Graham Greene
El Tercer Hombre
1
Nunca se sabe cuándo va a caer el golpe. Cuando vi por primera vez a Rollo Martins escribí esta nota para mis archivos policiales de seguridad: «En circunstancias normales un tonto jovial. Bebe demasiado y puede provocar conflictos. Cuando pasa una mujer a su lado levanta la vista y hace algún comentario, pero tengo la impresión de que el asunto no le interesa. No ha crecido nunca y tal vez sea esa la razón por la que adora a Lime.» Escribí esa frase, «en circunstancias normales», porque le vi por primera vez en el funeral de Harry Lime. Era febrero, y los enterradores se vieron obligados a utilizar taladradoras eléctricas para abrir la tierra helada del Cementerio Central de Viena. Fue así como hasta la naturaleza hizo todo lo posible para rechazar a Lime, pero por fin se le pudo bajar y echamos tierra sobre él como si fueran ladrillos. Se cerró la tumba y Rollo Martins se fue con tal rapidez que parecía que sus piernas largas y delgaduchas quisieran echar a correr, mientras lágrimas de chiquillo corrían por su rostro de treinta y cinco años. Rollo Martins creía en la amistad y por eso lo que ocurrió después supuso para él un choque mayor de lo que habría sido para ustedes o para mí (para ustedes, porque lo hubieran achacado a una ilusión, y para mí, porque se me hubiera ocurrido en seguida una explicación racional, por equivocada que fuera). Si me lo hubiera contado entonces, cuántos problemas no se habrían evitado.
Si quieren comprender esta historia extraña y un tanto triste deben saber al menos algo de su trasfondo: la destrozada y lóbrega ciudad de Viena, dividida en zonas por las cuatro potencias: las zonas rusa, británica, norteamericana y francesa, marcadas únicamente por carteles de aviso, y en el centro de la ciudad, rodeada por el Ring con sus sólidos edificios públicos y su estatuaria ecuestre, la Innere Stadt bajo el control conjunto de las Cuatro Potencias. Cuando le llegaba el turno, cada Potencia «asumía el mando», por decirlo así, durante un mes en la antaño elegante Ciudad Interior y se hacía cargo de su seguridad; durante la noche, si eras lo bastante tonto como para malgastar tus chelines austriacos en un cabaret, era casi seguro que podrías ver al Poder Internacional en acción: cuatro policías militares, uno por cada Potencia, que se comunicaban entre sí, si es que se comunicaban, en el idioma común de su enemigo. No conocí la Viena de entreguerras y soy demasiado joven como para recordar la vieja Viena con su música de Strauss y su encanto fácil y falso; para mí era sencillamente una ciudad cubierta de ruinas sin dignidad, que en aquel febrero se convirtieron en grandes glaciares de nieve y hielo. El Danubio era un río grisáceo, liso y fangoso, que se veía a lo lejos, al otro lado del Segundo Bezirk, la zona rusa donde estaba el Prater destruido, desolado y cubierto de malas hierbas, con la gran noria dando vueltas lentamente sobre los cimientos de los tiovivos, que eran como piedras de molino abandonadas, el hierro oxidado de los tanques destrozados que nadie había apartado y los hierbajos mordidos por la helada, sólo cubiertos por una fina capa de nieve. No tengo suficiente imaginación para visualizar cómo fue antes, como tampoco puedo ver al Hotel Sacher's como algo diferente de un hotel de tránsito para oficiales ingleses, o la Kárntnerstrasse como una calle comercial de moda en vez de lo que era entonces, una calle en cuyas casas sólo se había reparado el primer piso. Un soldado ruso pasa con un gorro de piel y un fusil al hombro, unas cuantas busconas merodean en torno a la Oficina Norteamericana de Información y unos hombres con abrigo sorben un sucedáneo de café en los ventanales del «La Vieja Viena». Por la noche lo mejor es no moverse de la Ciudad Interior o de las zonas de Tres de las Potencias, aunque allí también se producen secuestros -esos secuestros que, a veces, nos resultaban tan inexplicables- de una muchacha ucraniana sin pasaporte, de un anciano más allá de la edad útil y, a veces, por supuesto, el de un técnico o de un traidor. Esa era a grandes rasgos la Viena a la cual llegó Rollo Martins el 7 de febrero del pasado año. He construido el caso lo mejor que he podido a partir de mis propios archivos y de lo que me contó Martins. Es lo más exacto posible -he procurado no inventarme ni una línea del diálogo, aunque no puedo garantizar la memoria de Martins-; dejando aparte la muchacha, es una historia fea, siniestra, triste y monótona, de no ser por el absurdo episodio del conferenciante del British Council.
2
Un súbdito británico puede viajar si se conforma con llevar tan sólo cinco libras que no puede gastar en el extranjero, pero si Rollo Martins no hubiera recibido una invitación de Lime desde la Oficina Internacional de Refugiados, no le hubieran permitido entrar en Austria, que todavía se considera territorio ocupado. Lime había sugerido que Martins podía escribir sobre el trabajo de ayuda a los refugiados internacionales, y aunque Martins no se ocupaba de esas cosas había aceptado. Eso le permitiría tomarse unas vacaciones, que necesitaba con urgencia después del incidente de Dublín y aquel otro de Ámsterdam; siempre trataba de reducir las mujeres a «incidentes», cosas que le ocurrían porque sí, sin que él pudiera hacer nada, como eran los actos de fuerza mayor para los agentes de compañías de seguros. Tenía un aspecto ojeroso cuando llegó a Viena y una costumbre de mirar por encima de su hombro que durante un tiempo me llevó a considerarlo persona sospechosa, hasta que me di cuenta que era por miedo de que una entre, digamos, seis personas pudiera aparecer inesperadamente. Me dijo vagamente que había mezclado bebidas: era otra manera de plantearlo.
A lo que se dedicaba normalmente Rollo Martins era a escribir novelas baratas del Oeste con el seudónimo de Buck Dexter. Tenía un público amplio, pero poco rentable. No se hubiera podido permitir un viaje a Viena si Lime no se hubiera ofrecido a pagar sus gastos, al llegar, con dinero de un fondo que describió vagamente como de propaganda. Me dijo que Lime también le iba a dar vales: la única moneda en uso, de peniques para arriba, en los hoteles y clubes británicos. Así fue como llegó Martins a Viena con cinco libras inútiles.
En Francfurt, donde el avión de Londres se detuvo durante una hora, le había ocurrido un extraño incidente. Tomaba una hamburguesa en una cantina norteamericana (una simpática línea aérea daba a sus pasajeros un cupón valedero por sesenta y cinco centavos de comida) cuando un hombre, al que pudo reconocer a cinco metros de distancia como periodista, se acercó a su mesa.
«¿Es usted el señor Dexter?»
«Sí», dijo Martins sorprendido.
«Parece usted más joven que en las fotografías», dijo el hombre. «¿Quiere usted hacer unas declaraciones? Soy del periódico de las fuerzas locales. Nos gustaría saber qué piensa de Francfurt.»
«He aterrizado hace sólo diez minutos.»
«Bien», dijo el hombre. «¿Qué opina usted sobre la novela norteamericana?»
«No la leo», dijo Martins.
«El famoso humor ácido», dijo el periodista. Señaló con el dedo a un hombrecillo de pelo canoso y dientes salidos, que mordisqueaba un pedazo de pan. «¿Sabe si es Carey?»
«No. ¿Qué Carey?»
«J. G. Carey, por supuesto.»
«Nunca he oído hablar de él.»
«Ustedes los novelistas viven en otro mundo.» Es a él a quien venía a entrevistar -y Martins le vio cruzar la sala en dirección al gran Carey, que le recibió con una falsaria sonrisa de primera página, dejando su corteza de pan. No era a Dexter a quien buscaba, pero Martins sintió cierto orgullo-, nadie le había llamado novelista hasta entonces, y fue ese sentido del orgullo y de importancia lo que le permitió soportar la decepción de que Lime no le estuviera esperando en el aeropuerto. Nunca nos acostumbramos a ser menos importantes para los demás de lo que ellos lo son para nosotros: Martins experimentó, como una punzada, la sensación de que se podía prescindir de él mientras esperaba en la puerta de autobuses, mirando cómo la nieve caía lentamente, tan fina y suave que los grandes montones entre los edificios en ruinas tenían una apariencia de permanencia como si no fueran el producto de aquella escasa nevada, sino que fueran a quedar para siempre sobre el nivel de las nieves perpetuas.
Tampoco le esperaba ningún Lime en el Hotel Astoria, la terminal donde le dejó el autobús, ni un mensaje: sólo un críptico recado para el señor Dexter de alguien, de quien no había oído hablar nunca, llamado Crabbin. «Le esperábamos en el avión de mañana. Por favor, quédese donde está. Voy para allá. Habitación de hotel reservada.» Pero a Rollo Martins no le gustaba quedarse esperando. Si te quedabas en el vestíbulo de un hotel, tarde o temprano sobrevenían incidentes; terminas mezclando las bebidas. Me parece oír a Rollo Martins diciéndome, «Se acabaron los incidentes. Ni uno más», antes de meterse de cabeza en el incidente más serio de todos. En Rollo Martins siempre hubo un conflicto: entre su absurdo nombre de pila y su sólido apellido holandés (que databa de cuatro generaciones). Rollo miraba a cada mujer que pasaba y Martins renunciaba a ella para siempre. No sé cuál de los dos escribía las novelas del Oeste.
Martins tenía las señas de Lime, no sentía ninguna curiosidad acerca de aquel hombre llamado Crabbin; estaba claro que se trataba de mi error, aunque todavía no lo relacionaba con la conversación en Francfurt. Lime le había escrito que Martins podía disponer de su piso, un apartamento grande en los arrabales de Viena requisado a su propietario nazi. Lime pagaría el taxi cuando él llegara, así que Martins se fue directamente al edificio, que estaba en la tercera zona (la Británica). Dejó al taxi esperando mientras subía a la tercera planta.
Qué pronto se da uno cuenta del silencio, hasta en una ciudad tan silenciosa como Viena, mientras la nieve cae sin descanso. Todavía no había llegado al segundo piso, cuando Martins ya estaba convencido de que no iba a encontrar a Lime, porque el silencio era más profundo que el de una simple ausencia: era como si no fuera a encontrar a Lime en ningún sitio en Viena, y cuando vio el lazo fúnebre sobre el picaporte de la puerta, supo que no lo encontraría en ningún lugar del mundo. Por supuesto podía haber sido una cocinera la fallecida, un ama de llaves o cualquiera que no fuera Harry Lime, pero supo-sintió que lo había sabido veinte peldaños más abajo: que Lime, el Lime al que veneraba como un héroe desde hacía veinte años, desde aquel primer encuentro en un lóbrego pasillo de escuela, mientras una campanilla rajada llamaba a oración, había muerto. Martins no estaba equivocado, no enteramente. Después de llamar al timbre media docena de veces, un hombrecillo de expresión malhumorada asomó por la puerta de otro apartamento y le dijo en tono irritado:
«No se moleste. No hay nadie. Se ha muerto.»
«¿Herr Lime?»
«Herr Lime, desde luego.»
Más tarde, Martins me contó: «Al principio no significó nada. Fue una pequeña información, como esos párrafos que llaman en The Times, "noticias breves". Le pregunté: "¿Cuándo ocurrió? ¿Y cómo? "
"Le atropello un coche'", dijo el hombre. "El jueves pasado.'
Y añadió con aire sombrío, como si aquello no fuera con él:
"Lo van a enterrar esta tarde. Se acaban de ir."
"¿Quiénes?"
"Oh, un par de amigos y el ataúd."
"¿No estaba en el hospital?"
"No tenía sentido llevarle al hospital. Se murió aquí enfrente, instantáneamente. El guardabarros derecho le pegó en el hombro y le arrolló como a un conejo.»
Fue entonces, me contó Martins, al emplear el hombre la palabra «conejo» cuando se le hizo presente el difunto Harry Lime, convirtiéndose en el muchacho que, mostrándole una escopeta, le había enseñado lo que era «pedir prestado»; un muchacho que corría entre las largas y arenosas madrigueras del Brickworth Common gritándole: «¡Dispara, tonto, dispara! Allí.» Mientras el conejo cojeaba buscando resguardo, herido por el disparo de Martins.
«¿Dónde le van a enterrar?», preguntó al desconocido en el rellano.
«En el Cementerio Central. Les va a costar mucho, con esta helada.»
No tenía la menor idea de cómo iba a pagar el taxi o de dónde podría encontrar en Viena una habitación por cinco libras inglesas, pero tenía que dejar a un lado ese problema hasta que fuera a dar el último adiós a Harry Lime. Salió directamente desde la ciudad hasta el suburbio (de la zona británica) donde estaba el Cementerio Central. Para llegar allí había que pasar por la zona rusa y atajar luego por la norteamericana, inconfundible por sus heladerías en todas las esquinas. Los tranvías corrían a lo largo de las altas tapias del Cementerio Central, y al otro lado de las vías, a lo largo de una milla, se veían canteros trabajando sus piedras y jardineros con sus flores: una cadena aparentemente infinita de lápidas que esperaban propietario y coronas a la espera de los acompañantes de un funeral.
Martins no había tenido en cuenta el tamaño de ese enorme parque cubierto de nieve donde iba a tener su última cita con Lime. Era como si Harry le hubiera dejado un mensaje diciéndole: «Espérame en Hyde Park», sin especificar ningún lugar concreto entre la estatua de Aquiles y Lancaster Gate; las avenidas de tumbas, cada una con su número y letra correspondientes, se extendían como los radios de una enorme rueda; recorrieron media milla hacia el oeste, giraron y se dirigieron durante media milla hacia el norte, giraron hacia el sur...
La nieve daba un aire de comedia grotesca a los grandes y pomposos panteones familiares; sobre una cara angélica se ladeaba un bisoñe de nieve, un santo tenía un espeso mostacho blanco y sobre el busto de un funcionario civil de alta categoría llamado Wolfgang Gottmann había un charco de nieve en un ángulo ebrio. Hasta el cementerio estaba dividido según las zonas de las Potencias; la zona rusa se distinguía por sus enormes estatuas de mal gusto de hombres armados; la francesa, por sus filas de anónimas cruces de madera y una desgarrada y cansada bandera tricolor. Luego, Martins, recordó que Lime era católico y, por tanto, no era muy probable que le enterrasen en la zona británica que habían estado buscando en vano. Así que volvieron en el coche por el corazón del bosque donde las tumbas yacían como lobos entre los árboles, blancos ojos parpadeantes bajo los sombríos árboles siempre verdes. Una vez emergió de debajo de los árboles un grupo de tres hombres, con extraños uniformes dieciochescos en negro y plata y tocados con tricornios, que empujaban una especie de carreta: cruzaron un claro en el bosque de tumbas y desaparecieron de nuevo.
Por pura casualidad pudieron encontrar a tiempo el entierro: un pedazo de tierra en el enorme parque, limpio de nieve, donde se había juntado un grupo diminuto, al parecer entregado a un asunto muy privado. Acababa de hablar un sacerdote -sus palabras llegaban tenuemente a través de la fina y paciente nieve-, e iban a bajar un ataúd al interior de la tumba. Dos hombres vestidos con trajes corrientes estaban de pie al lado de la fosa; uno llevaba una corona que sin duda había olvidado posar sobre el ataúd, porque su compañero le tocó con el codo, ante lo cual él dio un respingo y dejó caer las flores. Había una muchacha, un poco alejada, que se tapaba el rostro con las manos, y yo, que estaba a veinte yardas de distancia, junto a otra tumba, mirando con alivio el final de Harry Lime y fijándome cuidadosamente en quienes estaban allí: para Martins yo era tan sólo un hombre con un impermeable. Se me acercó y me preguntó:
«¿Podría decirme a quién están enterrando?»
«A un tipo llamado Lime», dije, y me quedé atónito al ver cómo se llenaban de lágrimas los ojos del desconocido: ni él parecía un hombre capaz de llorar, ni yo creía que Lime fuera de la clase de hombre por el que nadie pudiera sentir pena: pena auténtica con lágrimas auténticas. Por supuesto, allí estaba la muchacha, pero estas generalizaciones no incluyen a las mujeres.
Martins permaneció allí, hasta el final, cerca de mí. Más tarde me dijo que, como viejo amigo, no quería mezclarse con los nuevos: la muerte de Lime les pertenecía a éstos, que se quedaran con ella. Tenía la ilusión sentimental de que la vida de Lime -al menos veinte años de su vida- le pertenecían a él. Tan pronto como se acabó aquello -no soy un nombre religioso y me impacienta un poco todo el ritual de la muerte-, Martins se alejó hacia el taxi dando zancadas con esas largas piernas suyas que siempre parecía que se iban a enredar. No intentó hablar con nadie y ahora lloraba de verdad, al menos esas pocas y mezquinas gotas que podemos exprimir a nuestra edad.
Los archivos, saben, nunca se completan del todo; un caso no se cierra nunca, ni siquiera después de un siglo, cuando ya se han muerto todos los participantes. Así que seguí a Martins: conocía a los otros tres; quería conocer al extraño. Le alcancé junto a su taxi y le dije:
«No tengo medio de transporte. ¿Podría llevarme hasta la ciudad? »
«Por supuesto», dijo.
Sabía que el conductor de mi jeep me vería al salir y podría seguirnos discretamente. Cuando arrancamos me di cuenta de que Martins no miraba atrás: son casi siempre los falsos apenados y los falsos amantes los que echan la última mirada, los que esperan saludando en los andenes, en vez de largarse rápidamente, sin mirar atrás.
¿Será porque se quieren tanto a sí mismos y quieren que les miren los demás, hasta los que están muertos?
«Mi nombre es Calloway», le dije.
«Martins», dijo él.
«¿Era usted amigo de Lime?»
«Sí.»
La mayor parte de la gente en la última semana habría vacilado antes de afirmar una cosa así.
«¿Lleva mucho tiempo aquí?»
«He llegado esta misma tarde de Inglaterra. Harry me había invitado a que me quedara con él. No sabía nada.»
«¿Le ha impresionado un poco, no?»
«Mire», dijo, «necesito unas copas, pero no tengo más que cinco libras esterlinas. Le agradecería mucho que me invitara.»
Me tocaba decir «por supuesto». Pensé un momento y luego le di al conductor el nombre de un barcito de la Kámtnerstrasse. No creía que quisiera que le vieran todavía en el animado bar británico, lleno de oficiales en tránsito y de sus mujeres. En aquel bar -quizá por lo exorbitante de sus precios- no había en aquel momento más que una pareja muy amartelada. El problema era que sólo tenían una bebida -un licor dulce de chocolate que el camarero mejoraba, mediante una propina, con coñac-, pero tuve la impresión de que Martins no iba a rechazar nada bebible, con tal de que corriera un velo sobre el presente y el pasado. En la puerta había el acostumbrado cartel que decía que el bar se abría de seis a diez, pero no tenías más que empujar la puerta y pasabas al salón principal. Dispusimos de una salita para nosotros solos; la única pareja estaba en el salón de al lado y el camarero, que me conocía, nos dejó solos con unos bocadillos de caviar. Afortunadamente, los dos sabíamos que yo disponía de una cuenta de gastos.
Martins dijo tomando su segunda copa, rápida:
«Lo siento, pero era el mejor amigo que tenía.»
No pude resistir decirle, sabiendo lo que yo sabía y porque tenía ganas de pincharle, pues se aprende mucho así:
«Suena a novela barata.»
Dijo rápidamente: «Escribo novelas baratas.»
Ya sabía algo. Hasta que no hubo tomado su tercera copa, tuve la impresión de que no era un hombre al que se le soltara fácilmente la lengua, pero estaba bastante seguro de que era uno de esos que se ponían desagradables a partir de la cuarta.
«Hábleme de usted y de Lime», le dije.
«Mire», dijo él, «necesito como sea otra copa, pero no quiero gorronearle a un desconocido. ¿Me puede cambiar una o dos libras por dinero austriaco?»
«No se preocupe por eso», dije, y llamé al camarero. «Ya me invitará usted a mí cuando vaya a Londres de permiso. ¿No me iba a contar cómo conoció a Lime?»
La copa de licor de chocolate podía haber sido de cristal de roca, a juzgar por cómo la miró y la hizo girar en una y otra dirección.
«Fue hace mucho tiempo. Supongo que nadie conocía a Harry como yo le conocí», dijo, y yo pensé en el abultado fichero lleno de informes de agentes que había en mi oficina, todos diciendo lo mismo. Confío en mis agentes; los selecciono con mucho cuidado.
«¿Hace mucho tiempo?»
«Hace veinte años, o un poco más. Le conocí durante mi primer año de colegio. Me parece estar viendo aquel lugar. Me parece estar viendo el tablón de anuncios y lo que había allí puesto. Me parece oír sonar la campanilla. Él era un año mayor que yo y tenía experiencia. Me enseñó muchas cosas.» Tomó un rápido sorbo de su copa y luego volvió a hacer girar de nuevo el cristal, como si quisiera verlo con más claridad. Dijo:
«Es curioso. No puedo recordar el primer encuentro con ninguna mujer con tanta claridad.»
«¿Era listo en el colegio?»
«No en el sentido que ellos querían. ¡Pero las cosas que inventaba! Era capaz de las ideas más fantásticas. Yo era mucho mejor que Harry en asignaturas como Historia o Inglés, pero era un primo cuando se trataba de poner en práctica sus ideas.»
Se rió: ya estaba empezando, con ayuda de las copas y de la charla, a librarse de la impresión que le había provocado la muerte. Dijo:
«Era a mí a quien cogían siempre.»
«Eso le vendría bien a Lime.»
«¿Qué diablos quiere usted decir?», preguntó. Le estaba empezando la irritación alcohólica.
«¿No es cierto?»
«Era culpa mía, no suya. Podía haber encontrado a otro mucho más listo que yo si hubiera querido, pero me tomó cariño.»
Desde luego, pensé, el niño es el padre del hombre, porque a mí también me había parecido Lime paciente.
« ¿Cuándo le vio por última vez? »
«Fue a Londres hace seis meses, a un congreso de medicina.
¡Sabe?, tenía el título de médico, aunque nunca ejerció. Eso era típico en Harry. Le gustaba ver si podía hacer una cosa y luego perdía interés. Pero solía decir que resultaba útil.»
Y eso también era cierto. Era curioso cómo se parecía el Lime que él conoció al que conocí yo; sólo que él miraba la imagen de Lime desde un ángulo o a una luz diferentes. Dijo:
«Una de las cosas que me gustaba de Harry era su humor.»
Sonrió con una sonrisa forzada que le quitó cinco años de encima.
«Soy un bufón. Me gusta jugar a hacer el tonto, pero Harry tenía verdadero ingenio. ¿Sabe?, podía haber sido un compositor de música ligera de primera categoría si se hubiera empeñado.»
Silbó una melodía; me resultó extrañamente conocida. :
«Nunca la olvidaré. Vi a Harry escribirla. En un par de minutos, en el dorso de un sobre. La silbaba siempre cuando estaba pensando en alguna cosa. Era la melodía que uno relacionaba con él.»
La silbó por segunda vez y entonces supe quién la había escrito: por supuesto, no había sido Harry. Estuve a punto de decírselo, pero ¿para qué? La melodía comenzó a desvanecerse y se esfumó. Se quedó mirando su copa, vació lo que quedaba de ella y dijo:
«¡Maldita sea! Pensar que ha muerto de la forma que ha muerto.»
«Ha sido lo mejor que podía haberle ocurrido», dije.
No se enteró muy bien de lo que quería decir; estaba un poco achispado.
«¿Lo mejor?»
«Sí.» .. «¿Quiere decir que no tuvo ningún dolor?»
«En eso también tuvo suerte.»
Fue el tono de voz y no mis palabras lo que llamó la atención a Martins. Me preguntó cortés y peligrosamente -me di cuenta de cómo se tensaba su mano derecha:
«¿Qué insinúa usted?»
No hay por qué demostrar valor físico en todas las situaciones: aparté mi asiento lo suficiente como para ponerme fuera del alcance de sus puños.
«Lo que quiero decir», le dije, «es que tengo toda su ficha en el cuartel general de la Policía. Hubiera tenido que pasar mucho tiempo -pero que mucho tiempo- en la cárcel, si no hubiera sido por el accidente.»
«¿Por qué?»
«Era uno de los peores estafadores que se haya ganado jamás su puerca vida en esta ciudad.»
Le vi midiendo la distancia entre nosotros y diciéndose que no podía alcanzarme en donde yo estaba sentado. Rollo quería golpear, pero Martins era sensato y cauto. Comencé a darme cuenta de que Martins era peligroso. Me pregunté si después de todo no habría cometido un completo error. No me parecía que Martins fuera realmente el primo que había descrito Rollo.
« ¿Es usted policía? », preguntó.
«Sí.»
«Siempre he detestado a los policías. Son siempre sinvergüenzas o estúpidos.»
«¿Es esa la clase de libros que escribe?»
Le vi que movía poco a poco su asiento para poder impedirme la salida. Miré al camarero y se dio cuenta de lo que quería decirle: tiene sus ventajas usar siempre el mismo bar para las entrevistas.
Martins exhibió una sonrisa superficial y dijo cortésmente:
«Tengo que llamarles sheriffs.»
« ¿Conoce Norteamérica? »
Era una conversación idiota.
«No. ¿Me está usted interrogando? »
«Simple interés.»
«Porque si Harry era el estafador que dice, yo también debo serlo. Trabajamos siempre juntos.»
«Me atrevería a decir que tenía algo para usted, en la organización. No me sorprendería nada que se hubiera propuesto colgarle el muerto. Era su método en el colegio, según me ha contado usted, ¿no es así? Lo que pasó es que el director comenzó a enterarse de algunas cosas.»
«Estoy empezando a calarle. Supongo que habrá habido alguna ratería con la gasolina o algo por el estilo, y como no ha podido cargárselo a nadie intenta colgárselo al muerto. Como todos los policías. Supongo que es usted un policía de verdad, ¿no?»
«Sí, de Scotland Yard, pero me meten en un uniforme de coronel cuando estoy de servicio.»
Ahora estaba entre la puerta y yo. No podía apartarme de la mesa sin exponerme. No soy un luchador y de todos modos me llevaba seis pulgadas de ventaja. Le dije:
«No era gasolina.»
«Neumáticos, sacarina... ¿Por qué ustedes, los policías, no atrapan a unos cuantos asesinos para variar?»
«Bueno, se podría decir que el asesinato formaba parte del negocio.»
Con una mano tiró la mesa y con la otra intentó pegarme; el alcohol le hizo calcular mal. Antes de que pudiera intentar repetirlo mi chófer le sujetó.
«No le maltrates. No es más que un escritor que ha bebido demasiado.»
«Tranquilícese usted, señor, ¿quiere?» dijo mi chófer.
Tenía un exagerado sentido de la jerarquía. Probablemente hubiera llamado «señor» a Lime.
«Escuche, Callaghan, o como mierda se llame usted...»
«Calloway. Soy inglés, no irlandés.»
«Voy a conseguir que haga usted el ridículo más espantoso de Viena. No va a poder colgar todos los crímenes sin resolver a un hombre que está muerto'.»
«Ya veo. ¿Me va a encontrar usted al verdadero criminal? Parece una de sus novelas.»
«Puede soltarme, Callaghan. Prefiero dejarle en ridículo que hincharle un ojo. Si le hincho un ojo sólo tendrá que pasar unos días en la cama. Pero cuando haya acabado con usted, tendrá que irse de Viena.»
Saqué un par de libras en vales y los metí en el bolsillo superior
de su chaqueta.
«Serán suficientes para esta noche», le dije, «y me aseguraré de que tenga reservada una plaza en el avión de mañana para Londres.»
«No puede echarme. Tengo mis documentos en orden.»
«Sí, pero ésta es como cualquier otra ciudad: aquí se necesita dinero. Si cambia sus libras esterlinas en el mercado negro le encerraré a las veinticuatro horas. Suéltalo.»
Rollo Martins se sacudió el polvo. Dijo:
«Gracias por las copas.» - «No hay de qué.»
«Me alegro de no tener que agradecérselo. Supongo que las apuntará en la cuenta de gastos, ¿no?»
«Le volveré a ver en una o dos semanas, cuando tenga lo que necesito.»
Sabía que estaba irritado. Entonces no creía que hablara en serio. Pensé que estaba representando un papel para recobrar su propia estimación.
«Tal vez pueda ir a despedirle mañana.»
«No pierda el tiempo. No estaré allí.»
«Paine le acompañará y le indicará el camino hasta el Sacher's. Allí tendrá una cama y cena. Me encargaré de ello.»
Dio un paso a un lado como si fuera a dejar pasar al camarero y se abalanzó sobre mí. Pude esquivarle, pero resbalé contra la mesa. Antes de que pudiera repetirlo, Paine le pegó un puñetazo en la boca. Salió disparado entre las mesas y se levantó sangrando por un labio partido.
«Creí que me había prometido no pelear», le dije.
Se limpió un poco de sangre con la manga y dijo:
«No. Dije que prefería dejarle en ridículo. No que no fuera a hincharle un ojo también.»
Había sido un día muy largo y estaba cansado de Rollo Martins. Le dije a Paine:
«Acompáñale hasta el Sacher's. Y no vuelvas a pegarle si se porta bien.» Y alejándome de los dos fui hacia el interior del bar (me merecía otra copa). Oí cómo Paine le decía al hombre que acababa de tumbar:
«Por aquí, señor. Está a la vuelta de la esquina.»
3
Lo que ocurrió luego no me lo contó Paine, sino Martins, mucho tiempo después, cuando reconstruía la cadena de acontecimientos que, desde luego -aunque no de la manera que él esperaba-, me dejaron en ridículo. Paine le acompañó simplemente hasta el mostrador de la conserjería y allí explicó:
«Este caballero llegó en el avión de Londres. El coronel Caloway dice que le den una habitación.»
Después de esta aclaración, dijo:
«Buenas tardes, señor», y se marchó.
Probablemente estaba un poco avergonzado por el labio ensangrentado de Martins.
«¿Tiene usted reserva, señor?», preguntó el conserje.
«No. No creo», dijo Martins con voz apagada, con un pañuelo sobre la boca.
«Pensé que sería usted el señor Dexter. Tenemos una habitación reservada para una semana a nombre del señor Dexter.»
«Ah, sí, yo soy el señor Dexter», dijo Martins.
Más tarde me contó que se le ocurrió que Lime podía haber reservado una habitación para él con ese nombre, porque tal vez fuera a Buck Dexter y no a Rollo Martins a quien iba a emplear con fines propagandísticos. Una voz a su lado dijo:
«Lamento no haberle recibido en el aeropuerto, señor Dexter. Me llamo Crabbin.»
El que hablaba era un hombre regordete, en el principio de la edad madura, con una tonsura natural y con unas gafas de concha con los cristales más gruesos que había visto nunca Martins. Prosiguió en tono de disculpa:
«Uno de nuestros nombres llamó a Francfurt, y por casualidad le dijeron que estaba usted en el avión. Nuestra casa central metió una vez más la pata y nos mandó un telegrama avisando que no venía usted. Decía algo referente a Suecia, pero el telegrama estaba incompleto. Después de hablar con Francfurt intenté ir al aeropuerto, pero acababa de irse usted. ¿Recibió mi nota?»
Martins, con el pañuelo sobre la boca, dijo con voz oscura:«Sí. ¿Sí?»
«¿Me permite que le diga, señor Dexter, que me siento emocionado de conocerle?»
«Muchas gracias.»
«Desde que era niño le he considerado el mejor novelista de nuestro siglo.»
Martins se sobresaltó. Le dolía abrir la boca para contestar. Por eso lo único que hizo fue lanzar una mirada colérica al señor Crabbin, pero era imposible pensar que aquel joven fuera un bromista.
«Tiene usted muchos lectores en Austria, señor Dexter, tanto de su obra original como de sus traducciones. Especialmente de La Proa curvada, que es mi favorita.»
Martins trató de aclararse.
«¿Dijo usted una habitación para una semana?»
«Sí.»
«Muy amable por su parte.»
«El señor Schmidt, aquí presente, le dará los vales diarios para comer. Pero supongo que necesitará usted un poco de dinero de bolsillo. Nos encargaremos de eso. Pensamos que mañana le gustaría pasar un día tranquilo, para darse una vuelta.»
«Sí.»
«Por supuesto, cualquiera de nosotros estará a su servicio si necesita un guía. Luego, pasado mañana, habrá un pequeño coloquio privado en el Instituto por la tarde, sobre la novela contemporánea. Pensamos que tal vez podría pronunciar usted unas cuantas palabras para comenzar la discusión y responder a unas cuantas preguntas.»
Martins, en aquel momento, estaba dispuesto a decir que sí a cualquier cosa con tal de quitarse de encima al señor Crabbin y conseguir alojamiento y comida gratis durante una semana; y Rollo, como descubrí más tarde, siempre estaba dispuesto a aceptar lo que se le ofreciera: una copa, una chica, una broma, una nueva diversión.
«Desde luego, desde luego», dijo desde detrás de su pañuelo.
«Perdóneme, señor Dexter, ¿le duelen las muelas?» Conozco a un buen dentista.»
«No. Alguien me pegó, eso es todo.»
«¡Dios mío! ¿Han intentado robarle?»
«No, fue un soldado. Yo estaba intentando hincharle un ojo a su coronel.» Se apartó el pañuelo para que Crabbin pudiera ver su boca partida. Me contó que Crabbin no fue capaz de articular ni una palabra. Martins no comprendía nada, porque nunca había leído la obra de su gran contemporáneo, Benjamín Dexter: ni siquiera sabía quién era. Soy un gran admirador de Dexter, así que podía entender el desconcierto de Crabbin. A Dexter se le considera un estilista de la categoría de Henry James, pero tiene una veta femenina más marcada que su maestro, hasta el punto de que sus enemigos han comparado su estilo sutil, complejo y fluctuante con el de una vieja solterona. Para ser un hombre que todavía no ha cumplido los cincuenta años, su apasionado interés por el bordado y su costumbre de aquietar su nada tumultuoso espíritu haciendo encaje de frivolité -rasgo muy apreciado por sus discípulos- puede parecer a otros un tanto afectado.
«¿Ha leído alguna vez un libro titulado El jinete solitario de Santa Fe?»
«No. No creo.»
«Al mejor amigo de ese jinete», dijo Martins, «le mata a tiros el sheriff de un pueblo llamado Lost Claim Gulch. El relato describe cómo persigue a ese sheriff -siempre dentro de la legalidad- hasta que lleva a cabo su venganza.»
«Nunca hubiera podido imaginarme que leyera usted novelas de vaqueros, señor Dexter», dijo Crabbin. y Martins tuvo que refrenar con todas sus fuerzas a Rollo para que no dijera: "Las escribo".» , «Bueno, pues del mismo modo persigo yo al coronel Callaghan.»
«Nunca he oído hablar de él.»
«¿Ha oído hablar de Harry Lime?»
«Sí», dijo con precaución Crabbin, «pero realmente nunca le conocí.»
«Yo sí. Era mi mejor amigo.»
«No me parece que fuera un personaje muy literario.»
«Ninguno de mis amigos lo es.»
Crabbin parpadeó nerviosamente detrás de su montura de concha. Dijo con aire de apaciguamiento:
«Sé que le interesa el teatro. Una amiga suya -una actriz, ¿sabe?- está aprendiendo inglés en el Instituto. Él fue una o dos .veces a recogerla.»
«¿Joven o vieja?»
«Oh, joven, muy joven. Aunque yo creo que no es una buena actriz.»
Martins recordó a la muchacha que estaba junto a la tumba, cubriéndose el rostro con las manos. Dijo:
«Me gustaría conocer a algún amigo o amiga de Harry.»
«Probablemente asista a su conferencia.»
«¿Es austríaca?»
«Dice que sí, pero yo sospecho que es húngara. Trabaja en el Josefstadt.»
«¿Por qué dice que es austríaca?»
«A veces los rusos demuestran interés por los húngaros. No me sorprendería que Lime le ayudara con sus documentos. Dice llamarse Schmidt. Anna Schmidt. No podría imaginarse a una joven actriz inglesa llamándose Smith, ¿no le parece? Y encima siendo guapa. Siempre me ha parecido un poco demasiado anónimo como para ser verdad.»
Martins pensó que le había sacado a Crabbin todo lo que había podido, de modo que se excusó diciendo que estaba cansado, que había sido un día muy largo, le prometió llamar a la mañana siguiente, aceptó diez libras de vales para los gastos inmediatos y se fue a su habitación. Le pareció que conseguía dinero con mucha rapidez: doce libras en menos de una hora.
Estaba cansado: se dio cuenta cuando se estiró en la cama con »as botas puestas. Al cabo de un minuto había dejado atrás Viena v Paseaba por un bosque espeso, donde se hundía hasta los tobillos «a la nieve. Un buho ululó y de repente se sintió solo y asustado.
Tenía una cita para encontrarse con Harry bajo un árbol concreto, pero en un bosque tan espeso, ¿cómo podría distinguir un árbol de otro? Luego vio una figura y corrió hacia ella: ésta silbó una melodía familiar y su corazón sintió alivio y alegría por no estar solo. La figura se dio la vuelta y no era Harry, sólo un desconocido que le hacía una mueca en un círculo de agua nieve fangosa, mientras el buho ululaba una y otra vez. Se despertó súbitamente al escuchar el timbre del teléfono al lado de su cama.
Una voz con un poco de acento extranjero -sólo un poco-, dijo:
«¿Rollo Martins?»
«Sí». Era una novedad ser él mismo y no Dexter.
«No me conoce usted», dijo la voz innecesariamente, «pero yo era amigo de Harry Lime.»
También era una novedad hablar con alguien que se declaraba amigo de Harry. El corazón de Martins se sintió inclinado hacia el desconocido. Dijo:
«Me gustaría conocerle.»
«Estoy justo a la vuelta de la esquina, en "La Vieja Viena".»
«¿No podríamos esperar hasta mañana? He pasado un día bastante espantoso entre unas cosas y otras.»
«Harry me pidió que me hiciera cargo de usted. Estaba con él cuando se murió.»
«Creía», dijo Rollo Martins y se detuvo. Iba a decir, «creía que había muerto en el acto», pero algo le aconsejó precaución. En vez de eso dijo:
«No me ha dicho su nombre.»
«Kurtz», dijo la voz. «Iría a verle, ¿sabe?, pero es que los austríacos no podemos entrar en el Sacher's.»
«Quizá pudiéramos vernos en "La Vieja Viena" por la mañana.»
«Desde luego», dijo la voz, «¿pero está completamente seguro de que va a estar bien hasta entonces?»
«¿Qué quiere decir?»
«Harry pensaba que estaría usted sin un céntimo.»
Rollo Martins se reclinó en la cama con el auricular en el oído y pensó: Nada como venir a Viena para hacer dinero. Era el tercer desconocido que le ofrecía dinero en menos de cinco horas. Dijo prudentemente:
«Puedo aguantar hasta que nos veamos.»
Para qué rechazar una buena oferta hasta que no supiera en qué consistía.
«¿Le parece bien, entonces, a las once, en "La Vieja Viena" de Kártnerstrasse? Iré vestido con un traje marrón y llevaré uno de libros.»
«Muy bien. ¿Cómo lo ha conseguido?» «Me lo dio Harry.»
La voz tenía un encanto y una cordura enormes, pero cuan-Martins le dio las buenas noches y colgó no pudo por menos preguntarse cómo era que Harry, que se había mostrado tan lente antes de morir, no le había enviado un telegrama para no fuera.
¿No le había dicho también Callaghan que Lime había muerto instantáneamente? -o sin dolor, ¿no?-, ¿o era él mismo quien había puesto esas palabras en la boca de Callaghan? Fue entonces cuando se asentó firmemente en la cabeza de Martins que había algo raro en la muerte de Lime, algo que la policía había sido demasiado estúpida para descubrirlo. Intentó descubrirlo por su cuenta con la ayuda de dos cigarrillos, pero se quedó dormido sin cenar y con el misterio todavía sin resolver. Había sido un muy largo, pero no lo bastante como para conseguir eso.
4
«Lo que en seguida me cayó mal en él», me contó Martins, «fue su bisoñe. Era uno de esos bisoñes imposibles de disimular: liso y amarillo, con el pelo cortado en línea recta sobre el cogote y que no se ajustaba bien. Tiene que haber algo de falso en un hombre que lo acepta graciosamente la calvicie. Tenía también uno de esos rostros en los que las arrugas han sido colocadas cuidadosamente, como un maquillaje, justo donde deben estar: para expresar encanto, fantasía, arrugas en el rabillo de los ojos. Parecía diseñado para gustar a colegialas románticas.»
Esta conversación tuvo lugar unos días más tarde: me contó toda su historia cuando la pista casi había desaparecido. Estábamos sentados en la misma mesa de «La vieja Viena» que había ocupado Aquella mañana con Kurtz. y cuando hizo ese comentario sobre las colegialas románticas vi que sus ojos acosados se fijaban en algo repentinamente. Era una chica, igual que cualquier otra chica, pensé,
que pasaba apresuradamente allá afuera, bajo la fuerte nevada.
«¿Guapa?»
Desvió su mirada y dijo:
«He dejado eso para siempre. ¿Sabe, Calloway? Llega un momento en la vida de un hombre en que hay que renunciar a ese tipo de cosas...»
«Ya. Pensé que estaba mirando a una chica.»
«Lo estaba. Pero sólo porque durante un momento me recordó a Anna, a Anna Schmidt.»
«¿Quién es? ¿No es una chica?»
«Oh, sí, en cierto modo.»
«¿Qué quiere decir en cierto modo?»
«Era la novia de Harry.»
«¿Se va a quedar usted con ella?»
«No es de esa clase. Calloway. ¿No la vio en el funeral? No voy a mezclar más las bebidas. Tengo una resaca que me va a durar toda la vida.»
«Me estaba contando lo de Kurtz», dije.
Al parecer, Kurtz estaba allí sentado, haciendo gran alarde de leer El jinete solitario de Santa Fe. Cuando Martins se sentó a la mesa dijo con un entusiasmo indescriptiblemente falso:
«Es maravilloso cómo mantiene usted la tensión.»
« ¿La tensión? »
«La emoción. Es usted un maestro en eso. Al final de cada capítulo uno está deseando saber...»
«Así que usted era amigo de Harry», dijo Martins.
«Creo que el mejor», pero Kurtz añadió tras una diminuta pausa, en la que su cerebro registró el error, «con la excepción de usted, por supuesto.»
«Cuénteme cómo murió.»
«Yo estaba con él. Habíamos salido juntos de su casa y Harry vio a un amigo al otro lado de la calle, un norteamericano llamado Cooler. Le saludó y comenzaba a cruzar la calle hacia él cuando un jeep tomó la curva a toda velocidad y le atropello. Realmente la culpa fue de Harry, no del conductor.»
«Alguien me dijo que murió instantáneamente.»
«Ojalá hubiera sido así. Murió antes de que llegara la ambulancia.»
«Entonces pudo hablar, ¿no?»
«Sí. Ni siquiera el dolor hizo que se olvidara de usted.»
«¿Qué dijo?»
«No me acuerdo de sus palabras exactas, Rollo, ¿me permite llamarle Rollo, no? Siempre se refería a usted así cuando hablaba con nosotros. Deseaba que yo me ocupara de usted cuando llegara. Que le atendiera. Que le comprara un billete de vuelta.»
Al contármelo, Martins comentó: «Como verá no me faltaban ni billetes de vuelta ni dinero.»
«¿Por qué no me mandó usted un telegrama para que no viniera?»
«Lo hicimos, pero sin duda el telegrama llegó tarde. Con esto de la censura y las zonas, a veces, los telegramas tardan en llegar cinco días.»
«¿Hubo una investigación?»
«Por supuesto.»
«¿Sabía usted que la policía tiene la disparatada idea de que Harry andaba metido en negocios sucios?»
«No. Pero lo está toda Viena. Todos vendemos cigarrillos y cambiamos chelines por vales y todo lo demás. No se encontrará a un ,solo miembro de la Comisión de Control que no haya quebrantado
«La policía insinuó algo peor que eso.»
«A veces se les ocurren ideas bastante absurdas», dijo el hombre -de bisoñe con cautela.
«Me quedaré aquí hasta demostrarles que no tienen razón.»
Kurtz volvió la cabeza bruscamente y el bisoñe se movió un poco. Dijo:
«¿Para qué? Con eso no va a resucitar Harry.»
«Haré que echen a ese jefe de policía de Viena.»
«No veo qué puede usted hacer.»
«Voy a empezar a investigar hacia atrás, a partir de su muerte. Usted fue testigo, y ese hombre, Cooler, y el chófer. Déme sus direcciones.»
«La del chófer no la sé.»
«Puedo conseguirla en los archivos del forense. Y luego está la «chica de Harry...»
Kurtz dijo: «Será doloroso para ella.»
«Ella no me preocupa. Me preocupa Harry.»
«¿Sabe usted de qué sospecha la policía?»
«No. Perdí los estribos demasiado pronto.»
«¿No se le ha ocurrido», dijo suavemente Kurtz, «que podía enterarse de algo, digamos, desagradable, con respecto a Harry?»
«Correré ese riesgo.»
«Y que le va a costar tiempo y dinero.»
«Tengo tiempo y usted me iba a prestar dinero, ¿no?»
«No soy un hombre rico», dijo Kurtz. «Le prometí a Harry cuidar de usted y que cogería el avión de vuelta...»
«No tiene por qué preocuparse, ni del dinero ni del avión», dijo Martins. «Pero voy a apostar con usted en libras esterlinas, cinco libras contra doscientos chelines, a que hay algo raro en la muerte de Harry...»
Fue como lanzar una sonda, pero instintivamente ya se daba cuenta de que había algo que no encajaba, aunque todavía no relacionaba la palabra «asesinato» con su intuición. Kurtz tenía en la mano una taza de café que se llevaba a los labios y Martins le miró fijamente. Al parecer, la sonda no había dado resultado; una mano firme acercó la taza a la boca, y Kurtz bebió con un poco de ruido, a largos sorbos. Luego posó la taza y dijo:
«¿Qué quiere decir con algo raro?»
«A la policía le convenía tener un cadáver, ¿pero no les convendría también a los propios delincuentes?»
Cuando ya había hablado se dio cuenta de que quizá a Kurtz le había chocado su descabellada afirmación: ¿no sería que se había quedado tan helado que se volvió cauteloso y tranquilo? Las manos de los culpables no tienen por qué temblar; sólo en las novelas la agitación se trasluce dejando caer una copa. A menudo la tensión se demuestra en acciones estudiadas. Kurtz había bebido su taza de café como si nadie hubiera dicho nada.
«Bueno», tomó otro sorbo, «por supuesto le deseo suerte, aunque no creo que vaya a averiguar nada. Si necesita mi ayuda, pídamela.»
«Quiero las señas de Cooler.»
«Por supuesto. Se las apuntaré. Aquí están. Es en la zona norteamericana.»
«¿Y las de usted?»
«Ya están apuntadas, ahí debajo. Tengo la mala suerte de vivir en la zona rusa, así que no me visite muy tarde. A veces ocurren cosas por allí.»
Le lanzó una de sus estudiadas sonrisas vienesas, con un encanto cuidadosamente pintado por un fino pincel en las arrugas en torno a su boca y a sus ojos.
«No deje de llamarme», dijo, «y si necesita alguna ayuda..., pero me parece que lo que va a hacer es poco sensato -tocó El jinete solitario-. Estoy muy orgulloso de haberle conocido. Un maestro de la narración», y con una mano se alisó el bisoñe mientras que la otra se la pasó por la boca, borrando su sonrisa como si nunca hubiera existido.
5
Martins se sentó en un asiento duro al lado de la entrada de artistas del Teatro Josefstadt. Después de la función de tarde le había enviado una tarjeta a Anna Schmidt poniendo en ella «un amigo de Harry». Una galería de ventanitas, con cortinas de encaje y las luces que se apagaban unas tras otra, señalaban el sitio en que los artistas se preparaban para irse a su casa, para tomar su taza de café sin azúcar, su panecillo sin mantequilla para aguantar la función de la noche.
Era como un callejón construido dentro de un edificio para servir de escenario a una película, pero hasta allí mismo hacía frío, del que no se salvaba ni siquiera un hombre con un gabán grueso, así que Martins se puso a dar paseos bajo las ventanitas. Se dijo que era como un Romeo que no estuviera muy seguro de cuál era el balcón de Julieta.
Había tenido tiempo para reflexionar: estaba tranquilo; el que surgía ahora era Martins, no Rollo. Cuando se apagó una luz de una de las ventanas y una actriz descendió hacia el pasillo por donde él caminaba, ni siquiera se volvió para mirar. Había terminado con todo eso. Pensó, Kurtz tiene razón. Todos tienen razón. Me estoy comportando como un tonto romántico. Voy a hablar un momento con Ana Schmidt, decirle unas palabras de condolencia, y luego haré las maletas y me marcharé. Se había olvidado por completo, me dijo, de la complicación del señor Crabbin.
Una voz le llamó desde arriba, «señor Martins», y miró a un rostro que asomaba unos cuantos pies por encima de su cabeza. No era un rostro hermoso, me explicó convencido cuando le acusé de que volvía a dedicarse a mezclar bebidas. Sólo un rostro sincero; cabellos y ojos oscuros, que bajo aquella luz parecían castaños; una frente ancha, una boca grande que no pretendía hechizar. A Rollo Martins no le pareció que hubiera peligro por ningún lado de que fuera a sentir ese súbito y loco momento en que el aroma de unos cabellos o el contacto de una mano cambia una vida. Ella le dijo:
«¿Quiere usted subir, por favor? Es la segunda puerta a la derecha.»
Hay algunas personas, me explicó cuidadosamente, a las que se reconoce en seguida como amigas. Puedes estar tranquilo con ellas porque sabes que nunca, nunca te expondrán a peligros. «Así era Anna», dijo, y no estoy seguro de si el empleo del tiempo pasado fue o no deliberado.
Al contrario de la mayor parte de los camerinos de actrices, aquél estaba casi vacío; el armario no estaba atestado de ropas, no había mezcolanza de cosméticos y pinturas: había una bata en el suelo, una rebeca, que reconoció como la que se veía en el segundo acto, sobre el único sillón y una cajita de pintura y crema. Sobre el hornillo de gas canturreaba una marmita. Le dijo:
«¿Quiere una taza de té? Alguien me envió un paquete la semana pasada: a veces los norteamericanos te mandan eso en vez de flores la noche del estreno.»
«Tomaré una taza», dijo, pero si había algo que odiaba era el té. La miró mientras lo preparaba y, por supuesto, lo hizo todo mal: el agua no hervía, no calentó la tetera y puso muy pocas hojas.
«Nunca he entendido por qué a los ingleses les gusta el té», le dijo.
El se bebió la taza entera como un medicamento y la miró mientras ella sorbía la suya cautelosa y delicadamente.
«Tenía muchas ganas de verla. Por lo de Harry», le dijo.
Fue un momento espantoso; vio cómo se endurecía su boca para enfrentarse con ello.
«¿Sí?»
«Le conocí hace veinte años. Era amigo suyo. ¿Sabe?, fuimos al colegio juntos y después nunca pasaba mucho tiempo sin que volviéramos a vernos...»
«Cuando recibí su tarjeta no pude decir que no. Pero en realidad no hay mucho de que hablar, ¿no?... nada.»
«Me gustaría saber...»
«Se ha muerto. Es el final. Todo se acabó, se terminó. ¿Para qué hablar?»
«Los dos le queríamos.»
«Yo no lo sé. No puedes saber una cosa así después. No sé nada más que...»
«¿Que qué?»
«0ue yo también quisiera morirme.»
Martins me contó: «Entonces estuve a punto de marcharme. ¿Para qué iba a atormentarla sólo por la descabellada idea que se me había ocurrido? Pero le hice una pregunta: "¿Conoce a un hombre llamado Cooler?".»
«¿Un norteamericano?», dijo. «Me parece que fue el hombre que me trajo un poco de dinero cuando se murió Harry. No quise aceptarlo, pero me dijo que Harry, en el último momento, se había mostrado muy preocupado.»
«¿Así que no murió instantáneamente?» «Oh, no.»
Martins me dijo: «Comencé a preguntarme cómo se me había metido esa idea con tanta fuerza en la cabeza, y luego pensé que solo había sido el hombre del piso el que me lo había dicho, nadie más. Le dije a Anna: "Debía de estar muy lúcido al final, porque también se acordó de mí. Eso parece demostrar que no sufrió
«De eso es de lo que trato de convencerme continuamente.» «¿Habló con usted el médico?»
«Una vez. Harry me envió a él. Era su médico de cabecera. Vivía cerca, ¿sabe?»
Martins vio súbitamente, en aquella extraña cámara de la mente
que construía esos cuadros instantáneos, irracionales, un lugar desierto, un cuerpo en el suelo, un grupo de pájaros reunidos. Tal vez
fuera una escena de uno de sus libros todavía no escrito, que se iba formando en la puerta de lo consciente. Esta se desvaneció y pensó que era extraño que todos hubieran estado allí, en aquel momento justamente, todos los amigos de Harry: Kurtz, el médico, ese hombre Cooler; tan sólo faltaban las dos personas que le querían. Dijo:
¿Y el chófer? ¿Oyó su testimonio?»
«Estaba trastornado, asustado. Pero el testimonio de Cooler le exoneró. El pobre hombre no tuvo la culpa. Cuántas veces le oí decir a Harry que era un conductor muy prudente.» «¿También conocía a Harry?»
Otro pájaro se posó y se reunió con los otros en torno a la figura silenciosa que yacía boca abajo, sobre la arena. Ahora podía ver que era Harry, por la ropa, por su actitud de niño dormido en el césped, junto al borde del campo de deportes en una calurosa tarde de verano.
Alguien llamó por la ventana, desde fuera. «¡Fráulein Schmidt!»
«No les gusta que estemos demasiado tiempo. Gastamos su luz», dijo ella.
Martins había renunciado a la idea de ahorrarle algo. Le dijo:
«La policía dice que iban a detener a Harry. Quieren colgarle algún negocio sucio.»
Aceptó la noticia más o menos como la había aceptado Kurtz. «Todo el mundo anda metido en negocios sucios.»
«No creo que fuera nada serio.»
«No.»
«A lo mejor han inventado pruebas. ¿Conoce a un hombre que se llama Kurtz?»
«Me parece que no.»
«Es uno que usa bisoñe.»
«¡Oh!»
Se dio cuenta que eso le había recordado algo. Le dijo:
«¿No le parece extraño que estuvieran todos allí, cuando la muerte? Todos conocían a Harry. Hasta el conductor, el médico...»
«También yo me lo he preguntado, aunque no sabía lo de Kurtz», dijo ella con una calma desesperada. «Me pregunté si le habrían asesinado, ¿pero qué consigo con eso?»
«Voy a ir por esos hijos de puta», dijo Rollo Martins.
«No vale la pena. Tal vez tenga razón la policía. Quizá el pobre Harry estuviera mezclado en algo.»
«¡Fráulein Schmidt!», volvió a llamar la voz.
«Tengo que irme.»
«Le acompañaré un poco.»
Casi era de noche; la nieve había dejado de caer durante un rato y las grandes estatuas del Ring, los caballos corveteando, los carros y las águilas tenían el color gris acero como del final de la tarde.
«Es mejor dejarlo y olvidar», dijo Anna.
La nieve, iluminada por la luna, llegaba hasta los tobillos sobre el pavimento.
«¿Me dará las señas del médico?»
Permanecieron resguardados bajo un muro mientras ella le escribía la dirección.
«¿Y la suya?»
«¿Para qué la quiere?»
«Quizá pueda darle alguna noticia.»
«Ninguna noticia serviría ya de nada.»
ÍK La miró desde lejos subir a su tranvía, inclinando la cabeza contra el viento, como una oscura señal de interrogación sobre la nieve.
6
La ventaja que tiene un detective aficionado sobre un profesional es que no trabaja con un horario fijo. Rollo Martins no se limitaba a una jornada de trabajo de ocho horas: no paraba sus investigaciones ni para comer. En un día cubría más terreno que cualquiera de mis hombres en dos y, además, tenía una ventaja inicial sobre nosotros y es que era amigo de Harry. Trabajaba, por así decirlo, desde dentro, mientras que nosotros picoteábamos en la periferia.
El doctor Winkler estaba en casa. Tal vez no hubiera estado en casa para un policía. De nuevo utilizó Martins como «ábrete, sésamo» una indicación en su tarjeta que decía: «Un amigo de Harry lime».
La sala de espera del doctor Winkler le recordó a Martins la tienda de un anticuario: una tienda de antigüedades especializada en objetos de arte religioso. Había innumerables crucifijos, probablemente ninguno posterior al siglo XVII. Había esculturas en madera y marfil. Había varios relicarios: trozos de hueso marcados con nombres de santos y colocados en marcos ovales, con un fondo de papel de estaño. Si eran auténticos, qué extraño destino el del nudillo de Santa Susana, que había venido a parar a la sala de espera del doctor Winkler. Hasta aquellas horribles sillas de respaldo alto podían haber servido de asiento a cardenales. La atmósfera de la habitación era sofocante, y uno esperaba el olor a incienso. En un cofrecillo había una astilla de la Vera Cruz. Oyó un estornudo. El doctor Winkler era el médico más limpio que había visto Nunca Martins. Muy pequeño y pulcro, llevaba un frac negro con un cuello duro y alto; su bigotito negro parecía una pajarita. Volvió
a estornudar; quizá tenía frío al ser tan limpio. Dijo:
« ¿El señor Martins ?»
Un deseo irresistible de ensuciar al doctor Winkler se apoderó
de Rollo Martins.
«¿El doctor Winkler?», dijo.
«Sí, soy el doctor Winkler.»
«Tiene una colección muy interesante.»
«Sí.»
«Esos huesos de santos...»
«Son huesos de pollos y conejos.»
El doctor Winkler se sacó de la manga un pañuelo grande y blanco, como un prestidigitador que hiciera aparecer la bandera de su país, y se sonó las narices pulcra y cuidadosamente, tapándose por turnos cada ventana. Uno esperaba que tirara el pañuelo después de utilizarlo una vez.
«¿Le importaría decirme, señor Martins, cuál es el objeto de su visita?, me espera un paciente.»
«Los dos éramos amigos de Harry Lime.»
«Yo era su consejero médico», le corrigió el doctor Winkler, y se quedó esperando obstinadamente entre los crucifijos.
«Llegué demasiado tarde a la investigación. Harry me había invitado a venir para que le ayudara en algo. No sé exactamente en qué. No supe de su muerte hasta que llegué.»
«Muy triste», dijo el doctor Winkler.
«Naturalmente, dadas las circunstancias, me gustaría saber todo lo posible.»
«No hay nada que pueda contarle que usted no sepa. Le atropello un automóvil. Estaba muerto cuando yo llegué.»
«¿Pudo seguir consciente?»
«Creo que lo estuvo durante un rato, mientras le llevaban a su casa.»
«¿Sufrió mucho?»
«No necesariamente.»
«¿Está usted seguro de que fue un accidente?»
El doctor Winkler extendió una mano y enderezó un crucifijo.
«Yo no estaba presente. Limito mi opinión a la causa de su muerte. ¿Tiene usted alguna razón para sospechar?»
El aficionado tiene otra ventaja sobre el profesional: puede ser temerario. Puede contar innecesarias verdades y proponer teorías disparatadas. Martins dijo:
«La policía acusa a Harry de estar mezclado en delitos muy graves. Me parece que tal vez le asesinaran o que quizá se haya suicidado.»
«No puedo darle una opinión», dijo el doctor Winkler.
«¿Conoce usted a un hombre llamado Cooler?»
«Creo que no.»
«Estaba allí cuando murió Harry.»
«Entonces claro que le conozco. Es uno que lleva un bisoñe.»
«Ése es Kurtz.»
El doctor Winkler no sólo era el médico más limpio que había conocido Martins, sino también el más cauto. Sus afirmaciones eran tan limitadas que ni por un momento podía uno dudar de su veracidad. Dijo:
«Allí había un segundo hombre.»
Si tuviera que diagnosticar un caso de escarlatina, pensaba uno, se limitaría a decir que existía una erupción visible, que la temperatura era ésta o la otra. Nunca cometería un error en una investigación.
«¿Fue durante mucho tiempo médico de Harry?»
Parecía una extraña elección, si la había hecho Harry: a Harry le gustaban los hombres que tenían algo de temerarios, hombres capaces de cometer errores.
«Durante un año más o menos.»
«Bueno, le agradezco que me haya recibido.»
El doctor Winkler hizo una reverencia. Al hacerlo se oyó un leve crujido, como si su camisa fuera de celuloide.
«No debo apartarle más de sus pacientes.»
Al dar la espalda al doctor Winkler, se enfrentó con otro crucifijo, una figura colgada con los brazos sobre la cabeza: un rostro alargado, como una agonía de El Greco.
«Es un crucifijo curioso», dijo.
«Jansenista», comentó el doctor Winkler, y cerró la boca bruscamente como si fuera culpable de dar demasiada información.
«No conozco la palabra. ¿Por qué tiene los brazos sobre la cabeza?»
El doctor Winkler dijo de mala gana:
«Porque según ellos, Él murió solamente para los elegidos.»
7
Tal como yo lo veo al repasar mis archivos, las notas de las conversaciones y las declaraciones de varios personajes, en aquel momento Rollo Martins todavía habría podido irse de Viena sin correr peligro. Había demostrado una curiosidad insana, pero le había frenado la enfermedad en cada brote. Nadie había soltado nada. La lisa pared del engaño no había mostrado ninguna grieta a los dedos que palpaban. Cuando Rollo Martins dejó la consulta del doctor Winkler no corría peligro. Podía volver a su cama del Sacher's y dormir con la mente tranquila. Hasta podía haber visitado a Cooler en aquel momento sin problemas. Nadie se sentía seriamente molesto. Desgraciadamente para él -y siempre habría períodos en su vida en que lo lamentaría amargamente- escogió volver al piso de Harry. Quería hablar con el hombrecillo irritado que decía haber visto el accidente... ¿o realmente no había dicho tanto? Hubo un momento, cuando iba por la calle helada y sombría, en que se sintió inclinado a ir directamente a Cooler para completar su cuadro de aquellos pájaros siniestros que rodeaban el cadáver de Harry, pero Rollo, al mostrarse como Rollo, decidió lanzar una moneda al aire y ésta cayó del lado de la otra acción y de la muerte de dos hombres.
Quizá el hombrecillo -que se apellidaba Koch- había bebido más vino de la cuenta, quizá simplemente había tenido un buen día en la oficina, pero esta vez, cuando Rollo Martins tocó el timbre, se mostró amable y muy dispuesto a hablar. Acababa de cenar y tenía migas en el bigote.
«Ah, me acuerdo de usted. Es el amigo de Herr Lime.»
Acogió con gran cordialidad a Martins y le presentó a su voluminosa esposa, a la cual estaba claro que controlaba muy estrictamente.
«En los viejos tiempos le hubiera ofrecido a usted una taza de café, pero ahora...»
Martins le pasó su pitillera y la cordialidad aumentó.
«Cuando vino usted ayer me comporté con cierta brusquedad», dijo Herr Koch, «pero es que tenía un poco de jaqueca y, como mi esposa no estaba en casa, fui yo el que tuvo que ir a abrir la puerta.»
«¿Me contó que había visto realmente el accidente?»
Herr Koch intercambió una mirada con su esposa.
«Use, la investigación ya ha terminado. No hay peligro. Puedes confiar en mi criterio. El caballero es amigo. Sí, yo vi el accidente, pero usted es el único que lo sabe. Cuando digo que lo vi, quizá sería mejor decir que lo oí. Oí el frenazo y el ruido del patinazo, y llegué hasta la ventana a tiempo de ver cómo llevaban el cuerpo a la casa.»
«¿Pero no prestó testimonio?»
«Lo mejor es no mezclarse en esas cosas. En mi oficina me necesitan. No tenemos personal suficiente y además no vi...»
«Pero usted me contó ayer cómo ocurrió.»
«Así fue como lo describieron los periódicos.»
«¿Sufrió mucho?»
«Estaba muerto. Miré directamente desde la ventana de aquí y vi su rostro. Sé cuando un hombre está muerto. Mire, en cierto modo, es mi trabajo. Soy el jefe administrativo de la funeraria.»
«Pero los otros dicen que no murió en el acto.»
«Tal vez no conocen la muerte como yo.»
«Estaba muerto, por supuesto, cuando llegó el médico. Él me lo contó.»
«Murió en el acto. Puede fiarse de la palabra de un hombre que sabe.»
«En mi opinión, Herr Koch, debía usted haber testimoniado.»
«Uno debe cuidarse de sí mismo, Herr Martins. Yo no era el único que debí hacerlo.»
«¿Qué quiere usted decir?»
«Había tres personas que ayudaron a llevar a su amigo hasta la casa.»
«Lo sé. Dos hombres y el conductor.»
«El chófer se quedó donde estaba. Estaba muy impresionado el pobre hombre.»
«Tres hombres...»
Fue como si súbitamente, al palpar aquella pared lisa, sus dedos se hubieran encontrado no tanto una grieta, pero sí al menos, una rugosidad que no había sido alisada por los cuidadosos constructores.
«¿Puede describirme a los hombres?»
Pero Herr Koch no estaba acostumbrado a observar a los vivos: solamente se había fijado en el hombre del bisoñe; los otros dos no eran más que hombres, ni altos ni bajos, ni flacos ni gruesos. Los había visto desde arriba, encogidos, agachados sobre su carga, no habían mirado para arriba y él había apartado la vista rápidamente y cerrado la ventana, dándose cuenta en seguida de que lo más sensato era que no le vieran.
«Yo no podía testificar, Herr Martins.»
¡Cómo que no, pensó Martins, cómo que no! Ya no le quedaban dudas de que había sido un asesinato. ¿Por qué si no mentían sobre el momento de la muerte? Querían acallar con sus regalos de
«Sí.»
«O su historia puede ser mentira.»
«Sí.»
«El problema es que no veo motivo para que sea así. Es cierto que ya es usted culpable de estafa. Vino aquí para ver a Lime, quizá para ayudarle...»
«¿En qué consiste ese famoso tráfico ilegal que está insinuando constantemente?», me preguntó Martins.
«Le habría contado toda la verdad la primera vez que le vi si no hubiera usted perdido los estribos tan rápidamente. Ahora me parece que no resultaría tan sensato contárselo. Sería revelar información oficial y sus contactos, ¿sabe?, no inspiran confianza. Una muchacha con documentos falsos conseguidos por Lime, ese hombre llamado Kurtz.»
«El doctor Winkler...»
«No tengo nada contra el doctor Winkler. No, si es usted un mentiroso no necesita la información, pero podría ayudarle a conocer exactamente lo que nosotros sabemos. Es que, ¿sabe?, no conocemos bien todos los hechos.»
«Seguro que no. Yo podría inventarme un policía mejor que usted tomándome un baño.»
«Su estilo literario no hace honor a su tocayo.»
Cuando se acordó del señor Crabbin, aquel pobre y apurado representante del British Council, Rollo Martins se ruborizó molesto, desconcertado, avergonzado. Eso también me hizo confiar en él.
Desde luego había hecho que Crabbin lo pasara mal durante unas cuantas horas. Al volver al Hotel Sacher's, después de su entrevista con Herr Koch, encontró una nota desesperada del representante.
«Llevo todo el día intentando localizarle», decía Crabbin. «Es esencial que nos veamos para poder decidir un programa adecuado para usted. Esta mañana he concertado por teléfono conferencias en Innsbruck y Salzburgo para la semana que viene, pero necesito que me dé usted su consentimiento en lo que se refiere a los temas, para poder imprimir los programas. Yo le sugeriría dos conferencias: "La crisis de fe en el mundo occidental", (aquí se le respeta mucho como escritor cristiano, pero la conferencia no debe ser política y no se pueden hacer referencias ni a Rusia ni al comunismo) y "La técnica de la novela contemporánea". Sería la misma conferencia que la de Viena. Aparte de eso, hay muchísima gente a la que le gustaría conocerle y quisiera preparar un cóctel para principios de la próxima semana. Pero para todo esto tengo que hablar con usted.» La carta terminaba con una nota de profunda ansiedad: «Vendrá usted al coloquio de mañana por la noche, ¿no? Le esperamos a las 8:30 y, huelga decir, que estaremos encantados de que venga. Enviaré un automóvil a recogerle al hotel a las 8:15 en punto.»
Rollo Martins leyó la carta y, sin acordarse más del señor Crabbin, se fue a dormir.
8
Después de un par de copas el espíritu de Rollo Martins siempre se volvía hacia las mujeres: de una manera vaga, sentimental, romántica y como sexo en general. Después de tres copas, como un piloto que una vez localizado el blanco se lanza en picado, comenzaba a dedicarse a una chica que estuviera libre. Si Cooler no le hubiera ofrecido una tercera copa, probablemente no hubiera ido tan pronto a casa de Anna Schmidt y si..., pero hay demasiados «síes» en mi manera de escribir, porque mi profesión es medir las posibilidades humanas y la fuerza del destino no puede encontrar espacio en mis archivos.
Martins se había pasado la hora del almuerzo leyendo los informes de la investigación, demostrando una vez más la superioridad del aficionado sobre el profesional y haciéndose más vulnerable al alcohol de Cooler (que cualquier profesional hubiera rechazado en horas de servicio). Eran casi las cinco cuando llegó al piso de Cooler, situado sobre una heladería en la zona norteamericana: el bar estaba lleno de soldados con sus chicas, y el ruido de las largas cucharas y las risas curiosas, libres e inmaduras le siguieron escalera arriba.
Los ingleses, a quienes no les gustan los norteamericanos en general, llevan en la mente una excepción como Cooler: un hombre de revueltos cabellos grises, un rostro bondadoso, preocupado y perspicaz, ese tipo de persona humanitaria que aparece en una epidemia de tifus, en una guerra mundial o en una hambruna china antes de que sus compatriotas hayan descubierto el lugar en un atlas. La tarjeta con la indicación «un amigo de Harry» parecía
abrirle todas las puertas. Cooler llevaba el uniforme militar, con unas letras misteriosas en la galleta y sin galones de rango, aunque su criada le llamaba Coronel Cooler. Su caluroso apretón de manos fue el signo más amistoso que Martins había encontrado en Viena.
«Cualquier amigo de Harry es amigo mío», dijo Cooler. «Por supuesto que conozco su nombre.»
«¿Por Harry?»
«Soy un gran lector de novelas del Oeste», dijo Cooler, y Martins le creyó como no había creído a Kurtz.
«Me gustaría que me contara -porque usted estaba allí, ¿no?-algo acerca de la muerte de Harry.»
«Fue algo terrible», dijo Cooler. «Yo estaba empezando a cruzar la calle para acercarme a Harry. El y el señor Kurtz estaban en la acera. Tal vez si yo no hubiera comenzado a cruzar él se hubiera quedado donde estaba. Pero me vio y vino hacia mí, y entonces aquel jeep... fue terrible, terrible. El conductor frenó, pero no pudo hacer nada. Tome un whisky, señor Martins. Sé que es ridículo, pero me pone nervioso pensar en aquello», dijo mientras servía la soda. «A pesar de este uniforme nunca había visto antes un hombre muerto.»
«¿Estaba el otro hombre en el jeep?»
Cooler tomó un largo trago y luego midió lo que quedaba con sus ojos cansados y amables.
«¿A qué hombre se refiere usted, señor Martins?»
«Me han dicho que había otro hombre.»
«No sé de dónde ha podido sacar esa idea. Todo esté en los informes de la investigación.»
Volvió a servir dos copas muy abundantes.
«Sólo éramos tres: yo, el señor Kurtz y el chófer. El médico, por supuesto. Supongo que pensará usted en el médico.»
«El hombre con quien he hablado lo vio desde una ventana -estaba en el piso al lado del de Harry- y me ha dicho que vio a tres hombres y al chófer. Eso fue antes de que llegara el médico.»
«No fue eso lo que dijo en el tribunal.»
«No quería comprometerse.»
«Jamás se conseguirá que estos europeos se conviertan en buenos ciudadanos. Era su deber.»
Cooler meditó tristemente mirando su copa.
«Es algo muy extraño, señor Martins, esto de los accidentes. Nunca encuentras dos informes que coincidan. Ni siquiera el señor Kurtz y yo estábamos de acuerdo en cuanto a los detalles. Las cosas ocurren súbitamente; en lo que menos piensas es en fijarte, hasta que ¡pum!, y luego tienes que reconstruir, recordar. Supongo que me quedé demasiado desconcertado intentando entender lo que había ocurrido y lo que vino después, como para darme cuenta que éramos cuatro.»
«¿Cuatro?»
«Cuento a Harry. ¿Qué más vio, señor Martins?»
«Nada de interés, salvo que dice que Harry estaba ya muerto cuando le llevaron hasta la casa.»
«Bueno, estaba muriendo, la diferencia es mínima. ¿Quiere otra copa, señor Martins?»
«No, me parece que no.»
«Pues yo sí quiero otra. Le tenía mucho afecto a su amigo, señor Martins, y no me gusta hablar de ello.»
«Tal vez una más por hacerle compañía. ¿Conoce a Arma Schmidt?», preguntó Martins, con el hormigueo del whisky en la lengua.
«¿La chica de Harry? Sólo la vi una vez, eso es todo. En realidad ayudé a Harry a arreglar sus documentos. No se deben contar esas cosas a un extraño, supongo, pero, a veces, hay que romper las reglas. También es un deber humanitario.»
« ¿Qué problema tenía? »
«Era húngara y su padre había sido un nazi, según dicen. Tenía miedo de que los rusos la fueran a coger.»
«¿Por qué iban a hacerlo?»
«No siempre entendemos por qué hacen esas cosas. Tal vez simplemente para demostrar que no es bueno tener amistad con un inglés.»
«Pero ella vive en la zona británica.»
«Eso no les hubiera importado. Está sólo a cinco minutos desde la Commandatura. Las calles están mal iluminadas y no hay muchos policías.»
«Le llevó usted dinero de parte de Harry, ¿no?»
«Sí, pero yo no lo habría mencionado. ¿Se lo contó ella?»
Sonó el teléfono y Cooler vació su copa.
«¿Diga?», dijo. «Sí, habla el coronel Cooler.»
Luego se sentó con el auricular en la oreja y una expresión de triste paciencia, mientras una voz muy lejana se deslizaba por la habitación.
«Sí», dijo una vez más. «Sí.»
Sus ojos se posaron en el rostro de Martins, pero parecía mirar
mucho más allá: inexpresivos, bondadosos y amables, podían estar contemplando el mar.
«Ha hecho usted muy bien», dijo en tono encomiástico y luego, con cierta aspereza. «Por supuesto que se los entregarán. Le doy mi palabra. Adiós.»
Colgó el teléfono y se pasó la mano con gesto hastiado por la frente. Era como si tratara de recordar algo que tenía que hacer. Martins dijo:
«¿Sabe algo de ese tráfico ilegal del que habla la policía?»
«Lo siento. ¿Cómo ha dicho?»
«Dicen que Harry andaba metido en negocios sucios.»
«Oh, no», dijo Cooler. «No. Imposible. Tenía un gran sentido del deber.»
«Kurtz parecía pensar que era posible.»
«Kurtz no entiende la mentalidad de los anglosajones», respondió Cooler.
9
Era casi de noche cuando Martins comenzó a caminar a lo largo de la orilla del canal: al otro lado de las aguas se veían los semidestrozados baños de Diana, y, a lo lejos, el gran círculo negro de la Noria del Prater, quieta sobre las casas en ruinas. Por allí, al otro lado de las aguas grises, estaba el Segundo Bezirk, de propiedad rusa. St. Stephanskirche lanzaba su enorme chapitel herido al cielo que cubría la Ciudad Interior y, al subir la Kárnterstrasse, Martins pasó junto a la puerta iluminada del centro de la Policía Militar. Los cuatro hombres que formaban la Patrulla Internacional subían a su jeep; el P.M. ruso se sentó junto al conductor (porque ese día los rusos habían tomado el relevo y empezaban sus cuatro semanas) y el inglés, el francés y el norteamericano subieron detrás. El tercer whisky puro comenzó a calentar el cerebro de Martins y se acordó de la chica de Amsterdam, de la chica de París; la soledad caminaba a su lado por la acera llena de gente. Pasó la esquina de la calle donde estaba el Sacher's y siguió adelante. El que dominaba ahora era Rollo y se dirigía hacia la única chica que conocía en Viena.
Le pregunté cómo sabía dónde vivía. Oh, dijo, había encontrado la dirección que ella le había dado la noche anterior, en la cama, estudiando un plano. Quería orientarse en la ciudad y se le daban muy bien los mapas. Podía memorizar nombres de calles y donde había que dar la vuelta fácilmente, porque siempre hacía el viaje de ida a pie.
«¿De ida?»
«Quiero decir cuando voy a ver a alguna chica o a alguien.»
Por supuesto no sabía que ella iba a estar en casa, que esa noche no había función en el Josefstadt, o tal vez también eso lo había memorizado al ver los carteles. En cualquier caso estaba allí, sentada a solas en una habitación sin calefacción, con una cama disfrazada de diván, y con un guión mecanografiado, abierto por la primera página, sobre una mesa coja inadecuada y demasiado recargada -si es que a aquello se le podía llamar estar allí..., porque sus pensamientos estaban muy lejos-. Dijo con torpeza (y nadie podía decir, ni siquiera el propio Rollo, hasta qué punto su torpeza formaba parte de su técnica):
«Pensé que a lo mejor estaba usted en casa y decidí subir. Es que pasaba por aquí...»
«¿Pasaba? ¿Hacia dónde iba?»
Había un paseo de una buena media hora desde la Ciudad Interior hasta el límite de la zona inglesa, pero él siempre tenía una contestación preparada.
«He bebido demasiado whisky con el coronel Cooler. Necesitaba caminar y me encontré por aquí.»
«No le puedo ofrecer una copa. Sólo té. Queda algo del paquete.»
«No, gracias», dijo él, «¿estaba usted acaso leyendo ese guión?»
«No he pasado de la primera línea.»
Lo cogió y lo leyó: «Entra Louise. LOUISE: He oído llorar a un niño.»
«¿Podría quedarme un rato?», preguntó con una gentileza que era más propia de Martins que de Rollo.
«Encantada.»
Se dejó caer en el diván y mucho tiempo después me contó (porque los amantes reconstruyen los más mínimos detalles si encuentran a alguien que los escuche) que fue entonces cuando realmente la miró por segunda vez. Ella estaba allí, tan torpe como él, vestida con unos viejos pantalones de franela malamente remendados en la parte de atrás; estaba allí con las piernas firmemente
asentadas, como si estuviera defendiéndose de alguien y decidida a no ceder terreno: una figura pequeña y un poco rellenita, bien guardada la gracia que pudiera tener para fines exclusivamente profesionales.
«¿Ha sido un mal día?», preguntó él.
«A ésta hora siempre estoy mal», le explicó ella. «Él solía visitarme, y cuando le oí tocar el timbre, por un momento pensé...»
Se sentó en una silla dura frente a él y le dijo:
«Hábleme, por favor. Usted le conoció. Cuénteme cualquier cosa.»
Así que él se puso a hablar. El cielo se iba oscureciendo al otro lado de la ventana mientras hablaba. Al cabo de un rato se dio cuenta de que las manos de ambos se habían juntado. Me dijo:
«No tenía intención de enamorarme y menos de la chica de Harry.»
«¿Cuándo ocurrió?», le pregunté.
«Hacía mucho frío y yo me levanté para correr las cortinas de la ventana. Sólo me di cuenta de que tenía mi mano sobre la suya cuando la retiré. Cuando me puse en pie y bajé la vista para mirar su rostro. No tenía una cara bonita, ése era el problema. Era una cara para vivir con ella un día tras otro. Una cara para toda la vida. Me sentí como si estuviera penetrando en un nuevo país cuyo idioma no supiera. Yo siempre había creído que se ama a una mujer por su belleza. Permanecí allí, junto a las cortinas, esperando para correrlas, mirando hacia afuera. No podía ver más que mi propio rostro, buscando por la habitación, buscándola a ella. Me dijo:
«¿Y qué hizo Harry aquella vez?»
Y quise decir: «Al diablo con Harry, se ha muerto. Los dos le amábamos, pero se ha muerto. Los muertos son para que se les olvide.» Pero en vez de eso dije: «¿Qué crees que hizo? Se puso a silbar su antigua melodía como si nada hubiera ocurrido.» Y la silbé para ella lo mejor que pude. Le oí contener el aliento y me di la vuelta para mirarla y antes de que pudiera pensar: ¿Voy por el buen camino, es ésta la carta ganadora, el truco adecuado?, ya había dicho: «"Se ha muerto. No puedes pasarte la vida recordándolo".»
«Ya lo sé, pero quizá ocurra algo antes», me dijo.
«¿Qué quieres decir con que ocurrirá algo?»
«Oh, que puede haber otra guerra, que me moriré, que me llevarán los rusos.»
«Con el tiempo te olvidarás de él. Te enamorarás otra vez.»
«Ya lo sé, pero no quiero hacerlo. ¿No te das cuenta que no quiero?»
De manera que Rollo Martins se apartó de la ventana y se sentó de nuevo en el diván. Cuando se había levantado medio minuto antes era el amigo de Harry que consolaba a la chica de éste; ahora era un enamorado de Arma Schmidt que había estado una vez enamorada del hombre que ambos conocían por el nombre de Harry Lime. Aquella tarde él no volvió a hablar del pasado. En lugar de eso le habló de la gente que había conocido.
«De Winkler puedo creer cualquier cosa», le dijo, «pero Cooler, bueno, Cooler me cae bien. Fue el único de sus amigos que defendió a Harry. El caso es que si Cooler tiene razón, Koch no la tiene, y la verdad es que creí que había encontrado algo interesante.»
«¿Quién es Koch?»
Le explicó que había vuelto al piso de Harry y le describió su entrevista con Koch, la historia del tercer hombre.
«Si es cierto», dijo ella, «eso es muy interesante.»
«No prueba nada. Después de todo Koch no colaboró en la investigación; puede ocurrir lo mismo con ese desconocido.»
«Esa no es la cuestión», dijo ella. «Significa que ellos mintieron: Kurtz y Cooler.»
«Pudieron mentir tal vez para no crearle complicaciones a ese tipo, si es que era un amigo.»
«Otro amigo, allí mismo. ¿Y dónde está entonces la honradez de tu Cooler?»
«¿Qué podemos hacer? Koch se cerró Como una ostra y me echó de su piso.»
«A mí no me echará», dijo ella, «ni tampoco su Use.»
Hicieron juntos el largo camino hasta el piso; la nieve se pegaba a sus zapatos y les hacía avanzar lentamente, como presos arrastrando sus cadenas. Amia Schmidt preguntó:
«¿Está lejos?»
«Ya no. ¿Ves a ese grupo de gente en la calzada? Está por ahí cerca.»
El grupo parecía una mancha de tinta sobre la blancura, una mancha que se corría, cambiaba de forma y se "extendía. Cuando estaban más cerca, Martins dijo:
«Me parece que es ése el bloque. ¿Qué crees que será eso, una manifestación política? »
Anna Schmidt se detuvo. Dijo:
«¿Has hablado de Koch con alguien más?»
«Sólo contigo y con el coronel Cooler. ¿Por qué? »
«Tengo miedo. Esto me recuerda...»
Tenía los ojos clavados en el grupo y él nunca supo qué recuerdo surgió de su confuso pasado para ponerla sobre aviso.
«Vamonos», le suplicó.
«Estás loca. Aquí hemos descubierto algo, algo importante...»
«Te esperaré.»
«Pero tú vas a hablar con él.»
«Averigua primero lo de toda esa gente», dijo, cosa rara en alguien que trabaja tras las candilejas. «Odio el gentío.»
Caminó lentamente, solo, con la nieve pegada a sus talones. No era una reunión política porque nadie estaba pronunciando un discurso. Tuvo la impresión de que las cabezas se volvían para mirarle, como si él fuera la persona a quien esperaban. Cuando llegó al principio de la pequeña muchedumbre, supo que aquella era la casa. Un hombre le miró con dureza:
«¿Es usted otro de esos?»
«¿Qué quiere decir?»
«La policía.»
«No. ¿Qué están haciendo?»
«Han estado entrando y saliendo todo el día.»
«¿Qué están esperando?»
«Quieren ver cómo le sacan.»
«¿A quién?»
«A Herr Koch.»
A Martins se le ocurrió que alguien, además de él, había descubierto que Herr Koch no se había presentado como testigo, aunque era raro que eso fuera cuestión de la Policía. Preguntó:
«¿Qué ha hecho? »
«Nadie lo sabe. Los que están dentro no lo tienen claro aún: pudo ser suicidio o asesinato.»
«¿Herr Koch?»
«Por supuesto.»
Un niño pequeño se acercó a su informador y tiró de su mano. «Papá. Papá.» Llevaba un gorro de lana, que le hacía parecer un gnomo; su rostro estaba contraído y azulado por el frío.
«¿Qué pasa, hijo?»
«Les oí hablar a través de la rejilla, papá.»
«Oh, qué listo eres, pequeñín. Cuéntanos lo que has oído, Hansel.»
«Oí cómo lloraba Frau Koch, papá.»
«¿Nada más, Hansel?»
«No. Oí hablar al hombre grande, papá.»
«Qué listo eres, Hansel, pequeñín. Cuéntale a papá qué dijo.»
«Dijo: "¿Puede describirme, Frau Koch, al extranjero?"»
«Aja, ¿ve usted?, piensan que es un asesinato. ¿Y quién sabe si no tendrán razón? ¿Por qué iba Herr Koch a degollarse en el sótano?»
«Papá, papá.»
«¿Sí, Hansel, pequeñín?»
«Cuando miré a través de la rejilla vi que había sangre en el coque.»
«Vaya niño. ¿Cómo podías saber que era sangre? La nieve se filtra por todas partes.»
El hombre se volvió hacia Martins y dijo:
«Qué imaginación que tiene este niño. A lo mejor cuando sea mayor se hace escritor.»
El rostro contraído miró solemnemente hacia arriba, hacia Martins. El niño dijo: «Papá».
«Sí, Hansel.»
«El también es un extranjero.»
El hombre lanzó una gran carcajada que hizo que se volvieran una docena de cabezas.
«Escúchele, señor, escúchele», dijo con orgullo. «Piensa que lo ha hecho usted, sólo porque es extranjero. Como si ahora no hubiera más extranjeros que vieneses aquí.»
«Papá, papá.»
«¿Sí, Hansel?»
«Están saliendo.»
Un grupo de policías rodeaba la camilla tapada que bajaban cuidadosamente por las escaleras por miedo a resbalar en la nieve pisoteada. Un hombre dijo:
«No pueden entrar las ambulancias en esta calle por las ruinas. Tendrán que llevarle hasta la vuelta de la esquina.»
Frau Koch salió detrás de la comitiva; llevaba un chal que le cubría la cabeza y un viejo abrigo de arpillera. Su gruesa figura le hizo parecer un muñeco de nieve al hundirse en un médano, en el borde de la acera. Alguien le ayudó con la mano y ella lanzó una mirada perdida y desesperada a aquella muchedumbre de extraños. Si había allí amigos no los reconoció, aunque miró todos los rostros. Al pasar ella, Martins se agachó manoseando torpemente el cordón de su zapato, pero al levantar la vista se encontró a la altura de sus propios ojos con la mirada fría y escrutadora, de gnomo, del pequeño Hansel.
Cuando iba en busca de Anna, volvió una vez la cabeza. El niño tiraba de la mano de su padre y podía ver sus labios formando unas sílabas que eran como el estribillo de una balada triste.
«Papá, papá.»
Le dijo a Anna:
«Han asesinado a Koch. Vamonos de aquí.»
Caminó tan rápidamente como se lo permitía la nieve, doblando una esquina tras otra. La desconfianza y suspicacia del niño parecían extenderse como una nube sobre la ciudad: no podían caminar lo bastante aprisa como para esquivar su sombra. No hizo caso cuando Anna le dijo: «Entonces lo que dijo Koch era cierto. Había un tercer hombre», ni tampoco un poco después cuando añadió: «Tuvo que ser un asesinato. Nadie mata a un hombre para ocultar algo menos grave.»
Los tranvías chispeaban como carámbanos al final de la calle: habían vuelto al Ring. Martins dijo:
«Es mejor que vuelvas sola a casa. No iré a verte hasta que las cosas no se aclaren.»
«Pero nadie puede sospechar de ti.»
«Preguntan sobre un extranjero que fue a visitar ayer a Koch. Las cosas se pueden poner desagradables durante un tiempo.»
«¿Por qué no vas a la policía?»
«Porque son unos estúpidos. No me fío de ellos. Mira lo que le han colgado a Harry. Y además intenté pegarle a ese tal Callaghan. Me tienen ganas. Lo menos que me harían sería echarme de Viena. Pero si me quedo quieto únicamente podría comprometerme una persona: Cooler.»
«Y él no va a querer hacerlo.»
«No, si es culpable. Pero no puedo creerme que sea culpable.»
Antes de separarse ella le dijo:
«Ten cuidado. Koch sabía muy poco y le asesinaron. Tú sabes tanto como Koch.»
La advertencia se le alojó en el cerebro hasta que llegó al Sacher's; a partir de las nueve, las calles estaban casi vacías y volvía la cabeza cada vez que oía una pisada sorda que subía la calle detrás de él, como si aquel tercer hombre a quien habían protegido tan despiadadamente le siguiera como un verdugo. El centinela ruso del Grand Hotel parecía rígido por el frío, pero era humano, tenía un honrado rostro campesino con ojos de mongol. El tercer hombre no tenía rostro: sólo la coronilla de una cabeza vista desde una ventana. En el Sacher's, el señor Schmidt le dijo:
«El coronel Calloway ha estado aquí preguntando por usted, señor. Creo que le encontrará en el bar.»
«Vuelvo dentro de un momento», dijo Martins, y salió como una flecha del hotel: quería tener tiempo para pensar. Pero nada más pisar fuera, un hombre se adelantó, se llevó la mano a la gorra y le dijo con firmeza:
«Señor, por favor.»
Abrió de un golpe la puerta pintada de color caqui de un camión, con la Unión Jack en el parabrisas y le instó con firmeza a que entrara. Se rindió sin protesta: estaba seguro de que tarde o temprano, harían preguntas; el optimismo que había mostrado : ante Anna Schmidt era fingido.
: El chófer conducía a una velocidad peligrosa, rápido por la calzada helada, y Martins protestó. Le contestaron sólo un hosco gruñido y una frase mascullada que incluía la palabra «órdenes».
«¿Tiene usted órdenes de matarme?», preguntó Martins para hacer un chiste, y no recibió respuesta alguna. Vio a los Titanes del Hofburg manteniendo en equilibrio grandes globos de nieve sobre la cabeza, y luego se internaron en unas calles mal iluminadas donde se desorientó por completo.
«¿Está lejos?»
Pero el chófer no le hizo caso. Al menos, pensó Martins, no me han detenido; no han enviado a un guardia; me han invitado -¿no fue esa la palabra que usaron?- a visitar a la policía para hacer una declaración.
El coche se detuvo y el chófer le precedió mientras subían dos tramos de escalera; tocó el timbre de una gran puerta doble y Martins oyó muchas voces dentro. Se volvió bruscamente hacia el chófer y dijo:
«¿Dónde diablos...?», pero el conductor ya había bajado media escalera y la puerta se estaba abriendo. Los ojos de Martins se deslumhraron con las luces que había dentro; oyó, sin verle apenas, a Crabbin, que avanzaba hacia él.
«Ah, señor Dexter, estábamos muy preocupados, pero más vale tarde que nunca. Permítame que le presente a la señorita Wilbraham y a la Gráffin von Meyersdorf.»
Había un buffet lleno de tazas de café; una cafetera humeante; el rostro de una mujer que brillaba por el esfuerzo; dos hombres con el rostro feliz e inteligente de jóvenes estudiantes y, apiñada al fondo, una multitud, como rostros en su álbum familiar, con los rasgos anticuados, deslustrados, serios y joviales de los lectores habituales. Martins miró hacia atrás, pero la puerta estaba cerrada.
Le dijo desesperadamente al señor Crabbin:
«Lo siento, pero...»
«No piense más en eso», dijo el señor Crabbin. «Tome una taza de café y luego comenzaremos el coloquio. Hoy ha venido gente muy interesante. Se encontrará en su elemento, señor Dexter.»
Uno de los jóvenes le puso una taza de café en la mano y el otro le echó un montón de azúcar antes de que pudiera decir que lo prefería sin nada. El más joven le susurró al oído:
«¿Le importaría firmar después uno de sus libros, señor Dexter?»
Una mujer grande, vestida de seda negra, cayó sobre él y le dijo:
«No me importa que me oiga la Gráffin, señor Dexter, pero no me gustan sus libros, no me parecen nada bien. Yo creo que una novela debe contar una buena historia.»
«Yo también», dijo Martins, desesperado.
«Por favor, señora Bannock, espere al coloquio.»
«Sé que soy demasiado franca, pero estoy segura de que el señor Dexter valora la crítica sincera.»
Una anciana, que supuso era la Gráffin, dijo:
«No leo muchos libros en inglés, señor Dexter, pero me han dicho que los suyos...»
«¿Quieren terminar el café?», dijo Crabbin, y le llevó aprisa hacia una sala interior donde había unas cuantas personas mayores sentadas en un semicírculo de sillas con un aire de paciencia triste.
Martins no fue capaz de contarme muchas cosas de aquella reunión; su mente aún estaba atónita con la muerte; al levantar la vista esperaba ver en cualquier momento al niño Hansel y oír el estribillo persistente y pedante, «papá, papá». Al parecer Crabbin fue el primero que habló en la reunión y, conociéndole como le conozco, estoy seguro de que trazó un panorama lúcido, equilibrado y sin prejuicios de la novela inglesa contemporánea. Le he oído muchas veces dar la misma charla, recalcando cada vez, como única variación, la obra del visitante inglés de turno. Tocaría brevemente diversos aspectos técnicos -el punto de vista, el paso del tiempo- y luego declararía iniciado el coloquio.
Martins no oyó en absoluto la primera pregunta, pero afortunadamente Crabbin llenó el vacío y la contestó de modo satisfactorio.
Una mujer con un sombrero marrón y una piel en torno al cuello dijo con apasionado interés:
«¿Puedo preguntar al señor Dexter si está trabajando en una nueva obra.»
«Oh, sí, sí.»
«¿Podría decirme el título?»
«El tercer hombre», dijo Martins, y ese salto le proporcionó una falsa confianza.
«Señor Dexter, ¿puede decirnos qué autor le ha influido más?»
Martins, sin pensarlo, dijo: «Grey». Por supuesto hablaba del autor de Jinetes de la pradera roja, y quedó encantado de que su respuesta proporcionara una general satisfacción, pero un anciano austríaco preguntó:
«¿Grey? ¿Qué Grey? No sé quién es.»
Martins se sintió ya a salvo y dijo:
«Zane Grey, no conozco a ningún otro», y se quedó desconcertado por las obsequiosas risitas de la colonia inglesa.
Crabbin intervino rápidamente para ayudar a los austríacos:
«Es una bromita del señor Dexter. Se refería al poeta Gray, un genio sutil, comedido y amable... son fáciles de encontrar las afinidades.»
«¿Y se llama Zane Grey?»
«Ahí esta la broma del señor Dexter. Zane Grey escribió lo que nosotros llamamos novelas del Oeste: novelitas populares y baratas sobre bandidos y vaqueros.»
« ¿No es un gran escritor?»
«No, no. Qué va», dijo el señor Crabbin, «En el sentido estricto de la palabra yo ni siquiera le llamaría escritor.»
Martins me dijo que sintió los primeros chispazos de rebeldía al oír esa declaración. Nunca se había considerado un escritor, pero la petulancia de Crabbin le irritó, hasta la manera con que la luz se reflejaba en sus gafas parecía un motivo más de irritación. Crabbin dijo:
«No son más que pasatiempos.»
«¿Por qué diablos no va a serlo?», dijo ferozmente Martins.
«Oh, bueno, lo único que quería decir...»
«¿Qué era Shakespeare?»
Alguien dijo con gran osadía:
«Un poeta.»
« ¿Ha leído a Zane Grey? »
«No, no puedo decir...»
«Entonces no sabe de lo que está hablando.»
Uno de los jóvenes intentó echar una mano a Crabbin.
«¿Y James Joyce, dónde colocaría a James Joyce, señor Dexter?»
«¿Qué quiere decir con eso?, no quiero colocar a nadie en ningún sitio», dijo Martins.
Había sido un día muy agitado y lleno de acontecimientos: había bebido demasiado con el coronel Cooler; se había enamorado; un hombre había sido asesinado y ahora tenía el sentimiento bastante injusto de que le estaban pinchando. Zane Grey era uno de sus héroes: que le asparan si había de consentir más tonterías.
«Lo que quiero decir es, ¿le situaría usted entre los verdaderamente grandes?»
«Si quiere que le diga la verdad en mi vida he oído hablar de él. ¿Qué ha escrito?»
El no se daba cuenta, pero estaba provocando una enorme sensación. Únicamente un gran escritor podía mostrarse tan arrogante y original. Varias personas escribieron el nombre de Zane Grey en el dorso de unos sobres, y la Gráffin susurró roncamente a Crabbin:
«¿Cómo se escribe Zane?»
«La verdad es que no estoy muy seguro.»
«Le lanzaron simultáneamente varios nombres: nombreculos afilados y cortantes como Stein; cantos redondos, como Woolf. Un joven austríaco, con un mechón de cabellos negros sobre la frente, exclamó «Daphne du Maurier» y el señor Crabbin dio un respingo y miró de soslayo a Martins. Le dijo en voz baja:
«Sea comprensivo con ellos.»
Una mujer de rostro aniñado, vestida con un jubón tejido a mano, dijo anhelante:
« ¿No le parece a usted, señor Dexter, que nadie, nadie ha escrito sobre los sentimientos tan poéticamente como Virginia Woolf? En prosa, quiero decir.»
Crabbin le susurró:
«¿Podría decir algo sobre la corriente de la conciencia?»
«¿La corriente de qué?»
Una nota de desesperación apareció en la voz de Crabbin.
«Por favor, señor Dexter, estas personas son auténticos admiradores suyos. Quieren oír sus opiniones. Puede creerme si le digo que han asediado el instituto.»
Un hombre mayor, austríaco, preguntó:
«¿Existe en la Inglaterra actual algún escritor de la talla del difunto John Galsworthy?»
<>
10
Yo había vigilado muy de cerca los movimientos de Martins desde que supe que no había tomado el avión para volver a su país. Le habían visto con Kurtz y en el teatro Josefstadt; sabía de su visita al doctor Winkler y al coronel Cooler y de su primer regreso al bloque donde había vivido Harry. Por alguna razón mi hombre le había perdido entre el piso de Cooler y el de Anna Schmidt; me informó que Martins había dado muchas vueltas por la ciudad y nuestra impresión era que había despistado deliberadamente a su perseguidor. Intenté cogerle en el hotel, pero se me escapó por poco.
Los acontecimientos habían dado un giro inquietante y me parecía que había llegado el momento de tener otra entrevista. Tenía que explicar muchas cosas.
Puse un escritorio muy amplio entre los dos y le di un cigarrillo. Le encontré mustio, pero dispuesto a hablar, dentro de unos límites estrictos. Le pregunté por Kurtz, y me pareció que contestaba satisfactoriamente. Le pregunté por Anna Schmidt, y entendí de su respuesta que había estado con ella después de visitar al coronel Cooler; así pude rellenar uno de mis huecos. Le tanteé con el doctor Winkler, y también contestó rápidamente.
«Se ha movido usted mucho», dije. «¿Ha averiguado algo sobre su amigo?»
«Sí», dijo. «Lo tenía usted ante sus narices, pero no lo vio.»
«¿Qué?»
«Que le asesinaron.»
Aquello me cogió por sorpresa: durante un tiempo había jugado con la idea de que podía ser un suicidio, pero hasta ésa la había descartado.
«Siga», le dije.
Intentó eliminar de su historia toda referencia a Koch al hablar de un informante que había visto el accidente. Eso hizo que su relato fuera bastante confuso y al principio no comprendí por qué daba tanta importancia al tercer hombre.
«No se presentó en la investigación y los otros mintieron para no comprometerle.»
«Tampoco se presentó su hombre: no veo qué importancia puede tener eso. Si fue un accidente de verdad tenemos todas las pruebas necesarias. ¿Por qué meter a otro tipo en un lío? Quizá su mujer pensara que estaba de viaje; tal vez fuera un oficial que estaba ausente sin permiso: a veces hay personas que vienen a Viena sin permiso desde sitios como Klagenfurt. Ya sabe lo que atraen los encantos de la gran ciudad.»
«Hay algo más que eso. Han asesinado al hombrecillo que me lo contó. Al parecer no sabían qué más había visto.»
«Vamos por el buen camino», dije. «Se refiere usted a Koch.»
«Sí.»
«Que yo sepa, fue usted la última persona que le vio vivo.» Como ya he dicho, le interrogué con el fin de averiguar si le había seguido alguien más hábil que mi hombre hasta la casa de Koch sin que él le viera. Le dije:
«La policía austríaca tiene muchas ganas de endosarle a usted eso. Frau Koch les contó cuánto le preocupó a su marido su visita. ¿Quién más sabía de ella?»
«Se lo conté a Cooler», dijo excitado. «Supongamos que inmediatamente después de que yo me fuera llamó para contarle la historia a alguien, al tercer hombre. Tuvieron que cerrarle la boca a Koch.»
«Cuando le contó al coronel Cooler lo de Koch, ya estaba muerto. Aquella noche se levantó de la cama al oír a alguien y bajó las escaleras...»
«Bueno, eso me elimina a mí. Yo estaba en el Sacher's.»
«Pero él se fue a la cama muy pronto. Su visita le provocó de nuevo jaqueca. Se levantó poco después de las nueve. Usted volvió al Sacher's a las nueve y media. ¿Dónde estuvo antes?»
Dijo sombríamente: «Dando vueltas por ahí e intentando ver las cosas claras.»
«¿Tiene testigos de sus desplazamientos?»
«No.»
Quería asustarle, así que no era cuestión de decirle que le habían seguido durante todo el tiempo. Sabía que no había degollado a Koch, pero no estaba muy seguro de que fuera tan inocente como pretendía. El dueño del cuchillo no siempre es el verdadero asesino.
«¿Puede darme otro cigarrillo?»
«Sí.»
Me preguntó: «¿Cómo sabía que fui a la casa de Koch? Por eso me tienen aquí, ¿no es cierto?»
«La Policía austríaca...»
«No me habían identificado.»
«Inmediatamente después de que se marchara usted, el coronel Cooler me llamó por teléfono.»
«Eso le deja fuera. Si hubiera estado comprometido no le habría interesado que le contara mi historia, la historia de Koch, quiero decir.»
«Podía suponer que era usted un hombre sensato y que vendría a verme tan pronto como se enterara de la muerte de Koch. A propósito, ¿cómo se enteró?»
Me lo contó en seguida y le creí. Fue entonces cuando comencé a creerle todo. Dijo: «Todavía no me cabe en la cabeza que Cooler pueda estar mezclado en esto. Apostaría cualquier cosa por su honradez. Es uno de esos norteamericanos con auténtico sentido del deber.»
«Sí», dije, «eso me dijo cuando me telefoneó. Se disculpó. Me dijo que eso era lo peor de haber sido educado en el sentido cívico. Que le hacía sentirse como un mojigato. A decir verdad, Cooler me irrita. Por supuesto no tiene ni idea de que sé que hace estraperlo de neumáticos.»
«¿O sea, que él también está metido en el tráfico ilegal, no?»
«No es nada grave. Supongo que habrá levantado unos veinticinco mil dólares. Pero yo no soy un buen ciudadano. Que los norteamericanos cuiden de los suyos.»
«¡Que me parta un rayo!», dijo reflexivamente. «¿Era eso en lo que estaba metido Harry?»
«No. La cosa no era tan inofensiva.»
«¿Sabe?», dijo, «ese asunto, la muerte de Koch, me ha impresionado mucho. Tal vez Harry estuviera metido en algo malo. Quizá intentara dejarlo y por eso le asesinaron.»
«0 quizá», dije, «quisiera una porción mayor del botín. Los ladrones terminan peleándose.»
Esta vez lo aceptó sin ninguna irritación. «No estamos de acuerdo en lo que se refiere a los motivos», dijo, «pero creo que usted comprueba los hechos concienzudamente. Perdone lo del otro día.»
«No se preocupe.»
Hay momentos en que uno tiene que tomar una decisión en el acto: aquél era uno de ellos. Le debía algo a cambio de la información que me había proporcionado. Le dije: «Le voy a enseñar suficientes datos relacionados con el caso de Lime como para que lo entienda. Pero no pierda los estribos. Va a ser un golpe muy duro.»
No podía ser de otra manera. La guerra y la paz (si es que podemos llamarla paz) desencadenan una gran cantidad de negocios sucios, pero ninguno tan vil como éste. Al menos los que se dedicaban al mercado negro de alimentos proporcionaban comida, y lo mismo ocurría con los otros estraperlistas que traficaban a precios desmesurados con artículos que escaseaban. Pero el negocio de la penicilina era totalmente diferente. En Austria sólo se proporcionaba penicilina a los hospitales militares; ningún médico civil, ni siquiera los hospitales civiles, podían conseguirla por medios legales. Cuando comenzó ese tráfico, era relativamente inofensivo. Los ordenanzas militares robaban la penicilina y se la vendían a los médicos austríacos a precios muy elevados: se pagaban hasta setenta libras por una ampolla. Se podía decir que ésa era una forma de distribución -una distribución injusta, puesto que únicamente beneficiaba al paciente rico, pero tampoco se podía decir que la distribución original fuera más justa.
El negocio siguió viento en popa durante cierto tiempo. De vez en cuando cogían a un ordenanza y le castigaban, pero ese peligro lo único que hacía era aumentar el precio de la penicilina. Luego, el tráfico ilegal comenzó a organizarse: los tipos importantes se dieron cuenta de que allí había mucho dinero, y aunque el ladrón original sacaba un botín menor, a cambio recibía una cierta seguridad. Si le ocurría algo le cubrían. La naturaleza humana tiene también retorcidas razones que el corazón ignora. Los tipos sin importancia tenían la conciencia más tranquila porque trabajaban para un empresario; a sus propios ojos eran casi respetables como cualquier asalariado; formaban parte de un grupo y si alguien era culpable lo eran sus jefes. Uña banda de delincuentes funciona como un partido totalitario.
A esto le he llamado yo a veces la etapa número dos. La etapa número tres empezó cuando los organizadores decidieron que los beneficios no eran lo bastante grandes. No iba a ser siempre imposible conseguir legalmente la penicilina; querían más dinero y con más rapidez mientras la cosa iba bien. Empezaron a diluir la penicilina con agua coloreada y en el caso del polvo de penicilina lo mezclaban con arena. Guardo un pequeño museo en un cajón de mi escritorio y le enseñé varias muestras a Martins. No le agradaba mucho la conversación, pero todavía no había comprendido lo que yo quería que entendiera. Dijo: «Supongo que eso echa a perder el producto.»
«No nos habría preocupado mucho si eso hubiera sido todo», le dije, «pero escuche lo que voy a decirle. Le puede inmunizar contra los efectos de la penicilina. En el mejor de los casos convierte en ineficaz para el paciente un tratamiento futuro a base de penicilina. No tiene nada de divertido, desde luego, si él sufre de una enfermedad venérea. Aplicar arena a una herida que requiere penicilina no tiene nada de sano en absoluto. Ha habido nombres que han perdido así brazos y piernas y a veces la vida. Tal vez lo que más me horrorizó fue la visita que hice al hospital infantil. Habían comprado la penicilina para emplearla contra la meningitis. Varios niños simplemente se murieron, pero otros se volvieron locos. Puede verlos ahora en las salas de enfermos mentales.»
Estaba sentado al otro lado del escritorio mirando ceñudamente sus manos. Le dije:
«¿Se pone uno enfermo al pensarlo, no?»
«No me ha enseñado ninguna prueba de que Harry...»
«Ahora llegaremos a eso», le dije. «Tranquilícese y escuche.»
Abrí el fichero de Lime y comencé a leer. Al principio las pruebas se basaban únicamente en indicios y Martins comenzó a ponerse nervioso. Muchas eran coincidencias: informes de agentes acerca de que Lime había estado a determinada hora en determinado lugar; acumulación de oportunidades, su trato con ciertas personas.
«Pero es que esas mismas pruebas podría emplearlas contra mí», protestó una vez.
«Espere un momento», dije.
Por alguna razón, Harry Lime se había vuelto descuidado: posiblemente se dio cuenta de que sospechábamos de él y se inquietó.
Tenía un cargo muy importante en la Organización de Ayuda y un hombre así se inquieta con mayor facilidad. Metimos a uno de nuestros agentes en el Hospital Militar Británico: para entonces sabíamos el nombre del intermediario, pero nunca habíamos podido remontar la línea hasta el origen. En todo caso no quiero cansar al lector, como cansé a Martins entonces, con todas las etapas: el largo forcejeo hasta ganar la confianza del intermediario, un hombre llamado Harbin. Al final le apretamos las tuercas a Harbin y seguimos apretándolas hasta que cantó. Ese tipo de trabajo policiaco es muy parecido al del servicio secreto: buscas a un agente doble al que puedas controlar realmente y Harbin era nuestro hombre. Pero ni siquiera él nos pudo llevar más allá de Kurtz.
«¡Kurtz!». exclamó Martins. «¿Por qué no le han echado el guante?»
«Nos estamos acercando a la hora cero», dije.
Kurtz supuso un gran paso adelante, porque tenía comunicación directa con Lime: tenía un pequeño trabajo en el exterior relacionado con la ayuda internacional. Con Kurtz, Lime, a veces, ponía las cosas en blanco y negro, si no tenía más remedio. Le enseñé a Martins la fotocopia de una nota:
«¿Puede identificarla?»
«Es la letra de Harry». La leyó entera. «No encuentro nada malo aquí.»
«No, pero ahora lea esta nota de Harbin, dirigida a Kurtz, que nosotros le dictamos. Mire la fecha. Este es el resultado.»
Leyó ambas dos veces.
«¿Entiende lo que quiero decir?»
Cuando uno ve un mundo que camina hacia su fin, un avión que se desvía de su curso, supongo que no tiene ganas de charlar, y desde luego para Martins un mundo había llegado a su fin, un mundo de amistad fácil, de veneración a un héroe, de confianza, que había comenzado veinte años antes en el pasillo de un colegio. Cada recuerdo -las tardes entre las altas hierbas, la caza ilegal en Brickworth Common, los sueños, los paseos, cada experiencia compartida- comenzó a contaminarse al mismo tiempo, como la tierra de una ciudad afectada por la radiactividad. Durante mucho tiempo no se podría caminar con seguridad por allí. Mientras estaba sentado, sin decir nada, saqué una preciada botella de whisky del armario y serví dos dobles largos.
«Venga», le dije, «bébalo». Y él me obedeció como si yo fuera su médico. Le serví otro.
«¿Está seguro de que era el verdadero jefe?», dijo lentamente.
«Es hasta donde hemos podido llegar por ahora.»
«¿Sabe? Él siempre estaba dispuesto a saltar antes de mirar.»
No le contradije, pero no era ésa la impresión que me había dado Lime. Buscaba algo para consolarse.
«Supongamos», dijo, «que alguien supiera algo comprometedor de su pasado, que le obligaron a entrar en el tráfico ilegal, como usted obligó a Harbin a hacer un doble juego...»
«Es posible.»
«Y le asesinaron por si hablaba cuando le detuvieran.»
«No es imposible.»
«Me alegro de que lo hicieran», dijo. «No me hubiera gustado oír cantar a Harry.»
Hizo un curioso movimiento con la mano para quitarse el polvo de la rodilla como si dijera, «se acabó».
«Voy a volver a Inglaterra», me dijo.
«Preferiría que no lo hiciera todavía. La policía austríaca crearía un conflicto si intentara irse de Viena ahora. ¿Me entiende? El sentido del deber de Cooler le impulsó a llamarles también a ellos.»
«Ya entiendo», dijo con desesperanza.
«Cuando hayamos encontrado al tercer hombre...»
«A él sí que quiero oírle cantar», dijo. «El hijo de puta. El hijo de la grandísima puta.»
11
Cuando me dejó. Martins se fue a coger una borrachera impresionante. Escogió para hacerlo el Oriental, aquel cabaret pequeño, deprimente y lleno de humo, con fachada de imitación oriental. Las mismas fotografías con semidesnudos en la escalera, los mismos norteamericanos medio borrachos en el mostrador, el mismo vino malo y las mismas extraordinarias ginebras: podía estar en cualquier tugurio nocturno de tercera categoría en cualquier otra capital harapienta de una harapienta Europa. En determinado momento de la desesperada madrugada apareció la Patrulla Internacional a echar un vistazo, y un soldado ruso, al verla, se dirigió como una flecha hacia las escaleras con la cabeza agachada y ladeada como una alimaña de los campos. Los norteamericanos ni siquiera se movieron y nadie se metió con ellos. Martins tomó copa tras copa; probablemente hubiera tomado también a una mujer, pero todas las chicas del cabaret se habían ido a casa y no había más mujeres que una hermosa periodista francesa de rostro sagaz, que le hizo un comentario a su acompañante y se quedó desdeñosamente dormida.
Martins siguió la ronda: en Maxim's había unas cuantas parejas que bailaban sombríamente, y en un lugar llamado Chez Víctor la calefacción estaba averiada y la gente bebía sus cócteles con los gabanes puestos. Para entonces bailaban manchas ante los ojos de Martins y se sentía oprimido por la soledad. Volvió a pensar en la chica de Dublín y en la de Amsterdam. Eso era algo que no le fallaba nunca: la copa a secas, el simple acto físico: no hay que esperar fidelidad de las mujeres. Su mente daba vueltas en círculos: del sentimiento a la lujuria, para volver de nuevo de la creencia al cinismo.
Ya no había tranvías y se puso tercamente a caminar para ir a ver a la chica de Harry. Quería hacer el amor con ella, nada más que eso: sin tonterías, sin sentimentalismos. Su humor se había tornado violento, el camino cubierto de nieve ondeaba como un lago y dirigió sus pensamientos por nuevas sendas de pena, amor eterno y renuncia. Al abrigo de la esquina de un muro se puso a vomitar en la nieve.
Debían de ser las tres de la mañana cuando subió las escaleras hacia la habitación de Anna. Casi estaba sobrio ya y sólo tenía una idea en la cabeza: que ella debía enterarse de lo de Harry. Pensó que de algún modo ese conocimiento liberaría del peso muerto que dejan los recuerdos en los seres humanos y quizá así tendría una oportunidad con ella. Si uno está enamorado, no piensa jamás que la chica no lo sabe: cree que lo ha dicho claramente con el tono de su voz, con el roce de una mano. Cuando Anna le abrió la puerta, asombrada del aspecto desgreñado que él tenía en el umbral, ni siquiera se imaginó que ella se enfrentaba con un extraño.
«Anna, lo he descubierto todo», le dijo.
«Entra», dijo ella. «No querrás despertar a toda la casa.»
Llevaba una bata; el diván se había convertido en una cama, esa clase de cama toda revuelta que muestra lo poco que ha dormido su ocupante.
«Bueno», dijo mientras él estaba allí de pie, buscando torpemente las palabras, «¿qué pasa? Creía que no ibas a aparecer por aquí. ¿Te busca la policía?»
«NO.»
«Tú no mataste a ese hombre, ¿verdad?»
«Por supuesto que no.» «Está borracho, ¿no?»
«Un poquito», dijo de mal humor. Las cosas no iban como él había pensado. «Lo siento», dijo irritado.
«¿Por qué? A mí también me gustaría tomar una copa.» Él dijo:
«He estado con la policía británica. Se han convencido de que feo no fui. Pero me lo han contado todo. Harry estaba metido en ¡asuntos ilegales muy graves», dijo con tono desesperado. «Era capaz de cualquier cosa. Los dos nos equivocamos.» «Será mejor que me lo cuentes», dijo Anna. Se sentó en la cama y él se lo contó, tambaleándose junto a la mesa donde el guión de ella seguía abierto por la primera página. Impongo que se lo contó confusamente, recalcando lo que más le había impresionado, los niños muertos de meningitis y los que estaban en la sala de enfermos mentales. Se detuvo y se quedaron en silencio.
Ella dijo:
«¿ Ya has terminado ?» «Sí.»
«¿Estabas sobrio cuando te lo contaron? ¿Te dieron pruebas?»
«Sí.»
Añadió con hastío. «Así que ya sabes cómo era Harry.»
«Me alegro que se haya muerto», dijo ella. «No me hubiera gustado verle pudrirse durante años en la cárcel.» «¿Pero a ti te cabe en la cabeza que Harry -tu Harry y el mío- pudiera estar mezclado en...?» Dijo con desesperación:
«Me parece como si nunca hubiera existido, como si lo hubiera estado soñado. ¿O estuvo siempre riéndose de tontos como nosotros?»
«Tal vez. ¿Qué más da?», dijo ella.
«Siéntate. No te preocupes.»
Había previsto que sería él quien la consolara a ella, no al revés. ¡Ella dijo:
«Si aún estuviera vivo quizá pudiera explicárnoslo, pero deberlos recordarle tal como era con nosotros. Hay tantas cosas que se desconocen de las personas, hasta de las personas que uno quiere: cosas buenas, cosas malas. Hay que aceptarlas todas.»
«Esos niños...»
Ella dijo colérica:
«Por el amor de Dios, deja de fabricar a la gente a tu imagen. Harry era de verdad. No era solamente tu héroe y mi amante. Era Harry. Se dedicaba al tráfico ilegal. Hacía fechorías. ¿Y qué? Era el hombre que conocimos.»
Martins le dijo:
«Déjate de estúpidas sabidurías. ¿No te das cuenta de que te quiero?»
Ella le miró atónita:
«¿Tú?»
«Sí, yo. No mato a la gente con medicamentos falsificados. No soy un hipócrita que convence a la gente de que es el más grande. Soy un mal escritor que bebe demasiado y se enamora de las chicas...»
«Pero si ni siquiera sé de qué color son tus ojos», dijo ella. «Si me hubieras llamado ahora mismo para preguntarme si eras moreno o rubio o tenías bigote, no hubiera podido contestarte.»
«¿No puedes olvidarle?»
«No.»
Martins le dijo:
«Tan pronto como hayan aclarado el asesinato de Koch, me iré de Viena. Ya no me interesa si Kurtz mató a Harry o si fue el tercer hombre. Quien quiera que fuera hizo justicia a su manera. Tal vez yo mismo le hubiera matado en esas circunstancias. Pero tú sigues queriéndole. Quieres a un tramposo, a un asesino.»
«Quería a un hombre», dijo. «Ya te lo he dicho, un hombre no cambia porque tú descubras más cosas sobre él. Sigue siendo el mismo.»
«Odio tu manera de hablar. Tengo un dolor de cabeza espantoso y tú no dejas de hablar y hablar...»
«Yo no te pedí que vinieras.»
«Me irritas.»
De pronto ella se echó a reír. Le dijo:
«Eres de lo más cómico. Apareces aquí a las tres de la mañana -un extraño- y me dices que me quieres. Luego te enfadas y buscas pelea. ¿Qué esperas que haga o que diga?»
«No te había visto reír hasta ahora. Hazlo otra vez. Me gusta.»
«No tengo fuerzas para reír dos veces.»
La tomó por los hombros y la sacudió suavemente.
«Me dedicaría a poner caras cómicas todo el día», le dijo, «Me pondría cabeza abajo y te sonreiría entre las piernas. Aprendería un montón de chistes en los libros de discursos de sobremesa.»
«Quítate de la ventana. No hay cortinas.»
«Nadie está mirando.»
Pero al volver automáticamente sobre lo que había dicho, ya no estuvo tan seguro: una larga sombra, que se había proyectado quizá por el movimiento de las nubes sobre la luna, se inmovilizó otra vez. Dijo:
«Sigues queriendo a Harry, ¿no es así?»
«Sí.»
«Quizá yo también. No estoy seguro». Dejó caer las manos y añadió: «Me voy.»
Se alejó rápidamente. No se molestó en mirar si le estaban siguiendo, en ver qué era esa sombra. Pero al pasar al final de una calle se volvió casualmente, y al otro lado de la esquina, pegada contra la pared para que no la advirtieran, había una figura gruesa y robusta. Martins se detuvo y se quedó mirando. Aquella figura tenía algo de familiar. Quizá, pensó, me haya acostumbrado a él inconscientemente durante las últimas veinticuatro horas; quizá sea uno de esos que con tanta asiduidad se dedica a vigilar mis movimientos. Martins permaneció allí, a veinte yardas de distancia, mirando fijamente a la figura silenciosa e inmóvil del oscuro callejón que también le miraba a él. Un agente de la policía, quizá, o si no, un agente de aquellos otros hombres, esos que primero habían corrompido a Harry y luego le habían asesinado: ¿y no podía ser el tercer hombre?
No era el rostro lo que le resultaba familiar, porque ni siquiera podía ver el ángulo de su mandíbula; ni tampoco era capaz de percibir un movimiento, porque el cuerpo estaba tan inmóvil que comenzó a pensar que todo era una ilusión provocada por la oscuridad. Dijo bruscamente:
«¿Quiere usted algo?», y no hubo respuesta.
Volvió a decirlo de nuevo, con la irascibilidad de la bebida: «Contésteme, ¿no puede?», y hubo una respuesta, porque alguien a quien había despertado corrió malhumoradamente una cortina y la luz fue a caer directamente hacia el otro lado del angosto callejón e iluminó los rasgos de Harry Lime.
12
«¿Cree usted en fantasmas?», me preguntó Martins.
«¿Y usted?»
«Ahora sí.»
«También creo que los borrachos ven cosas: unas veces ratas, otras algo aún peor.»
No había venido en seguida a contarme la historia: sólo el peligro que pudiera correr Anna Schmidt le trajo de rebote a mi despacho, como algo que hubiera arrastrado la marea, desgreñado, sin afeitar, obsesionado por una experiencia que no podía comprender. Dijo:
«Si sólo hubiera sido la cara no me habría preocupado. Había estado pensando en Harry y era fácil que le hubiera confundido con un extraño. La luz se apagó en seguida, ¿entiende? Sólo le vi un segundo y el hombre echó a correr calle abajo, si es que era un hombre. No tenía por donde desviarse, pero yo estaba tan estupefacto que le di otras treinta yardas de ventaja. Llegó a uno de esos quioscos de anuncios y en un momento desapareció. Corrí tras él. Tardé solamente diez segundos en llegar al quiosco y él debió de oírme correr, pero lo raro es que no apareció más. Llegué al quiosco. Allí no había nadie. La calle estaba vacía. No podía haberse metido en ningún portal sin que yo le viera. Sencillamente se esfumó.»
«Eso es algo que suele ocurrir con los fantasmas o con las apariciones.»
«¡Pero no creo que estuviera tan borracho!»
«¿Entonces, qué hizo usted?»
«Tuve que tomar otra copa. Tenía los nervios hechos trizas.»
«¿Y eso no lo volvió a hacer aparecer?»
«No, pero me hizo volver a casa de Anna.»
Creo que se habría avergonzado de venir a mí con su absurda historia si no hubiera sido por el atentado de que fue objeto Anna Schmidt. Mi teoría, cuando me contó la historia, fue que sí había habido alguien vigilándole, aunque fueron la bebida y la histeria las que le hicieron imprimir sobre el rostro de aquel hombre los
rasgos de Harry Lime. El que le vigilaba había tomado nota de su visita a Anna y el miembro del círculo -el círculo de la penicilina- fue advertido telefónicamente. Aquella noche se precipitaron los acontecimientos. Recuerden que Kurtz vivía en la zona rusa: para ser exacto en el Segundo Bezirk, en una calle ancha, vacía y desolada que desemboca en la Prater Platz. Un hombre de esa especie probablemente había conseguido contactos influyentes. Para un ruso era la ruina que le vieran tratándose muy amistosamente con un norteamericano o con un inglés, pero el austríaco era un aliado en potencia, además, en cualquier caso, nadie teme la influencia de los arruinados y derrotados.
Deben comprender que en aquel período la cooperación entre los aliados occidentales y los rusos prácticamente se había roto, aunque todavía no del todo. El primitivo acuerdo policial hecho en Viena entre los aliados reducía a la policía militar (que se ocupaba de los delitos cometidos por el personal aliado) a sus zonas particulares, al menos que recibieran permiso para penetrar en la zona de otra potencia. Este acuerdo funcionaba bastante bien entre las tres potencias occidentales. Lo único que tenía que hacer era llamar por teléfono a mi colega en las zonas norteamericana o francesa antes de enviar a mis hombres para realizar una detención y proseguir con una investigación. Durante los seis primeros meses de la ocupación había funcionado razonablemente bien con los rusos: a veces pasaban cuarenta y ocho horas antes de que recibiera el permiso, pero en la práctica hay pocas ocasiones en que sea necesario trabajar con más rapidez. Hasta en nuestro país no siempre es posible conseguir una orden de registro o un permiso de los superiores para detener a un sospechoso en menos tiempo. Luego, las cuarenta y ocho horas se convirtieron en una semana o en quince días, y recuerdo a mi colega norteamericano echando repentinamente una ojeada a sus archivos y encontrándose que había cuarenta casos que se remontaban a hacía más de tres meses en los que ni siquiera sus peticiones habían encontrado una respuesta. Luego comenzaron los problemas. Nosotros empezamos a rechazar o a no contestar a las peticiones rusas, ellos enviaban a veces a su policía sin permiso, se produjeron choques... En el momento en que tuvo lugar esta historia, las potencias occidentales habían dejado más o menos de presentar peticiones o de contestar a las rusas. Eso significaba que si yo quería detener a Kurtz, lo mejor sería pillarle fuera de la zona rusa, aunque, por supuesto, siempre era posible que sus actividades irritaran a los rusos y su castigo fuera más rápido y severo que el que le pudiéramos infligir nosotros. Bueno, el caso de Anna Schmidt resultó uno de esos choques: cuando Rollo Martins volvió borracho a las cuatro de la madrugada para decirle a Arma que había visto el fantasma de Harry, un portero asustado, que aún no había podido volver a dormirse, le dijo que se la había llevado la Patrulla Internacional.
Lo que ocurrió fue lo siguiente. Como recordarán le tocaba a Rusia el control de la Innere Stadt y cuando era así se podían esperar ciertas irregularidades. En esta ocasión, cuando estaban haciendo la patrulla, el ruso despistó a sus colegas y dirigió el automóvil hacia la calle donde vivía Amia Schmidt. Él policía militar británico de esa noche era un novato: no se dio cuenta, hasta que se lo dijeron sus colegas, de que habían entrado en la zona británica. Hablaba un poco de alemán y nada de francés, y el policía francés, un parisiense cínico y despreocupado, renunció al intento de explicárselo. El que lo hizo fue el norteamericano.
«A mí me da igual», le dijo, «¿pero, a ti también?»
El P.M. británico tocó el hombro del ruso, que volvió su rostro de mongol y le lanzó un torrente de eslavo incomprensible. El automóvil siguió adelante.
Frente al bloque de Anna Schmidt el norteamericano decidió tomar cartas en el asunto y exigió en alemán que le explicaran qué estaba pasando. El francés se inclinó sobre la capota y encendió un apestoso Caporal. Francia no tenía nada que ver en eso y lo que no concerniera a Francia no tenía para él la menor importancia. El ruso exhibió unas cuantas palabras en alemán y blandió unos papeles. Por lo que pudieron entender, una persona de nacionalidad rusa, buscada por la policía rusa, vivía allí sin tener la documentación en regla. Subieron y el ruso intentó abrir la puerta de Arma. El cerrojo estaba pasado, pero el ruso arrimó el hombro y arrancó el cerrojo sin dar al ocupante la oportunidad de dejarle entrar. Anna estaba en la cama, aunque no creo que después de la visita de Martins estuviera dormida.
En estas situaciones, si no te conciernen directamente, hay mucho de comedia. Hace falta un trasfondo de terror centroeuropeo, un padre perteneciente al bando perdedor, registros domiciliarios y desapariciones, para que el miedo rebase a la comedia. El ruso, ¿saben?, se negó a abandonar la habitación mientras se vestía Anna; el inglés se negó a quedarse allí; el norteamericano se negó a dejar a una muchacha desprotegida ante un soldado ruso, y en cuanto el francés, bueno, yo creo que el francés pensó que aquello era muy divertido. ¿Se imaginan la escena? El ruso no hacía más que cumplir con su deber y miraba a la chica durante todo el tiempo, sin el menor asomo de interés sexual; el norteamericano permaneció caballerosamente de espaldas, pero consciente, estoy seguro, de cualquier movimiento: el francés fumaba su cigarrillo y miraba con divertida despreocupación la imagen de la chica vistiéndose reflejada en el espejo del armario, y el inglés se quedó en el pasillo preguntándose qué debía hacer.
No quiero que piensen que el policía inglés salió malparado del asunto. En el pasillo, sin que la caballerosidad le distrajera, tuvo tiempo de pensar y sus pensamientos le llevaron al teléfono del piso de al lado. Me llamó directamente a mi piso y me despertó del profundo sueño de la madrugada. Por eso, cuando Martins llamó una hora más tarde ya sabía la causa de su nerviosismo; aquello le dio una inmerecida, aunque muy útil, confianza en mi eficacia. A partir de esa noche nunca le volví a oír comentarios sarcásticos sobre policías o sheriffs.
Debo explicar otro punto del procedimiento policiaco. Si la Policía Internacional practicaba una detención, tenía que alojar a su prisionero durante veinticuatro horas en el Cuartel General Internacional. Durante ese período se decidía qué potencia podía reclamar justificadamente al prisionero. Era una regla que los rusos se mostraban muy dispuestos a quebrar. Como muy pocos de nosotros hablábamos ruso y el ruso casi nunca es capaz de explicar su punto de vista (intenten explicar sus opiniones en una lengua que no dominan bien: no resulta tan fácil como pedir una comida), tenemos tendencia a considerar cualquier violación de un acuerdo por parte de los rusos como algo deliberado y maligno. Pienso que es muy posible que creyeran que este acuerdo sólo se refería a prisioneros sobre los cuales existía algún contencioso. Lo cierto es que había un contencioso acerca de casi todos los prisioneros que cogían, pero ellos no lo veían así, y no hay nadie que se crea más justo y bueno que un ruso. Hasta en sus confesiones, un ruso se considera justo y bueno: suelta sus revelaciones, pero no se disculpa, no necesita excusas. Todo eso tenía que formar el trasfondo de la decisión que uno tomara. Le di mis instrucciones al cabo Starling.
Cuando volvió a la habitación de Anna había estallado una discusión. Anna le había dicho al norteamericano que tenía papeles austríacos (lo cual era cierto) y que estaban en orden (lo cual era exagerar un poco la verdad). El norteamericano le dijo al ruso (en mal alemán) que no tenían derecho a detener a un ciudadano austriaco. Le pidió a Anna sus documentos y cuando ella los enseñó, el ruso se los arrebató de la mano.
«Húngara», dijo señalando a Anna con el dedo. «Húngara», y luego, blandiendo los papeles: «Malos, malos.»
El norteamericano, que se llamaba O'Brien, dijo:
«Devuélvele a la chica sus papeles», lo cual, naturalmente, el ruso no entendió. El norteamericano puso la mano sobre su pistola y el cabo Starling dijo suavemente:
«Déjalo, Pat.»
«Si esos documentos no están en regla tenemos derecho a mirarlos.»
«Déjalo. Ya veremos los documentos en el Cuartel General.»
«Si es que llegamos al Cuartel General. No te puedes fiar de estos conductores rusos. Lo más probable es que nos lleve directamente a su zona.»
«Ya veremos», dijo Starling.
«El problema que tenéis los ingleses es que nunca sabéis cuándo hay que plantarse.»
«Bueno», dijo Starling; había estado en Dunkerque, pero sabía cuándo había que callarse.
Volvieron al coche con Anna, que se sentó delante entre los dos rusos muerta de miedo. Después de haber hecho una parte del camino el norteamericano tocó al ruso en el hombro:
«Este no es el camino», le dijo. «El Cuartel General está por allí.»
El ruso respondió en su propia lengua con un gesto conciliador mientras seguían adelante.
«Lo que he dicho», comentó O'Brien a Starling. «La están llevando a la zona rusa.»
Anna miraba atemorizada a través del parabrisas.
«No te preocupes, nenita», dijo O'Brien. «Les meteré en cintura.»
Su mano comenzó otra vez a toquetear el arma. Starling dijo:
«Mira, Pat, este es un caso británico. No tienes por qué meterte.»
«Tú no entiendes de esto. No conoces a estos hijos de puta.»
«No vale la pena crear un incidente.»
«Por amor de Dios», dijo O'Brien, «que no vale... esta nena necesita protección.»
La caballerosidad norteamericana siempre me ha parecido cuidadosamente canalizada: todavía está por ver el santo norteamericano que bese las llagas de un leproso.
El conductor frenó bruscamente: había una barrera en el camino. Bueno, yo sabía que tenía que pasar por ese puesto militar si no se dirigían al Cuartel General Internacional en la Ciudad Interior. Asomé la cabeza por la ventanilla y le dije al ruso con cierta torpeza, en su idioma:
«¿Qué está usted haciendo en la zona británica?»
Refunfuñó que eran «órdenes».
«¿Ordenes de quién? Déjeme verlas.»
Me fijé en la firma: era una información útil. Le dije:
«Aquí dice que tiene que detener a cierta persona de nacionalidad húngara, criminal de guerra, que vive con documentos falsos en la zona británica. Enséñeme esos documentos.»
Dio comienzo a una larga explicación, pero vi que los documentos sobresalían de su bolsillo y se los saqué. Intentó sacar su pistola y le pegué un puñetazo en la cara -no me gustó hacerlo, pero ése es el comportamiento que esperan de un oficial irritado- y eso le hizo entrar en razón... eso y ver que tres soldados británicos se acercaban hacia sus faros. Dije:
«A mí me parece que estos documentos están en regla, pero los investigaré y enviaré un informe de la comprobación a su coronel. Por supuesto puede pedir en cualquier momento la extradición de esta dama. Lo que nosotros queremos son pruebas de sus actividades delictivas. Me temo que nosotros no consideramos a los húngaros como de nacionalidad rusa.»
Él se quedó atónito (me imagino que mi ruso era medio incomprensible) y yo le dije a Anna:
«Salga del coche.»
No podía pasar por encima del ruso, así que tuve que sacarle a él antes. Le puse un paquete de cigarrillos en la mano y le dije:
«Que le sienten bien», saludé con la mano a los otros, lancé un suspiro de alivio y el incidente quedó zanjado.
13
Cuando Martins me contó que había ido a casa de Anna y no la había encontrado, me puse a pensar en serio. No estaba satisfecho ni con la historia de fantasmas ni con la idea de que el hombre con los rasgos de Harry Lime fuera el producto de la alucinación de un borracho. Saqué dos planos de Viena y me puse a compararlos. Llamé a mi ayudante y, mientras mantenía a Martins tranquilo con un vaso de whisky, pregunté si había logrado localizar a Harbin. Me dijo que no; entendí que se había ido de Klagenfurt hacía una semana para visitar a su familia en la zona vecina. Uno siempre lo quiere hacer todo por sí mismo; debe evitar culpar a sus subalternos. Estoy convencido de que yo no habría permitido nunca que Harbin se escabullera, pero probablemente habría cometido toda clase de errores que mi subalterno habría evitado.
«Está bien», dije. «Intente localizarle.»
«Lo siento, señor.»
«No te preocupes. Esas cosas pasan a veces.»
Su voz joven y entusiasta -ojalá uno pudiera sentir un entusiasmo semejante por un trabajo rutinario; cuántas oportunidades, cuántas súbitas intuiciones se pierden simplemente porque un trabajo se ha convertido solamente en un trabajo- vibró en el otro lado de la línea.
«Sabe, señor, me parece que descartamos la posibilidad de que fuera un asesinato con demasiada facilidad. Hay un punto o dos...»
«Escriba un informe, Cárter.»
«Sí, señor. Yo creo, si me permite decirlo (Cárter es un muchacho muy joven) que debemos desenterrarlo. No tenemos prueba real de que muriera cuando los otros dijeron.»
«Estoy de acuerdo, Cárter. Hable con las autoridades.»
Martins tenía razón. Me había portado como un tonto completo, pero deben recordar que la labor de la policía en una ciudad ocupada no es igual que en el propio país. Nada resulta familiar: los métodos de los colegas extranjeros, las reglas de las pruebas, hasta el procedimiento de la investigación. Creo que estaba en un estado de ánimo en el que se tiende a confiar demasiado en el juicio personal. La muerte de Lime supuso para mí un inmenso alivio. Me conformé con pensar que era un accidente. Le dije a Martins:
«¿Miró dentro del quiosco o estaba cerrado?»
«No era un quiosco de periódicos», dijo. «Era uno de esos quioscos de hierro macizo que se ven en todas partes, cubiertos de carteles.»
«Será mejor que me enseñe el sitio.»
«¿Pero está bien Anna?»
«La policía está vigilando el piso. Todavía no se atreverán a intentar nada.»
Como no quería llamar la atención del vecindario con un coche de la policía, cogimos tranvías -varios tranvías- cambiando en un lado y en otro y entramos a pie en la zona. Yo no llevaba uniforme y de todas maneras me parecía que después del fracaso con Anna no iban a arriesgarse a dejar a alguien vigilando.
«Por ahí se dobla», dijo Martins, y me condujo hacia una calle lateral. Nos detuvimos ante el quiosco.
«Ve, pasó por aquí detrás y simplemente se esfumó, como si se lo hubiera tragado la tierra.»
«Eso es exactamente lo que pasó», dije.
«¿Qué quiere decir?»
Un peatón normal nunca se hubiera dado cuenta de que el quiosco tenía una puerta y, por supuesto, era de noche cuando el hombre desapareció. Abrí la puerta y le enseñé a Martins la escalerilla metálica de caracol que se perdía en el suelo.
«Dios mío», dijo, «entonces no fueron imaginaciones mías.»
«Es una de las entradas a la alcantarilla principal.»
« ¿Puede bajar cualquiera? »
«Cualquiera. No se sabe por qué razón los rusos se oponen a que se cierren.»
«¿Hasta dónde se puede llegar?»
«Se puede cruzar toda Viena. La gente las utilizaba durante los ataques aéreos; algunos de nuestros prisioneros estuvieron escondidos ahí durante dos años. Las han usado los desertores y los ladrones. Si uno conoce el camino puede subir de nuevo casi en cualquier lugar de la ciudad a través de una boca de acceso o de un quiosco como éste. Los austríacos tienen una Policía especial que patrulla estas alcantarillas.»
Volví a cerrar la puerta del quiosco. Le dije:
«Así que de esta forma desapareció su amigo Harry.»
«¿Cree de verdad que era Harry?»
«Las pruebas apuntan a eso.»
«¿Entonces, a quién enterraron?»
«No lo sé aún, pero lo sabremos pronto porque le vamos a exhumar. Aunque se me está ocurriendo la idea de que Koch no fue el único hombre incómodo que asesinaron.»
Martins dijo:
«Casi parece imposible.»
«Sí.»
«¿Qué va a hacer ahora?»
«No lo sé. No va a servir de nada acudir a los rusos y le apuesto lo que quiera a que está escondido en su zona. No sabemos nada de Kurtz porque Harbin se ha largado; ha debido largarse, de otro modo no hubieran montado esa muerte y funeral simulados.»
«Pero resulta extraño, ¿no?, que Koch no reconociera el rostro del muerto desde la ventana.»
«La ventana estaba lejos y supongo que le habían desfigurado la cara antes de sacar el cuerpo del coche.»
«Me gustaría poder hablarle», dijo pensativo, «¿Sabe?, hay muchas cosas que me resultan imposibles de creer.»
«Tal vez sea usted el único que pudiera hablar con él. Aunque es muy arriesgado, porque sabe demasiado.»
«Todavía no me lo puedo creer... vi el rostro sólo un momento.»
Dijo:
«¿Qué debo hacer?»
«El ahora no abandonará la zona rusa. Tal vez por eso intentó que se llevaran a la chica... porque debe de estar enamorado de ella, o no se siente seguro. No lo sé. Lo que sí sé es que usted -o ella- son las únicas personas que pueden convencerle de que vuelva, si es que cree que aún son amigos suyos. Pero primero tiene que hablar con él. Sólo que no sé cómo.»
«Podía ir a ver a Kurtz. Tengo sus señas.»
Le dije:
«Recuerde. Puede que Lime no quiera que salga de la zona rusa una vez que esté usted allí, y en ese caso no le puedo proteger.»
«Quiero aclarar este asunto de una maldita vez», dijo Martins, «pero no voy a actuar como señuelo. Hablaré con él. Nada más.»
14
El domingo cubrió Viena de una falsa paz; el viento había amainado y desde hacía veinticuatro horas no nevaba. Todos los tranvías de la mañana iban llenos de gente hacia Grinzing, donde se bebe el vino nuevo, y hacia las pistas de nieve de las colinas de las afueras. Al cruzar el canal, por un puente militar provisional, Martins tuvo conciencia del vacío de la tarde: los jóvenes habían salido con sus trineos y sus esquís y lo que le rodeaba era la somnolencia de los viejos después de una comida. Un poste indicador le avisó que estaba entrando en la zona rusa, pero no había señales de ocupación. Se veían más soldados rusos en la Ciudad Interior que allí.
No había avisado a Kurtz de su visita adrede. Mejor no encontrarle en casa que encontrarse con una recepción preparada especialmente para él. Se preocupó de llevar encima todos sus documentos, incluido el laissez-passer de las cuatro potencias que le permitía transitar libremente por todas las zonas de Viena. Había una quietud extraordinaria en la otra orilla del canal, y un periodista melodramático hablaría de terror silencioso, pero la verdad era simplemente que las calles eran más anchas, que los daños provocados por las granadas eran mayores, y que había menos gente, a lo que se añadía que era domingo por la tarde. No había nada que temer, pero a pesar de eso, en aquella enorme calle vacía donde escuchabas tus propias pisadas, era difícil no mirar atrás.
Encontró en seguida el bloque de Kurtz y éste mismo abrió rápidamente cuando tocó el timbre, como si estuviera esperando a un visitante.
«Ah», dijo, «es usted, señor Martins», e hizo un movimiento de perplejidad con la mano, llevándosela a la cabeza. Martins se preguntó por qué resultaba tan diferente y en seguida lo supo. Kurtz no llevaba el bisoñe, y, sin embargo, no estaba calvo. Tenía una cabeza perfectamente normal de cabellos muy cortos.
«Habría sido mucho mejor que me hubiera llamado por teléfono. Casi no me encuentra; iba a salir.»
«¿Puedo entrar un momento?»
«Desde luego.»
En el vestíbulo había un armario abierto y Martins vio el gabán de Kurtz, su impermeable, un par de sombreros blandos, y colgado serenamente de un gancho, como una prenda más, el bisoñe.
«Me alegra comprobar que le ha crecido el pelo», le dijo, y, en el espejo de la puerta del armario, vio el odio encender y ruborizar el rostro de Kurtz. Cuando se volvió, Kurtz le sonrió como un conspirador y dijo vagamente:
«Calienta la cabeza.»
«¿La cabeza de quién?», preguntó Martins. Porque de repente se le ocurrió lo útil que pudo resultar el bisoñe el día del accidente. «No importa», añadió rápidamente, porque el motivo de su visita no era Kurtz.
«He venido a ver a Harry.»
«¿A Harry?»
«Quiero hablar con él.»
«¿Está usted loco?»
«Tengo prisa, así que vamos a dar por supuesto que lo estoy. Tome nota. Si ve usted a Harry -o a su fantasma- dígale que quiero hablar con él. Los fantasmas no les tienen miedo a los hombres, ¿no? Seguramente será más bien al revés. Le esperaré en el Prater, junto a la Noria Grande, en las próximas dos horas... Si puede establecer contacto con los muertos, hágalo en seguida.» Y añadió: «Recuérdelo, yo era amigo de Harry.»
Kurtz no dijo nada, pero en alguna parte, en alguna habitación vecina, alguien carraspeó. Martins abrió la puerta de golpe; casi había esperado encontrarse con el muerto resucitado, pero era solamente el doctor Winkler, que se levantó de una silla de cocina, colocada frente al fogón, e hizo una reverencia rígida y correcta con el mismo chirriar del celuloide.
«Doctor Winkle», dijo Martins.
El doctor Winkler parecía completamente fuera de lugar en aquella cocina. Sobre la mesa se veían los restos de un almuerzo ligero y los platos sucios se avenían malamente con la limpieza del doctor Winkler.
«Winkler», le corrigió el médico con inflexible paciencia.
Martins le dijo a Kurtz:
«Cuéntele al doctor lo de mi locura. Quizá pueda hacer un diagnóstico. Y recuerde el lugar, junto a la Noria Grande. ¿O es que los fantasmas únicamente salen por la noche?»
Durante una hora esperó, paseando arriba y abajo para no coger frío, dentro del recinto de la Noria Grande; el devastado Prater, con sus huesos que asomaban crudamente a través de la nieve, estaba casi vacío. En un puentecillo vendían tortas en forma de ruedas de carro y los niños hacían cola con sus cupones. Había unas cuantas parejas de novios apiñadas en uno de los carros de la noria, que se movía lentamente por encima de la ciudad, rodeado por los otros carros vacíos. Cuando el carro llegó al punto más alto, las revoluciones se detuvieron durante un par de minutos y allá arriba los pequeños rostros se aplastaron contra el cristal. Martins se preguntó quién vendría a buscarle. ¿Quedaba en Harry suficiente amistad como para que viniera solo o llegaría una escuadra de policía? Estaba claro, desde la expedición al piso de Anna Schmidt, que tenía cierta influencia. Cuando la manecilla de su reloj rebasó la hora se preguntó: ¿No me lo habré inventado yo todo? ¿Estarán desenterrando ahora el cadáver de Harry en el Cementerio Central?
En algún lugar situado detrás del puestecillo de las tortas alguien silbó y Martins reconoció la melodía. Se volvió y esperó. Fue el miedo o la excitación lo que hizo palpitar su corazón, o quizá fueran los recuerdos que la melodía despertaba en él, porque la vida siempre se aceleraba cuando aparecía Harry, cuando aparecía como ocurría ahora, como si nada hubiera sucedido, como si no hubieran metido a nadie en una tumba ni se hubiera encontrado a nadie degollado en un sótano; cuando aparecía con esa actitud suya divertida, condescendiente, de o lo tomas o lo dejas, y, claro está, uno siempre lo tomaba.
«Harry.»
«Hola, Rollo.»
No se imaginen a Harry Lime como un hábil estafador. No lo era. La fotografía que tengo en mis archivos es excelente: la tomó un fotógrafo callejero y se le ve con sus robustas piernas separadas, las anchas espaldas un poco encorvadas, una barriga que ha conocido demasiada buena comida durante demasiado tiempo, en su rostro una expresión de alegre picardía, de afabilidad, de saber que su felicidad es lo mejor que le puede ocurrir al mundo. No cometió el error de alargar la mano que podía ser rechazada, sino que en su lugar dio un golpecito en el codo de Martins y le dijo:
«¿Qué tal te van las cosas?»
«Tenemos que hablar, Harry.»
«Claro.»
«A solas.»
«Este es el sitio donde podemos estar más a solas.»
Siempre había sabido componérselas y también supo hacerlo en aquel devastado parque de atracciones, dándole una propina a la mujer encargada de la noria para que pudieran disponer de un carro para ellos dos solos. Dijo:
«En los viejos tiempos esto lo hacían los amantes, pero ahora no tienen dinero para gastar, los pobres diablos», y, por la ventana del oscilante carro que subía, miró a las figuras que se iban empequeñeciendo allá abajo con una expresión que parecía de auténtica lástima.
Por un lado, muy lentamente, la ciudad se hundió; por otro lado, muy lentamente, empezaron a aparecer las grandes vigas de celosía de la noria. A medida que la ciudad se deslizaba, el Danubio se fue haciendo visible y los machones del Reichsbrücke se levantaron por encima de las casas.
«Bueno», dijo Harry, «me alegra verte.»
«Estuve en tu funeral.»
«¿No te parece que fui bastante listo?»
«Para tu novia no tanto. Ella estaba allí también, llorando.»
«Es una buena chica», dijo Harry. «Le tengo mucho cariño.»
«No creí a la policía cuando me hablaron de ti.»
«No te habría dicho que vinieras si hubiera sabido lo que iba a ocurrir», dijo Harry, «pero es que no creí que la policía sospechara de mí.»
«¿Me ibas a dar una parte del botín?»
«Hombre, hasta ahora nunca te he negado una parte de nada.»
Permaneció de espaldas a la puerta cuando el carro osciló hacia arriba y volvió a sonreírle a Rollo Martins, que le recordó en una actitud parecida en un rincón aislado del cuadrángulo del colegio.
«He aprendido una manera de salir por la noche. Es absolutamente segura. Te lo voy a contar a ti solo.»
Por primera vez, Rollo Martins miró atrás, a través de los años, sin admiración, mientras pensaba: nunca ha crecido. Los diablos de Marlowe llevaban petardos colgados en sus colas: el mal era como Peter Pan, conllevaba el don aterrador y horrible de la eterna juventud.
Martins dijo:
«¿Has visitado el hospital infantil? ¿Has visto a alguna de tus víctimas?»
Harry lanzó una ojeada al paisaje de juguete de abajo y se alejó de la puerta.
«Nunca me siento completamente seguro en estos cacharros», dijo.
Palpó la puerta con la mano, como si temiera que pudiera abrirse de golpe y le lanzara a aquel espacio trenzado de hierro.
«¿Víctimas?», preguntó. «No seas melodramático, Rollo. Mira ahí abajo», prosiguió, señalando a través de la ventana a la gente que se movía como moscas negras en la base de la noria. « ¿De verdad podrías sentir lástima si una de esas manchas dejara de moverse para siempre? Hombre, si te dijera que podías conseguir veinte libras por cada mancha que se detuviera, ¿de verdad, me dirías que me quedara con mi dinero, sin una vacilación? ¿O calcularías de cuántas manchas podías prescindir sin problemas? Libres de impuestos, oye. Libres de impuestos.» Sonrió con su aire juvenil y de conspirador.
«Es la única manera de ahorrar actualmente.»
«¿No podías haberte limitado a los neumáticos?»
«¿Como Cooler? No, yo siempre he sido ambicioso.»
«Estás acabado. La policía lo sabe todo.»
«Pero no podrán atraparme, Rollo, ya lo verás. Asomaré la cabeza de nuevo. Los que valemos, siempre salimos a flote.»
El carro osciló hasta detenerse en el punto más alto de la curva, y Harry le dio la espalda y miró por la ventana. Martins pensó: un buen empujón y podría romper el cristal, y se imaginó al cuerpo cayendo y cayendo a través de los postes de hierro, como un trozo de carroña cayendo entre las moscas. Dijo:
«Sabes que la policía está pensando en exhumar tu cuerpo. ¿Qué van a encontrar?»
«A Harbin», contestó sencillamente Harry.
Se volvió y dijo:
«Mira al cielo.»
El carro había llegado a la cima de la noria y colgaba inmóvil, mientras la mancha del crepúsculo corría en rayones sobre un cielo de papel arrugado más allá de las vigas negras.
«¿Por qué intentaron los rusos llevarse a Anna Schmidt?»
«Hombre, tenía documentos falsos.»
«¿Quién se lo contó?»
«El precio de vivir en esta zona, Rollo, es hacer servicios. Tengo que darles de vez en cuando un poco de información.»
«Creí que tal vez estaban intentando traértela aquí porque era tu novia. Porque querías que estuviera contigo.»
Harry sonrió.
«No tengo tanta influencia.»
«¿Qué le hubieran hecho?»
«Nada grave. La habrían devuelto a Hungría. No tienen nada contra ella. Quizá un año en un campo de trabajo. Estaría muchísimo mejor en su país que al antojo de la policía británica.»
«No les ha contado nada de ti.»
«Es una buena chica», repitió Harry con satisfacción y orgullo.
«Ella te quiere.»
«Bueno, lo pasó bien conmigo mientras duró.»
«Y yo la quiero.»
«Eso está muy bien, hombre. Sé bueno con ella. Se lo merece. Cuánto me alegro.»
Daba la impresión de haberlo arreglado a gusto de todos.
«Y también puedes influir para que tenga la boca cerrada. Aunque no es que sepa nada importante.»
«Me gustaría tirarte por la ventana.»
«Pero no lo harás. Nuestros enfados nunca duran mucho, hombre. Acuérdate de aquella terrible pelea en Mónaco, cuando juramos que no volveríamos a vernos nunca. Yo me fiaría de ti en cualquier sitio, Rollo. Kurtz intentó convencerme de que no viniera, pero te conozco. Luego intentó convencerme para que, bueno, preparara un accidente. Me dijo que sería muy fácil en este carro.»
«Salvo que yo soy más fuerte que tú.»
«Pero yo tengo una pistola. ¿Crees que se notaría un balazo cuando llegaras a ese suelo?»
El carro comenzó a moverse de nuevo, deslizándose hacia abajo, hasta que las moscas se convirtieron en enanos, y, finalmente, en seres humanos reconocibles.
«Qué tontos somos, Rollo, hablar de esa manera, como si yo te pudiera hacer una cosa así, o tú pudieras hacérmela a mí.»
Se dio la vuelta y apoyó su rostro contra el cristal. Un empujón...
«¿Cuánto ganas al año con tus novelas del Oeste?»
«Mil.»
«Antes de los impuestos. Yo gano treinta mil netas. Es la moda. Hombre, en estos tiempos nadie piensa en los seres humanos. Si no lo hacen los gobiernos, ¿por qué vamos a hacerlo nosotros? Hablan del pueblo y del proletariado y yo hablo de primos. Es lo mismo. Ellos tienen sus planes quinquenales y yo también.»
«Antes eras católico.»
«Y sigo creyendo, hombre, en Dios, en la misericordia y en todo eso. No daño al alma de nadie con lo que estoy haciendo. Los muertos están más felices muertos. No se pierden mucho aquí, pobres diablos», añadió con aquel extraño toque de auténtica piedad cuando el carro llegaba a la plataforma y los rostros de los condenados a ser víctimas, los rostros domingueros y cansados que buscaban diversión, les miraban fijamente.
«Podías entrar en el negocio, ¿sabes? Sería útil. No me queda nadie en la Ciudad Interior.»
«¿Y Cooler? ¿Y Winkler?»
«No te me vuelvas policía, hombre.»
Salieron del carro y volvió a tocar el codo de Martins con la mano.
«Era un chiste. Sé de sobra que no lo harás. ¿Has sabido algo últimamente del viejo Bracer?»
«Recibí una tarjeta en Navidad.»
«Qué tiempos aquellos, hombre. Qué tiempos aquellos. Tengo que dejarte aquí. Nos volveremos a ver algún día. Si te metes en algún lío siempre puedes localizarme a través de Kurtz.»
Se alejó y al darse la vuelta se despidió con la mano que tuvo el tacto de no ofrecer: era como si todo el pasado se fuera alejando bajo una nube. Martins le gritó de pronto:
«No te fíes de mí, Harry.»
Pero la distancia entre los dos era ya demasiado grande como, para que le llegaran sus palabras.
15
«Anna estaba en el teatro», me contó Martins, «para la función del domingo por la tarde. Tuve que aguantar por segunda vez toda aquella triste comedia sobre un compositor de mediana edad y una muchacha enamorada de él y una esposa comprensiva -terriblemente comprensiva-. Anna la hacía muy mal; ni en sus mejores momentos era una buena actriz. La vi después en su camerino, pero estaba muy agitada. Creo que pensaba que yo iba a intentar hacer algo con ella y no tenía ninguna gana. Le dije que Harry vi; vía: pensé que se sentiría feliz y que yo odiaría ver lo contenta que estaba, pero se sentó frente al espejo donde se maquillaba y dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas cubiertas de crema, y la verdad es que entonces hubiera preferido verla contenta. Tenía un aspecto espantoso y yo la quería. Luego, le conté mí entrevista con Harry, pero realmente no me hizo mucho caso, porque cuando terminé me dijo:
"Ojalá estuviera muerto."
"Lo merece", dije yo.
"Quiero decir que entonces estaría a salvo de todo el mundo."»
Le pregunté a Martins:
«¿Le enseñó las fotografías que le di, las de los niños?»
«Sí. Pensé que eso o la mataría o la curaría. Tiene que ir quitándoselo de la cabeza. Coloqué las fotografías entre los tarros de cremas. Por fuerza tenía que verlos. Le dije: "La policía no puede detener a Harry a menos que consigan que venga a esta zona y nosotros tenemos que ayudarles."
Ella dijo:
"Creí que eras amigo suyo."
"Era mi amigo", le dije.
"No te ayudaré nunca a atrapar a Harry", dijo ella. "No quiero volver a verle. No quiero volver a oír su voz. No quiero que me toque, pero no haré nada para hacerle daño."
Me sentí lleno de amargura, no sé muy bien por qué, porque después de todo yo no había hecho nada por ella. Hasta Harry había hecho más que yo. Le dije: "Le sigues deseando" como si le estuviera acusando de un crimen.
Ella dijo: "No le deseo, pero está dentro de mí. Es así... no es amistad. Pero cuando tengo sueños sexuales él es siempre el hombre."»
Empujé a Martins a que siguiera cuando vaciló:
«¿Y qué más?»
«Oh. Lo único que hice fue levantarme y dejarla. Ahora le toca a usted animarme. ¿Qué quiere que haga?»
«Quiero actuar rápidamente. ¿Sabe?, lo que estaba en el ataúd era el cadáver de Harbin, así que podemos detener inmediatamente a Winkler y a Cooler. Por el momento no podemos tocar a Kurtz, ni tampoco al chófer. Presentaremos una petición formal a los rusos para detener a Kurtz y a Lime, para tener nuestros archivos en orden. Si va a ser usted nuestro señuelo tiene que enviar un mensaje a Lime sin pérdida de tiempo, antes de que pase veinticuatro horas en esta zona. Mi idea es esta: en el momento en que llegó usted a la Ciudad Interior le trajimos aquí para apretarle las tuercas; se enteró de lo de Harbin por mí; comienza a echar cuentas y se va a avisar a Cooler. Dejaremos que Cooler se largue para conseguir coger a una presa más importante: no tenemos pruebas de que anduviera metido en el tráfico de penicilina. Se escapará hasta el Segundo Bezirk, para ver a Kurtz, y Lime pensará que usted juega limpio con él. Tres horas más tarde le enviará recado de que la Policía le persigue: usted está escondido y quiere verle.»
«No vendrá.»
«No estoy tan seguro. Escogeremos nuestro escondite con cuidado, en un sitio donde piense que hay muy poco riesgo. Vale la pena intentarlo. Sacarle a usted del lío apelaría a su orgullo y a su sentido del humor. Y le garantizaría su silencio.»
Martins dijo:
«En el colegio nunca me sacaba de ningún lío.»
Estaba claro que había estado revisando con cuidado el pasado y que había llegado a ciertas conclusiones.
«Entonces no había ningún problema serio ni tampoco peligro de que fuera a denunciarle.»
«Le dije a Harry que no se fiara de mí pero no me oyó», dijo él.
«¿Está de acuerdo?»
Me había devuelto las fotografías de los niños y estaban sobre mi escritorio. Vi que les echaba una larga mirada.
«Sí», dijo. «Estoy de acuerdo.»
16
Todo salió según el plan. Retrasamos la detención de Winkler, que había vuelto al Segundo Bezirk, hasta que Cooler hubiera recibido el aviso. Martins disfrutó en su corta entrevista con Cooler. Éste le saludó sin dar muestras de embarazo y con notable condescendencia:
«Qué alegría verle, señor Martins. Siéntese. Me alegro de que todo fuera bien entre usted y el coronel Calloway. Es un tipo muy recto ese Calloway.»
«No fue bien», dijo Martins.
«Supongo que no estará usted enfadado porque yo le avisara de que había visto a Koch. Lo que yo pensé fue que si usted era inocente, lo podría demostrar en seguida, y que si era culpable, bueno, pues el que me cayera bien no tenía por qué ser un impedimento. Un ciudadano tiene sus deberes.»
«Como dar falsas pruebas en una investigación.»
Cooler dijo:
«Ah, esa vieja historia. Me temo que está usted enfadado conmigo, señor Martins. Piénselo así: a usted, como ciudadano, su lealtad le obliga.»
«La policía ha desenterrado el cadáver. Están detrás de usted y de Winkler. Quiero que avise a Harry...»
«No entiendo.»
«Oh, sí, sí lo entiende.»
Y era evidente que era así. Martins se fue abruptamente. No quería seguir viendo aquel rostro bondadoso y humanitario.
Lo único que faltaba era poner cebo en la trampa. Después de estudiar el mapa del sistema de alcantarillado llegué a la conclusión que un café próximo a la entrada del canal principal, que como las demás estaba dentro de un quiosco de anuncios, era el lugar que resultaría más tentador para Lime. Lo único que tenía que hacer era subir una vez hasta la superficie, caminar cincuenta yardas, llevarse consigo a Martins y hundirse de nuevo en la oscuridad de las alcantarillas. No tenía ni idea de que conocíamos ese sistema de evasión: probablemente sabía que una patrulla de la policía de las alcantarillas terminaba antes de medianoche y la siguiente no comenzaba hasta las dos, así que a las doce Martins estaba sentado en un pequeño y frío local, a la vista del quiosco, bebiendo un café tras otro. Le había dejado un revólver; había apostado a varios hombres lo más cerca posible del quiosco y la policía de las alcantarillas estaba preparada para cerrar las bocas de acceso al llegar la hora cero y para comenzar a barrer la zona desde los límites de la ciudad. Pero lo que quería, si resultaba posible, era atraparle antes de que volviera a bajar. Eso significaría menos problemas y peligros para Martins. De manera que, como decía, allí estaba Martins sentado en el café..
Volvió a levantarse el viento, pero no traía nieve; venía helado desde el Danubio y, en la placita de hierba que había junto al café, levantaba la nieve como espuma en la cresta de una ola. No había calefacción en el café y Martins estaba sentado calentándose primero una mano, luego la otra, sobre la taza de sucedáneo de café; tomó innumerables tazas. Casi siempre uno de mis hombres estaba en el café con él, pero les relevaba cada veinte minutos o así, irregularmente. Pasó más de una hora. Martins había renunciado hacía rato a toda esperanza y yo también, allí donde esperaba junto a un teléfono, a varias calles de distancia, con un grupo de policías de las alcantarillas preparados para bajar si era necesario. Teníamos más suerte que Martins porque estábamos calientes con nuestras botas que nos llegaban hasta los muslos y nuestros chaquetones gruesos. Un hombre llevaba una lámpara, de un tamaño que era como la mitad de un faro de coche, atada con correas al pecho, y otro, un par de bengalas. Sonó el teléfono. Era Martins. Dijo:
«Estoy muerto de frío. Es la una y cuarto. ¿Para qué vamos a seguir?»
«No debería llamar. Debe seguir a la vista.»
«He tomado siete tazas de ese café espantoso. Mi estómago no aguantará mucho más.»
«Si viene, no tardará mucho. No querrá encontrarse con la patrulla de las dos. Aguante otro cuarto de hora, pero no telefonee.»
La voz de Martins dijo repentinamente:
«¡Dios, está aquí! Está...»
Y luego se cortó el teléfono. Le dije a mi ayudante: «Dé orden de vigilar todas las bocas de acceso», y a mi policía de las alcantarillas: «Vamos a bajar.»
Lo que había ocurrido fue lo siguiente: Martins estaba todavía hablando por teléfono conmigo cuando Harry Lime entró en el café. No sé lo que oyó, si es que oyó algo. La simple visión de un hombre buscado por la policía y sin amigos en Viena hablando por teléfono fue suficiente para ponerle sobre aviso. Antes de que Martins colgara había vuelto a salir del café. Fue en uno de esos raros momentos en que ninguno de mis hombres estaba en el café. Uno acababa de marcharse y otro estaba en la acera a punto de entrar. Harry Lime le pasó rozando y se fue hacia el quiosco. Martins salió del café y vio a mi hombre. Si le hubiera avisado en aquel momento podía haber sido fácil alcanzarle con un disparo, pero supongo que no era Lime, el traficante de penicilina, el que escapaba calle abajo; era Harry. Martins vaciló el tiempo suficiente como para que Lime llegara hasta el quiosco; luego gritó: «Es él», pero Lime ya se había metido dentro.
Qué mundo tan extraño y desconocido para la mayoría de nosotros yace bajo nuestros pies: vivimos sobre una tierra cavernosa llena de cascadas y corrientes fluviales, donde las mareas suben y bajan como en el mundo de arriba. Si han leído las aventuras de Alian Quatermain y su descripción del viaje por el río subterráneo hasta la ciudad de Milosis, se pueden imaginar la escena de la última lucha de Lime. El canal principal, que es aproximadamente como la mitad del Támesis, corre bajo una enorme arcada, alimentado por corrientes tributarias: esas corrientes caen en cascada desde niveles más altos y son purificadas en su caída, así que sólo en los canales laterales el aire hiede. La corriente principal huele dulce y fresca con un ligero aroma a ozono y por todas partes, en la oscuridad, hay el sonido del agua que cae y fluye. Fue justamente después de la marea alta cuando Martins y el policía llegaron al río: primero la escalera metálica de caracol, luego un pequeño pasillo, tan bajo que tuvieron que ir agachados, y luego el borde poco profundo de las aguas que rozaban sus pies. Mi hombre iluminó con su linterna la orilla de la corriente y dijo: «Se ha ido por ahí», porque al igual que una corriente profunda al descender deja en el borde una acumulación de desechos, así la alcantarilla deja en el agua quieta contra el muro los restos de cáscaras de naranja, viejos
cartones de cigarrillos y cosas por el estilo, y en esos restos Lime había dejado su huella tan inequívocamente como si hubiera pasado por el barro. Mi policía dirigía la luz de su linterna hacia delante con la mano izquierda y con la derecha empuñaba una pistola. Le dijo a Martins: «Vaya detrás de mí, el hijo de puta puede disparar. »
«¿Entonces por qué diablos va usted delante?»
«Es mi trabajo, señor.»
El agua les llegó hasta la mitad de la pierna al caminar; el policía seguía iluminando con su linterna hacia abajo y hacia delante enfocando la pista de restos revueltos en el borde de la alcantarilla. Dijo:
«Lo estúpido es que el hijo de puta no tiene salida. Todas las bocas de acceso están vigiladas y hemos acordonado la entrada en la zona rusa. Todo lo que tienen que hacer ahora nuestros hombres es barrer hacia adentro los canales laterales desde las bocas de acceso.»
Sacó un silbato de su bolsillo y sopló, y desde muy lejos, de un lado y de otro, llegaron las notas de respuesta. Dijo:
«Ahora están todos abajo. Me refiero a la policía de las alcantarillas. Conocen este sitio tan bien como yo Tottenham Court Road. Me gustaría que me viera ahora mi vieja», dijo, levantando la linterna un momento para iluminar el camino, y entonces llegó el disparo. La linterna saltó de su mano y cayó a la corriente. Dijo:
«¡Maldito hijo de puta!»
«¿Está usted herido? »
«Un rasguño en la mano, nada más. Una semana de permiso. Tenga, tome esta otra linterna, señor, mientras yo me vendo la mano. No la encienda. Está en uno de los pasillos laterales.»
Durante un largo rato siguió reverberando el sonido: cuando se extinguió el último eco sonó un silbato delante de ellos y el compañero de Martins silbó una respuesta.
Martins dijo:
«Es curioso, ni siquiera sé su nombre.»
«Bates, señor.»
Lanzó una risa sorda en la oscuridad.
«Ésta no es mi ronda habitual. ¿Conoce usted el Horsehoe, señor?»
«Sí.»
«¿Y el Duque de Grafton? »
«Sí.»
«El mundo es un pañuelo.»
Martins dijo:
«Déjeme ir delante. No creo que dispare sobre mí y quiero hablar con él.»
«Tengo órdenes de protegerle, señor. Cuidado.»
«No se preocupe.»
Pasó con cuidado a Bates, hundiéndose un pie más en la corriente. Cuando estuvo delante gritó, «Harry», y el nombre desencadenó un eco, «¡Harry, Harry, Harry!», que corrió sobre las aguas y provocó un amplio coro de silbidos en la oscuridad. Volvió a gritar:
«Harry. Sal de ahí. No tienes nada que hacer.»
Una voz asombrosamente cercana les hizo pegarse a la pared:
«Hombre, ¿eres tú? ¿Qué quieres que haga?»
«Sal. Y pon las manos sobre la cabeza.»
«No llevo linterna. No veo nada.»
«Tenga cuidado, señor», dijo Bates.
«Péguese a la pared. No me va a disparar», dijo Martins. Llamó:
«Harry, voy a encender la linterna. Juega limpio y sal de ahí. No te queda más remedio.»
Encendió la linterna, y a veinte pies de distancia, en el borde de la luz y el agua, se vio a Harry.
«Las manos sobre la cabeza, Harry.»
Harry levantó la mano y disparó. El disparo rebotó en la pared a un pie de la cabeza de Martins y se oyó gritar a Bates. Al mismo tiempo un reflector, a cincuenta yardas, iluminó todo el canal, atrapando a Harry con sus rayos, luego a Martins y después los ojos fijos de Bates, que estaba recostado al borde del agua con las lavazas de la alcantarilla por la cintura. Un cartón de cigarrillos vacío se le había metido en el sobaco y allí se quedó. Mi grupo llegó al escenario.
Martins estaba allí sobre el cuerpo de Bates, desconcertado, con Harry Lime entre él y nosotros. No nos atrevíamos a disparar por miedo de alcanzar a Martins y la luz del reflector deslumbraba a Lime. Seguimos avanzando con lentitud, con nuestros revólveres preparados, y Lime comenzó a removerse hacia un lado y otro como un conejo deslumbrado por los faros de un coche; luego, de repente, se lanzó corriendo por la profunda corriente central. Cuando le buscamos con el reflector ya se había sumergido y la corriente de la alcantarilla le arrastró rápidamente, más allá del cuerpo de Bates, fuera del alcance del reflector y hacia la oscuridad. ¿Qué hace que un hombre sin esperanzas se agarre a unos cuantos minutos más de existencia? ¿Es una cualidad buena o mala? No tengo ni idea.
Martins permaneció junto al rayo del reflector, mirando corriente abajo. Tenía el revólver en la mano y era el único de nosotros que podía disparar sin riesgo. Creí ver un movimiento y le grité: «Ahí, ahí, dispare.»
Levantó el revólver y disparó, de la misma manera que lo había hecho en Brickworth Common hacía años al oír la misma orden, y también esta vez mal. Un grito de dolor, como una tela rasgándose, recorrió la caverna: un reproche, una súplica.
«Bien hecho», grité, y me detuve junto al cuerpo de Bates.
Estaba muerto. Sus ojos continuaron sin expresión cuando le enfocamos con el reflector; alguien se inclinó, sacó el cartón y lo tiró al río que se lo llevó entre sus remolinos... un trozo de Gol Flamee amarillo; ciertamente estaba muy lejos de Tottenham Court Road.
Levanté la vista y no vi a Martins en la oscuridad. Grité su nombre, que se perdió en una confusión de ecos, dentro del fluir y rugir del río subterráneo. Luego oí un tercer disparo.
Martins me contó más tarde:
«Caminé corriente abajo para encontrar a Harry, pero con la oscuridad debí perderle. Tenía miedo de levantar la linterna; no quería tentarle a que volviera a disparar. Mi bala debió de alcanzarle justo en la entrada de un pasillo lateral. Luego, supongo que se fue arrastrando por el pasillo hasta el pie de la escalera metálica. Treinta pies por encima de su cabeza estaba la boca de acceso, pero no hubiera tenido fuerzas para subirla, y aunque lo hubiera conseguido la Policía le estaba esperando arriba. Él debía de saber todo eso, pero sufría muchos dolores e igual que un animal que se arrastra hasta la oscuridad para morir, me imagino que un hombre va hacia la luz. Quiere morir en casa y la oscuridad nunca es nuestra casa. Comenzó a arrastrarse escaleras arriba, pero el dolor se apoderó de él y no pudo seguir. ¿Por qué silbó aquel absurdo fragmento de melodía que fui lo bastante tonto como para creer que había escrito él? ¿Quería llamar la atención, quería que estuviera un amigo con él, aunque fuera el amigo que le había atrapado, o deliraba y lo hacía sin ningún propósito? En cualquier caso, le oí silbar y volví por el borde de la corriente tanteando la pared hasta el final y pude subir por el corredor donde yacía. Dije, "Harry", y el silbido se detuvo justo sobre mi cabeza. Puse mi mano en la barandilla de hierro y subí. Aún tenía miedo de que me disparara. Luego, después de subir sólo tres escalones, mi pie pisó su mano y allí estaba. Le iluminé con mi linterna: no llevaba pistola; se le debió de caer cuando le alcanzó mi bala. Por un momento creí que estaba muerto, pero luego gimió de dolor. Dije, "Harry", y con un gran esfuerzo volvió sus ojos hacia mi rostro. "Maldito tonto", dijo, y eso fue todo. No sé si se refería a sí mismo -una especie de acto de contrición, por muy inadecuado que fuera (era católico)-, o me lo decía a mí -con mis mil libras anuales antes de pagar los impuestos y ¿ con mis imaginarios cuatreros, incapaz de matar limpiamente a un conejo-. Luego comenzó a gemir de nuevo. No pude resistir más y le pegué un tiro.»
«Vamos a olvidar esa parte», le dije. Martins respondió: «Nunca podré.»
17
Aquella noche comenzó el deshielo, y por toda Viena la nieve empezó a derretirse y volvieron a aparecer las feas ruinas; barras de hierro colgando como estalactitas y vigas oxidadas que asomaban como huesos a través del fango. Los entierros eran mucho más sencillos que una semana antes, cuando se necesitaban taladradoras eléctricas para romper el suelo helado. Era un día templado, como de primavera, cuando Harry Lime tuvo su segundo funeral. Me alegré de meterlo de nuevo bajo tierra, pero aquello había costado la muerte de dos hombres. El grupo que había junto a la fosa era más reducido: faltaban Kurtz y Winkler y sólo estábamos la muchacha, Rollo Martins y yo. Y no hubo lágrimas.
Cuando se terminó, la muchacha se marchó sin decirnos ni una palabra por la larga avenida flanqueada por árboles que conducía a la entrada principal y la parada del tranvía, chapoteando por la nieve fundida. Le dije a Martins: «Tengo un vehículo. ¿Quiere que le lleve?»
«No», dijo, «cogeré el tranvía de vuelta».
«Usted ha ganado. Ha demostrado que soy un maldito tonto.»
«No he ganado», dijo. «He perdido.»
Le vi alejarse a zancadas detrás de ella con sus piernas demasiado largas. La alcanzó y caminaron juntos. No creo que le dijera una palabra: fue como el final de una historia, salvo que antes de que giraran y se perdieran de vista la mano de ella cogió el brazo de él... que es como suelen comenzar las historias. Disparaba muy mal y conocía muy mal a la gente, pero se le daban bien las novelas del Oeste (el truco de la tensión) y las chicas (no sé qué tendría). ¿Y Crabbin? Crabbin sigue discutiendo con el British Council sobre los gastos de Dexter. Dicen que no pueden presentar gastos simultáneos de Estocolmo y de Viena. Pobre Crabbin. Si lo piensa uno bien, pobres todos nosotros.
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