GUERRA MUNDIAL Z
Un Relato Oral de la Guerra Zombie
Max Brooks
INTRODUCCIÓN
ADVERTENCIAS
CULPA
EL GRAN PÁNICO
CAMBIANDO LA MAREA
FRENTE LOCAL: ESTADOS UNIDOS
ALREDEDOR DEL MUNDO, Y SOBRE ÉL
GUERRA TOTAL
DESPEDIDAS
AGRADECIMIENTOS
Para Henry Michael Brooks,
Que me hace desear cambiar el mundo
INTRODUCCIÓN
Le dan muchos nombres: “La Crisis,” “Los Años Oscuros,” “La Plaga que Camina,” y también nombres más nuevos y de moda como “Guerra Mundial Z” o “Primera Guerra Z.” En lo personal me disgusta ese último título, pues sugiere una inevitable “Segunda Guerra Z.” Para mí, siempre será “La Guerra Zombie,” y aunque algunas personas pueden discutir acerca de la exactitud científica de la palabra zombie, me gustaría invitarlos a encontrar otro término que tenga una aceptación tan universal para las criaturas que estuvieron a punto de provocar nuestra extinción. Zombie sigue siendo una palabra devastadora, con un poder sin igual para conjurar un sinfín de recuerdos y emociones, y son precisamente esos recuerdos y emociones los que forman el tema principal de este libro.
Este registro del más grande conflicto en la historia de la humanidad le debe su existencia a un conflicto mucho más pequeño y personal que tuve con la directora de la Comisión de las Naciones Unidas para el Reporte Posterior a la Guerra. Mi trabajo inicial para la Comisión no era para nada una tarea realizada por simple amor al arte. Mis gastos de viaje, mi autorización de seguridad, mi ejército de intérpretes, tanto humanos como electrónicos, y también mi pequeño pero invaluable aparato de transcripción activado por voz (el más grande regalo que el digitador más lento del mundo puede desear), todas eran muestras del valor y el respeto que tenía mi trabajo en este proyecto. Es por eso que no necesito expresar la enorme sorpresa que me llevé cuando vi que casi la mitad de ese trabajo había sido omitido del reporte final.
“Es demasiado personal,” dijo la directora durante una de nuestras “animadas” discusiones. “Demasiadas opiniones, demasiados sentimientos. Eso no es lo que nos interesa en este reporte. Necesitamos hechos claros y números, datos que no estén contaminados por el factor humano.” Desde luego, tenía razón. El reporte oficial debía ser una recolección de datos claros y concretos, un reporte objetivo “después de” que permitiera a las generaciones futuras estudiar los eventos de la década del apocalipsis sin la influencia del “factor humano.” ¿Pero acaso no es el factor humano lo que nos conecta profundamente con nuestro pasado? ¿Acaso a las generaciones futuras les interesarán más los números y las estadísticas, que los recuerdos personales de unos individuos parecidos a ellos? ¿Al excluir el factor humano, no nos estamos desligando emocionalmente de nuestra historia y, que Dios no lo permita, quizá arriesgándonos a repetirla algún día? Y a fin de cuentas, ¿no es el factor humano lo único que nos diferencia del enemigo al que ahora nos referimos como “los muertos vivientes”? Le presenté estas razones, quizá de una manera menos profesional de lo adecuado, a mi “jefa,” quien después de mi exclamación final de “no podemos dejar morir estas historias,” respondió inmediatamente diciendo, “Entonces no lo hagas. Escribe un libro. Todavía tienes todas tus notas y la libertad legal de utilizarlas. ¿Quién te está impidiendo que mantengas estas historias vivas en las páginas de tu (obscenidad editada) libro?”
Sin duda, algunos críticos se ofenderán con el concepto de un libro de vivencias personales editado tan poco tiempo después del fin de las hostilidades. Después de todo, sólo han pasado doce años desde que el “Día VA” fue declarado en el territorio continental de los Estados Unidos, y menos de una década desde que la última potencia mundial celebró su liberación con el “Día de la Victoria China.” Dado que muchos consideran que el Día VC es el final oficial de la guerra, ¿cómo es posible tener una perspectiva real, en palabras de uno de mis colegas de la ONU, “cuando hemos estado en paz apenas el mismo tiempo que estuvimos en guerra?” Es un argumento muy válido, y necesita una respuesta. En el caso de esta generación, los que lucharon y sufrieron para darnos esta década de paz, el tiempo es tanto un enemigo como un aliado. Seguro, los años venideros traerán una mayor introspección, agregando una mayor sabiduría a los recuerdos de un mundo maduro en la posguerra. Pero muchos de esos recuerdos ya no existirán, atrapados en unos cuerpos y espíritus demasiado viejos o enfermos como para cosechar los frutos de su victoria. No es ningún secreto que la expectativa de vida global es una mera sombra de lo que era antes de la guerra. Con toda la desnutrición, la polución, la reaparición de enfermedades que se consideraban erradicadas, incluso en los Estados Unidos, a pesar del actual resurgimiento económico y el sistema de seguridad universal en salud; simplemente no hay suficientes recursos para atender todas las secuelas físicas y psicológicas. Es por ese gran enemigo, el tiempo, que decidí prescindir de la posibilidad de una mayor introspección y publiqué los relatos de estos sobrevivientes. A lo mejor en unas cuantas décadas, alguien emprenderá la tarea de recolectar las memorias de unos sobrevivientes más viejos y quizá más sabios. Quizá entonces yo sea también uno de ellos.
Aunque este es principalmente un libro de relatos, incluye muchos de los detalles tecnológicos, sociales, económicos, y demás incluidos en el reporte original enviado a la Comisión, ya que están estrechamente relacionados con las historias y las voces registradas en estas páginas. Este libro es de ellos, no mío, y traté de mantenerme como una presencia lo más invisible que me fue posible. Las preguntas mías que aparecen en el texto están allí sólo para ilustrar aquellas preguntas que los lectores podrían haberse realizado. He tratado de reservarme cualquier juicio de valor, o comentario de cualquier tipo, y si hay algún factor humano que deba ser removido del texto, que sea el mío.
ADVERTENCIAS
GRAN CHONGQING, FEDERACIÓN UNIDA DE CHINA
[En su apogeo antes de la guerra, esta región contaba con una población de más de treinta y cinco millones de personas. Ahora, son menos de cincuenta mil. Los fondos para la reconstrucción han llegado tarde a esta parte del país, pues el gobierno se ha concentrado en las áreas costeras de mayor población. No hay una central de energía, ni agua corriente aparte de la del río Yangtse, pero las calles están limpias y el “concejo de seguridad” local ha evitado cualquier otra epidemia posterior a la guerra. El director del concejo es Kwang Jingshu, un médico que, a pesar de su avanzada edad y las heridas de guerra, sigue atendiendo a sus pacientes en casa.]
La primera epidemia que vi fue en una remota aldea que oficialmente no tenía nombre. Los residentes la llamaban “Nuevo Dachang,” pero lo hacían más por nostalgia que por cualquier otra razón. Su pueblo natal, el “Viejo Dachang,” había existido desde la era de los Tres Reinos, con granjas, casas, e incluso árboles que tenían cientos de años. Cuando la Represa de las Tres Gargantas fue terminada, antes de que la aguas comenzaran a subir, la mayor parte de Dachang fue desmantelada, ladrillo por ladrillo, y reconstruida en un terreno más alto. Sin embargo aquel Nuevo Dachang ya no era un pueblo, sino un “patrimonio arquitectónico nacional.” Para esos pobres campesinos debió ser una dolorosa ironía ver cómo su pueblo era salvado, para luego tener que ir a visitarlo sólo como turistas. Quizá por eso decidieron llamar a aquel pobre asentamiento “Nuevo Dachang,” para conservar alguna conexión con su tradición, aunque fuese sólo a través del nombre. Yo ni siquiera sabía de la existencia de aquel “otro” Nuevo Dachang, así que podrá imaginarse mi confusión cuando recibí esa llamada.
El hospital estaba en silencio; había sido una noche lenta, a pesar del incremento en los accidentes de tránsito por culpa del alcohol. Las motocicletas se habían vuelto muy populares. Solíamos decir que sus Harley-Davidsons mataban a más jóvenes Chinos que todos los soldados de la guerra de Corea. En realidad me sentí muy agradecido por una noche tranquila. Estaba cansado, me dolían los pies y la espalda. Me disponía a fumarme un cigarrillo y a mirar el amanecer cuando escuché mi nombre en el altavoz de llamadas. La recepcionista era nueva, y no pude entender muy bien lo que decía. Había un accidente, o una enfermedad. Era una emergencia, eso era claro, y necesitaban ayuda de inmediato.
¿Qué podía decir? Los médicos más jóvenes, esos niños que pensaban que la medicina era sólo una manera rápida de llenar la cuenta del banco, no iban a ir a ayudar a unos “nongmin” sólo por buena voluntad. Supongo que en eso todavía soy un revolucionario a la antigua. “Nuestro deber es hacernos responsables por el pueblo.”1 Esas palabras todavía significan algo para mí… y traté de recordármelo mientras mi Deer2 saltaba y rebotaba sobre una carretera destapada que, aunque el gobierno había prometido pavimentar, nunca lo había cumplido.
Pasé unas horas horribles tratando de encontrar el lugar. Oficialmente no existía, y por lo tanto no estaba en ningún mapa. Me perdí en varias ocasiones y tuve que pedirle direcciones a los lugareños, y siempre creían que estaba buscando el pueblo que había sido convertido en museo. Estaba de muy mal humor cuando por fin llegué a una pequeña aglomeración de chozas de techo redondo. Recuero haber pensado, más les vale que esto sea grave. Cuando les vi las caras, lamente haber deseado eso.
Había siete, todos acostados en esterillas y casi inconscientes. Los aldeanos los habían llevado al recién construido salón comunal. Las paredes y el piso eran de cemento, aún sin baldosa ni pintura. El aire era frío y húmedo. Con razón están tan enfermos, pensé. Les pregunté a los aldeanos quién había estado cuidando a esa gente. Dijeron que nadie, que no era “seguro.” Noté que la puerta había sido asegurada desde el exterior. Era obvio que la gente estaba aterrorizada. Hacían muecas de espanto y susurraban entre ellos; algunos mantenían su distancia y rezaban. Su comportamiento me hizo enojar, no por nada personal, si me entiende, no me enojé con ellos como individuos, sino por lo que representaban para nuestro país. Después de siglos de opresión extranjera, de explotación y humillaciones, al fin estábamos logrando reclamar nuestro lugar como la principal potencia de la humanidad. Éramos el superpoder más rico y con la economía más dinámica del mundo, maestros de todo, desde el espacio exterior hasta el ciberespacio. Estábamos al principio de lo que el mundo había comenzado a llamar “El Siglo de la China” y sin embargo parte de nuestra gente seguía viviendo como campesinos ignorantes, tan retrógrados y supersticiosos como las primeras tribus salvajes de Yangshao.
Todavía me encontraba inmerso en mi gran crítica cultural cuando me arrodillé para revisar a la primera paciente. Tenía fiebre alta, cuarenta grados centígrados y temblaba violentamente. No podía hablar coherentemente y gemía cada vez que trataba de moverle las extremidades. Tenía una herida en el antebrazo derecho, una mordedura. Cuando la examiné más de cerca, noté que no era de ningún animal. El radio de la mordida y las marcas de los dientes tenían que ser de un niño, o quizá un adolescente. Aunque pensé que esa podía ser la causa de su infección, la herida en sí estaba sorprendentemente limpia. Le pregunté a los aldeanos, de nuevo, quién había estado atendiendo a esas personas. Una vez más, me dijeron que nadie. Sabía que eso no podía ser cierto. La boca humana está repleta de bacterias, peor aún que la del perro más sucio. Si nadie había estado limpiando la herida de aquella mujer, ¿por qué no estaba invadida de pus e infectada?
Examiné a los otros seis pacientes. Todos tenían síntomas similares, todos con heridas parecidas en diversas partes del cuerpo. Le pregunté a un hombre, el más lúcido de todo el grupo, quién o qué les había causado esas heridas. Me dijo que había sucedido cuando habían tratado de “controlarlo.”
“¿A quién?” pregunté.
Encontré a mi “Paciente Cero” tras la puerta con llave de una casa abandonada, al otro lado de la aldea. Tenía doce años. Sus pies y manos estaban atados con correas plásticas para embalaje. Aunque se había arrancado la piel alrededor de las correas, no sangraba. Tampoco había sangre en ninguna de sus otras heridas, ni en las cortadas de sus piernas y brazos, ni en el enorme hoyo en donde alguna vez había estado el dedo gordo de su pié derecho. Se retorcía como un animal, y una mordaza ahogaba sus gemidos.
Al principio los aldeanos trataron de retenerme. Me advirtieron que no lo tocara, porque estaba “maldito.” Me los quité de encima y me puse mi mascarilla y mis guantes. La piel del niño estaba tan fría y gris como el piso de cemento en el que estaba tirado. No pude sentir ni su pulso ni los latidos de su corazón. Sus ojos se veían feroces, abiertos de par en par, pero hundidos en sus cuencas. Permanecían fijos en mí como los de un animal de presa. A lo largo de todo el examen se mostró inexplicablemente hostil, tratando de agarrarme con sus manos atadas, y de morderme a través de su mordaza.
Sus movimientos eran tan violentos que tuve que llamar a los dos aldeanos más grande para que me ayudaran a detenerlo. Al principio no respondieron, y se escondieron tras la puerta como conejos asustados. Les expliqué que no había riesgo de infección si usaban máscaras y guantes como yo. Cuando sacudieron sus cabezas, les grité que era una orden, a pesar de que no tenía la autoridad legal para hacerlo.
Eso fue todo lo que necesité. Aquel par de bueyes se arrodillaron a mi lado. Uno sosteniendo los pies del niño mientras el otro le agarraba las manos. Traté de tomarle una muestra de sangre, pero sólo obtuve un líquido café y viscoso. Mientras sacaba la aguja, el niño comenzó a retorcerse una vez más, ahora con más violencia.
Uno de mis “ayudantes,” el encargado de sostenerle las manos, se dio por vencido al tratar de sostenerlo con sus propias manos, y pensó que quizá sería más seguro apoyarse sobre ellas con las rodillas. El niño se sacudió otra vez y escuché cómo se partía su brazo izquierdo. Los extremos rotos del cúbito y el radio se asomaron a través de su carne grisácea. Aunque el niño no gritó y ni siquiera pareció notarlo, eso fue suficiente para que mis dos asistentes se pararan de un salto y salieran corriendo del salón.
Yo también retrocedí instintivamente algunos pasos. Me sentí un poco avergonzado por eso; he sido médico casi toda mi vida adulta. Fui entrenado y… también podría decirse que fui “criado” por el Ejército de Liberación Popular. He tratado suficientes heridas de guerra, y he visto la muerte de cerca en más de una ocasión, pero estaba asustado, verdaderamente aterrorizado frente a aquel frágil niño.
El niño comenzó a retorcerse y arrastrarse hacia mí con su brazo sacudiéndose en el aire. La piel y el músculo del brazo roto se desgarraron hasta que sólo quedó un muñón. Su brazo derecho, ahora libre, seguía atado al antebrazo amputado, y lo arrastraba lentamente por el piso.
Salí corriendo, cerrando la puerta a mis espaldas. Traté de recobrar la compostura, de controlar mi temor y mi vergüenza. Mi voz seguía temblando cuando le pregunté a los aldeanos cómo se había infectado el niño. Nadie me respondió. Escuché unos golpes contra la puerta cuando el puño del niño comenzó a golpear con fuerza la frágil madera. Hice todo lo que pude para no saltar de la sorpresa ante aquel sonido. Recé para que ellos no notaran el color que había abandonado mi rostro. Les grité, en parte por temor y en parte por la frustración, que tenían que decirme lo que le había pasado a aquel chico.
Una joven se acercó, seguramente era su madre. Podía notarse que había estado llorando por muchos días; sus ojos estaban hinchados y completamente rojos. Admitió que todo había sucedido cuando el niño y su padre habían estado haciendo “pesca lunar,” un término que se usaba para describir la búsqueda de tesoros entre las ruinas hundidas por la Represa de las Tres Gargantas. Con más de once mil aldeas, pueblos, e incluso ciudades enteras abandonadas bajo las aguas, siempre cabía la posibilidad de recuperar algo valioso. Era una práctica muy común en esos días, y también era ilegal. Me explicó que no estaban robando nada, que era su propia aldea, Viejo Dachang, y que sólo estaban rescatando algunas reliquias familiares de las casas que no habían sido trasladadas. Siguió repitiendo lo mismo una y otra vez, y tuve que interrumpirla, prometiéndole que no llamaría a la policía. Por fin me explicó que el niño había salido del agua llorando y con una mordedura en el pié. No fue capaz de decir qué le había pasado, porque el agua estaba oscura y llena de lodo. Al padre nunca más lo volvieron a ver.
Tomé mi celular y marqué el número del Doctor Gu Wen Kuei, un viejo amigo del ejército que trabajaba en el Instituto de Enfermedades Infecciosas de la Universidad Chongqing.3 Intercambiamos algunos saludos y formalidades, discutimos nuestro estado de salud, hablamos de nuestros nietos; era lo normal. Entonces le hablé de la infección y lo escuché hacer una broma sobre los hábitos de higiene de los campesinos. Traté de reírme con él, pero insistí en que el caso podía ser importante. Casi de mala gana me preguntó cuáles eran los síntomas. Le dije todo: las mordidas, la fiebre, el niño, el brazo… su cara se endureció de pronto. Dejó de reír.
Me pidió que le mostrara los infectados. Volví al salón comunal y pasé la cámara del teléfono sobre cada uno de los pacientes. Me pidió que acercara la cámara a algunas de las heridas. Lo hice, y cuando volví a mirar la pantalla, él ya no estaba allí.
“Quédate donde estás,” dijo, con una voz distante y alejada del teléfono. “Anota los nombres de todos los que han tenido contacto con ellos. Inmoviliza a todos los que ya están infectados. Si alguno de ellos entra en coma, evacua el salón y asegura cualquier salida.” Su voz era plana, robótica, como si hubiese ensayado aquel discurso o lo estuviese leyendo de alguna parte. Me preguntó, “¿Estás armado?” “No, ¿por qué habría de estarlo?” respondí. Me dijo que me llamaría de nuevo, otra vez en un tono de sólo negocios. Me dijo que haría algunas llamadas y que llegaría “ayuda” en algunas horas.
Llegaron en menos de una hora, cincuenta hombres en grandes helicópteros Z-8A del ejército; todos llevaban trajes contra contaminación biológica. Dijeron que trabajaban para el Ministerio de Salud. No sé a quién trataban de engañar. Con esa forma de moverse y su arrogancia intimidante, incluso esos campesinos analfabetas podían de reconocer a los hombres del Guoanbu.4
Su primer objetivo fue el salón comunal. Sacaron a los pacientes en camillas, con sus miembros inmovilizados y mordazas en la boca. Luego fueron por el chico. Lo sacaron en una bolsa negra. Su madre no paraba de llorar mientras ella y todo el resto de la aldea eran reunidos para “examinarlos.” Anotaron sus nombres y les tomaron muestras de sangre. Uno por uno, les quitaron la ropa y los fotografiaron. La última fue una pequeña y marchita anciana. Su cuerpo era delgado y retorcido, su cara surcada por miles de delgadas líneas, y sus pies eran tan pequeños que seguramente habían sido amarrados y deformados cuando era una niña. Sacudía su esquelético puño hacia los “doctores” gritando “¡Este es su castigo!” “¡Es su castigo por lo que hicieron con Fengdu!”
Se refería a la Ciudad de los Fantasmas, cuyos templos y altares habían estado dedicados al mundo de los muertos. Al igual que el Viejo Dachang, había sido un desafortunado obstáculo para el siguiente Gran Salto Adelante de China. La habían evacuado, demolido, y luego inundado casi por completo. Nunca he sido una persona supersticiosa y casi nunca me dejo convencer por esas historias que son como opio para el pueblo. Soy un médico, un científico. Creo sólo en lo que puedo ver y tocar. Nunca había creído en Fengdu más que como un engaño para atraer turistas. Por supuesto, las palabras de aquella vieja no tuvieron ningún efecto en mí, pero sí su tono, su furia… ella había visto suficientes calamidades en su paso por la tierra: los terratenientes, los japoneses, la terrible pesadilla de la Revolución Cultural… ella sabía que estaba a punto de ocurrir otra tormenta, aún a pesar de no tener la educación suficiente para entenderlo.
Mi colega, el Dr. Kuei, también lo había comprendido. Arriesgó su propio cuello para advertírmelo y me dio suficiente tiempo para hacer otra llamada más antes de que la gente del “Ministerio de Salud” llegara al lugar. Fue algo que dijo… una frase que no había usado en mucho tiempo, desde las “pequeñas” revueltas fronterizas con la Unión Soviética. Eso había sido en 1969. Estábamos en un búnker subterráneo en nuestro lado del Ussuri, a menos de un kilómetro rió abajo de Chen Bao. Los rusos se disponían a reclamar la isla y su enorme artillería estaba barriendo con nuestras fuerzas.
Gu y yo estábamos tratando de remover unos fragmentos de metralla del vientre de un soldado, que debía ser apenas unos años menor que nosotros. Los intestinos del muchacho se habían roto, y su sangre y excrementos manchaban nuestros uniformes. Cada siete segundos un mortero aterrizaba cerca y teníamos que echarnos sobre su cuerpo para proteger la herida de la tierra que caía, y en cada ocasión quedábamos lo suficientemente cerca de él para escuchar cómo lloraba llamando a su madre. Había otras voces también, saliendo de la oscuridad, cerca de la entrada de nuestro búnker; voces desesperadas y furiosas que se suponía que no deberían haber llegado a nuestro lado del río. Dos soldados estaban vigilando la entrada del refugio, y uno de ellos gritó “¡Spetsnaz!” y comenzó a disparar hacia la oscuridad. Podíamos escuchar muchos otros disparos, si eran nuestros o de ellos, no podíamos saberlo.
Otro mortero estalló y nos inclinamos sobre el chico moribundo. El rostro de Gu estaba a sólo unos pocos centímetros del mío. Gotas de sudor bajaban por su frente. Incluso con la poca luz de una vela de cera, pude ver que estaba pálido y temblaba. Miró al paciente y a la puerta, luego a mí, y de pronto dijo: “No te preocupes, todo va a salir bien.” Ahora bien, aquel era un hombre que nunca había dicho nada positivo en toda su vida. Gu era un paranoico, un neurótico terco como una mula. Si le dolía la cabeza, tenía que ser un tumor; Si parecía que iba a llover, entonces decía que se arruinaría la cosecha. Esa era su manera de controlar cualquier situación, su estrategia de toda la vida había sido prepararse para lo peor. Pero allí, cuando la realidad superó cualquiera de sus predicciones más fatalistas, no tuvo más alternativa que darse la vuelta y tomar la dirección opuesta. “No te preocupes, todo va a salir bien.” Y por primera vez, todo salió tal y como él dijo. Los rusos no llegaron a cruzar el río, e incluso logramos salvar a nuestro paciente.
Durante muchos años después de eso, bromeé con él acerca de lo que había sido necesario para sacarle un poco de optimismo, y él siempre decía que haría falta algo mucho peor para que eso ocurriera de nuevo. Ya éramos un par de ancianos, y algo peor estaba a punto de suceder. Fue justo después de preguntarme si estaba armado. “No,” le respondí, “¿por qué habría de estarlo?” Hubo un corto silencio, y estoy seguro de que alguien más estaba escuchando nuestra conversación. “No te preocupes,” dijo, “todo va a salir bien.” En ese momento me di cuenta que aquella no era una infección aislada. Corté la llamada y marqué rápidamente el número de mi hija en Guangzhou.
Su esposo trabajaba para Telecom de China y pasaba al menos una semana de cada mes en América. Le dije que sería una buena idea acompañarlo la próxima vez que viajara, y que debía llevarse a mi nieta y quedarse tanto tiempo como les fuera posible. No tuve tiempo de explicarle nada más; mi señal fue interferida cuando llegó el primero de los helicópteros. Las últimas palabras que pude decirle fueron: “No te preocupes, todo va a salir bien.”
[Kwang Jingshu fue arrestado por el MSN y encarcelado sin presentar cargos formales. Para cuando logró escapar, el contagio ya se había extendido más allá de la frontera de China.]
LHASA, REPÚBLICA POPULAR DEL TÍBET
[La ciudad más poblada del mundo todavía se está recuperando de las últimas elecciones populares. Los social-demócratas derrotaron al partido del Lama en una victoria atronadora, y las calles hierven de rebeldes. Me encontré con Nury Televaldi en un concurrido café a un lado de una cale principal. Tenemos que gritar para hacernos oír sobre la multitud eufórica.]
Antes de la plaga, el contrabando por tierra no era popular. Conseguir los pasaportes, los tiquetes falsos para el bus de turismo, los contactos y la protección al otro lado, todo eso requería mucho dinero. En ese entonces, las únicas rutas lucrativas eran hacia Tailandia y Myanmar. Donde yo vivía, en Kashi, la única opción era hacia las antiguas Repúblicas Soviéticas. Nadie quería ir allá, y por eso al principio yo no era un shetou.5 Yo era un importador: pasta de opio, diamantes en bruto, niñas, niños, cualquier cosa de valor que produjeran en esas primitivas excusas de países. La plaga lo cambió todo. De repente nos vimos inundados de ofertas, y no sólo de los liudong renkou,6 sino también, como ustedes dicen, de gente de las clases más altas. Tuve profesionales de las ciudades, ganaderos, incluso oficiales de los escalones bajos del gobierno. Eran gente que tenía mucho qué perder. No les importaba para dónde iban, sólo que tenían que salir.
¿Usted sabía de qué estaban huyendo?
Habíamos escuchado los rumores. Incluso habíamos tenido una infección en algún lugar de Kashi. Pero el gobierno lo ocultó todo de inmediato. Sin embargo, nosotros lo sospechábamos, sabíamos que algo no estaba bien.
¿Y el gobierno no trató de detenerlos?
Oficialmente sí. Las penas por el contrabando se hicieron más severas; se reforzaron los puntos de control en las fronteras. Incluso ejecutaron a algunos shetou, públicamente, para poner un ejemplo. Si no se conoce la historia real, si no la vieron desde nuestro lado, cualquiera pensaría que fueron medidas efectivas.
¿Entonces no lo fueron?
Sólo digamos que hice rica a mucha gente: guardias fronterizos, burócratas, policías, incluso alcaldes. Todavía eran buenos tiempos para China, y la mejor manera de honrar la memoria del Presidente Mao era ver su cara en la mayor cantidad posible de billetes de cien yuan.
Entonces tuvo mucho éxito.
Kashi era la ciudad de moda. Creo que el noventa por ciento, y quizá más, de todo el tráfico terrestre pasó por allí, e incluso un poco del aéreo.
¿Aéreo?
Sólo un poco. Sólo transporté renshe en un par de ocasiones, en algunos vuelos de carga hacia Kazajstán o Rusia. Trabajos pequeños. No era como en oriente, de Guangdong y Jiangsu estaban saliendo miles de personas cada semana.
¿Podría hablar un poco más de eso?
El tráfico aéreo se volvió un gran negocio en las provincias orientales. Esos eran clientes ricos, que podían comparar paquetes en vuelos de primera clase y visas turísticas. Se bajaban del avión en Londres o en Roma, o incluso en San Francisco, se registraban en el hotel, se iban de paseo por un día, y luego desaparecían. Ahí estaba todo el dinero. Siempre quise dedicarme al transporte aéreo.
¿Pero qué pasaba con la infección? ¿No había riesgo de ser descubiertos?
Fue sólo más tarde, después de lo que pasó con el vuelo 575. Al principio no había muchos infectados en los vuelos. Si lo estaban, entonces sólo sufrían las primeras etapas del contagio. Los shetou del aire eran muy cuidadosos. Si alguien tenía signos de infección avanzada, no los dejaban ni acercar. Tenían que proteger el negocio. La regla de oro era que no se podía engañar a los oficiales de inmigración si no se podía engañar primero al shetou. Tenían que verse y actuar como personas completamente sanas, e incluso entonces era una carrera contra el tiempo. Antes del vuelo 575, escuché una historia de una pareja, un hombre de negocios con mucho dinero y su esposa. A él lo mordieron. No era una mordida grave, si me entiende, sino una de esas “mechas lentas,” porque el mordisco no agarró ninguno de los vasos sanguíneos principales. Estoy seguro de que creían que había una cura en occidente, muchos lo creían. Al parecer, alcanzaron a llegar hasta su cuarto de hotel en París antes de que él colapsara. La esposa trató de llamar a un doctor, pero él no la dejó. Tenía miedo de que los devolvieran. En lugar de eso, él le ordenó que lo abandonara, que se fuera antes de que entrara en coma. Dicen que lo hizo, y después de dos días de escuchar los gemidos y los golpes, la gente del hotel decidió ignorar el letrero de “NO MOLESTAR” y abrieron el cuarto. No estoy seguro de si fue así que comenzó la infección en París, pero tiene sentido.
Usted me dice que no llamaron a un doctor, porque tenían miedo de que los deportaran, ¿pero no se suponía que estaban buscando una cura en occidente?
¿Usted no entiende cómo funciona el corazón de un refugiado, verdad? Esa gente estaba desesperada. Estaban atrapados entre enfrentar la infección, y ser atrapados y “curados” por su propio gobierno. Si usted tuviera un ser querido, alguien de la familia, un hijo infectado, y creyera que existe la más mínima esperanza de cura en algún otro país, ¿no haría todo lo que estuviese en su poder para llegar hasta allá? ¿No preferiría creer en esa posibilidad?
¿Entonces la esposa de ese hombre, junto con los otros renshe, simplemente desaparecieron?
Siempre había sido así, incluso antes de la infección. Algunos se quedaban con sus familiares, o con amigos. Los más pobres tenían que trabajar para pagar su bao7 con la mafia china local. La mayoría simplemente se fundían en las zonas marginales de la sociedad en cada país.
¿Las áreas de bajos ingresos?
Si así es como le gusta llamarlas. ¿Qué mejor lugar para esconderse que esa parte de la población que nadie quiere ver? ¿Por qué cree que empezaron esas infecciones en los barrios pobres del Primer Mundo?
Se dice que muchos shetou propagaron el mito de que había una cura en otros países.
Algunos.
¿Usted lo hizo?
[Pausa.]
No.
[Otra pausa.]
¿Cómo afectó el vuelo 575 el contrabando por aire?
Las restricciones se hicieron mayores, pero sólo en algunos países. Los shetou del aire eran cuidadosos, pero también muy recursivos. Tenían un dicho: “Las casas de todos los hombres ricos tienen siempre una entrada para los sirvientes.”
¿Qué quiere decir eso?
Si Europa Occidental aumentaba la seguridad, entraban por Europa Oriental. Si los Estados Unidos no los dejaban pasar, entraban por México. Eso hacía que los países ricos se sintieran más seguros, a pesar de que ya estaban infectados dentro de sus fronteras. Yo no soy un experto en eso, recuerde, yo me dedicaba al transporte terrestre, y mis objetivos eran los países de Asia Central.
¿Era más fácil entrar en ellos?
Prácticamente nos pedían que entráramos. Esos países estaban en la ruina, y sus oficiales eran tan ignorantes y corruptos que incluso nos ayudaban a conseguir todos los documentos a cambio de una parte de la tarifa. Hasta tenían sus propios shetou, o como sea que los llamen en su idioma de bárbaros, que trabajaban con nosotros para pasar los renshe a través de las Repúblicas Soviéticas hasta países como India, Rusia e Irán. Nunca pregunté ni quise saber qué tan lejos llegaban ellos. Mi trabajo terminaba en la frontera. Yo sólo les hacía sellar los papeles, marcar sus vehículos, les pagaba a los guardias y me largaba con mi parte.
¿Vio muchos infectados?
No al principio. La plaga trabajaba muy rápido. No era como en los viajes por avión. A la gente le tomaba semanas llegar hasta Kashi, e incluso los casos más lentos, según me han dicho, no duraban más que unos cuantos días. Los clientes infectados se reanimaban en alguna parte del recorrido antes de llegar y eran identificados y recogidos por la policía local. Después, cuando las infestaciones se multiplicaron y la policía ya no pudo contenerlos, comencé a ver un montón de gente infectada en mi ruta.
¿Eran peligrosos?
Casi nunca. Usualmente los familiares los tenían amarrados y amordazados. Uno veía algo moviéndose en la parte de atrás de un automóvil, sacudiéndose bajo un montón de ropa o unas sábanas. Se escuchaban golpes en la maleta de los autos, o, mucho después, en cajones de madera con agujeros en la parte de atrás de una camioneta. Agujeros… en verdad no tenían idea de lo que les estaba pasando a sus seres queridos.
¿Usted lo sabía?
Para entonces, sí, pero también sabía que tratar de explicárselo a sus familiares era una pérdida de tiempo. Yo sólo tomaba el dinero y los ponía en camino. Tuve suerte. Nunca tuve que enfrentar los problemas de los contrabandistas marítimos.
¿Eso era más difícil?
Y peligroso. Mis socios de las provincias costeras tenían que vivir con la posibilidad de que algún infectado rompiese sus cadenas y contaminara todo un cargamento.
¿Y qué hacían?
He escuchado de varias “soluciones.” Algunas veces los barcos llegaban hasta alguna costa deshabitada —ya no importaba si era el país de destino o no, podía ser cualquier costa— y “descargaban” a los renshe infectados en la playa. También oí de algunos capitanes que navegaban hasta alta mar y los arrojaban a todos por la borda. Eso podría explicar esos casos de nadadores y buzos que desaparecían sin rastro, o por qué había gente por todo el mundo diciendo que los veían salir de entre las olas. Al menos yo nunca tuve nada que ver con eso.
Pero sí tuve un incidente parecido, uno que me convenció de que ya era hora de retirarme. Encontré este camión, un viejo y destartalado tráiler. Se podían escuchar los gemidos que salían de la parte de atrás. Un montón de puños golpeaban contra el aluminio. Tanto que se mecía de un lado para el otro. En la cabina iba un banquero muy rico de Xi’an. Había conseguido un montón de dinero haciendo préstamos para sacar tarjetas de crédito Americanas. Suficiente para llevarse a toda su familia fuera del país. El traje de Armani del tipo estaba arrugado y roto. Tenía arañazos por todo un lado de la cara, y en los ojos tenía ese fuego de locura que estaba comenzando a ver más y más seguido por esos días. Los ojos del chofer eran distintos, se veían como los míos, con la sospecha de que el dinero no iba a servir para nada dentro de muy poco tiempo. Le regalé un billete de cincuenta y le deseé buena suerte. Eso fue todo lo que pude hacer por él.
¿Hacia dónde iba ese camión?
Kirguiztán.
METEORA, GRECIA
[Una serie de monasterios están construidos en las empinadas e inaccesibles paredes de roca, con algunos de los edificios soportados por altas y casi verticales columnas. Aunque originalmente era un refugio contra los turcos otomanos, más adelante probó ser un fuerte seguro contra los muertos vivientes. Escaleras construidas después de la guerra, casi todas de metal o madera y fáciles de retirar, indican la reciente afluencia de peregrinos y turistas. Meteora se ha convertido en un objetivo muy popular para ambos grupos en los últimos años. Algunos buscan sabiduría e iluminación espiritual, otros sólo buscan una sensación de paz. Stanley MacDonald pertenece a este segundo grupo. Un veterano de casi todas las campañas a lo largo y ancho de su nativa Canadá, su primer encuentro con los muertos vivientes fue en una guerra muy diferente, cuando el Tercer Batallón Canadiense de Infantería Ligera de la Princesa Patricia fue desplegado en una operación contra el tráfico de drogas en Kirguiztán.]
Por favor no nos confunda con esos “Equipos Alfa” americanos. Esto fue mucho antes de que esos entraran en operación, antes de “El Pánico,” antes de la cuarentena Israelí… esto fue antes incluso que el primer contagio reportado en Ciudad del Cabo. Estábamos en las primeras etapas del contagio, antes de que nadie sospechara siquiera lo que estaba a punto de suceder. Nuestra misión era algo completamente convencional, opio y hachís, el principal producto de exportación de los terroristas para el resto del mundo. Eso era lo único que se podía encontrar en esa tierra desolada y llena de rocas. Traficantes, matones y guardaespaldas locales. Era lo único que esperábamos encontrar. Era lo único para lo que estábamos preparados.
La entrada a la caverna fue fácil de encontrar. Sólo seguimos el rastro de sangre que comenzó en la caravana. De inmediato supimos que algo estaba mal. No había cadáveres. En los enfrentamientos de grupos rivales, siempre dejaban las víctimas tendidas y mutiladas como una advertencia para los demás. Había mucha sangre, sangre y pedazos de carne descompuesta, pero los únicos cuerpos que encontramos fueron los de las mulas de carga. Habían sido muertas, sin disparos, por lo que parecía ser una manada de animales. Les habían abierto la panza y estaban cubiertas de heridas y mordiscos. Supusimos que habían sido perros salvajes. Manadas de esas malditas bestias acechaban en los valles, grandes y feroces como lobos árticos.
Lo más confuso fue cómo encontramos la mercancía, todavía en las mochilas, o regada alrededor de los cuerpos. Bueno, incluso aunque no fuese por un asunto territorial, aunque se tratara sólo una venganza religiosa o tribal, nadie abandona cincuenta kilos de Bad Brown8 de primera calidad, unos rifles de asalto en perfecto estado, y los demás trofeos de considerable valor que había, como relojes, reproductores de mini disc, y localizadores de GPS.
El rastro de sangre subía por la montaña desde el sitio de la masacre. Mucha sangre. Cualquiera que hubiese perdido tanta no se podría haber levantado de nuevo. Pero de alguna manera lo había hecho. No lo habían curado. No había más huellas. Por lo que pudimos ver, ese hombre había corrido, sangrando, y había caído de frente —todavía podíamos ver la huella de su rostro cubierto de sangre sobre la arena. De algún modo, sin ahogarse o desangrarse hasta morir, se había quedado allí tendido por algún tiempo y luego se había levantado y había vuelto a caminar. Las nuevas huellas eran diferentes de las anteriores. Parecía más lento, estaban más juntas. El pié derecho se arrastraba y había perdido su zapato, un viejo y gastado Nike de bota alta. Las huellas estaban salpicadas de algún fluido. No era sangre, no era humano, sino unas gotas de una sustancia negra y viscosa que ninguno de nosotros fue capaz de reconocer. Seguimos ese rastro y las huellas hasta la entrada de la caverna.
No hubo fuego a la entrada, ni recepción de ningún tipo. Encontramos la entrada del túnel abierta y sin vigilancia. De inmediato comenzamos a ver cuerpos, hombres muertos por sus propias trampas. Parecía que trataban de… que corrían… para escapar.
Mas allá, en la primera recámara, vimos evidencias de disparos de un solo bando, digo de un solo bando porque sólo una de las paredes de la caverna estaba cubierta de impactos de armas de fuego. En la pared opuesta estaban los combatientes. Habían sido despedazados. Sus extremidades, sus huesos, habían sido arrancadas y mordisqueadas… algunas todavía sostenían sus armas, como una mano que encontramos con una Makarov todavía entre sus dedos. A la mano le faltaba un dedo y lo encontramos al otro lado del salón, con el cuerpo de un tipo desarmado al que le habían disparado por lo menos cien veces. Algunos de los disparos le habían volado la tapa de los sesos. El dedo estaba engarzado entre sus dientes.
Cada una de las recámaras contaba una historia parecida. Encontramos barricadas destrozadas, armas abandonadas. Encontramos más cuerpos, o pedazos de ellos. Los únicos que habían permanecido casi intactos eran los que habían muerto de disparos en la cabeza. Tenían carne, pedazos de carne fresca y masticada atorada en sus gargantas y estómagos. Las marcas de sangre, las huellas, los casquillos, y los agujeros en las paredes, sugerían que aquella batalla había comenzado en la enfermería.
Descubrimos varios catres, todos ensangrentados. Al fondo del salón vimos un cuerpo sin cabeza… supongo que un médico, tirado junto a un catre con las sábanas manchadas y un viejo y gastado Nike de bota alta, del pié izquierdo.
El último túnel que revisamos había colapsado al dispararse una carga de demolición que habían puesto como trampa. Una mano sobresalía de entre las rocas. Aún se movía. Reaccioné por instinto y me incliné para agarrar la mano, y sentí cómo me apretaba. Parecía un cepo de acero, casi me fractura los dedos. Traté de retirar mi mano, pero no me soltaba. Tiré más fuerte, apuntalándome con mis piernas. Primero salió un brazo, luego la cabeza, el rostro destrozado con los ojos abiertos y los labios grises, luego la otra mano, agarrándome del brazo y apretándome, luego los hombros. Caí hacia atrás y la mitad superior de esa cosa cayó conmigo. La cadera y todo lo demás seguían atorados bajo las rocas, conectados con el torso superior por una línea de entrañas. Todavía se movía, tratando de arañarme y de llevar mi brazo hasta su boca. Saqué mi arma.
El disparo salió hacia arriba, entrando justo por debajo de la quijada y regando sus sesos por el techo. Yo fui el único presente en el túnel cuando sucedió. El único testigo…
[Hace una pausa.]
“Exposición a agentes químicos desconocidos.” Eso fue lo que me dijeron cuando regresé a Edmonton, eso, o una reacción adversa a las vacunas. También agregaron algo de TEPT9 por si acaso. Dijeron que necesitaba un descanso, descanso y una “evaluación” de largo plazo…
“Evaluación”… así la llaman cuando lo hacen los de tu propio lado. Sólo le dicen “interrogatorio” cuando es un enemigo. Te enseñan cómo resistirte al enemigo, cómo cerrar tu mente y tu espíritu. No te enseñan cómo resistirte ante tu propia gente, especialmente si se supone que están tratando de “ayudarte a ver la verdad.” Ellos no me convencieron, yo mismo lo hice. Quería creerles y dejar que me ayudaran. Yo era un buen soldado, bien entrenado y con experiencia; Sabía lo que podía hacerle a otros seres humanos y lo que ellos podían hacerme a mí. Pensé que estaba listo para cualquier cosa. [Mira hacia el valle, con los ojos perdidos.] ¿Qué persona cuerda podría haber estado lista para esto?
SELVA LLUVIOSA DEL AMAZONAS, BRASIL
[Me llevan con una venda en los ojos para no revelar la localización de mis “anfitriones.” Los extranjeros les llaman los Yanomami, “La Gente Salvaje,” y no se sabe si fue su naturaleza guerrera, o el hecho de que su aldea está suspendida entre los árboles más altos, lo que los ayudó a superar la crisis tan bien, o mejor aún, que los países industrializados. No está muy claro si Fernando Oliveira, el exiliado, el drogadicto hombre blanco de “la frontera con el mundo,” es un invitado entre ellos, una mascota, o un prisionero.]
Yo todavía era un médico, eso era lo que quería creer. Sí, era rico, y conseguía más dinero todo el tiempo, pero al menos mi fortuna la había conseguido realizando procedimientos médicos necesarios. No vivía cortando y afilando narices de adolescentes, o cosiéndole “pintos” sudaneses a las vedettes transexuales.10 Yo era un médico de verdad y ayudaba a la gente, y si eso era tan “inmoral” ante los ojos hipócritas y egoístas de los países del norte, ¿por qué sus ciudadanos seguían viniendo a buscarme todo el tiempo?
El paquete llegó al aeropuerto una hora antes que el paciente, empacado en hielo dentro de una nevera portátil de campamento. Los corazones eran extremadamente escasos. No como los hígados o la piel, y mucho menos como los riñones que, después de que aprobaron la ley de “consentimiento implícito”, podían conseguirse en cualquier hospital o morgue del país.
¿Lo habían revisado?
¿Para detectar qué? Al hacer las pruebas de laboratorio, hay qué saber específicamente qué es lo que se está buscando. No sabíamos nada sobre la Plaga que Camina en ese entonces. Sólo teníamos los virus normales —hepatitis o VIH/SIDA— y ni siquiera tuvimos tiempo de hacer las pruebas para esos.
¿Por qué?
Porque el vuelo venía retrasado. Los órganos no pueden tenerse en hielo para siempre. Ya estábamos apostando más de lo que debíamos con ese tipo.
¿De dónde había salido?
De China, con seguridad. Mi proveedor despachaba desde Macao. Confiábamos en él. Sus antecedentes eran sólidos. Cuando nos aseguró que el paquete estaba “limpio,” creí en su palabra; tenía que hacerlo. Él sabía los riesgos que corríamos, y yo también, lo mismo que el paciente. Herr Muller, aparte de sus problemas cardiacos, sufría de una extremadamente rara dextrocardia con situs inversus. Sus órganos estaban en el lado opuesto a los de una persona normal; el hígado en el lado izquierdo, las arterias cardiacas en el derecho, y así todo lo demás. Puede ver la situación tan particular que enfrentábamos. No podíamos transplantarle un corazón normal y voltearlo para el otro lado, las cosas funcionan de esa manera. Necesitábamos un corazón fresco y saludable de un “donante” con el mismo problema. Aparte de China, ¿en dónde más íbamos a correr con tanta suerte?
¿Sólo suerte?
[Sonríe.] Y “facilidad política.” Le dije a mi proveedor lo que necesitaba, le di los detalles, y tan sólo tres semanas después recibí un e-mail titulado simplemente: “Tenemos uno.”
Entonces usted realizó la operación.
Como auxiliar, el doctor Silva fue el que realizó el procedimiento. Era un prestigioso cirujano cardiaco que atendía los casos del Hospital Israelita Albert Einstein de São Paulo. Hijo de puta arrogante, aún para ser cardiólogo. Me dolió en el alma tener que trabajar con… bajo las órdenes de ese imbécil. Me hablaba como si yo fuera un residente de primer año. ¿Pero qué más iba a hacer?… Herr Muller necesitaba un corazón nuevo y mi casa de playa necesitaba un jacuzzi.
Herr Muller no alcanzó ni a recuperarse de la anestesia. Mientras descansaba en la sala de recuperación, sólo unos cuantos minutos después de cerrarlo, comenzaron a aparecer los síntomas. La temperatura, el pulso, los niveles de oxígeno… Estaba muy preocupado, y seguramente logré poner nervioso a mi “colega más experimentado.” Él me dijo que debía ser una reacción a los medicamentos inmunosupresores, o simplemente una de las complicaciones que podían esperarse en un hombre de sesenta y siete años, con sobrepeso, mala salud, y que acababa de pasar por uno de los procedimientos más traumáticos de la medicina moderna. Me sorprendió que no me diera un golpecito en la cabeza para terminar, hijo de puta condescendiente. Me dijo que me fuera a casa, me duchara, durmiera un poco, y que consiguiera a una o dos mujeres para relajarme. Él se quedaría a vigilarlo y me llamaría si ocurría algún cambio.
[Oliveira encoge sus labios en un gesto de enojo, y mastica un puñado de las hojas misteriosas que tiene a su lado.]
¿Y qué se supone que debía pensar yo? Quizá sí era por la droga, el OKT3. O quizá me estaba preocupando más de la cuenta. Era mi primer transplante de corazón. ¿Qué sabía yo? De todos modos… estaba tan preocupado que lo último que se me ocurrió fue dormir. Así que hice lo que cualquier médico haría si un paciente está sufriendo; me fui para la ciudad. Bailé, bebí, hice y me hicieron cosas que usted no se imaginaría. Al principio ni siquiera me dí cuenta de que lo que estaba vibrando en mis pantalones era mi teléfono. Debió pasar una hora hasta que finalmente contesté. Graciela, mi recepcionista, estaba en pánico. Me dijo que Herr Muller había entrado en coma hacía más de una hora. Ya estaba subiéndome al auto antes de que ella pudiese terminar esa frase. Estaba a media hora de la clínica, y nos maldije a Silva y a mí mismo durante todo el recorrido. ¡Por supuesto que tenía motivos para preocuparme! ¡Yo tenía la razón! Era una cuestión de orgullo; incluso si tener la razón me metía en problemas, disfruté el haber comprometido así la reputación de Silva.
Al llegar encontré a Graciela tratando de calmar a Rosa, una de mis enfermeras, que estaba histérica. La pobre chica estaba inconsolable. Le di una buena cachetada —eso la calmó un poco— y le pregunté qué estaba pasando. ¿Por qué su uniforme estaba manchado de sangre? ¿Dónde estaba en doctor Silva? ¿Por qué todos los pacientes estaban fuera de sus cuartos, y qué diablos era ese maldito ruido? Me dijo que Herr Muller había muerto de repente, sin aviso. Me explicó que habían estado tratando de resucitarlo, y que Herr Muller había abierto los ojos y había mordido al doctor Silva en la mano. Estuvieron forcejeando; Rosa trató de ayudarlo, pero estuvo a punto de ser mordida también. Abandonó a Silva, salió corriendo del cuarto, y cerró la puerta con llave.
Estuve a punto de reírme. Era ridículo. Quizá “Superman” había cometido un error y lo había diagnosticado mal, si eso era posible. Quizá el viejo se había levantado, mareado, y había tratado de agarrase al doctor Silva para no caerse. Tenía que haber una explicación razonable… pero esa sangre en su uniforme y el sonido ahogado en el cuarto de Herr Muller… Regresé a mi auto por mi arma, más para calmar a Graciela y a Rosa que por mi propia seguridad.
¿Usted portaba un arma?
Vivía en Río. ¿Qué cree que llevaba conmigo, nada más mi “pinto”? Volví al cuarto de Herr Muller y toqué varias veces. No escuché nada. Los llamé a él y a Silva. No respondieron. Había sangre saliendo por debajo de la puerta. Entré y vi que estaba por todo el piso. Silva estaba tirado en una esquina, y Muller estaba arrodillado sobre él con su gorda, pálida y velluda espalda hacia mí. No recuerdo cómo llamé su atención, si acaso lo llamé, dije alguna grosería, o simplemente me quede allí parado. Muller se volteó, y unos pedazos de carne ensangrentada cayeron de su boca. Algunas de las grapas de acero de su sutura se habían abierto, y un fluido negro y gelatinoso salía de la incisión. Se puso se pié con torpeza, y cojeó lentamente hacia mí.
Levanté la pistola y apunté hacia su nuevo corazón. Era una “Desert Eagle” Israelí, grande y lujosa; precisamente por eso la había comprado. Nunca antes había tenido que dispararla, gracias a Dios. No estaba listo para el retroceso. La bala salió torcida y literalmente le hizo estallar la cabeza. Fue pura suerte, eso es todo. Yo era un idiota con suerte allí parado, con un arma humeante en la mano y un hilo de orina bajándome por la pierna. Esta vez fue mi turno de recibir varias cachetadas de parte de Graciela, hasta que por fin recuperé el sentido y llamé a la policía.
¿Lo arrestaron?
¿Está loco? Ellos también eran socios míos, ¿cómo cree que conseguía los órganos en el mercado local? ¿Cómo cree que pude ocuparme de todo ese asunto? Son buenos en eso. Me ayudaron a explicarle a mis otros pacientes que un asesino demente había entrado a la clínica y había matado a Herr Muller y al doctor Silva. También se aseguraron de que ninguno de los empleados dijera nada parta contradecir esa historia.
¿Y los cuerpos?
Registraron a Silva como la víctima sin identificar de un posible robo de auto. No sé dónde dejaron en cuerpo; seguro en alguna chabola en la Ciudad de Dios, y seguramente le pusieron drogas en los bolsillos para hacer la historia más creíble. Espero que lo hayan quemado, o enterrado… muy hondo.
¿Usted cree que él…?
No lo sé. Su cerebro estaba intacto cuando murió. Si no estaba en una bolsa para cadáveres bien sellada… o si la tierra estaba blanda. ¿Cuánto tiempo podría haberse tardado en salir?
[Mastica otra hoja, y me ofrece un poco. Yo las rechazo.]
¿Y el señor Muller?
No dimos ninguna explicación, ni a su esposa, ni a la embajada de Austria. Sólo era otro turista desaparecido que no había tenido cuidado en una ciudad peligrosa. No sé si Frau Muller se creyó la historia, o si trató de investigar. Seguramente nunca se dio cuenta de la suerte que tuvo.
¿Por qué dice que tuvo suerte?
¿Lo dice en serio? ¿Qué habría pasado si no se hubiese reanimado en mi clínica? ¿Qué tal si hubiese alcanzado a regresar a casa?
¿Habría sido posible?
¡Claro que sí! Piénselo. Como la infección comenzó por culpa del corazón, el virus tuvo acceso directo a su sistema circulatorio, así que debió llegar al cerebro apenas segundos después de haberse implantado. Piense que habría pasado si hubiese sido otro órgano, el hígado o un riñón, o incluso una sección de piel. Se habría demorado mucho más, especialmente si el virus hubiese estado presente en concentraciones muy bajas.
Pero el donante…
Él tampoco debía haberse reanimado cuando le sacaron el corazón. ¿Qué tal si estaba recién infectado? El órgano podría no haber estado saturado por completo. Quizá sólo un rastro infinitesimal del virus. Si se pone un órgano así en otro cuerpo, podría tomarle días, semanas incluso, antes de poder llegar hasta el torrente sanguíneo. Para entonces el paciente podría haberse recuperado de la cirugía, y estar feliz y saludable viviendo su vida normal.
Pero la persona que removió el órgano…
…quizá no sabía lo que tenía entre manos. Yo no lo supe. Todavía estábamos en los primeros días, cuando nadie sabía nada al respecto. Incluso aunque lo supieran, algunos miembros del ejército chino… ¿quiere hablar de algo inmoral?… Muchos años antes del contagio, ellos ganaban millones con los órganos de los prisioneros políticos ejecutados. ¿Usted cree que algo como un simple virus les iba a impedir seguir chupando de esa teta de oro?
¿Pero cómo…?
Si se retira el órgano justo después de que la víctima muere… incluso mientras todavía está viva… ellos solían hacer eso, usted sabe, remover órganos todavía vivos para garantizar que estuviesen frescos… luego se empaca en hielo y se envía en el primer avión hacia Río… China era el más grande exportador de órganos humanos del mercado mundial. Quién sabe cuántas córneas infectadas, cuántas glándulas pituitarias… Madre de Dios, cuántos riñones infectados despacharon en el mercado negro. ¡Y estamos hablando sólo de los órganos! ¿Quiere que hablemos de los óvulos “donados” por las prisioneras chinas, el esperma, y la sangre? ¿Cree que la inmigración fue la única manera en que la infección se diseminó por el planeta? No todos los primeros infectados en occidente fueron inmigrantes chinos. ¿Cómo explicar todas esas historias de gente que murió sin razón aparente, y luego revivió sin haber sido mordida? ¿Por qué tantas epidemias comenzaron en los hospitales? Los ilegales chinos no podían ir a los hospitales. ¿Sabe cuántos miles de personas se hicieron un transplante ilegal en esos años antes del Gran Pánico? Si tan sólo el diez por ciento de ellos quedaron infectados, o el uno por ciento…
¿Tiene alguna prueba para esta teoría?
No… ¡pero eso no quiere decir que no pudo pasar! Cuando pienso en todos los transplantes que realicé, todos esos pacientes de Europa, de los Emiratos Árabes, e incluso los hipócritas de los Estados Unidos. A muy pocos yanquis les interesaba saber de dónde había salido su nuevo páncreas o riñón. Podía ser de un niño de la Ciudad de Dios o de un estudiante desafortunado en una prisión política de China. No lo sabían y no les importaba. Ustedes sólo firmaban sus cheques de viajero, pasaban por el bisturí, y se devolvían para Miami, o Nueva York, o donde fuera.
¿Alguna vez trató de contactar a alguno de esos pacientes, de advertirles?
No. Estaba ocupado tratando de recuperarme de un escándalo, de volver a levantar mi reputación, mi clientela, mi cuenta de banco. Quería olvidar todo lo que había pasado, no investigarlo a profundidad. Para cuando me di cuenta del verdadero peligro, ya lo tenía golpeando la puerta de mi casa.
PUERTO DE BRIDGETOWN, BARBADOS, FEDERACIÓN DE LAS INDIAS ORIENTALES
[Me dijeron que debía esperar un “barco alto,” aunque las “velas” del I.S. Imfingo son en realidad cuatro turbinas verticales de viento que se levantan desde su esbelto casco de trimarán. Al ver que están conectadas a una batería de PEMs, células de energía basadas en una membrana de intercambio de protones que le permiten convertir el agua de mar en electricidad, es fácil entender por qué la “I” del prefijo “I.S.” se refiere a su energía “ilimitada.” Reconocida como el futuro indiscutible del transporte marítimo, todavía es raro ver un barco con esa tecnología que no lleve la bandera de algún gobierno. El Imfingo es de propiedad privada. Jacob Nyathi es su capitán.]
Yo nací al mismo tiempo que la nueva Sudáfrica, después del apartheid. En esos días de euforia, el nuevo gobierno no sólo nos prometió una democracia de “un voto por cada hombre,” sino empleo y vivienda para todo el país. Mi padre creyó que hablaban de algo inmediato. No entendía que esos eran objetivos a largo plazo, que se cumplirían sólo después de años—generaciones—de trabajo duro. Él pensó que si abandonábamos la tierra de nuestra tribu y nos mudábamos a la ciudad, habría una casa nueva y un trabajo bien pagado esperándonos al llegar. Mi padre era un hombre sencillo, un jornalero. No puedo culparlo por su falta de educación formal, por su sueño de una vida mejor para su familia. Así que nos establecimos en Kayelitsha, uno de los cuatro poblados principales alrededor de Ciudad el Cabo. Tuvimos una vida de pobreza, humillación y miserias. Esa fue mi niñez.
La noche en que sucedió, iba caminando a casa desde la estación del autobús. Eran casi las cinco de la mañana y acababa de salir de mi turno como mesero en el T.G.I. Friday’s del barrio Victoria. Había sido una buena noche. Las propinas fueron grandes, y las noticias del campeonato de las Tres Naciones eran motivo suficiente para que cualquier sudafricano se sintiese como de tres metros de altura. Los Springboks habían barrido a los All Blacks… ¡otra vez!
[Él sonríe al recordarlo.]
Quizá esos pensamientos me distrajeron al principio, o quizá estaba un poco cansado, pero recuerdo que mi cuerpo reaccionó instintivamente incluso antes de escuchar los primeros disparos. Las balaceras no eran raras, no en mi barrio, y mucho menos en esos días. “Una pistola por cada hombre,” ese era el eslogan de mi vida en Kayelitsha. Como un veterano de guerra, uno desarrolla habilidades de supervivencia que parecen casi instintivas. Las mías eran afiladas como una navaja. Me agaché, traté de ver de dónde venía el sonido, y al mismo tiempo busqué la superficie más dura para resguardarme. Casi todas las casas eran chozas improvisadas con pedazos de madera y latas dobladas, o simples láminas de plástico amarradas a unos postes que apenas si se sostenían. El fuego arrasaba con esos tugurios al menos una vez cada año, y las balas pasaban a través de ellos como si no hubiese más que aire.
Salí corriendo y me oculté tras una barbería que habían construido usando un contenedor de mercancía del tamaño de un auto grande. No era lo mejor, pero serviría por algunos segundos, lo suficiente para tranquilizarme y esperar a que terminara el tiroteo. Sólo que no acabó. Pistolas, escopetas, y ese golpeteo que nunca olvidaré, el ruido que te indica que alguien por ahí tiene un Kalashnikov. Estaba durando demasiado como para ser una simple barrida de una pandilla. Luego siguieron las voces, gritos. Comencé a oler humo. Escuché el sonido de una multitud. Me asomé por una esquina. Docenas de personas, casi todos en pijama, y todos gritando: “¡Corran! ¡Salgan de aquí! ¡Ahí vienen!” A mi alrededor comenzaron a encenderse las luces, y a asomarse rostros en todas las chozas. “¿Qué está pasando?” preguntaban. “¿Quién viene?” Esos eran los más jóvenes. Los viejos simplemente comenzaron a correr. Tenían un instinto de supervivencia diferente, un instinto que nació cuando ellos eran esclavos dentro de su propio país. En esos días, todo el mundo sabía a quiénes se referían cuando alguien decía “ahí vienen,” y si “ellos” venían, lo único que se podía hacer era correr y rezar.
¿Usted salió corriendo?
No pude. Mi familia, mi madre y mis dos hermanas, vivían sólo a unas puertas de la estación de Radio Zibonele, justo de donde venía toda esa gente. No estaba pensando con claridad. Fui un estúpido. Debí darme la vuelta, y encontrar un callejón o una calle desierta.
Traté de pasar a través de la multitud, empujando en la dirección opuesta. Pensé que podría pasar si me quedaba pegado a las paredes de los tugurios. Me empujaron dentro de uno, contra una de sus paredes de plástico, la cual me envolvió mientras toda la estructura colapsaba sobre mí. Estaba atrapado, no podía respirar. Alguien me pasó por encima y me golpeó la cabeza contra el suelo. Logré liberarme, rodando y revolcándome hasta salir a la calle. Todavía estaba tendido cuando los vi: diez o quince, unas siluetas frente a los fuegos de las casas incendiadas. No pude ver sus caras, pero sí escuchaba sus gemidos. Se acercaban a mí cojeando, con sus brazos levantados.
Me puse en pié, mi cabeza dando vueltas, con dolor por todo mi cuerpo. Comencé a retroceder instintivamente, hasta la “puerta” de la choza más cercana. Algo me agarró por detrás, tirando del cuello de mi camisa, rasgando la tela. Me di la vuelta, me agaché, y pateé tan fuerte como pude. Era grande, más grande y pesado que yo, por muchos kilos. Un fluido negro se deslizaba por el frente de su camisa blanca. Tenía un cuchillo clavado en el pecho, justo entre dos costillas y hundido hasta el mango. La tela de mi camisa, que estaba atorada entre sus dientes, cayó al piso cuando volvió a abrir la boca. Gimió y me atacó. Yo traté de esquivarlo. Me agarró por la muñeca. Sentí como crujía, y el dolor recorrió todo mi cuerpo. Caí de rodillas, traté de rodar y quizá derribarlo. Mi otra mano tropezó con una cacerola de metal muy pesada. La agarré y lo golpeé con fuerza. Directo en la cara. Lo golpeé una y otra vez, hundiéndole la cabeza hasta que el hueso se partió y sus sesos se regaron en el suelo. Cayó a un lado. Logré liberarme justo en el momento en que otro de ellos aparecía en la entrada. Esta vez, la débil naturaleza de la construcción fue mi ventaja. Le di una patada a la pared para abrirme paso, saliendo de allí mientras toda la choza se venía abajo.
Corrí, sin saber hacia dónde iba. Estaba en una pesadilla de chozas, fuego y manos que pasaban a mi lado tratando de agarrarme. Pasé por entre una choza en la que una mujer estaba escondida. Sus dos hijos de aferraban a ella, llorando. “¡Venga conmigo!” le dije. “¡Por favor, venga, tenemos que salir de aquí!” Extendí mis manos, acercándome a ella. Se puso delante de los niños, amenazándome con un afilado destornillador. Sus ojos estaban muy abiertos, llenos de terror. Podía escuchar sus sonidos detrás de mí… tropezando contra la paredes de la chozas, derribándolas a medida que se acercaban. Dejé de hablar en xhosa e intenté con el inglés. “Por favor,” Le rogué, “¡tiene que correr!” Traté de agarrarla, pero me apuñaló la mano. La deje allí. No sabía qué más podía hacer. Todavía la recuerdo, algunas veces cuando duermo o cierro los ojos. Algunas veces veo a mi madre en su lugar, y en vez de los niños que lloran, veo a mis hermanas.
Vi una luz frente a mí, brillando a través de las grietas y los agujeros de las chozas. Corrí tan rápido como pude. Tratando de llamar a alguien. Me faltaba el aliento. Pasé a través de la pared de una choza y de pronto me encontré en una espacio abierto. Las luces me cegaban. Sentí algo que chocaba contra mi hombro. Creo que me desmayé antes de llegar al suelo.
Desperté en una cama del Hospital Groote Schuur. Nunca había estado en un pabellón de recuperación como ese. Estaba todo tan blanco y limpio. Creí que estaba muerto. Estoy seguro que los medicamentos ayudaron con esa sensación. Nunca antes había probado ningún tipo de droga, y ni siquiera había bebido alcohol. No quería terminar como tantas personas de mi barrio, como mi padre. Toda mi vida había tratado de mantenerme limpio, pero…
La morfina, o lo que sea que me inyectaron, se sentía deliciosa. No me importaba nada más. No me importó cuando me dijeron que la policía me había disparado por error. Vi como sacaban a toda prisa al hombre de la cama de al lado, tan pronto como dejó de respirar. No me interesó lo que dijeron sobre un brote de “rabia.”
¿Quién estaba hablando de eso?
No lo sé. Como ya le dije, estaba volando más alto que las estrellas. Sólo recuerdo que había voces en el pasillo afuera de la sala, voces que gritaban y discutían. “¡Eso no es rabia!” gritó uno de ellos. “¡La rabia no le hace eso a la gente!” Luego… alguien más… sí “bueno, ¿entonces qué diablos sugieres? ¡Tenemos quince más en el piso de abajo! ¡Quién sabe cuántos más quedan ahí afuera!” Es gracioso, repaso esa conversación todo el tiempo en mi cabeza, lo que debería haber pensado, sentido, o hecho. Pasó mucho tiempo hasta que volví a estar sobrio, hasta que desperté y tuve que enfrentar la pesadilla.
TEL AVIV, ISRAEL
[Jurgen Warmbrunn es un apasionado de la comida etíope, y esa es la razón por la que nos reunimos en este restaurante de Falasha. Con su piel de un rosado brillante, y unas cejas blancas y desordenadas que hacen juego con su cabello al estilo “Einstein,” sería fácil confundirlo con un científico loco o con un profesor universitario. No es ninguno de los dos. Aunque nunca ha reconocido para qué servicio de inteligencia israelí trabajaba, y posiblemente sigue trabajando, en cierto momento de la conversación admite abiertamente que podría referirme a él como “un espía.”]
La mayoría de la gente no admite que algo puede pasar sino hasta después de que ha pasado. Eso no es estupidez ni debilidad, es sólo la naturaleza humana. No culpo a nadie por no creer. Y no me considero mejor ni más listo que ellos. Supongo que todo se reduce a un simple accidente de nacimiento. Sucede que yo nací dentro de una sociedad que vive con un constante temor a extinguirse. Es parte de nuestra naturaleza, parte de nuestro estado mental, y hemos aprendido a través de muchos errores y ensayos a estar siempre en guardia.
El primer aviso que tuve de La Peste fue a través de nuestros amigos y clientes en Taiwán. Llamaron a quejarse de nuestro nuevo software de decodificación de mensajes. Aparentemente había presentado fallas al descifrar unos e-mails de sus fuentes en la República Popular, o al menos los había descifrado tan mal, que el mensaje resultaba incomprensible. Sospeché que el problema no debía estar en el software, sino en los mensajes como tal. Los rojos del continente… supongo que ya no los llamaban rojos… ¿pero qué espera de un viejo como yo? Los rojos tenían la mala costumbre de usar muchos tipos diferentes de computadores, de distintos países y generaciones.
Antes de sugerirle esa solución a Taipei, pensé que sería una buena idea revisar yo mismo los mensajes. Me sorprendió ver que los caracteres estaban claramente decodificados. Pero el texto… tenía que ver con algún tipo de virus que primero eliminaba a la víctima, y luego reanimaba el cadáver como algún tipo de animal furioso y homicida. Por supuesto, no creí que eso fuese literal, especialmente porque unas pocas semanas después, estalló una crisis en el área de Taiwán y todos los mensajes sobre cadáveres reanimados dejaron de llegar. Sospeché que había una segunda capa de encriptación, un código dentro de otro código. Era un procedimiento normal, que se remontaba incluso a los primeros días de la comunicación humana. Por supuesto que los rojos no podían estar hablando de cadáveres reales. Tenía que ser algún sistema nuevo de armas, o un plan de guerra ultra secreto. Dejé el asunto ahí, y traté de olvidarme de él. Sin embargo, como uno de sus grandes héroes nacionales solía decir: “Mi sentido arácnido me alertaba.”
Poco tiempo después, durante la recepción de la boda de mi hija, me encontré hablando con uno de los profesores de mi yerno en la Universidad Hebrea. El tipo era un hablador, y había bebido más de la cuenta. Me dijo que un primo suyo había estado haciendo algún trabajo en Sudáfrica, y le había contado algunas historias sobre gólems. ¿Usted conoce la historia del Gólem? Esa vieja leyenda de un rabino que le dió vida a una estatua inanimada. Mary Shelley se robó esa idea para su libro Frankenstein. Al principio no le dije nada, sólo escuché. El tipo siguió hablando acerca de unos gólems que no estaban hechos de arcilla, ni eran dóciles y obedientes. Tan pronto como mencionó que eran cadáveres reanimados, le pedí su número. Resultó que su primo había estado en Ciudad del Cabo en una de esas “excursiones extremas,” creo que era buceo alimentando tiburones…
[Hace un gesto girando los ojos.]
Al parecer, un tiburón le había arrancado un bocado justo del trasero, y por eso se encontraba internado en el Hospital Groote Schuur cuando llegaron las primeras víctimas del poblado de Kayelitsha. Él no vio ninguno de esos casos en persona, pero los empleados le contaron suficientes historias como para llenar mi viejo dictáfono. Luego presenté su relato, junto con los e-mails chinos descifrados, a mis superiores.
Fue en ese momento que me vi beneficiado por las particulares circunstancias de nuestra precaria seguridad. Antes, en octubre de 1973, cuando los ataques coordinados de los árabes nos hicieron retroceder casi hasta el Mediterráneo, habíamos tenido todos los informes de inteligencia a nuestra disposición, todas las señales de alerta, y simplemente habíamos dejado “caer la bola.” Nunca creímos en la posibilidad de un ataque total, coordinado y convencional por parte de varias naciones, y mucho menos durante nuestros días de fiesta más sagrados. Llámelo como quiera, ingenuidad, rigidez, o una imperdonable mentalidad de manada. Imagínese un grupo de gente mirando un mensaje escrito en una pared, y todos felicitándose por haber logrado leer el mensaje correctamente; pero que detrás de ellos hay un espejo, y sólo en el reflejo se puede ver el mensaje verdadero. Nadie está mirando al espejo, porque ninguno cree que es necesario. Bueno, después de que los árabes casi lograron terminar lo que Hitler había empezado, nos dimos cuenta de que no sólo era necesario mirar al espejo, sino que eso debía formar parte de nuestra política nacional. Desde 1973 en adelante, si nueve analistas de inteligencia llegaban a la misma conclusión, era obligación del décimo llevarles la contraria. Sin importar qué tan remota o absurda pudiese ser una conclusión, uno siempre debía investigar más a fondo. Si la planta nuclear de un país vecino podía ser usada para fabricar plutonio para armas, uno investigaba; si se corría el rumor de que algún dictador estaba construyendo un cañón tan grande que podía disparar cápsulas de ántrax a través de países enteros, uno investigaba; y si existía la más mínima posibilidad de que los muertos estuviesen siendo reanimados como máquinas asesinas sin control, uno investigaba e investigaba hasta dar con la absoluta verdad.
Y eso fue lo que hice, investigué. Al principio no fue fácil. Con China fuera del juego… la crisis en Taiwán había cortado cualquier fuente de inteligencia… me quedaron muy pocos lugares para conseguir información. La mayoría era basura, especialmente la de Internet; zombies del espacio y el Área 51… ¿Cuál es la obsesión qué tienen en su país con el Área 51? Después de un tiempo comencé a conseguir datos más útiles: casos de “rabia” similares a los de Ciudad del Cabo… el nombre de “rabia africana” se lo pusieron luego. Descubrí las evaluaciones psicológicas de de una tropa de soldados canadienses que habían regresado poco antes desde Kirguiztán. Encontré un artículo en el blog de una enfermera brasileña, en el que les contaba a sus amigos sobre el asesinato de un cardiólogo.
La mayor parte de mi información salió de la Organización Mundial de la Salud. Las Naciones Unidas son una obra maestra de la burocracia, con miles de fragmentos de información valiosa, enterrados bajo montañas de reportes que nadie lee. Encontré incidentes similares por todo el mundo, todos ellos descartados por medio de otras explicaciones más “posibles.” Todos esos casos me permitieron formar un único mosaico de esa nueva amenaza. Los sujetos en cuestión estaban muertos de verdad, eran hostiles, y se estaban esparciendo sin lugar a dudas. También hice un descubrimiento muy esperanzador: cómo eliminarlos.
Destruir el cerebro.
[Se ríe.] Hablamos de eso hoy en día como si fuera cosa de magia, como el agua bendita o una bala de plata, ¿Pero por qué no sería lógico pensar que destruir el cerebro acabaría con esas criaturas? ¿Acaso no es la mejor manera de eliminarnos a nosotros?
¿Los seres humanos?
[Asiente.] ¿No es eso todo lo que somos? Un cerebro que es mantenido con vida por una compleja y vulnerable máquina llamada cuerpo. El cerebro no puede seguir vivo si parte de la máquina es destruida, o por lo menos privada de algunos elementos básicos como comida y oxígeno. Esa es la única diferencia considerable entre nosotros y “los muertos vivientes.” Sus cerebros no necesitan de todo ese sistema de soporte para vivir, así que es necesario atacar el órgano directamente. [Su mano derecha, imitando una pistola, se levanta y apunta hacia su sien.] ¡Una solución muy simple, pero sólo si se conoce el problema! Debido a la velocidad con la que se estaba propagando la plaga, pensé que sería prudente verificar mis datos con los círculos de inteligencia extranjeros.
Paul Knight había sido mi amigo por muchos años, desde que trabajamos juntos en Entebbe. La idea de usar una copia del Mercedes negro de Amín fue suya. Paul había dejado de trabajar para el gobierno desde las “reformas” de su agencia, y se había ido a trabajar con una firma privada de consultoría en Bethesda, Maryland. Cuando llegué hasta su casa, me sorprendió ver que no sólo había estado trabajando en el mismo asunto que yo, en su tiempo libre, claro, sino también que su archivo era tan grueso y pesado como el mío. Nos pasamos toda una noche leyendo cada uno los descubrimientos del otro. Ninguno de los dos habló. No creo que ninguno fuese consciente de la presencia del otro, o del mundo a nuestro alrededor, excepto por las palabras que teníamos frente a nuestros ojos. Terminamos de leer casi al mismo tiempo, justo cuando el cielo comenzaba a aclarar por el oriente.
Paul pasó la última página, luego me miró y dijo muy convencido: “¿Esto se ve mal, eh?” Asentí, él también, y luego dijo, “¿Entonces qué vamos a hacer al respecto?”
Y así fue como se escribió el informe “Warmbrunn-Knight.”
Desearía que la gente dejara de llamarlo así. Había al menos otros quince nombres en ese informe: epidemiólogos, agentes de inteligencia, analistas militares, periodistas, incluso un árbitro de la ONU que había estado vigilando las elecciones en Yakarta cuando ocurrieron los primeros casos en Indonesia. Cada uno era un experto o experta en su campo, y todos habían llegado a una conclusión similar antes de que los contactáramos. Nuestro informe tenía menos de cien páginas. Era conciso, incluía todo lo esencial, y era todo lo que pensamos que había que saber para evitar que la infección se convirtiese en una epidemia. Sé que gran parte del crédito se lo han dado al plan de guerra sudafricano, y eso es justo, pero si más gente hubiese leído nuestro informe y trabajado para hacer realidad sus recomendaciones, ese plan nunca hubiese tenido que existir.
Pero algunas personas sí leyeron y creyeron en su informe. Su propio gobierno…
Pero fueron muy pocos, y vea lo que eso nos costó.
BELÉN, PALESTINA
[Con su aspecto duro y sus modales pulidos, Saladin Kader podría ser una estrella de cine. Es amigable pero nunca exagerado, seguro de sí mismo pero no arrogante. Trabaja como profesor de planeación urbana en la Universidad Khalil Gibrán, y, naturalmente, es el amor platónico de todas sus estudiantes. Nos sentamos bajo la estatua del personaje que da su nombre a la Universidad. Como casi todo lo demás en una de las ciudades más pobladas de Medio Oriente, el bronce pulido de la figura brilla bajo el sol.]
Nací y me crié en Ciudad de Kuwait. Mi familia era una de las pocas “afortunadas” que no fueron expulsadas después de 1991, cuando Arafat se alió con Saddam contra el resto del mundo. No éramos ricos, pero tampoco nos iba mal. Vivía confortablemente, quizá demasiado, podría decirse, y eso se notaba en mi actitud y en todo lo que hacía.
Estaba viendo las noticias del canal Al-Yazira desde el mostrador del Starbucks en el que trabajaba todos los días al salir de la escuela. Era la hora pico de la tarde, y el lugar estaba lleno. Debería haber escuchado esa multitud, todos los gritos y las protestas. Estoy seguro de que el ruido allí era el mismo que se escuchaba en ese momento en el salón de la Asamblea General.
Por supuesto, muchos pensábamos que era otra mentira de los sionistas, ¿quién no? Cuando el embajador israelí anunció ante la Asamblea General de la ONU que su país asumiría una política de “cuarentena voluntaria,” ¿qué se suponía que íbamos a pensar? ¿Se suponía que debía creer en esa absurda historia de que la rabia africana era en realidad algún nuevo tipo de virus que convertía a los muertos en caníbales sedientos de sangre? ¿Cómo puede alguien creer en semejante estupidez, especialmente si sale de la boca de tu más odiado enemigo?
Ni siquiera le presté atención a la segunda parte del discurso de ese gordo bastardo, la parte en la que ofrecía asilo, sin condiciones, a cualquier judío nacido de extranjeros, cualquier extranjero cuyos padres hubiesen nacido en Israel, cualquier palestino de los territorios previamente ocupados, o cualquier palestino cuya familia hubiese vivido dentro del territorio israelí. Esa última parte cobijaba a mi familia, refugiados de los ataques sionistas de la guerra del 67. Por recomendación de los líderes de la OLP, habían huido de su aldea creyendo que regresarían cuando nuestros hermanos egipcios y sirios expulsaran a los judíos hacia el mar. Yo nunca había estado en Israel, o lo que pronto sería absorbido dentro del Estado Unificado de Palestina.
¿Qué creyó que había detrás de da decisión de Israel?
Esto fue lo que pensé: Los sionistas estaban saliendo de los territorios ocupados, pero decían que era una retirada voluntaria, igual que en el Líbano y más recientemente en la Franja de Gaza, pero en realidad, justo como antes, éramos nosotros los que los habíamos expulsado. Ellos sabían que el siguiente golpe destruiría esa atrocidad ilegal que llamaban país, y para resistir ese golpe final estaban tratando de reclutar a los extranjeros judíos como carne de cañón y… y —me creí tan listo por pensar en esto— ¡llevarse también a todos los palestinos que pudieran para usarlos como escudos humanos! Yo creía saber todas las respuestas. ¿Quién no cree eso a los diecisiete años?
Mi padre no estaba tan convencido de mi ingenio para la política. Él era un empleado de limpieza en el Hospital Amiri. Estuvo de turno la noche del primer contagio de rabia africana. Él no vio los cadáveres levantándose de sus camillas, ni la masacre de los pacientes y los guardias de seguridad, pero lo que vio después fue suficiente para convencerlo de que quedarse en Kuwait era un suicidio. Se decidió a salir el mismo día en que Israel hizo su declaración.
Eso debió ser difícil de escuchar.
¡Era una blasfemia! Traté de hacerlo entrar en razón, de convencerlo con mi lógica de adolescente. Le mostré las imágenes de Al-Yazira, las imágenes de la costa occidental del Nuevo Estado de Palestina; las celebraciones, las demostraciones. Cualquiera que tuviese ojos podía ver que la liberación estaba al alcance de nuestras manos. Los israelíes se habían retirado de los territorios ocupados y ya se estaban preparando para evacuar Al-Quds, ¡lo que antes llamaban Jerusalén! Todas las luchas de bandos, la violencia entre nuestros grupos de resistencia… sabía que todo terminaría cuando nos uniéramos para nuestro golpe final contra los judíos. ¿Acaso mi padre no podía verlo? ¿No podía entender que, en unos pocos meses o años, estaríamos regresando a nuestra tierra?, esta vez como libertadores, no como refugiados.
¿Cómo se resolvió esa discusión?
“Resolvió,” qué eufemismo tan condescendiente. Se “resolvió” después del segundo contagio, el más grande, en Al-Jahra. Mi padre ya había renunciado a su trabajo y vaciado su cuenta del banco… todo nuestro equipaje estaba empacado… los tiquetes confirmados. La televisión sonaba en el fondo, algo sobre las fuerzas antimotines de la policía cercando una casa. No se podía ver a qué le estaban disparando. El informe oficial culpaba de la violencia a unos “extremistas pro-occidentales.” Mi padre y yo estábamos discutiendo, como siempre. Estaba tratando de convencerme de lo que había visto en el hospital, de que para cuando nuestros líderes se dieran cuenta del peligro, sería demasiado tarde para todos nosotros.
Yo, por supuesto, le reproché su ignorancia, y su deseo de abandonar “la lucha.” ¿Qué más podía esperar de un hombre que se había pasado toda la vida limpiando los retretes de un país que trataba a nuestra gente tan mal como a los inmigrantes filipinos? Él no veía las cosas en perspectiva, había perdido su orgullo. Los sionistas le ofrecían promesas vacías de una vida mejor, y él estaba lanzándose tras ellas como un perro tras las sobras.
Mi padre trató, con toda la paciencia que pudo reunir, de hacerme ver que él no sentía más amor por Israel que cualquiera de los mártires de Al-Aqsa, pero que parecía ser el único país que se estaba preparando para la catástrofe que se avecinaba, y el único que estaba dispuesto a recibir a nuestra familia.
Me reí en su cara. Luego solté la bomba: le dije que había entrado al sitio Web de los Hijos de Yasín11 y que ya estaba esperando el e-mail del agente de reclutamiento que operaba en Ciudad de Kuwait. Le dije a mi padre que podía largarse y trabajar como una puta en Yehud si eso era lo que quería, pero que la próxima vez que nos viéramos, sería cuando yo lo rescatase de un campo de prisioneros. Me sentí muy orgulloso de mis palabras y pensé que me había escuchado como a un héroe. Lo miré a los ojos, me levanté de la mesa, e hice mi última declaración: “¡Los seres peores, para Alá, son los que habiendo sido infieles en el pasado, se obstinan en su incredulidad!”12
La mesa del comedor quedó en silencio. Mi madre clavó sus ojos en el piso y mis hermanas se miraron entre sí. Lo único que se escuchaba era la TV, las palabras desesperadas del reportero en vivo, diciéndole a todo el mundo que conservara la calma. Mi padre no era un hombre grande. Para entonces, creo que yo ya era más grande que él. Nunca antes lo había visto enojado, y creo que nunca lo vi levantar su voz. Pero vi algo en sus ojos, algo que no pude reconocer, y de pronto lo tuve sobre mí, un torbellino de rayos que me arrojó contra la pared y me golpeó tan fuerte que mi oído izquierdo quedó silbando. “¡VAS a ir!” gritó mientras me agarraba por los hombros y me golpeaba una y otra vez contra la pared de aglomerado. “¡Yo soy tu padre! ¡Me obedecerás!” Su siguiente golpe nubló toda mi visión. “¡TE IRÁS CON TODA TU FAMILIA, O NO SALDRÁS VIVO DE ESTE CUARTO!” Más gritos, agarres, golpes y empujones. No entendía de dónde había salido ese hombre, ese león que había reemplazado a mi dócil y frágil excusa de padre. Un león que protegía a sus cachorros. Él sabía que el miedo era la única arma que le quedaba para salvar mi vida, y si yo no le temía a la plaga, maldita sea, ¡iba a temerle a él!
¿Y funcionó?
[Se ríe.] Valiente mártir que resulté, creo que estuve llorando todo el camino hasta El Cairo.
¿Cairo?
No había vuelos directos desde Israel hasta Kuwait, ni siquiera desde Egipto, desde que la Liga Árabe impuso sus restricciones de viaje. Teníamos que volar desde Kuwait hasta El Cairo, y luego tomar un autobús a través del desierto de Sinaí hasta el cruce de Taba.
Cuando nos acercábamos a la frontera, vi la pared por primera vez. Todavía no estaba terminada, eran sólo unas barras de acero levantándose desde unos cimientos de concreto. Yo había oído sobre el infame “cerco de seguridad” —¿qué ciudadano del mundo árabe no lo había oído?— pero siempre había pensado que sólo rodeaba la costa occidental y la Franja de Gaza. Allí afuera, en medio de aquel desierto, eso sólo confirmaba mi teoría de que los israelíes estaban preparándose para un ataque a lo largo de toda su frontera. Muy bien, pensé. Los egipcios por fin volvieron a descubrir dónde están sus pelotas.
En Taba, nos bajaron del autobús y nos ordenaron que camináramos, en fila, junto a unas jaulas que encerraban unos perros muy grandes y de aspecto feroz. Pasamos uno por uno. Un guardia fronterizo, un africano negro y flaco —yo no sabía que había negros judíos13— nos hacía señas con la mano. “¡Esperen ahí!” dijo en un árabe casi irreconocible. Luego, “¡usted, venga!” El hombre frente a mí en la fila era viejo. Tenía una larga barba blanca y se apoyaba en un bastón. Cuando pasó junto a los perros, estos enloquecieron, aullando y ladrando, tratando de morder y embestir las paredes de sus jaulas. Instantáneamente, dos tipos grandes en ropas de civil se pusieron al lado del viejo, diciéndole algo al oído y llevándoselo lejos. Pude ver que el viejo estaba herido. Su dishdasha estaba rasgada a la altura de la cadera, con una mancha marrón de sangre. Con toda seguridad, esos hombres no eran médicos, y la camioneta negra y sin distintivos a la que lo llevaron no era ninguna ambulancia. Malditos, pensé mientras los familiares del anciano lo reclamaban llorando. Están descartando a los que son muy viejos o enfermos como para serles útiles. Luego fue nuestro turno de pasar por el camino de los perros. No me ladraron a mí, ni al resto de mi familia. Creo que uno de ellos sacudió la cola cuando mi hermana le extendió la mano. Sin embargo, el hombre que pasó después de nosotros… otra vez los ladridos y aullidos, y otra vez los tipos de civil. Volteé para mirarlo, y me sorprendí al ver un hombre blanco, americano quizá, o canadiense… no, tenía que ser americano, su inglés era muy ruidoso. “¡Vamos, estoy bien!” gritó mientras forcejeaba. “Vamos hombre, ¿qué pasa?” Iba bien vestido, de traje y corbata, y una maleta que le hacía juego, la cual fue arrojada a un lado cuando comenzó a luchar con los israelíes. “¡Vamos hombre, no te metas conmigo! ¡Soy uno de ustedes! ¡Vamos!” Se le rompieron los botones de la camisa, revelando un vendaje cubierto de sangre alrededor de su vientre. Seguía gritando y pateando cuando lo metieron detrás de la camioneta. No lo entendía. ¿Por qué esas personas? Era claro que no se trataba de ser árabe, y ni siquiera era por estar herido. Vi a varios refugiados con heridas graves que pasaron tranquilamente sin ser molestados por los guardias. Los escoltaron hasta unas ambulancias, ambulancias de verdad, no las camionetas negras. Sabía que tenía algo que ver con los perros. ¿Estaba detectando infecciones de rabia? Esto era lo que tenía más sentido, y esa siguió siendo mi teoría durante el cautiverio en las afueras de Yerohán.
¿El campamento de reubicación?
Reubicación y cuarentena. En esos días, yo lo veía sólo como una prisión. Era exactamente lo que me había imaginado que nos pasaría: las tiendas, el hacinamiento, los guardias, el alambre de púas, y el ardiente y mortal sol del Desierto de Neguev. Nos sentíamos como prisioneros, éramos prisioneros, y aunque nunca tuve el coraje de decirle a mi padre “te lo dije,” él podía leerlo claramente en mi expresión de amargura.
Lo que nunca me imaginé fueron todos esos chequeos médicos; todos los días, y por todo un ejército de personal médico. Sangre, piel, pelo, saliva, incluso orina y heces14… era agotador, humillante. Lo único que lo hizo soportable, y probablemente lo que evitó un motín general entre los musulmanes detenidos, fue que casi todos los médicos y enfermeras que realizaban los exámenes eran también palestinos. Los exámenes de mi madre y mis hermanas los realizó una mujer, una americana de un lugar llamado Jersey City. El hombre que nos examinó era de Jabalia, en Gaza, y él mismo había estado allí detenido sólo unos meses antes. Todo el tiempo nos decía, “Tomaron la decisión correcta al venir aquí. Ya lo verán. Ya sé que es difícil, pero verán que era la única salida.” Nos dijo que todo era verdad, todo lo que los israelíes habían dicho. Todavía no era capaz de creerle, a pesar de que una parte de mí quería hacerlo.
Estuvimos en Yerohán por tres semanas, hasta que nuestros documentos fueron procesados y nuestros exámenes médicos dieron el resultado que buscaban. Usted sabe como era, en todo ese tiempo ni siquiera miraron nuestros pasaportes. Con todo lo que había trabajado mi padre para que nuestros documentos oficiales estuviesen en orden. Creo que eso era lo que menos les importaba. A menos que el Ministerio de Defensa Israelí o la policía lo estuviesen buscando a uno por actividades previas “no-kosher,” lo único que importaba era el estado de salud.
El Ministerio de Desarrollo Social nos entregó vales para adquirir una vivienda subsidiada, educación gratuita, y un trabajo para mi padre con un salario suficiente para sostener a toda la familia. Es demasiado bueno para ser verdad, pensé mientras subíamos al autobús rumbo a Tel-Aviv. El martillo caerá sobre nosotros en cualquier momento.
Y lo hizo cuando llegamos a la ciudad de Beer-Sheva. Yo estaba dormido y no escuché los disparos, ni ví cuando el parabrisas se rompió en mil pedazos. Me desperté al sentir el autobús sacudiéndose sin control. Chocamos contra el costado de un edificio. La gente gritaba, vidrios y sangre regados por todas partes. Toda mi familia estaba cerca de una salida de emergencia. Mi padre expulsó la puerta de una patada y nos empujó hacia la calle.
Había disparos, parecían salir de todas las puertas y las ventanas. Pude ver que eran soldados contra civiles, estos últimos con armas y bombas hechizas. ¡Al fin! pensé. ¡Mi corazón quería saltar de mi pecho! ¡Ha comenzado la liberación! Antes de que pudiese hacer algo, antes de poder unirme a mis compatriotas en batalla, alguien me agarró por la camiseta y me empujó a través de la puerta de un Starbucks.
Fui arrojado al piso, a un lado de mis familiares. Mis hermanas lloraban mientras mi madre trataba de cubrirlas con su propio cuerpo. Mi padre tenía una herida de bala en un hombro. Un soldado del ejército israelí me empujó contra el suelo, manteniendo mi cabeza alejada de la ventana. Me hervía la sangre; comencé a buscar cualquier cosa que pudiese ser usada como arma, quizá hasta un trozo de vidrio para clavárselo en el cuello a ese maldito yehud.
De repente, una de las puertas traseras del Starbucks se abrió. El soldado volteó hacia ella y comenzó a disparar. Un cuerpo ensangrentado cayó al suelo justo frente a nuestros ojos, y una granada salió rodando de su temblorosa mano. El soldado agarró la bomba y trató de arrojarla a la calle. Explotó en el aire. Su cuerpo nos protegió de la explosión. Cayó sobre el cuerpo de mi compatriota árabe asesinado. Excepto que no era un árabe. Cuando mis lágrimas se secaron, ví que en la cabeza traía unos payot y una yarmulka, y un tzitzit ensangrentado colgaba a un lado de sus pantalones desgarrados. Aquel hombre era un judío, ¡los rebeldes armados en las calles eran judíos! La batalla a nuestro alrededor no era un levantamiento de insurgentes palestinos, sino los inicios de la Guerra Civil Israelí.
En lo personal, ¿cuál cree que fue la causa de esa guerra?
Creo que fueron muchas causas. Sé que la repatriación de los palestinos no fue una decisión popular, ni la retirada de las orillas occidentales. Estoy seguro que el Plan Estratégico de Reubicación de Poblaciones debió enojar a una buena parte de su gente. Un montón de israelíes tuvieron que ver cómo demolían sus casas para darle espacio a esos complejos residenciales fortificados y autosuficientes. Lo de Al-Quds… esa fue la última gota. El gobierno de la Coalición decidió que ese era su mayor punto débil, demasiado grande como para controlarla, y dejaba un hueco que llevaba justo al centro de Israel. No sólo evacuaron esa ciudad, sino también desde Nablus hasta el corredor de Hebrón. Pensaban que construir una muralla más baja a lo largo de la demarcación de 1967 era la única manera de asegurar una total seguridad, sin importar las represalias de sus propios grupos religiosos de derecha. Me enteré de todo eso mucho después, usted sabe, y también que la única razón por la que el ejército israelí triunfó al final, fue porque la mayoría de los rebeldes provenían del movimiento ultraortodoxo, y por lo tanto nunca habían prestado servicio en las fuerzas armadas. ¿Usted sabía eso? Yo no. Me di cuenta de que no sabía prácticamente nada acerca de esa gente que había odiado toda mi vida. Todo lo que creía cierto se desvaneció ese día y fue reemplazado por el rostro de nuestro verdadero enemigo.
Iba corriendo con toda mi familia hacia la parte trasera de un tanque israelí,15 cuando una de esas camionetas negras dobló la esquina. Un mortero la golpeó directamente en el motor. La camioneta salió despedida por los aires, aterrizó al revés, y explotó en una brillante bola de fuego naranja. Todavía me faltaban algunos pasos para alcanzar las puertas del tanque y tuve el tiempo exacto para ver cómo sucedía todo. Unas figuras se deslizaron fuera de la camioneta en llamas, lentas antorchas humanas, cuyas ropas y piel estaban cubiertas de gasolina ardiente. Los soldados a nuestro alrededor comenzaron a dispararle a las figuras. Podía ver los pequeños agujeros en sus pechos a medida que las balas los atravesaban sin producir daños. El líder de escuadrón a mi lado gritó: “¡B’rosh! ¡Yoreh B’rosh!” y los soldados ajustaron sus visores. Las… las cabezas de las criaturas estallaron. La gasolina terminó de consumirse cuando cayeron al suelo, sólo unos cadáveres carbonizados y sin cabeza. De pronto entendí lo que mi padre había estado tratando de advertirme, ¡lo que los israelíes habían estado tratando de advertirle al resto del mundo! Lo que no pude entender fue por qué el resto del mundo no quiso escucharlos.
CULPA
LANGLEY, VIRGINIA, ESTADOS UNIDOS
[La oficina del director de la Agencia Central de Inteligencia podría confundirse con la de un gerente de negocios, un médico, o cualquier director de una escuela de pueblo. Está la habitual colección de textos de referencia en los anaqueles, diplomas y fotografías en la pared, y, en su escritorio, una bola de béisbol autografiada por Johnny Bench, el receptor de los Rojos de Cincinnati. Bob Archer, mi anfitrión, puede ver claramente en mi rostro que me esperaba algo muy distinto. Sospecho que por esa razón decidió concederme esta entrevista precisamente en ese lugar.]
Cuando usted piensa en la CIA, seguramente se imagina dos de nuestros mitos más populares y duraderos. El primero es que nuestra misión es registrar todo el planeta en busca de cualquier potencial amenaza contra los Estados Unidos, y el segundo mito es que en verdad tenemos el poder de hacer lo primero. Todo eso es consecuencia de de tener una organización que, dada su naturaleza, debe existir y operar en secreto. El secreto es como un vacío, y nada llena ese vacío tan bien como la especulación paranoica. “¿Hey, sabes quién mató a fulano de tal? escuché que fue la CIA. ¿Hey, escuchaste de ese golpe en la República de El Banano?, debió ser la CIA. Hey, ten cuidado al entrar a esa página Web, ¿sabes quién lleva un registro de todas las páginas de Internet que uno visita a toda hora?, ¡la CIA!” Esa era la imagen que casi todos tenían de nosotros antes de la guerra, y era una imagen que estábamos más que complacidos de cultivar. Queríamos que los malos sospecharan de nosotros, que nos temieran, y quizá que lo pensaran dos veces antes de lastimar a cualquiera de nuestros ciudadanos. Esa era la ventaja de nuestra fachada como algún tipo de pulpo omnisciente. La única desventaja era que nuestra propia gente creía también en esa imagen, así que cuando algo ocurría, en cualquier parte y sin previo aviso, ¿a dónde señalaba el dedo de las acusaciones? “¿Hey, cómo consiguieron esas armas nucleares en ese país? ¿Dónde estaba la CIA? ¿Cómo es que toda esa gente murió asesinada por ese fanático loco? ¿Dónde estaba la CIA? ¿Cómo es que, cuando los muertos volvieron a la vida, no nos enteramos sino hasta que entraron por las ventanas de la sala? ¡¿¡Dónde carajos estaba la maldita CIA!?!”
La verdad es que, ni la Agencia Central de Inteligencia, ni ninguna otra organización de investigación oficial o extraoficial de los Estados Unidos, son esa clase de omnipresentes y omniscientes iluminati de alcance mundial. Para empezar, nunca hemos tenido tanto presupuesto. Aún en los años en que nos entregaban cheques en blanco, durante la guerra fría, no era físicamente posible tener ojos y oídos en cada cuarto, caverna, callejón, burdel, búnker, oficina, hogar, auto, y arrozal del planeta. No me malentienda, no estoy diciendo que éramos impotentes, y quizá sí podamos darnos crédito por muchas de las cosas que nuestros fanáticos y detractores han sospechado a lo largo de los años. Pero si se suman todas las teorías de conspiración de cada loco, desde Pearl Harbor16 hasta el día antes del Gran Pánico, tendríamos que haber sido una organización no sólo más poderosa que todos los Estados Unidos, sino mayor a todos los esfuerzos combinados de la raza humana.
No somos una superpotencia oculta, con secretos antiguos y tecnología extraterrestre. Tenemos limitaciones muy reales y recursos extremadamente limitados, ¿así que por qué íbamos a desperdiciarlos siguiéndole la pista a cada amenaza potencial? Eso vá de la mano con el segundo mito, acerca de lo que una oficina de inteligencia hace realmente. Nos debilitaríamos si tratásemos de abarcar todo el mundo con la esperanza de tropezar por casualidad con nuevos y posibles peligros. En lugar de eso, tenemos que identificar y concentrarnos en aquellas amenazas que son claras y presentes. Si un vecino ruso está tratando de incendiar tu casa, no puedes prestarle atención al árabe que vive unas cuadras más abajo. Si de pronto los árabes están en tu jardín, no hay tiempo de preocuparse por los chinos, y si un día los comunistas chinos aparecen en tu puerta con una orden de desalojo en una mano y un cóctel Molotov en la otra, lo último que se te pasará por la mente será mirar por encima de sus hombros por si acaso pasa un muerto viviente.
¿Pero la epidemia no comenzó en China?
Sí, al mismo tiempo que una de las más grandes Maskirovkas en la historia del espionaje moderno.
¿Disculpe?
Un engaño, una fachada. La República Popular sabía que era nuestro principal objetivo de vigilancia. Sabían que no podrían ocultar sus barridas de “Seguridad y Salud.” Se dieron cuenta de que la mejor manera de enmascarar lo que estaban haciendo, era ocultarlo a plena vista. En lugar de mentir sobre las redadas, mintieron sobre la causa de las mismas.
¿La operación contra los disidentes?
Mucho más que eso, todo el asunto de las revueltas en Taiwán: la victoria del Partido Nacional Independentista de Taiwán, el asesinato del ministro de defensa de la República, la compra de armas, las amenazas de guerra, todas esas demostraciones y operaciones militares fueron idea del Ministerio de Seguridad Nacional, y todo fue para distraer la atención mundial de la verdadera amenaza que se gestaba en China. ¡Y funcionó! Cada trozo de información que nos llegaba de la República Popular, las desapariciones, las ejecuciones en masa, los toques de queda, el llamado a las tropas de reserva — todo podía ser justificado como una estrategia comunista normal. De hecho, funcionó tan bien, estábamos tan convencidos que la Tercera Guerra Mundial iba a explotar en Taiwán, que retiramos muchos agentes de inteligencia de los países en los que la amenaza de los muertos vivientes apenas comenzaba a manifestarse.
Los chinos lo hicieron bien.
Y nosotros muy mal. No fueron los mejores momentos de la Agencia. Todavía nos estamos recuperando de las purgas…
¿Habla de las reformas?
No, llámelas purgas, porque eso es lo que fueron. Cuando Joe Stalin ejecutó o arrojó en prisión a sus mejores comandantes, no le hizo ni la mitad del daño a su seguridad nacional que lo que la administración nos hizo a nosotros con sus “reformas.” La última guerra en Medio Oriente había sido un desastre, y adivine a quién le echaron la culpa. Nos habían pedido que justificáramos algo que era en realidad una agenda política, y cuando esa acción se convirtió en un obstáculo político, las mismas personas que nos dieron las órdenes se mezclaron entre la multitud y nos señalaron con el dedo. “¿Quién nos dijo que debíamos declarar la guerra? ¿Quién nos metió en todo este problema? ¡La CIA!” No podíamos defendernos sin comprometer la seguridad nacional. Tuvimos que quedarnos sentados y aguantar el golpe. ¿Y el resultado? La pérdida de cabezas muy importantes. Por qué iban a quedarse para ser las víctimas de una cacería de brujas política, cuando podían pasarse al sector privado: un cheque más grande, horas de trabajo decentes, y quizá, sólo quizá, un poco de respeto y aprecio de la gente para la que trabajan. Perdimos a muy buenos hombres y mujeres, con mucha experiencia, iniciativa, y una invaluable capacidad de análisis. Sólo nos quedamos con las sobras, un montón de eunucos miopes y sin olfato.
Pero seguramente no eran todos así.
No, claro que no. Algunos de nosotros nos quedamos porque de verdad creíamos en lo que hacíamos. No estábamos en esto por el dinero o las prestaciones laborales, y ni siquiera por una ocasional palmadita en la espalda. Estábamos en esto porque queríamos prestarle un servicio a nuestro país. Queríamos que nuestra gente estuviese segura. Pero a pesar de todos los nobles ideales, llega un momento en que uno se debe dar cuenta que la suma en dólares de toda la sangre, sudor, y lágrimas es simplemente cero.
¿Entonces usted sabía lo que estaba sucediendo?
No… no… no podía. No había manera de confirmarlo…
Pero lo sospechaba.
Tenía… dudas.
¿Podría ser más específico?
No, lo siento. Pero sí puedo decirle que le mencioné al asunto a mis compañeros más de una vez.
¿Y qué pasó?
La respuesta era siempre la misma, “es tu funeral, no el mío.”
¿Y así fue?
[Asiente.] Hablé con… alguien en una posición de autoridad… sólo fue una reunión de cinco minutos, expresándole mi preocupación. Él me agradeció por haber ido y me dijo que lo revisaría pronto. Al día siguiente recibí mi orden de traslado: Buenos Aires, con efecto inmediato.
¿Alguna vez escuchó del Informe Warmbrunn-Knight?
Hoy sí, pero en ese entonces… la copia fue entregada personalmente por Paul Knight, e iba dirigida “Sólo Para Sus Ojos” al director… la encontraron en el fondo del cajón de un secretario, en la oficina del FBI de San Antonio, tres años después del Gran Pánico. Fue una gran lección en ese entonces, porque justo después de mi traslado, Israel hizo pública su política de “Cuarentena Voluntaria.” Se había acabado el tiempo para prepararse. La verdad estaba ahí afuera; el asunto era quién iba a creer en ella.
VAALAJARVI, FINLANDIA
[Es primavera, la “estación de caza.” A medida que sube la temperatura y los cuerpos de los zombies congelados comienzan a reanimarse, los miembros de la F-N (Fuerzas del Norte) de la ONU llegan para su “Barrido y Limpieza” anual. El número de muertos vivientes es menor cada año. Según las estimaciones actuales, se espera que el área sea completamente “segura” en una década. Travis D’Ambrosia, Comandante Supremo de la Alianza Europea, está aquí en persona para supervisar las operaciones. Hay cierta suavidad en la voz del general, cierta tristeza. A lo largo de toda la entrevista, lucha para mantener contacto visual conmigo.]
No Voy a negar que se cometieron muchos errores. No voy a negar que debimos haber estado mejor preparados. Yo soy el primero en admitir que decepcionamos al pueblo norteamericano. Sólo quiero que la gente sepa por qué.
“¿Y qué tal si los israelíes tienen razón?” Esas fueron las primeras palabras en la boca del director a la mañana siguiente de la declaración de Israel ante la ONU. “No estoy diciendo que la tengan,” se apresuró a aclarar, “sólo digo, ¿qué tal si así es?” Quería opiniones sinceras, no ensayadas. Así era el director de la Junta de Mando, él era de esa clase de personas. Mantuvo la conversación como algo “hipotético,” con la idea de que era sólo un ejercicio mental de planeación. Después de todo, si el resto del mundo no estaba listo para creer en algo tan monumentalmente absurdo, ¿por qué íbamos a estarlo los hombres y las mujeres de aquel salón?
Le seguimos el juego tanto como pudimos, hablando entre risas o finalizando siempre con alguna broma… no estoy seguro de cuándo ocurrió el cambio. Fue tan sutil que creo que nadie se dio cuenta, pero de pronto estábamos allí en aquel cuarto lleno de militares profesionales, cada uno con décadas de experiencia en combate y más entrenamiento que un neurocirujano promedio, y todos estábamos hablando honesta y abiertamente sobre la amenaza de unos cadáveres que caminan. Fue como… una represa que se rompe; el tabú se desmoronó, y la verdad comenzó a salir. Fue… liberador.
¿Así que usted también tenía sus sospechas?
Por varios meses después de la declaración israelí; y el director también. Todos en aquel salón habían escuchado o sospechaban algo.
¿Alguno había leído el informe Warmbrunn-Knight?
No, ninguno. Yo había escuchado el nombre, pero no tenía ni idea sobre su contenido. De hecho, una copia llegó a mis manos casi dos años después del Gran Pánico. La mayoría de las medidas militares del informe eran, palabra por palabra, iguales a las nuestras.
¿Las suyas?
Hablo de nuestra propuesta a la Casa Blanca. Diseñamos un programa completo, no sólo para erradicar la amenaza del territorio estadounidense, sino para hacerla retroceder y controlarla en todo el mundo.
¿Y qué pasó?
A la Casa Blanca le encantó la Fase Uno. Era barata, rápida, y si se ejecutaba correctamente, 100% discreta. La Fase Uno consistía en el despliegue de unidades de Fuerzas Especiales en las áreas infestadas. Sus órdenes eran investigar, aislar, y eliminar.
¿Eliminar?
Hasta el último de ellos.
¿Esos eran los equipos Alfa?
Sí, señor, y fueron extremadamente exitosos. Aunque sus registros de combate seguirán siendo información clasificada por los próximos 140 años, puedo decirle que ese fue uno de los momentos más sobresalientes en la historia del ejército de elite de Norteamérica.
¿Entonces qué salió mal?
Nada, no en la Fase Uno, pero se suponía que los equipos Alfa eran sólo una medida coyuntural. Su misión nunca fue detener la amenaza, sólo hacerla retroceder y ganar el tiempo suficiente para la Fase Dos.
Pero la Fase Dos nunca se completó.
Ni siquiera se inició, y esa es la razón por la que el ejército norteamericano fue sorprendido con tan mala preparación.
La Fase Dos requería una enorme operación de envergadura nacional, de una magnitud que no se había visto desde los días más oscuros de la Segunda Guerra Mundial. Un esfuerzo como ese requería hercúleas cantidades de apoyo nacional y de dinero, y ambas cosas, para ese momento, ya no existían. El pueblo norteamericano había acabado de salir de un largo y sangriento conflicto. Estaban cansados. Estaban hartos. Al igual que en los 70s, el péndulo estaba oscilando de una posición de lucha, a una de rencor.
En los regimenes totalitarios —comunismo, fascismo, fundamentalismo religioso— el apoyo popular se da por hecho. Se pueden iniciar guerras, se pueden prolongar, se puede poner a cualquier persona en un uniforme por el tiempo que sea, sin tener que preocuparse nunca por las repercusiones políticas. En una democracia, la realidad es totalmente opuesta. El apoyo popular debe ser administrado como un recurso extremadamente limitado. Debe gastarse con sabiduría, con mesura, y tratando de obtener la mayor ganancia posible. Norteamérica es particularmente sensible a la fatiga de la guerra, y nada tiene peores repercusiones políticas como la percepción de la derrota. Digo “percepción” porque la sociedad norteamericana cree en el “todo o nada.” Nos gusta triunfar por lo alto, el touchdown, el knockout en el primer asalto. Nos gusta saber, y que todo el resto del mundo sepa, que nuestra victoria no sólo fue indiscutible, sino también devastadora. Si no… bueno… mire cómo estábamos antes del Pánico. No perdimos la última guerra en Medio Oriente, todo lo contrario. En realidad cumplimos una tarea muy difícil, con muy pocos recursos, y en condiciones extremadamente desfavorables. Ganamos, pero el público no lo vió así porque no fue el bombazo que nuestro espíritu nacional estaba buscando. Había pasado mucho tiempo, se había gastado mucho dinero, y muchas vidas se habían perdido o habían quedado destrozadas para siempre. No solamente habíamos derrochado todo nuestro apoyo popular, sino que estábamos en números rojos.
Piense solamente en el valor en dólares de la Fase Dos. ¿Sabe cuál es el precio de poner a un ciudadano norteamericano en uniforme? Y no estoy hablando sólo del tiempo que pasa activamente con ese uniforme: el entrenamiento, el equipo, la comida, el alojamiento, el transporte, y la atención médica. Estoy hablando del valor a largo plazo que el país, el contribuyente norteamericano, tiene que seguir pagando por esa persona durante el tiempo que le quede de vida. Es una aplastante carga financiera, y en esos días apenas si contábamos con suficiente dinero para mantener los soldados que teníamos.
Aún si las arcas no hubiesen estado vacías, aún si hubiésemos tenido todo el dinero necesario para fabricar los uniformes y el equipo necesario para implementar la Fase Dos, ¿a quién habríamos podido conseguir para llenarlos? Todo eso está relacionado con la fatiga de guerra de los norteamericanos. Como si los horrores “tradicionales” no fuesen suficientes —los muertos, los desfigurados, los traumatizados de por vida— teníamos que enfrentarnos con toda una nueva gama de dificultades, “Los traicionados.” Éramos un ejército de voluntarios, y mire lo que les pasó a nuestros voluntarios. ¿Cuántas historias ha escuchado sobre un soldado al que le extendieron el tiempo de servicio, o un reservista que, después de diez años de vida civil, de pronto se vió llamado otra vez al servicio activo? ¿Cuántos soldados perdieron sus trabajos o sus casas? ¿Cuántos regresaron para encontrar sus vidas arruinadas, o peor aún, nunca regresaron? Los norteamericanos somos gente honesta, y esperamos siempre un trato justo. Yo sé que otras culturas suelen pensar que éramos ingenuos e infantiles, pero es uno de nuestros principios más sagrados. Ver al Tío Sam incumpliendo su palabra, negándoles una vida privada a las personas, revocando su libertad…
Después de Vietnam, cuando yo era un joven líder de pelotón en Alemania Occidental, tuvimos que implementar un programa de incentivos para que nuestros soldados no se ausentaran sin licencia. Después de la última guerra, ningún tipo de incentivo fue suficiente para llenar nuestras filas, ni las bonificaciones de pago, ni las reducciones del tiempo de servicio, ni las herramientas de reclutamiento disfrazadas como juegos de video.17 Su generación ya había tenido más que suficiente, y es por eso que cuando los muertos vivientes comenzaron a devorar nuestro país, estábamos demasiado débiles y vulnerables como para detenerlos.
No estoy culpando a los líderes civiles ni estoy sugiriendo que los militares no debamos respetarlos. Así es nuestro sistema, y es el mejor del mundo. Pero hay que protegerlo, defenderlo, y nunca jamás volver a abusar de él de esa manera.
ESTACIÓN VOSTOK: ANTÁRTIDA
[Antes de la guerra, este refugio era considerado el más remoto de toda la Tierra. Situado cerca del polo geomagnético sur del planeta, sobre la corteza de hielo de cuatro kilómetros de espesor del Lago Vostok, las temperaturas aquí han alcanzado un récord mundial de menos ochenta y cinco grados Celsius, y rara vez suben más allá de los menos veintidós. El frío extremo, y el hecho de que el transporte terrestre tarda más de un mes en llegar a la estación, fueron las razones que hicieron de Vostok un lugar tan atractivo para Breckinridge “Breck” Scott.
Nos reunimos en “El Domo,” el vivero geodésico reforzado que obtiene su poder del generador geotérmico de la estación. Estas y muchas otras mejoras fueron implementadas por el mismo señor Scott cuando alquiló la estación del gobierno ruso. No ha salido de allí desde el Gran Pánico.]
¿Usted sabe sobre economía? Hablo del gran capitalismo global de antes de la guerra. ¿Entiende cómo funcionaba? Yo no, y cualquiera que le diga que sí entiende, le está hablando mierda. No hay reglas, no hay absolutos científicos. Uno gana o pierde, como lanzando unos dados. La única regla que entendí alguna vez, la aprendí de un profesor de historia en Wharton, no de uno de economía. “El miedo,” decía, “el miedo es el producto más valiosos de todo el universo.” Eso me cambió la vida. “Sólo enciende la televisión,” decía el. “¿Qué ves? ¿Gente vendiéndote productos? No. Esa gente está vendiéndote el miedo de tener que vivir sin sus productos.” El maldito loco tenía razón. Miedo de envejecer, miedo a estar solo, miedo a la pobreza, miedo a fracasar. El miedo es la emoción más simple que tenemos. El miedo es primitivo. El miedo vende. Ese era mi lema: “El miedo vende.”
Cuando escuché por primera vez de la epidemia, cuando todavía la llamaban Rabia Africana, ví la mayor oportunidad de toda mi vida. Nunca voy a olvidar ese reportaje, la infección en Ciudad del Cabo, sólo diez minutos de reportaje real, y más de una hora de especulaciones sobre lo que pasaría si el virus llegaba a Norteamérica. Dios bendiga a la noticias. Estaba marcando un número telefónico apenas treinta segundos después.
Me reuní con algunas de mis personas de confianza. Todos habían visto el reportaje. Yo fui el primero al que se le ocurrió una idea rentable: una vacuna, una vacuna contra la rabia. Gracias a Dios que la rabia no tiene cura. Con una cura, la gente la compraría sólo cuando creyesen que estaban infectados. ¡Pero una vacuna! ¡Eso es prevención! ¡La gente se la seguiría aplicando mientras existiese el miedo de que algo seguía todavía allá afuera!
Teníamos muchos contactos en la industria biomédica, y muchos más en los laboratorios de Hill y Penn Avenue. Podríamos tener un prototipo en menos de un mes, y una propuesta escrita en sólo un par de días. Para cuando llegamos al hoyo dieciocho, todo eran apretones de manos y felicitaciones.
¿Y qué harían con la FDA?
Por favor, ¿lo dice en serio? En ese entonces la FDA era una de las organizaciones más pobres y más mal administradas de todo el país. Creo que todavía estaban celebrando por haber sacado el colorante rojo No. 2 de los M&Ms18. Además, estábamos en una de las administraciones más ventajosas para los negocios de toda la historia norteamericana. J. P. Morgan y John D. Rockefeller seguramente se estaban masturbando en sus tumbas pensando en el tipo ese de la Casa Blanca. Su gente ni siquiera se molestó en leer nuestro reporte de estimación de costos. Supongo que ya estaban buscando una cura milagrosa. Nos pasaron a través de la FDA en menos de dos meses. ¿Recuerda ese discurso del presi ante el Congreso, diciendo que ya había sido probada en Europa, y que lo único que la estaba demorando era nuestra “hinchada burocracia”? ¿Recuerda todo eso de que “la gente no necesita un buen gobierno, sino buena protección, y la necesitan ahora?” Jesucristo, creo que medio país se vino en los pantalones al escuchar eso. ¿Qué tanto subió su popularidad esa noche? ¿60%, 70%? ¡Yo sólo sé que nuestra OPV subió 389% en un solo día! ¡Trágate eso, Baidu punto com!
¿Y ustedes no sabían si funcionaba?
Sabíamos que funcionaba contra la rabia, y eso es lo que decían que era, sí, que era una cepa extraña de rabia de la selva.
¿Quién dijo eso?
Ya sabe, “ellos,” los de la ONU y… todos los demás. Así es como todo el mundo la llamaba, la “Rabia Africana.”
¿Alguna vez la comprobaron en una víctima real?
¿Por qué? La gente se hacía vacunar contra la gripe todo el tiempo, y nunca sabían si la vacuna era para la cepa correcta. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez?
Pero el daño…
¿Quién iba a pensar que llegaría tan lejos? Usted recuerda todas las alarmas por epidemias que había en ese entonces. Dios, uno pensaría que la Peste Negra barría el globo cada dos o tres meses… ébola, SARS, gripe aviar. ¿Sabe cuánta gente consiguió dinero con esas alarmas? Mierda, yo me gané mi primer millón de dólares vendiendo pastillas antirradiación falsas cuando todo el mundo tenía miedo a un bombardeo.
Pero si alguien descubría…
¿Descubría qué? Nunca le mentimos a nadie, ¿entiende? Nos dijeron que era una rabia, así que hicimos una vacuna contra la rabia. Dijimos que la habían probado en Europa, y las drogas en las que se basaba habían sido probadas todas en Europa. Técnicamente, no mentíamos. Técnicamente, no hicimos nada malo.
Pero si alguien descubría que no se trataba de una rabia…
¿Y quién iba a hacer el anuncio? ¿Los médicos? Nos aseguramos de que fuera un medicamento de prescripción, así que los médicos habrían quedado tan mal como nosotros. ¿Quién más? ¿La FDA que nos dio el visto bueno? ¿Los congresistas que votaron para su implementación? ¿El Ministerio de Salud? ¿La Casa Blanca? ¡Era un tiro seguro! Todos quedamos como héroes, todos hicimos buen dinero. Seis meses después de que el Phalanx salió al mercado, comenzaron a salir todas esas copias de marcas baratas, y todas se vendían igual de bien, así como todos los demás productos complementarios, como los purificadores de aire.
Pero el virus no se contagiaba por el aire.
¡Eso no importaba! ¡Lo importante era que tenía la misma marca! “De los creadores de…” Todo lo que yo tenía que decir era que “puede prevenir algunas infecciones virales.” ¡Eso era todo! Ahora entiendo por qué es ilegal gritar “fuego” en un teatro. La gente no vá a decir “Hey, no huele a quemado, no hay ningún fuego,” no, la gente dice “¡Mierda, un incendio! ¡Corran!” [Se ríe.] Conseguimos más dinero todavía con los purificadores de aire para el hogar y el auto; ¡El que más se vendió fue esa cosita que se ponía alrededor del cuello antes de subir a los aviones! No sé qué diablos era capaz de filtrar, pero se vendió.
Las cosas iban tan bien, que comencé a crear todas estas empresas de fachada, ya sabe, con planes para construir fábricas en todo el país. Las acciones de esas se vendieron casi tan bien como las de la verdadera. Ya ni siquiera era por la ilusión de la seguridad, ¡era la ilusión de tener una ilusión de seguridad! ¿Recuerda cuando comenzaron los primeros casos en los Estados Unidos, ese tipo en Florida que dijo haber sido mordido, pero que sobrevivió gracias a que estaba tomando Phalanx? ¡Vaya! [Se pone de pié, e imita un movimiento de fornicación.] Que Dios bendiga a ese imbécil, quienquiera que sea.
Pero no fue por el Phalanx. Su droga no hacía nada para proteger a la gente.
Los protegía de sus miedos. Eso era lo que yo vendía. Diablos, gracias al Phalanx, el sector de la biomedicina comenzó a recuperarse, lo cual, a su vez, puso en pié todo el sector financiero, y nos dio la impresión de una bonanza económica, ¡y eso le devolvió la confianza a los consumidores y estimuló la verdadera recuperación! ¿El Phalanx fue lo que acabó con la recesión! Yo… ¡Yo acabé con la recesión!
¿Y luego? ¿Qué pasó cuando los contagios se agravaron y la prensa reveló que no existía un medicamento para evitarlo?
¡Exactamente! Es a esa perra presumida a la que deberían fusilar, ¿cómo se llamaba? ¡Esa que dio la noticia por primera vez! ¡Mire lo que hizo! ¡Nos movió el piso a todos! ¡Ella fue la que inició el desastre! ¡Ella causó el Gran Pánico!
¿Y usted no se hace responsable de nada?
¿Por qué? ¿Por sacar un poco de dinero de todo el maldito asunto?… bueno, para nada. [Se ríe] Lo único que hice fue lo que se supone que todos deberíamos hacer. Perseguí mi sueño, y saqué mi tajada. Si quiere culpar a alguien, culpe a los que dijeron que era un brote de rabia, o a los que sabían que no era rabia pero igual nos dieron luz verde. Mierda, si quiere culpar a alguien, ¿por qué no empieza con todos esos corderos que entregaron sus verdes sin molestarse en preguntar primero? Yo no les apunté con una pistola a la cabeza. Ellos mismos hicieron su elección. Ellos son los malos, no yo. Yo nunca le hice daño a nadie, y si fueron tan estúpidos como para dejarse engañar por todo el mundo, pues sniff-jódanse-sniff. Claro que…
Si existe el infierno… [se ríe mientras habla]… No quiero ni pensar en cuántos de esos imbéciles están esperándome allá abajo. Sólo espero que no me pidan un reembolso.
AMARILLO, TEXAS, ESTADOS UNIDOS
[Grover Carlson trabaja como recolector de combustible en la planta experimental de bioconversión del pueblo. El combustible que recolecta es excremento. Voy caminando tras el ex-jefe de personal de la Casa Blanca, mientras él empuja su carreta a través de una pradera cubierta de bostas de vaca.]
Pues claro que nos llegó una copia del informe Knight-Warncomosellame, ¿Acaso cree que éramos como la CIA? Lo leímos tres meses antes de que los israelíes hiciesen su declaración pública. Antes de que el pentágono dijera algo, mi trabajo era darle personalmente la información al presidente, y él a su vez dedicó toda una reunión a discutir el mensaje.
¿Y cuál era?
Dejar todo lo demás, concentrar los esfuerzos, típica basura alarmista. Recibíamos docenas de esos reportes cada semana, todas las administraciones los recibían, cada uno afirmando que su espanto de turno era “la mayor amenaza para la raza humana.” ¡Vamos! ¿Puede imaginarse qué habría pasado con los Estados Unidos si el gobierno federal hubiese entrado en alerta cada vez que algún loco paranoico gritaba “el lobo” o “el calentamiento global” o “los muertos vivientes”? Por favor. Lo que hicimos, lo que todos los presidentes desde Washington habían hecho, fue dar una respuesta apropiada y mesurada, según un estimado realista de la amenaza.
Y esos fueron los Equipos Alfa.
Entre otras cosas. Debido a la baja prioridad que el consejo de seguridad nacional le asignó a todo el asunto, considero que le entregamos una buena parte de nuestros recursos. Editamos un video educacional para los oficiales estatales y locales sobre qué hacer en caso de una infección. El Departamento de Salud y Servicios Humanos subió una página a su sitio Web, indicando a los ciudadanos cómo tratar con sus familiares infectados. Y bueno, ¿qué cree que hicimos al ayudar a que el Phalanx fuese aprobado por la FDA?
Pero el Phalanx no servía.
Sí, ¿y sabe cuánto tiempo nos habría tomado crear un medicamento que funcionara? Mire todo el tiempo y dinero que habíamos gastado en la investigación del cáncer, o el SIDA. ¿Acaso le gustaría ser el hombre encargado de decirle al público norteamericano que se están recortando fondos en esas investigaciones para analizar otra enfermedad que la mayoría ni siquiera conoce? Mire todo lo que hemos gastado en la investigación durante y después de la guerra, y todavía no tenemos ni curas ni vacunas. Sabíamos que el Phalanx era un placebo, pero nos sentíamos agradecidos. Mantuvo a la gente tranquila y nos dejaba hacer nuestro trabajo.
¿Qué, acaso esperaba que le dijéramos la verdad a la gente? ¿Que todo aquello no era una nueva cepa de rabia, sino un misterioso super-virus que reanimaba a los muertos? ¿Puede imaginarse el pánico que habríamos provocado: las protestas, los motines, los miles de millones en daños a la propiedad privada? ¿Puede imaginarse a todos esos cobardes senadores impidiendo las acciones de gobierno para tratar de aprobar una complicada e inútil “Ley de Protección a los Zombies” en el Congreso? ¿Puede imaginar el daño que eso le habría ocasionado al capital político de nuestra administración? Estábamos en el año de las elecciones, y la pelea estaba cuesta arriba. Nosotros habíamos sido un “equipo de limpieza,” unos idiotas sin suerte que habíamos tenido que limpiar toda la mierda que había dejado la administración anterior, y créame, ¡en los ocho años anteriores se había formado una enorme montaña de mierda! La única razón por la que habíamos subido al poder era porque el nuevo Gran Jefe había prometido un “regreso de la paz y la prosperidad.” El pueblo norteamericano no se sentiría satisfecho con ninguna otra cosa. Nuestra opinión general era que ya habían pasado por tiempos muy difíciles, y habría sido un suicidio político decirles que se nos venían encima unos años más difíciles aún.
Así que en realidad nunca trataron de resolver el problema.
Por favor. ¿Acaso usted puede “resolver” la pobreza? ¿Puede “resolver” la criminalidad? ¿Puede “resolver” los problemas de salud, el desempleo, la guerra, o cualquier otro padecimiento social? Claro que no. Lo mejor que se puede esperar es hacerlos lo más manejables que sea posible para que la gente continúe con su vida. Eso no es cinismo, es madurez. No se puede detener la lluvia. Lo único que se puede hacer es construir un techo y esperar que no tenga goteras, o al menos que las goteras no caigan sobre la gente que va a votar por uno.
¿Eso qué quiere decir?
Vamos…
En serio. ¿Qué quiere decir con eso?
Está bien, como quiera, don “Carlitos va al maldito Washington,” quiere decir que en la política, uno concentra sus esfuerzos en las necesidades de la población que forma la base de su poder. Ellos están felices, y lo mantienen a uno en el cargo.
¿Por eso algunos de los brotes fueron ignorados?
Jesús, lo dice como si nos hubiésemos olvidado de ellos.
¿Las fuerzas policiales locales le solicitaron ayuda al gobierno federal?
¿Cuándo los policías no han pedido más gente, mejor equipo, más horas de entrenamiento, o más “programas de extensión a la comunidad”? Esos maricas son casi peores que los soldados, siempre quejándose porque no tienen “lo que necesitan,” ¿pero acaso ellos tienen que arriesgar sus puestos subiendo los impuestos? ¿Acaso les toca explicarle a don Pedro Clasemedia por qué tiene que pagar impuestos para subsidiar a Pablo Clasebaja?
¿No les preocupaba que todo eso se hiciera público?
¿Quién iba a hacerlo?
La prensa, los medios.
¿Los “medios”? ¿Habla de esas cadenas que le pertenecían a algunas de las corporaciones más grandes del mundo, corporaciones que se habrían hundido si el mercado de valores entraba en pánico? ¿Esos medios?
¿Entonces ustedes nunca planearon encubrirlo?
No teníamos que hacerlo; ellos mismos se encargaron de encubrirlo. Ellos tenían tanto o más qué perder que nosotros. Además, ellos ya habían dado la gran noticia el año anterior con los primeros casos reportados en Norteamérica. Luego llegó el invierno, el Phalanx salió a la venta, y los casos disminuyeron. Quizá tuvieron que “convencer” a algunos reporteros jóvenes e idealistas, pero en realidad, todo el asunto era una noticia vieja después de unos meses. Se había vuelto “manejable.” La gente ya se había acostumbrado a vivir con esa noticia y querían algo diferente. Las noticias son un negocio, y hay que mantenerse fresco si se quiere seguir teniendo éxito.
Pero estaban los medios alternativos.
Sí claro, ¿y sabe quién escucha esos? Niñitos sabelotodos intelectuales y presumidos, ¿y sabe quién los escucha a ellos? ¡Nadie! ¿A quién le iba a importar una minoría en la televisión y radio de acceso público, que no sabían nada de lo que estaba de moda? Entre más gritaban esos sabihondos elitistas que “los muertos vuelven a caminar,” más norteamericanos de verdad dejaban de escucharlos.
Entonces, déjeme ver si entiendo su posición.
La posición de nuestra administración.
La posición de la administración, que fue darle al problema la atención que creyeron que se merecía.
Sí.
Porque en todo momento, el gobierno tiene muchos asuntos sobre la mesa, sobre todo en ese momento, porque lo último que deseaban los norteamericanos era otra oleada de terror.
Ajá.
Así que consideraron que la amenaza era lo suficientemente pequeña como para ser “manejada” por los Equipos Alfa en ultramar y dándole un entrenamiento básico a los oficiales de este lado.
Al fin lo entendió.
Aún a pesar de que habían recibido advertencias indicando lo contrario, que no se podía ocultar al público, y que en realidad era una catástrofe mundial en potencia.
[El señor Carlson hace una pausa, me dirige una mirada llena de odio, y luego arroja una pala llena de “combustible” a su carreta.]
Madure de una vez.
TROYA, MONTANA, ESTADOS UNIDOS
[Este vecindario es, según el anuncio, una “Nueva Comunidad para una Nueva Norteamérica.” Basado en el modelo de “Masada” israelí, desde la primera vez que uno lo ve, es claro que el vecindario fue construido con un solo objetivo en mente. Las casas están todas soportadas por zancos, tan altos que permiten una visión perfecta sobre la muralla de concreto reforzado de seis metros de alto. Una escalera retráctil es la única vía de acceso a cada casa, y pueden conectarse con las casas vecinas por medio de una pasarela igualmente retráctil. Los techos repletos de paneles solares, los pozos de agua cubiertos, los jardines sin obstáculos, las torres de vigilancia, y la gruesa puerta deslizante de acero, han convertido a Troya en un éxito según sus habitantes, tanto que sus constructores ya han recibido otros siete contratos similares a lo largo y ancho de los Estados Unidos. La diseñadora de Troya, arquitecta en jefe, y primera alcaldesa, es Mary Jo Miller.]
Sí claro, estaba preocupada, preocupada por las cuotas del automóvil y el préstamo para el negocio de Tim. Estaba preocupada por la grieta que se estaba abriendo en los azulejos de la piscina y el nuevo filtro sin cloro que estaba dejando una leve capa de algas. Estaba preocupada por nuestro portafolio de acciones, aunque mi corredor me aseguraba que eran variaciones de inversionista novato, y que tendría más beneficios que con una de esas pensiones 401(k). Aiden necesitaba un profesor particular de matemáticas y Jenna necesitaba unas sandalias de Jamie Lynn Spears para el campamento con su equipo de fútbol. Los padres de Tim estaban pensando en ir a quedarse con nosotros en Navidad. Mi hermano estaba otra vez en rehabilitación. Finley tenía parásitos, uno de los peces tenía algún tipo de hongo creciéndole en el ojo izquierdo. Esas eran sólo algunas de mis preocupaciones. Tenía más que suficientes para mantenerme ocupada.
¿No veía las noticias?
Sí, por cinco minutos al día: asuntos locales, deportes, chismes de las celebridades. ¿Para qué me iba a deprimir viendo más televisión? Ya me sentía bastante mal cuando me subía a la báscula cada día.
¿Y qué hay de las otras fuentes? ¿La radio?
¿Cuándo iba al trabajo por la mañana? Esa era mi única hora de Zen. Después de dejar a los niños, escuchaba a [nombre omitido por motivos legales]. Sus chistes me ayudaban a pasar el rato.
¿Y la Internet?
¿Qué hay con eso? Para mí, era sólo para comprar cosas; para Jenna, era una herramienta para hacer las tareas; para Tim, era… cosas que siempre juraba que no volvería a mirar. Las únicas noticias que yo veía eran las del recuadro en la página principal de AOL.
En el trabajo, seguramente decían algo…
Ah sí, al principio. Me daba un poco de miedo, era raro, “saben, me dijeron que en realidad no es rabia” y cosas por el estilo. Pero recuerde que con el primer invierno las cosas se calmaron, y de todas formas, era más divertido comentar el último episodio de Campamento de Celebridades Gordas o contar chismes sobre cualquiera que no estuviese en el comedor ese día.
Una vez, en marzo o en abril, llegué al trabajo y ví que la señora Ruiz estaba desocupando su escritorio. Pensé que la habían despedido o transferido, usted sabe, las cosas que yo consideraba como peligros reales. Me dijo que era por “ellos,” así era como siempre les decía, “ellos” o “todo lo que está pasando.” Me dijo que su familia había vendido la casa y que habían comprado una cerca de Fort Yukon, en Alaska. Pensé que era la cosa más estúpida que había escuchado nunca, especialmente para alguien como Inés. Ella no era una de esas ignorantes, ella era una mexicana “limpia.” Siento haber usado ese término, pero así era como yo pensaba en ese entonces, esa era yo.
¿Su esposo nunca se mostró preocupado?
No, pero los niños sí, no verbalmente, ni conscientemente, eso creo. Jenna comenzó a pelear con otras niñas. Aiden nunca se iba a dormir a menos que las luces estuviesen encendidas. Detalles como esos. No creo que hubiesen estado expuestos a más información que Tim, o que yo, pero ellos no tenían las mismas distracciones que nos mantenían ocupados a los adultos.
¿Y usted y su esposo qué hicieron?
Zoloft y Ritalín SR para Aiden, y Aderal XR para Jenna. Funcionó por algún tiempo. Lo único que me molestaba era que nuestro seguro médico no las cubría, porque los niños ya estaban tomando Phalanx.
¿Desde hacía cuanto tomaban Phalanx?
Desde que salió al mercado. Todos tomábamos Phalanx, “Una dosis de Phalanx, una dosis de tranquilidad.” Esa era nuestra manera de estar preparados… y Tim compró un arma. Todo el tiempo me prometía que me llevaría a la galería de tiro para enseñarme cómo dispararla. “El domingo,” decía siempre, “iremos este domingo.” Sabía que era mentira. Los domingos estaban reservados para su amante de cinco metros de largo y motor en V, le tenía más cariño que a nosotros. No me importaba. Nosotros teníamos nuestras pastillas, y al menos él sabía cómo disparar la Glock. Ya eran algo cotidiano, como las alarmas contra incendios o las bolsas de aire. Cosas en las que uno piensa sólo de vez en cuando, era siempre por…“por si acaso.” Además, en serio, había demasiadas cosas allá afuera para estar preocupados, todos los meses aparecía una enfermedad nueva. ¿Cómo se puede estar enterado de todas? ¿Cómo saber cuál era de verdad?
¿Y ustedes cómo se dieron cuenta?
Acababa de oscurecer. Había comenzado el partido. Tim estaba echado en el BarcaLounge con una Corona en la mano. Aiden estaba en el piso jugando con sus Ultimate Soldiers. Jenna estaba en su cuarto haciendo la tarea. Yo estaba descargando la secadora, así que no oí cuando Finley comenzó a ladrar. Bueno, quizá sí lo oí, pero nunca le prestaba mucha atención. Nuestra casa era la última de toda la urbanización, justo al pié de una colina. Vivíamos en una tranquila zona recién construida de North County cerca de San Diego. Todo el tiempo pasaba por allí algún conejo, o un venado, y cruzaban saltando por el jardín. Finley siempre estaba ladrándoles como loco. Creo que leí una nota que había pegado en la pared, recordándome que debía comprarle uno de esos collares de cidronela anti-ladridos. No recuerdo en qué momento comenzaron a ladrar todos los otros perros, o cuándo se activó la alarma de un auto calle abajo. Sólo reaccioné cuando escuché algo que me pareció como un disparo. Tim no había oído nada. Tenía el volumen demasiado alto. Yo le decía todo el tiempo que debía ir a que le revisaran los oídos, porque uno no puede pasar su juventud tocando en una banda de speed metal sin que… [suspira]. Aiden sí lo oyó. Me preguntó qué había sido. Estaba a punto de decirle que no sabía, cuando sus ojos se desorbitaron. Estaba mirando detrás de mí, a la puerta de vidrio que comunicaba con el patio de atrás. Giré justo en el momento en que se quebraba.
Tenía como un metro sesenta, inclinado, con los hombros estrechos y una panza hinchada y blanda. No traía camiseta, y la carne gris verdosa estaba desgarrada y llena de huecos. Olía como a playa, a algas podridas y agua de mar. Aiden dio un salto y se ocultó detrás de mí. Tim ya se había levantado, y estaba entre nosotros y esa cosa. En menos de un segundo, todas las mentiras se habían desvanecido. Tim recorrió la sala con la mirada buscando un arma, y esa cosa lo agarró por la camisa. Cayeron sobre la alfombra, luchando. Me gritó diciéndome que fuera a la habitación, que buscara la pistola. Ya íbamos en el pasillo cuando escuchamos gritar a Jenna. Corrí hasta su cuarto y abrí la puerta. Otro, uno grande, yo diría que de uno noventa de altura, con hombros anchos y unos brazos enormes. Había roto la ventana y sostenía a Jenna del pelo. Ella gritaba “¡Mamimamimamimami!”
¿Y usted qué hizo?
Yo… no estoy muy segura. Cuando trato de recordarlo, todo pasa demasiado rápido. Lo agarré del cuello. Estaba tirando de Jenna, acercándola a su boca. Yo lo apreté fuerte y… tiré… Los niños dicen que le arranqué la cabeza, que me quedé con ella en la mano, con pedazos de piel y carne y otras cosas colgando de ella. No creo que eso sea posible. Quizá con la adrenalina… Creo que los niños le han agregado cosas a ese recuerdo con los años, convirtiéndome en una Mujer Hulk o algo así. Sé que logré liberar a Jenna. Eso lo recuerdo, y que un segundo después, Tim entró en la habitación con una mancha de baba negra y espesa sobre la camisa. Traía la pistola en una mano y la correa de Finley en la otra. Me entregó las llaves del auto y me dijo que metiera a los niños en el Suburban. Salió corriendo hacia al patio mientras nosotros íbamos hacia el garaje. Escuché un solo disparo después de encender el motor.
EL GRAN PÁNICO
BASE AÉREA NACIONAL PARNELL: MEMPHIS, TENNESSEE, ESTADOS UNIDOS
[Gavin Blaire es el piloto de uno de los dirigibles de combate D-17 que componen el núcleo principal de la Patrulla Aérea Civil Norteamericana. Es un trabajo que le sienta bien. Antes piloteaba un dirigible publicitario de la Fujifilm.]
Se extendían hasta el horizonte: sedanes, camiones, buses, casas rodantes, cualquier cosa que se pudiera conducir. Ví tractores, una mezcladora de cemento. En serio, incluso ví una plancha con un enorme cartel encima, un aviso de un “Club de Caballeros.” Un montón de gente iba sentada sobre él. Las personas iban montadas en cualquier cosa que podían, en los techos, en los compartimentos para equipaje. Me recordó las viejas fotografías de los trenes en India, con toda esa gente colgando de ellos como monos.
Había un montón de basura a los lados del camino —maletas, cajas, y hasta pedazos de muebles caros. Había un piano de cola allí tirado, en serio, hecho pedazos como si lo hubiesen lanzado desde la parte de atrás de un camión. Había también muchos vehículos abandonados. Algunos habían sido arrastrados fuera de la carretera, otros habían sido desvalijados, otros estaban quemados. Vï a mucha gente que iba a pié, cruzando los campos o siguiendo la carretera. Algunos iban tocando en las ventanas de los autos, ofreciendo todo tipo de cosas. Algunas mujeres estaban ofreciéndose a los conductores, sin duda tratando de conseguir algo a cambio, quizá gasolina. Seguramente no estaban tratando de que las llevaran, porque a pié se movían más rápido que los autos. No tenía sentido, pero… [se estremece].
Un poco más atrás, a unos cincuenta kilómetros, el tráfico se movía un poco mejor. Uno pensaría que la gente estaría más tranquila. Pero no. Todos estaban haciendo señas con las luces, chocando con los autos que tenían en frente, y saliendo de ellos a pelear. Ví a algunas personas tiradas a un lado de la carretera, se movían muy poco o nada en absoluto. La gente pasaba corriendo a su lado, llevando cosas, llevando niños, o simplemente corriendo, todos en la misma dirección que los autos. Unos cuantos kilómetros más atrás ví la razón.
Las criaturas se movían como un enjambre entre los autos. Los conductores de los carriles exteriores trataban de adelantar por fuera del camino, quedándose atascados en el lodo, y atrapando a los de los carriles internos. La gente no podía abrir las puertas para huir. Los autos estaban demasiado cerca los unos de los otros. Ví a esas cosas metiendo la mano por las ventanas abiertas, sacando a las personas o metiéndose ellos. Muchos conductores estaban atrapados sin salida, con las puertas todavía cerradas y, asumo, con llave. Las ventanas seguían arriba, hechas de vidrio templado de seguridad. Los muertos no podían entrar, pero los vivos tampoco podían salir. Ví a algunas personas entrar en pánico, tratando de dispararles a través del parabrisas y destruyendo así la única protección que les quedaba. Estúpidos. Quizá habrían podido resistir unas cuantas horas más allí, e incluso haber tenido alguna oportunidad de escapar. Aunque quizá vieron que era imposible, y que esa era la salida más rápida. Había una jaula para ganado, remolcada por una camioneta que seguía atascada en uno de los carriles interiores. Se sacudía violentamente de un lado para el otro. Los caballos que llevaba todavía estaban adentro.
El enjambre seguía avanzando por entre los autos, abriéndose paso literalmente a mordiscos por entre las filas inmóviles, con todos esos pobres diablos que intentaban escapar. Eso fue lo que más me impresionó, porque no iban a ninguna parte. Estaban en la Interestatal 80, un pedazo de carretera entre Lincoln y North Platte. Ambos lugares estaban completamente infestados, así como todos los pueblos que había en el medio. ¿Qué creían que estaban haciendo? ¿Quién había organizado aquel éxodo? ¿De hecho, alguien lo había organizado? ¿Acaso la gente vió una fila de autos y se unió sin preguntar? Traté de imaginarme cómo habría sido, estar allí con autos pegados adelante y atrás, con niños llorando, perros ladrando, sabiendo lo que venía sólo unos cuantos kilómetros atrás, y esperando, rezando, para que alguien en los autos de adelante supiera hacia dónde ir.
¿Alguna vez escuchó de ese experimento que un periodista norteamericano hizo en Moscú en los 70s? Simplemente se paró frente a un edificio, ninguno en particular, sólo una puerta cualquiera. Muy pronto, alguien se paró a hacer fila tras él, luego una pareja, y cuando menos lo pensó, la cola le daba la vuelta a la esquina. Nadie preguntó para qué era aquella fila. Simplemente supusieron que era para algo que valía la pena. No sé si esa historia es cierta. Quizá es una leyenda urbana, o un mito de la guerra fría. ¿Quién sabe?
ALANG, INDIA
[Estoy parado junto al mar con Ajay Shah, contemplando los despojos oxidados de lo que alguna vez fueron unos imponentes barcos. Como el gobierno no posee los fondos para retirarlos de allí, y el tiempo y los elementos han convertido su acero en chatarra inútil, permanecen como monumentos silenciosos de la carnicería que una vez se vivió en aquella playa.]
Me han dicho que lo que pasó aquí no fue extraño, que en todas partes del mundo en las que el océano se encuentra con la tierra, la gente estaba tratando desesperadamente de abordar cualquier cosa que flotara, buscando una oportunidad de sobrevivir en el mar.
Yo no sabía nada sobre Alang, aunque había vivido toda la vida en la ciudad cercana de Bhavnagar. Era un ejecutivo de oficina, un profesional de cuello blanco desde el día en que salí de la universidad. El único trabajo que hacía con mis manos era al digitar en un teclado, y ya ni siquiera eso, pues casi todo nuestro software funcionaba con reconocimiento de voz. Sólo sabía que Alang era un astillero, y por eso huí hacia aquí en primer lugar. Esperaba encontrarme con una industria produciendo barco tras barco para llevarnos a un lugar seguro. No tenía ni idea de que era todo lo contrario. En Alang no se construían barcos, se destruían. Antes de la guerra era el deshuesadero marítimo más grande del mundo. Barcos de todas las nacionalidades eran traídos por las compañías recicladoras de acero de la India, llevados hasta la playa, desmantelados, cortados, y separados hasta que no quedaba completo ni el perno más pequeño. Las docenas de barcos que ví ese día no eran naves completas y funcionales, sino enormes cascarones vacíos, enfilados, esperando la muerte.
No había muelles ni rampas. Alang no era un puerto, sino un enorme banco de arena. El procedimiento estándar era chocar los barcos contra la playa, varándolos como gigantescas ballenas encalladas. Calculé que mi única esperanza estaba en la media docena de barcos recién llegados que todavía estaban anclados lejos de la costa, conservaban parte de su maquinaria y, con algo de suerte, un poco de combustible en sus tanques. Una de aquellas naves, el Veronique Delmas, estaba remolcando a una de sus hermanas hacia el mar. Varias cuerdas y cadenas estaban amarradas sin ninguna técnica a la proa del APL Tulip, un barco de carga de Singapur que ya había sido parcialmente desmontado. Llegué justo en el momento en que el Delmas encendía sus motores. Pude ver la estela de espuma blanca que surgía mientras luchaba contra sus ataduras. Pude escuchar cómo se reventaban algunas de las cuerdas más débiles, restallando como disparos de escopeta.
Pero las cadenas más gruesas… esas resistieron mucho mejor que el casco de la nave. Al encallar al Tulip, seguramente le dañaron parte de la quilla. Cuando el Delmas comenzó a tirar de él, se escuchó un terrible ruido, un chillido destemplado de metal. El Tulip se partió literalmente en dos, la popa se quedó en la costa mientras la proa seguía siendo remolcada hacia el mar.
Nadie pudo hacer nada, el Delmas ya iba a toda máquina, arrastrando la proa del Tulip hacia aguas más profundas, en donde se volcó y se hundió en tan sólo unos segundos. Debía haber al menos unas mil personas a bordo, abarrotadas en cada camarote, cada pasillo y cada metro cuadrado de espacio libre en cubierta. Sus gritos fueron ahogados por el silbido del aire que se escapaba del casco.
¿Por qué los refugiados no se quedaron simplemente en los cascos varados en la playa, retirando las escaleras, y convirtiéndolos en fortalezas inaccesibles?
Usted habla del pasado desde una posición racional. Usted no estaba allí esa noche. La playa estaba llena de gente hasta la orilla, una marea enloquecida de humanidad, iluminada por los fuegos que ardían tierra adentro. Cientos de personas trataron de alcanzar nadando las naves que ya habían zarpado. Las olas rompientes arrojaron de vuelta los cadáveres de quienes no lo lograron.
Docenas de barcazas iban y venían, llevando gente de la costa a los barcos. “Denme su dinero,” decían algunos, “todo lo que tienen, y los llevo.”
¿El dinero todavía servía para algo?
Dinero, o comida, o cualquier cosa que consideraran valioso. La tripulación de uno de los barcos sólo aceptaba mujeres, mujeres jóvenes. Ví otra que sólo recibía a los refugiados de piel clara. Los muy malditos iluminaban con sus antorchas los rostros de la gente, tratando de sacar a los más oscuros como yo. Incluso ví a un capitán, parado en la cubierta de abordaje de su nave, apuntando con una pistola y gritando “¡Nadie de castas bajas, no llevaremos intocables!” ¿Intocables? ¿Castas? ¿Quién diablos piensa así en estos días? ¡Y la peor parte fue que algunos de los más viejos se salieron de la fila! ¿Puede creerlo?
Comprenda que sólo estoy resaltando algunos ejemplos de lo peor entre lo peor. Por cada psicópata ambicioso y repulsivo, había diez personas buenas y decentes con su karma aún intacto. Un montón de pescadores y dueños de botes pequeños, que podrían haber escapado con sus familias, prefirieron ponerse en peligro y regresar a la orilla a ayudar. Cuando se piensa en los riesgos que corrieron: que los asesinaran para robar los botes, o quedarse varados en la playa, o ser atacados desde abajo por los muertos bajo las olas…
Había muchos de esos. Muchos refugiados infectados habían tratado de nadar hasta los barcos y se habían reanimado después de ahogarse. La marea estaba baja, suficientemente profunda para que un hombre se ahogara, pero lo suficientemente baja para que un zombie levantase la mano y agarrase una presa. Uno veía a muchos nadadores desapareciendo de pronto bajo las olas, o botes volcándose y todos sus pasajeros siendo arrastrados bajo el agua. Y aún así, muchos seguían volviendo a la playa para rescatar gente, e incluso saltaban al agua para salvar a alguien.
Así me salvaron a mí. Yo fui uno de los que trató de nadar. Los barcos se veían mucho más cerca de lo que estaban en realidad. Yo era un buen nadador, pero después de caminar todo el trayecto desde Bhavnagar, después de luchar por mi vida casi todo el día, apenas tenía fuerzas suficientes para flotar de espaldas. Para cuando llegué por fin junto a mi objetivo, no me quedaba aire en los pulmones para gritar pidiendo ayuda. No había escalera. La lisa pared del casco se levantaba sobre mí como un muro. Golpeé el acero, gritando con el último aliento que me quedaba.
Justo cuando me hundía bajo la superficie, sentí que un poderoso brazo se envolvía alrededor de mi pecho. Llegó la hora, pensé; creí que en cualquier momento sentiría unos dientes clavándose en mi carne. Pero en lugar de halarme hacia el fondo, el brazo me elevó otra vez hacia la superficie. Terminé a bordo del Sir Wilfred Grenfell, un velero que alguna vez había pertenecido a la Guardia Costera canadiense. Traté de hablar, de disculparme por no tener dinero, de explicarles que podía trabajar para pagar mi pasaje, que haría cualquier cosa que necesitaran. Los tripulantes sonrieron. “Cuidado,” me dijeron, “estamos a punto de zarpar.” Pude sentir la cubierta vibrando y meciéndose cuando nos movimos.
Esa fue la peor parte, ver las otras naves que pasaban a nuestro lado. En algunas, los infectados que habían logrado subir a bordo ya se habían reanimado. Algunos barcos eran carnicerías flotantes, y otros ardían en llamas sin moverse. Sus tripulantes saltaban al agua. Algunos de los que se hundieron bajo la superficie, nunca más volvieron a salir vivos.
TOPEKA, KANSAS, ESTADOS UNIDOS
[Sharon podría ser considerada una mujer hermosa bajo cualquier estándar — con un cabello largo y rojizo, brillantes ojos verdes, y el cuerpo de una bailarina o una supermodelo de las de antes de la guerra. Tiene la mente de una niña de cuatro años.
Estamos en el Centro de Rehabilitación Rothman para Niños Salvajes. La doctora Roberta Kelner, la encargada del caso de Sharon, describe su condición como “afortunada.” “Por lo menos ella tiene algunas habilidades de lenguaje y procesos de pensamiento coherentes,” me explica. “Son rudimentarios, pero al menos son completamente funcionales.” La doctora Kelner está muy emocionada por la entrevista, pero el doctor Sommers, director de programas de Rothman, no lo está. Los fondos siempre han sido escasos para este programa, y la administración actual está amenazando con cerrarlo por completo.
Sharon se muestra tímida al principio. No estrecha mi mano, y evita mirarme directamente a los ojos. Aunque Sharon fue encontrada en las ruinas de Wichita, no hay forma de saber dónde ocurrieron los hechos que relata.]
Estábamos en la iglesia, Mami y yo. Papi nos dijo que iba a recogernos. Papi tenía que hacer algo. Nosotros íbamos a esperarlo en la iglesia.
Todos estaban allá. Tenían muchas cosas. Tenían cereales, y agua, y jugo, y bolsas de dormir, y linternas y… [Imita un rifle con las manos]. La señora Randolph tenía uno. Pero eso no se hace. Son muy peligrosos. Ella me dijo que eran peligrosos. Ella es la mamá de Ashley. Ashley es amiga mía. Le pregunté dónde estaba Ashley. Se puso a llorar. Mami me dijo que no le preguntara por Ashley, y le dijo a la señora Randolph que lo sentía. La señora Randolph estaba sucia, con manchas café y rojo en el vestido. Era gorda. Tenía manos gruesas y suaves.
Había otros niños, Jill y Abbie, y otros niños. La señora. McGraw los cuidaba. Tenían crayones. Estaban pintando en la pared. Mami me dijo que jugara con ellos. Me dijo que estaba bien pintar en la pared. Que el Pastor Dan dijo que se podía.
El Pastor Dan estaba allá, y quería que la gente lo escuchara. “Por favor todo el mundo…” [Imita una voz grave y profunda] “por favor tranquilos, los ‘somis’ ya vienen, cálmense y prepárense para cuando lleguen los ‘somis.’” Nadie lo escuchaba. Todos estaban hablando, nadie estaba sentado. La gente estaba hablando con sus cosas [Imita a alguien hablando por teléfono], estaban furiosos con sus cosas, las tiraban y les decían malas palabras. Me sentí mal por el Pastor Dan. [Luego imita el sonido de una sirena.] Afuera.[Lo hace de nuevo, comenzando suave, aumentando el volumen, y luego apagándose varias veces.]
Mami estaba hablando con la señora Cormode y las otras mamis. Estaban peleando. Mami estaba enojada. La señora Cormode dijo [con un tono enojado], “¿Y qué? ¿Qué más podemos hacer?” Mami sacudía la cabeza. La señora Cormode estaba hablando con sus manos. No me gustaba la señora Cormode. Ella era la esposa del Pastor Dan. Era gritona y mala.
Alguien gritó… “¡Ahí vienen!” Mami me levantó. Se llevaron las sillas y las pusieron junto a la puerta. Todas las sillas junto a la puerta. “¡Rápido!” “¡Cierren la puerta!” [Imita varias voces diferentes.] “¡Un martillo!” “¡Clavos!” “¡Están en el parqueadero!” “¡Vienen para acá!”[Sharon mira a la doctora Kelner.] ¿Puedo?
[El doctor Sommers no parece muy seguro. La doctora Kelner sonríe y dice “sí” con la cabeza. Después me enteré que el cuarto había sido acondicionado a prueba de ruidos por esa razón.]
[Sharon imita el gemido de un zombie. Es sin duda el más realista que jamás he escuchado. Es claro, por su incomodidad, que Sommers y Kelner están de acuerdo conmigo.]
Ellos venían. Muchos, muy grande. [Gime otra vez. Luego comienza a golpear con su mano derecha sobre la mesa.] Querían entrar. [Sus golpes son rítmicos y mecánicos.] La gente gritaba. Mami me abrazó. “Está bien.” [Su voz se hace más suave, y comienza a acariciarse el cabello.] “No dejaré que te atrapen. Shhhh….”
[Ahora golpea con ambos puños sobre la mesa, y sus golpes se hacen más caóticos, como imitando a varios muertos vivientes.] “¡La puerta!” “¡Resistan!” [Imita el sonido de un vidrio que se rompe.] Se rompieron las ventanas, las ventanas del frente, al lado de la puerta. Se apagó la luz. Los grandes se asustaron. Gritaban.
[Su voz vuelve a imitar a su madre.] “Shhhh… bebé. No dejaré que te atrapen.”[Sus manos pasan de su cabello a su cara, acariciándose suavemente la frente y las mejillas. Sharon mira a Kelner como interrogándola. Kelner asiente. La voz de Sharon imita el sonido de algo grande que se rompe, un rugido con flema desde lo más profundo de su garganta.] “¡Están entrando! ¡Disparen, disparen!” [Imita unos disparos y…] “No dejaré que te atrapen, no dejaré que te atrapen.” [De pronto, Sharon mira al vacío detrás de mis hombros, como a algo que ya no está ahí.] “¡Los niños! ¡No los dejen tocar a los niños!” Esa era la señora Cormode. “¡Salven a los niños! ¡Salven a los niños!” [Sharon imita más disparos. Encoge las manos formando un solo puño enorme, y lo descarga sobre una forma invisible frente a ella.] Los niños comenzaron a llorar. [Hace movimientos como de golpes, cortes y punzadas con algún objeto.] Abbie lloraba mucho. La señora Cormode la levantó. [Imita el movimiento para levantar a alguien en el aire, y golpearlo contra una pared.] Entonces Abbie ya no lloró. [Sharon sigue acariciándose el rostro, imita la voz de su madre, ahora mucho más fuerte.] “Shhh… está bien, bebé, está bien…” [Sus manos bajan lentamente hasta su cuello, apretándolas alrededor y estrangulándose.] “No dejaré que te atrapen. ¡NO DEJARÉ QUE TE ATRAPEN!”
[Sharon se está ahogando, y lucha por respirar.]
[El doctor Sommers se lanza para tratar de detenerla, pero la doctora Kelner levanta una mano y Sharon se detiene, relajando sus manos mientras imita un disparo.]
Se sentía húmedo y caliente, sabía a salado, y me picaba en los ojos. Unas manos me levantaron y me llevaron. [Se pone de pié, simulando un movimiento como corriendo con un balón bajo el brazo.] Me sacaron al parqueadero. “¡Corre, Sharon, no pares!” [Es una voz diferente, no es la de su madre.] “¡Sólo corre, corre, corre!” Luego se alejaron. Me soltaron. Eran unas manos gruesas y suaves.
KHUZHIR, ISLA OLKHON, LAGO BAIKAL, SAGRADO IMPERIO RUSO
[El salón está desierto, salvo por una mesa, dos sillas, y un enorme espejo en la pared, el cual seguramente es un espejo de doble lado. Me siento de frente a mi entrevistada, tomando notas en un bloc que me entregaron (me prohibieron usar mi aparato de transcripción por “razones de seguridad”). El rostro de María Zhuganova se vé envejecido, su cabello está poniéndose gris, y su cuerpo apenas si cabe dentro del uniforme desgastado que insistió en usar para nuestra entrevista. Técnicamente estamos a solas, aunque sospecho que varios ojos nos observan desde el otro lado del espejo.]
No sabíamos que había un Gran Pánico. Estábamos completamente aislados. Casi un mes antes de que todo comenzara, más o menos cuando esa periodista norteamericana reveló la historia, nuestro campamento fue puesto en aislamiento permanente e indefinido. Todos los televisores fueron retirados de las barracas, y nos quitaron los radios personales y los teléfonos celulares. Yo tenía uno de esos celulares baratos y desechables, con cinco minutos prepagados. Fue lo máximo que mis padres pudieron pagar. Se suponía que debía usarlo para llamarlos en mi cumpleaños, mi primer cumpleaños lejos de casa.
Estábamos estacionados en Ossetia del Norte, en Alania, una de las repúblicas australes rebeldes. Nuestra labor oficial era “mantener la paz,” impidiendo cualquier conflicto étnico entre las minorías de Ossetia e Ingush. Nuestro tiempo de servicio estaba a punto de terminar justo cuando nos cortaron cualquier comunicación con el resto del mundo. Un asunto de “seguridad estatal” según nos explicaron.
¿Quiénes?
Todo el mundo: nuestros oficiales, la Policía Militar, incluso un civil que apareció de la nada un día por la base. Era un desgraciado gruñón con una cara delgada como de rata. Así lo llamábamos: “Cara de Rata.”
¿Alguna vez trataron de saber qué pasaba?
¿Qué, yo? Nunca. Ninguno de nosotros. Ah, por supuesto que nos quejábamos; los soldados siempre se quejan. Pero no había tiempo para procesar ninguna queja formal. Después de que el apagón de las comunicaciones entró en efecto, nos pusieron en estado de alerta total. Hasta aquel momento, el trabajo había sido fácil — aburrido, monótono, alterado sólo por alguna caminata ocasional a las montañas. Pero luego tuvimos que pasar varios días a la vez en las montañas, cargando el equipo completo y municiones. Íbamos a cada aldea, a cada casa. Interrogábamos a cada campesino, a cada turista y… no sé… supongo que también a cada cabra que se nos atravesaba en el camino.
¿Por qué los interrogaban? ¿Qué buscaban?
No sabíamos. “¿Todos los miembros de su familia están bien?” “¿Ha desaparecido alguno?” “¿Han sido atacados por un animal o una persona rabiosos?” Esa era la parte que más me confundía. ¿Rabia? Era comprensible en los animales, ¿pero en la gente? También hacíamos un montón de revisiones físicas, desvistiendo por completo a esa pobre gente mientras los médicos examinaban cada centímetro de sus cuerpos buscando… algo… no nos dijeron qué.
No tenía sentido, nada de eso. Una vez encontramos todo un depósito de armas, 74s nuevas, algunas 47s viejas, montones de balas, seguramente compradas a algún oportunista de nuestro batallón. No sabíamos a quién le pertenecían las armas; traficantes de drogas, o a la mafia local, quizá incluso a esos “Escuadrones de la Muerte” que eran la razón por la que nosotros estábamos allí en primer lugar. ¿Y qué hicimos? ¡Las dejamos allí! Ese civil, “Cara de Rata,” tuvo una reunión privada con los lideres de las aldeas. No supimos qué discutieron, pero se veían todos asustados de muerte: se persignaban y rezaban en silencio.
No lo entendíamos. Estábamos confundidos y enojados. No comprendíamos qué diablos estábamos haciendo allá afuera. Había un veterano en nuestro pelotón, Baburin, que había peleado una vez en Afganistán y dos veces en Chechenia. Se decía que durante la toma de Yeltsin, su BMP19 había sido el primero en disparar sobre los Duma. Nos gustaba escuchar sus historias. Siempre estaba de buen humor, y siempre se emborrachaba… cuando podía permitírselo. Pero todo cambió después del incidente con las armas. Dejó de sonreír y no volvió a contar historias. Creo que no volvió a beber ni una gota, y cuando nos hablaba, que era casi nunca, lo único que decía era, “Esto no está bien. Algo va a pasar.” Cuando trataba de preguntarle algo más, sólo se encogía de hombros y se marchaba. La moral estaba por el suelo después de eso. La gente estaba tensa, sospechando de todo. Cara de Rata siempre estaba por ahí, en las sombras, escuchando, observando, susurrando cosas al oído de nuestros oficiales.
Él estaba con nosotros el día en que pasamos por un pueblo pequeño y sin nombre, unas chozas primitivas en lo que parecía ser el borde más alejado del mundo. Habíamos realizado las búsquedas y los interrogatorios de rutina, y estábamos a punto de empacar y largarnos. De pronto una niña, un niña pequeña, llegó corriendo por la única calle del pueblo. Estaba llorando, claramente aterrorizada. Le decía algo a sus padres… ojalá me hubiese tomado el tiempo de aprender su idioma… y señalaba al otro lado de un sembrado. Había una figura pequeña, otra niña, que caminaba hacia nosotros tropezando por entre el lodo. El teniente Tikhonov levantó sus binoculares y pude ver cómo su rostro perdía todo su color. Cara de Rata se acercó a él, miró a través de sus propios prismáticos, y luego le dijo algo al oído. Petrenko, el francotirador del pelotón, recibió la orden de apuntar su arma y enfocar a la niña. Lo hizo. “¿La tienes?” “La tengo.” “¡Fuego!” Creo que así fue. Recuerdo que hubo una pausa. Petrenko miró al teniente y le pidió que repitiera la orden. “Ya me escuchó,” dijo con rabia. Yo estaba más lejos que Petrenko y lo había escuchado bien. “¡Le ordeno eliminar el objetivo, ahora!” Ví que el cañón de su rifle temblaba. Era un mocoso flaco y desgarbado, ni el más fuerte ni el más valiente, pero bajó su arma de repente y dijo que no lo haría. Así nada más. “No, señor.” Sentí como si el sol se hubiese congelado en el cielo. Nadie sabía qué hacer, sobre todo el teniente Tikhonov. Nos miramos los unos a los otros, y luego miramos al sembrado.
Cara de Rata iba caminando por allí, lenta, casi tranquilamente. La niña estaba tan cerca que podíamos ver su cara. Sus ojos muy abiertos, mirando directamente a Cara de Rata. Levantó los brazos, y escuché ese agudo y ahogado gemido. Se encontraron a mitad del sembrado. Todo terminó antes de que pudiésemos darnos cuenta de lo que había sucedido. Con un movimiento suave y fluido, Cara de Rata sacó una pistola de entre su chaqueta, le disparó a la niña justo entre los ojos, y se dio la vuelta para regresar caminando hacia nosotros. Una mujer, probablemente la madre de la criatura, estalló en llanto. Cayó de rodillas, escupiéndonos e insultándonos. A Cara de Rata no le importó, o ni siquiera se dio cuenta. Sólo le susurró algo al teniente Tikhonov y se subió al BMP como si se tratara de un taxi en Moscú.
Esa noche… tirada en mi catre sin poder dormir, traté de no pensar en lo que había pasado. Traté de no pensar en el hecho de que la Policía Militar se había llevado a Petrenko, o que nuestras armas habían sido retenidas y guardadas en el depósito. Sabía que debía sentirme mal por lo de la niña, furiosa, con ganas de desquitarme con Cara de Rata, y quizá un poco culpable por no haber levantado ni un dedo para impedirlo. Sabía que esas eran las emociones que debería haber sentido; pero en ese momento lo único que sentía era miedo. No podía dejar de pensar en o que me había dicho Baburin, que algo malo estaba por pasar. Sólo quería irme a casa, ver a mis padres. ¿Qué tal si habíamos sufrido un horrible ataque terrorista? ¿Qué tal si estábamos en guerra? Mi familia vivía en Bikin, prácticamente al lado de la frontera con China. Tenía que hablar con ellos, asegurarme de que estaban bien. Estaba tan angustiada que sentí náuseas y empecé a vomitar, tanto que tuvieron que llevarme a la enfermería. Por eso no pude ir a patrullar al siguiente día, y todavía estaba en cama cuando regresaron por la tarde.
Estaba tirada en mi catre, releyendo una copia vieja de Semnadstat.20 Escuché un alboroto, motores de vehículos, voces. Una enorme multitud se encontraba reunida en el patio de formaciones. Me abrí paso entre ellos y ví a Arkady parado en el centro de aquella masa. Arkady era el artillero de mi escuadrón, un tipo grande como un oso. Éramos buenos amigos porque él mantenía alejados a los otros hombres, si usted me entiende. Él solía decir que yo le recordaba a su hermanita. [Sonríe con tristeza.] Me gustaba.
Había alguien arrastrándose a sus pies. Parecía como una anciana, pero tenía un saco de lona cubriéndole la cabeza y una cadena alrededor del cuello. Su vestido estaba hecho jirones y la piel de sus piernas había sido pelada casi por completo. No había sangre, solo una especie de pus negro. Arkady estaba en medio de un discurso agresivo y furioso. “¡No más mentiras! ¡No más órdenes de dispararle a los civiles! Por eso tuve que matar al pequeño zhopoliz…”
Busqué al teniente Tikhonov, pero no lo ví por ninguna parte. Sentí como una bola de hielo en mi estómago.
“…¡porque yo quería que todos pudieran verlo!” Arkady alzó la cadena, levantando a la vieja babushka por el cuello. Agarró el sacó que le cubría la cabeza y se lo quitó. Su rostro era gris, al igual que el resto de su piel, Sus ojos eran fieros y muy abiertos. Se revolcaba como un lobo rabioso y trataba de agarrar a Arkady. Él apretó una de sus poderosas manos alrededor de su cuello, sosteniéndola a un brazo de distancia.
“¡Quiero que todos vean por qué estamos aquí!” Agarró el cuchillo de su cinturón y lo clavó en el corazón de la anciana. Contuve un grito, todos lo hicimos. Estaba clavado hasta la empuñadura pero ella seguía retorciéndose y gritando. “¡Ya ven!” dijo él, apuñalándola varias veces más. “¡Ya ven! ¡Esto es lo que no quieren decirnos! ¡Nos estamos matando aquí afuera para encontrar esto!” Algunas cabezas comenzaron a asentir, y se escucharon unos murmullos de aprobación. Arkady continuó, “¿Y qué tal si estas cosas están en todas partes? ¡¿Qué tal si justo ahora están en nuestras casas, con nuestras familias?!” Estaba tratando de mirarnos fijamente a todos. No estaba prestándole mucha atención a la anciana. Su puño se aflojó, ella logró liberarse y lo mordió en la mano. Arkady rugió. Hundió de un puñetazo el rostro de la anciana. Ella cayó a sus pies, retorciéndose y vomitando esa baba negra. Arkady terminó el trabajo con su bota; todos escuchamos cómo se le quebró el cráneo.
La sangre goteaba de la profunda herida en el puño de Arkady. Lo sacudió en el aire, y lanzó un grito que hizo que las venas de su cuello se hincharan. “¡Queremos ir a casa!” “¡Queremos proteger a nuestras familias!” Otras personas de la multitud comenzaron a repetirlo. “¡Sí! ¡Queremos proteger a nuestras familias! ¡Este es un país libre! ¡Una democracia! ¡No pueden tenernos como prisioneros!” Yo también grité, coreando con el resto de la gente. Esa anciana, una criatura que podía recibir una cuchillada en el corazón sin morir… ¿qué pasaría si estaban en nuestros pueblos? ¿Qué tal si estaban amenazando a nuestros seres queridos… a mis padres? Todo el miedo, todas las dudas, todas nuestras emociones confusas y nuestro pesimismo se fundieron en forma de ira. “¡Queremos ir a casa! ¡Queremos ir a casa!” Cantábamos, gritábamos, y entonces… una bala pasó silbando junto a mi oreja y el ojo izquierdo de Arkady se hundió. No recuerdo haber corrido, ni haber inhalado el gas lacrimógeno. No recuerdo en qué momento aparecieron los comandos Spetznaz, pero de pronto nos tenían rodeados, golpeándonos, encadenándonos a todos juntos. Uno de ellos se paró con tanta fuerza sobre mi pecho que creí que moriría allí mismo.
¿Fue entonces cuando se implementaron los diezmos?
No, eso fue mucho antes. No habíamos sido la primera unidad en rebelarse. Las cosas habían comenzado más o menos en los días en que la Policía Militar cerró la base. Para el momento en que nosotros hicimos nuestra pequeña “demostración,” el gobierno ya tenía decidido cómo iban a restaurar el orden.
[Se acomoda el uniforme, y endereza la espalda antes de seguir hablando.]
“Diezmar”… yo creía que quería decir acabar, causar gran daño, destruir, reducir al enemigo… en realidad quería decir eliminar en un diez por ciento, uno de cada diez debía morir… y eso fue exactamente lo que hicieron con nosotros.
Los Spetznaz nos pusieron en fila en el patio de formaciones, con nuestros uniformes de gala para hacerlo mucho peor. Nuestro nuevo comandante nos dio un discurso sobre el deber y la responsabilidad, sobre nuestro juramento de defender la Madre Patria, y cómo habíamos faltado a ese juramento con nuestra traición egoísta y nuestra cobardía. Nunca había escuchado palabras como esas antes. “¿Deber?” “¿Responsabilidad?” Rusia, mi Rusia, era un enorme desorden sin política. Vivíamos en medio del caos y la corrupción, luchando para sobrevivir cada día. Las fuerzas armadas no eran ningún bastión del patriotismo; eran un lugar en el que se aprendía a comerciar, a conseguir comida, una cama, y quizá un poco de dinero extra para enviar a casa cuando el gobierno decidía que era conveniente pagarles a los soldados. “¿Juramento de proteger la Madre Patria?” Así no hablaba la gente de mi generación. Esas eran las palabras que usaban los veteranos de las guerras, los viejos locos y tercos que inundaban la Plaza Roja con sus desteñidas banderas soviéticas e hileras de medallas colgando de sus apolillados uniformes. El deber a la patria era un chiste. Pero yo no me estaba riendo. Sabía que enfrentábamos una ejecución. Los hombres armados a nuestro alrededor, los tipos en las torres de guardia… estaba lista, cada músculo de mi cuerpo estaba tenso esperando recibir un disparo. Pero entonces escuché esas palabras…
“Son unos niños malcriados que creen que la democracia es un derecho dado por Dios. ¡La esperan y la exigen! Muy bien, ahora van a tener la oportunidad de ponerla en práctica.”
Esas fueron exactamente sus palabras, las he tenido estampadas en el interior de mis párpados por el resto de mi vida.
¿Qué quiso decir con eso?
Que nosotros decidiríamos quién sería castigado. Separados en grupos de diez, tendríamos que votar y elegir a uno de nosotros para ser ejecutado. Nosotros… los soldados, tendríamos que asesinar a nuestros amigos. Pasaron entre nosotros con unas carretillas. Todavía puedo escuchar cómo rechinaban esas ruedas. Estaban llenas de piedras, del tamaño de un puño, pesadas y cortantes. Algunos lloraron, discutieron con nosotros, imploraron como niños pequeños. Otros, como Baburin, simplemente se quedaron allí sentados sobre sus rodillas, mirándome directamente a los ojos mientras ponía mi piedra al lado de la suya.
[María suspira suavemente, mirando por sobre su hombro al espejo de dos caras.]
Brillante. Eran unos malditos genios. Las ejecuciones convencionales podrían haber restaurado la disciplina y devuelto el orden a toda la unidad, pero al convertirnos en cómplices, nos tenían amarrados no sólo por el temor, sino también por la culpa. Podríamos habernos negado, podríamos habernos resistido a elegir y haber muerto en su lugar, pero no lo hicimos. Les seguimos el juego. Tomamos una decisión consciente, y como esa decisión tuvo un precio tan alto, ninguno de nosotros quiso tener que volver a decidir por su cuenta. Ese día renunciamos a nuestra libertad, y nos sentimos felices de dejarla ir. Desde ese momento vivimos con una libertad diferente, la libertad de señalar a alguien más y decir “¡Ellos me ordenaron hacerlo! Es su culpa, no la mía.” La libertad de decir, y que Dios nos perdone, “yo sólo estaba siguiendo órdenes.”
BRIDGETOWN, BARBADOS, FEDERACIÓN DE LAS INDIAS OCCIDENTALES
[El “Trevor Bar” es una viva representación del espíritu de las “salvajes Indias Occidentales,” o más exactamente, del carácter de cada isla como “Zona Económica Especial.” Este lugar no parece lo que la mayoría de las personas se imaginaría en el organizado y tranquilo Caribe de la posguerra. No es su intención hacerlo. Aisladas del resto de las islas y pensadas para los que buscan una vida de violencia caótica y excesos, las Zonas Económicas Especiales están diseñadas para separar a los “extranjeros” de todo el dinero que traigan encima. Mi incomodidad parece complacer a mi anfitrión, T. Sean Collins. El enorme tejano me ofrece un trago de ron “matadiablos,” y luego apoya sus enormes botas sobre la mesa.]
Nadie ha podio inventarse un nombre para lo que yo solía hacer. No uno de verdad, hasta el momento. “Contratista independiente” suena como si me dedicara a levantar muros de aglomerado y estuco. “Seguridad privada” suena como a un estúpido guardia de centro comercial. “Mercenario” es lo que más se aproxima, supongo, pero al mismo tiempo, es lo más alejado de la realidad que se puede llegar. Un mercenario suena como un desquiciado veterano de Vietnam, con tatuajes y bigote de manubrio, trabajando en un moridero del Tercer Mundo porque no pudo enfrentar la realidad en casa. Yo no era así. Sí, era un veterano, y sí, usaba mi entrenamiento para ganar dinero… es algo curioso sobre el ejército, siempre prometen que te enseñarán “habilidades para ganarte la vida,” pero nunca te dicen que, entre todas las cosas, no hay nada con lo que uno se pueda ganar mejor la vida que matando a cierta gente y evitando que maten a otra.
Quizá sí era un mercenario, pero nadie sospecharía eso al mirarme. Me mantenía bien peinado, con un buen auto, una casa bonita, y hasta una señora que iba a hacer la limpieza un día a la semana. Tenía bastantes amigos, un par de prospectos de matrimonio, y mi puntaje en el country club era casi tan bueno como el de los profesionales. Lo más importante era que trabajaba para una compañía que no era muy diferente de las demás que existían antes de la guerra. Nada de disfraces y armas escondidas, nada de cuartos a oscuras y sobres sellados. Tenía vacaciones y licencias, plan dental y seguro médico. Pagaba mis impuestos, a veces de sobra; pagaba hasta una pensión de retiro. Podría haberme ido a trabajar al viejo continente; Dios sabe que allá había mucha demanda, pero después de ver lo que les había pasado a mis colegas en la última guerra, lo mandé todo al diablo. Prefería quedarme como guardaespaldas de algún gerente gordo, o de alguna celebridad estúpida y malcriada. Eso era exactamente lo que estaba haciendo cuando llegó el Pánico.
¿No le importa que no mencione ningún nombre, verdad? Algunas de esas personas todavía están vivas, o sus derechos de autor siguen vigentes, y… ¿puede creerlo? Todavía amenazan con demandar... después de todo lo que ha pasado. Bueno, no puedo darle nombres ni lugares, pero imagínese que esto ocurrió en una isla… una isla grande… una isla larga, justo al lado de Manhattan. ¿No me pueden demandar por eso, o sí?
Mi cliente, no estoy muy seguro de qué era lo que hacía. Algo del entretenimiento, o en las finanzas. No importa. Creo que tenía suficiente dinero como para ser uno de los accionistas de mi compañía. Lo que importa es que tenía bastante, y vivía en esta increíble casa al lado de la playa.
A mi cliente le gustaba conocer a la gente que todos conocían. Su plan era proveer un lugar seguro para la gente que podría levantar su imagen durante y después de la guerra, ser el Moisés de los ricos y famosos. ¿Y sabe qué?, ellos se lo creyeron. Actores, cantantes, raperos y atletas profesionales, todas esas caras bonitas, como las que se ven en los realities y en los programas de entrevistas, y hasta esa perra rica con cara de cansancio que era famosa sólo por ser una perra rica con cara de cansancio.
Estaba ese magnate de la música, el de los aretes de diamantes. Decía que tenía una AK modificada con lanzagranadas. Le encantaba hablar de ella diciendo que era una réplica exacta de la de Scarface. No tuve el valor para decirle que el arma del señor Montana era en realidad una 16 A-1.
También estaba el tipo de la comedia política, ya sabe, el del show con su nombre. Una vez lo ví aspirando coca sobre las tetas de una desnudista tailandesa mientras decía que lo que estaba pasando no era sólo un asunto de los muertos contra los vivos, sino que tendría repercusiones en todas la facetas de nuestra sociedad: en lo social, político, económico y hasta lo ambiental. Dijo que, inconscientemente, todo el mundo había sospechado la verdad durante la “Gran Negación,” y por eso habían reaccionado tan mal cuando la historia se había revelado por fin. En realidad tenía algo de sentido, hasta que comenzó a hablar sobre la fructosa de jarabe de maíz y la feminización de Norteamérica.
Una locura, ya sé, pero uno más o menos se esperaba que esas personas fueran así, o al menos yo lo hacía. Lo que no me esperaba era que trajeran a toda su “gente.” Cada uno de ellos, sin importar quiénes eran o qué hacían, tenía que llevar consigo a no sé cuántos estilistas, publicistas y asistentes personales. Algunos de ellos, creo, eran agradables, y sólo lo hacían por el dinero, o porque imaginaron que allí estarían a salvo. Unos niños que sólo querían aprovechar una oportunidad. No los culpo por eso. Pero otros… unos jodidos imbéciles, fascinados con el olor de su propia mierda. Eran groseros, engreídos y se creían los jefes de todos los que tenían alrededor. A uno de ellos lo recuerdo bien, sólo porque tenía esta gorra de béisbol con un letrero que decía “¡A Trabajar!” Creo que era el representante de ese gordo cabrón que quedó de ganador en ese show de talentos. ¡Nada más ese tipo tenía como catorce personas a su alrededor! Recuerdo que al principio pensé que sería imposible mantener a toda esa gente, pero después de mi recorrido inicial por las instalaciones, me dí cuenta de que mi jefe se había preparado para todo.
Había transformado la casa en el sueño húmedo de un fanático de la supervivencia. Tenía suficiente comida deshidratada para alimentar a un ejército durante años, así como una interminable cantidad de agua gracias a un desalinizador que estaba conectado con tuberías al océano. Tenía turbinas de viento, paneles solares, y generadores de respaldo con unos enormes tanques de gasolina enterrados bajo el jardín principal. Había instalado suficientes medidas de seguridad para mantener a raya a los muertos vivientes para siempre: murallas, sensores de movimiento, y armas, ah, las armas. Sí, nuestro jefe había hecho bien su tarea, pero lo que lo hacía sentir más orgulloso era que cada habitación de la casa estaba conectada y cableada para transmitirlo todo por Internet las 24 horas del día. Esa era la verdadera razón por la que había invitado a sus “mejores” y “más cercanos” amigos. Él no sólo quería resguardarse de la tormenta con toda la comodidad y el lujo que podía, también quería que todo el mundo lo supiera. Estaba pensando como una celebridad, asegurándose la fama.
No sólo había una cámara en casi todos los cuartos, sino que también había llevado a todos los periodistas y equipos que uno vé en la alfombra roja de los Óscar. En realidad nunca me había imaginado lo grande que era la industria del periodismo de entretenimiento. Había docenas de ellos, de todas las revistas y programas de televisión. “¿Cómo te sientes?” Esa la escuché muchas veces. “¿Cómo la estás pasando?” “¿Qué crees que vá a pasar?” y le juro que una vez alguien me preguntó “¿de qué marca es esa ropa?”
Para mí, el momento más irreal fue una vez que estábamos en la cocina con otros miembros del equipo y los guardaespaldas, viendo las noticias y allí, en la pantalla, adivine qué, ¡salíamos nosotros! Las cámaras estaban en el cuarto de al lado, enfocando a algunas de las “estrellas” sentadas en un sofá mientras veían otro canal. La señal que veían era emitida en vivo desde la zona Nororiental de Nueva York; los muertos subían por la Tercera Avenida y la gente los enfrentaba mano a mano, con martillos y con tubos de metal. El dueño de una tienda de deportes Modell estaba repartiendo bates de béisbol y gritaba “¡Denles en la cabeza!” Salió un tipo en patines. Tenía un palo de hockey en la mano, con un enorme cuchillo para carne amarrado en la punta. Comenzó a hacer un giro, a esa velocidad podría haber cortado un cuello o dos. La cámara lo filmó todo: el brazo medio podrido que saló de una alcantarilla frente a él, el pobre tipo volando por los aires, aterrizando en la cabeza, y luego siendo arrastrado del pelo, gritando, hacia la alcantarilla. En ese momento la cámara de la sala volteó para registrar las reacciones de nuestras celebridades. Hubo caras de sorpresa, algunas honestas, otras ensayadas. Recuerdo que sentí menos respeto por los que trataron de fingir algunas lágrimas que por la pequeña perra malcriada que dijo que el tipo de los patines era un “idiota.” Hey, al menos ella sí era sincera. Yo estaba parado al lado de este otro tipo, Sergei, un miserable cabrón del tamaño de un muro y con cara de pocos amigos. Las historias que me contaba sobre su infancia en Rusia me convencieron de que no todos los morideros del Tercer Mundo quedan en los trópicos. Mientras las cámaras enfocaban las reacciones de aquella gente bonita, él murmuró algo para sí mismo en ruso. La única palabra que pude entender fue “Romanovs” y estaba a punto de preguntarle qué había querido decir, cuando la alarma se disparó.
Algo había activado los sensores de presión que habíamos instalado a varios kilómetros alrededor de los muros. Eran lo suficientemente sensibles como para detectar un solo zombie, y en ese momento se activaban como locos. Nuestros radios carraspeaban: “Contacto, contacto, esquina suroccidental… ¡mierda, vienen por centenares!” Era una casa jodidamente grande, me tomó varios minutos llegar hasta mi posición de disparo. No sabía por qué el vigilante estaba tan nervioso. ¿Qué importaba si eran unos cuantos cientos de ellos? Nunca pasarían del muro. Luego lo escuché gritar “¡Vienen corriendo! ¡Hijos de puta, sí que son rápidos!” Zombies rápidos, eso me paralizó el estómago. Si podían correr, quizá podían trepar, si podían trepar, a lo mejor podían pensar, y si podían pensar… ahora sí estaba asustado. Recuerdo que para cuando llegué a la ventana del cuarto de invitados del tercer piso, todos los amigos de mi jefe corrían hacia los depósitos de armas como extras de una mala película de acción de los 80s.
Le quité el seguro a mi arma y las tapas a la mira telescópica. Era una de las de última generación, con amplificación de luz y visión termal. No se necesitaba la visión termal porque los Gs no despedían calor. Fue por eso que cuando ví las imágenes verdes y brillantes de cientos de corredores, se me atascó algo en la garganta. Esos no eran muertos vivientes.
“¡Ahí está!” los escuché gritar. “¡Esa es la casa de las noticias!” Venían cargando escaleras, escopetas, niños. Un par de ellos traían unos cilindros grandes y pesados en la espalda. Iban hacia la puerta del frente, unas placas enormes de acero que supuestamente podían contener a mil zombies. La explosión las arrancó de los goznes y las envió girando hacia el interior de la casa como un par de estrellas ninja gigantes. “¡Fuego!” gritaba mi jefe por la radio. “¡Derríbenos! ¡Mátenlos! ¡Fuegofuegofuego!”
Los “atacantes,” a falta de una mejor palabra, entraron corriendo en la casa. El jardín estaba lleno de vehículos parqueados, autos deportivos y camionetas, e incluso uno de esos camiones monstruo, propiedad de un jugador de la NFL. Unas enormes bolas de fuego, todos ellos, estallando unos al lado de los otros, o convertidos en chatarra ardiente desde la explosión, y el humo negro de los neumáticos ahogándonos a todos. Lo único que se escuchaba eran los disparos, nuestros y de ellos, y no eran sólo de nuestro equipo de seguridad. Cualquier pez gordo que todavía no se hubiera cagado en los pantalones, estaba tratando de ser un héroe o de proteger su reputación frente a su gente. Muchos de ellos le ordenaron su equipo que los protegieran. Algunos obedecieron, estos pobres asistentes personales de veintitantos años que no habían cogido un arma en toda su vida. No duraron mucho. Pero también hubo algunos peones que se torcieron y se unieron a los atacantes. Ví a uno de esos estilistas, una verdadera loca, clavándole un abrecartas en la boca a una actriz, y también, irónicamente, ví al señor “A Trabajar” intentando arrebatarle una granada al tipo del show de talentos antes de que ésta estallara entre los dos.
Todo era un caos, justo lo que uno se imagina cuando piensa en el fin del mundo. Una parte de la casa estaba en llamas, había sangre por todas partes, cuerpos completos o en pedazos regados sobre los muebles más caros. Me crucé con el chihuahua de la perra malcriada cuando corríamos hacia la salida trasera. Él me miró, yo lo miré. Si él hubiese podido hablar, seguramente nos habríamos dicho algo como, “¿Qué pasará con tu amo?” “¿Qué pasará con la tuya?” “Que se jodan.” Esa era la actitud de casi todos nosotros, y la razón por la que no había disparado ni un solo tiro en toda la noche. Nos habían pagado para proteger a esa gente rica de los zombies, no de otra gente menos rica que sólo quería un lugar seguro donde refugiarse. Podíamos escuchar cómo gritaban mientras entraban por la puerta del frente. No decían “agarren el trago” o “tírense a esas perras”; decían “¡apaguen el fuego!” y “¡lleven a las mujeres y a los niños arriba!”
Me tropecé con el tipo de la comedia política camino hacia la playa. Él y una mujer, una vieja rubia y estirada que se suponía era su enemiga política, estaban tirados en el piso dándole a eso como si no hubiera un mañana, y bueno, quizá para ellos no lo hubo. Llegué hasta la arena, encontré una tabla de surf que probablemente había costado más que la casa en la que me crié, y comencé a nadar hacia las luces del horizonte. Había muchos barcos en el agua esa noche, un montón de gente saliendo de la ciudad. Confié en que uno de ellos me llevaría al menos hasta el puerto de Nueva York. Con algo de suerte, podría sobornarlos con un par de aretes de diamantes.
[Se bebe de un trago su copa de ron y pide otra.]
Algunas veces me pregunto por qué diablos no se quedaron callados, ¿me entiende? No sólo mi jefe, sino todos esos parásitos mimados. Tenían los recursos necesarios para mantenerse alejados del peligro, ¿entonces por qué no los usaron?; irse para la Antártica o Groenlandia o quedarse donde estaban pero escondidos al ojo del público. Quizá no eran capaces de pensar de otra manera, como un interruptor que no podían apagar. A lo mejor eso fue lo que los convirtió en lo que eran en primer lugar. ¿Cómo diablos voy a saberlo?
[El mesero llega con otro trago, y T. Sean le lanza una moneda plateada.]
“Si lo tienes, muéstralo.”
CIUDAD DE HIELO, GROENLANDIA
[Desde la superficie, lo único visible son los embudos, unas enormes y muy bien construidas trampas para viento que llevan el aire frío y fresco a los trescientos kilómetros de túneles del laberinto que hay más abajo. Quedan muy pocos del cuarto de millón de personas que solían habitar esta maravilla de la ingeniería tallada a mano. Algunos se quedaron para animar el pequeño pero creciente comercio turístico. Algunos viven como custodios, mantenidos por la pensión otorgada por el Comité de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. Algunos otros, como Ahmed Farahnakian, antes conocido como el mayor Farahnakian de la Fuerza Aérea Revolucionaria Iraní, no tienen más a dónde ir.]
India y Pakistán. Al igual que con Corea del Norte y del Sur, o la OTAN y el Pacto de Varsovia. Si existían dos países que seguramente iban a usar armas nucleares el uno contra el otro, tenían que ser India y Pakistán. Todo el mundo lo sabía, todo el mundo se lo esperaba, y era por eso exactamente que nunca pasaba nada. Como el peligro era omnipresente, a lo largo de los años se había puesto en marcha una complicada maquinaria para evitarlo. Había una línea directa entre las dos capitales, los embajadores ya se llamaban por su primer nombre, y los generales, políticos, y todos los involucrados en el proceso, estaban entrenados para asegurarse de que el día que todos temían nunca llegara. Nadie podía imaginarse —yo no lo hice— que los hechos se desarrollarían como lo hicieron al final.
La infección no nos había golpeado tan fuerte a nosotros como a los demás países. Nuestra tierra era demasiado montañosa. El transporte era complicado. Nuestra población era relativamente poca; dado el tamaño de nuestro país, y ya que la mayoría de nuestras ciudades podían ser acordonadas por nuestra enorme fuerza militar, no es difícil ver por qué nuestros líderes se mostraban más bien optimistas.
El problema fueron los refugiados, millones de ellos desde el oriente, ¡millones! Como un río a través de Baluchistán, arrasando con nuestras planicies. Muchos de ellos habían sido ya infectados, enjambres cojeantes acercándose a nuestras ciudades. Nuestros guardias fronterizos fueron barridos por completo, instalaciones enteras sepultadas por la oleada de muertos. No había manera de cerrar las fronteras y lidiar con nuestras propias epidemias al mismo tiempo.
Exigimos a los pakistaníes que controlasen a su gente. Nos aseguraron que estaban haciendo todo lo que podían. Sabíamos que estaban mintiendo.
La mayor parte de los refugiados venía desde la India, atravesando Pakistán en un intento de llegar a un lugar más seguro. La gente de Islamabad estaba más que dispuesta a dejarlos pasar. Era mejor dejarle el problema a otro país en lugar de resolverlo ellos mismos. Quizá si hubiésemos unido nuestras fuerzas, organizado una operación conjunta en alguna posición fácil de defender. Sé que pusimos planes de esos sobre la mesa. Las montañas al sur de Pakistán: las Pab, las Kirthar, la cordillera central de Brahui. Podríamos haber detenido a cualquier número de refugiados, o muertos vivientes. Nuestros planes fueron rechazados. Algún paranoico consejero militar en su Embajada nos dijo que cualquier presencia de fuerzas militares en su suelo sería vista como una declaración de guerra. No sé si su presidente alcanzó a ver nuestra propuesta; nuestros líderes nunca hablaron directamente con él. Es lo que le decía sobre la India y Pakistán, el problema es que nosotros no teníamos una relación como esa. La maquinaria diplomática no estaba en su lugar. Ni siquiera sabemos lo que ese coronel comemierda le informó en realidad a su gobierno, ¡pudo haberles dicho que estábamos tratando de invadir sus provincias occidentales!
¿Pero qué podíamos hacer? Todos los días, cientos de miles de personas cruzaban nuestra frontera, ¡y quizá decenas de miles de ellos estaban infectados! Teníamos que actuar de forma decisiva. ¡Teníamos que protegernos!
Hay una carretera que cruza entre los dos países. Es pequeña según sus parámetros, y ni siquiera está pavimentada en algunas partes, pero era la principal arteria terrestre hacia el sur en Baluchistán. Si la cortábamos en un solo lugar, El puente del río Ketch, cerraríamos el 60% de todo el tráfico de refugiados. Yo mismo volé en esa misión, de noche y con muchos escoltas. No se necesitaban intensificadores de imagen. Se podían ver las farolas desde kilómetros de distancia, una delgada línea blanca extendiéndose en la oscuridad. Incluso pude ver los fogonazos de las ramas. El área estaba gravemente infestada. Apunté a los cimientos centrales del puente, que eran la parte más difícil de reconstruir. Las bombas se separaron limpiamente. Eran municiones convencionales, altamente explosivas, apenas lo suficiente para cumplir con el trabajo. Nuestros aviones eran norteamericanos, de la época en que éramos sus aliados más convenientes, y los usamos para destruir un puente construido en suelo extranjero también con ayuda norteamericana. La ironía del asunto no se les escapó a nuestros comandantes. En lo personal, no podía importarme menos. Tan pronto como sentí que mi Phantom se hacía más ligero, encendí los retroquemadores, esperé el reporte de mi avión observador, y recé con toda mi alma para que los pakistaníes no nos devolvieran el golpe.
Por supuesto, mis plegarias no fueron escuchadas. Tres horas después, sus tropas en Qila Safed atacaron nuestra estación fronteriza. Me enteré después que nuestro presidente y el Ayatollah decidieron no hacer nada más. Habíamos conseguido lo que queríamos, y ellos habían tenido su venganza. Ojo por ojo, rea mejor dejarlo así. ¿Pero quién iba a informar de esa decisión al otro lado? Los radios y códigos de su embajada en Teherán fueron destruidos. Ese coronel hijo de puta se había disparado en la boca antes que revelar cualquier “secreto de estado.” No teníamos líneas directas con ellos, ni canales diplomáticos. No sabíamos cómo mas contactar a los líderes pakistaníes. Ni siquiera sabíamos si sus líderes seguían vivos. Era un caos, la confusión se convirtió en ira, la ira nos hizo atacar a nuestros vecinos. Con cada hora, los conflictos aumentaban. Luchas fronterizas, bombardeos. Todo sucedió tan rápido, tres días de guerra convencional, y ninguno de los bandos tenía ningún objetivo específico, sólo ira y pánico.
[Se estremece.]
Creamos una bestia, un monstruo nuclear que ninguno de los dos bandos podía controlar… Teherán, Islamabad, Qom, Lahore, Bandar Abbas, Ormara, Emam Khomeyni, Faisalabad. Nadie sabe cuántos murieron en las explosiones, ni cuando las nubes radioactivas comenzaron a moverse sobre nuestros territorios, sobre la India, sobre Asia suroreintal, sobre el Pacífico, hasta América.
Nadie pensó que eso podría pasar, no entre nosotros. ¡Por Dios, ellos mismos nos habían ayudado a organizar nuestros programas de defensa nuclear! Nos habían vendido los materiales, la tecnología, habían sido los intermediarios con los traficantes de Corea del Norte y los renegados rusos… nosotros nunca habríamos sido una potencia nuclear de no ser por nuestros hermanos musulmanes. Nadie se lo esperaba, pero pensándolo bien, nadie se esperaba tampoco que los muertos se levantaran de nuevo, ¿verdad? Sólo hay alguien que podría haberlo imaginado, y ya no creo en Él.
DENVER, COLORADO, ESTADOS UNIDOS
[Mi tren vá retrasado. Están probando el puente levadizo occidental. A Todd Wainio no parece importarle el tener que esperarme en la plataforma. Estrecho su mano bajo el Mural de la Victoria, la imagen más representativa de la experiencia norteamericana en la Guerra Mundial Z. Basado originalmente en una fotografía, la obra muestra a un escuadrón de soldados de pié en la orilla del río Hudson que dá hacia Nueva Jersey, dándole la espalda al observador mientras miran el amanecer sobre Manhattan. Mi anfitrión parece pequeño y frágil al lado de esos enormes iconos bidimensionales. Al igual que casi todos los hombres de su generación, Todd Wainio ha envejecido antes de tiempo. Con una panza amplia, pelo escaso y encanecido, y tres cicatrices profundas y paralelas en su mejilla izquierda, es difícil suponer que este soldado retirado del Ejército de los Estados Unidos está aún, al menos cronológicamente, en sus primeros años de vida.]
El cielo estaba rojo ese día. Era por el humo, la basura que había estado llenando el aire durante todo el verano. Todo se veía envuelto en esta luz de color ámbar, era como mirar al mundo a través de unos anteojos del color del infierno. Así ví por primera vez a Yonkers, un pequeño y deprimido suburbio de clase trabajadora al norte de Nueva York. Creo que nadie jamás había escuchado hablar de ese lugar. Al menos yo no, pero ahora es tan famoso como, digamos, Pearl Harbor… no, no Pearl Harbor… eso fue un ataque sorpresa. Lo nuestro fue más parecido a Little Bighorn, porque nosotros… bueno… al menos la gente a cargo sí sabía lo que pasaba, o deberían haberlo sabido. El hecho es que no fue un ataque por sorpresa, la guerra… o la emergencia, o como quieran llamarla… ya había comenzado. Habían pasado, qué, ¿tres meses desde que todo el mundo se había subido al vagón del pánico?
Usted recuerda cómo era todo eso, la gente enloqueciendo… tapiando las entradas de sus casas, robando comida, armas, disparándole a todo lo que se movía. Esos seguramente mataron a más gente, todos esos Rambos, y los incendios, y los accidentes de tránsito y toda esa… toda esa mierda que ahora llamamos el “Gran Pánico”; creo que todo eso mató a más gente que Zack.
Supongo que puedo entender por qué los altos mandos creyeron que una gloriosa batalla final era una buena idea. Querían demostrarle a la gente que todavía tenían el control, querían tranquilizarlos para poder lidiar con el problema de verdad. Los entiendo, y como ellos necesitaban darse su publicidad, yo terminé en Yonkers.
En realidad no era un mal lugar para dar pelea. Parte del pueblo quedaba en un pequeño valle, y justo al otro lado de las colinas pasaba el río Hudson. La avenida del arroyo Saw Mill pasaba justo por el centro de nuestra línea principal de defensa, y los refugiados que salían por la autopista estaban guiando a los muertos directo hacia nosotros. Era un cuello de botella natural, y la idea era buena… la única buena idea que tuvieron ese día.
[Todd saca otro “Q,” un cigarrillo hecho con hojas cultivadas en Norteamérica, llamado así porque sólo contiene una cuarta parte de tabaco.]
¿Por qué no nos apostaron en los techos? Había un centro comercial, un par de parqueaderos, grandes edificios con enormes terrazas. Podrían haber puesto un batallón completo sobre la estación del A&P. Habríamos tenido una vista de todo el valle, y habríamos estado completamente seguros del ataque. Había un edificio de apartamentos, como de veinte pisos, creo… cada piso tenía una excelente vista hacia la autopista. ¿Por qué no había un equipo de francotiradores en cada ventana?
¿Sabe dónde nos pusieron? Abajo, en la calle, tras un montón de costales de arena y trincheras. Gastamos tanto tiempo, tantas energías preparando esos puestos de combate. Bien “ocultos y cubiertos,” según nos dijeron. ¿Ocultos y cubiertos? “Cubiertos” se refiere a una protección física, convencional, contra armas personales y artillería, o explosivos lanzados desde el aire. ¿Algo de eso se aplicaba al enemigo que íbamos a enfrentar? ¿Acaso Zack estaba enviando ataques aéreos o bombas incendiarias? ¡¿Y por qué diablos se estaban preocupando por ocultarnos, cuando la idea era hacer que Zack marchara directo hacia nosotros?! ¡Jodidos viejos imbéciles! ¡Todos ellos!
Estoy seguro de que quienquiera que fueran los que estaban a cargo, debían ser los últimos jodidos Fuldas que quedaban, ya sabe, esos generales que pasaron sus mejores años aprendiendo cómo defender a Alemania Occidental contra Iván. Viejos retrógrados y miopes… seguramente tantos años de guerra en Oriente Medio los tenía con rabia. Tenían que ser ellos, porque todo lo que hicimos ese día apestaba a tácticas de defensa de la Guerra Fría. ¿Sabía que hasta trataron de excavar pozos de combate para los tanques? Los ingenieros dinamitaron estos enormes huecos en el parqueadero de la estación del A&P.
¿Tenían tanques?
Viejo, teníamos de todo: tanques, Bradleys, Humvees armados con de todo, desde calibres cincuenta hasta estos nuevos morteros pesados Vasilek. Al menos esos podrían haber servido de algo. Teníamos Humvees Avenger con misiles Stinger tierra-aire instalados encima, teníamos un sistema portátil AVLB para construir un puente flotante, perfecto para el arroyo de diez centímetros de profundidad que corría al lado de la autopista. Teníamos un montón de vehículos XM5 para guerra electrónica llenos de radares y equipo de interferencia… y… ah sí, también teníamos toda una fila de FOLs, letrinas de campaña, instaladas allí en medio de todo. ¿Para qué? Si la presión del agua todavía era constante y había retretes funcionando en cada casa y edificio de aquel barrio. ¡Tantas cosas que no necesitábamos! Toda esa mierda sólo servía para bloquear el tráfico y para verse bonita, y creo que era precisamente para eso que la tenían allá, para que se viera bonita.
Para la prensa.
¡Claro que sí, debía de haber al menos un reportero por cada dos o tres soldados!21 Estaban en la calle, en camionetas, y no sé en cuántos helicópteros de los noticieros, dando vueltas sobre nosotros… uno pensaría que con tantos helicópteros podrían haber utilizado algunos para rescatar a la gente de Manhattan… por supuesto que todo eso era para la prensa, para mostrarles nuestro poder asesino camuflado de verde… o de café… algunos acababan de regresar del desierto y no habían tenido tiempo de pintarlos. Había tantas cosas que eran sólo para mantener las apariencias, no sólo los vehículos, sino también nosotros. Nos tenían metidos en los MOPP 4, el atuendo protector específico para misiones, unos trajes y máscaras grandes y pesadas que supuestamente nos protegían de ambientes peligrosos y exposición bioquímica.
¿Quizá sus superiores pensaban que el virus se transmitía por el aire?
¿Entonces por qué no protegieron a los reporteros? ¿Por qué nuestros “superiores” no los usaban también, ni nadie más detrás de nuestra línea? Ellos estaban frescos y cómodos metidos en sus UCs mientras nosotros sudábamos bajo capas de caucho, carbón activado, y pesados chalecos antibalas. ¿Y quién fue el genio al que se le ocurrió ponernos chalecos antibalas? ¿Era porque la prensa había dicho no tuvimos suficientes chalecos en la última guerra? ¿De qué diablos sirve un casco cuando se pelea contra un muerto viviente? ¡Son ellos los que necesitan cascos, no nosotros! Y luego estaban todos esos aparatos de red… el sistema de integración de combate Land Warrior. Era toda una serie de artefactos electrónicos que le permitía a cada uno de nosotros conectarse con el resto del equipo, y a los de arriba conectarse directamente con nosotros. A través de tu visor podías descargar mapas, datos de GPS, imágenes de satélite en tiempo real. Podías saber tu localización exacta dentro del campo de batalla, las posiciones de tus compañeros, del enemigo… uno podía ver a través de la videocámara montada en el arma, o la de cualquier compañero, y observar lo que había al otro lado de un arbusto, o doblando una esquina. Land Warrior le permitía a cada soldado tener toda la información de un puesto de mando, y le permitía al puesto de mando controlar todos los soldados como una sola unidad. “Netrocéntrico,” eso era lo que decían los oficiales todo el tiempo frente a la prensa. “Netrocéntrico” e “hiperguerra.” Las palabras se escuchaban bien, pero no servían para un carajo cuando tenías que excavar una trinchera usando el uniforme MOPP completo, chaleco antibalas, el equipo Land Warrior y toda la dotación estándar, todo eso en el día más caliente del verano más caliente que se había registrado. No sé cómo hice para mantenerme en pié hasta que Zack apareció.
Al principio era como un cuentagotas, uno o dos de ellos tambaleándose entre los autos abandonados que bloqueaban la autopista desierta. Al menos los refugiados ya habían sido evacuados. Bueno, esa fue otra cosa que hicieron bien. Escoger un lugar estrecho y evacuar a todos los civiles, buen trabajo. Pero todo lo demás…
Zack comenzó a entrar en la primera zona de fuego, el área designada para los MLRS. No escuché cuando dispararon los misiles porque mi casco ahogó el sonido, pero los ví volar directo hacia el objetivo. Ví como hacían un arco hacia abajo y el fuselaje exterior se abría para soltar esas pequeñas bombas ensartadas en cordones de plástico. Son más o menos del tamaño de una granada de mano, antipersonales, con una limitada capacidad antitanques. Se regaron entre los Gs, detonando tan pronto como golpeaban el suelo o alguno de los autos abandonados. Los tanques de combustible estallaron como pequeños volcanes, géiseres de fuego y chatarra que se sumaron a la “lluvia de acero.” Voy a ser sincero, fue impresionante, la gente gritaba a través de los micrófonos, yo también, viendo a esos zombies tambalearse y caer al suelo. Yo diría que había como treinta, quizá cuarenta o cincuenta a lo largo de aquel kilómetro y medio de carretera. El primer bombardeo eliminó tres cuartas partes de ellos.
¿Sólo tres cuartas partes?
[Todd termina su cigarrillo con una larga y violenta aspirada. Inmediatamente saca otro.]
Ajá, y eso debería habernos preocupado mucho. La “lluvia de acero” golpeó a todos y cada uno de ellos, les destrozó las tripas; había órganos y carne regados por todo el maldito lugar, desprendiéndose de sus cuerpos mientras seguían caminando hacia nosotros… pero impactos en la cabeza… había que destruir el cerebro, no el cuerpo, y en tanto les quede un pensadero completo y algo de movilidad… algunos seguían caminando, otros habían quedado muy mal y se arrastraban. Sí, deberíamos habernos preocupado mucho, pero no había tiempo.
El cuentagotas se había convertido en un arroyo. Más Gs, docenas de ellos, apretujados entre los autos incendiados. Algo curioso sobre Zack… uno se imaginaba que estarían vestidos con sus mejores ropas. Así era como los mostraban en la televisión, sobre todo al principio… Gs con traje de ejecutivo y ropa de trabajo, como una muestra representativa de la Norteamérica de todos los días, sólo que muertos. Así no era como se veían. Casi todos los infectados, los primeros infectados, los de la primera epidemia, murieron en el hospital o en sus camas en casa. Casi todos llevaban esas batas de hospital, o pijamas. Algunos iban en bóxer o ropa interior… o desnudos, muchos tenían todo afuera. Uno podía verles las heridas, las marcas resecas sobre el cuerpo, unos huecos que te daban escalofríos incluso con el calor del uniforme.
La segunda “lluvia de acero” no tuvo ni la mitad del impacto que la primera porque ya no quedaban tanques de combustible en los autos, y todos esos Gs apretujados se cubrían los unos a los otros de una posible herida en la cabeza. Yo no tenía miedo, aún no. Quizá ya no estaba tan firme, pero estaba seguro de que me recuperaría cuando Zack entrara en la zona de fuego de la artillería.
Una vez más, no pude escuchar el fuego de los Paladins en las colinas detrás de nosotros, pero sí ví y escuché cuando las municiones aterrizaron. Eran HE 155 estándar, núcleos explosivos con cubiertas de fragmentación. ¡Hicieron mucho menos daño que los misiles!
¿Por qué?
En primer lugar, no hay efecto de globo. Cuando una bomba estalla cerca de uno, hace que los líquidos del cuerpo comiencen a hervir, literalmente te estalla como un globo. Eso no le pasa a Zack, quizá porque tienen menos fluidos corporales que nosotros, o porque sus fluidos son como gelatina. No sé. Pero no les hizo ni mierda, y tampoco sufren de TNR.
¿Qué es el TNR?
Trauma Nervioso Repentino, creo que así se llama. Es otro de los efectos de las explosiones a corta distancia. El trauma es tan grande a veces, que todos los órganos, el cerebro, todo junto, simplemente se desconectan, como si Dios te apagara el interruptor. Tiene algo que ver con los impulsos eléctricos o algo así. No sé, no soy un maldito doctor.
Pero eso no les sucedió.
¡Ni a uno! Bueno… no me malinterprete… Zack tampoco venía brincando por entre las bombas sin sufrir daño. Vimos cuerpos volando a la mierda, dando vueltas en el aire, partidos en pedazos, algunas cabezas sueltas con ojos y bocas que todavía se movían, volando por el aire como jodidos corchos de champaña… los estábamos acabando, claro, ¡pero no tan rápido ni tantos como necesitábamos!
Ahora parecíamos mirando un río, una inundación de cuerpos, cojeando, gimiendo, pisoteando los restos de sus hermanos mientras avanzaban perezosamente hacia nosotros como una ola en cámara lenta.
La siguiente zona de fuego era la del armamento pesado, los cañones 120 de los tanques y los Bradleys con sus ametralladoras y misiles FOTT. Los Humvees también abrieron fuego, con morteros y misiles y Mark-19s, que son como metralletas pero que disparan granadas. Los Comanches pasaron silbando casi a centímetros sobre nuestras cabezas, con ametralladoras, Hellfires y paquetes de cohetes Hydra.
Era una maldita máquina de moler carne, un aserradero, y una nube de materia orgánica pulverizada flotaba como aserrín sobre la horda.
Nada puede sobrevivir a esto, pensé, y por un momento, parecía que tenía razón… hasta que el fuego comenzó a agotarse.
¿Comenzó a agotarse?
Se acabó, no fue suficiente…
[Se queda en silencio por un segundo, y luego, enojado, me mira fijamente.]
Nadie pensó en eso, ¡nadie! ¡Y que no me salgan con cuentos sobre recortes de presupuesto y escasez de suministros! ¡Lo único que escaseó ese día fue el maldito sentido común! A ninguno de esos imbéciles de cuatro estrellas, graduados de la Academia Militar de West Point y con el culo lleno de medallas se le ocurrió decir, “Hey, tenemos un montón de armas impresionantes, ¡¿¡las mandamos con suficiente mierda para disparar!?!” Nadie pensó en cuántas rondas de artillería se necesitarían para mantener las operaciones por varias horas, cuántos misiles para los MLRS, cuántos cilindros de metralla… los tanques tenían estas cosas llamadas cilindros de metralla… imagínese un cartucho de escopeta gigante. Disparaban un montón de bolitas de tungsteno… no eran perfectas, ya sabe, se desperdiciaban como cien bolas por cada G que aniquilaban, pero mierda, ¡al menos servían de algo! Cada Abrams tenía sólo tres de esas, ¡tres! ¡Tres, cuando podían cargar cuarenta! ¡El resto eran municiones estándar de HEAT o SABOT! ¿Usted sabe lo que pasa cuando una “Bala de Plata,” un dardo antiblindaje de uranio empobrecido, golpea un grupo de muertos vivientes? ¡Nada! ¿Sabe lo que se siente ver un tanque de sesenta y tantas toneladas disparándole a una multitud sin ningún jodido efecto? ¡Tres cilindros de metralla! ¿Y dónde estaban las saetas? Esa era el arma de la que más se hablaba en esos días, saetas, paquetes de pequeñas púas de acero que convierten instantáneamente a cualquier arma en una regadera. Hablábamos de ellas como si fueran un invento nuevo, pero las teníamos desde, a ver, desde Corea. Podíamos cargarlas en los cohetes Hydra y en los Mark-19. Sólo imagínese eso, un sólo 19 disparando trescientas cincuenta rondas por minuto, ¡y cada ronda formada por más de cien22 agujas! Quizá no habría bastado para cambiar las cosas… pero… ¡Maldita sea!
El fuego se agotaba, y Zack seguía llegando… y el miedo… se sentía en todas partes, en las órdenes de los líderes de escuadrón, en las acciones de los tipos a mi alrededor… Esa vocecita en la parte de atrás de tu cabeza que no deja de repetir “Oh mierda, oh mierda.”
Nosotros estábamos en la última línea de defensa, y no habían pensado en nosotros a la hora de repartir armas y municiones. Se suponía que nos tocaría lidiar con uno que otro G que lograra pasar a través de la paliza de las armas pesadas. Se esperaban que cuando mucho, un tercio de nosotros tendría que disparar, y que ni una décima parte de nosotros tendría que matar algo.
Se nos vinieron encima por miles, desbordándose por los rieles laterales de la carretera, por los callejones, alrededor de las casas, a través de ellas… eran tantos, y sus gemidos tan fuertes, que se oían a través de los cascos.
Quitamos los seguros, apuntamos, llegó la orden de disparar… yo era un artillero de una SAW23, una ametralladora ligera que se debe disparar en ráfagas cortas y controladas, no más largas de lo que uno tarda en decir “muérete hijo de puta.” La primera ráfaga salió muy baja. Le dí a uno directo en el pecho. Lo ví salir volando hacia atrás, golpear el asfalto, y luego pararse como si nada hubiese pasado. Amigo… cuando ellos se levantan…
[El cigarrillo se ha consumido hasta casi tocar los dedos. Todd lo deja caer y lo pisa sin mirarlo.]
Hice lo que pude para controlar mis ráfagas y mis esfínteres. “Sólo apunta a la cabeza,” me repetía todo el tiempo. “Tranquilízate, sólo apunta a la cabeza.” Y todo el tiempo mi SAW seguía repitiendo “muérete hijo de puta, muérete.”
Podríamos haberlos detenido, debimos hacerlo, sólo hacía falta un tipo con un rifle, ¿eso es todo lo que se necesita, no? Soldados profesionales, francotiradores entrenados… ¿Cómo pudo pasar? Los críticos y un montón generales de escritorio que ni siquiera estuvieron allí siguen preguntándoselo. ¿Creen que es tan simple? ¿Piensan que después de haber sido “entrenados” toda la vida para disparar al centro del cuerpo, vamos a ser capaces de lograr un tiro perfecto a la cabeza así como así? ¿De verdad piensan que es fácil recargar un proveedor o desatascar un arma con esas camisas de fuerza y esos cascos asfixiantes que nos dieron? ¿Creyeron que después de ver las más grandes maravillas de la ciencia militar irse al diablo con toda su tecnología, después de haber vivido los tres meses del Gran Pánico y ver cómo que lo que dábamos por cierto era devorado por un enemigo que ni siquiera se suponía que debía existir, íbamos a mantener la maldita cabeza fría y un puto dedo firme en el gatillo?
[Me señala con el dedo.]
¡Bueno, pues sí lo hicimos! ¡Continuamos allí haciendo nuestro trabajo, e hicimos pagar a Zack por cada maldito centímetro que avanzó! Quizá si hubiésemos tenido más hombres, o más municiones, o si nos hubiesen dejado concentrar en nuestro trabajo…
[Su dedo se retrae de vuelta hacia su mano.]
Land Warrior, el avanzado, costoso, hipermejorado y netroputocéntrico Land Warrior. La cosa ya estaba muy mal con sólo ver lo que teníamos al frente, pero las imágenes de satélite nos estaban mostrando al mismo tiempo lo enorme que era aquella horda. Estábamos frente a miles de ellos, ¡pero detrás venían millones! ¡Recuerde que pretendíamos limpiar la mayor parte de la infestación de Nueva York! ¡Aquella era sólo la cabeza de una larguísima serpiente que se extendía hasta la maldita Times Square! No necesitábamos ver eso. ¡Yo no tenía por qué enterarme de eso! La vocecita asustada ya no era tan pequeña. “¡Oh mierda, OH MIERDA!” Y de pronto ya no estaba sólo en mi cabeza. También la escuchaba en mis audífonos. Cada vez que a algún idiota se le olvidaba controlar su boca, Land Warrior se aseguraba de que todos los demás lo escucháramos. “¡Son demasiados!” “¡Tenemos que salir de aquí!” Alguien de algún otro pelotón, no recuerdo su nombre, comenzó a gritar “¡Le dí en la cabeza y no se murió! ¡No se mueren ni cuando les dan en la cabeza!” Seguramente el tiro no le pegó al cerebro, puede pasar, la bala se tuerce raspando el interior del cráneo… quizá si hubiese mantenido la calma y usado su propio cerebro, se habría dado cuenta de eso. El pánico es un germen más contagioso que el virus Z, y las maravillas del Land Warrior permitieron que ese germen se propagara por el aire. “¿Qué?” “¿No se mueren?” “¿Quién dijo eso?” “¿Le diste en la cabeza?” “¡Hijos de puta! ¡Son invencibles!” Eso era lo que se escuchaba por toda la red, mojando pantalones a través de la superautopista de la información.
“¡Todos mantengan la calma!” gritó alguien. “¡Conserven las filas! ¡Desconéctense de la red!” la voz de un viejo, era obvio, pero de pronto fue ahogada por un grito, y mi en visor, y seguramente en el de todos los demás, apareció la imagen de un montón de sangre saliendo de una boca con los dientes podridos. La señal provenía de un tipo en el jardín de una casa detrás de nosotros. Los dueños seguramente dejaron algunos familiares reanimados allí encerrados cuando evacuaron el lugar. Quizá la onda de las explosiones debilitó la puerta o algo así, porque salieron en manada justo sobre aquel pobre infeliz. La cámara de su arma grabó todo el asunto, y cayó al suelo enfocando justo en el ángulo perfecto. Eran cinco, un hombre, una mujer, tres niños. Lo tenían en el suelo de espaldas, el hombre apoyado sobre su pecho, los niños agarrándolo de los brazos y tratando de morderlo a través del chaleco. La mujer le arrancó el casco, uno podía ver el terror en su cara. Nunca voy a olvidar el grito que pegó cuando le arrancó el labio inferior de un mordisco. “¡Están detrás!” gritó alguien más. “¡Están saliendo de las casas! ¡Las líneas no funcionan! ¡Están en todas partes!” De pronto la imagen se apagó, alguien arriba la interrumpió, y la voz, la voz del viejo, regresó… “¡Desconéctense de la red!” nos ordenó, haciendo un gran esfuerzo por sonar tranquilo, y luego la señal desapareció.
Estoy seguro de que debió tomarles más de unos segundos, tenía que ser así, incluso si estaban justo sobre nuestras cabezas, pero pareció que justo al mismo tiempo que nos cortaron la comunicación, el cielo se llenó con el rugido de los JSFs.24 No alcancé a ver cuando liberaron su carga. Yo estaba en el fondo de mi trinchera maldiciendo al ejército y a Dios, y a mis propias manos por no haberla cavado más profunda. La tierra tembló y el cielo se oscureció. Había escombros por todos lados, tierra y cenizas, y mierda en llamas volando sobre mi cabeza. Sentí algo que chocó contra mi espalda, algo blando y pesado. Me di la vuelta. Era una cabeza y un torso, achicharrado y echando humo, ¡y todavía tratando de morderme! Lo alejé de una patada y salí corriendo de mi agujero apenas unos segundos después de la última JSOW25.
Me encontré con una nube de humo negro en el lugar donde había estado la horda. La autopista, las casas, todo estaba cubierto por esta nube de oscuridad. Recuerdo que ví a otros tipos saliendo de sus trincheras, asomándose por las trampillas de los tanques y los Bradleys, todos mirando hacia esa oscuridad. Hubo un silencio, una calma que, al menos en mi mente, duró por horas.
Pero entonces salieron, ¡de entre el humo, como la maldita pesadilla de algún niño! Algunos humeaban, otros todavía estaban ardiendo… algunos de ellos caminaban, otros se arrastraban, algunos sólo se retorcían sobre sus panzas abiertas sin piernas… quizá uno de cada veinte seguía moviéndose, lo que dejaba… mierda… ¿unos dos mil? Y detrás de ellos, mezclándose entre sus filas y avanzando constantemente hacia nosotros, ¡los millones que el ataque aéreo ni siquiera había tocado!
Allí fue cuando la línea colapsó. No lo recuerdo todo claramente. Lo veo como una serie de fotografías: gente corriendo, soldados, reporteros. Recuerdo a un reportero con un mostacho tipo Sam Bigotes sacando una Beretta de su chaqueta justo antes que tres Gs en llamas lo derribaran… Recuerdo a un tipo que abrió a la fuerza la puerta de una camioneta del noticiero, saltó adentro, echó a la calle a una bonita reportera rubia y trató de alejarse, pero un tanque los aplastó a los dos. Dos helicópteros de las noticias se chocaron en el aire, bañándonos con su propia lluvia de acero. El piloto de uno de los Comanches… un valiente hijo de puta… trató de barrer con su rotor la ola de Gs que se nos venía encima. La hoja abrió un surco entre aquella masa antes de atascarse contra un auto y arrojar todo el helicóptero contra la estación del A&P. Disparos… disparos al azar… un bala me pegó en el esternón, en el centro del chaleco antibalas. Sentí como si chocara corriendo contra un muro, aunque no me estaba moviendo. Me tiró al suelo, casi no podía respirar, y justo en ese momento a algún idiota se le ocurrió lanzar una granada aturdidora justo frente a mí.
El mundo se volvió todo blanco, me silbaban los oídos. Me congelé… Unas manos me agarraron, me cogieron por los brazos. Comencé a patear y a dar puños, mi entrepierna estaba mojada y caliente. Grité pero no podía oír ni mi propia voz. Más manos, mucho más fuertes, estaban tratando de arrastrarme a alguna parte. Pateé, me retorcí, grité, lloré… de pronto un puño me pegó de lleno en la mandíbula. No me noqueó, pero me relajé de inmediato. Eran mis compañeros. Zack no pega puños. Me llevaron hasta el Bradley más cercano. Había recuperado mi visión lo suficiente como para ver la línea de luz que desaparecía al cerrarse la puerta.
[Todd saca otro Q, pero de pronto se arrepiente.]
Yo sé que a los “historiadores profesionales” les gusta decir que Yonkers fue una “falla catastrófica de la maquinaria militar moderna,” que comprobó ese adagio de que los ejércitos aprenden cómo combatir en una guerra sólo cuando ya está comenzando la siguiente. En lo personal, creo que no tienen ni puta idea. Claro, no estábamos bien preparados, nuestro equipo, nuestro entrenamiento, todo lo que le acabo de decir, todo fue una metida de patas de primera. Pero el arma que más falló no fue ninguna de las que salen de las líneas de producción. Es una tan vieja como… no sé, supongo que tan vieja como la guerra misma. Es el miedo, amigo, sólo el miedo; y uno no tiene que ser el maldito Sun Tzu para saber que la guerra no se gana matando o lastimando al del otro lado, se gana metiéndole miedo hasta que decida que no quiere seguir peleando. Destruir sus espíritus, eso es lo que intenta todo buen ejército, desde la pintura en la cara hasta el “blitzkrieg” y hasta… ¿Cómo fue que llamamos al primer ataque de la Segunda Guerra del Golfo? ¿“Sorpresa y Temor”? ¡Un nombre perfecto, “Sorpresa y Temor”! ¿Pero qué pasa si el enemigo no puede ser sorprendido y atemorizado? No porque no quieran, ¡sino que biológicamente no se puede hacer! Eso fue lo que pasó ese día en las afueras de Nueva York, esa fue la falla que casi nos cuesta toda la maldita guerra. El hecho de que no pudimos sorprender y atemorizar Zack se devolvió como un boomerang y nos pegó en la cara, ¡y permitió que Zack nos sorprendiera y nos atemorizara a nosotros! ¡Ellos no sienten miedo! ¡Sin importar lo que hagamos, sin importar a cuántos matemos, ellos nunca, nunca van a tener miedo!
Se suponía que Yonkers sería el momento en que le devolveríamos la esperanza al pueblo de Norteamérica, y en vez de eso, prácticamente les dijimos que podían despedirse y morirse. De no ser por el Plan Sudafricano, todos nosotros estaríamos cojeando y gimiendo en este momento.
Lo último que recuerdo fue que el Bradley salió volando como si fuera un carrito de juguete. No sé dónde cayó la bomba, pero estoy seguro de que fue cerca. Si hubiese estado parado allí afuera cuando cayó, expuesto, no estaría contando en cuento aquí hoy.
¿Alguna vez ha visto los efectos de una bomba termobárica? ¿Alguna vez se lo ha preguntado a alguien con estrellas doradas en los hombros? Le apuesto mis bolas a que nunca le van a contar toda la verdad. Le van a decir sobre el calor y la presión, la bola de fuego que se sigue expandiendo sin parar, explotando, y literalmente aplastando y quemando todo lo que encuentra en su camino. Calor y presión, eso es lo que quiere decir la palabra termobárico. ¿Suena bastante mal, no? Lo que nadie le vá a contar es lo que pasa justo después, cuando el vacío creado por la bola de fuego se contrae. Cualquiera que haya quedado vivo sentirá que el aire se le sale de los pulmones, o —y esto nunca lo van a admitir frente a nadie— se le saldrán los pulmones por la boca. Por supuesto, nadie vá a quedar vivo para contarle una historia de horror de esas, y quizá por eso el Pentágono ha tenido tanto éxito en cubrir la verdad, pero si alguna vez vé a alguien con una foto de un G, o un espécimen en vivo y en directo, con las bolsas de aire y las tuberías colgándole de la boca abierta mientras camina, asegúrese de darles mi número. Siempre estoy dispuesto para hablar con otro veterano de Yonkers.
CAMBIANDO LA MAREA
ISLA ROBBEN, PROVINCIA DEL CABO, ESTADOS UNIDOS DE SUDÁFRICA
[Xolelwa Azania me recibe tras su escritorio, ofreciéndome su lugar para que pueda disfrutar de la brisa marina que entra por su ventana. Se disculpa por el “desorden” e insiste en organizar las notas que cubren su escritorio antes de que continuemos. El señor Azania vá por la mitad del tercer volumen de El Puño del Arco Iris: Sudáfrica en Guerra. Dicho volumen trata precisamente del tema que nos ocupa, el momento en que empezamos a enfrentar a los muertos vivientes, el momento en el que su país se salvó de caer al precipicio.]
Desapasionado, una palabra bastante mundana para describir a uno de los personajes más controversiales de la historia. Algunos lo adoran como su salvador, y otros lo detestan como a un monstruo, pero si uno llegó a conocer a Paul Redeker, si alguna vez discutió con él su visión del mundo y los problemas, o mejor aún, las soluciones a los problemas que lo aquejan, probablemente la palabra que más se acomodaba a la impresión que uno se llevaba era desapasionado.
Paul siempre creyó, bueno, quizá no siempre, pero al menos sí en su vida adulta, que la falla fundamental de la humanidad eran sus emociones. Él solía decir que el corazón sólo debía existir para bombearle sangre al cerebro, y que cualquier otra cosa era un desperdicio de tiempo y de energía. Sus ensayos de la Universidad, todos dedicados a “soluciones alternativas” a los problemas sociales de la historia, fueron lo que le ganó por primera vez la atención del gobierno del apartheid. Muchos psicobiógrafos han tratado de calificarlo de racista, pero, en sus propias palabras, “el racismo es un lamentable subproducto de un pensamiento irracional.” Otros han discutido que para que un racista odie a un grupo, al menos debe amar a otro. Redeker creía que tanto el amor como el odio eran irrelevantes. Para él, eran “impedimentos de la condición humana,” y, otra vez en sus propias palabras, “imagínese lo que podríamos lograr si tan sólo la raza humana pudiese desechar su humanidad.” ¿Malvado? Muchos lo calificaron así, mientras que otros, particularmente esa pequeña elite que manejaba el poder en Pretoria, decían que era “una fuente invaluable de intelecto liberal.”
Fue al principio de los años 80s, una época crítica para el gobierno del apartheid. El país descansaba en un lecho de espinas. Teníamos el ANC, teníamos el Partido Libertador Inkatha, y hasta los elementos de extrema derecha de los afrikáners, que lo que más deseaban era una revolución abierta para iniciar un exterminio racial. En todas sus fronteras, Sudáfrica sólo limitaba con naciones hostiles, y en el caso de Angola, enfrentaba una guerra civil apoyada por los soviéticos y peleada por los cubanos. Súmele a eso un aislamiento de casi todas las democracias occidentales (lo que también incluía un embargo de armas) y verá que no era ninguna sorpresa que los de Pretoria estuviesen buscando un plan para poder sobrevivir.
Por eso solicitaron la ayuda del señor Redeker, para revisar y actualizar el ultra secreto “Plan Naranja.” El “naranja” había sido creado desde que el gobierno del apartheid había subido al poder por primera vez, en 1948. Era el plan de acción para el fin del mundo según la minoría blanca del país, un plan para lidiar con un eventual levantamiento hostil de toda la población de nativos africanos. A lo largo de los años había sido actualizado con nuevas estrategias según el desarrollo de la región. Con cada década, la situación se había vuelto más difícil. Con las declaraciones de independencia de los estados vecinos y el creciente clamor de libertad de sus propios pobladores, la gente de Pretoria se dio cuenta de que un enfrentamiento no sólo significaría el fin del gobierno afrikáner, sino la muerte para los afrikáners mismos.
Ahí fue cuando entró Redeker. Su revisión del Plan Naranja, terminada justo a tiempo en 1984, era la mejor estrategia de supervivencia para el pueblo afrikáner. No ignoró ninguna variable. Índices de población, terreno, recursos, logística… Redeker no sólo actualizó el plan para incluir el programa de armas químicas de Cuba y la capacidad nuclear de su propio país, sino que también, y esto fue lo que hizo del “Naranja Ochenta y Cuatro” tan importante históricamente, incluyó la decisión de cuáles afrikáners serían salvados y cuáles debían ser sacrificados.
¿Sacrificados?
Redeker creía que el tratar de salvar a todo el mundo llevaría los recursos del gobierno hasta su punto de quiebre, y eso condenaría a toda la población. Lo comparó con unos sobrevivientes de un naufragio que hacen volcar un bote salvavidas porque no hay espacio suficiente para todos. Redeker ya había calculado quiénes debían “subir a bordo.” Consideró niveles de ingreso, CI, fertilidad, y toda una lista de “cualidades deseables,” incluyendo la ubicación del sujeto respecto a una posible zona de crisis. “La primera víctima del conflicto deben ser nuestros propios sentimientos,” fue la última frase de su propuesta, “porque su supervivencia será la causa de nuestra destrucción.”
El Naranja Ochenta y Cuatro era un plan brillante. Era claro, lógico, eficiente, y convirtió a Paul Redeker en uno de los hombres más odiados de Sudáfrica. Sus principales enemigos fueron algunos de los afrikáners más radicales, los ideólogos raciales y los extremistas religiosos. Después, tras la caída del apartheid, su nombre comenzó a circular entre la población en general. Por supuesto, fue invitado a asistir a los encuentros de “Verdad y Reconciliación,” y por supuesto rechazó las invitaciones. “No voy a fingir que tengo un corazón sólo para salvar mi pellejo,” declaró él públicamente, añadiendo, “Sin importar lo que haga, estoy seguro de que ellos vendrán a buscarme.”
Y lo hicieron, aunque seguramente no fue de la forma en que Redeker se lo esperaba. Fue durante nuestro propio Gran Pánico, que empezó varias semanas antes que el de ustedes. Redeker estaba encerrado en su cabaña de Drakensberg, la cual había comprado con sus ganancias como asesor de finanzas. Le gustaban las finanzas, ya sabe. “Un solo objetivo, y sin alma,” solía decir él. No se sorprendió cuando la explosión arrancó la puerta de sus bisagras y los agentes de la Agencia Nacional de Inteligencia entraron corriendo. Verificaron su nombre, su identidad, y sus acciones pasadas. Le preguntaron sin más ceremonia si él había sido el autor del Naranja Ochenta y Cuatro. Les respondió sin emoción, por supuesto. Él había esperado, y aceptado, aquella intromisión como un último acto de venganza; el mundo se iba a ir al infierno de todas maneras, así que por qué no despacharse primero a algunos “demonios del apartheid.” Lo que nunca se imaginó era que los agentes de la ANI iban a bajar sus armas y a quitarse las máscaras. Eran de todos los colores: negros, asiáticos, mestizos, y hasta un blanco, un afrikáner enorme que fue el primero en adelantarse, y sin decirle ni su nombre ni su rango, preguntó de repente…“Tú tienes un plan para esto, amigo, ¿no es cierto?”
En efecto, Redeker había estado trabajando en su propia solución para la epidemia de los muertos vivientes. ¿Qué otra cosa podía hacer en aquel escondite aislado? Lo había hecho como un ejercicio intelectual; pensaba que de todas maneras no quedaría nadie vivo para leerlo. No le había puesto nombre, como explicó después “porque los nombres sólo existen para distinguir unas cosas de otras,” y hasta aquel momento, no existía ningún otro plan como el suyo. Una vez más, Redeker había considerado todas las variables posibles, no sólo la situación estratégica del país, sino también la psicología, comportamiento, y la “doctrina de combate” de los muertos vivientes. Aunque uno puede encontrar los detalles del “Plan Redeker” en cualquier biblioteca pública del mundo, estos son algunos de los principios fundamentales que él les expuso:
Primero que todo, no había manera de salvar a todo el mundo. La epidemia ya estaba fuera de control. Las fuerzas armadas habían sido demasiado debilitadas como para contener la amenaza de forma efectiva, y dispersas como estaban por todo el país, sólo se debilitarían más con cada día. Nuestras fuerzas debían ser consolidadas, reunidas en una “zona segura,” la cual, idealmente, debía estar aislada por algún obstáculo natural como montañas, ríos, o incluso en una isla en alta mar. Una vez concentradas en esa zona, las fuerzas armadas podrían dedicarse a erradicar la infestación dentro de sus límites y luego usar todos los recursos disponibles para defenderla de futuros ataques de los muertos vivientes. Esa era la primera parte del plan, y tenía tanto sentido como cualquier otra retirada militar.
La segunda parte del plan tenía que ver con la evacuación de los civiles, y no podría haber sido diseñada por nadie más que Redeker. En su mente, sólo una pequeña parte de la población podía ser evacuada hacia esa zona segura. Esas personas serían salvadas no sólo para proveer la fuerza laboral para la eventual recuperación tras la guerra, sino también para preservar la legitimidad y estabilidad del gobierno, para probarles a los que ya estaban en la zona, que el gobierno estaba “cuidando de su gente.”
Había otra razón para realizar esta evacuación parcial, una razón absolutamente lógica e inherentemente oscura que, como muchos creen, le aseguró a Redeker un puesto en el pedestal más alto del panteón del infierno. Las personas que iban a ser abandonadas debían llevarse a “zonas aisladas” especiales. Serían usadas como “carnada humana,” distrayendo a los muertos vivientes y evitando que siguieran al ejército hacia la zona segura. Redeker sostuvo que estos refugiados, aislados y sanos, debían mantenerse vivos, bien defendidos, e incluso bien abastecidos de ser posible, para mantener las hordas de muertos vivientes distraídas en un solo lugar. ¿Alcanza a ver la genialidad, el horror? Esas personas serían mantenidas como prisioneros porque “cada zombie que aceche a esos sobrevivientes, será un zombie menos atacando nuestras defensas.” Ese fue el momento en que el agente afrikáner miró a Redeker, se persignó, y dijo, “que Dios se apiade de ti.” Otro dijo, “que Dios se apiade de todos nosotros.” Era el negro que parecía estar a cargo de la operación. “Ahora vamos a sacarlo de aquí.”
En pocos minutos iban en helicóptero rumbo hacia Kimberley, la misma base subterránea en la que Redeker había escrito el Naranja Ochenta y Cuatro. Fue llevado a toda prisa a una reunión de los miembros sobrevivientes del gabinete presidencial, donde su informe fue leído en voz alta. Debería haber escuchado aquel escándalo, y la voz más fuerte era la del Ministro de la Defensa. Era un zulú, un hombre violento que habría preferido estar luchando en las calles, y no escondiéndose en un búnker.
El vicepresidente estaba más preocupado por el posible efecto en las relaciones públicas. No quería ni imaginarse el problema que enfrentarían si los detalles de aquel plan llegaban a saberse entre el público en general.
El presidente se sentía como si Redeker lo hubiese insultado personalmente. Literalmente agarró del cuello al Ministro de Seguridad Interior y exigió saber por qué habían llevado allí a aquel criminal de guerra del apartheid.
El ministro alegó que no sabía por qué estaban todos tan enojados, especialmente porque la orden de buscar a Redeker había salido desde la presidencia.
El presidente levantó las manos y gritó que él nunca había dado tal orden, y entonces, desde algún lugar en el salón, una suave voz dijo, “yo la dí.”
Había estado sentado contra la pared del fondo; ahora estaba de pié, aunque encorvado por la edad y apoyado en dos bastones, pero con un espíritu tan fuerte y vital como siempre lo había tenido. El anciano estadista, el padre de nuestra nueva democracia, el hombre cuyo nombre en su lengua natal había sido Rolihlahla, y que algunos traducían simplemente como “El Alborotador.” Cuando se paró, todos los demás se sentaron, todos excepto Paul Redeker. El anciano lo miró fijamente, sonrió con esa cálida sonrisa tan conocida en todo el mundo, y dijo, “Molo, mhlobo wam.” “Saludos, hombre de mi tierra.” Se acercó lentamente a Paul, de espaldas a todos los gobernantes de Sudáfrica, tomó las hojas de las manos del afrikáner y dijo con una voz que de repente sonó viva y juvenil, “Este plan salvará a nuestra gente.” Luego, señalando a Paul, dijo, “Este hombre salvará a nuestra gente.” Y luego llegó ese momento, el momento que los historiadores discutirán hasta que el asunto desaparezca de nuestra memoria. Abrazó al afrikáner. Para cualquier observador, aquel era sólo uno de sus famosos abrazos de oso, pero para Paul Redeker… Yo sé que la mayoría de los psicobiógrafos siguen presentándolo como un hombre desalmado. Esa es la idea más aceptada. Paul Redeker: sin sentimientos, sin compasión, sin corazón. Pero uno de nuestros autores más respetados, un biógrafo y buen amigo de Biko, sostiene que Redeker era en realidad un hombre muy sensible, de hecho, dice que era demasiado sensible como para haber vivido en la Sudáfrica del apartheid. Él insiste que la lucha de Redeker contra las emociones era la única forma que tenía de mantener su cordura frente a todo el odio y la brutalidad que veía todos los días. No se sabe casi nada de la niñez de Redeker, si acaso conoció a sus padres, o fue criado por el estado, si acaso tenía amigos o fue amado por alguien. Aquellos que trabajamos con él, no recordamos haberlo visto nunca en ningún tipo de relación social, ni expresando físicamente ningún tipo de emoción. El abrazo del padre de nuestra nación, esa emoción genuina atravesando su armadura impenetrable…
[Azania sonríe nostálgicamente.]
Quizá todo esto es demasiado sentimentalismo. Quizá sí era un monstruo sin corazón, y el abrazo del anciano no tuvo ningún efecto. Pero puedo decirle que ese fue el último día que vieron a Paul Redeker. Incluso hasta hoy, nadie sabe qué pasó con él en realidad. Ahí es cuando entro yo en la historia, en esas caóticas semanas en que el Plan Redeker fue implementado en todo el país. Tuve que esforzarme para convencerlos, pero cuando por fin aceptaron que yo había trabajado por muchos años junto a Paul Redeker, y, lo más importante, que entendía su forma de pensar mucho mejor que cualquier persona viva en Sudáfrica, ¿cómo iban a rechazarme? Trabajé en el plan de retirada, y después, durante los meses de la consolidación y hasta el final de la guerra. Al menos mis servicios fueron bien apreciados, de lo contrario, ¿por qué me habrían asignado un retiro tan lujoso? [Sonríe.] Paul Redeker, un ángel y un demonio. Algunos lo odian, otros lo adoran. ¿Yo? Yo sólo le tengo lástima. Si todavía está vivo, en alguna parte, espero sinceramente que haya encontrado la paz.
[Después de un abrazo de despedida con mi anfitrión, soy escoltado hacia el ferry que me llevará al continente. Me asombra la seguridad que veo mientras devuelvo mi escarapela de visitante. Un enorme guardia afrikáner me fotografía de nuevo. “Tenemos que ser muy cuidadosos, amigo,” me dice, entregándome mi pluma. “Mucha gente allá afuera quiere mandarlo directo al infierno.” Firmo al lado de mi nombre, bajo un encabezado que dice: Instituto Psiquiátrico de Robben Island. Nombre del paciente que vino a visitar: Paul Redeker.]
ARMAGH, IRLANDA
[Aunque no es católico, Philip Adler se ha unido a las filas de fieles que visitan el refugio de emergencia del Papa. “Mi esposa es bávara,” me explica en el bar del hotel. “Juró venir en peregrinaje a la Catedral de San Patricio.” Es la primera vez que salen de Alemania desde el final de la guerra. Nuestro encuentro fue accidental. A él no le importa que use mi grabadora.]
Hamburgo estaba completamente infestado. Estaban en las calles, en los edificios, salían del Neuer Elbtunnel. Tratamos de sellarlo con vehículos civiles, pero pasaban retorciéndose a través de cualquier abertura como gusanos gordos y ensangrentados. También estábamos llenos de refugiados. Habían llegado incluso desde Sajonia, pensando que podrían escapar por mar. Los barcos habían zarpado hacía mucho, y el puerto era un caos. Había más de mil refugiados atrapados en la planta del Reynolds Aluminiumwerk y por lo menos tres veces más en la Terminal del Eurokai. No tenían comida ni agua, y sólo esperaban allí a ser rescatados, con los muertos acumulándose en el exterior, y no sé cuántos infectados en el interior.
La costa estaba abarrotada de cadáveres, pero eran cadáveres que se seguían moviendo. Los empujábamos hacia el mar con cañones de agua antimotines; así ahorrábamos municiones y manteníamos las calles limpias. Fue una buena idea, hasta que la presión de las tuberías despareció. Habíamos perdido a nuestro oficial al mando dos días antes… un maldito accidente. Uno de nuestros hombres le había disparado a un zombie que se había lanzado sobre él. La bala había atravesado la cabeza de la criatura, arrastrando pedazos de tejido cerebral infectado hasta el otro lado y metiéndose en el hombro del coronel. ¿Una locura, eh? Me dejó el mando de todo el sector antes de morir. Mi primer deber como oficial fue matarlo.
Establecí nuestro puesto de comando en el Hotel Renaissance. Era una posición decente, con buenos lugares de tiro y suficiente espacio para alojar a toda nuestra unidad y a varios cientos de refugiados. Mis hombres, los que no estaban ocupados defendiendo las barricadas, estaban tratando de adecuar otros edificios. Con los caminos bloqueados y sin trenes, pensé que lo mejor sería reclutar a tantos civiles como fuera posible. La ayuda debía estar en camino, la pregunta era cuándo iba a llegar.
Estaba a punto de organizar un equipo para modificar las armas de mano que teníamos, porque estábamos quedándonos sin municiones, cuando llegó la orden de retirarnos. Eso no era nada raro. Nuestra unidad había estado en una lenta retirada desde los primeros días del Pánico. Lo que sí era extraño, era el sitio de reunión. Nuestra división había estado usando las coordenadas cartesianas de los mapas desde que comenzaron los problemas. Hasta ese momento las instrucciones se habían dado usando direcciones y nombres civiles en un canal abierto; hacían eso para que los refugiados pudiesen evacuar también. Pero en aquel momento recibimos una transmisión codificada, usando un mapa y coordenadas que no se habían usado desde el final de la guerra fría. Tuve que solicitar que nos confirmaran las coordenadas tres veces. Nos habían enviado a Schafstedt, al norte del Canal Nord-Ostsee. ¡Eso era prácticamente en Dinamarca!
También recibimos órdenes estrictas de no mover a los civiles. Peor aún, ¡nos ordenaron que no les informáramos de nuestra partida! Eso no tenía sentido. ¿Querían que nos retiráramos hasta Schleswig-Holstein, pero que dejáramos a los civiles atrás? ¿Qué nos rindiéramos y corriéramos? Tenía que haber algún error.
Pedí otra confirmación. Me la dieron. Les pregunté de nuevo. Quizá estaba mirando el mapa equivocado, o habían cambiado los códigos sin avisarnos. No sería la primera vez que pasaba algo así.
De pronto me encontré hablando con el general Lang, comandante de todo el Frente Norte. Su voz temblaba. Pude notarlo a pesar de los disparos. Me dijo que las órdenes no habían sido un error, que debía reunir a todas las tropas que quedaran en Hamburgo y dirigirme de inmediato hacia el norte. “Esto no puede estar pasando,” pensé. ¿Curioso, no? Podía aceptar todas las demás cosas que estaban pasando, que los muertos se habían levantado y devorarían al mundo, pero eso… seguir unas órdenes que provocarían una masacre.
Ahora bien, yo soy un buen soldado, pero nací en Alemania Occidental. ¿Entiende cuál es la diferencia? A los orientales siempre les dijeron que no debían sentirse responsables por las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, que como buenos comunistas, habían sido víctimas de Hitler tanto como cualquier otro. ¿Entiende por qué los cabezas rapadas y esos proto-fascistas eran casi todos de Alemania Oriental? Ellos no sentían ninguna responsabilidad por el pasado, no como nosotros en occidente. A nosotros nos enseñaron desde niños a cargar con la culpa y la vergüenza de nuestros abuelos. Nos enseñaron que, aunque llevásemos un uniforme, nuestro principal deber era obedecer a nuestra conciencia, sin importar las consecuencias. Así me criaron, y así respondí. Le dije a Lang que no podía obedecer esa orden, no con la conciencia tranquila, y que no podía dejar a esas personas desprotegidas. Al escuchar eso, estalló. Me dijo que cumpliría esa orden, o de lo contrario yo, y peor aún, mis hombres, seríamos acusados de traición y procesados con “eficiencia rusa.” Así que a esto hemos llegado, pensé. Todos habíamos escuchado lo que estaba sucediendo en Rusia… los motines, las revueltas, los diezmos. Miré a mis pobres muchachos, todos de dieciocho o diecinueve años, asustados y cansados de luchar por sus vidas. No podía hacerles eso. Dí la orden de retirada.
¿Y cómo lo tomaron?
No hubo quejas, al menos no hacia mí. Discutieron un poco entre ellos. Fingí no notarlo. Ellos cumplieron con su deber.
¿Y qué pasó con los civiles?
[Hace una pausa.] Nos dieron lo que nos merecíamos. “¿A dónde van?” nos gritaban desde los edificios. “¡Regresen, cobardes!” Yo traté de responder, “Vamos a volver por ustedes,” les dije. “Volveremos mañana con más hombres. Sólo quédense donde están, mañana volveremos.” No me creyeron. “¡Maldito mentiroso!” escuché que me gritaba una mujer. “¡Vas a dejar morir a mi bebé!”
La mayoría de ellos no trató de seguirnos, demasiado preocupados por los zombies en las calles. Unos pocos valientes se aferraron a nuestros vehículos de transporte de tropas. Trataron de meterse a la fuerza por las escotillas. Los derribamos. Tuvimos que cerrarlas cuando los que estaban en los edificios comenzaron a arrojarnos cosas, lámparas y muebles sobre todo. A uno de mis hombres le dieron con una cubeta llena de deshechos humanos. Escuché una bala rebotando en la cubierta de mi Marder.
Mientras salíamos de la ciudad, pasamos junto a la última de nuestras Unidades de Estabilización y Reacción Rápida. Les había ido muy mal esa semana. No lo sabía en ese momento, pero eran una de esas unidades que habían sido clasificadas como prescindibles. Se les ordenó que cubrieran nuestra retirada, que evitaran que los zombies, o los refugiados, nos siguieran. Se les ordenó resistir hasta el final.
Su comandante estaba asomado sobre la cúpula de su Leopard. Lo conocía. Habíamos servido juntos como parte de las Fuerzas de Implementación de la OTAN en Bosnia. Quizá es un poco dramático decir que él me había salvado la vida, pero recibió una bala serbia que seguramente era para mí. Lo había visto por última vez en un hospital de Sarajevo, bromeando acerca de que por fin iba a salir de ese manicomio de país. Ahora nos encontrábamos de nuevo, en una autopista destruida en el corazón de nuestra propia tierra. Nos miramos e intercambiamos saludos. Me volví a meter en el APC y fingí que estaba estudiando el mapa para que el chofer no pudiese ver mis lágrimas. “Cuando regresemos,” me prometí, “voy a matar a ese hijo de puta.”
El general Lang.
Lo tenía todo planeado. No me enojaría, para no darle motivos de preocupación. Le entregaría mi informe y me disculparía por mi comportamiento. A lo mejor él trataría de darme algún tipo de charla, de explicar o justificar nuestra retirada. Muy bien, pensé, lo escucharía con calma, y lo tranquilizaría. Luego, cuando se levantara para estrechar mi mano, sacaría mi arma y le volaría esos sesos orientales sobre el mapa de lo que solía ser nuestro país. Quizá todo su equipo estaría allí también, todos esos cabrones que sólo “estaban siguiendo órdenes.” ¡Me los llevaría a todos antes de irme! Sería perfecto. No iba a irme al infierno como un imbécil y obediente Hitler Jugend. Iba a mostrarle a él, y a todos los demás, lo que significaba ser un verdadero Deutsche Soldat.
Pero eso no sucedió.
No. Sí pudimos llegar hasta la oficina del general Lang. Fuimos la última unidad en cruzar el canal. Él había estado esperándonos. Tan pronto como dimos nuestro informe, él se sentó en su escritorio, firmó unas cuantas órdenes, envió una carta sellada a su familia, y se metió un tiro en la cabeza.
Hijo de puta. Lo odio más ahora que durante aquel viaje desde Hamburgo.
¿Por qué?
Porque ahora entiendo la razón detrás de lo que hicimos, los detalles del Plan Prochnow.26
¿Y saber eso no hizo que lo comprendiera un poco?
¿Lo dice en serio? ¡Es precisamente por eso que lo odio! Él sabía que aquel era sólo el primer paso de una larga guerra, y que íbamos a necesitar hombres como él para ganarla. Jodido cobarde. ¿Recuerda lo que le dije sobre nuestro deber hacia nuestra conciencia? Uno no puede culpar a nadie más, ni al arquitecto del plan, ni al oficial al mando, nadie más aparte de uno mismo. Uno tiene que hacer su elección y vivir cada día con el peso de las consecuencias. Él lo sabía. Por eso nos abandonó como nosotros abandonamos a esos civiles. Él vió el camino que teníamos al frente, un camino montañosos y traicionero. Todos tendríamos que recorrer ese camino, y cada uno tendría que arrastrar con el peso de lo que habíamos hecho. Él no pudo. No pudo soportar el peso.
SANATORIO PARA VETERANOS YEVCHENKO, ODESSA, UCRANIA
[El cuarto no tiene ventanas. Unas opacas esferas fluorescentes iluminan las paredes de concreto y los catres sucios. Los pacientes del lugar sufren casi todos de problemas respiratorios, empeorados por la escasez de medicamentos en buen estado. No hay ningún médico, y las pocas enfermeras y voluntarios que quedan pueden hacer muy poco para aliviar su sufrimiento. Al menos el salón es cálido y seco, y en medio de los crudos inviernos de este país, ese es un lujo que no tiene precio. Bohdan Taras Kondratiuk está sentado en su catre en un rincón del cuarto. Por ser un héroe de guerra, puede tener una sábana colgada para darle un poco de privacidad. Tose en su pañuelo antes de comenzar a hablar.]
Caos. No sé cómo más describirlo, un total desmoronamiento de las organizaciones, del orden, del control. Habíamos acabado de pelear en cuatro batallas brutales: Lutsk, Rovno, Novogrado, y Zhytomyr. Maldito Zhytomyr. Mis hombres estaban agotados, usted me entiende. Lo que habían visto, lo que tuvieron que hacer, y todo ese tiempo en retirada, defendiendo la retaguardia, corriendo. Todos los días escuchábamos de otro pueblo que caía, otra carretera cerrada, otra unidad derrotada.
Se suponía que Kiev estaba segura, tras las líneas. Se suponía que era el centro de nuestra zona de seguridad, bien defendida, bien armada, en silencio. ¿Pero qué pasó tan pronto como llegamos? ¿Mis órdenes eran descansar y organizarnos? ¿Reparar mis vehículos, reemplazar mis hombres perdidos o curar a los heridos? No, claro que no. ¿Por qué las cosas iban a ser como se suponía que eran? Nunca antes había sido así.
La zona de seguridad había sido cambiada otra vez, ahora hacia Crimea. La gente del gobierno ya se había trasladado… había huido… hacia Sevastopol. El orden civil había colapsado. Kiev estaba siendo evacuada. Ese era el trabajo de los militares, o al menos lo que quedaba de nosotros.
A nuestra compañía se le ordenó vigilar la ruta de escape por el puente de Patona. Había sido el primer puente del mundo construido con soldadura autógena de principio a fin, y muchos extranjeros solían comparar ese logro con el de la construcción de la Torre Eiffel. La ciudad había planeado un programa de restauración, un sueño para recuperar su antigua gloria. Pero, al igual que todo lo demás en nuestro país, el sueño nunca se hizo realidad. Incluso antes de la crisis, el puente había sido una constante pesadilla para el tráfico. En aquel momento estaba abarrotado de gente evacuada. Se suponía que el puente estaría cerrado al tráfico, ¿pero dónde estaban las barricadas que nos habían prometido, el concreto y el acero para impedir la entrada de los autos? Había carros por todas partes, pequeños Lags y viejos Zhigs, unos cuantos Mercedes, y hasta un gigantesco camión GAZ justo en el centro del puente, ¡y estaba volcado de lado! Tratamos de moverlo, pasando una cadena por el eje y remolcándolo con los tanques. Imposible. ¿Qué más podíamos hacer?
Éramos un pelotón de asalto, si me entiende. Tanques, no policía militar. No vimos a nadie de la Policía Militar. Nos aseguraron que estarían allí, pero nunca vimos a ninguno de ellos, y tampoco ninguna de las unidades que vigilaban en los otros puentes. El hecho de llamarlas “unidades” era casi una broma. Eran sólo masas de gente en uniformes, muchos eran cocineros y mecánicos; cualquiera que estuviese prestando servicio militar fue puesto de pronto a cargo del control del tráfico. Ninguno de nosotros estaba listo para eso, no habíamos sido entrenados, no teníamos el equipo necesario… ¿Dónde estaba el equipo para el control de motines, los escudos, las armaduras, el cañón de agua? Nos habían ordenado “procesar” a todos los civiles evacuados. “Procesar,” quería decir revisar si habían sido infectados. ¿Pero dónde estaban los malditos perros? ¿Cómo íbamos a buscar a los infectados sin perros? ¿Qué íbamos a hacer, examinar visualmente a cada refugiado? ¡Sí, claro! Y fue justamente eso lo que nos ordenador hacer. [Sacude su cabeza.] ¿En serio pensaron que esa pobre gente desesperada y aterrorizada, con la muerte a sus espaldas y un sitio seguro —aparentemente— sólo a unos metros de distancia, iban a formarse en una línea ordenada y a desvestirse para que les examináramos cada centímetro de piel? ¿Acaso pensaron que los hombres se iban a quedar tranquilos mientras examinábamos a sus esposas, sus madres, o sus hijas? ¿Puede imaginárselo? Y tuvimos que intentarlo. ¿Qué otra alternativa teníamos? Teníamos que procesarlos si queríamos sobrevivir. ¿Qué ganábamos con evacuar la gente, si íbamos a dejar que se llevaran la infección con ellos?
[Boran sacude la cabeza, y sonríe con amargura.] ¡Fue un desastre! Algunos simplemente se rehusaron, otros trataron de escapar o saltaron al río. Comenzaron las peleas. A muchos de mis hombres los golpearon y los dejaron muy mal, tres fueron apuñalados, a uno de disparó un anciano asustado con una vieja y oxidada Tokarev. Seguramente ya estaba muerto cuando cayó al agua.
Yo no estaba allí en medio, si me comprende. ¡Yo estaba junto al radio, tratando de pedir ayuda! La ayuda está en camino, me decían, no se rindan, no se desanimen, la ayuda está en camino.
Al otro lado del Dnieper, Kiev ardía. Unas columnas negras se elevaban desde el centro de la ciudad. Estábamos contra el viento, y el olor era espantoso, madera y caucho, y el hedor de la carne quemada. No sabíamos qué tan lejos estaban ellos, quizá a un kilómetro, quizá menos. En las colinas, el fuego había consumido un monasterio. Una maldita tragedia. Con sus altos muros y su localización estratégica, podríamos habernos acuartelado allí. Cualquier cadete de primer año podría haberlo convertido fácilmente en una fortaleza impenetrable —almacenar comida en los sótanos, sellar las puertas, montar francotiradores en las torres. Podríamos haber defendido ese puente por… ¡por siempre, maldita sea!
Creí escuchar algo, un sonido en la otra orilla… ese sonido, ya sabe, cuando ellos están todos juntos, cuando se acercan, ese… a pesar de los disparos, los insultos, las bocinas de los autos, y los rifles de francotirador… ya sabe, ese sonido.
[Él trata de imitar el gemido, pero colapsa y empieza a toser sin control. Se cubre la boca con su pañuelo, y este se mancha de sangre.]
Ese sonido me alejó de la radio. Miré hacia la ciudad. Algo atrajo mi atención, algo que venía sobre los techos y se acercaba rápidamente.
Los jets pasaron sobre nosotros rozando las copas de los árboles. Eran cuatro Sukhoi 25 “Rooks” en formación cerrada, y lo suficientemente cerca para identificarlos a simple vista. ¿Qué diablos? pensé, ¿están tratando de cubrir el acceso al puente? ¿Quizá bombardear la zona tras nosotros? Había funcionado en Rovno, al menos por algunos minutos. Los Rooks giraron, como confirmando su objetivo, ¡y luego bajaron y volaron directo hacia nosotros! ¡Hijos de perra, pensé, ¡van a bombardear el puente! ¡Se habían dado por vencidos con la evacuación, e iban a matar a todo el mundo!
“¡Fuera del puente!” comencé a gritar. “¡Salgan todos!” El pánico se esparció entre la multitud. Podía verse como una ola, como una descarga eléctrica. La gente comenzó a gritar, tratando de empujar hacia el frente, hacia atrás, hacia cualquier lado. Saltaban al agua por docenas, con esa pesada ropa y botas que no los dejarían nadar.
Yo ayudé a cruzar a un par de personas, y les dije que corrieran. Vi cuando soltaron las bombas, y me tiré al suelo en el último momento, esperando poder protegerme de la explosión. Entonces se abrieron los paracaídas, y me dí cuenta de todo. En menos de un segundo, me había levantado y corría como un conejo asustado. “¡Adentro!” grité. “Adentro!” Salté dentro del tanque más cercano, cerré la escotilla de un golpe, y le ordené a la tripulación que revisaran los sellos. El tanque era un obsoleto T-72. No sabíamos si el sistema de presurización seguía funcionando, no lo habíamos probado en años. Lo único que podíamos hacer era rezar y esperar, apretados en aquel ataúd de acero. El artillero lloraba, el conductor estaba paralizado, el comandante, un joven sargento de apenas veinte años, estaba hecho un ovillo en el suelo, apretando entre sus manos la pequeña cruz que colgaba de su cuello. Puse mi mano sobre su cabeza, le aseguré que estaríamos bien, y mantuve mis ojos pegados al periscopio
El RVX no comienza como un gas. Al principio es una lluvia: pequeñas gotas aceitosas que se pegan a cualquier cosa que tocan. Entra por los poros, por los ojos, por los pulmones. Dependiendo de la dosis, su efecto puede ser instantáneo. Pude ver cómo los miembros de los evacuados comenzaban a temblar, cómo sus brazos quedaban colgados e inertes a medida que el agente se abría camino a través del sistema nervioso central. Se frotaban los ojos, trataban de hablar, de moverse, de respirar. Me alegró no poder oler el contenido de sus pantalones, la repentina descarga de sus vejigas e intestinos.
¿Por qué hicieron eso? No podía entenderlo. ¿Acaso los altos mandos no habían aprendido que las armas químicas no tenían ningún efecto en los muertos vivientes? ¿No recordaban lo que había pasado en Zhytomyr?
El primer cadáver que se movió fue una mujer, más o menos un segundo antes que los demás, apartando con su temblorosa mano el brazo de un hombre que había muerto tratando de protegerla. Él cayó al suelo mientras ella se levantaba torpemente sobre sus rodillas. Su cara se veía manchada y surcada por negras venas. Creo que me vió, o al menos vió nuestro tanque. Su boca se abrió, y levantó las manos. Podía ver a los otros volviendo a la vida, uno de cada diez o quince, toda esa gente que había sido mordida y había tratado de ocultarlo.
Entonces lo comprendí. Sí, sí habían aprendido algo en Zhytomyr, y habían encontrado una mejor manera de usar sus reservas de armas de la guerra fría. ¿Cómo reconocer a los infectados de los que no lo están? ¿Cómo evitar que los evacuados lleven la infección tras las líneas seguras? Esa era una solución.
Habían terminado de reanimarse por completo, recuperando su equilibrio, cojeando lentamente a través del puente y hacia nosotros. Llamé al artillero. Apenas fue capaz de responder. Le dí una patada en la espalda, y le grité la orden de buscar su objetivo. Se tardó un par de segundos, pero enfocó su mira en la primera mujer y apretó el gatillo. Me tapé los oídos cuando el Coax vomitó su carga. Los demás tanques siguieron nuestro ejemplo.
Veinte minutos después, todo había terminado. Ya sé que debí haber esperado órdenes, o al menos haber reportado nuestro estado y los efectos del bombardeo. Pude ver otros seis grupos de Rooks cruzando el cielo, cinco dirigiéndose hacia los otros puentes, y el último hacia el centro de la ciudad. Dí la orden de retirada, de dirigirse al suroccidente y simplemente seguir avanzando. Había muchos otros muertos rodeándonos, los que habían logrado cruzar el puente antes de que nos gasearan a todos. Estallaban cuando pasábamos sobre ellos con los tanques.
¿Alguna vez estuvo en el Gran Museo Patriótico de la Guerra? Era uno de los edificios más impresionantes de Kiev. El patio estaba lleno de máquinas: tanques, cañones, de todas clases y tamaños, desde la Revolución hasta nuestros días. Había dos tanques, uno frente al otro, en la entrada del museo. Estaban decorados con dibujos coloridos, y permitían que los niños se subieran y jugaran en su interior. Había una cruz de hierro, de un metro de altura, hecha con centenares de verdaderas cruces de hierro arrancadas a los hitlerianos muertos. Había un mural, de toda una pared, representando una gran batalla. Nuestros soldados aparecían todos conectados, como una sola ola de fuerza y valor que aplastó a los alemanes, y los expulsó de nuestra tierra. Tantos símbolos de la defensa de nuestra patria, y ninguno más espectacular que la estatua de la Rodina Mat, la Madre Patria. Es la estructura más alta de la ciudad, una obra maestra de más de sesenta metros de concreto y acero inoxidable. Fue lo último que ví de Kiev, su escudo y su espada levantados en señal de triunfo, y sus ojos fríos y brillantes mirándonos fijamente mientras huíamos.
PARQUE FORESTAL DE LA PROVINCIA DE SAND LAKES, MANITOBA, CANADÁ
[Jesika Hendricks señala hacia la inmensa extensión de la llanura sub-ártica. La belleza natural fue reemplazada por escombros: vehículos abandonados, basura, y cadáveres humanos parcialmente congelados en el hielo y la nieve gris. Originaria de Waukesha, Wisconsin, y nacionalizada en Canadá, ella forma parte del Proyecto de Recuperación Silvestre de la región. Junto con otros cientos de voluntarios, ella ha regresado aquí cada verano desde el cese oficial de las hostilidades. Aunque el PRS asegura haber realizado grandes avances, nadie espera que las cosas terminen pronto.]
Yo no los culpo, al gobierno, la gente que se supone que debía protegernos. Desde un punto de vista objetivo, supongo que puedo entenderlos. No podían permitir que todo el mundo siguiera al ejército hasta el otro lado de las Montañas Rocosas. ¿Cómo iban a alimentarnos a todos, cómo iban a examinarnos, y cómo iban a detener a la horda de muertos vivientes que íbamos a llevar siguiéndonos? Entiendo por qué trataron de desviar la mayor cantidad posible de refugiados hacia el norte. ¿Qué otra cosa podían hacer? ¿Detenernos en las Rocosas con tropas armadas, o gasearnos como los ucranianos? Al menos en el norte tendríamos alguna oportunidad. Una vez que la temperatura bajara y los muertos se congelaran, algunos podríamos sobrevivir. Eso era lo que estaban haciendo en todo el resto del mundo, la gente huía hacia el norte, tratando de sobrevivir hasta que llegara el invierno. No, no los culpo por tratar de librarse de nosotros, eso se los perdono. Pero la manera tan irresponsable en que lo hicieron, la falta de información vital que habría ayudado a tanta gente a sobrevivir… eso no se los puedo perdonar.
Estábamos en agosto, dos semanas después de Yonkers y tan sólo tres días desde que el gobierno se retiró hacia la costa oeste. No habíamos tenido muchos casos en nuestro barrio. Yo sólo había visto uno, un grupo de seis personas alimentándose de un vagabundo. Los policías los habían eliminado rápido. Todo ocurrió a tres manzanas de nuestra casa, y fue e cuando mi padre decidió que teníamos que irnos.
Estábamos en la sala; mi padre estaba aprendiendo cómo cargar su nuevo rifle, y mamá estaba clavando unas tablas en las ventanas. No había ningún canal que no estuviese pasando noticias de los zombies, ya fueran imágenes en vivo, o grabaciones de Yonkers. Mirándolo bien, todavía no puedo creer la falta de profesionalismo de los medios. Tantas especulaciones, tan pocos hechos concretos. Todas esas voces grabadas de un ejército de “expertos” que se contradecían entre ellos, cada uno tratando de sonar más “impresionante” y “profundo” que el anterior. Era tan confuso, y nadie parecía saber qué hacer en realidad. La única cosa en la que todos parecían estar de acuerdo, era en que todos los ciudadanos debían “ir al norte.” Ya que los muertos vivientes se congelan por completo, el frío extremo era nuestra única posibilidad. Eso era lo único que nos decían. No había instrucciones de hacia dónde debíamos ir en el norte, qué había que llevar, cómo sobrevivir, sólo esa maldita frase en la boca de todos los reporteros, o pasando una y otra vez en una línea en la parte inferior de la televisión. “Vayan al norte. Vayan al norte. Vayan al norte.”
“Eso es,” dijo papá, “vamos a salir de aquí esta misma noche, y nos vamos al norte.” Trató de parecer muy decidido, dándole una palmada a su rifle. Él nunca había tocado un arma en su vida. Él era un caballero en todo el sentido de la palabra —era un hombre muy gentil. Bajito, calvo, con una cara ancha que se ponía roja cada vez que se reía, era el rey de los chistes malos y las frases pasadas de moda. Siempre tenía algo qué decirme, un halago o una sonrisa, o un aumento en mi mesada del cual mamá no debía enterarse. Era el policía bueno de la familia, y le dejaba todas las decisiones importantes a mamá.
Ella trató de discutir con él, de hacerlo razonar. Vivíamos justo donde empezaban las nevadas, teníamos todo lo que necesitábamos. ¿Por qué íbamos a arriesgarnos en un lugar desconocido, cuando podíamos almacenar unas provisiones, fortificar la casa, y esperar las primeras nieves? Papá no le hizo caso. ¡Podríamos morir antes del otoño, podríamos morir en una semana! Se había dejado llevar por el Gran Pánico. Nos dijo que todo sería como una gran salida a acampar. Comeríamos hamburguesas de alce y postres de bayas. Me prometió que me enseñaría a pescar, y me preguntó qué nombre iba a ponerle al conejito que atraparíamos como mascota. Él había vivido en Waukesha toda su vida. Nunca había ido a acampar.
[Jesika me muestra algo entre el hielo, una colección de DVDs en pedazos.]
Esto fue lo que la gente trajo consigo: secadores de pelo, GameCubes, docenas de computadoras portátiles. No creo que hayan sido tan estúpidos como para pensar que podrían servirles de algo. Quizá algunos. Yo creo que la mayoría tenían miedo de perderlos, que regresarían a sus casas después de seis meses y las encontrarían vacías. Nosotros pensamos que estábamos empacando con sensatez. Ropas abrigadas, utensilios de cocina, cosas del botiquín de primeros auxilios, y toda la comida enlatada que pudimos llevar. Parecía comida suficiente para dos años. Nos acabamos la mitad sólo en el viaje de ida. Pero es no me preocupaba. Era como una gran aventura, el viaje al norte.
Todas esas historias que se escuchan sobre los caminos bloqueados y la violencia, a nosotros no nos tocó. Nosotros fuimos de los primeros. Los únicos que iban delante de nosotros eran los canadienses, y casi todos iban ya muy lejos. Sin embargo, había mucho tráfico en las carreteras, más autos que los que yo había visto nunca, pero se movían rápido, y sólo había aglomeraciones en lugares como los pueblos pequeños y los parques.
¿Los parques?
Parques, zonas de campamento, cualquier lugar en donde la gente pudiese pensar que ya habían ido lo suficientemente lejos. Papá se burlaba de esas personas, llamándolas descuidadas e irracionales. Decía que todavía estaba muy cerca de las áreas pobladas, y que la única manera de sobrevivir era irse lo más al norte que se pudiera. Mamá le decía que no era culpa de ellos, ya que a la mayoría simplemente se le había acabado la gasolina. “¿Y quién tuvo la culpa?” preguntaba papá. Nosotros llevábamos un montón de tanques de gasolina repletos en el techo de la furgoneta. Papá había estado recogiéndola desde los primeros días del pánico. Nos cruzábamos con montones de autos atascados junto a las estaciones de combustible, y casi todas tenían unos enormes letreros afuera que decían NO HAY MÁS GASOLINA. Papá aceleraba mucho cuando pasábamos a su lado. Aceleraba mucho con un montón de cosas diferentes, los autos varados que necesitaban batería, o los caminantes que pedían aventón. Había muchos de esos, y a veces caminaban en largas filas a un lado de la carretera, con el aspecto que uno se imagina en los refugiados de guerra. De vez en cuando un auto se detenía para llevar a uno o dos de ellos, y de repente todos se lanzaban sobre él. “¿Ya ven en lo que se metieron esos?” decía papá.
Pero sí recogimos a una mujer, iba caminando sola, y tiraba de una de esas maletas con ruedas. Se veía inofensiva, abandonada bajo la lluvia. Quizá por eso fue que mamá hizo que papá la recogiera. Se llamaba Patty, y era de Winnipeg. No nos dijo por qué estaba sola allá afuera, y no se lo preguntamos. Estaba muy agradecida, y trató de pagarle a mis padres con todo el dinero que tenía. Mamá no lo recibió, y le prometió que la llevaríamos hasta donde llegásemos nosotros. Comenzó a llorar, agradeciéndonos. Me sentí orgullosa de mis padres por haber hecho lo correcto, pero entonces estornudó, y se limpió la nariz con un pañuelo. Había tenido la mano izquierda metida en el bolsillo desde que la recogimos. Vimos que la tenía envuelta con una venda y que tenía una mancha oscura que parecía sangre. Se dio cuenta de que la vimos y se puso nerviosa. Nos dijo que no nos preocupáramos, que se había cortado por accidente. Papá miró a mamá, y los dos se quedaron en silencio. No me miraron, ni me dijeron nada más. Esa noche me desperté al escuchar la puerta cerrándose. No pensé en nada raro. Siempre estábamos haciendo paradas para ir al baño. Ellos me despertaban por si acaso tenía que ir, pero esa vez no me dí cuenta sino hasta que la furgoneta había arrancado otra vez. Busqué a Patty, pero no estaba. Les pregunté a mis padres qué había pasado, y me dijeron que ella había querido bajarse. Miré hacia atrás y me pareció que podía verla, una pequeña mancha que se hacía cada vez más pequeña. Creo que estaba corriendo, pero estaba tan cansada y confundida que no lo supe con seguridad. Quizá no quería saberlo. Hubo muchas cosas que no quise ver durante el viaje al norte.
¿Cómo qué cosas?
Como los otros “refugiados,” los que no corrían. No eran muchos, recuerde que nosotros salimos casi de primeros. No nos encontrábamos con más de media docena por vez, caminando en mitad de la carretera, levantando las manos cuando nos acercábamos. Papá viraba para evitarlos y mamá me decía que me ocultara. Nunca los ví muy de cerca. Siempre tenía mi rostro contra el asiento y los ojos bien cerrados. No quería verlos. Me ponía a pensar en hamburguesas de alce y bayas silvestres. Era como ir a la Tierra Prometida. Sabía que cuando llegáramos al norte, todo iba a estar bien.
Y por algún tiempo así fue. Nos instalamos en un campamento a orillas de un lago, no había mucha gente cerca, pero la suficiente para que nos sintiéramos “seguros,” ya sabe, por si acaso aparecía algún muerto. Todos eran muy amigables, con esa enorme sensación colectiva de alivio. Al principio parecía una fiesta. Hacíamos estos enormes asados todas las noches, y toda la gente colaboraba con lo que cazaban o pescaban, sobre todo con lo que pescaban. Algunos lanzaban dinamita al lago, y después de esta enorme explosión, un montón de peces salían flotando a la superficie. Nunca voy a olvidar esos sonidos, las explosiones, las sierras con las que cortaban los árboles, y la música de los estéreos de los autos y los instrumentos que la gente había llevado. Cantábamos alrededor de las fogatas todas las noches, unas hogueras enormes de troncos apilados unos sobre otros.
Eso era cuando todavía teníamos árboles, antes de que llegara la segunda y la tercera oleada de refugiados, entonces la gente comenzó a quemar sólo hojas y ramas, y al final, cualquier cosa que pudiera encenderse. El olor a plástico y caucho quemado empeoró mucho, y se te metía en la boca y en el pelo. Para ese entonces los peces se habían acabado, y tampoco había nada para cazar. Pero nadie parecía preocupado. Todo el mundo contaba con que el invierno congelaría a los muertos.
¿Pero cuando los muertos se congelaran, cómo iban todos a sobrevivir el invierno?
Buena pregunta. Creo que nadie había pensado eso con anticipación. Quizá pensaban que las “autoridades” irían a rescatarnos, o que podrían empacar y regresar a casa. Estoy segura de que la mayoría de la gente no pensaba más de uno o dos días hacia adelante, y sólo agradecían el estar vivos y creían que las cosas se resolverían solas. “Regresaremos a casa cuando menos te lo esperes,” decían. “Todo habrá terminado para Navidad.”
[Ella llama mi atención hacia un objeto enterrado bajo el hielo, una bolsa de dormir de Bob Esponja. Es pequeña, y tiene una gran mancha café.]
¿Para que cree que sirve eso? ¿Quizá para un dormitorio bien caliente durante una pijamada? Está bien, a lo mejor no pudieron conseguir una bolsa de dormir de verdad —los artículos deportivos siempre eran los primeros agotados o saqueados— ¿Pero puede creer lo ignorantes que eran muchas de estas personas? Muchos de ellos venían de los estados más calientes, algunos incluso desde el sur de México. Uno veía a gente que se metía en la bolsa de dormir con las botas puestas, sin saber que eso les cortaba la circulación. Uno los veía bebiendo para calentarse, y no se daban cuenta que en realidad estaban aumentando la pérdida de calor corporal. Usaban unos abrigos grandes y pesados, y sólo se ponían una camiseta debajo. Luego hacían algún esfuerzo, sentían calor, y se quitaban el abrigo. Sus cuerpos sudaban por montones, y todo ese algodón mantenía la humedad en contacto con la piel. Cuando sopaba la brisa… mucha gente se enfermó ese primer septiembre. Influenza y otros resfriados. Y nos lo contagiaron a los demás.
Al principio todos eran amigos. Nos ayudábamos. Cambiábamos o comprábamos lo que se necesitaba a las demás familias. El dinero aún tenía algo de valor. Todos creían que los bancos volverían a abrir muy pronto. Cada vez que papá y mamá salían a buscar comida, me dejaban con alguno de los vecinos. Yo tenía un pequeño radio de campamento, de esos que tienen una manivela para recargar la batería, así que podíamos escuchar las noticias todas las noches. Todo lo que había eran historias de la retirada, sobre el ejército dejando a la gente abandonada. Las escuchábamos mirando nuestro mapa de carreteras de los Estados Unidos, señalando las ciudades y pueblos de donde salían los reportajes. Yo me sentaba en las piernas de papá. “Ya ves,” decía él, “no salieron de allí a tiempo. No fueron inteligentes como nosotros.” Trataba de fingir una sonrisa. Por algún tiempo, creí que él tenía la razón.
Pero después del primer mes, cuando la comida empezó a agotarse y los días se hicieron más fríos y oscuros, la gente comenzó a cambiar. Ya no había más fogatas, ni más asados ni canciones. El campamento se volvió un desorden, y ya nadie recogía su basura. Un par de veces me paré en excrementos humanos. Ya ni siquiera se tomaban la molestia de enterrarlos.
No me volvieron a dejar con los vecinos, mis padres no confiaban en nadie. Las cosas se pusieron peligrosas y uno veía muchas peleas. Ví a dos mujeres peleándose por un abrigo de piel, y terminaron rasgándolo por la mitad. Un tipo sorprendió a otro tratando de robarle algo de auto, y le rompió la cabeza con una llave de tuercas. Casi todo eso pasaba por la noche, con gritos y golpes. De vez en cuando se escuchaba un disparo, y luego alguien llorando. Una vez escuchamos a alguien moviéndose afuera de la tienda improvisada que habíamos extendido sobre la furgoneta. Mamá me dijo que me escondiera y mi tapara los oídos. Papá salió. Escuché los gritos a través de mis manos. El arma de papá se disparó. Alguien gritó. Papá volvió a entrar, estaba pálido. Nunca le pregunté qué había sucedido.
Las únicas veces en que la gente se reunía, era cuando aparecía uno de los muertos. Eran los que habían seguido a la tercera ola de refugiados, e iban solos o en pequeños grupos. Aparecían cada dos o tres días. Alguien sonaba la alarma y todo el mundo se reunía para acabar con ellos. Y luego, tan pronto como terminaban, volvíamos a pelear entre nosotros.
Cuando hizo tanto frío que el lago se congeló y los muertos dejaron de aparecer, muchas personas creyeron que era lo suficientemente seguro como para caminar de vuelta a casa.
¿Caminar? ¿Por qué no conducían?
Ya no había gasolina. La habíamos usado toda para cocinar, o para mantener encendidos los calentadores de los autos. Todos los días partían estos grupos de esqueletos harapientos y casi muertos de hambre, cargados con toda esa basura inútil que habían llevado, y con una mirada desesperada.
“¿A dónde creen que van?” decía papá. “¿Acaso no ven que en el sur todavía no hace tanto frío? ¿No ven que ellos todavía los están esperando allá abajo?” Él estaba convencido de que si esperábamos el tiempo suficiente, las cosas mejorarían tarde o temprano. Eso fue en octubre, cuando todavía nos veíamos como seres humanos.
[Llegamos hasta una pila de huesos, demasiados como para contarlos. Están metidos en un pequeño agujero, casi cubiertos por el hielo.]
Yo era un poco gorda cuando era niña. Nunca hacía deporte, vivía comiendo chatarra y paquetes de frituras. No había adelgazado mucho cuando llegamos en agosto. Pero en noviembre, ya parecía un esqueleto. Mamá y papá no se veían mejor. La panza de papá había desaparecido, a mamá se le veían los huesos de las mejillas. Peleaban mucho, por cualquier cosa. Eso me asustaba más que nada. En casa nunca antes se habían gritado. Los dos eran profesores, unos “progresistas.” Quizá teníamos una cena callada y tensa de vez en cuando, pero nunca así. Se atacaban entre ellos cada vez que podían. Una vez, el día de acción de gracias… no fui capaz de salir de mi bolsa de dormir. Tenía el abdomen hinchado, y llagas en mi boca y mi nariz. Había un olor que salía de la camioneta de los vecinos. Estaban cocinando algo, carne, olía delicioso. Mamá y papá estaba discutiendo afuera. Mamá decía que “esa” era la única salida. Yo no sabía qué quería decir con “esa.” Ella dijo que “eso” no era “tan malo” porque habían sido los vecinos, no nosotros, los que lo habían “hecho.” Papá dijo que no íbamos a rebajarnos a ese nivel, y que mamá debería sentirse avergonzada. Mamá se enojó mucho con papá, y le gritó que estábamos allí por su culpa, y que yo me estaba muriendo. Mamá le dijo que un hombre de verdad sí sabría qué hacer. Le dijo que era un cobarde y que seguramente quería que nos muriésemos para poder vivir como el “marica” que era. Papá le dijo que cerrara la puta boca. Papá nunca decía groserías. Escuché algo, un golpe allá afuera. Mamá entró, sosteniendo una bola de nieve contra su ojo derecho. Papá entró después. No dijo nada. Tenía una expresión en el rostro que nunca antes había visto, como si fuera una persona diferente. Cogió mi radio de campamento, que muchas personas habían querido comprarnos… o robarnos, y se dirigió hacia la camioneta de al lado. Regresó diez minutos después, sin la radio, pero con una enorme cubeta de sopa caliente y deliciosa. ¡Estaba tan buena! Mamá me dijo que no me la comiera muy rápido. Me la dio en pequeñas cucharaditas. Parecía tranquila. Aunque lloraba un poco. Papá todavía tenía esa mirada. La misma que yo tuve después, unos meses más tarde, cuando mamá y papá se enfermaron y yo tuve que conseguir la comida.
[Me arrodillo para examinar la pila de huesos. Todos fueron rotos, y les extrajeron la médula.]
El invierno nos golpeó en serio en diciembre. La nieve llegaba por encima de nuestras cabezas, literalmente, montañas de nieve, gruesa y gris por toda la contaminación. El campamento quedó en silencio. No más peleas, no más disparos. Pero al llegar Navidad hubo mucha más comida.
[Ella levanta lo que parece ser un pequeño fémur. Es obvio que fue raspado con un cuchillo.]
Dicen que once millones de personas murieron ese invierno, y eso fue solamente en Norteamérica. No tienen en cuenta otros lugares: Groenlandia, Islandia, Escandinavia. No quiero ni pensar lo que pudo haber pasado en Siberia, con todos esos refugiados del sur de China, la gente de Japón que nunca habían salido de sus ciudades, y toda esa pobre gente de la India. Ese fue el primer invierno gris, cuando toda la basura que había en el aire comenzó a cambiar el clima. Dicen que parte de toda esa basura, no se cuánta, eran cenizas de restos humanos.
[Jesika clava una bandera al lado del agujero.]
Se tardó mucho, pero al final volvió a salir el sol, comenzó a hacer calor otra vez, y la nieve empezó a derretirse. Para mediados de julio, al fin llegó la primavera, y los muertos vivientes regresaron.
[Uno de los miembros del equipo nos llama. Hay un zombie medio enterrado, congelado de la cintura para abajo entre el hielo. La cabeza, los brazos, y el torso están muy vivos, sacudiéndose y gimiendo, y tratando de agarrarnos.]
¿Por qué siguen vivos después de congelarse? ¿Todas las células del cuerpo contienen agua, no? Y cuando el agua se congela, se expande y rompe las membranas de las células. Es por eso que no podemos congelar a la gente en animación suspendida, ¿pero por qué sí funciona con los muertos vivientes?
[El zombie intenta lanzarse con fuerza hacia nosotros; la parte inferior de su torso comienza a desprenderse. Jesika levanta su arma, una enorme barra de hierro, y sin ninguna expresión en el rostro, revienta el cráneo de la criatura.]
PALACIO DE UDAIPUR, LAGO PICHOLA, RAJASTÁN, INDIA
[Cubriendo completamente la Isla Jagniwas que le sirve de base, esta estructura idílica y casi irreal fue alguna vez la residencia del maharajá, luego un hotel de lujo, y luego un hogar para cientos de refugiados, hasta que una epidemia de cólera los mató a todos. Bajo la dirección de Sardar Khan, Director del Proyecto, el hotel, el lago, y la ciudad que los rodea, están volviendo finalmente a la vida. Durante la entrevista, el señor Khan no se parece al ingeniero civil bien educado y endurecido por el combate que es, sino más bien el joven y asustado oficial que estuvo varado en un camino montañoso durante el Pánico.]
Recuerdo a los monos, cientos de ellos, brincando y trepándose a los vehículos, y hasta en las cabezas de las personas. Los había visto desde Chandigarh, saltando entre los techos y los balcones porque los muertos vivientes llenaban las calles. Los recuerdo corriendo, chillando, trepando los postes telefónicos para escapar de los brazos de los zombies. Algunos ni siquiera esperaron a ser atacados; ellos lo sabían. Y nos habían seguido hasta allí, hasta aquel estrecho y retorcido paso de cabras en los Himalayas. Decían que era una carretera, pero incluso en tiempos de paz había sido una trampa mortal. Miles de refugiados trataban de pasar por allí, trepándose sobre los vehículos atascados o abandonados. La gente todavía seguía luchando por llevar maletas, cajas; un hombre se negaba a desprenderse del monitor de su computadora de escritorio. Un mono aterrizó sobre su cabeza, tratando de usarla como apoyo para otro salto, pero el hombre estaba muy cerca del borde y los dos cayeron rodando montaña abajo. Parecía que cada segundo alguien tropezaba y caía. Había demasiadas personas. El camino ni siquiera tenía rieles de seguridad en los costados. Ví un autobús completo irse al fondo, no sé cómo, porque ni siquiera se estaba moviendo. Los pasajeros trataron de salir por las ventanas, porque las puertas estaban atascadas por la multitud de afuera. Una mujer tenía la mitad de su cuerpo fuera cuando el autobús cayó rodando. Sostenía algo entre los brazos, abrazado con fuerza. Todo el tiempo trato de convencerme de que no se movía ni lloraba, que era sólo un bulto de ropa. Nadie trató de ayudarla. Ni siquiera la miraron, sólo seguían avanzando a su lado. Algunas veces, cuando sueño con ese momento, no puedo diferenciar a la gente de los monos.
Yo ni siquiera debía estar allá, yo no era un ingeniero de combate. Yo trabajaba con la CCF27; mi trabajo era construir carreteras, no hacerlas estallar. Había ido a echar un vistazo a la zona de reunión en Shimla, tratando de encontrar a los miembros sobrevivientes de mi unidad, cuando un ingeniero, el sargento Mukherjee, me agarró del brazo y dijo, “Tú, soldado, ¿sabes conducir?”
Creo que tartamudeé algo que se entendió como un “sí,” y de repente me encontré en el asiento del conductor de un Jeep, mientras él se sentaba a mi lado llevando algún tipo de aparato de radio sobre sus piernas. “¡Vamos al paso! ¡Vamos! ¡Vamos!” Arranqué a toda velocidad por la carretera, resbalando y dando saltos mientras trataba de explicarle que yo sólo había conducido apisonadoras de asfalto, y que ni siquiera estaba bien entrenado para eso. Mukherjee no me hizo caso. Estaba demasiado ocupado ajustando cosas en el dispositivo que llevaba en sus rodillas. “Las cargas ya están puestas,” me explicó. “¡Lo único que tenemos que hacer, es esperar la orden!”
“¿Qué cargas?” pregunté. “¿Qué orden?”
“¡Volar el paso, imbécil!” me gritó, señalando al dispositivo, que en ese momento reconocí como un detonador. “¿Cómo más crees que vamos a detenerlos?”
Yo sabía, a grandes rasgos, que nuestra retirada hacia los Himalayas tenía algo que ver con cierto plan maestro, y que parte de ese plan incluía el cerrar todas las vías de acceso a los muertos vivientes. ¡Sin embargo, nunca pensé que yo tomaría parte en su ejecución! Para mantener las cosas decentes, no voy a repetirle lo que le dije a Mukherjee, ni su vulgar exclamación al llegar al paso y ver que todavía estaba repleto de refugiados.
“¡Se suponía que debía estar vacío!” gritó. “¡No lleno de refugiados!”
Vimos a un soldado de los Fusileros de Rashtriya, la división que debería haber cerrado el acceso al paso, que pasó corriendo al lado de nuestro Jeep. Mukherjee salió de un salto y agarró al hombre. “¿Qué diablos es esto?” le preguntó; era un tipo grande, duro y feroz. “Se suponía que iban a despejar el camino.” El otro tipo estaba igual de enojado, e igual de asustado. “¡Si usted es capaz a dispararle a su abuela, hágalo!” Empujó al sargento para apartarlo y siguió su camino.
Mukherjee activó su radio y reportó que el camino todavía estaba siendo transitado. Una voz le respondió, la voz aguda y desesperada de un oficial joven, gritando que sus órdenes eran hacer volar ese camino sin importar cuánta gente hubiese en él. Mukherjee respondió enojado que debían esperar a que estuviera despejado. Si hacíamos volar el camino, no sólo mataríamos instantáneamente a docenas de personas, sino que también dejaríamos a miles más atrapadas en el otro lado. La voz contestó que aquel camino nunca se despejaría, y que justo detrás de esa gente venía una gigantesca horda de sólo Dios sabe cuántos millones de zombies. Mukherjee le dijo que lo detonaría cuando llegaran los zombies, ni un segundo antes. Él no iba a convertirse en un asesino, y no le importaba lo que un infeliz teniente…
Pero entonces Mukherjee se detuvo a mitad de la frase, y miró algo por encima de mi cabeza. Me dí la vuelta, ¡y me encontré mirando de frente al general Raj-Singh! No sé de dónde salió, o por qué estaba allí… hasta el día de hoy nadie me cree, no porque él estuviese allí, lo que no me creen es que yo estuve allí junto a él. ¡Estaba a sólo unos centímetros del Tigre de Delhi! He escuchado que la gente suele ver a las personas que respetan como su fueran más altas de lo que en realidad son. En mi mente, lo recuerdo como un verdadero gigante. Aún a pesar de su uniforme rasgado, su turbante ensangrentado, el parche en su ojo derecho y el vendaje en su nariz (uno de sus hombres lo había golpeado en la cara para obligarlo a subir en el último helicóptero que salió del Parque Gandhi). El general Raj-Singh…
[Khan respira profundamente, su pecho se hincha en un gesto de orgullo.]
“Caballeros,” dijo él… nos llamó “caballeros” y nos explicó, con mucho cuidado, que el camino debía ser destruido inmediatamente. La Fuerza Aérea, o lo que quedaba de ella, tenía sus propias órdenes concernientes al bloqueo de todos los pasos a través de las montañas. En ese mismo momento, un bombardero Shamsher se encontraba estacionado sobre nuestras cabezas. Si por alguna razón no podíamos, o no queríamos, completar nuestra misión, el piloto tenía órdenes de dejar caer la “Furia de Shiva” sobre nosotros. “¿Saben lo que quiere decir eso?” preguntó Raj-Singh. Quizá pensó que yo era demasiado joven como para entenderlo, o quizá adivinó, de alguna manera, que yo era musulmán, pero incluso aunque no hubiese sabido nada sobre la Diosa hindú de la destrucción, todos los uniformados habíamos escuchado los rumores sobre el nombre código “secreto” con el que se referían a las armas termonucleares.
¿Y eso no habría destruido también el paso?
¡Sí, pero también destruiría la mitad de la montaña! En lugar de una estrecha garganta cerrada y bordeada por enormes paredes de piedra, no quedaría más que una rampa inclinada de escombros. La idea al destruir esos caminos era crear una barrera inaccesible para los muertos vivientes, ¡pero un ignorante general de la Fuerza Aérea con una erección nuclear, iba a abrir un enorme boquete de entrada hacia la zona segura!
Mukherjee tragó saliva, no muy seguro de lo que iba a hacer, hasta que El Tigre extendió su mano, pidiéndole el detonador. Tan heroico como siempre, estaba dispuesto a aceptar la responsabilidad de un asesinato en masa. El sargento se lo entregó, a punto de llorar. El general Raj-Singh se lo agradeció, nos lo agradeció a los dos, susurró una oración y presionó los dos botones al mismo tiempo con sus pulgares. Nada pasó, lo intentó de nuevo, y nada. Revisó la batería, todas las conexiones, e intentó por tercera vez. Nada. El problema no estaba en el detonador. Algo había quedado mal puesto en las cargas que habían sido enterradas medio kilómetro camino abajo, justo en medio de la ola de refugiados.
Es el fin, pensé, todos vamos a morir. Sólo podía pensar en cómo salir de allí, lo suficientemente lejos y rápido como para evitar el impacto nuclear. Aún me siento culpable por haber pensado en eso, preocupándome sólo por mí en un momento como ese.
Gracias a Dios por el general Raj-Singh. Él reaccionó… justo como uno esperaría en una leyenda viviente. Nos ordenó que saliéramos de allí, que nos salváramos y corriéramos hacia Shimla, y luego salió corriendo hacia la multitud. Mukherjee y yo nos miramos, y me alegro de decir que ninguno de los dos vaciló. Salimos corriendo tras él.
Nosotros también queríamos ser héroes, protegiendo a nuestro general y cubriéndolo de la multitud. Qué idiotas. No volvimos a verlo después de que la masa nos envolvió y nos arrastró como un río enloquecido. Me empujaban y me tiraban hacia todas direcciones. Ni siquiera me dí cuenta cuándo me golpearon en un ojo. Yo gritaba que necesitaba pasar, que estaba en una misión para el ejército. Nadie me escuchó. Disparé algunos tiros al aire. No se dieron cuenta. Por un momento se me ocurrió dispararle a la multitud. Estaba tan desesperado como ellos. Ví a Mukherjee por el rabillo del ojo, tropezando y cayendo al vacío con otro hombre mientras luchaban por un rifle. Traté de decírselo al general Raj-Singh, pero no pude encontrarlo. Grité su nombre, traté de verlo sobre las demás cabezas. Me trepé al techo de un microbús, tratando de ubicarme. Una corriente de viento trajo el hedor y los gemidos desde el valle. Frente a mí, más o menos a medio kilómetro, la multitud comenzó a correr. Traté de enfocar… entrecerré mis ojos. Los muertos se acercaban. Lentos y constantes, y tan numerosos como los refugiados que devoraban.
Es microbús se sacudió y caí. Me encontré flotando sobre un mar de cuerpos humanos, y luego me hundí bajo ellos, montones de zapatos y pies descalzos pisotearon mi carne. Sentí que mis costillas se quebraban, tosí y me supo a sangre. Rodé debajo del microbús. Me dolía todo el cuerpo, me quemaba. No podía hablar. Apenas podía ver. Escuche otra vez el sonido de los zombies que se aproximaban. Calculé que no debían estar a más de doscientos metros. Juré que no moriría como los demás, como todas esas víctimas destrozadas a mordiscos, como esa vaca que ví desangrándose en la orilla del río Satluj en Rupnagar. Traté de sacar mi arma, pero mi mano no respondía. Lloré y grité. Siempre imaginé que rezaría en un momento así, pero estaba tan asustado y tan furioso que comencé a golpear mi cabeza contra la parte inferior del vehículo. Pensaba que si lo hacía con fuerza, podría reventarme la cabeza. De pronto se escuchó un rugido ensordecedor y la tierra se sacudió contra mi espalda. Una ola de gritos y gemidos mezclados con una marea de polvo a presión. Mi cara se estrelló contra la maquinaria que tenía sobre mí, dejándome inconsciente.
La primera cosa que recuerdo haber escuchado cuando desperté, fue un sonido constante y muy leve. Al principio pensé que era agua. Sonaba como una gotera… tap-tap-tap, algo así. Los golpecitos se hicieron más claros, y de pronto fui consciente de otros dos sonidos, la estática de mi radio… no he podido saber cómo seguía funcionando… y el gemido omnipresente de los muertos vivientes. Me arrastré desde la parte inferior del microbús. Al menos mi piernas todavía podían sostenerme en pié. Noté que estaba solo, no vi ni a los refugiados, ni al general Raj-Singh. Estaba parado entre un montón de objetos personales abandonados en medio del camino desierto. Una ennegrecida pared montañosa se alzaba frente a mí, y un precipicio caía a sólo unos pasos de donde yo estaba. Más allá, al otro lado, se veía el otro extremo del camino dinamitado.
De allí era de donde venían los gemidos. Los muertos vivientes seguían avanzando hacia mí. Con los ojos desorbitados y los brazos extendidos, caían por decenas sobre el borde del abismo recién abierto. Ese era el golpeteo que escuché antes: sus cuerpos estrellándose contra las rocas del valle, cientos de metros más abajo.
El Tigre había activado manualmente las cargas de demolición. Supongo que debió llegar a ellas al mismo tiempo que los muertos vivientes. Sólo espero que no hayan alcanzado a morderlo primero y que se sienta complacido con la estatua que ahora se levanta allí, junto a una carretera de cuatro carriles que cruza la montaña. En ese momento, yo no estaba pensando en su sacrificio. Ni siquiera estaba seguro de que todo eso estuviese sucediendo de verdad. Me quedé mirando en silencio aquella catarata de muertos vivientes, y escuchando en el radio los reportes de las otras unidades:
“Vikasnagar: Seguro.”
“Bilaspur: Seguro.”
“Jawala Mukhi: Seguro.”
“Todos los pasos han quedado asegurados: ¡Cambio y fuera!”
¿Estoy soñando? pensé, ¿o estoy loco?
El único mono que quedaba no me ayudó a pensar lo contrario. Estaba sentado sobre el microbús, mirando cómo los muertos se precipitaban hacia su fin. Su cara se veía tan tranquila, casi inteligente, como si comprendiera toda la situación. Por un momento creí que iba a mirarme y diría, “¡A partir de aquí, comenzaremos a ganar la guerra! ¡Al fin logramos detenerlos! ¡Estamos a salvo!” Pero en vez de eso, agarró su pequeño pene y se orinó en mi cara.
FRENTE LOCAL: ESTADOS UNIDOS
TAOS, NUEVO MÉXICO
[Arthur Sinclair Jr, es la viva imagen de uno de esos patriarcas del Viejo Mundo: alto, delgado, con una cabeza canosa de pelo corto y un afectado acento de Harvard. Parece hablarle al vacío, sin hacer contacto visual conmigo, y casi sin dejar espacio para hacerle preguntas. Durante la guerra, el señor Sinclair fue el director de la recién formada agencia gubernamental DEstRe, el Departamento para el uso Estratégico de Recursos.]
No sé a quién se le ocurrió el nombre de “DEstRe” o si fue consciente de lo mucho que se parece a la palabra “desastre,” pero yo no podría haberle puesto un nombre más apropiado. El establecimiento de una línea de defensa en las Montañas Rocosas creó una “zona segura” en teoría, pero en realidad esa zona constaba principalmente de ruinas y refugiados. Había hambruna, enfermedades, y millones de personas sin hogar. La industria estaba en pedazos, el transporte y el comercio se habían esfumado, y todo eso se veía agravado por los muertos vivientes que asaltaban la línea de las Rocosas, y los que brotaban dentro de la zona segura. Teníamos que lograr que nuestra gente se pusiera en pié de nuevo —vestirlos, alimentarlos, darles casa y ponerlos a trabajar— o de lo contrario, la zona segura solamente retrasaría un poco lo inevitable. Por eso se creó el DEstRe, y como puede imaginarse, yo tuve que aprender muchas cosas sobre la marcha.
Sobre todo los primeros meses, no puedo ni decirle toda la cantidad de información que tuve que archivar en esta pobre y vieja cabeza; las reuniones, los viajes de inspección… cuando dormía, siempre tenía un libro bajo mi almohada, y todas las noches era un distinto, desde Henry J. Kaiser hasta Vo Nguyen Giap. Necesitaba cada idea, cada palabra, cada onza de conocimiento que pudiese ayudarme a convertir ese territorio fracturado en la mueva maquinaria de guerra norteamericana. Si mi padre hubiese estado vivo, seguramente se habría reído de mi frustración. Él había sido uno de los agentes del New Deal, y había trabajado para F.D. Roosevelt como coordinador del Estado de Nueva York. En ese entonces usaron métodos que eran casi Marxistas, con planes de colectivización que habrían hecho que Ayn Rand se levantara de su tumba y se uniera a los muertos vivientes. Yo siempre había rechazado las lecciones que él había tratado de enseñarme, y llegué incluso a refugiarme en Wall Street para tratar de olvidarlas. Pero luego tuve que exprimirme el cerebro tratando de recordar cualquier detalle útil. Una de las cosas que los del New Deal hicieron mejor que cualquier otra generación en la historia de Norteamérica, fue encontrar y cosechar las herramientas y el talento adecuados.
¿Herramientas y talento?
Son términos que mi hijo escuchó alguna vez en una película. Descubrí que eran muy apropiados para describir nuestros esfuerzos para la reconstrucción. “Talento” quiere decir el potencial de la fuerza de trabajo, su habilidad para las labores, y cómo esa labor puede ser usada de manera efectiva. Para decirlo de buena manera, nuestra disponibilidad de talento era críticamente baja. La nuestra era una economía post-industrial basada en servicios, tan compleja y tan especializada, que cada individuo sólo era capaz de funcionar apropiadamente dentro de los límites de su pequeño cubículo. Ojalá hubiera visto algunas de las “carreras” inscritas en nuestro primer censo de empleos; todo el mundo era alguna clase de “ejecutivo,” o “representante,” puros “analistas,” o “consultores,” todos perfectamente acondicionados para el mundo de la preguerra, pero completamente inadecuados para la crisis actual. Necesitábamos carpinteros, albañiles, operarios industriales, fabricantes de armas. Claro, teníamos muchos de esos, pero no eran ni una fracción de los que necesitábamos. Nuestro primer censo nos mostró claramente que más del 65% de la fuerza de trabajo civil se clasificaba como F-6, es decir, que no poseían ninguna vocación útil. Necesitábamos un programa masivo de reentrenamiento. En pocas palabras, necesitábamos ensuciar un montón de cuellos blancos.
Fue un proceso lento. El transporte aéreo ya no existía, las carreteras y los ferrocarriles eran un desastre, y la gasolina, Dios mío, no se podía encontrar ni un solo galón de gasolina entre Blaine, en Washington, e Imperial Beach en California. Súmele a eso, no sólo que Norteamérica tenía una estructura urbana basada en la disponibilidad de los medios transporte, sino además que ese hecho había permitido una grave segregación socioeconómica. Había montones de barrios suburbanos habitados por profesionales de clase media-alta, donde ninguno de ellos tenía la más mínima idea de cómo cambiar un vidrio roto en una ventana. Los que tenían ese conocimiento vivían en los “ghettos” de obreros, a una hora de distancia en automóvil, lo que se traducía en un día completo a pié. Recuerde, así era como la mayoría teníamos que viajar al principio.
Para resolver ese problema —no, ese reto, porque no existen los problemas— teníamos que ir a los campos de refugiados. Había cientos de esos, algunos del tamaño de un parqueadero, y otros que se extendían por kilómetros, diseminados por la costa y las montañas; todos ellos necesitaban ayuda del gobierno, y todos malgastaban unos recursos que ya casi estaban agotados. Lo primero en mi lista, antes de atender cualquier otro reto, era que esos campamentos tenían que desaparecer. Todos los F-6 físicamente aptos tenían que dedicarse a las labores básicas, las que no requerían entrenamiento previo: limpiar los escombros, cosechar, excavar tumbas. Se necesitaban muchas tumbas. Todos los A-1, aquellos con habilidades apropiadas para la guerra, se convirtieron en parte del PAC, o Programa de Autosuficiencia Comunitaria. Un grupo variado de instructores estaría a cargo de transmitirle a esos ratones de cubículo, sobreeducados y sedentarios, los conocimientos necesarios para valerse por sí mismos.
Fue un éxito inmediato. Apenas a los tres meses, se vió un marcado decremento en las solicitudes de ayuda gubernamental. No hay palabras para decir lo importante que eso fue para nuestra victoria. Nos permitió pasar de una economía improductiva, basada en la supervivencia, a una productividad apta para la guerra. Fue entonces cuando surgió el Comité de Reeducación Nacional, un derivado directo del PAC. Yo diría que pusimos en marcha el programa de entrenamiento vocacional más grande desde la Segunda Guerra Mundial, y seguramente el más radical de toda nuestra historia.
Usted ha mencionado, de vez en cuando, los problemas que tuvo que enfrentar el CRN…
Ya iba a hablarle de eso. El presidente me otorgó el poder necesario para superar cualquier reto físico o logístico. Desafortunadamente, ni él, ni nadie más en la Tierra, podían darme el poder de cambiar la forma de pensar de la gente. Como ya le expliqué, la fuerza laboral en Norteamérica estaba segregada, y en muchos casos esa segregación iba acompañada de un componente cultural. Casi todos nuestros instructores eran inmigrantes de primera generación. Esas eran las personas que sabían cómo cuidar de sí mismas, cómo sobrevivir con muy poco y trabajar con lo que tenían a mano. Eran personas que cultivaban pequeñas huertas en sus jardines, que reparaban sus propias casas, que mantenían sus electrodomésticos funcionando por tanto tiempo como los materiales lo permitían. Era crucial que esa gente nos enseñara a todos los demás a salirnos de nuestro estilo de vida confortable y de aparatos desechables, a pesar de que había sido su labor la que nos había permitido vivir de esa manera en primer lugar.
Sí, había racismo, pero también mucho clasismo. Imagínese que usted es un abogado de una inmensa compañía. Usted se ha pasado la vida entera revisando contratos, negociando acuerdos, hablando por teléfono. Usted es bueno en eso, y eso es lo que lo ha hecho rico y le ha permitido contratar a un plomero para que le desatasque el inodoro, y así usted puede seguir hablando por teléfono. Entre más trabaja, más dinero gana, y puede contratar a más peones para tener más tiempo libre y así seguir ganando dinero. Así es como funciona su mundo. Pero llega un día en que ya no más. De pronto ya nadie necesita revisar contratos, ni negociar acuerdos. Lo que se necesita son inodoros que funcionen, y de pronto ese peón se ha convertido en su maestro, o quizá hasta en su jefe. Para algunas personas, eso era más aterrador que los muertos vivientes.
Una vez, en un recorrido de evaluación por Los Ángeles, asistí una de las clases de reeducación. Todos los alumnos habían tenido alguna posición alta en la industria del entretenimiento, un montón de agentes, representantes, y “creativos,” sea lo que sea eso. Puedo comprender su resistencia y su arrogancia. Antes de la guerra, el entretenimiento había sido el principal producto de exportación de los Estados Unidos. Pero ahora estaban siendo entrenados como personal de aseo para una planta de producción de armas en Bakersfield, California. Una mujer, una directora de reparto, simplemente explotó. ¡¿Cómo se atrevían a humillarla de esa manera?! ¡Ella tenía un título MFA en Teatro Conceptual, había seleccionado el reparto para las tres comedias más populares de las últimas temporadas, y ganaba más dinero en una sola semana, que lo que su instructora podía acumular en varias vidas! Todo el tiempo estuvo llamando a su instructora sólo por su nombre. “Magda,” decía ella, “Magda, ya basta. Magda, por favor.” Al principio pensé que la mujer sólo estaba siendo grosera, menospreciando a la instructora y negándose a llamarla por su título, o a decirle “señora.” Después me enteré que la señora Magda Antonova había sido la empleada doméstica de aquella mujer. Sí, para algunos fue muy difícil, pero muchos de ellos admitieron después que sus trabajos nuevos les daban mucha más satisfacción emocional que los anteriores.
Me encontré con un caballero en un ferry que iba de Portland a Seattle. Antes trabajaba en el departamento de derechos de autor de una agencia publicitaria, específicamente, estaba a cargo de conseguir las licencias para usar las canciones de rock populares en los anuncios televisivos. Ahora se dedica a limpiar chimeneas. Como casi todas las casas de Seattle se habían quedado sin calefacción central, y los inviernos ahora son más largos y más fríos, casi nunca se queda sin trabajo qué hacer. “Ayudo a que mis vecinos estén calientes,” me dijo con orgullo. Ya sé que suena como a una pintura de Norman Rockwell, pero yo escucho historias como esas todo el tiempo. “Esos zapatos, los hice yo,” “Ese abrigo, es lana de mis ovejas,” “¿Le gustó el maíz? Es de mi jardín.” Esa es una de las ventajas de un sistema más estrecho. Le dió a la gente la oportunidad de ver los frutos de su trabajo, les permitió sentirse orgullosos de saber que estaban haciendo una contribución concreta y decisiva para la victoria, y me permitió sentirme orgulloso de ser parte de eso. Necesitaba sentir eso. Así pude mantener la cordura en la otra parte de mi trabajo.
Ya hablamos del “talento.” Las “herramientas” son las armas para la guerra, y los recursos logísticos e industriales con los que se construyen esas armas.
[Él hace girar su silla, señalando un portarretratos sobre su escritorio. Lo miro de cerca y noto que no es una fotografía, sino una etiqueta de algún producto.]
Ingredientes:
Melaza de Estados Unidos
Anís de España
Regaliz de Francia
Vainilla (bourbon) de Madagascar
Canela de Sri Lanka
Clavo de Indonesia
Bayas de Gaulteria de China
Aceite de pimentón de Jamaica
Aceite balsámico de Perú
Y todo eso es sólo para hacer una botella de cerveza de raíz. Y no hablemos de lo que lleva una computadora de escritorio, o un portaaviones propulsado por energía nuclear.
Pregúntele a alguien cómo hicimos los Aliados para ganar la Segunda Guerra Mundial. Los que saben muy poco del asunto, le dirán que fue por nuestros soldados y nuestros generales. Los que no saben nada, le hablarán de las maravillas tecnológicas del radar y la bomba atómica. [Hace una mueca.] Cualquiera que tenga el entendimiento más básico del conflicto le dará las tres razones reales: la primera, la habilidad de producir más material: más balas, más fríjoles y más vendajes que el enemigo; la segunda, la disponibilidad de recursos naturales para fabricar esos materiales; y la tercera, los medios logísticos no sólo para transportar esos materiales hasta las fábricas, sino también para transportar los productos terminados hasta nuestras líneas. Los Aliados tenían los recursos, las industrias y la logística de todo el planeta. El Eje, por otro lado, tenía que depender únicamente de lo poco que lograba reunir dentro de su territorio. Pero en esta ocasión nosotros éramos el Eje. Los muertos vivientes controlaban la mayor parte del planeta, mientras que la producción de guerra norteamericana dependía únicamente de lo que podíamos cosechar en nuestros estados occidentales. Olvídese de los materiales de nuestras zonas seguras al otro lado del mar; nuestros barcos mercantes estaban a reventar de refugiados, y la escasez de combustibles tenía varada a nuestra armada naval.
Teníamos algunas ventajas. La economía agraria de California podía suavizar el problema de la hambruna, pero tenía que ser reestructurada. Los cultivadores de cítricos no se quedaron callados, y tampoco los ganaderos. Los peores fueron los barones de la carne, que eran dueños de casi todo el terreno útil y de lo que había en él. ¿Alguna vez escuchó hablar de Don Hill? ¿No vió la película que Roy Elliot hizo sobre él? En ella muestran cuando la epidemia llegó al Valle de San Joaquín y los muertos derribaron sus cercados. Atacaron su ganado y lo destrozaron como hormigas africanas. Pero él estaba ahí en el medio de aquella horda, disparando y gritando como Gregory Peck en Duel in the Sun. Tuve que negociar con él abierta y honestamente. Al igual que con todos los demás, le dí a elegir. Le recordé que se acercaba el invierno, y que todavía teníamos mucha gente hambrienta. Le advertí que cuando las hordas de refugiados llegaran a terminar con lo que los muertos habían dejado, él no podría pedir ninguna protección al gobierno. Hill era un bastardo terco y feroz, pero no era ningún idiota. Aceptó entregarnos sus tierras y su ganado, con la condición de que no tocaríamos a sus sementales, ni a los de nadie más. Ese fue el trato.
Unos filetes suaves y jugosos — ¿se le ocurre un mejor ejemplo de nuestro artificial estilo de vida de la preguerra? Sin embargo, fueron los estándares de ese estilo de vida lo que se convirtió en nuestra segunda mayor ventaja. La única manera de complementar nuestros recursos disponibles era el reciclaje. No era nada nuevo. Los israelíes habían comenzado a hacerlo desde que cerraron sus fronteras, y todas las naciones lo habían implementado en algún grado. Pero ninguna tenía el potencial de materiales que nosotros teníamos a nuestra disposición. Piense en cómo era la vida en la Norteamérica de la preguerra. Incluso las personas de clase media disfrutaban, o daban por sentado, un nivel de confort material que no había tenido ninguna otra sociedad en la historia de la humanidad. La ropa, los utensilios de cocina, los electrodomésticos, los autos; nada más en el valle de Los Ángeles, los autos superaban a la población de la preguerra en una relación de tres a uno. Circulaban por millones, en cada casa, en cada barrio. Organizamos una industria de más de cien mil empleados, trabajando en tres turnos diarios los siete días de la semana: recolectando, catalogando, desmantelando, almacenando, y enviando componentes y piezas a las fábricas de toda la costa. Hubo algunos problemas similares al de los de los rancheros, con la gente que no quería entregar sus Hummers o sus autos italianos comprados al llegarles la crisis de la edad adulta. Es curioso, no tenían gasolina para hacerlos funcionar, pero tampoco se desprendían de ellos. Claro que no eran tan molestos. Era un placer negociar con ellos, si los comparamos con los militares.
De todos mis adversarios, los más tenaces, por mucho, eran los de uniforme. Nunca tuve control directo sobre sus procesos de investigación y desarrollo, y eran libres de aprobar lo que se les viniera en gana. Pero dado que casi todos sus proyectos dependían de contratistas civiles, y todos esos contratistas usaban recursos controlados por DEstRe, teníamos un control de facto sobre ellos. “Ustedes no pueden descontinuar nuestros bombarderos invisibles,” me gritaban. “¿Quién diablos creen que son para venir a detener nuestra producción de tanques?” Al principio traté de razonar con ellos: “El M-1 Abrams usa una turbina de jet. ¿Dónde van a encontrar tanto combustible? ¿Para qué necesitan aviones invisibles contra un enemigo que no usa radar?” Traté de hacerlos ver que, dada la situación en la que estábamos y lo que enfrentábamos, teníamos que sacar la mayor productividad de nuestra inversión, o en el lenguaje de ellos, más bajas por dólar. Eran insufribles, con sus llamadas a cualquier hora, o apareciéndose en mi oficina sin cita previa. Pero supongo que no puedo culparlos, no después de cómo los tratamos tras la guerra en Oriente Medio, y mucho menos después de la paliza que les dieron en Yonkers. Su institución estaba al borde del colapso, y muchos de ellos sólo necesitaban desahogarse.
[Sonríe con confianza.]
Comencé mi carrera como corredor de acciones en la Bolsa de Nueva York, así que puedo gritar tanto y tan fuerte como cualquier sargento. Después de cada “reunión,” siempre esperaba una llamada, la llamada que tanto deseaba, y que tanto temía al mismo tiempo: “Señor Sinclair, le habla el presidente, le agradecemos mucho sus servicios, pero ya no necesitaremos…” [Se ríe.] Nunca llegó. Supongo que nadie más quería este trabajo.
[Su sonrisa se desvanece.]
No estoy diciendo que no cometí errores. Ya sé que fui demasiado duro con los D-Corps de la Fuerza Aérea. No entendía sus protocolos de seguridad ni la utilidad que podían tener los dirigibles en la guerra contra los muertos. Lo único que sabía era que con nuestra escasez de helio, el único gas con un costo viable era el hidrógeno, y yo no iba a desperdiciar hombres y recursos en una flota de Hindenburgs modernos. También tuve que ser convencido, nada más ni nada menos que por el presidente mismo, de volver a abrir el proyecto experimental de fusión fría en Livermore. Él sostuvo que, a pesar de que todavía faltaban décadas para obtener un resultado significativo, “hacer planes para el futuro, permite que la gente vea que tenemos uno.” Yo me mostré muy conservador con algunos proyectos, y demasiado liberal con otros.
Como el Proyecto Yellow Jacket —todavía me doy golpes contra la pared cuando pienso en ese. Estos idiotas de Silicon Valley, cada uno de ellos considerado un genio en su especialidad, me convencieron de que tenían un “arma maravilla” que podía hacernos ganar la guerra, teóricamente, tan sólo cuarenta y ocho horas después de ser lanzada. Decían que podían construir micro-misiles, millones de ellos, cada uno del tamaño de una bala calibre .22, que podían ser desplegados desde cualquier avión de carga y luego guiados por satélite hasta meterse en el cerebro de cada zombie en Norteamérica. ¿Suena sorprendente, no? A mí me convenció.
[Murmura algo para él mismo.]
Cuando pienso en todo el dinero que botamos por ese agujero, todas las otras cosas que podríamos haber producido con él… ahhh… pero ya no sirve de nada lamentarse.
Podría haber seguido peleando con los militares durante toda la guerra, pero agradezco el no haber tenido que hacerlo. Cuando Travis D’Ambrosia se convirtió en Director General de la Alianza, no sólo inventó la medida de “Muertes por Unidad de Recursos”, sino que desarrolló una estrategia completa para usarla en la práctica. Siempre le hice caso cuando decía que tal o cual sistema de armas era vital. Confié en su decisión en asuntos como el nuevo Uniforme de Combate o el Rifle Estándar de Infantería.
Lo más increíble fue ver cómo la cultura del MUR comenzó a meterse entre las filas. Uno escuchaba a los soldados hablando en las calles, en los bares, o en los trenes; “¿Para qué comprar X, cuando por el mismo precio de pueden comprar diez Y, que pueden matar a cien veces más Zs?” A los soldados comenzaron a ocurrírseles algunas ideas, inventando armas mucho más rentables que cualquiera de las que nosotros podíamos imaginar. Creo que lo disfrutaban —improvisar, adaptarse, y superarnos a nosotros los burócratas. Los marines fueron los que más me sorprendieron. Siempre había creído en el mito de que eran neandertales grandes y calvos, con la quijada salida y borrachos de testosterona. Yo no sabía que, como la infantería de marina tiene que pedir su dotación a través de los oficiales navales, y sus almirantes nunca se han preocupado mucho por el combate en tierra, la improvisación ha tenido que convertirse en una de sus principales virtudes.
[Sinclair señala sobre mi cabeza hacia la pared del fondo. Allí cuelga una pesada barra de acero, con algo en un extremo que parece una mezcla entre una pala y un hacha de doble hoja. Su nombre oficial es Herramienta Estándar para Infantería de Trincheras, aunque la mayoría de la gente lo conoce como el “Lobotomizador,” o simplemente, el “Lobo.”]
Los marines lo inventaron, usando solamente acero de autos reciclados. Hicimos veintitrés millones de esos durante la guerra.
[Sonríe con orgullo.]
Y todavía lo seguimos fabricando.
BURLINGTON, VERMONT
[El invierno ha llegado retrasado esta estación, como todos los años desde el comienzo de la guerra. La nieve cubre la casa y los campos a su alrededor, y congela los árboles que bordean el camino de tierra que pasa junto al río. Todo en esta escena está tranquilo, excepto por el hombre que camina a mi lado. El insiste en hacerse llamar “el Loco,” en sus propias palabras “porque todo el mundo me dice así, ¿por qué no?” Su andar es rápido y decidido, y el bastón que le regaló su doctora (y esposa) sólo le sirve para dar estocadas al aire.]
Para serle sincero, no me sorprendió que me nominaran para vicepresidente. Todo el mundo sabía que era inevitable la aparición de un partido de coalición. Yo había sido una estrella en ascenso, al menos hasta que me “autodestruí.” ¿Eso era lo que decían, no? Todos esos cobardes e hipócritas que preferirían morir antes que ver a un hombre de verdad expresando sus pasiones. ¿Pero qué importaba si no era el mejor político del mundo? Dije lo que sentía, y no tenía miedo de repetirlo fuerte y claro. Esa es una de las razones por las que era el candidato más lógico para el puesto de copiloto. Éramos un gran equipo; él era la luz, yo era el calor. Diferentes partidos, diferentes personalidades, y, no nos digamos mentiras, también diferente color de piel. Yo sé que yo no era el favorito. Yo sé a quién prefería mi partido. Pero Norteamérica no estaba lista para llegar tan lejos, tan estúpido, ignorante, y humillantemente Neolítico como suena. Preferían tener a un VP gritón y radical, en vez de otra de “esos.” Así que no me sorprendió que me nominaran. Me sorprendió todo lo demás.
¿Habla de las elecciones?
¿Elecciones? Honolulu era un manicomio; soldados, congresistas, refugiados, todos tropezándose entre sí mientras buscaban algo qué comer, o un lugar para dormir, o tratando de saber qué diablos estaba pasando. Y eso era un paraíso comparado con el continente. La Línea de las Rocosas apenas se estaba formando; todo al occidente de ella era una gran zona de guerra. ¿Por qué molestarse con unas elecciones cuando el Congreso podía votar por una extensión de poderes debido a la emergencia? El fiscal general lo intentó cuando fue alcalde de Nueva York, y estuvo a punto de lograrlo. Le expliqué al presidente que no teníamos ni la energía ni los recursos para hacer otra cosa que no fuera luchar por nuestra supervivencia.
¿Y él que dijo?
Bueno, sólo digamos que me convenció de lo contrario.
¿Podría ser más específico?
Podría, pero no quiero cambiar sus palabras. Estas viejas neuronas no disparan tan bien como antes.
Inténtelo, por favor.
¿Lo verificará con sus archivos?
Se lo prometo.
Bueno… estábamos en una oficina provisional, la “suite presidencial” de un hotel. Él había acabado de tomar el juramento de posesión en el Air Force Two. El jefe anterior descansaba, sedado, en la habitación de al lado. Desde todas las ventanas se podía observar el caos en la calle, los barcos en el mar alineándose para atracar, los aviones aterrizando cada treinta segundos, y un equipo de tierra haciéndolos a un lado para abrir espacio a los que venían detrás. Yo los señalé, gritando y gesticulando con esa pasión que me hizo tan famoso. “¡Necesitamos un gobierno estable, y rápido!” decía yo. “Las elecciones son geniales en teoría, pero ahora no tenemos tiempo para perseguir grandes ideales.”
El presidente estaba tranquilo, mucho más tranquilo que yo. Quizá por todo ese entrenamiento militar… me dijo, “Este es justamente el momento para perseguir grandes ideales, porque esos ideales son lo único que nos queda. No vamos a luchar solamente por nuestra supervivencia, sino por la supervivencia de nuestra civilización. No tenemos la ventaja de cientos de años de tradición como en el viejo mundo. No tenemos una herencia en común, ni milenios de historia. Lo único que tenemos son los sueños las promesas que nos unificaron. Lo único que tenemos… [Se esfuerza por recordarlo]… todo lo que tenemos es lo que queremos ser ahora.” ¿Entiende lo que quiso decir? Nuestro país sólo existe porque su gente cree en él, y si esa fe no era lo suficientemente fuerte para soportar la crisis, ¿entonces qué futuro podíamos esperar? Él sabía que Norteamérica quería un César, pero convertirse en uno significaría el final de nuestra nación. Dicen que durante los tiempos difíciles nacen los grandes hombres. Pero no lo creo. Ví demasiada debilidad, demasiada basura. Mucha gente que debió levantarse a enfrentar el reto, y no pudo o no quiso hacerlo. Ambición, temor, estupidez y odio. Estaban allí antes de la guerra, y siguen allí hasta hoy. Mi jefe siempre había sido un gran hombre. Tuvimos mucha suerte de tenerlo con nosotros.
El asunto de las elecciones marcó el tono de lo que iba a ser su administración. Tantas de sus propuestas parecían una locura a simple vista, pero cuando uno las examinaba a fondo, se daba cuenta de que tenían un núcleo de lógica indiscutible. Por ejemplo los nuevos tipos de castigo, esos estuvieron a punto de hacerme enloquecer. ¿Poner a la gente en una picota? ¡¿¡Azotarlos en las plazas públicas!?! ¿Acaso estábamos en el viejo Sálem, o en el Afganistán de los talibanes? Se escuchaba como de bárbaros, completamente anti-americano, hasta que uno consideraba las demás opciones. ¿Qué más podía hacerse con los ladrones y los saqueadores, ponerlos en una prisión? ¿Eso a quién iba a ayudar? ¿Cómo íbamos a malgastar a unos ciudadanos físicamente aptos, y dedicarlos a alimentar, vestir y vigilar a otros ciudadanos físicamente aptos? Pero lo más importante, ¿por qué íbamos a retirar el castigo de la sociedad, cuando podía servir como un valioso modificador de la conducta? Sí claro, existía el miedo al dolor —los látigos y los bastones— pero eso no era nada comparado con la humillación pública. A la gente le aterraba que sus delitos fueran expuestos. En un momento en el que todos estaban luchando por recuperarse y se esforzaban por ayudar, trabajar y proteger a los demás, lo peor que se le podía hacer a alguien era obligarlo a caminar por la ciudad con un letrero de “Le robé la leña a mi vecino.” La vergüenza es un arma muy poderosa, pero sólo funciona cuando todos los demás están haciendo lo correcto. Nadie estaba por encima de la ley, y ver a un Senador recibiendo quince azotes por apropiación indebida de fondos, era más efectivo contra el crimen que tener un policía en cada esquina. Sí, teníamos mafias organizadas, pero esos eran residuos, gente que había tenido esa oportunidad muchas veces antes. Recuerdo que el fiscal general sugirió que los abandonáramos en las zonas infestadas y que nos libráramos de una vez por todas del peligro de su presencia constante. Tanto el presidente como yo nos opusimos; mis objeciones eran éticas, pero las de él fueron prácticas. Ese territorio seguía siendo suelo norteamericano, infestado sí, pero con la esperanza de ser liberado algún día. “Lo último que queremos,” dijo él “es tener que enfrentar luego a uno de estos ex-convictos, cuando se haya convertido en el Nuevo Gran Señor de Duluth.” Pensé que lo decía en broma, pero luego, cuando vimos que eso fue precisamente lo que sucedió en otros países, cuando los criminales exiliados lograron controlar algunos territorios aislados y en algunos casos muy bien defendidos, me dí cuenta de que nos habíamos salvado por poco de una maldita bala asesina. La mafia siempre fue un problema, político, social, y hasta económico, ¿Pero qué otra opción teníamos para los que se rehusaban a jugar limpio como todos los demás?
Pero usaron la pena de muerte.
Sólo en casos extremos: sedición, sabotaje, intentos de golpes políticos. Los zombies no eran nuestros únicos enemigos, por lo menos no al principio.
¿Los fundamentalistas?
Teníamos una buena cantidad de fanáticos religiosos, ¿pero qué país no los tiene? Muchos de ellos pensaban que, de alguna manera, estábamos interfiriendo con la voluntad de Dios.
[Se ríe.]
Lo siento, tengo que aprender a ser más diplomático, pero por favor, ¿de verdad creen que el Supremo Creador del multiverso infinito, va a confiarle sus planes a un puñado de Guardias Nacionales de Arizona?
[Hace un gesto, como restándole importancia al asunto.]
Les dieron más cobertura de lo que en realidad merecían, sólo porque uno de esos locos trató de asesinar al presidente. En realidad, representaban más peligro para ellos mismos, con todos esos suicidios en masa, los asesinatos de niños por “misericordia” en Medford… hechos terribles, al igual que los “verdes,” la versión izquierdista de los fundamentalistas. Esos decían que como los muertos vivientes sólo comían animales y no plantas, era una señal de que la “Diosa Divina” prefería a la flora sobre la fauna. Causaron algunos problemas, envenenado las reservas de agua potable de algunos pueblos con herbicida, o poniendo explosivos en los árboles para que los leñadores no pudieran cortarlos para la industria. Ese tipo de ecoterrorismo llena los encabezados, pero no es una amenaza real para nuestra seguridad nacional. En cambio, los rebeldes sí: separatistas políticos bien armados y organizados. Esa era la amenaza más concreta. También fue la única vez que ví al presidente preocupado de verdad. Claro que no lo aparentaba, no con esa imagen digna y de diplomacia que tenía. En público, los mencionaba sólo como otro “punto a tener en cuenta,” junto al racionamiento de los alimentos y la reparación de las carreteras. Pero en privado nos decía… “Deben ser eliminados con rapidez, decisión, y usando cualquier medio que sea necesario.” Por supuesto, se refería a los que teníamos que enfrentar en la zona segura occidental. Esos renegados tenían algún problema con las políticas de guerra del gobierno, o habían estado planeando la rebelión desde antes, y usaron la crisis sólo como un pretexto. Esos eran “los enemigos de nuestra patria,” las amenazas domésticas que se mencionan en el juramento de cualquiera que se comprometa a defender nuestro país. No teníamos ni qué pensar en cuál era la manera apropiada de tratar con ellos. Pero con los separatistas al este de las Rocosas, en las zonas aisladas e infestadas… con ellos se volvió “complicado.”
¿Por qué?
Porque su creencia era, “nosotros no traicionamos a Norteamérica. Norteamérica nos traicionó.” Y era la verdad. Habíamos abandonado a esa gente. Por supuesto, les dejamos algunos voluntarios de las Fuerzas Especiales, y tratamos de abastecerlos por aire o por tierra, pero desde un punto de vista puramente moral, los habíamos abandonado por completo. No puedo culparlos por querer seguir su propio camino, nadie puede. Fue por eso que cuando comenzamos a recuperar el territorio perdido, le dimos a cada poblado separatista la oportunidad de reintegrarse pacíficamente.
Pero hubo violencia.
Todavía tengo pesadillas con eso, en sitios como Bolívar, o en Black Hills. Nunca sueño con las imágenes como tal, ni la violencia o lo que encontramos después. Sólo veo a mi jefe, ese hombre enorme y poderoso, debilitándose y enfermando más cada día. Había sobrevivido a tantas cosas, cargando un peso tan abrumador. ¿Sabía que nunca trató de investigar lo que le sucedió a sus familiares en Jamaica? No preguntó ni una sola vez. Estaba completamente concentrado en el destino de nuestra nación, determinado a preservar el sueño que la había fundado. No sé si es verdad que los tiempos difíciles hacen a los grandes hombres, pero sí sé que son capaces de matarlos.
WENATCHEE, WASHINGTON
[La sonrisa de Joe Muhammad es tan amplia como sus hombros. Aunque de día trabaja como administrador del taller de reparación de bicicletas del pueblo, pasa su tiempo libre transformando el metal fundido en exquisitas obras de arte. Es más conocido, sin duda, por la estatua de bronce que se levanta sobre la avenida principal de Washington, D.C., el Monumento a los Vigilantes Comunitarios, en el que se ven dos ciudadanos de pié, y uno en una silla de ruedas.]
La funcionaria de reclutamiento estaba muy nerviosa. Trató de convencerme de que no lo hiciera. ¿Ya había hablado con el representante del CRN? ¿Conocía las otras labores que podía hacer para ayudar con el esfuerzo de guerra? Al principio no entendí; yo ya tenía un trabajo en la planta de reciclaje. ¿Esa era precisamente la idea de los Equipos de Vigilancia Comunitaria, no? Era un servicio voluntario de medio tiempo para después de salir del trabajo. Traté de explicárselo. A lo mejor no le había entendido bien. Mientras trataba de darme alguna otra excusa improvisada y floja, ví que sus ojos se desviaban hacia mi silla.
[Joe es discapacitado.]
¿Puede creerlo? ¿La extinción de nuestra especie estaba tocando a nuestras puertas, y ella seguía tratando de ser políticamente correcta? Me reí. Me le reí en la cara. ¿Qué, acaso pensaba que yo me había aparecido allí sin saber lo que se esperaba de mí? ¿Acaso esa perra estúpida no había leído el manual de seguridad? Bueno, yo sí. El objetivo del programa de EVC era patrullar tu propio vecindario, caminando, o en mi caso, rodando por las aceras, deteniéndose para revisar cada casa. Si por alguna razón había que entrar en una, al menos dos miembros tenían que quedarse siempre vigilando afuera. [Se señala a sí mismo.] ¡Holaaaa! ¿Y a quién creía ella que nos estábamos enfrentando? Ni que tuviéramos que perseguirlos saltando sobre los muros y los jardines. Ellos siempre iban a echársenos encima. Y cuando lo hicieran, digamos, sólo en teoría, ¿qué pasaría si eran más de los que podía manejar? Diablos, si yo no pudiera rodar más rápido de lo que camina un zombie, ¿cómo habría logrado sobrevivir? Le expuse mis razones tranquilamente y con claridad, e incluso la reté a pensar en una situación en la que mi condición física pudiese ser un impedimento. No pudo. Dijo algo sobre tener que consultarlo con su coordinador, y que debía regresar al día siguiente. No lo acepté, le dije que podía llamar a su coordinador, y al coordinador de él, y a todos los demás de ahí para arriba hasta El Oso28 en persona, pero que no me iba a mover de allí hasta que me entregaran mi chaqueta naranja. Grité fuerte para que todos en el salón pudiesen oírlo. Todo el mundo me miró, y luego a ella. Eso fue suficiente. Me dieron mi chaqueta y salí de allí más rápido que cualquier otra persona ese día.
Como ya le dije, la Vigilancia Comunitaria significa literalmente patrullar el vecindario. Era un cargo semi-militar; íbamos a charlas y cursos de entrenamiento. Había líderes designados y reglas estrictas, pero no había que saludar a nadie diciéndole “señor” ni ninguna otra mierda de esas. El armamento tampoco estaba regulado. Casi todas eran herramientas cuerpo a cuerpo —hachas, bates, algunas barras de acero y machetes— todavía no teníamos Lobos. Al menos tres personas de cada equipo tenían que cargar armas de fuego. Yo tenía una AMT Lightning, una carabina semiautomática calibre .22. No tenía retroceso, así que podía dispararla sin tener que ponerle el seguro a mis ruedas. Una buena arma, sobre todo después de que las municiones se estandarizaron y todavía me seguían sirviendo.
Los equipos cambiaban según el horario libre de cada uno. En ese entonces todavía había mucho desorden, porque DEstRe estaba reorganizando todo. Los turnos de noche eran los más difíciles. Uno se olvida de lo oscura que es la noche cuando no hay luces afuera. Tampoco había muchas luces en las casas. La gente se iba a dormir muy temprano, cuando empezaba a oscurecer, así que excepto por una que otra vela, o alguien con permiso especial para un generador, por ejemplo para adelantar trabajos de guerra en la noche, todas las casas quedaban completamente a oscuras. Ni siquiera teníamos la luz de las estrellas y la luna, con toda esa basura flotando en la atmósfera. Patrullábamos con linternas, modelos civiles comprados en cualquier tienda; todavía teníamos baterías, y les poníamos celofán rojo en el extremo para proteger nuestra visión nocturna. Parábamos en cada casa, tocábamos, y le preguntábamos al que estuviera de guardia si todo andaba bien. Los primeros meses fueron un poco difíciles, por culpa del programa de reubicación. Salía tanta gente de los campos de refugiados, que todos los días aparecía una docena de vecinos nuevos, e incluso inquilinos.
Nunca antes me dí cuenta de lo bien que estábamos antes de la guerra, encerrado en mi suburbio de Stepford. ¿Para qué necesitaba una casa de trescientos veinte metros cuadrados, con tres alcobas, dos baños, cocina, sala, patio y estudio? Había vivido solo durante años, pero de pronto me encontré viviendo con una familia de Alabama, seis en total, que aparecieron un día frente a mi puerta con una carta del Departamento de Vivienda. Fue molesto al principio, pero uno se acostumbra. No tuve ningún problema con los Shannon, ese era su apellido. Nos entendimos muy bien, y dormía mucho mejor sabiendo que alguien más vigilaba. Esa era una de las nuevas reglas para todos en casa. Alguien tenía que hacer guardia por la noche. Teníamos todos sus nombres en una lista, para asegurarnos de que no fueran invasores o ladrones. Revisábamos sus identificaciones, su fotografía, y les preguntábamos si todo estaba tranquilo. Normalmente decían que sí, o reportaban algún ruido raro para que lo revisáramos. Dos años después, cuando dejaron de llegar los refugiados y ya todo el mundo se conocía, dejamos de preocuparnos por las listas y las identificaciones. Todo fue más tranquilo desde entonces. Pero ese primer año, cuando la policía apenas se estaba reorganizando y las zonas seguras no estaban limpias del todo…
[Se estremece con un efecto dramático.]
En ese entonces todavía había muchas casas desocupadas, derribadas o saqueadas, o simplemente abandonadas con las puertas abiertas. Poníamos montones de cinta policial en las puertas y ventanas. Si encontrábamos algunas cintas rotas, eso quería decir que quizá un zombie estaba adentro. Llegó a pasar un par de veces. Yo me quedaba esperando afuera, con el rifle listo. Algunas veces se escuchaban gritos, otras veces disparos. A veces sólo se escuchaba un gemido, golpes, y luego alguno de tus compañeros salía con un arma ensangrentada y una cabeza cortada en la mano. Yo tuve que encargarme personalmente de varios. A veces, cuando el equipo estaba adentro y yo vigilaba la calle, escuchaba algún sonido, crujidos de ramas y hojas secas a medida que algo se abría paso entre los matorrales. Lo alumbraba con la linterna, pedía ayuda, y luego lo despachábamos.
Una vez estuve a punto de quedar marcado. Estábamos revisando una casa de dos pisos: cuatro habitaciones, cuatro baños, algunos muros se habían derrumbado porque algún demente había entrado por la ventana y atravesado la sala con un Jeep Liberty. Mi compañera preguntó si podía ir al baño a “maquillarse”. Se alejó detrás de unos arbustos. Mal hecho. Yo estaba distraído, preocupado por lo que podía estar pasando dentro de la casa. No me fijé en lo que pasaba a mis espaldas. De pronto sentí un tirón en la silla. Traté de girar, pero algo tenía atascada la rueda derecha. Miré de lado y apunté con mi linterna. Era un “arrastrado,” uno de esos que perdieron las piernas. Estaba tratando de alcanzarme desde el suelo, agarrándose y subiendo por la rueda. La silla me salvó la vida. Me dio un segundo y medio de ventaja para apuntarle con mi carabina. Si yo hubiese estado de pié, me habría agarrado por un tobillo y se habría llevado un buen bocado. Fue la última vez que me distraje en el trabajo.
Los zombies no eran el único problema que teníamos que enfrentar. Estaban los ladrones, no hablo de los criminales organizados, sino gente que robaba cosas para poder sobrevivir. Lo mismo pasaba con los invasores ilegales; pero en ambos casos, casi siempre las cosas terminaban bien. Simplemente los invitábamos a nuestras casas, les dábamos lo que necesitaban, y los cuidábamos hasta que el Departamento de Vivienda se hacía cargo de ellos.
Pero también había ladrones de verdad, jodidos profesionales. Esa fue la única vez que me hirieron.
[Joe tira del cuello de su camiseta, mostrándome una cicatriz circular del tamaño de una vieja moneda de diez centavos.]
Nueve milímetros, justo a través del hombro. Mi equipo lo sacó de la casa, y yo le grité que se detuviera. Es la única vez que tuve que matar a alguien, gracias a Dios. Cuando comenzaron a funcionar las nuevas leyes, el crimen convencional desapareció casi por completo.
También estaban los salvajes, ya sabe, esos niños que habían perdido a sus padres. Los encontrábamos acurrucados en los sótanos, en los armarios, o debajo de las camas. Algunos de ellos habían caminado desde lugares tan lejanos como la Costa Este. Tenían mala pinta, todos desnutridos y enfermos. Muchas veces salían corriendo. Y esas fueron las únicas veces que me sentí mal, ya sabe, por no poder salir corriendo tras ellos. Alguien más los perseguía, y casi siempre los atrapaban, pero no siempre.
El principal problema eran los quislings.
¿Quislings?
Sí, ya sabe, la gente esa que se volvió loca y comenzó a actuar como los zombies.
¿Quiere hablarme más de ellos?
Bueno, no soy médico, así que no sé los términos correctos.
No hay problema.
Bueno, según entiendo, hay ciertos tipos de persona que no pueden lidiar con situaciones de vida o muerte. Se ven atraídos por aquello que temen. En lugar de resistirse, quieren complacerlo, unirse a él, y parecerse a él. Supongo que es lo que pasa en los secuestros, ya sabe, esa gente con síndrome de Patty Hearst o de Estocolmo, o, como en la guerra normal, cuando la gente del país invadido se une al ejército del enemigo. Algunas veces resultan ser mejores soldados que la gente a la que tratan de parecerse, como los fascistas franceses que se convirtieron al las tropas más leales de Hitler. Quizá por eso es que los llaman quislings, porque parece una palabra en francés, o algo así.29
Pero en esta guerra no se podía hacer eso. Uno no podía tirar el arma y levantar las manos diciendo, “hey, no me maten, estoy de su lado.” No había color gris en esta lucha, no había puntos medios. Supongo que mucha gente no pudo soportarlo. Comenzaron a moverse como zombies, a gemir como ellos, e incluso a atacar y comerse a otras personas. Así fue como encontramos al primero. Era un tipo adulto, de treinta y algo. Sucio, torpe, caminando por la acera. Creímos que simplemente estaba en shock, hasta que mordió a uno de mis compañeros en el brazo. Fueron unos segundos horribles. Derribé al Q con un disparo en la cabeza, y luego fui a revisar a mi amigo. Estaba sentado a un lado del camino, maldiciendo, llorando, y mirando la herida en su brazo. Era una sentencia de muerte, y él lo sabía. Ya estaba listo para volarse él mismo la cabeza, cuando descubrimos que al tipo que derribé le salía sangre roja de la herida. ¡Cuando revisamos el cuerpo, descubrimos que todavía estaba tibio! Debería haber visto la expresión de mi compañero. No todos los días uno recibe una segunda oportunidad del Jefe allá arriba. Lo irónico fue que estuvo a punto de morir de todas formas. El maldito Q tenía tantas bacterias en la boca, que le produjo una infección casi fatal de estafilococos.
Pensamos que habíamos hecho algún tipo de descubrimiento, pero resultó que había estado sucediendo desde mucho antes. Estaban a punto de anunciárselo al público. Incluso mandaron a un experto desde Oakland para que nos enseñara qué hacer si nos encontrábamos a uno. No lo podíamos creer. ¿Sabía que los quislings fueron la razón por la que muchos creyeron al principio que eran inmunes? También tuvieron la culpa de que todas esas drogas de porquería tuvieran tanto éxito. Píenselo. Alguien por ahí andaba tomando Phalanx, y lo mordieron pero sobrevivió. ¿Qué más iba a pensar? En ese entonces no se sabía que existían los quislings. Son igual de agresivos que los zombies de verdad, y en algunos casos son más peligrosos.
¿Por qué?
Bueno, para comenzar, no se congelan. Bueno, claro que se mueren por exposición al frío, pero si la temperatura es moderada y ellos llevan ropas abrigadas, no tienen problemas. Además se mantenían bien alimentados con la gente que mataban. A diferencia de los zombies, ellos pueden resistir más tiempo, no se pudren.
Pero también son más fáciles de matar.
Sí y no. A ellos no hay que apuntarles a la cabeza; se les puede dar en los pulmones, el corazón, en cualquier parte, y eventualmente se desangran. Pero si no se los detiene con el primer disparo, siguen atacando hasta que están muertos.
¿Acaso no sienten dolor?
No. Tiene que ver algo con eso del poder de la mente sobre la materia, están tan desconectados que pueden neutralizar el dolor que llega al cerebro, o algo así. En realidad debería hablar de eso con un experto.
Continúe por favor.
Bueno, por eso era que no se podía razonar con ellos. No había nadie a quién hablarle. Esas personas eran también zombies, quizá no físicamente, pero mentalmente no había ninguna diferencia. A veces era también difícil reconocerlos a simple vista, cuando estaban lo suficientemente sucios, ensangrentados o enfermos. Los zombies no huelen tan mal como uno creería, no cuando hay pocos y están frescos. ¿Cómo diferenciar a un zombie de un imitador que está invadido de gangrena? No se podía. Los militares no nos enviaron perros sabuesos ni nada parecido. Teníamos que hacer la prueba de los ojos.
Los muertos no parpadean, no sé por qué. Quizá porque usan todos sus sentidos al mismo tiempo, y la vista no es tan importante. O quizá sea porque tienen muy pocos fluidos corporales, y no les alcanza para mantener los ojos húmedos. Quién sabe, pero el hecho es que no parpadean, pero los quislings sí. Así era como los reconocíamos; retrocedíamos algunos pasos y esperábamos un par de segundos. En la oscuridad era más fácil, nada más había que iluminarles la cara. Si no parpadeaban, acabábamos con ellos.
¿Y si parpadeaban?
Bueno, nuestras órdenes eran de capturar a los quislings si era posible, y usar fuerza letal sólo como defensa. Parecía una locura, aún lo parece, pero siempre lográbamos reunir unos cuantos, los amarrábamos, y los entregábamos a la policía o a la Guardia Nacional. No estoy muy seguro de qué hacían con ellos. He escuchado historias sobre Walla Walla, ya sabe, la prisión en la que cientos de ellos eran alimentados y vestidos, e incluso les trataban sus enfermedades. [Sus ojos miran hacia el techo.]
¿No está de acuerdo?
Hey, no quiero hablar de eso. Si usted quiere destapar esa olla podrida, vaya y lea los periódicos. Cada año sale algún abogado, sacerdote o político, que trata de alborotar ese avispero hacia el lado que más le conviene. En lo personal, no me interesa. No tengo ninguna opinión al respecto. Lo único que sé es que me entristece que hayan dejado atrás tantas cosas, y al final perdieron de todas formas.
¿Por qué lo dice?
Porque aunque nosotros no podíamos reconocerlos, los zombies reales sí podían. ¿Recuerda al principio de la guerra, cuando todo el mundo estaba buscando una manera de hacer que los muertos vivientes se atacaran entre ellos? Tenían todas estas “pruebas documentales” de que había canibalismo —declaraciones de testigos, y hasta una grabación de un zombie atacando a otro. Estúpidos. Eran zombies atacando quislings, pero no había forma de saberlo a simple vista. Los quislings no gritan. Sólo se quedan ahí, sin siquiera tratar de luchar, retorciéndose de esa forma robótica y lenta, devorados vivos por las mismas criaturas a las que quieren imitar.
MALIBÚ, CALIFORNIA
[No necesito mirar la fotografía para reconocer a Roy Elliot. Nos reunimos para tomar una café en la recién restaurada Fortaleza del Muelle de Malibú. Las personas a nuestro alrededor lo reconocen inmediatamente, pero, a diferencia de cómo sucedía antes de la guerra, mantienen una distancia respetuosa.]
El SDA, ese era mi enemigo: Síndrome de Defunción Asintomática, o Síndrome de Depresión Apocalíptica, dependiendo de con quién esté hablando. No importa cómo lo llamen, mató a más personas en esos primeros meses de espera, que el hambre, las enfermedades, la violencia y los muertos vivientes. Al principio nadie entendía lo que estaba pasando. Habíamos estabilizado la línea de las Rocosas, habíamos limpiado las zonas seguras, y aún así perdíamos a más de cien personas al día. No eran los suicidios, aunque de esos también había muchos. No, era algo diferente. Algunas de esas personas tenían sólo heridas leves, o enfermedades de fácil tratamiento; otras estaban en perfecto estado de salud. Simplemente se iban a dormir una noche y no despertaban al día siguiente. El problema era psicológico, su mente simplemente se daba por vencido, no queriendo ver el mañana porque sabían que sólo les traería más sufrimiento. Pérdida de fe, de la voluntad de vivir, es algo que pasa en todas las guerras. Ocurre también en tiempos de paz, sólo que no en la misma escala. Era una cuestión de desesperanza, o al menos la percepción de esa desesperanza. Yo entendía bien ese sentimiento. Había dirigido películas toda mi vida adulta. Me llamaban el niño genio, el tipo milagroso que nunca fallaba, a pesar de que había fracasado de vez en cuando.
Pero de pronto me había convertido en un don nadie, un F-6. El mundo se iba a ir al infierno, y todo mi talento no servía de nada para prevenirlo. Cuando escuché por primera vez del SDA, el gobierno estaba haciendo todo lo posible por mantenerlo en secreto —mi información provenía de un contacto en Cedars-Sinaí. Cuando lo escuché, algo se despertó en mi interior. Fue como la primera vez que hice un corto en Super 8 y se lo enseñé a mis padres. Me dí cuenta de que podía hacer algo. ¡Era un enemigo contra el que sí podía luchar!
Y el resto es historia.
[Se ríe.] Ojalá. Fui a hablar directo con los del gobierno, y me rechazaron.
¿En serio? Uno pensaría, dada su carrera…
¿Cuál carrera? Ellos querían soldados y granjeros, trabajos reales, ¿recuerda? Siempre me decían algo como “Hey, lo siento, no se puede, ¿pero me das tu autógrafo?” Claro, yo no soy de los que se rinden así de fácil. Cuando creo en mi propia habilidad para hacer algo, no existe la palabra “no.” Le expliqué al representante de DEstRe que no le costaría ni un centavo al Tío Sam. Usaría mi propio equipo, mi propia gente, lo único que necesitaba era tener un acceso de seguridad para hablar con los militares. “Déjeme mostrarle a la gente lo que estamos haciendo para detenerlos,” le dije. “Permítame darles algo en qué creer.” Una vez más, me rechazaron. Los militares tenían pendientes cosas más importantes que “posar para una cámara.”
¿Habló con alguien más importante?
¿Con quién? No había barcos para ir a Hawai, y Sinclair se mantenía de arriba para abajo por toda la Costa Oeste. Todas las personas con el poder para ayudarme eran imposibles de contactar, o estaban ocupadas en asuntos “más importantes.”
¿No podría haberse convertido en un periodista independiente, y conseguir un pase de prensa del gobierno?
Me habría tomado demasiado tiempo. Casi todos los medios masivos habían desaparecido, o eran ya de propiedad federal. Los canales que quedaban, tenían que retransmitir señales de seguridad pública, para asegurarse que cualquiera que los viera supiese qué hacer. Todavía estábamos en medio del caos. Apenas si teníamos carreteras, ni hablemos de los mecanismos burocráticos para conseguir un permiso de periodista. Me habría tomado meses. Meses, con cien personas muriendo cada día. No podía esperar. Tenía que hacer algo de inmediato. Agarré una cámara de DV, algunas baterías de repuesto, y un cargador de energía solar. Mi hijo mayor me acompañó como sonidista y “Asistente del Director.” Salimos a la carretera por una semana a buscar algunas historias, sólo nosotros dos y nuestras bicicletas. No tuvimos que ir muy lejos.
Justo afuera de Los Ángeles, en un pueblo llamado Claremont, hay cinco universidades —Pomona, Pitzer, Scripps, Harvey Mudd, y la Claremont Mckenna. Al comienzo del Gran Pánico, cuando todo el mundo salió literalmente corriendo hacia las colinas, trescientos estudiantes decidieron quedarse y pelear. Convirtieron el Academia Femenina de Scripps en algo parecido a una ciudad medieval amurallada. Reunieron las provisiones de las demás universidades; sus armas eran una mezcla de herramientas de jardinería y rifles de entrenamiento de los Oficiales Reservistas Universitarios. Plantaron jardines, excavaron pozos, fortificaron los muros que ya existían. Mientras las montañas ardían en el fondo, y los suburbios a su alrededor eran consumidos por la violencia, ¡esos trescientos muchachos se defendieron contra diez mil zombies! Diez mil, a lo largo de cuatro meses, hasta que el Imperio Interior pudo ser reclamado de nuevo.30 Tuvimos la suerte de llegar justo para ver el final de todo, para ver caer al último de los muertos, y luego a todos esos estudiantes y soldados reunidos bajo la enorme bandera hecha de retazos que colgaba del campanario de Pomona. ¡Qué historia! Noventa y seis horas de escenas en la lata. Me gustaría haber podido grabar más, pero el tiempo era crítico. Recuerde, perdíamos cien personas cada día.
Teníamos que dejarla lista lo más pronto posible. Regresé a mi casa con las grabaciones, las recorté y las monté con mi equipo casero de edición. Mi esposa hizo las narraciones. Sacamos catorce copias, todas en formatos diferentes, y las presentamos ese sábado por la noche en diferentes campamentos y refugios por todo LA. La llamé Victoria en Avalon: La Batalla de las Cinco Universidades.
Ese nombre, Avalon, lo saqué de un video que uno de los estudiantes estuvo filmando a lo largo de todos esos meses. En él se mostraba la noche del último ataque, el peor de todos, cuando una horda fresca se veía aparecer en el horizonte, hacia el oriente. Todos los muchachos se veían muy ocupados —afilando sus armas, reforzando las defensas, haciendo guardia junto a los muros y en las torres. Una canción flotó por todo el campus, a través de los altavoces que sonaban música todo el tiempo para mantener la moral arriba. Una estudiante de Scripps, con la voz como la de un ángel, estaba cantando el tema Avalon de Roxy Music. Su versión era tan hermosa, y hacía un contraste increíble con la tormenta que estaba a punto de caer sobre ellos. La usé como fondo de la escena de “preparándose para la batalla.” Aún siento un nudo en la garganta cada vez que la escucho.
¿Cómo respondió la audiencia?
¡Fue un fracaso! No sólo esa escena, sino toda la película; al menos eso fue lo que pensé. Me había esperado una reacción más inmediata. Gritos, aplausos. No quería admitirlo frente a nadie, ni siquiera frente a mí mismo, pero tenía esta fantasía egoísta de que la gente iba a acercarse a mí al terminar la cinta, con lágrimas en los ojos, a estrechar mi mano y agradecerme por mostrarles la luz al final del túnel. Ni siquiera me miraron. Me paré en la entrada de la sala como una especie de héroe conquistador, y todo el mundo pasó a mi lado en silencio, con la mirada fija en el suelo. Me fui a mi casa esa noche pensando, “bueno, fue una bonita idea, quizá la granja de papas del parque MacArthur necesite otro empleado.”
¿Y qué pasó?
Pasaron dos semanas. Conseguí un trabajo de verdad, ayudando a limpiar la carretera del Cañón Topanga. Pero un día, un hombre llegó cabalgando hasta mi casa. Literalmente, a caballo, como en una vieja película del oeste de Cecil B. De Mille. Era un psiquiatra de una organización médica en Santa Bárbara. Se habían enterado del éxito de mi película, y quería saber si tenía más copias.
¿Éxito?
Eso fue lo que dijo. ¡Resulta que, la noche después del estreno de Avalon, los casos de SDA bajaron el Los Ángeles en un cinco por ciento! Al principio pensaron que era una simple fluctuación estadística, ¡hasta que un estudio les reveló que el decremento era notable sólo en aquellas comunidades en las que se había exhibido la película!
¿Y nadie se lo había dicho?
Nadie. [Se ríe.] Ni los militares, ni las autoridades municipales, ni siquiera la gente que manejaba los refugios en donde se seguía exhibiendo sin mi conocimiento. Claro que eso no me importaba. Lo importante era que había funcionado. Había hecho la diferencia, y me dio un trabajo para todo el resto de la guerra. Reuní algunos voluntarios, a toda la gente de mi antiguo equipo que pude encontrar. También a ese muchacho que filmó el video del ataque en Claremont, Malcolm Van Ryzin, sí, ese mismo Malcolm,31 él se convirtió en mi DF.32 Ocupamos un estudio de doblaje abandonado al oeste de Hollywood y comenzamos a copiarlas por centenares. Metimos una copia en cada tren, cada caravana, cada ferry que iba para el norte. Nos tomó un tiempo recibir respuestas. Pero cuando comenzaron a llegar…
[Él sonríe, y eleva sus manos en una señal de agradecimiento.]
Diez por ciento menos a lo largo de toda la zona segura occidental. Yo ya estaba otra vez en el camino para ese entonces, rodando más historias. Anacapa ya estaba lista, y llevábamos filmada la mitad de Distrito de la Misión. Para el momento en que Dos Palmos llegó a las pantallas, y el SDA había bajado un veintitrés por ciento… sólo en ese momento el gobierno se interesó en lo que estábamos haciendo.
¿Le dieron más recursos?
[Se ríe.] No. Nunca les pedí una ayuda que seguramente no me iban a dar. Pero al fin tuve acceso a los militares, y eso me abrió todo un nuevo mundo.
¿Fue entonces cuando rodó El Fuego de los Dioses?
[Asiente.] El ejército tenía dos programas de armamento láser: Zeus y LAMAE. Zeus fue diseñado originalmente para limpieza de municiones, estallando minas terrestres y bombas sin explotar. Era pequeño y lo suficientemente liviano para ser montado en un Humvee modificado. El artillero enfoca el objetivo a través de una cámara alineada con la torreta. Mueve el puntero hasta la superficie designada, y luego dispara un rayo de pulso corto a través del mismo lente. ¿Son demasiados detalles técnicos?
No, para nada.
Lo siento. Me sentí extremadamente atraído por los detalles del proyecto. El rayo era una versión modificada y convertida en arma, de los láseres industriales, de esos que se usan para cortar acero en las fábricas. Podía perforar la cubierta exterior de una bomba, o calentarla hasta el punto en que detonaba el explosivo interior. Ese mismo principio funcionaba con los zombies. En nivel alto, era capaz de perforar un agujero entrando por la frente. En niveles más bajos, literalmente hacía hervir el cerebro hasta que se les salía por las orejas, la nariz, y los ojos. Las escenas que rodamos eran asombrosas, pero Zeus era una pistola de juguete al lado de LAMAE.
El acrónimo quiere decir Láser Móvil de Alta Energía, y fue diseñado en conjunto por los Estados Unidos e Israel para derribar pequeños proyectiles en el aire. Cuando Israel declaró su cuarentena voluntaria, y todos esos terroristas comenzaron a lanzar morteros y misiles sobre la muralla de seguridad, LAMAE fue el que los derribó a casi todos. Era más o menos de la misa forma y tamaño que un faro de búsqueda de la Segunda Guerra Mundial, y su núcleo era un láser de deuterio-flúor, mucho más poderoso que el láser cristalino de Zeus. Sus efectos eran devastadores. Arrancaba la carne de los huesos, y éstos se ponían al rojo blanco antes de desintegrarse. Cuando se corría el video a velocidad normal, era magnífico, pero en cámara lenta… era el fuego de los Dioses.
¿Es cierto que el número de casos de SDA se redujo a la mitad, tan sólo un mes después del estreno de la película?
Creo que eso es un poco exagerado, pero la gente hacía fila para ir a verla después de salir del trabajo. Algunos la repetían todas las noches. El afiche promocional mostraba un acercamiento de un zombie siendo pulverizado. La imagen fue copiada de uno de los cuadros de la cinta, de la escena en la que la niebla de la mañana permite ver el rayo el láser a simple vista. El subtítulo bajo la imagen decía sólo “Que pase el siguiente.” Esa sola película salvó todo el proyecto.
Su proyecto.
No, Zeus y LAMAE.
¿Estaban en peligro?
Cuando terminamos la película, faltaba un mes para que cancelaran el LAMAE. A Zeus ya lo habían archivado. Tuvimos que rogar, tomar prestado, y robar, literalmente, para que lo activaran sólo para las cámaras. DEstRe había decidido que ambos proyectos eran desperdicios exagerados de valiosos recursos.
¿Y lo eran?
Claro, sin duda. La “M” de “Móvil” en el proyecto LAMAE se refería en realidad a toda una caravana de vehículos especializados, todos ellos muy delicados, ninguno de ellos era todo terreno, y cada uno dependía del buen funcionamiento de los demás. LAMAE consumía también enormes cantidades de energía, y montones de químicos inestables y muy tóxicos para el proceso de generación del rayo láser.
Zeus era un poco más económico. Requería menos refrigeración, su mantenimiento era más sencillo, y como estaba montado en un Humvee, podía ir a cualquier lugar que fuese necesario. El problema era, ¿en dónde iba a ser necesario? Incluso con su máxima potencia, el artillero tenía que mantener el rayo en un solo lugar por algunos segundos, y recuerde que eran objetivos móviles. Un buen francotirador podía hacer ese mismo trabajo, en la mitad del tiempo y matando el doble de zombies. Eso anulaba la posibilidad de un ataque rápido, que era exactamente lo que se necesitaba cuando se enfrentaban las hordas. De hecho, ambas unidades tenían asignado un escuadrón permanente de escoltas francotiradores, gente que tenía que proteger una máquina diseñada para proteger gente.
¿Entonces eran así de ineficientes?
No, si tenemos en cuenta su objetivo original. LAMAE defendió a Israel de los bombardeos terroristas, y Zeus fue puesto en servicio activo nuevamente para hacer estallar minas terrestres durante el avance de nuestras tropas. Para el propósito con el que habían sido construidas, eran armas sobresalientes. Como matazombies, eran un fracaso.
¿Entonces por qué las filmó?
Porque los norteamericanos adoran la tecnología. Es una característica innegable en nuestro espíritu nacional. Aunque sean conscientes o no de ello, un siquiera el ludista más fanático puede negar el poder tecnológico de nuestro país. Dividimos el átomo, llegamos a la luna, llenamos las casas y oficinas con aparatos que ni siquiera los primeros escritores de ciencia ficción alcanzaron a imaginar. No sé si es algo bueno, y no estoy en posición de juzgarlo. Pero sí sé que al igual que todos esos ex-ateos encerrados en las iglesias, la mayoría de los norteamericanos seguían rezándole al Dios de la ciencia para que los salvara.
Pero no lo hizo.
Eso no importa. La película tuvo tanto éxito, que me llamaron para hacer toda una serie. La llamé “Las Armas Maravillosas,” siete películas sobre la tecnología de punta de nuestros soldados. Ninguno de esos aparatos representó ninguna ventaja en la práctica, pero todos sirvieron para ganar en la guerra psicológica.
¿Pero eso no es…?
¿Una mentira? Está bien. Puede decirlo. Sí, eran mentiras, pero eso no es necesariamente algo malo. Las mentiras no son ni buenas ni malas. Al igual que el fuego, pueden mantenernos tibios y seguros, o quemarnos hasta morir, dependiendo de cómo se usen. Las mentiras de nuestro gobierno antes de la guerra, las que se suponía debían mantenernos felices e ignorantes, esas nos quemaron, porque no nos dejaron hacer lo que debía hacerse. Sin embargo, para cuando filmé Avalon, todo el mundo estaba haciendo todo lo humanamente posible por sobrevivir. Las mentiras del pasado se habían desvanecido, y la verdad estaba por todos lados, cojeando en las calles, entrando por las puertas, lanzándose a sus cuellos. La verdad era que, sin importar lo que hiciéramos, la mayoría de nosotros, quizá todos, no alcanzaríamos a vivir para ver el futuro. La verdad era que quizá enfrentábamos el final de nuestra especie, y esa fría verdad estaba congelando hasta morir a más de cien personas cada noche. Necesitaban algo para mantenerse tibios. Por eso les mentí, al igual que el presidente, que cada médico, sacerdote, cada líder de tropa y cada padre de familia cuando decían “vamos a estar bien.” Ese era nuestro mensaje. Ese era el mensaje de todos los directores de cine que surgimos durante la guerra. ¿Alguna vez escuchó hablar de La Ciudad de los Héroes?
Por supuesto.
¿Buena película, no? Marty la filmó durante un ataque que duró meses. Él sólo, aprovechando cualquier equipo que llegara a sus manos. Una obra maestra: la valentía, la determinación, toda esa fuerza, dignidad, compasión y honor. De verdad hace que uno crea en la raza humana. Es mucho mejor que cualquiera de mis películas. Debería verla.
Ya la he visto.
¿Cuál versión?
¿Disculpe?
¿Cuál fue la versión que vió?
No sabía que…
¿Que hay dos versiones? Tiene que hacer mejor la tarea, joven. Marty editó una versión de La Ciudad de los Héroes para la guerra, y otra después de la guerra. La versión que usted vió, ¿duraba noventa minutos?
Creo que sí.
¿Pero mostraba el lado oscuro de los héroes de La Ciudad de los Héroes? ¿Mostraba la violencia y las traiciones, la crueldad, la depravación, y la profunda maldad en el corazón de algunos de esos “héroes”? No, claro que no. ¿Para qué? Esa era nuestra realidad cotidiana, y fue lo que hizo que mucha gente se metiera en la cama, apagara las velas, y exhalaran su último aliento. Marty quiso, en lugar de eso, mostrarnos el otro lado de la moneda, el que los ayudaba a levantarse de la cama al día siguiente, el que los hacía arañar y gritar y seguir luchando por sus vidas, porque alguien les decía que las cosas iban a salir bien. Existe un nombre para esa clase de mentiras: Esperanza.
BASE AÉREA DE LA GUARDIA NACIONAL, PARNELL, TENNESSEE
[Gavin Blaire me lleva hasta la oficina de la comandante de su escuadrón, la coronel Christina Eliópolis. Ella es una leyenda tanto por su temperamento como por sus hazañas de guerra, y resulta difícil creer que toda esa fuerza pueda encerrarse en su pequeña y casi infantil figura. Su largo cabello negro y sus delicados rasgos sólo sirven para reforzar esa imagen de una eterna juventud. Sin embargo, cuando se quita sus anteojos oscuros, puedo ver una especia de fuego en su mirada.]
Yo piloteaba un Raptor, un FA-22. Era, sin lugar a dudas, la mejor nave de combate jamás construida. Podía sobrepasar y derribar a Dios y a todos sus ángeles. Era un monumento a la tecnología y la superioridad norteamericana… y en esta guerra, esa superioridad no valía una mierda.
Eso debió ser muy frustrante.
¿Frustrante? ¿Sabe lo que se siente que alguien le diga que en único objetivo por el que ha luchado toda su vida, por el que ha sufrido y se ha sacrificado, y se ha esforzado hasta límites que ni siquiera conocía, de pronto es considerado “estratégicamente inválido”?
¿Usted cree que mucha gente se sentía igual?
Déjeme ponérselo de esta manera; el Ejército Ruso no fue la única fuerza diezmada por su propio gobierno. El Acta de Reconstitución de las Fuerzas Armadas básicamente neutralizó la fuerza aérea. Algunos “expertos” de DEstRe determinaron que nuestro índice de muertes por unidad de recursos, nuestro MUR, era el más bajo de todo el ejército.
¿Podría darme algún ejemplo?
¿Conoce las JSOW, las bombas inteligentes? Eran unas bombas autopropulsadas, guiadas por GPS y giróscopos, que podían ser lanzadas a más de sesenta kilómetros de distancia del objetivo final. La versión estándar llevaba dentro ciento cuarenta municiones BLU-97B, y cada una de esas contenía una carga penetrante contra objetivos blindados, una cubierta de fragmentación contra infantería, y un anillo de zircón para incendiar toda la zona de impacto. Se las había considerado todo un éxito, hasta Yonkers.33 Pero luego nos dijeron que por el precio de una sola JSOW —los materiales, los obreros, el tiempo, y la energía, sin mencionar el combustible y el mantenimiento para el bombardero— se podía pagar todo un pelotón de soldados de infantería, los cuales podían despacharse mil veces más Gs que la bomba. No eran suficientes bajas por dólar, y lo mismo pasaba con casi todas las anteriores estrellas de nuestro poderío militar. Nos destrozaron como un láser industrial. Los B-2 Spirits, fuera; los B-1 Lancers, fuera; Hasta los viejos BUFF, los B-52, fuera. Súmele a eso los Eagles, los Falcons, los Tomcats, Hornets, los JSF y los Raptors, y tendrá más aviones de combate derribados por una firma en un papel, que por todos los misiles, baterías antiaéreas y cazas enemigos de la historia.34 Al menos esos aviones no fueron desmantelados como chatarra, gracias a Dios, sino guardados en hangares y en ese enrome cementerio de aeronaves del AMARC.35 Era una “inversión a largo plazo,” según decían. Eso era lo único que seguía igual que siempre; mientras peleamos en una guerra, nos estamos preparando para la siguiente. El transporte aéreo de carga, al menos la infraestructura, sí permaneció casi intacto.
¿Casi?
Los Globemasters tenían que desaparecer, y cualquier otra cosa propulsada por esas turbinas de jet “voraces de combustible.” Sólo pudimos conservar los aviones de motor de combustión interna. Pasé de volar una nave que prácticamente era un caza X-Wing, a pilotear un camión de mudanzas con alas.
¿Entonces cuál era la misión principal de la fuerza aérea?
Nuestro objetivo principal era el suministro aéreo de provisiones, era lo único que todavía valía para algo.
[Christina señala hacia el amarillento mapa pegado a la pared.]
El comandante de la base permitió que me quedara con él, después de lo que me pasó.
[Es un mapa continental de los Estados Unidos, de la época de la guerra. Todo el territorio al occidente de las Montañas Rocosas está sombrado de gris claro. Entre todo el gris, hay una variedad de círculos de distintos colores.]
Son islas en el Mar de Zack. Las Zonas Verdes señalan instalaciones militares activas. Algunas habían sido convertidas en centros de refugiados. Algunas seguían aportando a las actividades de guerra. Otras estaban bien defendidas, pero no tenían ninguna importancia táctica.
Las Zonas Rojas eran llamadas puntos de “Ofensiva Viable”: fábricas, minas, plantas de energía. El ejército había dejado algunos equipos de guardia durante la gran retirada. Su trabajo era vigilar y mantener esas instalaciones en buen estado, para el momento en que, si era posible, pudiesen sumarse a las acciones de guerra. Las Zonas Azules eran poblaciones civiles en las que los habitantes habían logrado resistir, habían acondicionado algún lugar seguro, y se las habían ingeniado para sobrevivir de alguna manera. Todas esas zonas necesitaban abastecimiento, y ese era el trabajo de. “Transporte Aéreo Continental.”
Era una operación enorme, no sólo por la cantidad de aviones y combustible, sino por toda la organización necesaria. Mantener el contacto con todas esas islas, procesar sus pedidos, coordinarlos con el DEstRe, y luego conseguir y priorizar todos los materiales para cada orden, todo eso hizo de este proyecto, el mayor esfuerzo conjunto en la historia de la fuerza aérea.
Nosotros tratábamos de evitar las cargas de productos perecederos, cosas como comida y medicinas, que tenían que despacharse constantemente. Esas estaban clasificadas como CDs, cargas de dependencia, y eran menos importantes que las CAs, las cargas de autosuficiencia, como herramientas, repuestos, y herramientas para fabricar repuestos. “Ellos no necesitan pescado,” decía Sinclair, “necesitan cañas de pescar.” Sin embargo, cada otoño terminábamos transportando montones de pescado, granos, sal, vegetales deshidratados y leche en polvo para bebés… Los inviernos eran lo peor. ¿Recuerda lo largos que se volvieron? Enseñar a la gente a que se las arregle por su cuenta, es excelente en teoría, pero hay que mantenerlos vivos en primer lugar.
Algunas veces teníamos que llevar gente, especialistas, como médicos e ingenieros, gente con el tipo de conocimiento que no se adquiere en un manual de instrucciones. Llevamos un montón de instructores de las Fuerzas Especiales hasta las Zonas Azules, no sólo para enseñarles cómo defenderse mejor, sino también para prepararlos para el momento en que comenzara la ofensiva. Siento un profundo respeto por esa gente. Casi todos ellos sabían que tendrían que quedarse hasta el final; la mayoría de las Zonas Azules no tenían pistas de aterrizaje, así que se lanzaban en paracaídas y no había manera de volver a recogerlos. No todas las Zonas Azules resistieron hasta el final. Muchas fueron arrasadas eventualmente. La gente que dejamos allí sabía el riesgo que corrían. Un gran corazón, todos ellos.
Eso también puede decirse de los pilotos.
Hey, no estoy diciendo que no corriéramos riesgos. Todos los días teníamos que sobrevolar cientos, o a veces miles de kilómetros de territorio infestado. Por eso teníamos las Zonas Púrpura. [Se refiere al último color del mapa. Las zonas púrpura son pocas, y están muy alejadas unas de otras.] Esas eran nuestras instalaciones de reparación y abastecimiento. Muchos de los aviones no tenían el alcance para llegar hasta las zonas remotas de la Costa Este sin reabastecer de combustible a mitad del vuelo. Así redujimos el número de naves y de tripulación perdidas en la ruta. Las Zonas Púrpura subieron nuestro índice de éxito hasta un noventa y dos por ciento. Desafortunadamente, yo fui parte del ocho por ciento restante.
Nunca voy a saber qué fue exactamente lo que nos derribó: si fue una falla mecánica, o fatiga del metal combinada con el clima. Pudo haber sido por el contenido de nuestra carga, mal etiquetado o mal empacado. Eso pasaba más a menudo de lo que nos gustaba creer. Algunas veces, si algún material peligroso no estaba bien empacado, o, que Dios no lo permita, si algún inspector de calidad con mierda en vez de cerebro permitía que su gente ensamblara los detonadores antes de empacarlos para el viaje… eso le pasó a un amigo mío, un vuelo de rutina de Palmdale a Vandenberg, una zona que ni siquiera estaba infestada. Doscientos detonadores tipo 38, todos armados y con las baterías conectadas por accidente, y todos listos para activarse en la misma frecuencia que usábamos para las comunicaciones de radio.
[Hace tronar sus dedos.]
Esos podríamos haber sido nosotros. Estábamos haciendo un envío de Phoenix hacia la Zona Azul afuera de Tallahassee, Florida. Estábamos a finales de Octubre, y en ese entonces ya estábamos casi a pleno invierno. La gente de Honolulu estaba tratando de despachar la mayor cantidad posible de órdenes, antes que el invierno nos congelara hasta Marzo. Era nuestra novena entrega de esa semana. Todos estábamos tomando “twiks,” esos estimulantes azules que te mantienen despierto sin afectar tu juicio ni reflejos. Supongo que funcionaban bien, pero me hacían orinar cada veinte minutos. Los de mi tripulación, todos hombres, me molestaban mucho, ya sabe, diciendo que las mujeres teníamos que “ir” a toda hora. Yo sé que no lo hacían con mala intención, pero de todas formas trataba de aguantar lo más que podía.
Después de dos horas de lidiar con una horrible turbulencia, al fin no pude aguantarlo más y le pasé el timón a mi copiloto. Acababa de subirme los pantalones cuando escuché un enorme crujido, como si Dios mismo nos hubiese pateado en la cola… y de pronto íbamos en picada. En la cabina de nuestro C-130 ni siquiera teníamos baño, sólo una letrina portátil con una cortina de ducha instalada a su alrededor. Eso me salvó la vida. Si hubiese estado atrapada dentro de un compartimiento sólido, con un golpe en la cabeza y quizá incapaz de abrir la puerta a tiempo… De pronto hubo un aullido, un impresionante golpe de aire presurizado, y salí disparada por la parte de atrás del avión, por el agujero en donde antes estaba la cola.
Estaba dando vueltas, fuera de control. Apenas si podía ver mi nave, una masa gris encogiéndose y echando humo mientras caía. Me enderecé y abrí mi paracaídas. Todavía estaba mareada, me daba vueltas la cabeza, y luchaba por respirar. Tomé mi radio y comencé a gritar para que mi tripulación se reportara. No hubo respuesta. Sólo alcanzaba a ver un paracaídas más, la única persona además de mí que logró salir.
Ese fue el peor momento, allí arriba, colgada y sin poder nacer nada. Podía ver el otro paracaídas, sobre mí, a unos tres kilómetros y medio hacia el norte. Seguí buscando a los otros. Intenté nuevamente con mi radio, pero no pude captar ninguna señal. Supuse que se habría averiado durante mi “salida.” Traté de ubicarme, estaba en algún lugar sobre el sur de Louisiana, un enorme pantano que no parecía tener final. No estaba del todo segura, mi cerebro seguía funcionando raro. Al menos estaba lo suficientemente lúcida como para comprobar lo esencial. Podía mover bien las piernas y los brazos, y no sentía dolor ni tenía hemorragias visibles. Revisé y me aseguré de que mi equipo de supervivencia siguiera intacto, bien amarrado a mi pierna, y que mi arma, mi Meg,36 seguía apretada contra mis costillas.
¿En la fuerza aérea la habían preparado para una situación como esa?
Todos teníamos que aprobar el curso de Escape y Evasión de Willow Creek, en las montañas Klamath de California. En el curso usaban algunos Gs de verdad, marcados y rastreados, liberados en lugares específicos para darnos una idea de “cómo es la cosa en realidad.” Es muy parecido a lo que te enseñan en el manual para civiles: el movimiento, el sigilo, cómo eliminar a Zack antes de que pueda revelar tu posición. Todos lo “logramos,” es decir que sobrevivimos, aunque un par de pilotos tuvieron que ser dados de baja por Sección 8. Supongo que no pudieron aguantar lo que se sentía allá afuera. Eso a mí no me molestaba, estar sola en territorio enemigo. Para mí era normal.
¿Siempre?
Si cree que no sé lo que es estar sola en un ambiente hostil, trate de vivir lo que yo viví durante cuatro años en Colorado Springs.
Pero allí había otras mujeres…
Eran otros cadetes, otros competidores que simplemente tenían los mismos órganos genitales que yo. Créame, cuando uno vive bajo presión, las hermanas no cuentan para nada. No, era yo sola. No podía contar con nadie más para controlarme, no podía confiar en nadie, y nadie iba a consolarme si estaba mal. Sólo podía contar conmigo. Eso fue lo único que me ayudó a pasar esos cuatro años en el infierno de la Academia, y era lo único con lo que podía contar cuando aterricé en aquel pantano, en medio de la Tierra de G.
Me desprendí del paracaídas —nos enseñan a no perder el tiempo ocultándolos— y me dirigí hacia donde ví caer el otro. Me tomó un par de horas, chapoteando entre esa baba verde y fría que adormecía todo bajo mis rodillas. No estaba pensando con claridad, mi cabeza seguía dando vueltas. Eso no es una buena excusa, ya sé, pero es la razón por la que no me dí cuenta de que las aves habían salido volando en la dirección contraria. Lo que sí escuché fue el grito, débil y muy lejos. Pude ver el paracaídas enganchado en un árbol. Comencé a correr, otro error, haciendo un montón de ruido sin detenerme antes a buscar a Zack. No veía nada, sólo un montón de ramas grises y desnudas, hasta que de pronto los tuve frente a mí. De no ser por Rollins, mi copiloto, no estaría aquí contando la historia.
Lo encontré todavía colgando de su arnés, muerto, balanceándose. Su uniforme de vuelo había sido abierto por el abdomen37 y sus entrañas se desparramaban colgando de su cuerpo… y caían sobre cinco de ellos, mientras se alimentaban en un charco de agua ocre-rojizo. Uno de ellos tenía un extremo del intestino delgado enganchado alrededor del cuello. Cada vez que se movía, sacudía a Rollins como una maldita campana. Por eso no me notaron. Estaba lo suficientemente cerca para tocarlos, y no se dieron cuenta.
Al menos tuve la sensatez de usar el silenciador. Claro que no tenía que desperdiciar todo un proveedor en ellos, otro maldito error. Estaba tan enojada que estuve a punto de quedarme pateando sus cadáveres. Tenía tanta vergüenza, me odiaba por todo eso…
¿Se odiaba?
¡Había metido la pata! Mi nave, mi tripulación…
Pero fue un accidente. No fue su culpa.
¿Y usted qué sabe? Usted no estaba allí. Mierda, yo tampoco estaba. No sé qué fue lo que pasó. No hice bien mi trabajo. ¡Yo estaba en cuclillas sobre una cubeta, como una maldita niña!
Estaba perdiendo la cabeza. Jodida imbécil, me repetía, maltita perdedora. Comencé a perder el control, no sólo me odiaba por lo que había pasado, sino que me odiaba por odiarme. ¿Eso tiene algún sentido? Seguramente me habría quedado allí parada, temblando e indefensa, esperando a que llegara Zack.
Pero mi radio comenzó a hacer ruido. “¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien salió vivo de ese desastre?” Era la voz de una mujer, obviamente una civil por las palabras y el tono con que hablaba.
Le respondí inmediatamente, me identifiqué, y le pedí que hiciera lo mismo. Me dijo que era una observadora, y que su apodo era “Mets Fan,” o simplemente “Mets” para abreviar. El Sistema de Observadores era una red improvisada de operadores de radio aficionados. Su tarea era reportar los accidentes aéreos, y hacer lo que fuese posible para ayudar al rescate de los sobrevivientes. El sistema no era muy eficiente, principalmente porque eran muy pocos, pero al parecer aquel era mi día de suerte. Me dijo que había visto el rastro de humo cuando mi Herc había caído, y que debía estar a menos de un día de camino de mi posición, pero que su cabaña estaba rodeada. Antes de que yo pudiese responderle, me dijo que no me preocupara, que ya había reportado mi posición a un grupo de búsqueda y rescate, y que lo mejor que podía hacer era buscar un lugar abierto en el que pudieran aterrizar y recogerme.
Busqué mi GPS, pero se había desprendido de mi traje cuando fui expulsada fuera de la nave. Llevaba conmigo un mapa de respaldo, pero era tan grande, tan poco específico, y la turbulencia nos había llevado tan lejos, que en aquel momento me servía tanto como un mapa general de los Estados Unidos.… mi mente seguía nublada por la furia y la duda. Le dije que no sabía mi posición, no sabía a dónde ir…
Ella se rió. “¿Quieres decir que es la primera vez que haces este recorrido? ¿No lo tienes memorizado? ¿No viste dónde estabas cuando ibas bajando en el paracaídas?” Confiaba tanto en mí, tratando de hacerme pensar en lugar de darme las respuestas. Me di cuenta de que sí conocía bien la zona, que había volado sobre esa área al menos veinte veces en los últimos tres meses, y que debía estar en algún punto de la cuenca del río Atchafalaya. “Piensa,” me dijo ella, “¿qué viste desde el paracaídas? ¿Algún río, alguna carretera?” Al principio, lo único que pude recordar fueron los árboles, una enorme extensión de gris sin ningún detalle concreto, pero luego, a medida que mi cerebro se aclaraba, recordé que había visto ríos y una carretera. Revisé el mapa y noté que justo hacia el norte, quedaba la autopista interestatal I-10. Mets me dijo que aquel era el mejor lugar para que me recogiera el equipo de rescate. Me dijo que no me tomaría más de un día o dos si me comenzaba a mover de inmediato y no desperdiciaba la luz del día.
Estaba a punto de marcharme, pero ella me detuvo y me preguntó si no estaba olvidándome de algo. Recuerdo claramente ese momento. Volví mirar a Rollins. En ese preciso instante estaba volviendo a abrir los ojos. Pensé que debía decirle algo, pedirle disculpas quizá, y luego le metí una bala justo en la frente.
Mets me dijo que no debía culparme, y que sin importar lo que pasara, eso no debía distraerme del trabajo que tenía pendiente. Me dijo, “Sigue viva, sigue viva y haz tu trabajo.” Y luego añadió, “…y deja de desperdiciar tus minutos.”
Se refería a las baterías del radio —no se le escapaba nada— así que me despedí y comencé a caminar hacia el norte a través del pantano. Mi cerebro estaba por fin a toda marcha, y todas las lecciones de Willow Creek comenzaron a salir. Caminaba, me detenía, y luego escuchaba. Caminé por terreno seco cuando fue posible, y tenía mucho cuidado de dónde pisaba. Tuve que nadar un par de veces, y eso sí me puso nerviosa. Le juro que en dos ocasiones sentí que una mano me rozaba la pierna. Encontré un camino, pequeño, de apenas dos carriles y en muy mal estado. Sin embargo, parecía una opción mucho mejor que caminar por todo ese pantano. Le reporté a Mets lo que había encontrado, y le pregunté si me llevaría hasta la autopista. Me dijo que me alejara de él y de cualquier otro camino que cruzara aquel valle. “Los caminos tienen autos,” me dijo, “y donde hay autos hay Gs.” Se refería a los humanos infectados que habían muerto tras el volante, y como los zombies no tienen la inteligencia suficiente para abrir una puerta o soltarse el cinturón de seguridad, estaban condenados a pasar el resto de su existencia atrapados dentro de sus autos.
Le pregunté cuál era el peligro entonces. Porque no podían salir, y mientras yo no les diera la oportunidad de sacar una mano y agarrarme, no importaba cuántos autos “abandonados” me encontrara en el camino. Mets me recordó que un G atrapado sí podía gemir, y podía llamar a otros. Ahora sí estaba confundida. Si iba a pasar tanto tiempo evitando unos caminos con sólo uno o dos autos llenos de Zack, ¿por qué me dirigía hacia una autopista que seguramente estaba llena de autos?
Ella respondió, “Porque estarás sobre el pantano. ¿Cómo van a alcanzarte los zombies?” Aquella sección de la I-10 había sido construida a varios metros sobre la superficie del pantano, y por lo tanto era el lugar más seguro de toda la cuenca. Le confesé que no había pensado en eso. Ella se rió y me dijo, “No te preocupes, cariño. Yo sí. Sigue en contacto, y te llevaré a casa.”
Y eso hice. Me alejé de cualquier cosa que se pareciera remotamente a una carretera, y me limité a cruzar por el territorio salvaje tanto como pude. Digo “salvaje” pero en realidad no pude evitar cruzarme con varios signos de civilización, o lo que antes había sido civilización. Había zapatos, ropa, bolsas de basura, maletas abandonadas y equipo de acampar. Ví montones de huesos en los islotes de barro seco. No pude reconocer si eran humanos o animales. Una vez me encontré unas enormes costillas; supongo que de un cocodrilo, uno grande. No quiero ni imaginarme cuántos Gs se necesitaron para matar al pobre infeliz.
El primer G que me encontré era pequeño, seguramente un niño, pero no puedo asegurarlo. Ya no tenía cara, la piel, la nariz, los ojos, los labios, hasta el pelo y las orejas… no habían desaparecido del todo, pero estaban colgando en pedazos, pegados en parches sobre el cráneo expuesto. Quizá el daño era mayor, no sé. Estaba metido en uno de esos morrales civiles de campamento, bien amarrado y con el lazo del cierre apretado alrededor del cuello. Las agarraderas del morral se habían engarzado en la raíces de un árbol y estaba chapoteando, medio sumergido. El cerebro debía seguir intacto, así como algunos de los músculos de la mandíbula. Su boca comenzó a abrirse y cerrarse cuando me acerqué. No sé cómo se dio cuenta de que yo estaba allí, quizá parte de la cavidad nasal seguía entera, o quizá el canal auditivo.
No podía ni siquiera gemir, su garganta estaba deshecha, pero el chapoteo podía llamar la atención, así que lo saqué de su miseria, si es que acaso sufren. Traté de no pensar mucho en el asunto. Esa fue otra de las cosas que nos enseñaron en Willow Creek: a no escribir sus epitafios, a no tratar de imaginarnos quiénes eran antes, cómo llegaron allí, o cómo se habían contagiado. Ya sé, ¿quién no lo hace, verdad? ¿Quién es capaz de mirar una de esas cosas sin preguntárselo? Es como leer la última página de un libro… la imaginación comienza a funcionar por sí sola. Pero ahí es cuando uno se distrae, se descuida, baja la guardia, y entonces le toca a alguien más preguntarse qué pasó con uno. Traté de sacarla, de sacarlo de mi mente. En lugar de eso, comencé a preguntarme por qué era el único que había visto.
Era una cuestión práctica de supervivencia, no una pérdida de tiempo, así que encendí la radio y le pregunté a Mets si había algo que se me había escapado, quizá un área en particular con la que debía tener cuidado. Me recordó que aquella zona estaba casi despoblada, sobre todo porque las Zonas Azules de Baton Rouge y Lafayette atraían a casi todos los Gs en direcciones opuestas. Fue un amargo alivio el saber que estaba en medio de las dos zonas más infestadas en kilómetros a la redonda. Ella se rió de nuevo…“No te preocupes, vas a estar bien.”
Ví algo un poco más adelante, un bulto que parecía un espeso matorral, pero demasiado cuadrado, y con partes brillantes. Se lo reporté a Mets. Ella me pidió que no me acercara, que siguiera avanzando y pensara sólo en la recompensa final. Me sentía mucho mejor para ese momento, la antigua “yo” estaba regresando.
Al acercarme, pude ver que era un vehículo, Una camioneta Lexus Hybrid. Estaba cubierta de barro y musgo, y metida en el agua hasta las puertas. A través de las ventanas ví que la parte trasera estaba abarrotada de equipo de supervivencia: una tienda, bolsas de dormir, utensilios de cocina, un rifle de caza con cajas y cajas de municiones, todo nuevo, algunas de esas cosas seguían metidas en su bolsa de plástico. Me acerqué a la ventana de conductor, y lo primero que ví fue una Mágnum .357. Descansaba todavía en la mano hinchada y marrón del conductor. Él seguía sentado, como mirando hacia el frente. Había un círculo de luz en un lado de su cráneo. Estaba muy descompuesto, llevaba por lo menos un año, quizá más. Tenía un pantalón caqui de expedicionario, de los que salen en esos catálogos de lujo para safaris y campamento. Estaban limpios y enteros, y las únicas manchas que tenían eran de la herida en su cabeza. No pude ver ninguna otra herida, ni mordiscos, nada. Ese me hizo sentir mal, mucho más que el pequeño niño sin rostro. Ese tipo había tenido todo lo necesario para sobrevivir, todo menos la voluntad de hacerlo. Ya sé que todo eso es suposición mía. Quizá tenía alguna herida que no ví, oculta entre las ropas o por la avanzada descomposición. Pero lo sabía, en aquel momento, apoyada con mi cara contra el cristal, supe lo fácil que era darse por vencido.
Me quedé allí un momento, suficiente para que Mets se preocupara y me preguntara qué había pasado. Le conté lo que había visto, y sin hacer pausas, ella me gritó que siguiera caminando.
Comencé a discutir con ella. Pensé que al menos debería registrar el vehículo, ver si había algo que pudiese necesitar. Ella me preguntó, muy seria, si en aquel momento había algo que necesitara de verdad, no que deseara. Lo pensé un momento, y tuve que admitir que no. Allí había mucho equipo, pero era de diseño civil, todo grande y estorboso; la comida tenía que ser cocinada, las armas no tenían silenciador. Mi equipo de supervivencia estaba completo, y, si por alguna razón no encontraba un helicóptero esperándome en la I-10, tendría aquel vehículo como reserva de emergencia.
Por un momento consideré la idea de usar la camioneta. Mets me preguntó si acaso tenía una grúa y cables para pasar energía. Casi como una niña, le respondí que no. Ella me preguntó, “¿Entonces qué estás haciendo ahí?” o algo por el estilo, intentando que me pusiera en marcha. Le dije que me diera un minuto. Apoyé mi cabeza contra la ventana del auto, suspiré, y me sentí agotada. Mets volvió a llamar mi atención, gritándome. Le respondí que se quedara callada, que sólo necesitaba un minuto, unos segundos para… no sabía para qué.
Seguramente dejé el botón de transmisión presionado por algunos segundos de más, porque Mets me preguntó de pronto, “¿Qué fue eso?” “¿Qué?” le pregunté. Había escuchado algo, algo en mi lado de la línea.
¿Ella lo escuchó primero que usted?
Supongo, porque un segundo después, cuando mi cabeza se aclaró y volví a prestar atención, yo también pude escucharlo. El gemido… fuerte y muy cerca, seguido por un sonido de chapoteo.
Observé a mi alrededor, a través de la ventana del auto, del agujero en la cabeza del tipo, y de la ventana al otro lado. Entonces ví al primero. Me dí la vuelta y ví a cinco más, acercándose desde todas las direcciones. Y detrás de ellos venían otros diez, quince. Traté de dispararle al primero, pero la bala salió hacia otro lado.
Mets comenzó a gritar, ordenándome que reportara mi situación. Le dije cuántos eran y ella me dijo que mantuviera la calma, que no tratara de correr, que debía tranquilizarme y recordar lo que había aprendido en Willow Creek. Le pregunté cómo sabía eso, pero ella me gritó que debía callarme y empezar a pelear.
Me subí sobre la camioneta —se supone que uno debe buscar el obstáculo más cercano que sirva como defensa— y comencé a calcular las distancias. Apunté a mi primer objetivo, respiré profundo, y lo derribé. Para ser un buen luchador, hay que tomar decisiones tan rápidas como te lo permitan los impulsos electroquímicos de tu cerebro. Había perdido parte de esos reflejos instantáneos cuando caí en el pantano, pero pronto los recuperé. Estaba tranquila, concentrada, y ya no sentía ni debilidad ni dudas. Sentí como si hubiera pasado diez horas allí arriba, pero creo que todo el asunto no duró más de diez minutos. Sesenta y uno en total, un grueso anillo de cadáveres flotando a mi alrededor. Hice una pausa, revisé cuántas balas me quedaban y esperé a que llegaran más. No apareció ninguno.
Pasaron otros veinte minutos antes de que Mets me pidiera otro reporte. Le dije cuántos había matado, y ella bromeó diciéndome que era mejor no hacerme enojar. Me reí, por primera vez desde que aterricé en aquel pantano. Me sentí mejor, más fuerte y más confiada. Mets me advirtió que aquella demora había eliminado cualquier posibilidad de llegar hasta la I-10 antes del anochecer, y que lo mejor era empezar a pensar en donde iba a pasar la noche.
Me alejé lo más que pude de la camioneta, y cuando comenzaba a oscurecer, encontré un asidero bastante bueno, entre las ramas de un enorme árbol. Entre mi equipo de supervivencia, llevaba una hamaca de microfibras; un gran invento, liviana y fuerte, y con correas para evitar que uno cayera de ella. Se suponía que eso también debía servir para tranquilizarte, ayudándote a dormir mejor… ¡Sí, claro! No importó el hecho de que llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir, ni que practiqué todos los ejercicios de respiración que nos enseñaron en el Creek, ni que me tomé dos de mis Baby-Ls.38 Se supone que sólo hay que tomar una, pero pensé que esa dosis era sólo para debiluchos sin resistencia. Yo era muy fuerte, recuerde, podía soportarlo, y en ese momento necesitaba dormir.
Llamé a Mets, y ya que no tenía nada más que hacer, o en que pensar, le pregunté si podíamos hablar sobre ella. ¿Quién era en realidad? ¿Cómo había terminado viviendo en una cabaña aislada, en medio del territorio cajun? Ella no tenía acento criollo, ni siquiera sonaba como alguien del sur. ¿Y cómo era que sabía tanto sobre el entrenamiento de los pilotos, si ella no lo había vivido? Estaba comenzando a sospechar, a imaginarme a grandes rasgos quién podía ser ella.
Mets me dijo, una y otra vez, que tendríamos mucho tiempo después para hacer todo un programa de entrevistas. En ese momento era mejor que me durmiera, y que volveríamos a hablar al amanecer. Sentí que las Ls comenzaban a hacer efecto entre “volveríamos” y “hablar.” Estaba noqueada para cuando dijo “amanecer.”
Dormí mucho. El cielo estaba ya muy iluminado cuando por fin abrí los ojos. Había estado soñando con… ¿qué más iba a ser? con Zack. Seguía escuchando sus gemidos cuando desperté. Pero entonces miré hacia abajo, y me dí cuenta de que no era un sueño. Debía haber por lo menos cien de ellos rodeando el árbol. Estaban todos aglomerados, muy ansiosos, tratando de pasar unos sobre otros para acercarse a mí. Fue una suerte que no pudieran amontonarse, el suelo no era lo suficientemente sólido. No tenía suficientes balas para acabarlos a todos, y como un tiroteo me tomaría mucho tiempo y podrían aparecer más, decidí que lo mejor era empacar y pensar en un plan de escape.
¿Tenía algo planeado?
En realidad no, pero nos habían entrenado para posibles situaciones como esa. Era muy parecido a saltar de un avión en una emergencia: uno escoge una zona para caer, se encogen las rodillas y se rueda, no se opone resistencia, y se levanta tan rápido como es posible. El objetivo es poner una buena distancia inicial entre uno y los atacantes. Luego se corre, trota, o incluso se camina rápido; sí, en realidad nos dijeron que consideráramos eso como una alternativa de bajo impacto. La idea es alejarse lo suficiente como para planear tu siguiente movimiento. Según mi mapa, la I-10 estaba lo suficientemente cerca como para llegar en una sola carrera, ser vista por el helicóptero de rescate, y ser sacada de allí, incluso antes de que aquellas bolsas podridas tuvieran tiempo de alcanzarme. Encendí la radio, le reporté mi situación a Mets, y le dije que le avisara al equipo de rescate para que salieran inmediatamente. Me dijo que tuviera cuidado. Me agaché, salté, y me partí el tobillo al caer, contra una roca sumergida.
Caí en el agua, boca abajo. El frío fue lo único que impidió que me desmayara por el dolor. Salí boqueando, ahogándome, y lo primero que ví fue toda aquella horda dirigiéndose hacia mí. Mets debió suponer que algo había salido mal, porque no la llamé para reportarle mi aterrizaje. Creo que me preguntó cómo estaba, aunque no lo recuerdo bien. Sólo recuerdo que me gritaba para que me levantara y corriera. Traté de apoyarme sobre el tobillo roto, y sentí como si un rayo recorriera mi pierna y mi columna. Podía soportar el peso, pero… me hizo gritar tan fuerte, que estoy segura de que pudo escucharme por la ventana de su cabaña. “Sal de ahí,” me gritaba…“¡YA!” Comencé a caminar, chapoteando y cojeando con cientos de Gs tras de mí. Debió verse muy cómico, esa frenética carrera de cojos.
Mets me gritó, “¡Si puedes apoyarte en él, entonces puedes correr! ¡Ese hueso no recibe mucho impacto! ¡Puedes hacerlo!”
“¡Pero me duele!” De verdad respondí así, con la cara llena de lágrimas, y Zack a mis espaldas aullando por comida. Llegué hasta la autopista, que se levantaba sobre el pantano como las ruinas de un acueducto romano. Mets había tenido razón acerca de que era un sitio relativamente seguro, pero ninguna de las dos había contado con mi lesión, ni con la cola de muertos que me seguía. No había ninguna vía de acceso rápido, así que tendría que cojear hasta una de las pequeñas calles adjuntas, las mismas que Mets me había dicho que evitara. Pude ver la razón cuando me acerqué. En cada una de ellas había cientos de autos destrozados y oxidados, y uno de cada diez tenía a un G atrapado dentro. Me vieron y empezaron a gemir, un sonido que podía escucharse en kilómetros a la redonda.
Mets gritó, “¡No te preocupes por eso ahora! ¡Sólo súbete a una rampa y ten cuidado con los malditos agarradores!”
¿Agarradores?
Los que podían sacar las manos por una ventana rota. En medio de la carretera, al menos había una oportunidad de esquivarlos, pero en las rampas de acceso estaría bloqueada por todos lados. Esa fue la peor parte, la peor, esos minutos que pasé tratando de subir a la autopista. Tenía que pasar entre los autos; la lesión de mi tobillo no me permitía caminar sobre ellos. Esas manos podridas salían de las ventanas y me agarraban por el uniforme o por la muñeca. Cada disparo me costaba unos preciosos segundos que no tenía. La inclinación de la rampa me restaba velocidad. Sentía mi tobillo palpitando, me ardían los pulmones, y la horda se acercaba cada vez más. De no haber sido por Mets…
Me estuvo gritando todo el tiempo. “¡Mueve ese culo, maldita perra!” Para ese entonces, ya había perdido todos sus modales. “No te atrevas a rendirte… ¡No te atrevas a renunciar ahora!” Ella seguía creyendo en mí, y no me daba ni un segundo para respirar. “¿Qué eres, acaso vas a ser una pobre víctima indefensa?” Por un momento, llegué a pensar que sí. Creí que no lo lograría. El cansancio, el dolor, y creo que más que cualquier otra cosa, la rabia de haber echado a perder todo. En realidad se me cruzó la idea de tragarme mi pistola, ya sabe… para castigarme por…. pero entonces Mets me pegó donde me dolía de verdad. Me gritó “¡¿¡Qué, acaso eres como la puta de tu madre!?!”
Eso fue suficiente. Salí corriendo y llegué hasta la interestatal.
Llamé Mets para decirle que lo había logrado, y le pregunté, “¿Ahora qué diablos hago?”
Su voz se hizo muy suave de pronto. Me dijo que mirara hacia arriba. Un punto negro avanzaba hacia mí desde el oriente. Venía sobrevolando la autopista, y creció rápidamente hasta tomar la forma de un UH-60. Pegué un grito y disparé mi pistola de bengalas.
Lo primero que ví cuando me subieron a bordo, fue que era un helicóptero civil, no de las fuerzas de Búsqueda y Rescate del gobierno. El jefe de a bordo era un enorme cajún con una espesa barba de chivo y lentes para el sol. Me preguntó, “¿D’ dóhnde diablos saliste?” Lo siento, no puedo imitar bien ese acento. Estaba a punto de llorar, y le dí un golpe en su brazo, que era del tamaño de una de mis piernas. Me reí, y les dije que trabajaban muy rápido. Él me miró como si no supiera de qué le estaba hablando. Resultó que aquel no era un vuelo de rescate, sino un transporte de rutina entre Baton Rouge y Lafayette. No me dí cuenta en ese momento, y no me importó. Le reporté a Mets que me habían recogido y que estaba a salvo. Le agradecí todo lo que había hecho por mí, y… para no derrumbarme allí mismo, hice alguna broma acerca de que ahora sí podríamos hacer nuestro programa de entrevistas. No me respondió.
Parece que era una muy buena vigilante.
Era una excelente mujer.
Usted me dijo que tenía algunas “sospechas” sobre ella.
Ninguna civil, ni siquiera una vigilante bien experimentada, podría saber tanto sobre lo que implica llevar unas alas. Conocía demasiados detalles, estaba muy bien informada, el tipo de cosas que sólo sabe alguien que lo ha experimentado en carne propia.
Entonces ella también era piloto.
Definitivamente; no de la fuerza aérea —nos habríamos conocido antes— pero quizá de la marina, o de la aeronáutica civil. Ellos perdieron tantos pilotos como la fuerza aérea en vuelos de abastecimiento como el mío, y ocho de cada diez nunca fueron rescatados. Estoy segura de que le pasó algo parecido a lo que me pasó a mí, tuvo que saltar, perdió a su tripulación, quizá se culpó por ello igual que yo. Tuvo la suerte de encontrar esa cabaña abandonada, y pasó todo el resto de la guerra trabajando como vigilante.
Eso tiene mucho sentido.
¿No lo cree?
[Hay un silencio incómodo. La miro directamente a los ojos, esperando a que continúe.]
¿Qué?
Nunca la encontraron.
No.
Ni la cabaña.
No.
Y en Honolulu no hay registros de ninguna vigilante con el sobrenombre de Mets Fan.
Veo que ha hecho bien su tarea.
Yo…
Seguramente también leyó mi informe del accidente, ¿verdad?
Sí.
Y la evaluación psicológica que me hicieron después de que leyeron mi reporte oficial.
Bueno…
Bueno, es pura mierda, ¿me entiende? No me importa si ellos dicen que todo eso era información que yo ya conocía, ni que los técnicos digan que mi radio se rompió cuando aterricé en el pantano, ¿y qué importancia tiene que Mets suene parecido a Metis, la madre de Atenea, la diosa griega de los feroces ojos grises? Sí claro, los loqueros estuvieron a punto de celebrar con ese detalle, sobre todo cuando “descubrieron” que mi madre había crecido en el Bronx.
¿Y ese comentario que ella hizo sobre su madre?
¿Y quién diablos no tiene problemas con su madre? Si Mets era piloto, entonces también le gustaba apostar. Ella sabía que tenía un tiro seguro si mencionaba a “mamá.” Ella sabía que se arriesgaba, y lo hizo… Mire, si creían que estaba loca, ¿por qué no me dieron de baja? ¿Por qué me dejaron conservar mi trabajo? Quizá ella no era una piloto, quizá era esposa de uno, o había estudiado en la Academia pero no había logrado llegar lejos. Quizá era sólo una voz asustada y solitaria, que hizo lo que pudo para ayudar a otra voz asustada y solitaria, para que no terminara igual que ella. ¿A quién le importa quién era, o es? Ella estuvo allí cuando la necesité, y por lo que me quede de vida, siempre estará a mi lado.
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