tendría que haberse manifestado
hace tiempo, puesto que han ingerido LSD ya varios
millones de personas.
El LSD se resorbe fácil y completamente en el tubo
digestivo. Por tanto, salvo fines especiales, no es necesario
inyectar el LSD. Con LSD marcado radioactivamente
se pudo comprobar en experimentos con ratones
que, salvo un resto pequeño, el LSD administrado
por vía endovenosa desaparece muy pronto del torrente
circulatorio, para distribuirse en todo el organismo.
Sorprendentemente la concentración más baja
se encuentra en el cerebro. Aquí se concentra en determinados
centros del cerebro intermedio, que tiene
un papel en la regulación de la vida afectiva. Estos
hallazgos dan indicios sobre la localización de determinadas
funciones psíquicas en el cerebro.
La concentración de LSD en los diversos órganos
alcanza sus máximos unos diez a quince minutos después
de la inyección; luego decae rápidamente. Una
excepción la constituye el intestino delgado, en el que
la concentración alcanza su máximo a las dos horas.
La eliminación del LSD se produce en su mayor parte,
en un 80.%, por el hígado y la bilis a través del
intestino. El producto excretado contiene un 1.% al
10.% de LSD inalterado; el resto está compuesto por
diversos productos de transformación.
Dado que los efectos psíquicos del LSD siguen
cuando ya no se puede verificar su presencia en el
organismo, debe suponerse que ya no actúa como tal,
sino que pone en movimiento determinados mecanismos
bioquímicos, neurofisiológicos y psíquicos que
llevan al estado de embriaguez, y que luego continúan
sin sustancia activa.
El LSD estimula centros del sistema nervioso simpático
en el cerebro intermedio, lo cual conduce a la
dilatación de pupilas, al incremento de la temperatura
corporal y el aumento del nivel de glucemia. Ya
se mencionó el efecto contractor del útero de LSD.
Una propiedad farmacológica particularmente interesante
del LSD, descubierta por J. H. Gaddum en
Inglaterra, es su efecto bloqueador de la serotonina.
La serotonina es una sustancia activa natural que
aparece en diversos órganos del organismo de animales
de sangre caliente. Está concentrada en el cerebro
intermedio y tiene un papel importante en la transmisión
de estímulos en ciertos nervios y con ello en
la bioquímica de las funciones psíquicas. Durante un
tiempo se atribuyeron los efectos psíquicos del LSD
a la perturbación de las funciones naturales de la
serotonina. Pero pronto se mostró que también ciertos
derivados del LSD, unos compuestos en los que
la estructura química del LSD está apenas modificada,
y que no presentan propiedades alucinógenas, impiden
los efectos de la serotonina tanto o más que
el LSD puro. Por lo tanto, el efecto bloqueador de la
serotonina por parte del LSD no basta para explicar
sus propiedades alucinógenas.
El LSD también influye en funciones neurofisiológicas
conectadas con la dopamina, una sustancia de
tipo hormonal igualmente natural. La mayoría de los
centros cerebrales que responden a la dopamina se
activan con el LSD; otros se ven amortiguados.
Todavía no se conocen los mecanismos bioquímicos
a través de los cuales el LSD desarrolla sus efectos
psíquicos. Investigaciones sobre la interrelación
entre el LSD y factores cerebrales como la serotonina
y la dopamina son ejemplos de cómo el LSD puede
servir de instrumento para estudiar los procesos bioquímicos
que están en la base de las funciones psíquicas.
3
Derivados químicos del LSD
Cuando en la investigación farmacéutico–química
se descubre una nueva sustancia activa, sea por aislamiento
de una droga vegetal o de órganos animales,
sea por síntesis, como en el caso del LSD, el químico,
mediante modificaciones de su molécula, intenta crear
nuevos compuestos que tengan un efecto similar y
en lo posible mejor, u otras cualidades activas valiosas.
Se habla entonces de la derivación química de
este tipo de sustancia activa. En la abrumadora mayoría
de las, digamos, veinte mil sustancias nuevas que
se crean anualmente en los laboratorios de investigación
farmacéutico–química de todo el mundo, se trata
de tales productos derivados de relativamente pocos
tipos de sustancias activas. El hallazgo de una sustancia
realmente nueva en cuanto a estructura química
y efecto farmacológico se refiere es un raro golpe de
fortuna.
Poco después del descubrimiento de los efectos
psíquicos del LSD me asignaron dos colaboradores,
con los que pude llevar a cabo la derivación química
del LSD y otras investigaciones en el terreno de los
alcaloides del cornezuelo sobre una base más amplia.
Con el Dr. Theodor Petrzilka continuamos los trabajos
sobre la estructura química de los alcaloides del
cornezuelo del tipo péptido, a los que pertenecían la
ergotamina y los alcaloides del grupo de la ergotoxina.
Junto con el Dr. Franz Troxler fabricamos un gran número
de derivados químicos del LSD, e intentamos
obtener una mayor comprensión de la estructura del
ácido lisérgico —para el cual investigadores americanos
habían ya propuesto una fórmula estructural.
En 1949 logramos corregir esa fórmula e indicar la
estructura válida de esta piedra fundamental de los
alcaloides del cornezuelo y, por ende, del LSD.
Las investigaciones de los alcaloides péptidos del
cornezuelo llevaron a las fórmulas estructurales completas
de estas sustancias; las publicamos en 1951.
Su corrección fue confirmada por la síntesis total
de la ergotamina que pudo realizarse diez años después
junto a dos colaboradores más jóvenes, los doctores
Albert J. Frey y Hans Ott. Más tarde, esta síntesis
fue evolucionando hasta transformarse en un
procedimiento a escala industrial; el mérito de esta
evolución le corresponde sobre todo al Dr. Paul A.
Stadler. La preparación sintética de los alcaloides
péptidos del cornezuelo usando ácido lisérgico, que
se obtiene de soluciones de cultivos especiales de la
seta del cornezuelo, tiene una gran importancia económica.
Con este procedimiento pueden fabricarse las
sustancias de partida para los medicamentos Hydergin
y Dihydergot de manera racional.
Volvamos a las modificaciones químicas del LSD.
Ninguno de los muchos derivados del ácido lisérgico
emparentados con el LSD y preparados a partir de
1945 en colaboración con el Dr. Troxler era más activo
como alucinógeno que el LSD. Ya los parientes más
cercanos resultaban mucho menos activos en este respecto.
Hay cuatro posibilidades de ordenamiento especial
de los átomos en la molécula de LSD. En el lenguaje
profesional se las distingue con el prefijo iso-
y las letras D– y L–. Además del LSD, que debería designarse
más precisamente como D–dietilamida del
ácido lisérgico, preparé y autoensayé asimismo las
otras tres formas espaciales del LSD: la D–dietilamida
del ácido lisérgico (iso–LSD), la L–dietilamida del ácido
lisérgico (L–LSD) y la L–isodietilamida del ácido
lisérgico (L–iso–LSD). Hasta una dosis de 0,5 mg, es
decir una cantidad veinte veces mayor que la dosis
de LSD aún claramente activa, estos tres isómeros
no presentaban efecto psíquico alguno.
Una sustancia muy cercana al LSD, la monoetilamida
del ácido lisérgico (LAE–23), en el que el resto
de dietilamida del LSD uno de los grupos etilo está
sustituido por un átomo de hidrógeno, resultó ser
diez veces menos psicoactiva que el LSD. También
es cualitativamente distinto el efecto alucinógeno de
esta sustancia: se caracteriza por un componente narcótico.
Este efecto es aún más pronunciado en la amida
del ácido lisérgico (LA–111), en el que ambos grupos
etilo del LSD están sustituidos por átomos de hidrógeno.
Estos efectos de LA–111 y la LAE–32, que comprobé
en autoensayos, fueron confirmados más tarde
en exámenes clínicos.
La amida del ácido lisérgico, que habíamos sintetizado
artificialmente para estas investigaciones, la reencontramos
quince años después como sustancia activa
natural presente en el ololiuqui, la droga mágica
mejicana. En una sección posterior trataré más extensamente
este descubrimiento sorprendente.
Los resultados de la derivación química del LSD
fueron valiosos para la investigación farmacológica
al hallarse derivados que eran apenas o nada alucinógenos,
y que en cambio presentaban intensificados
otros efectos del LSD. Uno de ellos es un efecto bloqueador
de la neurohormona serotonina, que señalábamos
al discutir las propiedades farmacológicas del
LSD. Como la serotonina cumple un papel en los
procesos alérgico–inflamatorios y también en el origen
de la migraña, una sustancia específicamente bloqueadora
de la serotonina era muy importante para la
investigación médica. Por eso buscamos sistemáticamente
los derivados del LSD no alucinógenos pero con
la mayor eficacia posible como inhibidores de la serotonina.
La primera sustancia activa de esa índole que
hallamos fue el bromo–LSD, que se ha difundido en
la investigación médico–biológica con la designación
de BOL–148. A continuación y en el marco de nuestras
investigaciones sobre antagonistas de la serotonina,
el Dr. Troxler creó unos compuestos aún más fuertes
y específicos. El más eficaz ingresó en el mercado de
medicamentos con el nombre de marca de «Deseril»
(en el ámbito angloparlante con el de «Sansert») para
el tratamiento a intervalos de la migraña.

4
La aplicación de LSD en psiquiatría
La primera investigación sistemática del LSD en el
ser humano fue realizada por el Dr. med. Werner A.
Stoll, un hijo del profesor Arthur Stoll, en la clínica
psiquiátrica de la universidad de Zurich y publicada
en 1947 en el Schweizer Archiv für Neurologie und
Psychiatrie (Archivo Suizo de Neurología y Psiquiatría)
bajo el título de «La dietilamida del ácido lisérgico,
un phantasticum del grupo del cornezuelo de
centeno».
La prueba se realizó tanto con personas sanas
cuanto con esquizofrénicas. Las dosis eran mucho menores
que en mi autoensayo con 0,25 mg de tartrato
de LSD; se emplearon sólo 0,02–0,13 mg. Los sentimientos
durante la embriaguez de LSD fueron aquí
predominantemente eufóricos, mientras que en mí, a
consecuencia de la sobredosis, se habían caracterizado
por graves síntomas secundarios y temor al desenlace
incierto.
En esta publicación fundamental ya se describían
científicamente todos los síntomas de la embriaguez
lisérgica y se caracterizaba la nueva sustancia activa
como un phantasticum. La cuestión de la acción terapéutica
del LSD quedaba en suspenso. Se destacaba,
en cambio, la elevadísima eficacia del LSD, que se
mueve en dimensiones como las que se suponen para
unas sustancias —traza que están presentes en el organismo
y son las causantes de determinadas enfermedades
mentales. Dada la enorme eficacia del LSD,
esta primera publicación ya tomaba en consideración,
asimismo, la posibilidad de aplicarlo como instrumento
de investigación psiquiátrica.
El primer autoensayo de un psiquiatra
En su publicación, W. A. Stoll dio también una
amplia descripción de su propia experiencia con LSD.
Como se trata de la primera publicación del autoensayo
de un psiquiatra, y muestra muchos rasgos
característicos de la embriaguez del LSD, conviene
reproducirla aquí, un poco abreviada. Le agradezco
a su autor el permitir la reproducción de su informe.
A las 8.00 horas ingerí 60 (0,06 miligramos)
de LSD. Unos 20 minutos más tarde se presentaron
los primeros síntomas: pesadez en los
miembros, suaves indicios atáxicos. Comenzó una
fase subjetivamente muy desagradable de malestar
generalizado, paralela a la hipotensión objetivamente
medida...
Luego se presentó cierta euforia, que sin embargo
me parecía menor que en un ensayo anterior.
Aumentó la ataxia; caminé con largos pasos
«navegando» por la habitación. Me sentí un poco
mejor, pero preferí acostarme.
Después de dejar la habitación a oscuras (experimento
de oscuridad), se presentó —en medida
creciente— una experiencia desconocida de
inimaginable intensidad. Se caracterizaba por
una increíble variedad de alucinaciones ópticas,
que surgían y desaparecían muy rápidamente,
para dar paso a formaciones nuevas. Era un alzarse,
circular, burbujear, chisporrotear, llover,
cruzarse y entrelazarse en un torrente incesante.
El movimiento parecía fluir hacia mí predominantemente
desde el centro o la esquina inferior
izquierda de la imagen. Cuando se dibujaba
una forma en el centro, simultáneamente el resto
del campo visual estaba lleno de un sinnúmero
de esas imágenes. Todas eran coloridas;
predominaban el rojo brillante, el amarillo y el
verde.
Nunca lograba detenerme en una imagen.
Cuando el director del ensayo remarcaba mi
vasta fantasía, la riqueza de mis indicaciones,
no podía menos que sonreírme compasivamente.
Sabía que podía fijar sólo una fracción de las
imágenes, y mucho menos darles un nombre.
Tenía que obligarme a describir. La caza de
colores y formas, para los que conceptos como
fuegos artificiales o calidoscopio eran pobres y
nunca suficientes, despertó en mí la creciente
necesidad de profundizar en este mundo extraño
y fascinante; la superabundancia me llevaba
a dejar actuar esta riqueza inimaginable sobre
mí sin más ni más.
Al principio las alucinaciones eran del todo
elementales: rayos, haces de rayos, lluvia, aros,
torbellinos, moños, sprays, nubes, etc., etc. Luego
aparecieron también imágenes más organizadas:
arcos, series de arcos, mares de techos, paisajes
desérticos, terrazas, fuegos con llamas, cielos
estrellados de una belleza insospechada.
Entre estas formaciones organizadas reaparecían
también las elementales que habían prevalecido
al comienzo. En particular recuerdo las
siguientes imágenes:
— Una fila de elevados arcos góticos, un coro
inmenso, sin que se vieran las partes de abajo.
— Un paisaje de rascacielos, como se lo conoce
de la entrada al puerto de Nueva York;
torres apiladas una detrás de otra y una al lado
de otra, con innumerables series de ventanas.
Nuevamente faltaba la base.
— Un sistema de mástiles y cuerdas, que me
recordaba una reproducción de pinturas (el interior
de una tienda de circo) vista el día anterior.
— Un cielo de atardecer con un azul increíblemente
suave sobre los techos oscuros de una
ciudad española. Sentí una extraña expectativa,
estaba contento y notablemente dispuesto a las
aventuras. De pronto las estrellas resplandecieron,
se acumularon y se convirtieron en una densa
lluvia de estrellas y chispas que fluía hacia
mí. La ciudad y el cielo habían desaparecido.
— Estaba en un jardín; a través de una reja
oscura veía caer refulgentes luces rojas, amarillas
y verdes. Era una experiencia indescriptiblemente
gozosa.
Lo esencial era que todas las imágenes estaban
construidas por incalculables repeticiones
de los mismos elementos: muchas chispas, muchos
círculos, muchos arcos, muchas ventanas,
muchos fuegos, etc. Nunca vi algo solo, sino
siempre lo mismo infinitas veces repetido.
Me sentí identificado con todos los románticos
y fantaseadores, pensé en E.T.A. Hoffman,
vi al Malstrom de Poe, pese a que en su momento
esa descripción me había parecido exagerada.
A menudo parecía hallarme en las cimas de la
vivencia artística, me abandonaba al goce de los
colores del altar de Isenheim y sentía lo dichoso
y sublime de una visión artística. También debo
de haber hablado repetidas veces de arte moderno;
pensaba en cuadros abstractos que de
pronto parecía comprender. Luego, las impresiones
eran extremadamente cursis, tanto por sus
formas cuanto por su combinación de colores.
Me vinieron a la mente las decoraciones más
baratas y horribles de lámparas y cojines de
sofá. El ritmo de pensamientos se aceleró. Pero
no me parecía tan veloz que el director del ensayo
no pudiera seguirme. A partir del puro
intelecto por cierto sabía que lo estaba apurando.
Al principio se me ocurrían rápidamente
denominaciones adecuadas. Con la creciente aceleración
del movimiento se fue haciendo imposible
terminar de pensar una idea. Muchas oraciones
las debo de haber comenzado solamente...
En general fracasaba el intento de concentrarme
en determinadas imágenes. Incluso se
presentaban cuadros en cierto sentido contradictorios:
en vez de una iglesia, rascacielos; en
vez de una cadena montañosa, un vasto desierto.
Creo haber calculado bien el tiempo transcurrido.
No fui muy crítico al respecto, puesto
que esta cuestión no me interesaba en lo más
mínimo.
El estado de ánimo era de una euforia consciente.
Gozaba con la situación, estaba contento
y participaba muy activamente en lo que me
sucedía. De a ratos abría los ojos. La tenue luz
roja resultaba mucho más misteriosa que de
costumbre. El director del ensayo, que escribía
sin cesar, me parecía muy lejano. A menudo
tenía sensaciones físicas peculiares. Creía, por
ejemplo, que mis manos descansaban sobre algún
cuerpo; pero no estaba seguro de que fuera
el mío.
Terminado este primer ensayo de oscuridad
comencé a caminar por el cuarto. Mi andar era
vacilante y volví a sentirme peor. Tenía frío y le
agradecí al director que me envolviera en una
manta. Me sentía abandonado, no afeitado y sin
lavar. El cuarto parecía ajeno y lejano. Luego
me senté en la silla del laboratorio, y pensaba
continuamente que estaba sentado como un pájaro
en una estaca.
El director del ensayo recalcó mi mal aspecto.
Parecía extrañamente delicado. Yo mismo tenía
manos pequeñas y sutiles. Cuando me las lavé,
ello ocurrió lejos de mí, en algún sitio abajo a
la derecha. Era dudoso que fueran las mías, pero
ello carecía de importancia.
En el paisaje que me era bien conocido parecía
haber cambiado una cantidad de cosas. Al
lado de lo alucinado pude ver al principio también
lo real. Luego eso ya no fue posible, aunque
seguía sabiendo que la realidad era distinta...
Un cuartel y el garage situado delante a la
izquierda de pronto se convirtió en un paisaje
de ruinas derribadas a cañonazos. Vi escombros
de paredes y vigas salientes, sin duda desencadenados
por el recuerdo de las acciones de guerra
habidas en esta zona.
En el campo regular, extenso, veía sin cesar
unas figuras que traté de dibujar, sin poder superar
los primeros trazos burdos. Era una ornamentación
inmensamente rica, en flujo continuo.
Sentí recordar todo tipo de culturas extrañas,
vi motivos mejicanos, hindúes. Entre un enrejado
de maderitas y enredaderas aparecían pequeñas
muecas, ídolos, máscaras, entre los que
curiosamente de pronto se mezclaban «Manöggel
» (hombrecillos de cuentos) infantiles. El ritmo
era ahora menor que durante el ensayo de
oscuridad.
La euforia se había perdido; me deprimí, lo
cual se mostró especialmente en un segundo ensayo
de oscuridad. Mientras que en el primer
ensayo de oscuridad las alucinaciones se habían
sucedido con la mayor velocidad en colores claros
y luminosos, ahora predominaban el azul,
el violeta, el verde oscuro. El movimiento de
las figuras mayores era más lento, más suave,
más tranquilo, si bien sus contornos estaban
formados por una llovizna de «puntos elementales
» que giraban y fluían a gran velocidad.
Mientras que en el primer ensayo de oscuridad
el movimiento a menudo se dirigía hacia mí,
ahora a menudo se alejaba de mí, hacia el centro
del cuadro, donde se dibujaba una abertura
succionadora. Veía grutas con paredes fantásticamente
derrubiadas y cuevas de estalactitas y
estalagmitas, y me acordé del libro infantil «En
el reino maravilloso del rey de la montaña». Se
combaban tranquilos sistemas de arcos. A la derecha
apareció una serie de techos de cobertizos
y pensé en una cabalgata vespertina durante el
servicio militar. Se trataba significativamente de
un cabalgar a casa. Allí no había nada de gana
de partir ni de sed de aventuras. Me sentía protegido,
envuelto en maternidad, estaba tranquilo.
Las alucinaciones ya no eran excitantes, sino
suaves y amansadoras. Un poco más tarde tuve
la sensación de poseer yo mismo fuerza maternal;
sentía cariño, deseos de ayudar y hablaba
de manera muy sentimental y cursi sobre la
ética médica. Así lo reconocí y pude dejar de
hacerlo.
Pero el estado de ánimo depresivo continuó.
Repetidas veces intenté ver cuadros claros y alegres.
Era imposible; surgían únicamente formaciones
oscuras, azules y verdes. Quería imaginarme
fuegos lucientes como en el primer ensayo
de oscuridad. Y vi fuegos: pero eran holocaustos
en la almena de un castillo nocturno en una
pradera otoñal. Una vez logré divisar un grupo
luminoso de chispas que se elevaba; pero a media
altura se convirtió en un grupo de pavones oscuros
que pasaba tranquilamente. Durante el ensayo
estuve muy impresionado de que mi estado
de ánimo guardara una interrelación tan estrecha
e inquebrantable con el tipo de alucinaciones.
Durante el segundo ensayo de oscuridad observé
que los ruidos casuales y luego también
los emitidos adrede por el director del ensayo
producían modificaciones sincrónicas de las impresiones
ópticas (sinestesias). Asimismo, una
presión ejercida sobre el globo ocular provocaba
cambios en la visión.
Hacia fines del segundo ensayo de oscuridad
me fijé en fantasías sexuales, que estaban, sin
embargo, ausentes por completo. No podía sentir
deseo sexual alguno. Quise imaginarme una
mujer; sólo apareció una escultura abstracta
moderno–primitiva, que no producía ningún efecto
erótico y cuyas formas fueron asumidas y reemplazadas
inmediatamente por círculos y lazos
movedizos.
Tras concluir el segundo ensayo de oscuridad
me sentí obnubilado y con malestar físico. Transpiraba,
estaba cansado. Gracias a Dios, no necesitaba
ir hasta la cantina para comer. La laborante
que nos trajo la comida me pareció pequeña
y lejana, dotada de la misma y extraña delicadeza
que el director del ensayo...
Hacia las 15 horas me sentí mejor, de modo
que el director pudo continuar con sus tareas.
Con dificultades, comencé a estar en condiciones
de redactar yo mismo el protocolo. Estaba
sentado a la mesa, quería leer, pero no podía
concentrarme. Me sentía como un personaje de
cuadros surrealistas, cuyos miembros no están
unidos al cuerpo, sino que están sólo pintados
a su lado...
Estaba deprimido, y por interés pensé en la
posibilidad de mi suicidio. Con algún susto comprobé
que tales pensamientos me resultaban extrañamente
familiares. Me parecía peculiarmente
comprensible que un individuo depresivo se suicide...
En el camino a casa y a la noche volví a estar
eufórico y pleno de los acontecimientos de la
mañana. Sin saberlo, lo experimentado me había
causado una impresión indeleble. Me parecía
que un período completo de mi vida se había
concentrado en unas pocas horas. Me seducía
repetir el intento.
Al día siguiente mi pensar y actuar fue incitante,
me costaba un gran esfuerzo concentrarme,
todo me daba igual... Este estado voluble,
levemente ensoñado, continuó por la tarde.
Tenía dificultades para informar más o menos
ordenadamente acerca de una tarea simple. Crecía
un cansancio general y la sensación de que
volvía a situarme en la realidad.
Al segundo día después del ensayo mi naturaleza
era indecisa... Depresión suave pero clara
durante toda la semana, cuya relación con el
LSD, desde luego, era sólo mediata.
Los efectos psíquicos del LSD
El cuadro de acción del LSD, tal como se ofrecía
después de estas primeras investigaciones, no era nuevo
para la ciencia. Concordaba en gran medida con
el de la mescalina, un alcaloide ya investigado a comienzos
de siglo. La mescalina es la sustancia psicoactiva
contenida en el cactus mejicano Lophophora
Williamsii (sinónimo: Anhalonium Lewinii. ). Ya en
época precolombina, y aún hoy día, los indios comen
este cactus como droga sagrada en el marco de ceremonias
religiosas. En su monografía «Phantastica»
(Edit. Georg Stilke, Berlín, 1924), L. Lewin ha descrito
ampliamente la historia de esta droga que los
aztecas designaban peyotl. El alcaloide mescalina fue
aislado por A. Heffter a partir del cactus en 1896, y
en 1919 E. Späth elucidó su estructura química y la
sintetizó. Era el primer alucinógeno o phantasticum
(como Lewin designó este tipo de sustancia activa) en
forma de sustancia pura, con el que podían estudiarse
modificaciones químicamente provocadas de las
percepciones sensoriales, alucinaciones y cambios en
la conciencia. En los años veinte se realizaron vastos
experimentos con animales y ensayos con seres humanos,
sobre los que K. Beringer dio una visión de conjunto
en su escrito Der Meskalinrausch (La embriaguez
de mescalina), Edit. Julius Springer, Berlín, 1927.
Dado que estas investigaciones no mostraban una
aplicabilidad terapéutica de la mescalina, esta sustancia
activa dejó de suscitar interés.
Con el descubrimiento del LSD la investigación de
los alucinógenos cobró nuevo impulso. Lo novedoso
del LSD frente a la mescalina era la elevada eficacia,
que se movía en otro orden. A la dosis activa de
0,2–0,5.g. de mescalina se contrapone la de 0,00002–
0,0001.g de LSD, es decir que el LSD es 5.000–10.000 veces
más activo que la mescalina.
Esta actividad tan elevada del LSD entre los psicofármacos
no sólo tiene una importancia cuantitativa,
sino que es también una característica cualitativa de
esta sustancia, porque en ella se expresa una acción
muy específica, es decir, dirigida, sobre la psique hu-
mana. También puede deducirse de esto que el LSD
ataca centros capitales de regulación de las funciones
psíquicas y espirituales.
Los efectos psíquicos del LSD, generados por cantidades
tan ínfimas de sustancia, son demasiado significativos
y multiformes para que puedan explicarse
a través de cambios tóxicos de las funciones cerebrales.
Si sólo se tratara de un efecto tóxico en el cerebro,
las experiencias con LSD no tendrían una importancia
psicológica y psiquiátrica, sino sólo psicopatológica.
Más bien deben de cumplir un papel las modificaciones
en la conductibilidad de los nervios y la
influencia en la actividad de las sinapsis, que han sido
demostradas experimentalmente. De este modo podría
lograrse también una influencia sobre el sistema sumamente
complejo de conexiones transversales y sinapsis
entre los miles de millones de células cerebrales
en el que se fundan las actividades psíquicas
y espirituales superiores. Habrá que investigar en esta
dirección para explicar el profundo efecto del LSD.
De las cualidades de acción del LSD resultaban
numerosas posibilidades de aplicación médico–psiquiátrica,
ya señaladas por W. A. Stoll en su citado estudio
fundamental. Por eso, Sandoz puso la nueva sustancia
activa a disposición de los institutos de investigación
y del cuerpo médico, en forma de preparado
experimental con el nombre de marca de «Delysid»
(del alemán, D–Ly.sergsäürediäthylamid.) que yo había
propuesto. El prospecto adjunto describía esas posibilidades
de aplicación y daba las medidas de precaución
correspondientes.
La aplicación del LSD para el relajamiento anímico
en la psicoterapia analítica se basa sobre todo en los
efectos consignados a continuación.
En la embriaguez lisérgica la imagen cotidiana del
mundo experimenta una profunda transformación y
sacudida. Con esto se puede conectar una relajación
o incluso supresión de la barrera yo/tú. Ambas sirven
para que los pacientes que estén empantanados
en una problemática egocéntrica puedan desprenderse
de su fijación y su aislamiento, establecer así un mejor
contacto con el médico y ser más abiertos a la
influencia psicoterapéutica. En el mismo sentido se
traduce una mayor influenciabilidad bajo los efectos
del LSD.
Otra característica importante, psicoterapéuticamente
valiosa de la embriaguez del LSD, consiste en que
los contenidos de experiencias olvidadas o reprimidas
a menudo vuelven a la conciencia. Si se trata de
los acontecimientos traumáticos buscados en el psicoanálisis
bajo la influencia del LSD, se revivieron
recuerdos incluso de la primera infancia. No se trata
aquí de un recordar común, sino de un verdadero revivir,
no de réminiscence, sino de réviviscence, como
lo ha formulado el psiquiatra francés Jean Delay.
El LSD no actúa como un verdadero medicamento,
sino que cumple el papel de un recurso medicamentoso
en el marco de un tratamiento psicoanalítico y
psicoterapéutico, capaz de dar una mayor eficacia y
una menor duración a dicho tratamiento. Con esta
función se lo aplica de dos formas distintas.
Uno de los procedimientos, desarrollado en clínicas
europeas y conocido como terapia psicolítica, se
caracteriza por la administración de dosis medias de
LSD durante varios días de tratamiento separados por
intervalos. Las experiencias de LSD se elaboran en la
posterior conversación de grupo y en una terapia
de expresión a través del dibujo y la pintura. El término
«terapia psicolítica» (psycholytic therapy. ) fue
acuñado por Ronald A. Sandison, terapeuta inglés de
la corriente de Jung y pionero de la investigación clínica
del LSD. La raíz lysis indica la disolución de tensiones
o conflictos en la psique humana.
En el segundo procedimiento, la terapia preferida
en los EE. UU., después de la correspondiente preparación
espiritual intensa del paciente se le administra
una dosis única, muy fuerte (0,3–0,6 miligramos) de
LSD. En este método, designado «terapia psicodélica»
(psychedelic therapy. ), se trata de desencadenar mediante
una reacción de shock de LSD una experiencia
místico–religiosa. Ésta ha de servir en el tratamiento
psicoterapéutico subsiguiente como punto de partida
para una reestructuración y cura de la personalidad
del paciente. La denominación de psychedelic, que
puede traducirse como «descubridor o revelador del
alma», fue introducida por Humphry Osmond, un pionero
de la investigación del LSD en los Estados
Unidos.
El aprovechamiento del LSD como recurso medicamentoso
en psicoanálisis y psicoterapia se basa en
efectos opuestos a los que provocan los psicofármacos
del tipo de los tranquilizantes. Mientras que éstos
más bien tapan los problemas y conflictos del paciente,
de modo que parezcan menos graves e importantes,
el LSD, por el contrario, los pone al descubierto;
el paciente los vive con mayor intensidad, con lo cual
los conoce con mayor nitidez y se tornan más accesibles
al tratamiento psicoterapéutico.
La utilidad práctica y el éxito del apoyo medicamentoso
del psicoanálisis y la psicoterapia mediante
el LSD aún son materia de discusión entre los círculos
profesionales. Pero lo mismo vale para otros procedimientos
empleados en psiquiatría, como el electroshock,
la insulinoterapia o la psicoquirurgia, cuya
aplicación encierra, además, un riesgo mucho mayor
que la de LSD. El empleo de LSD en condiciones
apropiadas puede considerarse prácticamente inocuo.
Numerosos psiquiatras piensan que la rápida vuelta
a la conciencia de experiencias olvidadas o reprimidas,
que ha podido observarse a menudo como
resultado de la acción del LSD, no es una ventaja
sino una desventaja. Opinan que no alcanza el tiempo
necesario para la elaboración psicoterapéutica, y
que en consecuencia el efecto curativo es menos duradero
que con una lenta concienciación de las vivencias
traumáticas y su tratamiento escalonado.
Tanto la terapia psicolítica cuanto, y especialmente,
la psicodélica, exigen una preparación a fondo
del paciente para la experiencia de LSD; no debe
atemorizarse con lo desacostumbrado, extraño. También
es importante la selección de los pacientes, puesto
que no todas las clases de perturbaciones psíquicas
responden igual de bien a estos tratamientos.
Por lo tanto, una aplicación exitosa del psicoanálisis
y la psicoterapia apoyados por el LSD presupone
unos conocimientos y unas experiencias especiales.
Éstas incluyen también autoensayos del psiquiatra,
cuya utilidad había señalado ya W. A. Stoll. La
experiencia personal le permite al médico formarse
una idea inmediata de los extraños mundos de la
embriaguez del LSD, y tan sólo eso le posibilita comprender
verdaderamente estos fenómenos en sus pacientes,
interpretarlos con un análisis correcto y aprovecharlos
plenamente.
Los pioneros en el empleo de LSD como auxiliar
medicamentoso en psicoanálisis y psicoterapia que
merecen citarse en primer lugar son A. K. Busch y
W. C. Johnson, S. Cohen y B. Eisner, H. A. Abramson,
H. Osmond, A. Hoffer, en los Estados Unidos;
R. A. Sandison, en Inglaterra; W. Frederking, H. Leuner,
en Alemania; G. Roubicek y St. Grof en Checoslovaquia.
La segunda indicación del prospecto de Sandoz
sobre Delysid para el LSD se refiere a su aplicación
en exámenes experimentales sobre la naturaleza de
la psicosis. Se basa en el hecho de que los estados
psíquicos excepcionales creados experimentalmente
con LSD en personas sanas se parecen a algunas ma-
nifestaciones en ciertas enfermedades mentales. Sin
embargo, la opinión sustentada en algunas partes al
comienzo de la investigación del LSD, de que en la
embriaguez de LSD se estaba en presencia de una
suerte de «psicosis modelo», se fue dejando de lado,
porque unas amplias investigaciones comparativas dieron
como resultado que existen diferencias sustanciales
entre las formas en que se manifiestan las psicosis
y la experiencia de LSD. Con todo, el modelo
de LSD permite estudiar desviaciones del estado psíquico
y mental normal y las modificaciones bioquímicas
y electrofisiológicas que suponen. Posiblemente así
podamos formarnos una idea más acabada de la naturaleza
de las psicosis. Según algunas teorías, determinadas
enfermedades mentales podrían estar provocadas
por productos psicotóxicos finales del metabolismo,
que ya en cantidades mínimas pueden modificar
la función de las células del cerebro. En el LSD
se ha encontrado una sustancia que no aparece en el
organismo humano, pero cuya existencia y acción muestran
que podría haber productos finales anormales
del metabolismo que provoquen perturbaciones mentales
aunque no haya más que trazas de estos productos.
Con ello, la concepción de la génesis bioquímica
de determinadas enfermedades mentales ha encontrado
un nuevo apoyo, y se ha visto estimulada
la investigación en este sentido.
Una aplicación medicinal de LSD, que toca los fundamentos
de la ética médica, es su administración a
moribundos. Se basa en observaciones realizadas en
clínicas americanas: muestran que los dolores muy
fuertes de enfermos de cáncer que ya no respondían a
analgésicos convencionales, eran atenuados o eliminados
totalmente por el LSD. Es posible que no se trate
aquí de una acción analgésica en el verdadero sentido.
La desaparición del dolor debe producirse más
bien porque el paciente sometido a la influencia del
LSD se separa psíquicamente de su cuerpo hasta tal
punto que el dolor físico ya no penetra en su conciencia.
También en esta aplicación del LSD son decisivos
para el éxito del tratamiento la preparación y el
esclarecimiento del paciente respecto del tipo de experiencias
y de transformaciones que le aguardan. En
muchos casos fue también benéfica la conducción de
los pensamientos hacia cuestiones religiosas, realizada
por un sacerdote o por un psicoterapeuta. Hay
numerosos informes sobre pacientes quienes liberados
del dolor en su lecho de muerte, fueron partícipes de
una comprensión profunda de la vida y de la muerte,
en el éxtasis provocado por el LSD. Luego, reconciliados
con su destino, aguardaron su última hora terrenal
sin temor y en paz.
Las experiencias habidas hasta ahora en el terreno
de la administración de LSD a enfermos de muerte
se recopilaron en el libro The Human encounter with
Death, de St. Grof y J. Halifax (E. P. Dutton, Nueva
York, 1977).* Junto a E. Kart, S. Cohen y W. A. Pahnke,
estos autores son algunos de los pioneros de esta aplicación
del LSD.
La última publicación detallada acerca del empleo
del LSD en psiquiatría, en la que se procede a una
interpretación crítica de la experiencia del LSD a la
luz de las concepciones de Freud y Jung, así como los
del análisis del «Dasein» (existencia), pertenece también
al psiquiatra checo St. Grof, emigrado a los
EE.UU.: Realms of the Human Unconscious. Observations
from LSD Research (El inconsciente humano.
Observaciones sobre los estudios con LSD) (The Viking
Press, Nueva York, 1975).
* El encuentro del hombre en la muerte.
5
De medicamento a droga narcótica
En los primeros años después de descubrirlo, el
LSD me proporcionó alegrías y satisfacciones, como
las siente el químico farmacéutico cuando se perfila
la posibilidad de que una sustancia por él creada se
convierta en un medicamento valioso. Pues la creación
de nuevos remedios es el objetivo de su actividad de
investigador; en ella reside el sentido de su trabajo.
Experimentos no médicos
Esta alegría por la paternidad del LSD se vio empañada
cuando, después de más de diez años de investigación
científica y aplicación médica no turbada, el
LSD fue arrastrado a la poderosa ola de toxicomanía
que comenzó a extenderse hacia fines de la década
de los cincuenta en el mundo occidental y sobre todo
en los EE. UU. El LSD hizo una carrera increíblemente
rápida en su nuevo papel de estupefaciente.
Durante un tiempo fue la droga número uno, al menos
en lo que a publicidad respecta. Cuanto más se
extendía su aplicación como estupefaciente y crecía
así el número de los incidentes causados por un uso
irreflexivo, no controlado por médicos, tanto más el
LSD se convertía para mí y para la empresa Sandoz
en el hijo de nuestros desvelos.
Era obvio que una sustancia con efectos tan fantásticos
sobre la percepción sensorial y sobre la experiencia
del mundo exterior e interior, despertaría también
el interés de círculos ajenos a la ciencia medicinal.
Pero jamás hubiera esperado que el LSD, que
—con su acción profunda tan imprevisible e inquietante—
no tiene de ningún modo el carácter de estimulante,
encontraría una aplicación mundial como estupefaciente.
Me había imaginado que fuera de la
medicina se interesarían por el LSD los filósofos, los
artistas, pintores y escritores, pero no amplios grupos
de legos. Después de las publicaciones científicas
sobre la mescalina, que habían aparecido a comienzos
de siglo, y cuyos efectos psíquicos son, como ya hemos
dicho, cualitativamente parecidos a los del LSD,
la aplicación de esta sustancia activa siguió restringida
a la medicina y a experimentos en círculos artísticos
y literarios; lo mismo había esperado para el
LSD. Efectivamente, los primeros autoensayos no médicos
fueron realizados por escritores, pintores, músicos
y personas interesadas en las ciencias del espíritu.
Se informó sobre sesiones de LSD que habían
inducido experiencias estéticas fuera de lo común y
nuevas comprensiones de la naturaleza de procesos
creativos. En sus obras, los artistas se veían influenciados
de forma no convencional. Se desarrolló un
género artístico especial, que se ha hecho famoso con
el nombre de arte psicodélico. Este nombre comprende
creaciones surgidas bajo la influencia de LSD y
otras drogas psicodélicas, en las que la droga actuaba
como estimulante y fuente de inspiración. La publicación
capital en este terreno es el libro de Robert E. L.
Masters y Jean Houston: Psychedelic Art (Arte psicodélico),
Balance, House, 1968. Las obras de arte psicodélicas
no se crearon durante la acción de la droga,
sino sólo después, influenciadas por lo experimentado.
Mientras dura el estado de embriaguez, la actividad
artística es difícil o incluso imposible. La afluencia
de imágenes es demasiado rápida y cambiante para
poder retenerse y elaborarse. Un espectáculo arrollador
paraliza la actividad. Por tanto, las producciones
realizadas durante la embriaguez de LSD ofrecen en
general un carácter rudimentario y no merecen tomarse
en cuenta por su valor artístico, sino que más
bien deben ser consideradas una especie de psicogramas
que proporcionan una introspección en las
estructuras anímicas profundas del artista, activadas
y llevadas a la conciencia por el LSD. Ello también
lo mostró expresivamente una amplia investigación
posterior del psiquiatra muniqués Richard P. Hartmann,
en la que participaron treinta pintores conocidos.
Publicó los resultados en su libro Malerei aus
Bereichen des Unbewussten. Künstler experimentieren
unter LSD (Pintura del ámbito de lo inconsciente.
Artistas experimentan bajo el LSD), Ed. M. DuMont
Schauberg, Colonia, 1974. Los experimentos con LSD
permitieron ganar conocimientos novedosos y valiosos
para la psicología y psicopatología de determinadas
corrientes artísticas.
Los experimentos con LSD también dieron nuevos
impulsos a la investigación de experiencias religiosas
y místicas. Teólogos y filósofos discutían la cuestión
de si las experiencias que a menudo aparecían en las
sesiones de LSD eran auténticas, es decir, equiparables
a las experiencias e iluminaciones místico–religiosas
espontáneas.
Esta fase no médica, pero seria, de la investigación
médica, fue pasando a principios de los años
sesenta cada vez más a un segundo plano, cuando el
LSD, en el curso de la ola de toxicomanía estadounidense,
se difundió con velocidad epidémica como
estupefaciente sensacional en todas las capas de la
población. El rápido aumento del consumo de drogas,
que se inició alrededor de veinte años atrás en
los Estados Unidos, no fue, sin embargo, una consecuencia
del descubrimiento del LSD, según lo aseveraban
a menudo observadores superficiales, sino que
tiene profundas causas sociológicas. Son éstas: el
materialismo, el alejamiento de la naturaleza a consecuencia
de la industrialización y la vida urbana, la
insuficiente satisfacción en la actividad profesional
en un mundo del trabajo mecanizado y desalmado,
el aburrimiento y la falta de objetivos en una sociedad
de bienestar saturada, y la falta de un motivo vital
religioso, protector y coherente como concepción de
mundo.
Los drogadictos consideraron que la aparición del
LSD precisamente en aquel momento era una suerte
de lance de fortuna; desde su perspectiva, la droga
llegó justo a tiempo para ayudar al hombre que debe
sufrir las condiciones actuales. No es casual que el
LSD circulara como estupefaciente primeramente en
los Estados Unidos, el país en el que la industrialización,
la tecnificación, incluso la agrícola, y la urbanización
están más avanzadas. Son los mismos factores
que llevaron al surgimiento y a la difusión del
movimiento hippie, que se desarrolló al mismo tiempo
que el del LSD; son inseparables uno de otro.
Valdría la pena investigar hasta qué punto el consumo
de drogas ha fomentado el movimiento hippie y viceversa.
El paso del LSD de la medicina y psiquiatría a la
escena de las drogas fue iniciado e impulsado por
publicaciones sobre sensacionales experimentos que seguramente
se realizaron en clínicas psiquiátricas y en
universidades, pero sobre los que luego no se informó
en revistas especializadas, sino, con grandes titulares,
en diarios y revistas de difusión general. Hubo perio-
distas que se prestaron a ser conejitos de Indias, como
por ejemplo Sidney Katz, quien realizó un experimento
con LSD en el Hospital de Saskatchewan, Canadá,
bajo la supervisión de renombrados psiquiatras. Pero
luego publicó sus experiencias, no en una revista médica,
sino con fotos a todo color y fantasiosa minuciosidad
en su revista Mac Lean’s Canada National Magazine,
bajo el título de «Mis doce horas de loco».
La muy difundida revista alemana Quick publicó en
su número 12 del 21 de marzo de 1954 un reportaje
sensacionalista sobre «Un osado experimento científico
» del pintor Wilfred Zeller, quien había ingerido
«unas pocas gotas de ácido lisérgico» en la clínica
psiquiátrica de la Universidad de Viena. De entre las
numerosas publicaciones que hicieron una eficaz propaganda
del LSD para legos, citemos por último un
artículo amplio e ilustrado, publicado en la revista
norteamericana Look de setiembre de 1959 con el título
de «The curious story behind the new Cary
Grant»,* que debe haber contribuido singularmente
a la difusión del consumo de LSD. En una renombrada
clínica de California, al actor Cary Grant se le
había administrado LSD en el marco de un tratamiento
psicoterapéutico. Cary Grant le informó a la periodista
de Look, que toda su vida había estado buscando
la paz interior. El yoga, el hipnotismo y el misticismo,
sin embargo, no se la habían convertido en
un hombre nuevo y seguro de sí mismo que ahora,
tras tres fracasos matrimoniales, creía que podría
amar de verdad y hacer feliz a una mujer.
Sin embargo, lo que más contribuyó a la transformación
del LSD de medicamento en estupefaciente
fueron las actividades del Dr. Timothy Leary y de su
entonces colega en la Universidad de Harvard, Cambridge
(EE. UU.), Dr. Richard Alpert. En un capítulo
* La extraña historia detrás del nuevo Gary Grant.
posterior hablaré más extensamente acerca del «apóstol
del LSD» y cofundador del movimiento hippie,
Leary, y sobre mi encuentro con él. En los Estados
Unidos también se publicaron libros en los que se
informaba detalladamente acerca de los efectos fantásticos
del LSD. Citemos aquí únicamente a dos de
entre los más importantes: Exploring Inner Space
(Explorando el espacio interior), de Jane Dunlap (Harcourt,
Brace and World, Inc., Nueva York, 1961), y
My Self and I (Yo y yo misma), de Constance A. Newland
(N. A. L. Signet Books, Nueva York, 1963). Pese
a que en ambos casos el LSD se tomaba en el marco
de un tratamiento psiquiátrico, se trataba de libros de
divulgación que se convirtieron en best–sellers. En su
libro, que la editorial elogiaba en los siguientes términos:
«el testimonio íntimo y franco del audaz experimento
de una mujer con la más novedosa droga
psiquiátrica, el LSD–25», Constance A. Newland relataba
con íntima meticulosidad cómo se había curado
su frigidez. Es fácil imaginarse la cantidad de personas
que querían probar el remedio mágico en su
propio cuerpo, después de semejantes confesiones. La
opinión errónea, fomentada por aquellos libros, de
que bastaría con ingerir LSD para provocar efectos
y cambios mágicos en uno mismo, llevó en poco tiempo
a una amplia difusión de la autoexperimentación
con la nueva droga.
Desde luego, también se publicaron libros objetivos,
esclarecedores, sobre el LSD y su problemática,
como el excelente escrito del psiquiatra Dr. Sidney
Cohen, The Beyond Within (El más allá interior), Atheneum,
Nueva York, 1967, en el que se remarcan claramente
los peligros de un empleo irreflexivo. Mas
no pudieron contener la epidemia de LSD.
Como tales ensayos se realizaban a menudo sin
conocerse el efecto profundo, inquietante e impredecible
del LSD, y sin vigilancia médica, no pocas veces
terminaban mal. Con el consumo creciente de LSD
en el ámbito de las drogas, se multiplicaron estos
horror trips, experimentos con LSD que conducían a
estados de confusión y pánico, y que conllevaban
frecuentes desgracias y hasta crímenes.
El rápido incremento del consumo no medicinal
del LSD a comienzos de los años sesenta debe atribuirse
en parte al hecho de que las leyes sobre estupefacientes
entonces vigentes no incluían el LSD en
la mayoría de los Estados. Por este motivo, muchos
drogadictos cambiaban otros estupefacientes por el
LSD, una sustancia que todavía no era ilegal. Asimismo,
en 1963 caducaron las últimas patentes de
Sandoz para la fabricación de LSD, con lo cual quedaba
eliminada otra traba para su producción ilegal.
Para nuestra empresa la difusión de LSD es la escena
de las drogas implicó una sobrecarga de trabajo
pesada e infecunda. Laboratorios estatales de verificación
y autoridades sanitarias nos pedían datos sobre
las propiedades químicas y farmacológicas del LSD,
sobre su estabilidad y toxicidad, métodos de análisis
para constatar su presencia en muestras de drogas
incautadas y en el cuerpo humano, en la sangre y la
orina. Se sumó, además, una voluminosa correspondencia
relacionada con preguntas de todo el mundo
sobre accidentes, intoxicaciones, actos criminales, etc.,
en el caso de abuso de LSD. Todo ello significó un
manejo amplio, desagradable y no rentable, del que
la dirección de Sandoz tomó displicente conocimiento.
Así fue como un día el profesor Stoll, entonces director
general de la empresa, me dijo con un tono de
reproche: «Quisiera que usted nunca hubiera inventado
el LSD».
En aquella época yo mismo solía dudar de si las
valiosas cualidades farmacológicas y psíquicas del LSD
compensarían sus peligros y los daños causados por
su abuso. ¿Se convertirá el LSD en una bendición o
en una maldición para la humanidad? Esto me lo preguntaba
a menudo cuando me preocupaba por este
hijo de mis desvelos. Mis otros preparados: Methergin,
Dihydergot y Hydergin, no causaban tales dificultades.
No son hijos problemáticos; no tienen propiedades
extravagantes que conduzcan al abuso, y se han
convertido felizmente en medicamentos valiosos.
En los años 1964–66 la publicidad en torno al LSD
alcanzó su punto culminante, en lo que se refiere tanto
a descripciones entusiastas de fanáticos de las drogas
y de hippies sobre la acción mágica del LSD,
cuanto a informes sobre desgracias, colapsos psíquicos,
acciones criminales, homicidios y suicidios bajo
los efectos de LSD. Reinaba una verdadera histeria
de LSD.
Sandoz congela la entrega
En vista de esta situación, la dirección comercial
de Sandoz se vio obligada a asumir una posición pública
frente al problema del LSD y a dar a conocer las
medidas tomadas al respecto. El comunicado de prensa
de la empresa emitido en abril de 1966 rezaba así:
Hace pocos días la División Farmacéutica de
Sandoz Inc. de los Estados Unidos dio un comunicado
de prensa, según el cual se congela
de inmediato toda entrega ulterior de la dietilamida
del ácido lisérgico, el llamado LSD–25,
utilizado sobre todo con fines de investigación,
así como del preparado psilocybina. Pero esta
decisión no afecta sólo a los Estados Unidos,
sino que Sandoz la ha tomado también para
todos los demás países, incluida Suiza. Pese a
que jamás hemos comercializado el LSD–25, descubierto
en nuestros laboratorios en 1943, ni
la psilocybina, también aislada por primera vez
en los Laboratorios Sandoz en 1958 a partir de
una seta mejicana, las circunstancias especiales
que han motivado nuestra medida exigen
una explicación complementaria.
El LSD y la psilocybina son preparados del
grupo de los llamados phantastica o sustancias
alucinógenas, es decir, preparados que actúan
ante todo sobre la percepción sensorial. Para
la moderna investigación psiquiátrica y psicofarmacológica
sobre todo el LSD tuvo una especial
significación, porque ya en dosis mínimas
provoca efectos psíquicos. Durante muchos años,
Sandoz proporcionó gratuitamente este preparado
y el menos activo psilocybina a investigadores
calificados en laboratorios y clínicas en
todo el mundo. Gracias a medidas de seguridad
autoimpuestas y muy severas fue posible evitar
un abuso de estas sustancias por parte de
personas no competentes. Pero lamentablemente
en los últimos tiempos, sobre todo entre jóvenes
de otros países, se ha vuelto notable un
creciente abuso de drogas alucinógenas. El agravamiento
de esta situación debe atribuirse, y no
en última instancia, a que una avalancha de
artículos en la prensa sensacionalista ha despertado
entre el público lego a través de descripciones
distorsionadas un interés insano por el
LSD y otras sustancias alucinógenas. El hecho
decisivo es, sin embargo, que recientemente ciertos
productos de base para la fabricación de
LSD se han vuelto asequibles para todos en el
mercado de sustancias químicas, de modo que
la producción también se ha vuelto posible para
círculos irresponsables e interesados en el contrabando
y el mercado negro de estas sustancias.
Además, en 1963 caducó la última patente
de Sandoz para el LSD. Pese a la seguridad de
que gracias a nuestras medidas muy restrictivas
no ingresó prácticamente nada de LSD y
psilocybina fabricada por Sandoz en los canales
del mercado negro, en vista del nuevo estado
de cosas hemos llegado a la convicción de
que no podemos seguir asumiendo la responsabilidad
de la distribución y cesión de estas sustancias.
Será obligación de las autoridades competentes
adoptar medidas adecuadas para el
control de la producción y distribución de sustancias
alucinógenas, para asegurar que, por
una parte, se preserven legítimos intereses de
investigación y, por otra, se evite su empleo
abusivo.
Durante un tiempo, quedó totalmente congelado el
suministro de LSD y psilocybina por parte de nuestra
empresa. Después que la mayoría de los Estados hubo
promulgado severas normas sobre la tenencia, distribución
y utilización de los alucinógenos, los médicos,
las clínicas psiquiátricas y los institutos de investigación
que presentaban una autorización especial de parte
de las respectivas autoridades sanitarias para trabajar
con estas sustancias, podían volver a ser abastecidos
de LSD y psilocybina. En los Estados Unidos
fue el NIMH (National Institute of Mental Health) el
que asumió la distribución de estas sustancias activas
a entes con la licencia correspondiente.
Pero todas estas medidas legales y administrativas
tuvieron poca influencia sobre el consumo de LSD en
el sector de los estupefacientes, y en cambio trabaron,
y siguen trabando, la aplicación médico–psiquiátrica y
la investigación de LSD en biología y neurología, porque
muchos investigadores temen la guerra de papeles
aneja a la autorización para el empleo de LSD. La
mala reputación adquirida por el LSD —se llegó a
designarla «droga de la locura» e «invento satánico»—
a consecuencia del abuso en la escena de las drogas y
las consecuentes desgracias y crímenes es otro motivo
más para que numerosos médicos no lo empleen en
su práctica psiquiátrica.
En el curso de los últimos años se ha calmado el
tráfago publicitario en torno al LSD, y ha también
disminuido el consumo de LSD como estupefaciente,
según podría concluirse de la menor frecuencia de
noticias sobre accidentes y otros sucesos lamentables
después de ingestiones de la droga. Con todo, la disminución
en el número de incidentes podría no sólo
darse a consecuencia de un retroceso en el consumo
de LSD, sino que posiblemente pueda atribuirse también
al hecho de que los consumidores del LSD con
el tiempo están más al tanto de los especiales efectos
y peligros del LSD y actúen, por ende, con mayor
cautela. Lo seguro es que el LSD, que durante un
tiempo pasó por ser el estupefaciente más importante
del mundo occidental, sobre todo en los Estados Unidos,
ha cedido ese papel dirigente a otras drogas, al
hashish y a la heroína y la anfetamina, las cuales
generan toxicomanía y arruinan también la salud física.
Sobre todo las últimas constituyen hoy día un
preocupante problema sociológico y de salud pública.

6
Peligros de los ensayos no médicos de LSD
Mientras que la aplicación profesional de LSD en
psiquiatría no encierra prácticamente ningún riesgo,
la ingestión de esta sustancia activa fuera del marco
medicinal, sin una supervisión médica, es muy peligrosa.
Estos peligros radican, por una parte, en circunstancias
externas relacionadas con el consumo ilegal
de drogas, y por otra, en la peculiaridad de los
efectos psíquicos del LSD.
Los que abogan por un consumo no controlado,
libre, de LSD y otros alucinógenos, fundamentan su
postura en que este tipo de drogas no genera adicción,
y en que con un consumo moderado hasta ahora
no ha podido demostrarse que los alucinógenos hayan
ocasionado perjuicios a la salud. Ambas afirmaciones
son ciertas. Jamás ha podido observarse que ni siquiera
con un consumo frecuente y prolongado de
LSD se generara una verdadera manía, que se caracteriza
porque al quitarse la sustancia aparecen perturbaciones
psíquicas y a menudo también disfuncionamientos
físicos graves. No se conocen aún daños orgánicos
ni casos fatales como consecuencia directa de
una intoxicación de LSD. Como se ha puntualizado
en el capítulo «LSD en el ensayo con animales y en la
investigación biológica», el LSD es, en efecto, una
sustancia relativamente poco tóxica en comparación
con su efectividad psíquica extremadamente elevada.
Reacciones psicóticas
Pero el LSD, al igual que los demás alucinógenos,
ofrece otro tipo de peligros. Mientras que en los estupefacientes
que crean toxicomanía, en los opiáceos,
las anfetaminas, etc., los perjuicios psíquicos y físicos
aparecen sólo con su uso crónico, el LSD es peligroso
en cada ensayo singular, pues pueden aparecer delirios
graves. Estos incidentes pueden evitarse en gran
medida con una preparación interna y externa adecuada
de los experimentos, pero no excluirse con
seguridad. Las crisis de LSD semejan ataques psicóticos
con carácter maníaco o depresivo.
En un estado maníaco, hiperactivo, el sentimiento
de omnipotencia o de invulnerabilidad puede acarrear
accidentes graves. Así ha sucedido cuando un embriagado
se colocaba en su delirio delante de un automóvil
en marcha por creerse invulnerable, o saltaba
por la ventana pensando que podía volar. El número
de tales accidentes de LSD no es tan grande como
podría creerse por las noticias infladas por los medios
de comunicación sensacionalistas. De todos modos, deben
servir de advertencias serias.
En cambio no debe de ser cierto un informe que
circuló en 1966 por todo el mundo, sobre un crimen
cometido presuntamente bajo la influencia de LSD.
El asesino, un joven neoyorquino, había asesinado
a su suegra, y al ser detenido inmediatamente después
del homicidio declaró no saber nada de nada;
desde hacía tres días se encontraría en un viaje de
LSD. Pero aun con la dosis más elevada un delirio
de LSD no dura más de doce horas, y la ingestión
habitual lleva a la tolerancia, es decir que dosis ulte-
riores no son efectivas. Además, la embriaguez del
LSD se caracteriza porque uno recuerda exactamente
lo experimentado. Posiblemente el asesino esperaba
que se le concedieran circunstancias atenuantes por
enajenación mental.
El peligro de desencadenar una reacción psicótica
es especialmente grande cuando se le suministra LSD
a una persona sin su conocimiento. Eso lo mostró ya
aquel incidente producido poco después del descubrimiento
del LSD durante las primeras investigaciones
de la nueva sustancia activa en la clínica psiquiátrica
de la Universidad de Zurich. Un médico joven, al que
sus colegas le habían puesto, en son de broma, un
poco de LSD en el café, quería nadar en pleno invierno,
a veinte grados bajo cero, en el lago de Zurich.
Hubo que impedírselo por la fuerza. Hasta entonces
no se tenía conciencia de la gravedad de semejantes
bromas.
Una naturaleza distinta la presentan los peligros
cuando el delirio desencadenado por el LSD no es de
carácter maníaco, sino depresivo. En estos casos, las
visiones aterradoras, el miedo mortal o el miedo a
estar o volverse loco pueden llevar a peligrosos colapsos
psíquicos y al suicidio. Aquí, el viaje de LSD se
convierte en horror trip (viaje horroroso).
Causó especial sensación el caso de aquel Dr. Olson,
a quien, a principios de los años cincuenta, en el
marco de experimentos con drogas en el ejército de
los Estados Unidos, se le había suministrado LSD
sin que él lo supiera, y que luego se suicidó saltando
por la ventana. En aquel entonces a su familia le
resultó inexplicable cómo este hombre tranquilo y
equilibrado había podido cometer semejante acción.
Sólo quince años más tarde, cuando se publicaron
las cartas secretas sobre aquellos experimentos, la
familia se enteró de las verdaderas circunstancias. El
entonces presidente de los Estados Unidos, Gerald
Ford, le expresó públicamente las condolencias de la
nación.
Las condiciones para un curso positivo de un experimento
con LSD, en el que la probabilidad de un descarrilamiento
psicótico sea reducida, se hallan por un
lado en el individuo, y por otro lado en el marco externo
del experimento. En el uso lingüístico inglés
los factores internos, personales, se denominan set ,
y las circunstancias externas, setting.
La belleza de un cuarto o de un lugar al aire libre
se vivencian con especial profundidad con la sensibilización
que provoca el LSD, y contribuyen determinantemente
al desenlace del experimento. Asimismo
forman parte del setting las personas presentes, su
aspecto, sus rasgos de carácter. Igualmente significativo
es el medio acústico. Unos ruidos en sí inocuos
pueden convertirse en una tortura, y viceversa una
bella música en una experiencia dichosa. En experimentos
de LSD en un entorno desagradable o ruidoso
es muy grande el peligro de un curso negativo de la
experiencia, con posibilidad de crisis psicóticas. El
mundo actual, con sus máquinas y aparatos, ofrece
todo tipo de escenarios y ruidos que con una sensibilidad
aumentada pueden muy bien generar el pánico.
Tan o más importante que el marco externo es el
estado anímico del sujeto, su disposición en ese momento,
su actitud ante la experiencia de las drogas
y sus expectativas concomitantes. También pueden
entrar en acción dichas o miedos inconscientes. El
LSD tiende a intensificar el estado psíquico en que
uno se encuentra. Un sentimiento de alegría puede
crecer hasta la dicha suprema, una depresión puede
ahondarse hasta la desesperación. Por consiguiente,
el LSD es el recurso menos idóneo para ayudar a
superar una fase depresiva. Tomar LSD en una situación
perturbada, infeliz o incluso en un estado de
angustia es peligroso, y crece la probabilidad de que
el experimento termine con un colapso psíquico.
Hay que desaconsejar por completo los experimentos
de LSD con personas que tengan una estructura
de personalidad inestable y tendente a reacciones psicóticas.
Aquí un shock de LSD puede generar un perjuicio
anímico duradero, al desencadenar una psicosis
latente.
Debemos considerar también como inestable, en el
sentido de no madurada, la vida anímica de personas
muy jóvenes. En todos los casos, el shock de una
corriente de sensaciones tan fuerte como la generada
por el LSD hace peligrar el psico–organismo sensible
y todavía en su fase de desarrollo. Incluso en el caso
de una aplicación médica de LSD en el marco de tratamientos
psicoanalíticos o psicoterapéuticos en jóvenes
menores de dieciocho años, los círculos profesionales
han expresado sus prevenciones, a mi juicio,
justificadas. Entre los jóvenes suele faltar aún esa
relación estable y firme con la realidad, necesaria
para integrar la vivencia dramática de nuevas dimensiones
de la realidad racionalmente en la imagen del
mundo. En vez de llevar a una ampliación y profundización
de la conciencia de realidad, aquella experiencia
contribuirá más bien a una inseguridad y una
sensación de estar perdido en los adolescentes. La
frescura de las percepciones sensoriales y la capacidad
aún irrestricta de vivenciar cosas nuevas motivan
que en la juventud las experiencias visionarias espontáneas
sean mucho más frecuentes que en la edad
madura, de modo que también por este motivo debería
impedirse el empleo de estimulantes psíquicos
entre los jóvenes.
Aun en personas adultas y sanas y siguiéndose
todas las medidas preparatorias y protectivas discutidas,
un experimento con LSD puede malograrse y
desencadenar reacciones psicóticas. Por eso debe recomendarse
fervientemente una supervisión médica incluso
en los experimentos no médicos. Ello incluye el
chequeo previo. El médico no necesita estar presente
durante la experiencia, pero debería contarse con la
posibilidad de una rápida asistencia médica.
Las psicosis agudas de LSD pueden interrumpirse
rápida y seguramente y controlarse mediante la inyección
de cloropromazina u otro tranquilizante de este
tipo.
La presencia de una persona de confianza, que pueda
pedir auxilio médico en caso de necesidad, es una
medida de seguridad incluso por motivos psicológicos.
Pese a que la embriaguez de LSD se caracteriza
en general por una inmersión en el mundo interior
propio, de todos modos suele surgir, sobre todo en
fases depresivas, una profunda necesidad de contacto
humano.
El LSD en el mercado negro
Hay otro tipo de peligros en el consumo no medicinal
de LSD. Nos referimos al hecho de que la mayor
parte del LSD que se consume en la escena de las
drogas es de origen desconocido. Los preparados de
LSD del mercado negro son de poca confianza, tanto
en lo que se refiere a la calidad cuanto en su dosificación.
Pocas veces contienen la cantidad declarada:
en general tienen menos LSD, a veces nada, pero en
ocasiones demasiado, y es frecuente que se vendan
como LSD otras drogas o incluso materias tóxicas.
Así lo pudimos comprobar en nuestro laboratorio al
analizar un gran número de pruebas de LSD provenientes
del mercado negro. Coinciden con las experiencias
de las oficinas estatales de control.
La inseguridad de las indicaciones en el mercado
negro de drogas puede llevar a sobredosis peligrosas.
A menudo han sido sobredosis la causa probada de
experimentos malogrados, en los que se llegó a graves
colapsos psíquicos y físicos. Pero jamás se han
confirmado las noticias sobre presuntas intoxicaciones
mortales con LSD. Los exámenes rigurosos de
estos casos siempre han confirmado que las causas
eran otras.
Un ejemplo de cuan peligroso puede ser el LSD
del mercado negro es el caso siguiente. En 1970, la
Brigada de Investigación Criminal de la ciudad de
Basilea nos pidió que analizáramos un polvo de una
droga que presuntamente era LSD. Provenía de un
joven que había ingresado en el hospital con pronóstico
reservado. Su amigo, quien también había ingerido
este preparado, había muerto por los efectos del
mismo. El resultado del análisis fue que el polvo no
contenía LSD, sino estricnina, un alcaloide muy venenoso.
El motivo por el que los preparados de LSD del
mercado negro en general contienen menos LSD que
la cantidad indicada, y a menudo carecen de LSD, se
debe —cuando no se trata de una falsificación intencional—
a la facilidad con que esta sustancia se descompone.
El LSD es muy alterable al aire y muy
fotosensitivo. El oxígeno del aire lo destruye por oxidación;
la incidencia de luz lo convierte en una sustancia
no activa. Ya la síntesis exige tenerlo en cuenta;
tanto más, la fabricación de preparados estables y
almacenables. La afirmación de que el LSD sea fácil
de fabricar, y de que todo estudiante de química en
un laboratorio medianamente bien equipado esté en
condiciones de sintetizarlo, es falsa. Por cierto, se han
publicado instrucciones para la síntesis accesibles a
cualquiera. Sobre la base de estas instrucciones detalladas,
cualquier químico puede realizar la síntesis,
con tal de disponer de ácido lisérgico puro, que antes
se conseguía libremente en el mercado, pero que hoy
día está sometido a las mismas normas legales que
el LSD. Pero para aislar el LSD de una solución de
reacción de forma pura, cristalizada, y fabricar preparados
estables, se necesitan —a causa de la mencionada
descomponibilidad de esta sustancia— instalaciones
especiales y una experiencia que no es fácil de
adquirirse.
El LSD sólo es conservable indefinidamente en ampollas
del todo exentas de oxígeno y protegidas de la
luz. Este tipo de ampollas, que contienen 0,1 miligramos
de LSD en forma de tartrato en un centímetro
cúbico de solución acuosa, es producida por la empresa
Sandoz para la investigación biológica y la aplicación
medicinal. El LSD en comprimidos preparados
con las correspondientes sustancias de repleción que
lo protegen contra la oxidación tiene una estabilidad,
aunque no indefinida, sí más duradera. En cambio
los preparados de LSD que suelen ofrecerse en el
mercado negro —por ejemplo, el LSD diseminado en
cuadradillos de azúcar o en papel secante— se descomponen
en el curso de semanas o de pocos meses.
En una sustancia tan activa, la dosificación correcta
tiene máxima importancia. Aquí tiene especial vigencia
el lema de Paracelso, de que es la dosis la que
determina que una sustancia sea un remedio o un
veneno. Pero en los preparados del mercado negro,
cuyo contenido de sustancia activa no está asegurado
de ninguna manera, esa dosificación acertada es imposible
de lograr. Por lo tanto, uno de los mayores
peligros de los ensayos no medicinales de LSD reside
en la aplicación de tales preparados de proveniencia
desconocida.
7
El caso del Dr. Leary
La difusión del consumo ilegal de LSD en los Estados
Unidos cobró un especial vigor a consecuencia de
las actividades del Dr. Timothy Leary, conocido mundialmente
como el «apóstol de las drogas». En 1960,
durante unas vacaciones en Méjico, Leary había probado
las legendarias «setas sagradas» que le había
comprado a un curandero. En la embriaguez de las
setas llegó a un estado de éxtasis místico, al que designó
como la experiencia religiosa más profunda de
su vida. A partir de aquel momento el Dr. Leary, que
era aún profesor adjunto de psicología en la famosa
Universidad de Harvard en Cambridge (EE..UU.), se
dedicó por completo a la investigación del efecto y
de las posibilidades de aplicación de las drogas psicodélicas.
Junto con su colega el Dr. Richard Alpert comenzó
a llevar a cabo en la universidad diversos proyectos
de estudio en los que empleó LSD y psilocybina,
la sustancia activa de las «setas sagradas» mejicanas
que nosotros entretanto habíamos aislado.
Con una metodología científica se examinaron allí
la reintegración social de presidiarios, la generación
de experiencias religioso–místicas de teólogos y sacerdotes,
y el fomento de la creatividad de artistas y
escritores mediante LSD y psilocybina. En estas investigaciones
participaron también de vez en cuando
personalidades como Aldous Huxley, Arhtur Koestler
y Allen Ginsberg. Se concedió especial importancia a
la cuestión de en qué medida la preparación anímica
y las expectativas del analizando, además del marco
externo del experimento, pueden influir sobre el rumbo
y el carácter del estado de embriaguez psicodélica.
En enero de 1963, Leary me envió un informe
exhaustivo sobre estos estudios, en los que transmitía
con palabras de entusiasmo los resultados positivos
obtenidos y expresaba su creencia en la utilidad y las
prometedoras posibilidades de estas sustancias activas.
A la vez, la empresa Sandoz recibió un pedido
de envío de 100 g de LSD–25 y de 25 kg de psilocybina,
firmado por la Universidad de Harvard, Department
of Social Relations, Dr. Timothy Leary. La demanda
de cantidades tan enormes (que corresponden a un
millón de dosis de LSD y a 2,5 millones de dosis de
psilocybina) se justificaba con la planeada extensión
de las investigaciones a estudios de los tejidos, órganos
y animales. Hicimos depender el envío de esas
sustancias de la presentación de una licencia de importación
de parte de las autoridades sanitarias de los
Estados Unidos. A vuelta de correo obtuvimos el pedido
de envío por las mencionadas cantidades de LSD
y psilocybina junto con un cheque de diez mil dólares
de primer pago... pero sin la licencia de importación
demandada. Este pedido Leary ya no lo firmaba
como integrante de la Universidad de Harvard,
sino como presidente de una organización nueva fundada
por él mismo, la IFIF (International Federation
for Internal Freedom). Cuando además nuestra consulta
con el decano correspondiente de la Universidad
de Harvard dio por resultado que las autoridades universitarias
no autorizaban la prosecución de los proyectos
de investigación de Leary y Alpert, anulamos
nuestra oferta y retornamos los diez mil dólares.
Poco después, Leary y Alpert fueron exonerados
del cuerpo docente de la Universidad de Harvard,
porque las investigaciones, que al comienzo se habían
desarrollado dentro de un marco científico, habían
perdido ese carácter. Las series de tests se habían
transformado en parties de LSD. Cada vez más estudiantes
se afanaban por ser voluntarios en estos experimentos,
que se convirtieron en una juerga universitaria:
el LSD como billete para un viaje emocionante
a nuevos mundos de la experiencia anímica y
física. El trip de LSD se convirtió, entre la juventud
universitaria, en la moda más emocionante y novedosa,
que se extendió rápidamente desde Harvard a
las demás universidades del país. Sin duda contribuyó
decisivamente a esta difusión la doctrina de Leary,
de que el LSD no sólo sirve para hallar lo divino y
descubrirse a sí mismo, sino que es además el más
potente afrodisíaco que la humanidad haya conocido.
En una posterior entrevista concedida a la revista
mensual «Playboy», Leary declaraba que la intensificación
de la vivencia sexual y del orgasmo mediante
el LSD habría sido uno de los motivos principales del
boom del LSD.
Después de su exoneración de la Universidad de
Harvard, Leary se transformó por completo de profesor
de psicología en mesías del movimiento psicodélico.
Él y sus amigos del IFIF fundaron un centro
de investigación psicodélica en medio de un paisaje
hermoso en Zihuatanejo, Méjico. Yo mismo recibí una
invitación personal del Dr. Leary para participar en
un curso de planificación top level de drogas psicodélicas,
que debía iniciarse allí en agosto de 1963. Me
habría gustado aceptar esta generosa invitación, que
incluía viáticos y alojamiento gratuito, para conocer
con mis propios ojos los métodos, el funcionamiento
y toda la atmósfera de un centro de investigación psicodélica
de esa índole, sobre lo cual ya en aquel entonces
circulaban unos informes contradictorios y en
parte muy extraños. Lamentablemente mis compromisos
laborales me impidieron viajar a Méjico.
El centro de investigación de Zihuatanejo no tuvo
larga vida. El gobierno mejicano desterró a Leary y
a sus seguidores. Sin embargo Leary, que ahora no
era sólo el mesías, sino además el mártir del movimiento
psicodélico, recibió pronto la ayuda del joven
millonario neoyorquino Williamin Hitchcock, quien
puso a su disposición una mansión señorial en su gran
propiedad rural en Millbrook, Nueva York, para que
fuera el nuevo hogar y cuartel general del ex–profesor.
Millbrook fue también la sede de una fundación para
un modo de vida psicodélico, trascendente: la Castalia
Foundation.
En un viaje a la India, Leary se convirtió en 1965
al hinduismo. Al año siguiente fundó una comunidad
religiosa, la League for Spiritual Discovery, cuyas iniciales
son la abreviatura LSD.
El llamamiento de Leary a la juventud, que resumió
en su famoso lema: turn on–tune in drop out!,*
se convirtió en un dogma central del movimiento
hippie. Leary es uno de los padres fundadores del
culto hippie. Sobre todo el último de estos tres mandamientos,
el drop out, la incitación a abandonar la
vida burguesa, volverle la espalda a la sociedad, renunciar
a la escuela, al estudio, a la profesión, y dedicarse
por completo al universo interior, al estudio
del sistema nervioso, después de haberse en–tren–ado
con LSD... esta exhortación superaba los ámbitos psicológico
y religioso, y tenía una significación social y
política. Resulta, pues, comprensible que Leary no
* Encendeos, sintonizaos por dentro y dejarlo todo (en inglés en
el original).

sólo se convirtiera en enfant terrible de las universidades
y de sus colegas académicos de la psicología y
psiquiatría, sino que también provocara la irritación
de las autoridades políticas. Por eso lo vigiló la policía;
luego se lo persiguió y finalmente se lo encarceló.
Las severas penas —diez años de prisión impuestos
por un tribunal tejano y otros diez por uno mejicano,
por tenencia de LSD y marihuana, y la condena de
treinta años (luego anulada) por contrabando de marihuana—
muestran que el castigo de estas faltas era
sólo un pretexto para poner a buen recaudo al seductor
y amotinador de la juventud, a quien no podía
perseguirse de otro modo. En la noche del 13 al 14 de
setiembre de 1970 Leary logró huir de la cárcel californiana
de San Luis Obispo. Pasando por Argelia,
donde se contactó con Eldridge Cleaver, uno de los
dirigentes del movimiento Black Panthers que vivía
allí en el exilio, Leary llegó a Suiza; aquí solicitó asilo
político.
Encuentro con Timothy Leary
Leary vivía con su esposa Rosemary en Villars–sur–
Ollon, un lugar de veraneo en el Valais. Por mediación
del Dr. Mastronardi, el abogado del Dr. Leary,
se arregló un encuentro conmigo. El 3 de setiembre
de 1971 me encontré con él en el bar de la estación
ferroviaria de Lausanne. El saludo, bajo el signo de la
comunidad de destino debida al LSD, fue cordial. De
mediana estatura, delgado, flexible, movedizo, la cara
enmarcada por cabello castaño, entrecano, levemente
ondulado, de aspecto juvenil, con ojos claros y sonrientes...
Leary parecía más bien un campeón de tenis
que un antiguo docente de Harvard. Viajamos en
coche a Buchillons, donde en el cenador del restaurante
A la Grande Forêt, con pescado y una botella
de vino blanco, se inició el diálogo entre el padre y el
apóstol del LSD.
Le dije que lamentaba que las promisorias investigaciones
con LSD y psilocybina en la Universidad de
Harvard hubieran tomado un rumbo que hacía imposible
su prosecución en el marco académico.
El reproche más serio que le formulé a Leary se
refirió, sin embargo, a la propagación de LSD entre
los jóvenes. Leary no intentó refutar mis opiniones
acerca de los peligros especiales de LSD para la juventud.
Con todo, opinó que mi reproche de haber
seducido a personas inmaduras al consumo de drogas
no estaba justificado, porque los teenager estadounidenses
se podrían equiparar a europeos adultos en lo
que respecta a información y experiencia vital exterior.
Alcanzarían muy tempranamente un estado de
madurez, pero también un simultáneo estado de saturación
y de estancamiento espiritual. Por eso consideraba
que la experiencia de LSD también tenía sentido
y era útil y enriquecedora para esas personas
relativamente jóvenes.
Luego le critiqué a Leary en esta conversación la
gran publicidad que les daba a sus experimentos con
LSD y psilocybina, al invitar a periodistas de diarios
y revistas, movilizar a la radio y la televisión y hacerles
informar al gran público. Lo que allí importaba
no era la información objetiva sino el éxito publicitario.
Leary defendió esta exagerada actividad publicitaria
argumentando que era su papel providencial
hacer conocer el LSD en todo el mundo. Ello habría
tenido efectos tan positivos sobre todo en la generación
joven de la sociedad norteamericana, que no debían
entrar en cuenta los pequeños perjuicios y los
lamentables incidentes causados por un empleo equivocado
del LSD.
En esta conversación pude comprobar que se es
injusto si se califica a Leary sin más ni más como
apóstol de las drogas. Leary distinguía severamente
las drogas psicodélicas —LSD, psilocybina, mescalina,
hashish—, de cuyos efectos beneficiosos estaba convencido,
de los estupefacientes conducentes a la toxicomanía:
morfina, heroína, etc., y alertaba repetidamente
contra el uso de estos últimos.
Este encuentro personal con Leary me dejó la impresión
de una personalidad afable, convencida de su
misión, que defiende sus opiniones a veces bromeando,
pero sin transigir y que, trasuntado por la fe en
los efectos mágicos de las drogas psicodélicas y del
optimismo resultante, navega entre nubes y tiende a
subestimar o incluso a no ver las dificultades prácticas,
los hechos desagradables y los peligros. Esta despreocupación
Leary también la evidenciaba frente a
las acusaciones y peligros que afectaban a su propia
persona, como lo muestra patentemente su vida en
los años siguientes.
Durante su estancia en Suiza volví a ver a Leary
casualmente en febrero de 1972 en Basilea, con motivo
de una visita a la casa de Michael Horowitz, el
curador de la Fitz Hugh Ludlow Memorial Library,
una biblioteca de Chicago especializada en literatura
sobre drogas. Viajamos juntos a mi casa en el campo,
donde proseguimos nuestra conversación de setiembre.
Leary parecía haber cambiado. Se mostraba inquieto
y distraído, de modo que en esta oportunidad
no se dio un diálogo productivo. Éste fue mi último
encuentro con el Dr. Leary.
Abandonó Suiza a fin de año con su nuevo amor
Joanna Harcourt–Smith, tras haberse separado de su
esposa Rosemary. Después de una breve estancia en
Austria, donde Leary participó en una película esclarecedora
sobre la heroína, Leary siguió viaje con su
amiga a Afganistán. En el aeropuerto de Kabul fue
detenido por agentes del servicio secreto norteamericano
y llevado de nuevo a California a la cárcel de
San Luis Obispo.
Después que ya no se hablaba de Leary, reapareció
su nombre en los diarios en el verano de 1975. Leary
habría conseguido que lo pusieran en libertad antes
de tiempo. Pero fue liberado sólo en la primavera de
1976. Sus amigos me contaron que estaba ocupándose
ahora en problemas psicológicos de la navegación espacial
y en la investigación de las correspondencias
cósmicas del sistema nervioso humano en el espacio
interestelar, es decir, en problemas cuyo estudio seguramente
ya no le acarreará problemas con las autoridades.
8
Viajes al cosmos del alma

De este modo tituló el estudioso del Islam Dr. Rudolf
Gelpke su informe sobre sus autoensayos con
LSD y psilocybina, publicado en la revista «Antaios»
(cuaderno de enero de 1962), y así también podrían
designarse las siguientes descripciones de experiencias
con LSD. La expresión está bien elegida, porque
el espacio interior del alma es igual de infinito y enigmático
que el espacio cósmico exterior, y porque tanto
los cosmonautas del espacio exterior cuanto los del
interior no pueden permanecer allí, sino que tienen
que regresar a la tierra, a la conciencia cotidiana.
Además, ambos viajes exigen una buena preparación,
para que puedan desarrollarse con un mínimo de peligro
y convertirse en una empresa realmente enriquecedora.
Los informes siguientes pretenden mostrar cuan
distintas pueden ser las experiencias de la embriaguez
provocada por el LSD. La selección de los informes
también estuvo determinada por la motivación que
guiaba los ensayos. Se trata en todos los casos de informes
de personas que no probaron el LSD simplemente
por curiosidad o como estimulante extraño, sino
que experimentaron con LSD porque buscaban posi-
bilidades de ensanchar las vivencias del mundo interior
y exterior, de abrir con esta droga/llave nuevas
«puertas de percepción» (William Blake, Doors of perception.),
o, si conservamos el símil de Gelpke, de superar
el espacio y el tiempo y llegar así a nuevas perspectivas
y conocimientos en el cosmos del alma.
Los dos primeros protocolos de experimentos que
se publican a continuación están extraídos del informe
de Rudolf Gelpke citado al comienzo del capítulo.
Danza de las almas al viento (0,075 mg de LSD,
23 de junio de 1961, 13’00 horas).
Después de haber ingerido esta dosis, que
puede considerarse una dosis media, charlé muy
animadamente hasta las 14 horas con un colega.
Después me dirigí solo a la librería Werthmüller
(de Basilea), donde la droga comenzó a actuar
con toda claridad. Lo percibí sobre todo porque
dejaba de interesarme el contenido de los libros
que revolvía tranquilamente en el fondo de la
tienda, mientras que se ponían de relieve detalles
casuales que parecían adquirir especial significación...
Después de apenas diez minutos
me descubrió una pareja amiga, y tuve que dejarme
arrastrar a una conversación, lo cual no
me resultaba nada agradable, pero tampoco verdaderamente
molesto. Escuchaba la conversación
(y también a mí mismo) «como de lejos». Las
cosas de las que se hablaba (se trataba de cuentos
persas que había traducido) «pertenecían a
otro mundo»: a un mundo sobre el que podía
opinar (puesto que hasta poco tiempo antes lo
había habitado yo mismo y recordaba sus «reglas
de juego»!), pero con el que ya no estaba
relacionado en el terreno de los sentimientos.
Mi interés por ese mundo se había extinguido...
pero no podía dejar traslucirlo.
Después de que hube logrado despedirme seguí
callejeando hasta la plaza del mercado. No
tenía «visiones»; veía y oía todo como de costumbre,
y sin embargo todo había cambiado de
un modo inexplicable; había «paredes invisibles
de vidrio» por todas partes. A cada paso que
daba me comportaba más como un autómata.
Sobre todo me llamaba la atención el hecho de
que parecía estar perdiendo más y más el dominio
de mis músculos faciales; estaba convencido
de que mi rostro carecía de toda expresión
y de que estaba vacío, laxo y rígido como una
máscara. Sólo podía seguir caminando y moviéndome
porque recordaba qué y cómo lo había
hecho «en otros tiempos». Pero a medida que
el recuerdo se alejaba, me volvía cada vez más
inseguro. Recuerdo que de algún modo me estorbaban
mis propias manos: las metía en los bolsillos,
las dejaba bambolearse, las cruzaba en la
espalda... como objetos molestos que uno tiene
que llevar consigo y no sabe bien dónde colocarlos.
Así me sucedía con todo mi cuerpo. Ya
no sabía para qué servía ni qué hacer con él.
Había perdido toda capacidad de decisión; tenía
que reconstruir las decisiones trabajosamente
por el rodeo del «recuerdo de cómo lo hacía
antes»; así me sucedió también con el breve
camino desde la plaza del mercado hasta mi casa,
adonde llegué a las 15’10 horas.
Hasta ese momento no había tenido la sensación
de estar embriagado ni mucho menos. Lo
que experimentaba era más bien una paulatina
extinción espiritual. No tiene nada de terrible;
pero puedo imaginarme que en la fase de transición
de ciertas enfermedades mentales —claro
que distribuido a lo largo de períodos más prolongados—
ocurre un proceso parecido: mientras
siga habiendo un recuerdo a la anterior existencia
propia en el mundo humano, el enfermo
que ha perdido los puntos de contacto con ese
mundo aún puede orientarse (mal o bien) en el
mismo; pero luego, cuando los recuerdos van evanesciendo
y finalmente desaparecen, pierde esa
capacidad por completo.
Poco después de haber entrado a mi habitación,
la «insensibilidad vidriosa» desapareció.
Me senté mirando una ventana y quedé fascinado
de inmediato: las hojas de la ventana estaban
abiertas de par en par, mientras que las
cortinas de tul transparentes estaban cerradas,
y ahora una suave brisa jugueteaba con estos
velos y con las siluetas de las plantas de las
macetas y las enredaderas en la cornisa; la luz
del sol dibujaba estas figuras en las cortinas ondulantes.
Este espectáculo me cautivó por entero.
Me «hundí» en él, y ya no veía más que este
suave e incesante ondear y mecerse de las sombras
de las plantas en el sol y el viento. Sabía
«de qué» se trataba, pero le busqué un nombre,
una fórmula, la «palabra mágica» que yo conocía
—y la encontré: DANZA DE LA MUERTE,
DANZA DE LAS ALMAS... Esto era lo que me
mostraban el viento y la luz en el velo de tul.
¿Era terrible? ¿Tenía yo miedo? Quizás... al
comienzo. Pero luego me invadió una gran placidez,
y oí la música del silencio, y también mi
alma bailaba con las sombras redimidas al son
de la flauta del viento. Sí, ya comprendía: ésta
es la cortina y ella misma, esta cortina, ES este
arcano, eso «último» que esconde. ¿Por qué, entonces,
desgarrarla? Quien lo hace, sólo se desgarra
a sí mismo. Porque «detrás», detrás de la
cortina, no hay «nada»...
Pólipo de la profundidad (0,150 mg de LSD,
15 de abril de 1961, 9’15 horas).
Comienzo del efecto ya después de unos treinta
minutos con fuerte excitación, temblor en las
manos, escalofríos en la piel, gusto a metal en
el paladar.
10’00: «El entorno de la habitación se transforma
en ondas fosforescentes, que
parten de mis pies y recorren también
mi cuerpo. La piel —y sobre
todo los dedos de los pies— están
como eléctricamente cargados; una excitación
aún creciente sin cesar impide
todo pensamiento claro...».
10’20: «No hallo palabras para describir mi
estado actual. Es como si “otro”, una
persona totalmente ajena a mí, se apoderara
de mí parte por parte. Tengo
enormes dificultades para escribir
(¿estoy «reprimido» o «deprimido»?
¡No lo sé!)».
Este proceso inquietante de una creciente
autoalienación me causaba un sentimiento de impotencia,
de estar desvalido sin remedio. Hacia
las 10’30 horas vi con los ojos cerrados innumerables
hilos que se entrelazaban sobre un fondo
rojo. Un cielo plomizo parecía oprimir todas las
cosas; yo mismo sentía mi ego comprimido dentro
de sí y me parecía ser un enano apergaminado...
Poco antes de las 13 horas huí de la
compañía de nuestro atelier, con su atmósfera
cada vez más oprimente, en la que no hacíamos
más que impedirnos mutuamente el desarrollo
pleno de nuestra embriaguez. Me senté en el
suelo de un pequeño cuarto vacío, con la espalda
apoyada en la pared; a través de la única
ventana enfrente de mí veía una porción de cielo
nuboso gris–blanco. Esto, como en general todo
lo que me rodeaba, en este momento me parecía
desconsoladoramente normal. Estaba deprimido
y me sentía tan feo y odioso que no habría osado
(como efectivamente lo evité por la fuerza
varias veces aquel día) mirarme en un espejo u
observar el rostro de otra persona. Anhelaba que
esta embriaguez finalizara de una buena vez; pero
todavía tenía todo mi cuerpo en su poder. Creí
sentir muy dentro de mí su pesada carga, y cómo
rodeaba mis miembros con cien tentáculos de
pólipo... sí, verdaderamente experimentaba este
contacto que me electrizaba con un ritmo misterioso
como el de un ser real, invisible, pero
trágicamente omnipresente, al que le hablaba en
alta voz, lo insultaba, le rogaba y lo desafiaba a
un combate cuerpo a cuerpo... «No es más que
la proyección de lo malo dentro de ti», me aseguraba
otra voz, «es el monstruo de tu alma».
Este reconocimiento fue como un destello de
espada. Me atravesó con un filo redentor. Los
brazos del pólipo me soltaron —como cortados—
y simultáneamente el gris del cielo, que
hasta ahora había sido tan lúgubre y opaco, refulgía
a través de la ventana abierta como agua
iluminada por el sol. Cuando lo miré tan fascinado,
se convirtió (para mí) en agua verdadera:
se me ocurrió que era una fuente subterránea
que de pronto había estallado y que ahora rebullía,
hacia mí, que quería convertirse en un río,
un lago, un mar, con millones y millones de gotas;
y en cada una de estas gotas estaba bailoteando
la luz... Cuando el cuarto, la ventana y el
cielo habían vuelto a mi conciencia (eran las
13’25 horas), la embriaguez todavía no había terminado,
pero sus secuelas, que me duraron dos
horas, se parecieron mucho al arco iris que sigue
a la tormenta.
El sentir que el medio en el que uno se encuentra
se vuelve extraño, del mismo modo que el propio
cuerpo, así como la sensación de que un ser extraño,
un demonio, se apodere de uno, descritos por Gelpke
en los dos experimentos anteriores, son ambos característicos
de la embriaguez del LSD. Por grandes que
sean las diferencias y variantes de la experiencia
del LSD, aquéllos se citan en la mayor parte de los
protocolos de experimentos. Ya en mi primer autoensayo,
como se pudo leer, describí la toma de posesión
por parte del demonio del LSD como una experiencia
inquietante. En aquel experimento mi miedo
y terror fueron especialmente intensos, porque todavía
no existía la experiencia de que el demonio luego
suelta a sus víctimas.
El baile de las garzas
Erwin Jaeckle publicó un significativo autoensayo
con LSD en una edición particular cuidadosamente
presentada: «Schicksalsrune in Orakel, Traum und
Trance» («Runa del destino en el oráculo, el sueño
y el trance»), Arben–Press, Arbon, 1969. Este ensayo
se realizó el 2 de diciembre de 1966; fue supervisado
por Rudolf Gelpke, quien levantó un protocolo textual.
Luego, Jaeckle lo describió y comentó a partir
de lo que recordaba.
Como creía vivir dentro del círculo mágico,
inicié el experimento con desenfadada naturalidad.
No lo temía. Pero desconfiaba de mi propia
persona, conocía mis imprevisibles estallidos
y catástrofes y temía, por tanto, a ese otro
dentro de mí; tenía recelos a encontrarme con
él. Por eso le di las llaves de mi coche a mi
mentor y estaba dispuesto a echarle el cerrojo
a mi colección de espadas japonesas.
Dos horas después del ingreso en el dominio
común, una hora después del comienzo del ensayo,
se incrementó mi cansancio a medida que
iba distendiéndome. Sólo cambiaba la voz. Me
parecía ronca, sin resonancia, como las voces
en un paisaje nevado. Esto pasó. El pulso estaba
ligeramente acelerado. Dos horas después del inicio
del experimento se redujo a 64 pulsaciones.
Ahora me sentía más liviano, casi sin peso, y podría
haber escalado sin problemas la escarpada
cuesta del castillo de la ciudad. También entre
las paredes se caminaba verdaderamente ingrávido.
Las sombras en los rincones y debajo de
la lámpara se volvieron de color azul humo. La
carne estaba flotando, ingrávida, el cuerpo lleno
de poros era ubicuo, ya no era cuerpo, ni aquí
ni allí. El salón de fiestas del señor de pendón
y caldera3 comienza a respirar aquí y acullá.
Las cosas respiran. Hacia donde miraba con voluntad,
el objeto se tornaba cotidiano y sin participación,
pero contra los contornos del campo
visual las cosas respiraban cada una como movidas
en ondas el aliento único que las abrazaba
a todas ellas. Los colores florecieron, se volvieron
más íntimos, elevados, y el gran cuadro
3. El cuarto en la antigua casa Zur schwarzen Tulpe («El tulipán
negro»), en Stein–am–Rhein, en el que tuvo lugar el experimento.

mural del arca adquirió tridimensionalidad. Podría
haberme deshecho dentro de él. Pero no
tenía necesidades. Acostado boca arriba, no veía
ningún motivo para moverme. Se desmintieron
todos los temores. Estaba conforme conmigo,
quería simplemente estar sin intención alguna.
Muy abiertos como estaban mis sentidos, me revelaban
que cada cosa contiene una letra de acróstico
de la única buena sabiduría universal, y que
lo que, por tanto, debía hacerse era encontrarlo
y erigirlo en muchas, en todas las cosas de la
unidad del poema universal. Esto lo experimenté
como un sentimiento de amor unitivo. No era
pensado. De esta índole debe de haber sido también
el sentido de la divisa que había formulado
poco tiempo ha en latín y en forma de acróstico,
relativa a un aforismo alemán de la «Pequeña
Escuela del Hablar y el Callar»: amor maximus
amor rei est. Le llamé la atención al respecto a
mi acompañante, se lo hice apuntar, porque quería
incluirlo. Así él participaba del acróstico universal.
Busqué su letra. Tenía que hacerlo efectivo.
Eso excluye el odio. El odio limita. Mi experiencia
era ilimitada. En esta etapa del ensayo
busqué la palabra correcta; pero la palabra exacta
no incluía, excluía, la inexacta se volvía banal.
Las vivencias del ensayo sólo podía formularlas
en alto alemán. Por eso me movía a todas horas
dentro del ámbito de la lengua escrita. Examiné
mis hallazgos. Estaba desilusionado cuando las
definiciones fracasaban, lo intentaba de nuevo,
apasionadamente, recomenzando una y otra vez,
saltando con gritos socarrones al rincón, girando,
riendo, porque lo sabía pero no hallaba la
palabra. La risa testimoniaba el acuerdo con la
inteligencia. Este acuerdo era completamente modesto.
Sabía que no vale la pena levantar la
mano. Al contrario: el ocio estaba más cerca
de la sabiduría. Pues la voluntad ensombrece
la inteligencia. Se le ilumina a quien no tiene
voluntad. Me sorprendí en el hecho de que la
pasión por las palabras parecía contradecir lo
anterior. Pero la palabra buscada carecía de
toda intención. Debía estar ahí, no actuar. No
había embriaguez, sino lúcido automatismo de
las fuerzas mentales. Las fuerzas mentales estaban
en los poros, no en el cerebro. Luego
supe que el acróstico universal se constituirá
sólo en muchos, en todos los poemas. Prometí
realizar también en el futuro la excursión infinita
hacia la palabra. Se trata del Eros del egocentrismo.
Estaba seguro de mis fuerzas en el
futuro, aunque me doliera el plexo solar. Me
dolía. No estaba acostado, no sentía el lecho, me
aseguraba con las manos del basto cielorraso,
gozaba con su superficie, comprendía la cosa
con los dedos, la construía con los sentidos
aguzados.
Luego llegaron las garzas al artesonado color
oro de miel. Balanceándose como flores. Dos de
ellas. Una me miraba, me observaba. La miré
detenidamente. Veía la huella de la rama en la
madera. Pero la mirada continuó. Las garzas
tenían su florida conversación danzante. En silencio.
Las comprendía. Todo era comprensión.
También ellas participaban del ritmo universal
fluyente, estaban comprendidas en él fluctuando
a modo de algas. Les sonreí, le confirmé a
mi mentor que sabía de su realidad ficticia, pero
les guiñaba un ojo. De todos modos. ¿Cuáles
son las realidades? Carente de necesidades como
estaba, la pregunta quedó sin contestarse. Sólo
contaba la armonía. La armonía con las garzas,
cuyos picos en alto se tocaban sublimes, y la
armonía con la voz tranquila e interesada de
mi acompañante, en la que yo también estaba
encerrado cuando se me acercaba. Bajo la creciente
armonía el color dorado del techo de
madera fulguraba íntimo, pero supraterrenal
como el sol. Cuando la luz se desplomaba, el
cuarto volvía a acercarse, casi hostil, frío, pero
yo permanecía dispuesto a volar. Cuando el
cielorraso volvía a florecer, yo sabía la palabra
que había estado buscando. No la decía,
porque la había comido. Estaba en el pulso, en
el aliento, en el aliento de las cosas en la periferia
del campo visual, y no era más que un
gran ritmo. Lo definí en contradicción con cualquier
metro. Una y otra vez salían brillantes
los colores del fresco del arca y se difundían
en el cuarto, se extinguían, se convertían en
cuadro. Corpóreos eran de otra realidad. Los colores
tenían dimensiones. Los bordes eran transparentes.
El descenso fue infinitamente plano,
retenido por breves subidas, descendía cayendo.
Ascenso y caída eran luminosamente verdaderos,
relumbrantes, se extinguían. El artesonado
comenzó a combarse. Los cuadrados estaban
ahora limitados por arcos, un maravilloso panal
referido uniformemente al centro de una esfera
que estaba debajo de mí. Mi peso era igual a
la succión de la luz. Por lo tanto, yo era ingrávido.
Si al comienzo del ensayo miraba una hoja
blanca, se volvía azul de niebla matinal, luego
rojo de alborada. Al final y dominantemente
color malva. Pero ahora todo el universo resplandecía
íntimamente dorado de miel. Era el
cielorraso. Pero el cielorraso no era. Este resplandor
era de tipo supraterrenal, pero muy
presente. Estaba.
Así llegué sin apearme. Aún durante el desayuno,
durante la tarde, cuando viajé en coche
a Schaffhausen y regresé a Stein am Rhein no
me había apeado. Llegué bien.
Las experiencias del ascenso se repitieron
especularmente en el descenso: la liviandad para
caminar, la libertad para respirar, la ronquera
de la voz. Pero los sentidos estaban depurados.
Eso siguió. Sigue. El mundo es ahora distinto.
Más colorido en la armonía. Tiene una dimensión
más. Su plasticidad es acendrada.
Me puse contento porque no se presentaron
las figuras de mis temidas amenazas. Fui un
buen camarada para mí. Seguiré siendo un buen
camarada para mí. El experimento me brinda
una elevada autoafirmación. Me dio confianza,
libertad y disposición. Me llevé a mí —a saber,
al mejor— en el descenso, me entiendo con él,
le sonrío porque hemos estado allí, porque estamos
enlazados en el acróstico, lo llevamos con
nosotros. No se trataba de perturbaciones de
la conciencia, sino de la realización de la conciencia,
de la comunidad universal, del aliento
único al que pertenecemos. Por eso los ruidos
eran exactos, nítidos. En su presencia peculiar
anunciaban su testimonio de ubicuidad. Lo mismo
hacían los colores. Cuando resplandecían
significaban la luz que los llenaba, no el color.
También el color. Ambos eran una misma cosa.
Un triunfo de la seguridad más presente. Por
eso yo conocía el curso exacto del tiempo, que
estallaba una y otra vez en —intemporales—
infinitudes. El tiempo tenía simultáneamente un
paso extensivo y una infinitud intensiva. Por
ello también los pensamientos saltaban aquí y
allá. Pues allá y aquí estaban en el centro. Esto
no puede perderse. Me pareció una circunstan-
cia feliz el hecho de que todo el ensayo se desarrollara
en un clima tan alegre. Pocas veces
me he reído tanto y tan de corazón. Me reía
toda vez que me sentía unido a las cosas, cuando
sin palabras me sentía existir. Cada risa sostenía
en su armonía toda la sabiduría universal.
Rimaba con el acróstico, era risa celestial.
El informe del experimento de Erwin Jaeckle se
caracteriza porque en su calidad de escritor y poeta
logra expresar muchas alternativas de la experiencia
del LSD que a la mayoría de los viajeros de LSD les
parecen «innenarrables» o «indescriptibles». Su filosofía
personal ingresa en sus imágenes de LSD, se
hace visible en ellas. Este ensayo muestra también
hasta qué punto la personalidad del experimentador
coloca su impronta en la embriaguez de LSD.
La experiencia de LSD de un pintor
A un tipo de experiencias de LSD totalmente distintas
pertenecen las experiencias que se describen en
el siguiente informe perteneciente a un pintor. Vino
a verme porque quería saber cómo había que asumir
e interpretar lo vivido bajo los efectos del LSD. Temía
que la profunda mudanza que se había dado en su
vida a consecuencia de un experimento con LSD pudiera
basarse en una mera ilusión. Mi explicación de
que, en tanto agente bioquímico, el LSD sólo había
desencadenado, pero no creado, sus visiones, y que
éstas provenían de su fuero interno, le dio confianza
en el sentido de su transformación.
...Viajé, pues, con Eva a un solitario valle
de montaña. Allí arriba, en la naturaleza, debe
de ser hermoso estar con Eva. Ella era joven
y atractiva. Veinte años mayor que ella, me encontraba
en el medio de mi vida. Pese a experiencias
penosas que había hecho hasta ese momento
a consecuencia de escapadas eróticas,
pese al dolor y las decepciones que había inferido
a los que me habían querido y creído en
mí, me sentía atraído con una fuerza irresistible
a esta aventura, a Eva, a su juventud.
Estaba a merced de esta muchacha. Nuestra
relación sólo comenzaba, pero sentía esos poderes
seductores con más fuerza que en cualquier
otra situación anterior. Sabía que no podría
resistir mucho tiempo más. Por segunda vez en
mi vida estaba dispuesto a abandonar a mi familia,
renunciar a mi empleo y quemar todas las
naves. Quería entregarme con desenfreno a esta
embriaguez voluptuosa con Eva. Ella era la vida,
la juventud. Una vez más, me decía una voz interior,
una vez más beber la copa del goce y de la
vida hasta la última gota, hasta la muerte y la
destrucción. Y que después me llevara el diablo.
Aunque hacía tiempo que había abolido a Dios y
al diablo. Esos eran para mí tan sólo inventos
humanos utilizados por una minoría atea y sin
escrúpulos para sojuzgar y explotar a una mayoría
creyente e ingenua. No quería tener nada que
ver con esa moral social mendaz. Quería gozar,
gozar sin consideraciones —et aprés nous le déluge.
* «Qué me importa mi mujer, qué me importa
mi hijo— déjalos mendigar, si tienen hambre
» (N. del. T.: dos versos de un popular poema
de Heinrich Heine). También la institución matrimonial
me parecía una mentira social. El matrimonio
de mis padres y los de mis conocidos me
parecían confirmarlo de sobra. Seguían juntos
* Después de mi el diluvio. (En francés en el original.)
porque era más cómodo; se habían acostumbrado
a la idea, y: «si no fuera por los niños...». Bajo
la cobertura de un buen matrimonio la gente se
torturaba anímicamente hasta tener exantemas y
úlceras, o cada cual seguía su propio camino. La
idea de poder amar durante toda una vida a una
sola mujer hacía revolverse todo dentro de mí.
Me parecía directamente repugnante y antinatural.
Ese era mi estado de ánimo aquella tarde
funesta de verano a orillas del lago.
A las siete de la tarde ambos tomamos una
dosis bastante fuerte de LSD, alrededor de 0,1 miligramos.
Luego paseamos por la orilla del lago
y nos sentamos a descansar. Tiramos piedras al
agua y observamos las ondas que se formaban.
Comenzamos a notar una leve intranquilidad.
Hacia las ocho fuimos al restaurante y pedimos
té y sandwiches. Había allí algunos comensales
que se contaban chistes y se reían en alta voz.
Nos guiñaban los ojos, que tenían un brillo extraño.
Nos sentimos ajenos y lejanos y teníamos la
impresión de que se nos notaría algo. Afuera
estaba oscureciendo lentamente. Sin muchas ganas
decidimos ir a nuestra habitación en el hotel.
Una calle no iluminada llevaba a lo largo del
negro lago hasta la alejada hospedería. Cuando
abrí la luz, la escalera de granito por la que se
iba de la calle hasta la casa parecía lanzar un
destello con cada paso que dábamos. Eva se
estremeció asustada. «Diabólico», se me cruzó
por la cabeza, y de pronto el susto se apoderó
de mí, y yo sabía: la cosa acaba mal. A lo lejos,
en el pueblo, un reloj daba las nueve.
Apenas llegados a nuestro cuarto, Eva se tiró
en la cama y me miró con los ojos desorbitados.
Hacer el amor, ni pensarlo. Me senté en el borde
de la cama y sostuve con mis manos las de Eva.
Luego llegó el espanto: nos abismamos en un
horror indescriptible que no entendíamos ninguno
de los dos.
Mírame a los ojos, mírame, la conjuraba a
Eva, pero una y otra vez su mirada me era arrebatada;
luego ella gritó aterrorizada y tembló
con todo su cuerpo. No había salida. Afuera había
ahora noche cerrada y el lago profundo, negro.
En la hospedería se habían apagado todas
las luces: la gente debía de haberse ido a dormir.
Qué nos habrían dicho. Tal vez habrían
avisado a la policía, y entonces todo iba a ser
peor. Un escándalo por drogas... pensamientos
insoportablemente atormentadores.
Ya no podíamos movernos del lugar. Allí estábamos
encerrados por cuatro paredes de madera,
cuyas ensambladuras despedían un resplandor
infernal. La situación era cada vez más insufrible.
De pronto se abrió la puerta y entró «algo
terrible». Eva gritó a voz en cuello y se ocultó
debajo de la manta. Otro grito. El horror era
aun mucho peor debajo de la manta. ¡Mírame a
los ojos! —le grité, pero ella agitaba sus ojos de
un lado al otro, como enloquecida. Está enloqueciendo,
pensé aterrorizado. En mi desesperación
le así de los pelos, de modo que no pudiera apartar
su cara de mí. En sus ojos vi una angustia
terrible. Todo nuestro entorno era hostil y amenazador,
como si nos quisiera asaltar en el instante
siguiente. Tienes que proteger a Eva, tienes
que hacerla llegar hasta la mañana, entonces el
efecto cejará —me decía. Pero luego volvía a
hundirme en un espanto sin límites. No había
ya ni razón ni tiempo; parecía que este estado
no acabaría jamás.
Los objetos del cuarto se habían convertido
en muecas vivientes; todo sonreía burlonamente.
Los zapatos de Eva, a rayas amarillas y negras,
que me habían parecido tan excitantes, los vi
arrastrarse por el piso como dos avispas grandes
y malignas. El grifo del agua sobre la pila
se convirtió en una cabeza de dragón, cuyos ojos
me observaban malvados. Recordé mi nombre,
Jorge, y de pronto me sentí el caballero Jorge
que debía combatir por Eva.
Los gritos de Eva me apartaron de estos pensamientos.
Se agarró de mí bañada en sudor y
temblando. Tengo sed, suspiró. Con un gran esfuerzo,
sin soltarle la mano, logré alcanzarle un
vaso de agua. Pero el agua parecía viscosa y formaba
hilos, era venenosa, y no pudimos calmar
nuestra sed. Los dos veladores brillaban con un
resplandor extraño, con una luz infernal. El reloj
dio las doce.
Esto es el infierno, pensé. No deben de existir
ni el diablo ni los demonios pequeños..., pero
los sentíamos dentro de nosotros, llenaban el
espacio y nos martirizaban con un espanto inimaginable.
¿Ilusión, o no? ¿Alucinaciones, proyecciones?
Preguntas sin importancia frente a la
realidad, la angustia dentro de nuestro cuerpo
y que nos agitaba: la angustia, ella era lo único
que había. Recordé algunos pasajes del libro «Las
Puertas de la Percepción», y me calmaron durante
un instante. Miré a Eva, a ese ser lloriqueante,
espantado, en su tormento, y sentí un
hondo arrepentimiento y compasión. Se me había
vuelto extraña; apenas la reconocía. Alrededor
del cuello llevaba una fina cadena dorada con
el medallón de María, madre de Dios. Era un
regalo de su hermano menor. Sentí que de ese
collar partía una radiación bondadosa y tranquilizadora,
relacionada con el amor puro. Pero luego
volvió a estallar el horror, como para nues-
tro aniquilamiento definitivo. Necesité toda mi
fuerza para sostener a Eva. Delante de la puerta
oía el fuerte y siniestro tic–tac del contador eléctrico,
como si quisiera darme en el instante siguiente
una noticia muy importante, mala, destructiva.
De todos los rincones e intersticios volvió
a salir burla, escarnio y maldad. De pronto,
en medio de este suplicio, percibí a lo lejos el
sonar de cencerros como una música maravillosa,
alentadora. Pero pronto se hundieron en
el silencio y volvieron a estallar la angustia y el
terror. Del mismo modo que un náufrago espera
el madero salvador deseé que las vacas se acercaran
de nuevo a la casa. Pero todo siguió en
silencio, y el tic–tac y zumbido amenazador del
contador revoloteaba alrededor de nosotros como
un insecto invisible y maléfico.
Por fin amaneció. Con gran alivio comprobé
que penetraba la luz a través de las persianas.
Ahora podía dejar a Eva librada a sí misma; se
había tranquilizado. Agotada cerró los ojos y se
durmió. Conmocionado y con una profunda tristeza,
yo seguía sentado en el borde de la cama.
Había perdido mi orgullo y mi altivez; de mí
quedaba un puñado de miseria. Me miré en el
espejo y me asusté: había envejecido diez años
esa noche. Deprimido fijé mi vista en la luz
del velador con su fea pantalla de hilos de
plástico. De pronto la luz pareció adquirir mayor
intensidad, y en los hilos de plástico todo
comenzó a brillar y centellear; relumbraba
como diamantes y piedras preciosas en todos los
colores, y dentro de mí surgió un sentimiento
avasallador de felicidad. Súbitamente desaparecieron
la lámpara, la habitación y Eva, y me
encontraba en un paisaje maravilloso, fantástico.
Se lo podía comparar con el interior de una gigantesca
nave de iglesia gótica, con infinitas columnas
y arcos ojivales. Pero éstos no eran de
piedra, sino de cristal. Columnas de cristal azuladas,
amarillentas, lechosas y transparentes me
rodeaban como árboles en un bosque ralo. Sus
puntas y arcos se perdían en las alturas. Una luz
clara apareció delante de mi ojo interno y desde
la luz me habló una voz maravillosa y suave. No
la oía con mi oído externo, sino que la percibía
como pensamientos claros que surgen dentro de
uno mismo.
Reconocí que en los horrores de la noche pasada
había vivido mi propio estado: la egolatría.
Mi egoísmo me había separado de los hombres
y llevado a la soledad interior. Me había amado
sólo a mí mismo, no al prójimo, sino al goce
que podía proporcionarme. El mundo había existido
únicamente para satisfacer mis ambiciones.
Me había vuelto duro, frío y cínico. Eso, pues,
había significado el infierno: egolatría y falta de
amor. Por eso todo me había parecido extraño y
ajeno, tan burlón y amenazador. Deshaciéndome
en lágrimas me enseñaron que el verdadero amor
significa la renuncia al egocentrismo, y que no
es el deseo, sino el amor desinteresado el que
construye el puente al corazón del prójimo. Ondas
de un indecible sentimiento de felicidad inundaron
mi cuerpo. Había experimentado la gracia
de Dios. Pero ¿cómo era posible que resplandecía
sobre mí justamente desde esta pantalla barata?
—La voz interior contestó: Dios está en
todo.
La experiencia a orillas del lago me ha dado
la certeza de que fuera del perecedero mundo
material existe una realidad espiritual eterna, que
es nuestra verdadera patria. Ahora estoy en el
camino del retorno.
Para Eva todo había sido una pesadilla. Nos
separamos poco tiempo después.
Un alegre cántico del ser
Los apuntes siguientes, de un agente de publicidad
de 25 años de edad, pertenecen al libro n.° 627
de la Editorial Ullstein, «LSD — Die Wunderdroge»
(«LSD — la droga maravillosa») de John Cashman.
La hemos incluido en la presente selección de informes
sobre el LSD, porque la secuencia de máxima
felicidad después de visiones de terror, que se expresa
en la vivencia de muerte y resurrección aquí
descrita, es típica del desarrollo de muchos experimentos
con LSD.
Mi primera experiencia con LSD se desarrolló
en la casa de un amigo que me sirvió de guía.
El ambiente me resultaba familiar, la atmósfera
era cómoda y relajada. Tomé dos ampollas de
LSD (200 microgramos), mezcladas con medio
vaso de agua pura. El efecto de la droga duró
casi once horas, a partir del sábado a las 20 hs.
hasta poco antes de las 7 hs. de la mañana siguiente.
Desde luego, no tengo posibilidades de
comparación... pero estoy convencido de que ningún
santo ha tenido visiones más sublimes o hermosas
ni vivido un estado más dichoso de trascendencia
que yo. Mi talento para comunicarles
estas maravillas a otros es muy reducido; soy
incapaz de hacerlo. Tendrá que bastar un bosquejo
casero, mientras que en realidad haría
falta la rica paleta de un gran pintor. Debo disculparme
por el intento de expresar con débiles
palabras la experiencia más impresionante de mi
vida. Mi aire de superioridad al ver la falta de
recursos de otros para explicarme sus propias
visiones celestiales se ha convertido en la sonrisa
sabia del conspirador —las experiencias comunes
no necesitan palabras.
Mi primer pensamiento después de haber bebido
el LSD fue que la droga no tiene ningún
efecto. Me habían asegurado que unos treinta
minutos después se presentarían los primeros
síntomas: una comezón en la piel. No sentí comezón
alguna. Formulé una observación al respecto,
pero me contestaron que aguardara tranquilo
el curso de los acontecimientos. Como no
tenía nada mejor que hacer, miré fijamente el
dial iluminado de la radio y meneé la cabeza al
compás de una canción de moda que desconocía.
Creo que pasaron unos minutos antes de que
notara que la luz del dial variaba sus colores
como un calidoscopio. Veía colores rojos y amarillos
claros que acompañaban a los tonos agudos,
y púrpura y violeta con los tonos graves.
Me reí. No tenía idea de cuándo había comenzado
el juego de colores. Sólo sabía que ahora
era un acontecimiento. Cerré los ojos, pero los
tonos de colores no desaparecieron. Estaba dominado
por el extraordinario poder lumínico de
los colores. Quería hablar, explicar lo que veía,
describir los colores vibrantes, brillantes. Pero
luego eso no me parecía tan importante. Mientras
lo observaba, unos colores radiantes inundaban
el cuarto y se disponían en capas horizontales
al ritmo de la música. De pronto fui
consciente de que los colores eran la música,
pero este descubrimiento no pareció sorprenderme.
Quise hablar de la música de colores, pero
no pude proferir palabra alguna, sino sólo un
balbuceo monosilábico, mientras que atravesaban
mi conciencia con la velocidad de la luz unas
impresiones polisilábicas. Entraron en movimiento
las dimensiones del cuarto, se modificaban
continuamente, se desplazaron primero formando
un rombo tembloroso, luego se dilataron en
un óvalo, como si alguien inflara la habitación
con aire hasta que las paredes amenazaran con
estallar. Me costaba concentrarme en los objetos.
Se derretían en una nada turbia o salían volando
al espacio; hacían excursiones en cámara lenta
que me interesaban sobremanera. Quería mirar
el reloj, pero las manecillas huían de mi mirada.
Quería preguntar la hora, pero no lo hice. Estaba
demasiado fascinado con lo que veía y oía:
sonidos alegres y armónicos... caras únicas.
Estaba fascinado. No tengo idea de cuánto
duró este éxtasis. Sólo sé que lo siguiente fue el
huevo.
El huevo —grande, palpitante, verde brillante—
ya estaba allí antes de que lo descubriera.
Sentí que estaba. Estaba suspendido en medio
del cuarto. Yo estaba embelesado con su tremenda
belleza, pero temía que pudiera caerse al
suelo y romperse. Pero antes que pudiera completar
este pensamiento el huevo se disolvió
y descubrió una gran flor colorida. Jamás había
visto una flor así. Pétalos de increíble delicadeza
se abrían en el espacio y esparcían los colores
más hermosos en todas las direcciones. Sentía
los colores y los oía cuando acariciaban mi cuerpo,
frescos y tibios, sonantes y aflautados.
El primer sentimiento de miedo sobrevino
después, cuando el centro de la flor fue comiéndose
lentamente los pétalos. Era negro y brillante
y parecía estar formado por las espaldas de innumerables
hormigas. Se comía los pétalos con
una lentitud torturadora. Quise gritar que lo dejara
o se apresurara. Me daba pena ver extin-
guirse lentamente estos hermosos pétalos, como
si los devorara una enfermedad insidiosa. Luego,
en una iluminación repentina, reconocí con espanto
que esta cosa negra estaba deglutiéndome
a mí. ¡Yo era la flor, y éste algo extraño y reptante
estaba devorándome! Grité o chillé; no lo
recuerdo exactamente. La angustia y el asco desplazaron
todo lo demás. Oí que mi guía decía:
«Tranquilo, acompáñame, no te apoyes, acompáñame
». Intenté seguir su consejo, pero esta asquerosa
cosa negra me causaba tal repugnancia
que grité: «¡No puedo! ¡Por Dios, ayúdame!». La
voz me calmó y consoló: «Déjalo llegar. Todo
está bien. No tengas miedo. Acompáñame y no
te resistas».
Sentí que me disolvía en esta horrible aparición.
Mi cuerpo se derretía en olas, se unía con
el núcleo de este algo negro, y mi espíritu era
liberado del yo, de la vida e incluso de la muerte.
En un único momento de claridad total reconocí
que era inmortal. Pregunté: «¿Estoy muerto?».
Pero esta pregunta no tenía sentido. De pronto
hubo luz radiante y la belleza resplandeciente
de la unidad. Todo estaba lleno de esta luz, luz
blanca de una claridad indescriptible. Yo estaba
muerto, y había nacido, y todo era un encanto
puro y sagrado. Mis pulmones estallaban en el
alegre cántico del ser. Era unidad y vida, y el
amor sagrado que llenaba mi ser era ilimitado.
Mi conciencia era aguda y universal. Vi a Dios y
al diablo y a todos los santos, y reconocí la
verdad. Sentí que salía volando al cosmos, ingrávido
y sin ataduras, liberado, para bañarme en
el resplandor bienaventurado de las apariciones
celestiales.
Quería dar gritos de júbilo, cantar acerca de
la nueva vida y el sentimiento y la forma. Sabía
y entendía todo lo que puede saberse y entenderse.
Era inmortal, más sabio que la sabiduría y
capaz del amor que supera a todo amor. Cada
uno de los átomos de mi cuerpo y de mi alma
había visto y sentido a Dios. El mundo era calidez
y bondad. No había tiempo ni lugar ni yo.
Sólo existía la armonía cósmica. Todo estaba en
la luz blanca. Con cada fibra de mi ser sabía que
esto era así.
Incorporé esta iluminación dentro de mí y me
entregué a ella por completo. Cuando comenzó
a empalidecer me sentí impelido a retenerla, y
me resistí obstinado a la invasión de la realidad
de espacio y tiempo. Para mí las realidades de
nuestra limitada existencia ya no eran válidas.
Había visto las verdades últimas, y no podrían
subsistir otras frente a ellas. Mientras me retornaban
lentamente al reino despótico de los relojes,
agendas y pequeñas maldades, intenté informar
sobre mi viaje, mi iluminación, el susto,
la belleza, todo. Debo de haber balbuceado como
un demente. Mis pensamientos se arremolinaban
con una velocidad impresionante, y mis palabras
no lograban guardar el paso. Mi guía sonrió y
dijo que había comprendido.
La selección anterior de informes sobre «viajes al
cosmos del alma», por variadas que sean las experiencias
que abarca, no permite dar una imagen completa
de toda la amplia gama de reacciones ante el
LSD, y que incluye desde sublimes experiencias espirituales,
religiosas y místicas hasta graves perturbaciones
psicosomáticas. Así se han descrito casos de
sesiones con LSD, en las que la estimulación de la
fantasía y de la experiencia visionaria, tal como se
expresa en los protocolos e informes sobre el LSD
aquí presentados, quedó totalmente ausente y la per-
sona en ensayo se encontró todo el tiempo en un
estado de horrible malestar físico y psíquico, o tuvo
incluso la sensación de estar gravemente enferma.
También son contradictorios los informes sobre
la influencia que el LSD ejerce sobre la vivencia sexual.
Dado que el estímulo de todas las percepciones sensoriales
es un rasgo esencial de los efectos del LSD,
la embriaguez de los sentidos del acto sexual puede
sufrir una intensificación insospechada. Pero también
se han descrito casos en los que el LSD no condujo
al esperado paraíso erótico, sino a un purgatorio o
incluso al infierno de una terrible extinción de toda
sensación y al vacío mortal.
Sólo en el LSD y los alucinógenos emparentados
con él se encuentra tal variedad y contraste en las
reacciones frente a una droga. La explicación de este
hecho se encuentra en la complejidad y variabilidad
de la estructura profunda anímico–espiritual del hombre,
en la que el LSD logra penetrar y llevarla en la
experiencia a la imagen.

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