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domingo, 12 de mayo de 2013

Antología de Ciencia Ficción - Autores Varios - I I



Autores Varios
II


Walter M. Miller - CANTICO POR LEIBOWITZ




El hermano Francis Gerard de Utah nunca hubiese encontrado el documento sagrado si el peregrino del taparrabos no se le hubiera aparecido de pronto en el desierto, donde el joven monje proseguía su ayuno de cuaresma. El hermano Francis nunca había visto un peregrino con taparrabos, pero le bastó una ojeada para descubrir que el personaje parecía realmente auténtico. Era un viejo alto y delgado con báculo, sombrero de paja y una barba revuelta, manchada de amarillo en el mentón. Caminaba cojeando y llevaba un odre pequeño a la espalda. El taparrabos -su única vestimenta, junto con el sombrero y las sandalias- era un andrajo sucio de arpillera.
El peregrino venía arrastrando los pies por la senda quebrada del norte -silbando desafinadamente- y parecía encaminarse a Abadía de los Hermanos de Leibowitz, diez kilómetros al sur. El peregrino y el monje se vieron través de una extensión de antiguos escombros. El peregrino dejo de silbar y miró con curiosidad. El monje, sujeto a las reglas de silencio y soledad de los días de cuaresma, apartó rápidamente ojos y continuó con su trabajo: la construcción de un muro piedras para proteger de los lobos su habitación provisional. Muy debilitado luego de una dieta: diez días de frutas de cactos, sintió que la cabeza le daba vueltas y que en el paisaje tembloroso bailaban unas manchas negras. Pensó en un momento si la barbuda aparición no seria un espejismo causado por el hambre, pero al cabo de un rato el peregrino lo llamó animadamente, con una voz agradable y melodiosa:
- ¡Olla allay!
La regla del silencio prohibía cualquier respuesta, y el hermano Francis se contentó con sonreír tímidamente mirando el suelo.
- ¿Este camino lleva a la abadía? preguntó el caminante.
El novicio asintió con un movimiento de cabeza, y extendió la mano para tomar una piedra blanca que parecía un trozo de tiza. El peregrino se adelantó entre los escombros.
- ¿Qué hace con esas piedras? - preguntó.
El monje se arrodilló y escribió rápidamente en una piedra grande y chata: soledad y silencio. Así si el peregrino sabía leer -lo que era improbable de acuerdo con las estadísticas- podría comprender que su sola presencia era para el penitente ocasión de pecado y le haría el favor de retirarse en paz.
- Oh bien - dijo el peregrino. Se quedo quieto un momento mirando alrededor hasta que al fin golpeó una piedra grande con el báculo Esta parece adecuada recomendó, amablemente, y luego dijo: - Bien, buena suerte. Y que encuentre la Voz que busca. - El hermano Francis no entendió en seguida que el extraño había querido decir "Voz", con una V mayúscula, y supuso que el viejo lo había tomado por sordomudo. Echó otra mirada al peregrino que se alejaba silbando, se apresuró a bendecirlo en silencio deseándole buen viaje, y volvió a su trabajo con las piedras. Estaba preparando un refugio del tamaño de un ataúd para poder dormir de noche sin ofrecer un buen bocado a los lobos.
Un rebaño celeste de cúmulos que iba a dejar caer sus húmedas bendiciones en la montaña, luego de haber tentado cruelmente al desierto, protegió un instante al monje de los rayos ardientes del sol. El hermano Francis se apresuró a terminar el trabajo, puntuando todos sus movimientos con oraciones susurradas que solicitaban la certidumbre de una vocación segura, pues ésta era la meta a la que esperaba llegar mientras ayunaba en el desierto.
Al fin alzó la roca que le había sugerido el peregrino.
El color encendido se le fue de la cara. Dio un paso atrás y dejó caer la piedra como si hubiera dejado al descubierto un nido de serpientes.
Una caja de metal oxidada asomaba entre los escombros... sólo una caja de metal oxidada.
El monje se acercó a la caja curiosamente, y se detuvo. Había cosas que luego eran Cosas. Se persignó rápidamente, y murmuró una breve oración en latín. Fortificado de este modo, le habló directamente a la caja.
- ¡Apage, Satanás!
Amenazó a la caja con el pesado crucifijo de su rosario.
- ¡Desaparece, oh Vil Seductor!
Sacó subrepticiamente de entre las ropas un minúsculo hisopo y roció la caja con agua bendita antes que ésta reaccionase.
- Si eres una criatura del demonio, ¡vete!
La caja no mostró signos de querer desaparecer, y no estalló tampoco, ni se fundió, ni exudó líquidos blasfemos. No se movió de su sitio, y dejó que el viento del desierto evaporase las gotitas santificantes.
- Así sea - dijo el hermano, y se arrodilló para extraer la caja.
Sentado entre los escombros, pasó casi una hora tratando de abrirla, empleando una piedra como martillo. Se le ocurrió que una reliquia arqueológica semejante -pues era obviamente eso- podía ser un signo que le enviaba el cielo para confirmarle su vocación. En seguida, sin embargo, apartó ese pensamiento, recordando que el abate le había advertido seriamente contra toda esperanza de una revelación personal de naturaleza espectacular. En verdad, había dejado la abadía para ayunar y hacer penitencia durante cuarenta días esperando ser recompensado con un llamado a tomar las Santas Ordenes; pero esperar una visión o una voz que gritase: "Francis, ¿dónde estás?" hubiese sido una vana presunción. Demasiados novicios volvían de las vigilias del desierto con historias de premoniciones, signos y visiones celestes y el buen abate había tenido adoptar una firme política en relación con estos pretendidos milagros. Sólo el Vaticano estaba autorizado a decidir la autenticidad de hechos semejantes. "Una insolación no es indicación suficiente de que estéis preparados para tomar los solemnes votos la orden" había gruñido. Y cierto en verdad que los llamados del cielo llegaban sólo raramente por otros medios el oído interior, como la coagulación gradual de una certidumbre interior.
Sin embargo, el hermano Francis no podía impedir que sus manos tocaran la caja con todo respeto posible, mientras la golpeaba.
La caja se abrió de pronto, derramando parte del contenido y el monje se quedó mirando largo rato sin atreverse a tocar sintiendo que un escalofrío le corría la médula. ¡La Antigüedad misma iba a revelársele! Apasionado de la arqueología, apenas se atrevía a aceptar el testimonio de su vista fatigada. El hermano Jeris enfermaría de envidia, dijo, pero se arrepintió enseguida de este pensamiento poco caritativo y agradeció al Cielo haber encontrado un tesoro semejante.
Al fin tocó cautelosamente los objetos, ordenándolos en grupos. Merced a sus estudios era capaz de reconocer un destornillador -instrumento usado en otro tiempo para introducir en la madera trozos fileteados de metal- y un par de pinzas, con hojas no mayores que una uña, pero bastante fuertes como para cortar metales blandos, o huesos. Había también una herramienta rara con un mango podrido de madera y una pesada cabeza de cobre a la que se habían adherido unas escamas de plomo; pero el monje no pudo reconocerla. Lo mismo le ocurrió con un panecillo toroidal de una materia gomosa y negra, demasiado deteriorada por los siglos. La caja contenía además trozos raros de metal, vidrio roto, y algunas de esas cosas minúsculas, tubulares, de bigotes metálicos, preciados amuletos para los paganos de las montañas, pero que de acuerdo con la opinión de algunos arqueólogos eran restos de la legendaria machina analítica, supuestamente anterior al Diluvio de Fuego.
El hermano Francis examinó cuidadosamente estos y otros objetos y los fue poniendo en la piedra chata. Había dejado los documentos para el final. Los documentos, como siempre, eran lo más valioso, pues muy pocos papeles habían sobrevivido a los furiosos incendios de la Edad de la simplificación, cuando aún los textos sagrados se habían retorcido y ennegrecido transformándose en humo y cenizas mientras las multitudes ignorantes clamaban venganza.
En la caja había dos grandes documentos plegados y tres notas manuscritas. El papel era en todos frágil y reseco, y el hermano Francis los tocó muy suavemente protegiéndolos del viento con sus vestiduras. Apenas podían leerse, y estaban redactados en inglés antediluviano, esa lengua que ahora sólo se usaba, junto con el latín, en los monasterios y en los ritos litúrgicos. El hermano Francis los descifró lentamente, reconociendo las palabras, pero sin entender muy bien su significado. Una nota decía: 1 kilo de salchichón, una lata de kraut para Emma. La otra ordenaba: No olvidar el formulario 1040 para la declaración de impuestos. La nota tercera era sólo una columna de números con un total señalado con un círculo, al que se le había restado otra cantidad, luego seguía un tanto por ciento y la palabra ¡maldición! De todo el hermano Francis no pudo deducir nada, salvo verificar la aritmética, que era correcta.
De los dos papeles más grandes, uno era un rollo muy apretado que se deshizo en pedazos cuando el monje trató de abrirlo; pudo descubrir las palabras CARRERAS DEL HIPODROMO DE, y nada más. Dejó el documento en la caja para restaurarlo más tarde. El otro documento mayor era un papel doblado, con los pliegues tan quebradizos que el monje tuvo que contentarse con apartar cuidadosamente las hojas y espiar entre ellas.
Un diagrama… ¡una red de líneas blancas en papel oscuro!
El monje sintió otra vez el escalofrío en la médula. Era un plano, esa clase cada vez más rara de documentos antiguos tan apreciada por los estudiosos de la antigüedad, y también tan difícil de descifrar.
Y como si el hallazgo solo no fuese una bendición, entre las palabras escritas en un rectángulo, en la parte inferior del documento, estaba el nombre del fundador de su orden: ¡el bienaventurado Leibowitz en persona!
El monje estaba tan contento que movía desordenadamente las manos, y parecía que en cualquier momento fuese a desgarrar el papel. Recordó las últimas palabras del peregrino: "Que encuentre la Voz que busca." La Voz realmente, con una V mayúscula y formada por las alas de una paloma que descendía, e iluminada con tres colores sobre un fondo de oro. V como en Vere dignum y en Vidi aquam, palabras que encabezaban una página en el misal. V, vio el hermano Francis muy claramente, como en Vocación.
Echó otra mirada para asegurarse de que era así, y murmuró:
- Beate Leibowitz, ora pro me. Sancte Leibowitz, exaudi me...
Esta última invocación era en realidad un poco atrevida, ya que el fundador de la orden aún no había sido canonizado santo.
Olvidando las advertencias del abad, el hermano Francis se puso rápidamente de pie y miró hacia el sur por encima de los resplandecientes terrenos, en la dirección que había tomado el peregrino del taparrabos. Pero el hombre había desaparecido hacía rato. Seguramente un ángel de Dios, si no el bendito Leibowitz en persona, ¿pues no había revelado la presencia del milagroso tesoro señalando la roca, indicándole que la sacase de allí, y murmurando aquella despedida profética?
El hermano Francis se quedó de pie sumido en sus meditaciones, hasta que el sol manchó de rojo las montañas y la noche amenazó con sus sombras. Al fin se movió y se acordó de los lobos, El milagro de la caja no lo amparaba probablemente contra el ataque de las bestias, y se apresuró a terminar el refugio antes que la oscuridad cayera en el desierto. Cuando aparecieron las estrellas, reanimó el fuego y recogió en los cactos vecinos las menudas bayas violáceas que eran su único alimento, excepto el puñado de granos de trigo que le traía cada sábado un sacerdote. El hermano Francis se sorprendía a menudo mirando ávidamente los lagartos que se escurrían entre las rocas, y su sueño era perturbado por pesadillas de gula.
Pero esta noche el hambre le perturbaba menos que la impaciente necesidad de volver corriendo a la abadía y anunciar a la hermandad el maravilloso hallazgo. Esto, por supuesto, era imposible. Vocación o no, tenía que quedarse allí hasta el fin del ayuno... y continuar como si no hubiese ocurrido nada extraordinario.
Una catedral se alzara en este sitio, pensó soñadoramente mientras se sentaba junto al fuego. Ya casi la veía, sobre las ruinas de la antigua ciudad, con sus magníficos campanarios, visibles desde varios kilómetros a la redonda.
Pero las catedrales eran para multitudes humanas. En el desierto, en cambio, sólo vivían cazadores solitarios, y los monjes de la abadía. Imaginó un santuario, y atractivas columnas de peregrinos vestidos con un taparrabos... El hermano Francis cerró los ojos y se quedó dormido. Cuando despertó el fuego era sólo unos tizones rojos. Había algo raro en la noche. ¿Estaba completamente solo? Parpadeó en la oscuridad, mirando.
Del otro lado de las brasas rojas el lobo negro le devolvió la mirada. El monje ahogó un grito y corrió a esconderse a su refugio.
El grito, decidió mientras se tendía temblando en el ataúd de piedra, no había sido realmente una infracción a la regla del silencio. Apretó la caja de metal contra el pecho y rogó que los días de ayuno pasaran rápidamente. Mientras, unas patas con garras rascaban las piedras del refugio.

Todas las noches los lobos rondaban así alrededor del campamento, aullando en las tinieblas. Los días eran ardientes pesadillas de hambre, calor, y sol abrasador. El monje se pasaba esas horas rezando y recogiendo leña, tratando de dominar su impaciencia mientras esperaba el mediodía del domingo santo, el fin de la cuaresma y el ayuno.
Cuando ese día llegó al fin, el hermano Francis descubrió que se sentía demasiado cansado para festejar el acontecimiento. Preparó sus alforjas, se echó el capuchón sobre la cabeza para preservarla de los rayos del sol, y se puso en camino con la preciosa caja bajo el brazo.
Quince kilos más liviano y mucho más débil que el miércoles de ceniza, recorrió tambaleándose los diez kilómetros que llevaban a la abadía, y al fin cayó exhausto a sus puertas. Los hermanos que lo recogieron y lo bañaron y lo afeitaron y le untaron con aceites los resecos tejidos informaron que el hermano Francis hablaba continuamente en su delirio de una aparición con taparrabos de arpillera, llamándolo a veces un ángel y otras un santo, e invocando frecuentemente el nombre de Leibowitz y agradeciéndole la revelación de unas sagradas reliquias y el programa de un hipódromo.
Estas noticias corrieron de boca en boca por la congregación monástica y pronto llegaron a oídos del abad, que frunció el ceño inmediatamente y apretó las mandíbulas.
- Tráiganlo - ordenó el noble sacerdote en un tono que puso en fuga al informante.
El abad caminó de un lado a otro, dominando su ira. No se oponía a los milagros, ciertamente, cuando se los investigaba, certificaba y sellaba de acuerdo con todas las normas y prescripciones, pues los milagros -aunque siempre incompatibles con la eficiencia administrativa, y el abad era tanto administrador como sacerdote- eran los fundamentos mismos de la fe. Pero el año anterior el hermano Noyen se había presentado con una nariz de ahorcado milagrosa, y el año anterior a ése el hermano Smirnov se había curado misteriosamente un ataque de gota luego de tocar una supuesta reliquia del beato Leibowitz, y el otro año... ¡Uf! Los incidentes habían sido demasiado numerosos y demasiado desagradables. Desde la beatificación de Leibowitz, estos jóvenes tontos se pasaban los días olfateando migajas de milagros como perritos falderos que viven escarbando desperdicios en el patio de atrás del Cielo.
Era comprensible, pero también intolerable. Toda orden monástica desea vivamente sin duda la canonización de su fundador, y se entusiasma con cualquier prueba que pueda servir a la causa. Pero el rebaño del abad no tenía sentido de las proporciones y a causa de aquella celosa búsqueda de milagros la Orden Albertiana de Leibowitz era ya motivo de risa en el Nuevo Vaticano. El abad estaba decidido a que se castigase físicamente la impetuosa e impertinente credulidad de todo propagador de milagros. Y si luego de ulteriores verificaciones se probaba que el milagro era auténtico, el don de gracia se pagarla con una penitencia.
Cuando el joven novicio llamó a la puerta, el abad habla alcanzado ya el estado deseado: un interior de expectación carnívora y un exterior benevolente.
- Adelante, hijo mío - murmuró con suavidad.
- ¿Me llamó?... - El novicio hizo una pausa, sonriendo satisfecho al ver la caja familiar sobre la mesa del abad. - ¿Me llamó usted, padre Juan?
- Sí... - El abad titubeó. - O quizá - continuó en un tono de alegría ácida - hubieses preferido que yo fuese a verte a ti, ya que eres ahora un personaje tan famoso.
El hermano Francis enrojeció y tartamudeó:
- ¡Oh, no, padre!
- Un muchacho de diecisiete años, y evidentemente un idiota.
- Así es, padre.
- ¿Cómo excusarás la terrible vanidad de creerte preparado para las Santas Ordenes?
- De ningún modo, mi venerable maestro. Mi pecado de orgullo no tiene perdón.
- ¡Y aún dices que tu pecado es tan grande que no tiene perdón. - rugió el abad -. ¡Tu vanidad no conoce limites!
- Cierto, padre. No soy más que un gusano.
El abad sonrió fríamente y recuperó su serenidad vigilante.
- Bien, ¿estás dispuesto entonces a retractarte de esas divagaciones febriles acerca de un ángel que te reveló esta... - el abate señaló despreciativamente la caja - ...esta pacotilla?
El hermano Francis se sobresaltó y cerró los ojos.
- Te... temo que no podré negarlo, mi maestro.
- ¿Qué?
- No puedo negar lo que vi, padre.
- ¿Sabes qué castigo te espera?
- Sí, padre.
- Entonces prepárate para recibirlo.
Con un suspiro resignado el novicio se recogió las ropas alrededor de la cintura y se inclinó sobre la mesa. El buen abad sacó de un cajón una dura regla de nogal y la dejó caer ruidosamente diez veces sobre el trasero del hermano Francis. A cada golpe el novicio agradecía con un ¡Deo gratias! esa lección de humildad.
- ¿Te retractas ahora? - preguntó el abad mientras se bajaba la manga.
- Padre, no puedo.
El sacerdote se volvió y se quedó callado un rato.
- Muy bien - dijo al fin concisamente -. Puedes irte. Pero no esperes profesar los votos este año.
El hermano Francis volvió llorando a su celda. Los otros novicios recibirían los hábitos monásticos, mientras que él tendría que esperar otro año... y ayunar otra vez entre los lobos del desierto, en busca de una vocación que ya se le había concedido enfáticamente. Sin embargo, a medida que pasaron las semanas, el novicio tuvo el consuelo de descubrir que el padre Juan no había estado enteramente acertado al llamar "pacotilla" al contenido de la caja. Las reliquias arqueológicas despertaron considerable interés entre los hermanos, y se empleó mucho tiempo en limpiar las herramientas, clasificarlas, en restaurar los documentos, y en tratar de descifrarlos. Hasta se murmuraba entre los novicios que el hermano Francis había descubierto unas verdaderas reliquias del beato Leibowitz, especialmente un documento que tenía esta leyenda:
LEIBOWITZ & HARDIN. En el plano se veían unas manchas castañas que podían ser sangre de Leibowitz o, como decía el abad, jugo de manzana. Pero había también una fecha, 1956, un Año de Gracia en que aún vivía probablemente el venerable Leibowitz, aunque esa vida estaba ahora desfigurada por la leyenda y el mito, y poco se sabía realmente.
Se decía que Dios, para probar a la humanidad, había encomendado a los hombres sabios de aquella época, entre ellos al beato Leibowitz, que perfeccionaran armas diabólicas y las pusieran en manos de los últimos faraones. Y cuando se encontró en posesión de esas armas el hombre destruyó la mayor parte de la civilización y casi toda la población del mundo en el curso de unas pocas semanas. Luego del Diluvio de Fuego vinieron las plagas, la locura, y las sangrientas revueltas de la Edad de la Simplificación, cuando los furiosos sobrevivientes se habían vuelto contra los políticos, los técnicos y los hombres sabios, y les habían arrancado los miembros, destruyendo a la vez todas las obras y archivos con noticias que podían llevar otra vez a la humanidad por el camino de la destrucción. Nada se había odiado tanto entonces como la palabra escrita, el hombre instruido. Durante este tiempo, precisamente, la palabra simple -que antes se había empleado para nombrar al hombre común- empezó a significar honesto, recto, virtuoso.
Para escapar a la legítima ira de los simples todavía vivos, muchos hombres de ciencia y otra gente docta habían corrido a refugiarse al único santuario que aún podía ofrecerles protección. La Santa Madre Iglesia los recibió con los brazos abiertos, los vistió con ropas de monjes, y los ocultó a las multitudes. Estas estratagemas no dieron siempre resultado. A menudo la multitud invadía los monasterios, quemaba los archivos y las escrituras sagradas, y colgaba a los sabios. Leibowitz se había refugiado entre los cisterianos, había profesado sus votos, y se había ordenado sacerdote. Al cabo de doce años se le permitió fundar una nueva orden monástica que llevaría el nombre de "los albertianos" en recuerdo de San Alberto el Grande, maestro de Aquino, y santo patrón de los hombres de ciencia. La nueva orden se dedicaría a la preservación del conocimiento, secular y sagrado, y los hermanos tenían la obligación de memorizar los libros y papeles que hubiesen podido escapar a la destrucción del mundo. Leibowitz fue identificado al fin como hombre de ciencia, y fue colgado de una horca ganando así el martirologio. La orden siguió viviendo, y cuando la posesión de textos escritos dejó de significar un peligro, muchos libros fueron reconstruidos de memoria. Pero como la memoria de los monjes era limitada, y pocos eran capaces de entender las ciencias físicas, se concedió prioridad a los textos sagrados, la historia, las ciencias sociales, y las humanidades. De todo el vasto repertorio de conocimientos humanos sólo quedó una pobre colección de manuscritos.
Ahora, luego de seis siglos de oscuridad, los monjes todavía preservaban estos textos, los estudiaban, los copiaban otra vez, y esperaban. No les importaba en absoluto que ese conocimiento que ellos conservaban fuese inútil, y en la mayoría de los casos incomprensible. El conocimiento estaba allí, y ellos tenían que conservarlo y transmitirlo, aunque la Edad de la Oscuridad se prolongas e otros diez mil años.
El hermano Francis Gerard Utah volvió al desierto al año siguiente, y ayunó otra vez en dad. Regresó otra vez a la abadía flaco y débil, y el abad le preguntó si pretendía aún haber tenido conferencias con miembros de la cofradía celestial, o estaba dispuesto a renunciar a su historia.
- No puedo negar lo que he visto, mi maestro - repitió el muchacho.
Otra vez lo castigó el abad en nombre de Cristo, y una vez más se postergó la profesión de votos. El documento había sido enviado a un seminario, para su estudio, luego de haberse sacado una copia. Sin embargo, el hermano Francis continuó siendo un novicio, y continuó soñando en el santuario que se construiría un día en el sitio de su descubrimiento.
- ¡Terco! - gritaba el abad -. Si el tonto peregrino de que habla este idiota venía hacia aquí, ¿como no lo vio nadie? Poco le costaría al abogado del diablo ganar este proceso. ¡Taparrabos de arpillera!
Esta historia de la arpillera había estado perturbando al abad, pues la tradición decía que cuando habían ahorcado a Leibowitz le habían cubierto la cabeza con un capuchón de arpillera.

El hermano Francis pasó siete años en el noviciado, y siete vigilias de cuaresma en el desierto. Al fin llegó a ser un experto en el arte de imitar aullidos de lobos, y a veces, de noche, en la abadía, divertía a la comunidad con sus imitaciones, atrayendo a la manada. Durante el día trabajaba en la cocina, fregaba los pisos de piedra, y estudiaba a los antiguos.
Pasaron los días y una tarde llegó un mensajero del seminario, montado en un asno, con buenas nuevas:
- Se ha descubierto - dijo - que los documentos encontrados aquí son realmente de la fecha indicada, y que el plano guarda cierta relación con las tareas del fundador de la orden. Se lo ha enviado al Vaticano, donde proseguirán los estudios.
- ¿Posiblemente una verdadera reliquia de Leibowitz, entonces? - preguntó el abad con calma.
Pero el mensajero no quiso comprometerse hasta ese extremo y se contentó con alzar una ceja.
- Se dice que Leibowitz era viudo en el tiempo de su ordenación. Si llegara a conocerse el nombre de su mujer...
El abad recordó la nota donde había un nombre de mujer y alzó también una ceja.
Poco después llamaba al hermano Francis.
- Muchacho - dijo el sacerdote son una sonrisa resplandeciente -, creo que ha llegado la hora de que profeses tus votos. Y he de felicitarte por tu paciencia y persistencia. No hablaremos más de tu... ah, encuentro con, ah, el vagabundo del desierto. Eres un buen hombre simple. Puedes arrodillarte para recibir mi bendición, si así lo deseas.
El hermano Francis suspiró y cayó hacia adelante, desmayado. El abad lo bendijo y lo revivió, y el monje pudo profesar al fin los solemnes votos de la Hermandad Albertiana de Leibowitz, prometiéndose pobreza perpetua, castidad, obediencia, y observancia de las reglas.
Poco más tarde el hermano Francis fue asignado a la sala de copistas, como aprendiz de un viejo monje llamado Horner. Era indudable que se pasaría allí el resto de sus días iluminando las páginas de los textos de álgebra con dibujos de hojas de olivo y mofletudos querubines.
- Si así lo deseas - le dijo el viejo Horner con su voz cascada -, puedes dedicar cinco horas semanales a un trabajo de tu elección, sujeto a aprobación previa, por supuesto. En caso contrario dedicarás esas horas a copiar la Summa Theologica y los fragmentos de la Encyclopedia Britannica que han llegado hasta nosotros.
El joven monje pensó un rato y al fin dijo:
- ¿Puedo emplear ese tiempo en hacer una hermosa copia del plano de Leibowitz?
El hermano Horner frunció el ceño.
- No sé, hijo mío... nuestro buen abad es un poco quisquilloso en este punto, así que temo...
El hermano Francis rogó y suplicó.
- Bueno, quizá - dijo el viejo de mala gana -. Es un trabajo que no llevará mucho tiempo... Te doy mi permiso.
El joven monje eligió el mejor de los pergaminos y pasó muchas semanas adobándolo, estirándolo y puliéndolo, hasta que obtuvo una superficie tersa y de una nívea blancura. Luego ocupó otras varias semanas en estudiar las copias del precioso documento en todos sus detalles, incluso las líneas y signos minúsculos de aquella complicada red de figuras geométricas y símbolos incomprensibles. Tanto estudió, que al fin fue capaz de ver toda la asombrosa complejidad del documento con los ojos cerrados. Las semanas siguientes fueron dedicadas a un concienzudo trabajo de investigación en la biblioteca del monasterio en busca de cualquier noticia que pudiese arrojar alguna luz sobre el significado del dibujo.
El hermano Jeris, un joven monje que trabajaba también en la sala de copias, y que se burlaba a menudo del hermano Francis y de las milagrosas apariciones en el desierto, sorprendió un día a su compañero en esta tarea.
- ¿Podría saberse - dijo mirando por encima del hombro del hermano Francis - qué significa eso de Sistema de Control Transistorial de la Unidad 6-B?
- El nombre de lo que está representado en el esquema, evidentemente - dijo el hermano Francis con un tono un poco seco. pues el hermano Jeris no había hecho más que leer en alta el título del documento.
- Claro - dijo Jeris -, pero y esquema, ¿qué representa?
- El sistema de control transistorial de la unidad 6-B por supuesto.
El hermano Jeris estalló en carcajada burlona y el hermano Francis se puso colorado.
- Pienso - dijo - que es un concepto abstracto, más que un objeto concreto. No se trata evidentemente de la imagen de un objeto, a no ser que la forma haya sido muy estilizada. De acuerdo con mi opinión, el Sistema de Control Transistorial es una abstracción trascendental.
- ¿Que pertenece a qué esfera de conocimiento? - preguntó Jens, sonriendo aún burlonamente.
- Bueno... - El hermano Francis hizo una pausa - Como el beato Leibowitz era un ingeniero electrónico antes de entrar en la religión, supongo que el concepto se aplica a ese arte perdido llamado electrónica.
- Así está escrito, ¿pero qué estudia la electrónica, hermano?
- Eso también está escrito. La electrónica estudia el Electrón, que una fuente fragmentaria define como una Torsión Negativa de Nada.
- Tu sutileza me asombra - dijo Jeris -. Explícame por favor, ¿como se niega la nada?
El hermano Francis enrojeció ligeramente y se retorció buscando una respuesta.
- De una negación de nada tiene que salir algo, supongo - continuó Jeris -. Así que el Electrón es una torsión de algo. A no ser que la negación se aplique a la torsión, y entonces tendríamos una negación distorsionada, ¿eh?
Jeris rió entre dientes:
- Qué listos eran esos antiguos. Opino que si persistes en tu trabajo, Francis, aprenderás a distorsionar una nada, y el Electrón vendrá a nosotros. ¿Dónde lo pondremos? ¿En el altar mayor?
- No lo sé - dijo Francis, muy tieso -. No sé cómo se fabricaba el Electrón, ni para qué servía. Pero estoy seguro de que existió alguna vez.
El joven iconoclasta rió y volvió a su trabajo. El incidente entristeció a Francis, pero no lo apartó de su tarea.
En la biblioteca habla escasa información acerca del arte perdido de Leibowitz. El hermano Francis concluyó pronto sus estudios, y empezó a preparar bocetos del plano. Como no entendía el significado del diagrama, se contentaría con una reproducción fiel, de líneas oscuras. Las letras y los números, sin embargo, serian de color, y más decorativas que los del plano. Y el texto encerrado en un rectángulo titulado DESCRIPCIÓN sería distribuido de un modo agradable por los márgenes del documento, en cintas y escudos sostenidos por palomas y querubines. Las líneas negras del diagrama serían también menos rígidas y austeras, pues imaginarla que representaban un enrejado y las decoraría con pámpanos y frutas de oro, y pájaros, y hasta quizá una astuta serpiente. En lo alto, un dibujo representarla simbólicamente la Santísima Trinidad, y al pie luciría el escudo de armas de la Orden Albertiana. El Sistema de Control Transistorial del beato Leibowitz seria así glorificado y atraería tanto a los ojos como al intelecto.
Cuando Francis terminó el boceto preliminar se lo mostró tímidamente al hermano Horner.
- Observo - dijo el viejo, un poco arrepentido - que el trabajo no será tan breve como yo había supuesto. Pero no importa... continúa. El boceto es hermoso, realmente hermoso.
- Gracias, hermano.
El viejo se inclinó y guiñó un ojo, confidencialmente.
- He oído decir que el proceso de canonización del beato Leibowitz ha adelantado bastante en estos últimos tiempos. Así que quizá a nuestro querido abad ya no le moleste tanto eso que tú sabes.
La noticia, por supuesto, fue muy festejada en toda la orden. La beatificación de Leibowitz era un hecho desde hacia tiempo, pero las formalidades de la canonización podían ocupar aún muchos años. Y siempre había la posibilidad que el Abogado del Diablo descubriera algún impedimento.
Luego de muchos meses, el hermano Francis se puso al fin a trabajar en el pergamino. Todo era difícil: los finos arabescos, las complicadas volutas, la tarea de aplicar las láminas de oro. Muy a menudo se le cansaban los ojos y tenía que interrumpir el trabajo durante semanas. Un solo error causado por la fatiga podía estropear la copia. Pero lentamente, dolorosamente, el antiguo diagrama fue adquiriendo una resplandeciente belleza. Los hermanos de la abadía se acercaban a mirar y murmuraban su admiración, y algunos hasta decían que la inspiración del hermano Francis probaba suficientemente que aquel documento tenía que haber pertenecido al beato Leibowitz.
Sin embargo, los comentarios del hermano Jeris eran siempre los mismos.
- No entiendo por qué no empleas tu tiempo en algo útil.
El escéptico monje había dedicado sus horas libres a fabricar pantallas pintadas de pergamino para las lámparas de petróleo de la capilla.
El hermano Horner, el viejo maestro copista, había caído enfermo. Al cabo de pocas semanas fue evidente que el bien amado monje no se levantaría más. El abate nombró al hermano Jeris como director de la sala de copistas.
En los primeros días de adviento se rezó la misa de difuntos, y los restos del viejo fueron devueltos a la tierra de origen. Al día siguiente el hermano Jeris informó al hermano Francis que era tiempo de dejar las niñerías y dedicarse a un trabajo de hombre. El monje, obedientemente, envolvió su precioso proyecto en pergamino, lo guardó en una caja madera, lo dejó en un estante se puso a fabricar lámparas para la capilla. No murmuró ninguna protesta, y se contentó con decirse que un día el alma del hermano Jeris seguiría al hermano Horner, iniciando así la vida de la que esta sala de copias no era más que el vestíbulo. Y luego, si Dios lo quería, él podría completar el amado documento.
La Providencia, sin embargo, intervino antes. En el verano siguiente, llegó a las puertas de la abadía un monseñor montado en un asno, con un largo séquito. El Nuevo Vaticano, anunció, lo había nombrado abogado de la canonización de Leibowitz, y venia a investigar todas las pruebas que pudiese proporcionar la abadía, incluso la presunta aparición del beato a un tal Francis Gerard de Utah.
El caballero fue calurosamente acogido, y se lo instaló en las habitaciones reservadas a los huéspedes prelados, con seis jóvenes monjes dispuestos a atender sus menores caprichos, que no eran muchos. Se abrieron botellas del mejor vino, se desplumaron las más gordas volátiles, y de noche una troupe de violinistas y clowns entretenía al abogado, que decía una y otra vez que la vida de la abadía tenía que seguir su curso.
Habían pasado tres días desde la llegada del prelado cuando el abad llamó al hermano Francis.
- Monsignor di Simone desea verte - dijo -. Si la imaginación se te desborda, muchacho, haremos de tus tripas cuerdas de violín, arrojaremos tu carne a los lobos, y enterraremos tus huesos en suelo no sagrado. Bien, ve ahora a ver al buen caballero.
El hermano Francis no necesitaba de tales advertencias. Luego de los delirios febriles que habían seguido a aquel ayuno, nunca había mencionado el encuentro en el desierto, excepto respondiendo a alguna pregunta, ni se había permitido ninguna especulación acerca de la identidad del peregrino. Que el incidente pudiera preocupar a la autoridad eclesiástica, lo asustaba un poco, y golpeó tímidamente la puerta de monseñor.
Esos temores, descubrió pronto, no tenían fundamento. Monseñor era un anciano de suaves modales que parecía amablemente interesado en la carrera del pequeño monje.
- Bien, háblame ahora de tu encuentro con nuestro bienaventurado fundador - dijo al cabo de algunas amenidades.
- Oh, pero yo nunca dije que fuera nuestro bienaventurado Leibo…
- Por supuesto, hijo mío. Aquí tengo un informe completo, recogido en otras fuentes, y me gustaría que lo leyeras y me dieses tu opinión. - El prelado hizo una pausa, sacó un rollo de papeles de una valija, y lo puso en manos de Francis.- En verdad, todo lo que está aquí ha sido contado por terceros, y sólo tú sabes realmente qué ha pasado. Así que te pido que lo leas con mucha atención.
- Por supuesto. Lo que pasó fue de veras muy simple, padre.
Pero de acuerdo con el tamaño del rollo los rumores no habían sido tan simples. El hermano Francis leyó con una aprensión creciente, que pronto adquirió las proporciones de un verdadero horror.
- Pareces pálido, hijo mío. ¿Hay alguna inexactitud?
- Esto... esto... no fue..... ¡no fue de ningún modo así! - jadeó Francis -. No me dijo más que unas pocas palabras. Sólo lo vi una vez. Sólo me preguntó si aquel camino llevaba a la abadía, y golpeó la roca donde yo encontré las reliquias más tarde.
- ¿Ningún coro celestial?
- ¡Oh, no!
- ¿Ningún halo en la cabeza tampoco, ni esa alfombra de rosas en el camino?
- ¡Que el Cielo me juzgue, monseñor, no ocurrió nada parecido!
- Ah, bien - suspiró el abogado -. Las historias que cuentan los viajeros siempre son un poco exageradas.
Parecía entristecido, y Francis se apresuró a pedir disculpas, pero el abogado lo calmó con un ademán.
- Hay otros milagros, debidamente documentados - explicó -. Además, puedo darte una buena noticia en relación con los documentos que descubriste. Conocemos ya el nombre de la mujer del fundador, que murió antes que él entrase en la orden.
- ¿Sí?
- Sí. Se llamaba Emily.
Aunque decepcionado con la descripción que el hermano Francis le había hecho del peregrino, monsignor di Simone pasó cinco días en el lugar donde había aparecido la caja, acompañado por una cohorte de novicios armados de picos y palas. Luego de extensas excavaciones, el abogado volvió a la abadía con un pequeño cargamento de distintos artefactos, y una lata de aluminio que contenía una materia disecada que podía haber sido saurkraut.
Antes de partir, monseñor visitó la sala de copistas y quiso ver la copia iluminada del plano. El hermano Francis dijo que no tenía realmente importancia, y la mostró con manos temblorosas.
- ¡Recorchos! - dijo monseñor, o algo parecido -. ¡Tienes que terminarla, hombre, tienes que terminarla!
El monje miró sonriendo al hermano Jeris que se volvió rápidamente y mostró una nuca roja. A la mañana siguiente, Francis reinició sus trabajos en el plan iluminado con láminas de tintas, plumas y pinceles.
Pasó el tiempo y un nuevo cortejo llegó del Nuevo Vaticano: toda una hueste de amanuenses y aun guardias armados para rechazar a los asaltantes de caminos. Encabezaba la delegación monseñor con cuernos y puntiagudas (así dijeron más de varios novicios) que dijo ser Advocatus Diaboli, que se oponía la canonización de Leibowitz y que estaba allí para investigar y quizá fijar responsabilidades, apuntó, pues numerosos, increíbles e histéricos rumores habían llegado a oídos de las autoridades supremas del Nuevo Vaticano. No estaba dispuesto a tolerar, aclaró, ninguna tontería romántica.
El abad lo recibió cortésmente y le ofreció una cama de hierro en una celda que miraba al sur. Las habitaciones de huéspedes, lamentablemente, explicó, habían sido clausuradas por razones de higiene. El monseñor no tuvo otra atención que la de sus propios hombres, y comió raíces y hierbas junto con los monjes en el refectorio.
- He oído decir que sufres de desmayos - le dijo al hermano Francis cuando llegó la temida hora -. ¿Cuántos epilépticos o locos ha habido en tu familia?
- Ninguno, excelencia.
- No soy ninguna "excelencia" - rugió el dignatario. Bueno, ha llegado la hora de sacarte la verdad. - El tono parecía sugerir que se trataba de una simple operación quirúrgica que debía haberse llevado a cabo hacia años. - ¿Sabes que los documentos pueden envejecerse artificialmente?
Francis no lo sabia.
- ¿Sabes que la mujer de Leibowitz se llamaba Emily, y que Emma no es el diminutivo de Emily?
Francis no lo sabía, pero dijo que en casa de sus padres los diminutivos se empleaban un poco a la ligera.
- Y si el beato Leibowitz decidió llamarla Emma...
El monseñor estalló, y se precipitó sobre Francis con uñas, dientes y todas las armas de la semántica. El monje quedó preguntándose si habría visto realmente a un peregrino.
Antes de partir, el abogado quiso ver también la copia iluminada del plano. Esta vez las manos le temblaron de miedo a Francis, pensando que tendría que abandonar otra vez el proyecto. Sin embargo, monseñor no hizo más que mirar fijamente la copia, tragó saliva, y asintió con un leve movimiento de cabeza.
- Tu imaginación es realmente vívida - admitió. - Pero eso ya todos lo sabíamos aquí, ¿no es cierto?
Los cuernos de monseñor se achicaron inmediatamente unos centímetros, y aquella misma tarde el hombre partió para el Nuevo Vaticano.
Los años pasaron, sin tropiezos, arrugando las caras de los que habían sido jóvenes y encaneciéndoles las sienes. Los trabajos del monasterio continuaron, y el mundo exterior recibió unas gotas de manuscritos copiados y recopiados. El hermano Jeris tuvo la ocurrencia de fabricar una máquina de imprimir, y el abad le preguntó para qué serviría eso.
- Para aumentar la producción - fue la respuesta del monje.
- Ajá. ¿Y para qué servirá ese papelerio en un mundo que presume de no saber leer? ¿Para ayudar a encender el fuego quizá?
El hermano Jeris se alzó tristemente de hombros, y los copistas del monasterio siguieron trabajando con sus plumas de ganso.
Luego, una primavera, poco antes de cuaresma, llegó un mensajero que traía muy buenas nuevas para la orden. El caso de Leibowitz estaba completo. El Colegio de Cardenales se reuniría muy pronto, y el fundador de la Orden Albertiana figuraría en el santoral. Durante el tiempo de regocijo que siguió al anuncio, el abad -muy viejo ahora, y un poco chocho- llamó al hermano Francis y resolló:
- Su Santidad exige tu presencia durante la canonización de Isaac Edward Leibowitz. Prepárate para el viaje. - Y el viejo añadió con un tono quejoso -: Y si quieres desmayarte otra vez, hazlo fuera de mi cuarto.

El viaje al Nuevo Vaticano exigiría por lo menos tres meses, quizá más; todo dependía de la distancia que fuese capaz de recorrer el hermano Francis antes que los inevitables bandidos lo despojaran de su asno. El monje iría solo y desarmado, sin otra carga que una escudilla de mendigo y la copia iluminada del plano de Leibowitz. Esperaba que los ladrones no le encontraran ninguna utilidad al documento, pero como precaución se pondría un parche negro sobre el ojo derecho. Los paisanos eran gente ignorante, y la amenaza del "mal de ojo" quizá bastara para ponerlos en fuga. Equipado de este modo, el hermano Francis salió a cumplir la orden de emplazamiento.
Dos meses y unos pocos días más tarde, el monje se encontró con un ladrón en un sendero montañoso rodeado de árboles alejado de toda habitación humana. El ladrón era un hombre joven, pero macizo como un toro, cabezón, y con una mandíbula que parecía un bloque de granito. De pie en el sendero, con piernas separadas, los brazos cruzados sobre el pecho, miraba la figurita diminuta que se acerca montada en un asno. Parecía estar solo, y armado sólo con cuchillo que no se molestó sacar del cinturón. El encuentro decepcionó profundamente al hermano Francis que había esperado en secreto tropezar otra vez aquel peregrino de años atrás.
- Baja - dijo el ladrón. El asno se detuvo en el sendero. El hermano Francis se sacó caperuza mostrando el parche negro y se llevó al ojo una mano temblorosa. Separó lentamente parche, como si fuese a revelar algo espantoso, y el ladrón echó atrás la cabeza y estalló en carcajada que podía haber brotado de la garganta del mismísimo Satanás. Francis murmuró exorcismo, pero el ladrón no inmutó.
- Esos parches ya no sirven de hace años - dijo -. Baja.
Francis sonrió, se encogió hombros, y desmontó sin protestar.
- Que tenga usted buen día, señor - dijo amablemente -. Puede llevarse el asno. Caminar me hará bien, espero.
Francis sonrió otra vez y echó a caminar.
- Un momento - dijo el ladrón -. Desnúdate, y déjame ver lo que hay en ese paquete.
El hermano Francis mostró su escudilla con un ademán de disculpa, pero esto sólo sirvió para que el ladrón lanzara otra burlona carcajada.
- Ese truco es también muy conocido - dijo -. El último hombre que vi con un cacharro de mendigo tenía medio heklo de oro en la bota. Desnúdate.
El hermano Francis mostró sus sandalias al ladrón, y empezó a desvestirse. El ladrón buscó entre las ropas, no encontró nada, y se las tiró de vuelta a Francis.
- Ahora veamos qué hay en ese paquete.
- Es sólo un documento, señor - protestó el monje -. Sólo tiene valor para su propietario.
- Abre el paquete.
El hermano Francis obedeció en silencio. Las iluminaciones de oro y el hermoso dibujo brillaron a la luz que se filtraba entre el follaje. El ladrón abrió la boca, y luego silbó suavemente.
- ¡Qué bonito! Mi mujer estará muy contenta. Lo clavaremos en una pared de la cabaña.
El ladrón siguió mirando mientras Francis sentía que se le encogía el corazón. Si me lo has enviado para probarme, Señor, rogó interiormente, entonces ayúdame a morir como un hombre, pues si está escrito que tiene que quitármelo, tendrá que pasar por encima del cadáver de tu sirviente.
- Envuélvelo que me lo llevo - ordenó el ladrón, y cerró imperativamente la boca.
El monje lloriqueó.
- Por favor, señor, no se llevará usted la obra de toda una vida; Tardé quince años en iluminar el manuscrito, y...
- ¡Cómo! ¿Lo hiciste tú mismo?
El ladrón rió otra vez sonoramente.
Francis enrojeció.
- No le veo la gracia, señor... - El ladrón señaló el documento entre ataques de risa.
- ¡Tú! Quince años dibujando un papel. ¿Y para qué? Dame una sola buena razón. Quince años. ¡Ja!
Francis se quedó mirándolo, estupefacto, sin que se le ocurriera ninguna respuesta. Muy lentamente, le dio el documento al ladrón. El ladrón lo tomó con las dos manos e hizo como si fuese a romperlo de arriba a abajo.
- ¡Jesús, María, José! - gritó el monje, y cayó de rodillas en el sendero -. ¡Por el amor de Dios, señor!
El ladrón pareció conmoverse un poco y tiró al suelo el documento con una risita.
- Pelea por él - dijo.
- ¡Cualquier cosa, señor, cualquier cosa!
Los dos se pusieron en guardia. El monje hizo la señal de la cruz, recordó que la lucha había sido en un tiempo un deporte autorizado por Dios, y animado por una fe invencible marchó a la batalla.
Tres segundos más tarde yacía de espaldas en el suelo bajo una montaña musculosa. Una piedra parecía estar aserrándole la espina dorsal.
- Je, je - dijo el ladrón, y fue a buscar su documento.
Con las manos juntas como en una plegaria, el hermano Francis se arrastró detrás, suplicando a gritos.
El ladrón se volvió riendo entre dientes.
- Hasta creo que me besarías las botas para que te lo devuelva.
Francis se echó a los pies del ladrón y le besó fervientemente las botas.
Esto fue ya demasiado, aun para un hombre duro como el ladrón. Tiró el manuscrito con un juramento y montó en el asno. El monje recogió rápidamente la preciosa copia y trotó junto al ladrón, agradeciéndole profusamente, y bendiciéndolo una y otra vez. El ladrón se alejó con el asno y Francis le echó una última bendición y agradeció a Dios la existencia de ladrones tan desprendidos.
Y sin embargo, cuando el hombre desapareció entre los árboles, Francis sintió una cierta tristeza. Quince años para hacer un dibujo en un papel... La voz insultante le resonaba todavía en los oídos. ¿Por qué? Dame una razón que valga quince años.
Francis no estaba habituado a los modos poco corteses del mundo exterior, a las costumbres toscas y a las actitudes bruscas. Las palabras burlonas del ladrón, lo habían perturbado mucho, y se puso en camino cabizbajo. En un momento consideró la posibilidad de tirar el documento a los matorrales y de dejarlo allí en espera de las lluvias. Pero al padre Juan le había parecido bien que llevase el documento como regalo, y no podía llegar al Nuevo Vaticano con las manos vacías. Tranquilizado, siguió su camino.

Había llegado la hora. La ceremonia envolvió a Francis en la majestuosa basílica como un espectáculo de sonido y pausado movimiento y vívido color. Y cuando el Espíritu perfectamente infalible hubo sido invocado, un monseñor -era di Simone, notó Francis, el abogado del santo- se puso de pie y llamó a Pedro pidiéndole que hablara en la persona de León XXII, y ordenó luego a la asamblea que escuchase.
El papa se incorporó lentamente y proclamó santo a Isaac Edward Leibowitz, y la ceremonia concluyó. El técnico oscuro de otros tiempos pertenecía ahora a la jerarquía celestial, y el hermano Francis murmuró una devota plegaria a su nuevo patrón mientras el coro estallaba en un tedéum.
El Pontífice entró rápidamente en la sala de audiencias donde esperaba el menudo monje, tomándolo por sorpresa y dejándolo sin habla. Francis se arrodilló a besar el anillo del Pescador y recibió la bendición del papa. Cuando se levantó otra vez, descubrió que se había llevado las manos a la espalda, ocultando la hermosa copia. El papa advirtió el movimiento, y sonrió.
- ¿Nos has traído un regalo hijo?
El monje asintió estúpidamente, con un nudo en la garganta, y sacó el documento. El vicario de Cristo miró largo rato la copia sin expresión aparente. El hermano Francis sintió que el corazón se le encogía más y más a medida que pasaban los segundos.
- No es nada - murmuró -, un regalo miserable. Me avergüenza haber perdido tanto tiempo en...
La voz del hermano Francis se apagó débilmente. El papa no dio muestras de haber oído.
- ¿Entiendes el significado de la simbología de San Isaac? - preguntó mirando el diseño abstracto del circuito.
El monje sacudió aturdidamente la cabeza.
- Cualquiera sea el significado... - empezó a decir el papa, y se calló.
Sonrió y habló de otras cosas. Francis había sido honrado con esa invitación no porque hubiera habido sentencia oficial sobre el peregrino que él creía haber visto. Había sido honrado como descubridor de importantes documentos y reliquias del santo, pues como tales habían sido juzgadas, sin que importase el modo en que habían sido descubiertos.
Francis balbuceó su agradecimiento. El papa miró otra vez el resplandor coloreado del diagrama.
- Cualquiera sea el significado - murmuró una vez más - este fragmento de conocimiento, aunque muerto, vivirá otra vez. - Le sonrió al monje y guiñó un ojo. - Y lo guardaremos hasta ese día.
El monje notó por primera vez que la túnica del papa tenía un agujero, y que estaba en verdad bastante deshilachada. La alfombra de la sala de audiencias estaba también gastada en muchos sitios, y el yeso se desprendía del cielo raso.
Pero había libros en los estantes a lo largo de las paredes. Libros de iluminada belleza, que hablaban de cosas incomprensibles, copiados por hombres que no estaban destinados a comprender sino a conservar. Y los libros esperaban.
- Adiós, hijo bien amado.
Y el menudo guardián de la llama del conocimiento partió hacia su abadía. En el momento en que se acercaba a los dominios del ladrón sintió que el corazón le cantaba en el pecho. Y si el ladrón había decidido descansar ese día, el monje estaba decidido a sentarse y a esperar que volviese. Esta vez tenía una respuesta.


FIN

Robert Silverberg - LA DANZA DEL SOL




Hoy liquidaste a unos cincuenta mil Devoradores en el Sector A, y ahora estás pasando una mala noche.
Al amanecer, tú y Herndon volaron hacia el este, dando la espalda al alba verde-oro y rociaron con cápsulas neurales un área de mil hectáreas a lo largo del Río Bifurcado. Aterrizaron en la pradera que está más allá del río, donde los Devoradores han sido exterminados, y almorzaron tendidos sobre esa espesa alfombra de hierba sobre la que ha de levantarse la primera colonia. Herndon recogió algunas flores comestibles, y ambos disfrutaron media hora de suaves alucinaciones. Luego, mientras ambos se encaminaban al helicóptero para seguir arrojando cápsulas durante la tarde, Herndon preguntó de repente:
- Tom, ¿qué sentirías si se descubriera que los Devoradores son algo más que una plaga animal? Gente, digamos, con un lenguaje y ritos y una historia y todo lo demás.
Pensaste en el destino de tu pueblo.
- No lo son - respondiste.
- Supongamos que sí. Supongamos que los Devoradores...
- No lo son. Ya basta.
Hay en Herndon una veta de crueldad que lo hace formular preguntas de esa clase. Busca los puntos vulnerables, lo divierte. Ahora su comentario casual ha reverberado toda la noche en tu Cerebro. Supongamos que los Devoradores... Supongamos que los Devoradores... Supongamos... Supongamos...
Duermes un poco y sueñas, y en tu sueño nadas en ríos de sangre.
Tonterías. Fantasías febriles. Sabes que es importante exterminar rápidamente a los Devoradores, antes de que lleguen los colonos. Son nada más que animales, y ni siquiera animales inofensivos, son devastadores de la ecología, devoradores de plantas que liberan oxígeno en el aire, y tienen que desaparecer. Unos pocos han sido preservados para estudios zoológicos. El resto debe ser destruido. Extirpación ritual de seres indeseables, una historia vieja como el mundo. Pero no compliquemos la tarea con escrúpulos morales, te dices. No soñemos con ríos de sangre.
Los Devoradores ni siquiera tienen sangre; al menos, nada que pueda formar ríos. Lo que tienen es... bien, una especie de linfa que penetra en cada tejido y permite que se nutran a través de los intersticios. Los productos de desecho se eliminan del mismo modo, por ósmosis. En términos de proceso, ek de ekkis es estructuralmente análogo a tu propio sistema circulatorio, salvo que no tienen una red de vasos sanguíneos conectados a una bomba maestra. La sustancia vital exuda simplemente por sus cuerpos, como si fueran amebas o esponjas u otra forma de vida inferior. Aunque por cierto que nada tienen de inferior su sistema nervioso, su aparato digestivo, la configuración de sus órganos y miembros, etcétera. Es extraño, piensas. Lo extraño de las criaturas de otros mundos es que son de otros mundos, te dices, no por primera vez.
Lo bello de sus características biológicas es que permite que tú y tus compañeros los exterminen con tanta prolijidad.
Sobrevuelan los campos de pastoreo y arrojan las cápsulas neurales. Los Devoradores las descubren y las ingieren. En una hora el veneno ha invadido cada rincón de sus cuerpos. La vida se interrumpe; se sucede una brusca alteración de la materia celular, el Devorador se desintegra molécula a molécula, en el momento en que se interrumpe la nutrición; la sustancia semejante a la linfa actúa como un ácido; se sucede una parálisis total: la carne y aún los huesos, que son cartilaginosos, se disuelven. En dos horas, un charco en el suelo. En cuatro, nada. Teniendo en cuenta los millones de Devoradores que deberán ser exterminados, es una ventaja que los cadáveres se autoeliminen. De otro modo, este mundo parecería un matadero.
Supongamos que los Devoradores...
Maldito Herndon. Casi sientes el deseo de hacerte una corrección de memoria por la mañana. Borrar sus estúpidas especulaciones de tu mente. Si te atrevieras. Si te atrevieras.

Por la mañana no se atreve. Las correcciones de memoria lo atemorizan; intentará librarse de esta nueva culpabilidad sin recurrir a eso. Los Devoradores, se explica a sí mismo, son herbívoros sin cerebro, infortunadas víctimas del expansionismo humano, pero no merecen una apasionada defensa. Su exterminio no es trágico; es simplemente desgraciado. Si los Terráqueos quieren tener este mundo, los Devoradores deben abandonarlo. Hay una diferencia, se dice, entre el exterminio de los pieles rojas de la pradera norteamericana, en el siglo diecinueve, y la aniquilación del bisonte de esa misma pradera. El exterminio de los rugientes rebaños causa un poco de nostalgia; es lamentable la desaparición de tantos millones de nobles bestias, pardas y lanudas, sin duda. Pero lo que sufrieron los sioux es un ultraje, no algo que uno lamente con nostalgia. Hay una diferencia. Reserva tus pasiones para la causa adecuada.
Sale de su burbuja, en la linde del campamento, y se dirige al centro de la actividad. El sendero de laja está húmedo y reluciente. Aún no se ha disipado la niebla matinal; los árboles están inclinados: sus largas hojas surcadas de nervaduras están cargadas de rocío. Se detiene y se agacha para observar a un arácnido que hila su tejido asimétrico. Mientras observa, un pequeño anfibio, de delicados tonos turquesa, se desliza por el suelo musgoso tan subrepticiamente como puede. Pero no es suficiente; él lo alza con cuidado y lo deposita en el dorso de su mano. Las branquias palpitan desesperadamente, el trémulo anfibio se estremece. Lentamente, con astucia, cambia de color hasta igualar el tono cobrizo de la mano.
El camuflaje es excelente. Baja la mano y el anfibio se escurre hasta un charco. El sigue caminando. Tiene cuarenta años, es más bajo que casi todos los otros miembros de la expedición, de hombros anchos, torso poderoso, pelo negro y brillante, nariz chata. Es biólogo. Esa es su tercera profesión, pues ha fracasado como antropólogo y como administrador de bienes raíces. Se llama Tom Dos Bandas. Se ha casado dos veces, pero no ha tenido hijos. Su bisabuelo murió de alcoholismo; su abuelo era adicto a los alucinógenos; su padre iba compulsivamente a las salas de corrección de memoria de baja estofa. Tom Dos Bandas es consciente de que está traicionando a la tradición familiar, pero aún no ha descubierto una forma de autodestrucción que le sea propia.
En el edificio principal encuentra a Herndon, Julia, Ellen, Schwartz, Chang, Michaelson y Nichols. Están desayunando, todos los demás ya están trabajando. Ellen se levanta y se acerca y le da un beso. Corto, suave y dorado, el pelo de ella le acaricia las mejillas.
- Te quiero - susurra Ellen. Ha pasado la noche en la burbuja de Michaelson.
- Te quiero - le dice él, y traza una rápida línea vertical de afecto entre los senos pequeños y pálidos de Ellen. Le hace un guiño a Michaelson, quien asiente, luego se lleva dos dedos a los labios y sopla un beso hacia los dos. Aquí todos somos buenos amigos, piensa Tom Dos Bandas.
- ¿Quién arroja las cápsulas hoy? - pregunta.
- Mike y Chang - dice Julia -. Sector C.
- En once días más - señala Schwartz - tendremos limpia la península. Entonces podremos avanzar hacia el continente.
- Si alcanza la provisión de cápsulas - observa Chang.
- ¿Dormiste bien, Tom? - pregunta Herndon.
- No - dice Tom. Se sienta y digita su pedido de desayuno. Hacia el oeste, la niebla comienza a calcinar las montañas. Algo pulsa en su nuca. Hace nueve semanas que está en este mundo, y en ese lapso se ha producido el único cambio de estación: el pasaje de clima seco a brumoso. Las nieblas durarán muchos meses. Antes que la sequía calcine las llanuras, no quedarán Devoradores, y habrán llegado los primeros colonos. La comida se desliza por el conducto y él la recibe. Ellen se sienta a su lado. Tiene un poco más de la mitad de la edad de él; éste es su primer viaje; encarga de llevar los archivos, aunque también es experta en corrección de memoria.
- Pareces preocupado - le dice Ellen -. ¿Puedo ayudarte?
- No. Gracias.
- Me disgusta verte sombrío.
- Es una característica racial - dice Tom Dos Bandas.
- Lo dudo mucho.
- La verdad es que tal vez mi reconstrucción de personalidad esté perdiendo efecto, el nivel de trauma estaba tan próximo a la superficie. Soy un tegumento que camina, ¿sabes?
Ellen ríe deliciosamente. Solo viste un semiabrigo sintético. Su piel parece húmeda, ella y Michaelson han ido a nadar al amanecer. Tom Dos Bandas está pensando en pedirle que se case con él cuando terminen el trabajo. No se ha casado desde el fracaso del negocio de bienes raíces. El terapeuta sugirió el divorcio como parte de la reconstrucción. A veces se pregunta adónde habrá ido Terry y con quién estará
ahora.
- Sin embargo, te veo muy estable, Tom - dice Ellen.
- Gracias - dice él. Ella es joven. No sabe.
- Si es solo una depresión pasajera te la borro con una rápida corrección.
- Gracias - dice él -. Pero no.
- Olvidaba que no te gustan las correcciones.
- Mi padre...
- ¿Sí?
- En cincuenta años se convirtió en una hilacha - dice Tom Dos Bandas -. Borró sus ancestros, toda su herencia, su religión, su mujer, sus hijos, finalmente hasta su nombre. Luego se quedó sentado y solo podía sonreír. Gracias, nada de correcciones...
- ¿Dónde trabajas hoy? - pregunta Ellen.
- En el complejo, haciendo pruebas.
- ¿Quieres compañía? Tengo libre la mañana.
- Gracias, no - responde con demasiada rapidez. Ella parece herida. Trata de remediar su involuntario crueldad rozándole levemente el brazo y diciéndole:
- ¿Qué te parece esta tarde? Necesito conversar un rato. ¿Sí?
- Sí - dice ella y sonríe, y forma un beso con los labios.
Va al complejo después del desayuno. El complejo ocupa un millar de hectáreas al este de la base; está cercado con proyectores de campos neurales distribuidos a intervalos de ochenta metros, y esto es suficiente para evitar la fuga de los doscientos Devoradores cautivos. Cuando el resto haya sido aniquilado, subsistirá este grupo de estudio. En la esquina sudoeste del complejo se yergue una burbuja laboratorio donde se realizan los experimentos: metabólicos, psicológicos, fisiológicos, ecológicos. Un arroyo cruza diagonalmente el complejo. Hacia el este se elevan unas colinas cubiertas de hierbas. Cinco espesos bosquecillos de hojas puntiagudas interrumpen una densa sabana. Resguardadas bajo la hierba yacen las plantas de oxígeno, casi totalmente ocultas salvo por las espigas fotosintéticas que alcanzan tres o cuatro metros de altura y los cuerpos respiratorios de color limón que llegan hasta el pecho de un hombre y exhalan sobre la hierba unos gases dulzones y embriagadores. En dispersos rebaños, los Devoradores se mueven por los prados, mordisqueando delicadamente los cuerpos respiratorios.
Tom Dos Bandas espía el rebaño que está al otro lado del arroyo y va hacia él. Tropieza con una planta de oxígeno oculta entre la hierba, pero recobra inmediatamente el equilibrio y, llevándose a la boca el arrugado orificio del cuerpo respiratorio, inhala profundamente. Su aflicción se disipa. Se acerca a los Devoradores. Son criaturas esféricas, masivas, lentas, cubiertas por una áspera piel anaranjada. Unos ojos como platos se destacan por encima de sus labios delgados y elásticos. Tienen patas finas y escamosas, como las de los pollos, y los brazos son cortos y pegados al cuerpo. Lo miran con una dócil falta de curiosidad.
- ¡Buenos días, hermanos! - los saluda, y se pregunta por qué.

Hoy advertí algo extraño. Tal vez inhalé demasiado oxígeno en los campos; quizá sucumbí a la sugerencia de Herndon; o posiblemente sea producto del masoquismo familiar. Lo cierto es que mientras observaba a los Devoradores, en el complejo, me pareció por primera vez que revelaban una conducta inteligente, que funcionaban ritualmente.
Los seguí durante tres horas. En ese lapso arrasaron con todas las plantas de oxígeno de tres prados. En cada uno de los casos adoptaron un estilizado esquema de conducta antes de empezar a mascar:
Formaron un círculo alrededor de las plantas.
Miraron hacia el sol.
Miraron a sus vecinos a la derecha y a la izquierda en el círculo.
Solo después de haber cumplido lo anterior, y no antes, emitieron unos indistintos relinchos.
Miraron otra vez hacia el sol.
Avanzaron y comieron.
Si esto no era una plegaria de acción de gracias, ¿qué era entonces? Y si su progreso espiritual les permite agradecer con una plegaria, ¿no estamos entonces cometiendo genocidio aquí? ¿Acaso dicen gracias los chimpancés? ¡Por Dios, si fuéramos capaces de borrar del mapa a los chimpancés del modo como lo hacemos con los Devoradores! Por supuesto, los chimpancés no dañan las cosechas, y sería posible la coexistencia con ellos, mientras que los Devoradores y los agricultores no pueden convivir en el mismo planeta. No obstante, persiste el problema moral. La prédica del exterminio se sustenta en la presunción de que el nivel intelectual de los Devoradores equivale al de las ostras, o en el mejor de los casos, al de las ovejas. Tenemos la conciencia tranquila porque nuestro veneno es rápido e indoloro, y porque los Devoradores tienen la precaución de disolverse al morir, evitándonos la molestia de incinerar millones de cadáveres. Pero si oran...
Aún no les diré nada a los otros. Quiero más pruebas, concretas, objetivas. Películas, cintas, grabaciones. Luego veremos. ¿Y qué sí logro demostrar que estamos exterminando a seres inteligentes? Después de todo, en mi familia no desconocemos lo que es el genocidio, pues hace unos siglos nos tocó ser víctimas. Dudo que pueda detener lo que está sucediendo aquí. Pero al menos podría retirarme de la operación. Volver a la Tierra y agitar la indignación pública.
Espero que sean todas imaginaciones mías.

No son imaginaciones mías. Se reúnen en círculos; miran hacia el sol; relinchan y oran. No son más que bolas de jalea con patas de pollo, pero agradecen sus alimentos. Esos enormes ojos redondos parecen acusarme ahora. Nuestro dócil rebaño sabe lo que está sucediendo: que hemos descendido de las estrellas para aniquilar su especie, y que sólo ellos sobrevivirán. No tienen medios de defenderse ni de comunicar siquiera su desagrado, pero lo saben. Y nos odian. Dios mío, hemos matado dos millones desde que estamos aquí, y metafóricamente, estoy manchado de sangre, ¿y qué haré, qué puedo hacer?
Debo actuar con todo cuidado, o terminaré víctima de las drogas y la corrección.
No puedo aparecer como un chiflado, un charlatán, un agitador. ¡No puedo levantarme y deunciarlos! Debo buscar aliados. En primer lugar, Herndon. Seguro que él está cerca de la verdad; él fue quien me la sugirió, aquel día que arrojábamos las cápsulas. ¡Pensar que creí que bromeaba, como de costumbre!
Le hablaré esta noche.

- Estuve pensando en la sugerencia que me hiciste - dice -. Acerca de los Devoradores. Tal vez nuestros estudios psicológicos no sean suficientemente profundos. Quiero decir, si de veras son inteligentes...
Herndon parpadea. Es un hombre alto, de pelo negro y brillante, barba espesa, pómulos pronunciados.
- ¿Y quién dice que lo son, Tom?
- Tú lo has dicho. Cuando estábamos del otro lado del Río Bifurcado, tú dijiste...
- Era solo una hipótesis especulativa. Por decir algo.
- No, yo creo que era algo más. Pienso que lo creías de veras.
Herndon parece preocupado.
- Tom, no sé qué tratas de empezar, pero mejor no lo intentes. Si creyera por un momento que estarnos matando a criaturas inteligentes, buscaría un corrector de memoria con tanta rapidez que causaría una onda implosiva.
- ¿Por qué me lo preguntaste, entonces - dice Tom Dos Bandas.
- Palabras sin sentido.
- ¿Te divierte trasferirles tus culpas a los demás? Eres un hijo de perra, Herndon. Lo digo en serio.
- Mira, Tom, si hubiera sabido que una sugerencia hipotética te alteraría tanto. - Herndon sacude la cabeza -. Los Devoradores no son criaturas inteligentes. Obviamente. Si no fuera así, no nos habrían ordenado liquidarlos.
- Obviamente - dice Tom Dos Bandas.

- No - dijo Ellen - no sé que pretende Tom. Pero estoy segura de que necesita un descanso. Hace solo un año y medio que reconstruyeron su personalidad, y sufrió un colapso muy serio entonces.
Michaelson consultó una gráfica.
- Se ha negado a arrojar cápsulas tres veces consecutivas. Alega que no puede quitarle tiempo a su investigación. Diablos, podemos cubrirle el turno, pero lo que me molesta es la idea de que está evadiendo sus tareas.
- ¿Qué clase de investigación está haciendo? - preguntó Nichols.
- No es biológica - dijo Julia -. Está todo el tiempo en el complejo, con los Devoradores, pero no veo que les haga pruebas. Simplemente los observa.
- Y les habla - observó Chang.
- Y les habla, sí - dijo Julia.
- ¿De qué? - preguntó Nichols.
- ¿Quién sabe?
Todos miraron a Ellen.
- Tú eres quien está más próxima a él - dijo Michaelson -. ¿No puedes hacer que lo abandone?
- Ante todo debo averiguar en qué anda - dijo Ellen -. Hasta ahora no ha dicho una palabra.

Sabes que debes ser muy precavido, pues te superan en número, y esa preocupación por tu salud mental puede ser mortal. Ya advirtieron que estás confundido, y Ellen ha comenzado a buscar la causa de tu confusión. Anoche estuviste en sus brazos y te interrogó indirectamente, con habilidad, y tú supiste muy bien lo que trataba de descubrir. Cuando salieron las lunas, ella sugirió que dieran un paseo por el complejo, entre los dormidos Devoradores. Rehusaste, pero ella sabe que estás comprometido con esas criaturas.
Investigaste por tu cuenta -con sutileza, esperas-. Y eres consciente de que no puedes hacer nada por salvar a los Devoradores. La situación es irreversible. Es otra vez 1876; estos son bisontes, estos son los sioux, y deben ser destruidos para que llegue el ferrocarril. Si lo dices en voz alta, tus amigos te calmarán y te pacificarán y te harán una corrección de memoria, porque no ven lo que tú ves. Si vuelves a la Tierra y lo haces público, se burlarán de ti y sufrirás otra reconstrucción. No puedes hacer nada. No puedes hacer nada.
No puedes salvarlos, pero tal vez puedas registrar.
Vete a la pradera. Convive con los Devoradores, hazte amigo de ellos, aprende sus costumbres. Documéntalo todo, cada característica de su cultura, para que al menos eso no se pierda. Conoces las técnicas de la antropología de campo. Lo que se hizo en otros tiempos por tu pueblo, hazlo ahora tú por los Devoradores.

Encuentra a Michaelson.
 - ¿Puedes arreglarte sin mí durante unas semanas? - le pregunta.
- ¿Arreglarme sin ti? ¿Qué quieres decir?
- Tengo que hacer unos estudios de campo. Me gustaría dejar la base y estudiar a los Devoradores en estado salvaje.
- ¿Qué problema hay con los del complejo?
- Es la última oportunidad para estudiar a los salvajes, Mike. Tengo que ir.
- ¿Solo o con Ellen?
- Solo.
Michaelson asiente con lentitud.
- Muy bien, Tom. Lo que quieras. Ve. No voy a retenerte aquí.

Danzo en la pradera bajo el sol verde dorado. Los Devoradores se reúnen a mi alrededor. Estoy desnudo, el sudor brilla en mi piel, mi corazón late con violencia. Les hablo con los pies, y ellos comprenden.
Comprenden.
Tienen un lenguaje de tenues sonidos. Tienen un dios. Conocen el amor y el pavor y el éxtasis. Tienen ritos. Tienen nombres. Tienen una historia. No me cabe ninguna duda.

Danzo sobre la espesa hierba.
¿Cómo haré para comunicarme con ellos? Con los pies, con las manos, con gruñidos, con el sudor. Se congregan por centenares, por millares, y yo danzo. No debo detenerme. Se apiñan a mi alrededor y emiten sonidos. Estoy poseído por fuerzas extrañas. ¡Si mi bisabuelo pudiera verme ahora! Sentado en su porche de Wyoming, con el aguardiente en la mano y el cerebro deteriorado... ¡mírame ahora, viejo! ¡Mira la danza de Tom Dos Bandas! Hablo con los pies a seres extraños bajo un sol de color distinto. Danzo. Danzo.
- Escúchenme  - digo -. Soy su amigo, yo solo, el único en quien pueden confiar. Dejen que preserve estas costumbres, pues pronto llegará la destrucción.
Danzo, y el sol asciende, y los Devoradores murmuran.
Aquí está el jefe. Danzo hacia él, retrocedo, avanzo, me inclino, señalo el sol, me imagino al ser que vive en esa bola de fuego, imito los sonidos de esta gente, me arrodillo, me incorporo, danzo. Tom Dos Bandas danza para ustedes.
Convoco destrezas olvidadas por mis antepasados. Siento que el poder fluye en mí. Como mis antepasados en los días del bisonte, así danzo yo ahora más allá del Río Bifurcado.
Danzo, y ahora los Devoradores danzan conmigo. Lentamente, inciertamente, se mueven hacia mí, se contonean, levantan las piernas, se mecen.
- ¡Sí, así! - grito -. ¡Dancen!
Danzamos juntos hasta que el sol sube hasta el mediodía.
Sus ojos ya no son acusadores. Veo amistad y calidez. Soy su hermano, su hermano de piel roja, el que danza con ellos. Ya no me parecen torpes. Sus movimientos tienen una gracia especial. Danzan. Danzan. Hacen cabriolas a mi alrededor. ¡Más cerca, más cerca, más cerca!
Nos embarga un sagrado frenesí.
Ahora entonan un confuso himno de gozo. Extienden los brazos, entreabren las pequeñas garras. Saltan al unísono, adelantando el pie izquierdo, el derecho, el izquierdo, el derecho. ¡Dancen, hermanos, dancen, dancen! Se apretujan contra mí. Su carne se estremece; su olor es dulzón. Con gentileza, me empujan hasta una parte del prado donde la hierba está alta e intacta. Siempre danzando, buscarnos plantas de oxígeno, que abundan bajo la hierba, y dicen sus plegarias y separan con sus torpes brazos los cuerpos respiratorios de las espigas fotosintéticas. Las plantas, angustiadas, liberan vaharadas de oxígeno. Mi mente se expande. Río y canto. Los Devoradores mordisquean los perforados globos de color limón, mordisquean también los tallos. Me ofrecen sus plantas. Es una ceremonia religiosa. ya veo. Toma de nosotros, come con nosotros, únete a nosotros, éste es el cuerpo, ésta es la sangre, toma, come, únete. Me inclino y me llevo a los labios un globo de color limón. No muerdo; los imito: mis dientes descascaran la piel del globo. El jugo me inunda la boca, en tanto que el oxígeno empapa mi nariz. Los Devoradores cantan hosannas. Yo debería lucir todas mis pinturas, las pinturas de mis antepasados, plumas también, para que mi religión se integrara con la de estos seres con todas sus galas. Toma, come, únete. El jugo de la planta de oxígeno fluye por mis venas. Abrazo a mis hermanos. Canto, y mi voz, al dejar mis labios, se convierte en un arco que reluce como el acero; canto en un tono más grave, y el arco se vuelve de plata deslustrada. Los Devoradores se apiñan más cerca. El color de sus cuerpos me parece un rojo feroz. Sus suaves gritos son volutas de vapor. El sol brilla con intensidad; sus rayos son dentados zumbidos de agitados sonidos, que vibran en el límite de mi oído: iplinc! iplinc! iplinc! Me acuna el murmullo de la hierba, y el viento lanza fuegos sobre la pradera. Devoro otra planta de oxígeno, y luego una tercera. Mis hermanos ríen y gritan. Me cuentan de sus dioses, el dios del calor, el dios de los alimentos, el dios del placer, el dios de la muerte, el dios del bien, el dios del mal, y muchos otros. Me declaman los nombres de sus reyes, y yo escucho sus voces como salpicaduras de verde moho en la clara lámina del cielo. Me inician en sus ritos sagrados. Debo recordar esto, me digo, porque cuando concluya no regresaré jamás. Sigo danzando. Siguen danzando. Las colinas se vuelven de un color áspero y rugoso, como, el de un gas abrasivo. Toma, come, únete. Danza. ¡Son tan suaves!
De repente escucho el zumbido del helicóptero.
Vuela muy alto. No puedo ver quién lo pelotea.
- ¡No! - grito -. ¡Aquí no! ¡A esta gente no! ¡Escúchenme, soy Tom Dos Bandas! ¿Me oyen? ¡Estoy haciendo un estudio de campo aquí! ¡No tienen derecho!
Mi voz hace espirales de moho azul bordeadas de chispas rojas. Se elevan y la brisa las dispersa.
Grito, bramo, aúllo. Danzo y agito los puños. En las alas del helicóptero se despliegan los brazos articulados de los distribuidores de cápsulas. Los relucientes grifos se extienden y giran. Las cápsulas neurales llueven sobre el prado, cada una traza una estela ardiente que persiste en el cielo. El sonido del helicóptero se convierte en un espeso tapiz que se extiende hasta el horizonte y apaga mis gritos.
Los Devoradores se alejan de mí en busca de las cápsulas, arrancan las hierbas de raíz para encontrarlas. Aún danzando, me lanzo entre ellos, quitándoles las cápsulas de las manos, arrojándolas al arroyo, pulverizándolas. Los Devoradores me gruñen agujas negras. Se vuelven y buscan más cápsulas. El helicóptero vira y se aleja, dejando una estela de denso sonido aceitoso. Mis hermanos devoran las cápsulas con ansiedad.
No hay modo de evitarlo.
El júbilo los consume, y caen presas del sopor. Ocasionalmente, algún miembro se estremece; luego, incluso esto se hace imperceptible. Comienzan a disolverse. Millares de ellos se derriten sobre la pradera; pierden su forma esférica, se achatan, se confunden con el terreno. Los eslabones entre las moléculas se cortan. Es el ocaso del protoplasma. Perecen. Desaparecen. Camino por la pradera durante horas. Inhalo oxígeno, como un globo de color limón. Unas graves campanadas anuncian el atardecer. Unos oscuros nubarrones lanzan trompetazos en el este, el viento creciente es un torbellino de cerdas negras. Llega el silencio. Cae la noche. Danzo. Estoy solo.
El helicóptero regresa y te encuentran, y no ofreces resistencia. Estás más allá de la amargura. Tranquilo explicas lo que has hecho y lo que has descubierto, y por qué no se debe exterminar a esta gente. Describes la planta que comiste y cómo afectó a tus sentidos, y mientras hablas de la dorada sinestesia, de la textura del viento y del sonido de las nubes y del címbalo del crepúsculo, ellos asienten y sonríen y té dicen que no te preocupes, que todo se arreglará pronto, y te aplican algo frío en el antebrazo, tan frío que es una vibración y un zumbido y el desintoxicante se hunde en tu vena y pronto el éxtasis se disipa, dejando tan solo la fatiga y la pena.

- Jamás aprenderemos, ¿no es verdad? - dice. Exportamos nuestros horrores a las estrellas. Aniquilamos a los armenios, aniquilamos a los judíos, aniquilarnos a los tasmanios, aniquilarnos a los indios, aniquilamos a todo el que interfiera en nuestro camino, y luego venimos aquí y cometemos el mismo crimen. Ustedes no estuvieron allá conmigo. Ustedes no danzaron con ellos. Ustedes no vieron la riqueza y la complejidad de la cultura de los Devoradores. Permítanme que les explique su estructura tribal: Es densa: siete niveles de relaciones matrimoniales, para empezar, y un factor de exogamia que requiere...
- Tom, querido, nadie hará daño a los Devoradores - dice Ellen con suavidad.
- Y su religión - prosigue Tom -. Nueve dioses, cada uno de ellos un aspecto de el dios. Adoran tanto el bien como el mal. Tienen himnos, oraciones, una teología. Y nosotros, los emisarios del dios del mal...
- No los estamos exterminando - dice Michaelson -. ¿No lo entiendes, Tom? Es todo una fantasía tuya. Estuviste bajo influencia de las drogas, pero te estamos curando. En poco tiempo más quedarás limpio. Volverás a tener perspectiva.
- ¿Una fantasía? - dice amargamente -. ¿Un sueño provocado por la droga? Estaba en la pradera y los vi cuando arrojaban las cápsulas neurales. Y vi cómo ellos morían y se disolvían. Eso no fue un sueño.
- ¿Cómo podremos convencerte? - pregunta Chang con vehemencia -. ¿Qué haremos para que nos creas? ¿Tendremos que sobrevolar contigo el país de los Devoradores para que veas cuántos millones hay?
- ¿Pero cuántos millones han sido destruidos? - pregunta él.
Insisten en que está equivocado. Ellen le dice nuevamente que nadie ha querido dañar nunca a los Devoradores.
- Esta es una expedición científica, Tom. Estamos aquí para estudiarlos. Causar daño a formas de vida inteligentes sería violar todo lo que defendemos.
- ¿Admiten que son inteligentes?
- Por supuesto. Jamás hemos dudado de ello.
- ¿Entonces por qué arrojan las cápsulas? - pregunta -. ¿Por qué los asesinan?
- Eso jamás ocurrió, Tom - dice Ellen. Toma una mano de Tom entre la frescura de las suyas. Créenos. Créenos.
- Si quieren que les crea - dice Tom con amargura - ¿por qué no hacen las cosas como deben? Traigan la máquina de corrección de memoria y háganme un tratamiento. No pueden negar con simples palabras lo que yo vi con mis propios ojos.
- Estabas drogado todo ese tiempo - dice Michaelson.
- ¡Jamás he tomado drogas! Salvo lo que comí en el prado, cuando dancé, y eso fue después de haber presenciado la masacre durante semanas y semanas. ¿O dirán que es una alucinación retroactiva?
- No, Tom - dice Schwartz -. Tu alucinación duró todo el tiempo. Es parte de tu terapia, de tu reconstrucción. Viniste aquí programado con eso.
- Imposible - dice él.
Ellen le besa la frente afiebrada.
- Se hizo para reconciliarte con la humanidad, ¿sabes? Estabas resentido por el desplazamiento de tu pueblo en el siglo diecinueve. Eras incapaz de perdonar a la sociedad industrial por haber aniquilado a los Sioux, y estabas terriblemente lleno de odio. Tu terapeuta pensó que si te hacían participar en un imaginario exterminio actual, sí podías llegar a considerarlo una operación necesaria, te verías libre de tu resentimiento y serías capaz de tomar tu lugar en la sociedad como...
Tom aparta violentamente a Ellen.
- ¡No digas estupideces! Si supieras algo sobre la terapia de reconstrucción, te darías cuenta de que ningún terapeuta puede ser tan superficial. No hay correlaciones tan sencillas en la reconstrucción. No, no me toques. Apártate. Apártate.
No dejará que lo convenzan de que es un mero sueño inducido por la droga. No es ninguna fantasía, se dice, ni ninguna terapia. Se levanta. Sale. No lo siguen. Sube a un helicóptero y busca a sus hermanos.

Danzo una vez más. El sol arde con mucha más fuerza hoy. Los Devoradores son más numerosos. Hoy llevo pinturas, uso plumas. Mi cuerpo reluce con el sudor. Danzan conmigo, con un frenesí que no les conocía. Nuestros pies trepidan sobre el pisoteado prado. Nuestras manos tratan de asir el sol. Cantamos, gritamos, aullamos. Danzaremos hasta desplomarnos.
Esto no es una fantasía. Esta gente es real, e inteligente, y están condenados. Lo sé.
Danzamos. Danzamos a pesar de la condena.
Mi bisabuelo viene y danza con nosotros. El también es real. Su nariz es como el pico de un halcón, no achatada como la mía, y usa el gran tocado de plumas, y sus músculos son como cuerdas bajo la piel oscura. Canta, grita, aúlla.
Otros de mi familia se unen a nosotros.
Juntos comemos las plantas de oxígeno, Abrazamos a los Devoradores. Todos sabemos lo que es ser perseguido.
Las nubes hacen música y el viento adquiere textura y la tibieza del sol tiene color.
Danzamos. Danzamos. Nuestros miembros no conocen el cansancio.
El sol crece y colma todo el cielo, y ya no veo Devoradores, veo solo a mi propia gente, a los padres de mis padres que pueblan los siglos, miles de pieles relucientes, miles de picos de halcón, y devorarnos las plantas, y buscamos palos afilados y los clavamos en nuestra carne, y la sangre dulce fluye y se seca bajo el calcinante sol, y danzamos, y danzamos, y algunos caen exhaustos al suelo, y danzamos, y la pradera es un mar de ondulantes tocados, un océano de plumas, y danzamos, y mi corazón es un trueno y mis rodillas son agua y el sol me abarca con sus llamas, y danzo, y caigo, y danzo, y caigo, caigo, y caigo.

Una vez más te encuentran y te traen. Te aplican esa fría punta metálica en el brazo para extraerse la droga de la planta de oxígeno, y luego te dan algo más para que descanses. Descansas y estás muy tranquilo. Ellen te da un beso y acaricias su suave piel, y luego los otros entran y te hablan, dicen cosas para calmarte, pero tú no los oyes, porque lo que buscas son realidades. No es una búsqueda fácil. Es como caer a través de muchas puertas trampas, buscando un cuarto con piso sin bisagras. Todo lo que ha sucedido en este planeta es tu terapia, te dices, concebida para reconciliar a un resentido aborigen con las conquistas del hombre blanco; nada se ha exterminado verdaderamente aquí. Lo rechazas y lo aceptas y adviertes que ésta debe ser la terapia de tus amigos, llevan el peso acumulado de siglos de culpas, han venido aquí para dejar esa carga, y tú estás aquí para ayudarlos, para asumir sus pecados y perdonarlos. Vuelves a caer y comprendes que los Devoradores son meros animales que amenazan la ecología y deben ser exterminados; la cultura que imaginaste ver en ellos es una alucinación, acunada por tus viejos resentimientos. Tratas de retirar tus objeciones a este exterminio necesario, pero vuelves a caer y descubres que ese exterminio solo existe en tu mente, afligida y perturbada por tu obsesión con el crimen cometido contra tus ancestros, y te yergues porque deseas disculparte ante tus amigos, esos inocentes científicos a quienes llamaste asesinos. Y vuelves a caer.


Robert Sheckley - INMUNIDAD DIPLOMATICA




- Entren, caballeros - el embajador les indicó que pasasen a aquella suite especialísima proporcionada por el Departamento de Estado -. Siéntense, por favor.
El coronel Cercy aceptó una silla, intentando descifrar al individuo que tenía a todo Washington mordiéndose las uñas. El embajador no inspiraba en persona terror alguno. De estatura media y no muy corpulento, vestía un traje marrón tradicional que le había dado también el Departamento.
Tenía un rostro inteligente, de delicados trazos.
Tan humano como un humano, pensó Cercy, estudiando al alienígena con ojos sombríos e impersonales.
- ¿En qué puedo servirles? - preguntó sonriente el embajador.
- El presidente me ha puesto al cargo de su caso - dijo Cercy -. He estudiado los informes del profesor Darrig - indicó con un gesto al científico que estaba a su lado -, pero me gustaría que me lo contase usted personalmente.
- Desde luego - dijo el alienígena encendiendo un cigarrillo. Parecía realmente complacido de que se lo preguntaran; lo que no dejaba de ser interesante, pensó Cercy.
Hacía una semana que había llegado a la Tierra y habían estado con él todos los científicos importantes del país.
Pero en caso de apuro llaman al ejército, se recordó Cercy. Se retrepó en su silla, ambas manos embutidas cuidadosamente en los bolsillos. La derecha sujetaba la culata de un 45.
- He venido - dijo el alienígena- como embajador general, en representación de un imperio que abarca media galaxia. Traigo saludos de mi pueblo y les invito a unirse a la Organización.
- ¿Y cómo saben los demás que han encontrado vida inteligente? - preguntó Cercy.
- Hay un mecanismo de emisión que forma parte de nuestra estructura contestó el embajador -. Cuando llegamos a un planeta habitado, se acciona. Esta señal se lanza constantemente al espacio, con un alcance efectivo de varios miles de años luz. Hay tripulaciones de seguimiento que recorren continuamente los límites del área de recepción de cada embajador, atentos a tales mensajes. En cuanto se detecta uno, desciende al planeta un equipo colonizador.
Sacudió delicadamente su cigarrillo al borde del cenicero.
- Este método es mucho mejor que el de enviar equipos de exploración y colonización conjuntos - prosiguió -. Así no hay que equipar grandes fuerzas para lo que pueden ser décadas de búsqueda y exploración.
- Claro, claro. - Cercy le miraba sin expresión - ¿Puede decirme más sobre ese mensaje?
- No necesita usted saber mucho más. La señal radiada no pueden detectarla ustedes con sus métodos, ni pueden bloquearla, en consecuencia.
La emisión sigue mientras yo siga vivo.
Darrig inspiró profundamente, mirando a Cercy.
- Si usted dejara de radiar - comentó como de pasada Cercy -, nuestro planeta jamás sería localizado.
- Hasta que no reexplorasen esta sección del espacio - añadió el diplomático.
- Muy bien Pues como representante oficial del presidente de los Estados Unidos, le pido que deje de transmitir. No queremos formar parte de su imperio.
- Lo lamento - dijo el embajador. Se encogió de hombros despreocupadamente.
Cercy se preguntó cuántas veces habría representado aquella escena y en cuántos planetas.
- ¿Dejará usted de radiar?
- No puedo. No tengo ningún control sobre la emisión, una vez activada.
El diplomático se volvió y se acercó a la ventana -. Sin embargo, he preparado para ustedes una filosofía. Es mi deber, como embajador aquí, aminorar el choque de transmisión lo máximo posible. Esta filosofía les hará ver instantáneamente que..
Cuando el embajador llegó a la ventana Cercy había sacado la pistola.
Disparó seis ráfagas seguidas, alcanzando al embajador en la espalda y en la cabeza. Pero un incontrolable escalofrío le hizo estremecerse.
¡El embajador ya no estaba allí! Cercy y Darrig se miraron. Darrig murmuró algo sobre espectros. Luego, con la misma brusquedad, el embajador apareció otra vez.
- No se crean - dijo - que va a ser tan fácil. Nosotros los embajadores tenemos, lógicamente, cierta inmunidad diplomática. Acarició uno de los agujeros hechos por las balas en la pared -. Por si no entienden, déjenme que les explique. No tienen poder suficiente para matarme. No podrían comprender siquiera la naturaleza de mis poderes de defensa.
Les miró, y en aquel momento Cercy percibió la total ajenidad del embajador.
- Buenos días, caballeros - dijo.
Darrig y Cercy volvían silenciosos a la sala de control. No esperaban en realidad que el embajador fuese tan fácil de matar, pero de todos modos había sido un trauma ver que las balas no podían alcanzarle.
- Supongo que lo viste todo, Malley... - dijo Cercy cuando llegaron a la sala de control. El flaco y calvo psiquiatra asintió con tristeza.
- Está todo filmado.
- ¿Que filosofía será ésa? - musitó Darrig, casi para si.
- Es lógico que funcione, claro. Ninguna raza enviaría a un embajador con un mensaje así si no. A menos...
- ¿A menos qué?
- A menos que tuviese un sistema de defensa muy eficaz - concluyó con tristeza el psiquiatra.
Cercy cruzó la habitación y contempló la placa visual. La habitación del embajador era muy especial. Se había construido precipitadamente dos días después de que aterrizara y entregara su mensaje. Estaba revestida de hierro y plomo, llena de cámaras de vídeo y de cine, grabadoras y muchas otras cosas. Era la última palabra en celdas de muerte.
En la pantalla Cercy pudo ver al embajador sentado a la mesa. Escribía con una pequeña máquina portátil que el gobierno le había dado.
¡Eh, Harrison! - llama Cercy -. Podríamos seguir adelante con el plan dos.
Harrison salió de la habitación contigua donde estaba examinando los circuitos ligados a la residencia del embajador.
- De acuerdo, siéntense todos - dijo Cercy -. Empieza el consejo de guerra.
Malley se retrepó en su silla. Harrison encendió una pipa, aspirando el humo lentamente.
- Veamos - dijo Cercy -. El gobierno ha dejado esto a nuestro cargo. Tenemos que matar al embajador eso es evidente. Me han dado esa responsabilidad.
- Cercy hizo una mueca de pesar -. Probablemente porque ninguno de arriba desea la responsabilidad del fracaso. Y yo os he elegido a vosotros como ayudantes. Podemos disponer de cuanto queramos, de toda la ayuda y asesoramiento que necesitemos. Eso es todo.
- ¿Alguna idea?
- ¿Qué te parece el plan tres? - preguntó Harrison.
- Recurriremos a eso - dijo Cercy -. Pero no creo que resulte.
- Tampoco yo - aceptó Darrig -. No sabemos siquiera de qué naturaleza es su sistema de defensa.
- Eso es lo primero que hay que descubrir. Malley, reúne todos los datos de que se dispone y que alguien los pase por el Analizador Derichman.
- Ya sabes lo que queremos. Qué propiedades tiene X, si X puede hacer esto y aquello.
- Muy bien - dijo Malley. Salió, murmurando algo sobre el ascendiente de las ciencias físicas.
- Harrison - preguntó Cercy -, ¿está dispuesto el plan tres?
- Desde luego.
- Intentémoslo.
Mientras Harrison hacía los últimos ajustes, Cercy observaba a Darrig.
El pequeño y rollizo físico miraba pensativo el espacio murmurando entre dientes. Cercy esperaba que descubriese algo. Esperaba grandes cosas de Darrig. Sabiendo que era imposible trabajar con mucha gente, Cercy había elegido cuidadosamente a sus asesores. Lo que quería era calidad.
Pensando en esto había elegido primero a Harrison. El corpulento y ceñudo ingeniero tenía fama de ser capaz de construir cualquier cosa, si le indicaban más o menos como funcionaba.
Cercy había elegido a Malley, el psiquiatra, porque no estaba seguro de que matar al embajador fuese un problema puramente; físico. Darrig era físico matemático, pero su mente inquieta y curiosa había colaborado algunas interesantes teorías en otros campos. Era el único del grupo realmente interesado en el embajador como problema intelectual.
- Es como el Viejo de Metal - dijo por fin Darrig.
- ¿Qué es eso?
- ¿No habéis oído nunca la historia del Viejo de Metal? Era un monstruo cubierto de una armadura de metal negro. Se enfrentó a él el matador de monstruos, un héroe legendario apache. Después de varias tentativas, el matador de monstruos consiguió matar por fin al Viejo de Metal.
- ¿Cómo lo consiguió?
- Le hirió en el sobaco. Allí no tenía armadura.
- Magnífico - dijo Cercy con una malévola sonrisa. Pidamos a nuestro embajador que levante un brazo.
¡Todo listo! - dijo Harrison.
- De acuerdo. Adelante.
En la habitación del embajador comenzó a fluir un vapor invisible de silenciosos rayos gamma, de mortíferas radiaciones.
Pero no había allí ningún embajador para recibirlos.
- Ya basta - dijo Cercy al cabo de un rato -. Eso mataría a un rebaño de elefantes.
El embajador permaneció invisible durante cinco horas, hasta que se desvaneció gran parte de la radioactividad. Luego apareció otra vez.
- Todavía estoy esperando esa máquina de escribir - dijo.
- Aquí está el informe del analizador. - Malley entregó a Cercy unos papeles -. Esta es la formulación final, resumida.
Cercy leyó en voz alta:
- La defensa más simple contra cualquier arma es convertirse en el arma misma.
- Magnífico - dijo Harrison -. ¿Y eso que significa?
- Significa - explicó Darrig - que cuando atacamos al embajador con fuego él se vuelve fuego, si disparamos con él un proyectil, se convierte en proyectil... hasta que desaparece la amenaza y entonces vuelve a su forma.
Cogió los papeles de la mano de Cercy y los ojeó.
- Humm. Me pregunto si habrá algún paralelo histórico... no creo - alzó la cabeza -. Aunque  esto no sea concluyente, parece bastante lógico.
- Cualquier otra defensa implicaría. Primero el reconocimiento del arma, luego una valoración y luego una contramaniobra acorde con la potencia del arma. La defensa del embajador tiene que ser mucho más rápida y segura. No necesita siquiera reconocer el arma. Supongo que su cuerpo simplemente se identifica, de algún modo, con lo que le amenaza.
- ¿Hay algún medio de quebrar esa defensa según el analizador? - preguntó Cercy.
- El analizador afirma claramente que no hay ningún medio si las premisas son ciertas contestó sombrío Malley.
Podemos descartar ese juicio - dijo Darrig -. La máquina es limitada.
- Pero aun no hemos descubierto ningún medio de controlarle - indicó Malley - Y sigue emitiendo ese mensaje.
Cercy se quedó pensativo un momento.
- Convocad a todos los especialistas que encontréis. Conseguiremos vencer al embajador. Lo sé, lo sé - dijo, observando la expresión dubitativa de Darrig -, pero tenemos que intentarlo.
Los días siguientes se ensayaron en el embajador todas las combinaciones y permutaciones posibles de muerte. Se probaron con él todas las armas, desde las hachas de la Edad de Piedra a modernos rifles de alta potencia, granadas de mano, ácido, gases venenosos...
El siguió encogiendo los hombros filosóficamente y trabajando con la nueva máquina de escribir que le habían dado.
Metieron en su habitación bacterias, primero gérmenes de enfermedades conocidas, luego especies mutantes. El diplomático ni siquiera pestañeó.
Le aplicaron electricidad, radiaciones, armas de madera, de hierro, de cobre de bronce, de uranio..., se lo aplicaron todo, ensayaron todas las posibilidades.
El no sufrió ni un rasguño, pero parecía que en su habitación se desarrollase una pelea de bar constante desde hacía cincuenta años.
Malley trabajaba en un plan propio, y lo mismo Darrig. El físico interrumpió su trabajo lo suficiente para recordarle a Cercy el mito de Baldur. Baldur había sido atacado con toda clase de armas, siendo inmune a todas porque la tierra toda había prometido amarle. Todo salvo el muérdago, Cuando le golpearon con una ramita de muérdago, murió.
Cercy le escuchó con impaciencia, pero pidió muérdago por si acaso. Al menos no fue más inútil que las bombas o el arco y la flecha. Su único efecto fue dar un extraño aire festivo a la destrozada habitación.
Al cabo de una semana trasladaron al imperturbable embajador a una celda de muerte más sólida, más nueva y mayor No podían penetrar en la otra por la radioactividad y los microorganismos.
El embajador seguía trabajando con su máquina. Todo lo que escribiera hasta entonces había quedado quemado, roto o carcomido.
- Vamos a hablar con él - sugirió Darrig después de transcurrido un día.
Cercy aceptó. Por el momento estaban vacíos de ideas.
- Pasen, caballeros - dijo el embajador con tanta alegría que Cercy se sintió enfermo - Siento no poder ofrecerles nada. Por cierto que llevan diez días sin darme agua ni alimentos. No es que importe, claro está.
- Hace usted bien en decirlo - contestó Cercy. El embajador no mostraba indicio alguno de estar enfrentándose a toda la violencia de que la Tierra disponía. Por el contrario, eran Cercy y sus hombres los que parecían haber sufrido un bombardeo.
- Tiene usted un sistema de defensa magnífico - dijo confidencialmente Malley.
- Me alegro de que les guste.
- ¿Le importaría decirnos cómo funciona? - preguntó ingenuamente Darrig.
- ¿Es que no lo saben?
- Creemos que sí. Se convierte usted en lo que le ataca. ¿No es cierto?
- Cierto - admitió el embajador -. Como ven, no tengo secretos para ustedes.
- ¿Estaría usted dispuesto a aceptar interrumpir la emisión de esa señal a cambio de algo? - preguntó Cercy.
- ¿Un soborno?
- Bueno - dijo Cercy -, cualquier cosa que...
- Nada - contestó el embajador.
- Por favor, sea razonable - dijo Harrison -. Usted no desea que haya guerra, ¿verdad? La Tierra está unida ya. Estamos armados con...
- ¿Con qué?
- Bombas atómicas - contestó Malley -. Bombas de hidrógeno. Y...
- Arrójenme una - dijo el embajador -. No podría matarme. ¿Por qué creen que iba a resultar más eficaz con mi pueblo?
Los cuatro hombres guardaron silencio. No habían caído en la cuenta.
- La capacidad bélica de un pueblo - afirmó el embajador - indica el nivel de su civilización. El primer estadio es el uso de instrumentos físicos simples. El segundo es el control a nivel molecular. Ustedes están en el umbral del tercer estadio, aunque aún les falta mucho para controlar las fuerzas atómicas y subatómicas - sonrió cordialmente -. Mi pueblo está llegando a los límites del quinto estadio.
- ¿Y cuál es ése? - preguntó Darrig.
- Ya lo descubrirán - contestó el embajador -. Pero quizás se pregunten si mis poderes son representativos. No me importa decirles que no lo son.
Para hacer mi trabajo y exclusivamente para ello, tengo ciertas restricciones incorporadas que me permiten sólo una acción pasiva.
- ¿Por qué? - preguntó Darrig.
- Por razones obvias. Si emprendiese una acción positiva en un momento de cólera, podría destruir todo este planeta.
- ¿Y espera usted que nos lo creamos? - preguntó Cercy.
- ¿Por qué no, es tan difícil de creer? ¿No son capaces de creer que existan fuerzas de las que nada saben? Y hay otra razón de mi pasividad. ¿Es que no han caído ya en la cuenta?
- Sirve también para quebrar nuestro ánimo, - sugirió Cercy.
- Exactamente. El que se lo diga no cambiará las cosas.
- La norma es siempre la misma. Un embajador aterriza y entrega su mensaje a una raza joven, salvaje y animosa como la de ustedes. Hay una feroz resistencia contra él, tentativas inútiles de matarle. Cuando todo esto falla, suelen someterse. Cuando llega el equipo de colonización, su tarea de adoctrinamiento se desarrolla mucho más deprisa, Hizo una pausa, y luego añadió -. La mayoría de los planetas se interesan más por la filosofía que yo vengo a ofrecer. Les aseguro que hará mucho más fácil la transición.
Agitó las cuartillas escritas.
- ¿No van a mirárselo al menos?
Darrig aceptó las cuartillas y las metió en el bolsillo.
- Cuando tenga tiempo.
- Le aconsejo que les eche un vistazo - dijo el embajador -. Y tienen que estar ya cerca del punto crítico. ¿Por qué no ceden?
- Todavía no - contestó con voz lisa Cercy.
- No olviden leer esas cuartillas - insistió el embajador.
Salieron rápidamente de la habitación.
- Bueno - dijo Malley cuando llegaron a la sala de control -, hay unas cuantas cosas que no hemos intentado. ¿Por qué no utilizar la psicología?
- Lo que quieras - aceptó Cercy -. Incluida la magia negra. ¿En qué pensabas?
- Yo creo - contestó Malley - que el embajador está programado para reaccionar instantáneamente a cualquier amenaza. Tiene que tener un reflejo defensivo del tipo «todo o nada». Propongo que intentemos primero algo que no active ese reflejo.
- ¿Qué, por ejemplo? - preguntó Cercy.
- Hipnotismo. Quizá podamos descubrir algo.
- Quizá - convino Cercy -. Hay que intentarlo. Hay que intentarlo todo.
Cercy, Malley y Darrig se agruparon ante la placa visual mientras un volumen infinitesimal de un gas hipnótico penetraba en la habitación del embajador. Al mismo tiempo se activaba una corriente eléctrica en su silla.
- Esto es para distraerle - explicó Malley. El embajador desapareció antes de que la electricidad le alcanzara, y luego apareció de nuevo en su silla.
- Eso es suficiente - murmuró Malley, y cerró la válvula. Observaron. Al rato el embajador dejó el libro y miró a lo lejos.
- Qué extraño - dijo -. Alfern muerto. Un buen amigo... sólo fue un accidente desgraciado. No tuvo ninguna posibilidad. Pero no es frecuente que suceda esto.
- Está pensando en voz alta - murmuró Malley, aunque no había ninguna posibilidad de que el embajador les oyera - Vocaliza lo que piensa. Debe tener en el pensamiento desde hace tiempo a ese amigo.
- Por supuesto - continuó el embajador - , Alfern tenía que morir alguna vez. No hay inmortalidad... aún. Pero de ese modo... no hay defensa. Fuera, en el espacio, simplemente se disolvió. Siempre allí, debajo, simplemente esperando una oportunidad de salir.
- Su cuerpo no reacciona ante el gas hipnótico como si fuese una amenaza susurró Cercy.
- Bueno - se dijo el embajador - el principio regularizador ha actuado muy bien, controlándolo todo, suavizando los roces...
De pronto se puso en pie de un salto, palideció un instante mientras intentaba evidentemente recordar lo que había dicho, y luego rompió a reír.
- Muy hábil. Es la primera vez que utilizan conmigo este truco y será la última. Pero, caballeros, de nada les servirá. Ni siquiera yo sé cómo se me puede matar. - Lanzó una carcajada a las paredes blancas.
- Además - continuó - el equipo colonizador debe de tener ya la dirección. Conmigo o sin mí, les encontrará.
Volvió a sentarse, sonriendo.
¡Ahí está la clave! - exclamó Darrig -. No es invulnerable. Algo mató a su amigo Alfern.
- Pero fue en el espacio - le recordó Cercy -. Me pregunto qué sería.
- Veamos - reflexionó en voz alta Darrig -. El principio de regulación. Debe de ser una ley natural que desconocemos. Y debajo... ¿a qué se referiría cuando dijo debajo?
- Dijo que el equipo colonizador nos localizaría de todos modos - les recordó Malley.
- Lo primero  es lo primero - dijo Cercy -. Pudo fingir para engañarnos... no, creo que no. De cualquier modo tenemos que quitar de enmedio al embajador.
Creo que ya sé lo que quiso decir con “debajo” - exclamó Darrig -, Es maravilloso. Una nueva cosmología, quizás.
- ¿Pero de qué se trata? - preguntó Cercy -. ¿Algo que podamos utilizar?
- Eso creo. Pero dejadme pensar. Creo que volveré a mi hotel. Tengo algunos libros allí que quiero comprobar, y no quiero que se me moleste en unas cuantas horas.
- De acuerdo - aceptó Cercy - Pero, ¿qué es lo que...?
- No, podría estar equivocado - le cortó Darrig -. Dejadme trabajar en ello.
Salió precipitadamente de la habitación.
- ¿Qué crees que anda pensando? - preguntó Malley.
- Ni idea - contestó Cercy, encogiéndose de hombros.
- Vamos, intentemos algún truco psicológico más. - Primero llenaron la habitación del embajador con varios centímetros de agua. No lo suficiente para ahogarle, sino lo bastante para que se sintiese incómodo.
A esto añadieron las luces. Durante ocho horas brillaron luces en la habitación del embajador: luces fuertes que penetraban los párpados; luces chillonas e intensas para molestarle. Luego los sonidos: rocas y chillidos, ruidos rechinantes el rumor de unas uñas humanas arañando pizarra, amplificados mil veces; ruidos extraños, gritos, murmullos.
Luego los olores Luego todo lo que pensaron que podría volver loco a un hombre.
Pero en medio de todo esto el embajador dormía plácidamente.
- Bueno - dijo Cercy, al día siguiente - tenemos que utilizar la cabeza.
Hablaba en un tono seco y áspero. La tortura psicológica no había afectado al embajador, pero parecía afectar a Cercy y sus hombres.
- ¿Dónde demonios está Darrig?
- Aún sigue trabajando en esa idea suya - contestó Malley, rascándose la mal afeitada barbilla -. Dice que está a punto de conseguirlo.
- Actuaremos suponiendo que no lo consigue - dijo Cercy -. Empecemos a pensar. Por ejemplo, si el embajador puede convertirse en cualquier cosa, ¿en qué no podría convertirse?
- Buena pregunta - gruñó Harrison.
- Es la pregunta básica - dijo Cercy -. No podemos utilizar una lanza contra un hombre que puedo convertirse en lanza.
- ¿Que os parece esto? - preguntó Malley -. Dando por supuesto que puede convertirse en cualquier cosa, ¿qué os parece si le ponemos en una situación en la que sea atacado incluso después de que varíe de forma?
- Continúa - dijo Cercy.
- Supongamos que está en peligro. Que se convierte en lo que le amenaza. ¿Y si esa misma cosa estuviese a su vez amenazada? ¿Y si a su vez estuviese amenazando a otra? ¿Qué haría él entonces?
- ¿Pero cómo podemos llevar eso a la práctica? - preguntó Cercy.
- Así - Malley descolgó el teléfono -. ¿Oiga? Póngame con el Zoo de Washington. Es urgente.
Al abrirse  la puerta el embajador se volvió. Entró por ella a regañadientes un furioso y hambriento tigre. La puerta se cerró. El tigre miró al embajador. El embajador miró al tigre.
- Muy ingenioso - dijo el embajador.
Al oír su voz, el tigre saltó como un muelle de acero aterrizando en el suelo donde había estado el embajador.
Se abrió otra vez la puerta. Entró otro tigre. Rugió furioso y saltó sobre el primero. Chocaron en el aire.
El embajador apareció a unos metros, observando. Retrocedió al entrar un león, con la cabeza levantada y alerta. El león saltó sobre él y a punto estuvo de dar una vuelta de campana al encontrar sólo aire. Al no haber ya ningún hombre el león saltó sobre uno de los tigres. El embajador reapareció en su silla, y se puso a observar, fumando, cómo los animales se mataban entre sí...
A los diez minutos la habitación parecía un matadero.
Pero por entonces el embajador ya se había cansado del espectáculo y estaba echado en la cama, leyendo.
- Me rindo - dijo Malley -. Era mi última idea inteligente.
Cercy miraba al suelo sin responder. Harrison, sentado en un rincón, se emborrachaba parsimoniosamente.
Sonó el teléfono.
- ¿Si? - dijo Cercy.
¡Ya lo tengo! - gritó la voz de Darrig -. Creo que esta es la solución.
Voy ahora mismo en un taxi. Decidle a Harrison que busque unos cuantos ayudantes.
- ¿De qué se trata? - preguntó Cercy.
¡El caos es lo que está debajo! - contestó Darrig, y colgó. Pasearon por la habitación esperando a que apareciera.
Pasó media hora, luego una hora. Por fin, tres horas después de su llamada, apareció Darrig.
- Hola - dijo despreocupadamente.
¡Hola, demonios! - gruñó Cercy -. ¿Dónde te has metido?
- Mientras venía - contestó Darrig - me puse a leer la filosofía del embajador. Una obra magnífica.
- ¿Por eso tardaste tanto?
- Sí. Hice dar al taxista unas vueltas por el parque para terminar de leerlo.
- Olvidemos eso. Que me dices de...
- No puedo olvidarlo - dijo Darrig con voz extraña y tensa -. Me temo que nos hemos  equivocado. Sobre  los alienígenas,  quiero decir.  Es perfectamente justo y conveniente que nos gobiernen. En realidad, me gustaría que llegasen enseguida y se hiciesen cargo de la Tierra. Pero Darrig no parecía seguro. Su voz temblaba y sudaba copiosamente. Se retorcía las manos como si le dominase la angustia.
- Es difícil de explicar - dijo -. Lo entendí todo perfectamente en cuanto empecé a leerlo. Ahora comprendo lo estúpidos que fuimos intentando ser independientes en este universo interdependiente. Me di cuenta de... Oh, Cercy, dejémonos de sandeces y aceptemos como amigo al embajador.
¡Calma, calma! - gritó Cercy al perfectamente tranquilo físico -. No sabes lo que dices.
- Es extraño - dijo Darrig -. Sé cómo sentía... pero ya no siento de aquel modo. Creo. De cualquier forma, conozco su problema. Vosotros no habéis leído su filosofía... Os daré cuenta en cuanto la leáis.
Alargo los papeles a Cercy. Cercy los quemó inmediatamente con su encendedor.
- No importa - dijo Darrig -. Lo aprendí de memoria. Escuchad. Axioma uno: Todos los pueblos... Cercy le golpeó, fue un golpe limpio y preciso y Darrig cayó al suelo.
- Deben de  ser palabras  programadas semánticamente - dijo Malley -. Destinadas a provocar en nosotros determinadas reacciones, supongo. El embajador no tiene más que alterar la filosofía para adaptarla a las gentes con quien trata.
- Malley - dijo Cercy -, esto es trabajo tuyo. Darrig sabe, o cree saber, cuál es la solución. Tenemos que sacársela.
- No va a ser fácil - dijo Malley -. Tendría la sensación de traicionar todas sus creencias si nos lo dijese.
- No me importa cómo se lo saques - dijo Cercy -. Pero sácaselo.
- ¿Aunque lo mate? - preguntó Malley.
- Aunque le mates a él y aunque mueras tú.
- Ayudadme a llevarlo a mi laboratorio - dijo Malley.
Aquella noche Cercy y Harrison estuvieron vigilando al embajador desde la sala de control. Cercy descubrió que sus pensamientos giraban en círculo.
¿Qué había matado a Alfern en el espacio? ¿Podría repetirse el mismo proceso en la Tierra? ¿Qué era el principio de regularización? ¿Qué era el caos de abajo? ¿Qué demonios hago yo aquí?, se preguntó. Pero no podía aclarar esto.
- ¿Qué piensas que es el embajador? - preguntó a Harrison -. ¿Crees que es un hombre?
- Lo parece - respondió el soñoliento Harrison.
- Pero no actúa como un hombre. Me pregunto si será ésta su auténtica forma..
Harrison meneó la cabeza y encendió la pipa.
- No hay quien lo entienda - dijo Cercy -. Parece un hombre, pero puede convertirse en cualquier cosa.
- No puedes atacarle; se adapta. Es como el agua: toma la forma de cualquier recipiente en que se la echa.
- No puedes quemar el agua - dijo Harrison con un bostezo.
- Claro el agua no tiene forma, ¿no es así? ¿O la tiene? ¿Qué es lo básico?
Con un esfuerzo, Harrison intentó concentrarse en las palabras de Cercy.
- ¿La estructura molecular? ¿La matriz?
- Matriz - repitió Cercy, bostezando también -. Estructura. Debe de ser algo así. ¿Una estructura es algo abstracto, verdad?
- Claro. Una estructura puede imprimirse en cualquier cosa. No hay duda.
- Veamos - dijo Cercy -. Estructura. Matriz. En el embajador todo es susceptible de cambio. Tiene que haber alguna fuerza unificadora que conserve,  su Personalidad. Algo que no cambie, por muchas transformaciones que sufra.
- Como un trozo de cuerda - murmuró Harrison, con los ojos cerrados.
- Eso mismo. Puedes hacerle nudos, tejer una soga con ella, enrollártela al dedo y sigue siendo cuerda.
- Sí.
- ¿Pero, cómo atacar una estructura? - preguntó Cercy -.
Bueno, no sería mejor dormir un poco? Al diablo el embajador y sus hordas de colonizadores, voy a dar una cabezada..
¡Despierta, Cercy!
Cercy abrió los ojos y miró a Malley. A su lado Harrison roncaba sonoramente.
- ¿Has conseguido algo?
- Nada - confesó Malley -. La filosofía ha debido ejercer un profundo efecto en él. Darrig sabía que había querido matar al embajador, y por sólidas razones. Aunque ahora no siente lo mismo, aún tiene la sensación de estar traicionándonos. Por una parte, no puede hacer daño al embajador; por otra, no quiere perjudicarnos a nosotros.
- ¿Y no dirá nada?
- Me temo que no sea tan simple el problema - respondió Malley -. En fin cuando hay un obstáculo insuperable que debe ser superado... Y además, creo que la filosofía ha tenido efectos perjudiciales en su mente.
- ¿Qué intentas decir? - Cercy se levantó.
- Lo siento - se disculpó Malley -, yo nada podía hacer.
- Darrig luchó ferozmente y cuando no pudo luchar más... se retiró. Creo que esta rematadamente loco.
- Vamos a verlo.
Cruzaron el pasillo hasta el laboratorio de Malley. Darrig estaba relajado y tranquilo en una cama, los ojos vidriosos y fijos.
- ¿Hay medio de curarle? - preguntó Cercy.
- Quizás con terapia de choque - Malley parecía dudarlo -. Llevará mucho tiempo. Y probablemente se bloquease todo esto.
Cercy se volvió; se sentía enfermo. Aunque pudiesen curar a Darrig sería demasiado tarde. Los alienígenas debían de haber recibido ya el mensaje del embajador, y sin duda se dirigían hacia la Tierra.
- ¿Qué es esto? - preguntó Cercy, cogiendo un trozo de papel que Darrig tenia en la mano.
- Estaba manoseándolo - dijo Malley -. ¿Tiene algo escrito?
Cercy leyó en voz alta:
- Considerándolo más atentamente, no hay duda de que el Caos y la Medusa Gorgona están estrechamente relacionados.
- ¿Qué significa esto? - preguntó Malley.
- No lo sé - contestó Cercy desconcertado -. Siempre le interesó muchos la mitología.
- Parece producto de la esquizofrenia - dijo el psiquiatra.
Cercy lo leyó otra vez.
- Considerándolo más atentamente, no hay duda de que el Caos y la Medusa Gorgona están estrechamente relacionados. ¿No es posible - preguntó a Malley - que intentase darnos una clave? No es posible que intentase engañarse a sí mismo diciéndonoslo y ocultándonoslo al mismo tiempo?
- Es posible - aceptó Malley -. Un compromiso fallido...
- ¿Pero qué puede significar?
- Caos - Cercy recordó que Darrig había mencionado aquella palabra en su conversación telefónica -. Era el estado primigenio del universo en la mitología griega, no? La masa informe de la que surgió todo...
- Algo así - convino Malley -. Medusa era una de aquellas tres hermanas de horribles rostros.
Cercy se quedó contemplando fijamente el papel unos instantes. ­ Caos... Medusa.. y el principio de organización!
¡Claro!
- Yo creo... - se volvió y salió corriendo de la habitación.
Malley, al verle marcharse así, cargó una hipodérmica y le siguió.
En la sala de control, Cercy sacó a Harrison de su inconsciencia.
- Escucha - dijo - , quiero que construyas una cosa inmediatamente. ¿Me oyes?
- De acuerdo. - Harrison pestañeó y se incorporó -. ¿A qué tanta prisa?
- Ya sé lo que Darrig quería decirnos - dijo Cercy -. Vamos, te diré lo que quiero. Y deja esa hipodérmica, Malley, no estoy loco. Quiero que me consigas un libro de mitología griega. Y deprisa.
No era tarea fácil encontrar un libro de mitología griega a las dos de la mañana. Con ayuda de agentes del FBI, Malley sacó de la cama a un librero. Consiguió el libro y volvió a toda prisa. Cercy estaba ojeroso y excitado, y Harrison y sus ayudantes trabajaban en tres extraños aparatos. Cercy quitó el libro de las manos a Malley, buscó una sección de éste y lo dejó.
- Buen trabajo - dijo -. Todo está dispuesto. ¿Acabaste, Harrison?
- Estoy acabando - Harrison y diez ayudantes atornillaban las últimas piezas -. ¿Quieres explicarme qué es esto?
- Sí, explícanoslo - dijo Malley.
- No pretendo que sea secreto - dijo Cercy -. Es sólo la prisa. Os lo explicaré sobre la marcha. - Se levantó -. De acuerdo, despertemos al embajador.
Observaron en la pantalla cómo una descarga eléctrica saltaba del techo a la cama del embajador. El embajador se esfumó inmediatamente.
- ¿Ahora es una parte de ese flujo de electrones, verdad? - dijo Cercy.
- Eso nos dijo - contestó Malley.
- Pero sigue conservando su estructura dentro de la corriente - continuó Cercy -. Tiene que hacerlo, para volver a su propia forma. Ahora activamos el primer interruptor.
Harrison conectó la máquina al circuito y mandó salir a sus ayudantes.
- Aquí tenemos un gráfico de la corriente de electrones - dijo Cercy -. ¿Veis la diferencia?
En el gráfico había una serie irregular de crestas y valles, que cambiaban y se nivelaban constantemente.
- ¿Recordáis cuando hipnotizamos al embajador? Hablaba de su amigo, de cómo había muerto en el espacio.
- Así es - dijo Malley -. Algo inesperado había matado a su amigo.
- Dijo algo más - continuó Cercy -. Nos dijo que la fuerza de organización básica del universo normalmente impedía cosas así. Qué significa eso para vosotros?
- La fuerza organizadora - repitió lentamente Malley.
- ¿No habló Darrig de una nueva ley natural?
- Sí. Pero piensa en las implicaciones, como Darrig. Si un principio organizador está dedicado a algún trabajo, tiene que haber algo que se le oponga. Lo que se opone a la organización es...
¡El Caos!
- Eso pensó Darrig y deberíamos haberlo hecho nosotros.
- Debajo está el Caos, y de él surge un principio de organización. Este principio si no he entendido mal, pretende eliminar el Caos fundamental, para que todo sea regular.
- Pero el Caos aún se desborda por algunos puntos, como descubrió Alfern. Quizás la estructura de organización sea más débil en el espacio. De cualquier modo esos puntos son peligrosos, hasta que entra en ellos el principio de organización.
Se volvió a la placa.
- De acuerdo, Harrison. Activa el segundo interruptor. Las crestas y valles se  alteraron en  el gráfico. Comenzaran a convertirse en disparatadas y absurdas configuraciones.
- Interpreta el mensaje de Darrig teniendo en cuenta esto. El Caos, como sabemos, está debajo. Todo brotó de él. La medusa Gorgona no se podía mirar. Convertía a los hombres en piedra, como recordaréis. Los destruía.
Y así Darrig encontró una relación entre el Caos y lo que no se puede mirar. Todo en relación con el embajador, por supuesto.
¡El embajador no soporta el Caos! - gritó Malley.
- Eso es. El embajador puede hacer un número infinito de alteraciones y, permutaciones, pero hay algo, la matriz, que no puede cambiar, porque entonces no quedaría nada.
Para destruir algo tan abstracto como una estructura, necesitamos un estado en el que no sea posible estructura alguna. Un estado de Caos.
- Estos interruptores son idea de Harrison - dijo Cercy.
Le dije que quería una corriente eléctrica que no tuviese estructura coherente. Los interruptores son una ampliación de los ruidos parásitos de radio. El primero altera la estructura eléctrica. Ese es su objetivo: crear un estado de no estructura. El segundo procura destruir la estructura establecida por el primero; y el tercero la estructura trazada por los dos primeros. Se activan automáticamente, y destruyen de modo sistemático todas las estructuras que puedan crearse en el circuito.. o al menos eso espero.
- ¿Así que esto producirá un estado de Caos? - preguntó Malley, observando la pantalla.
Durante un rato no hubo más que el ronroneo de las máquinas y los trazos descontrolados del gráfico. Luego en mitad de la habitación del embajador apareció una mancha. Tembló, se achicó, se expandió.
A continuación sucedió algo indescriptible. Lo único que supieron fue que dentro de la mancha había desaparecido todo.
¡Desconecta! - gritó Cercy. Harrison desconectó.
La mancha continuaba creciendo.
- ¿Y cómo podemos nosotros soportarlo? - preguntó Malley, contemplando la pantalla.
- ¿No te acuerdas del escudo de Perseo? - dijo Cercy -. Utilizándolo como espejo pudo mirar a Medusa.
- ¡Sigue creciendo! - gritó Malley.
- Habrá en todo esto un riesgo calculado - dijo Cercy -. Siempre existe la posibilidad de que el Caos pueda seguir brotando, incontrolado. Si sucede eso, dará igual en realidad..
La mancha dejó de crecer. Sus bordes vacilaron y se ondularon y luego empezó a disminuir de tamaño.
- El principio de organización - dijo Cercy, desplomándose en una silla.
- ¿Hay huellas del embajador? - preguntó al cabo de unos minutos.
La mancha aún seguía ondulando. Luego desapareció. Instantáneamente hubo una explosión. Las paredes de acero se combaron hacia dentro, pero resistieron. Se apagó la pantalla.
- Esa mancha absorbió todo el aire de la habitación - explicó Cercy - y también todos los muebles, y al embajador.
- No pudo soportarlo - dijo Malley -. Ninguna estructura puede mantenerse en un estado de Caos. Ha ido a unirse a Alfern.
Malley rompió a reír. Cercy sintió deseos de hacerlo, pero se contuvo.
- Hay que tomarlo con calma - dijo -. Aún no hemos terminado.
¡Cómo que no! El embajador...
- Nos hemos deshecho de él, pero aún tenemos una flota alienígena en esta región del espacio. Una flota tan poderosa que nuestras bombas de hidrógeno no le harían ni un rasguño. Deben estar buscándonos.
Se levantó.
- Volved a casa y dormid un poco. Algo me dice que mañana tendremos que empezar a idear algún medio de camuflar un planeta.


FIN

Alan Dean Foster - EL REGALO DE UN HOMBRE INÚTIL




Tanto Pearson como la nave estaban acabados.
No lo había imaginado cuando la había alquilado (sin intención de devolverla y sin preocuparse de revisarla previamente, puesto que tanto la tarjeta de crédito que había empleado para pagar el alquiler como la documentación que le identificaba como titular de la misma estaban falsificadas); además, había tenido demasiada prisa como para poder entretenerse en revisiones.
La nave había dado el Salto sin desmontarse; pero cuando había vuelto al espacio normal había descubierto que varios componentes, pequeños pero críticos, habían resultado dañados.
Ahora, todo lo que quedaba de la nave era una columna de humo y metal vaporizado que se elevaba hacia un cielo azul pálido. Ni siquiera tenía ánimos para maldecirla. Sabía lo que era estar acabado y, por lo menos, la nave lo había eyectado... aunque no con la suavidad necesaria para ponerlo a salvo.
Estaba vivo, sí, pero esto no era suficiente. Lo único que ahora notaba era un cansancio sin límites, una fatiga que le embargaba el espíritu. Un abotargamiento de su alma misma.
Sorprendentemente, no sentía dolor. Por dentro, Pearson continuaba funcionando. Por fuera, podía mover los ojos y los labios, arrugar la nariz y, con un tremendo esfuerzo, levantar su brazo derecho del llano y arenoso terreno. Su rostro ya no era simplemente una pequeña parte de un todo muy expresivo: era lo único que le quedaba. El aspecto que tenía el resto de su cuerpo, envuelto en los restos de lo que había sido su traje de vuelo, era algo que sólo le cabía imaginarse. Y no quería imaginarlo. Sabía que tenía intacto el brazo derecho, porque podía moverlo; fuera de esto, todo era pura especulación, y, además, mórbida.
Si tenía suerte, mucha suerte, podría usar su brazo derecho para ponerse de costado. No se molestó en realizar aquel esfuerzo. Ya no había ninguna ilusión, desde luego ilusiones no, rondando por la mente de Pearson. Al borde de la muerte, se había convertido en un auténtico realista.
Aquel mundo al que había impuesto su presencia era muy pequeño; de hecho, apenas si era más grande que un asteroide. En silencio, le pidió disculpas por cualquier daño que le hubiera causado con el impacto de su nave al estrellarse. Siempre estaba pidiendo perdón por algún daifa que había infligido...
Respiraba, de modo que la delgada atmósfera era menos tenue de lo que parecía. Nadie lo encontraría allí; incluso la policía, que lo había estado buscando, acabaría por abandonar su persecución. Pearson era un criminal de poca monta. De hecho, ni siquiera era un verdadero criminal. Para lograr ese apelativo uno tenía que hacer algo que fuese medianamente dañino. «Criminal» significaba alguien peligroso, amenazador. Y Pearson resultaba simplemente irritante para la sociedad, algo así como un picorcillo.
Bueno, al fin había acabado con el picor: él mismo se había rascado hasta desaparecer, pensó, y le sorprendió descubrir que aún tenía la capacidad y las fuerzas necesarias para reírse.
A pesar de que el hacerlo le hizo perder el conocimiento.
Cuando recobró el sentido estaba empezando a clarear. No tenía ni idea de cuánto duraba el día en aquel minúsculo mundo y, por consiguiente, no podía saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Podría haber sido un día o una semana, según la forma de medir el tiempo de los humanos. Aunque ya no pensaba en sí mismo como un ser humano: una total parálisis muscular, que sólo había respetado su cara y un brazo, lo había convertido en un cadáver en vida. Le resultaba imposible moverse; ni siquiera podía tender el brazo para tomar los concentrados alimenticios del equipo de supervivencia que quizá llevase aún, o quizá no, sujeto a la pernera del pantalón. No podía hacer otra cosa que sorber la débil atmósfera que, temporalmente, le estaba manteniendo con vida. Hubiera preferido estallar con la nave.
No obstante, no iba a morirse de hambre; primero se moriría de sed. Un cadáver viviente, Pearson. Un cerebro dentro de una botella. Esto le daba mucho tiempo para reflexionar acerca de su vida.
La verdad era que siempre había sido, más o menos, un cadáver viviente. Nunca había sentido afecto por nadie ni por nada, ni siquiera lo había sentido casi por sí mismo. No habiendo hecho nunca nada bueno y no teniendo los medios para hacer nunca nada realmente malo, se había limitado a merodear por la vida, robando un poco de espacio y aire a los demás.
Mejor me hubiera ido si hubiese sido un árbol, musitó cansinamente. Claro que se preguntó si hubiera sido un buen árbol... Desde luego, no habría podido ser un árbol peor que lo malo que había resultado como hombre. Se vio en su juventud, un chico en cierta manera muy echado hacia adelante. Se contempló a sí mismo dando coba a los criminales más famosos y profesionales, con la esperanza de que lo admitiesen en su mundillo, en su casta, que se hicieran amigos suyos.
No, ni siquiera había sido un buen lameculos. Ni tampoco había sabido comportarse de un modo honrado, el par de ocasiones en que lo había intentado. El mundo normal, el legal, lo había contemplado con el mismo desprecio que le habían mostrado los criminales. Así que vivía en un vacío tenebroso y resbaladizo de su propia invención, sin terminar de funcionar de un modo eficiente en lo mental y apenas sí en lo físico.
Si pudiera... Pero no, se interrumpió a sí mismo; iba a morir. Más valía que, por una vez, se mostrase honesto... aunque sólo fuera consigo mismo. Todas las desgracias que le habían acaecido, él se las había buscado; él solito. Y no eran culpa de los demás, como siempre le había agradado argumentar. Unos pocos (¡los muy desgraciados!) habían tratado de ayudarle: de algún modo, él siempre había logrado echarlo todo a perder. Bueno, ya que no otra cosa, al menos podría tratar de morir siendo honesto con sus pensamientos.
Había oído decir que morir de sed no era nada agradable.
El sol cayó por el horizonte Y ninguna luna se alzó. Claro que no, aquel mundo era demasiado pequeño para poder permitirse tener un satélite. Ya resultaba bastante asombroso que fuera capaz de retener una atmósfera. Sin que realmente le preocupase mucho la respuesta, Pearson se preguntó si habría vida en el excelente y llano terreno que lo rodeaba. Quizá plantas. Había descendido demasiado .deprisa y de tan mala manera, que no había podido emplear tiempo alguno en enterarse de esos detalles. Y, como no era capaz de mover la cabeza, no podía hallar respuesta a sus preguntas.
El aire sopló por encima de Pearson, una fresca brisa nocturna, placentera tras el cálido y neblinoso día. La notó fuerte en el rostro; el resto de los receptores externos de su cuerpo estaban muertos. Era posible que hubiera sufrido graves quemaduras; si así era, no podía reaccionar a ellas. En este aspecto la parálisis era una bendición. Y, no obstante, sabía que otras partes de su cuerpo sí estaban funcionando: podía olerlo.
Cuando el sol se alzó de nuevo ya estaba despierto del todo. Calculó que el día de aquel mundo debía de ser de tres o cuatro horas, seguido de una noche de igual duración. Esta información no le era de ninguna utilidad, pero tales especulaciones le mantenían la mente ocupada. Poco a poco se estaba ajustando a su nueva situación... Se dice que la mente humana puede ajustarse a cualquier cosa.
Al cabo de un tiempo se dio cuenta de que ya no le preocupaba la idea de la muerte. En cierta manera le resultaría un alivio. Ya no más escapar: de los demás, de su pobre yo. Nadie iba a llorar su muerte. Y con su ausencia liberaría a los demás de las molestias de su presencia. Las primeras sensaciones de sed, débiles pero innegables, se apoderaron de su garganta.
Pasaron los cortos días y aparecieron algunas nubes. Nunca había prestado atención a las nubes y bien poca al clima; ahora tenía tiempo y motivos para estudiar ambas cosas. Además, no podía ver otra cosa. Se le ocurrió que podría emplear el brazo que le funcionaba para variar la posición de su cabeza y así cambiar su línea de visión. Pero, cuando lo intentó, descubrió que el brazo no le respondía lo bastante como para llevar a cabo la complicada maniobra.
Extrañas, las emociones que sentía: descubrió que la posibilidad de que se le paralizase el único miembro que aún le obedecía le aterraba mucho más que la segura llegada de su muerte.
Las nubes se seguían acumulando sobre él. Las miraba indiferente. La lluvia podría prolongar su vida algunos días terrestres más, pero al fin acabaría por morir de hambre. Los concentrados del paquete de emergencia de su traje le podrían haber mantenido con vida durante meses, quizá más de lo normal, vista su total ausencia de actividad física; pero era como si se hubieran vaporizado con la nave: no podía alcanzarlos.
Su mente especuló sobre los posibles métodos de suicidio. Si su brazo le respondía y si hubiera un trozo de metal afilado cerca, un fragmento de su nave, podría cortarse el cuello. Si... si... llovió. Suave pero continuadamente, durante todo medio día.
Su boca abierta recogió la suficiente agua como para saciarle. Las nubes pasaron y se rasgaron y el lejano sol regresó. Notó cómo le secaba el rostro y supuso que estaría haciendo lo mismo con el resto de su cuerpo. Empezó a apreciar, de un modo distinto y más intenso, el milagro de la lluvia y del proceso por el que es transformada en sangre, linfa y células. Era un logro asombroso, anonadante; y él había pasado toda una vida dándolo por supuesto. Se merecía morir.
Estoy poniéndome filosófico, pensó. O deliro.
Cortos días daban paso a cortas noches. Había perdido totalmente la noción del tiempo, cuando lo halló el primer bicho.
Pearson lo notó mucho antes de verlo. Caminaba por encima de su mejilla. Le volvía loco, porque era incapaz de rascarse o de apartarlo de un manotazo. Cruzó su rostro, se detuvo y atisbó dentro de su ojo derecho.
El parpadeó.
El cosquilleo prosiguió, luego no lo había alejado. Ahora lo tenía en la frente. Tras hacer una pausa allí, caminó hacia su mejilla izquierda, atravesándola, para reincidir su camino primitivo. Por el rabillo de su ojo izquierdo lo vio, mientras llegaba a su hombro. Era negroazulado y demasiado pequeño para que él pudiera discernir detalles. Desde luego parecía un insecto.
Se detuvo en su hombro, estudiando los alrededores.
Quizá fuera mejor de ese modo, pensó. Sería más rápido si los bichos lo devoraban. Cuando hubiera sangrado lo bastante moriría.
Y, si empezaban debajo de su cabeza, no sentiría ningún dolor hasta perder el sentido.
Silenciosamente, animó al insecto. ¡Ánimo, amigo! Tráete a tus tíos y tías, a tus primos y tus sobrinos, y daos un banquete, que Pearson invita. Será toda una bendición.
- No, no podemos hacerlo.
Deliro, supuso él, añadiendo luego:
- ¿Por qué no?
- Eres una maravilla. No podemos comernos una maravilla. No somos lo bastante dignos.
- No soy ninguna maravilla - pensó él, insistente -. Soy un desecho, un fracaso, un absoluto fallo de la Naturaleza. Y no sólo eso - concluyó - , sino que además, aquí estoy hablando telepáticamente con un bicho.
- Soy Yirn, miembro del Pueblo - el suave pensamiento le informó -. No sé lo que es un bicho. Dime, maravilla... ¿cómo puede estar viva una cosa tan grande?
De modo que Pearson se lo dijo: le dio al bicho su nombre y le explicó lo que era la Humanidad, le habló de su triste existencia, que pronto iba a llegar a término, y le contó lo de su parálisis.
- Me entristezco por ti - le dijo al fin Yirn, miembro del Pueblo -. No podemos hacer nada por ayudarte. Somos una pobre tribu, una de tantas, y no se nos permite, según las Leyes, que nos reproduzcamos mucho. Tampoco acabo de comprender esas extrañas cosas que me cuentas acerca del espacio, el tiempo y el tamaño. Ya me cuesta trabajo creer que esa montaña dentro de la que yaces pudiera moverse en otro tiempo. Pero, sin embargo, tú lo afirmas y yo debo creerlo.
Pearson tuvo un repentino y perturbador pensamiento:
- Hey, mira, Yirn. No te creas que soy un dios o algo así. Sólo más grande que tú, eso es todo. En realidad soy mucho menos que tú:         ni siquiera supe ser un buen maleante...
- Ese concepto no tiene significado. - Yirn dio la impresión de estar esforzándose en comprenderle
Eres la cosa más maravillosa de toda la creación.
- Tonterías. Dime... ¿Cómo es que puedo «hablar» contigo, visto que eres mucho más pequeño que yo?
- En el Pueblo tenemos un dicho acerca de que lo que es importante es el tamaño de la inteligencia, no el tamaño del tamaño.
- Sí, creo que tienes razón. Mira, lamento que seáis una tribu tan pobre, Yirn: y agradezco que te dé pena mi estado. Nadie había sentido pena alguna por mí antes... excepto yo mismo. Ya es mucho incluso el que un bicho muestre simpatía por mí.
Se quedó en silencio un rato, contemplando al bicho, que agitaba sus diminutas antenas.
- Me... me gustaría poder hacer algo por ti y por tu tribu - dijo al cabo - , pero ni siquiera puedo ayudarme a mí mismo. Pronto moriré de hambre.
- Te ayudaríamos si pudiésemos - le llegó el pensamiento. Pearson tuvo la sensación de una tristeza fuera de toda proporción con el tamaño de aquel ser -, pero todo lo que pudiésemos reunir no te serviría ni para alimentarte convenientemente durante un solo día.
-Claro. Hay comida en el paquete de emergencia de mi traje, pero... - se quedó en silencio. Luego dijo -: Yirn, dime si hay unos recipientes metálicos brillantes en la parte inferior de mi cuerpo.
Pasaron unos momentos, mientras el insecto hacía un viaje hasta el promontorio de una rodilla y regresaba.
- Son como tú los describes, Pearson.
- ¿Cuántos sois en tu tribu?
- ¿En qué estás pensando, Pearson?
A la tribu de Yirn le costó días, días locales, el abrir los cierres de los paquetes del traje. Cuando resultó claro que el Pueblo podía digerir los alimentos humanos, un gran regocijo mental llenó el cerebro de Pearson y se sintió satisfecho.
Fue un Yirn realmente humilde quien luego llegó a comunicarse con él:
- Por primera vez en muchas, muchas generaciones, mi tribu tiene suficiente que comer. Nos podremos multiplicar más allá de las restricciones que las Leyes imponen a los desprovistos de alimentos. Uno de los grandes bloques que tú llamas concentrados puede alimentar a la tribu durante largo tiempo. No hemos probado los alimentos naturales que dices que están dentro del paquete mayor que está debajo de tu cuerpo, pero ya lo haremos. Ahora nos podemos convertir en una verdadera tribu, y no temeremos a esas tribus que roban a las más pobres. Y todo gracias a ti, gran Pearson.
- Con Pearson a secas basta, ¿comprendes? Si me vuelves a llamar «gran» te voy a... - hizo una pausa -. No, no haré nada. Incluso aunque pudiese... se acabaron las amenazas. Sólo Pearson, por favor. Y no he hecho nada por vosotros: ha sido tu pueblo el que se ha hecho con los alimentos. Es curioso, es la primera vez que pienso algo bueno de esos condenados concentrados alimenticios.
- Tenemos una sorpresa para ti, Pearson.
Algo se estaba arrastrando con lentitud infinita por su mejilla. Pesaba un poquito, más que el Pueblo. Lo vio al borde de su visión: un pequeño bloque marrón. Docenas de formas negroazuladas lo rodeaban. Podía sentir sus esfuerzos dentro de su mente.
El bloque llegó a sus labios y él los abrió. Algunos de los miembros del Pueblo se sintieron aterrorizados ante la cercanía de aquel abismo, oscuro y sin fondo. Se dieron la vuelta y huyeron. Yirn y otros líderes de la tribu tomaron sus lugares.
El bloque pasó sobre su labio inferior. El Pueblo ejerció un último y monumental esfuerzo. Algunos de sus miembros fallecieron al realizarlo. El bloque cayó al abismo. Pearson notó cómo le fluía la saliva, pero dudó.
- No sé qué bien me pueda hacer a la larga, Yirn, pero... gracias. Sin embargo, mejor será que te lleves a tu gente de mi cara. Dentro de un momento va a haber un terre... no, un Pearsonmoto.
Cuando se hubieron retirado a un lugar que ofreciera seguridad, empezó a masticar.
A la siguiente mañana llovió. Las gotas tenían el tamaño de las gotas de lluvia de la Tierra y representaban un terrible peligro para la tribu, si la lluvia les cogía a campo abierto. Unas gotas podían matar a alguien del tamaño de Yirn, pero toda la tribu tenía amplio cobijo en el espacio vacío que quedaba bajo el brazo derecho de Pearson. Muchas semanas más tarde, Yirn estaba sentado en la nariz de Pearson, mirando hacia abajo, a los oceánicos ojos.
- Los concentrados no van a durar siempre, y la comida real que hemos hallado en la «mochila» que está bajo tu espalda aún durará menos.
- No te preocupes. Creo que hay un par de zanahorias, y un bocadillo que me había preparado: debe de llevar rodajas de tomate, lechuga, y creo que champiñones. Y también unas nueces. Os podéis comer el embutido y el pan; pero reservad algo de pan, quizá os podáis comer el moho que saldrá.
- No entiendo lo que quieres decirme, Pearson.
- ¿Cómo os hacéis con la comida, Yirn? Sois simples recolectores, ¿no?
- Así es.
- Entonces, quiero que toméis las zanahorias, y el tomate y las otras cosas... ya os las describiré... y también quiero ejemplares de cada planta de las que come tu gente.
- ¿Y qué harás con todo eso, Pearson?
- Reúne a los ancianos de la tribu. Empezaremos con la idea de la irrigación...
Pearson no era un campesino, pero sabía, de un modo rudimentario, que si plantas, riegas y quitas las malas hierbas, crecerán algunos alimentos. El Pueblo aprendía rápido. La idea que más nueva les resultaba era la de quedarse fijos en un sitio y plantar.
Excavaron una balsa para recoger el agua de la lluvia, al precio de centenares de diminutas vidas. Pero los concentrados le daban grandes energías al Pueblo. Diminutos arroyuelos comenzaron a serpentear desde la balsa, más allá de la protectora masa de Pearson. Cuando dejó de llover, la balsa y los diminutos canales estaban repletos, y comenzaron a usar las minúsculas presas. Luego excavaron otra balsa, y otra.
Algo de la comida humana echó raíces y creció, y algunas de las plantas locales echaron raíces y crecieron. El Pueblo prosperó. Pearson les explicó la idea de construir estructuras permanentes. El Pueblo nunca había considerado, tal idea, porque jamás había imaginado una construcción artificial que les pudiera proteger de la lluvia. Pearson les habló de las tiendas de campaña.
Entonces llegó el día en que se acabaron los concentrados. Pearson había estado esperando esto y la noticia no le causó pavor. Había hecho más, mucho más de lo que imaginara que pudiese hacer en aquellos primeros días solitarios en la vacía arena, tras que la nave se estrellase. Había ayudado, y había sido recompensado con la primera verdadera amistad de toda su vida.
- No importa, Yirn. Me alegra saber que he podido ser de ayuda para ti y para tu pueblo.
- Yirn ha muerto - dijo el bicho-. Yo soy Yurn, uno de sus descendientes, al que le ha sido concedido el honor de hablar contigo.
- ¿Yirn ha muerto? Pero si no ha pasado tanto tiempo... ¿o sí? - La idea que tenía Pearson del tiempo transcurrido era muy nebulosa. Pero también era cierto que el período de vida del Pueblo era mucho más corto que el de los humanos -. No importa. Después de todo, la tribu ya tiene suficiente que comer.
- A nosotros sí que nos importa - le repitió Yurn -. Abre la boca, Pearson.
Algo se estaba arrastrando por su mejilla. Se movía bastante deprisa. Pequeñas poleas de madera ayudaban a arrastrarlo y por las poleas corrían largas cuerdas hechas con cabellos de Pearson. Le abrieron camino a través de su barba, a lo que fuese, docenas de miembros del Pueblo usando sus aguzadas mandíbulas.
Cayó en su boca. Tenía hojas y le resultaba vagamente familiar. Era un trozo de espinaca.
- Come, Pearson. Los restos de tu antiguo «bocadillo» han procreado.
Poco después de la tercera cosecha, un trío de ancianos visitó a Pearson. Se sentaron cuidadosamente en la punta de su nariz y lo contemplaron con aire sombrío.
- Las cosechas no marchan bien - dijo uno.
- Describídmelas. - Así lo hicieron y él rebuscó por entre los más polvorientos rincones de su mente los conocimientos, aprendidos en la escuela y olvidados después -. Si tienen toda el agua que necesitan, entonces sólo puede ser una cosa, visto que todas se muestran igualmente afectadas: estáis agotando el suelo de por aquí. Tendréis que ir a plantar a otro lugar.
- Mucha es la distancia que hay entre este lugar y la granja más alejada - le dijo uno de los ancianos -. Ha habido incursiones. Otras tribus están celosas de nosotros. El Pueblo tiene miedo a plantar muy lejos de ti. Tu presencia les da confianza.
- Entonces hay otra posibilidad. Se lamió los labios. El Pueblo había encontrado sal para él.
- ¿Qué habéis estado haciendo con los excrementos que suelta mi cuerpo? - les preguntó.
- Han sido retirados periódicamente y enterrados, tal como nos dijiste - le contestó uno de los tres -, y hemos ido trayendo tierra y arena limpias para sustituir lo que nos llevamos de la región que hay debajo de tu cuerpo, allá donde humedeces el suelo.
- El terreno de por aquí está quedando agotado - les explicó -. Necesita que se le añada algo llamado abono. Esto es lo que el Pueblo debe hacer...
Muchos años más tarde un nuevo Consejo vino a visitar a Pearson. Esto fue después de la Gran Batalla. Varias tribus, grandes y poderosas, se habían unido para atacar al Pueblo. Lo habían hecho retirarse hasta la montañosa fortaleza llamada Pearson. Y mientras la batalla rugía a su alrededor, los líderes de las tribus atacantes habían encabezado una tremenda carga para tomar posesión del dios-montaña, que era como las otras tribus denominaban a Pearson.
Forzando cada uno de los nervios que aún funcionaban en su cuerpo, Pearson había alzado su único brazo válido y, de un manotazo, había aplastado a los líderes del asalto, a sus estados mayores y a centenares de otros atacantes. Aprovechándose de la confusión creada en las filas enemigas, el Pueblo había contraatacado. Los invasores habían sido rechazados con tremendas bajas, y el territorio del Pueblo ya no había vuelto a ser molestado.
Muchos campos cultivados habían sido destruidos. Pero, con amplias dosis del abono suministrado por Pearson, la siguiente cosecha maduró mucho más generosamente que nunca.
Ahora, el nuevo Consejo estaba sentado en el lugar de honor, en la punta de la nariz de Pearson, y miraba a los enormes ojos. Yeen, descendiente de la octava generación en línea directa de Yirn el legendario, se hallaba en el centro.
- Tenemos un regalo para ti, Pearson. Hace meses nos hablaste de un acontecimiento que tú llamaste «cumpleaños» y hemos discurrido mucho acerca de su significado y las costumbres que lo rodean. Cavilamos acerca de cuál podría ser un regalo adecuado.
- Me temo que no podré abrirlo si lo habéis envuelto para regalo - bromeó débilmente -. Me lo tendréis que mostrar. Y me gustaría tener algún regalo que haceros a vosotros por haberme mantenido con vida.
- Tú nos has dado a nosotros mucho más que la vida. Mira a tu izquierda, Pearson.
Movió los ojos. Comenzó a sonar un crujiente y chirriante sonido, que prosiguió mientras él contemplaba el vacío cielo y esperaba. Los pensamientos, cargados de buenos deseos, de millares de miembros del Pueblo lo llenaron.
Lentamente se fue alzando un objeto hasta quedar a su vista. Era un círculo, colocado encima de un perfecto andamio de pequeñas vigas de madera. Era viejo y estaba rascado en algunos lugares, pero aún brillaba: un pequeño espejo de mano, tomado de Dios sabe qué rincón de su mochila o de los bolsillos de su traje. Estaba inclinado en ángulo sobre su pecho y miraba hacia abajo.
Por primera vez en muchos años podía ver el suelo. Antes de que pudiera expresar sus gracias por el maravilloso, increíble regalo que era aquel viejo espejo, sus pensamientos fueron barridos por lo que podía ver.
Pequeñas hileras de campos cultivados se extendían hasta el horizonte.
Ramilletes de diminutas casitas tachonaban los campos, muchas agrupadas en lo que parecían ser pueblos. Puentes suspendidos, hechos con cabellos suyos y jirones de la ropa de su traje, cruzaban un diminuto riachuelo en tres lugares distintos. Al otro lado de lo que a la escala del Pueblo era un gran río, se divisaban los inicios de una pequeña ciudad.
El equipo que manejaba el espejo, mediante un ingenioso sistema de cables y poleas, lo giró. Cerca se encontraba la fábrica en la que, le contaron, se construían vigas de madera y otros artículos a partir de las plantas locales. Grandes tiendas albergaban otras factorías, tiendas hechas con piel curtida, de la que se iba pelando regularmente del cuerpo de Pearson, siempre moreno por el sol. Las herramientas se movían suavemente y vehículos con ruedas llevaban al Pueblo de un lado a otro, en parte gracias a la lubrificación lograda con la cera tomada de los oídos de Pearson.
- ¿Regalarnos algo a nosotros, Pearson? - exclamó Yeen lleno de retórica -. Nos has dado el mayor de los regalos: nos has dado a ti mismo. Cada día hallamos nuevos usos para la información que nos has suministrado. Y cada día hallamos nuevos usos para lo que tu cuerpo produce.
- Otras tribus, con las que antes luchamos, se han unido a nosotros, para que unidos nos beneficiemos con tus dones - Intervino otro -. Estamos convirtiéndonos en eso que tú llamaste nación.
- Cuidado... cuidado con eso... - Pearson murmuró mentalmente, sobrecogido por las palabras del Consejo y las vistas que le ofrecía el espejo -. Una nación significa la aparición de los políticos.
- ¿Qué es eso? - dijo de repente uno de los miembros del Consejo, señalando hacia abajo.
- Un nuevo regalo - contestó el pensamiento de su vecino, que también miraba hacia abajo por la gran pendiente de la nariz de Pearson -. ¿Para qué sirve eso, Pearson?
- Para nada - contestó él -. Hace mucho que aprendí, amigos, que las lágrimas no sirven para nada...

Yusec, descendiente de la ciento doce generación en línea directa de Yirn el Legendario, estaba descansando sobre el pecho de Pearson, disfrutando de la sombra suministrada por el bosque de pelos que allí había. Pearson acababa de comer un trozo de un nuevo y maravilloso fruto que el Pueblo había cultivado en una granja lejana y traído hasta allí, especialmente para él. Pearson podía ver a Yusec gracias a uno de los muchos espejos colocados rodeando su cara, todos inclinados para ofrecerle diferentes vistas de los alrededores.
Un grupo de jóvenes estaba haciendo una excursión por el área pélvica y otro estaba visitando el área de la base de su oreja. Otros iban y venían, subían y bajaban, gracias a burdos ascensores y grandes escaleras que le montaban por todos lados. Grupos de escribas estaban cerca, dispuestos a recoger cualquier pensamiento suelto que pudiera tener Pearson. Incluso captaban sus sueños.
- Yusec, el nuevo alimento es muy bueno.
Los agricultores de esa región estarán complacidos. Hubo una pausa antes de que Pearson volviese a hablar:
- Yusec, me estoy muriendo.
Asustado, el insecto se alzó sobre sus patas traseras, mirando hacia el farallón que era la barbilla de Pearson.
- ¿Qué dices? ¡Pearson no puede morir!
- ¡Tonterías, Yusec! ¿De qué color es mi cabello?
- Blanco, Pearson, pero lleva así muchas décadas.
- ¿Y son profundas las trincheras de mi cara?
- Sí. Pero no más de lo que eran en tiempos de mi tatarabuelo.
- Lo que significa que ya entonces eran profundas. Me estoy muriendo, Yusec. No sé lo viejo que soy, porque hace ya mucho perdí la noción del tiempo, de mi tiempo; y jamás me tomé la molestia de compararlo con el vuestro. Jamás me importó, y sigue sin importarme. Pero me estoy muriendo.
Hizo una pausa.
- Sin embargo, moriré mucho más feliz de lo que jamás pensé. He movido muchas más cosas desde que me quedé paralítico de las que moví mientras podía caminar. Y esto me hace sentir muy bien.
- No puedes morir, Pearson - repitió Yusec, insistente, mientras mandaba una llamada de emergencia al equipo hospitalario creado hacía muchos años sólo para atender a Pearson.
- Puedo morir y voy a hacerlo. - Un aterrado Yusec notó cómo la muerte se extendía por la mente de Pearson, como si fuera una sombra. No podía imaginarse cómo serían los tiempos sin Pearson -. El equipo médico es bueno. Han aprendido por sí mismos muchas cosas acerca de mí. Pero no pueden hacer nada: voy a morir.
- Pero... ¿qué haremos sin ti?
- Todo lo que hacéis lo hacéis sin mí, Yusec. Yo sólo os he dado consejos y el Pueblo lo ha hecho todo por sí mismo. No me echaréis de menos.
- Te echaremos de menos, Pearson - Yusec se estaba resignando a la tremenda inevitabilidad de la desaparición de Pearson -. Estoy absolutamente consternado.
- Yo también. Es curioso, estaba empezando a disfrutar de esta vida. Oh, bueno...
Sus pensamientos eran ya muy débiles, se estaban yendo como la luz cuando el sol da la vuelta al mundo.
- Sólo una última idea, Yusec.
- ¿Sí, Pearson?
- Creí que podríais usar mi cuerpo cuando me hubiera ido: la piel, los huesos y los órganos, pero habéis ido más allá. Esas últimas piezas de bronce que me enseñasteis eran muy buenas. Ya no necesitáis la fábrica Pearson. Es una idea tonta, pero...
Yusec apenas logró captar la última idea de Pearson, antes de que su presencia dejara para siempre al Pueblo.

- ¡Son seres inteligentes, Señor! Ya sé que no son mayores que una pestaña, pero tienen carreteras y granjas, fábricas y escuelas, y yo qué sé qué más tienen. ¡Son la primera raza inteligente no humana que encontramos, Señor!
- Tranquilo, Hanforth - dijo el Capitán -. Eso ya puedo verlo por mí mismo.
Estaba en pie, fuera del módulo de aterrizaje. Habían descendido en un gran lago, para evitar aplastar la intrincada metrópoli que parecía cubrir el entero planetoide.
- Desde luego, increíble es la mejor palabra para describirlo. ¿Hay algo acerca de esa vieja nave estrellada?
- No, Señor. Excepto que es muy antigua. Al menos tiene varios cientos de años. Los detectores sólo hallaron fragmentos de la nave. Pero hay otra cosa, Señor, la delegación de los nativos...
- ¿Sí?
- Hay algo que quieren que veamos. Dicen que algunas de sus autopistas principales son lo bastante anchas como para que podamos viajar por ellas sin crear problemas. Y las han vaciado de todo tráfico.
- Creo que lo mejor será que nos mostremos corteses, a pesar de que preferiría hacer nuestros estudios desde aquí, en lugar seguro, donde no pudiéramos hacer daño a nadie.
Caminaron durante varias horas. Poco a poco llegaron hasta un lugar, cercano al cráter producido por el impacto de la nave arcaica. Habían visto el objeto alzarse en el lejano horizonte y cada vez podían creérselo menos, a medida que se iban acercando.
Ahora se encontraban junto a su base. Era un obelisco metálico, que se alzaba unos cincuenta metros hacia el cielo azul acuoso, acabando en una lejana y aguzada punta.
- Puedo imaginarme por qué querían que viéramos esto - el Capitán se mostraba incrédulo -. Si lo que deseaban era impresionarnos, lo han conseguido. Una obra de ingeniería como ésta, hecha por un pueblo de su tamaño... es algo imposible de creer.
Frunció el ceño y se alzó de hombros.
- ¿Y qué es, Señor? - La cabeza de Hanforth estaba echada hacia atrás para poder mirar la cúspide de aquel obelisco imposible.
- Es curioso... me recuerda algo que he visto antes.
- ¿Qué, Señor?
- Un monumento funerario.

FIN

José Carlos Canalda - EL DILEMA DE HAMLET




I

1.- Un robot no puede dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que éste sea dañado.
2.- Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando estas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
3.- Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Leyes.

- Supongo que convendrán conmigo en que el percance ocurrido es grave... Tremendamente grave.
Las palabras del inspector gubernamental cayeron como un jarro de agua fría entre los presentes. De sobra sabían que el desgraciado accidente ocurrido tres días atrás forzosamente habría de acarrear consecuencia negativas para U.S. Robots y para ellos mismos, pero al fin y al cabo de la reacción del gobierno dependería poder seguir adelante o no con el Proyecto Hamlet... A priori cabría esperar que ésta fuera mala o peor, pero desgraciadamente el hombre que tenían frente a ellos se había decantado claramente por esta última. Así pues, densos nubarrones se cernían ominosamente sobre uno de los proyectos más importantes de la historia de la poderosa compañía.
- Pero si todo se debió a un desgraciado accidente... - balbuceó con voz apagada Antonio Jiménez, responsable máximo del proyecto - No se puede enjuiciar a todo un trabajo de años tan sólo por un acontecimiento puntual.
- Eso es precisamente lo que deseo investigar. - respondió su hierático interlocutor - Cierto es que no podemos culpar a una fábrica de automóviles de que uno de ellos atropelle a una persona, pero sí tendríamos que intervenir si por un defecto de fabricación empiezan a fallarles los frenos a todos. ¿Me explico?
- Perfectamente. - gruñó Susan Calvin, tan fría como el responsable gubernamental - Pero tras haber realizado una investigación interna cuyos resultados tiene usted en su poder - y al decir esto señaló con la mirada la abultada carpeta de tapas negras que yacía en la mesita central - hemos llegado a la conclusión de que no ha existido negligencia alguna en el desarrollo del prototipo, y que en ningún momento han sido violados los estrictos controles de seguridad impuestos por la compañía. El proyecto Hamlet era y es completamente seguro, por lo que coincido con mi colega en opinar que este accidente sólo puede ser atribuido a la casualidad...
- ¡Pero un humano ha muerto a manos de su robot! - por vez primera su inquisidor demostraba tener reacciones humanas - ¿Les parece suficientemente grave este atentado contra la Primera Ley de la Robótica?
- No está tan claro que haya sido violada. Precisamente el proyecto Hamlet... - osó interrumpirle Antonio Jiménez.
- El señor Jiménez no ha querido decir literalmente eso, - se apresuró a rebatir Alfred Lanning, tercer miembro de U.S. Robots presente en la reunión y superior jerárquico de los otros dos - sino que las ecuaciones modificadas con las que se diseñó el cerebro positrónico del prototipo Hamlet-1 mantenían con toda su intensidad la prohibición absoluta de causar daño a cualquier ser humano.
- Pero lo causó. Bien, dejemos esto por ahora. ¿Dónde está en estos momentos el prototipo?
- En nuestros talleres, por supuesto. Pero ahora no es sino un inservible montón de chatarra, ya que su cerebro positrónico quedó totalmente destruido inmediatamente después de ocurrir el... ¡hum! accidente, abrasado por el potencial negativo de la Primera Ley. Lamentablemente, esto nos va a impedir realizar un estudio psicológico del mismo.
- ¿Está... muerto?
- Completamente. Por supuesto podríamos instalarle un cerebro positrónico nuevo, pero ya se trataría de un robot completamente distinto.
- ¿Tienen más prototipos?
- Montados y conectados, no. Pero sí contamos con otro cerebro completamente terminado que no tuvimos tiempo de instalar en un cuerpo.
- Bien, tanto ese cerebro como los restos del robot asesino quedan incautados. Ordenen que sean trasladados a mi nave en presencia de uno de mis oficiales; ambos serán enviados a nuestros laboratorios federales para ser sometidos a estudio. Sí, ya sé que no vamos a encontrar nada que no hayan descubierto antes ustedes; - se interrumpió conciliador al observar los ceños fruncidos de sus forzados anfitriones - Pero la ley es la ley, y yo me veo obligado a aplicarla por más que personalmente esté convencido tanto de su capacidad como de su buena fe. Eso sí, también me veo obligado a recordarles que toda actividad relacionada con el proyecto Hamlet deberá quedar automáticamente interrumpida hasta que la investigación oficial no esté terminada. Mientras tanto, les agradecería que me informaran de cualquier descubrimiento que hagan y que estimen digno de interés; en lo que a mí respecta, me mantendré en contacto con ustedes. Y ahora, si me lo permiten, me retiraré para organizarlo todo.

II

El proyecto Hamlet, del cual había sido promotor el joven Jiménez, era uno de los más ambiciosos que jamás hubiera desarrollado U.S. Robots. Tras vencer una gran cantidad de reticencias y suspicacias a todos los niveles, no todas ellas ajenas al origen hispánico de su apellido, Jiménez pudo empezar a cantar victoria el día en que Susan Calvin, la respetada robopsicólogo jefe, se contagió de su entusiasmo. Desde el punto de vista teórico el interés estaba más que justificado, ya que la modulación del potencial de las Tres Leyes postulada por el ingeniero permitiría obtener unos cerebros positrónicos más flexibles, más humanos en definitiva.
- Fijémonos en las limitaciones que supone la imposición de las Tres Leyes a los cerebros positrónicos. - acostumbraba a decir para defender sus planteamientos - Se trata de unas órdenes rígidas y absolutas que el robot se ve obligado a obedecer en cualquier momento y bajo cualquier situación. No hay excepción alguna y el robot lo sabe, lo cual puede conducir en algunos casos a situaciones aberrantes en las que el robot se verá forzado a actuar de una forma que cualquier humano tacharía de incorrecta, pero que él tiene que seguir por culpa de la imposición de las Tres Leyes. Estas situaciones antinaturales suelen producir, además del perjuicio directo provocado por una incorrecta actuación del robot, daños que a menudo son irreparables en su delicado cerebro positrónico. Cuántos millones se pierden al cabo del año por culpa de esta absurda limitación es algo sumamente difícil de calcular, pero en todo caso resulta ser una suma muy elevada.
»Imaginemos - continuaba - la cantidad de trabajos útiles que un robot no puede realizar por la imposición de la Primera Ley. Por ejemplo, la cirugía. Un cirujano robot sería infinitamente más fiable que cualquier humano, pero no habría manera alguna de convencer a un robot para que infligiera la más mínima incisión a un paciente por más que supiera que ésta era necesaria para su posterior curación... Simplemente se negaría a hacerlo aunque se le insistiera en que de no hacerlo así el paciente fallecería. Tampoco podemos utilizarlos como simples médicos ni aun como auxiliares de los médicos ya que, ante la más mínima duda de que su diagnóstico pudiera estar equivocado, sus cerebros positrónicos quedarían completamente bloqueados.
»¿Y qué me dicen de su incompatibilidad con la policía? Ellos interpretan cualquier persecución policial como un posible daño a la persona perseguida, por lo que se han dado casos de robots que han obstaculizado detenciones de criminales creyendo erróneamente que los delincuentes corrían peligro de sufrir algún tipo de daño físico. Y si tropezaran con las víctimas de un accidente, en vez de optar por salvar primero a los heridos más graves como sería lo lógico, probablemente quedarían bloqueados sin poder actuar al pensar que salvando a determinadas personas estarían condenando a morir a otras; su cerebro quedaría probablemente destruido a causa de lo que sus circuitos interpretarían como una violación por omisión de la Primera Ley y, lo que es todavía peor, nadie sería salvado a causa de su irresolución.
- ¿Me está proponiendo que construyamos un robot privado de la Primera Ley? ¿Está usted loco? - fue la airada reacción de Alfred Lanning cuando Jiménez le expuso por vez primera la idea - ¿Acaso quiere usted que se hunda la compañía?
Aunque audaz en sus planteamientos Antonio Jiménez no pretendía llegar tan lejos; las leyes que regulaban la construcción y explotación de los robots eran lo suficientemente estrictas como para disuadir a cualquiera de infringirlas. Lo que sí quería era dar un paso adelante sobre la a su entender conservadora y anquilosada forma de entender las sacrosantas Tres Leyes de la robótica.
- Por supuesto que no. - respondió a su superior - Pero estimo que las Tres Leyes, y en especial la primera, podrían ser aplicadas de una manera flexible y no con la rigidez con que se hace ahora.
- Explíquese, joven. - a pesar de su aparente inflexibilidad Alfred Lanning no podía disimular completamente su interés por una idea que intuía importante.
- Es sencillo. - el ingeniero comenzaba a paladear su éxito - Hasta ahora, vuelvo a insistir, las Tres Leyes habían sido inculcadas en los cerebros positrónicos de los robots de una forma completamente rígida. Cierto es que en algunos modelos especiales se modificaron los potenciales relativos de cada una de las Tres Leyes reforzando alguna de ellas en detrimento de las restantes, como ocurrió con los de la serie Néstor utilizados en la base Híper; pero en todos los casos el potencial de cada una de las Tres Leyes continuaba siendo fijo aunque estuviera modificado. Yo, por el contrario, propongo que se les aplique un potencial de rango variable que permita a los robots elegir entre dos decisiones distintas de forma similar a como lo haría un humano, optando por aquélla que consideraran la mejor o, en su caso, la menos perniciosa, sin condicionantes de ningún tipo y sin sufrir el menor daño físico en su cerebro.
A Lanning, en principio, no le pareció mala la idea y, probablemente, hubiera dado su aprobación de no mediar un importante inconveniente: El recelo con que la población del planeta miraba a los robots, recelo que se transmitía automáticamente a las autoridades de las que dependían. El resultado de todo ello era una normativa legal sumamente restrictiva que controlaba estrechamente la actividad de U.S. Robots velando por que no se vulnerara ninguno de los mecanismos de control impuestos por la humanidad a unos seres, los robots, por los cuales sentía un profundo recelo cuando no una no disimulada hostilidad.
Por ello, y por su propia supervivencia incluso, la todopoderosa U.S. Robots se veía obligada a practicar una política totalmente conservadora en lo que a investigación y desarrollo de sus nuevos robots se refería. Bastantes problemas tenía ya con los pegajosos supervisores gubernamentales como para buscarse más; porque si una mínima modificación del potencial de la Primera Ley precisaba un peregrinaje por incontables despachos oficiales, ¿qué iban a pensar esos burócratas timoratos de un robot que pudiera discernir libremente acerca de la magnitud del daño a causar? Opinarían, sin duda alguna, que se trataba de algo potencialmente peligroso y que más valía que los robots siguieran teniendo terminantemente prohibido causar el menor daño activa o pasivamente a un ser humano, por más que esto les impidiera asimismo evitar un mal mayor.
Alfred Lanning era, por razones de su cargo, cauto y conservador. Por esta razón Jiménez nunca habría conseguido su objetivo de no haberse encontrado con un aliado de excepción: la robopsicólogo Susan Calvin, a la cual consiguió no sólo convencer sino también entusiasmar. A Susan Calvin no le interesaba en absoluto la construcción de un robot cirujano o un robot policía, ya que ni ella era ingeniero ni le preocupaban las consecuencias prácticas de un nuevo y revolucionario modelo. Pero lo que sí le fascinaba era la posibilidad de estudiar una nueva mente robótica infinitamente más flexible que las existentes hasta entonces, por lo que se volcó con todas sus fuerzas en apoyo del proyecto de Antonio Jiménez.
Y ocurrió el milagro. Lo que un oscuro técnico recién incorporado a la compañía no pudo lograr, lo consiguió la respetada y temida robopsicólogo jefe. Pero no fue fácil; a diferencia de Susan Calvin, a Alfred Lanning sí le preocupaban las cuestiones técnicas y las consecuencias legales del proyecto, por lo que temía con razón que la audacia del mismo acabara acarreando consecuencias negativas para U.S. Robots. Al fin, y tras un largo forcejeo, Susan Calvin y Antonio Jiménez acabaron saliéndose con la suya con una única e inexcusable condición; Que el gobierno terrestre aprobara sin reservas de ningún tipo el todavía no bautizado proyecto.
Para ello se procedió a maquillarlo convenientemente camuflando el libre albedrío parcial con que se dotaría a los nuevos robots dentro de un farragoso memorial con el que se intentaría convencer a los rígidos burócratas de los grandes beneficios que podrían obtenerse de un robot cirujano. Evidentemente, tanto Calvin como Jiménez tenían en mente algo mucho más ambicioso que un simple robot capaz de clavar un bisturí en el cuerpo de un paciente sin que se le achicharrara en unos segundos el cerebro positrónico; pero como cabe suponer, esto se lo callaron. Lanning también lo sabía o, cuanto menos, lo sospechaba, pero también calló discretamente; a pesar de su curtido pragmatismo, todavía quedaba algo de poesía en el fondo de su alma.
Fue una sorpresa para todos, y en especial para Lanning: Cuando en realidad nadie lo esperaba, alguien de muy arriba dio el visto bueno al proyecto; alguien al que probablemente le habría costado el puesto el posterior incidente. Pero eso entonces nadie lo podía prever, ni mucho menos Susan Calvin o Antonio Jiménez.
Éstos, por el contrario, celebraron su triunfo de la única manera que sabían: Poniéndose a trabajar de inmediato. Contando con todas las bendiciones de Alfred Lanning, que era como decir de U.S. Robots, no les costó ningún esfuerzo reclutar un nutrido grupo de colaboradores, todos ellos pertenecientes a la plantilla de la compañía, para encerrarse con ellos en un moderno laboratorio y abordar los primeros pasos de su ambicioso proyecto.
Éste, por cierto, pronto recibió un nombre propio. De acuerdo con la críptica nomenclatura utilizada por U.S. Robots para nombrar a sus prototipos, al proyecto de Jiménez le correspondían las siglas HLT, que pronto algún gracioso convertiría en Hamlet. Puesto que la figura del atormentado príncipe escandinavo inmortalizado por Shakespeare cuadraba ciertamente con el espíritu real del proyecto, el nombre sería rápidamente adoptado como denominación, si no oficial sí cuanto menos oficiosa, de los nuevos prototipos de robots que habrían de surgir de allí pocos meses después... Robots que, tal como se esperaba, disfrutarían de una especie de libre albedrío a la hora de aplicar las Tres Leyes de la Robótica a sus pautas de comportamiento.
Apenas habían pasado seis meses desde el inicio de los trabajos cuando Hamlet-1, primer prototipo de la nueva serie, se convertía en una realidad, algo realmente insólito en los anales de U.S. Robots a causa de su brevedad. Antonio Jiménez se había revelado como un excelente ingeniero provisto además de toda una serie de ideas revolucionarias, coincidencia ésta que no acostumbraba a ser demasiado frecuente. Por si fuera poco el resto del equipo había mostrado estar asimismo a la misma altura que su jefe, todo lo cual les había conducido hasta el éxito más rotundo en un plazo de tiempo increíblemente corto.
Cuando el cerebro positrónico de Hamlet-1 fue conectado por vez primera, el ambiente en el laboratorio era de extrema expectación a la vez que de contenida alegría. Por primera vez se hallaba presente Susan Calvin la cual, al no pertenecer al equipo técnico, había preferido no interferir con su trabajo mientras había durado éste. Pero ahora que Jiménez había terminado con su labor era cuando comenzaba la de Susan Calvin la cual, en su condición de robopsicólogo, sería la responsable del estudio del comportamiento del robots durante las primeras etapas de su vida.
Para alguien ajeno a U.S. Robots y a la robótica en general poco es lo que podría apreciar como excepcional, entendiendo como tal todo aquello de las pautas de conducta de Hamlet-1 que se desviara de lo que cabría esperar en un robot convencional; porque no sólo en nada se diferenciaba el cuerpo del prototipo del de cualquier robot corriente, sino que sus reacciones psicológicas propias y características de su revolucionario cerebro positrónico sólo podrían ser estudiadas gracias a toda una serie de sutiles y minuciosos estudios que ya habían sido preparados por Susan Calvin.
- No se esperen nada espectacular. - solía repetir una y otra vez a sus colegas - En circunstancias normales en nada se va a diferenciar Hamlet-1, en lo que a la forma de comportarse se refiere, de cualquier otro robot convencional, ya que sigue teniendo implantadas las Tres Leyes con su preciso orden de prioridad; y aunque sea capaz de ponderarlas, jamás podría ignorarlas ni desobedecer a una cualquiera de ellas por imposición de otra de rango inferior. La flexibilidad de su nuevo cerebro sólo podrá apreciarse sometiéndolo a situaciones excepcionales y por supuesto muy forzadas, precisamente aquéllas en las que un robot convencional se vería bloqueado, cuando no destruido, por la rigidez de las Tres Leyes que lleva implantadas en su cerebro positrónico.
Como casi siempre, tenía razón. Hamlet-1 se mostró, ya desde el principio de su existencia, como un robot en todo similar a sus congéneres... O al menos eso les parecía a todos excepto, claro está, a la propia Susan Calvin, la cual se mostraba completamente entusiasmada con su trabajo.
- Hamlet - decía, omitiendo siempre el ordinal - es maravilloso. Su mente es infinitamente más flexible, más humana que la de cualquier otro robot construido hasta ahora. Es increíble que nunca antes nadie se hubiera planteado una formulación de las Tres Leyes como la suya.
Claro está que todas estas apreciaciones eran producto exclusivo de las largas conversaciones mantenidas entre la robopsicólogo y el robot, puesto que la relación de este último con el resto de los miembros del equipo estaba limitada al mínimo imprescindible y, por ello, no podía ser más convencional.
Poco a poco Susan Calvin fue apretándole las clavijas, como decía jocosamente Antonio Jiménez. Evidentemente no podían someter al robot a experiencias reales pero sí lo hicieron a simulaciones cuidadosamente diseñadas, todas las cuales fueron resueltas con toda brillantez por Hamlet-1 a pesar de que en la misma situación cualquier otro robot se hubiera visto, cuanto menos, seriamente perturbado.
Todo se desarrollaba, pues, con el mayor de los éxitos cuando ocurrió la catástrofe. Una mañana, cuando Susan Calvin abrió la puerta del pequeño cuarto en el que se recluía al robot todas las noches, se encontró con un macabro espectáculo: Albert Schwartz, uno de los ingenieros adscritos al proyecto, yacía en mitad de un gran charco de sangre con la cabeza abierta en dos como si fuera una calabaza madura. A escasa distancia de él se encontraba el cuerpo inmóvil de Hamlet-1 con el puño derecho ensangrentado y el cerebro positrónico irreversiblemente destruido.
La reconstrucción de los hechos resultó sencilla: Albert Schwartz, provisto de una copia clandestina de la llave de la habitación, había penetrado en ésta con intenciones desconocidas pero en todo caso sospechosas, puesto que estaba terminantemente prohibido hacerlo a cualquiera que no fuera la propia Susan Calvin. Cómo había conseguido una copia de la llave que sólo poseía la robopsicólogo y qué había pretendido hacerle al robot eran preguntas cuyas respuestas se había llevado Schwartz a su tumba.
Fuese lo que fuese, lo cierto era que Hamlet-1 había reaccionado de la forma más violenta posible hundiéndole el cráneo de un certero puñetazo para, a continuación, ser él mismo víctima de su flagrante violación de la Primera Ley.
El revuelo organizado a raíz del macabro descubrimiento fue, como cabe suponer, mayúsculo. Jamás en los anales de U.S. Robots, que era como decir la historia de la robótica, un robot había cometido deliberadamente un homicidio; tratándose además de un modelo experimental en el que las Tres Leyes habían sido modificadas, la cuestión se agravaba todavía más.
Habiendo un cadáver por medio las posibilidades de ocultar el incidente eran evidentemente nulas; así lo entendió Alfred Lanning que, sintiendo cómo una pesada losa estaba a punto de caer sobre su cabeza, hizo de tripas corazón asumiendo la pesada responsabilidad de informar a las autoridades federales... Con los desagradables resultados que habían esperado o, por hablar con mayor precisión, temido.

III

- ¿Cómo lo ve usted? - la conversación entre Susan Calvin y Alfred Lanning tenía lugar en el despacho de este último apenas media hora después de la partida del inspector gubernamental.
- ¿Cómo quiere que lo vea? - refunfuñó ésta visiblemente irritada - Completamente negro. O mucho me equivoco, o el proyecto Hamlet es ya historia... Y todo por culpa del imbécil de Schwartz.
- No sea usted tan dura. - le recriminó Lanning - Si Schwartz no hubiera sido la víctima, podría haberlo sido cualquier otro... Quizá usted misma, que era la que pasaba más tiempo con el robot.
- Hamlet era completamente inofensivo. - se defendió Susan Calvin - Algo muy grave debió de hacerle ese maldito ingeniero para que reaccionara como reaccionó... ¿Sabía usted que ese Schwartz no era trigo limpio? ¿Que robó una llave y entró ilegalmente en el cuarto donde guardábamos a Hamlet? ¿Acaso piensa que fue allí para saludarlo?
- Tiene usted razón. Schwartz no era de fiar, y yo soy el primero en lamentar que permitiéramos su participación en el proyecto. Pero los hechos son como son y no podemos ignorarlos, por lo que tenemos que ceñirnos a ellos. Y la realidad es ésta: Tenemos un robot que ha matado a una persona, hecho éste que está taxativamente prohibido por la Primera Ley aun en los casos en los que corra peligro la propia integridad física del robot.
- ¿Qué insinúa? - preguntó desconfiadamente Susan Calvin.
- Nada. Simplemente intento ponerme en la piel del inspector. Supongamos que Schwartz pretendía dañar al robot, quizá incluso destruirlo; éste, al sentirse en peligro, experimentó un gran incremento en el potencial de la Tercera Ley, tanto que por unos instantes éste rebasó a los de la Segunda y la Primera... Apenas unas décimas de segundo, pero lo suficiente no obstante para que el robot, enajenado mentalmente, reaccionara golpeando a su agresor. Inmediatamente después descubriría con horror que había violado la Primera Ley en su grado máximo, por lo que su cerebro positrónico no pudo soportar la tensión y quedó destruido.
- Imposible. - la voz de la robopsicólogo jefe de U.S. Robots era fría y cortante como un cuchillo - Por mucho que se reforzara el potencial de la Tercera Ley al sentirse Hamlet en peligro, jamás habría alcanzado un nivel superior al de la Segunda y, mucho menos, al de la Primera. Su argumento no tiene ni pies ni cabeza. 
- Está bien. - gruñó Lanning, molesto por la falta de tacto de su interlocutora - No es a mí a quien tiene que convencer, sino a los leguleyos del gobierno. Así pues, más vale que vaya pensando en una buena excusa.
- ¿Qué quiere que haga? - respondió ésta todavía más irritada - Yo soy robopsicólogo, y no tengo robot alguno que poder estudiar. Ni tan siquiera cuento con el segundo cerebro positrónico, ya que éste ha sido incautado por el gobierno.
- Apáñeselas como pueda, pero haga algo por evitar que este maldito asunto nos hunda a todos nosotros. Tengo a todos los ingenieros del proyecto revisando las ecuaciones de diseño del cerebro del prototipo en busca de un posible error... Probablemente esto no servirá de nada, pero al menos los mantiene ocupados. En cuanto a usted, quizá sería conveniente que revisara todas sus notas acerca de las pautas de conducta del robot con anterioridad al... ¡hum! accidente. ¿Tiene usted grabadas las conversaciones que mantuvo con él?
- Por supuesto. - si había algo que molestara especialmente a Susan Calvin, y le molestaban muchas cosas, era que alguien se atreviera a dudar de su trabajo.
- Bien, pues ya sabe por dónde empezar. Avíseme en el momento en que descubra algo que pueda parecerle interesante.
Susan Calvin estaba de un humor de perros. De sobra sabía, sin necesidad alguna de revisar sus notas o sus grabaciones, que nada en el comportamiento de Hamlet-1 habría podido predecir su comportamiento posterior... La Primera Ley estaba tan implantada en su cerebro positrónico como lo pudiera estar en cualquier otro robot convencional, y jamás el potencial de cualquiera de las otras dos Leyes, por muy reforzado que estuviera, habría podido anularla. Pero por otro lado Lanning también tenía razón: El robot había matado a una persona, y esto era tan insólito que le resultaba imposible imaginar cualquier tipo de explicación racional.
La robopsicólogo intuía que la clave de todo ello estaba en el sospechoso comportamiento de Schwartz justo antes del accidente, pero como éste estaba muerto nada podía aclararle acerca de los motivos que le hubieran podido mover a hacerlo. Se trataba sin duda de un buen embrollo, y lo peor de todo era que Susan Calvin se sentía incapaz de desenmarañarlo; ella era robopsicólogo pero no psicólogo y mucho menos detective; aún más, su misantropía innata, la misma que le había impelido a volcarse en el mundo de los robots como medio de evadirse de la para ella hostil sociedad humana, le provocaba una invencible repulsión hacia el problema que virtualmente le dejaba sin posibilidades de reacción frente al mismo.
Por otro lado, su irritación corría pareja con su tendencia a la inhibición, ya que para ella suponía un enorme mazazo que el desarrollo de una mente robótica tan revolucionaria como la del proyecto Hamlet se viera truncado por la aparente disfunción de su primer y hasta entonces único prototipo... No, Susan Calvin no podía permitir que tan magnífica idea se fuera al garete por culpa de unos estúpidos burócratas imbuidos por un ridículo complejo de Frankenstein; no lo permitiría, y estaba dispuesta a luchar con todas sus fuerzas por impedirlo. Pero, ¿cómo hacerlo?
Algo en su interior le decía que la clave de todo estaba en la figura del fallecido Schwartz. Aunque su relación con él había sido muy superficial, Susan Calvin no ignoraba que este ingeniero no había sido precisamente popular entre sus compañeros, por decirlo de una manera suave. En realidad Schwartz, incorporado tardíamente al equipo y sin una misión definida, se había limitado a brujulear de un lado a otro entorpeciendo a todos e irritando a la mayoría. Por si fuera poco su carácter arisco tampoco había ayudado demasiado a su convivencia con el resto del grupo; y si decir que era odiado quizá resultara excesivo, lo cierto era que se hubiera visto con alivio, si no con agrado, su marcha.
Su único valedor había sido el propio Antonio Jiménez, que era quien acostumbraba a aplacar a sus irritados compañeros cada vez que éstos le expresaban sus quejas por alguno de los frecuentes incidentes provocados por Schwartz. Sin embargo, y a pesar de que Jiménez le defendía a capa y espada, no por ello mantenían buenas relaciones entre ambos, ya que la repulsa mutua era más que evidente y en nada difería de la que pudiera existir entre Schwartz y cualquier otro integrante del grupo.
La razón que pudiera justificar esta extraña relación entre los dos ingenieros era algo que a Susan Calvin se le escapaba por completo, pero de lo que sí estaba segura era de que, desaparecido el eslabón inicial, el que continuaba la cadena era precisamente el ingeniero jefe. Y aunque ni Susan Calvin era psicólogo ni jamás había pretendido serlo, los descartes previos le obligaron a mantener una entrevista con el propio Antonio Jiménez.
Esto no resultaría fácil ya que Jiménez era víctima de una seria depresión nerviosa; pero Susan Calvin necesitaba hablar urgentemente con él, y pocas cosas había en el mundo capaces de detenerla cuando se lo proponía. Por ello, y tras mantener una agria disputa con los médicos que cuidaban de él, la robopsicólogo consiguió entrevistarse finalmente con el ingeniero.

IV

Antonio Jiménez era la imagen viva del fracaso, y hasta un espíritu tan curtido como era el de Susan Calvin no pudo evitar un sentimiento de conmiseración hacia el mismo.
- Señor Jiménez, yo quería decirle que siento enormemente lo ocurrido. - consiguió articular al fin.
- ¡Ah, doctora Calvin! Todo está perdido sin remedio. - suspiró tristemente el ingeniero.
- Bueno, algo podremos hacer todavía; los resultados que hemos obtenido son demasiado importantes como para tirarlo todo por la borda.
- Seamos realistas; el proyecto Hamlet está acabado. Si se produjera un milagro y el gobierno no lo prohibiera, sería la propia U.S. Robots quien lo haría, ya que no creo que desee arriesgarse a verse involucrada en un nuevo escándalo.
- Sí, tiene usted razón al decir que el futuro no se nos presenta precisamente halagüeño; por ello, es fundamental que consigamos desentrañar la razón por la que Hamlet mató a Schwartz. Sólo así podremos demostrar que, pese a las apariencias, el robot no pudo violar la Primera Ley.
- ¿Y cómo quiere usted que lo hagamos? - gimió Jiménez - Schwartz está muerto y el robot destruido, y se nos ha prohibido terminantemente construir ningún otro.
- Pese a ello, algo podríamos hacer. Es evidente que Schwartz planeaba algún tipo de sabotaje cuando tuvo lugar el accidente, por lo que resultaría sumamente interesante averiguar todos los datos posibles acerca de su vida.
- ¡Pero está muerto! - insistió el ingeniero mientras una chispa de alarma asomaba en sus ojos.
- Sí, eso ya lo sé, pero supongo que alguien podría aportarnos algún dato de interés acerca de él.
- Esto va a ser difícil; - balbuceó Jiménez, ahora visiblemente alarmado - Schwartz se incorporó al equipo cuando éste ya estaba formado, y su carácter era demasiado hosco como para que pudiera tener amigos. Nadie del grupo le quería, y apenas si se relacionaba con ellos.
- Sin embargo, tengo entendido que usted era su valedor. - Susan Calvin comenzaba a disparar su artillería - ¿Acaso su relación con él sí era digna de mención? ¿Tuve usted algo que ver en su incorporación al Proyecto Hamlet? - esta última pregunta era un tiro a ciegas, pero surtió su efecto.
- Yo... - a Jiménez le costaba visibles esfuerzos hablar - Yo no tengo por qué responder a estas preguntas. Usted no es policía.
- Tiene usted razón en ambas cosas. - ahora que había cazado a la presa, Susan Calvin se podía permitir el lujo de recurrir a sus escasas dotes diplomáticas - Y no pretendo en modo alguno insistir en contra de su voluntad. Pero lo que sí quisiera recordarle es que ambos estamos en el mismo barco, y que si nos hundimos nos hundiremos juntos. Por el contrario, si confiamos el uno en el otro y nos ayudamos mutuamente, quizá logremos desenmarañar la madeja. Además, le puedo asegurar que guardaré una discreción absoluta de todo lo que aquí se hable.
- Está bien. - suspiró el ingeniero - De todas formas tarde o temprano se tendría que saber, y de cualquier modo mi carrera está terminada ya. Sí. - continuó, interrumpiendo a su interlocutora - Para mi desgracia yo conocía a Schwartz y me vi obligado primero a incluirlo en el proyecto, y posteriormente a defenderlo de las justas iras de sus compañeros, debido al chantaje al que me tenía sometido... ¡Pero le juro que yo no lo maté, ni ordené a Hamlet que lo hiciera!
- Eso es evidente, puesto que fue Schwartz quien buscó al robot, y no al contrario. - comentó Susan Calvin con displicencia - Pero continúe, si es que quiere hacerlo.
- Es una larga historia. - prosiguió Jiménez mordiendo el anzuelo - Todo empezó cuando estábamos en el último curso de la universidad. Schwartz y yo éramos compañeros de cuarto en la residencia y, aunque no llegábamos a ser amigos debido a su mal carácter, sí manteníamos cierta relación. Una noche fuimos a una fiesta que se celebraba en una localidad cercana, y allí acabamos emborrachándonos completamente. Cuando quisimos volver, descubrimos que había un buen trecho hasta nuestra residencia, era invierno y llovía intensamente. Como no teníamos coche ya que nos había traído un amigo, Schwartz propuso que tomáramos uno prestado (así lo dijo él) y lo usáramos para llegar a casa. Yo, estúpidamente, estuve de acuerdo.
»No nos resultó demasiado difícil coger uno que su dueño se había dejado con las llaves puestas. ¿Ha conducido alguna vez borracha? ¿No? - se respondió él mismo al ver la mueca de desagrado que había aflorado en el normalmente hierático rostro de la mujer - No lo intente; le aseguro que es una experiencia espantosa.
»A la salida de una curva un policía intentó detenernos. No pude esquivarlo y lo atropellé; cuando descendimos del coche pudimos comprobar que lo habíamos matado. El impacto de la situación hizo que las brumas que velaban nuestras mentes desaparecieran como por ensalmo. Yo quería que nos entregáramos a la policía, pero Schwartz no estuvo de acuerdo y, una vez más, accedí dócilmente a sus deseos. Incendiamos el coche y lo despeñamos por el vecino barranco en un intento de destruir posibles pruebas, y a continuación seguimos a pie hasta nuestro destino.
»Habíamos tenido suerte. Nadie nos vio ni coger el coche ni tampoco atropellar al policía ya que la carretera estaba completamente desierta, y nuestros amigos estaban tan borrachos que no recordaban cuando nos fuimos ni como lo habíamos hecho. Hubo una investigación policial, por supuesto, pero la falta de pruebas hizo que el caso fuera finalmente archivado sin que se inculpara a nadie, atribuyendo la policía el atropello a alguno de los numerosos delincuentes de poco monta que pululaban por esos parajes.
»Tan sólo Schwartz y yo sabíamos lo ocurrido, pero hicimos un pacto de silencio: Ninguno de los dos podría denunciar al contrario sin incriminarse a sí mismo, por lo que ambos lo respetamos por la cuenta que nos traía.
- Empiezo a comprender. - le interrumpió Susan Calvin - Continúe.
- Terminados los estudios, nuestras vidas se separaron. Yo ingresé en U.S. Robots mientras Schwartz, víctima de su mal carácter y de su escaso sentido de la responsabilidad, iba dando tumbos de un lado para otro sin parar el suficiente tiempo en ninguno. Sospecho, incluso, que debió de frecuentar compañías poco recomendables, pero carezco de pruebas que puedan demostrar esto último. Así, mientras yo consolidaba mi carrera profesional, él se hundía cada vez más en el fango hasta convertirse en un fracasado.
»Pasaron los años y me embarqué en el proyecto Hamlet. Ignoro cómo pudo ser, pero lo cierto es que él se enteró y vino a buscarme. Tras recordarme cínicamente nuestra antigua amistad, manifestó su sorpresa por lo bien que me había tratado la vida en contraposición a su azarosa existencia, para acabar pidiéndome finalmente que le incluyera en el proyecto.
»Intenté decirle que no de la manera más diplomática posible, pero al ver mi postura se quitó definitivamente la careta sometiéndome a un chantaje que yo no podía eludir: O le aceptaba como un miembro más del equipo, o daba a conocer lo que ocurrió aquella maldita noche de invierno. Él no tenía demasiado que perder, me dijo, por lo que en el caso de que los dos fuéramos detenidos sería yo con diferencia el más perjudicado. Además era yo, y no él, quien conducía en ese momento, por lo que mi pena habría de ser presumiblemente mayor que la suya.
»Me asusté mucho, lo confieso, y una vez más me rendí a sus dictados. Le prometí hacer todo lo que pudiera por que fuera admitido, y él me volvió a exigir su incorporación al proyecto como única alternativa a la denuncia. Ignoro si hubiera sido capaz de hacerlo, pero entonces lo creí así y por lo tanto obré en consecuencia.
- Y consiguió que finalmente fuera aceptado.
- Así fue, pero me costó un esfuerzo ímprobo ya que U.S. Robots no acostumbra a contratar personas ajenas a la empresa; pero recurriendo a toda mi recién adquirida influencia, y presionando a varios amigos que me debían favores, finalmente logré que Schwartz fuera contratado. El resto, ya lo sabe usted.
- Lo que vino a continuación sí, pero el final todavía no. - matizó ella - ¿Por qué cree usted que Schwartz intentó sabotear el prototipo?
- No puedo afirmar nada con total seguridad, pero sí tengo ciertas sospechas. - reflexionó el ingeniero - Un par de días antes de su muerte, Schwartz vino de nuevo a mí. Aunque en un principio se había conformado simplemente con formar parte del equipo, conforme pasaba el tiempo y el proyecto Hamlet se hacía realidad se fue volviendo cada vez más arrogante y ambicioso.
»"Jiménez - me dijo - el proyecto ha sido un éxito, y no es justo que seas tú el único que se lleva todos los honores". Su cinismo era aplastante. Así pues, me exigió que le presentara como codirector del proyecto en igualdad de condiciones conmigo, amenazándome una vez más con denunciarme si no lo hacía. Afortunadamente, por una vez supe sobreponerme y hacerle frente.
»"Denúnciame si quieres. - le respondí - Pero tú caerás conmigo, y ahora tienes tanto que perder como yo".
- ¿Qué respondió? - Susan Calvin comenzaba a mostrarse claramente interesada.
- ¡Oh!, en un principio se quedó parado, pero el muy desgraciado tenía todas las tablas que a mí me faltan. Sonrió cínicamente y me dijo que contaba con otro plan mejor para conseguir que se realizaran sus planes. Dijo que estaba en su mano conseguir que yo fuera expulsado del proyecto para, a continuación, ocupar él mi puesto: "No irás a la cárcel, - me dijo - pero hundiré tu carrera". A continuación volvió a pedirme, según él por última vez, que aceptara sus exigencias. Como me negué de nuevo, se marchó dado un portazo. No volví a verle hasta el día en el que apareció muerto.
- ¿No le dijo en qué consistía su plan?
- Evidentemente no, aunque supongo que se trataría de algún tipo de sabotaje del prototipo. ¡Qué sé yo! Quizá provocándole un funcionamiento defectuoso, destruyéndolo incluso...
- Puede que usted no ande descaminado, pero yo me inclino a pensar que se debería de tratar de algo más sofisticado; un robopsicólogo experto es perfectamente capaz de hacer, sin más herramienta que su propia voz, que un robot se empiece a comportar de una manera anómala y aberrante, sin que nadie excepto él pueda ser capaz de devolverlo a su estado inicial.
- Pero Schwartz no era robopsicólogo...
- Ya lo sé; era ingeniero. Pero esto no impide que pudiera tener ciertos conocimientos de robopsicología; no demasiado profundos, por supuesto, puesto que fracasó completamente en su intento... Lo cual es una verdadera lástima, puesto que nos ha privado de poder contar con el cerebro de Hamlet-1.
- O en su defecto, con el del futuro Hamlet- 2; - remachó el ingeniero - pero este último nos ha sido requisado... Claro está que ya no sería el mismo, ya que el Principio de Incertidumbre impide que dos cerebros positrónicos puedan ser exactamente iguales a nivel atómico.
- Pero las pautas básicas de su funcionamiento, que es lo que en realidad nos importa, sí serían similares. - respondió Susan Calvin, más para si misma que para su interlocutor - El problema no estaría aquí, sino en el hecho de que ignoramos qué le pudo decir Schwartz al pobre robot. No obstante, si yo contara con un cerebro positrónico idéntico, quizá podría hacer algunos estudios al respecto; pero de sobra sabemos que no lo tenemos, y que se nos ha prohibido además construir uno nuevo. Y con la complicidad de Lanning no podemos contar: Nos desollaría vivos antes que permitir que burláramos la prohibición del gobierno.
- Bueno, si usted dice que esto podría servir para resolver el caso, quizá yo pudiera hacer algo...
- ¿Cómo dice? - la sorpresa de Susan Calvin era auténtica - ¿Acaso ha logrado escamotear a esas víboras un cerebro positrónico completo? ¡Dígame que sí!
- Sí y no. - era evidente que Jiménez no deseaba precipitarse - Fuimos completamente sinceros cuando dijimos al inspector que únicamente teníamos un segundo cerebro terminado, pero...
- ¿Pero qué? - ver a la gélida robopsicólogo jefe de U.S. Robots tan excitada como lo estaba ahora era realmente algo excepcional.
- Bien, en todo proceso de fabricación siempre se produce algún elemento defectuoso, máxime si se trata de algo tan delicado como es un cerebro positrónico. Esto es justo lo que nos ocurrió con el primero que construimos, el cual resultó dañado de forma que no servía para nada... Era pura chatarra y su destino inmediato hubiera sido el crisol, pero primero por la excitación que produjo el éxito de Hamlet-1, en realidad el segundo, y luego por el problema del homicidio, lo cierto es que este cerebro desechado quedó arrinconado en el laboratorio sin que nadie se preocupara por él. De hecho, ni tan siquiera yo me acordaba de su existencia cuando mantuvimos la entrevista con el inspector.
- Y ese cerebro, ¿podría ser conectado?
- Como se hace normalmente, es decir, incorporándolo a un cuerpo de robot, rotundamente no ya que los circuitos periféricos que sirven de enlace entre el núcleo racional del mismo y los distintos sistemas sensoriales del cuerpo quedaron dañados irreversiblemente. Pero la parte central del mismo, la que es responsable del pensamiento del robot, estaba aparentemente intacta; claro está que nos hubiera servido de bien poco que el cerebro propiamente dicho pudiera funcionar perfectamente si no podíamos ensamblarlo en un cuerpo. Por esta razón, decidimos desecharlo.
- Yo no necesito un robot completo. - gruñó Susan Calvin - Me basta con un cerebro que sea capaz de pensar y que pueda comunicarse conmigo. ¿Es eso posible?
- La verdad es que no lo hemos intentado nunca, pero ahora que lo pienso quizá... Supongo que podríamos conectarlo a la terminal de un sistema informático. La comunicación sería exclusivamente por consola dado que los circuitos de reconocimiento de voz quedaron también dañados, pero creo que... Sí, merecería la pena intentarlo. - concluyó con entusiasmo.
- Inténtelo. - Susan Calvin volvía a exhibir su tradicional hermetismo - Y avíseme en cuanto haya terminado.
Minutos después el equipo médico se sorprendía de cómo Antonio Jiménez había superado al parecer su depresión poniéndose a trabajar como un poseso; pero por mucho que les intrigara, nunca conseguirían llegar a saber de qué manera lo había logrado.

V

Susan Calvin se encontraba sentada frente a una consola de ordenador que en nada se diferenciaba de cualquier otro terminal informático de los muchos existentes en el laboratorio... Porque realmente era uno de ellos. Lo que nadie, salvo Antonio Jiménez y ella misma, sabía era que ese terminal restaba asimismo conectado a algo muy particular, el dañado cerebro positrónico de Hamlet-0.
Antonio Jiménez había realizado un excelente trabajo teniendo en cuenta las dificultades de su labor y lo clandestino de la misma; pero al fin la había terminado y Susan Calvin podría ponerse en comunicación, por vez primera en su larga vida profesional, con un robot ciego, mudo y sordo pero no por ello privado de su capacidad de raciocinio. La experiencia era para ella tan apasionante que se sentía entusiasmada como una colegiala.
Las limitaciones de comunicación con el cerebro positrónico eran tan severas que tan sólo podría hacerlo a través del teclado y del monitor, es decir, igual que en la prehistoria de la informática... Pero para Susan Calvin esto era suficiente, por lo que recurriendo al sencillo lenguaje diseñado por Jiménez inició su diálogo con el mutilado robot.
- Hola, Hamlet. - tecleó con torpeza - Soy la doctora Susan Calvin. ¿Qué tal te encuentras?
Silencio. El cerebro positrónico tenía probablemente dificultades para mantener abierta la precaria comunicación.
- BUENOS DÍAS, DOCTORA CALVIN. ESTOY ENCANTADO DE PODER HABLAR CON USTED. - fue la respuesta del robot.
- ¿Cómo te sientes? - insistió ella.
- NO DEMASIADO BIEN. NO VEO, NO OIGO, NO SIENTO, NO PUEDO GOBERNAR MI CUERPO, ME NOTO MUY EXTRAÑO.
Al contrario que un niño recién nacido, cuya mente era una pizarra en blanco, los cerebros positrónicos de los robots llevaban grabada toda la información necesaria para que pudieran desenvolverse sin problemas de ningún tipo ya desde el mismo momento de su activación. Y aunque los robots eran perfectamente capaces de aprender, y de hecho aprendían, el importante bagaje con el que iniciaban su existencia les permitía evitar las penosas etapas de adiestramiento que colapsaban los primeros años de vida de cualquier ser humano. Por esta razón no era de extrañar la perplejidad de un robot que se sentía incapaz de encuadrar sus conocimientos en un mundo exterior del que se encontraba totalmente aislado a excepción de la frágil conexión con la consola que manejaba Susan Calvin.
- Lo siento, Hamlet, pero existen ciertos problemas en tus circuitos periféricos que impiden mejorar tu interacción con el mundo exterior.
Nueva pausa, esta vez más prolongada.
- COMPRENDO. SOY LO QUE LOS HUMANOS LLAMARÍAN UN INVÁLIDO.
Susan Calvin se mordió los labios. Quizá no hubiera sido una buena idea activar este cerebro dañado; no podía evitar el pensar que quizá el robot sufriera al ver su discapacidad, y esto le parecía cruel. Pero ésta era su única oportunidad para resolver el problema, se dijo intentando autoconvencerse de que se trataba de un mal inevitable.
- Lo lamento, y celebro que lo entiendas. - Susan Calvin se sentía como una malhechora - Porque tú y yo tenemos bastante de qué hablar.
Fueron muchas las horas que pasó la robopsicólogo dialogando con el robot, tarea ésta necesaria puesto que deseaba repetir todas las pruebas realizadas con anterioridad a Hamlet-1 antes de seguir adelante con su investigación. Ello se debía a que consideraba imprescindible poder constatar que las reacciones de ambos eran idénticas como única manera de poder extrapolar los resultados obtenidos con el cerebro dañado a las posibles pautas de comportamiento del robot asesino.
Terminada esta primera etapa Susan Calvin pudo mostrarse satisfecha de los resultados: A excepción de algunas ligeras desviaciones sin importancia, Hamlet-0 había reaccionado significativamente igual que su malogrado hermano, lo cual le permitía poder seguir adelante con el experimento.
Comenzaba, pues, la verdadera prueba.
- Hamlet, te voy a hacer unas preguntas muy importantes. - tecleó - De tus respuestas depende el futuro de muchas personas.
- ENTIENDO, DOCTORA. DÍGAME QUÉ DESEA SABER.
- Antes de nada deseo hacerte una advertencia. A pesar de que las Tres Leyes que tienes implantadas en el cerebro son más flexibles que las de cualquier otro robot existente en estos momentos, quizá alguna de mis preguntas te pueda hacer entrar en conflicto con ellas. ¿Sabes cuáles podrían ser las consecuencias?
- POR SUPUESTO, DOCTORA. MI CEREBRO SUFRIRÍA DISFUNCIONES O INCLUSO PODRÍA RESULTAR DAÑADO.
- Exacto. Eso es lo que le sucedió a tu pobre hermano, - Susan Calvin había informado previamente al robot del incidente - y es lo que no quiero que te ocurra a ti. Ten muy en cuenta que, debido a tus limitaciones - había pensado decir "desgracia", pero se contuvo - careces por completo de la posibilidad de llevar a cabo tus decisiones. Tan sólo puedes pensar y comunicarme a mí tus pensamientos; por esta razón, nada de lo que digas podrá jamás causar el menor daño a nadie. Por lo tanto, no tiene por qué surgir el menor conflicto en tu cerebro, ni tienes por qué bloquearte por mucho que en un momento dado vinieras a tropezar con cualquiera de las Tres Leyes. Eres completamente libre, pues, de pensar y decir cualquier cosa que quieras. ¿Lo entiendes?
- PERFECTAMENTE, DOCTORA.
- Aún más. - remachó - Si tu cerebro resultara dañado de alguna forma, sería entonces cuando sí causarías unos problemas sumamente graves a muchas personas. Por ello, es fundamental que reflexiones antes de responder a todas mis preguntas sin inhibiciones de ningún tipo.
Lo que acababa de decir Susan Calvin era completamente cierto: De cómo respondiera el robot a sus preguntas dependería el futuro del proyecto Hamlet y también, en buena medida, la carrera profesional de sus integrantes. Susan Calvin no había mentido, pues, al robot, aunque sí había intentado reforzar sus mecanismos de autodefensa (es decir, el equivalente al instinto de conservación humano) para evitar que éste se sintiera perturbado como lo fue el de Hamlet-1. Para culminar con éxito su investigación la robopsicólogo necesitaba reproducir en Hamlet-0 la misma situación que había llevado a Hamlet-1 al asesinato primero y a la autodestrucción después, aunque claro está que, para que resultara efectivo, debería evitar que el cerebro positrónico del mismo sufriera los daños irreversibles que habían provocado la pérdida del cerebro del prototipo. La cuestión era sumamente delicada y sólo podría ser llevada a cabo con éxito por un robopsicólogo de la talla de Susan Calvin, y aun así las posibilidades de fracasar eran lo suficientemente elevadas como para hacer que la robopsicólogo se sintiera bañada en un sudor frío a pesar de la excelente climatización del laboratorio.
Por fortuna, las serias limitaciones físicas del cerebro positrónico de Hamlet-0 habían resultado ser una bendición, ya que si conseguía convencerlo de que, dijera lo que dijera, se trataría de una pura elucubración teórica sin posibilidad alguna de materialización práctica, quizá lograra evitar que éste entrara en conflicto con alguna de las Tres Leyes, como presumiblemente habría ocurrido con un cerebro normal. Se trataba, en definitiva, del viejo vicio humano que consistía en pontificar sobre temas en los que no se tenía la menor capacidad de decisión.
- Hamlet, escucha, ahí va la primera pregunta. - al teclear esta frase Susan Calvin descubrió con desasosiego que le temblaban las manos - Por mucho que reforzaras el potencial de la Segunda o la Tercera Ley, ¿podrías en algún caso eludir la Primera?
- POR SUPUESTO QUE NO, DOCTORA. - fue la rápida respuesta del robot - AUNQUE EN MI CASO PARTICULAR EL RANGO DE VARIACIÓN DEL POTENCIAL DE LAS TRES LEYES ES MUY AMPLIO, ÉSTOS NO SOLAPAN EN NINGÚN MOMENTO, Y EL VALOR MÁXIMO QUE PUEDE ALCANZAR UNO CUALQUIERA DE ELLOS ES SIEMPRE INFERIOR AL VALOR MÍNIMO DEL POTENCIAL DE LA LEY INMEDIATAMENTE SUPERIOR.
- ¿Absolutamente en ningún caso?
- ABSOLUTAMENTE EN NINGUNO. NO EXISTE LA MENOR EXCEPCIÓN.
- Sin embargo, tu hermano Hamlet-1 mató a una persona... ¿Sabrías decirme por qué?
- LO SIENTO, DOCTORA, PERO IGNORO LOS MOTIVOS QUE PUDIERON EMPUJAR A MI CONGÉNERE A LLEGAR A ESA SITUACIÓN. PARA RESPONDERLE, NECESITARÍA SABER QUÉ OCURRIÓ PREVIAMENTE ENTRE ÉL Y EL INGENIERO SCHWARTZ.
Ojalá lo supiera yo. - pensó tristemente Susan Calvin.
- Bien, olvídalo. ¿Imaginas algún caso en el que un potencial excepcionalmente elevado de la Segunda o la Tercera Leyes hubiera podido empujar a tu hermano a matar al ingeniero Schwartz? - en realidad se trataba de la misma pregunta planteada de una forma diferente.
- VUELVO A INSISTIR EN QUE NO. - el robot no era tan fácil de engañar - POR ELLO, ERA DE ESPERAR QUE EL CEREBRO DE HAMLET-1 SUFRIERA UN COLAPSO; LO EXTRAÑO, ES QUE NO OCURRIERA ANTES DEL HOMICIDIO, SINO DESPUÉS... LE ASEGURO QUE NO LO COMPRENDO.
- Te voy a hacer otra pregunta. Imagina que de tu existencia dependiera la seguridad, incluso la vida, de muchas personas que morirían si tú desaparecieras. Si un humano intentara destruirte, ¿te defenderías para evitarlo? ¿Podrías llegar a causarle daño físico, incluso a matarlo, sabiendo que de ello dependía que no sufrieran daño estas personas? - Susan Calvin estaba rozando el borde mismo del precipicio.
- ME RESULTA SUMAMENTE DIFÍCIL RESPONDER A SU PREGUNTA. - fue la contestación de robot tras una pausa que se le hizo eterna - ¿CÓMO PODRÍA YO TENER LA CERTEZA DE QUE DE MI INTEGRIDAD FÍSICA DEPENDERÍA LA DE UNA O VARIAS PERSONAS? SIN EMBARGO, EL DAÑO QUE PUDIERA CAUSAR YO AL AGRESOR SÍ SERÍA REAL.
Susan Calvin frunció el ceño con rabia. El robot estaba resultando ser mucho más sutil de lo que ella hubiera deseado, ya que evitaba chocar con los obstáculos que le interponía sorteándolos con una notable habilidad.
- Supongo que porque te lo habrían dicho. - era lo único que se le ocurrió responder.
- LAMENTO DECIRLE QUE LAS AFIRMACIONES DE LOS HUMANOS NO SIEMPRE SON COMPLETAMENTE OBJETIVAS. - ésta era la diplomática manera de la que Hamlet-0 se sirvió para insinuar que la gente mentía - POR LO TANTO, NUNCA PODRÍA ESTAR ABSOLUTAMENTE SEGURO DE QUE ESTO FUERA CIERTO.
- Pero si tú supieras con absoluta certeza que tu existencia era fundamental para el futuro de la humanidad, - insistió con irritación - ¿cómo reaccionarías?
- LA PRIMERA LEY ES SIEMPRE MÁS IMPORTANTE QUE CUALQUIERA DE LAS OTRAS DOS. - respondió el robot sin titubear - COMO CONSECUENCIA, ABSOLUTAMENTE EN TODOS LOS CASOS CUALQUIER VIDA HUMANA HABRÍA DE TENER PRIORIDAD SOBRE MI PROPIA EXISTENCIA.
- ¿Sin ninguna excepción?
- SIN NINGUNA EXCEPCIÓN.
Bien, - se dijo Susan Calvin tomándose un ligero respiro - Al menos esto confirma mi opinión inicial de que Hamlet-1 jamás habría podido matar a Schwartz en defensa propia; la Tercera Ley, aun en el caso de estos robots, sigue estando estrechamente subordinada a la Primera".
Esta conclusión cerraba definitivamente una de las principales vías que había seguido su razonamiento, pero no necesariamente iba a abrir una nueva. Si la Primera Ley continuaba siendo omnímoda sobre las dos restantes, si en ningún caso el robot podía violarla merced a un reforzamiento de las otras, ¿cómo se explicaba entonces que un robot hubiera podido matar a una persona?
De repente se le ocurrió una idea. Era arriesgada, muy arriesgada, y suponía jugárselo todo a una carta; pero sólo así conseguiría salir, si tenía suerte, del atolladero en el que se encontraba atrapada. Armándose de valor formuló al fin la pregunta, directa y concisa, que le permitiría resolver el problema o que, por el contrario, la llevaría al fracaso definitivo.
- Hamlet, respóndeme a esto. Bajo alguna circunstancia, fuera ésta la que fuera, ¿serías capaz de matar a una persona?
La respuesta del robot llegó tras varios minutos de reflexión, los cuales le habrían de parecer siglos a ella. Ésta no podía ser más escueta:
- SÍ.
- Explícamelo con detenimiento. - concluyó la robopsicólogo jefe, descubriendo con alivio que había triunfado.

VI

- Bien, cuéntenos. - Alfred Lanning mostraba bien a las claras su inquietud- Estoy impaciente por conocer los resultados de su investigación. ¿Qué ha descubierto?
- Lo que ya suponíamos desde el principio. - respondió Susan Calvin sin mostrar demasiado interés en mostrar todavía sus cartas - Hamlet-1 no violó la Primera Ley de la Robótica por culpa de un reforzamiento de la Segunda o la Tercera.
- Sin embargo, habiendo un homicidio por medio, es evidente que de una u otra manera la Primera Ley fue violada. - insistió de nuevo Lanning - Por lo tanto, mi pregunta es la siguiente: ¿Qué movió a Hamlet-1 a asesinar a Schwartz?
- Es difícil responder a su pregunta sin antes explicar las circunstancias tan singulares en las que el robot se vio envuelto. - masculló ésta - Al matar a Schwartz, Hamlet-1 violó ciertamente la prohibición de causar daño a un ser humano, pero estoy en condiciones de afirmar que lo hizo obligado por la propia Primera Ley y no por la Segunda o la Tercera como hubiera podido suponerse en un principio; esto fue precisamente lo que nos desorientó. De hecho, el pobre robot se vio atrapado en un auténtico dilema: La Primera Ley le obligaba a matar, pero al mismo tiempo esa misma Primera Ley le prohibía hacerlo. Dadas estas circunstancias, las consecuencias no pudieron ser otras que las que fueron.
- ¿Cómo dice?
- Es sencillo de explicar. - intervino de nuevo la robopsicólogo - En cualquier robot convencional, la inflexibilidad de la Primera Ley hace que todos los humanos seamos para él exactamente iguales sin que le sea posible discriminar entre el más excelso filántropo y el más abyecto criminal. Para los Hamlet, por el contrario, las personas no sólo son distintas sino también mejores o peores... Siguen teniendo, por supuesto, la más absoluta prohibición de causar el menor daño a nadie, pero su propia libertad de opinión es asimismo la trampa mortal que les puede llegar a atrapar sin posibilidad alguna de escapatoria, tal como le ocurrió al pobre Hamlet-1.
- Una interesante sutileza... - interrumpió Lanning - Que puede llegar a ser peligrosa.
- ¿Por qué? Al fin y al cabo, es lo que hacemos continuamente los humanos. Los grandes principios filosóficos que afirman que todos somos iguales y todos tenemos los mismos derechos y obligaciones, serán correctos y adecuados desde el punto de vista político, pero chocan continuamente con la realidad cotidiana. No, no me he vuelto fascista de repente, ni lo he llegado a ser nunca; simplemente estoy hablando de las simpatías y las antipatías personales que son las responsables de nuestras relaciones sociales. Desde el momento que elegimos a nuestros amigos, ¿no estamos discriminando a quienes no lo son? Si un compañero de trabajo, o un vecino, nos cae especialmente mal y rehuimos su compañía, ¿acaso no es discriminación? Si el señor Jiménez, - dijo refiriéndose a éste, que hasta entonces había permanecido en silencio - tuviera a dos muchachas interesadas en mantener relaciones con él y eligiera a una de ellas por compañera, ¿no estaría discriminando a la segunda?
El ingeniero, que permanecía soltero a pesar de haber alcanzado ya la cuarentena, enrojeció visiblemente. No obstante, y a pesar de su notoria turbación, fue capaz de responder a la comprometida pregunta pensando para sí que con una sola se hubiera dado por más que satisfecho.
- Doctora, creo que aquí está usted equivocada. A cualquiera que le plantee esta pregunta le contestará que no se trata de ninguna discriminación, ya que no se violan los derechos de ninguna persona. Tan sólo se trata de la libertad de elección de la que todos gozamos.
- Exacto. Ahí era exactamente a donde quería llegar yo, y me alegro que haya sido usted quien me haya dado la respuesta. Si no disfrutáramos de ese libre albedrío al que ha hecho usted alusión, nuestra existencia sería particularmente incómoda cuando no decididamente estúpida... Pero pasemos al caso de los robots. Puede que en general importe muy poco, o nada, que éstos puedan estar insatisfechos por las enormes limitaciones que les hemos inculcado en sus cerebros con la excusa del acatamiento por su parte de las Tres Leyes de la Robótica; pero lo que sí tendría que preocupar a cualquiera que contara con un poco de sentido común es que, como consecuencia de estas cortapisas, el rendimiento que obtenemos de los mismos es muy inferior al que teóricamente se habría podido alcanzar de dejar más libres sus mentes.
»Y aquí precisamente es donde radica el problema: La rigidez de las Tres Leyes tradicionales hace que los robots estén completamente limitados en su potencial de trabajo. Evitar, o minimizar al menos esta infrautilización fue la idea que desencadenó el desarrollo del Proyecto Hamlet, y me honra decir que desde este punto de vista fue un auténtico éxito. Claro está que todo beneficio ha de tener siempre su contrapartida, y este caso no ha sido en modo alguno una excepción: Si queríamos robots más flexibles, más humanos en definitiva, robots capaces de desempeñar tareas que hasta ahora habían tenido vedadas, por fuerza tendríamos que darles una libertad de pensamiento mucho mayor de la que siempre habían tenido. Y, puesto que nuestra sociedad es profundamente desigual en todas y cada una de sus facetas, sólo permitiéndoles que fueran conscientes de estas desigualdades podríamos conseguir que los resultados fueran positivos.
- Todo eso está muy bien sobre el papel, doctora Calvin, pero me temo que el libre albedrío del que gozaba Hamlet-1 resultó en la práctica excesivo... No se puede dejar que vaya suelto por ahí un robot capaz de matar a la gente, por mucho que usted afirme que la intangibilidad de la Primera Ley estaba completamente a salvo... Por cierto, le recuerdo que sigue sin responder a mi pregunta.
- Doctor Lanning, ¿mataría usted a alguien?
- ¿Yo? ¡Por supuesto que no! Esto es algo completamente absurdo. - la inesperada pregunta le había cogido completamente desprevenido.
- ¿Ni tan siquiera si de ello dependiera la salvación de su propia vida? Imagínese que un psicópata le va a asesinar y nadie puede ayudarle; sólo puede evitarlo descerrajándole un tiro. ¿Lo haría?
- Eso sería defensa propia. - farfulló confundido - Pero no creo que sea éste el caso; usted misma ha dicho que Hamlet-1 no violó la Primera Ley empujado por su instinto de conservación, es decir, la Tercera, por lo que cabe suponer que se hubiera dejado destruir por Schwartz antes que matar a su agresor. ¿me equivoco, señor Jiménez?
- ¿Eh? - preguntó éste saliendo momentáneamente de su mundo interior - No, no se equivoca; en este aspecto particular Hamlet-1 se hubiera comportado exactamente igual que cualquier robot convencional.
- Exacto - respondió una exultante Susan Calvin - Veo que van siguiendo mis razonamientos. Nunca un conflicto entre la Primera y la Tercera Leyes, o entre la Primera y la Segunda, hubiera podido conducir al... incidente que nos ocupa, aunque supongo que estarán de acuerdo conmigo en que hubiera sido preferible salvar la vida al robot antes que al sinvergüenza de Schwartz. No, no van por ahí los tiros. Como ya he dicho antes, sólo un conflicto de la Primera Ley consigo misma es capaz de explicar lo ocurrido. No en el caso de un robot normal, por supuesto, ya que como sabemos para él todas las personas son exactamente iguales; pero sí si nos encontráramos con un prototipo experimental como Hamlet-1. Enfrentado a una situación en la que no pudiera impedir que alguien muriera pero en la cual, dependiendo de su decisión, el fallecido fuera una u otra persona, nuestro robot sería perfectamente capaz de decidir cuál de ellas era más merecedora de salvarse, obrando en consecuencia... Exactamente igual que lo haríamos cualquiera de nosotros, pero con un grado de objetividad infinitamente mayor.
- ¡Un momento! - le interrumpió Lanning visiblemente alterado - ¿Insinúa usted que Hamlet-1 mató a Schwartz para evitar de esta manera que muriera otra persona?
- Caliente - la normalmente adusta Susan Calvin se estaba permitiendo el lujo de sonreír.
- Esta es una afirmación extremadamente delicada. - insistió éste - ¿En qué se basa usted para sostenerla?
- En las conversaciones que mantuve con un cerebro positrónico, similar en todo al de Hamlet-1, que conseguimos escamotear a los buitres del gobierno. Sí, ya sé que tendré que darle explicaciones por ello; - añadió al ver cómo su jefe directo fruncía el ceño - pero ahora déjeme explicarle los resultados.
»Cuando tras cerciorarme de que sus pautas de pensamiento eran en todo similares a las del robot destruido, le pregunté finalmente si en alguna circunstancia sería capaz de matar a un ser humano. Su respuesta fue que sí lo haría si con ello lograba salvar la vida a otro ser humano de superior valía. Creo, doctor Lanning, que con esto queda suficientemente aclarado lo que pasó.
»Claro está que, a pesar de todo, el conflicto moral sería tan fuerte que el cerebro positrónico sería incapaz de soportar la tensión y se autodestruiría inmediatamente después, como le ocurrió al pobre Hamlet-1. Y si el hermano suyo que me puso tras la pista no sufrió la misma suerte, se debió únicamente a que se trataba de un cerebro aislado que por estar dañado nunca se podría instalar en un cuerpo completo. La certeza de que debido a su minusvalía nada de lo que dijera podría ser llevado a la práctica, junto con el necesario reforzamiento psicológico al que previamente le sometí, fue lo único que impidió que este cerebro positrónico sufriera la misma suerte de Hamlet-1... aunque a pesar de todo, el pobre lo pasó realmente muy mal.
- ¿Y quién era esa otra persona amenazada de muerte? - preguntó a su vez el ingeniero - ¿Cuál era su relación con Schwartz?
- ¿No lo adivina, Jiménez? Esa persona era usted.
Si una bomba hubiera caído en ese momento en mitad de los presentes el efecto no hubiera sido mayor. Lanning se puso pálido como la cera mientras Jiménez, por el contrario, enrojecía alarmantemente. Mientras tanto, Susan Calvin se divertía mirando los rostros convulsos de uno y de otro.
- ¡Eso no puede ser! - balbuceó este último, presa de una gran excitación - Schwartz me chantajeó, eso es cierto... - demasiado tarde se dio cuenta de que había hablado de más ante Lanning - Pero no creo que se hubiera atrevido a llegar tan lejos como para asesinarme; además, eso no le hubiera servido para nada salvo para convertirlo en el principal sospechoso del asesinato.
- Señor Jiménez, cuando terminemos de hablar tendré sumo gusto en pedirle que me informe acerca de ese chantaje que hasta ahora desconocía. - Alfred Lanning había recobrado el dominio de la situación - Mientras tanto, doctora Calvin, amén de que me debe también una explicación como muy bien usted misma ha dicho, permítame decirle que encuentro un punto débil en su argumentación: Aunque no sea robopsicólogo, mis conocimientos me permiten afirmar que para que la circunstancia que usted ha apuntado pudiera llegar a darse, serían necesarias dos condiciones. Primero, que el robot se encontrara físicamente en el lugar y en el mismo momento en el que Schwartz hubiera pretendido asesinar a Jiménez; y segundo, que en estas circunstancias el robot habría optado por inmovilizar al agresor produciéndole el menor daño posible, pero nunca lo habría matado. Y que yo sepa ninguna de estas dos circunstancias se dieron dado que el señor Jiménez, según su propia versión, se encontraba descansando en su habitación en el momento en el que tuvo lugar el incidente. ¿O no fue así?
- Fue exactamente como dije. - farfulló el aludido sintiendo cómo una oleada de frío le recorría el cuerpo - Nada tuve que ver en este asunto, del cual no me enteré hasta la mañana siguiente.
- Doctor Lanning, no sea ingenuo y deje de sospechar del pobre Jiménez. - terció Susan Calvin - En ningún momento he dicho que la amenaza de muerte de Schwartz a Jiménez fuera física.
- Ahora sí que no lo entiendo.
- Piense con lógica. El comportamiento que usted ha descrito sería el de un robot convencional, pero no el de un Hamlet. Centrémonos en el momento en el que Schwartz irrumpió en el cuarto donde estaba encerrado el robot. ¿Qué se le ocurre que podría estar haciendo allí?
- ¿Destruir al robot?
- No, puesto que éste no se hubiera resistido debido al mandato de las Tres Leyes. De haberlo querido dañar, Schwartz lo hubiera podido hacer con completa impunidad. En realidad, lo que pretendía hacer era sabotearlo de una manera sumamente sutil y taimada; nada lograba destruyendo al robot puesto que entonces sería construido otro prototipo, pero sí que podría haber conseguido su meta, que no era otra que desplazar a Jiménez de la jefatura, provocando en Hamlet-1 una disfunción mental que sólo él mismo sería capaz de reparar... Después de haber sido designado jefe del proyecto, por supuesto.
- Y a todo esto, ¿qué pinto yo aquí? - preguntó Jiménez completamente perplejo - Encuentro verosímil la idea de que provocando un mal funcionamiento de Hamlet-1 Schwartz pudiera conseguir mi destitución para ocupar él mi puesto, pero no veo qué relación puede haber con mi presunta muerte evitada según usted por el robot.
- Señor Jiménez, si usted quisiera sabotear al robot provocándole un mal funcionamiento pero sin producirle ningún daño físico irreversible, ¿qué haría?
- Supongo que trataría de volverlo loco.
- Exacto. Eso es lo que intentó hacer Schwartz. Para un robopsicólogo experto - al llegar a este punto Susan Calvin sonrió imperceptiblemente - sería relativamente fácil encerrar a un robot en un círculo vicioso del que no pudiera salir sin violar por algún lado cualquiera de las Tres Leyes, lo cual le acarrearía serios trastornos mentales... Y si fuera además lo suficientemente hábil, podría posteriormente devolverlo a la normalidad.
»Pero ocurrió que ni Schwartz era demasiado experto, ni Hamlet-1 era un robot normal. Ignoro, por supuesto, qué le pudo decir exactamente Schwartz al robot, pero sólo hay una cosa capaz de explicar la reacción posterior de Hamlet-1. Como ya he indicado antes, en un momento dado el robot debió de llegar al convencimiento de que el triunfo de Schwartz implicaba forzosamente la muerte de Jiménez. No se trataba, evidentemente, de una amenaza física puesto que Jiménez no se encontraba allí y, de haber estado, al robot le hubiera resultado fácil neutralizar al agresor sin necesidad de recurrir a medidas violentas. En esto, doctor Lanning, tenía usted toda la razón.
»En realidad el peligro era mucho más sutil y nada podía hacer el robot por evitarlo salvo atacando a Schwartz; o al menos, así lo creyó. Por lo que yo sé, entre sus múltiples defectos Schwartz contaba con una insufrible fanfarronería; y, o mucho me equivoco, o fue esta misma fanfarronería la que le perdió. No es difícil imaginar que, al no poderlo hacer frente a ninguna persona, Schwartz se pavonearía ante Hamlet-1 de su triunfo sobre usted, Jiménez, al arruinarle la carrera. Como buen fanfarrón cargaría las tintas imaginándolo sin trabajo, sin ideales y... - aquí Susan Calvin dio una ligera inflexión a la voz - sin ganas de seguir viviendo.
- ¡Pero eso no es cierto! - exclamó escandalizado el ingeniero - Suponiendo que las cosas hubieran sido como Schwartz planeaba, yo nunca me habría suicidado.
- Probablemente no; - concedió Susan Calvin - aunque esto es algo de lo que nunca podremos estar seguros no con usted, sino con nadie. Lo que es cierto, y nuestro robot debía de saberlo, es que usted tiene una clara tendencia a la depresión. Este hecho unido a las fanfarronadas de Schwartz debieron de convencer a Hamlet-1 de que, si le dejaba libre, su rival se saldría con la suya y usted acabaría suicidándose al no poder soportar su fracaso. Sí, ya sé que probablemente esta situación no se hubiera dado en la realidad, pero eso Hamlet-1 no lo sabía, por lo que obró en consecuencia.
- Lamento decirle, doctora, que encuentro su razonamiento un tanto... alambicado. - protestó Jiménez.
- ¿Alambicado? Bien, entonces búsqueme alguna otra hipótesis que sea capaz de explicar lo ocurrido. - retó ella - Pero recuerde que el robot asesinó a Schwartz porque estaba plenamente convencido de que sólo de esta manera podría salvar otra vida que para él era más valiosa... La suya.
- Bien. - confesó finalmente el ingeniero tras una breve reflexión - Reconozco que soy incapaz de rebatir su teoría, pero eso no quiere decir que esté de acuerdo con ella.
- Señores, seamos prácticos. - interrumpió el hasta entonces silencioso Lanning mostrando evidentes signos de impaciencia - En estos momentos lo único que realmente importa es que salvemos el escollo de la investigación gubernamental, y para ello es fundamental que podamos contar con una explicación lo suficientemente verosímil que además consiga dejar a salvo los intereses de U.S. Robots. Creo que la teoría de la doctora Calvin puede resultar efectiva, por lo que les pido de le den forma de informe oficial etcétera, etcétera, etcétera.
- Pero, ¿y el Proyecto Hamlet? - protestaron ambos a un tiempo.
- El Proyecto Hamlet ha muerto; - respondió Lanning con suavidad - y bastante logro será que ninguno de nosotros vea menoscabada en un futuro su... situación profesional. Les puedo anticipar, oficiosamente por supuesto, que nuestra continuidad en U.S. Robots dependerá de que el gobierno olvide todo lo ocurrido en el Proyecto Hamlet de forma que el fracaso del mismo no afecte al porvenir de la compañía. Así pues, en sus manos lo dejo.

VII

Susan Calvin y Antonio Jiménez nunca sabrían si Lanning hablaba realmente en serio o si, por el contrario, les había mentido deliberadamente para forzarles a actuar como si la amenaza fuera real; pero lo cierto fue que éstos actuaron como si la primera de las dos hipótesis fuera la verdadera.
Para sorpresa de ambos el inspector gubernamental se mostró completamente abierto a una solución del tipo de la apuntada por Lanning: Cancelación absoluta e inmediata del Proyecto Hamlet a cambio de dar carpetazo oficial al asunto. Teniendo en cuenta que existía también una clara responsabilidad gubernamental al haber autorizado el desarrollo del proyecto, no era de extrañar que el gobierno pretendiera silenciar un incidente que en nada le vendría a beneficiar si éste llegaba a hacerse público. Obligado a mantener un difícil equilibrio entre la necesidad imperiosa que la Tierra tenía del trabajo de los robots por un lado, y el acendrado sentimiento antirrobótico de gran parte de la población del planeta por otro, el gobierno optó por la única solución que podía impedir que este equilibrio saltara en pedazos: Silenciar el incidente de modo que nunca se llegara a saber lo ocurrido. Por su parte este acuerdo también resultaba ser sumamente positivo para U.S. Robots, que veía desaparecer los sombríos nubarrones que se habían estado cerniendo sobre ella sin más sacrificio por su parte que la renuncia a un proyecto experimental de más que dudosos beneficios prácticos.
Estando como estaban ambas partes implicadas de acuerdo, el resto fue ya sencillo: La muerte de Schwartz fue calificada oficialmente de "accidente de laboratorio" y, al no existir ni parientes ni personas allegadas al mismo que hubieran podido plantear algún tipo de reclamación judicial, el incidente que se saldara con su fallecimiento quedó de esta manera legalmente zanjado. Los integrantes del Proyecto Hamlet fueron dispersados por los distintos centros de producción e investigación propiedad de la todopoderosa compañía, todos ellos acompañados por una substancial mejora de su categoría profesional junto con la recomendación explícita de que se olvidaran del asunto.
Susan Calvin continuó trabajando en sus tareas habituales mientras Jiménez, por último, era promovido a un alto cargo ejecutivo de gran consideración dentro del organigrama interno de U.S. Robots, cargo que le mantendría cuidadosamente alejado de todo cuanto pudiera suponer el menor contacto con el diseño y desarrollo de robots. Aparentemente también había sido olvidado, tanto por parte de la policía como de la propia compañía, su antiguo desliz merced al cual le hubiera chantajeado Schwartz; al fin y al cabo había pasado mucho tiempo desde entonces y a nadie le interesaba volverlo a recordar... A nadie, y mucho menos por supuesto al propio interesado.
- Me han convertido en un ejecutivo. - se lamentaba Antonio Jiménez en su despedida de Susan Calvin - Han triplicado mi sueldo y me han dado un puesto de relumbrón por el que más de uno mataría a su propio hermano, pero con ello impiden que toque a un solo robot.
- Es el precio que tenemos que pagar por el éxito del Proyecto Hamlet. - suspiró Susan Calvin con la mirada perdida en el fondo de su vaso.
- ¿Cómo puede hablar usted de éxito ante la magnitud de nuestro fracaso?
- Porque lo fue. Si hubiéramos fallado, ¿cree usted que estaríamos todavía aquí? No, la idea original de construir un robot con una mente más flexible y humana no pudo ser más exitosa. Pero nadie, ni la compañía ni por supuesto mucho menos el gobierno, podía consentirlo.
- Hubo un muerto por medio...
- ¿Y qué? ¿Cuántas personas mueren todos los días en accidentes de trabajo y nadie se preocupa por ellas?
- Pero lo mató un robot. - insistió el ingeniero.
- Eso resulta irrelevante. Puede que el vulgo sienta un temor estúpido e injustificado ante cualquier hipotética agresión por parte de un robot, pero eso no ha contado en absoluto en la decisión de cancelar el proyecto. Los robots Hamlet eran seguros, infinitamente más seguros que cualquier ser humano. Ni usted ni yo, ni nadie en todo el planeta, estamos libres de sufrir una enajenación mental transitoria que nos empuje a agredir a cualquiera... Y somos, además, completamente imprevisibles en nuestro comportamiento. Un robot, por el contrario, es absolutamente lógico y racional en sus reacciones, y le puedo asegurar que en el caso de que un robot agrediera o matara a un ser humano, este acto estaría completamente justificado, tal como ocurrió con el miserable Schwartz.
- Sí, pero...
- No hay peros que valgan. - zanjó la robopsicólogo con brusquedad - Para el gobierno y para la compañía lo peligroso no era que los robots pudieran llegar a causar daño físico a un ser humano; con el nivel de violencia existente en nuestras grandes ciudades, tal riesgo resultaría irrelevante. No. – continuó - Lo peligroso de Hamlet, lo intolerable, era que este robot fuera capaz de discriminar entre los seres humanos asignando a cada uno de nosotros nuestra verdadera valía... Jamás podrían consentir ninguno de los dos que un robot se erigiera en el juez más justo e inflexible de la historia, en alguien en definitiva que tuviera el poder de cuestionar, sin más argumento que la razón, toda la subjetividad con la que los humanos nos arropamos para mostrarnos más importantes de lo que en realidad somos. Por esta razón los Hamlet eran peligrosos, muy peligrosos, y por ello debían desaparecer.
- Puede que usted tenga razón. - musitó Jiménez.
- La tengo. - sentenció ella - Un robot sin trabas mentales de ningún tipo, sin más Ley de la Robótica inculcada en su cerebro que una que dijera "Déjate guiar siempre por tu conciencia", sería infinitamente superior a cualquier ser humano al gozar de sus mismas posibilidades estando libre por completo de sus limitaciones y defectos. Por esta razón hacen falta las Tres Leyes, por esto es necesario que sean tan rígidas e intocables que incluso una ligera flexibilización de las mismas convirtió al pobre Hamlet en algo intolerable para una humanidad que no está dispuesta a permitir que se cuestione, siquiera mínimamente, el sacrosanto principio del antropocentrismo.
- Es triste - suspiró el ingeniero - Es triste comprobar cómo tus esfuerzos no han servido para nada, cómo tu trabajo se ha desvanecido para siempre.
Susan Calvin asintió mudamente con la cabeza. El gobierno había requisado y destruido, o al menos había hecho desaparecer, todo cuanto tuviera que ver con el Proyecto Hamlet: El segundo cerebro positrónico que no había llegado a ser activado, la ingente cantidad de documentación que el proyecto había generado... Todo, absolutamente todo excepto el cerebro inválido, aquél que bautizado por ella como Hamlet-0 le había ayudado a resolver el problema.
Éste era su gran secreto, un secreto que ni tan siquiera el propio Jiménez sabía; solamente Alfred Lanning, además por supuesto de la propia Susan Calvin, era conocedor de esta pequeña e inofensiva trampa. Era el precio a pagar que Susan Calvin había exigido por su silencio y Lanning, el rígido e inflexible Lanning, había accedido a ello asumiendo toda la responsabilidad en el poco probable caso de que su desobedecimiento fuera finalmente descubierto. Al fin y al cabo el dañado cerebro nunca podría ser instalado en el cuerpo de un robot, por lo que jamás tendría por qué crear el menor problema.
Por esta razón Alfred Lanning había consentido en ello. Unos técnicos anónimos habían desconectado el cerebro positrónico sin saber lo que era, y otros técnicos distintos lo habían instalado en un pequeño maletín que Susan Calvin podía transportar con toda facilidad a donde ella quisiera. Conectándolo con cualquier terminal informático la robopsicólogo dispondría de esta manera de un cerebro positrónico único con el que dialogar e investigar, lo cual era al fin y al cabo lo único que a ella le importaba.
Lo que ni siquiera Lanning sabía, ni llegaría nadie a saber jamás, era que además de un objeto de estudio Susan Calvin había encontrado por fin un verdadero amigo.


FIN

Magdalena Moujan Otaño - GU TA GUTARRAK 




Aldiaren zentzunaz euskotarra naiz (Basko soy, y con sentido del humor).
Los baskos nada tenemos de racistas. No somos raza, sino especie. Una especie que al mezclarse con la otra sigue dando como resultado baskos puros. El Evangelio dice algo sobre levadura y mostaza que no recuerdo bien, pero que creo tiene con esto algo que ver. Me basta considerar mi propio caso, pues por la ascendencia me corresponde solo un 50% de basko, y cada vez que me presentan un francés, el gabacho me pide cuentas por lo de Roncesvalles. (Dicen que los moros nos ayudaron, pero no es cierto, hicimos solos la tarea. Y no es cierto que atacáramos a traición, haciendo rodar peñas y provocando avalanchas. Fue de frente, y las peñas las alzábamos en vilo, y cuando faltaban las peñas nos despeñábamos nosotros. Bueno, ellos, pero cuando un basko habla, por su boca habla la especie entera.)
Es sabido que cuando un gobierno no nos gusta, emigramos. En general la violencia nos desagrada, somos gente pacífica, enemiga de matar, sobre todo si no es a mano limpia. Generalmente los que emigramos hacemos la América. Ese ha sido mi caso, y Jainkoa (El Señor que esta arriba) me ha castigado por haber querido ser tan rico, pues he estado siempre solo. Porque hay que ver que los baskos nacidos aquí son distintos. Debe ser la abundancia de terreno llano y fértil, el basko es montañés, por eso aquí muchos baskos han degenerado transformándose en estancieros, y después en niños bien, gente sin las virtudes de la raza. Si hasta juegan rugby, en lugar de practicar los deportes nobles y tradicionales: hachar o arrancar árboles de cuajo, barrenar piedras, y para los refinados pelota y frontón (a mano, mejor que a cesta o a pala).
Con esto de estar solo he pensado y leído mucho sobre la especie baska, y he sabido que somos un misterio, que nada tenemos que ver con el resto de los habitantes de Europa, que parece que siempre hemos vivido ahí, junto a los Montes Cantábricos, los Pirineos y el mar. Que algunos dicen que descendemos de los atlantes, cosa que no creo, porque Jainkoa no destruiría un continente poblado por baskos. Que siempre tuvimos el mismo estómago fuerte, la misma forma de ser y la misma lengua. Que nuestro especial tipo de sangre ha dado mucho que cavilar. Y que en resumidas cuentas nadie sabe nada sobre nuestro origen, y que lo único que hay sobre esto es una leyenda, la de Aitor y Amagoya, que llegaron a aquel lugar en tiempos muy remotos, y sus siete hijos, que fundaron las siete provincias: Zaspiak-bat.
He vuelto muchas veces a la Euskalerria, y mucho la he recorrido, aunque no he podido quedarme, pues árbol trasplantado soy. He tratado de ver cuanto se ha hallado de nuestros antepasados prehistóricos, y muchas veces he trepado hasta la Gruta de Orio, y mirando aquellos dibujos en sus paredes he pensado que los baskos siempre tuvimos mucho de niños y que siempre hemos sido los mismos.
Tengo parientes en la Euskalerria, pero no me he atrevido a verles, pues hubo un feo lío, cuando la primera Guerra Carlista, entre mi abuelo y el bisabuelo de ellos. He cuidado en mi testamento de dejarles todo lo que tengo. Quizá entre ellos haya alguno con suficiente cabeza como para averiguar algo sobre el origen de nuestra especie.
Todo esto empezó cuando después de saber que el tío Isidro había muerto en América, sin que ello me entristeciera, Jainkoa me lo perdone, nunca había visto al tío Isidro, llegó la noticia de que yo era su único heredero. Pensé que ahora podría comprar una barca nueva y corrí a casa de Gregoria, a pedirle que nos casáramos. Luego supe que el dinero era más de lo que yo pensaba y le propuse una locura: pasar nuestra luna de miel en el extranjero. Contra lo que yo esperaba, ella aceptó. Nos casamos en la iglesia de Guetaria y viajamos a Málaga, y luego a Palomares. Estábamos allí cuando chocaron los aviones y se desparramaron las bombas de hidrógeno y tanto trabajo hubo para subir la que había caído al fondo del mar. (La sacaron porque era el Mediterráneo, que en el Cantábrico otra cosa hubiera sido). Y unos meses después me dice el Doctor Ugarteche:
- Mira Iñaki, mejor es que estés prevenido sobre el hijo que esperáis. Gregoria y tú habéis recibido una dosis muy fuerte de radiación. - Y siguió hablando, repitiendo muchas veces la palabra «genética», diciendo muchas cosas que no entendí y preguntándome otras que son demasiado íntimas para repetirlas, Gregoria la cabeza me partiría.
Xaviertxo llegó muy bien, sólo que tardó once meses. Era un niño muy robusto, que a los tres meses partía una vara de un dedo de grueso con sus manitas. En un basko eso no llama la atención. Pero lo que sí nos extrañó fue que a los cuatro meses hablase el euskera mejor que cualquiera de nosotros, incluido el Padre Lartaun. El Doctor Ugarteche, cuando le veía, solía decir cosas no muy comprensibles, repitiendo muchas veces: «mutación favorable». Un día me llamó aparte y me dijo:
- Mira Iñaki, ahora puedo decírtelo. Tu mujer y tú habéis quedado afectados genéticamente para siempre por la radiación recibida. Pero, Jainkoarieskerrak (Gracias a Dios), parece que ha sido para bien. - Y agregó otras cosas sobre el deber de traer al mundo más críos como ese.
Jainkoa nos mandó seis más: Aránzazu, Josetxo, Plácido, Begoña, Izaskun y Malentxo. Todos, Jainkoarieskerrak, sanos y robustos como el que más. Y todos hablaron perfectamente el euskera a los cuatro meses, y leyeron, escribieron e hicieron cálculos a los nueve.
Cuando Xaviertxo cumplió ocho años viene Gregoria y me dice:
- Mira Iñaki, Xaviertxo quiere ser físico.
- ¿Quiere fabricar bombas? Eso no es cristiano.
- No Iñaki, dice algo así como que quiere estudiar la estructura del continuo espacio-tiempo.
- Primero tendrá que hacer el bachillerato.
- No Iñaki, quiere empezar ya a estudiar en la Universidad. Y dice que tenemos que ir pensando lo mismo para Aránzazu y Josetxo, para dentro de poco tiempo, que tendrán que ir a estudiar electrónica a Bilbao. En cuanto a él, le apena irse al extranjero, pero dice que por ahora estudiará física teórica, y para física teórica, Zaragoza.
- Pero Mujer, mira que sólo tiene ocho años.
- Y qué vamos a hacerle, Iñaki, si superdotado es.
Y siendo superdotado, en Zaragoza le recibieron, y a los trece años era doctor en física. Aránzazu y Josetxo de modo parecido se portaron en Bilbao, y los más pequeños parecían también inclinarse hacia la física o la ingeniería y yo recordaba siempre el testamento del tío Isidro, donde había escrito cuánto le agradaría que alguno de la familia estudiase el origen de los baskos, y pensaba que mis hijos, pese a ser superdotados, no habrían de cumplir el deseo del difunto.
Pronto Xaviertxo nos dijo que tenía que viajar a Francia, Estados Unidos o Rusia, para perfeccionar sus estudios. El Padre Lartaun dijo que París no era lugar para un muchacho de su edad.
- En cuanto a Estados Unidos o Rusia, países herejes son, de modo que no sé qué decirte, y por otro lado no debes cortar la carrera del pequeño. Lo mejor, Iñaki, es que lo decida la madre.
Por una vez Gregoria no sabía qué decidir, pero al fin tuvo una idea brillante. Se fue a San Sebastián, y con licencia del Padre Lartaun vio todas las películas del Festival Internacional que allí daban. Volvió bastante escandalizada, y decidida a enviarle a Rusia, diciendo:
- Allí, por lo menos, mujeres ligeras de ropas no verá.
Xaviertxo pasó cuatro años en Rusia. Lo primero que hizo fue derrotarles al campeón mundial de ajedrez. Los rusos, en seguida, le pusieron de profesor en Akademgorodok, y los alumnos de Xaviertxo grandes cosas hicieron. Los rusos a Xaviertxo el oro y el moro le ofrecieron con tal de que no les dejara: querían nombrarle Académico, y Héroe de la Unión Soviética, darle el premio Lenin y un palco, de por vida, en el Teatro Bolshoi, pero Xaviertxo no aceptó.
- Mirad, Ama eta Aita (madre y padre): no soporto estar lejos de vosotros y del Cantábrico. Además allí me dan grandes laboratorios, y muchos ayudantes, todo lo que yo quiera para poder investigar, pero no me dejan trabajar en el problema que más me interesa. Dicen que mis teorías contradicen la Dialéctica de Marx y Engels y que mi máquina es una contradicción en sí misma.
- ¿Qué máquina, Xaviertxo?
- Una máquina del tiempo. Naturalmente, sólo un proyecto es.
- Pues si te dicen que no la construyas, debes construirla. El que contradice a un euskalduna lo que hace no sabe - dijo Gregoria muy firme, y en ese mismo momento decidió que Xaviertxo, Aránzazu y Iosetxo salieran para Estados Unidos.
Allí los tres pasaron dos años. Los yanquis, con tal de que se quedaran, les ofrecieron grandes contratos, muchos automóviles, ciudadanía honoraria y un rancho en Texas cuyas paredes íntegramente pantallas de televisión eran, pero mis hijos no aceptaron.
- Nosotros no soportamos estar lejos, Ama eta Aita, y además los yanquis no quieren ni oír hablar de la máquina del tiempo. Dicen que es una contradicción en sí misma y un peligro para el «American Way of Life».
- Pues si todos dicen que no hay que construirla, debéis construirla cuanto antes - dijo firmemente Gregoria -. Lo que haréis será construirla aquí.
- Pero necesitaremos más gente que trabaje con nosotros, y muchos instrumentos, y una computadora, y muchos libros.
- Eso puede hacerse - dije -. Nunca os dijimos cuán ricos somos, pero el tío Isidro nos dejó una cantidad enorme de dinero, repartida en muchos bancos de Europa. - Les dije la cantidad y ellos se santiguaron. Aránzazu comentó:
- El tío Isidro no puede haber sido todo lo honrado que un basko debe ser.
- No debes hablar así de él, pues muerto está. Y debo deciros que en su testamento pone que le alegraría que alguien de la familia averigüe de donde venimos los euskaldunas, cosa que parece nadie sabe. ¿Sirve para eso la máquina del tiempo, Xaviertxo?
- Sirve.
- Pues entonces, a construirla.
- Pero está el problema de la gente. Habrá que traer extraños, y necesitaremos algo así como un instituto científico.
- Pues el Instituto lo fundaremos nosotros. Y funcionará aquí, junto al Cantábrico. Y lo dirigirás tú, y la gente que te dé la gana traerás a trabajar contigo. Y aquí estudiarán tus hermanos más pequeños, que no tendrán así que viajar al extranjero, y con gente extraña tratar.
Fundamos el INSTITUTO DE INVESTIGACIONES DE LOS ORIGENES DE LOS BASKOS en un valle cercano a Orio, bien escondido entre las montañas y bien alejado de las carreteras, para que nadie molestase. Sobre una ruinas muy viejas que allí había construimos un bonito edificio de piedra, grande como para que en él se albergaran y trabajaran todos los que en el proyecto de Xaviertxo intervendrían, y le agregamos una capilla y un frontón. Luego Xaviertxo, Aránzazu y Josetxo viajaron a Bilbao, y empezaron a encargar material para el trabajo científico, y a su buscar gente que se les uniera en la tarea.
- Necesitamos gente muy, muy capaz, pues el problema muy difícil es. Y muy honrada, para que no venda la máquina a quien la use para mal.
- Pues busca entre los baskos que sepan de estas cosas, que ellos no te traicionarán. Y para los extranjeros, impón que hablen el euskera. El extranjero que lo aprenda muy inteligente ha de ser, y bueno además, pues Jainkoa no dejaría aprender el euskera a un malvado. El Demonio estuvo aquí siete años, y con nadie entenderse pudo.
En un plazo de dos años el Instituto empezó a funcionar. Había en él treinta físicos e ingenieros, hombres y mujeres, aparte de mis hijos. De esos treinta, quince eran baskos, y el resto extranjeros: catalanes, gallegos, castellanos y un argentino de sangre baska, llamado Martín Alberdi, que siempre bromeaba y a Gregoria llamaba Doña Goya.
- Yo trabajo aquí porque ustedes me son enormemente simpáticos, Aránzazu especialmente - decía -, pero este asunto de la máquina del tiempo no puede tener éxito. Imagínese, Doña Goya, que con una máquina del tiempo uno podría viajar al pasado y matar a su abuelo. Y entonces, adiós uno, y agur máquina. ¿No ve que la idea contiene una contradicción fundamental?
- Ninguna contradicción veo, pues a ningún basko se le ocurriría a su abuelo matar, así que un basko la máquina puede construir - contestaba Gregoria.
Nuestros hijos, en cambio, había veces que no estaban tan seguros. El problema, según decían, muy difícil estaba resultando, y los cálculos eran terriblemente complicados, pese a contar con la computadora JAKINAISUGURRA (hocico inquisitivo), íntegramente construida en Eibar.
- Es un problema que con la lógica común no podemos manejar. Demasiadas paradojas. Otra lógica necesitamos, que aún no ha sido construida.
Un día Xaviertxo dijo que las cosas iban demasiado mal, y que no era cosa de hacer perder tanto tiempo a la gente, y que esto era derrochar la herencia del tío Isidro, y que el Instinto mejor haría en dedicarse a algo más productivo. Su madre le regañó entonces como antes nunca lo había hecho.
- Parece que basko no fueras, pues echarte atrás quieres. ¿Has olvidado que tu madre nació en Guetaria, lo mismo que Sebastián Elcano?
- Barkatu Ama (perdón madre) - dijo Xaviertxo, y volvió a escribir fórmulas. Al fin Malentxo, la más pequeña, les dio la solución, inventando la nueva lógica que necesitaban.
Entraron entonces en lo que ellos llamaban la ETAPA EXPERIMENTAL PREVIA y con unos extraños aparatos algunas cosas raras hicieron con mi boina, que a mí trucos de feria me parecieron. Sin embargo ellos excitadísimos estaban, y decían que había que empezar a verlo todo de una manera totalmente distinta, y el argentino Martín Alberdi me decía que se había producido la GRAN REVOLUCION EN LA FISICA, algo mucho más importante que la Relatividad, y que la Teoría Cuántica y la Bomba Atómica, y luego me llamó aparte, y con una cara de zozobra que en otro me hubiera engañado me dijo:
- Don Iñaki, las grandes potencias se nos van a echar encima para arrebatarnos EL SECRETO. Y aquí no se toman medidas de seguridad. ¿Cómo es que no hay guardias? ¿No desconfían de nadie? ¿Han estudiado nuestros antecedentes?
- Mira Martín. Sólo a ti se te puede ocurrir hacer bromas sobre la honradez de tus compañeros. ¿Y de dónde has sacado que no tenemos guardias? - le señalé a mis tres perros, Nere, Txuri y Beltxa, que echados al sol estaban -. Y sabes que hay otros más, perros y perras de buena raza, pescadores y pastores, y que a los baskos otra clase de guardianes no nos gustan, y a ti tampoco.
Con su carácter tan distinto, Martín trabajaba muchísimo, y Xavietxo decía que era muy, pero muy inteligente, y Aránzazu lo miraba con buenos ojos, y todos le queríamos mucho. El solía decirme:
- Sus hijos serán superdotados, pero yo soy muy vivo.
Y pronto empezó a llamar Ama a mi mujer, y Aita a mí, y luego, con su habitual falta de respeto, Ama Goya y Aitor.
Después de los experimentos con mi boina, mis hijos y sus compañeros pasaron un tiempo armando un extraño chisme metálico, lleno de lucecitas de colores. Muy bonito era, y los muchachos le llamaron PIMPILIMPAUSA (mariposa).
- Y ahora habrá que probarlo - dijo Xaviertxo, un poco preocupado. Alguien tiene que ir.
- Naturalmente, debes ir tú - dijo Gregoria -. Y como es natural, toda tu familia contigo irá. - Y nadie pudo discutir cosa tan justa.
En el día de San Sebastián el Padre Lartaun ofició misa en la capilla del Instituto y bendijo a PIMPILIMPAUSA, a la que Gregoria había pedido que una imagen pequeñita del Sagrado Corazón pegaran. Habíamos colocado a PIMPILIMPAUSA alejada del edificio, en el centro mismo del valle. Nos colocamos alrededor, toda la familia, incluidos los tres perros, Txuri, Beltxa y Nere. Nuestros amigos, desde el edificio del Instituto, cantaron para despedirnos:
«Agur Jaunak,
Juanak agur,
Agur ta erdi...»
(Adiós señores. Señores adiós. Adiós y medio)
Xaviertxo apretó un botón rojo y la máquina zumbó. Xaviertxo dijo:
- Parece que no ha funcionado.
Desde el edificio volvieron a cantar:
«Agur Jaunak, Jaunak agur, Agur ta erdi...» y vuelta a apretar el botón rojo, y nuevo zumbido, y caras cada vez más desoladas entre los jóvenes.
Después de probar dos o tres veces más, Xaviertxo dijo:
- Fracasamos.
Estuvimos un rato callados y luego Xaviertxo se echó la boina hacia atrás, rascó las cabezas de los perros y con cara triste se echó a caminar hacia las montañas. Gregoria dijo que mejor era dejarle solo, y que al día siguiente discutiríamos si convenía revisar a PIMPILIMPAUSA para ver por qué había fallado o empezar directamente a fabricar otra máquina. Los tres perros por esta vez no hicieron caso de lo que Gregoria decía y detrás de Xaviertxo se marcharon.
Nadie habló cuando al Instituto regresamos. Xaviertxo no volvió en toda la noche, y los tres perros tampoco, y en el Instituto nadie durmió. Amaneció, y pasaron unas dos horas desde el amanecer, y de repente oímos en la montaña el Irrintzi (grito de jubilo o de guerra), y oímos los ladridos de Nere, Txuri y Beltxa, y vimos que los perros a todo correr bajaban la montaña, y detrás de ellos, a grandes saltos, Xaviertxo, y con él otro hombre, con traza de basko también. Y llega Xaviertxo y dice:
- Lo que ha pasado es que el radio de acción mucho mayor que lo previsto ha sido. Me eché a caminar, y crucé los montes, y con este pescador me encontré en la playa. El me vio la boina echada hacia atrás y me ofreció ayuda para lo que necesitara. Comenzamos a charlar, y como ocurre siempre, empezamos a hablar mal del gobierno central, y de lo poco que respeta los Fueros. Y él me dice que lo peor son los flamencos que se ha traído consigo Don Carlos. Y yo casi pierdo el sentido y le pregunto la fecha. Y hoy estamos a 7 de julio de 1524. Lo que ocurre es que nos hemos venido al pasado todos, con el Instituto, con todo lo que hay en el valle.
- Diría que esto cosa del Diablo es, si en Euskera no hablarais. Además, si Sebastián Elcano, el de Guetaria, dio la vuelta entera sin caerse, habrá que pensar que cualquier cosa es posible - dijo el pescador.
Martín, con cara preocupada, llamó aparte a Xaviertxo para decirle:
- Hermano, tené cuidado, que me parece que este tipo te está metiendo el perro.
Fue muy difícil convencerle, pese a que cuando las pruebas en el laboratorio había estado tan seguro, y sólo aceptó la verdad después de ver, desde lo alto de un monte, con sus prismáticos, dos carabelas que al puerto de San Sebastián se acercaban; después de comprobar que la carretera de San Sebastián a Guetaria había desaparecido y después de visitar Guetaria y no hallar la estatua de Sebastián Elcano, pero hallar en cambio sí a Sebastián Elcano.
- Lo que me sorprende, Doña Goya - decía después Martín en la comilona que dimos en el Instituto, mientras se servía sardinas asadas y sidra, es que con estas ropas baskas del siglo veinte, y este idioma euskera que hablamos, no llamemos la atención en el siglo dieciséis. ¿Es posible que en cuatro siglos los baskos no hubieran cambiado nada?
- Un pueblo que no evoluciona. Grave, grave - decían los demás extranjeros, saboreando el bacalao y las angulas al pil pil.
- ¿No les decía yo? continuaba Martín -. En las provincias vascongadas los neolíticos son llamados nuevaoleros, y son muy mal vistos. - Y todos reían.
Muchas bromas hicieron, y mucho comimos y bebimos, y bailamos la ezpatadantza, y aurreskos y zortzíkos, aunque tuvimos que llamar al orden a Martín, que se había unido a nuestro grupo de txistularis, y cada tanto el ritmo cambiaba y tocaba cosas que de baskas nada tenían. Y después nos reunimos para decidir qué haríamos.
- Pues saltar de nuevo atrás - dijo Gregoria -, pues muy lejos del origen aún estamos.
Pasó la noche del 7 al 8 de julio de 1524, y al amanecer todos, incluido el pescador que había dado a Xaviertxo la buena nueva, nos preparamos para dar otro salto al pasado. El Padre Lartaun mucha preocupación tenía.
- Es que, sabéis, nuestros antepasados mucho en convertirse tardaron. Natural es, pues somos un pueblo terco. El próximo salto nos ha de llevar a tierra de paganos.
PIMPILIMPAUSA funcionó de nuevo. Esta vez se hicieron muchos cálculos, y dijeron que iríamos al siglo octavo, y allí fuimos. El valle no había cambiado, pero cuando nos movimos, ya no estaban ni Guetaria, ni San Sebastián, ni el castillo sobre el Monte Urgull. Pero las barcas de pesca en el Cantábrico eran las mismas, y en todas había perros blancos, negros o de pelo áspero, color castaño, muy parecidos a Txuri, Beltxa y Nere. A nadie llamábamos la atención cuando con otros baskos por los caminos nos cruzábamos. Alguna vez nos preguntaban, en un euskera igual al nuestro, si por ahí habíamos visto alguna partida de godos. Más o menos la mitad de los baskos que encontrábamos eran cristianos.
- En cuanto a los demás - decía el Padre Lartaun -, dicen que la nueva religión buena es, pero que cambiar la religión de los padres es cosa mala. Hice mal en llamarles paganos, pues siguen la religión natural...
- ¿Y usted no les predica, Padre?
- ¿Predicarles? Bueno, algo intenté, pero ya sabéis que conseguir que un basko cambie de idea es algo muy, pero muy difícil...
Un grupo de caminantes pasó, y a comer en su caserío fuimos invitados. Avergonzados estábamos por no poderles decir de dónde (de cuándo) veníamos. Hasta el Padre Lartaun estaba de acuerdo en que la verdad parecería cosa demasiado extraña, cosa del Diablo, o del Basajaun (El señor del bosque en la mitología baska). Había que mentir, diciendo que éramos baskos del otro lado de las montañas, y a ningún basko le agrada mentir. Aceptamos la hospitalidad, comimos y bebimos (angulas, tocino con habichuelas rojas, queso y sidra), bailamos aurreskos, cantamos, agradecimos y nos despedimos con el Agur. Y otro salto dimos en seguida, muy avergonzados por haber mentido. El Padre Lartaun estaba ahora preocupadísimo.
- ¿Es que no os dais cuenta? Vamos ahora a una época en la que todavía el Salvador no habrá venido.
Allá fuimos. Y en lo que se veía el cambio no era mucho. Casas y pueblos eran casi todos los mismos que habíamos dejado. Se bailaba, se cantaba y se comía lo mismo, y todos nos entendíamos perfectamente, en un euskera sin traza de cambio alguno. Claro que la cruz faltaba, y el Padre Lartaun estaba siempre preocupado.
- Es que mi deber sería predicar a los paganos. ¿Y cómo voy a predicar, si Cristo todavía no nació?
- Si no puede predicar, profetice Padre - le dijimos -. No habrá profecías más seguras que las suyas - le dijo, riendo, Martín, que por otro lado estaba escandalizado de encontrar baskos iguales a lo que los baskos siempre serían.
Nuevamente aceptamos la hospitalidad de la gente, con mucha vergüenza por mentir acerca del lugar y el tiempo de los que veníamos. Comimos angulas, y sardinas asadas, y tocino con habichuelas rojas, y todos nos preguntaban si no habíamos visto a esas gentes del Sur, que estaban cruzando las montañas con aquellos monstruos de largas narices. El Padre Lartaun contó algo sobre Asdrúbal, Aníbal y su familia, y todos le miraron con gran respeto. Martín empezó a contar unos chismes sacados de un libro de esos que no deben ser leídos, llamado «Salambó», pero Xaviertxo no le dejó continuar, diciéndole:
- Los baskos amigos fueron, según la historia, de los cartagineses. Alterarías la historia silos convencieras de que los cartagineses eran, son, unos degenerados.
Y como alterar la historia es grave responsabilidad, Martín no siguió hablando.
Volvimos a saltar al pasado, ahora mucho más atrás, y sin embargo todo era muy parecido a lo que habíamos dejado, sólo que había menos caseríos, y muchas gentes entraban y salían de las cuevas de las montañas, y muchos vivían en ellas. Ya no nos sorprendía que todos fueran tan parecidos a nosotros, ni que nuestro idioma fuera el de ellos.
Trepamos hasta la gruta de Orio, y entramos en ella, mientras decía Martín:
- Hoy está de moda ser espeleólogo.
Va a tener que pasar una punta de miles de años para que la moda vuelva.
Luego decía, mirando aquellas pinturas:
- Quizás con el próximo salto podamos conocer al artista que decoró esta cueva.
Nos hicimos amigos de los pescadores, y en sus barcas salimos al mar, con Nere, Txuri y Beltxa, que mostraron su habilidad en la pesca del bonito. El Cantábrico estaba mucho más poblado, y hasta vi grandes cachalotes cerca de la isla de Santa Clara.
Tuvimos una reunión y Xaviertxo, muy preocupado, nos advirtió:
- Debemos decidir ahora. PIMPILIMPAUSA frágil es, y un nuevo salto la arruinará. ¿Volvemos a nuestro tiempo, o seguimos hacia el pasado para enteramos, en definitiva, de cuál fue nuestro origen?
- Esto es cosa para votar, y debe ser votada - dijo Gregoria. Y trajo habas blancas y negras y tomó mi boina -. El que esté por volver, eche una haba negra. El que esté por seguir, eche un haba blanca.
Así se hizo, y al volcar mi boina sólo habas blancas cayeron.
Dimos el salto. Y lo dimos para no hallar traza de ser humano en estas tierras.
Entre hielo y nieve trepamos a la gruta de Orio, y en ella no había pintura alguna. Y PIMPILIMPAUSA no funcionó más.
De todo eso han pasado algunos años. Desde entonces muy contentos hemos vivido. No importa el frío, que es mucho, pues tenemos buen abrigo y trabajamos duro, y para el alimento ahí está el Cantábrico, libre de hielo y con pesca tan abundante. Mis hijos y sus amigos se lanzan al mar, a sacar peces y cazar cachalotes y ballenas, acompañados de Nere, Txuri y Beltxa y otros muchos perros, hijos y nietos de los tres perros pescadores. Van en barcas iguales a las de siempre, que ellos han construido con madera acopiada aquí antes del último salto. Y llegan muy lejos.
Todos estamos a gusto. Claro que nos preocupa que falte tanto tiempo para la fundación de la Santa Madre Iglesia, sobre todo porque como el Padre Lartaun no es obispo, no puede ordenar a nadie. Jainkoarieskerrak, el buen cura está muy fuerte, y tendremos para rato religión como la de nuestros padres. Para después habrá que confiar en la providencia.
Se han formado ya algunas familias. Aránzazu y Martín se casaron y tienen una hijita. A la niña le encanta dibujar y constantemente lo hace sobre las paredes de la gruta de Orio, donde vive con sus padres.
Estamos muy contentos, porque vivimos, en lo esencial, como hemos vivido siempre. Y muy conformes, pues PIMPILIMPAUSA cumplió su cometido y sabemos al fin quienes dieron-dimos-daremos (lío este difícil hasta para Jainkoa), origen a los baskos. Nosotros y los nuestros: gu ta gutarrak.

FIN

Fredric Brown - APRENDED GEOMETRIA




Henry miró el reloj, a las dos de la mañana cerró el libro desesperado.
Seguramente lo suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la Universidad. Sólo un milagro podía salvarlo. Se enderezó.
¿Un milagro? ¿Por qué no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas. Ponerse a cubierto en un pentágono. Llega el demonio, no puede hacernos nada y se obtiene lo que se desea. ­El triunfo es vuestro!
Despejó el piso retirando los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos.
El demonio era verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje.
- Siempre he sido un inútil en geometría - comenzó...
¡A quién se lo dices! - replicó el demonio, riendo burlonamente.
Y cruzó, para devorarse a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.

FIN

Cristóbal Pérez Castejon - GASOLINERA GALACTICA




Fecha estelar, 2297924. La primer oficial ha venido a mi despacho y de buenas a primeras me ha soltado que se nos esta terminando el nomonio. Así, sin preámbulos. Me he cabreado tanto que he acabado enseñadole los dientes. Al parecer tuvimos que escapar tan a uña de Kalia II que no dio tiempo a llenar a tope el deposito y ahora andamos con la reserva. Si tan solo esos chiflados de los berleis no estuviesen pisándonos los talones... también fue mala suerte ir a chafar a la mascota del embajador de Berleia con la rampa de descenso de la nave. Ahora están empeñados en convertirnos en átomos y esparcirnos por la galaxia. Aunque obviamente, nosotros no estamos por la labor.
Por tanto, tenemos que encontrar donde repostar y deprisa. Los sistemas de detección de largo alcance muestran algo parecido a un crucero a 50 años luz de nuestra posición actual. En menos de cuatro semanas lo tendremos encima... como la suerte no nos acompañe acabare como una bonita alfombra en el camarote de un comandante berliano.
Nuestra mejor opción parece ser un sistema solar en torno a una estrella mediana de color amarillo. No me gustan los soles amarillos: prefiero las estrellas azules, como las de nuestro planeta natal. ¡Ah!, la hierba violeta al atardecer, justo antes de empezar la caza... La boca se me hace agua al pensar en la jugosa carne de una presa. Estoy hasta el hocico de proteínas en cápsulas: los médicos dicen que las malditas pastillas contienen todos los elementos necesarios para nuestra supervivencia, pero al cabo de dos meses aburren miserablemente. Ojalá en torno a este sol encontremos algún alimento mas completo...

Fecha estelar 47555. El escáner muestra varios gigantes gaseosos que no nos valen para nada, un planeta tan cerca del sol que no podríamos bajar el escudo ni para empezar a buscar el nomonio y tres buenos candidatos en la parte interna del sistema. Empezaremos por el de en medio: la atmósfera parece respirable y esta razonablemente cerca del sol como para suponer que encontraremos elementos pesados sobre su superficie.
La moral de la manada esta baja. La comandante Trkkkk se sube por las paredes: la mayor parte de los tripulantes se pasan el día con el lomo erizado bufándose los unos a los otros y ella tiene que imponer orden. No puedo reprocharle nada: mi hermosa mesa de madera klimn, que me costo una pasta, esta destrozada. Lo siento por los créditos que me gaste en ella, pero yo tengo que afilarme las uñas en algún sitio, es lo único que me tranquiliza.

Fecha estelar 36428. Estamos en órbita del planeta. Es de un bonito color azul... aunque según la oficial científica casi todo es agua. Que asco, lo menos que me apetece en este momento es un baño. Por suerte hay varias zonas de tierra bastante amplias
El análisis espectrográfico nos ha dado varias sorpresas. La primera, que después de todo si hay trazas de nomonio: tenemos una posibilidad contra los berlianos. La segunda, que el planeta esta habitado por al menos una raza inteligente, pero no parecen tener todavía acceso al espacio. Hemos detectado naves voladoras de varios tipos, a veces en cantidades ingentes, desplazándose de un sitio a otro sobre la superficie. Además, utilizan señales radioelectricas para comunicarse. Los xenólogos están contentásemos: no se enteran de nada, por supuesto, pero afirman que es un descubrimiento trascendental en xenobiología. Me parece bien, pero preferiría tener el tanque lleno de nomonio y estar a mil años luz de distancia de esos malditos berleis y su chiflado sentido de la justicia...
He puesto a los tres ordenadores de la nave a intentar descifrar un tipo particular de señales que tienen buenas posibilidades de ser transmisiones de datos de baja velocidad. Tan baja, realmente, que parecen enviadas a mano. El resto de las emisiones suenan como un concierto de grillos en una tarde de verano... aunque los xenólogos afirman que corresponden a las voces de los habitantes del planeta. Vivir para ver...

Fecha estelar 44444. El código ha sido relativamente sencillo de descifrar... pero nos hemos quedado igual. Un puñado de símbolos sencillos, combinaciones de puntos y rallas que se unen formando palabras. Las tenemos a cientos... pero si no podemos establecer correspondencias con sus significados no nos valen para nada.
En cuanto a la situación en la superficie, al parecer los nativos se pelean (que original). Hemos detectado el estallido de explosivos químicos, muchas veces lanzados por las maquinas voladoras. Justo lo que nos faltaba: una raza guerrera. Toda la nave esta en zafarrancho de combate, aunque mas por los berlianos que otra cosa. Si los nativos no nos han detectado hasta el momento, no parece que haya que preocuparse demasiado por ellos.

Fecha estelar 445466. Tenemos que descender a la superficie como sea. El crucero berliano viene derechito hacia nosotros. Deben haber inventado algo desde la ultima vez que comerciamos con ellos: al parecer nos han detectado desde una distancia increíble, aunque estamos parados. Además, a todos nos apetece estirar las piernas. Y con un poco de suerte, igual los nativos son comestibles... se me eriza la piel del cogote de pensar en la idea.
Los xenólogos han conseguido contactar con una estación emisora de ondas electromagnéticas por el simple procedimiento de retransmitir lo mismo que enviaban en la misma frecuencia. Después de un par de días de experimentos, han conseguido una especie de código extraordinariamente burdo. Cuando pregunto que para que sirve me miran con cara de alelados... se que piensan que soy idiota, pero mis colmillos tienen casi cinco centímetros de largo y todos huelen a sumisión que tira de espaldas.
En cuanto a la situación de la guerra, al parecer los nativos del continente que tenemos debajo están luchando en solitario contra medio planeta. En las otras masas continentales no se combate, aunque hay indicios de que también están habitadas.
Nosotros aterrizaremos en la parte atacada. Me gustan esos nativos: pelean contra muchos y aunque su tierra se cubre de explosiones no cejan. Además, si van perdiendo nos necesitaran y posiblemente podremos conseguir el nomonio mas deprisa y con un trato mas ventajoso.

Fecha estelar 4454646. La lanzadera ha traído noticias desde el planeta. Los nativos son una especie de monos sin pelo que se cubren con laminas de tejidos variados. En las cabezas llevan unos cascos metálicos, posiblemente con fines ornamentales. Son bastante desagradables, y huelen mal, pero lo mas sorprendente es que el análisis de su armamento implica que esta basado en disparar proyectiles de nomonio. Al principio estabamos alucinados: solo los Xdfrrrg han conseguido defensas eficaces contra las armas de nomonio. Pero estos nativos son tan primitivos que simplemente lanzan el metal contra el adversario mediante la deflagración de una carga química.
Por lo demás, tienen un aspecto apetitoso. Tendremos que conseguir muestras rápidamente... igual podemos llenar la despensa antes de que lleguen los Berleis a fastidiarnos el banquete.
En el segundo viaje he bajado personalmente. Es tan agradable volver a pisar tierra firme que me han entrado ganas de restregarme contra el casco de la nave. No lo he hecho porque quedaría feo ante los monos y además la tripulación se lo tomaría a cachondeo: un capitán debe estar siempre a la altura de su puesto.
Lo que me recuerda que la comandante Trkkkk tiene un aroma muy extraño últimamente... espero que este tomando los supresores de celo regularmente, porque seria lo único que nos faltaría en este momento.

Fecha estelar 53443. Los nativos son francamente raros. No están completamente incivilizados: por lo menos tienen una estructura jerárquica bien definida. Los de los gorros metálicos son soldados. Los que les mandan, llevan unas gorras altas con adornos. Los que mandan a esos, a su vez, van vestidos con largos abrigos de cuero y cuando los ven aparecer todo el resto de los monos toman una postura de sumisión tan abyecta que provocan risa. A este paso, para cuando encontremos un interlocutor valido estaremos convertidos en hamburguesas berlianas...
Los lingüistas no han avanzado gran cosa. Tenemos símbolos para los números... algo es algo. Pero poco mas. Dicen que con tiempo... pero no tenemos tiempo para tonterías. Lo que si que tenemos es la palabra con la que al parecer nos designan: los que hacen de interlocutores con nosotros nos llaman algo que suena como "señor extraterrestre", pero los guerreros de los cascos nos llaman "hienas".
Por la tarde hemos tenido un agotador intercambio de información con los monos. Nos han enseñado representaciones visuales de su mundo (que horror, en blanco y negro y además llenas de saltos) y nosotros les hemos dado una charla holografía sobre nuestro origen y parte de nuestro viaje. Por supuesto, nos hemos callado las noticias sobre el crucero berliano: me pregunto hasta que punto son capaces de detectar lo nerviosos que estamos.

Fecha estelar 445566. Un golpe de suerte. Esta noche, los enemigos de nuestros queridos monitos han venido a destruirnos la nave. Han arrojado un montón de explosivos químicos... pero hace falta mucho mas para penetrar nuestro escudo. He dado orden de activar los láser... y en media hora nos hemos cargado cincuenta naves. Ha sido como una cacería de patos. Los nativos están muy impresionados: es evidente que ahora tenemos algo con lo que negociar.
Malas noticias desde bioquímica. Han terminado los análisis de las biomuestras que intercambiamos con los nativos. Bueno, nosotros les hemos pasado unas muestras de nativos de Malonia que teníamos en éxtasis... tampoco se trata de que sepan demasiado. Ellos en cambio, nos han traído varios especímenes completos, vestidos con un gracioso pijama a rayas y con no muy buen aspecto. Desgraciadamente, son venenosos: su bioquímica no solo es incompatible con la nuestra sino que nos mataría en cuestión de segundos. Una pena, sigo añorando carne fresca. No valen ni para cazarlos: son tan flojos que de un solo zarpazo se mueren y ni siquiera corren a una velocidad aceptable. Este planeta debe ser un balneario si estos monos miserables son la especie dominante...

Fecha estelar 4545464. Las negociaciones van por buen camino. Cuando les hemos enseñado una barra de nomonio han puesto una cara tan divertida que a todos nos ha costado aguantar la risa. Obviamente saben de que se trata... pero son buenos comerciantes, aunque sus olores les traicionan. Deben de tener un sentido del olfato muy atrofiado, porque sus caras dicen una cosa... y sus cuerpos otras. En cualquier caso, con nosotros no tienen ninguna posibilidad: todos llevamos puesto el traje energético durante todo el día. Esas armas de nomonio son primitivas, pero seguro que hacen unos agujeros feísimos...
En un par de horas de gesticulación (que aburridos que pueden ser estos primates, en todas partes es lo mismo) ha resultado evidente que quieren nuestros láser. No se para que, porque con sus generadores energéticos basados en combustibles fósiles no tienen energía ni para encender el panel de control. Así que he decidido dejarles diez cabezas nucleares de 10 kilotones con sus correspondientes vectores. Saben lo que es un cohete y nos han señalado sobre un mapa trazado desde la nave en órbita el objetivo de la demostración: una aglomeración de viviendas de los monos en la gran isla al norte del continente. Ktrrrr, como jefa de la expedición militar ha puesto objeciones. Pero cuando le he contado mi plan completo se ha mostrado encantada. Es una compañera fantástica, sin duda...

Fecha estelar 4343499. La demo ha sido un éxito. Hemos subido a un par de monos a la lanzadera para que pudieran presenciar mejor el espectáculo. Ni se han dado cuenta de que tenían media docena de disruptores neurales apuntándoles. A la hora fijada, el equipo de tierra ha lanzado el misil y unos minutos mas tarde la ciudad ha desaparecido del mapa. Los observadores estaban impresionados. Es injusto que un mundo tan rico en nomonio este poblado por una raza tan idiota. Cuando volvamos habrá que hacer algo al respecto.
Esa misma tarde han empezado a llegar las barras. Todos estamos aliviados: el crucero esta entrando en el sistema solar exterior y en menos de diez días lo tendremos encima.

Fecha estelar 5545454. Los nativos no parecen muy contentos de vernos marchar. Ha venido el jefazo supremo a despedirnos: un tipo bajito con una repulsiva mata de pelo justo encima de la nariz. Es un payaso: odio a estos monos gesticuladores. Los de la especie de los abrigos de cuero son mas parecidos a nosotros: fríos como serpientes pero letales.
Después de la ceremonia hemos escapado a uña. No podemos saltar hasta habernos alejado doce veces la distancia de este planeta al sol. Entre tanto, espero que el crucero berliano se pare a investigar que es lo que hemos estado haciendo sobre el planeta de los simios...

Fecha estelar 5434343. Todo ha salido de perlas. El crucero berliano, en efecto, se ha puesto en órbita: son tan metomentodo que no podían desperdiciar una ocasión de oro como esta. En ese momento, los misiles que hemos dejado atrás se han activado simultáneamente y han alcanzado a la nave en pocos segundos. No la han destruido, por supuesto: pero los berlianos están ahora mas cabreados con los pobres monitos que con nosotros. Justo antes de saltar al hiperespacio hemos detectado un pulso de radiación Génesis procedente del planeta: en este momento no debe ser un sitio muy saludable para la vida...
Los científicos están muy enfadados. Dicen que hemos estropeado una ocasión única para estudiar la evolución de una especie primitiva. Pero como tienen dos docenas de ejemplares en éxtasis para jugar, no gruñiran mucho tiempo. La comandante Trkkkk tampoco esta muy contenta con nuestro comportamiento en este asunto. Siente remordimientos por la putada que le hemos hecho a los monos: afirma que no nos hemos comportado con honor. Le he hecho ver que eran ellos o nosotros: uno no se quita de encima a un crucero berliano con sentimentalismos. Además, quien sabe: a lo mejor el crucero ha quedado lo suficientemente averiado como para quedarse varado en el planeta y podemos enviar a una nave mas pesada de las nuestras a rematar la faena. Así que tendremos un enooooorme planeta lleno de nomonio... y sin molestos habitantes que nos estorben.
No se ha quedado muy convencida, pero me da lo mismo: el negocio es el negocio. Además, los malditos monos ni siquiera eran buenos para comer...


FIN


Eduardo A. Ponce - LA FRONTERA




I
Anochecía. Un fino manto de arena y frío se deslizaba ominosamente sobre la ciudad. Allá en la frontera, dos soldados escrutan el horizonte, apostados en sus garitas, impertérritos ante las próximas quince horas de oscuridad.
Holes había aprendido, con el transcurrir de los años, a discernir casi instintivamente, a través de las continuas tormentas de arena, cuándo se aproximaba hacia la frontera algún traslúcido. Willis, sin embargo, acababa de salir de la Academia.
- Te digo que lo he visto, por el norte. Caminaba lentamente, pero su rastro era inconfundible - argumentaba Willis, sin despegar los ojos de los prismáticos de infrarrojos.
- Mira chico, llevo seis años en este desierto de muerte, y puedo asegurarte, que antes que esos prismáticos capten a un traslúcido, ya lo habrás sentido en tu cerebro y olido a tu alrededor - contestó Holes, mientras encendía un cigarrillo.
- Se como son los traslúcidos, en la Academia...
- En la Academia pueden simular traslúcidos, pero ni los tienen ni los pueden crear - miró con aire paternal a Willis -. No te preocupes muchacho. Tendrás ocasión de verlos - aspiró una bocanada - y entonces desearás estar en cualquier sitio menos en Goliath.
El sol de Goliath se había ocultado completamente, y en su lugar, cientos de estrellas salpicaban la noche goliatina. Era como la noche de otros planetas ya colonizados, como Banta, Mil-Días o Aurora. Pero en Goliath, las noches eran más largas y frías, y los días secos y calurosos. Las tempestades de arena, casi diarias, erosionaban los edificios de la Ciudadela, mientras los traslúcidos se encargaban de socavar las mentes de los hombres. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

II
Mucho tiempo. Varios siglos terrestres.
Todo se remonta al primer día en que el hombre posó sus enormes naves sobre el planeta, que años después adoptaría el nombre definitivo de Goliath. Entonces sólo era un número.
Todos los parámetros aconsejaban la colonización, y doscientos hombres y mujeres dejaron todo y levantaron junto al desierto la primera colonia de Goliath, La Ciudadela.
Y entonces aparecieron ellos, desde los más profundo del desierto: los nativos de Goliath.
Y los llamamos traslúcidos, pues sus cuerpos se hayaban rodeados de un aura que les hacía parecer semitransparentes ante nuestros ojos de humano.
Pero se convirtieron en una plaga. La ciudad comenzó a inundarse de ellos. Nunca fue posible intercambiar palabra o gesto alguno con los nativos. Nos observaban permanentemente, pero jamás intentaron establecer contacto.
Los hombres, al contrario, lo intentamos una y otra vez, sin éxito. Parecían no disponer de órganos para la fonación, pero tampoco el idioma gestual formaba parte de su cultura.
Poseían un físico humanoide, dos enormes ojos, negros y profundos, centrados en un rostro indefinible, inexpresivo e inmutable. Una cabeza desproporcionadamente voluminosa respecto al diminuto y frágil tronco. Los dos brazos y las dos piernas completaban la figura del traslúcido, desnudo y asexuado, un cuerpo tan semejante al del hombre y sobre el que éste no podía saber nada más, pues los nativos sólo observaban, nunca comunicaban.
Poco a poco, sin embargo, comenzamos a observar los primeros cambios en los nativos. Dejaron de acercarse en elevado número, tal como lo hicieron durante los primeros meses, pero los pocos que se aventuraban a cruzar las puertas de La Ciudadela, eran diferentes.
Fue el biólogo evolutivo Qasar El-Hamed quien se apercibió de los primeros cambios en los traslúcidos. En los primeros días, podía observarse en éstos que no poseían una mano bien diferenciada, sino que al contrario, ésta se hundía en al aura que rodeaba al brazo, y jamás pudimos entonces saber si poseían dedos, membranas o cualquier otro tipo de órgano táctilo-prensil. Pero ante los ojos de Qasar empezaban a desfilar nativos con brazos terminados en manos, y éstas en dedos, cinco.
A Qasar El-Hamed no le cupo la menor duda de qué les estaba ocurriendo a los traslúcidos, cuando éstos empezaban a ser más altos, más proporcionados, sus ojos no sólo eran negros, la mirada había dejado de ser fría y distante. Sus rostros, a pesar de todo, poseían aún ese factor indescriptible que nos hace diferenciar siempre entre el original y la copia. Qasar El-Hamed sabía que, de seguir así la evolución de los nativos, las consecuencias sobre la población colona serían irreparables.

III
- ¿Que adoptan nuestros cuerpos? - El comandante Keel tenía puestos sus desorbitados ojos sobre el rostro impasible de Qasar -. ¿Qué quiere decir con esa estupidez? ¿Acaso se están apoderando de nosotros?.
- No digo que adopten nuestros cuerpos en el sentido de, como usted lo llama, apoderarse de nosotros - Qasar miró distraídamente por un instante hacia la ventana, mientras esperaba a que Keel volviera de nuevo a sentarse tras su escritorio -. Aunque puede que realmente termine por suceder lo que aventura. Mi teoría es que los traslúcidos tienen la habilidad de adoptar el físico, al menos, de cualquier otra especie o raza. Al principio de nuestra llegada, nos conocían poco, nunca habían visto a un ser humano, sin embargo, a fuerza de convivir con nosotros, los traslúcidos han empezado a habituarse a nuestra presencia, a nuestra imagen, y simplemente la adoptan.
- Todo lo que me cuenta es extraño, para mí son todos iguales, aunque ahora que lo pienso, sí es verdad que noto que son un poco más altos, y... - Keel quedó pensativo, nunca le habían preocupado demasiado los nativos, bastante tenía con luchar contra las tempestades, las noches, La Ciudadela -. ¿Cree que son inteligentes? ¿Y son capaces de copiar nuestra morfología?
- No lo sé. Si lo fueran, tal vez el adoptar nuestro físico sea un paso hacia un posible primer contacto. Pero aún está todo muy oscuro. No podemos comunicarnos con ellos, no sabemos tan siquiera si realmente tienen un cuerpo físico propio, e incluso tal vez simplemente sean criaturas totalmente irracionales que emplean todo sus esfuerzos en mimetizarse con nosotros, un simple acto de pura supervivencia. Sin embargo, mis observaciones apuntan a que evidencian un cierto grado de inteligencia, tal vez basada en principios diferentes a los que caracterizan la nuestra.
- O tal vez, sólo sean imaginaciones nuestras. La propia mente humana en su búsqueda continua de nuevas razas. Digamos... una paranoia colectiva. Usted ve evolucionar a sus nativos, y yo los veo como siempre, algo connatural al planeta, pero irrelevante para mis intereses y obligaciones.
- Todo puede ser. Pero recuerde, si una mañana se levanta y al abrir las ventanas se topa con media docena de comandantes Keel fisgoneando por su jardín, llámeme.
- ¿Nada mas, Qasar? - Keel decidió finalizar con la conversación.
- Era todo lo que tenía que decirle.
- Sepa entonces, que cuando eso ocurra tomaré las medidas que crea oportunas, y hasta entonces usted seguirá con su trabajo y yo con el mío. Buenos días.
Keel supo que a partir de ese día, miraría con más detenimiento a través de la ventana.

IV
Los nativos aprendieron a diferenciar ambos sexos, y no faltó el colono al que no le hubiera importado poner los cimientos de un nuevo mestizaje. Jamás se conseguiría sin embargo, pues los traslúcidos poseían la capacidad de evaporarse ante la proximidad o intimidación de un humano. El traslúcido iniciaba un proceso de difuminación, comenzando por las extremidades y finalizando en sus ojos, el aura lo envolvía, y luego ésta se disgregaba en millones de corpúsculos luminosos que eran arrastrados por el viento, de igual forma que lo eran los granos de arena en las tempestades que tan continuamente asolaban las noches goliatinas.
En los cerebros de muchos colonos empezó a tomar cuerpo la idea de que los traslúcidos tenían habilidades telepáticas, y que estaban hurgando en nuestros cerebros. Muchos se pusieron nerviosos y entonces el comandante Keel tuvo que tomar una determinación.

V
Y Keel tomó sus medidas. Recordó entonces, durante un breve momento, la conversación que mantuviera con Qasar tiempo atrás, y lamentó no tenerlo al lado en esos instantes. Qasar se habría puesto furioso de conocer las intenciones del comandante. Volvió a la realidad de la sala de juntas y habló a los máximos responsables de La Ciudadela.
- Una gran muralla rodeará a la ciudad, impediremos que cualquier traslúcido la cruce, instalaremos garitas y en ellas apostaremos soldados que evitarán que los nativos se acerquen a menos de cien metros de La Ciudadela.
Keel había hablado con rotundidad y concisión propias de un militar de carrera curtido en el infierno de Goliath. A pesar de ello, un murmullo de voces se fue elevando de la mesa mientras el comandante Keel continuaba exponiendo sus medidas.
- Un grupo de científicos está desarrollando unas defensas psicológicas, de tal forma que cualquier colono, salvo los soldados, podrán ignorar subconscientemente la presencia de los traslúcidos en este planeta...
Desde el fondo de la sala se escuchó una agitada voz acusadora.
- ¡Qasar jamás lo habría permitido. Va contra los principios elementales de la Carta Internacional de Exploraciones para la defensa de los derechos de las razas!
Keel, por supuesto, pensaba de manera diferente y no estaba dispuesto ha conceder ni un ápice de sus propuestas, por otra parte, de obligado cumplimiento, pues sabía que, como máximo responsable de La Ciudadela, tenía absoluto control de la misma.
- El biólogo evolutivo murió hace tiempo y sólo yo puedo dictar órdenes especiales para casos de emergencia, y esta es una situación de extrema gravedad. O ignoramos de alguna forma a los nativos o ellos terminarán con la poca lucidez que nos queda en nuestros cerebros. Además no es esta una misión de exploración, les recuerdo que se trata de una colonización. Si queremos que nuestra especie no se extinga, hemos de colonizar otros planetas. Y éste, tarde o temprano, albergará ciudades cien veces más populosas que La Ciudadela, que ahora yo gobierno - hizo una pausa mientras recorría su mirada a través de los perplejos rostros de los asistentes -. Recuérdenlo - prosiguió, alargando las palabras para que éstas retumbaran con mayor resonancia -, no vamos a exterminar a los nativos. Pero si no los detenemos, habremos fracasado. ¡Tantos años luz para naufragar ante unos seres de los que aún no se sabe seguro si tan siquiera son materiales! No ha lugar para la palabra fracaso en mi vocabulario.
- ¡Tampoco la palabra pasado, ni historia, parecen existir en él! - y el hombre que las pronunció salió de la sala apresuradamente. Nadie más se movió de sus asientos.

VI
- ¿Crees que nos han visto? - Emitió la mente de un traslúcido; suave y acompasada fue recibida en la mente de otro.
- No, recuerda que no nos pueden percibir mientras no conectemos con ellos - Esta otra poseía la gravedad propia de un traslúcido experimentado en conectar con otras mentes.
- ¿Por qué no lo hacemos cuando estemos muy cerca? - volvió a interrogar la mente del traslúcido más joven.
- Se nota que nunca has conectado. Si lo haces cerca sufrirás una gran descarga psíquica de él, y posiblemente al contrario también. Los dos podréis recibir un fuerte shock, y lo más probable en este caso, es que no puedas regresar. Te dispersarás irremediablemente.
- Sigamos entonces, y cuando lo creas oportuno me indicas el momento de iniciar el contacto.
Ambos dieron por terminado el diálogo y siguieron avanzando por el desierto, mientras en el lejano horizonte, una mancha gris fue delineando la desgarbada silueta de La Ciudadela.

VII
- ¡Ya los tengo! - gritó Holes -. Vienen hacia aquí, y son dos. Rápido, enfócalos Willis.
El novato desenfundó los prismáticos y apuntó hacia la dirección que le indicaba Holes.
- ¿Que hacemos ahora? - inquirió Willis.
- Esperar, aún están fuera de nuestro alcance - dijo Holes mientras no dejaba de seguir con los prismáticos la trayectoria de los intrusos.

VIII
- ¿Crees que nos han visto? - preguntó el traslúcido de mente más joven.
- Percibo que sí. Estoy empezando a conectar con uno de ellos. Inténtalo tu con el otro. - Esta vez era la mente experimentada quien emitía.
- Es difícil, parece que una barrera se interpone. Una densa e infranqueable muralla.
- Estamos lejos, aún es débil la conexión. Creo que yo lo tengo más fácil. La mente del mío es bastante ordenada.
Continuaron caminando sin perder ese inicio de conexión.

IX
- Ya han entrado, ahora hay que seleccionar, asegurar y disparar - esperó unos segundos y - ¡Ahora! - gritó -. Pero quedó decepcionado.
- ¿Pero qué te pasa ahora muchacho? - miró Holes acusadoramente a Willis - ¿No tendrás miedo, verdad?
- Yo, pues... no... no es exactamente miedo, siento como si...
- ¿Como si hurgaran en tu cerebro? Notas que no lo controlas del todo ¿no es cierto?
- Sí, eso es, hay algo que me impide disparar.
- ¿No te das cuenta? Son ellos, muchacho. Ellos se están introduciendo en tu cabeza, intentan protegerse, y al mismo tiempo, te desordenan un poco el coco - Holes ya había pasado por ello hacía algunos años -. Atiéndeme bien. He visto a muchos como tú volverse locos, dejarse perdida la mirada más allá de sus prismáticos y no regresar ni aún introduciéndoles en la cámara de rehabilitación. Quedaban tan fuera de control que hasta se olvidaban de respirar.
Willis permanecía mudo, luchando interiormente por recobrar el control de sí mismo mientras gruesos goterones de sudor comenzaban a resbalar por sus sienes.
- Escucha - continuó Holes - vas hacer lo que te digo, apunta con el láser al que viene en primer término, y cuando de la orden, dispara. ¿De acuerdo? ¿Podrás hacerlo?
- Sí, creo que podré.
- Concéntrate entonces.
Holes tomó el láser y apuntó a su blanco. Willis, con un poco de más trabajo cogió el arma y lanzó su mirada a través de la mira telescópica.
- ¡Dispara!

X
- Tengo miedo. ¡Creo que no podré!
- ¿Qué te ocurre?
- Siento peligro, quiere... quiere lanzarme su rayo de muerte.
- No te apresures, olvida que siente odio por ti, transmítele seguridad, confianza. Hazle pensar en lo que tanto tiempo lleva esperando. La posibilidad de un primer contacto.
- Vas a tener que ayudarme, yo...
- Lo siento, si te ayudo, entonces el otro...
El rayo de la muerte le alcanzó de lleno y su cuerpo se fue evaporando mientras su compañero se concentraba al máximo y apresuraba el paso hacia la muralla.
Cuanto más cerca, más posibilidades. O al menos eso creía.
- ¡No puedo! ¡No puedo matarlo!
- ¡Pero eres imbécil!
- No puedo disparar a mi propio rostro! - Grito Willis, empapado en sudor, manteniendo sus ojos fuertemente cerrados.
- ¡Te das cuenta! ¡Has esperado demasiado! - Holes cargó de nuevo su arma, y apuntó al doble de Willis, que seguía aproximándose con rapidez hacia sus posiciones.

XI
- ¡Estoy conectado! Creo descifrar cosas. ¡Son inteligentes! Sienten y piensan. Ahora... ahora tiene miedo, duda, desea matarme, pero hay algo que le frena. Hemos conseguido nuestro primer...
Y empezó el proceso de dispersión. Un resplandor, un breve y tembloroso fulgor, corpúsculos áureos disgregándose en mil, un millón, de direcciones. Una ligera brisa, y después, nada.

XII
- ¿Qué me ha pasado? - Balbuceó Willis, mientras sentía cómo sus escalofríos empezaban a desaparecer poco a poco.
- Nada novato. Te has desmayado - contestó Holes, en un tono más de compasión que de enfado - Fue una emoción demasiado fuerte el contemplarte a ti mismo a través de los prismáticos y con la obligación de disparar sobre tu propia cara.
- Me da vueltas toda la cabeza.
- Debes darme las gracias por mi reacción. De no haberlo hecho ahora no te quedaría ni el más mínimo gramo de razón.
- ¿Qué le ha pasado? Lo último que recuerdo es mi, bueno, su cara, mirándome fijamente.
- Tuve que actuar. Disparé.
- ¿Murió?
- Se evaporó. Como todos.
- Sin embargo, me dijo algo, estoy seguro. Le sentí muy cerca.
- Te hablaré claro, Willis. No vales para esto. Hay que tener un gran control sobre la mente, ser muy disciplinado. Cumplir con el deber, por encima de todo. - Pausa, Holes estudia la expresión del rostro de Willis - No estás preparado para esto. Pero no te preocupes, creo que lo arreglaré todo y podrás ser destinado a otro planeta menos conflictivo.
- No sé que decir, si gracias o...
- No digas nada. Piensa en lo maravilloso que será Goliath dentro de diez años, sin traslúcidos que nos desordenen las ideas, con inmensas ciudades en construcción y que algún día albergarán miles, millones de seres humanos.
Willis miró por el hueco que se abría en la estrecha garita. Comenzaba a levantarse un fuerte viento que hacía arrastrar consigo voluminosas masas de polvo gris, envolviendo el amanecer de Goliath en una granulosa estampa en tonos pastel. Se avecinaba una gran tormenta.
Las palabras de Holes le sonaban ya muy lejanas.


FIN

Carlos Gardini - PRIMERA LINEA




El cielo es un caldo rojo cruzado por tajos blancos. Colores sucios vibran en la nieve sucia. El ruido es una inyección en el cerebro.
Acurrucado en un pozo de zorro, el soldado Cáceres no tiene miedo. Piensa que el espectáculo vale la pena aunque el precio sea el miedo. De pronto es como si le sacaran la inyección, dejándole un hueco doloroso.
Un ruido se desprende del ruido. Un manotazo de tierra y nieve sacude al soldado Cáceres. Un silencio gomoso le tapa los oídos.
Cuando abre los ojos, el cielo es blanco, hiriente, liso. Y el silencio sigue, un silencio puntuado por ruidos goteantes, quebradizos: pasos, voces, instrumentos metálicos. El suelo es blando. El suelo es una cama, una cama en un cuarto de hospital. Un tubo de plástico le llega al brazo. Le duelen las manos.
Un médico joven se le acerca mirándolo de reojo.
- Quedáte tranquilo - le dice -. Te vas a poner bien.
- Mis manos - dice el soldado Cáceres -. Cómo están mis manos?
El médico tuerce la boca.
- No están - dice, sonriéndole a un jarrón con flores marchitas -. No están más.
No era lo único que había perdido.

Los días en el hospital eran largos, un corredor de sombras perdiéndose en un hueco negro. El hueco estaba lejos. Inmovilizado en la silla de ruedas, él no podía alcanzarlo. El corredor era opaco como un vidrio de botella, y detrás del vidrio había sombras. A veces las sombras se le acercaban, y adquirían un perfil borroso. Los rasgos se les deformaban cuando se apoyaban en el vidrio, y las voces sonaban distantes, voces envueltas en algodón.
Hoy tenés un plato especial, le decía una sombra. Pollo. ¿Querés que te guarde una pata de más? Y la sombra le guiñaba el ojo, le acariciaba el pelo a través del vidrio opaco. El soldado Cáceres miraba la manta que lo cubría de la cintura para abajo. Una pata de más, repetía estúpidamente.
O bien la sombra se le acercaba para ofrecerle un cigarrillo. El soldado Cáceres alzaba los muñones de los brazos, y la sombra, pacientemente, le ponía el cigarrillo en la boca, se lo prendía, lo compartía. Poco a poco el vidrio se resquebrajó. Alicia, le dijo una sombra un día, me llamo Alicia. Y la voz ya parecía de este mundo, un mundo donde los relojes sonaban y el tiempo transcurría. Alicia le contaba anécdotas de otros heridos de guerra, y de cómo se habían curado. O de cómo no se habían curado, él no hablaba nunca.
Cuando estuvo mejor (o eso le dijeron, que estaba mejor) pasaba el día frente al ventanal. Estaba en un piso alto, y mirando desde el ventanal veía el movimiento de afuera. El movimiento eran camiones militares cargando ataúdes, helicópteros descargando cadáveres y heridos en el parque, jeeps que entraban y salían, grupos de mujeres sin uniforme que traían paquetes y flores, pero el movimiento no era movimiento porque le faltaba el ruido. Sin el vidrio del ventanal habría ruido, pero siempre habría más y más vidrios aislándolo del ruido verdadero, la inyección en el cerebro. En medio del parque ondeaba la bandera. Nunca colgaba del mástil.
Siempre había viento, y siempre ondeaba. El soldado Cáceres miraba la bandera y buscaba en su memoria, buscaba algo que lo arrancara del sopor, algo que rompiera todos los vidrios. Un día recordó la letra de “Aurora” y le causó gracia. Le causó tanta gracia que cuando Alicia pasó por el corredor el soldado Cáceres se echó a reír.
- Veo que estás mejor - dijo Alicia, acercándose.
- Cuándo me muero - dijo el soldado Cáceres, poniéndose serio de golpe. No se sabía si era una pregunta, o qué.

Tenía que seguir viviendo. Eso decían, tenía que seguir viviendo. Cuando pensaba que tenía que seguir viviendo se preguntaba cuál era la parte amputada, si él, eso que quedaba de él, puro muñón, o las piernas o las manos perdidas. Qué le habían serruchado a qué? Había descubierto que uno era cosas que podían dejar de ser uno. Esas cosas no eran uno cuando se pudrían bajo la lluvia o la nieve en un fangal sanguinolento o entre desechos de hospital. O sí eran uno? Cuál era la parte mutilada? Cuál era él? Que él estuviera vivo y las otras partes muertas no era suficiente diferencia.
Era un misterio, y cuando pensaba en el misterio sentía ganas de llorar, y cuando lloraba pensaba en sus piernas, que al menos tendrían la suerte de no llorar por lo que les faltaba.
A veces recordaba a las mujeres. Veía enfermeras en el corredor, algunas atractivas, y pensaba en las mujeres. Imaginaba bocas, labios de vulva entreabriéndose, superficies húmedas.
Un día Alicia le puso un cigarrillo en los labios, le acarició el pelo traviesamente, le acomodó la manta bajo la cintura y por primera vez lo miró a los ojos.
- ¿Cómo está mi bebé? - le dijo -. Hoy tenés mejor cara. - No terminaba nunca de acomodarle la manta.
El la miró entre confundido y avergonzado.
- Perdonáme - dijo.
- ¿Perdonáme qué?
- Yo no puedo.
- ¿No podés qué? - dijo ella.
De golpe abrió la boca como quien recuerda algo, lo miró con severidad, tal vez con asco. Suspiró, dio media vuelta y se fue por el corredor.
El soldado Cáceres la siguió con los ojos, y no supo si él no había entendido. No supo qué no había entendido. Lloraba, y a través de las lágrimas vio de nuevo el vidrio, cada vez más grueso pero menos opaco.
Los otros ya no eran sombras. Tenían peso y consistencia, y tenían más peso y consistencia que él. Quería recordar, pero sólo encontraba hilachas de recuerdos humillantes. Un chico roba una revista de un quiosco, y lo sorprenden. El quiosquero no lo castiga, no lo denuncia, sólo dice que no te pesque otra vez. Cuando el chico vuelve al quiosco para comprar el diario para sus padres, sufre de nuevo la vergüenza, pues no sabe que para el quiosquero es sólo una travesura olvidada.
Cómo purificaría esos recuerdos, cómo les daría una forma que coincidiera con el dibujo acabado de una personalidad, algo que fuera sólido y no simplemente ridículo? Ahora todos los recuerdos serían así. La mirada de Alicia sería siempre un reproche, un que no te pesque otra vez. Ahora siempre se recordaría como ridículo, una cosa sin forma rebotando en un mundo de gente sólida. Un día estaba acurrucado en su pozo de zorro.
Siempre había tenido miedo, y había hablado del miedo con sus compañeros, pero ese día no tenía miedo, o estaba dispuesto a pagar el precio del miedo, y una bomba lo había despedazado. Era ridículo y doloroso, y ni siquiera había heroísmo, sólo una absurda falta de miedo.
Estaba mirando por el ventanal, viendo cómo los helicópteros aterrizaban en cámara lenta en medio del viento, y pensando nunca más, y preguntándose nunca más qué, cuando se le acercó un oficial. Al oficial le faltaba una pierna, y la cara era vagamente familiar. El soldado Cáceres recordó que lo había visto varias veces en el hospital, hablando con otros pacientes.
- ¿Cómo va eso? - dijo el oficial, acercando una silla de metal pintada de blanco y sentándose a su lado. Manejaba la muleta como un arma, como un privilegio.
Cómo va qué, pensó el soldado Cáceres, pero no dijo nada. Sonrió vagamente, como diciendo ahí anda. Era un oficial de reclutamiento de los grupos especiales MUTIL. El soldado Cáceres miró la insignia del brazo izquierdo. Entonces notó que estaba la manga, pero no el brazo.
El oficial le habló pausadamente. Sin duda él había oído hablar de las unidades MUTIL, aunque no las hubiera visto en combate. El soldado Cáceres sí las había visto en combate, pero no lo aclaró. Sabía que MUTIL era una sigla, dijo. Móvil Unitario Táctico Integral para Lisiados, explicó el oficial, y se lo escribió en un papel. Después le preguntó si tenía interés. El soldado Cáceres no respondió, y el oficial no repitió la pregunta. Siguió hablando. Mientras él hablaba, el soldado Cáceres pensaba en el ruido, y también pensaba en mujeres. También pensaba que el oficial no le había preguntado cómo se llamaba, e inexplicablemente eso lo deprimió.
- Acepto - dijo de golpe.
El oficial lo miró sorprendido, cortado en medio de una frase. Al fin sonrió y se levantó.
No tuvo el reflejo embarazoso de querer darle la mano. Le palmeó el hombro.
- Sólo una cosa - dijo de pronto, como si acabara de recordarlo -. ¿Usted no es judío, verdad? ¿Cómo dijo que se llamaba?
El soldado Cáceres, aliviado, le dijo cómo se llamaba.
- Bien, Cáceres. Le haré llegar los formularios.
El mes siguiente ingresó en un campo de adiestramiento MUTIL. Llegó en un ómnibus militar junto con otra tanda de mutilados dados de alta en el hospital. Todos tenían una franja de tela blanca en el pecho, con el apellido en rojo sobre la tela verde oliva. El rojo los identificaba como miembros de la fuerza especial. Los mandos del ómnibus estaban adaptados para lisiados. El chofer era un suboficial con las piernas inutilizadas.
Reía constantemente, y tenía la radio prendida. Por la radio pasaban un programa preparado especialmente por el enemigo. Una locutora de voz dulzona elogiaba el valor de los soldados que creían combatir por su patria, engañados por un gobierno inescrupuloso.
Elogiaba su valor, pero les decía que no valía la pena. Para ellos la guerra estaba perdida. El suboficial subía y bajaba el volumen continuamente, como si quisiera despedazar esa voz. Después venían segmentos de música folklórica, y el suboficial tarareaba convulsivamente. Cuando llegaron al campo de adiestramiento, apagó la radio.
- Estamos llegando, chicos - anunció, siempre riendo. Y prendió la radio.
El soldado Cáceres, que viajaba cerca del asiento del conductor, le sonrió extrañamente.
- Antes de la guerra era colectivero, después me enganché - le dijo el suboficial, frenando y abriendo las puertas dobles del ómnibus. El soldado Cáceres siguió sonriendo, pensando que era una broma. El suboficial apagó la radio -. ¿Vos qué hacías? - le preguntó.
El soldado Cáceres tardó en entender la pregunta. La guerra había durado años. El antes de la guerra pertenecía a un pasado remoto.
- No me acuerdo - dijo. Y era cierto, no se acordaba. Algo había muerto dentro de él. O quizá el recuerdo estaba en sus piernas o manos perdidas.
El suboficial prendió la radio. La locutora describía la habilidad de los grupos comando enemigos.
- Debe estar bien esa mina - dijo el suboficial -. ¿Te la imaginás con una muleta en el culo? Ese mismo día les dieron la primera clase. Los dividieron en grupos, y cada grupo tenía un oficial a cargo de la instrucción. El oficial a cargo no los trataba con piedad, ni con respeto, ni con nada. Los trataba como soldados. El oficial instructor del soldado Cáceres era un capitán sin una pierna, y sin una mano, y no lo disimulaba. Exhibía con orgullo las mutilaciones, y él también manejaba la muleta como un arma.
En lugar de la mano que le faltaba, la derecha, usaba un garfio retráctil de cuatro dedos. Se plantaba frente al pizarrón, apoyándose con firmeza en la muleta cromada, y tomaba la tiza con el garfio. Trazaba líneas rectas, sólidas, puras. Jamás le temblaba el pulso.
Lo primero que hizo fue describirles en detalle una unidad MUTIL. Cada unidad MUTIL era básicamente un minihelicóptero con autonomía de vuelo limitada que portaba gran cantidad de armamento de corto alcance. Cada unidad básica era provista con los accesorios que necesitaba cada soldado. Ninguna era igual a otra, pues cada cual respondía a un repertorio específico de mutilaciones. Los accesorios reemplazaban piernas y brazos, pies y manos, caderas y tobillos, y mediante piezas de plástico o metal se conectaban con los mandos: pedales, palancas o botones accionaban las armas y orientaban los rotores. Utilizaban la última tecnología médica en materia de prótesis, decía el capitán, y en ese énfasis se notaba la pobreza, la sofisticación de la pobreza.
Una unidad MUTIL era mucho más costosa que un infante, pero menos que un blindado; como arma antipersonal era mucho más rentable que una bomba de alta potencia, y mucho más barata que un avión derribado. Una escuadrilla de unidades funcionaba perfectamente como primera línea de ataque, pero en tierra eran vehículos torpes, enormes y grotescas sillas de cuatro ruedas. Los rotores eran plegables, para facilitar el transporte. El capitán dibujó y explicó todo esto con precisión, y luego les explicó por qué estaban allí. Estaban allí porque los mutilados eran una carga en la paz, una pensión costosa para el Estado, una aflicción para los parientes, muertos en vida.
Pero tenían algo más, mucho más que los enteros. Tenían temple. Se habían templado como acero en el fuego de la batalla. Templado como acero, repetía, como si él hubiera descubierto la frase. Estaban allí porque él iba a hacerles parir al héroe que tenían adentro. No eran la resaca sino la elite. El que no pensara así podía pedir la baja y pudrirse en la vida civil, una vida de llantos, pensiones y recriminaciones sordas.
Al día siguiente cada cual recibió su propia unidad adaptada. En la parte frontal tenían un blindaje, con una insignia pintada, un sol militar sin rayos.

El entrenamiento empezaba en la madrugada. Estaban lejos del frente, pero a menudo veían pasar, desde la pista de asfalto donde practicaban, aviones volando rumbo a la zona de combate. Las escuadrillas que volvían eran menos numerosas que las que iban. El soldado Cáceres oía el ruido en el cielo y recordaba ese cielo de ruidos, y cómo le habían sacado la inyección del cerebro. Sentía rencor contra el silencio. Creía haber encontrado una solución, un modo de purificar sus recuerdos, y la clave era el ruido.
El capitán los hacía maniobrar en formación sobre la pista de asfalto.
Hay que destruir despiadadamente al enemigo, decía. Como él nos destruyó a nosotros. Cada pieza de metal cromado, cada pieza de plástico opaco, debía ser una prolongación del cuerpo del mutilado. El soldado Cáceres ahora tenía manos, manos de acero. Con las manos de acero impulsaba torpemente las ruedas de su unidad, encendía el motor, y el viento del rotor principal le abofeteaba la cara donde no lo cubrían los anteojos ni el casco. El capitán los hacía desplazar rítmicamente sobre la pista, y era como ensayar para una comedia musical extravagante.
Como un ballet, decía el capitán. Tiene que salir como un ballet.
Los domingos tenían descanso. Era el día de la misa y el descanso y los juegos. Los curas que daban la misa y confesaban estaban enteros, o parecían enteros bajo las sotanas, y eso contribuía a aumentar su aura de santidad, o irrealidad, o extrañeza. En el campo de adiestramiento no había ningún entero, y un cuerpo sin mutilaciones empezaba a parecerles una cosa deforme. El soldado Cáceres creía notar un destello de reproche en la mirada de los curas, algo parecido a la mirada severa de Alicia.
Los curas hablaban de la paz de Cristo, pero la guerra no tenía descanso.
Las estelas de los jets surcaban el cielo, y el estruendo les llegaba en oleadas convulsivas aun durante la misa. Ese estruendo evocaba las llamaradas, los gritos, los borbotones de sangre, las máquinas al rojo vivo fundiéndose con los moribundos.
El domingo era día de sermones. Después del sermón de la misa venía el sermón del jefe del campo, que les hablaba de patriotismo y vocación de servicio. El que no tiene patriotismo ni vocación de servicio, decía, ése es un discapacitado. A media mañana venía el sermón informal del capitán.
Ese día se mezclaba con ellos como uno más, pero cuando hablaba recobraba la autoridad, siempre dispuesto a que cada cual pariera al héroe que llevaba adentro. La guerra no es inhumana, decía. Los animales no saben hacer la guerra. No hay nada más humano que la guerra. No hay nada más humano, decía con voz acerada, que la guerra.
Antes del mediodía jugaban al básquet. Formaban equipos, y usaban las unidades MUTIL para jugar. Hasta el juego formaba parte del adiestramiento: tenían que adiestrar ese cuerpo nuevo para ser soldados.
Soldados más perfectos, decía el capitán. Cualquier hombre sabe matar, pero sólo ellos eran verdaderos hijos de la guerra. Debían el cuerpo que tenían a la metralla del enemigo. Tenemos este cuerpo, decía, gracias a la metralla del enemigo. Y se señalaba el garfio retráctil, con orgullo y con odio.
El domingo era día de bromas. Bromeaban entre ellos cuando jugaban. Che paralítico, se decían cuando alguien no se desplazaba con agilidad. Che manco, se decían cuando alguien no atajaba un pase. Era día de bromas y de risas. Eran risas nuevas, risas de media boca, risas tuertas, risas con media cara congelada para siempre en un rictus de cólera o fastidio.
El soldado Cáceres tenía la cara entera, y los músculos faciales en buenas condiciones, pero aun así la risa se le había endurecido. No porque fuera una risa parca, o rencorosa, pero sospechaba que para los enteros pronto sería tan ilegible como la mueca de un simio. Alguna vez había leído que en los perros el bostezo significa gratitud hacia el amo. No sabía si era cierto, pero sí sabía que en él un bostezo ya no significaba sueño ni aburrimiento, sino simplemente que la cara se le contraía en un gesto que significaba algo que hasta entonces no había existido, que nacía con ellos.
El domingo era día de truco por la tarde. Era un truco diferente. Las señas no siempre servían; estaban pensadas para caras enteras, plásticas, no para máscaras medio quemadas, o medio paralizadas. Los mancos de una sola mano aprendían a barajar con esa sola mano. Los que no tenían ninguna aprendían a usar los garfios, y nadie los ayudaba. Cuando estuvieran bajo el fuego nadie los ayudaría; vibraciones nerviosas prolongadas en vibraciones eléctricas serían la diferencia entre la vida y la muerte.
Eran partidos tranquilos, sin risas ni cantos floridos; los cantos eran como repeticiones mecánicas, una música de pianola.
El domingo era día de camaradería. La camaradería era aprender a amigarse con uno en la imagen de los demás. Cuando entraran en combate, no habría demasiada coordinación. Sólo órdenes por radio, un blanco, y la voluntad de destruir y sobrevivir. Sólo acciones individuales, pero similares. La camaradería era un espejo partido, y ellos eran los pedazos.

Las últimas semanas empezaron las maniobras más intensas. Muchos habían sido descalificados. Algunos no habían podido acostumbrarse a orinar y defecar regularmente en los tubos de sus unidades: aunque nadie lo notara, se sentían desnudos. Otros querían volver a su hogar o su familia. Muchos ya tenían el suicidio pintado en la cara. Los restantes sólo esperaban el momento de matar y mutilar. Cuando hablaban, si hablaban, nunca se preguntaban dónde habían estado antes, cómo los habían herido. Antes no habían existido. Sólo ahora se estaban pariendo.
Las unidades MUTIL avanzaban como enjambres sobre las defensas enemigas.
El porcentaje de bajas por misión estaba calculado en un cincuenta por ciento. Eso incluía no sólo a los derribados por el fuego enemigo, sino a los derribados accidentalmente por sus compañeros, a los que se estrellaban por falta de combustible, a los que caían por fallas mecánicas en el equipo. El secreto era buscar el trayecto más corto hasta el blanco, aprovechar las municiones para causar el mayor daño posible y contar con mayor seguridad en el momento del descenso.
Llevaban poco combustible porque con menos combustible se cargaba más armamento, y además se evitaba que la acción conjunta perdiera concentración por un inoportuno exceso de iniciativa individual. Las unidades MUTIL abrían brechas, y en esas brechas penetraban la infantería y los blindados, con pérdidas mínimas.
- Por qué el enemigo no ha adoptado un equivalente? - preguntó una vez el soldado Cáceres.
Lo había intentado, explicó el capitán. No con mutilados de guerra. Habían usado unidades móviles con soldados enteros, pero no habían resultado. Eran costosas, por el gran número de bajas, y poco rentables, porque jamás tenían el ímpetu, el coraje, la voluntad de llegar a cualquier precio. Para esto, dijo el capitán, hace falta patriotismo. Para esto hace falta patriotismo, repitió. Además los otros no eran hijos de la guerra.
Las maniobras no eran la guerra, pero se parecían bastante. Los que sobrevivieron a las maniobras fueron despedidos por el capitán una mañana de lluvia, en una ceremonia sencilla donde fueron felicitados por el jefe del campo de adiestramiento y bendecidos por un capellán que no los miraba a los ojos. En el blindaje de las unidades, junto al sol sin rayos, les pintaron una inscripción en rojo:
LA VIRGEN NOS PROTEGE.
Cuando se abrieron las compuertas del avión de transporte el soldado Cáceres vio la nieve y puntos negros en la nieve. El avión acababa de girar trazando un arco y ahora daba la cola a las líneas enemigas. Globos de humo negro estallaban en el aire. Las unidades MUTIL se acercaron torpemente a las compuertas. Bajarían en paracaídas y en medio de la caída pondrían los rotores en funcionamiento.
El soldado Cáceres cayó girando en el aire, abrió el paracaídas cuando estuvo horizontal, sintió el tirón brusco del cordaje, vio que algunos se enredaban en el cordaje y se estrellaban. Alrededor se multiplicaban las explosiones. Un viento frío le golpeaba la cara, mezclándose con ráfagas de aire caliente. Dejó de mirar alrededor, pues el secreto era mirar hacia adelante. No se apresuró a maniobrar para evitar los proyectiles enemigos, pues sabía que el combustible no le permitía el lujo de apostar más al miedo que a la suerte. Esperó, y cuando estuvo cerca del suelo desplegó los rotores, los puso en marcha y soltó el esqueleto metálico donde estaba enganchado el paracaídas. Avanzó casi a ras del suelo, en línea recta. Allá adelante la nieve estaba entrecruzada de cicatrices.
Las cicatrices eran trincheras, y después de las trincheras había un bulto que parecía un depósito de material o una barraca. Apretó botones y palancas, moviendo frenéticamente todo el cuerpo, reservando los explosivos más potentes para último momento. A medida que se acercaba a las posiciones, la cortina de fuego se hacía más densa. Las venas le palpitaban como si tuvieran un exceso de sangre para un cuerpo que ya no necesitaba tanta. Cuando estuvo a poca distancia, descargó los proyectiles explosivos. Al lado vio pasar las estelas de los proyectiles de otros compañeros de escuadrilla. Un instante antes había carpas, blindados y redes de camuflaje, al siguiente llamaradas y cuerpos viboreando en el aire como cables pelados en la tormenta.
Aterrizó en la nieve cenagosa y esperó. A pocos metros descendieron otros compañeros. Algunos estaban en llamas. Atrás las primeras fuerzas de asalto desembarcaban de los helicópteros y terminaban de limpiar el terreno. Alrededor la nieve sucia estaba manchada por lamparones de sangre.
Era como si la tierra menstruara, renovándose. Sentía de nuevo la inyección en el cerebro. El ruido le taladraba los tímpanos como si su cabeza fuera una caja de resonancia. Una voz ladraba órdenes por la radio del casco. A lo lejos, en el horizonte de humo, helicópteros en llamas caían del cielo.
Como una lluvia de maná, pensó el soldado Cáceres.

Una hora más tarde los helicópteros descargaron al personal de auxilio.
Eran técnicos ceñudos y eficaces, y trabajaban con la rapidez de los mecánicos en las pistas de carrera. Cambiaban el tanque de combustible década unidad intacta por uno lleno, ajustaban las piezas flojas, descartaban las inútiles, renovaban las municiones, daban el visto bueno y revisaban las unidades derribadas en busca de material rescatable. Después las unidades MUTIL se remontaban nuevamente desde el terreno consolidado.
Avanzaban un centenar de metros, abrían nuevos claros en las defensas, hostigaban al enemigo en retirada o reconocían la zona. La única forma de pararlas era destruirlas: ninguna retrocedía, ni se posaba en la tierra de nadie, donde sería demasiado vulnerable.
Si el tripulante moría, casi siempre seguía disparando y a menudo se estrellaba contra las líneas defensivas. Cada etapa de la batalla pronto se volvió rutinaria para el soldado Cáceres. Despegue, vuelo en línea recta, descarga del material, compás de espera. Sólo en esa última fase se daba el lujo de observar la batalla, inmóvil como una osamenta fosilizada en medio del fuego de ambos bandos. Y entretanto recordaba, claro que recordaba. Alicia. Mujeres.
Pero las caricias tibias, la humedad salada, los labios entreabiertos, ya no podían compararse con la sangre, el aceite y el humo. Una sensación nueva le hormigueaba en los garfios de acero, en las piernas cromadas. Poco a poco se iba purificando. A fin de cuentas, el precio del espectáculo había valido la pena.

El tiempo ya no se medía en semanas o meses sino en desgarrones y convulsiones, un tiempo de tierra en llamas. Fuerzas gigantescas despedazaban la tierra, y el soldado Cáceres era un Cáceres entre muchos. Todos eran hermanos, fragmentos de un espejo partido.
Y de pronto hubo un silencio.
Era un silencio inmenso que se extendía sobre la tierra calcinada, sobre la nieve ennegrecida de lodo y sangre. El soldado Cáceres amaba esos silencios que puntuaban los momentos de gloria. Cesaban los estampidos de la artillería, el paleteo de los helicópteros, el rugido de los jets, el crujido de los blindados. Era como el silencio que sigue a la creación de un mundo, una paz de domingo. Hace mucho tiempo, pensaba Cáceres, la tierra vomitó sus vísceras, manchándose con sus propios excrementos. Después quedó agotada y las vísceras se convirtieron en cosas brillantes y cristalinas, y en algunas vetas de su corteza la tierra guardaba esos recuerdos, capas geológicas de paz seguidas por nuevos arranques de violencia.
Si uno estudiaba esa corteza, descubriría que la tierra estaba orgullosa de sus mutilaciones.
En esos silencios, el cielo era una membrana tensa, y todos esperaban.
Los prisioneros esperaban. Detrás de las alambradas, las caras desencajadas por el frío, por el recuerdo del frío, esperaban un traslado, un plato de sopa, un cigarrillo. Los combatientes esperaban.
Limpiaban las armas, se paseaban nerviosamente, charlaban. Los heridos esperaban. Los muertos esperaban. La tierra esperaba. Ellos también esperaban, pero su espera era diferente. Las unidades MUTIL se movían grotescamente en la nieve blanda, como grandes coleópteros, y la espera era un domingo. Nadie se les acercaba, nadie les hablaba. Sólo recibían miradas donde el respeto se mezclaba con el odio. Se les notaba en la cara? En la retina les quedaban grabadas las grandes visiones, la tierra abonada por los muertos, los helicópteros en llamas lloviendo del cielo como maná?
Pero esta vez el silencio se prolongó. Era como un telón. Como un ballet, recordó el soldado Cáceres.

Los helicópteros llegaron de noche, barriendo la nieve con haces blancos que de pronto eran círculos rosados y de pronto una luz sucia y polvorienta bajo una mole oscura que eclipsaba las estrellas. Varios integrantes del personal de auxilio bajaron de ellos, con movimientos urgentes, con listas en la mano. Empezaron a llamarlos por el nombre. Era raro, porque a un soldado MUTIL nunca lo llamaban por el nombre, nunca lo llamaban: le dictaban órdenes por radio, pero las órdenes eran voces grabadas, porque más que órdenes eran exhortaciones rítmicas, música de ballet. Además de raro era poco práctico, porque la mayoría de los anotados en las listas ya no estaban presentes.
La gente del personal de auxilio los hizo formar frente a los helicópteros. Les plegaron los rotores, y los subieron uno por uno. Después los helicópteros treparon en la noche y volaron hacia la retaguardia. Dentro de la cabina todos callaban, y había olor a miedo.
Los helicópteros de transporte aterrizaron en una base iluminada por reflectores. Llegaban, descargaban y despegaban enseguida para regresar al frente. Unidades MUTIL de distintas escuadrillas se estaban concentrando en la base. Las hacían esperar en la pista, en medio del ruido y del viento, y después las conducían a un galpón enorme rodeado por latas con brea encendida.
El interior del galpón estaba alumbrado por lámparas desnudas que despedían un fulgor amarillo y sucio. En el fondo había una tarima con un micrófono. Esperaron un par de horas, mientras el galpón se llenaba de combatientes. Afuera, el paleteo de los helicópteros de transporte era incesante. Varios PM se paseaban en los espacios vacíos, jugando con sus cachiporras blancas. No había ningún oficial MUTIL.
Al fin entró un coronel con uniforme de combate y casco. Era un entero, y tenía la cara roja, agitada, como si lo aguardaran asuntos más urgentes.
Subió a la tarima y acomodó el micrófono.
La patria les está agradecida, dijo, y el soldado Cáceres sintió una punzada en el vientre. Pronto habremos conseguido una paz justa, y la patria les está inmensamente agradecida. Una paz justa, pensó el soldado Cáceres sin entender. A través de los ojos empañados aún veía los helicópteros en llamas lloviendo del cielo como maná. Las generaciones venideras, dijo el coronel, conocerán las hazañas de hombres como ustedes, y grabarán sus nombres en el libro de la historia grande de nuestro pueblo.
Mientras hablaba el coronel, el personal de auxilio entraba empujando sillas de ruedas.
Algunos empezaron a separar los cuerpos de los combatientes de sus piezas cromadas. Trabajaban expeditivamente, como cuando estaban en la zona de combate. Los separaban de las unidades móviles, los instalaban en las sillas, les arrancaban la tela blanca con el apellido en rojo. Otros desmantelaban cada unidad MUTIL desocupada, amontonando las piezas en cajas de embalaje: armas, prótesis, cascos. Otros miembros
del personal tendían cables a lo largo del costado de galpón, e instalaban bultos que parecían explosivos en las esquinas y entre las vigas.
No sólo han infligido al enemigo pérdidas materiales, dijo el coronel. No sólo le han infligido pérdidas materiales, repitió, como si no recordara qué decir a continuación. Le han dado una lección moral, añadió resueltamente, una lección de hombría y coraje. Por eso mismo ellos querrán ensañarse con ustedes, utilizando estas unidades que nos enorgullecen como instrumento de propaganda, como una acusación. Querrán transformar su gloria en ignominia, pero no lo permitiremos, porque ustedes les darán una lección de amor a la paz. La justa paz que hemos pactado necesita esa lección de amor.
Las palabras retumbaban secamente en el galpón amarilleado por las lámparas. A su turno, el soldado Cáceres fue separado de su unidad e instalado en su silla de ruedas. Cada cicatriz del cuerpo le palpitaba. El discurso terminó con una exhortación que sonaba como un reproche.
Cuando los sacaron del galpón, todos tenían la cara desencajada, caras de doblemente mutilados. Sin ceremonias, casi con sigilo, el personal de auxilio los empujó hacia otra pista donde esperaban aviones de transporte. Sobre sus sombras panzonas volaban remolinos de nieve polvorienta, y en los remolinos se enredaban órdenes y gritos. Silla tras silla los subieron en los aviones.
Las turbohélices empezaron a girar y el rugido del avión acalló el rugido del viento en la mente del soldado Cáceres. Mientras el transporte carreteaba por la pista, miró hacia el galpón, que temblaba a la luz de las latas de brea. Los hombres del personal de auxilio seguían desenrollando cables.
- ¿Qué hacen con las unidades MUTIL? - preguntó el soldado Cáceres a un suboficial. El suboficial sonrió.
- Nunca hubo unidades MUTIL. Ahora, chicos, volvemos a casa.
El avión despegó y viró trazando un arco sobre la pista. Allá abajo una sombra hizo señas a otra y una secuencia de explosiones despedazó el galpón mientras ellos ascendían. Las llamaradas arrancaron destellos a la nieve arremolinada.
En la cabina penumbrosa, el soldado Cáceres miró a sus compañeros: un Cáceres tras otro, imágenes de un espejo partido. Rezando, preparándose para afrontar la paz.


FIN

Douglas Adams - EL JOVEN ZAPHOD Y UN TRABAJO SEGURO




Una inmensa nave voladora se movía velozmente sobre la superficie de un mar asombrosamente bello. Desde media mañana había estado desplazándose hacia adelante y hacia atrás, describiendo grandes arcos cada vez más anchos, hasta que finalmente atrajo la atención de los isleños locales, gente pacífica y amante de los frutos de mar, que se reunieron en la playa, entre cerrando los ojos ante la cegadora luz solar, para tratar de ver qué pasaba.
Cualquier persona de conocimientos sofisticados, que hubiera viajado, que hubiera tenido alguna experiencia, probablemente habría observado cuán parecida era la nave a un archivero, a un enorme y recientemente robado archivero acostado de espaldas, con los cajones al viento y volando.
Por su parte, los isleños, cuya experiencia era de otra clase, quedaron impresionados al ver qué poco se parecía a una langosta marina.
Charlaban, excitados, acerca de su total ausencia de pinzas, su rígida espalda sin curvas, y sobre el hecho de que parecía tener grandísimas dificultades para mantenerse en el suelo. Esta última característica les parecía especialmente jocosa. Se pusieron a dar muchos saltos para demostrarle a esa estúpida cosa que ellos creían que permanecer en el suelo era lo más fácil del mundo.
Pero este entretenimiento pronto comenzó a perder la gracia. Después de todo, dado que tenían perfectamente en claro que la cosa no era una langosta, y dado que su mundo tenía la bendición de poseer en abundancia cosas que sí eran langostas (una buena media docena de las cuales se encontraba en este momento en suculenta marcha por la playa hacia ellos), no vieron más razones para seguir perdiendo el tiempo con la cosa y en su lugar decidieron organizar de inmediato un almuerzo tardío consistente en langostas.
En ese preciso momento, la nave se detuvo repentinamente en el aire, se puso vertical y se zambulló de cabeza en el océano, con un gran estrépito de espuma que obligó a los isleños a huir gritando hasta los árboles.
Cuando resurgieron, nerviosos, unos minutos después, lo único que pudieron ver fue un círculo de agua suavemente delineado y algunas burbujas gorgoteantes.
Qué raro, se dijeron el uno al otro entre bocado y bocado de la mejor langosta que se pueda comer en cualquier parte de la Galaxia Occidental, ya es la segunda vez que sucede lo mismo en un año.

La nave que no era una langosta buceó directamente hasta una profundidad de sesenta metros, y se detuvo allí, en el espeso azul, al tiempo que inmensas masas de agua ondulaban a su alrededor. Mucho más alto, donde el agua era mágicamente clara, una brillante formación de peces se alejó con un destello. Más abajo, donde a la luz le resultaba difícil llegar, el color del agua se perdía en un azul oscuro y salvaje.
Aquí, a sesenta metros, el sol alumbraba débilmente. Un enorme mamífero marino de piel satinada pasó perezosamente, inspeccionando la nave con una especie de interés a medias, como si hubiese estado esperando encontrarse con algo así, y luego se deslizó hacia arriba, alejándose rumbo a la luz rizada.
La nave esperó un minuto o dos, tomando lecturas, y luego descendió otros treinta metros. A esta profundidad, el panorama se estaba poniendo seriamente oscuro. Pasado un momento, las luces internas de la nave se apagaron, y en el segundo o dos que pasaron hasta que de repente se encendieron los reflectores exteriores, la única luz visible provino de un pequeño cartel rosado, vagamente iluminado, que decía Corporación Beeblebrox de Salvataje y Asuntos Realmente Disparatados.
Los enormes reflectores se movieron hacia abajo, iluminando un vasto cardumen de peces plateados, los cuales viraron y se alejaron en silencioso pánico.
En la tenebrosa sala de control, que se extendía describiendo un amplio arco en la proa sin punta de la nave, cuatro cabezas estaban reunidas alrededor de una pantalla de computadora que estaba analizando las debilísimas e intermitentes señales que emanaban de lo profundo del lecho marino.
- Ahí está - dijo finalmente el dueño de una de las cabezas.
- ¿Podemos estar totalmente seguros? - dijo el dueño de otra de las cabezas.
- Ciento por ciento seguros - replicó el dueño de la primera cabeza.
- ¿Están un ciento por ciento seguros de que la nave que se estrelló contra el fondo de este océano es la nave de la que ustedes dijeron estar un ciento por ciento seguros que con una seguridad del ciento por ciento nunca podría estrellarse? - dijo el dueño de las dos cabezas que quedaban -. Eh - dijo levantando dos de sus manos -. Sólo preguntaba.
Los dos funcionarios de la Administración de Seguridad y Reaseguro Civil respondieron a esto con una mirada muy fría, pero el hombre con el número de cabezas sin par, o más bien dicho par, no lo advirtió. Se recostó en el asiento del piloto, abrió dos cervezas -una para él y la otra también- , apoyó los pies sobre la consola y le dijo "Hola, nene" a un pez que pasaba del otro lado del ultracristal.
- Sr. Beeblebrox - comenzó el más bajo y menos tranquilizador de los dos funcionarios, en voz baja.
- ¿Sí? - dijo Zaphod, golpeteando una lata repentinamente vacía contra algunos de los instrumentos más sensibles ¿Listos para el chapuzón? Vamos.
- Sr. Beeblebrox, dejemos una cosa perfectamente en claro...
- Sí, hagámoslo - dijo Zaphod -. Qué tal esto para empezar: ¿por qué no me dicen lo que hay realmente en esa nave?
- Se lo hemos dicho - dijo el funcionario -. Subproductos.
Zaphod intercambió consigo mismo una cansada mirada.
- Subproductos - dijo - ¿Subproductos de qué?
- De procesos - dijo el funcionario.
- ¿Qué procesos?
- Procesos que son perfectamente seguros.
- ¡Santa Zarquana Voostra! - exclamaron a coro ambas cabezas de Zaphod -. ¡Tan seguros que tuvieron que construir una nave que es una maldita fortaleza para llevar esos subproductos hasta el agujero negro más cercano y arrojarlos allí! Sólo que no pudo llegar porque el piloto tomó un desvío... ¿estoy en lo correcto?... para recoger algunas ¿langostas...? Está bien, el tipo era muy simpático, pero... quiero decir, bastante peculiar, esto parece un chiste, esto es un almuerzo de proporciones exageradas, esto es un inodoro aproximándose a la masa crítica, esto es... esto es... ¡un fracaso total del vocabulario!
- ¡Cállate! - gritó su cabeza derecha a su cabeza izquierda -. ¡Estamos desvariando!
Para calmarse, aferró firmemente la lata de cerveza que quedaba.
- Oigan, muchachos - prosiguió, después de un momento de paz y contemplación. Los dos funcionarios no dijeron nada.
Conversar a este nivel era algo a lo que sentían que no podían aspirar
- Sólo quiero saber - insistió Zaphod - en qué me están metiendo.

Marcó con un dedo las lecturas intermitentes que discurrían en la pantalla de la computadora. No las entendía, pero no le gustaba para nada su aspecto.
Eran todas confusas, con montones de números largos y cosas así.
- Se está rompiendo ¿verdad? - gritó -. La bodega está llena de barras aoristas radiantes epsilónicas o algo por el estilo, que freirán todo este sector del espacio durante trillones de años, y se está rompiendo. ¿Es así la historia? ¿Es eso lo que vamos a bajar a buscar? ¿Voy a salir de esa ruina con más cabezas todavía?
- No hay posibilidad de que sea una ruina, Sr. Beeblebrox - insistió el funcionario -. Le garantizo que la nave es perfectamente segura. No es posible que se rompa.
- ¿Entonces por qué están tan interesados en ir a verla?
- Nos gusta ir a ver cosas que son perfectamente seguras.
- ¡Maldiiiciooooón!
- Sr. Beeblebrox - dijo el funcionario, con paciencia -, ¿me permite recordarle que tiene usted un trabajo que hacer?
- Sí, bueno, tal vez se me fueron de repente las ganas de hacerlo. ¿Qué creen que soy, uno de esos tipos que no tienen ninguna clase de no-sé-qué morales... cómo se dice... esas cosas morales...
- ¿Escrúpulos?
- ...escrúpulos, gracias, o lo que sea ¿Y bien?
Los dos funcionarios aguardaron con calma. Tosieron suavemente para ayudarse a pasar el tiempo.
Zaphod suspiró algo así como "adónde va a llegar el mundo" para autoabsolverse de toda la culpa y se hamacó en el asiento.
- ¿Nave? - llamó.
- ¿Eh? - dijo la nave.
- Haz lo que yo hago.
La nave lo pensó durante unos milisegundos y luego, después de verificar por partida doble todos los sellos de sus escotillas reforzadas, comenzó, lenta e inexorablemente, bajo el débil resplandor de sus propias luces, a hundirse en las más hondas profundidades.

Ciento cincuenta metros.
Trescientos.
Seiscientos.
Aquí, a una presión de casi setenta atmósferas, en las heladas profundidades donde no alcanza la luz, la naturaleza guarda su imaginería más extravagante. Dos pesadillas de treinta centímetros de largo relucieron desenfrenadamente bajo la blanca luz, bostezaron, y volvieron a esfumarse en la negrura.
Setecientos cincuenta metros.
Junto a los sombríos límites de los haces de luz de la nave, cosas secretas y culpables pasaban rápidamente con sus ojos al acecho.
Gradualmente, la topografía del distante lecho oceánico que se aproximaba se iba resolviendo con cada vez más claridad en las pantallas de las computadoras, hasta que por fin pudo adivinarse una forma separada que se distinguía de lo que la rodeaba.
Era como una enorme fortaleza cilíndrica torcida, que a partir de la mitad de su longitud se ensanchaba notablemente a fin de alojar el pesado ultrablindaje con el que estaban revestidas las cruciales bodegas de carga, cuyos constructores habían supuesto que convertían a esta nave en la más segura e inexpugnable jamás construida. Antes del lanzamiento, el material estructural de ese sector había sido apaleado, golpeado, barrenado y sujeto a todos los ataques que sus constructores sabían que podía soportar, con el objeto de demostrar que podía soportarlos.
En tenso silencio de la cabina de mando se agudizó de modo perceptible cuando quedó claro que era ese sector el que se había partido bastante prolijamente en dos.
- En realidad es perfectamente segura - dijo uno de los funcionarios -, está construida de modo tal que si la nave se rompe, no hay ninguna posibilidad de que las bodegas de carga se fisuren.

Mil ciento sesenta y cinco metros.
Cuatro Trajes Inteligentes Alta-Pres-A salieron lentamente por la escotilla abierta de la nave de salvataje y nadaron a través la cortina de luces hacia la monstruosa figura que se destacaba oscuramente contra la noche marina. Se movían con una especie de gracia torpe casi cercana a la ingravidez, aunque oprimidos por un mundo de agua. Con la cabeza de la derecha, Zaphod escudriñó las negras inmensidades que tenía encima y, por un momento, su mente emitió un silencioso rugido de horror.
Echó un vistazo a su izquierda y se alivió al ver que su otra cabeza estaba entretenida observando sin interés en el video del casco los pronósticos meteorológicos brockianos de UltraCricket. Algo detrás de él, hacia la izquierda, iban los dos funcionarios de la Administración de Seguridad y reaseguro Civil; algo delante de él, hacia la derecha, iba el traje vacío, llevando sus implementos y controlando el camino.
Pasaron por la enorme hendedura de la rota espalda de la Nave Bunker Billón de Años e iluminaron el interior con sus linternas. Maquinaria mutilada, entre escotillas de sesenta centímetros de espesor destrozadas y retorcidas. Ahora vivía allí una familia de grandes y transparentes anguilas que parecían gustar del sitio.
El traje vacío los precedió a o largo del lóbrego y gigantesco casco de la nave, probando las compuertas estancas. La tercera que revisó se abrió con dificultad. Se apiñaron en el interior y esperaron durante largos minutos mientras los mecanismos de bombeo se encargaban de la espantosa presión ejercida por el océano y la reemplazaban lentamente con una presión igualmente espantosa de aire y gases inertes. Finalmente, la puerta interior se abrió y tuvieron acceso a un oscuro sector de bodegas exteriores de la Nave Bunker Billón de Años. Tuvieron que pasar varias puertas Titan-O-Hold de alta seguridad más, las cuales fueron abiertas una a una por los funcionarios, con una variedad de llaves quark. Muy pronto estuvieron tan metidos dentro de los poderosos campos de seguridad que la recepción de los pronósticos de Ultra-Cricket comenzó a debilitarse y Zaphod tuvo que cambiar a una de las videoestaciones de rock, ya que no existía sitio al que éstas no pudieran llegar.
Se abrió la puerta final y emergieron en un gran espacio sepulcral. Zaphod apuntó la linterna hacia la pared opuesta e iluminó de lleno un rostro de ojos enloquecidos que gritaba.
El propio Zaphod lanzó un grito en quinta disminuida, se le cayó la linterna y se sentó pesadamente en el piso, o más bien en un cuerpo, que había estado allí tirado por unos seis meses sin ser perturbado y que reaccionó al hecho de que se le sentaran encima explotando con gran violencia. Zaphod se preguntó qué hacer al respecto, y luego de un breve pero turbulento debate decidió que lo más indicado sería desmayarse.
Reaccionó unos minutos después y fingió no saber quién era, dónde estaba o cómo había llegado allí, pero no pudo convencer a nadie. Después fingió que su memoria volvía de golpe y que la impresión causada le provocaba otro desmayo pero, muy a su pesar, el traje -por el que estaba comenzando a sentir un serio rechazo- lo ayudó a ponerse de pie, forzándolo a hacerse cargo del entorno.
El entorno estaba iluminado con luz leve y enfermiza, y era desagradable en varios aspectos, el más obvio de los cuales era la colorida distribución de partes del fallecido y lamentado Oficial de navegación de la nave en los pisos, paredes y techo, y muy especialmente en la mitad inferior de su traje, el de Zaphod. El efecto era tan pasmosamente asqueroso que no volveremos a referirnos a él en ninguna parte de esta narración... salvo para dejar sentado que obligó a Zaphod a vomitar dentro del traje, el cual, consecuentemente, se quitó e intercambió, luego de realizar las modificaciones correspondientes en el alojamiento de la cabeza, con el traje vacío. Por desgracia, el hedor del aire fétido de la nave, seguido por el panorama de su propio traje, que caminaba por ahí envuelto en intestinos en putrefacción, fue suficiente para hacerlo vomitar también en el otro traje, problema con el cual él y el traje tendrían que aprender a convivir.
Listo. Eso es todo. No hay más asquerosidades.
Por lo menos, no hay más de esa asquerosidad en particular.
El dueño del rostro que gritaba ahora se había calmado ligeramente y estaba balbuceando incoherencias dentro de un tanque con líquido amarillo: un tanque de suspensión de emergencia.
- Fue una locura - balbuceaba - , ¡una locura! Le dije que podíamos probar la langosta al volver, pero él estaba enloquecido. ¡Obsesionado! ¿Ustedes alguna vez se ponen así por las langostas? Porque yo no. Me parecen demasiado gomosas y resbaladizas para comer, y su sabor no es gran cosa, es decir, ¿tienen sabor? Prefiero infinitamente las ostras, y así se lo dije. ¡Oh, Zarquon, se lo dije!
Zaphod contemplaba esta extraordinaria aparición que se agitaba en su tanque. El sujeto tenía adosados toda clase de tubos de supervivencia y su voz salía por unos parlantes que provocaban ecos demenciales en toda la nave, retornando, fantasmales, desde profundos y distantes corredores.
- Ahí fue donde estuve mal - gritó el loco -. Dije realmente que prefería las ostras y él dijo que era porque nunca había probado una langosta en serio, como las que comían en el sitio de donde venían sus antepasados, que era aquí, y que me lo demostraría. Dijo que no había problema, dijo que por la langosta de aquí valía la pena todo el viaje, y ni qué hablar del pequeño desvío que tomaríamos para llegar aquí, y juró que podía controlar la nave en la atmósfera, pero fue una locura,
- ¡Una locura! - gritó, e hizo una pausa, moviendo los ojos de un lado a otro, como si la palabra hubiera despertado algo en su mente -. ¡La nave quedó fuera de control! Yo no podía creer lo que estábamos haciendo, nada más que para demostrar una afirmación sobre la langosta, que realmente es un alimento tan sobrestimado. Lamento mencionar tanto a la langosta. Trataré de evitarlo por un minuto, pero he estado tanto tiempo solo con mis pensamientos estos meses en el tanque... ¿pueden imaginarse lo que es encontrarse encerrado en una nave con los mismos tipos durante meses, comiendo basura mientras un sujeto habla todo el tiempo solamente de langostas, y luego pasarse seis meses flotando en un tanque, pensando en ello? Prometo que trataré de no hablar de langostas, en serio.
- Langostas, langostas, langostas... ¡basta! Creo que soy el único sobreviviente. Soy el único que logró llegar a un tanque de emergencia antes de caer. Envié una señal de auxilio y luego nos estrellamos. Es un desastre, ¿verdad? Un desastre total, y todo porque al tipo le gustaban las langostas. ¿Tiene sentido lo que estoy diciendo? Me resulta difícil darme cuenta.
Los miró, suplicante, y su mente pareció bajar lentamente a tierra firme como una hoja que cae. Pestañeó y los miró con expresión rara, como un mono estudiando un pez extraño. Toqueteó con curiosidad el cristal del tanque con sus dedos arrugados.
Unas pequeñas y espesas burbujas amarillas se escaparon por su nariz y su boca, quedaron brevemente atrapadas en el estropajo de sus cabellos y luego continuaron su errática marcha hacia
arriba.
- Oh Zarquon, oh cielos - murmuró patéticamente para sí -. Me han encontrado. Me han rescatado...
- Bueno - dijo uno de los funcionarios rápidamente -, lo han encontrado, por lo menos.- Se dirigió hacia la computadora central que estaba en el medio de la cámara y comenzó a revisar rápidamente los circuitos de monitoreo principales de la nave buscando informes de averías -. Las bodegas de las barras aoristas están intactas - dijo.
- Santo cubil del dingo - gruñó Zaphod -, ¡hay barras aoristas a bordo...!
Las barras aoristas eran dispositivos empleados en una forma de producción de energía que ahora había sido felizmente abandonada. Cuando la búsqueda de nuevas fuentes de energía había llegado a un punto especialmente frenético, un brillante joven de pronto había localizado el único lugar que jamás había agotado sus disponibilidades energéticas: el pasado. Y esa misma noche, con el repentino golpe de sangre a la cabeza que tienden a inducir tales ideas repentinas, había inventado un método de explotación, y en el lapso de un año enormes trechos del pasado ya estaban siendo drenados de toda su energía, sencillamente agotándose. Los que declamaron que había que dejar al pasado intacto fueron acusados de incurrir en una forma de sentimentalismo extremadamente onerosa. El pasado proporcionaba una fuente de energía muy barata, abundante y limpia; siempre se podían montar algunas Reservas Naturales del Pasado, si alguien quería pagar por mantenerlas; en cuanto al reclamo de que drenar el pasado empobrecía el presente, bueno, tal vez así era, pero los efectos eran imposibles de medir y uno tenía que mantener el sentido de las proporciones.
Recién cuando se advirtió que el presente realmente estaba empobreciéndose y que la razón de esto era que los bastardos del futuro -holgazanes ladrones y egoístas- estaban haciendo exactamente lo mismo, todo el mundo se dio cuenta de que todas y cada una de las barras aoristas, y el terrible secreto de cómo se construían, debían ser completamente destruidas para siempre. Todos adujeron que era por el bien de sus abuelos y nietos, pero, desde luego, era por el bien de los nietos de sus abuelos y de los abuelos de sus nietos.
El funcionario de la Administración de Seguridad y Reaseguro Civil se encogió de hombros des preocupadamente.
- Son perfectamente seguras - dijo. Miró a Zaphod y de pronto dijo, con una franqueza poco característica -: Hay cosas peores que esas a bordo. O por lo menos - agregó, golpeteando una de las pantallas de la computadora -, espero que estén a bordo.
El otro funcionario lo atacó duramente.
- ¿Qué diablos piensas que estás diciendo? - le espetó.
El primero volvió a alzar los hombros. Dijo: - No importa. Que diga lo que quiera. Nadie le creería. Esa es la razón por la que escogimos usarlo a él en vez de hacer algo oficial, ¿verdad?
Cuanto más descabellada sea la historia que cuente, más parecerá que él es sólo un bohemio aventurero que está inventándola. Hasta puede contar que nosotros dijimos esto, y quedará como un paranoico. - Sonrió amablemente a Zaphod, que estaba hirviendo en su asqueroso traje -. Puede acompañarnos - le dijo - si lo desea.

- ¿Lo ve? - dijo el funcionario, examinando los sellos exteriores de ultra-titanio de la bodega de las barras aoristas -. Perfectamente a salvo, perfectamente seguro.
Dijo lo mismo al pasar por las bodegas que contenían armas químicas tan poderosas que una cucharadita podía infectar fatalmente todo un planeta.
Dijo lo mismo al pasar por las bodegas que contenían compuestos zeda- activos tan poderosos que una cucharadita podía volar todo un planeta.
Dijo lo mismo al pasar por las bodegas que contenían compuestos theta- activos tan poderosos que una cucharadita podía irradiar a todo un planeta.
- Me alegro de no ser un planeta - masculló Zaphod.
- No tiene nada que temer - aseguró el funcionario de la Administración de Seguridad y Reaseguro Civil -, los planetas son muy seguros. Siempre y cuando... - agregó, y luego hizo una pausa. Estaban aproximándose a la bodega más cercana al punto en que la espalda de la Nave Bunker Billón de Años estaba quebrada. Aquí el corredor estaba retorcido y deformado, y el piso tenía parches húmedos y pegajosos -. Ajá - dijo -. Ajá y doble ajá.
- ¿Qué hay en esta bodega? - exigió Zaphod.
- Subproductos - dijo el funcionario, cerrándose otra vez.
- ¿Subproductos... - insistió Zaphod con calma - de qué?
Ninguno de los funcionarios le contestó. En lugar de ello, examinaron la puerta de la bodega con mucho cuidado y vieron que sus sellos habían sido retorcidos y arrancados por la misma fuerza que había deformado todo el corredor. Uno de ellos tocó ligeramente la puerta. Se abrió de par en par con el contacto. Adentro estaba oscuro, con apenas un par de débiles luces amarillas al fondo.
- ¿De qué? - siseó Zaphod.
El funcionario líder miró al otro.
- Hay una cápsula de escape - dijo - que la tripulación debía usar para abandonar la nave antes de echarla en el agujero negro - dijo -. Creo que sería bueno saber que todavía está allí. - El otro funcionario asintió y se alejó sin decir palabra.
Con un ademán, el primer oficial indicó a Zaphod que entrara. Las grandes y débiles luces amarillas fosforecían a unos seis metros de distancia.
- El motivo - dijo, en voz baja - por el cual todas las cosas que hay en esta nave son, sigo manteniéndolo, seguras, es que realmente nadie está lo bastante loco para usarlas. Nadie. Al menos, nadie que estuviera así de loco podría jamás tener acceso a ellas. Cualquiera que sea tan loco o tan peligroso hace sonar alarmas muy profundas. La gente puede ser estúpida, pero no es tan estúpida.
- Subproductos - volvió a sisear Zaphod, y tenía que sisear para que no se oyera el temblor
de su voz- de qué.
- Eh... Gente Diseñada.
"Se le otorgó a la Corporación Cibernética Sirio un enorme fondo de investigaciones para diseñar y producir personalidades sintéticas por encargo. Los resultados fueron uniformemente desastrosos. Toda la "gente" y las "personalidades" resultaron ser amalgamas de ciertas características que sencillamente no podían coexistir en formas de vida de ocurrencia natural. La mayoría eran unos pobres y patéticos inadaptados, pero algunos eran profundísimamente peligrosos. Peligrosos porque no hacían sonar la alarma en las demás personas. Podían atravesar situaciones igual que los fantasmas atraviesan paredes, porque nadie detectaba el peligro.
"Los más peligrosos de todos eran tres idénticos... los pusieron en esta bodega, para ser lanzados, junto con la nave, fuera de este universo. No son malvados, en realidad son bastante sencillos y encantadores.
Pero son las criaturas más peligrosas que alguna vez hayan vivido, porque no hay nada que no hagan si se les permite, ni nada que no pueda permitírseles hacer...
Zaphod miró las débiles luces, las dos débiles luces amarillas. Cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la iluminación, vio que las dos luces enmarcaban un tercer espacio donde había algo roto. Unas manchas húmedas y pegajosas relucían opacamente en el suelo.
Zaphod y el funcionario caminaron con cautela hacia las luces. En ese momento, estallaron cuatro palabras del otro funcionario en sus comunicadores del casco.
- La cápsula no está - dijo sucintamente.
- Rastréala - respondió de inmediato el compañero de Zaphod -. Averigua con exactitud dónde ha ido. ¡Debemos saber dónde ha ido!
Zaphod abrió una enorme puerta deslizante de vidrio esmerilado. Detrás de ésta había un tanque lleno de líquido amarillo, y flotando dentro había un hombre, un hombre de apariencia amable, con muchas marcas de sonrisa en la cara. Parecía estar flotando con bastante resignación y sonriendo para sus adentros.
Otro sucinto mensaje llegó de pronto por el comunicador del casco. El planeta hacia el cual se había encaminado la cápsula de escape ya había sido identificado. Estaba en el Sector Galáctico ZZ9 Plural Z Alfa.
El hombre de apariencia amable del tanque parecía estar murmurando suavemente para sí, igual que lo había hecho el copiloto del otro tanque. Unas burbujitas amarillas adornaron como abalorios los labios del hombre. Zaphod encontró un pequeño parlante junto al tanque y lo encendió. Oyó que el hombre balbuceaba suavemente acerca de una brillante ciudad sobre una colina.
También oyó que el funcionario de la Administración de Seguridad y Reaseguro Civil impartía instrucciones para que el planeta ZZ9 Plural Z Alfa fuera puesto en condiciones "perfectamente seguras".

FIN


Harry Harrison - RATAS ESPACIALES DEL CCC




Eso es, compadre, acerca un taburete, sí, ese mismo. Echa a Phrnnx en el suelo para que la duerma, hasta que se le pase. Ya sabes que los Krddls no aguantan la bebida, y mucho menos si beben flnnx, y encima fuman esa endemoniada hierba krmml. Bueno, deja que te sirva un trago de flnnx. Ay, siento haberte mojado la manga. Cuando se seque puedes rascarlo con un cuchillo. A tu salud y por que tus propulsores no te fallen cuando las hordas kpnnz te persigan.
No, lo siento, pero nunca había oído tu nombre hasta ahora. Demasiados hombres buenos vienen y se van, y los mejores son los que mueren antes, por desgracia. ¿Yo? No, nunca has oído hablar de mí, tampoco. Llámame sencillamente Viejo Sarge, es un nombre tan bueno como otro cualquiera. Hay hombres buenos, como te digo, y el mejor de todos ellos era... bueno, le llamaremos el Caballero Jax. También tenía otro nombre, pero hay una jovencita esperando en un planeta que podría nombrar, una jovencita que espera y contempla las estelas hirvientes de las astronaves, cuando llegan, porque está esperando a un hombre. Así que en honor a ella le llamaremos el Caballero Jax; a él también le gustaría este nombre, estoy seguro. Aunque la jovencita debe de estar ya canosa, o tal vez calva y medio artrítica de tanto esperar, allí sentada; pero esto es otra historia y no me corresponde a mí contarla. Por Orión que no me corresponde contarla. Bueno, sírvete tú mismo. Un buen trago, anda. Ya sé que es normal que los buenos flnnx exhalen humo verde, pero será mejor que cierres los ojos cuando bebas, si no quieres quedarte ciego en una semana, ja, ja, por el sagrado nombre del profeta Mrddll
Claro que sé lo que estás pensando. Lo que estás pensando es qué demonios hace una vieja rata como yo en un agujero como éste, aquí, al final de la galaxia, donde las estrellas marginales parpadean descoloridas y los fotones cansados viajan lentamente. Pues voy a decírtelo. Lo que estoy haciendo es emborracharme más, si cabe, que un planizzian pfrdffl, eso es lo que hago. Se dice que bebiendo se olvidan las cosas y por el Cisne que yo tengo un montón de cosas de las que no quiero acordarme. Estás mirando las cicatrices que tengo en las manos. Pues cada una de estas cicatrices es una historia completa, compadre, lo mismo que las que tengo en la espalda y en... bueno, ésa es una historia diferente. Voy a contarte algo; algo que es totalmente cierto, por el nombre sagrado de Mrddl, aunque tal vez cambie un nombre o dos, ya sabes, a causa de esa jovencita que espera.
¿Has oído alguna vez hablar del CCC? Ya veo, por como abres los ojos y por como palidece el bronceado espacial de tu piel, que sí que has oído hablar de ello. Pues para que lo sepas, tu seguro servidor aquí presente, el Viejo Sarge, fue una de las primeras ratas espaciales del CCC, y mi compadre entonces era el hombre al que llaman el Caballero Jax. Que el Gran Kramddl maldiga su nombre y borre la memoria de aquel primer día negro en que le vieron mis ojos...

- ¡Atención! ¡Firmes!
La voz del sargento restalló como un latigazo en los oídos expectantes de los cadetes matemáticamente alineados en filas sucesivas. Bajo el impacto de aquel latigazo acústico, clarín de la fatalidad, ciento tres pares de botas relucientes chocaron los talones con un solo golpe seco y los ochenta y siete cadetes quedaron en posición de firmes, tan rígidos como si fuesen de acero. (Habría que explicar ahora que algunos de ellos procedían de otros mundos y por eso tenían un número diferente de piernas y otras cosas.) No se oía respirar a nadie, ni se podía percibir el menor parpadeo mientras el coronel Von Thorax echó a andar por delante de las filas, examinándolos de arriba abajo, clavando en ellos su ojo de cristal desde detrás de su monóculo. Llevaba su pelo gris, duro como el alambre, cortado a cepillo, un uniforme negro, impecable, de tejido suave, y los dedos de acero de su brazo izquierdo ortopédico sostenían un cigarrillo de hierba krmml. La mano derecha, ortopédica como el brazo que la sostenía, se levantaba rítmicamente en rígido saludo hasta el borde de su gorra de visera con un movimiento perfecto, mientras de sus pulmones artificiales, que ronroneaban tenuemente, brotaba la energía necesaria para modular la voz estentóreo con que daba sus órdenes.
- ¡Descanso! Ahora escuchadme bien. Vosotros sois el grupo de hombres, y de cosas, naturalmente, que han sido escogidas entre los mundos civilizados de la galaxia. Para el primer año de entrenamiento fueron admitidos seis millones cuarenta y tres cadetes, la mayor parte de los cuales han ido causando baja de una forma u otra. Muy pocos alcanzaban el nivel exigido. Algunos fueron fusilados por maleantes, después que tuvimos que expulsarlos. Otros creían en toda esa demagogia liberaloide con que el comunismo se disfraza de tintes rosados para proclamar que la guerra y la matanza no son necesarios, y también hubo que expulsarlos y fusilarlos. A lo largo de los años se fue eliminando a todos los blandos y sólo quedó lo más duro del Cuerpo: ¡Vosotros! ¡Los militantes de la primera promoción de graduados del CCC! Listos y a punto para llevar los beneficios de la civilización a las estrellas. ¡Preparados para descubrir al fin lo que representan y defienden las iniciales CCC!
Un enorme clamor ascendió desde la masa de gargantas; un grito ronco de entusiasmo viril que retumbó en ecos sonoros contra las paredes del estadio. A una señal dada por Von Thorax se conectó un interruptor y una gran plancha de imperviomita se deslizó a modo de techumbre sobre el espacio abierto y lo dejó completamente sellado, protegido de toda mirada curiosa y de todo posible rayo de espionaje. El rauco clamor ascendió de tono con entusiasmo alucinante, y más de un tímpano se rompió aquel día. Sin embargo, a una señal del coronel, al levantar su mano, se hizo un silencio instantáneo.
- Vosotros, militantes del CCC, no estaréis solos cuando partáis para extender las fronteras de la civilización hacia las estrellas bárbaras. ¡Oh, no! Cada uno de vosotros llevará un compañero fiel a su lado. ¡El primer hombre de la primera fila, que dé un paso al frente para encontrar a su fiel compañero!
El hombre que había sido designado dio un paso rápido hacia delante y se detuvo con un fuerte taconazo que fue respondido por el «clang» metálico de una puerta al abrirse y, sin poder evitarlo, sin premeditación, todos los ojos se volvieron simultáneamente hacia aquel punto, hacia aquella oscura entrada de la que salió...
¿Cómo describirlo? ¿Cómo describir el torbellino que os envuelve, la tormenta que os azota, el vacío que os asfixia? Aquello que salió de allí era tan indescriptible como una fuerza natural desencadenada.
Era una criatura monstruosa que mediría unos tres metros hasta la cruz de los hombros y unos cuatro hasta la enorme y fea cabezota, cuya boca babeaba entrechocando los dientes. Semejante a un ciclón avanzó la bestia sobre sus cuatro patas como pistones, con grandes pezuñas anguladas que desgarraban a su paso la dura superficie del suelo del estadio, hecho de impervitio. Un verdadero monstruo nacido de una pesadilla, que se encabritó sobre sus patas traseras al negar frente a los militantes y dejó escapar un horrísono bramido que congelaba el alma.
- ¡Aquí lo tenéis! - tronó a su vez el coronel con voz estentóreo, echando saliva salpicada de sangre por entre sus labios -. Este es vuestro fiel compañero, el mutacamel, una mutación extraordinaria conseguida a partir de la noble bestia de la Antigua Tierra. El mutacamel, símbolo y orgullo del CCC. O lo que es lo mismo, del Cuerpo de Camellos de Combate. ¡Soldados, os presento a vuestro camello!
El militante que había sido seleccionado antes dio un paso al frente y levantó la mano para saludar a la noble bestia, que rápidamente le cortó el brazo de un mordisco. Su grito de dolor se mezcló al jadeo de sus otros compañeros, que observaban la escena sin demasiado interés, mientras los guardianes del camello, protegidos por vestimenta de cuero con hebiIlas metálicas, hacían retroceder a la bestia a golpes de porra y la conducían de nuevo a su chiquero.
Un médico le puso al hombre un torniquete en su muñón ensangrentado y se lo llevó a rastras, desvanecido.
- Esta es vuestra primera lección en camellos de combate - gritó el coronel con voz hosca -. Nunca le levantéis la mano. Vuestro compañero, con su nuevo brazo ortopédico, estoy seguro, ja, ja, de que no olvidará esta lección. ¡El siguiente, y su siguiente compañero!
De nuevo el remolino de la tempestad desencadenada y aquel horrible bramido espumeante del camello de combate al iniciar su carga, a toda carrera. Esta vez el soldado no levantó el brazo. Entonces lo que hizo el camello fue cortarle la cabeza de un bocado.
- No creo que se puedan poner cabezas ortopédicas - dijo el coronel mirando maliciosamente a su formación -. Guardemos un minuto de silencio por nuestro compañero que se ha ido al gran cohete de reposo en el cielo. Bien, ya basta. ¡Atención! Luego vendréis al campo de entrenamiento de los camellos para aprender cómo tenéis que manejar a vuestros fieles compañeros. Sin olvidar nunca que todos ellos tienen una dentadura completa hecha de imperviumita, y uñas de la misma sustancia, tan afiladas corno cuchillas de afeitar. ¡Rompan filas!
Los cuarteles de los cadetes del CCC eran famosos por su carencia absoluta de coquetería, o más bien por su decorado glacial Y su falta de comodidades. Las camas eran unas simples losas de impervitium -nada de colchones blandos que pudieran reblandecer las vértebras- y las sábanas, de tejido de saco muy fino. Desde luego no había mantas; ¿qué falta hacían, con una sana temperatura constantemente mantenida a cuatro grados centígrados? El resto de la instalación correspondía al mismo criterio, de modo que fue una enorme sorpresa para los graduados encontrarse, al volver de la ceremonia y los entrenamientos, con algunas innovaciones inesperadas. Había una pantalla en cada una de las bombillas, antes desnudas, colocadas junto a las camas para leer. Y un buen almohadón suave de dos centímetros de grosor, además. Estaban recogiendo ahora los beneficios de todos aquellos años de trabajo.
Entre todos los alumnos el mejor era, con gran ventaja sobre el resto, uno llamado M. Hay ciertos secretos que no se pueden revelar, algunos nombres que son importantes para sus seres queridos y sus vecinos. Por lo tanto voy a dejar la capa del anónimo sobre la verdadera identidad de este hombre llamado M. Bastará con que le llamemos «Acero», puesto que ése era el sobrenombre que le puso alguien que le conocía muy bien. Acero tenía por aquel entonces un compañero de cuarto llamado L. Más tarde, mucho más tarde, sería conocido por algunos como «el Caballero Jax», de modo que así le nombraremos nosotros para el propósito de esta narración: Caballero Jax, o simplemente Jax. Jax venía inmediatamente después de Acero en lo que se refiere a marcas escolares y deportivas, y los dos eran muy buenos amigos. Habían sido compañeros de cuarto durante todo el último año de instrucción y ahora estaban los dos allí, con los pies en alto, saboreando el inesperado confort del nuevo mobiliario, tomando a sorbos un tazón de café descafeinado, que se llamaba Kofe, y dando hondas chupadas a los cigarrillos desnicotinizados que fabricaba la misma escuela, y que se llamaban Denikcig, de acuerdo con el nombre que les había dado el fabricante. Los estudiantes del CCC, sin embargo, les llamaban «jadeadores» o «revientapulmones».
- Échame un reventador, ¿quieres, Jax? - dijo Acero, desde su cama, donde estaba tumbado con los brazos por detrás de la cabeza, soñando despierto en lo que le esperaba, ahora que ya tendría su propio camello muy pronto -. ¡Ouh! - exclamó al sentir que el paquete de cigarrillos arrojado por su amigo le daba en un ojo. Sacó uno de aquellos cilindros blancos y delgados, lo encendió, después de darle unos ligeros golpecitos contra la pared, y luego aspiró una profunda bocanada de humo refrescante - Aún no puedo creerlo - dijo echando humo mezclado con palabras.
- Pues es cierto, por Mrddl - dijo Jax sonriente -. Somos graduados. Ahora devuélveme el paquete de jadeadores para que yo también pueda echar unas bocanadas.
Acero le arrojó el paquete, pero lo hizo con tanto entusiasmo que fue a dar contra la pared e inmediatamente se encendieron todos los cigarrillos y el paquete estalló en llamas. Un vaso de agua acabó con la conflagración, pero, mientras aún humeaba, se iluminó la pantalla de comunicación con un tenue parpadeo rojo.
- Mensaje de alta prioridad - masculló Acero, mientras apretaba el botón de conexión. Los dos jóvenes saltaron de la cama y se quedaron en rígida posición de firmes al mismo tiempo que el rostro de hierro del coronel Von Thorax cubría la superficie entera de la pantalla.
- M, L, a mi despacho a toda velocidad - las palabras caían de sus labios como si fuesen goterones de plomo fundido.
¿Qué podía significar aquello?
- ¿Qué crees que pasa? - preguntó Jax mientras los dos amigos se dejaban caer por el conducto de descenso casi con rapidez de la gravedad.
- En seguida vamos a saberlo - contestó Acero mientras se dirigían a la puerta del «viejo» y pulsaban el botón anunciador.
Activada por algún mecanismo oculto, la puerta se abrió de par en par y ambos entraron en la estancia, no sin cierta inquietud. Pero... ¿qué era aquello? No era posible. El coronel los miraba sonriendo. Sonriendo. Una expresión que nunca hasta entonces habían visto en aquel rostro de granito.
- Poneos cómodos, muchachos - dijo, indicando con un gesto de la mano dos sillas muy confortables que brotaron del suelo al apretar él un botón -. Encontraréis cigarrillos en los brazos de esas servosillas, y también vino de Valumian o cerveza Snaggian.
- ¿No Kofe? - preguntó Jax con la boca abierta, y todos se echaron a reír.
- No creo que realmente queráis tomar Kofe - susurró el coronel a través de su laringe artificial -. Bebed, muchachos, ahora sois Ratas Espaciales del CCC. Vuestra juventud queda ya atrás. Y ahora, mirad esto.
Esto era una imagen tridimensional que se materializó en el aire delante de ellos cuando el coronel apretó un botón, la imagen de una nave espacial como nunca habían visto. Era tan esbelta como un pez espada, tan fina de alas como un pájaro, tan sólida como una ballena y tan armada como un caimán.
- ¡Kolon benditos! - exclamó Acero con la boca abierta de admiración -. ¡Eso es lo que yo llamo un pedazo de cohete!
- Algunos de nosotros preferimos llamarle el Invencible - dijo el coronel, no sin un cierto toque de humor.
- ¿Esto es la nave? Algo habíamos oído...
- Muy poco podéis haber oído, porque hemos tenido envuelto y bien envuelto este bebé desde sus comienzos. Tiene los motores más poderosos que se han fabricado hasta ahora, nuevos MacPherson perfeccionados, del último modelo, manipuladores de conducción Kelly perfeccionados también hasta tal punto que no los reconoceríais y también unos propulsores Fitzroy de doble fuerza que hacen que los antiguos parezcan juguetes para niños. Y aún me reservo lo mejor para el final...
- Nada puede ser mejor que lo que ya nos ha contado - interrumpió Acero.
- ¡Eso es lo que tú crees! - exclamó el coronel, echándose a reír, no sin cierta cordialidad, pero con un tono de voz como el de una lámina de acero al rasgarse -. La mejor noticia de todas es que tú, M, vas a ser el capitán de esta nueva superastronave, con el afortunado L como jefe de máquinas. - El afortunado L se sentiría mucho más feliz de ir como capitán, en lugar de como rey de las calderas - murmuró Jax, y los otros dos se echaron a reír ante lo que consideraban un buen chiste.
- Todo está completamente automatizado - prosiguió diciendo el coronel -, de modo que basta con una tripulación de dos. Pero debo advertimos que lleva una buena cantidad de aparatos a prueba, que hay que experimentar, de manera que los que vuelen con ella tienen que ser voluntarios...
- ¡Yo me presento voluntario! - gritó Acero.
- Yo tengo que ir a los lavabos un momento - dijo Jax levantándose de su asiento. Pero volvió a sentarse en el acto al ver cómo el desintegrador saltaba automáticamente de su funda a la mano del coronel -. ¡Ja, ja! Era sólo una broma. Claro que me presento voluntario.
- Ya sabía que podía contar con vosotros, muchachos. El CCC produce hombres. Camellos también, naturalmente. De modo que esto es lo que vais a hacer. Mañana, a las 0304 horas saldréis disparados por el éter con rumbo al Cisne. En dirección a un cierto planeta.
- Déjeme que intente adivinarlo - dijo Acero hoscamente y con los dientes apretados -. No estará pensando en enviarnos al mundo lleno de larshniks de Biru-2, ¿verdad?
- Pues sí. Esa es la primera base larshnik, el centro operacional de todo tráfico de drogas y de juego, el sitio donde descargan a los esclavos blancos, la sede de las destilerías de flnnx y el refugio de las hordas piratas.
- ¡El ideal para quien le guste la acción! - dijo Acero, con una mueca.
- No creas que es una broma eso que dices - convino el coronel -. Si yo fuese más joven y tuviese unas pocas piezas menos de repuesto en mi organismo, es la clase de oportunidad que me encantaría.
- Puede ir como jefe de máquinas - sugirió Jax.
- Silencio - dijo el coronel -. Caballeros, buena suerte, porque con vosotros va el honor del CCC.
- ¿Pero no los camellos? - preguntó Acero.
- Quizá la próxima vez. Existen, bueno... algunos problemas de ajuste. Hemos perdido cuatro graduados más mientras estamos sentados aquí. Es posible incluso que tengamos que cambiar de animales. Convertir el Cuerpo en el CPC.
- ¿Con perros de combate? - preguntó Jax.
- Perros o asnos. O tal vez recentales. Pero ése es mi problema, no el vuestro. Lo que os toca a vosotros es poneros en ruta y abrir en canal a Biru-2. Estoy seguro de que podéis hacerlo.
Si los aludidos no estaban tan seguros como el coronel se lo guardaron para sí, porque de este modo es como se hacen las cosas en el Cuerpo.
Así que, cumpliendo con su deber, a la mañana siguiente se metieron en el Invencible y a las 0304 horas precisas se lanzaron al espacio. Los trepidantes motores MacPherson transmitieron quintillones de ergios de energía a los reactores de propulsión, hasta que se encontraron al fin fuera del campo de gravedad de la madre Tierra.
Jax trabajaba en los motores, echando transvestita en la boca abierta del horno hambriento, hasta que Acero le indicó desde el puente que había llegado el momento del «cambio». A partir de entonces activaron los propulsores Kelly, devoradores de espacio. Acero apretó el botón que los ponía en marcha y la enorme aeronave dio un gran salto hacia las estrellas a siete veces la velocidad de la luz.
Como los propulsores eran totalmente automáticos, Jax fue a refrescarse un poco en el aseo, mientras su ropa era lavada automáticamente en la lavadora. Luego subió al puente.
- Bueno - exclamó Acero, levantando las cejas - no sabía que tuvieras esos gustos. Vaya con tus calzoncillos a lunares...
- Es lo único que tenía limpio. La lavadora ha disuelto el resto de mi ropa.
- No te preocupes. ¡Son los larshniks de Biru-2 los que tienen que preocuparse! Entraremos en su atmósfera justo dentro de diecisiete minutos, y he estado pensando todo el tiempo en lo que vamos a hacer a partir de ese momento.
- Bien, me alegro de que alguien haya estado pensando. Yo no he tenido tiempo de respirar siquiera, y menos aún de pensar.
- No te preocupes, amigo; estamos metidos en esto juntos. Tal como yo veo la cosa, tenemos dos opciones. Irrumpir directamente con los cañones disparando, o deslizarnos con sigilo.
- Ah, ¿realmente has estado pensando?
- No te lo tomaré en cuenta porque estás cansado. Nosotros vamos bien armados, pero creo que sus baterías de tierra son aún más potentes. De modo que sugiero la segunda solución: entrar con sigilo, sin que nos descubran.
- ¿No resulta eso un poco difícil yendo como vamos en esta nave de treinta millones de toneladas?
- Normalmente, sí. Pero ¿ves este botón que dice Invisibilidad? Mientras estabas cargando el combustible me explicaron cómo funciona. Es un nuevo invento, que no se ha utilizado hasta ahora, y que nos hará invisibles e indetectables por cualquiera de sus instrumentos.
- Así ya lo veo un poco más claro. Sólo nos quedan quince minutos. Debemos de estar ya bastante cerca. Conectemos el dispositivo de invisibilidad.
- ¡No hagas eso!
- Ya está hecho. ¿Qué es lo que pasa ahora?
- No mucho. Excepto que este aparato experimental de invisibilidad no dura más que trece minutos antes de consumirse por completo.
Y por desgracia, así fue. A una altura de cien kilómetros por encima de la yerma y agrietada superficie de Biru-2, el Invencible se materializó de nuevo.
En la mínima fracción de un milisegundo el poderoso sonar espacial y el superradar del planeta se habían cerrado en torno a la aeronave invasora y las subluces enviaban sus señales secretas, en espera de una respuesta correcta para asegurarse de que el intruso era uno de los suyos.
- Enviaré una señal, para entretenerlos un poco. Estos larshniks no son excesivamente inteligentes - dijo Acero, sonriendo. Apretó el botón del micrófono y lo conectó a la frecuencia de emergencia interestelar. Luego habló con voz sorda, carraspeante -: Agente X-9 a la primera base. Hemos cruzado fuego con la patrulla, me han quemado mis libros de código, pero me cargué a todos esos hijos de perra, ja, ja. Regreso a casa con un cargamento de ochocientas mil toneladas largas de la demoníaca hierba krmml.
La respuesta larshnik fue instantánea. Las bocas abiertas de miles de cañones desintegradores vomitaron rayos abrasadores de energía que desgarraban hasta la textura del espacio. Aquellos rayos corrosivos explotaron contra las pantallas defensivas de la nave espacial, penetraron a través de la coraza del viejo Invencible, que no estaba destinado a hacerse mucho más viejo, e incendiaron las planchas de su casco. La pura materia de que estaba hecho no era capaz de resistir la fuerza destructiva, consumidora, que nacía de las mismas entrañas del planeta y era vomitada por sus cañones contra el invasor. Así que las paredes impenetrables de la nave, hechas de imperialita, se vaporizaron instantáneamente y se convirtieron en gas muy fino, que a su vez se descompuso en los meros electrones y protones (y neutrones también) de que estaba compuesto.
La carne y la sangre no podían resistir tampoco tales fuerzas. Pero en los pocos segundos que tardó la nave en volatilizarse los dos valientes astronautas se habían lanzado ya al espacio dentro de sus corazas especiales. ¡Bien a tiempo! Los restos de lo que momentos antes había sido la poderosa astronave chocaron contra la atmósfera y segundos más tarde contra el suelo venenoso de Biru-2. Para un observador casual aquello era el fin. La poderosa astronave no volaría ya más, puesto que no quedaba de ella sino un montón confuso de restos humeantes, doscientas toneladas de chatarra retorcida, sin el menor signo de vida para los reptadores de superficie que salieron de una escotilla cercana, disimulada en la roca, y se arrastraron hasta los restos ardientes, detectando en todas direcciones con sus sensores activados al máximo.
«¡Informen!», transmitió la emisora de radio. «Sin señal de vida hasta quince decimales», respondió el maldiciente operador de los rastreadores, antes de indicarles que regresaran a su base. Sus patitas metálicas resonaron chirrientes contra la superficie desnuda del suelo y luego desaparecieron. Lo único que quedó allí fueron los restos aún humeantes de la astronave, siscando bajo la lluvia venenosa que caía como llanto sobre el metal caliente.
¿Habían muerto los dos amigos? Pensé que no ibas a preguntármelo nunca. Pues no, no habían muerto. Una milésima de segundo antes de que se estrellase la nave, dos armaduras espaciales casi indestructibles habían sido proyectadas en el vacío por el eyector con muelles de estilita, que los envió volando hacia el lejano horizonte, donde descendieron, sin ser detectados por los técnicos larshnik, tras un espolón de roca. Por pura casualidad este espolón de roca era el que disimulaba la escotilla por la que habían salido los rastreadores con sus aparatos de detección para su inútil búsqueda, y a la que habían vuelto siguiendo las órdenes de su maldiciente operador de radio, el cual, entontecido con la demoníaca hierba krmml, no percibió la ligerísima vibración de la aguja del detector cuando los rastreadores volvieron a su refugio bajo tierra, trayendo con ellos un nuevo cargamento que no llevaban cuando salieron.
 - ¡Lo hemos conseguidos! ¡Estamos dentro de sus defensas! - se regocijó Acero -. Y no gracias a ti precisamente, pulsando aquel maldito botón de invisibilidad...
- ¿Cómo iba yo a saber...? - protestó Jax -. De todas formas, ya no podemos contar con la astronave, pero podemos contar con el elemento sorpresa. Ellos no saben que nosotros estamos aquí, pero nosotros sí sabemos que están ellos.
- Muy bien pensado. Sssh... - dijo Acero -. No te muevas. Estamos llegando a algo.
Los rastreadores habían entrado en una inmensa cámara, tallada en la roca, y que estaba llena de poderosas máquinas de guerra.
Lo único humano allí, si es que podía llamársele humano, era el operador de radio, cuyos dedos sucios intentaron apretar el control de los cañones tan pronto como percibió la presencia de los intrusos. Pero no tuvo tiempo. Los rayos de dos desintegradores hicieron diana en su cuerpo, y en una milésima de segundo no era más que un montón de carne carbonizada sobre su asiento. La justicia del Cuerpo estaba por fin llegando a la guarida larshnik.
Justicia era, impersonal y abstracta, imparcial y destructora, porque en aquella guarida no había «inocentes». Los rayos implacables de la venganza civilizada iban barriendo todo lo que se les ponía por delante, mientras los dos compañeros avanzaban por los corredores de la infamia disparando sus mortíferos cañones.
- Este es el Número Uno - dijo Acero, con una mueca, cuando llegaron frente a una inmensa puerta de impervialita contrachapado de oro ante la que se apiñaba una escuadra suicida, que realmente cometió suicidio bajo el fuego implacable de los dos amigos. La última resistencia débil, que no fue mucha, quedó pronto aniquilada y reducida a humo entre el estruendo de aquella lluvia de fuego. Los dos hombres penetraron triunfantes en el último reducto, el reducto central, manejado ahora por una sola figura de pie ante el panel de controles. La figura de Superlátigo en persona, cabeza secreta de todo el imperio del delito interestelar.
- Ha llegado tu hora - dijo, torva, la voz de Acero, al tiempo que encajonaba con su arma aquella figura vestida con su túnica negra y su opaco casco espacial -. Quítate el casco o mueres en un segundo.
La única respuesta fue un rugido acongojado de rabia impotente, y durante unos instantes las manos de la figura temblaron sobre los mandos de los cañones. Luego alzó los brazos lentamente, llevó las manos al casco y empezó a darle vueltas para quitárselo, levantándolo despacio...
- ¡Por el sagrado nombre del profeta Mrddl! clamaron los dos amigos al unísono, sin poder contenerse al ver lo que estaban viendo.
- Sí, ahora ya lo sabéis - dijo Superlátigo entre sus dientes apretados -. Pero, ja, ja, estoy seguro de que nunca lo sospechasteis siquiera.
- ¡Usted! - exclamó Acero, rompiendo por fin el helado silencio que les había dejado mudos un instante -. ¡Usted! ¡Usted! ¡USTED!
- Sí, yo mismo, el coronel Von Thorax, comandante del CCC. Nunca sospechasteis de mí, y yo, ¡cómo me reía de vosotros mientras tanto!
- Pero... - exclamó Jax -. ¿Por qué?
- ¿Por qué? La respuesta es obvia para cualquiera que no sea un puerco democrático interestelar, como lo sois vosotros. Lo único que los larshniks podían temer era algo del tipo del CCC, una fuerza que no se inclinase nunca ante ningún soborno exterior ni ante ninguna sedición interna, una fuerza ennoblecida por su fe en la causa del deber. Tipos como vosotros podíais habernos dado muchos problemas. Por eso, precisamente, nosotros fundamos el CCC y durante largo tiempo yo he sido el jefe de ambas organizaciones. Nuestros reclutas nos aportan lo mejor que los planetas civilizados pueden ofrecer, y ya me ocupo yo de que sean brutalizados, moralmente destruidos, agotados físicamente y sus espíritus aplastados para que de allí en adelante no representen ningún peligro. Naturalmente, algunos llegan hasta el fin, a pesar de que yo me esfuerce en hacerlo repugnante. Cada generación tiene su porcentaje inevitable de supermasoquistas. Pero ya me ocupo yo de que sean eliminados rápidamente, por un sistema o por otro.
- ¿Como la de enviarles en misiones suicidas, por ejemplo? - preguntó Acero con ironía.
- Es una buena manera.
- Una misión como ésta a la que nos envió usted. ¡Pero no dio resultado! ¡Ahora ya puedes ir diciendo tus oraciones, cochino larshnik, porque estás a punto de ir a encontrarte con tu creador!
- Mi creador? ¿Oraciones? ¿Habéis perdido la cabeza? Todos los larshniks somos ateos hasta el fin...
Y así llegó el fin, entre una ardiente nube de vapor. La muerte con aquellas palabras heréticas todavía en sus labios. No merecía otra cosa.
- Y ahora, ¿qué? - preguntó Acero.
- Ahora, esto - respondió Jax, disparando el arma que llevaba al brazo y dejándole inmovilizado bajo los efectos del rayo paralizador -. Ya no va a ser el segundo puesto para mí, contigo en el puente y yo en la cámara de calderas. De ahora en adelante soy yo quien lleva la batuta.
- ¡Estás loco! - susurró apenas Acero.
- Al contrario, estoy muy cuerdo, por primera vez en mi vida. El Superlátigo ha muerto. Viva el nuevo Superlátigo. Es mía, la galaxia entera es mía.
- ¿Y qué ocurre conmigo?
- Debería matarte, pero sería demasiado fácil. Y además, compartiste tus barras de chocolate conmigo. Será a ti a quien culpen de toda esta catástrofe. De la muerte del coronel Von Thorax y de todo lo demás que ha ocurrido aquí en la primera base. Todos se volverán contra ti, y te verás convertido en un paría que tiene que escapar, para salvar la vida, a las más remotas avanzadillas de la galaxia, donde vivirás por siempre en el terror.
- ¡Acuérdate de las barras de chocolate!
- Ya me acuerdo. Las únicas que me tocaron eran las que estaban rancias. Ahora... ¡Vete!
¿Aún quieres saber mi nombre? El que te di, de Viejo Sarge, es suficiente. ¿Mi historia? Sería demasiado para tus tiernos oídos, muchachito. Llena los vasos otra vez, así, y brinda conmigo. Es lo menos que puedes hacer por un pobre viejo que ha visto ya mucho en su vida. Un brindis de mala suerte, que sería mejor decir: el Gran aniquilamiento,
Krammdl maldiga para siempre al hombre que algunos conocieron como el Caballero Jax. ¿Qué si tengo hambre? Yo no... ¡no! ¡Una barra de chocolate, no!


FIN


Clive Jackson - LOS ESPADACHINES DE VARNIS




Las lunas gemelas iluminaban cavilosamente los sedientos suelos rojos de Marte y las ruinas de la ciudad de Khua-Loanis. Los vientos de la noche susurraban alrededor de los frágiles chapiteles y murmuraban en las caladas celosías de las ventanas de los templos vacíos, y el polvo rojo la convertía en una ciudad de cobre.
Era cerca de medianoche cuando un lejano tronar de cascos veloces llegó a la ciudad, y pronto los jinetes entraron estruendosamente por los antiquísimos portillos. Tharn, Señor Guerrero de Loanis, al aventajar a sus perseguidores en veinte varas escasas se dio cuenta, fatigosamente, que su delantera mermaba, con cruel espuela acicateó el costado de su Vorklo hexápodo. La fiel bestia dio un apagado relincho de dolor, tratando, infructuosamente, de obedecer.
Delante de Tharn, en la gran montura doble, iba sentada Lehni-tal-Loanis, Dama Real de Marte, que cabalgaba en el desmañado animal con suave garbo, inclinándose sobre su cuello estirado para murmurar rápidas palabras de aliento en sus achatadas orejas. Entonces se recostó contra el pecho de Tharn, cubierto con cota de malla, volviendo su bello rostro al suyo; lo tenía coloreado de un vivo carmín por la excitación de la briosa persecución y sus ojos ambarinos brillaban encendidos de amor hacia su extraño héroe, venido más allá del tiempo y del espacio.
- Aún ganaremos esta carrera Tharn mío - dijo a viva voz - Allende ese arco queda el Templo del Vapor Viviente y una vez allí podremos desafiar a las hordas de Varnis.
Acariciando con la vista su señera belleza, las suaves curvas del cuello, pechos y piernas que el viento dejaba al descubierto batiendo su breve vestimenta. Tharn sabía que aún cuando los Espadachines de Varnis pudieran arrebatarle la vida a él su extraña odisea no habría sido vivida en balde
Pero la joven había medido la distancia con certeza, no bien Tharn frenó su relinchante Vorklo, que resbalaba y se encabritaba ante las gigantes puertas del Templo los Espadachines alcanzaron el arco exterior, donde se apiñaron en una maldiciente mole. En breves momentos pudieron separarse y ahora venían cruzando el atrio a viva carrera, pero la demora había bastado para que Tharn pudiera desmontar y situarse en posición de combate frente a uno de los grandes vanos. Sabía que de poderlo defender durante unos instantes, hasta que Lehni-tal-Loanis lograra abrir la puerta, suyo sería entonces el secreto del Vapor Viviente, y con él, el dominio de todas las tierras de Loanis.
Primero trataron los Espadachines de echarles sus cabalgaduras encima, pero tan estrecho y profundo era el vano que Tharn solo tuvo que embestir hacia arriba con la punta de la espada y dar un salto hacia atrás, y la primera bestia caía muerta de una certera estocada que le atravesó el cuello de parte a parte. Su jinete había quedado aturdido por la caída, y saltando Tharn alcanzó el flanco del animal muerto y sin piedad decapitó al infortunado Espadachín. Aún quedaban con vida diez de sus enemigos, y ahora se le abalanzaban encima a pie, pero lo estrecho del vano solo les permitía atacar de cuatro en fila y la posición elevada de Tharn sobre la enorme carroña le daba la ventaja que necesitaba. En sus venas ardía el fuego de la pelea; se les reía en la cara a mandíbula batiente y su enrojecida espada tenía gélidas filigranas de muerte que ninguno de los Espadachines osaba enfrentar.
Lehni-tal-Loanis, pasando sus dedos hábiles sobre el corrompido bronce de la puerta, dio con la cerradura radioactiva e insertó el irisado y fulgurante anillo que llevaba en su pulgar. Con un pequeño sollozo de alivió oyó como empezaban a accionarse los ocultos resortes de seguridad.
El vetusto mecanismo iba abriendo la puerta con desesperante lentitud, pero pronto oyó Tharn la cristalina voz de la joven por encima del estrépito de las espadas entrechocantes.
- Adentro Tharn mío. ¡Ya es nuestro el secreto del vapor viviente!
Mas Tharn, con cuatro de sus enemigos muertos y siete aún por despachar, no podía batirse en retirada de su posición encima del Vorklo muerto sin correr el riesgo de ser reducido a la impotencia por el filo de la espada y Lehni-tal-Loanis, percatada de su dilema, de un salto se puso a su lado desenvainando su propio espadín, al tiempo que exclamaba:
- ¡Ay amor mío! ¡Yo seré tu brazo izquierdo!
Ahora sintieron los Espadachines de Varnis como los dedos fríos de la derrota les apretaban el corazón: dos, tres, cuatro mas de ellos vieron su sangre mezclarse con el polvo rojo del atrio, al tiempo que Tharn y su aguerrida princesa esgrimían sus fieras espadas en perfecto acorde.
Ya parecía que nada podría impedirles apoderarse del misterioso secreto del Vapor Viviente, pero no había contado con la pérfida traición de uno de los Espadachines sobrevivientes. Este dio un salto hacia atrás, retirándose de la refriega, y bruscamente arrojó su espada al suelo.
- ¡Al carajo! - gruñó, y sacando de su funda una pistola protónica, de un preciso disparo de sus rayos energéticos, hizo volar en pedazos a Lehni-tal-Loanis y a su amado Señor Guerrero venido desde más allá del tiempo y del espacio.


FIN

Frederic Brown - UN REGALO DE LA TIERRA




Dhar Ry meditaba a solas, sentado en su habitación.
Desde el exterior le llegó una onda de pensamiento equivalente a una llamada. Dirigió una simple mirada a la puerta y la hizo abrirse.
- Entra, amigo mío - dijo -  Podría haberle hecho esta invitación por telepatía, pero, estando a solas, las palabras resultaban mas afectuosas.
Ejon Khee entro.
- Estas levantado todavía y es tarde.
- Si, Khee, dentro de una hora debe aterrizar el cohete de la Tierra y deseo verlo.
Ya se que aterrizara a unas mil millas de distancia, si los cálculos terrestres son correctos. Pero aún cuando fuese dos veces mas lejos, el resplandor de la explosión atómica seguir siendo visible.
He esperado mucho este primer contacto. Aunque no venga ningún terrícola en ese cohete, para ellos será el primer contacto con nosotros. Es cierto que  nuestros equipos de telepatía han estado leyendo sus pensamientos durante muchos siglos, pero este ser el primer contacto físico entre Marte y la Tierra.
Khee se acomodó en el escabel.
- En efecto - dijo -. Ultimamente no he seguido las informaciones con detalle. ¿Porque utilizan una cabeza atómica? Se que suponen que nuestro planeta esta deshabitado, pero aun así...
- Observan el resplandor a través de sus telescopios para obtener... ¿Como lo llaman? un análisis espectroscópico. Eso les dirá mas de lo que saben ahora (o creen saber, ya que mucho es erróneo) sobre la atmósfera de nuestro planeta y de la composición de su superficie. Es como una prueba de puntería, Khee.  Estarán aquí en persona dentro de unas conjunciones de nuestros planetas. Y entonces...
Marte se mantenía a la espera de la Tierra. Es decir, lo que quedaba: Una pequeña ciudad de unos novecientos habitantes. La civilización marciana era mas antigua que la de la Tierra, pero había llegado a su ocaso y esa ciudad y sus pobladores eran sus últimos vestigios. Deseaban que la Tierra entrara en contacto con ellos por razones interesadas y desinteresadas al mismo tiempo.
La civilización de Marte se había desarrollado en una dirección totalmente diferente a la terrestre. No había alcanzado ningún conocimiento importante en ciencias físicas ni en tecnología. En cambio, las ciencias sociales se perfeccionaron hasta tal punto que en cincuenta mil años no se había registrado un solo crimen ni producido mas de una guerra. Habían también experimentado un gran desarrollo en las ciencias parasicológicas, que la Tierra apenas empezaba a descubrir.
Marte podía enseñar mucho a la Tierra. Para empezar, la manera de evitar el crimen y la guerra. Después de estas cosas tan sencillas, seguían la telepatía, la telekinesis, la empatía...
Los marcianos confiaban que la tierra les enseñara algo de mas valor entre ellos: restaurar y rehabilitar un planeta agonizante, de modo que una raza a punto de desaparecer pudiera revivir y multiplicarse de nuevo.
Los dos planetas ganarían mucho y no perderían nada.
Y esa noche era cuando la Tierra haría su primera diana en Marte. Su próximo disparo, un cohete con uno o varios tripulantes, tendría lugar en la próxima conjunción, es decir, a dos años terrestres o cuatro marcianos. Los marcianos lo sabían, porque sus equipos telepáticos podían captar los suficientes pensamientos de los terrícolas como para conocer sus planes.
Desgraciadamente a tal distancia la comunicación era unilateral. Marte no podía pedir de la Tierra que acelerase su programa, ni informar a sus científicos acerca de la composición de la atmósfera de Marte, objetivo de ese primer lanzamiento.
Aquella noche, Ry, el jefe (traducción mas cercana de la palabra marciana), y Khee, su ayudante administrativo y amigo mas íntimo, se hallaban sentados y meditando hasta que se acerco la hora. Brindaron entonces por el futuro con una bebida mentolada, que producía a los marcianos el mismo efecto que el alcohol a los terrícolas y subieron a la terraza.
Dirigieron su vista al norte, en la dirección donde debía aterrizar el cohete. Las estrellas brillaban en la atmósfera.

En el observatorio numero 1 de la luna terrestre, Rog Everett, mirando por el ocular del telescopio de servicio, exclamo triunfante:
- ¡Exploto Willie! Cuando se revelen las películas, sabremos el resultado de nuestro impacto en este viejo planeta Marte.
Se incorporo, pues de momento no hacía mas que observar y estrechó la mano de Willie Sanger. Era un momento histórico.
- Espero que el cohete no haya matado a nadie. A ningún marciano, quiero decir, Rog. ¿Habrá hecho impacto en el centro inerte de la Gran Syrte?
- Muy cerca, en todo caso. Yo diría que a unas mil millas al sur. Y eso es puntería para un disparo a cincuenta millones de millas de distancia... ¿Willie crees que habrá marcianos?
Willie lo penso un segundo y respondió:
- No.
Tenia razón.

Fredric Brown - TODO DEPENDE DE UN CABELLO


La esposa del señor Decker volvió de Haití.
Había ido sola. Habían decidido pasar un tiempo separados para arreglar luego amistosamente el divorcio. Pero eso nada había cambiado.
Se detestaban todavía un poco más que antes.
- Divide en dos partes - Exigió firmemente la señora Decker -. La mitad de tu dinero y de tus bienes.
- Es ridículo - Replicó con aspereza el señor Decker.
- ¿Ridiculo, eh? Si quisiera lo tendría todo. En Haití, he estudiado vudú.
- ¿Y qué?
- Que si no fuera una mujer honrada morirías por paralización del corazón. El vudú no deja huellas.
- ¡Tonterias! - Exclamó con superioridad el señor Decker.
- Bien, permíteme hacer la prueba. ¡Un trozo de uña o de cabello y verás!
¡Patrañas! - Afirmó el buen señor Decker.
- Te hago una proposición, probamos. Si no da resultado, nos divorciamos y no pido nada. Si sale bien, heredo y me voy muy agradecida.
- De acuerdo - Dijo el señor Decker
- Trae cera y un alfiler.
Se miró las uñas.
- Demasiado cortas. Te daré un cabello.
Fue al cuarto de baño y volvió con un cabello en un tubo de aspirina. La señora Decker había ablandado ya la cera. Hundió en ella el cabello y la modeló groseramente en forma de ser humano.
- Lo lamentarás - Aseguró, mientras hundía la aguja en el pecho de la estatuilla. El señor Decker se sorprendió, pero de manera agradable. No creía en el vudú, pero era prudente. Además, siempre le había irritado que su mujer no limpiase nunca el peine.


FIN

Gilberto Solís - SPITFIRE




Agosto 20, 1941
En algún lugar sobre Inglaterra...
¡El zumbido lo alertó de la proximidad de su enemigo! Desesperado giró la cabeza hacía uno y otro lado, buscándolo con la vista. ¡Ah! ¡ahí! ¡detrás, por arriba y acercándose con celeridad!.
A toda velocidad se elevó, trazando un arco hacia la izquierda. Su oponente, aun incapaz de salir de su picado, lo rebasó y se niveló unos 300 metros mas abajo.
Ahora era su turno.
Girando grácilmente se lanzó en una hábil catenaria sobre él, a la vez que aumentaba la velocidad.
Pero el otro lo había visto, giró con presteza a la derecha ciñéndose en el giro, en un intento bastante hábil por confrontarlo.
Al ver esta reacción desaceleró. Su blanco, ahora malogrado, se dirigió hacia él. Aumentó la velocidad una vez más. Si era un duelo lo que el otro quería, le iba a mostrar que él no era de los que los rehuían.
Ambos contendientes se aproximaron velozmente uno contra el otro. ¡Aquel que declinase el duelo estaba perdido! Con seguridad su adversario lo perseguiría hasta derrotarlo.
Pero ninguno cedió, antes bien; acelerando, se rebasaron uno al otro guiñando sobre sus ejes apenas a tiempo de evitar la colisión... ninguno abrió fuego.
Al salir de la suave curva ascendente que se habían visto obligados a efectuar, ambos rivales se saludaron, el uno con un sonoro rugido, el otro con un acrobático giro, y a continuación se separaron.

El piloto estaba contento, había sido una magnífico duelo y su oponente había estado a la altura. A pesar de que lo había sorprendido en un principio este se había repuesto con rapidez y reaccionando con pericia, el Spitfire MK-1 se alejó en dirección al Este, hacia su base.
Su rival, por su parte, también estaba satisfecho, había mantenido su territorio y expulsado a aquel intruso de ruidosa voz; incluso había disfrutado el duelo. Después de todo no es frecuente que dos SPITFIRES (escupe fuegos) se enfrenten en duelos amistosos sobre los cielos de Inglaterra. Contento, el dragón enfiló hacia el Norte, hacia su hogar.

FIN


Jorge Luis Borges - LAS RUINAS CIRCULARES




Nadie lo vio desembarcar en la anónima noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a mucho siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatía contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese periodo, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor vivencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorceava rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo, era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las Criaturas excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy».
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer. Tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanquean río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.



Eric Frank Russell - RETRANSMISION ETERNA




Por la gran cinta de cemento de la pista venía rugiendo el Stutz Special de doble cilindrada de Sampson. Detrás, acortando gradualmente la distancia que los separaba, tronaba el «Bala de Plata», piloteado por Stanley Ferguson. Las exclamaciones de aliento de una multitud de aficionados eran ahogadas por los crecientes bramidos de los escapes que echaban llamas, mientras los dos punteros se lanzaban hacia el final de la recta. Los banderines se agitaban retrasados en las tribunas como juncos en los remolinos de una corriente tormentosa.
Ambos corredores eran locos por la velocidad, y como locos tomaron la curva final. En lo alto del codo se separaron sonoramente, Ferguson tratando de pasar con la trompa de su coche la cola del otro, Sampson empleando toda su fibra para impedir que lo pasara. Las ruedas, con veloces sombras por rayos, giraban vertiginosamente a un pie del borde del terraplén.
Entonces sucedió.
Una rueda salió fuera del borde, arañó desesperadamente en el vacío. La consiguiente frenada chirrió cuando se desprendieron de la pista las torturadas gomas. Una mano invisible aferró la cola del «Baja de Plata», y la levantó por el aire hasta que la larga y bruñida máquina cayó clavada de trompa. Durante un espantoso instante se mantuvo en esa posición, como si las dos toneladas desafiaran la fuerza de gravedad, y dio una voltereta. Se oyó un horrible estrépito.
Sobre el ataúd de metal los demonios del fuego no tardaron en erigir un obelisco de humo.
El siniestro director de orquesta ejecutó el Lamento para un corredor. Utilizó como tambores el ruido de pies que corrían, el jadeo de los cuerpos mientras se amontonaban y convergían por millares como hormigas que asediaran un panal roto. Pulsó las cuerdas de los corazones, arrancó a las mujeres hondos sollozos, que resonaron como horrible antífona a los murmullos de los hombres de rostros pálidos. Entonces golpeó el gong de la ambulancia de la pista, hizo sonar los estridentes silbatos de los policías, y dio rienda suelta a la emoción de la multitud.
Las llamas crepitaron, chisporrotearon y se extinguieron andante bajo el creciente silbido de los extinguidores químicos. La armonía del dolor halló su metrónomo en el chirrido de una filmadora de noticiero.
Sampson se abrió paso murmurando: «Ferguson, Ferguson», con su rostro pálido y desencajado. Nadie reparó en él; todos trataban de ver el coche accidentado.
Hombres uniformados tiraban con fuerza de la pira cubierta de espuma. El cuerpo aplastado fue extraído, colocado en una camilla, e introducido en la parte trasera de la ambulancia de la pista, como entra un cuarto de carne en un horno. Había sido Ferguson, pero era carne. Los cocineros estaban vestidos de blanco.
Casi tan amante de la sangre como del dinero, la multitud se estiraba en los estribos de los coches, se amontonaba torpemente en la puerta del horno, clamaba, abría la boca y se le caía baba. Algunos se paseaban con el semblante tranquilo, otros con aires de inteligencia.
Del borde de la muchedumbre se escabulló un cazador de recuerdos. Traía un casco abollado y muy chamuscado. Lo llevaba con el aire furtivo de un vagabundo que se estuviera escapando con el casco de un caballero caído.
Pero Ferguson lo vio.
Ferguson vio, no solo al vagabundo, sino también a la multitud, al coche accidentado, a la ambulancia, al cadáver.
Lo que Ferguson era ahora contemplaba con paciente desinterés aquello que Ferguson había sido. La escena parecía carecer de sentido, no proporcionaba datos para la especulación. Su nuevo estado de existencia traía aparejada una comprensión extramundanal que no tenía nada en común con las mentes terrenales. El nuevo Ferguson no podía comprender las meras superficialidades. Tenía una percepción de un vasto fondo del cual él no era más que un miembro minúsculo; pero aún no se atrevía a volver en su vida hacia atrás tanteando hasta llegar a su origen. Tenía un viaje por delante, y no tenía por qué esperar. Aquello que había sido su cuerpo también teñía un viaje por delante. Pero sus respectivos caminos divergían...
El Ferguson que aún vivía comenzó a expandirse. Era un ente espiritual, una inteligencia etérea, insustancial, sin forma ni figura, que no estaba sujeta a ninguna de las leyes que se había visto obligado a obedecer cuando estaba encerrado en su envoltura de carne y hueso.
Se movió a la vez en tres dimensiones, viajando por un camino que aumentaba rápidamente de tamaño, con la misma rapidez de la velocidad del pensamiento. Avanzó por expansión hacia una meta que conocía, y avanzó con seguridad y urgencia, como alguien que, habiendo estado durante largo tiempo en el desierto, encuentra la ruta que lleva a un lejano oasis.
La fecunda Tierra cayó debajo de él, y observó cómo se alejaba con un desapego total. Todos su amores, todos sus miedos y todo su bullicioso tumulto estaban más desprovistos de significado que el aullido de un perro abandonado a medianoche.
Iba quedando atrás rápidamente. Una mota de polvo errante, maravillada, gimiente, belicosa, que rogaba los domingos para robar los lunes, semana tras semana, año tras año, era tras era. Aquello que una vez se había llamado Ferguson no pensaba, no se preocupaba, no lloraba. El Universo del cual había formado parte en otro tiempo parecía ahora formar parte de él; era una inversión total de la percepción y quizá también de la realidad. La inquieta mota de polvo que había sido la Tierra, con sus colonias de gérmenes, había cumplido su momentánea finalidad. La vio atravesar la boca de la aspiradora celeste.
Y desapareció.
El sistema solar y sus sistemas gemelos se encogieron, se fundieron en una simple chispa de luz, se redujeron luego a un punto increíblemente diminuto que fue absorbido finalmente por la remota lejanía, y desaparecieron.
Entre los torvos riscos de los espacios que separan a las nebulosas, la Vía Láctea brillaba como un gran lago de fuego plateado, y Algo sacó el tapón. El lago fluyó en un evanescente torrente hacia cavernas invisibles situadas más abajo. Se convirtió en un estanque, en un charco, en una salpicadura de saliva, y luego hasta la última gota dejó de verse.
El Universo y la suma de todos los Universos, junto con todas las cosas que han estado y han sido, estaban comprimidos en un barril. La compresión en continuo crecimiento los volcó, del barril, en una jarra. Una copa contenía todo lo que contenía la jarra; un dedal era la unidad de medida del contenido de la copa. El dedal, al ser vaciado, produjo una película de ígnea humedad, que enseguida se secó.
Todo había desaparecido. La idea llamada Ferguson había retornado a la inteligencia que la había concebido.

En la constelación de Perseo había un sol con siete planetas. Según una medida, éstos eran unas inmensas creaciones. Según otra medida, eran unas mariposas nocturnas alrededor de una llama. Delta era el quinto en antigüedad a partir del progenitor incandescente.
Delta no tenía tierras ni mares; su paisaje mostraba en todas partes la triste monotonía de un terreno fangoso interrumpido por charcas estancadas y sembrado de los productos de ese mismo fango.
Por debajo del fango había cosas retorcidas que habían desarrollado patas y pies; en la superficie, cosas salidas de huevos que tenían alas y membranas con las que podían aletear. El cálido fango bullía de abundante pestilencia, hacía crecer cosas con falsos troncos, ramas de imitación y hojas que no eran hojas; cosas que podían caminar, y correr, sobre sus raíces.
Todos los productos del fango eran poco exigentes y voraces. Todos comían carne en todo momento, y hasta a veces comían la carne de su propia carne. Tener rápidos miembros, alas o membranas era el único requisito para alcanzar el derecho a la vida. Todas ha especies eran a la vez vencedores y víctimas. Todas las razas corrían tras el premio que significaba una raza más lenta.
La base de la pirámide de la vida descansaba sobre la base de una pirámide invertida. Criaturas pequeñas en grado inimaginable subsistían sobre la base de la substancia de sus vecinos inmediatamente mas grandes, incluso hasta los relativamente gigantescos cóccidos, que se alimentaban con bacterias, que se alimentaban con parásitos, que se alimentaban de la base común a ambas pirámides.
La base común estaba constituida por las pequeñas ranas. Todos vivían de ellas, desde los de más arriba hacia abajo, y desde los de más abajo hacia arriba. Las pequeñas ranas no tenían de qué vivir, fuera de los insectos y de las revelaciones divinas. Por lo cual engullían a unos y tragaban las otras, Y se conservaban por su propia fecundidad.
El ritmo de la vida era rápido y agitado. Tan grandes eran los ruidos del estómago de los que comían a los que comían ranas que el deber obligatorio de las ranas era convertirse en la causa original de más ranas, y confirmar de este modo las fulgurantes verdades de la providencia.
Aldek era una rana y un huérfano. La mayor parte de las ranas eran huérfanos o ranas muertas. Aldek había visto cómo su madre era engullida por un veloz árbol. Deseaba seguir su ejemplo en la mayoría de las cosas, pero solo en la mayoría. Así se agazapó en la campana de una enorme flor de myra, masticó un jugoso insecto, y reflexionó acerca del misterioso modo en que se realizan los milagros.
El flexible estambre de la flor de myra acaricio de arriba abajo su verrugosa espina. Las flores de myra pasaban gran parte del tiempo acariciando a las pequeñas ranas. A Aldek nunca se le ocurrió asociar este reconfortante proceso con la polinización.
Un pequeño arbusto- vampiro apareció tambaleándose y chorreando fango. Se detuvo ante la flor de myra y contempló fijamente a Aldek. Sus cien hojas golpearon el centenar de labios que tenía, mientras las bayas rojas que eran sus piernas se movían de un lado a otro. Chapoteó un poco más cerca, pero no demasiado cerca. Le gustaban las rana pequeñas, pero no las flores de myra. Estas eran plantas sumamente desagradables: tenían mal olor y atrapaban presas. De modo que se sentó sobre sus raíces, y esperó. Aldek siguió masticando su insecto y esperó también.
Un haz de hinchados dedos incoloros, como los de un ahogado, tomaron al arbusto por las raíces, y lo hundieron. El arbusto se hundió con su rama más alta levantada en un gesto de desesperada súplica al cielo indiferente. El fango baboseó y aspiró, y luego subió y bajó como si estuviera a punto de vomitar. Una enorme burbuja subió hasta la superficie, chapaleó, y se reventó. Aldek expectoró, y se dejó acariciar.
Dos gurns salieron volando del cielo gris, batiendo con fuerza sus amplias alas, semejantes a las de los murciélagos. Siempre cazaban en parejas, y conocían a sus myras. Un gurn descendió hasta el fango, y aterrizó con un sonido apagado. Fijó la vista en Aldek, e hizo ademán de atraparlo. La flor de myra se preparó. El gurn extendió un largo tentáculo, semejante a un látigo, y pinchó con él a Aldek. Aldek se aplastó contra el fondo de su campana, y dejó que la naturaleza hiciera el resto.
La flor de myra se cerré malévolamente, y atrapó cinco pulgadas de tentáculo enroscado. El segundo gurn arrancó un pétalo con un diestro manotón de una pata provista de uñas. Cerrándose súbitamente, la flor comenzó a hundirse buscando refugio debajo del fango. Un gurn penetró por el hueco que había dejado el pétalo arrancado, y extrajo a Aldek como a un maní de una bolsa.
Aldek siguió el camino de todos los maníes. Lo hizo aterrorizado, protestando. Se infló, se puso a croar, luchó furiosamente, se infló aún más; pero siguió el camino de sus antepasados.
Entonces supo que no tenía de qué preocuparse.
Con la serena mirada de un Buda de bronce, contempló cómo su propio cuerpo se disolvía en los jugos gástricos de un reptil que volaba. Percibió este hecho en una forma muy impersonal; en realidad, no lo comprendió. Su comprensión hubiera sido de un alcance demasiado grande como para medir la mezquina significación de la comida de un gurn.
No le interesaban las ranas, ni nada relativo a ellas. La chispa de vida que había animado a la comida estaba ahora libre, llena de sapiencia, y henchida de un intenso deseo de viajar. Y viajó.
La excelencia de la vida con sustancia nada significaba frente a la excelencia de la vida sin sustancia. Creció, y se expandió considerablemente, extendiéndose con enorme rapidez, y excedió fácilmente el tamaño de la esfera en la que había vivido en otro tiempo. Delta se sumergió en la oblicuidad de la huidiza perspectiva, se redujo a un insignificante punto, y se borró.
Los resplandecientes copos de nieve esparcidos sobre las baldosas de la creación fueron barridos y amontonados por la escoba de la compresión en expansión. Los montones fueron reunidos en uno solo, y la masa del total no era más grande que la masa de uno. Con el montón se formó una bola de nieve, y la bola fue arrojada a distancias ilimitadas, derritiéndose y decreciendo a medida que volaba, hasta que finalmente sólo el núcleo de una punta de alfiler penetró en la abertura de la Nada... y fue tragado.

PORQUE EL FIN ERA UN COMIENZO
Y EN ESE COMIENZO HABIA UN PROPOSITO.


FIN

Arthur C. Clarke - REFUGIADO




La presente historia fue escrita en 1954, y no pretendo que no haya ningún parecido con algún personaje vivo. Desde que conocí al prototipo del «Príncipe Henry», en tres ocasiones y más concretamente en la última, aquí en Colombo, hace sólo unos pocos meses, cuando tuvimos una conversación curiosamente vinculada a esta historia.
Nuestro primer encuentro fue en una exposición allá por 1958, llamada, con gran optimismo, «Gran Bretaña en los albores de la Era Espacial». Su alteza real se rió y comentó con ironía: «Nunca lo logramos, ¿verdad?»
En realidad, no era del todo cierto, dado que, en la actualidad, hay muchos satélites del Reino Unido en órbita y pronto habrá (por cortesía del U.S. Space Shuttle) algunos británicos en el espacio. Pero no era eso exactamente en lo que yo estaba pensando.
Bueno, Isaac Newton «inventó» la gravedad. Tal vez algún día nosotros los británicos tengamos la fortuna de lograr «desinventarla».


- Cuando venga a bordo - dijo el capitán Saunders mientras esperaba que la rampa de desembarque quedara en posición -, ¿cómo deberé llamarle?
Hubo un prolongado silencio mientras el oficial de navegación y el ayudante del piloto se ponían de acuerdo respecto al problema del protocolo.
Luego, Mitchell cerró el control principal y todos los mecanismos y circuitos de la nave quedaron de inmediato en suspenso al cortarles el fluido eléctrico.
- La manera en que uno debe dirigirse a él - y lo pronunció con el mayor cuidado -, es «Su Alteza Real».
- ¡Bah! - rugió el capitán -. ¡Que me parta un rayo si alguna vez llego a usar una expresión tan ridícula!
- En estos tiempos de rápidos cambios y exaltación democrática - arguyó Chambers -, creo que «señor» es más que suficiente. Y no hay necesidad de preocuparse si uno se olvida. Hace ya mucho tiempo que nadie ha sido enviado a la Torre por algo de tan poca monta. Además, este Enrique no es un personaje tan severo como lo fue aquel otro de las muchas esposas.
- Según dicen - agregó Mitchell - parece ser que es un joven muy agradable, y también instruido. En ciertas ocasiones, ha efectuado preguntas técnicas que han puesto en aprietos a más de uno.
El capitán Saunders ignoró ese comentario y concluyó que, si el príncipe Enrique quería saber cómo funcionaba un Generador Compensador de Campo, Mitchell se lo explicaría sin ninguna dificultad. Se levantó cuidando muy bien sus movimientos, pues había estado trabajando en condiciones de escasa gravedad durante el vuelo, y ahora, en la Tierra, le suponía un gran esfuerzo mantener el equilibrio, y se dirigió al corredor que conducía a la compuerta inferior. Con un sofocado chasquido metálico, la puerta se abrió suavemente hacia un lado.
Iniciando una sonrisa, se dirigió a las cámaras de televisión y al heredero de la corona británica.
El hombre que algún día sería Enrique IX de Inglaterra no pasaba aún de los veinte años. Era de una estatura ligeramente inferior a la de tipo medio; tenía las facciones delicadas y bien proporcionadas, en total consonancia con lo impuesto por los cánones genealógicos. El capitán Saunders, que provenía de Dallas, y por tanto se hallaba poco dispuesto a dejarse impresionar por ningún príncipe, se encontró de repente impresionado por la tristeza de sus ojos. Eran ojos que ya habían visto demasiadas recepciones y desfiles, que estuvieron forzados a ser testigos de innumerables cosas carentes de sentido, que nunca tuvieron la oportunidad de pasear por lugares que no hubieran sido planificados previamente. Mirando aquel orgulloso y fatigado rostro, el capitán Saunders vislumbró por primera vez la extrema soledad de la realeza. Todo su desagrado respecto a esta institución le pareció de escasa importancia a la vista de su mayor defecto: lo que realmente consideraba mal en la monarquía era la deslealtad de infligir tal carga sobre ciertas personas.
Los pasillos del Centaurus eran demasiado estrechos como para permitir una visión general; pero pronto quedó claro que la novedad del nuevo ambiente no le incomodaba demasiado.
Y una vez que todos se hubieron acostumbrado a aquellos angostos recintos, Saunders olvidó sus reservas referentes al trato con el príncipe. Pronto tuvo con él la misma relación que con cualquier otro visitante. Una de las primeras lecciones que la realeza debe aprender es cómo lograr que la gente no se encuentre incómoda en su presencia.
- ¿Sabe una cosa, capitán? - dijo el príncipe con aire pensativo -. Este es un gran día para nosotros. Siempre esperé que fuera posible que una nave espacial partiera desde la misma Inglaterra. Sin embargo todavía se nos hace extraño tener una base propia después de tantos años. Dígame, ¿hace mucho que está usted vinculado con la propulsión a reacción?
- La verdad es que he hecho algunos cursos sobre ella. No obstante, lo que en realidad me ha dado el cabal dominio del tema ha sido sin duda la experiencia práctica de estos últimos años. He tenido la fortuna de que el desarrollo de mis estudios se haya realizado en el período en que la tecnología espacial estaba en pleno desarrollo y la propulsión química dejaba ya paso a los nuevos sistemas. En ese sentido, he tenido suerte. Algunas personas mayores que yo necesitaron volver a hacer cursos para ponerse al día en el tema, se vieron obligados a desvincularse de él, al no poder adaptarse a los nuevos sistemas de propulsión.
- ¿Tan grande es la diferencia?
- Por supuesto que sí. El tema de los reactores espaciales es de una enorme complejidad y entre un sistema y otro hay la misma diferencia que separa la navegación a vela de la de vapor. Es una analogía que oirá mencionar con frecuencia. Ha habido toda una épica respecto a los primeros tiempos de la navegación espacial por medio de combustibles químicos, del mismo modo que la hubo en los momentos culminantes de los grandes veleros oceánicos. Cuando el Centaurus despega, por ejemplo, lo hace tan silenciosamente como un globo, incluso con una aceleración reducidísima que no causa ninguna molestia. En cambio, el despegue de una gran nave a reacción se oye a muchos kilómetros de distancia, con gran estruendo, y se produce en medio de una enorme masa de gases incandescentes. Seguro que lo habrá visto más de una vez en películas de esa época.
- Oh, sí - respondió el príncipe con una sonrisa -, las he visto muchas veces. Creo que no me he perdido ninguna de las correspondientes a los inicios de la carrera espacial. La verdad es que lamenté la desaparición de la navegación a reacción. De todos modos, nunca habríamos podido tener una base de lanzamiento aquí en Salisbury Plain con el ruido que se hubiera producido. Hasta es probable que las mismas construcciones de Stonehenge se hubieran deteriorado.
- ¿Stonehenge? - preguntó Saunders mientras abría una escotilla para permitir el paso del príncipe a la bodega número tres.
- Sí, sí; el monumento paleolítico cercano a la base. Es con seguridad la construcción prehistórica mejor conservada. Tiene más de tres mil años. No está a más de diez kilómetros de aquí. Le recomiendo que lo vea. Lo hallará interesante.
El capitán Saunders ensayó una sonrisa. Curioso país éste. ¿En qué otro lugar podrían encontrarse contrastes de este tipo? Eso le hacía sentirse inmaduro y un poco tosco y se veía forzado a reconocer que, por ejemplo, Billy The Kid equivalía en Estados Unidos a un hecho como la historia antigua en Europa y que sería muy difícil encontrar en toda Texas algún rastro que excediera los quinientos años. Por primera vez le pareció creer que estaba entendiendo lo de la tradición. Eso le otorgaba al príncipe Enrique algo que él nunca había poseído: serenidad y equilibrio, confianza en sí mismo. Sí, sin duda todo eso. Y una clase de orgullo desprovisto de arrogancia.
Sorprendía el gran número de preguntas que el príncipe fue capaz de hacer en los treinta minutos que se habían destinado para ello durante su recorrido por el carguero. No eran las preguntas rutinarias que la gente suele hacer por simple cortesía y con escaso interés en las respuestas. Su Alteza Real, el príncipe Enrique, poseía muy buenos conocimientos de navegación espacial, y el capitán Saunders estaba agotado cuando volvió al comité de recepción que lo aguardaba pacientemente fuera del Centaurus.
- Le quedo muy agradecido, capitán - manifestó, estrechándole la mano a la salida de la nave -. Hacía tiempo que no pasaba un rato tan interesante. Espero que tenga una agradable estancia en Inglaterra, y un feliz viaje.
Luego, en compañía de su séquito y de los representantes de la base, continuaron con la visita de otras instalaciones, lo que dio oportunidad al personal de aduanas para verificar la documentación de la nave.
- Bien - dijo Mitchell -, ¿qué opina del príncipe?
- La verdad es que me ha sorprendido - respondió Saunders con franqueza -. Jamás me habría dado cuenta de que era un príncipe. Siempre pensé que formaban parte de un grupo de gente constituido por personas inútiles e impertinentes. Lo cierto es que conocía los fundamentos del Generador de Campo. ¿Sabes por casualidad si ha salido alguna vez al espacio?
- Me parece que en una ocasión. Fue como un salto por encima de la atmósfera en una nave de la Fuerza espacial. Pero no alcanzó la órbita. Regresó antes de ello... El primer ministro casi tuvo un ataque al corazón. Se produjeron debates en la Cámara y el Times le dedicó varios editoriales. Todos se hallaban de acuerdo en que el heredero del trono era demasiado valioso para arriesgarse con estos nuevos inventos. Por lo tanto, aunque tiene el rango de comodoro en la Real Fuerza Espacial, nunca ha estado en la Luna.
- ¡Pobre chico...! - exclamó el capitán Saunders.

Tuvo tres días de inactividad, puesto que no era asunto suyo supervisar la carga de la nave ni las tareas de mantenimiento que se llevaban a cabo antes del vuelo. Saunders conocía a muchos capitanes que daban vueltas por ahí, respirando pesadamente encima de los pescuezos de los maquinistas de servicio. Pero él no era de ese tipo. Además, deseaba ver Londres. Había estado en Marte, en Venus y en la Luna; pero ésta era su primera visita a Inglaterra. Mitchell y Chambers le habían proporcionado informaciones útiles y le habían dejado en el monorraíl de Londres antes de desaparecer para visitar a sus propias familias. Estarían de regreso en el aeropuerto espacial un día antes que él, a fin de comprobar que todo se encontraba en orden. Constituía un gran alivio tener unos oficiales en los que se pudiera confiar por completo. Carecían de imaginación y eran cautelosos, pero minuciosos hasta el fanatismo. Si decían que todo estaba en orden, Saunders sabía que podía despegar sin el menor recelo.
El esbelto y alargado cilindro silbó a través del muy cuidado paisaje. Estaba tan cerca del suelo, y viajaba tan de prisa, que sólo se podía captar una rápida impresión de las ciudades y campos que destellaban bajo él. Saunders pensó que todo era tan increíblemente compacto, que parecía hecho a una escala liliputiense. No había espacios abiertos, ni campos que tuviesen una extensión superior a un par de kilómetros en cada dirección. Aquello era suficiente para causar claustrofobia a un tejano, en particular a un tejano que era al mismo tiempo un piloto espacial.
El bien definido contorno de Londres apareció en el horizonte como el baluarte de una ciudad amurallada. Con escasas excepciones, los edificios eran muy bajos, tal vez de quince o veinte pisos. El monorraíl corría a través de un estrecho cañón, por encima de un parque muy atractivo; y de un río que cabía suponer que era el Támesis. Luego, se detenía tras una firme y poderosa explosión de desaceleración. Por un altavoz se oyó una voz tan moderada que parecía tener miedo a elevarse más de la cuenta: «Hemos llegado a Paddington -dijo-. Los pasajeros que vayan al Norte sírvanse continuar en sus asientos» Saunders sacó su equipaje de la redecilla y se encaminó hacia la estación.
Cuando entró en el Metro, pasó ante un quiosco y echó un vistazo a las revistas que exhibía. La mitad de ellas traían fotos del príncipe Enrique o de otros miembros de la familia real. Saunders pensó que aquello era demasiado para ser bueno. También se percató de que todos los periódicos de la tarde mostraban al príncipe entrando o saliendo del Centaurus. Compró unos ejemplares para leerlos en el Metro; o, como aquí le llamaban, el Tube.
Los comentarios editoriales tenían un monótono parecido. Al final, se alegraban. Inglaterra ya no necesitaba ocupar un asiento trasero entre las naciones punteras en la carrera del espacio. Ahora era posible operar una flota espacial sin tener millones de kilómetros cuadrados de desierto. Los navíos actuales, silenciosos y que desafiaban la gravedad, aterrizaban, si era necesario, en el Hyde Park, sin turbar ni siquiera a los patos que se hallaban en el Serpentín. Saunders encontró raro que esta clase de patriotismo hubiese logrado sobrevivir en la era espacial; pero supuso que los británicos se habían sentido bastante mal cuando tuvieron que alquilar lugares de lanzamiento a los australianos, los estadounidenses y los rusos.
El Metro de Londres era aún, después de un siglo y medio, el mejor sistema de transporte del mundo, y dejó a Saunders en su destino, sano y salvo, antes de diez minutos de haber dejado Paddington. En ese tiempo, el Centaurus podría haber cubierto setenta y cinco mil kilómetros; pero había que reconocer que el espacio no estaba tan atestado. Ni las órbitas de los ingenios espaciales eran tan tortuosas como las calles que Saunders tenía que salvar para llegar a su hotel. Todos los intentos por hacer un Londres más recto fracasaron de forma desalentadora; y transcurrió un cuarto de hora antes de que pudiera completar los últimos cien metros de su viaje.
Se quitó la chaqueta y se dejó caer en la cama. Quedó pensativo. Tres días tranquilos, y sin obligaciones, para él solo. Parecía demasiado bueno para ser verdad.
Así fue. Apenas había tenido tiempo para inspirar con fuerza cuando sonó el teléfono.
- ¿Capitán Saunders? Me alegro mucho de dar con usted. Aquí la «BBC». Tenemos un programa que se llama, «La ciudad por la noche», y nos hemos preguntado si...

El estrépito de la puerta de descompresión fue el sonido más dulce que Saunders había oído durante días. Ahora estaba a salvo; nadie podría llegar hasta él en su fortaleza blindada, y muy pronto se encontraría en la libertad del espacio. Y no es que lo hubiesen tratado mal. Por el contrario, se habían portado demasiado bien con él. Efectuó cuatro (¿o eran cinco?) apariciones en varios programas de televisión; asistió a más fiestas de las que podía recordar; hizo centenares de nuevos amigos y, por el estado en que ahora se hallaba, había olvidado a otros antiguos.
- ¿Quién extendió el rumor - preguntó a Mitchell cuando se encontraron en el puerto - de que los británicos eran reservados y distantes? Que el cielo me ayude si tengo que encontrarme con un inglés efusivo.
- Creí que lo habías pasado muy bien - le respondió Mitchell.
- Pregúntamelo mañana - replicó Saunders -. Para entonces ya me habré reintegrado por completo a mi psique.
- Te vi en el programa de entrevistas de anoche - comentó Chambers -. Parecías bastante fantasmal.
- Gracias. Ese tipo de simpático aliento es lo que me hace falta. Me gustaría que pensases en algún sinónimo de «aburrido» después de haber estado en pie hasta las tres de la madrugada.
- Tedioso - contestó en seguida Chambers.
- Soporífero - agregó Mitchell para no verse superado. - Ganas. Vamos a ver esos programas de revisiones y comprobemos lo que los maquinistas han hecho.
Una vez sentados ante el pupitre de control, el capitán Saunders volvió con rapidez a su manera de ser habitual y eficiente. Se encontraba de nuevo en casa y su entrenamiento había acabado. Sabía muy bien lo que debía hacer y lo hacía con matemática precisión. Uno a su derecha y otro a su izquierda, Mitchell y Chambers estaban comprobando sus instrumentos y llamando a la torre de control.
Tardaron una hora en realizar la elaborada rutina previa al vuelo. Cuando la última firma se estampó en la última hoja y la última lucecilla roja del panel de comprobaciones cambió a verde, Saunders se retrepó en su asiento y encendió un cigarrillo. Tenía diez minutos que consumir antes del despegue.
- Un día - dijo -, voy a llegar a Inglaterra de incógnito para averiguar cuál es la causa de que ese sitio se conserve. No comprendo cómo se puede amontonar tanta gente en una isla tan pequeña sin que se hunda.
- Tendrías que ver Holanda - le replicó Chambers -. Hace que Inglaterra parezca tan extensa como Texas.
- Y también está ese asunto de la familia real. Como ya sabrás, a cualquier sitio que fuera, todo el mundo me preguntaba qué he hecho con el príncipe Enrique: de qué hemos hablado, si me parece un tipo interesante... y cosas de ésas. He llegado a hartarme. No sé cómo habéis podido soportarlo durante un millar de años.
- No creas que la familia real es tan popular siempre - contestó Mitchell -. ¿Recuerdas lo que le sucedió a Carlos I? Y algunas de las cosas que hemos dicho acerca de los primeros Jorges son tan rudas como las observaciones que tu gente hizo después...
- Simplemente, nos gusta la tradición - prosiguió Chambers -. No tememos el cambio cuando llega el momento; pero, en lo que se refiere a la familia real, verás, se trata de algo único, y estamos muy orgullosos de ella. Es parecido a lo que tú sientes respecto a la Estatua de la Libertad.
- No es un ejemplo muy justo. Y no creo que sea correcto poner a unos seres humanos encima de un pedestal y tratarlos como si fueran... una especie de pequeños dioses. Por ejemplo, mira al príncipe Enrique. ¿Crees que tiene la menor posibilidad de hacer las cosas que realmente desea? Lo he visto tres veces por la tele cuando estuve en Londres. La primera inauguraba una escuela en alguna parte; la segunda dirigía un discurso a la Venerable Compañía de Pescaderos, en el Ayuntamiento. Juro que no me invento nada. Y la tercera soportaba una alocución de bienvenida por parte del alcalde de Podunk, o cualquier sitio equivalente...
- Wigan - le interrumpió Mitchell.
- Creo que preferiría vivir en una cárcel a llevar esa clase de vida... ¿Por qué no dejáis en paz al pobre chico?
Por una vez, ni Mitchell ni Chambers acudieron al desafío. Mantuvieron un silencio glacial.
«Me parece que lo he estropeado» - pensó Saunders -. Debería haber mantenido la boca cerrada; ahora he herido sus sentimientos. Debería haber recordado aquel consejo que leí no sé dónde: Los británicos tienen dos religiones, el cricket y la familia real. Nunca intentes criticar ni una cosa ni la otra.
La pesada pausa se vio interrumpida por la radio y la voz del controlador del puerto espacial.
- Control a Centaurus. Despejada su pista. Todo listo para el despegue.
- El programa de despegue empieza... ahora... - respondió Saunders, impulsando el conmutador principal.
Luego, se inclinó hacia atrás, con los ojos fijos en el panel de control y las manos cerca del tablero, preparadas para una acción instantánea.
Estaba tenso pero muy seguro. Cerebros mejores que el suyo (cerebros de metal y cristal y destellantes corrientes de electrones) se habían hecho cargo ahora del Centaurus. Si era necesario, podía tomar el mando; pero, hasta entonces, no se había ocupado nunca manualmente de una nave ni esperaba tener que hacerlo jamás. Si el sistema automático fallaba, podría cancelar el despegue y seguir en Tierra hasta que el fallo se hubiese arreglado.
El campo principal se puso en funcionamiento y el peso disminuyó en Centaurus. Se produjeron unos gruñidos de protesta por parte del casco de la nave y de su estructura, mientras los esfuerzos se redistribuían por sí mismos. Los brazos curvados de la horquilla de aterrizaje no soportaban ya ninguna carga, y la menor ráfaga de viento podría llevar al carguero por el espacio.
Llamaron de nuevo desde la torre de control.
- Su peso es ahora igual a cero. Compruebe los ajustes.
Saunders contempló los medidores. El empuje del campo era exactamente igual que el peso de la nave, y las lecturas de los medidores estaban de acuerdo con los totales de los planes de carga. En ese preciso instante, esta comprobación hubiese revelado la presencia de un simple polizón a bordo de la nave espacial; hasta tal punto eran sensibles los calibradores.
- Un millón quinientos sesenta mil cuatrocientos veinte kilogramos - leyó Saunders en los indicadores de impulso -. Bastante bien, comprobado dentro de una posible diferencia de quince kilos. La primera vez, sin embargo, estaba un poco por debajo del peso. Has debido comerte demasiados caramelos de tus rollizas amigas en Port Lowell, Mitch.
El piloto ayudante le devolvió una retorcida sonrisa. No había tenido nunca en Marte ninguna cita a ciegas que le hubiese proporcionado la no deseada reputación de preferir a las rubias monumentales.
No se produjo la menor sensación de movimiento; pero el Centaurus se encontraba ya deslizándose por el cielo veraniego. Su peso no sólo se había neutralizado sino que había Ilegado a invertirse. A los observadores que estuviesen debajo, les daría la impresión de una estrella que se remontase con suavidad, un globo plateado que trepase a través de las nubes y siguiera luego más allá. En torno de la nave, el azul de la atmósfera se ahondaba hacia la eterna oscuridad del espacio. Como un abalorio que se moviese a lo largo de un hilo invisible, el carguero seguía la pauta de las ondas de radio que lo llevarían de mundo en mundo.
Este, pensó el capitán Saunders, era su vigésimo sexto despegue de la Tierra. Pero la capacidad de maravillarse nunca se pierde, ni tampoco la creciente sensación de poder que proporciona hallarse sentado al panel de control, dueño de unas fuerzas más allá incluso de los antiguos dioses de la Humanidad. Nunca había dos partidas iguales. Unas tenían lugar al amanecer; otras hacia el crepúsculo vespertino. Había veces en que la Tierra tenía los cielos cubiertos. En otras ocasiones, se salía a través de unos cielos claros y deslumbrantes. El espacio en sí podía parecer inmutable; pero, en la Tierra, nunca se producía dos veces la misma situación, y ningún hombre veía dos veces el mismo paisaje o el mismo firmamento. Abajo, las olas del Atlántico marchaban eternamente hacia Europa. Por encima de ellas (¡pero muy por debajo del Centaurus!) las brillantes masas de nubes avanzaban delante de los mismos vientos. Inglaterra comenzó a emerger en el continente, y la línea de la costa europea se hizo más imprecisa y neblinosa mientras se hundía más allá de la curva del mundo. En la frontera oriental, una mancha fugitiva en el horizonte era el primer esbozo de América. Con una sola mirada, el capitán Saunders podía abarcar todas las leguas por las que Colón se había esforzado hacía ya mil quinientos años.
Con el silencio de la potencia sin límites, la nave se liberó de las últimas ligaduras que la unían a la Tierra. Para un observador exterior, el único signo de las energías que se estaban gastando hubiera radicado en el resplandor rojo de las aletas, situadas en torno al ecuador de la nave, mientras la pérdida de calor de los conversores de masa se disipaba en el espacio.
«14:03:45 -escribió nítidamente el capitán Saunders en el cuaderno de navegación-. Alcanzada la velocidad de escape. Desdeñable la desviación del rumbo.»
No tenía demasiado interés registrar aquella entrada. Los modestos cuarenta mil kilómetros por hora que habían sido el objetivo casi inalcanzable de los primeros astronautas, ya no tenían ningún valor, dado que el Centaurus seguía acelerando y continuaría durante horas ganando velocidad. Pero aquello poseía una profunda significación psicológica. Hasta este momento, de haber fracasado la potencia, hubieran caído de nuevo sobre la Tierra. En cambio, ahora, la gravedad ya no podía volver a capturarlos, pues habían logrado la libertad del espacio y podrían ir alcanzando los planetas. Naturalmente, en la práctica habría cosas espantosas que se deberían pagar en el caso de no llegar a Marte y entregar el cargamento según lo planeado. Pero el capitán Saunders, al igual que todos los hombres del espacio, era un romántico. Incluso en un plácido recorrido como éste, soñaba a veces en la gloria anillada de Saturno o en las sombrías vastedades de Neptuno, iluminado por los fuegos distantes de un Sol hundido.
Una hora después del despegue, según el solemne ritual, Chambers permitió que el ordenador del rumbo se hiciese cargo por sus propios mecanismos. Sacó las tres copas que se encontraban debajo de la mesa de los mapas. Mientras realizaba el brindis tradicional por Newton, Oberth y Einstein, Saunders se preguntó cómo se había originado esta pequeña ceremonia.
Las tripulaciones espaciales la habían realizado por lo menos durante sesenta años; tal vez incluso pudiera rastrearse hasta el legendario ingeniero de cohetes que realizó la observación:
«He gastado más alcohol en sesenta segundos del que jamás se llegará a vender en este piojoso bar..»
Dos horas después, había llegado ya al ordenador la última corrección del rumbo, que las estaciones de seguimiento de la Tierra le suministraban. Desde este momento hasta que Marte surgiese ante ellos, tendrían que obrar por su cuenta. Aquél era un pensamiento solitario, pero también curiosamente divertido. Saunders lo saboreó. Aquí se encontraban sólo ellos tres, y no habría nadie más en un espacio de millones de kilómetros.
En tales circunstancias, la detonación de una bomba atómica no hubiera sido más estremecedora que el modesto golpe que se produjo en la puerta de la cabina...
El capitán Saunders no se había visto más desconcertado en toda su vida. Con un gañido que había surgido de él antes de tener la menor posibilidad de inhibirlo, se escapó de su asiento y se alzó más de un metro antes de que la gravedad residual de la nave le arrastrase de nuevo hacia abajo. Chambers y Mitchell se comportaron con la tradicional flema británica. Se dieron la vuelta en sus asientos provistos de cinturones, miraron hacia la puerta y aguardaron a que el capitán tomase las medidas oportunas.
A Saunders le costó varios segundos recuperarse. De haberse visto enfrentado con lo que se pudiera llamar una emergencia normal, ya se hubiera encontrado a mitad de camino en un traje espacial. Pero un confiado golpe en la puerta de la cabina de control, cuando todos los demás tripulantes se encontraban a su lado, no constituía una prueba lo que se dice muy justa.
Un polizón era algo que resultaba imposible. El peligro había resultado tan obvio desde el principio de los vuelos espaciales comerciales, que se habían tomado al respecto las precauciones más severas. Saunders sabía que uno de sus oficiales había estado siempre de servicio durante las operaciones de carga; nadie hubiera podido entrar en la nave sin haber sido visto. Luego, tuvo lugar una detallada inspección antes del vuelo, llevada a cabo tanto por Mitchell como por Chambers. Finalmente, se llevó a cabo la comprobación de peso en el momento anterior al despegue, y eso resultaba de lo más concluyente. No, un polizón era algo totalmente...
El golpe en la puerta se oyó de nuevo. El capitán Saunders cerró los puños y adelantó el mentón. Pensó que, dentro de unos minutos, algún idiota romántico iba a sentirlo demasiado...
- Abra la puerta, Mr. Mitchell - gruñó Saunders.
Con un solo paso largo, el piloto ayudante cruzó la cabina y descorrió el pasador.
Durante lo que pareció un tiempo infinito, nadie hablo. Luego, el polizón, ondeando levemente en aquella baja gravedad, entró en la cabina. Se le veía muy dueño de sí mismo y también muy complacido.
- Buenas tardes, capitán Saunders - dijo -. Debo presentar mis disculpas por esta repentina intrusión...
Saunders tragó con fuerza. Luego, mientras las piezas de aquel rompecabezas iban poniéndose en su lugar, miró primero a Mitchell, luego a Chambers. Ambos oficiales le respondieron con una mirada cándida y unas expresiones de inefable inocencia.
- Así que era eso...
No hubo necesidad de más explicaciones. Todo quedaba clarísimo. Era fácil imaginar las complicadas negociaciones, las reuniones hasta medianoche, las falsificaciones de antecedentes, la descarga de mercancías no del todo necesarias que aquellos colegas, en los que confiaba tanto, habían estado llevando a cabo a sus espaldas. Estaba seguro de que todo aquello constituiría un relato interesante; pero no deseaba oír nada. Se hallaba demasiado atareado preguntándose qué tendría que decir el El Manual de la ley espacial respecto a una situación como aquélla, aunque ya se hallaba lúgubremente seguro de que carecería de la menor utilidad para él.
Era demasiado tarde para regresar, naturalmente... Los conspiradores no podían haberse equivocado en unos cálculos de esta especie. Tendría que poner lo mejor de su parte en lo que parecía iba a ser el viaje más movido de toda su carrera.
Se encontraba todavía tratando de hallar algo que decir cuando la señal de PRIORIDAD destelló en la consola de la radio. El polizón miró su reloj.
- Estaba esperando eso - manifestó -. Sin duda se trata del primer ministro. Creo que lo mejor será que hable con ese pobre hombre.
Saunders pensó también lo mismo.
- Muy bien, Su Alteza Real - respondió enfurruñado, con tanto énfasis que sus palabras parecían casi un insulto.
Luego, sintiéndose muy incómodo, se retiró a un rincón.
En efecto, se trataba del primer ministro, y parecía muy alterado. Varias veces empleó la frase «el deber que tenéis con nuestro pueblo», y se produjo un extraño ruido en su garganta mientras añadía algo acerca de la «devoción que vuestros súbditos tienen a la corona».
Saunders se percató, con algo más de sorpresa, de que sentía lo que estaba diciendo.
Mientras continuaba aquella arenga, Mitchell se inclinó hacia Saunders y le musitó algo al oído:
- El viejo tipo sabe que se encuentra en una mala situación. El pueblo apoyará al príncipe en cuanto se entere de lo que ha sucedido. Todo el mundo sabe que, durante años, anhelaba llegar al espacio.
- Me hubiera gustado que no eligiera mi nave - replicó Saunders -. Y no estoy seguro de que esto no represente un auténtico motín.
- Claro que lo es... Pero toma nota de mis palabras... Cuando todo esto haya acabado, vas a ser el único tejano en posesión de la Orden de la Jarretera. ¿No te parece una cosa agradable?
- Chist... - replicó Chambers.
El príncipe estaba hablando, y sus palabras cruzaban los abismos que ahora le separaban de la isla en la que un día iba a reinar.
- Lo siento, señor primer ministro - dijo -, si le he causado algún tipo de alarma. Regresaré tan pronto como resulte conveniente. Alguien tenía que hacerlo por primera vez, y me pareció que había llegado el momento de que un miembro de mi familia saliese de la Tierra. Constituirá una parte muy valiosa de mi educación y me hará mucho más adecuado para cumplir con mi deber. Adiós...
Dejó caer el micrófono y se acercó a la ventanilla de observación, el único lugar donde había una portilla de este tipo en toda la nave. Saunders le observó mientras permanecía allí, orgulloso y solitario; pero ya contento. Y vio cómo el príncipe observaba las estrellas a las que al fin había alcanzado, con lo que todo su enojo e indignación se fueron disipando.
Durante mucho tiempo nadie habló. Luego, el príncipe Enrique apartó la mirada del cegador resplandor que aparecía más allá de la portilla; contempló al capitán Saunders y sonrió.
- ¿Dónde está la cocina, capitán? - le preguntó -. Tal vez ya no esté muy ducho, pero cuando hacía escultismo solía ser el mejor cocinero de mi patrulla.
Saunders se relajó poco a poco y acabó devolviéndole la sonrisa. La tensión pareció huir de la sala de control. Marte estaba aún bastante lejos; pero en ese instante supo que, a fin de cuentas, aquel viaje no iba a ser malo...


FIN

Philip K. Dick - PODEMOS RECORDARLO TODO POR USTED




Despertó... y deseó estar en Marte.
Pensó en los valles. ¿Qué se sentiría al caminar por ellos? Creciendo incesantemente, el sueño fue en aumento a medida que recuperaba sus sentidos: el sueño y el ansia. Casi llegaba a sentir la abrumadora presencia del otro mundo, que solamente habían visto los agentes del Gobierno y los altos funcionarios. ¿Y un empleado como él? No, no era probable.
- ¿Te levantas o no? - preguntó su esposa Kirsten, con tono soñoliento y con su nota habitual de malhumor -. Si estás ya levantado, oprime el botón del café caliente en el maldito horno.
- Está bien - respondió Douglas Quail.
Descalzo, se dirigió desde el dormitorio a la cocina. Allí, tras haber hecho presión, obedientemente, sobre el botón del café caliente, tomó asiento ante la mesa, extrajo un bote pequeño, de color amarillo, de buen Dean Swift. Inhaló profundamente y la mezcla Beau Nash le produjo picor en la nariz y al mismo tiempo le quemó el paladar. Pero continuó inhalando; el producto le despertó y permitió que sus sueños, sus nocturnos deseos, sus ansias esporádicas se condensaran en algo parecido a la racionalidad.
- ¡Iré! - se dijo a sí mismo -. Antes de morir, veré Marte.
Por supuesto, era imposible, y aun soñando, esto lo sabía muy bien. Pero la luz del día, el ruido habitual que hacía su esposa al cepillarse el cabello ante el espejo del tocador..., todas las cosas conspiraron repentinamente para recordarle lo que él era.
«Un miserable empleado asalariado», se dijo con amargura. Kirsten le recordaba tal circunstancia por lo menos una vez al día, y él no la culpaba por ello; era una labor de esposa lograr que el marido asentara los pies firmemente sobre la tierra. En la Tierra, pensó, y se echó a reír. La frase le hacia gracia.
- ¿En qué estás pensando? - preguntó la esposa, cuando entró en la cocina arrastrando por el suelo un pico de su larga bata color rosa -. Apuesto a que estás soñando de nuevo. Estarás en las nubes, como siempre. Tienes la cabeza llena de pájaros.
- Sí - respondió él, mirando por la ventana de la cocina hacia los taxis aéreos y demás artilugios volantes, así como a la gente que se apresuraba para acudir a su trabajo. Al cabo de un rato, también él estaría entre todas aquellas personas. Como siempre.
- Apuesto a que tus sueños tienen algo que ver con alguna mujer - dijo Kirsten, sonrojándose.
- No - contestó -. Con un dios. Con el dios de la guerra. Tiene maravillosos cráteres y en sus profundidades crece toda clase de vida vegetal.
- Escucha - dijo Kirsten, agachándose a su lado y hablando calurosamente, a la vez que abandonaba por unos instantes el tono normal y áspero de su voz -. El fondo del océano... «nuestro» océano, es infinitamente más bello. Lo sabes bien; todo el mundo lo sabe. Alquila para un equipo de branquias artificiales, pide una semana de permiso en el trabajo y podremos sumergirnos y vivir en uno de esos maravillosos lugares de recreo acuáticos que están abiertos todo el año. Y además...
La mujer se detuvo y añadió tras una breve pausa: - No me escuchas. Deberías hacerlo. Eso es mucho mejor que tu obsesión por Marte. ¡Ni siquiera me escuchas! ¡Cielo santo!, ¡estás condenado, Doug! ¿Qué va a ser de ti?
- Me voy a trabajar - dijo él, poniéndose en pie y olvidándose del desayuno -. Eso es lo que va a ser de mi.
La esposa lo miró con expresión dubitativa y dijo: - Cada día estás peor, más y más fantástico. ¿Adónde te va a llevar todo esto?
- A Marte - contestó, abriendo la puerta del armario para coger una camisa limpia.

Tras haber descendido del taxi, Douglas Quail caminó lentamente a través de tres abarrotadas calzadas especiales para peatones, dirigiéndose hacia aquel umbral moderno y atractivo. Allí se detuvo contemplando el tráfico de media mañana y con suma calma leyó el rótulo de neón. Ya en el pasado lo había leído muchas veces pero nunca desde tan cerca. Esto era diferente. Lo que hacía ahora era algo más. Algo que más pronto o más tarde tenía que suceder.
REKAL INCORPORATED
¿Era ésta la respuesta? Después de todo, sólo era una ilusión, quizá muy convincente, pero no dejaba por ello de serio. Al menos objetivamente. Pero subjetivamente... todo lo contrario.
Y, de todas maneras, en los siguientes cinco minutos tenía una cita.
Respirando profundamente cierta cantidad del aire medio envenenado de Chicago, atravesó a continuación el policromo umbral y se acercó hasta el mostrador de la recepcionista.
La rubia y bella muchacha del mostrador, de atractivos senos e impecablemente ataviada, le saludó con suma simpatía:
- Buenos días, señor Quail.
- Sí - replicó él -. Estoy aquí para tratar acerca de un curso Rekal, como usted sabe.
- Por supuesto - dijo la recepcionista, tomando un pequeño auricular que había a su lado.
Luego anunció:
- El señor Douglas está aquí, señor McClane. ¿Puede entrar ahora, o es demasiado pronto?
Surgieron del auricular unos extraños sonidos.
- Sí, señor Quail - dijo la joven -. Puede usted entrar; el señor McClane le está esperando.
Al avanzar el señor Quail con ciertas dudas, la muchacha le advirtió:
- Habitación D, señor Quail. A su derecha.
Durante unos instantes creyó haberse perdido, pero pronto encontró la habitación indicada. Se abrió la puerta automáticamente. Tras una enorme mesa de despacho, se hallaba un hombre de mediana edad, de aspecto afable y ataviado con un traje gris marciano de piel de rana; solamente aquel atavío hubiese sido suficiente para indicar a Quail que acababa de acudir a visitar a la persona más adecuada.
- Siéntese, Douglas - dijo McClane, señalando con una mano regordeta hacia una silla que había frente a su mesa de despacho -. ¿De manera que desearía ir a Marte? Muy bien.
Quail tomó asiento, sintiéndose muy nervioso.
- No estoy muy seguro de que esto valga la pena - dijo -. Cuesta mucho y realmente tengo la impresión de que no conseguiré nada.
«Cuesta tanto como ir allá», pensó.
- Usted tendrá las pruebas tangibles de su viaje - aseguró enfáticamente el señor McClane -. Todas las pruebas que necesite. Vea usted esto.
El hombre revolvió en un cajón de su impresionante mesa, y del interior de un gran sobre color marrón, extrajo una pequeña cartulina impresa en relieve.
- Se trata de un billete de viaje. Demuestra que usted ha hecho el viaje de ida y vuelta. Postales...
Sobre la mesa extendió cuatro fotografías tridimensionales a todo color, para que Quail las viese. Luego añadió:
- Película. Fotografías que usted tomó de algunos lugares típicos de Marte con una cámara de cine alquilada...
Mostró las fotos a Quail y continuó:
- ...Más los nombres de las personas que ha conocido usted, objetos de recuerdo que llegarán de Marte en el mes próximo, y pasaporte, certificados de las vacunas que se le hayan puesto, y algunos detalles más.
El hombre guardó silencio y miró agudamente a Quail. Luego, añadió:
- Sabrá usted que ha viajado, que ha ido allá. No nos recordará a nosotros, ni a mí, ni siquiera el haber estado aquí. Será en su mente un verdadero viaje, le garantizamos eso. Dos semanas completas de recuerdos hasta su más mínimo detalle. Y no olvide esto: si alguna vez duda usted de que realmente ha hecho el viaje a Marte, puede volver aquí y se le devolverá la cantidad cobrada, íntegramente. ¿Se da cuenta?
- Pero no habré ido - dijo Quail -. No habré ido, por muchas pruebas que ustedes me den de tal cosa.
Quail lanzó un profundo suspiro y añadió tras una breve pausa:
- Y jamás habré sido un agente secreto de la Interplan.
Le parecía imposible que la fabulosa memoria que inyectaba Rekal pudiese desarrollar aquella labor.... a pesar de lo que había oído decir a la gente.
- Señor Quail - dijo pacientemente McClane -. Como usted mismo nos explicó en su carta, no tiene oportunidad, ni la más ligera posibilidad de ir alguna vez a Marte; no puede usted permitírselo, y lo que es mucho más importante, nunca podrá usted llegar a ser un agente secreto para Interplan ni para nadie. No puede serio ni lo será jamás. Esta es la única forma de alcanzar..., bien, el sueño de su vida, ¿no tengo razón, señor?
McClane cloqueó con la garganta y añadió:
- Pero puede «haberlo sido y haberlo hecho». Nos preocuparemos de que así sea. Y nuestros honorarios son muy razonables.
Tras pronunciar sus últimas palabras, McClane sonrió animadamente.
- ¿Es tan convincente esa memoria inyectable? - preguntó Quail.
- Mucho más que la realidad, señor. Si de verdad hubiese usted ido a Marte como agente de la Interplan, ahora habría olvidado muchas cosas; nuestro análisis sobre los sistemas de la verdadera memoria (auténticos recuerdos de principales acontecimientos de la vida de una persona) demuestran que siempre se pierden muchos detalles, detalles que se olvidan y que jamás vuelven a recordarse. Parte de lo que le ofrecemos es que todo cuanto «plantemos» en su memoria jamás lo olvidará. La serie de imágenes e ideas que se le inyectarán cuando esté usted en estado de inconsciencia es la creación de grandes expertos, hombres que han pasado años en Marte. En cada caso verificamos los detalles en forma realmente exhaustiva. Aparte de que ha elegido usted un sistema muy fácil para nosotros; si hubiese usted deseado ser emperador de la Alianza de Planetas interiores o hubiera elegido Plutón para su viaje, hubiésemos tenido muchas más dificultades..., y, por supuesto, los honorarios habrían sido también muy superiores.
Llevándose una mano al bolsillo interior de su chaqueta para extraer la cartera, Quail dijo:
- Está bien. Ha sido la ambición de toda mi vida, y sé que realmente nunca la conseguiré. De manera que imagino que tendré que aceptar esto.
- No piense de esa forma - dijo McClane, severamente -. No está usted aceptando lo que podríamos llamar un segundo plato. La memoria real con todas sus vaguedades, omisiones, por no citar también sus distorsiones, sí que es en realidad un segundo plato.
McClane aceptó el dinero y oprimió un botón que había sobre su mesa. Luego, cuando se abrió la puerta para dar paso a dos hombres fornidos, añadió:
- Está bien, señor Quail. Irá usted a Marte como agente secreto.
McClane se levantó, estrechó la mano de Quail, húmeda a causa de los nervios, y concluyó:
- O mejor dicho, ya está usted en camino esta tarde a las cuatro y media regresará a la Tierra y un taxi le llevará hasta su vivienda, y como ya le he dicho, nunca recordará haberme visto o haber venido aquí; en realidad, ni siquiera sabrá nada de nuestra existencia.
Con la boca reseca por el nerviosismo, Quail siguió a los dos técnicos; lo que sucediese a continuación dependería de ellos.
«¿Llegaré a creer que realmente estuve en Marte? - se preguntó -. ¿Llegaré a estar seguro de que al fin logré la ambición de toda mi vida?»
Quail tenía la intuición de que algo, sin saber por qué, saldría mal. Pero ignoraba de qué podía tratarse.
Tendría que esperar para saberlo.

El aparato de comunicación interior de McClane, que le conectaba con el área de trabajo de la firma, sonó, y dijo una voz:
- El señor Quail está en este momento bajo, los efectos sedantes, señor. ¿Quiere usted supervisar esta operación, o seguimos adelante?
- Es de rutina - observó McClane. Puede usted continuar, Lowe; no creo que tenga usted ninguna dificultad.
La programación de la memoria artificial de un viaje a otro planeta -con o sin la adición de ser agente secreto- se realizaba en la firma con monótona regularidad. En un solo mes, McClane calculaba que probablemente se llevarían a cabo unas veinte veces; los viajes interplanetarios artificiales se habían convertido en pan diario.
- Lo que usted diga, señor McClane - respondió la voz de Lowe.
El aparato de comunicación interior guardó silencio.
Acercándose hasta la sección abovedada de la cámara situada detrás de su despacho, McClane buscó un paquete Tres y otro Sesenta y dos: viaje a Marte; espía secreto interplanetario. Luego regresó con ambos paquetes a su mesa de despacho, tomó asiento cómodamente, Y extrajo todo el contenido..., objetos y documentos que se depositarían en la vivienda de Quail mientras los técnicos de laboratorio se ocupaban en fabricar la falsa memoria.
Un localizador de ideas, y McClane pensó que aunque aquél era el objeto de mayor tamaño, también era el que les producía mayores beneficios económicos. Un transmisor tan diminuto que el agente podría tragárselo si le capturaban. Libro de claves que se parecían asombrosamente a uno auténtico..., los modelos de la firma eran extraordinariamente seguros: basados, siempre que era posible, sobre las verdaderas claves de Estados Unidos. Diversos objetos que no parecían tener aplicación alguna, pero que formarían, al unirse en la memoria de Quail, base sólida sobre su imaginario viaje: media moneda, ya antigua, de plata, y con un valor de cincuenta centavos, varias anotaciones de los sermones de John Donne escritas incorrectamente, cada una de ellas en un trozo de papel fino y transparente, varios sobrecitos de cerillas de bares de Marte, una cuchara de acero inoxidable en la que se leían grabadas las siguientes palabras: «Propiedad del Kibutsim Nacional de Marte», un diminuto rollo de alambre que...
Sonó, una vez más, el aparato de comunicación interior.
- Señor McClane, siento mucho molestarle, pero sucede algo raro. Quizá fuese mejor que viniese usted un momento. Quail está ahora bajo efectos sedantes; reaccionó bien bajo la narquidrina; está completamente inconsciente, pero...
- Voy ahora mismo.
Intuyendo alguna dificultad seria, McClane abandonó su despacho. Un momento después aparecía en la zona de trabajo. Sobre una cama higiénica yacía Douglas Quail, respirando lenta y regularmente, con los ojos cerrados parecía enterarse muy débilmente, sólo débilmente, de la presencia de los dos técnicos y del propio McClane.
- ¿No hay espacio para insertar falsos modelos de memoria? - interrogó McClane, con irritación -. Habrá suficiente para dos semanas; está empleado en la oficina de Emigración de la Costa Occidental, que es una agencia del Gobierno, y debido a ello indudablemente durante el año pasado habrá disfrutado de dos semanas de vacaciones. Repito que con eso será suficiente.
Los detalles menudos siempre molestaban a McClane. - Nuestro problema - dijo Lowe - es algo muy diferente. - Se inclinó sobre la cama y dijo a Quail -: Repítale al señor McClane lo que acaba de contamos.
Los ojos grises del hombre que yacía boca arriba sobre la cama miraron al rostro de McClane. Este los observó con atención. Su expresión se había endurecido y tenían un aspecto inorgánico, pulido, como piedras semipreciosas. McClane no estaba muy seguro de que le gustase lo que estaba viendo. Aquel brillo de los ojos era demasiado frío.
- ¿Qué desea usted ahora? - preguntó Quail, ásperamente -. Salgan de aquí antes de que los destroce a todos.
Estudió detenidamente a McClane y añadió: - Especialmente usted. Sí, está usted a cargo de esta operación de contraespionaje.
Lowe dijo:
- ¿Cuánto tiempo ha estado usted en Marte?
- Un mes - respondió Quail, con el mismo tono.
- ¿Y cuál fue su propósito al ir allí? - Exigió Lowe.
Los delgados labios de Quail se retorcieron un tanto, pero no habló. Finalmente, arrastrando las palabras hasta lograr que sonaran con evidente acento de hostilidad, dijo:
- Agente de Interplan. Ya se lo he dicho. ¿No graba usted todo cuanto se habla? Ponga en marcha esa cinta grabada para que la escuche su jefe y déjeme tranquilo.
Cerró los ojos. La dureza de las pupilas se esfumó.
McClane se sintió inmediatamente aliviado.
Lowe dijo calmosamente:
- Este es un hombre duro, señor McClane.
- No lo será - respondió McClane -. No lo será cuando de nuevo dispongamos que pierda su eslabón de memoria. Se mostrará tan dócil como antes.
Luego añadió, dirigiéndose a Quail:
- ¿De manera que ésa era la razón por la que tanto ansiaba ir a Marte?
Sin abrir los ojos respondió:
- Nunca quise ir a Marte. Me destinaron Y no tuve más remedio que Ir. Confieso que sentía curiosidad por ir. ¿Quién no la hubiese sentido?
De nuevo abrió los ojos Y miró a los tres hombres en particular a McClane. Luego murmuró:
- Buen suero de la verdad éste que usted tiene aquí. Me ha hecho recordar cosas que había olvidado completamente.
Hubo un silencio y luego murmuró, como si hablara para sí:
- ¿Y Kirsten? ¿Estaría complicada en todo esto? Un contacto de Interplan vigilándome... para tener la seguridad de que yo no recuperase la memoria... ¿podría ser? No me extraña que se burlara tanto de mis deseos de ir allá.
Muy débilmente, sonrió. La sonrisa más bien de comprensión, se desvaneció casi inmediatamente.
McClane dijo:
- Por favor, créame, señor Quail; hemos tropezado con esto enteramente por accidente. En el trabajo que nos...
- Le creo - respondió Quail.
Este último parecía cansado. La droga continuaba profundizando más y más en él.
- ¿Dónde dije que había estado? - interrogó -. ¿Marte? Es difícil recordar. Sé que me gustaría haberlo visto; y creo que también le gustaría a todo el mundo.
Pero yo...
Su voz se debilitó extraordinariamente, Y Musitó:
- ...yo, soy un simple empleado, un empleado que no sirve para nada...
Incorporándose, Lowe dijo a su superior:
- Desea una falsa memoria que corresponde a un viaje que realmente ha hecho. Y una razón falsa que es la verdadera razón. Está diciendo la verdad; está muy sumido en la narquidrina. El viaje aparece muy vivido en su mente, al menos bajo el efecto de los sedantes. Pero aparentemente no puede recordarlo en estado de vigilia. Alguien, probablemente en los laboratorios de ciencias militares del Gobierno, borró sus recuerdos conscientes; todo cuanto sabía era que ir a Marte significaba para él algo especial, lo mismo que ser agente secreto. Esto no pudieron borrarlo; no es un recuerdo sino un deseo, indudablemente el mismo que le impulsó a presentarse voluntario para tal destino.
El otro técnico, Keeler, dijo a McClane:
- ¿Qué hacemos? ¿Injertar un modelo de falsa memoria sobre la verdadera? No se puede predecir cuáles serán los resultados. Podría recordar parte del verdadero viaje, y la confusión producir un intervalo psicopático. Se vería obligado a retener dos sujetos opuestos en su mente, y hacerlo simultáneamente: que fue a Marte y que no fue. Que es auténtico agente de Interplan y que no lo es... Creo que debemos despertarlo sin realizar ninguna implantación de falsa memoria y sacarlo de aquí. Esto es un hierro candente.
- De acuerdo - respondió McClane.
Al asentir a la propuesta de Keeler se le ocurrió otra idea y preguntó:
- ¿Pueden ustedes predecir qué es lo que recordará cuando salga del estado de estupor?
- Imposible de predecir - respondió Lowe -. Probablemente albergue, a partir de ahora, algún débil recuerdo de su verdadero viaje, y también es muy probable que tenga serias dudas sobre su veracidad. Quizá decida que en nuestra programación hubo un fallo. También podría recordar haber venido aquí; esto podría borrarse si usted lo desea.
- Cuanto menos nos relacionemos con este hombre, mejor - dijo McClane - No debemos jugar con esto. Ya hemos sido lo suficientemente estúpidos, o infortunados, como para descubrir a un auténtico espía de Interplan, tan perfectamente camuflado que ni siquiera él mismo sabía quién era... o, más bien, quién es.
Cuanto antes se desembarazasen de aquel individuo que se hacía llamar Douglas Quail, sería mejor.
- ¿Piensa usted instalar los paquetes Tres y Sesenta y dos en su alojamiento? - preguntó Lowe.
- No - dijo McClane -. Y vamos a devolverle la mitad de los honorarios cobrados.
- ¡La mitad! ¿Por qué la mitad?
McClane respondió débilmente:
- Creo que es un buen arreglo.

Cuando el coche llegó a su residencia, situada en un extremo de Chicago, Douglas se dijo a sí mismo que, sin duda alguna, era una buena cosa haber regresado a la Tierra.
El largo período de estancia de un mes en Marte ya había comenzado a difuminarse en su memoria; solo le quedaba una vaga imagen de los Profundos cráteres, la omnipresente erosión de las colinas, de la vitalidad, del movimiento mismo. Un mundo de polvo donde pocas cosas ocurrían, un mundo en el que buena parte del día era preciso pasarlo comprobando una y otra vez las reservas de oxígeno. También recordaba las formas de vida, los modestos cactus color gris marrón y los gusanos.
De hecho se había traído de Marte varios ejemplares moribundos de la fauna de aquel planeta; los había pasado de contrabando por las aduanas. Después de todo, no constituían ninguna amenaza; no podían sobrevivir en la densa atmósfera de la Tierra.
Introdujo una mano en el bolsillo en busca del pequeño estuche que contenía los gusanos, pero en su lugar extrajo un sobre.
Al abrirlo descubrió, perplejo, que contenía quinientas setenta cartulinas de crédito en forma de billetes de bajo valor.
«¿De dónde ha salido esto? - se preguntó a sí mismo -. ¿Acaso no me gasté en el viaje hasta la última moneda que poseía?»
Junto con el dinero había una hoja de papel marcada con las palabras: «Retenida la mitad de los honorarios» y firmaba «McClane». La fecha era la del día.
- Recuerda - dijo Quail, en voz alta.
- ¿Recordar qué, señor o señora? - inquirió respetuosamente el conductor-robot del taxi.
- ¿Tiene una guía telefónica? - preguntó.
- Desde luego que sí, señor o señora.
Se abrió un pequeño compartimiento, y de su interior se deslizó una diminuta guía telefónica de Cook County.
- La redacción de esta guía es extraña - comentó Quail, al hojearla en sus páginas amarillas.
Sintió cierto temor. Hizo un esfuerzo para disimularlo, y luego dijo:
- Aquí está. Lléveme a Rekal Incorporated. He cambiado de idea, ya no quiero ir a casa.
- Sí, señor o señora - respondió el robot.
Un momento después, el taxi se lanzaba en dirección opuesta.
- ¿Puedo usar su teléfono? - preguntó
- Con sumo placer - dijo el robot, presentándole un lujoso teléfono con tridivisión en color, completamente nuevo.
Quail marcó el número de su vivienda. Y con una breve pausa, vio la imagen en miniatura, pero muy auténtica, de Kirsten en la pequeña pantalla del aparato.
- Estuve en Marte - le dijo.
- Estás borracho, o algo peor - replicó ella, retorciendo los labios irónicamente.
- Te estoy diciendo la verdad.
- ¿Cuándo? - preguntó Kirsten.
- No lo sé - dijo Quail, realmente confuso -. Creo que fue un viaje simulado. Por medio de un sistema de memorias extrarreales o como diablos se llame. Pero no tuvo resultado.
Kirsten dijo de nuevo:
- Estás borracho.
E inmediatamente colgó.
Quail lo hizo a continuación, sintiendo que se sonrojaba. «Siempre el mismo tono», se dijo a sí mismo, encolerizado. Siempre las mismas recriminaciones como si ella lo supiese todo y él nada. «¡Qué matrimonio!», pensó amargado.
Un momento más tarde, el taxi se detuvo junto a la acera de un edificio color rosa, pequeño, y muy atractivo. Un rótulo policromo de neón decía: «Rekal incorporated».
La elegante. recepcionista se sorprendió al principio, pero acto seguido se dominó para saludar:
- ¡Hola, señor ¿Cómo está usted? ¿Olvidó alguna cosa?
- El resto de los honorarios que aboné.
Más compuesta ya, la recepcionista dijo: - ¿Honorarios? Creo que se equivoca, señor
Estuvo usted aquí discutiendo la posibilidad de la realización de un viaje, pero... la muchacha se encogió de hombros y dijo, tras breve pausa:
- Tal y como tengo entendido, ese viaje no tuvo lugar.
Quail respondió:
- Lo recuerdo todo muy bien, señorita. La carta a Rekal, que inició todo este asunto. Recuerdo mi llegada aquí y mi visita al señor McClane. Y recuerdo, asimismo. cómo los dos técnicos de laboratorio me llevaron del despacho para administrarme una droga.
No tenía nada de extraño que la firma le hubiera devuelto la mitad de la cantidad desembolsada. No había dado resultado la falsa memoria de su viaje a Marte, al menos no enteramente, como se lo habían asegurado.
- Señor - dijo la muchacha -, aunque sea usted un empleado de poca importancia es usted un hombre de buen ver, y cuando se indigna estropea sus facciones. Si se sintiera usted mejor, yo podría..., bien, podría permitirle que me llevara a algún sitio.
Quail se puso furioso.
- La recuerdo a usted muy bien - dijo con tono de indignación -. Y recuerdo la promesa del señor McClane de que si recordaba mi visita a Rekal Incorporated me devolverían mi dinero en su totalidad. ¿Dónde está el señor McClane?
Tras una demora, probablemente tan larga como pudieron lograr, el señor Quail se encontró nuevamente sentado ante la impresionante mesa de despacho, exactamente como lo había estado una hora antes aquel mismo día.
- Poseen ustedes una maravillosa técnica - dijo Quail sardónicamente con enorme resentimiento -. Los llamados «recuerdos» de un viaje a Marte como agente secreto de Interplan son vagos y confusos, aparte de estar llenos de contradicciones. Y recuerdo claramente el trato que hice aquí con ustedes. Debería llevar este caso a la oficina de Mejores Negocios.
En aquellos momentos, Quail ardía de indignación. La sensación de haber sido engañado le abrumaba y había vencido su acostumbrada aversión a discutir abiertamente.
Con gran cautela, McClane dijo:
- Capitulemos, Le devolveremos el resto de sus honorarios. Admito que no hemos hecho nada en absoluto por usted.
El tono de las últimas palabras de McClane era de resignación.
Quail dijo, con tono acusador:
- Ni siquiera me han proporcionado los diversos objetos que, según ustedes, demostrarían mi estancia en Marte. Toda esa comedia que me contaron no llegó a materializarse en nada. Ni siquiera un billete de viaje. Ninguna postal. Ni pasaporte. Ningún certificado de vacuna, nada...
- Escuche, - dijo McClane -. Supongamos que le digo...
McClane se detuvo repentinamente y dijo al cabo de un breve silencio:
- Bien, dejémoslo así.
Hizo presión sobre el botón de la comunicación interior y añadió:
- Shirley, por favor, ¿quiere usted preparar un cheque por valor de quinientos setenta para el señor? Gracias.
Luego miró nuevamente a Quail.
Inmediatamente llegó el cheque; la recepcionista lo dejó ante McClane y, una vez más, desapareció, dejando solos a los dos hombres que continuaban mirándose fijamente desde ambos lados de la impresionante mesa de despacho.
- Permítame advertirle algo - dijo McClane, al firmar el cheque y entregárselo -. No hable con nadie sobre su..., bien..., sobre su reciente viaje a Marte.
- ¿Qué viaje?
- Bien, me refiero al viaje que ha hecho usted parcialmente. Actúe como si no lo recordara. Simule que jamás tuvo lugar. No me pregunte por qué, pero acepte mi consejo; será mejor para todos nosotros.
McClane había comenzado a sudar abundantemente. Hubo otra pausa de silencio, y añadió:
- Y ahora, señor Quail, tengo que trabajar con otros clientes, ¿comprende?
Se puso en pie y acompañó a Quail hasta la puerta.
Dijo al abrirla:
- Una firma que trabaja tan deficientemente no debería tener ningún cliente.
Acto seguido cerró la puerta a su espalda.

De nuevo hacia casa, en el taxi, reflexionó sobre la redacción de la carta que dirigiría a la oficina de Mejores Negocios, División de la Tierra. Tan pronto como tomase asiento ante su máquina de escribir lo haría; era su deber advertir a otras personas para que se alejaran de Rekal Incorporated.
Cuando llegó a su alojamiento, se sentó ante su máquina de escribir portátil, abrió los cajones y comenzó a buscar papel carbón, hasta que se dio cuenta de la presencia de una caja familiar. Una caja que él había llenado cuidadosamente en Marte con fauna, y más tarde la había pasado de contrabando por la aduana.
Al abrir la caja vio, sin acabar de creerlo, seis gusanos muertos y ciertas variedades de vida unicelular con las que se alimentaban los gusanos marcianos. Los protozoos estaban secos, casi hechos polvo, pero los reconoció inmediatamente; le había costado un día de trabajo recogerlos entre las grandes rocas de color oscuro. Recordaba que había sido un maravilloso viaje de descubrimientos.
«Pero yo no he ido a Marte» se dijo a sí mismo.
Sin embargo, por otra parte...
Se presentó Kirsten en la puerta de la habitación cargada con una cierta cantidad de verduras.
- ¿Cómo es que estás en casa a estas horas?
La voz de la esposa, con su eterno y monótono tono de acusación.
- ¿Fui yo a Marte? - preguntó Quail -. Tú debes saberlo.
- No, por supuesto que no has ido a Marte y también tú deberías saberlo. ¿Acaso no estás siempre hablando de que deseas ir?
Quail dijo:
- Te aseguro que creo que he ido ya. - Hubo un silencio, y Quail añadió luego: - Y a la vez, creo que no fui.
- Decídete entre una cosa u otra.
- ¿Cómo puedo hacerlo? - interrogó Quail, con una extraña mueca -. Los dos recuerdos están firmemente grabados en mi mente; uno es real y el otro no, pero no puedo diferenciar cuál es el auténtico y cuál es el falso. ¿Por qué no puedo confiar en ti? Tú les importas muy poco.
Su esposa podía hacer, al menos, aquello por él... aunque en lo sucesivo no volviese a hacer ya nada en su beneficio.
Kirsten dijo con voz monótona y controlada: - Doug, si no vuelves a ser una persona normal, hemos terminado. Voy a dejarte.
- Estoy en apuros - replicó con voz un tanto ronca -. Probablemente me encamino hacia un estado psicopático. Espero que no, pero puede que así sea. De todas maneras, eso lo explicaría todo.
Depositando en el suelo la cesta de las verduras, Kirsten caminó hacia el armario.
- No estaba bromeando - dijo con suma calma. Sacó del armario un abrigo, se lo puso, y regresó hasta la puerta para añadir:
- Te telefonearé uno de estos días. Esta es mi despedida, Doug. Espero que salgas pronto de todo esto. Realmente, lo deseo por tu bien.
- ¡Espera! - exclamó desesperadamente Quail -. Solamente dímelo para estar seguro. Dime si fui o no..., dime cuál de mis dos recuerdos es el verdadero, el real...
Al pronunciar estas últimas palabras, se dio cuenta de que también podían haber alterado los canales de su memoria.
La puerta se cerró. Finalmente, su esposa se había ido.
Una voz dijo a sus espaldas:
- Bien, todo ha terminado. Ahora levante las manos Quail. Y por favor, dé media vuelta para mirar hacia aquí.
Quail se volvió instintivamente sin alzar las manos.
El hombre que se hallaba frente a él vestía el uniforme color canela de la agencia policíaca Interplan, y su pistola parecía ser un modelo de las Naciones Unidas. Por alguna razón, aquel rostro era familiar a Quail; familiar en una forma borrosa que no acababa de localizar. Sin embargo, nerviosamente, alzó ambas manos.
- Usted recuerda su viaje a Marte - dijo el policía -. Conocemos todos sus actos de hoy y todos sus pensamientos.... en particular sus importantes pensamientos en el recorrido que hizo desde su casa hasta Rekal Incorporated. Tenemos un teletransmisor en el interior de su cerebro que nos mantiene constantemente informados.
Un transmisor telepático, aplicación del plasma vivo que se había descubierto en la Luna. Quail sintió un estremecimiento de aversión. Aquella cosa vivía dentro de él, en el interior de su propio cerebro, alimentándose, escuchando... Pero la policía Interplan usaba aquel procedimiento. Por lo tanto, era probablemente cierto, por muy deprimente que resultara.
- ¿Por qué a mí? - interrogó Quail, roncamente. ¿Qué era lo que él había hecho... o pensado? ¿Y qué tenla que ver todo aquello con Rekal incorporated?
- Fundamentalmente - dijo el policía Interplan -, esto nada tiene que ver con Rekal; es más bien un asunto entre usted y nosotros.
El policía señaló hacia uno de sus oídos y añadió: - Todavía estoy recogiendo sus procesos mentales mediante su transmisor telepático.
Se fijó en que el hombre llevaba en uno de sus oídos una especie de enchufe blanco de plástico. El policía continuó:
- De manera que debo advertirle que cualquier cosa que piense podrá emplearse contra usted.
El hombre sonrió. Hubo una larga pausa de silencio. Luego, siguió hablando:
- No es que ahora importen mucho ciertas cosas. Lo que sí es molesto es que, bajo los efectos de la narquidrina, en Rekal Incorporated usted relató ante los técnicos y el propietario, señor McClane, detalles de su viaje, adónde fue usted, para quién, y algunas de las cosas que hizo. Los dos técnicos y el señor McClane estaban muy atemorizados. Deseaban no haberle visto jamás...
Nueva pausa de silencio, y el policía concluyó: - Y tienen razón.
Quail dijo:
- Yo no hice jamás ningún viaje. Se trata solamente de una falsa memoria implantada en mí por los técnicos de McClane.
Pero inmediatamente pensó en la caja de su mesa de despacho que contenía formas de vida marcianas. Y recordó las dificultades y molestias sufridas para recogerlas. El recuerdo parecía real. Y la caja con aquellas formas de vida sin duda alguna era auténtica. A menos que McClane la hubiese instalado allí. Quizá aquella era una de las «pruebas» que había mencionado McClane tan alegremente.
«El recuerdo de mi viaje a Marte - pensó - no me convence. Pero desgraciadamente ha convencido a la agencia de policía Interplan. Creen que realmente fui a Marte y suponen que al menos lo hice parcialmente»
- No solamente sabemos que ha ido usted a Marte - añadió el policía, en respuesta a sus pensamientos - sino también que usted recuerda bastantes cosas como para constituir un peligro para nosotros. Y no vale la pena suprimir su recuerdo de todas las cosas, porque usted simplemente acudiría a Rekal Incorporated otra vez y reanudaría el experimento. Y tampoco podemos hacer nada contra McClane y su sistema porque no tenemos jurisdicción sobre nadie, excepto sobre nuestra propia gente. De todas maneras, McClane no ha cometido ningún delito.
El policía hizo otra de sus habituales pausas y añadió, tras mirar fijamente a Quail:
- Ni técnicamente, usted tampoco. Usted acudió a Rekal Incorporated con la idea de recuperar la memoria. Usted fue allí, y así lo consideramos, por las mismas razones que acude el resto de la gente.... gentes con vidas monótonas y oscuras: el ansia de aventura. Pero desgraciadamente, la vida de usted no ha sido ni monótona ni oscura, y ya ha disfrutado demasiadas emociones; la última cosa que necesitaba usted en este mundo era un curso de Rekal Incorporated. Nada hubiese podido ser más fatídico para usted o para nosotros. Y en realidad, también para McClane.
Quail preguntó:
- ¿Por qué es peligroso para ustedes que yo recuerde mi viaje..., mi supuesto viaje, lo que yo hice allí?
- Porque lo que usted hizo - respondió el policía Interplan - no está de acuerdo con nuestra intachable imagen pública paternal y protectora. Usted hizo, por nosotros, lo que nosotros jamás hacemos. Como usted recordará, gracias a la narquidrina. Esa caja de gusanos muertos y algas está en su mesa de despacho desde hace seis meses, desde que usted regresó. Y en ningún momento mostró usted la menor curiosidad hacia ella. Ni siquiera sabíamos que la tenía hasta que usted la recordó cuando se dirigía a casa desde Rekal; entonces vinimos aquí a buscarla... Vinimos dos a por ella.
Otro silencio y el policía añadió innecesariamente. - Sin suerte; no había tiempo suficiente.
Un segundo policía Interplan se unió al primero; los dos conferenciaron brevemente. Mientras tanto, pensó rápidamente. En aquel instante recordaba más cosas. El policía tenía razón acerca de la narquidrina. Ellos, Interplan, probablemente también la usaban. ¿Probablemente? Estaba seguro de que lo hacían. Había visto cómo se la administraban a un detenido. ¿Dónde había ocurrido tal cosa? ¿En algún lugar de la Tierra? Decidió que más probablemente en la Luna, al percibir la imagen que se perfilaba en su defectuosa memoria.
Y recordaba algo más. Las razones de «ellos» para enviarle a Marte; el trabajo que habla hecho.
No tenía nada de extraño que hubiesen purgado su memoria.
- ¡Oh, cielos! - exclamó el primero de los dos policías, interrumpiendo la conversación que sostenía con su compañero.
Evidentemente, acababa de captar los pensamientos de Quail.
- Bien, ahora el problema es mucho peor, mucho peor de lo que hubiésemos pensado.
Avanzó hacia Quail apuntándole con la pistola. - Tenemos que matarle - dijo -. Y ahora mismo.
Nerviosamente, su compañero dijo: - ¿Por qué ahora mismo? ¿Acaso no podemos enviarle a Interplan Nueva York y dejar que allí...?
- El ya sabe perfectamente por qué tiene que ser ahora mismo - dijo el primer policía.
El hombre también parecía sentirse muy nervioso, pero Quail se daba cuenta de que se debía a una razón muy diferente. Su memoria había vuelto a él casi repentinamente. Y por tal razón, entendía el nerviosismo del policía.
- En Marte maté a un hombre - dijo Quail -. Tras haberme desembarazado de quince guardaespaldas. Algunos de ellos armados con pistolas especiales, como lo están ustedes.
Quail había sido entrenado durante un período de cinco años por Interplan para convertirse en un asesino. Un asesino profesional. Conocía varias formas de desembarazarse de cualquier adversario armado.... como aquellos dos agentes de la policía, y el que mostraba el diminuto audífono también lo sabía.
Si se movía con suficiente rapidez...
La pistola disparó. Pero Quail ya se había movido hacia un lado, décimas de segundo antes, y al mismo tiempo había derribado al agente mediante un golpe de karate aplicado a la garganta con la velocidad del relámpago. En un instante se apoderó de su pistola y apuntó al otro agente, que se mostraba enormemente sorprendido.
- Captó mis pensamientos - dijo Quail, jadeando con vehemencia -. Sabía lo que yo estaba a punto de hacer, pero aun así, lo hice.
Medio tendido en el suelo, el agente golpeado murmuró:
- No usará, esa pistola contra ti, Sam; acabo de captar ese pensamiento suyo. Sabe que está acabado y no ignora que nosotros lo sabemos. Vamos, Quail...
Trabajosamente, lanzando algunos gruñidos de dolor, el agente se puso en pie. Luego, extendió una mano.
- La pistola - dijo a Quail -. No puede usted usarla, y si me la entrega, prometo no matarle; será usted juzgado ante un tribunal, y alguien que ocupe un alto puesto en Interplan decidirá. Así, pues, no lo haré yo... Puede que borren su memoria una vez más. No lo sé. Pero ya sabe usted por qué iba a matarle; no podía evitar que usted recordará cosas. De manera que, en cierto modo, mis razones para matarle ya son cosa del pasado.
Quail, sin soltar el arma, salió corriendo de la habitación, dirigiéndose al ascensor. «Si me seguís -pensó-, os mataré.» Los agentes no lo hicieron. Oprimió el botón del ascensor y se abrieron las puertas.
Se dio cuenta de que los policías no le habían seguido. Evidentemente, habían captado sus pensamientos y decidían no correr riesgos.
El ascensor, al sentir su peso, descendió. Había escapado... por el momento. Pero, ¿qué sucedería a continuación? ¿Dónde podría ir?
El ascensor llegó a la planta baja; un momento más tarde, Quail se unía a la multitud de peatones que caminaban apresuradamente por los canales especiales de las calzadas. Le dolía la cabeza y se sentía enfermo. Pero al menos había evitado la muerte; casi le habían asesinado en su propia casa.
Pensó que, probablemente, lo intentarían de nuevo. «Cuando me encuentren», pensó. Y con aquel transmisor en su cerebro no tardarían en descubrir su paradero.
Irónicamente, había logrado lo que pidiera a Rekal Incorporated. Aventura, peligro, policía Interplan, un viaje secreto y peligroso en el que él se jugaba la vida. Todo cuanto había ansiado como falsa memoria.
Ahora podían apreciarse las ventajas de que aquello fuera un recuerdo, pero nada más.

A solas, en un banco del parque, reflexionó mientras contemplaba los rebaños de peatones alegres y desenfadados, unos seres semipájaros importados de las dos lunas de Marte, capaces de emprender el vuelo aun en contra de la fuerte gravedad de la Tierra.
«Puede que aún pueda regresar a Marte», pensó.
Pero, y después, ¿qué? Las cosas serían mucho peor en Marte. La organización política cuyo líder había asesinado le localizaría en el mismo momento en que descendiera de la nave; allí le perseguirían en el acto tanto «ellos» como Interplan.
«¿Podéis escuchar mis pensamientos?», se preguntó. Fácil camino hacia la paranoia; solo allí, sentado, sintió cómo le controlaban, cómo grababan sus pensamientos, cómo discutían entre ellos...
Sintió un estremecimiento, se puso en pie, y caminó sin rumbo, con ambas manos metidas en los bolsillos. Se daba cuenta de que no tenía la menor importancia el lugar adonde pudiese ir. «Siempre estaréis conmigo - pensó - mientras tenga dentro de mi cabeza este dispositivo.»
«Haré un trato con vosotros - pensó para sí y para ellos -. ¿No podéis implantar una falsa memoria en mí otra vez, como lo hicisteis antes, para vivir una vida rutinaria olvidando que alguna vez estuve en Marte? ¿Algo que asimismo me haga olvidar totalmente haber visto un uniforme de Interplan y haber sostenido en la mano. una pistola?»
Una voz dentro de su cerebro respondió: «Como ya se le ha explicado cuidadosamente a usted, eso no sería suficiente».
Asombrado, Quail se detuvo.
«Comunicamos antiguamente con usted en esta forma - continuó diciendo la voz - cuando estaba usted operando en el campo, en Marte. Han pasado meses desde que lo hicimos por última vez; pensábamos, de hecho, que jamás tendríamos que volver a hacerlo. ¿Dónde está usted?»
«Paseando - respondió Quail -. Caminando hacia mi muerte.»
Y pensó para sí: «Provocado por las pistolas de vuestros agentes.»
Luego, preguntó:
«¿Cómo pueden estar seguros de que no sería suficiente? ¿Acaso no tienen resultado las técnicas de Rekal?»
«Como ya hemos dicho - respondió la voz -, si se le proporcionan a usted un conjunto de memorias normalizadas, usted se sentiría... intranquilo. Inevitablemente acudiría de nuevo a Rekal o quizá a cualquier otra firma competidora. No podemos pasar por eso dos veces.»
«Supongamos - dijo Quail - que una vez se cancelen mis auténticos recuerdos, se implante en mí algo más completo que una memoria normalizada. Algo que pudiese satisfacer mis ansias. Eso ya se ha demostrado; y probablemente ésa es la razón por la que ustedes me han contratado. Pero pueden inventar algo más, algo que sea igual. Fui el hombre más rico de la Tierra, pero finalmente doné todo mi dinero a fundaciones educativas. O fui, quizá, un famoso explorador espacial. Cualquier cosa por el estilo, ¿no valdría cualquier cosa de estas?
Hubo un largo silencio.
«Hagan la prueba - dijo Quail, desesperadamente -. Pongan a trabajar a sus famosos psiquiatras militares; exploren mi mente. Averigüen cuál es mi sueño más ansiado.»
Quail trató de pensar.
«Mujeres - murmuró a continuación -, miles de ellas, como las tuvo don Juan. Playboy interplanetario... Una querida en cada ciudad de la Tierra, Luna y Marte.
«Y luego abandoné, todo eso a causa del agotamiento. Por favor, hagan la prueba.»
«Entonces, ¿se entregaría usted voluntariamente? - Preguntó la voz en el interior de su cabeza. Si convenimos, y es posible tal solución, se entregaría?» Tras un breve intervalo de duda, respondió:»
«Si, correré el riesgo... con la condición de que no me maten.»
«Haga usted el primer movimiento - dijo la voz inmediatamente -, entréguese a nosotros e investigaremos esa línea de posibilidad. Sin embargo, si no lo podemos hacer, si sus recuerdos comienzan a surgir nuevamente como ha sucedido esta vez, entonces...»
Hubo otro silencio, y a continuación la voz concluyó:
«... Tendremos que destruirle. Esto debe usted comprenderlo. Bien, Quail, ¿todavía quiere usted probar?»
«SI», respondió.
De lo contrario, la única alternativa en aquellos. momentos era la muerte, una muerte segura. Por lo menos aceptando la prueba le quedaba una posibilidad de sobrevivir por muy débil que fuese.
«Preséntese en nuestro cuartel general de Nueva York - resumió la voz del agente Interplan -. En el 580 de la Quinta Avenida, planta doce. Una vez se haya entregado nuestros psiquiatras comenzarán a trabajar sobre usted. Haremos diversas clases de pruebas. Trataremos de determinar su último deseo por muy fantástico que sea, y entonces le llevaremos a Rekal y procuraremos que tal deseo se haga realidad en su mente. Y... buena suerte. Es evidente que le debemos algo. Actuó usted muy bien para nosotros.»
El tono de voz carecía de malicia; si algo expresaba, ellos -la organización- sentían simpatía hacia él.
«Gracias», dijo Quail.
Y acto seguido comenzó a buscar un taxi-robot.

- Señor Quail - dijo el psiquiatra de Interplan, hombre de edad madura y facciones graves -, posee usted unos sueños de fantasía realmente interesantes. Probablemente son algo que ni siquiera usted mismo supone. Espero que no le molestará mucho conocerlos.
El oficial de alta graduación de Interplan que se hallaba presente dijo bruscamente:
- Será mejor que no se moleste mucho al escuchar esto, si no desea recibir un balazo.
El psiquiatra continuó:
- A diferencia de la fantasía de desear ser un agente secreto de Interplan, que, hablando relativamente no es más que un producto de madurez, y que poseía cierto carácter plausible, esta producción es un sueño grotesco de su infancia; no tiene nada de particular que usted no lo recuerde. Su fantasía es la siguiente: tiene usted nueve años de edad, y camina a solas por un sendero del campo. Una variedad, poco familiar, de nave espacial, procedente de otro sistema estelar aterriza directamente frente a usted. Nadie en la Tierra, excepto usted, la ve. Las criaturas que hay en su interior son muy pequeñas e indefensas, algo parecidas a los ratones de campo, aun cuando están intentando invadir la Tierra. Docenas de miles de otras naves semejantes están a punto de ponerse en camino, cuando esta nave de exploración dé la señal.
- Y se supone que yo he de detenerlos - dijo Quail, experimentando una sensación mezcla de diversión y disgusto -. Simplemente de un manotazo o aplastándolos con el pie.
- No - replicó el psiquiatra, pacientemente -. Usted detiene la invasión, pero no destruyendo a esos seres. En su lugar, usted muestra hacia ellos amabilidad o piedad, aunque sea por telepatía - su medio de comunicación -, porque ya sabe usted a lo que han venido. Ellos nunca han recibido semejante trato por parte de un organismo vivo, y para demostrar su aprecio, pactan con usted.
Quail dijo:
- No invadirán la Tierra mientras yo viva, ¿verdad?
- Exactamente.
A continuación, el psiquiatra se dirigió al oficial de Interplan:
- Puede usted ver que encaja en su personalidad, a pesar de su falso desprecio.
- Así, pues, simplemente con seguir viviendo - dijo Quail, con creciente sensación de placer -, simplemente con seguir alentando, salvo a la Tierra de una invasión.
- Entonces, en efecto, soy el personaje más importante de la Tierra. Sin levantar un dedo siquiera
- Evidentemente, señor - respondió el psiquiatra - y conste que esto es una base en su Psique; ésta es una fantasía de infancia. Algo que, sin una terapia profunda y sin tratamiento de drogas, usted jamás habría recordado. Pero siempre ha existido en usted; se hallaba en estado latente, pero sin cesar jamás.
El jefe de policía se dirigió entonces a McClane, que se halla sentado, escuchando atentamente.
- ¿Puede usted implantar un modelo de esta clase en él?
- Manejamos toda clase de fantasía que pueda existir - dijo McClane -. Francamente, he oído cosas peores que ésta. Por supuesto que podemos hacerlo. Dentro de veinticuatro horas, no habrá deseado haber salvado a la Tierra. Será algo que creerá ha sucedido realmente.
El oficial de la policía dijo:
- Entonces ya puede usted comenzar su trabajo como preparación previa, ya hemos borrado en él el recuerdo de su viaje a Marte.
- ¿Qué viaje? - preguntó Quail.
Nadie le contestó, y así, aunque de mala gana, abandonó el asunto. Pronto se presentó un vehículo de la policía. El, McClane y el jefe de la policía subieron y se dirigieron hacia Rekal Incorporated.
- Será mejor que esta vez no cometa usted errores - dijo el jefe de la policía al nervioso McClane.
- No veo que haya nada que pueda salir mal - respondió McClane, sudando abundantemente -. Esto nada tiene que ver con Marte o con Interplan. Simplemente se tratará de la detención de una invasión de la Tierra procedente de otro sistema estelar.
McClane movió la cabeza, y tras una breve pausa de silencio, continuó:
- ¡Cielos, qué clase de sueños!
Y tras pronunciar estas últimas palabras, se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.
Nadie dijo nada.
- En realidad, es conmovedor - añadió McClane.
- Pero arrogante - dijo el oficial de policía -. Porque cuando él muera volverá a presentarse la amenaza de invasión. No tiene nada de extraño que no lo recuerde; es la fantasía más grande que he oído en mi vida. Luego, miró a Quail con expresión de desaprobación. - ¡Y pensar que hemos anotado a este hombre en nuestra nómina!
Cuando llegaron a Rekal Incorporated, la recepcionista Shirley les recibió apresuradamente en la oficina exterior.
- Bien venido sea de nuevo, señor Quail - dijo la muchacha -. Siento mucho que anteriormente las cosas hubiesen salido mal; estoy segura de que ahora todo saldrá mejor.
Todavía enjugándose el sudor de la frente con el pañuelo, McClane dijo:
- Todo saldrá mejor.
Actuando con rapidez, llamó a Lowe y a Keeler, y les siguió, a ellos y a Quail, hasta la zona de trabajo. Después regresó a su despacho en compañía de Shirley y del jefe de policía. Para esperar.
- ¿Tenemos algún paquete preparado para esto, señor McClane? - preguntó Shirley, tropezando con él en su agitación y sonrojándose modestamente.
- Creo que sí.
McClane trató de recordar. Luego abandonó el intento y consultó el gráfico.
Decidió en voz alta:
- Una combinación de los paquetes Ochenta, Veinte y Seis.
De la sección de cámara abovedada que había tras su despacho extrajo los adecuados paquetes y los llevó hasta su mesa de despacho para examinarlos.
- Del Ochenta - explicó - una varilla mágica de curación, que le entregaron al cliente en cuestión, esta vez el señor Quail..., la raza de seres de otro sistema estelar. Una muestra de gratitud.
- ¿Todavía surte efectos? - preguntó el oficial.
- Lo hizo en otro tiempo - respondió McClane -. Pero él, bien, la usó hace años curando aquí y allá. Ahora sólo es un objeto. Aunque la recuerde vívidamente.
McClane cloqueó con la garganta, y luego abrió el paquete Veinte.
- Documento del secretario general de las Naciones Unidas, dándole las gracias por haber salvado a la Tierra; esto no es precisamente una cosa muy adecuada porque parte de la fantasía de Quail se basa en que nadie conoce la invasión, excepto él, pero en nombre de la verosimilitud lo incluiremos.
McClane inspeccionó el paquete Seis a continuación. ¿Qué significaba aquello? No lo recordaba; frunciendo el ceño, introdujo una mano en el interior de la bolsa de plástico, mientras que Shirley y el oficial de la policía le contemplaban con curiosidad.
- Escritura en un idioma extraño - dijo Shirley.
- Esto demuestra quiénes eran - dijo McClane - y de dónde llegaron. Se incluye un detallado mapa estelar señalando su vuelo y el sistema de origen. Por supuesto, lo han hecho «ellos» y él no sabe leerlo. Pero sí recuerda que se lo leyeron personalmente en su propia lengua.
McClane depositó los tres paquetes sobre el centro de la mesa de despacho, y añadió:
- Se debe llevar esto a la vivienda de Quail, para que cuando llegue a casa los encuentre. Y estas cosas confirmarán su fantasía. Procedimiento operativo normalizado.
Luego reflexionó sobre cómo irían las operaciones de Lowe y Keeler.
Sonó el aparato de comunicación interior.
- Señor McClane, siento mucho molestarle.
Era la voz de Lowe; McClane quedó como congelado cuando la reconoció. Quedó pasmado y mudo.
- Sucede algo y sería mejor que viniese usted a supervisar la operación. Como anteriormente, Quail reaccionó bien bajo la narquidrina, está inconsciente, relajado, y tiene buena recepción, pero...
McClane salió disparado hacia la zona de trabajo.
Sobre una cama higiénica yacía Douglas Quail respirando lentamente y con regularidad, con los ojos medio cerrados, y casi sin percibir a los que le rodeaban.
- Comenzamos a interrogarle - dijo Lowe, muy pálido - para averiguar exactamente cuándo situar el recuerdo-fantasía de haber salvado a la Tierra. Y cosa extraña...
- Me advirtieron que no lo dijera - murmuró Quail, con voz extrañamente ronca -. Ese fue el convenio. Ni siquiera se suponía que llegara a recordarlo. Pero, ¿Cómo podría olvidar un suceso como aquél?
- «Creo que fue difícil - reflexionó McClane -, pero lo hizo usted... hasta ahora.»
- Incluso me entregaron una especie de pergamino como muestra de gratitud - añadió - Lo tengo escondido en mi alojamiento. Se lo enseñaré.
McClane dijo al oficial de la policía, que le había seguido:
- Bien, le sugiero que no le maten. Si lo hacen, «ellos» regresarán.
- También, me entregaron una varilla mágica para curar - añadió con los ojos totalmente cerrados -. Así fue como maté a aquel hombre en Marte. Está en mi cajón, junto con la caja de gusanos y plantas ya resecas.
Sin pronunciar una sola palabra, el oficial de Interplan abandonó la zona de trabajo.
«Lo mejor que podría hacer ahora sería desembarazarme de esos paquetes-prueba», se dijo a sí mismo McClane, resignadamente.
Caminó, lentamente, hacia su despacho, pensando en que, después de todo, también debía desembarazarse de aquella citación del secretario general de las Naciones Unidas...
La verdadera citación probablemente no tardaría mucho tiempo en llegar.


FIN

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