Ira Levin
Los Niños Del Brasil
(1976)
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1
Al anochecer de un día de noviembre de 1974, un pequeño bimotor de color negro aterrizó en una pista secundaria del aeropuerto de Congonhas, en São Paulo, disminuyó la marcha, viró y rodó en dirección a un hangar junto al cual esperaba un automóvil. Tres hombres, uno de ellos vestido de blanco, bajaron del avión para subir al coche, que de Congonhas se dirigió hacia los blancos rascacielos del centro de São Paulo. Unos minutos más tarde, en la avenida Ipiranga, el coche se detuvo frente a «Sakai», un restaurante japonés con aspecto de templo.
Juntos, los tres hombres entraron en el gran vestíbulo, laqueado en rojo, del restaurante. Dos de ellos, con traje oscuro, eran corpulentos y de aspecto agresivo, uno rubio y el otro de pelo negro. El tercero, que marchaba entre los otros dos, era mayor y más delgado, y vestía de blanco de pies a cabeza, a no ser por una corbata de color amarillo limón. En su mano enguantada de blanco se mecía una abultada cartera de color canela y, mientras miraba a su alrededor con evidente placer, iba silbando una melodía.
Ataviada con un kimono, la muchacha del guardarropas se inclinó sonriente, recibió el sombrero del hombre de blanco e intentó tomar su cartera. Él, sin embargo, se apartó de ella y se dirigió a un japonés joven y enjuto que se le acercaba luciendo una sonrisa y un smoking.
—Me llamo Aspiazu —se presentó en portugués, endurecido por un leve acento alemán, y tengo reservado un salón privado.
Daba la impresión de tener algo más de sesenta años, llevaba el pelo gris muy corto, sus ojos castaños eran vivaces y alegres, y el bigote una pulcra línea de pelo gris.
—¡Ah, senhor Aspiazu! —exclamó el japonés en una versión muy personal del portugués—. Todo está listo para su fiesta. ¿Quieren ustedes venir por aquí, por favor? Por estos escalones. Estoy seguro de que quedará usted satisfecho cuando vea lo que le hemos preparado.
—Pues ya lo estoy —le aseguró el hombre de blanco, sonriendo—. Da gusto estar en la ciudad.
—¿Vive usted en el campo?
El hombre de blanco suspiró e hizo un gesto de asentimiento, mientras subía las escaleras en pos del rubio.
—Sí —contestó secamente—, vivo en el campo.
El hombre de pelo negro lo siguió y tras ellos fue el japonés.
—Es la primera puerta a la derecha —les indicó—. ¿Quieren ustedes quitarse los zapatos antes de entrar, por favor?
El rubio se agachó para mirar a través de una abertura octogonal practicada en la pared, después apoyó una mano en la jamba de la puerta, levantó un pie hacia atrás y se quitó el zapato. El hombre de blanco apoyó sobre la alfombra del pasillo un pie calzado también de blanco, y el de pelo negro se puso en cuclillas junto a él para desabrocharle la hebilla dorada que cerraba el zapato. El rubio, después de haberse descalzado, abrió una puerta complicadamente tallada y entró en el salón decorado en verde pálido que había tras ella. El japonés, con las puntas de los pies, se quitó ágilmente los finos zapatos.
—Nuestro mejor salón, senhor Aspiazu —le aseguró—. Muy agradable.
—No me cabe duda. —Delicadamente, el hombre de blanco apoyó las puntas de los dedos enguantados de blanco en el marco de la puerta, mientras miraba cómo le quitaban el otro zapato.
—Y después nuestra Cena Imperial para siete, con cerveza, no, con sake, y brandy y cigarros para después.
El rubio se acercó al vano de la puerta. Tenía la cara zurcida por pequeñas cicatrices blancas, y en una oreja le faltaba el lóbulo. Con un gesto de asentimiento, volvió hacia atrás. El hombre de blanco, que parecía más bajo sin sus tacones más altos que lo normal, entró en la habitación. El japonés le siguió.
El salón, fresco e impregnado de un olor dulce, era un plácido recinto rectangular con las paredes tapizadas de seda, teñido por el resplandor verde y brumoso de los tatamis del piso. En el centro había una mesa alargada, de color negro, a la que rodeaban unos respaldos de bambú provistos de almohadones que lucían un dibujo en blanco y tostado. La mesa estaba puesta toda con vajilla blanca. Con tres cubiertos en cada uno de los lados largos y otro en una de las cabeceras. Debajo se abría un rebaje poco profundo, de tamaño más reducido que el tablero, para acomodar los pies. En el rincón derecho de la habitación había otra mesa baja, también negra, apoyada contra la pared, y sobre ella un par de calentadores eléctricos. La pared opuesta era de shoji, mamparas de papel blanco montado en marcos negros.
Es muy cómodo para siete. —Con un gesto, el japonés señaló la mesa central—. Y serán ustedes atendidos por nuestras mejores chicas... y las más bonitas —agregó, enarcando las cejas con una sonrisa.
—Allí detrás, ¿qué hay? —preguntó el hombre de blanco señalando las mamparas shoji.
—Otro salón privado, señor.
—¿Lo usarán esta noche?
—No está reservado, pero es posible que algún grupo lo pida.
—Pues lo reservo yo. —Con un gesto, el hombre de blanco indicó al rubio que abriera las mamparas. El japonés miró también a éste, y luego se volvió al hombre de blanco.
—Es un salón para seis —explicó titubeando—. Para ocho, a veces.
—Naturalmente. —El hombre de blanco se dirigió hacia el extremo de la habitación—. Le pagaré ocho cenas más.
Cuando se inclinó para observar los calentadores dispuestos sobre la mesa, la abultada cartera le rozó la pernera del pantalón.
El rubio estaba ya apartando las mamparas y el japonés se precipitó a ayudarlo, tal vez para evitar que pudiera romperlas. La habitación que había al otro lado parecía la imagen especular del cuarto en que estaban, con la única diferencia de que el panel de luz del techo estaba apagado y la mesa que había bajo él estaba preparada para seis personas, dos a cada lado y una en cada extremo. El hombre de blanco se había dado la vuelta para mirar hacia allí y el japonés le sonrió desde el otro lado de la habitación, con cierto embarazo.
—Se lo cobraré únicamente si alguien lo pide —explicó—, y aun así, le cobraré solamente la diferencia entre lo que cobramos abajo y lo que se cobra aquí arriba.
—¡Muy amable! exclamó el hombre de blanco, con aire sorprendido—. Muchas gracias.
—Disculpe, por favor —el hombre de pelo negro se dirigía al japonés. Estaba de pie junto a la puerta, aunque ya dentro de la habitación, con su traje oscuro y arrugado y la cara redonda y morena brillante de sudor—. ¿No hay modo de cerrar esto? —señaló la abertura octogonal de la pared. Hablaba con acento brasileño.
—Es para las chicas —explicó el japonés—. Para que puedan ver cuándo deben traer el plato siguiente.
—Está bien —intervino el hombre de blanco, dirigiéndose al de pelo negro—. Tú te quedarás fuera.
—Pensé que tal vez él pudiera... —empezó a decir el otro, pero se interrumpió y se encogió de hombros en un gesto de disculpa.
—Todo está muy bien —cumplimentó el hombre de blanco al japonés—. Mis invitados llegarán a las ocho y...
—Los haré pasar aquí.
—No será necesario; uno de mis hombres les esperará abajo. Y después de cenar, tendremos una reunión aquí.
—Pueden ustedes quedarse hasta las tres, si lo desean.
—¡No será para tanto, espero! Nos bastará con una hora. Y ahora le agradeceré que me traiga un «Dubonnet» rojo, con hielo y una corteza de limón.
—Sí, senhor. —El japonés saludó con una reverencia.
—¿No será posible algo más de luz? Pienso leer mientras espero.
—Lo siento, senhor, pero no hay más luz que ésta.
—Me las arreglaré. Gracias.
—Gracias a usted, senhor Aspiazu. —El japonés volvió a hacer una reverencia, se inclinó un poco menos ante el rubio, y prácticamente nada ante el hombre de pelo negro. Después salió rápidamente de la habitación.
El hombre de pelo negro cerró la puerta y, de pie frente a ella, levantó bien los brazos, curvó los dedos y apoyó las yemas sobre la parte alta del dintel, como si fuera un teclado. Después empezó a apartar lentamente las manos.
El hombre de blanco se levantó y fue a colocarse de espaldas al agujero abierto en la pared, mientras el rubio se dirigía hacia el respaldo colocado en la cabecera de la mesa y se ponía en cuclillas junto a él. Palpó los almohadones estampados en tostado y blanco, los retiró del soporte de bambú y los dejó a un lado. Inspeccionó el respaldo, le dio vuelta para mirarlo por debajo y lo hizo a un lado junto a los almohadones. Tanteó todo el extremo del tatami que rodeaba el extremo de la mesa, presionando suavemente la paja trenzada con ambas manos extendidas.
Después se puso de rodillas, metió la rubia cabeza bajo la mesa y recorrió con la vista el rebaje para los pies. Inclinándose más aún, giró la cabeza para mirar con un ojo azul la parte de debajo de la mesa, que recorrió minuciosamente de punta a punta.
Después se apartó, tomó de nuevo el armazón de bambú, volvió a ponerle los dos almohadones y colocó el respaldo en un ángulo que resultara accesible. Se levantó y permaneció atento tras el respaldo.
El hombre de blanco se aproximó, desabrochándose la chaqueta. Dejó la cartera en el suelo y se volvió para sentarse cuidadosamente apoyándose en los brazos del respaldo. Encogió las piernas bajo la mesa, poniendo los pies en el rebaje.
El rubio se inclinó para empujar el respaldo y acercarlo más a la mesa.
—Danke —agradeció el de blanco.
—Bitte —respondió el rubio, y fue a situarse de espaldas a la abertura de la pared.
El hombre de blanco empezó a quitarse un guante, mientras miraba con aprobación la mesa dispuesta ante él. El de pelo negro, con los brazos levantados, recorrió lentamente, andando de costado, la abertura que separaba las dos habitaciones, mientras sus dedos tanteaban la parte alta del saliente formado por un dintel negro.
Se oyeron unos golpecitos; el rubio se dirigió hacia la puerta, mientras el moreno se daba la vuelta y bajaba los brazos. El rubio escuchó un momento y abrió. Una camarera ataviada con un kimono rosado entró con la cabeza inclinada, llevando en las manos una bandeja con un vaso tintineante. Sus pies con calcetines blancos, susurraban sobre el tatami.
—¡Ah! —exclamó alegremente el hombre de blanco, mientras doblaba los guantes. Su expresión de entusiasmo se alteró cuando la camarera, una mujer de cara achatada, se puso en cuclillas junto a él y empezó a retirar de su plato la servilleta y los palillos—. ¿Cómo te llamas, encanto? —preguntó con forzada jovialidad.
—Tsuruko, senhor —la camarera dejó sobre la mesa un posavasos de papel.
—¡Tsuruko! —con los ojos muy abiertos y los labios fruncidos, el hombre miró al rubio y al moreno como maravillado de una revelación tan impresionante.
La muchacha, después de haber puesto la bebida sobre la mesa, se levantó y empezó a retirarse andando hacia atrás.
—Hasta que lleguen mis invitados, Tsuruko, no quiero que me molesten.
—Sí, senhor. —La japonesa giró sobre sus talones y, con las rodillas muy juntas, salió apresuradamente de la habitación.
El rubio cerró la puerta y volvió a ocupar su puesto ante la abertura octogonal. El moreno se dio la vuelta y levantó otra vez las manos hacia el dintel.
—Tsu, ru, ko —masculló el hombre de blanco acercando más su cartera—. Si ésta es de las bonitas, ¿cómo serán las que no lo son? —agregó en alemán
El rubio ahogó una carcajada.
El hombre de blanco oprimió con un dedo el cierre de su cartera y la abrió lo bastante para que la tapa quedara abierta. En un extremo metió los guantes doblados, hojeó rápidamente los bordes de los papeles y sobres, sacó de entre ellos una delgada revista —Lancet, la publicación médica británica— y la puso sobre la mesa, junto a su plato. Mientras miraba la portada, sacó del bolsillo del pecho un estuche, deshilachado y descolorido, bordado en petitpoint, y de él extrajo unas gafas de montura negra Las abrió, se las puso, guardó el estuche y se acarició con un dedo el bigote áspero y fino. Tenía las manos menudas, rosadas, pulcras, de aspecto juvenil. De un bolsillo interior de la chaqueta sacó una pitillera de oro, sobre la cual había grabado un largo texto manuscrito.
El rubio seguía de pie ante la abertura. El de pelo negro examinó las paredes, el suelo, la mesa auxiliar y los respaldos. Retiró uno de los cubiertos ya puestos, extendió un pañuelo en su lugar y, subiéndose encima, abrió con un destornillador el panel de vidrio con el borde cromado que ocultaba la luz del techo.
El hombre de blanco leía su Lancet, tomaba de vez en cuando un sorbo de «Dubonnet» y fumaba un cigarrillo. El aire silbaba continuamente al pasar por una separación que tenía entre los dientes superiores. A veces parecía sorprendido por lo que leía.
—¡Completamente equivocado, señor! —exclamó una vez, en inglés.
Los invitados llegaron todos en un intervalo de cuatro minutos. El primero, que entregó su sombrero, pero no su cartera, a las ocho menos tres minutos, y el último a las ocho y un minuto. Tras abrirse paso entre los grupos que esperaban y unirse al japonés de smoking, éste los dirigía cortésmente hasta el rubio, que aguardaba al pie de las escaleras; tras un breve intercambio de palabras, se pedía a cada uno que subiera al lugar donde el hombre de pelo negro le señalaba la hilera de zapatos colocados junto a la puerta abierta.
Eran seis hombres de negocios, todos en calcetines; se saludaron cortésmente con gestos de la cabeza y se inclinaron para presentarse en portugués y en español al hombre de blanco.
—Ignacio Carreras, médico. Es un honor conocerle.
—¡Hola! ¿Cómo está? No puedo levantarme, estoy aquí atrapado. Éste es José de Lima, de Río. Ignacio Carreras, de Buenos Aires.
—¿Doctor? Soy Jorge Ramos.
—¡Amigo mío! Su hermano fue para mí como esta mano derecha. Discúlpeme que no me levante; estoy atrapado. Ignacio Carreras, de Buenos Aires. José de Lima, de Río, Jorge Ramos es de aquí, de São Paulo.
Dos de los invitados eran viejos amigos y se mostraban muy contentos de volver a verse.
—¡En Santiago! ¿Dónde has estado tú?
—¡En Río!
Otro se presentó con un fallido taconazo:
—Antonio Paz, de Porto Alegre.
Fueron poniéndose en cuclillas a los costados de la mesa, haciendo bromas sobre su torpeza para moverse y quejándose; después se acomodaron, todos ellos con los cartapacios o carteras cerca de sí; sacudieron las servilletas para abrirlas y encargaron las bebidas a una camarera muy joven graciosamente sentada sobre los talones. Tsuruko, con su cara achatada, colocó ante cada uno de ellos un paño húmedo arrollado; el hombre de blanco y sus invitados se frotaron las manos y se enjugaron la boca.
Como si fueran borrando al portugués y al español, se generalizó el alemán; se intercambiaban nombres alemanes.
—Ah, ya le conozco. Usted sirvió a las órdenes de Stangl, ¿no es eso? ¿En Treblinka?
—¿Ha dicho usted «Farnbach»? Mi mujer es una Farnbach de Langen, cerca de Francfort.
Les sirvieron las bebidas, acompañadas de platitos de quisquillas y pequeñas albóndigas de carne dorada. El hombre de blanco les enseñó a usar los palillos. Los que ya los manejaban servían de maestros para los que no estaban acostumbrados.
—¡Un tenedor, por Dios!
—¡No, no! —El hombre de blanco miró, riendo, a la bonita camarera—. ¡Le haremos aprender! ¡Tiene que aprender!
La muchacha se llamaba Mori. La chica del kimono sencillo encargada de llevarle a Tsuruko los platos y los tazones tapados, colocados en la mesa de servicio, se ruborizó.
—Yoshiko, senhor —contestó.
Los hombres comían y bebían, hablando de un terremoto en el Perú y del nuevo presidente norteamericano, Ford.
Les sirvieron tazones de sopa clara y luego más platos de comida, manjares fritos y crudos, acompañados de té.
Los hombres hablaron de la situación del petróleo y de que era probable que a causa de ésta disminuyera la simpatía de Occidente hacia Israel.
Más comida: tiras de carne cocida, trozos de langosta, y cerveza japonesa.
Hablaron de las mujeres japonesas. Kleist Carreras, un hombre delgado con un ojo de cristal que se movía desagradablemente, contó una historia divertidísima de las malandanzas de un amigo en un burdel de Tokio.
El japonés de smoking entró a preguntarles cómo estaban.
—¡De primera! —le aseguró el hombre de blanco—. ¡Excelente!
Los otros se manifestaron de acuerdo, en una mezcla de portugués, español y alemán.
Les sirvieron melón, y más té.
Hablaron de pesca, y de las diferentes maneras de cocinar el pescado.
El hombre de blanco invitó a Mori a que se casara con él, y ella sonrió escudándose en un marido y dos hijos.
Los hombres se levantaron de los crujientes respaldos, estiraron los brazos y se pusieron de puntillas, palmeándose el estómago. Algunos, entre ellos el de blanco, se dirigieron al pasillo en busca del aseo de caballeros. Los otros se quedaron hablando del anfitrión: de lo encantador que era, y de lo joven y animado que estaba para..., ¿sesenta y tres? ¿Sesenta y cuatro?
El primer grupo volvió y salieron los otros.
La mesa fue totalmente despejada y provista de copas de coñac, ceniceros y una caja de cigarros envasados en tubos de vidrio. En cuclillas, Mori dio la vuelta a la mesa con una botella, llenando de oscuro ámbar el fondo de cada copa. Tsuruko y Yoshiko parloteaban en voz baja en la mesa de servicio, sin ponerse de acuerdo sobre el momento de levantarla
—Fuera, chicas —les dijo el hombre de blanco al volver a su sitio—. Queremos hablar en privado.
Tsuruko empujó a Yoshiko para que se diera prisa y, al pasar, se disculpó ante él:
—Más tarde limpiaremos todo.
Mori sirvió el coñac en la última de las copas, dejó la botella en el extremo libre de la mesa y se fue presurosamente hacia la puerta, quedándose de pie a un costado, con la cabeza inclinada, mientras entraba el resto de los hombres.
El hombre de blanco volvió a acomodarse en su respaldo, ayudado por Farnbach-Paz.
El de pelo negro miró desde la puerta, contó a todos y cerró.
Fueron situándose en sus puestos, esta vez con aire grave y sin hacer bromas. Se pasó la caja de cigarros.
La abertura de la pared estaba bloqueada en el exterior por un trozo de traje gris.
El hombre de blanco sacó un cigarrillo de su pitillera de oro, la cerró, la miró y se la pasó a Farnbach, que estaba a su derecha, y que sacudió la cabeza totalmente afeitada; sin embargo, al darse cuenta de que le invitaban a leer y no a fumar, tomó la pitillera y la alejó un poco para ver mejor. Al ver de qué se trataba, sus ojos azules se abrieron.
—¡Oooh! —Mientras leía sorbía el aire entre los labios fruncidos—. ¡Qué maravilla! —exclamó, dirigiendo al hombre de blanco una sonrisa emocionada—. ¡Esto es mejor que una medalla! ¿Me permite? —Con la pitillera en la mano hizo un gesto en dirección a Kleist, que estaba sentado junto a él.
Sonriente y con las mejillas arrebatadas, el hombre de blanco hizo un gesto de asentimiento, y se volvió para acercar su cigarrillo a la llama de un encendedor que le esperaba a su izquierda. Con los ojos entrecerrados por el humo, atrajo hacia sí su cartera y la abrió del todo.
—¡Qué maravilla! —exclamó Kleist—. Mira, Schwimmer.
El hombre de blanco rebuscó en su cartera para sacar un montón de papeles que colocó delante de él, apartando la copa de coñac. Dejó el cigarrillo en un cenicero blanco y, mientras observaba cómo el joven y apuesto Schwimmer pasaba la cigarrera a Mundt a través de la mesa, sacó del bolsillo del pecho el estuche, y de él las gafas. Sonrió ante las sonrisas admirativas de Schwimmer y Kleist, volvió a meterse el estuche en el bolsillo, sacudió las gafas para abrirlas y se las caló. Se oyó un silbido largo y bajo, emitido por Mundt. El hombre de blanco dio una chupada al cigarrillo, aspiró el humo con placer, y volvió a dejarlo en el cenicero. Acomodó los papeles que tenía ante sí y estudió el que estaba encima, mientras tendía la mano hacia su copa de coñac.
—¡Mm, mm, mm! —se oyó mascullar a Traunsteiner. El hombre de blanco sorbió su coñac, y hojeó rápidamente el montón de papeles.
La pitillera volvió a sus manos; quien se la devolvía era el canoso Hessen, con los ojos azules brillantes en el rostro magro.
—¡Qué maravilla, tener una cosa así!
—Sí —asintió el hombre de blanco con un gesto de la cabeza—, estoy enormemente orgulloso de esto —expresó mientras dejaba la pitillera junto a los papeles.
—¿Quién no lo estaría? —preguntó Farnbach.
—Ahora vamos a hablar de negocios, muchachos —dijo el hombre de blanco mientras apartaba su copa. Se pasó la mano por el pelo gris, se bajó las gafas sobre la nariz y por encima de ellas miró a los demás que le observaban atentamente, con los cigarros inmóviles. El silencio se adueñó de la habitación, sin más oposición que la del zumbido del acondicionador de aire.
—Ya saben lo que van a hacer —empezó el hombre de blanco— y también que la tarea es larga. Ahora les daré los detalles —inclinó la cabeza hacia delante, mirando hacia abajo a través de las gafas—. En los próximos dos años y medio tienen que morir noventa y cuatro hombres en fechas aproximadas —repuso, mientras leía—. Dieciséis de ellos están en Alemania Occidental, catorce en Suecia, trece en Inglaterra, doce en los Estados Unidos, diez en Noruega, nueve en Austria, ocho en Holanda y seis en Dinamarca y Canadá. El total es de noventa y cuatro. El primero debe morir aproximadamente el 16 de octubre; el último, alrededor del 23 de abril de 1977.
Se recostó en su asiento y volvió a mirarles.
—¿Por qué deben morir esos hombres? ¿Y por qué aproximadamente en esas fechas específicas? —sacudió la cabeza—. Ahora no; más adelante se les podrá explicar por qué. Pero sí puedo decirles lo siguiente: la muerte de esos hombres es el paso final de una operación a la que tanto yo como los líderes de la Organización hemos consagrado muchos años, esfuerzos enormes, y una gran parte de la fortuna de la Organización. Es la operación más importante que haya emprendido jamás, y les advierto que «importante» es una palabra infinitamente débil para describirla. Están en juego la esperanza y el destino de la raza aria. Y al decirlo no exagero, amigos míos; es la verdad literal: el destino de los pueblos arios, su predominio sobre los esclavos y los semitas, sobre los negros y los amarillos, se cumplirá si la operación tiene éxito y no se cumplirá si la operación fracasa. De manera que «importante» no es una palabra suficientemente fuerte, ¿no lo creéis? ¿«Sagrada», quizás? Sí, eso se aproxima más. Todos ustedes participan en una operación sagrada.
Levantó su cigarrillo, le dio un golpecito contra el cenicero para quitarle la ceniza y luego se llevó cuidadosamente la colilla a los labios.
Se miraban entre sí silenciosamente, sobrecogidos. Luego se acordaron de los cigarrillos y del coñac. Volvieron a mirar al hombre de blanco; éste, después de aplastar su cigarrillo en el cenicero, les miró a su vez.
—Saldran del Brasil con documentos nuevos —anunció, a la vez que daba una palmada a la cartera que tenía a su lado—. Todo está aquí. Y son auténticos, no falsificaciones. También tendrán fondos en abundancia para los dos años y medio. En diamantes —sonrió—, aunque me temo que tendrán que pasarlos por la aduana de la manera más incómoda.
Sonrieron, encogiéndose de hombros.
—Cada uno de ustedes será responsable de los elegidos de uno o de dos países. Tendrán que cumplir de trece a dieciocho misiones cada uno, pero algunos habrán muerto ya por causas naturales. Tienen 65 años. No obstante, la mayoría vivirán aún, ya que a los 52 años gozaban de excelente salud y no mostraban signos de trastornos incipientes.
—¿Todos tienen 65? —preguntó Hessen, con aspecto perplejo.
—Casi todos —respondió el hombre de blanco—. Es decir, los tendrán cuando se aproxime la fecha. Algunos tendrán un año o dos de más o de menos. —Hizo a un lado el papel donde había leído los países y los números, y recogió las otras nueve o diez páginas—. Las direcciones —explicó— son las que tenían en 1961 y 1962, pero no les costará ningún trabajo localizarlos actualmente. Lo más probable es que la mayoría sigan viviendo donde antes. Son personas estables, con familia, en su mayoría funcionarios: inspectores fiscales, directores de escuelas, cosas semejantes; personas de relativa autoridad.
—¿También tienen en común esas condiciones? —preguntó Schwimmer.
El hombre de blanco asintió con un gesto.
—Un grupo notablemente homogéneo —señaló Hessen—. ¿Son los miembros de otra organización que se opone a la nuestra?
—Esos hombres ni siquiera se conocen entre ellos, ni nos conocen a nosotros —declaró el hombre de blanco—. Por lo menos, es lo que yo espero.
—Si tienen 65 años, en este momento estarán jubilados, ¿no es verdad? —preguntó Kleist, mientras su ojo de cristal miraba hacia otro lado.
—Sí, es probable que la mayoría estén jubilados —asintió el hombre de blanco—. Pero si se han mudado, podéis estar seguros de que se habrán preocupado de dejar su nueva dirección. Schwimmer, tú vas a Inglaterra. Trece, el número más pequeño. —Entregó a Kleist una hoja mecanografiada para que se la pasara a Schwimmer—. Esto no significa desconfiar de tu capacidad —sonrió, dirigiéndose a Schwimmer—. Por el contrario, significa reconocerla. Tengo entendido que puedes convertirte en un inglés de quien no sospecharía ni la propia reina.
—Sí que sabe usted cómo halagarle a uno, amigo —articuló Schwimmer en inglés de Oxford, mientras se acariciaba el bigote de color arena y estudiaba la hoja. En realidad, esa buena señora no es tan despierta.
El hombre de blanco sonrió.
—Ese don muy bien puede resultarte útil —dijo—, aunque tu nueva identidad, lo mismo que la de los demás, es la de un súbdito alemán. Como se supone que sois viajantes de comercio, es posible que entre una misión y otra tengáis tiempo para descubrir a la hija de algún agricultor. —Miró la hoja siguiente—. Farnbach, tú irás a Suecia —pasó la hoja hacia su derecha—, y tendrás catorce clientes para tu estupenda mercancía importada.
Farnbach recibió la hoja y se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño.
—Todos ellos son antiguos funcionarios —dijo—, ¿y al matarlos cumplimos el destino de la raza aria?
El hombre de blanco le miró durante un momento.
—¿Qué ha sido eso, una afirmación o una pregunta, Farnbach? —interrogó—. Al final me ha sonado un poco a pregunta, y si es así, me sorprende. Porque tú, como todos los otros, has sido elegido para esta operación sobre la base de una obediencia absoluta, al mismo tiempo que por tus otras condiciones y capacidades.
Farnbach se recostó en su asiento; con los gruesos labios cerrados, respiraba con agitación y tenía el rostro arrebatado.
El hombre de blanco volvió a mirar las hojas que tenía en la mano.
—No, Farnbach, estoy seguro de que era una afirmación —continuó—, y en ese caso tengo una pequeña corrección que hacer: al matarlos preparan el camino para la realización del destino, etcétera. Eso llegará; no en abril de 1977, cuando muera el último de los 94 hombres, sino en su momento. Limitense a obedecer a las órdenes órdenes. Traunsteiner, a ti te corresponde Noruega y Dinamarca —le entregó las hojas—. Diez en una, seis en la otra.
Traunsteiner recibió las hojas. Su rostro cuadrado era una hosca demostración de obediencia absoluta.
—Holanda y la parte superior de Alemania —continuó el hombre de blanco— son para el sargento Kleist. Otra vez dieciséis, ocho y ocho.
—Gracias, Herr Doktor.
—Los ocho que hay en Alemania meridional y los nueve de Austria hacen diecisiete para el sargento Mundt.
Mundt, de rostro redondo y cabeza afeitada, con gruesas gafas, sonrió mientras alargaba la mano para recibir las hojas.
—Cuando llegue a Austria —anunció— me ocuparé de Yakov Liebermann, ya que estoy allí.
Traunsteiner, mientras le pasaba las hojas, le sonrió con sus dientes de oro.
—De Yakov Liebermann —anunció el hombre de blanco— se han ocupado ya el tiempo y la mala salud, y la quiebra del Banco donde guardaba su dinero judío. En este momento no anda en persecución de nosotros, sino de conseguir asistentes para sus conferencias. Olvídate de él.
—Claro, si no estaba más que bromeando —respondió Mundt.
—Pues yo no. Para la Policía y para la Prensa, Liebermann no es más que un viejo aburrido y fastidioso con un archivo lleno de fantasmas; si lo matas, lo más probable es que lo conviertas en un héroe olvidado, que aún tenía enemigos a quienes hay que echar el guante.
—Yo jamás he tenido noticias del maldito judío.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo.
Los hombres se rieron.
El hombre de blanco entregó el último par de hojas a Hessen.
—Para ti hay dieciocho —le dijo, sonriendo—. Doce en los Estados Unidos y seis en Canadá. Cuento con que te muestres digno hermano de tu hermano.
—Pues lo soy, ya verá usted que lo soy —afirmó Hessen mientras levantaba su cabeza plateada, de rasgos agudos y orgullosos.
El hombre de blanco paseó su mirada por el auditorio.
—Ya les he dicho —empezó— que los hombres han de morir en la fecha que figura al lado de sus nombres, más o menos. «En» es mejor que «más o menos», por supuesto, pero sólo ligeramente. Una semana más o menos no dará por resultado una diferencia real, e incluso un mes puede ser aceptable si tenéis razones para pensar que así la misión resultará menos arriesgada. En cuanto a los métodos, quedan a su propia elección, siempre y cuando sean variados y no hagan pensar en premeditación alguna. En ninguno de los países las autoridades deben sospechar que se está llevando a cabo una operación. Eso no ha de resultarles difícil. Tengan presente que se trata de hombres de 65 años, que la vista les falla, sus reflejos son lentos, su fuerza ha disminuido. Es probable que no sean buenos conductores y que atraviesen descuidadamente las calles, que sean propensos a caerse, o ser atacados y robados. Hay docenas de maneras para matar a personas de ese tipo sin llamar indebidamente la atención, y confío en que ustedes las encontrarán —sonrió.
—Si esa parece la mejor manera de llevar a cabo la misión, ¿podemos contratar a alguien para que se haga cargo de ella o colabore? —quiso saber Kleist.
El hombre de blanco separó ambas manos en un gesto de sorpresa.
—Todos ustedes son hombres sensatos y juiciosos —señaló— y por eso los hemos elegido. Hagan el trabajo en la forma que consideren que debe hacerse. Mientras estos hombres mueran en el momento indicado y las autoridades no sospechen que se trata de una operación, tienen total libertad de acción. —Levantó un dedo—. No, no es tan total, lo siento. Hay una condición, y es muy importante. No queremos que los parientes intervengan, ni como víctimas en ningún tipo de accidente, ni como cómplices; pienso en alguna esposa joven que pudiera estar dispuesta a una aventura romántica. Repito: los familiares no han de intervenir de ninguna manera, y en el caso de valerse de cómplices, deben ser de fuera.
—¿Y por qué hemos de necesitar cómplices? —preguntó Traunsteiner.
—Nunca se sabe con qué obstáculos puede uno tropezar —respondió Kleist.
—Yo he viajado por toda Austria —comentó Mundt, mientras miraba una de sus hojas—, y aquí hay lugares de los que jamás he oído hablar.
—Sí —se quejó Farnbach, que también miraba su única hoja—, también yo conozco Suecia, pero nunca he oído mencionar nada que se llamara «Rasbo».
—Es un pueblecito a unos quince kilómetros al noroeste de Upsala —aclaró el hombre de blanco—. Es donde está Bertin Hedin, ¿no? Es el jefe de Correos.
Farnbach le miró, enarcando las cejas.
El hombre de blanco le devolvió la mirada, sonriendo pacientemente.
Y dar muerte al jefe de Correos Hedin —dijo—es una misión tan importante..., corrijo, tan sagrada como les dije que era. Vamos, Farnbach, espero que seas el estupendo soldado que fuiste siempre.
Farnbach se encogió de hombros y volvió a mirar su papel.
—Usted es... el doctor —dijo.
—Exactamente —asintió el hombre de blanco, sin dejar de sonreír, mientras se volvía nuevamente a su cartera.
—Éste sí que suena bien: «Kankakee» —comentó Hessen, mientras miraba sus papeles.
—En las afueras de Chicago —explicó el hombre de blanco, que sostenía entre sus manos abiertas unos sobres de color marrón sacados de la cartera: media docena de sobres grandes y llenos, cada uno con un nombre en un ángulo: Cabral, Carreras, De Lima. Los arrojó sobre la mesa, y alguien consiguió rescatar una copa de coñac bajo el pequeño alud.
—Lo siento —se disculpó el hombre de blanco mientras volvía a sentarse. Con un gesto, indicó que fueran distribuidos los sobres, y se quitó las gafas—. No los abran aquí —dijo, mientras se frotaba y se pellizcaba la nariz—. Esta mañana he verificado todo personalmente. Pasaportes alemanes con sello de entrada en el Brasil y el correspondiente visado, permisos de trabajo, permisos de conducir, papel de cartas timbrado; todo está ahí. Cuando vuelvan a sus habitaciones, practiquen las firmas y firmen todo lo que sea necesario. Tienen también ahí los pasajes aéreos, y un poco de dinero en efectivo de los países de destino, por valor de unos miles de cruceiros.
—¿Y los diamantes? —preguntó Kleist, mientras sostenía con ambas manos su sobre, donde se leía el apellido Carreras.
—Están en la caja fuerte en el cuartel general. —El hombre de blanco metió las gafas en el estuche bordado—. Los recogerán mañana, camino del aeropuerto, y entregarán a Ostreicher sus pasaportes actuales y sus papeles personales para que se los guarde hasta el regreso de ustedes.
—Y yo que me había acostumbrado a «Gómez» —dijo Mundt y sonrió. Los otros se reían.
—¿Cuánto recibiremos? —preguntó Schwimmer, mientras cerraba la cremallera de su cartera—. En diamantes, quiero decir.
—Unos cuarenta quilates cada uno.
—Auch —se quejó Farnbach.
—No, los tubos son muy pequeños. Más o menos una docena de piedras de tres quilates, y nada más. Cada una vale alrededor de setenta mil cruceiros en el mercado actual, y con la inflación, mañana valdrán más. De manera que tienen el equivalente de unos novecientos mil cruceiros por lo menos para los dos años y medio. Vivirán bien, en el estilo que conviene a vendedores de grandes empresas alemanas, y tendrán dinero en cantidad más que suficiente para cualquier equipo que necesiten. De paso les diré que cuiden de no llevar con ustedes ningún arma en el avión; en estos días revisan a todo el mundo. Cualquier cosa que tengan, dejensela a Ostreicher. No tendrán problema para vender los diamantes; en realidad, hasta es posible que tengan que ahuyentar a los compradores. Creo que esto es todo.
—¿Y los informes? —quiso saber Hessen, mientras ponía a un lado su cartera.
—¿No les he hablado de eso? El primero de cada mes, se pondran en comunicación por teléfono con la sucursal brasileña de la compañía de ustedes... El cuartel general, por supuesto. Haganlo en tono comercial. Tú especialmente, Hessen; estoy seguro de que, en los Estados Unidos, nueve de cada diez teléfonos están intervenidos.
—Desde la guerra no he vuelto a hablar noruego —comentó Traunsteiner.
—Estúdialo —sonrió el hombre de blanco—. ¿Algo más? ¿No? Bueno pues, tomemos un poco más de coñac y ya pensaré un brindis apropiado para desearles buen viaje.
Volvió a tomar su pitillera, la abrió y sacó un cigarrillo. Después la cerró, la miró y, apoyando la manga blanca contra la parte grabada, la pulió con un gesto vivaz.
Con una reverencia, Tsuruko dio las gracias al senhor. Después se metió los billetes doblados en el cinturón del kimono y casi furtivamente pasó junto a él para dirigirse a la mesa de servicio, donde Yoshiko estaba ocupada en apilar los pequeños tazones de restos que ya empezaban a secarse.
—¡Me ha dado veinticinco! —susurró Yoshiko en japonés—. ¿A ti qué te ha dado?
—No sé —susurró a su vez Tsuruko, en cuclillas, mientras ponía la tapa a su tazón de arroz que estaba debajo de la mesa—. Todavía no me he fijado —con ambas manos levantó el gran tazón plano de laca roja.
—¡Apuesto a que son cincuenta!
—Eso espero.
Tsuruko se levantó y, presurosamente, pasó con el tazón junto al senhor y a uno de sus invitados que bromeaban con Mori, para después salir al vestíbulo. En zigzag, se abrió paso entre los demás comensales, que se pasaban unos a otros los calzadores, inclinándose y poniéndose en cuclillas, y con el hombro abrió una puerta de vaivén.
Con el tazón en las manos, bajó una estrecha escalera iluminada por bombillas colgadas simplemente de un cable, y siguió por un no menos estrecho corredor con las paredes de madera enyesada.
El corredor daba a una cocina bulliciosa y llena de humo, donde unos anticuados ventiladores que colgaban del techo giraban lentamente sobre un alboroto de camareras, cocineros y pinches. Con su kimono rosado, Tsuruko se deslizó entre ellos con el gran tazón rojo; pasó junto a un ayudante que cortaba verduras con movimientos rápidos, y a otro que le echó una mirada mientras sacaba de un goteante lavavajillas una bandeja llena de platos.
La muchacha dejó el tazón sobre una mesa donde había una pila de cajas de champiñones, se volvió y sacó de una cesta una servilleta usada, que sacudió antes de desplegarla sobre la mesa metálica. Levantó la tapa del tazón y la dejó a un lado. Dentro del tazón de laca roja había un magnetofón negro y cromado, un «Panasonic» con mandos de fabricación inglesa; por la ventanilla se veían girar uniformemente los dientes de la cassette. La mano de Tsuruko vaciló un momento sobre los botones, y, con un gesto de indecisión, levantó el magnetofón del tazón para ponerlo sobre la servilleta. Después lo envolvió cuidadosamente en ella.
Con el magnetofón apretado contra el pecho, se dirigió a una puerta de cristales y movió el picaporte. Un hombre que estaba cosiendo un delantal, muy cerca de allí, levantó la vista hacia ella.
—Son sobras —explicó Tsuruko, mostrándole rápidamente la forma envuelta en la servilleta—, para una anciana que viene a buscarlas.
Los ojos fatigados del hombre la miraron desde el tenso rostro amarillo y volvieron a descender hacia las manos sin dejar de coser.
Tsuruko abrió la puerta y salió a un pasadizo. De un montón de latas de basura saltó un gato que huyó por un estrecho pasaje hacia una calle iluminada por tubos de neón.
—¿Oiga, está usted ahí? —llamó en voz baja Tsuruko, en portugués, tras haber cerrado la puerta a sus espaldas, inclinándose hacia la oscuridad—. ¿Senhor Hunter?
En la penumbra del pasadizo se perfiló una figura, un hombre alto y delgado con una bolsa de viaje.
—¿Lo ha hecho?
—Sí —respondió ella, mientras desenvolvía el magnetofón—. Todavía está funcionando, porque no recuerdo con qué botón se detiene.
—Bueno, bueno, no importa. —El hombre era joven, y en su rostro de rasgos delicados y en el pelo castaño se reflejaba la luz de la puerta—. ¿Dónde lo puso? —preguntó.
—En un tazón de arroz debajo de la mesa de servicio. —Tsuruko le entregó el magnetofón. Medio cubierto con la tapa, de manera que no lo vieran.
El joven inclinó el magnetofón hacia la puerta y apretó uno de los mandos y después otro; se oyó un sonido agudo y gorjeante. Tsuruko, mientras lo observaba, se hizo a un lado para darle más luz.
—¿Cerca de dónde se sentaban? —preguntó el joven en mal portugués.
—Desde aquí hasta allá —la japonesa señaló con un gesto la distancia que la separaba de la lata de basura más próxima.
—Bueno, bueno. —El joven oprimió un botón, que detuvo el gorjeo, y apretó otro, la voz del hombre blanco habló en alemán, a distancia, como rodeada por un eco—. ¡Muy bien! —dijo el hombre, y pulsando otro mando detuvo la voz. Señaló el magnetofón—. ¿Cuándo comenzó usted esto?
—Cuando terminaron de comer, un momento antes de que nos hiciera salir. Estuvieron hablando casi una hora.
—¿Ya se van?
—Se iban cuando yo bajé.
—Muy bien, muy bien. —El joven tiró de la cremallera de su bolsa de viaje azul y blanco. Llevaba una chaqueta corta de sarga azul y pantalones tejanos, representaba unos veintitrés años y era, evidentemente, norteamericano—. Me ha sido usted una ayuda grande —dijo a Tsuruko mientras se guardaba el magnetofón en la bolsa—. Mi revista estará muy contenta cuando yo entregue una historia sobre el senhor Aspiazu. Es el más famoso autor de cine. —Del bolsillo de atrás del pantalón sacó una billetera y la abrió de manera que recibiera la luz.
Tsuruko lo observaba, con la servilleta en la mano.
—¿Una revista norteamericana? —preguntó.
—Sí respondió el joven mientras separaba los billetes—. Movie Story. Una revista cinematográfica muy importante. —Le dedicó una radiante sonrisa y le entregó los billetes—. Ciento cincuenta cruceiros. Muchas gracias. Me ha sido una ayuda grande.
—Gracias. —La muchacha echó una mirada a los billetes y le sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Su restaurante huele bien —dijo él, mientras volvía a guardarse la billetera—. He pasado mucha hambre mientras esperaba.
—¿Querría que yo le preparase algo? —La japonesa se guardó los billetes en el kimono—. Podría...
—No, no. —El muchacho le tocó la mano—. Como en mi hotel. Gracias, muchas gracias. —Le dio un apretón de manos, se dio la vuelta y dando largos pasos se alejó por el pasadizo.
—¡Muchas gracias, senhor Hunter! —gritó ella mientras él se iba. Durante un momento le observó, después giró sobre sus talones, abrió la puerta y entró.
En el bar les ofrecieron como atención una ronda de bebidas, que aceptaron no tanto por la insistencia del japonés de smoking, que se había presentado como Hiroo Kuwayama, uno de los tres propietarios de «Sakai», como seducidos por la presencia de un nuevo juego de pingpong electrónico, que resultó lo suficientemente fascinante para que pidieran una ronda más, aunque, después de discutirlo, decidieron renunciar a una tercera.
Alrededor de las once y media se dirigieron en masa al guardarropas para recoger sus sombreros. La muchacha de kimono le entregó el suyo a Hessen, le sonrió y dijo:
—Un amigo suyo entró después de usted, pero no quiso subir sin que le invitaran.
—¿Sí? —preguntó Hessen mirándola fijamente.
La muchacha asintió.
Un hombre joven, norteamericano, me parece.
—Ah —dijo Hessen—. Claro, sí. Ya sé a quién se refiere. ¿Dice usted que entró detrás de mí?
—Sí, senhor, cuando usted iba subiendo las escaleras.
—Naturalmente, preguntaría adónde iba yo.
Ella asintió con un gesto.
—¿Qué le dijo usted?
—Que era una reunión privada. A él le parecía que sabía quién la ofrecía, pero estaba equivocado. Yo le dije que era el senhor Aspiazu, y dijo que lo conoce a él también.
—Sí, ya sé —asintió Hessen—. Somos todos muy amigos. Debería haber subido.
—Dijo que probablemente fuera una reunión de negocios, y que no quería molestarlos. Además, no iba correctamente vestido. —Con un gesto la chica señaló los costados—. Con tejanos, y sin corbata —agregó, tocándose la garganta con sus delgados dedos.
—Oh —exclamó Hessen—. Pues es una pena que no subiera de todas maneras, para saludarnos. ¿Volvió a salir en seguida?
Sin hablar ella asintió.
—Está bien —dijo Hessen, y con una sonrisa le entregó un cruceiro.
Después fue a hablar con el hombre de blanco. Los otros, que tenían ya en la mano los sombreros y carteras, se reunieron en torno de ellos.
El hombre rubio y el de pelo negro se dirigieron rápidamente hacia las talladas puertas de entrada; Traunsteiner fue al bar y un momento después volvió a salir con Hiroo Kuwayama.
El hombre de blanco apoyó su mano enguantada sobre el hombro del japonés y le habló con seriedad Kuwayama lo escuchó, hizo una inspiración profunda se mordió el labio y sacudió la cabeza.
Tras haber pronunciado algunas palabras con gestos tranquilizadores, se dirigió presurosamente hacia el fondo del restaurante.
Con un gesto brusco, el hombre de blanco indicó a los otros que se apartaran de él. Se dirigió hacia un lado del vestíbulo y dejó sobre una mesita negra donde había una lámpara su sombrero y su cartera, ahora menos abultada. Se quedó ahí mirando hacia el fondo del restaurante, con el ceño fruncido, mientras se frotaba las manos enguantadas de blanco. Después se las miró y las dejó caer a los lados.
Desde el fondo del restaurante llegaron Tsuruko y Mori, vestidas con pantalones y blusas de colores, y Yoshiko, todavía con el kimono. Kuwayama les indicaba que se apresuraran. Las muchachas parecían confundidas e inquietas, y los demás clientes las miraban.
La boca del hombre de blanco se curvó en una sonrisa amistosa.
Kawayama dejó a las tres mujeres frente al hombre de blanco, hizo a éste un gesto con la cabeza y se apartó para observar la escena con los brazos cruzados.
El hombre de blanco, sonriente, sacudió la cabeza con aire apenado y se pasó la mano enguantada por el pelo gris cortado muy corto.
—Muchachas —empezó—, ha sucedido algo realmente malo. Malo para mí, quiero decir, no para ustedes. Para ustedes es estupendo. Me explicaré. —Hizo una inspiración—. Yo soy fabricante de maquinaria agrícola y uno de los más importantes de Sudamérica. Las personas que están conmigo esta noche —hizo un gesto por encima del hombro— son mis vendedores. Nos hemos reunido aquí para que yo pudiera explicarles lo referente a las nuevas máquinas que estamos empezando a producir y darles todos los detalles y especificaciones necesarios; como se imaginan, es todo muy secreto. Pero he descubierto que un espía de una empresa rival norteamericana tuvo noticia de nuestra reunión momentos antes de que comenzara, y como sé de qué manera se maneja esta gente, podría apostar a que fue a la cocina para hablar con alguna de ustedes, o quizás con todas ustedes, y les pidió que escucharan nuestra conversación desde algún... lugar secreto, o tal vez que nos tomaran fotografías —levantó un dedo—. El caso es —explicó— que algunos de mis vendedores trabajaron antes para esta empresa rival, y no saben... Quiero decir que esta firma no sabe quién está ahora conmigo, de manera que a ellos también les sería útil tener fotografías de nosotros. —Hizo un gesto con la cabeza, mientras sonreía tristemente—. Es un negocio muy competitivo —aclaró—, como una pelea de gallos.
Tsuruko, Mori y Yoshiko le miraban inexpresivamente, moviendo ligera y lentamente la cabeza.
Kuwayama, que había dado la vuelta hasta colocarse detrás del hombre de blanco, dijo con seriedad:
—Si alguna de ustedes hizo lo que el senhor...
—¡No me interrumpas! —El hombre de blanco extendió hacia atrás una mano abierta, sin volverse—. Por favor. —Bajó la mano, sonrió y dio un corto paso hacia delante. Este hombre —continuó de buena manera—, un joven norteamericano, debe de haberles ofrecido algún dinero, y tal vez les haya contado alguna historia diciendo que era una broma o algo así, una treta inofensiva que nos estaba preparando. Y yo entiendo perfectamente que muchachas como ustedes, que sin duda no cobran mucho... ¿O me equivoco? ¿Acaso nuestro amigo aquí presente les paga muy bien? —Sus ojos castaños las miraban parpadeantes, esperando respuesta.
Con una risita, Yoshiko sacudió vehementemente la cabeza. El hombre de blanco le acompañó en su risa, tendió una mano hacia el hombro de ella y después la retiró, sin tocarla.
—¡Ya me lo parecía! —exclamó—. ¡Bien seguro estaba yo de que no era así! —Sonrió a Mori y a Tsuruko, que le devolvieron con incertidumbre la sonrisa—. Pues bien, entiendo perfectamente —continuó mientras volvía a ponerse serio— que muchachas en la situación de ustedes, que trabajan mucho y tienen responsabilidades de familia, como tú con tus dos hijos, Mori, entiendo perfectamente que hayan aceptado un ofrecimiento como ése. En realidad, lo que no podría entender sería que no lo hicieran; ¡sería una total estupidez! Una bromita inofensiva, unos pocos cruceiros extra. Las cosas están caras hoy en día, bien lo sé, por eso les di buenas propinas allá arriba. De manera que si les hicieron ese ofrecimiento, y si lo aceptaron, creanme, muchachas, que no estoy enojado ni resentido; lo comprendo, pero necesito saberlo.
—Senhor —protestó Mori—, le doy a usted mi palabra de que nadie me ofreció nada y nadie me pidió que hiciera nada.
—Nadie —afirmó a su vez Tsuruko, sacudiendo la cabeza; lo mismo hizo Yoshiko, que agregó—: En serio, senhor.
—Como prueba de mi comprensión —expresó el hombre de blanco mientras se abría la americana y buscaba algo dentro de ella—, les daré dos veces lo que ese hombre les dio, o dos veces lo que les ofreció únicamente. —Sacó una gruesa billetera negra de piel de cocodrilo, la abrió y mostró los bordes de dos fajos de billetes—. A esto me refería antes, cuando dije que la cosa sería mala para mí pero buena para ustedes. —Miró a las mujeres una tras otra—. Dos veces lo que él les dio —reiteró—. Para ustedes, y la misma cantidad también para el senhor... —con un gesto de la cabeza señaló al japonés, que murmuró «Kawayama»—, para que no se enoje con ustedes tampoco. ¿Eh, muchachas, por favor? ¿Qué les parece? —El hombre de blanco mostró su dinero a Yoshiko—. Hemos dedicado años a este..., a estas nuevas máquinas —le explicó—. ¡Millones de cruceiros! —Mostró el dinero a Mori—. Si sé qué es lo que sabe mi rival, entonces podré dar los pasos necesarios para protegerme. —Mostró los billetes a Tsuruko—. Acelerar la producción, o tal vez encontrar a este joven y... convencerlo de que trabaje con nosotros, darle a él dinero lo mismo que a ustedes y al senhor...
—Kuwayama. Vamos, muchachas, no tengan miedo. Díganselo al senhor Aspiazu, que yo no me enojaré con ustedes.
—¿No ven? —insistió el hombre de blanco—. Todo será para bien. ¡Para todos!
—Es que no hay nada que decir —insistió Mori. Yoshiko, mientras miraba la billetera abierta con sus fajos de billetes, agregó tristemente:
—Nada, en serio —levantó los ojos—. Yo se lo diría con gusto, senhor, pero realmente no hay nada.
Tsuruko miraba la billetera.
El hombre blanco la observaba.
La muchacha levantó los ojos para mirarle, y con vacilación, con confusión, hizo un gesto afirmativo.
El hombre de blanco dejó escapar un suspiro, mientras la miraba atentamente.
—Fue exactamente como usted dijo —admitió la japonesa—. Yo estaba en la cocina, mientras nos preparábamos para servirles a ustedes, y uno de los chicos vino a decirme que afuera había un hombre que quería hablar con alguien que atendiera al grupo de ustedes. Era muy importante. Entonces salí y me encontré con el norteamericano, que me dio doscientos cruceiros, cincuenta antes y ciento cincuenta después. Me dijo que era reportero de una revista, que usted hacía películas y que jamás concedía entrevistas.
—Sigue —le dijo el hombre de blanco, sin dejar de mirarla.
—Dijo que él podría hacer un artículo excelente si descubría cuáles eran las nuevas películas que proyectaba usted filmar. Yo le dije que más tarde usted iba a hablar con sus invitados, como nos había dicho el senhor Kuwayama, y él...
—Te pidió que te escondieras y escucharas.
—No, senhor, me dio un magnetofón de cinta, y yo lo llevé adentro y se lo entregué cuando ustedes terminaron de hablar.
—¿Un... magnetofón de cinta?
Tsuruko asintió con un gesto.
—Me enseñó cómo funcionaba. Dos botones a la vez. —Con ambos índices presionó el aire.
El hombre de blanco cerró los ojos y se quedó inmóvil, oscilando casi imperceptiblemente de lado a lado. Volvió a abrir los ojos, miró a Tsuruko y sonrió débilmente.
—¿Durante toda nuestra reunión estuvo en funcionamiento un magnetofón de cinta? —preguntó.
—Sí, senhor —afirmó ella—. Escondido en un tazón de arroz debajo de la mesa de servir. Funcionó muy bien. Antes de pagarme el hombre lo probó y se mostró muy satisfecho.
El hombre de blanco aspiró una bocanada de aire, se pasó la lengua por el labio superior, dejó escapar el aire y cerrando la boca, tragó saliva. Se apoyó la mano enguantada de blanco en la frente y se la enjugó con un movimiento lento.
—Fueron doscientos cruceiros en total —señaló Tsuruko.
El hombre de blanco la miró, se le acercó un poco más y volvió a hacer una inspiración profunda. Bajando la vista, le sonrió; era media cabeza más alto que ella.
—Querida —le dijo suavemente—, quiero que me cuentes todo lo que puedas sobre ese hombre. ¿Era joven? ¿De qué edad? ¿Qué aspecto tenía?
Tsuruko, incómoda por su proximidad, empezó a hablar.
—Tendría veintidós o veintitrés años, creo, aunque no pude verle muy bien. Muy alto, de buen aspecto, cordial. Tenía el pelo castaño, muy rizado.
—Muy bien —contestó el hombre de blanco—, excelente descripción. Y vestía tejanos...
—Sí, y una chaqueta de la misma tela, corta y de color azul. También tenía una bolsa de unas líneas aéreas, con correa. —Con un gesto se señaló el hombro—. Allí llevaba el magnetofón.
—Muy bien, eres muy observadora, Tsuruko. ¿Qué línea aérea?
Ella lo miró apenada.
—No me di cuenta. Era azul y blanca.
—Una bolsa azul y blanco de alguna línea aérea. Está bien. ¿Qué más?
La muchacha frunció el ceño, sacudió la cabeza y después recordó:
— ¡Se llama Hunter, senhor! —dijo alegremente.
—¿Hunter?
—¡Sí, senhor! Hunter. Lo dijo muy claramente. El hombre blanco sonrió sin alegría.
—Ya lo creo que sí. Sigue, ¿qué más?
—Hablaba mal el portugués. Me dijo que yo era una «ayuda grande» para él; hablaba con muchos errores así, y la pronunciación era muy mala.
—Conque no hace mucho tiempo que está aquí, ¿no es cierto? Tú sí que eres una «ayuda grande» para mí, Tsuruko. Adelante.
—Eso es todo, senhor —agregó la muchacha con el ceño fruncido, mientras se encogía de hombros con un gesto de impotencia.
—Por favor, trata de recordar algo más, Tsuruko; no tienes idea de lo importante que es esto para mí.
Ella se mordió un nudillo de la mano, tensamente cerrada, y sacudió la cabeza mientras volvía a mirarlo.
—¿No te dijo cómo ponerte en contacto con él para el caso en que yo concertara otra reunión?
—¡No, senhor! ¡No! Nada de eso, nada. Se lo diría.
—Sigue pensando.
Repentinamente, el rostro preocupado de Tsuruko se iluminó.
—Está en un hotel. ¿Le sirve eso de algo?
Los ojos castaños la miraron interrogativamente.
—Dijo que comería en su hotel. Yo le pregunté si quería comer algo, porque le había dado hambre mientras esperaba, y fue eso lo que me dijo; que comería en su hotel.
—¿Viste? —preguntó el hombre de blanco, mirándola—. Había algo más —dio un paso hacia atrás; bajó los ojos y abrió la billetera. De ella sacó cuatro billetes de cien cruceiros, que entregó a la japonesa.
— ¡Gracias, senhor!
Kuwayama se acercó más, sonriente.
El hombre de blanco le entregó cuatro billetes, y dio a Mori y a Yoshiko uno para cada una. Después de guardarse nuevamente la billetera, sonrió a Tsuruko y la reprendió:
—Eres una buena chica, pero en el futuro deberías prestar un poco más de atención a los intereses de tus patrones.
—Eso haré, senhor. Se lo prometo.
—No sea riguroso con ella —dijo el hombre de blanco a Kuwayama—, se lo ruego.
—¡Oh, no, ya no! —sonrió el japonés, sacando la mano del bolsillo.
El hombre de blanco tomó el sombrero y la cartera que había dejado en la mesa y con una sonrisa a las mujeres que se inclinaban ante él y a Kuwayama se apartó de ellos y se dirigió hacia los hombres que le esperaban, observándolo.
Su sonrisa se extinguió y sus ojos se entrecerraron.
—¡Perra amarilla hija de puta, le cortaría las tetas! —masculló en alemán, al acercarse a los hombres, y les informó del episodio del magnetofón.
—Antes de entrar registramos la calle y todos los coches —informó el hombre rubio— y no había ningún norteamericano con tejanos.
—Ya lo encontraremos —afirmó el hombre de blanco—. Trabaja solo, porque todos los grupos que siguen en actividad están en Río y en Buenos Aires. Y éste es un aficionado, no solamente por su edad, ya que tiene veintidós o veintitrés años, sino también porque da el apellido «Hunter», que en inglés significa Cazador; si fuera experimentado no andaría haciendo estos chistes. Además, es estúpido, porque si no, no habría dejado que esta hija de perra supiera que está en un hotel.
—A menos —señaló Schwimmer—, que no esté en un hotel.
En ese caso, se trata de un tipo despierto —dijo el hombre de blanco— y mañana a la mañana yo me cuelgo. Vamos a ver. Hessen, nuestro paulista que se deja seguir por un «Cazador» aficionado, nos presentará ahora sus disculpas dando a cada uno de vosotros el nombre de un hotel. —Miró a Hessen, que estaba examinando su sombrero y levantó la vista—. Un hotel de la categoría suficiente para servir comidas a altas horas de la noche —le explicó el hombre de blanco—, pero no tan bueno para no recibir clientes que usen tejanos. Ponte en el lugar de él: eres un chico llegado de los Estados Unidos, que viene siguiendo la pista de Horst Hessen, o quizás incluso de Mengele; ¿en qué hotel te quedarías? Tienes el dinero suficiente para dar una suculenta propina y sobornar a las camareras, porque no creo que la muy perra nos haya mentido sobre la cantidad, pero eres un romántico; quieres tener la sensación de ser un nuevo Yakov Liebermann, no un turista adinerado. Cinco hoteles, por favor, Hessen, por orden de probabilidades.
Miró a los otros antes de continuar.
—Cuando Hessen dé el nombre de un hotel —dijo sacáis una caja de cerillas de ese tazón que está allí y os vais afuera a darle el nombre a un taxista. Cuando lleguéis al hotel, averiguáis si tienen o no a un norteamericano alto y joven de pelo castaño y rizado, que ha llegado recientemente vestido con tejanos, una chaqueta corta de sarga azul, y una bolsa con correa de alguna línea aérea, de color azul y blanco. Después telefoneáis al número que hay en la caja de fósforos. Yo esperaré aquí. Si la respuesta es afirmativa, Rudi, Tintin y yo iremos inmediatamente; si la respuesta es negativa, Hessen os dará el nombre de otro hotel. ¿Está todo claro? Bueno. En media hora lo habremos encontrado, y no habrá terminado siquiera de escuchar la maldita cinta. ¿Hessen?
—«El Nacional» —dijo Hessen a Mundt, y éste repitió «El Nacional», y se fue a buscar una caja de fósforos.
—El «Del Rey» —dijo Hessen a Schwimmer, y fue agregando sucesivamente—: el «Marabá» —a Traunsteiner—, el «Comodora» —a Farnbach, y finalmente le indicó a Kleist—: el «Savoy».
El joven escuchó unos cinco minutos, después detuvo el magnetofón, lo rebobinó y empezó de nuevo desde el punto donde terminaban de admirar lo que fuera que estuviesen admirando y «Aspiazu» decía Lasst uns jetzt Geschäft reden, meine Jungens. Vaya si empezaban a hablar de negocios. ¡Y qué negocios, Dios!
Esta vez escuchó la grabación completa, exclamando de vez en cuando « ¡Dios mío!», « ¡Dios todopoderoso!», y después de que se oyera un «clonc» y un largo silencio que debían corresponder al momento en que la camarera descendía las escaleras con el tazón, detuvo el magnetofón y rebobinó parcialmente la cinta, para volver a escuchar algunos fragmentos y asegurarse de que la cosa realmente era así y de que él no estaba alucinado de hambre o alguna otra cosa.
Después empezó a pasearse hasta donde se lo permitía la habitación, mientras sacudía la cabeza y se rascaba la nuca, intentando calcular qué demonios hacer en ese berenjenal de no saber quién estaría con ellos, o por lo menos pagado por ellos.
Finalmente decidió que no había más que una cosa que hacer, y cuanto antes mejor, independientemente de la diferencia de horario. Llevó el magnetofón a la mesilla y lo puso junto al teléfono; sacó su billetera y se sentó sobre la cama. Encontró la tarjeta con el nombre y el número, la calzó bajo el teléfono y levantó el auricular, mientras volvía a guardarse en el bolsillo la billetera. Marcó el número de las conferencias internacionales.
—Le llamaré cuando tenga la comunicación. —Por la voz, la muchacha parecía atractiva.
—Esperaré —dijo él, pensando que ella podía irse a bailar—. Dese prisa, por favor.
—Llevará cinco o diez minutos, senhor.
El joven escuchó cómo le daba el número a una telefonista de ultramar, mientras ensayaba mentalmente lo que iba a decir. Siempre y cuando, naturalmente, Liebermann estuviera en su casa y no hubiera salido a pronunciar algún discurso o a seguir alguna pista. ¡Por favor, que el señor Liebermann estuviera en casa!
Se oyó un golpecito en la puerta.
—Ya es casi la hora —dijo el joven en inglés, y sin dejar el teléfono se levantó, tendió la mano y consiguió girar el picaporte para abrir la puerta. Entró un camarero de bigotes caídos con un plato cubierto por una servilleta y una botella de Brahma, pero en la bandeja no había vaso.
—Lamento haber tardado —se disculpó el camarero—. A las once se van todos, y he tenido que hacerlo solo.
—Está bien —dijo el joven en portugués—. Ponga la bandeja en la cama, por favor.
Me olvidé del vaso.
—No importa. No necesito vaso. Dame la nota y el lápiz, por favor.
Sosteniéndola con la mano en que tenía el teléfono, firmó la nota contra la pared, y agregó una propina al total.
El camarero salió sin darle las gracias, y eructó mientras cerraba la puerta.
Debería haberse quedado en el «Del Rey».
Volvió a sentarse en la cama, mientras el teléfono emitía un silbido hueco en su oído. Se dio la vuelta para sostener la bandeja, que tenía estampado en un ángulo, en grandes letras negras, la palabra Miramar: a prueba de ladrones. La levantó y con un gesto de fastidio la arrojó a un lado; el sandwich era grueso, estupendo, todo de pollo, sin lechuga ni ninguna otra basura. Olvidado ya del camarero, lo partió por la mitad, inclinó la cabeza y le dio un gran mordisco. Estaba delicioso. ¡Si estaba muerto de hambre!
—Ich möchte Wein —dijo alguien—. Wein!
El joven pensaba en la cinta y en lo que le diría a Yakov Liebermann, y sentía como si tuviera la boca llena de cartón; masticó y masticó hasta conseguir tragar un poco. Después dejó el sandwich y tomó la botella de cerveza. Era una de las mejores, realmente, pero en ese momento le parecía inmunda.
—No falta mucho —anunció la telefonista.
—Eso espero. Gracias.
—Su conferencia, senhor.
Se oía sonar un teléfono.
Se bebió otro trago y dejó la botella, se enjugó la mano sobre la rodilla del tejano y se acercó más al auricular.
El otro teléfono sonaba y sonaba, hasta que lo levantaron:
—Ja? —se oyó tan claro como si lo pronunciaran a la vuelta de la esquina.
—¿El señor Liebermann?
—Ja. Wer’st da?
—Habla Barry Koehler. ¿Me recuerda, señor Liebermann? Yo fui a verle a comienzos de agosto, porque quería trabajar para usted. Soy Barry Koehler, de Evanston, Illinois.
Silencio.
—¿Señor Liebermann?
—Barry Koehler, yo no sé qué hora es en Illinoise, pero en Viena está tan oscuro que no puedo ver el reloj.
—No estoy en Illinois, estoy en São Paulo, Brasil
—No por eso hay más luz en Viena.
—Lo siento, señor Liebermann, pero tengo buenas razones para llamarle. Espere a escucharme.
—No me lo diga, que ya adivino: ha visto usted a Martin Bormann en una estación de autobús.
—No, a Bormann no. A Mengele. Y no lo vi, pero tengo una cinta grabada de una conversación de él. En un restaurante.
Silencio.
—¿Recuerda al doctor Mengele? —le urgió—. ¿Al hombre que dirigía Auschwitz? ¿A El Ángel de la Muerte?
—Gracias. Pensé que se refería usted a algún otro Mengele. A El Ángel de la Vida.
—Disculpe —dijo Barry—, pero usted estaba tan...
—Yo lo acorralé en la jungla; conozco a Josef Mengele.
—Pero se quedó usted tan callado que tuve que decir algo. Ahora no está en la jungla, señor Liebermann. Esta noche estaba en un restaurante japonés. ¿Acaso no usa el apellido Aspiazu?
—Usa montones de apellidos: Gregory, Fischer, Breitenbach, Rindon...
¿Y Aspiazu no?
Silencio.
—Ja. Pero me imagino que también lo usan personas que tienen derecho a usarlo.
—Es él —insistió Barry—. Tenía consigo a la mitad de la SS. Y va a mandarles a matar a noventa y cuatro hombres. Con él estaban Hessen, Kleist, Traunsteiner y Mundt.
—Escuche, no estoy seguro de haberme despertado. Usted ¿está despierto? ¿Sabe usted de qué está hablando?
— ¡Sí! ¡Le haré oír la cinta! La tengo aquí mismo.
—Un minuto, por favor. Empiece desde el principio.
—Está bien. —Barry tomó la botella y bebió un poco de cerveza; que fuera él quien escuchara el silencio, para variar.
—¿Barry?
¡Jo, jo!
—Aquí estoy, estaba bebiendo un poco de cerveza, nada más.
—Ah.
—Un sorbo, señor Liebermann; me muero de sed Todavía no he cenado, y esta cinta me tiene tan alterado que no puedo comer. Tengo conmigo un sandwich de pollo fantástico, y no puedo ni tragarlo siquiera.
—¿Qué hace usted en São Paulo?
—Como usted no quiso aceptarme, decidí venirme aquí por mi cuenta. Tengo más motivos de lo que usted cree.
No es cuestión de sus motivos, sino de mis finanzas.
—Le dije que trabajaría gratis; ahora, ¿quién me paga? Mire, no hablemos de esto. Me vine, empecé a husmear, y finalmente pensé que lo mejor sería andar rondando por la fábrica de la «Volkswagen», donde trabajaba Stangl. Lo hice, y hace un par de días descubrí a Horst Hessen; me pareció por lo menos, aunque no estaba seguro. Ahora tiene el pelo casi plateado, y debe de haberse hecho la cirugía plástica. Pero de todas maneras me pareció que era él y empecé a seguirlo. Hoy se fue temprano a su casa... No se imagina usted la casa tan bonita que tiene, con una esposa que es un bombón y dos hijas, y a las siete y media vuelve a salir y toma un autobús hacia el centro de la ciudad. Yo lo sigo a su exótico restaurante japonés y veo que sube a una reunión privada. El que vigila las escaleras es un nazi, y la fiesta la ofrece un tal «senhor Aspiazu». De los Aspiazu de Auschwitz.
Silencio.
—Siga.
—De manera que di la vuelta por la parte de atrás y me puse en contacto con una de las camareras. Doscientos cruceiros más tarde, la chica me dio una cassette entera de «Mengele despacha a sus tropas». Lo que dice Mengele es claro como el cristal; en cuanto a las tropas, hablan unas veces con bastante claridad y otras mascullan. Señor Liebermann, se van mañana, a Inglaterra, Alemania, los Estados Unidos ¡a todas partes! Es una operación Kameradenwerk de gran alcance y alucinante, y realmente lamento haberme metido en este asunto, que se supone...
—Barry.
—...que cumplirá el destino de la raza aria, ¡por Dios!
—¡Barry!
—¿Qué?
—Cálmese.
—Si estoy calmado. Bueno, no. De acuerdo. Ahora sí estoy calmado. Realmente. Le voy a rebobinar la cinta y volveré a pasársela. Ahora oprimo el botón. ¿Ve?
—¿Quiénes son los que salen, Barry? ¿Cuántos?
—Seis. Hessen, Traunsteiner, Kleist, Mundt, y otros dos... Schwimmer y Farnbach. ¿Los conoce usted?
—A Schwimmer, Farnbach y Mundt no.
—¿A Mundt? ¿No conoce a Mundt? ¡Si está en su libro, señor Liebermann! Allí es donde yo tuve noticias de él.
—¿Un Mundt, en mi libro? No.
—¡Sí! En el capítulo sobre Treblinka. Lo tengo en mi maleta; ¿quiere usted que le dé el número de página?
—Yo jamás oí hablar de Mundt, Barry; se equivoca.
—Oh, por Dios. Está bien, dejémoslo. De todas maneras, en total son seis, y se van durante dos años y medio, y tienen ciertas fechas en las cuales se supone que tienen que matar a ciertas personas, y aquí viene la parte más alucinante. ¿Está usted listo, señor Liebermann? Esos hombres que van a matar, y que son noventa y cuatro, son todos funcionarios de sesenta y cinco años. ¿Qué le parece el estofado?
Silencio.
—¿El estofado?
El joven suspiró.
—Es una expresión —explicó.
—Barry, permítame que le pregunte algo. Esa cinta está en alemán, ¿verdad? ¿Puede usted...?
—¡Lo comprendo perfectamente! No lo hablo muy bien, pero lo entiendo perfectamente. Mi abuela no habla otra lengua, y es la que mis padres usaban cuando querían guardar el secreto. Ni siquiera cuando yo era pequeño les resultaba.
—La Kameradenwerk y Josef Mengele envían hombres...
—A matar funcionarios públicos de sesenta y cinco años. Entre ellos, algunos de sesenta y cuatro y otros de sesenta y seis. Ya tengo la cinta rebobinada y ahora se la voy a pasar, y después usted me dirá a quién debo llevársela que tenga un cargo importante y que sea de confianza. Y usted lo llamará para decirle que voy a ir a verle, para que me reciba, y me reciba pronto. Tenemos que detenerlos antes de que partan. La primera muerte está programada para el dieciséis de octubre. Espere un momento, que tengo que encontrar el lugar; al principio se van sentando y parecen estar admirando algo.
—Barry, es ridículo. Su magnetofón debe de andar mal. O si no... O si no, no son los hombres que usted cree.
Se oyó un triple golpe en la puerta.
—¡Váyase! —gritó el joven mientras cubría el auricular; después se acordó y habló en portugués—: ¡Estoy hablando por conferencia!
Deben ser otras personas —decía el teléfono—. Alguien que está gastándole una broma.
—¿Señor Liebermann, quiere usted escuchar la cinta?
Golpes más fuertes, como una incesante cortina de fuego.
—Mierda. Un momento —dejó el teléfono sobre la cama, se levantó y se dirigió hacia la puerta, que se sacudía, apoyando la mano en el picaporte—. ¿Qué hay?
En portugués habló presurosa una voz de hombre
—¡Más despacio! ¡Más despacio!
—Senhor, aquí hay una señora japonesa que busca a alguien que se le parece a usted. Dice que tiene que advertirle sobre algo que un hombre está... —El joven hizo girar el picaporte, y por la puerta irrumpió como un toro un hombre moreno que de un empellón lo echó de espaldas; le aferraron, le dieron la vuelta, le golpearon en la boca, le retorcieron el brazo hacia la espalda; el nazi de las escaleras se precipitó sobre él con un cuchillo de veinte centímetros de largo, brillante y afilado. Cuando le echaron la cabeza hacia atrás, le pareció que el techo se movía teñido de pálidas manchas de humedad de color marrón; el brazo le dolía y, muy en lo profundo, el estómago también.
El hombre de blanco entró en la habitación con el sombrero puesto y la cartera en la mano. Cerró la puerta y se detuvo ante ella para observar cómo el rubio apuñalaba y volvía a apuñalar al joven norteamericano. Clavar, girar, sacar; clavar, girar, sacar; teñido de rojo, el cuchillo se hundía entre las costillas cubiertas por la camisa blanca.
Jadeante, el rubio dejó de golpear, y el hombre de pelo negro bajó suavemente hasta el suelo al muchacho, cuyos ojos seguían mirando con aire sorprendido. Allí lo dejó tendido sobre al alfombra gris, mitad sobre la madera barnizada. Por encima, el rubio tendió su cuchillo ensangrentado y pidió una toalla al de pelo oscuro.
El hombre de blanco miró a la cama, se dirigió hacia ella y dejó su cartera en el suelo.
—¿Barry? —preguntaba el teléfono desde la cama.
El hombre de blanco miró el magnetofón que estaba en la mesilla y oprimió con un dedo blanco el último de los botones. La ventanilla saltó, y la cassette quedó en libertad. El hombre de blanco la recogió, la miró y se la guardó en el bolsillo de la americana. Echó un vistazo a la tarjeta que asomaba bajo el teléfono, la tomó y miró al auricular que seguía sobre la cama.
—¡Barry! —insistía el aparato—. ¿Está usted ahí?
Lentamente el hombre de blanco tendió la mano y levantó el auricular; después se lo llevó al oído. Mientras escuchaba, sus ojos castaños se estrecharon, y las narices, surcadas de venas, se le estremecían, Frente a la boquilla del teléfono, sus labios se abrieron y quedaron abiertos. Después se cerraron y se apretaron firmemente, mientras el bigote se le erizaba.
Dejó el teléfono en la horquilla, retiró los dedos y se quedó mirándolo. Mientras se volvía, masculló:
—He estado a punto de hablar con él. Qué ganas tenía.
El rubio, que con una toalla limpiaba su cuchillo enrojecido, le miró con curiosidad.
—Odiarse recíprocamente durante tanto tiempo —prosiguió el hombre de blanco—. Y lo he tenido aquí, en la mano. ¡Podía hablar finalmente con él! —Volviéndose otra vez hacia el teléfono, agitó la cabeza con aire apenado—. Liebermann, maldito judío —murmuró en voz baja—. Tu espía ha muerto, y no sé cuánto te habrá contado. Pero no tiene importancia; aquí nadie te escuchará, si no tienes pruebas Y la prueba la tengo en el bolsillo. Los míos partirán mañana. El Cuarto Reich se acerca. Adiós, Liebermann. Te veré en la puerta de la cámara de gas. —Con una sonrisa, sacudió la cabeza, y se dio la vuelta, guardándose la tarjeta en el bolsillo—. Pero habría sido una tontería —reflexionó—. Podría haber estado grabando otra cinta.
Junto a un armario abierto, el hombre de pelo negro señaló una maleta que había en su interior y preguntó en portugués:
—¿Tengo que guardar estas cosas, doctor?
—Eso lo hará Rudi. Tú baja en busca de Traunsteiner. Busquen una puerta de emergencia que puedan abrir y lleven allí el coche. Entonces, que uno de ustedes suba para ayudarnos. Y no le digas que el chico estaba hablando por teléfono. Dile que estaba escuchando la cinta.
El hombre de pelo negro hizo un gesto de asentimiento y salió.
—¿No los atraparán? —preguntó en alemán el rubio—. Me refiero a ellos.
—El trabajo hay que hacerlo —dijo el hombre de blanco, mientras sacaba el estuche de las gafas—. En la mejor medida posible, y a cualquier precio. Si tenemos suerte, lo harán todo. ¿Quién va a prestar oídos a Liebermann? Él mismo no lo creyó; ustedes oyeron cómo discutía el chico con él. Dios nos ayudará, y morirá una buena cantidad de los noventa y cuatro. —Se puso las gafas, sacó una caja de fósforos del bolsillo y se volvió hacia el teféfono. Levantó el auricular y leyó un número a la telefonista.
—Hola —saludó alegremente—. El señor Hessen, por favor. —Miró a su alrededor mientras cubría con los dedos enguantados de blanco la boquilla del teléfono—. Vacíale los bolsillos, Rudi. Y allí, debajo de la mesa, hay unas zapatillas. ¿Hessen? Doctor Mengele. Todo espléndido, no hay ningún motivo de preocupación. No era más que el aficionado que me imaginé. Ni siquiera creo que entendiera alemán. Envíe a los chicos a casa para que practiquen con las firmas; esto no ha sido más que un episodio para redondear la velada. No, me temo que hasta 1977 no; tan pronto como terminemos me volveré a la granja. Vaya usted con Dios, Horst. Y por favor, dígaselo en mi nombre a los demás: «Vayan con Dios.»
Colgó el auricular y dijo:
—Heil Hitler.
2
El Burggarten, con su estanque y su monumento a Mozart, su césped, sus caminos y la estatua ecuestre del emperador Francisco, está lo bastante cerca de las oficinas vienesas de «Reuter», la agencia internacional de noticias, para que los corresponsales y las secretarias se vayan ahí a almorzar en los días más agradables del año. El lunes 14 de octubre el día estaba fresco y nublado, pero de todas maneras cuatro empleados de «Reuter» acudieron al «Garten»; se instalaron en un banco, desenvolvieron sus sandwiches, y se sirvieron vino blanco en vasos de papel.
Uno de los cuatro, el que servía el vino, era Sydney Beynon, el más antiguo en Viena. Natural de Liverpool, aunque tuviera dos ex esposas vienesas, con sus 44 años, Beynon se parecía mucho al rey Eduardo en el momento de abdicar, con sus gafas de concha. Mientras volvía a dejar la botella sobre el banco, junto a él, y sorbía apreciativamente su vaso de vino, vio venir hacia él a Yakov Liebermann, con sombrero marrón y un impermeable negro, abierto, y se sintió súbitamente deprimido por la culpa.
Durante la semana anterior, le habían avisado varías veces que Liebermann le había telefoneado con el ruego de que lo llamara a su vez. Aunque por lo común respondía puntillosamente a las llamadas, no lo había hecho aún y, enfrentado ahora con su involuntaria descortesía, se sintió doblemente culpable; primero, porque en sus años más famosos, la época en que fueron capturados Eichmann y Stangl, Liebermann había sido la fuente de algunos de sus mejores artículos y los que lo hicieron más famoso; y segundo porque aquel perseguidor de nazis hacía que todo el mundo se sintiera siempre culpable. Alguien... ¿sería Stevie Dickens? había dicho de él: «Lleva toda la maldita escena del campo de concentración pintada en los faldones de la americana. Todos aquellos judíos le saludaban a uno gimiendo desde su tumba cada vez que Liebermann entra en una habitación.» Triste, pero cierto.
Y tal vez Liebermann se diera cuenta de eso, porque siempre se presentaba como se presentó entonces ante Beynon, a un paso más allá de la distancia social habitual, con un leve aire de estar disculpándose; era, pensaba Beynon, como el portador considerado de una enfermedad contagiosa.
—Hola, Sydney —saludó Liebermann, tocándose el ala del sombrero—. Por favor, no se levante.
A Beynon le molestaba más la culpa que el hecho de tener el sandwich en las rodillas, así que de todas maneras hizo el esfuerzo de levantarse a medias.
—¡Hola, Yakov! Me alegro de verle —tendió la mano, y Liebermann se inclinó hacia delante para envolvérsela, casi sin presión alguna, en el calor de la suya—. Lamento no haberle llamado todavía —se disculpó Beynon—, pero toda esta semana he estado yendo y viniendo a Linz.
Volvió a sentarse, y con el vaso en la mano hizo las presentaciones:
—Freya Neustadt, Paul Higbee, Dermot Brody. Éste es Yakov Liebermann.
—Oh, vaya —Freya se frotó una mano huesuda a lo largo de la falda y la extendió después, con una sonrisa vivaz—. ¿Cómo está? Encantada de conocerle También tenía aspecto culpable.
Mientras observaba cómo Liebermann saludaba con la cabeza y estrechaba las manos a todos los presentes, Beynon se sintió consternado al advertir cuánto había envejecido y cómo parecía haber achicado desde la última vez que le viera, unos dos años antes. Su aspecto seguía siendo dominador, pero ya no tan masivo ni tan impregnado de la sugestión de fuerza que tuviera entonces; los anchos hombros parecían abrumados por el leve peso del impermeable, y el rostro, antes poderoso, aparecía arrugado y de un color agrisado, con los ojos fatigados bajo los párpados que se entrecerraban. La nariz, por lo menos no habla cambiado, seguía siendo la ganchuda nariz semítica, pero el bigote empezaba a ponérsele gris y estaba mal recortado. El pobre tipo había perdido a su mujer y además un riñón, o algo así, y también los fondos de su Centro de Información sobre Crímenes de Guerra; esas pérdidas estaban escritas sobre su persona: en el sombrero viejo, arrugado y lleno de manchas, en el nudo de la corbata oscurecido, y al leerlas, Beynon se dio cuenta de por qué, inconscientemente, no había contestado a la llamada. Su culpa aumentó, pero la reprimió diciéndose que evitar a los perdedores era un instinto sano y natural, incluso cuando... o quizás especialmente cuando esos perdedores habían sido alguna vez ganadores.
Claro que de todas maneras había que ser bondadoso.
—Siéntese, Yakov —le invitó cordialmente, señalando con un gesto el extremo del banco, a su lado, y acercando más la botella de vino.
—No quiero molestarle mientras almuerza —dijo Liebermann, en su inglés con acento alemán—. ¿Y si habláramos más tarde?
—Siéntese —insistió Beynon—. Con esta gente ya estoy bastante en la oficina. —Dio la espalda a Freya y la empujó un poquito; la muchacha se apartó unos centímetros y miró hacia el otro lado. Beynon agregó el espacio adicional al extremo del banco y, volviendo a sonreír a Liebermann, con un gesto le invitó a sentarse.
Liebermann lo hizo, con un suspiro. Con sus grandes manos se aferró las rodillas y miró con gesto ceñudo hacia abajo, mientras sacudía los pies.
—Zapatos nuevos —comentó—. Me están matando de dolor.
—Y en otro sentido ¿cómo anda usted? —preguntó Beynon—. ¿Y su hija?
—Yo estoy bien y ella perfectamente. Ahora tiene tres hijos: dos niñas y un varón.
—Ah, estupendo —Beynon tocó el cuello de la botella, que había quedado entre ellos—. Lamento que no tengamos otro vaso.
—No, no. De todas maneras no me lo permiten Nada de alcohol.
Me comentaron que estuvo usted en el hospital...
—Entrando y saliendo. —Liebermann se encogió de hombros y volvió sus cansados ojos castaños hacia Beynon—. Tuve una llamada telefónica muy rara —le dijo—, hace una semana. En plena noche. Un muchacho de los Estados Unidos, de Illinois, me llama desde São Paulo. Tiene una cinta de Mengele Usted sabe quién es Mengele, ¿no es cierto?
—Uno de los nazis que usted busca, ¿no es eso?
—Que todo el mundo busca, no solamente yo —corrigió Liebermann—. El Gobierno alemán sigue ofreciendo sesenta mil marcos por él. Fue el médico jefe de Auschwitz. Lo llamaba el Ángel de la Muerte. Tenía dos títulos, médico y doctor en filosofía, e hizo miles de experimentos con niños, gemelos, tratando de conseguir buenos arios, de cambiar los ojos castaños en azules con sustancias químicas, a través de los genes. ¡Un hombre con dos títulos! Y los mataba: miles de gemelos de toda Europa, judíos y no judíos Todo está en mi libro.
Beynon levantó la mitad de su sandwich de huevo y ensalada y lo mordió con decisión.
—Después de la guerra se volvió a Alemania —continuó Liebermann—. Su familia es rica, en Gunzburg; fabricantes de maquinaria agrícola. Pero como su nombre empezó a aparecer en los procesos, la ODESSA lo sacó y lo llevó a Sudamérica. Allí le encontramos y le perseguimos de una ciudad a otra: Buenos Aires, Bariloche, Asunción. Desde 1959 vive en la selva, en una colonia junto a un río, en la frontera entre Brasil y Paraguay. Cuenta con un ejército de guardaespaldas y, como ha obtenido la ciudadanía paraguaya, no se puede pedir la extradición. Pero de todas maneras tiene que vivir escondido, porque por allá hay grupos de jóvenes judíos que siguen buscándole. A veces, alguno de estos chicos aparece flotando en el río, el Paraná, degollado.
Liebermann hizo una pausa. Freya tocó en el brazo a Beynon y le pidió el vino; él le pasó la botella.
—Pues ese chico tiene una cinta —contó Liebermann, sin dejar de mirar hacia delante, con las manos sobre las rodillas—. Mengele en un restaurante, enviando antiguos integrantes de la SS a Alemania, Inglaterra, Escandinavia y los Estados Unidos. Para matar a un montón de personas de sesenta y cinco años. —Se dio vuelta para sonreír a Beynon—. ¿Una locura, no? Y es una operación muy importante, en la que interviene también la Kameradenwerk, no solamente Mengele. La Organización de Camaradas, que se ocupa de su seguridad y de conseguirles trabajo donde estén. ¿Le gusta el estofado, como se suele decir?
Beynon le miró, parpadeando, y sonrió.
—No, me temo que no —admitió—. ¿Oyó usted realmente la cinta?
Liebermann sacudió la cabeza.
—No. En el momento exacto en que se disponía a hacérmela oír, se oyó un golpe en la puerta, en la puerta suya, y se dirigió a abrir. Se oyeron golpes, y un poco después colgaron el teléfono.
—Un efecto perfectamente sincronizado —comentó Beynon—. Huele bastante a timo, ¿no le parece? ¿Quién es él?
Liebermann se encogió de hombros.
—Alguien que me oyó hablar hace dos años en la Universidad de Princeton, donde él estudiaba. En agosto vino a verme y dijo que quería trabajar para mí. ¿Necesito yo acaso más gente que trabaje para mí? Si no estoy trabajando más que con un puñado de la gente de antes. Supongo que usted sabe que todo mi dinero, todo el dinero del Centro, estaba en el Allgemeine Wirtschaftsbank.
Beyron hizo un gesto de asentimiento.
—Ahora el Centro está en mi apartamento, todos los archivos, algunos escritos, yo y mi cama. El techo se está rajando, el dueño de casa quiere echarme. La única gente nueva que necesito es para reunir fondos, y no era eso lo que podía hacer este muchacho. Entonces se fue a São Paulo, a trabajar por su cuenta.
—No es precisamente la persona en quien yo pondría mucha fe.
—Exactamente lo que pensé cuando me llamó. Y tampoco todos los hechos que citaba eran correctos. Me dijo que uno de los hombres de la SS se llama Mundt, y que lo sabe por mi libro. Pues bien, yo sé que en mi libro no hay ningún Mundt. Yo jamás he oído hablar de ningún Mundt. De manera que con eso no aumentó mi confianza. Pero así y todo... Después de los golpes, mientras yo le gritaba diciéndole que volviera al teléfono, se oyó un ruido, no muy alto, pero sí muy claro, y era una cosa y no podía ser nada más: una cassette repulsada de un magnetofón...
—Expulsada —corrigió Beynon.
—¿No repulsada? ¿Empujada hacia afuera?
—Eso es expulsada. Repulsada es rechazada, echada hacia atrás.
—Ah —asintió Liebermann—. Gracias. Una cassette expulsada de un magnetofón, entonces. Y una cosa más. Hubo un largo silencio entonces, y yo también permanecía en silencio, tratando de distinguir los golpes en función del ruido de la cassette; y en ese largo silencio —dirigió a Beynon una mirada ominosa—, por el teléfono me llegaba odio, Sydney. —Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Un odio como jamás he sentido antes, ni siquiera cuando Stangl me miró en la sala del tribunal. Me llegaba con tanta claridad como la voz del chico y tal vez fuera por lo que él me había dicho, pero me sentí absolutamente seguro de que ese odio venía de Mengele. Y cuando colgaron el teléfono, me quedé absolutamente seguro de que quien lo colgó había sido Mengele.
Miró a lo lejos mientras se inclinaba hacia delante, con los codos sobre las rodillas y aferrándose una mano con la otra.
Beynon le observaba, escéptico pero conmovido.
—¿Y qué hizo usted? —le preguntó.
Liebermann se enderezó, se frotó las manos, miró a Beynon y se encogió de hombros.
¿Qué podía hacer, en Viena a las cuatro de la mañana? Tomé nota de lo que había dicho el chico, de todo lo que pude recordar, lo leí, y me dije que él estaba chiflado y yo estaba chiflado. Sólo que ¿quién... expulsó la cassette y colgó el teléfono? Tal vez no fuera Mengele, pero alguien fue. Más tarde, cuando ya era de mañana, llamé a Martin McCarthy a la embajada de los Estados Unidos en Brasilia; él llamó a la Policía de São Paulo, y ellos se comunicaron con la compañía telefónica y descubrieron de dónde había venido la llamada que yo recibí. De un hotel. El muchacho desapareció de él durante la noche. Llamé a Pacher, aquí en Viena, y le pregunté si podía conseguir que Brasil vigilara a los hombres de la SS, ya que el chico dijo que partían ese día. Pacher no se rió exactamente de mí, pero dijo que no: sin algo concreto, no. Que un chico desaparezca de la habitación de un hotel sin pagar la cuenta no es bastante concreto. Tampoco lo es que yo diga que los hombres de las SS se van del país porque ese chico me lo contó. Traté de hablar con el fiscal alemán que está a cargo del caso Mengele, pero no estaba. Si todavía fuera Fritz Bauer, él estaría cuando yo llamo, pero el nuevo no estaba. —Volvió a encogerse de hombros, y se frotó el lóbulo de la oreja—. Así que han salido ya del Brasil, si el chico tenía razón, y a él todavía no lo han encontrado. Su padre está apremiando a la Policía; tengo entendido que es un hombre acomodado. Pero al hijo hay que darle por muerto.
—Para mí no es muy fácil publicar en Viena un artículo sobre... —dijo Beynon con tono de disculpa.
—No, no, no —interrumpió Liebermann, mientras apaciguaba a Beynon apoyándole una mano en la rodilla—. No quiero que publique usted un artículo. Lo que quiero que haga es esto, Sydney; estoy seguro de que es posible y espero que no sea demasiado problema. El chico me dijo que la primera muerte se produciría pasado mañana, el dieciséis de octubre. Pero no dijo dónde. ¿Puede pedir a su oficina principal de Londres que le mande los recortes o informaciones de las otras oficinas? ¿De todos los hombres de sesenta y cuatro a sesenta y seis años que sean asesinados o mueran en algún accidente? Cualquier cosa, salvo muertes naturales, a partir del miércoles. Solamente hombres de sesenta y cuatro a sesenta y seis años.
Beynon frunció el ceño, se acomodó las gafas y miró a Liebermann con aire de duda.
—No era un timo, Sydney. No era muchacho para hacer una cosa así. Hace tres semanas que falta y escribía regularmente a su casa; incluso llamaba por teléfono cuando cambiaba de hotel.
—Admito que es probable que esté muerto —comentó Beynon—. Pero, ¿no podría ser que lo hubieran matado simplemente por andar husmeando donde nadie lo llamaba, como todos esos jóvenes que andan detrás de Mengele? ¿E incluso que hubiera sido víctima de un delincuente común? Su muerte no es, de ninguna manera, prueba de que... esté en marcha una conspiración nazi para matar a hombres de una edad determinada.
—Lo tenía grabado en una cinta. ¿Por qué habría de mentirme?
—Tal vez no mintiera. Es posible que la cinta fuera una tomadura de pelo de la que él fue víctima. También es posible que la hubiera interpretado mal.
Liebermann inspiró profundamente, exhaló un suspiro e hizo un gesto de asentimiento.
—Ya lo sé —dijo—. Es posible. Es lo primero que yo mismo pensé, y lo pienso a veces todavía. Pero alguien tiene que investigar un poco, y si no lo hago yo, ¿quién lo hará? Si el chico estaba equivocado, pues estaba equivocado; pierdo un poco de tiempo y molesto a Sydney Beynon por nada. Pero si tenía razón... Entonces es algo muy gordo y Mengele tenía sus razones para hacer lo que hizo. Y tengo que encontrar algo concreto para que los fiscales estén cuando yo les llamo y no hayan salido, y se pueda detener la cosa antes de que sea tarde. Le diré una cosa, Sydney. ¿Sabe qué?
—¿Qué?
—Que en mi libro hay un Mundt —hizo un sombrío gesto con la cabeza—. Donde él dijo que estaba en una lista de guardias de Treblinka que cometieron atrocidades. El capitán de la SS Alfried Mundt. Me había olvidado, ¿quién puede acordarse de todos ellos? Tiene un prontuario muy breve: En Riga, una mujer le vio romper el cuello a una niña de catorce años; en Florida, un hombre fue castrado por él y quiere presentarse como testigo si yo lo atrapo. Alfried Mundt. De manera que el chico tenía razón una vez, y tal vez tuviera razón dos veces. ¿Querría usted conseguirme esos recortes, por favor? Se lo agradecería.
Beynon hizo una inspiración profunda y asintió.
—Veré qué es lo que puedo hacer —acomodó el vaso a su lado y sacó del bolsillo de la americana un bloc y un lápiz—. ¿Qué países dijo usted?
—Bueno, el chico mencionó Alemania, Inglaterra y Escandinavia —Noruega, Suecia y Dinamarca—, y los Estados Unidos. Pero por la forma en que lo dijo parecía que hubiera otros lugares además, que no nombraba. De manera que sería mejor preguntar también por Francia y Holanda.
Beynon echó un rápido vistazo a Liebermann, y anotó taquigráficamente.
—Gracias, Sydney —suspiró Liebermann—. Se lo agradezco de veras. Cualquier cosa que descubra, el primero en saberlo será usted. Y no sólo en esto, sino en todo.
—¿Tiene usted alguna idea del número de hombres de esa edad que mueren todos los días? —quiso saber Beynon.
¿Asesinados? ¿O en accidentes que podrían ser asesinatos? —Liebermann sacudió la cabeza—. No, no demasiados, espero que no. Y a algunos podré eliminarlos por su profesión.
—¿A qué se refiere?
Con una mano Liebermann se alisó el bigote y después la puso bajo el mentón, con un dedo atravesado sobre los labios. Pasado un momento, bajó la mano y se encogió de hombros.
—Nada —dijo—. Algunos otros detalles que dio el chico. Escuche —señaló al anotador de Beynon—, ¿está seguro de que anotó «entre sesenta y cuatro y sesenta y seis»?
—Sí —asintió Beynon, mirándolo—. ¿Qué otros detalles?
—Nada de importancia. —Mientras seguía hablando, Liebermann buscaba algo en su americana—. Me voy a Hamburgo en el avión de las cuatro y media. Hasta el tres de noviembre tengo que hablar en Alemania. —Sacó una billetera, gruesa, usada, marrón—. De manera que si recibe usted cualquier cosa, haga el favor de enviármelo por correo a mi apartamento, de manera que yo lo encuentre allí al regresar. —Le entregó una tarjeta a Beynon.
—¿Y si encuentra usted algo que dé la impresión de una matanza organizada por los nazis?
—¿Quién sabe? —Liebermann volvió a aguardarse la billetera en la americana—. Yo no doy más de un paso cada vez. —Dirigió una sonrisa a Beynon—. Con estos zapatos, especialmente. —Apoyándose con las manos sobre los muslos, se enderezó, miró a su alrededor y sacudió la cabeza con aire de desaprobación—. Mmm. Qué día más triste. —Se dio la vuelta para increparlos a todos—: ¿Por qué salen ustedes a comer afuera con semejante día?
—Somos del «Club Mozart» y nos reunimos los lunes —dijo Beynon, sonriendo, mientras con el pulgar señalaba el monumento que tenía a su espalda.
Liebermann tendió la mano y Beynon se la estrechó.
Liebermann, sonriente, dijo al grupo.
—Les ruego que me disculpen por llevarme a este hombre encantador.
—Puede quedarse con él —le dijo Dermot Brody.
—Gracias, Sydney —le dijo Liebermann a Beynon—. Sabía que podía confiar en ti. Ah, escucha —se inclinó para hablarle en voz más baja, sin soltarle la mano—: Pídeles que me envíen esa información a partir del viernes. Y cada día a continuación, quiero decir. Porque el chico dijo que sus hombres estaban a punto de partir, ¿y acaso Mengele les enviaría a todos juntos si no tuvieran que trabajar todos en seguida? No. Tiene que haber dos muertes más no mucho después de la primera... Bueno, esto si trabajan de dos en dos; y cinco más, Dios no lo permita, si lo hacen por separado. Y si el chico estaba en lo cierto, naturalmente. ¿Querrá usted hacerlo?
—¿Cuántas muertes deben ser en total? —preguntó Beynon mientras hacía un gesto de asentimiento.
Liebermann volvió a mirarle.
—Muchas —precisó. Soltó la mano de Beynon, se levantó y con un gesto de la cabeza se despidió de los demás. Con las manos metidas en los bolsillos de la americana, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el bullicio y el tráfico del Ring.
Los cuatro que seguían en el banco le vieron alejarse.
—Ay, Dios mío —suspiró Beynon, y Freya Neustadt sacudió tristemente la cabeza.
—¿Qué ha sido lo último que te ha dicho, Syd? —quiso saber Dermot Brody, inclinándose hacia delante.
—Que les pidiera que sigan enviándome recortes.
Beynon se guardó en el bolsillo el bloc y el lápiz—. Habrá tres o seis matanzas, no solamente una, y es probable que haya más.
—Se me ocurre una idea absurda: tiene toda la razón del mundo —propuso Paul Higbee, mientras se sacaba la pipa de la boca.
—Oh, no me salgas con ésas —se burló Freya—. ¿Que los nazis le odien por teléfono?
—Los dos últimos años han sido tremendamente duros para él —señaló Beynon, mientras levantaba su vaso y volvía a coger el sandwich.
—¿Qué edad tiene? —quiso saber Freya.
—No estoy seguro —respondió Beynon—. Ah, pero ya veo. Diría que anda alrededor de los sesenta y cinco.
—¿Has visto? —Freya se dirigió a Paul—. De manera que los nazis andan matando a hombres de sesenta y cinco años. Es una fantasía paranoide muy bien urdida. Dentro de un mes dirá que a quien persiguen es a él.
Dermot Brody volvió a inclinarse hacia delante.
—¿Realmente le vas a conseguir esos recortes?
—No, claro que no —dijo Freya, y se volvió hacia Beynon—. Eso me imagino, ¿no es verdad?
Beynon sorbió el vino, con el sandwich en la mano.
—Bueno, me comprometí a hacerlo —contestó—, y si no lo hago, lo único que conseguiré será que siga acosándome cuando regrese. Además, en Londres pensarán que estoy trabajando sobre algún asunto —sonrió a Freya—, y ésa es una impresión que no está de más dar.
A los 65 años, y a diferencia de la mayoría de los hombres de su edad, Emil Döring, que en su momento había sido segundo ayudante administrativo del director de la Comisión de transportes públicos de Essen, no se había resignado a convertirse en un ser de hábitos. Aunque estaba jubilado y vivía en Gladbeck, un pueblo al norte de la ciudad, cuidaba muy especialmente de variar su rutina diaria. No tenía una hora fija para buscar el periódico de la mañana, ni una tarde determinada para visitar a su hermana de Oberhausen, y tampoco pasaba las noches en ningún bar favorito, e incluso a veces decidía en el último momento quedarse en casa. Tenía tres bares favoritos y sólo decidía a cuál de ellos iría en el momento de salir de su apartamento. Unas veces estaba de vuelta en un par de horas, y otras se quedaba hasta la medianoche.
Durante toda su vida, Döring había vivido acosado por sus enemigos, de los que se había protegido no sólo con las armas —tan pronto como tuvo la edad suficiente—, sino también procurando que sus movimientos fueran lo más impredecibles posible. Primero habían sido los hermanos mayores de sus compañeros de escuela los que injustamente le habían acusado de prepotente. Después, sus compañeros del ejército, todos unos bestias, quienes se habían resentido por su don de congraciarse con los oficiales y de conseguir que le dieran las misiones más fáciles y más seguras. Más tarde, sus rivales en la Comisión de transporte, algunos de los cuales podrían haber dado lecciones de traición a Maquiavelo. ¡Vaya si Döring podía contar cosas sobre la Comisión de transporte!
Y ahora, en lo que debían haber sido sus dorados años de paz, cuando había pensado que por fin podría bajar la guardia y relajarse, dejando la vieja «Máuser» guardada en el cajón de la mesilla... Ahora, más que nunca sabía que estaba en verdadero peligro de que le atacaran.
Su segunda mujer, Klara (que nunca se cansaba de recordarle de sutiles maneras que era veintitrés años menor que él), tenía indudablemente algún asunto con el antiguo profesor de clarinete del hijo de ambos, un ser despreciable, casi invertido, de nombre Wilhelm Springer, menor incluso que ella —¡treinta y ocho!— y con algo de sangre judía. A Döring; no le quedaba la menor duda de que Klara ysu maricón judío Springer estarían encantados de quitarle del medio; ella no sólo quedaría viuda, sino con fortuna. Döring tenía más de trescientos mil marcos (que ella supiera, amén de quinientos mil de los que nadie tenía noticias, enterrados en dos cajas de acero en el patio de su hermana). Lo que impedía a Klara divorciarse de él era el dinero. Su mujer estaba esperando; era lo que hacía la muy perra desde el día mismo en que se casaron.
Bueno, pues, que siguiera esperando; él gozaba de una salud espléndida y estaba preparado para defenderse de una docena de Springer que saltaran sobre él desde algún callejón. Dos veces por semana (aunque no en días fijos) iba al gimnasio y, tuviera o no sesenta y cinco años, seguía portándose excelentemente en los combates cuerpo a cuerpo, aunque ya no se luciera tanto si su contrincante era mujer. Él seguía siendo excelente, y su «Máuser» también, como le gustaba recordar, sonriendo, mientras palmeaba el bulto tranquilizador, grande y duro que llevaba bajo el brazo, oculto por la americana.
Eso mismo le había dicho a Reichmeider, el vendedor de equipos quirúrgicos a quien conociera en el «Lorelei-Bar». ¡Qué tipo agradable, el tal Reichmeider! Se había interesado de verdad por sus asuntos de la Comisión de transporte y casi se había caído del taburete, de tanto reírse al conocer los resultados del negociado de 1958. Al principio le había resultado un poco incómodo hablar con él, por la forma en que se le movía uno de los ojos (evidentemente era artificial), pero Döring no había tardado mucho en acostumbrarse a eso y acabó por contarle no solamente el asunto del negociado, sino también la investigación estatal de 1964, y el escándalo Zellermann. Después habían hablado de cosas más personales, mientras iban dando cuenta de unas cinco o seis cervezas, y Döring se había franqueado hablando del asunto de Klara y Springer. En ese momento fue cuando palmeó la pistola y dijo aquello sobre él y su arma. Reichmeider no podía creer que tuviera en realidad sesenta y cinco años.
—Pues yo habría jurado que no tenía usted más de cincuenta y siete, ¡cuando mucho! —había insistido.
¡Qué tipo tan estupendo! Era una lástima que sólo pensara pasar unos pocos días en la ciudad; una suerte, sin embargo, que se quedara en Gladbeck y no en la propia ciudad de Essen.
Esa noche, Döring había regresado al «Lorelei-Bar» para encontrarse con Reichmeider y contarle la historia del ascenso y caída de Oskar Sabelotodo, Vowinckel. Pero eran ya pasadas las nueve de la noche y Reichmeider no había aparecido, pese a que la noche anterior habían quedado citados. Había un montón de jóvenes bulliciosos y de chicas bonitas, una de las cuales enseñaba parte de las tetas, y sólo unos pocos clientes habituales, entre ellos Fürst, Apfel y otros de los cuales ni uno sólo sabía escuchar. Más que un miércoles, parecía un viernes o un sábado. Por televisión, un partido de fútbol iba y venía como una marea; Döring bebía lentamente, observando por el espejo aquellas tetas jóvenes y estupendas De vez en cuando se recostaba en el taburete y trataba de ver quiénes iban llegando, sin perder la esperanza de que Reichmeider hiciera su aparición, tal como lo había prometido.
Y bien que la hizo, pero de la manera más súbita y extraña: aferrando con una mano el hombro de Döring, con los ojos entrecerrados en un gesto de urgencia y susurrando:
—Döring, salga rápido afuera. ¡Hay algo que tengo que decirle! —y volvió a desaparecer.
Confundido e intrigado, Döring llamó con un gesto la atención de Franz, le dejó un billete y salió abriéndose paso entre los clientes. Reichmeider le hacía señas, mientras se alejaba por la Kirchengasse. Tenía un pañuelo atado en torno de la mano izquierda como si se la hubieran lastimado, y las perneras y los hombros de su elegante traje gris estaban manchados de algo polvoriento, que parecía tiza.
—¿Qué hay? —preguntó Döring mientras se acercaba presurosamente a él—. ¿Qué le ha pasado?
—Es a usted a quien van a sucederle cosas, no a mí —dijo Reichmeider con excitación—. Acabo de pasar por ese edificio que están demoliendo, en la calle después de la manzana siguiente. Escuche, cómo se llama, el tipo de quien usted me habló, ¡el que anda tonteando con su mujer!
—Springer —respondió Döring completamente atónito, pero sin dejar de advertir la excitación de Reichmeider—. ¡Wilhelm Springer!
—¡Ya sabía yo que era así! —exclamó Reichmeider—. ¡Sabía que no me equivocaba! Qué suerte que casualmente tuve que... Escuche, se lo explicaré todo. Yo venía por la calle esa, en esta dirección, y me estaba orinando, simplemente no podía contenerme. De modo que cuando llegué al edificio, ese que están derribando, entré por la calleja que hay al lado; pero como allí había demasiado luz, encontré una abertura en la empalizada que bordea el lugar y me metí dentro. Hice lo que tenía que hacer, y en el momento en que estoy a punto de volver a salir, aparecen dos hombres que se detienen exactamente en el lugar por donde yo entré. Uno de ellos llama al otro «Springer» —mientras Döring contenía la respiración, Reichmeider movió lentamente la cabeza en un gesto afirmativo— y el tal Springer le dice algo así como: «En este momento el maldito viejo está en el ‘Lorelei’.» Y agrega: «Nos cargaremos a golpes a ese gordo presuntuoso.» Yo sabía que Springer era el nombre que usted mencionó. Ése es el camino que usted sigue para volver a su casa, ¿no es verdad?
Con los ojos cerrados, Döring inhaló el aire mientras se tragaba parcialmente su furia.
—A veces —susurró, mientras abría los ojos—. Tomo diferentes caminos.
—Bueno, pues esta noche ellos esperan que vaya usted por allí. Están los dos esperándole, con unos palos, las gorras caladas sobre los ojos, el cuello de la americana levantado; exactamente como dijo usted anoche, Springer está planeando saltar sobre usted desde un callejón. Yo seguí atravesando el edificio y encontré otra salida por este lado.
Döring volvió a respirar profundamente y palmeó el polvoriento hombro de Reichmeider con un gesto de agradecimiento.
—Gracias, gracias —repitió.
—Estoy seguro —declaró Reichmeider con una sonrisa— de que usted podría darles una paliza a los dos con una mano atada a la espalda, ya que el otro tipo es un flacucho insignificante, pero, por supuesto, lo más prudente sería volver a su casa por otro lado. Si usted quiere lo acompañaré. A menos, naturalmente, que prefiera usted librarse del tal Springer de una vez por todas.
Döring le miró con aire interrogante.
—Es una oportunidad espléndida, realmente —señaló Reichmeider—, si no la aprovecha usted, lo único que sucederá será que lo ataque alguna otra noche. Es muy sencillo: va usted allá, ellos le atacan —bajó los ojos hacia la americana de Döring y le sonrió, volviendo a mirarlo de reojo— y usted se defiende. Yo iré unos pasos detrás de usted para servirle como testigo, y en el caso improbable de que realmente se viera en dificultades —se acercó más a Döring y se apartó la solapa para exhibir la culata de una pistola— yo me ocupo de ellos, y usted me sirve de testigo. De cualquiera de las dos maneras, se verá usted libre de él, y a no mayor precio que recibir uno o dos golpes con un palo.
Döring se le quedó mirando. Se llevó la mano a la americana, para acariciar el bulto duro que ésta ocultaba.
—¡Dios mío —dijo pensativamente—, podré usar realmente esto!
Reichmeider se quitó el pañuelo que le envolvía la mano y se sopló una raspadura que tenía sobre el dorso.
—Además, le dará algo en qué pensar a su esposa —observó.
—Dios mío —se regocijó Dóring—, ¡ni siquiera había pensado en eso! ¡Se desmayará a mis pies! «Escucha, Klara, ¿te acuerdas de Wilhelm Springer,el profesor de clarinete de Erich? Esta noche me ha atacado en la calle, no puedo imaginarme por qué, y he tenido que matarle.» —Entrecruzó las manos encantado, y silbó entre dientes—: ¡Dios mío, eso la matará a ella también!
—¡Vamos, no perdamos tiempo! —urgió Reichmeider—. ¡Antes de que pierdan el valor y se vayan!
Presurosos, comenzaron a descender la oscura pendiente de la Kirchengasse. El resplandor de los faros de un automóvil los enfocó y pasó de largo.
—¿Quién dijo que no hay justicia, eh?
—¿Conque «gordo presuntuoso»? ¡Ah, maricón de mierda, ya te voy a enseñar lo que es bueno!
Atravesaron la Lindenstrasse, que estaba desierta; lentamente y en silencio se deslizaron a lo largo de los escaparates cerrados. Por fin, llegaron al edificio: cuatro pisos de mampostería, con la parte superior medio demolida y oscuramente recortada contra el cielo iluminado por la luna, rodeado en la parte baja por una empalizada de madera que mostraba varias puertas pintadas. Reichmeider empujó a Döring al interior de la oscuridad del pasadizo.
—Quédese usted aquí —le susurró—. Yo iré hacia el otro lado para asegurarme que no hay otros diez con ellos.
—¡Sí, será mejor! —asintió Döring mientras sacaba el arma.
—Ahora ya conozco el camino, y, además, tengo una linterna, de manera que no tardaré. Quédese usted aquí mismo.
—¡No deje que le vean!
—No se preocupe —susurró Reichmeider, que ya se alejaba. La luz, tenue y oscilante, reveló el techo y las paredes de madera del pasadizo. La silueta alta y delgada de Reichmeider se alejó por él, dio la vuelta hacia el interior y desapareció, sin dejar tras de sí nada más que tinieblas.
Alerta y excitado, Döring se aferró al peso maravillosamente tranquilizador de la pistola «Máuser» que durante tantos años había llevado consigo y ahora estaba a punto de usar. La acercó más a la abertura del pasadizo, observándola a la débil luz que llegaba de la Lindenstrasse; con una mano acarició la tersura del cañón, y cuidadosamente colocó el seguro en posición de disparo.
Volvió hacia la pared, donde lo había dejado Reichmeider. ¡Vaya amigo! ¡Un hombre de verdad! Mañana por la noche le llevaría a cenar al «Kaiserhof». Y le compraría algo también, algo de oro. Unos gemelos tal vez.
Se quedó inmóvil en el pasadizo, que alcanzaba a distinguir cada vez con más claridad, sosteniendo la pistola en la mano; pensaba en cómo atravesarían a Wilhelm Springer las balas mortales.
Y en cómo, una vez arreglado todo con la Policía, se iría a casa a decírselo a Klara. Muérete, perra.
¡Hasta saldría la noticia en los periódicos! Administrador jubilado de la Comisión de Transportes mata a sus atacantes. Con una fotografía. ¿Habría entrevistas por televisión?
Pero realmente, tenía que orinar. La cerveza. Volvió a poner el seguro del arma y se la colocó nuevamente en la pistolera. Se volvió hacia la pared, abrió la cremallera de la bragueta y, abriéndose de piernas, empezó a orinar. ¡Qué alivio!
—¿Está usted ahí, Döring? —le llamó suavemente Reichmeider, desde arriba.
—¡Sí! —respondió, levantando la vista hacia los andamios—. ¿Qué hace usted allí arriba?
—Es más fácil llegar por aquí. Por abajo está todo lleno de basura. En un minuto estaré con usted. Quédese ahí, que se me ha apagado la luz y no podré encontrarle si usted se mueve.
—¿Les ha visto?
No hubo respuesta. Döring siguió orinando, con los ojos fijos en una rendija entre las puertas. ¿Podría bajar sin peligro Reichmeider, no teniendo luz? ¿Y habría visto a Springer y al otro, o todavía no habría llegado? ¡Dese prisa, Reichmeider!
Arriba se oyó una serie de golpes, y Döring volvió a levantar los ojos. Guijarros o algo parecido caían sobre los tablones. Con un ruido de trueno, se precipitaron sobre él y, sin entender, dolorido, murió rápidamente.
Había hablado en Heidelberg por última vez en 1970, en una espléndida catedral antigua de roble oscurecido, con un público que desbordaba los mil asientos. Esta vez estaba en un anfiteatro nuevo, de color arena, para quinientas personas; muy moderno y bien diseñado, pero con las dos últimas filas vacías. Claro que hablar allí era mucho más fácil, como si fuera una charla en el living room, amplio y cómodo, de algún amigo. Había un auténtico contacto personal con esos jóvenes tan inteligentes. Pero así y todo...
Bueno, la cosa iba bien, y hasta el momento había ido bien todas las noches. Los públicos alemanes integrados por gente joven eran siempre los mejores; realmente se preocupaban, atendían, se interesaban por el pasado. Conseguían que él diera lo mejor de sí, que encontrara de nuevo su auténtico sentimiento allí donde un público inglés o norteamericano, menos comprometido, lo llevaba a deslizarse a un recitativo mecánico de líneas memorizadas. Naturalmente, el hecho de hablar alemán era una diferencia. Significaba la libertad de usar palabras naturales, en vez de enmarañarse con el «was» y el «were» (y palabras como «expulsado» y «repulsado»; ¿Sydney, estás recogiéndome los recortes que te pedí?).
Se obligó a volver al tema.
—Al comienzo, lo único que quería era venganza —dijo a una joven que le escuchaba atentamente desde la segunda fila—. Venganza por la muerte de mis padres y de mis hermanas, venganza por los años que yo mismo pasé en los campos de concentración —ahora hablaba a los de las filas más alejadas—, venganza por todas las muertes, por los años de todo el mundo. ¿Para qué me había salvado, sino para ejercer venganza? —Esperó un momento—. Indudablemente, Viena no tenía necesidad de otro compositor. —Se produjo el acostumbrado estallido de risas de alivio; Liebermann sonrió junto con el público y eligió a un joven de pelo castaño que estaba al fondo, hacia la derecha (se parecía un poco a Barry Koehler)—. Pero el problema de la venganza le explicó, mientras trataba de no pensar en Barry—, es que, para empezar, no es en realidad posible —apartó los ojos del muchacho que se parecía a Barry, para dirigirse a la totalidad del público—, y, además, aunque lo fuera, ¿sería lo bastante útil? —Sacudió la cabeza—. No. De manera que ahora lo que quiero es algo mejor que la venganza, pero igualmente difícil de conseguir —se lo dijo a la muchacha de la segunda fila—: Quiero el recuerdo. El recuerdo —repitió, dirigiéndose a todos—. Pero es difícil de conseguir porque la vida continúa; todos los años tenemos nuevos horrores: Vietnam, las actividades terroristas en Medio Oriente y en Irlanda, asesinatos... (¿Los noventa y cuatro hombres de sesenta y cinco años?) y año tras año —continuó—, el horror de los horrores, el Holocausto, queda un poco más lejos cada vez y parece un poco menos horrible. Pero los filósofos ya nos lo han advertido: Si olvidamos el pasado, estamos condenados a repetirlo, y por eso es importante capturar a un Eichmann y a un Mengele; para que se pueda... —oyó lo que acababa de decir y se sintió perdido—. Un Stangl, quiero decir —balbuceó—. Discúlpenme, pero parece que aquí me dejé llevar por mis deseos.
El público se rió un poco, pero la cosa no tenía arreglo, aunque él trató de enmendarlo.
—Por eso es importante capturar a un Eichmann y a un Stangl —precisó—. Para que sean procesados; no necesariamente para condenarlos, no, sino para permitir que se puedan presentar testigos, para recordar al mundo, y especialmente para recordarles a ustedes, que no habían nacido siquiera cuando sucedieron estas cosas, que personas que externamente no difieren de ustedes ni de mí pueden, en ciertas circunstancias, cometer las atrocidades más bárbaras e inhumanas. Para que usted —señaló— y usted, y usted, se ocupen de que esas circunstancias no puedan darse nunca más.
Al terminar, Liebermann inclinó la cabeza, escuchando los aplausos que lo saludaban, y se apartó un paso del atril, sin dejar no obstante de apoyar sobre él una mano, como para mantener su derecho. Esperó, respirando con dificultad; después volvió a avanzar un paso, se aferró nuevamente con ambas manos al atril e hizo frente a los aplausos casi hasta silenciarlos.
—Gracias —expresó—. Ahora, si tienen que hacerme alguna pregunta, haré todo lo que pueda por contestarlas —miró a su alrededor, eligió a uno de los circunstantes y escuchó.
Traunsteiner, inclinado sobre el volante que sostenía firmemente con ambas manos, arrojó su coche a toda velocidad sobre un hombre de pelo gris que caminaba por el arcén. Inundado por la luz explosiva de los faros que se aproximaban, el hombre se volvió, levantó una revista doblada para protegerse los ojos, dio un paso atrás. El guardabarros lo levantó en el aire y lo arrojó a distancia. Luchando con una sonrisa, Traunsteiner hizo volver el automóvil a la calzada, pasando a pocos centímetros de un cartel anunciador de un cruce de caminos. Apretó el freno, siguió apretándolo y, haciendo chirriar los neumáticos, llevó el coche hacia la izquierda, hacia una carretera más ancha señalada por un cartel que anunciaba Esbjerg-14 Km.
—De contribuciones, principalmente —respondió Liebermann—, provenientes de judíos y de otras personas interesadas de todo el mundo. Y también de los ingresos que yo obtengo escribiendo y de compromisos tales como éste.
Señaló una mano que se alzaba en la fila del fondo, y una joven se levantó, con su rostro sonrosado y regordete, para empezar a plantear lo que Liebermann se anticipó a definir como la cuestión de Frieda Maloney.
—Comprendo —dijo la muchacha— que es importante conseguir que sean procesados los personajes clave, los que tenían cargos superiores. Pero me pregunto si en un caso como el de Frieda Maloney, una guardiana a quien se la trae aquí después de haber sido ciudadana norteamericana durante tantos años, no sigue usted estando motivado por la venganza. Sea lo que fuere lo que hizo durante la guerra, ¿no lo ha compensado con lo que hizo a partir de entonces? Era una persona útil en los Estados Unidos, dedicada a la enseñanza y cosas semejantes.
La joven volvió a sentarse. Liebermann hizo un gesto de asentimiento y durante un momento permaneció en silencio, mientras se alisaba pensativamente el bigote, como si nunca le hubieran planteado la misma cuestión.
—Por lo que usted pregunta —contestó después—deduzco que se da cuenta de que una mujer que ha sido profesora de jardín de infancia, se ha ocupado de encontrar hogar para niños desamparados y ha sido una buena ama de casa y una persona bondadosa con los perros extraviados, también puede haber sido... ¡esa mismísima mujer!, una guardiana de un campo de concentración, culpable quizá, cosa que nos dirá su proceso, cuando finalmente tenga lugar, de asesinatos en masa. Pues bien, ahora le pregunto yo: ¿Estaría usted al tanto de esta sorprendente posibilidad si no se hubiera encontrado a Frieda Altschul Maloney y conseguido su extradición? Yo no lo creo, y no creo que sea una posibilidad carente de importancia y merecedora de olvido. Tampoco es esa la opinión de su Gobierno.
Miró a su alrededor, atento a las manos que se levantaban, entre ellas las del chico que se parecía a Barry. Apartó la vista de él (ahora no, Barry, estoy ocupado) y señaló a un joven rubio de aspecto espabilado que estaba sentado en el centro mismo del auditorio. («Son noventa y cuatro», le insistía por teléfono la voz de Barry, «y son todos funcionarios públicos de sesenta y cinco años. ¿Qué le parece el estofado?»)
Ya estaban formulándole una nueva pregunta.
—Pero a Frieda Maloney ni siquiera la han acusado todavía —señalaba el joven rubio—. Nuestro Gobierno, ¿está realmente tan interesado en perseguir a los criminales nazis? ¿O, para el caso, cualquier Gobierno del mundo actual, incluso el israelí? ¿No ha declinado acaso ese interés, y no es ésa una de las razones por las cuales no ha podido usted volver a abrir su Centro de Información?
Vaya, ¿quién le habría dicho que eligiera a los de aspecto espabilado?
—Para empezar —explicó—, el Centro está funcionando en un lugar más reducido, pero sigue abierto. Hay gente que trabaja, que recibe cartas, hay asesores que salen. Como ya dije antes, nuestros fondos provienen de particulares, y no dependemos en modo alguno de ningún Gobierno. En segundo lugar, aunque es verdad que ni los fiscales alemanes ni los austríacos se muestran ya tan... sensibles como solían ser, y que Israel tiene otros problemas más urgentes, no hemos abandonado la causa de la justicia. Sé de buena fuente que Frieda Maloney será acusada probablemente hacia enero o febrero, y enjuiciada poco después. Se ha encontrado ya a los testigos, tarea difícil, que lleva mucho tiempo y en la que el Centro desempeñó un papel importante —miró las manos que se levantaban ante él, los rostros jóvenes y despiertos, y de pronto se dio cuenta con exactitud de qué era lo que estaba mirando. ¡Por Dios, una mina de oro! ¡Ahí, enfrente de él!
Ahí, en ese anfiteatro luminoso, había casi quinientos jóvenes que se contaban entre los más inteligentes de Alemania, la flor y nata de su generación; y él, un viejo tonto de cerebro cansado, se empeñaba en resolver solo el problema. ¡Santo Dios!
Preguntarles... ¿A ellos? ¡Qué locura!
Sin pensarlo, debía haber señalado a alguien; acababan de plantearle la cuestión del neonazismo.
—Para un resurgimiento del nazismo —recitó rápidamente—, se necesitan dos factores: un empeoramiento de las condiciones sociales que las lleve a aproximarse a las de comienzos de la década del treinta, y la aparición de un líder al modo de Hitler. Si llegaran a conjugarse estos dos factores, naturalmente los grupos neonazis de todo el mundo se convertirían en un foco de peligro. Pero por el momento eso no me preocupa particularmente —algunas manos se levantaron, pero Liebermann las inmovilizó con un gesto—. Un momento, por favor —pidió. Me gustaría interrumpir momentáneamente las preguntas, y formularles yo una en vez de contestarlas
Las manos descendieron, los rostros jóvenes e inteligentes le miraban expectantes.
¡Qué locura! Pero, ¿por qué no intentar valerse del poder de esos cerebros?
Con ambas manos se aferró al atril, respiró profundamente, pensó.
—Lo que quiero —dijo al anfiteatro, que en ese momento se le aparecía como una ostra llena de perlas— es recurrir al ingenio de ustedes para resolver un problema. Un problema hipotético que me planteó un joven amigo. Estoy muy ansioso por resolverlo, hasta el punto de estar dispuesto a hacer una pequeña trampa y pedirles ayuda. —Se oyeron risitas—. ¿Y quién podría ayudarme mejor que los estudiantes de esta gran Universidad y sus amigos?
Volvió a soltar el atril y se enderezó, mientras les miraba con el aire casual de un hombre que plantea un problema hipotético, de ninguna manera real.
—Ya les he hablado de la Organización de los Camaradas en Sudamérica —les recordó— y también del doctor Mengele. He aquí el problema que me planteaba mi amigo. La Organización y el doctor Mengele deciden que quieren matar un gran número de personas de diferentes países de Europa y de Norteamérica. Noventa y cuatro hombres, para ser exactos, todos ellos de sesenta y cinco años y funcionarios públicos. Las muertes deben tener lugar a lo largo de un período de dos años y medio, y responden a una motivación política, a una motivación nazi. ¿Cuál es esa motivación? ¿Pueden ustedes encontrar la respuesta? ¿Quiénes son esos hombres? ¿Por qué la muerte de ellos es deseable para la Organización de los Camaradas y para el doctor Mengele?
El joven auditorio se mostraba indeciso. Empezó a elevarse un murmullo; se oyó una tos; otra le hizo eco.
Siempre con aire casual, Liebermann volvió a apoyarse en el atril.
—No estoy gastándoles una broma —aclaró—. Es un problema que me han planteado, como ejercicio de lógica. ¿No pueden ayudarme?
Los concurrentes se inclinaban unos hacia otros. El murmullo de los susurros se intensificó, convirtiéndose en el zumbido de las ideas que se intercambiaban al azar.
Noventa y cuatro hombres —repitió lentamente Liebermann, para guiarlos—. De 65 años. Funcionarios públicos. En distintos países. En dos años y medio.
Se levantó una mano y la siguió otra.
Esperanzado, se dirigió al primero de los jóvenes sentado unas filas hacia atrás, algo hacia la izquierda.
—¿Sí?
El que se levantó fue un muchacho de suéter azul.
—Son personas que tienen cargos de gran responsabilidad —aventuró, con voz inesperadamente aguda—. Su muerte provocaría de manera directa o indirecta el empeoramiento de las condiciones sociales a las cuales usted acaba de referirse, con lo que se crearía un clima más adecuado para el resurgimiento del nazismo.
Liebermann sacudió la cabeza.
—No, no lo creo —reflexionó—. Si durante varios meses, no hablemos de dos años y medio, empiezan a morir personas que ocupan cargos de importancia eso llamaría la atención y motivaría una investigacion. No, esos hombres tienen que ser funcionarios públicos de escasa importancia. Y a los 65 años es más que probable que de todas maneras estén a punto de jubilarse, de manera que el objeto de la matanza no puede ser hacerlos cesar en su trabajo.
—Pero, ¿por qué matarlos, simplemente? —preguntó una voz desde el fondo a la derecha—. ¡Si no tardarán en morir de muerte natural!
—Exactamente —confirmó Liebermann, mientras hacía un gesto de asentimiento—. No tardarán en morir de muerte natural, de manera que, ¿por qué matarlos? Eso es lo que les pregunto.
Señaló la segunda mano que se había levantado en el centro, hacia atrás; otras manos la habían seguido ya.
—Son simpatizantes nazis que no tienen familia —sugirió un joven alto— y que han dejado los ahorros de su vida a los grupos nazis. El asesinato es por dinero. Por alguna razón, en este momento están más necesitados de fondos que hace cinco o diez años.
—Es posible —admitió Liebermann—, aunque parece improbable. Como ya mencioné antes, la Organización de los Camaradas tiene enormes riquezas que sacó de contrabando de Europa antes de que terminara la guerra. —Sacó del bolsillo del pecho su bolígrafo y le oprimió la punta—. Así y todo, es una posibilidad. —Colocó sobre el atril una de sus tarjetas para tomar notas y sobre ella anotó: ¿Dinero? Levantó el bolígrafo, y con él apuntó hacia la derecha.
Se levantó una joven de gafas y con el pelo largo.
—A mí me parece mucho más probable —declaró—que sean antinazis más bien que pronazis, y es evidente que entre ellos debe de haber algún tipo de conexión. ¿No podrían ser miembros de algún grupo judío internacional que de alguna manera amenaza a la Organización de los Camaradas?
Creo que yo tendría conocimiento de un grupo semejante —señaló Liebermann—, y, además, jamás he oído hablar de ningún grupo, de la clase que sea, cuyos miembros tengan todos sesenta y cinco años
La muchacha siguió de pie.
—Tal vez lo que tenga importancia no sea el hecho de tener sesenta y cinco años —siguió diciendo—. La... conexión podría haber quedado establecida cuando eran jóvenes, cuando tenían todos treinta años, o veinte. Tal vez participaran en alguna acción militar en la guerra, y darles muerte sea un acto de venganza.
—Algunos son alemanes —informó Liebermanny también hay ingleses y norteamericanos, y algunos son suecos, que fueron neutrales. Pero...
—¡Una patrulla de las Naciones Unidas! —exclamó alguien.
—Habrían sido demasiado viejos —apuntó Liebermann, mientras volvía a mirar a la muchacha de pelo largo, que ya se había sentado—. Pero es una observación interesante la de que tal vez los 65 años no sean la edad significativa, ya que, naturalmente, son hombres que durante toda la vida han tenido la misma edad, de manera que eso nos abre, las puertas a otras posibilidades. Se lo agradezco.
Mientras escribía: ¿Vínculo anterior?, alguien volvió a hablar:
—¿Son nativos del país en donde viven, o solamente residen allí?
—Otra idea inteligente —señaló Liebermann, levantando la vista—. No lo sé. Tal vez hayan tenido la misma nacionalidad de origen.
¿Dónde nacieron?, escribió.
—Vamos muy bien, sigan así —los animó.
—Son personas que le ayudan a usted, que contribuyen a su movimiento —dijo un joven que estaba sentado en la primera fila con las piernas cruzadas
—Me halaga usted —sonrió Liebermann—, pero yo no soy tan importante, ni tampoco cuento con noventa y cuatro personas que contribuyan. De la edad que sean.
Señaló otra mano que se levantaba.
—¿Cuándo empieza el período de dos años y medio, señor? —preguntó el muchacho que se parecía a Barry.
—Empezó hace dos días.
Entonces, termina en la primavera de 1977. ¿Hay algún acontecimiento político de importancia que deba tener lugar para entonces? Tal vez las matanzas estén destinadas a ser anunciadas como demostración de fuerza, o como advertencia.
—Pero, ¿por qué esos hombres, precisamente? Sin embargo, también su observación es interesante. ¿Sabe alguno de ustedes si hay algún acontecimiento importante, político o de otro orden, que deba producirse en la primavera de 1977? —interrogó Liebermann, y miró a su alrededor.
Se hizo un silencio mientras algunas cabezas se sacudían.
—¡Yo me licenciaré! —anunció alguien, y risas y aplausos lo saludaron.
¿Primavera 1977?, escribió Liebermann y volvió a señalar con una sonrisa.
De nuevo habló, con su voz aguda, el muchacho del suéter azul:
—Tal vez no sean esos hombres quienes ocupan cargos de importancia, sino sus hijos, que deben andar por los cuarenta años. Entonces los matarían para que los hijos tengan que desatender sus importantes ocupaciones para acudir a los funerales.
Burlas. Clamores y gritos de burla.
—Eso es un poco rebuscado —señaló Liebermann—, pero, así y todo, también nos da algo en qué pensar. Esos hombres, ¿están relacionados con gente importante o de alguna manera asociados con ella? —escribió en su anotador: ¿Parientes? ¿Amigos? y volvió a señalar al público.
El joven rubio de aspecto despierto se puso de pie. Habló con una sonrisa:
—Herr Liebermann, el problema ¿es realmente hipotético?
A este muchacho no hay que volverlo a elegir. Un silencio expectante se adueñó del público.
—Claro que sí —afirmó Liebermann.
—Entonces, debe usted pedirle a su amigo que le dé más información —señaló el muchacho rubio—. Ni siquiera los grandes cerebros de Heildelberg pueden resolver ese problema sin tener por lo menos otro hecho que concierna a los noventa y cuatro hombres. Con la información que tenemos por el momento, nos vemos reducidos a hacer conjeturas a ciegas.
—Tiene usted razón —admitió Liebermann—; necesitamos más información. Pero las conjeturas son una ayuda, en cuanto que sugieren posibilidades —miró a su alrededor—, ¿Se le ocurre a alguien alguna otra conjetura?
Una mano se levantó hacia el fondo, a la izquierda, y Liebermann la señaló.
El que se puso de pie era un hombre mayor, de pelo blanco y aspecto frágil; tal vez un profesor o el abuelo de alguno de los estudiantes. Se apoyó sobre el respaldo del asiento que tenía ante sí y empezó a hablar con voz firme y desdeñosa.
Ninguna de las sugerencias presentadas hasta el momento ha tenido en cuenta la presencia del doctor Mengele en el problema. ¿Por qué interviene él si las matanzas no tienen más que un significado político de orden convencional, cosa que la Organización de los Camaradas podría arbitrar sin su cooperación? Si interviene es, evidentemente, debido a su formación médica, y por ende eso me hace pensar que hay un aspecto médico en esas matanzas. Podría ser, por ejemplo, que constituyeran la experimentación encubierta de una nueva manera de matar, y que por consiguiente hubieran sido elegidos precisamente porque son viejos, porque no tienen importancia y no representan una amenaza para el nazismo. Si se trata de un programa experimental, eso explicaría también la longitud del tiempo que se le dedica. Las matanzas auténticas empezarían entonces en la primavera de 1977. —Terminado su discurso, se sentó.
Liebermann se quedó mirándolo durante un momento y después le dio las gracias. Se volvió hacia el resto del público para decirles:
—Por el bien de ustedes, espero que este caballero sea uno de sus profesores.
—Oh, sí que lo es —le aseguraron amargamente varias voces, y se oyó pronunciar el apellido Geirasch.
¿¿POR QUÉ M.??, escribió Liebermann y volvió a mirar hacia donde estaba sentado el hombre.
—No creo que un programa experimental se limitara a funcionarios públicos —señaló—, ni tampoco que se prefiriera ponerlo en práctica en esta parte del mundo en vez de en Sudamérica, pero indudablemente tiene usted razón en lo que se refiere a que debe haber una razón específica para la intervención del doctor Mengele. ¿Se le ocurre a alguno de ustedes cuál puede ser esa razón? —miró a su alrededor.
Los jóvenes se mantuvieron en silencio.
—¿Una razón de orden médico para las noventa y cuatro muertes? —miró a la muchacha del pelo largo, que sacudió la cabeza.
Lo mismo hizo el joven que se parecía a Barry, y también el otro, el del suéter azul.
Liebermann vaciló y volvió a mirar al rubio de aspecto despierto, que le sonrió y sacudió la cabeza.
El conferenciante dirigió la vista a la tarjeta que tenía sobre el atril:
¿Dinero?
¿Vínculo anterior?
¿Dónde nacieron?
¿Primavera 1977?
¿Parientes? ¿Amigos?
¿¿POR QUE M.??
Miró otra vez al público.
—Gracias —expresó. Aunque no me han resuelto ustedes el problema, me han dado sugerencias que pueden llevarme a la solución, de manera que les estoy muy agradecido. Ahora volveremos a las preguntas suyas.
Las manos volvieron a elevarse, y Liebermann volvió a señalar.
Una joven que estaba próxima al muchacho que se parecía a Barry se levantó para preguntar:
—Herr Liebermann, ¿qué opinión tiene usted de Moshe Gorin y de los Defensores Judíos?
—Como no conozco al Rabbi Gorin —respondió automáticamente Liebermann—, no puedo darle una opinión personal de él. Y en cuanto a sus Jóvenes Defensores Judíos, si realmente son defensores, me parece espléndido. Pero si, como se nos informa en ocasiones, lo que hacen es atacar, entonces ya no es tan estupendo. Las camisas pardas nunca son buenas, no importa quién las lleve.
Entretanto el canoso Horst Hessen, sudando bajo la luz del sol, se llevó un par de prismáticos a los ojos azules para observar a un hombre que, con el torso desnudo y un sombrero blanco para el sol, conducía lentamente una segadora mecánica a través de un prado de nítido color verde. En un mástil flameaba una bandera norteamericana; la casa que se distinguía más atrás era un pulcro edificio de un solo piso, de cristal y pino californiano.
Una nube negra de la que emanaban lenguas de color naranja remplazó súbitamente al hombre y a la segadora, mientras desde la distancia llegaba el ruido de una explosión.
3
Mengele había retirado el retrato del Führer y todas las fotos más pequeñas y los demás recuerdos que conservaba de él y los había colocado en la pared oeste, encima del sofá; eso había significado también retirar sus propios títulos, premios y fotos familiares y colocarlos en el poco espacio disponible entre las dos ventanas que daban al exterior en la pared sur y alrededor de la ventana de observación del laboratorio y de la puerta abierta en la pared este. Después de haber despejado así completamente la pared norte, mandó colocar, a la altura de la cintura, una moldura de madera de siete centímetros de ancho, por encima de la cual se retiró el empapelado de color gris pálido. Luego se aplicaron dos manos de pintura blanca, la primera mate y la segunda semi brillante. La moldura estaba pintada de gris pálido. Cuando toda la pintura se secó, Mengele hizo que le llevaran desde Río, en avión, a un rotulista.
El rotulista trazó unas delgadas líneas negras perfectamente rectas y dibujó estupendamente las letras pero ya en los primeros bocetos a lápiz se notó su inclinación a copiar o colocar mal los signos de pronunciación que no le eran familiares y a dejarse llevar del brasileño en cuestión de ortografía. De ahí que Mengele se hubiera pasado cuatro días sentado, ante su mesa, observando, advirtiendo, dando instrucciones. Había llegado a tomarle antipatía al dibujante, y ya para el segundo día se alegraba de la decisión previamente tomada de que el idiota hubiera de ser arrojado desde el avión.
Una vez terminado el trabajo, y colocada en su lugar contra la pared la larga mesa con sus pulcros montones de periódicos, Mengele pudo recostarse en su sillón de cuero y acero para admirar el diseño que había ideado. Los noventa y cuatro hombres, cada uno con su país, fecha, y un casillero como para una votación, estaban dispuestos en tres columnas; necesariamente, la del medio tenía un nombre más que las dos de los costados (algo un poco fastidioso, pero a estas fechas ¿qué se podía hacer ya?). Allí estaban todos, desde 1. Döring — Deutschland — 16/10/74 hasta 94. Ahearn — Kanada — 23/10/74. ¡Con qué expectación anhelaba llenar cada uno de esos casilleros! Naturalmente, eso lo haría él personalmente, con pintura roja o negra; todavía no había decidido cuál de las dos. Tal vez haría la prueba con tachaduras, y si las primeras no le salían parejas, entonces llenaría los casilleros.
Giró en redondo en su silla para sonreír al Führer. ¿No tiene usted inconveniente en que lo pongan a un lado por esto, no es verdad, mi Führer? Claro que no ¿cómo iba a tenerla?
Y después, ay, no había otra cosa que hacer salvo esperar... hasta el primero de noviembre, en que empezarían a llegar las llamadas al cuartel general.
Mengele se había entretenido en el laboratorio, donde estaba intentando, sin mucho entusiasmo, trasplantar cromosomas a núcleos de células de rana.
Incluso había ido un día en avión hasta Asunción;para cortarse el pelo y visitar a una prostituta, comprarse un reloj digital y tomarse un buen bistec en «La Calandria» con Franz Schiff.
Finalmente, había llegado el día: un día estupendo, de una luminosidad tan cegadora que había tenido que correr las cortinas del estudio. La radio estaba conectada y sintonizada en la frecuencia del cuartel general, y los audífonos listos junto a un bloc y a un lápiz. A un lado del cristal de la mesa estaba extendida una toalla de hilo blanco; sobre ella, ordenados como para una intervención quirúrgica, una pequeña lata de esmalte rojo sin abrir, un destornillador, un pincel nuevo, delgado y de cerdas cortas, un disco de petri descubierto y una lata de trementina con tapa de rosca. El costado izquierdo de la larga mesa había sido apartado de la pared, y ante la primera columna de nombres y países esperaba una escalera.
Mengele había decidido probar con las tachaduras.
Poco antes del mediodía, cuando ya empezaba a impacientarse, el zumbido de un avión empezó a hacerse oír cada vez con mayor intensidad a través de las cortinas. Era el ruido del avión del cuartel general, lo cual quería decir que había noticias, ya fueran muy buenas o muy malas. Salió presurosamente del estudio, atravesó el vestíbulo y se dirigió al porche, donde los hijos de algunos de los sirvientes estaban sentados jugando. Pasó por entre ellos y dio la vuelta por el costado de la casa hacia el fondo, para bajar los pocos escalones. En ese momento el avión descendía tras las copas de los árboles. Se protegió los ojos con la mano y atravesó corriendo el patio, consiguiendo de paso que uno de los sirvientes, que descansaba, al verle empezara de nuevo a trabajar; pasó junto a las viviendas del servicio y a los galpones, y al lado del cobertizo del generador eléctrico. Con un trote lento entró en el pasadizo cubierto de verdor abierto a través del espeso follaje de la selva. Ya se oía aterrizar al avión y Mengele disminuyó el paso, se metió los faldones de la camisa dentro de los pantalones, sacó un pañuelo y se enjugó la frente y las mejillas. ¿Por qué el avión, por qué no la radio? Algo había andado mal, de eso estaba seguro. ¿Liebermann? Ese cerdo ¿se las habría arreglado de alguna manera para poner término a todo el asunto? En ese caso, ya se encargaría él personalmente de ir a Viena. ¿Le quedaría acaso algún otro motivo para vivir?
Salió del costado de la pista de aterrizaje a tiempo de ver cómo el bimotor rojo y blanco rodaba lentamente hacia su propio avión, más pequeño, de colores negro y plata. Dos de los guardias estaban allí conversando con el piloto, que le saludó con la mano. Mengele hizo lo propio, con la cabeza. Del otro lado de la pista, junto a la cerca, estaba otro de los guardias, sosteniendo algo entre los eslabones en un intento de atraer a algún animal. Aunque iba contra las reglas, Mengele no le llamó la atención; estaba observando las puertas del avión rojo y blanco, que ya se había detenido y cuyas hélices se aquietaban poco a poco. Silenciosamente, rezaba.
La puerta se abrió bruscamente y uno de los guardias se adelantó al trote, para ayudar a bajar los escalones a un hombre alto que vestía traje azul claro.
¡El coronel Seibert! Tenían que ser malas noticias.
Lentamente, empezó a adelantarse.
El coronel le vio, le saludó —con un gesto bastante alegre— y se dirigió hacia él. Llevaba consigo una bolsa de compras, roja.
Mengele apretó el paso.
—¿Hay noticias? —preguntó.
El coronel, sonriente, hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, ¡buenas noticias!
¡Gracias a Dios! Mengele se apresuró más.
—¡Estaba preocupado!
Ambos se estrecharon la mano. El coronel, apuesto con su enérgico rostro nórdico y el pelo rubio casi blanco, le informó sonriendo:
—Tenemos informes de todos los «viajantes». Ya han visto a todos los «clientes» de octubre; a cuatro de ellos en la fecha exacta, a dos un día después.
Mengele se oprimió el pecho y exhaló el aire.
— ¡Alabado sea Dios! Al ver venir el avión, me sentí preocupado.
Es un día tan hermoso que me dieron ganas de hacer un vuelo —explicó el coronel.
Juntos, fueron andando hacia el sendero.
—¿Los siete?
—Los siete, sin el menor problema. —El coronel le ofreció la bolsa—. Esto es para usted. Un paquete misterioso que le manda Ostreicher.
—Ah —exclamó Mengele, recogiéndolo—. Gracias. No es ningún misterio. Le pedí que me consiguieraun poco de seda; una de las mujeres de servicio me va a hacer algunas camisas. ¿Quiere quedarse a comer?
—No puedo —respondió el coronel—. A las tres de la tarde tengo un ensayo para la boda de mi nieta. ¿Sabía usted que se casa con el nieto de Ernst Roebling? Mañana. Pero sí tomaría un café mientras charlamos un rato.
—Espere a ver mi mapa.
—¿Su mapa?
—Ya lo verá.
El coronel lo vio y quedó entusiasmado.
—¡Qué maravilla! ¡Una verdadera obra de arte! Pero esto no lo ha hecho usted, ¿verdad?
Mientras dejaba junto a la mesa la bolsa, Mengele respondió alegremente:
—No, por Dios, ¡si ni siquiera estoy seguro de poder hacer decentemente las tachaduras! Hice que viniera un hombre en avión, desde Río.
El coronel se volvió para mirarle, con expresión sorprendida e interrogativa.
—No se preocupe —le tranquilizó Mengele, con un gesto de la mano—. Cuando regresaba tuvo un accidente.
—Grave, me imagino —conjeturó el coronel, esperanzado.
—Muy grave.
Les llevaron el café. El coronel examinó algunas de las fotos del Führer, y después ambos se sentaron en el sofá para saborear el humeante y negro líquido de las tacitas de porcelana.
—Se han instalado todos en apartamentos —informó el coronel a Mengele—, salvo Hessen, que se ha comprado una roulotte. Le dije que se mantenga en contacto una vez por semana, en previsión de que algo suceda; pero la usará únicamente mientras dure el buen tiempo.
Necesito saber las fechas en que han muerto, para mi archivo —le recordó Mengele.
—Sí, claro —el coronel dejó su taza y el platillo sobre la mesita—. Lo tengo aquí, mecanografiado —explicó mientras buscaba en su americana.
Mengele también dejó la taza y el platillo para recibir la delgada hoja de papel doblado que le ofrecía el coronel. La desplegó, la apartó y entrecerró los ojos para leerla. Sonriendo, sacudió la cabeza.
¡De los siete, cuatro en la fecha exacta! —se admiró—. ¿No le parece estupendo?
—Todos son hombres capaces —le recordó el coronel—. Schwimmer y Mundt ya tienen preparado el próximo. Con Farnbach tuve que hablar un rato; es un poco preguntón.
—Ya lo sé —asintió Mengele—. Cuando les di las instrucciones, me planteó un pequeño problema.
—Pues no creo que vuelva a suceder —señaló el coronel—. Yo le hice un buen lavado de cabeza.
—Bien por usted. —Mengele volvió a doblar el papel de grata textura y lo dejó en un ángulo de la mesa del café, en perfecta escuadra con los bordes. Miró el mapa, se imaginó las siete tachaduras rojas que le pintaría cuando se fuera el coronel y volvió a levantar la taza, con la esperanza de dar el ejemplo.
—Ayer por la mañana me llamó el coronel Rudel —anunció su visitante—. Está en la Costa Brava.
—¿Ah, sí? —Mengele advirtió inmediatamente que la razón de que hubiera llegado el coronel no era el placer de volar—. Entonces, ¿qué? ¿Cómo está? —preguntó, y volvió a tomar un sorbo de café.
—Muy bien —respondió el coronel—, aunque un poco preocupado. Recibió carta de Günter Wenzler, advirtiéndole que Yakov Liebermann puede estar sobre la pista de una operación nuestra. Hace dos semanas, Liebermann habló en Heidelberg y planteó a su auditorio una «cuestión hipotética» bastante poco habitual. Un amigo de Wenzler, cuya hija estuvo presente, le dijo que nos avisara, por las dudas.
—¿Qué fue exactamente lo que planteó Liebermann?
Antes de hablar el coronel miró un momento a Mengele.
—Por qué nosotros, es decir, usted y nosotros, podríamos querer dar muerte a noventa y cuatro funcionarios de sesenta y cinco años. Una «cuestión hipotética».
Mengele se encogió de hombros.
—Entonces, es evidente que no lo sabe —señaló—. Y estoy seguro de que nadie dio con la respuesta correcta.
—También Rudel está seguro —coincidió el coronel—, pero le gustaría saber a qué se debe que Liebermann diera con la pregunta correcta..., cosa que a usted no le sorprende mucho.
Mengele sorbió su café y habló con tono indiferente.
—Cuando le encontramos, el norteamericano no estaba escuchando la cinta; estaba hablando con Liebermann. —Volvió a dejar la taza y sonrió el coronel—. Y estoy seguro de que ya lo habrá descubierto usted, ayer por la tarde, por la compañía telefónica.
Con un suspiro, el coronel se inclinó hacia Mengele.
—¿Por qué no nos lo dijo? —quiso saber.
—Francamente —respondió Mengele—, temí que quisieran ustedes posponer las cosas, por si Liebermann hubiera puesto en marcha una investigación.
—Tenía razón; es exactamente lo que habríamos querido —confirmó el coronel—. Tres o cuatro meses..., ¿acaso habrían sido tan terribles?
—Eso podría haber cambiado completamente los resultados. Créame, coronel, porque es verdad. Pregúnteselo a cualquier psicólogo.
—¡Entonces, podríamos haber prescindido de esos hombres y habernos ajustado a lo programado con los otros!
—¿Y reducir los resultados en un veinte por ciento? En los primeros cuatro meses hay dieciocho hombres.
—¿Y no piensa usted que de esta manera ha reducido más el resultado? —lo interpeló el coronel—. ¿Acaso Liebermann habla sólo para estudiantes? Nuestros hombres podrían ser arrestados en cualquier momento. ¡Y el resultado se reduciría en un noventa y cinco por ciento!
—Coronel, por favor —procuró aplacarlo Mengele.
—Suponiendo, naturalmente, que haya un resultado. ¡Porque por el momento, respecto de eso, lo único que tenemos es su palabra, fíjese!
Inmóvil y silencioso, Mengele hizo una inspiración profunda. El coronel levantó su taza, la miró echando chispas y la dejó de nuevo.
Mengele dejó escapar el aire.
—Habrá exactamente el resultado que yo les he prometido —aseguró—. Coronel, deténgase a pensar lo un momento. Si alguien más le oyera, ¿se molestaría Liebermann en hacerles preguntas a los estudiantes? Nuestros hombres han salido, y están haciendo su trabajo, ¿no es verdad? Claro que Liebermann ha hablado con otros..., ¡posiblemente con todos los fiscales y todos los policías de Europa! Pero es obvio que nadie le hace caso; es la única actitud posible, con un viejo como él, que les tiene fobia a los nazis y se les aparece con una historia que no puede parecer más que un caso de locura si uno no puede dar las razones que la fundamentan. Con eso contaba yo cuando tomé la decisión.
—No era una decisión que debiera tomar usted declaró el coronel—. Ha puesto a seis de nuestros hombres en una situación mucho más peligrosa de lo que teníamos previsto.
—Y al hacerlo he protegido la enorme inversión de ustedes, por no hablar del destino de la raza.
Mengele se levantó y se dirigió a la mesa para coger un cigarrillo del jarro de bronce donde los guardaba—. En todo caso, ya está hecho —concluyó.
El coronel sorbió el café, con los ojos fijos en la espalda de Mengele. Antes de hablar, volvió a dejar su taza.
—Rudel quería que llamara a todos los hombres y les pidiera que volvieran, hoy mismo.
Mengele se volvió, sacándose de entre los labios el cigarrillo encendido.
—Eso no lo creo —exclamó.
El coronel hizo un gesto afirmativo.
—Se toma muy en serio sus responsabilidades como oficial.
—¡Tiene sus responsabilidades como ario!
—Es cierto, pero jamás ha estado tan seguro como el resto de nosotros de la funcionalidad del proyecto;y bien que lo sabe usted, Josef. Santo Dios, ¡lo que nos costó convencerle!
Silenciosamente, hostil, expectante, Mengele se puso de pie.
—Yo le dije más o menos lo mismo que usted acaba de decirme —explicó el coronel—. Si los informes de nuestros hombres nos llegan y todo anda bien, eso significa que Liebermann no ha podido hacer nada, de manera que bien podemos dejarles que sigan. Finalmente se mostró de acuerdo, pero en lo sucesivo van a tener bajo vigilancia a Liebermann (de lo cual se ocupará Mundt) y si hay algún indicio de que esté consiguiendo hacer algo, entonces habrá que tomar una decisión: ya sea matarle, lo que tal vez sólo serviría para levantar más la caza, o hacer regresar a los nuestros.
—Eso —declaró Mengele— equivaldría a echar todo por la borda. Todo lo que yo he logrado. Todo el dinero que se ha gastado en equipos y en personal y en conseguir las direcciones. ¿Cómo puede ocurrirsele siquiera tal cosa? Si atraparan a éstos, yo enviaría a otros seis. Y a otros seis. ¡Y a otros seis!
—Yo estoy de acuerdo, Josef —procuró calmarle el coronel—; estoy de acuerdo. Y personalmente, me gustaría mucho que usted tuviera voz en la decisión, si es que realmente alguna vez hay que llegar a tomarla. Y una voz bien fuerte. Pero si Rudel se entera ahora de que usted dejó partir a los hombres sabiendo que Liebermann estaba sobre aviso... le excluirá a usted completamente de la operación. No le comunicará siquiera los informes mensuales. Por eso preferiría no decírselo. Pero para poder decidir eso tengo que tener la seguridad, de parte de usted, de que no va a... tomar más decisiones por sí solo.
—¿Sobre qué? Si ya no hay más decisiones que tomar, salvo de que hay que seguir.
El coronel sonrió.
—Pues yo no consideraría imposible que se metiera usted en un avión y se lanzara personalmente a la caza de Liebermann.
—No sea ridículo —respondió Mengele, dando una chupada a su cigarrillo—. Bien sabe que no me atrevería a ir a Europa. —Se volvió hacia la mesa para dejar caer la ceniza en un cenicero.
—¿Puedo contar con la seguridad —preguntó el coronel— de que no hará usted nada que afecte a la operación sin consultarlo con la Organización?
—Claro que puede —prometió Mengele—. Absolutamente.
—Entonces, le diré a Rudel que es un misterio la forma en que Liebermann llegó a enterarse de las cosas.
Mengele sacudió la cabeza con incredulidad.
—No puedo creer —declaró— que ese viejo estúpido, y me refiero a Rudel, no a Liebermann, fuera capaz de tirar a la basura tanto dinero, y junto con él el destino de la raza aria, sin otro motivo que la preocupación por la seguridad de seis hombres corrientes.
—El dinero era apenas una parte de lo que tenemos —aclaró el coronel—. Si exageramos su importancia, fue para que tuviera usted conciencia de los costes. En cuanto al destino ario, bueno..., ya le dije que Rudel jamás ha estado convencido del todo de que el proyecto pueda salir bien. Creo que para él todo esto tiene algo de magia o de brujería; no es hombre de mentalidad muy científica.
—Sería una locura dejarle a él la última palabra
—Ese puente lo cruzaremos cuando lleguemos a él —le tranquilizó el coronel—, si es que llegamos. Esperemos que Liebermann deje de hablar, incluso con los estudiantes, y que consiga hacer usted las noventa y cuatro tachaduras en este bonito mapa. Acompáñeme hasta el avión —concluyó mientras se levantaba y, extendiendo una pierna rígida como la de un robot, empezó a pasearse en cámara lenta, dando largos pasos al compás de la «Marcha nupcial», que iba canturreando por lo bajo—. ¡Qué fastidio! Yo prefiero las bodas sencillas, ¿no le parece? Pero, ¡vaya usted a decírselo a una mujer!
Mengele fue con él hasta el avión, le despidió con la mano mientras éste se elevaba y volvió a entrar en la casa. El almuerzo le esperaba en el comedor, de manera que dio cuenta de él. Después se lavó escrupulosamente las manos en el fregadero del laboratorio y pasó al estudio. Dio una buena sacudida a la lata de esmalte y se valió del destornillador para levantarle la tapa. Se caló las gafas y, llevando en la mano la lata de brillante pintura roja y el pincel delgado y flamante, trepó a la escalera de mano.
Sumergió las cerdas en el líquido, las escurrió contra el borde de la lata, hizo una inspiración profunda y, conteniendo el aliento, llevó la punta impregnada de rojo al casillero dibujado junto a Döring — Deutschland — 16/10/74.
La tachadura le salió muy bien: un trazo reluciente de rojo sobre blanco, de bordes netos, muy vistosa. La retocó un poquito y trazó una similar en el casillero de Horve —Dänemark—18/10/74.
Y luego en el de Guthrie — V.St.A. — 19/10/74.
Se bajó de la escalera, retrocedió un poco y, por encima de las gafas, observó las tres tachaduras.
Sí, quedaban bastante bien.
Volvió a subir los peldaños y siguió pintando tachaduras en los casilleros de Runsten — Sweden — 22/10/74, y Rausenberger — Deutschland — 22/10/74, y Lyman — England — 24/10/74, y Oste — Holland — 27/10/74.
Volvió a bajar para echar otra mirada.
Precioso. Siete tachaduras rojas.
Que apenas si le habían dado algún placer. ¡Maldito Rudel! ¡Maldito Seibert! ¡Maldito Liebermann! ¡Malditos todos!
Regresó a algo que era un verdadero pandemónium. Glanzer, el dueño de la casa —que habría sido un estupendo antisemita, salvo por la curiosa circunstancia de que era judío— acusaba de algo, a voz en grito, a una Esther encogida y temblorosa, mientras Max y una joven desgarbada a quien Liebermann no había visto en su vida empujaban la mesa de Lili y la colocaban en el rincón, junto a la puerta del dormitorio. La chapoteante música del agua repiqueteaba en una mezcolanza de ollas y palanganas que recogían aquí y allí las gotas que caían de las oscuras manchas de humedad que tapizaban el techo. Se oyó que en la cocina se rompía algún recipiente de loza, la voz de Lili (que debía estar allí) exclamó: «¡Oh, las ratas!», y empezó a sonar el teléfono.
—¡Ajá! —clamó Glanzer, volviéndose para apuntarle con un dedo—. Y ahora viene la gran figura mundial a quien le importa un bledo la propiedad de la gente común. ¡No suelte esa maleta que el suelo no la resistirá!
—Bienvenido al hogar —le saludó Max, justo en el momento de levantar un lado de la mesa.
Liebermann dejó en el suelo la maleta y la cartera. Como era domingo, había esperado encontrar en el apartamento vacío un clima de calma y tranquilidad.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—¿Qué sucede? —repitió Glanzer, mientras se escurría hacia él pasando por entre dos mesas, con el rostro rojo como el fuego—. ¡Ya le diré yo lo que sucede! ¡Que tenemos una inundación arriba, eso es lo que sucede! ¡Usted carga en exceso el piso y las cañerías trabajan forzadas! ¡Por eso se rompen! ¿O acaso se cree que pueden aguantar la carga que tienen aquí?
—¿Se rompen las cañerías de arriba y yo tengo la culpa?
—¡Todo está conectado! —vociferó Glanzer—. La tensión se transmite. ¡Toda la casa se vendrá abajo a causa del exceso de peso que tiene usted aquí!
—¿Yakov? —Esther le tendió el teléfono, cubriendo el micrófono con la mano—. Alguien de apellido Von Palmen, de Mannheim. Llamó la semana pasada. —Por un lado de la peluca de color castaño rojizo se le escapaba un mechón de pelo gris.
—Pídele el número y dile que le llamaré.
—Se me acaba de romper el tazón rosado —anunció Lili, apostado con aire de duelo en la puerta de la cocina—. El favorito de Hannah.
—¡Fuera! —aullaba Glanzer, dominando con su voz la de Liebermann e invadiéndolo todo con su maldito aliento—. ¡Fuera con todas estas mesas! Ésta es una casa de viviendas, ¡no de oficinas! ¡Y fuera con esos archivos, también!
—¡Váyase usted fuera! —gritó con no menos fuerza Liebermann, sabedor de que ésa era la mejor manera de tratar a Glanzer—. ¡Vaya a hacer arreglar esas cañerías inservibles! ¡Éstos son mis muebles, mis mesas y mis archivos! ¿O acaso el contrato dice que sólo puedo tener mesas y sillas?
—¡Ya veremos en el tribunal lo que dice el contrato!
—¡Y ust—ed verá lo que tiene que pagar por los daños producidos por el agua! ¡Fuera! —El índice de Liebermann señaló la puerta.
Glanzer parpadeó. Miró al suelo, junto a él, como si oyera algo, después observó con preocupación a Liebermann e hizo un gesto de asentimiento.
—Ya lo creo que me voy —susurró. Antes de que ocurra. —De puntillas, su mole se dirigió hacia la puerta abierta—. Para mí, mi vida es más preciosa que mi propiedad. —Salió y, cautelosamente, cerró la puerta tras de sí.
Liebermann dio una fuerte patada en el suelo y anunció:
—¡Estoy pateando el suelo, Glanzer!
—¡Ojalá pase a través! —se oyó a distancia.
—Yakov, no, que somos responsables —le detuvo Max, tocándole el brazo.
Liebermann se dio vuelta, miró a su alrededor, levantó los ojos y dejó escapar un compungido: «¡Ay, ay, ay! » Después se mordió el labio inferior.
—Lo descubrimos temprano, así que no es grave —explicó Esther mientras se estiraba para enjugar la parte alta de uno de los armarios del archivo—. Gracias a Dios, esta mañana estuve en la cocina, haciendo un bizcocho de nuez. Cuando vi lo que pasaba llamé a Max y a Lili. Sólo ha sido aquí, en la cocina, no en las otras habitaciones.
Max presentó a la chica desgarbada, que tenía unos grandes y bellos ojos grises; era Alix, la sobrina que él y Lili tenían en Brighton, Inglaterra, y que en ese momento estaba con ellos de vacaciones. Liebermann le estrechó la mano, agradeciéndole su ayuda, y después se quitó la chaqueta para unirse al trabajo.
Secaron las mesas y los demás muebles, pusieron ollas y palanganas vacías donde habían estado las llenas, y con unas escobas envueltas en toallas enjugaron los puntos mojados del techo.
Después, sentados en las mesas y en la parte aprovechable del sofá, se sirvieron café y bizcochos. Las goteras se habían reducido a media docena de hilos que se escurrían lentamente. Liebermann habló un poco de su viaje, de los viejos amigos que había visitado, de los cambios que había visto. Con su alemán vacilante, Alix contestó a las preguntas de Esther sobre su trabajo de diseñadora textil.
—Muchas aportaciones, Yakov —le informó Max, con un gesto solemne de su cabeza gris.
—Como siempre, después de las santas festividades —señaló Lili.
—Pero este año han sido más que el anterior, querida —dijo Max, y agregó dirigiéndose a Liebermann—: La gente está al tanto de lo del Banco.
Liebermann movió afirmativamente la cabeza y se volvió hacia Esther.
¿No me ha llegado nada de la «Agencia Reuter»? ¿Informes, recortes?
Ahí tienes un sobre de «Reuter» —contestó Esther—; uno grande. Pero dice que es personal. —¿Informes? —se extrañó Max.
—Antes de salir de viaje hablé con Sydney Beynon, sobre la historia del chico de Koehler. De él no se ha sabido nada, ¿no es cierto?
Todos sacudieron la cabeza.
Esther se levantó con la taza y el platillo sobre la bandeja.
—No puede ser, es demasiado disparatado —declaró, mientras se acercaba a la mesa de Max. Lili se había levantado para recoger los platos, pero ella se lo impidió—. Deja todo esto, que yo lo limpiaré. Y ustedes váyanse con Alix a mostrarle la ciudad.
Liebermann dio las gracias a Max, Lili y Alix mientras ellos se ponían los abrigos. Besó a Lili, estrechó la mano de Alix y le deseó felices vacaciones y palmeó en el hombro a Max. Después de haber cerrado la puerta tras ellos, volvió a tomar su maleta y la llevó al dormitorio.
Entró en el cuarto de baño, se tomó las píldoras del mediodía, colgó en el armario su segundo traje y se cambió la chaqueta por un suéter y los zapatos por unas zapatillas. Con las gafas en la mano regresó a la sala de estar, cogió la cartera y, esquivando las mesas, amontonadas, pasó al comedor.
—Yo me quedaré por aquí y vigilaré por si sigue goteando —ofreció Esther, desde la puerta de la cocina—. ¿Quieres que te comunique con el hombre ese de Mannheim?
—Más tarde —declinó Liebermann, y entró en el comedor, convertido ahora en su despacho.
La mesa estaba atestada de revistas y de montones de cartas ya abiertas. Dejó la cartera, encendió la lámpara, se puso las gafas; apartó un montón de cartas que semiocultaban varios sobres grandes y encontró el sobre gris de «Reuter», escrito a mano,repleto y abultado. ¿Tanto le enviaban?
Se sentó, despejó lo mejor que pudo la mesa, apartando hacia atrás y hacia los lados las pilas de ca rrespondencia y derribando la fotografía de Hannah, mientras algunas revistas caían al suelo.
Desató el hilo que aseguraba el sobre y desgarró el cierre engomado. Inclinándolo sobre el verde del secante lo sacudió para extraer de él una masa de recortes de periódicos y papeles de teletipo: veinte, treinta, más aún; había entre ellos fotocopias, aunque la mayoría eran trozos de periódico recortados rápidamente, tijeras en mano. Mann getötet in Autounfall; Priest Slain by Robbers; Eldsvada dödar man, 64. Algunos de los recortes llevaban pegados rótulos amarillos con la fecha y el nombre del periódico. Había unos veinte en total.
Liebermann miró dentro del sobre y encontró dos pequeños recortes más y una hoja de papel blanco, que venía rodeando todo el manojo.
Manténgame al tanto, decía en el centro, escrito con una letra pequeña y pulcra. Estaba fechado el 30 de octubre.
Liebermann puso a un lado la hoja junto con el sobre y extendió con ambas manos los recortes, abriéndolos para verlos mejor, hasta formar un superpuesto rompecabezas de francés, alemán, inglés... y sueco, danés y otras lenguas, indescifrables algunas a no ser por alguna que otra palabra. Död, seguramente, era tot y dead... muerto.
— ¡Esther! —llamó.
—¿Sí?
—Alcánzame los diccionarios, el sueco y el holandés; el noruego y el danés también.
Levantó uno de los recortes, en alemán: una explosión en una fábrica de productos químicos de Solingen había causado la muerte al sereno nocturno August Mohr, de 65 años. No. Lo hizo a un lado.
Después lo volvió a tomar. ¿Acaso un empleado público de ínfima categoría no podría tener un segundo trabajo por las noches? Improbable, para esa edad, pero no imposible. La explosión se había producido a la una de la mañana del día anterior a la publicación de la noticia, es decir, el 20 de octubre.
Se encendió la luz del techo y se oyó la voz de Esther, que atravesaba la habitación:
—Deben estar allí. —Fue hacia la mesa del comedor, apoyada contra la pared, y empezó a leer lo anotado en los costados de las cajas apiladas sobre ella—. Diccionario danés no tenemos —anunció—. Y el noruego lo está usando Max.
Liebermann sacó un bloc del cajón.
—Será mejor que me des el francés también.
—Espera a que lo encuentre.
Él buscó el bolígrafo que había quedado entre la correspondencia. Volvió a mirar el recorte y anotó sobre el papel amarillo, después de unos cuantos garabatos para que empezara a fluir la tinta: 20; Mohr, August; Solingen. Después puso un signo de interrogación.
—Diccionarios —anunció Esther abriendo una de las cajas—. Noruego, sueco, ¿francés?
—Y holandés, por favor. —Liebermann puso el recorte a la izquierda; allí dejaría los «posibles». Buscó el escrito en inglés, el que se refería al sacerdote lo encontró, lo recorrió rápidamente y con un «ay» lo dejó a la derecha.
Esther se le acercó, abrumada por el peso de cuatro gruesos volúmenes encuadernados, y Liebermann apartó el correo amontonado al costado de la mesa para hacerle lugar.
—Estaba todo organizado —se lamentó ella, mientras dejaba los libros.
—Ya lo reorganizaré yo. Gracias.
Ella se escondió el pelo que le asomaba bajo la peluca.
Si necesitabas traducciones, deberías haber pedido a Max que se quedara.
No lo pensé.
¿Quieres que trate de localizarle?
Liebermann negó con la cabeza y levantó otro recorte en inglés: Dispute Ends in Fatal Knifing.
—¿Asesinan a tantas personas? —preguntó Esther, que miraba con aire de preocupación el montón de recortes.
—A todos no —respondió él, mientras colocaba el recorte a su derecha—. Algunos son accidentes.
¿Cómo vas a saber cuáles son los que mataron los nazis?
—Tendré que mirar. —Liebermann tomó un recorte escrito en alemán.
—¿Mirar?
—Para ver si puedo encontrar una razón. Ella lo miró con desdén.
—¿Porque un chico te llama y desaparece?
—Adiós, Esther, guapa.
Ella se apartó de la mesa.
—Yo podría estar escribiendo artículos y ganando dinero.
—Pues escríbelos, que yo te los firmaré.
—¿Quieres comer algo?
Liebermann negó con la cabeza.
Unos pocos recortes se referían a las mismas muertes ya narradas en otros; algunas de las personas fallecidas no estaban dentro de los límites de edad. Había comerciantes, agricultores, obreros industriales jubilados, vagabundos; muchos habían muerto a manos de vecinos, de parientes, de bandas de jóvenes delincuentes. Lupa en mano, recorrió los diccionarios bilingües; un makelaar in onroerende goederen era un agente de la propiedad inmobiliaria; un tulltjänsteman, un funcionario de aduanas. Puso los «imposibles» a la derecha, mientras los «posibles» quedaban a su izquierda. La mayoría de las palabras de los recortes daneses figuraban en el diccionario noruego-alemán.
Estaba bien avanzada la tarde cuando dejó en el montón de los «imposibles» el último recorte. Los «posibles» eran once.
Arrancó del bloc la lista que había hecho de ellos y empezó una nueva, disponiéndolos pulcramente en orden de acuerdo con la fecha de la muerte.
El 16 de octubre habían muerto tres: Chambon Hilaire, en Burdeos; Döring, Emil, en Gladbeck, un pueblo de la zona de Essen; y Persson, Lars, en Fagersta, Suecia.
Cuando sonó el teléfono dejó que Esther lo atendiera.
Dos el 18: Guthrie, Malcolm, en Tucson...
—¿Yakov? Es Mannheim de nuevo.
Cogió el teléfono.
—Liebermann.
—Hola, Herr Liebermann —lo saludó una voz de hombre—. ¿Qué tal fue su viaje? ¿Ya encontró la razón de las noventa y cuatro matanzas?
El interpelado se quedó inmóvil, mirando el bolígrafo que tenía en la mano. Era una voz que ya había oído, pero que no lograba identificar.
—¿Quién es, por favor? —preguntó.
—Me llamo Klaus von Palmen, y lo oí hablar en Heidelberg. Tal vez me recuerde usted; yo le pregunté si el problema era realmente hipotético.
Claro. El joven rubio de aspecto despierto.
—Sí, le recuerdo.
—¿Ha tenido algún público que le respondiera mejor que nosotros?
—No volví a plantear esa pregunta.
—Ni tampoco era hipotética, me imagino.
Liebermann quería contestar que sí, o colgar pero un impulso más fuerte sea adueñó de él: hablar abiertamente con alguien que estuviera dispuesto a creerle, aunque fuera su joven crítico alemán.
—No lo sé —admitió—. La persona que me habló de eso... ha desaparecido. Tal vez tuviera razón, tal vez se equivocara.
—Lo mismo sospeché yo. ¿Le interesaría saber que en Pforzheim, el 24 de octubre, un hombre se cayó de un puente y se ahogó? Tenía 65 años y estaba a punto de jubilarse como empleado de Correos.
—Müller, Adolf —confirmó Liebermann, recorriendo su lista de posibles—. Lo sabía, sí, y también tengo noticias de otros diez: en Solingen, Gladbeck, Birmingham, Tucson, Burdeos, Fagersta...
—¡Oh!
Liebermann sonrió a su bolígrafo.
—Tengo una fuente en «Reuter» —explicó.
—¡Estupendo! ¿Y se ha ocupado usted de establecer si es estadísticamente normal que once funcionarios públicos de 65 años mueran de muerte violenta en un período de... cuánto es, tres semanas?
—Ha habido otros —continuó Liebermann— muertos por sus allegados. Y otros, estoy seguro, de los que «Reuter» no se ha enterado. Y de todos ellos. creo que solamente seis en el mejor de los casos podrían ser... los que yo me temo. ¿Acaso seis por encima de la cifra normal demostraría algo? Además ¿quién se ocupa de esas estadísticas? Muertes violentas en dos continentes, en accidentes de, trabajo. Tal vez Dios sepa lo que es «estadísticamente normal». O una docena de compañías de seguros, todas juntas. Yo no perdería el tiempo en escribirles.
—¿No ha hablado con las autoridades?
—¿No fue usted, acaso, el que señaló que hoy en día no se interesan tanto por perseguir a los nazis? Hablé, pero no me escucharon. Y, en realidad, no se les puede culpar, cuando lo único que yo podía decirles es que probablemente matarían a unos hombres, pero que no sabía por qué.
Entonces debemos encontrar por qué, y la manera de hacerlo es meternos en algunos de estos casos. Tenemos que investigar las circunstancias de la muerte y, lo que es más importante, el carácter y los antecedentes de esas personas.
—Gracias —suspiró Liebermann—. Es el mismo planteamiento que yo me hice cuando no podía decir «debemos» ni «tenemos».
—Pforzheim está a menos de una hora de aquí por carretera, Herr Liebermann. Y yo soy estudiante de Derecho, el tercero de mi clase, y me considero muy capaz de hacer observaciones y de formular las preguntas pertinentes.
—Las preguntas pertinentes ya las conozco, pero es que realmente esto no es asunto suyo, amigo mío,
—Ah, ¿no? ¿Y por qué? ¿Acaso usted se ha asegurado de,algún modo los derechos exclusivos para oponerse al nazismo? ¿Y en mi país?
—Herr Von Palmen...
—Usted planteó públicamente el problema; debería habernos informado de que tenía la propiedad exclusiva.
—Escúcheme. —Liebermann sacudió la cabeza: qué alemán éste—. Herr Von Palmen —continuó—, la persona que me planteó a mí el problema era un joven como usted. Más afable y respetuoso, pero por lo demás, no tan diferente. Y es casi seguro que ha sido asesinado. Por eso le digo que no es asunto suyo, porque es algo para profesionales, no para aficionados. Y también porque usted podría enturbiar las cosas de tal manera que cuando yo llegara a Pforzheim el trabajo me resultara más difícil aún.
—Yo no enturbiaré las cosas, y procuraré evitar que me asesinen. ¿Quiere usted que vuelva a llamarle para decirle lo que descubra, o me reservo la información?
Liebermann miró furiosamente a su alrededor mientras procuraba encontrar un modo de detenerle, pero no lo había, naturalmente.
—Por lo menos, ¿sabe usted la información que tiene que buscar? —preguntó.
—Claro que sí. A quién le dejó Müller su dinero con qué gente estaba relacionado, cuáles eran sus actividades políticas y militares...
—Dónde nació.
—Ya lo sé. Todos los puntos que se sugirieron aquella noche.
—Y si podría haber tenido algún contacto con Mengele, ya fuera durante la guerra o inmediatamente después. ¿Dónde prestó servicios? ¿Estuvo alguna vez en Günzburg?
—¿En Günzburg?
—Donde vivía Mengele. Y trate de no actuar como un fiscal, que es más fácil cazar moscas con miel que con vinagre.
—También puedo ser encantador cuando me lo propongo, Herr Liebermann.
—Espero que me lo demuestre. Deme su dirección por favor, y le mandaré fotografías de tres de los hombres a quienes supongo encargados de las matanzas. Son retratos viejos, de treinta años atrás, y por lo menos uno de ellos debe de haberse hecho la cirugía plástica, pero de todas maneras podrían venirle bien para el caso de que alguien hubiera visto rondar a algún extraño. También le mandaré una carta diciendo que trabaja usted por cuenta mía. Aunque tal vez prefiera usted enviarme una donde conste que yo trabajo para usted.
—Herr Liebermann, me inspira usted la admiración y el respeto más profundos. Créame que estoy verdaderamente orgulloso de poder servirle en algo
—Bueno, está bien.
—¿Ve cómo he estado encantador?
Liebermann tomó nota de la dirección y el número telefónico de Palmen, le dio algunas indicaciones más y colgó.
Conque ya «éramos» dos... Pero quizás el muchacho se las arreglara; bastante despierto parecía, indudablemente.
Terminó de hacer la segunda lista, la estudió durante unos minutos y después abrió el cajón inferior izquierdo de la mesa y sacó un gran sobre con fotografías que había separado de los archivos. Eligió las de Hessen, Kleist y Traunsteiner; una de cada uno, con su porte de jóvenes con uniforme de las SS, serios o sonrientes en las instantáneas ampliadas, de grano grueso... poco menos que inútiles, pero lo mejor con que contaba.
—¡Esther! —llamó mientras las ponía en la mesa Hessen le sonreía con su aspecto lobuno y su pelo oscuro desde una fotografía en la que abrazaba a sus padres radiantes. Liebermann dio la vuelta a la foto y escribió una línea bajo el informe mimeografiado que llevaba adherido al dorso: Actualmente pelo plateado. Se ha hecho cirugía plástica.
—¿Esther?
Recogió las fotos, se levantó de su sillón y fue hacia la puerta.
Sentada ante la mesa, Esther se había quedado dormida, con la cabeza sobre los brazos cruzados Junto al codo tenía una fuente llena de agua inmóvil.
Liebermann se le acercó de puntillas, dejó las fotos en un ángulo de la mesa y de puntillas atravesó la sala de estar para entrar en el dormitorio.
—Entonces, ¿adónde vas? —le llamó Esther.
Sorprendido de que estuviera despierta y de que se lo preguntara, Liebermann respondió:
—Al cuarto de baño.
—Lo que quería decir es adónde te vas. A investigar.
—Ah... A un lugar cerca de Essen... A Gladbeck. Y a Solingen.
Farnbach se detuvo fuera del hotel. Mientras admiraba el luminoso azul violáceo del crepúsculo —que se prolongaba durante horas, según le había asegurado el empleado—, se calzó los guantes, se levantó el cuello de piel y se acomodó el gorro de manera que le abrigara mejor las orejas y la nuca. En Storlien no hacía tanto frío como él se había temido, pero hacía bastante. Gracias a Dios, no tenía otra misión que cumplir más al Norte; evidentemente, Brasil le había convertido en una orquídea.
—¿Señor? —Alguien le palmeaba el hombro. Al darse la vuelta se encontró con un hombre con sombrero negro, más alto que él, que le presentaba en la palma de la mano un documento de identidad—. Detective inspector Löfquist. ¿Me permite una palabra, por favor?
Farnbach recibió la tarjeta protegida por una cubierta de cuero y plástico, y fingió que, en la penumbra crepuscular, su lectura le resultaba más difícil de lo que era en realidad, para darse al menos un momento para pensar. Devolvió la credencial al detective inspector Lars Lennart Löfquist, disfrazó con una cordial sonrisa (eso esperaba) la confusión y la alarma que se habían adueñado de él y contestó:
—Pero cómo no, inspector. Llevo aquí desde mediodía, y estoy seguro de no haber infringido aún ninguna ley.
—Estoy seguro de que así es —asintió el otro, sonriente, y se guardó en un bolsillo interior de la chaqueta de cuero negro su credencial—. Si le parece, podemos andar mientras conversamos.
—Estupendo —aprobó Farnbach—. Iba a echar un vistazo a la cascada, que parece ser lo único que uno puede hacer aquí.
—En esta época del año, sí —coincidió Löfquist, y los dos empezaron a atravesar el patio delantero del hotel, empedrado con guijarros—. En junio y julio tenemos un poco más de vida aquí —continuó—. Es cuando tenemos el sol durante toda la noche, y bastantes turistas. Pero para fines de agosto incluso el centro de la ciudad está muerto después de las siete o las ocho, y por este lado es prácticamente un cementerio. Parece usted alemán, ¿no?
—Sí —aceptó Farnbach—. Me llamo Busch, Wilhelm Busch. Soy viajante de comercio. No hay ningún problema, me imagino, inspector.
—No, ninguno. —En ese momento pasaban bajo la arcada—. Quédese tranquilo, que esto es totalmente extraoficial —le aseguró el otro.
Doblaron hacia la derecha y juntos siguieron andando por el borde del camino de piedras apisonadas. Farnbach sonrió antes de comentar:
—Hasta un inocente se siente culpable cuando un detective inspector le apoya la mano en el hombro.
—Me imagino que sí —admitió Löfquist—, y lamento si lo inquieté. Es que, simplemente, me gusta estar alerta con los extranjeros, y con los alemanes en particular. Me resulta... instructivo hablar con ellos. ¿Qué vende usted, Herr Busch?
—Equipos de minería.
—¿Ah, sí?
—Soy el representante en Suecia de la firma «Orenstein y Koppel», de Lübeck.
—No puedo decir que haya oído hablar de ella.
—Es muy importante en su campo —le aseguró Farnbach—, y yo estoy con ella desde hace catorce años. —Miró al detective, que seguía andando a su izquierda. La nariz respingada del hombre y su mentón afilado le traían a la memoria a un capitán de la SS bajo cuyas órdenes había servido y que solía dar comienzo a los interrogatorios exactamente con esa inocente tontería de «no hay por qué preocuparse, es algo completamente extraoficial». Después venían las acusaciones, las exigencias, la tortura.
—¿Y es de allí de donde viene? —siguió preguntando Löfquist—. ¿De Lübeck?
—No, yo soy originario de Dortmund, pero ahora vivo en Reinfeld, que queda cerca de Lübeck. Cuando no estoy en Suecia, claro. Aquí alquilo un apartamento en Estocolmo.
¿Cuánto sabría ese hijo de puta, se preguntaba Farnbach, y cómo demonios lo habría descubierto? ¿Se habría destapado toda la operación? ¿Acaso en ese mismo momento Hessen, Kleist y todos los otros estarían en la misma situación, o su fracaso sería propio y exclusivo?
—Doblemos por aquí —sugirió Löfquist mientras señalaba una senda que se abría a su derecha, adentrándose en los bosques—. Al final hay una vista estupenda.
Entraron por el angosto sendero y, en medio de una oscuridad ya casi nocturna, empezaron a trepar.
Farnbach se desabrochó la chaqueta para poder sacar el arma sin pérdida de tiempo en caso de que la situación empeorara.
—Yo también pasé algún tiempo en Alemania —evocó Löfquist—. Y una vez tomé un barco en Lübeck.
De pronto había empezado a hablar en alemán; más aún, en buen alemán. Desconcertado, Farnbach pensó que tal vez no hubiera realmente de qué preocuparse; ¿cabía la posibilidad de que lo que quisiera Lars Lennart Löfquist fuese sólo charlar en alemán? Parecía una esperanza demasiado descabellada. Él también habló en alemán:
—Su alemán es excelente —señaló—. ¿Por eso le gusta hablar con nosotros, para no perderlo?
—Yo no hablo con todos los alemanes —respondió Löfquist, en cuya voz vibraba una risa contenida—, sino únicamente con los antiguos cabos que han aumentado de peso y que ahora se hacen llamar «Busch» en vez de Farnstein.
Farnbach se detuvo y se le quedó mirando.
Con una sonrisa, Löfquist se quitó el sombrero, levantó la cabeza y se apartó para que la luz le diera en la cara; riendo ya sin disimulo, miró de frente a Farnbach mientras se ponía bajo la nariz, a modo de bigote, un dedo extendido.
Farnbach se quedó atónito.
—¡Oh, Dios mío! —balbuceó roncamente—. ¡Si hace apenas un segundo me acordé de usted! ¡El capitán Hartung!
Con entusiasmo, ambos se estrecharon la mano; riendo, el capitán abrazó a Farnbach y le palmeó la espalda; después volvió a calarse el sombrero hasta los ojos, apoyó ambas manos en los hombros de su interlocutor y le sonrió.
—¡Qué alegría, volver a ver uno de los rostros de antes! —exclamó—. ¡Si hasta me dan ganas de llorar, maldición!
—Pero... ¿cómo es posible? —preguntó Farnbach que para entonces ya no podía estar más confundido—. Estoy... ¡perplejo!
—Si usted puede ser Busch —rió el capitán—, ¿por qué no puedo yo ser Löfquist? ¡Tengo un acento! Escúcheme; si ahora soy realmente un maldito sueco...
—¿Y es también detective?
—Exactamente.
—Pues vaya susto que me dio.
El capitán asintió con un gesto de tristeza, apoyando la mano en el hombro de Farnbach.
—Sí, todavía seguimos temiendo que pueda derribarnos el hacha, ¿eh, Farnstein? Por muchos años que hayan pasado. Por eso me gusta estar alerta con los extranjeros. ¡Todavía hay noches en que sueño que me procesan!
—No puedo creer que sea usted —repetía Farnbach, sin acabar de rehacerse—. ¡Creo que en mi vida he estado tan sorprendido!
Siguieron trepando por el sendero.
—Yo jamás olvido una cara, ni un nombre. —El capitán echó un brazo en torno de los hombros de Farnbach—. En la gasolinera de Krondikesvägen le vi de pie junto a su coche y me dije: «Apostaría cien coronas a que el que está ahí con esa impecable chaqueta es el cabo Farnstein.»
—Farnbach, señor, no «stein».
—¿Ah, sí? Bueno, «stein» se parece bastante, ¿no? después de treinta años. ¡Con todos los hombres que tuve bajo mis órdenes! Claro que tenía que estar absolutamente seguro antes de poder hablar. Lo que le vendió fue su voz, que no ha cambiado en absoluto. Y olvídese del «señor», ¿eh? Aunque debo admitir que es grato volver a oírlo.
—¿Cómo vino a parar aquí? —preguntó Farnbach—. ¡Y como detective!
—Una historia bastante común —empezó el capitán mientras retiraba el brazo de los hombros de Farnbach—. Yo tenía una hermana casada con un sueco, que vivía en una granja allá por Skane. Después de que me capturaron me escapé del campo, llegué allí por barco... desde Lübeck a Trelleborg fue el viaje que mencioné, y me escondí con ellos. A él la cosa no le hizo mucha gracia. Un verdadero hijo de su madre; era espantosa la forma en que maltrataba a la pobre Eri. Al cabo de un año o cosa así los dos tuvimos una discusión tremenda, y accidentalmente, terminé con él. Bueno, me limité a enterrarlo bien y ocupar su lugar. Como físicamente éramos del mismo tipo, sus papeles me sirvieron, y Eri se alegró de verse libre de él. Cuando llegaba alguien que le conocía, yo me vendaba la cara y Eri les contaba que me había estallado una lámpara y que yo no podía hablar mucho. Después de un par de meses vendimos la granja y nos vinimos aquí al Norte. Primero a Sundsvall, donde trabajamos en una fábrica de conservas, algo espantoso; tres años después llegamos a Storlien, donde había puestos libres en la Policía, y en las tiendas para Eri. Y aquí estamos. A mí me gusta trabajar como policía, y no hay nada mejor para enterarse si hay alguien detrás de uno. Ese ruido que se oye es de la cascada; está al pasar la curva. ¿Y qué hay de usted, Farnstein? ¡Farnbach! ¿Cómo se convirtió en el próspero viajante Herr Busch? ¡Ese abrigo le debe de haber costado a usted más de lo que yo gano en un año!
—No soy «Herr Busch» —corrigió ásperamente Farnbach—. Soy el «Senhor Paz», de Poroto Alegre, Brasil. Busch es ficticio. Estoy aquí haciendo un trabajo para la Organización de los Camaradas, y vaya si es desatinado el trabajo.
Ahora le tocaba al capitán el turno de quedarse inmóvil, mirando boquiabierto y atónito a su interlocutor.
—¿Quiere decir... que es real? ¿Que la Organización existe? ¿No es... un simple invento de los periódicos?
—Claro que es real —le aseguró Farnbach—. Ellos me ayudaron a establecerme aquí, me encontraron un buen trabajo...
—¿Y ahora están aquí? ¿En Suecia?
—Quien está aquí ahora soy yo, ellos están allá trabajando con el doctor Mengele, para «cumplir el destino de la raza aria». Por lo menos, eso es lo que me dicen.
—Pero... ¡esto es una maravilla, Farnstein! Si es la noticia más emocionante que... ¡Entonces, no estamos liquidados! ¡No nos vencerán! ¿Qué es lo que pasa? ¿Puede usted decírmelo? ¿O incumpliría sus órdenes contándoselo a un oficial de las SS?
—Al demonio las órdenes, me tienen harto —declaró Farnstein. Miró un momento al escandalizado capitán antes de continuar—: Estoy aquí en Storlien para matar a un maestro de escuela. A un viejo que no es nuestro enemigo y que no es posible que afecte ni por un pelo al curso de la Historia. Pero matarlo, lo mismo que matar a muchos otros, es una «operación sagrada» que de alguna manera ha de llevarnos al poder. Es lo que dice el doctor Mengele.
Giró sobre sus talones y siguió subiendo por el sendero. El capitán, desconcertado, se le quedó mirando y después corrió, furioso, tras él.
—Por cien mil diablos, ¿qué se cree? —le gritó—. ¡Si no está autorizado para contarme, dígamelo! No me dé... ¿Qué es toda esa mierda? ¡Eso es una sucia forma de tomarme el pelo, FarnBACH!
Respirando aceleradamente por las narices, Farnbach llegó a un pequeño balcón de roca que se asomaba al vacío, se aferró con ambas manos a la barandilla de hierro y se quedó mirando con amargura la vasta hoja de agua reluciente que se despeñaba con fuerza torrencial a su izquierda. Siguió con la vista el descenso centelleante de la cortina de agua hasta donde se convertía en una rugiente espuma, y escupió dentro.
De un tirón, el capitán le obligó a darse la vuelta.
—Es una sucia tomadura de pelo —insistió, a gritos y desde muy cerca, para dominar el trueno de la cascada—. ¡Yo se lo había creído!
—No es una tomadura de pelo —reiteró Farnbach—. Es la verdad, ¡hasta la última palabra! Hace dos semanas maté a un hombre en Gotemburgo... también maestro, Anders Runsten. ¿Había oído hablar de él? Ni yo tampoco. Ni nadie. Un absoluto don nadie, jubilado, de sesenta y cinco años. ¡Si coleccionaba botellas de cerveza, por el amor de Dios! Se me jactó de que tenía ochocientas treinta botellas de cerveza. Y... yo le disparé un balazo en la cabeza y le vacié la billetera.
En Gotemburgo —reflexionó el capitán—. Sí, recuerdo haberlo leído.
Farnbach se volvió nuevamente hacia la barandilla y se apoyó sobre ella, clavados los ojos en la muralla de piedra que se alzaba más allá del abismo retumbante.
—Y el sábado tengo que liquidar a otro —continuó—. ¡No tiene sentido! ¡Es una locura! ¿Cómo es posible que así... se logre nada?
—¿Hay una fecha definida?
—Todo es sumamente preciso.
El capitán se acercó más a Farnbach.
—Y las órdenes, ¿se las ha dado un oficial con rango?
—Me las dio Mengele, con el respaldo de la Organización. El coronel Seibert nos despidió personalmente con un apretón de manos la mañana que salimos de Brasil.
—Entonces, ¿no es usted solo?
—Hay otros hombres, en otros países.
El capitán habló coléricamente, sacudiendo el brazo de Farnbach.
—Entonces, no quiero volverle a oír eso de «al demonio las órdenes». ¡Es usted un cabo a quien se le ha asignado un deber, y si sus superiores han decidido no decirle la razón de lo que hace, es porque para eso también tienen una razón! Santo Cristo, si es usted un hombre de las SS, condúzcase como corresponde. «Mi honor es mi lealtad.» ¡Se suponía que llevaban ustedes esas palabras grabadas en el alma!
—La guerra terminó, señor —le recordó Farnbach, haciendo frente al capitán.
—¡No! —vociferó éste—. Si la Organización existe y funciona, no. ¿No ha pensado que su coronel sabe lo que hace? Por Dios, hombre, si hay una posibilidad entre cien de que sea restaurado el Reich, ¿cómo puede ser que no haga usted todo lo que esté a su alcance para realizarla? ¡Piénselo, Farnbach! ¡La restauración del Reich! ¡Podríamos regresar a la patria! ¡Como héroes! ¡A una Alemania de orden y disciplina, en medio de este indisciplinado mundo de mierda!
—Pero, ¿cómo es posible que matando a unos viejos inofensivos...?
—¿Quién es ese maestro? ¡Apuesto a que no es tan inofensivo como usted cree! ¿Quién es? ¿Lundberg, Olafsson? ¿Quién?
—Lundberg.
Durante un momento, el capitán se mantuvo en silencio.
—Bueno, admito que parece inofensivo —refunfuñó—, pero ¿cómo sabemos en qué anda realmente, eh? ¿Y cómo sabemos lo que sabe su coronel? ¡Y el doctor! ¡Vamos, hombre, a cuadrarse y cumplir con su deber! «Una orden es una orden.»
—¿Aun cuando no tenga sentido?
El capitán cerró los ojos, inspiró profundamente y volvió a abrirlos para clavar en Farnbach una mirada llameante.
—Sí —respondió—. Aun cuando no tenga sentido Tiene sentido para sus superiores, porque si no, no se la habrían dado. Dios mío, Farnbach, de nuevo hay esperanzas. ¿Quedarán reducidas a nada por causa de su debilidad?
Con expresión de incomodidad, Farnbach se puso al lado del capitán.
—No tendrá usted ningún problema —le aseguró éste, dándose vuelta para mirarlo de frente—. Yo le mostraré quién es Lundberg y hasta puedo ponerle al tanto de sus costumbres. Durante dos años fue maestro de mi hijo; le conozco muy bien.
Farnbach se puso mejor la gorra y lo miró con una sonrisa indescifrable.
—¿Conque los Löfquist... tienen un hijo?
—Sí, ¿por qué no? —El capitán le miró y enrojeció—. ¡Ah! —exclamó, y explicó fríamente—: Mi hermana murió en el 57, y después yo me casé. Vaya mentalidad sucia la suya.
—Disculpe —murmuró Farnbach—. Lo siento. El capitán se metió las manos en los bolsillos.
—¡Bueno! —suspiró, ruborizado todavía—. Espero haber podido devolverle un poco de energía.
Farnbach hizo un gesto afirmativo.
—La restauración del Reich —reflexionó—, es en eso en lo que tengo que pensar.
—Lo mismo que sus oficiales y sus camaradas —agregó el capitán—. Ellos confían en que usted haga su trabajo, y no irá usted a dejarlos colgados, ¿no es eso? Le daré una mano con el asunto de Lundberg. El sábado estoy de guardia, pero la cambiaré con algún otro; no hay problema.
Farnbach negó con la cabeza.
—No es Lundberg —explicó, y saltó hacia delante; con las manos enguantadas empujó el pecho revestido de cuero negro.
Mientras un ojo azorado miraba por debajo del sombrero, el capitán se precipitó hacia atrás por encima de la barandilla, arrancándose las manos de los bolsillos para aferrarse del aire. En posición fetal, dando vueltas, rodó hacia la cuenca de espuma rugiente.
Farnbach se inclinó por encima de la barandilla para seguirlo tristemente con la vista.
—Tampoco tiene que ser el sábado —completó.
Al bajar en el aeropuerto de Essen-Mülheim del avión que lo había llevado desde Francfort, Liebermann se sorprendió al descubrir que se sentía bien. No estupendamente, claro, pero tampoco como la mona, que era como se había sentido las otras dos veces que había puesto los pies en el Ruhr. De allí había venido todo: cañones, carros, aviones, submarinos. El lugar había sido el arsenal de Hitler, y a Liebermann su palio de humo denso y negro le había parecido (en el 59 y de nuevo en el 66) una especie de signo, pero no de pacífica industria sino de la culpa que arrastraba desde la guerra; un sudario que colgado desde arriba bloqueaba el sol, no algo que se elevara desde abajo. Al llegar se había sentido deprimido y descorazonado, como si el pasado lo alcanzara. Como la mona.
Esta vez se había preparado para sentir la misma reacción. Pero no: se sentía bastante bien. El humo pegajoso y denso no era más que smog, lo mismo que en Manchester o en Pittsburgh, y nada había que lo persiguiera. Por el contrario, era él quien se ocupaba de la persecución, en taxi, un «Mercedes» nuevo que aceleraba con silenciosa rapidez. Y ya era hora. Habían pasado casi dos meses desde que escuchara el desatinado relato de Barry Koehler desde São Paulo y sintiera el impacto del odio de Mengele; ahora, finalmente, entraba en acción: iba a Gladbeck a hacer preguntas sobre Emil Döring, de sesenta y cinco años, «hasta hace poco miembro de la Comisión de Transportes Públicos de Essen». ¿Lo habían asesinado? ¿Estaba relacionado de algún modo con gente de otros países? ¿Había alguna razón por la cual Mengele y la Organización de los Camaradas pudieran haber querido su muerte? Si realmente debían morir noventa y cuatro hombres, las probabilidades eran de tres a uno en favor de que Döring hubiera sido el primero de ellos. Esa misma noche tenía que saberlo.
Pero, ay... ¿Y si «Reuter» había omitido algunos de los posibles para el 16 de octubre? Tal vez las probabilidades no fueran realmente más allá de una de cada cuatro o cinco. O seis. O diez. Más valía no pensarlo: era preferible seguir sintiéndose bien.
—Entró en el pasadizo para satisfacer sus necesidades —le informó el inspector jefe Haas, con su gutural acento del norte de Alemania—. Mala suerte; eligió mal el momento y el lugar.
Era un hombre de aspecto rígido, bien entrado en la cuarentena, de rostro rubicundo señalado por marcas de viruela; los ojos azules estaban muy juntos, el pelo rubio era ya casi inexistente. Pulcro en el vestir, mantenía pulcra su mesa y pulcro el despacho. Al dirigirse a Liebermann se mostraba cortés.
—Lo que se le vino encima fue todo un sector del tercer piso. Más tarde, el capataz dijo que alguien tuvo que moverlo con una palanca, pero qué otra cosa iba a decir él, ¿no le parece? No fue posible demostrarlo, porque lo primero que hicimos (después del sacar a Döring de los escombros, naturalmente) fue valernos de palancas para echar abajo todo lo que todavía ofrecía peligro de derrumbe. Tuvimos la sensación de que se trataba de un simple accidente, y así fue; la declaración fue ésa. La compañía de seguros de la víctima ha llegado ya a un acuerdo con la viuda, y puede usted estar seguro de que no se habría dado tanta prisa si hubieran tenido la más leve sospecha de asesinato.
—Pero así y todo —reflexionó Liebermann—, no es inconcebible que hubiera podido serlo.
—Eso depende de lo que usted quiera decir —precisó Haas—. Que algunos vagabundos hubieran andado rondando por el edificio, sí, es posible. Y que al ver que un hombre entraba en el pasadizo decidieran tener un rato de diversión sádica, también es concebible... más o menos. Pero, ¿un asesinato con un motivo más normal y cuya víctima específica fuera Herr Döring? No, eso no es concebible. ¿Cómo sería posible que alguien que fuera siguiéndolo subiera al tercer piso y aflojara toda una sección de la pared en el breve tiempo en que él estaba en el pasadizo? Estaba orinando cuando murió, y se había bebido dos cervezas, no doscientas —sonrió Haas.
—La pared podría haber sido aflojada de antemano —sugirió Liebermann—. Un hombre está esperando, pronto para darle el empujón final, y otro, el que está con Döring, consigue de alguna manera inducirlo a que vaya al... al lugar señalado.
—¿Cómo? «¿Qué tal si se detiene un momentito a hacer pis, amigo mío? Ahí, fíjese, donde está pintada la X.» Además, cuando salió del bar iba solo. No, Herr Liebermann —declaró Haas con tono decisivo—; todo esto yo ya me lo he pensado; puede usted estar seguro de que fue un accidente. Los asesinos no se toman tantas molestias. Prefieren los métodbs sencillos: un arma de fuego, un cuchillo, un golpe, nada de complicaciones. Y usted lo sabe.
—A menos —acotó pensativamente Liebermannque tengan que cometer muchos asesinatos, y quieran que entre todos ellos... no haya similitud...
Haas entrecerró sus ojos muy juntos para clavarlos en él.
—¿Muchos asesinatos? —se asombró.
—¿A qué se refería usted —preguntó a su vez Liebermann —cuando dijo hace un momento que «todo esto ya se lo había pensado»?
—Al día siguiente estuvo aquí la hermana de Döring, diciéndome a gritos que arrestara a Frau Döring y a un hombre de apellido Springer. ¿Se trata de... alguien que a usted le interese? ¿Wilhelm Springer?
—Podría ser —conjeturó Liebermann—. ¿Quién es?
—Un músico. El amante de Frau Döring según su cuñada. Ella es mucho más joven de lo que era su marido, y además bonita.
—¿Qué edad tiene Springer?
—Treinta y ocho o treinta y nueve. La noche del accidente él actuaba con la orquesta en la ópera de Essen, de manera que eso le excluye, ¿no le parece?
—¿Puede usted decirme algo sobre Döring? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿A qué organizaciones pertenecía?
Haas sacudió la cabeza.
—No tengo más que los datos del censo —dio la vuelta a una página del legajo abierto frente a él—. Le vi unas cuantas veces, pero en realidad no le conocía; no hace más de un año que se mudaron aquí. Mire usted: 65 años, un metro setenta, 86 kilos... —miró a Liebermann—. Ah, hay una cosa que tal vez le interese; llevaba un arma.
—¿Un arma?
—Una pieza de museo —sonrió Haas—. Una «Máuser Bolo», que no había sido disparada, ni limpiada ni lubricada durante sabe Dios cuántos años.
—¿Estaba cargada?
—Sí, pero lo más probable es que, de haberla disparado, le hubiera reventado en la mano.
—¿Podría usted darme la dirección y el número telefónico de Frau Döring? —preguntó Liebermann—. Y de su hermana. Y también la dirección del bar. Con eso me arreglaré solo. —Se inclinó hacia delante y apoyó una mano sobre su cartera.
Haas escribió los datos en una hoja del bloc, copiándolos de una página mecanografiada incluida en el legajo.
—¿Puedo preguntarle cómo es que se interesa usted por esto? —quiso saber Haas—. Döring no era un «criminal de guerra», ¿verdad?
Liebermann le miró un momento mientras el otro escribía antes de contestar:
—No, hasta donde yo sé, no era un criminal de guerra. Quizás haya estado en contacto con alguno. Estoy comprobando la veracidad de un rumor, pero es probable que no tenga nada de cierto.
—Lo estoy investigando —le dijo al propietario del «Lorelei-Bar»— por cuenta de un amigo suyo que tiene la impresión de que tal vez el derrumbamiento no fuera accidental.
El otro abrió los ojos.
—¡No me diga! Quiere decir que alguien, a propósito... Vaya, vaya —era un hombre menudo y calvo, que gastaba bigotes con las guías enceradas. Desde su solapa roja sonreía un botón amarillo con una carita. No le preguntó su nombre, ni tampoco Liebemann se lo dijo.
—¿Era cliente habitual?
El barman frunció el ceño y se atusó el bigote.
—Mmm... más o menos. No venía todas las noches, sino una o dos veces por semana. De vez en cuando, a la tarde.
—Supongo que esa noche salió solo de aquí.
—Exactamente.
—¿Estuvo con alguien antes de salir?
Estuvo solo, ahí mismo donde está usted ahora Un asiento más allá, tal vez. Y salió muy de prisa.
—¿Sí?
—Yo tenía que darle ocho marcos y medio de cambio, porque me pagó con un billete de cincuenta, pero no lo esperó. Es cierto que dejaba buenas propinas pero no tanto como eso. Yo había pensado devolvérselo la próxima vez que viniera.
—¿No le dijo a usted nada mientras bebía?
El hombre negó con la cabeza.
—No era una noche en la que yo pudiera quedarme charlando. Tenían baile en la escuela de comercio —por encima del hombro de Liebermann señaló la dirección—, y ya desde las ocho estábamos llenos de gente.
—Estaba esperando a alguien —intervino un hombre que se hallaba en el extremo del bar, un anciano que vestía un astroso abrigo abotonado hasta el cuello—. No dejó de mirar a la puerta a ver si entraba alguien.
—¿Conocía usted a Herr Döring? —le preguntó Liebermann.
—Muy bien —respondió el anciano—. Fui a su funeral y me quedé sorprendido al ver la poca gente que había. ¿Sabe usted quién no estuvo? —le preguntó al barman—. Ochsenwalder. Me llamó la atención. No sé qué cosa más importante podía tener que hacer.
Con ambas manos levantó la jarra de cerveza para beber.
—Discúlpeme —dijo el propietario a Liebermann y se dirigió al otro extremo del bar, donde esperaban unos cuantos hombres.
Liebermann se levantó, y llevando en la mano su cartera y su jugo de tomate, fue a sentarse junto al viejo, dando la vuelta al ángulo del mostrador.
—Por lo general se sentaba aquí con nosotros —mientras hablaba, el anciano se enjugó la boca con el dorso de la mano—, pero esa noche se quedó solo ahí en el medio, y no dejaba de mirar la puerta. Esperaba a alguien, estaba mirando la hora. Apfel dijo que probablemente fuera el viajante de la noche anterior. Era bastante charlatán Döring. A decir verdad, no lamentamos que no se quedara con nosotros aunque se podría haber acercado a saludarnos, ¿no le parece? No quisiera que me entienda mal; nos gustaba, y no solamente porque a veces pagara él la cuenta. Pero es que no dejaba de repetir las mismas historias. No es que fueran malas, pero ¿cuántas veces puede escucharlas uno? Una y otra vez la misma historia de cómo no se dejó engañar por tal o cuál persona.
—Y la noche antes le estuvo contando esos cuentos a un viajante —Liebermann le hizo volver al tema.
El viejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—De productos farmacéuticos. Primero estuvo hablando con todos nosotros, haciéndonos preguntas sobre el pueblo, y después siguió con Döring. Döring hablaba y él se reía. Cuando uno las oía por primera vez, sus historias eran realmente graciosas.
—Tiene razón, me había olvidado —terció el barman, que había vuelto con ellos—. Döring estuvo aquí la noche antes del accidente. Era raro en él que viniese dos noches seguidas.
—¿Sabe usted qué edad tiene su mujer? —preguntó el viejo—. Yo pensé que era una hija, pero era su mujer, la viuda.
—¿Recuerda usted al viajante con quien estuvo hablando? —preguntó Liebermann al propietario.
—No sé si era viajante, pero lo recuerdo —le aseguró el otro—. Un ojo de cristal, y una manera de chasquear los dedos como si ya hiciera diez minutos que debiera haberle atendido; me sacaba de quicio.
—¿Qué edad tendría?
El hombre se acarició el bigote para afinarse mejor las puntas.
—Diría que algo más de cincuenta —calculó—. Cincuenta y cinco, tal vez. ¿No le parece a usted? —preguntó, mirando al viejo.
—Aproximadamente —coincidió el otro.
—Tengo aquí unas fotografías —dijo Liebermann mientras abría la cartera que conservaba sobre las rodillas—. Hace mucho tiempo que fueron tomadas pero ¿querrían ustedes mirarlas y decirme si alguno de los hombres que se ven en ellas podría haber sido el viajante?
—Con mucho gusto —asintió el del bar, y se acercó un poco más. El anciano hizo lo mismo.
—¿No dijo cómo se llamaba? —preguntó Liebermann, mientras sacaba las fotos.
—Creo que no. En todo caso, yo no lo recuerdo. Pero soy buen fisonomista.
Liebermann apartó su jugo de tomate, dio vuelta a las fotos y las dispuso sobre el mostrador, separando las tres. Después, las acercó más a los dos hombres.
Ambos se inclinaron sobre la superficie abrillantada; el viejo se llevó la mano al sombrero.
—Agréguenles treinta años —les recordó Liebermann, mientras los observaba—. O treinta y cinco.
Los dos levantaron la cabeza para mirarle, con desconfianza. El viejo se volvió.
—No sé —declaró, mientras volvía a levantar el jarro.
El propietario miró a Liebermann en los ojos.
—No puede usted mostrarnos fotos de... unos soldados, y esperar que reconozcamos en ellas a un hombre de cincuenta y cinco años al que vimos hace un mes.
—Tres semanas —corrigió Liebermann.
—Es lo mismo.
El viejo seguía bebiendo.
—Estos hombres son criminales —les dijo Liebermann— buscados por su Gobierno.
—Nuestro Gobierno —precisó el anciano, y volvió a dejar el jarro sobre su huella húmeda—, no es el de usted.
—Es verdad —admitió Liebermann—. Yo soy austríaco.
El barman se alejó seguido por la mirada del viejo carirredondo.
—Es posible —explicó Liebermann, mientras se inclinaba hacia delante, apoyando sobre las fotos ambas manos abiertas—, que ese viajante matara a su amigo Döring.
Con los labios fruncidos, el viejo miraba el jarro. Después lo hizo girar hasta que el asa quedó frente a él.
Liebermann le miró con amargura, recogió las fotos y volvió a guardarlas en la cartera. Cerró ésta, le aseguró la correa y se levantó.
—Dos marcos —dijo el barman al volver. Liebermann dejó sobre el mostrador un billete de cinco.
—Déme monedas para el teléfono, por favor —pidió.
Entró en la cabina y marcó el número de Frau Döring. Daba la señal de ocupado.
Probó con el teléfono de la hermana de Döring en Oberhausen. Nadie respondió.
Siguió enjaulado en la cabina telefónica, con la cartera entre los pies, tironeándose el lóbulo de la oreja mientras pensaba qué le diría a Frau Döring. Era muy posible que ella se sintiera hostil hacia Yakov Liebermann, cazador de nazis; y aunque así no fuera, después de las acusaciones de su cuñada tal vez no quisiera hablar con ningún extraño de Döring ni de su muerte. Pero, ¿qué podía decirle, a no ser la verdad? ¿De qué otra manera podría obtener una entrevista con ella? Se le ocurrió que tal vez Klaus von Palmen, en Pforzheim, estuviera consiguiendo mejores resultados que él. Era lo único que le faltaba: que Von Palmen le ganara.
Volvió a llamar a casa de Frau Döring, leyendo los números pulcramente dibujados por el inspector jefe Haas. Esta vez, el teléfono sonaba.
—¿Sí? —preguntó una voz de mujer, presurosa, fastidiada.
—¿Hablo con Frau Klara Döring?
—Sí, ¿quién habla?
—Soy Yakov Liebermannn, de Viena.
Se hizo un silencio.
—¿Yakov Liebermann? ¿El que... se dedica a encontrar a los nazis? —La voz estaba sorprendida, intrigada, pero no era hostil.
—El que se dedica a buscarlos —precisó Liebermann— y no siempre los encuentra. Estoy aquí, en Gladbeck, Frau Döring, y querría saber si sería usted tan amable de concederme algo de su tiempo, una media hora, más o menos. Me gustaría hablar con usted sobre su difunto esposo. Creo que pudo haber estado complicado... de manera totalmente inocente y sin que él mismo lo supiera, en los manejos de ciertas personas que me interesan. ¿Podría verme con usted, en el momento que le resulte más cómodo?
Débilmente, se oía sonar un clarinete. ¿Mozart?
—¿Que Emil estaba complicado...?
—Posiblemente, y sin que él lo supiera. En este momento estoy cerca de su casa. ¿Podría acercarme? ¿O preferiría usted salir para que nos encontráramos en alguna parte?
—No, no puedo verle.
—Por favor, Frau Döring..., es muy importante.
—No es posible, en este momento. Es el peor día para mí.
—¿Mañana, entonces? He venido a Gladbeck con el propósito exclusivo de hablar con usted. —El clarinete se interrumpió y volvió a sonar, repitiendo la última frase: Mozart, decididamente. ¿Sería Springer, el amante, quien tocaba? ¿Por eso sería un día tan malo para verlo a él?—. ¿Frau Döring?
—Está bien. Yo salgo del trabajo a las tres, puede usted venir mañana a las cuatro.
—La dirección, ¿es Frankenstrasse, doce?
—Eso mismo. Apartamento treinta y tres.
—Gracias. Hasta mañana a las cuatro. Gracias Frau Döring.
Salió de la cabina telefónica y preguntó al barman cómo se llegaba al edificio donde había muerto Döring.
—Lo han derribado.
—¿Hacia dónde quedaba, entonces?
Sin mirarle, sin dejar de lavar los vasos, el hombre señaló con un dedo goteante.
—Por ahí.
Liebermann tomó una callejuela y atravesó otra más ancha y más bulliciosa. Gladbeck, o por lo menos ese barrio, era urbano, gris, desabrido. Y el smog no lo favorecía.
Se quedó mirando un solar lleno de escombros flanqueado por las paredes de mampostería de viejos edificios fabriles. Tres niños apilaban piedras para levantar una barrera en zigzag. Uno de ellos llevaba una mochila militar.
Continuó andando. La transversal siguiente era la Frankenstrasse, y por ella siguió hasta el número 12 un edificio de apartamentos convencionalmente moderno, tiznado de hollín, que se alzaba tras una estrecha franja de césped bien cuidado. De la cumbrera del techo se elevaba un índice de humo negro que iba a perderse en el sudario de smog.
Se quedó mirando a una mujer que pugnaba por hacer pasar un cochecito de bebé por las puertas de cristal de la entrada y siguió andando hacia su hotel, el «Schultenhof».
Desde su pulcra y severa habitación alemana intentó de nuevo hablar con la hermana de Döring.
—Sea usted quien fuere, ¡Dios le bendiga! —lo saludó una mujer—. En este mismo momento acabamos de entrar, y es usted la primera persona que nos llama.
Estupendo. Ya se lo imaginaba.
—¿Está Frau Toppat?
—Huy, no. Lo lamento, pero se ha ido. Está en California, si es que ha llegado. Nosotros le compramos la casa anteayer. ¡Es para Frau Toppat! Se fue a vivir con su hija. ¿Quiere usted la dirección? Debo tenerla en alguna parte.
—No, gracias, no se moleste —declinó Liebermann.
—Ahora, todo es nuestro: los muebles, los peces de colores..., hasta tenemos verduras en la huerta. ¿Conoce usted la casa?
—No.
—Es espantosa, pero para nosotros, perfecta. Bueno, pues sigo deseándole que Dios le bendiga. ¿Está seguro de que no quiere la dirección? Puedo buscársela.
—Sí, seguro, gracias. Buena suerte.
—Ya tenemos bastante, pero gracias; nunca viene mal un poco más.
Liebermann colgó, suspiró, asintió. A mí tampoco me vendría mal, señora.
Después de haberse lavado y de tomarse las píldoras de última hora de la tarde, se sentó ante la mesa, demasiado exigua para escribir, abrió su cartera y sacó el borrador de un artículo que estaba escribiendo sobre la extradición de Frieda Maloney.
La puerta se abrió hasta donde lo permitía el cerrojo de seguridad y un chico miró hacia fuera, mientras con un gesto se apartaba de la frente un mechón de pelo oscuro. De trece años más o menos, era delgado y tenía la nariz afilada.
—¿Es éste el apartamento de Frau Döring? —preguntó Liebermann, pensando si se habría equivocado de número.
—¿Es usted Herr Liebermann?
—Sí.
La puerta se cerró un poco, y se oyó un chirrido de metal.
—El chico sería nieto, se imaginó Liebermann, o tal vez hijo de Frau Döring, ya que ella era mucho menor que su marido. O quizá fuera algún vecino, invitado para estar presente durante la visita de un desconocido.
Fuera quien fuese, el muchacho le mantuvo la puerta abierta mientras Liebermann entraba en un pequeño vestíbulo con las paredes llenas de espejos, atestados de otros varios Liebermann que entraban, sorprendentemente desaliñados («¡Córtate el pelo!», le recordó desde alguna parte la voz de Hannah. «¡Recórtate el bigote! ¡Mantente derecho!»), mientras varios chicos de camisa blanca y pantalones negros cerraban puertas y volvían a poner cerrojos de seguridad. Se irguió y se dirigió al muchacho de verdad.
—Frau Döring, ¿está en casa?
—Está hablando por teléfono. —El chico tendió la mano para cogerle el sombrero.
—¿Eres su nieto? —le preguntó el visitante, sonriéndole, mientras se lo entregaba.
—Su hijo. —En la voz del chico se advertía su desdén frente a la estupidez de la pregunta.
Abrió un armario, con la puerta de espejo, y Liebermann dejó en el suelo la cartera para despojarse del abrigo, al tiempo que echaba una mirada hacia la sala, decorada en naranja, cromo y cristal, donde todo armonizaba, deshumanizado, como en una tienda.
Liebermann le entregó su abrigo, sonriente, y el chico lo colgó en una percha con aire de responsabilidad y aburrimiento. Apenas si llegaba al pecho de Liebermann, En el ropero se veían algunos abrigos, uno de ellos de piel de leopardo. Sobre un estante, semioculta por sombreros y cajas, asomaba un ave, un cuervo embalsamado o algo así.
—¿Es un pájaro eso de ahí? —preguntó Liebermann.
—Sí —asintió el muchacho—. Era de mi padre. —Cerró la puerta y se quedó mirándole con sus ojos de color azul pálido.
Liebermann recogió su cartera.
—¿Mata usted a los nazis cuando los atrapa? —quiso saber el chico.
—No —respondió Liebermann.
—¿Por qué no?
—Porque es ilegal. Y, además, porque es mejor procesarlos, para que haya más gente que pueda enterarse.
—¿Enterarse de qué? —preguntó el chico, con escepticismo.
—De quiénes eran, de lo que hicieron.
El muchacho se volvió hacia la sala.
Allí esperaba una mujer, rubia y menuda, vestida con falda y chaleco negros y un suéter de cuello cisne de color beige; había cumplido los cuarenta y seguía siendo bonita. Inclinó la cabeza y le sonrió, con las manos tensamente cruzadas ante ella.
—¿Frau Döring? —Mientras Liebermann se le acercaba, ella le tendió la mano y él estrechó su mínima frialdad—. Gracias por la entrevista —le dijo, mientras observaba el cutis cosméticamente terso, con algunas leves arrugas en el ángulo de los ojos, que eran azul-verdosos. Un grato perfume emanaba de ella.
—¿Podría pedirle, por favor —le preguntó con cierta confusión— que se identifique?
—Naturalmente —respondió Liebermann—. Está muy bien que me lo pida. —Se cambió la cartera a la mano izquierda para buscar en el bolsillo interior de la chaqueta
—Estoy segura de que es usted... quien dice ser —se disculpó Frau Döring—, pero...
—En el sombrero están sus iniciales —intervino el chico, desde atrás de Liebermann—. Y. S. L.
Mientras le entregaba su pasaporte, Liebermann sonrió a la madre.
—Su hijo es buen detective —comentó, y se volvió hacia el muchacho—. Estuviste muy bien; ni me di cuenta de que lo mirabas.
El chico sonrió complacido, mientras volvía a apartarse de la cara el mechón de pelo oscuro. Frau Döring le devolvió el pasaporte.
—Sí, es despierto —asintió, mirando al niño con una sonrisa—, aunque un poco perezoso. Ahora, por ejemplo, tendría que estar practicando.
—No puedo atender la puerta y estar en mi cuarto al mismo tiempo —refunfuñó el chico mientras empezaba a cruzar la sala.
Frau Döring le alisó el cabello rebelde mientras pasaba junto a ella.
—Ya lo sé; te lo decía en broma.
El chico se alejó por un pasillo.
La dueña de casa sonrió a su visitante, mientras se frotaba las manos como si quisiera calentárselas.
—Pase y siéntese, Herr Liebermann —le invitó, dirigiéndose hacia el extremo de la sala, donde se abría una ventana. Se oyó golpear una puerta—. ¿Le sirvo un poco de café?
—No, gracias. Acabo de tomar una taza de té, ahí enfrente.
—¿En el «Bittnera? Allí es donde yo trabajo como camarera, de ocho a tres.
—Entonces le resulta muy cómodo.
—Sí, y ya estoy de vuelta en casa para cuando llega Erich. Empecé el lunes, y hasta ahora todo va perfectamente. ¡Estoy encantada!
Liebermann se sentó en un duro sofá y Frau Döring ocupó una silla, cerca de él. Se mantenía erguida, con las manos cruzadas sobre la falda negra y la cabeza un poco inclinada en un gesto de atención.
—Ante todo —empezó Liebermann— quisiera expresarle mi sentimiento. En este momento, las cosas deben hacérsele a usted muy difíciles.
Sin apartar los ojos de las manos cruzadas, Frau Döring le dio las gracias. Un clarinete entonó una escala ascendente y volvió a bajar, preparándose para tocar; Liebermann miró hacia el pasillo, de donde llegaba la resonancia cálida de la madera, y volvió de nuevo los ojos a Frau Döring, que le sonrió.
—Toca muy bien —comentó ella.
—Sí, lo sé —asintió Liebermann—. Ayer le oí, por teléfono, y pensé que era un adulto. ¿Es su único hijo?
—Sí —confirmó ella, y añadió con orgullo—: Quiere hacer de la música su carrera.
—Espero que su padre tomara las providencias del caso —expresó Liebermann—. ¿Es así? Su marido, ¿dejó su dinero para Erich y para usted? —le preguntó.
La viuda asintió, sorprendida.
—Y a una hermana suya. Un tercio para cada uno. La parte de Erich está en depósito. ¿Por qué me pregunta usted eso?
—Estoy buscando una razón por la cual los grupos nazis que hay en Sudamérica pudieran desear su muerte.
—¿Matar a Emil?
Liebermann asintió con un gesto, mientras observaba a Frau Döring.
—Y a los otros también.
La mujer lo miró, frunciendo el ceño.
—¿A qué otros?
—Al grupo al cual él pertenecía, en diferentes países.
Ella parecía cada vez más intrigada.
—Pero si Emil no pertenecía a ningún grupo. ¿A qué se refiere usted, a que fuera comunista? No podría estar más equivocado, Herr Liebermann.
—¿No recibía correspondencia ni llamadas telefónicas desde el extranjero?
—Jamás. Aquí en casa, no, por lo menos. Pregunte en su oficina; tal vez ellos estén al tanto de algún grupo. En cuanto a mí, le aseguro que no.
—Ya he preguntado esta mañana, y ellos tampoco saben nada.
—Una vez —recordó Frau Döring—, hace tres o cuatro años, o más aún, lo llamó su hermana desde Estados Unidos, donde estaba de viaje. Pero fue la única llamada desde el extranjero, que yo recuerde. Ah, y hubo otra ocasión, hace más tiempo todavía, en que le llamó desde Italia un hermano de su primera mujer, tratando de convencerle para que hiciera una inversión en... no recuerdo, creo que era algo que tenía que ver con plata. O con platino.
—¿Y él la hizo?
—No. Emil era muy cuidadoso con su dinero.
El clarinete se adueñó del oído de Liebermann, saludándolo con el Mozart del día anterior. El minuetto del Quinteto para clarinete, muy bien tocado. Pensó que él, a la edad del chico, se pasaba dos y tres horas por día sentado ante el viejo «Pleyel». Y que su madre —descanse en paz— decía con el mismo orgullo que su hijo pensaba hacer carrera como músico. ¿Quién iba a adivinar lo que ocurrió después? ¿Cuándo había tocado por última vez el piano?
—Pero no lo comprendo —decía Frau Döring—. A Emil no le asesinaron.
—Es probable que sí —le informó Liebermann—. La noche anterior había entablado amistad con un viajante. Quizás quedaran en encontrarse en el edificio si el viajante no llegaba al bar a las diez de la noche. Con eso habrían conseguido que fuera allí a esa hora.
La viuda sacudió la cabeza.
—Él jamás se habría citado con nadie en un edificio como ése —afirmó—. Ni siquiera con alguien que conociera bien. Desconfiaba demasiado de la gente. ¿Y por qué habrían de interesarse por él los nazis?
—¿Por qué salió armado esa noche?
—Siempre iba armado.
—¿Siempre?
—Siempre, desde que yo lo conocí. En nuestra primera salida me enseñó el arma. ¿Se imagina usted, ir con una pistola a una cita con una chica? ¿Y exhibirla? Y lo peor de todo fue que yo me quedé impresionada. —Sacudió la cabeza, con un suspiro de incredulidad.
—¿De quién tenía miedo? —interrogó Liebermann.
—De todo el mundo. De la gente de su oficina, de los que le miraban por la calle... —Frau Döring se inclinó hacia él en actitud confidencial—. Estaba un poco... bueno, no diré chiflado, pero tampoco normal. Una vez intenté que viera a alguien; a un médico, quiero decir. Vimos en la televisión un programa sobre las personas como él, las que piensan siempre que hay... alguna confabulación contra ellas, y cuando terminó yo le sugerí de manera muy indirecta... ¡Bueno! ¿Conque yo participaba en el complot, no? ¿Qué quería, conseguir que le declararan loco? ¡Esa noche casi me mata a mí! —Frau Döring se recostó en la silla e hizo una inspiración profunda, estremeciéndose; después, con el ceño fruncido, miró con aire intrigado a Liebermann—: ¿Qué fue lo que hizo? ¿Le escribió a usted diciéndole que los nazis le perseguían?
—No, no.
—Entonces, ¿qué es lo que le hace pensar eso?
—Me llegó un rumor.
—Era falso. Créame, los nazis habrían estado encantados con Emil. Era antijudío, anticatólico, antilibertades, antitodo y todos, salvo el propio Emil Döring.
—¿No fue nazi?
—Es posible que lo fuera. Él decía que no, pero como yo no lo conocí hasta 1952, no podría jurarlo Pero probablemente no; él jamás se afilió a nada, si podía evitarlo.
—Y en la guerra, ¿qué hizo?
—Estuvo en el Ejército; era cabo, creo, y se jactaba de las misiones fáciles que consiguió siempre. La principal fue en un depósito de provisiones o algo así, un lugar seguro.
—¿Nunca participó en combate?
—Era «demasiado listo». Eso era para los «top tos».
—¿Dónde nació?
—En Laupendahl, del otro lado de Essen.
—¿Y en esa zona vivió toda su vida?
—Sí.
—¿Estuvo alguna vez en Günzburg, que usted sepa?
—¿Dónde?
—En Günzburg, cerca de Ulm.
—Yo jamás se lo oí mencionar.
—Tampoco le oyó mencionar el apellido Mengele? Ella lo miró, levantadas las cejas en un gesto interrogante, y negó con la cabeza.
—Unas pocas preguntas más —le pidió Liebermann—. Le agradezco su paciencia. Me temo que ando a la caza de un fantasma.
—Estoy segura de que es así —le sonrió ella.
—¿Estaba relacionado con gente importante? ¿Del Gobierno, por ejemplo?
—No —respondió Frau Döring, después de pensarlo un momento.
—¿O era amigo de alguien importante?
Ella se encogió de hombros.
—De algunos funcionarios de Essen, si es que eso le parece a usted importante. Una vez le estrechó la mano a Krupp, y ése fue el gran momento de su vida.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted casada con él?
—Veintidós años. Desde el 4 de agosto de 1952.
Y en todos esos años, ¿jamás vio ni oyó usted nada sobre un grupo internacional al que perteneciera su marido, integrado por hombres de su edad y de situación similar?
—Nada, ni una palabra —la mujer reforzó la negación con un gesto.
—¿Ni supo que desarrollara algún tipo de actividad antinazi?
—En absoluto. Era más bien pronazi. Votó por la nacionaldemocracia, pero sin afiliarse tampoco. No era de los que se afilian.
Liebermann se recostó en el rígido sofá, frotándose la nuca.
—¿Quiere usted que le diga realmente quién lo mató? —preguntó Frau Döring.
Él la miró sorprendido.
—Dios —le confió ella, inclinándose hacia delante—. Para liberar a una estúpida muchachita campesina de veintidós años de infelicidad, y para dar a Erich un padre que le ayude y le quiera, en vez de uno que lo insultara... sí, que le tratara de maricón y de imbécil porque quería ser músico, no un funcionario apoltronado y gordo. ¿Acaso los nazis responden a las plegarias, Herr Liebermann? —Sacudió la cabeza—. No, eso lo hace Dios, y se lo he agradecido todas las noches desde que hizo que esa pared se derrumbara sobre Emil. Podría haberlo hecho antes, pero se lo agradezco de todas maneras. «Más vale tarde que nunca,» —Se recostó, cruzando las piernas bien torneadas, y le sonrió—. ¡Escuche! ¿No es hermoso cómo toca? Recuerde el nombre, Erich Döring. ¡Algún día lo verá en los carteles de las salas de concierto!
Cuando Liebermann salió de la casa de Frankenstrasse 12 empezaba a insinuarse el crepúsculo. Coches y trolebuses llenaban las calles, y las aceras bullían de peatones presurosos. Lentamente, con su cartera en la mano, avanzó entre ellos.
Döring había sido un don nadie, vano, acomodaticio, insignificante para todo el mundo, salvo para sí mismo. No había razón concebible que hiciera de él el objetivo de una confabulación de los nazis refugiados en el otro extremo del mundo; ni siquiera de su propia mentalidad paranoide la había habido. ¿El viajante del bar? No era más que un viajante solitario. ¿La presurosa salida de la noche del accidente? Había una docena de razones por las que un hombre podía salir de un bar a toda prisa.
Lo cual significaba que la víctima del 16 de octubre había sido Chambon, en Francia, o tal vez Persson, en Suecia.
O algún otro de quien «Reuter» no se había enterado.
O muy probablemente, nadie.
¡Ay, Barry, Barry! ¿Para qué me llamaste? Apretó un poco el paso, por la acera sur de la atestada Frankenstrasse.
Por la acera norte, Mundt también apretó el paso con un cigarro sin encender en la boca y un periódico doblado bajo el brazo.
Aunque la noche fuera clara y seca, se oía mal, y lo que Mengele entendió fue lo siguiente:
—Liebermann estuvo cracl-cracl-chrii donde vivía Döring, el primero de los hombres. Liebercracl-cracl por él y les mostró fotos de soldados a cracl-cracl-CHRRII-cracl Solingen, e hizo lo mismo en relación con un cracl-cracl murió hace unas semanas en una explosión. Cambio.
Tragándose la acidez que le subía a la garganta, Mengele oprimió el botón del micrófono para hablar a su vez.
—¿Quiere repetírmelo, por favor, coronel? No le oí bien. Cambio.
Finalmente, consiguió enterarse.
—No voy a decirle que no me preocupa —declaró mientras se enjugaba con un pañuelo el sudor helado que le cubría la frente—, pero si ha andado preguntando por alguien que no tiene nada que ver con nosotros, entonces es evidente que sigue a oscuras. Cambio.
—Cracl apartamento de Döring, y ahí no estuvo a oscuras. Eran las cuatro de la tarde y se quedó casi una hora. Cambio.
—¡Ay! —gimió Mengele y apretó el botón—. Entonces lo mejor será que nos ocupemos de él sin pérdida de tiempo, para mayor seguridad. ¿No cree usted? Cambio.
—Estamos cracl-cracl con mucho cuidado la posibilidad. Apenas se decida algo se lo haré saber. Pero también tengo una buena noticia. Mundt cracl-craclgundo cliente en la fecha exacta, lo mismo que Hessen. Y Farnbach llamó, no para hacer preguntas, a Dios gracias, sino con una pasmosa inforcracl-chrrii parece que había servido a las órdenes de su segundo cliente, un capitán que después de la guerra se hizo pasar por sueco. ¿Una extraña situación, no? Farnbach no estaba seguro de si nosotros lo sabríamos o no. Cambio.
Pero eso no le habrá disuadido, espero. Cambio.
—Oh, no, lo cracl-cracl días antes de lo previsto así que ya puede usted agregar tres tachaduras nuevas a su mapa. Cambio.
—Creo que es imperativo que hagamos inmediatamente algo con Liebermann —insistió Mengele—. ¿Qué hacemos si no se le limita al hombre ese de Solingen? Si Mundt hace las cosas bien, estoy seguro de que no nos traerá ningún problema; por lo menos no más de los que ya tenemos. Cambio.
—No estoy de acuerdo en hacerlo mientras esté en Alemania. Van a cracl-chrrii-cracl el país para demostrar lo escrupulosos que son; no les quedará otro remedio. Cambio.
—Entonces, tan pronto como salga de Alemania. Cambio.
—Descuide, que tendremos en cuenta sus sentimientos, Josef. Sin usted, nada; ya sabemos lo cracl-cracl-chrrii-cracl las cosas. Cambio y corto.
Mengele se quedó mirando el micrófono y después lo dejó. Se quitó los audífonos, los colgó y desconectó la radio.
Salió del estudio para dirigirse al baño, vomitó toda su cena a medio digerir, se lavó y se enjuagó la boca con un poco de loción bucal.
Después salió a la galería, sonrió, se disculpó y se sentó a jugar al bridge con el general Farinha y con Franz y Margot Schiff.
Cuando los visitantes se fueron, tomó una linterna y se fue caminando hasta el río, para pensar. Dijo unas pocas palabras al hombre que estaba de guardia y siguió andando orilla abajo; después se sentó sobre un oxidado bidón de petróleo —al demonio con los pantalones— y encendió un cigarrillo. Pensó en Yakov Liebermann, que andaba recorriendo una casa tras otra; y en que Seibert y el resto de los pesados de la Organización, enfrentados con una necesidad preferían llamarla posibilidad; y en su propia consagración de décadas a los más nobles ideales, los que se orientaban al conocimiento y la elevación de lo mejor de la raza humana, y en que todo eso podía verse ahora frustrado y no llegar a fructificar por aquel judío entrometido y ese puñado de arios que parecían gallinas. Que eran peores que el judío, porque por lo menos Liebermann, si uno quería ser justo con él, estaba cumpliendo con su deber según sus principios, pero los arios estaban traicionando el suyo, o pensando en traicionarlo.
Arrojó el segundo cigarrillo a la negrura reluciente del río y, no sin advertir al guardia que se mantuviera alerta, volvió hacia la casa.
Siguiendo un impulso, se apartó del camino para adentrarse en la senda cubierta de malezas que llevaba a la «fábrica», la senda que él y otros —el joven Reiter, Von Sweringen, Tina Zygorny (todos ellos muertos, ay)— recorrieran tan alegremente en aquellas remotas mañanas. Inclinado sobre el rayo indagador de la linterna, apartó ramas de anchas hojas, tropezó con encorvadas raíces.
Y allí estaba el edificio, largo y bajo, devorado por los árboles. La pintura se había descascarillado, las ventanas estaban todas rotas (los malditos chiquillos de los sirvientes), y todo un sector del techo acanalado se había desplomado, o tal vez lo hubieran arrancado del extremo de los dormitorios.
Boquiabierta, la puerta del frente pendía de la bisagra inferior. Tina Zygorny se reía con su risa masculina, mientras se oía tronar la voz de Sweringen:
—«¡Levántate radiante, que ya has tenido tu sueño de belleza!»
No había más que silencio. Chirridos y pulular de insectos.
Proyectando ante sí la luz, Mengele subió el escalón y atravesó el umbral de la puerta. Hacía cinco años por lo menos, desde la última vez que había puesto los pies...
La hermosa Baviera. Polvoriento y semiarrancado, el cartel seguía en la pared: cielo, montaña, flores en primer plano.
Le sonrió, y siguió moviendo el rayo de luz.
Encontró las paredes con el revestimiento de madera despanzurrado allí donde habían arrancado los estantes y armarios. Quedaban muñones de caños de plomo, en posición de firmes. La pared con los puntos marrones que le habían quedado de cuando Reiter los quemó, intentando dibujar una svástica con el microscopio. Podía haberlo incendiado todo, el muy idiota.
Avanzó cuidadosamente entre los cristales rotos. Una corteza de melón podrida, festín de hormigas
Miró hacia el interior de las habitaciones desiertas y recordó la actividad y la vida, los equipos relucientes. El esterilizador humeante, el tintineo de las pipetas. Hacía más de diez años.
Todo lo habían retirado, para tirarlo a la basura o tal vez para dárselo a alguna clínica, de manera que si llegaban a aparecer las bandas judías, el «Comando Isaac» y las otras que se habían hecho fuertes por ese entonces, no encontraran ningún indicio ni pista alguna.
Se paseó lentamente por el corredor central. Los ayudantes nativos hablaban suavemente en dialectos primitivos, intentando hacerse entender.
Llegó al dormitorio, que gracias al techo abierto se mantenía fresco e invadido de una grata fragancia.
Las alfombras de junco seguían ahí tiradas, en desorden.
A ver qué podéis hacer con unas docenas de alfombras de junco, amigos judíos.
Se entretuvo paseando entre ellas, recordando, sonriendo.
Algo blanco brillaba contra una pared.
Mengele se acercó, vio lo que estaba ahí caído, enfocándolo con el haz de la linterna; lo levantó, lo sopló, lo examinó en la palma de la mano. Un círculo de garras de animales... uno de los brazaletes que usaban las mujeres. ¿Sería para la buena suerte? ¿El poder de los animales transferido al brazo de quien lo usaba?
Era raro que los niños no lo hubieran encontrado; seguramente eran ellos los que jugaban ahí, los que rodaban sobre las alfombras, los que las habían desordenado.
Sí, era una suerte que ese brazalete hubiera pasado allí, perdido, todos esos años, para que él pudiera encontrarlo en esa noche de incertidumbre y miedo, de posible traición. Unió los dedos para pasarlos por el círculo, sacudió el brazalete para hacerlo bajar, empujándolo con la muñeca de la otra mano, la que sostenía la linterna; finalmente, el círculo de garras cayó junto a la pulsera de oro del reloj. Mengele sacudió la mano, y las garras danzaron.
Miró a su alrededor: el dormitorio, las copas de los árboles a través del techo abierto, las estrellas que iban y venían entre ellas. Y tal vez, o tal vez no, allá arriba lo vigilaba su Führer.
No le fallaré le prometió.
Volvió a recorrer con la vista el lugar donde tanto y tan gloriosamente se había logrado, y con los ojos brillantes, en voz alta, repitió:
—No.
4
De los once, sólo hemos eliminado a cuatro —resumió Klaus von Palmen, que estaba cortando un grueso embutido que tenía delante—. ¿No le parece demasiado pronto para hablar de dejarlo?
—¿Y quién ha hablado de dejarlo? —Con el cuchillo Liebermann llenó el tenedor de puré de patatas—. Lo único que he dicho es que yo no me voy a hacer todo el viaje hasta Fagersta. No dije que no quiera ir a otros lugares, ni tampoco que no vaya a pedirle a alguien que vaya a Fagersta... a alguna persona que no necesite intérprete. —Se llevó a la boca el tenedor, con el salchichón y el puré de patatas.
Estaban en el «Cinco Continentes», el restaurante del aeropuerto de Francfort, en la noche del sábado 9 de noviembre. Liebermann había combinado los vuelos con el fin de detenerse allí durante dos horas antes de regresar a Viena, y Klaus había viajado desde Mannheim para encontrarse con él. El restaurante era caro, y Liebermann se sentía recriminado por invisibles contribuyentes, pero el chico se merecía una buena comida. No solamente había investigado al hombre de Pforzheim, que no se había caído del puente, sino que había saltado en presencia de cinco testigos, sino que, después de que Liebermann hablara por teléfono con él desde Gladbeck, el jueves por la noche, había ido también a Friburgo, mientras Liebermann se dirigía a Solingen. Además, su aspecto listo y despierto, con esos rasgos menudos y precisos y los ojos brillantes, visto más de cerca sólo en parte parecía astucia; ¿no sería también desnutrición? ¿Acaso ninguno de esos chicos comía lo suficiente? Entonces, al «Cinco Continentes». Además en uno de esos bares de paso no se podía conversar.
August Mohr, el sereno nocturno de la fáfrica de productos químicos de Solingen, había resultado ser (como Liebermann se lo había imaginado) funcionario durante el día; trabajaba en el mismo hospital donde había muerto. Pero los funcionarios del cuerpo de bomberos, después de estudiar meticulosamente la explosión que le causara la muerte, habían acabado por relacionarla con una cadena de desdichados episodios que indudablemente no habían podido ser dispuestos de antemano. En cuanto al propio Mohr, era tan improbable como víctima de una confabulación nazi como podía haberlo sido Döring. Semianalfabeto y pobre, viudo desde hacía seis años, había vivido en dos cuartos de una lamentable casa de pensión con su madre, postrada en cama. Durante la mayor parte de su vida, sin excluir los años de la guerra, había trabajado en una acería de Solingen. ¿Correspondencia o llamadas telefónicas desde el extranjero? La dueña de la pensión se había reído.
—Ni siquiera del país, señor.
Klaus en Friburgo, había creído al principio que andaba sobre la pista de algo. El hombre que rastreaba, un empleado del departamento de aguas, llamado Josef Rausenberger, había sido acuchillado para robarle cerca de su casa, y un vecino había visto a alguien que vigilaba la casa la noche anterior.
—¿Un hombre con un ojo de cristal?
—La mujer no alcanzó a distinguirlo, estaba demasiado lejos. Un hombre corpulento, en un coche pequeño, que estaba fumando, eso fue lo que contó a la Policía. Ni siquiera les supo decir la marca del coche. ¿Hubo un hombre con un ojo de cristal en Solingen?
—En Gladbeck. Sigue.
Pero... Rausenberger no había pertenecido a ninguna organización internacional. En un accidente de tren acaecido cuando era niño había perdido ambas piernas, amputadas por debajo de las rodillas; de resultas de ello no había hecho el servicio militar, ni siquiera puesto los pies —por artificiales que fuesen— fuera de Alemania. («Por favor», le regañó Liebermann.) Como obrero había sido eficiente y esmerado, y fiel como marido y como padre. Sus ahorros habían quedado para la viuda. Había estado en desacuerdo con los nazis, y votó en contra de ellos, pero nada más. Nacido en Schwenningen, jamás había estado en Günzburg. Un parentesco digno de mención: un primo suyo era uno de los directores del Berliner Morgenpost.
Döring, Müller, Mohr, Rausenberger; por más que se forzara la imaginación, ninguno parecía posible víctima de los nazis. Cuatro de los once.
—Yo conozco a una persona en Estocolmo —recordó Liebermann—. Es un grabador, natural de Varsovia. Muy despierto, y estará encantado de ir a Fagersta. El de allí, Persson, y el que tenemos de Burdeos son los dos principales que hay que verificar. El 16 de octubre fue la fecha que mencionó Barry. Si ninguno de los dos había dado a los nazis motivo para matarle, entonces Barry debió de haberse equivocado.
—Salvo que no se haya enterado usted de la persona exacta. O que no la hayan matado en la fecha exacta.
—«Salvo que» —masculló Liebermann mientras cortaba un trozo de salchicha—. Todo este asunto es «salvo que» esto, «si» lo otro, «a no ser que» lo de más allá. Ojalá no me hubiera llamado nunca.
—¿Qué fue exactamente lo que le dijo? ¿Cómo sucedió todo?
Liebermann le repitió la historia.
El camarero les retiró los platos y les preguntó por el postre.
—¿Se ha dado usted cuenta —preguntó Klaus cuando el hombre se alejó— de que su nombre podría haber sido parte de la lista? Aunque no hubiera sido Mengele que le reconoció a usted por telepatía (cosa que se me hace totalmente increíble, Herr Liebermann, y me sorprende que usted la crea), si cualquier nazi colgó el receptor es indudable que se ocuparía luego de averiguar con quién estaba hablando Barry. La telefonista del hotel lo habría sabido.
Liebermann sonrió.
—Yo sólo tengo sesenta y dos años —precisó—, y no soy funcionario.
—No se lo tome a broma. Si estaban despachando asesinos, bien podían asignarles un trabajito más, y de primera prioridad.
—Entonces, el hecho de que yo siga vivo hace pensar que en realidad no estaban despachando asesinos.
—Es posible que Mengele y la Organización hayan decidido esperar un poco, en vista de que usted lo sabía. Quizá hayan cancelado toda la operación.
—¿Ve usted a qué me refiero cuando digo que todo es cuestión de «si» y «tal vez»?
—¿Se ha dado usted cuenta de que es posible que esté en peligro?
El camarero puso una crema de cerezas delante de Klaus y presentó a Liebermann una ración de tarta «Linzer». Sirvió el café al muchacho y el té a Liebermann.
Liebermann esperó a que se fuera para seguir hablando, mientras desgarraba el sobrecito de azúcar.
—Hace mucho tiempo que estoy en peligro, Klaus. Si no hubiera dejado de pensar en eso, habría tenido que cerrar el Centro y dedicar mi vida a alguna otra cosa. Tiene usted razón: «si» hay asesinos sueltos, es probable que yo esté en la lista. De manera que la única alternativa que nos queda es comprobarlo. Yo iré a Burdeos y haré que Piwowar, mi amigo de Estocolmo, vaya a Fagersta. Y si tampoco esos hombres pudieron estar entre las víctimas, verificaré con algunos otros más para estar seguro.
—Yo podría ir a Fagersta —se ofreció Klaus, mientras revolvía su café—; sé un poco de sueco.
—Pero a usted tendría que pagarle el pasaje, ¿comprende? Y a Piwowar no, y lamentablemente, es un factor que hay que considerar. Tampoco tendría que descuidar usted tan tranquilamente sus clases.
—Aunque no fuera a una sola clase durante todo un mes, me licenciaría con las mejores notas.
—Vaya, qué cerebro. Cuénteme algo de usted, así me explicará cómo es que salió tan listo.
—Hablando de mí, podría contarle algo que quizá lo sorprenda, Herr Liebermann.
Liebermann lo escuchó con gravedad y comprensión.
Los padres de Klaus habían sido nazis. La madre había mantenido estrecha amistad con Himmler, en tanto que el padre era coronel de la Luftwaffe.
Casi lodos los jóvenes alemanes que se ofrecían para ayudar a Liebermann eran hijos de antiguos nazis. Era una de las pocas cosas que le hacían pensar que tal vez realmente Dios existiera y actuara, aunque fuera un poco lento.
—Esto es espantoso.
—Qué va, es estupendo. Tendríamos que estar filmándolo.
—Ya sabes a qué me refiero; pim, pam, pum, y a la cama. Apuesto a que no recuerdas mi nombre.
—Margaret.
—El nombre completo.
—Reynolds. Pague la apuesta, por favor, enfermera Reynolds.
—Está demasiado oscuro para buscar mi bolso. ¿Te conformas con esto?
—Y cómo no. Si es lo que me encanta.
—«¿No será ésta la única noche, verdad, señor?» —preguntó ella ruborizándose tímidamente.
—¿Es en eso en lo que piensas?
—No, si estaba pensando en lo que costarán los encurtidos. ¡Claro que eso es lo que pienso! Te imaginarás que ésta no es mi forma habitual de ganarme la vida.
—Mira con lo que sales. ¡Forma de ganarte la vida!
—Eso no es una respuesta.
—Tampoco es una evasiva, Meg. Me temo que pueda ser la única noche, pero no porque yo lo decida. No soy yo quien decide en este asunto. Me enviaron aquí para... arreglar una cuestión con alguien y me encuentro con que está aquí en tu hospital, en una tienda de oxígeno, y que no permiten visitas salvo a los familiares más inmediatos.
—¿Harrington?
—Exactamente. Cuando llame a la central para informar de que no puedo establecer contacto con él lo más probable es que me ordenen que regrese inmediatamente a Londres. En este momento estamos tremendamente escasos de personal.
—¿Y no volverás cuando se recupere?
—No es probable. Para entonces ya me habrán asignado otro caso, y será algún otro el que se haga cargo. Suponiendo que se recupere, que es dudoso, según entiendo.
—Sí, porque tiene sesenta y seis años, ¿sabes?, y el ataque fue bastante grave. Claro que es de constitución fuerte. Todas las mañanas a las ocho en punto se daba una carrerita por el parque; podía utilizarse para poner el reloj en hora. Dicen que eso es bueno para el corazón, pero yo creo que a esa edad...
—Es una pena que no pueda verle, porque entonces podría haberme quedado aquí un par de semanas por lo menos. ¿No te parece que podríamos volver a vernos para Navidad? Para esa época nos dan vacaciones, y si tú pudieras tomarte unos días...
—Tal vez pueda...
—¡Estupendo! ¿Lo harás? Tengo un piso en Kensington, y la cama es un poco más cómoda que ésta.
—Alan, ¿en qué trabajas realmente?
—Ya te lo dije.
—Pero no me convence, que seas viajante. Los viajantes andan siempre con carteras, y yo no te he visto ninguna. Claro que mucho tiempo no he tenido... Pero, ¿qué es lo que vendes, dime? Tú no tienes nada de viajante, vamos.
—Eres despierta, Meg. ¿Puedes guardar un secreto?
—Claro que sí.
—¿De veras?
—Sí. Puedes confiar en mí, Alan.
—Pues... trabajo para la Dirección de Impuestos. Y hemos tenido una denuncia de que Harrington nos ha defraudado en casi treinta mil libras en los últimos diez o doce años.
—¡No te lo creo! ¡Un juez!
—Pues sucede con más frecuencia de lo que crees.
—Si parece un monumento a las virtudes cívicas...
—Y tal vez lo sea. Lo que yo tengo que hacer es descubrirlo. Sabes, lo que me habían encargado era que pusiera un transmisor oculto en su casa, uno de ésos en miniatura, y lo vigilara desde aquí, desde mi habitación, a ver qué podía averiguar.
—¡Qué horror! ¿Es así como trabajas?
—En casos como éste, es el procedimiento normal. En mi cartera tengo las credenciales. Y la habitación del hospital habría sido incluso mejor que la casa. En el hospital, la gente se pone siempre algo nerviosa; le dice a su mujer dónde está escondida la pasta, le susurra una palabrita o dos a su abogado... Pero no creo que pueda entrar para colocar el aparatito, Aunque le mostrara las credenciales al director del hospital, lo más probable es que fuera compinche de Harrington, y con una palabra que él dijera, a mí me sacarían por la ventana.
—Qué poca vergüenza tienes. ¡Qué poca vergüenza!
—¡Meg! ¿Qué es lo...?
—¿Te crees que no estoy viéndote el juego? Tú quieres que sea yo quien te coloque eso que dices. Por eso se dio la «casualidad» de que nos encontráramos, tan impensadamente. ¿Cómo no me he dado cuenta de que debías andar detrás de algo? Un tipo joven y apuesto no va a enamorarse de una vaca vieja como yo.
—¡Meg! ¡No digas eso, cariño!
—Quítame las manos de encima, y no me digas «cariño», haz el favor. Pero, por Dios ¡qué burra soy!
—Meg, querida, por favor, cálmate y...
—¡No me toques! Me alegro de que les escamoteara algo. Bastante nos estafan ustedes a todos. ¡Mira qué chiste! Repítelo, a ver si me río.
—¡Meg! Sí, tienes razón, es cierto; esperaba que me echaras una mano, y por eso nos encontramos. Pero no es ésa la razón de que estemos aquí ahora. ¿O te crees que mi lealtad hacia la maldita Dirección de Impuestos es tal que sería capaz de acostarme con alguien que no me gustara, simplemente por echarle el guante a un ladronzuelo como Harrington? ¿Y que me mostraría deseoso de seguir haciéndolo durante una quincena o más? Si él no es nada, comparado con la mayoría de los tipos que perseguimos. Todo lo que he dicho lo he dicho en serio, Meg, que prefiero las mujeres maduras, y corpulentas, y que quiero que vengas a Londres para Navidad.
—A ti ya no te creo una palabra.
—¡Oh, Meg, me... me arrancaría la lengua! Tú eres la mejor que he conocido en quince años, ¡y ahora lo he echado todo a perder con mi estupidez! Por favor, acuéstate y quédate quieta, amor. Nunca más te volveré a hablar de Harrington, y no te dejaría que me ayudaras, ni aunque me lo pidieras.
—No te lo pediré, no te preocupes.
—Quédate así recostada, como una chica buena... y déjame que te abrace y te bese en esas... ¡Mmmmm! ¡Ah, Meg, eres realmente increíble! ¡Mmmmm!
—Hijo de...
—¿Sabes lo que voy a hacer? Mañana telefonearé a mi supervisor para decirle que Harrington se está recuperando y que creo que en un par de días podré hacer el trabajo. Tal vez pueda quedarme hasta el jueves o el viernes antes de que me llamen. ¡Mmmmm! Si a mí me enloquecen las enfermeras, ¿no lo sabías? Mamá era enfermera, y lo mismo Mary, mi mujer. ¡Mmmmm!
—Ah ..
—Tú dices que no te gusto, pero tus pezones...
—Lo de Navidad, ¿lo dijiste en serio, bestia?
—Te juro que sí, amor mío, y cualquiera otra vez que podamos combinar. Y hasta podrías venirte a vivir a Londres; ¿no se te ha ocurrido nunca? Como enfermera siempre se encuentra trabajo, ¿no? Por lo menos, a Mary nunca le faltó.
—No, no podría. No es cosa que se pueda arreglar así como así. Alan... ¿podrías... realmente quedarte quince días?
—Y más también, si pudiera colocar el transmisor; entonces tendría que esperar a que estuviera fuera de la tienda de oxigeno y le permitieran recibir visitas... Pero no voy a dejar que seas tú quien lo haga Meg, de ninguna manera.
—Ya sé...
—No, no quiero correr el riesgo de arruinar nuestra relación.
—Al diablo. Ahora ya sé que eres un hijo de puta, ¿qué importancia tiene? Quiero ayudarle al Gobierno no a ti.
—Bueno... me imagino que no puedo oponerme a que me faciliten el trabajo.
—Ya sabía que te avendrías. ¿Qué tengo que hacer? Yo no sé conectar cables.
—No es necesario. Simplemente, es cuestión de llevar un paquete a su habitación. Del tamaño de una caja de bombones. En realidad, es una caja de bombones, bien envuelta en papel de colores. Lo único que tienes que hacer es desenvolverla, ponerla junto a la cama, en un estante o en la mesilla o algo así, lo más cerca posible de la cabeza... y abrirla.
—¿Eso es todo? ¿Abrirla y nada más?
—Se pone en marcha automáticamente.
Pensé que eran cosas muy pequeñitas.
—Las que se usan con los teléfonos. Éstas no.
—¿No soltará chispas, no? Con el oxígeno es peligroso, ¿sabes?
—Oh, no, es imposible. No tiene más que un micrófono y el transmisor bajo una capa de bombones. No tienes que abrirla hasta que la hayas puesto en su lugar; no le sienta bien el que la muevan demasiado cuando ya está transmitiendo.
—¿Ya la tienes lista? La colocaré mañana. Hoy, debería decir.
—Eres un encanto de chica.
—¡Pero imagínate, al viejo Harrington evadiendo impuestos! ¡Qué escándalo se armará si le procesan!
—Mientras no tengamos pruebas, no debes decirle una palabra de esto a nadie.
—Oh, ¿cómo se te ocurre? Eso ya lo sé. Debemos suponer que es inocente. ¡Qué emocionante! ¿Sabes lo que voy a hacer después de abrir la caja, Alan?
—No me lo imagino.
—Pues voy a susurrarle algo, algo que me gustaría que me hicieras mañana por la noche, a cambio de mi ayuda. Tú podrás oírlo, ¿no es eso?
—Tan pronto como la abras. Te estaré escuchando sin aliento. ¿Qué será lo que estás pensando, muchacha perversa? Ay, sí, ay, esto me encanta, mi amor...
Liebermann fue a Burdeos y a Orleáns, y su amigo Gabriel Piwowar se ocupó de Fagersta y de Gotemburgo. Ninguno de los cuatro funcionarios de sesenta y cinco años que habían muerto en esas ciudades reunía más requisitos que los cuatro ya verificados para considerarlos como posibles víctimas de los nazis.
Después le llegó a Liebermann otra tanda de noticias y recortes; esta vez eran veintiséis. De ellos, seis «posibles». Había ahora diecisiete, de los cuales ocho —incluyendo los tres del 16 de octubre— habían sido eliminados. Liebermann estaba seguro de que Barry se había equivocado, pero como no dejaba de tener presente la gravedad de la situación si, se decidió a intentarlo con cinco más, los que resultaran más fáciles de verificar. Encargó de los dos de Dinamarca a uno de sus colaboradores de allá, un coleccionista de apellido Goldschmidt, y confió otro que había muerto en Trittau, cerca de Hamburgo, al entusiasmo de Klaus. En cuanto a él, investigó personalmente los dos de Inglaterra, combinando el trabajo con el placer y aprovechando para hacer una visita a su hija Dena y a la familia de ésta, en Reading.
Los cinco resultaron lo mismo que los otros ocho. Diferentes, pero lo mismo. Según el informe de Klaus, la viuda de Schreiber se había mostrado dispuesta a algo más que a conversar con él.
Llegaron unos cuantos recortes más, acompañados de una nota de Beynon: Me temo que no podré seguir justificando esto ante Londres durante mas tiempo. ¿Todavía no hay resultados?
Liebermann le telefoneó, pero había salido. Sin embargo, una hora más tarde el propio Beynon le llamó.
—No, Sidney —admitió Liebermann—; parece que no eran más que fantasías. De diecisiete posibles, hemos verificado trece, y ni uno de ellos era un hombre a quien los nazis tuvieran motivos especiales para matar. De todas maneras, me alegro de haberlo hecho, y lo único que lamento son todas las molestias que le ocasioné.
—Eso no tiene importancia. Y el chico, ¿no ha aparecido?
—No. Recibí una carta del padre, que ya ha estado dos veces en Brasil y otras dos en Washington; no se resigna a abandonar la investigación.
—Qué pena. Téngame al tanto si es que se sabe algo.
—Descuide. Y gracias otra vez, Sidney.
Ninguno de los últimos recortes parecía contener un solo caso «posible». Bueno, lo mismo daba. Liebermann empezó a organizar una campaña para conseguir que la gente escribiera al Gobierno de Alemania Occidental pidiéndole que renovara los intentos de conseguir la extradición de Walter Rauff, responsable de la muerte en la cámara de gas de noventa y siete mil mujeres y niños, y que vivía (y vive) bajo su verdadero nombre en Punta Arenas, en Chile.
En enero de 1975 Liebermann se desplazó a los Estados Unidos para pronunciar una serie de conferencias en una gira de dos meses de duración que, empezando y terminando en la ciudad de Nueva York, recorrería en sentido contrario al de las agujas del reloj la mitad oriental de los Estados Unidos. Su secretaría de conferencias había programado unos setenta compromisos de esta índole, algunos en universidades y colleges, y la mayoría en templos y salones de reunión de grupos judíos. Antes de iniciar la gira, tuvo que ir a Filadelfia para aparecer en un programa de televisión (junto con un experto en dietética, un actor y una mujer que había escrito una novela erótica; de todas maneras, le aseguró el señor Goldwasser, de la secretaría de conferencias, era una publicidad valiosísima y muy difícil de conseguir).
El jueves 14 de enero, por la noche, Liebermann habló en la congregación Knesses Israel, en Pittsfield, Massachusetts. Una mujer que había acudido con un ejemplar de su libro en edición de bolsillo, para pedirle que se lo autografiara, le comentó mientras él lo hacía que ella vivía en Lenox, no en Pittsfield.
—¿En Lenox? —le preguntó Liebermann—. ¿Y eso cae cerca de aquí?
—Unos once kilómetros —contestó la mujer—, pero yo habría venido aunque fueran ciento diez.
Él le sonrió, agradeciéndole.
16 de noviembre; Curry, Jack; Lenox, Massachusetts. Liebermann no se había llevado consigo la lista, pero la tenía en la cabeza.
Esa noche, en el cuarto de huéspedes del presidente de la congregación se quedó despierto, oyendo el susurro de los copos de nieve contra los cristales de la ventana. Curry. Algo que tenía que ver con impuestos; había sido asesor, o censor de cuentas. Muerto en un accidente de caza, de un disparo accidental. ¿O intencionado?
Bastante había verificado; de diecisiete, trece, incluso los tres del 16 de octubre. Pero... no eran más que once kilómetros. El paseo en autobús hasta Worcester no le llevaría más de dos horas, y no necesitaba volver hasta la hora de la cena. E incluso después de la cena, si era necesario...
A la mañana siguiente, temprano, le pidió prestado el coche, un gran «Oldsmobile», a la dueña de la casa, y partió hacia Lenox. Habían caído más de diez centímetros de nieve, y seguía nevando, pero las carreteras estaban bastante despejadas. Los quitanieves estaban trabajando y otras máquinas arrojaban nieve hacia los lados en arcos ampulosos. Increíble; en su país, todo movimiento habría quedado paralizado.
En Lenox descubrió que nadie había admitido ser autor del disparo que terminó con la vida de Jack Curry. Y, confidencialmente, el jefe de Policía DeGregorio no estaba seguro de que hubiera sido un accidente. El disparo había sido de una precisión muy sospechosa: la bala había entrado en el cráneo por la nuca, justo bajo la gorra roja de cazador. El asunto parecía relacionado más con la buena puntería que con la mala suerte. Pero cuando fue hallado hacía ya cinco o seis horas que Curry había muerto, y por lo menos una docena de personas habían pasado por las inmediaciones, de modo que ¿qué podía esperarse que encontrara la Policía? Ni siquiera había aparecido el cartucho. Y habían indagado en busca de alguien que le tuviera tirria a Curry, inútilmente. El difunto había sido justo y ecuánime en su trabajo, y hombre que gozaba de respeto y simpatía en el pueblo. ¿Había pertenecido a algún grupo u organización internacional? Al Rotary; aparte de eso, Liebermann tendría que preguntárselo a su viuda. Pero De Gregorio no creía que la mujer estuviera dispuesta a hablar mucho; por lo que él sabía, el golpe la tenía todavía muy aturdida.
Mediaba la mañana cuando, sentado en una cocina pequeña y desordenada, y mientras bebía un poco de té flojo de una taza rajada, Liebermann se sentía un verdugo al ver cómo la señora Curry estaba a punto de echarse a llorar. Como la viuda de Döring, apenas pasaba de la cuarentena, pero salvo en eso no se parecían en nada: su anfitriona actual era magra y tenía el aspecto típico de ama de casa; llevaba el pelo castaño cortado a lo chico y de sus flacos hombros pendía una bata de flores, desteñida, que revelaba la escasez de su pecho. Además, iba enlutada.
—Nadie quería matarle —insistió, mientras se pasaba bajo los ojos anegados en lágrimas unos dedos enrojecidos, de uñas rotas y descuidadas—. Era..., era el hombre más bueno que puso Dios sobre la tierra. Fuerte, bueno, paciente, tolerante; era una... verdadera roca, y ahora..., ¡oh, Dios! E... estoy... —Se echó a llorar, sacó del bolsillo una arrugada servilleta de papel y con ella se enjugó el torrente de los ojos, apoyó la frente en la mano, con el codo encima de la mesa; se estremecía entre sollozos.
Liebermann dejó la taza de té y se inclinó hacia ella sin saber qué hacer.
Sin dejar de llorar, la mujer se disculpaba.
—Está bien —murmuró el visitante—, está bien.
Valiente ayuda. Haber recorrido once kilómetros a través de la nieve, nada más que para hacer llorar a esa mujer. ¿No le bastaba con trece de diecisiete?
Volvió a recostarse, suspiró, esperó; descorazonado, miró a su alrededor; la minúscula cocina, de un amarillo veteado, con los platos sin lavar y la nevera anticuada, un cajón de botellas vacías junto a la puerta del fondo. El Fantasma Número Catorce. Una rama de helecho en un vaso de vidrio rojo sobre el alféizar de la ventana; tras el fregadero, un bote de detergente. Un dibujo de un avión, un «747», pegado sobre la puerta de uno de los armarios; bien hecho, o al menos eso parecía desde donde él estaba. Sobre la mesa, una caja de copos de cereal.
—Lo siento —se disculpó la señora Curry, limpiándose la nariz con la servilleta. Húmedos, los ojos castaños volvieron a mirar a Liebermann.
—Sólo quería hacerle unas preguntas, señora Curry. ¿Pertenecía su marido a algún grupo u organización internacional de hombres de su misma edad?
La mujer negó con la cabeza, mientras bajaba la servilleta.
—A grupos norteamericanos —respondió—. La Legión, el grupo Amvets, el Rotary... no, ése es internacional. El Rotary Club. Pero era el único.
—¿Había combatido en la Segunda Guerra Mundial?
—En las fuerzas aéreas —asintió ella—. Y había ganado una medalla.
—¿En Europa?
—En Oriente.
—Una pregunta de orden personal, que espero no le moleste. ¿Le ha dejado a usted su dinero? La viuda asintió, cautelosamente.
—No es que sea demasiado...
—¿Dónde había nacido?
—En Berea, Ohio —la señora Curry miró algo detrás de Liebermann y sonrió con esfuerzo—. Y tú, ¿qué haces que no estás en la cama?
El visitante miró hacia atrás. En el umbral de la puerta estaba parado el muchacho de los Döring. Emil, no..., Erich Döring, delgado y de nariz afilada, con el oscuro pelo desordenado. Descalzo, vestía un pijama a rayas azules y blancas. Se rascó el pecho, mirando con curiosidad a Liebermann.
—Guten Morgen —saludó éste mientras se ponía de pie, sorprendido. Y mientras lo decía y el muchacho, con un gesto de saludo, entraba en la habitación, cayó en la cuenta de que Emil Döring y Jack Curry se habían conocido. Tenía que ser así; de otra manera no se explicaba que el chico estuviera de visita. Con excitación que crecía por momentos, se volvió hacia la señora Curry.
—¿Cómo es que está aquí este muchacho? —le preguntó.
—Está muy resfriado —explicó la mujer—, y de todas maneras hoy no hay escuela, por la nieve. Se llama Jack. No, no te acerques demasiado, Jack. Éste es el señor Liebermann, de Viena, en Europa. Es muy famoso. Pero, ¿dónde están tus zapatillas, Jack? ¿Qué es lo que quieres?
—Un vaso de zumo de pomelo —contestó el chico, en un perfecto inglés, con acento de Kennedy. La señora Curry se levantó.
—Caramba —lo regañó—, te van a quedar pequeñas sin que las hayas usado nunca. ¡Y con ese resfriado! —Se dirigió hacia el frigorífico.
El muchacho miraba a Liebermann con los ojos azul pálido de Erich Döring.
—¿Por qué es usted famoso? —le preguntó.
—Porque anda persiguiendo a los nazis. Lo presentaron la semana pasada en el programa de Mike Douglas.
—Es ist dock ganz phantastisch! —exclamó Liebermann—. ¿Sabes que tienes un gemelo? Un chico exactamente igual a ti que vive en Alemania, en un pueblo que se llama Gladbeck.
—¿Exactamente igual a mí? —preguntó con escepticismo el muchacho.
—¡Exactamente! Jamás vi un... parecido semejante. ¡Sólo hermanos gemelos podrían ser tan parecidos!
—Jack, ahora vuélvete a la cama, que yo te lo llevaré —dijo la señora Curry, sonriente. Estaba de pie junto al frigorífico con un cartón de zumo de fruta en la mano.
—Espera un momento —pidió el chico.
—¡No! —fue la brusca respuesta—. Si sigues ahí de esa manera, sin bata ni zapatillas, empeorarás en vez de mejorar; vamos. —Volvió a sonreírle—. Saluda y vuelve a acostarte.
—¡Oh, demonios! —refunfuñó el chico—. ¡Adiós! —A grandes pasos, salió de la habitación.
—¡Cuidado con lo que dices! —le advirtió la señora Curry, mirándolo con gesto fastidiado; después se volvió hacia Liebermann mientras abría la puerta de un armario para sacar un vaso—. Si él tuviera que pagar la cuenta del médico, lo pensaría mejor —le comentó.
—¡Es pasmoso! —exclamó Liebermann—. ¡Pensé que era el chico de Alemania que estaba de visita! Hasta la voz es la misma, la expresión de los ojos, la manera de moverse...
—Todo el mundo tiene su doble —observó la mujer, mientras servía cuidadosamente el zumo de pomelo en el vaso verde—. La mía vive en Ohio, y es una muchacha que Jack, su padre, conoció antes que a mí. —Dejó el cartón en la mesa y se volvió, con el vaso lleno en la mano—. Mire usted —le sonrió—, no quiero ser descortés, pero ya ve que tengo aquí muchísimas cosas por hacer. Aparte de que Jack esté en casa. Estoy segura de que nadie disparó a propósito sobre mi marido. Fue un accidente. ¡Si él no tenía un solo enemigo en el mundo!
Liebermann parpadeó, hizo un gesto de asentimiento y recogió la chaqueta que había colgado del respaldo de la silla.
¡Qué increíble, semejante parecido! Como un huevo a otro huevo. Tanto más sorprendente cuanto que la identidad del rostro afilado y de la actitud escéptica se sumaba al ser hijos de padres de sesenta y cinco años que habían sido funcionarios y que con menos de un mes de diferencia habían muerto de muerte violenta. Y el hecho de que la edad de la madre fuera la misma, cuarenta y dos o cuarenta y tres años. ¿Cómo eran posibles tantas coincidencias?
El volante se le fue hacia la derecha y Liebermann corrigió la dirección, mirando por entre el rápido vaivén del limpiaparabrisas. Tenía que concentrarse en la conducción...
No podía ser sólo coincidencia, era demasiado. Pero entonces, ¿qué otra cosa podía ser? ¿Había que admitir que la señora Curry, de Lenox (que elogiaba la tolerancia de su marido), y Frau Döring, de Gladbeck (que no parecía ningún modelo de fidelidad), tuvieron un episodio amoroso con el mismo hombre delgado y de nariz afilada nueve meses antes del nacimiento de sus hijos? Aun en un caso tan improbable (¿un piloto de «Lufthansa» que viajara en la línea de Essen a Boston?), los chicos no serían gemelos. Y precisamente eso eran, absolutamente idénticos.
Gemelos...
El interés principal de Mengele. El objeto de sus experimentos en Auschwitz.
¿Y qué?
El profesor canoso, en Heidelberg: «Ninguna de las sugerencias presentadas hasta el momento ha tenido en cuenta la presencia del doctor Mengele en el problema.»
Sí, pero los chicos no eran gemelos; parecían gemelos, nada más.
Siguió debatiéndose con el problema en el autobús que le llevaba a Worcester.
Tenía que ser una coincidencia. Todo el mundo tenía su doble, como había dicho tan despreocupadamente la señora Curry; y aunque dudara de la verdad de la afirmación, Liebermann tenía que admitir que en su vida se había encontrado con muchísimos parecidos: un Bormann, dos Eichmann, media docena de otros. (Pero eran parecidos, no iguales; y ¿por qué la mujer había servido tan cuidadosamente el zumo de pomelo? ¿Estaba acaso muy preocupada, temerosa de que un temblor de la mano pudiera delatarla? Además, esa prisa para ponerle en la calle, súbitamente ocupada. Santo Dios, ¿no sería que las mujeres tenían algo que ver? Pero, ¿por qué? ¿De qué manera?)
Había dejado de nevar y brillaba el sol. Massachusetts pasaba velozmente a su lado; casas y colinas de una blancura deslumbrante.
La obsesión de Mengele por los gemelos. Todas las biografías e informes referentes a ese monstruo subhumano la mencionaban: las autopsias practicadas sobre gemelos asesinados para hallar las razones genéticas de sus leves diferencias, los intentos de conseguir cambios en gemelos vivientes...
Un momento, Liebermann, te estás pasando de revoluciones. Hace más de dos meses que viste a Erich Döring. Fueron menos de cinco minutos. Y ahora que ves a un chico que tiene el mismo tipo —que se le parece mucho, admitido—, ya te lanzas a hacer un pequeño cóctel mental y..., señoras y señores, aquí tienen ustedes, gemelos idénticos y Mengele en Auschwitz. Cuando todo el asunto se reduce a que dos hombres, entre diecisiete, tenían casualmente hijos que se parecen. ¿Qué hay de sorprendente?
Pero... ¿y si son más de dos? ¿Y si fueran tres?
¿No ves? Te estás pasando. ¿Por qué no te imaginas que son cuatro, ya que estamos?
La viuda en Trittau le había dado pie a Klaus. ¿Sesentona? Tal vez. Pero, probablemente, más joven. ¿Y si tuviera 41? ¿O 42?
En Worcester pidió a su anfitriona, la señora Labowitz, que le permitiera hacer una llamada internacional.
—Que le pagaré, por supuesto.
—¡Señor Liebermann, por favor! Si está usted como invitado en nuestra casa. El teléfono es suyo.
No discutió. La casa era, prácticamente, una mansión.
Eran las cinco y cuarto; once y cuarto en Europa.
La telefonista le comunicó que el número de Klaus no contestaba. Liebermann le pidió que volviera a intentarlo media hora más tarde y colgó; después lo pensó mejor y volvió a levantar el receptor. Buscó en las páginas de su libreta de direcciones y pidió el número de Gabriel Piwowar en Estocolmo, y el de Abe Goldschmidt en Odense.
En el momento en que se sentaba a la mesa en compañía de cuatro miembros de la familia Labowitz y de cinco invitados, le llegó la primera de las llamadas. Se disculpó y fue a atenderla en la biblioteca.
Goldschmidt. Hablaron en alemán.
—¿Qué pasa? ¿Tengo que verificar más hombres?
—No, es por los dos anteriores. ¿No tenían hijos varones, de trece años más o menos?
—El de Bramminge, sí. Horve. Okking, el de Copenhague, tenía dos hijas de unos treinta.
—¿Qué edad tiene la viuda de Horve?
—Es joven. Me llamó la atención. Déjeme que lo piense. Será un poco menor que Natalie. Cuarenta y dos, le daría yo.
—¿Viste al niño?
—Estaba en la escuela. ¿Qué, tendría que haber hablado con él?
—No, solamente quería saber qué aspecto tiene.
—Un chiquillo flaco. La madre tenía una foto en el piano; estaba tocando el violín. Yo hice algún comentario y me dijo que la foto era vieja, de cuando el chico tenía nueve años. Ahora tiene cerca de catorce.
—¿Pelo oscuro, ojos azules, nariz afilada?
—¿Cómo quieres que me acuerde? Pelo oscuro sí. Los ojos no puedo decirte; la foto no era en colores. Un muchacho delgado de pelo oscuro, que toca el violín. Pensé que estabas satisfecho.
—Yo también lo pensé. Gracias, Abe. Adiós. Colgó, y el teléfono volvió a sonar antes de que lo soltara.
Piwowar. Conversación en yiddish.
—Los dos hombres que investigaste, ¿no tenían hijos varones de casi catorce años?
—Anders Runsten, sí. Persson, no.
—¿Le viste tú?
—¿Al hijo de Runsten? Me hizo un retrato mientras yo esperaba a la madre. Yo le dije en broma que lo llevara a mi tienda.
—¿Qué aspecto tiene?
—Pálido, delgado, de pelo oscuro, nariz afilada.
—¿Ojos azules?
—Azul claro.
—Y la madre, ¿de poco más de cuarenta?
—¿Ya te lo había dicho?
—No.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
—No puedo explicártelo ahora; hay gente que me espera. Adiós, Gabriel. Que sigas bien.
El teléfono volvió a sonar y la telefonista le informó que el teléfono de Klaus seguía sin contestar. Liebermann le dijo que dejaría la llamada para más tarde.
Se dirigió al comedor, con la sensación de tener la cabeza a cierta distancia del cuerpo y vacía, como si las partes de él que funcionaban estuvieran en algún otro lado (¿en Auschwitz?) y aquí en Worcester con toda esa gente sana y completa, no estuviera más que su ropa, la piel, el pelo.
Hizo y contestó las preguntas de costumbre, repitió las historias habituales y comió lo suficiente para que Dolly Labowitz no se preocupara.
Fueron hasta el templo en dos coches. Liebermann pronunció la conferencia, contestó las preguntas, firmó los libros.
Cuando volvieron a la casa pidió de nuevo la comunicación con Klaus.
—Allá son las cinco de la mañana —le recordó la telefonista.
—Sí, ya lo sé —contestó.
Se oyó la voz de Klaus, soñolienta y confundida.
—¿Qué? ¿Sí? ¡Buenas noches! ¿De dónde llama? —De Massachusetts, en Estados Unidos.
—¿Qué edad tenía la viuda de Trittau?
—¿Qué?
—¿Qué edad tenía la viuda de Trittau? ¿Frau Schreiber?
—¡Por Dios! No lo sé, era muy difícil, con todo el maquillaje que llevaba. Pero era mucho menor que él. Alrededor de los cuarenta, más o menos.
—¿Y un hijo de unos catorce años?
—Aproximadamente. Conmigo se mostró hostil, pero era explicable; ella le mandó a casa de su hermana para que pudiéramos «hablar en privado».
—Descríbamelo.
Un momento de silencio.
—Delgado, me llegaría más o menos al mentón, ojos azules, pelo castaño oscuro, nariz afilada. Pálido. ¿Qué es lo que pasa?
Liebermann se quedó acariciando los botones cuadrados para marcar que brillaban en el teléfono. Si fueran redondos quedarían mejor, pensó. No tiene sentido que sean cuadrados.
—¿Herr Liebermann?
—No es la caza de un fantasma —articuló—. Encontré el vínculo.
—¡Dios santo! ¿Cuál es?
Liebermann respiró hondo y después lo dejó salir.
—Tienen el mismo hijo.
—¿El mismo qué?
—¡Hijo! ¡El mismo hijo! ¡Exactamente el mismo chico! Yo lo vi aquí en Gladbeck; usted lo ha visto ahí. Y también está en Gotemburgo, en Suecia; en Bramminge, en Dinamarca. ¡Exactamente el mismo chico! Toca un instrumento musical, o si no, dibuja. Y la madre anda siempre por los cuarenta y uno o cuarenta y dos. Cinco madres diferentes, cinco hijos diferentes; pero el hijo es el mismo, en diferentes lugares.
—No..., no entiendo.
—¡Ni yo tampoco! Suponíamos que hallar el vínculo nos daría la razón, ¿no? ¡Y en cambio, la locura es mayor que cuando empezamos! ¡Cinco chicos exactamente iguales!
—Herr Liebermann..., creo que pueden ser seis. Frau Rausenberger, la de Friburgo, tiene aproximadamente esa edad. Y un hijo varón. Yo no lo vi ni le pregunté la edad, porque no me imaginé que viniera al caso..., pero ella me dijo que tal vez el chico fuera a Heidelberg, y no a estudiar Derecho, sino Letras.
—Seis —murmuró Liebermann.
El silencio se estiró entre los dos, y se siguió estirando.
—¿Noventa y cuatro?
—Si seis ya es imposible —respondió Liebermann—, ¿por qué no? Pero aunque fuera posible, y no lo es, ¿por qué habrían de matar a los padres? Sinceramente, creo que esta noche me iré a dormir y me despertaré en Viena, la noche que empezó todo esto. ¿Sabes cuál era el principal interés de Mengele en Auschwitz? Los gemelos. Los mató por millares, para aprender cómo conseguir la perfecta raza aria. ¿Me harías un favor?
—¡Cómo no!
—Vuelve a Friburgo para ver al chico; fíjate si es el mismo que viste en Trittau. Después, dime si estoy chiflado o no.
—Iré hoy mismo. ¿Dónde podré encontrarle?
—Te llamaré yo. Buenas noches, Klaus.
—Buenos días. Bueno, buenas noches.
Liebermann colgó el receptor.
—¿Señor Liebermann? —Dolly Labowitz le sonreía desde la puerta—. ¿Quiere usted ver las noticias con nosotros? ¿Y acompañarnos con el postre? Tenemos pastas y fruta.
A Hannah se le había secado el pecho y Dena lloraba, de manera que era muy natural que Hannah estuviera alterada. Era comprensible. Pero, ¿acaso era razón para cambiarle el nombre a Dena? Hannah no atendía razones.
—No me discutas —le dijo—. En adelante la llameremos Frieda. Es un nombre perfecto para un bebé, y entonces me volverá la leche.
—Pero, Hannah, no tiene sentido —le insistía él, pacientemente, mientras caminaba con dificultad junto a ella, entre la nieve—. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
—Se llama Frieda, y se lo vamos a cambiar legalmente —repitió Hannah.
La nieve se abría, formando un profundo cañón ante ella, y Hannah iba deslizándose dentro, mientras Dena vociferaba en sus brazos. ¡Oh, Dios! Liebermann miraba la nieve, ahora intacta, tendido de espaldas en la oscuridad, en una cama, en un cuarto. Worcester. Labowitz. Seis chicos. Dena ya era mayor, Hannah había muerto.
Qué pesadilla. ¿De dónde había sacado eso? ¡Frieda, ahora! Y Hannah y Dena, deslizándose por ese cañón...
Durante un momento se quedó inmóvil, pestañeando para borrar el terrible espectáculo; después se levantó —en la ventana, una luz pálida bordeaba la parte inferior de las cortinas— para ir al cuarto de baño.
Había dormido realmente bien esa noche; no se había levantado una sola vez. Si no fuera por ese sueño...
Volvió al dormitorio, acercó su reloj a una de las ventanas y lo miró, entrecerrando los ojos. Las siete menos veinte.
Se metió de nuevo en la cama, se arropó con las mantas y se quedó pensando, con la lucidez que da la mañana.
Seis chicos idénticos... no, seis chicos muy similares, tal vez idénticos, que vivían en seis lugares diferentes, con seis madres diferentes, todas de la misma edad, y seis padres diferentes, todos muertos violentamente, todos de la misma edad, todos con ocupaciones similares. No era imposible. Era una realidad, un hecho, de manera que había que hacerle frente, desenredarlo, entenderlo.
Inmóvil y relajado, dejó volar la mente en libertad. Niños. Madres. El pecho de Hannah. Leche. El nombre perfecto para un bebé...
Dios santo, claro. Tenía que ser.
Dejó que todo se le fuera armando en la cabeza... En parte, al menos.
Eso explicaba lo del zumo de pomelo y la forma en que la mujer le había despedido apresuradamente. Y cómo se había apresurado a hacer salir al chico. Pensando con rapidez, haciendo como si lo que la preocupaba fuera que estaba descalzo y desabrigado...
Siguió ahí, esperando que también lo demás tomara sentido. La parte principal, la que correspondía a Mengele. Pero no. Nada.
Bueno, había que dar un paso cada vez...
Se levantó, se duchó, se afeitó, se recortó el bigote, se peinó; se tomó las píldoras, se cepilló los dientes, se los puso. De punta en blanco.
A las siete y veinte entraba en la cocina, donde estaban ya Frances, la doncella, y Bert Labowitz, leyendo y desayunando en mangas de camisa. Después de los saludos, Liebermann se sentó frente a Labowitz.
—Tengo que ir a Boston antes de lo que pensaba. ¿Podría ir con usted?
—Claro —respondió Labowitz—. Saldré minutos antes de las ocho.
—Perfecto. Tengo que hacer una llamada telefónica, pero es a Lenox.
—Apostaría a que alguien le ha hablado de cómo conduce Dolly.
—No, pero ha ocurrido algo.
—Irá más a gusto conmigo.
A las ocho menos cuarto, desde la biblioteca, llamó a la señora Curry.
—Hola.
—Buenos días, habla Yakov Liebermann de nuevo. Espero no haberla despertado.
Silencio. Después:
—Ya estaba levantada.
—¿Cómo está su hijo esta mañana?
—No sé; todavía está durmiendo.
—Qué bien. Es lo mejor, que duerma mucho. Él no sabe que es adoptado, claro. Por eso se puso usted nerviosa cuando le dije que tenía un gemelo.
Silencio.
—No se ponga nerviosa ahora, señora Curry, que no se lo diré. Si usted quiere mantenerlo en secreto, no diré una palabra. Pero dígame usted una sola cosa, por favor. Es muy importante. ¿Lo consiguieron ustedes por mediación de una mujer que se llama Frieda Maloney?
Silencio.
—¿Fue así, ja?
—¡No! Espere un minuto. —El ruido del teléfono que se deja a un lado, pasos que se alejan. Silencio. Pasos que vuelven. Suavemente:
—¡Óigame!
—¿Sí?
—Lo conseguimos por mediación de una agencia, en Nueva York. Fue una adopción perfectamente legal.
—¿La agencia «Rush-Gaddis»?
—Sí.
—Es donde ella trabajó desde 1960 a 1963. Frieda Maloney.
—¡Yo jamás oí semejante nombre! ¿Por qué insiste tanto? ¿Qué importancia tiene que tenga un hermano gemelo?
—No estoy seguro.
—¡Entonces no vuelva a molestarme! ¡Y no se le ocurra acercarse a Jack!
El clic del teléfono. Después, silencio.
Bert Labowitz le llevó hasta el aeropuerto Logan donde alcanzó el vuelo de las nueve a Nueva York.
A las diez y cuarenta estaba en el despacho de la secretaria del director ejecutivo de la «Agencia de Adopciones Rush-Gaddis». Una mujer delgada y elegante, de pelo gris.
—En absoluto —le respondió la señora Teague.
—¿Ninguna?
—Ni la más remota. Ella no se ocupaba directamente de los casos, porque no estaba preparada para hacerlo. Trabajaba en los archivos. Claro que su abogado, cuando trataban de impedir que se concediera la extradición, intentó presentarla bajo la luz más favorable que pudo, de manera que dio a entender que desempeñaba un papel más importante del que en realidad le cabía; pero de hecho, no era más que empleada del archivo. Como nosotros, naturalmente. estábamos muy interesados en que nuestra asociación con ella quedara debidamente esclarecida, nos pusimos en contacto con los abogados del Gobierno,y a nuestra jefe de personal la citaron como testigo, aunque en realidad nunca la llamaron a prestar declaración. Pensamos en publicar algún tipo de declaración o en convocar una conferencia de Prensa, pero después decidimos que a esas alturas era mejor dejar simplemente que las cosas se olvidaran.
—Así que ella no buscaba un hogar para los niños —reflexionó Liebermann, acariciándose el lóbulo de la oreja.
—Jamás lo hizo —le reiteró la señora Teague—. Además —precisó, sonriendo—, está usted equivocado: el problema es encontrar niños para quienes los piden, porque la demanda excede en mucho a la oferta, especialmente desde que se han modificado las leyes sobre el aborto. Sólo podemos atender a una pequeña parte de las personas que nos presentan sus solicitudes.
—¿Entonces también? ¿Entre los años 1960 y 1963?
—Entonces y siempre, pero ahora es el peor momento.
—¿Tienen muchas solicitudes?
—El año pasado tuvimos más de treinta mil, de todo el país. En realidad, de todo el continente.
—Permítame una pregunta más —continuó Liebermann—. Una pareja viene a visitarles o les escribe, en ese período... el 61 ó 62. Son buenas personas, en buena situación económica. Él, funcionario; es decir, un puesto seguro. Ella..., déjeme que lo piense un momento; ella... tiene unos veintiocho años, y él cincuenta y dos. ¿Qué probabilidad hay de que personas así consiguieran un niño de ustedes?
—Ninguna en absoluto —le aseguró la señora Teague—. Si el marido ya tiene esa edad, no les asignamos un niño. Nuestro límite son los cuarenta y cinco años, y sólo llegamos a él si están en juego factores especiales. La mayoría de los niños son entregados a matrimonios de poco más de treinta; lo bastante maduros para que el matrimonio sea estable, y lo bastante jóvenes para asegurar al niño la supervivencia de los padres. O la probabilidad de supervivencia, que es más exacto.
—Entonces, ¿dónde podría conseguir un niño una pareja como la que le digo?
—En nuestra agencia, no; pero hay otras más flexibles. Y naturalmente, está el mercado negro. Es posible que el abogado del matrimonio sepa de alguna adolescente embarazada que no quiera abortar, o a quien se puede pagar para que no lo haga.
—Pero si recurrieran a ustedes, los rechazarían.
—Sí. Jamás hemos entregado niños a nadie de más de cuarenta y cinco. Hay miles de parejas más adecuadas que rezan y esperan.
—Y las solicitudes que fueron rechazadas —quiso saber Liebermann—, ¿era Frieda Maloney quien las archivaba?
—Ella o alguna de las otras empleadas —respondió la señora Teague—. Durante tres años conservamos todas las solicitudes y la correspondencia. En aquel momento eran cinco, pero los redujimos a tres por falta de espacio.
—Gracias. —Liebermann se puso de pie—. Me ha ayudado usted muchísimo, y se lo agradezco.
Desde una cabina telefónica del otro lado de la calle, frente al museo Guggenheim, ya con la maleta y la cartera junto a él, Liebermann llamó a Goldwasser, de la oficina de conferencias.
—Tengo muy malas noticias. Tengo que irme a Alemania.
—Ay, Dios mío, ¿cuándo?
—Ahora.
—¡Es imposible! ¡Si usted aceptó el compromiso! ¡Las entradas están vendidas! Y mañana...
—¡Ya lo sé, ya lo sé! ¿Se cree usted que a mí me divierte tener que hacer una cosa así? ¿Le parece que no me doy cuenta del dolor de cabeza que le traigo, a usted y a ellos, y de que hasta pueden procesarme, si quieren? Es...
—Nadie habló de...
—Es cuestión de vida o muerte, señor Goldwasser.
—De vida o muerte... y tal vez más grave aún.
—Oh, demonios. ¿Cuándo regresará usted?
—No lo sé. Es posible que tenga que quedarme algún tiempo, y de ahí viajar a alguna otra parte.
—¿Quiere usted decir que cancela todo el resto de la gira?
—Créame, por favor, que si no tuviera que...
—Esto no me ha sucedido más que una vez en dieciocho años, y entonces era un cantante, no una persona responsable como usted. Escuche, Yakov, yo le admiro y le deseo lo mejor; y en este momento no le hablo como su representante, sino como ser humano y como judío. Le ruego que lo piense muy, muy bien; si cancela usted de esta manera una gira, de un momento para el otro... no puede esperar que sigamos siendo sus representantes. Y nadie querrá representarle, ni habrá ningún grupo que lo contrate. Con esto se cierra usted mismo todas las puertas como conferenciante en los Estados Unidos de Norteamérica. Le ruego que lo piense, por favor.
—Lo he pensado mientras usted hablaba —respondió Liebermann—, y tengo que irme. Ojalá no fuera así.
Tomó un taxi para ir al aeropuerto Kennedy y cambió su billete de regreso a Viena por uno a Düsseldorf vía Francfort: el primer vuelo que salía, a las seis de la mañana.
Se compró un ejemplar del libro de Farago sobre Bormann y se pasó la tarde leyendo, sentado junto a una ventana.
5
Se esperaba para cualquier momento el inicio del proceso contra Frieda Maloney y otras ocho personas acusadas de asesinatos en masa en el campo de concentración de Ravensbrück. Por eso, cuando el viernes, 17 de enero, se presentó Yakov Liebermann en las oficinas de los abogados de Frau Maloney, los doctores Zweibel y Fassler, de Düsseldorf, la acogida que recibió no sólo no fue cálida sino que no alcanzaba siquiera la temperatura ambiente. No obstante, Joachim Fassler tenía suficiente experiencia como abogado para saber que si Liebermann aparecía por allí no era por diversión ni para matar el tiempo; andaba en busca de algo, es decir, que a cambio de eso ofrecería algo o se le podría pedir algo. Por eso puso en marcha su grabadora antes de recibir a Liebermann en su despacho.
No se equivocaba. El judío quería ver a Frieda para interrogarla sobre ciertos puntos que no se relacionaban de ninguna manera con sus actividades de la época de la guerra ni tenían nada que ver con el inminente proceso; se referían a cosas sucedidas en Estados Unidos en el período que iba de 1960 a 1963, ¿Qué cosas? Adopciones que Frieda o alguna otra persona había dispuesto basándose en la información obtenida por ella de los archivos de la agencia «Rush-Gaddis».
—Yo no sé nada de las tales adopciones —declaró Fassler.
—Frau Maloney sí —le aseguró Liebermann.
Si ella accedía a verle y contestaba a sus preguntas sinceramente y sin reservas, Liebermann pondría en antecedentes a Fassler sobre algunas de las declaraciones contra ella que presentarían testigos localizados por el propio Liebermann.
—¿Qué testigos?
—No le ofrezco nombres, sólo parte de su testimonio.
—Vamos, Herr Liebermann, usted sabe que yo no le voy a comprar semejante oferta.
—El precio es bastante bajo, ¿no le parece? ¿Una hora más o menos del tiempo de ella? No será mucho lo que tenga que hacer, sentada en su celda.
—Es posible que ella no quiera hablar con usted de las supuestas adopciones.
—¿Por qué no se lo pregunta? Hay tres testigos de cuya declaración estoy al tanto. Puede usted elegir: escucharla en frío ante el tribunal, o tener un anticipo de ella mañana, en privado.
—Sinceramente, le digo que en realidad no me preocupa tanto.
—Pues parece que entonces no podremos cerrar el trato.
Terminar de elaborarlo les llevó cuatro días. Frau Maloney hablaría durante media hora con Liebermann sobre los puntos que a él le interesaban, siempre que: a) Fassler estuviera presente; b) nadie más estuviera presente; c) no se registrara nada por escrito; d) Liebermann permitiera que Fassler lo registrara inmediatamente antes de la entrevista para asegurarse de que no llevaba oculta ninguna grabadora. A cambio de eso, Liebermann pondría a Fassler al tanto de todo lo que sabía sobre la probable declaración de los tres testigos, y le diría la edad, sexo y ocupación de cada uno de ellos, como también le informaría del estado mental y físico actual de los mismos, con especial referencia a cualquier cicatriz, deformidad o incapacidad resultante de las experiencias habidas en Ravensbrück. El testimonio y la descripción de uno de los testigos serían ofrecidos antes de la entrevista, y los de los otros dos con posterioridad a ella. De acuerdo; de acuerdo.
El miércoles, 22, por la mañana, en el deportivo color gris plata de Fassler, éste y Liebermann se dirigieron a la prisión federal de Düsseldorf, donde estaba confinada Frieda Maloney desde que los Estados Unidos concedieran su extradición en 1973. Fassler, un hombre corpulento y acicalado que andaba por la mitad de la cincuentena, tenía las mejillas casi tan sonrosadas como siempre, pero cuando se identificaron a la entrada de la cárcel y firmaron el registro de visitantes no había recuperado todavía su habitual porte de seguridad un tanto fanfarrona. Liebermann le había hablado primero del testigo más peligroso, en la esperanza de que el temor de que lo que faltaba fuera peor, le creara, y por mediación de él le creara también a Frieda Maloney, el deseo de no darle de lado en la entrevista.
Un empleado les acompañó arriba en el ascensor y les condujo por un corredor alfombrado donde se veía a varios otros guardianes, silenciosamente sentados en bancos colocados entre las puertas de nogal señaladas con letras cromadas. El empleado abrió una puerta que tenía una G e hizo pasar a los dos hombres a una habitación cuadrada, de paredes color beige, donde había una mesa redonda y varias sillas. Dos ventanas con cortinas de punto, abiertas en paredes adyacentes, dejaban pasar la luz del día; una de ellas tenía barrotes y la otra no, cosa que a Liebermann le pareció extraña.
El empleado encendió la luz que pendía del techo, sin que se notara gran diferencia en la ya iluminada habitación, y después se retiró, cerrando la puerta.
Los dos visitantes dejaron sombreros y carteras sobre el estante de un perchero colocado en un rincón, se quitaron el abrigo y lo colgaron. Liebermann, de pie con los brazos extendidos, dejó que Fassler le revisara, en actitud belicosa y decidida. Tanteó, además, los bolsillos del abrigo ya colgado en su percha, y pidió a Liebermann que abriera su cartera. Éste suspiró, pero soltó las correas y la abrió; le mostró que tenía dentro papeles y el libro de Farago, la cerró y volvió a ajustar las hebillas.
Liebermann satisfizo su curiosidad respecto de las ventanas: la que no tenía barrotes daba sobre un patio, muy abajo y rodeado de altas paredes; la otra se abría sobre un techo alquitranado, a muy poca distancia de la abertura. Después se sentó ante la mesa, dando la espalda a la ventana que no tenía barrotes, pero lo pensó mejor y se puso nuevamente de pie, para no tener el problema de si debía levantarse o no cuando entrara Frieda Maloney.
Fassler abrió un poco la ventana enrejada y se quedó mirando a través de ella, apartando con la mano la cortina beige de punto.
Liebermann se cruzó de brazos mientras miraba la jarra de agua y los vasos envueltos en papel que había en una bandeja puesta en la mesa.
Había sido él quien comunicara los informes referentes a Frieda Altschul y su paradero a las autoridades alemanas y norteamericanas, en 1967. Los datos se habían incorporado a los archivos del Centro por lenta destilación de conversaciones y correspondencia mantenidas con docenas de sobrevivientes de Ravensbrück (entre quienes se contaban los tres futuros testigos). En cuanto al paradero, la información correspondiente se la habían suministrado otras dos supervivientes, hermanas, que al reconocer a su antigua guardiana en un hipódromo de Nueva York la habían seguido hasta su domicilio. En cuanto al propio Liebermann, jamás se había encontrado personalmente con ella, ni esperaba que alguna vez habrían de sentarse a la misma mesa. Aparte de todo lo demás, su hermana Ida había muerto en Ravensbrück, y era muy posible que Frieda Altschul Maloney hubiera tenido algo que ver con su muerte.
Apartó de su pensamiento a Ida, y apartó todo lo que no fuera la agencia «Rush-Gaddis» y seis o más jovencitos exactamente iguales. La que va a entrar, se dijo, es una antigua empleada de los archivos de la agencia «Rush-Gaddis», y tal vez sentados a esta mesa conversando un poco pueda descubrir qué demonios es lo que está sucediendo.
Fassler se apartó de la ventana, se hizo atrás elpuño de la camisa y miró el reloj, frunciendo el ceño.
La puerta se abrió y entró Frieda Maloney, vestida con un uniforme azul claro y las manos en los bolsillos. Una guardiana sonrió por encima de su hombro y saludó:
—Buenos días, Herr Fassler.
—Buenos días —contestó el abogado, adelantándose—. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, gracias. —La guardiana le sonrió también a Liebermann, mientras se retiraba y volvía a cerrar la puerta.
Fassler apoyó la mano en el hombro de Frieda Maloney, la besó en la mejilla y la llevó hasta un rincón, donde se quedaron hablando en voz baja, ella oculta por la corpulencia del hombre.
Liebermann se aclaró la garganta y se sentó, acercando más la silla a la mesa.
Había visto lo mismo que mostraban las fotografías: una mujer de edad mediana y aspecto ordinario. Más bien menuda, de pelo gris peinado hacia arriba en los costados, rizado en lo alto. Cutis pálido y enfermizo, de un blanco agrisado, mandíbula recia, boca decepcionada. Ojos cansados, pero resueltos. Con su uniforme de prisión, Frieda Maloney podría pasar por una doncella o una camarera recargada de trabajo. Algún día, pensó Liebermann, me gustaría encontrar un monstruo que pareciera un monstruo.
Se apoyó en el grueso borde de la mesa e intentó oír lo que decía Fassler.
Se le acercaron.
Miró a Frieda Maloney y ella, mientras Fassler le apartaba la silla, le miró también, midiéndolo con sus ojos azules, tensa la boca de labios delgados. Hizo un gesto con la cabeza y se sentó.
Liebermann la saludó.
Ella dirigió a Fassler una rápida sonrisa de agradecimiento. Con los codos apoyados en los brazos del sillón, tamborileó con las yemas de los dedos sobre el borde de la mesa, primero con los dedos de una mano y después con los de la otra, con bastante rapidez; después se detuvo y dejó los dedos inmóviles, mirándoselos.
Liebermann también se los miraba.
—Son exactamente —anunció Fassler, sentado a la derecha de Liebermann, mirando el reloj que llevaba en la muñeca— las doce menos veinticinco. —Miró a Liebermann.
Liebermann miraba a Frieda Maloney.
Ella le devolvió la mirada arqueando las delgadas cejas.
Liebermann advirtió que no podía hablar. No le quedaba respiración alguna; sólo estaba lleno del recuerdo de Ida. El corazón le latía con fuerza.
Frieda Maloney se mordía el labio inferior; echó una rápida mirada a Fassler y volvió los ojos a Liebermann.
—No tengo inconveniente en hablar del asunto de los niños —anunció—. Es algo con lo que hice feliz a mucha gente, y nada de lo que tenga que avergonzarme. —Hablaba con suave acento alemán meridional, más grato al oído que la estridente resonancia del habla de Düsseldorf en la voz de Fassler—. Y por lo que se refiere a la Organización de los Camaradas —continuó con desprecio—, esa gente ya no son camaradas míos. Si lo fueran, ¿estaría yo aquí, acaso? Estaría en Sudamérica, dándome la gran vida.
Se puso una mano sobre la cabeza e hizo chasquear los dedos, mientras movía el busto parodiando los ritmos latinoamericanos.
—Creo que lo mejor —le aconsejó Fassler— sería que le contara usted todo tal como me lo contó a mí —Miró a Liebermann—. Y después, podrá preguntarle todo lo que quiera, hasta que el tiempo lo permita. ¿De acuerdo?
—Sí —asintió Liebermann—. Siempre que el tiempo dé para hacer preguntas.
—Me imagino que no irá usted realmente a contar los minutos, ¿verdad? —preguntó la mujer a Fassler.
—Desde luego que sí —respondió éste—. Un acuerdo es un acuerdo. Pero habrá tiempo suficiente, no se preocupe —añadió, dirigiéndose a Liebermann. Después hizo un gesto con la cabeza a Frieda Maloney.
Ella apoyó las manos en la mesa, mirando a Liebermann.
—En la primavera de 1960, una persona de la Organización se puso en contacto conmigo —empezó—. Un tío mío que vivía en la Argentina les había hablado de mí. Ahora ya ha muerto. Querían que yo consiguiera trabajo en una agencia de adopciones. Alois, así se llamaba el hombre, tenía una lista de tres o cuatro agencias. Cualquiera servía, siempre que fuera un trabajo que me permitiera ver los archivos. «Alois» fue el único nombre que me dio; nunca supe el apellido. Más de setenta años, de pelo blanco; parecía un antiguo militar, de porte muy erguido. —Sus ojos miraron interrogativamente a Liebermann.
Él no respondió y Frieda Maloney se recostó en su asiento, examinándose las uñas.
—Recorrí todos los lugares —continuó—, sin encontrar ningún puesto libre. Pero al terminar el verano me llamaron de «Rush-Gaddis» y me contrataron como empleada del archivo. —Sonrió pensativamente—. Mi marido pensó que estaba loca al tomar un trabajo en Manhattan, cuando por entonces trabajaba en una escuela secundaria a no más de once manzanas de casa. Yo le dije que en la agencia me prometían que en un año más o menos me...
—Lo esencial, nada más —le advirtió Fassler.
Ella hizo un gesto de asentimiento, frunciendo el ceño.
—Bueno. Lo que hacía en «Rush-Gaddis» —continuó, mirando a Liebermann— era revisar la correspondencia y los archivos buscando solicitudes en las que el marido hubiera nacido entre 1908 y 1912, y la mujer entre 1931 y 1935. El marido tenía que tener un empleo en la administración pública, y los dos tenían que ser cristianos y blancos, de ascendencia nórdica. Fue lo que me dijo Alois. Cuando encontraba un matrimonio así, lo cual no ocurría más de una o dos veces por mes, lo copiaba a máquina, junto con todas las cartas que se intercambiaban entre la pareja y «Rush-Gaddis». Tenía que hacer dos juegos, uno para Alois y otro para mí. Las copias que eran para él se las enviaba a un apartado de Correos que me indicó.
—¿Dónde? —preguntó Liebermann.
—Allí mismo en Manhattan. La estación Planetarium, en el West Side. Durante todo el tiempo que trabajé allí seguí haciendo lo mismo, buscando las solicitudes adecuadas y enviando la información por correo. Al cabo de un año, más o menos, se hizo más difícil encontrarlos, porque para entonces ya había terminado de revisar los archivos y sólo me quedaban las solicitudes nuevas. Entonces se cambió el requisito de que fueran funcionarios; con que su trabajo se pareciera a la administración pública era suficiente. Era preciso que el marido formara parte de una gran organización y tuviera cierta autoridad, como perito de una compañía de seguros, por ejemplo. Entonces tuve que volver a repasar los archivos. En total, envié unas cuarenta y cinco solicitudes en los tres años. Copias de solicitudes.
La mujer se inclinó hacia delante y, tomando de la bandeja uno de los vasos envueltos en papel, empezó a darle vueltas en las manos.
—Eso fue lo que sucedió entre..., bueno, la Navidad de 1960 y el final del verano de 1963, cuando terminé el trabajo y me fui. Alois me llamaba, o si no, con más frecuencia, otro hombre, Willi, y me decía: «Fíjese si... ‘los Smith’ de California quieren uno para marzo.» O para el mes que fuera, generalmente con dos meses de anticipación. «Y pregúnteles también a ‘los Brown’, de Nueva York.» A veces me daban tres nombres —miró a Liebermann y le explicó—: Siempre gente cuyas solicitudes yo había enviado antes.
Él asintió, sin hablar.
—Bueno. Entonces yo llamaba a las familias —quitó el papel que cubría la boca del vaso—. Les decía que alguien que había sido vecino de ellos me había contado que querían un niño. ¿Les interesaba todavía? Casi siempre contestaban que sí. —Miró a Liebermann con orgulloso desafío—. No sólo les interesaba, era un motivo de júbilo, para las mujeres especialmente. —Empezó a arrugar el papel con una mano, mientras iba sacando el vaso poco a poco—. Yo les decía que podía conseguirles uno, un niño blanco, sano, de pocas semanas, para marzo o para cuando fuera. Con documentos de adopción del Estado de Nueva York. Pero primero tenían que enviarme, lo antes posible, su ficha médica completa al apartado de Correos que me había indicado Alois y comprometerse a no decir jamás al niño que era adoptado. Les explicaba que era la madre la que insistía en eso. Y naturalmente, tendrían que pagarme algo cuando vinieran a buscar al niño, si se lo conseguía. Por lo general eran mil dólares; a veces más, si eran gente que podía pagarlo; eso se veía en la solicitud. Lo suficiente para que pareciera una transacción común del mercado negro.
Dejó sobre la bandeja la arrugada envoltura de papel y quitó el tapón de la botella.
—Unas semanas después recibía otra llamada. «Los Smith no sirven. Los Brown pueden tenerlo el 15 de marzo.» O a veces... —inclinó la botella sobre el vaso, sin que saliera nada; la inclinó más—. Típico —masculló mientras daba vuelta boca abajo la botella negra, vacía—. ¡Típico de la forma en que funciona todo este maldito lugar! ¡Los vasos bien envueltos, pero en la botella no hay agua! ¡Vaya por Dios! —De un golpe, volvió a dejar la botella sobre la bandeja; los vasos envueltos dieron un salto.
—Yo se la traeré —dijo Fassler, levantándose, y tomó la botella—. Usted siga —agregó, mientras iba hacia la puerta.
—Las cosas que podría contarle sobre la ineptitud que hay aquí... —comentó Frieda Maloney a Liebermann—. Bueno. Sí. Me decían a quién se le entregaba el niño, y cuándo. O tal vez, si las dos parejas eran buenas, me decían que llamara a la segunda y les dijera que era demasiado tarde para éste, pero que sabía de otra chica que esperaba para junio. —Con los labios contraídos, hizo girar el vaso entre las palmas de las manos—. La noche que les entregaba el niño —continuó—, todo se combinaba muy cuidadosamente por adelantado. Entre Alois o Willi y yo, y entre el matrimonio y yo. Yo esperaba en una habitación del motel «Howard Johnson» del aeropuerto, el que ahora es Kennedy, entonces era Idlewild... reservado a nombre de Elizabeth Gregory. El niño me lo traía una pareja joven o una mujer sola, a veces una camarera. Algunos me trajeron más de uno... en diferentes ocasiones, quiero decir..., pero, por lo general, cada vez era una persona nueva. Traían los documentos también. Parecían completamente auténticos, con los nombres de la pareja ya inscritos. Una o dos horas después llegaba el matrimonio para llevarse el niño. Rebosantes de alegría, agradecidos. —Miró a Liebermann—. Gente buena, capaces de ser buenos padres. Me pagaban y me prometían (yo les hacía jurar sobre la Biblia) que jamás le dirían al niño que era adoptado. Eran siempre varones, hermosos. Se los llevaban y se iban.
—¿No sabía usted de dónde venían? —preguntó Liebermann—. Originariamente, quiero decir.
—¿Los niños? De Brasil. —Frieda Maloney miró a lo lejos—. Los que los llevaban eran brasileños —continuó, extendiendo una mano—, y las camareras eran de las líneas aéreas brasileñas, «Varig». —Recibió la botella que le ofrecía Fassler, la acercó al vaso, se sirvió agua. Fassler dio la vuelta a la mesa y volvió a sentarse.
Frieda Maloney dejó la botella en la bandeja, bebió, bajó el vaso, se pasó la lengua por los labios.
—Casi siempre andaba todo como un reloj —recordó—. Una vez, la pareja no apareció. Cuando los llamé, me dijeron que habían cambiado de idea, así que me llevé el niño a casa y combiné las cosas para que viniera a buscarlo la segunda pareja. También hubo que hacer documentos nuevos. A mi marido le dije que había habido una confusión en «Rush-Gaddis» y que nadie más tenía lugar para el niño. Él no sabía nada de nada, no lo sabe hasta hoy. Y eso es todo. En total, debí entregar unos veinte niños; algunos, al principio, a intervalos muy cortos y después uno cada dos o tres meses. —Volvió a levantar el vaso para beber.
—Menos doce —anunció Fassler, mirando su reloj, y sonrió a Liebermann—. ¿Ha visto? Todavía le quedan diecisiete minutos.
Liebermann miró a Frieda Maloney.
—¿Qué aspecto tenían los niños? —le preguntó
—Eran hermosos —respondió ella—. De ojos azules y pelo oscuro. Eran todos muy parecidos, incluso más de lo que suelen parecerse los niños. Parecían europeos, no brasileños, con la piel clara y los ojos azules.
—¿Le dijeron a usted que venían de Brasil, o usted se basa simplemente en que...?
—A mí no me decían nada sobre los niños. Sólo qué noche los llevarían al motel, y a qué hora.
—¿De quién cree usted que eran hijos?
—La opinión de ella no influye en nada, en absoluto —señaló Fassler.
La mujer hizo un gesto con la mano.
—¿Y eso qué importancia tiene? —preguntó, y siguió hablando con Liebermann—. Yo pensé que eran hijos de alemanes que estaban en Sudamérica. Tal vez hijos ilegítimos de alemanas y sudamericanos Ahora, por qué la Organización los colocaba en Norteamérica, y elegía con tanto cuidado a las familias, eso no pude imaginármelo siquiera.
—¿Nunca lo preguntó?
—Al comienzo, la primera vez que Alois me explicó qué tipo de solicitudes debía buscar, le pregunté a qué venía todo eso. Me contestó que no hiciera preguntas y me limitara a hacer lo que indicaran. Por la Patria.
—Y estoy seguro de que se daba usted cuenta —le recordó Fassler— de que, si no cooperaba, él podría haberla hecho objeto del tipo de persecución a que finalmente se vio sometida años después.
—Sí, claro —respondió Frieda Maloney—. De eso me daba cuenta, naturalmente.
—Las veinte parejas a quienes dio usted los niños... —empezó a decir Liebermann.
—Veinte aproximadamente —corrigió Frieda Maloney—. Tal vez fueran menos.
—¿...Eran todas norteamericanas?
—¿Estadounidenses, quiere usted decir? No, algunas eran canadienses. Cinco o seis. El resto eran de los Estados Unidos.
—Europeos no había.
—No.
Liebermann se quedó en silencio, frotándose el lóbulo de la oreja.
Fassler miró su reloj.
—¿No recuerda usted los nombres? —preguntó Liebermann.
La mujer sonrió.
—De eso hace trece o catorce años —le recordó—. Me acuerdo de uno, Wheelock, porque fueron quienes me dieron mi perro y alguna vez les llamé para pedirles consejo. Eran criadores de «dobermans». Él se llamaba Henry Wheelock y vivían en New Providence, Pennsylvania. Como yo había comentado que pensábamos comprar un perrito, cuando vinieron a buscar al niño me llevaron a Sally, que entonces tenía sólo diez semanas. Un animal precioso. Aún lo tenemos. Mi marido todavía lo tiene.
—¿Y Guthrie? —preguntó Liebermann.
—Sí, el primero fue Guthrie —contestó—. Tiene usted razón.
—De Tucson.
—No, de Ohio. No, era Iowa. Sí, de Ames, en Iowa
—Se mudaron a Tucson —le informó Liebermann—, y él murió en un accidente, en octubre último.
—¿Sí?
—¿Quién vino después de los Guthrie?
Frieda Maloney sacudió la cabeza.
—Fue entonces cuando vinieron varios juntos, con sólo dos semanas de diferencia.
—¿Curry?
Ella volvió a mirarlo.
—Sí —respondió—. De Massachusetts. Pero no fue inmediatamente después de los Guthrie. Espere un momento, a ver... Los Guthrie fueron a fines de febrero; después hubo otro matrimonio, que vivía en algún lugar del Sur... los Macon, creo; y entonces los Guthrie. Y después los Wheelock.
—¿Dos semanas después de los Curry?
—No, dos o tres meses. Después de los tres primeros ya fueron más separados.
—¿No le revienta que tome nota de esto? —preguntó Liebermann a Fassler—. No es nada que pueda perjudicarla; ocurrió en Estados Unidos hace mucho tiempo.
Fassler frunció el ceño, suspiró.
—Está bien —accedió.
—¿Qué importancia tiene? —preguntó Frieda Maloney.
Liebermann sacó su estilográfica y encontró en el bolsillo un pedazo de papel.
—¿Cómo se escribe «Wheelock»? —preguntó. Ella se lo deletreó.
—¿De New Providence, en Pennsylvania?
—Sí.
—Trate de recordarlo: ¿cuánto tiempo, exactamente, después que a los Curry se les entregó el niño?
—No puedo recordarlo con exactitud. Dos o tres meses; los plazos no eran regulares.
—¿Serían más bien dos meses, o tres?
—No puede recordarlo —se impacientó Fassler.
—Está bien —se conformó Liebermann—. ¿Quién vino después de los Wheelock?
—No puedo recordar exactamente el orden —suspiró Frieda Maloney—. Fueron veinte, a lo largo de dos años y medio. Hubo un Truman, que no tenía nada que ver con el que fue presidente. Me parece que ése fue uno de los matrimonios canadienses. Y hubo un apellido como... «Corwin» o «Corbin», algo así. Corbett.
Consiguió recordar tres nombres más y seis ciudades, que Liebermann fue anotando.
—Es la hora —anunció Fassler—. ¿Quiere hacer el favor de esperarme fuera?
Liebermann guardó la estilográfica y el papel, miró a Frieda Maloney, hizo un gesto de saludo. Ella se lo devolvió.
Liebermann se levantó y fue hacia el perchero, se puso el abrigo sobre el brazo, tomó del estante el sombrero y la cartera. Cuando iba hacia la puerta bruscamente se detuvo y se quedó inmóvil; después se volvió.
—Quisiera hacer una pregunta más —pidió. Los dos lo miraron, y Fassler asintió con un gesto —¿Cuándo es el cumpleaños de su perra? —preguntó, mirando a Frieda Maloney. Ella lo miró a su vez sin entender.
—¿No lo sabe? —la urgió.
—Sí. El 26 de abril.
—Gracias —murmuró Liebermann, y agregó dirigiéndose a Fassler—: No tarde mucho, por favor; quisiera terminar con todo esto —se dio la vuelta, abrió la puerta y salió al corredor.
Allí se sentó en un banco y se puso a hacer cálculos con ayuda de un calendario de bolsillo. La guardiana, sentada al otro lado de su abrigo, le preguntó:
—¿Creen ustedes que podrán sacarla?
—Yo no soy abogado —fue su respuesta.
—Estoy completamente despistado —admitió Fassler mientras luchaba infructuosamente con el tráfico embotellado—. ¿Quiere decirme, por favor, qué tenía que ver la Organización en ese asunto de los niños?
—Lo siento —se disculpó Liebermann—, pero eso no estaba en nuestro acuerdo.
Como si él lo supiera.
Cuando volvió a Viena se encontró con que, obedeciendo a una orden del tribunal, estaban trasladando las mesas y los archivos a un despacho que había encontrado Max: dos cuartuchos en un edificio destartalado del distrito quince. Así, pues, también él tendría que cambiarse de inmediato a un apartamento más pequeño y más barato (adiós, Glanzer, hijo de perra) que Lili ya estaba buscando. Y para terminar, entre una cosa y otra —dos meses de adelanto por el despacho, costas, la mudanza, la cuenta del teléfono— en la hucha apenas si quedaba lo suficiente para sacar un billete a Salzburgo, y no hablemos de Washington.
Que era donde tenía que ir para el 4 o el 5 de febrero.
Se lo explicó a Max y a Esther mientras ellos se ocupaban de que la nueva oficina se pareciera más al Centro de Información sobre los Crímenes de Guerra que a «H. Haupt e Hijo. Publicidad y Anuncios».
Los Guthrie y los Curry —les informó mientras protegiéndose los dedos con un papel doblado, raspaba la segunda H del cristal de la puerta con una hojita de afeitar— recibieron sus niños con unas cuantas semanas de diferencia, a fines de febrero y de marzo de 1961. Y a Guthrie y a Curry los mataron con cuatro semanas de diferencia, día más día menos, en el mismo orden. Los Wheelock recibieron el niño hacia el 5 de julio, y esto lo sé porque le llevaron a Frieda Maloney un cachorro de diez semanas que había nacido el 26 de abril...
—¿Qué? —Esther se volvió para mirarle, sin dejar de sostener un mapa contra la pared para que Max lo clavara con chinchetas.
—... y desde fines de marzo hasta el 5 de julio —continuó Liebermann, sin dejar de raspar— hay aproximadamente catorce semanas, de manera que se puede apostar sin riesgo a que piensan matar a Wheelock hacia el 22 de febrero, catorce semanas después que a Curry. Y yo quiero estar en Washington dos o tres semanas antes.
—Me parece que te sigo —dudó Esther.
—Como consecuencia, es fácil de seguir —acotó Max—. Los van matando en el mismo orden en que les entregaron los niños, y con el mismo intervalo. La cuestión es por qué.
La cuestión, señaló Liebermann, tendría que esperar. Detener los asesinatos, fuera cual fuese el motivo, era lo importante, y la mejor probabilidad que tenía de conseguirlo era por mediación del FBI, en los Estados Unidos. Ellos podían confirmar con bastante facilidad que dos hombres que habían muerto en «accidente» eran padres de niños adoptados ilegalmente y que se parecían mucho, y que Henry Wheelock era el tercero en las mismas condiciones (o el cuarto, si conseguían localizar al de Macon). El 22 de febrero, días más, días menos, podrían capturar al proyectado asesino de Wheelock y por él conocer la identidad de los otros cinco, e incluso de las fechas que tenían asignadas. (A esa altura, Liebermann creía ya que los seis asesinos trabajaban aisladamente y no en parejas, dada la proximidad en el tiempo de los asesinatos de Döring, Guthrie, Horve y Runsten, todos en diferentes países.)
Además y esto era más fácil, podría ir al Departamento Federal de Investigación Criminal de Bonn puesto que estaba seguro de que una agencia de adopciones alemana (lo mismo que una inglesa y tres escandinavas) había tenido su Frieda Maloney encargada de revisar los archivos y distribuir los niños. Klaus había comprobado que el niño de Friburgo era idéntico al de Trittau, y el propio Liebermann, mientras estaba en Düsseldorf, había llamado a la viuda de Döring, a la de Rausenberger y a la Schreiber, para preguntarles si su hijo era adoptivo, obteniendo como respuesta dos «síes» sorprendidos y cautelosos, un «no» furibundo, y tres órdenes de que se metiera en sus propios asuntos.
Pero en Bonn no podía ofrecer una próxima víctima, aparte de que la forma en que había conseguido hacer hablar a Frieda Maloney no sería bien recibida. Tampoco él sería bien recibido, como esperaba que podía serlo en Washington. Además, en lo más hondo de su corazón judío, Liebermann no confiaba tanto en las autoridades alemanas como en las norteamericanas sobre todo cuando estaba en juego algo relacionado con los nazis.
Así pues, tenía que ser Washington y el FBI. En su nuevo despacho, se sentó ante el teléfono para llamar a sus «contribuyentes» de siempre.
—No me gusta importunarlo de esta manera, pero créame que es importante. Es algo que está sucediendo ahora y en lo que intervienen seis hombres de la SS y Mengele.
Le hablaban de inflación, de recesión. Los negocios eran un espanto. Liebermann empezó a sacar a colación los familiares muertos, los Seis Millones... lo que más le reventaba, valerse de la culpa como medio para recaudar fondos. Consiguió algunas promesas.
—Pronto, por favor, que es importante —insistió
—Pero no es posible —declaró Lili mientras con la cuchara se servía una segunda y enorme porción de puré de patata—. ¿Cómo es posible que haya tantos niños tan parecidos?
—Lili —le advirtió Max desde el otro lado de la mesa—, no digas que no es posible. Yakov los ha visto. Y su amigo de Heidelberg los ha visto.
—También Frieda Maloney los vio —le recordó Liebermann—. Los niños eran todos muy parecidos, más de lo que lo son generalmente los bebés.
Lili hizo como que escupía al suelo, junto a ella.
—Que se muera.
—El nombre que usaba —prosiguió Liebermann era Elizabeth Gregory. Tuve intención de preguntarle si se lo impusieron o si lo eligió ella misma, pero me olvidé.
—¿Qué importancia tiene? —preguntó? Max, con la boca llena.
—Gregory es el apellido que usaba Mengele en la Argentina —le recordó Lili.
—Ah, claro.
—Tuvo que salir de él —afirmó Liebermann. Todo debió salir de él, toda la operación. Lleva su sello, aunque él no se lo proponga.
Le llegó algún dinero, desde Suecia y desde los Estados Unidos, y reservó un pasaje para Washington, vía Francfort y Nueva York, para el martes 4 de febrero.
Durante la noche del viernes 31 de enero, Mengele usó el apellido Mengele. En compañía de sus guardaespaldas había volado a Florianápolis, en la isla de Santa Catarina, aproximadamente a mitad de camino entre São Paulo y Pôrto Alegre, donde —en el salón de baile del «Hotel Novo Hamburgo», decorado para la ocasión con svásticas y gallardetes de color rojo y negro— los Hijos del Nacionalsocialismo ofrecían una cena con baile, a cien cruceiros por cabeza. ¡Qué excitación, cuando hizo su aparición Mengele! Los nazis de más renombre, los que habían desempeñado papeles estelares en el Tercer Reich y eran conocidos en todo el mundo, tendían a mostrarse remilgados con los Hijos: declinaban las invitaciones escudándose en razones de salud y hacían perversos comentarios sobre su líder, Hans Stroop (de quien incluso los Hijos admitían que en ocasiones sobreactuaba su parte de Hitler). Pero aquí estaba, en persona, Herr Doktor Mengele, en carne y hueso y con un smoking blanco de gala, estrechando manos, besando mejillas, radiante, sonriente, repitiendo nombres nuevos, ¡Qué amable de su parte, venir! ¡Y qué sano y feliz parecía!
Y lo estaba, ¿por qué no? ¿Acaso no era 31? Mañana tendría que hacer cuatro tachaduras más y tendría ya cubierta más de la mitad de la primera columna: dieciocho. En esos días iba a cuantas fiestas y bailes le invitaban; como reacción, claro, después de la angustia y la depresión que había pasado en noviembre y comienzos de diciembre, cuando durante un tiempo tuvieron la impresión de que Liebermann, ese judío hijo de puta, estaba a punto de echarlo todo a perder. Mientras sorbía su champaña en el festivo salón de baile, lleno de arios que le prodigaban su admiración, algunos de ellos con el uniforme nazi (entrecerrando un poco los ojos, le parecía estar en Berlín, en los años treinta), evocaba atónito el estado en que se encontrara apenas un par de meses atrás. ¡Absolutamente dostoievskiano! Planeando, tramando, tomando sus medidas para entrar en acción si la Organización le traicionaba (que era exactamente lo que habían estado a punto de hacer de eso no cabía duda). Pero había obligado a Mundt a hacer una gira por Francia, y a Schwimmer a recorrer las ciudades que menos tenían que ver, en Inglaterra; hasta que al fin, gracias a Dios, había abandonado y se había quedado tranquilo, suponiendo sin duda que su joven espía norteamericano se había equivocado. (A Dios gracias, claro, a ése le habían echado el guante antes de que pudiera ponerle la cinta a Liebermann.) Así que aquí estamos, bebiendo champaña y tomando estos deliciosos entremeses («Encantado de estar aquí. ¡Gracias! »), mientras el pobre Liebermann, según cuenta The New York Times anda por los yermos de Estados Unidos en algo que para quien sabe leer entre líneas las pomposas informaciones de una prensa controlada por los judíos, no es seguramente más que una gira de conferencias muy de segundo orden. ¡Y allá es invierno! Que nieve, Dios mío; ¡que nieve mucho!
Se sentó en el estrado, con Stroop a su izquierda Su acompañante —que no era tan idiota como se había imaginado— brindó elocuentemente por Mengele, que no tardó en dedicar la atención a una rubia fascinante que tenía a la derecha. Comprobó que era la que el año anterior había conseguido el título de Miss Nazi, aunque ahora lucía anillo de bodas y —en eso a él no le engañaban— estaba embarazada. De cuatro meses. El marido estaba de viaje de negocios en Río, y ella fascinada de compartir la cena con alguien tan distinguido... ¿Y si...? Siempre podía quedarse, y regresar alegremente mañana temprano
Mientras bailaba con la embarazada Miss Nazi, dejando que una mano descendiera poco a poco hacia unas nalgas realmente de maravilla, Farnbach se le acercó bailando y le saludó:
— ¡Buenas noches! ¿Cómo está? Supimos que estaba usted aquí y vinimos a toda prisa. ¿Me permite que le presente a mi esposa Ilse? Querida, Herr DoktorMengele.
Siguió bailando en el mismo lugar, sonriendo, pensando que había bebido demasiado, pero Farnbach no desapareció ni se convirtió en otra persona; siguió siendo Farnbach, e incluso más cada vez; con la cabeza afeitada, los labios gruesos, se presentó conuna mirada ávida a Miss Nazi, mientras la fea mujercita que tenía en los brazos tartamudeaba algo de un «honor» y de un «placer» y de «aunque me haya apartado usted de Bruno».
Dejó de bailar y soltó a la muchacha, mientras Farnbach le explicaba alegremente:
—Estamos en el «Excelsior». Una segunda luna de miel.
Se le quedó mirando. Después le dijo:
—Tenía que estar usted en Kristianstad, preparándose para matar a Oscarsson.
A la mujercita fea se le abrió la boca. Farnbach se puso blanco y, a su vez, se quedó mirándolo.
—¡Traidor! —se oyó vociferar—. Cerdo de...
Como las palabras no le llegaban se arrojó sobre Farnbach y le aferró por el cuello; lo empujó hacia atrás entre los bailarines, estrangulándolo, mientras éste trataba de rechazarlo con ambas manos. Estaba rojo, con los ojos azules desorbitados. Gritos de mujer, rumor de personas.
—¡Ay, Dios mío!
Una mesa impedía retroceder a Farnbach que empezó a ladearse. Él siguió empujándolo, estrangulándolo; la mesa se derrumbó, derramando platos, vasos y cubiertos y vertiendo sopa y vino sobre la cabeza afeitada de Farnbach, hasta lavarle el rostro purpúreo.
Unas manos detuvieron a Mengele; las mujeres gritaban; la música se astilló y se detuvo. Rudi le tiró de las muñecas, mirándole con aire de súplica.
Él se aflojó, se dejó apartar y arrastrar.
—¡Este hombre es un traidor! —les gritó a todos—. ¡Me ha traicionado, les ha traicionado a todos! ¡Ha traicionado a la raza! ¡Ha traicionado a la raza aria!
Un grito brotó de la mujercita arrodillada ahora al lado de Farnbach que, con la cara roja y húmeda, se frotaba la garganta jadeante:
—¡Se le han clavado unos cristales en la cabeza! —gritaba la mujer—. ¡Oh, Dios mío! ¡Busquen un médico! ¡Bruno, Bruno!
—A este hombre habría que matarle —explicaba entrecortadamente Mengele a quienes le rodeaban—. Ha traicionado a la raza aria. Se le asignó una misión, un deber de soldado, y ha decidido no cumplirla.
Los hombres parecían confundidos y preocupados. Rudi frotaba a Mengele las muñecas magulladas.
Farnbach tosía e intentaba decir algo. Se apartó de la cara la mano de su mujer, que le secaba con una servilleta, y se enderezó apoyándose en un brazo, mirando a Mengele. Tosía y se frotaba la garganta. Su mujer le aferró de los hombros empapados.
—¡No te muevas! —le pidió—. ¡Oh, Dios! ¿Dónde hay un médico?
—¡Ellos me... ordenaron... que volviera! —graznó Farnbach. Una gota de sangre se le deslizaba por la oreja derecha y se convirtió en un pequeño pendiente de rubí cada vez más grueso.
Mengele apartó a los hombres y se inclinó hacia él.
—¡El lunes! —le explicó Farnbach—. ¡Yo estaba en Kristianstad! Disponiendo las cosas para... —miró a los otros y después miró a Mengele— para lo que tenía que hacer.
El pendiente de sangre se le cayó y otro empezó a formarse en su lugar.
—Me llamaron a Estocolmo y dijeron —echó un vistazo a su mujer y volvió a mirar a Mengele— a alguien que me conoce allí que yo debía regresar. A las oficinas de mi compañía, inmediatamente.
—Está mintiendo —le reprochó Mengele.
—¡No! —gritó Farnbach, y volvió a caérsele el pendiente rojo—. ¡Todos han vuelto! Uno de ellos estaba en... la oficina, cuando yo me presenté allí. Dos más ya habían estado, y esperaban a los otros dos.
Mengele se lo quedó mirando; después tragó saliva.
—¿Por qué? —preguntó.
—No lo sé —respondió Farnbach, con resentimiento—. Yo ya no hago preguntas; hago lo que me dicen.
—¿Dónde hay un médico? —chillaba su mujer. Desde la puerta, alguien le respondió:
—Está en camino.
—Yo... soy médico —murmuró Mengele.
—¡Usted, ni se le acerque!
—Cállese —ordenó Mengele, mirando a la mujer de Farnbach. Después miró a su alrededor—. ¿Tiene alguien un par de pinzas?
En el despacho del administrador de la sala de banquetes se puso a sacar las astillas que Farnbach tenía en la nuca, con ayuda de las pinzas y de una lupa, mientras Rudi le sostenía cerca la lámpara.
—Quedan unas pocas más —anunció, mientras dejaba caer una de las astillas en un cenicero.
Sentado con la cabeza inclinada, Farnbach no decía palabra.
Mengele puso desinfectante en las cortaduras y con un esparadrapo aseguró sobre ellas un trozo de gasa.
—Lo lamento mucho —se disculpó.
Farnbach se puso de pie y se enderezó la chaqueta que estaba húmeda.
—¿Y cuándo sabremos por qué nos enviaron? —preguntó.
—Me pareció entender que había dejado usted de hacer preguntas —señaló secamente Mengele, después de mirarle un momento.
Farnbach giró sobre sus talones y se marchó. Mengele entregó las pinzas a Rudi y le ordenó que saliera también.
—Ve a buscar a Tin-tin —le ordenó—. Nos vamos en seguida. Dile que vaya a advertir a Erico, y cierra la puerta.
Volvió a guardar las cosas en el maletín de primeros auxilios, se sentó ante la desaliñada mesa, se quitó las gafas y se palmeó la frente para secársela, Después sacó la pitillera; encendió un cigarrillo y le dio una chupada, mientras dejaba caer la cerilla sobre las astillas de vidrio. Volvió a ponerse las gafas y sacó su libreta de direcciones.
Llamó al número particular de Seibert y una doncella brasileña le informó, entre risitas, que el senhor y la senhora estaban fuera, pero ella no sabía dónde.
Probó con el cuartel general, sin esperanza de respuesta, y no la obtuvo.
Siegfried, el hijo de Ostreicher, le dio otro número; cuando llamó, el propio Ostreicher levantó el receptor.
—Habla Mengele. Estoy en Florianópolis, y acabo de ver a Farnbach.
Se hizo un silencio.
—Maldición —masculló después la voz—. El coronel iba a decírselo a usted mañana por la mañana; ha venido postergándolo. Está disgustadísimo con el asunto, con todo lo que luchó por él.
—Ya me lo imagino —asintió Mengele—. ¿Qué ha ocurrido?
—Es por el hijo de puta de Liebermann. La semana pasada estuvo viendo a Frieda Maloney.
—¡Pero si está en Estados Unidos! —exclamó Mengele.
—No, salvo que la hayan trasladado, está en Düsseldorf. Ella debe de haberle contado toda la historia, tal como puede verla. Su abogado preguntó a algunos de nuestros amigos de allá cómo se explicaba que en la década de 1960 estuviéramos colocando niños en el mercado negro. Él los convenció de que era verdad, y entonces ellos fueron los que nos preguntaron. Rudel llegó en avión el sábado pasado, para una reunión de tres horas, y aunque Seibert estaba muy interesado en que estuviera usted presente, Rudel y algunos de los otros no quisieron... y así fueron las cosas. Los hombres regresaron el martes y el miércoles.
Mengele se levantó las gafas sobre la frente y gimió, oprimiéndose los ojos.
—¿Por qué no podían matar simplemente a Liebermann? ¿Están chiflados, o es que ellos son judíos, o qué? Mundt habría atrapado la ocasión por los pelos. Si quería hacerlo él por su cuenta, ya desde el comienzo. Él solo es más despierto que todos sus coroneles juntos.
—¿No quiere enterarse de la postura adoptada?
—Adelante. Si vomito mientras usted habla, discúlpeme, por favor.
—Ya hay diecisiete hombres que han muerto. De acuerdo con lo que calculó usted, eso significa que podernos tener seguridad de uno o dos éxitos. Y es posible que haya uno o dos más entre los otros, puesto que a los sesenta y cinco años algunos morirán de muerte natural. Liebermann todavía no lo sabe todo, porque tampoco Maloney lo sabe. Pero es posible que ella haya recordado algún nombre, y en ese caso, el paso que él lógicamente dará será intentar atrapar a Hessen.
—¡Pero entonces bastaba con llamarle a él! ¿Por qué a los seis?
—Fue lo que dijo Seibert.
—¿Y entonces?
—Ahí será donde usted vomite. Todo el asunto resulta ahora demasiado peligroso, dice Rudel. Acabará por ponerse a la Organización en primer plano, lo mismo que sucedería con el asesinato de Liebermann. Más vale conformarnos con uno o dos éxitos que pueden ser más... ¿no? y dar por terminado el asunto. Y que Liebermann se pase el resto de su vida siguiéndole el rastro a Hessen.
—Es que no lo hará. Terminará por conocer la trama y concentrarse en los chicos.
—Tal vez; tal vez no.
—La verdad —declaró Mengele mientras volvía a quitarse las gafas—, es que son un hato de viejos cansados a quienes ya no les quedan agallas. Lo único que quieren es morirse de viejos en una mansión junto al mar. Si sus nietos terminaran por ser los últimos arios en un mundo de mierda humana, a ellos no les importaría menos. Los pondría a todos frente a un pelotón de fusilamiento.
—Vamos, oiga, si contamos con ellos para llegar hasta donde llegamos.
—Y si mis cálculos fueran erróneos, ¿qué? ¿Si la probabilidad no fuera de uno por cada diez, sino de uno por cada veinte? ¿O por cada treinta? ¿O por cada noventa y cuatro? Entonces, ¿dónde estamos?
—Escuche, si de mí dependiera, yo mataría a Liebermann sin pensar en las consecuencias, y seguiría con los otros. Yo estoy de su parte, y Seibert también. Ya sé que usted no me cree, pero no se imagina cómo defendió la posición. Si no hubiera sido por él, el asunto habría quedado resuelto en cinco minutos.
—Es un gran consuelo —le agradeció Mengele—. Ahora tengo que irme. Buenas noches.
Cortó la comunicación y se quedó con los codos apoyados en la mesa, el mentón sobre los pulgares de ambas manos entrelazadas y los labios besando el nudillo más próximo a la cara. Así pasa siempre, pensaba, cuando uno tiene que depender de otros. ¿Acaso ha habido alguna vez un hombre de visión, un genio (¡sí, un genio!) que haya sido bien servido por los Rudel y los Seibert de este mundo?
Al otro lado de la puerta cerrada del despacho esperaba Rudi. Con él estaban Hans Stroop y sus lugartenientes, el gerente de la sala de banquetes y el gerente general del hotel; a discreta distancia. Miss Nazi hacía caso omiso del joven de uniforme que conversaba con ella.
Cuando Mengele salió, Stroop avanzó hacia él con los brazos abiertos, procurando congraciárselo con una sonrisa. Venga, le estamos esperando para el plato principal.
—Pues no deberían haberlo hecho, porque tengo que irme —respondió Mengele y, haciendo a Rudi un gesto con la cabeza, se dirigió presurosamente a la salida.
Klaus llamó para decirle que ya lo sabia todo: cómo noventa y cuatro niños podían parecerse tanto como si fueran gemelos y por qué Mengele quería que sus padres adoptivos murieran en determinadas fechas.
Liebermann, tras haberse pasado la noche en pie, atormentado por los dolores reumáticos y la diarrea, se había quedado ese día en cama, y lo primero que le impresionó fue la hermosa simetría de la situación: una cuestión que le había planteado un joven, por teléfono, estando él en cama, se la respondía ahora por teléfono otro joven, estando él igualmente en la cama. Estaba seguro de que Klaus tendría razón.
—Adelante —le instó, mientras se acomodaba mejor entre las almohadas.
—Herr Liebermann —por la voz, parecía que Klaus no se sintiera cómodo—, no es un tipo de cosa que se pueda decir por teléfono; es algo muy complicado, y que en realidad yo mismo no entiendo del todo. Apenas si lo sé de segunda mano, por medio de Lena, la chica que vive conmigo. La idea fue de ella, y le habló del asunto a uno de sus profesores, que es el que realmente sabe. Si puede usted venir aquí, yo prepararé una reunión. Le aseguro que ésta tiene que ser la explicación.
—El martes por la mañana tomo el avión para Washington.
—Pues tome uno para aquí mañana. O mejor todavía, llegue aquí el lunes, quédese a pasar la noche, y el martes sigue viaje desde aquí. De todas maneras tiene que pasar por Francfort, ¿no? Yo iré a buscarle al aeropuerto, y después le llevaré de vuelta. Podemos vernos con el profesor el lunes por la noche, y usted se queda a dormir aquí, con Lena y conmigo; le dejamos la cama, nosotros tenemos los sacos de dormir.
—Dime ahora lo esencial, por lo menos —pidió Liebermann.
—No. Realmente, es algo que tiene que ser explicado por una persona que conozca bien el tema. ¿Es por este asunto por lo que se va usted a Washington?
—Sí.
—Entonces, indudablemente va a necesitar toda la información posible, ¿no es así? Le prometo que con esto no estará usted perdiendo el tiempo.
—Está bien, confío en ti. Ya te haré saber a qué hora llego. Será mejor que hables con el profesor ese, para estar seguro de que tiene tiempo.
—Le llamaré, pero estoy seguro de que tiene tiempo. Lena dice que está muy deseoso de conocerle a usted y ayudarle; y ella también. Lena es sueca, así que tiene intereses creados, por el caso de Gotemburgo.
—¿Qué es lo que enseña ese profesor... ciencias políticas?
—Biología.
—¿Biología?
—Exactamente. Ahora tengo que salir, pero mañana estaremos todo el día en casa.
—Les llamaré. Gracias, Klaus. Adiós.
Colgó.
Ya estaba bien con lo de la hermosa simetría.
¿Profesor de biología?
Seibert se sintió aliviado al no haber tenido que ser él quien le diera la noticia a Mengele, pero tenía también la sensación de haberse zafado demasiado fácilmente del anzuelo; su larga vinculación con Mengele y la admiración con que reconocía su talento, verdaderamente notable, le hacían sentir que le debía alguna expresión de conmiseración que le levantara el ánimo. Por otra parte, quería ser injusto consigo mismo y ofrecerle una explicación más completa de la que podía haberle dado Ostreicher acerca de la acalorada batalla que había librado contra Rudel, Schwartzkopf y los demás. Durante el fín de semana intentó hablar por radio con Mengele y, al no conseguirlo, a primera hora de la tarde del lunes se acercó en su avión llevando como compañero de vuelo a Ferdi, su nieto de seis años, y como presente nuevas grabaciones de La Walkiria y El ocaso de los dioses.
La pista de aterrizaje estaba vacía. Seibert no creía que Mengele se hubiera quedado en Florianópolis, pero era posible que hubiera ido a Asunción o a Curitiba a pasar el día. También era posible que, simplemente, hubiera enviado a su piloto a Asunción en busca de provisiones.
Seibert y Ferdi, este último retozando, recorrieron a pie el camino que llevaba hasta la casa, seguidos a pocos pasos por el copiloto, que tenía necesidad de ir al cuarto de baño.
No se veía a nadie: ni guardias ni sirvientes. El copiloto intentó abrir los galpones y se encontró con que la puerta tenía echada la llave. La casa del personal de servicio estaba cerrada y con las persianas bajadas. Seibert empezó a inquietarse.
La puerta del fondo de la casa principal estaba cerrada con llave y la del frente también. Seibert llamó y esperó. Sobre el suelo de madera del porche había un tanque de juguete; Ferdi se inclinó a recogerlo.
—¡No lo toques! —le advirtió bruscamente Seibert, como si pudiera estar infectado.
El copiloto rompió de una patada una de las ventanas, apartó con el codo los trozos de cristal restantes y cuidadosamente entró por la abertura. Un momento después quitaba la llave a la puerta y la abría.
La casa estaba desierta pero ordenada, sin señales de que hubiera sido abandonada apresuradamente. En el estudio, la mesa con su tapa de cristal estaba tal como Seibert la había visto la última vez, con los enseres de pintura pulcramente alineados sobre una toalla, en un ángulo. Se volvió hacia el mapa.
Estaba manchado de rojo, con marcas que a modo de sangrientos latigazos atravesaban los casilleros de la segunda y tercera columna. Los de la primera columna, hasta la mitad, estaban señalados por pulcras tachaduras rojas, que después se hacían más grandes, desenfrenadas, hasta rebasar los límites del casillero.
—Se salió de las líneas —observó Ferdi, con aire preocupado.
Seibert contemplaba el mapa devastado.
—Sí —coincidió, mientras hacía un gesto de asentimiento—. Se salió de las líneas.
—¿Qué es esto? —preguntó Ferdi.
—Una lista de nombres. —Seibert se volvió para dejar en la mesa el paquete de discos. En el centro del cristal se veía un brazalete hecho de garras de animales.
—¡Hecht! —llamó, y repitió en voz más alta—: ¡Hecht!
—¿Señor? —se oyó, débilmente, la respuesta del copiloto.
—Termine lo que está haciendo, vaya al avión y tráigame una lata de gasolina —le ordenó, mientras levantaba el brazalete.
—¡Sí, señor!
—¡Y que Schumann vuelva con usted!
—Sí, señor.
Seibert examinó el brazalete y volvió a arrojarlo sobre la mesa. Suspiró.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Ferdi.
Con un gesto del mentón, Seibert señaló el mapa.
—Quemar eso.
—¿Por qué?
—Para que nadie lo vea.
—¿No se incendiará también la casa?
—Sí, pero la persona que la habita ya no volverá
—¿Cómo lo sabes? Si haces eso, se enojará.
—Tú vete fuera a jugar con el juguete.
—Quiero mirar.
—¡Haz lo que te he dicho!
—Sí, señor. —Presurosamente, Ferdi salió de la habitación.
—¡Quédate en el porche! —le advirtió Seibert.
Empujó la mesa larga cubierta de pilas de revistas, hasta arrimarla a la pared. Después se digirió hacia los cajones del archivo dispuesto bajo la ventana del laboratorio, se puso en cuclillas, abrió uno de ellos y sacó un grueso puñado de hojas, y después otro. Los llevó a la mesa y los encajó entre las pilas de revistas. Con tristeza, sacudiendo la cabeza, miró el mapa enrojecido.
Llevó varios manojos de hojas hasta la mesa y cuando ya no quedó sitio para más, abrió los cajones restantes. Quitó el cerrojo a las ventanas que había detrás de la mesa y las abrió de par en par.
Se quedó mirando los recuerdos de Hitler dispuestos en la pared, sobre el sofá, tomó dos o tres y miró con aire indeciso el gran retrato que ocupaba el centro.
El copiloto entró con una lata roja, llena de combustible, mientras el piloto se quedaba en la puerta.
Seibert dejó sobre el paquete de discos las cosas que había tomado.
—Retire el retrato —ordenó al copiloto, y envió al piloto a que se asegurara de que no quedaba nadie en la casa y, al mismo tiempo, abriera todas las ventanas.
—¿Puedo subirme en el sofá? —preguntó el copiloto.
—Sí, por Dios, ¿por qué no? —respondió Seibert
Roció con gasolina los papeles y las revistas, y arrojó también un poco sobre, el mapa, donde los nombres resplandecieron con un brillo húmedo: Hesketh, Eisenbud, Arlen, Looft.
El copiloto salió de la casa, con el retrato.
Seibert dejó la lata fuera de la puerta y fue hacia los abiertos cajones del archivo. De uno de ellos sacó unas hojas más de papel y las retorció para formar una mecha blanca, mientras volvía a la mesa. Tomó el encendedor, negro y cilíndrico, que había sobre el cristal, y probó unas cuantas veces la llama.
El piloto confirmó que no había nadie en la casa y que las ventanas estaban abiertas. Seibert le encargó que sacara los discos, los recuerdos y la lata de combustible.
—Y fíjese si mi nieto está fuera —le advirtió. Esperó un momento, con el encendedor en una mano, y en la otra la mecha de papel blanco.
—¿Está con usted, Schumann? —preguntó.
—Sí, señor.
Seibert encendió la punta de la mecha y volvió a dejar el encendedor a sus espaldas; inclinó la mecha para dar fuerza a la llama y, dando un paso hacia delante, la arrojó sobre los papeles y las revistas mojadas de gasolina. Con un estallido, las llamas se elevaron por la pared.
Seibert retrocedió y se quedó mirando cómo la columna central de la lista y sus rojas puñaladas se ampollaban y se ennegrecían. Nombres, fechas y líneas, envuelto todo por las llamas, se extinguieron. en la negrura que los rodeaba y los devoraba.
Presurosamente, salió.
Detrás de la casa, se detuvieron a mirar un rato, alejándose de las oleadas de calor y del restallido del fuego: Seibert llevaba de la mano a Ferdi, el copiloto apoyaba un brazo en el marco del retrato de Hitler y el piloto, con los brazos cargados de objetos, tenía junto a los pies la lata roja de combustible.
Esther ya tenía puestos el sombrero y el abrigo, y —literalmente— un pie fuera de la puerta cuando sonó el teléfono. Realmente, no era su día. ¿Conseguiría llegar a casa? Dando un suspiro, volvió atrás el pie, cerró la puerta y se dirigió a atender el teléfono, a la débil luz que dejaba pasar el cristal de la puerta.
La telefonista le anunció una llamada de São Paulo para Yakov; Esther le dijo que Herr Liebermann no estaba en la ciudad. El que llamaba dijo, en correcto alemán, que hablaría con la señora.
—¿Sí? —preguntó Esther.
—Me llamo Kurt Koehler. Mi hijo Barry era...
—Oh, sí, lo sé, Herr Koehler. Soy Esther Zimmer, la secretaria de Herr Liebermann. ¿Tiene usted alguna noticia?
—Sí, pero es mala. La semana pasada encontraron el cuerpo de Barry.
Esther gimió.
—En fin, era lo que esperábamos... al no haber tenido noticias en todo este tiempo. Ahora me vuelvo a mi país. Con... el... cuerpo.
—¡Ay, Herr Koehler, lo lamento mucho!
—Se lo agradezco. Lo apuñalaron y después lo dejaron en la selva. Al parecer, lo arrojaron desde un avión.
—Oh, Dios mío...
—Pensé que Herr Liebermann querría saber...
—¡Pues claro! Claro. Se lo diré.
—...y también tengo una información para él. Naturalmente, se quedaron con la billetera y el pasaporte de Barry, esos cerdos nazis, pero en sus tejanos había un trozo de papel que no advirtieron. A mí me da la impresión de que tomó algunas notas mientras escuchó la grabación aquella, y en esas líneas hay cosas que supongo pueden ser muy útiles para Herr Liebermann. ¿Podría usted decirme cómo puedo ponerme en contacto con él?
—Sí, esta noche está en Heidelberg. —Esther encendió la lámpara para consultar su libreta de teléfonos—. En Mannheim, en realidad. Aquí tengo el número.
—Mañana, ¿estará de regreso en Viena?
—No, desde allí se va a Washington.
—¡Ah! Bueno, tal vez sería mejor que le llamara a Washington. En este momento estoy un poco... alterado, como usted puede imaginarse, pero mañana estaré de regreso y podré hablar con más comodidad ¿Dónde se alojará?
—En el hotel «Benjamin Franklin». —Recorrió el índice telefónico—. Puedo darle el número también. —Lo encontró y se lo leyó, con lentitud y claramente.
—Gracias. ¿Estará allí a las...?
—El avión toma tierra a las seis y media, Dios mediante; a las siete o siete media estará en el hotel. Mañana por la noche.
—Supongo que va allí por algo relacionado con el asunto que Barry estaba investigando.
—Así es —confirmó Esther—. Barry tenía razón, Herr Koehler. Muchos hombres han sido asesinados pero Yakov va a poner término a eso. Puede usted tener la seguridad de que su hijo no ha muerto en vano.
—Es un consuelo oírlo, Fraulein Zimmer. Gracias,
—No faltaba más. Adiós.
Esther colgó, suspiró y meneó la cabeza.
Mengele también cortó, levantó su maleta de tela marrón y se puso en la más corta de las dos colas que partían del mostrador de billetes de «Pan Am». Tenía el pelo castaño peinado con raya al lado y llevaba bigote, también castaño. Hasta el momento, el soporte ortopédico alcolchado que llevaba al cuello cumplía con su función de evitar que la gente le mirara a los ojos.
De acuerdo con su pasaporte paraguayo, era Ramón Aschheim y Negrín, comerciante de antigüedades, razón por la cual viajaba con un arma en la maleta: una «Browning HiPower Automatic» de nueve milímetros. Tenía el correspondiente permiso de armas, permiso de conducir, un surtido completo de credenciales sociales y comerciales y en su pasaporte, página tras página, se sucedían los visados. El señor Aschheim y Negrín partía en viaje de compras por diversos países: Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Holanda, Noruega, Suecia, Dinamarca, Alemania y Austria. Llevaba una buena provisión de dinero (y de diamantes). Sus visados, como el pasaporte, tenían fecha de diciembre, pero seguían siendo válidos
Compró un billete para el primer vuelo a Nueva York, a las 7.45, y que combinado con un vuelo de «American Airlines» le dejaría en Washington a las 10.35 de la mañana siguiente.
Con tiempo de sobra para instalarse en el «Benjamin Franklin».
6
El profesor de Biología —que se llamaba Nürnberger y, tras la barba castaña pulcramente recortada y las gafas con montura de oro no parecía tener más de treinta y dos o treinta y tres años— se dobló hacia atrás el meñique como si quisiera desprendérselo para ofrecerlo como regalo.
—Apariencia idéntica —empezó a enumerar, y repitió la operación con otro dedo—. Similitud de intereses y de actitudes, probablemente en medida mayor de la que ustedes saben por el momento. —Se dobló hacia atrás el dedo siguiente—. Colocación en familias similares: eso es lo que los delata. Para todos esos puntos, no hay más que una explicación posible. —Apoyó las manos sobre las piernas cruzadas y se inclinó hacia delante, con un gesto confidencial—. Reproducción mononuclear —informó a Liebermann—. Aparentemente, en ese terreno el doctor Mengele llevaba sus buenos diez años de adelanto
—No me sorprende —declaró Lena, que sacudía una botellita en la puerta de la cocina—, si ya en la década de los cuarenta estaba investigando en Auschwitz.
—Sí —asintió Nürnberger (mientras Liebermann trataba de sobreponerse al shock de oír en la misma oración dos vocablos como «investigando» y «Auschwitz»; hay que perdonarla. Si es joven y sueca ¿qué puede saber?).
—Los otros —seguía diciendo Nürnberger—, ingleses y norteamericanos en su mayoría, no empezaron hasta los años cincuenta y todavía no han trabajado con óvulos humanos. Por lo menos, eso es lo que dicen, aunque se puede apostar a que han hecho más de lo que admiten. Por eso digo que Mengele se adelantó en diez años solamente, no en quince o en veinte.
Liebermann miró a Klaus, sentado a su izquierda, para ver si él sabía de qué estaba hablando Nürnberger. Klaus estaba masticando, mientras examinaba un trozo de zanahoria. Sus ojos se encontraron con los de Liebermann. ¿Ve usted?, le preguntaron. Liebermann sacudió la cabeza.
—Y los rusos, claro —continuó Nürnberger, meciéndose cómodamente en su taburete, los dedos entrelazados calzados sobre una rodilla—, estarán probablemente más adelantados, ya que no tienen que luchar con ninguna Iglesia ni con la opinión pública. Es posible que tengan todo un cardumen de perfectos Vanias en miniatura en algún lugar de Siberia; y hasta es posible que sean mayores que los muchachos de Mengele.
—Discúlpeme —intervino Liebermann—, pero no comprendo a qué se refiere usted.
Nürnberger le miró, sorprendido.
—Reproducción mononuclear —repitió pacientemente—. La reproducción de copias genéticamente idénticas de un organismo individual. ¿Ha estudiado usted algo de Biología?
—Un poco, hace más o menos cuarenta y cinco años.
Nürnberger sonrió, con una sonrisa juvenil.
—Es precisamente cuando se reconoció por primera vez como posibilidad —explicó—. Quien la descubrió fue Haldane, biólogo inglés, que la denominó cloning, tomando el nombre de una palabra griega que significa «estaca», como las de las plantas. «Reproducción mononuclear» es una expresión mucho más explícita. ¿Por qué acuñar una palabra nueva cuando las viejas comunican más?
—Cloning es más breve —señaló Klaus.
—Sí —admitió Nürnberger—, pero ¿no es mejor usar unas cuantas sílabas más y decir exactamente lo que uno quiere?
—Explíqueme lo de la «reproducción mononuclear» —pidió Liebermann—, pero, por favor, tenga en cuenta que si estudié Biología fue únicamente por obligación; lo que me interesaba en realidad era la música.
—Intente cantárselo —sugirió Klaus.
—Aunque pudiera, como canción no sería gran cosa —respondió Nürnberger—. No es una bonita canción de amor como la reproducción ordinaria. En ella tenemos un óvulo, la célula huevo y la célula espermática, cada una con su núcleo que contiene veintitrés cromosomas, filamentos sobre los cuales van enhebrados, como cuentas, por centenares de miles, los genes. Los dos núcleos se fusionan y tenemos una célula huevo fertilizada, con cuarenta y seis cromosomas. Esto hablando de células humanas; el número varía con la especie. Los cromosomas se duplican, duplicando cada uno de sus genes... lo que es realmente milagroso, ¿no les parece? y la célula se divide de forma que a cada una de las células resultantes va una serie de cromosomas idénticos. Esta duplicación y división se repite y se repite...
—Mitosis —recordó Liebermann.
—Sí.
—¡Las cosas que conserva la memoria!
—Y en nueve meses —retomó Nürnberger— tenemos los billones de células del organismo completo Han evolucionado, para adecuarse a las diferentes funciones, para convertirse en hueso, o en sangre, o en pelo; para reaccionar ante la luz o la temperatura o el sabor, y cosas semejantes. Pero cada una de esas células, cada una de los billones de células que constituyen el cuerpo, contiene en el núcleo los duplicados exactos de una serie original de cuarenta y seis cromosomas, la mitad provenientes de la madre y la mitad del padre; una mezcla que, salvo en el caso de los gemelos idénticos, es absolutamente única, el diseño originario, por así decirlo, de un individuo absolutamente único. No hay más excepciones a la regla de los cuarenta y seis cromosomas que las células sexuales, los óvulos y espermatozoides que tienen veintitrés, de manera que al mezclarse se completan y dan origen a un organismo nuevo.
—Hasta aquí está claro —asintió Liebermann.
El otro se inclinó hacia delante.
—Eso —resumió— es la reproducción ordinaria tal como se da en la Naturaleza. Ahora pasamos al laboratorio. En la reproducción mononuclear se destruye el núcleo de una célula huevo, dejando el cuerpo celular intacto. Se consigue mediante radiaciones y no necesito decirles que se trata de una operación de microcirugía complejísima. En el interior de la célula sin núcleo se pone el núcleo de un cuerpo celular tomado del organismo que se desea reproducir: el núcleo de una célula somática, no de una célula sexual. Ahora tenemos exactamente lo que teníamos a esta altura en la reproducción natural; una célula huevo con cuarenta y seis cromosomas en el núcleo; una célula huevo fertilizada que, colocada en una solución nutritiva, procede a duplicarse y dividirse. Cuando llega al estadio de las dieciséis o treinta y dos células, lo que lleva cuatro o cinco días, se puede implantar en el útero de su «madre», que, biológicamente hablando, no es madre en modo alguno. No hizo más que entregar una célula huevo, y ahora facilita un medio adecuado para el crecimiento del embrión, al que no ha aportado nada de su propia dotación genética. El niño, cuando nace, no tiene padre ni madre, sino solamente un dador (el que dio el núcleo) del cual es un duplicado genético exacto. Sus cromosomas y sus genes son idénticos a los del dador. En vez de un individuo nuevo y único, tenemos la repetición de uno ya existente.
—Eso... ¿se puede hacer? —preguntó Liebermann
Nürnberger asintió, sin hablar.
—Se ha hecho —precisó Klaus.
—Con ranas —aclaró Nürnberger—, que es un procedimiento mucho más simple. Es el único caso reconocido, y causó tal alarma, en Oxford, en la década de los sesenta, que todos los trabajos posteriores se han hecho a la chita callando. Como todos los biólogos, yo he tenido referencias de informes relativos a conejos, perros y monos; en Inglaterra, en Estados Unidos, aquí en Alemania..., en todas partes. Y, como ya les dije antes, estoy seguro de que en Rusia lo han hecho con seres humanos; o por lo menos, lo han intentado. ¿Qué sociedad planificada podría resistirse a la idea? Multiplicar a sus ciudadanos superiores y prohibir a los inferiores que se reproduzcan. ¡Calculen lo que se ahorraría en atención médica y en educación! Y lo que mejoraría, en dos o tres generaciones, la calidad de la población.
—¿Y Mengele podría haberlo hecho con seres humanos a comienzos de la década de los sesenta? —interrogó Liebermann.
Nürnberger se encogió de hombros.
—La teoría ya se conocía —señaló—. Lo único que necesitaba era el equipo adecuado, algunas mujeres jóvenes, sanas y bien dispuestas, y una enorme habilidad microquirúrgica, que otros han tenido; Gurdon, Shettles, Steptoe, Chang... Y, naturalmente, un lugar donde poder trabajar sin interferencias y sin publicidad.
—Por entonces estaba en la selva —evocó Liebermann—. Desde el 59... cuando yo le acorralé.
—Tal vez —conjeturó Klaus— no le acorraló usted. Tal vez eligiera irse.
Liebermann le miró con inquietud.
—Pero no tiene sentido —declaró Nürnberger hablar de si pudo o no haberlo hecho. Si lo que Lena me contó es verdad, entonces es evidente que lo hizo. El hecho de que los niños hayan sido colocados en familias similares lo demuestra —sonrió—. Naturalmente, los genes, como sin duda ustedes saben, no son el único factor decisivo para nuestro desarrollo. El niño concebido por reproducción mononuclear crecerá teniendo el aspecto de su dador y compartirá con él ciertas características y propensiones, pero si se le educa en un medio diferente, sometido a influencias domésticas y culturales diferentes (como no puede menos que suceder, aunque sólo sea porque nace años después)... bueno, puede resultar psicológicamente muy diferente del dador, pese a la igualdad genética. Es obvio que a Mengele no le interesaba obtener un linaje biológico determinado, como en mi opinión podría interesarles a los rusos sino reproducirse él, como individuo particular. Las familias similares son parte del intento de llevar al máximo las probabilidades de que los niños crezcan en el medio adecuado.
Por detrás de Nürnberger, Lena apareció en la puerta de la cocina.
—Los niños —preguntó Liebermann— son... ¿duplicados de Mengele?
—Duplicados exactos, genéticamente —precisó Nürnberger—. El hecho de que lleguen o no a ser duplicados in toto es, como ya dije, una cuestión aparte.
—Discúlpeme —terció Lena—, pero ya podemos comer. —Una sonrisa de disculpa embelleció momentáneamente su rostro vulgar—. Es decir, tenemos que comer, porque de otro modo se estropeará todo si es que no se ha estropeado ya.
Se levantaron para pasar de la salita, con sus muebles destartalados, cuadros de animales, y libros en ediciones de bolsillo, a una cocina más o menos del mismo tamaño, con más cuadros de animales, una ventana con rejas y una mesa con mantel rojo, pan, ensalada y vino tinto en vasos que nada tenían que ver entre sí.
Liebermann, incómodo en una sillita con respaldo de alambre, miró a Nürnberger, que, sentado frente a él, untaba de mantequilla un trozo de pan.
—¿A qué se refería usted —le preguntó— al hablar de que los niños crezcan «en el medio adecuado»?
—A un medio lo más semejante posible al de Mengele —respondió Nürnberger, mirándole, sonriente, desde su barba castaña—. Si yo quisiera conseguir otro Eduard Nürnberger, no sería suficiente con que me sacara un trocito de piel del dedo gordo, retirara un núcleo celular y lo sometiera a todo el tratamiento que les describí, supuesto que contara con la capacidad y el equipo...
—Y la mujer —acotó Klaus, mientras le ponía un plato delante.
—Gracias —respondió Nürnberger, sonriendo—. La mujer podría conseguirla.
—¿Para ese tipo de reproducción?
—Bueno, vamos a suponerlo. No significa más que dos minúsculas incisiones, una para extraer el óvulo y la otra para implantar el embrión. —Nürnberger miró a Liebermann—. Pero eso no sería más que parte del trabajo —agregó—. Después tendría que encontrar un hogar adecuado para el pequeño Eduard. Necesitaría una madre que fuera muy religiosa... casi maníaca, en realidad, y un padre que bebiera demasiado, de manera que entre los dos hubiera constantes peleas. Y en la casa tendría que haber también un tío de maravilla, profesor de Matemáticas, que sacara al chico de ese medio con toda la frecuencia que pudiera, para llevarle a los museos, al campo... Y esa gente tendría que tratar al niño como si fuera de ellos, no como a alguien concebido en un laboratorio; además, el «tío» tendría que morir cuando el chico tuviera nueve años, y los «padres» deberían separarse dos años más tarde Y el chico, junto con su hermana menor, tendría que pasarse la adolescencia en un continuo movimiento de lanzadera entre los dos.
Klaus estaba sentado, con su plato, a la derecha de Liebermann, que también tenía frente a sí un plato de pastel de carne de aspecto reseco y una ración de zanahorias que olían a salsa de menta.
—Y aun así —continuó Nürnberger— mi joven doble podría terminar siendo muy diferente de este Eduard Nürnberger. Tal vez su profesor de Biología no se aficionara tanto a él como sucedió con el mío. Es posible que alguna chica accediera a acostarse con él a edad más temprana de lo que me sucedió a mí. Y leería diferentes libros, o vería la televisión a las horas en que yo escuchaba la radio, estaría sujeto a miles de encuentros aleatorios que podrían hacer de él un individuo más o menos agresivo de lo que lo soy yo, más o menos afectuoso, con mayor o menor sentido del humor, etcétera.
Lena se sentó a la izquierda de Liebermann, mirando a Klaus por encima de la mesa.
Nürnberger siguió hablando, mientras partía con el tenedor el pastel de carne:
—Mengele tenía conciencia de hasta qué punto era azarosa toda la operación, de modo que produjo muchos niños y les buscó los hogares adecuados. Se sentirá feliz, me imagino, si algunos de ellos, uno por lo menos, le resulta exactamente igual.
—¿Ve usted ahora —preguntó Klaus a Liebermann— por qué matan a los padres adoptivos?
Liebermann hizo que sí con la cabeza.
—Para..., no sé qué palabra usar..., para dar forma a los niños.
—Exactamente —aprobó Nürnberger—. Para darles forma, para tratar de que sean Mengele en lo psicológico, no solamente en lo genético.
—Él perdió a su padre cuando tenía una edad determinada —agregó Klaus—, de modo que a los niños debe pasarles lo mismo; perder al hombre que consideran como a su padre.
—Fue, sin duda, un hecho de importancia primordial para su evolución psíquica —dijo Nürnberger.
—Es como abrir una caja de seguridad —comentó Lena—. Si uno puede mover el disco marcando todos los números correctos, en el orden establecido, la puerta se abre.
—A menos que, entre ellos, se girara el disco hacia un número equivocado —señaló Klaus—. Las zanahorias están estupendas.
—Gracias.
—Sí, todo está realmente delicioso —coincidió Nürnberger.
—Mengele tiene los ojos castaños.
Nürnberger volvió a mirar a Liebermann.
—¿Está seguro?
—Yo he tenido en la mano su documento de identidad argentino. «Ojos castaños.» Y el padre era un industrial adinerado, no un funcionario. Fabricante de maquinaria agrícola.
—Ah, ¿son esos Mengele? —interrogó Klaus.
Liebermann hizo un gesto de asentimiento.
—No es extraño que pudiera pagarse el equipo —apuntó Nürnberger, mientras se servía ensalada—. Claro que, si los ojos no concuerdan, el dador no puede haber sido él.
—¿Sabe usted quién preside la Organización de los Camaradas? —preguntó Lena a Liebermann.
—Un coronel de apellido Rudel; Hans Ulrich Rudel.
—¿De ojos azules? —indagó Klaus.
—No lo sé. Tendría que verificarlo, lo mismo que su historia familiar.
Liebermann miró el tenedor que tenía en la mano, pinchó una rebanada de zanahoria, la levantó, después de observada se la llevó a la boca.
—En todo caso —insistió Nürnberger—, ya sabe usted a qué vienen esas muertes. ¿Qué es lo que proyecta hacer ahora?
Liebermann se quedó sentado en silencio durante un momento, bajó el tenedor, se sacó la servilleta de encima de las rodillas y la dejó sobre la mesa.
—Discúlpenme —dijo, y poniéndose de pie, salió de la cocina.
Lena le siguió con la mirada; después volvió la vista al plato de Liebermann y finalmente a Klaus.
—Eso no es —le aseguró él.
—Espero que no —suspiró Lena, mientras con el tenedor partía un trozo de su pastel de carne.
Klaus miraba por encima de ella a Liebermann, que se dirigió hacia los estantes de libros en la otra habitación.
—No es que esta carne no sea excelente —Nürnberger dejó hecha la salvedad—, pero algún día, gracias a la reproducción mononuclear, todos comeremos mucha mejor carne, y más barata. Será algo revolucionario para la ganadería. Y también preservarán las especies que hoy corren peligro, como ese hermoso leopardo que hay allí.
—¿La defiende usted? —se asombró Klaus.
—No es cosa que necesite defensa —respondió Nürnberger—. Es una técnica, y como a cualquier otra técnica que se les ocurra a ustedes pensar, se le puede dar buen o mal uso.
—A mí no se me ocurren más que dos usos buenos —insistió Klaus— y son los que acaba usted de mencionar. Déme papel y lápiz, y en cinco minutos le anotaré cincuenta malos.
—¿Por qué tienes que ponerte siempre en la oposición? —cuestionó Lena—. Si el profesor hubiera dicho que es algo terrible, ahora estarías tú hablando de la ganadería.
—Eso no es verdad —se defendió Klaus.
—Sí que lo es. Es capaz de discutir sus propias proposiciones.
Klaus miró más allá de Lena, hacia donde estaba Liebermann, de pie, de perfil, inclinada la cabeza sobre un libro abierto, meciéndose ligeramente: un judío en oración. Pero no era la Biblia, ya que ellos no la tenían entre sus libros. ¿Sería el propio libro de Liebermann? Lo había tomado más o menos de ese lugar. ¿Estaría verificando lo de los ojos del coronel?
—¿Klaus? —Lena le ofrecía la ensaladera. Klaus la tomó.
—Se me va a hacer muy difícil no decir palabra de todo esto —comentó Nürnberger.
—Es lo que debe hacer, sin embargo —le dijo Klaus.
—Sí, ya lo sé, pero no será fácil. Dos de los ayudantes de mi departamento han estado intentándolo con óvulos de coneja.
Liebermann estaba en la puerta de la cocina, con aspecto derrotado, el rostro color ceniza y las gafas colgándole de la mano que pendía junto a su cuerpo
—¿Qué pasa? —Klaus volvió a dejar la ensaladera.
Nürnberger levantó los ojos; Lena se volvió en su silla.
—Por favor, quisiera hacerle una pregunta tonta —Liebermann se dirigía a Nürnberger.
El interrogado hizo un gesto afirmativo.
El sujeto que da el núcleo —murmuró Liebermann—, el dador... ¿tiene que estar vivo, no?
—No, no necesariamente —contestó Nürnberger— Individualmente, las células no están vivas ni muertas; solamente intactas o no. Con un mechón de cabellos de Mozart..., qué digo un mechón, con un solo pelo de la cabeza de Mozart, alguien con la habilidad y el equipo necesarios... y las mujeres —sonrió dirigiéndose a Klaus, y después volvió a mirar a Liebermann— podría obtener unos cuantos centenares de Mozart niños. Con encontrarles los hogares adecuados, terminaríamos por tener cinco o diez Mozart adultos, y una buena cantidad adicional de buena música en este mundo.
Liebermann parpadeó, avanzó un paso, vacilante, negó con la cabeza.
—Música no —balbuceó—. Mozart, no.
Sacó la mano que tenía detrás de la espalda y les mostró un título: Hitler. En la tapa del volumen de bolsillo se destacaban tres pinceladas negras; el bigote, la nariz afilada, el mechón sobre la frente.
—Su padre era funcionario —explicó—, de aduanas. Tenía cincuenta y dos años cuando... nació el niño. La madre, veintinueve. —Miró a su alrededor en busca de un lugar donde dejar caer el libro, no lo encontró y lo puso sobre uno de los quemadores de la cocina. Volvió a mirarles, mientras se frotaba la mano contra el costado—. El padre murió a los 65 años —concluyó—. Cuando el muchacho tenía 13 años, casi 14.
Dejaron todo sobre la mesa para ir a sentarse en la otra habitación: Liebermann y Klaus de nuevo sobre el diván, Nürnberger en el taburete, Lena en el suelo.
Se quedaron mirando los vasos vacíos sobre el baúl que hacía las veces de mesa, los tazones con zanahorias y almendras. Se miraban unos a otros.
Klaus levantó unas cuantas almendras y empezó a sacudirlas en la palma de la mano.
—Noventa y cuatro Hitler —repetía Liebermann, sacudiendo la cabeza—. No. No es posible.
—Claro que no es posible —confirmó Nürnberger—. Hay noventa y cuatro niños con la misma dotación genética de Hitler, pero que pueden ser muy diferentes, como sucederá probablemente con la mayoría.
—Con la mayoría —le hizo eco Liebermann, haciendo gestos con la cabeza a Klaus y a Lena—. Con la mayoría. —Volvió a mirar a Nürnberger—. Es decir, que quedan algunos —resumió.
—¿Cuántos? —quiso saber Klaus.
—No lo sé —admitió Nürnberger.
—Usted habló de cinco a diez Mozart en unos cuantos centenares. ¿Cuántos Hitler en noventa y cuatro? ¿Uno? ¿Dos? ¿Tres?
—No lo sé —insistió Nürnberger—. Era una manera de decir. En realidad, nadie lo sabe. —Sonrió agriamente—. A las ranas no se les hicieron tests de personalidad.
—Haga una estimación —pidió Liebermann.
—Si a los padres se les eligió teniendo en cuenta solamente la edad, raza y ocupación del padre, yo diría que las perspectivas son bastante pobres... desde el punto de vista de Mengele, quiero decir; bastante buenas desde el nuestro.
—Pero no perfectas —lo apremió Liebermann.
—No, claro que no.
—Aunque no hubiera más que uno —señaló Lena—, estaría siempre la probabilidad de que recibiera las influencias adecuadas. Las inadecuadas.
¿Recuerda usted lo que dijo en la conferencia? —preguntó Klaus a Liebermann—. Alguien le preguntó si los grupos neonazis eran peligrosos, y usted dijo que en este momento no, que solamente lo serían si las condiciones sociales empeoraban (que es lo que sucede día a día, bien lo sabe Dios) y aparecía otro líder al estilo de Hitler.
Liebermann movía afirmativamente la cabeza.
—Que podrá hablar simultáneamente al mundo entero —se anticipó—, por televisión, vía satélite. Dios del cielo
Cerró los ojos, se cubrió la cara con las manos y se frotó los dedos sobre los párpados, oprimiéndoselos.
—¿A cuántos padres han matado ya? —preguntó Nürnberger.
—¡Es verdad! —exclamó Klaus—. ¡Nada más que a seis! No es tan grave como parece.
—A ocho —corrigió Liebermann, retirando las manos de sus ojos enrojecidos, parpadeantes—. Se olvida usted de Guthrie, en Tucson, y del que hay entre él y Curry. Y también hay otros, de los que no estamos al tanto, en los otros países. Más al comienzo que después; en los Estados Unidos, por lo menos, fue así.
—La tanda inicial debió producirle una proporción mayor de éxitos de lo que esperaba —conjeturó Nürnberger.
—No puedo menos que tener la sensación de que está usted bastante satisfecho —observó Klaus.
—Bueno, pues hay que admitir que, desde un punto de vista estrictamente científico, es un paso adelante.
—¡Pero, Dios mío! ¿Quiere usted decir que es capaz de quedarse ahí sentado y...?
—Klaus —interrumpió Lena.
—Oh..., mierda —masculló Klaus, aplastando las almendras contra el baúl.
—Mañana me voy a Washington. —Liebermann se dirigió a Nümberger—, para hablar con la Oficina Federal de Investigaciones..., el FBI. Sé quién es el próximo padre en la lista, y ellos podrían tenderle una trampa al asesino; tienen que tendérsela. ¿Quiere usted venir conmigo para ayudarme a convencerlos?
—¿Mañana? —se espantó Nürnberger—. No me es posible.
—¿Ni para evitar un nuevo Hitler?
—¡Dios mío! —Nürnberger se frotó el entrecejo—. Sí, está bien —asintió—, si es que realmente me necesita. Pero mire, en Harvard, en Cornell, en la Universidad tecnológica de California hay hombres cuyos antecedentes son muy superiores a los míos y que, en todo caso, por el solo hecho de ser norteamericanos pesarán mucho más para las autoridades del país. Si usted quiere, puedo darle sus nombres y los de las instituciones...
—Claro que sí.
—...y si por cualquier razón sigue necesitando de mí, entonces iré.
—Está bien —asintió Liebermann—. Gracias.
Del interior de su chaqueta, Nürnberger sacó una estilográfica y una libreta de piel negra.
—Es probable que el propio Shettles le ayude —sugirió.
—Anóteme el nombre, y dónde puedo encontrarlo —pidió Liebermann—. Y anóteme todo lo que se le ocurra. Tiene razón, un norteamericano será mejor —comentó, dirigiéndose a Klaus—. Si vamos dos extranjeros, nos echarán de una patada en el culo
—¿No tiene usted ningún contacto allí? —preguntó Klaus.
—Mis contactos se acabaron —explicó Liebermann—. Con el Departamento de Justicia ya no tengo más contactos, pero me las arreglaré. Echaré abajo las puertas. ¡Dios del cielo! ¡Imagínenselo! ¡Noventa y cuatro jóvenes Hitler!
—Noventa y cuatro niños —volvió a rectificar Nürnberger, sin dejar de escribir— con la misma dotación genética que Hitler.
Como hotel, como lugar donde estar, el «Benjamin Franklin» se merecía más o menos la décima parte de una estrella en opinión de Mengele, y eso únicamente porque el lavabo del cuarto de baño tenía cierto encanto antiguo. Como lugar para deshacerse de un enemigo empeñado en destruirle a uno la obra de su vida y en anular la última esperanza (no, certidumbre), de supremacía de la raza aria, sin embargo, se merecía tres estrellas y media, y probablemente cuatro.
Por un lado, la clientela que se veía en el recibidor era en parte negra, lo que, naturalmente, significaba que los crímenes no eran nada inaudito en el lugar. Como prueba de ello —si es que hicieran falta pruebas— en la puerta de su habitación, la 404, quedaban ostensibles huellas de que había sido forzada y en el lado interior había pegada una advertencia que anunciaba: Para su protección, se le ruega que mantenga la puerta con cerrojo. Mengele la acató.
En segundo término, el lugar estaba mal atendido; a las 11.40 de la mañana, las bandejas del desayuno seguían ante la puerta de algunas habitaciones. Tan pronto como se hubo quitado el maldito aparato ortopédico (que sólo había usado para cruzar la frontera, y tal vez se volvería a poner en Alemania) se asomó para coger una bandeja, una panera y uno de los letreros de No molestar. Ocultó la bandeja entre el colchón y el somier de muelles de la cama y la panera en una bolsa de papel, destinada a la ropa para el lavadero, que encontró en un estante del armario; guardó el letrero de No molestar en el cajón de la mesa junto con otro que ya había allí Estudió el plano de la planta, fijado sobre la puerta; había tres escaleras, una a la derecha, tan pronto como se doblaba el ángulo al salir de la 404, señalada con una flecha. Volvió a salir, la encontró, abrióla puerta, entró en el descansillo y recorrió con la vista los escalones pintados de gris.
El servicio era abominable. Cuando le llevaron el almuerzo ya había excretado y limpiado el tubo de los diamantes, se había lavado y puesto polvos de talco en el cuello magullado, había sacado de las maletas todo lo que tenía intención de sacar, encendido el televisor y preparado una lista de todo lo que tenía que comprar y hacer. Pero el camarero que le llevaba el almuerzo —que se merecía una estrella completa— era un hombre blanco casi de la misma edad que él, es decir, de unos sesenta años, ataviado con una simple chaquetilla de tela blanca que, sin duda, se podría comprar en cualquier tienda que vendiera ropa de trabajo. La agregó a su lista, ya que comprarla le resultaría más fácil que robar una.
La comida fue un lenguado a la bonne femme... Preferible olvidarlo.
Un poco después de la una salió del hotel por una puerta lateral. Gafas de sol, nada de bigote, un sombrero, peluca, abrigo con el cuello levantado. Bajo la axila, el arma en su pistolera. No quería dejar nada de valor en aquella habitación, y, además, en los Estados Unidos era prudente ir armado; no sólo para él, para cualquiera.
Washington era una ciudad más limpia de lo que había esperado, y muy atractiva, pero la nieve del día anterior mantenía húmedas las calles. Lo primero que hizo fue detenerse en una zapatería para comprar un par de chanclos. En un vuelo de pocas horas había pasado del verano al invierno, y él siempre había sido sensible a los resfriados; su lista incluía también vitaminas.
Fue andando hasta una librería, donde entró y se puso a recorrer las estanterías, cambiándose las gafas oscuras por las que usaba habitualmente para leer. Encontró un ejemplar del libro de Liebermann en edición de bolsillo, y observó la foto, no mayor que un sello de Correos, reproducida en la contratapa. Era inconfundible aquella nariz de judío. Al ojear la sección de fotografías incluida en el centro del libro, tropezó con la suya; pero Liebermann, por lo demás, se vería en dificultades para reconocerlo. La fotografía que aparecía en el libro era la tomada en Buenos Aires en 1959, evidentemente, la mejor que el autor había podido conseguir. Ni con la peluca y el bigote castaños ni con su propio pelo gris casi rapado y el recién afeitado labio superior, Mengele se parecía mucho, ¡ay!, al apuesto personaje que había sido dieciséis años antes. Sin contar con que Liebermann, naturalmente, ni esperaría encontrarse con él.
Volvió a dejar el libro en el estante y encontró una sección de libros de viajes. Eligió un atlas de carreteras de los Estados Unidos y otro de Canadá, los pagó con un billete de veinte dólares y aceptó el cambio, en monedas y billetes, echando un vistazo descuidado y con un gesto de agradecimiento.
De nuevo con las gafas de sol, se dirigió a calles menos espaciosas, donde los escaparates de las tiendas eran más chillones y llamativos. No pudo encontrar lo que buscaba y finalmente se lo preguntó a un joven negro, ya que nadie podría saberlo mejor que él. Siguió andando, ajustándose a las indicaciones, expresadas con sorprendente claridad.
—¿Qué clase de cuchillo? —le preguntó el hombre, también negro, que estaba detrás del mostrador.
—De caza.
Eligió el mejor. Fabricación alemana, bueno de manejar, una verdadera maravilla. Y tan afilado que se podían cortar con él tiras de un papel sostenido en el aire. Dos billetes más de veinte, y uno de diez.
La puerta siguiente era la de un drugstore; compró las vitaminas.
En la manzana siguiente lo encontró: Uniformes y ropa de trabajo.
—Usted debe tener el treinta y seis.
—Sí.
—¿No quiere probársela?
—No. (Se notará la pistola.)
Se compró también un par de guantes blancos, de algodón. Le fue imposible encontrar una tienda de comestibles. Nadie sabía; aparentemente, no comían.
Finalmente descubrió una, un supermercado relumbrante, lleno de negros. Compró tres manzanas dos naranjas, dos plátanos y, para su propio consumo, un hermoso racimo de uvas blancas, sin semilla.
Tomó un taxi para volver al «Benjamin Franklin» —la entrada lateral, por favor—, y a las 3.22 estaba de regreso en la lamentable habitación de un décimo de estrella.
Descansó un rato mientras tomaba algunas uvas y miraba los atlas, sentado en el «cómodo» sillón del cuarto y consultando de vez en cuando las hojas escritas a máquina en que llevaba anotados nombres, direcciones, fechas. Podría dar con Wheelock, suponiendo que viviera aún en New Providence, Pennsylvania, casi en la fecha fijada. Intentaría mantenerse a no más de seis meses de las fechas óptimas. Davis en Kakakee; después, el Canadá en busca de Stroheim y de Morgan. Más adelante, Suecia. ¿Tendría que renovar el visado?
Tras el descanso, un ensayo. Se quitó la peluca y se puso la chaquetilla y los guantes blancos; practicó llevando en la bandeja la cesta de frutas.
Como atención de la casa, señor —repitió una y otra vez, hasta que le pareció que había obtenido la pronunciación correcta.
Se paró de espaldas a la puerta, cerrada con cerrojo, colgó del aire el cartel de No molestar y lo dejó caer.
«Como atención de la casa, señor» —atravesó la habitación con la bandeja, la dejó sobre la cómoda, sacó el cuchillo de la vaina que se había puesto en el cinturón; se volvió, ocultando el cuchillo a sus espaldas; dio unos pasos, se detuvo, extendió la mano izquierda.
—Gracias, señor —la mano izquierda le cogía, mientras la derecha le apuñalaba.
«Gracias, señor.» Gracias. Cias, cias, cias.
Los judíos, ¿dan propina?
Ensayó algunos otros movimientos, por las dudas.
La meseta de nubes iluminada por el sol terminó bruscamente; con un azul casi negro, arrugado y moteado de blanco, inmóvil, abajo estaba el océano. Con el mentón apoyado en la mano, Liebermann lo contemplaba.
Ay.
Se había pasado la noche despierto, como despierto se había pasado el día, pensando en un Hitler adulto que ametrallara con sus demoníacos discursos a las muchedumbres, demasiado descontentas para que les importara un rábano la historia. Y hasta en dos o tres Hitler, maniobrando para llegar al poder en diferentes lugares, reconocidos por sus secuaces, y por ellos mismos, como los primeros seres humanos obtenidos mediante lo que en 1990 más o menos sería un procedimiento bien conocido y, probablemente, practicado en gran escala. Más parecidos que hermanos, el mismo hombre multiplicado: ¿no unirían acaso sus fuerzas para librar otra vez (¡con armas de 1990!) la guerra racial del primero de ellos? Indudablemente, tal era la esperanza de Mengele; era lo que había dicho Barry: « ¡Se supone que los llevará al triunfo de la raza aria, por el amor de Dios!» Más o menos con esas palabras.
Lindo paquete para entregárselo a un FBI en el que, desde la muerte de Hoover en el 72, casi el cien por ciento del personal había cambiado. Ya se imaginaba la pregunta, extrañada: «¿Yakov qué?»
La noche anterior había sido bastante fácil convencer a Klaus de que ya se las arreglaría, de que echaría abajo las puertas; y en realidad no estaba del todo falto de contactos. Había senadores a quienes él había conocido cuando todavía ocupaban sus cargos; uno de ellos, sin duda, haría que se le abrieran las puertas necesarias. Pero ahora, después de haber sopesado el horror, temía que, aun contando con que se le abrieran las puertas, se perdería demasiado tiempo. Habría que investigar la muerte de Guthrie y la de Curry, interrogar a las viudas, interrogar a los Wheelock... Lo urgentemente necesario era capturar al asesino designado para Wheelock y por medio de él, encontrar a los otros cinco. El resto de los noventa y cuatro hombres debían salvarse de la muerte; no se debía permitir que los discos de las cajas de seguridad, como expresara Lena en su comparación (buena para recordar y usar en los días venideros) giraran hasta llegar a lo que tal vez fuera el número final y decisivo de la combinación.
Lo que empeoraba más las cosas era que el 22 no pasaba de ser una aproximación a la fecha designada para la muerte de Wheelock. ¿Y si la fecha real era anterior? ¿Y si... (era irrisorio, de qué pequeñeces podía depender la historia futura), si Frieda Maloney se había equivocado al decir que el cachorro tenía diez semanas? ¿Qué pasaría si no tenía más que nueve semanas, ocho, tal vez, cuando los Wheelock recibieron el niño? El asesino podía dar el golpe y desaparecer en cosa de muy pocos días.
Miró el reloj: las 10.28. No, no era ésa la hora; todavía no lo había retrasado. Se ocupó de hacerlo: giró las manecillas, con lo que ganaba seis horas, por lo menos en lo que se refería a los relojes: las 4.28 En media hora estarían en Nueva York y, pasada la aduana, el breve salto a Washington. Esa noche podría dormir un poco, al menos así lo esperaba (ya se sentía un poco aturdido), y por la mañana llamaría a los despachos de los senadores; también a Shettles y a algunos otros de la lista que le había dado Nürnberger.
Bastaba con arreglar de inmediato que al asesino de Wheelock lo vigilaran, sin necesidad de andar esperando, explicando, verificando, indagando. Tendría que haber venido antes; y era lo que habría hecho, claro, de haber sabido la cabal enormidad de...
Ay.
Lo que necesitaba realmente era un FBI judío, o una rama estadounidense de la Mossad israelí. Algún lugar donde pudiera ir mañana mismo a decirles:
—«Un nazi va a matar a un hombre de apellido Wheelock en New Providence, Pennsylvania. Vigilen a éste y capturen al nazi. No me hagan preguntas, ya les explicaré después. Soy Yakov Liebermann. ¿Le daría yo acaso una información errónea?»
Y que sin más ni más salieran a hacer lo que les pedía.
¡Qué sueño! ¡Si existiera una organización así!
En el avión, la gente se ponía los cinturones de seguridad, haciendo comentarios entre sí; se había encendido la señal.
Con el ceño fruncido, Liebermann siguió mirando por la ventanilla.
Tras una reparadora hora de siesta, Mengele se lavó y se afeitó, se puso la peluca y el bigote y se enfundó en su traje negro. Dispuso todo sobre la cama —la chaquetilla blanca, los guantes, el cuchillo en su vaina, la bandeja con la cesta de fruta y el anuncio de No molestar—, de modo que tan pronto como viera a Liebermann inscribirse en la recepción y supiera qué número de habitación tenía, le fuera posible volver rápidamente arriba para asumir sin demora su papel de camarero. Cuando salió de la habitación se aseguró de que estaba bien cerrado el picaporte y colgó en él el otro cartel de No molestar.
A las siete menos cuarto estaba sentado en el vestíbulo, hojeando un ejemplar del Time, sin perder de vista la puerta giratoria. Los pocos recién llegados que maleta en mano se acercaban al mostrador de recepción situado del otro lado del vestíbulo eran casi todos hombres solos. Un verdadero muestrario elemental de tipos raciales inferiores; no sólo había negros y semitas, sino también un par de orientales. Se inscribió, no obstante, un espléndido tipo ario, joven, pero minutos después, como si fuera para compensar un error, apareció un enano negro, que arrastraba junto a sí una maleta con ayuda de un soporte de metal con ruedas.
A las siete y veinte entró Liebermann: alto, cargado de hombros, bigote negro, con una gorra castaña y abrigo castaño, con cinturón. ¿O no sería Liebermann? Un judío, sí, pero parecía demasiado joven, y la nariz no era la de Liebermann.
Se levantó, atravesó perezosamente el vestíbulo y tomó un ejemplar de Esta semana en Washington de un montón que había sobre el deteriorado mostrador de mármol.
—¿Se quedará usted hasta el viernes por la noche? —preguntaba el empleado al posible Liebermann a espaldas de Mengele.
—Sí.
Apareció un botones.
—Haz el favor de acompañar al señor Morris a la habitación 717.
—Sí, señor.
Siempre con lentitud, volvió a atravesar el vestíbulo. Un libanés o algo así le había ocupado el asiento; un tipo gordo y de aspecto grasiento, con anillos en todos los dedos.
Se buscó otro lugar.
Desde allí vio llegar a la nariz de las narices, pero venía adherida al rostro de un joven que llevaba del brazo a una mujer de pelo gris.
A las ocho se metió en una cabina telefónica y llamó al hotel. Preguntó (con sumo cuidado de no tocar con los labios la boquilla del teléfono, que podía estar llena de sabe Dios qué microbios) si esperaban al señor Liebermann.
—Un momento —un clic, ruido de llamada. El empleado que estaba en Recepción, al otro lado del vestíbulo, levantó el teléfono.
—Recepción.
—¿Tienen ustedes una habitación reservada para el señor Yakov Liebermann?
—¿Para esta noche?
—Sí.
El empleado miró hacia abajo, como si leyera.
—Sí, señor —respondió—. ¿Es el señor Liebermann el que habla?
—No.
—¿Quiere usted dejarle un mensaje?
—No, gracias, le llamaré más tarde.
Desde el interior de la cabina podía mantener con igual facilidad su vigilancia, de modo que puso otra moneda en el teléfono y preguntó a la telefonista cómo podía conseguir el número de un abonado de New Providence, Pennsylvania. Ella le dio un número para llamar, que Mengele anotó en el borde rojo de la revista Time; después retiró la moneda del receptáculo al pie del teléfono, la volvió a insertar y marcó.
Había un Henry Wheelock en New Providence. Escribió el número debajo del otro. La mujer le dio también la dirección, Old Buck Road, sin número.
Un hombre de aspecto latino, con una maleta y un perro pachón sin correa, se acercó a Recepción.
Mengele pensó un momento y volvió a llamar a la telefonista para pedirle instrucciones. Examinó las monedas que había dispuesto en el pequeño estante, bajo el teléfono, y eligió las adecuadas.
Sólo en el momento en que el teléfono empezaba a sonar al otro extremo de la línea cayó en la cuenta de que, si ése era el número del verdadero Henry Wheclock, era posible que le contestara el muchacho personalmente. ¡Dentro de unos instantes podría estar hablando con su Führer, renacido! Una alegría embriagadora le dejó sin aliento y le obligó a apoyarse, mareado, contra la pared de la cabina mientras el teléfono volvía a llamar. ¡Ah, por favor, pequeño atiende tú mismo el teléfono!
—¿Diga? —era una mujer.
Hizo una inspiración profunda y dejó escapar el aire.
—¿Diga?
—Sí —se enderezó—. ¿Está el señor Henry Wheelock?
—Sí, pero está en el fondo.
—¿Es usted la señora Wheelock?
—Sí, la misma.
—Mi apellido es Franklin, señora. Tienen ustedes un hijo de unos catorce años.
—Así es.
Gracias a Dios.
—Yo organizo viajes para chicos de esa edad. ¿No les interesaría a ustedes enviarlo a Europa el próximo verano?
Se oyó una risa.
—Oh, no, no lo creo.
—¿Puedo mandarle un folleto?
—Claro que puede, pero no le servirá de mucho —La dirección, ¿es Old Buck Road?
—Pero es que, realmente, no va a viajar.
—Buenas noches, entonces. Lamento haberla molestado.
Al salir de la cabina tomó un folleto del mostrador de alquiler de coches, sin personal en ese momento, y se sentó a leerlo, levantando la vista cada vez que veía moverse la puerta giratoria.
Mañana alquilaría un coche para ir a New Providence. Y una vez resuelto el asunto Wheelock iría a Nueva York, devolvería el coche, y vendería un diamante antes de volar a Chicago. Siempre que Robert K. Davis viviera todavía en Kankakee.
Pero, ¿dónde infiernos estaba Liebermann?
A las nueve entró en la cafetería y ocupó un taburete ante el mostrador, desde donde podía ver la puerta giratoria a través de los cristales. Se tomó unas tostadas con huevos revueltos y bebió el peor café del mundo.
Al salir pidió cambio de un dólar y volvió a entrar en la cabina telefónica para llamar al hotel. Tal vez Liebermann hubiera entrado por la puerta lateral
No, no había llegado. Seguían esperándole.
Llamó a los dos aeropuertos, en la esperanza —¿no era posible, acaso?— de que se hubiera estrellado el avión.
No tuvo tanta suerte. Todos los vuelos estaban llegando, además, dentro del horario.
El hijo de puta debía haberse quedado en Mannheim. Pero ¿por cuánto tiempo? Era demasiado tarde para llamar a Viena y pedirle información a esa Fráulein Zimmer. O demasiado temprano, más bien; allá no eran ni siquiera las cuatro de la mañana.
Empezó a preocuparle la idea de que a alguien pudiera llamar la atención el verle sentado toda la tarde en el vestíbulo, vigilando la puerta.
¿Dónde estás, maldito judío? ¡A ver si vienes de una vez para que pueda matarte!
El miércoles por la tarde, minutos después de las dos, Liebermann se bajó de un taxi atascado en medio del tráfico en mitad del centro de Manhattan y, pese a la lluvia helada, siguió a pie por la acera. Su paraguas, prestado por Marvin y Rita Farb, en cuya casa se había quedado a pasar la noche, tenía en cada uno de los sectores de tela un color más llamativo que el otro (es un paraguas, se recordó, y alégrate de tenerlo).
Chapoteando, recorrió con paso vivo la acera oeste de Broadway, esquivando otros paraguas (negros) y pasando junto a hombres que empujaban perchas de vestidos cubiertas de plástico. Al pasar, miró el número de los edificios de oficinas y apretó el paso.
Recorrió unas siete u ocho manzanas, atravesó una calle y miró el edificio que allí se alzaba, una construcción destinada a oficinas, con una tienda de artículos eléctricos en la planta baja y unas veinte plantas de mampostería hosca y ventanas estrechas; después se dirigió hacia el arco de la entrada y con la espalda empujó la pesada puerta de vaivén, mientras cerraba su paraguas multicolor.
Atravesó el vestíbulo revestido por una alfombra negra (más bien pequeño y ocupado en su mayor parte por un quiosco de revistas y golosinas) y se unió a la media docena de personas que esperaban los ascensores; se sacudió los zapatos empapados y con la punta del paraguas dio unos golpecitos sobre el mojado felpudo de goma, provocando una pequeña lluvia.
En el piso doce —oscuro y con la pintura descascarillada— fue leyendo los números pintados en las puertas: 1202, Aaron Goldman, Flores artificiales; 1203, C. M. Roth, Cristalería importada; 1204, B. Rosenzweig, Muñecas de porcelana. En el panel de la habitación 1205 se leían las letras YJD, hechas con un adhesivo metálico, la D un poquito más alta que las otras dos letras. Liebermann golpeó con los nudillos en el cristal translúcido y detrás se vio aparecer algo borroso, de color carne y blanco.
—¿Sí? —preguntó la voz de una mujer joven. —Soy Yakov Liebermann.
Se oyó un clic y la abertura del buzón colocado bajo el panel de cristal se iluminó.
—Páseme su documento de identidad, por favor.
Cuando Liebermann sacó el pasaporte para pasarlo por la ranura, sintió que se lo tomaban de los dedos.
Esperó. La puerta tenía dos cerraduras, una que parecía ser la original y, debajo, otra aparentemente nueva, de bronce pulido.
Se oyó el ruido de un cerrojo y la puerta se abrió Liebermann entró.
—Shalom —le saludó, sonriente, una muchacha gordezuela de unos dieciséis años, con el pelo rojo peinado hacia atrás, que le ofrecía su pasaporte.
—Shalom —repitió él, tomándolo.
—Tenemos que andar con cuidado —se disculpó la chica. Cerró la puerta y volvió a echar el cerrojo. Llevaba un jersey blanco y tejanos azules, muy ajustados; el pelo le caía por la espalda y lo llevaba recogido en una brillante cola de caballo.
Estaban en una minúscula antesala atestada de objetos: un escritorio, una fotocopiadora sobre una mesa donde había también pilas de papel blanco y rosado; estantes de madera sin pintar, repletos de volantes y de reimpresiones de periódicos; en la pared opuesta había una puerta, casi cerrada, que tenía pegado un cartel de los Young Jewish Defenders, los Jóvenes Defensores Judíos: una mano que esgrimía una daga, frente a una estrella judía, azul.
La joven tendió la mano hacia el paraguas y Liebermann se lo dio; ella lo puso en una papelera metálica donde había ya otros dos, negros, mojados.
—¿Es usted la señorita que me atendió por teléfono? —preguntó Lieberman mientras se quitaba el abrigo.
Ella hizo un gesto afirmativo.
—Pues preparó todo con mucha eficiencia. ¿Ya ha llegado el rabí?
—En este momento —la chica le recibió el sombrero y el abrigo.
—Gracias. ¿Cómo está su hijo?
—Todavía no se sabe. Su estado es estacionario.
—Mmmm —Liebermann sacudió la cabeza, comprensivo.
La muchacha encontró lugar para el abrigo y el sombrero en una percha atestada. Mientras se enderezaba la chaqueta y se pasaba una mano por el pelo, Liebermann echó un vistazo a las pilas de volantes amontonados en un estante, junto a él: El nuevo judío; Nada de compromisos; KISSinger OF DEATH... ingenioso: el bessinger de la muerte.
Disculpándose, la chica pasó por delante de Liebermann para llamar a la puerta entreabierta; la abrió un poco más y miró hacia dentro.
—¿Reb? Aquí está el señor Liebermann.
Empujó la puerta hasta abrirla del todo y se apartó, mirando con una sonrisa a Liebermann.
Mientras éste entraba en una oficina demasiado caldeada, llena de gente, de mesas y de bullicio, un hombre macizo y de barba rubia le miró con gesto hosco, en tanto que desde atrás del escritorio se le acercaba el rabí Moshe Gorin. Apuesto y sonriente de pelo oscuro y mandíbula azulada, vestía una chaqueta de tweed y una camisa amarilla de cuello abierto. Tomó enérgicamente en las suyas la mano de Liebermann y se quedó mirándole con sus magnéticos ojos castaños realzados por las ojeras.
—Desde que era niño deseaba conocerle —expresó con voz suave, pero intensa—. Es usted uno de los pocos hombres de este mundo a quienes realmente admiro, y no solamente por lo que hizo, sino por haberlo hecho sin ninguna ayuda del establishment. Y me refiero al establishment judío.
—Gracias —respondió Liebermann, complacido en medio de su confusión—. También yo quería conocerle, rabí. Y le agradezco que haya accedido a venir.
Gorin le presentó a los demás. El de barba rubia y nariz de halcón, con un apretón de manos que recordaba a una apisonadora, era su segundo, Phil Greenspan. El hombre alto, medio calvo, con gafas, era Elliott Bachrach. Otro, corpulento y de barba negra, Paul Stern. El más joven, de unos veinticinco años, con espeso bigote negro, ojos verdes y otro apretón de manos que se las traía, Jay Rabinowitz. Todos estaban en mangas de camisa y, lo mismo que Gorin, llevaban solideo.
Acercaron unas sillas desde las otras mesas y las dispusieron de manera que pudieran sentarse alrededor de un ángulo de la de Gorin. Bachrach, el alto de las gafas, se sentó detrás de Gorin en el alféizar de una ventana, con los brazos cruzados y la cortina totalmente corrida a sus espaldas. Liebermann, sentado frente a Gorin, recorrió con la vista a los hombres de aspecto sobrio y fuerte y el despacho descuidado y atestado, con sus mapas de la ciudad y del mundo clavados en las paredes, un encerado sostenido por un caballete, pilas de libros y periódicos.
Mejor será que no mire este lugar —Gorin le restó importancia con un gesto de la mano.
—No es tan diferente de mi oficina —le informó Liebermann, sonriente—. Un poquito más grande, tal vez.
—Pues lo siento por usted.
—¿Cómo sigue su hijo? —preguntó Liebermann.
—Espero que mejore —respondió Gorin—. En este momento, estacionario.
—Le agradezco que haya venido.
Gorin se encogió de hombros.
—Su madre está con él, y yo ya he dicho mis plegarias —sonrió.
Liebermann trató de ponerse cómodo en la silla.
—Cada vez que hablo... en público, por supuesto —aclaró—, me preguntan qué pienso de usted, y siempre contesto que, como nunca nos hemos encontrado personalmente, no he podido formar opinión —sonrió a Gorin—. Ahora tendré que dar una nueva respuesta.
—Favorable, espero —sonó el teléfono que había en la mesa—. ¡Aquí no hay nadie, Sandy, a menos que sea mi mujer! —gritó Gorin hacia la puerta. Después se dirigió a Liebermann—: ¿No espera usted ninguna llamada, verdad?
El interrogado sacudió la cabeza.
—Nadie sabe que estoy aquí. Se supone que estoy en Washington —carraspeó para aclararse la garganta y se apoyó las manos en las rodillas—. Ayer tarde iba camino para allá, con intención de dirigirme al FBI para que me ayude en algunos asesinatos que estoy investigando, aquí y en Europa. Obra de hombres que pertenecieron a las SS.
—¿Son cosa reciente? —Gorin parecía preocupado.
—Es algo que está sucediendo ahora —le informó Liebermann—, combinado desde Sudamérica por la Kameradenwerk y el doctor Mengele.
—Ese hijo de puta... —definió Gorin. Los otros hombres se movieron en sus asientos y Greenspan, el de la barba rubia, se dirigió a Liebermann:
—Tenemos un grupo nuevo en Río de Janeiro. Tan pronto como contemos con la gente suficiente, organizaremos un comando para que se ocupe de él.
—Ojalá tengan suerte —le deseó Liebermann—. Sigue vivito y coleando, y es él quien maneja todo este asunto. En septiembre mató a un joven judío, un muchacho de Evanston, Illinois, allá en Brasil. El chico estaba hablando por teléfono conmigo, poniéndome al tanto de esto. Ahora, mi problema es el tiempo que va a ser necesario para convencer al FBI de que hablo con conocimiento de causa.
—¿Por qué esperó tanto? Si en septiembre ya sabía...
—Es que no sabía —explicó Liebermann—. Todo era puro «si» y «quizá», pura incertidumbre. Solamente ahora he conseguido ver con coherencia todo el asunto —suspirando, sacudió la cabeza—. De modo que en el avión se me ocurrió de pronto que tal vez ustedes —dejó de dirigirse a Gorin para mirarlos a todos—, los Jóvenes Defensores Judíos, pudieran darme una mano en esto mientras yo voy a Washington.
—Cualquier cosa que podamos hacer, no tiene más que pedírnosla —le aseguró Gorin, y los demás asintieron.
—Gracias, era lo que esperaba. Se trata —siguió explicando Liebermann— de vigilar a alguien, en Pennsylvania. El pueblo es New Providence, un puntito en el mapa, cerca de la ciudad de Lancaster.
—Pennsylvania... tierra de holandeses —observó el hombre de barba negra—. La conozco.
—Ese hombre es el próximo que matarán aquí. El 22 de este mes, pero es probable que antes. Tal vez falten solo unos pocos dias, de manera que hay que tenerlo vigilado. Pero tampoco hay que asustar a quien proyecte matarle, no sea que huya, ni menos darle muerte; lo que hay que hacer es capturarle, para interrogarle —miró a Gorin—. ¿Tienen ustedes gente que pueda hacer un trabajo así? ¿Vigilar a alguien y capturar a un hombre?
Gorin hizo un gesto afirmativo.
—Está usted ante ellos —dijo Greenspan y después se dirigió a Gorin—: Que Jay se haga cargo de la demostración, que yo me ocuparé de esto.
Gorin sonrió, inclinó la cabeza hacia Greenspan y explicó a Liebermann:
—Lo que más lamenta nuestro amigo es haberse perdido la Segunda Guerra Mundial. Es el que dirige nuestras clases de combate.
—Espero que no sea durante más de una o dos semanas —aclaró Liebermann—, nada más que hasta que se haga cargo el FBI.
—Pero a ellos, ¿para qué los quiere? —preguntó el joven de bigote.
—Nosotros —completó Greenspan, dirigiéndose a Liebermann—, se lo capturaremos y conseguiremos obtener de él más información que ellos, y más rápido. Se lo garantizo.
Sonó el teléfono. Liebermann sacudió la cabeza.
—Tengo que recurrir a ellos, porque el asunto tiene que pasar a la Interpol. Hay otros países implicados y cinco hombres más, aparte del que capturemos.
Gorin, que miraba hacia la puerta, se volvió hacia Liebermann.
—¿Cuántos muertos ha habido ya? —preguntó. —Ocho, que yo sepa.
Gorin hizo un gesto de dolor. Alguien silbó.
—Siete, que yo sepa —se corrigió Liebermann—. Y uno muy probable, pero tal vez más.
—¿Judíos? —preguntó Gorin. Liebermann negó con un gesto.
—¿Por qué? —intervino Bachrach, desde la ventana—. ¿Para qué es todo esto?
—Sí —lo apoyó Gorin—. ¿Quiénes eran, y quién es el de Pennsylvania?
Liebermann. Inhalo profundamente y volvio a soltar el aire, inclinándose hacia delante.
—Si les digo que es muy, muy importante —expresó—, más importante, a la larga, que el antisemitismo ruso y las presiones sobre Israel... ¿se conformarían con eso? Les aseguro que no estoy exagerando.
En silencio, con el ceño fruncido, Gorin miraba la mesa que tenía delante. Luego levantó los ojos, los fijó en Liebermann, sacudió la cabeza y sonrió, disculpándose.
—No —declaró—. Lo que está pidiendo usted a Moshe Gorin es que le preste tres o cuatro de sus mejores hombres, más tal vez. Y hombres, no muchachos. En un momento en que nuestras filas están ya diezmadas y en que el Gobierno no me pierde de vista porque estoy poniendo en peligro su preciosa distensión. No, Yakov —sacudió la cabeza—. Le daré toda la ayuda que pueda, pero ¿qué clase de líder sería yo si comprometiera a mis hombres a ciegas, aun tratándose de Yakov Liebermann?
Liebermann hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Ya me imaginaba que por lo menos querría saberlo —cedió—. Pero no me pidan pruebas, rabí. Limítense a escucharme y a confiar en mí. De otra manera, habré perdido el tiempo —les miró a todos miró a Gorin, se aclaró la garganta—. Por casualidad —empezó— ¿han estudiado algo de biología?
—¡Dios santo! —exhaló el hombre del bigote.
—La palabra inglesa con que se designa es cloning —precisó Bachrach—. Hace unos años, el Times publicó un artículo sobre eso.
Gorin sonreía débilmente, mientras se enrollaba un hilo suelto alrededor de un botón del puño.
—Esta mañana —evocó—, junto al lecho de mi hijo, me preguntaba: «¿Qué vendrá ahora, oh Señor?» —con un gesto del mentón señaló a Liebermann, sonriendo con amargura—: ¡Noventa y cuatro Hitler!
—Noventa y cuatro muchachos con los genes de Hitler —le recordó Liebermann.
—Para mí, equivalen a noventa y cuatro Hitler.
—¿Está usted seguro de que ese hombre... Wheelock, está con vida aún? —quiso saber Greenspan.
—Sí —respondió Liebermann.
—¿Y de que no se ha mudado de casa? —preguntó el de barba.
—Tengo su número de teléfono —explicó Liebermann— y aunque no quería hablar personalmente con él mientras no supiera si estarían ustedes dispuestos a hacer lo que les pido —miró a Gorin—, pedí a la señora del matrimonio en cuya casa me alojo que le llamara esta mañana. Le dijo que quería comprar un perro y que había oído decir que él tenía un criadero. Es él, y le dio las instrucciones para llegar hasta allí.
—Tendremos que resolver esto fuera de Filadelfia —dijo Gorin a Greenspan. Después explicó a Liebermann—: Lo único que no haremos será pasar armas por ninguna frontera estatal. El FBI estaría encantado con la excusa para arrestarnos a nosotros y al nazi.
—¿Quieren que llame ahora a Wheelock? —preguntó Liebermann.
Gorin asintió, sin hablar.
—Será mejor que ponga a alguien en su casa, con él —reflexionó Greenspan. El joven del bigote acercó el teléfono a Liebermann. Éste se puso las gafas y sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta.
—Hola, señor Wheelock. ¿Sabe que su hijo es Hitler? —enunció Bachrach, desde la ventana.
—No voy a mencionar para nada al muchacho —explicó Liebermann—. Tal como se hizo la adopción, eso podría ser suficiente para que cuelgue. ¿Se marca directamente, no?
—Si tiene el prefijo...
Liebermann fue marcando el número que tenía escrito en el sobre.
—Ya deben de haber salido de la escuela —recordó Gorin—, de manera que es probable que se ponga el chico.
—Ya somos amigos —respondió secamente Liebermann—. Me encontré dos veces con él.
Al otro extremo de la línea, sonó el teléfono y volvió a sonar. Liebermann miró a Gorin, que le contemplaba fijamente.
—¿Diga? —se oyó, gutural, una voz de hombre. —¿El señor Henry Wheelock?
—Con él habla.
—Señor Wheelock, me llamo Yakov Liebermann y le llamo desde Nueva York. Presido el Centro de Información sobre Crímenes de Guerra, en Viena... es probable que usted haya oído hablar de nosotros. Recogemos información sobre los criminales de guerra nazis, ayudamos a encontrarlos y colaboramos en el proceso.
—Sí, algo sé. El caso Eichmann.
—Exactamente. Y otros. Señor Wheelock, en este momento sigo los pasos a alguien que se encuentra en el país. Voy para Washington para hablar del asunto con el FBI. El hombre que persigo ha matado a dos o tres personas en los Estados Unidos, no hace mucho tiempo, y planea matar a más.
—¿Quiere usted un perro guardián?
—No —respondió Liebermann— la próxima persona a quien este hombre piensa matar, señor Wheelock —miró a Gorin—, es usted.
—Ah, bueno, pero ¿quién habla? ¿Ted? Sí que pareces un verdadero agente choiman, cabezón.
—No es ninguna broma —insistió Liebermann—. Ya sé que pensará usted que un nazi no tiene ninguna razón para darle muerte...
—¿Quién dijo? Yo maté a muchos de ellos, de manera que bien contentos estarían de igualar a puntos, si es que todavía hay alguno.
—Hay uno que...
—Bueno, de una vez, ¿quién habla?
—Habla Yakov Liebermann, señor Wheelock.
—¡Demonios! —masculló Gorin, mientras los otros hablaban y gruñían. Liebermann se tapó el oído con un dedo.
—Le juro —insistió que hay un hombre que piensa ir a New Providence a matarle a usted, un hombre que ha estado en la SS y que llegará tal vez en cuestión de días. Lo que intento es salvarle la vida.
Silencio.
Liebermann siguió hablando:
—Estoy aquí, en el despacho del rabí Moshe Gorin, de los Jóvenes Defensores Judíos. Mientras yo no pueda conseguir para usted la protección del FBI, y eso puede llevarme una semana más o menos, el rabí quiere enviarle algunos de sus hombres, que podrían estar allí... —miró interrogativamente a Gorin.
—Mañana por la mañana.
—Mañana por la mañana —repitió Liebermann—. ¿Quiere usted cooperar con ellos hasta que lleguen allí los hombres del.FBI?
Silencio.
—¿Señor Wheelock?
—Escuche, señor Liebermann, si es que es usted Liebermann. Está bien, puede que lo sea. Pero le diré una cosa. El hecho es que está usted hablando con uno de los hombres que gozan de mayor seguridad en los Estados Unidos. En primer lugar, he sido funcionario en una penitenciaría estatal, de modo que algo sé del asunto ese de cuidarme. Y además, mi casa está llena de dobermans adiestrados, que a una palabra mía le destrozarían el cuello a cualquiera que me mire mal.
—Me alegro de saberlo —declaró Liebermann—, pero no podrán impedir que le caiga a usted encima una pared, o que alguien le dispare de lejos. Que es lo que les sucedió a otros dos de los hombres.
—Pero, ¿qué infiernos es todo esto? A mí no me persigue ningún nazi. Se ha equivocado usted de Henry Wheelock.
—¿Hay otro en New Providence que sea criador de dobermans? ¿De sesenta y cinco años, casado con una mujer mucho más joven, y con un hijo de casi catorce?
Silencio.
—Necesita usted protección —volvió a decir Liebermann—, y al nazi hay que capturarlo, no tienen que matarle los perros.
—Lo creeré cuando me lo diga el FBI. No quiero tener en mi casa chiquilines judíos con bates de béisbol.
Durante un momento, fue Liebermann el que se quedó en silencio,
—Señor Wheelock —preguntó después—, ¿podría pasar a verle mientras voy camino de Washington? Entonces se lo explicaré mejor.
Al ver que Gorin lo miraba interrogativamente apartó los ojos.
—Venga si quiere; estoy siempre en casa.
—¿Y cuando no esté su mujer?
—Ella es maestra, y está fuera la mayor parte del día.
—¿Y el chico, está también en la escuela?
—Cuando no ha hecho novillos con el pretexto de hacer películas. Él se cree que va a ser el próximo Alfred Hitchcock.
—Estaré allí mañana a mediodía.
—Como usted quiera. Pero usted, nada más. Si veo por las inmediaciones a alguno de sus «defensores judíos», le suelto los perros. ¿Tiene un lápiz? Le diré cómo llegar.
—Ya me lo ha explicado —respondió Liebermann—. Nos veremos mañana. Y espero que esta noche se quede usted en casa.
—Era lo que pensaba hacer.
Liebermann se volvió hacia Gorin.
—Tengo que decirle que lo que está en juego es la adopción —le explicó— y será mejor si no puede cortarme —sonrió—. Y también tengo que convencerle de que los de la YJD no son «chiquilines judíos con bates de béisbol». Tendrán que esperar ustedes en alguna parte hasta que yo les llame —concluyó dirigiéndose ahora a Greenspan.
—Yo tengo que ir primero a Filadelfia —respondió éste—, a reunir mis hombres y recoger el equipo. Quiero llevar a Paul conmigo —explicó a Gorin
Juntos planearon todo. Greenspan y Paul Stern irían a Filadelfia en el coche de Stern tan pronto como tuvieran todo preparado, y Liebermann, en el coche de Greenspan, iría a New Providence por la mañana. Después de convencer a Wheelock de que aceptara la protección de la YJD, llamaría a Filadelfia para que el equipo partiera a reunirse con él en la misma casa. Una vez arregladas allí las cosas, Liebermann se iría a Washington, siempre con el coche de Greenspan, hasta que el FBI relevara al equipo de judíos.
—Pero tendría que llamar a mi despacho —meditó mientras revolvía el té—. En Viena piensan que ya estoy allá.
Con un gesto, Gorin le indicó el teléfono, pero Liebermann lo pensó mejor.
—No, ahora no —sacudió la cabeza—. Es demasiado tarde allá. Llamaré por la mañana temprano. Además, así no soy una carga para ustedes.
Gorin se encogió de hombros.
—Yo tengo continuamente conferencias telefónicas con Europa, por nuestros grupos de allá —respondió.
—Mis contribuyentes se han pasado a usted —señaló pensativamente Liebermann.
—Supongo que en algunos casos ha sido así —admitió Gorin—. Pero el hecho de que los dos estemos aquí, trabajando juntos, demuestra que los contribuyentes siguen sirviendo a la misma causa, ¿no cree?
—Sí, claro —asintió Liebermann—. Claro que sí.
Se quedó pensando.
—El chico de Wheelock —dijo después— no es pintor. Estamos en 1975, y hace películas —sonrió—Pero eligió bien las iniciales; quiere ser otro Alfred Hitchcock. Y al padre, que ha sido funcionario, no le parece tan buena la idea. Hitler y su padre tuvieron grandes discusiones porque él quería ser artista.
Mengele había cruzado la calle el miércoles, a primera hora de la mañana, para ocupar una habitación en otro hotel, el «Kenilworth», donde se había inscrito como Kurt Koehler, de 18 Sheridan Road, Evanston, Illinois. Le habían pedido que pagara por adelantado, cosa nada sorprendente ya que todo su equipaje consistía en una exigua cartera de piel (papeles, cuchillo, cartuchos para la «Browning», diamantes) y una bolsita de papel (uvas).
No podía llamar al despacho de Liebermann desde la habitación del señor Ramón Aschheim y Negrín, porque después de la muerte de Liebermann sería muy posible que investigaran las llamadas de Koehler, ni tampoco le interesaba mucho conseguir cambio de siete dólares en monedas y pasarse una hora gastándose el pulgar para insertarlas en un teléfono público. Además si era necesario, también podría recibir llamadas a nombre de Kurt Koehler.
Desde su segunda habitación (indigna hasta de un décimo de estrella) había conseguido hablar con Fraülein Zimmer para explicarle que desde Nueva York había tomado un avión para Washington y había despachado sin acompañante el cadáver de Barry, dada la tremenda importancia de conseguir que las notas que había tomado el pobre muchacho —mucho más significativas de lo que le había parecido en un primer momento—, llegaran cuanto antes a manos de Herr Liebermann. Pero, por favor, ¿dónde estaba Herr Liebermann?
¿No estaba en el «Benjamin Franklin»? Fraülein Zimmer se había sorprendido, pero no alarmado. Prometió que llamaría a Mannheim, a ver si así podía saber algo. Si Herr Koehler quisiera probar con otros hoteles..., aunque ello no podía imaginarse por qué Herr Liebermann podía haber ido a algún otro. Seguramente, no tardaría en llamarla: era lo que hacía por lo general cuando cambiaba sus planes. (¡Por lo general!) Sí, ella misma llamaría a Herr Koehler tan pronto como consiguiera la información. Al «Kenilworth», tenga la bondad, Fraülein; el «Benjamin Franklin» estaba lleno cuando él llegó. Sí, claro que tenían reservada una habitación para Herr Liebermann.
Cuando ella volvió a llamarle, Mengele ya había telefoneado a más de treinta hoteles, y seis veces al «Benjamin Franklin».
Liebermann había salido de Francfort en el vuelo en que se proponía hacerlo, el martes a la mañana, de modo que o bien estaba en Washington, o se había detenido en Nueva York.
—Y allí, ¿dónde para?
—A veces en el «Hotel Edison», pero, generalmente, en casa de amigos o contribuyentes. Allí hay muchísimos. Nueva York es una gran ciudad judía, como usted sabe.
—Sí, lo sé.
—No se preocupe, Herr Koehler, que estoy segura de que pronto tendré noticias, y le diré que le espera usted. Me quedaré hasta tarde en el despacho, por si acaso.
Llamó al «Edison», de Nueva York, a otros hoteles de Washington, al «Benjamin Franklin» cada media hora; bajo la lluvia helada volvió a cruzar la calle para asegurarse de que su ropa y su maleta seguían en la habitación, protegida por el signo de No molestar.
El miércoles por la noche durmió en el «Kenilworth». Intentó dormir. Se deprimió. Pensó en la pistola guardada en la mesa de noche... Realmente, ¿esperaba liquidar a Liebermann y a los otros hombres que faltaban (¡y que eran setenta y siete!) antes de que le mataran a él? ¿O, lo que sería incluso peor, que lo capturaran y le sometieran a una abominable parodia de proceso como las que habían tenido que soportar Stangl y Eichmann, los pobres? ¿Por qué no terminar con todo el esfuerzo, los planes, las preocupaciones?
A la una de la mañana vio en la televisión norteamericana —seguramente obra de Dios, un signo destinado a arrancarlo de la desesperación— una vieja y gloriosa película del Führer y el general Von Blomberg presenciando un desfile de la «Luftwaffe»; bajó totamente el volumen de la aborrecible narración inglesa para seguir las viejas imágenes borrosas sin sonido, tan desgarradoramente agridulces, tan inspiradoras...
Se durmió.
Pocos minutos después de las ocho de la mañana del jueves, en el momento en que se disponía a hacer una nueva llamada a Viena, sonó el teléfono.
—¿Diga?
—¿Hablo con el señor Kurt Koehler? —era una mujer, una norteamericana, no Fräulein Zimmer.
—Sí.
—Hola, yo soy Rita Farb. Soy amiga de Yakov Liebermann. Él ha estado en nuestra casa, en Nueva York, y me pidió que lo llamara. Hace un rato que llamó a su despacho en Viena y se enteró de que estaba usted esperándolo. Estará esta noche en Washington, alrededor de las seis, y le gustaría que cenaran juntos, de modo que le llamará tan pronto como llegue.
—¡Estupendo! —exclamó Mengele, lleno de gozo.
—¿Y podría usted hacerle un favor, si es tan amable? ¿Llamar al hotel «Benjamin Franklin» para confirmarles su llegada?
—Sí, lo haré encantado. ¿Sabe usted en qué vuelo llega?
—Viaja en coche, no en avión, y acaba de partir— Por eso le llamé yo, porque a él le corría cierta prisa.
Mengele frunció el ceño.
—Pero, si ya ha salido, ¿no estará aquí antes de las seis?
—No, porque tiene que pasar por Pennsylvania. Hasta es posible que llegue un poco después de las seis, pero llegará hoy, sin duda, y lo primero que hará será comunicarse con usted.
Mengele se quedó en silencio.
—¿Va a hablar con Henry Wheelock, en New Providence? —preguntó después.
—Sí, yo soy quien le consiguió los datos para llegar. Es realmente interesante dar alojamiento a Yakov. Me imagino que lo que sucede es algo de veras importante.
—Así es —le aseguró Mengele—. Gracias por llamar. Ah, ¿sabe usted a qué hora se reunirán Yakov y Henry?
—A mediodía.
—Gracias. Adiós.
Oprimió el botón del teléfono, lo mantuvo apretado, miró el reloj, cerró los ojos y permaneció inmóvil; después abrió los ojos, soltó el botón y lo golpeó dos o tres veces. Habló con recepción y pidió que le prepararan la cuenta.
Se puso el bigote, la peluca. La pistola. Chaqueta, abrigo, sombrero; la cartera en la mano.
A la carrera atravesó el vestíbulo para entrar en el «Benjamin Franklin»; se detuvo en recepción para darle sus instrucciones y se dirigió al mostrador de alquiler de coches. Una bonita muchacha de uniforme amarillo y negro le dedicó una sonrisa radiante.
Que se hizo apenas un poco menos radiante al saber que su cliente era paraguayo y no tenía tarjeta de crédito. Entonces, tendría que pagar en efectivo y por adelantado el importe total del alquiler; seguramente andaría por los sesenta dólares, pero se lo calcularía con más exactitud. Mengele le arrojó los billetes, le dejó el permiso de conducir, le dijo que le tuviera el coche listo en diez minutos y corrió a los ascensores.
A las nueve estaba ya en la carretera a Baltimore, en un «Ford Pinto» blanco, bajo un luminoso cielo azul. La pistola bajo el brazo, el cuchillo en el bolsillo de la chaqueta y Dios en el asiento del acompañante.
Si se mantenía en el límite de velocidad de noventa kilómetros por hora, llegaría a New Providence casi una hora antes que Liebermann.
Otros coches le adelantaban. ¡Estos norteamericanos! Si el límite es de noventa, ellos van a noventa y cinco. Sacudió la cabeza y se decidió a conducir más de prisa? A Donde fueres...
Llegó a New Providence —un puñado de casas grises, una tienda, una oficina de Correos de ladrillos de una sola planta —a las once menos diez, pero todavía tenía que encontrar Old Buck Road sin pedir instrucciones a nadie que más tarde pudiera darle a la Policía una descripción de él o de su coche. El mapa de carreteras que había recogido en una gasolinera de Maryland, más detallado que el atlas, mostraba un pueblo que se llamaba Buck al sudeste de New Providence, y se dirigió a explorar en esa dirección, tomando por un camino de dos direcciones, lleno de baches, que serpenteaba entre tierras cultivadas que el invierno había desnudado; en cada cruce se detenía para mirar los signos e indicadores poco menos que ilegibles. De vez en cuando le adelantaba algún coche, o un camión.
Old Buck Road se abría a derecha e izquierda; eligió el ramal de la derecha y por él volvió a acercarse a New Providence, prestando atención a los buzones. Pasó frente al de Gruber, y al de C. Johnson. Despojados de hojas, los árboles entrelazaban sus ramas por encima del estrecho camino. Una calesa negra venía hacia él. Las había visto similares en los carteles que flanqueaban la ruta principal; aparentemente, eran una de las atracciones turísticas de la zona. Dentro de la calesa, bajo la capota negra, un hombre barbudo de sombrero negro y una mujer con un gorro también negro, ocupaban el asiento delantero, mirando rígidamente hacia el frente.
Los buzones, próximos a sendas que se perdían entre los árboles, eran pocos y estaban apartados entre sí. Eso estaba bien; así podría usar la pistola.
H. Wheelock. La banderola roja estaba al costado del buzón. PERROS GUARDIANES, anunciaba (¿o advertía?), más abajo, una tabla pintada con toscas letras negras.
Eso estaba mal; aunque tal vez no del todo mal, ya que le daba una razón más aceptable para estar allí que el cuento de la gira de verano para el muchacho, que tenía pensado repetir.
Giró hacia la derecha, guiando las ruedas del coche entre los profundos baches de un camino de tierra abovedado que gradualmente trepaba la colina entre los árboles. Los bajos del coche rozaban el suelo. Vaya problema Herr Hertz. Pero el problema sería también para él, si se le averiaba el coche. Condujo lentamente, mirando su reloj: las 11.18.
Sí, recordaba vagamente que uno de los matrimonios norteamericanos explicaba que entre sus intereses se contaba la cría de perros. Seguramente habrían sido los Wheelock; y era probable que el guardia de prisión, que para ahora ya debía de haberse jubilado, hubiera hecho de su antiguo pasatiempo su ocupación actual.
—¡Buenos días! —ensayó Mengele, en alta voz—. El cartel que tiene usted allí dice «perros guardianes», y lo que yo ando buscando es exactamente un perro guardián.
Volvió a apretarse el bigote en su lugar, se palmeó la peluca en los costados y en la nuca y movió el espejo retrovisor para verse; lo enderezó de nuevo y siguió conduciendo, lentamente; buscó bajo el abrigo y la chaqueta, desprendió el costado de la pistolera. Así podría sacar fácilmente el arma.
Un tumulto de ladridos de perros le desafió desde un claro soleado donde, en ángulo con él, se alzaba una casa de dos plantas: postigos blancos, aleros marrones. En la parte del fondo, una docena de perros se arrojaban contra una alta cerca de alambre ladrando y gruñendo. Tras ellos, inmóvil, un hombre de pelo blanco miraba hacia él.
Siguió conduciendo hasta el comienzo del sendero de losas que llevaba hasta la casa y allí detuvo el coche; puso la palanca en punto muerto y giró la llave. Solamente un perro seguía gruñendo; parecía un cachorro. Hacia el lado opuesto de la casa, una camioneta roja ocupaba la mitad de un garaje para dos coches; el otro lugar estaba vacío.
Quitó el seguro de la puerta del coche, la abrió y bajó, estirándose y frotándose la espalda; el vehículo chirrió cuando le quitó la llave. El arma se le movía bajo el brazo. Cerró de un golpe la puerta y se quedó mirando el porche pintado de blanco, al final del sendero. ¡Es aquí donde vive uno de ellos! Tal vez por alguna parte hubiera una foto del muchacho. ¡Qué maravilla sería ver ese rostro de casi catorce años! Dios del cielo, ¿y si hoy no estuviera en la escuela? ¡Una idea perturbadora, pero fascinante!
El hombre de pelo blanco se le acercó a largos pasos, por el costado de la casa; llevaba un perro al lado, un reluciente sabueso negro. Vestía una abultada chaqueta marrón, guantes negros, pantalones también marrones; alto y de hombros anchos, su rostro rubicundo era hosco e inamistoso.
—¡Buenos días! —empezó Mengele, sonriendo—. El...
—¿Usted es Liebermann? —preguntó el hombre, cada vez más próximo, con voz profunda y gutural. La sonrisa de Mengele se ensanchó.
—Ja, ¡sí! —respondió—. ¡Sí! ¿El señor Wheelock?
El hombre se detuvo cerca de él, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza de pelo blanco y ondulado. El perro, un hermoso doberman azul negro, gruñó a Mengele, mostrándole los dientes blancos y afilados. Un dedo enfundado en piel negra lo sostenía por el collar. Las mangas de la áspera chaqueta marrón estaban mordidas y desgarradas, y por los rotos asomaban fibras de relleno blanco, acolchado.
—He llegado un poco temprano —se disculpó Mengele.
Wheelock miró hacia el coche, que había quedado a espaldas de Mengele, y después le clavó directamente los ojos azules, entrecerrados bajo las espesas cejas blancas. Las mejillas, donde asomaba una cerdosa barba blanca, estaban surcadas de arrugas.
—Venga adentro —invitó, inclinando hacia la casa su cabeza canosa—. No tengo inconveniente en admitir que me dejó con una curiosidad tremenda.
Se dio la vuelta y abrió la marcha por el sendero, sosteniendo con un dedo la cadena del doberman.
—Bonito perro —comentó Mengele, siguiéndole.
Wheelock subió al porche. La puerta, pintada de blanco, tenía una aldaba en forma de cabeza de perro
—Su hijo, ¿está en casa? —preguntó Mengele.
—No hay nadie —respondió Wheelock, mientras abría la puerta—, salvo ellos.
Los dobermans, dos, tres, se acercaron a lamerle el guante, gruñéndole a Mengele.
—Tranquilos, muchachos —los regañó Wheelock—. Es un amigo. —Con un gesto indicó a los perros que se retiraran. Los animales obedecieron y el dueño de la casa entró con el otro perro, al tiempo que indicaba a Mengele—: Cierre la puerta.
El recién llegado entró, cerró la puerta y se quedó mirando a Wheelock, en cuclillas entre la multitud de dobermans negros, acariciándoles la cabeza y palmeando la elástica firmeza de los flancos, mientras los perros lo lamían y olfateaban.
—Preciosos —observó Mengele.
—Estos jovenzuelos —fue presentando alegremente Wheelock—, son Harpo y Zeppo; fue mi hijo quien les puso el nombre, la única camada en que le permití que lo hiciera. Este más viejo es Samson... Quieto, Sam, y éste Major. Éste es el señor Liebermann, muchachos. Un amigo. —Se enderezó y sonrió a Mengele, mientras se tironeaba las puntas de los guantes—. Ahora ya comprenderá por qué no me mojo los pantalones cuando usted me dice que alguien me la tiene jurada.
Mengele asintió con la cabeza.
—Sí —murmuró mientras miraba a los dos dobermans que le olfateaban el sobretodo—. Perros como éstos son una protección estupenda.
—Le abrirán la garganta a cualquiera que me mire de través. —Al abrir la cremallera de su chaqueta, Wheelock dejo ver la camisa roja que tenía debajo—. Quítese el abrigo y cuélguelo allí —indicó.
A la derecha de Mengele había un perchero alto, con grandes ganchos negros; por el espejo oval se veían una silla y el extremo de la mesa del comedor, en la habitación opuesta. Mengele puso el sombrero en una de las perchas y se desabotonó el sobretodo; sonrió a los dobermans e hizo lo mismo con Wheelock, que en ese momento se quitaba la chaqueta. A sus espaldas se elevaba una escalera, estrecha y empinada.
—Así que es usted el que atrapó a ese Eichmann —comentó Wheelock, mientras colgaba su chaqueta de mangas desgarradas.
—Los israelíes lo atraparon —contestó Mengele, mientras se quitaba el abrigo—. Pero yo les ayudé, claro. Encontré el escondite que tenía en la Argentina.
—¿Obtuvo alguna recompensa?
—No. —Mengele colgó el abrigo—. Esas cosas las hago por mi propia satisfacción. Odio a todos los nazis; habría que cazarlos y destruirlos como alimañas.
—Es por los negros por quienes tenemos que preocuparnos ahora, no por los nazis —declaró Wheelock—. Pase por aquí.
Mientras se acomodaba la chaqueta, Mengele siguió al dueño de casa al interior de una habitación situada hacia la derecha. Dos de los dobermans le acompañaron, husmeándole las piernas; los otros dos iban con Wheelock. La habitación era un grato lugar de estar, con cortinas blancas en las ventanas, un hogar de piedra y, hacia la izquierda, una pared cubierta de cintas de todos colores concedidas como premios, copas doradas, fotos enmarcadas en negro.
—Oh, impresionante —se admiró Mengele, y fue a mirar las fotos: eran todas de los dobermans. No había ninguna del chico.
—Ahora, dígame por qué me anda persiguiendo un nazi.
Mengele se volvió. Wheelock estaba sentado en un canapé victoriano instalado entre las dos ventanas del frente, sacando tabaco de un frasco de cristal tallado que había sobre una mesita baja, delante de él, y llenando con él una vieja pipa negra. Uno de los dobermans apoyaba las patas delanteras sobre la mesa, vigilante.
Otro, el más grande de todos, tendido sobre una alfombra redonda de ganchillo, entre Wheelock y Mengele, miraba a este último con aire plácido, pero interesado.
Los otros dos perros olisqueaban las piernas de Mengele, las puntas de los dedos.
—¿Bueno? —insistió Wheelock, mirando a Mengele. Éste forzó una sonrisa.
—Comprenda usted que se me hace difícil hablar con... —Señaló con un gesto los dobermans que lo flanqueaban.
—No se preocupe —lo tranquilizó Wheelock, mientras seguía con su pipa—. A menos que usted me moleste a mí, no lo molestarán. Siéntese y hable, que ya se acostumbrarán a usted.
Mengele se sentó en un viejo sofá de cuero. Uno de los dobermans también trepó a él de un salto y empezó a dar vueltas y más vueltas, mientras se preparaba para echarse. El que estaba sobre la alfombra se levantó, se acercó y metió la lisa cabeza negra entre las rodillas de Mengele, olfateándole la entrepierna.
—Samson —advirtió Wheelock, mientras aspiraba provocando una llamarada en el tazón de la pipa.
El doberman sacó la cabeza y se sentó en el suelo, sin dejar de mirar a Mengele. Otro, sentado a los pies de éste, se rascaba el collar con una de las patas traseras. El que estaba en el sofá junto a Mengele se había echado y miraba al otro, sentado delante de él. Mengele se aclaró la garganta y empezó:
—El nazi que viene es el propio doctor Mengele, y probablemente estará aquí...
—¿Doctor? —Con la pipa en la mano, Wheelock sacudió la cerilla para apagarla.
—Sí, el doctor Mengele. Señor Wheelock, estoy seguro de que estos perros están perfectamente adiestrados, de lo cual no dejan la menor duda todos esos premios. —Con el dedo señaló la pared, a sus espaldas—, pero el hecho es que cuando yo tenía ocho años me atacó un perro; no era un doberman, era un ovejero alemán —se tocó el muslo izquierdo—. Hasta hoy, este muslo sigue siendo una masa de cicatrices. Además, están las cicatrices mentales. Yo me siento muy incómodo cuando hay un perro conmigo en una habitación, y tener que estar con cuatro..., bueno, es una pesadilla para mí.
Wheelock dejó la pipa.
—Haber empezado por decir eso —respondió mientras se levantaba y hacía chasquear los dedos. Los dobermans se levantaron, saltando, para acudir a su lado—. Vamos, muchachos —les ordenó, conduciéndoles a través de la habitación hasta una puerta abierta junto al sofá—. Idos, que aquí tenemos a otro Wally Montague. —Indicó a los perros que salieran con el pie apartó una cuña que mantenía abierta la puerta y, tras haberla cerrado, probó el picaporte.
—¿No pueden entrar por otro lado? —preguntó Mengele.
—No. —Wheelock volvió a atravesar el cuarto. Mengele dejó escapar un suspiro.
—Gracias. Ahora me siento mucho mejor. —Se volvió a sentar en el sofá y se desabrochó la chaqueta.
—Cuente de una vez su historia —le urgió Wheelock, mientras se sentaba de nuevo en el canapé y volvía a tomar su pipa—, que no me gusta tenerlos demasiado tiempo ahí encerrados.
Iré directamente al grano —prometió Mengele—, pero antes —levantó un dedo— me gustaría darle a usted un arma para que pueda defenderse en momentos como éste, en que no tiene con usted los perros.
—Ya tengo un arma —dijo Wheelock, recostado con la pipa entre los dientes, los brazos extendidos en el canapé, las piernas cruzadas—. Una «Luger». —Se sacó la pipa de la boca y exhaló el humo—. Y, además, dos escopetas y un fusil.
—Ésta es una «Browning». —Mengele la sacó de la pistolera—. Es preferible a la «Luger», porque el cargador tiene cabida para trece balas. —Con el pulgar le bajó el seguro y, con el arma en posición de disparar, la volvió hacia Wheelock—: Levante las manos —le ordenó—. Primero deje la pipa, lentamente.
Wheelock le miró con el ceño fruncido, erizadas las cejas canosas.
—Bueno —declaró Mengele—, no quiero hacerle daño. No tengo ningún motivo. Para mí, usted es un extraño. En el que me intereso es en Liebermann. «El que me interesa es Liebermann», debería decir.
Wheelock descruzó las piernas y se inclinó lentamente hacia delante, mirando colérico a Mengele, con el rostro congestionado. Dejó la pipa y levantó por encima de la cabeza ambas manos abiertas.
Póngalas en la cabeza —sugirió Mengele—. Tiene usted una cabellera estupenda; se la envidio. Esto, lamentablemente, es una peluca. —Se levantó del sofá y señaló hacia arriba con el cañón de la pistola.
Con las manos cruzadas en lo alto de la cabeza, Wheelock también se levantó.
—A mí no me importan una mierda los asuntos de nazis y judíos —declaró.
—Está bien —asintió Mengele, sin dejar de apuntar con la pistola a la camisa roja de Wheelock—. Pero de todas maneras, me gustaría ponerle en algún lugar donde no pueda dar aviso a Liebermann. ¿Hay un sótano?
—Sí.
—Pues vaya hacia allí. A paso tranquilo. Aparte de esos cuatro, ¿no hay otros perros en la casa?
—No. —Wheelock avanzaba lentamente hacia el vestíbulo, con las manos sobre la cabeza—. Afortunadamente para usted.
Mengele lo siguió, sin dejar el arma.
—Su mujer, ¿dónde está? —le preguntó.
—En la escuela. Es maestra, en Lancaster. Wheelock entró en el vestíbulo.
—¿Tiene usted fotografías de su hijo?
Wheelock se detuvo un momento y después fue hacia la derecha.
—¿Para qué las quiere?
—Para verlas —respondió Mengele, mientras lo seguía con el arma—. No tengo intención de hacerle daño. Soy el médico que atendió el parto.
—Pero, ¿qué demonios es todo esto? —Wheelock se detuvo junto a una puerta, al costado de la escalera.
—¿Tiene fotografías? —volvió a preguntar Mengele.
—Hay un álbum allí, donde estuvimos. En la parte baja de la mesita donde está el teléfono.
—¿Esa es la puerta?
—Sí.
—Baje una mano y ábrala, un poco nada más.
Wheelock se volvió hacia la puerta, bajó la mano, abrió levemente la puerta, se puso de nuevo la mano sobre la cabeza.
—Lo demás, con el pie.
Con la punta del pie, el prisionero abrió totalmente la puerta.
Mengele se dirigió hacia la pared opuesta y se apoyó contra ella, con el arma próxima a la espalda de Wheelock.
—Entre.
—Tengo que encender la luz.
—Enciéndala.
Wheelock estiró la mano, tiró de un cordón; una luz agresiva se encendió del otro lado de la puerta. Poniéndose otra vez la mano sobre la cabeza, se agachó para bajar a un descanso donde, fijado a la pared de madera, había un surtido de herramientas domésticas.
—Baje, lentamente —le ordenó Mengele. Wheelock se volvió hacia la izquierda y empezó a descender lentamente las escaleras.
Mengele fue hacia la puerta, bajó hasta el descansillo, se volvió hacia Wheelock y cerró la puerta.
Con las manos sobre la cabeza, Wheelock descendía lentamente las escaleras del sótano.
Mengele apuntó con la «Browning» a la espalda de la camisa roja, disparó y volvió a disparar, con un ruido ensordecedor. Las cápsulas volaron y rebotaron.
Las manos cayeron de la cabeza blanca y, tanteando, encontraron el pasamanos de madera. Wheelock se tambaleó.
Mengele volvió a hacer fuego, con un ruido ensordecedor, sobre la espalda de la camisa roja.
Las manos resbalaron sobre el pasamanos y Wheelock se desplomó hacia delante, golpeando con la frente contra el suelo; los pies se le separaron, las piernas y el tronco rodaron un poco por las escaleras.
Mengele miró, mientras se frotaba el oído con el índice.
Abrió la puerta y salió al vestíbulo. Los perros ladraban, furiosamente.
—¡Quietos! —gritó Mengele, mientras con el dedo se frotaba el otro oído. Los perros siguieron ladrando.
Mengele volvió a poner el seguro y se guardó el arma en la pistolera; sacó un pañuelo, limpió el picaporte interior de la puerta, tiró del cordón para apagar la luz y cerró la puerta con el codo.
—¡Quietos! —gritó, guardándose el pañuelo en el bolsillos. Los perros siguieron ladrando. Rascaban y golpeaban una puerta cerrada al extremo del vestíbulo.
Mengele corrió hacia la puerta del frente, miró por un estrecho panel de cristal que ésta tenía, la abrió y salió corriendo afuera.
Se subió a su coche, lo puso en marcha y dio con él la vuelta a la casa para aparcarlo en la parte del garaje. Corrió hacia la casa y cerró la puerta. Los perros ladraban y gemían, rascando, golpeando.
Mengele se miró en el espejo del perchero; se aflojó la peluca, se la quitó, se arrancó el bigote del labio superior; metió ambos en un bolsillo de su abrigo, colgado en la percha y sacó fuera la tapa del bolsillo para que los disimulara. Volvió a mirarse mientras se palmeaba con ambas manos el casi rapado pelo gris. Frunció el ceño.
Se quitó la chaqueta y la colgó en una percha; después, para cubrirla, colgó en la misma percha el abrigo.
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Se deshizo el nudo de la corbata negro y oro, se la arrancó rápidamente, la enrolló y la guardó en un bolsillo de la americana.
Se desprendió el cuello de la camisa azul claro y desprendió también el botón siguiente; se abrió bien el cuello; arrugándole las puntas.
Detrás de la puerta, los perros ladraban y gruñían. Mengele aflojó la correa de la pistolera. Mirándose en el espejo, preguntó.
—¿Es usted Liebermann?
Lo volvió a preguntar, con acento más norteamericano, menos alemán:
—¿Es usted Liebermann?
Intentó hacer la voz más parecida a la de Wheelock, más gutural.
—Entre. Tengo que admitir que tengo una tremenda curiosidad. No les haga caso —(qué difícil era imitar el acento norteamericano)—, siempre ladran así. ¿Es usted Liebermann? Pase.
Los perros ladraban.
—¡Quietos! —les gritó Mengele.
7
Liebermann no perdía de vista el kilometraje que lentamente iba registrándose en el tablero del coche, que ya le tenía destrozados los riñones. La casa de Wheelock estaba exactamente a cuatrocientos metros después del giro hacia la izquierda para entrar en Old Buck Road... si es que entendía bien la ornamentada escritura de Rita, cosa que hasta el momento no siempre le había sucedido. Entre la letra de Rita y las paradas de descanso que le imponían las sacudidas del coche, ya se habían hecho las doce y veinte.
Sin embargo, tenía la sensación de que las cosas iban encajando. Claro que se había entristecido al enterarse de que habían encontrado el cuerpo de Barry, pero en realidad eso le favorecía a él, ahora tenía un punto de partida firme y demostrable para apoyarse en Washington. Y Kurt Koehler le esperaba, no sólo con las notas que había tomado Barry —y que al parecer eran útiles e importantes—, sino con la influencia de un ciudadano acomodado, además. Sin duda estaría dispuesto a quedarse algún tiempo para ayudarle en lo que le fuera posible; el hecho de que estuviera en Washington era una prueba de su preocupación.
Y en Filadelfia estaban Greenspan y Stern, presumiblemente listos para acudir con un eficaz comando de la Y. J. D. tan pronto como Wheelock se convenciera de que estaba en peligro. «Es algo relacionado con su hijo, señor Wheelock; con su adopción. La persona que les preparó los documentos a usted y a su esposa fue una mujer llamada Elizabeth Gregory, ¿no es eso? Ahora, debe creerme que nadie...»
Al llegar a los cuatrocientos metros apareció el indicador y Liebermann vio que adelante, por la izquierda, se le aproximaba un buzón. Tenía debajo una tabla en la cual se leía, pintado en letras negras, PERROS GUARDIANES; en la parte alta del buzón estaba escrito H. Wheelock. Liebermann disminuyó la velocidad, detuvo el coche, esperó a que pasara un camión que venía hacia él y cruzó. Guió las ruedas del coche entre los profundos baches de un camino de tierra abovedado, que gradualmente trepaba la colina, entre los árboles. Los bajos del coche rozaban el suelo. Liebermann cambió de marcha y condujo con lentitud. Echó un vistazo a su reloj: casi las doce y veinticinco.
Media hora, más o menos, para convencer a Wheelock (sin entrar en el asunto de los genes: «No sé por qué matan a los padres de los muchachos, pero el hecho es que los matan»), y después una hora, más o menos, para que llegaran los de la Y. J. D. Para entonces serían las dos de la tarde, o un poco más. Probablemente podría salir hacia las tres, y estar en Washington a las cinco o cinco y media, para llamar a Koehler. Estaba realmente deseoso de encontrarse con él y ver las notas de Barry. Era sorprendente que a Mengele se le hubieran escapado, aunque tal vez Koehler les diera más importancia de la que tenían...
Un tumulto de ladridos de perros le desafió desde un claro soleado donde, en ángulo con él, se alzaba una casa de dos plantas: postigos blancos, aleros marrones. En la parte del fondo, una docena de perros se arrojaban contra una alta cerca de alambre, ladrando y gruñendo.
Siguió conduciendo hasta el comienzo del sendero de losas que llevaba hasta la casa y allí detuvo el coche; puso la palanca en punto muerto, giró la llave y aseguró el freno de mano. Hacia el lado opuesto de la casa, en un garaje, se veían una camioneta roja y un sedán blanco.
Se bajó del coche, cerró la puerta y, con la cartera en la mano, se quedó mirando la casa marrón con detalles blancos. Sería bastante fácil proteger a Wheelock en ese lugar; los perros, que seguían ladrando, constituían por sí solos un sistema de alarma. Y de disuasión. Lo más probable era que el asesino decidiera dar el golpe en alguna otra parte..., en el pueblo o en la carretera. Wheelock tendría que seguir con su rutina habitual y dejar que el asesino tuviera la oportunidad de mostrarse. El problema consistía en asustarle lo bastante para que aceptara la protección que se le ofrecía, pero no tanto que se quedara en casa y decidiera encerrarse en un armario.
Inspiró y empezó a recorrer el sendero, hasta el porche. La puerta tenía una aldaba de hierro, en forma de cabeza de perro, y al lado un botón negro para el timbre. Optó por la aldaba y golpeó dos veces. Como era vieja y estaba mal aceitada, los golpes no eran muy fuertes. Esperó un momento, oyendo cómo ladraban los perros en el interior de la casa, y acercó un dedo al timbre. En ese momento se abrió la puerta y un hombre, menos corpulento de lo que él esperaba, de pelo gris casi rapado y vivaces ojos castaños, le miró alegremente mientras le preguntaba
con voz gutural y profunda:
—¿Es usted Liebermann?
—Sí. ¿El señor Wheelock?
Un gesto afirmativo de la cabeza gris, y la puerta se abrió del todo.
—Pase.
Liebermann entró en un vestíbulo que olía a perro y de donde partía una escalera, hacia el piso de arriba. Los perros —cinco o seis, parecía por el ruido— ladraban, gruñían, rascaban detrás de una puerta cerrada, al extremo del vestíbulo. Se volvió hacia Wheelock, que le sonreía, después de haber cerrado puerta.
—Encantado de conocerle —dijo Wheelock, muy elegante con una camisa azul claro con el cuello abierto y los puños vueltos, ajustados pantalones de color gris oscuro y zapatos negros, de buena calidad. El escándalo de los perros no cesaba—. Ya empezaba a pensar que no vendría.
—Es que entendí mal las instrucciones —explicó Liebermann—. ¿Recuerda a la señora que le llamó desde Nueva York? —Sacudió la cabeza, con una sonrisa de disculpa—. Lo hizo por encargo mío.
—Ah —asintió Wheelock, con una sonrisa—. Quítese el abrigo —agregó, mientras señalaba un perchero del cual colgaban un sombrero negro y otro abrigo, junto a una chaqueta marrón, acolchada, con las mangas mordidas y desgarradas.
Liebermann colgó su sombrero, dejó la cartera en el suelo y se desprendió del abrigo. Wheelock era más cordial de lo que se había mostrado por teléfono, incluso parecía satisfecho de verle, pero en su manera de hablar había algo que no tenía nada de amistoso, y que Liebermann percibía aunque no pudiera definirlo.
—Lo decía usted en serio cuando habló de «una casa llena de perros» —comentó, mientras miraba en dirección a la puerta, detrás de la cual ladraban y gemían los animales.
—Sí —respondió Wheelock mientras pasaba junto a él, sonriendo—. Pero no les haga caso, siempre ladran así. Los he encerrado para que no molesten. Hay gente que se pone nerviosa. Venga por aquí —le guió hacia una puerta que había a la derecha.
Liebermann colgó su abrigo, levantó la cartera y, con una mirada pensativa a la espalda de Wheelock, le siguió al interior de un cuarto de estar muy grato. Los perros empezaron a ladrar y a dar golpes contra una puerta que había a la izquierda, próxima a un sofá de cuero negro sobre el cual, en una parte revestida de madera, pendían cintas multicolores concedidas como premios, copas y trofeos, y fotografías enmarcadas en negro. Al fondo de la habitación había una chimenea de piedra, y sobre la repisa más trofeos y un reloj. En la pared de la derecha, unas ventanas con visillos y, entre ellas, un canapé de estilo anticuado; en el rincón, junto a la puerta, una silla y una mesita para el teléfono, algunos libros y un pequeño estante para pipas.
—Siéntese —le invitó Wheelock, señalando con un gesto el sofá, mientras él se dirigía al canapé—. Y a ver si me cuenta por qué me anda persiguiendo un nazi —se sentó—. Tengo que admitir que me dejó con una curiosidad tremenda.
Curiosidad... esa r un poco gutural. Eso era lo que lo tenía preocupado; que el amistoso Henry Wheelock le imitara, que en su acento nortamericano se insinuara levemente el de un «agente Choiman». Nada evidente: apenas ese imperceptible endurecimiento de la r, algo en la v que evocaba un poco el sonido f. Liebermann se sentó en el sofá —los almohadones resoplaron— y miró a Wheelock, que se inclinaba hacia delante en el canapé, con los codos apoyados en las rodillas separadas, mientras con las puntas de los dedos acariciaba el borde de un álbum o libro de recortes, verde, que tenía frente a sí, sobre una mesita baja; sonriéndole, esperaba.
Tal vez la imitación no fuera intencional... El propio Liebermann se había dado cuenta a veces de que se le pegaban el ritmo y las inflexiones de los extranjeros que hablaban con dificultad el alemán, y se había sentido confuso y avergonzado al descubrirlo.
Pero no, esto era intencional; estaba seguro. Del sonriente Wheelock fluía una intensa hostilidad. ¿Y qué se podía esperar de un ex guardián penitenciario, antisemita, que adiestraba perros para que le destrozaran el cuello a la gente? ¿Amabilidad y amor? ¿Buenos modales?
Bueno, si había ido a este lugar no era para buscar un amigo. Dejó la cartera a sus pies y apoyó las manos en las rodillas.
—Para explicárselo, señor Wheelock —empezó— tendré que tocar aspectos personales, que se refieren a usted y a su familia. Específicamente, a la adopción de su hijo.
Las cejas de Wheelock se levantaron, interrogantes.
—Sé —continuó Liebermann— que usted y su esposa lo consiguieron en Nueva York, por medio de «Elizabeth Gregory». Ahora bien, debe creerme. —Se inclinó hacia delante— que no se trata de poner en duda la adopción. Nadie intentará despojarle a usted de su hijo ni acusarle de haber infringido ninguna ley. Eso sucedió hace tiempo, y ya no tiene ninguna importancia..., importancia directa por lo menos. Sobre eso le doy mi palabra.
—Le creo —asintió con seriedad Wheelock.
Un tipo demasiado tranquilo ese hijo de mala madre, que se lo tomaba con tanta calma; ahí sentado, juntando y separando las yemas de los dedos, juntándolas y separándolas a lo largo del borde de la tapa de ese álbum verde. El lomo del álbum miraba hacia Liebermann y la tapa se levantaba un poco, como sostenida por algo que hubiera dentro.
—Elizabeth Gregory —volvió a hablar Liebermann— no era su verdadero nombre. En realidad; se llamaba Frieda Maloney. Frieda Altschul Maloney. ¿Ha oído hablar de ella?
Wheelock frunció el ceño, pensativamente.
—¿Se refiere usted a esa nazi? —preguntó—. ¿La que devolvieron a Alemania?
—Sí —Liebermann levantó su cartera—. Aquí tengo algunas fotos de ella. Verá usted que...
—No se preocupe —dijo Wheelock.
Liebermann le miró, sorprendido.
—Vi su retrato en el periódico —explicó Wheelock—, y me pareció conocida. Ahora ya sé por qué —sonrió.
El «por qué» había sido casi «pog qué».
Liebermann hizo un gesto afirmativo. (¿Era intencional? A no ser por esa imitación, Wheelock se conducía de manera bastante agradable.) Echó hacia atrás la correa de la cartera.
—Usted y su mujer —dijo, tratando de desguturalizar sus propias erres— no fueron el único matrimonio que obtuvo su hijo por medio de ella. Lo mismo hizo un matrimonio de apellido Guthrie, y el señor Guthrie fue asesinado en octubre último. Y otro de apellido Curry; en noviembre, el señor Curry fue asesinado.
Ahora Wheelock parecía preocupado. Sobre el borde del álbum, los dedos se habían inmovilizado.
—En este país hay un nazi —continuó Liebermann, sosteniendo la cartera sobre las rodillas—, un hombre que formó parte de las SS, que ha venido para matar a los padres de los hijos adoptados por medio de Frieda Maloney. Los va matando en el mismo orden en que se realizaron las adopciones, y con el mismo intervalo. Y usted, señor Wheelock, es el próximo —le aseguró con un gesto afirmativo—. Pronto. Y después hay muchos más. Por eso recurriré al FBI y por eso, mientras ellos no intervengan, usted debe estar protegido. Y por algo más que sus perros. —Con un gesto señaló la puerta cerrada junto al sofá; los perros lloriqueaban tras ella, y alguno ladraba desganadamente.
Pasmado, Wheelock sacudió la cabeza.
—¡Hum! —masculló—. ¡Pero esto es muy raro! —Miró interrogativamente a Liebermann—. ¿Están matando a los padres de los chicos?
—Sí.
—Pero, ¿por qué? —Esta vez la pronunciación era perfecta; él también se esforzaba.
Pero, ¡claro! No era de ningún modo una imitación, intencional o no, sino el intento de suprimir un acento, auténtico, como el suyo.
—No sé... —respondió.
Los zapatos y los pantalones eran ropa de hombre de la ciudad, no del campo; además, la hostilidad que emanaba de él; los perros encerrados para que no lo «molestaran»...
—¿No lo sabe usted? —preguntó el-nazi-que-no-era-Wheelock—. ¿Están matando a toda esa gente y usted no sabe la razón?
Pero los asesinos eran hombres que andaban por la cincuentena, y éste tenía sesenta y cinco, un poco menos tal vez. ¿Mengele? Imposible. Estaba en Brasil o en Paraguay, y no se atrevería a ir al Norte, no era posible que estuviera ahí sentado con él en New Providente, Pennsylvania.
Sin decir nada, sacudió la cabeza mirando al hombre que era imposible que fuera Mengele.
Pero Kurt Koehler había estado en Brasil y había ido a Washington. Y su nombre debía figurar en el pasaporte o en la billetera de Barry, como el familiar más próximo...
Detrás de la tapa del álbum apareció, apuntada hacia él, una pistola.
—Pues entonces, tendré que decírsela yo —anunció el hombre que la sostenía. Liebermann le miró;
le oscureció y alargó el pelo, le concedió un delgado bigote, unos cuantos kilos más y unos cuantos años menos... Sí, era Mengele. ¡Mengele! El odiado, el tanto tiempo buscado: ¡Ángel de la Muerte, asesino de niños! Ahí sentado. Sonriendo. Apuntándole con una pistola.
—No permita el cielo —dijo Mengele en alemán— que muera usted en la ignorancia. Quiero que sepa exactamente lo que sucederá en unos veinte años, más o menos. Esa mirada osificada, ¿es sólo por la pistola, o me ha reconocido usted?
Liebermann parpadeó, inhaló aire.
—Sí, le reconozco.
—Rudel, y Seibert, y los otros —sonrió Mengele son un montón de viejas cansadas. Hicieron volver a los hombres porque Frieda Maloney le contó a usted lo de los niños, de modo que tendré que terminar yo mismo el trabajo. —Se encogió de hombros—. En realidad, no me importa; trabajando me mantendré joven. Escuche, deje la cartera en el suelo, muy lentamente, recuéstese con las manos sobre la cabeza y relájese; le queda un minuto más o menos de vida.
Liebermann dejó lentamente la cartera en el suelo, al lado de su pie izquierdo, pensando que si tenía oportunidad de desplazarse rápidamente hacia la derecha y abrir la puerta que había de ese lado —supuesto que no estuviera cerrada con llave— tal vez los perros que gruñían detrás verían a Mengele con el arma y se echarían sobre él antes de que pudiera hacer demasiados disparos. Claro que los perros podían echarse también sobre el propio Liebermann; y tal vez no atacaran a ninguno de los dos sin una orden de Wheelock (que debía estar muerto ahí dentro). Pero no se le ocurría otra cosa.
—Ojalá pudiera prolongarlo más —suspiró Mengele—. Lo digo en serio. Como estoy seguro de que no dejará usted de advertirlo, éste es uno de los momentos más satisfactorios de mi vida, y si fuera práctico hacerlo, me encantaría quedarme una o dos horas hablando así con usted. Para refutar algunas de las grotescas exageraciones que hay en ese libro suyo, por ejemplo. Pero, lamentablemente... —se encogió de hombros apenado.
Liebermann se puso ambas manos en lo alto de la cabeza, mientras se sentaba bien erguido en el borde del sofá. Con mucha lentitud, empezó a separar los pies. El sofá era bajo, y no sería fácil levantarse de él con rapidez.
—Wheelock, ¿está muerto? —preguntó.
—No, está en la cocina preparándonos el almuerzo —contestó Mengele—. Ahora, estimado Liebermann, escúcheme con atención. Le voy a decir algo que le parecerá totalmente increíble, pero le juro sobre la tumba de mi madre que es la verdad absoluta. ¿Acaso me molestaría en mentirle a un judío que ya está prácticamente muerto?
Liebermann dirigió rápidamente los ojos hacia la ventana que se abría a la derecha del canapé y volvió a mirar atentamente a Mengele.
El nazi suspiró y sacudió la cabeza.
—Si quisiera mirar por la ventana —anunció, le mataría primero y miraría después. Pero no quiero mirar por la ventana. Si viniera alguien, los perros del fondo ya estarían ladrando, ¿no?
—Sí —concedió Liebermann, sentado con las manos sobre la cabeza.
Mengele sonrió.
—¿No ve? Todo está de mi parte. Dios está de mi parte. ¿Sabe usted lo que vi por televisión, esta mañana a la una? Películas de Hitler. —Lo reforzó con un gesto afirmativo—. En un momento en que estaba gravemente deprimido, al borde del suicidio. Si eso no fue una señal del cielo, es porque tal cosa jamás ha existido. De manera que no pierda usted el tiempo mirando por las ventanas; míreme y escúcheme. Él está vivo. Este álbum —apuntó él con la mano libre, sin apartar de Liebermann los ojos ni la pistola— está lleno de fotografías suyas, tomadas desde que tenía un año hasta ahora. Los chicos son sus exactos duplicados genéticos. No voy a perder el tiempo en explicarle cómo lo logré (y dudo de que tuviera la capacidad de entenderlo aunque lo hiciera), pero le doy mi palabra de que efectivamente lo logré. Duplicados genéticos exactos. Fueron concebidos en mi laboratorio y llevados a término por mujeres de la tribu auiti; criaturas sanas y dóciles, con un reyuezuelo de gran sentido comercial. Los chicos no tienen absolutamente nada de ellas: son Hitler puro, generados enteramente a partir de sus células. El seis de enero de 1943, en la guarida del Lobo, me permitió que tomara medio litro de su sangre y un recorte de piel de las costillas... en un momento en que estábamos en un estado de ánimo muy bíblico. Había renunciado a tener hijos —sonó el teléfono; Mengele seguía con los ojos y el arma apuntados a Liebermann— porque sabía que ningún hijo varón sería capaz de florecer —el teléfono sonaba— a la sombra de padre tan excepcional; de modo que, cuando oyó decir que era teóricamente posible —el teléfono seguía sonando— que yo pudiera algún día, no crear para él un hijo varón, sino reproducirle a él mismo, y no a la manera de una copia hecha con un papel carbón —el teléfono continuaba con su repiqueteo—, sino obteniendo un nuevo original, la idea le fascinó tanto como me fascinaba a mí. Fue entonces cuando me dio el cargo y las instalaciones que yo necesitaba para conseguir esa meta. ¿Creyó usted realmente que mi trabajo en Auschwitz era una locura sin sentido? ¡Qué simpleza de espíritu la de la gente! Él conmemoró la ocasión en que me hiciera donación de su sangre y de su piel regalándome una hermosa pitillera con una inscripción: «A mi amigo de muchos años, Josef Mengele, que me ha servido mejor que la mayoría de los hombres, y que quizás un día me sirva mejor que todos. Adolf Hitler.» Mi bien más querido, naturalmente; demasiado peligroso para pasarla por la aduana, de modo que está segura en Asunción, en la caja fuerte de mi abogado, esperando que yo regrese de mis viajes. ¿Ve usted? Ya le estoy dando más de un minuto...
Liebermann se levantó y, mientras rugía un disparo, se lanzó hacia el extremo del sofá, estirándose. Rugió otro disparo, y otro; el dolor le arrojó contra la dureza de la pared: dolor en el pecho, dolor más abajo. En el oído que le quedó oprimido contra la pared ladraban, insistentes, los perros. La puerta de madera oscura se sacudía y se estremecía, y él tendió la mano hacia el rombo de cristal del picaporte Un nuevo disparo y el picaporte estalló en el momento en que él lo alcanzaba, mientras un agujerito en el dorso de la mano, se le llenaba de sangre. Se aferró de un trozo, cortante, del picaporte, y volvió a producirse un disparo. Los perros ladraban desesperadamente y él, retorciéndose de dolor, con los ojos fuertemente cerrados, hizo girar el trozo de picaporte y tiró. La puerta se le vino, aullando, contra el brazo y el hombro, mientras seguían produciéndose disparos en una sucesión atronadora. Ladridos, un grito, el chasquido de un arma vacía; un golpe, un estruendo, gruñidos, un grito. Soltó el afilado trozo de picaporte y se dio la vuelta, jadeante. contra la pared, dejándose deslizar hacia abajo, mientras abría los ojos...
Los perros, de un intenso color negro, acorralaban a Mengele, despatarrado de lado sobre el canapé; enormes dobermans, con los dientes salientes, los ojos encendidos y las orejas hacia atrás. La mejilla de Mengele chocó contra el brazo del canapé. Uno de sus ojos miraba fijamente al doberman que, ante él, avanzó entre las patas de la mesa derribada y le clavó los dientes en la muñeca; la pistola se le cayó de la mano. El ojo seguía girando detrás de los dobermans que le gruñían junto a la mejilla. Tenía uno de los perros a su espalda, recostado en el respaldo del asiento y con las patas delanteras sobre su hombro. Otro, con el morro junto a su mandíbula, se erguía sobre las patas traseras, entre las piernas abiertas de Mengele, apoyándose sobre el muslo levantado de éste y con el cuerpo muy apretado contra su pecho. Mengele levantó la mejilla contra el brazo del canapé; seguía mirando hacia abajo, mientras los labios le temblaban.
El cuarto doberman, enorme, estaba tendido en el suelo, entre el canapé y Liebermann, de costado, tenía la nariz sobre la alfombra; las negras costillas se movían. Desde abajo se extendía algo chato, que reflejaba la luz; un charco de orina.
Liebermann se dejó deslizar del todo contra la pared hasta quedar sentado en el suelo, contraído de dolor. Lentamente, enderezó las piernas hacia delante, observando a los dobermans que amenazaban a Mengele.
Le amenazaban, no lo mataban; la muñeca de Mengele había quedado libre, y el animal que se la había mordido estaba ahora gruñéndole, nariz contra nariz.
—¡Mata! —le ordenó Liebermann, pero apenas si le salió un susurro. El dolor que le alanceaba el pecho se hizo más intenso y más agudo.
—¡Mata! —volvió a gritar, contra el dolor, y consiguió emitir un áspero gemido.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
El ojo de Mengele se cerró; se mordió el labio inferior.
—¡MATA! —bramó Liebermann, y el dolor le desgarró el pecho, se lo hizo pedazos.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
Un chillido muy agudo salía de la boca tensamente cerrada de Mengele.
Liebermann dejó caer la cabeza atrás, contra la pared, y cerró los ojos, jadeante. Se tiró hacia abajo el nudo de la corbata y se desprendió el cuello de la camisa. Se desprendió un botón más, debajo de la corbata, y se apoyó los dedos donde estaba el dolor; se encontró el pecho húmedo, en el borde de la camiseta.
Abrió los ojos y se miró la sangre en las yemas de los dedos. La bala lo había atravesado. ¿A qué órganos habría afectado? ¿El pulmón izquierdo? Fuera lo que fuese, cada vez que respiraba le dolía más. Trató de alcanzar el pañuelo que tenía en el bolsillo del pantalón, rodando hacia la izquierda para poder sacarlo, y un dolor peor hizo explosión más abajo de la cadera.
¡Ay!
Consiguió sacar el pañuelo, lo levantó, se lo oprimió contra la herida del pecho y lo dejó allí.
Levantó la mano izquierda y vio que le salía sangre de ambos lados; más de la herida más grande, la de la palma, que del agujerito del dorso. La bala se la había atravesado algo por debajo de los dos primeros dedos, que los sentía entumecidos y no podía moverlos. En la palma le sangraban también las cortaduras.
Aunque pensó que debía mantener la mano en alto para disminuir la hemorragia, no pudo, y la dejó caer. No le quedaban fuerzas. Sólo dolor. Y cansancio... La puerta que había junto a él retrocedió lentamente, cerrándose.
Miró a Mengele, acorralado por los dobermans.
El ojo de Mengele lo vigilaba.
Liebermann cerró los ojos, respirando apenas para que el dolor le quemara menos el pecho.
—Fuera...
Al abrir los ojos y mirar a través de la habitación, vio a Mengele despatarrado en el canapé, entre los perros que le gruñían muy próximos.
—Fuera —repitió Mengele, cautelosamente, en voz baja. Pasó la mirada del doberman que tenía delante al que estaba junto a la mejilla y después al otro, que seguía bajo la mandíbula—. Fuera. Ya no hay tiros. Tiros no. Fuera. Vamos. Buenos perros.
Los dobermans gruñían sin moverse.
—Preciosos perros —les decía Mengele—. ¿Samson? Precioso, Samson. Fuera. Vete. —Lentamente, giró la cabeza contra el brazo del canapé; los perros se apartaron un poco, gruñendo. Mengele les dedicó una sonrisa temblorosa—. ¿Major? ¿Tú eres Major? —preguntó—. Precioso, Major; precioso, Samson. Buenos perros. Amigos, no más tiros. —Con una mano, la que tenía la muñeca enrojecida, se agarró al brazo del canapé; la otra mano seguía aferrada al marco del respaldo. Lentamente, empezó a enderezarse sobre el costado—. Preciosos, perros. Fuera. Vamos.
El doberman tendido en medio de la habitación estaba inmóvil; las costillas ya no se le movían. El charco de orina que lo rodeaba se había fragmentado en muchos charquitos dispersos que brillaban sobre las tablas.
—Preciosos perros, buenos...
Tendido de espaldas, Mengele empezó a retirarse con lentitud hacia el ángulo del canapé. Los dobermans gruñeron, pero se quedaron donde estaban, cambiando las patas a medida que él se enderezaba más, alejándose de sus dientes.
—Fuera —les repetía—. Soy un amigo. ¿Acaso les hago daño? No, soy un amigo.
Liebermann cerró los ojos, respirando apenas. Estaba sentado sobre la sangre que se le escurría de la espalda.
—Precioso, Samson; precioso, Major. ¿Zeppo? ¿Harpo? Buenos perros. Fuera, fuera.
Dena y Gary habían tenido alguna dificultad entre ellos, y él se había callado la boca cuando estuvo allí, en noviembre, pero tal vez no debería haberlo hecho; quizás...
—¿Estás vivo, judío hijo de puta?
Abrió los ojos.
Mengele estaba sentado mirándolo, erguido en el ángulo del canapé, con una pierna recogida y un pie en el suelo. Se apoyaba en el brazo y en el respaldo del canapé, despreciativo, dominando la situación. Salvo por los tres dobermans que le cercaban, gruñendo suavemente.
—Mala suerte —masculló Mengele—. Pero no tendrás para mucho, desde aquí me doy cuenta. Tienes la cara de color ceniza. Si yo me mantengo en calma y les hablo, los perros se desentederán de mí. Tendrán que ir a hacer pis o a beber un poco de agua. ¿Agua? ¿Beber? —preguntó a los dobermans en inglés—. Preciosos perros. Id a beber un poco.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
—Hijos de puta —les dijo Mengele, en alemán, con el mismo tono cordial—. Así que no has conseguido nada —continuó, hablando con Liebermann—, judío maldito, salvo morirte lentamente en vez de hacerlo con rapidez, y que a mí me hicieran unos rasguños en la muñeca. En quince minutos me habré ido de aquí, y en su momento morirán todos los hombres de la lista. Se aproxima el Cuarto Reich, y no será solamente alemán, sino panario. Yo viviré para verlo y para estar junto a sus líderes. ¿Puedes imaginarte el espantado respeto que inspirarán? ¿La autoridad mística de que estarán investidos? ¿El temblor de los rusos y de los chinos? Y ni hablemos de los judíos.
Sonó el teléfono.
Liebermann intentó apartarse de la pared, para arrastrarse, si podía, hasta el cable que pendía de la mesita colocada junto a la puerta, pero el dolor de la cadera le atravesó, inmovilizándolo. Con ese dolor era imposible moverse. Volvió a recostarse contra la pared, pegoteado por su propia sangre. Jadeante, cerró los ojos.
—Bien. Así te morirás un minuto antes. Y mientras te mueres, piensa cómo entrarán tus nietos en los hornos.
El teléfono seguía sonando.
Tal vez fueran Greenspan y Stern, que llamaban para ver qué pasaba, por qué no les había llamado. Al no obtener respuesta, ¿no se preocuparían lo bastante para ir y enterarse de la dirección en el pueblo? Si los dobermans seguían manteniendo a raya a Mengele...
Abrió los ojos.
Mengele estaba sentado, sonriendo a los dobermans con una sonrisa relajada, calma, amistosa. Los perros ya no le gruñían.
Dejó que los ojos se le cerraran.
Trató de no pensar en hornos ni en ejércitos, ni en masas vociferantes. Se preguntó si Max y Lili y Esther conseguirían seguir haciendo funcionar el Centro. Podían llegarles contribuciones. Y peticiones.
Ladridos, gruñidos. Abrió los ojos.
—¡No, no! —decía Mengele, otra vez sentado en el rincón del canapé, aferrado al brazo y al respaldo, mientras los dobermans lo acorralaban, gruñendo—. ¡No, no! ¡Preciosos! ¡Buenos perros! No, no, si no me voy. ¡No! ¿No veis qué quieto estoy? Preciosos, buenos perros.
Liebermann sonrió, cerró los ojos. Preciosos. Greenspan... Stern. ¿Por qué no vienen...?
—¿Judío maldito?
El pañuelo se quedaba pegado en la herida, de modo que mantuvo los ojos cerrados, sin respirar (para pensar) y después levantó la mano derecha y le mostró el dedo medio.
Ladridos, pero lejanos. Los perros que estaban fuera, al fondo.
Abrió los ojos.
Mengele le miraba, echando chispas. Con el mismo odio que Liebermann advirtió por teléfono aquella noche de hacía tanto tiempo.
—Suceda lo que suceda —aseguró Mengele—, ganaré yo. Wheelock fue el decimoctavo. Dieciocho de ellos han perdido al padre a la misma edad en que él lo perdió, y por lo menos uno de ellos llegará a la virilidad como él llegó, se convertirá en lo que él se convirtió. Tú no saldrás vivo de esta habitación, y no podrás detenerlo. Tal vez yo no salga tampoco, pero tú, con toda seguridad que no; lo juro.
Se oyeron pasos en el porche.
Los dobermans gruñeron, acercándose a Mengele.
Liebermann y Mengele se miraron fijamente a través de la habitación.
La puerta del frente se abrió.
Se cerró.
Los dos miraron hacia la puerta de la sala de estar.
En el vestíbulo se oyó dejar algo en el suelo, con un ruido de metal.
Pasos.
El chico entró y se quedó en la puerta: era delgado, de nariz afilada y pelo oscuro. Llevaba una chaqueta azul con cremallera, atravesada por una ancha franja roja en el pecho.
Miró a Liebermann.
Miró a Mengele y a los dobermans.
Miró el doberman muerto.
Miró en todas direcciones, muy abiertos los ojos azul pálido.
Con un guante de plástico azul, se apartó de la frente el mechón oscuro.
— ¡Shish! —exclamó.
—Mein... querido muchacho —empezó Mengele, mirándole con adoración—, mi querido, queridísimo muchacho, ¡es imposible que te imagines lo feliz que me siento, lo jubiloso que me siento al verte ahí tan hermoso, tan fuerte, tan apuesto! ¿Quieres llamar a los perros, a tus perros tan leales, tan admirables? Hace horas que me tienen aquí inmovilizado, con la errónea impresión de que soy yo, y no ese maldito judío, el que ha venido aquí para hacerte daño. ¿Quieres llamarlos, por favor? Ya te lo explicaré todo —le sonrió con amor, sentado entre los dobermans gruñidores.
El chico lo miró fijamente un momento y después volvió la cabeza hacia Liebermann.
Liebermann hizo un gesto negativo.
—No te dejes engañar por él —le advirtió Mengele—. Es un criminal, un asesino, un hombre terrible que vino aquí para hacerte daño, a ti y a tu familia. Llama a los perros, Bobby, Ya ves que conozco tu nombre. Y sé todo lo que a ti se refiere... que el verano pasado estuviste en Cape Cod, que tienes una filmadora, que tienes dos primas muy bonitas... Yo soy viejo amigo de tus padres. En realidad, soy el médico que atendió el parto, y acabo de volver del extranjero. El doctor Breitenbach. ¿Nunca te han hablado de mí? Hace mucho tiempo que me fui.
El muchacho le miraba con incertidumbre.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó.
—No lo sé —respondió Mengele—. Como este hombre tenía un arma que conseguí arrancarle y por eso, al vernos pelear, los perros se equivocaron y creyeron que era yo el atacante, sospecho que puede haber —bajó gravemente la cabeza— dado muerte a tu padre. Yo acabo de llegar del extranjero, como te he dicho. Venía de visita, y él me hizo pasar, fingiendo que era amigo. Cuando sacó la pistola, conseguí dominarle y arrebatársela, pero entonces él abrió esa puerta y dejó salir a los perros. Llámalos, para que podamos buscar a tu padre. Tal vez no haya hecho más que atarle. ¡Pobre Henry! Esperemos que sea así. Fue una suerte que tu madre no estuviera en casa. ¿Sigue todavía enseñando en la escuela de Lancaster?
El muchacho miraba al doberman muerto. Liebermann movió un dedo, intentando llamarle la atención.
El chico miró a Mengele.
—Ketchup —dijo, y los dobermans se levantaron de un salto y acudieron junto a él. Dos de ellos se sentaron a un lado del chico, el tercero al otro. Los guantes azules acariciaron las cabezas negras.
— ¡Ketchup! —exclamó alegremente Mengele, mientras bajaba las piernas del asiento y, enderezándose, empezaba a frotarse los brazos—. ¡Ni en mil años se me habría ocurrido decirles ketchup! —apoyó los pies contra el suelo al tiempo que, sonriente, se frotaba los muslos—. Les dije fuera, les dije buenos, les dije amigos, pero ¡ni una vez se me pasó por la cabeza decir ketchup!
El muchacho, con el ceño fruncido, estaba quitándose los guantes.
—Será... mejor que llamemos a la Policía —dijo, y el mechón oscuro volvió a deslizársele sobre la frente.
Mengele seguía contemplándole.
—¡Qué maravilla eres! —se admiró—. Estoy tan... —parpadeó, tragó saliva, sonrió—. Sí, —reaccionó—, claro, tenemos que llamar a la Policía. Hazme un favor, mein... Bobby. Llévate los perros y ve a buscarme un vaso de agua a la cocina. Y si tienes, también algo de comer —se levantó—. Yo llamaré a la Policía y después me pondré a buscar a tu padre.
El muchacho se metió los guantes en los bolsillos de la chaqueta.
—El que está ahí delante, ¿es su coche? —preguntó.
Sí —le respondió Mengele—. Y el de él, el que está en el garaje... supongo. ¿O es tuyo? ¿O de la familia?
El chico le miraba con escepticismo.
—El que está delante'—señaló— tiene pegado un adhesivo donde dice que los judíos no renunciarán a nada de Israel. Y usted dijo que el judío era él.
—Y lo es —le aseguró Mengele—. O por lo menos tiene el aspecto —sonrió—, pero no es éste el mejor momento para hablar de las palabras con que me expresé. Ve a buscarme el agua, por favor, que yo llamaré a la Policía.
El muchacho se aclaró la garganta.
—¿Quiere volver a sentarse? —preguntó—. A la Policía la llamaré yo.
—Bobby...
—¡Escabeche! —dijo el chico, y los dobermans se precipitaron, gruñendo, sobre Mengele, que retrocedió hacia el asiento, con los brazos cruzados ante la cara.
— ¡Ketchup! —gritó—. ¡Ketchup! ¡Ketchup! Los perros seguían sobre él, gruñendo.
El muchacho entró en la habitación, soltándose la cremallera de la chaqueta.
—A usted no le harán caso —advirtió, y se volvió hacia Liebermann, mientras se apartaba de la frente el mechón de pelo oscuro.
Liebermann le miraba.
—Él lo contó al revés, ¿no es cierto? —preguntó el chico—. Fue él quien tenía el arma, y quien le hizo pasar a usted.
—¡No! —gritó Mengele.
Liebermann indicó que sí con la cabeza.
—¿No puede hablar?
Hizo qua no con la cabeza, señaló el teléfono. Con un gesto de asentimiento, el chico se dio la vuelta.
—¡Ese hombre es tu enemigo! ¡Te lo juro ante Dios! —gritó Mengele.
—¿Cree usted que soy retrasado mental? —el muchacho fue hacia la mesa y levantó el teléfono.
—¡No! —Mengele se inclinó hacia él. Bruscamente, los dobermans se enderezaron y volvieron a gruñir, pero él no cambió de posición—. ¡Por favor! ¡Te lo ruego! ¡Es por ti, no por mí! ¡Soy tu amigo! Vine aquí para ayudarte... ¡Escúchame, Bobby! ¡Escúchame un minuto, nada más!
Con el teléfono en la mano, el chico le miraba cara a cara.
—¡Por favor! Te explicaré. ¡Te diré la verdad! Te mentí antes; yo tenía el arma. ¡Pero para ayudarte! ¡Por favor, escúchame un minuto, nada más, y me lo agradecerás! ¡Te lo juro! ¡Un minuto!
El muchacho se quedó inmóvil, mirándolo, y después bajó el teléfono y lo colgó.
Liebermann sacudió con desesperación la cabeza. — ¡Llama! —suplicó, en un susurro que no llegó a salir siquiera de sus labios.
—Gracias —dijo Mengele al muchacho—. Gracias —con una sonrisa de tristeza, se recostó en el asiento—. Tendría que haber sabido que serías listo para poder mentirte. Llámalos, por favor —pidió, tras haber mirado a los dobermans—, que me quedaré aquí sentado.
El chico seguía de pie junto a la mesa, mirándolo.
—Ketchup —dijo, y los dobermans acudieron a él y se dispusieron a su lado, los tres hacia donde estaba Liebermann, de frente a Mengele.
Éste sacudió la cabeza y se pasó la mano por el cortísimo pelo gris.
—Es que es... tan difícil —bajó la mano y miró con ansiedad al muchacho.
—Bien —el chico esperaba.
—Tú eres inteligente, ¿no es verdad? —empezó Mengele.
El chico seguía mirándole, moviendo suavemente los dedos sobre la cabeza del doberman que tenía más próximo.
—Y no te va bien en la escuela. Cuando eras pequeño sí, pero ahora no —continuó Mengele—. Eso es también porque eres demasiado inteligente —levantó la mano para tocarse la sien—, porque tienes tus propias ideas. Pero el hecho es que eres más despierto que tus profesores. ¿no es eso?
El muchacho miraba al doberman muerto, con el ceño fruncido, los labios contraídos. Después miró a Liebermann.
Con un dedo, Liebermann le señaló el teléfono. Mengele se inclinó hacia el muchacho.
—Si yo he de decirle la verdad —lo instó—, también tú debes decírmela a mí. ¿No eres acaso más despierto que tus profesores?
—El chico le miró, encogiéndose de hombros.
—Salvo uno —admitió.
—¿Y tienes elevadas ambiciones, no?
Un gesto afirmativo.
—Querrás ser un gran pintor, o un arquitecto. El chico negó con la cabeza.
—Quiero hacer películas.
—Ah, sí, claro —sonrió Mengele—, Ser un gran director de cine —miró al muchacho y su sonrisa se borró—. Y tú y tu padre habéis discutido por eso. Un viejo terco, con un punto de vista limitado. Y tú estás resentido por eso, con buenas razones.
El muchacho le miraba.
—Ya ves si te conozco —afirmó Mengele—. Más que nadie en el mundo.
—¿Quién es usted? —preguntó el muchacho, con aire de extrañeza.
—El médico que atendió el parto, cuando tú naciste. Eso es la pura verdad. Pero no soy un viejo amigo de tus padres. En realidad, jamás les he visto. No hay ninguna relación entre nosotros.
El chico inclinaba la cabeza, como para oír mejor
—¿Entiendes a qué me refiero? —preguntó Mengele—. El hombre a quien consideras tu padre —sacudió la cabeza— no es tu padre. Y tu madre, aunque estoy seguro de que tú la quieres, y de que ella te quiere a ti; no es tu madre. Ellos te adoptaron, y fui yo quien dispuso las cosas para la adopción, a través de intermediarios que me ayudaron.
El muchacho seguía mirándole.
Liebermann observaba con inquietud al chico.
—Es una noticia muy perturbadora para recibirla tan impensadamente —reconoció Mengele—, pero tal vez... ¿no te será del todo desagradable? ¿Nunca has sentido que eras superior a los que te rodean? ¿Como un príncipe entre gente del pueblo?
El chico se enderezó más, se encogió de hombros.
—A veces... me siento diferente de todos.
—Es que eres diferente —le aseguró Mengele—.
—Infinitamente diferente, e infinitamente superior. Tú...
—¿Quiénes son mis verdaderos padres? —preguntó el chico.
Pensativamente, Mengele se miró las manos, las cruzó, miró al muchacho.
—Sería mejor para ti que no lo supieras aún —le dijo—. Cuando seas mayor y más maduro, lo descubrirás. Pero hay algo que ya puedo decirte, Bobby; tú naciste de la sangre más noble que hay en el mundo entero. Tu herencia, y no hablo de dinero sino de carácter y de capacidad, es incomparable. Llevas dentro de ti la tendencia a concretar ambiciones mil veces mayores que las que hoy por hoy constituyen tu sueño. ¡Y las concretarás! Pero solamente... y debes tener presente lo mucho que te conozco, y confiar en mí cuando te lo digo... solamente si ahora sales de aquí con los perros y me dejas... que haga lo que tengo que hacer, y me vaya.
El muchacho seguía mirándole.
—Es por ti —insistió Mengele—. En lo único en que pienso es en tu bienestar. Debes creérmelo. He consagrado mi vida a ti, y a tu bienestar.
—¿Quiénes son mis verdaderos padres? —volvió a preguntar el chico.
Mengele sacudió la cabeza.
—Quiero saberlo.
—En este asunto, debes someterte a mi criterio; en el momento adecuado te...
—¡Escabeche! —los dobermans se precipitaron, gruñendo, sobre Mengele, quien retrocedió escudándose en los antebrazos cruzados. Los dobermans se le echaban encima, gruñendo.
—Dígamelo ahora mismo —ordenó el chico—, porque si no... les diré otra cosa. Lo digo en serio. Si quiero, puedo hacer que le maten.
Por encima de las muñecas cruzadas, Mengele lo miraba atónito.
—¿Quiénes son mis padres? —preguntó el chico—. Contaré hasta tres. Uno...
—¡Tú no tienes padres! —exclamó Mengele.
—Dos...
—¡Es verdad! Naciste de una célula del hombre más grande que jamás haya existido. ¡Renaciste! Tú eres él, que vuelve a vivir su vida. ¡Y ese judío que está allí es su enemigo jurado! ¡Y el tuyo!
Con una mirada de confusión en sus ojos azules, el chico se volvió hacia Liebermann.
Éste levantó una mano, la movió en círculo junto a la sien, señaló a Mengele.
— ¡No! —vociferó Mengele, mientras el chico se volvía otra vez hacia él. Los dobermans gruñeron—. ¡No estoy loco! Por inteligente que tú seas, hay cosas de ciencia y de Microbiología que no sabes. ¡Tú eres el duplicado viviente del hombre más grande que registra la Historia! Y él —sus ojos volaron hacia Libermann—, ¡vino aquí para matarte! ¡Y yo para protegerte!
—¿Quién? —lo desafió el muchacho—. ¿Quién soy yo? ¿Qué gran hombre?
Mengele lo miraba fijamente, por encima de las cabezas de los dobermans, que seguían gruñendo.
—Uno... —volvió a empezar el chico.
—Adolf Hitler; a ti te han dicho que era malo —capituló Mengele—, pero cuando crezcas y veas el mundo devorado por los negros y los semitas, los eslavos, los orientales, los latinos... mientras los arios, tu propio pueblo, se ven amenazados por la extinción... ¡la extinción de la cual tú los salvarás!, te darás cuenta de que él fue el mejor, el más grande, el más sabio de toda la Humanidad. ¡Te regocijarás de tu herencia, y me bendecirás por haberte creado! ¡Como él me bendijo para que lo intentara!
—¿Sabe una cosa? —dijo lentamente el muchacho—. Es usted el chiflado más grande que he visto en mi vida. Es lo más espeluznante, lo más loco...
—¡Lo que te digo es la verdad! —clamó Mengele—. ¡Mira en tu corazón, que allí tienes la fuerza para mandar ejércitos, Bobby! ¡Para hacer que todas las naciones se sometan a tu voluntad! ¡Para destruir sin misericordia a cuantos se te opongan!
—Está... loco —balbuceó el chico.
—Mira en tu corazón —repitió Mengele—. Todo el poder de él está en ti, o lo estará cuando el momento llegue. Ahora, haz lo que te digo; déjame que te proteja. Tienes que cumplir con un destino, que es el más alto de los destinos.
El muchacho bajó los ojos, frotándose la frente. Después volvió a mirar a Mengele.
—Salvia —dijo.
Los dobermans saltaron; Mengele se debatió, gritó. Liebermann miró. Se estremeció. Miró.
Miró al muchacho.
El chico metió las manos en los bolsillos de la chaqueta azul con la franja roja. Se apartó de la mesa, se acercó al canapé; se quedó mirando. Frunció la nariz.
—Shish —dijo.
Liebermann miraba al muchacho y al alboroto de dobermans que habían arrojado al suelo a Mengele.
Se miró la mano izquierda, que sangraba, lentamente, por los dos lados.
Se oían gruñidos. Ruidos húmedos, golpes.
Al cabo de un momento el chico se apartó del canapé, siempre con las manos en los bolsillos. Miró el doberman muerto, le tocó el trasero con la punta de la zapatilla. Echó un vistazo a Liebermann y se volvió para mirar atrás.
—Basta —dijo, y dos de los dobermans levantaron la cabeza y se le acercaron lentamente, lamiéndose los belfos ensangrentados.
—¡Basta! —repitió el muchacho, y el tercer doberman levantó la cabeza.
Uno de los perros olfateó al doberman muerto. Otro de ellos pasó junto a Liebermann, con el hocico abrió la puerta que había junto a él y salió.
El muchacho fue a pararse entre los pies de Liebermann, mirándole, otra vez con el mechón caído sobre la frente.
Liebermann le miró y señaló el teléfono.
El chico se sacó las manos de los bolsillos y se puso en cuclillas, apoyando los codos sobre las rodillas enfundadas en pana marrón, sueltas las manos entre las piernas. Tenía las uñas sucias.
Liebermann miró el rostro joven y delgado que se inclinaba sobre él: la nariz afilada, el mechón de pelo, los ojos de color azul pálido que le miraban.
—Me parece —comentó el chico— que si no viene alguien a ayudarle y llevarle al hospital, va a morirse pronto —su aliento olía a goma de mascar. Liebermann movió afirmativamente la cabeza. —Podría irme otra vez, con los libros —dijo el chico—, y volver más tarde. Decir que... me quedé dando una vuelta por ahí, como hago a veces. Mi madre no llega a casa hasta las cinco menos veinte. Apuesto a que para entonces usted ya estará muerto.
Liebermann le miraba. Otro dobermann salió.
—Si me quedo y llamo a la Policía, ¿les dirá usted lo que yo hice? —preguntó el muchacho.
Liebermann lo pensó, y sacudió la cabeza.
—¿Nunca?
Sacudió la cabeza.
—¿Prometido?
Hizo un gesto de asentimiento.
El muchacho tendió la mano.
Liebermann se la miró.
Miró al muchacho, que también le miraba.
—Si puede usted señalar, también puede dar la mano —dijo el chico.
Liebermann le miraba la mano.
No, se dijo. De cualquier manera te vas a morir. ¿Qué médico puede hacer algo con semejante agujero?
—¿Bueno?
Y tal vez haya otra vida. Tal vez Hannah me esté esperando. Mamá, papá, las niñas...
No te engañes.
Levantó la mano.
Estrechó la mano del chico, lo más débilmente que pudo.
—Era realmente espeluznante —declaró el chico y se levantó.
Liebermann se miraba la mano.
—¡Quita! —le gritó el chico a un doberman que seguía afanado con Mengele.
El perro escapó al vestíbulo, después retrocedió, atolondrado, ensangrentado, pasó junto a Liebermann y salió.
El chico se dirigió al teléfono.
Liebermann cerró los ojos.
Se acordó. Los abrió.
Cuando el chico terminó de hablar, le llamó con un gesto.
El chico se acercó.
—¿Agua?
Liebermann hizo un gesto negativo. Volvió a llamarle.
El muchacho se puso en cuclillas junto a él.
—Hay una lista —dijo Liebermann.
—¿Qué? —el chico acercó más el oído.
—Hay una lista —repitió, en voz tan alta como pudo.
—¿Una lista?
—Mira a ver si puedes encontrarla. En su abrigo, tal vez. Una lista de nombres.
Miró al muchacho, que se alejaba hacia el vestíbulo.
Hitler, mi ayudante.
Mantuvo los ojos abiertos.
Miró a Mengele, junto al canapé. Había algo blanco y rojo donde había estado la cara. Huesos y sangre.
Volvió el chico, mirando unos papeles. Liebermann extendió la mano.
—Mi padre figura aquí —observó el chico. La extendió más alto.
El muchacho le miró con inquietud y le dejó el manojo de papeles en la mano.
—Me olvidé; será mejor que le busque.
Cinco o seis hojas mecanografiadas. Nombres, direcciones, fechas. Difíciles de leer sin gafas. Döring, tachado. Horve, tachado. En otras páginas no había tachaduras.
Dobló los papeles contra el suelo. Después se los metió en el bolsillo de la chaqueta.
Cerró los ojos.
—Hay que vivir. Todavía no hemos terminado. Ladridos, a lo lejos.
—Le encontré.
Desde su barba rubia, Greenspan le miraba echando chispas.
—¡Está muerto! —susurró—. ¡No podemos interrogarle!
—No importa. Yo tengo la lista.
—¿Qué?
Pelo rubio ondulado, solideo encasquetado, con horquillas.
—No importa. Yo tengo la lista. De todos los padres —con voz tan alta como pudo.
Lo levantaron..., ¡ay!, y le volvieron a bajar. Sobre una camilla. En marcha. Una aldaba en forma de cabeza de perro, aire libre, cielo azul. Una lente diminuta que le miraba, se acercaba, zumbando. Muy cerca, una nariz angulosa.
8
Había resultado que tenían buenos médicos allí; por lo menos, lo bastante buenos para encontrarse con una mano enyesada, un tubo conectado al brazo y todo el cuerpo cubierto de vendajes, por arriba, por debajo, por delante y por detrás.
Unidad de cuidados intensivos del «Hospital General de Lancaster». Sábado. El viernes se le había perdido.
Quedaría estupendo, le aseguró un médico indio, regordete. Una bala le había atravesado el «mediastino»; al decirlo, el médico se tocó el pecho cubierto por la chaquetilla blanca. Le había fracturado una costilla, lesionado el pulmón izquierdo y algo que se llama «el nervio laríngeo recurrente», y había errado la aorta por este poco. Otra bala le había fracturado la cintura pelviana y había quedado alojada en la masa muscular. Una tercera le había dañado los huesos y músculos de la mano derecha, y otra apenas le había raspado una costilla en el costado derecho.
Le habían extraído la bala alojada entre los músculos y el daño había sido reparado. En una semana o poco más podría hablar, y dos semanas más tarde caminar con muletas. Se había notificado el hecho a la Embajada de Austria, aunque —sonrió el médico— probablemente no era necesario. Con los periódicos y la televisión... Un detective quería hablar con él, pero tendría que esperar, naturalmente.
Dena se inclinó para besarle y se quedó junto a él, apretándole la mano y sonriendo. ¿Qué día? Ojerosa, pero bella.
—¿No podrías habértelas arreglado para hacer esto en Inglaterra? —le preguntó.
Después pasó a otra unidad, donde le dejaron sentarse y escribir. ¿Dónde están mis cosas?
—Ya le entregarán todo cuando esté en su habitación —le informó la enfermera, sonriendo. ¿Cuándo?
—El jueves o el viernes, probablemente.
Dena le leyó lo que decían los periódicos. A Mengele lo habían identificado como Ramón Aschheim y Negrín, paraguayo. Había matado a Wheelock, herido a Liebermann y, finalmente, los perros de Wheelock habían acabado con él. El hijo de Wheelock, Robert de trece años, había llamado a la Policía al volver de la escuela. Cinco hombres que habían llegado inmediatamente después de la Policía se habían dado a conocer como miembros de los «Jóvenes Defensores Judíos», y amigos de Liebermann; declararon que pensaban encontrarse allí con él para acompañarlo en un viaje que tenía que hacer a Washington. Expresaron su opinión de que Aschheim y Negrín era un nazi, pero sin poder dar explicación alguna de su presencia (ni de la de Liebermann) en casa de Wheelock, como tampoco del asesinato de éste. La Policía esperaba que, cuando se recuperara (si se recuperaba), Liebermann arrojara alguna luz sobre el misterio.
—¿Puedes? —le preguntó Dena.
Él inclinó la cabeza, haciendo el gesto de que «tal vez».
—¿Cuándo te hiciste amigo de los «Jóvenes Defensores Judíos»?
La semana pasada.
Una enfermera indicó a Dena que alguien quería verla.
El doctor Chavan entró, estudió las gráficas de Liebermann, le levantó el mentón y lo miró atentamente; después le dijo que lo peor que le pasaba en ese momento era que necesitaba un afeitado.
Dena regresó, doblándose bajo el peso de la maleta de Liebermann.
—Cuando se habla de Roma... —mientras se sentaba junto al tabique. Greenspan había pasado a dejársela. Había ido en busca de su coche, que la Policía no le había querido entregar el jueves, y le había dejado a Dena un mensaje para Liebermann: «Uno, que se mejore; dos, que el rabí Gorin le llamará tan pronto como pueda. Él también anda con problemas. Vea los periódicos.»
Le dolía todo el cuerpo, y dormía mucho.
Le pasaron a una agradable habitación con cortinas rayadas y un aparato de televisión en una repisa, contra la pared. Allí estaba su cartera, sobre una silla. Tan pronto como le instalaron en la cama abrió el cajón de la mesilla. Allí estaba la lista, con sus otras cosas. Se puso las gafas para recorrer los nombres mecanografiados. Desde el número uno al diecisiete, estaban tachados. Había que tachar a Wheelock también. Su fecha había sido el 19 de febrero.
Llegó un peluquero, para afeitarle.
Aunque no debía hacerlo, podía hablar, roncamente. En realidad, le daba lo mismo; le daría tiempo para pensar.
Dena escribía cartas. Él leía los periódicos y miraba los noticieros por televisión. Nada sobre Gorin. Kissinger en Jerusalén, entrevistándose con Rabin. Crimen, desempleo.
—¿Qué pasa, Pa?
—Nada.
—No hables.
—Tú me has preguntado.
—No hables, escribe, que para eso tienes el bloc! ¡NADA!
Qué insoportable podía ser a veces.
Llegaban flores y tarjetas: de amigos, de contribuyentes, de la oficina de conferencias, de la confraternidad del templo local. Una carta de Klaus, a quien Max le había dada la dirección del hospital: Por favor, escriba lo antes que pueda. Innecesario decirle que Lana y yo, lo mismo que Nürnberger, estamos ansiosos de saber más de lo que publican los periódicos.
Al día siguiente de haber sido autorizado para hablar, fue a verle un detective de apellido Barnhart, un joven corpulento y pelirrojo, cortés y de hablar suave. Liebermann no tenía mucha luz para arrojar; jamás había visto a Ramón Aschheim y Negrín antes de que éste disparara sobre él. Ni siquiera había oído hablar de él. Sí, la señora Wheelock estaba en lo cierto: el día anterior, él había llamado a Wheelock para advertirle que era posible que un nazi le buscara para matarlo. Era una respuesta a una información que había recibido de una fuente sudamericana, no del todo fiable. Había ido a visitar a Wheelock en un intento de descubrir si podía realmente haber algo de cierto en todo eso; Aschheim le había hecho pasar y había disparado sobre él. Liebermann había conseguido soltar los perros, y éstos habían matado a Aschheim.
—El Gobierno paraguayo dice que su pasaporte es falso, y ni siquiera saben quién es.
—¿No tienen archivadas las huellas digitales?
—No, señor. Pero, fuera quien fuese, da la impresión de que a quien iba persiguiendo era a usted, no a Wheelock. Fíjese que murió poco antes de que nosotros llegáramos allí. Usted debió llegar sobre las dos y media, ¿no es eso?
Liebermann lo pensó e hizo un gesto afirmativo
—Sí —contestó.
—Pero Wheelock murió entre las once y el mediodía, de modo que «Aschheim» estuvo más de dos horas esperándole a usted. Es posible que esa información que le dieron fuera una trampa, señor. Wheelock no tenía absolutamente nada que ver con la clase de personas a quienes usted persigue, de eso estamos seguros. Más vale que en lo sucesivo tome usted con pinzas esas informaciones, si no le molesta a usted que se lo diga.
—En absoluto. Me parece un buen consejo. Se lo agradezco. «Tomar con pinzas...» Sí.
Esa noche, Gorin apareció en las noticias. Estaba en libertad condicional desde 1973, fecha en que había sido sentenciado a tres años de prisión, en suspenso, por una acusación de conspiración terrorista de la cual se había declarado culpable; ahora, el Gobierno federal quería conseguir que los jueces revocaran la libertad condicional basándose en que había vuelto a conspirar, esta vez al planear el secuestro de un diplomático ruso. Un juez había dispuesto la vista para el 26 de febrero. Si le revocaban la libertad condicional, eso significaría para Gorin ir a prisión durante un año, a cumplir el resto de su sentencia. Sí, vaya si tenía problemas.
Y Liebermann también. Cuando se quedó solo, estudió la lista. Cinco delgadas páginas pulcramente escritas a máquina. Noventa y cuatro nombres. Se quedó mirando la pared; sacudió la cabeza y suspiró; dobló la lista y se la guardó en el sobre de piel del pasaporte.
A Max y a Klaus les escribió sendas cartas, sin decirles mucho. Aunque todavía estaba ronco y no podía hablar con su volumen normal de voz, empezó a hacer y a recibir llamadas telefónicas.
Dena tenía que regresar a su casa. Ella había llegado a un acuerdo con la administración del hospital: Marvin Farb y otros amigos se harían cargo de ella, y cuando Liebermann volviera a Austria y cobrara el seguro, les devolvería el importe.
—No te olvides de la copia de la cuenta —le advirtió su hija—. Y no te des demasiada prisa en caminar. Y no te vayas mientras no te digan que puedes irte.
—No, no, no.
Cuando ella se fue, se dio cuenta de que no le había hablado de cómo estaban las cosas entre ella y Gary; eso le hacía sentirse mal. Vaya padre.
Con las muletas, se paseó de un extremo a otro del corredor; tarea difícil, con la mano todavía enyesada. Llegó a conocer a algunos de los otros pacientes, se acostumbró a la comida.
—¿Yakov? ¿Cómo está? —era Gorin quien estaba al teléfono.
Bien, gracias. En una semana estaré fuera. ¿Cómo está usted?
—No tan bien. ¿Ha visto lo que me están haciendo?
—Sí. Es una vergüenza.
—Estamos tratando de conseguir que se posponga la vista, pero las perspectivas no son buenas. Realmente, se han propuesto echarme el guante. Y se supone que yo soy el conspirador. ¡Ay, Dios! Escuche, ¿cómo está ahí? ¿Puede hablar? Yo estoy en una cabina, así que por mi lado está bien.
—Será mejor que hablemos en yiddish. —Liebermann dio el ejemplo—. Ya no habrá más matanzas. Los hombres fueron relevados.
—¿De veras?
—Y el que disparó sobre mí, el que mataron los perros, era... el Ángel. ¿Entiende a quién me refiero? Silencio.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. Hablé con él.
—¡Oh, Dios mío! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias! ¡Los perros eran demasiado buenos para él! ¿Y usted se lo está guardando? ¡Yo convocaría la conferencia de Prensa más grande de la Historia!
—¿Y qué digo cuando me pregunten qué hacía él ahí? Un paraguayo desconocido no es problema, pero ¿él? Y si no lo explico, intervendrá el FBI para averiguarlo. ¿Será conveniente? Todavía no lo sé.
—No, no, claro que usted tiene razón. Pero, ¡saberlo y no poder decirlo! ¿Vendrá usted a Nueva York?
—Sí.
—¿Cuándo llegará, para ponernos en contacto? Liebermann le dio el número de los Farb.
—Phil dice que tiene usted una lista.
Liebermann pestañeó.
—¿Cómo lo sabe?
—Usted se lo dijo.
—¿Se lo dije yo? ¿Cuándo?
—Allá en la casa. ¿No es así?
—Sí, claro. No lo puedo creer. Es un problema, rabí.
—A mí me lo dice... Que siga bien. Nos veremos pronto. Shalom.
—Shalom.
Habló con algunos reporteros y con los chicos de las escuelas secundarias. Con las muletas, se paseaba de punta a punta del corredor, para acostumbrarse.
Una tarde fue a verle una mujer robusta, de pelo castaño, con un abrigo rojo y una cartera.
—¿El señor Liebermann?
—Sí.
Ella le sonrió: hoyuelos, hermosos dientes.
—¿Puedo hablar un momento con usted, por favor? Soy la señora Wheelock.
Liebermann la miró.
—Sí, claro.
Entraron en la habitación. La mujer se sentó en una silla, con la cartera sobre la falda, mientras Liebermann apoyaba las muletas contra la cama y se sentaba en la otra silla.
—No sabe cuánto lo siento —expresó.
Ella asintió con la cabeza, mirando la cartera, mientras la frotaba con la uña del pulgar, esmaltada de rojo. Después lo miró.
—La Policía me dijo —empezó— que ese hombre le había tendido una trampa a usted, que no vino a matar a Hank. No tenía ningún interés en Hank, ni en nosotros; el único que le interesaba era usted.
Liebermann afirmó con la cabeza, sin hablar.
—Pero mientras esperaba —continuó la señora Wheelock—, estuvo mirando nuestro álbum de fotografías. Estaba en el suelo, allí, donde él... —se estremeció y miró a Liebermann.
—Tal vez su marido estuviera mirándolo, antes de que él llegara —sugirió él.
La mujer negó con la cabeza, las comisuras de sus labios descendieron.
—Él jamás lo miraba —explicó—. Yo le tomé las fotografías, yo las fui montando en el álbum y haciendo las inscripciones. El que estuvo mirándolo fue el hombre.
—Tal vez no hiciera más que pasar el rato —conjeturó Liebermann.
Ella siguió en silencio, mirando la habitación, con las manos cruzadas sobre la cartera.
—Nuestro hijo es adoptivo —dijo después—. Mi hijo. Pero él no lo sabe. En el arreglo constaba que no debíamos decírselo. Anteanoche me preguntó si lo era. Antes nunca había tocado el tema —miró a Liebermann—. Ese día, ¿le dijo usted algo que pudiera haberle metido esa idea en la cabeza?
—¿Yo? —Liebermann negó con un gesto—. No. ¿Cómo podría yo haberlo sabido?
—Pensé que podría haber alguna relación —explicó ella—. La mujer que intervino en la adopción era alemana. Aschheim es un apellido alemán. Un hombre con acento alemán llamó para preguntar por Bobby. Y sé que usted está... en contra de los alemanes.
—En contra de los nazis —rectificó Liebermann—. No, señora Wheelock, yo no tenía la menor idea de que fuera adoptivo, y no podía hablar siquiera cuando él entró. Ya ve usted que ahora todavía no puedo hablar del todo bien. Tal vez sea por haber perdido a su padre que piensa de esa manera.
—Tal vez —suspiró ella, e hizo un gesto afirmativo. Después le sonrió—. Lamento haberle molestado. Me preocupa que fuera algo que pudiera afectar a Bobby.
—No se preocupe —la tranquilizó Liebermann—. Me alegro de haberla conocido. Antes de irme, pensaba llamarla para expresarle mis condolencias.
—¿Ha visto usted la película? —preguntó la madre—. No, no creo que pudiera. Es rara, la forma en que resultan las cosas, ¿no le parece? ¿Como no hay mal que por bien no venga? Tanta desgracia: Hank muerto, usted tan gravemente herido, ese hombre... hasta los perros. Tuvimos que hacerlos dormir, imagínese. Y de todo eso, resulta una oportunidad para Bobby.
—¿Una oportunidad? —repitió Liebermann. La señora Wheelock movió afirmativamente la cabeza.
El noticiero local le compró la película que filmó ese día y pasaron una parte... cuando a usted lo llevan en la ambulancia, los perros todos ensangrentados, ese hombre y Hank mientras los sacaban... y después la CBS, la red que abarca todo el país, también la dio en las noticias de la mañana siguiente. Pero sólo la parte en que a usted lo llevan a la ambulancia. Una cosa así puede ser algo tremendamente importante para un chico de la edad de Bobby. No me refiero a los contactos solamente, sino a la confianza en sí mismo que puede darle.
ȃl quiere ser director de cine.
Liebermann la miró.
—Espero que lo consiga —dijo después.
—Creo que tiene buenas probabilidades —dijo mientras se ponía de pie, con una débil sonrisa orgullosa—. Tiene talento.
Los Farb llegaron el viernes 28 de febrero y cargaron a Liebermann, con sus muletas, su cartera y su maleta, en un «Lincoln» nuevo, deslumbrante. Marvin Farb le dio una copia de la cuenta del hospital.
Lieberman la miró y se quedó mirando a Farb.
—Y es barata —le aseguró éste—. En Nueva York, habría salido el doble.
—Gott im Himmel!
Sandy, la muchacha de la oficina de la YJD, le llamó para invitarle a un almuerzo, el martes 11, a mediodía.
—Es una despedida.
Liebermann se iba el 13. ¿Sería para él?
—¿De quién? —preguntó.
—Del rabí. ¿No lo sabe?
—¿Han rechazado la apelación?
—La retiró él. Quiere que la cosa siga adelante.
—¡Oh, cuánto lo siento! Sí, claro que iré.
La chica le dio la dirección: «Smilkstein’s», un restaurante de Canal Street.
El Times tenía la información en una columna que a Liebermann se le había escapado, hacia el doblez del medio de la página. En vez de defenderse de la nueva acusación de conspirador, Gorin había decidido aceptar la decisión del juez de revocar la libertad condicional, y el 16 de marzo ingresaría en una penitenciaría federal, en Pennsylvania.
—Mmmm —Liebermann sacudió la cabeza.
El martes 11, poco después de mediodía, apoyándose en un bastón, subió lentamente las escaleras de «Smilkstein’s». Demonios. Un escalón cada vez, apoyándose con la mano derecha en el pasamanos.
En lo alto de la escalera, jadeante y sudoroso, se encontró con un gran salón, un vestíbulo que sobre un estrado tenía un gran dosel verde, montones de mesas sin mantel y sillas plegables, doradas; en el medio, en la pista de baile, una gran mesa rodeada de hombres que leían el menú, mientras un camarero jorobado anotaba los pedidos. Gorin, sentado a la cabecera de la mesa, le vio, dejó el menú y la servilleta, se levantó y fue presurosamente a su encuentro; parecía tan alegre como si hubiera presentado la apelación y la hubiera ganado.
—¡Yakov! ¡Cuánto me alegro de verle! —Le estrechó la mano, lo tomó del brazo—. ¡Está usted estupendo! Demonios, me olvidé de las escaleras.
—No importa —le tranquilizó, mientras recuperaba el aliento.
—¡Cómo que no importa! Fue una estupidez de mi parte. Tendría que haber elegido algún otro lugar —se acercaron a la mesa, Liebermann, ayudado por su bastón, precedido por Gorin—. Los dirigentes de mis grupos —presentó Gorin—. Además de Phil y Paul. ¿Cuándo se va usted, Yakov?
—Pasado mañana. Lamento que usted...
—No hablemos de eso. Allí estaré en buena compañía... la de todo el trust de cerebros de Nixon. Es el lugar más de moda para los conspiradores. Caballeros, éste es Yakov. —Le presentó a Dan, Stig, Arnie...
Eran cinco o seis, aparte de Phil Greenspan y Paul Stern.
—Está usted infinitamente mejor que la última vez que nos encontramos —bromeó Greenspan, mientras partía un panecillo.
—¿Sabe usted —le preguntó Liebermann, sentado frente a él a la mesa— que yo ni siquiera recuerdo haberle visto ese día?
—No me extraña —asintió Greenspan—. Si estaba usted de color gris pizarra.
—Qué maravilla de médicos tienen —comentó Liebermann—. Me quedé realmente sorprendido —acercó su silla a la mesa, con ayuda del hombre sentado a su derecha, apoyó el bastón contra el borde de la mesa y tomó el menú.
El camarero dice que el asado no —le aconsejó Gorin, desde su izquierda—. ¿Le gusta a usted el pato? Aquí lo preparan estupendo.
La despedida fue triste. Mientras comían, Gorin hablaba de las líneas de mando, y de los arreglos que estaban acordando él y Greenspan para mantener el contacto mientras Gorin estuviera en prisión. Se plantearon acciones de represalia, se hicieron bromas crueles y amargas. Liebermann intentó suavizar los ánimos con una historia de Kissinger, supuestamente verídica, que le había contado Malvin Farb, pero no le sirvió de mucho.
Después que el camarero despejó la mesa y volvió a bajar, dejándolos en compañía del té y de las pastas, Gorin apoyó los antebrazos sobre la mesa, cruzó las manos y miró con seriedad a todos los presentes.
—Nuestros problemas actuales son los menores que tenemos —declaró, y miró a Liebermann—. ¿No es así, Yakov?
Liebermann hizo un gesto afirmativo, mirándolo a su vez.
Gorin recorrió con la vista a Greenspan y Stern y a cada uno de los cinco jefes de grupo.
—Hay —anunció— noventa y cuatro chicos de trece años (algunos de doce y once) a quienes es preciso matar antes de que crezcan. No —precisó—, no estoy bromeando. Ojalá fuera así. Algunos de ellos están en Inglaterra, Rafe; algunos en Escandinavia, Stig, algunos aquí y en Canadá, algunos en Alemania. No sé cómo daremos cuenta de ellos, pero lo haremos; es necesario. Yakov les explicará quiénes son y cómo... llegaron a ser. —Volvió a sentarse y se dirigió a Liebermann—: Lo esencial —le recomendó—. No es necesario que se detenga en los detalles. Yo doy fe de cada palabra que él diga —explicó a los demás—, y también Phil y Paul darán testimonio de ellas; ellos vieron a uno de los muchachos. Adelante. Yakov.
Inmóvil, Liebermann miraba la cucharilla del té.
—Adelante —repitió Gorin.
Liebermann lo miró.
—¿Podríamos hablar un minuto en privado? —preguntó con voz ronca, y se aclaró la garganta.
Gorin le miró con aire interrogante, y después comprendió. Hizo una inspiración, dilatando las narices, y sonrió.
—Claro —asintió, y se puso de pie.
Liebermann tomó su bastón, se apoyó en el borde de la mesa y se levantó de la silla. Trabajosamente, dio un paso, y Gorin le echó una mano sobre la espalda y empezó a andar junto a él, mientras le decía.
—Ya sé lo que quiere usted decirme.
Juntos se dirigieron al estrado, adornado con su dosel.
—Ya sé lo que va usted a decir, Yakov.
—Me alegro de que lo sepa; yo todavía no lo sé.
—Está bien, lo diré yo por usted: «No debemos hacer eso. Debemos darles una oportunidad. Hasta los que ya perdieron a su padre pueden resultar personas normales.»
—Normales no, no lo creo. Pero no como Hitler.
—De modo que debemos ser judíos comprensivos, a la antigua, y respetar sus derechos civiles. Y cuando algunos de ellos se conviertan efectivamente en Hitler, pues dejaremos que sean nuestros hijos quienes se preocupen. Mientras van camino de las cámaras de gas.
Liebermann se detuvo ante el estrado y se volvió hacia Gorin.
—Rabí —le dijo—, nadie sabe cuáles son las probabilidades. Mengele pensaba que eran buenas, pero el proyecto era de él, la ambición era de él. Podría ser que, aunque fueran mil, ninguno de ellos resultara un Hitler. Son niños, sean sus genes los que fueren. ¿Cómo podemos matarlos? Eso era lo que hacía Mengele, matar niños. ¿También nosotros tenemos que hacerlo? Yo ni siquiera...
—Me deja usted pasmado.
—Déjeme terminar, por favor. Yo ni siquiera pienso que debamos hacerlos vigilar por sus Gobiernos, porque eso llegará a saberse, puede usted apostar su vida, y llamará la atención sobre ellos, hará que se congreguen en torno de ellos exactamente la clase de chiflados que pueden convertirlos en Hitler, estimularlos a que lo sean. Y esos chiflados pueden incluso venir desde dentro de un Gobierno. Cuanto menos gente lo sepa, mejor.
—Yakov, si uno se convierte en Hitler, uno y nada más... ¡Dios mío, ya sabe usted lo que nos espera!
—No —dijo Liebermann—. No. Llevo semanas enteras pensando en esto. En mis charlas siempre digo que hacen falta dos cosas para que eso vuelva a suceder, un nuevo Hitler y condiciones sociales semejantes a las de los años treinta. Pero no es verdad. Las cosas necesarias son tres: el Hitler, las condiciones... y la gente, que siga a un Hitler.
—¿Y no cree usted que los encontraría?
—No, no en número suficiente. Realmente, pienso que ahora la gente es mejor y más despierta, que ya no está tan convencida de que su líder es Dios. La televisión establece una diferencia enorme. Y también la historia, los conocimientos... Encontraría algunos, sí; pero no más, espero, que los aspirantes a Hitler que tenemos ahora, en Alemania y en Sudamérica.
—Pues tiene usted muchísima más fe que yo en la naturaleza humana —declaró Gorin—. Mire, Yakov, puede usted seguir hablando hasta ponerse morado, que sobre este punto no podrá cambiar mi decisión. No sólo tenemos el derecho de matarlos: tenemos el deber. No los hizo Dios, los hizo Mengele.
Liebermann se quedó mirándolo y asintió con la cabeza.
—Está bien —dijo—. Pensé que tenía que plantear la cuestión.
—Pues ya la ha planteado —declaró Gorin y señaló hacia la mesa—. ¿Quiere explicárselo a ellos ahora? Tenemos muchas cosas que dejar resueltas antes de partir.
—Yo ya he hablado demasiado por hoy —le recordó Liebermann—. Es mejor que se lo explique usted.
Juntos regresaron a la mesa.
—Ya que estoy de pie, ¿dónde está el lavabo de caballeros? —preguntó Liebermann.
—Por ese lado.
Cojeando, Liebermann fue hacia las escaleras, mientras Gorin volvía a la mesa y se sentaba.
Liebermann entró en el lavabo y se encerró en el retrete, con el cerrojo bien corrido. Se colgó el bastón de la muñeca derecha, buscó el sobre de piel del pasaporte y sacó de él la lista, muy doblada. Volvió a guardarse el sobre en el bolsillo de la chaqueta, desdobló la lista y empezó a desgarrar las hojas, todavía dobladas por la mitad; superpuso los pedazos y volvió a romperlos; los superpuso de nuevo y, una vez más, los rompió. Dejó caer el montón de papelitos en el inodoro y, una vez que los trozos de papel mecanografiados se separaron y quedaron flotando en el agua, giró hacia abajo la manija negra del depósito de agua. El papel y el agua descendieron en un gorgoteante torbellino. Algunos trozos se pegaban en los costados del inodoro, otros volvieron con el agua que subía.
Liebermann esperó a que el depósito volviera a llenarse.
Ya que estaba ahí, orinó.
Cuando salió, se encontró con la mirada de uno de los hombres, sentado en el extremo más alejado de la mesa, y con un gesto le señaló a Gorin. El hombre dijo unas palabras a Gorin, y éste se dio la vuelta para mirarle.
Liebermann le hizo una señal. Durante un momento, Gorin siguió sentado, y después se levantó y se acercó a Liebermann con aire fastidiado.
—¿Qué pasa ahora?
—Agárrese fuerte.
—¿Por qué?
—Acabo de arrojar la lista por el inodoro.
Gorin se le quedó mirando. Liebermann hizo que sí con la cabeza.
—Era lo que había que hacer, créame.
Gorin seguía mirándolo, muy pálido.
—Me siento raro, diciéndole a un rabí qué es...
—La lista no era de usted —articuló Gorin—. Era... ¡de todo el mundo! ¡Del pueblo judío!
—¿Acaso yo no tengo voto? —preguntó Liebermann—. Y el único que estaba ahí dentro era yo —sacudió la cabeza—. Matar un niño está mal... a cualquier niño.
El rostro de Gorin enrojeció; le temblaban las narices, sus ojos castaños echaban fuego, enmarcados por oscuras ojeras.
—No me diga a mí lo que está mal y lo que está bien —farfulló—. Imbécil. ¡Viejo de mierda, ignorante y estúpido!
Liebermann le miraba fijamente.
—¡Tendría que arrojarle escaleras abajo!
—Si me toca, le rompo el cuello —advirtió Liebermann.
Gorin inspiró profundamente, con los puños contraídos a los costados.
—Son los judíos como usted los que dejaron que eso sucediera la última vez.
Liebermann seguía mirándolo.
—Los judíos no «dejaron» que sucediera —rectificó—. Los nazis hicieron que ocurriera. La gente que es capaz hasta de matar niños para conseguir lo que quiere.
La arrebatada mandíbula de Gorin se contrajo.
—Fuera de aquí —ordenó y, girando sobre sus talones, se alejó.
Liebermann lo siguió con la mirada, tomó aire y se volvió hacia las escaleras. Se afirmó en el pasamanos y empezó a bajar lentamente, ayudándose con el bastón, de a un escalón por vez.
Por la ventanilla del taxi, entrando en el aeropuerto Kennedy, vio el motel donde Frieda Maloney había entregado los niños a los matrimonios norteamericanos y canadienses. Lo vio pasar velozmente, con sus diez o doce plantas iluminadas en la luz crepuscular...
Tras haber marcado su billete en el mostrador de «Pan Am», llamó por teléfono al señor Goldwasser, de la oficina de conferencias.
—¡Hola! ¿Cómo está usted? ¿Desde dónde me llama?
—Desde Kennedy, antes de partir. Y no estoy tan mal, aunque durante unos meses tendré que tomarme las cosas con calma. ¿Recibió mi nota?
—Sí.
—Gracias, de nuevo. Las flores eran muy hermosas. Fue una buena publicidad, ¿no? La primera página del Times, la CBS, toda la red...
—Espero que no vuelva a tener ese tipo de publicidad.
—Fue publicidad, de todas maneras. Escuche, si le doy solemnemente mi palabra de que no habrá cancelaciones, ¿intentaría usted prepararme una gira a fines de la primavera o comienzos del otoño? El médico me jura que para entonces mi voz ya se habrá normalizado.
—Bueno...
—Vamos; si me envió usted tantas flores, es que le interesa.
—Está bien; sondearé a algunos grupos.
—Bueno. Y escuche, señor Goldwasser...
—¿Quiere llamarme Ben, por favor? ¿Cuántos años hace ya?
—Ben... nada de templos ni de asociaciones benéficas. Las universidades, los jóvenes. Incluso las escuelas secundarias.
—Ésas no pagan.
—Las universidades, entonces. La Asociación de Jóvenes Cristianos. Cualquier organización donde haya jóvenes.
—De acuerdo. Llenaré los huecos con las escuelas secundarias. Téngame al tanto y cuídese.
Liebermann colgó y metió el dedo en el depósito de devolución de monedas; recogió su cartera y, apoyándose en el bastón, se dirigió hacia la puerta de embarque.
9
La oscuridad cercaba la habitación. Brillaba un picaporte, un espejo, las puntas de los bastones de esquiar. Una forma oscura: la cama, una forma oscura: la silla. Borde metálico de una jaula dentro de ella, un molino de rueda giraba, se detenía, giraba. Modelos de cohetes. Alas de un pequeño avión plateado que gira lentamente.
En el centro de la habitación, una tersa blancura extendida bajo una lámpara de dibujante, muy baja. Una mano mojó un pincel, lo escurrió, pasó la tinta negra sobre las líneas trazadas a lápiz. Dibujaba un estadio: amplio, circular, con una cúpula transparente.
El chico trabajaba con cuidado, acercando mucho al papel la nariz afilada. Empezó a agregar algunas personas, hileras de pequeñas curvas que eran cabezas, concentradas en la plataforma, en el medio. Mojó el pincel, lo escurrió, con el dorso de la mano se apartó el mechón de la frente, dibujó más cabezas, más gente.
Se oía un piano, un vals de Strauss.
El muchacho levantó la cabeza y escuchó. Sonrió.
Volvió a su dibujo y trazó más cabezas, mientras tarareaba por lo bajo la melodía. Qué bien que Pa no estuviera. Nada más que él y Ma. No había peleas, ni puertas que se abrieran para dejar escuchar una voz: «Deja eso y ponte de una vez a hacer los deberes, porque te juro que si no...».
Bueno, no tanto como bien, en realidad no había querido decir bien; era... más fácil, más cómodo. Si hasta la abuela solía decir que Pa era un verdadero dictador. Mandón, rudo de lengua, con prejuicios; actuando siempre como si fuera el hombre más importante del mundo... Así que ahora era más fácil. Pero eso no significaba que él le odiara, que le hubiera deseado la muerte. En realidad, había amado mucho a su padre. ¿Acaso no había llorado en el funeral? Lo había querido mucho, pero ahora podía pintar, y eso estaba bien.
Se sumergió en el dibujo, donde todo era más grato. Se entregó a la plataforma y al hombre que estaba de pie sobre ella. Parecía pequeño desde tan lejos.
Una pincelada, otra, otra. Con los brazos levantados: dos pinceladas.
—¿Quién sería ese hombre de la plataforma? Un gran hombre, seguro, si toda esa gente acudía a verle. Y no simplemente un cantante o un actor; alguien fantástico, una persona realmente buena, que ellos amaban y respetaban. Pagaban una fortuna para entrar, pero si no podían pagar, él los dejaba que entraran gratis. Así de bueno era...
En lo alto de la cúpula puso una pequeña cámara de televisión, y apuntó hacia el hombre unos cuantos reflectores más.
Escurrió el pincel hasta dejarle la punta finísima e hizo con menudos puntos la boca de la gente que estaba más cerca, para indicar que gritaban, que le decían —que le decían al hombre, claro— qué bueno era, y cuánto lo amaban.
Inclinó más hacia el papel su nariz afilada y pintó con puntitos más pequeños la boca de los que estaban más lejos. El mechón le caía hacia delante. Se mordió el labio, entrecerrando los ojos de color azul pálido. Un punto, otro, otro. Podía oír los hurras de la gente, como un rugido; un hermoso trueno de amor que crecía y crecía, y después empezaba a latir, latir, latir.
Un poco como en aquellas viejas películas de Hitler...
1
Al anochecer de un día de noviembre de 1974, un pequeño bimotor de color negro aterrizó en una pista secundaria del aeropuerto de Congonhas, en São Paulo, disminuyó la marcha, viró y rodó en dirección a un hangar junto al cual esperaba un automóvil. Tres hombres, uno de ellos vestido de blanco, bajaron del avión para subir al coche, que de Congonhas se dirigió hacia los blancos rascacielos del centro de São Paulo. Unos minutos más tarde, en la avenida Ipiranga, el coche se detuvo frente a «Sakai», un restaurante japonés con aspecto de templo.
Juntos, los tres hombres entraron en el gran vestíbulo, laqueado en rojo, del restaurante. Dos de ellos, con traje oscuro, eran corpulentos y de aspecto agresivo, uno rubio y el otro de pelo negro. El tercero, que marchaba entre los otros dos, era mayor y más delgado, y vestía de blanco de pies a cabeza, a no ser por una corbata de color amarillo limón. En su mano enguantada de blanco se mecía una abultada cartera de color canela y, mientras miraba a su alrededor con evidente placer, iba silbando una melodía.
Ataviada con un kimono, la muchacha del guardarropas se inclinó sonriente, recibió el sombrero del hombre de blanco e intentó tomar su cartera. Él, sin embargo, se apartó de ella y se dirigió a un japonés joven y enjuto que se le acercaba luciendo una sonrisa y un smoking.
—Me llamo Aspiazu —se presentó en portugués, endurecido por un leve acento alemán, y tengo reservado un salón privado.
Daba la impresión de tener algo más de sesenta años, llevaba el pelo gris muy corto, sus ojos castaños eran vivaces y alegres, y el bigote una pulcra línea de pelo gris.
—¡Ah, senhor Aspiazu! —exclamó el japonés en una versión muy personal del portugués—. Todo está listo para su fiesta. ¿Quieren ustedes venir por aquí, por favor? Por estos escalones. Estoy seguro de que quedará usted satisfecho cuando vea lo que le hemos preparado.
—Pues ya lo estoy —le aseguró el hombre de blanco, sonriendo—. Da gusto estar en la ciudad.
—¿Vive usted en el campo?
El hombre de blanco suspiró e hizo un gesto de asentimiento, mientras subía las escaleras en pos del rubio.
—Sí —contestó secamente—, vivo en el campo.
El hombre de pelo negro lo siguió y tras ellos fue el japonés.
—Es la primera puerta a la derecha —les indicó—. ¿Quieren ustedes quitarse los zapatos antes de entrar, por favor?
El rubio se agachó para mirar a través de una abertura octogonal practicada en la pared, después apoyó una mano en la jamba de la puerta, levantó un pie hacia atrás y se quitó el zapato. El hombre de blanco apoyó sobre la alfombra del pasillo un pie calzado también de blanco, y el de pelo negro se puso en cuclillas junto a él para desabrocharle la hebilla dorada que cerraba el zapato. El rubio, después de haberse descalzado, abrió una puerta complicadamente tallada y entró en el salón decorado en verde pálido que había tras ella. El japonés, con las puntas de los pies, se quitó ágilmente los finos zapatos.
—Nuestro mejor salón, senhor Aspiazu —le aseguró—. Muy agradable.
—No me cabe duda. —Delicadamente, el hombre de blanco apoyó las puntas de los dedos enguantados de blanco en el marco de la puerta, mientras miraba cómo le quitaban el otro zapato.
—Y después nuestra Cena Imperial para siete, con cerveza, no, con sake, y brandy y cigarros para después.
El rubio se acercó al vano de la puerta. Tenía la cara zurcida por pequeñas cicatrices blancas, y en una oreja le faltaba el lóbulo. Con un gesto de asentimiento, volvió hacia atrás. El hombre de blanco, que parecía más bajo sin sus tacones más altos que lo normal, entró en la habitación. El japonés le siguió.
El salón, fresco e impregnado de un olor dulce, era un plácido recinto rectangular con las paredes tapizadas de seda, teñido por el resplandor verde y brumoso de los tatamis del piso. En el centro había una mesa alargada, de color negro, a la que rodeaban unos respaldos de bambú provistos de almohadones que lucían un dibujo en blanco y tostado. La mesa estaba puesta toda con vajilla blanca. Con tres cubiertos en cada uno de los lados largos y otro en una de las cabeceras. Debajo se abría un rebaje poco profundo, de tamaño más reducido que el tablero, para acomodar los pies. En el rincón derecho de la habitación había otra mesa baja, también negra, apoyada contra la pared, y sobre ella un par de calentadores eléctricos. La pared opuesta era de shoji, mamparas de papel blanco montado en marcos negros.
Es muy cómodo para siete. —Con un gesto, el japonés señaló la mesa central—. Y serán ustedes atendidos por nuestras mejores chicas... y las más bonitas —agregó, enarcando las cejas con una sonrisa.
—Allí detrás, ¿qué hay? —preguntó el hombre de blanco señalando las mamparas shoji.
—Otro salón privado, señor.
—¿Lo usarán esta noche?
—No está reservado, pero es posible que algún grupo lo pida.
—Pues lo reservo yo. —Con un gesto, el hombre de blanco indicó al rubio que abriera las mamparas. El japonés miró también a éste, y luego se volvió al hombre de blanco.
—Es un salón para seis —explicó titubeando—. Para ocho, a veces.
—Naturalmente. —El hombre de blanco se dirigió hacia el extremo de la habitación—. Le pagaré ocho cenas más.
Cuando se inclinó para observar los calentadores dispuestos sobre la mesa, la abultada cartera le rozó la pernera del pantalón.
El rubio estaba ya apartando las mamparas y el japonés se precipitó a ayudarlo, tal vez para evitar que pudiera romperlas. La habitación que había al otro lado parecía la imagen especular del cuarto en que estaban, con la única diferencia de que el panel de luz del techo estaba apagado y la mesa que había bajo él estaba preparada para seis personas, dos a cada lado y una en cada extremo. El hombre de blanco se había dado la vuelta para mirar hacia allí y el japonés le sonrió desde el otro lado de la habitación, con cierto embarazo.
—Se lo cobraré únicamente si alguien lo pide —explicó—, y aun así, le cobraré solamente la diferencia entre lo que cobramos abajo y lo que se cobra aquí arriba.
—¡Muy amable! exclamó el hombre de blanco, con aire sorprendido—. Muchas gracias.
—Disculpe, por favor —el hombre de pelo negro se dirigía al japonés. Estaba de pie junto a la puerta, aunque ya dentro de la habitación, con su traje oscuro y arrugado y la cara redonda y morena brillante de sudor—. ¿No hay modo de cerrar esto? —señaló la abertura octogonal de la pared. Hablaba con acento brasileño.
—Es para las chicas —explicó el japonés—. Para que puedan ver cuándo deben traer el plato siguiente.
—Está bien —intervino el hombre de blanco, dirigiéndose al de pelo negro—. Tú te quedarás fuera.
—Pensé que tal vez él pudiera... —empezó a decir el otro, pero se interrumpió y se encogió de hombros en un gesto de disculpa.
—Todo está muy bien —cumplimentó el hombre de blanco al japonés—. Mis invitados llegarán a las ocho y...
—Los haré pasar aquí.
—No será necesario; uno de mis hombres les esperará abajo. Y después de cenar, tendremos una reunión aquí.
—Pueden ustedes quedarse hasta las tres, si lo desean.
—¡No será para tanto, espero! Nos bastará con una hora. Y ahora le agradeceré que me traiga un «Dubonnet» rojo, con hielo y una corteza de limón.
—Sí, senhor. —El japonés saludó con una reverencia.
—¿No será posible algo más de luz? Pienso leer mientras espero.
—Lo siento, senhor, pero no hay más luz que ésta.
—Me las arreglaré. Gracias.
—Gracias a usted, senhor Aspiazu. —El japonés volvió a hacer una reverencia, se inclinó un poco menos ante el rubio, y prácticamente nada ante el hombre de pelo negro. Después salió rápidamente de la habitación.
El hombre de pelo negro cerró la puerta y, de pie frente a ella, levantó bien los brazos, curvó los dedos y apoyó las yemas sobre la parte alta del dintel, como si fuera un teclado. Después empezó a apartar lentamente las manos.
El hombre de blanco se levantó y fue a colocarse de espaldas al agujero abierto en la pared, mientras el rubio se dirigía hacia el respaldo colocado en la cabecera de la mesa y se ponía en cuclillas junto a él. Palpó los almohadones estampados en tostado y blanco, los retiró del soporte de bambú y los dejó a un lado. Inspeccionó el respaldo, le dio vuelta para mirarlo por debajo y lo hizo a un lado junto a los almohadones. Tanteó todo el extremo del tatami que rodeaba el extremo de la mesa, presionando suavemente la paja trenzada con ambas manos extendidas.
Después se puso de rodillas, metió la rubia cabeza bajo la mesa y recorrió con la vista el rebaje para los pies. Inclinándose más aún, giró la cabeza para mirar con un ojo azul la parte de debajo de la mesa, que recorrió minuciosamente de punta a punta.
Después se apartó, tomó de nuevo el armazón de bambú, volvió a ponerle los dos almohadones y colocó el respaldo en un ángulo que resultara accesible. Se levantó y permaneció atento tras el respaldo.
El hombre de blanco se aproximó, desabrochándose la chaqueta. Dejó la cartera en el suelo y se volvió para sentarse cuidadosamente apoyándose en los brazos del respaldo. Encogió las piernas bajo la mesa, poniendo los pies en el rebaje.
El rubio se inclinó para empujar el respaldo y acercarlo más a la mesa.
—Danke —agradeció el de blanco.
—Bitte —respondió el rubio, y fue a situarse de espaldas a la abertura de la pared.
El hombre de blanco empezó a quitarse un guante, mientras miraba con aprobación la mesa dispuesta ante él. El de pelo negro, con los brazos levantados, recorrió lentamente, andando de costado, la abertura que separaba las dos habitaciones, mientras sus dedos tanteaban la parte alta del saliente formado por un dintel negro.
Se oyeron unos golpecitos; el rubio se dirigió hacia la puerta, mientras el moreno se daba la vuelta y bajaba los brazos. El rubio escuchó un momento y abrió. Una camarera ataviada con un kimono rosado entró con la cabeza inclinada, llevando en las manos una bandeja con un vaso tintineante. Sus pies con calcetines blancos, susurraban sobre el tatami.
—¡Ah! —exclamó alegremente el hombre de blanco, mientras doblaba los guantes. Su expresión de entusiasmo se alteró cuando la camarera, una mujer de cara achatada, se puso en cuclillas junto a él y empezó a retirar de su plato la servilleta y los palillos—. ¿Cómo te llamas, encanto? —preguntó con forzada jovialidad.
—Tsuruko, senhor —la camarera dejó sobre la mesa un posavasos de papel.
—¡Tsuruko! —con los ojos muy abiertos y los labios fruncidos, el hombre miró al rubio y al moreno como maravillado de una revelación tan impresionante.
La muchacha, después de haber puesto la bebida sobre la mesa, se levantó y empezó a retirarse andando hacia atrás.
—Hasta que lleguen mis invitados, Tsuruko, no quiero que me molesten.
—Sí, senhor. —La japonesa giró sobre sus talones y, con las rodillas muy juntas, salió apresuradamente de la habitación.
El rubio cerró la puerta y volvió a ocupar su puesto ante la abertura octogonal. El moreno se dio la vuelta y levantó otra vez las manos hacia el dintel.
—Tsu, ru, ko —masculló el hombre de blanco acercando más su cartera—. Si ésta es de las bonitas, ¿cómo serán las que no lo son? —agregó en alemán
El rubio ahogó una carcajada.
El hombre de blanco oprimió con un dedo el cierre de su cartera y la abrió lo bastante para que la tapa quedara abierta. En un extremo metió los guantes doblados, hojeó rápidamente los bordes de los papeles y sobres, sacó de entre ellos una delgada revista —Lancet, la publicación médica británica— y la puso sobre la mesa, junto a su plato. Mientras miraba la portada, sacó del bolsillo del pecho un estuche, deshilachado y descolorido, bordado en petitpoint, y de él extrajo unas gafas de montura negra Las abrió, se las puso, guardó el estuche y se acarició con un dedo el bigote áspero y fino. Tenía las manos menudas, rosadas, pulcras, de aspecto juvenil. De un bolsillo interior de la chaqueta sacó una pitillera de oro, sobre la cual había grabado un largo texto manuscrito.
El rubio seguía de pie ante la abertura. El de pelo negro examinó las paredes, el suelo, la mesa auxiliar y los respaldos. Retiró uno de los cubiertos ya puestos, extendió un pañuelo en su lugar y, subiéndose encima, abrió con un destornillador el panel de vidrio con el borde cromado que ocultaba la luz del techo.
El hombre de blanco leía su Lancet, tomaba de vez en cuando un sorbo de «Dubonnet» y fumaba un cigarrillo. El aire silbaba continuamente al pasar por una separación que tenía entre los dientes superiores. A veces parecía sorprendido por lo que leía.
—¡Completamente equivocado, señor! —exclamó una vez, en inglés.
Los invitados llegaron todos en un intervalo de cuatro minutos. El primero, que entregó su sombrero, pero no su cartera, a las ocho menos tres minutos, y el último a las ocho y un minuto. Tras abrirse paso entre los grupos que esperaban y unirse al japonés de smoking, éste los dirigía cortésmente hasta el rubio, que aguardaba al pie de las escaleras; tras un breve intercambio de palabras, se pedía a cada uno que subiera al lugar donde el hombre de pelo negro le señalaba la hilera de zapatos colocados junto a la puerta abierta.
Eran seis hombres de negocios, todos en calcetines; se saludaron cortésmente con gestos de la cabeza y se inclinaron para presentarse en portugués y en español al hombre de blanco.
—Ignacio Carreras, médico. Es un honor conocerle.
—¡Hola! ¿Cómo está? No puedo levantarme, estoy aquí atrapado. Éste es José de Lima, de Río. Ignacio Carreras, de Buenos Aires.
—¿Doctor? Soy Jorge Ramos.
—¡Amigo mío! Su hermano fue para mí como esta mano derecha. Discúlpeme que no me levante; estoy atrapado. Ignacio Carreras, de Buenos Aires. José de Lima, de Río, Jorge Ramos es de aquí, de São Paulo.
Dos de los invitados eran viejos amigos y se mostraban muy contentos de volver a verse.
—¡En Santiago! ¿Dónde has estado tú?
—¡En Río!
Otro se presentó con un fallido taconazo:
—Antonio Paz, de Porto Alegre.
Fueron poniéndose en cuclillas a los costados de la mesa, haciendo bromas sobre su torpeza para moverse y quejándose; después se acomodaron, todos ellos con los cartapacios o carteras cerca de sí; sacudieron las servilletas para abrirlas y encargaron las bebidas a una camarera muy joven graciosamente sentada sobre los talones. Tsuruko, con su cara achatada, colocó ante cada uno de ellos un paño húmedo arrollado; el hombre de blanco y sus invitados se frotaron las manos y se enjugaron la boca.
Como si fueran borrando al portugués y al español, se generalizó el alemán; se intercambiaban nombres alemanes.
—Ah, ya le conozco. Usted sirvió a las órdenes de Stangl, ¿no es eso? ¿En Treblinka?
—¿Ha dicho usted «Farnbach»? Mi mujer es una Farnbach de Langen, cerca de Francfort.
Les sirvieron las bebidas, acompañadas de platitos de quisquillas y pequeñas albóndigas de carne dorada. El hombre de blanco les enseñó a usar los palillos. Los que ya los manejaban servían de maestros para los que no estaban acostumbrados.
—¡Un tenedor, por Dios!
—¡No, no! —El hombre de blanco miró, riendo, a la bonita camarera—. ¡Le haremos aprender! ¡Tiene que aprender!
La muchacha se llamaba Mori. La chica del kimono sencillo encargada de llevarle a Tsuruko los platos y los tazones tapados, colocados en la mesa de servicio, se ruborizó.
—Yoshiko, senhor —contestó.
Los hombres comían y bebían, hablando de un terremoto en el Perú y del nuevo presidente norteamericano, Ford.
Les sirvieron tazones de sopa clara y luego más platos de comida, manjares fritos y crudos, acompañados de té.
Los hombres hablaron de la situación del petróleo y de que era probable que a causa de ésta disminuyera la simpatía de Occidente hacia Israel.
Más comida: tiras de carne cocida, trozos de langosta, y cerveza japonesa.
Hablaron de las mujeres japonesas. Kleist Carreras, un hombre delgado con un ojo de cristal que se movía desagradablemente, contó una historia divertidísima de las malandanzas de un amigo en un burdel de Tokio.
El japonés de smoking entró a preguntarles cómo estaban.
—¡De primera! —le aseguró el hombre de blanco—. ¡Excelente!
Los otros se manifestaron de acuerdo, en una mezcla de portugués, español y alemán.
Les sirvieron melón, y más té.
Hablaron de pesca, y de las diferentes maneras de cocinar el pescado.
El hombre de blanco invitó a Mori a que se casara con él, y ella sonrió escudándose en un marido y dos hijos.
Los hombres se levantaron de los crujientes respaldos, estiraron los brazos y se pusieron de puntillas, palmeándose el estómago. Algunos, entre ellos el de blanco, se dirigieron al pasillo en busca del aseo de caballeros. Los otros se quedaron hablando del anfitrión: de lo encantador que era, y de lo joven y animado que estaba para..., ¿sesenta y tres? ¿Sesenta y cuatro?
El primer grupo volvió y salieron los otros.
La mesa fue totalmente despejada y provista de copas de coñac, ceniceros y una caja de cigarros envasados en tubos de vidrio. En cuclillas, Mori dio la vuelta a la mesa con una botella, llenando de oscuro ámbar el fondo de cada copa. Tsuruko y Yoshiko parloteaban en voz baja en la mesa de servicio, sin ponerse de acuerdo sobre el momento de levantarla
—Fuera, chicas —les dijo el hombre de blanco al volver a su sitio—. Queremos hablar en privado.
Tsuruko empujó a Yoshiko para que se diera prisa y, al pasar, se disculpó ante él:
—Más tarde limpiaremos todo.
Mori sirvió el coñac en la última de las copas, dejó la botella en el extremo libre de la mesa y se fue presurosamente hacia la puerta, quedándose de pie a un costado, con la cabeza inclinada, mientras entraba el resto de los hombres.
El hombre de blanco volvió a acomodarse en su respaldo, ayudado por Farnbach-Paz.
El de pelo negro miró desde la puerta, contó a todos y cerró.
Fueron situándose en sus puestos, esta vez con aire grave y sin hacer bromas. Se pasó la caja de cigarros.
La abertura de la pared estaba bloqueada en el exterior por un trozo de traje gris.
El hombre de blanco sacó un cigarrillo de su pitillera de oro, la cerró, la miró y se la pasó a Farnbach, que estaba a su derecha, y que sacudió la cabeza totalmente afeitada; sin embargo, al darse cuenta de que le invitaban a leer y no a fumar, tomó la pitillera y la alejó un poco para ver mejor. Al ver de qué se trataba, sus ojos azules se abrieron.
—¡Oooh! —Mientras leía sorbía el aire entre los labios fruncidos—. ¡Qué maravilla! —exclamó, dirigiendo al hombre de blanco una sonrisa emocionada—. ¡Esto es mejor que una medalla! ¿Me permite? —Con la pitillera en la mano hizo un gesto en dirección a Kleist, que estaba sentado junto a él.
Sonriente y con las mejillas arrebatadas, el hombre de blanco hizo un gesto de asentimiento, y se volvió para acercar su cigarrillo a la llama de un encendedor que le esperaba a su izquierda. Con los ojos entrecerrados por el humo, atrajo hacia sí su cartera y la abrió del todo.
—¡Qué maravilla! —exclamó Kleist—. Mira, Schwimmer.
El hombre de blanco rebuscó en su cartera para sacar un montón de papeles que colocó delante de él, apartando la copa de coñac. Dejó el cigarrillo en un cenicero blanco y, mientras observaba cómo el joven y apuesto Schwimmer pasaba la cigarrera a Mundt a través de la mesa, sacó del bolsillo del pecho el estuche, y de él las gafas. Sonrió ante las sonrisas admirativas de Schwimmer y Kleist, volvió a meterse el estuche en el bolsillo, sacudió las gafas para abrirlas y se las caló. Se oyó un silbido largo y bajo, emitido por Mundt. El hombre de blanco dio una chupada al cigarrillo, aspiró el humo con placer, y volvió a dejarlo en el cenicero. Acomodó los papeles que tenía ante sí y estudió el que estaba encima, mientras tendía la mano hacia su copa de coñac.
—¡Mm, mm, mm! —se oyó mascullar a Traunsteiner. El hombre de blanco sorbió su coñac, y hojeó rápidamente el montón de papeles.
La pitillera volvió a sus manos; quien se la devolvía era el canoso Hessen, con los ojos azules brillantes en el rostro magro.
—¡Qué maravilla, tener una cosa así!
—Sí —asintió el hombre de blanco con un gesto de la cabeza—, estoy enormemente orgulloso de esto —expresó mientras dejaba la pitillera junto a los papeles.
—¿Quién no lo estaría? —preguntó Farnbach.
—Ahora vamos a hablar de negocios, muchachos —dijo el hombre de blanco mientras apartaba su copa. Se pasó la mano por el pelo gris, se bajó las gafas sobre la nariz y por encima de ellas miró a los demás que le observaban atentamente, con los cigarros inmóviles. El silencio se adueñó de la habitación, sin más oposición que la del zumbido del acondicionador de aire.
—Ya saben lo que van a hacer —empezó el hombre de blanco— y también que la tarea es larga. Ahora les daré los detalles —inclinó la cabeza hacia delante, mirando hacia abajo a través de las gafas—. En los próximos dos años y medio tienen que morir noventa y cuatro hombres en fechas aproximadas —repuso, mientras leía—. Dieciséis de ellos están en Alemania Occidental, catorce en Suecia, trece en Inglaterra, doce en los Estados Unidos, diez en Noruega, nueve en Austria, ocho en Holanda y seis en Dinamarca y Canadá. El total es de noventa y cuatro. El primero debe morir aproximadamente el 16 de octubre; el último, alrededor del 23 de abril de 1977.
Se recostó en su asiento y volvió a mirarles.
—¿Por qué deben morir esos hombres? ¿Y por qué aproximadamente en esas fechas específicas? —sacudió la cabeza—. Ahora no; más adelante se les podrá explicar por qué. Pero sí puedo decirles lo siguiente: la muerte de esos hombres es el paso final de una operación a la que tanto yo como los líderes de la Organización hemos consagrado muchos años, esfuerzos enormes, y una gran parte de la fortuna de la Organización. Es la operación más importante que haya emprendido jamás, y les advierto que «importante» es una palabra infinitamente débil para describirla. Están en juego la esperanza y el destino de la raza aria. Y al decirlo no exagero, amigos míos; es la verdad literal: el destino de los pueblos arios, su predominio sobre los esclavos y los semitas, sobre los negros y los amarillos, se cumplirá si la operación tiene éxito y no se cumplirá si la operación fracasa. De manera que «importante» no es una palabra suficientemente fuerte, ¿no lo creéis? ¿«Sagrada», quizás? Sí, eso se aproxima más. Todos ustedes participan en una operación sagrada.
Levantó su cigarrillo, le dio un golpecito contra el cenicero para quitarle la ceniza y luego se llevó cuidadosamente la colilla a los labios.
Se miraban entre sí silenciosamente, sobrecogidos. Luego se acordaron de los cigarrillos y del coñac. Volvieron a mirar al hombre de blanco; éste, después de aplastar su cigarrillo en el cenicero, les miró a su vez.
—Saldran del Brasil con documentos nuevos —anunció, a la vez que daba una palmada a la cartera que tenía a su lado—. Todo está aquí. Y son auténticos, no falsificaciones. También tendrán fondos en abundancia para los dos años y medio. En diamantes —sonrió—, aunque me temo que tendrán que pasarlos por la aduana de la manera más incómoda.
Sonrieron, encogiéndose de hombros.
—Cada uno de ustedes será responsable de los elegidos de uno o de dos países. Tendrán que cumplir de trece a dieciocho misiones cada uno, pero algunos habrán muerto ya por causas naturales. Tienen 65 años. No obstante, la mayoría vivirán aún, ya que a los 52 años gozaban de excelente salud y no mostraban signos de trastornos incipientes.
—¿Todos tienen 65? —preguntó Hessen, con aspecto perplejo.
—Casi todos —respondió el hombre de blanco—. Es decir, los tendrán cuando se aproxime la fecha. Algunos tendrán un año o dos de más o de menos. —Hizo a un lado el papel donde había leído los países y los números, y recogió las otras nueve o diez páginas—. Las direcciones —explicó— son las que tenían en 1961 y 1962, pero no les costará ningún trabajo localizarlos actualmente. Lo más probable es que la mayoría sigan viviendo donde antes. Son personas estables, con familia, en su mayoría funcionarios: inspectores fiscales, directores de escuelas, cosas semejantes; personas de relativa autoridad.
—¿También tienen en común esas condiciones? —preguntó Schwimmer.
El hombre de blanco asintió con un gesto.
—Un grupo notablemente homogéneo —señaló Hessen—. ¿Son los miembros de otra organización que se opone a la nuestra?
—Esos hombres ni siquiera se conocen entre ellos, ni nos conocen a nosotros —declaró el hombre de blanco—. Por lo menos, es lo que yo espero.
—Si tienen 65 años, en este momento estarán jubilados, ¿no es verdad? —preguntó Kleist, mientras su ojo de cristal miraba hacia otro lado.
—Sí, es probable que la mayoría estén jubilados —asintió el hombre de blanco—. Pero si se han mudado, podéis estar seguros de que se habrán preocupado de dejar su nueva dirección. Schwimmer, tú vas a Inglaterra. Trece, el número más pequeño. —Entregó a Kleist una hoja mecanografiada para que se la pasara a Schwimmer—. Esto no significa desconfiar de tu capacidad —sonrió, dirigiéndose a Schwimmer—. Por el contrario, significa reconocerla. Tengo entendido que puedes convertirte en un inglés de quien no sospecharía ni la propia reina.
—Sí que sabe usted cómo halagarle a uno, amigo —articuló Schwimmer en inglés de Oxford, mientras se acariciaba el bigote de color arena y estudiaba la hoja. En realidad, esa buena señora no es tan despierta.
El hombre de blanco sonrió.
—Ese don muy bien puede resultarte útil —dijo—, aunque tu nueva identidad, lo mismo que la de los demás, es la de un súbdito alemán. Como se supone que sois viajantes de comercio, es posible que entre una misión y otra tengáis tiempo para descubrir a la hija de algún agricultor. —Miró la hoja siguiente—. Farnbach, tú irás a Suecia —pasó la hoja hacia su derecha—, y tendrás catorce clientes para tu estupenda mercancía importada.
Farnbach recibió la hoja y se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño.
—Todos ellos son antiguos funcionarios —dijo—, ¿y al matarlos cumplimos el destino de la raza aria?
El hombre de blanco le miró durante un momento.
—¿Qué ha sido eso, una afirmación o una pregunta, Farnbach? —interrogó—. Al final me ha sonado un poco a pregunta, y si es así, me sorprende. Porque tú, como todos los otros, has sido elegido para esta operación sobre la base de una obediencia absoluta, al mismo tiempo que por tus otras condiciones y capacidades.
Farnbach se recostó en su asiento; con los gruesos labios cerrados, respiraba con agitación y tenía el rostro arrebatado.
El hombre de blanco volvió a mirar las hojas que tenía en la mano.
—No, Farnbach, estoy seguro de que era una afirmación —continuó—, y en ese caso tengo una pequeña corrección que hacer: al matarlos preparan el camino para la realización del destino, etcétera. Eso llegará; no en abril de 1977, cuando muera el último de los 94 hombres, sino en su momento. Limitense a obedecer a las órdenes órdenes. Traunsteiner, a ti te corresponde Noruega y Dinamarca —le entregó las hojas—. Diez en una, seis en la otra.
Traunsteiner recibió las hojas. Su rostro cuadrado era una hosca demostración de obediencia absoluta.
—Holanda y la parte superior de Alemania —continuó el hombre de blanco— son para el sargento Kleist. Otra vez dieciséis, ocho y ocho.
—Gracias, Herr Doktor.
—Los ocho que hay en Alemania meridional y los nueve de Austria hacen diecisiete para el sargento Mundt.
Mundt, de rostro redondo y cabeza afeitada, con gruesas gafas, sonrió mientras alargaba la mano para recibir las hojas.
—Cuando llegue a Austria —anunció— me ocuparé de Yakov Liebermann, ya que estoy allí.
Traunsteiner, mientras le pasaba las hojas, le sonrió con sus dientes de oro.
—De Yakov Liebermann —anunció el hombre de blanco— se han ocupado ya el tiempo y la mala salud, y la quiebra del Banco donde guardaba su dinero judío. En este momento no anda en persecución de nosotros, sino de conseguir asistentes para sus conferencias. Olvídate de él.
—Claro, si no estaba más que bromeando —respondió Mundt.
—Pues yo no. Para la Policía y para la Prensa, Liebermann no es más que un viejo aburrido y fastidioso con un archivo lleno de fantasmas; si lo matas, lo más probable es que lo conviertas en un héroe olvidado, que aún tenía enemigos a quienes hay que echar el guante.
—Yo jamás he tenido noticias del maldito judío.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo.
Los hombres se rieron.
El hombre de blanco entregó el último par de hojas a Hessen.
—Para ti hay dieciocho —le dijo, sonriendo—. Doce en los Estados Unidos y seis en Canadá. Cuento con que te muestres digno hermano de tu hermano.
—Pues lo soy, ya verá usted que lo soy —afirmó Hessen mientras levantaba su cabeza plateada, de rasgos agudos y orgullosos.
El hombre de blanco paseó su mirada por el auditorio.
—Ya les he dicho —empezó— que los hombres han de morir en la fecha que figura al lado de sus nombres, más o menos. «En» es mejor que «más o menos», por supuesto, pero sólo ligeramente. Una semana más o menos no dará por resultado una diferencia real, e incluso un mes puede ser aceptable si tenéis razones para pensar que así la misión resultará menos arriesgada. En cuanto a los métodos, quedan a su propia elección, siempre y cuando sean variados y no hagan pensar en premeditación alguna. En ninguno de los países las autoridades deben sospechar que se está llevando a cabo una operación. Eso no ha de resultarles difícil. Tengan presente que se trata de hombres de 65 años, que la vista les falla, sus reflejos son lentos, su fuerza ha disminuido. Es probable que no sean buenos conductores y que atraviesen descuidadamente las calles, que sean propensos a caerse, o ser atacados y robados. Hay docenas de maneras para matar a personas de ese tipo sin llamar indebidamente la atención, y confío en que ustedes las encontrarán —sonrió.
—Si esa parece la mejor manera de llevar a cabo la misión, ¿podemos contratar a alguien para que se haga cargo de ella o colabore? —quiso saber Kleist.
El hombre de blanco separó ambas manos en un gesto de sorpresa.
—Todos ustedes son hombres sensatos y juiciosos —señaló— y por eso los hemos elegido. Hagan el trabajo en la forma que consideren que debe hacerse. Mientras estos hombres mueran en el momento indicado y las autoridades no sospechen que se trata de una operación, tienen total libertad de acción. —Levantó un dedo—. No, no es tan total, lo siento. Hay una condición, y es muy importante. No queremos que los parientes intervengan, ni como víctimas en ningún tipo de accidente, ni como cómplices; pienso en alguna esposa joven que pudiera estar dispuesta a una aventura romántica. Repito: los familiares no han de intervenir de ninguna manera, y en el caso de valerse de cómplices, deben ser de fuera.
—¿Y por qué hemos de necesitar cómplices? —preguntó Traunsteiner.
—Nunca se sabe con qué obstáculos puede uno tropezar —respondió Kleist.
—Yo he viajado por toda Austria —comentó Mundt, mientras miraba una de sus hojas—, y aquí hay lugares de los que jamás he oído hablar.
—Sí —se quejó Farnbach, que también miraba su única hoja—, también yo conozco Suecia, pero nunca he oído mencionar nada que se llamara «Rasbo».
—Es un pueblecito a unos quince kilómetros al noroeste de Upsala —aclaró el hombre de blanco—. Es donde está Bertin Hedin, ¿no? Es el jefe de Correos.
Farnbach le miró, enarcando las cejas.
El hombre de blanco le devolvió la mirada, sonriendo pacientemente.
Y dar muerte al jefe de Correos Hedin —dijo—es una misión tan importante..., corrijo, tan sagrada como les dije que era. Vamos, Farnbach, espero que seas el estupendo soldado que fuiste siempre.
Farnbach se encogió de hombros y volvió a mirar su papel.
—Usted es... el doctor —dijo.
—Exactamente —asintió el hombre de blanco, sin dejar de sonreír, mientras se volvía nuevamente a su cartera.
—Éste sí que suena bien: «Kankakee» —comentó Hessen, mientras miraba sus papeles.
—En las afueras de Chicago —explicó el hombre de blanco, que sostenía entre sus manos abiertas unos sobres de color marrón sacados de la cartera: media docena de sobres grandes y llenos, cada uno con un nombre en un ángulo: Cabral, Carreras, De Lima. Los arrojó sobre la mesa, y alguien consiguió rescatar una copa de coñac bajo el pequeño alud.
—Lo siento —se disculpó el hombre de blanco mientras volvía a sentarse. Con un gesto, indicó que fueran distribuidos los sobres, y se quitó las gafas—. No los abran aquí —dijo, mientras se frotaba y se pellizcaba la nariz—. Esta mañana he verificado todo personalmente. Pasaportes alemanes con sello de entrada en el Brasil y el correspondiente visado, permisos de trabajo, permisos de conducir, papel de cartas timbrado; todo está ahí. Cuando vuelvan a sus habitaciones, practiquen las firmas y firmen todo lo que sea necesario. Tienen también ahí los pasajes aéreos, y un poco de dinero en efectivo de los países de destino, por valor de unos miles de cruceiros.
—¿Y los diamantes? —preguntó Kleist, mientras sostenía con ambas manos su sobre, donde se leía el apellido Carreras.
—Están en la caja fuerte en el cuartel general. —El hombre de blanco metió las gafas en el estuche bordado—. Los recogerán mañana, camino del aeropuerto, y entregarán a Ostreicher sus pasaportes actuales y sus papeles personales para que se los guarde hasta el regreso de ustedes.
—Y yo que me había acostumbrado a «Gómez» —dijo Mundt y sonrió. Los otros se reían.
—¿Cuánto recibiremos? —preguntó Schwimmer, mientras cerraba la cremallera de su cartera—. En diamantes, quiero decir.
—Unos cuarenta quilates cada uno.
—Auch —se quejó Farnbach.
—No, los tubos son muy pequeños. Más o menos una docena de piedras de tres quilates, y nada más. Cada una vale alrededor de setenta mil cruceiros en el mercado actual, y con la inflación, mañana valdrán más. De manera que tienen el equivalente de unos novecientos mil cruceiros por lo menos para los dos años y medio. Vivirán bien, en el estilo que conviene a vendedores de grandes empresas alemanas, y tendrán dinero en cantidad más que suficiente para cualquier equipo que necesiten. De paso les diré que cuiden de no llevar con ustedes ningún arma en el avión; en estos días revisan a todo el mundo. Cualquier cosa que tengan, dejensela a Ostreicher. No tendrán problema para vender los diamantes; en realidad, hasta es posible que tengan que ahuyentar a los compradores. Creo que esto es todo.
—¿Y los informes? —quiso saber Hessen, mientras ponía a un lado su cartera.
—¿No les he hablado de eso? El primero de cada mes, se pondran en comunicación por teléfono con la sucursal brasileña de la compañía de ustedes... El cuartel general, por supuesto. Haganlo en tono comercial. Tú especialmente, Hessen; estoy seguro de que, en los Estados Unidos, nueve de cada diez teléfonos están intervenidos.
—Desde la guerra no he vuelto a hablar noruego —comentó Traunsteiner.
—Estúdialo —sonrió el hombre de blanco—. ¿Algo más? ¿No? Bueno pues, tomemos un poco más de coñac y ya pensaré un brindis apropiado para desearles buen viaje.
Volvió a tomar su pitillera, la abrió y sacó un cigarrillo. Después la cerró, la miró y, apoyando la manga blanca contra la parte grabada, la pulió con un gesto vivaz.
Con una reverencia, Tsuruko dio las gracias al senhor. Después se metió los billetes doblados en el cinturón del kimono y casi furtivamente pasó junto a él para dirigirse a la mesa de servicio, donde Yoshiko estaba ocupada en apilar los pequeños tazones de restos que ya empezaban a secarse.
—¡Me ha dado veinticinco! —susurró Yoshiko en japonés—. ¿A ti qué te ha dado?
—No sé —susurró a su vez Tsuruko, en cuclillas, mientras ponía la tapa a su tazón de arroz que estaba debajo de la mesa—. Todavía no me he fijado —con ambas manos levantó el gran tazón plano de laca roja.
—¡Apuesto a que son cincuenta!
—Eso espero.
Tsuruko se levantó y, presurosamente, pasó con el tazón junto al senhor y a uno de sus invitados que bromeaban con Mori, para después salir al vestíbulo. En zigzag, se abrió paso entre los demás comensales, que se pasaban unos a otros los calzadores, inclinándose y poniéndose en cuclillas, y con el hombro abrió una puerta de vaivén.
Con el tazón en las manos, bajó una estrecha escalera iluminada por bombillas colgadas simplemente de un cable, y siguió por un no menos estrecho corredor con las paredes de madera enyesada.
El corredor daba a una cocina bulliciosa y llena de humo, donde unos anticuados ventiladores que colgaban del techo giraban lentamente sobre un alboroto de camareras, cocineros y pinches. Con su kimono rosado, Tsuruko se deslizó entre ellos con el gran tazón rojo; pasó junto a un ayudante que cortaba verduras con movimientos rápidos, y a otro que le echó una mirada mientras sacaba de un goteante lavavajillas una bandeja llena de platos.
La muchacha dejó el tazón sobre una mesa donde había una pila de cajas de champiñones, se volvió y sacó de una cesta una servilleta usada, que sacudió antes de desplegarla sobre la mesa metálica. Levantó la tapa del tazón y la dejó a un lado. Dentro del tazón de laca roja había un magnetofón negro y cromado, un «Panasonic» con mandos de fabricación inglesa; por la ventanilla se veían girar uniformemente los dientes de la cassette. La mano de Tsuruko vaciló un momento sobre los botones, y, con un gesto de indecisión, levantó el magnetofón del tazón para ponerlo sobre la servilleta. Después lo envolvió cuidadosamente en ella.
Con el magnetofón apretado contra el pecho, se dirigió a una puerta de cristales y movió el picaporte. Un hombre que estaba cosiendo un delantal, muy cerca de allí, levantó la vista hacia ella.
—Son sobras —explicó Tsuruko, mostrándole rápidamente la forma envuelta en la servilleta—, para una anciana que viene a buscarlas.
Los ojos fatigados del hombre la miraron desde el tenso rostro amarillo y volvieron a descender hacia las manos sin dejar de coser.
Tsuruko abrió la puerta y salió a un pasadizo. De un montón de latas de basura saltó un gato que huyó por un estrecho pasaje hacia una calle iluminada por tubos de neón.
—¿Oiga, está usted ahí? —llamó en voz baja Tsuruko, en portugués, tras haber cerrado la puerta a sus espaldas, inclinándose hacia la oscuridad—. ¿Senhor Hunter?
En la penumbra del pasadizo se perfiló una figura, un hombre alto y delgado con una bolsa de viaje.
—¿Lo ha hecho?
—Sí —respondió ella, mientras desenvolvía el magnetofón—. Todavía está funcionando, porque no recuerdo con qué botón se detiene.
—Bueno, bueno, no importa. —El hombre era joven, y en su rostro de rasgos delicados y en el pelo castaño se reflejaba la luz de la puerta—. ¿Dónde lo puso? —preguntó.
—En un tazón de arroz debajo de la mesa de servicio. —Tsuruko le entregó el magnetofón. Medio cubierto con la tapa, de manera que no lo vieran.
El joven inclinó el magnetofón hacia la puerta y apretó uno de los mandos y después otro; se oyó un sonido agudo y gorjeante. Tsuruko, mientras lo observaba, se hizo a un lado para darle más luz.
—¿Cerca de dónde se sentaban? —preguntó el joven en mal portugués.
—Desde aquí hasta allá —la japonesa señaló con un gesto la distancia que la separaba de la lata de basura más próxima.
—Bueno, bueno. —El joven oprimió un botón, que detuvo el gorjeo, y apretó otro, la voz del hombre blanco habló en alemán, a distancia, como rodeada por un eco—. ¡Muy bien! —dijo el hombre, y pulsando otro mando detuvo la voz. Señaló el magnetofón—. ¿Cuándo comenzó usted esto?
—Cuando terminaron de comer, un momento antes de que nos hiciera salir. Estuvieron hablando casi una hora.
—¿Ya se van?
—Se iban cuando yo bajé.
—Muy bien, muy bien. —El joven tiró de la cremallera de su bolsa de viaje azul y blanco. Llevaba una chaqueta corta de sarga azul y pantalones tejanos, representaba unos veintitrés años y era, evidentemente, norteamericano—. Me ha sido usted una ayuda grande —dijo a Tsuruko mientras se guardaba el magnetofón en la bolsa—. Mi revista estará muy contenta cuando yo entregue una historia sobre el senhor Aspiazu. Es el más famoso autor de cine. —Del bolsillo de atrás del pantalón sacó una billetera y la abrió de manera que recibiera la luz.
Tsuruko lo observaba, con la servilleta en la mano.
—¿Una revista norteamericana? —preguntó.
—Sí respondió el joven mientras separaba los billetes—. Movie Story. Una revista cinematográfica muy importante. —Le dedicó una radiante sonrisa y le entregó los billetes—. Ciento cincuenta cruceiros. Muchas gracias. Me ha sido una ayuda grande.
—Gracias. —La muchacha echó una mirada a los billetes y le sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Su restaurante huele bien —dijo él, mientras volvía a guardarse la billetera—. He pasado mucha hambre mientras esperaba.
—¿Querría que yo le preparase algo? —La japonesa se guardó los billetes en el kimono—. Podría...
—No, no. —El muchacho le tocó la mano—. Como en mi hotel. Gracias, muchas gracias. —Le dio un apretón de manos, se dio la vuelta y dando largos pasos se alejó por el pasadizo.
—¡Muchas gracias, senhor Hunter! —gritó ella mientras él se iba. Durante un momento le observó, después giró sobre sus talones, abrió la puerta y entró.
En el bar les ofrecieron como atención una ronda de bebidas, que aceptaron no tanto por la insistencia del japonés de smoking, que se había presentado como Hiroo Kuwayama, uno de los tres propietarios de «Sakai», como seducidos por la presencia de un nuevo juego de pingpong electrónico, que resultó lo suficientemente fascinante para que pidieran una ronda más, aunque, después de discutirlo, decidieron renunciar a una tercera.
Alrededor de las once y media se dirigieron en masa al guardarropas para recoger sus sombreros. La muchacha de kimono le entregó el suyo a Hessen, le sonrió y dijo:
—Un amigo suyo entró después de usted, pero no quiso subir sin que le invitaran.
—¿Sí? —preguntó Hessen mirándola fijamente.
La muchacha asintió.
Un hombre joven, norteamericano, me parece.
—Ah —dijo Hessen—. Claro, sí. Ya sé a quién se refiere. ¿Dice usted que entró detrás de mí?
—Sí, senhor, cuando usted iba subiendo las escaleras.
—Naturalmente, preguntaría adónde iba yo.
Ella asintió con un gesto.
—¿Qué le dijo usted?
—Que era una reunión privada. A él le parecía que sabía quién la ofrecía, pero estaba equivocado. Yo le dije que era el senhor Aspiazu, y dijo que lo conoce a él también.
—Sí, ya sé —asintió Hessen—. Somos todos muy amigos. Debería haber subido.
—Dijo que probablemente fuera una reunión de negocios, y que no quería molestarlos. Además, no iba correctamente vestido. —Con un gesto la chica señaló los costados—. Con tejanos, y sin corbata —agregó, tocándose la garganta con sus delgados dedos.
—Oh —exclamó Hessen—. Pues es una pena que no subiera de todas maneras, para saludarnos. ¿Volvió a salir en seguida?
Sin hablar ella asintió.
—Está bien —dijo Hessen, y con una sonrisa le entregó un cruceiro.
Después fue a hablar con el hombre de blanco. Los otros, que tenían ya en la mano los sombreros y carteras, se reunieron en torno de ellos.
El hombre rubio y el de pelo negro se dirigieron rápidamente hacia las talladas puertas de entrada; Traunsteiner fue al bar y un momento después volvió a salir con Hiroo Kuwayama.
El hombre de blanco apoyó su mano enguantada sobre el hombro del japonés y le habló con seriedad Kuwayama lo escuchó, hizo una inspiración profunda se mordió el labio y sacudió la cabeza.
Tras haber pronunciado algunas palabras con gestos tranquilizadores, se dirigió presurosamente hacia el fondo del restaurante.
Con un gesto brusco, el hombre de blanco indicó a los otros que se apartaran de él. Se dirigió hacia un lado del vestíbulo y dejó sobre una mesita negra donde había una lámpara su sombrero y su cartera, ahora menos abultada. Se quedó ahí mirando hacia el fondo del restaurante, con el ceño fruncido, mientras se frotaba las manos enguantadas de blanco. Después se las miró y las dejó caer a los lados.
Desde el fondo del restaurante llegaron Tsuruko y Mori, vestidas con pantalones y blusas de colores, y Yoshiko, todavía con el kimono. Kuwayama les indicaba que se apresuraran. Las muchachas parecían confundidas e inquietas, y los demás clientes las miraban.
La boca del hombre de blanco se curvó en una sonrisa amistosa.
Kawayama dejó a las tres mujeres frente al hombre de blanco, hizo a éste un gesto con la cabeza y se apartó para observar la escena con los brazos cruzados.
El hombre de blanco, sonriente, sacudió la cabeza con aire apenado y se pasó la mano enguantada por el pelo gris cortado muy corto.
—Muchachas —empezó—, ha sucedido algo realmente malo. Malo para mí, quiero decir, no para ustedes. Para ustedes es estupendo. Me explicaré. —Hizo una inspiración—. Yo soy fabricante de maquinaria agrícola y uno de los más importantes de Sudamérica. Las personas que están conmigo esta noche —hizo un gesto por encima del hombro— son mis vendedores. Nos hemos reunido aquí para que yo pudiera explicarles lo referente a las nuevas máquinas que estamos empezando a producir y darles todos los detalles y especificaciones necesarios; como se imaginan, es todo muy secreto. Pero he descubierto que un espía de una empresa rival norteamericana tuvo noticia de nuestra reunión momentos antes de que comenzara, y como sé de qué manera se maneja esta gente, podría apostar a que fue a la cocina para hablar con alguna de ustedes, o quizás con todas ustedes, y les pidió que escucharan nuestra conversación desde algún... lugar secreto, o tal vez que nos tomaran fotografías —levantó un dedo—. El caso es —explicó— que algunos de mis vendedores trabajaron antes para esta empresa rival, y no saben... Quiero decir que esta firma no sabe quién está ahora conmigo, de manera que a ellos también les sería útil tener fotografías de nosotros. —Hizo un gesto con la cabeza, mientras sonreía tristemente—. Es un negocio muy competitivo —aclaró—, como una pelea de gallos.
Tsuruko, Mori y Yoshiko le miraban inexpresivamente, moviendo ligera y lentamente la cabeza.
Kuwayama, que había dado la vuelta hasta colocarse detrás del hombre de blanco, dijo con seriedad:
—Si alguna de ustedes hizo lo que el senhor...
—¡No me interrumpas! —El hombre de blanco extendió hacia atrás una mano abierta, sin volverse—. Por favor. —Bajó la mano, sonrió y dio un corto paso hacia delante. Este hombre —continuó de buena manera—, un joven norteamericano, debe de haberles ofrecido algún dinero, y tal vez les haya contado alguna historia diciendo que era una broma o algo así, una treta inofensiva que nos estaba preparando. Y yo entiendo perfectamente que muchachas como ustedes, que sin duda no cobran mucho... ¿O me equivoco? ¿Acaso nuestro amigo aquí presente les paga muy bien? —Sus ojos castaños las miraban parpadeantes, esperando respuesta.
Con una risita, Yoshiko sacudió vehementemente la cabeza. El hombre de blanco le acompañó en su risa, tendió una mano hacia el hombro de ella y después la retiró, sin tocarla.
—¡Ya me lo parecía! —exclamó—. ¡Bien seguro estaba yo de que no era así! —Sonrió a Mori y a Tsuruko, que le devolvieron con incertidumbre la sonrisa—. Pues bien, entiendo perfectamente —continuó mientras volvía a ponerse serio— que muchachas en la situación de ustedes, que trabajan mucho y tienen responsabilidades de familia, como tú con tus dos hijos, Mori, entiendo perfectamente que hayan aceptado un ofrecimiento como ése. En realidad, lo que no podría entender sería que no lo hicieran; ¡sería una total estupidez! Una bromita inofensiva, unos pocos cruceiros extra. Las cosas están caras hoy en día, bien lo sé, por eso les di buenas propinas allá arriba. De manera que si les hicieron ese ofrecimiento, y si lo aceptaron, creanme, muchachas, que no estoy enojado ni resentido; lo comprendo, pero necesito saberlo.
—Senhor —protestó Mori—, le doy a usted mi palabra de que nadie me ofreció nada y nadie me pidió que hiciera nada.
—Nadie —afirmó a su vez Tsuruko, sacudiendo la cabeza; lo mismo hizo Yoshiko, que agregó—: En serio, senhor.
—Como prueba de mi comprensión —expresó el hombre de blanco mientras se abría la americana y buscaba algo dentro de ella—, les daré dos veces lo que ese hombre les dio, o dos veces lo que les ofreció únicamente. —Sacó una gruesa billetera negra de piel de cocodrilo, la abrió y mostró los bordes de dos fajos de billetes—. A esto me refería antes, cuando dije que la cosa sería mala para mí pero buena para ustedes. —Miró a las mujeres una tras otra—. Dos veces lo que él les dio —reiteró—. Para ustedes, y la misma cantidad también para el senhor... —con un gesto de la cabeza señaló al japonés, que murmuró «Kawayama»—, para que no se enoje con ustedes tampoco. ¿Eh, muchachas, por favor? ¿Qué les parece? —El hombre de blanco mostró su dinero a Yoshiko—. Hemos dedicado años a este..., a estas nuevas máquinas —le explicó—. ¡Millones de cruceiros! —Mostró el dinero a Mori—. Si sé qué es lo que sabe mi rival, entonces podré dar los pasos necesarios para protegerme. —Mostró los billetes a Tsuruko—. Acelerar la producción, o tal vez encontrar a este joven y... convencerlo de que trabaje con nosotros, darle a él dinero lo mismo que a ustedes y al senhor...
—Kuwayama. Vamos, muchachas, no tengan miedo. Díganselo al senhor Aspiazu, que yo no me enojaré con ustedes.
—¿No ven? —insistió el hombre de blanco—. Todo será para bien. ¡Para todos!
—Es que no hay nada que decir —insistió Mori. Yoshiko, mientras miraba la billetera abierta con sus fajos de billetes, agregó tristemente:
—Nada, en serio —levantó los ojos—. Yo se lo diría con gusto, senhor, pero realmente no hay nada.
Tsuruko miraba la billetera.
El hombre blanco la observaba.
La muchacha levantó los ojos para mirarle, y con vacilación, con confusión, hizo un gesto afirmativo.
El hombre de blanco dejó escapar un suspiro, mientras la miraba atentamente.
—Fue exactamente como usted dijo —admitió la japonesa—. Yo estaba en la cocina, mientras nos preparábamos para servirles a ustedes, y uno de los chicos vino a decirme que afuera había un hombre que quería hablar con alguien que atendiera al grupo de ustedes. Era muy importante. Entonces salí y me encontré con el norteamericano, que me dio doscientos cruceiros, cincuenta antes y ciento cincuenta después. Me dijo que era reportero de una revista, que usted hacía películas y que jamás concedía entrevistas.
—Sigue —le dijo el hombre de blanco, sin dejar de mirarla.
—Dijo que él podría hacer un artículo excelente si descubría cuáles eran las nuevas películas que proyectaba usted filmar. Yo le dije que más tarde usted iba a hablar con sus invitados, como nos había dicho el senhor Kuwayama, y él...
—Te pidió que te escondieras y escucharas.
—No, senhor, me dio un magnetofón de cinta, y yo lo llevé adentro y se lo entregué cuando ustedes terminaron de hablar.
—¿Un... magnetofón de cinta?
Tsuruko asintió con un gesto.
—Me enseñó cómo funcionaba. Dos botones a la vez. —Con ambos índices presionó el aire.
El hombre de blanco cerró los ojos y se quedó inmóvil, oscilando casi imperceptiblemente de lado a lado. Volvió a abrir los ojos, miró a Tsuruko y sonrió débilmente.
—¿Durante toda nuestra reunión estuvo en funcionamiento un magnetofón de cinta? —preguntó.
—Sí, senhor —afirmó ella—. Escondido en un tazón de arroz debajo de la mesa de servir. Funcionó muy bien. Antes de pagarme el hombre lo probó y se mostró muy satisfecho.
El hombre de blanco aspiró una bocanada de aire, se pasó la lengua por el labio superior, dejó escapar el aire y cerrando la boca, tragó saliva. Se apoyó la mano enguantada de blanco en la frente y se la enjugó con un movimiento lento.
—Fueron doscientos cruceiros en total —señaló Tsuruko.
El hombre de blanco la miró, se le acercó un poco más y volvió a hacer una inspiración profunda. Bajando la vista, le sonrió; era media cabeza más alto que ella.
—Querida —le dijo suavemente—, quiero que me cuentes todo lo que puedas sobre ese hombre. ¿Era joven? ¿De qué edad? ¿Qué aspecto tenía?
Tsuruko, incómoda por su proximidad, empezó a hablar.
—Tendría veintidós o veintitrés años, creo, aunque no pude verle muy bien. Muy alto, de buen aspecto, cordial. Tenía el pelo castaño, muy rizado.
—Muy bien —contestó el hombre de blanco—, excelente descripción. Y vestía tejanos...
—Sí, y una chaqueta de la misma tela, corta y de color azul. También tenía una bolsa de unas líneas aéreas, con correa. —Con un gesto se señaló el hombro—. Allí llevaba el magnetofón.
—Muy bien, eres muy observadora, Tsuruko. ¿Qué línea aérea?
Ella lo miró apenada.
—No me di cuenta. Era azul y blanca.
—Una bolsa azul y blanco de alguna línea aérea. Está bien. ¿Qué más?
La muchacha frunció el ceño, sacudió la cabeza y después recordó:
— ¡Se llama Hunter, senhor! —dijo alegremente.
—¿Hunter?
—¡Sí, senhor! Hunter. Lo dijo muy claramente. El hombre blanco sonrió sin alegría.
—Ya lo creo que sí. Sigue, ¿qué más?
—Hablaba mal el portugués. Me dijo que yo era una «ayuda grande» para él; hablaba con muchos errores así, y la pronunciación era muy mala.
—Conque no hace mucho tiempo que está aquí, ¿no es cierto? Tú sí que eres una «ayuda grande» para mí, Tsuruko. Adelante.
—Eso es todo, senhor —agregó la muchacha con el ceño fruncido, mientras se encogía de hombros con un gesto de impotencia.
—Por favor, trata de recordar algo más, Tsuruko; no tienes idea de lo importante que es esto para mí.
Ella se mordió un nudillo de la mano, tensamente cerrada, y sacudió la cabeza mientras volvía a mirarlo.
—¿No te dijo cómo ponerte en contacto con él para el caso en que yo concertara otra reunión?
—¡No, senhor! ¡No! Nada de eso, nada. Se lo diría.
—Sigue pensando.
Repentinamente, el rostro preocupado de Tsuruko se iluminó.
—Está en un hotel. ¿Le sirve eso de algo?
Los ojos castaños la miraron interrogativamente.
—Dijo que comería en su hotel. Yo le pregunté si quería comer algo, porque le había dado hambre mientras esperaba, y fue eso lo que me dijo; que comería en su hotel.
—¿Viste? —preguntó el hombre de blanco, mirándola—. Había algo más —dio un paso hacia atrás; bajó los ojos y abrió la billetera. De ella sacó cuatro billetes de cien cruceiros, que entregó a la japonesa.
— ¡Gracias, senhor!
Kuwayama se acercó más, sonriente.
El hombre de blanco le entregó cuatro billetes, y dio a Mori y a Yoshiko uno para cada una. Después de guardarse nuevamente la billetera, sonrió a Tsuruko y la reprendió:
—Eres una buena chica, pero en el futuro deberías prestar un poco más de atención a los intereses de tus patrones.
—Eso haré, senhor. Se lo prometo.
—No sea riguroso con ella —dijo el hombre de blanco a Kuwayama—, se lo ruego.
—¡Oh, no, ya no! —sonrió el japonés, sacando la mano del bolsillo.
El hombre de blanco tomó el sombrero y la cartera que había dejado en la mesa y con una sonrisa a las mujeres que se inclinaban ante él y a Kuwayama se apartó de ellos y se dirigió hacia los hombres que le esperaban, observándolo.
Su sonrisa se extinguió y sus ojos se entrecerraron.
—¡Perra amarilla hija de puta, le cortaría las tetas! —masculló en alemán, al acercarse a los hombres, y les informó del episodio del magnetofón.
—Antes de entrar registramos la calle y todos los coches —informó el hombre rubio— y no había ningún norteamericano con tejanos.
—Ya lo encontraremos —afirmó el hombre de blanco—. Trabaja solo, porque todos los grupos que siguen en actividad están en Río y en Buenos Aires. Y éste es un aficionado, no solamente por su edad, ya que tiene veintidós o veintitrés años, sino también porque da el apellido «Hunter», que en inglés significa Cazador; si fuera experimentado no andaría haciendo estos chistes. Además, es estúpido, porque si no, no habría dejado que esta hija de perra supiera que está en un hotel.
—A menos —señaló Schwimmer—, que no esté en un hotel.
En ese caso, se trata de un tipo despierto —dijo el hombre de blanco— y mañana a la mañana yo me cuelgo. Vamos a ver. Hessen, nuestro paulista que se deja seguir por un «Cazador» aficionado, nos presentará ahora sus disculpas dando a cada uno de vosotros el nombre de un hotel. —Miró a Hessen, que estaba examinando su sombrero y levantó la vista—. Un hotel de la categoría suficiente para servir comidas a altas horas de la noche —le explicó el hombre de blanco—, pero no tan bueno para no recibir clientes que usen tejanos. Ponte en el lugar de él: eres un chico llegado de los Estados Unidos, que viene siguiendo la pista de Horst Hessen, o quizás incluso de Mengele; ¿en qué hotel te quedarías? Tienes el dinero suficiente para dar una suculenta propina y sobornar a las camareras, porque no creo que la muy perra nos haya mentido sobre la cantidad, pero eres un romántico; quieres tener la sensación de ser un nuevo Yakov Liebermann, no un turista adinerado. Cinco hoteles, por favor, Hessen, por orden de probabilidades.
Miró a los otros antes de continuar.
—Cuando Hessen dé el nombre de un hotel —dijo sacáis una caja de cerillas de ese tazón que está allí y os vais afuera a darle el nombre a un taxista. Cuando lleguéis al hotel, averiguáis si tienen o no a un norteamericano alto y joven de pelo castaño y rizado, que ha llegado recientemente vestido con tejanos, una chaqueta corta de sarga azul, y una bolsa con correa de alguna línea aérea, de color azul y blanco. Después telefoneáis al número que hay en la caja de fósforos. Yo esperaré aquí. Si la respuesta es afirmativa, Rudi, Tintin y yo iremos inmediatamente; si la respuesta es negativa, Hessen os dará el nombre de otro hotel. ¿Está todo claro? Bueno. En media hora lo habremos encontrado, y no habrá terminado siquiera de escuchar la maldita cinta. ¿Hessen?
—«El Nacional» —dijo Hessen a Mundt, y éste repitió «El Nacional», y se fue a buscar una caja de fósforos.
—El «Del Rey» —dijo Hessen a Schwimmer, y fue agregando sucesivamente—: el «Marabá» —a Traunsteiner—, el «Comodora» —a Farnbach, y finalmente le indicó a Kleist—: el «Savoy».
El joven escuchó unos cinco minutos, después detuvo el magnetofón, lo rebobinó y empezó de nuevo desde el punto donde terminaban de admirar lo que fuera que estuviesen admirando y «Aspiazu» decía Lasst uns jetzt Geschäft reden, meine Jungens. Vaya si empezaban a hablar de negocios. ¡Y qué negocios, Dios!
Esta vez escuchó la grabación completa, exclamando de vez en cuando « ¡Dios mío!», « ¡Dios todopoderoso!», y después de que se oyera un «clonc» y un largo silencio que debían corresponder al momento en que la camarera descendía las escaleras con el tazón, detuvo el magnetofón y rebobinó parcialmente la cinta, para volver a escuchar algunos fragmentos y asegurarse de que la cosa realmente era así y de que él no estaba alucinado de hambre o alguna otra cosa.
Después empezó a pasearse hasta donde se lo permitía la habitación, mientras sacudía la cabeza y se rascaba la nuca, intentando calcular qué demonios hacer en ese berenjenal de no saber quién estaría con ellos, o por lo menos pagado por ellos.
Finalmente decidió que no había más que una cosa que hacer, y cuanto antes mejor, independientemente de la diferencia de horario. Llevó el magnetofón a la mesilla y lo puso junto al teléfono; sacó su billetera y se sentó sobre la cama. Encontró la tarjeta con el nombre y el número, la calzó bajo el teléfono y levantó el auricular, mientras volvía a guardarse en el bolsillo la billetera. Marcó el número de las conferencias internacionales.
—Le llamaré cuando tenga la comunicación. —Por la voz, la muchacha parecía atractiva.
—Esperaré —dijo él, pensando que ella podía irse a bailar—. Dese prisa, por favor.
—Llevará cinco o diez minutos, senhor.
El joven escuchó cómo le daba el número a una telefonista de ultramar, mientras ensayaba mentalmente lo que iba a decir. Siempre y cuando, naturalmente, Liebermann estuviera en su casa y no hubiera salido a pronunciar algún discurso o a seguir alguna pista. ¡Por favor, que el señor Liebermann estuviera en casa!
Se oyó un golpecito en la puerta.
—Ya es casi la hora —dijo el joven en inglés, y sin dejar el teléfono se levantó, tendió la mano y consiguió girar el picaporte para abrir la puerta. Entró un camarero de bigotes caídos con un plato cubierto por una servilleta y una botella de Brahma, pero en la bandeja no había vaso.
—Lamento haber tardado —se disculpó el camarero—. A las once se van todos, y he tenido que hacerlo solo.
—Está bien —dijo el joven en portugués—. Ponga la bandeja en la cama, por favor.
Me olvidé del vaso.
—No importa. No necesito vaso. Dame la nota y el lápiz, por favor.
Sosteniéndola con la mano en que tenía el teléfono, firmó la nota contra la pared, y agregó una propina al total.
El camarero salió sin darle las gracias, y eructó mientras cerraba la puerta.
Debería haberse quedado en el «Del Rey».
Volvió a sentarse en la cama, mientras el teléfono emitía un silbido hueco en su oído. Se dio la vuelta para sostener la bandeja, que tenía estampado en un ángulo, en grandes letras negras, la palabra Miramar: a prueba de ladrones. La levantó y con un gesto de fastidio la arrojó a un lado; el sandwich era grueso, estupendo, todo de pollo, sin lechuga ni ninguna otra basura. Olvidado ya del camarero, lo partió por la mitad, inclinó la cabeza y le dio un gran mordisco. Estaba delicioso. ¡Si estaba muerto de hambre!
—Ich möchte Wein —dijo alguien—. Wein!
El joven pensaba en la cinta y en lo que le diría a Yakov Liebermann, y sentía como si tuviera la boca llena de cartón; masticó y masticó hasta conseguir tragar un poco. Después dejó el sandwich y tomó la botella de cerveza. Era una de las mejores, realmente, pero en ese momento le parecía inmunda.
—No falta mucho —anunció la telefonista.
—Eso espero. Gracias.
—Su conferencia, senhor.
Se oía sonar un teléfono.
Se bebió otro trago y dejó la botella, se enjugó la mano sobre la rodilla del tejano y se acercó más al auricular.
El otro teléfono sonaba y sonaba, hasta que lo levantaron:
—Ja? —se oyó tan claro como si lo pronunciaran a la vuelta de la esquina.
—¿El señor Liebermann?
—Ja. Wer’st da?
—Habla Barry Koehler. ¿Me recuerda, señor Liebermann? Yo fui a verle a comienzos de agosto, porque quería trabajar para usted. Soy Barry Koehler, de Evanston, Illinois.
Silencio.
—¿Señor Liebermann?
—Barry Koehler, yo no sé qué hora es en Illinoise, pero en Viena está tan oscuro que no puedo ver el reloj.
—No estoy en Illinois, estoy en São Paulo, Brasil
—No por eso hay más luz en Viena.
—Lo siento, señor Liebermann, pero tengo buenas razones para llamarle. Espere a escucharme.
—No me lo diga, que ya adivino: ha visto usted a Martin Bormann en una estación de autobús.
—No, a Bormann no. A Mengele. Y no lo vi, pero tengo una cinta grabada de una conversación de él. En un restaurante.
Silencio.
—¿Recuerda al doctor Mengele? —le urgió—. ¿Al hombre que dirigía Auschwitz? ¿A El Ángel de la Muerte?
—Gracias. Pensé que se refería usted a algún otro Mengele. A El Ángel de la Vida.
—Disculpe —dijo Barry—, pero usted estaba tan...
—Yo lo acorralé en la jungla; conozco a Josef Mengele.
—Pero se quedó usted tan callado que tuve que decir algo. Ahora no está en la jungla, señor Liebermann. Esta noche estaba en un restaurante japonés. ¿Acaso no usa el apellido Aspiazu?
—Usa montones de apellidos: Gregory, Fischer, Breitenbach, Rindon...
¿Y Aspiazu no?
Silencio.
—Ja. Pero me imagino que también lo usan personas que tienen derecho a usarlo.
—Es él —insistió Barry—. Tenía consigo a la mitad de la SS. Y va a mandarles a matar a noventa y cuatro hombres. Con él estaban Hessen, Kleist, Traunsteiner y Mundt.
—Escuche, no estoy seguro de haberme despertado. Usted ¿está despierto? ¿Sabe usted de qué está hablando?
— ¡Sí! ¡Le haré oír la cinta! La tengo aquí mismo.
—Un minuto, por favor. Empiece desde el principio.
—Está bien. —Barry tomó la botella y bebió un poco de cerveza; que fuera él quien escuchara el silencio, para variar.
—¿Barry?
¡Jo, jo!
—Aquí estoy, estaba bebiendo un poco de cerveza, nada más.
—Ah.
—Un sorbo, señor Liebermann; me muero de sed Todavía no he cenado, y esta cinta me tiene tan alterado que no puedo comer. Tengo conmigo un sandwich de pollo fantástico, y no puedo ni tragarlo siquiera.
—¿Qué hace usted en São Paulo?
—Como usted no quiso aceptarme, decidí venirme aquí por mi cuenta. Tengo más motivos de lo que usted cree.
No es cuestión de sus motivos, sino de mis finanzas.
—Le dije que trabajaría gratis; ahora, ¿quién me paga? Mire, no hablemos de esto. Me vine, empecé a husmear, y finalmente pensé que lo mejor sería andar rondando por la fábrica de la «Volkswagen», donde trabajaba Stangl. Lo hice, y hace un par de días descubrí a Horst Hessen; me pareció por lo menos, aunque no estaba seguro. Ahora tiene el pelo casi plateado, y debe de haberse hecho la cirugía plástica. Pero de todas maneras me pareció que era él y empecé a seguirlo. Hoy se fue temprano a su casa... No se imagina usted la casa tan bonita que tiene, con una esposa que es un bombón y dos hijas, y a las siete y media vuelve a salir y toma un autobús hacia el centro de la ciudad. Yo lo sigo a su exótico restaurante japonés y veo que sube a una reunión privada. El que vigila las escaleras es un nazi, y la fiesta la ofrece un tal «senhor Aspiazu». De los Aspiazu de Auschwitz.
Silencio.
—Siga.
—De manera que di la vuelta por la parte de atrás y me puse en contacto con una de las camareras. Doscientos cruceiros más tarde, la chica me dio una cassette entera de «Mengele despacha a sus tropas». Lo que dice Mengele es claro como el cristal; en cuanto a las tropas, hablan unas veces con bastante claridad y otras mascullan. Señor Liebermann, se van mañana, a Inglaterra, Alemania, los Estados Unidos ¡a todas partes! Es una operación Kameradenwerk de gran alcance y alucinante, y realmente lamento haberme metido en este asunto, que se supone...
—Barry.
—...que cumplirá el destino de la raza aria, ¡por Dios!
—¡Barry!
—¿Qué?
—Cálmese.
—Si estoy calmado. Bueno, no. De acuerdo. Ahora sí estoy calmado. Realmente. Le voy a rebobinar la cinta y volveré a pasársela. Ahora oprimo el botón. ¿Ve?
—¿Quiénes son los que salen, Barry? ¿Cuántos?
—Seis. Hessen, Traunsteiner, Kleist, Mundt, y otros dos... Schwimmer y Farnbach. ¿Los conoce usted?
—A Schwimmer, Farnbach y Mundt no.
—¿A Mundt? ¿No conoce a Mundt? ¡Si está en su libro, señor Liebermann! Allí es donde yo tuve noticias de él.
—¿Un Mundt, en mi libro? No.
—¡Sí! En el capítulo sobre Treblinka. Lo tengo en mi maleta; ¿quiere usted que le dé el número de página?
—Yo jamás oí hablar de Mundt, Barry; se equivoca.
—Oh, por Dios. Está bien, dejémoslo. De todas maneras, en total son seis, y se van durante dos años y medio, y tienen ciertas fechas en las cuales se supone que tienen que matar a ciertas personas, y aquí viene la parte más alucinante. ¿Está usted listo, señor Liebermann? Esos hombres que van a matar, y que son noventa y cuatro, son todos funcionarios de sesenta y cinco años. ¿Qué le parece el estofado?
Silencio.
—¿El estofado?
El joven suspiró.
—Es una expresión —explicó.
—Barry, permítame que le pregunte algo. Esa cinta está en alemán, ¿verdad? ¿Puede usted...?
—¡Lo comprendo perfectamente! No lo hablo muy bien, pero lo entiendo perfectamente. Mi abuela no habla otra lengua, y es la que mis padres usaban cuando querían guardar el secreto. Ni siquiera cuando yo era pequeño les resultaba.
—La Kameradenwerk y Josef Mengele envían hombres...
—A matar funcionarios públicos de sesenta y cinco años. Entre ellos, algunos de sesenta y cuatro y otros de sesenta y seis. Ya tengo la cinta rebobinada y ahora se la voy a pasar, y después usted me dirá a quién debo llevársela que tenga un cargo importante y que sea de confianza. Y usted lo llamará para decirle que voy a ir a verle, para que me reciba, y me reciba pronto. Tenemos que detenerlos antes de que partan. La primera muerte está programada para el dieciséis de octubre. Espere un momento, que tengo que encontrar el lugar; al principio se van sentando y parecen estar admirando algo.
—Barry, es ridículo. Su magnetofón debe de andar mal. O si no... O si no, no son los hombres que usted cree.
Se oyó un triple golpe en la puerta.
—¡Váyase! —gritó el joven mientras cubría el auricular; después se acordó y habló en portugués—: ¡Estoy hablando por conferencia!
Deben ser otras personas —decía el teléfono—. Alguien que está gastándole una broma.
—¿Señor Liebermann, quiere usted escuchar la cinta?
Golpes más fuertes, como una incesante cortina de fuego.
—Mierda. Un momento —dejó el teléfono sobre la cama, se levantó y se dirigió hacia la puerta, que se sacudía, apoyando la mano en el picaporte—. ¿Qué hay?
En portugués habló presurosa una voz de hombre
—¡Más despacio! ¡Más despacio!
—Senhor, aquí hay una señora japonesa que busca a alguien que se le parece a usted. Dice que tiene que advertirle sobre algo que un hombre está... —El joven hizo girar el picaporte, y por la puerta irrumpió como un toro un hombre moreno que de un empellón lo echó de espaldas; le aferraron, le dieron la vuelta, le golpearon en la boca, le retorcieron el brazo hacia la espalda; el nazi de las escaleras se precipitó sobre él con un cuchillo de veinte centímetros de largo, brillante y afilado. Cuando le echaron la cabeza hacia atrás, le pareció que el techo se movía teñido de pálidas manchas de humedad de color marrón; el brazo le dolía y, muy en lo profundo, el estómago también.
El hombre de blanco entró en la habitación con el sombrero puesto y la cartera en la mano. Cerró la puerta y se detuvo ante ella para observar cómo el rubio apuñalaba y volvía a apuñalar al joven norteamericano. Clavar, girar, sacar; clavar, girar, sacar; teñido de rojo, el cuchillo se hundía entre las costillas cubiertas por la camisa blanca.
Jadeante, el rubio dejó de golpear, y el hombre de pelo negro bajó suavemente hasta el suelo al muchacho, cuyos ojos seguían mirando con aire sorprendido. Allí lo dejó tendido sobre al alfombra gris, mitad sobre la madera barnizada. Por encima, el rubio tendió su cuchillo ensangrentado y pidió una toalla al de pelo oscuro.
El hombre de blanco miró a la cama, se dirigió hacia ella y dejó su cartera en el suelo.
—¿Barry? —preguntaba el teléfono desde la cama.
El hombre de blanco miró el magnetofón que estaba en la mesilla y oprimió con un dedo blanco el último de los botones. La ventanilla saltó, y la cassette quedó en libertad. El hombre de blanco la recogió, la miró y se la guardó en el bolsillo de la americana. Echó un vistazo a la tarjeta que asomaba bajo el teléfono, la tomó y miró al auricular que seguía sobre la cama.
—¡Barry! —insistía el aparato—. ¿Está usted ahí?
Lentamente el hombre de blanco tendió la mano y levantó el auricular; después se lo llevó al oído. Mientras escuchaba, sus ojos castaños se estrecharon, y las narices, surcadas de venas, se le estremecían, Frente a la boquilla del teléfono, sus labios se abrieron y quedaron abiertos. Después se cerraron y se apretaron firmemente, mientras el bigote se le erizaba.
Dejó el teléfono en la horquilla, retiró los dedos y se quedó mirándolo. Mientras se volvía, masculló:
—He estado a punto de hablar con él. Qué ganas tenía.
El rubio, que con una toalla limpiaba su cuchillo enrojecido, le miró con curiosidad.
—Odiarse recíprocamente durante tanto tiempo —prosiguió el hombre de blanco—. Y lo he tenido aquí, en la mano. ¡Podía hablar finalmente con él! —Volviéndose otra vez hacia el teléfono, agitó la cabeza con aire apenado—. Liebermann, maldito judío —murmuró en voz baja—. Tu espía ha muerto, y no sé cuánto te habrá contado. Pero no tiene importancia; aquí nadie te escuchará, si no tienes pruebas Y la prueba la tengo en el bolsillo. Los míos partirán mañana. El Cuarto Reich se acerca. Adiós, Liebermann. Te veré en la puerta de la cámara de gas. —Con una sonrisa, sacudió la cabeza, y se dio la vuelta, guardándose la tarjeta en el bolsillo—. Pero habría sido una tontería —reflexionó—. Podría haber estado grabando otra cinta.
Junto a un armario abierto, el hombre de pelo negro señaló una maleta que había en su interior y preguntó en portugués:
—¿Tengo que guardar estas cosas, doctor?
—Eso lo hará Rudi. Tú baja en busca de Traunsteiner. Busquen una puerta de emergencia que puedan abrir y lleven allí el coche. Entonces, que uno de ustedes suba para ayudarnos. Y no le digas que el chico estaba hablando por teléfono. Dile que estaba escuchando la cinta.
El hombre de pelo negro hizo un gesto de asentimiento y salió.
—¿No los atraparán? —preguntó en alemán el rubio—. Me refiero a ellos.
—El trabajo hay que hacerlo —dijo el hombre de blanco, mientras sacaba el estuche de las gafas—. En la mejor medida posible, y a cualquier precio. Si tenemos suerte, lo harán todo. ¿Quién va a prestar oídos a Liebermann? Él mismo no lo creyó; ustedes oyeron cómo discutía el chico con él. Dios nos ayudará, y morirá una buena cantidad de los noventa y cuatro. —Se puso las gafas, sacó una caja de fósforos del bolsillo y se volvió hacia el teféfono. Levantó el auricular y leyó un número a la telefonista.
—Hola —saludó alegremente—. El señor Hessen, por favor. —Miró a su alrededor mientras cubría con los dedos enguantados de blanco la boquilla del teléfono—. Vacíale los bolsillos, Rudi. Y allí, debajo de la mesa, hay unas zapatillas. ¿Hessen? Doctor Mengele. Todo espléndido, no hay ningún motivo de preocupación. No era más que el aficionado que me imaginé. Ni siquiera creo que entendiera alemán. Envíe a los chicos a casa para que practiquen con las firmas; esto no ha sido más que un episodio para redondear la velada. No, me temo que hasta 1977 no; tan pronto como terminemos me volveré a la granja. Vaya usted con Dios, Horst. Y por favor, dígaselo en mi nombre a los demás: «Vayan con Dios.»
Colgó el auricular y dijo:
—Heil Hitler.
2
El Burggarten, con su estanque y su monumento a Mozart, su césped, sus caminos y la estatua ecuestre del emperador Francisco, está lo bastante cerca de las oficinas vienesas de «Reuter», la agencia internacional de noticias, para que los corresponsales y las secretarias se vayan ahí a almorzar en los días más agradables del año. El lunes 14 de octubre el día estaba fresco y nublado, pero de todas maneras cuatro empleados de «Reuter» acudieron al «Garten»; se instalaron en un banco, desenvolvieron sus sandwiches, y se sirvieron vino blanco en vasos de papel.
Uno de los cuatro, el que servía el vino, era Sydney Beynon, el más antiguo en Viena. Natural de Liverpool, aunque tuviera dos ex esposas vienesas, con sus 44 años, Beynon se parecía mucho al rey Eduardo en el momento de abdicar, con sus gafas de concha. Mientras volvía a dejar la botella sobre el banco, junto a él, y sorbía apreciativamente su vaso de vino, vio venir hacia él a Yakov Liebermann, con sombrero marrón y un impermeable negro, abierto, y se sintió súbitamente deprimido por la culpa.
Durante la semana anterior, le habían avisado varías veces que Liebermann le había telefoneado con el ruego de que lo llamara a su vez. Aunque por lo común respondía puntillosamente a las llamadas, no lo había hecho aún y, enfrentado ahora con su involuntaria descortesía, se sintió doblemente culpable; primero, porque en sus años más famosos, la época en que fueron capturados Eichmann y Stangl, Liebermann había sido la fuente de algunos de sus mejores artículos y los que lo hicieron más famoso; y segundo porque aquel perseguidor de nazis hacía que todo el mundo se sintiera siempre culpable. Alguien... ¿sería Stevie Dickens? había dicho de él: «Lleva toda la maldita escena del campo de concentración pintada en los faldones de la americana. Todos aquellos judíos le saludaban a uno gimiendo desde su tumba cada vez que Liebermann entra en una habitación.» Triste, pero cierto.
Y tal vez Liebermann se diera cuenta de eso, porque siempre se presentaba como se presentó entonces ante Beynon, a un paso más allá de la distancia social habitual, con un leve aire de estar disculpándose; era, pensaba Beynon, como el portador considerado de una enfermedad contagiosa.
—Hola, Sydney —saludó Liebermann, tocándose el ala del sombrero—. Por favor, no se levante.
A Beynon le molestaba más la culpa que el hecho de tener el sandwich en las rodillas, así que de todas maneras hizo el esfuerzo de levantarse a medias.
—¡Hola, Yakov! Me alegro de verle —tendió la mano, y Liebermann se inclinó hacia delante para envolvérsela, casi sin presión alguna, en el calor de la suya—. Lamento no haberle llamado todavía —se disculpó Beynon—, pero toda esta semana he estado yendo y viniendo a Linz.
Volvió a sentarse, y con el vaso en la mano hizo las presentaciones:
—Freya Neustadt, Paul Higbee, Dermot Brody. Éste es Yakov Liebermann.
—Oh, vaya —Freya se frotó una mano huesuda a lo largo de la falda y la extendió después, con una sonrisa vivaz—. ¿Cómo está? Encantada de conocerle También tenía aspecto culpable.
Mientras observaba cómo Liebermann saludaba con la cabeza y estrechaba las manos a todos los presentes, Beynon se sintió consternado al advertir cuánto había envejecido y cómo parecía haber achicado desde la última vez que le viera, unos dos años antes. Su aspecto seguía siendo dominador, pero ya no tan masivo ni tan impregnado de la sugestión de fuerza que tuviera entonces; los anchos hombros parecían abrumados por el leve peso del impermeable, y el rostro, antes poderoso, aparecía arrugado y de un color agrisado, con los ojos fatigados bajo los párpados que se entrecerraban. La nariz, por lo menos no habla cambiado, seguía siendo la ganchuda nariz semítica, pero el bigote empezaba a ponérsele gris y estaba mal recortado. El pobre tipo había perdido a su mujer y además un riñón, o algo así, y también los fondos de su Centro de Información sobre Crímenes de Guerra; esas pérdidas estaban escritas sobre su persona: en el sombrero viejo, arrugado y lleno de manchas, en el nudo de la corbata oscurecido, y al leerlas, Beynon se dio cuenta de por qué, inconscientemente, no había contestado a la llamada. Su culpa aumentó, pero la reprimió diciéndose que evitar a los perdedores era un instinto sano y natural, incluso cuando... o quizás especialmente cuando esos perdedores habían sido alguna vez ganadores.
Claro que de todas maneras había que ser bondadoso.
—Siéntese, Yakov —le invitó cordialmente, señalando con un gesto el extremo del banco, a su lado, y acercando más la botella de vino.
—No quiero molestarle mientras almuerza —dijo Liebermann, en su inglés con acento alemán—. ¿Y si habláramos más tarde?
—Siéntese —insistió Beynon—. Con esta gente ya estoy bastante en la oficina. —Dio la espalda a Freya y la empujó un poquito; la muchacha se apartó unos centímetros y miró hacia el otro lado. Beynon agregó el espacio adicional al extremo del banco y, volviendo a sonreír a Liebermann, con un gesto le invitó a sentarse.
Liebermann lo hizo, con un suspiro. Con sus grandes manos se aferró las rodillas y miró con gesto ceñudo hacia abajo, mientras sacudía los pies.
—Zapatos nuevos —comentó—. Me están matando de dolor.
—Y en otro sentido ¿cómo anda usted? —preguntó Beynon—. ¿Y su hija?
—Yo estoy bien y ella perfectamente. Ahora tiene tres hijos: dos niñas y un varón.
—Ah, estupendo —Beynon tocó el cuello de la botella, que había quedado entre ellos—. Lamento que no tengamos otro vaso.
—No, no. De todas maneras no me lo permiten Nada de alcohol.
Me comentaron que estuvo usted en el hospital...
—Entrando y saliendo. —Liebermann se encogió de hombros y volvió sus cansados ojos castaños hacia Beynon—. Tuve una llamada telefónica muy rara —le dijo—, hace una semana. En plena noche. Un muchacho de los Estados Unidos, de Illinois, me llama desde São Paulo. Tiene una cinta de Mengele Usted sabe quién es Mengele, ¿no es cierto?
—Uno de los nazis que usted busca, ¿no es eso?
—Que todo el mundo busca, no solamente yo —corrigió Liebermann—. El Gobierno alemán sigue ofreciendo sesenta mil marcos por él. Fue el médico jefe de Auschwitz. Lo llamaba el Ángel de la Muerte. Tenía dos títulos, médico y doctor en filosofía, e hizo miles de experimentos con niños, gemelos, tratando de conseguir buenos arios, de cambiar los ojos castaños en azules con sustancias químicas, a través de los genes. ¡Un hombre con dos títulos! Y los mataba: miles de gemelos de toda Europa, judíos y no judíos Todo está en mi libro.
Beynon levantó la mitad de su sandwich de huevo y ensalada y lo mordió con decisión.
—Después de la guerra se volvió a Alemania —continuó Liebermann—. Su familia es rica, en Gunzburg; fabricantes de maquinaria agrícola. Pero como su nombre empezó a aparecer en los procesos, la ODESSA lo sacó y lo llevó a Sudamérica. Allí le encontramos y le perseguimos de una ciudad a otra: Buenos Aires, Bariloche, Asunción. Desde 1959 vive en la selva, en una colonia junto a un río, en la frontera entre Brasil y Paraguay. Cuenta con un ejército de guardaespaldas y, como ha obtenido la ciudadanía paraguaya, no se puede pedir la extradición. Pero de todas maneras tiene que vivir escondido, porque por allá hay grupos de jóvenes judíos que siguen buscándole. A veces, alguno de estos chicos aparece flotando en el río, el Paraná, degollado.
Liebermann hizo una pausa. Freya tocó en el brazo a Beynon y le pidió el vino; él le pasó la botella.
—Pues ese chico tiene una cinta —contó Liebermann, sin dejar de mirar hacia delante, con las manos sobre las rodillas—. Mengele en un restaurante, enviando antiguos integrantes de la SS a Alemania, Inglaterra, Escandinavia y los Estados Unidos. Para matar a un montón de personas de sesenta y cinco años. —Se dio vuelta para sonreír a Beynon—. ¿Una locura, no? Y es una operación muy importante, en la que interviene también la Kameradenwerk, no solamente Mengele. La Organización de Camaradas, que se ocupa de su seguridad y de conseguirles trabajo donde estén. ¿Le gusta el estofado, como se suele decir?
Beynon le miró, parpadeando, y sonrió.
—No, me temo que no —admitió—. ¿Oyó usted realmente la cinta?
Liebermann sacudió la cabeza.
—No. En el momento exacto en que se disponía a hacérmela oír, se oyó un golpe en la puerta, en la puerta suya, y se dirigió a abrir. Se oyeron golpes, y un poco después colgaron el teléfono.
—Un efecto perfectamente sincronizado —comentó Beynon—. Huele bastante a timo, ¿no le parece? ¿Quién es él?
Liebermann se encogió de hombros.
—Alguien que me oyó hablar hace dos años en la Universidad de Princeton, donde él estudiaba. En agosto vino a verme y dijo que quería trabajar para mí. ¿Necesito yo acaso más gente que trabaje para mí? Si no estoy trabajando más que con un puñado de la gente de antes. Supongo que usted sabe que todo mi dinero, todo el dinero del Centro, estaba en el Allgemeine Wirtschaftsbank.
Beyron hizo un gesto de asentimiento.
—Ahora el Centro está en mi apartamento, todos los archivos, algunos escritos, yo y mi cama. El techo se está rajando, el dueño de casa quiere echarme. La única gente nueva que necesito es para reunir fondos, y no era eso lo que podía hacer este muchacho. Entonces se fue a São Paulo, a trabajar por su cuenta.
—No es precisamente la persona en quien yo pondría mucha fe.
—Exactamente lo que pensé cuando me llamó. Y tampoco todos los hechos que citaba eran correctos. Me dijo que uno de los hombres de la SS se llama Mundt, y que lo sabe por mi libro. Pues bien, yo sé que en mi libro no hay ningún Mundt. Yo jamás he oído hablar de ningún Mundt. De manera que con eso no aumentó mi confianza. Pero así y todo... Después de los golpes, mientras yo le gritaba diciéndole que volviera al teléfono, se oyó un ruido, no muy alto, pero sí muy claro, y era una cosa y no podía ser nada más: una cassette repulsada de un magnetofón...
—Expulsada —corrigió Beynon.
—¿No repulsada? ¿Empujada hacia afuera?
—Eso es expulsada. Repulsada es rechazada, echada hacia atrás.
—Ah —asintió Liebermann—. Gracias. Una cassette expulsada de un magnetofón, entonces. Y una cosa más. Hubo un largo silencio entonces, y yo también permanecía en silencio, tratando de distinguir los golpes en función del ruido de la cassette; y en ese largo silencio —dirigió a Beynon una mirada ominosa—, por el teléfono me llegaba odio, Sydney. —Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Un odio como jamás he sentido antes, ni siquiera cuando Stangl me miró en la sala del tribunal. Me llegaba con tanta claridad como la voz del chico y tal vez fuera por lo que él me había dicho, pero me sentí absolutamente seguro de que ese odio venía de Mengele. Y cuando colgaron el teléfono, me quedé absolutamente seguro de que quien lo colgó había sido Mengele.
Miró a lo lejos mientras se inclinaba hacia delante, con los codos sobre las rodillas y aferrándose una mano con la otra.
Beynon le observaba, escéptico pero conmovido.
—¿Y qué hizo usted? —le preguntó.
Liebermann se enderezó, se frotó las manos, miró a Beynon y se encogió de hombros.
¿Qué podía hacer, en Viena a las cuatro de la mañana? Tomé nota de lo que había dicho el chico, de todo lo que pude recordar, lo leí, y me dije que él estaba chiflado y yo estaba chiflado. Sólo que ¿quién... expulsó la cassette y colgó el teléfono? Tal vez no fuera Mengele, pero alguien fue. Más tarde, cuando ya era de mañana, llamé a Martin McCarthy a la embajada de los Estados Unidos en Brasilia; él llamó a la Policía de São Paulo, y ellos se comunicaron con la compañía telefónica y descubrieron de dónde había venido la llamada que yo recibí. De un hotel. El muchacho desapareció de él durante la noche. Llamé a Pacher, aquí en Viena, y le pregunté si podía conseguir que Brasil vigilara a los hombres de la SS, ya que el chico dijo que partían ese día. Pacher no se rió exactamente de mí, pero dijo que no: sin algo concreto, no. Que un chico desaparezca de la habitación de un hotel sin pagar la cuenta no es bastante concreto. Tampoco lo es que yo diga que los hombres de las SS se van del país porque ese chico me lo contó. Traté de hablar con el fiscal alemán que está a cargo del caso Mengele, pero no estaba. Si todavía fuera Fritz Bauer, él estaría cuando yo llamo, pero el nuevo no estaba. —Volvió a encogerse de hombros, y se frotó el lóbulo de la oreja—. Así que han salido ya del Brasil, si el chico tenía razón, y a él todavía no lo han encontrado. Su padre está apremiando a la Policía; tengo entendido que es un hombre acomodado. Pero al hijo hay que darle por muerto.
—Para mí no es muy fácil publicar en Viena un artículo sobre... —dijo Beynon con tono de disculpa.
—No, no, no —interrumpió Liebermann, mientras apaciguaba a Beynon apoyándole una mano en la rodilla—. No quiero que publique usted un artículo. Lo que quiero que haga es esto, Sydney; estoy seguro de que es posible y espero que no sea demasiado problema. El chico me dijo que la primera muerte se produciría pasado mañana, el dieciséis de octubre. Pero no dijo dónde. ¿Puede pedir a su oficina principal de Londres que le mande los recortes o informaciones de las otras oficinas? ¿De todos los hombres de sesenta y cuatro a sesenta y seis años que sean asesinados o mueran en algún accidente? Cualquier cosa, salvo muertes naturales, a partir del miércoles. Solamente hombres de sesenta y cuatro a sesenta y seis años.
Beynon frunció el ceño, se acomodó las gafas y miró a Liebermann con aire de duda.
—No era un timo, Sydney. No era muchacho para hacer una cosa así. Hace tres semanas que falta y escribía regularmente a su casa; incluso llamaba por teléfono cuando cambiaba de hotel.
—Admito que es probable que esté muerto —comentó Beynon—. Pero, ¿no podría ser que lo hubieran matado simplemente por andar husmeando donde nadie lo llamaba, como todos esos jóvenes que andan detrás de Mengele? ¿E incluso que hubiera sido víctima de un delincuente común? Su muerte no es, de ninguna manera, prueba de que... esté en marcha una conspiración nazi para matar a hombres de una edad determinada.
—Lo tenía grabado en una cinta. ¿Por qué habría de mentirme?
—Tal vez no mintiera. Es posible que la cinta fuera una tomadura de pelo de la que él fue víctima. También es posible que la hubiera interpretado mal.
Liebermann inspiró profundamente, exhaló un suspiro e hizo un gesto de asentimiento.
—Ya lo sé —dijo—. Es posible. Es lo primero que yo mismo pensé, y lo pienso a veces todavía. Pero alguien tiene que investigar un poco, y si no lo hago yo, ¿quién lo hará? Si el chico estaba equivocado, pues estaba equivocado; pierdo un poco de tiempo y molesto a Sydney Beynon por nada. Pero si tenía razón... Entonces es algo muy gordo y Mengele tenía sus razones para hacer lo que hizo. Y tengo que encontrar algo concreto para que los fiscales estén cuando yo les llamo y no hayan salido, y se pueda detener la cosa antes de que sea tarde. Le diré una cosa, Sydney. ¿Sabe qué?
—¿Qué?
—Que en mi libro hay un Mundt —hizo un sombrío gesto con la cabeza—. Donde él dijo que estaba en una lista de guardias de Treblinka que cometieron atrocidades. El capitán de la SS Alfried Mundt. Me había olvidado, ¿quién puede acordarse de todos ellos? Tiene un prontuario muy breve: En Riga, una mujer le vio romper el cuello a una niña de catorce años; en Florida, un hombre fue castrado por él y quiere presentarse como testigo si yo lo atrapo. Alfried Mundt. De manera que el chico tenía razón una vez, y tal vez tuviera razón dos veces. ¿Querría usted conseguirme esos recortes, por favor? Se lo agradecería.
Beynon hizo una inspiración profunda y asintió.
—Veré qué es lo que puedo hacer —acomodó el vaso a su lado y sacó del bolsillo de la americana un bloc y un lápiz—. ¿Qué países dijo usted?
—Bueno, el chico mencionó Alemania, Inglaterra y Escandinavia —Noruega, Suecia y Dinamarca—, y los Estados Unidos. Pero por la forma en que lo dijo parecía que hubiera otros lugares además, que no nombraba. De manera que sería mejor preguntar también por Francia y Holanda.
Beynon echó un rápido vistazo a Liebermann, y anotó taquigráficamente.
—Gracias, Sydney —suspiró Liebermann—. Se lo agradezco de veras. Cualquier cosa que descubra, el primero en saberlo será usted. Y no sólo en esto, sino en todo.
—¿Tiene usted alguna idea del número de hombres de esa edad que mueren todos los días? —quiso saber Beynon.
¿Asesinados? ¿O en accidentes que podrían ser asesinatos? —Liebermann sacudió la cabeza—. No, no demasiados, espero que no. Y a algunos podré eliminarlos por su profesión.
—¿A qué se refiere?
Con una mano Liebermann se alisó el bigote y después la puso bajo el mentón, con un dedo atravesado sobre los labios. Pasado un momento, bajó la mano y se encogió de hombros.
—Nada —dijo—. Algunos otros detalles que dio el chico. Escuche —señaló al anotador de Beynon—, ¿está seguro de que anotó «entre sesenta y cuatro y sesenta y seis»?
—Sí —asintió Beynon, mirándolo—. ¿Qué otros detalles?
—Nada de importancia. —Mientras seguía hablando, Liebermann buscaba algo en su americana—. Me voy a Hamburgo en el avión de las cuatro y media. Hasta el tres de noviembre tengo que hablar en Alemania. —Sacó una billetera, gruesa, usada, marrón—. De manera que si recibe usted cualquier cosa, haga el favor de enviármelo por correo a mi apartamento, de manera que yo lo encuentre allí al regresar. —Le entregó una tarjeta a Beynon.
—¿Y si encuentra usted algo que dé la impresión de una matanza organizada por los nazis?
—¿Quién sabe? —Liebermann volvió a aguardarse la billetera en la americana—. Yo no doy más de un paso cada vez. —Dirigió una sonrisa a Beynon—. Con estos zapatos, especialmente. —Apoyándose con las manos sobre los muslos, se enderezó, miró a su alrededor y sacudió la cabeza con aire de desaprobación—. Mmm. Qué día más triste. —Se dio la vuelta para increparlos a todos—: ¿Por qué salen ustedes a comer afuera con semejante día?
—Somos del «Club Mozart» y nos reunimos los lunes —dijo Beynon, sonriendo, mientras con el pulgar señalaba el monumento que tenía a su espalda.
Liebermann tendió la mano y Beynon se la estrechó.
Liebermann, sonriente, dijo al grupo.
—Les ruego que me disculpen por llevarme a este hombre encantador.
—Puede quedarse con él —le dijo Dermot Brody.
—Gracias, Sydney —le dijo Liebermann a Beynon—. Sabía que podía confiar en ti. Ah, escucha —se inclinó para hablarle en voz más baja, sin soltarle la mano—: Pídeles que me envíen esa información a partir del viernes. Y cada día a continuación, quiero decir. Porque el chico dijo que sus hombres estaban a punto de partir, ¿y acaso Mengele les enviaría a todos juntos si no tuvieran que trabajar todos en seguida? No. Tiene que haber dos muertes más no mucho después de la primera... Bueno, esto si trabajan de dos en dos; y cinco más, Dios no lo permita, si lo hacen por separado. Y si el chico estaba en lo cierto, naturalmente. ¿Querrá usted hacerlo?
—¿Cuántas muertes deben ser en total? —preguntó Beynon mientras hacía un gesto de asentimiento.
Liebermann volvió a mirarle.
—Muchas —precisó. Soltó la mano de Beynon, se levantó y con un gesto de la cabeza se despidió de los demás. Con las manos metidas en los bolsillos de la americana, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el bullicio y el tráfico del Ring.
Los cuatro que seguían en el banco le vieron alejarse.
—Ay, Dios mío —suspiró Beynon, y Freya Neustadt sacudió tristemente la cabeza.
—¿Qué ha sido lo último que te ha dicho, Syd? —quiso saber Dermot Brody, inclinándose hacia delante.
—Que les pidiera que sigan enviándome recortes.
Beynon se guardó en el bolsillo el bloc y el lápiz—. Habrá tres o seis matanzas, no solamente una, y es probable que haya más.
—Se me ocurre una idea absurda: tiene toda la razón del mundo —propuso Paul Higbee, mientras se sacaba la pipa de la boca.
—Oh, no me salgas con ésas —se burló Freya—. ¿Que los nazis le odien por teléfono?
—Los dos últimos años han sido tremendamente duros para él —señaló Beynon, mientras levantaba su vaso y volvía a coger el sandwich.
—¿Qué edad tiene? —quiso saber Freya.
—No estoy seguro —respondió Beynon—. Ah, pero ya veo. Diría que anda alrededor de los sesenta y cinco.
—¿Has visto? —Freya se dirigió a Paul—. De manera que los nazis andan matando a hombres de sesenta y cinco años. Es una fantasía paranoide muy bien urdida. Dentro de un mes dirá que a quien persiguen es a él.
Dermot Brody volvió a inclinarse hacia delante.
—¿Realmente le vas a conseguir esos recortes?
—No, claro que no —dijo Freya, y se volvió hacia Beynon—. Eso me imagino, ¿no es verdad?
Beynon sorbió el vino, con el sandwich en la mano.
—Bueno, me comprometí a hacerlo —contestó—, y si no lo hago, lo único que conseguiré será que siga acosándome cuando regrese. Además, en Londres pensarán que estoy trabajando sobre algún asunto —sonrió a Freya—, y ésa es una impresión que no está de más dar.
A los 65 años, y a diferencia de la mayoría de los hombres de su edad, Emil Döring, que en su momento había sido segundo ayudante administrativo del director de la Comisión de transportes públicos de Essen, no se había resignado a convertirse en un ser de hábitos. Aunque estaba jubilado y vivía en Gladbeck, un pueblo al norte de la ciudad, cuidaba muy especialmente de variar su rutina diaria. No tenía una hora fija para buscar el periódico de la mañana, ni una tarde determinada para visitar a su hermana de Oberhausen, y tampoco pasaba las noches en ningún bar favorito, e incluso a veces decidía en el último momento quedarse en casa. Tenía tres bares favoritos y sólo decidía a cuál de ellos iría en el momento de salir de su apartamento. Unas veces estaba de vuelta en un par de horas, y otras se quedaba hasta la medianoche.
Durante toda su vida, Döring había vivido acosado por sus enemigos, de los que se había protegido no sólo con las armas —tan pronto como tuvo la edad suficiente—, sino también procurando que sus movimientos fueran lo más impredecibles posible. Primero habían sido los hermanos mayores de sus compañeros de escuela los que injustamente le habían acusado de prepotente. Después, sus compañeros del ejército, todos unos bestias, quienes se habían resentido por su don de congraciarse con los oficiales y de conseguir que le dieran las misiones más fáciles y más seguras. Más tarde, sus rivales en la Comisión de transporte, algunos de los cuales podrían haber dado lecciones de traición a Maquiavelo. ¡Vaya si Döring podía contar cosas sobre la Comisión de transporte!
Y ahora, en lo que debían haber sido sus dorados años de paz, cuando había pensado que por fin podría bajar la guardia y relajarse, dejando la vieja «Máuser» guardada en el cajón de la mesilla... Ahora, más que nunca sabía que estaba en verdadero peligro de que le atacaran.
Su segunda mujer, Klara (que nunca se cansaba de recordarle de sutiles maneras que era veintitrés años menor que él), tenía indudablemente algún asunto con el antiguo profesor de clarinete del hijo de ambos, un ser despreciable, casi invertido, de nombre Wilhelm Springer, menor incluso que ella —¡treinta y ocho!— y con algo de sangre judía. A Döring; no le quedaba la menor duda de que Klara ysu maricón judío Springer estarían encantados de quitarle del medio; ella no sólo quedaría viuda, sino con fortuna. Döring tenía más de trescientos mil marcos (que ella supiera, amén de quinientos mil de los que nadie tenía noticias, enterrados en dos cajas de acero en el patio de su hermana). Lo que impedía a Klara divorciarse de él era el dinero. Su mujer estaba esperando; era lo que hacía la muy perra desde el día mismo en que se casaron.
Bueno, pues, que siguiera esperando; él gozaba de una salud espléndida y estaba preparado para defenderse de una docena de Springer que saltaran sobre él desde algún callejón. Dos veces por semana (aunque no en días fijos) iba al gimnasio y, tuviera o no sesenta y cinco años, seguía portándose excelentemente en los combates cuerpo a cuerpo, aunque ya no se luciera tanto si su contrincante era mujer. Él seguía siendo excelente, y su «Máuser» también, como le gustaba recordar, sonriendo, mientras palmeaba el bulto tranquilizador, grande y duro que llevaba bajo el brazo, oculto por la americana.
Eso mismo le había dicho a Reichmeider, el vendedor de equipos quirúrgicos a quien conociera en el «Lorelei-Bar». ¡Qué tipo agradable, el tal Reichmeider! Se había interesado de verdad por sus asuntos de la Comisión de transporte y casi se había caído del taburete, de tanto reírse al conocer los resultados del negociado de 1958. Al principio le había resultado un poco incómodo hablar con él, por la forma en que se le movía uno de los ojos (evidentemente era artificial), pero Döring no había tardado mucho en acostumbrarse a eso y acabó por contarle no solamente el asunto del negociado, sino también la investigación estatal de 1964, y el escándalo Zellermann. Después habían hablado de cosas más personales, mientras iban dando cuenta de unas cinco o seis cervezas, y Döring se había franqueado hablando del asunto de Klara y Springer. En ese momento fue cuando palmeó la pistola y dijo aquello sobre él y su arma. Reichmeider no podía creer que tuviera en realidad sesenta y cinco años.
—Pues yo habría jurado que no tenía usted más de cincuenta y siete, ¡cuando mucho! —había insistido.
¡Qué tipo tan estupendo! Era una lástima que sólo pensara pasar unos pocos días en la ciudad; una suerte, sin embargo, que se quedara en Gladbeck y no en la propia ciudad de Essen.
Esa noche, Döring había regresado al «Lorelei-Bar» para encontrarse con Reichmeider y contarle la historia del ascenso y caída de Oskar Sabelotodo, Vowinckel. Pero eran ya pasadas las nueve de la noche y Reichmeider no había aparecido, pese a que la noche anterior habían quedado citados. Había un montón de jóvenes bulliciosos y de chicas bonitas, una de las cuales enseñaba parte de las tetas, y sólo unos pocos clientes habituales, entre ellos Fürst, Apfel y otros de los cuales ni uno sólo sabía escuchar. Más que un miércoles, parecía un viernes o un sábado. Por televisión, un partido de fútbol iba y venía como una marea; Döring bebía lentamente, observando por el espejo aquellas tetas jóvenes y estupendas De vez en cuando se recostaba en el taburete y trataba de ver quiénes iban llegando, sin perder la esperanza de que Reichmeider hiciera su aparición, tal como lo había prometido.
Y bien que la hizo, pero de la manera más súbita y extraña: aferrando con una mano el hombro de Döring, con los ojos entrecerrados en un gesto de urgencia y susurrando:
—Döring, salga rápido afuera. ¡Hay algo que tengo que decirle! —y volvió a desaparecer.
Confundido e intrigado, Döring llamó con un gesto la atención de Franz, le dejó un billete y salió abriéndose paso entre los clientes. Reichmeider le hacía señas, mientras se alejaba por la Kirchengasse. Tenía un pañuelo atado en torno de la mano izquierda como si se la hubieran lastimado, y las perneras y los hombros de su elegante traje gris estaban manchados de algo polvoriento, que parecía tiza.
—¿Qué hay? —preguntó Döring mientras se acercaba presurosamente a él—. ¿Qué le ha pasado?
—Es a usted a quien van a sucederle cosas, no a mí —dijo Reichmeider con excitación—. Acabo de pasar por ese edificio que están demoliendo, en la calle después de la manzana siguiente. Escuche, cómo se llama, el tipo de quien usted me habló, ¡el que anda tonteando con su mujer!
—Springer —respondió Döring completamente atónito, pero sin dejar de advertir la excitación de Reichmeider—. ¡Wilhelm Springer!
—¡Ya sabía yo que era así! —exclamó Reichmeider—. ¡Sabía que no me equivocaba! Qué suerte que casualmente tuve que... Escuche, se lo explicaré todo. Yo venía por la calle esa, en esta dirección, y me estaba orinando, simplemente no podía contenerme. De modo que cuando llegué al edificio, ese que están derribando, entré por la calleja que hay al lado; pero como allí había demasiado luz, encontré una abertura en la empalizada que bordea el lugar y me metí dentro. Hice lo que tenía que hacer, y en el momento en que estoy a punto de volver a salir, aparecen dos hombres que se detienen exactamente en el lugar por donde yo entré. Uno de ellos llama al otro «Springer» —mientras Döring contenía la respiración, Reichmeider movió lentamente la cabeza en un gesto afirmativo— y el tal Springer le dice algo así como: «En este momento el maldito viejo está en el ‘Lorelei’.» Y agrega: «Nos cargaremos a golpes a ese gordo presuntuoso.» Yo sabía que Springer era el nombre que usted mencionó. Ése es el camino que usted sigue para volver a su casa, ¿no es verdad?
Con los ojos cerrados, Döring inhaló el aire mientras se tragaba parcialmente su furia.
—A veces —susurró, mientras abría los ojos—. Tomo diferentes caminos.
—Bueno, pues esta noche ellos esperan que vaya usted por allí. Están los dos esperándole, con unos palos, las gorras caladas sobre los ojos, el cuello de la americana levantado; exactamente como dijo usted anoche, Springer está planeando saltar sobre usted desde un callejón. Yo seguí atravesando el edificio y encontré otra salida por este lado.
Döring volvió a respirar profundamente y palmeó el polvoriento hombro de Reichmeider con un gesto de agradecimiento.
—Gracias, gracias —repitió.
—Estoy seguro —declaró Reichmeider con una sonrisa— de que usted podría darles una paliza a los dos con una mano atada a la espalda, ya que el otro tipo es un flacucho insignificante, pero, por supuesto, lo más prudente sería volver a su casa por otro lado. Si usted quiere lo acompañaré. A menos, naturalmente, que prefiera usted librarse del tal Springer de una vez por todas.
Döring le miró con aire interrogante.
—Es una oportunidad espléndida, realmente —señaló Reichmeider—, si no la aprovecha usted, lo único que sucederá será que lo ataque alguna otra noche. Es muy sencillo: va usted allá, ellos le atacan —bajó los ojos hacia la americana de Döring y le sonrió, volviendo a mirarlo de reojo— y usted se defiende. Yo iré unos pasos detrás de usted para servirle como testigo, y en el caso improbable de que realmente se viera en dificultades —se acercó más a Döring y se apartó la solapa para exhibir la culata de una pistola— yo me ocupo de ellos, y usted me sirve de testigo. De cualquiera de las dos maneras, se verá usted libre de él, y a no mayor precio que recibir uno o dos golpes con un palo.
Döring se le quedó mirando. Se llevó la mano a la americana, para acariciar el bulto duro que ésta ocultaba.
—¡Dios mío —dijo pensativamente—, podré usar realmente esto!
Reichmeider se quitó el pañuelo que le envolvía la mano y se sopló una raspadura que tenía sobre el dorso.
—Además, le dará algo en qué pensar a su esposa —observó.
—Dios mío —se regocijó Dóring—, ¡ni siquiera había pensado en eso! ¡Se desmayará a mis pies! «Escucha, Klara, ¿te acuerdas de Wilhelm Springer,el profesor de clarinete de Erich? Esta noche me ha atacado en la calle, no puedo imaginarme por qué, y he tenido que matarle.» —Entrecruzó las manos encantado, y silbó entre dientes—: ¡Dios mío, eso la matará a ella también!
—¡Vamos, no perdamos tiempo! —urgió Reichmeider—. ¡Antes de que pierdan el valor y se vayan!
Presurosos, comenzaron a descender la oscura pendiente de la Kirchengasse. El resplandor de los faros de un automóvil los enfocó y pasó de largo.
—¿Quién dijo que no hay justicia, eh?
—¿Conque «gordo presuntuoso»? ¡Ah, maricón de mierda, ya te voy a enseñar lo que es bueno!
Atravesaron la Lindenstrasse, que estaba desierta; lentamente y en silencio se deslizaron a lo largo de los escaparates cerrados. Por fin, llegaron al edificio: cuatro pisos de mampostería, con la parte superior medio demolida y oscuramente recortada contra el cielo iluminado por la luna, rodeado en la parte baja por una empalizada de madera que mostraba varias puertas pintadas. Reichmeider empujó a Döring al interior de la oscuridad del pasadizo.
—Quédese usted aquí —le susurró—. Yo iré hacia el otro lado para asegurarme que no hay otros diez con ellos.
—¡Sí, será mejor! —asintió Döring mientras sacaba el arma.
—Ahora ya conozco el camino, y, además, tengo una linterna, de manera que no tardaré. Quédese usted aquí mismo.
—¡No deje que le vean!
—No se preocupe —susurró Reichmeider, que ya se alejaba. La luz, tenue y oscilante, reveló el techo y las paredes de madera del pasadizo. La silueta alta y delgada de Reichmeider se alejó por él, dio la vuelta hacia el interior y desapareció, sin dejar tras de sí nada más que tinieblas.
Alerta y excitado, Döring se aferró al peso maravillosamente tranquilizador de la pistola «Máuser» que durante tantos años había llevado consigo y ahora estaba a punto de usar. La acercó más a la abertura del pasadizo, observándola a la débil luz que llegaba de la Lindenstrasse; con una mano acarició la tersura del cañón, y cuidadosamente colocó el seguro en posición de disparo.
Volvió hacia la pared, donde lo había dejado Reichmeider. ¡Vaya amigo! ¡Un hombre de verdad! Mañana por la noche le llevaría a cenar al «Kaiserhof». Y le compraría algo también, algo de oro. Unos gemelos tal vez.
Se quedó inmóvil en el pasadizo, que alcanzaba a distinguir cada vez con más claridad, sosteniendo la pistola en la mano; pensaba en cómo atravesarían a Wilhelm Springer las balas mortales.
Y en cómo, una vez arreglado todo con la Policía, se iría a casa a decírselo a Klara. Muérete, perra.
¡Hasta saldría la noticia en los periódicos! Administrador jubilado de la Comisión de Transportes mata a sus atacantes. Con una fotografía. ¿Habría entrevistas por televisión?
Pero realmente, tenía que orinar. La cerveza. Volvió a poner el seguro del arma y se la colocó nuevamente en la pistolera. Se volvió hacia la pared, abrió la cremallera de la bragueta y, abriéndose de piernas, empezó a orinar. ¡Qué alivio!
—¿Está usted ahí, Döring? —le llamó suavemente Reichmeider, desde arriba.
—¡Sí! —respondió, levantando la vista hacia los andamios—. ¿Qué hace usted allí arriba?
—Es más fácil llegar por aquí. Por abajo está todo lleno de basura. En un minuto estaré con usted. Quédese ahí, que se me ha apagado la luz y no podré encontrarle si usted se mueve.
—¿Les ha visto?
No hubo respuesta. Döring siguió orinando, con los ojos fijos en una rendija entre las puertas. ¿Podría bajar sin peligro Reichmeider, no teniendo luz? ¿Y habría visto a Springer y al otro, o todavía no habría llegado? ¡Dese prisa, Reichmeider!
Arriba se oyó una serie de golpes, y Döring volvió a levantar los ojos. Guijarros o algo parecido caían sobre los tablones. Con un ruido de trueno, se precipitaron sobre él y, sin entender, dolorido, murió rápidamente.
Había hablado en Heidelberg por última vez en 1970, en una espléndida catedral antigua de roble oscurecido, con un público que desbordaba los mil asientos. Esta vez estaba en un anfiteatro nuevo, de color arena, para quinientas personas; muy moderno y bien diseñado, pero con las dos últimas filas vacías. Claro que hablar allí era mucho más fácil, como si fuera una charla en el living room, amplio y cómodo, de algún amigo. Había un auténtico contacto personal con esos jóvenes tan inteligentes. Pero así y todo...
Bueno, la cosa iba bien, y hasta el momento había ido bien todas las noches. Los públicos alemanes integrados por gente joven eran siempre los mejores; realmente se preocupaban, atendían, se interesaban por el pasado. Conseguían que él diera lo mejor de sí, que encontrara de nuevo su auténtico sentimiento allí donde un público inglés o norteamericano, menos comprometido, lo llevaba a deslizarse a un recitativo mecánico de líneas memorizadas. Naturalmente, el hecho de hablar alemán era una diferencia. Significaba la libertad de usar palabras naturales, en vez de enmarañarse con el «was» y el «were» (y palabras como «expulsado» y «repulsado»; ¿Sydney, estás recogiéndome los recortes que te pedí?).
Se obligó a volver al tema.
—Al comienzo, lo único que quería era venganza —dijo a una joven que le escuchaba atentamente desde la segunda fila—. Venganza por la muerte de mis padres y de mis hermanas, venganza por los años que yo mismo pasé en los campos de concentración —ahora hablaba a los de las filas más alejadas—, venganza por todas las muertes, por los años de todo el mundo. ¿Para qué me había salvado, sino para ejercer venganza? —Esperó un momento—. Indudablemente, Viena no tenía necesidad de otro compositor. —Se produjo el acostumbrado estallido de risas de alivio; Liebermann sonrió junto con el público y eligió a un joven de pelo castaño que estaba al fondo, hacia la derecha (se parecía un poco a Barry Koehler)—. Pero el problema de la venganza le explicó, mientras trataba de no pensar en Barry—, es que, para empezar, no es en realidad posible —apartó los ojos del muchacho que se parecía a Barry, para dirigirse a la totalidad del público—, y, además, aunque lo fuera, ¿sería lo bastante útil? —Sacudió la cabeza—. No. De manera que ahora lo que quiero es algo mejor que la venganza, pero igualmente difícil de conseguir —se lo dijo a la muchacha de la segunda fila—: Quiero el recuerdo. El recuerdo —repitió, dirigiéndose a todos—. Pero es difícil de conseguir porque la vida continúa; todos los años tenemos nuevos horrores: Vietnam, las actividades terroristas en Medio Oriente y en Irlanda, asesinatos... (¿Los noventa y cuatro hombres de sesenta y cinco años?) y año tras año —continuó—, el horror de los horrores, el Holocausto, queda un poco más lejos cada vez y parece un poco menos horrible. Pero los filósofos ya nos lo han advertido: Si olvidamos el pasado, estamos condenados a repetirlo, y por eso es importante capturar a un Eichmann y a un Mengele; para que se pueda... —oyó lo que acababa de decir y se sintió perdido—. Un Stangl, quiero decir —balbuceó—. Discúlpenme, pero parece que aquí me dejé llevar por mis deseos.
El público se rió un poco, pero la cosa no tenía arreglo, aunque él trató de enmendarlo.
—Por eso es importante capturar a un Eichmann y a un Stangl —precisó—. Para que sean procesados; no necesariamente para condenarlos, no, sino para permitir que se puedan presentar testigos, para recordar al mundo, y especialmente para recordarles a ustedes, que no habían nacido siquiera cuando sucedieron estas cosas, que personas que externamente no difieren de ustedes ni de mí pueden, en ciertas circunstancias, cometer las atrocidades más bárbaras e inhumanas. Para que usted —señaló— y usted, y usted, se ocupen de que esas circunstancias no puedan darse nunca más.
Al terminar, Liebermann inclinó la cabeza, escuchando los aplausos que lo saludaban, y se apartó un paso del atril, sin dejar no obstante de apoyar sobre él una mano, como para mantener su derecho. Esperó, respirando con dificultad; después volvió a avanzar un paso, se aferró nuevamente con ambas manos al atril e hizo frente a los aplausos casi hasta silenciarlos.
—Gracias —expresó—. Ahora, si tienen que hacerme alguna pregunta, haré todo lo que pueda por contestarlas —miró a su alrededor, eligió a uno de los circunstantes y escuchó.
Traunsteiner, inclinado sobre el volante que sostenía firmemente con ambas manos, arrojó su coche a toda velocidad sobre un hombre de pelo gris que caminaba por el arcén. Inundado por la luz explosiva de los faros que se aproximaban, el hombre se volvió, levantó una revista doblada para protegerse los ojos, dio un paso atrás. El guardabarros lo levantó en el aire y lo arrojó a distancia. Luchando con una sonrisa, Traunsteiner hizo volver el automóvil a la calzada, pasando a pocos centímetros de un cartel anunciador de un cruce de caminos. Apretó el freno, siguió apretándolo y, haciendo chirriar los neumáticos, llevó el coche hacia la izquierda, hacia una carretera más ancha señalada por un cartel que anunciaba Esbjerg-14 Km.
—De contribuciones, principalmente —respondió Liebermann—, provenientes de judíos y de otras personas interesadas de todo el mundo. Y también de los ingresos que yo obtengo escribiendo y de compromisos tales como éste.
Señaló una mano que se alzaba en la fila del fondo, y una joven se levantó, con su rostro sonrosado y regordete, para empezar a plantear lo que Liebermann se anticipó a definir como la cuestión de Frieda Maloney.
—Comprendo —dijo la muchacha— que es importante conseguir que sean procesados los personajes clave, los que tenían cargos superiores. Pero me pregunto si en un caso como el de Frieda Maloney, una guardiana a quien se la trae aquí después de haber sido ciudadana norteamericana durante tantos años, no sigue usted estando motivado por la venganza. Sea lo que fuere lo que hizo durante la guerra, ¿no lo ha compensado con lo que hizo a partir de entonces? Era una persona útil en los Estados Unidos, dedicada a la enseñanza y cosas semejantes.
La joven volvió a sentarse. Liebermann hizo un gesto de asentimiento y durante un momento permaneció en silencio, mientras se alisaba pensativamente el bigote, como si nunca le hubieran planteado la misma cuestión.
—Por lo que usted pregunta —contestó después—deduzco que se da cuenta de que una mujer que ha sido profesora de jardín de infancia, se ha ocupado de encontrar hogar para niños desamparados y ha sido una buena ama de casa y una persona bondadosa con los perros extraviados, también puede haber sido... ¡esa mismísima mujer!, una guardiana de un campo de concentración, culpable quizá, cosa que nos dirá su proceso, cuando finalmente tenga lugar, de asesinatos en masa. Pues bien, ahora le pregunto yo: ¿Estaría usted al tanto de esta sorprendente posibilidad si no se hubiera encontrado a Frieda Altschul Maloney y conseguido su extradición? Yo no lo creo, y no creo que sea una posibilidad carente de importancia y merecedora de olvido. Tampoco es esa la opinión de su Gobierno.
Miró a su alrededor, atento a las manos que se levantaban, entre ellas las del chico que se parecía a Barry. Apartó la vista de él (ahora no, Barry, estoy ocupado) y señaló a un joven rubio de aspecto espabilado que estaba sentado en el centro mismo del auditorio. («Son noventa y cuatro», le insistía por teléfono la voz de Barry, «y son todos funcionarios públicos de sesenta y cinco años. ¿Qué le parece el estofado?»)
Ya estaban formulándole una nueva pregunta.
—Pero a Frieda Maloney ni siquiera la han acusado todavía —señalaba el joven rubio—. Nuestro Gobierno, ¿está realmente tan interesado en perseguir a los criminales nazis? ¿O, para el caso, cualquier Gobierno del mundo actual, incluso el israelí? ¿No ha declinado acaso ese interés, y no es ésa una de las razones por las cuales no ha podido usted volver a abrir su Centro de Información?
Vaya, ¿quién le habría dicho que eligiera a los de aspecto espabilado?
—Para empezar —explicó—, el Centro está funcionando en un lugar más reducido, pero sigue abierto. Hay gente que trabaja, que recibe cartas, hay asesores que salen. Como ya dije antes, nuestros fondos provienen de particulares, y no dependemos en modo alguno de ningún Gobierno. En segundo lugar, aunque es verdad que ni los fiscales alemanes ni los austríacos se muestran ya tan... sensibles como solían ser, y que Israel tiene otros problemas más urgentes, no hemos abandonado la causa de la justicia. Sé de buena fuente que Frieda Maloney será acusada probablemente hacia enero o febrero, y enjuiciada poco después. Se ha encontrado ya a los testigos, tarea difícil, que lleva mucho tiempo y en la que el Centro desempeñó un papel importante —miró las manos que se levantaban ante él, los rostros jóvenes y despiertos, y de pronto se dio cuenta con exactitud de qué era lo que estaba mirando. ¡Por Dios, una mina de oro! ¡Ahí, enfrente de él!
Ahí, en ese anfiteatro luminoso, había casi quinientos jóvenes que se contaban entre los más inteligentes de Alemania, la flor y nata de su generación; y él, un viejo tonto de cerebro cansado, se empeñaba en resolver solo el problema. ¡Santo Dios!
Preguntarles... ¿A ellos? ¡Qué locura!
Sin pensarlo, debía haber señalado a alguien; acababan de plantearle la cuestión del neonazismo.
—Para un resurgimiento del nazismo —recitó rápidamente—, se necesitan dos factores: un empeoramiento de las condiciones sociales que las lleve a aproximarse a las de comienzos de la década del treinta, y la aparición de un líder al modo de Hitler. Si llegaran a conjugarse estos dos factores, naturalmente los grupos neonazis de todo el mundo se convertirían en un foco de peligro. Pero por el momento eso no me preocupa particularmente —algunas manos se levantaron, pero Liebermann las inmovilizó con un gesto—. Un momento, por favor —pidió. Me gustaría interrumpir momentáneamente las preguntas, y formularles yo una en vez de contestarlas
Las manos descendieron, los rostros jóvenes e inteligentes le miraban expectantes.
¡Qué locura! Pero, ¿por qué no intentar valerse del poder de esos cerebros?
Con ambas manos se aferró al atril, respiró profundamente, pensó.
—Lo que quiero —dijo al anfiteatro, que en ese momento se le aparecía como una ostra llena de perlas— es recurrir al ingenio de ustedes para resolver un problema. Un problema hipotético que me planteó un joven amigo. Estoy muy ansioso por resolverlo, hasta el punto de estar dispuesto a hacer una pequeña trampa y pedirles ayuda. —Se oyeron risitas—. ¿Y quién podría ayudarme mejor que los estudiantes de esta gran Universidad y sus amigos?
Volvió a soltar el atril y se enderezó, mientras les miraba con el aire casual de un hombre que plantea un problema hipotético, de ninguna manera real.
—Ya les he hablado de la Organización de los Camaradas en Sudamérica —les recordó— y también del doctor Mengele. He aquí el problema que me planteaba mi amigo. La Organización y el doctor Mengele deciden que quieren matar un gran número de personas de diferentes países de Europa y de Norteamérica. Noventa y cuatro hombres, para ser exactos, todos ellos de sesenta y cinco años y funcionarios públicos. Las muertes deben tener lugar a lo largo de un período de dos años y medio, y responden a una motivación política, a una motivación nazi. ¿Cuál es esa motivación? ¿Pueden ustedes encontrar la respuesta? ¿Quiénes son esos hombres? ¿Por qué la muerte de ellos es deseable para la Organización de los Camaradas y para el doctor Mengele?
El joven auditorio se mostraba indeciso. Empezó a elevarse un murmullo; se oyó una tos; otra le hizo eco.
Siempre con aire casual, Liebermann volvió a apoyarse en el atril.
—No estoy gastándoles una broma —aclaró—. Es un problema que me han planteado, como ejercicio de lógica. ¿No pueden ayudarme?
Los concurrentes se inclinaban unos hacia otros. El murmullo de los susurros se intensificó, convirtiéndose en el zumbido de las ideas que se intercambiaban al azar.
Noventa y cuatro hombres —repitió lentamente Liebermann, para guiarlos—. De 65 años. Funcionarios públicos. En distintos países. En dos años y medio.
Se levantó una mano y la siguió otra.
Esperanzado, se dirigió al primero de los jóvenes sentado unas filas hacia atrás, algo hacia la izquierda.
—¿Sí?
El que se levantó fue un muchacho de suéter azul.
—Son personas que tienen cargos de gran responsabilidad —aventuró, con voz inesperadamente aguda—. Su muerte provocaría de manera directa o indirecta el empeoramiento de las condiciones sociales a las cuales usted acaba de referirse, con lo que se crearía un clima más adecuado para el resurgimiento del nazismo.
Liebermann sacudió la cabeza.
—No, no lo creo —reflexionó—. Si durante varios meses, no hablemos de dos años y medio, empiezan a morir personas que ocupan cargos de importancia eso llamaría la atención y motivaría una investigacion. No, esos hombres tienen que ser funcionarios públicos de escasa importancia. Y a los 65 años es más que probable que de todas maneras estén a punto de jubilarse, de manera que el objeto de la matanza no puede ser hacerlos cesar en su trabajo.
—Pero, ¿por qué matarlos, simplemente? —preguntó una voz desde el fondo a la derecha—. ¡Si no tardarán en morir de muerte natural!
—Exactamente —confirmó Liebermann, mientras hacía un gesto de asentimiento—. No tardarán en morir de muerte natural, de manera que, ¿por qué matarlos? Eso es lo que les pregunto.
Señaló la segunda mano que se había levantado en el centro, hacia atrás; otras manos la habían seguido ya.
—Son simpatizantes nazis que no tienen familia —sugirió un joven alto— y que han dejado los ahorros de su vida a los grupos nazis. El asesinato es por dinero. Por alguna razón, en este momento están más necesitados de fondos que hace cinco o diez años.
—Es posible —admitió Liebermann—, aunque parece improbable. Como ya mencioné antes, la Organización de los Camaradas tiene enormes riquezas que sacó de contrabando de Europa antes de que terminara la guerra. —Sacó del bolsillo del pecho su bolígrafo y le oprimió la punta—. Así y todo, es una posibilidad. —Colocó sobre el atril una de sus tarjetas para tomar notas y sobre ella anotó: ¿Dinero? Levantó el bolígrafo, y con él apuntó hacia la derecha.
Se levantó una joven de gafas y con el pelo largo.
—A mí me parece mucho más probable —declaró—que sean antinazis más bien que pronazis, y es evidente que entre ellos debe de haber algún tipo de conexión. ¿No podrían ser miembros de algún grupo judío internacional que de alguna manera amenaza a la Organización de los Camaradas?
Creo que yo tendría conocimiento de un grupo semejante —señaló Liebermann—, y, además, jamás he oído hablar de ningún grupo, de la clase que sea, cuyos miembros tengan todos sesenta y cinco años
La muchacha siguió de pie.
—Tal vez lo que tenga importancia no sea el hecho de tener sesenta y cinco años —siguió diciendo—. La... conexión podría haber quedado establecida cuando eran jóvenes, cuando tenían todos treinta años, o veinte. Tal vez participaran en alguna acción militar en la guerra, y darles muerte sea un acto de venganza.
—Algunos son alemanes —informó Liebermanny también hay ingleses y norteamericanos, y algunos son suecos, que fueron neutrales. Pero...
—¡Una patrulla de las Naciones Unidas! —exclamó alguien.
—Habrían sido demasiado viejos —apuntó Liebermann, mientras volvía a mirar a la muchacha de pelo largo, que ya se había sentado—. Pero es una observación interesante la de que tal vez los 65 años no sean la edad significativa, ya que, naturalmente, son hombres que durante toda la vida han tenido la misma edad, de manera que eso nos abre, las puertas a otras posibilidades. Se lo agradezco.
Mientras escribía: ¿Vínculo anterior?, alguien volvió a hablar:
—¿Son nativos del país en donde viven, o solamente residen allí?
—Otra idea inteligente —señaló Liebermann, levantando la vista—. No lo sé. Tal vez hayan tenido la misma nacionalidad de origen.
¿Dónde nacieron?, escribió.
—Vamos muy bien, sigan así —los animó.
—Son personas que le ayudan a usted, que contribuyen a su movimiento —dijo un joven que estaba sentado en la primera fila con las piernas cruzadas
—Me halaga usted —sonrió Liebermann—, pero yo no soy tan importante, ni tampoco cuento con noventa y cuatro personas que contribuyan. De la edad que sean.
Señaló otra mano que se levantaba.
—¿Cuándo empieza el período de dos años y medio, señor? —preguntó el muchacho que se parecía a Barry.
—Empezó hace dos días.
Entonces, termina en la primavera de 1977. ¿Hay algún acontecimiento político de importancia que deba tener lugar para entonces? Tal vez las matanzas estén destinadas a ser anunciadas como demostración de fuerza, o como advertencia.
—Pero, ¿por qué esos hombres, precisamente? Sin embargo, también su observación es interesante. ¿Sabe alguno de ustedes si hay algún acontecimiento importante, político o de otro orden, que deba producirse en la primavera de 1977? —interrogó Liebermann, y miró a su alrededor.
Se hizo un silencio mientras algunas cabezas se sacudían.
—¡Yo me licenciaré! —anunció alguien, y risas y aplausos lo saludaron.
¿Primavera 1977?, escribió Liebermann y volvió a señalar con una sonrisa.
De nuevo habló, con su voz aguda, el muchacho del suéter azul:
—Tal vez no sean esos hombres quienes ocupan cargos de importancia, sino sus hijos, que deben andar por los cuarenta años. Entonces los matarían para que los hijos tengan que desatender sus importantes ocupaciones para acudir a los funerales.
Burlas. Clamores y gritos de burla.
—Eso es un poco rebuscado —señaló Liebermann—, pero, así y todo, también nos da algo en qué pensar. Esos hombres, ¿están relacionados con gente importante o de alguna manera asociados con ella? —escribió en su anotador: ¿Parientes? ¿Amigos? y volvió a señalar al público.
El joven rubio de aspecto despierto se puso de pie. Habló con una sonrisa:
—Herr Liebermann, el problema ¿es realmente hipotético?
A este muchacho no hay que volverlo a elegir. Un silencio expectante se adueñó del público.
—Claro que sí —afirmó Liebermann.
—Entonces, debe usted pedirle a su amigo que le dé más información —señaló el muchacho rubio—. Ni siquiera los grandes cerebros de Heildelberg pueden resolver ese problema sin tener por lo menos otro hecho que concierna a los noventa y cuatro hombres. Con la información que tenemos por el momento, nos vemos reducidos a hacer conjeturas a ciegas.
—Tiene usted razón —admitió Liebermann—; necesitamos más información. Pero las conjeturas son una ayuda, en cuanto que sugieren posibilidades —miró a su alrededor—, ¿Se le ocurre a alguien alguna otra conjetura?
Una mano se levantó hacia el fondo, a la izquierda, y Liebermann la señaló.
El que se puso de pie era un hombre mayor, de pelo blanco y aspecto frágil; tal vez un profesor o el abuelo de alguno de los estudiantes. Se apoyó sobre el respaldo del asiento que tenía ante sí y empezó a hablar con voz firme y desdeñosa.
Ninguna de las sugerencias presentadas hasta el momento ha tenido en cuenta la presencia del doctor Mengele en el problema. ¿Por qué interviene él si las matanzas no tienen más que un significado político de orden convencional, cosa que la Organización de los Camaradas podría arbitrar sin su cooperación? Si interviene es, evidentemente, debido a su formación médica, y por ende eso me hace pensar que hay un aspecto médico en esas matanzas. Podría ser, por ejemplo, que constituyeran la experimentación encubierta de una nueva manera de matar, y que por consiguiente hubieran sido elegidos precisamente porque son viejos, porque no tienen importancia y no representan una amenaza para el nazismo. Si se trata de un programa experimental, eso explicaría también la longitud del tiempo que se le dedica. Las matanzas auténticas empezarían entonces en la primavera de 1977. —Terminado su discurso, se sentó.
Liebermann se quedó mirándolo durante un momento y después le dio las gracias. Se volvió hacia el resto del público para decirles:
—Por el bien de ustedes, espero que este caballero sea uno de sus profesores.
—Oh, sí que lo es —le aseguraron amargamente varias voces, y se oyó pronunciar el apellido Geirasch.
¿¿POR QUÉ M.??, escribió Liebermann y volvió a mirar hacia donde estaba sentado el hombre.
—No creo que un programa experimental se limitara a funcionarios públicos —señaló—, ni tampoco que se prefiriera ponerlo en práctica en esta parte del mundo en vez de en Sudamérica, pero indudablemente tiene usted razón en lo que se refiere a que debe haber una razón específica para la intervención del doctor Mengele. ¿Se le ocurre a alguno de ustedes cuál puede ser esa razón? —miró a su alrededor.
Los jóvenes se mantuvieron en silencio.
—¿Una razón de orden médico para las noventa y cuatro muertes? —miró a la muchacha del pelo largo, que sacudió la cabeza.
Lo mismo hizo el joven que se parecía a Barry, y también el otro, el del suéter azul.
Liebermann vaciló y volvió a mirar al rubio de aspecto despierto, que le sonrió y sacudió la cabeza.
El conferenciante dirigió la vista a la tarjeta que tenía sobre el atril:
¿Dinero?
¿Vínculo anterior?
¿Dónde nacieron?
¿Primavera 1977?
¿Parientes? ¿Amigos?
¿¿POR QUE M.??
Miró otra vez al público.
—Gracias —expresó. Aunque no me han resuelto ustedes el problema, me han dado sugerencias que pueden llevarme a la solución, de manera que les estoy muy agradecido. Ahora volveremos a las preguntas suyas.
Las manos volvieron a elevarse, y Liebermann volvió a señalar.
Una joven que estaba próxima al muchacho que se parecía a Barry se levantó para preguntar:
—Herr Liebermann, ¿qué opinión tiene usted de Moshe Gorin y de los Defensores Judíos?
—Como no conozco al Rabbi Gorin —respondió automáticamente Liebermann—, no puedo darle una opinión personal de él. Y en cuanto a sus Jóvenes Defensores Judíos, si realmente son defensores, me parece espléndido. Pero si, como se nos informa en ocasiones, lo que hacen es atacar, entonces ya no es tan estupendo. Las camisas pardas nunca son buenas, no importa quién las lleve.
Entretanto el canoso Horst Hessen, sudando bajo la luz del sol, se llevó un par de prismáticos a los ojos azules para observar a un hombre que, con el torso desnudo y un sombrero blanco para el sol, conducía lentamente una segadora mecánica a través de un prado de nítido color verde. En un mástil flameaba una bandera norteamericana; la casa que se distinguía más atrás era un pulcro edificio de un solo piso, de cristal y pino californiano.
Una nube negra de la que emanaban lenguas de color naranja remplazó súbitamente al hombre y a la segadora, mientras desde la distancia llegaba el ruido de una explosión.
3
Mengele había retirado el retrato del Führer y todas las fotos más pequeñas y los demás recuerdos que conservaba de él y los había colocado en la pared oeste, encima del sofá; eso había significado también retirar sus propios títulos, premios y fotos familiares y colocarlos en el poco espacio disponible entre las dos ventanas que daban al exterior en la pared sur y alrededor de la ventana de observación del laboratorio y de la puerta abierta en la pared este. Después de haber despejado así completamente la pared norte, mandó colocar, a la altura de la cintura, una moldura de madera de siete centímetros de ancho, por encima de la cual se retiró el empapelado de color gris pálido. Luego se aplicaron dos manos de pintura blanca, la primera mate y la segunda semi brillante. La moldura estaba pintada de gris pálido. Cuando toda la pintura se secó, Mengele hizo que le llevaran desde Río, en avión, a un rotulista.
El rotulista trazó unas delgadas líneas negras perfectamente rectas y dibujó estupendamente las letras pero ya en los primeros bocetos a lápiz se notó su inclinación a copiar o colocar mal los signos de pronunciación que no le eran familiares y a dejarse llevar del brasileño en cuestión de ortografía. De ahí que Mengele se hubiera pasado cuatro días sentado, ante su mesa, observando, advirtiendo, dando instrucciones. Había llegado a tomarle antipatía al dibujante, y ya para el segundo día se alegraba de la decisión previamente tomada de que el idiota hubiera de ser arrojado desde el avión.
Una vez terminado el trabajo, y colocada en su lugar contra la pared la larga mesa con sus pulcros montones de periódicos, Mengele pudo recostarse en su sillón de cuero y acero para admirar el diseño que había ideado. Los noventa y cuatro hombres, cada uno con su país, fecha, y un casillero como para una votación, estaban dispuestos en tres columnas; necesariamente, la del medio tenía un nombre más que las dos de los costados (algo un poco fastidioso, pero a estas fechas ¿qué se podía hacer ya?). Allí estaban todos, desde 1. Döring — Deutschland — 16/10/74 hasta 94. Ahearn — Kanada — 23/10/74. ¡Con qué expectación anhelaba llenar cada uno de esos casilleros! Naturalmente, eso lo haría él personalmente, con pintura roja o negra; todavía no había decidido cuál de las dos. Tal vez haría la prueba con tachaduras, y si las primeras no le salían parejas, entonces llenaría los casilleros.
Giró en redondo en su silla para sonreír al Führer. ¿No tiene usted inconveniente en que lo pongan a un lado por esto, no es verdad, mi Führer? Claro que no ¿cómo iba a tenerla?
Y después, ay, no había otra cosa que hacer salvo esperar... hasta el primero de noviembre, en que empezarían a llegar las llamadas al cuartel general.
Mengele se había entretenido en el laboratorio, donde estaba intentando, sin mucho entusiasmo, trasplantar cromosomas a núcleos de células de rana.
Incluso había ido un día en avión hasta Asunción;para cortarse el pelo y visitar a una prostituta, comprarse un reloj digital y tomarse un buen bistec en «La Calandria» con Franz Schiff.
Finalmente, había llegado el día: un día estupendo, de una luminosidad tan cegadora que había tenido que correr las cortinas del estudio. La radio estaba conectada y sintonizada en la frecuencia del cuartel general, y los audífonos listos junto a un bloc y a un lápiz. A un lado del cristal de la mesa estaba extendida una toalla de hilo blanco; sobre ella, ordenados como para una intervención quirúrgica, una pequeña lata de esmalte rojo sin abrir, un destornillador, un pincel nuevo, delgado y de cerdas cortas, un disco de petri descubierto y una lata de trementina con tapa de rosca. El costado izquierdo de la larga mesa había sido apartado de la pared, y ante la primera columna de nombres y países esperaba una escalera.
Mengele había decidido probar con las tachaduras.
Poco antes del mediodía, cuando ya empezaba a impacientarse, el zumbido de un avión empezó a hacerse oír cada vez con mayor intensidad a través de las cortinas. Era el ruido del avión del cuartel general, lo cual quería decir que había noticias, ya fueran muy buenas o muy malas. Salió presurosamente del estudio, atravesó el vestíbulo y se dirigió al porche, donde los hijos de algunos de los sirvientes estaban sentados jugando. Pasó por entre ellos y dio la vuelta por el costado de la casa hacia el fondo, para bajar los pocos escalones. En ese momento el avión descendía tras las copas de los árboles. Se protegió los ojos con la mano y atravesó corriendo el patio, consiguiendo de paso que uno de los sirvientes, que descansaba, al verle empezara de nuevo a trabajar; pasó junto a las viviendas del servicio y a los galpones, y al lado del cobertizo del generador eléctrico. Con un trote lento entró en el pasadizo cubierto de verdor abierto a través del espeso follaje de la selva. Ya se oía aterrizar al avión y Mengele disminuyó el paso, se metió los faldones de la camisa dentro de los pantalones, sacó un pañuelo y se enjugó la frente y las mejillas. ¿Por qué el avión, por qué no la radio? Algo había andado mal, de eso estaba seguro. ¿Liebermann? Ese cerdo ¿se las habría arreglado de alguna manera para poner término a todo el asunto? En ese caso, ya se encargaría él personalmente de ir a Viena. ¿Le quedaría acaso algún otro motivo para vivir?
Salió del costado de la pista de aterrizaje a tiempo de ver cómo el bimotor rojo y blanco rodaba lentamente hacia su propio avión, más pequeño, de colores negro y plata. Dos de los guardias estaban allí conversando con el piloto, que le saludó con la mano. Mengele hizo lo propio, con la cabeza. Del otro lado de la pista, junto a la cerca, estaba otro de los guardias, sosteniendo algo entre los eslabones en un intento de atraer a algún animal. Aunque iba contra las reglas, Mengele no le llamó la atención; estaba observando las puertas del avión rojo y blanco, que ya se había detenido y cuyas hélices se aquietaban poco a poco. Silenciosamente, rezaba.
La puerta se abrió bruscamente y uno de los guardias se adelantó al trote, para ayudar a bajar los escalones a un hombre alto que vestía traje azul claro.
¡El coronel Seibert! Tenían que ser malas noticias.
Lentamente, empezó a adelantarse.
El coronel le vio, le saludó —con un gesto bastante alegre— y se dirigió hacia él. Llevaba consigo una bolsa de compras, roja.
Mengele apretó el paso.
—¿Hay noticias? —preguntó.
El coronel, sonriente, hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, ¡buenas noticias!
¡Gracias a Dios! Mengele se apresuró más.
—¡Estaba preocupado!
Ambos se estrecharon la mano. El coronel, apuesto con su enérgico rostro nórdico y el pelo rubio casi blanco, le informó sonriendo:
—Tenemos informes de todos los «viajantes». Ya han visto a todos los «clientes» de octubre; a cuatro de ellos en la fecha exacta, a dos un día después.
Mengele se oprimió el pecho y exhaló el aire.
— ¡Alabado sea Dios! Al ver venir el avión, me sentí preocupado.
Es un día tan hermoso que me dieron ganas de hacer un vuelo —explicó el coronel.
Juntos, fueron andando hacia el sendero.
—¿Los siete?
—Los siete, sin el menor problema. —El coronel le ofreció la bolsa—. Esto es para usted. Un paquete misterioso que le manda Ostreicher.
—Ah —exclamó Mengele, recogiéndolo—. Gracias. No es ningún misterio. Le pedí que me consiguieraun poco de seda; una de las mujeres de servicio me va a hacer algunas camisas. ¿Quiere quedarse a comer?
—No puedo —respondió el coronel—. A las tres de la tarde tengo un ensayo para la boda de mi nieta. ¿Sabía usted que se casa con el nieto de Ernst Roebling? Mañana. Pero sí tomaría un café mientras charlamos un rato.
—Espere a ver mi mapa.
—¿Su mapa?
—Ya lo verá.
El coronel lo vio y quedó entusiasmado.
—¡Qué maravilla! ¡Una verdadera obra de arte! Pero esto no lo ha hecho usted, ¿verdad?
Mientras dejaba junto a la mesa la bolsa, Mengele respondió alegremente:
—No, por Dios, ¡si ni siquiera estoy seguro de poder hacer decentemente las tachaduras! Hice que viniera un hombre en avión, desde Río.
El coronel se volvió para mirarle, con expresión sorprendida e interrogativa.
—No se preocupe —le tranquilizó Mengele, con un gesto de la mano—. Cuando regresaba tuvo un accidente.
—Grave, me imagino —conjeturó el coronel, esperanzado.
—Muy grave.
Les llevaron el café. El coronel examinó algunas de las fotos del Führer, y después ambos se sentaron en el sofá para saborear el humeante y negro líquido de las tacitas de porcelana.
—Se han instalado todos en apartamentos —informó el coronel a Mengele—, salvo Hessen, que se ha comprado una roulotte. Le dije que se mantenga en contacto una vez por semana, en previsión de que algo suceda; pero la usará únicamente mientras dure el buen tiempo.
Necesito saber las fechas en que han muerto, para mi archivo —le recordó Mengele.
—Sí, claro —el coronel dejó su taza y el platillo sobre la mesita—. Lo tengo aquí, mecanografiado —explicó mientras buscaba en su americana.
Mengele también dejó la taza y el platillo para recibir la delgada hoja de papel doblado que le ofrecía el coronel. La desplegó, la apartó y entrecerró los ojos para leerla. Sonriendo, sacudió la cabeza.
¡De los siete, cuatro en la fecha exacta! —se admiró—. ¿No le parece estupendo?
—Todos son hombres capaces —le recordó el coronel—. Schwimmer y Mundt ya tienen preparado el próximo. Con Farnbach tuve que hablar un rato; es un poco preguntón.
—Ya lo sé —asintió Mengele—. Cuando les di las instrucciones, me planteó un pequeño problema.
—Pues no creo que vuelva a suceder —señaló el coronel—. Yo le hice un buen lavado de cabeza.
—Bien por usted. —Mengele volvió a doblar el papel de grata textura y lo dejó en un ángulo de la mesa del café, en perfecta escuadra con los bordes. Miró el mapa, se imaginó las siete tachaduras rojas que le pintaría cuando se fuera el coronel y volvió a levantar la taza, con la esperanza de dar el ejemplo.
—Ayer por la mañana me llamó el coronel Rudel —anunció su visitante—. Está en la Costa Brava.
—¿Ah, sí? —Mengele advirtió inmediatamente que la razón de que hubiera llegado el coronel no era el placer de volar—. Entonces, ¿qué? ¿Cómo está? —preguntó, y volvió a tomar un sorbo de café.
—Muy bien —respondió el coronel—, aunque un poco preocupado. Recibió carta de Günter Wenzler, advirtiéndole que Yakov Liebermann puede estar sobre la pista de una operación nuestra. Hace dos semanas, Liebermann habló en Heidelberg y planteó a su auditorio una «cuestión hipotética» bastante poco habitual. Un amigo de Wenzler, cuya hija estuvo presente, le dijo que nos avisara, por las dudas.
—¿Qué fue exactamente lo que planteó Liebermann?
Antes de hablar el coronel miró un momento a Mengele.
—Por qué nosotros, es decir, usted y nosotros, podríamos querer dar muerte a noventa y cuatro funcionarios de sesenta y cinco años. Una «cuestión hipotética».
Mengele se encogió de hombros.
—Entonces, es evidente que no lo sabe —señaló—. Y estoy seguro de que nadie dio con la respuesta correcta.
—También Rudel está seguro —coincidió el coronel—, pero le gustaría saber a qué se debe que Liebermann diera con la pregunta correcta..., cosa que a usted no le sorprende mucho.
Mengele sorbió su café y habló con tono indiferente.
—Cuando le encontramos, el norteamericano no estaba escuchando la cinta; estaba hablando con Liebermann. —Volvió a dejar la taza y sonrió el coronel—. Y estoy seguro de que ya lo habrá descubierto usted, ayer por la tarde, por la compañía telefónica.
Con un suspiro, el coronel se inclinó hacia Mengele.
—¿Por qué no nos lo dijo? —quiso saber.
—Francamente —respondió Mengele—, temí que quisieran ustedes posponer las cosas, por si Liebermann hubiera puesto en marcha una investigación.
—Tenía razón; es exactamente lo que habríamos querido —confirmó el coronel—. Tres o cuatro meses..., ¿acaso habrían sido tan terribles?
—Eso podría haber cambiado completamente los resultados. Créame, coronel, porque es verdad. Pregúnteselo a cualquier psicólogo.
—¡Entonces, podríamos haber prescindido de esos hombres y habernos ajustado a lo programado con los otros!
—¿Y reducir los resultados en un veinte por ciento? En los primeros cuatro meses hay dieciocho hombres.
—¿Y no piensa usted que de esta manera ha reducido más el resultado? —lo interpeló el coronel—. ¿Acaso Liebermann habla sólo para estudiantes? Nuestros hombres podrían ser arrestados en cualquier momento. ¡Y el resultado se reduciría en un noventa y cinco por ciento!
—Coronel, por favor —procuró aplacarlo Mengele.
—Suponiendo, naturalmente, que haya un resultado. ¡Porque por el momento, respecto de eso, lo único que tenemos es su palabra, fíjese!
Inmóvil y silencioso, Mengele hizo una inspiración profunda. El coronel levantó su taza, la miró echando chispas y la dejó de nuevo.
Mengele dejó escapar el aire.
—Habrá exactamente el resultado que yo les he prometido —aseguró—. Coronel, deténgase a pensar lo un momento. Si alguien más le oyera, ¿se molestaría Liebermann en hacerles preguntas a los estudiantes? Nuestros hombres han salido, y están haciendo su trabajo, ¿no es verdad? Claro que Liebermann ha hablado con otros..., ¡posiblemente con todos los fiscales y todos los policías de Europa! Pero es obvio que nadie le hace caso; es la única actitud posible, con un viejo como él, que les tiene fobia a los nazis y se les aparece con una historia que no puede parecer más que un caso de locura si uno no puede dar las razones que la fundamentan. Con eso contaba yo cuando tomé la decisión.
—No era una decisión que debiera tomar usted declaró el coronel—. Ha puesto a seis de nuestros hombres en una situación mucho más peligrosa de lo que teníamos previsto.
—Y al hacerlo he protegido la enorme inversión de ustedes, por no hablar del destino de la raza.
Mengele se levantó y se dirigió a la mesa para coger un cigarrillo del jarro de bronce donde los guardaba—. En todo caso, ya está hecho —concluyó.
El coronel sorbió el café, con los ojos fijos en la espalda de Mengele. Antes de hablar, volvió a dejar su taza.
—Rudel quería que llamara a todos los hombres y les pidiera que volvieran, hoy mismo.
Mengele se volvió, sacándose de entre los labios el cigarrillo encendido.
—Eso no lo creo —exclamó.
El coronel hizo un gesto afirmativo.
—Se toma muy en serio sus responsabilidades como oficial.
—¡Tiene sus responsabilidades como ario!
—Es cierto, pero jamás ha estado tan seguro como el resto de nosotros de la funcionalidad del proyecto;y bien que lo sabe usted, Josef. Santo Dios, ¡lo que nos costó convencerle!
Silenciosamente, hostil, expectante, Mengele se puso de pie.
—Yo le dije más o menos lo mismo que usted acaba de decirme —explicó el coronel—. Si los informes de nuestros hombres nos llegan y todo anda bien, eso significa que Liebermann no ha podido hacer nada, de manera que bien podemos dejarles que sigan. Finalmente se mostró de acuerdo, pero en lo sucesivo van a tener bajo vigilancia a Liebermann (de lo cual se ocupará Mundt) y si hay algún indicio de que esté consiguiendo hacer algo, entonces habrá que tomar una decisión: ya sea matarle, lo que tal vez sólo serviría para levantar más la caza, o hacer regresar a los nuestros.
—Eso —declaró Mengele— equivaldría a echar todo por la borda. Todo lo que yo he logrado. Todo el dinero que se ha gastado en equipos y en personal y en conseguir las direcciones. ¿Cómo puede ocurrirsele siquiera tal cosa? Si atraparan a éstos, yo enviaría a otros seis. Y a otros seis. ¡Y a otros seis!
—Yo estoy de acuerdo, Josef —procuró calmarle el coronel—; estoy de acuerdo. Y personalmente, me gustaría mucho que usted tuviera voz en la decisión, si es que realmente alguna vez hay que llegar a tomarla. Y una voz bien fuerte. Pero si Rudel se entera ahora de que usted dejó partir a los hombres sabiendo que Liebermann estaba sobre aviso... le excluirá a usted completamente de la operación. No le comunicará siquiera los informes mensuales. Por eso preferiría no decírselo. Pero para poder decidir eso tengo que tener la seguridad, de parte de usted, de que no va a... tomar más decisiones por sí solo.
—¿Sobre qué? Si ya no hay más decisiones que tomar, salvo de que hay que seguir.
El coronel sonrió.
—Pues yo no consideraría imposible que se metiera usted en un avión y se lanzara personalmente a la caza de Liebermann.
—No sea ridículo —respondió Mengele, dando una chupada a su cigarrillo—. Bien sabe que no me atrevería a ir a Europa. —Se volvió hacia la mesa para dejar caer la ceniza en un cenicero.
—¿Puedo contar con la seguridad —preguntó el coronel— de que no hará usted nada que afecte a la operación sin consultarlo con la Organización?
—Claro que puede —prometió Mengele—. Absolutamente.
—Entonces, le diré a Rudel que es un misterio la forma en que Liebermann llegó a enterarse de las cosas.
Mengele sacudió la cabeza con incredulidad.
—No puedo creer —declaró— que ese viejo estúpido, y me refiero a Rudel, no a Liebermann, fuera capaz de tirar a la basura tanto dinero, y junto con él el destino de la raza aria, sin otro motivo que la preocupación por la seguridad de seis hombres corrientes.
—El dinero era apenas una parte de lo que tenemos —aclaró el coronel—. Si exageramos su importancia, fue para que tuviera usted conciencia de los costes. En cuanto al destino ario, bueno..., ya le dije que Rudel jamás ha estado convencido del todo de que el proyecto pueda salir bien. Creo que para él todo esto tiene algo de magia o de brujería; no es hombre de mentalidad muy científica.
—Sería una locura dejarle a él la última palabra
—Ese puente lo cruzaremos cuando lleguemos a él —le tranquilizó el coronel—, si es que llegamos. Esperemos que Liebermann deje de hablar, incluso con los estudiantes, y que consiga hacer usted las noventa y cuatro tachaduras en este bonito mapa. Acompáñeme hasta el avión —concluyó mientras se levantaba y, extendiendo una pierna rígida como la de un robot, empezó a pasearse en cámara lenta, dando largos pasos al compás de la «Marcha nupcial», que iba canturreando por lo bajo—. ¡Qué fastidio! Yo prefiero las bodas sencillas, ¿no le parece? Pero, ¡vaya usted a decírselo a una mujer!
Mengele fue con él hasta el avión, le despidió con la mano mientras éste se elevaba y volvió a entrar en la casa. El almuerzo le esperaba en el comedor, de manera que dio cuenta de él. Después se lavó escrupulosamente las manos en el fregadero del laboratorio y pasó al estudio. Dio una buena sacudida a la lata de esmalte y se valió del destornillador para levantarle la tapa. Se caló las gafas y, llevando en la mano la lata de brillante pintura roja y el pincel delgado y flamante, trepó a la escalera de mano.
Sumergió las cerdas en el líquido, las escurrió contra el borde de la lata, hizo una inspiración profunda y, conteniendo el aliento, llevó la punta impregnada de rojo al casillero dibujado junto a Döring — Deutschland — 16/10/74.
La tachadura le salió muy bien: un trazo reluciente de rojo sobre blanco, de bordes netos, muy vistosa. La retocó un poquito y trazó una similar en el casillero de Horve —Dänemark—18/10/74.
Y luego en el de Guthrie — V.St.A. — 19/10/74.
Se bajó de la escalera, retrocedió un poco y, por encima de las gafas, observó las tres tachaduras.
Sí, quedaban bastante bien.
Volvió a subir los peldaños y siguió pintando tachaduras en los casilleros de Runsten — Sweden — 22/10/74, y Rausenberger — Deutschland — 22/10/74, y Lyman — England — 24/10/74, y Oste — Holland — 27/10/74.
Volvió a bajar para echar otra mirada.
Precioso. Siete tachaduras rojas.
Que apenas si le habían dado algún placer. ¡Maldito Rudel! ¡Maldito Seibert! ¡Maldito Liebermann! ¡Malditos todos!
Regresó a algo que era un verdadero pandemónium. Glanzer, el dueño de la casa —que habría sido un estupendo antisemita, salvo por la curiosa circunstancia de que era judío— acusaba de algo, a voz en grito, a una Esther encogida y temblorosa, mientras Max y una joven desgarbada a quien Liebermann no había visto en su vida empujaban la mesa de Lili y la colocaban en el rincón, junto a la puerta del dormitorio. La chapoteante música del agua repiqueteaba en una mezcolanza de ollas y palanganas que recogían aquí y allí las gotas que caían de las oscuras manchas de humedad que tapizaban el techo. Se oyó que en la cocina se rompía algún recipiente de loza, la voz de Lili (que debía estar allí) exclamó: «¡Oh, las ratas!», y empezó a sonar el teléfono.
—¡Ajá! —clamó Glanzer, volviéndose para apuntarle con un dedo—. Y ahora viene la gran figura mundial a quien le importa un bledo la propiedad de la gente común. ¡No suelte esa maleta que el suelo no la resistirá!
—Bienvenido al hogar —le saludó Max, justo en el momento de levantar un lado de la mesa.
Liebermann dejó en el suelo la maleta y la cartera. Como era domingo, había esperado encontrar en el apartamento vacío un clima de calma y tranquilidad.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—¿Qué sucede? —repitió Glanzer, mientras se escurría hacia él pasando por entre dos mesas, con el rostro rojo como el fuego—. ¡Ya le diré yo lo que sucede! ¡Que tenemos una inundación arriba, eso es lo que sucede! ¡Usted carga en exceso el piso y las cañerías trabajan forzadas! ¡Por eso se rompen! ¿O acaso se cree que pueden aguantar la carga que tienen aquí?
—¿Se rompen las cañerías de arriba y yo tengo la culpa?
—¡Todo está conectado! —vociferó Glanzer—. La tensión se transmite. ¡Toda la casa se vendrá abajo a causa del exceso de peso que tiene usted aquí!
—¿Yakov? —Esther le tendió el teléfono, cubriendo el micrófono con la mano—. Alguien de apellido Von Palmen, de Mannheim. Llamó la semana pasada. —Por un lado de la peluca de color castaño rojizo se le escapaba un mechón de pelo gris.
—Pídele el número y dile que le llamaré.
—Se me acaba de romper el tazón rosado —anunció Lili, apostado con aire de duelo en la puerta de la cocina—. El favorito de Hannah.
—¡Fuera! —aullaba Glanzer, dominando con su voz la de Liebermann e invadiéndolo todo con su maldito aliento—. ¡Fuera con todas estas mesas! Ésta es una casa de viviendas, ¡no de oficinas! ¡Y fuera con esos archivos, también!
—¡Váyase usted fuera! —gritó con no menos fuerza Liebermann, sabedor de que ésa era la mejor manera de tratar a Glanzer—. ¡Vaya a hacer arreglar esas cañerías inservibles! ¡Éstos son mis muebles, mis mesas y mis archivos! ¿O acaso el contrato dice que sólo puedo tener mesas y sillas?
—¡Ya veremos en el tribunal lo que dice el contrato!
—¡Y ust—ed verá lo que tiene que pagar por los daños producidos por el agua! ¡Fuera! —El índice de Liebermann señaló la puerta.
Glanzer parpadeó. Miró al suelo, junto a él, como si oyera algo, después observó con preocupación a Liebermann e hizo un gesto de asentimiento.
—Ya lo creo que me voy —susurró. Antes de que ocurra. —De puntillas, su mole se dirigió hacia la puerta abierta—. Para mí, mi vida es más preciosa que mi propiedad. —Salió y, cautelosamente, cerró la puerta tras de sí.
Liebermann dio una fuerte patada en el suelo y anunció:
—¡Estoy pateando el suelo, Glanzer!
—¡Ojalá pase a través! —se oyó a distancia.
—Yakov, no, que somos responsables —le detuvo Max, tocándole el brazo.
Liebermann se dio vuelta, miró a su alrededor, levantó los ojos y dejó escapar un compungido: «¡Ay, ay, ay! » Después se mordió el labio inferior.
—Lo descubrimos temprano, así que no es grave —explicó Esther mientras se estiraba para enjugar la parte alta de uno de los armarios del archivo—. Gracias a Dios, esta mañana estuve en la cocina, haciendo un bizcocho de nuez. Cuando vi lo que pasaba llamé a Max y a Lili. Sólo ha sido aquí, en la cocina, no en las otras habitaciones.
Max presentó a la chica desgarbada, que tenía unos grandes y bellos ojos grises; era Alix, la sobrina que él y Lili tenían en Brighton, Inglaterra, y que en ese momento estaba con ellos de vacaciones. Liebermann le estrechó la mano, agradeciéndole su ayuda, y después se quitó la chaqueta para unirse al trabajo.
Secaron las mesas y los demás muebles, pusieron ollas y palanganas vacías donde habían estado las llenas, y con unas escobas envueltas en toallas enjugaron los puntos mojados del techo.
Después, sentados en las mesas y en la parte aprovechable del sofá, se sirvieron café y bizcochos. Las goteras se habían reducido a media docena de hilos que se escurrían lentamente. Liebermann habló un poco de su viaje, de los viejos amigos que había visitado, de los cambios que había visto. Con su alemán vacilante, Alix contestó a las preguntas de Esther sobre su trabajo de diseñadora textil.
—Muchas aportaciones, Yakov —le informó Max, con un gesto solemne de su cabeza gris.
—Como siempre, después de las santas festividades —señaló Lili.
—Pero este año han sido más que el anterior, querida —dijo Max, y agregó dirigiéndose a Liebermann—: La gente está al tanto de lo del Banco.
Liebermann movió afirmativamente la cabeza y se volvió hacia Esther.
¿No me ha llegado nada de la «Agencia Reuter»? ¿Informes, recortes?
Ahí tienes un sobre de «Reuter» —contestó Esther—; uno grande. Pero dice que es personal. —¿Informes? —se extrañó Max.
—Antes de salir de viaje hablé con Sydney Beynon, sobre la historia del chico de Koehler. De él no se ha sabido nada, ¿no es cierto?
Todos sacudieron la cabeza.
Esther se levantó con la taza y el platillo sobre la bandeja.
—No puede ser, es demasiado disparatado —declaró, mientras se acercaba a la mesa de Max. Lili se había levantado para recoger los platos, pero ella se lo impidió—. Deja todo esto, que yo lo limpiaré. Y ustedes váyanse con Alix a mostrarle la ciudad.
Liebermann dio las gracias a Max, Lili y Alix mientras ellos se ponían los abrigos. Besó a Lili, estrechó la mano de Alix y le deseó felices vacaciones y palmeó en el hombro a Max. Después de haber cerrado la puerta tras ellos, volvió a tomar su maleta y la llevó al dormitorio.
Entró en el cuarto de baño, se tomó las píldoras del mediodía, colgó en el armario su segundo traje y se cambió la chaqueta por un suéter y los zapatos por unas zapatillas. Con las gafas en la mano regresó a la sala de estar, cogió la cartera y, esquivando las mesas, amontonadas, pasó al comedor.
—Yo me quedaré por aquí y vigilaré por si sigue goteando —ofreció Esther, desde la puerta de la cocina—. ¿Quieres que te comunique con el hombre ese de Mannheim?
—Más tarde —declinó Liebermann, y entró en el comedor, convertido ahora en su despacho.
La mesa estaba atestada de revistas y de montones de cartas ya abiertas. Dejó la cartera, encendió la lámpara, se puso las gafas; apartó un montón de cartas que semiocultaban varios sobres grandes y encontró el sobre gris de «Reuter», escrito a mano,repleto y abultado. ¿Tanto le enviaban?
Se sentó, despejó lo mejor que pudo la mesa, apartando hacia atrás y hacia los lados las pilas de ca rrespondencia y derribando la fotografía de Hannah, mientras algunas revistas caían al suelo.
Desató el hilo que aseguraba el sobre y desgarró el cierre engomado. Inclinándolo sobre el verde del secante lo sacudió para extraer de él una masa de recortes de periódicos y papeles de teletipo: veinte, treinta, más aún; había entre ellos fotocopias, aunque la mayoría eran trozos de periódico recortados rápidamente, tijeras en mano. Mann getötet in Autounfall; Priest Slain by Robbers; Eldsvada dödar man, 64. Algunos de los recortes llevaban pegados rótulos amarillos con la fecha y el nombre del periódico. Había unos veinte en total.
Liebermann miró dentro del sobre y encontró dos pequeños recortes más y una hoja de papel blanco, que venía rodeando todo el manojo.
Manténgame al tanto, decía en el centro, escrito con una letra pequeña y pulcra. Estaba fechado el 30 de octubre.
Liebermann puso a un lado la hoja junto con el sobre y extendió con ambas manos los recortes, abriéndolos para verlos mejor, hasta formar un superpuesto rompecabezas de francés, alemán, inglés... y sueco, danés y otras lenguas, indescifrables algunas a no ser por alguna que otra palabra. Död, seguramente, era tot y dead... muerto.
— ¡Esther! —llamó.
—¿Sí?
—Alcánzame los diccionarios, el sueco y el holandés; el noruego y el danés también.
Levantó uno de los recortes, en alemán: una explosión en una fábrica de productos químicos de Solingen había causado la muerte al sereno nocturno August Mohr, de 65 años. No. Lo hizo a un lado.
Después lo volvió a tomar. ¿Acaso un empleado público de ínfima categoría no podría tener un segundo trabajo por las noches? Improbable, para esa edad, pero no imposible. La explosión se había producido a la una de la mañana del día anterior a la publicación de la noticia, es decir, el 20 de octubre.
Se encendió la luz del techo y se oyó la voz de Esther, que atravesaba la habitación:
—Deben estar allí. —Fue hacia la mesa del comedor, apoyada contra la pared, y empezó a leer lo anotado en los costados de las cajas apiladas sobre ella—. Diccionario danés no tenemos —anunció—. Y el noruego lo está usando Max.
Liebermann sacó un bloc del cajón.
—Será mejor que me des el francés también.
—Espera a que lo encuentre.
Él buscó el bolígrafo que había quedado entre la correspondencia. Volvió a mirar el recorte y anotó sobre el papel amarillo, después de unos cuantos garabatos para que empezara a fluir la tinta: 20; Mohr, August; Solingen. Después puso un signo de interrogación.
—Diccionarios —anunció Esther abriendo una de las cajas—. Noruego, sueco, ¿francés?
—Y holandés, por favor. —Liebermann puso el recorte a la izquierda; allí dejaría los «posibles». Buscó el escrito en inglés, el que se refería al sacerdote lo encontró, lo recorrió rápidamente y con un «ay» lo dejó a la derecha.
Esther se le acercó, abrumada por el peso de cuatro gruesos volúmenes encuadernados, y Liebermann apartó el correo amontonado al costado de la mesa para hacerle lugar.
—Estaba todo organizado —se lamentó ella, mientras dejaba los libros.
—Ya lo reorganizaré yo. Gracias.
Ella se escondió el pelo que le asomaba bajo la peluca.
Si necesitabas traducciones, deberías haber pedido a Max que se quedara.
No lo pensé.
¿Quieres que trate de localizarle?
Liebermann negó con la cabeza y levantó otro recorte en inglés: Dispute Ends in Fatal Knifing.
—¿Asesinan a tantas personas? —preguntó Esther, que miraba con aire de preocupación el montón de recortes.
—A todos no —respondió él, mientras colocaba el recorte a su derecha—. Algunos son accidentes.
¿Cómo vas a saber cuáles son los que mataron los nazis?
—Tendré que mirar. —Liebermann tomó un recorte escrito en alemán.
—¿Mirar?
—Para ver si puedo encontrar una razón. Ella lo miró con desdén.
—¿Porque un chico te llama y desaparece?
—Adiós, Esther, guapa.
Ella se apartó de la mesa.
—Yo podría estar escribiendo artículos y ganando dinero.
—Pues escríbelos, que yo te los firmaré.
—¿Quieres comer algo?
Liebermann negó con la cabeza.
Unos pocos recortes se referían a las mismas muertes ya narradas en otros; algunas de las personas fallecidas no estaban dentro de los límites de edad. Había comerciantes, agricultores, obreros industriales jubilados, vagabundos; muchos habían muerto a manos de vecinos, de parientes, de bandas de jóvenes delincuentes. Lupa en mano, recorrió los diccionarios bilingües; un makelaar in onroerende goederen era un agente de la propiedad inmobiliaria; un tulltjänsteman, un funcionario de aduanas. Puso los «imposibles» a la derecha, mientras los «posibles» quedaban a su izquierda. La mayoría de las palabras de los recortes daneses figuraban en el diccionario noruego-alemán.
Estaba bien avanzada la tarde cuando dejó en el montón de los «imposibles» el último recorte. Los «posibles» eran once.
Arrancó del bloc la lista que había hecho de ellos y empezó una nueva, disponiéndolos pulcramente en orden de acuerdo con la fecha de la muerte.
El 16 de octubre habían muerto tres: Chambon Hilaire, en Burdeos; Döring, Emil, en Gladbeck, un pueblo de la zona de Essen; y Persson, Lars, en Fagersta, Suecia.
Cuando sonó el teléfono dejó que Esther lo atendiera.
Dos el 18: Guthrie, Malcolm, en Tucson...
—¿Yakov? Es Mannheim de nuevo.
Cogió el teléfono.
—Liebermann.
—Hola, Herr Liebermann —lo saludó una voz de hombre—. ¿Qué tal fue su viaje? ¿Ya encontró la razón de las noventa y cuatro matanzas?
El interpelado se quedó inmóvil, mirando el bolígrafo que tenía en la mano. Era una voz que ya había oído, pero que no lograba identificar.
—¿Quién es, por favor? —preguntó.
—Me llamo Klaus von Palmen, y lo oí hablar en Heidelberg. Tal vez me recuerde usted; yo le pregunté si el problema era realmente hipotético.
Claro. El joven rubio de aspecto despierto.
—Sí, le recuerdo.
—¿Ha tenido algún público que le respondiera mejor que nosotros?
—No volví a plantear esa pregunta.
—Ni tampoco era hipotética, me imagino.
Liebermann quería contestar que sí, o colgar pero un impulso más fuerte sea adueñó de él: hablar abiertamente con alguien que estuviera dispuesto a creerle, aunque fuera su joven crítico alemán.
—No lo sé —admitió—. La persona que me habló de eso... ha desaparecido. Tal vez tuviera razón, tal vez se equivocara.
—Lo mismo sospeché yo. ¿Le interesaría saber que en Pforzheim, el 24 de octubre, un hombre se cayó de un puente y se ahogó? Tenía 65 años y estaba a punto de jubilarse como empleado de Correos.
—Müller, Adolf —confirmó Liebermann, recorriendo su lista de posibles—. Lo sabía, sí, y también tengo noticias de otros diez: en Solingen, Gladbeck, Birmingham, Tucson, Burdeos, Fagersta...
—¡Oh!
Liebermann sonrió a su bolígrafo.
—Tengo una fuente en «Reuter» —explicó.
—¡Estupendo! ¿Y se ha ocupado usted de establecer si es estadísticamente normal que once funcionarios públicos de 65 años mueran de muerte violenta en un período de... cuánto es, tres semanas?
—Ha habido otros —continuó Liebermann— muertos por sus allegados. Y otros, estoy seguro, de los que «Reuter» no se ha enterado. Y de todos ellos. creo que solamente seis en el mejor de los casos podrían ser... los que yo me temo. ¿Acaso seis por encima de la cifra normal demostraría algo? Además ¿quién se ocupa de esas estadísticas? Muertes violentas en dos continentes, en accidentes de, trabajo. Tal vez Dios sepa lo que es «estadísticamente normal». O una docena de compañías de seguros, todas juntas. Yo no perdería el tiempo en escribirles.
—¿No ha hablado con las autoridades?
—¿No fue usted, acaso, el que señaló que hoy en día no se interesan tanto por perseguir a los nazis? Hablé, pero no me escucharon. Y, en realidad, no se les puede culpar, cuando lo único que yo podía decirles es que probablemente matarían a unos hombres, pero que no sabía por qué.
Entonces debemos encontrar por qué, y la manera de hacerlo es meternos en algunos de estos casos. Tenemos que investigar las circunstancias de la muerte y, lo que es más importante, el carácter y los antecedentes de esas personas.
—Gracias —suspiró Liebermann—. Es el mismo planteamiento que yo me hice cuando no podía decir «debemos» ni «tenemos».
—Pforzheim está a menos de una hora de aquí por carretera, Herr Liebermann. Y yo soy estudiante de Derecho, el tercero de mi clase, y me considero muy capaz de hacer observaciones y de formular las preguntas pertinentes.
—Las preguntas pertinentes ya las conozco, pero es que realmente esto no es asunto suyo, amigo mío,
—Ah, ¿no? ¿Y por qué? ¿Acaso usted se ha asegurado de,algún modo los derechos exclusivos para oponerse al nazismo? ¿Y en mi país?
—Herr Von Palmen...
—Usted planteó públicamente el problema; debería habernos informado de que tenía la propiedad exclusiva.
—Escúcheme. —Liebermann sacudió la cabeza: qué alemán éste—. Herr Von Palmen —continuó—, la persona que me planteó a mí el problema era un joven como usted. Más afable y respetuoso, pero por lo demás, no tan diferente. Y es casi seguro que ha sido asesinado. Por eso le digo que no es asunto suyo, porque es algo para profesionales, no para aficionados. Y también porque usted podría enturbiar las cosas de tal manera que cuando yo llegara a Pforzheim el trabajo me resultara más difícil aún.
—Yo no enturbiaré las cosas, y procuraré evitar que me asesinen. ¿Quiere usted que vuelva a llamarle para decirle lo que descubra, o me reservo la información?
Liebermann miró furiosamente a su alrededor mientras procuraba encontrar un modo de detenerle, pero no lo había, naturalmente.
—Por lo menos, ¿sabe usted la información que tiene que buscar? —preguntó.
—Claro que sí. A quién le dejó Müller su dinero con qué gente estaba relacionado, cuáles eran sus actividades políticas y militares...
—Dónde nació.
—Ya lo sé. Todos los puntos que se sugirieron aquella noche.
—Y si podría haber tenido algún contacto con Mengele, ya fuera durante la guerra o inmediatamente después. ¿Dónde prestó servicios? ¿Estuvo alguna vez en Günzburg?
—¿En Günzburg?
—Donde vivía Mengele. Y trate de no actuar como un fiscal, que es más fácil cazar moscas con miel que con vinagre.
—También puedo ser encantador cuando me lo propongo, Herr Liebermann.
—Espero que me lo demuestre. Deme su dirección por favor, y le mandaré fotografías de tres de los hombres a quienes supongo encargados de las matanzas. Son retratos viejos, de treinta años atrás, y por lo menos uno de ellos debe de haberse hecho la cirugía plástica, pero de todas maneras podrían venirle bien para el caso de que alguien hubiera visto rondar a algún extraño. También le mandaré una carta diciendo que trabaja usted por cuenta mía. Aunque tal vez prefiera usted enviarme una donde conste que yo trabajo para usted.
—Herr Liebermann, me inspira usted la admiración y el respeto más profundos. Créame que estoy verdaderamente orgulloso de poder servirle en algo
—Bueno, está bien.
—¿Ve cómo he estado encantador?
Liebermann tomó nota de la dirección y el número telefónico de Palmen, le dio algunas indicaciones más y colgó.
Conque ya «éramos» dos... Pero quizás el muchacho se las arreglara; bastante despierto parecía, indudablemente.
Terminó de hacer la segunda lista, la estudió durante unos minutos y después abrió el cajón inferior izquierdo de la mesa y sacó un gran sobre con fotografías que había separado de los archivos. Eligió las de Hessen, Kleist y Traunsteiner; una de cada uno, con su porte de jóvenes con uniforme de las SS, serios o sonrientes en las instantáneas ampliadas, de grano grueso... poco menos que inútiles, pero lo mejor con que contaba.
—¡Esther! —llamó mientras las ponía en la mesa Hessen le sonreía con su aspecto lobuno y su pelo oscuro desde una fotografía en la que abrazaba a sus padres radiantes. Liebermann dio la vuelta a la foto y escribió una línea bajo el informe mimeografiado que llevaba adherido al dorso: Actualmente pelo plateado. Se ha hecho cirugía plástica.
—¿Esther?
Recogió las fotos, se levantó de su sillón y fue hacia la puerta.
Sentada ante la mesa, Esther se había quedado dormida, con la cabeza sobre los brazos cruzados Junto al codo tenía una fuente llena de agua inmóvil.
Liebermann se le acercó de puntillas, dejó las fotos en un ángulo de la mesa y de puntillas atravesó la sala de estar para entrar en el dormitorio.
—Entonces, ¿adónde vas? —le llamó Esther.
Sorprendido de que estuviera despierta y de que se lo preguntara, Liebermann respondió:
—Al cuarto de baño.
—Lo que quería decir es adónde te vas. A investigar.
—Ah... A un lugar cerca de Essen... A Gladbeck. Y a Solingen.
Farnbach se detuvo fuera del hotel. Mientras admiraba el luminoso azul violáceo del crepúsculo —que se prolongaba durante horas, según le había asegurado el empleado—, se calzó los guantes, se levantó el cuello de piel y se acomodó el gorro de manera que le abrigara mejor las orejas y la nuca. En Storlien no hacía tanto frío como él se había temido, pero hacía bastante. Gracias a Dios, no tenía otra misión que cumplir más al Norte; evidentemente, Brasil le había convertido en una orquídea.
—¿Señor? —Alguien le palmeaba el hombro. Al darse la vuelta se encontró con un hombre con sombrero negro, más alto que él, que le presentaba en la palma de la mano un documento de identidad—. Detective inspector Löfquist. ¿Me permite una palabra, por favor?
Farnbach recibió la tarjeta protegida por una cubierta de cuero y plástico, y fingió que, en la penumbra crepuscular, su lectura le resultaba más difícil de lo que era en realidad, para darse al menos un momento para pensar. Devolvió la credencial al detective inspector Lars Lennart Löfquist, disfrazó con una cordial sonrisa (eso esperaba) la confusión y la alarma que se habían adueñado de él y contestó:
—Pero cómo no, inspector. Llevo aquí desde mediodía, y estoy seguro de no haber infringido aún ninguna ley.
—Estoy seguro de que así es —asintió el otro, sonriente, y se guardó en un bolsillo interior de la chaqueta de cuero negro su credencial—. Si le parece, podemos andar mientras conversamos.
—Estupendo —aprobó Farnbach—. Iba a echar un vistazo a la cascada, que parece ser lo único que uno puede hacer aquí.
—En esta época del año, sí —coincidió Löfquist, y los dos empezaron a atravesar el patio delantero del hotel, empedrado con guijarros—. En junio y julio tenemos un poco más de vida aquí —continuó—. Es cuando tenemos el sol durante toda la noche, y bastantes turistas. Pero para fines de agosto incluso el centro de la ciudad está muerto después de las siete o las ocho, y por este lado es prácticamente un cementerio. Parece usted alemán, ¿no?
—Sí —aceptó Farnbach—. Me llamo Busch, Wilhelm Busch. Soy viajante de comercio. No hay ningún problema, me imagino, inspector.
—No, ninguno. —En ese momento pasaban bajo la arcada—. Quédese tranquilo, que esto es totalmente extraoficial —le aseguró el otro.
Doblaron hacia la derecha y juntos siguieron andando por el borde del camino de piedras apisonadas. Farnbach sonrió antes de comentar:
—Hasta un inocente se siente culpable cuando un detective inspector le apoya la mano en el hombro.
—Me imagino que sí —admitió Löfquist—, y lamento si lo inquieté. Es que, simplemente, me gusta estar alerta con los extranjeros, y con los alemanes en particular. Me resulta... instructivo hablar con ellos. ¿Qué vende usted, Herr Busch?
—Equipos de minería.
—¿Ah, sí?
—Soy el representante en Suecia de la firma «Orenstein y Koppel», de Lübeck.
—No puedo decir que haya oído hablar de ella.
—Es muy importante en su campo —le aseguró Farnbach—, y yo estoy con ella desde hace catorce años. —Miró al detective, que seguía andando a su izquierda. La nariz respingada del hombre y su mentón afilado le traían a la memoria a un capitán de la SS bajo cuyas órdenes había servido y que solía dar comienzo a los interrogatorios exactamente con esa inocente tontería de «no hay por qué preocuparse, es algo completamente extraoficial». Después venían las acusaciones, las exigencias, la tortura.
—¿Y es de allí de donde viene? —siguió preguntando Löfquist—. ¿De Lübeck?
—No, yo soy originario de Dortmund, pero ahora vivo en Reinfeld, que queda cerca de Lübeck. Cuando no estoy en Suecia, claro. Aquí alquilo un apartamento en Estocolmo.
¿Cuánto sabría ese hijo de puta, se preguntaba Farnbach, y cómo demonios lo habría descubierto? ¿Se habría destapado toda la operación? ¿Acaso en ese mismo momento Hessen, Kleist y todos los otros estarían en la misma situación, o su fracaso sería propio y exclusivo?
—Doblemos por aquí —sugirió Löfquist mientras señalaba una senda que se abría a su derecha, adentrándose en los bosques—. Al final hay una vista estupenda.
Entraron por el angosto sendero y, en medio de una oscuridad ya casi nocturna, empezaron a trepar.
Farnbach se desabrochó la chaqueta para poder sacar el arma sin pérdida de tiempo en caso de que la situación empeorara.
—Yo también pasé algún tiempo en Alemania —evocó Löfquist—. Y una vez tomé un barco en Lübeck.
De pronto había empezado a hablar en alemán; más aún, en buen alemán. Desconcertado, Farnbach pensó que tal vez no hubiera realmente de qué preocuparse; ¿cabía la posibilidad de que lo que quisiera Lars Lennart Löfquist fuese sólo charlar en alemán? Parecía una esperanza demasiado descabellada. Él también habló en alemán:
—Su alemán es excelente —señaló—. ¿Por eso le gusta hablar con nosotros, para no perderlo?
—Yo no hablo con todos los alemanes —respondió Löfquist, en cuya voz vibraba una risa contenida—, sino únicamente con los antiguos cabos que han aumentado de peso y que ahora se hacen llamar «Busch» en vez de Farnstein.
Farnbach se detuvo y se le quedó mirando.
Con una sonrisa, Löfquist se quitó el sombrero, levantó la cabeza y se apartó para que la luz le diera en la cara; riendo ya sin disimulo, miró de frente a Farnbach mientras se ponía bajo la nariz, a modo de bigote, un dedo extendido.
Farnbach se quedó atónito.
—¡Oh, Dios mío! —balbuceó roncamente—. ¡Si hace apenas un segundo me acordé de usted! ¡El capitán Hartung!
Con entusiasmo, ambos se estrecharon la mano; riendo, el capitán abrazó a Farnbach y le palmeó la espalda; después volvió a calarse el sombrero hasta los ojos, apoyó ambas manos en los hombros de su interlocutor y le sonrió.
—¡Qué alegría, volver a ver uno de los rostros de antes! —exclamó—. ¡Si hasta me dan ganas de llorar, maldición!
—Pero... ¿cómo es posible? —preguntó Farnbach que para entonces ya no podía estar más confundido—. Estoy... ¡perplejo!
—Si usted puede ser Busch —rió el capitán—, ¿por qué no puedo yo ser Löfquist? ¡Tengo un acento! Escúcheme; si ahora soy realmente un maldito sueco...
—¿Y es también detective?
—Exactamente.
—Pues vaya susto que me dio.
El capitán asintió con un gesto de tristeza, apoyando la mano en el hombro de Farnbach.
—Sí, todavía seguimos temiendo que pueda derribarnos el hacha, ¿eh, Farnstein? Por muchos años que hayan pasado. Por eso me gusta estar alerta con los extranjeros. ¡Todavía hay noches en que sueño que me procesan!
—No puedo creer que sea usted —repetía Farnbach, sin acabar de rehacerse—. ¡Creo que en mi vida he estado tan sorprendido!
Siguieron trepando por el sendero.
—Yo jamás olvido una cara, ni un nombre. —El capitán echó un brazo en torno de los hombros de Farnbach—. En la gasolinera de Krondikesvägen le vi de pie junto a su coche y me dije: «Apostaría cien coronas a que el que está ahí con esa impecable chaqueta es el cabo Farnstein.»
—Farnbach, señor, no «stein».
—¿Ah, sí? Bueno, «stein» se parece bastante, ¿no? después de treinta años. ¡Con todos los hombres que tuve bajo mis órdenes! Claro que tenía que estar absolutamente seguro antes de poder hablar. Lo que le vendió fue su voz, que no ha cambiado en absoluto. Y olvídese del «señor», ¿eh? Aunque debo admitir que es grato volver a oírlo.
—¿Cómo vino a parar aquí? —preguntó Farnbach—. ¡Y como detective!
—Una historia bastante común —empezó el capitán mientras retiraba el brazo de los hombros de Farnbach—. Yo tenía una hermana casada con un sueco, que vivía en una granja allá por Skane. Después de que me capturaron me escapé del campo, llegué allí por barco... desde Lübeck a Trelleborg fue el viaje que mencioné, y me escondí con ellos. A él la cosa no le hizo mucha gracia. Un verdadero hijo de su madre; era espantosa la forma en que maltrataba a la pobre Eri. Al cabo de un año o cosa así los dos tuvimos una discusión tremenda, y accidentalmente, terminé con él. Bueno, me limité a enterrarlo bien y ocupar su lugar. Como físicamente éramos del mismo tipo, sus papeles me sirvieron, y Eri se alegró de verse libre de él. Cuando llegaba alguien que le conocía, yo me vendaba la cara y Eri les contaba que me había estallado una lámpara y que yo no podía hablar mucho. Después de un par de meses vendimos la granja y nos vinimos aquí al Norte. Primero a Sundsvall, donde trabajamos en una fábrica de conservas, algo espantoso; tres años después llegamos a Storlien, donde había puestos libres en la Policía, y en las tiendas para Eri. Y aquí estamos. A mí me gusta trabajar como policía, y no hay nada mejor para enterarse si hay alguien detrás de uno. Ese ruido que se oye es de la cascada; está al pasar la curva. ¿Y qué hay de usted, Farnstein? ¡Farnbach! ¿Cómo se convirtió en el próspero viajante Herr Busch? ¡Ese abrigo le debe de haber costado a usted más de lo que yo gano en un año!
—No soy «Herr Busch» —corrigió ásperamente Farnbach—. Soy el «Senhor Paz», de Poroto Alegre, Brasil. Busch es ficticio. Estoy aquí haciendo un trabajo para la Organización de los Camaradas, y vaya si es desatinado el trabajo.
Ahora le tocaba al capitán el turno de quedarse inmóvil, mirando boquiabierto y atónito a su interlocutor.
—¿Quiere decir... que es real? ¿Que la Organización existe? ¿No es... un simple invento de los periódicos?
—Claro que es real —le aseguró Farnbach—. Ellos me ayudaron a establecerme aquí, me encontraron un buen trabajo...
—¿Y ahora están aquí? ¿En Suecia?
—Quien está aquí ahora soy yo, ellos están allá trabajando con el doctor Mengele, para «cumplir el destino de la raza aria». Por lo menos, eso es lo que me dicen.
—Pero... ¡esto es una maravilla, Farnstein! Si es la noticia más emocionante que... ¡Entonces, no estamos liquidados! ¡No nos vencerán! ¿Qué es lo que pasa? ¿Puede usted decírmelo? ¿O incumpliría sus órdenes contándoselo a un oficial de las SS?
—Al demonio las órdenes, me tienen harto —declaró Farnstein. Miró un momento al escandalizado capitán antes de continuar—: Estoy aquí en Storlien para matar a un maestro de escuela. A un viejo que no es nuestro enemigo y que no es posible que afecte ni por un pelo al curso de la Historia. Pero matarlo, lo mismo que matar a muchos otros, es una «operación sagrada» que de alguna manera ha de llevarnos al poder. Es lo que dice el doctor Mengele.
Giró sobre sus talones y siguió subiendo por el sendero. El capitán, desconcertado, se le quedó mirando y después corrió, furioso, tras él.
—Por cien mil diablos, ¿qué se cree? —le gritó—. ¡Si no está autorizado para contarme, dígamelo! No me dé... ¿Qué es toda esa mierda? ¡Eso es una sucia forma de tomarme el pelo, FarnBACH!
Respirando aceleradamente por las narices, Farnbach llegó a un pequeño balcón de roca que se asomaba al vacío, se aferró con ambas manos a la barandilla de hierro y se quedó mirando con amargura la vasta hoja de agua reluciente que se despeñaba con fuerza torrencial a su izquierda. Siguió con la vista el descenso centelleante de la cortina de agua hasta donde se convertía en una rugiente espuma, y escupió dentro.
De un tirón, el capitán le obligó a darse la vuelta.
—Es una sucia tomadura de pelo —insistió, a gritos y desde muy cerca, para dominar el trueno de la cascada—. ¡Yo se lo había creído!
—No es una tomadura de pelo —reiteró Farnbach—. Es la verdad, ¡hasta la última palabra! Hace dos semanas maté a un hombre en Gotemburgo... también maestro, Anders Runsten. ¿Había oído hablar de él? Ni yo tampoco. Ni nadie. Un absoluto don nadie, jubilado, de sesenta y cinco años. ¡Si coleccionaba botellas de cerveza, por el amor de Dios! Se me jactó de que tenía ochocientas treinta botellas de cerveza. Y... yo le disparé un balazo en la cabeza y le vacié la billetera.
En Gotemburgo —reflexionó el capitán—. Sí, recuerdo haberlo leído.
Farnbach se volvió nuevamente hacia la barandilla y se apoyó sobre ella, clavados los ojos en la muralla de piedra que se alzaba más allá del abismo retumbante.
—Y el sábado tengo que liquidar a otro —continuó—. ¡No tiene sentido! ¡Es una locura! ¿Cómo es posible que así... se logre nada?
—¿Hay una fecha definida?
—Todo es sumamente preciso.
El capitán se acercó más a Farnbach.
—Y las órdenes, ¿se las ha dado un oficial con rango?
—Me las dio Mengele, con el respaldo de la Organización. El coronel Seibert nos despidió personalmente con un apretón de manos la mañana que salimos de Brasil.
—Entonces, ¿no es usted solo?
—Hay otros hombres, en otros países.
El capitán habló coléricamente, sacudiendo el brazo de Farnbach.
—Entonces, no quiero volverle a oír eso de «al demonio las órdenes». ¡Es usted un cabo a quien se le ha asignado un deber, y si sus superiores han decidido no decirle la razón de lo que hace, es porque para eso también tienen una razón! Santo Cristo, si es usted un hombre de las SS, condúzcase como corresponde. «Mi honor es mi lealtad.» ¡Se suponía que llevaban ustedes esas palabras grabadas en el alma!
—La guerra terminó, señor —le recordó Farnbach, haciendo frente al capitán.
—¡No! —vociferó éste—. Si la Organización existe y funciona, no. ¿No ha pensado que su coronel sabe lo que hace? Por Dios, hombre, si hay una posibilidad entre cien de que sea restaurado el Reich, ¿cómo puede ser que no haga usted todo lo que esté a su alcance para realizarla? ¡Piénselo, Farnbach! ¡La restauración del Reich! ¡Podríamos regresar a la patria! ¡Como héroes! ¡A una Alemania de orden y disciplina, en medio de este indisciplinado mundo de mierda!
—Pero, ¿cómo es posible que matando a unos viejos inofensivos...?
—¿Quién es ese maestro? ¡Apuesto a que no es tan inofensivo como usted cree! ¿Quién es? ¿Lundberg, Olafsson? ¿Quién?
—Lundberg.
Durante un momento, el capitán se mantuvo en silencio.
—Bueno, admito que parece inofensivo —refunfuñó—, pero ¿cómo sabemos en qué anda realmente, eh? ¿Y cómo sabemos lo que sabe su coronel? ¡Y el doctor! ¡Vamos, hombre, a cuadrarse y cumplir con su deber! «Una orden es una orden.»
—¿Aun cuando no tenga sentido?
El capitán cerró los ojos, inspiró profundamente y volvió a abrirlos para clavar en Farnbach una mirada llameante.
—Sí —respondió—. Aun cuando no tenga sentido Tiene sentido para sus superiores, porque si no, no se la habrían dado. Dios mío, Farnbach, de nuevo hay esperanzas. ¿Quedarán reducidas a nada por causa de su debilidad?
Con expresión de incomodidad, Farnbach se puso al lado del capitán.
—No tendrá usted ningún problema —le aseguró éste, dándose vuelta para mirarlo de frente—. Yo le mostraré quién es Lundberg y hasta puedo ponerle al tanto de sus costumbres. Durante dos años fue maestro de mi hijo; le conozco muy bien.
Farnbach se puso mejor la gorra y lo miró con una sonrisa indescifrable.
—¿Conque los Löfquist... tienen un hijo?
—Sí, ¿por qué no? —El capitán le miró y enrojeció—. ¡Ah! —exclamó, y explicó fríamente—: Mi hermana murió en el 57, y después yo me casé. Vaya mentalidad sucia la suya.
—Disculpe —murmuró Farnbach—. Lo siento. El capitán se metió las manos en los bolsillos.
—¡Bueno! —suspiró, ruborizado todavía—. Espero haber podido devolverle un poco de energía.
Farnbach hizo un gesto afirmativo.
—La restauración del Reich —reflexionó—, es en eso en lo que tengo que pensar.
—Lo mismo que sus oficiales y sus camaradas —agregó el capitán—. Ellos confían en que usted haga su trabajo, y no irá usted a dejarlos colgados, ¿no es eso? Le daré una mano con el asunto de Lundberg. El sábado estoy de guardia, pero la cambiaré con algún otro; no hay problema.
Farnbach negó con la cabeza.
—No es Lundberg —explicó, y saltó hacia delante; con las manos enguantadas empujó el pecho revestido de cuero negro.
Mientras un ojo azorado miraba por debajo del sombrero, el capitán se precipitó hacia atrás por encima de la barandilla, arrancándose las manos de los bolsillos para aferrarse del aire. En posición fetal, dando vueltas, rodó hacia la cuenca de espuma rugiente.
Farnbach se inclinó por encima de la barandilla para seguirlo tristemente con la vista.
—Tampoco tiene que ser el sábado —completó.
Al bajar en el aeropuerto de Essen-Mülheim del avión que lo había llevado desde Francfort, Liebermann se sorprendió al descubrir que se sentía bien. No estupendamente, claro, pero tampoco como la mona, que era como se había sentido las otras dos veces que había puesto los pies en el Ruhr. De allí había venido todo: cañones, carros, aviones, submarinos. El lugar había sido el arsenal de Hitler, y a Liebermann su palio de humo denso y negro le había parecido (en el 59 y de nuevo en el 66) una especie de signo, pero no de pacífica industria sino de la culpa que arrastraba desde la guerra; un sudario que colgado desde arriba bloqueaba el sol, no algo que se elevara desde abajo. Al llegar se había sentido deprimido y descorazonado, como si el pasado lo alcanzara. Como la mona.
Esta vez se había preparado para sentir la misma reacción. Pero no: se sentía bastante bien. El humo pegajoso y denso no era más que smog, lo mismo que en Manchester o en Pittsburgh, y nada había que lo persiguiera. Por el contrario, era él quien se ocupaba de la persecución, en taxi, un «Mercedes» nuevo que aceleraba con silenciosa rapidez. Y ya era hora. Habían pasado casi dos meses desde que escuchara el desatinado relato de Barry Koehler desde São Paulo y sintiera el impacto del odio de Mengele; ahora, finalmente, entraba en acción: iba a Gladbeck a hacer preguntas sobre Emil Döring, de sesenta y cinco años, «hasta hace poco miembro de la Comisión de Transportes Públicos de Essen». ¿Lo habían asesinado? ¿Estaba relacionado de algún modo con gente de otros países? ¿Había alguna razón por la cual Mengele y la Organización de los Camaradas pudieran haber querido su muerte? Si realmente debían morir noventa y cuatro hombres, las probabilidades eran de tres a uno en favor de que Döring hubiera sido el primero de ellos. Esa misma noche tenía que saberlo.
Pero, ay... ¿Y si «Reuter» había omitido algunos de los posibles para el 16 de octubre? Tal vez las probabilidades no fueran realmente más allá de una de cada cuatro o cinco. O seis. O diez. Más valía no pensarlo: era preferible seguir sintiéndose bien.
—Entró en el pasadizo para satisfacer sus necesidades —le informó el inspector jefe Haas, con su gutural acento del norte de Alemania—. Mala suerte; eligió mal el momento y el lugar.
Era un hombre de aspecto rígido, bien entrado en la cuarentena, de rostro rubicundo señalado por marcas de viruela; los ojos azules estaban muy juntos, el pelo rubio era ya casi inexistente. Pulcro en el vestir, mantenía pulcra su mesa y pulcro el despacho. Al dirigirse a Liebermann se mostraba cortés.
—Lo que se le vino encima fue todo un sector del tercer piso. Más tarde, el capataz dijo que alguien tuvo que moverlo con una palanca, pero qué otra cosa iba a decir él, ¿no le parece? No fue posible demostrarlo, porque lo primero que hicimos (después del sacar a Döring de los escombros, naturalmente) fue valernos de palancas para echar abajo todo lo que todavía ofrecía peligro de derrumbe. Tuvimos la sensación de que se trataba de un simple accidente, y así fue; la declaración fue ésa. La compañía de seguros de la víctima ha llegado ya a un acuerdo con la viuda, y puede usted estar seguro de que no se habría dado tanta prisa si hubieran tenido la más leve sospecha de asesinato.
—Pero así y todo —reflexionó Liebermann—, no es inconcebible que hubiera podido serlo.
—Eso depende de lo que usted quiera decir —precisó Haas—. Que algunos vagabundos hubieran andado rondando por el edificio, sí, es posible. Y que al ver que un hombre entraba en el pasadizo decidieran tener un rato de diversión sádica, también es concebible... más o menos. Pero, ¿un asesinato con un motivo más normal y cuya víctima específica fuera Herr Döring? No, eso no es concebible. ¿Cómo sería posible que alguien que fuera siguiéndolo subiera al tercer piso y aflojara toda una sección de la pared en el breve tiempo en que él estaba en el pasadizo? Estaba orinando cuando murió, y se había bebido dos cervezas, no doscientas —sonrió Haas.
—La pared podría haber sido aflojada de antemano —sugirió Liebermann—. Un hombre está esperando, pronto para darle el empujón final, y otro, el que está con Döring, consigue de alguna manera inducirlo a que vaya al... al lugar señalado.
—¿Cómo? «¿Qué tal si se detiene un momentito a hacer pis, amigo mío? Ahí, fíjese, donde está pintada la X.» Además, cuando salió del bar iba solo. No, Herr Liebermann —declaró Haas con tono decisivo—; todo esto yo ya me lo he pensado; puede usted estar seguro de que fue un accidente. Los asesinos no se toman tantas molestias. Prefieren los métodbs sencillos: un arma de fuego, un cuchillo, un golpe, nada de complicaciones. Y usted lo sabe.
—A menos —acotó pensativamente Liebermannque tengan que cometer muchos asesinatos, y quieran que entre todos ellos... no haya similitud...
Haas entrecerró sus ojos muy juntos para clavarlos en él.
—¿Muchos asesinatos? —se asombró.
—¿A qué se refería usted —preguntó a su vez Liebermann —cuando dijo hace un momento que «todo esto ya se lo había pensado»?
—Al día siguiente estuvo aquí la hermana de Döring, diciéndome a gritos que arrestara a Frau Döring y a un hombre de apellido Springer. ¿Se trata de... alguien que a usted le interese? ¿Wilhelm Springer?
—Podría ser —conjeturó Liebermann—. ¿Quién es?
—Un músico. El amante de Frau Döring según su cuñada. Ella es mucho más joven de lo que era su marido, y además bonita.
—¿Qué edad tiene Springer?
—Treinta y ocho o treinta y nueve. La noche del accidente él actuaba con la orquesta en la ópera de Essen, de manera que eso le excluye, ¿no le parece?
—¿Puede usted decirme algo sobre Döring? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿A qué organizaciones pertenecía?
Haas sacudió la cabeza.
—No tengo más que los datos del censo —dio la vuelta a una página del legajo abierto frente a él—. Le vi unas cuantas veces, pero en realidad no le conocía; no hace más de un año que se mudaron aquí. Mire usted: 65 años, un metro setenta, 86 kilos... —miró a Liebermann—. Ah, hay una cosa que tal vez le interese; llevaba un arma.
—¿Un arma?
—Una pieza de museo —sonrió Haas—. Una «Máuser Bolo», que no había sido disparada, ni limpiada ni lubricada durante sabe Dios cuántos años.
—¿Estaba cargada?
—Sí, pero lo más probable es que, de haberla disparado, le hubiera reventado en la mano.
—¿Podría usted darme la dirección y el número telefónico de Frau Döring? —preguntó Liebermann—. Y de su hermana. Y también la dirección del bar. Con eso me arreglaré solo. —Se inclinó hacia delante y apoyó una mano sobre su cartera.
Haas escribió los datos en una hoja del bloc, copiándolos de una página mecanografiada incluida en el legajo.
—¿Puedo preguntarle cómo es que se interesa usted por esto? —quiso saber Haas—. Döring no era un «criminal de guerra», ¿verdad?
Liebermann le miró un momento mientras el otro escribía antes de contestar:
—No, hasta donde yo sé, no era un criminal de guerra. Quizás haya estado en contacto con alguno. Estoy comprobando la veracidad de un rumor, pero es probable que no tenga nada de cierto.
—Lo estoy investigando —le dijo al propietario del «Lorelei-Bar»— por cuenta de un amigo suyo que tiene la impresión de que tal vez el derrumbamiento no fuera accidental.
El otro abrió los ojos.
—¡No me diga! Quiere decir que alguien, a propósito... Vaya, vaya —era un hombre menudo y calvo, que gastaba bigotes con las guías enceradas. Desde su solapa roja sonreía un botón amarillo con una carita. No le preguntó su nombre, ni tampoco Liebemann se lo dijo.
—¿Era cliente habitual?
El barman frunció el ceño y se atusó el bigote.
—Mmm... más o menos. No venía todas las noches, sino una o dos veces por semana. De vez en cuando, a la tarde.
—Supongo que esa noche salió solo de aquí.
—Exactamente.
—¿Estuvo con alguien antes de salir?
Estuvo solo, ahí mismo donde está usted ahora Un asiento más allá, tal vez. Y salió muy de prisa.
—¿Sí?
—Yo tenía que darle ocho marcos y medio de cambio, porque me pagó con un billete de cincuenta, pero no lo esperó. Es cierto que dejaba buenas propinas pero no tanto como eso. Yo había pensado devolvérselo la próxima vez que viniera.
—¿No le dijo a usted nada mientras bebía?
El hombre negó con la cabeza.
—No era una noche en la que yo pudiera quedarme charlando. Tenían baile en la escuela de comercio —por encima del hombro de Liebermann señaló la dirección—, y ya desde las ocho estábamos llenos de gente.
—Estaba esperando a alguien —intervino un hombre que se hallaba en el extremo del bar, un anciano que vestía un astroso abrigo abotonado hasta el cuello—. No dejó de mirar a la puerta a ver si entraba alguien.
—¿Conocía usted a Herr Döring? —le preguntó Liebermann.
—Muy bien —respondió el anciano—. Fui a su funeral y me quedé sorprendido al ver la poca gente que había. ¿Sabe usted quién no estuvo? —le preguntó al barman—. Ochsenwalder. Me llamó la atención. No sé qué cosa más importante podía tener que hacer.
Con ambas manos levantó la jarra de cerveza para beber.
—Discúlpeme —dijo el propietario a Liebermann y se dirigió al otro extremo del bar, donde esperaban unos cuantos hombres.
Liebermann se levantó, y llevando en la mano su cartera y su jugo de tomate, fue a sentarse junto al viejo, dando la vuelta al ángulo del mostrador.
—Por lo general se sentaba aquí con nosotros —mientras hablaba, el anciano se enjugó la boca con el dorso de la mano—, pero esa noche se quedó solo ahí en el medio, y no dejaba de mirar la puerta. Esperaba a alguien, estaba mirando la hora. Apfel dijo que probablemente fuera el viajante de la noche anterior. Era bastante charlatán Döring. A decir verdad, no lamentamos que no se quedara con nosotros aunque se podría haber acercado a saludarnos, ¿no le parece? No quisiera que me entienda mal; nos gustaba, y no solamente porque a veces pagara él la cuenta. Pero es que no dejaba de repetir las mismas historias. No es que fueran malas, pero ¿cuántas veces puede escucharlas uno? Una y otra vez la misma historia de cómo no se dejó engañar por tal o cuál persona.
—Y la noche antes le estuvo contando esos cuentos a un viajante —Liebermann le hizo volver al tema.
El viejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—De productos farmacéuticos. Primero estuvo hablando con todos nosotros, haciéndonos preguntas sobre el pueblo, y después siguió con Döring. Döring hablaba y él se reía. Cuando uno las oía por primera vez, sus historias eran realmente graciosas.
—Tiene razón, me había olvidado —terció el barman, que había vuelto con ellos—. Döring estuvo aquí la noche antes del accidente. Era raro en él que viniese dos noches seguidas.
—¿Sabe usted qué edad tiene su mujer? —preguntó el viejo—. Yo pensé que era una hija, pero era su mujer, la viuda.
—¿Recuerda usted al viajante con quien estuvo hablando? —preguntó Liebermann al propietario.
—No sé si era viajante, pero lo recuerdo —le aseguró el otro—. Un ojo de cristal, y una manera de chasquear los dedos como si ya hiciera diez minutos que debiera haberle atendido; me sacaba de quicio.
—¿Qué edad tendría?
El hombre se acarició el bigote para afinarse mejor las puntas.
—Diría que algo más de cincuenta —calculó—. Cincuenta y cinco, tal vez. ¿No le parece a usted? —preguntó, mirando al viejo.
—Aproximadamente —coincidió el otro.
—Tengo aquí unas fotografías —dijo Liebermann mientras abría la cartera que conservaba sobre las rodillas—. Hace mucho tiempo que fueron tomadas pero ¿querrían ustedes mirarlas y decirme si alguno de los hombres que se ven en ellas podría haber sido el viajante?
—Con mucho gusto —asintió el del bar, y se acercó un poco más. El anciano hizo lo mismo.
—¿No dijo cómo se llamaba? —preguntó Liebermann, mientras sacaba las fotos.
—Creo que no. En todo caso, yo no lo recuerdo. Pero soy buen fisonomista.
Liebermann apartó su jugo de tomate, dio vuelta a las fotos y las dispuso sobre el mostrador, separando las tres. Después, las acercó más a los dos hombres.
Ambos se inclinaron sobre la superficie abrillantada; el viejo se llevó la mano al sombrero.
—Agréguenles treinta años —les recordó Liebermann, mientras los observaba—. O treinta y cinco.
Los dos levantaron la cabeza para mirarle, con desconfianza. El viejo se volvió.
—No sé —declaró, mientras volvía a levantar el jarro.
El propietario miró a Liebermann en los ojos.
—No puede usted mostrarnos fotos de... unos soldados, y esperar que reconozcamos en ellas a un hombre de cincuenta y cinco años al que vimos hace un mes.
—Tres semanas —corrigió Liebermann.
—Es lo mismo.
El viejo seguía bebiendo.
—Estos hombres son criminales —les dijo Liebermann— buscados por su Gobierno.
—Nuestro Gobierno —precisó el anciano, y volvió a dejar el jarro sobre su huella húmeda—, no es el de usted.
—Es verdad —admitió Liebermann—. Yo soy austríaco.
El barman se alejó seguido por la mirada del viejo carirredondo.
—Es posible —explicó Liebermann, mientras se inclinaba hacia delante, apoyando sobre las fotos ambas manos abiertas—, que ese viajante matara a su amigo Döring.
Con los labios fruncidos, el viejo miraba el jarro. Después lo hizo girar hasta que el asa quedó frente a él.
Liebermann le miró con amargura, recogió las fotos y volvió a guardarlas en la cartera. Cerró ésta, le aseguró la correa y se levantó.
—Dos marcos —dijo el barman al volver. Liebermann dejó sobre el mostrador un billete de cinco.
—Déme monedas para el teléfono, por favor —pidió.
Entró en la cabina y marcó el número de Frau Döring. Daba la señal de ocupado.
Probó con el teléfono de la hermana de Döring en Oberhausen. Nadie respondió.
Siguió enjaulado en la cabina telefónica, con la cartera entre los pies, tironeándose el lóbulo de la oreja mientras pensaba qué le diría a Frau Döring. Era muy posible que ella se sintiera hostil hacia Yakov Liebermann, cazador de nazis; y aunque así no fuera, después de las acusaciones de su cuñada tal vez no quisiera hablar con ningún extraño de Döring ni de su muerte. Pero, ¿qué podía decirle, a no ser la verdad? ¿De qué otra manera podría obtener una entrevista con ella? Se le ocurrió que tal vez Klaus von Palmen, en Pforzheim, estuviera consiguiendo mejores resultados que él. Era lo único que le faltaba: que Von Palmen le ganara.
Volvió a llamar a casa de Frau Döring, leyendo los números pulcramente dibujados por el inspector jefe Haas. Esta vez, el teléfono sonaba.
—¿Sí? —preguntó una voz de mujer, presurosa, fastidiada.
—¿Hablo con Frau Klara Döring?
—Sí, ¿quién habla?
—Soy Yakov Liebermannn, de Viena.
Se hizo un silencio.
—¿Yakov Liebermann? ¿El que... se dedica a encontrar a los nazis? —La voz estaba sorprendida, intrigada, pero no era hostil.
—El que se dedica a buscarlos —precisó Liebermann— y no siempre los encuentra. Estoy aquí, en Gladbeck, Frau Döring, y querría saber si sería usted tan amable de concederme algo de su tiempo, una media hora, más o menos. Me gustaría hablar con usted sobre su difunto esposo. Creo que pudo haber estado complicado... de manera totalmente inocente y sin que él mismo lo supiera, en los manejos de ciertas personas que me interesan. ¿Podría verme con usted, en el momento que le resulte más cómodo?
Débilmente, se oía sonar un clarinete. ¿Mozart?
—¿Que Emil estaba complicado...?
—Posiblemente, y sin que él lo supiera. En este momento estoy cerca de su casa. ¿Podría acercarme? ¿O preferiría usted salir para que nos encontráramos en alguna parte?
—No, no puedo verle.
—Por favor, Frau Döring..., es muy importante.
—No es posible, en este momento. Es el peor día para mí.
—¿Mañana, entonces? He venido a Gladbeck con el propósito exclusivo de hablar con usted. —El clarinete se interrumpió y volvió a sonar, repitiendo la última frase: Mozart, decididamente. ¿Sería Springer, el amante, quien tocaba? ¿Por eso sería un día tan malo para verlo a él?—. ¿Frau Döring?
—Está bien. Yo salgo del trabajo a las tres, puede usted venir mañana a las cuatro.
—La dirección, ¿es Frankenstrasse, doce?
—Eso mismo. Apartamento treinta y tres.
—Gracias. Hasta mañana a las cuatro. Gracias Frau Döring.
Salió de la cabina telefónica y preguntó al barman cómo se llegaba al edificio donde había muerto Döring.
—Lo han derribado.
—¿Hacia dónde quedaba, entonces?
Sin mirarle, sin dejar de lavar los vasos, el hombre señaló con un dedo goteante.
—Por ahí.
Liebermann tomó una callejuela y atravesó otra más ancha y más bulliciosa. Gladbeck, o por lo menos ese barrio, era urbano, gris, desabrido. Y el smog no lo favorecía.
Se quedó mirando un solar lleno de escombros flanqueado por las paredes de mampostería de viejos edificios fabriles. Tres niños apilaban piedras para levantar una barrera en zigzag. Uno de ellos llevaba una mochila militar.
Continuó andando. La transversal siguiente era la Frankenstrasse, y por ella siguió hasta el número 12 un edificio de apartamentos convencionalmente moderno, tiznado de hollín, que se alzaba tras una estrecha franja de césped bien cuidado. De la cumbrera del techo se elevaba un índice de humo negro que iba a perderse en el sudario de smog.
Se quedó mirando a una mujer que pugnaba por hacer pasar un cochecito de bebé por las puertas de cristal de la entrada y siguió andando hacia su hotel, el «Schultenhof».
Desde su pulcra y severa habitación alemana intentó de nuevo hablar con la hermana de Döring.
—Sea usted quien fuere, ¡Dios le bendiga! —lo saludó una mujer—. En este mismo momento acabamos de entrar, y es usted la primera persona que nos llama.
Estupendo. Ya se lo imaginaba.
—¿Está Frau Toppat?
—Huy, no. Lo lamento, pero se ha ido. Está en California, si es que ha llegado. Nosotros le compramos la casa anteayer. ¡Es para Frau Toppat! Se fue a vivir con su hija. ¿Quiere usted la dirección? Debo tenerla en alguna parte.
—No, gracias, no se moleste —declinó Liebermann.
—Ahora, todo es nuestro: los muebles, los peces de colores..., hasta tenemos verduras en la huerta. ¿Conoce usted la casa?
—No.
—Es espantosa, pero para nosotros, perfecta. Bueno, pues sigo deseándole que Dios le bendiga. ¿Está seguro de que no quiere la dirección? Puedo buscársela.
—Sí, seguro, gracias. Buena suerte.
—Ya tenemos bastante, pero gracias; nunca viene mal un poco más.
Liebermann colgó, suspiró, asintió. A mí tampoco me vendría mal, señora.
Después de haberse lavado y de tomarse las píldoras de última hora de la tarde, se sentó ante la mesa, demasiado exigua para escribir, abrió su cartera y sacó el borrador de un artículo que estaba escribiendo sobre la extradición de Frieda Maloney.
La puerta se abrió hasta donde lo permitía el cerrojo de seguridad y un chico miró hacia fuera, mientras con un gesto se apartaba de la frente un mechón de pelo oscuro. De trece años más o menos, era delgado y tenía la nariz afilada.
—¿Es éste el apartamento de Frau Döring? —preguntó Liebermann, pensando si se habría equivocado de número.
—¿Es usted Herr Liebermann?
—Sí.
La puerta se cerró un poco, y se oyó un chirrido de metal.
—El chico sería nieto, se imaginó Liebermann, o tal vez hijo de Frau Döring, ya que ella era mucho menor que su marido. O quizá fuera algún vecino, invitado para estar presente durante la visita de un desconocido.
Fuera quien fuese, el muchacho le mantuvo la puerta abierta mientras Liebermann entraba en un pequeño vestíbulo con las paredes llenas de espejos, atestados de otros varios Liebermann que entraban, sorprendentemente desaliñados («¡Córtate el pelo!», le recordó desde alguna parte la voz de Hannah. «¡Recórtate el bigote! ¡Mantente derecho!»), mientras varios chicos de camisa blanca y pantalones negros cerraban puertas y volvían a poner cerrojos de seguridad. Se irguió y se dirigió al muchacho de verdad.
—Frau Döring, ¿está en casa?
—Está hablando por teléfono. —El chico tendió la mano para cogerle el sombrero.
—¿Eres su nieto? —le preguntó el visitante, sonriéndole, mientras se lo entregaba.
—Su hijo. —En la voz del chico se advertía su desdén frente a la estupidez de la pregunta.
Abrió un armario, con la puerta de espejo, y Liebermann dejó en el suelo la cartera para despojarse del abrigo, al tiempo que echaba una mirada hacia la sala, decorada en naranja, cromo y cristal, donde todo armonizaba, deshumanizado, como en una tienda.
Liebermann le entregó su abrigo, sonriente, y el chico lo colgó en una percha con aire de responsabilidad y aburrimiento. Apenas si llegaba al pecho de Liebermann, En el ropero se veían algunos abrigos, uno de ellos de piel de leopardo. Sobre un estante, semioculta por sombreros y cajas, asomaba un ave, un cuervo embalsamado o algo así.
—¿Es un pájaro eso de ahí? —preguntó Liebermann.
—Sí —asintió el muchacho—. Era de mi padre. —Cerró la puerta y se quedó mirándole con sus ojos de color azul pálido.
Liebermann recogió su cartera.
—¿Mata usted a los nazis cuando los atrapa? —quiso saber el chico.
—No —respondió Liebermann.
—¿Por qué no?
—Porque es ilegal. Y, además, porque es mejor procesarlos, para que haya más gente que pueda enterarse.
—¿Enterarse de qué? —preguntó el chico, con escepticismo.
—De quiénes eran, de lo que hicieron.
El muchacho se volvió hacia la sala.
Allí esperaba una mujer, rubia y menuda, vestida con falda y chaleco negros y un suéter de cuello cisne de color beige; había cumplido los cuarenta y seguía siendo bonita. Inclinó la cabeza y le sonrió, con las manos tensamente cruzadas ante ella.
—¿Frau Döring? —Mientras Liebermann se le acercaba, ella le tendió la mano y él estrechó su mínima frialdad—. Gracias por la entrevista —le dijo, mientras observaba el cutis cosméticamente terso, con algunas leves arrugas en el ángulo de los ojos, que eran azul-verdosos. Un grato perfume emanaba de ella.
—¿Podría pedirle, por favor —le preguntó con cierta confusión— que se identifique?
—Naturalmente —respondió Liebermann—. Está muy bien que me lo pida. —Se cambió la cartera a la mano izquierda para buscar en el bolsillo interior de la chaqueta
—Estoy segura de que es usted... quien dice ser —se disculpó Frau Döring—, pero...
—En el sombrero están sus iniciales —intervino el chico, desde atrás de Liebermann—. Y. S. L.
Mientras le entregaba su pasaporte, Liebermann sonrió a la madre.
—Su hijo es buen detective —comentó, y se volvió hacia el muchacho—. Estuviste muy bien; ni me di cuenta de que lo mirabas.
El chico sonrió complacido, mientras volvía a apartarse de la cara el mechón de pelo oscuro. Frau Döring le devolvió el pasaporte.
—Sí, es despierto —asintió, mirando al niño con una sonrisa—, aunque un poco perezoso. Ahora, por ejemplo, tendría que estar practicando.
—No puedo atender la puerta y estar en mi cuarto al mismo tiempo —refunfuñó el chico mientras empezaba a cruzar la sala.
Frau Döring le alisó el cabello rebelde mientras pasaba junto a ella.
—Ya lo sé; te lo decía en broma.
El chico se alejó por un pasillo.
La dueña de casa sonrió a su visitante, mientras se frotaba las manos como si quisiera calentárselas.
—Pase y siéntese, Herr Liebermann —le invitó, dirigiéndose hacia el extremo de la sala, donde se abría una ventana. Se oyó golpear una puerta—. ¿Le sirvo un poco de café?
—No, gracias. Acabo de tomar una taza de té, ahí enfrente.
—¿En el «Bittnera? Allí es donde yo trabajo como camarera, de ocho a tres.
—Entonces le resulta muy cómodo.
—Sí, y ya estoy de vuelta en casa para cuando llega Erich. Empecé el lunes, y hasta ahora todo va perfectamente. ¡Estoy encantada!
Liebermann se sentó en un duro sofá y Frau Döring ocupó una silla, cerca de él. Se mantenía erguida, con las manos cruzadas sobre la falda negra y la cabeza un poco inclinada en un gesto de atención.
—Ante todo —empezó Liebermann— quisiera expresarle mi sentimiento. En este momento, las cosas deben hacérsele a usted muy difíciles.
Sin apartar los ojos de las manos cruzadas, Frau Döring le dio las gracias. Un clarinete entonó una escala ascendente y volvió a bajar, preparándose para tocar; Liebermann miró hacia el pasillo, de donde llegaba la resonancia cálida de la madera, y volvió de nuevo los ojos a Frau Döring, que le sonrió.
—Toca muy bien —comentó ella.
—Sí, lo sé —asintió Liebermann—. Ayer le oí, por teléfono, y pensé que era un adulto. ¿Es su único hijo?
—Sí —confirmó ella, y añadió con orgullo—: Quiere hacer de la música su carrera.
—Espero que su padre tomara las providencias del caso —expresó Liebermann—. ¿Es así? Su marido, ¿dejó su dinero para Erich y para usted? —le preguntó.
La viuda asintió, sorprendida.
—Y a una hermana suya. Un tercio para cada uno. La parte de Erich está en depósito. ¿Por qué me pregunta usted eso?
—Estoy buscando una razón por la cual los grupos nazis que hay en Sudamérica pudieran desear su muerte.
—¿Matar a Emil?
Liebermann asintió con un gesto, mientras observaba a Frau Döring.
—Y a los otros también.
La mujer lo miró, frunciendo el ceño.
—¿A qué otros?
—Al grupo al cual él pertenecía, en diferentes países.
Ella parecía cada vez más intrigada.
—Pero si Emil no pertenecía a ningún grupo. ¿A qué se refiere usted, a que fuera comunista? No podría estar más equivocado, Herr Liebermann.
—¿No recibía correspondencia ni llamadas telefónicas desde el extranjero?
—Jamás. Aquí en casa, no, por lo menos. Pregunte en su oficina; tal vez ellos estén al tanto de algún grupo. En cuanto a mí, le aseguro que no.
—Ya he preguntado esta mañana, y ellos tampoco saben nada.
—Una vez —recordó Frau Döring—, hace tres o cuatro años, o más aún, lo llamó su hermana desde Estados Unidos, donde estaba de viaje. Pero fue la única llamada desde el extranjero, que yo recuerde. Ah, y hubo otra ocasión, hace más tiempo todavía, en que le llamó desde Italia un hermano de su primera mujer, tratando de convencerle para que hiciera una inversión en... no recuerdo, creo que era algo que tenía que ver con plata. O con platino.
—¿Y él la hizo?
—No. Emil era muy cuidadoso con su dinero.
El clarinete se adueñó del oído de Liebermann, saludándolo con el Mozart del día anterior. El minuetto del Quinteto para clarinete, muy bien tocado. Pensó que él, a la edad del chico, se pasaba dos y tres horas por día sentado ante el viejo «Pleyel». Y que su madre —descanse en paz— decía con el mismo orgullo que su hijo pensaba hacer carrera como músico. ¿Quién iba a adivinar lo que ocurrió después? ¿Cuándo había tocado por última vez el piano?
—Pero no lo comprendo —decía Frau Döring—. A Emil no le asesinaron.
—Es probable que sí —le informó Liebermann—. La noche anterior había entablado amistad con un viajante. Quizás quedaran en encontrarse en el edificio si el viajante no llegaba al bar a las diez de la noche. Con eso habrían conseguido que fuera allí a esa hora.
La viuda sacudió la cabeza.
—Él jamás se habría citado con nadie en un edificio como ése —afirmó—. Ni siquiera con alguien que conociera bien. Desconfiaba demasiado de la gente. ¿Y por qué habrían de interesarse por él los nazis?
—¿Por qué salió armado esa noche?
—Siempre iba armado.
—¿Siempre?
—Siempre, desde que yo lo conocí. En nuestra primera salida me enseñó el arma. ¿Se imagina usted, ir con una pistola a una cita con una chica? ¿Y exhibirla? Y lo peor de todo fue que yo me quedé impresionada. —Sacudió la cabeza, con un suspiro de incredulidad.
—¿De quién tenía miedo? —interrogó Liebermann.
—De todo el mundo. De la gente de su oficina, de los que le miraban por la calle... —Frau Döring se inclinó hacia él en actitud confidencial—. Estaba un poco... bueno, no diré chiflado, pero tampoco normal. Una vez intenté que viera a alguien; a un médico, quiero decir. Vimos en la televisión un programa sobre las personas como él, las que piensan siempre que hay... alguna confabulación contra ellas, y cuando terminó yo le sugerí de manera muy indirecta... ¡Bueno! ¿Conque yo participaba en el complot, no? ¿Qué quería, conseguir que le declararan loco? ¡Esa noche casi me mata a mí! —Frau Döring se recostó en la silla e hizo una inspiración profunda, estremeciéndose; después, con el ceño fruncido, miró con aire intrigado a Liebermann—: ¿Qué fue lo que hizo? ¿Le escribió a usted diciéndole que los nazis le perseguían?
—No, no.
—Entonces, ¿qué es lo que le hace pensar eso?
—Me llegó un rumor.
—Era falso. Créame, los nazis habrían estado encantados con Emil. Era antijudío, anticatólico, antilibertades, antitodo y todos, salvo el propio Emil Döring.
—¿No fue nazi?
—Es posible que lo fuera. Él decía que no, pero como yo no lo conocí hasta 1952, no podría jurarlo Pero probablemente no; él jamás se afilió a nada, si podía evitarlo.
—Y en la guerra, ¿qué hizo?
—Estuvo en el Ejército; era cabo, creo, y se jactaba de las misiones fáciles que consiguió siempre. La principal fue en un depósito de provisiones o algo así, un lugar seguro.
—¿Nunca participó en combate?
—Era «demasiado listo». Eso era para los «top tos».
—¿Dónde nació?
—En Laupendahl, del otro lado de Essen.
—¿Y en esa zona vivió toda su vida?
—Sí.
—¿Estuvo alguna vez en Günzburg, que usted sepa?
—¿Dónde?
—En Günzburg, cerca de Ulm.
—Yo jamás se lo oí mencionar.
—Tampoco le oyó mencionar el apellido Mengele? Ella lo miró, levantadas las cejas en un gesto interrogante, y negó con la cabeza.
—Unas pocas preguntas más —le pidió Liebermann—. Le agradezco su paciencia. Me temo que ando a la caza de un fantasma.
—Estoy segura de que es así —le sonrió ella.
—¿Estaba relacionado con gente importante? ¿Del Gobierno, por ejemplo?
—No —respondió Frau Döring, después de pensarlo un momento.
—¿O era amigo de alguien importante?
Ella se encogió de hombros.
—De algunos funcionarios de Essen, si es que eso le parece a usted importante. Una vez le estrechó la mano a Krupp, y ése fue el gran momento de su vida.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted casada con él?
—Veintidós años. Desde el 4 de agosto de 1952.
Y en todos esos años, ¿jamás vio ni oyó usted nada sobre un grupo internacional al que perteneciera su marido, integrado por hombres de su edad y de situación similar?
—Nada, ni una palabra —la mujer reforzó la negación con un gesto.
—¿Ni supo que desarrollara algún tipo de actividad antinazi?
—En absoluto. Era más bien pronazi. Votó por la nacionaldemocracia, pero sin afiliarse tampoco. No era de los que se afilian.
Liebermann se recostó en el rígido sofá, frotándose la nuca.
—¿Quiere usted que le diga realmente quién lo mató? —preguntó Frau Döring.
Él la miró sorprendido.
—Dios —le confió ella, inclinándose hacia delante—. Para liberar a una estúpida muchachita campesina de veintidós años de infelicidad, y para dar a Erich un padre que le ayude y le quiera, en vez de uno que lo insultara... sí, que le tratara de maricón y de imbécil porque quería ser músico, no un funcionario apoltronado y gordo. ¿Acaso los nazis responden a las plegarias, Herr Liebermann? —Sacudió la cabeza—. No, eso lo hace Dios, y se lo he agradecido todas las noches desde que hizo que esa pared se derrumbara sobre Emil. Podría haberlo hecho antes, pero se lo agradezco de todas maneras. «Más vale tarde que nunca,» —Se recostó, cruzando las piernas bien torneadas, y le sonrió—. ¡Escuche! ¿No es hermoso cómo toca? Recuerde el nombre, Erich Döring. ¡Algún día lo verá en los carteles de las salas de concierto!
Cuando Liebermann salió de la casa de Frankenstrasse 12 empezaba a insinuarse el crepúsculo. Coches y trolebuses llenaban las calles, y las aceras bullían de peatones presurosos. Lentamente, con su cartera en la mano, avanzó entre ellos.
Döring había sido un don nadie, vano, acomodaticio, insignificante para todo el mundo, salvo para sí mismo. No había razón concebible que hiciera de él el objetivo de una confabulación de los nazis refugiados en el otro extremo del mundo; ni siquiera de su propia mentalidad paranoide la había habido. ¿El viajante del bar? No era más que un viajante solitario. ¿La presurosa salida de la noche del accidente? Había una docena de razones por las que un hombre podía salir de un bar a toda prisa.
Lo cual significaba que la víctima del 16 de octubre había sido Chambon, en Francia, o tal vez Persson, en Suecia.
O algún otro de quien «Reuter» no se había enterado.
O muy probablemente, nadie.
¡Ay, Barry, Barry! ¿Para qué me llamaste? Apretó un poco el paso, por la acera sur de la atestada Frankenstrasse.
Por la acera norte, Mundt también apretó el paso con un cigarro sin encender en la boca y un periódico doblado bajo el brazo.
Aunque la noche fuera clara y seca, se oía mal, y lo que Mengele entendió fue lo siguiente:
—Liebermann estuvo cracl-cracl-chrii donde vivía Döring, el primero de los hombres. Liebercracl-cracl por él y les mostró fotos de soldados a cracl-cracl-CHRRII-cracl Solingen, e hizo lo mismo en relación con un cracl-cracl murió hace unas semanas en una explosión. Cambio.
Tragándose la acidez que le subía a la garganta, Mengele oprimió el botón del micrófono para hablar a su vez.
—¿Quiere repetírmelo, por favor, coronel? No le oí bien. Cambio.
Finalmente, consiguió enterarse.
—No voy a decirle que no me preocupa —declaró mientras se enjugaba con un pañuelo el sudor helado que le cubría la frente—, pero si ha andado preguntando por alguien que no tiene nada que ver con nosotros, entonces es evidente que sigue a oscuras. Cambio.
—Cracl apartamento de Döring, y ahí no estuvo a oscuras. Eran las cuatro de la tarde y se quedó casi una hora. Cambio.
—¡Ay! —gimió Mengele y apretó el botón—. Entonces lo mejor será que nos ocupemos de él sin pérdida de tiempo, para mayor seguridad. ¿No cree usted? Cambio.
—Estamos cracl-cracl con mucho cuidado la posibilidad. Apenas se decida algo se lo haré saber. Pero también tengo una buena noticia. Mundt cracl-craclgundo cliente en la fecha exacta, lo mismo que Hessen. Y Farnbach llamó, no para hacer preguntas, a Dios gracias, sino con una pasmosa inforcracl-chrrii parece que había servido a las órdenes de su segundo cliente, un capitán que después de la guerra se hizo pasar por sueco. ¿Una extraña situación, no? Farnbach no estaba seguro de si nosotros lo sabríamos o no. Cambio.
Pero eso no le habrá disuadido, espero. Cambio.
—Oh, no, lo cracl-cracl días antes de lo previsto así que ya puede usted agregar tres tachaduras nuevas a su mapa. Cambio.
—Creo que es imperativo que hagamos inmediatamente algo con Liebermann —insistió Mengele—. ¿Qué hacemos si no se le limita al hombre ese de Solingen? Si Mundt hace las cosas bien, estoy seguro de que no nos traerá ningún problema; por lo menos no más de los que ya tenemos. Cambio.
—No estoy de acuerdo en hacerlo mientras esté en Alemania. Van a cracl-chrrii-cracl el país para demostrar lo escrupulosos que son; no les quedará otro remedio. Cambio.
—Entonces, tan pronto como salga de Alemania. Cambio.
—Descuide, que tendremos en cuenta sus sentimientos, Josef. Sin usted, nada; ya sabemos lo cracl-cracl-chrrii-cracl las cosas. Cambio y corto.
Mengele se quedó mirando el micrófono y después lo dejó. Se quitó los audífonos, los colgó y desconectó la radio.
Salió del estudio para dirigirse al baño, vomitó toda su cena a medio digerir, se lavó y se enjuagó la boca con un poco de loción bucal.
Después salió a la galería, sonrió, se disculpó y se sentó a jugar al bridge con el general Farinha y con Franz y Margot Schiff.
Cuando los visitantes se fueron, tomó una linterna y se fue caminando hasta el río, para pensar. Dijo unas pocas palabras al hombre que estaba de guardia y siguió andando orilla abajo; después se sentó sobre un oxidado bidón de petróleo —al demonio con los pantalones— y encendió un cigarrillo. Pensó en Yakov Liebermann, que andaba recorriendo una casa tras otra; y en que Seibert y el resto de los pesados de la Organización, enfrentados con una necesidad preferían llamarla posibilidad; y en su propia consagración de décadas a los más nobles ideales, los que se orientaban al conocimiento y la elevación de lo mejor de la raza humana, y en que todo eso podía verse ahora frustrado y no llegar a fructificar por aquel judío entrometido y ese puñado de arios que parecían gallinas. Que eran peores que el judío, porque por lo menos Liebermann, si uno quería ser justo con él, estaba cumpliendo con su deber según sus principios, pero los arios estaban traicionando el suyo, o pensando en traicionarlo.
Arrojó el segundo cigarrillo a la negrura reluciente del río y, no sin advertir al guardia que se mantuviera alerta, volvió hacia la casa.
Siguiendo un impulso, se apartó del camino para adentrarse en la senda cubierta de malezas que llevaba a la «fábrica», la senda que él y otros —el joven Reiter, Von Sweringen, Tina Zygorny (todos ellos muertos, ay)— recorrieran tan alegremente en aquellas remotas mañanas. Inclinado sobre el rayo indagador de la linterna, apartó ramas de anchas hojas, tropezó con encorvadas raíces.
Y allí estaba el edificio, largo y bajo, devorado por los árboles. La pintura se había descascarillado, las ventanas estaban todas rotas (los malditos chiquillos de los sirvientes), y todo un sector del techo acanalado se había desplomado, o tal vez lo hubieran arrancado del extremo de los dormitorios.
Boquiabierta, la puerta del frente pendía de la bisagra inferior. Tina Zygorny se reía con su risa masculina, mientras se oía tronar la voz de Sweringen:
—«¡Levántate radiante, que ya has tenido tu sueño de belleza!»
No había más que silencio. Chirridos y pulular de insectos.
Proyectando ante sí la luz, Mengele subió el escalón y atravesó el umbral de la puerta. Hacía cinco años por lo menos, desde la última vez que había puesto los pies...
La hermosa Baviera. Polvoriento y semiarrancado, el cartel seguía en la pared: cielo, montaña, flores en primer plano.
Le sonrió, y siguió moviendo el rayo de luz.
Encontró las paredes con el revestimiento de madera despanzurrado allí donde habían arrancado los estantes y armarios. Quedaban muñones de caños de plomo, en posición de firmes. La pared con los puntos marrones que le habían quedado de cuando Reiter los quemó, intentando dibujar una svástica con el microscopio. Podía haberlo incendiado todo, el muy idiota.
Avanzó cuidadosamente entre los cristales rotos. Una corteza de melón podrida, festín de hormigas
Miró hacia el interior de las habitaciones desiertas y recordó la actividad y la vida, los equipos relucientes. El esterilizador humeante, el tintineo de las pipetas. Hacía más de diez años.
Todo lo habían retirado, para tirarlo a la basura o tal vez para dárselo a alguna clínica, de manera que si llegaban a aparecer las bandas judías, el «Comando Isaac» y las otras que se habían hecho fuertes por ese entonces, no encontraran ningún indicio ni pista alguna.
Se paseó lentamente por el corredor central. Los ayudantes nativos hablaban suavemente en dialectos primitivos, intentando hacerse entender.
Llegó al dormitorio, que gracias al techo abierto se mantenía fresco e invadido de una grata fragancia.
Las alfombras de junco seguían ahí tiradas, en desorden.
A ver qué podéis hacer con unas docenas de alfombras de junco, amigos judíos.
Se entretuvo paseando entre ellas, recordando, sonriendo.
Algo blanco brillaba contra una pared.
Mengele se acercó, vio lo que estaba ahí caído, enfocándolo con el haz de la linterna; lo levantó, lo sopló, lo examinó en la palma de la mano. Un círculo de garras de animales... uno de los brazaletes que usaban las mujeres. ¿Sería para la buena suerte? ¿El poder de los animales transferido al brazo de quien lo usaba?
Era raro que los niños no lo hubieran encontrado; seguramente eran ellos los que jugaban ahí, los que rodaban sobre las alfombras, los que las habían desordenado.
Sí, era una suerte que ese brazalete hubiera pasado allí, perdido, todos esos años, para que él pudiera encontrarlo en esa noche de incertidumbre y miedo, de posible traición. Unió los dedos para pasarlos por el círculo, sacudió el brazalete para hacerlo bajar, empujándolo con la muñeca de la otra mano, la que sostenía la linterna; finalmente, el círculo de garras cayó junto a la pulsera de oro del reloj. Mengele sacudió la mano, y las garras danzaron.
Miró a su alrededor: el dormitorio, las copas de los árboles a través del techo abierto, las estrellas que iban y venían entre ellas. Y tal vez, o tal vez no, allá arriba lo vigilaba su Führer.
No le fallaré le prometió.
Volvió a recorrer con la vista el lugar donde tanto y tan gloriosamente se había logrado, y con los ojos brillantes, en voz alta, repitió:
—No.
4
De los once, sólo hemos eliminado a cuatro —resumió Klaus von Palmen, que estaba cortando un grueso embutido que tenía delante—. ¿No le parece demasiado pronto para hablar de dejarlo?
—¿Y quién ha hablado de dejarlo? —Con el cuchillo Liebermann llenó el tenedor de puré de patatas—. Lo único que he dicho es que yo no me voy a hacer todo el viaje hasta Fagersta. No dije que no quiera ir a otros lugares, ni tampoco que no vaya a pedirle a alguien que vaya a Fagersta... a alguna persona que no necesite intérprete. —Se llevó a la boca el tenedor, con el salchichón y el puré de patatas.
Estaban en el «Cinco Continentes», el restaurante del aeropuerto de Francfort, en la noche del sábado 9 de noviembre. Liebermann había combinado los vuelos con el fin de detenerse allí durante dos horas antes de regresar a Viena, y Klaus había viajado desde Mannheim para encontrarse con él. El restaurante era caro, y Liebermann se sentía recriminado por invisibles contribuyentes, pero el chico se merecía una buena comida. No solamente había investigado al hombre de Pforzheim, que no se había caído del puente, sino que había saltado en presencia de cinco testigos, sino que, después de que Liebermann hablara por teléfono con él desde Gladbeck, el jueves por la noche, había ido también a Friburgo, mientras Liebermann se dirigía a Solingen. Además, su aspecto listo y despierto, con esos rasgos menudos y precisos y los ojos brillantes, visto más de cerca sólo en parte parecía astucia; ¿no sería también desnutrición? ¿Acaso ninguno de esos chicos comía lo suficiente? Entonces, al «Cinco Continentes». Además en uno de esos bares de paso no se podía conversar.
August Mohr, el sereno nocturno de la fáfrica de productos químicos de Solingen, había resultado ser (como Liebermann se lo había imaginado) funcionario durante el día; trabajaba en el mismo hospital donde había muerto. Pero los funcionarios del cuerpo de bomberos, después de estudiar meticulosamente la explosión que le causara la muerte, habían acabado por relacionarla con una cadena de desdichados episodios que indudablemente no habían podido ser dispuestos de antemano. En cuanto al propio Mohr, era tan improbable como víctima de una confabulación nazi como podía haberlo sido Döring. Semianalfabeto y pobre, viudo desde hacía seis años, había vivido en dos cuartos de una lamentable casa de pensión con su madre, postrada en cama. Durante la mayor parte de su vida, sin excluir los años de la guerra, había trabajado en una acería de Solingen. ¿Correspondencia o llamadas telefónicas desde el extranjero? La dueña de la pensión se había reído.
—Ni siquiera del país, señor.
Klaus en Friburgo, había creído al principio que andaba sobre la pista de algo. El hombre que rastreaba, un empleado del departamento de aguas, llamado Josef Rausenberger, había sido acuchillado para robarle cerca de su casa, y un vecino había visto a alguien que vigilaba la casa la noche anterior.
—¿Un hombre con un ojo de cristal?
—La mujer no alcanzó a distinguirlo, estaba demasiado lejos. Un hombre corpulento, en un coche pequeño, que estaba fumando, eso fue lo que contó a la Policía. Ni siquiera les supo decir la marca del coche. ¿Hubo un hombre con un ojo de cristal en Solingen?
—En Gladbeck. Sigue.
Pero... Rausenberger no había pertenecido a ninguna organización internacional. En un accidente de tren acaecido cuando era niño había perdido ambas piernas, amputadas por debajo de las rodillas; de resultas de ello no había hecho el servicio militar, ni siquiera puesto los pies —por artificiales que fuesen— fuera de Alemania. («Por favor», le regañó Liebermann.) Como obrero había sido eficiente y esmerado, y fiel como marido y como padre. Sus ahorros habían quedado para la viuda. Había estado en desacuerdo con los nazis, y votó en contra de ellos, pero nada más. Nacido en Schwenningen, jamás había estado en Günzburg. Un parentesco digno de mención: un primo suyo era uno de los directores del Berliner Morgenpost.
Döring, Müller, Mohr, Rausenberger; por más que se forzara la imaginación, ninguno parecía posible víctima de los nazis. Cuatro de los once.
—Yo conozco a una persona en Estocolmo —recordó Liebermann—. Es un grabador, natural de Varsovia. Muy despierto, y estará encantado de ir a Fagersta. El de allí, Persson, y el que tenemos de Burdeos son los dos principales que hay que verificar. El 16 de octubre fue la fecha que mencionó Barry. Si ninguno de los dos había dado a los nazis motivo para matarle, entonces Barry debió de haberse equivocado.
—Salvo que no se haya enterado usted de la persona exacta. O que no la hayan matado en la fecha exacta.
—«Salvo que» —masculló Liebermann mientras cortaba un trozo de salchicha—. Todo este asunto es «salvo que» esto, «si» lo otro, «a no ser que» lo de más allá. Ojalá no me hubiera llamado nunca.
—¿Qué fue exactamente lo que le dijo? ¿Cómo sucedió todo?
Liebermann le repitió la historia.
El camarero les retiró los platos y les preguntó por el postre.
—¿Se ha dado usted cuenta —preguntó Klaus cuando el hombre se alejó— de que su nombre podría haber sido parte de la lista? Aunque no hubiera sido Mengele que le reconoció a usted por telepatía (cosa que se me hace totalmente increíble, Herr Liebermann, y me sorprende que usted la crea), si cualquier nazi colgó el receptor es indudable que se ocuparía luego de averiguar con quién estaba hablando Barry. La telefonista del hotel lo habría sabido.
Liebermann sonrió.
—Yo sólo tengo sesenta y dos años —precisó—, y no soy funcionario.
—No se lo tome a broma. Si estaban despachando asesinos, bien podían asignarles un trabajito más, y de primera prioridad.
—Entonces, el hecho de que yo siga vivo hace pensar que en realidad no estaban despachando asesinos.
—Es posible que Mengele y la Organización hayan decidido esperar un poco, en vista de que usted lo sabía. Quizá hayan cancelado toda la operación.
—¿Ve usted a qué me refiero cuando digo que todo es cuestión de «si» y «tal vez»?
—¿Se ha dado usted cuenta de que es posible que esté en peligro?
El camarero puso una crema de cerezas delante de Klaus y presentó a Liebermann una ración de tarta «Linzer». Sirvió el café al muchacho y el té a Liebermann.
Liebermann esperó a que se fuera para seguir hablando, mientras desgarraba el sobrecito de azúcar.
—Hace mucho tiempo que estoy en peligro, Klaus. Si no hubiera dejado de pensar en eso, habría tenido que cerrar el Centro y dedicar mi vida a alguna otra cosa. Tiene usted razón: «si» hay asesinos sueltos, es probable que yo esté en la lista. De manera que la única alternativa que nos queda es comprobarlo. Yo iré a Burdeos y haré que Piwowar, mi amigo de Estocolmo, vaya a Fagersta. Y si tampoco esos hombres pudieron estar entre las víctimas, verificaré con algunos otros más para estar seguro.
—Yo podría ir a Fagersta —se ofreció Klaus, mientras revolvía su café—; sé un poco de sueco.
—Pero a usted tendría que pagarle el pasaje, ¿comprende? Y a Piwowar no, y lamentablemente, es un factor que hay que considerar. Tampoco tendría que descuidar usted tan tranquilamente sus clases.
—Aunque no fuera a una sola clase durante todo un mes, me licenciaría con las mejores notas.
—Vaya, qué cerebro. Cuénteme algo de usted, así me explicará cómo es que salió tan listo.
—Hablando de mí, podría contarle algo que quizá lo sorprenda, Herr Liebermann.
Liebermann lo escuchó con gravedad y comprensión.
Los padres de Klaus habían sido nazis. La madre había mantenido estrecha amistad con Himmler, en tanto que el padre era coronel de la Luftwaffe.
Casi lodos los jóvenes alemanes que se ofrecían para ayudar a Liebermann eran hijos de antiguos nazis. Era una de las pocas cosas que le hacían pensar que tal vez realmente Dios existiera y actuara, aunque fuera un poco lento.
—Esto es espantoso.
—Qué va, es estupendo. Tendríamos que estar filmándolo.
—Ya sabes a qué me refiero; pim, pam, pum, y a la cama. Apuesto a que no recuerdas mi nombre.
—Margaret.
—El nombre completo.
—Reynolds. Pague la apuesta, por favor, enfermera Reynolds.
—Está demasiado oscuro para buscar mi bolso. ¿Te conformas con esto?
—Y cómo no. Si es lo que me encanta.
—«¿No será ésta la única noche, verdad, señor?» —preguntó ella ruborizándose tímidamente.
—¿Es en eso en lo que piensas?
—No, si estaba pensando en lo que costarán los encurtidos. ¡Claro que eso es lo que pienso! Te imaginarás que ésta no es mi forma habitual de ganarme la vida.
—Mira con lo que sales. ¡Forma de ganarte la vida!
—Eso no es una respuesta.
—Tampoco es una evasiva, Meg. Me temo que pueda ser la única noche, pero no porque yo lo decida. No soy yo quien decide en este asunto. Me enviaron aquí para... arreglar una cuestión con alguien y me encuentro con que está aquí en tu hospital, en una tienda de oxígeno, y que no permiten visitas salvo a los familiares más inmediatos.
—¿Harrington?
—Exactamente. Cuando llame a la central para informar de que no puedo establecer contacto con él lo más probable es que me ordenen que regrese inmediatamente a Londres. En este momento estamos tremendamente escasos de personal.
—¿Y no volverás cuando se recupere?
—No es probable. Para entonces ya me habrán asignado otro caso, y será algún otro el que se haga cargo. Suponiendo que se recupere, que es dudoso, según entiendo.
—Sí, porque tiene sesenta y seis años, ¿sabes?, y el ataque fue bastante grave. Claro que es de constitución fuerte. Todas las mañanas a las ocho en punto se daba una carrerita por el parque; podía utilizarse para poner el reloj en hora. Dicen que eso es bueno para el corazón, pero yo creo que a esa edad...
—Es una pena que no pueda verle, porque entonces podría haberme quedado aquí un par de semanas por lo menos. ¿No te parece que podríamos volver a vernos para Navidad? Para esa época nos dan vacaciones, y si tú pudieras tomarte unos días...
—Tal vez pueda...
—¡Estupendo! ¿Lo harás? Tengo un piso en Kensington, y la cama es un poco más cómoda que ésta.
—Alan, ¿en qué trabajas realmente?
—Ya te lo dije.
—Pero no me convence, que seas viajante. Los viajantes andan siempre con carteras, y yo no te he visto ninguna. Claro que mucho tiempo no he tenido... Pero, ¿qué es lo que vendes, dime? Tú no tienes nada de viajante, vamos.
—Eres despierta, Meg. ¿Puedes guardar un secreto?
—Claro que sí.
—¿De veras?
—Sí. Puedes confiar en mí, Alan.
—Pues... trabajo para la Dirección de Impuestos. Y hemos tenido una denuncia de que Harrington nos ha defraudado en casi treinta mil libras en los últimos diez o doce años.
—¡No te lo creo! ¡Un juez!
—Pues sucede con más frecuencia de lo que crees.
—Si parece un monumento a las virtudes cívicas...
—Y tal vez lo sea. Lo que yo tengo que hacer es descubrirlo. Sabes, lo que me habían encargado era que pusiera un transmisor oculto en su casa, uno de ésos en miniatura, y lo vigilara desde aquí, desde mi habitación, a ver qué podía averiguar.
—¡Qué horror! ¿Es así como trabajas?
—En casos como éste, es el procedimiento normal. En mi cartera tengo las credenciales. Y la habitación del hospital habría sido incluso mejor que la casa. En el hospital, la gente se pone siempre algo nerviosa; le dice a su mujer dónde está escondida la pasta, le susurra una palabrita o dos a su abogado... Pero no creo que pueda entrar para colocar el aparatito, Aunque le mostrara las credenciales al director del hospital, lo más probable es que fuera compinche de Harrington, y con una palabra que él dijera, a mí me sacarían por la ventana.
—Qué poca vergüenza tienes. ¡Qué poca vergüenza!
—¡Meg! ¿Qué es lo...?
—¿Te crees que no estoy viéndote el juego? Tú quieres que sea yo quien te coloque eso que dices. Por eso se dio la «casualidad» de que nos encontráramos, tan impensadamente. ¿Cómo no me he dado cuenta de que debías andar detrás de algo? Un tipo joven y apuesto no va a enamorarse de una vaca vieja como yo.
—¡Meg! ¡No digas eso, cariño!
—Quítame las manos de encima, y no me digas «cariño», haz el favor. Pero, por Dios ¡qué burra soy!
—Meg, querida, por favor, cálmate y...
—¡No me toques! Me alegro de que les escamoteara algo. Bastante nos estafan ustedes a todos. ¡Mira qué chiste! Repítelo, a ver si me río.
—¡Meg! Sí, tienes razón, es cierto; esperaba que me echaras una mano, y por eso nos encontramos. Pero no es ésa la razón de que estemos aquí ahora. ¿O te crees que mi lealtad hacia la maldita Dirección de Impuestos es tal que sería capaz de acostarme con alguien que no me gustara, simplemente por echarle el guante a un ladronzuelo como Harrington? ¿Y que me mostraría deseoso de seguir haciéndolo durante una quincena o más? Si él no es nada, comparado con la mayoría de los tipos que perseguimos. Todo lo que he dicho lo he dicho en serio, Meg, que prefiero las mujeres maduras, y corpulentas, y que quiero que vengas a Londres para Navidad.
—A ti ya no te creo una palabra.
—¡Oh, Meg, me... me arrancaría la lengua! Tú eres la mejor que he conocido en quince años, ¡y ahora lo he echado todo a perder con mi estupidez! Por favor, acuéstate y quédate quieta, amor. Nunca más te volveré a hablar de Harrington, y no te dejaría que me ayudaras, ni aunque me lo pidieras.
—No te lo pediré, no te preocupes.
—Quédate así recostada, como una chica buena... y déjame que te abrace y te bese en esas... ¡Mmmmm! ¡Ah, Meg, eres realmente increíble! ¡Mmmmm!
—Hijo de...
—¿Sabes lo que voy a hacer? Mañana telefonearé a mi supervisor para decirle que Harrington se está recuperando y que creo que en un par de días podré hacer el trabajo. Tal vez pueda quedarme hasta el jueves o el viernes antes de que me llamen. ¡Mmmmm! Si a mí me enloquecen las enfermeras, ¿no lo sabías? Mamá era enfermera, y lo mismo Mary, mi mujer. ¡Mmmmm!
—Ah ..
—Tú dices que no te gusto, pero tus pezones...
—Lo de Navidad, ¿lo dijiste en serio, bestia?
—Te juro que sí, amor mío, y cualquiera otra vez que podamos combinar. Y hasta podrías venirte a vivir a Londres; ¿no se te ha ocurrido nunca? Como enfermera siempre se encuentra trabajo, ¿no? Por lo menos, a Mary nunca le faltó.
—No, no podría. No es cosa que se pueda arreglar así como así. Alan... ¿podrías... realmente quedarte quince días?
—Y más también, si pudiera colocar el transmisor; entonces tendría que esperar a que estuviera fuera de la tienda de oxigeno y le permitieran recibir visitas... Pero no voy a dejar que seas tú quien lo haga Meg, de ninguna manera.
—Ya sé...
—No, no quiero correr el riesgo de arruinar nuestra relación.
—Al diablo. Ahora ya sé que eres un hijo de puta, ¿qué importancia tiene? Quiero ayudarle al Gobierno no a ti.
—Bueno... me imagino que no puedo oponerme a que me faciliten el trabajo.
—Ya sabía que te avendrías. ¿Qué tengo que hacer? Yo no sé conectar cables.
—No es necesario. Simplemente, es cuestión de llevar un paquete a su habitación. Del tamaño de una caja de bombones. En realidad, es una caja de bombones, bien envuelta en papel de colores. Lo único que tienes que hacer es desenvolverla, ponerla junto a la cama, en un estante o en la mesilla o algo así, lo más cerca posible de la cabeza... y abrirla.
—¿Eso es todo? ¿Abrirla y nada más?
—Se pone en marcha automáticamente.
Pensé que eran cosas muy pequeñitas.
—Las que se usan con los teléfonos. Éstas no.
—¿No soltará chispas, no? Con el oxígeno es peligroso, ¿sabes?
—Oh, no, es imposible. No tiene más que un micrófono y el transmisor bajo una capa de bombones. No tienes que abrirla hasta que la hayas puesto en su lugar; no le sienta bien el que la muevan demasiado cuando ya está transmitiendo.
—¿Ya la tienes lista? La colocaré mañana. Hoy, debería decir.
—Eres un encanto de chica.
—¡Pero imagínate, al viejo Harrington evadiendo impuestos! ¡Qué escándalo se armará si le procesan!
—Mientras no tengamos pruebas, no debes decirle una palabra de esto a nadie.
—Oh, ¿cómo se te ocurre? Eso ya lo sé. Debemos suponer que es inocente. ¡Qué emocionante! ¿Sabes lo que voy a hacer después de abrir la caja, Alan?
—No me lo imagino.
—Pues voy a susurrarle algo, algo que me gustaría que me hicieras mañana por la noche, a cambio de mi ayuda. Tú podrás oírlo, ¿no es eso?
—Tan pronto como la abras. Te estaré escuchando sin aliento. ¿Qué será lo que estás pensando, muchacha perversa? Ay, sí, ay, esto me encanta, mi amor...
Liebermann fue a Burdeos y a Orleáns, y su amigo Gabriel Piwowar se ocupó de Fagersta y de Gotemburgo. Ninguno de los cuatro funcionarios de sesenta y cinco años que habían muerto en esas ciudades reunía más requisitos que los cuatro ya verificados para considerarlos como posibles víctimas de los nazis.
Después le llegó a Liebermann otra tanda de noticias y recortes; esta vez eran veintiséis. De ellos, seis «posibles». Había ahora diecisiete, de los cuales ocho —incluyendo los tres del 16 de octubre— habían sido eliminados. Liebermann estaba seguro de que Barry se había equivocado, pero como no dejaba de tener presente la gravedad de la situación si, se decidió a intentarlo con cinco más, los que resultaran más fáciles de verificar. Encargó de los dos de Dinamarca a uno de sus colaboradores de allá, un coleccionista de apellido Goldschmidt, y confió otro que había muerto en Trittau, cerca de Hamburgo, al entusiasmo de Klaus. En cuanto a él, investigó personalmente los dos de Inglaterra, combinando el trabajo con el placer y aprovechando para hacer una visita a su hija Dena y a la familia de ésta, en Reading.
Los cinco resultaron lo mismo que los otros ocho. Diferentes, pero lo mismo. Según el informe de Klaus, la viuda de Schreiber se había mostrado dispuesta a algo más que a conversar con él.
Llegaron unos cuantos recortes más, acompañados de una nota de Beynon: Me temo que no podré seguir justificando esto ante Londres durante mas tiempo. ¿Todavía no hay resultados?
Liebermann le telefoneó, pero había salido. Sin embargo, una hora más tarde el propio Beynon le llamó.
—No, Sidney —admitió Liebermann—; parece que no eran más que fantasías. De diecisiete posibles, hemos verificado trece, y ni uno de ellos era un hombre a quien los nazis tuvieran motivos especiales para matar. De todas maneras, me alegro de haberlo hecho, y lo único que lamento son todas las molestias que le ocasioné.
—Eso no tiene importancia. Y el chico, ¿no ha aparecido?
—No. Recibí una carta del padre, que ya ha estado dos veces en Brasil y otras dos en Washington; no se resigna a abandonar la investigación.
—Qué pena. Téngame al tanto si es que se sabe algo.
—Descuide. Y gracias otra vez, Sidney.
Ninguno de los últimos recortes parecía contener un solo caso «posible». Bueno, lo mismo daba. Liebermann empezó a organizar una campaña para conseguir que la gente escribiera al Gobierno de Alemania Occidental pidiéndole que renovara los intentos de conseguir la extradición de Walter Rauff, responsable de la muerte en la cámara de gas de noventa y siete mil mujeres y niños, y que vivía (y vive) bajo su verdadero nombre en Punta Arenas, en Chile.
En enero de 1975 Liebermann se desplazó a los Estados Unidos para pronunciar una serie de conferencias en una gira de dos meses de duración que, empezando y terminando en la ciudad de Nueva York, recorrería en sentido contrario al de las agujas del reloj la mitad oriental de los Estados Unidos. Su secretaría de conferencias había programado unos setenta compromisos de esta índole, algunos en universidades y colleges, y la mayoría en templos y salones de reunión de grupos judíos. Antes de iniciar la gira, tuvo que ir a Filadelfia para aparecer en un programa de televisión (junto con un experto en dietética, un actor y una mujer que había escrito una novela erótica; de todas maneras, le aseguró el señor Goldwasser, de la secretaría de conferencias, era una publicidad valiosísima y muy difícil de conseguir).
El jueves 14 de enero, por la noche, Liebermann habló en la congregación Knesses Israel, en Pittsfield, Massachusetts. Una mujer que había acudido con un ejemplar de su libro en edición de bolsillo, para pedirle que se lo autografiara, le comentó mientras él lo hacía que ella vivía en Lenox, no en Pittsfield.
—¿En Lenox? —le preguntó Liebermann—. ¿Y eso cae cerca de aquí?
—Unos once kilómetros —contestó la mujer—, pero yo habría venido aunque fueran ciento diez.
Él le sonrió, agradeciéndole.
16 de noviembre; Curry, Jack; Lenox, Massachusetts. Liebermann no se había llevado consigo la lista, pero la tenía en la cabeza.
Esa noche, en el cuarto de huéspedes del presidente de la congregación se quedó despierto, oyendo el susurro de los copos de nieve contra los cristales de la ventana. Curry. Algo que tenía que ver con impuestos; había sido asesor, o censor de cuentas. Muerto en un accidente de caza, de un disparo accidental. ¿O intencionado?
Bastante había verificado; de diecisiete, trece, incluso los tres del 16 de octubre. Pero... no eran más que once kilómetros. El paseo en autobús hasta Worcester no le llevaría más de dos horas, y no necesitaba volver hasta la hora de la cena. E incluso después de la cena, si era necesario...
A la mañana siguiente, temprano, le pidió prestado el coche, un gran «Oldsmobile», a la dueña de la casa, y partió hacia Lenox. Habían caído más de diez centímetros de nieve, y seguía nevando, pero las carreteras estaban bastante despejadas. Los quitanieves estaban trabajando y otras máquinas arrojaban nieve hacia los lados en arcos ampulosos. Increíble; en su país, todo movimiento habría quedado paralizado.
En Lenox descubrió que nadie había admitido ser autor del disparo que terminó con la vida de Jack Curry. Y, confidencialmente, el jefe de Policía DeGregorio no estaba seguro de que hubiera sido un accidente. El disparo había sido de una precisión muy sospechosa: la bala había entrado en el cráneo por la nuca, justo bajo la gorra roja de cazador. El asunto parecía relacionado más con la buena puntería que con la mala suerte. Pero cuando fue hallado hacía ya cinco o seis horas que Curry había muerto, y por lo menos una docena de personas habían pasado por las inmediaciones, de modo que ¿qué podía esperarse que encontrara la Policía? Ni siquiera había aparecido el cartucho. Y habían indagado en busca de alguien que le tuviera tirria a Curry, inútilmente. El difunto había sido justo y ecuánime en su trabajo, y hombre que gozaba de respeto y simpatía en el pueblo. ¿Había pertenecido a algún grupo u organización internacional? Al Rotary; aparte de eso, Liebermann tendría que preguntárselo a su viuda. Pero De Gregorio no creía que la mujer estuviera dispuesta a hablar mucho; por lo que él sabía, el golpe la tenía todavía muy aturdida.
Mediaba la mañana cuando, sentado en una cocina pequeña y desordenada, y mientras bebía un poco de té flojo de una taza rajada, Liebermann se sentía un verdugo al ver cómo la señora Curry estaba a punto de echarse a llorar. Como la viuda de Döring, apenas pasaba de la cuarentena, pero salvo en eso no se parecían en nada: su anfitriona actual era magra y tenía el aspecto típico de ama de casa; llevaba el pelo castaño cortado a lo chico y de sus flacos hombros pendía una bata de flores, desteñida, que revelaba la escasez de su pecho. Además, iba enlutada.
—Nadie quería matarle —insistió, mientras se pasaba bajo los ojos anegados en lágrimas unos dedos enrojecidos, de uñas rotas y descuidadas—. Era..., era el hombre más bueno que puso Dios sobre la tierra. Fuerte, bueno, paciente, tolerante; era una... verdadera roca, y ahora..., ¡oh, Dios! E... estoy... —Se echó a llorar, sacó del bolsillo una arrugada servilleta de papel y con ella se enjugó el torrente de los ojos, apoyó la frente en la mano, con el codo encima de la mesa; se estremecía entre sollozos.
Liebermann dejó la taza de té y se inclinó hacia ella sin saber qué hacer.
Sin dejar de llorar, la mujer se disculpaba.
—Está bien —murmuró el visitante—, está bien.
Valiente ayuda. Haber recorrido once kilómetros a través de la nieve, nada más que para hacer llorar a esa mujer. ¿No le bastaba con trece de diecisiete?
Volvió a recostarse, suspiró, esperó; descorazonado, miró a su alrededor; la minúscula cocina, de un amarillo veteado, con los platos sin lavar y la nevera anticuada, un cajón de botellas vacías junto a la puerta del fondo. El Fantasma Número Catorce. Una rama de helecho en un vaso de vidrio rojo sobre el alféizar de la ventana; tras el fregadero, un bote de detergente. Un dibujo de un avión, un «747», pegado sobre la puerta de uno de los armarios; bien hecho, o al menos eso parecía desde donde él estaba. Sobre la mesa, una caja de copos de cereal.
—Lo siento —se disculpó la señora Curry, limpiándose la nariz con la servilleta. Húmedos, los ojos castaños volvieron a mirar a Liebermann.
—Sólo quería hacerle unas preguntas, señora Curry. ¿Pertenecía su marido a algún grupo u organización internacional de hombres de su misma edad?
La mujer negó con la cabeza, mientras bajaba la servilleta.
—A grupos norteamericanos —respondió—. La Legión, el grupo Amvets, el Rotary... no, ése es internacional. El Rotary Club. Pero era el único.
—¿Había combatido en la Segunda Guerra Mundial?
—En las fuerzas aéreas —asintió ella—. Y había ganado una medalla.
—¿En Europa?
—En Oriente.
—Una pregunta de orden personal, que espero no le moleste. ¿Le ha dejado a usted su dinero? La viuda asintió, cautelosamente.
—No es que sea demasiado...
—¿Dónde había nacido?
—En Berea, Ohio —la señora Curry miró algo detrás de Liebermann y sonrió con esfuerzo—. Y tú, ¿qué haces que no estás en la cama?
El visitante miró hacia atrás. En el umbral de la puerta estaba parado el muchacho de los Döring. Emil, no..., Erich Döring, delgado y de nariz afilada, con el oscuro pelo desordenado. Descalzo, vestía un pijama a rayas azules y blancas. Se rascó el pecho, mirando con curiosidad a Liebermann.
—Guten Morgen —saludó éste mientras se ponía de pie, sorprendido. Y mientras lo decía y el muchacho, con un gesto de saludo, entraba en la habitación, cayó en la cuenta de que Emil Döring y Jack Curry se habían conocido. Tenía que ser así; de otra manera no se explicaba que el chico estuviera de visita. Con excitación que crecía por momentos, se volvió hacia la señora Curry.
—¿Cómo es que está aquí este muchacho? —le preguntó.
—Está muy resfriado —explicó la mujer—, y de todas maneras hoy no hay escuela, por la nieve. Se llama Jack. No, no te acerques demasiado, Jack. Éste es el señor Liebermann, de Viena, en Europa. Es muy famoso. Pero, ¿dónde están tus zapatillas, Jack? ¿Qué es lo que quieres?
—Un vaso de zumo de pomelo —contestó el chico, en un perfecto inglés, con acento de Kennedy. La señora Curry se levantó.
—Caramba —lo regañó—, te van a quedar pequeñas sin que las hayas usado nunca. ¡Y con ese resfriado! —Se dirigió hacia el frigorífico.
El muchacho miraba a Liebermann con los ojos azul pálido de Erich Döring.
—¿Por qué es usted famoso? —le preguntó.
—Porque anda persiguiendo a los nazis. Lo presentaron la semana pasada en el programa de Mike Douglas.
—Es ist dock ganz phantastisch! —exclamó Liebermann—. ¿Sabes que tienes un gemelo? Un chico exactamente igual a ti que vive en Alemania, en un pueblo que se llama Gladbeck.
—¿Exactamente igual a mí? —preguntó con escepticismo el muchacho.
—¡Exactamente! Jamás vi un... parecido semejante. ¡Sólo hermanos gemelos podrían ser tan parecidos!
—Jack, ahora vuélvete a la cama, que yo te lo llevaré —dijo la señora Curry, sonriente. Estaba de pie junto al frigorífico con un cartón de zumo de fruta en la mano.
—Espera un momento —pidió el chico.
—¡No! —fue la brusca respuesta—. Si sigues ahí de esa manera, sin bata ni zapatillas, empeorarás en vez de mejorar; vamos. —Volvió a sonreírle—. Saluda y vuelve a acostarte.
—¡Oh, demonios! —refunfuñó el chico—. ¡Adiós! —A grandes pasos, salió de la habitación.
—¡Cuidado con lo que dices! —le advirtió la señora Curry, mirándolo con gesto fastidiado; después se volvió hacia Liebermann mientras abría la puerta de un armario para sacar un vaso—. Si él tuviera que pagar la cuenta del médico, lo pensaría mejor —le comentó.
—¡Es pasmoso! —exclamó Liebermann—. ¡Pensé que era el chico de Alemania que estaba de visita! Hasta la voz es la misma, la expresión de los ojos, la manera de moverse...
—Todo el mundo tiene su doble —observó la mujer, mientras servía cuidadosamente el zumo de pomelo en el vaso verde—. La mía vive en Ohio, y es una muchacha que Jack, su padre, conoció antes que a mí. —Dejó el cartón en la mesa y se volvió, con el vaso lleno en la mano—. Mire usted —le sonrió—, no quiero ser descortés, pero ya ve que tengo aquí muchísimas cosas por hacer. Aparte de que Jack esté en casa. Estoy segura de que nadie disparó a propósito sobre mi marido. Fue un accidente. ¡Si él no tenía un solo enemigo en el mundo!
Liebermann parpadeó, hizo un gesto de asentimiento y recogió la chaqueta que había colgado del respaldo de la silla.
¡Qué increíble, semejante parecido! Como un huevo a otro huevo. Tanto más sorprendente cuanto que la identidad del rostro afilado y de la actitud escéptica se sumaba al ser hijos de padres de sesenta y cinco años que habían sido funcionarios y que con menos de un mes de diferencia habían muerto de muerte violenta. Y el hecho de que la edad de la madre fuera la misma, cuarenta y dos o cuarenta y tres años. ¿Cómo eran posibles tantas coincidencias?
El volante se le fue hacia la derecha y Liebermann corrigió la dirección, mirando por entre el rápido vaivén del limpiaparabrisas. Tenía que concentrarse en la conducción...
No podía ser sólo coincidencia, era demasiado. Pero entonces, ¿qué otra cosa podía ser? ¿Había que admitir que la señora Curry, de Lenox (que elogiaba la tolerancia de su marido), y Frau Döring, de Gladbeck (que no parecía ningún modelo de fidelidad), tuvieron un episodio amoroso con el mismo hombre delgado y de nariz afilada nueve meses antes del nacimiento de sus hijos? Aun en un caso tan improbable (¿un piloto de «Lufthansa» que viajara en la línea de Essen a Boston?), los chicos no serían gemelos. Y precisamente eso eran, absolutamente idénticos.
Gemelos...
El interés principal de Mengele. El objeto de sus experimentos en Auschwitz.
¿Y qué?
El profesor canoso, en Heidelberg: «Ninguna de las sugerencias presentadas hasta el momento ha tenido en cuenta la presencia del doctor Mengele en el problema.»
Sí, pero los chicos no eran gemelos; parecían gemelos, nada más.
Siguió debatiéndose con el problema en el autobús que le llevaba a Worcester.
Tenía que ser una coincidencia. Todo el mundo tenía su doble, como había dicho tan despreocupadamente la señora Curry; y aunque dudara de la verdad de la afirmación, Liebermann tenía que admitir que en su vida se había encontrado con muchísimos parecidos: un Bormann, dos Eichmann, media docena de otros. (Pero eran parecidos, no iguales; y ¿por qué la mujer había servido tan cuidadosamente el zumo de pomelo? ¿Estaba acaso muy preocupada, temerosa de que un temblor de la mano pudiera delatarla? Además, esa prisa para ponerle en la calle, súbitamente ocupada. Santo Dios, ¿no sería que las mujeres tenían algo que ver? Pero, ¿por qué? ¿De qué manera?)
Había dejado de nevar y brillaba el sol. Massachusetts pasaba velozmente a su lado; casas y colinas de una blancura deslumbrante.
La obsesión de Mengele por los gemelos. Todas las biografías e informes referentes a ese monstruo subhumano la mencionaban: las autopsias practicadas sobre gemelos asesinados para hallar las razones genéticas de sus leves diferencias, los intentos de conseguir cambios en gemelos vivientes...
Un momento, Liebermann, te estás pasando de revoluciones. Hace más de dos meses que viste a Erich Döring. Fueron menos de cinco minutos. Y ahora que ves a un chico que tiene el mismo tipo —que se le parece mucho, admitido—, ya te lanzas a hacer un pequeño cóctel mental y..., señoras y señores, aquí tienen ustedes, gemelos idénticos y Mengele en Auschwitz. Cuando todo el asunto se reduce a que dos hombres, entre diecisiete, tenían casualmente hijos que se parecen. ¿Qué hay de sorprendente?
Pero... ¿y si son más de dos? ¿Y si fueran tres?
¿No ves? Te estás pasando. ¿Por qué no te imaginas que son cuatro, ya que estamos?
La viuda en Trittau le había dado pie a Klaus. ¿Sesentona? Tal vez. Pero, probablemente, más joven. ¿Y si tuviera 41? ¿O 42?
En Worcester pidió a su anfitriona, la señora Labowitz, que le permitiera hacer una llamada internacional.
—Que le pagaré, por supuesto.
—¡Señor Liebermann, por favor! Si está usted como invitado en nuestra casa. El teléfono es suyo.
No discutió. La casa era, prácticamente, una mansión.
Eran las cinco y cuarto; once y cuarto en Europa.
La telefonista le comunicó que el número de Klaus no contestaba. Liebermann le pidió que volviera a intentarlo media hora más tarde y colgó; después lo pensó mejor y volvió a levantar el receptor. Buscó en las páginas de su libreta de direcciones y pidió el número de Gabriel Piwowar en Estocolmo, y el de Abe Goldschmidt en Odense.
En el momento en que se sentaba a la mesa en compañía de cuatro miembros de la familia Labowitz y de cinco invitados, le llegó la primera de las llamadas. Se disculpó y fue a atenderla en la biblioteca.
Goldschmidt. Hablaron en alemán.
—¿Qué pasa? ¿Tengo que verificar más hombres?
—No, es por los dos anteriores. ¿No tenían hijos varones, de trece años más o menos?
—El de Bramminge, sí. Horve. Okking, el de Copenhague, tenía dos hijas de unos treinta.
—¿Qué edad tiene la viuda de Horve?
—Es joven. Me llamó la atención. Déjeme que lo piense. Será un poco menor que Natalie. Cuarenta y dos, le daría yo.
—¿Viste al niño?
—Estaba en la escuela. ¿Qué, tendría que haber hablado con él?
—No, solamente quería saber qué aspecto tiene.
—Un chiquillo flaco. La madre tenía una foto en el piano; estaba tocando el violín. Yo hice algún comentario y me dijo que la foto era vieja, de cuando el chico tenía nueve años. Ahora tiene cerca de catorce.
—¿Pelo oscuro, ojos azules, nariz afilada?
—¿Cómo quieres que me acuerde? Pelo oscuro sí. Los ojos no puedo decirte; la foto no era en colores. Un muchacho delgado de pelo oscuro, que toca el violín. Pensé que estabas satisfecho.
—Yo también lo pensé. Gracias, Abe. Adiós. Colgó, y el teléfono volvió a sonar antes de que lo soltara.
Piwowar. Conversación en yiddish.
—Los dos hombres que investigaste, ¿no tenían hijos varones de casi catorce años?
—Anders Runsten, sí. Persson, no.
—¿Le viste tú?
—¿Al hijo de Runsten? Me hizo un retrato mientras yo esperaba a la madre. Yo le dije en broma que lo llevara a mi tienda.
—¿Qué aspecto tiene?
—Pálido, delgado, de pelo oscuro, nariz afilada.
—¿Ojos azules?
—Azul claro.
—Y la madre, ¿de poco más de cuarenta?
—¿Ya te lo había dicho?
—No.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
—No puedo explicártelo ahora; hay gente que me espera. Adiós, Gabriel. Que sigas bien.
El teléfono volvió a sonar y la telefonista le informó que el teléfono de Klaus seguía sin contestar. Liebermann le dijo que dejaría la llamada para más tarde.
Se dirigió al comedor, con la sensación de tener la cabeza a cierta distancia del cuerpo y vacía, como si las partes de él que funcionaban estuvieran en algún otro lado (¿en Auschwitz?) y aquí en Worcester con toda esa gente sana y completa, no estuviera más que su ropa, la piel, el pelo.
Hizo y contestó las preguntas de costumbre, repitió las historias habituales y comió lo suficiente para que Dolly Labowitz no se preocupara.
Fueron hasta el templo en dos coches. Liebermann pronunció la conferencia, contestó las preguntas, firmó los libros.
Cuando volvieron a la casa pidió de nuevo la comunicación con Klaus.
—Allá son las cinco de la mañana —le recordó la telefonista.
—Sí, ya lo sé —contestó.
Se oyó la voz de Klaus, soñolienta y confundida.
—¿Qué? ¿Sí? ¡Buenas noches! ¿De dónde llama? —De Massachusetts, en Estados Unidos.
—¿Qué edad tenía la viuda de Trittau?
—¿Qué?
—¿Qué edad tenía la viuda de Trittau? ¿Frau Schreiber?
—¡Por Dios! No lo sé, era muy difícil, con todo el maquillaje que llevaba. Pero era mucho menor que él. Alrededor de los cuarenta, más o menos.
—¿Y un hijo de unos catorce años?
—Aproximadamente. Conmigo se mostró hostil, pero era explicable; ella le mandó a casa de su hermana para que pudiéramos «hablar en privado».
—Descríbamelo.
Un momento de silencio.
—Delgado, me llegaría más o menos al mentón, ojos azules, pelo castaño oscuro, nariz afilada. Pálido. ¿Qué es lo que pasa?
Liebermann se quedó acariciando los botones cuadrados para marcar que brillaban en el teléfono. Si fueran redondos quedarían mejor, pensó. No tiene sentido que sean cuadrados.
—¿Herr Liebermann?
—No es la caza de un fantasma —articuló—. Encontré el vínculo.
—¡Dios santo! ¿Cuál es?
Liebermann respiró hondo y después lo dejó salir.
—Tienen el mismo hijo.
—¿El mismo qué?
—¡Hijo! ¡El mismo hijo! ¡Exactamente el mismo chico! Yo lo vi aquí en Gladbeck; usted lo ha visto ahí. Y también está en Gotemburgo, en Suecia; en Bramminge, en Dinamarca. ¡Exactamente el mismo chico! Toca un instrumento musical, o si no, dibuja. Y la madre anda siempre por los cuarenta y uno o cuarenta y dos. Cinco madres diferentes, cinco hijos diferentes; pero el hijo es el mismo, en diferentes lugares.
—No..., no entiendo.
—¡Ni yo tampoco! Suponíamos que hallar el vínculo nos daría la razón, ¿no? ¡Y en cambio, la locura es mayor que cuando empezamos! ¡Cinco chicos exactamente iguales!
—Herr Liebermann..., creo que pueden ser seis. Frau Rausenberger, la de Friburgo, tiene aproximadamente esa edad. Y un hijo varón. Yo no lo vi ni le pregunté la edad, porque no me imaginé que viniera al caso..., pero ella me dijo que tal vez el chico fuera a Heidelberg, y no a estudiar Derecho, sino Letras.
—Seis —murmuró Liebermann.
El silencio se estiró entre los dos, y se siguió estirando.
—¿Noventa y cuatro?
—Si seis ya es imposible —respondió Liebermann—, ¿por qué no? Pero aunque fuera posible, y no lo es, ¿por qué habrían de matar a los padres? Sinceramente, creo que esta noche me iré a dormir y me despertaré en Viena, la noche que empezó todo esto. ¿Sabes cuál era el principal interés de Mengele en Auschwitz? Los gemelos. Los mató por millares, para aprender cómo conseguir la perfecta raza aria. ¿Me harías un favor?
—¡Cómo no!
—Vuelve a Friburgo para ver al chico; fíjate si es el mismo que viste en Trittau. Después, dime si estoy chiflado o no.
—Iré hoy mismo. ¿Dónde podré encontrarle?
—Te llamaré yo. Buenas noches, Klaus.
—Buenos días. Bueno, buenas noches.
Liebermann colgó el receptor.
—¿Señor Liebermann? —Dolly Labowitz le sonreía desde la puerta—. ¿Quiere usted ver las noticias con nosotros? ¿Y acompañarnos con el postre? Tenemos pastas y fruta.
A Hannah se le había secado el pecho y Dena lloraba, de manera que era muy natural que Hannah estuviera alterada. Era comprensible. Pero, ¿acaso era razón para cambiarle el nombre a Dena? Hannah no atendía razones.
—No me discutas —le dijo—. En adelante la llameremos Frieda. Es un nombre perfecto para un bebé, y entonces me volverá la leche.
—Pero, Hannah, no tiene sentido —le insistía él, pacientemente, mientras caminaba con dificultad junto a ella, entre la nieve—. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
—Se llama Frieda, y se lo vamos a cambiar legalmente —repitió Hannah.
La nieve se abría, formando un profundo cañón ante ella, y Hannah iba deslizándose dentro, mientras Dena vociferaba en sus brazos. ¡Oh, Dios! Liebermann miraba la nieve, ahora intacta, tendido de espaldas en la oscuridad, en una cama, en un cuarto. Worcester. Labowitz. Seis chicos. Dena ya era mayor, Hannah había muerto.
Qué pesadilla. ¿De dónde había sacado eso? ¡Frieda, ahora! Y Hannah y Dena, deslizándose por ese cañón...
Durante un momento se quedó inmóvil, pestañeando para borrar el terrible espectáculo; después se levantó —en la ventana, una luz pálida bordeaba la parte inferior de las cortinas— para ir al cuarto de baño.
Había dormido realmente bien esa noche; no se había levantado una sola vez. Si no fuera por ese sueño...
Volvió al dormitorio, acercó su reloj a una de las ventanas y lo miró, entrecerrando los ojos. Las siete menos veinte.
Se metió de nuevo en la cama, se arropó con las mantas y se quedó pensando, con la lucidez que da la mañana.
Seis chicos idénticos... no, seis chicos muy similares, tal vez idénticos, que vivían en seis lugares diferentes, con seis madres diferentes, todas de la misma edad, y seis padres diferentes, todos muertos violentamente, todos de la misma edad, todos con ocupaciones similares. No era imposible. Era una realidad, un hecho, de manera que había que hacerle frente, desenredarlo, entenderlo.
Inmóvil y relajado, dejó volar la mente en libertad. Niños. Madres. El pecho de Hannah. Leche. El nombre perfecto para un bebé...
Dios santo, claro. Tenía que ser.
Dejó que todo se le fuera armando en la cabeza... En parte, al menos.
Eso explicaba lo del zumo de pomelo y la forma en que la mujer le había despedido apresuradamente. Y cómo se había apresurado a hacer salir al chico. Pensando con rapidez, haciendo como si lo que la preocupaba fuera que estaba descalzo y desabrigado...
Siguió ahí, esperando que también lo demás tomara sentido. La parte principal, la que correspondía a Mengele. Pero no. Nada.
Bueno, había que dar un paso cada vez...
Se levantó, se duchó, se afeitó, se recortó el bigote, se peinó; se tomó las píldoras, se cepilló los dientes, se los puso. De punta en blanco.
A las siete y veinte entraba en la cocina, donde estaban ya Frances, la doncella, y Bert Labowitz, leyendo y desayunando en mangas de camisa. Después de los saludos, Liebermann se sentó frente a Labowitz.
—Tengo que ir a Boston antes de lo que pensaba. ¿Podría ir con usted?
—Claro —respondió Labowitz—. Saldré minutos antes de las ocho.
—Perfecto. Tengo que hacer una llamada telefónica, pero es a Lenox.
—Apostaría a que alguien le ha hablado de cómo conduce Dolly.
—No, pero ha ocurrido algo.
—Irá más a gusto conmigo.
A las ocho menos cuarto, desde la biblioteca, llamó a la señora Curry.
—Hola.
—Buenos días, habla Yakov Liebermann de nuevo. Espero no haberla despertado.
Silencio. Después:
—Ya estaba levantada.
—¿Cómo está su hijo esta mañana?
—No sé; todavía está durmiendo.
—Qué bien. Es lo mejor, que duerma mucho. Él no sabe que es adoptado, claro. Por eso se puso usted nerviosa cuando le dije que tenía un gemelo.
Silencio.
—No se ponga nerviosa ahora, señora Curry, que no se lo diré. Si usted quiere mantenerlo en secreto, no diré una palabra. Pero dígame usted una sola cosa, por favor. Es muy importante. ¿Lo consiguieron ustedes por mediación de una mujer que se llama Frieda Maloney?
Silencio.
—¿Fue así, ja?
—¡No! Espere un minuto. —El ruido del teléfono que se deja a un lado, pasos que se alejan. Silencio. Pasos que vuelven. Suavemente:
—¡Óigame!
—¿Sí?
—Lo conseguimos por mediación de una agencia, en Nueva York. Fue una adopción perfectamente legal.
—¿La agencia «Rush-Gaddis»?
—Sí.
—Es donde ella trabajó desde 1960 a 1963. Frieda Maloney.
—¡Yo jamás oí semejante nombre! ¿Por qué insiste tanto? ¿Qué importancia tiene que tenga un hermano gemelo?
—No estoy seguro.
—¡Entonces no vuelva a molestarme! ¡Y no se le ocurra acercarse a Jack!
El clic del teléfono. Después, silencio.
Bert Labowitz le llevó hasta el aeropuerto Logan donde alcanzó el vuelo de las nueve a Nueva York.
A las diez y cuarenta estaba en el despacho de la secretaria del director ejecutivo de la «Agencia de Adopciones Rush-Gaddis». Una mujer delgada y elegante, de pelo gris.
—En absoluto —le respondió la señora Teague.
—¿Ninguna?
—Ni la más remota. Ella no se ocupaba directamente de los casos, porque no estaba preparada para hacerlo. Trabajaba en los archivos. Claro que su abogado, cuando trataban de impedir que se concediera la extradición, intentó presentarla bajo la luz más favorable que pudo, de manera que dio a entender que desempeñaba un papel más importante del que en realidad le cabía; pero de hecho, no era más que empleada del archivo. Como nosotros, naturalmente. estábamos muy interesados en que nuestra asociación con ella quedara debidamente esclarecida, nos pusimos en contacto con los abogados del Gobierno,y a nuestra jefe de personal la citaron como testigo, aunque en realidad nunca la llamaron a prestar declaración. Pensamos en publicar algún tipo de declaración o en convocar una conferencia de Prensa, pero después decidimos que a esas alturas era mejor dejar simplemente que las cosas se olvidaran.
—Así que ella no buscaba un hogar para los niños —reflexionó Liebermann, acariciándose el lóbulo de la oreja.
—Jamás lo hizo —le reiteró la señora Teague—. Además —precisó, sonriendo—, está usted equivocado: el problema es encontrar niños para quienes los piden, porque la demanda excede en mucho a la oferta, especialmente desde que se han modificado las leyes sobre el aborto. Sólo podemos atender a una pequeña parte de las personas que nos presentan sus solicitudes.
—¿Entonces también? ¿Entre los años 1960 y 1963?
—Entonces y siempre, pero ahora es el peor momento.
—¿Tienen muchas solicitudes?
—El año pasado tuvimos más de treinta mil, de todo el país. En realidad, de todo el continente.
—Permítame una pregunta más —continuó Liebermann—. Una pareja viene a visitarles o les escribe, en ese período... el 61 ó 62. Son buenas personas, en buena situación económica. Él, funcionario; es decir, un puesto seguro. Ella..., déjeme que lo piense un momento; ella... tiene unos veintiocho años, y él cincuenta y dos. ¿Qué probabilidad hay de que personas así consiguieran un niño de ustedes?
—Ninguna en absoluto —le aseguró la señora Teague—. Si el marido ya tiene esa edad, no les asignamos un niño. Nuestro límite son los cuarenta y cinco años, y sólo llegamos a él si están en juego factores especiales. La mayoría de los niños son entregados a matrimonios de poco más de treinta; lo bastante maduros para que el matrimonio sea estable, y lo bastante jóvenes para asegurar al niño la supervivencia de los padres. O la probabilidad de supervivencia, que es más exacto.
—Entonces, ¿dónde podría conseguir un niño una pareja como la que le digo?
—En nuestra agencia, no; pero hay otras más flexibles. Y naturalmente, está el mercado negro. Es posible que el abogado del matrimonio sepa de alguna adolescente embarazada que no quiera abortar, o a quien se puede pagar para que no lo haga.
—Pero si recurrieran a ustedes, los rechazarían.
—Sí. Jamás hemos entregado niños a nadie de más de cuarenta y cinco. Hay miles de parejas más adecuadas que rezan y esperan.
—Y las solicitudes que fueron rechazadas —quiso saber Liebermann—, ¿era Frieda Maloney quien las archivaba?
—Ella o alguna de las otras empleadas —respondió la señora Teague—. Durante tres años conservamos todas las solicitudes y la correspondencia. En aquel momento eran cinco, pero los redujimos a tres por falta de espacio.
—Gracias. —Liebermann se puso de pie—. Me ha ayudado usted muchísimo, y se lo agradezco.
Desde una cabina telefónica del otro lado de la calle, frente al museo Guggenheim, ya con la maleta y la cartera junto a él, Liebermann llamó a Goldwasser, de la oficina de conferencias.
—Tengo muy malas noticias. Tengo que irme a Alemania.
—Ay, Dios mío, ¿cuándo?
—Ahora.
—¡Es imposible! ¡Si usted aceptó el compromiso! ¡Las entradas están vendidas! Y mañana...
—¡Ya lo sé, ya lo sé! ¿Se cree usted que a mí me divierte tener que hacer una cosa así? ¿Le parece que no me doy cuenta del dolor de cabeza que le traigo, a usted y a ellos, y de que hasta pueden procesarme, si quieren? Es...
—Nadie habló de...
—Es cuestión de vida o muerte, señor Goldwasser.
—De vida o muerte... y tal vez más grave aún.
—Oh, demonios. ¿Cuándo regresará usted?
—No lo sé. Es posible que tenga que quedarme algún tiempo, y de ahí viajar a alguna otra parte.
—¿Quiere usted decir que cancela todo el resto de la gira?
—Créame, por favor, que si no tuviera que...
—Esto no me ha sucedido más que una vez en dieciocho años, y entonces era un cantante, no una persona responsable como usted. Escuche, Yakov, yo le admiro y le deseo lo mejor; y en este momento no le hablo como su representante, sino como ser humano y como judío. Le ruego que lo piense muy, muy bien; si cancela usted de esta manera una gira, de un momento para el otro... no puede esperar que sigamos siendo sus representantes. Y nadie querrá representarle, ni habrá ningún grupo que lo contrate. Con esto se cierra usted mismo todas las puertas como conferenciante en los Estados Unidos de Norteamérica. Le ruego que lo piense, por favor.
—Lo he pensado mientras usted hablaba —respondió Liebermann—, y tengo que irme. Ojalá no fuera así.
Tomó un taxi para ir al aeropuerto Kennedy y cambió su billete de regreso a Viena por uno a Düsseldorf vía Francfort: el primer vuelo que salía, a las seis de la mañana.
Se compró un ejemplar del libro de Farago sobre Bormann y se pasó la tarde leyendo, sentado junto a una ventana.
5
Se esperaba para cualquier momento el inicio del proceso contra Frieda Maloney y otras ocho personas acusadas de asesinatos en masa en el campo de concentración de Ravensbrück. Por eso, cuando el viernes, 17 de enero, se presentó Yakov Liebermann en las oficinas de los abogados de Frau Maloney, los doctores Zweibel y Fassler, de Düsseldorf, la acogida que recibió no sólo no fue cálida sino que no alcanzaba siquiera la temperatura ambiente. No obstante, Joachim Fassler tenía suficiente experiencia como abogado para saber que si Liebermann aparecía por allí no era por diversión ni para matar el tiempo; andaba en busca de algo, es decir, que a cambio de eso ofrecería algo o se le podría pedir algo. Por eso puso en marcha su grabadora antes de recibir a Liebermann en su despacho.
No se equivocaba. El judío quería ver a Frieda para interrogarla sobre ciertos puntos que no se relacionaban de ninguna manera con sus actividades de la época de la guerra ni tenían nada que ver con el inminente proceso; se referían a cosas sucedidas en Estados Unidos en el período que iba de 1960 a 1963, ¿Qué cosas? Adopciones que Frieda o alguna otra persona había dispuesto basándose en la información obtenida por ella de los archivos de la agencia «Rush-Gaddis».
—Yo no sé nada de las tales adopciones —declaró Fassler.
—Frau Maloney sí —le aseguró Liebermann.
Si ella accedía a verle y contestaba a sus preguntas sinceramente y sin reservas, Liebermann pondría en antecedentes a Fassler sobre algunas de las declaraciones contra ella que presentarían testigos localizados por el propio Liebermann.
—¿Qué testigos?
—No le ofrezco nombres, sólo parte de su testimonio.
—Vamos, Herr Liebermann, usted sabe que yo no le voy a comprar semejante oferta.
—El precio es bastante bajo, ¿no le parece? ¿Una hora más o menos del tiempo de ella? No será mucho lo que tenga que hacer, sentada en su celda.
—Es posible que ella no quiera hablar con usted de las supuestas adopciones.
—¿Por qué no se lo pregunta? Hay tres testigos de cuya declaración estoy al tanto. Puede usted elegir: escucharla en frío ante el tribunal, o tener un anticipo de ella mañana, en privado.
—Sinceramente, le digo que en realidad no me preocupa tanto.
—Pues parece que entonces no podremos cerrar el trato.
Terminar de elaborarlo les llevó cuatro días. Frau Maloney hablaría durante media hora con Liebermann sobre los puntos que a él le interesaban, siempre que: a) Fassler estuviera presente; b) nadie más estuviera presente; c) no se registrara nada por escrito; d) Liebermann permitiera que Fassler lo registrara inmediatamente antes de la entrevista para asegurarse de que no llevaba oculta ninguna grabadora. A cambio de eso, Liebermann pondría a Fassler al tanto de todo lo que sabía sobre la probable declaración de los tres testigos, y le diría la edad, sexo y ocupación de cada uno de ellos, como también le informaría del estado mental y físico actual de los mismos, con especial referencia a cualquier cicatriz, deformidad o incapacidad resultante de las experiencias habidas en Ravensbrück. El testimonio y la descripción de uno de los testigos serían ofrecidos antes de la entrevista, y los de los otros dos con posterioridad a ella. De acuerdo; de acuerdo.
El miércoles, 22, por la mañana, en el deportivo color gris plata de Fassler, éste y Liebermann se dirigieron a la prisión federal de Düsseldorf, donde estaba confinada Frieda Maloney desde que los Estados Unidos concedieran su extradición en 1973. Fassler, un hombre corpulento y acicalado que andaba por la mitad de la cincuentena, tenía las mejillas casi tan sonrosadas como siempre, pero cuando se identificaron a la entrada de la cárcel y firmaron el registro de visitantes no había recuperado todavía su habitual porte de seguridad un tanto fanfarrona. Liebermann le había hablado primero del testigo más peligroso, en la esperanza de que el temor de que lo que faltaba fuera peor, le creara, y por mediación de él le creara también a Frieda Maloney, el deseo de no darle de lado en la entrevista.
Un empleado les acompañó arriba en el ascensor y les condujo por un corredor alfombrado donde se veía a varios otros guardianes, silenciosamente sentados en bancos colocados entre las puertas de nogal señaladas con letras cromadas. El empleado abrió una puerta que tenía una G e hizo pasar a los dos hombres a una habitación cuadrada, de paredes color beige, donde había una mesa redonda y varias sillas. Dos ventanas con cortinas de punto, abiertas en paredes adyacentes, dejaban pasar la luz del día; una de ellas tenía barrotes y la otra no, cosa que a Liebermann le pareció extraña.
El empleado encendió la luz que pendía del techo, sin que se notara gran diferencia en la ya iluminada habitación, y después se retiró, cerrando la puerta.
Los dos visitantes dejaron sombreros y carteras sobre el estante de un perchero colocado en un rincón, se quitaron el abrigo y lo colgaron. Liebermann, de pie con los brazos extendidos, dejó que Fassler le revisara, en actitud belicosa y decidida. Tanteó, además, los bolsillos del abrigo ya colgado en su percha, y pidió a Liebermann que abriera su cartera. Éste suspiró, pero soltó las correas y la abrió; le mostró que tenía dentro papeles y el libro de Farago, la cerró y volvió a ajustar las hebillas.
Liebermann satisfizo su curiosidad respecto de las ventanas: la que no tenía barrotes daba sobre un patio, muy abajo y rodeado de altas paredes; la otra se abría sobre un techo alquitranado, a muy poca distancia de la abertura. Después se sentó ante la mesa, dando la espalda a la ventana que no tenía barrotes, pero lo pensó mejor y se puso nuevamente de pie, para no tener el problema de si debía levantarse o no cuando entrara Frieda Maloney.
Fassler abrió un poco la ventana enrejada y se quedó mirando a través de ella, apartando con la mano la cortina beige de punto.
Liebermann se cruzó de brazos mientras miraba la jarra de agua y los vasos envueltos en papel que había en una bandeja puesta en la mesa.
Había sido él quien comunicara los informes referentes a Frieda Altschul y su paradero a las autoridades alemanas y norteamericanas, en 1967. Los datos se habían incorporado a los archivos del Centro por lenta destilación de conversaciones y correspondencia mantenidas con docenas de sobrevivientes de Ravensbrück (entre quienes se contaban los tres futuros testigos). En cuanto al paradero, la información correspondiente se la habían suministrado otras dos supervivientes, hermanas, que al reconocer a su antigua guardiana en un hipódromo de Nueva York la habían seguido hasta su domicilio. En cuanto al propio Liebermann, jamás se había encontrado personalmente con ella, ni esperaba que alguna vez habrían de sentarse a la misma mesa. Aparte de todo lo demás, su hermana Ida había muerto en Ravensbrück, y era muy posible que Frieda Altschul Maloney hubiera tenido algo que ver con su muerte.
Apartó de su pensamiento a Ida, y apartó todo lo que no fuera la agencia «Rush-Gaddis» y seis o más jovencitos exactamente iguales. La que va a entrar, se dijo, es una antigua empleada de los archivos de la agencia «Rush-Gaddis», y tal vez sentados a esta mesa conversando un poco pueda descubrir qué demonios es lo que está sucediendo.
Fassler se apartó de la ventana, se hizo atrás elpuño de la camisa y miró el reloj, frunciendo el ceño.
La puerta se abrió y entró Frieda Maloney, vestida con un uniforme azul claro y las manos en los bolsillos. Una guardiana sonrió por encima de su hombro y saludó:
—Buenos días, Herr Fassler.
—Buenos días —contestó el abogado, adelantándose—. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, gracias. —La guardiana le sonrió también a Liebermann, mientras se retiraba y volvía a cerrar la puerta.
Fassler apoyó la mano en el hombro de Frieda Maloney, la besó en la mejilla y la llevó hasta un rincón, donde se quedaron hablando en voz baja, ella oculta por la corpulencia del hombre.
Liebermann se aclaró la garganta y se sentó, acercando más la silla a la mesa.
Había visto lo mismo que mostraban las fotografías: una mujer de edad mediana y aspecto ordinario. Más bien menuda, de pelo gris peinado hacia arriba en los costados, rizado en lo alto. Cutis pálido y enfermizo, de un blanco agrisado, mandíbula recia, boca decepcionada. Ojos cansados, pero resueltos. Con su uniforme de prisión, Frieda Maloney podría pasar por una doncella o una camarera recargada de trabajo. Algún día, pensó Liebermann, me gustaría encontrar un monstruo que pareciera un monstruo.
Se apoyó en el grueso borde de la mesa e intentó oír lo que decía Fassler.
Se le acercaron.
Miró a Frieda Maloney y ella, mientras Fassler le apartaba la silla, le miró también, midiéndolo con sus ojos azules, tensa la boca de labios delgados. Hizo un gesto con la cabeza y se sentó.
Liebermann la saludó.
Ella dirigió a Fassler una rápida sonrisa de agradecimiento. Con los codos apoyados en los brazos del sillón, tamborileó con las yemas de los dedos sobre el borde de la mesa, primero con los dedos de una mano y después con los de la otra, con bastante rapidez; después se detuvo y dejó los dedos inmóviles, mirándoselos.
Liebermann también se los miraba.
—Son exactamente —anunció Fassler, sentado a la derecha de Liebermann, mirando el reloj que llevaba en la muñeca— las doce menos veinticinco. —Miró a Liebermann.
Liebermann miraba a Frieda Maloney.
Ella le devolvió la mirada arqueando las delgadas cejas.
Liebermann advirtió que no podía hablar. No le quedaba respiración alguna; sólo estaba lleno del recuerdo de Ida. El corazón le latía con fuerza.
Frieda Maloney se mordía el labio inferior; echó una rápida mirada a Fassler y volvió los ojos a Liebermann.
—No tengo inconveniente en hablar del asunto de los niños —anunció—. Es algo con lo que hice feliz a mucha gente, y nada de lo que tenga que avergonzarme. —Hablaba con suave acento alemán meridional, más grato al oído que la estridente resonancia del habla de Düsseldorf en la voz de Fassler—. Y por lo que se refiere a la Organización de los Camaradas —continuó con desprecio—, esa gente ya no son camaradas míos. Si lo fueran, ¿estaría yo aquí, acaso? Estaría en Sudamérica, dándome la gran vida.
Se puso una mano sobre la cabeza e hizo chasquear los dedos, mientras movía el busto parodiando los ritmos latinoamericanos.
—Creo que lo mejor —le aconsejó Fassler— sería que le contara usted todo tal como me lo contó a mí —Miró a Liebermann—. Y después, podrá preguntarle todo lo que quiera, hasta que el tiempo lo permita. ¿De acuerdo?
—Sí —asintió Liebermann—. Siempre que el tiempo dé para hacer preguntas.
—Me imagino que no irá usted realmente a contar los minutos, ¿verdad? —preguntó la mujer a Fassler.
—Desde luego que sí —respondió éste—. Un acuerdo es un acuerdo. Pero habrá tiempo suficiente, no se preocupe —añadió, dirigiéndose a Liebermann. Después hizo un gesto con la cabeza a Frieda Maloney.
Ella apoyó las manos en la mesa, mirando a Liebermann.
—En la primavera de 1960, una persona de la Organización se puso en contacto conmigo —empezó—. Un tío mío que vivía en la Argentina les había hablado de mí. Ahora ya ha muerto. Querían que yo consiguiera trabajo en una agencia de adopciones. Alois, así se llamaba el hombre, tenía una lista de tres o cuatro agencias. Cualquiera servía, siempre que fuera un trabajo que me permitiera ver los archivos. «Alois» fue el único nombre que me dio; nunca supe el apellido. Más de setenta años, de pelo blanco; parecía un antiguo militar, de porte muy erguido. —Sus ojos miraron interrogativamente a Liebermann.
Él no respondió y Frieda Maloney se recostó en su asiento, examinándose las uñas.
—Recorrí todos los lugares —continuó—, sin encontrar ningún puesto libre. Pero al terminar el verano me llamaron de «Rush-Gaddis» y me contrataron como empleada del archivo. —Sonrió pensativamente—. Mi marido pensó que estaba loca al tomar un trabajo en Manhattan, cuando por entonces trabajaba en una escuela secundaria a no más de once manzanas de casa. Yo le dije que en la agencia me prometían que en un año más o menos me...
—Lo esencial, nada más —le advirtió Fassler.
Ella hizo un gesto de asentimiento, frunciendo el ceño.
—Bueno. Lo que hacía en «Rush-Gaddis» —continuó, mirando a Liebermann— era revisar la correspondencia y los archivos buscando solicitudes en las que el marido hubiera nacido entre 1908 y 1912, y la mujer entre 1931 y 1935. El marido tenía que tener un empleo en la administración pública, y los dos tenían que ser cristianos y blancos, de ascendencia nórdica. Fue lo que me dijo Alois. Cuando encontraba un matrimonio así, lo cual no ocurría más de una o dos veces por mes, lo copiaba a máquina, junto con todas las cartas que se intercambiaban entre la pareja y «Rush-Gaddis». Tenía que hacer dos juegos, uno para Alois y otro para mí. Las copias que eran para él se las enviaba a un apartado de Correos que me indicó.
—¿Dónde? —preguntó Liebermann.
—Allí mismo en Manhattan. La estación Planetarium, en el West Side. Durante todo el tiempo que trabajé allí seguí haciendo lo mismo, buscando las solicitudes adecuadas y enviando la información por correo. Al cabo de un año, más o menos, se hizo más difícil encontrarlos, porque para entonces ya había terminado de revisar los archivos y sólo me quedaban las solicitudes nuevas. Entonces se cambió el requisito de que fueran funcionarios; con que su trabajo se pareciera a la administración pública era suficiente. Era preciso que el marido formara parte de una gran organización y tuviera cierta autoridad, como perito de una compañía de seguros, por ejemplo. Entonces tuve que volver a repasar los archivos. En total, envié unas cuarenta y cinco solicitudes en los tres años. Copias de solicitudes.
La mujer se inclinó hacia delante y, tomando de la bandeja uno de los vasos envueltos en papel, empezó a darle vueltas en las manos.
—Eso fue lo que sucedió entre..., bueno, la Navidad de 1960 y el final del verano de 1963, cuando terminé el trabajo y me fui. Alois me llamaba, o si no, con más frecuencia, otro hombre, Willi, y me decía: «Fíjese si... ‘los Smith’ de California quieren uno para marzo.» O para el mes que fuera, generalmente con dos meses de anticipación. «Y pregúnteles también a ‘los Brown’, de Nueva York.» A veces me daban tres nombres —miró a Liebermann y le explicó—: Siempre gente cuyas solicitudes yo había enviado antes.
Él asintió, sin hablar.
—Bueno. Entonces yo llamaba a las familias —quitó el papel que cubría la boca del vaso—. Les decía que alguien que había sido vecino de ellos me había contado que querían un niño. ¿Les interesaba todavía? Casi siempre contestaban que sí. —Miró a Liebermann con orgulloso desafío—. No sólo les interesaba, era un motivo de júbilo, para las mujeres especialmente. —Empezó a arrugar el papel con una mano, mientras iba sacando el vaso poco a poco—. Yo les decía que podía conseguirles uno, un niño blanco, sano, de pocas semanas, para marzo o para cuando fuera. Con documentos de adopción del Estado de Nueva York. Pero primero tenían que enviarme, lo antes posible, su ficha médica completa al apartado de Correos que me había indicado Alois y comprometerse a no decir jamás al niño que era adoptado. Les explicaba que era la madre la que insistía en eso. Y naturalmente, tendrían que pagarme algo cuando vinieran a buscar al niño, si se lo conseguía. Por lo general eran mil dólares; a veces más, si eran gente que podía pagarlo; eso se veía en la solicitud. Lo suficiente para que pareciera una transacción común del mercado negro.
Dejó sobre la bandeja la arrugada envoltura de papel y quitó el tapón de la botella.
—Unas semanas después recibía otra llamada. «Los Smith no sirven. Los Brown pueden tenerlo el 15 de marzo.» O a veces... —inclinó la botella sobre el vaso, sin que saliera nada; la inclinó más—. Típico —masculló mientras daba vuelta boca abajo la botella negra, vacía—. ¡Típico de la forma en que funciona todo este maldito lugar! ¡Los vasos bien envueltos, pero en la botella no hay agua! ¡Vaya por Dios! —De un golpe, volvió a dejar la botella sobre la bandeja; los vasos envueltos dieron un salto.
—Yo se la traeré —dijo Fassler, levantándose, y tomó la botella—. Usted siga —agregó, mientras iba hacia la puerta.
—Las cosas que podría contarle sobre la ineptitud que hay aquí... —comentó Frieda Maloney a Liebermann—. Bueno. Sí. Me decían a quién se le entregaba el niño, y cuándo. O tal vez, si las dos parejas eran buenas, me decían que llamara a la segunda y les dijera que era demasiado tarde para éste, pero que sabía de otra chica que esperaba para junio. —Con los labios contraídos, hizo girar el vaso entre las palmas de las manos—. La noche que les entregaba el niño —continuó—, todo se combinaba muy cuidadosamente por adelantado. Entre Alois o Willi y yo, y entre el matrimonio y yo. Yo esperaba en una habitación del motel «Howard Johnson» del aeropuerto, el que ahora es Kennedy, entonces era Idlewild... reservado a nombre de Elizabeth Gregory. El niño me lo traía una pareja joven o una mujer sola, a veces una camarera. Algunos me trajeron más de uno... en diferentes ocasiones, quiero decir..., pero, por lo general, cada vez era una persona nueva. Traían los documentos también. Parecían completamente auténticos, con los nombres de la pareja ya inscritos. Una o dos horas después llegaba el matrimonio para llevarse el niño. Rebosantes de alegría, agradecidos. —Miró a Liebermann—. Gente buena, capaces de ser buenos padres. Me pagaban y me prometían (yo les hacía jurar sobre la Biblia) que jamás le dirían al niño que era adoptado. Eran siempre varones, hermosos. Se los llevaban y se iban.
—¿No sabía usted de dónde venían? —preguntó Liebermann—. Originariamente, quiero decir.
—¿Los niños? De Brasil. —Frieda Maloney miró a lo lejos—. Los que los llevaban eran brasileños —continuó, extendiendo una mano—, y las camareras eran de las líneas aéreas brasileñas, «Varig». —Recibió la botella que le ofrecía Fassler, la acercó al vaso, se sirvió agua. Fassler dio la vuelta a la mesa y volvió a sentarse.
Frieda Maloney dejó la botella en la bandeja, bebió, bajó el vaso, se pasó la lengua por los labios.
—Casi siempre andaba todo como un reloj —recordó—. Una vez, la pareja no apareció. Cuando los llamé, me dijeron que habían cambiado de idea, así que me llevé el niño a casa y combiné las cosas para que viniera a buscarlo la segunda pareja. También hubo que hacer documentos nuevos. A mi marido le dije que había habido una confusión en «Rush-Gaddis» y que nadie más tenía lugar para el niño. Él no sabía nada de nada, no lo sabe hasta hoy. Y eso es todo. En total, debí entregar unos veinte niños; algunos, al principio, a intervalos muy cortos y después uno cada dos o tres meses. —Volvió a levantar el vaso para beber.
—Menos doce —anunció Fassler, mirando su reloj, y sonrió a Liebermann—. ¿Ha visto? Todavía le quedan diecisiete minutos.
Liebermann miró a Frieda Maloney.
—¿Qué aspecto tenían los niños? —le preguntó
—Eran hermosos —respondió ella—. De ojos azules y pelo oscuro. Eran todos muy parecidos, incluso más de lo que suelen parecerse los niños. Parecían europeos, no brasileños, con la piel clara y los ojos azules.
—¿Le dijeron a usted que venían de Brasil, o usted se basa simplemente en que...?
—A mí no me decían nada sobre los niños. Sólo qué noche los llevarían al motel, y a qué hora.
—¿De quién cree usted que eran hijos?
—La opinión de ella no influye en nada, en absoluto —señaló Fassler.
La mujer hizo un gesto con la mano.
—¿Y eso qué importancia tiene? —preguntó, y siguió hablando con Liebermann—. Yo pensé que eran hijos de alemanes que estaban en Sudamérica. Tal vez hijos ilegítimos de alemanas y sudamericanos Ahora, por qué la Organización los colocaba en Norteamérica, y elegía con tanto cuidado a las familias, eso no pude imaginármelo siquiera.
—¿Nunca lo preguntó?
—Al comienzo, la primera vez que Alois me explicó qué tipo de solicitudes debía buscar, le pregunté a qué venía todo eso. Me contestó que no hiciera preguntas y me limitara a hacer lo que indicaran. Por la Patria.
—Y estoy seguro de que se daba usted cuenta —le recordó Fassler— de que, si no cooperaba, él podría haberla hecho objeto del tipo de persecución a que finalmente se vio sometida años después.
—Sí, claro —respondió Frieda Maloney—. De eso me daba cuenta, naturalmente.
—Las veinte parejas a quienes dio usted los niños... —empezó a decir Liebermann.
—Veinte aproximadamente —corrigió Frieda Maloney—. Tal vez fueran menos.
—¿...Eran todas norteamericanas?
—¿Estadounidenses, quiere usted decir? No, algunas eran canadienses. Cinco o seis. El resto eran de los Estados Unidos.
—Europeos no había.
—No.
Liebermann se quedó en silencio, frotándose el lóbulo de la oreja.
Fassler miró su reloj.
—¿No recuerda usted los nombres? —preguntó Liebermann.
La mujer sonrió.
—De eso hace trece o catorce años —le recordó—. Me acuerdo de uno, Wheelock, porque fueron quienes me dieron mi perro y alguna vez les llamé para pedirles consejo. Eran criadores de «dobermans». Él se llamaba Henry Wheelock y vivían en New Providence, Pennsylvania. Como yo había comentado que pensábamos comprar un perrito, cuando vinieron a buscar al niño me llevaron a Sally, que entonces tenía sólo diez semanas. Un animal precioso. Aún lo tenemos. Mi marido todavía lo tiene.
—¿Y Guthrie? —preguntó Liebermann.
—Sí, el primero fue Guthrie —contestó—. Tiene usted razón.
—De Tucson.
—No, de Ohio. No, era Iowa. Sí, de Ames, en Iowa
—Se mudaron a Tucson —le informó Liebermann—, y él murió en un accidente, en octubre último.
—¿Sí?
—¿Quién vino después de los Guthrie?
Frieda Maloney sacudió la cabeza.
—Fue entonces cuando vinieron varios juntos, con sólo dos semanas de diferencia.
—¿Curry?
Ella volvió a mirarlo.
—Sí —respondió—. De Massachusetts. Pero no fue inmediatamente después de los Guthrie. Espere un momento, a ver... Los Guthrie fueron a fines de febrero; después hubo otro matrimonio, que vivía en algún lugar del Sur... los Macon, creo; y entonces los Guthrie. Y después los Wheelock.
—¿Dos semanas después de los Curry?
—No, dos o tres meses. Después de los tres primeros ya fueron más separados.
—¿No le revienta que tome nota de esto? —preguntó Liebermann a Fassler—. No es nada que pueda perjudicarla; ocurrió en Estados Unidos hace mucho tiempo.
Fassler frunció el ceño, suspiró.
—Está bien —accedió.
—¿Qué importancia tiene? —preguntó Frieda Maloney.
Liebermann sacó su estilográfica y encontró en el bolsillo un pedazo de papel.
—¿Cómo se escribe «Wheelock»? —preguntó. Ella se lo deletreó.
—¿De New Providence, en Pennsylvania?
—Sí.
—Trate de recordarlo: ¿cuánto tiempo, exactamente, después que a los Curry se les entregó el niño?
—No puedo recordarlo con exactitud. Dos o tres meses; los plazos no eran regulares.
—¿Serían más bien dos meses, o tres?
—No puede recordarlo —se impacientó Fassler.
—Está bien —se conformó Liebermann—. ¿Quién vino después de los Wheelock?
—No puedo recordar exactamente el orden —suspiró Frieda Maloney—. Fueron veinte, a lo largo de dos años y medio. Hubo un Truman, que no tenía nada que ver con el que fue presidente. Me parece que ése fue uno de los matrimonios canadienses. Y hubo un apellido como... «Corwin» o «Corbin», algo así. Corbett.
Consiguió recordar tres nombres más y seis ciudades, que Liebermann fue anotando.
—Es la hora —anunció Fassler—. ¿Quiere hacer el favor de esperarme fuera?
Liebermann guardó la estilográfica y el papel, miró a Frieda Maloney, hizo un gesto de saludo. Ella se lo devolvió.
Liebermann se levantó y fue hacia el perchero, se puso el abrigo sobre el brazo, tomó del estante el sombrero y la cartera. Cuando iba hacia la puerta bruscamente se detuvo y se quedó inmóvil; después se volvió.
—Quisiera hacer una pregunta más —pidió. Los dos lo miraron, y Fassler asintió con un gesto —¿Cuándo es el cumpleaños de su perra? —preguntó, mirando a Frieda Maloney. Ella lo miró a su vez sin entender.
—¿No lo sabe? —la urgió.
—Sí. El 26 de abril.
—Gracias —murmuró Liebermann, y agregó dirigiéndose a Fassler—: No tarde mucho, por favor; quisiera terminar con todo esto —se dio la vuelta, abrió la puerta y salió al corredor.
Allí se sentó en un banco y se puso a hacer cálculos con ayuda de un calendario de bolsillo. La guardiana, sentada al otro lado de su abrigo, le preguntó:
—¿Creen ustedes que podrán sacarla?
—Yo no soy abogado —fue su respuesta.
—Estoy completamente despistado —admitió Fassler mientras luchaba infructuosamente con el tráfico embotellado—. ¿Quiere decirme, por favor, qué tenía que ver la Organización en ese asunto de los niños?
—Lo siento —se disculpó Liebermann—, pero eso no estaba en nuestro acuerdo.
Como si él lo supiera.
Cuando volvió a Viena se encontró con que, obedeciendo a una orden del tribunal, estaban trasladando las mesas y los archivos a un despacho que había encontrado Max: dos cuartuchos en un edificio destartalado del distrito quince. Así, pues, también él tendría que cambiarse de inmediato a un apartamento más pequeño y más barato (adiós, Glanzer, hijo de perra) que Lili ya estaba buscando. Y para terminar, entre una cosa y otra —dos meses de adelanto por el despacho, costas, la mudanza, la cuenta del teléfono— en la hucha apenas si quedaba lo suficiente para sacar un billete a Salzburgo, y no hablemos de Washington.
Que era donde tenía que ir para el 4 o el 5 de febrero.
Se lo explicó a Max y a Esther mientras ellos se ocupaban de que la nueva oficina se pareciera más al Centro de Información sobre los Crímenes de Guerra que a «H. Haupt e Hijo. Publicidad y Anuncios».
Los Guthrie y los Curry —les informó mientras protegiéndose los dedos con un papel doblado, raspaba la segunda H del cristal de la puerta con una hojita de afeitar— recibieron sus niños con unas cuantas semanas de diferencia, a fines de febrero y de marzo de 1961. Y a Guthrie y a Curry los mataron con cuatro semanas de diferencia, día más día menos, en el mismo orden. Los Wheelock recibieron el niño hacia el 5 de julio, y esto lo sé porque le llevaron a Frieda Maloney un cachorro de diez semanas que había nacido el 26 de abril...
—¿Qué? —Esther se volvió para mirarle, sin dejar de sostener un mapa contra la pared para que Max lo clavara con chinchetas.
—... y desde fines de marzo hasta el 5 de julio —continuó Liebermann, sin dejar de raspar— hay aproximadamente catorce semanas, de manera que se puede apostar sin riesgo a que piensan matar a Wheelock hacia el 22 de febrero, catorce semanas después que a Curry. Y yo quiero estar en Washington dos o tres semanas antes.
—Me parece que te sigo —dudó Esther.
—Como consecuencia, es fácil de seguir —acotó Max—. Los van matando en el mismo orden en que les entregaron los niños, y con el mismo intervalo. La cuestión es por qué.
La cuestión, señaló Liebermann, tendría que esperar. Detener los asesinatos, fuera cual fuese el motivo, era lo importante, y la mejor probabilidad que tenía de conseguirlo era por mediación del FBI, en los Estados Unidos. Ellos podían confirmar con bastante facilidad que dos hombres que habían muerto en «accidente» eran padres de niños adoptados ilegalmente y que se parecían mucho, y que Henry Wheelock era el tercero en las mismas condiciones (o el cuarto, si conseguían localizar al de Macon). El 22 de febrero, días más, días menos, podrían capturar al proyectado asesino de Wheelock y por él conocer la identidad de los otros cinco, e incluso de las fechas que tenían asignadas. (A esa altura, Liebermann creía ya que los seis asesinos trabajaban aisladamente y no en parejas, dada la proximidad en el tiempo de los asesinatos de Döring, Guthrie, Horve y Runsten, todos en diferentes países.)
Además y esto era más fácil, podría ir al Departamento Federal de Investigación Criminal de Bonn puesto que estaba seguro de que una agencia de adopciones alemana (lo mismo que una inglesa y tres escandinavas) había tenido su Frieda Maloney encargada de revisar los archivos y distribuir los niños. Klaus había comprobado que el niño de Friburgo era idéntico al de Trittau, y el propio Liebermann, mientras estaba en Düsseldorf, había llamado a la viuda de Döring, a la de Rausenberger y a la Schreiber, para preguntarles si su hijo era adoptivo, obteniendo como respuesta dos «síes» sorprendidos y cautelosos, un «no» furibundo, y tres órdenes de que se metiera en sus propios asuntos.
Pero en Bonn no podía ofrecer una próxima víctima, aparte de que la forma en que había conseguido hacer hablar a Frieda Maloney no sería bien recibida. Tampoco él sería bien recibido, como esperaba que podía serlo en Washington. Además, en lo más hondo de su corazón judío, Liebermann no confiaba tanto en las autoridades alemanas como en las norteamericanas sobre todo cuando estaba en juego algo relacionado con los nazis.
Así pues, tenía que ser Washington y el FBI. En su nuevo despacho, se sentó ante el teléfono para llamar a sus «contribuyentes» de siempre.
—No me gusta importunarlo de esta manera, pero créame que es importante. Es algo que está sucediendo ahora y en lo que intervienen seis hombres de la SS y Mengele.
Le hablaban de inflación, de recesión. Los negocios eran un espanto. Liebermann empezó a sacar a colación los familiares muertos, los Seis Millones... lo que más le reventaba, valerse de la culpa como medio para recaudar fondos. Consiguió algunas promesas.
—Pronto, por favor, que es importante —insistió
—Pero no es posible —declaró Lili mientras con la cuchara se servía una segunda y enorme porción de puré de patata—. ¿Cómo es posible que haya tantos niños tan parecidos?
—Lili —le advirtió Max desde el otro lado de la mesa—, no digas que no es posible. Yakov los ha visto. Y su amigo de Heidelberg los ha visto.
—También Frieda Maloney los vio —le recordó Liebermann—. Los niños eran todos muy parecidos, más de lo que lo son generalmente los bebés.
Lili hizo como que escupía al suelo, junto a ella.
—Que se muera.
—El nombre que usaba —prosiguió Liebermann era Elizabeth Gregory. Tuve intención de preguntarle si se lo impusieron o si lo eligió ella misma, pero me olvidé.
—¿Qué importancia tiene? —preguntó? Max, con la boca llena.
—Gregory es el apellido que usaba Mengele en la Argentina —le recordó Lili.
—Ah, claro.
—Tuvo que salir de él —afirmó Liebermann. Todo debió salir de él, toda la operación. Lleva su sello, aunque él no se lo proponga.
Le llegó algún dinero, desde Suecia y desde los Estados Unidos, y reservó un pasaje para Washington, vía Francfort y Nueva York, para el martes 4 de febrero.
Durante la noche del viernes 31 de enero, Mengele usó el apellido Mengele. En compañía de sus guardaespaldas había volado a Florianápolis, en la isla de Santa Catarina, aproximadamente a mitad de camino entre São Paulo y Pôrto Alegre, donde —en el salón de baile del «Hotel Novo Hamburgo», decorado para la ocasión con svásticas y gallardetes de color rojo y negro— los Hijos del Nacionalsocialismo ofrecían una cena con baile, a cien cruceiros por cabeza. ¡Qué excitación, cuando hizo su aparición Mengele! Los nazis de más renombre, los que habían desempeñado papeles estelares en el Tercer Reich y eran conocidos en todo el mundo, tendían a mostrarse remilgados con los Hijos: declinaban las invitaciones escudándose en razones de salud y hacían perversos comentarios sobre su líder, Hans Stroop (de quien incluso los Hijos admitían que en ocasiones sobreactuaba su parte de Hitler). Pero aquí estaba, en persona, Herr Doktor Mengele, en carne y hueso y con un smoking blanco de gala, estrechando manos, besando mejillas, radiante, sonriente, repitiendo nombres nuevos, ¡Qué amable de su parte, venir! ¡Y qué sano y feliz parecía!
Y lo estaba, ¿por qué no? ¿Acaso no era 31? Mañana tendría que hacer cuatro tachaduras más y tendría ya cubierta más de la mitad de la primera columna: dieciocho. En esos días iba a cuantas fiestas y bailes le invitaban; como reacción, claro, después de la angustia y la depresión que había pasado en noviembre y comienzos de diciembre, cuando durante un tiempo tuvieron la impresión de que Liebermann, ese judío hijo de puta, estaba a punto de echarlo todo a perder. Mientras sorbía su champaña en el festivo salón de baile, lleno de arios que le prodigaban su admiración, algunos de ellos con el uniforme nazi (entrecerrando un poco los ojos, le parecía estar en Berlín, en los años treinta), evocaba atónito el estado en que se encontrara apenas un par de meses atrás. ¡Absolutamente dostoievskiano! Planeando, tramando, tomando sus medidas para entrar en acción si la Organización le traicionaba (que era exactamente lo que habían estado a punto de hacer de eso no cabía duda). Pero había obligado a Mundt a hacer una gira por Francia, y a Schwimmer a recorrer las ciudades que menos tenían que ver, en Inglaterra; hasta que al fin, gracias a Dios, había abandonado y se había quedado tranquilo, suponiendo sin duda que su joven espía norteamericano se había equivocado. (A Dios gracias, claro, a ése le habían echado el guante antes de que pudiera ponerle la cinta a Liebermann.) Así que aquí estamos, bebiendo champaña y tomando estos deliciosos entremeses («Encantado de estar aquí. ¡Gracias! »), mientras el pobre Liebermann, según cuenta The New York Times anda por los yermos de Estados Unidos en algo que para quien sabe leer entre líneas las pomposas informaciones de una prensa controlada por los judíos, no es seguramente más que una gira de conferencias muy de segundo orden. ¡Y allá es invierno! Que nieve, Dios mío; ¡que nieve mucho!
Se sentó en el estrado, con Stroop a su izquierda Su acompañante —que no era tan idiota como se había imaginado— brindó elocuentemente por Mengele, que no tardó en dedicar la atención a una rubia fascinante que tenía a la derecha. Comprobó que era la que el año anterior había conseguido el título de Miss Nazi, aunque ahora lucía anillo de bodas y —en eso a él no le engañaban— estaba embarazada. De cuatro meses. El marido estaba de viaje de negocios en Río, y ella fascinada de compartir la cena con alguien tan distinguido... ¿Y si...? Siempre podía quedarse, y regresar alegremente mañana temprano
Mientras bailaba con la embarazada Miss Nazi, dejando que una mano descendiera poco a poco hacia unas nalgas realmente de maravilla, Farnbach se le acercó bailando y le saludó:
— ¡Buenas noches! ¿Cómo está? Supimos que estaba usted aquí y vinimos a toda prisa. ¿Me permite que le presente a mi esposa Ilse? Querida, Herr DoktorMengele.
Siguió bailando en el mismo lugar, sonriendo, pensando que había bebido demasiado, pero Farnbach no desapareció ni se convirtió en otra persona; siguió siendo Farnbach, e incluso más cada vez; con la cabeza afeitada, los labios gruesos, se presentó conuna mirada ávida a Miss Nazi, mientras la fea mujercita que tenía en los brazos tartamudeaba algo de un «honor» y de un «placer» y de «aunque me haya apartado usted de Bruno».
Dejó de bailar y soltó a la muchacha, mientras Farnbach le explicaba alegremente:
—Estamos en el «Excelsior». Una segunda luna de miel.
Se le quedó mirando. Después le dijo:
—Tenía que estar usted en Kristianstad, preparándose para matar a Oscarsson.
A la mujercita fea se le abrió la boca. Farnbach se puso blanco y, a su vez, se quedó mirándolo.
—¡Traidor! —se oyó vociferar—. Cerdo de...
Como las palabras no le llegaban se arrojó sobre Farnbach y le aferró por el cuello; lo empujó hacia atrás entre los bailarines, estrangulándolo, mientras éste trataba de rechazarlo con ambas manos. Estaba rojo, con los ojos azules desorbitados. Gritos de mujer, rumor de personas.
—¡Ay, Dios mío!
Una mesa impedía retroceder a Farnbach que empezó a ladearse. Él siguió empujándolo, estrangulándolo; la mesa se derrumbó, derramando platos, vasos y cubiertos y vertiendo sopa y vino sobre la cabeza afeitada de Farnbach, hasta lavarle el rostro purpúreo.
Unas manos detuvieron a Mengele; las mujeres gritaban; la música se astilló y se detuvo. Rudi le tiró de las muñecas, mirándole con aire de súplica.
Él se aflojó, se dejó apartar y arrastrar.
—¡Este hombre es un traidor! —les gritó a todos—. ¡Me ha traicionado, les ha traicionado a todos! ¡Ha traicionado a la raza! ¡Ha traicionado a la raza aria!
Un grito brotó de la mujercita arrodillada ahora al lado de Farnbach que, con la cara roja y húmeda, se frotaba la garganta jadeante:
—¡Se le han clavado unos cristales en la cabeza! —gritaba la mujer—. ¡Oh, Dios mío! ¡Busquen un médico! ¡Bruno, Bruno!
—A este hombre habría que matarle —explicaba entrecortadamente Mengele a quienes le rodeaban—. Ha traicionado a la raza aria. Se le asignó una misión, un deber de soldado, y ha decidido no cumplirla.
Los hombres parecían confundidos y preocupados. Rudi frotaba a Mengele las muñecas magulladas.
Farnbach tosía e intentaba decir algo. Se apartó de la cara la mano de su mujer, que le secaba con una servilleta, y se enderezó apoyándose en un brazo, mirando a Mengele. Tosía y se frotaba la garganta. Su mujer le aferró de los hombros empapados.
—¡No te muevas! —le pidió—. ¡Oh, Dios! ¿Dónde hay un médico?
—¡Ellos me... ordenaron... que volviera! —graznó Farnbach. Una gota de sangre se le deslizaba por la oreja derecha y se convirtió en un pequeño pendiente de rubí cada vez más grueso.
Mengele apartó a los hombres y se inclinó hacia él.
—¡El lunes! —le explicó Farnbach—. ¡Yo estaba en Kristianstad! Disponiendo las cosas para... —miró a los otros y después miró a Mengele— para lo que tenía que hacer.
El pendiente de sangre se le cayó y otro empezó a formarse en su lugar.
—Me llamaron a Estocolmo y dijeron —echó un vistazo a su mujer y volvió a mirar a Mengele— a alguien que me conoce allí que yo debía regresar. A las oficinas de mi compañía, inmediatamente.
—Está mintiendo —le reprochó Mengele.
—¡No! —gritó Farnbach, y volvió a caérsele el pendiente rojo—. ¡Todos han vuelto! Uno de ellos estaba en... la oficina, cuando yo me presenté allí. Dos más ya habían estado, y esperaban a los otros dos.
Mengele se lo quedó mirando; después tragó saliva.
—¿Por qué? —preguntó.
—No lo sé —respondió Farnbach, con resentimiento—. Yo ya no hago preguntas; hago lo que me dicen.
—¿Dónde hay un médico? —chillaba su mujer. Desde la puerta, alguien le respondió:
—Está en camino.
—Yo... soy médico —murmuró Mengele.
—¡Usted, ni se le acerque!
—Cállese —ordenó Mengele, mirando a la mujer de Farnbach. Después miró a su alrededor—. ¿Tiene alguien un par de pinzas?
En el despacho del administrador de la sala de banquetes se puso a sacar las astillas que Farnbach tenía en la nuca, con ayuda de las pinzas y de una lupa, mientras Rudi le sostenía cerca la lámpara.
—Quedan unas pocas más —anunció, mientras dejaba caer una de las astillas en un cenicero.
Sentado con la cabeza inclinada, Farnbach no decía palabra.
Mengele puso desinfectante en las cortaduras y con un esparadrapo aseguró sobre ellas un trozo de gasa.
—Lo lamento mucho —se disculpó.
Farnbach se puso de pie y se enderezó la chaqueta que estaba húmeda.
—¿Y cuándo sabremos por qué nos enviaron? —preguntó.
—Me pareció entender que había dejado usted de hacer preguntas —señaló secamente Mengele, después de mirarle un momento.
Farnbach giró sobre sus talones y se marchó. Mengele entregó las pinzas a Rudi y le ordenó que saliera también.
—Ve a buscar a Tin-tin —le ordenó—. Nos vamos en seguida. Dile que vaya a advertir a Erico, y cierra la puerta.
Volvió a guardar las cosas en el maletín de primeros auxilios, se sentó ante la desaliñada mesa, se quitó las gafas y se palmeó la frente para secársela, Después sacó la pitillera; encendió un cigarrillo y le dio una chupada, mientras dejaba caer la cerilla sobre las astillas de vidrio. Volvió a ponerse las gafas y sacó su libreta de direcciones.
Llamó al número particular de Seibert y una doncella brasileña le informó, entre risitas, que el senhor y la senhora estaban fuera, pero ella no sabía dónde.
Probó con el cuartel general, sin esperanza de respuesta, y no la obtuvo.
Siegfried, el hijo de Ostreicher, le dio otro número; cuando llamó, el propio Ostreicher levantó el receptor.
—Habla Mengele. Estoy en Florianópolis, y acabo de ver a Farnbach.
Se hizo un silencio.
—Maldición —masculló después la voz—. El coronel iba a decírselo a usted mañana por la mañana; ha venido postergándolo. Está disgustadísimo con el asunto, con todo lo que luchó por él.
—Ya me lo imagino —asintió Mengele—. ¿Qué ha ocurrido?
—Es por el hijo de puta de Liebermann. La semana pasada estuvo viendo a Frieda Maloney.
—¡Pero si está en Estados Unidos! —exclamó Mengele.
—No, salvo que la hayan trasladado, está en Düsseldorf. Ella debe de haberle contado toda la historia, tal como puede verla. Su abogado preguntó a algunos de nuestros amigos de allá cómo se explicaba que en la década de 1960 estuviéramos colocando niños en el mercado negro. Él los convenció de que era verdad, y entonces ellos fueron los que nos preguntaron. Rudel llegó en avión el sábado pasado, para una reunión de tres horas, y aunque Seibert estaba muy interesado en que estuviera usted presente, Rudel y algunos de los otros no quisieron... y así fueron las cosas. Los hombres regresaron el martes y el miércoles.
Mengele se levantó las gafas sobre la frente y gimió, oprimiéndose los ojos.
—¿Por qué no podían matar simplemente a Liebermann? ¿Están chiflados, o es que ellos son judíos, o qué? Mundt habría atrapado la ocasión por los pelos. Si quería hacerlo él por su cuenta, ya desde el comienzo. Él solo es más despierto que todos sus coroneles juntos.
—¿No quiere enterarse de la postura adoptada?
—Adelante. Si vomito mientras usted habla, discúlpeme, por favor.
—Ya hay diecisiete hombres que han muerto. De acuerdo con lo que calculó usted, eso significa que podernos tener seguridad de uno o dos éxitos. Y es posible que haya uno o dos más entre los otros, puesto que a los sesenta y cinco años algunos morirán de muerte natural. Liebermann todavía no lo sabe todo, porque tampoco Maloney lo sabe. Pero es posible que ella haya recordado algún nombre, y en ese caso, el paso que él lógicamente dará será intentar atrapar a Hessen.
—¡Pero entonces bastaba con llamarle a él! ¿Por qué a los seis?
—Fue lo que dijo Seibert.
—¿Y entonces?
—Ahí será donde usted vomite. Todo el asunto resulta ahora demasiado peligroso, dice Rudel. Acabará por ponerse a la Organización en primer plano, lo mismo que sucedería con el asesinato de Liebermann. Más vale conformarnos con uno o dos éxitos que pueden ser más... ¿no? y dar por terminado el asunto. Y que Liebermann se pase el resto de su vida siguiéndole el rastro a Hessen.
—Es que no lo hará. Terminará por conocer la trama y concentrarse en los chicos.
—Tal vez; tal vez no.
—La verdad —declaró Mengele mientras volvía a quitarse las gafas—, es que son un hato de viejos cansados a quienes ya no les quedan agallas. Lo único que quieren es morirse de viejos en una mansión junto al mar. Si sus nietos terminaran por ser los últimos arios en un mundo de mierda humana, a ellos no les importaría menos. Los pondría a todos frente a un pelotón de fusilamiento.
—Vamos, oiga, si contamos con ellos para llegar hasta donde llegamos.
—Y si mis cálculos fueran erróneos, ¿qué? ¿Si la probabilidad no fuera de uno por cada diez, sino de uno por cada veinte? ¿O por cada treinta? ¿O por cada noventa y cuatro? Entonces, ¿dónde estamos?
—Escuche, si de mí dependiera, yo mataría a Liebermann sin pensar en las consecuencias, y seguiría con los otros. Yo estoy de su parte, y Seibert también. Ya sé que usted no me cree, pero no se imagina cómo defendió la posición. Si no hubiera sido por él, el asunto habría quedado resuelto en cinco minutos.
—Es un gran consuelo —le agradeció Mengele—. Ahora tengo que irme. Buenas noches.
Cortó la comunicación y se quedó con los codos apoyados en la mesa, el mentón sobre los pulgares de ambas manos entrelazadas y los labios besando el nudillo más próximo a la cara. Así pasa siempre, pensaba, cuando uno tiene que depender de otros. ¿Acaso ha habido alguna vez un hombre de visión, un genio (¡sí, un genio!) que haya sido bien servido por los Rudel y los Seibert de este mundo?
Al otro lado de la puerta cerrada del despacho esperaba Rudi. Con él estaban Hans Stroop y sus lugartenientes, el gerente de la sala de banquetes y el gerente general del hotel; a discreta distancia. Miss Nazi hacía caso omiso del joven de uniforme que conversaba con ella.
Cuando Mengele salió, Stroop avanzó hacia él con los brazos abiertos, procurando congraciárselo con una sonrisa. Venga, le estamos esperando para el plato principal.
—Pues no deberían haberlo hecho, porque tengo que irme —respondió Mengele y, haciendo a Rudi un gesto con la cabeza, se dirigió presurosamente a la salida.
Klaus llamó para decirle que ya lo sabia todo: cómo noventa y cuatro niños podían parecerse tanto como si fueran gemelos y por qué Mengele quería que sus padres adoptivos murieran en determinadas fechas.
Liebermann, tras haberse pasado la noche en pie, atormentado por los dolores reumáticos y la diarrea, se había quedado ese día en cama, y lo primero que le impresionó fue la hermosa simetría de la situación: una cuestión que le había planteado un joven, por teléfono, estando él en cama, se la respondía ahora por teléfono otro joven, estando él igualmente en la cama. Estaba seguro de que Klaus tendría razón.
—Adelante —le instó, mientras se acomodaba mejor entre las almohadas.
—Herr Liebermann —por la voz, parecía que Klaus no se sintiera cómodo—, no es un tipo de cosa que se pueda decir por teléfono; es algo muy complicado, y que en realidad yo mismo no entiendo del todo. Apenas si lo sé de segunda mano, por medio de Lena, la chica que vive conmigo. La idea fue de ella, y le habló del asunto a uno de sus profesores, que es el que realmente sabe. Si puede usted venir aquí, yo prepararé una reunión. Le aseguro que ésta tiene que ser la explicación.
—El martes por la mañana tomo el avión para Washington.
—Pues tome uno para aquí mañana. O mejor todavía, llegue aquí el lunes, quédese a pasar la noche, y el martes sigue viaje desde aquí. De todas maneras tiene que pasar por Francfort, ¿no? Yo iré a buscarle al aeropuerto, y después le llevaré de vuelta. Podemos vernos con el profesor el lunes por la noche, y usted se queda a dormir aquí, con Lena y conmigo; le dejamos la cama, nosotros tenemos los sacos de dormir.
—Dime ahora lo esencial, por lo menos —pidió Liebermann.
—No. Realmente, es algo que tiene que ser explicado por una persona que conozca bien el tema. ¿Es por este asunto por lo que se va usted a Washington?
—Sí.
—Entonces, indudablemente va a necesitar toda la información posible, ¿no es así? Le prometo que con esto no estará usted perdiendo el tiempo.
—Está bien, confío en ti. Ya te haré saber a qué hora llego. Será mejor que hables con el profesor ese, para estar seguro de que tiene tiempo.
—Le llamaré, pero estoy seguro de que tiene tiempo. Lena dice que está muy deseoso de conocerle a usted y ayudarle; y ella también. Lena es sueca, así que tiene intereses creados, por el caso de Gotemburgo.
—¿Qué es lo que enseña ese profesor... ciencias políticas?
—Biología.
—¿Biología?
—Exactamente. Ahora tengo que salir, pero mañana estaremos todo el día en casa.
—Les llamaré. Gracias, Klaus. Adiós.
Colgó.
Ya estaba bien con lo de la hermosa simetría.
¿Profesor de biología?
Seibert se sintió aliviado al no haber tenido que ser él quien le diera la noticia a Mengele, pero tenía también la sensación de haberse zafado demasiado fácilmente del anzuelo; su larga vinculación con Mengele y la admiración con que reconocía su talento, verdaderamente notable, le hacían sentir que le debía alguna expresión de conmiseración que le levantara el ánimo. Por otra parte, quería ser injusto consigo mismo y ofrecerle una explicación más completa de la que podía haberle dado Ostreicher acerca de la acalorada batalla que había librado contra Rudel, Schwartzkopf y los demás. Durante el fín de semana intentó hablar por radio con Mengele y, al no conseguirlo, a primera hora de la tarde del lunes se acercó en su avión llevando como compañero de vuelo a Ferdi, su nieto de seis años, y como presente nuevas grabaciones de La Walkiria y El ocaso de los dioses.
La pista de aterrizaje estaba vacía. Seibert no creía que Mengele se hubiera quedado en Florianópolis, pero era posible que hubiera ido a Asunción o a Curitiba a pasar el día. También era posible que, simplemente, hubiera enviado a su piloto a Asunción en busca de provisiones.
Seibert y Ferdi, este último retozando, recorrieron a pie el camino que llevaba hasta la casa, seguidos a pocos pasos por el copiloto, que tenía necesidad de ir al cuarto de baño.
No se veía a nadie: ni guardias ni sirvientes. El copiloto intentó abrir los galpones y se encontró con que la puerta tenía echada la llave. La casa del personal de servicio estaba cerrada y con las persianas bajadas. Seibert empezó a inquietarse.
La puerta del fondo de la casa principal estaba cerrada con llave y la del frente también. Seibert llamó y esperó. Sobre el suelo de madera del porche había un tanque de juguete; Ferdi se inclinó a recogerlo.
—¡No lo toques! —le advirtió bruscamente Seibert, como si pudiera estar infectado.
El copiloto rompió de una patada una de las ventanas, apartó con el codo los trozos de cristal restantes y cuidadosamente entró por la abertura. Un momento después quitaba la llave a la puerta y la abría.
La casa estaba desierta pero ordenada, sin señales de que hubiera sido abandonada apresuradamente. En el estudio, la mesa con su tapa de cristal estaba tal como Seibert la había visto la última vez, con los enseres de pintura pulcramente alineados sobre una toalla, en un ángulo. Se volvió hacia el mapa.
Estaba manchado de rojo, con marcas que a modo de sangrientos latigazos atravesaban los casilleros de la segunda y tercera columna. Los de la primera columna, hasta la mitad, estaban señalados por pulcras tachaduras rojas, que después se hacían más grandes, desenfrenadas, hasta rebasar los límites del casillero.
—Se salió de las líneas —observó Ferdi, con aire preocupado.
Seibert contemplaba el mapa devastado.
—Sí —coincidió, mientras hacía un gesto de asentimiento—. Se salió de las líneas.
—¿Qué es esto? —preguntó Ferdi.
—Una lista de nombres. —Seibert se volvió para dejar en la mesa el paquete de discos. En el centro del cristal se veía un brazalete hecho de garras de animales.
—¡Hecht! —llamó, y repitió en voz más alta—: ¡Hecht!
—¿Señor? —se oyó, débilmente, la respuesta del copiloto.
—Termine lo que está haciendo, vaya al avión y tráigame una lata de gasolina —le ordenó, mientras levantaba el brazalete.
—¡Sí, señor!
—¡Y que Schumann vuelva con usted!
—Sí, señor.
Seibert examinó el brazalete y volvió a arrojarlo sobre la mesa. Suspiró.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Ferdi.
Con un gesto del mentón, Seibert señaló el mapa.
—Quemar eso.
—¿Por qué?
—Para que nadie lo vea.
—¿No se incendiará también la casa?
—Sí, pero la persona que la habita ya no volverá
—¿Cómo lo sabes? Si haces eso, se enojará.
—Tú vete fuera a jugar con el juguete.
—Quiero mirar.
—¡Haz lo que te he dicho!
—Sí, señor. —Presurosamente, Ferdi salió de la habitación.
—¡Quédate en el porche! —le advirtió Seibert.
Empujó la mesa larga cubierta de pilas de revistas, hasta arrimarla a la pared. Después se digirió hacia los cajones del archivo dispuesto bajo la ventana del laboratorio, se puso en cuclillas, abrió uno de ellos y sacó un grueso puñado de hojas, y después otro. Los llevó a la mesa y los encajó entre las pilas de revistas. Con tristeza, sacudiendo la cabeza, miró el mapa enrojecido.
Llevó varios manojos de hojas hasta la mesa y cuando ya no quedó sitio para más, abrió los cajones restantes. Quitó el cerrojo a las ventanas que había detrás de la mesa y las abrió de par en par.
Se quedó mirando los recuerdos de Hitler dispuestos en la pared, sobre el sofá, tomó dos o tres y miró con aire indeciso el gran retrato que ocupaba el centro.
El copiloto entró con una lata roja, llena de combustible, mientras el piloto se quedaba en la puerta.
Seibert dejó sobre el paquete de discos las cosas que había tomado.
—Retire el retrato —ordenó al copiloto, y envió al piloto a que se asegurara de que no quedaba nadie en la casa y, al mismo tiempo, abriera todas las ventanas.
—¿Puedo subirme en el sofá? —preguntó el copiloto.
—Sí, por Dios, ¿por qué no? —respondió Seibert
Roció con gasolina los papeles y las revistas, y arrojó también un poco sobre, el mapa, donde los nombres resplandecieron con un brillo húmedo: Hesketh, Eisenbud, Arlen, Looft.
El copiloto salió de la casa, con el retrato.
Seibert dejó la lata fuera de la puerta y fue hacia los abiertos cajones del archivo. De uno de ellos sacó unas hojas más de papel y las retorció para formar una mecha blanca, mientras volvía a la mesa. Tomó el encendedor, negro y cilíndrico, que había sobre el cristal, y probó unas cuantas veces la llama.
El piloto confirmó que no había nadie en la casa y que las ventanas estaban abiertas. Seibert le encargó que sacara los discos, los recuerdos y la lata de combustible.
—Y fíjese si mi nieto está fuera —le advirtió. Esperó un momento, con el encendedor en una mano, y en la otra la mecha de papel blanco.
—¿Está con usted, Schumann? —preguntó.
—Sí, señor.
Seibert encendió la punta de la mecha y volvió a dejar el encendedor a sus espaldas; inclinó la mecha para dar fuerza a la llama y, dando un paso hacia delante, la arrojó sobre los papeles y las revistas mojadas de gasolina. Con un estallido, las llamas se elevaron por la pared.
Seibert retrocedió y se quedó mirando cómo la columna central de la lista y sus rojas puñaladas se ampollaban y se ennegrecían. Nombres, fechas y líneas, envuelto todo por las llamas, se extinguieron. en la negrura que los rodeaba y los devoraba.
Presurosamente, salió.
Detrás de la casa, se detuvieron a mirar un rato, alejándose de las oleadas de calor y del restallido del fuego: Seibert llevaba de la mano a Ferdi, el copiloto apoyaba un brazo en el marco del retrato de Hitler y el piloto, con los brazos cargados de objetos, tenía junto a los pies la lata roja de combustible.
Esther ya tenía puestos el sombrero y el abrigo, y —literalmente— un pie fuera de la puerta cuando sonó el teléfono. Realmente, no era su día. ¿Conseguiría llegar a casa? Dando un suspiro, volvió atrás el pie, cerró la puerta y se dirigió a atender el teléfono, a la débil luz que dejaba pasar el cristal de la puerta.
La telefonista le anunció una llamada de São Paulo para Yakov; Esther le dijo que Herr Liebermann no estaba en la ciudad. El que llamaba dijo, en correcto alemán, que hablaría con la señora.
—¿Sí? —preguntó Esther.
—Me llamo Kurt Koehler. Mi hijo Barry era...
—Oh, sí, lo sé, Herr Koehler. Soy Esther Zimmer, la secretaria de Herr Liebermann. ¿Tiene usted alguna noticia?
—Sí, pero es mala. La semana pasada encontraron el cuerpo de Barry.
Esther gimió.
—En fin, era lo que esperábamos... al no haber tenido noticias en todo este tiempo. Ahora me vuelvo a mi país. Con... el... cuerpo.
—¡Ay, Herr Koehler, lo lamento mucho!
—Se lo agradezco. Lo apuñalaron y después lo dejaron en la selva. Al parecer, lo arrojaron desde un avión.
—Oh, Dios mío...
—Pensé que Herr Liebermann querría saber...
—¡Pues claro! Claro. Se lo diré.
—...y también tengo una información para él. Naturalmente, se quedaron con la billetera y el pasaporte de Barry, esos cerdos nazis, pero en sus tejanos había un trozo de papel que no advirtieron. A mí me da la impresión de que tomó algunas notas mientras escuchó la grabación aquella, y en esas líneas hay cosas que supongo pueden ser muy útiles para Herr Liebermann. ¿Podría usted decirme cómo puedo ponerme en contacto con él?
—Sí, esta noche está en Heidelberg. —Esther encendió la lámpara para consultar su libreta de teléfonos—. En Mannheim, en realidad. Aquí tengo el número.
—Mañana, ¿estará de regreso en Viena?
—No, desde allí se va a Washington.
—¡Ah! Bueno, tal vez sería mejor que le llamara a Washington. En este momento estoy un poco... alterado, como usted puede imaginarse, pero mañana estaré de regreso y podré hablar con más comodidad ¿Dónde se alojará?
—En el hotel «Benjamin Franklin». —Recorrió el índice telefónico—. Puedo darle el número también. —Lo encontró y se lo leyó, con lentitud y claramente.
—Gracias. ¿Estará allí a las...?
—El avión toma tierra a las seis y media, Dios mediante; a las siete o siete media estará en el hotel. Mañana por la noche.
—Supongo que va allí por algo relacionado con el asunto que Barry estaba investigando.
—Así es —confirmó Esther—. Barry tenía razón, Herr Koehler. Muchos hombres han sido asesinados pero Yakov va a poner término a eso. Puede usted tener la seguridad de que su hijo no ha muerto en vano.
—Es un consuelo oírlo, Fraulein Zimmer. Gracias,
—No faltaba más. Adiós.
Esther colgó, suspiró y meneó la cabeza.
Mengele también cortó, levantó su maleta de tela marrón y se puso en la más corta de las dos colas que partían del mostrador de billetes de «Pan Am». Tenía el pelo castaño peinado con raya al lado y llevaba bigote, también castaño. Hasta el momento, el soporte ortopédico alcolchado que llevaba al cuello cumplía con su función de evitar que la gente le mirara a los ojos.
De acuerdo con su pasaporte paraguayo, era Ramón Aschheim y Negrín, comerciante de antigüedades, razón por la cual viajaba con un arma en la maleta: una «Browning HiPower Automatic» de nueve milímetros. Tenía el correspondiente permiso de armas, permiso de conducir, un surtido completo de credenciales sociales y comerciales y en su pasaporte, página tras página, se sucedían los visados. El señor Aschheim y Negrín partía en viaje de compras por diversos países: Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Holanda, Noruega, Suecia, Dinamarca, Alemania y Austria. Llevaba una buena provisión de dinero (y de diamantes). Sus visados, como el pasaporte, tenían fecha de diciembre, pero seguían siendo válidos
Compró un billete para el primer vuelo a Nueva York, a las 7.45, y que combinado con un vuelo de «American Airlines» le dejaría en Washington a las 10.35 de la mañana siguiente.
Con tiempo de sobra para instalarse en el «Benjamin Franklin».
6
El profesor de Biología —que se llamaba Nürnberger y, tras la barba castaña pulcramente recortada y las gafas con montura de oro no parecía tener más de treinta y dos o treinta y tres años— se dobló hacia atrás el meñique como si quisiera desprendérselo para ofrecerlo como regalo.
—Apariencia idéntica —empezó a enumerar, y repitió la operación con otro dedo—. Similitud de intereses y de actitudes, probablemente en medida mayor de la que ustedes saben por el momento. —Se dobló hacia atrás el dedo siguiente—. Colocación en familias similares: eso es lo que los delata. Para todos esos puntos, no hay más que una explicación posible. —Apoyó las manos sobre las piernas cruzadas y se inclinó hacia delante, con un gesto confidencial—. Reproducción mononuclear —informó a Liebermann—. Aparentemente, en ese terreno el doctor Mengele llevaba sus buenos diez años de adelanto
—No me sorprende —declaró Lena, que sacudía una botellita en la puerta de la cocina—, si ya en la década de los cuarenta estaba investigando en Auschwitz.
—Sí —asintió Nürnberger (mientras Liebermann trataba de sobreponerse al shock de oír en la misma oración dos vocablos como «investigando» y «Auschwitz»; hay que perdonarla. Si es joven y sueca ¿qué puede saber?).
—Los otros —seguía diciendo Nürnberger—, ingleses y norteamericanos en su mayoría, no empezaron hasta los años cincuenta y todavía no han trabajado con óvulos humanos. Por lo menos, eso es lo que dicen, aunque se puede apostar a que han hecho más de lo que admiten. Por eso digo que Mengele se adelantó en diez años solamente, no en quince o en veinte.
Liebermann miró a Klaus, sentado a su izquierda, para ver si él sabía de qué estaba hablando Nürnberger. Klaus estaba masticando, mientras examinaba un trozo de zanahoria. Sus ojos se encontraron con los de Liebermann. ¿Ve usted?, le preguntaron. Liebermann sacudió la cabeza.
—Y los rusos, claro —continuó Nürnberger, meciéndose cómodamente en su taburete, los dedos entrelazados calzados sobre una rodilla—, estarán probablemente más adelantados, ya que no tienen que luchar con ninguna Iglesia ni con la opinión pública. Es posible que tengan todo un cardumen de perfectos Vanias en miniatura en algún lugar de Siberia; y hasta es posible que sean mayores que los muchachos de Mengele.
—Discúlpeme —intervino Liebermann—, pero no comprendo a qué se refiere usted.
Nürnberger le miró, sorprendido.
—Reproducción mononuclear —repitió pacientemente—. La reproducción de copias genéticamente idénticas de un organismo individual. ¿Ha estudiado usted algo de Biología?
—Un poco, hace más o menos cuarenta y cinco años.
Nürnberger sonrió, con una sonrisa juvenil.
—Es precisamente cuando se reconoció por primera vez como posibilidad —explicó—. Quien la descubrió fue Haldane, biólogo inglés, que la denominó cloning, tomando el nombre de una palabra griega que significa «estaca», como las de las plantas. «Reproducción mononuclear» es una expresión mucho más explícita. ¿Por qué acuñar una palabra nueva cuando las viejas comunican más?
—Cloning es más breve —señaló Klaus.
—Sí —admitió Nürnberger—, pero ¿no es mejor usar unas cuantas sílabas más y decir exactamente lo que uno quiere?
—Explíqueme lo de la «reproducción mononuclear» —pidió Liebermann—, pero, por favor, tenga en cuenta que si estudié Biología fue únicamente por obligación; lo que me interesaba en realidad era la música.
—Intente cantárselo —sugirió Klaus.
—Aunque pudiera, como canción no sería gran cosa —respondió Nürnberger—. No es una bonita canción de amor como la reproducción ordinaria. En ella tenemos un óvulo, la célula huevo y la célula espermática, cada una con su núcleo que contiene veintitrés cromosomas, filamentos sobre los cuales van enhebrados, como cuentas, por centenares de miles, los genes. Los dos núcleos se fusionan y tenemos una célula huevo fertilizada, con cuarenta y seis cromosomas. Esto hablando de células humanas; el número varía con la especie. Los cromosomas se duplican, duplicando cada uno de sus genes... lo que es realmente milagroso, ¿no les parece? y la célula se divide de forma que a cada una de las células resultantes va una serie de cromosomas idénticos. Esta duplicación y división se repite y se repite...
—Mitosis —recordó Liebermann.
—Sí.
—¡Las cosas que conserva la memoria!
—Y en nueve meses —retomó Nürnberger— tenemos los billones de células del organismo completo Han evolucionado, para adecuarse a las diferentes funciones, para convertirse en hueso, o en sangre, o en pelo; para reaccionar ante la luz o la temperatura o el sabor, y cosas semejantes. Pero cada una de esas células, cada una de los billones de células que constituyen el cuerpo, contiene en el núcleo los duplicados exactos de una serie original de cuarenta y seis cromosomas, la mitad provenientes de la madre y la mitad del padre; una mezcla que, salvo en el caso de los gemelos idénticos, es absolutamente única, el diseño originario, por así decirlo, de un individuo absolutamente único. No hay más excepciones a la regla de los cuarenta y seis cromosomas que las células sexuales, los óvulos y espermatozoides que tienen veintitrés, de manera que al mezclarse se completan y dan origen a un organismo nuevo.
—Hasta aquí está claro —asintió Liebermann.
El otro se inclinó hacia delante.
—Eso —resumió— es la reproducción ordinaria tal como se da en la Naturaleza. Ahora pasamos al laboratorio. En la reproducción mononuclear se destruye el núcleo de una célula huevo, dejando el cuerpo celular intacto. Se consigue mediante radiaciones y no necesito decirles que se trata de una operación de microcirugía complejísima. En el interior de la célula sin núcleo se pone el núcleo de un cuerpo celular tomado del organismo que se desea reproducir: el núcleo de una célula somática, no de una célula sexual. Ahora tenemos exactamente lo que teníamos a esta altura en la reproducción natural; una célula huevo con cuarenta y seis cromosomas en el núcleo; una célula huevo fertilizada que, colocada en una solución nutritiva, procede a duplicarse y dividirse. Cuando llega al estadio de las dieciséis o treinta y dos células, lo que lleva cuatro o cinco días, se puede implantar en el útero de su «madre», que, biológicamente hablando, no es madre en modo alguno. No hizo más que entregar una célula huevo, y ahora facilita un medio adecuado para el crecimiento del embrión, al que no ha aportado nada de su propia dotación genética. El niño, cuando nace, no tiene padre ni madre, sino solamente un dador (el que dio el núcleo) del cual es un duplicado genético exacto. Sus cromosomas y sus genes son idénticos a los del dador. En vez de un individuo nuevo y único, tenemos la repetición de uno ya existente.
—Eso... ¿se puede hacer? —preguntó Liebermann
Nürnberger asintió, sin hablar.
—Se ha hecho —precisó Klaus.
—Con ranas —aclaró Nürnberger—, que es un procedimiento mucho más simple. Es el único caso reconocido, y causó tal alarma, en Oxford, en la década de los sesenta, que todos los trabajos posteriores se han hecho a la chita callando. Como todos los biólogos, yo he tenido referencias de informes relativos a conejos, perros y monos; en Inglaterra, en Estados Unidos, aquí en Alemania..., en todas partes. Y, como ya les dije antes, estoy seguro de que en Rusia lo han hecho con seres humanos; o por lo menos, lo han intentado. ¿Qué sociedad planificada podría resistirse a la idea? Multiplicar a sus ciudadanos superiores y prohibir a los inferiores que se reproduzcan. ¡Calculen lo que se ahorraría en atención médica y en educación! Y lo que mejoraría, en dos o tres generaciones, la calidad de la población.
—¿Y Mengele podría haberlo hecho con seres humanos a comienzos de la década de los sesenta? —interrogó Liebermann.
Nürnberger se encogió de hombros.
—La teoría ya se conocía —señaló—. Lo único que necesitaba era el equipo adecuado, algunas mujeres jóvenes, sanas y bien dispuestas, y una enorme habilidad microquirúrgica, que otros han tenido; Gurdon, Shettles, Steptoe, Chang... Y, naturalmente, un lugar donde poder trabajar sin interferencias y sin publicidad.
—Por entonces estaba en la selva —evocó Liebermann—. Desde el 59... cuando yo le acorralé.
—Tal vez —conjeturó Klaus— no le acorraló usted. Tal vez eligiera irse.
Liebermann le miró con inquietud.
—Pero no tiene sentido —declaró Nürnberger hablar de si pudo o no haberlo hecho. Si lo que Lena me contó es verdad, entonces es evidente que lo hizo. El hecho de que los niños hayan sido colocados en familias similares lo demuestra —sonrió—. Naturalmente, los genes, como sin duda ustedes saben, no son el único factor decisivo para nuestro desarrollo. El niño concebido por reproducción mononuclear crecerá teniendo el aspecto de su dador y compartirá con él ciertas características y propensiones, pero si se le educa en un medio diferente, sometido a influencias domésticas y culturales diferentes (como no puede menos que suceder, aunque sólo sea porque nace años después)... bueno, puede resultar psicológicamente muy diferente del dador, pese a la igualdad genética. Es obvio que a Mengele no le interesaba obtener un linaje biológico determinado, como en mi opinión podría interesarles a los rusos sino reproducirse él, como individuo particular. Las familias similares son parte del intento de llevar al máximo las probabilidades de que los niños crezcan en el medio adecuado.
Por detrás de Nürnberger, Lena apareció en la puerta de la cocina.
—Los niños —preguntó Liebermann— son... ¿duplicados de Mengele?
—Duplicados exactos, genéticamente —precisó Nürnberger—. El hecho de que lleguen o no a ser duplicados in toto es, como ya dije, una cuestión aparte.
—Discúlpeme —terció Lena—, pero ya podemos comer. —Una sonrisa de disculpa embelleció momentáneamente su rostro vulgar—. Es decir, tenemos que comer, porque de otro modo se estropeará todo si es que no se ha estropeado ya.
Se levantaron para pasar de la salita, con sus muebles destartalados, cuadros de animales, y libros en ediciones de bolsillo, a una cocina más o menos del mismo tamaño, con más cuadros de animales, una ventana con rejas y una mesa con mantel rojo, pan, ensalada y vino tinto en vasos que nada tenían que ver entre sí.
Liebermann, incómodo en una sillita con respaldo de alambre, miró a Nürnberger, que, sentado frente a él, untaba de mantequilla un trozo de pan.
—¿A qué se refería usted —le preguntó— al hablar de que los niños crezcan «en el medio adecuado»?
—A un medio lo más semejante posible al de Mengele —respondió Nürnberger, mirándole, sonriente, desde su barba castaña—. Si yo quisiera conseguir otro Eduard Nürnberger, no sería suficiente con que me sacara un trocito de piel del dedo gordo, retirara un núcleo celular y lo sometiera a todo el tratamiento que les describí, supuesto que contara con la capacidad y el equipo...
—Y la mujer —acotó Klaus, mientras le ponía un plato delante.
—Gracias —respondió Nürnberger, sonriendo—. La mujer podría conseguirla.
—¿Para ese tipo de reproducción?
—Bueno, vamos a suponerlo. No significa más que dos minúsculas incisiones, una para extraer el óvulo y la otra para implantar el embrión. —Nürnberger miró a Liebermann—. Pero eso no sería más que parte del trabajo —agregó—. Después tendría que encontrar un hogar adecuado para el pequeño Eduard. Necesitaría una madre que fuera muy religiosa... casi maníaca, en realidad, y un padre que bebiera demasiado, de manera que entre los dos hubiera constantes peleas. Y en la casa tendría que haber también un tío de maravilla, profesor de Matemáticas, que sacara al chico de ese medio con toda la frecuencia que pudiera, para llevarle a los museos, al campo... Y esa gente tendría que tratar al niño como si fuera de ellos, no como a alguien concebido en un laboratorio; además, el «tío» tendría que morir cuando el chico tuviera nueve años, y los «padres» deberían separarse dos años más tarde Y el chico, junto con su hermana menor, tendría que pasarse la adolescencia en un continuo movimiento de lanzadera entre los dos.
Klaus estaba sentado, con su plato, a la derecha de Liebermann, que también tenía frente a sí un plato de pastel de carne de aspecto reseco y una ración de zanahorias que olían a salsa de menta.
—Y aun así —continuó Nürnberger— mi joven doble podría terminar siendo muy diferente de este Eduard Nürnberger. Tal vez su profesor de Biología no se aficionara tanto a él como sucedió con el mío. Es posible que alguna chica accediera a acostarse con él a edad más temprana de lo que me sucedió a mí. Y leería diferentes libros, o vería la televisión a las horas en que yo escuchaba la radio, estaría sujeto a miles de encuentros aleatorios que podrían hacer de él un individuo más o menos agresivo de lo que lo soy yo, más o menos afectuoso, con mayor o menor sentido del humor, etcétera.
Lena se sentó a la izquierda de Liebermann, mirando a Klaus por encima de la mesa.
Nürnberger siguió hablando, mientras partía con el tenedor el pastel de carne:
—Mengele tenía conciencia de hasta qué punto era azarosa toda la operación, de modo que produjo muchos niños y les buscó los hogares adecuados. Se sentirá feliz, me imagino, si algunos de ellos, uno por lo menos, le resulta exactamente igual.
—¿Ve usted ahora —preguntó Klaus a Liebermann— por qué matan a los padres adoptivos?
Liebermann hizo que sí con la cabeza.
—Para..., no sé qué palabra usar..., para dar forma a los niños.
—Exactamente —aprobó Nürnberger—. Para darles forma, para tratar de que sean Mengele en lo psicológico, no solamente en lo genético.
—Él perdió a su padre cuando tenía una edad determinada —agregó Klaus—, de modo que a los niños debe pasarles lo mismo; perder al hombre que consideran como a su padre.
—Fue, sin duda, un hecho de importancia primordial para su evolución psíquica —dijo Nürnberger.
—Es como abrir una caja de seguridad —comentó Lena—. Si uno puede mover el disco marcando todos los números correctos, en el orden establecido, la puerta se abre.
—A menos que, entre ellos, se girara el disco hacia un número equivocado —señaló Klaus—. Las zanahorias están estupendas.
—Gracias.
—Sí, todo está realmente delicioso —coincidió Nürnberger.
—Mengele tiene los ojos castaños.
Nürnberger volvió a mirar a Liebermann.
—¿Está seguro?
—Yo he tenido en la mano su documento de identidad argentino. «Ojos castaños.» Y el padre era un industrial adinerado, no un funcionario. Fabricante de maquinaria agrícola.
—Ah, ¿son esos Mengele? —interrogó Klaus.
Liebermann hizo un gesto de asentimiento.
—No es extraño que pudiera pagarse el equipo —apuntó Nürnberger, mientras se servía ensalada—. Claro que, si los ojos no concuerdan, el dador no puede haber sido él.
—¿Sabe usted quién preside la Organización de los Camaradas? —preguntó Lena a Liebermann.
—Un coronel de apellido Rudel; Hans Ulrich Rudel.
—¿De ojos azules? —indagó Klaus.
—No lo sé. Tendría que verificarlo, lo mismo que su historia familiar.
Liebermann miró el tenedor que tenía en la mano, pinchó una rebanada de zanahoria, la levantó, después de observada se la llevó a la boca.
—En todo caso —insistió Nürnberger—, ya sabe usted a qué vienen esas muertes. ¿Qué es lo que proyecta hacer ahora?
Liebermann se quedó sentado en silencio durante un momento, bajó el tenedor, se sacó la servilleta de encima de las rodillas y la dejó sobre la mesa.
—Discúlpenme —dijo, y poniéndose de pie, salió de la cocina.
Lena le siguió con la mirada; después volvió la vista al plato de Liebermann y finalmente a Klaus.
—Eso no es —le aseguró él.
—Espero que no —suspiró Lena, mientras con el tenedor partía un trozo de su pastel de carne.
Klaus miraba por encima de ella a Liebermann, que se dirigió hacia los estantes de libros en la otra habitación.
—No es que esta carne no sea excelente —Nürnberger dejó hecha la salvedad—, pero algún día, gracias a la reproducción mononuclear, todos comeremos mucha mejor carne, y más barata. Será algo revolucionario para la ganadería. Y también preservarán las especies que hoy corren peligro, como ese hermoso leopardo que hay allí.
—¿La defiende usted? —se asombró Klaus.
—No es cosa que necesite defensa —respondió Nürnberger—. Es una técnica, y como a cualquier otra técnica que se les ocurra a ustedes pensar, se le puede dar buen o mal uso.
—A mí no se me ocurren más que dos usos buenos —insistió Klaus— y son los que acaba usted de mencionar. Déme papel y lápiz, y en cinco minutos le anotaré cincuenta malos.
—¿Por qué tienes que ponerte siempre en la oposición? —cuestionó Lena—. Si el profesor hubiera dicho que es algo terrible, ahora estarías tú hablando de la ganadería.
—Eso no es verdad —se defendió Klaus.
—Sí que lo es. Es capaz de discutir sus propias proposiciones.
Klaus miró más allá de Lena, hacia donde estaba Liebermann, de pie, de perfil, inclinada la cabeza sobre un libro abierto, meciéndose ligeramente: un judío en oración. Pero no era la Biblia, ya que ellos no la tenían entre sus libros. ¿Sería el propio libro de Liebermann? Lo había tomado más o menos de ese lugar. ¿Estaría verificando lo de los ojos del coronel?
—¿Klaus? —Lena le ofrecía la ensaladera. Klaus la tomó.
—Se me va a hacer muy difícil no decir palabra de todo esto —comentó Nürnberger.
—Es lo que debe hacer, sin embargo —le dijo Klaus.
—Sí, ya lo sé, pero no será fácil. Dos de los ayudantes de mi departamento han estado intentándolo con óvulos de coneja.
Liebermann estaba en la puerta de la cocina, con aspecto derrotado, el rostro color ceniza y las gafas colgándole de la mano que pendía junto a su cuerpo
—¿Qué pasa? —Klaus volvió a dejar la ensaladera.
Nürnberger levantó los ojos; Lena se volvió en su silla.
—Por favor, quisiera hacerle una pregunta tonta —Liebermann se dirigía a Nürnberger.
El interrogado hizo un gesto afirmativo.
El sujeto que da el núcleo —murmuró Liebermann—, el dador... ¿tiene que estar vivo, no?
—No, no necesariamente —contestó Nürnberger— Individualmente, las células no están vivas ni muertas; solamente intactas o no. Con un mechón de cabellos de Mozart..., qué digo un mechón, con un solo pelo de la cabeza de Mozart, alguien con la habilidad y el equipo necesarios... y las mujeres —sonrió dirigiéndose a Klaus, y después volvió a mirar a Liebermann— podría obtener unos cuantos centenares de Mozart niños. Con encontrarles los hogares adecuados, terminaríamos por tener cinco o diez Mozart adultos, y una buena cantidad adicional de buena música en este mundo.
Liebermann parpadeó, avanzó un paso, vacilante, negó con la cabeza.
—Música no —balbuceó—. Mozart, no.
Sacó la mano que tenía detrás de la espalda y les mostró un título: Hitler. En la tapa del volumen de bolsillo se destacaban tres pinceladas negras; el bigote, la nariz afilada, el mechón sobre la frente.
—Su padre era funcionario —explicó—, de aduanas. Tenía cincuenta y dos años cuando... nació el niño. La madre, veintinueve. —Miró a su alrededor en busca de un lugar donde dejar caer el libro, no lo encontró y lo puso sobre uno de los quemadores de la cocina. Volvió a mirarles, mientras se frotaba la mano contra el costado—. El padre murió a los 65 años —concluyó—. Cuando el muchacho tenía 13 años, casi 14.
Dejaron todo sobre la mesa para ir a sentarse en la otra habitación: Liebermann y Klaus de nuevo sobre el diván, Nürnberger en el taburete, Lena en el suelo.
Se quedaron mirando los vasos vacíos sobre el baúl que hacía las veces de mesa, los tazones con zanahorias y almendras. Se miraban unos a otros.
Klaus levantó unas cuantas almendras y empezó a sacudirlas en la palma de la mano.
—Noventa y cuatro Hitler —repetía Liebermann, sacudiendo la cabeza—. No. No es posible.
—Claro que no es posible —confirmó Nürnberger—. Hay noventa y cuatro niños con la misma dotación genética de Hitler, pero que pueden ser muy diferentes, como sucederá probablemente con la mayoría.
—Con la mayoría —le hizo eco Liebermann, haciendo gestos con la cabeza a Klaus y a Lena—. Con la mayoría. —Volvió a mirar a Nürnberger—. Es decir, que quedan algunos —resumió.
—¿Cuántos? —quiso saber Klaus.
—No lo sé —admitió Nürnberger.
—Usted habló de cinco a diez Mozart en unos cuantos centenares. ¿Cuántos Hitler en noventa y cuatro? ¿Uno? ¿Dos? ¿Tres?
—No lo sé —insistió Nürnberger—. Era una manera de decir. En realidad, nadie lo sabe. —Sonrió agriamente—. A las ranas no se les hicieron tests de personalidad.
—Haga una estimación —pidió Liebermann.
—Si a los padres se les eligió teniendo en cuenta solamente la edad, raza y ocupación del padre, yo diría que las perspectivas son bastante pobres... desde el punto de vista de Mengele, quiero decir; bastante buenas desde el nuestro.
—Pero no perfectas —lo apremió Liebermann.
—No, claro que no.
—Aunque no hubiera más que uno —señaló Lena—, estaría siempre la probabilidad de que recibiera las influencias adecuadas. Las inadecuadas.
¿Recuerda usted lo que dijo en la conferencia? —preguntó Klaus a Liebermann—. Alguien le preguntó si los grupos neonazis eran peligrosos, y usted dijo que en este momento no, que solamente lo serían si las condiciones sociales empeoraban (que es lo que sucede día a día, bien lo sabe Dios) y aparecía otro líder al estilo de Hitler.
Liebermann movía afirmativamente la cabeza.
—Que podrá hablar simultáneamente al mundo entero —se anticipó—, por televisión, vía satélite. Dios del cielo
Cerró los ojos, se cubrió la cara con las manos y se frotó los dedos sobre los párpados, oprimiéndoselos.
—¿A cuántos padres han matado ya? —preguntó Nürnberger.
—¡Es verdad! —exclamó Klaus—. ¡Nada más que a seis! No es tan grave como parece.
—A ocho —corrigió Liebermann, retirando las manos de sus ojos enrojecidos, parpadeantes—. Se olvida usted de Guthrie, en Tucson, y del que hay entre él y Curry. Y también hay otros, de los que no estamos al tanto, en los otros países. Más al comienzo que después; en los Estados Unidos, por lo menos, fue así.
—La tanda inicial debió producirle una proporción mayor de éxitos de lo que esperaba —conjeturó Nürnberger.
—No puedo menos que tener la sensación de que está usted bastante satisfecho —observó Klaus.
—Bueno, pues hay que admitir que, desde un punto de vista estrictamente científico, es un paso adelante.
—¡Pero, Dios mío! ¿Quiere usted decir que es capaz de quedarse ahí sentado y...?
—Klaus —interrumpió Lena.
—Oh..., mierda —masculló Klaus, aplastando las almendras contra el baúl.
—Mañana me voy a Washington. —Liebermann se dirigió a Nümberger—, para hablar con la Oficina Federal de Investigaciones..., el FBI. Sé quién es el próximo padre en la lista, y ellos podrían tenderle una trampa al asesino; tienen que tendérsela. ¿Quiere usted venir conmigo para ayudarme a convencerlos?
—¿Mañana? —se espantó Nürnberger—. No me es posible.
—¿Ni para evitar un nuevo Hitler?
—¡Dios mío! —Nürnberger se frotó el entrecejo—. Sí, está bien —asintió—, si es que realmente me necesita. Pero mire, en Harvard, en Cornell, en la Universidad tecnológica de California hay hombres cuyos antecedentes son muy superiores a los míos y que, en todo caso, por el solo hecho de ser norteamericanos pesarán mucho más para las autoridades del país. Si usted quiere, puedo darle sus nombres y los de las instituciones...
—Claro que sí.
—...y si por cualquier razón sigue necesitando de mí, entonces iré.
—Está bien —asintió Liebermann—. Gracias.
Del interior de su chaqueta, Nürnberger sacó una estilográfica y una libreta de piel negra.
—Es probable que el propio Shettles le ayude —sugirió.
—Anóteme el nombre, y dónde puedo encontrarlo —pidió Liebermann—. Y anóteme todo lo que se le ocurra. Tiene razón, un norteamericano será mejor —comentó, dirigiéndose a Klaus—. Si vamos dos extranjeros, nos echarán de una patada en el culo
—¿No tiene usted ningún contacto allí? —preguntó Klaus.
—Mis contactos se acabaron —explicó Liebermann—. Con el Departamento de Justicia ya no tengo más contactos, pero me las arreglaré. Echaré abajo las puertas. ¡Dios del cielo! ¡Imagínenselo! ¡Noventa y cuatro jóvenes Hitler!
—Noventa y cuatro niños —volvió a rectificar Nürnberger, sin dejar de escribir— con la misma dotación genética que Hitler.
Como hotel, como lugar donde estar, el «Benjamin Franklin» se merecía más o menos la décima parte de una estrella en opinión de Mengele, y eso únicamente porque el lavabo del cuarto de baño tenía cierto encanto antiguo. Como lugar para deshacerse de un enemigo empeñado en destruirle a uno la obra de su vida y en anular la última esperanza (no, certidumbre), de supremacía de la raza aria, sin embargo, se merecía tres estrellas y media, y probablemente cuatro.
Por un lado, la clientela que se veía en el recibidor era en parte negra, lo que, naturalmente, significaba que los crímenes no eran nada inaudito en el lugar. Como prueba de ello —si es que hicieran falta pruebas— en la puerta de su habitación, la 404, quedaban ostensibles huellas de que había sido forzada y en el lado interior había pegada una advertencia que anunciaba: Para su protección, se le ruega que mantenga la puerta con cerrojo. Mengele la acató.
En segundo término, el lugar estaba mal atendido; a las 11.40 de la mañana, las bandejas del desayuno seguían ante la puerta de algunas habitaciones. Tan pronto como se hubo quitado el maldito aparato ortopédico (que sólo había usado para cruzar la frontera, y tal vez se volvería a poner en Alemania) se asomó para coger una bandeja, una panera y uno de los letreros de No molestar. Ocultó la bandeja entre el colchón y el somier de muelles de la cama y la panera en una bolsa de papel, destinada a la ropa para el lavadero, que encontró en un estante del armario; guardó el letrero de No molestar en el cajón de la mesa junto con otro que ya había allí Estudió el plano de la planta, fijado sobre la puerta; había tres escaleras, una a la derecha, tan pronto como se doblaba el ángulo al salir de la 404, señalada con una flecha. Volvió a salir, la encontró, abrióla puerta, entró en el descansillo y recorrió con la vista los escalones pintados de gris.
El servicio era abominable. Cuando le llevaron el almuerzo ya había excretado y limpiado el tubo de los diamantes, se había lavado y puesto polvos de talco en el cuello magullado, había sacado de las maletas todo lo que tenía intención de sacar, encendido el televisor y preparado una lista de todo lo que tenía que comprar y hacer. Pero el camarero que le llevaba el almuerzo —que se merecía una estrella completa— era un hombre blanco casi de la misma edad que él, es decir, de unos sesenta años, ataviado con una simple chaquetilla de tela blanca que, sin duda, se podría comprar en cualquier tienda que vendiera ropa de trabajo. La agregó a su lista, ya que comprarla le resultaría más fácil que robar una.
La comida fue un lenguado a la bonne femme... Preferible olvidarlo.
Un poco después de la una salió del hotel por una puerta lateral. Gafas de sol, nada de bigote, un sombrero, peluca, abrigo con el cuello levantado. Bajo la axila, el arma en su pistolera. No quería dejar nada de valor en aquella habitación, y, además, en los Estados Unidos era prudente ir armado; no sólo para él, para cualquiera.
Washington era una ciudad más limpia de lo que había esperado, y muy atractiva, pero la nieve del día anterior mantenía húmedas las calles. Lo primero que hizo fue detenerse en una zapatería para comprar un par de chanclos. En un vuelo de pocas horas había pasado del verano al invierno, y él siempre había sido sensible a los resfriados; su lista incluía también vitaminas.
Fue andando hasta una librería, donde entró y se puso a recorrer las estanterías, cambiándose las gafas oscuras por las que usaba habitualmente para leer. Encontró un ejemplar del libro de Liebermann en edición de bolsillo, y observó la foto, no mayor que un sello de Correos, reproducida en la contratapa. Era inconfundible aquella nariz de judío. Al ojear la sección de fotografías incluida en el centro del libro, tropezó con la suya; pero Liebermann, por lo demás, se vería en dificultades para reconocerlo. La fotografía que aparecía en el libro era la tomada en Buenos Aires en 1959, evidentemente, la mejor que el autor había podido conseguir. Ni con la peluca y el bigote castaños ni con su propio pelo gris casi rapado y el recién afeitado labio superior, Mengele se parecía mucho, ¡ay!, al apuesto personaje que había sido dieciséis años antes. Sin contar con que Liebermann, naturalmente, ni esperaría encontrarse con él.
Volvió a dejar el libro en el estante y encontró una sección de libros de viajes. Eligió un atlas de carreteras de los Estados Unidos y otro de Canadá, los pagó con un billete de veinte dólares y aceptó el cambio, en monedas y billetes, echando un vistazo descuidado y con un gesto de agradecimiento.
De nuevo con las gafas de sol, se dirigió a calles menos espaciosas, donde los escaparates de las tiendas eran más chillones y llamativos. No pudo encontrar lo que buscaba y finalmente se lo preguntó a un joven negro, ya que nadie podría saberlo mejor que él. Siguió andando, ajustándose a las indicaciones, expresadas con sorprendente claridad.
—¿Qué clase de cuchillo? —le preguntó el hombre, también negro, que estaba detrás del mostrador.
—De caza.
Eligió el mejor. Fabricación alemana, bueno de manejar, una verdadera maravilla. Y tan afilado que se podían cortar con él tiras de un papel sostenido en el aire. Dos billetes más de veinte, y uno de diez.
La puerta siguiente era la de un drugstore; compró las vitaminas.
En la manzana siguiente lo encontró: Uniformes y ropa de trabajo.
—Usted debe tener el treinta y seis.
—Sí.
—¿No quiere probársela?
—No. (Se notará la pistola.)
Se compró también un par de guantes blancos, de algodón. Le fue imposible encontrar una tienda de comestibles. Nadie sabía; aparentemente, no comían.
Finalmente descubrió una, un supermercado relumbrante, lleno de negros. Compró tres manzanas dos naranjas, dos plátanos y, para su propio consumo, un hermoso racimo de uvas blancas, sin semilla.
Tomó un taxi para volver al «Benjamin Franklin» —la entrada lateral, por favor—, y a las 3.22 estaba de regreso en la lamentable habitación de un décimo de estrella.
Descansó un rato mientras tomaba algunas uvas y miraba los atlas, sentado en el «cómodo» sillón del cuarto y consultando de vez en cuando las hojas escritas a máquina en que llevaba anotados nombres, direcciones, fechas. Podría dar con Wheelock, suponiendo que viviera aún en New Providence, Pennsylvania, casi en la fecha fijada. Intentaría mantenerse a no más de seis meses de las fechas óptimas. Davis en Kakakee; después, el Canadá en busca de Stroheim y de Morgan. Más adelante, Suecia. ¿Tendría que renovar el visado?
Tras el descanso, un ensayo. Se quitó la peluca y se puso la chaquetilla y los guantes blancos; practicó llevando en la bandeja la cesta de frutas.
Como atención de la casa, señor —repitió una y otra vez, hasta que le pareció que había obtenido la pronunciación correcta.
Se paró de espaldas a la puerta, cerrada con cerrojo, colgó del aire el cartel de No molestar y lo dejó caer.
«Como atención de la casa, señor» —atravesó la habitación con la bandeja, la dejó sobre la cómoda, sacó el cuchillo de la vaina que se había puesto en el cinturón; se volvió, ocultando el cuchillo a sus espaldas; dio unos pasos, se detuvo, extendió la mano izquierda.
—Gracias, señor —la mano izquierda le cogía, mientras la derecha le apuñalaba.
«Gracias, señor.» Gracias. Cias, cias, cias.
Los judíos, ¿dan propina?
Ensayó algunos otros movimientos, por las dudas.
La meseta de nubes iluminada por el sol terminó bruscamente; con un azul casi negro, arrugado y moteado de blanco, inmóvil, abajo estaba el océano. Con el mentón apoyado en la mano, Liebermann lo contemplaba.
Ay.
Se había pasado la noche despierto, como despierto se había pasado el día, pensando en un Hitler adulto que ametrallara con sus demoníacos discursos a las muchedumbres, demasiado descontentas para que les importara un rábano la historia. Y hasta en dos o tres Hitler, maniobrando para llegar al poder en diferentes lugares, reconocidos por sus secuaces, y por ellos mismos, como los primeros seres humanos obtenidos mediante lo que en 1990 más o menos sería un procedimiento bien conocido y, probablemente, practicado en gran escala. Más parecidos que hermanos, el mismo hombre multiplicado: ¿no unirían acaso sus fuerzas para librar otra vez (¡con armas de 1990!) la guerra racial del primero de ellos? Indudablemente, tal era la esperanza de Mengele; era lo que había dicho Barry: « ¡Se supone que los llevará al triunfo de la raza aria, por el amor de Dios!» Más o menos con esas palabras.
Lindo paquete para entregárselo a un FBI en el que, desde la muerte de Hoover en el 72, casi el cien por ciento del personal había cambiado. Ya se imaginaba la pregunta, extrañada: «¿Yakov qué?»
La noche anterior había sido bastante fácil convencer a Klaus de que ya se las arreglaría, de que echaría abajo las puertas; y en realidad no estaba del todo falto de contactos. Había senadores a quienes él había conocido cuando todavía ocupaban sus cargos; uno de ellos, sin duda, haría que se le abrieran las puertas necesarias. Pero ahora, después de haber sopesado el horror, temía que, aun contando con que se le abrieran las puertas, se perdería demasiado tiempo. Habría que investigar la muerte de Guthrie y la de Curry, interrogar a las viudas, interrogar a los Wheelock... Lo urgentemente necesario era capturar al asesino designado para Wheelock y por medio de él, encontrar a los otros cinco. El resto de los noventa y cuatro hombres debían salvarse de la muerte; no se debía permitir que los discos de las cajas de seguridad, como expresara Lena en su comparación (buena para recordar y usar en los días venideros) giraran hasta llegar a lo que tal vez fuera el número final y decisivo de la combinación.
Lo que empeoraba más las cosas era que el 22 no pasaba de ser una aproximación a la fecha designada para la muerte de Wheelock. ¿Y si la fecha real era anterior? ¿Y si... (era irrisorio, de qué pequeñeces podía depender la historia futura), si Frieda Maloney se había equivocado al decir que el cachorro tenía diez semanas? ¿Qué pasaría si no tenía más que nueve semanas, ocho, tal vez, cuando los Wheelock recibieron el niño? El asesino podía dar el golpe y desaparecer en cosa de muy pocos días.
Miró el reloj: las 10.28. No, no era ésa la hora; todavía no lo había retrasado. Se ocupó de hacerlo: giró las manecillas, con lo que ganaba seis horas, por lo menos en lo que se refería a los relojes: las 4.28 En media hora estarían en Nueva York y, pasada la aduana, el breve salto a Washington. Esa noche podría dormir un poco, al menos así lo esperaba (ya se sentía un poco aturdido), y por la mañana llamaría a los despachos de los senadores; también a Shettles y a algunos otros de la lista que le había dado Nürnberger.
Bastaba con arreglar de inmediato que al asesino de Wheelock lo vigilaran, sin necesidad de andar esperando, explicando, verificando, indagando. Tendría que haber venido antes; y era lo que habría hecho, claro, de haber sabido la cabal enormidad de...
Ay.
Lo que necesitaba realmente era un FBI judío, o una rama estadounidense de la Mossad israelí. Algún lugar donde pudiera ir mañana mismo a decirles:
—«Un nazi va a matar a un hombre de apellido Wheelock en New Providence, Pennsylvania. Vigilen a éste y capturen al nazi. No me hagan preguntas, ya les explicaré después. Soy Yakov Liebermann. ¿Le daría yo acaso una información errónea?»
Y que sin más ni más salieran a hacer lo que les pedía.
¡Qué sueño! ¡Si existiera una organización así!
En el avión, la gente se ponía los cinturones de seguridad, haciendo comentarios entre sí; se había encendido la señal.
Con el ceño fruncido, Liebermann siguió mirando por la ventanilla.
Tras una reparadora hora de siesta, Mengele se lavó y se afeitó, se puso la peluca y el bigote y se enfundó en su traje negro. Dispuso todo sobre la cama —la chaquetilla blanca, los guantes, el cuchillo en su vaina, la bandeja con la cesta de fruta y el anuncio de No molestar—, de modo que tan pronto como viera a Liebermann inscribirse en la recepción y supiera qué número de habitación tenía, le fuera posible volver rápidamente arriba para asumir sin demora su papel de camarero. Cuando salió de la habitación se aseguró de que estaba bien cerrado el picaporte y colgó en él el otro cartel de No molestar.
A las siete menos cuarto estaba sentado en el vestíbulo, hojeando un ejemplar del Time, sin perder de vista la puerta giratoria. Los pocos recién llegados que maleta en mano se acercaban al mostrador de recepción situado del otro lado del vestíbulo eran casi todos hombres solos. Un verdadero muestrario elemental de tipos raciales inferiores; no sólo había negros y semitas, sino también un par de orientales. Se inscribió, no obstante, un espléndido tipo ario, joven, pero minutos después, como si fuera para compensar un error, apareció un enano negro, que arrastraba junto a sí una maleta con ayuda de un soporte de metal con ruedas.
A las siete y veinte entró Liebermann: alto, cargado de hombros, bigote negro, con una gorra castaña y abrigo castaño, con cinturón. ¿O no sería Liebermann? Un judío, sí, pero parecía demasiado joven, y la nariz no era la de Liebermann.
Se levantó, atravesó perezosamente el vestíbulo y tomó un ejemplar de Esta semana en Washington de un montón que había sobre el deteriorado mostrador de mármol.
—¿Se quedará usted hasta el viernes por la noche? —preguntaba el empleado al posible Liebermann a espaldas de Mengele.
—Sí.
Apareció un botones.
—Haz el favor de acompañar al señor Morris a la habitación 717.
—Sí, señor.
Siempre con lentitud, volvió a atravesar el vestíbulo. Un libanés o algo así le había ocupado el asiento; un tipo gordo y de aspecto grasiento, con anillos en todos los dedos.
Se buscó otro lugar.
Desde allí vio llegar a la nariz de las narices, pero venía adherida al rostro de un joven que llevaba del brazo a una mujer de pelo gris.
A las ocho se metió en una cabina telefónica y llamó al hotel. Preguntó (con sumo cuidado de no tocar con los labios la boquilla del teléfono, que podía estar llena de sabe Dios qué microbios) si esperaban al señor Liebermann.
—Un momento —un clic, ruido de llamada. El empleado que estaba en Recepción, al otro lado del vestíbulo, levantó el teléfono.
—Recepción.
—¿Tienen ustedes una habitación reservada para el señor Yakov Liebermann?
—¿Para esta noche?
—Sí.
El empleado miró hacia abajo, como si leyera.
—Sí, señor —respondió—. ¿Es el señor Liebermann el que habla?
—No.
—¿Quiere usted dejarle un mensaje?
—No, gracias, le llamaré más tarde.
Desde el interior de la cabina podía mantener con igual facilidad su vigilancia, de modo que puso otra moneda en el teléfono y preguntó a la telefonista cómo podía conseguir el número de un abonado de New Providence, Pennsylvania. Ella le dio un número para llamar, que Mengele anotó en el borde rojo de la revista Time; después retiró la moneda del receptáculo al pie del teléfono, la volvió a insertar y marcó.
Había un Henry Wheelock en New Providence. Escribió el número debajo del otro. La mujer le dio también la dirección, Old Buck Road, sin número.
Un hombre de aspecto latino, con una maleta y un perro pachón sin correa, se acercó a Recepción.
Mengele pensó un momento y volvió a llamar a la telefonista para pedirle instrucciones. Examinó las monedas que había dispuesto en el pequeño estante, bajo el teléfono, y eligió las adecuadas.
Sólo en el momento en que el teléfono empezaba a sonar al otro extremo de la línea cayó en la cuenta de que, si ése era el número del verdadero Henry Wheclock, era posible que le contestara el muchacho personalmente. ¡Dentro de unos instantes podría estar hablando con su Führer, renacido! Una alegría embriagadora le dejó sin aliento y le obligó a apoyarse, mareado, contra la pared de la cabina mientras el teléfono volvía a llamar. ¡Ah, por favor, pequeño atiende tú mismo el teléfono!
—¿Diga? —era una mujer.
Hizo una inspiración profunda y dejó escapar el aire.
—¿Diga?
—Sí —se enderezó—. ¿Está el señor Henry Wheelock?
—Sí, pero está en el fondo.
—¿Es usted la señora Wheelock?
—Sí, la misma.
—Mi apellido es Franklin, señora. Tienen ustedes un hijo de unos catorce años.
—Así es.
Gracias a Dios.
—Yo organizo viajes para chicos de esa edad. ¿No les interesaría a ustedes enviarlo a Europa el próximo verano?
Se oyó una risa.
—Oh, no, no lo creo.
—¿Puedo mandarle un folleto?
—Claro que puede, pero no le servirá de mucho —La dirección, ¿es Old Buck Road?
—Pero es que, realmente, no va a viajar.
—Buenas noches, entonces. Lamento haberla molestado.
Al salir de la cabina tomó un folleto del mostrador de alquiler de coches, sin personal en ese momento, y se sentó a leerlo, levantando la vista cada vez que veía moverse la puerta giratoria.
Mañana alquilaría un coche para ir a New Providence. Y una vez resuelto el asunto Wheelock iría a Nueva York, devolvería el coche, y vendería un diamante antes de volar a Chicago. Siempre que Robert K. Davis viviera todavía en Kankakee.
Pero, ¿dónde infiernos estaba Liebermann?
A las nueve entró en la cafetería y ocupó un taburete ante el mostrador, desde donde podía ver la puerta giratoria a través de los cristales. Se tomó unas tostadas con huevos revueltos y bebió el peor café del mundo.
Al salir pidió cambio de un dólar y volvió a entrar en la cabina telefónica para llamar al hotel. Tal vez Liebermann hubiera entrado por la puerta lateral
No, no había llegado. Seguían esperándole.
Llamó a los dos aeropuertos, en la esperanza —¿no era posible, acaso?— de que se hubiera estrellado el avión.
No tuvo tanta suerte. Todos los vuelos estaban llegando, además, dentro del horario.
El hijo de puta debía haberse quedado en Mannheim. Pero ¿por cuánto tiempo? Era demasiado tarde para llamar a Viena y pedirle información a esa Fráulein Zimmer. O demasiado temprano, más bien; allá no eran ni siquiera las cuatro de la mañana.
Empezó a preocuparle la idea de que a alguien pudiera llamar la atención el verle sentado toda la tarde en el vestíbulo, vigilando la puerta.
¿Dónde estás, maldito judío? ¡A ver si vienes de una vez para que pueda matarte!
El miércoles por la tarde, minutos después de las dos, Liebermann se bajó de un taxi atascado en medio del tráfico en mitad del centro de Manhattan y, pese a la lluvia helada, siguió a pie por la acera. Su paraguas, prestado por Marvin y Rita Farb, en cuya casa se había quedado a pasar la noche, tenía en cada uno de los sectores de tela un color más llamativo que el otro (es un paraguas, se recordó, y alégrate de tenerlo).
Chapoteando, recorrió con paso vivo la acera oeste de Broadway, esquivando otros paraguas (negros) y pasando junto a hombres que empujaban perchas de vestidos cubiertas de plástico. Al pasar, miró el número de los edificios de oficinas y apretó el paso.
Recorrió unas siete u ocho manzanas, atravesó una calle y miró el edificio que allí se alzaba, una construcción destinada a oficinas, con una tienda de artículos eléctricos en la planta baja y unas veinte plantas de mampostería hosca y ventanas estrechas; después se dirigió hacia el arco de la entrada y con la espalda empujó la pesada puerta de vaivén, mientras cerraba su paraguas multicolor.
Atravesó el vestíbulo revestido por una alfombra negra (más bien pequeño y ocupado en su mayor parte por un quiosco de revistas y golosinas) y se unió a la media docena de personas que esperaban los ascensores; se sacudió los zapatos empapados y con la punta del paraguas dio unos golpecitos sobre el mojado felpudo de goma, provocando una pequeña lluvia.
En el piso doce —oscuro y con la pintura descascarillada— fue leyendo los números pintados en las puertas: 1202, Aaron Goldman, Flores artificiales; 1203, C. M. Roth, Cristalería importada; 1204, B. Rosenzweig, Muñecas de porcelana. En el panel de la habitación 1205 se leían las letras YJD, hechas con un adhesivo metálico, la D un poquito más alta que las otras dos letras. Liebermann golpeó con los nudillos en el cristal translúcido y detrás se vio aparecer algo borroso, de color carne y blanco.
—¿Sí? —preguntó la voz de una mujer joven. —Soy Yakov Liebermann.
Se oyó un clic y la abertura del buzón colocado bajo el panel de cristal se iluminó.
—Páseme su documento de identidad, por favor.
Cuando Liebermann sacó el pasaporte para pasarlo por la ranura, sintió que se lo tomaban de los dedos.
Esperó. La puerta tenía dos cerraduras, una que parecía ser la original y, debajo, otra aparentemente nueva, de bronce pulido.
Se oyó el ruido de un cerrojo y la puerta se abrió Liebermann entró.
—Shalom —le saludó, sonriente, una muchacha gordezuela de unos dieciséis años, con el pelo rojo peinado hacia atrás, que le ofrecía su pasaporte.
—Shalom —repitió él, tomándolo.
—Tenemos que andar con cuidado —se disculpó la chica. Cerró la puerta y volvió a echar el cerrojo. Llevaba un jersey blanco y tejanos azules, muy ajustados; el pelo le caía por la espalda y lo llevaba recogido en una brillante cola de caballo.
Estaban en una minúscula antesala atestada de objetos: un escritorio, una fotocopiadora sobre una mesa donde había también pilas de papel blanco y rosado; estantes de madera sin pintar, repletos de volantes y de reimpresiones de periódicos; en la pared opuesta había una puerta, casi cerrada, que tenía pegado un cartel de los Young Jewish Defenders, los Jóvenes Defensores Judíos: una mano que esgrimía una daga, frente a una estrella judía, azul.
La joven tendió la mano hacia el paraguas y Liebermann se lo dio; ella lo puso en una papelera metálica donde había ya otros dos, negros, mojados.
—¿Es usted la señorita que me atendió por teléfono? —preguntó Lieberman mientras se quitaba el abrigo.
Ella hizo un gesto afirmativo.
—Pues preparó todo con mucha eficiencia. ¿Ya ha llegado el rabí?
—En este momento —la chica le recibió el sombrero y el abrigo.
—Gracias. ¿Cómo está su hijo?
—Todavía no se sabe. Su estado es estacionario.
—Mmmm —Liebermann sacudió la cabeza, comprensivo.
La muchacha encontró lugar para el abrigo y el sombrero en una percha atestada. Mientras se enderezaba la chaqueta y se pasaba una mano por el pelo, Liebermann echó un vistazo a las pilas de volantes amontonados en un estante, junto a él: El nuevo judío; Nada de compromisos; KISSinger OF DEATH... ingenioso: el bessinger de la muerte.
Disculpándose, la chica pasó por delante de Liebermann para llamar a la puerta entreabierta; la abrió un poco más y miró hacia dentro.
—¿Reb? Aquí está el señor Liebermann.
Empujó la puerta hasta abrirla del todo y se apartó, mirando con una sonrisa a Liebermann.
Mientras éste entraba en una oficina demasiado caldeada, llena de gente, de mesas y de bullicio, un hombre macizo y de barba rubia le miró con gesto hosco, en tanto que desde atrás del escritorio se le acercaba el rabí Moshe Gorin. Apuesto y sonriente de pelo oscuro y mandíbula azulada, vestía una chaqueta de tweed y una camisa amarilla de cuello abierto. Tomó enérgicamente en las suyas la mano de Liebermann y se quedó mirándole con sus magnéticos ojos castaños realzados por las ojeras.
—Desde que era niño deseaba conocerle —expresó con voz suave, pero intensa—. Es usted uno de los pocos hombres de este mundo a quienes realmente admiro, y no solamente por lo que hizo, sino por haberlo hecho sin ninguna ayuda del establishment. Y me refiero al establishment judío.
—Gracias —respondió Liebermann, complacido en medio de su confusión—. También yo quería conocerle, rabí. Y le agradezco que haya accedido a venir.
Gorin le presentó a los demás. El de barba rubia y nariz de halcón, con un apretón de manos que recordaba a una apisonadora, era su segundo, Phil Greenspan. El hombre alto, medio calvo, con gafas, era Elliott Bachrach. Otro, corpulento y de barba negra, Paul Stern. El más joven, de unos veinticinco años, con espeso bigote negro, ojos verdes y otro apretón de manos que se las traía, Jay Rabinowitz. Todos estaban en mangas de camisa y, lo mismo que Gorin, llevaban solideo.
Acercaron unas sillas desde las otras mesas y las dispusieron de manera que pudieran sentarse alrededor de un ángulo de la de Gorin. Bachrach, el alto de las gafas, se sentó detrás de Gorin en el alféizar de una ventana, con los brazos cruzados y la cortina totalmente corrida a sus espaldas. Liebermann, sentado frente a Gorin, recorrió con la vista a los hombres de aspecto sobrio y fuerte y el despacho descuidado y atestado, con sus mapas de la ciudad y del mundo clavados en las paredes, un encerado sostenido por un caballete, pilas de libros y periódicos.
Mejor será que no mire este lugar —Gorin le restó importancia con un gesto de la mano.
—No es tan diferente de mi oficina —le informó Liebermann, sonriente—. Un poquito más grande, tal vez.
—Pues lo siento por usted.
—¿Cómo sigue su hijo? —preguntó Liebermann.
—Espero que mejore —respondió Gorin—. En este momento, estacionario.
—Le agradezco que haya venido.
Gorin se encogió de hombros.
—Su madre está con él, y yo ya he dicho mis plegarias —sonrió.
Liebermann trató de ponerse cómodo en la silla.
—Cada vez que hablo... en público, por supuesto —aclaró—, me preguntan qué pienso de usted, y siempre contesto que, como nunca nos hemos encontrado personalmente, no he podido formar opinión —sonrió a Gorin—. Ahora tendré que dar una nueva respuesta.
—Favorable, espero —sonó el teléfono que había en la mesa—. ¡Aquí no hay nadie, Sandy, a menos que sea mi mujer! —gritó Gorin hacia la puerta. Después se dirigió a Liebermann—: ¿No espera usted ninguna llamada, verdad?
El interrogado sacudió la cabeza.
—Nadie sabe que estoy aquí. Se supone que estoy en Washington —carraspeó para aclararse la garganta y se apoyó las manos en las rodillas—. Ayer tarde iba camino para allá, con intención de dirigirme al FBI para que me ayude en algunos asesinatos que estoy investigando, aquí y en Europa. Obra de hombres que pertenecieron a las SS.
—¿Son cosa reciente? —Gorin parecía preocupado.
—Es algo que está sucediendo ahora —le informó Liebermann—, combinado desde Sudamérica por la Kameradenwerk y el doctor Mengele.
—Ese hijo de puta... —definió Gorin. Los otros hombres se movieron en sus asientos y Greenspan, el de la barba rubia, se dirigió a Liebermann:
—Tenemos un grupo nuevo en Río de Janeiro. Tan pronto como contemos con la gente suficiente, organizaremos un comando para que se ocupe de él.
—Ojalá tengan suerte —le deseó Liebermann—. Sigue vivito y coleando, y es él quien maneja todo este asunto. En septiembre mató a un joven judío, un muchacho de Evanston, Illinois, allá en Brasil. El chico estaba hablando por teléfono conmigo, poniéndome al tanto de esto. Ahora, mi problema es el tiempo que va a ser necesario para convencer al FBI de que hablo con conocimiento de causa.
—¿Por qué esperó tanto? Si en septiembre ya sabía...
—Es que no sabía —explicó Liebermann—. Todo era puro «si» y «quizá», pura incertidumbre. Solamente ahora he conseguido ver con coherencia todo el asunto —suspirando, sacudió la cabeza—. De modo que en el avión se me ocurrió de pronto que tal vez ustedes —dejó de dirigirse a Gorin para mirarlos a todos—, los Jóvenes Defensores Judíos, pudieran darme una mano en esto mientras yo voy a Washington.
—Cualquier cosa que podamos hacer, no tiene más que pedírnosla —le aseguró Gorin, y los demás asintieron.
—Gracias, era lo que esperaba. Se trata —siguió explicando Liebermann— de vigilar a alguien, en Pennsylvania. El pueblo es New Providence, un puntito en el mapa, cerca de la ciudad de Lancaster.
—Pennsylvania... tierra de holandeses —observó el hombre de barba negra—. La conozco.
—Ese hombre es el próximo que matarán aquí. El 22 de este mes, pero es probable que antes. Tal vez falten solo unos pocos dias, de manera que hay que tenerlo vigilado. Pero tampoco hay que asustar a quien proyecte matarle, no sea que huya, ni menos darle muerte; lo que hay que hacer es capturarle, para interrogarle —miró a Gorin—. ¿Tienen ustedes gente que pueda hacer un trabajo así? ¿Vigilar a alguien y capturar a un hombre?
Gorin hizo un gesto afirmativo.
—Está usted ante ellos —dijo Greenspan y después se dirigió a Gorin—: Que Jay se haga cargo de la demostración, que yo me ocuparé de esto.
Gorin sonrió, inclinó la cabeza hacia Greenspan y explicó a Liebermann:
—Lo que más lamenta nuestro amigo es haberse perdido la Segunda Guerra Mundial. Es el que dirige nuestras clases de combate.
—Espero que no sea durante más de una o dos semanas —aclaró Liebermann—, nada más que hasta que se haga cargo el FBI.
—Pero a ellos, ¿para qué los quiere? —preguntó el joven de bigote.
—Nosotros —completó Greenspan, dirigiéndose a Liebermann—, se lo capturaremos y conseguiremos obtener de él más información que ellos, y más rápido. Se lo garantizo.
Sonó el teléfono. Liebermann sacudió la cabeza.
—Tengo que recurrir a ellos, porque el asunto tiene que pasar a la Interpol. Hay otros países implicados y cinco hombres más, aparte del que capturemos.
Gorin, que miraba hacia la puerta, se volvió hacia Liebermann.
—¿Cuántos muertos ha habido ya? —preguntó. —Ocho, que yo sepa.
Gorin hizo un gesto de dolor. Alguien silbó.
—Siete, que yo sepa —se corrigió Liebermann—. Y uno muy probable, pero tal vez más.
—¿Judíos? —preguntó Gorin. Liebermann negó con un gesto.
—¿Por qué? —intervino Bachrach, desde la ventana—. ¿Para qué es todo esto?
—Sí —lo apoyó Gorin—. ¿Quiénes eran, y quién es el de Pennsylvania?
Liebermann. Inhalo profundamente y volvio a soltar el aire, inclinándose hacia delante.
—Si les digo que es muy, muy importante —expresó—, más importante, a la larga, que el antisemitismo ruso y las presiones sobre Israel... ¿se conformarían con eso? Les aseguro que no estoy exagerando.
En silencio, con el ceño fruncido, Gorin miraba la mesa que tenía delante. Luego levantó los ojos, los fijó en Liebermann, sacudió la cabeza y sonrió, disculpándose.
—No —declaró—. Lo que está pidiendo usted a Moshe Gorin es que le preste tres o cuatro de sus mejores hombres, más tal vez. Y hombres, no muchachos. En un momento en que nuestras filas están ya diezmadas y en que el Gobierno no me pierde de vista porque estoy poniendo en peligro su preciosa distensión. No, Yakov —sacudió la cabeza—. Le daré toda la ayuda que pueda, pero ¿qué clase de líder sería yo si comprometiera a mis hombres a ciegas, aun tratándose de Yakov Liebermann?
Liebermann hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Ya me imaginaba que por lo menos querría saberlo —cedió—. Pero no me pidan pruebas, rabí. Limítense a escucharme y a confiar en mí. De otra manera, habré perdido el tiempo —les miró a todos miró a Gorin, se aclaró la garganta—. Por casualidad —empezó— ¿han estudiado algo de biología?
—¡Dios santo! —exhaló el hombre del bigote.
—La palabra inglesa con que se designa es cloning —precisó Bachrach—. Hace unos años, el Times publicó un artículo sobre eso.
Gorin sonreía débilmente, mientras se enrollaba un hilo suelto alrededor de un botón del puño.
—Esta mañana —evocó—, junto al lecho de mi hijo, me preguntaba: «¿Qué vendrá ahora, oh Señor?» —con un gesto del mentón señaló a Liebermann, sonriendo con amargura—: ¡Noventa y cuatro Hitler!
—Noventa y cuatro muchachos con los genes de Hitler —le recordó Liebermann.
—Para mí, equivalen a noventa y cuatro Hitler.
—¿Está usted seguro de que ese hombre... Wheelock, está con vida aún? —quiso saber Greenspan.
—Sí —respondió Liebermann.
—¿Y de que no se ha mudado de casa? —preguntó el de barba.
—Tengo su número de teléfono —explicó Liebermann— y aunque no quería hablar personalmente con él mientras no supiera si estarían ustedes dispuestos a hacer lo que les pido —miró a Gorin—, pedí a la señora del matrimonio en cuya casa me alojo que le llamara esta mañana. Le dijo que quería comprar un perro y que había oído decir que él tenía un criadero. Es él, y le dio las instrucciones para llegar hasta allí.
—Tendremos que resolver esto fuera de Filadelfia —dijo Gorin a Greenspan. Después explicó a Liebermann—: Lo único que no haremos será pasar armas por ninguna frontera estatal. El FBI estaría encantado con la excusa para arrestarnos a nosotros y al nazi.
—¿Quieren que llame ahora a Wheelock? —preguntó Liebermann.
Gorin asintió, sin hablar.
—Será mejor que ponga a alguien en su casa, con él —reflexionó Greenspan. El joven del bigote acercó el teléfono a Liebermann. Éste se puso las gafas y sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta.
—Hola, señor Wheelock. ¿Sabe que su hijo es Hitler? —enunció Bachrach, desde la ventana.
—No voy a mencionar para nada al muchacho —explicó Liebermann—. Tal como se hizo la adopción, eso podría ser suficiente para que cuelgue. ¿Se marca directamente, no?
—Si tiene el prefijo...
Liebermann fue marcando el número que tenía escrito en el sobre.
—Ya deben de haber salido de la escuela —recordó Gorin—, de manera que es probable que se ponga el chico.
—Ya somos amigos —respondió secamente Liebermann—. Me encontré dos veces con él.
Al otro extremo de la línea, sonó el teléfono y volvió a sonar. Liebermann miró a Gorin, que le contemplaba fijamente.
—¿Diga? —se oyó, gutural, una voz de hombre. —¿El señor Henry Wheelock?
—Con él habla.
—Señor Wheelock, me llamo Yakov Liebermann y le llamo desde Nueva York. Presido el Centro de Información sobre Crímenes de Guerra, en Viena... es probable que usted haya oído hablar de nosotros. Recogemos información sobre los criminales de guerra nazis, ayudamos a encontrarlos y colaboramos en el proceso.
—Sí, algo sé. El caso Eichmann.
—Exactamente. Y otros. Señor Wheelock, en este momento sigo los pasos a alguien que se encuentra en el país. Voy para Washington para hablar del asunto con el FBI. El hombre que persigo ha matado a dos o tres personas en los Estados Unidos, no hace mucho tiempo, y planea matar a más.
—¿Quiere usted un perro guardián?
—No —respondió Liebermann— la próxima persona a quien este hombre piensa matar, señor Wheelock —miró a Gorin—, es usted.
—Ah, bueno, pero ¿quién habla? ¿Ted? Sí que pareces un verdadero agente choiman, cabezón.
—No es ninguna broma —insistió Liebermann—. Ya sé que pensará usted que un nazi no tiene ninguna razón para darle muerte...
—¿Quién dijo? Yo maté a muchos de ellos, de manera que bien contentos estarían de igualar a puntos, si es que todavía hay alguno.
—Hay uno que...
—Bueno, de una vez, ¿quién habla?
—Habla Yakov Liebermann, señor Wheelock.
—¡Demonios! —masculló Gorin, mientras los otros hablaban y gruñían. Liebermann se tapó el oído con un dedo.
—Le juro —insistió que hay un hombre que piensa ir a New Providence a matarle a usted, un hombre que ha estado en la SS y que llegará tal vez en cuestión de días. Lo que intento es salvarle la vida.
Silencio.
Liebermann siguió hablando:
—Estoy aquí, en el despacho del rabí Moshe Gorin, de los Jóvenes Defensores Judíos. Mientras yo no pueda conseguir para usted la protección del FBI, y eso puede llevarme una semana más o menos, el rabí quiere enviarle algunos de sus hombres, que podrían estar allí... —miró interrogativamente a Gorin.
—Mañana por la mañana.
—Mañana por la mañana —repitió Liebermann—. ¿Quiere usted cooperar con ellos hasta que lleguen allí los hombres del.FBI?
Silencio.
—¿Señor Wheelock?
—Escuche, señor Liebermann, si es que es usted Liebermann. Está bien, puede que lo sea. Pero le diré una cosa. El hecho es que está usted hablando con uno de los hombres que gozan de mayor seguridad en los Estados Unidos. En primer lugar, he sido funcionario en una penitenciaría estatal, de modo que algo sé del asunto ese de cuidarme. Y además, mi casa está llena de dobermans adiestrados, que a una palabra mía le destrozarían el cuello a cualquiera que me mire mal.
—Me alegro de saberlo —declaró Liebermann—, pero no podrán impedir que le caiga a usted encima una pared, o que alguien le dispare de lejos. Que es lo que les sucedió a otros dos de los hombres.
—Pero, ¿qué infiernos es todo esto? A mí no me persigue ningún nazi. Se ha equivocado usted de Henry Wheelock.
—¿Hay otro en New Providence que sea criador de dobermans? ¿De sesenta y cinco años, casado con una mujer mucho más joven, y con un hijo de casi catorce?
Silencio.
—Necesita usted protección —volvió a decir Liebermann—, y al nazi hay que capturarlo, no tienen que matarle los perros.
—Lo creeré cuando me lo diga el FBI. No quiero tener en mi casa chiquilines judíos con bates de béisbol.
Durante un momento, fue Liebermann el que se quedó en silencio,
—Señor Wheelock —preguntó después—, ¿podría pasar a verle mientras voy camino de Washington? Entonces se lo explicaré mejor.
Al ver que Gorin lo miraba interrogativamente apartó los ojos.
—Venga si quiere; estoy siempre en casa.
—¿Y cuando no esté su mujer?
—Ella es maestra, y está fuera la mayor parte del día.
—¿Y el chico, está también en la escuela?
—Cuando no ha hecho novillos con el pretexto de hacer películas. Él se cree que va a ser el próximo Alfred Hitchcock.
—Estaré allí mañana a mediodía.
—Como usted quiera. Pero usted, nada más. Si veo por las inmediaciones a alguno de sus «defensores judíos», le suelto los perros. ¿Tiene un lápiz? Le diré cómo llegar.
—Ya me lo ha explicado —respondió Liebermann—. Nos veremos mañana. Y espero que esta noche se quede usted en casa.
—Era lo que pensaba hacer.
Liebermann se volvió hacia Gorin.
—Tengo que decirle que lo que está en juego es la adopción —le explicó— y será mejor si no puede cortarme —sonrió—. Y también tengo que convencerle de que los de la YJD no son «chiquilines judíos con bates de béisbol». Tendrán que esperar ustedes en alguna parte hasta que yo les llame —concluyó dirigiéndose ahora a Greenspan.
—Yo tengo que ir primero a Filadelfia —respondió éste—, a reunir mis hombres y recoger el equipo. Quiero llevar a Paul conmigo —explicó a Gorin
Juntos planearon todo. Greenspan y Paul Stern irían a Filadelfia en el coche de Stern tan pronto como tuvieran todo preparado, y Liebermann, en el coche de Greenspan, iría a New Providence por la mañana. Después de convencer a Wheelock de que aceptara la protección de la YJD, llamaría a Filadelfia para que el equipo partiera a reunirse con él en la misma casa. Una vez arregladas allí las cosas, Liebermann se iría a Washington, siempre con el coche de Greenspan, hasta que el FBI relevara al equipo de judíos.
—Pero tendría que llamar a mi despacho —meditó mientras revolvía el té—. En Viena piensan que ya estoy allá.
Con un gesto, Gorin le indicó el teléfono, pero Liebermann lo pensó mejor.
—No, ahora no —sacudió la cabeza—. Es demasiado tarde allá. Llamaré por la mañana temprano. Además, así no soy una carga para ustedes.
Gorin se encogió de hombros.
—Yo tengo continuamente conferencias telefónicas con Europa, por nuestros grupos de allá —respondió.
—Mis contribuyentes se han pasado a usted —señaló pensativamente Liebermann.
—Supongo que en algunos casos ha sido así —admitió Gorin—. Pero el hecho de que los dos estemos aquí, trabajando juntos, demuestra que los contribuyentes siguen sirviendo a la misma causa, ¿no cree?
—Sí, claro —asintió Liebermann—. Claro que sí.
Se quedó pensando.
—El chico de Wheelock —dijo después— no es pintor. Estamos en 1975, y hace películas —sonrió—Pero eligió bien las iniciales; quiere ser otro Alfred Hitchcock. Y al padre, que ha sido funcionario, no le parece tan buena la idea. Hitler y su padre tuvieron grandes discusiones porque él quería ser artista.
Mengele había cruzado la calle el miércoles, a primera hora de la mañana, para ocupar una habitación en otro hotel, el «Kenilworth», donde se había inscrito como Kurt Koehler, de 18 Sheridan Road, Evanston, Illinois. Le habían pedido que pagara por adelantado, cosa nada sorprendente ya que todo su equipaje consistía en una exigua cartera de piel (papeles, cuchillo, cartuchos para la «Browning», diamantes) y una bolsita de papel (uvas).
No podía llamar al despacho de Liebermann desde la habitación del señor Ramón Aschheim y Negrín, porque después de la muerte de Liebermann sería muy posible que investigaran las llamadas de Koehler, ni tampoco le interesaba mucho conseguir cambio de siete dólares en monedas y pasarse una hora gastándose el pulgar para insertarlas en un teléfono público. Además si era necesario, también podría recibir llamadas a nombre de Kurt Koehler.
Desde su segunda habitación (indigna hasta de un décimo de estrella) había conseguido hablar con Fraülein Zimmer para explicarle que desde Nueva York había tomado un avión para Washington y había despachado sin acompañante el cadáver de Barry, dada la tremenda importancia de conseguir que las notas que había tomado el pobre muchacho —mucho más significativas de lo que le había parecido en un primer momento—, llegaran cuanto antes a manos de Herr Liebermann. Pero, por favor, ¿dónde estaba Herr Liebermann?
¿No estaba en el «Benjamin Franklin»? Fraülein Zimmer se había sorprendido, pero no alarmado. Prometió que llamaría a Mannheim, a ver si así podía saber algo. Si Herr Koehler quisiera probar con otros hoteles..., aunque ello no podía imaginarse por qué Herr Liebermann podía haber ido a algún otro. Seguramente, no tardaría en llamarla: era lo que hacía por lo general cuando cambiaba sus planes. (¡Por lo general!) Sí, ella misma llamaría a Herr Koehler tan pronto como consiguiera la información. Al «Kenilworth», tenga la bondad, Fraülein; el «Benjamin Franklin» estaba lleno cuando él llegó. Sí, claro que tenían reservada una habitación para Herr Liebermann.
Cuando ella volvió a llamarle, Mengele ya había telefoneado a más de treinta hoteles, y seis veces al «Benjamin Franklin».
Liebermann había salido de Francfort en el vuelo en que se proponía hacerlo, el martes a la mañana, de modo que o bien estaba en Washington, o se había detenido en Nueva York.
—Y allí, ¿dónde para?
—A veces en el «Hotel Edison», pero, generalmente, en casa de amigos o contribuyentes. Allí hay muchísimos. Nueva York es una gran ciudad judía, como usted sabe.
—Sí, lo sé.
—No se preocupe, Herr Koehler, que estoy segura de que pronto tendré noticias, y le diré que le espera usted. Me quedaré hasta tarde en el despacho, por si acaso.
Llamó al «Edison», de Nueva York, a otros hoteles de Washington, al «Benjamin Franklin» cada media hora; bajo la lluvia helada volvió a cruzar la calle para asegurarse de que su ropa y su maleta seguían en la habitación, protegida por el signo de No molestar.
El miércoles por la noche durmió en el «Kenilworth». Intentó dormir. Se deprimió. Pensó en la pistola guardada en la mesa de noche... Realmente, ¿esperaba liquidar a Liebermann y a los otros hombres que faltaban (¡y que eran setenta y siete!) antes de que le mataran a él? ¿O, lo que sería incluso peor, que lo capturaran y le sometieran a una abominable parodia de proceso como las que habían tenido que soportar Stangl y Eichmann, los pobres? ¿Por qué no terminar con todo el esfuerzo, los planes, las preocupaciones?
A la una de la mañana vio en la televisión norteamericana —seguramente obra de Dios, un signo destinado a arrancarlo de la desesperación— una vieja y gloriosa película del Führer y el general Von Blomberg presenciando un desfile de la «Luftwaffe»; bajó totamente el volumen de la aborrecible narración inglesa para seguir las viejas imágenes borrosas sin sonido, tan desgarradoramente agridulces, tan inspiradoras...
Se durmió.
Pocos minutos después de las ocho de la mañana del jueves, en el momento en que se disponía a hacer una nueva llamada a Viena, sonó el teléfono.
—¿Diga?
—¿Hablo con el señor Kurt Koehler? —era una mujer, una norteamericana, no Fräulein Zimmer.
—Sí.
—Hola, yo soy Rita Farb. Soy amiga de Yakov Liebermann. Él ha estado en nuestra casa, en Nueva York, y me pidió que lo llamara. Hace un rato que llamó a su despacho en Viena y se enteró de que estaba usted esperándolo. Estará esta noche en Washington, alrededor de las seis, y le gustaría que cenaran juntos, de modo que le llamará tan pronto como llegue.
—¡Estupendo! —exclamó Mengele, lleno de gozo.
—¿Y podría usted hacerle un favor, si es tan amable? ¿Llamar al hotel «Benjamin Franklin» para confirmarles su llegada?
—Sí, lo haré encantado. ¿Sabe usted en qué vuelo llega?
—Viaja en coche, no en avión, y acaba de partir— Por eso le llamé yo, porque a él le corría cierta prisa.
Mengele frunció el ceño.
—Pero, si ya ha salido, ¿no estará aquí antes de las seis?
—No, porque tiene que pasar por Pennsylvania. Hasta es posible que llegue un poco después de las seis, pero llegará hoy, sin duda, y lo primero que hará será comunicarse con usted.
Mengele se quedó en silencio.
—¿Va a hablar con Henry Wheelock, en New Providence? —preguntó después.
—Sí, yo soy quien le consiguió los datos para llegar. Es realmente interesante dar alojamiento a Yakov. Me imagino que lo que sucede es algo de veras importante.
—Así es —le aseguró Mengele—. Gracias por llamar. Ah, ¿sabe usted a qué hora se reunirán Yakov y Henry?
—A mediodía.
—Gracias. Adiós.
Oprimió el botón del teléfono, lo mantuvo apretado, miró el reloj, cerró los ojos y permaneció inmóvil; después abrió los ojos, soltó el botón y lo golpeó dos o tres veces. Habló con recepción y pidió que le prepararan la cuenta.
Se puso el bigote, la peluca. La pistola. Chaqueta, abrigo, sombrero; la cartera en la mano.
A la carrera atravesó el vestíbulo para entrar en el «Benjamin Franklin»; se detuvo en recepción para darle sus instrucciones y se dirigió al mostrador de alquiler de coches. Una bonita muchacha de uniforme amarillo y negro le dedicó una sonrisa radiante.
Que se hizo apenas un poco menos radiante al saber que su cliente era paraguayo y no tenía tarjeta de crédito. Entonces, tendría que pagar en efectivo y por adelantado el importe total del alquiler; seguramente andaría por los sesenta dólares, pero se lo calcularía con más exactitud. Mengele le arrojó los billetes, le dejó el permiso de conducir, le dijo que le tuviera el coche listo en diez minutos y corrió a los ascensores.
A las nueve estaba ya en la carretera a Baltimore, en un «Ford Pinto» blanco, bajo un luminoso cielo azul. La pistola bajo el brazo, el cuchillo en el bolsillo de la chaqueta y Dios en el asiento del acompañante.
Si se mantenía en el límite de velocidad de noventa kilómetros por hora, llegaría a New Providence casi una hora antes que Liebermann.
Otros coches le adelantaban. ¡Estos norteamericanos! Si el límite es de noventa, ellos van a noventa y cinco. Sacudió la cabeza y se decidió a conducir más de prisa? A Donde fueres...
Llegó a New Providence —un puñado de casas grises, una tienda, una oficina de Correos de ladrillos de una sola planta —a las once menos diez, pero todavía tenía que encontrar Old Buck Road sin pedir instrucciones a nadie que más tarde pudiera darle a la Policía una descripción de él o de su coche. El mapa de carreteras que había recogido en una gasolinera de Maryland, más detallado que el atlas, mostraba un pueblo que se llamaba Buck al sudeste de New Providence, y se dirigió a explorar en esa dirección, tomando por un camino de dos direcciones, lleno de baches, que serpenteaba entre tierras cultivadas que el invierno había desnudado; en cada cruce se detenía para mirar los signos e indicadores poco menos que ilegibles. De vez en cuando le adelantaba algún coche, o un camión.
Old Buck Road se abría a derecha e izquierda; eligió el ramal de la derecha y por él volvió a acercarse a New Providence, prestando atención a los buzones. Pasó frente al de Gruber, y al de C. Johnson. Despojados de hojas, los árboles entrelazaban sus ramas por encima del estrecho camino. Una calesa negra venía hacia él. Las había visto similares en los carteles que flanqueaban la ruta principal; aparentemente, eran una de las atracciones turísticas de la zona. Dentro de la calesa, bajo la capota negra, un hombre barbudo de sombrero negro y una mujer con un gorro también negro, ocupaban el asiento delantero, mirando rígidamente hacia el frente.
Los buzones, próximos a sendas que se perdían entre los árboles, eran pocos y estaban apartados entre sí. Eso estaba bien; así podría usar la pistola.
H. Wheelock. La banderola roja estaba al costado del buzón. PERROS GUARDIANES, anunciaba (¿o advertía?), más abajo, una tabla pintada con toscas letras negras.
Eso estaba mal; aunque tal vez no del todo mal, ya que le daba una razón más aceptable para estar allí que el cuento de la gira de verano para el muchacho, que tenía pensado repetir.
Giró hacia la derecha, guiando las ruedas del coche entre los profundos baches de un camino de tierra abovedado que gradualmente trepaba la colina entre los árboles. Los bajos del coche rozaban el suelo. Vaya problema Herr Hertz. Pero el problema sería también para él, si se le averiaba el coche. Condujo lentamente, mirando su reloj: las 11.18.
Sí, recordaba vagamente que uno de los matrimonios norteamericanos explicaba que entre sus intereses se contaba la cría de perros. Seguramente habrían sido los Wheelock; y era probable que el guardia de prisión, que para ahora ya debía de haberse jubilado, hubiera hecho de su antiguo pasatiempo su ocupación actual.
—¡Buenos días! —ensayó Mengele, en alta voz—. El cartel que tiene usted allí dice «perros guardianes», y lo que yo ando buscando es exactamente un perro guardián.
Volvió a apretarse el bigote en su lugar, se palmeó la peluca en los costados y en la nuca y movió el espejo retrovisor para verse; lo enderezó de nuevo y siguió conduciendo, lentamente; buscó bajo el abrigo y la chaqueta, desprendió el costado de la pistolera. Así podría sacar fácilmente el arma.
Un tumulto de ladridos de perros le desafió desde un claro soleado donde, en ángulo con él, se alzaba una casa de dos plantas: postigos blancos, aleros marrones. En la parte del fondo, una docena de perros se arrojaban contra una alta cerca de alambre ladrando y gruñendo. Tras ellos, inmóvil, un hombre de pelo blanco miraba hacia él.
Siguió conduciendo hasta el comienzo del sendero de losas que llevaba hasta la casa y allí detuvo el coche; puso la palanca en punto muerto y giró la llave. Solamente un perro seguía gruñendo; parecía un cachorro. Hacia el lado opuesto de la casa, una camioneta roja ocupaba la mitad de un garaje para dos coches; el otro lugar estaba vacío.
Quitó el seguro de la puerta del coche, la abrió y bajó, estirándose y frotándose la espalda; el vehículo chirrió cuando le quitó la llave. El arma se le movía bajo el brazo. Cerró de un golpe la puerta y se quedó mirando el porche pintado de blanco, al final del sendero. ¡Es aquí donde vive uno de ellos! Tal vez por alguna parte hubiera una foto del muchacho. ¡Qué maravilla sería ver ese rostro de casi catorce años! Dios del cielo, ¿y si hoy no estuviera en la escuela? ¡Una idea perturbadora, pero fascinante!
El hombre de pelo blanco se le acercó a largos pasos, por el costado de la casa; llevaba un perro al lado, un reluciente sabueso negro. Vestía una abultada chaqueta marrón, guantes negros, pantalones también marrones; alto y de hombros anchos, su rostro rubicundo era hosco e inamistoso.
—¡Buenos días! —empezó Mengele, sonriendo—. El...
—¿Usted es Liebermann? —preguntó el hombre, cada vez más próximo, con voz profunda y gutural. La sonrisa de Mengele se ensanchó.
—Ja, ¡sí! —respondió—. ¡Sí! ¿El señor Wheelock?
El hombre se detuvo cerca de él, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza de pelo blanco y ondulado. El perro, un hermoso doberman azul negro, gruñó a Mengele, mostrándole los dientes blancos y afilados. Un dedo enfundado en piel negra lo sostenía por el collar. Las mangas de la áspera chaqueta marrón estaban mordidas y desgarradas, y por los rotos asomaban fibras de relleno blanco, acolchado.
—He llegado un poco temprano —se disculpó Mengele.
Wheelock miró hacia el coche, que había quedado a espaldas de Mengele, y después le clavó directamente los ojos azules, entrecerrados bajo las espesas cejas blancas. Las mejillas, donde asomaba una cerdosa barba blanca, estaban surcadas de arrugas.
—Venga adentro —invitó, inclinando hacia la casa su cabeza canosa—. No tengo inconveniente en admitir que me dejó con una curiosidad tremenda.
Se dio la vuelta y abrió la marcha por el sendero, sosteniendo con un dedo la cadena del doberman.
—Bonito perro —comentó Mengele, siguiéndole.
Wheelock subió al porche. La puerta, pintada de blanco, tenía una aldaba en forma de cabeza de perro
—Su hijo, ¿está en casa? —preguntó Mengele.
—No hay nadie —respondió Wheelock, mientras abría la puerta—, salvo ellos.
Los dobermans, dos, tres, se acercaron a lamerle el guante, gruñéndole a Mengele.
—Tranquilos, muchachos —los regañó Wheelock—. Es un amigo. —Con un gesto indicó a los perros que se retiraran. Los animales obedecieron y el dueño de la casa entró con el otro perro, al tiempo que indicaba a Mengele—: Cierre la puerta.
El recién llegado entró, cerró la puerta y se quedó mirando a Wheelock, en cuclillas entre la multitud de dobermans negros, acariciándoles la cabeza y palmeando la elástica firmeza de los flancos, mientras los perros lo lamían y olfateaban.
—Preciosos —observó Mengele.
—Estos jovenzuelos —fue presentando alegremente Wheelock—, son Harpo y Zeppo; fue mi hijo quien les puso el nombre, la única camada en que le permití que lo hiciera. Este más viejo es Samson... Quieto, Sam, y éste Major. Éste es el señor Liebermann, muchachos. Un amigo. —Se enderezó y sonrió a Mengele, mientras se tironeaba las puntas de los guantes—. Ahora ya comprenderá por qué no me mojo los pantalones cuando usted me dice que alguien me la tiene jurada.
Mengele asintió con la cabeza.
—Sí —murmuró mientras miraba a los dos dobermans que le olfateaban el sobretodo—. Perros como éstos son una protección estupenda.
—Le abrirán la garganta a cualquiera que me mire de través. —Al abrir la cremallera de su chaqueta, Wheelock dejo ver la camisa roja que tenía debajo—. Quítese el abrigo y cuélguelo allí —indicó.
A la derecha de Mengele había un perchero alto, con grandes ganchos negros; por el espejo oval se veían una silla y el extremo de la mesa del comedor, en la habitación opuesta. Mengele puso el sombrero en una de las perchas y se desabotonó el sobretodo; sonrió a los dobermans e hizo lo mismo con Wheelock, que en ese momento se quitaba la chaqueta. A sus espaldas se elevaba una escalera, estrecha y empinada.
—Así que es usted el que atrapó a ese Eichmann —comentó Wheelock, mientras colgaba su chaqueta de mangas desgarradas.
—Los israelíes lo atraparon —contestó Mengele, mientras se quitaba el abrigo—. Pero yo les ayudé, claro. Encontré el escondite que tenía en la Argentina.
—¿Obtuvo alguna recompensa?
—No. —Mengele colgó el abrigo—. Esas cosas las hago por mi propia satisfacción. Odio a todos los nazis; habría que cazarlos y destruirlos como alimañas.
—Es por los negros por quienes tenemos que preocuparnos ahora, no por los nazis —declaró Wheelock—. Pase por aquí.
Mientras se acomodaba la chaqueta, Mengele siguió al dueño de casa al interior de una habitación situada hacia la derecha. Dos de los dobermans le acompañaron, husmeándole las piernas; los otros dos iban con Wheelock. La habitación era un grato lugar de estar, con cortinas blancas en las ventanas, un hogar de piedra y, hacia la izquierda, una pared cubierta de cintas de todos colores concedidas como premios, copas doradas, fotos enmarcadas en negro.
—Oh, impresionante —se admiró Mengele, y fue a mirar las fotos: eran todas de los dobermans. No había ninguna del chico.
—Ahora, dígame por qué me anda persiguiendo un nazi.
Mengele se volvió. Wheelock estaba sentado en un canapé victoriano instalado entre las dos ventanas del frente, sacando tabaco de un frasco de cristal tallado que había sobre una mesita baja, delante de él, y llenando con él una vieja pipa negra. Uno de los dobermans apoyaba las patas delanteras sobre la mesa, vigilante.
Otro, el más grande de todos, tendido sobre una alfombra redonda de ganchillo, entre Wheelock y Mengele, miraba a este último con aire plácido, pero interesado.
Los otros dos perros olisqueaban las piernas de Mengele, las puntas de los dedos.
—¿Bueno? —insistió Wheelock, mirando a Mengele. Éste forzó una sonrisa.
—Comprenda usted que se me hace difícil hablar con... —Señaló con un gesto los dobermans que lo flanqueaban.
—No se preocupe —lo tranquilizó Wheelock, mientras seguía con su pipa—. A menos que usted me moleste a mí, no lo molestarán. Siéntese y hable, que ya se acostumbrarán a usted.
Mengele se sentó en un viejo sofá de cuero. Uno de los dobermans también trepó a él de un salto y empezó a dar vueltas y más vueltas, mientras se preparaba para echarse. El que estaba sobre la alfombra se levantó, se acercó y metió la lisa cabeza negra entre las rodillas de Mengele, olfateándole la entrepierna.
—Samson —advirtió Wheelock, mientras aspiraba provocando una llamarada en el tazón de la pipa.
El doberman sacó la cabeza y se sentó en el suelo, sin dejar de mirar a Mengele. Otro, sentado a los pies de éste, se rascaba el collar con una de las patas traseras. El que estaba en el sofá junto a Mengele se había echado y miraba al otro, sentado delante de él. Mengele se aclaró la garganta y empezó:
—El nazi que viene es el propio doctor Mengele, y probablemente estará aquí...
—¿Doctor? —Con la pipa en la mano, Wheelock sacudió la cerilla para apagarla.
—Sí, el doctor Mengele. Señor Wheelock, estoy seguro de que estos perros están perfectamente adiestrados, de lo cual no dejan la menor duda todos esos premios. —Con el dedo señaló la pared, a sus espaldas—, pero el hecho es que cuando yo tenía ocho años me atacó un perro; no era un doberman, era un ovejero alemán —se tocó el muslo izquierdo—. Hasta hoy, este muslo sigue siendo una masa de cicatrices. Además, están las cicatrices mentales. Yo me siento muy incómodo cuando hay un perro conmigo en una habitación, y tener que estar con cuatro..., bueno, es una pesadilla para mí.
Wheelock dejó la pipa.
—Haber empezado por decir eso —respondió mientras se levantaba y hacía chasquear los dedos. Los dobermans se levantaron, saltando, para acudir a su lado—. Vamos, muchachos —les ordenó, conduciéndoles a través de la habitación hasta una puerta abierta junto al sofá—. Idos, que aquí tenemos a otro Wally Montague. —Indicó a los perros que salieran con el pie apartó una cuña que mantenía abierta la puerta y, tras haberla cerrado, probó el picaporte.
—¿No pueden entrar por otro lado? —preguntó Mengele.
—No. —Wheelock volvió a atravesar el cuarto. Mengele dejó escapar un suspiro.
—Gracias. Ahora me siento mucho mejor. —Se volvió a sentar en el sofá y se desabrochó la chaqueta.
—Cuente de una vez su historia —le urgió Wheelock, mientras se sentaba de nuevo en el canapé y volvía a tomar su pipa—, que no me gusta tenerlos demasiado tiempo ahí encerrados.
Iré directamente al grano —prometió Mengele—, pero antes —levantó un dedo— me gustaría darle a usted un arma para que pueda defenderse en momentos como éste, en que no tiene con usted los perros.
—Ya tengo un arma —dijo Wheelock, recostado con la pipa entre los dientes, los brazos extendidos en el canapé, las piernas cruzadas—. Una «Luger». —Se sacó la pipa de la boca y exhaló el humo—. Y, además, dos escopetas y un fusil.
—Ésta es una «Browning». —Mengele la sacó de la pistolera—. Es preferible a la «Luger», porque el cargador tiene cabida para trece balas. —Con el pulgar le bajó el seguro y, con el arma en posición de disparar, la volvió hacia Wheelock—: Levante las manos —le ordenó—. Primero deje la pipa, lentamente.
Wheelock le miró con el ceño fruncido, erizadas las cejas canosas.
—Bueno —declaró Mengele—, no quiero hacerle daño. No tengo ningún motivo. Para mí, usted es un extraño. En el que me intereso es en Liebermann. «El que me interesa es Liebermann», debería decir.
Wheelock descruzó las piernas y se inclinó lentamente hacia delante, mirando colérico a Mengele, con el rostro congestionado. Dejó la pipa y levantó por encima de la cabeza ambas manos abiertas.
Póngalas en la cabeza —sugirió Mengele—. Tiene usted una cabellera estupenda; se la envidio. Esto, lamentablemente, es una peluca. —Se levantó del sofá y señaló hacia arriba con el cañón de la pistola.
Con las manos cruzadas en lo alto de la cabeza, Wheelock también se levantó.
—A mí no me importan una mierda los asuntos de nazis y judíos —declaró.
—Está bien —asintió Mengele, sin dejar de apuntar con la pistola a la camisa roja de Wheelock—. Pero de todas maneras, me gustaría ponerle en algún lugar donde no pueda dar aviso a Liebermann. ¿Hay un sótano?
—Sí.
—Pues vaya hacia allí. A paso tranquilo. Aparte de esos cuatro, ¿no hay otros perros en la casa?
—No. —Wheelock avanzaba lentamente hacia el vestíbulo, con las manos sobre la cabeza—. Afortunadamente para usted.
Mengele lo siguió, sin dejar el arma.
—Su mujer, ¿dónde está? —le preguntó.
—En la escuela. Es maestra, en Lancaster. Wheelock entró en el vestíbulo.
—¿Tiene usted fotografías de su hijo?
Wheelock se detuvo un momento y después fue hacia la derecha.
—¿Para qué las quiere?
—Para verlas —respondió Mengele, mientras lo seguía con el arma—. No tengo intención de hacerle daño. Soy el médico que atendió el parto.
—Pero, ¿qué demonios es todo esto? —Wheelock se detuvo junto a una puerta, al costado de la escalera.
—¿Tiene fotografías? —volvió a preguntar Mengele.
—Hay un álbum allí, donde estuvimos. En la parte baja de la mesita donde está el teléfono.
—¿Esa es la puerta?
—Sí.
—Baje una mano y ábrala, un poco nada más.
Wheelock se volvió hacia la puerta, bajó la mano, abrió levemente la puerta, se puso de nuevo la mano sobre la cabeza.
—Lo demás, con el pie.
Con la punta del pie, el prisionero abrió totalmente la puerta.
Mengele se dirigió hacia la pared opuesta y se apoyó contra ella, con el arma próxima a la espalda de Wheelock.
—Entre.
—Tengo que encender la luz.
—Enciéndala.
Wheelock estiró la mano, tiró de un cordón; una luz agresiva se encendió del otro lado de la puerta. Poniéndose otra vez la mano sobre la cabeza, se agachó para bajar a un descanso donde, fijado a la pared de madera, había un surtido de herramientas domésticas.
—Baje, lentamente —le ordenó Mengele. Wheelock se volvió hacia la izquierda y empezó a descender lentamente las escaleras.
Mengele fue hacia la puerta, bajó hasta el descansillo, se volvió hacia Wheelock y cerró la puerta.
Con las manos sobre la cabeza, Wheelock descendía lentamente las escaleras del sótano.
Mengele apuntó con la «Browning» a la espalda de la camisa roja, disparó y volvió a disparar, con un ruido ensordecedor. Las cápsulas volaron y rebotaron.
Las manos cayeron de la cabeza blanca y, tanteando, encontraron el pasamanos de madera. Wheelock se tambaleó.
Mengele volvió a hacer fuego, con un ruido ensordecedor, sobre la espalda de la camisa roja.
Las manos resbalaron sobre el pasamanos y Wheelock se desplomó hacia delante, golpeando con la frente contra el suelo; los pies se le separaron, las piernas y el tronco rodaron un poco por las escaleras.
Mengele miró, mientras se frotaba el oído con el índice.
Abrió la puerta y salió al vestíbulo. Los perros ladraban, furiosamente.
—¡Quietos! —gritó Mengele, mientras con el dedo se frotaba el otro oído. Los perros siguieron ladrando.
Mengele volvió a poner el seguro y se guardó el arma en la pistolera; sacó un pañuelo, limpió el picaporte interior de la puerta, tiró del cordón para apagar la luz y cerró la puerta con el codo.
—¡Quietos! —gritó, guardándose el pañuelo en el bolsillos. Los perros siguieron ladrando. Rascaban y golpeaban una puerta cerrada al extremo del vestíbulo.
Mengele corrió hacia la puerta del frente, miró por un estrecho panel de cristal que ésta tenía, la abrió y salió corriendo afuera.
Se subió a su coche, lo puso en marcha y dio con él la vuelta a la casa para aparcarlo en la parte del garaje. Corrió hacia la casa y cerró la puerta. Los perros ladraban y gemían, rascando, golpeando.
Mengele se miró en el espejo del perchero; se aflojó la peluca, se la quitó, se arrancó el bigote del labio superior; metió ambos en un bolsillo de su abrigo, colgado en la percha y sacó fuera la tapa del bolsillo para que los disimulara. Volvió a mirarse mientras se palmeaba con ambas manos el casi rapado pelo gris. Frunció el ceño.
Se quitó la chaqueta y la colgó en una percha; después, para cubrirla, colgó en la misma percha el abrigo.
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Se deshizo el nudo de la corbata negro y oro, se la arrancó rápidamente, la enrolló y la guardó en un bolsillo de la americana.
Se desprendió el cuello de la camisa azul claro y desprendió también el botón siguiente; se abrió bien el cuello; arrugándole las puntas.
Detrás de la puerta, los perros ladraban y gruñían. Mengele aflojó la correa de la pistolera. Mirándose en el espejo, preguntó.
—¿Es usted Liebermann?
Lo volvió a preguntar, con acento más norteamericano, menos alemán:
—¿Es usted Liebermann?
Intentó hacer la voz más parecida a la de Wheelock, más gutural.
—Entre. Tengo que admitir que tengo una tremenda curiosidad. No les haga caso —(qué difícil era imitar el acento norteamericano)—, siempre ladran así. ¿Es usted Liebermann? Pase.
Los perros ladraban.
—¡Quietos! —les gritó Mengele.
7
Liebermann no perdía de vista el kilometraje que lentamente iba registrándose en el tablero del coche, que ya le tenía destrozados los riñones. La casa de Wheelock estaba exactamente a cuatrocientos metros después del giro hacia la izquierda para entrar en Old Buck Road... si es que entendía bien la ornamentada escritura de Rita, cosa que hasta el momento no siempre le había sucedido. Entre la letra de Rita y las paradas de descanso que le imponían las sacudidas del coche, ya se habían hecho las doce y veinte.
Sin embargo, tenía la sensación de que las cosas iban encajando. Claro que se había entristecido al enterarse de que habían encontrado el cuerpo de Barry, pero en realidad eso le favorecía a él, ahora tenía un punto de partida firme y demostrable para apoyarse en Washington. Y Kurt Koehler le esperaba, no sólo con las notas que había tomado Barry —y que al parecer eran útiles e importantes—, sino con la influencia de un ciudadano acomodado, además. Sin duda estaría dispuesto a quedarse algún tiempo para ayudarle en lo que le fuera posible; el hecho de que estuviera en Washington era una prueba de su preocupación.
Y en Filadelfia estaban Greenspan y Stern, presumiblemente listos para acudir con un eficaz comando de la Y. J. D. tan pronto como Wheelock se convenciera de que estaba en peligro. «Es algo relacionado con su hijo, señor Wheelock; con su adopción. La persona que les preparó los documentos a usted y a su esposa fue una mujer llamada Elizabeth Gregory, ¿no es eso? Ahora, debe creerme que nadie...»
Al llegar a los cuatrocientos metros apareció el indicador y Liebermann vio que adelante, por la izquierda, se le aproximaba un buzón. Tenía debajo una tabla en la cual se leía, pintado en letras negras, PERROS GUARDIANES; en la parte alta del buzón estaba escrito H. Wheelock. Liebermann disminuyó la velocidad, detuvo el coche, esperó a que pasara un camión que venía hacia él y cruzó. Guió las ruedas del coche entre los profundos baches de un camino de tierra abovedado, que gradualmente trepaba la colina, entre los árboles. Los bajos del coche rozaban el suelo. Liebermann cambió de marcha y condujo con lentitud. Echó un vistazo a su reloj: casi las doce y veinticinco.
Media hora, más o menos, para convencer a Wheelock (sin entrar en el asunto de los genes: «No sé por qué matan a los padres de los muchachos, pero el hecho es que los matan»), y después una hora, más o menos, para que llegaran los de la Y. J. D. Para entonces serían las dos de la tarde, o un poco más. Probablemente podría salir hacia las tres, y estar en Washington a las cinco o cinco y media, para llamar a Koehler. Estaba realmente deseoso de encontrarse con él y ver las notas de Barry. Era sorprendente que a Mengele se le hubieran escapado, aunque tal vez Koehler les diera más importancia de la que tenían...
Un tumulto de ladridos de perros le desafió desde un claro soleado donde, en ángulo con él, se alzaba una casa de dos plantas: postigos blancos, aleros marrones. En la parte del fondo, una docena de perros se arrojaban contra una alta cerca de alambre, ladrando y gruñendo.
Siguió conduciendo hasta el comienzo del sendero de losas que llevaba hasta la casa y allí detuvo el coche; puso la palanca en punto muerto, giró la llave y aseguró el freno de mano. Hacia el lado opuesto de la casa, en un garaje, se veían una camioneta roja y un sedán blanco.
Se bajó del coche, cerró la puerta y, con la cartera en la mano, se quedó mirando la casa marrón con detalles blancos. Sería bastante fácil proteger a Wheelock en ese lugar; los perros, que seguían ladrando, constituían por sí solos un sistema de alarma. Y de disuasión. Lo más probable era que el asesino decidiera dar el golpe en alguna otra parte..., en el pueblo o en la carretera. Wheelock tendría que seguir con su rutina habitual y dejar que el asesino tuviera la oportunidad de mostrarse. El problema consistía en asustarle lo bastante para que aceptara la protección que se le ofrecía, pero no tanto que se quedara en casa y decidiera encerrarse en un armario.
Inspiró y empezó a recorrer el sendero, hasta el porche. La puerta tenía una aldaba de hierro, en forma de cabeza de perro, y al lado un botón negro para el timbre. Optó por la aldaba y golpeó dos veces. Como era vieja y estaba mal aceitada, los golpes no eran muy fuertes. Esperó un momento, oyendo cómo ladraban los perros en el interior de la casa, y acercó un dedo al timbre. En ese momento se abrió la puerta y un hombre, menos corpulento de lo que él esperaba, de pelo gris casi rapado y vivaces ojos castaños, le miró alegremente mientras le preguntaba
con voz gutural y profunda:
—¿Es usted Liebermann?
—Sí. ¿El señor Wheelock?
Un gesto afirmativo de la cabeza gris, y la puerta se abrió del todo.
—Pase.
Liebermann entró en un vestíbulo que olía a perro y de donde partía una escalera, hacia el piso de arriba. Los perros —cinco o seis, parecía por el ruido— ladraban, gruñían, rascaban detrás de una puerta cerrada, al extremo del vestíbulo. Se volvió hacia Wheelock, que le sonreía, después de haber cerrado puerta.
—Encantado de conocerle —dijo Wheelock, muy elegante con una camisa azul claro con el cuello abierto y los puños vueltos, ajustados pantalones de color gris oscuro y zapatos negros, de buena calidad. El escándalo de los perros no cesaba—. Ya empezaba a pensar que no vendría.
—Es que entendí mal las instrucciones —explicó Liebermann—. ¿Recuerda a la señora que le llamó desde Nueva York? —Sacudió la cabeza, con una sonrisa de disculpa—. Lo hizo por encargo mío.
—Ah —asintió Wheelock, con una sonrisa—. Quítese el abrigo —agregó, mientras señalaba un perchero del cual colgaban un sombrero negro y otro abrigo, junto a una chaqueta marrón, acolchada, con las mangas mordidas y desgarradas.
Liebermann colgó su sombrero, dejó la cartera en el suelo y se desprendió del abrigo. Wheelock era más cordial de lo que se había mostrado por teléfono, incluso parecía satisfecho de verle, pero en su manera de hablar había algo que no tenía nada de amistoso, y que Liebermann percibía aunque no pudiera definirlo.
—Lo decía usted en serio cuando habló de «una casa llena de perros» —comentó, mientras miraba en dirección a la puerta, detrás de la cual ladraban y gemían los animales.
—Sí —respondió Wheelock mientras pasaba junto a él, sonriendo—. Pero no les haga caso, siempre ladran así. Los he encerrado para que no molesten. Hay gente que se pone nerviosa. Venga por aquí —le guió hacia una puerta que había a la derecha.
Liebermann colgó su abrigo, levantó la cartera y, con una mirada pensativa a la espalda de Wheelock, le siguió al interior de un cuarto de estar muy grato. Los perros empezaron a ladrar y a dar golpes contra una puerta que había a la izquierda, próxima a un sofá de cuero negro sobre el cual, en una parte revestida de madera, pendían cintas multicolores concedidas como premios, copas y trofeos, y fotografías enmarcadas en negro. Al fondo de la habitación había una chimenea de piedra, y sobre la repisa más trofeos y un reloj. En la pared de la derecha, unas ventanas con visillos y, entre ellas, un canapé de estilo anticuado; en el rincón, junto a la puerta, una silla y una mesita para el teléfono, algunos libros y un pequeño estante para pipas.
—Siéntese —le invitó Wheelock, señalando con un gesto el sofá, mientras él se dirigía al canapé—. Y a ver si me cuenta por qué me anda persiguiendo un nazi —se sentó—. Tengo que admitir que me dejó con una curiosidad tremenda.
Curiosidad... esa r un poco gutural. Eso era lo que lo tenía preocupado; que el amistoso Henry Wheelock le imitara, que en su acento nortamericano se insinuara levemente el de un «agente Choiman». Nada evidente: apenas ese imperceptible endurecimiento de la r, algo en la v que evocaba un poco el sonido f. Liebermann se sentó en el sofá —los almohadones resoplaron— y miró a Wheelock, que se inclinaba hacia delante en el canapé, con los codos apoyados en las rodillas separadas, mientras con las puntas de los dedos acariciaba el borde de un álbum o libro de recortes, verde, que tenía frente a sí, sobre una mesita baja; sonriéndole, esperaba.
Tal vez la imitación no fuera intencional... El propio Liebermann se había dado cuenta a veces de que se le pegaban el ritmo y las inflexiones de los extranjeros que hablaban con dificultad el alemán, y se había sentido confuso y avergonzado al descubrirlo.
Pero no, esto era intencional; estaba seguro. Del sonriente Wheelock fluía una intensa hostilidad. ¿Y qué se podía esperar de un ex guardián penitenciario, antisemita, que adiestraba perros para que le destrozaran el cuello a la gente? ¿Amabilidad y amor? ¿Buenos modales?
Bueno, si había ido a este lugar no era para buscar un amigo. Dejó la cartera a sus pies y apoyó las manos en las rodillas.
—Para explicárselo, señor Wheelock —empezó— tendré que tocar aspectos personales, que se refieren a usted y a su familia. Específicamente, a la adopción de su hijo.
Las cejas de Wheelock se levantaron, interrogantes.
—Sé —continuó Liebermann— que usted y su esposa lo consiguieron en Nueva York, por medio de «Elizabeth Gregory». Ahora bien, debe creerme. —Se inclinó hacia delante— que no se trata de poner en duda la adopción. Nadie intentará despojarle a usted de su hijo ni acusarle de haber infringido ninguna ley. Eso sucedió hace tiempo, y ya no tiene ninguna importancia..., importancia directa por lo menos. Sobre eso le doy mi palabra.
—Le creo —asintió con seriedad Wheelock.
Un tipo demasiado tranquilo ese hijo de mala madre, que se lo tomaba con tanta calma; ahí sentado, juntando y separando las yemas de los dedos, juntándolas y separándolas a lo largo del borde de la tapa de ese álbum verde. El lomo del álbum miraba hacia Liebermann y la tapa se levantaba un poco, como sostenida por algo que hubiera dentro.
—Elizabeth Gregory —volvió a hablar Liebermann— no era su verdadero nombre. En realidad; se llamaba Frieda Maloney. Frieda Altschul Maloney. ¿Ha oído hablar de ella?
Wheelock frunció el ceño, pensativamente.
—¿Se refiere usted a esa nazi? —preguntó—. ¿La que devolvieron a Alemania?
—Sí —Liebermann levantó su cartera—. Aquí tengo algunas fotos de ella. Verá usted que...
—No se preocupe —dijo Wheelock.
Liebermann le miró, sorprendido.
—Vi su retrato en el periódico —explicó Wheelock—, y me pareció conocida. Ahora ya sé por qué —sonrió.
El «por qué» había sido casi «pog qué».
Liebermann hizo un gesto afirmativo. (¿Era intencional? A no ser por esa imitación, Wheelock se conducía de manera bastante agradable.) Echó hacia atrás la correa de la cartera.
—Usted y su mujer —dijo, tratando de desguturalizar sus propias erres— no fueron el único matrimonio que obtuvo su hijo por medio de ella. Lo mismo hizo un matrimonio de apellido Guthrie, y el señor Guthrie fue asesinado en octubre último. Y otro de apellido Curry; en noviembre, el señor Curry fue asesinado.
Ahora Wheelock parecía preocupado. Sobre el borde del álbum, los dedos se habían inmovilizado.
—En este país hay un nazi —continuó Liebermann, sosteniendo la cartera sobre las rodillas—, un hombre que formó parte de las SS, que ha venido para matar a los padres de los hijos adoptados por medio de Frieda Maloney. Los va matando en el mismo orden en que se realizaron las adopciones, y con el mismo intervalo. Y usted, señor Wheelock, es el próximo —le aseguró con un gesto afirmativo—. Pronto. Y después hay muchos más. Por eso recurriré al FBI y por eso, mientras ellos no intervengan, usted debe estar protegido. Y por algo más que sus perros. —Con un gesto señaló la puerta cerrada junto al sofá; los perros lloriqueaban tras ella, y alguno ladraba desganadamente.
Pasmado, Wheelock sacudió la cabeza.
—¡Hum! —masculló—. ¡Pero esto es muy raro! —Miró interrogativamente a Liebermann—. ¿Están matando a los padres de los chicos?
—Sí.
—Pero, ¿por qué? —Esta vez la pronunciación era perfecta; él también se esforzaba.
Pero, ¡claro! No era de ningún modo una imitación, intencional o no, sino el intento de suprimir un acento, auténtico, como el suyo.
—No sé... —respondió.
Los zapatos y los pantalones eran ropa de hombre de la ciudad, no del campo; además, la hostilidad que emanaba de él; los perros encerrados para que no lo «molestaran»...
—¿No lo sabe usted? —preguntó el-nazi-que-no-era-Wheelock—. ¿Están matando a toda esa gente y usted no sabe la razón?
Pero los asesinos eran hombres que andaban por la cincuentena, y éste tenía sesenta y cinco, un poco menos tal vez. ¿Mengele? Imposible. Estaba en Brasil o en Paraguay, y no se atrevería a ir al Norte, no era posible que estuviera ahí sentado con él en New Providente, Pennsylvania.
Sin decir nada, sacudió la cabeza mirando al hombre que era imposible que fuera Mengele.
Pero Kurt Koehler había estado en Brasil y había ido a Washington. Y su nombre debía figurar en el pasaporte o en la billetera de Barry, como el familiar más próximo...
Detrás de la tapa del álbum apareció, apuntada hacia él, una pistola.
—Pues entonces, tendré que decírsela yo —anunció el hombre que la sostenía. Liebermann le miró;
le oscureció y alargó el pelo, le concedió un delgado bigote, unos cuantos kilos más y unos cuantos años menos... Sí, era Mengele. ¡Mengele! El odiado, el tanto tiempo buscado: ¡Ángel de la Muerte, asesino de niños! Ahí sentado. Sonriendo. Apuntándole con una pistola.
—No permita el cielo —dijo Mengele en alemán— que muera usted en la ignorancia. Quiero que sepa exactamente lo que sucederá en unos veinte años, más o menos. Esa mirada osificada, ¿es sólo por la pistola, o me ha reconocido usted?
Liebermann parpadeó, inhaló aire.
—Sí, le reconozco.
—Rudel, y Seibert, y los otros —sonrió Mengele son un montón de viejas cansadas. Hicieron volver a los hombres porque Frieda Maloney le contó a usted lo de los niños, de modo que tendré que terminar yo mismo el trabajo. —Se encogió de hombros—. En realidad, no me importa; trabajando me mantendré joven. Escuche, deje la cartera en el suelo, muy lentamente, recuéstese con las manos sobre la cabeza y relájese; le queda un minuto más o menos de vida.
Liebermann dejó lentamente la cartera en el suelo, al lado de su pie izquierdo, pensando que si tenía oportunidad de desplazarse rápidamente hacia la derecha y abrir la puerta que había de ese lado —supuesto que no estuviera cerrada con llave— tal vez los perros que gruñían detrás verían a Mengele con el arma y se echarían sobre él antes de que pudiera hacer demasiados disparos. Claro que los perros podían echarse también sobre el propio Liebermann; y tal vez no atacaran a ninguno de los dos sin una orden de Wheelock (que debía estar muerto ahí dentro). Pero no se le ocurría otra cosa.
—Ojalá pudiera prolongarlo más —suspiró Mengele—. Lo digo en serio. Como estoy seguro de que no dejará usted de advertirlo, éste es uno de los momentos más satisfactorios de mi vida, y si fuera práctico hacerlo, me encantaría quedarme una o dos horas hablando así con usted. Para refutar algunas de las grotescas exageraciones que hay en ese libro suyo, por ejemplo. Pero, lamentablemente... —se encogió de hombros apenado.
Liebermann se puso ambas manos en lo alto de la cabeza, mientras se sentaba bien erguido en el borde del sofá. Con mucha lentitud, empezó a separar los pies. El sofá era bajo, y no sería fácil levantarse de él con rapidez.
—Wheelock, ¿está muerto? —preguntó.
—No, está en la cocina preparándonos el almuerzo —contestó Mengele—. Ahora, estimado Liebermann, escúcheme con atención. Le voy a decir algo que le parecerá totalmente increíble, pero le juro sobre la tumba de mi madre que es la verdad absoluta. ¿Acaso me molestaría en mentirle a un judío que ya está prácticamente muerto?
Liebermann dirigió rápidamente los ojos hacia la ventana que se abría a la derecha del canapé y volvió a mirar atentamente a Mengele.
El nazi suspiró y sacudió la cabeza.
—Si quisiera mirar por la ventana —anunció, le mataría primero y miraría después. Pero no quiero mirar por la ventana. Si viniera alguien, los perros del fondo ya estarían ladrando, ¿no?
—Sí —concedió Liebermann, sentado con las manos sobre la cabeza.
Mengele sonrió.
—¿No ve? Todo está de mi parte. Dios está de mi parte. ¿Sabe usted lo que vi por televisión, esta mañana a la una? Películas de Hitler. —Lo reforzó con un gesto afirmativo—. En un momento en que estaba gravemente deprimido, al borde del suicidio. Si eso no fue una señal del cielo, es porque tal cosa jamás ha existido. De manera que no pierda usted el tiempo mirando por las ventanas; míreme y escúcheme. Él está vivo. Este álbum —apuntó él con la mano libre, sin apartar de Liebermann los ojos ni la pistola— está lleno de fotografías suyas, tomadas desde que tenía un año hasta ahora. Los chicos son sus exactos duplicados genéticos. No voy a perder el tiempo en explicarle cómo lo logré (y dudo de que tuviera la capacidad de entenderlo aunque lo hiciera), pero le doy mi palabra de que efectivamente lo logré. Duplicados genéticos exactos. Fueron concebidos en mi laboratorio y llevados a término por mujeres de la tribu auiti; criaturas sanas y dóciles, con un reyuezuelo de gran sentido comercial. Los chicos no tienen absolutamente nada de ellas: son Hitler puro, generados enteramente a partir de sus células. El seis de enero de 1943, en la guarida del Lobo, me permitió que tomara medio litro de su sangre y un recorte de piel de las costillas... en un momento en que estábamos en un estado de ánimo muy bíblico. Había renunciado a tener hijos —sonó el teléfono; Mengele seguía con los ojos y el arma apuntados a Liebermann— porque sabía que ningún hijo varón sería capaz de florecer —el teléfono sonaba— a la sombra de padre tan excepcional; de modo que, cuando oyó decir que era teóricamente posible —el teléfono seguía sonando— que yo pudiera algún día, no crear para él un hijo varón, sino reproducirle a él mismo, y no a la manera de una copia hecha con un papel carbón —el teléfono continuaba con su repiqueteo—, sino obteniendo un nuevo original, la idea le fascinó tanto como me fascinaba a mí. Fue entonces cuando me dio el cargo y las instalaciones que yo necesitaba para conseguir esa meta. ¿Creyó usted realmente que mi trabajo en Auschwitz era una locura sin sentido? ¡Qué simpleza de espíritu la de la gente! Él conmemoró la ocasión en que me hiciera donación de su sangre y de su piel regalándome una hermosa pitillera con una inscripción: «A mi amigo de muchos años, Josef Mengele, que me ha servido mejor que la mayoría de los hombres, y que quizás un día me sirva mejor que todos. Adolf Hitler.» Mi bien más querido, naturalmente; demasiado peligroso para pasarla por la aduana, de modo que está segura en Asunción, en la caja fuerte de mi abogado, esperando que yo regrese de mis viajes. ¿Ve usted? Ya le estoy dando más de un minuto...
Liebermann se levantó y, mientras rugía un disparo, se lanzó hacia el extremo del sofá, estirándose. Rugió otro disparo, y otro; el dolor le arrojó contra la dureza de la pared: dolor en el pecho, dolor más abajo. En el oído que le quedó oprimido contra la pared ladraban, insistentes, los perros. La puerta de madera oscura se sacudía y se estremecía, y él tendió la mano hacia el rombo de cristal del picaporte Un nuevo disparo y el picaporte estalló en el momento en que él lo alcanzaba, mientras un agujerito en el dorso de la mano, se le llenaba de sangre. Se aferró de un trozo, cortante, del picaporte, y volvió a producirse un disparo. Los perros ladraban desesperadamente y él, retorciéndose de dolor, con los ojos fuertemente cerrados, hizo girar el trozo de picaporte y tiró. La puerta se le vino, aullando, contra el brazo y el hombro, mientras seguían produciéndose disparos en una sucesión atronadora. Ladridos, un grito, el chasquido de un arma vacía; un golpe, un estruendo, gruñidos, un grito. Soltó el afilado trozo de picaporte y se dio la vuelta, jadeante. contra la pared, dejándose deslizar hacia abajo, mientras abría los ojos...
Los perros, de un intenso color negro, acorralaban a Mengele, despatarrado de lado sobre el canapé; enormes dobermans, con los dientes salientes, los ojos encendidos y las orejas hacia atrás. La mejilla de Mengele chocó contra el brazo del canapé. Uno de sus ojos miraba fijamente al doberman que, ante él, avanzó entre las patas de la mesa derribada y le clavó los dientes en la muñeca; la pistola se le cayó de la mano. El ojo seguía girando detrás de los dobermans que le gruñían junto a la mejilla. Tenía uno de los perros a su espalda, recostado en el respaldo del asiento y con las patas delanteras sobre su hombro. Otro, con el morro junto a su mandíbula, se erguía sobre las patas traseras, entre las piernas abiertas de Mengele, apoyándose sobre el muslo levantado de éste y con el cuerpo muy apretado contra su pecho. Mengele levantó la mejilla contra el brazo del canapé; seguía mirando hacia abajo, mientras los labios le temblaban.
El cuarto doberman, enorme, estaba tendido en el suelo, entre el canapé y Liebermann, de costado, tenía la nariz sobre la alfombra; las negras costillas se movían. Desde abajo se extendía algo chato, que reflejaba la luz; un charco de orina.
Liebermann se dejó deslizar del todo contra la pared hasta quedar sentado en el suelo, contraído de dolor. Lentamente, enderezó las piernas hacia delante, observando a los dobermans que amenazaban a Mengele.
Le amenazaban, no lo mataban; la muñeca de Mengele había quedado libre, y el animal que se la había mordido estaba ahora gruñéndole, nariz contra nariz.
—¡Mata! —le ordenó Liebermann, pero apenas si le salió un susurro. El dolor que le alanceaba el pecho se hizo más intenso y más agudo.
—¡Mata! —volvió a gritar, contra el dolor, y consiguió emitir un áspero gemido.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
El ojo de Mengele se cerró; se mordió el labio inferior.
—¡MATA! —bramó Liebermann, y el dolor le desgarró el pecho, se lo hizo pedazos.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
Un chillido muy agudo salía de la boca tensamente cerrada de Mengele.
Liebermann dejó caer la cabeza atrás, contra la pared, y cerró los ojos, jadeante. Se tiró hacia abajo el nudo de la corbata y se desprendió el cuello de la camisa. Se desprendió un botón más, debajo de la corbata, y se apoyó los dedos donde estaba el dolor; se encontró el pecho húmedo, en el borde de la camiseta.
Abrió los ojos y se miró la sangre en las yemas de los dedos. La bala lo había atravesado. ¿A qué órganos habría afectado? ¿El pulmón izquierdo? Fuera lo que fuese, cada vez que respiraba le dolía más. Trató de alcanzar el pañuelo que tenía en el bolsillo del pantalón, rodando hacia la izquierda para poder sacarlo, y un dolor peor hizo explosión más abajo de la cadera.
¡Ay!
Consiguió sacar el pañuelo, lo levantó, se lo oprimió contra la herida del pecho y lo dejó allí.
Levantó la mano izquierda y vio que le salía sangre de ambos lados; más de la herida más grande, la de la palma, que del agujerito del dorso. La bala se la había atravesado algo por debajo de los dos primeros dedos, que los sentía entumecidos y no podía moverlos. En la palma le sangraban también las cortaduras.
Aunque pensó que debía mantener la mano en alto para disminuir la hemorragia, no pudo, y la dejó caer. No le quedaban fuerzas. Sólo dolor. Y cansancio... La puerta que había junto a él retrocedió lentamente, cerrándose.
Miró a Mengele, acorralado por los dobermans.
El ojo de Mengele lo vigilaba.
Liebermann cerró los ojos, respirando apenas para que el dolor le quemara menos el pecho.
—Fuera...
Al abrir los ojos y mirar a través de la habitación, vio a Mengele despatarrado en el canapé, entre los perros que le gruñían muy próximos.
—Fuera —repitió Mengele, cautelosamente, en voz baja. Pasó la mirada del doberman que tenía delante al que estaba junto a la mejilla y después al otro, que seguía bajo la mandíbula—. Fuera. Ya no hay tiros. Tiros no. Fuera. Vamos. Buenos perros.
Los dobermans gruñían sin moverse.
—Preciosos perros —les decía Mengele—. ¿Samson? Precioso, Samson. Fuera. Vete. —Lentamente, giró la cabeza contra el brazo del canapé; los perros se apartaron un poco, gruñendo. Mengele les dedicó una sonrisa temblorosa—. ¿Major? ¿Tú eres Major? —preguntó—. Precioso, Major; precioso, Samson. Buenos perros. Amigos, no más tiros. —Con una mano, la que tenía la muñeca enrojecida, se agarró al brazo del canapé; la otra mano seguía aferrada al marco del respaldo. Lentamente, empezó a enderezarse sobre el costado—. Preciosos, perros. Fuera. Vamos.
El doberman tendido en medio de la habitación estaba inmóvil; las costillas ya no se le movían. El charco de orina que lo rodeaba se había fragmentado en muchos charquitos dispersos que brillaban sobre las tablas.
—Preciosos perros, buenos...
Tendido de espaldas, Mengele empezó a retirarse con lentitud hacia el ángulo del canapé. Los dobermans gruñeron, pero se quedaron donde estaban, cambiando las patas a medida que él se enderezaba más, alejándose de sus dientes.
—Fuera —les repetía—. Soy un amigo. ¿Acaso les hago daño? No, soy un amigo.
Liebermann cerró los ojos, respirando apenas. Estaba sentado sobre la sangre que se le escurría de la espalda.
—Precioso, Samson; precioso, Major. ¿Zeppo? ¿Harpo? Buenos perros. Fuera, fuera.
Dena y Gary habían tenido alguna dificultad entre ellos, y él se había callado la boca cuando estuvo allí, en noviembre, pero tal vez no debería haberlo hecho; quizás...
—¿Estás vivo, judío hijo de puta?
Abrió los ojos.
Mengele estaba sentado mirándolo, erguido en el ángulo del canapé, con una pierna recogida y un pie en el suelo. Se apoyaba en el brazo y en el respaldo del canapé, despreciativo, dominando la situación. Salvo por los tres dobermans que le cercaban, gruñendo suavemente.
—Mala suerte —masculló Mengele—. Pero no tendrás para mucho, desde aquí me doy cuenta. Tienes la cara de color ceniza. Si yo me mantengo en calma y les hablo, los perros se desentederán de mí. Tendrán que ir a hacer pis o a beber un poco de agua. ¿Agua? ¿Beber? —preguntó a los dobermans en inglés—. Preciosos perros. Id a beber un poco.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
—Hijos de puta —les dijo Mengele, en alemán, con el mismo tono cordial—. Así que no has conseguido nada —continuó, hablando con Liebermann—, judío maldito, salvo morirte lentamente en vez de hacerlo con rapidez, y que a mí me hicieran unos rasguños en la muñeca. En quince minutos me habré ido de aquí, y en su momento morirán todos los hombres de la lista. Se aproxima el Cuarto Reich, y no será solamente alemán, sino panario. Yo viviré para verlo y para estar junto a sus líderes. ¿Puedes imaginarte el espantado respeto que inspirarán? ¿La autoridad mística de que estarán investidos? ¿El temblor de los rusos y de los chinos? Y ni hablemos de los judíos.
Sonó el teléfono.
Liebermann intentó apartarse de la pared, para arrastrarse, si podía, hasta el cable que pendía de la mesita colocada junto a la puerta, pero el dolor de la cadera le atravesó, inmovilizándolo. Con ese dolor era imposible moverse. Volvió a recostarse contra la pared, pegoteado por su propia sangre. Jadeante, cerró los ojos.
—Bien. Así te morirás un minuto antes. Y mientras te mueres, piensa cómo entrarán tus nietos en los hornos.
El teléfono seguía sonando.
Tal vez fueran Greenspan y Stern, que llamaban para ver qué pasaba, por qué no les había llamado. Al no obtener respuesta, ¿no se preocuparían lo bastante para ir y enterarse de la dirección en el pueblo? Si los dobermans seguían manteniendo a raya a Mengele...
Abrió los ojos.
Mengele estaba sentado, sonriendo a los dobermans con una sonrisa relajada, calma, amistosa. Los perros ya no le gruñían.
Dejó que los ojos se le cerraran.
Trató de no pensar en hornos ni en ejércitos, ni en masas vociferantes. Se preguntó si Max y Lili y Esther conseguirían seguir haciendo funcionar el Centro. Podían llegarles contribuciones. Y peticiones.
Ladridos, gruñidos. Abrió los ojos.
—¡No, no! —decía Mengele, otra vez sentado en el rincón del canapé, aferrado al brazo y al respaldo, mientras los dobermans lo acorralaban, gruñendo—. ¡No, no! ¡Preciosos! ¡Buenos perros! No, no, si no me voy. ¡No! ¿No veis qué quieto estoy? Preciosos, buenos perros.
Liebermann sonrió, cerró los ojos. Preciosos. Greenspan... Stern. ¿Por qué no vienen...?
—¿Judío maldito?
El pañuelo se quedaba pegado en la herida, de modo que mantuvo los ojos cerrados, sin respirar (para pensar) y después levantó la mano derecha y le mostró el dedo medio.
Ladridos, pero lejanos. Los perros que estaban fuera, al fondo.
Abrió los ojos.
Mengele le miraba, echando chispas. Con el mismo odio que Liebermann advirtió por teléfono aquella noche de hacía tanto tiempo.
—Suceda lo que suceda —aseguró Mengele—, ganaré yo. Wheelock fue el decimoctavo. Dieciocho de ellos han perdido al padre a la misma edad en que él lo perdió, y por lo menos uno de ellos llegará a la virilidad como él llegó, se convertirá en lo que él se convirtió. Tú no saldrás vivo de esta habitación, y no podrás detenerlo. Tal vez yo no salga tampoco, pero tú, con toda seguridad que no; lo juro.
Se oyeron pasos en el porche.
Los dobermans gruñeron, acercándose a Mengele.
Liebermann y Mengele se miraron fijamente a través de la habitación.
La puerta del frente se abrió.
Se cerró.
Los dos miraron hacia la puerta de la sala de estar.
En el vestíbulo se oyó dejar algo en el suelo, con un ruido de metal.
Pasos.
El chico entró y se quedó en la puerta: era delgado, de nariz afilada y pelo oscuro. Llevaba una chaqueta azul con cremallera, atravesada por una ancha franja roja en el pecho.
Miró a Liebermann.
Miró a Mengele y a los dobermans.
Miró el doberman muerto.
Miró en todas direcciones, muy abiertos los ojos azul pálido.
Con un guante de plástico azul, se apartó de la frente el mechón oscuro.
— ¡Shish! —exclamó.
—Mein... querido muchacho —empezó Mengele, mirándole con adoración—, mi querido, queridísimo muchacho, ¡es imposible que te imagines lo feliz que me siento, lo jubiloso que me siento al verte ahí tan hermoso, tan fuerte, tan apuesto! ¿Quieres llamar a los perros, a tus perros tan leales, tan admirables? Hace horas que me tienen aquí inmovilizado, con la errónea impresión de que soy yo, y no ese maldito judío, el que ha venido aquí para hacerte daño. ¿Quieres llamarlos, por favor? Ya te lo explicaré todo —le sonrió con amor, sentado entre los dobermans gruñidores.
El chico lo miró fijamente un momento y después volvió la cabeza hacia Liebermann.
Liebermann hizo un gesto negativo.
—No te dejes engañar por él —le advirtió Mengele—. Es un criminal, un asesino, un hombre terrible que vino aquí para hacerte daño, a ti y a tu familia. Llama a los perros, Bobby, Ya ves que conozco tu nombre. Y sé todo lo que a ti se refiere... que el verano pasado estuviste en Cape Cod, que tienes una filmadora, que tienes dos primas muy bonitas... Yo soy viejo amigo de tus padres. En realidad, soy el médico que atendió el parto, y acabo de volver del extranjero. El doctor Breitenbach. ¿Nunca te han hablado de mí? Hace mucho tiempo que me fui.
El muchacho le miraba con incertidumbre.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó.
—No lo sé —respondió Mengele—. Como este hombre tenía un arma que conseguí arrancarle y por eso, al vernos pelear, los perros se equivocaron y creyeron que era yo el atacante, sospecho que puede haber —bajó gravemente la cabeza— dado muerte a tu padre. Yo acabo de llegar del extranjero, como te he dicho. Venía de visita, y él me hizo pasar, fingiendo que era amigo. Cuando sacó la pistola, conseguí dominarle y arrebatársela, pero entonces él abrió esa puerta y dejó salir a los perros. Llámalos, para que podamos buscar a tu padre. Tal vez no haya hecho más que atarle. ¡Pobre Henry! Esperemos que sea así. Fue una suerte que tu madre no estuviera en casa. ¿Sigue todavía enseñando en la escuela de Lancaster?
El muchacho miraba al doberman muerto. Liebermann movió un dedo, intentando llamarle la atención.
El chico miró a Mengele.
—Ketchup —dijo, y los dobermans se levantaron de un salto y acudieron junto a él. Dos de ellos se sentaron a un lado del chico, el tercero al otro. Los guantes azules acariciaron las cabezas negras.
— ¡Ketchup! —exclamó alegremente Mengele, mientras bajaba las piernas del asiento y, enderezándose, empezaba a frotarse los brazos—. ¡Ni en mil años se me habría ocurrido decirles ketchup! —apoyó los pies contra el suelo al tiempo que, sonriente, se frotaba los muslos—. Les dije fuera, les dije buenos, les dije amigos, pero ¡ni una vez se me pasó por la cabeza decir ketchup!
El muchacho, con el ceño fruncido, estaba quitándose los guantes.
—Será... mejor que llamemos a la Policía —dijo, y el mechón oscuro volvió a deslizársele sobre la frente.
Mengele seguía contemplándole.
—¡Qué maravilla eres! —se admiró—. Estoy tan... —parpadeó, tragó saliva, sonrió—. Sí, —reaccionó—, claro, tenemos que llamar a la Policía. Hazme un favor, mein... Bobby. Llévate los perros y ve a buscarme un vaso de agua a la cocina. Y si tienes, también algo de comer —se levantó—. Yo llamaré a la Policía y después me pondré a buscar a tu padre.
El muchacho se metió los guantes en los bolsillos de la chaqueta.
—El que está ahí delante, ¿es su coche? —preguntó.
Sí —le respondió Mengele—. Y el de él, el que está en el garaje... supongo. ¿O es tuyo? ¿O de la familia?
El chico le miraba con escepticismo.
—El que está delante'—señaló— tiene pegado un adhesivo donde dice que los judíos no renunciarán a nada de Israel. Y usted dijo que el judío era él.
—Y lo es —le aseguró Mengele—. O por lo menos tiene el aspecto —sonrió—, pero no es éste el mejor momento para hablar de las palabras con que me expresé. Ve a buscarme el agua, por favor, que yo llamaré a la Policía.
El muchacho se aclaró la garganta.
—¿Quiere volver a sentarse? —preguntó—. A la Policía la llamaré yo.
—Bobby...
—¡Escabeche! —dijo el chico, y los dobermans se precipitaron, gruñendo, sobre Mengele, que retrocedió hacia el asiento, con los brazos cruzados ante la cara.
— ¡Ketchup! —gritó—. ¡Ketchup! ¡Ketchup! Los perros seguían sobre él, gruñendo.
El muchacho entró en la habitación, soltándose la cremallera de la chaqueta.
—A usted no le harán caso —advirtió, y se volvió hacia Liebermann, mientras se apartaba de la frente el mechón de pelo oscuro.
Liebermann le miraba.
—Él lo contó al revés, ¿no es cierto? —preguntó el chico—. Fue él quien tenía el arma, y quien le hizo pasar a usted.
—¡No! —gritó Mengele.
Liebermann indicó que sí con la cabeza.
—¿No puede hablar?
Hizo qua no con la cabeza, señaló el teléfono. Con un gesto de asentimiento, el chico se dio la vuelta.
—¡Ese hombre es tu enemigo! ¡Te lo juro ante Dios! —gritó Mengele.
—¿Cree usted que soy retrasado mental? —el muchacho fue hacia la mesa y levantó el teléfono.
—¡No! —Mengele se inclinó hacia él. Bruscamente, los dobermans se enderezaron y volvieron a gruñir, pero él no cambió de posición—. ¡Por favor! ¡Te lo ruego! ¡Es por ti, no por mí! ¡Soy tu amigo! Vine aquí para ayudarte... ¡Escúchame, Bobby! ¡Escúchame un minuto, nada más!
Con el teléfono en la mano, el chico le miraba cara a cara.
—¡Por favor! Te explicaré. ¡Te diré la verdad! Te mentí antes; yo tenía el arma. ¡Pero para ayudarte! ¡Por favor, escúchame un minuto, nada más, y me lo agradecerás! ¡Te lo juro! ¡Un minuto!
El muchacho se quedó inmóvil, mirándolo, y después bajó el teléfono y lo colgó.
Liebermann sacudió con desesperación la cabeza. — ¡Llama! —suplicó, en un susurro que no llegó a salir siquiera de sus labios.
—Gracias —dijo Mengele al muchacho—. Gracias —con una sonrisa de tristeza, se recostó en el asiento—. Tendría que haber sabido que serías listo para poder mentirte. Llámalos, por favor —pidió, tras haber mirado a los dobermans—, que me quedaré aquí sentado.
El chico seguía de pie junto a la mesa, mirándolo.
—Ketchup —dijo, y los dobermans acudieron a él y se dispusieron a su lado, los tres hacia donde estaba Liebermann, de frente a Mengele.
Éste sacudió la cabeza y se pasó la mano por el cortísimo pelo gris.
—Es que es... tan difícil —bajó la mano y miró con ansiedad al muchacho.
—Bien —el chico esperaba.
—Tú eres inteligente, ¿no es verdad? —empezó Mengele.
El chico seguía mirándole, moviendo suavemente los dedos sobre la cabeza del doberman que tenía más próximo.
—Y no te va bien en la escuela. Cuando eras pequeño sí, pero ahora no —continuó Mengele—. Eso es también porque eres demasiado inteligente —levantó la mano para tocarse la sien—, porque tienes tus propias ideas. Pero el hecho es que eres más despierto que tus profesores. ¿no es eso?
El muchacho miraba al doberman muerto, con el ceño fruncido, los labios contraídos. Después miró a Liebermann.
Con un dedo, Liebermann le señaló el teléfono. Mengele se inclinó hacia el muchacho.
—Si yo he de decirle la verdad —lo instó—, también tú debes decírmela a mí. ¿No eres acaso más despierto que tus profesores?
—El chico le miró, encogiéndose de hombros.
—Salvo uno —admitió.
—¿Y tienes elevadas ambiciones, no?
Un gesto afirmativo.
—Querrás ser un gran pintor, o un arquitecto. El chico negó con la cabeza.
—Quiero hacer películas.
—Ah, sí, claro —sonrió Mengele—, Ser un gran director de cine —miró al muchacho y su sonrisa se borró—. Y tú y tu padre habéis discutido por eso. Un viejo terco, con un punto de vista limitado. Y tú estás resentido por eso, con buenas razones.
El muchacho le miraba.
—Ya ves si te conozco —afirmó Mengele—. Más que nadie en el mundo.
—¿Quién es usted? —preguntó el muchacho, con aire de extrañeza.
—El médico que atendió el parto, cuando tú naciste. Eso es la pura verdad. Pero no soy un viejo amigo de tus padres. En realidad, jamás les he visto. No hay ninguna relación entre nosotros.
El chico inclinaba la cabeza, como para oír mejor
—¿Entiendes a qué me refiero? —preguntó Mengele—. El hombre a quien consideras tu padre —sacudió la cabeza— no es tu padre. Y tu madre, aunque estoy seguro de que tú la quieres, y de que ella te quiere a ti; no es tu madre. Ellos te adoptaron, y fui yo quien dispuso las cosas para la adopción, a través de intermediarios que me ayudaron.
El muchacho seguía mirándole.
Liebermann observaba con inquietud al chico.
—Es una noticia muy perturbadora para recibirla tan impensadamente —reconoció Mengele—, pero tal vez... ¿no te será del todo desagradable? ¿Nunca has sentido que eras superior a los que te rodean? ¿Como un príncipe entre gente del pueblo?
El chico se enderezó más, se encogió de hombros.
—A veces... me siento diferente de todos.
—Es que eres diferente —le aseguró Mengele—.
—Infinitamente diferente, e infinitamente superior. Tú...
—¿Quiénes son mis verdaderos padres? —preguntó el chico.
Pensativamente, Mengele se miró las manos, las cruzó, miró al muchacho.
—Sería mejor para ti que no lo supieras aún —le dijo—. Cuando seas mayor y más maduro, lo descubrirás. Pero hay algo que ya puedo decirte, Bobby; tú naciste de la sangre más noble que hay en el mundo entero. Tu herencia, y no hablo de dinero sino de carácter y de capacidad, es incomparable. Llevas dentro de ti la tendencia a concretar ambiciones mil veces mayores que las que hoy por hoy constituyen tu sueño. ¡Y las concretarás! Pero solamente... y debes tener presente lo mucho que te conozco, y confiar en mí cuando te lo digo... solamente si ahora sales de aquí con los perros y me dejas... que haga lo que tengo que hacer, y me vaya.
El muchacho seguía mirándole.
—Es por ti —insistió Mengele—. En lo único en que pienso es en tu bienestar. Debes creérmelo. He consagrado mi vida a ti, y a tu bienestar.
—¿Quiénes son mis verdaderos padres? —volvió a preguntar el chico.
Mengele sacudió la cabeza.
—Quiero saberlo.
—En este asunto, debes someterte a mi criterio; en el momento adecuado te...
—¡Escabeche! —los dobermans se precipitaron, gruñendo, sobre Mengele, quien retrocedió escudándose en los antebrazos cruzados. Los dobermans se le echaban encima, gruñendo.
—Dígamelo ahora mismo —ordenó el chico—, porque si no... les diré otra cosa. Lo digo en serio. Si quiero, puedo hacer que le maten.
Por encima de las muñecas cruzadas, Mengele lo miraba atónito.
—¿Quiénes son mis padres? —preguntó el chico—. Contaré hasta tres. Uno...
—¡Tú no tienes padres! —exclamó Mengele.
—Dos...
—¡Es verdad! Naciste de una célula del hombre más grande que jamás haya existido. ¡Renaciste! Tú eres él, que vuelve a vivir su vida. ¡Y ese judío que está allí es su enemigo jurado! ¡Y el tuyo!
Con una mirada de confusión en sus ojos azules, el chico se volvió hacia Liebermann.
Éste levantó una mano, la movió en círculo junto a la sien, señaló a Mengele.
— ¡No! —vociferó Mengele, mientras el chico se volvía otra vez hacia él. Los dobermans gruñeron—. ¡No estoy loco! Por inteligente que tú seas, hay cosas de ciencia y de Microbiología que no sabes. ¡Tú eres el duplicado viviente del hombre más grande que registra la Historia! Y él —sus ojos volaron hacia Libermann—, ¡vino aquí para matarte! ¡Y yo para protegerte!
—¿Quién? —lo desafió el muchacho—. ¿Quién soy yo? ¿Qué gran hombre?
Mengele lo miraba fijamente, por encima de las cabezas de los dobermans, que seguían gruñendo.
—Uno... —volvió a empezar el chico.
—Adolf Hitler; a ti te han dicho que era malo —capituló Mengele—, pero cuando crezcas y veas el mundo devorado por los negros y los semitas, los eslavos, los orientales, los latinos... mientras los arios, tu propio pueblo, se ven amenazados por la extinción... ¡la extinción de la cual tú los salvarás!, te darás cuenta de que él fue el mejor, el más grande, el más sabio de toda la Humanidad. ¡Te regocijarás de tu herencia, y me bendecirás por haberte creado! ¡Como él me bendijo para que lo intentara!
—¿Sabe una cosa? —dijo lentamente el muchacho—. Es usted el chiflado más grande que he visto en mi vida. Es lo más espeluznante, lo más loco...
—¡Lo que te digo es la verdad! —clamó Mengele—. ¡Mira en tu corazón, que allí tienes la fuerza para mandar ejércitos, Bobby! ¡Para hacer que todas las naciones se sometan a tu voluntad! ¡Para destruir sin misericordia a cuantos se te opongan!
—Está... loco —balbuceó el chico.
—Mira en tu corazón —repitió Mengele—. Todo el poder de él está en ti, o lo estará cuando el momento llegue. Ahora, haz lo que te digo; déjame que te proteja. Tienes que cumplir con un destino, que es el más alto de los destinos.
El muchacho bajó los ojos, frotándose la frente. Después volvió a mirar a Mengele.
—Salvia —dijo.
Los dobermans saltaron; Mengele se debatió, gritó. Liebermann miró. Se estremeció. Miró.
Miró al muchacho.
El chico metió las manos en los bolsillos de la chaqueta azul con la franja roja. Se apartó de la mesa, se acercó al canapé; se quedó mirando. Frunció la nariz.
—Shish —dijo.
Liebermann miraba al muchacho y al alboroto de dobermans que habían arrojado al suelo a Mengele.
Se miró la mano izquierda, que sangraba, lentamente, por los dos lados.
Se oían gruñidos. Ruidos húmedos, golpes.
Al cabo de un momento el chico se apartó del canapé, siempre con las manos en los bolsillos. Miró el doberman muerto, le tocó el trasero con la punta de la zapatilla. Echó un vistazo a Liebermann y se volvió para mirar atrás.
—Basta —dijo, y dos de los dobermans levantaron la cabeza y se le acercaron lentamente, lamiéndose los belfos ensangrentados.
—¡Basta! —repitió el muchacho, y el tercer doberman levantó la cabeza.
Uno de los perros olfateó al doberman muerto. Otro de ellos pasó junto a Liebermann, con el hocico abrió la puerta que había junto a él y salió.
El muchacho fue a pararse entre los pies de Liebermann, mirándole, otra vez con el mechón caído sobre la frente.
Liebermann le miró y señaló el teléfono.
El chico se sacó las manos de los bolsillos y se puso en cuclillas, apoyando los codos sobre las rodillas enfundadas en pana marrón, sueltas las manos entre las piernas. Tenía las uñas sucias.
Liebermann miró el rostro joven y delgado que se inclinaba sobre él: la nariz afilada, el mechón de pelo, los ojos de color azul pálido que le miraban.
—Me parece —comentó el chico— que si no viene alguien a ayudarle y llevarle al hospital, va a morirse pronto —su aliento olía a goma de mascar. Liebermann movió afirmativamente la cabeza. —Podría irme otra vez, con los libros —dijo el chico—, y volver más tarde. Decir que... me quedé dando una vuelta por ahí, como hago a veces. Mi madre no llega a casa hasta las cinco menos veinte. Apuesto a que para entonces usted ya estará muerto.
Liebermann le miraba. Otro dobermann salió.
—Si me quedo y llamo a la Policía, ¿les dirá usted lo que yo hice? —preguntó el muchacho.
Liebermann lo pensó, y sacudió la cabeza.
—¿Nunca?
Sacudió la cabeza.
—¿Prometido?
Hizo un gesto de asentimiento.
El muchacho tendió la mano.
Liebermann se la miró.
Miró al muchacho, que también le miraba.
—Si puede usted señalar, también puede dar la mano —dijo el chico.
Liebermann le miraba la mano.
No, se dijo. De cualquier manera te vas a morir. ¿Qué médico puede hacer algo con semejante agujero?
—¿Bueno?
Y tal vez haya otra vida. Tal vez Hannah me esté esperando. Mamá, papá, las niñas...
No te engañes.
Levantó la mano.
Estrechó la mano del chico, lo más débilmente que pudo.
—Era realmente espeluznante —declaró el chico y se levantó.
Liebermann se miraba la mano.
—¡Quita! —le gritó el chico a un doberman que seguía afanado con Mengele.
El perro escapó al vestíbulo, después retrocedió, atolondrado, ensangrentado, pasó junto a Liebermann y salió.
El chico se dirigió al teléfono.
Liebermann cerró los ojos.
Se acordó. Los abrió.
Cuando el chico terminó de hablar, le llamó con un gesto.
El chico se acercó.
—¿Agua?
Liebermann hizo un gesto negativo. Volvió a llamarle.
El muchacho se puso en cuclillas junto a él.
—Hay una lista —dijo Liebermann.
—¿Qué? —el chico acercó más el oído.
—Hay una lista —repitió, en voz tan alta como pudo.
—¿Una lista?
—Mira a ver si puedes encontrarla. En su abrigo, tal vez. Una lista de nombres.
Miró al muchacho, que se alejaba hacia el vestíbulo.
Hitler, mi ayudante.
Mantuvo los ojos abiertos.
Miró a Mengele, junto al canapé. Había algo blanco y rojo donde había estado la cara. Huesos y sangre.
Volvió el chico, mirando unos papeles. Liebermann extendió la mano.
—Mi padre figura aquí —observó el chico. La extendió más alto.
El muchacho le miró con inquietud y le dejó el manojo de papeles en la mano.
—Me olvidé; será mejor que le busque.
Cinco o seis hojas mecanografiadas. Nombres, direcciones, fechas. Difíciles de leer sin gafas. Döring, tachado. Horve, tachado. En otras páginas no había tachaduras.
Dobló los papeles contra el suelo. Después se los metió en el bolsillo de la chaqueta.
Cerró los ojos.
—Hay que vivir. Todavía no hemos terminado. Ladridos, a lo lejos.
—Le encontré.
Desde su barba rubia, Greenspan le miraba echando chispas.
—¡Está muerto! —susurró—. ¡No podemos interrogarle!
—No importa. Yo tengo la lista.
—¿Qué?
Pelo rubio ondulado, solideo encasquetado, con horquillas.
—No importa. Yo tengo la lista. De todos los padres —con voz tan alta como pudo.
Lo levantaron..., ¡ay!, y le volvieron a bajar. Sobre una camilla. En marcha. Una aldaba en forma de cabeza de perro, aire libre, cielo azul. Una lente diminuta que le miraba, se acercaba, zumbando. Muy cerca, una nariz angulosa.
8
Había resultado que tenían buenos médicos allí; por lo menos, lo bastante buenos para encontrarse con una mano enyesada, un tubo conectado al brazo y todo el cuerpo cubierto de vendajes, por arriba, por debajo, por delante y por detrás.
Unidad de cuidados intensivos del «Hospital General de Lancaster». Sábado. El viernes se le había perdido.
Quedaría estupendo, le aseguró un médico indio, regordete. Una bala le había atravesado el «mediastino»; al decirlo, el médico se tocó el pecho cubierto por la chaquetilla blanca. Le había fracturado una costilla, lesionado el pulmón izquierdo y algo que se llama «el nervio laríngeo recurrente», y había errado la aorta por este poco. Otra bala le había fracturado la cintura pelviana y había quedado alojada en la masa muscular. Una tercera le había dañado los huesos y músculos de la mano derecha, y otra apenas le había raspado una costilla en el costado derecho.
Le habían extraído la bala alojada entre los músculos y el daño había sido reparado. En una semana o poco más podría hablar, y dos semanas más tarde caminar con muletas. Se había notificado el hecho a la Embajada de Austria, aunque —sonrió el médico— probablemente no era necesario. Con los periódicos y la televisión... Un detective quería hablar con él, pero tendría que esperar, naturalmente.
Dena se inclinó para besarle y se quedó junto a él, apretándole la mano y sonriendo. ¿Qué día? Ojerosa, pero bella.
—¿No podrías habértelas arreglado para hacer esto en Inglaterra? —le preguntó.
Después pasó a otra unidad, donde le dejaron sentarse y escribir. ¿Dónde están mis cosas?
—Ya le entregarán todo cuando esté en su habitación —le informó la enfermera, sonriendo. ¿Cuándo?
—El jueves o el viernes, probablemente.
Dena le leyó lo que decían los periódicos. A Mengele lo habían identificado como Ramón Aschheim y Negrín, paraguayo. Había matado a Wheelock, herido a Liebermann y, finalmente, los perros de Wheelock habían acabado con él. El hijo de Wheelock, Robert de trece años, había llamado a la Policía al volver de la escuela. Cinco hombres que habían llegado inmediatamente después de la Policía se habían dado a conocer como miembros de los «Jóvenes Defensores Judíos», y amigos de Liebermann; declararon que pensaban encontrarse allí con él para acompañarlo en un viaje que tenía que hacer a Washington. Expresaron su opinión de que Aschheim y Negrín era un nazi, pero sin poder dar explicación alguna de su presencia (ni de la de Liebermann) en casa de Wheelock, como tampoco del asesinato de éste. La Policía esperaba que, cuando se recuperara (si se recuperaba), Liebermann arrojara alguna luz sobre el misterio.
—¿Puedes? —le preguntó Dena.
Él inclinó la cabeza, haciendo el gesto de que «tal vez».
—¿Cuándo te hiciste amigo de los «Jóvenes Defensores Judíos»?
La semana pasada.
Una enfermera indicó a Dena que alguien quería verla.
El doctor Chavan entró, estudió las gráficas de Liebermann, le levantó el mentón y lo miró atentamente; después le dijo que lo peor que le pasaba en ese momento era que necesitaba un afeitado.
Dena regresó, doblándose bajo el peso de la maleta de Liebermann.
—Cuando se habla de Roma... —mientras se sentaba junto al tabique. Greenspan había pasado a dejársela. Había ido en busca de su coche, que la Policía no le había querido entregar el jueves, y le había dejado a Dena un mensaje para Liebermann: «Uno, que se mejore; dos, que el rabí Gorin le llamará tan pronto como pueda. Él también anda con problemas. Vea los periódicos.»
Le dolía todo el cuerpo, y dormía mucho.
Le pasaron a una agradable habitación con cortinas rayadas y un aparato de televisión en una repisa, contra la pared. Allí estaba su cartera, sobre una silla. Tan pronto como le instalaron en la cama abrió el cajón de la mesilla. Allí estaba la lista, con sus otras cosas. Se puso las gafas para recorrer los nombres mecanografiados. Desde el número uno al diecisiete, estaban tachados. Había que tachar a Wheelock también. Su fecha había sido el 19 de febrero.
Llegó un peluquero, para afeitarle.
Aunque no debía hacerlo, podía hablar, roncamente. En realidad, le daba lo mismo; le daría tiempo para pensar.
Dena escribía cartas. Él leía los periódicos y miraba los noticieros por televisión. Nada sobre Gorin. Kissinger en Jerusalén, entrevistándose con Rabin. Crimen, desempleo.
—¿Qué pasa, Pa?
—Nada.
—No hables.
—Tú me has preguntado.
—No hables, escribe, que para eso tienes el bloc! ¡NADA!
Qué insoportable podía ser a veces.
Llegaban flores y tarjetas: de amigos, de contribuyentes, de la oficina de conferencias, de la confraternidad del templo local. Una carta de Klaus, a quien Max le había dada la dirección del hospital: Por favor, escriba lo antes que pueda. Innecesario decirle que Lana y yo, lo mismo que Nürnberger, estamos ansiosos de saber más de lo que publican los periódicos.
Al día siguiente de haber sido autorizado para hablar, fue a verle un detective de apellido Barnhart, un joven corpulento y pelirrojo, cortés y de hablar suave. Liebermann no tenía mucha luz para arrojar; jamás había visto a Ramón Aschheim y Negrín antes de que éste disparara sobre él. Ni siquiera había oído hablar de él. Sí, la señora Wheelock estaba en lo cierto: el día anterior, él había llamado a Wheelock para advertirle que era posible que un nazi le buscara para matarlo. Era una respuesta a una información que había recibido de una fuente sudamericana, no del todo fiable. Había ido a visitar a Wheelock en un intento de descubrir si podía realmente haber algo de cierto en todo eso; Aschheim le había hecho pasar y había disparado sobre él. Liebermann había conseguido soltar los perros, y éstos habían matado a Aschheim.
—El Gobierno paraguayo dice que su pasaporte es falso, y ni siquiera saben quién es.
—¿No tienen archivadas las huellas digitales?
—No, señor. Pero, fuera quien fuese, da la impresión de que a quien iba persiguiendo era a usted, no a Wheelock. Fíjese que murió poco antes de que nosotros llegáramos allí. Usted debió llegar sobre las dos y media, ¿no es eso?
Liebermann lo pensó e hizo un gesto afirmativo
—Sí —contestó.
—Pero Wheelock murió entre las once y el mediodía, de modo que «Aschheim» estuvo más de dos horas esperándole a usted. Es posible que esa información que le dieron fuera una trampa, señor. Wheelock no tenía absolutamente nada que ver con la clase de personas a quienes usted persigue, de eso estamos seguros. Más vale que en lo sucesivo tome usted con pinzas esas informaciones, si no le molesta a usted que se lo diga.
—En absoluto. Me parece un buen consejo. Se lo agradezco. «Tomar con pinzas...» Sí.
Esa noche, Gorin apareció en las noticias. Estaba en libertad condicional desde 1973, fecha en que había sido sentenciado a tres años de prisión, en suspenso, por una acusación de conspiración terrorista de la cual se había declarado culpable; ahora, el Gobierno federal quería conseguir que los jueces revocaran la libertad condicional basándose en que había vuelto a conspirar, esta vez al planear el secuestro de un diplomático ruso. Un juez había dispuesto la vista para el 26 de febrero. Si le revocaban la libertad condicional, eso significaría para Gorin ir a prisión durante un año, a cumplir el resto de su sentencia. Sí, vaya si tenía problemas.
Y Liebermann también. Cuando se quedó solo, estudió la lista. Cinco delgadas páginas pulcramente escritas a máquina. Noventa y cuatro nombres. Se quedó mirando la pared; sacudió la cabeza y suspiró; dobló la lista y se la guardó en el sobre de piel del pasaporte.
A Max y a Klaus les escribió sendas cartas, sin decirles mucho. Aunque todavía estaba ronco y no podía hablar con su volumen normal de voz, empezó a hacer y a recibir llamadas telefónicas.
Dena tenía que regresar a su casa. Ella había llegado a un acuerdo con la administración del hospital: Marvin Farb y otros amigos se harían cargo de ella, y cuando Liebermann volviera a Austria y cobrara el seguro, les devolvería el importe.
—No te olvides de la copia de la cuenta —le advirtió su hija—. Y no te des demasiada prisa en caminar. Y no te vayas mientras no te digan que puedes irte.
—No, no, no.
Cuando ella se fue, se dio cuenta de que no le había hablado de cómo estaban las cosas entre ella y Gary; eso le hacía sentirse mal. Vaya padre.
Con las muletas, se paseó de un extremo a otro del corredor; tarea difícil, con la mano todavía enyesada. Llegó a conocer a algunos de los otros pacientes, se acostumbró a la comida.
—¿Yakov? ¿Cómo está? —era Gorin quien estaba al teléfono.
Bien, gracias. En una semana estaré fuera. ¿Cómo está usted?
—No tan bien. ¿Ha visto lo que me están haciendo?
—Sí. Es una vergüenza.
—Estamos tratando de conseguir que se posponga la vista, pero las perspectivas no son buenas. Realmente, se han propuesto echarme el guante. Y se supone que yo soy el conspirador. ¡Ay, Dios! Escuche, ¿cómo está ahí? ¿Puede hablar? Yo estoy en una cabina, así que por mi lado está bien.
—Será mejor que hablemos en yiddish. —Liebermann dio el ejemplo—. Ya no habrá más matanzas. Los hombres fueron relevados.
—¿De veras?
—Y el que disparó sobre mí, el que mataron los perros, era... el Ángel. ¿Entiende a quién me refiero? Silencio.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. Hablé con él.
—¡Oh, Dios mío! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias! ¡Los perros eran demasiado buenos para él! ¿Y usted se lo está guardando? ¡Yo convocaría la conferencia de Prensa más grande de la Historia!
—¿Y qué digo cuando me pregunten qué hacía él ahí? Un paraguayo desconocido no es problema, pero ¿él? Y si no lo explico, intervendrá el FBI para averiguarlo. ¿Será conveniente? Todavía no lo sé.
—No, no, claro que usted tiene razón. Pero, ¡saberlo y no poder decirlo! ¿Vendrá usted a Nueva York?
—Sí.
—¿Cuándo llegará, para ponernos en contacto? Liebermann le dio el número de los Farb.
—Phil dice que tiene usted una lista.
Liebermann pestañeó.
—¿Cómo lo sabe?
—Usted se lo dijo.
—¿Se lo dije yo? ¿Cuándo?
—Allá en la casa. ¿No es así?
—Sí, claro. No lo puedo creer. Es un problema, rabí.
—A mí me lo dice... Que siga bien. Nos veremos pronto. Shalom.
—Shalom.
Habló con algunos reporteros y con los chicos de las escuelas secundarias. Con las muletas, se paseaba de punta a punta del corredor, para acostumbrarse.
Una tarde fue a verle una mujer robusta, de pelo castaño, con un abrigo rojo y una cartera.
—¿El señor Liebermann?
—Sí.
Ella le sonrió: hoyuelos, hermosos dientes.
—¿Puedo hablar un momento con usted, por favor? Soy la señora Wheelock.
Liebermann la miró.
—Sí, claro.
Entraron en la habitación. La mujer se sentó en una silla, con la cartera sobre la falda, mientras Liebermann apoyaba las muletas contra la cama y se sentaba en la otra silla.
—No sabe cuánto lo siento —expresó.
Ella asintió con la cabeza, mirando la cartera, mientras la frotaba con la uña del pulgar, esmaltada de rojo. Después lo miró.
—La Policía me dijo —empezó— que ese hombre le había tendido una trampa a usted, que no vino a matar a Hank. No tenía ningún interés en Hank, ni en nosotros; el único que le interesaba era usted.
Liebermann afirmó con la cabeza, sin hablar.
—Pero mientras esperaba —continuó la señora Wheelock—, estuvo mirando nuestro álbum de fotografías. Estaba en el suelo, allí, donde él... —se estremeció y miró a Liebermann.
—Tal vez su marido estuviera mirándolo, antes de que él llegara —sugirió él.
La mujer negó con la cabeza, las comisuras de sus labios descendieron.
—Él jamás lo miraba —explicó—. Yo le tomé las fotografías, yo las fui montando en el álbum y haciendo las inscripciones. El que estuvo mirándolo fue el hombre.
—Tal vez no hiciera más que pasar el rato —conjeturó Liebermann.
Ella siguió en silencio, mirando la habitación, con las manos cruzadas sobre la cartera.
—Nuestro hijo es adoptivo —dijo después—. Mi hijo. Pero él no lo sabe. En el arreglo constaba que no debíamos decírselo. Anteanoche me preguntó si lo era. Antes nunca había tocado el tema —miró a Liebermann—. Ese día, ¿le dijo usted algo que pudiera haberle metido esa idea en la cabeza?
—¿Yo? —Liebermann negó con un gesto—. No. ¿Cómo podría yo haberlo sabido?
—Pensé que podría haber alguna relación —explicó ella—. La mujer que intervino en la adopción era alemana. Aschheim es un apellido alemán. Un hombre con acento alemán llamó para preguntar por Bobby. Y sé que usted está... en contra de los alemanes.
—En contra de los nazis —rectificó Liebermann—. No, señora Wheelock, yo no tenía la menor idea de que fuera adoptivo, y no podía hablar siquiera cuando él entró. Ya ve usted que ahora todavía no puedo hablar del todo bien. Tal vez sea por haber perdido a su padre que piensa de esa manera.
—Tal vez —suspiró ella, e hizo un gesto afirmativo. Después le sonrió—. Lamento haberle molestado. Me preocupa que fuera algo que pudiera afectar a Bobby.
—No se preocupe —la tranquilizó Liebermann—. Me alegro de haberla conocido. Antes de irme, pensaba llamarla para expresarle mis condolencias.
—¿Ha visto usted la película? —preguntó la madre—. No, no creo que pudiera. Es rara, la forma en que resultan las cosas, ¿no le parece? ¿Como no hay mal que por bien no venga? Tanta desgracia: Hank muerto, usted tan gravemente herido, ese hombre... hasta los perros. Tuvimos que hacerlos dormir, imagínese. Y de todo eso, resulta una oportunidad para Bobby.
—¿Una oportunidad? —repitió Liebermann. La señora Wheelock movió afirmativamente la cabeza.
El noticiero local le compró la película que filmó ese día y pasaron una parte... cuando a usted lo llevan en la ambulancia, los perros todos ensangrentados, ese hombre y Hank mientras los sacaban... y después la CBS, la red que abarca todo el país, también la dio en las noticias de la mañana siguiente. Pero sólo la parte en que a usted lo llevan a la ambulancia. Una cosa así puede ser algo tremendamente importante para un chico de la edad de Bobby. No me refiero a los contactos solamente, sino a la confianza en sí mismo que puede darle.
ȃl quiere ser director de cine.
Liebermann la miró.
—Espero que lo consiga —dijo después.
—Creo que tiene buenas probabilidades —dijo mientras se ponía de pie, con una débil sonrisa orgullosa—. Tiene talento.
Los Farb llegaron el viernes 28 de febrero y cargaron a Liebermann, con sus muletas, su cartera y su maleta, en un «Lincoln» nuevo, deslumbrante. Marvin Farb le dio una copia de la cuenta del hospital.
Lieberman la miró y se quedó mirando a Farb.
—Y es barata —le aseguró éste—. En Nueva York, habría salido el doble.
—Gott im Himmel!
Sandy, la muchacha de la oficina de la YJD, le llamó para invitarle a un almuerzo, el martes 11, a mediodía.
—Es una despedida.
Liebermann se iba el 13. ¿Sería para él?
—¿De quién? —preguntó.
—Del rabí. ¿No lo sabe?
—¿Han rechazado la apelación?
—La retiró él. Quiere que la cosa siga adelante.
—¡Oh, cuánto lo siento! Sí, claro que iré.
La chica le dio la dirección: «Smilkstein’s», un restaurante de Canal Street.
El Times tenía la información en una columna que a Liebermann se le había escapado, hacia el doblez del medio de la página. En vez de defenderse de la nueva acusación de conspirador, Gorin había decidido aceptar la decisión del juez de revocar la libertad condicional, y el 16 de marzo ingresaría en una penitenciaría federal, en Pennsylvania.
—Mmmm —Liebermann sacudió la cabeza.
El martes 11, poco después de mediodía, apoyándose en un bastón, subió lentamente las escaleras de «Smilkstein’s». Demonios. Un escalón cada vez, apoyándose con la mano derecha en el pasamanos.
En lo alto de la escalera, jadeante y sudoroso, se encontró con un gran salón, un vestíbulo que sobre un estrado tenía un gran dosel verde, montones de mesas sin mantel y sillas plegables, doradas; en el medio, en la pista de baile, una gran mesa rodeada de hombres que leían el menú, mientras un camarero jorobado anotaba los pedidos. Gorin, sentado a la cabecera de la mesa, le vio, dejó el menú y la servilleta, se levantó y fue presurosamente a su encuentro; parecía tan alegre como si hubiera presentado la apelación y la hubiera ganado.
—¡Yakov! ¡Cuánto me alegro de verle! —Le estrechó la mano, lo tomó del brazo—. ¡Está usted estupendo! Demonios, me olvidé de las escaleras.
—No importa —le tranquilizó, mientras recuperaba el aliento.
—¡Cómo que no importa! Fue una estupidez de mi parte. Tendría que haber elegido algún otro lugar —se acercaron a la mesa, Liebermann, ayudado por su bastón, precedido por Gorin—. Los dirigentes de mis grupos —presentó Gorin—. Además de Phil y Paul. ¿Cuándo se va usted, Yakov?
—Pasado mañana. Lamento que usted...
—No hablemos de eso. Allí estaré en buena compañía... la de todo el trust de cerebros de Nixon. Es el lugar más de moda para los conspiradores. Caballeros, éste es Yakov. —Le presentó a Dan, Stig, Arnie...
Eran cinco o seis, aparte de Phil Greenspan y Paul Stern.
—Está usted infinitamente mejor que la última vez que nos encontramos —bromeó Greenspan, mientras partía un panecillo.
—¿Sabe usted —le preguntó Liebermann, sentado frente a él a la mesa— que yo ni siquiera recuerdo haberle visto ese día?
—No me extraña —asintió Greenspan—. Si estaba usted de color gris pizarra.
—Qué maravilla de médicos tienen —comentó Liebermann—. Me quedé realmente sorprendido —acercó su silla a la mesa, con ayuda del hombre sentado a su derecha, apoyó el bastón contra el borde de la mesa y tomó el menú.
El camarero dice que el asado no —le aconsejó Gorin, desde su izquierda—. ¿Le gusta a usted el pato? Aquí lo preparan estupendo.
La despedida fue triste. Mientras comían, Gorin hablaba de las líneas de mando, y de los arreglos que estaban acordando él y Greenspan para mantener el contacto mientras Gorin estuviera en prisión. Se plantearon acciones de represalia, se hicieron bromas crueles y amargas. Liebermann intentó suavizar los ánimos con una historia de Kissinger, supuestamente verídica, que le había contado Malvin Farb, pero no le sirvió de mucho.
Después que el camarero despejó la mesa y volvió a bajar, dejándolos en compañía del té y de las pastas, Gorin apoyó los antebrazos sobre la mesa, cruzó las manos y miró con seriedad a todos los presentes.
—Nuestros problemas actuales son los menores que tenemos —declaró, y miró a Liebermann—. ¿No es así, Yakov?
Liebermann hizo un gesto afirmativo, mirándolo a su vez.
Gorin recorrió con la vista a Greenspan y Stern y a cada uno de los cinco jefes de grupo.
—Hay —anunció— noventa y cuatro chicos de trece años (algunos de doce y once) a quienes es preciso matar antes de que crezcan. No —precisó—, no estoy bromeando. Ojalá fuera así. Algunos de ellos están en Inglaterra, Rafe; algunos en Escandinavia, Stig, algunos aquí y en Canadá, algunos en Alemania. No sé cómo daremos cuenta de ellos, pero lo haremos; es necesario. Yakov les explicará quiénes son y cómo... llegaron a ser. —Volvió a sentarse y se dirigió a Liebermann—: Lo esencial —le recomendó—. No es necesario que se detenga en los detalles. Yo doy fe de cada palabra que él diga —explicó a los demás—, y también Phil y Paul darán testimonio de ellas; ellos vieron a uno de los muchachos. Adelante. Yakov.
Inmóvil, Liebermann miraba la cucharilla del té.
—Adelante —repitió Gorin.
Liebermann lo miró.
—¿Podríamos hablar un minuto en privado? —preguntó con voz ronca, y se aclaró la garganta.
Gorin le miró con aire interrogante, y después comprendió. Hizo una inspiración, dilatando las narices, y sonrió.
—Claro —asintió, y se puso de pie.
Liebermann tomó su bastón, se apoyó en el borde de la mesa y se levantó de la silla. Trabajosamente, dio un paso, y Gorin le echó una mano sobre la espalda y empezó a andar junto a él, mientras le decía.
—Ya sé lo que quiere usted decirme.
Juntos se dirigieron al estrado, adornado con su dosel.
—Ya sé lo que va usted a decir, Yakov.
—Me alegro de que lo sepa; yo todavía no lo sé.
—Está bien, lo diré yo por usted: «No debemos hacer eso. Debemos darles una oportunidad. Hasta los que ya perdieron a su padre pueden resultar personas normales.»
—Normales no, no lo creo. Pero no como Hitler.
—De modo que debemos ser judíos comprensivos, a la antigua, y respetar sus derechos civiles. Y cuando algunos de ellos se conviertan efectivamente en Hitler, pues dejaremos que sean nuestros hijos quienes se preocupen. Mientras van camino de las cámaras de gas.
Liebermann se detuvo ante el estrado y se volvió hacia Gorin.
—Rabí —le dijo—, nadie sabe cuáles son las probabilidades. Mengele pensaba que eran buenas, pero el proyecto era de él, la ambición era de él. Podría ser que, aunque fueran mil, ninguno de ellos resultara un Hitler. Son niños, sean sus genes los que fueren. ¿Cómo podemos matarlos? Eso era lo que hacía Mengele, matar niños. ¿También nosotros tenemos que hacerlo? Yo ni siquiera...
—Me deja usted pasmado.
—Déjeme terminar, por favor. Yo ni siquiera pienso que debamos hacerlos vigilar por sus Gobiernos, porque eso llegará a saberse, puede usted apostar su vida, y llamará la atención sobre ellos, hará que se congreguen en torno de ellos exactamente la clase de chiflados que pueden convertirlos en Hitler, estimularlos a que lo sean. Y esos chiflados pueden incluso venir desde dentro de un Gobierno. Cuanto menos gente lo sepa, mejor.
—Yakov, si uno se convierte en Hitler, uno y nada más... ¡Dios mío, ya sabe usted lo que nos espera!
—No —dijo Liebermann—. No. Llevo semanas enteras pensando en esto. En mis charlas siempre digo que hacen falta dos cosas para que eso vuelva a suceder, un nuevo Hitler y condiciones sociales semejantes a las de los años treinta. Pero no es verdad. Las cosas necesarias son tres: el Hitler, las condiciones... y la gente, que siga a un Hitler.
—¿Y no cree usted que los encontraría?
—No, no en número suficiente. Realmente, pienso que ahora la gente es mejor y más despierta, que ya no está tan convencida de que su líder es Dios. La televisión establece una diferencia enorme. Y también la historia, los conocimientos... Encontraría algunos, sí; pero no más, espero, que los aspirantes a Hitler que tenemos ahora, en Alemania y en Sudamérica.
—Pues tiene usted muchísima más fe que yo en la naturaleza humana —declaró Gorin—. Mire, Yakov, puede usted seguir hablando hasta ponerse morado, que sobre este punto no podrá cambiar mi decisión. No sólo tenemos el derecho de matarlos: tenemos el deber. No los hizo Dios, los hizo Mengele.
Liebermann se quedó mirándolo y asintió con la cabeza.
—Está bien —dijo—. Pensé que tenía que plantear la cuestión.
—Pues ya la ha planteado —declaró Gorin y señaló hacia la mesa—. ¿Quiere explicárselo a ellos ahora? Tenemos muchas cosas que dejar resueltas antes de partir.
—Yo ya he hablado demasiado por hoy —le recordó Liebermann—. Es mejor que se lo explique usted.
Juntos regresaron a la mesa.
—Ya que estoy de pie, ¿dónde está el lavabo de caballeros? —preguntó Liebermann.
—Por ese lado.
Cojeando, Liebermann fue hacia las escaleras, mientras Gorin volvía a la mesa y se sentaba.
Liebermann entró en el lavabo y se encerró en el retrete, con el cerrojo bien corrido. Se colgó el bastón de la muñeca derecha, buscó el sobre de piel del pasaporte y sacó de él la lista, muy doblada. Volvió a guardarse el sobre en el bolsillo de la chaqueta, desdobló la lista y empezó a desgarrar las hojas, todavía dobladas por la mitad; superpuso los pedazos y volvió a romperlos; los superpuso de nuevo y, una vez más, los rompió. Dejó caer el montón de papelitos en el inodoro y, una vez que los trozos de papel mecanografiados se separaron y quedaron flotando en el agua, giró hacia abajo la manija negra del depósito de agua. El papel y el agua descendieron en un gorgoteante torbellino. Algunos trozos se pegaban en los costados del inodoro, otros volvieron con el agua que subía.
Liebermann esperó a que el depósito volviera a llenarse.
Ya que estaba ahí, orinó.
Cuando salió, se encontró con la mirada de uno de los hombres, sentado en el extremo más alejado de la mesa, y con un gesto le señaló a Gorin. El hombre dijo unas palabras a Gorin, y éste se dio la vuelta para mirarle.
Liebermann le hizo una señal. Durante un momento, Gorin siguió sentado, y después se levantó y se acercó a Liebermann con aire fastidiado.
—¿Qué pasa ahora?
—Agárrese fuerte.
—¿Por qué?
—Acabo de arrojar la lista por el inodoro.
Gorin se le quedó mirando. Liebermann hizo que sí con la cabeza.
—Era lo que había que hacer, créame.
Gorin seguía mirándolo, muy pálido.
—Me siento raro, diciéndole a un rabí qué es...
—La lista no era de usted —articuló Gorin—. Era... ¡de todo el mundo! ¡Del pueblo judío!
—¿Acaso yo no tengo voto? —preguntó Liebermann—. Y el único que estaba ahí dentro era yo —sacudió la cabeza—. Matar un niño está mal... a cualquier niño.
El rostro de Gorin enrojeció; le temblaban las narices, sus ojos castaños echaban fuego, enmarcados por oscuras ojeras.
—No me diga a mí lo que está mal y lo que está bien —farfulló—. Imbécil. ¡Viejo de mierda, ignorante y estúpido!
Liebermann le miraba fijamente.
—¡Tendría que arrojarle escaleras abajo!
—Si me toca, le rompo el cuello —advirtió Liebermann.
Gorin inspiró profundamente, con los puños contraídos a los costados.
—Son los judíos como usted los que dejaron que eso sucediera la última vez.
Liebermann seguía mirándolo.
—Los judíos no «dejaron» que sucediera —rectificó—. Los nazis hicieron que ocurriera. La gente que es capaz hasta de matar niños para conseguir lo que quiere.
La arrebatada mandíbula de Gorin se contrajo.
—Fuera de aquí —ordenó y, girando sobre sus talones, se alejó.
Liebermann lo siguió con la mirada, tomó aire y se volvió hacia las escaleras. Se afirmó en el pasamanos y empezó a bajar lentamente, ayudándose con el bastón, de a un escalón por vez.
Por la ventanilla del taxi, entrando en el aeropuerto Kennedy, vio el motel donde Frieda Maloney había entregado los niños a los matrimonios norteamericanos y canadienses. Lo vio pasar velozmente, con sus diez o doce plantas iluminadas en la luz crepuscular...
Tras haber marcado su billete en el mostrador de «Pan Am», llamó por teléfono al señor Goldwasser, de la oficina de conferencias.
—¡Hola! ¿Cómo está usted? ¿Desde dónde me llama?
—Desde Kennedy, antes de partir. Y no estoy tan mal, aunque durante unos meses tendré que tomarme las cosas con calma. ¿Recibió mi nota?
—Sí.
—Gracias, de nuevo. Las flores eran muy hermosas. Fue una buena publicidad, ¿no? La primera página del Times, la CBS, toda la red...
—Espero que no vuelva a tener ese tipo de publicidad.
—Fue publicidad, de todas maneras. Escuche, si le doy solemnemente mi palabra de que no habrá cancelaciones, ¿intentaría usted prepararme una gira a fines de la primavera o comienzos del otoño? El médico me jura que para entonces mi voz ya se habrá normalizado.
—Bueno...
—Vamos; si me envió usted tantas flores, es que le interesa.
—Está bien; sondearé a algunos grupos.
—Bueno. Y escuche, señor Goldwasser...
—¿Quiere llamarme Ben, por favor? ¿Cuántos años hace ya?
—Ben... nada de templos ni de asociaciones benéficas. Las universidades, los jóvenes. Incluso las escuelas secundarias.
—Ésas no pagan.
—Las universidades, entonces. La Asociación de Jóvenes Cristianos. Cualquier organización donde haya jóvenes.
—De acuerdo. Llenaré los huecos con las escuelas secundarias. Téngame al tanto y cuídese.
Liebermann colgó y metió el dedo en el depósito de devolución de monedas; recogió su cartera y, apoyándose en el bastón, se dirigió hacia la puerta de embarque.
9
La oscuridad cercaba la habitación. Brillaba un picaporte, un espejo, las puntas de los bastones de esquiar. Una forma oscura: la cama, una forma oscura: la silla. Borde metálico de una jaula dentro de ella, un molino de rueda giraba, se detenía, giraba. Modelos de cohetes. Alas de un pequeño avión plateado que gira lentamente.
En el centro de la habitación, una tersa blancura extendida bajo una lámpara de dibujante, muy baja. Una mano mojó un pincel, lo escurrió, pasó la tinta negra sobre las líneas trazadas a lápiz. Dibujaba un estadio: amplio, circular, con una cúpula transparente.
El chico trabajaba con cuidado, acercando mucho al papel la nariz afilada. Empezó a agregar algunas personas, hileras de pequeñas curvas que eran cabezas, concentradas en la plataforma, en el medio. Mojó el pincel, lo escurrió, con el dorso de la mano se apartó el mechón de la frente, dibujó más cabezas, más gente.
Se oía un piano, un vals de Strauss.
El muchacho levantó la cabeza y escuchó. Sonrió.
Volvió a su dibujo y trazó más cabezas, mientras tarareaba por lo bajo la melodía. Qué bien que Pa no estuviera. Nada más que él y Ma. No había peleas, ni puertas que se abrieran para dejar escuchar una voz: «Deja eso y ponte de una vez a hacer los deberes, porque te juro que si no...».
Bueno, no tanto como bien, en realidad no había querido decir bien; era... más fácil, más cómodo. Si hasta la abuela solía decir que Pa era un verdadero dictador. Mandón, rudo de lengua, con prejuicios; actuando siempre como si fuera el hombre más importante del mundo... Así que ahora era más fácil. Pero eso no significaba que él le odiara, que le hubiera deseado la muerte. En realidad, había amado mucho a su padre. ¿Acaso no había llorado en el funeral? Lo había querido mucho, pero ahora podía pintar, y eso estaba bien.
Se sumergió en el dibujo, donde todo era más grato. Se entregó a la plataforma y al hombre que estaba de pie sobre ella. Parecía pequeño desde tan lejos.
Una pincelada, otra, otra. Con los brazos levantados: dos pinceladas.
—¿Quién sería ese hombre de la plataforma? Un gran hombre, seguro, si toda esa gente acudía a verle. Y no simplemente un cantante o un actor; alguien fantástico, una persona realmente buena, que ellos amaban y respetaban. Pagaban una fortuna para entrar, pero si no podían pagar, él los dejaba que entraran gratis. Así de bueno era...
En lo alto de la cúpula puso una pequeña cámara de televisión, y apuntó hacia el hombre unos cuantos reflectores más.
Escurrió el pincel hasta dejarle la punta finísima e hizo con menudos puntos la boca de la gente que estaba más cerca, para indicar que gritaban, que le decían —que le decían al hombre, claro— qué bueno era, y cuánto lo amaban.
Inclinó más hacia el papel su nariz afilada y pintó con puntitos más pequeños la boca de los que estaban más lejos. El mechón le caía hacia delante. Se mordió el labio, entrecerrando los ojos de color azul pálido. Un punto, otro, otro. Podía oír los hurras de la gente, como un rugido; un hermoso trueno de amor que crecía y crecía, y después empezaba a latir, latir, latir.
Un poco como en aquellas viejas películas de Hitler...
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