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jueves, 28 de mayo de 2009

LA GUERRA ZOMBIE --- 2ªparte -- LA GUERRA Z --- MAX BROOKS

LA GUERRA ZOMBIE --- 2ªparte -- LA GUERRA Z --- MAX BROOKS



ALREDEDOR DEL MUNDO, Y SOBRE ÉL
PROVINCIA DE BOHEMIA, UNIÓN EUROPEA
[Se llama Kost, “el Hueso,” y lo que le falta en belleza lo compensa con su imponencia. Este “Hrad” gótico del siglo catorce parece formar parte de la ladera de roca sólida que le sirve de base, y arroja una intimidante sombra sobre el Valle de Plakanek, una imagen que David Allen Forbes trata de capturar a base de lápiz y papel. Está preparando su segundo libro, Castillos de la Guerra Zombie: El Continente. Este hombre nativo de Inglaterra trabaja sentado bajo un árbol, y su ropa remendada a cuadros, junto con su espada escocesa, sólo sirven para reforzar el impacto de una escena que parece salida de un relato artúrico. Tras mi llegada, cambia repentinamente de papel, pasa de un tranquilo artista, a ser un nervioso narrador.]

Cuando digo que el Nuevo Mundo no tiene una historia de fortificaciones permanentes como la nuestra, me refiero únicamente a Norteamérica. Están las fortalezas costeras de los españoles, por supuesto, a lo largo de toda la costa Caribe, y las que los franceses y nosotros construimos en las Antillas. También están las ruinas incas en los Andes, aunque esas nunca fueron sitiadas directamente.39 También tenga en cuenta que, cuando hablo de Norteamérica, no estoy incluyendo las ruinas mayas y aztecas de México — Mire lo que pasó en la Batalla de Cuculcán, aunque esa es tolteca, ¿verdad? Esa gente que contuvo a todos esos Zs en los escalones de su Gran Pirámide. Por eso cuando le hablo del “Nuevo Mundo,” me estoy refiriendo específicamente a los Estados Unidos y Canadá.
Esto no es un insulto, como usted comprenderá, y por favor no lo tome de esa manera. Los suyos son países jóvenes, y no tienen la misma historia de anarquía institucional que sufrimos los europeos tras la caída de Roma. Ustedes siempre han contado con gobiernos nacionales firmes, con la fuerza necesaria para asegurar el cumplimiento de la ley y el orden.
Ya sé que no fue así durante su expansión hacia el oeste o su Guerra Civil, y por favor, no estoy menospreciando sus fuertes de antes de la Guerra de Secesión, ni las experiencias de aquellos que los defendieron. Me gustaría ir alguna vez a visitar Fort Jefferson. Me han contado que la gente que se refugió allí pudo defenderse muy bien. Lo que quiero decir es que en Europa, vivimos una historia de casi mil años de caos total, y algunas veces, la mera idea de la seguridad desaparecía tras las murallas del castillo de tu señor. ¿Eso tiene sentido? Estoy divagando mucho; ¿podemos comenzar de nuevo?
No, no, está bien. Continúe, por favor.
Claro, usted puede editar luego las partes que sobran.
Claro.
Está bien. Los castillos. Bueno… No quiero exagerar la importancia que tuvieron para el esfuerzo general de la guerra. De hecho, si se comparan con cualquier otro tipo de fortificación, moderna, modificada, o de cualquier clase, su contribución parece casi insignificante, a menos que usted sea como yo, y esa pequeña contribución le haya salvado la vida.
Eso no quiere decir que cualquier fortaleza fuera un seguro de vida inmediato. Para comenzar, hay que entender la diferencia entre un castillo y un palacio. Un montón de supuestos “castillos” no eran nada más que casas de recreo construidas para verse impresionantes, o habían sido convertidas en eso después de que su valor defensivo se había vuelto obsoleto. A lo que alguna vez habían sido bastiones impenetrables, les habían abierto tantas ventanas en el primer piso, que habría tomado una eternidad volver a sellarlas. Incluso un edificio de apartamentos moderno habría sido más seguro, después de demoler las escaleras de la planta baja. Todos esos lugares que habían sido construidos sólo como símbolo de estatus y fortuna, como el Chateau Ussé o el Castillo de Praga, esos eran poco más que simples trampas mortales.
Sólo mire lo que pasó en Versalles. Esa fue una metida de patas de primera clase. No me sorprende que el gobierno francés haya decidido construir un monumento sobre sus cenizas. ¿Alguna vez leyó ese poema de Renard, sobre las rosas salvajes que ahora crecen en el jardín fúnebre, sus pétalos manchados de rojo con la sangre de los condenados?
Tampoco digo que un muro alto fuese lo único necesario para poder sobrevivir. Como cualquier lugar sitiado, los castillos ofrecían tantos peligros en el interior como en el exterior. Fíjese en el Muiderslot de Holanda. Un solo caso de neumonía, eso fue lo único que hizo falta. Súmele un otoño frío y húmedo, mala nutrición, y la falta de medicamentos de verdad… Imagínese cómo fue eso, atrapados tras esas enormes paredes, con todo el mundo a su alrededor gravemente enfermo, sabiendo que se acercaba la hora, que la única esperanza estaba en salir de allí. Los diarios de algunos moribundos cuentan que muchos se volvieron locos de la desesperación, y se arrojaron desde los muros al foso lleno de Zs.
Y también estaba el fuego, como en Braubach y Pierrefonds; cientos de personas atrapadas sin salida, sentadas allí, esperando a ser consumidas por las llamas o asfixiadas por el humo. También hubo explosiones accidentales, civiles que de pronto se encontraron con bombas entre sus manos, sin tener idea de cómo manejarlas o guardarlas apropiadamente. En el Miskolc Diosgyor de Hungría, según entiendo, encontraron un depósito de explosivos a base de sodio para uso militar en uno de los sótanos. No me pregunté qué eran exactamente, o por qué estaban allí, pero nadie pareció caer en cuenta de que el agua, no el fuego, era el agente desencadenante. Dicen que alguien estaba fumando en el depósito e inició accidentalmente un pequeño incendio. Los muy estúpidos pensaron que evitarían una explosión bañando los cajones en agua. La explosión abrió un hueco a través la pared lateral, y los muertos entraron como agua a través de un dique roto.
Al menos eso fue un error basado en la ignorancia. Lo que sí es imperdonable fue lo que pasó en el Chateau de Fougeres. Se les estaban acabando las provisiones, y se les ocurrió que podían excavar un túnel bajo la horda de muertos. ¿En dónde creyeron que estaban, en El Gran Escape? ¿Tenían algún ingeniero profesional entre ellos? ¿Tenían el más mínimo conocimiento de trigonometría? El maldito túnel salió a la superficie casi medio kilómetro antes de lo planeado, justo en medio de un tumulto de esas cosas. Los idiotas esos ni siquiera pensaron en equipar el túnel con cargas de demolición.
Sí, hubo errores por todos lados, pero también hubo algunos triunfos dignos de mención. Algunos tuvieron que enfrentar asedios muy cortos, contando con la buena suerte de estar del lado correcto de la línea. Algunos castillos de España, Baviera, y en Escocia al norte de la Antonina40 sólo tuvieron que defenderse por algunas semanas, o incluso días. Para algunas personas, como en Kisimul, sólo fue cuestión de sobrevivir a una noche particularmente difícil. Pero también tenemos los verdaderos relatos de victoria, como el Chenonceau de Francia, un pequeño y extraño castillo tipo Disney, construido sobre el puente del río Cher. Cortando los dos accesos a tierra, y con un poco de buena planeación estratégica, lograron mantener su posición por años.
¿Tenían provisiones suficientes para varios años?
Oh, no, claro que no. Simplemente esperaron la primera nevada, y entonces barrieron las tierras circundantes para reabastecerse. Me imagino que ese era el procedimiento estándar en cualquier construcción sitiada, ya fuese o no un castillo. Seguramente en sus “Zonas Azules,” al menos en las que quedaban al norte, hacían exactamente lo mismo. En ese sentido, es una suerte que casi toda Europa se congele durante el invierno. Muchos de los defensores con los que he hablado están de acuerdo con que la inevitable llegada del invierno, tan frío y brutal como era, era un verdadero alivio. En tanto no se congelaran hasta morir, muchos sobrevivientes aprovechaban la oportunidad que les daban los Zs congelados, para registrar los terrenos adyacentes y tomar todo lo que necesitaban para pasar los meses más cálidos.
No me sorprende que muchos defensores prefirieran quedarse en sus fortalezas en lugar de huir, como en el Bouillon de Bélgica, o el Spis de Eslovaquia, o incluso en casa, como el Beaumaris de Gales. Antes de la guerra, todo el lugar era sólo una pieza de museo, un caparazón vacío de habitaciones sin techo y gruesas paredes concéntricas. Al concejo municipal deberían darle un reconocimiento por lo que hicieron, consiguiendo todos esos recursos, organizando a los ciudadanos, y restaurándole a esa ruina toda su gloria pasada. Tuvieron sólo unos meses antes de que la epidemia llegara a esa parte de Gran Bretaña. Claro que el caso de Conwy es mucho más dramático, con un castillo y una muralla medieval que rodeaba todo el pueblo. Los habitantes no sólo vivieron con relativa comodidad durante los peores años, sino que su cercanía al mar permitió que Conwy se convirtiera en la base de nuestras fuerzas cuando comenzó la reconquista del país. ¿Alguna vez ha leído Mi Propio Camelot?
[Niego con la cabeza.]
Debería buscarse una copia. Es una novela sorprendentemente buena, basada en las experiencias del autor como uno de los defensores de Caerphilly. Al principio de la crisis, él se quedó atrapado en su apartamento de Ludlow, en Gales. Cuando se le acabaron las provisiones y cayó la primera nevada, decidió salir de allí en busca de un refugio más permanente. Llegó hasta unas ruinas abandonadas, que ya habían sido el lugar de una mediocre, y en última instancia, fracasada defensa. Él enterró los cuerpos, se despachó a los Zs congelados, y se dedicó a restaurar el castillo por su propia cuenta. Trabajó sin descanso, en medio del invierno más brutal que se ha registrado. Para Mayo, Caerphilly estaba preparado para resistir un asedio durante todo el verano, y para el siguiente invierno se había convertido en un refugio para cientos de sobrevivientes.
[Él me muestra uno de sus bocetos.]
Una obra maestra, ¿verdad? Es el segundo más grande en todas las Islas Británicas.
¿Cuál es el primero?
[Duda por un segundo.]
Windsor.
Windsor era su castillo.
Bueno, no era mío precisamente.
Quiero decir, usted estuvo allí.
[Hace otra pausa.]
Era, desde el punto de vista defensivo, lo más cercano a la perfección que se puede imaginar. Antes de la guerra, era el castillo habitado más grande de Europa, casi de trece acres de extensión. Tenía su propio pozo de suministro de agua, y suficiente espacio para almacenar provisiones para una década. El incendio de 1992 había resultado en la instalación de un equipo de aspersores con lo mejor en tecnología, y la amenaza terrorista había llevado a la instalación de unos dispositivos de seguridad sin rival dentro del Reino Unido. El pueblo no sabía lo que sus impuestos estaban pagando: ventanas a prueba de balas, paredes reforzadas, barrotes retráctiles, y persianas de acero ocultas en los marcos ornamentales de puertas y ventanas.
Pero de todos nuestros logros en Windsor, nada podía compararse con la extracción de petróleo crudo y gas natural, de un yacimiento ubicado a varios kilómetros bajo los cimientos del castillo. Había sido descubierto a mediados de los 90s, pero nunca había sido explotado, debido a una variedad de cuestiones políticas y ambientales. Pero nosotros sí lo explotamos, claro. Nuestro grupo de Ingenieros Reales construyó una pasarela que se extendía desde nuestros muros hasta el lugar de la excavación. Era todo un logro, y se puede ver por qué se convirtió en la precursora de nuestras autopistas elevadas. En un nivel más personal, me sentí muy agradecido por tener habitaciones cálidas, comida recién preparada, y para las emergencias… Molotovs y un pozo de llamas. Ninguno de los dos era un método eficiente para detener a un Z, ya sé, pero si se logra dejarlos atascados en un solo punto y se los mantiene dentro del fuego… además, ¿qué más podíamos hacer después de que se nos acabaron las balas, y sólo nos quedamos con un montón de armas de mano medievales?
Había muchas de esas por ahí, en museos, colecciones personales… pero ninguna de ellas era de esas imitaciones ornamentales. Eran de verdad, habían sido probadas y usadas. Se volvieron otra vez parte de la vida cotidiana de los británicos, ciudadanos comunes caminando por ahí con una maza, una alabarda, o un hacha de doble hoja. Yo me volví particularmente adepto al montante, aunque nadie se lo imaginaría sólo al verme.
[Hace un gesto, señalando con algo de vergüenza hacia su espada, que es casi tan grande como él.]
No es lo más ideal, requiere de mucha habilidad, pero eventualmente se aprende lo que uno es capaz de hacer, cosas que uno nunca se imaginó que haría, y lo que la gente a tu alrededor puede hacer también.
[David hace una pausa. Es obvio que no se siente cómodo. Yo le extiendo mi mano.]
Muchas gracias por su tiempo…
Hay… más.
Si no se siente cómodo hablando de…
No, por favor, está bien.
[Respira profundo.] Ella… ella no quiso huir, ya sabe. Ella insistió, a pesar de las objeciones del Parlamento, y se quedó en Windsor, en sus propias palabras, “hasta el final.” Pensé que se trataba de un acto de nobleza mal enfocada, o que estaba paralizada por el miedo. Traté de razonar con ella, se lo pedí casi de rodillas. ¿Acaso ya no había hecho más que suficiente con el Decreto Balmoral, convirtiendo todas sus propiedades en zonas protegidas para cualquier persona que fuese capaz de defenderlas? ¿Por qué no se reunía con el resto de su familia en Irlanda, o en la Isla de Man, o, si insistía en quedarse en Gran Bretaña, por qué no se refugiaba en el cuartel general del norte, más allá de la Antonina?
¿Y ella qué respondió?
“No hay honor más alto que el servicio hacia los demás.”[Se aclara la garganta, y su labio tiembla por un segundo.] Su padre había dicho esas mismas palabras; era la razón por la que no había huido hacia Canadá durante la Segunda Guerra Mundial, la razón por la que su madre había pasado todo el blitz visitando a los civiles que se refugiaban en los túneles y las estaciones bajo las calles de Londres, la misma razón por la que, hasta este día, seguimos siendo un reino unido. Su misión, su tarea, era personificar los ideales más grandes de nuestro espíritu nacional. Ellos deben ser siempre un ejemplo para el pueblo, mostrándonos la parte más fuerte, la más valiente, y la mejor de todos nosotros. En cierta forma, son ellos los que deben servirnos, en lugar de lo contrario, y deben sacrificarlo todo, todo, para soportar el peso de esa carga sobrehumana. ¿Si no, para qué? Podríamos deshacernos de la maldita tradición, desempolvar la maldita guillotina, y acabar de una vez con todo el asunto. La gente pensaba de ellos lo mismo que de los viejos castillos, supongo: los veían como reliquias obsoletas y derruidas, sin otra función más que la de ser una atracción turística. Pero cuando los cielos se oscurecieron y la nación los necesitó, todos recuperaron el verdadero sentido de su existencia. Los castillos protegieron nuestros cuerpos, y ellos, nuestras almas.



ATOLÓN ULITHI, ESTADOS CONFEDERADOS DE MICRONESIA
[Durante la Segunda Guerra Mundial, este vasto atolón de coral sirvió como el principal puesto de avanzada para la Flota del Pacífico de los Estados Unidos. Durante la Guerra Mundial Z, no sólo fue un refugio para la armada naval norteamericana, sino también para cientos de barcos civiles. Una de esas naves fue el U.N.S. Ural, el primer centro de transmisión de la Radio Mundo Libre. Ahora convertido en un museo para los logros del proyecto, este barco es el tema principal del documental británico Mundos en Guerra. Una de las personas entrevistadas para dicho proyecto, es Barati Palshigar.]

El enemigo era la ignorancia. Mentiras y supersticiones, mala información y desinformación. A veces, ausencia total de información. La ignorancia mató a miles de millones de personas. La ignorancia fue la causa de la Guerra Zombie. Imagínese si hubiésemos sabido lo que sabemos ahora. Imagínese si el virus hubiese sido tan bien comprendido como, por ejemplo, la tuberculosis. Imagínese si lo ciudadanos, y al menos las personas encargadas de proteger a esos ciudadanos, hubiesen sabido exactamente a qué se enfrentaban. La ignorancia era el verdadero enemigo, y unos datos fríos y precisos eran la mejor arma.
Cuando llegué por primera vez a Radio Mundo Libre, todavía se llamaba Programa Internacional de Información en Seguridad y Salud. El nombre de “Radio Mundo Libre” surgió de las personas y los grupos que monitoreaban las transmisiones.
Era el primer proyecto de envergadura realmente internacional, iniciado apenas unos pocos meses después del plan sudafricano, y muchos años antes de la conferencia en Honolulu. De la misma manera en que el resto del mundo basó su estrategia de supervivencia en Redeker, nosotros nacimos del modelo de Radio Ubunye.41
¿Qué es Radio Ubunye?
Era el sistema de transmisión sudafricano para los habitantes en zonas aisladas. Como no tenían recursos para suministrarles ayuda material, la única asistencia que el gobierno pudo darles, fue información. Fueron los primeros, al menos hasta donde yo sé, en comenzar estas transmisiones regularmente y en varios idiomas. No sólo daban algunas claves básicas de supervivencia, sino que también reunían y discutían cada mito y mentira que circulaba entre los ciudadanos. Lo que nosotros hicimos fue tomar el modelo de Radio Ubunye y lo adaptamos a la comunidad global.
Yo llegué a bordo, literalmente, desde el principio, cuando los reactores del Ural estaban siendo puestos en línea por primera vez en años. El Ural había sido un barco de la flota soviética, y luego de la Armada Federal Rusa. En ese entonces, el SSV-33 sirvió como muchas cosas: como buque de comando y control, como plataforma de rastreo de misiles, como barco de vigilancia electrónica. Desafortunadamente, también era un elefante blanco, porque sus sistemas, según me cuentan, eran demasiado complicados hasta para su propia tripulación. Pasó la mayor parte de su vida anclado en un muelle de la base naval de Vladivostok, sirviendo sólo como generador auxiliar de energía para las instalaciones. No soy ingeniero, así que no sé cómo hicieron para reemplazar los bastones radioactivos desgastados, ni para adaptar los equipos de comunicación para que se conectaran con la red mundial de satélites. Yo soy un especialista en lenguas, específicamente en las del subcontinente hindú. Yo y el señor Verma, sólo nosotros dos, encargados de hablar con mil millones de personas… bueno… en ese entonces seguían siendo mil millones.
El señor Verma me encontró en un campo de refugiados en Sri Lanka. Él era un traductor, y yo un intérprete. Habíamos trabajado juntos por varios años para la embajada de nuestro país en Londres. En ese entonces pensábamos que era un trabajo duro; pero no teníamos idea. Los turnos eran enloquecedores, dieciocho, a veces hasta veinte horas al día. No sé a qué hora dormíamos. Había tantos datos sueltos, tantos informes que dar a toda hora. Casi todo tenía que ver con nociones básicas de supervivencia: cómo filtrar el agua, crear un invernadero en el interior de las casas, cultivar y procesar moho para extraer penicilina. Esos abrumadores textos solían estar llenos de palabras y nombres que nunca antes había escuchado. Nunca había oído hablar de lo que era un “quisling” o un “joven salvaje”; No tenía ni idea de lo que era un “Lobo” ni de las promesas falsas de cura que daba el Phalanx. Lo único que sabía era que un tipo en uniforme aparecía frente a mí, poniendo aquel montón de palabras frente a mis ojos y diciendo: “Necesitamos eso traducido al marathi, y listo para grabar en quince minutos.”
¿Qué tipo de desinformación estaban tratando de combatir?
¿Por dónde quiere que comience? ¿La médica? ¿La Científica? ¿La Militar, espiritual, o psicológica? El aspecto psicológico era el más complicado. La gente estaba desesperada por antropomorfizar la plaga que camina. En la guerra, al menos en una guerra convencional, pasamos mucho tiempo tratando de deshumanizar al enemigo, de crear una distancia emocional de él. Nos inventamos historias y nombres derogatorios… cuando pienso en todas las cosas que mi padre solía decir de los musulmanes… pero en esta guerra, todo el mundo estaba tratando con desesperación de hallar al menos una leve conexión con el enemigo, de ponerle un rostro humano a algo que era evidentemente inhumano.
¿Podría darme algún ejemplo?
Había tantas ideas equivocadas: que los zombies eran de alguna manera inteligentes; que podían sentir y adaptarse, usar herramientas e incluso armas; que conservaban algún recuerdo de su existencia pasada; o que podíamos comunicarnos con ellos y entrenarlos como algún tipo de mascota. Era descorazonador, tener que desmentir un mito tras otro. La guía de supervivencia para civiles ayudaba, pero era terriblemente limitada.
¿En serio?
Ah sí. Se podía ver que había sido escrita por un norteamericano, por todas esas referencias a sus camionetas y las armas de fuego. No tenía en cuenta las diferencias culturales… las distintas soluciones y remedios que mucha gente creía que los salvarían de los muertos.
¿Cómo cuáles?
Preferiría no darle muchos detalles, para no condenar 8implícitamente a los pueblos en donde se originaron tales “soluciones.” Como hindú, tuve que contradecir muchos aspectos de mi propia cultura que se convirtieron en actos de autodestrucción. Por ejemplo, estaba Varanasi, una de las ciudades más antiguas de este planeta, cerca del lugar en el que Buda dio su primer sermón, y al que miles de peregrinos hindúes viajaban cada año para morir en paz. Antes de la guerra, en condiciones normales, el camino se veía literalmente pavimentado de cadáveres. Pero ahora, esos cadáveres se levantan y atacan. Varanasi se convirtió en una de las mayores Zonas Blancas, un foco de muertos vivientes. Esa zona cubría casi toda la extensión del Ganges. Sus propiedades medicinales habían sido reconocidas por décadas antes de la guerra, y tenían algo que ver con una mayor oxigenación de las aguas.42 Una tragedia. Millones de personas se aglomeraron en sus orillas, y sirvieron sólo como leña para el fuego. Incluso después de que nuestro gobierno se retiró a los Himalayas, cuando el noventa por ciento del país se declaró oficialmente infectado, los peregrinajes seguían llegando. Todos los países tenían historias parecidas. Cada uno de los miembros de nuestro equipo internacional, vivió algún momento en el que tuvo que confrontar algún ejemplo de ignorancia suicida. Un norteamericano nos contó sobre una secta que se hacía llamar “Los Corderos de Dios,” que creían que había llegado la hora del juicio y que entre más rápido se infectaran, más pronto llegarían al cielo. Una mujer —no diré a qué país pertenecía— hizo lo que pudo para desmentir la creencia de que tener relaciones sexuales con una virgen, podía “limpiar” la “maldición.” No sé cuántas mujeres, cuantas niñas, fueron violadas como resultado de esa “cura.” Todos estaban enojados con su propio pueblo. Todos sentían vergüenza. Uno de nuestros compañeros, del grupo de Bélgica, solía compararlo con el humo que llenaba cada vez más el horizonte. Él lo llamaba “la maldad de nuestro espíritu colectivo.”
Pero supongo que no tengo derecho a quejarme. Mi vida nunca estuvo realmente en peligro, y mi estómago siempre estaba lleno. Quizá no dormía mucho, pero al menos podía dormir sin temor. Lo más importante fue que nunca tuve que trabajar en el departamento de RI del Ural.
¿RI?
Recepción de Información. Los datos que transmitíamos no se generaban aquí en el Ural. Llegaban de todo el mundo, de expertos y pensadores en las distintas zonas seguras de todos los gobiernos. Ellos le transmitían sus descubrimientos a nuestros operadores de RI y ellos, a su vez, los hacán llegar hasta nosotros. Gran parte de esos datos llegaba por canales abiertos y de uso civil, y muchas de esas frecuencias estaban saturadas de llamadas de auxilio y gritos de ayuda. Había millones de almas desamparadas regadas por todo el planeta, gritando y llorando a través de sus transmisores privados mientras sus hijos morían de hambre, sus casas ardían en llamas, o los muertos vivientes superaban sus defensas. Incluso si no entendías bien su idioma, como era el caso con muchos de los operadores, no se puede ignorar ese tono de angustia en la voz de otro ser humano. Pero no se les permitía responder; no había tiempo. Todas las transmisiones debían ser dedicadas a asuntos oficiales. No quiero ni imaginarme como eran las cosas para los operadores de RI.
Cuando recibimos la última transmisión desde Buenos Aires, en la que ese famoso artista latino cantó una canción de cuna en español, fue demasiado para uno de nuestros operadores. Él no era Buenos Aires, ni siquiera era de Sur América. Ese pobre marinero ruso, de apenas dieciocho años, se voló los sesos de un tiro y los salpicó sobre sus instrumentos. Él fue sólo el primero, y desde de terminar la guerra, todos los demás operadores de IR siguieron su ejemplo. Actualmente no queda ni uno vivo. El último fue mi amigo belga. “Esas voces van contigo a todas partes,” me dijo él una mañana. Estábamos parados en la cubierta, mirando esa enorme nube café, esperando una salida de sol que sabíamos que nunca veríamos. “Esos gritos estarán conmigo por el resto de mi vida, nunca callarán, nunca se irán, nunca dejarán de invitarme a que los acompañe.”



ZONA DESMILITARIZADA: COREA DEL SUR
[Hyungchol Choi, director general de la Oficina Central de Inteligencia Coreana, señala hacia el montañosos y árido paisaje que se extiende hacia el norte. Uno podría confundirlo con cualquier terreno similar al sur de California, de no ser por las cajas de medicamentos abandonadas, las banderas descoloridas, y la cerca oxidada de alambre de púas que recorre todo el horizonte.]

¿Qué sucedió? Nadie sabe. Ningún país estaba mejor preparado para repeler la infección que Corea del Norte. Ríos al norte, océanos al oriente y occidente, y al sur [señala nuevamente hacia la Zona Desmilitarizada], la frontera mejor vigilada de todo el mundo. Se puede ver lo montañoso que es el terreno, lo fácil que resultaría defenderlo, pero lo que no se vé, es que esas montañas están repletas de lo mejor en infraestructura militar. El gobierno norcoreano aprendió unas valiosas pero duras lecciones tras sus campañas de bombardeo de los años 50s, y trabajó desde ese entonces para crear un sistema subterráneo que les permitiera librar otra guerra desde una ubicación completamente segura.
Su población estaba fuertemente militarizada, entrenada hasta un nivel que hacía que Israel pareciese Islandia. Más de un millón de hombres y mujeres se encontraban en servicio activo, con cinco millones más como reservistas. Eso era una cuarta parte de la población total, por no mencionar el hecho de que cada individuo del país, en algún momento de su vida, había recibido un entrenamiento militar básico. Pero algo más importante que el entrenamiento, y lo más decisivo para este tipo de guerra, era un nivel casi sobrehumano de disciplina nacional. A los norcoreanos se los entrenaba desde el nacimiento para pensar que sus vidas no tenían sentido, que existían sólo para servir al Estado, a la Revolución, y al Gran Líder.
Era casi por completo lo opuesto a lo que vivíamos en el sur. Nosotros éramos una sociedad abierta. Teníamos que serlo. El comercio internacional era nuestra sangre vital. Éramos individualistas, quizá no tanto como ustedes los norteamericanos, pero también tuvimos una gran cantidad de protestas y manifestaciones públicas. Teníamos una estructura social tan libre y dividida, que tuvimos grandes dificultades para implementar la Doctrina Chang43 durante el Gran Pánico. Una crisis como esa habría sido inimaginable en el norte. Ellos eran un pueblo que, incluso cuando el gobierno ocasionó una hambruna que estuvo a punto de eliminarlos a todos, prefirieron comer niños44 antes que levantarse en su contra. Tenían un nivel de sumisión que ni siquiera Adolf Hitler podría haberse imaginado. Si le hubiesen dado a cada ciudadano una pistola, una piedra, o sólo sus manos desnudas, les hubiesen señalado la horda de zombies y les hubiesen dicho “¡ataquen!” todos habrían obedecido, desde la mujer más anciana hasta el niño más pequeño. Era un país criado para la guerra, planeándola, preparándose, listo para luchar desde el 27 de Julio de 1953. Si alguna vez existió un país capaz no sólo de sobrevivir, sino de triunfar en el Apocalipsis que vivimos, era la República Popular Democrática de Corea.
¿Entonces qué pasó? Más o menos un mes antes de que comenzaran los problemas, antes de que los primeros casos fueran reportados en Pusán, el norte cortó, de pronto y sin explicación, todas las relaciones diplomáticas. No nos dijeron por qué la línea ferroviaria, la única conexión terrestre entre los dos lados, fue cerrada de repente, ni por qué tantos de nuestros ciudadanos que habían estado esperando décadas para ver a sus familiares en el lado norte, vieron sus sueños destrozados por un simple sello de caucho. No se dio ningún tipo de explicación. Lo único que obtuvimos fue la excusa de que “es un asunto de seguridad estatal” de siempre.
A diferencia de muchos, yo no estaba convencido de que aquel fuese un acto de guerra. Cada vez que el norte amenazaba con iniciar hostilidades, las señales eran claras. Pero ésta vez ninguna de las trasmisiones por satélite, nuestras o de los norteamericanos, mostraban intenciones hostiles. No había movimiento de tropas, ni aviones cargando combustible, ni despliegue de barcos o submarinos. De hecho, nuestras fuerzas a lo largo de la Zona Desmilitarizada comenzaron a ver que en el lado opuesto había cada vez menos gente. Los conocíamos, a todos los guardias fronterizos. Los habíamos fotografiado muchas veces a lo largo de los años, dándoles sobrenombres como Ojos de Serpiente o Cara de Perro, y hasta teníamos archivos completos sobre sus edades aproximadas, antecedentes y supuesta personalidad. Pero luego desaparecieron, se desvanecieron tras unas trincheras bien protegidas y unas torretas de vigilancia.
Nuestros detectores sísmicos estaban igual de silenciosos. Si el norte hubiese estado excavando túneles, o incluso reuniendo vehículos pesados al otro lado de “La Zona,” habríamos podido escucharlos como si fueran la Compañía Nacional de Ópera.
Panmunjom es el único punto de la Zona Desmilitarizada en el que los lados opuestos pueden verse cara a cara para negociar. Tenemos soberanía conjunta sobre los salones de conferencias, y los soldados de cada lado tratan de impresionar los del otro, formándose a sólo unos pocos metros los unos de los otros en el patio compartido. Los guardias eran rotados constantemente. Una noche, cuando el grupo norcoreano entró en las barracas, no salió ninguna otra unidad a reemplazarlos. Las puertas se cerraron, las luces se apagaron, y nunca más volvimos a verlos.
También observamos un alto total en las operaciones humanas de infiltración e inteligencia. La llegada de los espías del norte era tan regular y tan predecible como las estaciones. Casi siempre eran fáciles de identificar, porque llevaban ropa pasada de moda, o preguntaban el precio de artículos que todo el mundo sabe cuánto valen. Los agarrábamos todo el tiempo, pero desde que comenzaron las infecciones, su número se redujo a cero.
¿Y qué pasó con sus propios espías en el norte?
Desaparecieron, todos ellos, más o menos al mismo tiempo que todos los equipos electrónicos de vigilancia comenzaron a fallar. Y no me refiero a que las señales de radio fueran confusas, sino a que no había ninguna en absoluto. Uno por uno, todos los canales civiles y militares dejaron de transmitir. Las imágenes de satélite mostraban cada vez menos campesinos en los sembrados, menos peatones en las calles, hasta menos trabajadores “voluntarios” en los proyectos públicos de construcción, cosa que nunca había pasado antes. De pronto, cuando menos lo pensamos, no quedó ni una sola persona entre el Yalú y la Zona Desmilitarizada. Desde el punto de vista de la oficina de inteligencia, parecía que todo el país, cada hombre, mujer y niño de Corea del Norte, simplemente había desaparecido.
Ese misterio sólo sirvió para avivar nuestra creciente ansiedad, debido a lo que teníamos que enfrentar aquí. Para ese entonces teníamos epidemias en Seúl, P’ohang y Taejón. Mokpo había sido evacuada, Kangnung estaba en cuarentena, y, por supuesto, habíamos tenido nuestra propia versión de Yonkers en Inchón, y todo eso agravado por el hecho de que la mitad de nuestras fuerzas estaban ocupadas vigilando la frontera norte. Mucha gente en el Ministerio de Defensa estaba convencida de que en Pyongyang estaban listos para la guerra, que estaban esperando ansiosamente nuestro peor momento para bajar marchando por el paralelo 38. Nosotros, en las oficinas de inteligencia, no podíamos estar más en desacuerdo. Les decíamos todo el tiempo que, si acaso ellos estaban esperando nuestro peor momento, ese momento había llegado ya.
La República estaba al borde del colapso. Se estaban elaborando planes secretos para una reubicación total, como la de los japoneses. Los equipos de avanzada estaban explorando posibles zonas en Kamchatka. Si la Doctrina Chang no hubiese dado resultado… si tan sólo unas cuantas unidades más hubiesen caído, o si algunas zonas seguras no hubiesen resistido…
Quizá le debemos nuestra supervivencia al norte, o por lo menos al temor que le teníamos. Mi generación nunca vió al norte como una amenaza real. Hablo de los civiles, si me entiende, la gente de mi edad, que veían al norte como una nación retrógrada, pobre y fracasada. Mi generación había vivido siempre en medio de la paz y la prosperidad. A lo único que le temíamos era a una reunificación como la de Alemania, que traería una oleada de ex-comunistas sin hogar y buscando trabajo.
Pero los que estuvieron antes que nosotros no eran así… nuestros padres y nuestros abuelos… que habían vivido con el fantasma muy real de una invasión flotando sobre sus cabezas, sabiendo que en cualquier momento podían sonar las alarmas, podían apagarse las luces, y todos los banqueros, profesores y choferes de taxi podían ser llamados a tomar las armas y defender a su país. Sus mentes y corazones estaban siempre en alerta, y al final, fueron ellos, no nosotros, los que revivieron el espíritu nacional.
Yo sigo insistiendo que debemos organizar una expedición al norte. Pero siempre rechazan mi propuesta. Me dicen que hay demasiado trabajo por hacer. El país todavía está destrozado. También están los compromisos internacionales, sobre todo la repatriación de todos esos refugiados de vuelta a Kyushu… [Se ríe.] Esos japos tienen una enorme deuda con nosotros.
Yo ni siquiera estoy pidiendo todo un equipo de reconocimiento. Que me den un solo helicóptero, o un barco pesquero; al menos que me abran la puerta de Panmunjom y me dejen ir sólo y a pié. ¿Y qué tal si activas alguna trampa? responden ellos. ¿Qué tal si es un dispositivo nuclear? ¿Qué pasará si abres las puertas de alguna ciudad subterránea, y veintitrés millones de zombies salen gimiendo de allí? Sus argumentos no son del todo descabellados. Sabemos que la Zona Desmilitarizada está llena de minas. El mes pasado, un avión de carga que se acercó demasiado a su espacio aéreo fue derribado por un misil tierra-aire. Fue lanzado desde una plataforma automática, una de las que diseñaron como una medida de retaliación en caso de que toda su población fuese aniquilada.
El común de la gente piensa que todos evacuaron hacia sus instalaciones subterráneas. Si eso es cierto, entonces nuestras estimaciones sobre el tamaño y la profundidad de esos refugios eran tremendamente inexactas. Quizá sea cierto que toda la población se encuentra bajo tierra, trabajando incansablemente en una nueva maquinaria de guerra, mientras su “Gran Líder” se embrutece con licores occidentales y pornografía norteamericana. ¿Ya se habrán dado cuenta de que la guerra terminó? ¿Acaso sus líderes les siguen mintiendo, diciéndoles que el mundo que conocían ya no existe? Quizá la llegada de los muertos vivientes fue algo “bueno” para ellos, una excusa para apretar el yugo de una sociedad construida con base en la sumisión ciega. El Gran Líder siempre había querido convertirse en un Dios viviente, y ahora, como dueño no sólo de la comida que come el pueblo y del aire que respiran, sino también de la luz de sus soles artificiales, quizá su loco ideal se ha convertido por fin en realidad. O quizá ese era su plan original, pero algo le salió desastrosamente mal. Mire lo que pasó en la “ciudad de los topos” bajo París. ¿Qué tal si eso mismo sucedió en el norte, pero con toda la población del país? Quizá esas cavernas están a reventar con veintitrés millones de zombies, esclavos emancipados, gimiendo en la oscuridad y esperando sólo a ser liberados.



KYOTO, JAPÓN
[La vieja fotografía de Kondo Tatsumi muestra un adolescente flaco y lleno de acné, con ojos apagados y enrojecidos, y algunos mechones aclarados entre su cabellera revuelta. El hombre con el que hablo no tiene cabello. Está afeitado, bronceado y en muy buen estado físico, y su mirada aguda y firme nunca se aparta de mí. Aunque sus modales son cordiales y su tono casual, este monje guerrero dá la impresión de ser un animal salvaje que simplemente está descansando mientras acecha.]

Yo era un “otaku.” Ya sé que ese término significa muchas cosas para mucha gente, pero para mí simplemente quería decir “diferente.” Yo sé que los norteamericanos, sobre todo los más jóvenes, se sienten atrapados por las presiones de la sociedad. Todos los humanos nos sentimos así. Sin embargo, si entiendo bien cómo funciona su cultura, el individualismo es algo que es alentado. Ustedes admiran a los “rebeldes,” a los “fuertes,” a los que se diferencian de la masa. Para ustedes, el individualismo es como una medalla de honor. Para nosotros, es una marca de vergüenza. Nosotros vivíamos, sobre todo antes de la guerra, dentro de un complejo e infinito laberinto de prejuicios sociales. La apariencia, la forma de hablar, todo desde la carrera profesional hasta la manera como uno estornudaba, tenía que ser organizado y planeado según la estricta doctrina confucionista. Algunos tenían la fuerza necesaria, o la debilidad, para aceptar esa doctrina. Otros, como yo, elegimos el exilio en un mundo mejor. Ese mundo era el ciberespacio, y parecía hecho a la medida para los otaku japoneses.
No puedo opinar acerca de su sistema educativo, ni el de ningún otro país, pero el nuestro se basaba casi exclusivamente en la retención de datos. Desde el primer día en que poníamos un pié en un salón de clases, a los niños japoneses nos llenaban con volúmenes y volúmenes de hechos e imágenes que no tenían ninguna repercusión práctica en nuestras vidas. Eran datos sin ningún componente moral, sin contexto social, sin relación con el mundo exterior. No tenían más razón de ser, que el hecho de que su dominio nos permitía ascender. Antes de la guerra, a los niños japoneses no se les enseñaba a pensar, se les enseñaba a memorizar.
Usted puede entender cómo ese tipo de educación se presta para una existencia en el ciberespacio. En un mundo de información sin contexto, en donde en estatus está basado en su adquisición y acumulación, la gente de mi generación gobernaba como Dioses. Yo era un sensei, un maestro de todo lo que leía, ya fuera descubrir el tipo de sangre de todo el gabinete del Primer Ministro, o las facturas de impuestos de Matsumoto y Hamada,45 o la localización y el estado de todas las espadas shin-gunto de la Guerra del Pacífico. No tenía que preocuparme por mi apariencia, mi comportamiento en sociedad, mis calificaciones, ni mis planes para el futuro. Nadie podía juzgarme, nadie podía lastimarme. En ese mundo, yo tenía el poder, y lo más importante, ¡estaba a salvo!
Cuando la crisis llegó a Japón, mis compañeros, y todos los demás, olvidamos nuestras anteriores obsesiones y nos dedicamos por completo al asunto de los muertos vivientes. Estudiamos su fisiología, su comportamiento, sus debilidades, y la respuesta del mundo ante su ataque contra la humanidad. Ese último aspecto era la especialidad de mi círculo, la posibilidad de contener la amenaza en las islas de Japón. Reuní estadísticas de población, redes de tráfico, el entrenamiento de la policía. Memoricé de todo, desde el tamaño de la flota mercante japonesa, hasta cuántas balas puede cargar un rifle de asalto tipo 89 del ejército. Ningún dato era irrelevante o desconocido. Teníamos una misión, y casi no dormíamos. Cuando eventualmente cancelaron las clases, nos dieron la oportunidad de estar conectados casi las veinticuatro horas del día. Yo fui el primero en conseguir acceso a los registros personales en el disco duro del doctor Komatsu, y leí esos datos una semana antes de que los presentara en su informe al gobierno. Fue todo un logro. Sirvió para elevar mi estatus entre aquellos que ya me admiraban.
¿El doctor Komatsu fue el primero en recomendar la evacuación?
Sí. Al igual que nosotros, él había estado reuniendo los mismos datos. Pero mientras que nosotros sólo los memorizábamos, él los analizaba. Japón era una nación superpoblada: ciento veintiocho millones de personas apretadas en menos de trescientos setenta mil kilómetros cuadrados de islas, casi todas montañosas y con poco terreno urbanizable. El bajo índice de criminalidad había resultado en la fuerza policial más pequeña y más débilmente armada del mundo industrializado. Japón era además un estado casi totalmente desmilitarizado. Debido a la “protección” norteamericana, nuestras fuerzas armadas no habían visto un combate real desde 1945. Ni siquiera las tropas que fueron enviadas al Golfo participaron en acciones bélicas, y pasaron casi todo su tiempo activo dentro de las paredes de sus campamentos. Teníamos acceso a toda esa información, pero no teníamos la capacidad de ver hacia dónde señalaba. En realidad nos sorprendió mucho la declaración pública del doctor Komatsu, en la que decía que la situación no tenía salida, y que todo Japón debía ser evacuado de inmediato.
Debió ser aterrador.
¡Para nada! Desencadenó una explosión frenética de actividad, una carrera para descubrir dónde podía reubicarse nuestra población. ¿Acaso sería en el sur, en los atolones de coral del Pacífico Central, o quizá en el norte, colonizando los Kuriles, Sakhalin, o en algún lugar en Siberia? El que lograra descubrir la respuesta sería un Dios entre los otaku del ciberespacio.
¿Y nunca se preocupó por su propia seguridad?
Claro que no. Japón estaba condenado, pero yo no vivía en Japón. Yo vivía en un mundo de información libre. Los siafu,46 así era como llamábamos a los infectados, no eran algo que debía ser temido, sino algo digno de estudio. Usted no tiene idea del tipo de desconexión con la realidad que yo sufría. Mi cultura, mi crianza, y luego mi estilo de vida de otaku, todos eso se combinaba para aislarme completamente. Japón podía ser evacuado, Japón podía ser destruido, y yo lo estaría observando todo desde la cima de mi montaña digital.
¿Y qué hacían sus padres?
¿Qué hay con ellos? Vivíamos en el mismo apartamento, pero nunca hablaba con ellos en realidad. Seguramente pensaban que estaba estudiando. Incluso después de que cerraron la escuela, les dije que debía estudiar para los exámenes. Nunca lo cuestionaron. Mi padre y yo nunca hablábamos. En las mañanas, mi madre dejaba una bandeja con el desayuno frente a mi puerta, y en la noche me llevaba la cena. El primer día en que no me llevó nada, no pensé nada raro. Me desperté esa mañana, como siempre; me masturbé, como siempre; me conecté en línea, como siempre. Ya era mediodía cuando comencé a sentir hambre. Detestaba esas sensaciones, hambre, cansancio, o la peor, deseo sexual. Eran distracciones físicas. Me molestaban. Muy a mi pesar, me alejé de la computadora y abrí la puerta de mi cuarto. No había comida. Llamé a mi madre. No hubo respuesta. Fui hasta la cocina, preparé un paquete de ramen, y volví a mi escritorio. Hice lo mismo esa noche, y una vez más a la mañana siguiente.
¿Nunca se preguntó en dónde podían estar sus padres?
La única preocupación que tenía eran los preciosos momentos que estaba perdiendo por tener que preparar mi propia comida. En mi mundo estaban sucediendo cosas muy emocionantes.
¿Y qué pasaba con los demás otaku? ¿Ellos no discutían sus temores?
Compartíamos hechos, no sentimientos, y eso no cambio ni siquiera cuando comenzaron a desaparecer. De pronto alguien ya no respondía mis e-mails, o dejaba de subir mensajes. Notaba que algunos llevaban más de un día sin conectarse, o sus servidores estaban caídos.
¿Y eso no lo preocupó?
Me molestó. No sólo estaba perdiendo una fuente de información, sino que también estaba perdiendo posibles admiradores. Pegar un nuevo dato sobre las zonas de evacuación para Japón, y obtener cincuenta respuestas en lugar de sesenta era muy molesto, y luego esas cincuenta se convirtieron en cuarenta y cinco, y en treinta…
¿Cuánto tiempo continuó así?
Unos tres días. El último mensaje, de otro otaku en Sendai, decía que los muertos salían por montones del Hospital Universitario Tohoku, ubicado en el mismo cho que su casa.
¿Y eso tampoco lo preocupó?
¿Por qué? Yo estaba ocupado tratando de enterarme de todo lo posible sobre el proceso de evacuación. ¿Cómo iban a implementarlo y qué organizaciones gubernamentales estaban involucradas? ¿Los campos de refugiados serían en Kamchatka o en Sakhalin, o en ambos lugares? ¿Y qué era toda esa información sobre una oleada de suicidios a lo largo y ancho del país?47 Tanta información, tantos datos por recoger. Me maldije por tener que irme a dormir esa noche.
Cuando me desperté, la pantalla estaba en blanco. Traté de ingresar de nuevo. Nada. Traté reiniciando. Nada. Noté que la computadora estaba trabajando con batería auxiliar. No había problema. Tenía suficiente energía de reserva para diez horas de trabajo. También noté que la intensidad de mi señal era cero. No podía creerlo. Kokura, al igual que todo Japón, tenía la mejor infraestructura inalámbrica del mundo, y se suponía que era a prueba de fallos. Un servidor podía caerse, quizá hasta un puñado de ellos, ¿pero toda la red? Deduje que debía tratarse de mi computadora. Tenía que serlo. Saqué mi portátil e intenté conectarme. Sin señal. Lo insulté y me levanté para decirles a mis padres que tenía que usar su computadora por un rato. No estaban en casa. Frustrado, levanté el teléfono para llamar a celular de mi madre. Era inalámbrico, y la base requería energía eléctrica. Intenté con mi celular. Tampoco tenía señal.
¿Sabe que sucedió con ellos?
No, y hasta este día, no tengo idea. Sé que no me abandonaron, estoy seguro. Quizá a mi padre lo agarraron en el trabajo, y también a mi madre, mientras hacía las compras. Quizá murieron juntos, mientras iban o venían de la oficina de reubicación. Pudo haberles pasado cualquier cosa. No me dejaron ni una nota, nada. He tratado de investigarlo desde ese entonces.
Fui hasta el cuarto de mis padres, sólo para confirmar que no estaban allí. Intenté nuevamente con el teléfono. Todavía no me sentía mal. Todavía sentía que podía controlar la situación. Traté de conectarme de nuevo. ¿No es gracioso? En lo único que pensaba era en escapar de nuevo, regresar a mi mundo, en donde estaba a salvo. Pero no funcionó. Comencé a sentir pánico. “Ya,” comencé a gritar, tratando de hacer funcionar la computadora con mi fuerza de voluntad. “Ya, ya, ¡YA! ¡YA! ¡YA!” Le dí unos golpes al monitor. Mis nudillos se reventaron, y la imagen de mi propia sangre me aterrorizó. No había practicado ningún deporte cuando era niño, nunca me había lastimado, era demasiado para mí. Levanté el monitor y lo arrojé contra la pared. Estaba llorando como un bebé, gritando, hiperventilando. Comencé a temblar y vomité en el piso. Me levanté y me acerqué dando tumbos hasta la puerta. No sé que estaba buscando, sólo sabía que tenía que salir de allí. Abrí la puerta y me quedé mirando hacia la oscuridad.
¿No intentó llamar a la puerta del vecino?
No. ¿No le parece curioso? Incluso en lo peor de mi crisis, mi ansiedad social era tan grande que cualquier contacto personal seguía siendo tabú. Di unos cuantos pasos, me resbalé, y caí sobre algo suave. Estaba frío y resbaloso, se pegó en mis manos y en mi ropa. Apestaba. Todo el pasillo apestaba. De pronto fui consciente de un leve y persistente sonido, como un carraspeo, como si algo estuviese arrastrándose lentamente por el suelo.
Traté de llamarlo, “¿hola?” Escuché un suave y gutural gemido. Mis ojos apenas estaban comenzando a acostumbrarse a la oscuridad. Comencé a reconocer una figura, grande, humana, arrastrándose sobre el abdomen. Me quedé paralizado, quería salir corriendo, pero al mismo tiempo quería… estar seguro. La puerta abierta de mi casa dibujaba un rectángulo de luz tenue y grisácea contra la pared del pasillo. Cuando esa cosa llegó hasta la luz, al fin pude ver su rostro, completamente intacto, perfectamente humano, excepto por su ojo derecho, que se balanceaba colgando del nervio. El ojo izquierdo estaba fijo en mí, y su gemido se convirtió en un áspero grito. Me levanté, entré corriendo a mi apartamento, y cerré la puerta a mis espaldas.
Mi mente estaba clara, quizá por primera vez en muchos años, y de repente me di cuenta de que podía escuchar unos gritos lejanos, y que el aire olía a humo. Me acerqué a la ventana y abrí las cortinas.
Kokura se había convertido en un infierno. Los incendios, los autos chocados… y los siafu en todas partes. Los ví entrando por las puertas, invadiendo apartamentos, devorando a gente que se escondía en esquinas y balcones. Ví a mucha gente saltando al vacío, hacia la muerte, o rompiéndose las piernas o la columna al aterrizar. Se quedaban tirados en el pavimento, sin poder moverse, gritando en agonía mientras los muertos se acercaban a ellos por todos lados. Un hombre, en el apartamento justo frente al mío, trató de enfrentarse a ellos con un palo de golf. Se dobló como si nada contra la cabeza de un zombie, mientras que otros cinco lo derribaban.
Y entonces… un golpe en la puerta. Mi puerta. Un… [sacude su puño] bom-bombom-bom… en la base, cerca del suelo. Podía escuchar esa cosa gimiendo allá afuera. Escuchaba también otros ruidos, en los demás apartamentos. Eran mis vecinos, la gente que siempre había tratado de evitar, cuyas caras y nombres casi ni podía recordar. Gritaban, imploraban, luchaban y lloraban. Escuché una voz, una mujer joven o un niño, en el apartamento directamente sobre el mío, repetía el nombre de alguien, pidiéndole que se detuviera. Pero la voz se perdió entre un coro de gemidos. Los golpes en mi puerta se hicieron más fuertes. Habían llegado más siafu. Traté de contener la puerta moviendo los muebles de la sala. Un esfuerzo inútil. Nuestro apartamento estaba, según sus estándares, casi desocupado. La puerta comenzó a ceder. Podía escuchar cómo crujían las bisagras. Deduje que sólo tendría unos cuantos minutos para tratar de escapar.
¿Escapar? Pero si no podía abrir la puerta…
Por la ventana, al balcón del apartamento de abajo. Pensé que podría amarrar unas sábanas para hacer una cuerda… [sonríe inocentemente]… lo escuché de un otaku que era fanático de las películas norteamericanas de fugas. Sería la primera vez que utilizaría el conocimiento que había acumulado.
Afortunadamente, el tejido resistió. Me descolgué por el balcón y comencé a bajar hacia el otro apartamento. De inmediato comencé a sentir calambres en los músculos. Nunca les había prestado mucha atención, y ahora ellos me lo estaban haciendo pagar caro. Luché para controlar mis movimientos y para no pensar en el hecho de que estaba a diecinueve pisos sobre el suelo. El viento era terrible, caliente y seco por culpa de todos esos incendios. Una corriente me sacudió y me arrojó contra la pared del edificio. Reboté contra el concreto y estuve a punto de soltarme. Pude sentir las puntas de mis pies rozando el riel del balcón de abajo, y tuve que hacer un gran esfuerzo para relajarme y dejarme caer esos pocos centímetros que faltaban. Aterricé sobre mi trasero, tosiendo y jadeando por culpa del humo. Podía escuchar ruidos en mi propio apartamento, los muertos habían derribado la puerta. Miré hacia arriba y ví una cabeza, el siafu de un solo ojo estaba tratando de pasar por el espacio entre el riel y el piso del balcón. Se quedó allí colgado por un momento, la mitad en el aire, la mitad adentro, y con un último empujón se desplomó por un costado. No puedo dejar de pensar que seguía tratando de agarrarme mientras caía, una imagen de pesadilla, cayendo hacia el suelo con los brazos extendidos hacia mí, y el ojo colgante pegado contra su frente.
Podía escuchar a los otros siafu en mi balcón, y me dí la vuelta para ver si había alguno en aquel apartamento. Afortunadamente, la puerta del frente había sido asegurada como la mía. No se escuchaba ningún ruido de atacantes en el exterior. También fue un alivio ver una capa de polvo y cenizas sobre la alfombra. Era gruesa y sin huellas, lo que me indicaba que nada ni nadie había caminado por allí en un par de días. Por un momento creí estar solo, hasta que noté el olor.
Abrí la puerta del baño y fui rechazado por una nube invisible de podredumbre. Había una mujer en la bañera. Se había cortado las venas, unas heridas largas y verticales a lo largo de las arterias, para asegurarse de que lo había hecho bien. Se llamaba Reiko. Era la única vecina que me había esforzado por conocer. Era una acompañante muy solicitada en un club para hombres de negocios extranjeros. Siempre había fantaseado sobre cómo se vería desnuda. Ahora lo sabía.
Fue curioso, lo que más me perturbó fue que no pude recordar ninguna oración para los muertos. Había olvidado todo lo que mis abuelos habían tratado de enseñarme de niño, rechazándolo como datos obsoletos. Era una vergüenza, lo poco que sabía sobre las costumbres de mi gente. Lo único que pude hacer fue quedarme allí como un idiota, y murmurar una torpe disculpa por tomar sus sábanas.
¿Sus sábanas?
Necesitaba más cuerda. Sabía que no podría quedarme allí por mucho tiempo. Además del riesgo para la salud que representa un cadáver descompuesto, no sabía cuánto tardarían los siafu de los otros pisos en sentir mi presencia y atacar la barricada. Tenía que salir del edificio, salir de la ciudad, y con algo de suerte, encontrar una manera para salir de Japón. Todavía no tenía un plan bien pensado. Sólo sabía que tenía que seguir bajando, un piso a la vez, hasta llegar a la calle. Pensé que el entrar en varios apartamentos me daría la oportunidad de reunir algunas provisiones, y aunque mi método de la cuerda de sábanas era arriesgado, no podía ser peor que todos esos siafu que seguramente estarían acechando en las escaleras y los pasillos del edificio.
¿Pero no sería más peligroso cuando llegara a la calle?
No, es más seguro. [Se fija en mi reacción.] No, en serio. Era una de las cosas que había aprendido en línea. Los muertos vivientes son lentos y es fácil escapar de ellos, incluso caminando. En un lugar cerrado, se corre el riesgo de quedar atrapado en un rincón estrecho, pero en un espacio abierto las opciones son infinitas. Mejor aún, en los reportes de los sobrevivientes que leí en línea, aprendí que el caos de una infección a gran escala puede ser utilizado como ventaja. Con tantos humanos aterrados y desorganizados distrayendo a los siafu, ¿qué posibilidades había de que se fijaran en mí? En tanto me fijara en donde pisaba, caminara rápidamente, y no tuviera la mala suerte de ser atropellado por algún conductor estúpido o herido por una bala perdida, tenía una enorme oportunidad de navegar con seguridad entre el caos de las calles. El problema era llegar hasta ellas.
Me tardé tres días en llegar hasta el piso de abajo. Eso se debió en parte a mi vergonzoso estado físico. Para un atleta entrenado, mis piruetas con cuerdas improvisadas habrían sido todo un reto, así que puede imaginarse lo que fueron para mí. En retrospectiva, es todo un milagro el no haber caído al vacío, o no haber sufrido una infección mortal, con todas las heridas y raspaduras que soporté. Mi cuerpo se sostuvo gracias a la adrenalina y a un montón de analgésicos. Estaba agotado, nervioso, y no había dormido en esos tres días. No pude descansar apropiadamente. Cuando oscurecía, movía todo lo que podía contra la puerta del apartamento de turno, y me sentaba en un rincón, llorando, limpiando mis heridas, y maldiciendo mi debilidad hasta que el cielo volvía a aclarar. Una noche sí logré cerrar los ojos, incluso dormí por algunos minutos, pero los golpes de los siafu contra la puerta me hicieron saltar de inmediato por la ventana. Pasé el resto de la noche tirado en el piso del apartamento de más abajo. La puerta de vidrio deslizante estaba asegurada y no tuve la fuerza ni el valor para romperla.
La segunda causa de mi demora fue mental, no física, y se debió a mi necesidad obsesivo-compulsiva de buscar cosas que me ayudaran a sobrevivir, sin importar cuánto me tardara. Mi vida en línea me había enseñado todo lo que había que saber sobre las armas adecuadas, ropa, comida y medicamentos. El problema era encontrarlos en un edificio de apartamentos donde sólo vivían asalariados de ciudad.
[Se ríe.]
Debí verme muy gracioso, bajando por esas cuerdas de sábanas con el abrigo de un traje de oficina, y la mochila rosada de “Hello Kitty” de Reiko. Me tomó mucho tiempo, pero para el tercer día tenía casi todo lo que necesitaba, todo menos un arma decente.
¿No había nada?
[Sonríe.] Esto no es Norteamérica, en donde había más armas de fuego que personas. Es verdad —un otaku de Kobe sacó esa información directamente de los registros de su Asociación Nacional de Armas de Fuego.
Pero quizá una herramienta, un martillo, una barra de acero…
¿Y qué asalariado promedio le hace mantenimiento a su propia casa? Pensé en usar un palo de golf —de esos sí había muchos— pero recordé lo que le había pasado al hombre del apartamento del frente. Encontré un bate de béisbol hecho de aluminio, pero había sido usado tanto y estaba tan deformado, que ya no servía para nada. Busqué en todas partes, créame, pero no había nada lo suficientemente fuerte, duro o afilado como para defenderme. Pensé que una vez que llegara a la calle, quizá tendría mejor suerte —un bastón de un policía muerto, o hasta el arma de algún soldado.
Ese tipo de pensamientos fue lo que casi me cuesta la vida. Estaba a sólo cuatro pisos de altura, ya casi terminaba, y ya no me quedaba más cuerda. Cada sección que hacía me permitía alcanzar varios pisos, y en el de más abajo, conseguía más sábanas para hacer otra cuerda. Sabía que aquel sería el último tramo. Para ese momento tenía mi plan de escape bien organizado: aterrizar en el balcón del cuarto piso, entrar en el apartamento a buscar más sábanas (ya me había dado por vencido con la idea de conseguir un arma), bajar hasta la acera, robar la motocicleta más decente que viera (aunque no tenía ni idea de cómo conducir una), alejarme hacia el horizonte como uno de esos viejos bosozoku,48 y quizá hasta recoger una mujer o dos en el camino. [Se ríe.] Mi mente ya no estaba funcionando bien. Incluso si la primera parte del plan hubiese funcionado y hubiese llegado al suelo sin problemas, con mi cabeza en ese estado… bueno, lo que importa es que no lo logré.
Aterricé en el balcón del cuarto piso, iba a abrir la puerta deslizante, y me encontré mirando directamente el rostro de un siafu. Era un hombre joven, de veintitantos años, con un traje hecho pedazos. Le habían arrancado la nariz de un mordisco, y apretaba su rostro ensangrentado contra el cristal. Salté hacia atrás, me agarré de la cuerda, y traté de subir de nuevo. Mis brazos no me respondieron. No sentí dolor ni calambres —mis músculos simplemente habían llegado a su límite. El siafu comenzó a gemir y a golpear el cristal con sus puños. Desesperado, traté de columpiarme de un lado al otro, tratando de desplazarme por la pared del edificio, y quizá aterrizar en el balcón de al lado. El cristal se rompió y el siafu trató de agarrarme de las piernas. Me impulsé con las piernas contra la pared, solté la cuerda, y me lancé con todas mis fuerzas contra el otro balcón… y fallé.
La única razón por la que estoy aquí hablando con usted, es porque mi caída en diagonal me llevó hasta el balcón de más abajo. Aterricé sobre mis piernas, me tropecé, y estuve a punto de caer por el otro lado. Entré al apartamento y de inmediato comencé a buscar si había otros siafu. La sala estaba vacía, y el único mueble era una mesa baja tradicional que estaba apoyada contra la puerta. El dueño debía haberse suicidado como los demás. No olía nada raro, así que supuse que se había lanzado por la ventana. Concluí que estaba solo, y esa pequeña sensación de alivio fue suficiente para que mis piernas dejaran de sostenerme. Me apoyé contra la pared de la sala, casi delirando por el cansancio. Había una colección de fotografías decorando la pared del otro lado. El dueño del apartamento había sido un anciano, y las fotografías daban cuenta de una vida muy activa. Había tenido una gran familia, muchos amigos, y había viajado a lo que parecían lugares exóticos e interesantes por todo el mundo. Yo ni siquiera había pensado en salir de mi propio dormitorio, mucho menos en vivir una vida como esa. Me prometí que si lograba salir vivo de aquella pesadilla, no sólo iba a dedicarme a sobrevivir, ¡iba a vivir!
Mi atención se dirigió al otro objeto que decoraba el cuarto, un Kami Dana, un altar tradicional de Shinto. Había algo en el piso bajo el altar, supuse que era una carta de suicidio. El viento seguramente la derribó cuando abrí la puerta del balcón. No me pareció correcto dejarla allí tirada, así que crucé el cuarto como pude y me agaché para recogerla. Muchos Kami Dana tienen un pequeño espejo en el centro. Mis ojos captaron un movimiento en el espejo, algo que salía cojeando de uno de los cuartos a mis espaldas.
La adrenalina me invadió al mismo tiempo que me daba la vuelta. El anciano todavía estaba en casa, y los vendajes sobre su rostro indicaban que no llevaba mucho tiempo reanimado. Se lanzó sobre mí; y me agaché. Mis piernas seguían débiles, y alcanzó a agarrarme por el pelo. Me retorcí, tratando de liberarme. Comenzó a tirar de mi cabeza, acercándola a su cara. Era sorprendentemente fuerte para su edad, con una musculatura igual, o incluso mayor que la mía. Pero sus huesos eran frágiles, y los escuché romperse cuando agarré el brazo que me sostenía. Le dí una patada en el pecho y salió despedido hacia atrás, su brazo roto aún sosteniendo un mechón arrancado de mi pelo. Golpeó contra la pared, y las fotografías cayeron sobre él, cubriéndolo de pedazos de vidrio. Se levantó y se lanzó nuevamente sobre mí. Retrocedí, me preparé, y lo agarré del brazo que seguía bueno. Se lo retorcí por la espalda, agarré con mi otra mano la parte de atrás de su cuello, y con un rugido que no creí posible en mí, lo empujé, corrí, y lo llevé hasta el balcón, arrojándolo sobre el riel. Aterrizó de frente contra el pavimento, su cabeza seguía gimiendo y mirándome, a pesar de que el resto de su cuerpo estaba completamente destrozado.
De pronto hubo unos golpes en la puerta, otros siafu habían escuchado nuestra lucha. Comencé a trabajar llevado sólo por el instinto. Corrí hasta el cuarto del anciano y quité las sábanas de su cama. Decidí que no necesitaba muchas, sólo tenía que bajar tres pisos, y entonces… entonces me detuve, me quedé congelado, tan inmóvil como una fotografía. Eso precisamente era lo que había llamado mi atención, una fotografía que colgaba de la pared de su cuarto. Era en blanco y negro, granulosa, y mostraba una familia vestida con atuendo tradicional. Había una madre, un padre, un niño, y un joven en uniforme militar, supongo que se trataba del anciano. Tenía algo en la mano, algo que hizo que mi corazón se detuviera por un momento. Me incliné ante el hombre de la fotografía, y le dirigí un sincero “arigato,” casi a punto de llorar.
¿Qué tenía en la mano?
La encontré en el fondo de un baúl, bajo una pila de papeles amarrados y los restos remendados del uniforme de la fotografía. La funda era verde, abollada, hecha de aluminio al estilo militar, y con un mango improvisado de cuero reemplazando la piel de tiburón original, pero la hoja… brillante como la plata, y era forjada, no cortada a máquina… con una leve curvatura como un torii, y una larga y aguda punta. Unas líneas gruesas y rectas recorrían toda la cresta, decorada con el kiku-sui, el Crisantemo Imperial, y un río auténtico, no grabado con ácido, demarcando el borde afilado. Una artesanía exquisita, y era claro que había sido hecha para combatir.
[Yo señalo hacia la espada que descansa a un lado, y Tatsumi sonríe.]



KYOTO, JAPÓN
[El sensei Tomonaga Ijiro sabe exactamente quién soy, incluso antes de que entrar al salón. Al parecer, yo camino, huelo, y hasta respiro como un norteamericano. El fundador de los Tatenokai del Japón, o “Sociedad del Escudo,” me saluda con una inclinación y un apretón de manos, y luego me invita a sentarme frente a él como otro de sus estudiantes. Kondo Tatsumi, segundo hombre al mando después de Tomonaga, nos sirve el té y se sienta al lado del anciano maestro. Tomonaga comienza nuestra entrevista con una disculpa por cualquier incomodidad que pueda causarme su apariencia. Los ojos sin vida del sensei no han visto la luz desde que era un adolescente.]

Yo soy un “hibakusha.” Perdí la vista a las 11:02 de la mañana, el 9 de Agosto de 1945, según su calendario. Estaba en la cima del monte Kompira, a cargo de la estación de alerta aérea junto con otros muchachos de mi clase. Ese día estaba nublado, así que escuché, pero no ví, el B-29 que pasaba sobrevolando nuestras cabezas. Era un solo B-san, probablemente en un vuelo de reconocimiento, y no valía la pena reportarlo. Me reí cuando mis compañeros saltaron dentro de la trinchera. Mantuve mis ojos fijos sobre el Valle de Urakami, con la esperanza de ver, al menos por un instante, el bombardero norteamericano. Lo único que ví fue un gran destello, la última cosa que vería en mi vida.
En Japón, los hibakusha, los “sobrevivientes de la bomba,” ocupan un lugar único en la escalera social del país. Nos trataban con simpatía y con comprensión: víctimas y héroes a la vez, y símbolos de toda lucha política. Sin embargo, como seres humanos, éramos poco más que indeseables. Ninguna familia permitía que sus hijos o hijas se casaran con nosotros. Los hibakusha eran impuros, manchas de sangre en las cristalinas aguas del onsen49 genético del Japón. Yo sentía esa vergüenza en un nivel mucho más personal. Yo no sólo era un hibakusha, sino que mi ceguera me convertía también en un estorbo.
A través de las ventanas del hospital, podía escuchar los sonidos de nuestra nación luchando por reconstruirse. ¿Y cuál era mi contribución a ese esfuerzo? ¡Nada!
Muchas veces traté de conseguir cualquier clase de empleo, un trabajo, sin importar qué tan pequeño o denigrante fuera. Pero nadie me recibía. Seguía siendo un hibakusha, y conocí montones de palabras corteses e hipócritas de rechazo. Mi hermano me pidió que me quedara con él, insistiendo en que él y su esposa me cuidarían y me encontrarían alguna labor “útil” en la casa. Para mí eso era peor que el hospital. Lo acababan de licenciar en el ejército, y él y su esposa estaban tratando de concebir otro bebé. Me resultaba impensable imponerles una carga como esa. Por supuesto, también pensé en acabar con mi propia vida. De hecho lo intenté en varias ocasiones. Pero algo me lo impedía, deteniendo mi mano cada vez que tomaba un puñado de píldoras o un vidrio roto. Concluí que debía ser debilidad, ¿qué otra cosa podía ser? Un hibakusha, un parásito, y además un cobarde sin honor. Mi vergüenza no conocía fin en esos días. Tal y como el Emperador lo dijo en su carta de rendición, en verdad estaba “soportando lo insoportable.”
Abandoné el hospital sin decírselo a mi hermano. No sabía hacia dónde ir, sólo sabía que tenía que alejarme lo más posible de mi vida, de mis recuerdos, y de mí mismo. Viajé mucho, casi todo el tiempo pidiendo limosnas… ya no tenía honor qué perder… hasta que me establecí en Sapporo, en la isla de Hokkaido. Ese territorio frío del norte siempre ha sido la prefectura menos habitada de Japón, y con la pérdida de Sakhalin y las Kuriles, se había convertido, como dicen los occidentales, en “el final del camino.”
En Sapporo conocí a un jardinero ainú, Ota Hideki. Los ainú son el grupo indígena más antiguo del Japón, y en la escala social del país están mucho más abajo incluso que los coreanos.
Quizá fue por eso que se compadeció de mí, otro paria expulsado de la gran tribu de Yamato. Quizá también lo hizo porque no tenía nadie más a quién heredarle sus conocimientos. Su hijo nunca regresó de Manchuria. Ota-san trabajaba en el Akakaze, un antiguo hotel de lujo que había sido convertido en un centro de repatriación para los exiliados japoneses de China. Al principio, la administración se quejó de que no tenían fondos suficientes para pagar otro jardinero. Ota-san me pagó de su propio bolsillo. Era mi maestro y mi único amigo, y cuando murió, yo mismo pensé en seguirlo a la tumba. Pero como era un cobarde, no pude reunir las fuerzas para hacerlo. En lugar de eso continué viviendo, trabajando en silencio mientras el Akakaze dejaba de ser un centro de repatriación y volvía a ser un hotel de lujo, y Japón pasaba de ser un basurero conquistado a ser una superpotencia económica.
Yo seguía trabajando en el Akakaze cuando escuché sobre la primera infección en nuestro territorio. Estaba podando los arbustos cerca del restaurante, cuando escuché a algunos de los clientes discutiendo sobre los asesinatos de Nagumo. De acuerdo con su conversación, un hombre había asesinado a su esposa, y luego se había lanzado sobre el cadáver como un perro hambriento. Fue la primera vez que escuché hablar de la “Rabia Africana.” Traté de ignorarlos y de seguir con mi trabajo, pero al día siguiente hubo más conversaciones, más voces susurrantes en el jardín y junto a la piscina. Nagumo era una noticia vieja comparado con el grave contagio en el Hospital Sumitomo de Osaka. Y al día siguiente hablaban de Nagoya, y luego Sendai, y de Kyoto. Traté de alejar sus conversaciones de mi mente. Había ido a Hokkaido para apartarme del mundo, para vivir allí mis días de vergüenza y de ignominia.
La voz que finalmente me convenció del peligro fue la del administrador del hotel, un empleado sumamente serio que no toleraba las estupideces, y que siempre hablaba lento y de forma muy educada. Después de la epidemia en Hirosaki, organizó una reunión de personal para desmentir, de una vez por todas, todos esos rumores sobre los muertos que volvían a la vida. Yo sólo podía escuchar su voz, pero uno puede saber todo acerca de una persona por lo que pasa cuando abre su boca. El señor Sugawara estaba pronunciando sus palabras con demasiado cuidado, sobre todo las consonantes fuertes y agudas. Hacía eso para compensar por una dificultad del habla que había tenido muchos años antes, una dificultad que amenazaba con manifestarse nuevamente cada vez que sentía ansiedad. Yo había detectado antes ese mecanismo de defensa en el casi imperturbable Sugawara-san, una vez durante el terremoto del 95, y otra vez en el 98, cuando Corea del Norte había enviado un “misil de prueba” nuclear y de largo alcance sobre nuestro territorio. La cuidadosa articulación de Sugawara-san había sido casi imperceptible en aquel entonces, pero en esta ocasión podía escucharla tan claro como las sirenas de bombardeo de mi juventud.
Y así, por segunda vez en mi vida, decidí escapar. Pensé en avisarle a mi hermano, pero había pasado tanto tiempo que no tenía idea de cómo contactarlo, o si seguía con vida. Ese fue el último, y quizá el más grande de todos mis actos deshonrosos, el peso más grande que voy a llevarme a la tumba.
¿Por qué escapó? ¿Acaso tenía miedo de morir?
¡Claro que no! ¡Incluso lo deseaba! Morir, la idea de librarme de una vida miserable era demasiado buena como para ser cierta… Lo que temía era que, una vez más, podía convertirme en una carga para la gente a mi alrededor. Podía retrasar a alguien que tratara de ayudarme, ocuparía el lugar de alguien más digno en los vehículos de evacuación, pondría en peligro las vidas de aquellos que trataran de salvar a un viejo ciego que no merecía ser salvado… ¿Y qué tal si esos rumores sobre los muertos volviendo a la vida eran ciertos? ¿Qué tal si resultaba infectado y volvía de entre los muertos a amenazar la vida de mis compatriotas? No, ese no iba a ser el destino de este miserable hibakusha. Si iba a morir, sería de la misma manera en que había vivido todo el tiempo. Olvidado, aislado y solo.
Me fui esa noche y comencé a caminar hacia el sur por la Autopista Central de Hokkaido. Lo único que llevaba conmigo era una botella de agua, algo de ropa limpia, y mi ikupasuy,50 una pala de jardinería larga y plana, similar a una vara de media-luna shaolín, y que por muchos años me había servido también como bastón. Todavía había mucho tráfico terrestre por esos días —el petróleo de Indonesia y del Golfo seguía llegándonos— y muchos conductores de camión y motociclistas fueron muy amables al darme un “aventón.” Con cada uno de ellos, la conversación se centraba en la crisis: “¿Ya supo que las Fuerzas de Defensa fueron movilizadas?”; “El gobierno va a tener que declarar un estado de emergencia”; “¿Se enteró de que anoche hubo un ataque aquí mismo, en Sapporo?” Nadie estaba seguro de qué pasaría al día siguiente, qué tanto iba a extenderse el desastre, ni quién sería la próxima víctima, y sin embargo, sin importar con quién hablara o qué tan asustados estuvieran, todas las conversaciones terminaban inevitablemente con un “…pero estoy seguro de que las autoridades nos dirán qué hacer.” Un camionero incluso me dijo, “en cualquier momento, ya verá, es sólo cuestión de esperar y no hacer un alboroto.” Esa fue la última voz humana que escuché, el día en que abandoné la civilización y me interné en las Montañas Hiddaka.
Conocía muy bien ese parque nacional. Ota-san me había llevado allí todos los años a recoger sansai, un tipo de verdura salvaje que atraía a los botánicos, caminantes, y cocineros de todas las demás islas. Al igual que un hombre que se levanta en medio de la noche recuerda cómo están dispuestas todas las cosas en su dormitorio, yo conocía cada río, cada roca, cada árbol y cada parche de musgo de aquella zona. Recordaba también la localización de cada onsen que brotaba sobre la superficie, y por lo tanto nunca me faltaba un baño mineral fresco y revitalizante. Todos los día me repetía “Es un lugar perfecto para morir, pronto tendré un accidente, algún tipo de caída, o me enfermaré, me contagiaré de algo o comeré una raíz venenosa, o quizá me decida por fin a tomar el camino más honorable y dejaré de comer.” Sin embargo, todos los días me bañaba y conseguía comida, me abrigaba bien y cuidaba cada paso. A pesar de que deseaba la muerte, tomaba todas las medidas necesarias para evitarla.
No tenía forma de saber lo que estaba pasando en el resto del país. Podía escuchar algunos sonidos distantes, helicópteros, cazas, el chillido firme y lejano de los aviones comerciales. Pensé que podía haberme equivocado, quizá la crisis ya había pasado. A pesar de todo, quizá las “autoridades” habían salido victoriosas, y el peligro ya había sido olvidado por todo el mundo. Quizá mi apresurada huída sólo había abierto una vacante para el empleo de jardinero en el Akakaze, y a lo mejor, una mañana, me despertarían los gritos de unos guardabosques, o las risas y los susurros de unos estudiantes en excursión. En efecto, algo sí me despertó una mañana, pero no era un grupo de estudiantes indisciplinados, y no, tampoco era uno de ellos.
Era un oso, uno de los muchos osos higuma, grandes y pardos, que viven en los bosques de Hokkaido. Los higuma habían llegado originalmente desde la Península de Kamchatka, y tenían la misma ferocidad y fuerza de sus primos siberianos. Aquel era enorme, pude saberlo por el tono y la resonancia de su respiración. Calculé que estaba a no más de cuatro o cinco metros de mí. Me levanté lentamente y sin temor. A mi lado descansaba mi ikupasuy. Era lo más aproximado que tenía a un arma, y supongo que si la hubiese usado, habría podido oponer una extraordinaria defensa.
Pero no la usó.
No quería hacerlo. Aquel animal no era un depredador hambriento encontrado por azar. Era mi destino, o eso creí. Aquel encuentro sólo podía ser la voluntad de los Kami.
¿Quiénes son los Kami?
Qué son los Kami. Los Kami son los espíritus que habitan cada faceta de nuestra existencia. Les rezamos, los honramos, y esperamos complacerlos y ganarnos su favor. Son los mismos espíritus que hacen que las corporaciones japonesas bendigan el terreno en el que construirán una fábrica, y la razón por la que los japoneses de mi generación respetábamos al Emperador como a un Dios. Los Kami son la base del Shinto, que literalmente significa “El Camino de los Dioses,” y el respeto por la naturaleza es uno de sus principios más antiguos y sagrados.
Por eso estaba seguro de que se trataba de su voluntad. Al irme a vivir en el bosque, había contaminado de alguna manera la naturaleza. Después de deshonrarme a mí mismo, a mi familia, y a mi país, había dado el último paso y había deshonrado a los Dioses. Ellos habían enviado a un asesino para hacer lo que yo no había sido capaz, para borrar la mancha que yo había dejado. Agradecí a los Dioses por su misericordia. Lloré un poco mientras me preparaba para recibir el golpe final.
Pero no llegó. El oso se quedó allí, resoplando, y luego emitió un suspiro agudo, casi como el de un niño. “¿Qué pasa contigo?” le grité a aquel carnívoro de trescientos kilos. “¡Ven y acaba conmigo!” El oso siguió quejándose como un perro asustado y luego se alejó corriendo, como una presa que huye aterrorizada. En ese momento escuché el gemido. Giré, y traté de concentrarme en mis oídos. Por la posición de la boca, supe que era más alto que yo. Escuché un pié arrastrándose por la tierra suave y húmeda, y el aire que burbujeaba a través de una herida abierta en su pecho.
Lo escuchaba acercándose, gimiendo y manoteando. Logré esquivar su torpe intento de agarrarme y tomé mi ikupasuy. Concentré mi ataque en el origen de los gemidos. Fue un golpe rápido, y el crujido resonó a lo largo de mis brazos. La criatura cayó sobre la tierra mientras yo daba un triunfante grito de “¡Diez Mil Años!”
Resulta difícil describir lo que sentí en ese momento. La furia había estallado en mi corazón, una fuerza y un valor que habían expulsado mi vergüenza como el sol expulsa a la noche de los cielos. De inmediato supe que los Dioses me habían favorecido. El oso no había sido enviado para matarme, había sido enviado como advertencia. No entendí la razón en ese momento, pero sabía que tendría que sobrevivir hasta el día en que esa razón me fuese revelada.
Y eso fue lo que hice durante los meses siguientes: sobreviví. Dividí mentalmente la reserva de Hiddaka en una serie de varios cientos de chi-tai.51 Cada chi-tai contenía algún objeto que representaba una protección física —un árbol, o una roca alta y plana— lugares en los que podía dormir sin estar expuesto al peligro de un ataque repentino. Siempre dormía durante el día, y sólo viajaba, buscaba comida, y cazaba de noche. No sabía si las bestias dependían de la visión tanto como los humanos, y no quería darles ni la más mínima ventaja.52
La pérdida de mi visión me había preparado para estar siempre alerta mientras caminaba. Las personas que pueden ver tienden a ser descuidadas, y a dar por sentada su seguridad al moverse; ¿Si no es así, entonces cómo pueden tropezarse con algo que está a plena vista? El problema no está en los ojos sino en la mente, en un proceso de pensamiento perezoso, alimentado por toda una vida de dependencia de los ojos. Pero eso no pasa con la gente como yo. Yo tenía que estar en guardia todo el tiempo, cuidándome de cualquier peligro potencial, concentrado, alerta, y “midiendo cada uno de mis pasos,” por así decirlo. Añadir un peligro más a todo eso no era ningún problema. Cada vez que caminaba, lo hacía sólo por unos cuantos cientos de pasos a la vez. Luego me detenía, escuchaba, olía el aire, y a veces hasta presionaba mi oreja contra el suelo. Ese método nunca me falló. Nunca me sorprendieron, nunca me encontraron con la guardia baja.
¿Alguna vez tuvo problemas para detectarlos en la distancia, por no poder ver a los que estaban a varios kilómetros?
Mis actividades nocturnas habrían sido un problema incluso para alguien con una visión normal, y cualquier bestia a varios kilómetros de distancia no representaba más peligro para mí que el que yo representaba para ella. No tenía que ponerme en guardia sino hasta que entraban en lo que yo llamo el “círculo de seguridad sensorial,” que es la distancia que podía percibir con mis oídos, mi nariz, mis manos y mis pies. En un buen día, cuando las condiciones eran propicias y Haya-ji53 estaba de buen humor, ese círculo se extendía casi medio kilómetro a mi alrededor. En los días malos, esa distancia podía acortarse a no más de quince o treinta pasos. Pero esos incidentes eran escasos, y ocurrían sólo cuando hacía enfurecer a los Kami, auque no alcanzo a imaginarme la razón. Las bestias también me ayudaban a su manera, y siempre tenían la decencia de avisarme antes de atacar.
Ese aullido que lanzan en el momento en que detectan una presa no sólo me advertía de la presencia de una de esas criaturas, sino que también me indicaba su dirección, distancia, y momento exacto del ataque. Escuchaba su gemido resonando por las colinas y los campos, y sabía que, quizá en media hora, uno de los muertos vivientes estaría pasando a visitarme. En ocasiones como esa me detenía y me preparaba pacientemente para el ataque. Dejaba mi mochila a un lado, estiraba las piernas y los brazos, y algunas veces buscaba un lugar tranquilo para meditar. Siempre sabía cuándo estaban lo suficientemente cerca para atacar, y siempre me despedía de ellos con una inclinación y les agradecía por tener la cortesía de avisarme primero. Casi sentía lástima por esa pobre escoria inmunda, cruzando a pié todo aquel lugar, lenta y metódicamente, sólo para terminar su viaje con una cabeza partida o un cuello cercenado.
¿Siempre acababa con sus enemigos de un solo golpe?
Siempre.
[Imita una estocada con una ikupasuy imaginaria.]
Golpear de frente, nunca en arco. Al principio apuntaba hacia la base del cuello. Luego, cuando mis habilidades mejoraron con el tiempo y la experiencia, aprendí a golpear aquí…
[Extiende su mano horizontalmente, apoyándola en la depresión entre la frente y la nariz.]
Era un poco más difícil que la simple decapitación, con todo ese hueso duro en el medio, pero servía para destrozar el cerebro de una sola vez, a diferencia de lo que ocurría con la decapitación, porque la cabeza seguía viva y requería de un segundo golpe.
¿Y qué pasaba cuando había más de un atacante? ¿Era más problemático?
Sí, al comienzo. Cuando sus números aumentaron, me encontré rodeado en más de una ocasión. Esas primeras batallas eran… “sucias.” Debo admitirlo, permitía que mis emociones tomaran el control de mis manos. Era como un remolino, no como un relámpago. Durante un combate en Tokachi-dake, destruí a cuarenta y uno de ellos en ese mismo número de minutos. Estuve limpiando fluidos corporales de mi ropa toda la noche. Después, cuando comencé a desarrollar más creatividad con mis tácticas, permitía que los Dioses me asistieran en el combate. Llevaba a las bestias hasta la base de una roca alta, y aplastaba sus cabezas desde arriba. Otras veces buscaba una roca estrecha que les permitiera subir a buscarme, no todos a la vez, como comprenderá, sino de uno en uno, y así podía empujarlos y destrozarlos contra el terreno rocoso de más abajo. Siempre agradecía al espíritu de la roca, el desfiladero, y la cascada que los recibía después de cientos de metros de caída. Claro que traté de que ese último incidente en la cascada no se convirtiera en costumbre. La escalada para bajar a recuperar el cuerpo fué muy difícil.
¿Usted bajó a buscar en cadáver?
Para enterrarlo. No podía dejarlo allí contaminando el río. No habría sido… “adecuado.”
¿Entonces siempre enterraba los cuerpos?
Hasta el último de ellos. En una ocasión, después de Tokachi-dake, tuve que cavar por tres días. Las cabezas siempre las cortaba; la mayoría de las veces las quemaba, pero en Tokachi-dake, las arrojé dentro de un cráter volcánico para que la furia de Oyamatsumi54 limpiara su pestilencia. Nunca entendí del todo por qué lo hacía. Sólo sentía que era lo correcto, para separar los cuerpos de la fuente del mal.
La respuesta llegó a mí durante la víspera de mi segundo invierno en el exilio. Era la última noche que dormiría en las ramas de un frondoso árbol. Cuando comenzara a caer la nieve, tendría que regresar a la caverna en la que había pasado el invierno anterior. Me había acabado de acostar y esperaba a que el calor del amanecer me arrullara hasta dormirme. Entonces escuché el sonido de unos pasos, demasiado rápidos y fuertes como para ser los de una bestia. Haya-ji quiso mostrarse favorable conmigo. Me llevó el olor de lo que sólo podía ser otro ser humano. Había aprendido que los muertos vivientes carecían casi por completo de olor. Sí claro, tenían un leve olor a carne descompuesta, quizá un poco más fuerte si el cuerpo se había reanimado hacía mucho tiempo, o si la carne masticada había pasado a través de su abdomen y se había acumulado en un montón podrido entre sus pantalones. Pero aparte de eso, los muertos vivientes poseen lo que yo llamo “una peste inodora.” No producen sudor, orina, ni heces en un sentido convencional. Ni siquiera tienen las bacterias en el estómago y la boca que producen el mal aliento en los humanos. Pero nada de eso se aplicaba a la criatura de dos patas que corría hacia mi refugio. Su boca, su cuerpo, su ropa… era evidente que ninguna de ellas había sido lavada en mucho tiempo.
Todavía estaba oscuro, así que no me vio. Sabía que su recorrido lo llevaría justo bajo las ramas de mi árbol. Me agaché en silencio. No sabía si se trataba de alguien hostil, un demente, o alguien recién contagiado. No iba a correr riesgos.
[En ese momento, Kondo nos interrumpe.]
KONDO: Cayó sobre mí sin darme tiempo de reaccionar. Mi espada salio volando, y mis pies cedieron bajo mi propio peso.
TOMONAGA: Lo golpeé directamente entre los omoplatos, no tan fuerte como para causar daño permanente, pero lo suficiente como para sacar todo el aire de su cuerpo débil y desnutrido.
KONDO: Me inmovilizó boca abajo, con el rostro contra el suelo, y el filo de la pala esa apoyado firmemente contra la parte de atrás de mi cuello.
TOMONAGA: Le dije que se quedara quieto, que lo mataría si se movía.
KONDO: Traté de hablar, balbuciendo a pesar de la tos, diciéndole que era inofensivo, que no sabía que él estaba allí, y que sólo quería seguir huyendo por mi cuenta.
TOMONAGA: Yo le pregunté hacia dónde iba.
KONDO: Le dije que hacia Nemuro, el principal puerto de evacuación de Hokkaido, donde quizá habría todavía algún transporte, un barco pesquero, o… cualquier cosa que me permitiera ir a Kamchatka.
TOMONAGA: No le entendí. Le ordené que me explicara.
KONDO: Le conté todo, sobre la plaga, y la evacuación. Lloré cuando le dije que todo Japón había sido abandonado, que Japón ya no existía.
TOMONAGA: Y entonces lo supe. Supe por qué los Dioses me habían quitado la vista, por qué me habían enviado a Hokkaido a aprender a cuidar la tierra, y por qué habían enviado al oso a despertarme.
KONDO: Se comenzó a reír mientras me ayudaba a levantarme y a limpiarme el polvo de la ropa.
TOMONAGA: Le dije que Japón no había sido abandonado, que todavía quedaban las personas que los Dioses habían elegido como sus jardineros.
KONDO: Al principio no entendí…
TOMONAGA: Así que le expliqué que, como con cualquier jardín, no podíamos permitir que Japón se marchitara y muriera. Íbamos a cuidarlo, abonarlo, y a aniquilar la plaga andante que lo invadía. Restauraríamos toda su belleza y pureza, para el día en que sus hijos regresaran.
KONDO: Pensé que era un viejo loco, y se lo dije de frente. ¿Sólo nosotros dos contra millones de siafu?
TOMONAGA: Le devolví su espada; su peso y balance se sintieron casi familiares. Le dije que quizá íbamos a enfrentar a cincuenta millones de demonios, pero que esos demonios estarían luchando contra los Dioses.



CIENFUEGOS, CUBA
[Sergio García Álvarez me sugiere que nos reunamos en su oficina. “La vista es grandiosa,” según me dice. “No se decepcionará.” Ubicada en el piso sesenta y nueve del edificio de la Caja de Ahorros de Malpica, el segundo edificio más alto de Cuba después de la Torre José Martí de La Habana, la oficina del señor Álvarez tiene una espectacular vista hacia la brillante metrópolis y el concurrido puerto más abajo. Es la “hora mágica” para los edificios de energía independiente como el Malpica, la hora del día en que sus ventanas fotovoltáicas capturan la luz del sol poniente, y se tiñen de un casi imperceptible tono magenta. El señor Álvarez tiene razón. La vista no me decepciona.]

Cuba ganó la Guerra Zombie; quizá no es una declaración muy humilde, teniendo en cuenta lo que pasó en los demás países, pero tan sólo mire cómo estábamos hace veinte años y cómo estamos hoy.
Antes de la guerra, vivíamos en un estado casi total de aislamiento, peor que durante el auge de la Guerra Fría. Al menos en los tiempos de mi padre se podía contar con un considerable bienestar económico gracias a la Unión Soviética y a sus títeres dentro de la Comunidad Económica Internacional. Pero desde la caída del bloque comunista, nuestra existencia había sido una vida de privaciones permanentes. Racionamiento de comida, de combustible… lo más parecido que se me ocurre fue lo que pasó con Gran Bretaña durante el Blitz, y al igual que esa isla, nosotros también vivíamos todo el tiempo a la sombra de nuestros enemigos.
El bloqueo de los Estados Unidos, aunque ya no era tan estricto como en la guerra fría, seguía impidiendo el flujo de nuestra sangre vital al castigar a cualquier país que intentara comerciar abierta y libremente con nosotros. Aunque la estrategia norteamericana era exitosa, su mayor logro fue el permitir que Fidel siguiera en el poder, usando al opresor del norte como excusa. “Vean lo difícil que es la vida,” nos decía. “El bloqueo es el culpable, los yanquis son los culpables, y de no ser por mí, ¡ya estarían invadiendo nuestras playas!” Era un genio, habría sido el hijo favorito de Maquiavelo. Él sabía que no lo derrocaríamos mientras el enemigo estuviera a nuestras puertas, y por eso soportamos las dificultades y la opresión, las largas filas y las murmuraciones. Así era la Cuba en la que crecí, La única Cuba que podía imaginarme. Claro, hasta que los muertos comenzaron a caminar.
Los casos fueron pocos y se controlaron de inmediato, casi todos eran refugiados chinos y uno que otro hombre de negocios europeo. La entrada de viajeros de los Estados Unidos aún estaba prohibida, y eso nos evitó el impacto de una migración en masa durante los primeros días. La naturaleza represiva de nuestra sociedad permitió que el gobierno tomara las medidas necesarias para que la infección no se extendiera. Se suspendió todo el transporte local, y se movilizaron tanto el ejército como las milicias regionales. Como Cuba tiene una tasa tan alta de médicos por cabeza, nuestro líder conocía la verdadera naturaleza de la infección apenas unas semanas después del primer caso.
Para cuando llegó el Gran Pánico y el mundo comenzó a abrir los ojos a la pesadilla que tocaba a sus puertas, Cuba ya estaba lista para la guerra.
El sólo hecho de nuestra localización geográfica nos evitó tener que lidiar con grandes hordas terrestres. Nuestra invasión venía por mar, y se debía específicamente a un montón de refugiados en barcos. No solamente traían en contagio, al igual que sucedió en todo el mundo, sino que algunos estaban firmemente convencidos de que llegarían a gobernar un nuevo mundo, como conquistadores modernos.
Mire lo que pasó en Islandia, un paraíso de la preguerra, tan seguro y tranquilo que nunca vieron la necesidad de tener un ejército propio. ¿Qué hicieron después de que el ejército norteamericano se retiró? ¿Cómo iban a detener el caudal de refugiados que llegó desde Europa y Rusia occidental? No me extraña que ese paraíso ártico se haya convertido en un caldero de sangre congelada e infectada, y que, hasta este día, siga siendo la Zona Blanca más grande del planeta. Eso podría habernos pasado a nosotros, por supuesto, de no ser por el ejemplo que nos dieron nuestros hermanos en las pequeñas islas que nos rodean.
Esos hombres y mujeres, desde Anguila hasta Trinidad, pueden sentirse orgullosos de haber sido los más grandes héroes de nuestra guerra. Primero erradicaron montones de brotes a lo largo del archipiélago, y luego, sin apenas tener tiempo de recuperarse, combatieron no sólo los zombies que llegaban por mar, sino también las hordas de invasores humanos. Derramaron su sangre para que nosotros no tuviéramos que hacerlo con la nuestra. Obligaron a todos esos prospectos de latifundista a reconsiderar sus planes, y a darse cuenta de que, si unos civiles con armas cortas y machetes podían defender su tierra de esa manera, ¿qué podían esperar de una isla que tenía de todo, desde tanques de guerra hasta misiles marítimos guiados por radar?
Por supuesto, los habitantes de las Antillas Menores no luchaban por los intereses del pueblo cubano, pero su sacrificio nos permitió el lujo de imponer nuestras propias reglas a los inmigrantes. Cualquiera que viniera buscando refugio sería recibido con esa frase tan común entre los padres norteamericanos, “mientras vivas bajo mi techo, obedecerás mis reglas.”
No todos los refugiados eran yanquis; teníamos un montón de gente de toda Latinoamérica, de Europa Occidental, sobre todo de España —muchos españoles y canadienses venían todo el tiempo a Cuba, de vacaciones o por negocios. Había conocido a muchos antes de la guerra, buena gente, muy educados, no como esos alemanes orientales que conocí en mi juventud, que acostumbraban arrojar un montón de dulces al suelo y se reían mientras los niños peleaban por ellos como ratas.
De todas formas, la mayoría de la gente que venía en barco era de los Estados Unidos. Cada día llegaban más, en grandes buques o en botes privados, e incluso en balsas improvisadas que nos hacían sonreír ante la ironía. Eran tantos, cinco millones en total, casi la mitad de nuestra población nativa, y junto con la gente de las otras nacionalidades, fueron puestos bajo la jurisdicción del “Programa de Cuarentena y Reubicación” del gobierno.
Yo no me atrevería a llamar prisiones a los Campos de Reubicación. No eran nada comparados con lo que tenían que vivir nuestros disidentes políticos; todos esos escritores y maestros… Yo tuve un “amigo” que fue encerrado por homosexual. Sus historias de la prisión no se comparan en lo más mínimo, ni siquiera con el peor de los Centros de Reubicación.
Pero tampoco eran un paraíso. Toda esa gente, sin importar su clase social ni profesión antes de la guerra, fueron puestos a trabajar inicialmente como auxiliares en el campo, doce a catorce horas por día, cultivando vegetales en lo que antes eran las plantaciones azucareras del gobierno. Al menos el clima estaba a su favor. La temperatura estaba bajando, los cielos se oscurecían. La Madre Naturaleza fue amable con ellos. Sin embargo, los guardias no lo eran. “Agradezcan que están vivos,” les gritaban después de cada golpe o patada. “¡Sigan quejándose y los echaremos a los zombies!”
En cada centro se corría el rumor de que había un “pozo de zombies” en el que arrojaban a los alborotadores. El Director General de Inteligencia había infiltrado prisioneros entre la población general para que difundieran esas historias, diciendo que habían visto cómo bajaban lentamente a alguien, cabeza abajo, en un hueco lleno de muertos. Era para mantener a la gente en orden, si me entiende, nada de eso era cierto… claro que… hubo algunos rumores sobre los “blancos de Miami.” La mayoría de los cubanos que vivían en Norteamérica fueron recibidos con los brazos abiertos. Yo tenía algunos familiares en Daytona que lograron huir justo a tiempo. Las lágrimas de esos reencuentros durante los primeros días podrían haber llenado de nuevo el Caribe. Pero cuando comenzaron a llegar los inmigrantes posrevolucionarios —esa élite de ricos que habían florecido en el antiguo régimen, y que pasaron toda su vida hablando mal del país que ayudaron a construir— en lo que respecta a esos malditos aristócratas… no estoy diciendo que de verdad hayan arrojado sus culos gordos y hediondos de Bacardí blanco a los zombies… pero si lo hicieron, ojalá que le estén chupando las bolas a Batista en el infierno.
[Una ligera sonrisa de satisfacción se dibuja en sus labios.]
Por supuesto, nosotros nunca habríamos alentado ese tipo de castigo con la gente. Los rumores y las amenazas eran una cosa, pero de ahí al hecho… si uno abusa mucho de la gente, no importa quiénes sean, se corre el riesgo de provocar una revuelta. ¿Cinco millones de yanquis, todos levantándose en una revolución? Era impensable. Ya teníamos a todas nuestras tropas ocupadas en los centros, y quizá eso fue lo que facilitó la lenta invasión yanqui de Cuba.
No teníamos suficiente gente para vigilar a cinco millones de detenidos y cuatro mil kilómetros de costa al mismo tiempo. No podíamos pelear una guerra en dos frentes. Por eso se tomó la decisión de empezar a disolver los centros y permitir que el diez por ciento de la población yanqui trabajara por fuera de ellos, en un programa especializado de fianzas. Esos detenidos harían los trabajos que los cubanos ya no querían hacer —cultivar, lavar platos, barrer las calles— y aunque su pago era casi nada, sus horas laboradas se convertían en puntos que les permitían pagar la libertad de otros detenidos.
Era una idea muy ingeniosa —se le ocurrió a un cubano llegado de Florida— y los centros fueron vaciados en tan sólo seis meses. Al principio, el gobierno trató de seguirles la pista a todos ellos, pero resultó imposible. En menos de un año se habían integrado por completo entre la población, y los “nortecubanos” pasaron a formar parte de todos los aspectos de nuestra sociedad.
Oficialmente, los centros habían sido creados para contener el avance de la “infección,” pero en realidad no se trataba de la plaga que transmitían los muertos.
Al principio no se notaba, no mientras estuvimos sitiados. El asunto se hablaba tras puertas cerradas, en susurros. En los años que siguieron, lo que ocurrió no fue tanto una revolución, sino más bien una evolución; una reforma económica aquí, un periódico privado y legal por allá. La gente comenzó a ser más atrevida al pensar, al hablar. Lentamente y en silencio, las semillas comenzaron a retoñar. Seguro que a Fidel le habría encantado aplastar con su puño de hierro nuestras nacientes libertades. Seguramente lo habría hecho, si la situación mundial no se hubiese puesto a nuestro favor. Cuando los gobiernos de todo el mundo decidieron tomar la ofensiva, todo cambió para siempre.
De repente nos habíamos convertido en el “Arsenal de la Victoria.” Nos volvimos la despensa, el centro de manufactura, el campo de entrenamiento, y el puesto de avanzada del mundo. Éramos el punto de enlace aéreo hacia Suramérica y Norteamérica, el puerto principal de diez mil barcos.55 Teníamos dinero, una gran cantidad, lo cual creó una nueva clase media y una floreciente economía capitalista que necesitaba de las habilidades y la experiencia de los Nortecubanos.
Tenemos un lazo que no podrá romperse jamás. Nosotros los ayudamos a recuperar su nación, y ellos a recuperar la nuestra. Nos mostraron el significado de la democracia… la libertad, no sólo como un término vago y abstracto, sino en un nivel real, humano y personal. La libertad no es algo que se tiene porque sí, hay que desear algo primero, y luego luchar por la libertad de tenerlo. Esa fue la lección que aprendimos de los Nortecubanos. Todos tenían sueños tan grandiosos y estaban dispuestos a dar sus vidas por la libertad de hacer esos sueños realidad. ¿Por qué cree que El Jefe les tenía tanto miedo?
No me sorprendió que Fidel supiera que una oleada de libertad venía a sacarlo del poder. Me sorprende la manera como lo enfrentó.
[Se ríe, señalando una fotografía en la pared en la que aparece un anciano Castro dando un discurso en el Parque Central.]
¿Puede imaginarse los cojones de ese hijo de puta? No sólo para aceptar la nueva democracia del país, ¡sino para darse crédito por ello! Un genio. Él mismo presidió las primeras elecciones libres de Cuba, y su último acto oficial fue renunciar al poder. Por eso lo recordamos con una estatua, y no con una mancha de sangre contra la pared. Por supuesto que la nueva superpotencia latinoamericana está lejos de ser perfecta. Tenemos cientos de partidos políticos, y más grupos con intereses privados que arena en nuestras playas. Hay huelgas, disturbios, protestas, y parece que fueran todos los días. Uno entiende por qué El Che se retiró después de la revolución. Es más fácil dinamitar trenes que hacerlos llegar a tiempo a la estación. ¿Qué era lo que decía mister Churchill? “La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás.”[Se ríe.]



MONUMENTO A LOS PATRIOTAS, CIUDAD PROHIBIDA, BEIJING, CHINA
[Sospecho que el almirante Xu Zhicai ha escogido éste lugar en particular para evitar que algún fotógrafo pudiese estar presente. Aunque nadie se ha atrevido a cuestionar su patriotismo o el de su tripulación desde que terminó la guerra, él prefiere no correr riesgos ante los ojos de los “lectores extranjeros.” Aunque al comienzo desconfiaba un poco, aceptó concederme esta entrevista con la condición de que escucharía objetivamente “su versión” de la historia, y lo sigue repitiendo, incluso después de asegurarle que no existe ninguna otra versión.]
[Nota: Se usarán términos y rangos navales occidentales en lugar de los originales chinos, en aras de una mayor claridad.]

No fuimos unos traidores —quiero dejar eso claro antes de decir cualquier otra cosa. Amábamos nuestro país, amábamos a nuestra gente, y aunque no amábamos precisamente a las personas que nos gobernaban, teníamos una lealtad incuestionable hacia nuestros líderes inmediatos.
Ni siquiera habríamos pensado en hacer lo que hicimos, si la situación no se hubiese vuelto tan desesperada. Cuando el capitán Chen nos comentó su propuesta por primera vez, ya no teníamos ninguna otra salida. Estaban en cada ciudad, en cada aldea. En los nueve millones y medio de kilómetros cuadrados de nuestro país, no se podía encontrar ni un solo centímetro en paz.
Los del ejército, malditos bastardos arrogantes, insistían en que tenían la situación bajo control, que con cada día las cosas iban mejorando, y que antes de las primeras nieves tendrían todo el país en calma. Era típico del ejército: demasiado agresivos y demasiado confiados. Lo único que se necesita es tomar un grupo de hombres, o mujeres, darles ropas iguales, unas horas de entrenamiento, algo parecido a un arma, y se tiene un ejército, quizá no el mejor, pero un ejército al fin y al cabo.
Pero eso no sucede en al Armada Naval, en ninguna parte del mundo. Para construir y tripular cualquier barco, sin importar qué tan pequeño, se requiere de una cantidad considerable de materiales, trabajo y entrenamiento. El ejército puede reemplazar su carne de cañón en cuestión de horas; pero a nosotros nos toma años. Esa razón nos hace más pragmáticos que nuestros compatriotas de verde. Nosotros evaluamos las situaciones con un poco más de… no sé cómo decirlo, cautela, o quizá con una estrategia más conservadora. Retirarse, consolidarse, racionar los recursos. Nuestro pensamiento siempre había seguido la filosofía que ahora proponía el Plan Redeker, pero por supuesto, el ejército no quiso escuchar.
¿Rechazaron el Plan Redeker?
Sin pensarlo dos veces ni someterlo a votación. ¿Cómo iba a perder nuestro ejército? Con su enorme arsenal de armas convencionales, con su “fuente infinita” de nuevos reclutas… “fuente infinita,” es imperdonable. ¿Sabe por qué tuvimos una explosión demográfica tan grande durante los años 50s? Porque Mao creía que esa era la única manera de triunfar en una guerra nuclear. Es la verdad, no sólo propaganda política. Se sabía que cuando la ceniza radioactiva se asentara por fin, sólo quedarían unos miles de sobrevivientes norteamericanos y rusos, y serían arrasados por decenas de millones de sobrevivientes chinos. Ganar en número, esa era la filosofía de la generación de mis abuelos, y fue la estrategia que nuestro ejército adoptó después de que los soldados con mayor experiencia fueron devorados en las primeras etapas del contagio. Nuestros generales, malditos criminales enfermos, se refugiaron en un búnker mientras enviaban ola tras ola de adolescentes conscriptos a combatir. ¿Acaso no vieron que cada soldado muerto era un zombie más? ¿Acaso no pensaron que, en lugar de ahogarlos con nuestra fuente inagotable, nosotros éramos los que nos estábamos ahogando, y que por primera vez en la historia, la nación más poblada de la Tierra corría el peligro fatal de ser superada en número?
Eso fue lo que animó al capitán Chen a hacer lo que hizo. Él sabía lo que pasaría si la guerra seguía su curso como iba, y cuál sería nuestra oportunidad de sobrevivir. Si él hubiese creído que había alguna esperanza, habría tomado un rifle y se habría lanzado de primero contra los muertos vivientes. Pero él estaba convencido de que pronto no quedaría más gente en China, y quizá, con el tiempo, tampoco en ninguna otra parte. Por eso comentó sus intenciones con nosotros, los demás oficiales, y sostuvo que quizá esa era la única oportunidad de conservar alguna parte de nuestra civilización.
¿Usted estuvo de acuerdo con su propuesta?
Al principio no lo creía. ¿Escapar en nuestra nave, nuestro submarino nuclear? No se trataba sólo de deserción, de huir en medio de la guerra para salvar nuestros pellejos. Íbamos a robar uno de los recursos militares más valiosos de nuestra patria. El Almirante Zheng He era uno de los tres submarinos disponibles con capacidad para misiles balísticos, y era el más nuevo de los que en occidente llaman Clase 94. Era hijo de cuatro padres: expertos rusos, tecnología del mercado negro, datos de nuestro espionaje en Norteamérica, y no lo olvidemos, la culminación de casi cinco mil años de historia china. Era la máquina más costosa, más avanzada, y más poderosa que nuestra nación había construido. Tomarla así, como un bote salvavidas mientras el barco de la China naufragaba, era algo inconcebible. Sólo la increíble personalidad del capitán Chen, su profundo y fanático patriotismo, lograron convencerme de que era nuestra única alternativa.
¿Cuánto tiempo les tomó preparase?
Tres meses. Fue un infierno. Qingdao, nuestro puerto base, estuvo sitiado todo el tiempo. Cada vez llegaban más y más unidades del ejército para mantener el orden, y cada una de ellas estaba menos entrenada, menos equipada, y era un poco más joven o más vieja que la anterior. Los capitanes de algunos barcos tuvieron que donar su tripulación “pescindible” para establecer bases de defensa. Nuestro perímetro era atacado casi a diario, y con todo eso, nosotros teníamos que aprovisionar nuestro submarino para hacernos a la mar. Se suponía que íbamos a hacer una patrulla de rutina; así que tuvimos que cargar a escondidas los equipos de emergencia y a nuestros familiares.
¿Familiares?
Claro, es era la piedra clave de todo el plan. El capitán Chen sabía que la tripulación no abandonaría el puerto a menos que sus familias pudiesen acompañarlos.
¿Y cómo hicieron eso?
¿Encontrarlos, o subirlos a bordo?
Ambos.
Encontrarlos fue lo más difícil. Casi todos teníamos familiares regados por todo el país. Hicimos lo que pudimos para comunicarnos con ellos, reactivar una línea telefónica o enviarles un mensaje con las tropas que iban hacia esos territorios. El mensaje siempre era el mismo: íbamos a salir a patrullar pronto, y necesitábamos que estuvieran presentes en la ceremonia. Algunas veces o hacíamos parecer más urgente, diciéndoles que alguien estaba moribundo y quería verlos. Era lo único que podíamos hacer. A nadie se le permitió salir a buscarlos personalmente: era muy arriesgado. Nosotros no teníamos múltiples tripulaciones para cada nave como ustedes. Cualquier hombre perdido nos haría mucha falta una vez en el mar. Sentí lástima por mis compañeros, la agonía de toda esa espera. Yo tuve la suerte de que mi esposa y mis hijas…
¿Hijas? Yo pensaba que…
¿Que sólo nos permitían tener un hijo? Esa ley fue modificada unos años antes de la guerra, una solución práctica al desequilibrio social de una nación de hijos únicos. Yo tenía dos hijas, gemelas. Tuve suerte. Mi esposa y mis hijas estaban en la base cuando comenzaron los problemas.
¿Y el capitán? ¿Él tenía familia?
Su esposa lo había abandonado en los ochentas. Fue un escándalo devastador, sobre todo para la época. Todavía me sorprende cómo hizo para levantar nuevamente su carrera, y criar a su hijo.
¿Tenía un hijo? ¿Estuvo con ustedes?
[Xu evade la pregunta.]
La espera fue la peor parte para casi todos, el saber que, incluso si ellos llegaban hasta Qingdao, podían llegar después de que hubiésemos partido. Imagínese ese sentimiento de culpa. Decirles a tus familiares que salgan de donde están para reunirse contigo, quizá dejando atrás un sitio relativamente seguro, y que al final lleguen para encontrar sólo un muelle abandonado.
¿Llegaron muchos?
Más de los que creímos al principio. Los introducíamos a escondidas, de noche, disfrazados con uniformes. Algunos —los niños y los más viejos— teníamos que subirlos dentro de cajas.
¿Sus familias sabían lo que estaba pasando? ¿Lo que iban a hacer?
No lo creo. Cada uno de los miembros de nuestra tripulación tenía órdenes estrictas de mantener silencio. Si el Ministerio llegaba a escuchar cualquier detalle de lo que estábamos planeando, los muertos vivientes serían el menor de nuestros problemas. Todo aquel secreto nos obligaba también a zarpar según nuestro calendario de patrullas habitual. El capitán Chen quería esperar hasta el último momento, los familiares que faltaban podían estar sólo a unos días de camino, a unas horas. Pero sabía que eso podía poner en riesgo todo el plan, así que, contra su voluntad, dio la orden de zarpar. Trató de ocultar esos sentimientos, y creo que ante casi todo el mundo lo logró. Pero yo pude verlo en sus ojos, mientras reflejaban los fuegos que se alejaban en Qingdao.
¿Hacia dónde se dirigían?
Inicialmente íbamos hacia nuestro sector de patrulla designado, para que todo pareciera muy normal. Después de eso, nadie lo sabía.
Hacia un nuevo hogar, al menos temporalmente, eso estaba claro. Para ese momento la plaga se había extendido por todos los rincones del planeta. Ningún país neutral, sin importar cuán remoto, podía garantizarnos la seguridad.
¿Y no pensaron en venir a nuestro lado, a Norteamérica o cualquier otro país occidental?
[Me dirige una fría y dura mirada.]
¿En serio? El Zheng cargaba dieciséis misiles balísticos JL-2; todos, excepto uno, tenían cuatro ojivas de reentrada múltiple, cada una con un poder de noventa kilotones. Esa sola nave tenía el mismo poder que algunas de las naciones más grandes del mundo, suficiente para arrasar ciudades enteras con sólo girar una llave. ¿Cómo íbamos a entregarle semejante poder a otro país, y sobre todo al único país en la historia que hasta ese momento había usado armas nucleares como ofensiva? Una vez más, y se lo repito por última vez, nosotros no éramos traidores. Sin importar qué tan dementes se hubieran vuelto nuestros líderes, seguíamos siendo marineros chinos.
Entonces estaban solos.
Completamente. Sin hogar, sin amigos, sin un puerto seguro, no importaba qué tan fuertes fueran las tormentas. El Almirante Zheng He se convirtió en todo nuestro universo: cielo, tierra, sol y luna.
Debió ser muy difícil.
Los primeros meses fueron como cualquier patrulla de rutina. Los submarinos de misiles están diseñados para permanecer ocultos, y eso hicimos. Muy profundo y en silencio. No sabíamos si nuestros propios submarinos estaban buscándonos. Probablemente nuestro gobierno enfrentaba otros problemas. Sin embargo, realizábamos simulacros regulares de combate, y los civiles fueron entrenados en la disciplina del silencio. El ingeniero de a bordo ideó un sistema de blindaje sonoro para el comedor, y así podía ser usado como escuela y patio de recreo para los niños. Ellos, sobre todo los más jóvenes, no tenían idea de lo que estaba sucediendo. Muchos habían atravesado las zonas infestadas con sus familiares, y algunos estuvieron a punto de morir. Lo único que sabían era que los monstruos habían desaparecido, y sólo volvían ocasionalmente como pesadillas. Estaban a salvo, y eso era lo único que importaba. Supongo que todos nos sentíamos así en esos primeros meses. Estábamos vivos, juntos, y a salvo. Teniendo en cuenta lo que pasaba en el resto del planeta, ¿qué más podíamos desear?
¿Tenían alguna manera de monitorear la crisis?
No al principio. Nuestro objetivo era permanecer ocultos, evitando las rutas marítimas comerciales y las zonas de patrulla de los otros submarinos… nuestros y de ustedes. Pero sí especulábamos. ¿Qué tan rápido se esparcía el contagio? ¿Cuáles eran los países más afectados? ¿Alguien había recurrido al ataque nuclear? Si así era, significaría el final para todos nosotros. En un planeta irradiado, los muertos vivientes podrían ser las únicas criaturas “vivas.” No estábamos seguros de lo que una alta dosis de radiación podía hacerle a cerebro de un zombie. ¿Acaso los mataría eventualmente, llenando de tumores su materia gris? Eso es lo que pasaría con un cerebro humano normal, pero como los muertos vivientes parecían contradecir todas las leyes de la naturaleza, ¿por qué iba a ser diferente en este caso? Algunas noches, en la cafetería, mientras hablábamos susurrando entre sorbos de té, conjurábamos imágenes de zombies rápidos como guepardos, ágiles como monos, zombies con cerebros mutantes que se expandían y palpitaban, superando el tamaño del cráneo que los alojaba. El teniente comandante Song, el oficial a cargo del reactor, había subido a bordo sus acuarelas y había pintado un cuadro de una ciudad en ruinas. Él dijo que no era ninguna ciudad en particular, pero todos reconocimos los restos humeantes de los edificios de Pudong. Song había crecido en Shanghai. El cielo brillaba de un leve color magenta, contra un fondo completamente oscuro, un invierno nuclear. Una lluvia de ceniza espolvoreaba los bloques de ruinas que se levantaban entre lagos de vidrio derretido. Por el centro de aquel escenario apocalíptico, corría un río, una serpiente gris y parda que se extendía hasta una cabeza formada por miles de cuerpos entrelazados: piel destrozada, cerebros expuestos, colgajos de carne sobre manos huesudas que se extendían desde sus bocas abiertas y sus ojos rojos y brillantes. No sé desde cuándo había comenzado el comandante Song a pintar esa imagen, pero la expuso en secreto ante unos cuantos de nosotros cuando llevábamos tres meses en el mar. Él no quería que la viera el capitán Chen. Sabía lo que pasaría. Pero alguien debió decírselo, y el viejo le puso fin al asunto.
A Song se le ordenó pintar algo alegre sobre su obra, una puesta de sol sobre el lago Dian. Luego siguió pintando otros murales más “positivos” sobre cualquier superficie libre de la nave. El capitán Chen también nos ordenó que evitáramos cualquier especulación que no fuese parte de nuestros deberes oficiales. “Es perjudicial para la moral de la tripulación.” De todas formas, creo que todo eso lo llevó, finalmente, a tratar de establecer alguna forma de contacto con el mundo exterior.
¿Se refiere a comunicación activa, o simple vigilancia?
Lo segundo. Él sabía que la pintura de Song y nuestras especulaciones apocalípticas eran resultado de nuestro prolongado aislamiento. La única manera de evitar más “pensamientos peligrosos” era reemplazar la especulación con hechos reales. Habíamos estado desconectados por más de cien días y noches. Necesitábamos saber lo que estaba pasando, incluso si era tan oscuro y terrible como la pintura de Song.
Hasta ese momento, nuestros oficiales de sonar y su equipo eran los únicos que sabían algo del mundo más allá de nuestro casco. Esos hombres escuchaban el mar: las corrientes, los “elementos biológicos” como peces y ballenas, y el lejano zumbido de otras hélices. Ya le había dicho que nuestra ruta nos había llevado hasta los confines más remotos de los océanos del mundo. Habíamos escogido a propósito las zonas en las que ningún barco se aventuraba normalmente. Sin embargo, durante esos meses, el equipo de Liu había registrado un número cada vez mayor de contactos, al parecer aleatorios. Miles de naves llenaban la superficie, muchas de ellas con registros sonoros que no coincidían con nada en nuestra base de datos.
El capitán nos ordenó subir hasta profundidad de periscopio. El mástil del ESM subió, y fue inundado con cientos de señales de radar; la radio debió sufrir un efecto similar. Finalmente, los dos periscopios, el de exploración y el de ataque, salieron a la superficie. No es como se ve en las películas, un tipo extendiendo unas manijas y mirando a través de un tubo con un visor. Los periscopios actuales no atraviesan el casco interno. Cada uno de ellos es en realidad una cámara de video que puede enviar su señal a cualquiera de los monitores de la nave. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Era como si la humanidad le hubiese apostado todo al mar. Había buques petroleros, de carga, cruceros. Vimos botes remolque arrastrando plataformas flotantes, vimos hidroalas, botes de recolección de basura, dragas, y todo eso apenas en una hora.
En las siguientes semanas, vimos también docenas de buques militares. Cualquiera de ellos podría habernos detectado, pero a ninguno parecía importarle. ¿Conoce el USS Saratoga? Lo vimos, remolcado a través del Atlántico Sur con su cubierta convertida en un campamento de tiendas provisionales. Vimos un barco que tenía que ser el HMS Victory, surcando las olas gracias a un bosque de mástiles y velas improvisadas. Vimos al Aurora, ese barco de la Primera Guerra Mundial cuyo motín había iniciado la Revolución Bolchevique. No sé cómo lo lograron sacar de San Petersburgo, ni dónde encontraron suficiente carbón para mantener sus calderas funcionando.
Había tantos cascos deteriorados, que deberían haberse retirado del mar hace tanto tiempo: lanchas, ferrys y veleros que habían pasado toda su vida en lagos y ríos tierra adentro, buques costeros que nunca deberían haberse alejado de los puertos y las aguas bajas para las que fueron diseñados. Vimos un dique flotante del tamaño de un rascacielos acostado, con su cubierta invadida de armazones de construcción que servían como apartamentos improvisados. Estaba flotando a la deriva, sin remolques ni barcos de apoyo a la vista. No sé cómo sobrevivió esa gente, o si acaso lo lograron. Había muchos barcos a la deriva, con sus depósitos de combustible vacíos, sin recursos para generar energía.
Vimos muchos botes privados, yates y cruceros amarrados entre sí, formando unas enormes islas sin rumbo. Vimos también muchas balsas improvisadas, hechas de troncos y de neumáticos.
Hasta vimos una especia de tugurio flotante, construido sobre cientos de bolsas de basura llenas con bolitas de espuma de poliestireno. Nos recordó a la “Flota de Ping-Pong,” esos refugiados que, durante la Revolución Cultural, trataron de huir hacia Hong Kong en costales llenos de bolas de ping-pong.
Sentimos lástima por esa gente, por sus destinos sin esperanza. A la deriva en medio del océano, presas del hambre, la sed, la insolación, y del mismo mar… el comandante Song lo llamó “la gran regresión de la humanidad.” “Salimos de los mares,” decía él, “y ahora regresamos huyendo.” Esa era una afirmación muy precisa. Era obvio que esa gente no había pensado con claridad en lo que harían una vez que alcanzaran la “seguridad” de las olas. Sólo se imaginaron que sería mejor que ser destrozados vivos en tierra. En medio del pánico, no se dieron cuenta de que sólo estaba prolongando lo inevitable.
¿Alguna vez trataron de ayudarlos? Darles comida o agua, o remolcarlos…
¿A dónde? Aunque hubiésemos sabido de algún puerto seguro, el capitán no se habría arriesgado a que nos detectaran. No sabíamos quién de ellos tenía una radio, y quién más podía escuchar nuestra señal. No sabíamos si nuestro país nos seguía buscando. Además había otro peligro: el riesgo inmediato de los muertos. Vimos muchos barcos infectados, en algunos, la tripulación seguía luchado por sobrevivir, en otros sólo quedaban los muertos. Una vez frente a Dakar, en Senegal, nos encontramos un crucero de lujo de cuarenta y cinco mil toneladas llamado el Nordic Empress. La imagen de nuestro periscopio era tan detallada, que se podía ver cada mancha de sangre en las ventanas de los dormitorios, cada mosca que se posaba en los huesos y la carne de la cubierta. Los zombies se lanzaban al océano, uno cada par de minutos. Parecían reaccionar a algún movimiento en la distancia, quizá un avión, o la estela de nuestro periscopio, y caían al tratar de alcanzarlo. Eso me dio una idea. Su emergíamos a unos cuantos cientos de metros y hacíamos todo lo posible por llamar su atención, podíamos limpiar el barco sin necesidad de hacer ni un disparo. ¿Quién sabe qué cosas podían tener a bordo los refugiados? El Nordic Empress podía convertirse en una despensa flotante para nosotros. Le presenté mi propuesta al oficial de armamento, y ambos hablamos con el capitán.
¿Y él qué dijo?
“Claro que no.” No sabíamos cuántos zombies había a bordo del crucero. Peor aún, señaló la pantalla del monitor e hizo un acercamiento a los zombies que caían por la borda. “Miren,” nos dijo, “no todos se hunden.” Tenía razón. Algunos se habían reanimado con los chalecos salvavidas puestos, y otros estaban hinchados por los gases de la descomposición. Era la primera vez que veía a un zombie flotante. Debía imaginarme que se volverían algo común. Incluso si sólo el diez por ciento de los barcos estaban infestados, era el diez por ciento de un total de decenas de miles de naves. Había millones de zombies cayendo al mar poco a poco, o por montones cuando uno de esos buques se volcaba por el mal clima. Después de una tormenta, los veíamos cubriendo el mar hasta el horizonte, enormes olas de cabezas desmadejadas y brazos agitándose. Una vez levantamos el periscopio y sólo vimos una mancha gris y verdosa. Al principio creímos que se debía a un desperfecto técnico, que la cámara había sido golpeada por basura flotante, pero el periscopio secundario nos reveló que habíamos atravesado a un zombie, clavándole el periscopio justo en medio del pecho. Y seguía moviéndose, incluso después de que lo bajamos. Si alguna vez sentimos esa amenaza cerca…
¿Pero no estaban bajo el agua? ¿Cómo podían…?
Cuando emergíamos, algunos quedaban atorados sobre la cubierta o en el puente. La primera vez que abrí la escotilla, una mano fétida e hinchada apareció de pronto y me agarró por la muñeca. Me resbalé y tropecé con el vigía que venía subiendo detrás de mí, y ambos caímos en la cubierta inferior con la mano desprendida todavía agarrada a mi uniforme. Sobre nosotros, como una silueta en el disco de luz de la escotilla abierta, pude ver al dueño de la mano. Saqué mi arma y disparé hacia arriba sin pensar. Nos bañó una lluvia de pedazos de hueso y de cerebro infectado. Tuvimos suerte… si cualquiera de los dos hubiese tenido una herida expuesta… la reprimenda que me dieron fue justa, y me merecía algo mucho peor. Desde ese momento, siempre hacíamos una revisión con el periscopio después de subir. Yo diría que en al menos una de cada tres veces aparecían algunos de ellos atorados en el casco.
Eso fue durante nuestros días como espectadores, cuando sólo nos dedicábamos a ver y escuchar el mundo a nuestro alrededor. Además de los periscopios, podíamos monitorear las transmisiones civiles de radio y algunos canales de televisión vía satélite. Las cosas no se veían bien. Las ciudades caían, y a veces hasta países enteros. Escuchamos la última transmisión radial de Buenos Aires y nos enteramos de la evacuación de las islas japonesas. Nos llegaron algunos rumores sobre los motines en el ejército ruso. Escuchamos algunos informes del “intercambio nuclear limitado” entre Irán y Pakistán, y nos sorprendimos tristemente, porque todos estábamos seguros de que serían ustedes, o los rusos, los primeros en girar esa llave. No había ninguna transmisión de China, ni del gobierno ni de las estaciones ilegales. Seguíamos recibiendo transmisiones de la marina, pero todos los códigos habían sido modificados desde nuestra partida. Aunque eso constituía una amenaza permanente —no sabíamos si nuestras flotas tenían órdenes de buscarnos y hundirnos— por lo menos demostraba que nuestra nación no había perecido por completo ante las bocas de los muertos vivientes. En medio de nuestro exilio, cualquier noticia era bienvenida.
La comida amenazaba con convertirse en un problema, no de inmediato, pero ya era hora de comenzar a buscar alternativas. Las medicinas eran nuestro mayor problema; tanto las drogas modernas como los remedios tradicionales estaban comenzando a escasear, debido en parte a los civiles a bordo. Muchos de ellos tenían necesidades médicas especiales.
La señora Pei, la madre de uno de nuestros torpederos, sufría de problemas bronquiales crónicos, una reacción alérgica a alguna sustancia del submarino, quizá la pintura o el aceite, en todo caso era algo que no podíamos retirar del ambiente. Estaba consumiendo nuestros antihistamínicos a una velocidad alarmante. El teniente Chin, el oficial a cargo del armamento, sugirió fríamente que debíamos sacrificar a la anciana. El capitán reaccionó poniéndolo a él en detención por una semana, con sólo la mitad de las raciones y sin ningún tipo de tratamiento médico, excepto en caso de vida o muerte. Chin era un maldito insensible, pero su sugerencia nos hizo reevaluar cuáles eran nuestras opciones. Teníamos que encontrar una manera de prolongar la vida de nuestros consumibles, y quizá encontrar una manera de reciclarlos eficientemente.
Asaltar barcos seguía estando prohibido. Incuso aunque encontráramos lo que parecían ser naves desiertas, se podía escuchar el ruido de lo que seguramente eran varios zombies bajo la cubierta. La pesca era una alternativa, pero no teníamos los materiales adecuados para improvisar una buena red, y no podíamos pasar horas enteras en la superficie, tratando de pescar con líneas y anzuelos.
La solución la encontraron los civiles, no la tripulación. Algunos de ellos habían sido campesinos y médicos tradicionales antes de la crisis, y habían subido a bordo unos cuantos paquetes y bolsas con semillas. Si podíamos suministrarles el equipo adecuado, ellos podrían cultivar suficiente comida para abastecernos durante años. Era un plan ambicioso, pero no carecía de mérito. El depósito de misiles era lo suficientemente grande como para alojar un jardín. Podíamos fabricar macetas y terrarios con los materiales que teníamos, y las lámparas ultravioletas que usábamos para el tratamiento de vitamina D de la tripulación, servirían como luz solar artificial para las plantas.
El único problema era la tierra. Ninguno sabía nada sobre sistemas hidropónicos, aeropónicos, ni ningún otro método similar de agricultura. Necesitábamos tierra, y sólo había una manera de conseguirla. El capitán tuvo que pensarlo mucho. Enviar un equipo a tierra era tan peligroso, si no más, que abordar una nave infestada. Antes de la guerra, más de la mitad de la civilización humanan vivía junto o cerca de las costas. Las epidemias sólo lograron aumentar ese número, con todos los refugiados que trataron de buscar la seguridad en el mar.
Comenzamos nuestra exploración en medio de la costa Atlántica de Suramérica, desde Georgetown, hasta las costas de Surinam y la Guyana Francesa. Encontramos varios kilómetros de jungla deshabitada, al menos así se veía por el periscopio, y la costa parecía estar limpia. Subimos a la superficie e hicimos una segunda inspección visual desde el puente. Una vez más, nada. Solicité permiso para ir a tierra con un grupo de búsqueda. El capitán no parecía convencido. Ordenó sonar la sirena… fuerte y por un largo rato… y entonces aparecieron.
Al principio eran unos pocos, desgarbados, con los ojos abiertos, tropezando mientras salían de entre la jungla. No parecían notar el agua, y las olas los derribaban, arrojándolos de vuelta a la playa o arrastrándolos hacia el mar. Uno de ellos se estrelló contra las rocas, su pecho destrozado, sus costillas rotas asomándose a través de la carne. Una nube de espuma negra salió de su boca mientras gemía, todavía tratando de caminar, de arrastrase, siempre hacia nosotros. Llegaron más, por docenas; en unos pocos minutos había cientos de ellos tambaleándose entre las olas. Así era siempre en cualquier parte que emergiéramos. Todos los refugiados que no habían tenido la suerte de hacerse a la mar, formaban una barrera letal en cualquier costa que visitáramos.
¿Entonces nunca trataron de desembarcar?
[Sacude la cabeza.] Muy peligroso, incluso peor que en los barcos infestados. Decidimos que nuestra única opción era tratar de encontrar suelo fértil en alguna isla remota.
Pero seguramente sabían lo que estaba pasando en todas las islas alrededor del mundo.
Quizá se sorprenda. Después de salir de nuestra estación de patrulla del Pacífico, restringimos nuestros movimientos sólo a los océanos Atlántico e Índico. Habíamos escuchado transmisiones o efectuado contacto visual con muchas de esas porciones de tierra. Sabíamos de la superpoblación, la violencia… incluso vimos los fogonazos de los disparos en las Islas de Barlovento. Esa noche, en la superficie, podíamos oler el humo que era arrastrado por los vientos desde el Caribe. También supimos de otras islas que no tuvieron tanta suerte. Las islas de Cabo Verde, frente a la costa de Senegal, ni siquiera las tuvimos a la vista antes de escuchar los gemidos. Demasiados refugiados, muy poca disciplina; sólo hacía falta una persona infectada. ¿Cuántas islas siguen estando en cuarentena después de la guerra? ¿Cuántos pedazos de roca congelada en el norte, siguen estando marcados como Zonas Blancas en el mapa?
Nuestra opción más viable era volver al Pacífico, pero eso nos dejaría justo frente a las puertas de nuestra nación.
Una vez más, no sabíamos si la marina china nos estaba dando caza, y ni siquiera sabíamos si todavía existía la marina china. Sólo sabíamos que necesitábamos provisiones, y también ansiábamos un contacto más directo con otros seres humanos. Nos tomó bastante tiempo convencer al capitán. Lo último que necesitábamos era evitar una confrontación directa con las fuerzas de nuestro país.
¿Él seguía siendo leal al gobierno?
Sí. Además había otra… razón más personal.
¿Personal? ¿Por qué?
[Xu esquiva también esta pregunta.]
¿Alguna vez estuvo en Manihi?
[Niego con la cabeza.]
No existe un mejor ejemplo del paraíso tropical de la preguerra. Unos islotes planos y cubiertos de palmeras, llamados “motus”, forman un anillo alrededor de una laguna cristalina. Solía ser uno de los pocos lugares del planeta en el que se cultivaban perlas negras. Yo le había comprado un par de esas a mi esposa cuando visitamos las islas en nuestra luna de miel, así que mi conocimiento de primera mano convirtió a aquel atolón en nuestro próximo destino.
Manihi había cambiado mucho desde que la conocí como un cadete recién casado. Ya no había perlas, la gente se había comido todas las ostras, y la laguna estaba abarrotada con cientos de pequeños botes privados. Los motus estaban cubiertos con tiendas o chozas de techo de palma. Docenas de canoas improvisadas navegaban a vela o remo, yendo y viniendo entre el arrecife exterior y una docena de enormes barcos anclados en aguas más profundas. Aquella la escena era típica de lo que los historiadores de la posguerra llaman “El Continente Pacífico,” toda una nueva cultura de refugiados que se extendía por todas las islas, desde Palau hasta la Polinesia Francesa. Era una nueva sociedad, una nueva nación, refugiados de todas partes del mundo unidos bajo la bandera de la supervivencia.
¿Y cómo se integraron ustedes a esa sociedad?
Gracias al trueque. El comercio era el pilar central del Continente Pacífico. Si tu barco tenía una destilería, vendías agua potable. Si tenías un taller, te volvías mecánico. El Espíritu de Madrid, un buque de transporte de gas natural, vendió su carga como combustible para cocinar. Eso le dio al viejo señor Song una idea acerca de cuál podía ser nuestro “nicho de mercado.” Él era el padre del comandante Song, y había sido director de subastas de Shenzhen. Se le ocurrió la idea de tender líneas flotantes de energía hasta la laguna, y alquilarles el poder de nuestro reactor.
[Sonríe.]
Nos volvimos millonarios, bueno… al menos el equivalente a eso en una economía de intercambio: comida, medicinas, cualquier parte de repuesto que necesitáramos, o por lo menos los materiales para fabricarlas. Pudimos instalar nuestro invernadero, así como una planta de recolección de desechos en miniatura, para convertir nuestros excrementos en un valioso fertilizante. “Compramos” equipos para un gimnasio, un sauna, y centros de entretenimiento para el comedor y el salón de reuniones. Los niños pudieron disfrutar de juguetes y dulces, los que quedaban, y lo más importante, pudieron continuar su educación en las diferentes barcazas que habían sido convertidas en escuelas internacionales. Éramos bienvenidos en cualquier casa, en cualquier bote. Todos nuestros hombres, incluso algunos de los oficiales, tenían acceso gratis a cualquiera de los cinco barcos de “diversión” de la laguna. ¿Y por qué no? Los iluminábamos de noche, hacíamos funcionar sus máquinas. Les trajimos de vuelta algunos lujos ya olvidados, como aire acondicionado y refrigeradores. Hicimos que las computadoras volvieran a funcionar, y les dimos la primera ducha caliente que habían tomado en meses. Nuestra colaboración fue tan bien recibida que el concejo de las islas nos eximió, aunque nosotros no lo aceptamos, de tener que participar en las rondas de seguridad alrededor del atolón.
¿Contra los zombies acuáticos?
Esos eran un peligro permanente. Todas las noches aparecían caminando por los motus, o subiendo por la cuerda del ancla de algún barco pequeño. Parte de las “obligaciones ciudadanas” de los que se quedaban en Manihi, incluían el patrullar las playas y los barcos buscando zombies.
Usted mencionó las cuerdas de las anclas. ¿Acaso los zombies no son malos trepadores?
No cuando el agua los ayuda a vencer la gravedad. Sólo es cuestión de agarrar una cuerda y arrastrarse por ella hasta la superficie. Si esa cuerda lleva hasta un bote cuya cubierta está a sólo unos centímetros sobre el agua… había ataques tanto en la laguna como en el mar. Las noches eran lo peor. Esa era otra de las razones por las que nos recibieron así. Nuestra llegada alejó la oscuridad de la noche, tanto en la superficie como bajo el agua. Es aterrador apuntar una linterna bajo la superficie, y ver la silueta verde azulada de un zombie subiendo por el ancla.
¿Pero la luz no atraía a muchos más que antes?
Sí, por supuesto. Los ataques nocturnos se duplicaban cuando los barcos dejaban las luces encendidas. Pero los civiles nunca se quejaron por eso, ni tampoco nadie en el concejo. Creo que la mayoría preferían enfrentar a un enemigo real en la luz, que a sus temores en medio de la oscuridad.
¿Cuánto tiempo se quedaron en Manihi?
Varios meses. No sé si sea correcto llamarlos los mejores meses de nuestras vidas, pero en ese entonces parecía así. Comenzamos a bajar la guardia, dejamos de pensar que éramos unos fugitivos. Encontramos algunas familias chinas, no expatriados ni taiwaneses, sino verdaderos ciudadanos de la República Popular. Nos dijeron que la situación en casa se había puesto tan mala que el gobierno ni siquiera podía mantener unida la nación. No creían posible que, con más de la mitad de la población infectada y las reservas del ejército acabándose, ellos malgastarían su tiempo y sus recursos buscando un submarino perdido. Durante algún tiempo parecía que podríamos quedarnos en aquella comunidad de islas, vivir allí hasta el final de la crisis, y quizá hasta el fin del mundo.
[Por un instante, él mira el monumento que se levanta frente a nosotros, construido en el lugar exacto en el que, supuestamente, fue destruido el último zombie de Beijing.]
Song y yo estábamos de patrulla la noche en que ocurrió. Nos detuvimos junto a una fogata para escuchar la radio de uno de los isleños. Estaban transmitiendo algo sobre cierto desastre natural en China. Nadie sabía exactamente qué había pasado, pero había suficientes rumores como para ponernos a especular. Estaba concentrado en la radio, dándole la espalda a la laguna, cuando el mar frente a mis ojos comenzó a brillar. Me volví justo a tiempo para ver explotar el Espíritu de Madrid. No sé cuánto gas natural tenía aún adentro, pero la bola de fuego salió disparada hacia arriba, expandiéndose e incinerando todo en los dos motus más cercanos. Mi primer pensamiento fue “un accidente,” alguna válvula oxidada, o un operario descuidado. Pero el comandante Song había estado vigilando todo el tiempo, y había visto la estela del misil. Medio segundo después, sonó la sirena del Almirante Zheng He.
Mientras corríamos hacia la nave, esa muralla de tranquilidad, esa sensación de seguridad, se desmoronó a mi alrededor. Sabía que aquel misil tenía que ser de otro de nuestros submarinos. La única razón por la que había golpeado al Madrid era porque estaba más cerca de la superficie, y eso lo convertía en un blanco mayor en el radar. ¿Cuánta gente había a bordo? ¿Cuánta gente había en los motus? De pronto me di cuenta de que cada segundo que pasábamos allí ponía a los civiles en peligro de otro ataque. El capitán Chen debió pensar lo mismo. Cuando llegamos a cubierta, la orden de zarpar llegó desde el puente. Cortaron las líneas de poder, llamamos a lista, y cerramos las escotillas. Pusimos rumbo hacia mar abierto y nos sumergimos a profundidad de combate.
A noventa metros, desplegamos nuestro sistema de sonar e inmediatamente detectamos el crujido que produce el casco de otro submarino al sumergirse. No era el flexible “pop-craaaaack-pop” del acero, sino un rápido “pop-pop-pop” del titanio. Sólo dos países en el mundo usaban cascos de titanio en los submarinos de combate: la Federación Rusa y nosotros. El sonido de la hélice confirmó que era de los nuestros, un nuevo Cazador Tipo 95. Sólo había dos de esos en servicio cuando salimos del puerto. No estábamos seguros de cuál era este.
¿Acaso importaba?
[Una vez más, evita la pregunta.]
Al comienzo, el capitán no quería luchar. Decidió llevar la nave hasta el fondo, apoyarla sobre una planicie arenosa en el límite de nuestra profundidad máxima. El Tipo 95 comenzó a rastrearnos con su sistema de sonar activo. Los pulsos sonoros retumbaban bajo el agua, pero no podían localizarnos gracias al suelo oceánico. El 95 inició una búsqueda pasiva, escuchando con sus poderosos hidrófonos, esperando a que hiciéramos cualquier ruido. Redujimos el reactor hasta la potencia mínima, apagamos todos los equipos innecesarios, y detuvimos el movimiento de toda la tripulación. Como el sonar pasivo no emite ninguna señal, no podíamos saber dónde estaba el 95 o si ya se había ido. Tratamos de rastrear su hélice, pero era tan silencioso como nosotros. Esperamos media hora, sin movernos, casi sin atrevernos a respirar.
Yo estaba en la cabina del sonar con mis ojos fijos en el techo, cuando el teniente Liu me dio un golpecito en el hombro. Había detectado algo en los equipos de cubierta, no era el otro submarino, sino algo más cerca, rodeándonos. Me puse un par de audífonos y escuché unos rasguños, como un motón de ratas. Le hice una señal al capitán para que escuchara. No sabíamos qué era. No era la arena del fondo contra el casco, pues la corriente era demasiado débil. Si era vida marina, como cangrejos u otro contacto biológico, tenían que ser miles. Comencé a sospechar algo… solicité permiso para hacer una inspección por periscopio, sabiendo bien que el sonido del tubo retráctil podía alertar a nuestros perseguidores. El capitán aceptó. Apretamos nuestros dientes mientras la cámara se deslizaba hacia arriba. Luego, esa imagen.
Zombies, cientos de ellos, apretados contra el casco. Llegaban más y más cada segundo, cojeando a través de aquel desierto de arena, amontonándose unos sobre otros para arañar, golpear, y hasta morder el acero del Zheng.
¿Podrían haber entrado? Al abrir una escotilla o…
No, todas las escotillas se aseguraban desde adentro, y los tubos de los torpedos están protegidos por cubiertas externas. Sin embargo, lo que sí nos preocupaba era el reactor. El sistema de refrigeración funcionaba haciendo circular agua de mar. Los ductos de entrada, aunque no eran tan grandes como para permitir el paso de un cuerpo humano, sí podían ser obstruidos por uno. Y claro, una luz de alerta comenzó a parpadear silenciosamente en el monitor del ducto número cuatro. Algún zombie había destrozado la rejilla protectora y se había quedado atascado en el conducto. La temperatura del reactor comenzó a subir. Si lo apagábamos, nos quedaríamos sin energía. El capitán Chen decidió que teníamos que movernos de ahí.
Nos separamos del fondo, tratando de ir tan lento y tan en silencio como era posible. Pero no fue suficiente. Comenzamos a recibir el sonido de las hélices del 95. Nos habían escuchado y se preparaban para atacar. Escuchamos cuando uno de tubos de torpedos se inundó, y el clic de la cubierta exterior abriéndose. El capitán Chen nos ordenó activar nuestro propio sonar, revelando así nuestra posición exacta, pero dándonos también un tiro seguro hacia el 95.
Disparamos al mismo tiempo. Nuestros torpedos se cruzaron, mientras ambos submarinos tratábamos de alejarnos. El 95 era un poco más rápido, un poco más maniobrable, pero no tenían un capitán como el nuestro. Él sabía exactamente cómo esquivar un “pez” en movimiento, y lo esquivamos con facilidad mientras el nuestro acertaba en su objetivo.
Escuchamos el casco del 95, chillando como una ballena moribunda, y toda su estructura colapsó a medida que los compartimentos hacían implosión uno tras otro. Dicen que sucede tan rápido que la tripulación ni siquiera se da cuenta; que el choque del cambio de presión los deja inconscientes en un segundo, y que la explosión hace que todo el aire se encienda. La muerte es rápida, sin dolor, o al menos eso queríamos creer. Lo que sí fue muy doloroso, fue ver como la luz en los ojos de mi capitán se apagaba con los sonidos del submarino destruido.
[Xu se anticipa a mi siguiente pregunta, apretando sus puños y respirando con fuerza.]
El capitán Chen crió a su hijo él solo, y lo educó para ser un buen marinero, para amar y servir al Estado, sin cuestionar sus órdenes, y para ser el mejor oficial que la Armada Naval China había conocido. El día más feliz de su vida fue cuando su hijo, el comandante Chen Zhi Xiao, fue asignado a uno de los nuevos Cazadores Tipo 95.
¿Uno como el que los atacó?
[Asiente.] Esa era la razón por la que el capitán Chen hizo todo lo posible por evitar cualquier encuentro con nuestra flota. Por eso era tan importante saber cuál era el submarino que nos atacó. Siempre es mejor saber la verdad, sin importar cuál pueda ser la respuesta. Él ya había traicionado su juramento, su patria, y era posible que esa traición lo hubiera llevado a matar a su propio hijo…
Al día siguiente, cuando el capitán Chen no apareció a reportarse en servicio, fui hasta su dormitorio para asegurarme de que estaba bien. La luz estaba apagada, así que lo llamé. Para mi alivio, me respondió, pero cuando salió a la luz… su cabello había perdido su color, era tan blanco como la nieve de antes de la guerra. Su piel estaba pálida, sus ojos hundidos. Se había convertido en un anciano, destrozado y marchito. Esos monstruos que se levantaron de entre los muertos no son nada comparados con los que llevamos en nuestros corazones.
A partir de ese día, interrumpimos todo contacto con el mundo exterior. Nos dirigimos hacia los hielos del Ártico, el rincón más alejado, frío y desolado que pudimos encontrar. Tratamos de seguir con nuestras actividades cotidianas: hacerle mantenimiento a la nave; cultivar comida; educar, criar y tranquilizar a nuestros niños como mejor podíamos. Cuando el capitán perdió su motivación, también la perdió la tripulación del Almirante Zheng. Yo era el único que hablaba con él en ese entonces. Le llevaba la comida, recogía su ropa, le informaba a diario sobre la condición de la nave, y transmitía sus órdenes al resto de la tripulación. Era una rutina, día tras día.
Nuestra monotonía sólo se disolvió el día en que nuestro sonar detectó otro submarino Tipo 95 aproximándose. Corrimos a nuestras estaciones de batalla, y por primera vez en muchos meses, el capitán Chen salió de su dormitorio. Tomó su lugar en el centro de comando, ordenó que buscáramos el objetivo, y que cargaran los torpedos de los tubos uno y dos. El sonar reportó que el submarino enemigo no estaba haciendo lo mismo. El capitán Chen pensó que teníamos la ventaja. Esta vez no había lugar a dudas en su cabeza. El enemigo moriría antes de tener la oportunidad de disparar. Justo cuando iba a dar la orden, detectamos una señal en el “gertrude,” es el sobrenombre del teléfono submarino. Era el comandante Chen, el hijo del capitán, declarando sus intenciones pacíficas y solicitando que abandonáramos nuestra posición hostil. Nos habló de la Represa de las Tres Gargantas, que había sido la causa de todos esos rumores sobre un “desastre natural” que escuchamos en Manihi. Nos explicó que nuestra batalla con el otro 95 había sido parte de una guerra civil que se había originado por la destrucción de la represa. El submarino que nos había atacado había sido parte de las fuerzas leales al gobierno. El comandante Chen se había aliado con los rebeldes. Su misión era encontrarnos y llevarnos de vuelta a casa. Creo que nuestros gritos de triunfo se escucharon hasta en la superficie. Cuando emergimos entre el hielo, y las dos tripulaciones se encontraron frente a frente bajo la penumbra del ártico, pensé que por fin podríamos ir a casa, recuperar nuestro país, y expulsar a los muertos vivientes. Por fin, todo había terminado.
Pero no fue así.
Teníamos un último deber qué cumplir. Los miembros del Politburó, esos malditos ancianos que habían causado ya tanta miseria, seguían escondidos en su búnker de mando en Xilinhot, y todavía controlaban más de la mitad de la poca fuerza terrestre que quedaba en nuestro país. No se iban a rendir, eso lo sabía todo el mundo; seguirían aferrándose ciegamente al poder, masacrando lo que quedaba de nuestro ejército. Si la guerra civil se extendía mucho más, lo único que quedaría vivo en China, serían los muertos vivientes.
Así que decidieron terminar con la guerra.
Éramos los únicos que podíamos hacerlo. Nuestros silos en tierra estaban infestados, nuestra fuerza aérea había sido neutralizada, y los dos submarinos de misiles que quedaban, habían sido invadidos mientras seguían anclados en sus puertos, los hombres se quedaron esperando órdenes como buenos marineros, mientras los muertos entraban por sus escotillas. El comandante Chen nos informo que éramos el único recurso con capacidad nuclear que tenían los rebeldes. Cada segundo de demora les costaba cien vidas, cien balas que podrían haber sido utilizadas contra los muertos vivientes.
Y atacaron su propia nación, para poder salvarla.
Una última culpa qué llevar a cuestas. El capitán debió notar mis temblores en el momento del lanzamiento. “Es mi orden,” anunció, “mi responsabilidad.” El misil tenía una sola ojiva, inmensa, de varios megatones. Era una ojiva experimental, diseñada para penetrar la cubierta protectora de sus instalaciones de NORAD en las Montañas Cheyenne de Colorado. Irónicamente, el búnker del Politburó había sido construido imitando el de ustedes en casi todos los detalles. Mientras nos preparábamos para movernos de nuevo, el comandante Chen nos confirmó que Xilinhot había recibido un impacto directo. Cuando nos deslizamos bajo la superficie, escuchamos que las fuerzas leales al gobierno se habían rendido y se habían unido a los rebeldes para luchar contra el verdadero enemigo.
¿Usted sabía que ellos ya habían comenzado a aplicar su propia versión del Plan Sudafricano?
Escuchamos de eso después, cuando salimos de entre el hielo. Esa mañana, al comenzar mi turno, encontré al Capitán Chen en el centro de comando. Estaba sentado en su silla con una taza de té en la mano. Parecía tan cansado, observando en silencio a la tripulación a su alrededor, sonriendo como sonríe un padre al ver la felicidad de sus hijos. Noté que el té se había enfriado y le pregunté si deseaba otra taza. Él me miró, aún sonriendo, y sacudió su cabeza lentamente. “Muy bien, señor,” le dije, y me dispuse a tomar mi lugar. Él extendió su mano y tomó la mía, me miró fijamente, pero no me reconoció. Su susurro fue tan débil que casi no pude escucharlo.
¿Qué le dijo?
“Eres un buen chico, Zhi Xiao, un gran hijo.” Seguía sosteniendo mi mano cuando cerró sus ojos para siempre.



SYDNEY, AUSTRALIA
[El Clearwater Memorial es el hospital más nuevo de Australia, y el más grande que se ha construido desde el final de la guerra. La habitación de Terry Knox queda en el piso diecisiete, que muchos llaman la “Suite Presidencial.” Sus lujosas instalaciones y los costosos medicamentos que necesita, los cuales son casi imposibles de conseguir hoy en día, son lo menos que el gobierno puede darle al primer, y hasta el momento, el único comandante australiano de la Estación Espacial Internacional. En sus propias palabras, “No está nada mal para ser el hijo de un minero de ópalos de Andamooka.”
Su cuerpo demacrado parece revivir durante nuestra conversación. Su piel recupera algo de su color original.]

Ojalá algunas de las historias que cuentan sobre nosotros fueran ciertas. Nos hacen parecer más heroicos. [Sonríe.] La verdad es que no estábamos “varados,” al menos no en el sentido de quedarnos atrapados allí sin previo aviso. Nadie sabía lo que estaba pasando mejor que nosotros. Nadie se sorprendió cuando la tripulación de reemplazo de Baikonur no pudo despegar, o cuando Houston nos ordenó que nos metiéramos en el X-3856 para evacuar la estación. Desearía poder decirle que desafiamos nuestras órdenes o que peleamos para decidir quién se quedaría. Lo que sucedió en realidad es mucho más mundano y razonable. Ordené que todo el equipo científico, y cualquier otro personal no esencial regresara a La Tierra, y le di al resto del grupo la opción de irse o quedarse. Una vez que el “bote salvavidas” X-38 se fuera, quedaríamos técnicamente varados en órbita, pero cuando se piensa en todo lo que estaba en juego, creo que ninguno de nosotros quería irse.
La EEI es una de las grandes maravillas de la ingeniería humana. Hablamos de una plataforma orbital tan grande que podía ser vista desde La Tierra a simple vista. Para construirla, se había requerido del esfuerzo de dieciséis países durante más de diez años, más de doscientas caminatas espaciales, y más dinero del que cualquier político de atrevería a admitir en público. ¿Qué se necesitaría para construir otra, si tal cosa llegaba a ser posible otra vez?
Pero más importante que la estación en sí, era el incalculable, e igualmente irreemplazable recurso de la red mundial de satélites. En ese entonces había unos tres mil en órbita, y la humanidad dependía de ellos para todo, desde comunicaciones, navegación y vigilancia, hasta algo tan mundano y normal, pero tan vital como la predicción del clima. Esa red es tan importante para el mundo moderno como los caminos lo fueron para la antigüedad, o como las vías férreas para la revolución industrial. ¿Qué iba a pasarle a la humanidad, si esos sistemas de enlace tan importantes comenzaban a caer del cielo?
Nuestro plan nunca fue salvarlos a todos. Eso era poco realista e innecesario. Sólo teníamos que concentrarnos en los sistemas que eran vitales para el esfuerzo de la guerra, y para eso, sólo tenían que permanecer en el aire una docena de pájaros. Nada más por eso valía la pena el riesgo de quedarse.
¿Alguna vez les prometieron rescatarlos?
No, y no lo esperábamos. Nuestra preocupación no era cómo volver a La Tierra, sino cómo íbamos a hacer para sobrevivir allá arriba. Incluso con nuestros tanques de O2 y las velas de perclorato de emergencia,57 y con nuestro sistema de reciclaje de agua58 operando al máximo de su capacidad, sólo teníamos comida para unos veintisiete meses, y eso incluía también los animales experimentales del laboratorio. Ninguno había sido usado para probar vacunas, así que su carne seguía siendo comestible. Todavía puedo escuchar sus chillidos, y ver las pequeñas gotas de sangre flotando en microgravedad. Allá arriba no se podía desperdiciar ni la sangre. Traté de verlo como científico, calculando el valor nutricional de cada pequeño punto rojo flotante que me tragaba. Me repetía constantemente que era por el bien de la misión, y no sólo por el hambre atroz que me invadía.
Dígame más sobre la misión. Si estaban atrapados en la estación, ¿cómo mantenían los satélites en órbita?
Usábamos el VAT59 “Julio Verne III,” la última cápsula de abastecimiento que fue lanzada antes de que la Guayana Francesa fuese invadida. Originalmente había sido diseñado como un vehículo desechable, y después de depositar su carga, lo llenaríamos de basura y lo dejaríamos caer hacia La Tierra para que se quemara en la atmósfera.60 Lo modificamos con controles manuales de vuelo y un asiento para un piloto. Ojalá hubiésemos podido instalarle una ventana. Navegar por video no era nada divertido; tampoco lo era el realizar todas mis actividades extra vehiculares, todas esas caminatas espaciales, usando el delgado traje de reentrada, porque la cápsula no tenía suficiente espacio para llevar el equipo EVA adecuado.
Casi todas mis excursiones fueron hacia el ASTRO,61 que era básicamente una estación de servicio en medio del espacio. Algunos satélites, los militares y de vigilancia, a veces tienen que cambiar de órbita para enfocar nuevos objetivos. Lo logran activando sus propulsores de maniobras, y al hacerlo gastan pequeñas cantidades de combustible de hidracina. Antes de la guerra, el ejército norteamericano resolvió que era más rentable tener una estación automática de abastecimiento y mantenimiento en órbita, en lugar de enviar un montón de misiones tripuladas. Por eso crearon a ASTRO. Nosotros lo modificamos para propulsar a los demás satélites, los modelos civiles que sólo necesitaban un empujón de vez en cuando para no caer de sus órbitas. Era una máquina maravillosa: nos ahorró mucho trabajo. Teníamos un montón de tecnología similar. Estaba el “Canadarm,” una oruga robótica de quince metros que realizaba muchas labores de mantenimiento en la cubierta exterior de la estación. Estaba el “Boba,” un robot operado a través de una interfaz de realidad virtual y equipado con propulsores, con el que podíamos trabajar alrededor de la estación y también enviarlo hacia los satélites. También teníamos un pequeño escuadrón de APSs,62 unos robots multipropósito que simplemente flotaban a la deriva, más o menos de a misma forma y tamaño de una toronja. Toda esa maravillosa tecnología había sido diseñada para hacernos la vida más fácil. Ojalá no hubiese funcionado tan bien.
Siempre había una hora cada día, y hasta dos, en las que no teníamos nada qué hacer. Uno podía dormir, ejercitarse, releer los mismos libros, escuchar la Radio Mundo Libre o la música que habíamos llevado a bordo (una y otra y otra vez). No sé cuántas veces escuché esa canción de Redgum que dice, “God help me, I was only nineteen.” Era la favorita de mi padre, le recordaba sus días en Vietnam. Yo sólo deseaba que todo ese entrenamiento militar le sirviera para mantenerlos vivos a él y a mamá. No había sabido nada de ellos, ni de nadie más en Oz desde que el gobierno se había trasladado a Tasmania. Quería creer que estaban bien, pero después de ver lo que estaba sucediendo en La Tierra, que era lo que casi todos hacíamos cuando estábamos descansando, era casi imposible mantener las esperanzas.
Dicen que durante la guerra fría, los satélites espías norteamericanos podían leer una copia del Pravda en las manos de un ciudadano soviético. No sé si eso era verdad. No conozco bien las características de la tecnología de esa época. Pero sí puedo asegurarle que los de ahora, cuyas señales pirateábamos a través de las repetidoras —esos nos permitían ver la carne desgarrándose y los huesos partiéndose. Podían leerse los labios de las víctimas que suplicaban, y ver el color de sus ojos cuando se dilataban con el último aliento. Podía verse cuando la sangre de las heridas comenzaba a ponerse negra, y lo diferente que se veía sobre el cemento de Londres y sobre las arenas de Cape Cod.
No podíamos controlar lo que los satélites espías enfocaban. Sus objetivos eran definidos por los militares. Vimos un montón de combates —Chongqing, Yonkers; observamos a toda una tropa de soldados de la India tratando de rescatar a los civiles atrapados en el Estadio Ambedkar de Delhi, para luego quedar ellos mismos atrapados y tener que retirarse hasta el Parque Gandhi. Ví como su comandante los hacía formar en un cuadrado parecido al que los ingleses usaban en la época de la colonia, y funcionó, al menos por un tiempo. Eso era lo más frustrante de la vigilancia satelital; sólo podíamos ver, no escuchar. No sabíamos que a los hindúes se les estaban acabando las balas, sólo veíamos que los zombies se acercaban cada vez más. Un helicóptero aterrizó cerca y el comandante comenzó a discutir con sus subordinados. No sabíamos que se trataba del general Raj-Singh, nunca habíamos oído hablar de él. No crea ni una de las palabras que los críticos dicen de ese hombre, que escapó cuando las cosas se pusieron difíciles. Nosotros lo vimos. Él trató de resistirse, quería pelear, pero uno de sus hombres lo golpeó en la cara con la culata del rifle. Estaba inconsciente cuando lo subieron al helicóptero. Era una sensación horrible, verlo todo tan de cerca sin poder hacer nada.
Nosotros también teníamos con qué observar, a través de los satélites civiles de investigación y los equipos de la estación. Las imágenes que obteníamos no eran ni la mitad de detalladas que las de los militares, pero seguían siendo aterradoramente claras. Nos permitieron ver por primera vez los gigantescos enjambres sobre Asia y las planicies de Norteamérica. Eran de verdad enormes, se extendían por kilómetros, como dicen que alguna vez lo hicieron los bisontes americanos.
Vimos la evacuación de Japón y no pudimos evitar maravillarnos ante el tamaño de esa empresa. Cientos de barcos, miles de botes pequeños. Perdimos la cuenta de cuántos helicópteros iban y venían entre los techos y las bases militares, y cuántos aviones hicieron su último vuelo hasta el norte de Kamchatka.
Fuimos los primeros en descubrir los agujeros zombies, los pozos que los muertos vivientes excavan para buscar animales subterráneos. Al principio creímos que eran sólo incidentes aislados, hasta que notamos que aparecían por todo el mundo; algunas veces aparecían unos muy cerca de los otros. Había un campo en el sur de Inglaterra —supongo que allí vivían un montón de conejos— que quedó completamente agujereado, montones de huecos de diferentes tamaños y profundidades. Casi todos tenían estas enormes y oscuras manchas a su alrededor, y aunque nunca pudimos verlas de cerca, estábamos seguros de que era sangre. Para mí, ese era el ejemplo más horripilante de la voluntad de nuestro enemigo. No tenían ningún tipo de conciencia, sólo el instinto más básico. Una vez vi a un Z excavando tras algo, seguramente un topo dorado, en el Desierto de Namibia. El topo se había enterrado en la pendiente de una duna. Aunque el muerto trató de seguirlo, la arena se deslizaba y cubría el agujero constantemente. El zombie no se detuvo, no reaccionó de ninguna manera, simplemente siguió cavando. Lo observé durante cinco días, esa imagen borrosa de un Z cavando, y cavando, y cavando, y una mañana simplemente se detuvo, se paró, y se alejó cojeando como si nada hubiese pasado. Seguramente le perdió el rastro. Bien por el topo.
Pero a pesar de tener todos esos equipos ópticos, nada tenía tanto impacto como lo que veíamos con nuestros propios ojos. El simple hecho de mirar por la ventana hacia nuestra frágil biosfera. Al presenciar esa masiva devastación ecológica, uno entiende por qué el movimiento ambientalista comenzó sólo después del inicio de la era espacial. Había tantos fuegos, y no sólo me refiero a los edificios en llamas, los bosques, y los pozos petroleros ardiendo fuera de control —es increíble que los malditos saudíes hayan sido capaces de eso63— Me refiero también a las fogatas de los campamentos, había al menos mil millones de esas, como pequeñas manchas naranjadas cubriendo la superficie, en donde antes se veían sólo luces eléctricas. Todos los días, todas las noches, parecía que todo el plantea ardía en llamas. No podíamos ni calcular la cantidad de cenizas, pero nos atrevimos a adivinar que debían ser el equivalente a un pequeño intercambio nuclear entre los Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, y eso sin contar el intercambio nuclear que sí ocurrió entre Irán y Pakistán. También vimos y grabamos ese, los destellos y el fuego que me dejaron viendo puntos luminosos durante varios días. El otoño nuclear se había esparcido por todo el globo, y la alfombra gris se hacía más gruesa cada día.
Era como estar viendo otro planeta, o el mundo prehistórico durante la última extinción en masa. Eventualmente, los equipos ópticos convencionales fueron inútiles por culpa de la contaminación, dejándonos sólo con los sensores termales y el radar. Los tonos naturales de la superficie se desvanecieron tras una caricatura de colores primarios. Fue a través de uno de esos sistemas, el sensor Aster a bordo del satélite Terra, que vimos colapsar la Represa de las Tres Gargantas.
Eran más o menos doce mil billones de litros de agua, arrastrando escombros, lodo, rocas, árboles, autos, casas, ¡y los pedazos de la represa, que eran cada uno más grandes que una casa! Estaba viva, como un dragón pardo y blanco recorriendo China hacia el Mar Oriental. Cuando pienso en la gente que estaba en su camino… atrapados dentro de edificios fortificados, sin poder escapar de la inundación por culpa de los Zs frente a sus puertas. Nadie sabe cuánta gente murió esa noche. Todavía siguen encontrando cadáveres.
[Una de sus manos esqueléticas se cierra en un puño, y con la otra presiona el botón de “automedicación.”]
Cuando pienso en la manera en que el gobierno trató de explicarlo todo… ¿Alguna vez ha leído la trascripción del discurso del presidente chino? Nosotros lo vimos en vivo, en una señal pirateada de su satélite Sinosat II. Lo llamó una “tragedia inesperada.” ¿De verdad? ¿Inesperada? ¿No habían previsto que la represa había sido construida sobre una falla activa? ¿No habían previsto que el enrome peso de otros embalses gigantes había provocado varios terremotos en el pasado,64 y que se habían detectado grietas en los cimientos meses antes de terminar la obra?
También lo llamo un “accidente inevitable.” Maldito. Tenían suficientes tropas para librar una guerra abierta en todas sus ciudades, ¿pero no podían disponer de un par de policías de tránsito para evacuar y evitar una tragedia que estaba anunciada? ¿No se imaginaban las repercusiones que tendría el abandonar las estaciones de monitoreo sísmico y las compuertas de emergencia? Y luego trataron de cambiar la historia, diciendo que habían hecho todo lo posible para salvar la represa, y que, en el momento del desastre, hombres valientes del Ejército de Liberación Popular habían dado sus vidas para defenderla. Pues bien, yo llevaba más de un año observando personalmente las Tres Gargantas, y los únicos miembros del ELP que vi, habían perdido la vida mucho, mucho antes. ¿De verdad creyeron que la gente se tragaría una mentira tan descarada? ¿De verdad se esperaban algo diferente a una rebelión generalizada?
Dos semanas después del comienzo de la revolución, recibimos nuestra primera y única señal de la estación espacial china, Yang Liwei. Era la única estación tripulada que quedaba en órbita aparte de la nuestra, pero no se podía comparar con nosotros en ningún sentido. Había sido construida a las carreras, con módulos Shenzhou y un montón de tanques de combustible Long March soldados juntos, como una versión gigante del viejo Skylab.
Llevábamos meses tratando de contactarlos. Ni siquiera estábamos seguros de que hubiera alguien allí. Lo único que recibíamos siempre, era un mensaje pregrabado en inglés con acento de Hong Kong, advirtiéndonos que mantuviéramos nuestra distancia para no provocar una respuesta de “fuerza letal.” ¡Qué increíble desperdicio! Podríamos haber trabajado juntos, intercambiado provisiones, conocimientos técnicos. Quién sabe qué podríamos haber logrado si tan sólo hubiésemos ignorado la política y nos hubiésemos reunido como malditos seres humanos.
Después de un tiempo, nos convencimos de que la estación estaba abandonada y que su amenaza de “fuerza letal” era sólo un truco. No podríamos habernos sorprendido más cuando una señal llegó a través de nuestra radio de onda corta.65 Era una voz humana, cansada, asustada, y se interrumpió tras unos pocos segundos. Esa fue toda la motivación que necesité para abordar el Verne y dirigirme hacia la Yang.
Tan pronto como apreció en el horizonte, noté que su órbita había cambiado radicalmente. Al acercarme, pude ver por qué. La compuerta de su módulo de escape había sido expulsada, pero como todavía estaba acoplado a la bahía de presión, toda la estación se había despresurizado en cuestión de segundos. Como precaución, solicité permiso para abordar. Nada. Al subir a bordo, vi que aunque la estación era lo suficientemente grande para una tripulación de siete u ocho personas, sólo tenía literas y artículos personales para dos. La Yang estaba repleta de equipos para emergencia, suficiente comida, agua, y velas de oxígeno para cinco años cuando menos. Lo que no pude entender era para qué todo eso. No había instrumentos científicos a bordo, ni equipos de vigilancia o recolección de datos. Era como si el gobierno chino hubiese enviado a dos hombres al espacio sólo con el propósito de tenerlos allí. A los quince minutos de mi caminata, encontré la primera de varias cargas de demolición. Esa estación espacial no era más que una gigantesca bomba de negación orbital. Si las cargas hubiesen detonado, los escombros de aquella estación espacial de cuatrocientas toneladas métricas no sólo habrían dañado o destruido cualquier otra plataforma flotante, sino que habrían impedido cualquier otro lanzamiento durante años. Era parte de una política china de “Espacio de Nadie”, “si nosotros no podemos subir allí, nadie más podrá.”
Todos los sistemas de la estación seguían funcionando. No había ocurrido un incendio, no había daño estructural, nada que hubiese podido causar el accidente con la compuerta del módulo de escape. Encontré el cuerpo de un taikonauta con su mano aún cerrada alrededor de la palanca de expulsión de la compuerta. Tenía puesto uno de esos trajes presurizados para escapes de emergencia, pero el visor había sido atravesado por una bala. Supongo que el arma y su dueño fueron expulsados hacia el espacio. Me gusta pensar que la revolución china no se limitó únicamente a La Tierra, que ese hombre que abrió la compuerta fue el mismo que trató de contactarnos. Quizá su compañero era un partidario del viejo gobierno, un nacionalista al que le habían ordenado detonar las cargas de demolición. Entonces Zhai —ese era el nombre marcado en sus objetos personales— Zhai trató de arrojar a su compañero al espacio, y recibió un disparo en el intento. Es una buena historia, creo. Así es como quiero recordarla.
¿Así pudieron prolongar su estadía? ¿Usando los provisiones de la Yang?
[Hace un gesto de aprobación con el pulgar.] Utilizamos cada fragmento que pudimos extraer de ella como partes de repuesto y materia prima. Nos habría gustado conectar las dos plataformas, pero no teníamos ni el equipo ni el personal necesario para ese trabajo. Podríamos haber usado su módulo de escape para regresar a La Tierra. Tenía un escudo térmico adecuado y espacio para tres. Fue muy tentador. Pero la órbita de la estación estaba cayendo rápidamente y teníamos que hacer una elección de inmediato, escapar a La Tierra o reabastecer la EEI. Ya sabe cuál fue nuestra elección.
Antes de abandonarla para siempre, presentamos nuestros respetos a nuestro amigo Zhai. Aseguramos su cuerpo a una litera, empacamos sus objetos personales, y tras regresar a la EEI, dijimos algunas palabras en su honor mientras la Yang se quemaba al entrar en la atmósfera. Pensándolo bien, él podía haber sido el nacionalista, no el rebelde, pero de todas formas sus acciones nos permitieron seguir con vida. Permanecimos otros tres años en órbita, tres años que no habrían sido posibles sin esos productos de China.
Sigo pensando que una de las grandes ironías de la guerra fue que nuestra tripulación de reemplazo llegó a bordo de un vehículo espacial privado. El Spacecraft Three, esa nave que había sido diseñada como el primer vehículo de turismo espacial. El piloto tenía un enorme sombrero vaquero y una sonrisa yanqui de confianza. [Intenta imitar un acento de Texas.] “¿Alguien pidió un domicilio?”[Se ríe, pero hace una mueca de dolor y se automedica otra vez.]
Algunas veces nos preguntan si lamentamos nuestra decisión de quedarnos a bordo. No puedo hablar por mis compañeros. En sus lechos de muerte, los dos dijeron que lo volverían a hacer. ¿Cómo no voy a estar de acuerdo? No me arrepiento de la terapia física que tuvimos que soportar luego, tener que endurecer todos mis huesos otra vez y recordar por qué el Señor me dio un par de piernas al nacer. No lamento haberme expuesto a toda esa radiación, en esos EVAs sin escudo adecuado, todo ese tiempo allá afuera con el poco blindaje de la EEI. No me arrepiento de esto. [Señala el cuarto de hospital a nuestro alrededor, y las máquinas conectadas a su cuerpo.] Fue nuestra elección, y me gustaría pensar que al final, logramos hacer la diferencia. No está nada mal para ser el hijo de un minero de ópalos de Andamooka.
[Terry Knox murió tres días después de esta entrevista.]



ANCUD, ISLA GRANDE DE CHILOE, CHILE
[Aunque la capital oficial se ha establecido otra vez en Santiago, esta base de refugio sigue siendo el centro económico y cultural del país. Ernesto Holguín tiene su hogar en una casa de playa en la Peninsula de Lacuy, aunque sus deberes como capitán de un barco mercante lo mantienen en el mar la mayor parte del año.]

Los libros de historia la llaman “La Conferencia de Honolulu,” pero en realidad debería haberse llamado “La Conferencia de Saratoga” porque fue lo único que la mayoría de nosotros vió en todos esos días. Pasamos catorce días en esos camarotes apretados y pasillos inundados. El USS Saratoga: un portaaviones, luego un casco desmantelado, luego un barco de transporte de refugiados, y finalmente la Oficina Central Flotante de las Naciones Unidas.
Tampoco deberían haberlo llamado “conferencia.” En realidad, más pareció una emboscada. Se suponía que íbamos a intercambiar estrategias y tecnología. Todo el mundo estaba ansioso por conocer el sistema británico para construir avenidas fortificadas, que parecía tan emocionante como la demostración en vivo de Mkunga Lalem.66 También íbamos a tratar de reintroducir algún sistema para el comercio internacional. Esa era mi tarea específica, integrar lo que quedaba de nuestra flota naval para formar una infraestructura de trasporte marítimo internacional. En realidad no sabía qué esperar de mi tiempo a bordo del Super Sara. Creo que nadie estaba preparado para lo que sucedió en realidad.
En el primer día de la conferencia, nos reunimos para las presentaciones. Hacía calor y estaba cansado, y le pedía a Dios que pudiéramos evitarnos todos esos interminables discursos. Pero entonces el embajador norteamericano se levantó, y el mundo dejó de girar de improviso.
Era la hora de atacar, dijo él, de que todos saliéramos de nuestras zonas seguras y comenzáramos a recuperar los territorios infestados. Al principio pensé que hablaba de operaciones aisladas: colonizar más islas deshabitadas o, quizá, abrir nuevamente los canales de Suez y Panamá. Mis suposiciones no duraron mucho. Dejó muy en claro que no estaba hablando de una serie de incursiones tácticas menores. Los Estados Unidos planeaban entrar en ofensiva permanente, marchando y avanzando cada día, hasta que, según dijo, “encontremos cada rastro, lo limpiemos, y si es necesario, lo hagamos volar de la superficie de la Tierra.” Quizá pensó que plagiar a Churchill le daría un mayor impacto emocional. Pero no. En lugar de eso, todo el salón comenzó a discutir de inmediato.
Por un lado, preguntaban por qué debíamos arriesgar más vidas y sufrir más bajas innecesarias, cuando lo único que debíamos hacer era quedarnos en un lugar seguro esperando a que nuestro enemigo se pudriera. ¿Acaso no estaba comenzando ya? ¿No veían que los primeros casos ya empezaban a mostrar signos de descomposición avanzada? El tiempo estaba de nuestro lado, no del de ellos. ¿Por qué no dejábamos que la naturaleza hiciera el trabajo por nosotros?
Los del otro lado respondían que no todos los muertos de estaban pudriendo. ¿Qué iban a hacer con los casos más recientes, los que seguían fuertes e intactos? ¿No bastaba con uno sólo para revivir nuevamente la epidemia? ¿Y qué haríamos con los que plagaban los países septentrionales? ¿Cuánto tiempo iban a tener que esperar allá? ¿Décadas? ¿Siglos? ¿Los refugiados de esos países, iban a tener alguna vez la oportunidad de regresar a casa?
Y ahí fue cuando las cosas se pusieron feas. Muchos de esos países nórdicos eran parte de lo que se solía llamar “El Primer Mundo.” Un delegado de un país “en desarrollo” sugirió, con algo de enojo, que quizá ese era su castigo por invadir y saquear “las naciones oprimidas del sur.” Quizá, según dijo él, si la “hegemonía blanca” tenía que lidiar con sus propios problemas, la invasión de los muertos vivientes ayudaría para que el resto del mundo se desarrollara “sin la intervención imperialista.” A lo mejor los muertos iban a traer algo más que destrucción al mundo. Quizá a fin de cuentas, traerían justicia social para el futuro. Ahora bien, mi gente siente muy poco aprecio por los gringos del norte, y mi familia sufrió tanto bajo el régimen de Pinochet como para que ese odio sea algo personal, pero llega un momento en el que las emociones personales deben abrirle paso a los hechos reales. ¿Cómo podíamos hablar de una “hegemonía blanca” cuando las economías de mayor crecimiento antes de la guerra habían sido China e India, y la más grande durante la guerra era, sin duda, Cuba? ¿Cómo podían decir que el problema del frío era exclusivo de los países del norte, cuando había tanta gente luchando por sobrevivir en los Himalayas, o en los Andes de mi querido Chile? No, ese hombre, y todos los que estuvieron de acuerdo con él, no querían justicia para el futuro. Ellos querían venganza por el pasado.
[Suspira.] Después de todo lo que habíamos pasado, seguíamos siendo incapaces de sacar nuestras cabezas de nuestros traseros y de alejar nuestras manos del cuello de los demás.
Yo estaba sentado junto a la delegada de Rusia, tratando de evitar que se subiera a la mesa a gritar, cuando escuché otra voz norteamericana. Era su presidente. Aquel hombre no gritó, y ni siquiera trató de pedir orden. Sólo siguió hablando en ese tono de voz firme y tranquilo, que no creo que ningún otro líder haya podido imitar desde entonces. Incluso agradeció a sus “amigos delegados” por sus “valiosas opiniones” y admitió que, desde un punto de vista puramente militar, no había ninguna razón para “abusar de nuestra suerte.” Habíamos enfrentado a los muertos vivientes hasta llegar a un empate, y eventualmente, las generaciones futuras podrían habitar nuevamente el planeta con muy poco o ningún riesgo. Sí, era cierto que nuestras estrategias de defensa habían salvado la raza humana, ¿pero qué pasaría con el espíritu humano?
Los muertos vivientes nos habían quitado mucho más que nuestras tierras y a nuestros seres queridos. Nos habían quitado nuestra confianza como la forma de vida dominante del planeta. Estábamos abatidos, destrozados, al borde de la extinción, y la única esperanza que teníamos era que el mañana trajera un poco menos de sufrimiento que el día de hoy. ¿Ese iba a ser el legado que le pasaríamos a nuestros hijos, un estado de temor y duda que nuestra raza no había experimentado desde que nuestros ancestros más lejanos se refugiaban en las copas de los árboles? ¿Qué clase de mundo les tocaría reconstruir? ¿Sí llegarían a reconstruirlo? ¿Serían capaces de seguir progresando, sabiendo que su especie había sido incapaz de luchar por su futuro? ¿Y qué tal si en el futuro ocurría otro levantamiento de los muertos? ¿Nuestros descendientes los enfrentarían en batalla, o simplemente se arrodillarían derrotados y aceptarían lo que en sus mentes sería una extinción inevitable? Nada más por esa razón teníamos que recuperar nuestro planeta. Teníamos que probarnos a nosotros mismos que sí podíamos, y en esta guerra, esa prueba sería un recordatorio más grande que cualquier monumento. Caminar un largo y difícil camino para recuperar nuestra humanidad, o regresar a nuestro primitivo e indefenso estado de primates. Esas eran las alternativas, y había que escoger de inmediato.
Era tan típico de los norteamericanos, tratando de alcanzar las estrellas con el culo todavía atorado en un pantano. Supongo que de haber estado en una película gringa, algún idiota se habría puesto de pié y habría comenzado a aplaudir lentamente, y luego todos se habrían unido y una lágrima habría bajado en cámara lenta por la mejilla de alguien, o alguna otra mierda por el estilo. Pero todo el mundo se quedó callado. Nadie se movió. El presidente de la Organización anunció que habría un descanso por la tarde para considerar las propuestas, y que nos reuniríamos al anochecer para una votación general.
Como agregado naval, yo no participaría en esa votación. Mientras el embajador decidía el destino de nuestro Chile, yo no tenía nada más qué hacer, excepto disfrutar una puesta de sol sobre el Pacífico. Me senté en la cubierta del portaaviones, entre los generadores de turbina y los paneles solares, pasando el rato junto con mis pares de de Francia y Sudáfrica. Tratamos de no hablar de lo mismo de siempre, buscando algún tema lo más alejado de la guerra que fuese posible. Se nos ocurrió que el vino era terreno seguro. Por casualidad, los tres habíamos vivido, trabajado, o crecido en una familia conectada con un viñedo: Aconcagua, Stellenboch, y Burdeos. Ese era nuestro legado en común, pero como cosa rara, terminamos hablando de la guerra.
El viñedo de Aconcagua había sido destruido, incendiado durante los desastrosos experimentos de nuestro país con napalm. En Stellenboch ahora se cultivan vegetales para alimentar a los sobrevivientes. Las uvas eran consideradas un lujo injustificable, cuando toda la población estaba a punto de morir de hambre. Burdeos estaba infestado, los muertos habían arrasado con el terreno, así como con casi toda la Francia continental. El comandante Emile Renard era mórbidamente optimista. ¿Quién sabe qué clase de nutrientes aportarían al suelo todos esos cadáveres? Quizá mejoraría el sabor de las cosechas una vez que recuperaran Burdeos, si es que lo recuperaban. Cuando el sol comenzó a ocultarse, Renard sacó algo de su mochila de viaje, una botella de Chateau Latour, 1964. No podíamos creer lo que estábamos viendo. La del 64 había sido una cosecha muy escasa. Por simple casualidad, las uvas de su viñedo habían madurado temprano esa estación, y se había realizado la cosecha a finales de agosto en lugar de septiembre, como era tradición. Justo ese septiembre vino acompañado por lluvias devastadoras que inundaron los otros viñedos, e hicieron del Chateau Latour de ese año algo tan preciado como el Santo Grial. La botella en manos de Renard bien podía ser la última de su tipo, el mejor símbolo de un mundo que quizá nunca volveríamos a ver. Era el único objeto personal que había podido rescatar durante la evacuación. La llevaba consigo a todos lados, y planeaba conservarla para… para siempre, supongo, ya que al parecer ninguna plantación volvería a fabricar vinos nunca más. Pero ese día, después del discurso del presidente yanqui…
[Involuntariamente se pasa la lengua por los labios, como saboreando el recuerdo.]
No se había conservado en las mejores condiciones, y las tazas de plástico no ayudaban mucho. Pero no nos importaba. Disfrutamos y saboreamos cada sorbo.
¿Tenían tanta confianza en el resultado de la votación?
No me esperaba que fuese unánime, y tuve razón. Diecisiete “No” y treinta y un “En blanco.” Al menos los que votaron “no” estaban preparados para sufrir las consecuencias a largo plazo de su decisión… y lo hicieron. Si tenemos en cuenta que la nueva ONU sólo se componía de setenta y dos delegados, el apoyo fue bastante pobre. Pero eso no me importaba, y tampoco a mis compañeros de aquella cata improvisada. Para nosotros, para nuestros países y nuestros hijos, la decisión ya había sido tomada: atacar.



GUERRA TOTAL
A BORDO DEL MAURO ALTIERI,
A CIEN METROS SOBRE VAALAJARVI, FINLANDIA
[Estoy de pié junto al general D’Ambrosia en el CIC, el Centro de Información de Combate, la versión europea del impresionante dirigible de comando y control D-29 de los Estados Unidos. La tripulación trabaja en silencio frente a sus monitores titilantes. De vez en cuando, alguno de ellos dice algo al micrófono, una rápida y clara confirmación en francés, alemán, español o italiano. El general se inclina sobre el mapa, en una mesa que es en realidad una pantalla de video, observando toda la operación en lo más cercano que hay a lo que vería Dios.]

“Ataquen”— cuando escuché esa palabra, mi primera reacción fue “mierda.” ¿Acaso le sorprende?
[Antes de que yo pueda responder…]
Seguro que sí. Lo más probable es que todo el mundo piense que “el duro” estaba feliz con la noticia, toda esa sangre y esas tripas, esa basura de “agárrenlos por la nariz mientras les pateamos el trasero” y todo eso.
[Sacude su cabeza.] No sé quién creó el estereotipo de los generales brutos, agresivos y con cara de entrenador de fútbol de secundaria. Quizá fue culpa de Hollywood, o de la prensa civil, o de nosotros mismos, al permitir que esos payasos insípidos y egocéntricos —los MacArthurs, Halseys y Curtis E. LeMays— representaran nuestra imagen frente al resto del mundo. El caso es que esa era la imagen que teníamos todos los de uniforme, y no podía estar más alejada de la verdad. Me estaba muriendo del miedo ante la idea de llevar a nuestras fuerzas armadas a la ofensiva, sobre todo porque no sería sólo mi pellejo el que se quemaría en el fuego. Estaría enviando a muchas personas a morir, y esto es a lo que se tendrían que enfrentar.
[Voltea para mirar una pantalla en la pared, le hace un gesto a uno de los operarios, y la imagen se disuelve, reemplazada por un mapa de los Estados Unidos como era durante la guerra.]
Doscientos millones de zombies67. ¿Quién puede imaginarse una cantidad de esas, y no hablemos de combatirlos? Al menos esta vez sabíamos a qué nos enfrentábamos, pero si se suma toda la experiencia, los datos que habíamos reunido sobre su origen, su fisiología, sus debilidades y fortalezas, su motivación y su mentalidad, seguíamos teniendo una muy escasa esperanza de victoria.
El manual de la guerra, ese que hemos estado escribiendo desde que un mono le dio una palmada en la cara a otro, era completamente inútil para esta situación. Teníamos que escribir un nuevo manual desde cero.
Todos los ejércitos, no importa si tienen la mejor tecnología o son guerrilleros en la selva, tienen que someterse a tres restricciones básicas: tienen que hacerse, alimentarse y liderarse. Hacerse: se necesitan soldados, o de lo contrario no hay ejército; alimentarse: una vez que se tiene un ejército, hay que darles lo que necesitan para sobrevivir; y liderarse: sin importar lo descentralizada que sea una unidad de combate, tiene que haber alguien entre ellos con la autoridad de decir “síganme.” Hacer, alimentar y liderar; y ninguna de esas restricciones afecta a los muertos vivientes.
¿Alguna vez leyó Sin Novedad en el Frente? Remarque describió una imagen muy vívida de una Alemania “vacía,” porque hacia el final de la guerra, simplemente se estaban quedando sin soldados para enviar. Se pueden estirar los números, enviar a los viejos y a los niños, pero eventualmente se va a llegar a un límite… a menos que cada vez que se mate a un enemigo, éste regrese a la vida a pelear del lado de uno. Así es como opera Zack, ¡aumentando sus números al acabar con los nuestros! Y la cosa sólo funciona en un sentido. Infecta a un humano, y se convierte en zombie. Mata a un zombie, y se convierte en un cadáver. Nosotros sólo podíamos debilitarnos, mientras que ellos se volvían cada vez más fuertes.
Todos los ejércitos humanos necesitan abastecerse, pero ese ejército no. Nada de comida, ni municiones, ni combustible, ¡ni siquiera agua para beber y aire para respirar! No había líneas logísticas qué cortar, ni depósitos para destruir. No se los podía rodear y esperar a que se murieran de hambre, ni que se “secaran en el árbol.” Uno encierra a cien de ellos en un cuarto vacío, y tres años después salen de allí igual de letales.
Es irónico que la única manera de matar a un zombie sea destruir su cerebro, porque como grupo, no tienen ningún cerebro que los coordine. No había líderes, ni cadenas de mando, ni comunicaciones o cooperación de ningún tipo. No había ningún presidente qué asesinar, ni un búnker para bombardear. Cada zombie es en sí mismo una unidad autónoma e independiente, y esa última ventaja es la que resume todo el conflicto.
Habrá escuchado la expresión “guerra total”; es algo muy común en la historia de la humanidad. Más o menos una vez cada generación, algún idiota presume de que su pueblo le ha declarado una “guerra total” a algún enemigo, queriendo decir con eso que cada hombre, mujer, y niño de la nación, están trabajando cada segundo de sus vidas por la victoria. Es una estupidez por dos razones básicas. Primero que todo, porque ningún grupo ni país puede dedicarse en un cien por ciento a la guerra; no es físicamente posible. Se puede tener un gran porcentaje a favor, un montón de gente haciendo lo que pueden por apoyar, ¿Pero toda la gente y todo el tiempo? ¿Qué hay de los disidentes, o los objetores de conciencia? ¿Qué hay de los enfermos, los heridos, los muy viejos, o los muy jóvenes? ¿Qué pasa cuando la gente está durmiendo, comiendo, duchándose, o yendo al baño? ¿Acaso es una “cagada en pro de la victoria”? Esa es la primera razón por la que una guerra total es imposible para los humanos. La segunda es que todas las naciones tienen algún límite. Puede que haya individuos dentro del grupo dispuestos a sacrificar sus vidas; incluso puede que se trate de una buena cantidad de la población, pero la población como un todo llegará tarde o temprano hasta un punto de quiebre psicológico y emocional. Los japoneses llegaron al suyo con un par de bombas atómicas norteamericanas. Los vietnamitas habrían legado al suyo con otro par68, pero gracias a Dios nosotros llegamos al nuestro primero. Esa es la naturaleza de la guerra: dos bandos, cada uno tratando de empujar al otro hasta los límites de su resistencia, y no importa cuánto nos guste hablar de una guerra total, ese límite siempre está ahí… a menos que uno sea un muerto viviente.
Por primera vez en nuestra historia, nos enfrentábamos a un enemigo que de verdad estaba declarándonos la guerra total. No tenían límites de resistencia. Nunca se detendrían a negociar ni se rendirían. Lucharían hasta el final porque, a diferencia de nosotros, cada uno de ellos, cada segundo de cada día, lo dedicaban a consumir toda la vida animal de la Tierra. Ese era el enemigo que nos estaba esperando detrás de Las Rocosas. Ese era el tipo de guerra que debíamos pelear.



DENVER, COLORADO, ESTADOS UNIDOS
[Acabo de terminar mi cena en la casa de los Wainio. Allison, la esposa de Todd, está arriba ayudando a su hijo Addison con la tarea. Todd y yo nos quedamos abajo, en la cocina, lavando los platos.]

Era como devolverse en el tiempo, ese nuevo ejército. No podía ser más diferente del ejército con el que yo había peleado, y con el que casi me muero en Yonkers. Ya no había casi nada mecánico —nada de tanques, artillería, gusanos69, nada de nada, ni siquiera los Bradleys. Esos estaban guardados, siendo modificados para cuando tuviéramos que recuperar las ciudades. No, los únicos vehículos que teníamos, los Humvees y algunos M-Tres-Siete ASV70, eran usados sólo para llevar municiones y equipo. Caminábamos todo el tiempo, marchando en columnas como se vé en esas pinturas de la Guerra Civil. Todo el tiempo se hacían bromas sobre “los azules” contra “los grises,” seguramente por el color de la piel de Zack y el de nuestros nuevos UCs. Ya no se preocupaban por los diseños del camuflaje; ¿para qué? Además, supongo que el azul marino era el color más barato que les quedaba. El nuevo UC se parecía más a los uniformes de los equipos SWAT. Era ligero y confortable, y estaba tejido con fibras de Kevlar, sí, creo que era Kevlar71, fibras a prueba de mordiscos. Tenía unos guantes y una máscara que cubría toda la cara como accesorios opcionales. Mucho después, en combate mano a mano dentro de las ciudades, esos accesorios salvaron un montón de vidas.
Todo lo que llevábamos encima tenía un aspecto retro. Nuestros Lobos parecían algo sacado de, no sé, ¿de El Señor de los Anillos? La orden era de usarlos sólo cuando fuera necesario, pero créame, fue necesario muchas veces. Simplemente se sentía bien, ya sabe, sacudir ese pedazo de acero sólido. Hacía que las cosas fueran personales, te daba fuerza. Uno sentía cuando el cráneo se partía. Era emocionante, como si uno estuviera recuperando su vida con cada golpe, ¿entiende? Y no es que me molestara tirar del gatillo.
Nuestra arma principal era el REI, el Rifle Estándar de Infantería. La culata de madera lo hacía ver como un arma de la Segunda Guerra Mundial; supongo que los materiales sintéticos seguían siendo difíciles de producir. No estoy seguro de dónde sacaron el REI. Me han dicho que fue una modificación del AK. También me han dicho que era una versión reducida del XM8, el rifle que el ejército planeaba introducir en la siguiente generación. Incluso escuché que fue inventado, probado, y producido por primera vez durante el asalto a la Ciudad de los Héroes, y que los planos fueron transmitidos a Honolulu. Sinceramente, no tengo idea y tampoco me importa. Pateaba como una mula y sólo disparaba en semiautomático, ¡pero era preciso y nunca, nunca se atascaba! Uno podía arrastrarlo por un pantano, enterrarlo en la arena, tirarlo al mar y dejarlo allí por días. No importaba lo que uno le hiciera a ese bebé, nunca fallaba. Los únicos adornos que tenía era un equipo de partes de repuesto, culatas intercambiables y barriles de distintas longitudes. Uno podía ser francotirador de larga distancia, Lugo volverlo rifle de mediano alcance y carabina de corto, todo dentro de una misma hora, y todo cabía en el bolsillo de la mochila. También tenía una bayoneta de veinte centímetros, retráctil, que se podía usar en una emergencia si no se tenía el Lobo a la mano. A veces bromeábamos diciendo “cuidado, le vas a sacar un ojo a alguien con eso,” y por supuesto, sacábamos muchos ojos. El REI era también una maravillosa arma de combate cuerpo a cuerpo, incluso sin contar la bayoneta, y si se tienen en cuenta todas las demás cosas que lo hacían excelente, entenderá por qué le decíamos, siempre con respeto, “El Rey.”
La munición estándar era la OTAN 5.56 “EDP Cereza.” EDP quiere decir explosivo de detonación pirotécnica. El diseño era fenomenal. Se partía y se incineraba al entrar en la cabeza de Zack, y los fragmentos le cocinaban el cerebro. No había ningún riesgo de que expulsaran materia gris infectada, y no había necesidad de quemarlos después. Cuando tocaba hacer SC72, ni siquiera había que decapitarlos antes de enterrarlos. Sólo se cavaba la trinchera y se podía echar el cuerpo entero adentro.
Sí, era un ejército nuevo, y la gente también había cambiado. El reclutamiento era diferente, y ser un soldado raso era una cosa completamente distinta. Todavía estaban los requisitos de antes —resistencia física, competencia mental, la motivación y la disciplina para enfrentar retos difíciles en condiciones extremas— pero nada de eso importaba si no se podía enfrentar el shock-Z a largo plazo. Ví a muchos de mis viejos compañeros perder la cabeza por los nervios. Algunos colapsaron, otros se metieron un tiro en la cabeza, y otros se llevaron a alguien más con ellos. No tenía nada que ver con ser valiente ni nada por el estilo. Una vez leí una guía de supervivencia inglesa que hablaba sobre la personalidad del “guerrero,” de cómo tu familia debía ser financiera y emocionalmente estable, y que una buena señal era que no te interesaran las mujeres cuando eras joven. [Todd resopla.] Guías de supervivencia… [Mueve su mano en un movimiento como de masturbación.]
Las caras nuevas podían haber salido de cualquier parte: tus vecinos, tu tía, ese maestro sustituto con cara de idiota, o el gordo perezoso de la oficina de tránsito. Desde vendedores de seguros, hasta un tipo que estoy seguro que era Michael Stipe, aunque él nunca quiso admitirlo. Supongo que tenía mucho sentido; ningún incapaz habría podido llegar tan lejos de todas formas. Todos los que seguíamos vivos éramos veteranos de cierta manera. Mi compañera de equipo, la hermana Montoya, tenía cincuenta y dos años y había sido monja, o todavía lo era, supongo. Medía sólo un metro con sesenta de altura, pero había protegido a los niños de su clase de catequesis durante nueve días, usando sólo un candelabro de hierro de dos metros de longitud. No sé cómo hizo para cargar con su mochila, pero lo hizo sin quejarse, desde nuestro cuartel en Needles hasta nuestro punto de encuentro justo en las afueras de Esperanza, en Nuevo México.
Esperanza. En serio, así se llamaba el pueblo.
Dicen que “el duro” lo escogió por el terreno, que era plano y abierto, con el desierto al frente y las montañas detrás. Perfecto, decían, para un encuentro frente a frente, y que el nombre no había tenido nada que ver. Sí, claro.
El duro quería que toda esa operación de prueba saliera bien. Iba a ser la mayor batalla a campo abierto desde Yonkers. Era uno de esos momentos, ya sabe, como, cuando un montón de detalles logran cambiar todo…
¿Decisivos?
Sí, supongo. Toda esa gente nueva, el equipo, el entrenamiento, el plan —se suponía que todo eso funcionaría junto para darnos una victoria inicial y una motivación para el resto.
Encontramos un par de docenas de Gs en el camino. Los perros rastreadores los encontraban y sus entrenadores los despachaban con armas silenciadas. No queríamos atraer ningún otro hasta que estuviéramos bien instalados. Queríamos jugar con nuestras propias reglas.
Comenzamos a sembrar el “jardín”: filas de estacas de campamento con cinta anaranjada brillante cada diez metros. Eran nuestros marcadores de distancia, mostrándonos exactamente dónde calibrar nuestras miras. Algunos tenían otras tareas ligeras como cortar los arbustos y organizar las cajas de municiones.
El resto de nosotros no tenía nada más que hacer, sólo esperar, comer algo, recargar las cantimploras, o meternos un rato en la bolsa, si es que éramos capaces de dormir. Habíamos aprendido mucho desde Yonkers. El duro nos quería bien frescos y descansados. El problema era que nos dejaba mucho tiempo para pensar.
¿Ya vio la película, esa que Elliot hizo sobre nosotros? ¿Esa escena con la fogata y todos los soldados hablando y diciendo bromas, sus historias y sus planes para el futuro, y el tipo al fondo con la armónica? Viejo, nada de eso fue así. Primero que todo, estábamos a mediodía, nada de fogatas ni armónica bajo las estrellas, y además todo el mundo estaba en silencio. Uno sabía lo que todos estábamos pensando, “¿Qué diablos estamos haciendo aquí?” Esa era la casa de Zack, y podía quedarse con ella si quería. Habíamos tenido un montón de charlas de motivación sobre el “futuro del espíritu humano.” Habíamos visto el discurso del presidente, Dios sabe cuántas veces, pero al presi no le tocaba pararse allí en el patio de Zack. Todo estaba bien detrás de Las Rocosas. ¿Qué diablos hacíamos allá afuera?
A las 1300 horas, las radios comenzaron a chillar. Eran los entrenadores de los perros que habían hecho contacto. Recargamos, quitamos el seguro, y tomamos nuestro lugar en la línea de fuego.
Esa era la pieza central de nuestra nueva doctrina de combate, de vuelta al pasado como todo lo demás. Nos formábamos en una línea recta, en dos filas: una activa, y otra detrás como reserva. La reserva servía para que, cuando alguien de la línea frontal necesitara recargar su arma, su puesto en la formación no se quedara vacío. En teoría, con todo el mundo disparando o recargando, podíamos seguir derribando a Zack mientras las municiones aguantaran.
Podíamos escuchar los ladridos, los Ks los estaban atrayendo. Comenzamos a ver Gs en el horizonte, cientos de ellos. Comencé a temblar, y eso que no era la primera vez que enfrentaba a Zack desde Yonkers. Había participado en las operaciones de limpieza en Los Ángeles. Había servido un tiempo en Las Rocosas cuando el verano derritió la nieve de los caminos. Pero siempre volvían los mismos temblores.
Los perros fueron recogidos, protegidos detrás de nuestras líneas. Activamos nuestro Mecanismo Primario de Provocación. Para ese entonces, todos los ejércitos tenían alguno. Los británicos usaban gaitas, los chinos trompetas, los sudafricanos golpeaban sus rifles con las assegais73 y entonaban cantos de guerra zulúes. Pero nosotros, lo nuestro era Iron Maiden. Bueno, en lo personal nunca he sido muy fanático del metal. Lo mío es el rock clásico, y “Driving South” de Hendrix es lo más pesado que escucho. Pero tengo que admitir que allí parado, con el viento del desierto y “The Trooper” retumbando en el pecho, la cosa funcionó. El MPP no tenía nada que ver con atraer a Zack. Era para ponernos a volar a nosotros, para espantarle la vibra a Zack, ya sabe, “sacarle el miedo,” como dicen los ingleses. Para cuando Dickinson estaba cantando la parte de “As you plunge into a certain death…” yo estaba listo, con el REI recargado y en posición, y los ojos fijos en la horda que crecía y se acercaba. Por mi cabeza sólo pasaba un pensamiento: “¡Vamos, Zack, hagamos esto de una vez, carajo!”
Justo antes de que llegaran a primer marcador, la música comenzó a desvanecerse. Los líderes de cada escuadrón gritaron, “¡Línea frontal, lista!” y los de la primera fila se arrodillaron. Luego vino la orden de “¡apunten!” y entonces, mientras todos conteníamos el aliento y la música se apagaba, escuchamos “¡FUEGO!”
La línea frontal estalló como una ola de fuego, retumbando como una ametralladora en automático y derribando a todos los Gs que cruzaron el primer marcador. Las órdenes eran estrictas, sólo disparar a los que cruzaban la línea. Esperar a los demás. Habíamos estado entrenando por meses y se había convertido en puro instinto. La hermana Montoya levantó su arma sobre la cabeza, la señal de que se había quedado sin balas. Cambiamos de lugar, quité el seguro y busqué mi primer objetivo. Era una verde74, no debía llevar muerta más de un año. Su pelo rubio y sucio colgaba en parches de una piel delgada y correosa. La barriga hinchada sobresalía bajo una camiseta negra y desteñida que decía G IS FOR GANGSTA. Centré mi mira en medio de sus ojos hundidos, azules y lechosos… los ojos no se les ponen de ese color por el virus, en realidad es por un montón de diminutos arañazos de polvo en la superficie, miles de ellos, porque Zack no parpadea ni produce lágrimas. Ese par de canicas azules me miraron cuando tiré del gatillo. El impacto la tumbó de espaldas y una nube de vapor salió del agujero en su frente. Respiré, busqué mi siguiente objetivo, y eso fue todo, estaba en automático.
El entrenamiento nos enseña que hay que hacer un disparo cada segundo. Lento, continuo, como una máquina.
[Comienza a tronar los dedos.]
En el campo de tiro practicábamos con metrónomos, todo el tiempo los instructores nos decían “ellos no tienen prisa, ¿ustedes por qué sí?” Era una manera de conservar la calma, de tranquilizarse. Teníamos que ser tan lentos y tan robóticos como ellos. “Ser más G que los G,” era lo que nos decían.
[Sus dedos siguen sonando con un ritmo perfecto.]
Disparar, cambiar, recargar, tomar un sorbo de la cantimplora, agarrar un paquete de proveedores de los “Sandlers.”
¿Sandlers?
Sí, los equipos de recarga, era una unidad especial de reserva cuyo único trabajo era asegurarse de que no se nos acabaran las balas. Uno sólo podía cargar unos cuantos proveedores a la vez, y tomaba mucho tiempo volver a cargarlos cuando todos estaban vacíos. Los Sandlers recorrían la línea de lado a lado recogiendo los proveedores vacíos, recargándolos en los contenedores de municiones, y entregándoselos de vuelta a cualquiera que les hiciera una señal. Dicen que cuando el ejército comenzó a entrenar los equipos de recarga, uno de los reclutas comenzó a hacer una imitación de Adam Sandler, ya sabe, como en “The Water Boy.” Los oficiales no estaban muy contentos con el sobrenombre, pero a los equipos de recarga les encantó. Los Sandlers nos salvaron la vida, y se movían como si fueran un maldito ballet. Creo que en todo ese día y esa noche, nadie se quedó sin balas.
¿Esa noche?
Ellos seguían llegando, era un enjambre en cadena.
¿Así le dicen a un ataque a gran escala?
Era más que eso. Un G te vé, camina hacia tí, y gime. A un kilómetro de distancia, otro G escucha el gemido, lo sigue, y gime también, luego otro un kilómetro más adelante, luego otro. Viejo, si el área está bien poblada y la cadena no se rompe, quién sabe desde qué tan lejos pueden llegar. Y eso es sólo si hay uno cada kilómetro. Imagíneselo con diez de ellos cada kilómetro, o cien, o mil.
Comenzaron a amontonarse, formando una barrera artificial en la primera línea de defensa, un muro de cadáveres que se hacía más y más alto cada minuto. Estábamos construyendo una fortaleza de muertos, una situación en la que lo único que teníamos que hacer, era dispararle a cada cabeza que se asomaba lentamente sobre el borde. El duro había planeado justamente eso. Tenían una especie de torre-periscopio75 que les permitía a los oficiales ver sobre el muro. También tenían señales directas de satélite y aviones de reconocimiento, aunque nosotros, los soldados rasos, no teníamos idea de qué era lo que estaban viendo. Land Warrior ya no existía, así que sólo teníamos que concentrarnos en lo que teníamos frente a nuestras narices.
Comenzamos a registrar contactos por todos lados, los que llegaban rodeando el muro, o atraídos por los costados e incluso la retaguardia. De nuevo, el duro había previsto eso y nos ordenó que nos formáramos en un RS.
Un Recuadro Seguro.
O un “Raj-Singh,” creo que le dicen así por el tipo que lo inventó. Nos organizamos formando un cuadrado, todavía en dos filas, con nuestros vehículos y todo lo demás en el centro. Fue una apuesta arriesgada, encerrarnos de esa manera. Está bien, la razón por la que no funcionó la primera vez en India, fue porque se les acabaron las balas. Pero no había ninguna garantía de que lo mismo no nos iba a pasar a nosotros. ¿Qué tal si el duro se había equivocado, si no nos habían empacado suficientes balas o habían subestimado a Zack? Podría haber sido otro Yonkers, o peor, porque esta vez nadie podría salir vivo de allí.
Pero sí tenían suficientes municiones.
Más que suficientes. Los vehículos estaban cargados hasta el techo. Teníamos agua, y teníamos reemplazos. Si uno necesitaba tomarse cinco minutos de descanso, simplemente levantabas una mano y uno de los Sandlers saltaba a tomar tu puesto en la línea de fuego. Uno podía comer un bocado de Raciones-I,76 mojarse la cara, estirarse, y cambiarle el agua al pájaro. Nadie se ofrecía voluntariamente para tomar un descanso, pero teníamos estos equipos KO77, médicos de combate que evaluaban el desempeño de cada uno de nosotros. Habían estado con nosotros desde los primeros días de entrenamiento, se sabían hasta cada uno de nuestros nombres, y sabían, no me pregunte cómo, cuándo la fatiga del combate comenzaba a afectar nuestro desempeño. Nosotros ni siquiera nos dábamos cuenta, al menos yo no. Quizá era porque fallaba el tiro un par de veces, o porque perdía el ritmo de disparo y tiraba cada medio segundo en vez de un segundo entero. Entonces uno de ellos me daba una palmadita en el hombro y tenía que irme a descansar un momento. Pero funcionaba. A los cinco minutos estaba de vuelta en la línea, con la vejiga vacía, el estómago lleno, y menos temblores y calambres. La diferencia era enorme, y cualquiera que crea que se podía seguir sin ese descanso, debería intentar dispararle a un blanco móvil, una vez cada segundo, por quince horas seguidas.
¿Y qué hacían en la noche?
Usábamos las luces exploradoras de los vehículos, unos rayos intensos y rojos para que no afectaran nuestra visión nocturna. Lo más aterrador de pelear de noche, aparte de las luces rojas, es el brillo de las balas cuando estallan dentro de la cabeza. Por eso las llamábamos “EDP Cereza,” porque si la mezcla de la pólvora no estaba bien hecha, producía un brillo tan fuerte al estallar que hacía que los ojos les brillaran de color rojo. Eso era capaz de aflojarte los intestinos, sobre todo después, cuando a uno le tocaba hacer rondas de guardia, y uno de ellos brincaba desde la oscuridad a agarrarte. Esos ojos rojos, congelados en el aire durante un segundo antes de caer. [Se estremece.]
¿Cómo supieron que la batalla había terminado?
¿Cuando dejábamos de disparar? [Se ríe.] No, es una buena pregunta. Más o menos, no sé, alrededor de las 0400 las cosas comenzaron a calmarse. Ya no se veían tantas cabezas sobre el muro. El gemido comenzó a desaparecer. Los oficiales no nos dijeron que el ataque estaba por terminar, pero uno podía verlos mirando por los periscopios y hablando por la radio. Uno podía verles el alivio en la cara. Creo que el último disparo fue casi a la madrugada. Después de eso, simplemente nos quedamos esperando el amanecer.
Daba un poco de miedo, ver el sol levantándose sobre un anillo montañoso de cadáveres. Estábamos completamente encerrados, por todos los lados había un muro de al menos seis metros de alto, y de más de treinta de grosor. No estoy seguro de cuántos matamos ese día, los número varían según a quién le pregunte.
Unos Humvees con palas en el frente tuvieron que abrir un camino a través de la muralla para dejarnos salir. Todavía había algunos Gs vivos, algunos retrasados que habían llegado tarde a la fiesta, o que habían tratado de trepar sobre sus compañeros muertos y no pudieron lograrlo. Cuando comenzamos a apartar los cuerpos, algunos salieron retorciéndose. Esa fue la única vez que el señor Lobo entró en acción.
Por lo menos no nos tocó quedarnos para hacer el SC. Había otra unidad esperando en reserva para la limpieza. Supongo que el duro pensó que ya habíamos hecho más que suficiente ese día. Caminamos veinticinco kilómetros hacia el occidente y montamos un campamento con torres de vigilancia y paredes de concertina78. Estaba acabado. No recuerdo la ducha química de limpieza, ni cuando entregué mi equipo para desinfectarlo y mi arma para inspección: no se atascó ni una sola vez, ni a nadie del escuadrón. Ni siquiera recuerdo cómo me metí en mi bolsa de dormir.
Nos dejaron dormir todo lo que quisimos al día siguiente. Eso fue genial. Eventualmente me despertaron unas voces; todo el mundo hablaba, se reía y contaba historias. Era una vibra diferente, ciento ochenta grados comparada con la del día anterior. No puedo decirle exactamente lo que estaba sintiendo, quizá era lo que el presidente había dicho sobre “reclamar nuestro futuro.” Sólo sabía que me sentía bien, mejor que cualquier día de la guerra. Sabía que el camino por delante iba a ser jodidamente difícil. Sabía que nuestra campaña a lo largo y ancho de Norteamérica apenas estaba comenzando, pero bueno, como el presi lo dijo esa misma noche, era el comienzo del fin.



AINSWORTH, NEBRASKA, ESTADOS UNIDOS
[Darnell Hackworth es un hombre tímido de voz débil. Él y su esposa dirigen una granja de retiro para los veteranos de cuatro patas de la guerra, los miembros de la división K-9 del ejército. Hace diez años, granjas como éstas podían encontrarse en todos los estados de la unión. Ahora, ésta es la única que queda.]
Yo creo que nunca les dan suficiente crédito. Está ese cuento, Dax, y es un bonito libro para niños, pero es muy simple y se trata sólo de un dálmata que cuidó a un huérfano hasta que llegó a un lugar seguro. “Dax” ni siquiera estaba en el ejército, y rescatar a los niños fue sólo una pequeña parte de la contribución de los perros para la guerra.
Para lo primero que usaron a los perros fue para la selección, para olfatear a los infectados. La mayoría de los países copió el sistema israelí de dejar pasar la gente al lado de las jaulas de los perros. Había que tenerlos en jaulas, o de lo contrario podían atacar a la persona, atacarse entre ellos, o incluso al entrenador. Eso ocurrió mucho, sobre todo al principio, perros que se volvían locos. No importaba si eran del ejército o de la policía. Es el instinto, un terror genético e involuntario. Era cuestión de huir o pelear, y esos perros habían sido criados para pelear. Un montón de entrenadores perdieron las manos, los brazos, y a muchos les destrozaron la garganta. No culpo a los perros. De hecho, los israelíes dependían de ese instinto, y probablemente salvó millones de vidas.
Era un buen programa, pero nuevamente, era sólo una pequeña muestra de lo que los perros podían hacer. Mientras que los israelíes, y después otros países trataron sólo de aprovechar ese terror instintivo, nosotros pensábamos que podíamos integrarlo en su entrenamiento y enseñarles a controlarlo. ¿Y por qué no? Nosotros habíamos aprendido a hacerlo, ¿y acaso éramos mucho más evolucionados?
Todo era cuestión de entrenamiento. Había que comenzar desde que eran jóvenes; porque incluso los perros más disciplinados y bien entenados de la preguerra, perdían el control y eso ya era imposible de cambiar. Los perros que nacieron después de la crisis, salieron del vientre literalmente oliendo a los muertos. Estaba en el aire, nosotros no podíamos sentirlo porque eran sólo unas cuantas moléculas, pero para ellos era una iniciación subconsciente. Claro que eso no los convertía automáticamente en guerreros. La introducción inicial era la fase más importante. Uno tomaba un grupo de cachorros, escogidos al azar o una camada completa, y se los ponía en un cuarto que tenía una reja de alambre en la mitad. Ellos quedaban a un lado, y Zack en el otro. No había que esperar mucho para obtener una respuesta. Al primer grupo lo llamábamos los Bs. Eran los que comenzaban a aullar, llorar y a quejarse. No servían. No eran como los As. Esos cachorros fijaban sus ojos en Zack, y esa era la clave. No retrocedían, le enseñaban los dientes y emitían este gruñido grave que quería decir, “¡atrás o te mato!” Eran capaces de controlarse, y esa era la base de todo nuestro programa.
Ahora bien, El hecho de que pudieran controlarse no quería decir que nosotros pudiéramos controlarlos. El entrenamiento básico era prácticamente el mismo que se usaba antes de la guerra. ¿Eran capaces de soportar el EF?79 ¿Obedecían las órdenes? ¿Tenían la inteligencia y la disciplina de unos buenos soldados? Era difícil, y teníamos un índice de fracasos del sesenta por ciento. A veces los reclutas salían lastimados, o morían. Muchas personas hoy en día nos critican por inhumanos, y no parecen sentir mucha simpatía por los entrenadores. Sí, pero nosotros también teníamos que pasar por lo mismo junto a los perros, desde los primeros días del entrenamiento básico, y otras diez semanas en EIA.80 Era difícil, sobre todo los ejercicios con enemigos reales. ¿Sabía que fuimos los primeros en usar a Zack “vivos” en nuestros campos de entrenamiento, antes que la infantería, las Fuerzas Especiales, y que los pilotos de Willow Creek? Era la única manera de saber si podíamos soportarlo, como individuos y como equipo.
¿Cómo más podíamos prepararlos para tantas misiones? Teníamos los Cebos, que se volvieron famosos en la Batalla de Esperanza. Era simple; tu compañero busca a Zack y lo atrae hasta la línea de fuego. Los Ks eran muy rápidos en las primeras misiones, salían a la carrera, ladraban, y volvían corriendo tras la línea de fuego. Después se volvieron más confiados. Aprendieron a quedarse siempre a unos cuantos metros de distancia, ladrando y retrocediendo lentamente, asegurándose de atraer la mayor cantidad posible de blancos. En ese sentido, eran ellos los que decidían a quién teníamos que dispararle.
También estaban los Señuelos. Digamos que necesitas organizar una posición de fuego, y no quieres que Zack llegue temprano a la fiesta. Tu compañero corría en círculos alrededor de la zona infestada, y ladraba sólo cuando estaba en el lado opuesto al tuyo. Funcionó bien en un montón de combates, y fue la inspiración para la táctica de los “lemmings”.
Durante la reconquista de Denver, encontraron un enorme edificio en el que unos doscientos o trescientos refugiados se quedaron encerrados con algunos infectados, y los habían contagiado a todos. Antes de que nuestra gente abriera la puerta, uno de los Ks salió corriendo por su propia cuenta hasta la terraza del edificio de enfrente, y comenzó a ladrar para hacer que Zack subiera a los pisos superiores. Funcionó de maravilla. Casi todos los Gs subieron hasta el techo, vieron una presa, se lanzaron hacia ella, y cayeron al vacío por un costado del edificio. Después de Denver, la táctica de los lemmings fue añadida al manual. Hasta la infantería la utilizaba cuando no había Ks a la mano. No era raro ver a un soldado parado en el techo de un edificio, gritando hacia otro edificio cercano.
Pero la principal y más común misión de los equipos K era la exploración, tanto en BL como PLA. BL es Barrido y Limpieza, como parte de una unidad regular de infantería. Ahí era donde más valioso resultaba el entrenamiento. No sólo podían oler a Zack a kilómetros de distancia, sino que los sonidos que hacían nos indicaban qué íbamos a encontrar. Uno podía saber todo lo necesario por el tono del gruñido y la frecuencia de los ladridos. A veces, cuando había que hacer silencio, el lenguaje corporal servía igual de bien. El arco del lomo y los pelos erizados eran suficiente señal. Después de algunas misiones, cualquier entrenador competente, y todos lo eran, podía leer todas las señales de su compañero. Los exploradores que encontraron zombies sumergidos en los pantanos, o sin piernas en medio de la hierba, salvaron muchas vidas. Yo perdí la cuenta de las veces que un soldado nos agradeció personalmente por encontrar un G oculto que en otras condiciones le habría arrancado un pié de un mordisco.
PLA es Patrulla de Largo Alcance, cuando tu compañero era enviado a patrullar más allá de las líneas de fuego, a veces viajando por días enteros para recolectar datos del territorio infestado. Llevaban un arnés especial con una cámara de video con enlace satelital y GPS, que nos daba datos en tiempo real sobre el número y localización exacta de los objetivos. Así uno podía predecir la posición de Zack en un mapa, sincronizando con lo que veía tu compañero y los datos del GPS. Supongo que desde el punto de vista técnico, era impresionante, espionaje en tiempo real como el de antes de la guerra. Al duro le encantaba, pero a mí no; siempre me preocupaba más lo que podía pasarle a mi compañero. No se imagina lo difícil que era, estar allí parado en un cuarto lleno de computadoras y con aire acondicionado —a salvo, confortable, y totalmente impotente. Mucho después, los arneses fueron equipados con un sistema de radio para que el entrenador pudiese dar órdenes, o en el peor de los casos, abortar la misión. Yo nunca trabajé con esos. Los equipos tenían que entrenar con ellos desde el principio. Uno no podía devolverse a entrenar nuevamente un K que ya sabía hacer lo suyo. No se le pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo. Lo siento, es un mal chiste. Tuve que aguantar un montón de malas bromas por parte de los idiotas de inteligencia; parado detrás de ellos mientras miraban sus malditos monitores, fascinados con las maravillas de sus “Recursos de Inteligencia Portátiles.” Se creían muy simpáticos por haber inventado ese nombre para el arnés. Como si para nosotros fuera muy gracioso tener un RIP pegado en el lomo de nuestros compañeros.
[Sacude la cabeza.]
Y yo tenía que quedarme allí, apretando los puños, mirando lo que veía mi compañero mientras cruzaba bosques, pantanos o pueblos. Los pueblos y las ciudades, esas eran lo peor. Esa era la especialidad de mi división. Ciudad Perro. ¿Alguna vez escuchó hablar de ella?
¿La Escuela K-9 de Combate Urbano?
Sí, esa, y era una ciudad de verdad: Mitchell, en Oregon. Acordonada, abandonada, y llena de Gs activos. Ciudad Perro. En realidad debieron haberla llamado Ciudad Terrier, porque casi todos los Ks que criábamos en Mitchell eran terrier. Diminutos escoceses, norwich y yorkshires, buenos para moverse entre los escombros y espacios estrechos. En lo personal, Ciudad Perro me suena bastante bien. Yo trabajaba con un dach. Eran los mejores guerreros urbanos. Eran duros, inteligentes y, sobre todo los minis, se sentían perfectamente cómodos en espacios cerrados. De hecho, para eso habían sido criados originalmente; “perro tejonero,” eso es lo que significa dachshund en alemán. Por eso los ciaron con esa forma de salchicha, para poder cazar en las estrechas madrigueras de los tejones. Entenderá por qué esa raza era la mejor para los agujeros de ventilación y los pasadizos de un campo de guerra urbano. La habilidad de pasar por una tubería, un ducto de aire, dentro de una pared falsa, lo que fuera y sin perder la calma, esa era una característica muy valiosa.
[Nos interrumpen. Como si entendiera de qué estamos hablando, una pequeña perra llega cojeando hasta Darnell. Es vieja. El hocico está completamente blanco, y el pelo de las orejas y la cola se ha caído casi por completo.]
[Hablándole al perro.] Hola niña.
[Con mucho cuidado, Darnell la levanta y la pone sobre sus rodillas. No debe pesar más de cuatro kilos y medio. Aunque se parece a un dachshund en miniatura, el lomo es más corto de lo normal en esa raza.]
[Sigue hablando con el perro.] ¿Estás bien, Maze? ¿Cómo te sientes? [Se dirige hacia mí.] Su nombre completo es Maisey, pero nunca le decíamos así. “Maze” nos parecía mucho mejor, ¿no cree?
[Con una mano le frota las patas traseras, mientras que con la otra le acaricia el cuello. Ella lo mira con unos ojos lechosos y apagados, y le lame una mano.]
Los de raza pura eran un fracaso garantizado. Demasiado neuróticos, con demasiados problemas de salud, lo que uno se esperaría de unos animales que fueron criados sólo por su aspecto. Los de la nueva generación [señala al perro sobre sus rodillas] siempre eran cruzados, cualquier mezcla que incrementara su resistencia física o su estabilidad mental.
[La perrita se está quedando dormida. Darnell habla en voz baja.]
Eran duros y necesitaban mucho entrenamiento, no sólo individual, sino también en grupo, para trabajar en las misiones de PLA. Esas, sobre todo en territorio salvaje, eran muy peligrosas. No sólo había que preocuparse por Zack, sino también por los perros salvajes. ¿Recuerda lo feroces que eran? Todas esas mascotas y perros callejeros que se agruparon en manadas. Siempre eran un riesgo y rondaban sobre todo en las zonas poco infestadas, siempre buscando algo qué comer. Tuvimos que abortar un montón de misiones de PLA, hasta que introdujimos los perros escoltas.
[Señala al perro dormido.]
Ella tenía dos escoltas. Pongo, que era mitad pitbull y mitad rottweiler, y Perdi… que no tengo idea de qué diablos era Perdi, mitad pastor alemán y mitad estegosaurio, supongo. Nunca la habría dejado acercarse a ese par de monstruos si no hubiese realizado todo el entrenamiento con sus dueños. Resultaron ser escoltas de primera. Ahuyentaron manadas salvajes en catorce ocasiones, y dos veces se metieron a pelear con ellos. Una vez, Perdi salió persiguiendo a un mastín de cien kilos, le agarró la cabeza entre las mandíbulas, y pudimos escuchar cómo le quebraba el cráneo a través el micrófono del arnés.
La parte más complicada era hacer que Maze se limitara a cumplir con la misión. Ella siempre quería unirse a las peleas. [Sonríe mientras mira a la dachshund dormida.] Eran un buen par de escoltas, siempre se aseguraban de que llegara hasta su objetivo, la esperaban afuera, y siempre la traían de vuelta sana y salva. Incluso se encargaban de uno que otro G en el camino.
¿Pero la carne de los zombies no es tóxica?
Sí, claro… no, no, no, ellos nunca los mordían. Eso habría sido fatal. Uno veía un montón de perros muertos al principio de la guerra, simplemente tirados, sin heridas, y era porque habían mordido a alguien infectado. Esa es otra de las razones por las que el entrenamiento era tan importante. Tenían que aprender cómo defenderse. Físicamente, Zack tiene un montón de ventajas, pero el equilibrio no es una de ellas. Los Ks siempre podían embestirlos por la espalda, o en la nuca, y los derribaban boca abajo. Los minis también tenían algunas opciones para hacerlos caer, metiéndoseles entre las piernas, o embistiendo la parte de atrás de las rodillas. Maze era una especialista en eso, ¡los hacía caer de espaldas todo el tiempo!
[El perro se mueve.]
[Hablándole a Maze.] Ah, lo siento niña. [La acaricia en la parte de atrás del cuello.]
[Nuevamente hacia mí.] Para cuando Zack se volvía a levantar, ella le llevaba cinco, diez, o hasta quince segundos de ventaja.
Claro que también sufríamos muchas bajas. Algunos Ks se caían, se quebraban algún hueso… Si estaban cerca del lugar, el entrenador podía ir a recogerlos y sacarlos de allí vivos. Muchas veces se recuperaban y regresaban al servicio.
¿Y las otras veces?
Si estaban lejos, un Cebo o en PLA… muy lejos para un rescate y demasiado cerca de Zack… nosotros pedimos que les instalaran cargas de misericordia, una pequeña carga explosiva asegurada al arnés para poder sacrificarlos si no veíamos posibilidad de rescate. Pero nunca las aprobaron. “Un desperdicio de valiosos recursos.” Hijos de puta. Mostrar algo de misericordia por un soldado herido era un desperdicio de recursos, ¡pero convertirlos en K-bombas, eso sí les parecía razonable!
¿Perdón?
“K-bombas.” Era el nombre extraoficial de un programa que estuvieron a punto, a punto de aprobar. Algún imbécil leyó que los rusos habían usado “perros bomba” durante la Segunda Guerra Mundial, amarrándoles explosivos en el lomo y entrenándolos para meterse bajo los tanques Nazis. La razón por la que Iván canceló ese proyecto fue la misma por la que nosotros no aprobamos el nuestro: la situación todavía no era tan desesperada. ¿Qué tan desesperado hay que estar para pensar en una mierda como esa?
Ellos nunca van a admitirlo, pero creo que lo que los detuvo fue el riesgo de provocar otro incidente Eckhart. Eso los despertó. ¿Usted se enteró de eso, no? La sargento Eckhart, que Dios la bendiga. Era una entrenadora de alto rango, operaba con la DAN.81 Yo nunca la conocí personalmente. Su compañero estaba en una misión de Cebo en las afueras de Little Rock, pero se cayó en un hueco y se quebró una pata. El enjambre estaba a sólo unos pasos de distancia. Eckhart agarró un rifle y trató de ir a rescatarlo. Un oficial se le paró al frente y comenzó a recitar reglamentos y justificaciones. Ella le vació la mitad del proveedor en la cabeza. La Policía Militar se lanzó sobre ella y la inmovilizaron. Y todo ese tiempo, ella estuvo escuchando por la radio a los muertos lanzándose sobre su compañero.
¿Qué pasó con ella?
La ahorcaron, ejecución pública, con mucho escándalo y todo eso. Pero los entiendo, no, de verdad los entiendo. La disciplina era lo más importante, obedecer la ley, era lo único que teníamos. Pero créame cuando le digo que hubo muchos cambios. A los entrenadores se les permitió ir a buscar a sus compañeros, incluso si eso ponía en riesgo sus propias vidas. Dejaron de considerarnos sólo como activos militares, y nos comenzaron a ver como personal. Por primera vez, el ejército se dio cuenta de que éramos un equipo, y que un perro no era simplemente una máquina que podía reemplazarse si se rompía. Comenzaron a ver las estadísticas de los entrenadores que se habían suicidado tras perder a un compañero. ¿Sabía que tuvimos la tasa más alta de suicidio entre todas las ramas del servicio militar? Más que las Fuerzas Especiales, más que en la patrulla de cementerios, incluso más que esos locos de China Lake.82 En Ciudad Perro conocí entrenadores de trece países diferentes. Todos decían lo mismo. No importaba de dónde fueras, ni cuál fuera tu cultura y tu educación, los sentimientos eran los mismos. ¿Quién podía sufrir una pérdida de esas y seguir como si nada? Alguien capaz de eso no se habría convertido en entrenador en primer lugar. Eso era lo que nos hacía diferentes, la habilidad para conectarnos tan profundamente con alguien que ni siquiera es de nuestra especie. La misma razón que hizo que tantos se volaran la cabeza, fue también lo que nos convirtió en una de las ramas más exitosas del ejército de los Estados Unidos.
Los del ejército vieron esa habilidad en mí un día, en una carretera del desierto junto a las Montañas Rocosas de Colorado. Había estado viajado a pié desde que salí de mi apartamento en Atlanta, tres meses corriendo, escondiéndome, comiendo basura. Estaba raquítico, con fiebre, y pesaba menos de cincuenta kilos. Me encontré con estos dos tipos bajo un árbol. Estaban encendiendo una fogata. Detrás de ellos, en el suelo, había un pequeño chandoso. Le habían amarrado las patas y el hocico con cordones de zapato. Tenía un parche de sangre seca sobre la cabeza. Estaba allí tirado nada más, con los ojos vidriosos, quejándose suavemente.
¿Y qué pasó?
¿Sabe qué? en realidad no me acuerdo. Creo que le dí a uno de ellos con mi bate de béisbol. Lo encontraron roto sobre su hombro. A mí me encontraron encima del otro tipo, machacándole la cara con mis puños. Cuarenta y ocho kilos, medio muerto, y aún así estuve a punto de matar a ese infeliz. Los guardias tuvieron que agarrarme, esposarme al chasis abandonado de un auto, y darme un par de golpes para que reaccionara. Eso sí lo recuerdo. Uno de los tipos que ataqué se agarraba el brazo, y el otro estaba allí tirado, desangrándose. “Ya cálmese,” dijo el teniente que me interrogó, “¿Qué es lo que le pasa? ¿Por qué estaba atacando a sus amigos?” “¡Él no es amigo nuestro!” dijo el tipo del brazo roto, “¡es un jodido loco!” Y lo único que yo decía era “¡No lastimen al perro! ¡Que no lastimen al perro!” Recuerdo que los guardias se rieron. “Jesús,” dijo uno de ellos, mirando a los otros dos tipos. El teniente asintió con la cabeza, y me miró. “Amigo,” me dijo, “creo que tengo un trabajo para tí.” Y así fue como me reclutaron. Algunas veces uno encuentra su vocación, otras veces ella lo encuentra a uno.
[Darnell acaricia a Maze. Ella abre un ojo, y sacude su cola pelada.]
¿Qué pasó con el perro?
Ojalá pudiera contarle un final tipo Disney, como que se convirtió en mi compañero y salvamos a todo un orfanato de un incendio o algo así. Le habían pegado con una piedra en la cabeza. Sus canales auditivos se llenaron de líquido. Quedó sordo de un oído y escuchando muy mal por el otro. Claro que su nariz estaba bien, y se convirtió en un buen perro ratonero en la casa que lo adoptó. Cazó suficientes ratas para alimentar a toda la familia durante el invierno. Bueno, supongo que sí es un final tipo Disney, con sopa de Mickey Mouse. [Se ríe un poco.] ¿Quiere que le diga algo bien raro? Yo antes odiaba a los perros.
¿En serio?
Los detestaba; sucios, apestosos, unas bolas de pelo y babas que se frotaban contra tu pierna y hacían que la alfombra oliera a orines. Dios, los odiaba. Yo era de esos tipos que entraba a una casa y no quería que el perro se me acercara. Era el que me burlaba de los compañeros de trabajo que tenían una foto de su perro en el escritorio. Ya sabe, de esos que siempre amenazan con llamar a la policía cuando el perro del vecino comienza a ladrar de noche.
[Se señala con un dedo.]
Yo vivía a una calle de una tienda de mascotas. Pasaba junto a ella todos los días cuando iba a trabajar, y me preguntaba cómo era que algunos perdedores incompetentes podían gastar tanto dinero en un hámster sobrealimentado que sólo sabía ladrar. Durante el Pánico, los muertos comenzaron a rodear la tienda de mascotas. No sé qué pasó con el dueño. Las rejas de metal estaban cerradas, pero todos los animales seguían adentro. Los escuchaba desde la ventana de mi apartamento. Todo el día y toda la noche. Unos cachorros, ya sabe, apenas de un par de semanas de nacidos. Unos bebés asustados que llamaban a sus mamás, o a cualquiera, para que fueran y los salvaran.
Los escuché morir, uno por uno cuando se les acabó el agua y la comida. Los muertos nunca lograron entrar. Seguían agolpados contra la vitrina frontal cuando yo escapé y pasé corriendo a su lado sin detenerme a mirar. ¿Qué podía hacer? Estaba desarmado, sin entrenamiento. Además no podía cuidar de ellos. Apenas fui capaz de cuidar de mí mismo. ¿Qué podía hacer?… No, pude haber hecho algo.
[Maze suspira dormida. Darnell la acaricia suavemente.]
Pude haber hecho algo.



SIBERIA, SAGRADO IMPERIO RUSO
[La gente de estos tugurios vive en las condiciones más primitivas. No tienen electricidad ni agua corriente. Las chozas están agrupadas dentro de un muro construido con troncos de árboles. La más pequeña pertenece al padre Sergei Ryzhkov. Es un milagro que el viejo sacerdote siga siendo capaz de moverse. Su cojera revela una innumerable cantidad de heridas, de antes y durante la guerra. Su apretón de manos me permite notar que todos los huesos de su mano han estado rotos alguna vez. Y su intento de sonrisa muestra que los pocos dientes que no están negros y podridos, se cayeron hace ya mucho tiempo.]

Para poder entender por qué nos convertimos en un “estado religioso,” y cómo ese estado comenzó con un hombre como yo, tiene que entender la naturaleza de nuestra guerra contra los muertos vivientes.
Al igual que en muchos otros conflictos, nuestro más grande aliado fue el general Invierno. El terrible frío, reforzado y alargado por el cielo oscuro de todo el planeta, nos dio el respiro necesario para preparar nuestra tierra para la liberación. A diferencia de los Estados Unidos, nosotros peleábamos una guerra en dos frentes distintos. Teníamos la barrera de los Urales en el occidente, y las hordas asiáticas en el sudeste. Liberia ya había sido estabilizada, por fin, pero estaba lejos de ser totalmente segura. Teníamos tantos refugiados de India y de China, tantos zombies congelados que se reanimaban cada primavera. Necesitábamos esos largos meses de invierno para reorganizar nuestras fuerzas, armar a nuestra población, para inventariar y repartir nuestras grandes reservas de equipo militar.
No teníamos la misma industria de guerra que otros países. No teníamos un Departamento para el uso Estratégico de Recursos aquí en Rusia: no teníamos ninguna industria más allá de tratar de darle a nuestra población algo qué comer. Lo que sí teníamos era nuestro legado como un estado militar e industrial. Yo sé que en occidente se reían de nosotros por esa estrategia. “Iván el paranoico” —así era como nos decían— “construyendo tanques y bombas mientras su gente pide pan y mantequilla.” Sí, la Unión Soviética era retrógrada e ineficiente, y sí, eso quebró nuestra economía y la enterró bajo montañas de equipo militar, pero cuando la Madre Patria las necesito, esas mismas montañas fueron lo que salvó a nuestros hijos.
[Señala hacia un desteñido cartel pegado a la pared. En él aparece la imagen fantasmal de un viejo soldado soviético, bajando de los cielos para entregarle una oxidada ametralladora a un joven y agradecido muchacho ruso. La frase en la parte de abajo dice “Dyedooshka, spaciba” (Gracias, abuelo).]
Yo era el capellán de la trigésimo segunda división motorizada de artilleros. Éramos una unidad de Clase D; equipo de cuarta categoría, las armas más viejas de todo nuestro arsenal. Parecíamos extras de una película de la Guerra Patriótica, con nuestras sub-ametralladoras PPSH y nuestros rifles de percusión Mosin-Nagant. No teníamos sus nuevos y bien diseñados uniformes de combate. Usábamos las mismas túnicas que nuestros abuelos: lana áspera, mohosa, y llena de polillas que apenas si podía mantener el frío a raya, y no servía para proteger contra las mordidas.
Teníamos un porcentaje de bajas muy alto, casi todo el combate era en las ciudades, y casi todas las muertes eran por culpa de las municiones defectuosas. Esas balas eran más viejas que cualquiera de nosotros; algunas habían pasado décadas en sus cajas, expuestas a los elementos desde que Stalin todavía respiraba. Uno nunca sabía cuándo tendría un “cugov,” cuándo se atascaría el arma justo en el momento en que un muerto estaba sobre uno. Eso pasaba mucho en la trigésimo segunda división motorizada de artilleros.
No éramos tan metódicos y organizados como su ejército. No teníamos sus bonitas y eficientes formaciones Raj-Singh ni su doctrina de combate de “un disparo, un muerto”. Nuestras batallas eran torpes y brutales. Despedazábamos al enemigo con ametralladoras pesadas DShK, los incinerábamos con lanzallamas y misiles Katyusha, y los aplastábamos con las orugas de nuestros prehistóricos tanques T-34. Era un desperdicio ineficiente, y resultaba en un montón de muertes innecesarias.
Ufa fue la primera gran batalla de nuestra operación ofensiva. Fue la razón por la que dejamos de entrar a las ciudades, y mejor nos dedicábamos a amurallarlas durante el invierno. Aprendimos muchas lecciones durante esos primeros meses, avanzando entre los escombros después de horas de ataques de artillería pesada, peleando manzana tras manzana, casa tras casa, cuarto tras cuarto. Siempre había demasiados zombies, demasiadas balas perdidas, y demasiados muchachos recién infectados.
Nosotros no teníamos las Píldoras L83 de su ejército. La única cura que teníamos para la infección era una bala. ¿Pero quién iba a tirar del gatillo? No iba a hacerlo uno de los otros soldados. Matar a uno de tus camaradas, incluso en un caso de misericordia como la infección, les recordaba mucho a los diezmos. Era una terrible ironía. Los diezmos le habían dado a nuestras Fuerzas Armadas el valor y la disciplina para hacer cualquier cosa que les ordenaran, cualquier cosa menos eso. Pedirle, o incluso ordenarle a un soldado que matara a otro, era cruzar un línea que podía llevar a un nuevo motín.
Por un tiempo, esa responsabilidad recayó en nuestros líderes, los oficiales y los sargentos mayores. No podríamos haber tomado una decisión más perjudicial. Tener que mirar a esos hombres a la cara, esos niños que estaban bajo tu responsabilidad, que habían combatido a tu lado, compartido tu pan y tu bolsa de dormir, a los que les habías salvado la vida, o que te habían salvado en más de una ocasión. ¿Quién puede concentrarse en sus responsabilidades de liderazgo después de cometer un acto como ese?
Comenzamos a ver problemas notables entre nuestros oficiales de campo. Deserción, alcoholismo, suicidio —el suicidio se volvió casi una epidemia entre ellos. Nuestra división perdió cuatro líderes con experiencia, tres tenientes y un mayor, apenas durante la primera semana de campaña. Dos de los tenientes se metieron un tiro, uno justo después del hecho, y otro a la noche siguiente. Nuestro tercer líder eligió un método más pasivo, lo que más adelante llamamos “suicidio en el combate.” Se ofrecía de voluntario para misiones cada vez más peligrosas, actuando de manera irresponsable en vez de cómo un líder. Murió tratando de acabar con una docena de zombies usando sólo una bayoneta.
El mayor Kovpak sólo desapareció. Nadie supo exactamente cuándo. Sabemos que ellos no se lo llevaron. El área había sido barrida por completo y nadie, absolutamente nadie podía salir del perímetro sin un escolta. Todos sabemos más o menos lo que le pudo haber pasado, pero el coronel Savichev hizo una declaración oficial en la que dijo que el mayor había sido enviado a una misión de reconocimiento y nunca regresó. Incluso lo recomendó para una condecoración póstuma de la Orden de la Rodino, primera clase. No se pueden detener los rumores una vez que comienzan, y no hay nada peor para la moral de una unidad que el saber que uno de sus oficiales ha desertado. No lo culpo, no puedo. Kovpak era un buen hombre, un gran líder. Antes de la crisis había estado tres veces en Chechenia y una vez en Dagestán. Cuando los muertos comenzaron a levantarse, no sólo evito que su compañía se sublevara, sino que los llevó a todos, a pié, con provisiones y con todos sus heridos desde Curta, en las Montañas Salib, hasta Manaskent en el Mar Caspio. Sesenta y cinco días, treinta y siete enfrentamientos. ¡Treinta y siete! Podría haberse convertido en instructor —se lo había ganado por mucho— e incluso lo habían llamado a formar parte del stavka por su experiencia en combate. Pero no, él se ofreció como voluntario para seguir combatiendo. Y ahora es considerado un desertor. Mucha gente los llamó “los segundos diezmos,” porque más o menos uno de cada diez oficiales se suicidó por esos días, un diezmo que estuvo a punto de poner fin a nuestros esfuerzos de guerra.
La alternativa más lógica, la única que quedaba, era permitir que los muchachos lo hicieran ellos mismos. Aún recuerdo sus rostros, sucios y llenos de acné, con los ojos abiertos y enrojecidos mientras cerraban la boca alrededor de sus rifles. ¿Qué más podíamos hacer? No pasó mucho tiempo para que comenzaran a suicidarse en grupo. Todos los que habían sido mordidos en una batalla se reunían en el patio del hospital para tirar del gatillo al mismo tiempo. Supongo que era reconfortante, saber que no iban a morir solos. Probablemente era lo único que los tranquilizaba un poco. Porque estoy seguro de que yo no lo conseguía.
Yo era un hombre de Fé en un país que había perdido la suya mucho tiempo atrás. Las décadas de comunismo seguidas por una democracia materialista habían creado toda una generación de rusos que no conocían, ni necesitaban, del “opio del pueblo.” Como capellán, mis deberes se limitaban a recoger las cartas de los muchachos condenados para sus familias, y repartirles algo de vodka, si es que había. Mi labor era casi por completo inútil, lo sabía, y tal y como iban las cosas en nuestro país, no esperaba que nada pudiera cambiarlo.
Pero todo cambió justo después de la batalla de Kostroma, apenas unas semanas antes del asalto oficial contra Moscú. Había ido a un hospital a administrar los últimos ritos a los infectados. Estaban en cuarentena, algunos de ellos con graves heridas, y otros aparentemente saludables y lúcidos. El primer muchacho que ví no podía tener más de diecisiete años. No había sido mordido, eso habría sido menos trágico. Los brazos de un zombie habían sido arrancados por las orugas de una torreta móvil SU-152, y lo único que quedó fueron unos jirones de carne colgando de unos huesos rotos, agudos y afilados como lanzas. Los huesos habían atravesado la túnica del muchacho, en un punto en el que unas manos sólo habrían podido agarrarlo. Estaba tirado en un catre, sangrando por la herida en su vientre, con el rostro pálido y el rifle temblando entre sus manos. Detrás de él había una fila de cinco muchachos infectados. Seguí el protocolo y les dije que rezaría por sus almas. Ellos se encogieron o asintieron cortésmente. Recibí sus cartas, como siempre, les ofrecí un trago, y les entregué un par de cigarrillos de parte de su oficial al mando. Aunque lo había hecho ya muchas veces, esa vez me sentí diferente. Algo se revolvía en mi interior, una sensación tensa y cosquilleante que se abrió paso a través de mi corazón y mis pulmones. Comencé a sentir que todo mi cuerpo temblaba mientras esos soldados apoyaban la boca de sus rifles bajo sus barbillas. “A las tres,” dijo el mayor de ellos. “Uno… dos…” No pudo seguir contando. El niño de diecisiete años salió volando hacia atrás y cayó al suelo. Los otros se quedaron mirando el agujero de bala en su frente, y luego la pistola humeante en mi mano, en la mano de Dios.
Dios me estaba hablando, podía sentir sus palabras retumbando en mi cabeza. “No más pecadores,” me decía, “no más almas condenadas al infierno.” Era tan sencillo, tan simple. Las muertes a manos de los oficiales nos habían costado nuestros mejores hombres, y las muertes a manos de los propios soldados le estaban costando al Señor demasiadas almas buenas. El suicidio era un pecado a los ojos de Dios, y nosotros, sus sirvientes —los pastores de sus rebaños en la tierra— éramos los únicos que debíamos cargar con la cruz de liberar las almas de esos cuerpos infectados. Esa fue la explicación que le dí al comandante de la división cuando descubrió lo que había hecho, y el mensaje que enviamos a cada capellán en el campo de batalla, y luego a cada sacerdote civil a lo largo y ancho de la Madre Rusia.
Lo que más tarde fue conocido como el acto de “Purificación Final” fue sólo el primer paso de una nueva ola de fervor religioso que superaría incuso a la revolución iraní de los 80s. Dios sabía que sus hijos habían sido privados de su amor por demasiado tiempo. Necesitaban una guía, algo que les diera valor y esperanza. Podría decirse que esa es la razón por la que resurgimos de esta guerra como una Nación de Fé, y hemos seguido reconstruyendo nuestro Estado con la Fé como piedra angular.
¿Son ciertas las historias de que esa filosofía se pervirtió en ocasiones, por razones políticas?
[Hace una pausa.] No comprendo.
El presidente declarándose como cabeza única de la iglesia…
¿Acaso el líder de una nación no puede sentir el amor de Dios como todo el mundo?
¿Es cierto que se organizaron “escuadrones de la muerte” formados por sacerdotes, para asesinar gente con la excusa de que se estaban “purificando víctimas infectadas”?
[Otra pausa.] No sé de qué me está hablando.
¿Acaso no es esa la razón por la que usted se alejó de Moscú? ¿La razón por la que vive aquí?
[Hay un largo silencio. Se escucha el ruido de unos pass que se aproximan. Alguien toca a la puerta. El padre Sergei abre, y aparece un niño flaco y andrajoso. Su cara pálida y asustada está cubierta con manchas de barro. Habla rápidamente en el dialecto local, gritando y señalando hacia la carretera. El viejo sacerdote asiente solemnemente, pone una mano en el hombro del niño, y se dirige hacia mí.]
Gracias por venir. ¿Me disculpa, por favor?
[Mientras me levanto para marcharme, él abre un enorme cofre de madera que descansa a los pies de su cama, y saca una vieja Biblia y una pistola de la Segunda Guerra Mundial.]



A BORDO DEL U.S.S. HOLO KAI, CERCA DE LAS COSTAS DE HAWAII
[El Deep Glider 7 parece más un avión de fuselaje doble que un mini-submarino. Me tiendo sobre mi estómago en la cubierta de estribor, mirando hacia el exterior a través de una claraboya frontal gruesa y transparente. Mi piloto, el suboficial mayor Michael Choi, me saluda desde la cubierta de babor. Choi es un marinero de la “vieja escuela,” y es quizá el buzo más experimentado del Equipo de Combate Profundo (ECP) de la Armada Naval de los Estados Unidos. Sus patas de gallo y sien encanecida contrastan fuertemente con su entusiasmo de adolescente. Mientras el barco nodriza nos baja hacia la superficie del Pacífico, creo percibir un rastro de hawaiano en el casi neutral acento de Choi.]

Mi guerra nunca terminó. En el mejor de los casos, podría decirse que se hace cada vez peor. Todos los meses incrementamos nuestras operaciones y aumentamos nuestros recursos materiales y humanos. Dicen que todavía deben quedar entre veinte y treinta millones, que siguen apareciendo de vez en cuando en las playas, o enganchados en las redes de los pescadores. No se puede trabajar en una plataforma petrolera, o reparar un cable trasatlántico, sin encontrarse con un enjambre. Para eso son estas inmersiones: para tratar de encontrarlos, rastrearlos, y predecir sus movimientos, y quizá así tener un poco de ventaja.
[Atravesamos la superficie con un alarmante golpe. Choi sonríe, revisa sus instrumentos, y alterna las frecuencias de su radio entre la mía y la del barco nodriza. El agua frente a mi se revuelve blanca por un segundo, y luego se torna azul clara cuando empezamos a sumergirnos.]
¿No me vá a preguntar acerca de escafandras autónomas y trajes de cota de malla contra tiburones, verdad? Porque esa basura no tuvo nada que ver con nuestra guerra. Los arpones, las bengalas y las redes anti-zombies en los ríos… no puedo ayudarle con nada de eso. Si quiere información sobre esas cosas de civiles, hable con los civiles.
Pero los militares sí usaron esos métodos.
Sólo en las operaciones de agua dulce, y fueron los idiotas del ejército. En lo personal, jamás me he puesto un traje de malla ni una careta… bueno… al menos no en combate. En la guerra usábamos exclusivamente el TBA. Traje de Buceo Atmosférico. Es como una mezcla de traje de astronauta y armadura medieval. En realidad, la tecnología es de hace unos doscientos años, cuando a alguien84 se le ocurrió inventar un barril con una ventana y unos agujeros para sacar los brazos. Después de eso vinieron cosas como el Tritonia y el Neufeldt-Kuhnke. Parecían algo salido de una película de ciencia ficción de los 50s, como “Robby el robot” y esas cosas. Pero todo eso desapareció después… ¿En verdad le sirve esa información?
Sí, por favor…
Bueno, esa tecnología cayó en desuso cuando inventaron la escafandra autónoma de buceo, y sólo la revivieron cuando los buzos tuvieron que ir hondo, de verdad hondo, para trabajar en las bases de las plataformas petroleras en alta mar. Verá… entre más se baja, mayor es la presión; entre mayor es la presión, más peligroso es usar una escafandra o cualquier otro equipo en el que se respira una mezcla de gases. Uno tiene que pasar días, a veces hasta semanas, en una cámara de descompresión, y si por alguna razón hay que salir rápido a la superficie… se sufren embolias, burbujas de gas en la sangre y en el cerebro… y no hablemos de los riesgos a largo plazo, como la necrosis ósea, por respirar tanto tiempo una mierda que no deberíamos respirar en primer lugar.
[Hace una pausa para revisar sus instrumentos.]
La forma más segura de bajar, de ir más profundo y de quedarse abajo más tiempo, es encerrar todo tu cuerpo en una burbuja con la misma presión que la superficie.
[Señala el compartimiento que nos rodea.]
Justo como estamos nosotros —seguros, protegidos, y en lo que respecta a nuestros cuerpos, igual que en la superficie. Eso mismo pasa en un TBA, La profundidad y la duración de la inmersión están limitadas sólo por el grosor de la armadura y por el equipo de soporte vital.
¿Entonces es como un submarino personal?
“Sumergible.” Un submarino puede estar abajo por años, tiene su propio suministro de poder y fabrica su propio oxígeno. Un sumergible sólo puede hacer inmersiones de corta duración, como los de antes de la Segunda Guerra Mundial, o éste en el que estamos.
[El agua comienza a oscurecerse, volviéndose de un púrpura oscuro.]
La misma naturaleza de una TBA, el hecho de que es básicamente una armadura, lo hacen ideal para el combate en aguas claras y oscuras. No estoy descontando los otros trajes, ya sabe, los de tiburones y otras cotas de malla. Tienen diez veces más maniobrabilidad, velocidad, y agilidad, pero tienen que restringirse a trabajar en aguas poco profundas, y si por alguna razón un par de esos desgraciados te agarran… Ví un montón de buzos con los brazos y las costillas rotas, y tres con el cuello fracturado. O ahogados… cuando lograban dañar el tubo de aire o les arrancaban el regulador de la boca. Incluso con un casco completo y un traje de neopreno cubierto de malla, lo único que ellos tienen que hacer es agarrarte fuerte, hasta que se te acabe el aire. Muchos tipos terminaron así, o cuando trataban de huir hacia la superficie, y la embolia acababa el trabajo que Zack había comenzado.
¿Le pasaba muy seguido a los buzos con cotas de malla?
Algunas veces, sobre todo al principio, pero eso nunca nos pasó a nosotros. No teníamos ningún riesgo de sufrir daños físicos. Tanto tu cuerpo como tu equipo de soporte vital están encerrados en una cubierta de aluminio colado o algún material compuesto de alta dureza. Las articulaciones de casi todos los modelos son de acero y aluminio. Sin importar hacia qué dirección te torciera Zack los brazos, si acaso lograba agarrarte bien, lo cual ya era raro considerando lo liso y redondeado que es el traje, era físicamente imposible que te rompiera algún hueso. Si por alguna razón había que salir rápido a la superficie, sólo tenías que soltar el lastre o usar un propulsor, si tenías uno… todos esos trajes tienen una gran flotabilidad. Suben disparados como un corcho. El único riesgo era que Zack se agarrara a ti durante el ascenso. Un par de veces, mis compañeros subieron a la superficie con polizones aferrados al traje, agarrados luchando por sus vidas… o sus muertes. [Se ríe.]
Ese tipo de salida nunca fue necesaria en combate. Casi todos los modelos de TBA cuentan con soporte vital para cuarenta y ocho horas. Sin importar cuántos Gs te rodearan, o que un montón de escombros te cayeran encima, o que tu pierna se enredara en un cable submarino, uno podía simplemente sentarse, cómodo y seguro, y esperar a que llegara la caballería. Nadie entra sólo, nunca, y creo que el máximo que un buzo de TBA tuvo que esperar por apoyo, fue seis horas. Hubo ocasiones, más de las que puedo contar con mis dedos, en las que uno de nosotros quedaba atascado, lo reportaba, y decía que no había ningún peligro inmediato, y que el resto del equipo podía ir a ayudarlo sólo después de que terminaran la misión.
Usted habló de los modelos de TBA. ¿Había más de un tipo?
Teníamos un montón: civiles, militares, viejos, nuevos… bueno… relativamente nuevos. No podíamos fabricar más unidades durante la guerra, así que tuvimos que trabajar con lo que ya existía. Algunos de los más viejos eran de los 70s, los JIMs y los SAMs. Me alegra no haber tenido que operar nunca en uno de esos. Esos sólo tenían articulaciones libres y pequeñas escotillas en los costados y el frente del casco de metal, en lugar de un visor completo. Al menos así eran los primeros JIMs. Conocí a un tipo del Servicio Naval Especial Británico. Tenía un círculo de ampollas sangrantes alrededor de la entrepierna, en el punto donde que las articulaciones del JIM le pellizcaban la carne. Tremendos buzos esos del SNEB, pero nunca cambiaría mi trabajo por el de ellos.
Nosotros teníamos los tres modelos básicos de la Marina Norteamericana: el traje rígido 1200, el 2000, y el exoesqueleto Mark 1. Ese era el mío, un exo. ¿Le gusta la ciencia ficción? Esa cosa parecía diseñada para luchar contra las termitas gigantes del espacio. Era mucho más delgado que los trajes rígidos, y tan liviano que uno hasta podía nadar. Esa era la mayor ventaja sobre los rígidos, y sobre todos los demás sistemas de TBA. Ser capaz de operar flotando sobre el enemigo, incluso sin la ayuda de flotadores y propulsores, y eso compensaba de sobra el hecho de que uno no se podía rascar si le picaba en alguna parte. Los trajes rígidos eran lo suficientemente grandes como para que uno metiera los brazos en la cavidad central, y así te permitían operar equipos secundarios.
¿Qué clase de equipos?
Luces, video, sonares de barrido lateral. Los trajes rígidos eran unidades de trabajo pesado, mientras que los exos eran sólo para respaldo y labores pequeñas. Uno no tenía que preocuparse por un montón de lecturas y de maquinaria. No teníamos la distracción de todas las tareas que tenían que hacer los de los rígidos. El exo era esbelto y sencillo, y te permitía concentrarte en tu arma y en el campo frente a tí.
¿Qué tipo de armas usaban?
Al principio teníamos la M-9, una especie de copia barata y modificada del APS ruso. Digo “modificada” porque los TBA no tienen nada parecido a manos. Uno tenía garras de cuatro puntas, o simples abrazaderas industriales. Ambas funcionaban bien en el combate cuerpo a cuerpo —sólo había que agarrar la cabeza de un G y apretar— pero era imposible disparar un arma con esas cosas. La M-9 estaba soldada al antebrazo, y se disparaba con un interruptor eléctrico. Tenía una mira láser para precisión, y cilindros de aire comprimido que impulsaban unos dardos de acero de diez centímetros de largo. El principal problema era que estaban diseñadas para operar en aguas poco profundas. A las profundidades en las que trabajábamos, colapsaban como cáscaras de huevo. Casi un año después conseguimos un modelo más eficiente, la M-11, diseñada por el mismo tipo que había inventado los trajes rígidos y el exo. Ojalá que a ese canadiense loco le hayan dado una tonelada de medallas por lo que hizo por nosotros. El único problema fue que DEstRe consideró que la producción era demasiado costosa. Todo el tiempo nos decían que con las garras y nuestras herramientas de construcción, teníamos suficientes armas para manejar a Zack.
¿Qué los hizo cambar de parecer?
Troll. Estábamos en el Mar del Norte, reparando una plataforma noruega de extracción de gas natural, y de pronto llegaron… por supuesto que estábamos esperando algún tipo de ataque —el ruido y las luces de un trabajo de construcción siempre atraían al menos a un puñado de ellos. Pero no sabíamos que teníamos a todo un enjambre cerca. Uno de nuestros centinelas sonó la alarma, nos dirigimos hacia su posición, y de pronto nos vimos inundados. Luchar mano a mano bajo el agua es una cosa horrible. La arena del fondo se remueve, uno no vé absolutamente nada, es como pelear dentro de un vaso de leche. Los zombies no se mueren así sin más cuando uno los aplasta, casi todo el tiempo se despedazan, fragmentos de hueso, músculo, órganos y cerebro, mezclados con la arena que dá vueltas a tu alrededor. Los niños de estos días… maldita sea, ya sueno como mi papá, pero es cierto, los niños de estos días, los nuevos buzos de TBA con sus Mark 3 y 4, tienen estos “EDVCs” —Equipos de detección para visibilidad cero— con representación visual de sonar y equipos de visión nocturna. La imagen digital es superpuesta en una pantalla transparente fijada en el visor, como en la cabina de un avión de combate. Súmele a eso un par de hidrófonos en estéreo, y se tiene una ventaja sensorial sobre Zack. Las cosas no eran así cuando yo trabajé con los exo. No podíamos ver, no podíamos escuchar —ni siquiera podíamos sentir si un G nos estaba agarrando por la espalda.
¿Por qué?
Porque una de las fallas fundamentales de cualquier TBA es un total aislamiento táctil. El simple hecho de que el traje sea una coraza rígida, implica que uno no puede sentir nada del mundo exterior, ni siquiera si un G te tiene bien agarrado. A menos que Zack esté tirando con fuerza, tratando de halarte o darte la vuelta, uno no lo nota sino hasta que su cara está frete a la tuya. Esa noche en Troll… las luces de los cascos sólo consiguieron empeorar el problema, dibujando un haz de luz que proyectaba las sombras de sus manos y cabezas muertas. Esa fue la única vez que sentí escalofríos… no miedo, como le expliqué antes, sino escalofríos, manoteando entre una nube de tiza disuelta, y viendo de repente una cara podrida apretada contra mi visor.
Los buzos civiles de las plataformas petroleras no volvieron al trabajo, ni siquiera bajo amenazas, hasta que nosotros, sus escoltas, estuvimos mejor armados. Ya habían perdido suficientes hombres, atacados en medio de la oscuridad. No me imagino cómo era eso. Estar metido en uno de esos trajes de neopreno, trabajando casi por completo a oscuras, con los ojos ardiéndote por la luz de la soldadura autógena, con el cuerpo dormido por el frío, o quemado por el agua caliente que bombeaban a través de las tuberías. De pronto sientes unas manos sobre tí, o dientes. Forcejeas, pides ayuda, tratas de pelear o de nadar mientras tiran de tí. A veces, lo único que regresaba a la superficie eran unos pedazos del traje, o una línea de seguridad rota. Por eso el ECP se convirtió en una división oficial de la armada. Nuestras primeras misiones fueron para proteger a los obreros de las plataformas, para seguir extrayendo petróleo. Luego nos expandimos con tareas como asegurar las playas y limpiar los puertos.
¿A qué se refiere con asegurar las playas?
Básicamente, era ayudar para que los marines pudieran desembarcar vivos. La cosa más importante que aprendimos en Bermuda, nuestro primer desembarque anfibio, fue que la playa era atacada constantemente por Gs que salían de entre las olas. Había que establecer un perímetro, una red semicircular alrededor del área de desembarco, a suficiente profundidad para que los barcos pudieran pasar sobre ella, pero lo suficientemente alta para contener a Zack.
Eso era lo que hacíamos nosotros. Dos semanas antes de la fecha del desembarco, una nave echaba anclas a algunos kilómetros mar adentro y comenzaba a barrer con su sonar activo. Eso era para atraer a Zack y alejarlos de las playas.
¿Pero el sonar no atraía a los Zombies de aguas más profundas?
El duro nos dijo que eso era un “riesgo aceptable.” Supongo que no tenían ninguna idea mejor. Por eso era un trabajo para los TBA, demasiado arriesgado para buzos con trajes flexibles. Uno sabía que se estaba formando una horda bajo ese barco, y que una vez que apagaran el sonar, uno sería el único objetivo cercano. Pero en realidad fue lo más parecido que tuvimos a unas vacaciones. La frecuencia de los ataques fue la más baja que habíamos registrado, y cuando la red estuvo lista, su tasa de éxito fue casi perfecta. Sólo se necesitaba una pequeña patrulla para vigilarla constantemente, y quizá despacharse a uno que otro G que trataba de subir por la red. En realidad no nos necesitaban para una operación como esa. Después de los primeros tres desembarcos, siguieron usando buzos con cotas de malla.
¿Y la limpieza de puertos?
Esas sí que no fueron vacaciones. Eso fue en las etapas finales de la guerra, cuando no se trataba sólo de despejar una playa, sino de rehabilitar los puertos para el transporte y el comercio. Eran operaciones gigantes y conjuntas: buzos convencionales, unidades de TBA, incluso voluntarios civiles equipados sólo con carteas y arpones. Yo ayudé a limpiar Charleston, Norfolk, Boston, el maldito Boston, y la madre de todas las pesadillas submarinas, la Ciudad de los Héroes. Yo sé que los soldados se quejan de lo malo que era pelear en una ciudad, pero imagínese cómo era en una ciudad submarina, una ciudad formada por barcos hundidos, autos, aviones y toda la basura que se pueda imaginar. Durante la evacuación, cuando un montón de barcos mercantes estaban tratando de abrir todo el espacio posible para los refugiados, muchos simplemente lanzaron su carga por la borda. Sofás, hornos, montañas y montañas de ropa. Los televisores de plasma siempre se rompían cuando uno les caminaba por encima, y siempre me imaginaba que eran huesos. También me imaginaba que veía a Zack detrás de cada lavadora y secadora, trepando sobre cada montaña de aires acondicionados. Algunas veces era sólo mi imaginación, pero otras veces… lo peor… lo peor era tener que limpiar un barco hundido. Siempre había algunos que se habían hundido saliendo del puerto. Uno que otro, como el Frank Cable, esta enorme plataforma móvil para el mantenimiento de submarinos, habían naufragado cuando apenas se estaba alejando de la orilla. Antes de poder subirla, teníamos que hacer un barrido compartimiento por compartimiento. Esa fue la única vez que sentí que mi exo era un estorbo, una mole gigante. No me golpeé la cabeza con el dintel de todas las puertas, pero sentía que estaba a punto de hacerlo todo el tiempo. Muchas de las compuertas estaban bloqueadas por escombros. Teníamos que abrirnos paso entre la basura, o por las cubiertas y a través de las escotillas. Algunas cubiertas habían quedado debilitadas por algún impacto o la corrosión. Estaba pasando a través de un corredor sobre el cuarto de máquinas del Cable, cuando el piso se derrumbó bajo mi peso. Antes de poder salir nadando, antes siquiera de poder pensar… había cientos de ellos en el cuarto de máquinas. Estaba rodeado, ahogándome en un mar de piernas, brazos y pedazos de carne. Si tuviera una pesadilla recurrente, y no digo que la tenga, porque no, pero si la tuviera, sería estar metido otra vez allí, sólo que completamente desnudo… esa sería.
[Me sorprende lo rápido que llegamos al fondo. Parece una llanura desértica, con un leve brillo blanco entre la permanente oscuridad. Veo fragmentos de corales tubulares por todas partes, rotos y pisoteados por los muertos vivientes.]
Ahí están.
[Volteo para ver el enjambre, más o menos unos sesenta de ellos, caminando entre la eterna noche de aquel desierto.]
Y aquí vamos nosotros.
[Choi maniobra hasta ponernos sobre ellos. Ellos tratan de alcanzar nuestras luces, con los ojos abiertos y las mandíbulas frenéticas. Puedo ver el suave resplandor del rayo láser, mientras se enfoca sobre nuestro primer objetivo. Un segundo después, un pequeño dardo sale disparado hacia su pecho.]
Uno…
[Luego enfoca el rayo en un segundo espécimen.]
Dos…
[Sigue recorriendo el enjambre, disparándole a cada uno con un tiro que no es letal.]
Me muero de las ganas de matarlos. Es decir, ya sé que la idea es estudiar sus movimientos, y así poder organizar un buen sistema de alarmas. Ya sé que si tuviéramos los recursos para acabar con todos ellos lo haríamos. Pero…
[Dispara el sexto dardo. Al igual que los demás, su objetivo ignora por completo el pequeño agujero que éste abre en su esternón.]
¿Cómo lo hacen? ¿Cómo es que siguen por aquí? Nada en este mundo corroe tanto como el agua de mar. Estos Gs deberían haberse podrido antes que los de tierra firme. Sus ropas sí desaparecieron, cualquier cosa orgánica, como tela o cuero.
[Las figuras de abajo están completamente desnudas.]
¿Entonces por qué no se pudren ellos? ¿Es la temperatura de las profundidades, o la presión? ¿Y cómo es que tienen tanta resistencia a la presión? A esta profundidad, el sistema nervioso de un humano se convertiría en gelatina. Ni siquiera deberían estar de pié, mucho menos caminar y “pensar” o lo que sea que ellos hacen en vez de pensar. ¿Cómo lo logran? Estoy seguro de que alguien por allá arriba tiene las respuestas, y que la única razón por la que no me lo dicen es…
[De pronto se distrae con una luz parpadeante en su tablero de instrumentos.]
Hey, hey, hey. Mire esto.
[Observo mi propio tablero. Las lecturas son incomprensibles.]
Tenemos uno caliente, con una lectura de radiación bastante alta. Debe venir del Océano Índico, de Irán o Pakistán, o quizá de ese submarino chino que hundieron en Manihi. ¿Qué le parece?
[Dispara otro dardo.]
Tiene suerte. Esta es una de nuestras últimas inmersiones de reconocimiento tripuladas. A partir del próximo mes, serán puros VCR, vehículos operados 100% a control remoto.
Ha habido mucha controversia sobre el uso de los VCR para el combate.
Eso nunca ocurrirá. El Esturión85 tiene mucha influencia. Ella nunca dejará que el Congreso nos reemplace por robots.
¿Hay alguna validez en esos argumentos?
¿Qué quiere decir? ¿Que si los robots son mejores combatientes que unos buzos en TBAs? Claro que no. Todo eso de “limitar la pérdida de vidas humanas” es pura mierda. Nunca perdimos un solo hombre en combate, ¡ni uno! Ese tipo del que todos hablan, Chernov, se murió después de la guerra, en tierra firme, porque se emborrachó y se quedó dormido en las vías de un tren. Jodidos políticos.
Quizá los VCRs son más rentables, pero nunca serán mejores. Y no me refiero sólo a la cuestión de la inteligencia artificial; hablo del corazón, el instinto, la iniciativa, todo lo que nos hace lo que somos. Por eso sigo aquí, igual que el Esturión, y que casi todos los veteranos que se echaron al agua durante la guerra. Casi todos seguimos trabajando porque hay que hacerlo, porque nadie ha podido inventarse un circuito y unos datos que nos reemplacen. Créame, cuando lo hagan, no sólo no voy a volver a ponerme un exotraje, sino que voy a retirarme del ejército y a hacer un Alfa-Alfa-Noviembre.
¿Qué es eso?
Es por Acción en el Atlántico Norte, una vieja película de guerra en blanco y negro. Hay un tipo en ella, ¿Recuerda al “Skipper” de La Isla de Gilligan? Es su padre.86 Él decía algo en la película…“Voy a cargar un remo sobre mi hombro y a internarme en tierra firme. Y en el primer lugar en que alguien me pregunte ‘¿Qué es esa cosa que llevas en el hombro?’ ahí voy a quedarme por el resto de mi vida.”



QUEBEC, CANADÁ
[La pequeña granja no tiene cerca, barras en las ventanas, ni cerrojo en la puerta. Cuando le pregunto al dueño sobre su vulnerabilidad, él sólo se ríe y siegue comiendo. André Renard, hermano del legendario héroe de guerra Emil Renard, me ha pedido que mantenga en secreto su localización exacta. “No me importa si los muertos me encuentran,” me dice sin emoción, “pero no quiero a ningún vivo por aquí.” Este ciudadano francés emigró a Canadá después del cese oficial de las hostilidades en Europa Occidental. A pesar de las muchas invitaciones oficiales del gobierno francés, nunca ha regresado.]

Todos son unos mentirosos, cualquiera que le diga que su campaña fue “la más dura de toda la guerra.” Todos esos mandriles ignorantes que se golpean el pecho y presumen sobre la “guerra en las montañas” o “guerra en la jungla” o “operaciones urbanas.” ¡Las ciudades, les encanta hablar de las ciudades! “¡Nada más aterrador que pelear en una ciudad!” ¿En serio? Que lo intenten debajo de una.
¿Sabe por qué en el horizonte de París no se veía ningún rascacielos? Hablo del París de verdad, antes de la guerra. ¿Sabe por qué esas monstruosidades de acero y cristal estaban todas en La Defense, tan lejos del centro de la ciudad? Sí claro, estaba la estética, una sensación de continuidad histórica y orgullo cívico… no como ese adefesio arquitectónico de Londres. Pero la verdad, la razón lógica y práctica para que París no tuviera esos monolitos al estilo norteamericano, era porque la tierra bajo nuestros pies estaba demasiado perforada como para soportar su peso.
Estaban las tumbas romanas, las canteras que proveían piedra caliza para casi toda la ciudad, e incluso los búnkeres de la Segunda Guerra Mundial usados por la resistance, y sí, ¡claro que tuvimos un movimiento de resistencia! Luego teníamos el Metro moderno, las líneas telefónicas, las tuberías de gas, las de agua… y entre todo eso, estaban las catacumbas. Ahí estaban enterrados unos seis millones de cuerpos, sacados de los cementerios de antes de la revolución, donde los restos eran simplemente arrojados en fosas comunes como basura. Las catacumbas tenían paredes enteras cubiertas de cráneos y huesos organizados en patrones macabros. Su disposición era incluso funcional, en partes en las que rejas de huesos entrelazados sostenían pilas enteras de otros restos. Los cráneos siempre parecían estar burlándose de mí.
No puedo culpar a los civiles que trataron de sobrevivir en aquel mundo subterráneo. En ese entonces no existía el manual de supervivencia civil, no teníamos la Radio Mundo Libre. Era el Gran Pánico. Quizá unas cuantas almas que creían conocer los túneles pensaron en probar suerte, algunas otras los siguieron, y luego unas cuantas más. El rumor se extendió, “bajo tierra es más seguro.” Un cuarto de millón en total, eso es lo que los cuentahuesos han calculado, doscientos cincuenta mil refugiados. Quizá si hubiesen estado bien organizados, llevado comida y herramientas, o al menos si hubiesen tenido la sensatez de sellar las entradas y de asegurarse de que los que entraron no estuvieran infectados…
¿Cómo pueden decir que experimentaron algo similar a lo que nosotros tuvimos que soportar? La oscuridad y esa peste… no teníamos suficientes equipos de visión nocturna, sólo uno o dos por pelotón, y eso si teníamos suerte. Además, las baterías para nuestras linternas se estaban agotando. Algunas veces teníamos sólo una luz para todo el escuadrón, sólo para el hombre que iba al frente, abriendo la oscuridad con aquel haz de color rojo.
El aire era una mezcla tóxica de gases de aguas negras, químicos y carne podrida… las máscaras de gas eran un chiste, casi todos los filtros se habían vencido muchos años atrás. Usábamos cualquier cosa que pudiéramos encontrar, viejos modelos militares o cascos de bombero que cubrían toda la cabeza, te ponían a sudar como una sauna y te volvían sordo además de casi ciego. Uno nunca sabía en dónde se encontraba, mirando a través de esos visores nublados, escuchando las voces ahogadas de los compañeros de equipo y la carrasposa voz en el teléfono.
Teníamos que usar equipos de comunicación con cables, pues no podíamos confiar en las transmisiones de radio por aire. Usábamos viejos telefónicos, de cobre, no de fibra óptica. Simplemente arrancábamos las canaletas de las paredes y usábamos los que había, y llevábamos también unos enormes rollos para extender nuestro alcance. Era la única manera de mantener el contacto, y de vez en cuando, también era la única manera de no perderse.
Perderse era muy fácil. Todos los mapas que teníamos eran de la preguerra, y no incluían las modificaciones hechas por los refugiados, todos los túneles comunicantes y las habitaciones improvisadas, los agujeros en el suelo que aparecían de pronto frente a uno. Uno se extraviaba al menos una vez por día, a veces más, y entonces había que devolverse siguiendo en cable de comunicaciones, revisar la ubicación en el mapa, y tratar de descubrir qué había salido mal. Algunas veces era cuestión de nos cuantos minutos, otras veces eran horas, o hasta días.
Cuando otro escuadrón era atacado, uno escuchaba sus gritos por el teléfono, o el eco resonando por los túneles. La acústica era endiabladamente buena; y era aterrador. Los gritos y los gemidos llegaban por todos lados. Uno nunca sabía de dónde venían. Al menos con el teléfono, uno podía tratar, quizá, de confirmar la posición de tus compañeros. Si no estaban en pánico, claro, y si estaban seguros de dónde estaban, y si uno sabía en dónde estaba…
Y entonces había que correr allí: uno pasaba junto a un montón de desviaciones, se golpeaba contra el techo bajo, tenía que arrastrarse de rodillas, y todo el tiempo rezándole a la Virgen para que tus compañeros aguantaran un poco más. Uno llegaba hasta el lugar, sólo para descubrir que se había equivocado, que era un cuarto vacío, y que los gritos de ayuda se escuchaban todavía lejos.
Y luego llegábamos por fin, quizá para descubrir sólo huesos y sangre. A veces se tenía la suerte de encontrar todavía a los zombies, y entonces uno podía vengarse… pero si uno se tardaba mucho en llegar, esa venganza tenía que incluir a tus propios compañeros reanimados. Era combate cuerpo a cuerpo. Tan cerca como…
[Se inclina sobre la mesa, acercando su cara a sólo centímetros de la mía.]
No teníamos ningún equipo estándar; era lo que cada uno creía que podía servir. No podíamos usar armas de fuego, como comprenderá. El aire, los gases, era demasiado volátil. El simple fogonazo de una pistola…
[Imita el sonido de una explosión.]
Teníamos la Beretta-Grechio, una carabina italiana de aire comprimido. Era una versión para la guerra de los modelos de balines con pipetas de dióxido de carbono que coleccionaban los niños. Uno podía derribar a cinco de ellos, seis o siete si uno se las ponía directo contra la cabeza. Una buena arma, pero nunca teníamos suficientes. ¡Y había que dispararla con cuidado! Si uno fallaba, si el balín golpeaba una roca, si la roca estaba seca, si se producía una chispa… se extendían a lo largo de túneles enteros, explosiones que enterraban vivos a los hombres, o bolas de fuego que derretían las máscaras contra la piel. Mano a mano siempre era lo mejor. Mire…
[Se levanta de la mesa para mostrarme algo que descansa sobre la chimenea. El mango del arma está rodeado por una semiesfera de acero que cubre la mano. Desde aquella cubierta, se extienden dos púas de acero de veinte centímetros colocadas en ángulo recto una respecto a la otra.]
¿Entiende por qué, no? No había suficiente espacio para usar nada con filo. Era rápido, a través del ojo, o clavando la cabeza desde arriba.
[Me lo demuestra con una rápida combinación de golpe y estocada.]
Yo mismo la diseñé, una versión moderna de la que usó mi bisabuelo en Verdún, ¿lo vé? Usted recuerda Verdún —“On ne passé pas”— ¡No pasarán!
[Sigue comiendo su almuerzo.]
Sin espacio, sin advertencias, de pronto estaban sobre uno, a veces justo frente a tus ojos, o agarrándote desde un pasadizo lateral que no debería estar ahí. Todos llevábamos algún tipo de armadura… cotas de malla o mandiles de cuero… casi siempre eran demasiado pesadas, te sofocaban, chaquetas y pantalones de cuero, camisas cubiertas con argollas de metal. Uno tenía que pelear, pero se agotaba desde antes, algunos hombres se quitaban las máscaras, tratando de respirar mejor, y aspiraban toda esa basura. Muchos murieron antes de poder sacarlos a la superficie.
Yo usaba grebas, protección aquí (señala sus antebrazos) y guantes, cuero cubierto de argollas, fácil de quitar cuando no había que combatir. Esos también los diseñé yo. No teníamos los uniformes de combate de los norteamericanos, pero teníamos botas pantaneras, largas e impermeables, con fibras de metal a prueba de mordidas en la cubierta interior. Esas eran indispensables.
El agua subió muy alto ese verano; las lluvias fueron abundantes y el Sena era un torrente sin control. Siempre estábamos mojados. Crecían hongos entre tus dedos, en los pies, en la ingle. El agua subía hasta los tobillos casi todo el tiempo, como mínimo, y otras veces hasta las rodillas o la cintura. A veces uno iba al frente, caminando o gateando —teníamos que arrastrarnos con ese vómito hediondo cubriéndonos hasta los hombros— y de pronto el suelo desaparecía. Uno caía chapoteando, de cabezas, en algún agujero que no aparecía en los mapas. Sólo se tenían un par de segundos para volver a salir antes de que la máscara de gas se inundara. Uno pataleaba y se retorcía, y tus compañeros tenían que ir a agarrarte y sacarte de ahí. Ahogarnos era lo que menos nos preocupaba. Alguien podía estar chapoteando, luchando por flotar con todo ese equipo pesado encima, y de pronto sus ojos se abrían y uno escuchaba sus gritos ahogados. Uno podía sentir el momento en que los agarraban: el tirón y el crujido de los huesos rotos, y empezábamos a halar hasta que el pobre infeliz salía y caía sobre uno. Si acaso no llevaba puestas las pantaneras… salía sin un pié, o sin la pierna; o si se había estado arrastrando y había caído de cabeza al agua… a veces les arrancaban la cara antes de poder sacarlos.
Esas eran las veces en que ordenábamos la retirada hasta una posición de defensa y esperábamos a los Cousteaus, buzos entrenados para trabajar y pelear específicamente en esos túneles inundados. Llevaban sólo una linterna y un traje contra tiburones, si tenían suerte, y apenas unas dos horas de aire. Se suponía que debían llevar también una línea de seguridad, pero la mayoría preferían no usarla. Las líneas se enredaban y dificultaban el avance de los buzos. Esos hombres, y mujeres, tenían sólo una oportunidad entre veinte de salir vivos de allí, el índice más bajo de todo el ejército, y no me importa si alguien dice lo contrario.87 ¿Todavía les sorprende que todos sus miembros recibieran automáticamente la Legión de Honor?
¿Y eso de qué sirvió? Quince mil, muertos o desaparecidos. No sólo los Cousteaus, todos nosotros, el grueso del ejército. Quince mil almas en apenas tres meses. Quince mil, en un momento en que la guerra ya se estaba calmando en el resto del mundo. “¡Vamos! ¡Vamos! ¡A luchar! ¡A luchar!” No tenía por qué ser así. ¿Cuánto tiempo se tardaron los ingleses en limpiar todo Londres? Cinco años, ¿más o menos tres años después de que terminó oficialmente la guerra? Fueron lentos y seguros, una sección por vez, metódicos, pocas peleas, pocas bajas. Lentos y seguros, como en todas las ciudades grandes. ¿Por qué nosotros no? Ese general inglés, él mismo lo dijo al hablar de nosotros: “Suficientes héroes muertos para toda una eternidad…”
“Héroes,” eso éramos, y eso era lo que nuestros líderes querían, lo que nuestra gente creía necesitar. Después de todo lo que había sucedido, no sólo en esta guerra, sino en las anteriores: Algeria, Indochina, los Nazis… quizá entienda a lo que me refiero… ¿puede ver todo el arrepentimiento y la vergüenza que había en juego? Entendíamos lo que el presidente norteamericano dijo sobre “recuperar la confianza”; lo entendíamos mejor que la mayoría. Necesitábamos héroes, nuevos nombres y campos de batalla para reconstruir nuestro orgullo.
El Osario de Douaumont, el Corredor de Port Mahon, el Hospital… ese fue nuestro momento de gloria… el Hospital. Los nazis lo habían construido para albergar a los enfermos mentales, o eso dicen, y los dejaban morir de hambre tras esas paredes de concreto. Al comienzo de nuestra guerra, lo habían convertido en una enfermería para los recién infectados. Más adelante, cuando se comenzaron a reanimar y la compasión de los sobrevivientes se extinguió como sus lámparas eléctricas, simplemente siguieron arrojando a los infectados, y quién sabe a quién más, dentro de aquella inmensa bóveda llena de muertos vivientes. Uno de nuestros equipos de avanzada perforó una pared sin darse cuenta de lo que había al otro lado. Podrían haberse retirado, haber volado el túnel, sellándolo de nuevo… Un solo escuadrón contra trescientos zombies. Un solo escuadrón, comandado por mi hermano menor. Su voz fue lo último que escuchamos antes de que la señal del teléfono se apagara para siempre. Sus últimas palabras: “¡On ne passé pas!”



DENVER, COLORADO
[El clima es perfecto para un día de campo en Victory Park. El hecho de que no se haya reportado ni un solo contacto durante esta primavera, les da a todos una razón más para celebrar. Todd Wainio está en el jardín exterior del campo de béisbol, esperando una bola alta que, según él, “nunca llegará.” Quizá tiene razón, porque a nadie parece importarle que yo me pare a su lado.]

La campaña fue llamada “El camino a Nueva York” y de verdad fue un largo, largo camino. Teníamos tres grupos principales en el ejército: Norte, Centro, y Sur. La maravillosa estrategia era avanzar como una sola unidad a través de las Grandes Planicies, cruzar todo el oeste por el medio, y luego separarnos en los Apalaches, los flancos se abrirían paso hacia el norte y el sur, hacia Maine y Florida, y luego recorrerían la costa para reunirse con el grupo central, que llegaría recorriendo lentamente por las montañas. Nos tardamos tres años.
¿Por qué tan lento?
Viejo, la lista es larga: el viaje a pié, el terreno, el clima, los enemigos, la doctrina de combate… La doctrina nos decía que había que avanzar en dos filas estrechas, una detrás de la otra, abarcando desde Canadá hasta Aztlán… No, México, todavía no se llamaba Aztlán. ¿Usted ha visto que, cuando un avión se cae, todos esos bomberos y voluntarios tienen que recorrer el lugar buscando cada pieza del fuselaje? Tienen que ir en fila, muy despacio, asegurándose de no saltarse ni un centímetro de terreno. Así éramos nosotros. No nos saltamos ni un milímetro entre Las Rocosas y el Atlántico. En cualquier lugar en que encontráramos a Zack, ya fuera solos o en grupo, una unidad de RAF se detenía…
¿RAF?
Respuesta Adecuada de Fuerza. Uno no podía hacer detener a todo el Grupo sólo por uno o dos zombies. Muchos de los Gs más viejos, los primeros infectados en la guerra, estaban comenzando a desbaratarse, todos desinflados, con partes del cráneo expuestas, huesos asomados entre la carne. Algunos ya ni eran capaces de mantenerse de pié, y de esos eran de los que más teníamos qué cuidarnos. Llegaban arrastrándose sobre la panza, o simplemente chapoteaban sin moverse en un pantano. Hacíamos detener una sección, un pelotón, o incluso toda una compañía dependiendo de cuántos se encontraran, los suficientes para deshacerse de ellos y sanear el lugar. El agujero en la fila dejado por tu unidad de RAF era llenado por un número igual de soldados de la fila secundaria, que marchaba kilómetro y medió detrás. Así no se rompía nunca la fila frontal. Estuvimos relevándonos así todo el camino a lo ancho del país. Funcionó, sin duda, pero vaya que nos demoramos. La noche también nos detenía, y por completo. Una vez que se ocultaba el sol, no importaba qué tan confiados estuviéramos o qué tan segura fuese la zona, la función cerraba hasta el amanecer del día siguiente.
Y también estaba la niebla. No sabía que la niebla podía ser tan densa tierra adentro. Siempre quise preguntarle a un meteorólogo o a alguien así sobre el asunto. Toda la línea frontal podía quedar detenida, algunas veces durante días. Sólo nos quedábamos sentados, con visibilidad cero, hasta que uno de los Ks comenzaba a ladrar o algún hombre de la fila gritaba “¡Contacto!” Uno escuchaba los gemidos y comenzaban a aparecer las sombras. Quedarse allí sentado esperándolos era muy difícil. Una vez ví una película,88 un documental de la BBC en el que mostraban que, como Inglaterra tiene tanta niebla todo el tiempo, el ejército británico no podía detenerse como nosotros. Había una escena en la que las cámaras filmaron un ataque de verdad, y sólo se veían los fogonazos de las armas y unas siluetas borrosas que caían. No tenían necesidad de ponerle esa música de fondo.89 Casi me orino del susto nada más viéndolo.
Otra cosa que nos detuvo fue el tener que seguirle el paso a los países de al lado, los mexicanos y los canadienses. Ninguno de los dos ejércitos tenía el poder suficiente para limpiar todo su país. El trato fue que ellos mantendrían la frontera segura mientras nosotros limpiábamos la casa. Cuando los Estados Unidos estuvieran seguros, les daríamos toda la ayuda que necesitaban. Ese fue el comienzo de la Fuerza Multinacional de la ONU, pero a mí me enviaron a casa mucho antes de eso. Para mí, siempre fue cuestión de correr y luego esperar, marchando por terrenos empinados y pueblos abandonados. Ah, y si quiere hablar de cosas que nos retrasaban, nada como el combate urbano.
La estrategia siempre era rodear primero la zona. Levantar defensas semipermanentes, hacer reconocimiento con de todo, desde satélites hasta Ks rastreadores, hacer todo el ruido necesario para sacar a Zack y derribarlo, y sólo entrar cuando estábamos completamente seguros de que no saldría nadie más. Astuto, seguro, y relativamente fácil. ¡Sí, claro!
En cuanto a lo de rodear “la zona,” ¿alguien quiere decirme en dónde exactamente comienza y termina cada zona? Las ciudades ya o eran ciudades en realidad, ya sabe, sino que habían crecido hasta convertirse en un gigantesco pulpo de suburbios. La señora Ruiz, una de nuestras médicas, lo llamaba “relleno.” Ella había trabajado vendiendo bienes raíces antes de la guerra, y nos explicó que las propiedades más calientes estaban siempre en el terreno entre dos ciudades principales. El jodido “relleno,” todos aprendimos a odiar ese término. Para nosotros, quería decir que tendríamos que limpiar cuadras y cuadras de suburbios antes de poder pensar siquiera en establecer un perímetro de cuarentena. Negocios de comidas rápidas, centros comerciales, kilómetros interminables de casas baratas y todas iguales.
Y en invierno la cosa no era ni más segura ni mejor. Yo estaba en el Grupo Norte. Al principio pensé que la teníamos ganada, ya sabe. No tendría que ver ni un G vivo durante seis meses de cada año, ocho en realidad, teniendo en cuenta cómo era el clima en ese entonces. Pensé que, bueno, cuando baje la temperatura, nuestro trabajo sería prácticamente el de unos recolectores de basura: encontrarlos, aplicarles el Lobo, marcarlos para que los entierren cuando la nieve se descongele, sin problemas. Deberían haberme abierto la cabeza a mí por pensar que Zack iba a ser el único problema que encontraríamos allá afuera.
Estaban los quislings, iguales a un G de verdad, pero capaces de atacar en invierno. Teníamos unas Unidades de Recuperación de Humanos, básicamente una perrera de tamaño grande. Hacían lo que podían para dormir a los quislings que encontrábamos, amarrarlos, y enviarlos a clínicas de rehabilitación; en ese entonces pensábamos que sí se podían rehabilitar.
Los salvajes eran una amenaza mucho mayor. Muchos de ellos ya no eran niños, había muchos adolescentes, y otros eran adultos. Eran rápidos, astutos, y si decidían pelear en vez de huir, podían fregarte el día. Por supuesto, los de las URH siempre trataban de darles con un dardo tranquilizante, pero eso no siempre funcionaba. Cuando un macho salvaje de cien kilos se lanza con todo sobre tí, un par de centímetros cúbicos de tranquilizante no lo van a detener antes de que llegue a su objetivo. Mucha gente de RH salió gravemente herida, y a un par de ellos tuvimos que devolverlos en bolsas. El duro tuvo que intervenir y les asignó un equipo de escoltas. Si el dardo no los detenía, nosotros sí. Nada en este mundo chilla tanto como un salvaje con un tiro de EDP en la panza. A los de RH no les gustaba. Todos ellos eran voluntarios y tenían este código de que la vida humana, cualquier vida humana, merecía ser salvada. Supongo que la historia les dio algo de razón, ya sabe, por todos esos salvajes que se lograron recuperar, y que nosotros simplemente habríamos matado. Si hubiéramos tenido los recursos, habríamos podido hacer lo mismo con todos esos animales.
Viejo, las manadas de animales salvajes, eso me aterraba más que cualquier otra cosa. Y no estoy hablando solamente de los perros. Con los perros siempre sabíamos qué hacer. Los perros siempre anunciaban cuando iban a atacar. Me refiero a los gatos “mosca”90: eran como gatos salvajes, pero parecían un cruce entre un león de montaña y un jodido dientes de sable de la era del hielo. Quizá sí eran leones de montaña, muchos se veían idénticos, o quizá eran las crías gordas de los gatos domésticos que habían sido tan duros como para sobrevivir todo ese tiempo. Escuché que eran mucho más grandes en el norte, por alguna ley de la naturaleza o de la evolución.91 En realidad yo no entiendo mucho de esas cosas, excepto por algún documental que ví hace mucho tiempo. Escuché que las ratas eran como las nuevas cebras; eran rápidas y lo suficientemente inteligentes para alejarse de Zack, se alimentaban de cadáveres limpios, y se reproducían por millones en los árboles y entre los escombros. Se habían vuelto increíblemente peligrosas, así que cualquier cosa capaz de cazarlas tenía que volverse mucho peor. Eso eran las “moscas”, casi dos veces más grandes que un gato doméstico, con garras, dientes, y un gusto voraz por la sangre caliente.
Debieron ser todo un problema para los perros rastreadores.
¿Lo dice en serio? A ellos les encantaba, incluso a los pequeños dach, porque los hacía sentir de nuevo como lobos. El problema era para nosotros, porque se nos lanzaban desde las ramas de un árbol, o desde un techo. No te perseguían como los perros salvajes, sino que esperaban, sabían quedarse quietos hasta que uno estaba tan cerca que no podía ni apuntarles con el arma.
Afuera de Minneápolis, mi escuadrón estaba limpiando un centro comercial. Entré por la ventana de un Starbucks y tres de esos se lanzaron sobre mí desde detrás del mostrador. Me derribaron, comenzaron a destrozarme los brazos y la cara. ¿Cómo cree que conseguí ésta?
[Señala la cicatriz en su mejilla.]
Supongo que la única víctima ese día fueron mis pantalones. Tengo que agradecerle a los UCs a prueba de mordidas, los nuevos chalecos antibalas, y los cascos que recién nos habían entregado… Llevaba tanto tiempo sin usar ese tipo de protección. Uno se olvida de lo incómodo que es, después de tantos años de no llevar casi nada encima.
¿Acaso los salvajes sabían cómo usar armas de fuego?
No sabían hacer nada remotamente humano, por eso les decían “salvajes.” No, la armadura era para protegernos de la gente normal que encontrábamos. No de los rebeldes organizados, sino de uno que otro LaMOE,92 Siempre había uno o dos de esos en cada zona, un tipo o una vieja que habían logrado sobrevivir solos. Leí en alguna parte que en los Estados Unidos tuvimos más que en cualquier otro país del mundo, que tenía que ver con nuestro individualismo reprimido o algo por el estilo. Esa gente llevaba tanto tiempo sin ver a una persona viva, que muchos de los disparos iniciales eran accidentales o por costumbre. Casi todo el tiempo lográbamos razonar con ellos. A esos los llamaban en realidad RCs, Robinson Crusoes —ese era el término para los que resultaban ser buena gente.
Les decíamos LaMOEs a los que estaban demasiado acostumbrados a ser los reyes de su pequeño mundo. ¿Reyes de qué? No tengo idea, supongo que de los Gs, quislings y salvajes, pero ellos creían que se estaban dando la gran vida, y que nosotros habíamos llegado a acabar con eso. Uno de esos estuvo a punto de matarme.
Estábamos avanzando hacia la Torre Sears en Chicago. Chicago, esa ciudad me dio suficientes pesadillas para tres vidas. Estábamos a mitad del invierno, el viento del lago era tan fuerte que uno casi no podía sostenerse de pié, y de pronto sentí como si el martillo de Thor me pegara en la cabeza. Un proyectil de un rifle de caza. Nunca más volví a quejarme por lo incómodo de los cascos. La gente de la torre tenía su propio reino allá arriba, y no estaban dispuestos a entregárselo a nadie. Esa fue una de las pocas veces en que volvimos a usar todo lo de antes; ametralladoras, granadas, ahí fue cuando los Bradleys volvieron al campo.
Después de Chicago, el duro se dio cuenta de que estábamos en una guerra múltiple y más peligrosa. Volvieron las armaduras y la protección para todo el cuerpo, incluso en verano. Muchas gracias, jodida Ciudad de los Vientos. A todos los escuadrones nos entregaron panfletos con la “Pirámide de Riesgos.”
Estaba clasificada según la probabilidad de encontrarlos, no qué tan peligrosos eran. Zack estaba en la base, luego los animales, luego los salvajes, quislings, y los LaMOEs en la cima. Muchos de los tipos del Grupo Sur dicen que ellos tenían la peor parte, porque cuando llegaba el invierno, los del Grupo Norte ya no teníamos que preocuparnos por Zack en la pase de la pirámide. Sí, claro, pero Zack era reemplazado por una amenaza peor: ¡el invierno!
¿Cuánto dicen que bajó la temperatura promedio? ¿Diez grados, quince en algunas partes?93 Sí, claro, era más fácil para nosotros, enterrados hasta el culo en nieve gris, y sabiendo que por cada cinco Zack que uno se despachara, aparecerían otros diez cuando se derritiera el hielo. Al menos la gente del sur sabía que cuando limpiaban una zona, ésta seguiría limpia. Ellos no tenían que preocuparse por ataques desde la retaguardia un par de meses después. Tuvimos que barrer cada zona al menos tres veces. Usamos desde varillas y Ks rastreadores hasta lo mejor en equipos de resonancia. Una y otra vez, y siempre en lo peor del invierno. Perdimos a más gente por el congelamiento que por cualquier otra cosa. Y sin embargo, todas las primaveras, uno sabía, siempre… siempre era, “mierda, aquí vamos de nuevo.” Incluso hasta el día de hoy, con todas esas limpiezas y los grupos de voluntarios, la primavera sigue siendo lo que antes era el invierno, el momento en que la naturaleza te dice que se acabó lo bueno.
Hábleme de la liberación de las zonas aisladas.
Siempre era difícil, en todas ellas. Recuerde que esas zonas seguían rodeadas, cientos, quizá hasta miles de ellos. La gente que se refulgió en los edificios cercanos de Comerica Park y Ford Field, tenían un foso combinado —así les decíamos, fosos— de al menos un millón de Gs. Fue una carnicería de tres días seguidos, e hizo que Esperanza pareciera una simple pelea callejera. Fue la única vez que de verdad creí que nos iban a superar. Se amontonaron tan alto que pensé que íbamos a quedar enterrados vivos, literalmente, en una avalancha de cadáveres. Las batallas como esa te dejan frito, acabado, el cuerpo y la mente no pueden más. Quería dormir, nada más, no quería pensar ni en comida, ni en un baño, ni en sexo. Uno sólo quería encontrar un lugar caliente y seco, cerrar los ojos, y olvidarse de todo.
¿Cuál era la reacción de la gente que liberaban?
Un poco de todo. En las zonas militares, la cosa no era muy animada. Un montón de ceremonias formales, subir y bajar banderas, “Lo relevo, señor — entendido,” mierda por el estilo. También aprovechaban para lucirse un poco. Ya sabe, “en realidad no necesitábamos que nos rescataran” y todo eso. Los entiendo. Todo soldado quiere ser el héroe que cabalga sobre la colina, nadie quiere ser la víctima que espera en el fuerte. Por supuesto que no necesitabas que te recatáramos, amigo.
Aunque a veces era cierto. Como los de la base en las afueras de Omaha. Eran un centro estratégico de entrega de provisiones, con vuelos regulares llegando casi en horas puntuales. En realidad estaban viviendo mejor que cualquiera de nosotros: comida fresca, agua caliente, camas limpias. Casi sentí que nosotros habíamos sido rescatados cuando llegamos allí. Pero en el otro extremo, estaban los marines de Rock Island. Nunca quisieron admitir lo duro que les tocó, y eso no tiene nada de malo. Después de lo que vivieron, no podían negarles el derecho a presumir. Nunca conocí personalmente a uno de ellos, pero he escuchado las historias.
¿Y qué hay de las zonas civiles?
La historia era muy diferente. ¡Allá éramos lo máximo! Nos recibían gritando y celebrando. Era como uno se imagina que debe ser, como en esas películas viejas con los soldados entrando a París. Éramos como estrellas de rock. Tuve más… bueno… digamos que si vé un montón de niños desde aquí hasta la Ciudad de los Héroes que se parecen mucho a mí… [Se ríe.]
Pero hubo excepciones.
Sí, supongo. No era todo el mundo, pero había una o dos personas entre la gente, unos rostros enojados que te gritaban. “¿Por qué diablos se tardaron tanto?” “¡Mi esposo murió hace dos semanas!” “¡Mi madre se murió esperándolos!” “¡Perdimos la mitad de nuestra gente el verano pasado!” “¿Dónde estaban cuando los necesitamos?” Gente sosteniendo fotografías. Cuando entramos a Janesville, en Wisconsin, Alguien sostenía una pancarta con la imagen de una niñita sonriendo. Las palabras bajo la foto decían: “¿Mejor tarde que nunca?” Al tipo lo lincharon los mismos pobladores; no debieron hacer eso. Esas son las cosas que nos toco ver, mierda que te mantiene despierto a pesar de no haber dormido en cinco días.
Muy de vez en cuando, casi nunca en realidad, entrábamos en alguna zona en la que de verdad no nos querían. En Valley City, Dakota del Norte, nos gritaban, “¡Jódanse, soldados! ¡Ustedes nos abandonaron, no los necesitamos!”
¿Esa era una zona separatista?
Oh no, al menos esa gente sí nos dejó pasar. Los rebeldes de verdad sólo te saludaban a tiros. Yo nunca estuve en una de esas zonas. El duro tenía unidades especiales para lidiar con los rebeldes. Nos encontramos con una de esas en el camino, iban hacia Black Hills. Era la primera vez que veía un tanque desde que cruzamos Las Rocosas. Una mala señal; uno sabía cómo iban a terminar.
Existen muchas historias sobre métodos de supervivencia muy cuestionables en algunas de las zonas aisladas.
¿Sí, y qué? Pregúnteles a ellos.
¿Usted vió alguno?
No, y no quiero saber nada de eso. La gente trataba de hablar, la gente que liberábamos. Estaban destrozados por dentro, y sólo querían sacarse ese peso del pecho. ¿Sabe qué les decía yo? “Mejor guárdatelo, tu guerra ya terminó.” Yo no quería cargar más piedras en mi mochila, ¿me entiende?
¿Y después de la guerra? ¿Habló con alguno de ellos?
Sí, y también leí sobre los juicios.
¿Y cómo se sintió?
Mierda, no sé. ¿Quién soy yo para juzgar a esa gente? Yo no estaba allí, yo no tuve que vivir lo que ellos vivieron. Ésta conversación, preguntándome “qué tal si,” en ese entonces no tenía tiempo de pensar en eso. Teníamos trabajo por hacer.
A los historiadores les gusta decir que el Ejército de los Estados Unidos tuvo una tasa de mortalidad muy baja durante el avance. Baja, comparada con la de otros países, China o los rusos. Baja, pero sólo si contamos las muertes debidas a Zack. Había millones de cosas que podían enterrarte en ese camino, y más de dos tercios de ellas no aparecían en la pirámide.
Las enfermedades eran una de las peores, epidemias y cosas que se suponía que habían desaparecido desde, no sé, desde la Edad Media más o menos. Claro, nos tomábamos nuestras pastillas, nos vacunábamos, comíamos bien, y nos revisaban regularmente, pero había mucha mierda en todas partes, en el suelo, en el agua, en la lluvia, y en el aire que respirábamos. Cada vez que llegábamos a una ciudad o liberábamos una zona, perdíamos por lo menos a un hombre por alguna enfermedad, y aunque no se muriera, lo tenían que dar de baja para ponerlo en cuarentena. En Detroit perdimos un pelotón entero por culpa de la influenza española. El duro se asustó de verdad esa vez, y puso a todo el batallón en cuarentena por dos semanas.
También estaban las minas terrestres y las trampas, algunas eran civiles, y otras las habíamos puesto cuando huimos hacia el oeste. En ese entonces parecía razonable. Sólo sembrábamos kilómetro tras kilómetro y esperábamos que Zack estallara al seguirnos. El único problema es que las minas no funcionan así. No hacen estallar todo el cuerpo; sólo te quitan un pié, o una pierna, o las joyas de la familia. Para eso están diseñadas, no para matar, sino para lesionarte tanto que el ejército tenga que gastar valiosos recursos en mantenerte vivo, y luego mandarte a casa en una silla de ruedas para que Mamá y Papá Civiles piensen, cada vez que te vean, que quizá apoyar esa guerra no es tan buena idea. Pero Zack no tiene casa, ni Papá o Mamá Civiles. Lo único que hacen las minas convencionales es crear un montón de zombies inválidos que, a fin de cuentas, sólo te dificultan el trabajo porque uno los quiere de pié y fáciles de ver, no arrastrándose entre la hierba y esperado a ser pisados, convertidos ellos mismos en otro tipo de minas terrestres. El problema era que no sabíamos dónde habíamos sembrado la mayoría de las minas; muchas de las unidades que las habían puesto durante la retirada no las habían marcado bien, o se habían perdido las coordenadas, o no habían sobrevivido para avisarnos. Además estaban las malditas trampas de los LaMOEs, los agujeros con estacas, y escopetas con cables amarrados al gatillo.
Yo perdí a un compañero por culpa de una de esas, en un Wal-Mart en Rochester, Nueva York. Él había nacido en El Salvador pero creció en California. ¿Alguna vez escuchó sobre los Boyle Heights Boyz? Eran una banda de hard-core de Los Ángeles que fueron deportados hacia El Salvador porque, técnicamente, eran ilegales. Mi compañero era uno de ellos. Se abrió camino de vuelta a través de México durante los peores días del Pánico, a pié, solo con su machete. Ya no tenía familia, ni amigos, y lo único que quería era volver a la tierra en donde había crecido. Quería tanto este país. Me recordaba a mi abuelo, ya sabe, ese espíritu de inmigrante. Y todo para venir a morirse por un escopetazo en la cara, una trampa puesta por un LaMOE que ya ni siquiera debía estar vivo. Jodidas minas y trampas.
Y también estaba los accidentes. Todos esos edificios que se habían debilitado por la guerra. Súmele a eso los años de abandono y metros y metros de nieve acumulada. Techos enteros se derrumbaban sin aviso, toda la estructura se venía abajo. Perdí a alguien así. Había acabado de reportar un contacto, un salvaje salió corriendo hacia ella desde el otro lado de un estacionamiento. Le disparó con su arma, y con eso bastó. No sé cuántas toneladas de nieve y hielo le cayeron encima junto con el techo. Ella… nosotros… teníamos algo, ya sabe. Es sólo que nunca hicimos nada al respecto. Supongo que no queríamos hacerlo “oficial.” Pensábamos que así sería más fácil si algo malo le llegaba a pasar a alguno de los dos.
[Todd mira hacia las tribunas, y le sonríe a su esposa.]
Pero no funcionó.
[Hace silencio por un momento, y suspira.]
Y por último teníamos las víctimas psiquiátricas. Fueron más que todas las otras combinadas. Algunas veces llegábamos a zonas bien fortificadas, y sólo encontrábamos esqueletos y ratas. Me refiero a zonas que no fueron arrasadas por Zack, sino que cayeron víctimas del hambre, o las enfermedades, o de la idea de que no valía la pena vivir un día más. Una vez entramos en una iglesia de Kansas, y todo lo que vimos nos indicó que los adultos habían matado a los niños antes de suicidarse ellos. Un tipo de nuestro pelotón, que era amish, leía todas las notas de suicidio que nos encontrábamos, las memorizaba, y se hacía un pequeño corte, un pequeño rasguño de un centímetro en alguna parte del cuerpo, según él para “nunca olvidarlos.” El maldito loco terminó cubierto de cicatrices por todo el cuerpo, desde el cuello hasta los dedos de los pies. Cuando el teniente se enteró… lo dio de baja por sección ocho ese mismo día.
Casi todos los locos aparecieron ya terminando la guerra. No por el estrés, sino al contrario, por la calma. Sabíamos que todo terminaría pronto, y creo que toda esa gente que había estado tratando de no enloquecerse por tanto tiempo, comenzó a escuchar una vocecita en la cabeza que les decía, “hey, viejo, está bien, ya puedes dejarte ir.”
Un tipo que conocí, un enorme gorilasaurio, había sido luchador profesional antes de la guerra. Estábamos patrullando en la autopista cerca de Pulaski, en Nueva York, cuando el viento nos llevó el olor de un camión que se había volcado cerca de allí. Estaba cargado hasta arriba de botellas de perfume, nada fino, sino una fragancia barata de esas que se consiguen en cualquier parte. El tipo se congeló y comenzó a llorar como un niño. No era capaz de parar. Era un monstruo que había matado a más de dos mil, un ogro que una vez había agarrado a un G por las piernas y lo había usado como garrote para luchar contra otros tres. Tuvimos que cargarlo entre cuatro para subirlo a la camilla. El perfume debió recordarle a alguien, pero nunca supimos a quién.
También estaba este otro tipo, uno que no tenía nada de especial; de casi cincuenta años, calvo, y un poco panzón, al menos tanto como uno podía estarlo en esos días, como los que uno veía en las campañas contra la hipertensión. Estábamos en Hammond, Indiana, organizando los puestos de defensa para el ataque a Chicago. Pasamos cerca de una casa al final de una calle desierta, completamente intacta, excepto por las ventanas tapiadas y la puerta caída. Al tipo le apareció esta expresión en la cara, como una sonrisa. Debimos notarlo antes de que abandonara la formación, antes de escuchar el disparo. Lo encontramos sentado en la sala, en una vieja silla reclinable, con el REI entre las rodillas y la sonrisa todavía en el rostro. Miré las fotografías desteñidas sobre la chimenea. Era su casa.
Pero esos eran los ejemplos más extremos, los que hasta yo habría podido anticipar. Con muchos de los otros nunca se sabía. En mi opinión, no se trataba de saber quién se estaba enloqueciendo, sino quién no. ¿Tiene sentido?
Una noche en Portland, Maine, estábamos en el Parque Deering Oaks recogiendo pilas de huesos blanqueados que habían estado allí tirados desde el Pánico. Dos soldados recogieron unos cráneos y empezaron jugar con ellos, cantando una canción de ese disco infantil Free to Be, You and Me, el de los dos bebés. Yo la reconocí sólo porque mi hermano mayor tenía el disco, que estuvo de moda mucho antes de que yo naciera. Pero a algunos de los soldados más viejos, los de la generación X, les encantó. Comenzó a llegar más gente, y todo el mundo comenzó a reírse y a hablar con esas dos calaveras. “Hola-Hola-Soy un bebé.—¿Y qué crees que soy yo, un pedazo de pan?” Y cuando el diálogo terminó, todos comenzaron a cantar al mismo tiempo, “There’s a land that I see…” jugando con fémures como si fueran guitarras. Miré a uno de los médicos de nuestra compañía. Nunca pude pronunciar bien su nombre, el doctor Chandra-algo.94 Lo miré fijamente y le hice este gesto, como diciendo, “hey, doc, los perdimos a todos, ¿no?” Debió entender lo que le estaba diciendo, porque me sonrió y sacudió la cabeza diciéndome “no.” Eso sí me asustó; es decir, si los que actuaban así no estaban locos, ¿cómo íbamos a saber quién sí?
Como nuestra líder de escuadrón, quizá la conozca. Ella estuvo en La Batalla de las Cinco Universidades. ¿Recuerda esa amazona alta con el machete, la que cantó esa canción al final? Ya no se veía como en la película. Había perdido todas las curvas y se había rapado ese pelo negro, largo y brillante. Era una buena líder, “La Sargento Avalon.” Un día encontramos una tortuga en el campo. Las tortugas eran como los unicornios en esos días, ya no se veían por ningún lado. Avalon la miró, no sé como decirlo, casi como una mirada de niña. Sonrió. Ella nunca sonreía. Escuché que le susurraba algo a la tortuga, pensé que era algo sin sentido: “Mitakuye oyasin.” Después supe que quería decir “todos los que conocí” en lengua Lakota. No sabía que ella era en parte Sioux. Nunca hablaba de eso ni de nada personal. Pero de pronto, como un fantasma, apareció el doctor Chandra junto a ella, poniéndole el brazo sobre el hombro, y diciéndole su frase de costumbre para esos casos: “Vamos sargento, vamos a tomarnos un café.”
Eso fue el mismo día en que se murió el presidente. Seguramente él también escuchó la vocecita: “hey, viejo, está bien, ya puedes dejarte ir.” Yo sé que mucha gente no quería al vicepresi, y pensaban que nunca podría reemplazar al Gran Jefe. Yo lo comprendía perfectamente, porque estaba en esa misma posición. Al dar de baja a Avalon, me convirtieron en el líder del escuadrón.
No importaba que la guerra casi estuviera a punto de terminar. Aún había tantas batallas en el camino, tanta gente buena a la que tendríamos que decirle adiós. Para cuando llegamos a Yonkers, yo era el único que quedaba de los que habíamos estado en Esperanza. No sabía qué sentir, caminando entre todos esos escombros: los tanques abandonados, las camionetas aplastadas de los noticieros, los restos humanos. Creo que no sentí nada. Como líder de escuadrón, tenía muchas cosas qué hacer, muchas caras por las cuáles preocuparme. Podía sentir los ojos del doctor Chandra clavándose en mi espalda todo el tiempo. Pero nunca se me acercó, nunca me dio esa señal de que algo andaba mal conmigo. Cuando al fin abordamos las barcazas en las orillas del Hudson, lo miré fijamente a los ojos. Él sólo sonrió y sacudió su cabeza. Lo había logrado.



DESPEDIDAS
BURLINGTON, VERMONT
[La nieve ha comenzado a caer. Muy a su pesar, “El Loco” da la vuelta y regresamos a su casa.]

¿Alguna vez oyó hablar de Clement Attlee? Claro que no, ¿por qué razón? El tipo era un perdedor, un mediocre de tercera que sólo aparece en los libros de historia porque sucedió a Winston Churchill antes del final oficial de la Segunda Guerra Mundial. La guerra en Europa había terminado, y los británicos sentían que ya habían sufrido más que suficiente, pero Churchill seguía insistiendo en ayudar a los Estados Unidos contra Japón, diciendo que una guerra no termina sino hasta que termina en todas partes. Y mire lo que pasó con el Viejo León. Nosotros no queríamos que pasara lo mismo con nuestra administración, y por eso decidimos declarar la victoria una vez que el territorio continental de los Estados Unidos estuvo seguro.
Todos sabían que la guerra no había terminado de verdad. Todavía teníamos que ayudar a nuestros aliados y recuperar partes del mundo que estaban completamente invadidas por los muertos vivientes. Había tanto trabajo por hacer, pero como nuestra casa ya estaba en orden, teníamos que darle a la gente la oportunidad de regresar a la suya. Fue por eso que creamos la Fuerza Multinacional de la ONU, y nos sorprendió gratamente la cantidad de voluntarios que se ofrecieron en la primera semana. Incluso tuvimos que devolver a algunos de ellos, poniéndolos en las listas de reserva, o asignándoles el entrenamiento de los nuevos reclutas que no habían participado en la operación de barrido a través del país. Yo sé que me criticaron mucho por haberle pasado el control a la ONU en lugar de hacerlo como un proyecto puramente norteamericano, pero para serle sincero, me importaba un carajo. Estados Unidos es un buen país y su gente espera ser tratada con justicia, y cuando los soldados cruzan marchando todo el territorio hasta las mismísimas playas del Atlántico, uno tiene que darles la mano, pagarles, y permitirles regresar a sus vidas privadas si eso es lo que quieren.
Quizá eso hizo que la campaña al otro lado del mar fuese más lenta. Nuestros aliados están recuperándose, pero todavía hay algunas Zonas Blancas por limpiar: cadenas montañosas, las islas del ártico, el fondo del océano, e Islandia… Islandia vá a ser difícil. Desearía que Iván nos ayudara con Siberia, pero bueno, Iván es Iván. Todavía tenemos algunos ataques aquí en casa, cada primavera, o de vez en cuando junto a los ríos y lagos. El número sigue bajando, gracias a Dios, pero eso no quiere decir que la gente pueda bajar la guardia. Seguimos en guerra, y hasta que encontremos cada rastro, lo limpiemos, y si es necesario, lo hagamos volar de la superficie de la Tierra, todo el mundo tiene que ayudar y hacer bien su trabajo. Al menos toda esa miseria sirvió para que el mundo aprendiera esa lección. Estamos juntos en esto, así que ayuda y haz bien tu trabajo.
[Nos detenemos junto a un viejo roble. Mi compañero lo mira de arriba a abajo, dándole unos suaves golpecitos con su bastón. Luego le dice al árbol…]
Estás haciendo un buen trabajo.



KHUZHIR, ISLA OLKHON, LAGO BAIKAL, SAGRADO IMPERIO RUSO
[Una enfermera interrumpe nuestra entrevista para asegurarse de que María Zhuganova se tome sus vitaminas prenatales. María tiene cuatro meses de embarazo. Éste será su octavo hijo.]

Lo único que lamento fue que no pude seguir en el ejército cuando comenzó la “liberación” de nuestras antiguas repúblicas. Libramos a la Madre Patria de la peste de los muertos, y había llegado la hora de seguir con la guerra más allá de nuestras fronteras. Desearía haber estado allí el día en que recuperamos Bielorrusia para el Imperio. Dicen que pronto reclamarán Ucrania, y después de eso, quién sabe qué más. Desearía haber participado de todo eso, pero tenía “otros deberes”…
[Suavemente, se acaricia el vientre.]
No sé cuántas clínicas como ésta hay en toda la Patria, pero no las suficientes, de eso sí estoy segura. Quedamos muy pocas mujeres jóvenes y fértiles, las que no caímos por culpa de las drogas, el SIDA, o la plaga de los muertos vivientes. Nuestro líder dice que el arma más poderosa que una mujer rusa puede esgrimir en esta guerra es su vientre. Y si eso significa que no puedo conocer a los padres de mis hijos, o…
[Sus ojos se clavan en el piso por un momento.]
… o a mis hijos, no importa. Soy útil a la Patria, y la sirvo de todo corazón.
[Me mira a los ojos.]
¿Se pregunta cómo es que esta “vida” puede estar de acuerdo con las creencias de nuestro nuevo estado fundamentalista? Bueno, no lo piense más, porque no lo está. Todo ese dogma religioso es para las masas. Es el opio para mantenerlos en calma. No creo que ninguno de los líderes, ni entre la Iglesia, crean en todo lo que predican. Quizá sólo un hombre lo creía, el viejo padre Ryzhkov, antes de que lo exiliaran. Él ya no tenía nada más que ofrecer, pero yo sí. Todavía puedo darle unos cuantos hijos más a la Patria. Por eso me tratan tan bien, y me permiten hablar con toda libertad.
[María observa el espejo de doble cara a mis espaldas.]
¿Qué me van a hacer? Para cuando ya no les sea útil, habré vivido más que casi cualquier mujer por acá.
[Le dirige un gesto obsceno al espejo.]
Además, ellos quieren que usted escuche esto. Por eso lo dejaron entrar a nuestro país, para escuchar nuestras historias, para hacer preguntas. A usted también lo están utilizando, ¿no vé? Su misión será contarle al mundo, hacerles ver lo que les pasará si se meten con nosotros. La guerra nos empujó de vuelta a nuestras raíces, nos hizo recordar lo que significa ser rusos. Somos fuertes otra vez, otra vez más nos tienen miedo, y para los rusos, eso sólo quiere decir una cosa, ¡que por fin estamos seguros! Por primera vez en casi cien años, podemos dormir tranquilos bajo el puño protector de un César, y estoy segura de que sabe muy bien cómo se dice César en ruso.



PUERTO DE BRIDGETOWN, BARBADOS, FEDERACIÓN DE LAS INDIAS ORIENTALES
[El bar está vacío. Casi todos los clientes se han ido por su propia voluntad, o han sido sacados por la policía. Los empleados del último turno recogen las sillas rotas, los vasos quebrados, y limpian la sangre del piso. En una equina, un sudafricano canta una emotiva y alcoholizada versión de “Asimbonaga” de Jhonny Clegg. T. Sean Collins tararea algunos de los versos, vacía de un trago su vaso de ron, y rápidamente pide otro.]

Soy un adicto a matar, y es la manera más elegante en que puedo decirlo. Quizá me diga que técnicamente no es así, que como ya están muertos, en realidad no los estoy matando. Pura mierda; es asesinato, y es más emocionante que cualquier cosa. Seguro, puedo hablar mal de todos esos mercenarios de antes de la guerra, los veteranos de Nam y los Ángeles del Infierno, pero ahora yo soy igual que ellos, no soy distinto de esos soldados que nunca regresaron a casa, aún cuando sus cuerpos sí volvieron, ni de esos brutos de la Segunda Guerra que cambiaron sus Mustangs por Jeeps. Matar es un vuelo tan increíble, te mantiene tan arriba todo el tiempo, que hacer cualquier otra cosa se siente como estar muerto.
Traté de reintegrarme, asentarme, conseguir amigos, un trabajo, y de hacer mi parte para que los Estados Unidos se levantaran. Pero estaba muerto, no podía pensar en otra cosa más que en matar. Comenzaba a mirar los cuellos de las personas, sus cabezas. Me ponía a pensar: “Vaya, ese tipo debe tener un hueso frontal duro, tengo que clavarlo a través del ojo,” o “con un golpe fuerte en la nuca, esa vieja cae de una.” Y cuando el nuevo presidente, “El Loco” —Jesús, ¿quién soy yo para decirle así a otra persona?— cuando lo escuché hablar en una reunión, pensé en más de cincuenta formas de asesinarlo en el estrado. Ahí fue cuando decidí retirarme, por mi propio bien y por el de los demás. Sabía que algún día llegaría a mi límite, que me emborracharía, me metería en una pelea, perdería el control. Sabía que cuando comenzara, no sería capaz de parar, así que mejor me despedí y me uní a los Impisi, un grupo con el mismo nombre que las Fuerzas Especiales Sudafricanas. Impisi: es “hiena” en zulú, los que se encargan de los muertos.
Somos una organización privada, nada de reglas ni de ceremonias, por eso me gustaron más que el trabajo con la ONU. Decidimos nuestros horarios, y escogemos nuestras propias armas.
[Me señala algo a su lado, un instrumento que parece un bate de cricket, metálico y con un borde afilado.]
“Pouwhenua” —Me lo regaló un maorí que jugaba para los All Blacks antes de la guerra. Unos jodidos animales esos maoríes. En la batalla de One Tree Hill, quinientos de ellos se enfrentaron a la mitad de los zombies de Auckland. El pouwhenua es un arma difícil de usar, y eso que ésta es de metal y no de madera. Pero esa es otra de las ventajas de ser un soldado de la fortuna. ¿Qué tiene de emocionante tirar de un gatillo? Es mejor que sea difícil, peligroso, y entre más Gs haya que enfrentar, mucho mejor. Por supuesto, tarde o temprano ya no van a quedar más. Y cuando eso pase…
[En ese momento, el Imfingo hace sonar la sirena de partida.]
Yo me voy en ese.
[T. Sean le hace una señal al mesero, y deja un rand plateado sobre la mesa.]
Todavía tengo esperanza. Suena a locura, pero uno nunca sabe. Por eso ahorro casi todos mis pagos en lugar de invertirlos en alguna parte o derrocharlos en quién sabe qué. Puede pasar, que uno logre quitarse por fin ese mono de la espalda. Un amigo canadiense, “Mackee” MacDonald, después de limpiar la Isla Baffin decidió que ya había tenido suficiente. Escuché que ahora vive en Grecia, en un monasterio o algo así. Puede pasar. Quizá todavía haya una vida para mí, esperándome allá afuera. Bueno, ¿un hombre puede soñar, no? Pero claro, si las cosas no resultan, si algún día el mono sigue ahí pero ya no hay más Zack…
[Se pone de pié, echándose el arma al hombro.]
Entonces la última cabeza que reventaré, quizás sea la mía.



PARQUE FORESTAL DE LA PROVINCIA DE SAND LAKES, MANITOBA, CANADÁ
[Jesika Hendricks sube la última “presa” del día a un trineo, hay quince cadáveres y un montículo de partes desmembradas.]

Trato de no sentir rabia, por lo injusto de todo el asunto. Desearía poder comprenderlo. Una vez conocí a un ex-piloto iraní que vino a Canadá buscando un lugar para quedarse. Me dijo que los norteamericanos somos las únicas personas que conocía, que no aceptaban que a la gente buena le pueden pasar cosas malas. Quizá tiene razón. La semana pasada estaba escuchando la radio, y ahí estaba [nombre omitido por razones legales]. Estaba hablando de lo mismo de siempre —gases, insultos y de sexo como si fuera un adolescente— y recuerdo que pensé, “éste hombre sobrevivió y mis padres no.” No, trato de no sentir rabia.



TROYA, MONTANA, ESTADOS UNIDOS
[La señora Miller y yo estamos en el balcón trasero, mirando unos niños que juegan en el patio central.]

Puede culpar a los políticos, a los hombres de negocios, a los generales, a la “maquinaria,” pero en realidad, si hay que culpar a alguien, cúlpeme a mí. Yo soy Norteamérica, yo soy la maquinaria. Ése es el precio de vivir en una democracia; todos tenemos que asumir la culpa. Entiendo por qué China se demoró tanto en aceptarla, y por qué Rusia lo mandó todo al diablo y volvieron a lo que sea que tienen ahora. Debe ser agradable el poder decir, “no me miren a mí, yo no tengo la culpa.” Pero sí. Fue mi culpa, y también la culpa de todos los de mi generación.
[Mira a los niños.]
Me pregunto qué dirán las generaciones futuras sobre nosotros. Mis abuelos sufrieron la Depresión, la Segunda Guerra Mundial, pero al regresar a casa construyeron la mejor clase trabajadora de todo el mundo. Dios sabe que no eran perfectos, pero vivieron mejor que nadie el Sueño Americano. Luego llegó la generación de mis padres y lo jodió todo —los del baby boom, la generación egoísta. Y luego vinimos nosotros. Sí claro, nosotros detuvimos la amenaza de los zombies, pero también fuimos nosotros los que permitimos que se convirtieran en una amenaza. Al menos recogimos nuestro propio desorden, y quizá ese es el mejor epitafio al que podemos aspirar. “La Generación Z, recogieron su propio desorden.”



CHONGQING, CHINA
[Kwang Jingshu hace si última visita del día, un niño con algún tipo de enfermedad respiratoria. La madre teme que sea otro caso de tuberculosis. El color regresa a su rostro cuando el anciano médico le asegura que es sólo una gripe. Su llanto y su gratitud nos siguen al salir a la calle.]

Es reconfortante ver a los niños, hablo de los que nacieron después de la guerra, los niños que sólo conocen un mundo que incluye a los muertos vivientes como algo normal. Saben que no deben jugar cerca del agua, y que no deben salir solos de noche en primavera y verano. Pero no viven con miedo, y ese es el mejor regalo, el único regalo que podemos dejarles.
Algunas veces pienso en esa anciana del Nuevo Dachang, las cosas que vivió, la lucha interminable que definió a su generación. Ahora yo soy igual, un anciano que ha visto a su país destrozado en más de una ocasión. Pero todas las veces hemos logrado recuperarnos, reconstruir y renovar nuestra nación. Y lo haremos de nuevo —China, y el resto del mundo. En realidad no creo en el más allá —seré un viejo revolucionario hasta el fin— pero si acaso existe, puedo imaginar que mi viejo camarada Gu se ríe de mí cada vez que digo, con toda sinceridad, que todo va a salir bien.



WENATCHEE, WASHINGTON, ESTADOS UNIDOS
[Joe Muhammad acaba de terminar su última obra, una estatuilla de treinta y dos centímetros de un hombre cojeando, con un destrozado cargador para bebés, mirando hacia el frente con unos ojos sin vida.]

No voy a decir que la guerra fue algo bueno. No soy así de insensible, pero tiene que admitir que sirvió para unir a la gente. Mis padres nunca dejaban de hablar de lo mucho que extrañaban lo estrecha y amable que era la gente en Pakistán, pero nunca hablaban con sus vecinos norteamericanos, nunca los invitaban a cenar, y no recordaban sus nombres excepto para quejarse por la música o por los ladridos del perro. Ya no vivimos en un mundo así. No se trata solo de tus vecinos, o de los países. En todas partes del mundo, con cualquier persona que hables, todos compartimos una poderosa experiencia en común. Hice un crucero hace dos años, la Línea Pan Pacífica a través de las islas. Había gente de todas partes, y aunque algunos detalles fueran diferentes, las historias eran todas muy parecidas. Quizá le suene demasiado optimista, y estoy seguro de que una vez que las cosas vuelvan “a la normalidad,” cuando nuestros hijos y nietos crezcan en un mundo en paz, seguramente volverán a ser tan egoístas, intolerantes, y tan jodidos entre ellos como éramos nosotros. Pero bueno, ¿en realidad vamos a poder olvidar todo lo que tuvimos que sufrir? Alguna vez escuché un proverbio africano: “Uno no puede cruzar un río sin mojarse.” Quiero creer en eso.
No me malinterprete, por supuesto que extraño algunas cosas del viejo mundo, pero se trata sólo de cosas, cosas que solía tener o esperaba conseguir algún día. La semana pasada le hicimos una despedida de soltero a uno de los muchachos del barrio. Alquilamos el único reproductor de DVD que encontramos, y un par de viejas películas porno. Hay una escena en la que a Lusty Canyon se la están tirando tres tipos sobre la tapa de un convertible gris BMW Z4, y lo único que pensé mientras la veía fue, “Vaya, ya no hacen autos como ese hoy en día.”



TAOS, NUEVO MÉXICO, ESTADOS UNIDOS
[Los filetes están casi listos. Arthur Sinclair voltea las tajadas de carne, y comienzan a silbar y a echar humo.]

De todos los trabajos que he tenido, ser el policía del dinero ha sido el mejor. Cuando la nueva presidenta me pidió que retomara mi cargo como director de la Comisión de Comercio y Títulos Valores, estuve a punto de besarla frente a todo el mundo. Claro que sabía, lo mismo que en mis días con el DEstRe, que me dieron ese trabajo sólo porque nadie más quería hacerlo. Había tantos retos por delante, una gran parte del país seguía confiando en el intercambio. Hacer que la gente abandone el trueque, que vuelvan a confiar en el Dólar… no ha sido una tarea fácil. El Peso Cubano sigue siendo el rey, y la mayoría de nuestros ciudadanos más ricos todavía guardan su dinero en sus cuentas de La Habana.
La solución del enorme problema de inflación es trabajo suficiente para varias administraciones. La gente recogió tanto dinero después de la guerra, en cajas abandonadas, casas, y hasta en los cadáveres. ¿Cómo diferenciar a los saqueadores de la gente que sí guardó sus dólares bien ganados, sobre todo cuando los títulos de propiedad son tan raros como el petróleo? Es por eso que ser el policía del dinero es el trabajo más importante que he tenido. Tenemos que encerrar a esos malditos que están impidiendo que la gente recupere la confianza en la economía de los Estados Unidos, y no sólo a los saqueadores de poca monta, sino también a los peces gordos, esos aprovechados que están comprando tierras y casas antes de que los sobrevivientes las reclamen, o haciendo lobby para cambiar las regulaciones sobre la comida y otros artículos de primera necesidad… y gente como ese hijo de puta de Breckinridge Scott, sí, el rey del Phalanx, oculto como una rata en su fortaleza de mierda en la Antártida. Él todavía no lo sabe, pero hemos estado negociando con Iván para que no le renueven el alquiler. Mucha gente por aquí quiere volver a verlo, sobre todo el Departamento de Impuestos.
[Sonríe y se frota las manos.]
La confianza, esa es la gasolina que alimenta la maquinaria capitalista. Nuestra economía sólo puede funcionar si la gente cree en ella; como lo dijo Roosevelt, “Lo único que debemos temer, es al miedo mismo.” Mi padre escribió esa frase para él. Bueno, eso era lo que él decía.
Las cosas ya comienzan a marchar, lentas pero seguras. Todos los días se abren algunas cuentas nuevas con bancos norteamericanos, se fundan algunas empresas privadas, y recuperamos algunos puntos en el Dow. Es como el clima. Con cada año, el verano se hace un poco más largo, y el cielo es un poco más azul. Las cosas están mejorando. Sólo espere y verá.
[Mete la mano en una nevera portátil, y saca dos botellas marrones.]
¿Cerveza de raíz?



KYOTO, JAPÓN
[Es un día histórico para la Sociedad del Escudo. Por fin han sido aceptados oficialmente como una rama independiente de las Fuerzas de Defensa Japonesas. Su función principal será enseñarle a los ciudadanos japoneses a defenderse por sí mismos de los muertos vivientes. Su misión permanente será también el aprender las técnicas de combate armado y desarmado de las organizaciones por fuera de Japón, y enseñar sus propias técnicas al resto del mundo. La política contra el uso de armas de fuego de la Sociedad, así como su mensaje en pro de la internacionalización, han demostrado un éxito inmediato, atrayendo periodistas y dignatarios de todos los países de la ONU.
Tomonaga Ijiro encabeza el comité de bienvenida, sonriendo e inclinándose para saludar el largo desfile de invitados. Kondo Tatsumi sonríe también, observando a su maestro desde el otro lado del salón.]

¿Usted sabe que yo no creo en nada de esa mierda espiritual, verdad? En lo que a mí respecta, Tomonaga es sólo un viejo y loco hibakusha, pero ha creado algo maravilloso, algo que yo creo que es vital para el futuro del Japón. Los de su generación querían dominar el mundo, y los de la mía dejábamos que el mundo, y con eso me refiero específicamente a su país, nos dominara. Ambos caminos estuvieron a punto de destruir nuestra tierra. Tiene que haber una mejor manera, un lugar en el medio en el que nos hagamos responsables de nuestra propia protección, pero no tanto que inspire temor y odio en las naciones vecinas. No puedo asegurarle que éste sea el camino correcto; el futuro es un sendero demasiado montañoso como para poder ver mucho hacia adelante. Pero seguiré al sensei Tomonaga por ese camino, yo y todos los demás que se unen a nuestras filas todos los días. Sólo “los Dioses” saben lo que nos espera al final.



ARMAGH, IRLANDA
[Philip Adler termina su bebida, y se levanta para irse.]

Cuando abandonamos a esas personas a los muertos vivientes, perdimos mucho más que gente. Eso es todo lo que voy a decir.



TEL AVIV, ISRAEL
[Termiamos de comer, y Jurgen me arrebata la cuenta.]

Por favor, yo escogí el restaurante, yo pago. Solía odiar estas cosas, me parecían como un buffet de vómito. Mis compañeros tuvieron que arrastrarme hasta aquí una tarde, estos jóvenes sabras con sus gustos exóticos. “Sólo pruébalo, viejo yekke,” me decían. Así era como me llamaban, un “yekke.” Quiere decir “terco,” aunque originalmente quería decir “alemán judío.” Tenían razón en las dos cosas.
A mí me subieron en el “Kindertransport,” la última oportunidad que hubo de sacar a los niños judíos de la Alemania nazi. Fue la última vez que ví vivos a mis familiares. Hay un pequeño lago, en un pueblo de Polonia, en donde solían arrojar las cenizas. Las aguas del lago todavía son grises, más de medio siglo después.
Alguien dijo alguna vez que nadie sobrevivió al Holocausto, que incluso aquellos que lograron seguir técnicamente vivos, quedaron irremediablemente afectados, y sus espíritus, sus almas, las personas que eran antes, murieron para siempre. Me gustaría pensar que eso no es verdad. Pero si lo es, entonces nadie en éste planeta sobrevivió a La Guerra.



A BORDO DEL U.S.S. TRACY BOWDEN
[Michael Choi se apoya en el riel de la cubierta de popa, mirando al horizonte.]

¿Quiere saber quién perdió la Guerra Mundial Z? Las ballenas. Supongo que nunca tuvieron mucha oportunidad, no con todos esos millones de gente hambrienta en barcos, y la mitad de los navíos del mundo convertidos en barcos pesqueros. No hace falta mucho, tan sólo una carga de profundidad, no tan cerca como para herir al animal, pero sí para dejarlas sordas y atontadas. No veían los barcos balleneros hasta que era demasiado tarde. Podía escucharse desde kilómetros, la explosión, los chillidos. Nada conduce el sonido mejor que el agua.
Una terrible pérdida, y no hay que ser un genio bien arreglado y perfumado para notarlo. Mi papá trabajaba en Scripps, no, no la escuela de Claremont, sino el instituto oceanográfico en las afueras de San Diego. Por eso fue que me uní a la armada naval, y así fue como aprendí a amar el océano. Uno no podía dejar de admirar a las grises de California. Unos animales majestuosos. Por fin habían comenzado a recuperarse, después de ser cazadas casi hasta la extinción. Ya no nos tenían miedo, y a veces uno podía remar tan cerca que podía tocarlas. Podrían habernos matado en un segundo, un golpe con esa cola de cuatro metros de ancho, o un empujón con su cuerpo de treinta y tantas toneladas. Los primeros balleneros las llamaba “peces del diablo” por lo feroces que eran cuando se las acorralaba. Pero ellas sabían que ya no queríamos lastimarlas. Incluso permitían que las acariciáramos, o si estaban cuidando un ballenato, nos empujaban con suavidad lejos de él. Tanto poder y tanta fuerza. Increíbles criaturas, esas grises de Californa, y ya no queda ninguna, se extinguieron junto con las azules, los rorcuales, las jorobadas y las francas. He escuchado de un par de avistamientos de belugas y narvales que lograron sobrevivir bajo los hielos del Ártico, pero probablemente no hay suficientes para sostener una población viable. Sé que todavía quedan algunos grupos intactos de orcas, pero con los niveles de contaminación que tenemos, y menos peces que en una piscina de Arizona, no me atrevo a ser muy optimista. Incluso si la Madre Naturaleza le facilita las cosas a las asesinas y se adaptan como lo hicieron algunos de los dinosaurios, los amables gigantes se fueron para siempre. Es como en esa película Oh Dios en la que el Todopoderoso reta a un hombre a crear un pescado desde cero. “No puedes,” le dice, y a menos que un ingeniero genético haya llegado antes que las cargas de profundidad, tampoco vamos a poder fabricar una ballena gris de California.
[El sol se oculta en el horizonte. Michael suspira.]
Así que la próxima vez que alguien le diga que las verdaderas víctimas de la guerra fueron “nuestra inocencia” o “nuestra humanidad”…
[Escupe al agua.]
Lo que digas, hermano. Ve y díselo a las ballenas.



DENVER, COLORADO, ESTADOS UNIDOS
[Todd Wainio me acompaña a tomar el tren, saboreando uno de los cigarrillos cubanos con 100% de tabaco que le dí como regalo de despedida.]

Sí, a veces pierdo la cabeza por unos cuantos minutos, quizá una hora. El doctor Chandra me dijo que era normal. Él atiende aquí mismo, en el centro para veteranos. Me dijo que es una cosa completamente saludable, como esos pequeños terremotos que ayudan a liberar la presión de una falla. Me dijo que los que no sufren de esos “temblores menores” son los realmente peligrosos.
No se necesita mucho para sacarme de base. A veces huelo algo conocido, o la voz de alguien me suena demasiado familiar. El mes pasado, mientras cenábamos, comenzó a sonar una canción en la radio, creo que ni siquiera era sobre mi guerra, el cantante no parecía de acá. El acento y algunos de los términos eran distintos, pero el coro…“God help me, I was only nineteen.”
[Una campana anuncia la salida de mi tren. La gente a nuestro alrededor comienza a subir.]
Lo más curiosos es que mi recuerdo más vívido, terminó convertido en el símbolo nacional de la victoria.
[Señala hacia el gigantesco mural a mis espaldas.]
Esos somos nosotros, parados al lado del río, en la orilla de Jersey, mirando el amanecer sobre Nueva York. Nos acababa de llegar la noticia de que se había declarado la victoria. No hubo gritos, ni celebraciones. Era sólo que no parecía real. ¿Paz? ¿Qué diablos quería decir eso? Llevábamos tanto tiempo teniendo miedo, peleando y matando, y esperando a morir, que supongo que ya lo habíamos aceptado como algo normal por el resto de nuestras vidas. Creí que era sólo un sueño, y algunas veces sigo pensando que lo es, cada vez que recuerdo ese día, ese amanecer sobre la Ciudad de los Héroes.




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1. De “Citas del Presidente Mao,” la frase estaba originalmente en “La Situación y Nuestra Política Después de la Guerra de Resistencia Contra Japón,” Agosto 13, 1945.

2. Un automóvil de antes de la guerra, que era fabricado en la República Popular.

3. El Instituto de Enfermedades Infecciosas y Parásitos del Primer Hospital Universitario, Facultad de Medicina, Universidad de Chongqing.

4. Guokia Anquan Bu: El Ministerio de Seguridad Nacional, antes de la guerra.

5. Shetou: Literalmente “cabezas de serpiente,” llamados así por ser los encargados de ingresar ilegalmente a las filas de “renshe” o “serpientes humanas” de refugiados e inmigrantes.

6. Liudong renkou: La “población flotante” de desempleados chinos.

7. Bao: La deuda que muchos refugiados adquirían para pagar por su viaje.

8. Bad Brown: Un sobrenombre para la variedad de opio cultivado en la provincia de Badakhshan, en Afganistán.

9. TEPT: Trastorno de estrés post-traumático.

10. Se dice que antes de la guerra, los órganos sexuales de los hombres sudaneses condenados por adulterio, eran cortados y vendidos en el mercado negro.

11. Hijos de Yasín: Una organización terrorista de jóvenes, llamada así en honor a jeque Ahmed Yasín, fundador del grupo Hamas. Parte de su estricto reglamento decía que ninguno de sus mártires podía tener más de dieciocho años.

12. “Los seres peores, para Alá, son los que habiendo sido infieles en el pasado, se obstinan en su incredulidad.” Del Sagrado Corán, capítulo 8, versículo 55.

13. Para ese entonces, el gobierno de Israel ya había terminado con la operación “Moisés II,” en la que se habían transportado todos los “Falasha” de Etiopía hasta Israel.

14. Todavía no se sabía si el virus podía sobrevivir en los desechos sólidos, por fuera del cuerpo humano.

15. A diferencia de los tanques de guerra de casi todos los países, los “Merkava” israelíes cuentan con compuertas traseras para el despliegue de tropas.

16. La CIA, llamada originalmente OSS, fue creada en Junio de 1942, seis meses después del ataque japonés a Pearl Harbor.

17. Antes de la guerra, un juego de disparos en línea conocido como “America’s Army” fue publicado de forma gratuita por el gobierno norteamericano; algunos sostienen que el objetivo era conseguir nuevos reclutas.

18. Es un mito; aunque los M&M rojos sí se dejaron de producir entre 1976 y 1985, no contenían colorante rojo No. 2.

19. El BMP es un vehículo blindado de transporte de tropas inventado y usado por los soviéticos, y hoy en día por las fuerzas militares rusas.

20. Semnadstat era una revista rusa dirigida a las jóvenes adolescentes. Su título, que literalmente significa Diecisiete, era una copia no autorizada de la publicación norteamericana con el mismo nombre.

21. Aunque esto es una exageración, los registros indican que en Yonkers había más periodistas por cada militar presente que en cualquier otro campo de batalla de la historia.

22. Antes de la guerra, cada contenedor estándar de 40-mm contenía 115 saetas.

23. SAW: Una ametralladora ligera, silga en inglés para Squad Automatic Weapon.

24. JSF: Los Joint Strike Fighters, nombre dado a los aviones caza F-35 Lightning II.

25. JSOW: Joint Standoff Weapon, nombre clave de las bombas inteligentes AGM-154.

26. La versión alemana del Plan Redeker.

27. CCF: la Comisión de Carreteras Fronterizas.

28. “El Oso” era el sobrenombre que se le daba al comandante del programa de seguridad comunitaria durante la Primera Guerra del Golfo.

29. Vidkun Abraham Lauritz Jonsson Quisling: El presidente noruego instalado y manipulado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

30. El Imperio Interior de California fue una de las últimas zonas seguras en ser limpiada por completo.

31. Malcolm Van Ryzin: Actualmente es uno de los más exitosos cineastas en Hollywood.

32. DP: Director de Fotografía.

33. Las JSOW fueron usadas en Yonkers, junto con otra gran variedad de armas aire-tierra.

34. Esto es una ligera exageración. La cantidad de aviones “archivados” durante la Guerra Mundial Z no alcanza a las aeronaves perdidas durante la Segunda Guerra Mundial.

35. AMARC: Siglas en inglés del Centro de Restauración y Mantenimiento Aeronáutico en las afueras de Tucson, Arizona.

36. Meg era el sobrenombre dado por los pilotos a su arma de dotación estándar, una pistola automática calibre .22. Se cree que esto se debe a que la apariencia de arma, con el silenciador puesto, la culata móvil y la mira telescópica, era muy similar al juguete “Megatrón,” de los Transformers de Hasbro. Este rumor aún no ha sido confirmado.

37. En aquel punto de la guerra, los nuevos Uniformes de Combate (UCs) aún no se producían en masa.

38. “Baby-Ls”: Es una marca de analgésicos, pero debido a su efecto secundario de producir somnolencia, son usadas por algunos militares como píldoras para dormir.

39. Aunque Machu Picchu permaneció aislada durante toda la guerra, los sobrevivientes en Vilcabamba sí tuvieron que enfrentar una pequeña epidemia dentro de la fortaleza.

40. La principal línea de defensa británica fue establecida a lo largo de la antigua Muralla Antonina, construida por los romanos.

41. Ubunye: la palabra Zulú para “Unión.”

42. Aunque existen opiniones divididas al respecto, muchos estudios de antes de la guerra comprobaron que el alto índice de retención de oxígeno en las aguas del Río Ganges era la razón detrás de las curas “milagrosas” que se le atribuyen desde hace tanto tiempo.

43. La versión surcoreana del Plan Redeker.

44. Existen reportes de que hubo actos de canibalismo durante la hambruna de 1992, y que algunas de las víctimas fueron niños.

45. Hitoshi Matsumoto y Masatoshi Hamada eran los comediantes de improvisación más famosos de Japón, antes de la guerra.

46. “Siafu” es uno de los nombres dados a la hormiga legionaria africana. El término fue usado por primera vez para referirse a los zombies por el doctor Komatsu Yukio, en su informe al gobierno.

47. Se ha confirmado el hecho de que la población de Japón sufrió el mayor índice de suicidios durante en Gran Pánico.

48. Bosozoku: Pandillas juveniles de motociclistas. Alcanzaron su mayor auge en Japón entre los años 80s y 90s.

49. Onsen: Un manantial de aguas termales, comúnmente usado como baño público.

50. Ikupasuy: El término se refiere literalmente a una pequeña vara ceremonial ainú. Cuando se le preguntó posteriormente sobre esta discrepancia, el señor Tomonaga respondió que ese nombre le fue enseñado por su maestro, el señor Ota. Si acaso Ota pretendió darle algún significado espiritual a su herramienta de jardinería, o si sólo estaba mal informado acerca de su propia cultura (como era el caso con muchos miembros del pueblo Ainú de su generación), es algo que nunca sabremos.

51. Chi-tai: Zona.

52. Hasta este día, se desconoce qué tanto dependen los muertos vivientes del sentido de la visión.

53. Haya-ji: El Dios del viento.

54. Oyamatsumi: Rey de las montañas y los volcanes.

55. Aún se desconoce el número exacto de naves neutrales y aliadas que atracaron en los puertos cubanos durante la guerra.
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56. El “bote salvavidas” de la estación, para la reentrada a la atmósfera

57. La EEI dejó de usar el proceso de electrólisis para generar oxígeno como una medida para conservar agua.

58. Según estudios de antes de la guerra, la capacidad de reciclaje de agua de la EEI era del 95%.

59. VAT: Vehículo Automático de Transferencia.

60. Una función secundaria del VAT era usar sus propulsores para mantener en órbita a la estación.

61. ASTRO: Sigla en inglés del Robot Orbital Autónomo para Transporte Espacial.

62. APS: Asistente Personal por Satélite.

63. Hasta la fecha, nadie sabe por qué la familia real de Arabia Saudita ordenó el incendio de todos sus pozos petroleros.

64. El peso del embalse en la Represa Katse de Lesotho fue confirmado como la causa de varios fenómenos sísmicos desde su terminación en 1995.

65. La Estación Espacial Internacional está equipada con una radio de onda corta de uso civil. Originalmente se instaló para que los niños de las escuelas hablaran con los astronautas.

66. Mkunga Lalem (La Anguila y la Espada): El primer sistema de artes marciales desarrollado específicamente para luchar contra los zombies.

67. Se ha confirmado que al menos veinticinco millones de ellos eran refugiados latinoamericanos que murieron tratando de llegar al norte de Canadá.

68. Se dice que varios dirigentes de las fuerzas militares norteamericanas apoyaron abiertamente el uso de armas termonucleares durante el conflicto de Vietnam.

69. Término usado para describir cualquier tipo de vehículo que se desplaza sobre orugas.

70. M-Tres-Siete: Los vehículos blindados Cadillac Gage M1117.

71. La composición química de las fibras del uniforme de combate del ejército (UC) sigue siendo información clasificada.

72. SC: Saneamiento del campo.

73. Assegai: Una herramienta multipropósito de acero, llamada así por su parecido con la lanza corta tradicional de los zulúes.

74. Los zombies más nuevos, que habían sido reanimados después del Gran Pánico.
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75. La Unidad de Observación de Combate M43.

76. Raciones-I o raciones inteligentes, diseñadas para brindar un máximo de eficiencia nutricional.

77. KO: abreviatura de “Knock Out.”
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78. Una barrera provisional prefabricada y hueca, hecha de Kevlar, que se rellena con tierra o escombros en el lugar.

79. EF: entrenamiento físico.

80. EIA: entrenamiento individual avanzado.

81. DAN: División Armada del Norte.

82. El centro de investigación y desarrollo de armas de China Lake.

83. Píldora L (Letal): Término utilizado para describir cualquier cápsula de veneno, que era una de las opciones para los soldados infectados del ejército estadounidense durante la Guerra Mundial Z.

84. John Lethbridge, alrededor de 1715.

85. “El General Esturión”: Era el sobrenombre dado a la comandante general de la ECP, cuando todavía era una organización civil.

86. Alan Hale, padre.
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87. Los índices de fatalidad entre las ramas del ejército aliado siguen siendo motivo de discusión.

88. Lion’s Roar, una producción de Foreman Films para la BBC.

89. Una versión instrumental de “How Soon Is Now,” escrita originalmente por Morrissey y Johnny Marr y grabada por los Smiths.

90. El sobrenombre se les dio porque sus ataques sorpresa y sus saltos daban la impresión de que eran capaces de volar.

91. Hasta el momento, no existen análisis científicos sobre los cambios ocurridos, según la Ley de Bergmann, en los animales que sobrevivieron durante la guerra.

92. LaMOE: Acrónimo del término en inglés Last Man on Earth, o “último hombre sobre la tierra”.

93. Las estadísticas respecto a los cambios de clima durante la guerra aún no han sido oficialmente establecidas.

94. El mayor Ted Chandrasekhar.

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