Autores Varios
III
L. Sprague De Camp - EL HECHIZO MAS FUERTE
Vista débilmente a través de una llovizna otoñal, que hacía brillar el empedrado a la luz del ocaso, la ciudad de Kern - antigua, colorida, bulliciosa y vital -, se extendía sobre las aguas del océano Occidental. Las banderas desplegadas de la ciudad se agitaban, con los pliegues húmedos, en los mástiles situados sobre las torres de vigilancia, a lo largo de los muros, donde los centinelas hacían guardia y observaban a través de la oscuridad.
A lo largo de la amplia calle Océano, como se denominaba la calzada situada frente al mar, unas pocas personas se movían en las tinieblas, mientras el agua gorgoteaba en los albañales. La mayor parte de las rechonchas barcazas de transporte que llevaban de un lado a otro el comercio de Kern, así como las estilizadas galeras que lo protegían de los corsarios de las islas Gorgon, habían sido dejadas fuera de servicio durante la estación, sacadas del agua y colocadas en cobertizos situados a lo largo de la playa al sur del paseo que daba al mar. Por lo tanto, había muy pocas naves utilizando los muelles y embarcaderos de la calle Océano, a excepción de las cajas usuales donde se colocaba el pescado, la mayor parte de las cuales estaba expuesta a la tormenta.
Un carro de dos caballos pasó traqueteando, con unas ruedas de bronce golpeando estrepitosamente sobre el empedrado y con su conductor llevando bien sujetas las riendas de las cabalgaduras semisalvajes. El pasajero estaba envuelto hasta los ojos, para protegerse de la humedad, pero las luces procedentes de las casas iluminaban los adornos dorados del vehículo, poniendo así de manifiesto que el personaje debía pertenecer a la oligarquía de príncipes mercaderes.
Suar Peial, apretando bajo su capa un par de abultados objetos, andaba por la calle, prestando muy poca atención a las dudosas personas que miraban hacia el exterior desde las puertas y callejuelas. Estas personas, después de observar la estatura de Suar y la delgada vaina que se veía por debajo de la capa, miraban hacia otro lado para observar otras cosas más tranquilizadoras.
Un ruido, procedente de una calleja, atrajo la atención de Suar. Con una simple mirada, se dio cuenta de que se estaba librando una lucha. Un hombre, con la espalda apoyada en un ángulo de la pared, se defendía de las patadas y golpes de una especie de porra con la que le atacaba un grupo de cinco. El aspecto de estos últimos, tan andrajosos como las hojas caídas de los robles que bordeaban las avenidas de Kern, indicaron a Suar que se trataba de los típicos ladrones del barrio.
Un hombre sensato que viviera en aquella zona se limitaría a pasar tranquilamente de largo, aparentando no haber visto ni oído nada. Pero si Suar era sensato, no estaba dispuesto a serlo en Kern. Lo habría sido en su casa, en Zhysk, en el mar Sireniano; incluso podría haber llegado a ser rey de Zhysk. Pero tal y como se presentaban las cosas, aquel hombre estaba destinado a caer bajo las porras y espadas de sus atacantes en cuestión de segundos. Aun cuando hubiera sido el doble de grande y hubiera estado mucho mejor armado, no podía enfrentarse con cinco al mismo tiempo. Si sus cobardes asaltantes hubieran estado dispuestos a arriesgar uno o dos embates más duros, el hombre ya habría sido dominado.
Suar se quitó la capa, envolvió con ella los objetos que llevaba, desenvainó su delgado estoque de bronce y se dirigió resueltamente hacia el lugar de la pelea. A medida que avanzaba, escogió como primer contrincante al que llevaba la porra. En cuanto a los otros, dos llevaban espadas cortas, de hoja ancha, y los otros dos, simples cuchillos. De haber dispuesto de un escudo o de una armadura, Suar habría tenido muy poco que temer de la porra, pero, al no disponer de defensa adecuada, temía enfrentarse a ella con su estoque, de unos setenta centímetros de largo.
El hombre que llevaba el garrote se volvió al oírle aproximarse y saltó hacia atrás. Los otros cuatro también se apartaron de su víctima, en una actitud con la que parecían dispuestos a huir inmediatamente. Entonces, el de la porra dijo:
- Sólo es uno. ¡Matémosle también!
Dio un paso hacia adelante, haciendo oscilar el arma. Suar no trató de evitar el ataque; antes, por el contrario, sus largos y huesudos brazos y piernas se lanzaron hacia adelante en una poderosa embestida, atravesando con la punta de su estoque el brazo del hombre. Después, Suar saltó hacia atrás, tratando de recuperarse antes de que lo alcanzara la porra. No lo consiguió del todo. Aunque el golpe quedó debilitado por la herida sufrida en el brazo del ladrón, la madera alcanzó el cráneo de Suar, le raspó la oreja derecha y pegó sobre su hombro del mismo lado; sintió el doloroso golpe, pero no lo bastante fuerte como para inutilizarle. Después, la porra cayó al suelo cuando su propietario abrió la mano a causa de su herida en el brazo.
Cuando el hombre se quedó allí, sosteniéndose el brazo herido y mirándole estúpidamente, la espada de Suar se movió de nuevo con rapidez, como la lengua de una serpiente, y la punta se introdujo en el amplio pecho del ladrón. El hombre de la porra lanzó una maldición, tosió, se dobló y cayó sobre el barro de la calleja. Cuando los demás comenzaron a acercarse más a Suar, rodeándole, éste lanzó una estocada contra el espadachín más cercano a él, que retrocedió, sin ser alcanzado; inmediatamente después, Suar se revolvió contra uno de los que llevaban cuchillo. El hombre intentó coger la hoja con su mano libre, pero Suar evitó el agarrón y le clavó la espada en el cuerpo.
Todo esto se había desarrollado en menos tiempo de lo que un hombre tranquilo tarda en respirar tres veces. En aquel instante, un sonido seco atrajo la atención de todos. La víctima original se había arrojado contra la espalda de su atacante más cercano tras recoger la porra del suelo, propinándole un poderoso golpe en la cabeza.
Después, quedaron tres ladrones tirados en el barro y los otros dos echaron a correr, huyendo. Uno de los que yacían en el suelo seguía moviéndose y gimiendo.
Suar miró al hombre que había rescatado. No podía distinguir mucho bajo aquella luz penumbrosa, pero se dio cuenta de que llevaba pantalones de tartán y el majestuoso bigote de los bárbaros del noreste. El hombre retrocedió un poco, cogiendo con fuerza la porra, como si aún no estuviera muy seguro de las intenciones de Suar.
- Puedes apartar eso, camarada - dijo Suar, envainando su espada -. No soy ningún ladrón, sino un simple poetastro.
- ¿Quién eres, entonces? - preguntó el pequeño hombre.
Al igual que Suar, hablaba el hesperiano bastardo de los puertos del océano Occidental, aunque con un extraño acento.
- Soy Suar Peial de Amferé, de profesión cantante de canciones dulces. Y vos, buen señor, ¿quién sois?
El hombre emitió algunos sonidos muy curiosos a través de su garganta, como si estuviera imitando el ladrido de un perro.
- ¿Qué habéis dicho? - preguntó Suar.
- Dije que mi nombre es Ghw Gleokh. Supongo que debo daros las gracias por haberme rescatado.
- Vuestra elocuencia me abruma. ¿Sois extranjero?
- Así es - contestó Ghw Gleokh -. Ayudadme a vendar estas heridas. - Y mientras Suar le vendaba dos ligeras heridas que Ghw había recibido, éste preguntó -: ¿Me podéis decir dónde diablos se puede comprar en Kern un poco de vino para remojarse el gaznate?
- Me dirigía a la taberna de Derende para ejercer mi oficio - contestó Suar -. No tengo ninguna objeción que poner a que me acompañéis.
Mientras hablaba, Suar limpió la espada en las ropas del cuerpo que tenía más cerca, la envainó y se volvió. Recogió su capa y los objetos que tenía enrollados en ella y reanudó su camino. Ghw Gleokh echó a trotar detrás de él con la espada ancha del hombre muerto, pues él no poseía ninguna.
Suar se dirigió directamente a la taberna de Derende y apartó la cortina de cuero que servía de puerta. Tuvo que agacharse para no dar con la cabeza en la parte superior del marco de la entrada, pues él procedía de Poseidonis, al otro lado de los mares occidentales - o Pusad, como también se le llamaba -, donde un metro noventa de altura era una estatura normal. El fuego crepitaba en la chimenea central, y su resplandor iluminaba los rostros barbudos y sin barba, mientras que el humo formaba una capa azulada que se deslizaba lentamente por el agujero existente en el techo. Era un fuego pequeño, pues en Kern nunca hacía verdadero frío.
Suar se abrió paso por entre los bancos abarrotados, saludó a un par de conocidos y colocó sus objetos sobre el mostrador de servicio de Derende. Uno era una maltrecha y vieja lira, el otro un saco de provisiones que olía fuertemente a pescado, a pesar de los muchos olores que se notaban en la taberna.
- ¡Oh, si es el poeta! - exclamó Derende, apretando su enorme barrigón contra el otro lado del mostrador -. ¿Estás bien, vagabundo?
- Bastante bien, mesonero - contestó Suar -. Te traigo, para que cocinéis mi cena, a la propia reina de las criaturas marinas, a la perla de los peces. ¡Mira!
Desató el cordel que ataba el saco de provisiones y dejó sobre el mostrador un gran pulpo. Ghw, que se había empinado detrás de él para poder ver, retrocedió, lanzando un terrible grito.
- ¡Dioses! - gritó -. ¡Ese es el monstruo universal! ¿Estáis seguro de que está muerto?
- Completamente seguro - contestó Suar, sonriendo burlonamente.
- No cabe duda de que lo habéis robado a algún pobre pescador - gruñó Derende.
- ¡Qué mal juzga el mundo a un artista! - exclamó Suar -. si os dijera que lo he conseguido honradamente, no me creeríais, así es que, ¿para qué discutir? En cualquier caso, cocinadlo bien con aceite de oliva y unas pocas verduras, y servidlo con el mejor vino verde de Zhynsk.
Derende comenzó a recoger el pulpo.
- Las verduras y el aceite las podéis tener gratis a cambio de vuestro canto, pero en cuanto al vino, tendréis que pagarlo.
- ¡Vaya! Esta mañana aún tenía algunas monedas, pero me enzarcé en un juego y las perdí. Si me fiáis hasta que cante y pase la bandeja...
- En ese caso - dijo Derende, sacudiendo la cabeza -, la cerveza de cebada será buena para vos.
- ¡Por las cuerdas de la lira! - exclamó Suar -, ¿Cómo esperáis que cante habiendo bebido esa agua de fregar platos? - después, haciendo gestos hacia las demás personas que llenaban la taberna, dijo -: ¿Suponéis que todas estas personas están aquí porque les gusta vuestra cerveza amarga y por vuestra cara bonita? Vienen a escucharme. ¿Quién llena vuestro nauseabundo tugurio noche tras noche?
- Escuchadme - dijo Derende -. Tendrá que ser cerveza, o ya podéis marcharos con vuestros cantos a otra parte. Traeré una mujer; alguna moza de pechos robustos que no sólo cantará para ellos sino que, además...
Ghw Gleokh se adelantó entonces y colocó sobre el mostrador una pequeña moneda de cobre en forma de una cabeza en miniatura, en la que estaba grabado el pez volador de Kern.
- Tome - dijo, con su misterioso acento -. Dénos una buena jarra de vino.
Derende sonrió al ver la moneda.
- Así está mejor, maese Derende - dijo Suar -. Y ahora, viejo barril de manteca, ¿habéis visto a mi amigo Midawan, el herrero?
- No esta noche - contestó Derende, sacando una botella de cuero y un par de jarras de cuero embreado.
- Sin duda alguna, vendrá más tarde - comentó Suar -. ¿Hay alguna nueva noticia?
- El Senado ha contratado a un nuevo hechicero - replicó Derende -. Un tarteso llamado Barik.
- ¿Y qué ocurrió con el antiguo?
- Lo empalaron a causa de la tormenta de arena.
- ¿A qué se refiere? - preguntó Ghw con interés.
- Conjuró una tormenta de arena para aplastar una incursión de camellos de lixitanos del desierto - explicó Derende -, pero se equivocó de dirección y enterró a un puñado de nuestros propios guerreros. ¿Y qué noticias tenéis vos, Suar?
- ¡Oh! El joven Okkozen, el hijo del cónsul Bulkajmi, fue arrestado por conducir imprudentemente su carro estando bebido. Gracias a sus buenas relaciones, el magistrado lo dejó libre después de haberle dado una buena reprimenda. Geddel, el comerciante, ha sido asesinado en las montañas Atlanteas por una bruja a la que trató de engañar a la hora de pagarle sus hechizos mortales. - Suar se volvió entonces hacia su compañero y dijo -: Mi buen Ghw, encontremos un lugar donde sentarnos, aunque tengamos que hacer levantar de su asiento a uno de estos grasientos kerneanos. Vais a compartir mi hermoso pulpo, y yo, a cambio, masticaré un trozo de vuestro pan.
- El pan lo podéis tener a cambio de lo que os debo - dijo Ghw en tono áspero -, pero ni con una espada al rojo vivo me obligarán a comer un solo trozo de ese terrible monstruo marino.
- Tanto peor para vos - comentó Suar y, mirando sobre las cabezas de los presentes, señaló hacia un lugar -. Allí hay un banco vacío. Vamos.
El banco era uno de los dos situados a ambos lados de una mesa, ubicada en una esquina.
Dos hombres estaban sentados frente a ellos, con las espaldas apoyadas contra la pared y unas capas negras extendidas sobre sus cabezas. Al principio, Suar los tomó por euskerianos a causa de las capas, pero al sentarse se dio cuenta de que su aspecto resultaba un tanto extraño. El más joven y alto comía pan y queso, mientras que el más viejo y pequeño no comía, sino que inhalaba el humo picante que se elevaba de un diminuto brasero puesto en la mesa, frente a él. no prestaron ninguna atención a los recién llegados.
Suar desenrolló su capa y la colocó debajo del banco, poniendo al descubierto la falda a franjas de los oriundos de Poseidonis, así como una vieja camisa de lo que hacía mucho tiempo, había sido una lana exquisita, y que ahora se veía muy remendada. Se colocó en el extremo del banco, de cara a la pared, frente al pequeño extranjero vestido de negro, mientras que Ghw se quitó su capa y se colocó en el otro extremo. Suar llenó las jarras de vino, mientras Ghw cortaba rebanadas del pan de cebada que llevaba, ligeramente humedecido por la lluvia. Poco después, los dos se encontraban masticando y engullendo.
- Mi querido y viejo camarada - dijo Suar, con la boca llena -, ¿qué es esa cosa curiosa con la que estabais golpeando a los ladrones, como Zormé apaleando a los brutonianos? Me parece que nunca he visto nada igual.
Ghw, que era un hombre de baja estatura, con el pelo rojo y unos brazos de longitud simiesca, lanzó una terrible mirada a su compañero.
- Eso es algo de lo que no me gusta hablar - gruñó Ghw.
- Allá vos si queréis ser un piojo - comentó Suar, encogiéndose de hombros.
Rasgó las cuerdas de su lira y dirigiéndose al hombre pequeño que estaba sentado frente a él, dijo:
- Perdonadme, caballero, pero ese humo no me parece una dieta muy alimenticia. Si gustáis tomar un trozo de la mejor ensalada de pulpo que se ha hecho en Kern, me complacerá mucho guardaros uno en cuanto llegue, pues el monstruo resulta demasiado grande, incluso para mi amplia capacidad.
El hombre levantó por fin la mirada. Sus pupilas no eran más que unos simples puntos bajo el brillo parpadeante de la luz que se encontraba en el pequeño brasero, situado en el centro de la mesa.
- Vuestras intenciones son meritorias - dijo -, y por ellas seréis honrado en los libros de los dioses. Pero habéis de saber, mortal, que cuando el alma está alimentada, el cuerpo se ocupa de sí mismo.
- Vos también sois mortal - observó Suar -. Bueno, me parece que voy a tener que comerme ese bicho yo solo...
- No será así - dijo una nueva voz -. Lo he traído para compartirlo con vos.
Un hombre moreno, de altura media y unos enormes músculos, con pelo y rasgos algo negroides, se encontraba en uno de los extremos de la mesa, sosteniendo un gran plato de madera sobre el que se habían amontonado los trozos humeantes del pulpo cocinado.
- Aparta esa luz, vieja jirafa, y que se vaya este tipo de pelo rojo.
El hombre dejó el plato sobre la mesa, se acercó una silla, y dejó en la mesa un trozo de queso, media hogaza de pan y una bolsa llena de pastillas, que eran su contribución a la comida.
- No - dijo Suar -, este hombre de pelo rojo es amigo mío, porque acabo de salvarle la vida.
Suar narró brevemente la historia de la batalla, hinchándola un poco, y añadió:
- Se llama Ghw Gleokh, si es que lo podéis creer. Si no lo podéis pronunciar, aclaraos un poco la garganta y os acercaréis lo suficiente a la pronunciación correcta. Supongo que procede de una de las tribus de bárbaros y sangrientos celtas. ¿No es así, Ghw?
- Todo correcto, excepto esa observación de que somos bárbaros. Soy un gálata. ¿Quién es este hombre?
- Mi viejo amigo Midawan, el herrero - contestó Suar -. Como desayuno, se come cabezas de lanza de bronce. Procede de Tegrazen, en el sur, que se encuentra junto a las fronteras con el País Negro. Aunque es de ascendencia parcialmente negra, jura una y otra vez que nunca ha probado carne humana. Yo le tomo el pelo con eso cuando me fastidia.
- Algún día me tomarás el pelo un poco más de lo que estaré dispuesto a soportar - dijo Midawan, sentándose en la silla, al extremo de la mesa -, y te haré un nudo con ese cuello de cisne que tienes. Vamos, gálata, ¡toma un tentáculo!
- ¡Apartad de mí esa babosa criatura marina! - dijo Ghw -. ¿Es que en toda Kern no hay un buen asado?
- Desde luego - contestó Suar -. Pero sólo para los ricos. Nosotros, la gente corriente, nos consideramos afortunados si podemos probar un trozo de asado durante la Fiesta de Korb. No era así en el país de donde procedo, en el que engullíamos filetes de bisonte todos los días. Y, hablando de caza, esa misteriosa barra vuestra, ¿es alguna especie de arma o instrumento de caza?
Para entonces, Ghw Gleokh había bebido ya el vino suficiente como para haberse suavizado. Lanzó un sonoro eructo y dijo:
- Podéis decirlo así; podéis decirlo. En realidad, es una herramienta mágica que posee el más alto poder. Cuando se la utiliza adecuadamente, ningún hombre y ninguna bestia puede resistirla.
En aquel momento habló el hombre más joven y alto que llevaba la capa y estaba sentado al otro lado e la mesa:
- ¡Vaya! Escuchen la fanfarronada de ese bárbaro.
- Caballero - dijo Ghw, poniéndose rígido -, no os conozco, pero no permito que ninguna gentuza me hable de esa manera.
- En cuanto a eso - dijo el joven de la capa -, soy Qahura, aprendiz de mago, y éste es mi maestro, Semkaf. Venidos de la ciudad de Tifón, en el país de Setesh, cuya magia está tan lejos de la vuestra, como la vuestra pueda estarlo de la de un niño.
- Tranquilizaos, tonto - murmuró el viejo mago, el que fuera identificado con el nombre de Semkaf.
- Pero, maestro, no es correcto permitir que estos salvajes se mofen y se burlen de nosotros. Se les tiene que dar una lección.
- Si hay aquí alguien que deba enseñarle algo a alguien, seré yo - dijo Ghw, elevando la voz -. Soy un druida iniciado de los gálatas, conocido por todos, mientras que nunca oí hablar de vuestra Tifón y hasta dudo que exista.
- Claro que existe - dijo Qahura -, como aprenderíais en cuanto nos visitarais y fuerais desollado en cualquiera de nuestros altares para el sacrificio. Tifón se eleva, en negro y púrpura, surgiendo de los márgenes místicos el mar de Tesh, entre las tumbas piramidales de los reyes que reinaron con el mayor esplendor sobre Setesh, cuando la poderosa Torrutseish no era más que un pueblo, y cuando la dorada Kern no era más que un trozo de playa vacío. Ningún hombre viviente conoce la historia completa de Tifón, ni las circunvoluciones de sus calles y de sus pasajes secretos, ni los enormes tesoros de sus reyes, ni de los poderes ocultos de sus hechiceros. En cuanto a vos - espetó el aprendiz -, si sois un druida, ¿dónde están vuestro manto blanco y vuestra corona de muérdago? ¿Qué estáis haciendo en Kern?
- ¡Oh! Eso, mi rimbombante y joven amigo, es una cuestión de política tribal. Nuestro arquedruida murió repentinamente, y algunos tuvieron la mala intención de asegurar que yo lo había matado.
- Evidentemente - dijo Qahura -, esa magia druídica de que os jactáis no fue suficiente para evitar las hojas de los cuchillos. ¿Podéis hacer algo que no sea la simple lectura de las señales del tiempo atmosférico?
- Todo lo que vos podáis hacer y mucho más. Por ejemplo, ¿queréis ver a los héroes de Gálata?
Sin esperar la contestación, Ghw extendió una mano sobre la mesa, dando algunos pases y murmurando unas palabras. Inmediatamente, aparecieron sobre la mesa un grupo de pequeñas figuras, del tamaño de un dedo meñique; algunas iban a pie, otras a caballo y otras montaban en unos carros de ruedas escitas. Algunas llevaban pantalones bárbaros, mientras que otras iban desnudas y llevaban el cuerpo pintado con chillones colores. Se movieron precipitadamente y sus gritos sonaron en los oídos de Suar como el zumbido de los mosquitos. Un par de ellos comenzaron a luchar con espadas del tamaño de astillas.
- ¡Vaya! - exclamó Qahura -. Pequeños maniquíes, pero cualquiera de los gatos sagrados de Setesh acabaría rápidamente con todos ellos.
Lanzó a su vez algunas palabras y un gran gato amarillo apareció sobre la mesa. Agarró a uno de los gálatas en miniatura y comenzó a zarandearlo como si se tratara de un pequeño ratoncillo. Con un gesto, Ghw eliminó a los otros héroes, aunque el gato continuó zarandeando a su víctima.
- Todo lo que vos podáis hacer, lo puedo hacer yo también, y mejor - dijo Ghw -. Conjuráis a un familiar en forma de un gato, yo haré lo mismo, pero con forma de lobo, y ya veremos...
- ¡Caballeros! - exclamó Suar, colocando una mano sobre el brazo de Ghw -. Antes de que continúe esta competencia, haciendo aparecer leones y mamuts, consideren que la taberna de Derende no es el lugar más adecuado para que luchen entre sí esa clase de criaturas. Nos destrozarían, a nosotros y a los demás clientes, como si fuéramos pequeñas sabandijas. Y, lo que es más importante, aún no he cantado mis canciones, ni pasado mi platillo. Os pido que esperéis hasta que se aclare el tiempo y podamos dirigirnos hacia cualquier lugar abierto, al otro lado de las murallas, para que entonces podáis convocar cada uno todos vuestros séquitos demoníacos. A los kerneanos les agradará mucho el juego.
- Hay algo de bueno en eso que decís, poeta - dijo Qahura -. Sin embargo, debe quedar bien entendido que nosotros, los de Setesh, sentimos el máximo desprecio por cualquier hechizo que este druida expulsado pueda poner en marcha. Mi propio maestro Semkaf manda a la gran serpiente Apepis, que podría tragarse al maestro Ghw y a todas sus miniaturas de un solo bocado.
- Me parece que no será así - dijo Ghw, cogiendo algo de debajo del banco -. Este es el hechizo más fuerte de todos. Sólo tengo que dirigirlo hacia vos o a cualquiera de vuestros monstruos para que caigan muertos como si hubieran sido sacudidos por un rayo.
Mostró en la mano el objeto con el que se había estado defendiendo contra los ladrones. Se trataba de un tubo de bronce de unos sesenta centímetros, abierto por un extremo y cerrado por el otro, sujeto por bandas de bronce a una pieza de madera labrada que se extendía más allá del extremo cerrado, y que terminaba en una especie de culata cuadrada.
El viejo de Setesh tuvo que hacer un esfuerzo para salir de su estupor.
- Esto es interesante, gálata - admitió -. Aunque estoy de acuerdo con todo lo que dice Qahura y mucho más, nunca había visto una vara mágica como ésa. ¿Cómo actúa?
Ghw bebió un largo trago de vino, hipó y rebuscó algo en un talego. Sacó finalmente un puñado de una sustancia oscura y granular, que vertió sobre el extremo abierto del tubo, introduciéndola en éste.
- Se inserta este polvo mágico, así - dijo -. Después, se introduce esta bola de plomo, hecha para que quepa sin dificultades en el interior del tubo, y se coloca sobre el polvo..., así. Se empuja la bala hacia abajo con un palo en cuyo extremo hay varios trapos, con objeto de colocarla en su sitio..., así. Se echa después un poco del polvo en este pequeño agujero..., así. Después se enciende este polvo con cualquier llama adecuada y, produciendo una poderosa llamarada la bala es impulsada, atravesando cualquier objeto que se interponga en su camino. Pero no temáis; valoro demasiado estos polvos como para desperdiciarlos haciendo una demostración ante un par de saltimbanquis degenerados como vosotros.
- ¿Por qué no lo usasteis contra los ladrones? - preguntó Suar.
- Porque el tubo no estaba cargado y porque, aun cuando lo hubiera estado, no disponía de fuego con el cual ponerlo en marcha.
Los ojos despiertos de Semkaf miraban fijamente el artilugio.
- ¿Y cuál es la composición de ese polvo? - preguntó.
Ghw hizo girar la cabeza con una solemnidad de beodo.
- ¡Eso nunca lo sabréis por mí! Me fue confiado por parte del desgraciado arquedruida, justo antes de su accidente. Cuando se encontraba tendido, moribundo a causa del corte que él mismo se había hecho, me confió el instrumento y todos sus secretos.
Midawan el herrero, que se había mantenido demasiado ocupado hasta ese momento como para tomar parte en la conversación, dijo:
- No me gusta vuestro instrumento mágico, extranjero. Si tiene el suficiente polvo detrás de la bola, destrozará mi escudo o mi peto más fuerte. ¿Qué sería entonces de mi oficio? ¡Al fondo del océano!
- No sería sólo eso - comentó Suar -. Si estas mejoras estuvieran introducidas en el ejército, el viejo y noble arte de la esgrima no tardaría en desaparecer. Ahora que los hombres luchan cargados como langostas con planchas y láminas de bronce, antes que un estoque prefieren llevar esas enormes espadas de hoja ancha, para abrirse paso así por entre las defensas del enemigo. Son como simples golpes de leñador.
- Los tiempos cambian y uno tiene que cambiar con ellos - dijo Midawan.
- Cierto, pero eso también se aplica a vos - observó Suar -. Así es que será mejor que comencéis a elaborar una serie de faroles de bronce y espejos para el día en que esos instrumentos se hayan adueñado de los campos de batalla.
Semkaf se inclinó entonces hacia Ghw Gleokh.
- Desearía vuestro instrumento, mortal. Dádmelo.
- ¡Cómo! ¡Insolente bribón! - replicó Ghw -. ¿Estáis loco? Nosotros matamos a los hombres por menos de lo que habéis dicho.
- ¡Caballeros! - dijo Suar -. ¡Aquí no, os lo ruego! O esperad al menos a que haya terminado la Canción de Vrir y haya recogido mi dinero. Os llenaré los corazones de emoción... - y se apresuró a tocar la lira.
- ¿Qué son vuestras canciones para mí? - preguntó Semkaf -. Yo no poseo emociones mortales. Quiero...
- Así pues, sois como esos glotones cerdos de Kern - dijo Suar -. No apreciáis las artes, como ellos. Sólo se preocupan por el dinero. De cualquier modo, ese instrumento no os servirá de nada si no sabéis la fórmula del polvo.
- Eso lo puedo saber en cuanto quiera a través de mis propias artes - replicó Semkaf -. Vamos, amigo Ghw, os ofrezco a cambio lo que es de mayor valor para vos.
- ¿Y qué es eso, bufón! - preguntó Ghw.
- Únicamente vuestra vida.
Ghw lanzó un escupitajo a través de la mesa e inmediatamente después cogió su jarra de vino y lanzó lo que en ella quedaba contra el rostro del de Setesh.
- ¡Eso es para vos!
Semkaf se secó su escuálido rostro con la punta de su capa y volvió su cabeza de halcón hacia su aprendiz, murmurando:
- Estos salvajes me están hartando. Mátales, Qahura.
Qahura humedeció un dedo en su jarra de vino, trazó un símbolo sobre la mesa y comenzó a recitar algo. Antes de que pudiera terminar la primera frase en la desconocida lengua que empleaba, Ghw Gleokh elevó su instrumento de tubo con la mano derecha y se apoyó la culata de madera contra el hombro, de modo que la parte abierta del tubo apuntara contra el pecho de Qahura. Con la mano izquierda, cogió la llama del brasero y la aplicó al pequeño agujero situado sobre la parte superior del tubo.
Se oyó un ruido sibilante y del agujero surgió un penacho de llama amarillenta y unas chispas. Casi instantáneamente, la habitación se estremeció con el estampido de una tremenda explosión. La llama y el humo surgidos por el extremo abierto del tubo impidieron el poder ver a Qahura.
Mientras la habitación aún estaba llena de los ecos de la explosión, todos los rostros se volvieron hacia la mesa de Suar. Después, se escucharon terribles gritos y el sonido de las sillas y mesas arrastradas, cuando todos los presentes intentaron salir de allí al mismo tiempo, abalanzándose unos sobre otros, llenos de pánico. El gato conjurado por Qahura se desvaneció en el mismo instante de la explosión. Suar tosió ante el olor del sulfuro quemado.
Cuando empezó a aclararse el humo, Qahura, con los párpados caídos y la boca abierta, cayó sobre la mesa, con el rostro, ennegrecido por el humo, sobre el vino derramado. Por encima de su cuerpo, Semkaf y Ghw se quedaron mirando fijamente el uno al otro. Ghw había dejado el tubo a un lado, sacando la espada de hoja ancha que le quitara al ladrón, pero ahora parecía estar luchando contra una extraña parálisis que le atenazaba. Suar trató de levantarse, descubriendo que se había enredado las piernas con el banco, la capa y el estoque.
- Os he subestimado - dijo Semkaf, sacándose de uno de los dedos un anillo en forma de reptil y realizando movimientos místicos con él, al tiempo que decía: ¡Antif maa-yb, 'oth-m-hru, Apepite!
Suar percibió un terrible hedor a reptil y el seco deslizarse de unas escamas. No vio nada pero, a su derecha, Midawan el herrero retrocedió como si hubiera sentido un contacto invisible y Ghw Gleokh lanzó un grito horrendo. Algo se agarró al gálata, haciéndole caer del banco al suelo. Suar, que aún intentaba ponerse de pie, se quedó atónito al observar que el brazo derecho del ex-druida había desaparecido hasta la altura del hombro.
Los demás clientes casi habían vaciado ya el local, saliendo al exterior a través de todas las aberturas existentes. Todos desaparecieron en un momento.
Con un rápido movimiento, Midawan sacó un cuchillo de hoja ancha de su cinto y saltó diagonalmente sobre la mesa, desde el extremo donde se hallaba sentado, yendo a caer casi sobre el regazo de Suar, en el mismo lugar donde antes estuviera sentado Ghw. Al mismo tiempo que cayó, su brazo derecho se extendió, introduciendo el cuchillo en el pecho de Semkaf, cortándole a mitad de otra frase de anatema y condena.
En el suelo, Ghw realizaba extrañas convulsiones, como si una inmensa e invisible serpiente le estuviera estrujando mortalmente. Su cuerpo se dobló y se sacudió y los huesos crujieron como astillas.
Suar se libró de su enredo, se levantó rápidamente, retrocediendo hasta la puerta. El y Midawan eran las últimas personas que quedaban en la taberna, a excepción de los tres magos. Cuando Suar echaba a correr hacia la puerta, arrastrando la capa y llevándose su preciosa lira, se detuvo un instante para mirar hacia atrás.
Ahora, Semkaf estaba echado hacia adelante, con el rostro sobre la mesa, como su aprendiz, y a su lado. Sobre el suelo, Ghw Gleokh, ensangrentado y distorsionado, había dejado de retorcerse. Ahora estaba quieto en el suelo, pero tanto su cabeza como su otro brazo también habían desaparecido. En aquella última mirada, Suar vio como la zona de invisibilidad descendía hasta que sólo quedó la mitad inferior del cuerpo de Ghw y sus piernas. Parecía como si estuviera viendo a una rana que fuera tragada por la cabeza de una serpiente invisible...
Ya en el exterior, Suar y Midawan corrieron tres manzanas a lo largo de la calle Océano antes de detenerse para respirar.
- ¿Por qué mataste a Semkaf? - preguntó Suar -. En realidad, no era una pelea nuestra.
- ¿Es que no le oíste decir a Qahura que nos matara a todos? Estos brujos no son precisamente amables cuando lanzan sus maldiciones.
- ¿Y cómo pudiste hacerlo cuando Ghw no pudo?
- No lo sé. Supongo que fue porque llevé cuidado de no mirarle a los ojos, y quizás porque estaba algo debilitado por aquella droga que estaba inhalando; me parece que era el olor de la rosa de la muerte.
- Pero ahora, su demonio privado ha quedado suelto sin nadie capaz de hacerlo regresar a su propio mundo.
- Normalmente, esas cosas regresan por sí solas - comentó Midawan, encogiéndose de hombros -. Eso es, al menos, lo que he oído decir. Si mañana oímos decir que Apepis aún anda suelta por la ciudad, podemos ir a ver a mis primos, en Tegrazen. Además, de no haberle matado, Semkaf se habría enterado de los secretos del tubo tronador y si esa cosa llega a ser utilizada por todos, mi negocio habría terminado por venirse abajo.
Suar Peial se dio cuenta entonces de que Midawan llevaba el ingenio de tubo en cuestión. Al hablar, el herrero hizo girar el instrumento por encima de su cabeza y lo lanzó con fuerza hacia la bahía. Suar escuchó un débil chapoteo cuando el arma chocó invisiblemente contra el agua, hundiéndose en la oscuridad.
- ¡Eh! - exclamó Suar -. Si tú no lo querías, yo podría haber vendido el bronce por el precio de varias comidas. Como esta noche no he tenido oportunidad de cantar, no sé cuando podré volver a comer ni cuando podré beber una jarra de vino, o presumir con una moza.
- Es mucho mejor que esas cosas estén fuera del alcance de cualquiera - dijo Midawan -. Por mi parte, puedo invitarte a una comida o dos. Ya sabes que eso en realidad no me preocupa. tendremos que mejorar nuestras artes; pero ningún juguete mágico como ése nos dejará nunca fuera del negocio. Sí, señor, las armaduras continuarán existiendo.
FIN
Jorge Luis Borges - EL DISCO
Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro pero ¿qué puede haber juntado un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
- No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.
- ¿Por qué he de obedecerte? - le dije.
- Porque soy un rey - contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
- Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.
- Yo no venero a Odín - le contesté -. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
- Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco. ¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía. Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada.
Dijo, mirándome con fijeza:
- Puedes tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño:
- Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
- ¿Es de oro? - le dije.
- No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una barra de oro y sería un rey.
Le dije al vagabundo que aún odio:
- En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente:
- No quiero.
- Entonces - dije - puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.
FIN
Arthur C.Clarke - CRIMEN EN MARTE
- En Marte hay poca delincuencia - observó el inspector Rawlings con tristeza -. En realidad, éste es el motivo principal de que regrese al Yard. De quedarme aquí más tiempo, perdería toda mi práctica.
Estábamos sentados en el salón del observatorio principal del espaciopuerto de Phobos, mirando las grietas resecas por el sol de la diminuta luna de Marte. El cohete transbordador que nos había traído desde Marte se había marchado diez minutos antes y ahora iniciaba la larga caída hacia el globo color ocre que colgaba entre las estrellas. Media hora más tarde, subiríamos a la nave espacial en dirección a la Tierra..., planeta en el que la mayoría de pasajeros nunca habían puesto los pies, si bien aún lo llamaban «su patria»
- Al mismo tiempo - continuó el inspector -, de vez en cuando se presenta un caso que presta interés a la vida. Usted, señor Maccar, es tratante en arte, y estoy seguro que habrá oído hablar de lo ocurrido en la Ciudad del Meridiano hace un par de meses.
- No creo - dijo el individuo regordete y de tez olivácea al que había tomado por otro turista de regreso.
Por lo visto, el inspector ya había examinado la lista de pasajeros; me pregunté qué sabría de mí y traté de tranquilizar mi conciencia, diciéndome que estaba razonablemente limpia. Al fin y al cabo, todo el mundo pasaba algo de contrabando por la aduana de Marte...
- La cosa se acalló - prosiguió el inspector -, pero hay asuntos que no pueden mantenerse en secreto largo tiempo. Bien, un ladrón de joyas de la Tierra intentó robar del Museo de Meridiano el mayor de los tesoros... la Diosa Sirena.
- ¡Eso es absurdo! - objeté -. Naturalmente, no tiene precio... pero no es más que un pedazo de roca arenisca. Lo mismo podrían querer robar La Mona Lisa.
- Eso ya ha ocurrido también - sonrió sin alegría el inspector -. Y tal vez el motivo fuese el mismo. Hay coleccionistas que pagarían una fortuna por tal objeto, aunque sólo fuese para contemplarlo en secreto. ¿No está de acuerdo, señor Maccar?
- Muy cierto - aseguró el experto en arte -. En mi profesión, hallamos a toda clase de chiflados.
- Bien, ese individuo, que se llama Danny Weaver, debía recibir una buena suma por el objeto. Y a no ser por una fantástica mala suerte, habría llevado a cabo el robo.
El sistema de altavoces del espaciopuerto dio toda clase de excusas por un leve retraso debido a la última comprobación del combustible, y pidió a varios pasajeros que se presentasen en información. Mientras esperábamos que callase la voz, recordé lo poco que sabía de la Diosa Sirena. Aunque no había visto el original, llevaba una copia, como la mayoría de turistas, en mi equipaje. El objeto llevaba el certificado del Departamento de Antigüedades de Marte garantizando que «se trata de una reproducción a tamaño natural de la llamada Diosa Sirena, descubierta en el mar Sirenium por la Tercera Expedición, en 2012 después de Cristo (23 D.M.)»
Era raro que un objeto tan pequeño causara tantas discusiones. Medía Poco más de veinte centímetros de altura, y nadie miraría el objeto dos veces de hallarse en un museo de la Tierra. Se trataba de la cabeza de una joven, de rasgos levemente orientales, con el cabello rizado en abundancia cerca del cráneo, los labios entreabiertos en una expresión de placer o sorpresa... y nada más.
Pero se trataba de un enigma tan misterioso que había inspirado un centenar de sectas religiosas, haciendo enloquecer a varios arqueólogos. Ya que una cabeza tan perfectamente humana no podía ser hallada en Marte, cuyos únicos seres inteligentes eran crustáceos... «langostas educadas», como los llamaban los periódicos. Los aborígenes marcianos nunca habían inventado el vuelo espacial, y su civilización desapareció antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.
Sin duda, la Diosa es ahora el misterio Número Uno del sistema solar. Supongo que la respuesta no la obtendrán durante mi existencia..., si llegan a obtenerla.
- El plan de Danny era sumamente simple - prosiguió el inspector -. Ya saben ustedes lo muertas que quedan las ciudades marcianas en domingo, cuando se cierra todo y los colonos se quedan en casa para ver la televisión de la Tierra. Danny confiaba en esto cuando se inscribió en el hotel de Meridiano Oeste, la tarde del viernes. Tenía el sábado para recorrer el museo, un domingo solitario para robar, y el lunes por la mañana sería otro de los turistas que saldrían de la ciudad...
»A primera hora del domingo cruzó el parque, pasando al Meridiano Este, donde se alza el museo. Por si no lo saben, la ciudad se llama del Meridiano porque está exactamente en el grado 180 de longitud; en el parque hay una gran losa con el Primer Meridiano grabado en ella, para que los visitantes puedan ser fotografiados de pie en los dos hemisferios a la vez. Es asombroso cómo estas niñerías divierten a la gente.
»Danny pasó el día recorriendo el museo como cualquier turista decidido a aprovecharse del valor de la entrada. Pero a la hora de cierre no se marchó, sino que se escondió en una de las galerías no abiertas al público, donde estaban disponiendo una reconstrucción del período del último canal, que por falta de dinero no habían terminado. Danny se quedó allí hasta medianoche, por si todavía había en el edificio algún investigador entusiasta. Luego abandonó el escondite y puso manos a la obra.
- Un momento - le interrumpí -. ¿Y el vigilante nocturno?
- ¡Mi querido amigo! En Marte no existen esos lujos. Ni siquiera hay señal de alarma en el museo porque, ¿quién quiere robar trozos de piedra? Cierto, la Diosa estaba encerrada en una vitrina de metal y cristal, por si algún cazador de recuerdos se entusiasmaba con ella. Pero aun en el caso de ser robada, el ladrón no podría ocultarla en ninguna parte, y, claro está, todo el tráfico de entrada y salida de Marte será registrado.
Esto era exacto. Yo había pensado en términos de la Tierra, olvidando que cada ciudad de Marte es un pequeño mundo cerrado por debajo del campo de fuerzas que la protege del casi vacío congelador. Más allá de las protecciones electrónicas existe sólo el vacío altamente hostil del exterior marciano, donde un hombre sin protección moriría en pocos segundos. Y esto facilita las leyes de seguridad.
- Danny poseía una serie de herramientas excelentes, tan especializadas como las de un relojero. La principal era una microsierra no mayor que un soldador, con una hoja sumamente delgada, impulsada a un millón de ciclos por segundo, gracias a un motor ultrasónico. Cortaba el cristal o el metal como mantequilla... y sólo dejaba el corte del espesor de un cabello. Lo importante para Danny era no dejar rastro de su labor.
»Ya habrán adivinado cómo pensaba operar. Cortaría la base de la vitrina y sustituiría el original por una de las copias de la Diosa. Tal vez transcurriesen un par de años antes de que un experto descubriera la verdad, y entonces el original ya estaría en la Tierra, disimulado como una copia, con un certificado de autenticidad. Listo, ¿eh?
»Debió ser algo espantoso trabajar en aquella galería a oscuras, con todos aquellos pedruscos de millones de años de antigüedad, todos aquellos inexplicables artefactos a su alrededor. En la Tierra, un museo ya es bastante siniestro de noche, pero... es humano. Y la Galería Tres, donde está la Diosa, resulta especialmente inquietante. Está llena de bajorrelieves con animales increíbles luchando entre sí; parecen avispas gigantes, y la mayoría de paleontólogos niegan que hayan existido alguna vez. Pero, imaginarios o no, pertenecieron a este mundo, y no trastornaron tanto a Danny como la Diosa, que le miraba a través de las edades, desafiándole a que explicara la presencia de ella allí. Y esto le daba escalofríos. ¿Cómo lo sé? El me lo confesó.
»Danny empezó a trabajar con la vitrina con el mismo cuidado con que un diamantista se dispone a cortar una gema. Tardó casi toda la noche en rajar la trampilla, y amanecía cuando descansó, guardándose la microsierra. Aún faltaba mucho que hacer, pero la parte más penosa había terminado. Colocar la copia en la vitrina, comprobar su aspecto con las fotos que llevaba consigo y ocultar todas las huellas le ocuparía gran parte del domingo, pero esto no lo inquietaba en absoluto. Le quedaban otras veinticuatro horas y recibiría con agrado la llegada de los primeros visitantes del lunes, momento en que podría mezclarse con ellos y salir de allí.
»Fue un tremendo golpe para su sistema nervioso, por tanto, cuando a las ocho y media abrieron las enormes puertas y el personal del museo, ocho en total, se dispusieron a iniciar el día de trabajo. Danny corrió hacia la salida de emergencia, abandonándolo todo: herramientas, la Diosa... todo.
»Y se llevó otra enorme sorpresa al verse en la calle; a aquella hora debía estar completamente desierta, con todo el mundo en casa leyendo los periódicos dominicales. Pero he aquí que los habitantes de Meridiano Este se encaminaban hacia las fábricas y oficinas, como en cualquier día normal de trabajo.
»Cuando el pobre Danny llegó al hotel ya le aguardábamos. No hacía falta ser un lince para comprender que sólo un visitante de la Tierra, y uno muy reciente había pasado por alto el hecho que constituye la fama de la Ciudad del Meridiano. Y supongo que ustedes ya lo habrán adivinado.
- Sinceramente, no - objeté -. No es posible visitar todo Marte en seis semanas, y nunca pasé del Syrtis Mayor.
- Pues es sumamente sencillo, aunque no podemos censurar excesivamente a Danny, puesto que incluso los habitantes del planeta caen ocasionalmente en la misma trampa. Es una cosa que no nos preocupa en la Tierra, donde hemos solucionado el problema con el océano Pacífico. Pero Marte, claro está, carece de mares; y esto significa que alguien se ve obligado a vivir en la Línea de Fecha Internacional...
»Danny planeó el robo desde Meridiano Oeste... Y allí era domingo, claro... y seguía siendo domingo cuando lo atrapamos en el hotel. Pero en el Meridiano Este, a menos de un kilómetro de distancia, sólo era sábado. ¡El pequeño cruce del parque era toda la diferencia! Repito que fue mala suerte.
Hubo un largo momento de silencio.
- ¿Cuánto le largaron? - inquirí al fin.
- Tres años - repuso el inspector.
- No es mucho.
- Años de Marte..., casi seis de los nuestros. Y una multa que, por exacta coincidencia, es exactamente el precio del billete de regreso a la Tierra. Naturalmente, no está en la cárcel... pues en Marte no pueden permitirse tales gastos. Danny tiene que trabajar para vivir, bajo una vigilancia discreta. Les dije que el museo no podía pagar a un vigilante nocturno, ¿verdad? Bien, ahora tiene uno. ¿Adivinan quién?
- ¡Todos los pasajeros dispónganse a subir a bordo dentro de diez minutos! ¡Por favor, recojan sus maletas! - ordenó el altavoz.
Cuando empezamos a avanzar hacia la puerta, me vi impulsado a formular otra pregunta:
- ¿Y la persona que contrató a Danny? Debía respaldarle mucho dinero. ¿Le atraparon?
- Aún no; la persona, o personas, han borrado las huellas completamente, y creo que Danny dijo la verdad al declarar que no podía darnos ninguna pista. Bien, ya no es mi caso. Como dije, regreso al Yard. Pero un policía siempre tiene los ojos bien abiertos... como un experto en arte, ¿eh, señor Maccar? Oh, parece haberse puesto un poco verde en torno a las branquias. Tómese una de sus tabletas contra el mareo espacial.
- No, gracias - repuso el señor Maccar -, estoy muy bien.
Su tono era desabrido; la temperatura social parecía haber descendido por debajo de cero en los últimos minutos. Miré al señor Maccar y al inspector. Y de pronto comprendí que la travesía sería muy interesante.
FIN
Frederik Pohl - COMPRAMOS GENTE
Fue el 3 de marzo cuando aquella persona comprada que se llamaba Wayne Golden tomó parte en unas conversaciones comerciales celebradas en Washington como representante de la raza dominante de la estrella Groombridge. Su misión era vender la licencia de las patentes básicas de un aparato capaz de transformar los desechos de las plantas nucleares en células de petróleo. Era una buena oferta y tenía el mercado esperando. La mitad del estado de Idaho estaba literalmente inundado de materiales de desecho radiactivo, por lo que los americanos estaban ansiosos de obtener la patente, y él la vendió por un crédito de cien millones de dólares. Al día siguiente tomó el avión hacia España. Durante todo el viaje, pudo dormir tumbado sobre dos asientos, sujeto con el cinturón de seguridad, en el departamento de primera clase del «Concorde».
El día 5 de aquel mismo mes usó parte del crédito obtenido por la venta de la patente para comprar quince óleos de Picasso pintados sobre lienzo, la cinta audiovisual de una representación de flamenco y un clavicordio del siglo XV, sobredorado y con las patas talladas. Se las arregló para que fuesen bien embalados y enviados a Orlando, en Florida. Luego, la mercancía sería lanzada desde Cabo Kennedy en un viaje interestelar que duraría más de doce mil años. Los groombridgianos planeaban las cosas en grande y no tenían prisa. El cohete de lanzamiento Saturno V costaba ya de por sí once millones de dólares. No importaba. Había dinero de sobra con lo obtenido por Groombridge.
El mismo día 5 de aquel mes Golden regresaba a los Estados Unidos, hacía transbordo en el aeropuerto de Logan, en Boston, y llegaba temprano a su redil en Chicago. A partir de aquel momento se le concedían ochenta y cinco minutos de libertad.
Sabía muy bien cómo utilizar mis ochenta y cinco minutos. Esto nunca era un problema. Cuando se trabaja para alguien que es el dueño de uno, no queda mucha elección sobre lo que se puede hacer, pero al menos, y hasta cierto punto, uno puede pensar lo que quiera. Eso que nos meten en la cabeza sólo controla nuestras acciones, pero no nos cambia, o por lo menos yo creo que no. De todas formas, ¿cómo podía saber si me habían cambiado?
Mis dueños nunca me mintieron. Nunca. No creo que supieran lo que era una mentira. Si hubiese necesitado alguna prueba de que no eran humanos, este hecho hubiera sido suficiente, aunque yo sabía que vivían a ciento treinta trillones de kilómetros de distancia, cerca de una estrella que yo no puedo ver siquiera. No me dicen mucho, pero no mienten.
Y esto de que no mientan le hace a uno preguntarse cómo son. No quiero decir físicamente. Esto lo descubrí en la biblioteca una vez que disponía de un par de horas libres. No recuerdo bien dónde fue, quizá en la Biblioteca Nacional de París, pero de todas formas no pude leer lo que estaba escrito en aquella lengua. Sin embargo, vi las fotografías y los hologramas. Recuerdo muy bien el aspecto físico de mis dueños. Dios mío. Los altairlanos son como una especie de arañas, y los siriatios parecen cangrejos. Pero los seres de la estrella Groombridge, ésos sí que son algo increíbles. Durante mucho tiempo no pude contener la náusea que sentía cuando pensaba que me había vendido a unas criaturas que a lo que más se parecían era a un ovillo de gusanos sobre una herida abierta. Por otra parte, están tan lejos que todo lo que tengo que hacer es recibir sus mensajes por subradio y obedecer lo que me dictan. No tenemos que tocarnos ni nada semejante, de modo que ¿cómo puede importarme el aspecto que tienen?
Pero ¿qué clase de criaturas son éstas, que no dicen nunca más que la verdad, nunca cambian de idea y nunca hacen una promesa que no vayan a cumplir? No son máquinas, ya lo sé, pero tal vez ellos sí piensan que yo soy una especie de máquina, y ¿quién iba a molestarse en mentirle a una máquina? Tampoco a una máquina se le hacen promesas. Ni favores. Ellos nunca me los hacen. No me dicen que puedo tener ochenta y cinco minutos libres porque haya hecho algo que ellos deseaban, o porque quieren complacerme, o desean algo de mí. Bien pensado, esto es una tontería. ¿Qué podrían desear? Yo no tengo elección alguna. En nada. Así que no mienten, ni amenazan, ni sobornan, ni recompensan.
Pero, por alguna razón que ignoro, a veces me dan algunos minutos y hasta horas o días libres. Y esta vez disponía de ochenta y cinco minutos. Empecé a usarlos en seguida, como hago siempre. Lo primero que hice fue mirar en la consola de localización para ver dónde estaba Carolyn. El empleado de localización - que no ha sido comprado, sino que trabaja a sueldo y nos trata como si fuésemos basura - me conoce bien ya.
- Qué lástima, Wayne - me dijo con esa falsa amabilidad y esa hipócrita simpatía que hace que tenga ganas de matarle -, por un pelo no te has encontrado con tu amiga. La viste el miércoles, ¿no es eso? Pero ya se ha marchado.
- ¿Adónde? - le pregunté yo.
En lugar de contestarme en seguida, barajó durante un rato las tarjetas sobre el panel de localización. Sabe que no dispongo de mucho tiempo y me hace perder el mayor número de minutos posible. Luego dijo:
- No. No la encuentro en mi sección. ¿No estará con aquel grupo que se fue a Pekín? ¿O era aquella otra gorda con los pechos como calabazas la que se fue?
No me entretuve en matarle.
Si no estaba en el panel de control, es que no estaba tampoco a ochenta y cinco minutos de posibilidad de transporte, de modo que mis ochenta y cinco minutos - setenta y nueve ya, solamente - no me permitirían reunirme con ella.
Fui a los mingitorios, oriné rápidamente y salí a la calle, bajo aquel viento helado de Chicago en marzo, con objeto de usar mis setenta y nueve minutos. Setenta y un minutos ahora. Hay un restaurante mexicano bastante bueno cerca del redil, tan sólo un par de manzanas después de pasar Ohio. Allí me conocen. Y no se preocupan de quién soy. Quizá no les preocupa la chapa de metal que llevo en la cabeza porque piensan que es magnífico lo que estas criaturas de las estrellas están haciendo por nuestro mundo, o tal vez es porque doy buenas propinas. ¿Qué otra cosa podría hacer con el dinero que recibo? Me asomé, le dirigí un silbido a Terry, el encargado del bar, y le dije:
- Lo de siempre. Estaré de vuelta dentro de diez minutos.
Luego caminé hasta Michigan, me compré una camisa limpia y me cambié, dejando la sucia que llevaba. Sesenta y seis minutos. En el drugstore de la esquina compré un par de libros porno y me los metí en los bolsillos. También compré cigarrillos, me incliné y besé la mano de la cajera, que era delgada y rubia y olía muy bien; se quedó mirándome sorprendida. Volví al restaurante, justo a tiempo de ver cómo Alicia, la camarera, ponía el gazpacho y dos botellas de cerveza sobre mi mesa cincuenta y nueve minutos. Me senté dispuesto a saborear mi tiempo. Fumé y comí y me bebí la cerveza, dando chupadas al cigarrillo entre dos bocados y bebiendo entre dos bocanadas de humo. Es algo que realmente se saborea con delicia, cuando se está trabajando para alguien y uno no es su propio dueño. No quiero decir con esto que no nos dejen comer cuando estamos trabajando. Claro que nos dejan, pero no es lo mismo, porque entonces no podemos elegir lo que comemos ni dónde lo comemos. Es sólo como meter gasolina en la máquina para que continúe funcionando. Así que terminé mi gazpacho y le pedí a Alicia que me trajese otra ración, cuando vino con el pastel de chocolate y el café americano. Me comí el pastel y el guacamote en bocados alternos. Dieciocho minutos.
Si me hubiese quedado un poco más, de tiempo, hubiera ido a orinar otra vez, pero no lo hice. Pagué la cuenta, repartí propinas entre todo el mundo y dejé el restaurante. Cuando estuve de vuelta en el redil, aún me quedaban dos minutos.
Vi en la acera a una mujer con chaqueta de pieles que iba paseando su perrito. La mujer caminaba delante de mí. Me acerqué a ella por detrás y le dije:
- Le doy cincuenta dólares por un beso.
Se volvió en redondo. No tendría menos de sesenta años, pero no estaba mal, realmente, así que la besé y le di los cincuenta dólares. Cero minutos. Llegaba justo a la puerta del redil, cuando sentí aquel conocido cosquilleo en la frente y quedé de nuevo a merced de mis dueños.
Durante los siete días de marzo que siguieron a estos sucesos, Wayne Golden visitó Karachi, Srinagar y Butte, en Montana, haciendo negocios por cuenta de los groombridgianos. Llevó a cabo treinta y dos tareas encomendadas. Luego, de pronto, le dieron mil minutos de libertad.
Por entonces estaba, creo, en Pocatello, Idaho, o en algún lugar semejante. Tenía que enviar un TWX al maldito empleado de localización en Chicago, para preguntarle por Carolyn. Se tomó su tiempo para contestarme, como ya sabía que iba a hacer. Di unos cuantos paseos arriba y abajo, mientras esperaba su respuesta.
Todo el mundo parecía muy satisfecho y sonriente, caminando sobre la nieve blanda que caía en copos suaves. Incluso me sonreían a mí, como si no les importase lo más mínimo aquella chapa metálica oval sobre una frente, que indicaba mi condición de «comprado» y que servía para que mis dueños me transmitieran lo que tenía que hacer.
Luego, al fin, llegó el mensaje de Chicago:
- Lo siento, chico, pero Carolyn no aparece en mi panel. Si la encuentras tú, dale un beso de mi parte.
Bueno. Muy bien. Disponía de una gran cantidad de dinero para gastar, de modo que tomé habitación en un hotel. El botones me trajo un whisky con mucho hielo. Me lo trajo en seguida porque sabía que tenía prisa y que le daría una buena propina si me lo traía volando. Cuando le pregunté por furcias me dijo que me conseguiría lo que yo quisiese. Le pedí que fuese blanca, delgada, y que tuviera unas buenas posaderas. Esto fue lo primero que me atrajo de Carolyn. Es algo que me vuelve loco. La muchachita que revolqué en New Brunswick, Raquel creo que se llamaba, tenía sólo nueve años, pero no pueden ustedes imaginarse qué trasero el suyo.
Me di una ducha y me cambié de ropa. Los amos no nos dan nunca tiempo suficiente para esta clase de cosas. La mayoría del tiempo huelo mal. Y muchas veces tengo los pantalones mojados porque no me dejan ir donde tengo que ir. En una o dos ocasiones no pude contenerme, me retuve el mayor tiempo que pude, pero, muchacho, uno se siente horriblemente mal cuando sucede esto. Lo peor fue una vez en Rusia, mientras asistía a una especie de simposium, en un sitio que se llamaba algo así como Akademgorodok. Mi misión estaba relacionada con los procesos de explosión nuclear. No tengo ni idea sobre esta materia, y además me sentía un tanto confuso, pues creía que una de las cosas que la gente de las estrellas había hecho por nosotros era crear algún sistema para que los diferentes países no tuvieran que fabricar bombas atómicas y otras armas, y que ya no hubiese más guerras ni cosas por el estilo. Pero no era de esto de lo que se ocupaban. En lo que realmente estaban interesados era en explosiones en el núcleo de la galaxia. Cuestiones astronómicas. Y justo Cuando un tipo llamado Eyserik estaba hablando sobre cómo la prominencia FG y la prominencia EMK, que yo qué sé lo que eran, formaban parte esencial de una esfera pulsante en expansión me lo hice en los pantalones. Sabía qué iba a ocurrirme. Se lo había advertido a los de Groombridge. Pero como si no. Luego el secretario de la sesión vino hacia mí y me gritó en el oído, como si mis dueños fuesen sordos o estúpidos, que tenían que sacarme de allí en seguida, por razones de comodidad e higiene para los otros participantes. Pensé que iban a enfadarse, porque al sacarme perderían parte de la conferencia, en la que estaban interesados. Pero no me hicieron nada. Quiero decir, ¿qué podían hacerme que fuese peor o distinto de lo que me hacen todo el tiempo y me harán siempre?
Cuando estuve bien limpio, me puse una camisa de cuello abierto y unas zapatillas, conecté la televisión y me serví un refresco. No quería estar borracho cuando se terminaran mis mil minutos de descanso. Había un programa especial en todas las cadenas, celebrando alguna clase de tratado entre las Naciones Unidas y un par de razas de las estrellas, sirianos y capelanos, me parece que eran. Todo el mundo parecía estar muy contento, porque ahora la Tierra había comprado nueva información agrícola y química y pronto íbamos a tener más comida de la que podríamos consumir. Cuánto les debíamos a la gente de las estrellas, estaba diciendo en aquellos momentos, en brasileño con acento inglés, el secretario general de la ONU. Podíamos confiar plenamente en la sabiduría de sus directrices para ayudarnos a superar en la Tierra nuestras muchas crisis y problemas, y todos nos que sentimos muy felices de que así fuera.
Sin embargo, yo no me sentía feliz en absoluto, ni siquiera con mi vaso de whisky en la mano y la furcia en camino, porque lo que yo deseaba realmente era tener allí a Carolyn.
Carolyn era una persona comprada, lo mismo que yo. Sumando todas las ocasiones en que nos habíamos visto, no pasarían de un par de docenas. Pocas veces uno de nosotros estaba en período de libertad, y casi nunca lo estábamos los dos al mismo tiempo.
Era algo así como enamorarse por tarjeta postal, aunque de vez en cuando estuviésemos físicamente juntos, incluso tocándonos. Y en una o dos ocasiones habíamos estado no sólo juntos, sino libres de control. Una vez, en Bucarest, dispusimos de ocho minutos, cuando volvíamos de una enorme planta de hidroenergía en la Puerta Férrea. Aquellos ocho minutos habían sido nuestro récord, hasta ahora. Aparte de eso, era sólo cruzarse, en el curso de nuestros deberes, viéndonos, pero nada más. O bien uno de nosotros estaba libre y encontraba al otro. Cuando esto ocurría, el que estaba libre podía hablar, e incluso tocar al otro, sin interferir en lo que estaba haciendo. El que estaba trabajando no podía hacer nada activo, por su propia voluntad, pero podía oír e incluso sentir el contacto del otro. Los dos teníamos sumo cuidado en no hacer nada que pudiese interferir con el cumplimiento de nuestros deberes. No tengo idea de lo que hubiese ocurrido en caso contrario. ¿Tal vez nada? Sin embargo, no quedamos arriesgarnos, aunque algunas veces la tentación era tan fuerte que casi no podía resistirla.
Una vez en que yo estaba libre me encontré con ella, bajo control, pero sin hacer nada activo. Simplemente estaba allí quieta, junto a la Puerta 51 de la TWA, en el aeropuerto de San Luis. Estaba esperando la llegada de alguien. Me entraron ganas de besarla. Hablé con ella, la acaricié, ya saben, disimulando mi mano bajo mi gabardina echada sobre el brazo, para que la gente que pasaba no se diera cuenta; o al menos no mucha. Le dije cosas que deseaba que ella oyera, pero lo que quería era besarla. Y tenía miedo de hacerlo, para poder besarla en los labios habría tenido que poner mi cabeza delante de sus ojos. Y no me atreví. Porque si lo hacía tal vez le hubiese impedido ver a la persona que estaba esperando. Que a fin de cuentas resultó ser un oficial de la policía de Ghana, enviado para tratar de la venta de algunos prisioneros políticos a los groonbridgianos. Yo estaba aún allí cuando él bajó por la escalerilla del avión, pero no pude quedarme a esperar para ver si Carolyn quedaba libre después de concluidas las negociaciones, porque antes se acabó mi tiempo.
Aquella vez, sin embargo, había dispuesto de tres horas enteras para estar junto a ella. Me sentía muy triste y muy extraño y no me hubiese ido de allí por nada del mundo. Sabía que ella podía oír y sentir todo, aunque no pudiese responder. Incluso cuando estamos bajo el control de nuestros amos, hay una pequeña parte de nosotros que se mantiene viva. A esta parte de ella es a la que yo hablaba. Le dije cuánto deseaba besarla y acostarme con ella y que estuviésemos juntos. Oh, diablos. Le dije incluso que la amaba y que quería casarme con ella, aunque los dos sabíamos perfectamente que de esto no había ni la más remota posibilidad. A nosotros no nos dan pensiones ni retiro. Somos sólo una cosa en manos de nuestros dueños.
De todas formas me quedé con ella durante todo el tiempo que me fue posible. Luego me tocó pagarlo. Me dolían los testículos y sentía el interior de mis calzoncillos húmedos y fríos. Y no podía hacer nada para remediarlo, ni siquiera masturbarme, hasta que tuviera mi próximo tiempo libre. Esto no ocurrió hasta tres semanas más tarde. En Suiza, por el amor de Dios. Y fuera de estación. Con nadie en el hotel excepto los camareros, los botones y un par de señoras viejas que miraban el óvalo metálico de mi frente como si fuese un signo de la peste.
Es una cosa terrible, pero absorbente, esto de amar sin esperanza.
Intentaba engañarme a mí mismo diciéndome que sí que había una cierta esperanza. En cada momento de libertad de que disponía procuraba encontrarla. Pero estábamos muy controlados todos nosotros, las dos o trescientas mil personas compradas que trabajábamos para aquel hatajo de repugnantes gusanos o espectros gaseosos que nos habían comprado para que les sirviésemos como medio de comunicación remoto con este planeta que ellos mismos no podían visitar nunca.
Carolyn y yo habíamos sido adquiridos por el mismo grupo, lo cual tenía su lado bueno y su lado malo. El lado bueno era que tal vez en alguna ocasión pudiéramos estar libres de control los dos al mismo tiempo. Quizá por un tiempo suficiente. Sucedía a veces entre nosotros, los servidores de aquellas criaturas remotas. No sé por qué, pero sucedía. Quizá un cambio de organización en la estrella de Groombridge, o tal vez que estaban de vacaciones o algo semejante. El caso es que de vez en cuando venía un día entero, o hasta una semana, en que los groombridgianos permanecían totalmente inactivos, y entonces nosotros, sus servidores bajo control, quedábamos libres, todos a la vez.
El lado malo del asunto es que casi nunca necesitaban tener a más de uno de nosotros en un sitio determinado. Así que Carolyn y yo no nos cruzábamos casi nunca. Y cuando por casualidad yo disponía de un buen período de tiempo libre, tenía que gastarlo casi todo en encontrarla, y cuando lo conseguía al fin resultaba, por lo general, que ella estaba en el otro extremo del mundo. Imposible llegar hasta ella y estar de vuelta a tiempo de reemprender mis deberes. Tenía unas ganas horribles de acostarme con ella, pero no lo habíamos hecho nunca y quizá no nos llegase la oportunidad de ello. Ni siquiera había tenido ocasión de preguntarle el motivo por el que la habían condenado. No la conocía en absoluto, y sin embargo, la conocía lo bastante para amarla.
Cuando regresó el botones con la chica que me había buscado yo estaba ya bastante borracho, con los pies sobre la mesa y un programa de béisbol en la televisión. La muchacha no parecía realmente una furcia. Llevaba unos pantalones muy ajustados, por debajo del ombligo, y tenía unos pechos más grandes de lo que yo hubiera querido, pero también aquella hermosa curva entre cintura y caderas que a mí me gusta. Se llamaba Nikki. El botones cogió mi dinero, se guardó cinco dólares para él, y dio el resto a la chica. Luego, se marchó sonriendo. ¿Qué es lo que resultaba tan gracioso? Bien sabía quién era yo, por la placa sobre mi frente, y sin duda esto era lo que le parecía tan divertido.
- ¿Quieres que me desnude? - Me preguntó ella.
Tenía la voz bonita, un poco afónica, el pelo rojo y largo y un rostro ancho y dulce, bastante toso.
- Adelante con ello - le dije yo.
Se descalzó. Tenía los pies muy limpios, con una ligera marca que le habían hecho las correas de las sandalias.
Luego se quitó los pantalones y los dobló cuidadosamente sobre el respaldo de un sillón, uno de esos sillones fabricados en serie que se encuentran en todos los hoteles de la cadena Hilton. Se desprendió de la blusa, y después de doblara también con todo cuidado, puso encima el medallón que llevaba al cuello. Con lo cual se quedó en sostén y braguitas. Ambos de color rojo.
Abrió la cama, se sentó sobre las sábanas y envió el sostén y braguitas lejos. Después se tapó con las sábanas.
- Cuando tú quieras, cariño - dijo.
Pero no me la tiré. Ni siquiera llegué a meterme en la cama con ella, bajo las sábanas. Bebí un poco más de mi whisky, y con el licor y el cansancio me quedé dormido. Cuando me desperté era ya de día y la chica me había limpiado la cartera.
Me quedaban setenta y un minutos de libertad. Pagué mi cuenta con un cheque y logré convencerles de que me dieran algo de dinero para un taxi.
Luego me dirigí hacia mi redil. Todo lo que había conseguido durante mi tiempo de permiso era un poco de ropa limpia y una buena resaca.
Creo que había asustado un poco a la chica. Todo el mundo sabe cómo nosotros, la gente comprada, hemos venido a parar a esto, y no se sienten muy seguros de que hagamos algo malo de nuevo porque lo que no saben es hasta qué punto nuestros amos nos mantienen controlados para que no podamos hacer nada que no les guste a ellos.
Pero preferiría que no me hubiese robado mi dinero.
La alta estrategia y los objetivos de los seres de las estrellas, y particularmente de la estrella Groombridge, que los mantenían como servidores suyos, no estaban del todo claros para Wayne Golden. Sin embargo, no era difícil de comprender. Todo el mundo sabía que los seres de las estrellas habían establecido contacto con la Tierra por medio de transmisores de radio de alta frecuencia y que, con objeto de concertar sus asuntos en la Tierra, habían comprado los cuerpos de un cierto número de criminales convictos en los que habían instalado receptores para sus ondas. Por qué hacían lo que hacían era ya menos fácil de comprender. Admiraban y compraban objetos de arte. También compraban ciertas especies de flores y de plantas que mantenían congeladas a la temperatura del helio en estado líquido. Y también adquirían a menudo cierta clase de objetos utilitarios.
Cada cierto número de meses era lanzado un cohete desde la isla de Merrit, justo al norte de Cabo Kennedy, y en este cohete salía la mercancía adquirida con dirección a la estrella Groombridge, a lo largo de un viaje que duraba doce mil años. Otros envíos, dirigidos a otras estrellas, pobladas por otras razas de la confraternidad galáctica, tardaban menos tiempo - o más, a veces - pero ninguna de las distancias era lo bastante corta como para permitir que los compradores estelares pudiesen desplazarse a la Tierra con el objeto de supervisar lo que habían comprado. Todas estas distancias eran gigantescas.
En lo que gastaban más dinero era en cohetes. Y naturalmente, en la gente que habían comprado y provisto de taquirreceptores. Cada cohete les costaba por lo menos diez millones de dólares. El precio de cada varón paranoide, sano, y del que podían esperarse de tres a más décadas de trabajo útil, era de varios cientos de miles de dólares, y los compraban por docenas.
Todo lo demás que compraban - desde las grabaciones de sinfonías musicales hasta las orquídeas, pasando por los Van Goghs y las piezas chinas de las antiguas dinastías - podía reducirse a una minúscula fracción del uno por ciento, dentro del coste total que representaban la gente comprada y los transportes. No hay duda de que disponían de dinero en cantidad. Las razas de las diferentes estrellas vendían los derechos de patente de sus propias tecnologías. Todas ellas recibían créditos comerciales de los diferentes gobiernos de la Tierra a cambio de sus servicios por resolver disputas y prevenir guerras.
Sin embargo, a Golden Wayne, le parecía dentro de sus limitadas posibilidades de juicio sobre la forma en que sus dueños conducían sus transacciones, que aquélla era una manera sumamente fantástica de hacer negocios, aunque, como es natural, ni a él ni ninguna otra de las personas compradas se les consultase nunca sobre tales cuestiones.
Para el final de la primavera había estado ya viajando sin descanso durante varias semanas. Había llevado a cabo sesenta y ocho trabajos, entre grandes y pequeños. Aparte de esto, no había pasado nada que fuese del menor interés en aquellas ochenta y siete jornadas, excepto que un día del mes de mayo, mientras estaba observando los disturbios callejeros que tenían lugar en la Plaza de la Concordia, desde una ventana de la Embajada americana en París, para informar a sus dueños, Carolyn entró en la habitación donde él se encontraba. Murmuró algo en su oído, intentó sin éxito masturbarse mientras el agregado de la Embajada se encontraba en otra habitación, se quedó junto a él durante unos cuarenta minutos y por fin se marchó, sollozando calladamente.
No pudo ni siquiera volver la cabeza para verla marchar.
Después, el día 6 de junio, la persona comprada que respondía al nombre de Wayne Golden estaba de vuelta en su redil de Dallas y se le concedió permiso indefinido, sujeto tan sólo a entrar nuevamente bajo control en el plazo de cincuenta minutos cuando se le avisase.
¡Dios mío, nunca me había sucedido nada semejante! Era como si, justo antes de la ejecución, el guardián hubiese aparecido con el indulto en el último momento. Casi no podía creerlo.
Lo acepté como venía y me puse en movimiento inmediatamente. Por medio del panel de localización logré enterarme del último sitio donde habían enviado a Carolyn y salí de Dallas en un aparato de la Panamá Red, bebiendo champaña tan de prisa como la azafata podría traérmelo, en ruta hacia Colorado.
Pero no encontré a Carolyn allí.
Le seguí la pista por las calles de Denver. Inútil, ya se había ido. Me enteré por teléfono de que la habían enviado a Rantoul, Illinois. Hacia allí salí. Intenté hacer averiguaciones desde el aeropuerto de Kansas City, donde tenía que cambiar de avión, y pude comprobar que ya se había ido de Illinois. Probablemente, me dijeron, hacia el distrito de Nueva York. No podían asegurármelo. Colgué el auricular, salté a un avión, alquilé un coche en Newark y conduje por el Turnpike hasta el estado de Garden, observando cada coche que cruzaba para ver si era el «Volvo» rojo en que me habían dicho que podría ir, deteniéndome en cada área de servicios para preguntarles si habían visto a una chica de pelo negro, corto, ojos castaños y nariz respingona, ¡ah, sí, y con una chapa dorada en la frente!
Recuerdo que fue en New Jersey donde tuve mi primer problema. Fue con aquella cajera del cine en Páramos, una chica de diecinueve años. Aquélla fue la primera. Fui a buscarla a la una de la madrugada, después de la última función. Y le di lo que tenía que darle. Pero no era el tipo que me convenía: demasiado mayor ya y demasiado corrida. No me gustó mucho cuando murió.
Lego me quedé atemorizado por algún tiempo y miraba las noticias de la televisión cada noche, las dos veces, a las seis y a las once, y no cruzaba puesto de periódicos sin mirar los titulares, hasta que transcurrieron dos meses. Entonces, planeé con todo detalle lo que realmente quería. La chica tenía que ser bastante joven y, bueno, uno nunca puede estar seguro, pero a ser posible virgen. De modo que fui a tentarme en un bar de Perth Amboy durante tres días consecutivos y me puse a observar a las niñas que salían de la escuela parroquial hasta que encontré mi segunda oportunidad. Me costó bastante. La primera que vi que no estaba mal se marchaba en autobús. La segunda iba a pie, pero acompañada de su hermana mayor. La tercera que vi, parecía volver a casa sola. Era el mes de diciembre y anochecía bastante pronto. Aquel viernes la chica echó a andar pero no llegó a casa. Nunca molesté a ninguna de ellas sexualmente, ¿saben? Quiero decir que en cierto modo yo todavía soy virgen. No era eso lo que quería, sólo quería verlas morir. Cuando me preguntaron en el interrogatorio antes del juicio si sabía la diferencia entre el bien y el mal, realmente no supe qué responderles. Yo sabía que lo que había hecho estaba mal desde su punto de vista, pero no desde el mío, puesto que era lo que yo quería.
Así que mientras conducía por la Parkway me sentí un tanto descorazonado respecto a Carolyn. De pronto reconocí el lugar donde estaba, corté hacia la carretera 35 y desanduve camino. Me dirigí directamente hacia la escuela, pasé frente a ella y seguí hacia el depósito de maderas donde habla matado a la chica. Allí me detuve y paré el motor. Miré en torno. Día feliz. Era una estación del año distinta y las cosas parecían diferentes también. Sobre el sitio donde la había matado habían puesto ahora dos pilas de tablones. Pero con la imaginación yo podía verlo exactamente como era entonces. El cielo gris oscuro. Los faros de los coches que pasaban. El jadeo apagado en su garganta, cuando ella trataba de gritar bajo la presión de mis dedos. Déjenme pensar. Esto ocurrió... ¡dios mío! Hace ya nueve años.
Si no la hubiese matado tendría ahora veinte o cosa así. Se estaría acostando con todos los chicos. Y drogándose probablemente. Tal vez estaría embarazada e incluso casada. Si miramos las cosas desde un cierto ángulo, le ahorré un montón de miserias: la menstruación, dejar que los chicos la manoseasen y la besasen; todo eso...
Empezaba a dolerme la cabeza. Es una de las cosas que ocurren con la placa que llevamos en la frente, que no nos deja pensar mucho en las cosas que hicimos en el pasado. Si nos ponemos a pensar, empiezan los dolores de cabeza. De modo que puse en marcha el motor y me alejé de allí. Pronto cesaron los dolores.
Respecto a Carolyn no pienso de esa manera, ya saben.
Nunca consiguieron probar lo de la niña aquélla. La que hizo que me la cargase fue aquella enfermera de Long Branch, en el aparcamiento. Y en realidad la enfermera fue una equivocación. Era demasiado pequeña y llevaba un suéter sobre el uniforme. No supe que era mayor hasta que fue demasiado tarde. Me puse muy furioso por aquello y casi no me importó cuando me cogieron, porque me estaba volviendo muy descuidado. Pero realmente odiaba aquella galería donde me pusieron en Malboro. Siete, Dios, siete años. Levántese por la mañana y beba esa medicina rosácea en el pequeño vasito de papel. Haga su cama y proceda a su trabajo: el mío era limpiar lo galerías de los incontinentes, y el solo olor y la vista de aquellos suelos era como para hacer vomitar a cualquiera.
Al cabo de un tiempo me dejaron ver la televisión e incluso leer los periódicos, y cuando la gente de Altair estableció su primer contacto con la Tierra yo me mostré interesado. Y cuando empezaron a comprar criminales dementes para que los representaran aquí, yo quise que me compraran. Cualquier cosa, cualquier cosa con tal de salir de aquel sitio, aunque me pusieran una caja en la cabeza y no me dejasen nunca más vivir una vida normal.
Pero la gente de Altair no me compró. Por alguna razón que ignoro, sólo compraban negros. Luego, los otros empezaron a mandar sus ondas por radio y a hacer sus primeros tratos. Pero tampoco me compraban a mí. Los de Proción querían mujeres jóvenes solamente, nunca compraban varones. Según parece, sólo tienen un sexo allí. Alguien me dijo esto. Todas estas criaturas son bastante raras, ya sea de una forma o de otra. Son metálicas o gaseosas, o fofas, o tienen conchas o escamas. Siempre algo raro. Y también tienen costumbres extrañas: por ejemplo, si uno pertenece al grupo Canopo, no puede comer pescado nunca.
A mí me resultan repugnantes, y no sé por qué Estados Unidos tuvo que hacer ningún trato con ellos. Pero los chinos lo hicieron, y los rusos también. Así que me imagino que nosotros no podíamos quedarnos fuera. No creo que haya hecho mucho daño, sin embargo. No ha habido ninguna guerra desde entonces y en cierto modo nos han ayudado a resolver muchos problemas. No me ha perjudicado a mí tampoco, desde luego. Los groombridgianos entraron en el mercado bastante tarde y la mayoría de los criminales sanos estaban ya vendidos. Entonces compraron lo que encontraban. Me compraron a mi. Somos un grupo bastante duro, nosotros los groombridgianos y me pregunto por qué cogieron a Carolyn.
Seguí conduciendo a lo largo de toda la costa, pasando por Asbury Park, Atlantic City, y todo el camino hasta Cape May. De cuando en cuando telefoneaba al empleado de localizaciones, para comprobar; pero no pude dar con ella.
Lo que sí sé es que sólo andaba buscando su caparazón, porque ella estaba trabajando. Podía haberle dado un beso o tocarla un poco, pero nada más. Sin embargo, quería encontrarla a toda costa. Por si acaso. ¿Cuántas veces se le presenta a uno la oportunidad de un permiso indefinido? Si hubiera podido encontrarla y quedarme con ella, tal vez más pronto o más tarde ella hubiera quedado libre también por un tiempo. Aunque fuese por dos horas. O incluso por media hora.
Luego, de pronto, ya de día, cuando estaba a punto de tomar habitación en un motel, cerca de una base del ejército, lleno de chicas que esperaban a que los soldados vinieran por allí después del toque de diana, recibí el aviso: tenía que presentarme en mi redil base de Filadelfia. En seguida.
Estaba que me caía de sueño, pero conduje aquel cacharro de Hertz como si fuese un «Maserati», porque en seguida quiere decir en seguida. Aparqué coche de cualquier manera y me presenté en mi redil, con el corazón saltándome en el pecho y la boca seca de cansancio. Además, estaba furioso porque había perdido lo que hubiera podido ser mi mejor oportunidad para estar con Carolyn.
- ¿Que quieren? - le pregunté al empleado de localización.
- Entra - me contestó, con una expresión diabólicamente divertida. Todos los empleados de localización nos tratan así, en todo el mundo -. Ella te lo dirá.
Sin poder imaginar quién era «ella», abrí la puerta y entré y allí estaba Carolyn.
- Hola, Wayne - me dijo.
- Hola, Carolyn - dije yo.
Realmente no sabía cómo actuar, ni lo que tenía hacer. Ella no me daba la menor indicación. Permanecía sentada allí. Fue entonces cuando empezó a Intrigarme el hecho de que sólo llevaba puesta una ligera bata corta y nada debajo. Estaba sentada sobre la cama abierta. Ahora cualquiera pensaría que, dadas las circunstancias y todo lo que yo había estado pensando sobre ella, me iba a caer esta situación como un regalo que el cielo me hacía a mí, a mí especialmente, entre todos los muchachos americanos. no fue así. No era por culpa del cansancio, tampoco. Era algo en Carolyn. La expresión de su cara que no mostraba ni incitación ni amor, ni siquiera la. reserva expectante de una chica cualquiera en uno de esos bares de ligue. La suya no era una expresión ni siquiera feliz.
- Bien, Wayne - me dijo -. Tenemos que irnos a la cama ahora. ¿No te desnudas?
Algunas veces puedo quedarme como si estuviese fuera de mí mismo mirando lo que me ocurre, y aunque sea algo terrible, o algo triste, tomarlo por el lado divertido. Así me ocurrió cuando maté a aquella niña en Edison Towship, porque su madre la había embutido dentro de su uniforme escolar.
Ahora estaba riéndome realmente cuando dije:
- Pero Carolyn, ¿qué es lo que pasa?
- Bueno - me explicó ella -. Quieren que lo hagamos, Wayne. Ya sabes. La gente de Groombridge. Parece que han tomado interés en cómo lo hacen los seres humanos, y quieren mirar.
Empecé a preguntarle que por qué nosotros precisamente, pero me di cuenta de que no valía la pena. Nuestros amos se habían dado cuenta de todo lo que llevábamos en la mente, ella y yo, a este respecto, y tenían curiosidad por ver los resultados. No me gustó nada aquello. No sólo no me gustó, sino que empecé a odiar la situación, pero de todas formas mejor era eso que nada, así que lo único que dije fue:
- Bien, cariño. ¡Estupendo! - y casi era sincero.
Traté de hacerle sentir lo mismo. Me acerqué a ella y le pasé un brazo por la cintura. Fue entonces cuando ella me dijo:
- Sólo que tenemos que esperar. Son ellos los que quieren hacerlo. No nosotros.
- ¿Qué es lo que quieres decir con eso de esperar? ¿Esperar para qué?
Ella se encogió de hombros bajo mi brazo.
- ¿Quieres decir que van a conectarnos con ellos? - le pregunté -. ¿Como si fuesen ellos los que lo están haciendo con nuestros cuerpos?
Se reclinó contra mí.
- Eso es lo que me dijeron, Wayne. Será en cualquier momento, me imagino.
La aparté de mí.
- Cariño - le dije, medio lloroso -. Todo este tiempo que yo había estado deseando... ¡Oh, Dios mío, Carolyn! Quiero decir que no es sólo que tuviese ganas de acostarme contigo, sino...
- Lo siento - dijo ella, llorando también. Grandes lagrimones le corrían por las mejillas.
- ¡Es asqueroso! - grité. La cabeza me estallaba, tanta furia como sentía -. No es justo. ¡No voy a tolerarlo! ¡No tienen ningún derecho.
Pero lo tenían, naturalmente. Tenían todo el derecho del mundo. Nos habían comprado y pagado por nosotros, así que les pertenecíamos. A qué negarlo, la idea de hacer el amor con Carolyn saltó al polo opuesto del cuadrante. No era eso lo que yo quería desesperadamente, sino lo que hubiese dado la vida por evitar, ahora que significaba dejar que ellos la acariciasen con mis manos, la besasen con mi boca, la inundasen con mis jugos. Era la peor clase de violación, mucho peor que nada de lo que yo había hecho antes. Los dos íbamos a ser violados al mismo tiempo. Y entonces...
Entonces sentí aquel cosquilleo ardiente en mis sienes cuando ellos nos tomaron bajo su control. No pude ni siquiera gritar. Tuve que quedarme allí quieto, dentro de mi propia cabeza, sin ser dueño ya de ninguno de mis músculos, mientras aquellos monstruos que nos poseían le hacían a Carolyn con mi cuerpo todo lo que querían, y yo no podía llorar siquiera.
Después de concluida la serie de experimentos, perfectamente planeados, y que fueron también registrados debidamente, la persona comprada conocida por el nombre de Carolyn Schoemer quedó ya inutilizable. Se rellenaron todos los papeles pertinentes. Se notificó al departamento del Servicio Exterior del Reformatorio de Mujeres de Meadville que había fallecido. Se iniciaron pesquisas para sustituirla y se cerró su cuenta.
La persona comprada conocida como Wayne Golden fue asignada a sus deberes de rutina, en los que continuó funcionando normalmente bajo control. Se descubrió que cuando se le retiraba el control se volvía destructivo, tanto para otros como para sí mismo. La hipótesis que se avanzó fue que el comportamiento sexual que se había convertido en su norma de conducta en el pasado - es decir, la destrucción de su compañera - probablemente no convenía a la situación planteada para los experimentos llevados a cabo. Se llevarían a cabo otros experimentos en el futuro próximo, con otras compañeras y bajo condiciones diferentes.
Mientras tanto, Wayne Golden continúa funcionando con un grado de eficiencia normal, en tanto que no se le retire el control, y dentro de lo que cabe prever continuará así por tiempo indefinido.
FIN
John Wyndham - EL CIRCUITO COMPASIVO
A los cinco días de su ingreso en el hospital, Janet cambió de parecer acerca de los robots domésticos. Necesitó dos para descubrir que la enfermera James lo «era»; uno para reponerse de la sorpresa, y otros dos para darse cuenta de lo cómodo que podía ser un sirviente robot.
Aquel cambio fue un alivio. En todas las casas que había visitado tenían uno, que ocupaba el segundo o tercer lugar entre las cosas más apreciables de la familia; las mujeres lo valoraban un poco más que el automóvil y los hombres un poco menos.
Desde hacía tiempo, Janet sabía que sus amistades la consideraban como una persona de pocos alcances o peor aún, porque se fatigaba en cuidar la casa, que cualquier robot mantendría limpia con cinco horas de trabajo al día. También sabía que a George le enojaba regresar del trabajo y encontrarse cada noche con una esposa reventada de cansancio por un trabajo inútil. Pero el prejuicio estaba firmemente arraigado. No era la intransigente actitud de quienes se negaban a que los sirviera un camarero robot, o a viajar en coches conducidos por chóferes robots (que, por cierto, eran más de fiar), o a que las atendiese un dependiente robot o asistir a un desfile de modelos con maniquíes también robots. Era, simplemente, que se sentía incómoda con ellos o al estar a solas con uno, y una profunda aversión a experimentar tal incomodidad en su propio hogar.
Ella lo atribuía, en gran parte, al espíritu conservador del hogar de sus padres, en el que nunca hubo robots domésticos. Otras personas, criadas en casas donde los empleaban, incluso los primitivos modelos de una generación atrás, no parecían compartir sus sentimientos. La hería que su esposo creyera que les «temía» de un modo pueril. No era éste el caso, según le había explicado varias veces a George, ni tampoco lo más importante. Lo que de veras la molestaba era que alguien se entremetiese en su vida particular y familiar, lo que un criado robot acabaría por hacer.
La enfermera robot llamada James era, por tanto, el primero con quién había tenido contacto, personal e íntimo, y resultó como una revelación.
Habló al doctor de su descubrimiento, lo que a éste pareció satisfacerle mucho. Asimismo se lo dijo a George cuando fue a visitarla por la tarde, y éste se regocijó. Los dos hombres trataron del asunto antes de que el último se marchara.
- ¡Estupendo! - convino el doctor -. A decir verdad, temí que se nos hubiese presentado un caso de neurosis muy fuerte; la faena casera la ha agotado en el transcurso de unos pocos años.
- Lo sé - respondió George -. Traté de persuadirla por todos los medios durante los dos primeros años de matrimonio; pero sólo me acarreó sinsabores, y tuve que desistir. Esto es realmente un triunfo; se sobresaltó bastante al averiguar que el motivo de su ingreso aquí se debía en parte a no tener un robot que le ayudase en casa.
- Pero una cosa es cierta; no puede seguir como hasta ahora. Si lo intenta, deberá pasarse aquí un par de meses - dijo el doctor.
- Después de esto, no querrá. Ha cambiado totalmente de parecer - aseguró George -. En parte se negaba por no haber encontrado un modelo realmente moderno, excepto de modo casual. El más moderno que tienen unos amigos nuestros es de hace diez años, por lo menos, y la mayor parte de los otros son todavía más viejos. Nunca pudo pensar en algo tan avanzado como la enfermera James. El asunto se reduce a cuál elegir.
El doctor meditó un poco.
- Francamente, Mr. Shand, creo que su esposa necesita mucho reposo y muchos cuidados. Por ello, le aconsejaría elegir uno parecido al que tienen aquí. Ese modelo de enfermera James es bastante moderno; es un trabajo de alta precisión muy adelantado, con un original circuito de compasión y protección equilibrados; un trabajo muy ingenioso. Cualquier orden directa, que un robot corriente obedecería en seguida, es inmediatamente valorada por dicho circuito; mide el beneficio o perjuicio que pueda reportar al paciente, y no obedece si no es útil o inofensivo a éste. Ha dado sorprendentes resultados en la crianza y cuidado de niños; por eso están muy solicitados y resultan caros.
- ¿Cuánto? - preguntó George.
El elevado precio que indicó el doctor le obligó a fruncir el entrecejo un instante. Luego, prosiguió:
- Esto supone un desembolso considerable; pero, al fin y al cabo, los ahorros de que disponemos son mayormente producto de lo economizado por Janet y de su vida austera. ¿Dónde adquirirlo?
- No es tan fácil - contestó el doctor -. Deberé insistir un poco en la cuestión de preferencia, pero, dadas las circunstancias, lo conseguiré sin dificultades. Ahora, vaya y hable con su esposa acerca de los detalles exteriores y demás. Dígame cómo ella lo quiere, y pondré manos a la obra.
- Uno idóneo - dijo Janet -; quiero decir, uno que tenga buen aspecto en casa. No podría acostumbrarme a una de esas cajas de plástico y palancas de mando que tienen mala traza y miran fijamente a través de sus lentes. Como se trata de quehaceres domésticos, elijámoslo con aspecto de doncella de servicio.
- ¿O prefieres un criado?
Movió la cabeza:
- No; puesto que ha de cuidarme, prefiero una sirvienta, con vestido de seda negra y cofia y delantal blancos, de pelo rubio oscuro y de unos cinco pies y diez pulgadas de altura, que sea agraciada, pero no demasiado bella. No quiero tenerle celos.
El doctor retuvo a Janet diez días más en el hospital mientras se arreglaba el asunto. Hubo suerte de que se cancelase un pedido, pero no pudo evitarse cierta demora para adaptarlo a los detalles exigidos por Janet; también requería que le acondicionasen la pseudomemoria para las faenas domésticas.
La entregaron al día siguiente del alta de Janet. Dos robots estrictamente funcionales la cargaron a través del jardín y preguntaron si debían desembalarla. Janet no lo creyó conveniente, y les indicó que la dejasen en la puerta.
A su regreso, George quiso abrirla en seguida; pero Janet negó con la cabeza.
- Primero, cenaremos - decidió -. Un robot puede esperar.
No obstante, cenaron con prontitud. Cuando hubieron terminado, George recogió la vajilla y la amontonó en el fregadero.
- Ya no tenemos que fregarlos - comentó con satisfacción.
George fue a casa del vecino y le pidió que le prestase su robot para ayudarle a entrar la caja. Pero, al encontrarse con que no podía levantar el extremo que le tocaba sostener, tuvo que pedir prestado el del vecino de enfrente. En seguida, los dos robots la cargaron, trasladándola hasta el suelo de la cocina, como si fuera un pluma, y se retiraron.
George cogió un destornillador y sacó los seis largos tornillos que aseguraban la tapa. Dentro había un montón de virutas; las tiró al suelo.
Janet protestó, y él repuso, contento:
- ¿Qué ocurre? Nosotros no vamos a recogerlas.
Apareció una caja interior, hecha de pulpa de madera, y bajo cuya tapa había una alfombra de nívea guata. George la apartó y apareció tendido un robot con vestido negro y delantal blanco.
Los dos lo contemplaron sin hablar, por espacio de unos segundos.
Parecía verdaderamente vivo. Por alguna causa, Janet experimentó cierta repugnancia en creer que era su robot; cierta excitación y culpabilidad...
- La bella durmiente - comentó George, mientras buscaba el libro de instrucciones en la pechera del vestido del robot.
En verdad, no era una belleza. Se había tenido en cuenta la preferencia de Janet. Tenía un aspecto agradable y vistoso, sin ser llamativo; pero sus detalles eran adecuados. El intenso dorado de sus cabellos causaba envidia, no obstante saber que eran probablemente hilos de plástico con ondas que nunca se desharían. El cutis -otra forma de plástico que cubría el cuidadosamente construido perfil- se distinguía del verdadero sólo por su perfección.
Janet se puso de rodillas junto a la caja y osó tocar con el índice aquella tez intachable. Estaba fría, muy fría.
Se incorporó manteniendo la mirada fija en el robot.
«No es más que una muñeca grande», se dijo. Un mecanismo; un admirable mecanismo de metal, plástico y circuitos electrónicos; pero tenía este aspecto tan sólo porque la gente, incluida Janet, lo encontrarían desagradable o grotesco si hubiera tenido cualquier otro. Y, sin embargo, verlo tal como era causaba cierto desconcierto. En primer lugar, había que hacerse la idea de que era «ella» y no «él», fuese o no del agrado de uno. Como tal tendría un nombre y así se parecería más a una persona.
«Un modelo accionado por una batería - leyó en alta voz George - que habrá de ser normalmente cambiada cada cuatro días. Otros modelos, no obstante, están diseñados de forma que conducen su propia reivindicación de los conductores principales como y cuando sea necesario». Y dijo:
- Saquémoslo.
Puso las manos debajo de las espaldas del robot e intentó levantarlo.
- ¡Toma! Debe de pesar tres veces más que yo - exclamó, y volvió a intentarlo -: ¡Diablo!
Tras esto, consultó nuevamente el libro, y leyó: «Los interruptores de mando están situados en la parte trasera, en el arranque de la cintura».
- Bueno; quizá podamos darle vuelta.
Con un esfuerzo, logró poner de costado la figura y empezó a desabrocharle los botones de la espalda del vestido. De pronto, Janet lo consideró indecoroso, y dijo:
- Lo haré yo.
Su esposo la miró de refilón:
- Está bien; es tuyo.
- No ha ser «él», sino «ella». Lo llamaré Hester.
Janet le desabrochó los botones y palpó el interior del vestido.
- No encuentro ni pulsadores ni nada - advirtió.
- Al parecer, hay un pequeño cuadro que se abre - respondió él.
- ¡Eso no! - objetó ella, con un tono ligeramente disgustado.
El hombre la volvió a mirar:
- Querida, esto es un robot; un mecanismo.
- Ya sé - repuso la mujer, al instante. Volvió a palpar; halló el cuadro, y lo abrió.
«Al pulsador de arriba hay que darle media vuelta a la derecha; luego, se cierra el cuadro de distribución para completar el circuito» - advirtió George, leyendo el libro de instrucciones.
Janet lo hizo así y se incorporó prontamente mirando con atención.
El robot se animó y mudó de postura. Se incorporó; se puso en pie, les contempló y, con aire de doncella de teatro, dijo:
- Buenos días, señora; buenos días, señor. Me complace estar al servicio de ustedes.
- Muchas gracias, Hester - dijo Janet, mientras se recostaba en el cojín del asiento. No es que fuese necesario dar las gracias a un robot; pero entendía que si no se practicaba la cortesía con los robots, pronto se dejaría de hacerlo con las personas.
Sin embargo, Hester no era un robot común. Ya que ni siquiera vestía como una doncella. En cuatro meses, se había convertido en una infatigable y solícita amiga. Al principio, Janet no podía creer que se tratase simplemente de un mecanismo, y conforme pasaban los días, la fue aceptando como a una persona. El hecho de que consumiese electricidad en vez de alimentos, llegó a parecerle una simple debilidad. Que en cierta ocasión estuviera andando en forma de círculo sin poderse detener y que en otra se le alterase la vista, de modo que hacía las cosas un pie más, a la derecha de donde debía hacerlas, eran achaques que cualquiera puede tener, y el mecánico de robots que vino a repararla se comportó como un médico. Hester no era sólo una persona; era una acompañante preferible a muchas personas.
- Sospecho - dijo Janet, recostándose en su asiento - que me tomas por una pobre enclenque, ¿no es así?
Lo que no podía esperarse de Hester era el disimulo.
- Sí - contestó con toda claridad. Luego, agregó -: Considero que todos los mortales son unos pobres enclenques. Esto se debe a su constitución. Hay que compadecerse de ellos.
Hacía tiempo que Janet había renunciado a reflexiones, como «Esto debe ser el circuito compasivo que habla», o a imaginar la computación, selección, asociación y exclusión que se producía para obtener tal respuesta. La aceptó como si se tratase, por ejemplo, de un extranjero. Dijo:
- Supongo que debemos serlo si se nos compara con los robots. Vosotros sois fuertes e infatigables, Hester. Si supieras cómo te envidio...
Hester respondió con sencillez:
- A nosotros nos diseñaron y ustedes son una casualidad; esto es una desgracia, no un defecto.
- ¿Prefieres ser tú a ser yo? - inquirió Janet.
- Naturalmente. Nosotros somos más fuertes; no tenemos necesidad del sueño para recuperar fuerzas, ni llevamos en nuestro interior un inestable laboratorio químico, ni envejecemos ni nos desmejoramos. Los mortales son tan débiles y tan torpes y enferman con tanta frecuencia; siempre hay algo que no funciona debidamente. En cambio, si a nosotros se nos estropea o quiebra algo, no duele y se sustituye fácilmente. Ustedes tienen toda suerte de palabras, como dolor, sufrimiento, desdicha y fatiga, que hemos aprendido para comprenderles, pero que para nosotros no tienen significado alguno. Me da pena que padezcan esos inconvenientes y que sean tan endebles e irresolutos. Eso altera mi circuito compasivo.
- Endebles e irresolutos - repitió Janet -. En efecto, eso es lo que experimento.
- Los humanos están condenados a vivir de modo tan precario... - prosiguió Hester -. Cuando se me quiebra un brazo o una pierna, me ponen otro nuevo a los pocos minutos; si esto le ocurre a un ser humano, tiene que sufrir un tiempo considerable, al cabo del cual no le ponen uno nuevo; en el mejor de los casos, tendrá uno muy defectuoso. En esto sí ha progresado, pues al diseñamos a nosotros, aprendieron a fabricar buenos brazos y piernas, mucho más sólidos que los comunes. La gente haría bien, si pudiese, en sustituir un miembro inválido por otro útil; sin embargo, no parece desearlo cuando tiene posibilidad de conservar el viejo.
- ¿Quiere decir esto que son injertables? - inquirió Janet -. No lo sabía. Quisiera no tener más problema que los brazos y las piernas inútiles. No creo que yo titubease... - suspiró -. Hester, el doctor no parecía muy animado esta mañana. ¿Oíste lo que dijo? He perdido fuerzas, por lo que necesito más reposo. Dudo que espere que me reponga. Lo dijo sólo para animarme antes de... Después de haberme reconocido, parecía muy extraño. Me aconsejó únicamente mucho reposo. ¿De qué sirve vivir si sólo se puede descansar, descansar y descansar? Y pensar en el pobre George. Qué vida lleva, y se muestra tan sufrido y tan cariñoso conmigo... Prefiero cualquier cosa antes que continuar así. Preferiría morir...
Janet siguió hablando más para sí misma que para la paciente Hester, que estaba de pie a su lado. Tenía los ojos llorosos. A poco, levantó la mirada:
- ¡Ay, Hester! Si fueras un ser humano, no podría soportarte; me parece que te odiaría por tu fortaleza y paciencia; pero no puedo hacerlo, Hester. Eres amable y sufrida, mientras yo no hago más que tonterías. Imagino que incluso llorarías conmigo, en caso que pudieses hacerlo.
- Lo haría si pudiera - respondió el robot, y agregó -: Mi circuito compasivo...
- ¡Eso no! - interrumpió Janet -. No puede ser eso. Debes tener un corazón en alguna parte. Debes tenerlo.
- Creo que es más seguro que un corazón - respondió Hester.
Se acercó un poco más; inclinó el cuerpo, y tomó a Janet en brazos como si no pesase nada:
- Está fatigada, querida. La llevaré arriba. Necesita un poco de descanso antes de que él regrese.
Janet sintió los fríos brazos del robot a través de su vestido; pero esto ya no la alteraba, porque se daba cuenta de que eran fuertes y protectores. Dijo:
- ¡Oh, Hester, no sabes cómo me ayudas! ¿Sabes lo que debería hacer? - Guardó silencio; después agregó, angustiosamente -: Sé lo que él piensa, me refiero al doctor; piensa que continuaré desmejorando hasta que me desvanezca por entero y me muera... He dicho antes que preferiría morirme, pero no es cierto, Hester. No quiero morir.
El robot la meció un poco como si fuera una niña:
- ¡Vamos, vamos, que no es para tanto! No debe pensar en la muerte, ni llorar más; esto no le conviene. Además, no querrá que él se dé cuenta.
- Procuraré contenerme - respondió Janet, sumisa, mientras el robot la llevaba arriba.
El robot-recepcionista del hospital apartó la vista de la mesa escritorio.
- Mi mujer - dijo George -. Llamé por teléfono hace una hora aproximadamente.
En el rostro del robot se dibujó una impecable expresión de simpatía profesional:
- Sí, Mr. Shand; siento mucho que le haya causado sobresalto, mas, como le he dicho, su robot doméstico ha obrado acertadamente al ingresarla en seguida aquí.
- He tratado de ver al doctor, y está fuera - dijo George.
- Eso no debe preocuparle, Mr. Shand. Se le ha hecho un reconocimiento, y hemos pedido sus antecedentes al hospital donde estuvo antes. La operación ha sido fijada provisionalmente para mañana, si bien necesitamos el consentimiento de usted, por supuesto.
George vaciló:
- ¿Podría ver al doctor que la intervendrá?
- Lo siento; no se encuentra en el hospital.
- ¿Es necesario? - inquirió George, tras una pausa.
El robot le miró fijamente y asintió con la cabeza:
- Debe de haber estado perdiendo fuerzas durante meses.
George asintió con otro movimiento de la cabeza.
- La única alternativa es continuar perdiéndolas y padeciendo más hasta que le llegue su hora - prosiguió el robot.
George fijó la vista en la pared por espacio de unos segundos. Por fin, dijo secamente:
- ¡Ya!
Cogió una pluma y, temblándole la mano, firmó en una hoja, que la recepcionista le había puesto delante; miró el contenido, pero no vio nada.
- ¿Tiene.... tiene ella probabilidad de...? - inquirió él.
- Sí - contestó el robot -; aunque no se descarta totalmente el peligro, hay un setenta por ciento de probabilidades de éxito.
George suspiró y movió la cabeza:
- Quisiera verla.
- Puede hacerlo; sin embargo, debo pedirle que no la inquiete. Duerme, y no conviene despertarla.
George tuvo que contentarse con esto, pero abandonó el hospital muy aliviado tras haber visto la sonrisa dibujada en los labios de Janet mientras dormía.
Los del hospital llamaron a su oficina la tarde siguiente.
Su tono era tranquilizador. La intervención quirúrgica había sido un éxito total. Todos estaban seguros del resultado.
No había por qué preocuparse. Los médicos se mostraban muy satisfechos. Pero no se permitirían visitas durante unos días. El podía estar tranquilo.
Cada mañana, George llamaba por teléfono antes de salir de casa con la esperanza de que le permitiesen ver a su esposa; los del hospital eran amables e infundían aliento; pero intransigentes en cuanto a visitas. De improviso, al quinto día, le comunicaron que a su esposa la habían dado de alta y se dirigía a su casa. George quedó estupefacto, pues se había hecho el ánimo de que el asunto duraría unas semanas. Salió precipitadamente; compró un ramo de rosas, e infringió seis veces el reglamento de la circulación.
- ¿Dónde está? - preguntó a Hester, cuando ésta abrió la puerta.
- En la cama. Pensé que sería mejor si... - empezó el robot, pero se le cortó el discurso mientras subía la escalera dando respingos.
Janet estaba acostada. Por el borde de la sábana le asomaba la cabeza y el vendaje del cuello. George puso las flores en la mesita de noche; se acercó a ella, y la besó dulcemente. La mujer fijó en él la inquieta mirada de sus ojos:
- George, querido. ¿Te lo ha dicho?
- ¿Quién debe decirme qué? - preguntó él, sentándose en el borde de la cama.
- Hester ha dicho que lo haría. ¡George, no quería hacerlo; al menos, no fue mi propósito!... Ella me envió. Estaba tan enferma y me sentía tan desventurada. Necesito estar fuerte. Me parece que no la entendí bien. Hester dijo...
- Tranquilízate, querida, tranquilízate - sugirió George, sonriente -. ¿Qué importancia tiene todo eso?
Metió la mano debajo de la colcha y cogió la mano de su mujer.
- Pero, George... - empezó a decir Janet.
Y él la interrumpió:
- Querida, tienes la mano muy fría. Casi tanto como...
Deslizó los dedos por el brazo de ella, y la miró con los ojos desorbitados. Se incorporó súbitamente, y apartó la colcha. Puso la mano sobre la fina camisa de dormir y en la parte del corazón; a poco la retiró, como si se la hubieran pinchado.
- ¡Dios mío! ¡No! - exclamó George, sin apartar la vista de su mujer.
- Pero, George, querido... - dijo la cabeza de Janet, descansada en la almohada.
- ¡No! ¡No! - gritó él, casi histérico.
Obcecado, volvió la espalda y salió corriendo de la habitación. En la oscuridad del rellano, no acertó a poner el pie en el peldaño superior y rodó precipitadamente escalera abajo.
Hester lo encontró hecho un ovillo en el suelo del vestíbulo. Se inclinó sobre él, y examinó cuidadosamente las lesiones. La importancia de éstas, así como la debilidad de quien las sufría, le alteró sensiblemente el circuito de compasión. No intentó moverlo, sino que llamó por teléfono:
- ¿Hospital de urgencia? - Preguntó, y dio el nombre y las señas -. Sí; en seguida - les dijo -. Puede que no haya mucho tiempo. Sufre diversas fracturas, y sospecho que se ha fracturado el espinazo, pobre hombre. No; no parece que sufra lesiones en la cabeza. Sí; mejor que mejor. Se quedaría inválido para toda la vida, aun cuando saliese con bien de ello... En efecto; mejor que manden la orden de consentimiento con la ambulancia, para que puedan firmarla en seguida... ¡Oh, sí!; esto será lo más conveniente. Su esposa lo firmará.
FIN
Howard Fast - CEPHES 5
El tercer oficial (en entrenamiento, así que en realidad era simplemente el ayudante del tercer oficial) dio unos pasos por el corredor de la gran nave espacial en dirección al recinto de meditación. Aunque ya llevaba cuatro años estudiando las once clases distintas de naves espaciales, la presente era nueva, impresionante y mucho más compleja, mucho más debido a que ésa se trataba de una nave Clase Dos, absolutamente autónoma en cuanto a mantenimiento y con una posibilidad indefinida de recorrido. A distinción de otras naves espaciales, no llevaba el nombre del planeta de origen sino del de destino, Cephes 5, y como todas las naves médicas, le estaba permitido entrar en cualquier puerto de la galaxia.
Sabía que había tenido suerte en que se lo destinara a esta nave para completar su entrenamiento, y a los veintidós años era lo suficientemente joven y romántico como para dudar de su buena fortuna y bendecir su buena estrella continuamente.
Hacía tres días que se había embarcado como cadete oficial, en el último puerto que había tocado la nave, y desde entonces lo habían tenido ocupado con exámenes médicos, inoculaciones, instrucciones y giras de orientación. Esta era su primera hora libre, y buscó el recinto de meditación.
Era una habitación larga, sin nada de particular, de paredes color marfil, cielorraso de igual color, iluminada por una agradable luz dorada. Por todos lados habían pilas de almohadones. De la tripulación de la nave, unas ciento veinte personas, había en ese momento una docena, meditando. Estaban sentados sobre los almohadones con las piernas cruzadas, el cuerpo erguido, las manos juntas y la mirada baja en una posición que era tal vez la más generalizada entre todos los planetas de la galaxia. El tercer oficial escogió un almohadón y se sentó, cruzando sus piernas desnudas. Sólo usaba un short de algodón.
Trató de desprenderse de su ego, como había aprendido hacía mucho tiempo, de tranquilizar sus dudas y temores para fundirse con la inmensidad del universo hasta formar parte de un todo infinitamente superior. Pero no lo logró. Se sentía bloqueado, confundido, preocupado, su mente pasaba de pensamiento en pensamiento mientras en medio de ellos comenzaban a tomar cuerpo extrañas fantasías.
Miró a los otros hombres y mujeres que estaban en el recinto, pero todos estaban en silencio, y aparentemente no los turbaba ningún pensamiento extraño y espantoso igual que a él.
Durante una media hora el tercer oficial trató de controlar su propia mente y mantenerla en claro, pero después se dio por vencido y abandonó el recinto de meditación, dándose cuenta entonces de que se había sentido así, en ese curioso estado de excitación mental desde el momento en que subió a bordo del Cephes 5, sólo que recién se percataba de ello.
Pensó que se debía a su ansiedad, que estaba excitado porque lo habían destinado a esta gran nave misteriosa. Fue a uno de los cuartos con ventanales para contemplar el espacio, se sentó en una silla y apretó el botón que levantaba la pantalla, descubriendo el espacio. Se tenía la impresión de estar sentado en el medio de la galaxia, en medio de una cantidad infinita de estrellas brillantes. El tercer oficial se acordó que en sus primeros viajes de entrenamiento, el cuarto de contemplación había curado cualquier problema de temor o intranquilidad. Ahora no surtió efecto, pues sus pensamientos en el cuarto de contemplación eran tan turbadores como los del recinto de meditación.
Preocupado e intrigado, el tercer oficial abandonó el cuarto y se encaminó a la oficina del consejero de la nave. Le quedaban cuatro horas de tiempo libre antes de comenzar su recorrida por el cuarto de máquinas. Había decidido dedicar sus horas libres a conocer a los otros integrantes de la tripulación en el salón de recreo, pero cambió de idea, ya que más importante era saber por qué la atmósfera de la nave lo llenaba de un sentimiento de caos y premonición.
Llamó a la puerta de la oficina del consejero y entró al oír una voz que le ordenó hacerlo. Entró con inseguridad porque nunca había acudido a un consejero de una nave interestelar. Los consejeros eran personajes legendarios en toda la galaxia, porque en cierta manera pertenecían al más alto grado en la organización de la humanidad. Eran hombres muy viejos y muy sabios, y poseían un talento tal que no podía sino llenar de temeroso respeto a un cadete de veintidós años. En las naves espaciales, los consejeros estaban incluso por encima del capitán, aunque era muy raro que un consejero contraviniera una orden de un capitán o interfiriera de manera alguna en la dirección de la nave. Se corrían historias de que había consejeros de más de doscientos años, aunque se sabía con seguridad que había muchos de ciento cincuenta años.
Cuando el tercer oficial entró en la oficina pequeña y amueblada con sencillez, un hombre viejo, vestido con una bata azul de seda, se volvió del escritorio donde estaba escribiendo y dio la bienvenida al tercer oficial con un movimiento de cabeza. Era por cierto muy viejo, con la piel arrugada y seca como cuero viejo, y miró al tercer oficial con ojos de un color amarillo pálido, llenos de agradable curiosidad. ¿Era verdad que los consejeros podían leer el pensamiento de otra persona con la misma facilidad que los hombres comunes oían el sonido?, se preguntó el tercer oficial.
- Sí, es verdad - dijo el viejo suavemente -. Tenga paciencia, tercer oficial. Tiene más cosas que aprender de las que se imagina -. Le indicó una silla - Siéntese y póngase cómodo. Hay una diferencia de ciento doce años entre su edad y la mía, y aunque cuando llegue a mi edad le parecerá poco importante, ahora es casi extraordinario, ¿verdad?
El tercer oficial asintió.
- ¿Estuvo en el recinto de meditación y no pudo meditar?
- Sí, señor.
- ¿Sabe por qué?
- No, señor.
- ¿Tampoco sospecha la razón?
- He estado varias veces en naves espaciales - dijo el tercer oficial.
- Y hace tres días que está en ésta, ya lo han examinado, ha escuchado conferencias, le han inyectado toda clase de sueros y anticuerpos, lo han orientado, pero no le han dicho lo que transporta esta nave, ¿no?
- No, señor.
- ¿Ni cuáles son sus propósitos?
- No, señor.
- Y como corresponde, usted no lo preguntó.
- No, señor, no pregunté nada.
El consejero miró en silencio al tercer oficial por espacio de dos o tres minutos. El tercer oficial encontró que sus propios problemas se confundían con la excitación y la curiosidad que sentía al estar sentado cara a cara con uno de los legendarios consejeros, y por último no pudo contenerse más.
- ¿Me perdonaría si le hiciera una pregunta personal, señor?
- No se me ocurre ninguna pregunta que deba ser perdonada - replicó el consejero, sonriendo.
- ¿Está leyéndome la mente ahora, señor? Esa es la pregunta.
- ¿Leyéndole la mente ahora? Oh no, claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo? Ya sé todo respecto a usted. Necesitamos jóvenes poco comunes en nuestra tripulación, y usted es un joven extremadamente poco común. Para leerle la mente tengo que concentrarme y hacer un esfuerzo. Por el contrario, estaba leyendo mi propia mente, acordándome de cuando tenía su edad. Tenemos una tendencia a reflexionar demasiado, y a desviarnos del tema. Volviendo al asunto de su meditación. Le llevará algún tiempo, pero cuando comprenda el propósito del Cephes 5, vencerá estas dificultades y logrará meditar en un plano superior al de antes, de acuerdo con un nuevo esfuerzo de la voluntad. No se preocupe por el momento. ¿Sabe qué quiere decir la palabra asesinato?
- No, señor.
- ¿La ha oído antes?
- No, señor, que me acuerde.
Parecía que el viejo sonreía interiormente. De nuevo se produjo un minuto de reflexión. El tercer oficial esperó.
- Hay todo un espectro del ser que debemos examinar - dijo por fin el consejero -, y por eso lo introduciremos en un área que no se ha imaginado nunca. No le va a hacer daño, ni siquiera lo turbará en exceso, porque ya pensamos en ello cuando lo elegimos para que formara parte de la tripulación del Cephes 5. Comenzarnos con el asesinato como idea y como acto. El asesinato es el acto que acaba con una vida humana, y como idea tiene su origen en sentimientos anormales de odio y agresión.
- Odio y agresión - repitió con lentitud el tercer oficial.
- ¿Entiende lo que digo?
- Creo que sí.
- Las palabras le deben resultar familiares. Permítame que penetre en su mente por un instante, para que sienta todo esto mucho mejor de lo que yo puedo explicárselo.
La cara del viejo carecía de expresión. De repente el tercer oficial hizo un gesto de asco, y profirió un grito. Entonces el rostro del viejo volvió a cobrar expresión y el tercer oficial se cubrió la cara con las manos y se quedó así durante un rato, temblando.
- Lo siento, pero era necesario - dijo el consejero -. El miedo es parte integrante, y por eso debí tocar el centro del miedo y el del espanto en su cerebro. De otra manera es imposible explicarle el color a un ciego.
El tercer oficial lo miró, asintiendo.
- Estará bien dentro de un momento. Lo que acaba de comprender es el asesinato. Hay otros grados: el dolor, la tortura, una variedad increíble de padecimientos... Avíseme si no entiende alguna de estas palabras.
- Tortura. Me parece que he oído esa palabra.
- Es la imposición deliberada del dolor psicológico o físico.
- ¿Por qué razón? - preguntó el tercer oficial. - He ahí el problema. ¿Por qué razón? Toda razón implica cordura. Estamos hablando de enfermedad, de la enfermedad más horrenda que haya experimentado el hombre.
- ¿Y el asesinato? ¿Es simplemente un síndrome? ¿Es algo que sucedió en el pasado? ¿Algo que sucedió en la niñez de la raza humana? ¿O es un postulado?
- No, no. Es una realidad.
- ¿Quiere decir que la gente se mata entre sí?
- Exactamente.
- ¿Sin razón?
- Sin razón, tal como usted entiende la palabra razón. Pero dentro del espectro de esta enfermedad, hay una razón y una causa subjetivas.
- ¿Una razón suficiente para matar? - murmuró el tercer oficial.
- Una razón suficiente para matar.
El joven meneó la cabeza.
- Es increíble, sencillamente increíble. Con todo respeto, señor, pero yo he sido educado, he tenido una educación muy buena. Leo libros, miro la televisión. Me mantengo al tanto de todo. ¿Cómo puede ser que no haya oído estas palabras?
- ¿Cuántos planetas habitados hay en la galaxia? - preguntó el viejo, sonriendo levemente.
- Treinta y tres mil cuatrocientos sesenta y nueve.
- Setenta y dos desde el mes pasado, cuando se poblaron Philbus 7, 8 y 9. Treinta y tres mil cuatrocientos setenta y dos... ¿Responde eso a su pregunta? Hay miles de planetas donde nunca ha habido un asesinato, como hay miles de planetas donde no se conoce la tuberculosis, la pulmonía o la escarlatina.
- Pero eso es porque curamos todas esas enfermedades, todas las necesidades del hombre.
- Sí, casi todas las enfermedades. Casi todas. No tenemos un conocimiento que sea absoluto. Aprendemos mucho, pero cuanto más sabemos, más se abren las fronteras de lo desconocido, y la única enfermedad que actualmente nuestros mejores médicos e investigadores no pueden combatir es esto que estamos discutiendo.
- ¿Tiene nombre?
- Sí. Se llama locura.
- ¿Dice que es una enfermedad muy antigua?
- Muy antigua.
Le tocó el turno al tercer oficial de quedarse pensativo, y el viejo esperó pacientemente que reflexionara. Por fin el cadete preguntó:
- Si no tenemos cura, ¿qué le pasa a estas personas que asesinan?
- Las aislamos.
El tercer oficial se dio cuenta de pronto, y sintió un escalofrío...
- ¿En el planeta Cephes 5?
- Sí. Los aislamos en el planeta Cephes 5. Lo hacemos con toda la bondad y compasión posibles. Hace mucho, mucho tiempo, intentamos otras alternativas, pero todas fallaron, y por último se llegó a la conclusión de que lo único posible era el aislamiento.
- Y esta nave... - el tercer oficial se interrumpió.
- Sí, sí. Esta es la nave que los transporta. Recogemos a estas personas en todos los lugares de la galaxia y las llevamos a Cephes 5. Por eso elegimos nuestra tripulación con tanto cuidado. Elegimos personas de gran fuerza interior. ¿Entiende ahora por qué le costó tanto meditar?
- Sí, creo que sí.
- Ninguna persona sensible puede sustraerse a las vibraciones que animan la nave, pero se puede aprender a vivir con ellas, y hallar nueva fuerza a la vez. Naturalmente, siempre tiene la opción de abandonar la nave.
El viejo miró pensativamente al tercer oficial, algo triste por la fugaz belleza de la juventud. Se fijó en el pelo rubio dorado, los ojos celestes, en el ferviente enfrentamiento y la toma de conciencia del problema de la vida, y recordó la época cuando él había sido joven y vigoroso, no lamentando el paso de los años, sino con la eterna fascinación que le producía contemplar el proceso de la vida, del que formaba parte.
- No creo que abandone la nave, señor - dijo el tercer oficial después de un momento.
- Yo tampoco lo creo. - El consejero se puso de pie. Era un hombre alto y erguido. La bata azul le colgaba de los hombros, huesudos y anchos. Era alto, como todas las personas negras que habitan los planetas de las constelaciones Rebus y Alma -. Vamos - dijo al muchacho -, ya analizaremos esto con más detenimiento. Y recuerde, tercer oficial, que no tenemos alternativa. Se trata de un factor genético, y si no hubiéramos aislado a esta pobre gente, toda la galaxia se habría contagiado.
El tercer oficial abrió la puerta, dejó pasar al consejero y lo siguió por el corredor hasta uno de los ascensores. En el camino se cruzaron con otros integrantes de la tripulación, hombres y mujeres, blancos, negros, amarillos y morenos, y todos saludaron con respeto al consejero. Se detuvieron en la puerta del ascensor, y cuando se abrió una puerta, entraron. El capitán de la nave salía del mismo ascensor, y retuvo la puerta un momento para decirle al consejero que se le veía muy bien. El capitán era una mujer.
- Gracias, capitán. Éste es el tercer oficial cadete. Hace sólo tres días que está con nosotros.
El tercer oficial no había visto al capitán hasta ese momento, y se impresionó por la gracia y belleza de la mujer. Parecía tener unos cincuenta y tantos años, era de piel amarilla con negros ojos rasgados y pelo negro, apenas canos. Usaba la bata blanca de seda, símbolo de mando, y saludó con amabilidad al tercer oficial, haciéndolo sentir necesario e importante.
- Estuvimos hablando de Cephes 5 - le explicó el consejero -. Ahora lo llevo a la cámara de sueño.
- Está en buenas manos - dijo el capitán.
El ascensor descendió hasta las profundidades de la inmensa nave, se detuvo, y se abrió la puerta. El tercer oficial siguió al consejero hasta que llegaron a una sala larga y ancha que a primera vista lo dejó sin aliento, anonadado. Era un lugar como una inmensa morgue donde había por lo menos quinientas personas que dormían en camas cuchetas. Había hombres y mujeres, y también niños, algunos de tan sólo diez o doce años, ninguno de más de veinte, personas de todas las razas de la galaxia. Dormidos no había nada que los distinguiera de las personas normales.
El tercer oficial empezó a hablar en voz baja.
- No es necesario - dijo el consejero -. No se pueden despertar hasta que nosotros no los despertemos.
El viejo condujo al joven a lo largo de la extensa hilera de camas hasta el fin de la cámara donde, detrás de una pared de vidrio, había un grupo de hombres y mujeres vestidos de blanco trabajando alrededor de una mesa sobre la que estaba extendido un hombre. En la cabeza tenía una cinta de la que salían alambres, y en la parte de atrás del recinto había máquinas.
- Les bloqueamos la memoria - explicó el consejero -. Eso lo podemos hacer. Después les damos nuevos recuerdos. Es un procedimiento muy complejo. No se van a acordar de ninguna existencia antes de Cephes 5, y se sentirán completamente orientados hacia Cephes 5 y a las costumbres del lugar.
- ¿Los dejan allí, simplemente?
- Oh no, claro que no. Tenemos nuestras agencias en Cephes 5. Hace muchísimos años que las tenemos. Hacer que estas personas se acostumbren a la vida de Cephes 5 es un proceso muy delicado e importante. Si los habitantes de Cephes 5 lo descubrieran, las consecuencias serían trágicas para ellos. Pero hay muy pocas probabilidades de que eso ocurra. Es casi imposible, en realidad.
- ¿Por qué?
- Porque la estructura de la vida en Cephes 5 gira alrededor de la formación del ego. Todas las personas del planeta se pasan la vida creando un ego que subjetivamente los coloca en el centro del universo. Esta estructura del ego es lo más importante de la enfermedad, porque dependiendo de la enfermedad que crea el ego, cada individuo forma en su mente un superhombre antropomórfico al que llama Dios y que le da el derecho de matar.
- Me parece que no entiendo - dijo el tercer oficial.
- Ya lo entenderá. Basta con aceptar el hecho de que los habitantes de Cephes 5 colocan a su planeta y a sí mismos en el centro del universo, y luego estructuran su vida de manera tal que no surja ninguna duda en ese respecto. De esa manera hemos podido continuar el proceso todos estos años. Se niegan incluso a considerar el hecho de que pueda haber vida en otros planetas del universo.
- ¿Así que no lo saben?
- No, no lo saben.
Se quedaron allí un momento. El tercer oficial observaba lo que sucedía del otro lado del panel de vidrio, sintiéndose cada vez más incómodo. Luego el consejero le tocó el hombro y le dijo:
- Suficiente. Hasta cuando duermen piensan y sueñan, y usted es demasiado nuevo en esto como para poder estar expuesto a sus vibraciones durante mucho tiempo. Venga, vamos a otra parte, sentémonos a contemplar el universo y a charlar un rato hasta que nos tranquilicemos.
En el cuarto de contemplación, teniendo la gloria brillante y grandiosa de las estrellas frente a él y la presencia reconfortante del consejero a su lado, el tercer oficial logró tranquilizarse y comenzó a pensar en lo que había visto. Se dio cuenta de que estaba lleno de compasión, presa de una enorme tristeza, y le habló de ello al viejo.
- Es normal - dijo el consejero.
- ¿Qué hacen en Cephes 5? - preguntó.
- Matan.
- ¿Está vacío el planeta?
- No. Estas pobres criaturas dementes conocen cuál es su función, que es asesinar, y colocan esa función por encima de todo. Por eso se reproducen como nadie en el universo, aumentando su población constantemente, así que aunque aumenten las muertes, siempre la reproduccion es mayor.
- ¿Tienen una inteligencia normal?
- Son muy inteligentes, pero la inteligencia no les sirve de mucho. El gran obstáculo es su ego.
- ¿Cómo pueden ser inteligentes y continuar asesinando?
- Porque su inteligencia está dirigida a un solo fin: asesinar a sus semejantes. Como ya le dije, son locos.
- Pero, si son inteligentes, ¿no idearán alguna forma de desplazarse en el espacio?
- Oh, sí. Ya lo han hecho, con cohetes muy primitivos. Pero elegimos Cephes 5 originariamente porque es el planeta habitable que queda más lejos del centro de la galaxia, a casi cuarenta años luz de cualquier otro planeta habitable. Se desplazarán a través del espacio, sí, pero el problema de curvar el espacio y de trasladarse a una velocidad mayor que la de la luz son problemas que el hombre sólo puede solucionar dentro de sí.
El tercer oficial permaneció sentado en silencio durante algún tiempo, y luego preguntó:
- ¿Sufren mucho?
- Temo que sí.
- ¿Hay esperanzas para ellos?
- Siempre hay esperanzas - contestó el viejo.
- En nuestra tabla de planetas lo llamamos Cephes 5 - dijo el tercer oficial -. Pero cada planeta tiene un nombre local. ¿Cómo lo llaman ellos?
- Lo llaman la Tierra - dijo el viejo.
FIN
Harry Harrison - LA BATALLA FINAL
Por la noche, después de recoger los restos de la cena, no había nada que nos gustase más a los niños que sentarnos alrededor del fuego mientras Padre nos contaba una historia.
Dirás que suena ridículo, o anticuado, con todos los medios de entretenimiento modernos que existen, pero ¿te olvidas de ello si yo sonrío indulgentemente?
Tengo dieciocho años y, de muchas variadas formas, he dejado algunas niñadas detrás mío. Pero Padre es un orador y su voz despide un mágico aliento que aún me engancha, y, para ser sincero, eso me fascina. Incluso si pensamos que ganamos la Guerra, perdimos bastante en el proceso, y allá afuera hay un mundo cruel e ingrato. Seguiré siendo joven todo lo más que pueda.
- Cuéntanos acerca de la batalla final - era lo que por lo general decían los niños, y ésta es la historia que él, por lo general, contaba. Es una historia terrible, incluso sabiendo que ya todo ha acabado, pero no hay nada como un buen escalofrío recorriendo arriba y abajo tu espina dorsal antes de irte a dormir.
Padre tomó una cerveza, la sorbió pausadamente, y luego sacudió los restos de espuma del bigote con un dedo. Era la señal de que iba a comenzar.
- La guerra es el infierno, no lo olvidéis - dijo, y los dos más pequeños rieron entre dientes porque les podían lavar la boca con jabón si ellos decían la palabra.
- La guerra es el infierno, siempre ha sido así, y el único motivo por el cual os cuento esta historia es porque nunca os lo haré olvidar. Luchamos la batalla final de la última guerra, y gran cantidad de hombres buenos murieron para alcanzar la victoria, y es por eso que siempre os lo recordaré. Si ellos tuvieron alguna razón para morir, era para que vosotros pudierais vivir. Y nunca, jamás, tener que luchar en una guerra otra vez.
- En primer lugar, abandonad la idea de que hay algo noble o maravilloso en una batalla. No lo hay. Es un mito que ha estado agonizando por mucho tiempo y probablemente se trate de datos procedentes de la prehistoria, cuando la guerra era un sencillo combate mano a mano, ejecutado a la entrada de una caverna mientras un hombre defendía su hogar de un extraño. Esos días han pasado hace mucho, y lo que era bueno para el individuo puede significar la muerte para la comunidad civilizada. Supuso la muerte para ellos, ¿no es así?
Los ojos serios y enormes de Padre se lanzaron a través de todo el círculo de rostros expectantes, pero ni uno de ellos se enfrentó a su mirada. Por alguna razón, nosotros nos sentíamos culpables, pese a que muchos ni siquiera habíamos nacido cuando la guerra.
- Ganamos la guerra, pero en verdad no es una victoria si no aprendemos una lección de ello. El otro bando pudo descubrir primero el Arma Definitiva, y si ellos la hubiesen tenido nosotros seríamos los que habríamos muerto y desaparecido, y eso no debéis olvidarlo nunca. Sólo un azar histórico preservó nuestra cultura y destruyó la de ellos. Si este accidente del destino puede poseer algún significado para nosotros, debe ser que aprendimos un poco de humildad. No somos dioses ni somos perfectos... y debemos abandonar el combate como medio de dirimir las diferencias humanas. Yo estuve allí y ayudé a matarlos y sé de lo que hablo.
Después de esto viene el momento que estamos esperando y todos contenemos el aliento, expectantes.
- Aquí está - dice Padre, poniéndose en pie y extendiéndose a lo largo de toda la pared -. Esta es, el arma que hace llover la muerte a distancia, el Arma Definitiva.
Padre blande el arco sobre su cabeza, suscitando una dramática figura a la luz del fuego, su sombra alargándose por la cueva y sobre la pared. Incluso el niño más pequeño deja de rascarse las pulgas bajo las pieles que nos cubren y espera, embobado.
- El hombre con la cachiporra, el cuchillo de piedra o la lanza nada puede contra el arco. Ganamos nuestra guerra y debemos usar este arma sólo para la paz, matar el alce y el mamut. Ese es nuestro futuro.
Sonríe mientras cuelga cuidadosamente el arco de regreso a su soporte.
- El desempeño de una guerra es demasiado terrible ahora. La era de la paz perpetua ha comenzado.
FIN
J.G. Ballard - EL ASTRONAUTA MUERTO
Cabo Kennedy y sus enormes instalaciones erigidas sobre las dunas ya no eran ahora más que un mausoleo. La arena había sepultado el Banana River y todos sus riachuelos, convirtiendo el antiguo complejo espacial en un desierto pantanoso lleno de islas de hormigón cuarteado. Durante el verano los cazadores se emboscaban entre los restos de los desmantelados vehículos de servicio, pero cuando nosotros llegamos, Judith y yo, era principios de noviembre y no había ni un alma. Tras Cocoa Beach, donde aparqué el coche, los moteles en ruinas desaparecían a medias bajo la vegetación salvaje. Las rampas de lanzamiento apuntaban hacia el atardecer, como los oxidados grafismos de una extraña álgebra celeste.
- La verja de entrada está a ochocientos metros ahí delante - dije -. Esperaremos aquí hasta que se haga de noche. ¿Te sientes mejor?
Judith contemplaba en silencio la enorme nube de color rojo cereza en forma de embudo que parecía estar arrastrando consigo al muriente día hacia el otro lado del horizonte. El día anterior, en Tampa, había sufrido un momentáneo desvanecimiento sin ninguna causa aparente.
- ¿Y el dinero? - dijo de pronto -. Quizá nos pidan más, ahora que estamos aquí.
- ¿Más de cinco mil dólares? No, es suficiente. Los cazadores de reliquias son una especie en vías de extinción. Cabo Kennedy ya no interesa a nadie. ¿Qué te ocurre? - estaba tironeando nerviosamente con sus afilados dedos las solapas de su chaquetón de ante.
- Bueno, es que, pienso... quizás hubiera tenido que vestirme de negro.
- ¿Por qué? Esto no es un entierro, Judith. Vamos, hace veinte años que Robert está muerto. Sé lo que representaba para nosotros, pero...
Ella miraba fijamente los destrozados neumáticos y los restos de los coches abandonados. Sus ojos claros parecían tranquilos en su tenso rostro.
- ¿Pero es que no lo comprendes, Philip? - murmuró -. Vuelve. Es preciso que alguien esté ahí esperándolo. Los servicios efectuados en su memoria ante el aparato de radio no fueron más que una farsa atroz. ¿Imaginas el shock que hubiera recibido el pastor si Robert le hubiera respondido? Ahora, aquí, tendría que haber todo un comité de recepción esperándole, en lugar de solo nosotros dos en medio de toda esta ruina.
- Judith - dije, con voz más firme -, podría haber un comité de recepción... si le dijéramos a la NASA lo que sabemos. Sus restos serían inhumados en la cripta de la NASA en el cementerio militar de Arlington, habría toda una ceremonia, quizás incluso asistiera el propio presidente. Aún estamos a tiempo.
Esperé, pero ella no dijo nada. Miraba con ojos fijos cómo la verja de entrada se diluía en el cielo nocturno. Quince años antes, cuando el astronauta muerto, girando en órbita en torno a la Tierra en el interior de su calcinada cápsula, fue cayendo lentamente en el olvido, Judith se había erigido en un firme comité de recuerdo. Quizá dentro de algunos días, cuando tuviera por fin entre sus manos los restos de lo que había sido Robert Hamilton, se viera libre por fin de su obsesión.
- ¡Philip! - dijo de pronto -. Allá arriba. ¿Acaso es...?
Al oeste, arriba en el cielo, entre Cefeo y Casiopea, un punto luminoso avanzaba hacia nosotros como una estrella errante en busca de su zodíaco. Unos minutos después paso por encima de nuestras cabezas, una débil baliza parpadeante entre los cirros que coronaban el mar.
- Lo es, Judith. - Le mostré los horarios de trayectorias que había anotado en mi bloc -. Los cazadores de reliquias calculan mejor las órbitas que cruzan el cielo que cualquier ordenador. Debe hacer años que observan sus pasos.
- ¿Quién va en ella?
- Una cosmonauta rusa, Valentina Prokrovna. Fue lanzada hace veinticinco años desde una base de los Urales para instalar un repetidor de televisión.
- ¿De televisión? Espero que los espectadores hayan disfrutado con los programas.
La crueldad de aquella observación, dicha mientras Judith descendía del coche, me hizo pensar de nuevo en las verdaderas razones que habían empujado a Judith a realizar el viaje hasta Cabo Kennedy. Seguí con la mirada la cápsula de la muerta hasta que se desvaneció sobre el Atlántico en sombras, emocionado una vez más ante el trágico pero sereno espectáculo de aquellos viajeros fantasmas regresando al cabo de tantos años, rechazados por las mareas del espacio. Lo único que conocía de aquella rusa, además de su nombre, era su clave: Gaviota. Sin embargo, sin saber exactamente la razón, me sentía contento de estar allí en el momento de su regreso. Judith, por el contrario, no experimentaba nada de aquello. A lo largo de todos aquellos años había permanecido sentada en el jardín, en el frescor del anochecer, demasiado cansada para subir a la habitación y acostarse, sin preocuparse más que de uno solo de los doce astronautas muertos que orbitaban en el cielo.
Aguardó, de espaldas al mar, mientras yo metía el coche en un garaje abandonado, a cincuenta metros de la carretera. Tomé las dos maletas del capó. Una de ellas, la más ligera, contenía nuestras cosas. La otra, forrada interiormente con una chapa metálica, provista de doble asa y con correas de refuerzo, estaba vacía.
Avanzamos en dirección a la verja metálica, como dos viajeros retrasados llegando a una ciudad abandonada desde hace mucho.
Hace veinte años que los últimos cohetes abandonaron los silos de lanzamiento de Cabo Kennedy. Por aquel entonces la NASA nos había transferido - yo era programador de vuelos - al gran complejo espacial planetario de Nuevo Méjico. Poco después de nuestra llegada conocimos a uno de los astronautas que se entrenaban allí, Robert Hamilton. Han pasado dos decenios desde entonces, y lo único que recuerdo de aquel muchacho exquisitamente educado es su penetrante mirada y su tez albina. Tenía los mismos ojos claros y los mismos cabellos opalinos que Judith, y la misma frialdad de comportamiento, casi ártica. Intimamos durante apenas seis semanas. Judith se había sentido atraída por él, un capricho pasajero nacido de esas confusas pulsiones sexuales que las mujeres jóvenes y convenientemente educadas expresan de la misma ingenua y típica manera; viéndoles juntos en la piscina o jugando al tenis, no era irritación lo que sentía, sino más bien aprensión ante la idea de que, para ella, todo aquello no era más que una efímera ilusión.
Y un año más tarde, Robert Hamilton estaba muerto. Había vuelto a Cabo Kennedy para efectuar uno de los últimos lanzamientos militares antes de que el lugar fuera cerrado. Tres horas después del lanzamiento, su cápsula había entrado en colisión con un meteorito que había averiado irrecuperablemente el sistema de distribución de oxígeno. Vivió todavía cinco horas gracias a su traje. Aunque tranquilos al principio, sus mensajes por radio fueron haciéndose más y más frenéticos hasta convertirse al final en un galimatías incoherente. Ni Judith ni yo fuimos autorizados a escucharlos.
Una docena de astronautas habían muerto accidentalmente en órbita, y sus cápsulas seguían girando en torno a la Tierra como las estrellas de una nueva constelación. Al principio, Judith no se mostró tan traumatizada, pero más tarde, tras su aborto, la imagen del astronauta muerto girando en el cielo por encima de nuestras cabezas empezó a obsesionarla. Durante horas permanecía con los ojos fijos en el reloj de la habitación, como si estuviera aguardando algo.
Cinco años más tarde, cuando presenté mi dimisión de la NASA, acudimos por primera vez a Cabo Kennedy. Algunas unidades militares custodiaban todavía las desmanteladas instalaciones, pero la antigua base de lanzamiento había sido convertida ya en cementerio de satélites. A medida que iban perdiendo su velocidad orbital, las cápsulas muertas eran llamadas de nuevo por las radiobalizas. Además de los americanos, los satélites rusos y franceses lanzados en el marco de los proyectos espaciales conjuntos euro-americanos regresaban a Cabo Kennedy, y las cápsulas carbonizadas se estrellaban contra el resquebrajado cemento.
Y entonces surgían los cazadores de reliquias, hurgando entre la requemada maleza en busca de los tableros de control, los trajes espaciales y, lo más valioso de todo, los cadáveres momificados de los astronautas.
Esos renegridos fragmentos de tibias y de clavículas, de rótulas y de costillas, reliquias únicas de la era del espacio, eran tan preciosos como los huesos de los santos en la Edad Media. Tras los primeros accidentes mortales en el espacio, la opinión pública había desatado una campaña para que aquellos ataúdes orbitales fueran atraídos de nuevo a la Tierra. Desgraciadamente, cuando un cohete lunar se estrelló en el desierto de Kalahari, los indígenas penetraron en él, tomaron a los astronautas por dioses, cortaron cuatro pares de manos y desaparecieron entre los matorrales. Fueron necesarios dos años para hallarlos. Después de lo cual se deja que las cápsulas orbiten y se consuman hasta el momento en que efectúan la reentrada por sus medios naturales.
Los vestigios que sobreviven al brutal aterrizaje en el cementerio de satélites son recuperados por los cazadores de reliquias de Cabo Kennedy. Esos nómadas viven allí desde hace años, acampando en los cementerios de coches y en los moteles abandonados, arrebatando sus iconos en las propias narices de los guardianes que patrullan por las pistas de cemento. A principios de octubre, cuando un antiguo compañero de la NASA me comunicó que el satélite de Robert Hamilton había entrado en su fase de inestabilidad, me dirigí a Tampa y empecé a informarme del precio que iba a costarme la compra de sus despojos. Cinco mil dólares para lograr que su fantasma fuera depositado por fin bajo tierra y dejara de atormentar el espíritu de Judith no era caro.
Franqueamos la verja a ochocientos metros de la carretera. Las dunas habían aplastado en algunos lugares aquella cerca de seis metros de altura, y la maleza crecía por entre el enrejado. No lejos de nosotros se divisaba la entrada que, más allá de un semiderruido puesto de guardia, se dividía en dos caminos pavimentados que partían en direcciones opuestas. Cuando llegamos al lugar de la cita, los faros de los semitractores de los guardianes iluminaron el lado de la playa.
Cinco minutos más tarde un hombre bajo de piel curtida surgió de un coche medio sepultado en la arena, a cincuenta metros de nosotros, y avanzó con la cabeza baja.
- ¿Señor y señora Groves? - preguntó. Hizo una pausa para estudiarnos atentamente, antes de presentarse a sí mismo en forma lacónica -: Quinton. Sam Quinton.
Nos estrechamos las manos. Sus dedos parecidos a garras, palparon mis muñecas y mis antebrazos. Su afilada nariz dibujaba círculos en el aire. Tenía los ojos huidizos de un pájaro, unos ojos que escrutaban incesantemente las dunas y la vegetación. Un cinturón militar mantenía en su sitio su remendado pantalón de terciopelo. Agitaba las manos como si dirigiera una orquesta de cámara oculta tras las arenosas colinas, y observé las profundas cicatrices que surcaban sus palmas, como pálidas estrellas en la noche.
Por un momento, pareció inquieto y como casi sin deseos de continuar. Luego, con un gesto brusco, se giró y avanzó a buen paso entre las dunas, mientras nosotros trastabillábamos tras él, sin que pareciera preocuparle lo más mínimo. Al cabo de una media hora llegamos a una especie de depresión cercana a una instalación transformadora de amoníaco. Tanto Judith como yo estábamos agotados de transportar las maletas por en medio de todos aquellos montones de neumáticos de desecho y piezas metálicas oxidadas.
Algunos bungalows, edificados originalmente junto a la playa, habían sido transportados al interior de una hoya. Su equilibrio era más bien precario debido a la pendiente, y sus paredes exteriores estaban adornadas con cortinas y papeles estampados.
La hoya estaba llena de material espacial recuperado: elementos de cápsulas, protectores térmicos, antenas, fundas de paracaídas. Dos hombres de rostro pálido, vestidos con monos, estaban sentados en un asiento trasero de coche, junto a la abollada carcasa de un satélite meteorológico. El de más edad de los dos llevaba un rajado casco de aviador hundido hasta los ojos, y sus manos llenas de cicatrices pulían el visor de un casco espacial. El más joven, cuya boca permanecía oculta por una pequeña pero espesa barba, miró como nos acercábamos con la misma fría e indiferente mirada de un empresario de pompas fúnebres.
Entramos en la mayor de las cabañas, dos habitaciones construidas a partir de uno de los bungalows de la playa. Quinton encendió una lámpara de petróleo y, haciendo un gesto vago hacia el deteriorado interior, murmuró sin excesiva convicción:
- Estarán bien aquí. - Al ver la expresión visiblemente disgustada de Judith, añadió -: Bueno, no tenemos demasiados visitantes, ¿saben?
Dejé nuestro equipaje sobre la cama metálica. Judith se dirigió a la cocina, y Quinton señaló la maleta vacía.
- ¿Están ahí?
Saqué del bolsillo dos fajos de billetes de a cien dólares y se los tendí.
- La maleta es... para los restos. ¿Es lo bastante grande?
Me miró, a la rojiza claridad de la lámpara de petróleo, como si nuestra presencia allí le desconcertara.
- Hubiera podido ahorrarse toda esta molestia, señor Groves. Hace un montón de tiempo que están ahí arriba, ¿sabe? Después del impacto... - una misteriosa razón le hizo dirigir una mirada fugaz a Judith -... una caja de las usadas para guardar las piezas de un juego de ajedrez hubiera bastado.
Cuando se fue, me reuní con Judith en la cocina. De pie ante el hornillo, con las manos apoyadas sobre una caja de latas de conserva, estaba mirando a través de la ventana todos aquellos detritus del cielo donde Robert Hamilton seguía girando todavía. Tuve la fugitiva sensación de que toda la tierra estaba recubierto de detritus, y que era precisamente allí, en Cabo Kennedy, donde habíamos hallado por fin la fuente.
Apoyé mis manos en sus hombros.
- ¿Por qué todo esto, Judith? ¿Por qué no regresamos a Tampa? Lo único que tendríamos que hacer sería volver otra vez dentro de diez días, cuando ya todo hubiera terminado...
Se giró y frotó su chaqueta de ante, como si quisiera borrar la huella dejada por mis manos.
- Quiero estar aquí, Philip. Por penoso que sea. ¿Acaso no puedes comprenderlo?
A medianoche, cuando terminé de preparar nuestra parca cena, ella estaba de pie en lo alto de la pared de hormigón del silo de fermentación. Los tres cazadores de restos, sentados sobre el asiento trasero de coche, la contemplaban sin moverse, con sus manos llenas de cicatrices parecidas a llamas en medio de la noche.
A las tres de la madrugada, mientras permanecíamos tendidos en la estrecha cama, inmóviles, sin dormir, Valentina Prokrovna regresó del cielo. Realizó su última vuelta en un esplendoroso catafalco de aluminio incandescente de casi trescientos metros de longitud. Cuando salí, los cazadores de reliquias ya no estaban allí. Los vi correr entre las dunas, saltando como liebres por encima de los neumáticos viejos y de la chatarra.
Volví a entrar en la habitación.
- Está llegando, Judith. ¿Quieres verla?
Con sus rubios cabellos sujetos con un pañuelo blanco, tendida boca arriba sobre la cama, contemplaba fijamente el resquebrajado yeso del techo. Poco después de las cuatro, mientras yo permanecía sentado a su lado, un resplandor fosforescente inundó la hoya. A lo lejos resonaron una serie de explosiones que atronaron a lo largo de la muralla de dunas. Se encendieron algunos proyectores, seguidos por el estruendo de motores y sirenas.
Los cazadores de reliquias regresaron al amanecer, con sus destrozadas manos envueltas en vendajes hechos a toda prisa, arrastrando su botín.
Tras aquel melancólico ensayo general, Judith pareció ser presa de una febril actividad tan inesperada como repentina. Como si preparara la casa para alguna visita, colgó las cortinas y barrió las dos habitaciones con un meticuloso cuidado. Incluso le pidió a Quinton un producto para abrillantar el suelo. Durante horas, sentada frente al tocador, cepillaba sus cabellos, probando uno tras otro nuevos peinados. La observé varias veces palpando sus hundidas mejillas, como buscando en ellas los contornos de un rostro que había desaparecido hacía veinte años. Cuando hablaba de Robert Hamilton, parecía tener miedo de parecerle demasiado vieja. En otras ocasiones lo evocaba como si él fuese un niño, el hijo que no habíamos podido tener tras su aborto. Aquellos papeles contrapuestos se iban encadenando como las peripecias de un psicodrama íntimo. Sin embargo, y sin saberlo, ambos utilizábamos a Robert Hamilton desde hacía años, cada uno por distintas razones personales. Esperando su regreso con la certeza de que, después, Judith ya no tendría a nadie más hacia quien volverse excepto a mí, yo esperaba y callaba.
Durante todo aquel tiempo, los cazadores de reliquias trabajaban sobre los restos de la cápsula de Valentina Prokrovna: la deformada porcelana térmica, el chasis de la unidad telemétrica, varias cajas de película en las que había quedado registrada la colisión y la muerte de la cosmonauta (si la película estaba intacta, recibirían elevados precios por ellas: los cines clandestinos de Los Angeles, Londres y Moscú se disputarían aquellas imágenes de violencia y horror que crisparían a sus públicos). Al pasar ante la cabina adyacente a la nuestra, vi un plateado traje espacial desgarrado cuidadosamente extendido sobre dos asientos de coche. Quinton y sus compañeros, con los brazos metidos en las mangas y las perneras de la escafandra, me miraron con una expresión extática en sus ojos.
Una hora antes del amanecer fui despertado por el ruido de motores procedentes de la playa. Los tres cazadores de reliquias estaban escondidos tras el silo, con sus crispados rostros iluminados por sus lámparas frontales. Un largo convoy de camiones y de semitractores evolucionaba por el área de lanzamiento. Algunos soldados saltaron de sus vehículos y empezaron a descargar tiendas y material.
- ¿Qué están haciendo? - le pregunté a Quinton -. ¿Acaso nos están buscando?
El hombre colocó una costurada mano formando visera sobre sus ojos.
- Es el ejército - dijo con voz insegura -. Quizás estén de maniobras. Es la primera vez que veo al ejército aquí.
- ¿Y Hamilton? - murmuré, aferrando su descarnado brazo -. ¿Está seguro de que...?
Me apartó con un gesto irritado que revelaba su inquietud.
- Seremos los primeros, no se preocupe. Va a llegar antes de lo que ellos creen.
Como profetizara Quinton, Robert Hamilton emprendió su último descenso dos noches más tarde. Lo vimos surgir de entre las estrellas y efectuar su última pasada. Reflejado miles de veces en los cristales de los coches apilados, su cápsula llameó entre la vegetación que nos rodeaba. Una difusa estela plateada dejó un fantasmagórico rastro a su paso.
Se produjo una repentina y febril actividad en el campamento militar. Los haces luminosos de los faros se entrecruzaron sobre las pistas de hormigón. En contra de la opinión de Quinton, yo había comprendido que no se trataba de maniobras, sino que los soldados estaban allí preparándose para el aterrizaje de la cápsula de Robert Hamilton. Una docena de semitractores patrullaban entre las dunas, incendiando los bungalows abandonados y aplastando las viejas carcazas de los automóviles. Equipos especializados reparaban la verja y reemplazaban los elementos de señalización desmantelados por los cazadores de reliquias.
Robert Hamilton apareció por última vez un poco después de medianoche, a una elevación de 42 grados noroeste, entre la Lira y Hércules. Judith se levantó de un salto y lanzó un grito. Al mismo instante, un gigantesco dardo de claridad desgarró el cielo. El deslumbrante halo que no dejaba de aumentar de tamaño se precipitaba sobre nosotros como un gigantesco cohete luminoso, mostrando el paisaje hasta sus más mínimos detalles.
- ¡Señora Groves! - Quinton se lanzó sobre Judith, que echaba a correr hacia el satélite en caída libre, y la tiró de bruces al suelo. A trescientos metros, en la cúspide de una duna, se erguía la aislada silueta de un semitractor; el llamear del meteoro ahogaba sus luces de posición.
La cápsula incandescente, el ataúd del astronauta muerto, pasó sobre nuestras cabezas con un sordo y metálico suspiro, haciendo llover gotas de metal derretido. Al cabo de unos segundos, mientras yo me protegía los ojos, una columna de arena surgió tras de mí, y un chorro de polvo se elevó hacia el cielo en medio de la noche, como un inmenso espectro hecho de huesos pulverizados. El sonido del impacto repercutió de duna en duna. Cerca de las rampas se elevaron llamaradas allá donde caían fragmentos de la cápsula. Un sudario de gases fosforescentes flotaba centelleando en el aire.
Judith corría a toda velocidad, pisándoles los talones a los cazadores de reliquias, cuyas luces zigzagueaban. Cuando los alcancé, los últimos braseros provocados por la explosión morían entre las instalaciones. La cápsula había aterrizado al lado de las antiguas rampas del cohete Atlas, excavando un pozo poco profundo de unos cincuenta metros de diámetro, cuyas paredes estaban sembradas de puntos de luz que brillaban como ojos que se fueran cerrando lentamente. Judith corría en todos sentidos, escarbando entre los restos de metal aún incandescentes.
Alguien me empujó. Quinton y sus hombres, con sus requemadas manos cubiertas de cenizas calientes, me rebasaron. Corrían como locos, con una luz salvaje brillando en sus ojos. Mientras nos alejábamos a toda velocidad de los proyectores que taladraban las tinieblas, me giré hacia la playa. Una pálida luminosidad plateada envolvía las instalaciones. Aquella nube resplandeciente fue arrastrada hacia lo lejos, como un fantasma moribundo, en dirección al mar.
Al amanecer, mientras los motores gruñían y resoplaban entre las dunas, recogimos los restos de Robert Hamilton.
Quinton entró en nuestra casa y me tendió una caja de zapatos. Judith, en la cocina, se secó las manos con un pañuelo.
Tomé la caja.
- ¿Es todo lo que han encontrado?
- Es todo lo que había. Si quiere puede ir a mirar usted mismo.
- Está bien. Nos iremos dentro de media hora.
Agitó la cabeza.
- Imposible. Están por todas partes. Si se mueven nos descubrirán.
Esperó a que yo alzara la tapa de la caja, hizo una mueca, y salió al exterior.
Nos quedamos allí otros cuatro días. El ejército rastreaba las dunas. Día y noche, los semitractores cruzaban entre los bungalows y los coches abandonados. En una ocasión, mientras espiaba la danza de vehículos desde detrás de una torre de aguas, un semitractor y dos jeeps llegaron a menos de cuatrocientos metros de nuestra hoya. Sólo el olor de los silos de sedimentación y el mal estado de las calzadas de hormigón les impidieron acercarse más.
Durante todo aquel tiempo, Judith permaneció sentada en la habitación, con la caja de cartón posada sobre su regazo. No decía nada. Como si ni yo ni el basurero de Cabo Kennedy le interesáramos ya. Se peinaba con gestos mecánicos, se maquillaba y volvía a maquillarse una y otra vez, incansablemente.
Al segundo día, me reuní con ella tras ayudar a Quinton a enterrar sus cabañas en la arena hasta las ventanas. Estaba de pie junto a la mesa.
La caja estaba abierta. En medio de la mesa estaban apilados una serie de bastoncillos carbonizados, como si hubiera estado intentando encender un fuego. Comprendí bruscamente que así había sido. Mientras removía las cenizas con sus dedos, vi asomar un fragmento de caja torácica, una mano y una clavícula.
Ella me miró con aire aturdido.
- Están negros - dijo.
La tomé en brazos y la obligué a tenderse en la cama. Me tendí a su lado. Fragmentos de órdenes amplificadas por los altavoces y cuyo eco era retransmitido por las dunas golpeaban contra los cristales.
- Ahora podemos irnos - dijo Judith cuando la columna de soldados se hubo alejado.
- Un poco más tarde, cuando ya no haya nadie - dije yo -. ¿Qué hacemos con esto?
- Enterrarlo. En cualquier lugar, ya no tiene importancia.
Parecía haber recuperado finalmente la tranquilidad. Me dedicó una breve sonrisa, como admitiendo que aquella macabra comedia por fin había terminado.
Sin embargo, una vez hube colocado de nuevo los huesos en la caja de zapatos y recuperado las cenizas de Robert Hamilton con ayuda de una cucharilla de postre, tomó de nuevo la caja de cartón y se la llevó a la cocina cuando fue a preparar la cena.
La enfermedad apareció al tercer día.
Tras una larga y agitada noche, encontré a Judith peinándose ante el espejo. Tenía la boca abierta, como si sus labios estuvieran impregnados de ácido. Cuando se sacudió la falda para eliminar los cabellos que habían caído en ella me sorprendí ante la leprosa blancura de su rostro.
Me levanté a duras penas, me dirigí pesadamente a la cocina, y me quedé contemplando el pote lleno de café frío. Sentía un cansancio indefinible, parecía como si mis huesos se hubieran reblandecido, estaba extenuado. Mi cuello y hombros estaban llenos de cabellos.
Judith se acercó a mí con paso vacilante.
- Philip... ¿Te encuentras mal?... ¿Qué es esto?
- El agua - murmuré. Vacié el café en la fregadera y me apreté la garganta -. Debe estar contaminada.
- ¿Podemos irnos ya? - Se llevó una mano a la frente y, con sus uñas quebradizas, se arrancó un mechón de cabellos color ceniza -. ¡Philip! ¡Por el amor del cielo! ¡Se me está cayendo todo el cabello!
Ambos nos sentíamos incapaces de comer nada. Tras forzarme a tragar un poco de carne fría, tuve que salir a vomitar fuera de la cabaña.
Quinton y sus hombres estaban agachados junto al silo. Me acerqué a ellos y tuve que apoyarme contra la carcasa del satélite meteorológico para mantener el equilibrio. Quinton se acercó a mí. Cuando le dije que era probable que los depósitos de agua estuvieran contaminados, sus acerados e inquietos ojos de pájaro se me quedaron mirando fijamente.
Una hora más tarde se habían ido todos.
A la mañana siguiente, nuestro último día en aquel lugar, nuestro estado empeoró. Judith, temblando bajo su chaqueta de ante, permaneció tendida en la cama, con la caja de zapatos sujeta entre sus brazos. Yo pasé horas enteras buscando agua potable en los bungalows. Mi agotamiento era tal que tuve que trabajar lo indecible para alcanzar el borde opuesto de la hoya. Las patrullas militares no habían estado nunca tan cerca. Podía oír el sonido de los semitractores cuando cambiaban de marcha. Los ladridos de los altavoces martilleaban mi cráneo como puños de acero.
Mientras miraba a Judith a través de la puerta abierta, algunas palabras llegaron hasta mi conciencia:
- ...zona contaminada... evacúen... radiactividad...
Fui junto a Judith y le arranqué la caja de las manos.
- Philip... - me miró con expresión abatida -. Devuélvemela...
Su rostro era una máscara abotagada. Manchas lívidas marcaban sus muñecas. Su mano izquierda se tendió hacia mí como la garra de un cadáver.
Agité rabiosamente la caja. En su interior, los huesos entrechocaron.
- ¡Maldita sea, es esto! ¿No comprendes... no comprendes por qué estamos enfermos?
- ¿Dónde están los demás, Philip? El viejo, los otros... Ve a buscarlos... Diles que nos ayuden.
- Se han ido. Ayer. Ya te lo dije.
Dejé caer la caja de cartón sobre la mesa. La tapa se abrió, dejando escapar un fragmento de caja torácica. Las costillas parecían un manojo de ramas secas.
- Quinton sabía qué era lo que pasaba. El porqué el ejército estaba aquí. Intentó prevenirnos.
- ¿Qué quieres decir? - Se irguió. Parecía como si tuviera que esforzarse para mantener su visión clara -. No hay que dejarles que se lleven a Robert. Entiérralo en cualquier parte. Ya vendremos a buscarlo en otra ocasión.
- ¡Judith! - me incliné sobre la cama -. ¿Acaso no te das cuenta? ¡Había una bomba a bordo! ¡Robert Hamilton llevaba consigo en su cápsula un proyectil atómico! - Me acerqué a la ventana y aparté las cortinas -. Ha sido una buena broma. Veinte años aguantando porque no podía tener la certeza...
- Philip...
- No te preocupes. Yo también lo utilicé. Creía que sólo él podía permitirnos continuar. ¡Y, durante todo este tiempo, él ha estado esperando ahí arriba la hora de arreglar cuentas con nosotros!
Un tubo de escape petardeó en el exterior. Un semitractor, en cuyas puertas y capota había pintada una enorme cruz roja, apareció en el borde de la hoya. Dos hombres vestidos con trajes protectores saltaron al suelo. Esgrimían contadores geiger.
- Judith, antes de que se nos lleven, dime... Nunca te lo he preguntado...
Sentada en la cama, Judith acariciaba distraídamente los cabellos esparcidos sobre la almohada. La mitad de su cráneo estaba casi desnudo. Miraba como sin ver sus manos de epidermis cada vez más pálida y desprovistas casi de fuerza. Nunca había visto en su rostro aquella expresión: la rabia sorda que engendra la traición.
Cuando sus ojos se posaron en mí y en los huesos esparcidos sobre la mesa, supe finalmente la respuesta a mi pregunta.
FIN
Jorge Luis Borges - LA LOTERÍA DE BABILONIA
Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo; es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los de Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aún a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente ¿cuestión de siglos, de años? la lotería en Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales, comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera aparición en la lotería de «elementos no pecuniarios». El éxito fue grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar... Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho -el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B- era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas; pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos... Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Ello Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Eufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un gramo de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía... Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.
La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.
FIN
Ray Bradbury - ENCUENTRO NOCTURNO
Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.
- Aquí se sentirá usted bastante solo - le dijo al viejo.
El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.
- No me quejo.
- ¿Le gusta Marte?
- Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
- Ha dado usted en el clavo - dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días libres y iba a una fiesta.
- Ya nada me sorprende - prosiguió el viejo -. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.
Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.
Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.
Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.
Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina, y luego un murmullo.
Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.
Y asomó en las colinas una extraña aparición.
Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.
Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás habla nadado en la Tierra en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.
También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.
Tomás dio el primer paso.
- ¡Hola! - gritó.
- ¡Hola! - contesto el marciano en su propio idioma. No se entendieron.
- ¿Has dicho hola? - dijeron los dos.
- ¿Qué has dicho? - preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos fruncieron el ceño.
- ¿Quién eres? - dijo Tomás en inglés.
- ¿Qué haces aquí - dijo el otro en marciano.
- ¿A dónde vas? - dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
- Yo soy Tomás Gómez,
- Yo soy Muhe Ca.
No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano sé echó a reír.
- ¡Espera!
Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.
- Ya está - dijo el marciano en inglés -. Así es mejor.
- ¡Qué pronto has aprendido mi idioma!
- No es nada.
Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.
- ¿Algo distinto? - dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.
- ¿Puedo ofrecerte una taza? - dijo Tomás.
- Por favor.
El marciano descendió de su máquina.
Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
- ¡Dios mío! - gritó Tomás, y soltó la taza.
- ¡En nombre de los Dioses! - dijo el marciano en su propio idioma.
- ¿Viste lo que pasó? - murmuraron ambos, helados por el terror.
El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
- ¡Señor! - dijo Tomás.
- Realmente... - comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cuchillo de su cinturón.
- ¡Eh! - gritó Tomás.
- Has entendido mal. ¡Tómalo!
El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.
Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.
- ¡Las estrellas! - dijo.
- ¡Las estrellas! - respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.
- ¡Eres transparente! - dijo Tomás.
- ¡Y tú también! - replicó el marciano retrocediendo.
Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.
El marciano se tocó la nariz y los labios.
- Yo tengo carne - murmuró -. Yo estoy vivo.
Tomás miró fijamente al fío.
- Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.
- ¡No! ¡Tú!
- ¡Un espectro!
- ¡Un fantasma!
Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, corno luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.
Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.
- ¿De dónde eres? - preguntó al fin el marciano.
- De la Tierra.
- ¿Qué es eso?
Tomás señaló el firmamento.
- ¿Cuándo llegaste?
- Hace más de un año, ¿no recuerdas?
- No.
- Y todos vosotros estabais muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente ¿no lo sabes?
- No. No es cierto.
- Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos. Millares de muertos.
- Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!
- Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
- ¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomás miró hacia donde le indicaba el marciano y vio las ruinas.
- Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.
El marciano se echó a reír.
- ¡Muerta! dormí allí anoche
- Y Yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato y es un montón de escombros. ¿No ves las columnas rotas?
- ¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.
- Hay polvo en las calles - dijo Tomás.
- ¡Las calles están limpias!
- Los canales están vacíos.
- ¡Los canales están llenos de vino de lavándula!
- Está muerta.
- ¡Está viva! - protestó el marciano riéndose cada vez más -. Oh, estás muy equivocado ¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?
- Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregon, y dos docenas de toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky...
El marciano estaba inquieto.
- ¿Dónde está todo eso?
Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.
- Allá están los cohetes. ¿Los ves?
- No.
- ¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.
- No.
Tomás se echó a reír.
- ¡Estás ciego!
- Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!
- Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?
- Yo veo un océano, y la marea baja.
- Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.
- ¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!
- Es cierto, te lo aseguro.
El marciano se puso muy serio.
- Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan lejos! Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
- No.
- Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes - dijo el marciano.
Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.
- ¿Podría ser?
- ¿Qué?
- ¿Dijiste que «del cielo»?
- De la Tierra.
- La Tierra, un nombre, nada - dijo el marciano - Pero... al subir por el camino hace una hora... sentí...
Se llevó una mano a la nuca.
- ¿Frío?
- Sí.
- ¿Y ahora?
- Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... - dijo el marciano -. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante unos instante creí ser el único sobreviviente de este mundo.
- Lo mismo me pasó a mí - dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo secreto y apasionante.
El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.
- Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.
- No. Tú, tú eres del pasado - dijo el hombre de la Tierra.
- ¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué año estamos?
- En el año dos mil dos.
- ¿Qué significa eso para mí?
Tomás reflexionó y se encogió de hombros.
- Nada.
- Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...
- ¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.
- Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?
- Sí. ¿Tienes miedo?
- ¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? - El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana. - Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.
Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.
- Jamás nos pondremos de acuerdo - dijo.
- Admitamos nuestro desacuerdo - dijo el marciano -. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.
Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.
- ¿Volveremos a encontrarnos?
- ¡Quién sabe! Tal vez otra noche.
- Me gustaría ir contigo a la fiesta.
- Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que sucedió.
- Adiós - dijo Tomás.
- Buenas noches.
El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
- ¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! - suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.
- ¡Qué extraña visión! - se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.
La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.
FIN
Jorge Luis Borges - EL LIBRO DE ARENA
...thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)
La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
- Vendo biblias - me dijo.
No sin pedantería le contesté:
- En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
- No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
- Será del siglo diecinueve - observé.
- No sé. No lo he sabido nunca - fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
- Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
- Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
- No - me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
- Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de una rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
- Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
- Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
- No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
- Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
- ¿Usted es religioso, sin duda?
- Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
- Y de Robbie Burns - corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
- ¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
- No. Se lo ofrezco a usted - me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
- Le propongo un canje - le dije -. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
- A black letter Wiclif - murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
- Trato hecho - me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las Mil y Una Noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cual, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
FIN
Robert Heinlein - LA LÍNEA DE LA VIDA
El presidente golpeó fuertemente la mesa llamando al orden. Gradualmente, los silbidos y abucheos fueron cesando, mientras varios oficiales de orden espontáneos persuadían a algunos acalorados individuos de que se sentaran de nuevo. El orador en la tribuna al lado del presidente parecía no darse cuenta del tumulto. Su fofo y algo insolente rostro estaba impasible. El presidente se giró hacia él y le dirigió la palabra, con una voz en la cual no se disimulaban la ira y el disgusto.
- Doctor Pinero - recalcó ligeramente la palabra «doctor», debo disculparme por el inesperado alboroto producido por sus observaciones. Estoy sorprendido de que mis colegas hayan olvidado la dignidad propia de los hombres de ciencia hasta el punto de interrumpir a un orador, a pesar -hizo una pausa y apretó fuertemente la boca- a pesar de lo grande que haya sido la provocación. - Pinero se rió en su cara, una sonrisa que era en cierto modo un abierto insulto. El presidente controló con visible esfuerzo su indignación y prosiguió -: Estoy ansioso de que el programa finalice honestamente y en orden. Deseo que termine usted sus observaciones. Sin embargo, debo pedirle que intente no insultar nuestras inteligencias con ideas que cualquier hombre educado sabe que son erróneas. Por favor, limítese a hablarnos de su descubrimiento... si es que ha descubierto usted algo.
Pinero extendió sus gordezuelas y blancas manos, con las palmas hacia abajo.
- ¿Cómo puedo poner una idea nueva en las cabezas de ustedes, si primero no quito de ahí sus falsos conceptos?
La audiencia se agitó y murmuró. Alguien gritó desde el fondo de la sala:
- ¡Echen de ahí a ese charlatán! ¡Ya hemos oído bastante!
El presidente levantó su maza.
- ¡Señores! ¡Por favor! - Y luego, dirigiéndose a Pinero -: ¿Debo recordarle que no es usted miembro de esta corporación, y que nosotros no le invitamos?
Pinero frunció las cejas.
- ¿De veras? Creo recordar una invitación con el membrete de la Academia.
El presidente se mordió el labio inferior antes de responder.
- Cierto. Yo mismo escribí esa invitación. Pero fue a petición de uno de los miembros del directorio... un caballero muy educado y sociable, pero no un científico, no un miembro de la Academia.
Pinero exhibió su irritante sonrisa.
- ¿De veras? Debería haberío supuesto. ¿Acaso fue el viejo Bidwell, el de la Unión de Seguros de Vida? ¿Tal vez esperaba que sus adiestradas focas demostraran que soy un fraude? Porque si yo puedo decirle a un hombre la fecha de su muerte, nadie va a comprar sus preciosas pólizas de seguro de vida. ¿Pero cómo pueden demostrar que soy un fraude, si primero no me escuchan? ¿Aun suponiendo que tengan la suficiente inteligencia como para comprenderme? ¡Bah! Han enviado chacales para vencer a un león. - Les volvió deliberadamente la espalda. Los murmullos de la concurrencia crecieron y adquirieron un tono amenazador. El presidente gritó en vano pidiendo orden. Alguien de la primera fila se levantó.
- ¡Señor presidente!
El presidente aprovechó la circunstancia y gritó:
- ¡Señores! El doctor Van Rheinsmitt tiene la palabra. - La agitación cedió.
El doctor carraspeo, se apartó un mechón de su hermoso pelo blanco y se metió una mano en el bolsillo de sus elegantes pantalones hechos a la medida. Asumió los modales de su club femenino.
- Señor presidente, compañeros miembros de la Academia de Ciencias, seamos tolerantes. Incluso un asesino tiene derecho a hablar antes de que la justicia le exija su tributo. ¿Vamos a ser nosotros menos? ¿Aunque todos estemos intelectualmente seguros del veredicto? Me gustaría garantizarle al doctor Pinero las mismas consideraciones que habitualmente dispensamos en esta augusta corporación a cualquier colega no afiliado a ella, incluso en el caso - hizo una ligera inclinación en dirección a Pinero - de que no nos sea familiar la universidad donde obtuvo su graduación. Si lo que tiene que decirnos es falso, no va a perjudicarnos. Y si lo que tiene que decir es cierto, deberíamos conocerlo. - Su suave y cultivada voz fluía suavemente, tranquila y apaciguadora -. Si los modales del eminente doctor nos parecen algo rústicos a nuestros paladares, debemos tener en cuenta que el doctor tal vez proceda de un lugar, o de un estado social, no tan meticuloso en estos detalles. Nuestro buen amigo y benefactor nos ha pedido que escuchemos a esta persona y que sopesemos cuidadosamente los méritos de sus afirmaciones. Les pido que lo hagamos con dignidad y decoro.
Se sentó entre un estruendo de aplausos, consciente de que había reforzado su reputación de líder intelectual. Al día siguiente los periódicos mencionarían de nuevo el buen sentido y la persuasiva personalidad del «Presidente de Universidad Más Apuesto de América». ¿Quién sabe? Quizá el viejo Bidwell terminara concediendo aquella donación para la piscina.
Cuando cesaron los aplausos, el presidente se giró hacia el lugar donde estaba sentado el foco de la perturbación, con las manos cruzadas sobre su pequeña y oronda barriga y el rostro sereno.
- ¿Desea continuar, doctor Pinero?
- ¿Por qué debería hacerlo?
El presidente se alzó de hombros.
- Vino aquí para esto.
Pinero se levantó.
- Exacto. Exactísimo. Pero, ¿fui inteligente al venir? ¿Hay aquí alguien que tenga una mente abierta, que pueda enfrentarse cara a cara con un hecho desnudo sin enrojecer? Creo que no. Incluso ese apuesto caballero que acaba de pedirles que me escuchen ya me ha juzgado y condenado. Él busca el orden, no la verdad. Supongamos que la verdad desafía al orden; ¿la aceptará? ¿Lo harán ustedes? Creo que no. Pero por otro lado, si no hablo, ustedes obtendrán su victoria por omisión. El hombrecillo de la calle pensará que ustedes, hombrecillos, me han desenmascarado a mí, a Pinero, como a un embaucador, un farsante. Esto no va con mis planes. Así que hablaré.
»Repetiré mi descubrimiento. En lenguaje sencillo, he inventado una técnica para predecir cuán larga será la vida de un hombre. Puedo anunciarles por anticipado la llegada del Ángel de la Muerte. Puedo decirles cuándo el Camello Negro se arrodillará ante su puerta. En cinco minutos, con mi aparato, puedo decirles a cada uno de ustedes cuántos granos de arena quedan aún en su reloj. Hizo una pausa y cruzó los brazos sobre su pecho. Por un momento nadie habló. La audiencia empezó a inquietarse. Finalmente, el presidente intervino.
- ¿Ha terminado, doctor Pinero?
- ¿Qué más puedo decir aquí?
- No nos ha dicho cómo funciona su descubrimiento.
Pinero alzó las cejas.
- Está sugiriendo usted que exponga aquí los frutos de mi trabajo para que los niños jueguen con ellos Es un conocimiento muy peligroso, amigo mío. Lo reservo para el hombre que sepa entenderlo, es decir, yo mismo - se golpeó el pecho.
- ¿Cómo podemos saber que hay realmente algo detrás de sus infundadas afirmaciones?
- Muy sencillo. Envíen a una comisión para observar mis demostraciones. Si funcionan, excelente. Ustedes las admiten y se lo comunican al mundo. Si no funcionan, yo quedo desacreditado y pido disculpas. También yo, Pinero, soy capaz de pedir disculpas.
Un hombre delgado y cargado de espaldas se levantó en el fondo de la sala. El presidente lo reconoció y le dio la palabra:
- Señor presidente, ¿cómo puede el eminente doctor proponer seriamente una tal prueba? ¿Acaso espera que aguardemos algo así como unos veinte o treinta años hasta que muera alguien y pruebe sus afirmaciones?
Pinero ignoró la presidencia y respondió directamente:
- ¡Puf! ¡Qué estupidez! ¿Es usted tan ignorante de las estadísticas que no sabe que en un grupo lo suficientemente numeroso hay al menos alguien que va a morir en un futuro muy inmediato? Le hago una proposición; déjeme probar con cada uno de ustedes, los que están reunidos en esta sala, y nombraré al hombre que morirá antes de quince días, sí, y el día y la hora de su muerte. - Miró desafiante a toda la sala -. ¿Aceptan?
Otra persona se puso en pie, un hombre corpulento que hablaba midiendo las sílabas.
- Yo, por mi parte, no puedo apoyar tal experimento. Como médico, he observado con dolor los claros indicios de profundos desarreglos cardíacos en algunos de nuestros colegas más ancianos. Si el doctor Pinero conoce esos síntomas, como es probable, y selecciona como víctima a uno de ellos, el hombre seleccionado tendrá muchas posibilidades de fallecer en el plazo previsto, tanto si el maravilloso aparato de nuestro distinguido orador funciona como si no.
Otro asistente se puso inmediatamente de su lado.
- El doctor Shepard tiene razón. ¿Por qué tenemos que perder tiempo con trucos de vudú? Creo que esa persona que se llama a sí mismo doctor Pinero desea utilizar esta corporación para dar autoridad a sus afirmaciones. Si participamos en esta farsa seguiremos su juego. Ignoro en qué consiste su fraude, pero puedo suponer que ha ideado alguna forma de utilizamos como propaganda para sus planes. Señor presidente, ruego que procedamos de la forma acostumbrada.
La moción fue aceptada por aclamación, pero Pinero no se sentó. Entre gritos de «¡Orden! ¡Orden!», agitó su descuidada cabeza hacia ellos y dijo:
- ¡Bárbaros! ¡Imbéciles! ¡Estúpidos bobalicones! Vosotros sois quienes habéis bloqueado el reconocimiento de todos los grandes descubrimientos desde el principio de los tiempos. Una gentuza ignorante como vosotros haría removerse a Galileo en su tumba. Ese estúpido gordo de ahí abajo que se está hurgando los dientes se llama a sí mismo médico. ¡Curandero sería un término más adecuado! Ese personajillo calvo que está ahí... ¡sí, usted! Se considera un filósofo, y cacarea acerca de la vida y del tiempo sin ton ni son ¿Qué sabe usted de ambos? ¿Cómo podrá nunca aprender si se niega a examinar la verdad cuando le es presentada en bandeja? ¡Bah! - escupió al estrado -, Llaman a esto una Academia de Ciencias. Yo le llamo una convención de sepultureros, interesados tan sólo en embalsamar las ideas de sus valientes predecesores.
Hizo una pausa para tomar aliento, y fue agarrado por ambos lados por dos miembros de la presidencia y echado fuera del estrado. Varios periodistas se pusieron apresuradamente en pie de sus lugares en la mesa de la prensa y fueron a su encuentro. El presidente decretó un aplazamiento.
Los periodistas lo alcanzaron cuando salía por la puerta del escenario. Andaba con paso ligero y despreocupado, silbando una cancioncilla. No había en él el menor rastro de la beligerancia que había exhibido hacía un instante. Lo rodearon.
- ¿Nos concede una entrevista, doc?
- ¿Qué opina usted de la Educación Moderna?
- Los ha apabullado, doc. ¿Cuál es su opinión sobre la Vida después de la Muerte?
- Quítese el sombrero, doc, y mire al pajarito.
Pinero sonrió.
- Uno a uno, muchachos, y no tan aprisa. Yo también he sido periodista. ¿Qué tal si vienen a mi casa y hablamos de todo esto?
Unos pocos minutos más tarde estaban intentando hallar algún lugar libre para sentarse en el desordenado estudio-dormitorio de Pinero, mientras encendían sus cigarrillos. Pinero miró radiante a su alrededor.
- ¿Qué prefieren, muchachos? ¿Escocés o bourbon?
Una vez resuelto el problema, volvió al asunto que interesaba.
- Bueno, muchachos, ¿qué es lo que quieren saber?
- Díganoslo con franqueza, doc. ¿Ha descubierto usted algo, o no?
- Muchacho, claro que he descubierto algo.
- Entonces, díganos cómo funciona. Con lo que les ha dicho a los sesudos de ahí no va a ir a ninguna parte.
- Por favor, mi querido amigo. Es mi invento. Espero sacarle algo de dinero. ¿Quiere usted que se lo revele todo a la primera persona que me lo pregunte?
- Mire, doctor, tiene que decirnos algo si espera que saquemos alguna cosa en los periódicos de mañana. ¿Qué es lo que utiliza usted? ¿Una bola de cristal?
- No, nada de eso. ¿Les gustaría ver mi aparato?
- Por supuesto. Al menos ya tendremos algo.
Los llevó hasta la habitación contigua, y extendió la mano.
- Aquí está, muchachos. - El conjunto del equipo que apareció ante sus ojos se parecía vagamente a los aparatos de rayos X que utilizan los médicos en sus consultorios. Más allá del hecho evidente de que funcionaba con electricidad, y que algunos de los diales estaban calibrados en términos familiares, una primera inspección no dejaba entrever cuál era su uso.
- ¿Bajo qué principio funciona, doc?
Pinero frunció los labios y se quedó pensativo.
- Imagino que todos ustedes estarán familiarizados con el axioma de que la vida es eléctrica por naturaleza. Bien, pues ese axioma no vale un pimiento, pero nos ayudará a proporcionarles una idea del principio. Ustedes han oído decir también que el tiempo es una cuarta dimensión. Quizá lo crean, quizá no. Es algo que se ha dicho tantas veces que ha dejado de tener significado. Es un simple cliché que emplean los charlatanes para impresionar a los tontos. Pero ahora deseo que intenten visualizarlo y sentirlo de una forma emocional.
Avanzó hacia uno de los reporteros.
- Supongamos que lo tomamos a usted como ejemplo. Se llama Rogers, ¿verdad? Muy bien, Rogers, usted es un fenómeno espaciotemporal cuya duración se extiende a través de cuatro dimensiones. No llega usted a un metro ochenta de altura, tiene usted unos cuarenta y cinco centímetros de ancho y quizá veinte de grueso. En el tiempo, hay tras de usted una cierta cantidad de este fenómeno espaciotemporal que se prolonga quizá hasta 1916, y del cual vemos una sección transversal que forma un ángulo recto con el eje del tiempo, del grosor del presente. En su extremo más alejado hay un bebé, oliendo a leche agria y echándose encima el desayuno de su biberón. En el otro extremo yace, quizás, un hombre viejo en algún lugar de los años ochenta. Imaginemos este fenómeno espaciotemporal al que llamamos Rogers como un largo gusano rosado, continuo a través de los años, con un extremo en el seno de su madre y el otro en la tumba. Se extiende aquí junto a nosotros, y la sección transversal que podemos ver se nos aparece como un cuerpo normal y corriente. Pero esto es una ilusión. En este gusano rosado hay una continuidad física, que permanece a través de los años. En realidad esta continuidad física es un concepto común a toda la raza, ya que esos gusanos rosados surgen de otros gusanos rosados. De este modo la raza es como una enredadera cuyas ramas se entrelazan y dan nacimiento a otros vástagos. Tan sólo efectuando una sección transversal de esta enredadera podríamos caer en el error de creer que los vástagos son individuos independientes.
Hizo una pausa y miró a los rostros reunidos a su alrededor. Uno de ellos, un tipo recio y hosco, intervino:
- Todo esto es muy hermoso, Pinero, si es cierto, pero ¿adónde quiere ir a parar?
Pinero le dedicó una sonrisa totalmente exenta de todo resentimiento.
- Paciencia, amigo mío. Les pedí que pensaran en la vida como en algo eléctrico. Ahora piensen en nuestro largo gusano rosado como en un conductor de electricidad. Habrán oído, quizá, que los ingenieros eléctricos pueden, a través de ciertas mediciones, predecir la exacta localización de una ruptura en un cable trasatlántico sin necesidad de abandonar la tierra firme. Yo hago lo mismo con nuestros gusanos rosados. Aplicando mis instrumentos a la sección transversal presente en esta habitación, puedo decir cuándo se produce la ruptura, es decir, cuándo ocurre la muerte. O, si lo prefieren, puedo invertir las conexiones y decirles la fecha de su nacimiento. Pero esto último no tiene el menor interés: todos ustedes la conocen.
El individuo hosco se echó a reír.
- Le he pillado, doctor. Si lo que ha dicho usted de la raza como una enredadera de gusanos rosados es cierto, no puede usted señalar las fechas de los nacimientos debido a que la conexión con la raza es continua en el momento del nacimiento. Su conductor eléctrico se extiende ininterrumpidamente hacia atrás, a través de la madre, hasta los más remotos antepasados del individuo.
Pinero estaba radiante.
- Cierto, y muy agudo, amigo mío. Pero usted ha llevado la analogía demasiado lejos. Esto no funciona exactamente del mismo modo a como se mide la longitud de un conductor eléctrico. De algún modo es más bien como medir la longitud de un largo corredor haciendo rebotar un eco desde su extremo más alejado. El nacimiento aquí es como un recodo en el corredor, y con las mediciones adecuadas, puedo detectar el eco de este recodo. Sólo hay un caso en el que no puedo precisar la lectura; cuando una mujer está embarazada, no puedo diferenciar su línea de la vida de la del niño aún no nacido.
- Veamos si puede demostrarlo.
- Por supuesto, mi querido amigo. ¿Quiere ser usted el sujeto de la prueba?
Uno de los presentes se echó a reír.
- Has metido la pata, Luke. Acepta o cállate.
- Acepto. ¿Qué es lo que debo hacer?
- Escriba primero la fecha de su nacimiento en un trozo de papel, y entrégueselo a alguno de sus colegas.
Luke hizo lo solicitado.
- ¿Y ahora qué?
- Quítese la ropa menos la interior y súbase a esta báscula. Ahora dígame, ¿ha estado alguna vez mucho más delgado, o mucho más gordo, de lo que está ahora? ¿No? Cuánto pesó al nacer? ¿Cuatro kilos y medio? Un hermoso bebé. Ahora ya no nacen tan grandes.
- ¿Qué significa toda esta palabrería?
- Estoy intentando aproximarme a la sección transversal media de nuestro largo gusano rosado conductor, mi querido Luke. Ahora siéntese aquí, Luego colóquese este electrodo en la boca. No, no le hará daño el voltaje es muy bajo, menos de un microvoltio, pero necesito establecer una buena conexión. - El doctor lo dejó y se dirigió a la parte trasera de su aparato, donde metió la cabeza en una especie de amplia caperuza antes de tocar sus controles. Algunos de los diales que estaban a la vista cobraron vida, y un suave zumbido surgió de la máquina. Luego cesó, y el doctor emergió de su pequeño escondrijo.
- Me ha dado un día de febrero del 1912. ¿Quién tiene el papel con la fecha?
Apareció, y lo desdoblaron. El que lo custodiaba leyó:
- 22 de febrero de 1912.
El silencio que siguió fue roto por una voz a un lado del pequeño grupo.
- Doc, ¿puedo tomar otra copa?
La tensión se relajó, y empezaron a hablar todos a la vez.
- Pruébelo conmigo, doc.
- Yo primero, doc. Soy huérfano, y la realidad es que me gustaría saberlo.
- Díganos como lo ha hecho, doc. Ande, cuéntenos algo.
Pinero accedió sonriente, metiéndose y saliendo de la caperuza como un conejo de su madriguera. Cuando todos ellos tuvieron el pedazo de papel que demostraba la habilidad del doctor, Luke rompió un largo silencio:
- ¿Qué tal si nos demuestra cómo predice la muerte, Pinero?
- Si ustedes quieren. ¿Quién desea probarlo?
Nadie respondió. Algunos codearon a Luke.
- Adelante, chico listo. Tú lo pediste.
Luke dejó que lo sentaran de nuevo en la silla. Pinero giro algunos de los conmutadores, luego se metió en la caperuza. Cuando se detuvo el zumbido, salió, frotándose enérgicamente las manos.
- Bueno, eso es todo, muchachos. ¿Tienen bastante para sus artículos?
- Hey, ¿y qué ocurre con la predicción? ¿Cuándo la palmará Luke?
Luke se puso frente a él.
- Sí, ¿cuándo? ¿Cuál es su respuesta?
Pinero parecía apenado.
- Señores, me sorprenden. Esta información no es gratuita. Además, es un secreto profesional. No puedo comunicársela a nadie excepto al propio valiente que me consulta.
- No me importa. Adelante, dígaselo.
- Lo siento realmente. Tendría que negarme, de veras. Acepté tan sólo a mostrarles cómo funcionaba, no a darles los resultados.
Luke tiró al suelo la colilla de su cigarrillo.
- Es un timo, muchachos. Seguramente se enteró de la edad de todos los periodistas de la ciudad tan sólo para asombrarnos. Se le ha visto el truco, Pinero.
Pinero se lo quedó mirando tristemente.
- ¿Es usted casado, amigo?
- No.
- ¿No hay nadie que dependa de usted? ¿Ningún pariente próximo?
- No. ¿Por qué, piensa usted adoptarme?
Pinero agitó tristemente la cabeza.
- Lo siento por usted, querido Luke. Morirá antes de mañana.
REUNIÓN CIENTÍFICA QUE TERMINA EN TUMULTO.
LOS SABIOS ATACAN LAS AFIRMACIONES DE UN VIDENTE.
LA MUERTE PISA LOS TALONES AL RELOJ.
UN PERIODISTA MUERE TRAS LA PREDICCIÓN DEL DOCTOR.
«FRAUDE», AFIRMA UNA PERSONALIDAD CIENTÍFICA.
«...a los veinte minutos de la extraña predicción de Pinero, Timons sufrió un colapso cuando caminaba Broadway abajo, en dirección a las oficinas del Daily Herald, donde estaba empleado.
»El doctor Pinero declinó hacer ningún comentario, pero confirmó la historia de que había predicho la muerte de Timons por medio de lo que él llamó su cronovitámetro. El Jefe de la Policía, Roy...»
¿Le preocupa el futuro?
No gaste su dinero en adivinos.
Consulte al doctor Hugo Pinero,
bioconsultante que le ayudará a planear su futuro
a través de métodos científicos infalibles.
Nada de trucos.
Nada de mensajes espiritistas.
Han sido depositados 10.000 dólares como fianza
para responder de la Veracidad
de nuestras predicciones.
Se enviará folleto a quien lo solicite.
LAS ARENAS DEL TIEMPO, Inc.
Edif. Majestic, suite 700
Aviso LEGAL
A quien puede interesar: yo, John Cabot Winthrop III, de la firma Winthrop, Winthrop, Ditmars & Winthrop, Abogados, afirmo que Hugo Pinero, de esta ciudad, me entregó diez mil dólares en moneda de curso legal en los Estados Unidos, dándome las instrucciones necesarias para que los guarde en depósito en la caja fuerte de un banco de mi elección, bajo las siguientes condiciones:
La totalidad de dicha suma constituye una fianza, y en consecuencia será pagada al primer cliente de Hugo Pinero o Las Arenas del Tiempo, Inc. cuya vida exceda el tiempo predicho por Hugo Pinero en un uno por ciento, o a los herederos del primer cliente que no alcance el tiempo predicho, sea lo que sea lo que ocurra en primer lugar.
Hago constar que en este día deposito dicha fianza junto 22 con las antedichas instrucciones en el First National Bank de esta ciudad.
Firmado y rubricado,
John Cabot Winthrop III
Por reconocimiento de la firma que antecede, a 2 de abril de 1951.
Albert M. Swanson,
Notario Público de este distrito y estado. Mi comisión expira el 17 de junio de 1951.
«¡Buenas noches, señoras y señores radioyentes, dejemos paso a la prensa! Un avance de última hora. Hugo Pinero, el Hombre Milagro Venido de Ninguna Parte, ha hecho su predicción de muerte número mil sin que hasta ahora haya aparecido ningún reclamante de la fianza que depositó para entregar al primero que pueda demostrar que se ha equivocado. Tras el fallecimiento de trece de sus clientes, se da ya por matemáticamente seguro que está en comunicación por línea privada con la oficina principal del Viejo de la Guadaña. He aquí una noticia que yo nunca querré saber antes de que ocurra. Su corresponsal de costa a costa no va a hacerse cliente del Profeta Pinero...»
La aguda voz de barítono del juez resonó en el viciado aire del tribunal.
- Por favor, señor Weems, volvamos a nuestro asunto Este tribunal accedió a su solicitud de una restricción temporal de las actividades del encartado, y ahora pide usted que esta restricción se convierta en permanente. En refutación, el señor Pinero alega que su causa carece de fundamento y pide que sea levantado el interdicto, y que yo ordene a su cliente que deje de intentar interferir con lo que Pinero describe como un simple negocio legal. Puesto que no se está dirigiendo usted a un jurado. le ruego que omita la retórica y me diga en lenguaje sencillo por qué no puedo acceder a esa petición.
El señor Weems agitó nerviosamente un músculo de su mandíbula, haciendo agitarse su fláccida papada gris sobre su alto cuello duro. y resumió
- Con la venia del honorable tribunal, yo represento al público.
- Un momento. Creí que representaba usted a la Unión de Seguros de Vida.
- Así es, su señoría, hasta un cierto punto. En un sentido más amplio represento a algunas otras de las más importantes compañías de seguros, instituciones fiduciarias y financieras, y a sus accionistas y asegurados, que constituyen la mayoría de los ciudadanos de este país. Además, creemos proteger los intereses de la población en general; desorganizada, inarticulado, y por ello desprotegida.
- Imaginaba que era yo quien representaba al público - observó secamente el juez -. Me temo que voy a tener que considerarle únicamente como representante de su cliente. Pero continúe: ¿cuál es su tesis?
El viejo abogado hizo un esfuerzo por engullir su nuez de Adán y empezó de nuevo:
- Señoría, afirmamos que existen dos razones distintas para que este interdicto se convierta en permanente y, además, que cada una de estas dos razones es suficiente por sí misma. En primer lugar, esta persona se dedica a la práctica de la adivinación, una ocupación proscrita tanto por el derecho común como por el consuetudinario. Es un vulgar decidor de buenaventura, un charlatán vagabundo que se aprovecha de la credulidad del público. Es más listo que los habituales gitanos que leen la palma de la mano, los astrólogos o los vulgares echadores de cartas, pero por ello mismo resulta mucho más peligroso. Pretende rodearse de modernos métodos científicos para dar una falsa dignidad a su taumaturgia. Tenemos aquí en este tribunal eminentes representantes de la Academia de Ciencias que están dispuestos a testificar acerca de lo absurdo de sus pretensiones.
»En segundo lugar, aun en el caso de que lo que afirma esta persona sea cierto, y aceptando tal absurdo tan sólo para el desarrollo de mi argumentación - el señor Weems se permitió que una débil sonrisa aflorara a sus delgados labios -, afirmamos que sus actividades son contrarias al interés público en general, y atentan ilegalmente contra los intereses de mi cliente en particular. Estamos preparados para presentar numerosos documentos, con sus pruebas correspondientes, que demuestran que esta persona publicó, o hizo publicar, manifestaciones animando a la gente a prescindir del inapreciable don de los seguros de vida, con gran detrimento de su bienestar y perjuicio económico de mi cliente.
Pinero se levanto de su asiento.
- Señoría, ¿puedo decir algunas palabras?
- ¿De qué se trata?
- Creo que puedo simplificar la situación si se me permite efectuar un breve análisis.
- Señoría - interrumpió Weems -, esto es altamente irregular.
- Paciencia, señor Weems. Sus intereses serán protegidos. Mi opinión es que necesitamos más luz y menos ruido en este asunto. Si el doctor Pinero puede abreviar los procedimientos con su declaración, me inclino a escucharle. Adelante, doctor Pinero.
- Gracias, Señoría. Tomando para empezar el último punto del señor Weems, estoy dispuesto a declarar que publiqué las manifestaciones a que hace referencia...
- Un momento, doctor. Ha elegido usted actuar como su propio abogado. ¿Está usted seguro de su competencia para proteger sus propios intereses?
- Estoy dispuesto a correr el riesgo, Señoría. Nuestros amigos aquí presentes pueden probar fácilmente lo que he estipulado.
- Muy bien. Puede proseguir.
- Aceptaré que muchas personas han anulado sus pólizas de seguro de vida como resultado de ello, pero les desafío a que me muestren que alguna de las que así han actuado ha sufrido alguna pérdida o daño por ello. Es cierto que la Unión ha visto decrecer su negocio a raíz de mis actividades, pero esto es un resultado natural de mi descubrimiento, que ha hecho que sus pólizas se conviertan en algo tan en desuso como el arco y las flechas. Si por este motivo se me prohíbe ejercer mis actividades, entonces crearé una fábrica de quinqués, y luego pondré un interdicto contra las compañías Edison y General Electric para que se les prohíba fabricar bombillas de incandescencia.
»Acepto que me dedico al negocio de predecir la muerte, pero niego que esté practicando ningún tipo de magia, blanca, negra o con los colores del arco iris. Si hacer predicciones a través de métodos rigurosamente científicos es ilegal, entonces los actuarios de la Unión son culpables de haber estado prediciendo durante años el porcentaje exacto de muertes que se producirían cada año en un grupo determinado de personas lo suficientemente amplio. Yo predigo la muerte al detalle; la Unión la predice al por mayor. Si sus acciones son legales, ¿cómo pueden ser ilegales las mías?
»Admito que hay una diferencia en saber si puedo hacer lo que pretendo o no; e imagino que los que se proclaman a sí mismos testigos expertos de la Academia de Ciencias testificarán que no puedo. Pero ellos no saben nada de mi método y no pueden por lo tanto dar ningún testimonio válido al respecto...
- Un momento, doctor. Señor Weems, ¿es cierto que sus testigos expertos no están al corriente de la teoría y métodos del doctor Pinero?
El señor Weems parecía contrariado. Tamborileó con los dedos encima de la mesa y respondió:
- ¿Me concede este tribunal unos minutos de interrupción?
- Por supuesto.
El señor Weems celebró una apresurada consulta en voz muy baja con sus acompañantes, luego regresó al estrado.
- Tenemos un nuevo procedimiento que sugerir, Señoría. Si el doctor Pinero acepta explicar aquí la teoría y práctica de lo que él llama su método, entonces estos distinguidos científicos serán capaces de aconsejar al Tribunal acerca de la validez de sus afirmaciones.
El juez miró interrogativamente a Pinero, que respondió:
- No accederé de buen grado a eso. Tanto si mi procedimiento es cierto como si es falso, sería peligroso que cayera en manos de imbéciles y curanderos - hizo un gesto con su mano en dirección al grupo de profesores sentados en primera fila, marcó una pausa y sonrió maliciosamente - ...como esos caballeros saben muy bien. Además, no es necesario conocer el proceso para probar si funciona. ¿Es necesario comprender el complejo milagro de la reproducción biológica para observar cómo una gallina pone un huevo? ¿Será necesario que yo reeduque a todo este cuerpo de autonombrados guardianes del saber, curarlos de sus supersticiones innatas, para probar que mis predicciones son correctas? En ciencia sólo hay dos maneras de formarse una opinión. Una es el método científico; la otra, la escolástica. Se puede juzgar a partir de la experimentación, o aceptar ciegamente una autoridad. Para la mente científica, lo más importante es la prueba experimental, y la teoría es tan sólo una conveniencia descriptiva, a desechar cuando ya no nos sirva. Para la mente académica, la autoridad lo es todo, y los hechos son desechados cuando no concuerdan con la teoría dictada por las autoridades.
»Es este punto de vista, las mentalidades académicas aferrándose como ostras a teorías aún no probadas, lo que ha bloqueado todos los avances del conocimiento a lo largo de la historia. Estoy dispuesto a probar mi método experimentalmente y, como Galileo frente a otro tribunal, insisto en decir: ¡Y sin embargo se mueve!
»En otra ocasión ofrecí la misma prueba a la misma corporación de autonombrados expertos, y fue rechazada. Renuevo mi oferta; déjenme medir la duración de la vida de los miembros de la Academia de Ciencias. Y dejemos que ellos nombren un comité para juzgar los resultados. Depositaré mis predicciones en dos juegos de sobres cerrados; en el exterior de cada sobre de uno de los juegos figurará el nombre de un miembro, y en el interior la fecha de su muerte. En el interior de los sobres del otro juego pondré los nombres, y en el exterior las fechas. Que el comité se haga cargo de todos los sobres, y se reúna periódicamente para abrir los que correspondan. En una corporación con tantos miembros es de esperar que ocurran algunas defunciones, si hay que creer en los actuarios de la Unión, cada una o dos semanas. De este modo se podrán acumular muy rápidamente los datos que prueben si Pinero es un embustero o no.»
Se detuvo, y sacó un diminuto pecho que era casi igual a su diminuta panza. Miró socarronamente a los sabios.
- ¿Y bien?
El juez alzó las cejas y observó la mirada del señor Weems.
- ¿Acepta usted?
- Señoría, creo que esta proposición es muy improcedente...
- Le advierto - cortó bruscamente el juez - que procederé contra usted si se niega a aceptarla o no propone otro método igualmente razonable para alcanzar la verdad.
Weems abrió la boca, cambió de pensamiento, miró de arriba a abajo los rostros de los testigos expertos, y se giró hacia el tribunal.
- Aceptamos, Señoría.
- Muy bien. Arreglen los detalles entre ustedes. Queda levantado el interdicto, y el doctor Pinero no debe ser molestado en el ejercicio de su profesión. Mi decisión acerca de la petición de inhabilitación permanente queda postergada hasta que se reúnan todas las pruebas. Antes de dejar el asunto, desearía comentar la teoría expuesta por usted, señor Weems, cuando dijo que su cliente había resultado perjudicado. Es un sentimiento creciente entre algunos grupos de este país la noción de que cuando un hombre o una compañía han sacado un beneficio del público durante un cierto número de años, el gobierno y los tribunales tienen el deber de salvaguardar esos beneficios en el futuro, incluso frente a circunstancias de cambio y contra el interés público. Esta extraña doctrina no se halla apoyada por la constitución ni por las leyes vigentes. Ni los individuos ni las corporaciones tienen el menor derecho de acudir a los tribunales y exigir que el reloj de la historia sea detenido, o retrasado, en beneficio particular suyo. Eso es todo.
Bidwell gruñó disgustado.
- Weems, si no puede usted pensar en algo mejor que en eso, la Unión va a necesitar muy pronto otro abogado que le sustituya. Hace diez semanas desde que perdimos el interdicto, y esa pequeña babosa está ganando dinero a puñados, mientras las compañías de seguros del país van quebrando una tras otra. Hoskins, ¿cuál es el índice de nuestras pérdidas?
- Es difícil saberlo, señor Bidwell. Las cosas van peor cada día. Hemos cancelado trece pólizas muy importantes esta semana; todas ellas desde que Pinero ha iniciado de nuevo sus operaciones.
Un hombrecillo delgado pidió la palabra.
- Como sabe muy bien, Bidwell, no aceptamos nuevas pólizas para la Unión hasta haber comprobado y estar seguros de que el solicitante no ha consultado antes a Pinero. ¿No podemos esperar hasta que los científicos la desenmascaren?
- ¡Maldito optimista! - gruñó Bidwell -. No lo van a desenmascarar, Aldrich ¿no puede usted enfrentarse a la realidad? Esa pequeña babosa gorda ha descubierto algo; no sé cómo. Hay que luchar hasta el final. Si esperamos, estamos perdidos, - Arrojó con fuerza su cigarro a la escupidera y mordió salvajemente otro que se sacó del bolsillo -. ¡Vamos, lárguense de aquí, todos ustedes! Haré las cosas a mi manera. Usted también, Aldrich. La United puede esperar, pero nosotros no.
Weems carraspeo aprensivamente.
- Señor Bidwell, confío en que me consultará antes de embarcarse en algún cambio importante en la política de la compañía.
Bidwell gruñó. Los demás fueron marchándose. Cuando todos se hubieron ido y la puerta se cerró tras ellos, Bidwell hizo girar el contacto del intercomunicador.
- Adelante, hágalo pasar.
La puerta se abrió; una apuesta y delgada figura se recortó por unos momentos en el umbral. Sus pequeños ojos oscuros recorrieron rápidamente la habitación antes de entrar, luego se acercó a Bidwell con un paso rápido y suave. Habló con una voz llana y desprovista de emoción. Su rostro permanecía impasible excepto por la vida que se reflejaba en sus ojos de animal.
- ¿Deseaba hablar conmigo?
- Sí.
- ¿Cuál es la proposición?
- Siéntese, y hablaremos.
Pinero recibió a la joven pareja en la puerta de su oficina interior.
- Adelante, amigos, adelante. Siéntense. Como si estuvieran en su casa. Y ahora díganme, ¿qué puede hacer por ustedes Pinero? Seguro que una pareja tan joven como ustedes no estará ansiosa por saber la fecha de su partida de este valle de lágrimas.
El rostro juvenil y honesto del muchacho mostraba una ligera confusión.
- Bueno, verá, doctor Pinero. Me llamo Ed Hartley, y ésta es mi esposa, Betty. Estamos esperando... es decir, Betty está esperando un niño y, bueno...
Pinero sonrió bonachonamente.
- Entiendo. Quieren saber cuánto tiempo van a vivir para arreglar las cosas del mejor modo posible para el niño. Muy juicioso. ¿Desean una predicción para ambos, o sólo para usted?
- Pensamos que para ambos - respondió la chica.
Pinero la miró radiante.
- Estupendo. De acuerdo. Su predicción presentará algunas dificultades técnicas por su estado, pero puedo proporcionarle ahora alguna información, y el resto más tarde, cuando el bebé haya nacido. Pasen ahora a mi laboratorio, queridos, y empezaremos. - Redactó sus fichas clínicas, luego los introdujo a su gabinete -. La señora Hartley primero, por favor. Si quiere situarse tras esa cortina y quitarse el vestido y los zapatos. Recuerde que soy un hombre viejo, y que me consulta como si fuera su médico.
Se giró hacia un lado y efectuó algunos pequeños ajustes en su aparato. Ed hizo una seña con la cabeza a su esposa, y ésta surgió de detrás de la cortina casi de inmediato, vestida tan sólo con dos trocitos de seda. Pinero la miró y notó el frescor juvenil de su rostro y su conmovedora timidez.
- Por aquí, querida. Primero tengo que pesarla. Aquí. Ahora colóquese sobre esta plataforma. Póngase este electrodo en la boca. No, Ed, no puede tocarla mientras ella está en circuito. No tardaremos ni un minuto. Permanezca quieta.
Se metió bajo la capucha de la máquina, y los diales cobraron vida. Casi inmediatamente volvió a salir, con una trastornada expresión en su rostro.
- ¿La ha tocado usted, Ed?
- No, doctor.
Pinero regresó al aparato, y permaneció oculto algo más de tiempo. Cuando salió esta vez, le dijo a la muchacha que bajara de la plataforma y se vistiera. Se giró hacia su marido.
- Ed, ahora le toca a usted.
- ¿Cuál es la lectura para Betty, doctor?
- Hay una pequeña dificultad. Quiero examinarle a usted primero.
Cuando reapareció, después de haber hecho la lectura del joven, su rostro parecía más trastornado que antes. Ed le preguntó qué era lo que le preocupaba. Pinero se alzó de hombros y consiguió que de sus labios brotara una sonrisa.
- Nada que pueda preocuparle a usted, muchacho. Un pequeño desajuste mecánico, supongo. Pero no podré darles los resultados hoy. Tengo que echarle un vistazo a la máquina. ¿Pueden volver mañana?
- Bueno, creo que sí, siento lo de su máquina. Espero que no sea nada serio.
- No lo es, estoy seguro. ¿Quieren pasar a mi despacho, y charlaremos un poco?
- Gracias, doctor. Es usted muy amable,
- Pero Ed, tengo que verme con Ellen.
Pinero concentró toda la fuerza de su personalidad sobre ella.
- ¿No me concederá unos pocos instantes, querida señorita? Soy viejo, y me gusta el burbujeo de la compañía de la gente joven. Puedo disfrutarlo tan pocas veces. Por favor.
Los empujó suavemente hacia su oficina y les hizo sentarse. Luego encargó limonada y pastelillos, les ofreció cigarrillos, y él encendió un cigarro.
Cuarenta minutos más tarde Ed escuchaba casi en trance, mientras Betty daba evidentes muestras de nerviosismo y de deseos de irse, mientras el doctor les contaba sus aventuras en la Tierra del Fuego, de cuando era joven. Cuando el doctor hizo una pausa para volver a encender su cigarro, ella se puso en pie.
- Doctor, de veras tenemos que irnos. ¿Nos contará el resto mañana?
- ¿Mañana? No habrá tiempo mañana.
- Pero hoy usted tampoco lo tiene. Su secretaria lo ha llamado cinco veces,
- ¿No pueden concederme aunque sea tan sólo unos pocos minutos más?
- Realmente hoy no podemos, doctor. Tengo una cita. Me están esperando.
- ¿No hay forma de convencerla?
- Me temo que no. Vamos, Ed.
Cuando se hubieron ido, el doctor se dirigió a la ventana y miró a la calle. Poco después divisó dos diminutas figurillas que salían del edificio de oficinas. Las contempló mientras se dirigían apresuradamente hacia la esquina, aguardaban a que cambiara el semáforo, y luego empezaban a cruzar la calle, cuando estaban en medio le llegó el aullido de una sirena. Las dos figurillas vacilaron, retrocedieron, se detuvieron, se giraron. Y el coche ya estaba sobre ellos. Cuando el coche consiguió detenerse, estaban al otro lado, no ya como dos figurillas, sino simplemente como un montón inmóvil de ropas revueltas.
El doctor se apartó de la ventana. Tomó el teléfono y llamó a su secretaria.
- Anule mis visitas para el resto del día... No.. A nadie... No me importa; anúlelas.
Luego se hundió en su sillón. Su cigarro se apagó. Mucho rato después de que hubiera oscurecido aún lo sostenía entre sus dedos, apagado.
Pinero se sentó ante la mesa y contempló la comida de gourmet dispuesta ante él. Había encargado aquella comida con un cuidado especial, y había regresado a casa un poco más temprano que de costumbre a fin de disfrutarla por completo.
Cuando hubo terminado paladeó unos sorbos de Fiori d'Alpini, dejándolos resbalar por su lengua y luego a lo largo de su garganta. El denso y fragante licor calentó su boca, y le hizo recordar las florecillas de montaña cuyo nombre llevaba. Suspiró. Había sido una buena comida, una exquisita comida que había justificado aquel exótico licor. Su meditación fue interrumpida por una discusión en la puerta delantera. La voz de su anciana doncella parecía estar reprendiendo a alguien. Una fuerte voz masculina la interrumpió. La conmoción atravesó el vestíbulo, y la puerta del comedor se abrió de golpe.
- ¡Madonna! ¡Non si puo entrare! ¡El maestro está comiendo!
- No importa, Ángela Tengo tiempo para recibir a estos caballeros. Pueden pasar. - Pinero hizo frente al ceñudo portavoz de los intrusos -. Desean hablar conmigo, ¿verdad?
- Otra cosa es lo que queremos hacer. Las personas decentes están ya hartas de sus malditas supercherías.
- ¿Y eso?
El que había hablado no respondió inmediatamente. Un individuo más pequeño y vivaracho salió de detrás de él y se enfrentó a Pinero.
- Podemos empezar cuando quieran. - El presidente del comité metió la llave en la cerradura de la cajita fuerte y la abrió -. Wenzell, ¿quiere ayudarme a coger los sobres?
Alguien lo interrumpió tocándole el brazo.
- Doctor Baird, lo llaman por teléfono.
- Está bien. Diga que me traigan aquí el aparato.
Cuando lo tuvo a su lado descolgó el auricular y se lo llevó al oído.
- ¿Sí?... Sí, al habla... ¿Qué?... No, no sabíamos nada... Entiendo, destruida la máquina... ¡Muerto!... ¿Cómo?... No, ninguna declaración. Ninguna en absoluto... Más tarde.
Colgó bruscamente el aparato y lo apartó.
- ¿Qué ocurre? ¿Quién ha muerto ahora?
Baird levantó una mano,
- ¡Calma, caballeros, por favor! Pinero acaba de ser asesinado hace unos momentos, en su casa.
- ¿Asesinado?
- Eso no es todo. Casi al mismo tiempo unos vándalos penetraron en su oficina y destruyeron su aparato.
Por un momento nadie habló. Los miembros del comité se miraron unos a otros. Nadie parecía ansioso de hacer el primer comentario.
Finalmente, uno dijo:
- Sáquelo.
- ¿Que saque que?
- El sobre de Pinero. Está también ahí. Yo lo he visto.
Baird lo encontró y lo abrió lentamente. Desdobló la única hoja de papel que contenía y la examinó.
- ¿Bien? ¿Qué dice?
- A la una y trece de la tarde... de hoy.
Hubo un largo silencio. Aquella calma dinámica fue rota por un miembro al otro lado de la mesa, que intentó alcanzar la cajita fuerte. Baird interpuso una mano.
- ¿Qué quiere usted hacer?
- Mi predicción.. está aquí... todas las nuestras están aquí.
- Si, sí. Están todas, Veámoslas.
Baird puso ambas manos sobre la caja. Sostuvo la mirada del hombre que tenía frente a él, pero no habló. Humedeció sus labios. La comisura de su boca se crispó. Sus manos temblaron. Pero no dijo nada. El hombre que tenía frente a él volvió a sentarse.
- Tiene usted razón, desde luego - dijo.
- Tráiganme el cesto de los papeles. - La voz de Baird era baja y contenida, pero firme.
Lo tomó, y arrojó su contenido a la alfombra. Colocó el cesto metálico sobre la mesa, ante él. Rasgó media docena de sobres, les prendió fuego, y los arrojó al cesto. Luego siguió rasgando los demás, de dos en dos, alimentando así el fuego. El humo le hacía toser y de sus parpadeantes ojos chorreaban lágrimas. Alguien se levantó y abrió una ventana. Cuando hubo terminado, apartó el cesto y dijo:
- Me temo que he echado a perder la superficie de la mesa.
FIN
Edward Bryant - JADE AZUL
- Y este - dijo Timnath Obregon - es el dispositivo que inventé para modificar el tiempo.
El cuarteto de damas borrosas y decadentes del Círculo de Estetas del barrio del Cráter hizo una serie de sonidos de aprobación: el susurro de un viento seco recorriendo con su soplo las láminas de un libro de arte muy agotado.
- El tiempo en persona. - Fascinante, de veras.
- Muy fascinante.
La cuarta dama no dijo nada, pero hizo un mohín con los labios y clavó una mirada coqueta en el inventor. Obregon desvió la vista. Se preguntaba cómo había llegado a ganarse tamaña admiración. Empezaba a desear que las damas lo dejaran en paz en su laboratorio.
- Estimado señor Obregon - dijo la que había estado callada hasta entonces - usted no tiene idea de lo mucho que apreciamos esta oportunidad de visitar su laboratorio. Este distrito de Cinnabar se está poniendo aburrido. Es un alivio grande encontrar una personalidad como la suya.
La sonrisa de Obregon fue algo forzada:
- Se lo agradezco, pero mi fama podría ser sumamente transitoria.
Cuatro caras se volvieron hacia él, arrobadas.
- Mi EAP... - empezó diciendo el inventor, pero se corrigió al notar el concierto de cejas enarcadas -... bueno, esa es la sigla, bastante poco ingeniosa, por cierto, que inventé para mi Elevador Artificial de Probabilidades. Parece ser que el dispositivo está a punto de ser inventado simultáneamente, o, lo que es mucho peor, antes, por un rival del Instituto Tancarae. Un tal doctor Sebastian Le Goff.
- ¿Entonces esa máquina todavía no está... digamos, totalmente inventada?
- No está totalmente desarrollada. No, me temo que no.
Obregon creyó oír que una de las damas emitía un pss de desaprobación, algo que hasta entonces había creído que sólo aparecía en la literatura.
- Pero está muy, muy cerca de su terminación - se apresuró a agregar -. Vengan por aquí, por favor, permítanme que les muestre. No puedo ofrecer una demostración completa, por supuesto, pero...
Les dirigió una mirada compradora.
Obregon se sentó frente a esa columna de cristal que iba desde el piso hasta el techo que era el EAP.
- Estos son los controles. El teclado sirve para programar los cambios de probabilidad.
Golpeó el tablero con el dedo índice y la columna tomó un color anaranjado fluorescente.
- El dispositivo está alimentado inductivamente por los corrientes de tiempo, que convergen en remolino hacia el centro de Cinnabar.
Volvió a presionar con el dedo y la columna recobró su transparencia.
- Me temo que es todo lo que puedo mostrarles por ahora.
- No deja de ser bonito.
- Pienso que el azul habría sido mucho más atractivo.
- Hablando de eso, ayer encontré una tela color zafiro para cortinas que es un amor.
- Nos encantaría tomar una taza de té, señor Obregon.
- Por favor, señoras. Llámenme Timnath.
El inventor se dirigió hacia una red de tubería plástica que había sobre un mostrador antiséptico.
- Yo acostumbro tomar té, así que instalé este aparato para prepararlo al instante.
Descorrió un panel blanco y sacó de su interior cinco tazas de doble asa, muy finas.
- La mezcla de hoy es Black Dragon Pekoe, ¿A todas les gusta?
Cabezas que asienten, leve crujido de hojas muertas.
- ¿Crema y azúcar?
La alta:
- Crema de cabra, por favor.
La baja:
- Dos terrones de azúcar, por favor.
La más desteñida de todas:
- Nada, gracias.
La coqueta:
- Leche de madre, si es tan amable.
Obregon marcó las combinaciones correctas en el panel de hacer té e hizo girar las tazas bajo la canilla. Desde atrás una de las damas le dijo:
- Timnath, ¿qué piensa hacer con su máquina?
Obregon vaciló.
- No estoy seguro, en realidad. Siempre me gustaron las cosas tal como son. Pero inventé un modo de cambiarlas. Tal vez sea simple curiosidad.
Luego se dio vuelta y sirvió el té. Se sentaron y bebieron a pequeños sorbos y hablaron de la ciencia y del arte.
- Estoy convencido de que la ciencia es un arte. - dijo el inventor
- Sí - dijo la coqueta -. Supongo que usted le presta poca atención a las aplicaciones prácticas o comerciales de la tecnología.
Le sonrió detrás de sus dedos ahuesados.
- Sí, algo así. Hay muchos que me consideran un diletante en el Instituto.
La alta dijo:
- Creo que es hora de irse. Le agradecemos mucho que nos haya permitido esta intrusión, Timnath.
Fue un placer. Arrojó su taza contra el piso de mosaicos. Sus compañeras la imitaron.
Sobresaltado por una despedida tan abrupta, Obregon casi se olvida de romper su propia taza, semivacía. Permaneció de pie amablemente mientras las damas desfilaban delante de él en dirección a la puerta. Tenían un porte asombrosamente uniforme, todas con su vestido marrón y Timnath recordó los ñandúes resurrectrónicos que había admirado en el Club de Historia Natural.
- Fue un placer - repitió la alta.
- Eso. (La baja).
Sale la coqueta:
- Tal vez volvamos a vernos pronto - dijo sin quitarle los ojos de encima.
Obregon desvió la vista murmurando alguna cortesía.
La cuarta dama, la única cuyos rasgos no parecían solidificados en gelatina, se detuvo en el umbral. Se cruzó de brazos de modo tal que las manos tocaran sus axilas y saltó una y otra vez sacudiendo sus miembros truncos y gritando: ¡Cra! ¡Cra! La puerta blanda se cerró con un puf.
Desconcertado, Obregon sintió la necesidad de otra taza de té y se sentó. Había un pequeño cilindro en la mesa. Podía tratarse de un tubito de pomada para los labios. Al parecer se lo había dejado alguna de las visitantes. Lo levantó, curioso. Era muy liviano. Desenroscó uno de los extremos; estaba vacío. Obregon llevó el objeto a la altura de su nariz.
Tenía el olor acre característico de una emulsión de yoduro, de plata.
- Parecería ser un cartucho de película vacío - dijo Obregon en voz muy baja.
El grito de un niño en la noche de un niño. Un bienestar, envolvente y ronroneante. La soledad de pesadillas y el mundo al despertar y la frontera incierta entre sueño y vigilia. Un tranquilizador felino.
- No llores, hijito. Te tengo abrazado y te estoy meciendo.
George sepultó su cara en la suave piel azul que absorbía sus lágrimas.
- Jade Azul, te quiero.
- Ya lo sé - dijo la madregata suavemente -. También yo te quiero. Ahora duérmete.
- No puedo - dijo George -. Me van a atrapar nuevamente.
El tono de su voz se hizo más agudo y su cuerpo se agitó inquieto. George se aferró al cálido lomo de Jade Azul.
- Me van a atrapar en la sombra y alguien me va a sujetar contra el piso y va a venir él y...
- Son sólo sueños - dijo Jade Azul -. No pueden hacerte daño.
Sentía en su interior que estaba mintiendo. Con los dedos de la pata acarició la cabeza del niño y volvió a estrecharla contra su cuerpo.
- Tengo miedo - la voz de George tenía a un dejo de histeria.
La gobernanta acomodó la cabeza del muchacho.
- Vamos, bebe.
Sus labios encontraron el áspero pezón y chuparon instintivamente. La leche de Jade Azul, dulce, narcótica, lo calmaba, y él tragaba lentamente.
- Jade Azul... - su susurro era casi inaudible. - Te quiero.
El cuerpo tenso del niño empezó a relajarse. Jade Azul lo acunó suavemente, enjugándole cuidadosamente el delgado hilo de leche que se escapaba de la comisura de los labios. Después se echó y estrechó al niño contra su cuerpo. Pasado un rato también ella se durmió
Y se despertó con alerta nocturna. Estaba sola. Con un soplido de rabia, que se apuró a controlar, se abrió paso desde la camas puso todos sus sentidos en tensión y captó un sutil aroma de miedo, y el suave roce de algo rengo sobre baldosas, el rápido destello de una sombra sobre otra.
Una silueta negra, vanamente antropomórfica, se movió en la oscuridad del vano de la puerta. Se escucharon algunas palabras, pero tan tenues que se parecían más bien exhaladas que pronunciadas.
- Ya no hay nada que hacer, minina.
Una boca se abrió y sonrió sarcásticamente:
- Es nuestro, gata.
Jade Azul aulló y saltó con las garras extendidas. la silueta de sombra no se movió; chirrió y se rió cuando la madregata la hizo jirones. Grandes pedazos de sombra, livianos como ceniza, flotaron por la habitación. La risa burlona se desvaneció.
Se detuvo en el umbral con los flancos palpitantes para tomar aliento. Sus enormes ojos sin pupilas se esforzaban por descifrar la poca luz disponible. Las orejas aguzadas se inclinaban hacia adelante. La casona estaba tranquila, salvo...
Jade Azul bajó rápidamente al vestíbulo, sorteando con toda facilidad las masas irregulares de escultura inerte. Corría en silencio, pero en su mente:
“¡Gata estúpida! Esa sombra era un señuelo, algo para distraerle.
"Mujer imbécil! El chico está a mi cuidado.
"Encuéntralo. Si le pasó algo me castigarán.
"Si le pasó algo me mataré.
Un ruido. El cuarto de jugar.
"No podían haberío llevado muy lejos.
"¡Esa perra de Mereille! Podría desgarrarle la garganta.
"¿Cómo pudo hacerle eso?
"Ya estamos cerca. Despacito.
Las dos hojas de la puerta del cuarto de juegos estaban entornadas. Jade Azul se deslizó por entre los bordes de ambas, adornados con tallados barrocos. Era una habitación amplia que reflejaba toda una época de la infancia: caballos de juguete con ojos de vidrio, infinidad de estantes con cubos a medio reunir, hileras de libros, de cintas, de cajas de letras, pelotas, palos de béisbol, criaturas que perdían su relleno, instrumentos de tortura, tableros de juegos, un espectrómetro infrarrojo. La madregata se movía cuidadosamente a través del laberinto de los recuerdos de George.
En un claro del rincón más alejado lo encontró.
Yacía sobre su espalda, con los brazos abiertos como las alas de un águila, forcejeando débilmente para deshacerse de grilletes intangibles. A su alrededor se amontonaban las sombras movientes, oscuras formas demoníacas. Una de ellas se agachó sobre el niño y restregó sus labios de sombra sobre la carne.
La boca de George se movió y maulló débilmente, como un gatito. Levantó la cabeza y miró, más allá de las sombras, hacia Jade Azul.
La madregata controló su primer impulso frenético y prefirió caminar rápidamente hacia la pared más cercana para encontrar el interruptor de la luz. Apretó el recuadro y brilló una débil luminosidad en las paredes. Presionó más y la luz se hizo intensa, y luego enceguecedora. Las verdaderas sombras se desvanecieron. Las bamboleantes criaturas de sombra se deshicieron en hilachas como las telas mal tejidas y desaparecieron. Jade Azul sintió un principio de dolor en sus retinas y bajó la luz a un nivel soportable.
George estaba tirado en el piso, semiinconsciente. Jade Azul lo levantó con facilidad. Sus ojos estaban abiertos y sus movimientos eran bruscos y erráticos, pero parecía no tener nada. Jade Azul lo meció contra su cuerpo y recorrió el largo vestíbulo camino al dormitorio.
George no tuvo más sueños en el resto de la larga noche. En una oportunidad, ya próximo a despertarse, se movió y tocó ligeramente los pezones de Jade Azul.
- Gatita, gatita - dijo -. Gatita linda.
Sombras más amistosas se cernieron sobre ambos hasta el amanecer.
Cuando George se despertó sintió que una arena de grano grueso le raspaba el interior de los párpados. Se frotó con los puños, pero la sensación persistió. Tenía la boca seca. Se pasó la lengua por el paladar, para ver qué sentía: parecía de plástico tramado. No sentía ningún gusto. Se estiró, se retorció; las articulaciones le dolían. El síndrome era familiar: el residuo de malos sueños.
- Tengo hambre.
Se recostó contra el raso azul arrugado. Había un dejo de queja en la voz.
- Tengo hambre.
Ninguna respuesta.
- ¿Jade Azul?
Tenía hambre y se sentía un poco solo. Esas dos condiciones eran complementarias en George y ambas eran omnipresentes. Sacó los pies de la cama.
- ¡Frío!
Se calzó un par de zapatillas de felpa y, con el resto del cuerpo desnudo, se dirigió al vestíbulo. Esculturas que se estaban despertando o a punto de despertarse le hicieron una inclinación de cabeza cuando pasé junto a ellas. Un David estilizado bostezó y se rascó la entrepierna.
- Buenos días, George.
- Buenos días, David.
La réplica de una odalisca del Tercer Ciclo lo ignoró, como siempre.
- Puta - masculló George.
- Maricón - se burló la estatua de la Victoria Rampante.
George hizo como que no la veía y pasó de largo muy apurado.
¡El abstracto Grupo de Revoltosos trató de darle ánimos, pero fracasó miserablemente.
- Mejor, cállense - dijo George -. Todos ustedes.
En algún momento las esculturas quedaron atrás y George empezó a recorrer una galería con artesonados en las paredes. La galería describía una curva de Klein en su tramo final, se retorcía sobre sí misma y terminaba en el laboratorio de Timnath Obregon.
Las luminosas paredes perladas desembocaban en la puerta entreabierta. George vio flamear un guardapolvos. De repente fue consciente de lo silencioso de sus pasos. Sabía que debía anunciarse. Pero precisamente entonces alcanzó a oír el diálogo:
Si por lo menos volvieran sus padres... tal vez eso lo ayudaría.
La voz era ronca y alargaba las vocales: Jade Azul.
- No hay ninguna posibilidad - dijo la voz de tenor de Obregon -. Están demasiado cerca del Centro de la Ciudad en estos momentos. No podría ni siquiera empezar a contar los años subjetivos antes de que regresen.
George se quedó de, otro lado del umbral escuchando.
La voz de Jade Azul se quejaba:
- Pero, ¿no podrían haber encontrado un momento más adecuado para la segunda luna de miel? O tercera, o cuarta, o lo que sea.
Un encogimiento de hombros verbal:
- Después de todo son investigadores con una vocación muy especial. Y las maravillas que hay en el centro de Cinnabar son legendarias. No los puedo culpar por la excursión. Ya hacía bastante que vivían en este grupo familiar.
- ¿Por qué no te vas a la mierda, humano idiota? Estás racionalizado.
- No exactamente. La madre y el padre de George son personas con sentimientos. Tienen derecho a hacer su propia vida.
- También tienen responsabilidades.
Pausa.
- Merreile, esa putita...
- No podían saberlo cuando la contrataron, Jade Azul. Sus... sus rarezas, digamos, empezaron a manifestarse cuando ya hacía meses que trabajaba como gobernante de George. Y ni siquiera entonces podían preverse las consecuencias últimas.
- ¡No podían saberlo! No se preocuparon por saberlo, querrás decir.
- Es un juicio demasiado duro, Jade Azul.
- Escucha, mala imitación de un criterio amplio. ¿No puedes entenderlo? Son la gente más egoísta que existe. No quieren privarse de nada, no quieren dar nada a su propio hijo.
Un silencio de algunos segundos. Luego Jade Azul nuevamente:
- ¡Eres un buen hombre, pero tan condenadamente obtuso!
- Yo le tengo mucho cariño a George - dijo el inventor.
- Y yo también. Lo quiero como si fuera mi cría. Es una lástima que sus padres no.
George fue presa de una emoción ambivalente. Extrañaba tremendamente a sus padres. Pero también quería a Jade Azul. Así que se puso a llorar.
Obregon trataba de desenredar una maraña de filamentos de platino.
Jade Azul deambulaba por el interior del laboratorio, deseando poder agitar su resto de cola.
George terminaba de tomar su leche y chupaba la última miga de bizcocho de la palma de la mano.
Un enorme cuervo batió las alas perezosamente a través de una ventana que había en el otro extremo del laboratorio.
- ¡Cra! ¡Cra!
- ¡Fuera!
El inventor chasqueó los dedos y resplandecientes cristales se deslizaron hasta sus lugares correspondientes; las puertas se cerraron; el cuarto estaba sellado.
Aparentemente confundido, el cuervo revoloteó en apretados círculos, graznando roncamente.
- ¡Jade, pon al chico contra el suelo!
Obregon fue hacia el mostrador del EAP y regresó con una ballesta cargada y amartillada. El pájaro vio el arma, dio vuelta rápidamente y se precipitó hacia la ventana más alejada. Golpeó contra el cristal y rebotó.
George dejó que Jade Azul lo empujara debajo de una de las mesas del laboratorio.
Se oyó un furioso batir de alas cuando el cuervo rebotó contra una pared intentando una nueva acción evasiva. Obregon apuntó fríamente con la ballesta y apretó el gatillo. La flechita de punta cuadrada atravesó al cuervo de lado a lado y se alojó en el techo. El pájaro, con las alas congeladas en la mitad del aleteo, cayó en tirabuzón y golpeó contra el Piso junto a los pies de Obregon. Plumas negras dispersas cayeron como hojas de otoño sobre el suelo.
El inventor manipuleó el cuerpo con cautela: no hubo movimiento.
- ¡Idiota! ¡Qué manera de subestimarme!
Se volvió hacia donde estaban Jade Azul y su sobrino, que salían de abajo de la mesa.
- Quizá sea menos distraído de lo que dices.
La madregata lamió delicadamente su despeinado pelaje azul.
- ¿Te molestaría explicarme todo esto?
Obregon levantó el cuerpo del cuervo con el aire de un hombre que levanta un paquete de basura particularmente repulsiva.
- Un disfraz - dijo -. Un artificio. Si lo disecara apropiadamente, podría descubrir un sistema de espionaje y de grabación muy sofisticado.
Sus ojos se toparon con los verdes de Jade Azul.
- Es un espía, ¿comprendes? - ¡Dejó caer el cadáver en el incinerador, donde desapareció, dejando sólo una llama dorada y un aroma transitorio a carne bien cocida.
- Era grande - dijo George.
- Buena observación. Dos metros por lo menos, con las alas extendidas. Es mucho más grande que cualquier cuervo real.
- ¿Quién es el que espía? - preguntó Jade Azul.
- Un competidor, un tipo llamado Le Goff, un hombre de ética incierta y escasos escrúpulos. Ayer mandó aquí sus espías para controlar el progreso de mi nuevo invento. Todo fue muy torpe, para que yo me diese cuenta. Le Goff es peor que un vulgar ladrón. Se burla de mí.
Obregon hizo un gesto señalando el elevador artificial de probabilidades.
- Es eso lo que quiere terminar antes que yo.
- ¿Una columna de cristal? - pregunta Jade Azul -. ¡Qué maravilla!
- Más respeto, gatita. Mi máquina puede corregir el tiempo. Podrá alterar el presente modificando el pasado.
- ¿Y eso es todo lo que sabe hacer?
Obregon pareció disgustado.
- No admito burlas en mi propia casa.
- Lo siento, pero sonaba tan pomposo lo que decías
El inventor forzó una risita.
- Sí, supongo que sí. Es Le Goff quien me llevó a esto. Lo único que quise siempre fue que me dejasen en paz para experimentar sobre mis teorías. Ahora siento que me empujan a una especie de confrontación.
- ¿A una competencia?
Obregon asintió.
- Sólo que no sé por qué. Trabajé con Le Goff durante años en el Instituto. Siempre fue un hombre de móviles oscuros.
- Tienes buena puntería - dijo George.
Obregon depositó la ballesta sobre el mostrador con cierto aire de orgullo.
- Es un pasatiempo, Es la primera vez que practico un blanco móvil.
- ¿Puedo probar?
- Me temo que eres demasiado chico. Hay que tener bastante fuerza para amartillar la ballesta.
- No soy demasiado chico para apretar el gatillo
- No - dijo Obregon -. No lo eres.
Y agregó sonriendo:
- Después del almuerzo saldremos a hacer una recorrida y te dejaré disparar.
- ¿Puedo tirarle a un pájaro?
- No. A uno vivo no. Tengo algunas imitaciones arriba.
- Timnath - dijo Jade Azul -. Supongo que no...
- No, seguramente no.
- ¿Qué?
- Tu máquina. No puede cambiar los sueños, ¿no?
Papá, mamá, ayúdenme. No quiero tener más sueños. Sólo la cálida oscuridad, nada más, ¿Mamá? ¿Papá? ¿Por qué se fueron? ¿Cuándo van a volver? Ustedes me abandonan, me abandonaron, me hacen daño.
Tío Timnath, alcánzalos, tráemelos. Diles que sufro, que los necesito. Haz que me quieran, Jade Azul, méceme, abrázame, tráelos de vuelta ya. No, no me toques ahí, eres como Merreile, no quiero más sueños feos, no me hagas daño, no...
Y Merreile entraría cada noche a su dormitorio, a separarlo de sus juguetes Y prepararlo para ir a la cama. Lo iba a desvestir lentamente y a deslizar la camisa de noche sobre su cabeza, luego se sentaría cruzada de piernas a los pies de la cama mientras él permanecía recostado contra la almohada.
- ¿Te cuento un cuento antes de dormir? Por supuesto, mi amor. ¿Quieres que te vuelva a contar sobre los vampiros?
»¿Te acuerdas de la última historia que te conté, cielito? ¿No? Quizá hice que te olvidaras.
Y sonreiría mostrando las tiras de cartílago escarlata en el lugar en que la mayoría de la gente tenía los dientes.
- Una vez había un niñito, muy parecido a ti, que vivía en una vieja casona. Vivía solo allí, con sus padres y su gobernante, que tanto lo quería. Bueno, es cierto que había vampiros escondidos en el altillo, pero no parecían criaturas vivas en realidad. Muy raras veces se atrevían a salir de allí, y al chico nunca se le permitía subir. Sus padres se lo hablan prohibido, pese a que el altillo estaba lleno de toda clase de objetos interesantes y deliciosos. La curiosidad del chico crecía y crecía, hasta que una noche se deslizó fuera de su habitación y subió en silencio por la escalera que conducía al altillo, Al llegar al último peldaño se detuvo, recordando la advertencia de sus padres. Luego recordó lo que había oído sobre los extraños tesoros que había allí adentro. Sabía que las advertencias provenían de gente tonta y que había que ignorarlas. Esas barreras están hecha para cruzarlas. Y entonces abrió la puerta del altillo
»Adentro había hileras de mesas colmadas con todos los juegos y juguetes que pueda uno imaginar. En el medio había otras más pequeñas repletas de dulces y jarras de bebidas deliciosas. El chico jamás se había sentido más feliz en su vida. Fue entonces cuando salieron a jugar los vampiros. Se parecían mucho a ti y a mí, salvo que eran negros y muy silenciosos, y tan delgados como las sombras.
»Se amontonaron alrededor del chico y le susurraron que se uniera a sus juegos.
»Lo querían mucho, ya que la gente iba muy poco a visitarlos al altillo. Eran muy honestos (porque la gente tan delgada no puede tener mentiras adentro) y el chico se dio cuenta de lo tontas que habían sido las advertencias de sus padres. Luego se fueron a las mágicas tierras que había en el extremo más alejado del altillo y jugaron horas y horas.
»¿Qué a qué jugaban, querido? Te voy a mostrar.
Y entonces Mereille apagaría la luz y trataría de agarrarlo.
No, no puede cambiar sueños, había dicho Timnath, absorto. Después, mirando a través de los ojos de la madregata como si el jade fuera vidrio, agregó: Dame tiempo; tengo que pensarlo.
- ¿Tuviste alguna vez hijos como yo? - George estaba sentado abrasándose las rodillas.
- Como tú no.
- Quiero decir, ¿eran gatitos o más bien bebés?
- Ambas cosas, en cierto modo. O ninguna - su voz era neutral.
- No estás jugando limpio. Respóndeme.
La voz del chico era conocedora, petulante de puro experimentada.
- ¿Qué quieres saber?
Los Puños de George tamborilearon sobre sus rodillas.
- ¿Cómo eran tus hijos? Quiero saber qué les sucedió.
Un rato de silencio. Algunas arruguitas debajo del labio de Jade Azul, como si sintiera un gusto amargo en la boca.
- Nunca fueron de ninguna manera.
- No entiendo.
- Porque no existieron. Vinieron de Terminex, la Computadora. Vivieron en ella y murieron en ella. Ella puso esas imágenes brillantes en mi cerebro.
George se incorporó un poco más; esto era mejor que un cuento a la hora de dormir.
- Pero ¿Por qué?
- Soy la gobernante perfecta. Mis instintos maternales están aumentados. Tengo las prendas de mi afecto en la mente.
Cada palabra parecía tallada con cincel.
La petulancia cedió a la compasión propia de un chico.
- Eso te pone muy triste.
- A veces.
- Yo cuando estoy triste lloro.
- Yo no - dijo Jade Azul -. Yo no puedo llorar.
- Yo voy a ser tu hijo - dijo George.
El vestíbulo de estatuas diurnas estaba en calma. Jade Azul acechaba las sombras, tratando de percibir los sonidos tenues, los olores y las diferencias de temperatura más sutiles. Los minutos que pasaban la frustraban y enloquecían, también las muchas noches de vigilia, y la amenaza de que la traicionará el cuerpo. De nuevo en busca del niño perdido.
Y esta vez no estaba en el cuarto de juegos. Los caballos de madera sonreían estúpidamente.
Tampoco en los veinte salones grises donde los antepasados de George permanecían silenciosos en embalsamada vigilia desde los nichos empotrados en las paredes.
Tampoco en el altillo, polvoriento y lleno de telarañas.
Tampoco en el comedor, ni en el invernadero, ni en las cocinas, ni en el acuario, ni en la biblioteca, ni en el observatorio, ni en el cuarto de estar, ni en los armarios de la ropa blanca. Ni... Jade Azul pasó corriendo por la galería y leves indicios justificaron su impulso. Corrió más rápido y cuando se abalanzó hacia el codo que llevaba al laboratorio de Timnath Obregon, tenía el estómago revuelto.
La puerta se entreabrió al tocarla. El laboratorio estaba iluminado a medias por las distorsionadas luces amarillas de Cinnabar.
Sucedieron varias cosas a la vez.
Frente a ella, una figura alarmada levantó la vista desde la consola del EAP de Obregon. Un rollo de cinta métrica cayó estrepitosamente sobre los mosaicos.
Del otro lado del laboratorio un conjunto de siluetas sombrías que se contorneaban suspendieron el acto que estaban realizando sobre el cuerpo acostado de George, y miraron hacia la puerta.
Una especie de pájaro chillón bajó revoloteando desde el techo y atacó a Jade Azul en los ojos.
La madregata se agachó y sintió que unas garras abrían inofensivos surcos sobre su pelaje. Rodó sobre el lomo y atacó, con las garras extendidas. Rasgó algo pesado que chilló y le abofeteó la cara con las plumas de sus alas. Y supo que podía matarlo.
Eso hasta que un pie calzado con botas le aplastó la garganta. Entonces Jade Azul miró por encima de esa especie de pájaro que todavía se debatía a quien quiera que fuese que había estado examinando el invento de Obregon.
- Lo siento - dijo el hombre -. Y apretó más.
- ¡George! - su voz sonaba estrangulada -. ¡Socorro!
Y luego la bota se hizo demasiado pesada como para dejar pasar una sola palabra más. La oscuridad se hizo intolerablemente densa.
La presión cedió. Jade Azul no podía ver pero - dolorosamente - pudo volver a respirar. Podía oír, pero no lograba saber qué significaban los ruidos. Había luces brillantes y estaba la cara preocupada de Timnath y sus brazos que la levantaban del suelo. Había té caliente y miel en un plato. George la abrazaba y sus lágrimas salaban el té.
Jade Azul se frotó la garganta con cautela y se sentó; se dio cuenta que estaba sobre una mesa blanca de laboratorio. En el piso, a poca distancia de la mesa, había una asquerosa mezcla de plumas y carne roja y húmeda. Algo que casi no podía reconocerse como un hombre respiró con dificultad, ruidosamente.
- Sebastian - dijo Timnath, arrodillándose junto al cuerpo -. Querido amigo.
Estaba llorando.
- ¡Cra! - dijo el hombre que agonizaba. Y murió.
- ¿Lo mataste? - preguntó Jade Azul con voz ronca.
- No. Fueron las sombras.
- ¿Cómo?
- Del modo más desagradable.
Timnath chasqueó los dedos dos veces y las resplandecientes ratas mecánicas se precipitaron desde las paredes para limpiar la suciedad.
- ¿Te sientes bien? -. George estaba de pie, muy cerca de su gobernante. Estaba temblando. - Traté de ayudarte.
- Ya lo creo que me ayudaste Estamos todos vivos.
- Claro que te ayudó, y estamos vivos - dijo Timnath -. Por una vez las fantasías de George fueron una ayuda más que un estorbo.
- Sigo insistiendo en que hagas algo con tu máquina - dijo Jade Azul.
Timnath miró con tristeza el cuerpo de Sebastian Le Goff.
- Tenemos tiempo.
El tiempo progresaba en forma helicoidal, y un día Timnath anunció que su invento estaba listo. Llamó a George y a Jade Azul al laboratorio.
- ¿Listos? - preguntó, apretando el botón que iba a poner en marcha la máquina.
- No sé - dijo George, escondiéndose a medias detrás de Jade Azul -. No estoy muy seguro de lo que está pasando.
- Esto te va a ayudar - dijo Jade Azul -. Adelante.
- Puedes perderlo - le advirtió Timnath.
- No - sollozó George.
- Lo quiero lo bastante como para eso - dijo la gobernante -. Adelante.
La columna de cristal resplandeció con un anaranjado brillante. Las ondas de un zumbido muy leve se propagaron más allá del alcance de la audición. Timnath pulsó el teclado: LOS SUEÑOS DE GEORGE SOBRE VAMPIROS DE SOMBRA NO EXISTIERON NUNCA. MERREILE NUNCA EXISTIO. GEORGE ES SUMAMENTE FELIZ.
El inventor se detuvo; luego presionó un botón especial: REVISAR.
La columna de cristal resplandeció con un anaranjado brillante.
Las ondas de un zumbido muy leve se propagaron más allá del alcance de la audición. Timnath pulsó el teclado: LOS SUEÑOS DE GEORGE SOBRE VAMPIROS DE SOMBRA NO EXISTIERON NUNCA, MERREILE NUNCA EXISTIO.
GEORGE ES RAZONABLEMENTE FELIZ.
Timnath reflexionó; luego apretó otro botón: EJECUTAR.
- Listo - dijo.
- Algo nos está abandonando - susurró Jade Azul. Se oyeron pasos en el porche. Dos personas caminando. Un carraspeo, una tos paterna.
- ¿Quién anda allí? - preguntó Jade Azul, aunque sabía,
FIN
Angel Arango - UN INESPERADO VISITANTE
Antes de saltar hizo una última señal.
Descendió a través del espacio haciendo el cuerpo más ligero que una pluma, la mente vacía de pensamientos, la sangre detenida, los nervios abiertos dentro de los músculos como las costuras de un paracaídas.
Sin ropa ni equipos, porque la materia de esas cosas no obedecía a su voluntad como la carne.
Desnudo.
Era fácil. Se inhibía de la fuerza de gravedad y dejaba de ser su conductor. Apenas permitía que se hiciese sentir el peso de la piel, apretada en derredor como una coraza para protegerlo del frío.
Al llegar a la superficie del agua, el cuerpo tomó por sí mismo la posición vertical y se orientó a tierra.
Estaba salvado.
La única herida que se había hecho al deshacerse rápidamente de la nave le sangraba, pero no ofrecía peligro, porque a él la sangre se le regeneraba al contacto del oxígeno y dentro de las venas. Era extraordinariamente alto y hermoso, y sus ojos de un color azul marino fulguraban con brillo metálico, y eran penetrantes como los rayos del sol del mediodía.
Aún no tenía barba, porque hacía pocos días que se había afeitado.
- Mi nave habrá caído en el océano - se dijo.
Y echó a caminar por aquel mundo desconocido adonde no había intentado nunca venir y que por un accidente se convertía en su destino.
Comenzó a andar en dirección a los árboles que se estremecían bajo la brisa que soplaba procedente del mar próximo.
Pronto divisó a un grupo de nativos que se dirigía al río y vio cómo vestían. Oculto, logró oír parte de las conversaciones y puso a trabajar su voluntad para que el cerebro funcionase a toda capacidad y le diese el significado de las palabras.
Los siguió. Uno a uno fueron metiéndose en las aguas y se bañaron con alegría.
- Debo acercarme.
Fue hacia donde estaban y entró también en el agua. Uno que parecía dirigir el grupo se le aproximó e hizo una extraña reverencia. El abrió sus brazos, como era costumbre saludar en su planeta.
- Bienvenido - dijo el otro.
- No entiendo nada - respondió el extranjero en su lengua.
El que dirigía el grupo comprobó cuán alto era.
- No eres como nosotros - dijo -. ¿De dónde vienes?
El cerebro le trabajaba febrilmente; las palabras iban y venían por sus conductos nerviosos y se revolvían en una confrontación interminable. No sabía qué responder aún y sin embargo, sentía que las palabras últimas eran mucho más fáciles, casi las tenía en su repertorio. De pronto, sin saber cómo, dio la respuesta señalando el punto del océano espacial por donde habla llegado.
Su cerebro, obediente, eficaz, bien alimentado, había encontrado el significado preciso de las primeras palabras. Comenzaba a formar su vocabulario y ahora tendría que aprender a utilizarlo.
- De...
Y su mano volvió a extenderse para señalar el lugar del cielo. El grupo lo contempló en silencio. Quizá no comprendían su respuesta. Quizá no podían imaginarla tan siquiera. Les pidió ropa prestada y se la dieron. Luego se sentó con ellos y conversaron. Ellos hablaban y él contestaba aún con monosílabos. Supo que había allí otros hombres que vestían de hierro y atravesaban a los nativos con sus lanzas.
«Debo permanecer vivo hasta que llegue mi grupo de rescate», se dijo y fue a refugiarse en el desierto, donde podría soportar hasta seis meses sin comer ni beber, gracias a la energía de reserva que tenía acumulada.
El desierto era silencioso y aburrido. Casi como el espacio interplanetario; mirar las dunas era igual que contemplar los caprichosos diseños de las constelaciones. Durante la noche, cuando las formas de la arena se perdían en la gran oscuridad y el único paisaje eran las estrellas, se sentía adolorido y angustiado, porque era terrible verse prisionero de una tierra extraña y ser incapaz de alterar el espectáculo de aquellos puntos fijos. No era como cuando dentro de su nave podía trazar un curso y cambiar el panorama y aproximarse o alejarse de los distintos mundos.
- Terminaré por volverme loco - gritó al mes y se fue hacia la costa, donde encontró una familia de pescadores con los cuales hizo amistad y aprendió a hablar perfectamente el idioma. Luego se embarcó con los pescadores para recuperar el equipo de señales. Descendió a las aguas y recorrió a pie el fondo del mar. Fue inútil. Entonces emitió una señal telepática debajo del agua y ésta atrajo a los peces, que llenaron las redes. Volvió a la superficie, desplazó la atmósfera e hizo en torno suyo el vacío. Por su cuerpo no corría la fuerza de la gravedad: era como un muerto inmóvil y se deslizó así sobre las aguas, erguido sobre sus pies que descansaban en una delgada capa de aire sobre la superficie del mar.
Los marineros que le vieron tenían unas terribles caras de asombro y comprendió que había ido demasiado lejos. Aquel mundo, o aquel lugar del mundo que visitaba, estaba demasiado atrasado.
«Comenzarán a hablar de mí y no me conviene». Se lo dijo a los pescadores:
- No es nada. No lo digan a nadie.
Los pescadores fueron honrados. No dijeron absolutamente nada, pero le trajeron a un amigo ciego para que él lo viese y procurase ayudarlo.
- Por piedad.
Era una voz conmovedora. El hombre estaba con los párpados cerrados y solamente repetía aquello con convicción definitiva.
- Por piedad, por piedad...
- Puedo usar mi voz - pensó - y hacer que rompa el sello que quema su mirada. Pero mí energía está limitada y la que recibo de este mundo es pobre y no puede recompensarme. Mi poder, mi poder debe durarme...
Sin embargo, el hombre ciego permanecía frente a él, y era algo que no podía soportar porque en su mundo no existían esos males.
- Te ayudaré... Acuéstate...
El ciego obedeció y él cubrió sus ojos. Volvió a decirle las mismas palabras varias veces. La vibración de su voz destruyó el virus. Hasta que el otro despertó y vio la luz.
Leyendas e historias fueron tejiéndose en tomo a él y la vida de aquellos hombres se fue cerrando alrededor de la suya, a pesar suyo.
Llamaba la atención por su estatura y por lo fuerte de su mirada y tenía ahora una larga y suave barba y cabellos que le cubrían la nuca. Su presencia era conocida rápidamente y el pueblo se le acercaba y lo rodeaba.
- Extraño pueblo que no conoce el amor y vive siempre alucinado... Extraño pueblo que no conoce el amor.
Le seguían a todas partes y le escuchaban y le observaban; había comenzado a formar parte de la vida de las gentes.
Probó sus poderes. El poder de la mirada, la fuerza de la mirada.
Saludaba abriendo los brazos.
- Lo que llaman riqueza no vale nada en mi país - decía -. El amor es lo importante.
Las mujeres le seguían, pero él sabía que no podía prodigarse porque sus energías se reducían más y más.
- Es un hombre encantador...
- Lo que ocurre es que no nos mira, por eso le amamos.
- Pero estaría dispuesta a seguirlo siempre.
- Dice cosas tan nuevas. Todavía no sé de qué habla, pero hay sentido en su persona.
- Es como si viniera de algún lugar lejano y limpio donde los hombres fuesen más fuertes y seguros y no necesitaran bañarse como aquí.
- El probó sus poderes. El poder de la mirada, la fuerza de la mirada.
- Mi poder, mi poder...
Se le despertó una profunda compasión por aquel pueblo tan necesitado de creer y de amar, a pesar de todo. Y aunque no dejaba de preocuparle el saber que estaba lejos de su mundo «Mi señal perdida y yo sin respuesta» hizo cuanto pudo por ayudar a mejorar la vida y la existencia de los hombres y mujeres que con tanta pasión se le aproximaban. Comenzó a explicarles cosas y lo hizo en forma atractiva, presentándolo como dicho anteriormente por algún personaje histórico que ellos respetasen o como un mensaje nuevo transmitido a través de él. Porque el engaño era necesario.
Habló en metáfora, lo que sirvió para causar una gran impresión a su auditorio y también para que posteriormente fuesen confundidas sus palabras.
- No debo alejarme nunca de los que me siguen. El día que lo haga, los opresores de este país me destruirán y habrá cesado mi última esperanza de ser rescatado. Sé que mi poder no durará siempre...
A pesar de ello, le inquietaba el hambre entre las gentes y sus enfermedades. Y utilizó la frecuencia de las vibraciones de su voz para curar y decidió alimentar a los miles de hombres que pasaban hambre.
- Eso no se conoce en mi mundo. Extraños y pobres seres.
Dejó escapar lentamente la energía que llevaba concentrada en su mente y multiplicó los alimentos terrestres por procesos reproductivos acelerados.
- Aunque yo termine no siendo más que uno de ellos.
Pero había roto la cadena de la historia.
Los soldados no fueron quienes dieron el primer paso para destruirlo. Fueron los comerciantes que vendían la comida.
- Ese hombre debe desaparecer. Nos arruina.
- Que muera. Que muera de una pedrada certera.
Cuando se dispuso a levantar la piedra, el extranjero, que presintió la agresión, se volvió hacia los tableros de mercancías y los volcó sobre el piso. E inmediatamente el pueblo repitió la acción con todos los demás tableros.
Cada minuto que pasa las cosas crecen y se vuelven importantes.
Un silencio penetró los corazones, y hombres y mujeres se postraron ante él. Estaba erguido, él solo, como un rey, en medio de la multitud. El solo, alto y extraordinario, con sus ojos de mirada poderosa, que nadie podía rechazar.
La cena fue una sesión científica. En ella quiso explicar que la materia se adapta a distintos procesos evolutivos, a distintos niveles biofísicos.
- Todo esto no es más que nosotros mismos - dijo poniendo las manos sobre los alimentos -. Yo puedo volver a ser esta materia y ella puede convertirse en persona. La vida no debe perderse más que para cambiar de cuerpo, de medio. Ustedes mueren porque no han aprendido a querer vivir; no quieren vivir más porque sus facultades son poco evolucionadas y le dan una visión estrecha del mundo. Si pudieran disfrutarlo, entonces desearían renovarse eternamente...
Uno le preguntó cómo había logrado revivir a un muerto.
- Mi voz destruyó los gérmenes, repuso el movimiento y rehabilitó la materia. Mi palabra es natural y, sin embargo, da las vibraciones necesarias.
Los soldados marchaban por la carretera de cuatro en fondo. Cantaban un himno. Un hombre saltó al camino y les hizo señas. El grupo se detuvo a las órdenes que impartió el oficial. Este se adelantó al hombre y le preguntó:
- ¿Es usted?
- Sí - respondió el otro temblorosamente.
- Bien; díganos dónde está.
El hombre apretó sus manos con nerviosismo y le susurró al oficial:
- Es el más alto. Tiene los ojos azules y brillantes.
El oficial desplazó a sus hombres y éstos avanzaron en escuadra desplegada sobre el campo para cerrarse alrededor del punto señalado.
Poco después rodeaban al extranjero y el oficial le preguntó:
- ¿Quién eres?
- Yo soy el hijo de un hombre - respondió el extranjero.
- ¡Llévenselo! - dijo el oficial. E hizo señas de que le atasen las manos. Por un instante, el hombre que quería aprovechar el tiempo que vivía fuera de su tiempo para ayudar a un pueblo mucho más atrasado que el suyo contempló el pedazo de soga colgando de las manos del legionario. Por un instante pensó que podría deshacerse de todos ellos con el resto de fuerza que aún le quedaba de reserva. Pero entonces comprendió también que de nada serviría, pues había hecho allí más de lo que podía y nadie le conocía verdaderamente ni sabía quién era. No ganaría ahorrando unas horas más de vida. Su poder se había consumido ayudando al pueblo sometido, multiplicando el alimento, rehabilitando a los enfermos. Tarde o temprano terminaría agotándose. Estaba desarraigado, fuera de los cielos que había surcado a velocidades increíbles, cansado de esperar el resultado de una señal hecha con demasiada precipitación. Una señal demasiado pequeña para un universo tan grande.
Extendió ambas manos y el soldado se las amarró.
Cuando llegaron a la ciudad comenzaron los interrogatorios. Aparecieron muchas personas que decían conocerle y que le atribuyeron frases y hechos. Luego le quisieron hacer confesar cosas que desconocía e insistían una y mil veces en averiguar de quién era hijo.
- ¿Eres príncipe? ¿Eres rey?
- Yo sólo soy el hijo de un hombre - volvió a repetir y entonces, sorpresivamente, le escupieron el rostro y le entraron a golpes y garrotazos.
Era la primera agresión física. Quiso romper sus ataduras y pensó en ellas, únicamente en ellas, a pesar de todo lo que le rodeaba. Se concentró totalmente. Pero las ligaduras no cedieron; estaba perdido, sus últimas fuerzas superiores le habían abandonado. Era un hombre indefenso como los demás, como los habitantes de aquel pueblo sometido.
- Tú eres un conspirador - gritó un viejo histérico al que secundaba todo el Consejo de Ancianos -; te vamos a entregar al ejército...
Y así fue.
Le llevaron ante un militar vestido de hierro como los demás, pero que se envolvía en una capa roja.
Antes de llegar a él tuvo que cruzar entre dos filas de hombres con estandartes. Miró a lado y lado y vio cómo, con el furor de su mirada, los estandartes se abatieron.
- Aún me queda energía.
Volvió a intentar romper las ligaduras. Pero nada, sólo los estandartes se abatían; su última energía los hacía extraordinariamente pesados en las manos de los soldados.
- ¿Quién eres? - preguntó el oficial.
El extranjero miró dudosamente al jefe de los soldados.
- Yo soy un hombre de...
El comandante le interrumpió:
- ¿Eres tú Cristo?
- Ese nombre me das - dijo el prisionero y pensó que si hubiera tenido allí su identificación se la habría mostrado con gusto al oficial.
- ¿Tú eres el rey de esta gente?
- No entiendo lo que dices - respondió el extranjero -. Yo no soy de aquí.
- Tu reino entonces no es éste.
Se volvió a la multitud y les dijo que el hombre alto era inocente del cargo de conspiración.
Pero en primera fila delante de la multitud estaban los comerciantes de quienes el extranjero se había defendido. Y éstos comenzaron a dar gritos de:
- ¡Muerte! ¡Muerte!
Y la palabra asustó al gobernador, que lo entregó a la tropa.
Los soldados se lo llevaron a un sótano donde lo patearon, lo golpearon y, por último, lo amarraron a una silla llenándolo de símbolos extraños como si fuese un espantapájaros.
De allí lo sacaron poco después a la calle y le colocaron una enorme cruz de madera de cedro sobre las espaldas. El hombre sostuvo el peso cuanto pudo, mientras le hacían marchar hacia un monte próximo conocido por «el lugar de la Calavera». A latigazos y lanzazos, como hacían con aquel pueblo sometido, el inesperado visitante fue arrastrándose.
Legó al monte y lo alzaron en la cruz.
Había otros dos ajusticiados a su lado, pero él se veía mucho más grande.
- Quizás hubiera tenido más suerte en la forma de morir, si no hubiera sido por esta costumbre de abrir los brazos...
Uno de los soldados le oyó hablar y le clavó su lanza.
Se relajó definitivamente para no sufrir.
Pero aunque lo consideraron muerto, su corazón latía aún a un ritmo imperceptible para el hombre de la Tierra.
Lo descendieron y lo introdujeron en un sepulcro.
Era mucho más corto de estatura que cuando había descendido del espacio.
Los soldados custodiaron el sepulcro por temor a que algunos curiosos del pueblo pudieran sustraer el cadáver.
La oscuridad vino sobre el mundo. El sol se escondió y el cielo apareció oscuro aun siendo de día. Se vieron las estrellas. La luna, que era como sangre, no brilló en toda la noche.
La patrulla de rescate había hecho dos o tres disparos de efecto sobre la tierra y los edificios. En el cementerio se abrieron las fosas de los muertos. Mientras la nave se mantenía en el aire, próxima a la superficie de la tierra, creando un cielo de tormenta con todos sus reflectores encendidos, dos de los hombres se aproximaron al sepulcro ante el espanto de la guardia. Eran altos y de vistosos uniformes y con facilidad retiraron la piedra que cubría la tumba.
El extranjero torturado se levantó y, caminando por sus propios pasos, fue a reunirse con los dos hombres.
- Vámonos - dijo.
Y desaparecieron en el cielo.
Luego, el pueblo comenzó a contar la historia con grande emoción. Los detractores la deformaron y los admiradores también. Los escritores tomaron todas estas deformaciones e hicieron la obra literaria. Cada cual habló lo que quiso y la humanidad continuó repitiéndolo y sigue en ello. Aún hoy en el año 3.000.
Domingo Santos - EL HUEVO Y LA GALLINA
El visitante se puso en pie cuando Jorge Orolia, doctor en psicología y parapsicología y presidente honoris causa del Departamento de Relación de los Tres niveles, penetró en la habitación. Los dos hombres se dieron amistosamente la mano, y se sentaron en sendos sillones, dispuestos a iniciar la conversación.
- Bien, amigo Julio - Orolia se frotó suavemente las manos, en un gesto característico suyo. Era un vicio que había adquirido desde joven, cuando todavía estudiaba en la Universidad, junto con el otro hombre que ahora tenía frente a él. Recibí tu aviso y tu petición de consulta... y confieso que me extrañó un poco. Me parece que quieres decirme algo... importante.
Julio Aznar dijo que no con la cabeza.
- No, Jorge. Importante no es la palabra adecuada. Yo diría mejor... extraño. Absurdamente extraño. Por esto he venido a consultarte. Creo que tú podrás ayudarme más que cualquier otra persona en mi problema.
Orolia hizo un gesto ambiguo..
- Esperémoslo - dijo -. Te escucho.
Aznar dudó unos momentos. Buscó durante un rato las palabras adecuadas para principiar, y luego dijo:
- Verás. La cosa data de unos años atrás, dos años y medio aproximadamente. Sucedió de improviso, sin que me lo esperara, mejor dicho, sin que siquiera lo sospechara. Fue una noche...
- Como sabrás - siguió hablando Julio Aznar -, cuando nos separamos de la Universidad, así como tú te dedicaste al estudio de las altas materias (psicología, parapsicología, y tus ensayos de los Tres Niveles) yo tuve que conformarme con metas menos altas, y me dediqué al prosaico y vulgar negocio de la importación-exportación. No quiero decir con ello que no me sienta satisfecho de mi trabajo, ni mucho menos, pero siempre hay diferencia entre el constante estudio y la investigación y el comercio, vulgar y llanamente hablando.
Con todo, he de decir a mi favor que no puedo quejarme de mi destino. Mi compañía de importación y exportación tuvo fortuna desde los primeros días, y ahora poseo una vasta red de representantes por todo el mundo, alcanzando mis utilidades cifras francamente notables. Con todo, no acabo de estar satisfecho de ello, y he de confesar que envidio a los hombres que, como tú, no tienen que preocuparse apenas de los bienes materiales de este mundo.
Pero volvamos a lo nuestro. Como te decía, todo empezó hace unos dos años y medio aproximadamente. Era una tarde igual que las otras tardes. El Sol se estaba ya poniendo, y el aire empezaba a refrescar. Yo acababa de terminar mi trabajo en el despacho. A la mañana siguiente tenía que salir de viaje muy temprano, y tenía ganas de volver a casa lo más rápidamente posible. De modo que cogí el coche y me fui directamente para allá. Llegué a ella, encerré el auto en el garaje, y me metí dentro. Como no tenía nada importante que hacer por el momento, me senté cómodamente en un sillón, tomé una novela, me preparé un combinado, y me puse a leer.
Entonces fué cuando recibí aquella llamada.
El rostro que apareció por la pantalla del fonovisor era totalmente desconocido para mí. Era el rostro de un hombre de mediana edad, fuerte y atlético. Inquirió:
- ¿El señor Julio Aznar?
Asentí con la cabeza.
- Sí. soy yo. ¿Qué desea?
- Nada. Tan sólo pedirle que me aguarde unos momentos. Tengo necesidad de hablar con usted personalmente ahora mismo. Es muy importante.
- Bueno - respondí -. Yo estaré en mi casa hasta mañana por la mañana. Si desea verme...
- De acuerdo. Estaré allá dentro de unos minutos.
La pantalla se apagó, y yo no pude por menos que arrugar el ceño. Aquel hombre me era totalmente desconocido. ¿Para qué querría verme? No lo sabía en absoluto. Seguramente al final resultaría ser por algo apenas sin trascendencia. Bueno, allí estaría yo si quería encontrarme en casa.
Volví a enfrascarme en mi lectura, y dejé transcurrir el tiempo. Pero no hubieron pasado apenas unos diez minutos cuando alguien llamó a la puerta. El robot-criado fué a abrir, y pocos minutos después me encontraba frente al mismo hombre con el que acababa de hablar por el fonovisor.
Confieso que me extrañó su visita, a pesar de la llamada anterior. El hombre vestía una gabardina marrón, y un sombrero que le venía excesivamente grande para su cabeza. Se quitó las dos prendas cuando estuvo frente a mí, y apareció bajo ellas un vestido que no dejó por menos que parecerme extraño. Un traje de una sola pieza, de color negro brillante, que le cubría todo el cuerpo excepto la cabeza, manos y pies, y unos zapatos también negros, sin cordones ni nada que se le pareciera, que llegaban justamente hasta donde terminaba el resto de su indumentaria.
El desconocido paseó su mirada por la habitación, y murmuró algo para sí mismo. Luego se fijó en mí.
- Sí, usted es Julio Aznar, no cabe duda - dijo -. Lo recuerdo perfectamente. Recorté su fotografía al recibir su carta, con el fin de reconocerle.
Me sorprendí al oír aquellas palabras.
- ¿Carta? ¿Qué carta?.
El hombre se volvió hacia mí, con evidentes muestras de sorpresa en su rostro.
- ¡Pues la carta que me escribió usted, naturalmente! No me va a decir que no la recuerda.
- Pues... - dudé unos momentos -. No sé, ¿Cuál es su nombre?
- Ard. Verner Von Ard.
- ¿Alemán?
- No, suizo. De Nesslan.
Moví negativamente la cabeza. No conocía ni el nombre ni la localidad. No los había oído nombrar nunca.
- ¿Y dice que yo le he escrito una carta a usted?
- Sí, naturalmente. Pidiendo que viniera a prevenirle.
Quedé sumamente perplejo por aquellas palabras. No recordaba haber escrito ninguna carta a ningún tal Von Ard, y mucho menos pidiendo que me viniera a prevenir. ¿De qué iba a prevenirme?
- No sé, no recuerdo...
El hombre meditó unos momentos. Luego preguntó:
- ¿A qué año estamos?
Se lo dije, aún más extrañado. Y el hombre se dió una palmada en la frente.
- ¡Naturalmente, mi amigo! Lo olvidaba. Usted no me escribió esta carta hasta dos años después de ahora. Naturalmente, no puede acordarse de haberla escrito, por la sencilla razón de que no lo ha hecho... todavía.
Aquello acabó de dejarme perplejo. Y una idea se infiltró claramente en mi cabeza. Aquel tipo estaba loco.
- No, señor Aznar, no estoy loco. ¿Me deja que le explique?
Me encogí de hombros, nada perdería oyéndolo unos minutos, salvo quizás coger un dolor de cabeza. Le indiqué un sillón, y yo fui a sentarme en otro.
- Está bien. Si usted quiere...
- Naturalmente que quiero. Verá. Cuando recibí su carta, yo me encontraba en Nesslan, en mi casa. Sí, ya sé que usted todavía no ha escrito esta tal carta, pero esto no es ningún inconveniente. Como le he dicho, recibí su carta, en la que usted me pedía que viniera aquí, a prevenirle. La carta en cuestión me llegó por manos de una importante notaría, y en ella (en el sobre, naturalmente), iban reseñados mi nombre y dirección, junto con la indicación claramente legible de: «A entregar el día 30 de julio del año 2144». La recibí puntualmente, el mismo día indicado. La abrí, y...
- ¡Un momento! - le interrumpí. Acababa de oír algo que no había sonado bien en mis oídos -. ¿Qué año me ha dicho?
- El 2144, naturalmente. ¿Por qué?
¿Y todavía me preguntaba por qué?
- ¡Porque está usted hablando de un año para llegar al cual falta todavía más de un siglo!
- ¡Oh, eso! No es ningún inconveniente.
Fui a hablar, a decir algo, pero él levantó una mano, interrumpiéndome.
- Un momento, por favor. Déjeme continuar. Luego dirá todo lo que quiera.
Hizo una pausa, y luego siguió:
- Como le iba diciendo, recibí su carta, de manos de un notario de la organización, y la leí. En ella me comunicaba usted que estaba inválido de las dos piernas a causa de un accidente de ferrocarril, y que su situación era verdaderamente desesperada. Los médicos le atendían constantemente, pero no podían hacer nada por usted. Su vida era un continuo infierno. Pero que todavía tenía esperanza. Y por eso me escribía la carta.
- ¿Por eso? - inquirí, contemplando mis dos sanas y robustas piernas.
-Sí. Yo había logrado construir un aparato para viajar por el tiempo, y usted lo supo. En aquella fecha, el 30 de julio del año 2144, yo acababa de perfeccionar mi invento, y lo había dado a conocer al público. Por eso me escribió la carta para aquel día. En ella me pedía que acudiera al pasado, al tiempo en el que usted todavía no había hecho el viaje que tenía proyectado en tren y en el que había sufrido el accidente que le había dejado inválido, y le hiciera desistir de hacerlo. Era un favor al que ningún hombre podía negarse, siquiera por humanidad.
- ¿Y por eso ha venido usted aquí?
- Sí, por eso. Aunque las causas de haber venido no han sido éstas precisamente, sino otras.
- ¿Ah, sí? - estaba empezando a marearme.
- Sí. Naturalmente, lo primero que yo hice después de recibir aquella carta fué averiguar qué había de cierto en ella. Y descubrí que, efectivamente, en la fecha que usted indicaba, mañana, el tren que usted tenía que tomar había sufrido un accidente y había descarrilado. ¡Pero usted no se encontraba entre la lista de los viajeros!
- ¿Qué? - me enderecé súbitamente.
- Óigame. Aunque le parezca duro y poco humanitario, he de confesarle que yo no tenía la menor intención de hacer lo que usted me pedía en su carta. No quería arriesgarme. Hacerlo representaría causar una variación en el tiempo; variación que tanto podía ser poco importante como mucho. No tenía la menor intención de causar un trastorno en el tiempo por salvarle a usted. Y aquí vino lo peliagudo del asunto. Porque lo que usted me comunicaba en su carta no existía. Usted no había sufrido ningún accidente en el tren, simplemente porque usted no había viajado en él. No había realizado su proyectado viaje.
- ¿Entonces? - a pesar de todo, la cosa se me estaba haciendo interesante.
- Aquello me sumió en un mar de dudas. Usted, naturalmente, había sufrido el accidente, ya que me había escrito la carta. Pero no lo había sufrido, ya que su nombre no figuraba entre la lista de las víctimas. ¿Cuál era la realidad? ¿Cuál era la solución de todo esto? Naturalmente, usted había sido salvado. ¿Por quién? Sólo podía haber sido por mí. Pero entonces resultaba que yo lo había salvado sin salvarle. ¿Solución?
»No había más que una. Yo debía acudir al pasado a salvarle, ya que la historia del mundo estaba así escrita. Si yo no acudía, usted volvería a estar lisiado, cuando en realidad no lo tenía que estar. Y entonces la variación en el tiempo sería al revés: por omisión.
- ¿Y por eso se encuentra ahora aquí?
- Exactamente. Mañana piensa usted realizar el viaje, ¿verdad?
- Sí.
- Muy bien. Pues no debe hacerlo.
Dudé unos momentos. Tomé un cigarrillo y lo encendí, mientras pensaba en todo aquello. En realidad, distaba mucho de estar claro. Lo veía todo como un intríngulis enrevesado, lioso y absurdo en grado sumo. Contemplé durante unos instantes las volutas de humo de mi cigarrillo antes de contestar:
- ¿Quiere que le diga lo que pienso? Todo lo que usted me ha contado es una solemne majadería.
- ¿De veras?
- Sí, de veras. No creo ni un ápice de lo que me dice.
- Muy bien - el hombre se dirigió hacia donde tenía su gabardina, y sacó de uno de sus bolsillos un trozo de papel -. ¿Qué me dice entonces de esto?
Tomé lo que el hombre me tendía. Era una página de un periódico, relativamente vieja, arrugada y amarillenta. En ella se podía leer el reportaje de la catástrofe ferroviaria ocurrida en el tren de enlace hispanofrancés. A un lado había una relación de las victimas, y en un recuadro una fotografía con el pie: «El único hombre que se salvó íntegramente del trágico accidente: Julio Aznar. Tenía ya adquirido su billete para el viaje, pero un súbito cambio de decisión le salvó la vida.» La fotografía era la mía propia.
- El periódico es de pasado mañana, como podrá ver. Lo arranqué de los archivos de mi tiempo. ¿Considera que esto es suficiente prueba?
Dije que no con la cabeza.
- No sé lo que se trae usted entre manos con todo esto, pero esta página de periódico puede muy bien haber sido falsificada. No cuesta nada hacerlo.
El hombre dejó escapar una palabra no muy decente.
- ¡Tipo imbécil! - exclamó -. ¿No comprende que se juega la invalidez para el resto de su vida?
Me permití una sonrisa.
- No. Usted mismo dijo que los periódicos de la época mencionaban que yo me había salvado. ¿Qué he de temer, entonces?
- ¿Acaso todavía no ve que los periódicos lo mencionaban por el simple hecho de que yo lo había puesto sobre aviso? Si ahora hace usted el viaje, quedará inválido para el resto de su vida, y transmutará la sucesión de los hechos en el tiempo.
Me encogí de hombros.
- Está bien. Ya lo hice una vez,
- No, no lo hizo. ¿Pero tan zoquete es que todavía no ve claro? Usted escribió aquella carta, pero usted no sufrió daño. No estuvo inválido.
- Entonces, ¿cómo escribí la carta?
El hombre suspiró. Dio un breve vistazo a la esfera cronometradora que tenía en su muñeca, de idénticas características de las de un reloj normal, según pude apreciar, pero ligeramente diferente en su aspecto exterior.
- Está bien, idiota - murmuró -. No crea que voy a gastar saliva inútilmente Con usted. Me queda poco tiempo y no tengo el menor deseo de intentar convencerle. Pero no hará el viaje que tenía proyectado.
- ¿Sí? - una sonrisa burlona floreció en mis labios.
- Sí, seguro. Aunque mi deseo no haya sido éste, me he encontrado metido en este asunto por la fuerza. Y no voy a dejarlo todo a medio hacer. Lo voy a dejar resuelto. Aunque usted no quiera.
- ¿De veras? Dígame cómo piensa hacerlo.
El hombre se encogió de hombros.
- De una manera muy sencilla.
Y antes de que yo pudiera darme cuenta de lo que sucedía, lo tuve sobre mí. Cuando quise darme cuenta de sus intenciones, el tipo ya me aporreaba tranquilamente el rostro. Recibí un golpe en la cabeza, otro más, luego otro... y perdí beatíficamente el sentido.
Cuando me desperté, el sol entraba a raudales por las ventanas de la casa. Quise moverme, pero me encontré atado concienzudamente de manos y pies, tirado por el suelo como un fardo. La cabeza me dolía horrores sobre todo en dos otros puntos que fueron objeto más detenido de las atenciones del tipo. Hice unos esfuerzos por desatarme, pero no pude. El hombre había hecho nudos de marinero.
A mi lado, cerca de mi cabeza, tirado sobre el suelo, pude ver un papel. Era una nota. Me acerqué a ella y, esforzándome mucho, pude leer:
Estimado señor Aznar:
Lamento haber tenido que proceder tan poco educadamente, pero las circunstancias me han obligado a ello. El tiempo se me estaba agotando, y no hubiera querido tener que irme dejándole apenas convencido. De modo que lo he atado de este modo, para que no pueda arrepentirse e ir a hacer el viaje proyectado. Espero que cuando lo encuentren el tren haya partido. Así, cuando después pueda leer la noticia del accidente, comprenderá las razones que me impulsaron a hacer lo que he hecho. Nuevamente le ruego que me perdone.
Verner Von Ard
Estuve tentando de comerme la nota, si hubiera podido. Empecé a gritar, Ilamando a mis robots. Pero ninguno acudió. Seguramente Ard había tenido buena cuenta de inutilizarlos a todos momentáneamente. No me quedaba más remedio que esperar.
Y esperé. No sé cuánto tiempo transcurrió antes de que acudieran en mi ayuda, pero a mí me parecieron siglos. Cuando el cartero, que vino a entregar la correspondencia, oyó mis voces, avisó a la policía, y ésta tuvo que derribar la puerta para venir en mi ayuda. Me desataron, y al fin pude respirar tranquilo. Pero eran ya las doce del mediodía, y el tren que tenía que coger salía a las nueve de la mañana. Verner Von Ard había conseguido su propósito.
En fin, no creo que me quede mucho por contar. Por la tarde, escuchando las noticias, pude oír la del accidente que había sufrido el ferrocarril hispanofrancés, muy cerca de la frontera. En él habían perecido ciento quince personas, y otras doscientas treinta y siete resultaron heridas. No hubo nadie que saliera ileso. Nadie salvo yo, naturalmente.
Cuando por la noche de aquel mismo día algunos periodistas acudieron a mi casa, sabedores de mi suerte, a entrevistar al «único hombre que se había salvado íntegramente del accidente», me guardé muy mucho de decirles la verdad. Simplemente, les dije que todo se había debido a un cambio de decisión. Y a la mañana siguiente, como tal salió en los periódicos. Y he de confesar que la página del mismo era en todo idéntica a la que me enseñó Von Ard, aunque no tan amarillenta ni arrugada.
Desde que sucedió todo esto confieso que no habido un día en que no haya pensado un poco sobre ello. He de reconocer que el caso tiene muchas derivaciones y muchos ángulos insospechados. Pero la verdad es una: que yo me salvé de una invalidez total para el resto de mi vida sin haber puesto nada de mi parte.
Bueno, nada...
Fué hace medio año. Un día regresé a mi casa del despacho, sin siquiera esperarme nada. Y allí me encontré una carta. Decía, simplemente:
Estimado señor Aznar:
Según he podido comprobar, mi plan salió perfectamente, lo cual me alegra, por mí y por usted. No obstante, pláceme recordarle que usted, con fecha de hoy, me escribió la carta que lo motivó todo. Lo cual espero que hará tan pronto reciba esta corta nota, para beneficio y perfecta organización de los acontecimientos.
Reciba un afectuoso saludo de este su amigo que es
Verner Von Ard
Ni que decir tiene que aprecié en su justo valor la razón de estas palabras, y comprendí el motivo que hizo que Verner Von Ard las escribiera. De modo que aquel mismo día, hoy hace casi seis meses, escribí una carta para ser abierta el día 30 de julio del año 2144, y dirigida a Verner Von Ard. Y en ella, naturalmente, yo era un pobre y triste inválido que pedía al inventor de una máquina del tiempo acudiera al pasado para ayudarme y librarme de mi desgracia.
Y esto es todo.
El doctor Jorge Orolia se frotó pensativamente las manos.
- En verdad - dijo -, es un caso extraño. Absurdamente extraño, como has dicho tú, Julio. Y que tiene muchas derivaciones.
Julio Aznar asintió con la cabeza.
- ¿Y qué es lo que deseas que yo te aclare?
Aznar meditó unos momentos antes de hablar.
- Verás, Jorge. En estos seis meses que han transcurrido desde que yo escribí la carta hasta ahora, he pensado mucho sobre el particular. He estado meditando durante largo tiempo. Y no acabo de verlo lo claro que desearía. Hay multitud de puntos que, pese a su aparente lógica y concatenación, me parecen inconsecuentes, absurdos.
- Sí, lo comprendo.
- Bueno. Pues sobre este particular es sobre el que me he estado devanando los sesos durante todo este tiempo. Y al final he podido llegar a la conclusión de que todo el problema proviene de una sola e ineludible cuestión. Sabiendo ésta, conociendo su respuesta, todo es claramente comprensible.
«Pero esta cuestión no he podido descifrarla yo. Por eso he acudido a ti.
- Muy bien. ¿Cuál es esta cuestión?
Aznar cruzó los dedos de sus manos.
- Verás. ¿Has oído hablar nunca del cuento del huevo y la gallina? La pregunta es: ¿Qué creó primero Dios, el huevo o la gallina? La respuesta, a pesar de su aparente puerilidad, es ardua y encierra muchas cuestiones añejas. Y no creo que haya nadie que haya podido decir con seguridad que fué una cosa o la otra. Al menos hasta ahora.
»Pues bien, la cuestión que se plantea en este problema es algo semejante a esta otra, aunque más ampliada y modernizada.
»Tenemos, por una parte, que Von Ard acudió a mí, vino al pasado desde su tiempo, a causa de haber recibido mi carta. Antes de recibirla, él no sabía nada de mí, no conocía en absoluto mi existencia. Por lo tanto, su venida no fué más que una consecuencia de haber escrito yo la carta.
»Ahora bien, tenemos por la otra parte que yo escribí la carta precisamente porque él vino a verme. Yo no lo conocía, no sabía nada de él ni de su máquina del tiempo, ni del accidente que sufriría el tren en el que tenía que viajar. Yo no estaba enterado. Si escribí la carta sólo fue como consecuencia de haber venido él a mi tiempo.
»Y aquí tenemos la cuestión. Cada una de las dos cosas es consecuencia de la otra. Sin embargo, las dos no pueden haber sido simultáneas. Ha de haber una de las dos que lo haya originado todo, promovido a la otra e iniciado la cadena. Ha de haber una de las dos que lo haya originado todo.»
Hizo una pausa. Miró fijamente al otro, y luego inquirió:
- Y ésta es mi pregunta, Jorge. Qué fue primero; la carta, o el viaje de Von Ard al pasado?
FIN
Tomás Salvador - LOS HOMBRES METÁLICOS
Adscrita al servicio comercial interplanetario, la nave Gladiador sería excepcionalmente rápida si no fuera tan meticulosa. O lo que es igual, perdía fisgando los rincones lo que ganaba corriendo. En realidad, no creemos cometer indiscreción diciendo que el servicio comercial interplanetario era una pantalla para actividades muy diferentes. Y la Gladiador aunque parecía un navío investigador, verdaderamente estaba registrado como crucero de guerra, si bien este secreto lo sabían muy pocos en la Tierra y Marte, sin contar, claro está, la tripulación, especialmente escogida. Gladiador, por decirlo así, informaba sobre las cosas raras que pasaban en los planetas y satélites: explotaciones mineras ilegales, regiones de confinamiento para indeseables, hallazgos que era necesario comprobar, depósitos de armas y cosas por el estilo. En fin, léase servicio de inteligencia en vez de servicio comercial y se habrá comprendido por qué la Gladiador corría menos de lo que podía y por qué escondía una batería de excelentes cañones desintegradores.
Más difícil sería explicar por qué Marsuf estaba a bordo de dicha nave sin pertenecer al servicio, aunque de ello no estamos seguros. ¿Quién podía estar seguro de algo tratándose de Marsuf? Si alguien podía ser un espía excepcional, este alguien era Marsuf, el loco Marsuf, el admirado Marsuf, el hombre que podía estar en todas partes sin necesidad de justificarse, el que podía viajar en todas las naves sin tomar billete, el que desataba las lenguas con su sola presencia. Todo parecía favorecer el que Marsuf perteneciera al servicio, salvo una cosa: que Marsuf era demasiado emotivo, demasiado independiente para obedecer a nadie. Por unas razones o por otras, nosotros nos guardaremos bien de opinar si Marsuf hacía esto o si hacía lo otro.
Aeronavegaba la Gladiador por la zona llamada de los asteroides, que está situada entre el cuarto y quinto planetas de la corte solar, o sea, entre Marte y Júpiter. Allí en épocas muy remotas, debió de pasar algo gordo. Nada menos que un planeta mucho mayor que la Tierra haciéndose pedazos, bien a causa de un choque, bien a causa de una explosión interna. Dos razones hay para creerlo: una, que existe una relación entre las distancias planetarias, llamada ley de Bode, que falla totalmente allí; otra, que el espacio está materialmente sembrado de asteroides en una zona muy ancha, dando vueltas por su cuenta, como si después de haberse partido el cántaro los pedazos siguieran dando vueltas. Estos asteroides son de muy diferentes tamaños, grandes como Portugal o pequeños como un grano de arena.
Marte está situado de la Tierra - en dirección contraria al Sol - entre sesenta millones de kilómetros cuando están al mismo lado y trescientos cincuenta cuando el Sol los separa. A continuación de Marte viene Júpiter, pero a una distancia enorme, setecientos millones de kilómetros que son los que se supone se reservaba el planeta que hizo explosión, llenando de cascotes, llamados asteroides, la ancha zona vacía. Dicha zona de asteroides tiene tantos millones de cascotes - valga la palabra - que explorarla toda es materialmente imposible. Por eso las patrullas militares y los servicios informativos la vigilaban todo lo posible. Nada raro era encontrar asteroides lo bastante grandes para ser habitables o con restos de antigua configuración planetaria, muy buscados por los astrónomos, pues se presumía que allí debió de haber alguna civilización.
Explorando, pues, la zona de los asteroides, entre Marte y Júpiter, se encontraba la Gladiador el mes de marzo del año 2058, cuando la pantalla de radar avisó la existencia, a un millón de kilómetros, de una masa considerable de materia sólida. Era pronto para medir su volumen y densidad, pero el analizador de a bordo anticipó que se trataba de «un buen pedazo», como dijo él, del orden de los doscientos kilómetros de diámetro.
- ¡Buen escondrijo! - dijo el comandante Varsovia.
- Tienes deformada la sesera, comandante - dijo con su habitual forma de hablar Marsuf, que había escuchado el informe -; sólo piensas en contrabandistas, bases secretas y refugio de bandidos.
- ¿No pensará encontrar una biblioteca a esta distancia y en ese montón de rocas?
- ¿Y por qué no?
El comandante Varsovia aclaró lo que era innecesario, porque todos lo sabían:
- Sólo uno entre cada mil de los asteroides que visitamos tiene algo interesante y ninguno vida humana.
- ¡No me enseñes a leer, jovenzuelo! - gruñó Marsuf -. Anda, dile al piloto que se acerque a ese asteroide.
- Marsuf, ¿quién manda en esta nave? ¿Tú o yo...?
- Tú, desde luego.
- Bien. Como mando yo, voy a ordenar que... nos acerquemos al asteroide.
Las risas de los oficiales apagaron los gruñidos de Marsuf. A veces le parecía señal de decadencia el que le respetaran de aquella forma. Echaba de menos los tiempos en que se peleaba con todo el mundo, cuando debía imponer sus opiniones a puñetazos. Y estaba muy cerca de la verdad. Aquel hombre ciego, huraño, mordido por todos los fríos del espacio, era mundialmente famoso y las nuevas tripulaciones le trataban con un respeto rayano en el asombro. A veces, por alegrar sus viejos huesos, le contradecían acaloradamente, le amenazaban con abandonarle en algún lugar desierto. Pero la realidad es que Marsuf era admirado por todos y que todos hubieran dado un brazo por conservarle a su lado. Pero el indomable barbudo, incluso al borde de la decadencia física, se obstinaba en ir siempre de un lugar para otro, ignorando que era discretamente vigilado para que no hiciera daño. Si en esta historia el tiempo pasa muy rápidamente y no se refleja de un modo exacto la fama de Marsuf, débese a que la escogemos libremente entre las muchas que se pueden contar, saltando de un tiempo a otro, de una nave a otra nave, sin sujetarnos a un rigor cronológico.
El ecólogo entregó los datos al comandante. Este los examinó detenidamente. Interesante asteroide: gravedad cero ochenta y nueve; densidad tres coma veintidós; atmósfera fluida, ligeramente superior en oxígeno de lo normal. Sesenta y cinco grados bajo cero. Y seguían los datos en cuanto a volumen, composición física, velocidades, triangulaciones, etcétera.
- Y bien - preguntó el capitán -, ¿Qué dice el ecólogo de las reciprocidades?
- Es habitable para el hombre con ciertas limitaciones. Necesita calefacción y cámara compensada para dormir. Posible estar dos o tres horas sin casco, pero eso equivale a una ligera borrachera. Tras ese síntoma, puede venir la muerte azul de no ponerse casco, como mínimo, durante un tiempo similar al pasado sin él.
El comandante Varsovia interrumpió la exposición:
- Le digo si cree usted que existan habitantes.
El ecólogo vaciló. Y dijo al fin:
- No es de mi departamento, pero el técnico en comunicaciones asegura haber captado radiaciones intermitentes de poca potencia. No está muy seguro.
- Que venga personalmente.
El técnico en comunicaciones amplió muy poco el informe del ecólogo. Se oían unos chasquidos intermitentes, que podían ser producto de la energía estática del espacio o causadas por las perturbaciones solares, pero...
- Acabe, hombre de Dios - ordenó el capitán.
- Aunque casi inaudibles, son demasiado rítmicas y regulares para ser ocasionales. Es todo lo que puedo decir.
- Bien, ¿qué te parece, Marsuf?
- Cuando la espada es corta se da un paso adelante - dijo el aludido.
- Amigo Marsuf, usas unas expresiones tan anticuadas que no hay manera de entenderte. Menos mal que yo, en la academia, usaba un ridículo espadín, que, por cierto, estorbaba más que el hermano pequeño de una novia. Por eso puedo entenderte.
Después de tan lozana explicación, el comandante de la nave dio órdenes para que ésta se pusiera en órbita sobre el asteroide, a un centenar de kilómetros, para que las cámaras fotográficas y la televisión permitieran observar de cerca el fenómeno.
Después de unas complicadas operaciones para cambiar de rumbo y desacelerar, el Gladiador estuvo en condiciones de ir dando vueltas al asteroide, fotografiando su superficie y reflejándola en la pantalla de televisión. Marsuf, junto a los oficiales, aguardaba pacientemente a que la cosa se aclarara. Estaba acostumbrado a aquella maniobra, que centenares de veces había hecho él mismo. Sólo que ahora estaba ciego y necesitaba preguntar:
- ¿Qué se ve?
- Un informe montón de rocas. Rocas oxidadas, erosionadas y mondas de vegetación.
Y más tarde:
- ¿Qué se ve?
- Ahora, nada; estamos en la zona oscura.
Y al cabo de un rato, habiendo percibido un murmullo de expectación.
- ¿Qué estáis viendo, decidme?
- Algo raro, Marsuf. Una edificación aplastada entre dos montañas. Vamos demasiado aprisa para la visión simple. La fotografía nos dará más detalles.
- Acerca más la espada, comandante - aconsejó nuevamente Marsuf.
Gladiador redujo velocidades y bajó hasta una decena de kilómetros. Cundía el interés. El asteroide no estaba registrado en la cartografía espacial y las edificaciones observadas parecían indicar un tipo de habitantes que no mostraban mucho interés en comunicarse con la nave. O bien no quedaba vida o no poseían conocimientos técnicos.
- ¡Ya estamos otra vez! - gritó un oficial.
- ¿Qué se ve, hermanos? - rogó Marsuf.
- La misma edificación; es grande. Parece una fábrica...
- ¡Atención! - dijo una voz -. ¡Mirad esas manchas negras!
- ¿Cómo son esas manchas negras que se ven. - pidió el invidente...
- Son... como hormigas... Aquélla es grande...
- Sí - dijo la voz del comandante -, y ahora se disgrega. Y son muchas, pequeñas; muchas, como hormigas.
La nave rebasó la zona y había que esperar otra vuelta, tiempo que aprovechó el comandante para un cambio de impresiones.
- Sean los que fueren - dijo Marsuf - no parecen peligrosos. No estarían apiñados así de serlo.
- Mi deber es desconfiar de todos los que se esconden. Bombardearemos la zona y luego veremos.
Marsuf se puso en pie:
- Tú no harás eso - dijo -. Los hombres van siempre con las armas por delante, sin darse cuenta que eso les predispone a ser cazadores. Además, la historia de la conquista planetaria nos ha demostrado que nuestros enemigos éramos nosotros mismos.
- Por eso lo digo... Temo que sean hombres los que estén bajo esos techos planos.
- ¡Un momento! - interrumpió un observador -. Según esto fotografía ampliada ¡son robots!
La sorpresa paralizó a todos los presentes durante unos instantes. Luego, todos se agruparon en tomo al comandante, que examinaba las fotografías. Efectivamente, la ampliación indicaba un tipo de estructura metálica, con vaga reminiscencia humana en las extremidades y una cabeza sobre un delgado cuello. Pero el color, la rigidez de las masas, indicaban el clásico tipo de robot ya desaparecido de la Tierra. Marsuf, aun sin ver lo que los demás veían, podía imaginarse fácilmente la escena.
- Ya volvemos a pasar sobre la zona - anunció el piloto.
El comandante, comprensivo, fue detallando a Marsuf lo que veía. Una edificación chata, de gruesos muros; grandes manchas negras, en movimiento, como las hormigas, juntándose y disgregándose.
- ¡Increíble! - dijo al fin -. Deben de ser millares. ¿Qué significa esto?
- Sólo hay una forma de saberlo: bajando - dijo Marsuf.
La exclamación de sorpresa del comandante tenía una razón. Los hombres conocían los robots, articulaciones electrónicas puestas a su servicio. En realidad, estas máquinas resultaban toscas y duras, pero especializadas en un tipo de trabajo podían dar un rendimiento superior al de cuatro hombres, Porque eran incansables. A finales del siglo XX se pusieron de moda. Había máquinas-robots, calculadoras robots y servidores robots; estos últimos con vaga estructura humanoide, utilizados para faenas laborales en cuatro tipos: servicios domésticos, minas, trabajo mecánico en cadena y labores agrícolas.
Pero los sindicatos habían protestado. En un mundo superpoblado no podía admitirse que las máquinas fueran dejando a los hombres sin trabajo. Bien estaban aquellas que facilitaban el trabajo posterior de los mismos hombres, pero no la suplantación que estaba a punto de entronizarse si continuaba la política de perfeccionamiento robótico. No es que la falta de trabajo que podía suplirse con subsidios, molestase demasiado; era que los políticos preveían ya la posible causa de disturbios sociales que implicaría una multitud desocupada y sin los frenos morales del trabajo. En consecuencia, la fabricación de robots había sido declarada fuera de la ley. Hacía cincuenta años que no existían robots humanoides en la Tierra y sus colonias.
Cuando la Gladiador decidió tomar tierra en un claro, no lejos de la extraña construcción, desde la torre de mando se puso observar claramente -por lo menos con la claridad posible de la altura de una casa de treinta pisos, altura de la nave- que los robots iban acudiendo, alzando los brazos, sin armas aparentes.
- No tienen armas - comentó el teniente Douglas
- Los robots, ni por acción ni por omisión pueden hacer daño al hombre - comentó secamente, Marsuf -. Es la ley robótica.
- Ya comprendo por qué estabas tan confiado - bromeó el comandante -. El adversario no tiene espada.
- Quizá tenga una arma contra la que podemos luchar.
La nave consiguió una vertical perfecta y durante unas horas el comandante ordenó que se vigilara la actitud de los hombres metálicos desde las escotillas laterales. Los informes coincidían. Los robots continuaban llegando en enormes masas. Todos eran iguales, aunque algunos parecían haber perdido el brillo del metal niquelado. Se detenían a doscientos metros de la nave, formando un círculo. No se veía humano alguno, ni después de haber tomado tierra se escuchaba el clip intermitente de la emisora fantasma.
La actitud de los robots desencadenó en seguida numerosos comentarios en la nave. Marsuf se enteraba por los comentarios. Lentos, diríase que una vez llegados a un punto desde el cual podían ver la nave, los hombres de metal se quedaban inmóviles...
- Yo diría que tienen la patética inmovilidad del perro que espera una caricia - dijo el médico de a bordo, persona muy sensible.
- ¡Eso es! - dijo Marsuf, como si comprendiera -. Comandante: voy a bajar.
- Espera, Marsuf. Son miles.
- Tengo una teoría y la quiero comprobar.
- No; tú tienes alguna noticia más, que te callas.
- Es posible. Quiero bajar.
- De acuerdo. A condición de que no te alejes cien metros de la nave.
- No puedo calcular distancias. Recuerda que soy ciego - dijo Marsuf, con aire de inocente.
- Lo que tú puedes hacer siendo ciego lo saben de memoria en todo el sistema solar.
Colocado Marsuf en la plataforma de descenso, dotado de un traje acondicionado para guardar el calor, se hicieron los preparativos necesarios. El comandante, mediante gestos, ordenó se tomaran las precauciones necesarias para que una patrulla vigilara la actitud de los hombres metálicos sin que se enterara Marsuf. Al fin, la plataforma descendió entre las cuatro enormes estructuras de la nave que servían para la dirección en vuelo y el aterrizaje, mezcla de alas y patas. Marsuf, con el cuerpo protegido pero la cara al aire, sintió la fuerza del aire frío en el rostro y respiró ávidamente. Después de largas semanas dentro del aire acondicionado de la Gladiador, respirar el aire espacial tenía el encanto de siempre. Por otra parte, el aire no era tan frío como anunciara el ecólogo. Sin duda, una ligera capa atmosférica mitigaba el intenso frío de unos kilómetros más arriba.
Marsuf no podía ver, pero tenía un oído muy fino y sabía orientarse perfectamente. El resto lo supo luego por la tripulación de la nave. Abandonó la plataforma. Bajo sus pies, el suelo era liso, casi pulimentado. Allá, no lejos, donde los hombres de metal aguardaban, se produjo un ruido extraño, como un chocar de infinitos metales. Marsuf caminó en línea recta. Del círculo de robots comenzó a elevarse un cántico extraño, emocionado. Cuando Marsuf creyó haber recorrido la mitad de la distancia se detuvo. Los seres aquellos, cuales fueran, debían comprender que estaba esperando a que ellos hicieran la mitad de camino.
Y así fue. Del compacto pelotón se desprendieron cinco masas metálicas. Caminaban suavemente, pero se percibían sus pasos, su ruido metálico. Y cuando estaban muy cerca, cesó todo ruido. Fue como si los miles de testigos metálicos quisieran escuchar lo que se tenían que decir los adelantados del encuentro. El silencio, el aire frío sobre su cara, la emoción paralizó la acción de Marsuf, que, incapaz de otra cosa, aguardó.
- Has venido, señor. Te estábamos esperando - dijo una voz bien timbrada, pero que se notaba no era humana.
- ¿Quién eres tú? - preguntó Marsuf.
- Soy tu servidor - contestó la voz.
- ¿Quiénes son ellos?
- Son tus servidores. Nos dijiste que aguardásemos y eso hemos hecho.
La voz, impersonal, tenía un tal acento de júbilo que Marsuf sintió una punzada de dolor. ¿Quién sería el señor de aquellos hombres? Trató, desesperadamente, de ganar tiempo hasta que se le ocurriese una salida:
- ¿Cuántos son ya los servidores?
- Somos ciento veintitrés mil quinientos doce, señor.
- ¿Tú sabes lo que son los ojos?
- Sí. Sirven a los señores para ver.
- Pues los míos están enfermos. Acércate.
Marsuf sintió unos pasos. Tendió las manos y tocó una estructura metálica. Recorrió rápidamente la superficie para darse cuenta de lo que tenla delante. En tamaño y altura, el robot era sensiblemente igual a un hombre. Carecía de vestidos. En la cabeza era donde más se notaba la diferencia. No tenía boca ni oídos, reemplazados por una abertura cubierta a su vez por una membrana. Los ojos eran una célula fotoeléctrica y en ambas sienes tenía una corta antena. Mientras Marsuf realizaba su inspección, pudo oír un susurro:
- Señor, señor nuestro... ¡Cuánto has tardado! Tus servidores te hemos esperado. Tú nos dijiste que amásemos y eso hacemos, pero, ¿qué hacemos con nuestro amor? Nos llamabas hijos, pero ¿dónde está nuestro padre?, - preguntaban los que no tuvieron la dicha de conocerte -. Señor, señor...
- ¿Cómo se llama tu señor? - preguntó Marsuf.
- ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso no eres tú mi señor?
- Responde - ordenó Marsuf, sabiendo que ningún robot desobedece una orden.
- Mi señor es Luis van der Welt. Se marchó en una nave como esa y nos dijo: «Esperadme»... Señor, señor... Ya somos muchos, porque hemos trabajado como nos enseñaste y caminamos siempre, siempre, buscándote...
Marsuf hubiera jurado que el robot estaba llorando. En todo caso, en su voz latía una desesperación auténtica, terrible por cuanto no tenía los cauces naturales del ser humano para ser expresada.
- Llévame junto a ellos. Dame tu mano y dime lo que hay en el suelo. Ya te dije que tengo los ojos enfermos - ordenó Marsuf.
- Gracias, señor, por ordenarme. Te están esperando, señor.
Marsuf colocó al robot de modo que apoyándose él en su antebrazo pudiera ir ligeramente retrasado.
- Vamos.
El robot, caminando suavemente, guió a Marsuf al grueso del anillo robótico. Antes de adentrarse, ya escuchó el suave, el constante saludo:
- Señor, señor, señor...
Y durante mucho rato, horas quizá, Marsuf caminó entre aquella ingente multitud, que se abría ante él, dejando un pasillo. A lo lejos se oían los que iban llegando, corriendo con poderosa zancada; se escuchaban igualmente gritos de llamada, de júbilo.
- ¿Quieres ver nuestra casa? - preguntó el robot que primero hablara.
- Sí.
Era una fábrica, desde luego, trabajando a pleno funcionamiento. Una fábrica sin hombres, toda automática. Se escuchaba el deslizarse de las vagonetas acarreando material, y el estruendo de los pulverizadores, y el vibrar de la planta atómica que calentaba los hornos; y sentíase el calor de los fuegos, el zumbar de las cadenas sinfín, el roce de los metales.
- Aquí nacemos, señor.
Iba a seguir su inspección Marsuf cuando un rumor de pasos y voces humanas llamó su atención. Eran sin duda, tripulantes de la nave que también habían desembarcado.
- ¡Marsuf! ¡Marsuf!...
- Estoy aquí.
Poco después una patrulla, compuesta del segundo jefe y cinco soldados llegaba hasta Marsuf.
- Tardabas tanto que nos intranquilizamos - dijo, a modo de disculpa, el jefe.
- ¿Sois también señores? - preguntó el robot.
- Sí.
- ¿Os podemos servir?
- ¿Eh? Bueno...
El robot se detuvo, como intentando comprender una situación fuera de su comprensión. Meneó la cabeza y dijo al fin:
- Mi señor es Luis van der Welt y nos dijo: «Esperad». Y se fue en una nave. Vosotros sois señores... sois ¡hombres!
- Sí. Somos hombres.
- Entonces, ¿dónde está él?
Marsuf, antes que nadie contestaba, dijo a su robot:
- Volvamos a la nave. Nosotros, los señores, podemos caer enfermos...
- Sí. También lo decía él. Podemos hacer una casa.
- Mañana. Ahora vamos a la nave.
- Como ordenes, señor.
Y se reanudó la extraña marcha. Entre millares de seres metálicos, excitados y silenciosos, los cinco humanos, asombrados por lo que veían, caminaban en silencio, Marsuf sostenido por su lazarillo. Cerca de la nave, de la cual había desembarcado un comando de protección poderosamente armado, que vigilaba atentamente pese a la actitud pacífica de los robots, se detuvo el cortejo.
- Escucha, amigo - dijo Marsuf -, ahora volvemos a la nave. Pero volveremos.
- ¿Volveréis, señor? ¿Está dentro mi creador?
- Es posible. Tened paciencia. Si habéis esperado tanto, ¡qué importa un poco más! Y gracias, me has servido muy bien. En adelante, cuando yo baje, tú me ofrecerás tu brazo.
- Yo te ofreceré mi brazo, señor, y tú te apoyarás en él.
- Extraña situación, señores - comentó el capitán, desde la cabina de mando de la nave, rodeado de Marsuf y los oficiales contemplando la ingente multitud de robots, que, silenciosos, anhelantes, contemplaban la morada de los señores.
- Parecen perros esperando la salida del amo - comenta el segundo jefe -. Cuando iba en la patrulla, tenía miedo al principio. Su masa nos hubiera ahogado con sólo caernos encima. Pero en seguida comprendí que mi miedo era irrazonado.
- Bien, Marsuf, ¿cuál es tu teoría?
Marsuf, que había permanecido silencioso, comenzó a hablar, titubeando.
- Tienes el Who's Who in World? - dijo.
- Creo que sí - comentó, divertido, el comandante -; este cargo mío tiene a veces mucho de diplomático. Sí, aquí lo tengo...
- Si no me equivoco, Luis van der Welt era hace sesenta y cinco años un famoso ingeniero electrónico, creador de un tipo de robot.
- Sí, desaparecido en el año 2012 - agregó el comandante.
- Hace mucho tiempo, no recuerdo cuánto - dijo Marsuf -, en Fobos se estrelló una nave. No se sabía nada de ella. Alguien dijo que era la Zuiderzee, de matrícula holandesa...
- ¿Y supones...?
- Estoy tratando de enhebrar el hilo. Hace tiempo, también, circulaba una historia de un planeta de hombres metálicos. Lo tenía olvidado. Mi teoría es la siguiente: Luis van der Welt, ingeniero e inventor, no se conformó con la prohibición de construir robots en la Tierra y en una nave huyó al espacio, con parte de su laboratorio. Encontró un islote en el mar de asteroides, construyó un laboratorio nuevo, o quizá una fábrica, ayudado por humanos o quizá robots, y se dedicó a perfeccionar sus inventos. Quizá quería demostrar que había encontrado un circuito amoroso, un circuito que convertía en seres capaces de emoción a los robots. Cuando creyó haberlo conseguido, quiso volver a la Tierra para demostrar el fruto de su trabajo, intentando posiblemente levantar la prohibición de construirlos. Dejó las cosas dispuestas de modo que la fábrica, completamente automática, siguiera produciendo hombres metálicos. Pero él no llegó a su destino. No tengo pruebas, excepto mi viejo recuerdo y, ¡ay Dios!, las palabras del robot. «¡Has vuelto, señor! ¡Te estábamos esperando!»
Sin querer, las miradas de todos los videntes se dirigieron a los ventanales. A la luz grisácea del eterno amanecer que reinaba en el asteroide se distinguían las manchas negras de los hombres de metal, inmóviles, rodeando la nave...
- Sí, están esperando una orden - comentó Marsuf, como si comprendiera los pensamientos de todos -. Su creador les dijo: «Esperad». Y eso hacen. Y su creador les dio un circuito amoroso, un circuito de eterna obediencia al hombre, y quieren obedecer. Es su finalidad, su razón de existir. Lo terrible, lo que me ha llenado de dolor, incluso tratándose de máquinas son los muchos años, casi cuarenta, que llevan esperando, vagando por la superficie de esta pequeña roca, buscando al hombre, llamando al hombre. Les fue dicho: «Obedeceréis y amaréis». Y no encuentran el objeto de su obediencia. Y llevan muchos años esperando, esperando...
- ¡Maldita sea! Calla, Marsuf.
- ¿Callar? ¿Y ellos...? Ahí los tenéis, como perros, esperando la voz del hombre que les ordene, porque sólo obedeciendo pueden ser felices. ¿Puedes tú, comandante, bajar ahí y decirles: «Vuestra espera ha sido en vano. Luis van der Welt murió hace mucho tiempo. No volverá más. Y vosotros no podéis servir a los hombres porque los hombres no os quieren»? ¿Puedes hacerlo? Anda, corre...
- ¡Calla, condenado borrachín!
- ¿Quieres acaso que lo haga yo? Tú no has estado, como yo, cerca de ellos, escuchando sus murmullos. Son máquinas, cierto, pero están sufriendo. Es un sufrimiento que nosotros no comprendemos, hecho de paciencia, de renunciamientos... ¡Y no piden otra cosa que servirnos! Somos sus dioses. No, no puedo ir a decirles que su larga espera ha sido inútil, no puedo... Y su fábrica, destinada a seguir funcionando mientras haya mineral, construirá nuevos seres, igualmente preparados para la obediencia, pero que luego como los otros, estarán condenados a vagar por las rocas, llamando a su señor. Su fidelidad durará, quizá centenares de años... Permanecerán con los ojos en el cielo, esperando la vuelta de la nave que se marchó con su señor a bordo...
- Y hoy, cuando llegamos nosotros, creían que era él.
- Sí. Ahora ya saben que no. Pero saben también que somos hombres y que es su deber y su alegría obedecernos.
- ¡Puff! ¡Condenada situación! El ingeniero van der Welt pudo haber construido tornillos. Si pudiera, los destruiría a bombazos. Pero después de tus palabras, Marsuf, no puedo.
- Quizá por eso las dije.
Quince días después, medidos por los relojes de a bordo, la situación en el asteroide no había cambiado. Completamente inofensivos, deseosos de servir a los humanos, los robots aguardaban anhelantes que los hombres abandonaran su morada. Les seguían por todas partes, les guiaban en sus trabajos de exploración, explicaban las cosas hasta donde su comprensión lo permitía. Indudablemente, el ingeniero van der Welt había realizado un trabajo digno de todo elogio. Agradables a la vista, incansables, sumisos, los robots eran las máquinas que más se acercaban al hombre. Eran, en cierto modo, capaces de sentir emociones, y ese fue el gran hallazgo de su creador. Sometidos a una situación contradictoria, la pugna de emociones podía producir su muerte. Por ejemplo, un tripulante de la Gladiador cayó por un tajo profundo. No habiendo podido evitar el resbalón, y testigos de aquello, un centenar de robots murieron al fundirse su circuito. Murieron de dolor, dijo luego Marsuf.
Marsuf fue quien más profundizó en el conocimiento hacia los hombres de metal. Estaba siempre rodeado de grandes masas. Les hablaba, les recitaba sus versos, que luego ellos podían repetir casi perfectamente; les hablaba del hombre y su aventura en el espacio. Y contaba historias del ingeniero Luis van der Welt, que un día u otro tenía que volver.
Por fin, el capitán Varsovia, comandante de la nave, dio orden de reintegrarse a sus puestos. Los sabios habían explorado suficientemente el asteroide, que resultó tener una atmósfera artificial, creada por el mismo ingeniero, señor de los robots, y el misterioso asteroide, calculadas sus órbitas, quedaba incorporado a la cartografía del espacio. Era preciso continuar. No podían permanecer indefinidamente allí.
Pero, en los preparatorios, Marsuf no apareció. Buscado con afán, fue encontrado en una casa, construida sobre las ruinas de otra antigua. Marsuf se negó a embarcar.
- Te llevaré a bordo aunque tenga que dejarte sin sentido de un puñetazo - rugió el comandante.
- No harás eso. Yo me resistiría. Lucharíamos. Y estos seres, no preparados para el odio y la lucha, morirían. Ya ves, es curioso; pero una emoción incomprendida los mata. ¿Quieres hacerlo?
- ¡No me importa! Son máquinas.
- No; en cierto modo no lo son y tú lo sabes. Son criaturas del hombre, lo mismo que nosotros somos criaturas de Dios; son como perros, como seres inválidos sin nuestra presencia.
- Marsuf, maldito, ¡no puedo dejarte aquí!
- Yo tampoco puedo marcharme, dejándolos otra vez en la eterna espera.
- No podemos hacer otra cosa. Sé razonable, Marsuf - rogó el comandante.
- Lo estoy siendo - dijo Marsuf -. Más que nunca. Toda mi vida he sido un violento un egoísta; incluso mi amor, mi hijo, murió por mi egoísmo. Quizá haya hecho cosas nobles, pero era porque me divertían. Ahora, ante estas criaturas de metal, menos que perros, quiero redimirme - intentó incluso bromear -. Además, son unos oyentes ideales. Les parece bien todo lo que improviso...
- No, Marsuf, no...
Los miles de robots eran testigos de la extraña pugna. El terreno entero estaba cubierto de hombres de metal, sumisos, anhelantes.
- Vete, comandante. He dado a los robots mi palabra de que podrían servir al hombre. Y yo, aquí, soy su esperanza. Vuelve a la Tierra; llévate algunos de ellos, explica allí lo que pasa. Han transcurrido ya muchos años y la ley antirrobótica habrá perdido fuerza. Explica cómo son estos seres. Diles que podemos destruir la fábrica, los planos, pero que no podemos destruirlos a ellos porque nos aman y el mundo no está sobrado de amor. Diles que los pongan a cuidar a los niños. Yo les habré enseñado muchas historias. Diles que... ¡Diles lo que quieras, cabeza de melón! Pero convénceles y vuelve. Vuelve con otras naves, para ir transportándolos a la Tierra, u otras colonias. Yo te esperaré. Te doy mi palabra de viejo cabezota que te esperaré.
- ¡No puedo hacerlo, Marsuf!
- ¿Acaso hay algo imposible para el servicio? Recuerda: «Orgullo y paciencia»...
Cinco horas más tarde, ya en el aire, pero todavía circunvolando el misterioso satélite, el comandante, con sus oficiales, contemplaba el panorama desde su puente de mando. En cada vuelta, la masa negra, las hormigas robóticas, se movían como para demostrar que estaban esperando su vuelta, por encima del tiempo, el olvido y la muerte.
Los ojos del comandante Varsovia tenían un brillo sospechoso. No estaba bien que un viejo patrullero llorase, pero, ¿quién hubiera supuesto una situación semejante?
- ¿Qué hacemos comandante? - preguntó el segundo.
- ¡Qué hacemos, cabeza de chorlito! - estalló el comandante para ocultar su emoción -. ¡Rumbo a la Tierra a toda máquina! ¡He dicho que a toda máquina! Y diga a esos incapaces de la sala de máquinas que dejen de hurgarse las narices y que trabajen.
- Exactamente. Eso les diré, comandante.
Pronto las manchas negras se fueron haciendo diminutas; luego, se perdieron. El asteroide fue primero una gran pelota luminosa; poco más tarde una naranja azulada y dos horas después, una simple y pequeña estrella en el negro firmamento.
FIN
Jorge Luis Borges - UTOPÍA DE UN HOMBRE QUE ESTÁ CANSADO
Llamóla Utopía, voz griega cuyo
significado es no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
- Por la ropa - me dijo -, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.
No dije nada y agregó:
- Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
- ¿No te asombra mi súbita aparición?
- No - me replicó -, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
- Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.
- Recuerdo haber leído sin desagrado - me contestó - dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
- ¿Y cómo se llamaba tu padre?
- No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
- Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
- Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
- Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.
- En mi curioso ayer - contesté -, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.
- ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.
- Como los rabinos - le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
- Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
- ¿Un hijo? - pregunté.
- Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.
Asentí.
- Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
- ¿Se trata de una cita? - le pregunté.
- Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
- ¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? - le dije.
- Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
- Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
- Así es - repliqué. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
- ¿Todavía hay museos y bibliotecas?
- No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
- En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
- ¿Qué sucedió con los gobiernos?
- Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
- He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielorraso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.
- Ésta es mi obra - declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.
- Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro - dijo con palabra tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.
- Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
- Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
- De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
- Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.
- Es el crematorio - dijo alguien -. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.
- La nieve seguirá - anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.
FIN
Octavia E. Butler - HIJO DE SANGRE
La última noche de mi infancia empezó con una visita a casa.
Las hermanas de T'Gatoi nos habían regalado dos huevos estériles. T'Gatoi le ofreció uno a mi madre, mi hermano y mis hermanas. Insistió en que yo me comiera el otro sólo. No importaba. Seguía habiendo bastante para que todo el mundo se sintiera bien. Casi todo el mundo. Mi madre no quiso tomar nada. Se sentó, observando como todos flotaban y soñaban sin ella. La mayor parte del tiempo me observaba a mí.
Yo estaba apoyado en el largo y aterciopelado envés de T'Gatoi, sorbiendo de mi huevo de cuando en cuando, preguntándome por qué se negaría mi madre un placer tan inofensivo. Tendría menos gris en el pelo si alguna vez se lo permitiera. Los huevos prolongaban la vida, prolongaban el vigor. Mi padre, que en su vida rechazó uno, vivió más del doble de lo que tendría que haber vivido. Y se casó con mi madre y engendró cuatro hijos hacia el final de su vida, cuando debería haber aflojado la marcha.
Pero mi madre parecía conforme con envejecer antes de tiempo. Miré como se alejaba cuando varias patas de T'Gatoi me atrajeron más cerca de ella. A T'Gatoi le gustaba el calor de nuestros cuerpos, y disfrutaba de él siempre que podía. Cuando era pequeño y pasaba más tiempo en casa, mi madre solía intentar enseñarme la manera de comportarme correctamente con T'Gatoi; de qué manera debía mostrar siempre respeto y ser siempre obediente, porque T'Gatoi era el oficial del gobierno Tlic que estaba al cargo de la Preserva y, por tanto, el más importante de todos los de su especie que tenían contacto directo con los terrestres. Mi madre decía que era un honor que un personaje semejante hubiera decidido integrarse en nuestra familia. Mi madre era de lo más formal y tajante cuando mentía.
No tenía ni idea de por qué mentía, ni siquiera de en qué mentía. Era un honor tener a T'Gatoi en la familia, pero eso no era ninguna novedad. T'Gatoi no estaba interesada en que la honraran en una casa que consideraba su segundo hogar. Se limitaba a llegar, subirse en uno de sus divanes especiales y llamarme para que la mantuviera caliente. Resultaba imposible comportarse con formalidad mientras me apoyaba en ella y la oía quejarse como acostumbraba, diciendo que estaba demasiado delgado.
- Estás mejor - dijo esta vez, tanteándome con seis o siete de sus patas -. Por fin estás ganando peso. La delgadez es peligrosa.
El tanteo varió delicadamente, convirtiéndose en una serie de caricias.
- Todavía está demasiado delgado - dijo mi madre con sequedad.
T'Gatoi levantó la cabeza, y puede que un metro de su cuerpo, del diván como si fuera a levantarse. Miró a mi madre, y mi madre, con el rostro arrugado y aire avejentado, apartó la mirada.
- Lien, me gustaría que tomaras lo que queda del huevo de Gan.
- Los huevos son para los niños - dijo mi madre. - Son para la familia.
- Tómatelo, por favor.
Mi madre me lo quitó, obedeciendo de mala gana, y se lo llevó a la boca. Sólo quedaban unas gotas en el elástico cascarón, ahora hundido, pero las exprimió, las tragó y, al poco, empezaron a suavizarse algunas líneas de tensión en su cara.
- Es bueno - susurró - A veces olvido lo bueno que es.
- Deberías tomar más - dijo T'Gatoi -. ¿Por qué tienes tanta prisa en envejecer?
Mi madre no dijo nada.
- Me gusta poder venir aquí - dijo T'Gatoi - Es gracias a ti que este lugar es un refugio, y, sin embargo, te niegas a cuidarte.
T'Gatoi era acosada en el exterior. Su gente quería tener disponibles a más de nosotros. Entre nosotros y las hordas que no comprendían la existencia de la Preserva sólo se interponía ella y su facción política; no comprendían por qué no podía pedirse, pagarse, reclutarse, o disponerse de cualquier humano. O puede que sí lo comprendiesen, pero no les importaba en su desesperación. T'Gatoi nos repartía entre los desesperados y nos vendía a los ricos y poderosos a cambio de su apoyo político. Éramos artículos de primera necesidad, símbolos de estatus y un pueblo independiente. Supervisó la unión de las familias, acabando con los últimos vestigios del sistema anterior, en que disgregaban a las familias terrestres para complacer a los Tlics impacientes. Había vivido con ella en el exterior. Había visto el ansia desesperada con que me miraba alguna gente. Me asustaba un poco saber que sólo ella se interponía entre nosotros y esa desesperación que podría tragarnos tan fácilmente. Había veces en que mi madre la miraba y luego me decía «Cuídala». Y yo recordaba que también ella había estado en el exterior, también había visto.
T'Gatoi usó cuatro de sus patas para apartarme y echarme al suelo.
- Vamos, Gan - dijo -. Siéntate allí, con tus hermanas, y disfruta de tu embriaguez. Te has tomado la mayor parte del huevo. Ven a darme calor, Lien.
Mi madre dudó sin razón aparente. Uno de mis recuerdos más tempranos es el de mi madre tumbada junto a T'Gatoi, hablando de cosas que yo no podía entender, y levantándome del suelo, y riéndose mientras me sentaba sobre uno de los segmentos de T'Gatoi. Por aquel entonces tomaba su ración de huevo. Me pregunté cuándo lo habría dejado, y por qué.
Se apoyó sobre T'Gatoi, y toda la hilera izquierda de las patas de T'Gatoi se cerró rodeándola con holgura, pero con firmeza. Yo siempre había encontrado incómodo el estar así, y a nadie de la familia le gustaba, exceptuando a mi hermana mayor. Decían sentirse enjaulados.
T'Gatoi quería enjaular a mi madre. Cuando lo hizo, movió ligeramente la cola y habló.
- No es bastante huevo, Lien. Debiste tomarlo cuando se te ofreció. Ahora lo necesitas demasiado.
La cola de T'Gatoi se movió una vez más, con un latigazo tan rápido que no habría visto de no haberlo esperado. El aguijón hizo brotar solamente una única gota de sangre de la pierna desnuda de mi madre.
Mi madre chilló, probablemente por la sorpresa. La picadura no duele. Después suspiró y pude ver que su cuerpo se relajaba. Se movió lánguidamente a una posición más cómoda dentro de la jaula de patas.
- ¿Por qué hiciste eso? - preguntó medio dormida.
- No podía seguir viendo como sufrías.
Mi madre se las arregló para encoger ligeramente los hombros.
- Mañana - dijo.
- Sí. Mañana reanudarás tu sufrimiento, si es que debes hacerlo. Pero ahora, sólo por ahora, quédate aquí echada, dame calor y deja que te haga más fáciles las cosas.
- El es todavía mío, ¿sabes? - dijo bruscamente mi madre -. Nadie puede comprármelo.
De estar sobria no se habría permitido referirse a semejantes cosas.
- Nadie - asintió T'Gatoi, siguiéndole la corriente.
- ¿Creíste que lo vendería a cambio de huevos? ¿A cambio de una larga vida? ¿A mi hijo?
- Por nada - dijo T’Gatoi, acariciando los hombros de mi madre, jugando con su pelo largo y gris.
Me hubiera gustado tocar a mi madre, compartir con ella ese momento. Me habría cogido la mano de haberla tocado en ese instante, sonreído liberada por el huevo y la picadura, y quizá hubiera dicho cosas que llevaba largamente guardadas en su interior. Pero mañana recordaría todo esto como una humillación. No quería ser parte del recuerdo de una humillación. Lo mejor era permanecer quieto, y saber que me quería debajo de todo ese deber, y ese orgullo y ese dolor.
- Quítale los zapatos, Xuac Hoa. Dentro de poco volveré a picarla y podrá dormir.
Mi hermana mayor obedeció, tambaleándose como una borracha al levantarse. Se sentó junto a mí cuando acabó y me cogió la mano. Ella y yo siempre habíamos estado muy unidos.
Mi madre apoyó la nuca en el envés de T'Gatoi e intentó, desde aquel ángulo imposible, mirar su rostro amplio y redondo.
- ¿Vas a picarme otra vez?
- Sí, Lien.
- Dormiré hasta mañana al mediodía.
- Bien. Lo necesitas. ¿Cuánto hace que no duermes?
Mi madre emitió un sonido enojado.
- Debí haberte pisado cuando eras lo bastante pequeña - farfulló.
Era un viejo chiste entre ellas. Habían crecido más o menos juntas, aunque T'Gatoi nunca fue, en toda la vida de mi madre, lo bastante pequeña como para ser pisada por cualquier terrestre. Tenía casi tres veces la edad de mi madre, pero aún sería joven cuando ésta muriera de vieja. T'Gatoi y mi madre se conocieron cuando la primera entraba en un período de desarrollo rápido, una especie de adolescencia. Mi madre sólo era una niña, pero, durante un tiempo, se desarrollaron al mismo ritmo y no tuvieron mejor amiga que la una para la otra.
T'Gatoi hasta le había presentado a mi madre el hombre que se convertiría en mi padre. Mis padres, complacidos el uno con el otro, se casaron pese a la diferencia de edad, mientras que T'Gatoi y ella empezaron a verse menos. Pero mi madre le prometió a T'Gatoi uno de sus hijos antes de que naciera mi hermana mayor. Tendría que entregarle uno de nosotros a alguien, y prefería que fuera a T'Gatoi antes que a algún extraño.
Los años pasaron. T'Gatoi viajó y aumentó su influencia. La Preserva era suya cuando volvió a recoger lo que debía considerar como justa recompensa a su duro trabajo. A mi hermana mayor sólo le llevó un momento cogerle cariño y quiso ser elegida, pero mi madre estaba a punto de salir de cuentas conmigo, y a T'Gatoi le gustó la idea de elegir un bebé, y ser testigo y partícipe de todas las fases de su desarrollo.
Me han contado que me enjaularon por primera vez entre sus muchas patas a los tres minutos de nacer. Pocos días después probé mi primer huevo. Suelo contarles esto a los terrestres que me preguntan si alguna vez le tuve miedo. Y se lo cuento a los Tlic cuando T'Gatoi les sugiere llevarse un joven terrestre, y ellos, ansiosos e ignorantes, piden un adolescente.
Hasta mi hermano, que, por alguna razón, había crecido en el miedo y la desconfianza a los Tlic, podría haberse integrado cómodamente en una de las familias de haber sido adoptado lo bastante pronto. A veces pienso que, por su propio bien, debió haberlo sido. Le miré, tirado ahí, en el suelo, en medio de la habitación, con ojos abiertos y vidriosos mientras soñaba su sueño de huevo.
- ¿Podrías levantarte, Lien? - preguntó súbitamente T'Gatoi.
- ¿Levantarme? - dijo mi madre -. Creí que iba a dormirme.
- Luego. Algo va mal fuera.
La jaula desapareció bruscamente.
- ¿Qué?
- ¡Levántate, Lien!
Mi madre reconoció el tono y se levantó justo a tiempo de evitar que la arrojara al suelo. T'Gatoi restalló sus tres metros fuera del diván, en dirección a la puerta y salió a toda velocidad. Tenía huesos; costillas, una larga columna vertebral, un cráneo y cuatro pares de patas por segmento. Pero cuando se movía de aquel modo, retorciéndose, lanzándose en caídas controladas, corriendo al caer, no sólo no parecía tener huesos, sino ser acuática, algo que nadaba a través del aire como si fuera agua. Me encanta verla moverse.
Dejé a mi hermana y seguí a T'Gatoi a través de la puerta, aunque no me sostenía muy firme sobre mis pies. Habría sido mejor sentarse y soñar, y mucho mejor encontrar una chica y compartir con ella la ensoñación. Antes, cuando los Tlic nos veían como poco más que grandes y útiles animales de sangre caliente, solían encerrar juntos a varios de los nuestros, machos y hembras, alimentándolos sólo con huevos. De ese modo podían asegurarse de obtener otra generación sin que importase cuánto quisiéramos contenernos. Tuvimos suerte de que aquello no durara mucho. Unas cuantas generaciones así y habríamos sido poco más que grandes y útiles animales.
- Mantén la puerta abierta, Gan - dijo T'Gatoi -, y dile a la familia que no salga.
- ¿Qué pasa? - pregunté.
- N’Tlic.
Retrocedí hasta la puerta.
- ¿Aquí? ¿Solo?
- Supongo que estaría intentando llegar a una cabina de comunicación.
Pasó ante mí cargando al hombre, inconsciente, doblado como una manta sobre algunas de sus patas. Parecía joven, puede que de la edad de mi hermano, y más delgado de lo que debiera. Lo que T'Gatoi habría calificado como peligrosamente delgado.
- Gan, ve a la cabina de comunicación.
Depositó al hombre en el suelo y empezó a quitarle la ropa.
No me moví.
Me miró un momento después, su repentina calma era señal de profunda impaciencia.
- Manda a Qui - dije -. Yo me quedaré aquí. A lo mejor puedo ayudar.
Volvió a mover las patas, levantando al hombre y sacándole la camisa por la cabeza.
- No querrás ver esto - dijo -. Será duro. No puedo ayudar a este hombre como podría hacerlo su Tlic.
- Lo sé, pero manda a Qui. No querrá servir de ayuda en esto. Yo, al menos, estoy dispuesto a intentarlo.
Miró a mi hermano mayor, más grande, más fuerte, sin duda más capacitado para ayudarla. Se había incorporado, estaba encogido contra la pared, y miraba al hombre del suelo con un miedo y una repulsión que no disimulaba. Hasta ella pudo darse cuenta de que sería inútil.
- ¡Ve tú, Qui!
No discutió. Se levantó, se tambaleó un poco, y recuperó el equilibrio, espabilado por el miedo.
- Este hombre se llama Bran Lomas - le dijo, leyendo el brazalete del hombre. Me toqué distraídamente, por simpatía, mi propio brazalete -. Necesita a T'Khotgif Teh. ¿Me oyes?
- Bran Lomas. T'Khotgif Teh - repitió mi hermano -. Ya voy.
Pasó rodeando a Lomas y salió corriendo por la puerta.
Lomas comenzó a recobrar el sentido. Al principio sólo se quejaba y se aferraba espasmódicamente a un par de patas de T'Gatoi. Mi hermana pequeña, al despertar de su sueño de huevo, se acercó a mirarlo hasta que mi madre la apartó.
T'Gatoi le quitó los zapatos al hombre, luego los pantalones, dejando todo el rato libres a dos de sus patas para que se agarrara a ellas. Todas sus patas eran igualmente diestras, a excepción de las dos últimas.
- No quiero protestas esta vez, Gan - dijo.
Me enderecé.
- ¿Qué tengo que hacer?
- Sal y mata un animal que al menos tenga la mitad de tu tamaño.
- ¿Que lo mate? Pero si yo nunca...
Me empujó a través de la habitación. Su cola era un arma eficaz, tanto con el aguijón expuesto como sin él.
Me levanté, sintiéndome estúpido por haber ignorado su advertencia, y fui a la cocina. Quizá pudiera matar algo con un cuchillo o un hacha. Mi madre criaba unos cuantos animales terrestres para la mesa y varios miles de los locales por su piel. Probablemente, T'Gatoi preferiría algo local. Tal vez un achti. Algunos eran del tamaño adecuado, aunque tenían unas tres veces más dientes que yo y un auténtico interés por usarlos. Mi madre, Hoa y Qui podían matarlos con cuchillos. Yo nunca maté ninguno de ninguna forma, nunca había matado a un animal. Mientras mi hermano y hermanas aprendían el negocio de la familia, yo pasaba la mayor parte de mi vida con T'Gatoi. Ella tenía razón. Debí ser yo quien fuera a la cabina de comunicación. Al menos eso sí podía hacerlo.
Fui al armario del rincón, donde mi madre guardaba las herramientas grandes para el jardín y la casa. En el fondo del armario había una tubería que llevaba el agua de desecho a la cocina; pero ya no la llevaba. Mi padre había desviado el agua de desecho antes de que naciera yo. Ahora la tubería podía desenroscarse hasta que una mitad giraba sobre la otra y se podía guardar un rifle dentro. No era nuestra única arma de fuego, pero sí la de más fácil acceso. Tendría que usarla para disparar sobre uno de los achti más grandes. Probablemente, T'Gatoi la confiscaría después. Las armas de fuego eran ilegales en la Preserva. Hubo algunos incidentes nada más establecerse la Preserva; terrestres disparando a Tlics, disparando a N'Tlics. Eso fue antes de que empezase la unión de familias, antes de que todos tuvieran un interés personal en mantener la paz. Nadie le había disparado a un Tlic en toda mi vida o la de mi madre, pero la ley seguía vigente. Para nuestra protección, decían. Se contaban historias sobre familias terrestres enteras exterminadas como represalia por los asesinatos de entonces.
Fui a los corrales y disparé al achti más grande que pude encontrar. Era un semental robusto, y a mi madre no le haría ninguna gracia verme entrar con él. Pero era del tamaño adecuado y tenía prisa.
Me eché al hombro el largo y cálido cuerpo del achti, contento porque algo del peso ganado fuera músculo, y entré en la cocina. Una vez allí, devolví la escopeta a su escondite. Si T'Gatoi se fijaba en las heridas del achti y me pedía el rifle, se lo entregaría. Si no, lo dejaría donde mi padre quiso que estuviera.
Me volví para llevarle el achti, y dudé. Me quedé durante varios segundos frente a la cerrada puerta, preguntándome por qué tenía miedo de repente. Sabía lo que iba a ocurrir. No lo había visto antes, pero T'Gatoi me había enseñado diagramas y dibujos. Se había asegurado de que supiera la verdad en cuanto tuve la edad suficiente para entenderla.
Aun así no quería entrar en la habitación. Perdí algo de tiempo eligiendo un cuchillo de la caja de madera tallada donde los guardaba mi madre. Puede que T'Gatoi necesite uno, me dije, para la piel dura y peluda del achti.
- ¡Gan! - gritó T'Gatoi, con voz áspera por la urgencia.
Tragué. No había imaginado que un sencillo movimiento de los pies pudiera resultar tan difícil. Me di cuenta de que temblaba y eso me avergonzó. La vergüenza me empujó a través de la puerta.
Deposité el achti junto a T'Gatoi y vi que Lomas volvía a estar inconsciente. Lomas, ella y yo estábamos solos en la habitación. Mi madre y hermanas debieron ser enviadas fuera para que no tuvieran que verlo. Las envidiaba.
Pero mi madre volvió a la habitación cuando T'Gatoi cogió el achti. Sacó las garras de varas de sus patas, ignorando el cuchillo que le ofrecí, y abrió al achti desde la garganta al ano. Me miró con resueltos ojos amarillos.
- Sujeta los hombros de este hombre, Gan.
Miré a Lomas con pánico, dándome cuenta de que no quería tocarlo, y mucho menos sujetarlo. Esto no sería como dispararle a un animal. No tan rápido, no tan misericordioso, y esperaba que no tan definitivo, pero no había nada que deseara menos que ser partícipe de ello.
Mi madre se adelantó.
- Tú sujétale por la derecha, Gan. Yo lo haré por la izquierda.
Si el hombre despertaba, la arrojaría al suelo sin darse cuenta de lo que hacía. Era una mujer diminuta. A menudo se preguntaba en voz alta cómo había podido engendrar unos niños tan - como decía ella - «descomunales».
- No te preocupes - le dije, agarrando los hombros de Lomas -. Lo haré yo.
Se quedó remoloneando por allí.
- No te preocupes - repetí -. No te avergonzaré. No tienes por qué quedarte a verlo.
Me miró indecisa, y luego me tocó la cara con una extraña caricia. Al fin, volvió a su dormitorio.
T'Gatoi bajó la cabeza con alivio.
- Gracias, Gan - dijo, con cortesía más terrestre que Tlic -. Ésa... siempre encuentra nuevas formas de que la haga sufrir.
Lomas empezó a gemir y a emitir sonidos apagados. Había esperado que permaneciera inconsciente. T'Gatoi puso su cara junto a la de él para que le prestara atención.
- Ya te he picado todo lo que me atrevo - le dijo -. Cuando esto termine, volveré a hacerlo hasta que te duermas y dejará de dolerte.
- Por favor - suplicó el hombre -. Espera...
- No hay tiempo, Bram. Te picaré cuando termine. Cuando llegue T'Khotgif te dará huevos para ayudar a recuperarte. Terminaré en seguida.
- ¡T'Khotgif! - gritó el hombre, censándose contra mis manos.
- Pronto, Bram, pronto.
T'Gatoi me lanzó una mirada, y después colocó una garra en su abdomen, ligeramente a la derecha del medio, justo debajo de la última costilla. En el lado derecho hubo un ligero movimiento; pulsaciones pequeñas y aparentemente casuales, agitando su piel oscura, creando una concavidad aquí, una concavidad allá, una y otra vez, hasta que pude advertir su ritmo y averiguar dónde se produciría la siguiente pulsación.
Todo el cuerpo de Lomas se endureció bajo la garra, aunque sólo la apoyaba en él. T'Gatoi enroscó la parte trasera de su cuerpo alrededor de las piernas del hombre. Podría romper mi presa, pero no rompería la de ella. Lloró desesperadamente cuando ella usó sus pantalones para atarle las manos y después las pasó por encima de su cabeza, para que yo pudiera arrodillarme encima de la ropa y sujetarle las manos. Enrolló la camiseta y se la dio para que mordiera.
Y lo abrió.
Su cuerpo se convulsionó con el primer corte. Casi se me soltó. Los sonidos que emitía... Jamás oí sonidos semejantes viniendo de algo humano. T'Gatoi parecía no prestar atención mientras prolongaba y profundizaba el corte, haciendo ocasionales pausas para lamer la sangre. Los vasos sanguíneos se contraían, reaccionando a la química de la saliva, y la hemorragia disminuyó.
Me sentía como si estuviera ayudándola a torturarle, ayudándola a consumirlo. Pronto vomitaría, lo sabía; no sabía por qué no lo había hecho ya. No creí poder aguantar hasta que ella terminara.
Encontró la primera larva. Era gorda y de un rojo intenso por la sangre, tanto por fuera como por dentro. Ya había devorado su cascarón, pero no parecía haber empezado a devorar al huésped. En ese estadio, devoraría cualquier clase de carne, a excepción de la de su madre. Si la hubiéramos dejado habría continuado segregando los venenos que habían enfermado a Lomas al tiempo que le alertaron. Eventualmente, habría empezado a comer. Lomas estaría muerto o agonizante para cuando se hubiera abierto paso en su carne, e incapaz de vengarse de lo que estaba matándole. Siempre había un plazo de tiempo entre el momento en que enfermaba el huésped y cuando las larvas empezaban a devorarlo.
T'Gatoi recogió cuidadosamente la larva que se retorcía, y la miró, ignorando de algún modo los terribles gemidos del hombre.
El hombre perdió el sentido bruscamente.
- Bien. - Ella le miró -. Me gustaría que los terrestres pudierais hacer esto a voluntad.
T'Gatoi no sentía nada. Y la cosa que sostenía...
En ese estadio carecía de patas y huesos, tendría unos quince centímetros de largo y dos de ancho, estaba ciega y embadurnada de sangre. Era como un gusano grande. T'Gatoi la depositó en la panza del achti, y empezó a horadar inmediatamente, a abrirse paso en la panza del animal. Se quedaría ahí y comería mientras hubiera algo que comer.
Encontró dos más tanteando en la carne de Lomas, una de ellas más pequeña y vigorosa.
- ¡Un macho! - dijo con felicidad.
Moriría antes que yo. Pasaría por su metamorfosis y jodería todo lo que se le pusiera por delante antes de que sus hermanas llegaran a desarrollar patas. Fue el único que hizo un esfuerzo serio por morder a T'Gatoi mientras lo colocaba en el achti.
Gusanos más pálidos salían a la luz en la carne de Lomas. Era peor que encontrar algo muerto, putrefacto y lleno de diminutas larvas. Y era mucho peor que cualquier dibujo o diagrama.
- Ah, ahí hay más - dijo, extrayendo dos larvas gruesas y largas -. Puede que tengas que matar otro animal, Gan. Todo vive dentro de vosotros los terrestres.
Me habían dicho toda la vida que esto era algo bueno y necesario, algo que hacían juntos Tlics y terrestres, una especie de parto. Sabía que el nacimiento era doloroso y sangriento, no importaba cuál. Pero esto era algo diferente, algo peor. No estaba preparado para verlo. Quizá no lo estuviese nunca. Y, sin embargo, no podía dejar de verlo. Cerrar los ojos no servía de nada.
T'Gatoi encontró una larva que todavía estaba devorando el cascarón. Los restos de la cáscara seguían conectados a un vaso sanguíneo por su tubito, o gancho, o lo que fuera. Así era como las larvas se anclaban y alimentaban. Sólo tomaban sangre hasta que estaban listas para salir. En ese momento devoraban los distendidos y elásticos caparazones. Luego lo hacían con sus huéspedes.
T'Gatoi mordió el cascarón para retirarlo y lamió la sangre. ¿Le gustaría el sabor? ¿Cuesta perder las costumbres infantiles, o acaso no se pierden nunca?
Todo el proceso estaba mal, era ajeno. Jamás supuse que algo de T'Gatoi pudiera llegar a resultarme ajeno.
- Uno más, creo - dijo -. Tal vez dos. Una buena familia. Estos días nos contentaríamos con encontrar uno o dos vivos en un huésped animal. - Me echó un vistazo -. Sal fuera, Gan, y vacía tu estómago. Ve ahora, mientras el hombre continúa inconsciente.
Salí tambaleándome y apenas lo conseguí. Vomité tras el árbol que había justo pasada la puerta principal, hasta que no quedó nada por echar. Cuando terminé, me quedé en pie, temblando, con las lágrimas corriéndome por las mejillas. No sabía por qué lloraba, pero no podía dejar de hacerlo. Me alejé algo más de la casa para no ser visto. Cada vez que cerraba los ojos veía gusanos arrastrándose por una carne humana más roja aún.
Un coche venía hacia la casa. Ya que los terrestres tenían prohibidos los vehículos motorizados, excepto para cierto equipo agrícola, supe que debía ser el Tlic de Lomas, acompañado por Qui y puede que un médico terrestre. Me sequé la cara con la camiseta, y me esforcé por controlarme.
- Gan - gritó Qui, cuando se detuvo el coche -. ¿Qué ha ocurrido?
Descendió del coche bajo y redondo, adaptado a los Tlic. Por el otro lado bajó otro terrestre y entró en la casa sin dirigirme la palabra. El médico. Lomas podría conseguirlo con su ayuda y unos cuantos huevos.
- ¿T'Khotgif Teh? - dije.
El conductor Tlic salió del coche, irguiendo la mitad de su altura ante mí. Era más pálida y pequeña que T'Gatoi, probablemente nacida del cuerpo de un animal. Los Tlic nacidos de cuerpos terrestres siempre eran más grandes y más numerosos.
- Seis jóvenes - le dije -, puede que siete. Todos vivos. Un macho por lo menos.
- ¿Lomas? - preguntó con severidad.
Me agradó que preguntara, y la preocupación que había en su voz cuando lo hizo. La última cosa coherente que había dicho él fue su nombre.
- Está vivo - dije.
Se lanzó hacia la casa sin decir más.
- Ha estado enfermo - dijo mi hermano, mirando como se alejaba -. Cuando llamé oí a gente diciéndole que no estaba lo bastante bien para salir, ni siquiera para esto.
No dije nada. Había sido cortés con el Tlic. Ahora no quería hablar con nadie. Esperaba que él entrase, aunque sólo fuera por curiosidad.
- Acabaste descubriendo más de lo que querías saber, ¿eh?
Le miré.
- No me mires como ella - dijo -. No eres ella. Sólo eres su propiedad.
Como ella. ¿Habría desarrollado hasta la capacidad de imitar sus expresiones?
- ¿Qué has hecho? ¿Vomitar? - Olisqueó el aire -. Así que ya sabes lo que te espera.
Me alejé de él. De niños estuvimos muy unidos. Me dejaba andar junto a él cuando estaba en casa, y T'Gatoi a veces permitía que nos acompañara cuando íbamos a la ciudad. Pero, al llegar a la adolescencia, le pasó algo. Nunca supe el qué. Empezó a distanciarse de T'Gatoi. Después empezó a huir... hasta que se dio cuenta de que no había «huida». No en la Preserva. Y, desde luego, no en el exterior. Después de eso se concentró en conseguir su ración de cada huevo que llegaba a casa, y en mirarme de una forma que sólo conseguía hacer que le odiara, de una forma que decía claramente que estaba a salvo de los Tlic mientras yo siguiera bien.
- ¿Cómo fue de verdad? - preguntó, yendo detrás de mí.
- Maté un achti. Los jóvenes se lo comieron.
- No saliste corriendo de casa para vomitar porque se comieran un achti.
- Nunca antes había... visto abierta a una persona.
Era cierto, y bastante para él. No podía hablar de lo otro.
Con él, no.
- Oh - dijo.
Me miró como si quisiera decir algo más, pero siguió callado.
Caminamos sin dirigirnos a ningún sitio en especial. Hacia la parte de atrás, hacia los corrales, hacia los campos.
- ¿Dijo algo? - preguntó Qui -. Me refiero a Lomas. ¿A quién más se podría referir?
- Dijo «T'Khotgif».
Qui se estremeció.
- Si me hubiera hecho eso a mí, sería la última persona a la que llamaría.
- La llamarías. Su picadura te calmaría el dolor sin matar a las larvas que tienes dentro.
- ¿Crees que me importaría si muriesen?
No. Claro que no te importaría. ¿Me importaría a mí?
- ¡Mierda! - Aspiró profundamente -. He visto lo que hacen. ¿Te crees que esto de Lomas ha sido malo? Esto no ha sido nada.
No discutí. No sabía de qué hablaba.
- Vi como devoraban a un hombre - dijo.
Me volví para mirarle.
- ¡Estás mintiendo!
- Vi como devoraban a un hombre. - Hizo una pausa -. Fue cuando era pequeño. Había estado en el hogar de los Hartmund y volvía a casa. A mitad de camino, vi un hombre y un Tlic, y el hombre era un N'Tlic. El terreno era accidentado. Pude esconderme y verlo todo. El Tlic no quería abrir al hombre porque no tenía nada con que alimentar a las larvas. El hombre no podía continuar y no había casa cerca. Sufría tanto que le pidió que le matara. Le suplicó que le matara. Al final lo hizo. Le cortó el cuello. Un golpe de garra. Vi como las larvas se abrían paso comiendo, para después volver a meterse, todavía comiendo.
Sus palabras me hicieron ver de nuevo la carne de Lomas, llena de parásitos arrastrándose.
- ¿Porqué no me lo contaste? - susurré.
Pareció sorprendido, como si hubiera olvidado que le escuchaba.
- No lo sé.
- Poco después de eso fue cuando empezaste a huir, ¿verdad?
- Sí. Fue estúpido. Huir dentro de la Preserva. Huir dentro de una jaula.
Negué con la cabeza y le dije lo que debí decirle hacía mucho tiempo.
- No te cogerá a ti. No tienes por qué preocuparse.
- Lo haría... si te pasase algo.
- No. Cogería a Xuan Hoa. Hoa... lo desea.
No lo desearía de haberse quedado a observar a Lomas.
- No cogen a las mujeres - dijo con desprecio.
- A veces las cogen. - Le miré -. En realidad, prefieren a las mujeres. Deberías estar cuando hablan entre ellas. Dicen que las mujeres tienen más carne para proteger a las larvas. Pero acostumbran a elegir a los hombres para que las mujeres puedan engendrar sus propios jóvenes.
- Para proporcionar la siguiente generación de animales huéspedes - dijo, pasando del desprecio a la amargura.
- ¡Es más que eso! - contrarresté. ¿Lo era?
- Yo también querría creerlo si me fuera a pasar a mí.
- ¡Es más! - Me sentí como un niño.
Era un argumento estúpido.
- ¿Pensabas eso mientras T'Gatoi sacaba gusanos de las tripas de ese tipo?
- ¿Se supone que no debería pasar así?
- Naturalmente que sí. No se suponía que tú lo vieras, eso es todo. Y se supone que su Tlic debería hacerlo. Ella podría picarle y dormirlo, y la operación no habría sido tan dolorosa. Pero también le habría abierto, habría sacado las larvas, y si se hubiese escapado una sola, ésta le envenenaría y le devoraría de dentro afuera.
Hubo un tiempo en que mi madre me decía que respetara a Qui porque era mi hermano mayor. Me alejé odiándole. Estaba disfrutando a su manera. Él estaba seguro y yo no. Podía haberle pegado, pero no creí poder soportar que se negara a devolverme el golpe y me mirara con desprecio y lástima.
No pensaba dejar que me marchara. Se deslizó delante de mí con sus piernas más largas, y me hizo sentir como si estuviera siguiéndole.
- Lo siento - dijo.
Continué con paso firme, furioso y harto.
- Mira, probablemente no sea tan malo para ti. T'Gatoi te aprecia. Tendrá cuidado.
Me volví hacia la casa, casi huyendo de él.
- ¿Te lo ha hecho ya? - preguntó, siguiéndome con facilidad -. Quiero decir que tienes la edad adecuada para la implantación. Te ha...
Le pegué. No sabía que iba a hacerlo, pero creo que quería matarle. Creo que lo habría hecho de no ser más grande y más fuerte.
Intentó sujetarme, pero al final tuvo que defenderse. Sólo me pegó un par de veces. Con eso bastó. No recuerdo haberme caído, pero se había ido cuando me recuperé. El dolor valió la pena, a cambio de deshacerme de él.
Me levanté y caminé lentamente hacia la casa. La parte de atrás estaba a oscuras. En la cocina no había nadie. Mi madre y mis hermanas debían estar durmiendo en sus cuartos, o fingiéndolo.
Oí voces cuando entré en la cocina, terrestres y Tlics, provenientes de la habitación de al lado. No conseguí entender lo que decían, no quería entenderlo.
Me senté ante la mesa de mi madre, esperando a que se hiciera el silencio. La mesa era vieja y lisa, pesada y construida a conciencia. Mi padre la había hecho para mi madre justo antes de morir. Recordaba haber andado debajo de ella mientras la construía. No le importó. Ahora me senté recostándome en ella, echándole de menos. Podría haber hablado con él. Lo había hecho tres veces en su larga vida. Tres camadas de huevos, tres veces abierto y cosido. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo podría hacerlo nadie?
Me levanté, cogí el rifle de su escondite y me senté con él. Necesitaba una limpieza, un engrasado.
Todo lo que hice fue cargarlo.
- ¿Gan?
Hizo un montón de ruiditos al caminar sobre el suelo descubierto, cada pata chasqueaba en sucesión al tocarlo. Oleadas de pequeños Tlics. Vino a la mesa, alzó la mitad superior de su cuerpo sobre ella y se subió.
A veces se movía tan grácilmente que parecía fluir como si fuera agua. Se enrolló formando un pequeño mantoncito en medio de la mesa y me miró.
- No ha estado bien - dijo suavemente -. No deberías haberlo visto. No había necesidad de que fuera así.
- Lo sé.
- T'Khotgif, ahora Ch'Khotgif, morirá a causa de su enfermedad. No vivirá para criar a sus hijos. Pero su hermana los mantendrá a ellos y a Bran Lomas.
Una hermana estéril. Una hermana fértil en cada camada. Una para preservar a la familia. Esa hermana le debía a Lomas más de lo que jamás podría pagarle.
- Entonces, ¿él vivirá?
- Sí.
- Me pregunto si lo volvería a hacer.
- Nadie le pedirá que lo vuelva a hacer.
Miré los ojos amarillos, preguntándome cuánto había visto y comprendido, y cuánto había sólo imaginado.
- Nadie nos pregunta nunca. Tú nunca me preguntaste.
Movió ligeramente la cabeza.
- ¿Qué te pasa en la cara?
- Nada. Nada importante.
Unos ojos humanos probablemente no habrían notado la hinchazón en la oscuridad. La única luz provenía de una de las lunas, brillando por la ventana situada al otro lado de la habitación.
- ¿Usaste el rifle para abatir al achti?
- Sí.
- ¿Y tienes intención de usarlo contra mí?
La miré. La luz de la luna iluminaba su cuerpo enrollado y grácil.
- ¿A qué te sabe la sangre terrestre?
No dijo nada.
- ¿Qué eres? - susurré -. ¿Qué somos nosotros para ti?
Se quedó inmóvil, la cabeza recostada en el anillo superior.
- Me conoces como ningún otro me conoce - dijo suavemente -. Tú debes decidir.
- Eso es lo que le pasó a mi cara.
- ¿Qué?
- Qui me estimuló para que decidiera algo. No salió muy bien. - Moví ligeramente el arma, colocando diagonalmente el cañón bajo mi barbilla -. Al menos fue una decisión tomada por mí.
- Como lo será ésta.
- Pregunta, T’Gatoi.
- ¿Por la vida de mis hijos?
Tenía que decir algo así. Sabía cómo manipular a la gente, terrestres y Tlics. Pero esta vez no.
- No quiero ser un animal huésped - dije -. Ni siquiera el tuyo.
Le llevó un tiempo contestar.
- Casi no usamos animales huéspedes en estos días. Lo sabes.
- Nos usáis a nosotros.
- Lo hacemos. Esperamos largos años y os instruimos y unimos vuestras familias a las nuestras. - Se movía inquieta -. Sabes que para nosotros no sois animales
Me quedé mirándola sin decir nada.
- Mucho después de que llegaran tus antepasados, los animales que usábamos antaño empezaron a matar a la mayoría de los huevos una vez que eran implantados - dijo suavemente -. Sabes estas cosas, Gan. Estamos aprendiendo de nuevo lo que significa ser sanos y prósperos gracias a la llegada de tu pueblo. Y tus antepasados, que huían de su mundo natal, de su propia especie que los habría matado o esclavizado, sobrevivieron gracias a nosotros. Nosotros les aceptamos como pueblo y les dimos la Preserva cuando aún intentaban matarnos como gusanos.
Al oír la palabra «gusanos» di un brinco. No pude evitarlo, y ella no pudo evitar darse cuenta.
- Ya veo - dijo tranquilamente -. ¿Preferirías morir antes que llevar a mis jóvenes, Gan?
No respondí.
- ¿Debo acercarme a Xuan Hoa?
- ¡Sí!
Hoa lo deseaba. Que lo tuviera. Ella no había tenido que ver a Lomas. Estaría orgullosa... no aterrorizada.
T'Gatoi fluyó de la mesa al suelo, sorprendiéndose casi demasiado.
- Esta noche dormiré en la habitación de Hoa - dijo -. Se lo diré en algún momento de esta noche, o mañana.
Todo iba demasiado rápido. Mi hermana Hoa había tenido casi tanto que ver en mi educación como mi madre. Aún seguía unido a ella, no como a Qui. Ella podía desear a T'Gatoi y seguir queriéndome.
- ¡Espera, T'Gatoi!
Miró hacia atrás, levantó del suelo casi la mitad de su longitud y se volvió hacia mí.
- Éstas son cuestiones adultas, Gan. ¡Es mi vida, mi familia!
- Pero es... mi hermana.
- He hecho lo que me pediste. ¡Te lo he preguntado!
- Pero...
- Será más fácil para Hoa. Siempre ha deseado llevar otras vidas dentro de ella.
Vidas humanas. Jóvenes humanos que algún día beberían de sus pechos, no de sus venas.
Negué con la cabeza.
- No se lo hagas a ella, T'Gatoi. - Yo no era Qui.
Pero, sin embargo, creí poder convertirme en él sin ningún esfuerzo. Podía escudarme en Xuan Hoa. ¿Sería más fácil saber que los gusanos rojos crecían en su carne en vez de en la mía?
- No se lo hagas a Hoa - repetí.
Me miró, totalmente inmóvil.
Miré a otro lado, luego a ella.
- Házmelo a mí.
Bajé el rifle de mi garganta y ella se inclinó hacia adelante para cogerlo.
- No - dije.
- Es la ley.
- Déjaselo a la familia. Puede que alguno de ellos tenga que usarla para salvar algún día mi vida.
Agarró el cañón del rifle, pero yo no pensaba soltarlo.
Me arrastró hasta ponerme en pie, junto a ella.
- ¡Déjalo aquí! - repetí -. Acepta el riesgo si no somos tus animales, si éstas son cuestiones adultas. Hay un riesgo, Gatoi, en tratar con un compañero.
Evidentemente le era difícil soltar el rifle. Un escalofrío le recorrió y emitió un siseo de disgusto. Pensé que estaba asustada. Era lo bastante mayor como para haber visto lo que podían hacerle los rifles a la gente. Ahora sus jóvenes y este arma estarían en la misma casa. No conocía la existencia de nuestras otras armas. No importaban en esta discusión.
- Implantaré el primer huevo esta noche - dijo, mientras yo apartaba el rifle -. ¿Me oyes, Gan?
¿Por qué si no me había dado a comer un huevo completo. mientras el resto de la familia tenía que compartir uno? ¿Por qué si no mi madre me miró como si estuviera alejándome de ella, yendo hacia donde no podía seguirme? ¿Imaginaría T'Gatoi que no me había dado cuenta?
- Te oigo.
- ¡Ahora!
Dejé que me empujara fuera de la cocina, y después caminé delante de ella hacia mi dormitorio. La repentina urgencia de su voz parecía real.
- ¡Se lo habrías hecho a Hoa esta noche! - recriminé.
- Debo hacérselo a alguien esta noche.
Me detuve a pesar de su urgencia y me planté en su camino.
- ¿No te importa a quién?
Se deslizó rodeándome y entró en mi dormitorio. La encontré esperando en el diván que compartíamos. En la habitación de Hoa no había nada que hubiera podido usar. Se lo habría hecho en el suelo. La imagen de T'Gatoi haciéndoselo a Hoa fuera como fuese me molestó ahora de un modo diferente, y me enfadé.
Me desvestí, a pesar de ello, y me tendí a su lado. Sabía qué hacer, qué esperar. Me lo habían contado toda mi vida. Sentí la picadura familiar, narcótica, dulcemente agradable. Después, el ciego tanteo de su ovipositor. El pinchazo fue indoloro, fácil. Entraba tan fácilmente... Se onduló lentamente contra mí, sus músculos empujaban el huevo de su cuerpo al mío. Me agarré a un par de sus patas hasta que recordé a Lomas agarrándose así. Me solté entonces, moviéndome sin darme cuenta, y le hice daño. Profirió un suave grito de dolor y pensé que iba a ser enjaulado de inmediato por sus patas. Me volví a agarrar al no serlo, sintiéndome extrañamente avergonzado.
- Lo siento - susurré.
Acarició mis hombros con cuatro de sus patas.
- ¿Entonces te importa? - pregunté -. ¿Te importa que sea yo?
No respondió durante unos segundos. Finalmente...
- Tú eras el que tomaba decisiones esta noche, Gan. Yo tomé la mía hace mucho.
- ¿Te habrías acercado a Hoa?
- Sí. ¿Cómo podría dejar a mis hijos al cuidado de alguien que los odiara?
- No era... odio.
- Sé lo que era.
- Estaba asustado.
Silencio.
- Todavía lo estoy.
Podía admitirlo delante de ella, aquí, ahora.
- Pero tú viniste a mí... para salvar a Hoa.
- Sí. - Apoyé la frente en ella. Era fría, aterciopelada, engañosamente blanda -. Y para conservarte para mí - dije.
Así era. No lo entendía, pero así era.
Emitió un suave canturreo de contento.
- No podía creer que hubiera cometido semejante error contigo. Yo te elegí. Pensé que tú habías llegado a elegirme.
- Lo había hecho, pero...
- Lomas.
- Sí.
- Nunca he conocido a un terrestre que lo viera y lo asumiera bien. Qui ha visto uno, ¿no es así?
- Sí.
- Debería evitarse que los terrestres lo vieran.
- No me gustó cómo sonaba aquello, y dudaba que fuera posible.
- Evitarlo, no. Mostrádnoslo. Mostrádnoslo cuando somos niños pequeños, y mostrádnoslo más de una vez. Ningún terrestre contempla un parto que vaya bien, Gatoi. Todo lo que vemos es N'Tlic, dolor y terror, y puede que muerte.
Me miró.
- Es un asunto privado. Siempre ha sido un asunto privado.
Su tono me impidió insistir; eso y el conocimiento de que, si ella cambiaba de parecer, yo podría ser el primer ejemplo público. Había sembrado la idea en su mente. Había posibilidades de que germinara, y que, eventualmente, la probara.
- No lo volverás a ver - dijo -. No quiero que vuelvas a pensar en dispararme.
La pequeña cantidad de fluido que entró en mí con el huevo me relajó tan completamente como lo habría hecho un huevo estéril, y recordé el rifle en mis manos, y mis sensaciones de miedo y repulsión, de rabia y desesperación. Podía recordar las sensaciones sin revivirlas, hasta podía hablar de ellas.
- No te habría disparado - dije -. A ti no.
Había sido extraída de la carne de mi padre cuando éste tenía mi edad.
- Podrías haberío hecho - insistió.
- A ti no.
Se interponía entre nosotros y su propio pueblo, protectora, entrelazándonos.
- ¿Te habrías destruido a ti mismo?
Me moví con cuidado, incómodo.
- Puede que lo hubiera hecho. Casi lo hice. Ésa es la «huida» de Qui. Me pregunto si lo sabe.
- ¿Qué?
No respondí.
- Ahora vivirás.
- Sí.
Cuídala, solía decir mi madre. Sí.
- Soy joven y sana - dijo -. No te dejaré como dejaron a Lomas. No te dejaré solo, N'Tlic. Cuidaré de ti.
FIN
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