LA METAMORFOSIS
Franz Kafka
Franz Kafka
.
I
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo,
se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su
espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre
abombado, pardusco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya
protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus
muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le
vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo
pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la
mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados —
Samsa era viajante de comercio—, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había
recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una
dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y
levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido
su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso –se
oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana– lo ponía muy
melancólico.
«¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir
del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se
lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre
la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que
pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor
leve y sordo que antes nunca había sentido.
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también
de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la
ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los
empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente
cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca
de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte
que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a
qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró,
porque el roce le producía escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto —pensó— hace a uno desvariar. El hombre tiene que
dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana
vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores
todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en
ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí.
Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me
habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría
caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa
altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe,
tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna
vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él —puedo
tardar todavía entre cinco y seis años— lo hago con toda seguridad. Entonces habrá
llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a
las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.
«¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había
pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el
despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro
que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese
ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero
quizá tanto más profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que
haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no
se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se
podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el
tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo
del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería
sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una
sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico
del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas
las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres
totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco
de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo
sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a
abandonar la cama —en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto—,
llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
—Gregorio —dijeron (era la madre)—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de
viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que,
evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un
doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con
claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se
había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero
en estas circunstancias se limitó a decir:
—Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.
Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en
la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí.
Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado
cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el
padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas laterales.
—¡Gregorio, Gregorio! —gritó—. ¿Qué ocurre? —tras unos instantes insistió de
nuevo con voz más grave—. ¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
—Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
Gregorio contestó hacia ambos lados:
—Ya estoy preparado —y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y
haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que
pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:
—Gregorio, abre, te lo suplico —pero Gregorio no tenía ni la menor intención de
abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus
viajes, y esto incluso en casa.
Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado,
vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama,
eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en
varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal
tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imaginación, y tenía
curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No
dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen
resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.
Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí
solo, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado
brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin
interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía
dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si
por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las demás se movían,
como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.
«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.
Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta
parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente,
demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando,
finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su fuerza sin pensar en las
consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera
de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de
su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.
Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y
volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de
su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero
cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de
continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que
ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora
no podía de ningún modo perder la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.
Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que
antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no
encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de
ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es
que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no
olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor
que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más
agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se
podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la
estrecha calle.
«Las siete ya —se dijo cuando sonó de nuevo el despertador—, las siete ya y todavía
semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando
débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano.
Pero después se dijo:
«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo,
como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por
mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular,
comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de
ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería
probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer
sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se
produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al
menos preocupación. Pero había que intentarlo.
Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama —el nuevo método era más un
juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones— se le ocurrió lo fácil que
sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes —pensaba en su padre y en la
criada— hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por
debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y
después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta
impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser.
Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar
de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía
guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de
cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la puerta de la
calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus
patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en silencio.
«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.
Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme,
hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya
sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado Gregorio a
prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía
inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran
unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente
porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo
comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la
cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que
este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello
que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto
solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la
irritación a la que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una
auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte,
pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y
además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el
sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado
necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.
—Ahí dentro se ha caído algo —dijo el apoderado en la habitación contigua de la
izquierda.
Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado
algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero,
como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en
la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la habitación de la derecha,
la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:
—Gregorio, el apoderado está aquí.
«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan
alto que la hermana pudiera haberlo oído.
—Gregorio —dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha—, el señor
apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No
sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente contigo, así es
que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la
habitación.
—Buenos días, señor Samsa —interrumpió el apoderado amablemente.
—No se encuentra bien —dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante
la puerta—, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba
Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí
casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado ocho días en la ciudad, pero
pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee
tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción
hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño
marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación;
en cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté
usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que Gregorio
abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha
negado esta mañana.
—Voy enseguida —dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para
no perderse una palabra de la conversación.
—De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo —dijo el apoderado—.
Espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros,
los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que
sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.
—Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? —preguntó impaciente el
padre.
—No —dijo Gregorio.
En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la
derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de
la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se
levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y
entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de
momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de
ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que
hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase
entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se
encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido
inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en
lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la
incertidumbre la que apuraba a los otros hacia perdonar su comportamiento.
—Señor Samsa —exclamó entonces el apoderado levantando la voz—. ¿Qué ocurre?
Se atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave
e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma
verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo
seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombrado. Yo le
tenía a usted por un hombre formal y sensato, y ahora, de repente, parece que quiere usted
empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una
posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco
tiempo. Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser
cierta. Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de
dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En
principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder
mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se enteren también sus señores padres.
Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfactorio, cierto que no es la
época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época
del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.
—Pero señor apoderado —gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo
lo demás—, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han
impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado.
Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me
encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona
una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o,
mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme
notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cierto es que siempre se piensa que se
superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración
con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca
se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he
enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han
dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el
almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.
Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que
decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del ejercicio
ya practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de verdad
abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba
deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se
asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si
lo aceptaban todo con tranquilidad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de
hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló varias
veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció
erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy
agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se
agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y
enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
—¿Han entendido ustedes una sola palabra? —preguntó el apoderado a los padres—
. ¿O es que nos toma por tontos?
—¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre entre sollozos—, quizá esté gravemente
enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! —gritó después.
—¿Qué, madre? —dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la
habitación de Gregorio—. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?
—Es una voz de animal —dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo
comparado con los gritos de la madre.
—¡Anna! ¡Anna! —gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y
dando palmadas—. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!
Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala —
¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?— y abrieron la puerta de par en par. No
se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las
casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregorio ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus
palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que
antes, sin duda, como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo
caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y se estaba
dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras
disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y
esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí,
excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en
las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo,
por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una
forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo.
Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres estaban
sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la
puerta y escuchaban.
Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se
arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella —las callosidades de sus patitas
estaban provistas de una sustancia pegajosa— y descansó allí durante un momento del
esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro
de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos —¿con qué iba
a agarrar la llave?—, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy
poderosas. Con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta
de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido pardusco le salía de la
boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
—Escuchen ustedes —dijo el apoderado en la habitación contigua— está dando la
vuelta a la llave.
Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado,
incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! —debían haber aclamado—. ¡Duro con
ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expectación sus
esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A
medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a la cerradura, ya sólo
se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba
de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que
se abrió por fin, despertó del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus
adentros: «No he necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir
la puerta del todo.
Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y
todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo,
alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente
de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo
aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó
al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese
momento vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la
mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que
actuaba regularmente. La madre —a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con
los cabellos desenredados y levantados hacia arriba— miró en primer lugar al padre con
las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro
completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que quedaron
extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si
quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su alrededor por el
cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto
pecho se estremecía por el llanto.
Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de
la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su
cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre
tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del
edificio de enfrente, negruzco e interminable —era un hospital—, con sus ventanas
regulares que rompían duramente la fachada. Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes
gotas que eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla
del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el
desayuno era la comida principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de
diversos periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio,
de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, y cómo,
con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, exigía respeto para su
actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se podía ver el rellano de la
escalera y el comienzo de la misma, que conducían hacia abajo.
—Bueno —dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que
había conservado la tranquilidad–, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario
y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no
soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar.
¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es
en realidad? En un momento dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega
el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una
vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y
concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi
cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo
haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se
quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es
cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted,
señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que
tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del
mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio
del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está
fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones,
casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible
defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando,
agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las
funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se
marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una
pequeña parte, me da usted la razón.
Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y
por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio poniendo
los labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un
momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy
lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación. Ya se
encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por
última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya
en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si
allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este
estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el
almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos
años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este almacén
para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer,
que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía
que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y
de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había
llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el
apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella habría
cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo
cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no
conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente,
seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se
deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una
forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero,
buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas,
dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta
mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la
perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él
quería; y ya creía Gregorio que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su
alcance; Pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido,
no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía
completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los
brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:
—¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en
contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de ella
estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipitadamente,
como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada caía a
chorros sobre la alfombra.
—¡Madre, madre! —dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento
había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista
del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre,
que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El
apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de
nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor seguridad
posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y
desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera. Lamentablemente
esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había
estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al
menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró con la mano derecha el
bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el
gabán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando
patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el
bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron
entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con
más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del
tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las
ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas
revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos como un
loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia atrás, andaba
realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese
estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su lentitud al darse
la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la
cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que
andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con
temor constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez
posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su buena
voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su
bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese
sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por
completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido,
incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya
la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin
más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por
lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su
idea fija consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más
rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que
necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más,
empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo
alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no
había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo que pasase.
Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su
costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas
manchas desagradables, pronto se quedó atascado y sólo no hubiera podido moverse, las
patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado
permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le
produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación,
sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo,
por fin, el silencio.
I
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo,
se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su
espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre
abombado, pardusco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya
protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus
muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le
vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo
pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la
mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados —
Samsa era viajante de comercio—, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había
recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una
dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y
levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido
su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso –se
oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana– lo ponía muy
melancólico.
«¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir
del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se
lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre
la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que
pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor
leve y sordo que antes nunca había sentido.
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también
de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la
ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los
empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente
cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca
de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte
que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a
qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró,
porque el roce le producía escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto —pensó— hace a uno desvariar. El hombre tiene que
dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana
vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores
todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en
ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí.
Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me
habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría
caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa
altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe,
tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna
vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él —puedo
tardar todavía entre cinco y seis años— lo hago con toda seguridad. Entonces habrá
llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a
las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.
«¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había
pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el
despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro
que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese
ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero
quizá tanto más profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que
haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no
se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se
podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el
tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo
del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería
sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una
sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico
del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas
las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres
totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco
de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo
sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a
abandonar la cama —en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto—,
llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
—Gregorio —dijeron (era la madre)—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de
viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que,
evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un
doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con
claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se
había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero
en estas circunstancias se limitó a decir:
—Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.
Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en
la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí.
Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado
cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el
padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas laterales.
—¡Gregorio, Gregorio! —gritó—. ¿Qué ocurre? —tras unos instantes insistió de
nuevo con voz más grave—. ¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
—Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
Gregorio contestó hacia ambos lados:
—Ya estoy preparado —y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y
haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que
pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:
—Gregorio, abre, te lo suplico —pero Gregorio no tenía ni la menor intención de
abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus
viajes, y esto incluso en casa.
Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado,
vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama,
eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en
varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal
tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imaginación, y tenía
curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No
dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen
resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.
Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí
solo, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado
brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin
interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía
dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si
por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las demás se movían,
como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.
«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.
Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta
parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente,
demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando,
finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su fuerza sin pensar en las
consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera
de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de
su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.
Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y
volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de
su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero
cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de
continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que
ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora
no podía de ningún modo perder la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.
Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que
antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no
encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de
ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es
que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no
olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor
que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más
agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se
podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la
estrecha calle.
«Las siete ya —se dijo cuando sonó de nuevo el despertador—, las siete ya y todavía
semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando
débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano.
Pero después se dijo:
«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo,
como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por
mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular,
comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de
ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería
probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer
sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se
produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al
menos preocupación. Pero había que intentarlo.
Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama —el nuevo método era más un
juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones— se le ocurrió lo fácil que
sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes —pensaba en su padre y en la
criada— hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por
debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y
después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta
impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser.
Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar
de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía
guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de
cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la puerta de la
calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus
patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en silencio.
«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.
Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme,
hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya
sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado Gregorio a
prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía
inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran
unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente
porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo
comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la
cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que
este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello
que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto
solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la
irritación a la que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una
auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte,
pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y
además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el
sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado
necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.
—Ahí dentro se ha caído algo —dijo el apoderado en la habitación contigua de la
izquierda.
Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado
algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero,
como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en
la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la habitación de la derecha,
la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:
—Gregorio, el apoderado está aquí.
«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan
alto que la hermana pudiera haberlo oído.
—Gregorio —dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha—, el señor
apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No
sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente contigo, así es
que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la
habitación.
—Buenos días, señor Samsa —interrumpió el apoderado amablemente.
—No se encuentra bien —dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante
la puerta—, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba
Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí
casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado ocho días en la ciudad, pero
pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee
tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción
hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño
marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación;
en cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté
usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que Gregorio
abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha
negado esta mañana.
—Voy enseguida —dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para
no perderse una palabra de la conversación.
—De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo —dijo el apoderado—.
Espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros,
los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que
sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.
—Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? —preguntó impaciente el
padre.
—No —dijo Gregorio.
En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la
derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de
la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se
levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y
entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de
momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de
ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que
hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase
entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se
encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido
inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en
lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la
incertidumbre la que apuraba a los otros hacia perdonar su comportamiento.
—Señor Samsa —exclamó entonces el apoderado levantando la voz—. ¿Qué ocurre?
Se atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave
e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma
verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo
seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombrado. Yo le
tenía a usted por un hombre formal y sensato, y ahora, de repente, parece que quiere usted
empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una
posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco
tiempo. Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser
cierta. Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de
dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En
principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder
mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se enteren también sus señores padres.
Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfactorio, cierto que no es la
época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época
del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.
—Pero señor apoderado —gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo
lo demás—, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han
impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado.
Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me
encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona
una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o,
mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme
notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cierto es que siempre se piensa que se
superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración
con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca
se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he
enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han
dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el
almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.
Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que
decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del ejercicio
ya practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de verdad
abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba
deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se
asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si
lo aceptaban todo con tranquilidad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de
hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló varias
veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció
erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy
agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se
agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y
enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
—¿Han entendido ustedes una sola palabra? —preguntó el apoderado a los padres—
. ¿O es que nos toma por tontos?
—¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre entre sollozos—, quizá esté gravemente
enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! —gritó después.
—¿Qué, madre? —dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la
habitación de Gregorio—. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?
—Es una voz de animal —dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo
comparado con los gritos de la madre.
—¡Anna! ¡Anna! —gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y
dando palmadas—. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!
Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala —
¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?— y abrieron la puerta de par en par. No
se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las
casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregorio ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus
palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que
antes, sin duda, como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo
caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y se estaba
dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras
disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y
esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí,
excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en
las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo,
por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una
forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo.
Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres estaban
sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la
puerta y escuchaban.
Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se
arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella —las callosidades de sus patitas
estaban provistas de una sustancia pegajosa— y descansó allí durante un momento del
esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro
de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos —¿con qué iba
a agarrar la llave?—, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy
poderosas. Con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta
de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido pardusco le salía de la
boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
—Escuchen ustedes —dijo el apoderado en la habitación contigua— está dando la
vuelta a la llave.
Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado,
incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! —debían haber aclamado—. ¡Duro con
ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expectación sus
esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A
medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a la cerradura, ya sólo
se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba
de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que
se abrió por fin, despertó del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus
adentros: «No he necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir
la puerta del todo.
Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y
todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo,
alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente
de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo
aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó
al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese
momento vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la
mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que
actuaba regularmente. La madre —a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con
los cabellos desenredados y levantados hacia arriba— miró en primer lugar al padre con
las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro
completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que quedaron
extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si
quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su alrededor por el
cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto
pecho se estremecía por el llanto.
Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de
la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su
cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre
tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del
edificio de enfrente, negruzco e interminable —era un hospital—, con sus ventanas
regulares que rompían duramente la fachada. Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes
gotas que eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla
del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el
desayuno era la comida principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de
diversos periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio,
de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, y cómo,
con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, exigía respeto para su
actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se podía ver el rellano de la
escalera y el comienzo de la misma, que conducían hacia abajo.
—Bueno —dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que
había conservado la tranquilidad–, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario
y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no
soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar.
¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es
en realidad? En un momento dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega
el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una
vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y
concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi
cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo
haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se
quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es
cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted,
señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que
tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del
mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio
del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está
fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones,
casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible
defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando,
agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las
funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se
marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una
pequeña parte, me da usted la razón.
Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y
por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio poniendo
los labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un
momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy
lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación. Ya se
encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por
última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya
en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si
allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este
estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el
almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos
años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este almacén
para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer,
que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía
que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y
de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había
llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el
apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella habría
cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo
cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no
conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente,
seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se
deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una
forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero,
buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas,
dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta
mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la
perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él
quería; y ya creía Gregorio que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su
alcance; Pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido,
no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía
completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los
brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:
—¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en
contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de ella
estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipitadamente,
como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada caía a
chorros sobre la alfombra.
—¡Madre, madre! —dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento
había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista
del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre,
que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El
apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de
nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor seguridad
posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y
desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera. Lamentablemente
esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había
estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al
menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró con la mano derecha el
bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el
gabán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando
patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el
bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron
entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con
más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del
tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las
ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas
revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos como un
loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia atrás, andaba
realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese
estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su lentitud al darse
la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la
cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que
andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con
temor constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez
posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su buena
voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su
bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese
sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por
completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido,
incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya
la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin
más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por
lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su
idea fija consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más
rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que
necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más,
empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo
alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no
había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo que pasase.
Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su
costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas
manchas desagradables, pronto se quedó atascado y sólo no hubiera podido moverse, las
patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado
permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le
produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación,
sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo,
por fin, el silencio.
.
II
Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a
una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde,
aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin
embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la
puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas
eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en el techo de la habitación y en las
partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregorio, estaba oscuro.
Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó
lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo
parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba
realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, una de las patitas había resultado
gravemente herida durante los incidentes de la mañana —casi parecía un milagro que sólo
una hubiese resultado herida—, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído hacia
ella era el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la
que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún
más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche
casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo
comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo —sólo podía comer si
todo su cuerpo cooperaba jadeando—, sino que, además, la leche, que siempre había sido
su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le
gustaba; es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia
el centro de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta,
estaba encendido el gas, pero mientras que —como era habitual a estas horas del día— el
padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico
vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta,
tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los
últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin
duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y,
mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de
haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una
vivienda tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la
satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos,
prefirió Gregorio ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en
una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente;
probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía
demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante de la puerta del
cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos
para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregorio esperó en
vano. Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían
entrar en su habitación. Ahora que había abierto una puerta, y que las demás habían sido
abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban
metidas en las cerraduras desde fuera.
Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil
comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo,
porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en
este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en
la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le
molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida. Pero la habitación de techos altos
y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado
en el suelo, lo asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la
habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin
una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su
caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió
pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para
poder desaparecer por completo debajo del canapé.
Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño,
del que una y otra vez lo despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre
preocupaciones y confusas esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que, de
momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una
gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que
Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de
poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del
todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No lo
encontró enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé —¡Dios mío, tenía que
estar en alguna parte, no podía haber volado!— se asustó tanto que, sin poder dominarse,
volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se arrepintiese de su comportamiento,
inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo
grave o de un extraño. Gregorio había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé
y la observaba. ¿Se daría cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y
le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio
preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía
unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y
rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la
escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo,
aunque no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregorio
tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más
diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana
iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir,
todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas,
huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas
pasas y almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible,
un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con
mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla que, a partir de ahora,
probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado agua. Y por
delicadeza, como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente
e incluso echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta de que podía ponerse todo lo
cómodo que desease. Las patitas de Gregorio zumbaban cuando se acercaba el momento
de comer. Por cierto, sus heridas ya debían estar curadas del todo porque ya no notaba
molestia alguna; se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un
poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos
sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más
fuertemente y de inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los
ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos
frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó
un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía
tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía
retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se
apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad
permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la
habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un
poco y apenas podía respirar en el reducido espacio. Entre pequeños ataques de asfixia,
veía con ojos un poco saltones cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no
solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que Gregorio ni
siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo
precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo
llevó todo. Apenas se había dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé,
se estiraba y se inflaba.
De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana, cuando los
padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la comida del mediodía,
porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún
recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio se muriese de hambre, pero quizá no
hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias más de lo que de ellas
les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de
hecho, ya sufrían bastante.
Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían
sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían
entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y
así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez
en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos. Sólo más tarde, cuando ya se había
acostumbrado un poco a todo —naturalmente nunca podría pensarse en que se
acostumbrase del todo—, cazaba Gregorio a veces una observación hecha amablemente o
que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había
comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con
más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo».
Mientras que Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa,
escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde
escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se
estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había
ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo
largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían
comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque
siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie
quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso
ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había
pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, un cuarto de
hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por
el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese hizo un solemne
juramento de no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba
demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez escuchaba Gregorio cómo
uno animaba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias,
tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá tampoco se bebía nada. A veces la hermana
preguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma
a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía para que él no tuviese reparos,
que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un
poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.
Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la
hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de
la mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había salvado de la quiebra de
su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o libro de anotaciones. Se oía
cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que buscaba.
Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregorio oía desde
su encierro. Gregorio había creído que al padre no le había quedado nada de aquel
negocio, al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte,
tampoco Gregorio le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio
había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre
comercial que los había sumido a todos en la más completa desesperación, y así había
empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana,
había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras
muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en forma de
comisiones, se convierten inmediatamente en dinero constante y sonante, que se podía
poner sobre la mesa en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos
y después nunca se habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregorio,
después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la
familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregorio; se
aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de
ello un calor especial. Solamente la hermana había permanecido unida a Gregorio, y su
intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta
los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma,
porque ella, al contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín
de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregorio en
la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo
como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni
siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregorio pensaba
decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer solemnemente en
Nochebuena.
Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que
le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba. A veces
ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un descuido, se golpeaba la cabeza
contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque incluso el pequeño
ruido que había producido con ello había sido escuchado al lado y había hecho enmudecer
a todos.
—¿Qué es lo que hará? —decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a
todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había
sido interrumpida.
De esta forma Gregorio se enteró muy bien —el padre solía repetir con frecuencia sus
explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas,
y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera— de que, a pesar de la
desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna; que los intereses, aún intactos, habían
aumentado un poco más durante todo este tiempo. Además, el dinero que Gregorio había
traído todos los meses a casa —él sólo había guardado para sí unos pocos florines— no se
había gastado del todo y se había convertido en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su
puerta, asentía entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es
que con ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el
padre con el jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo habría
estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo había
organizado el padre.
Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente como para que la familia pudiese
vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno, como mucho dos años,
más era imposible. Así pues, se trataba de una suma de dinero que, en realidad, no podía
tocarse, y que debía ser reservada para un caso de necesidad, pero el dinero para vivir
había que ganarlo. Ahora bien, el padre era ciertamente un hombre sano, pero ya viejo,
que desde hacía cinco años no trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en
sus fuerzas; durante estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de su
esforzada y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se
había vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que
padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno de cada
dos días con dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana abierta? ¿Y la
hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una criatura de diecisiete
años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la forma de vida que había llevado
hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir mucho, ayudar en la casa, participar
en algunas diversiones modestas y, sobre todo, tocar el violín? Cuando se empezaba a
hablar de la necesidad de ganar dinero Gregorio acababa por abandonar la puerta y
arrojarse sobre el fresco sofá de cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo
vivo de vergüenza y tristeza.
A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento,
y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de
empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la
silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo
libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí. Porque,
efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera
estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión constante había
antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central
Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el
cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había
sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a
partir de entonces, después de haber recogido la habitación, la colocase siempre bajo
aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.
Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que
tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con
ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la
situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto más fácil le resultaba
conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo una visión de conjunto más
exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible.
Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso
que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la
habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos
presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante algunos
momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas carreras y ruidos asustaban a
Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy
bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible
permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregorio.
Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el
aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes
de lo previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y realmente
colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella no hubiese
entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la
ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño
habría podido pensar que Gregorio la había acechado y había querido morderla. Gregorio,
naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía
antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que
de costumbre. Gregorio sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba
insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para
no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé.
Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda —para ello
necesitó cuatro horas— la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él
quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo. Si, en
opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla retirado,
porque estaba suficientemente claro que Gregorio no se aislaba por gusto, pero dejó la
sábana tal como estaba, e incluso Gregorio creyó adivinar una mirada de gratitud cuando,
con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva
disposición.
Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en
su habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la
hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque
les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre,
esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la recogía y, apenas había
salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había
comido Gregorio, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña
mejoría. Por cierto, la madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el
padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio
escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo
que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a ver a Gregorio,
pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que entrar a verlo?» Entonces Gregorio
pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero
sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de
todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho
cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil.
El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el
día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero
tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya
soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni
siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la costumbre
de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente
permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se
respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi
feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se
dejase caer y se golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo
de una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso
después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva
diversión que Gregorio había descubierto —al arrastrarse dejaba tras de sí, por todas
partes, huellas de su sustancia pegajosa— y entonces se le metió en la cabeza proporcionar
a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo
impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo todo
sola, tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado
seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde
que se despidió a la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la
cocina constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada. Así pues, no
le quedó a la hermana más remedio que valerse de la madre, una vez que estaba el padre
ausente.
Con exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la
puerta de la habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en la
habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre. Gregorio se había apresurado
a colocar la sábana aún más bajo y con más pliegues, de modo que, de verdad, tenía el
aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el canapé. Gregorio se abstuvo esta vez
de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver esta vez a la madre y se contentaba sólo
conque hubiese venido.
—Vamos, acércate, no se le ve —dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la
mano. Gregorio oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el pesado y
viejo armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor parte del trabajo, sin
escuchar las advertencias de la madre que temía que se esforzase demasiado. Duró mucho
tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora de trabajo dijo la madre que
deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar, era demasiado pesado y no
acabarían antes de que regresase el padre, y con el armario en medio de la habitación le
bloqueaban a Gregorio cualquier camino y, en segundo lugar, no era del todo seguro que
se le hiciese a Gregorio un favor con retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo
contrario, la vista de las paredes desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir
Gregorio lo mismo, puesto que ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de
la habitación, y por eso se sentiría abandonado en la habitación vacía.
—Y es que acaso no... —finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre
casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella ignoraba,
escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba convencida de que él no
entendía las palabras.
—¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos
toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna? Yo
creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo estado en
que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo con nosotros,
encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis de tiempo.
Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de toda
conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida monótona en el seno de la
familia, tenía que haber confundido sus facultades mentales a lo largo de estos dos meses,
porque de otro modo no podía explicarse que hubiese podido desear seriamente que se
vaciase su habitación. ¿Deseaba realmente permitir que transformasen la cálida habitación
amueblada confortablemente, con muebles heredados de su familia, en una cueva en la
que, efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo,
sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por
completo, de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar y solamente le
había animado la voz de su madre, que no había oído desde hacía tiempo. Nada debía
retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía prescindir en su estado de la
bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían arrastrarse sin sentido
de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran ventaja.
Pero la hermana era, lamentablemente, de otra opinión; no sin cierto derecho, se
había acostumbrado a aparecer frente a los padres como experta al discutir sobre asuntos
concernientes a Gregorio, y de esta forma el consejo de la madre era para la hermana
motivo suficiente para retirar no sólo el armario y el escritorio, como había pensado en un
principio, sino todos los muebles a excepción del imprescindible canapé. Naturalmente, no
sólo se trataba de una terquedad pueril y de la confianza en sí misma que en los últimos
tiempos, de forma tan inesperada y difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta
exigencia; ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho sitio para
arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al menos por lo que se
veía. Pero quizá jugaba también un papel importante el carácter exaltado de una chica de
su edad, que busca su satisfacción en cada oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba
tentar con la intención de hacer más que ahora, porque en una habitación en la que sólo
Gregorio era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra
persona más que Greta.
Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura
inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la
hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad, Gregorio
podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y apenas habían
abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo,
cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en
el asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente
la madre quien regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el
armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin
moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregorio,
podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando hacia atrás, se alejó
asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese
un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre.
Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Greta.
A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo
común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto
habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastre
de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía
procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí
mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no
soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo
aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas
ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual
había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso
alumno de la escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar
las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había
olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio y solamente se oían las
sordas pisadas de sus pies.
Y así salió de repente —las mujeres estaban en ese momento en la habitación
contigua, apoyadas en el escritorio para tomar aliento—, cambió cuatro veces la dirección
de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en
la pared ya vacía, llamándole la atención, el cuadro de la mujer envuelta en pieles. Se
arrastró apresuradamente hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal lo sujetaba
y le aliviaba el ardor de su vientre. Al menos este cuadro, que Gregorio tapaba ahora por
completo, seguro que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de
estar para observar a las mujeres cuando volviesen.
No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su
madre con el brazo y casi la llevaba en volandas.
—¿Qué nos llevamos ahora? —dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus
miradas se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa
de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre, para
impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida:
—Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?
Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar
seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su
cuadro y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara.
Pero justamente las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un
lado y vio la gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de
darse realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y
estridente:
—¡Ay Dios mío, ay Dios mío! —y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé,
como si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.
—¡Cuidado, Gregorio! —gritó la hermana levantando el puño y con una mirada
penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía
directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que
pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también quería ayudar –había
tiempo más que suficiente para salvar el cuadro—, pero estaba pegado al cristal y tuvo
que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si
pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse
detrás de ella sin hacer nada; cuando Greta volvía entre diversos frascos, se asustó al darse
la vuelta y un frasco se cayó al suelo y se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en
la cara; una medicina corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió
todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la
puerta con el pie. Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de
morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía
que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afligido
por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas
partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la
habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa.
Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba
tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba,
naturalmente, encerrada en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre había llegado.
—¿Qué ha ocurrido? —fueron sus primeras palabras.
El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, si duda
apretaba su rostro contra el pecho del padre:
—Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.
—Ya me lo esperaba —dijo el padre—, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes,
las mujeres, nunca hacen caso.
Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información
de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto violento. Por eso ahora
tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el
tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó hacia la puerta de su habitación y
se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento en que entrase en el
vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más sana intención de regresar inmediatamente a su
habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la
puerta e inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir
tales sutilezas.
—¡Ah! —gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y
contento. Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se
hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos
tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la ocasión de
preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la casa, y tenía
realmente que haber estado preparado para encontrar las circunstancias cambiadas. Aun
así, aun así. ¿Era este todavía el padre? ¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama,
cuando, en otros tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la
tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones
de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El
mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al
año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregorio y la
madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su
viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería decir algo,
casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero
ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que
llevan los ordenanzas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la chaqueta
sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas cejas se abría paso la mirada,
despierta y atenta, de unos ojos negros. El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado,
estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que
había bordado un monograma dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a
través de la habitación formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro
enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos
en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin
embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del tamaño
enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado, ya sabía desde el
primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la
mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se
apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias
veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto
de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio
permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre
considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo. Por otra
parte, Gregorio tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas
carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de
movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente
había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención
de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su
embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había
olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban
obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado sin
fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente
siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el
padre había decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre
el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con
exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como
electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda
de Gregorio, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió
inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar
arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de
sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.
Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de
par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas,
puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía
inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y, en el
camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando con ellas, caía
sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él —ya empezaba a fallarle la vista a
Gregorio—, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida
de Gregorio.
II
Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a
una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde,
aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin
embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la
puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas
eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en el techo de la habitación y en las
partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregorio, estaba oscuro.
Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó
lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo
parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba
realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, una de las patitas había resultado
gravemente herida durante los incidentes de la mañana —casi parecía un milagro que sólo
una hubiese resultado herida—, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído hacia
ella era el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la
que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún
más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche
casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo
comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo —sólo podía comer si
todo su cuerpo cooperaba jadeando—, sino que, además, la leche, que siempre había sido
su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le
gustaba; es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia
el centro de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta,
estaba encendido el gas, pero mientras que —como era habitual a estas horas del día— el
padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico
vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta,
tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los
últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin
duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y,
mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de
haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una
vivienda tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la
satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos,
prefirió Gregorio ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en
una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente;
probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía
demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante de la puerta del
cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos
para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregorio esperó en
vano. Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían
entrar en su habitación. Ahora que había abierto una puerta, y que las demás habían sido
abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban
metidas en las cerraduras desde fuera.
Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil
comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo,
porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en
este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en
la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le
molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida. Pero la habitación de techos altos
y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado
en el suelo, lo asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la
habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin
una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su
caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió
pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para
poder desaparecer por completo debajo del canapé.
Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño,
del que una y otra vez lo despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre
preocupaciones y confusas esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que, de
momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una
gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que
Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de
poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del
todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No lo
encontró enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé —¡Dios mío, tenía que
estar en alguna parte, no podía haber volado!— se asustó tanto que, sin poder dominarse,
volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se arrepintiese de su comportamiento,
inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo
grave o de un extraño. Gregorio había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé
y la observaba. ¿Se daría cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y
le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio
preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía
unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y
rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la
escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo,
aunque no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregorio
tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más
diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana
iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir,
todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas,
huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas
pasas y almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible,
un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con
mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla que, a partir de ahora,
probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado agua. Y por
delicadeza, como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente
e incluso echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta de que podía ponerse todo lo
cómodo que desease. Las patitas de Gregorio zumbaban cuando se acercaba el momento
de comer. Por cierto, sus heridas ya debían estar curadas del todo porque ya no notaba
molestia alguna; se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un
poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos
sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más
fuertemente y de inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los
ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos
frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó
un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía
tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía
retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se
apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad
permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la
habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un
poco y apenas podía respirar en el reducido espacio. Entre pequeños ataques de asfixia,
veía con ojos un poco saltones cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no
solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que Gregorio ni
siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo
precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo
llevó todo. Apenas se había dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé,
se estiraba y se inflaba.
De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana, cuando los
padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la comida del mediodía,
porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún
recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio se muriese de hambre, pero quizá no
hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias más de lo que de ellas
les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de
hecho, ya sufrían bastante.
Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían
sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían
entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y
así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez
en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos. Sólo más tarde, cuando ya se había
acostumbrado un poco a todo —naturalmente nunca podría pensarse en que se
acostumbrase del todo—, cazaba Gregorio a veces una observación hecha amablemente o
que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había
comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con
más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo».
Mientras que Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa,
escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde
escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se
estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había
ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo
largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían
comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque
siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie
quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso
ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había
pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, un cuarto de
hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por
el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese hizo un solemne
juramento de no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba
demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez escuchaba Gregorio cómo
uno animaba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias,
tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá tampoco se bebía nada. A veces la hermana
preguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma
a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía para que él no tuviese reparos,
que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un
poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.
Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la
hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de
la mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había salvado de la quiebra de
su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o libro de anotaciones. Se oía
cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que buscaba.
Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregorio oía desde
su encierro. Gregorio había creído que al padre no le había quedado nada de aquel
negocio, al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte,
tampoco Gregorio le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio
había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre
comercial que los había sumido a todos en la más completa desesperación, y así había
empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana,
había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras
muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en forma de
comisiones, se convierten inmediatamente en dinero constante y sonante, que se podía
poner sobre la mesa en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos
y después nunca se habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregorio,
después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la
familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregorio; se
aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de
ello un calor especial. Solamente la hermana había permanecido unida a Gregorio, y su
intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta
los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma,
porque ella, al contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín
de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregorio en
la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo
como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni
siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregorio pensaba
decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer solemnemente en
Nochebuena.
Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que
le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba. A veces
ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un descuido, se golpeaba la cabeza
contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque incluso el pequeño
ruido que había producido con ello había sido escuchado al lado y había hecho enmudecer
a todos.
—¿Qué es lo que hará? —decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a
todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había
sido interrumpida.
De esta forma Gregorio se enteró muy bien —el padre solía repetir con frecuencia sus
explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas,
y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera— de que, a pesar de la
desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna; que los intereses, aún intactos, habían
aumentado un poco más durante todo este tiempo. Además, el dinero que Gregorio había
traído todos los meses a casa —él sólo había guardado para sí unos pocos florines— no se
había gastado del todo y se había convertido en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su
puerta, asentía entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es
que con ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el
padre con el jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo habría
estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo había
organizado el padre.
Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente como para que la familia pudiese
vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno, como mucho dos años,
más era imposible. Así pues, se trataba de una suma de dinero que, en realidad, no podía
tocarse, y que debía ser reservada para un caso de necesidad, pero el dinero para vivir
había que ganarlo. Ahora bien, el padre era ciertamente un hombre sano, pero ya viejo,
que desde hacía cinco años no trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en
sus fuerzas; durante estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de su
esforzada y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se
había vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que
padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno de cada
dos días con dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana abierta? ¿Y la
hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una criatura de diecisiete
años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la forma de vida que había llevado
hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir mucho, ayudar en la casa, participar
en algunas diversiones modestas y, sobre todo, tocar el violín? Cuando se empezaba a
hablar de la necesidad de ganar dinero Gregorio acababa por abandonar la puerta y
arrojarse sobre el fresco sofá de cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo
vivo de vergüenza y tristeza.
A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento,
y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de
empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la
silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo
libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí. Porque,
efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera
estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión constante había
antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central
Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el
cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había
sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a
partir de entonces, después de haber recogido la habitación, la colocase siempre bajo
aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.
Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que
tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con
ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la
situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto más fácil le resultaba
conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo una visión de conjunto más
exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible.
Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso
que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la
habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos
presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante algunos
momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas carreras y ruidos asustaban a
Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy
bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible
permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregorio.
Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el
aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes
de lo previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y realmente
colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella no hubiese
entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la
ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño
habría podido pensar que Gregorio la había acechado y había querido morderla. Gregorio,
naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía
antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que
de costumbre. Gregorio sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba
insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para
no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé.
Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda —para ello
necesitó cuatro horas— la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él
quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo. Si, en
opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla retirado,
porque estaba suficientemente claro que Gregorio no se aislaba por gusto, pero dejó la
sábana tal como estaba, e incluso Gregorio creyó adivinar una mirada de gratitud cuando,
con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva
disposición.
Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en
su habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la
hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque
les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre,
esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la recogía y, apenas había
salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había
comido Gregorio, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña
mejoría. Por cierto, la madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el
padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio
escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo
que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a ver a Gregorio,
pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que entrar a verlo?» Entonces Gregorio
pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero
sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de
todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho
cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil.
El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el
día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero
tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya
soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni
siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la costumbre
de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente
permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se
respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi
feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se
dejase caer y se golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo
de una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso
después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva
diversión que Gregorio había descubierto —al arrastrarse dejaba tras de sí, por todas
partes, huellas de su sustancia pegajosa— y entonces se le metió en la cabeza proporcionar
a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo
impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo todo
sola, tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado
seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde
que se despidió a la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la
cocina constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada. Así pues, no
le quedó a la hermana más remedio que valerse de la madre, una vez que estaba el padre
ausente.
Con exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la
puerta de la habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en la
habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre. Gregorio se había apresurado
a colocar la sábana aún más bajo y con más pliegues, de modo que, de verdad, tenía el
aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el canapé. Gregorio se abstuvo esta vez
de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver esta vez a la madre y se contentaba sólo
conque hubiese venido.
—Vamos, acércate, no se le ve —dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la
mano. Gregorio oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el pesado y
viejo armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor parte del trabajo, sin
escuchar las advertencias de la madre que temía que se esforzase demasiado. Duró mucho
tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora de trabajo dijo la madre que
deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar, era demasiado pesado y no
acabarían antes de que regresase el padre, y con el armario en medio de la habitación le
bloqueaban a Gregorio cualquier camino y, en segundo lugar, no era del todo seguro que
se le hiciese a Gregorio un favor con retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo
contrario, la vista de las paredes desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir
Gregorio lo mismo, puesto que ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de
la habitación, y por eso se sentiría abandonado en la habitación vacía.
—Y es que acaso no... —finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre
casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella ignoraba,
escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba convencida de que él no
entendía las palabras.
—¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos
toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna? Yo
creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo estado en
que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo con nosotros,
encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis de tiempo.
Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de toda
conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida monótona en el seno de la
familia, tenía que haber confundido sus facultades mentales a lo largo de estos dos meses,
porque de otro modo no podía explicarse que hubiese podido desear seriamente que se
vaciase su habitación. ¿Deseaba realmente permitir que transformasen la cálida habitación
amueblada confortablemente, con muebles heredados de su familia, en una cueva en la
que, efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo,
sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por
completo, de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar y solamente le
había animado la voz de su madre, que no había oído desde hacía tiempo. Nada debía
retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía prescindir en su estado de la
bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían arrastrarse sin sentido
de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran ventaja.
Pero la hermana era, lamentablemente, de otra opinión; no sin cierto derecho, se
había acostumbrado a aparecer frente a los padres como experta al discutir sobre asuntos
concernientes a Gregorio, y de esta forma el consejo de la madre era para la hermana
motivo suficiente para retirar no sólo el armario y el escritorio, como había pensado en un
principio, sino todos los muebles a excepción del imprescindible canapé. Naturalmente, no
sólo se trataba de una terquedad pueril y de la confianza en sí misma que en los últimos
tiempos, de forma tan inesperada y difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta
exigencia; ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho sitio para
arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al menos por lo que se
veía. Pero quizá jugaba también un papel importante el carácter exaltado de una chica de
su edad, que busca su satisfacción en cada oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba
tentar con la intención de hacer más que ahora, porque en una habitación en la que sólo
Gregorio era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra
persona más que Greta.
Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura
inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la
hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad, Gregorio
podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y apenas habían
abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo,
cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en
el asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente
la madre quien regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el
armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin
moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregorio,
podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando hacia atrás, se alejó
asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese
un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre.
Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Greta.
A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo
común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto
habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastre
de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía
procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí
mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no
soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo
aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas
ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual
había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso
alumno de la escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar
las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había
olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio y solamente se oían las
sordas pisadas de sus pies.
Y así salió de repente —las mujeres estaban en ese momento en la habitación
contigua, apoyadas en el escritorio para tomar aliento—, cambió cuatro veces la dirección
de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en
la pared ya vacía, llamándole la atención, el cuadro de la mujer envuelta en pieles. Se
arrastró apresuradamente hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal lo sujetaba
y le aliviaba el ardor de su vientre. Al menos este cuadro, que Gregorio tapaba ahora por
completo, seguro que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de
estar para observar a las mujeres cuando volviesen.
No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su
madre con el brazo y casi la llevaba en volandas.
—¿Qué nos llevamos ahora? —dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus
miradas se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa
de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre, para
impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida:
—Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?
Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar
seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su
cuadro y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara.
Pero justamente las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un
lado y vio la gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de
darse realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y
estridente:
—¡Ay Dios mío, ay Dios mío! —y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé,
como si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.
—¡Cuidado, Gregorio! —gritó la hermana levantando el puño y con una mirada
penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía
directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que
pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también quería ayudar –había
tiempo más que suficiente para salvar el cuadro—, pero estaba pegado al cristal y tuvo
que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si
pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse
detrás de ella sin hacer nada; cuando Greta volvía entre diversos frascos, se asustó al darse
la vuelta y un frasco se cayó al suelo y se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en
la cara; una medicina corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió
todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la
puerta con el pie. Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de
morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía
que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afligido
por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas
partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la
habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa.
Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba
tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba,
naturalmente, encerrada en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre había llegado.
—¿Qué ha ocurrido? —fueron sus primeras palabras.
El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, si duda
apretaba su rostro contra el pecho del padre:
—Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.
—Ya me lo esperaba —dijo el padre—, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes,
las mujeres, nunca hacen caso.
Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información
de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto violento. Por eso ahora
tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el
tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó hacia la puerta de su habitación y
se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento en que entrase en el
vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más sana intención de regresar inmediatamente a su
habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la
puerta e inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir
tales sutilezas.
—¡Ah! —gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y
contento. Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se
hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos
tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la ocasión de
preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la casa, y tenía
realmente que haber estado preparado para encontrar las circunstancias cambiadas. Aun
así, aun así. ¿Era este todavía el padre? ¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama,
cuando, en otros tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la
tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones
de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El
mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al
año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregorio y la
madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su
viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería decir algo,
casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero
ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que
llevan los ordenanzas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la chaqueta
sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas cejas se abría paso la mirada,
despierta y atenta, de unos ojos negros. El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado,
estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que
había bordado un monograma dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a
través de la habitación formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro
enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos
en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin
embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del tamaño
enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado, ya sabía desde el
primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la
mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se
apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias
veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto
de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio
permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre
considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo. Por otra
parte, Gregorio tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas
carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de
movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente
había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención
de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su
embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había
olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban
obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado sin
fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente
siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el
padre había decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre
el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con
exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como
electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda
de Gregorio, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió
inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar
arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de
sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.
Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de
par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas,
puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía
inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y, en el
camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando con ellas, caía
sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él —ya empezaba a fallarle la vista a
Gregorio—, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida
de Gregorio.
.
III
La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes –la manzana
permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a
retirarla–, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y
repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como a
un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y
resignarse, nada más que resignarse.
Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad
para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido
largos minutos —no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas—, sin embargo, en
compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una
reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la
cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la
oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la
mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el
consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido
hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que
Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia
cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces
transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la
cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada
muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que
había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y
francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba
y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!»,
e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían
mutuamente.
Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras
estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en
su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e
incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el uniforme,
que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre
y de la hermana. Gregorio se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante
ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el
anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y
convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre
tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana. Pero
con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en
ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se
quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que
cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas
amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos
cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras
cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía
efecto sobre el padre. Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo
cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la
hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos días!», y
apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más
pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no
las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban
apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándolo.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más
tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se reducía cada
vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el
pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y hacía el trabajo más
pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura. Ocurrió incluso el
caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido
entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregorio
por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de
queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en las
circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero
Gregorio comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado,
porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de
agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era,
aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia
como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige
de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno
para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña,
la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador,
pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba
otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la hermana, después
de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban
una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de
Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de nuevo en la
oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a
la mesa sin llorar.
Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la
próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como
antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado;
los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres
amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y
fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente,
pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya
olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y
Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor
para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era
objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes
sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque
no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregorio, la
hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba
apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio, para después
recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada como
si —y éste era el caso más frecuente— ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la
habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa.
Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y
suciedad.
Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más
significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición.
Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana
hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había
decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en
ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el
hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En una
ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza, que había
logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua —la humedad, sin embargo,
también molestaba a Gregorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé
—, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana
por la tarde el cambio en la habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de
sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las
manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres —el padre se despertó
sobresaltado en su silla—, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada,
hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su derecha,
reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la
habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería
a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio
al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba
la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie se le
ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de
Gregorio como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que
Gregorio hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda,
que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no
sentía repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había
abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada,
asombrada con los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le
perseguía, comenzó a correr de un lado a otro.
Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y
por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le llamaba
hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo
escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba nada
a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese
sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la
habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la
mañana temprano —una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la
primavera que ya se acercaba— cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios,
Gregorio se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de
forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una
silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca
completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que
tenía en la mano acabase en la espalda de Gregorio.
—¿Conque no seguimos adelante? —preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo
la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.
Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida
tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría
de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la
tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación
se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no
podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las
habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos —
los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta—
ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa,
puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No
soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte
de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender
ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregorio. Lo
mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta,
que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregorio todo lo
que, de momento, no servía; por suerte, Gregorio sólo veía, la mayoría de las veces, el
objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de
recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de
una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían
caído al arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre los trastos y los pusiese en
movimiento, al principio obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero
más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa
mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.
Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta
permanecía algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla, incluso
algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que,
sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación.
Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto
de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz. Se
sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y
Gregorio, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al
momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía
la hermana con una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se
inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de
comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más
autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de
comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la cocina.
La prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo con
impaciencia, comenzaban a sonreír respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta,
entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a
la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de su camisa.
Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio le parecía extraño el
hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los
dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregorio que para comer se
necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía
conseguir nada.
–Pero si yo no tengo apetito —se decía Gregorio preocupado—, pero me apetecen
estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!
Precisamente aquella noche —Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el
tiempo— se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en
medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y
los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon
con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo, en la que
permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros. Desde la cocina se les debió
oír, porque el padre gritó:
—¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.
—Al contrario —dijo el señor de en medio—. ¿No desearía la señorita entrar con
nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?
—Naturalmente —exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril,
la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con tranquilidad
todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían alquilado habitaciones, y
por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus
propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada entre dos
botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofrecida una silla por uno de los señores
y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor,
permanecía sentada en un rincón apartado.
La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían
con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la música, había
avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se
extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás; antes
estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor
motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su
habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también
lleno de polvo. Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos,
pelos, restos de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para
tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias
veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo
impecable del comedor.
Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta
en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en
los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma
que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana,
hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana,
donde permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a todas
luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una
pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que
se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo
de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin embargo, la
hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinado hacia un lado, atenta y tristemente
seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregorio avanzó un poco más y mantenía la
cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia
a la que le emocionaba la música?
Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado
alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a
entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía
recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su
habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez;
quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen;
pero la hermana no debía quedarse con él por la fuerza, sino por su propia voluntad;
debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle
que había tenido la firme intención de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se
hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada —probablemente la Navidad ya había
pasado— se lo hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta
confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría hasta su
hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al
aire sin cintas ni adornos.
—¡Señor Samsa! —gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra
más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció. En un
principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a
continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a Gregorio, consideró más
necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban
nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia
ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo,
evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no
se sabía ya si por el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta
de que, sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre
explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy
lentamente, retrocedían hacia su habitación.
Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después
de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto,
después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con
indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase,
había colocado el instrumento en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su
silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido
hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa
ante la insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las
mantas y almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los
señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se había
escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su
obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes. Sólo les
empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el señor de en medio
dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.
—Participo a ustedes —dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas
también a la madre y a la hermana— que, teniendo en cuenta las repugnantes
circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia —en este punto escupió
decididamente sobre el suelo–, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que
he vívido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me pensaré si no
procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar.
Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos
intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:
—También nosotros dejamos en este momento la habitación.
A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se
tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía
como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda
inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba que de ninguna
manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le
habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá
también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía con
cierto fundamento que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta
general, y esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los
temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.
—Queridos padres —dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la
mesa—, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero,
ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo: tenemos
que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente posible por
cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.
—Tienes razón una y mil veces —dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún
no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca,
con una expresión de enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar
enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había
sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de
los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio, que permanecía
en silencio.
—Tenemos que intentar quitárnoslo de encima —dijo entonces la hermana,
dirigiéndose sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada—. Los va a matar a los
dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo hacemos nosotros
no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo más —y
rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el rostro de la
madre, la cual las secaba mecánicamente con las manos.
—Pero hija —dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión—. ¡Qué
podemos hacer!
Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que,
mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior.
—Sí él nos entendiese... —dijo el padre en tono medio interrogante.
La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se
podía ni pensar en ello.
—Sí él nos entendiese... —repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción
de la hermana acerca de la imposibilidad de ello—, entonces sería posible llegar a un
acuerdo con él, pero así...
—Tiene que irse —exclamó la hermana—, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes
que desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo
ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregorio? Si fuese
Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y
semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no
tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su
recuerdo con honor. Pero esta bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere,
evidentemente, adueñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira,
padre —gritó de repente—, ya empieza otra vez!
Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó
incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre
antes de permanece cerca de Gregorio, y se precipitó detrás del padre que, principalmente
irritado por su comportamiento, se puso también en pie y levantó los brazos a media
altura por delante de la hermana para protegerla.
Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a
la hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto
llamaba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfermizo, para dar tan
difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que
golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser
entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en
silencio. La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra,
los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados
uno junto a otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su
actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que
descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando
hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto... Se asombró de
la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su
debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo.
Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez, apenas se dio cuenta de que ni
una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta
volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí
vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última
mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida.
Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.
Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas
se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie
allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la
había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.
«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le
parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo
demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le
parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por
completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía
a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y
emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de
su hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el
reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer
detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el
suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta —de pura fuerza y prisa daba
tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo,
desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en toda la casa— en su
acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba que
estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener
todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano,
intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello,
se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia,
le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas
circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se entretuvo mucho
tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia
la oscuridad.
—¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!
El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto
de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora
Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor Samsa se echó la
colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación
de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde
dormía Greta desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente vestida, como si
no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo.
—¿Muerto? —dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la
asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de
ello sin necesidad de comprobarlo
—¡Ya lo creo! —dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio con
la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si
quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.
—Bueno —dijo el señor Samsa—, ahora podemos dar gracias a Dios –se santiguó y
las tres mujeres siguieron su ejemplo.
Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:
—Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas
salían tal como entraban.
Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se
daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra
cosa distraía la mirada.
—Greta, ven un momento a nuestra habitación —dijo la señora Samsa con una
sonrisa melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada
hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo
temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el aire fresco. Ya era
finales de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor
en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:
—¿Dónde está el desayuno? —preguntó de mal humor el señor de en medio a la
asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y
silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregorio. Así
pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo
gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya totalmente iluminada.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su
librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces
Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.
—Salgan ustedes de mi casa inmediatamente —dijo el señor Samsa, y señaló la
puerta sin soltar a las mujeres.
—¿Qué quiere usted decir? —dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con
cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban
constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía
que resultarles favorable.
—Quiero decir exactamente lo que digo —contestó el señor Samsa, dirigiéndose con
sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró hacia
el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.
—Pues entonces nos vamos —dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa
como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta
decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos.
A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos
amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora
daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase
antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los
tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la bastonera, hicieron
una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza completamente
infundada, como se demostraría después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al
rellano; apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente,
bajaban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían
a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la
familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una
posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo,
el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a
su casa.
Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían
ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se
sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora
Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la tienda. Mientras escribían entró
la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su trabajo de por la
mañana. Los tres que escribían solamente asintieron al principio sin levantar la vista;
cuando la asistenta no daba señales de retirarse levantaron la vista enfadados.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Samsa.
La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la
familia un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle. La
pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, desde que
estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba suavemente en todas las
direcciones.
—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que
más respetaba la asistenta.
—Bueno —contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír
amablemente—, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado.
Ya está todo arreglado.
La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran
continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería
empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano
extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente
ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo
tremendo.
—Esta noche la despido —dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su
mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién
conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecieron allí abrazadas. El
señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento,
luego las llamó:
—Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de
consideración conmigo.
Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron
rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no habían
hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía. El
vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente iluminado por el cálido sol.
Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y
llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto,
porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a
otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la
gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más
facilidad con un cambio de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata,
pero mejor ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido escogida por
Gregorio.
Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo
tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las
calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven
lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi
inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un
buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas
intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.
La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes –la manzana
permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a
retirarla–, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y
repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como a
un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y
resignarse, nada más que resignarse.
Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad
para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido
largos minutos —no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas—, sin embargo, en
compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una
reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la
cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la
oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la
mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el
consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido
hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que
Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia
cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces
transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la
cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada
muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que
había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y
francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba
y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!»,
e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían
mutuamente.
Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras
estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en
su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e
incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el uniforme,
que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre
y de la hermana. Gregorio se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante
ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el
anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y
convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre
tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana. Pero
con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en
ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se
quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que
cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas
amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos
cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras
cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía
efecto sobre el padre. Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo
cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la
hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos días!», y
apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más
pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no
las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban
apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándolo.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más
tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se reducía cada
vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el
pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y hacía el trabajo más
pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura. Ocurrió incluso el
caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido
entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregorio
por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de
queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en las
circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero
Gregorio comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado,
porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de
agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era,
aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia
como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige
de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno
para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña,
la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador,
pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba
otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la hermana, después
de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban
una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de
Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de nuevo en la
oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a
la mesa sin llorar.
Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la
próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como
antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado;
los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres
amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y
fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente,
pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya
olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y
Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor
para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era
objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes
sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque
no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregorio, la
hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba
apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio, para después
recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada como
si —y éste era el caso más frecuente— ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la
habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa.
Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y
suciedad.
Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más
significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición.
Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana
hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había
decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en
ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el
hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En una
ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza, que había
logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua —la humedad, sin embargo,
también molestaba a Gregorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé
—, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana
por la tarde el cambio en la habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de
sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las
manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres —el padre se despertó
sobresaltado en su silla—, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada,
hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su derecha,
reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la
habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería
a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio
al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba
la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie se le
ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de
Gregorio como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que
Gregorio hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda,
que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no
sentía repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había
abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada,
asombrada con los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le
perseguía, comenzó a correr de un lado a otro.
Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y
por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le llamaba
hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo
escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba nada
a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese
sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la
habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la
mañana temprano —una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la
primavera que ya se acercaba— cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios,
Gregorio se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de
forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una
silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca
completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que
tenía en la mano acabase en la espalda de Gregorio.
—¿Conque no seguimos adelante? —preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo
la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.
Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida
tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría
de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la
tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación
se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no
podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las
habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos —
los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta—
ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa,
puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No
soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte
de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender
ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregorio. Lo
mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta,
que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregorio todo lo
que, de momento, no servía; por suerte, Gregorio sólo veía, la mayoría de las veces, el
objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de
recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de
una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían
caído al arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre los trastos y los pusiese en
movimiento, al principio obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero
más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa
mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.
Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta
permanecía algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla, incluso
algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que,
sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación.
Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto
de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz. Se
sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y
Gregorio, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al
momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía
la hermana con una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se
inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de
comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más
autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de
comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la cocina.
La prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo con
impaciencia, comenzaban a sonreír respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta,
entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a
la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de su camisa.
Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio le parecía extraño el
hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los
dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregorio que para comer se
necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía
conseguir nada.
–Pero si yo no tengo apetito —se decía Gregorio preocupado—, pero me apetecen
estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!
Precisamente aquella noche —Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el
tiempo— se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en
medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y
los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon
con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo, en la que
permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros. Desde la cocina se les debió
oír, porque el padre gritó:
—¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.
—Al contrario —dijo el señor de en medio—. ¿No desearía la señorita entrar con
nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?
—Naturalmente —exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril,
la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con tranquilidad
todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían alquilado habitaciones, y
por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus
propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada entre dos
botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofrecida una silla por uno de los señores
y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor,
permanecía sentada en un rincón apartado.
La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían
con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la música, había
avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se
extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás; antes
estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor
motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su
habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también
lleno de polvo. Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos,
pelos, restos de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para
tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias
veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo
impecable del comedor.
Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta
en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en
los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma
que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana,
hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana,
donde permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a todas
luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una
pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que
se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo
de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin embargo, la
hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinado hacia un lado, atenta y tristemente
seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregorio avanzó un poco más y mantenía la
cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia
a la que le emocionaba la música?
Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado
alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a
entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía
recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su
habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez;
quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen;
pero la hermana no debía quedarse con él por la fuerza, sino por su propia voluntad;
debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle
que había tenido la firme intención de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se
hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada —probablemente la Navidad ya había
pasado— se lo hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta
confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría hasta su
hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al
aire sin cintas ni adornos.
—¡Señor Samsa! —gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra
más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció. En un
principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a
continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a Gregorio, consideró más
necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban
nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia
ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo,
evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no
se sabía ya si por el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta
de que, sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre
explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy
lentamente, retrocedían hacia su habitación.
Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después
de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto,
después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con
indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase,
había colocado el instrumento en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su
silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido
hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa
ante la insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las
mantas y almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los
señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se había
escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su
obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes. Sólo les
empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el señor de en medio
dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.
—Participo a ustedes —dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas
también a la madre y a la hermana— que, teniendo en cuenta las repugnantes
circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia —en este punto escupió
decididamente sobre el suelo–, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que
he vívido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me pensaré si no
procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar.
Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos
intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:
—También nosotros dejamos en este momento la habitación.
A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se
tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía
como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda
inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba que de ninguna
manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le
habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá
también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía con
cierto fundamento que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta
general, y esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los
temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.
—Queridos padres —dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la
mesa—, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero,
ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo: tenemos
que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente posible por
cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.
—Tienes razón una y mil veces —dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún
no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca,
con una expresión de enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar
enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había
sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de
los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio, que permanecía
en silencio.
—Tenemos que intentar quitárnoslo de encima —dijo entonces la hermana,
dirigiéndose sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada—. Los va a matar a los
dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo hacemos nosotros
no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo más —y
rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el rostro de la
madre, la cual las secaba mecánicamente con las manos.
—Pero hija —dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión—. ¡Qué
podemos hacer!
Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que,
mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior.
—Sí él nos entendiese... —dijo el padre en tono medio interrogante.
La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se
podía ni pensar en ello.
—Sí él nos entendiese... —repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción
de la hermana acerca de la imposibilidad de ello—, entonces sería posible llegar a un
acuerdo con él, pero así...
—Tiene que irse —exclamó la hermana—, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes
que desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo
ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregorio? Si fuese
Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y
semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no
tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su
recuerdo con honor. Pero esta bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere,
evidentemente, adueñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira,
padre —gritó de repente—, ya empieza otra vez!
Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó
incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre
antes de permanece cerca de Gregorio, y se precipitó detrás del padre que, principalmente
irritado por su comportamiento, se puso también en pie y levantó los brazos a media
altura por delante de la hermana para protegerla.
Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a
la hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto
llamaba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfermizo, para dar tan
difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que
golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser
entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en
silencio. La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra,
los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados
uno junto a otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su
actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que
descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando
hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto... Se asombró de
la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su
debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo.
Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez, apenas se dio cuenta de que ni
una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta
volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí
vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última
mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida.
Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.
Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas
se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie
allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la
había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.
«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le
parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo
demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le
parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por
completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía
a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y
emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de
su hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el
reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer
detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el
suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta —de pura fuerza y prisa daba
tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo,
desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en toda la casa— en su
acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba que
estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener
todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano,
intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello,
se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia,
le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas
circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se entretuvo mucho
tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia
la oscuridad.
—¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!
El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto
de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora
Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor Samsa se echó la
colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación
de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde
dormía Greta desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente vestida, como si
no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo.
—¿Muerto? —dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la
asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de
ello sin necesidad de comprobarlo
—¡Ya lo creo! —dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio con
la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si
quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.
—Bueno —dijo el señor Samsa—, ahora podemos dar gracias a Dios –se santiguó y
las tres mujeres siguieron su ejemplo.
Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:
—Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas
salían tal como entraban.
Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se
daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra
cosa distraía la mirada.
—Greta, ven un momento a nuestra habitación —dijo la señora Samsa con una
sonrisa melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada
hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo
temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el aire fresco. Ya era
finales de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor
en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:
—¿Dónde está el desayuno? —preguntó de mal humor el señor de en medio a la
asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y
silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregorio. Así
pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo
gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya totalmente iluminada.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su
librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces
Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.
—Salgan ustedes de mi casa inmediatamente —dijo el señor Samsa, y señaló la
puerta sin soltar a las mujeres.
—¿Qué quiere usted decir? —dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con
cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban
constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía
que resultarles favorable.
—Quiero decir exactamente lo que digo —contestó el señor Samsa, dirigiéndose con
sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró hacia
el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.
—Pues entonces nos vamos —dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa
como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta
decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos.
A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos
amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora
daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase
antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los
tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la bastonera, hicieron
una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza completamente
infundada, como se demostraría después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al
rellano; apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente,
bajaban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían
a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la
familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una
posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo,
el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a
su casa.
Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían
ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se
sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora
Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la tienda. Mientras escribían entró
la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su trabajo de por la
mañana. Los tres que escribían solamente asintieron al principio sin levantar la vista;
cuando la asistenta no daba señales de retirarse levantaron la vista enfadados.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Samsa.
La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la
familia un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle. La
pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, desde que
estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba suavemente en todas las
direcciones.
—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que
más respetaba la asistenta.
—Bueno —contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír
amablemente—, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado.
Ya está todo arreglado.
La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran
continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería
empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano
extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente
ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo
tremendo.
—Esta noche la despido —dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su
mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién
conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecieron allí abrazadas. El
señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento,
luego las llamó:
—Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de
consideración conmigo.
Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron
rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no habían
hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía. El
vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente iluminado por el cálido sol.
Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y
llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto,
porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a
otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la
gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más
facilidad con un cambio de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata,
pero mejor ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido escogida por
Gregorio.
Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo
tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las
calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven
lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi
inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un
buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas
intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.
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