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domingo, 12 de mayo de 2013

Antologia de Ciencia Ficcion - Autores Varios - V






V





Roger Zelazny - EL HOMBRE QUE AMO A UNA FAIOLI




Ésta es la historia de John Auden y la faioli, que nadie conoce mejor que yo. Escúchenla...
Sucedió una noche, cuando él estaba paseando (pues no había motivos para no pasear) por sus sitios favoritos de todo el mundo, cuando vio a la faioli, cerca del Cañón de la Muerte, sentada sobre una roca, mientras que sus alas de luz revoloteaban, revoloteaban, revoloteaban hasta desvanecerse, apareciendo entonces sentada allí una muchacha humana, vestida completamente de blanco y llorando, con largas trenzas negras enrolladas a la cintura.
Se aproximó a ella ante la cegadora luz que despedía el moribundo sol, cuando los ojos humanos no podían distinguir distancias ni calcular perspectivas adecuadamente (pero los suyos sí), y apoyando su mano derecha en el hombro de ella y la dijo unas palabras de salutación y consuelo.
Fue, sin embargo, como si él no existiera. Continuó su llanto, regando de plata sus mejillas de color de nieve o de hueso. Sus ojos almendrados miraban en la distancia, como si pudieran ver a través de él, y sus largas uñas se clavaban en la carne de sus palmas, de las que no brotaba sangre.
Entonces él creyó lo que se decía de las faiolies: que sólo pueden ver a los seres vivientes y no a los muertos, y que están sacadas de las mujeres más adorables de todo el universo. Al estar muerto, John Auden, reflexionaba sobre las consecuencias de recobrar la vida nuevamente, por algún tiempo.
Era sabido que la faioli acudía al hombre un mes antes de su muerte (a aquellos raros hombres que aún morían) para vivir con él durante el mes final de su existencia, proporcionándole todos los placeres que puede conocer un ser humano, de forma tal que el día en que la muerte envía su beso, llevándose la vida que queda dentro de su cuerpo el hombre le acepta... ¡no, le busca!, con deseo y galantería. Porqué es tal el poder de la faioli entre todas las criaturas, que no hay nada más deseado después de conocerla.
John Auden consideró su vida y su muerte, las condiciones del mundo en que estaba la naturaleza de su servidumbre, su maldición, y la faioli (que era la criatura más adorable que había visto en todos sus cuatrocientos mil días de existencia), y se palpó el lugar que tenía debajo de la axila izquierda, que activaba el mecanismo necesario para hacerle vivir de nuevo.
La criatura se sobresaltó al recibir su contacto porque, de repente, el roce de él era de carne, y de carne cálida y femenina era lo que ella ofrecía, ahora que las sensaciones de la vida habían retornado a él. Sabía que su contacto se había convertido nuevamente en el contacto de un hombre.
- Hola, ¿por qué lloras? - dijo él, y la voz de la faioli fue como las brisas olvidadas soplando sobre los olvidados árboles, con su rocío, sus aromas y colores que evocaba su memoria.
- ¿De dónde vienes, hombre? No estabas aquí hace un momento.
- Del Cañón de la Muerte - respondió él.
- Deja que te toque el rostro.
Él se dejó y ella lo tocó.
- Es extraño que no advirtiera tu llegada.
- Este es un mundo extraño - repuso él.
- Es cierto - dijo ella -. Tú eres el único ser viviente que lo habita.
- ¿Cómo te llamas? - preguntó él.
- Llámame Synthia - respondió ella.
Y así la llamó.
- Mi nombre es John - le dijo -; John Auden.
- He venido para estar contigo, para darte regocijo y placeres - añadió ella, y entonces supo él que el ritual había comenzado.
- ¿Por qué estabas llorando cuando te encontré? - preguntó.
- Porque creí que no había nadie en este mundo y porque estaba cansada de mi largo viaje - contestó ella -. ¿Vives cerca de aquí?
- No muy lejos - añadió él -. No del todo lejos.
- ¿Me llevarás allí? ¿Al lugar donde vives?
Y ella se alzó y le fue siguiendo hasta el Cañón de la Muerte, donde él tenía su morada.
Continuaron descendiendo y descendiendo interminablemente, y todo lo que les rodeaba eran despojos de gentes que antes habían vivido. Ella, sin embargo, no parecía ver tales cosas, pues mantenía los ojos clavados en el rostro de John y la mano asida a su brazo.
- ¿Por qué llamas a este lugar el Cañón de la Muerte? - le preguntó ella.
- Porque todo lo que nos rodea son muertos - repuso él.
- Yo no veo nada.
- Lo sé.
Cruzaron el Valle de las Calaveras, donde millones de muertos de muchas razas y mundos yacían apilados unos sobre otros, pero ella tampoco los vio. Y a pesar de encontrarse en el cementerio de todos los mundos, no se apercibía de ello. Había encontrado a su custodio, a su cuidador, aunque no sabía quién era este hombre que se tambaleaba a su lado como un beodo.
John Auden la llevó hasta su casa. No era realmente el lugar donde vivió, pero lo sería en lo sucesivo. Activó los viejos circuitos del edificio que había dentro de la montaña. En respuesta la luz apareció de las paredes, una luz que antes no había necesitado, pero que ahora iba a necesitar.
La puerta se cerró tras ellos y la temperatura adquirió un calor normal. El aire puro comenzó a circular. Él lo aspiró hasta llenar su pecho, agradeciendo las antiguas y olvidadas sensaciones. El corazón, ese órgano rojo y caliente que le recordaba el dolor y los placeres, empezó a latir fuerte con el nuevo aire. Por primera vez en los siglos, preparaba una comida e iba a buscar una botella de vino a las profundas y herméticas alacenas. ¿Cuántos otros más pudieron haber hecho lo que él?
Nadie, tal vez.
Ella cenó con él, jugueteando con los alimentos, catando un poquito de cada cosa, comiendo muy poco. Él, por su parte, se atiborró hasta la saciedad, y los dos bebieron vino y fueron dichosos.
- Este lugar es muy extraño - dijo ella -. ¿Qué es lo que te impulsa, John Auden? Tú no eres como los demás hombres que viven y mueren. Tú te tomas la vida casi igual que una faioli. Tratas de sacar de ella cuanto puedes y te conduces a un ritmo que denota un sentido del tiempo ajeno al hombre. ¿Quién eres?
- Soy uno que conoce que los días del hombre están contados - respondió él - y que ansía aprovecharlos antes de que se le acaben.
- Eres extraño - dijo Synthia.
- Más que nada en el mundo - respondió él.
Desayunaron y aquel día estuvieron caminando por el Valle de las Calaveras. Él no podía distinguir distancias ni obtener perspectivas adecuadas, y ella no veía nada de lo que había sido vida y ahora era desolación. Y mientras estaban sentados sobre una roca plana, con el brazo sobre los hombros de ella, señaló hacia el cohete que acababa de venir del lejano espacio y ella miraba de través ante las gesticulaciones de John. Indicaba hacia los robots que habían comenzado a descargar del interior de la nave los despojos pertenecientes a los muertos de muchos mundos, pero ella estiraba la cabeza hacia un lado y miraba adelante y no veía nada de lo que él decía.
Incluso cuando uno de los robots avanzó pesadamente hasta él y le mostró la carpeta conteniendo los recibos y el documento que debía firmar por los cuerpos recibidos, ella no veía ni comprendía lo que estaba sucediendo.
En los días que siguieron, su vida fue como un sueño, llena de los placeres de Synthia y salpicada de ciertos e inevitables momentos de dolor. A menudo, le veía pesaroso y ella le preguntaba por su expresión de melancolía.
Y él siempre se echaba a reír y contestaba diciendo que «los placeres y el dolor están muy cerca el uno del otro», o algo por el estilo.
Y, durante el correr de los días, ella aprendió a prepararle las comidas, y a frotarle la espalda, y a mezclar sus bebidas, y a recitarle ciertos fragmentos poéticos que él había amado en un tiempo.
Un mes, sólo un mes. No lo olvidaba. Llegaría el fin. Sabían siempre que la muerte del hombre estaba cerca.
John Auden sabía que ninguna faioli del universo entero había encontrado jamás un hombre como él
Synthia era como una madreperla. Su boca parecía una fina llama, que encendía todo lo que tocaba, sus dientes se asemejaban agujas y su lengua era como el corazón de una flor. Y así es como llegó a amar a una faioli llamada Synthia.
Y él era quizás el único hombre del universo, capaz de engañarla. Era un perfecto derecho de defensa que tenía contra la vida y la muerte. Y ahora que era un ser humano viviente, a menudo lloraba cuando se detenía a considerarlo.
Tenía más de un mes por vivir. Quizá fueran tres o cuatro. Este mes, por consiguiente, representaba un precio que él pagaría de buen grado.
Hay una cosa llamada enfermedad que se nutre de los organismos vivientes, y él lo había conocido más allá del alcance de todos los hombres vivos. Ella, un ser femenino, que sólo conoció su propia vida, no podía comprenderlo.
Por eso, él no trató de explicárselo jamás
Pero el día tenía que llegar, y llegó.
Había perdido, y lo sabía. Como los días se habían desvanecido ante él, se encontraba debilitado. Apenas era capaz de estampar su firma sobre los recibos que le había traído el robot, tambaleándose hasta llegar a él, espachurrando costillas y aplastando cráneos a su terrible paso. Por un momento envidió al robot. Desapasionado, entregado totalmente a su deber. Antes de despedirlo le preguntó:
- ¿Qué hubieras hecho tú si te hallaras en posesión de una cosa deseada que te proporcionara todo lo que puedes ansiar en este mundo?
- Trataría... de quedarme con ella - respondió el robot, oscilando las luces rojas de su cúpula antes de irse tambaleando sobre el Gran Cementerio.
- Sí - dijo John Auden -, pero eso no puede ser.
Synthia no le comprendió, y en aquel trigésimo primer día volvieron al lugar donde había vivido durante un mes, y él sintió que le estaba invadiendo el terror indescriptible de la muerte.
Ella fue más exquisita que nunca, pero él temía este encuentro final.
- Te amo - dijo por último, pues era una palabra que no la había dicho antes, y ella le besó.
- Lo sé - le dijo ella -, John Auden, dime una cosa. ¿Qué es lo que te esclarece de los demás? ¿Por qué sabes de las cosas ajenas a la vida más de lo que el hombre mortal debe saber? ¿Cómo fue posible que llegaras hasta mí aquella primera noche sin yo apercibirme de ello?
- Porque mi ser está ya muerto - le dijo -. ¿No te das cuenta de ello cuando me miras a los ojos?
- No lo comprendo - respondió ella.
- Bésame y olvídalo - dijo él -. Es mejor así.
Pero ella sentía curiosidad y le preguntó:
- ¿Cómo consigues entonces guardar el equilibrio entre la vida y lo que no es vida, eso que mantiene consciente a tu ser muerto?
- Porque existen unos controles dentro de este cuerpo que, desgraciadamente, ocupo. Si tocas debajo de mi axila izquierda, mis pulmones cesarán de respirar y mi corazón dejará de latir. Ello pondría en funcionamiento un sistema electromecánico aquí instalado (invisible para ti, lo sé) semejante al que llevan mis robots. En esto consiste mi vida estando muerto. Yo mismo lo pedí porque temía el olvido. Yo mismo me ofrecí voluntario como sepulturero del universo, porque aquí no hay nadie que pueda verme y se horrorice de mi aspecto cadavérico. Por eso soy quien soy. Bésame y acaba.
Pero habiendo tomado la forma de mujer, o tal vez siéndolo, la faioli llamada Synthia sintió curiosidad y dijo:
- ¿En este sitio?
Y le tocó debajo de la axila izquierda.
Hecho esto, él se desvaneció de la vista y con ello, también, supo una vez más la fría lógica existente fuera de las emociones. A causa de ello, también, no tuvo necesidad de tocarse el punto crítico.
En vez de ello, él se quedó contemplando cómo ella le buscaba por el lugar que antes había estado vivo.
La faioli escrutó los lugares más recónditos y al ver que no podía encontrar a ningún hombre viviente sollozó horriblemente, una vez más, como hiciera aquella noche en que él la encontró.
Luego, sus alas comenzaron a revolotear débilmente, una y otra vez, recobrando su anterior existencia. Su rostro se disolvió y su cuerpo se fue fundiendo lentamente. Más tarde, la torre de chispas que había junto a él se fue disipando, y pasada la insensata noche en que le fue posible distinguir distancias y calcular perspectivas nuevamente, él empezó a buscarla.
Y ésta es la historia de John Auden, el único hombre que pudo amar a una faioli y logró vivir (si así se le puede llamar) para contarlo. Nadie conoce la historia mejor que yo.
Jamás ha podido encontrar un remedio. Y yo sé que John Auden pasea por el Cañón de la Muerte, meditando sobre los esqueletos y, a veces, se para junto a la roca donde la encontró, busca algo jugoso que ya no está allí y desea hallar una explicación.
Es que es así, y la moral puede que consista en que la vida (y quizás también el amor) sea más fuerte que su continente, pero nunca más fuerte que su contenido. Mas es solamente la faioli quien podría asegurarlo, y ésta ya no volverá.


FIN


Ursula K. Le Guin - LOS QUE ABANDONAN OMELAS




Con un clamor de campanas que impulsó a las golondrinas a levantar el vuelo, el Festival del Verano llegaba a la ciudad de Omelas, que descollaba radiante junto al mar. En el puerto, los aparejos de los barcos destellaban con banderas. En las calles, entre las casas de rojos tejados y pintadas tapias, entre los viejos jardines donde crece el musgo y bajo los árboles de las avenidas; frente a los grandes parques y los edificios públicos desfilaba la multitud. Decorosos ancianos con largas túnicas rígidas malva y gris; graves y silenciosos artesanos, alegres mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar. En otras calles, la música sonaba más veloz, un trémulo de batintines y panderetas y la gente iba bailando; la procesión era una danza. Los niños correteaban de una parte a otra y sus gritos se alzaban sobre la música y los cantos como el vuelo cruzado de las golondrinas. Todos los desfiles serpenteaban hacia el norte de la ciudad, donde en la gran vega llamada Verdes Campos, chicos y chicas, desnudos en el luminoso aire, con los pies, los tobillos y los largos y ágiles brazos salpicados de lodo ejercitaban a sus inquietos caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún tipo de pertrecho, sólo un ronzal sin bocado. Las crines trenzadas con cordones de plata, oro y verde. Resoplaban por los dilatados ollares, hacían cabriolas y se engallaban. Al ser el caballo el único animal que había adoptado nuestras ceremonias como propias, se hallaba muy excitado. A lo lejos, por el norte y el oeste, las montañas se alzaban sobre la bahía de Omelas casi envolviéndola. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve, coronado aún los Ocho Picos, despedía reflejos oro y blanco a través de las millas de aire iluminado por el sol, bajo el azul profundo del cielo. Soplaba el suficiente viento como para que los gallardetes que marcaban el curso de la carrera ondearan y chasquearan de vez en cuando. En el silencio verde de la amplia vega se oía la música que recorría las calles de la ciudad, y de todas partes y acercándose siempre, una alegre fragancia de aire que de vez en cuando se acumulaba y estallaba con el gozoso repique de las campanas.
 ¡Gozoso! ¿Cómo se puede explicar el gozo? ¿cómo describir a los habitantes de Omelas?
No eran personas simples, aunque si felices. Pero no pronunciaremos mas palabras de alabanza. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Al proceder a una descripción como ésta, uno tiende a hacer ciertas suposiciones, a dar la impresión de que busca un rey montado en un espléndido corcel y rodeado de nobles caballeros, o quizás en una litera dorada conducida por altos y musculosos esclavos. Pero no había rey. No usaban espadas ni poseían esclavos. No eran bárbaros. Desconozco las reglas y leyes de su sociedad pero sospecho que eran singularmente escasas. Al igual que se regían sin monarquía ni esclavitud, tampoco necesitaban la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta y la bomba. Sin embargo, repito que no era un pueblo simple; nada de dulces pastores, nobles salvajes ni blandos utópicos, ni menos complejos que nosotros. El mal estriba en que nosotros poseemos malos hábitos, animados por pedantes y sofisticados empeñados en considerara la felicidad como algo estúpido. Sólo el dolor es intelectual. Sólo el mal es interesante. Es la traición del artista: la negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible fastidio del dolor. Si no puedes morder no enseñes los dientes. Si duele, vuelve a dar. Pero alabar el desespero es condenar el deleite; aceptar la violencia es perder la libertad para todo lo demás. Nosotros casi la hemos perdido; ya no podemos describir la felicidad de un hombre ni manifestar una alegría. ¿Cómo definir al pueblo de Omelas? No eran cándidos ni niños felices - aunque a decir verdad, sus hijos si lo eran - sino adultos maduros, inteligentes, apasionados, cuya vida no era desventurada. ¡Oh milagro! Mas, ¡ojalá supiera explicarlo mejor y convencerles! Omelas produce la impresión, según mis palabras, de un país de un cuento de hadas: érase una vez hace mucho tiempo. Quizá fuera mejor que se lo imaginaran según su propia fantasía, teniendo en cuenta que me pondría a la altura de las circunstancias, pues lo que si es cierto es que no puedo armonizar con todos. Por ejemplo, ¿qué pasaba con la tecnología? Creo que no había coches ni helicópteros ni en las calles ni por encima de ellas, como lógica consecuencia de que el pueblo de Omelas era feliz. La felicidad se basa en una justa discriminación de lo que es necesario, de lo que no es ni necesario ni destructivo y de lo que es destructivo. Sin embargo, en la categoría intermedia - la de lo innecesario pero no destructivo, la del confort, lujo, exuberancia, etc. -, podían perfectamente poseer calefacción central, ferrocarriles subterráneos, máquinas lavadoras y toda clase de maravillosos ingenios que aún no se han inventado aquí; fuentes luminosas flotantes, poder energético, una cura para los catarros comunes o nada de eso; no importa, como lo prefieran. Me inclino a pensar que las personas que han estado viniendo a Omelas desde todos los puntos de la costa durante estos últimos días antes del Festival, lo hicieron en pequeños trenes muy rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de ferrocarriles de Omelas es el edificio más bello de la ciudad, aunque más sencillo que el magnifico Mercado Agrícola. Pero aún, concediendo que hubiera trenes, temo que, hasta ahora, Omelas produzca en algunos de mis lectores la impresión de una ciudad gazmoña y cursilona. Sonrisas, campanas, desfiles caballos, garambainas. En tal caso, agreguen una orgía. Si les sirve una orgía no vacilen. No obstante, no le pongamos templo que, con hermosos sacerdotes y sacerdotisas desnudos, casi en éxtasis, se hallen dispuestos a copular con quien sea, hombre o mujer, amante o extraño, por el deseo de unión con la profunda divinidad de la sangre, aunque ésa fue mi primera idea. Pero sería mejor no levantar templos en Omelas, por lo menos templos habitados. Religión, si. Clero, no. Por supuesto, los hermosos desnudos pueden deambular ofreciéndose como divinos suflés al hambriento del éxtasis de la carne. Que se incorporen a los desfiles. Que repiquen las panderetas sobre las cópulas y la gloria del deseo se proclame sobre los batintines y (un punto muy importante) que los vástagos de esos deliciosos rituales sean amados y atendidos por todos. Sé que en Omelas hay algo que nadie considera delito. Pero, ¿Que puede ser? Al principio pensé si no serian las drogas, pero eso es puritanismo. Para los que les gusta, la tenue y persistente fragancia del drooz perfuma las calles de la ciudad; el drooz, que al principio otorga una gran lucidez mental y fuerza a los miembros, y finalmente maravillosas visiones con las que penetras en los misterios y secretos más profundos del universo a la vez que excita el placer del sexo hasta lo indecible; y no crea hábito. En cuanto a los gustos más modestos, creo que debería ser la cerveza. ¿Qué otra cosa incumbe a la jubilosa ciudad? Sin dudad, la sensación de la victoria, la evocación del valor. Sin embargo, si suprimimos al clero, procedamos igual con los soldados. El júbilo que se erige sobre crímenes impunes no es verdadero júbilo; nunca lo será; es horrendo e inútil. Una satisfacción ilimitada y generosa, un magnífico triunfo que se experimenta no contra un enemigo de fuera, sino por la comunión de las almas más delicadas y hermosas de todos los hombres y el esplendor del verano del mundo es lo que inunda el corazón de los habitantes de Omelas y la victoria que celebran es la de la vida. En realidad, no creo que necesiten drogarse.
Casi todos los desfiles habían llegado ya a los Verdes Campos. Un delicioso aroma de manjares surge de las tiendas rojas y azules de los abastecedores. Las caras de los niños pequeños están llenas de graciosos pringues; en la afable barba gris de un hombre, se han enredado unas cuantas migas de un rico pastel. Los muchachos y muchachas han montado en sus caballos y comienzan a agruparse en la línea de salida. Una anciana, pequeña, gorda y sonriente, distribuye flores que saca de una cesta y un joven alto las prende en su cabello. Un niño de nueve o diez años se sienta al borde de la multitud, solo, jugando con una flauta de madera. La gente se detienes a escuchar y sonríe, pero no le hablan pues nunca deja de tocar ni tampoco los ve; sus ojos negros están totalmente absortos en la dulce y tenue magia de la melodía.
Termina y lentamente alza las manos sosteniendo la flauta de madera.
Como si ese breve y reservado silencio fuese una señal, se oye de pronto el toque de una corneta que surge del pabellón junto a la línea de partida: imperioso, melancólico, penetrante. Los caballos se alzan sobre sus esbeltas patas traseras y algunos relinchan como respuesta. Con semblante sereno, los jóvenes jinetes acarician el cuello de sus monturas y las calman susurrando: «Tranquilo, tranquilo, no te preocupes, todo saldrá bien, mi beldad, mi ilusión…» Ocupan sus puestos en la línea de salida. A lo largo de la pista, los espectadores son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado.
¿Lo creen? ¿Aceptan el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces, permítanme que lo describa una vez más.
En el subsuelo de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o tal vez en el sótano de una de sus espaciosas casas particulares hay un lóbrego cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave y carece de ventanas. Una tenue luz se filtra polvorienta entre las rendijas de la carcomida madera y que procede de un ventanuco cubierto de telarañas de algún lugar del otro lado del sótano. En un ángulo del cuchitril un par de fregonas, con las bayetas tiesas, pestilentes, llenas de grumos, están junto a un balde oxidado. El suelo está sucio, pegajoso como es habitual en un sótano abandonado. El cuarto tiene tres pies de largo por dos de ancho: un simple armario para guardar las escobas y los enseres en desuso. En el cuarto hay un niño sentado. Podría ser un niño o una niña. Aparenta unos seis años pero en realidad tiene casi diez. Es retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la desnutrición y el abandono. Se hurga la nariz y de vez en cuando se manoseo los dedos de los pies o los genitales mientras se sienta encorvado en el rincón más alejado del balde y de las bayetas. Les tiene miedo. Las encuentra horribles. Cierra los ojos pero sabe que las fregonas siguen ahí, erguidas, y la puerta esta cerrada y nadie acudirá. La puerta siempre esta cerrada y nunca viene nadie salvo en ciertas ocasiones - la criatura no tiene noción del tiempo y los intervalos - en que la puerta cruje espantosamente, se abre y asoma una o varías personas. Entra una sola y de un puntapié le obliga a levantarse. Los otros jamás se le acercan sino que lo observan con ojos de horror y asco. La escudilla de comida y el jarro de agua se llenan rápidamente, se cierra la puerta, los ojos desaparecen. La gente que está en la puerta nunca habla pero el niño, que no siempre ha vivido en el cuarto de los trastos y recuerda la luz del sol y la voz de su madre, a veces habla: «Por favor, sáquenme de aquí. Seré bueno.» Jamás le responden. Por las noches el niño gritaba pidiendo auxilio, gritaba muchísimo, pero ahora se limita a un débil quejido y cada vez habla menos. Está tan flaco que las piernas carecen de pantorrillas y tiene el vientre hinchado; solo se alimenta una vez al día con media escudilla de gachas con sebo. Va desnudo. Las nalgas y muslos son una masa de dolorosas llagas pues continuamente está sentado sobre su propio excremento.
Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelas. Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente con saber que está allí. Todos saben que tiene que estar. Algunos comprenden la razón, otros no pero ninguno ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus becarios, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas o el esplendor de su cielo dependen por completo de la abominable miseria de ese niño.
Se lo explican a los niños de ocho a diez años, siempre que estén capacitados para comprender, y casi todos los que van a verle son adolescentes, aunque con cierta frecuencia también un adulto acude y vuelve para ver al niño. Por muy bien que se lo expliquen, al verlo experimentan un asco que habían creído superar. A pesar de todas las explicaciones se les advierte furiosos, ultrajados, impotentes. Quisieran hacer algo por el niño, pero todo es inútil. ¡Qué hermoso sería si sacaran al sol a esa criatura, la limpiaran, le dieran de comer, la cuidasen. ¡Pero si alguien lo hiciera, ese día y a esa hora, toda la prosperidad, la belleza y la dicha de Omelas quedarían destruidas. Esas son las condiciones. Cambiar todo el bienestar y la armonía de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña rehabilitación: acabar con la felicidad de millares a cambio de la posibilidad de hacer feliz a uno: pero eso sería, por supuesto, reconocer la culpa, admitir el delito.
Las condiciones son estrictas y terminantes; no debe dirigirse al niño una sola palabra amable.
A veces los jóvenes regresan a sus casas llorando o con una furia sin lágrimas cuando han vista al niño y se han enfrentado a esa terrible paradoja. Tal vez meditan sobre ello, semanas y años, pero a medida que transcurre el tiempo comienzan a darse cuenta de que aunque soltaran al niño, de poco le serviría su libertad; sin duda, una ligera, vaga satisfacción por el cuidado humano y el alimento, pero muy poco mas. Se halla demasiado degradado e imbécil para comprender la auténtica felicidad. Ha estado asustado demasiado tiempo para librarse del miedo. Sus costumbres son demasiado zafias e inciviles para que responda al trato humano. En efecto, después de tanto tiempo probablemente se sentiría infortunado sin los muros que lo protegen, sin la oscuridad para sus ojos, sin el propio excremento para sentarse. Sus lágrimas, ante la amarga injusticia, secan cuando empiezan a percibir la terrible justicia de la realidad y acaban aceptándola. Sin embargo, tal vez sus lágrimas y su rabia, el intento de su generosidad y la aceptación de su propia impotencia son la verdadera causa del esplendor de sus vidas. Su felicidad no es vacua e irresponsable. Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la compasión. La existencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen posible la elegancia de su arquitectura, el patetismo de su música, la profundidad de su ciencia. A causa del niño son tan amables con los niños. Saben que si ese desdichado no lloriquease en la oscuridad, el otro, el flautista, no tocaría esa alegre música mientras los jóvenes jinetes se ponen en filas sobre sus beldades para la carrera que se celebra la primera mañana de estío.
¿Que piensan ahora de ellos? ¿No son más dignos de crédito? Pero todavía tengo algo más que contarles, y esto es totalmente increíble.
A veces, un adolescente, chico o chica que va a ver al niño, no regresa a su casa para llorar o enfurecerse, no, en realidad no vuelve más a su hogar. Otras, un hombre o mujer de mas edad cae en un mutismo absoluto durante unos días. Bajan a la calle, caminan solos y cruzan sin vacilar las hermosas puertas de Omelas. Siguen andando por las tierras de labrantío. Cada uno va solo, chico o chica, hombre o mujer. Anochece; el caminante pasa por las calles de la ciudad, ante las casas de ventanas iluminadas, y penetra en la oscuridad de los campos. Siempre solos, se dirigen al Oeste o al Norte, hacia las montañas. Prosiguen. Abandonan Omelas, siempre adelante, y no vuelven. El lugar adonde van es aún menos imaginable para nosotros que la ciudad de la felicidad. No puedo describirlo, en absoluto. Es posible que no exista. Pero parece que saben muy bien adónde se dirigen los que se alejan de Omelas.


FIN




Sergio Gaut Vel Hartman - CARNE DE CAÑÓN




Lo convocaron mediante un telegrama muy formal, pero él se sintió como si lo hubieran arrancado de la cama, desnudo y sin la dentadura postiza.
Lo concentraron, junto con un centenar de hombres como él, en una barraca maloliente; les dieron ropa adecuada, fusiles láser, algunas granadas y paquetes de tabletas alimenticias. Al monte, no me importan sus achaques, les gritó el sargento; esto es una guerra.
Una guerra en serio, se dijo; pero, ¿contra quién?
Le enseñaron a usar el arma. El fusil láser no era un arma especialmente sofisticada.
No tenía nada que ver con las miniatómicas, las beluga o la bomba de pánico. Era una forma desarrollada de las armas convencionales que pueden verse en el Museo de los Horrores. Pero de todos modos estaba preparado para matar.
Le dijeron que se había inventado una nueva clase de guerra porque sostener una guerra nuclear era impensable. No somos imbéciles como los gobernantes del pasado, decían los carteles pegados en las paredes de las ciudades; firmado: el Gobierno. Finalmente lo habían comprendido. Una vez que la espiral queda fuera de control y los conflictos regionales se transforman en globales... La cuarta realmente se pelearía con garrotes. Así que los bandos decidieron, de común acuerdo, como corresponde a la gente civilizada usar los garrotes en la tercera. Nada de misiles, ojivas nucleares, submarinos y portaviones atómicos, cazas supersónicos y bombarderos de gran autonomía de vuelo.
Lo entrenaron como infante. Fusil láser y bayoneta calada.
Una guerra no resulta creíble ni estimulante sin muertos, heridos y mutilados.

¿Ésos son los soldados que se van a la guerra, mami?
- Sí, hijo. Enseguida va a pasar el abuelo. Vas a ver qué lindo le queda el uniforme.
Las tropas desfilan delante del palco de honor. El joven rey preside la solemne marcha del ejército que se dirige al frente. Los soldados tratan de conservar el paso bajo la lluvia de pétalos que arrojan las muchachas, pero a la mayoría le pesan más los años que la mochila.
- No está mal - dice el rey inclinándose hacia la ministro de guerra.
- Especialmente si se tiene en cuenta que los preparamos en una semana.
- Se los ve animosos - dice el canciller -. Hasta parecen haber superado los achaques propios de la edad.
- Será por la dosis masiva de provectal que les circula por las venas - dice el ideólogo del Orden Nuevo.
Termina de pasar el Cuerpo de Gerontes y le llega el turno a la Milicia de No Videntes. Los Zapadores Tullidos se impacientan en un rincón de la plaza, ansiosos por hacer correr las nuevas sillas blindadas.

Guerra de trincheras. Un fósil desenterrado de archivos de las cinematecas y cuidadosamente secado al sol explosivo del mediodía.
Ratas. Barro ácido, gomoso. Horas flacas y el uniforme pegado al cuerpo, como si todo formara parte de una tortura inventada por esos mocosos pacifistas.
Arriba, adelante, los fuegos artificiales estallando como en una fiesta municipal químicamente pura.
Lo empujaron a una trinchera sin darle explicaciones y lo pusieron bajo el mando de un sargento tan reumático como él mismo. Lo obligaron a convivir con un montón de viejos sucios y mezquinos; los que se han quedado solos para no tener que mantener a una mujer y ahora necesitan cortejar a la bruja desdentada para durar un día más.

Entabla una relación cordial, casi empática, con un ciego que ha perdido a su pelotón. El ciego es más sucio que una letrina y malo y resentido, pero la guerra es la guerra y la soledad es peor.
- Tenemos que llegar a la colina antes del anochecer, carajo.
- Me da lo mismo. Estoy reventado. Ahora o dentro de un rato. Cuestión de tiempo, ¿no?
- No hables al pedo. La vida es hermosa. Lo digo yo que me limito a manosearla desde hace medio siglo.
La metralla del enemigo los obliga a hundir la cara en el barro.
- ¡Mierda y mierda! Si por lo menos dejara de caer esta jalea por un rato...
- No se va a secar. De todos modos no se va a secar. Te vas a morir vos, me voy a morir yo, y todavía no se va a secar.
Una explosión, hacia el este. Un grito largo, casi un aullido licantrópico que corta el campo al sesgo. Una voz de mando, quebrada, vacilante, demandando silencio sobre una herida abierta; una herida de bordes irregulares.
- ¡Hijos de puta! ¡No aguanto más!
- «¡Mueran con honor ya que no pueden vivir con dignidad!» - diría nuestro amado rey.
- Esto es sólo un ensayo. Cuando empiece la joda en serio ni siquiera te van a dejar morir. Una dosis de estopa, una costura de emergencia, una descarga eléctrica y otra vez el frente. Ellos encontraron la forma de no ensuciarse las uñas. Muy apropiado, justo lo que necesitábamos. Una guerra a los veinte, otra a los cien.
Un infierno de colores y sonidos se derrama sobre el campo de batalla. Un latido epileptoide recorre los sistemas nerviosos como si estuvieran interconectados. Orden de saltar fuera de las trincheras. Orden de matar a contrafuego enemigo. La tierra parece erizada de flores: calvos y canosos. Son como cardos y hongos avanzando a desgano por el tórrido paisaje, eludiendo los trazos blancos que escupen los fusiles láser del enemigo. Y ellos, a su vez, replican arrancando jirones de carne podrida, brazos sarmentosos y vísceras gastadas. Están obnubilados por una idea lejana, ajena, y avanzan y avanzan y disparan y avanzan y mueren y siguen avanzando, abúlicos, reticentes. Están apagados, son absolutamente viejos.
Antes de caer la noche, casi sin notario, han ganado la colina y un collar de pozos y trincheras. Ahora tienen donde arrojar los cuerpos que sienten como prestados para ahogarlos en barro y mugre.
- ¿Hay muchos muertos? Me gustaría verlos.
- No te perdés nada. Son como quince. La puta que las parió a estas granadas: me parece que hay más cabezas que brazos.
- No se puede creer. Otro día sin que me toque el turno.
- Los pendejos del Gobierno ¿sabrán las reglas de esta guerra? Yo no.
- ¡Qué gusto de escarbar en la mierda, viejo! Acaso no estamos ganando?
- Sí, a lo mejor estamos ganando. Parece que a ellos se les están terminando los viejos.
- ¡Nos mandan a casa!
- No sé. Todos estos muertos son mogólicos y oligofrénicos.


FIN


Damon Knight - EL AUGE DE LA BOSTA DE VACA




El coche largo y reluciente frenó con un zumbido de turbinas, levantando una nube de polvo. El cartel sobre el puesto, en el borde de la carretera, decía: Cestos. Curiosidades. Un poco más adelante, otro cartel, sobre un rústico edificio con fachada de vidrio, anunciaba. Cafetería de Crawford. Pruebe Nuestros Churros. Detrás de ese edificio había un pastizal, con un granero y un silo a cierta distancia de la carretera.
Los dos extraterrestres miraron tranquilamente los carteles. Ambos tenían piel lisa y púrpura, y pequeños ojos amarillos. Llevaban trajes grises de tweed. Sus cuerpos tenían forma casi humana, pero no se les podía ver la barbilla, que cubrían con bufandas anaranjadas.
Martha Crawford se apresuró a salir de la casa para atender el puesto de cestos, secándose las manos en el delantal. Detrás apareció Llewellyn Crawford, su marido, masticando palomitas de maíz.
- ¿Señor, señora? - preguntó nerviosamente Martha. Con una mirada le pidió ayuda a Llewellyn, que le palmeó el hombro. Ninguno de ellos había visto jamás a un extraterrestre a tan poca distancia.
Uno de los extraterrestres, al ver a los Crawford detrás del mostrador, bajó despacio del coche. El hombre, o lo que fuera, fumaba un cigarro a través de un agujero en la bufanda.
- Buenos días - saludó la señora Crawford, nerviosa -. ¿Cestos? ¿Curiosidades?
El extraterrestre pestañeó con solemnidad. El resto de su cara no cambió. La bufanda le ocultaba la barbilla y la boca, si las tenía. Algunos decían que los extraterrestres no tenían barbilla, otros que tenían en su sitio algo tan repelente y atroz que ningún ser humano podría soportar el espectáculo. La gente los llamaba «hercus», porque venían de un sitio llamado Zera Herculis.
El hercu miró un rato los cestos y las baratijas que pendían sobre el mostrador, sin dejar de fumar su cigarro. Luego, con voz confusa pero comprensible, dijo:
- ¿Qué es eso?
Señalaba hacia abajo con una mano callosa, de tres dedos.
- ¿El indiecito? - preguntó Martha Crawford, con una voz que terminó en un chillido -. ¿O el calendario de cáscara de abedul?
- No, eso - dijo el hercu, volviendo a señalar hacia abajo. Esta vez los Crawford se asomaron por encima del mostrador y vieron que lo que indicaba era una forma grisácea, chata y redonda que había en el suelo.
- ¿Eso? - preguntó dubitativamente Llewellyn.
- Eso.
Llewellyn Crawford se sonrojó.
- Bueno... eso es una bosta de vaca. Una de las vacas se apartó ayer del rebaño, y debe haber hecho eso ahí sin que yo me diera cuenta.
- ¿Cuánto vale?
Los Crawford miraron al hombre, o lo que fuera, sin comprender.
- ¿Cuánto vale qué? - preguntó al fin Llewellyn.
- ¿Cuánto vale - gruñó el extraterrestre - la bosta de vaca?
Los Crawford se miraron entre sí.
- Yo nunca oí... - comenzó a decir Martha en voz baja, pero su marido la hizo callar.
Llewellyn carraspeó.
- ¿Qué le parece unos diez cen...? Bueno, no quiero engañarlos... ¿Qué le parece veinticinco centavos?
El extraterrestre sacó una enorme bolsa repleta de monedas y dejó veinticinco centavos sobre el mostrador, y le murmuró algo a su compañera.
Esta salió del coche con una caja de porcelana y una pala con mango de oro. Con la pala, la mujer - o lo que fuera - recogió cuidadosamente la bosta y la depositó en la caja.
Ambos extraterrestres entraron luego en su coche y arrancaron con un zumbido de turbinas y una nube de polvo.
Los Crawford vieron cómo se alejaban, luego miraron el brillante cuarto de dólar que había sobre el mostrador. Llewellyn lo recogió y lo hizo saltar en la palma de la mano.
- Bueno... ¿qué te parece? - sonrió.

Toda esa semana las carreteras estuvieron colmadas de extraterrestres con sus largos y relucientes automóviles. Iban a todas partes, lo veían todo, todo lo pagaban con monedas recién acuñadas y con billetes flamantes.
Había gente que hablaba mal del gobierno por haberles permitido entrar, pero beneficiaban el comercio y no causaban ningún problema. Algunos se proclamaban turistas, otros estudiantes de sociología en viaje de estudios.
Llewellyn Crawford fue hasta el pastizal vecino y recogió cuatro bostas para depositarlas cerca del mostrador. Cuando vino el próximo hercu Llewellyn pidió, y obtuvo, un dólar por cada una.
- ¿Pero para qué las quieren? - gemía Martha.
- ¿Qué nos importa? - decía su marido -. ¡Ellos las quieren y nosotros las tenernos! Si vuelve a llamar Ed Lacey, por ese asunto de la hipoteca, dile que no se preocupe.
Despejó el mostrador y exhibió en él la nueva mercadería. Subió el precio a dos dólares, luego a cinco.
Al día siguiente hizo preparar un nuevo cartel: BOSTAS.

Una tarde de otoño, dos años más tarde, Llewellyn Crawford entró en la sala, tiró el sombrero en un rincón y se dejó caer en una silla. Por encima de los anteojos miró el enorme objeto circular - exquisitamente pintado con anillos concéntricos de azul, naranja y amarillo - que había sobre la repisa. Un observador casual podía haberlo considerado una pieza de museo, una genuina bosta de concurso pintada en el planeta Herculis; pero en realidad la había pintado y armado la señora Crawford, siguiendo el ejemplo de muchas damas contemporáneas con pretensiones artísticas.
- ¿Qué te pasa, Lew? - preguntó la señora Crawford con aprensión. Llevaba un nuevo peinado, y lucía un vestido hecho en Nueva York, pero parecía alterada y ansiosa.
- ¡Qué pasa, qué pasa! - gruñó Llewellyn -. Ese viejo Thomas está loco, eso es lo que pasa. ¡Cuatrocientos dólares la cabeza! Ya no puedo comprar vacas a un precio decente.
- Pero Lew, ya tenemos siete rebaños, ¿no es así? Además...
- Necesitamos más para afrontar la demanda, Martha - dijo Llewellyn, incorporándose -. Dios mío, pensé que te darías cuenta. La bosta tipo reina se va a quince dólares, y no tenemos cantidades suficientes, y la emperador a mil quinientos. Si tenemos la suerte...
- Es raro, pero nunca se nos había ocurrido pensar que hubiese tantas clases de bostas - dijo Martha, nostálgicamente -. La emperador... ¿es ésa que tiene la doble espiral?
Llewellyn recogió una revista, con un gruñido.
- Quizá las podamos cambiar un poco v...
Los ojos de Llewellyn se iluminaron.
- ¿Cambiarlas? - exclamó -. No... ya lo intentaron. Lo leí aquí mismo, ayer.
Le mostró un ejemplar de El bostero norteamericano, y comenzó a pasar las satinadas páginas.
- Bostagramas - leyó en voz alta -. Cómo conservar las bostas. La lechería: un provechoso negocio lateral. No. Ah, aquí está. El fracaso de las bostas falsas. Mira, aquí dice que un tipo de Amarillo consiguió una emperador y fabricó un molde de yeso. Después metió en el molde un par de bostas comunes... aquí dice que eran tan perfectas que nadie veía la diferencia. Pero los hercus no las compraron. Ellos se daban cuenta.
Tiró la revista, y se volvió para mirar los establos por la ventana trasera.
- ¡Ahí está otra vez ese idiota en el patio! ¿Por qué no trabaja?
Llewellyn se incorporó, abrió la persiana y gritó:
- ¡Hey, Delbert! ¡Delbert! - y aguardó -. Además es sordo - refunfuñó.
- Le iré a avisar que quieres... - comenzó a decir Martha, quitándose el delantal.
- No, deja... voy yo. Hay que estarles encima todo el tiempo.
Llewellyn salió por la puerta de la cocina y cruzó el patio hasta donde estaba un joven delgaducho, sentado en una carretilla, comiendo lentamente una manzana.
- ¡Delbert! - dijo Llewellyn, exasperado.
- Ah... hola, señor Crawford - dijo el joven, sonriendo y mostrando el hueco de la dentadura. Dio un último mordisco y tiró el hueso de la manzana. Llewellyn lo siguió con la vista. Como le faltaban los dientes de delante, los huesos de manzana que arrojaba Delbert no se parecían a nada de este mundo.
- ¿Por qué no llevas bostas al mostrador? - preguntó Llewellyn -. No te pago para que te sientes en una carretilla, Delbert.
- Llevé algunas esta mañana - dijo el muchacho -. Pero Frank me dijo que las trajera de vuelta.
- ¿Frank qué?
Delbert hizo una seña afirmativa.
- Me dijo que sólo había vendido dos. Pregúntele si miento.
- Ahora mismo - gruñó Llewellyn. Giró sobre los talones, y volvió a cruzar el patio.
En la carretera se había detenido un coche largo, cerca del mostrador, detrás de una destartalada camioneta. Arrancó cuando Llewellyn se acercaba, y en ese momento llegó otro. Cuando Llewellyn estaba llegando al puesto, el extraterrestre regresó a su automóvil, que se alejó en seguida.
Sólo quedaba un cliente, un granjero de largas patillas con camisa a cuadros. Frank, que atendía el mostrador, se apoyaba cómodamente en un codo. A sus espaldas, los exhibidores estaban colmados de bostas.
- Buenos días, Roger - dijo Llewellyn con fingido placer -. ¿Cómo anda tu familia? ¿Qué te vendemos, una linda bosta?
- Bueno, no sé - dijo el hombre de las patillas, frotándose el mentón -. A mi mujer le gustaba ésa - señaló una enorme y simétrica que había en el estante del centro -. Pero a estos precios...
- Más barato no se puede, Roger. Es toda una inversión - dijo enfáticamente Llewellyn - Frank, ¿qué compró ese último hercu?
- Nada - dijo Frank. De la radio que tenía en el bolsillo salía un persistente zumbido musical -. Sacó una foto del puesto y se fue...
- Bueno, ¿y el anterior?
Se oyó un zumbido de turbinas, y un automóvil largo y reluciente frenó a sus espaldas. Llewellyn se volvió. Los tres extraterrestres del coche usaban sombreros rojos de fieltro, cubiertos de cómicos botones, y llevaban insignias de Yale. Tenían los trajes grises de tweed cubiertos de confetti.
Uno de los hercus salió y se acercó al puesto, fumando un cigarro por el agujero de la bufanda anaranjada.
- ¿Sí, señor? - dijo enseguida Llewellyn, uniendo las manos e inclinándose levemente hacia adelante -. ¿Una linda bosta?
El extraterrestre miró los objetos grisáceos que había detrás del mostrador; guiñó los ojos amarillos, e hizo un curioso ruido con la garganta. Tras un instante, Llewellyn decidió que eso era risa.
- ¿Qué hay de gracioso? - preguntó, mientras su propia sonrisa se desvanecía.
- Nada - respondió el extraterrestre -. Me río porque soy feliz. Mañana me voy a casa... nuestro viaje de estudios terminó. ¿Puedo sacarle una foto?
Alzó una pequeña cámara en una garra purpúrea.
- Bueno, creo que... - dijo Llewellyn con voz vacilante -. En fin, ¿dice usted que regresa? ¿Quiere decir que se van todos? ¿Y cuándo volverán por aquí?
- Nunca - respondió el extraterrestre; apretó la cámara, sacó la fotografía, la miró, murmuró algo y la guardó -. Les agradecemos esta interesante experiencia. Adiós.
Dio media vuelta y regresó al coche. El coche se alejó envuelto en una nube de polvo.
- Toda la mañana fue así - dijo Frank -. No compran nada... lo único que hacen es sacar fotos.
Llewellyn comenzaba a ponerse nervioso.
- ¿Crees que lo dijo en serio? ¿Que se van todos?
- Así lo anunció la radio - respondió Frank -. Y Ed Coon volvió de Hortonville, y anduvo por aquí esta mañana. Dijo que no había vendido ni una bosta desde anteayer.
- Bueno, no entiendo - dijo Llewellyn -. No pueden irse así como así... - Le temblaban las manos. Las metió en los bolsillos -. Oye, Roger - le dijo al hombre de las patillas -. ¿Cuánto pagarías por esa bosta?
- Bueno...
- Vale diez dólares, ¿sabes? - dijo Llewellyn, acercándosele. En su voz había ahora solemnidad -. Es una bosta de primera, Roger.
- Lo sé, pero...
- ¿Qué te parece siete y medio?
- En fin, no sé. Podría pagarte... digamos cinco dólares.
- Vendida. Envuélvesela, Frank.
Miró cómo el hombre de las patillas se llevaba su trofeo a la camioneta.
- Rebájalas, Frank - dijo con voz débil -. Saca lo que puedas.

El trajín del largo día casi había terminado. Abrazados, Llewellyn y Martha Crawford miraban cómo los últimos clientes se alejaban del puesto de bostas. Frank limpiaba los estantes. Delbert, reclinado contra el mostrador, comía una manzana.
- Es el fin del mundo, Martha - dijo Llewellyn, agobiado, con lágrimas en los ojos -. ¡Bostas de la mejor calidad vendidas por miserables centavos!
Las luces de un automóvil largo y chato perforaron la penumbra. Se detuvo junto al puesto: dentro se veían dos criaturas verdes con impermeables; por los agujeros de los sombreros chatos y azules les sobresalían unas plumíferas antenas. Una de ellas descendió y se acercó al puesto, con movimientos extraños y acelerados. Delbert, boquiabierto, dejó caer el hueso de la manzana.
- ¡Serpos! - susurró Frank, inclinándose hacia Llewellyn -. Escuché en la radio que. habían llegado. La radio dijo que eran de Gamma Serpentis.
La criatura verde examinaba los estantes a medio vaciar. Unos párpados callosos se movían sobre pequeños ojos brillantes.
- ¿Bostas, señor... señora? - preguntó nerviosamente Llewellyn -. Ya no nos quedan muchas, pero...
- ¿Qué es eso? - preguntó el serpo en un susurro señalando hacia el suelo con una garra.
Los Crawford miraron. EL serpo señalaba una cosa amorfa y nudosa tirada junto a la bota de Delbert.
- ¿Eso? - preguntó Delbert, empezando a revivir -. Eso es un hueso de manzana. - Miró a Llewellyn, y una luz de inteligencia pareció avivarle los ojos -. Renuncio, señor Crawford - dijo, pronunciando las palabras con claridad, y luego se volvió hacia el extraterrestre -. Es un hueso de manzana Delbert Smith - aclaró.
Llewellyn, estupefacto, vio como el serpo sacaba una billetera y daba un paso adelante. El dinero cambió de manos. Delbert tomó otra manzana y empezó, con todo entusiasmo, a trabajarla.
- Oye, Delbert - dijo Llewellyn, apartándose de Martha; le temblaba la voz, se aclaró la garganta -. Me parece que tenemos aquí un buen negocio. Si fueras listo alquilarías este puesto...
- No, señor Crawford - dijo Delbert con indiferencia, con la boca llena de manzana -. Imagínese: me voy a lo de mi tío, que tiene un huerto...
El serpo miraba y daba vueltas al hueso de manzana y emitía pequeños chillidos de admiración.
- Usted sabe, hay que estar cerca de la fuente de abastecimiento - dijo Delbert, meneando sabiamente la cabeza.
Llewellyn sintió que le tiraban de la manga. Se giró: era Ed Lacey, el banquero.
- ¿Qué pasa, Lew? Estuve tratando de hablar contigo toda la tarde, pero tu teléfono no contestaba. Es por ese asunto de tu garantía sobre los préstamos...


FIN


Edmund Cooper - BIENVENIDOS A CASA




La nave de las Naciones Unidas planeó como un halcón sobre el vasto desierto, y luego alzó el vuelo repentinamente como si hubiera decidido que, a fin de cuentas, no valía la pena posarse sobre Marte. Pero al llegar a los diez mil metros, la ascensión quedó interrumpida en un instante de inmóvil belleza; la nave se sentó ligeramente sobre una cola de llama verde, suspendida entre las estrellas y su punto de destino, hasta que imperceptiblemente la llama perdió intensidad y la nave descendió suavemente hacia la árida extensión.
El aterrizaje fue suave y normal. Tan suave como si se tratara del centésimo aterrizaje de una nave interplanetaria corriente conducida por una experta y curtida tripulación. Sin embargo, daba la casualidad - y la fecha quedaría anotada en los manuales de historia para tormento de los escolares - de que ni la nave de las Naciones Unidas ni cualquier otro vehículo terrestre había visitado nunca el Planeta Rojo. Y sus tripulantes eran los primeros seres humanos que se aventuraban más allá de la Luna.
No obstante, todos ellos tenían una amplia experiencia como viajeros espaciales. El coronel Maxim Krenin, jefe de la expedición y piloto del Pax Mundi, había realizado el vuelo Tierra-Luna cinco veces. Y había participado en numerosos lanzamientos de prueba a la Luna. Lo mismo que el comandante Howard Thrace, segundo piloto. Además de proporcionar un notable ejemplo de colaboración técnica ruso-norteamericana, aquellos dos hombres eran excelentes amigos.
Los otros tres miembros de la expedición, el Profesor Bernard Thompson, representante de Inglaterra, el Profesor Ives Frontenac, representante de Francia, y el doctor Chan S. Chee, representante de China, habían tomado parte en tres lanzamientos importantes, y habían permanecido en órbita un número impresionante de horas. Durante el largo viaje hasta Marte, habían tenido tiempo de sobra para compenetrarse y para planear en detalle sus trabajos de exploración.
Y ahora se encontraban, en su alargado proyectil de titanio, posado como un monumento de la antigüedad sobre el desierto marciano ecuatorial. Habían sido comprobadas las radiaciones, se había analizado la atmósfera al nivel del suelo, y los primeros terrestres estaban a punto de poner los pies sobre las arenas de Marte.
Incluso antes de descender de la nave, sabían de Marte lo suficiente como para sentirse ligeramente humillados por sus propias teorías anteriores y por la opinión general de los científicos de la Tierra.
Durante décadas, los astrónomos terrestres habían asegurado que Marte era prácticamente hostil para la vida... a pesar de la insistente creencia popular en grotescas y complejas formas de vida e incluso inteligencias marcianas.
Marte, afirmaban los astrónomos, con toda la autoridad de hombres capaces de extraer amplias conclusiones de las pruebas más nimias, era un planeta que casi carecía de oxígeno, de agua y de calor. Los llamados canales no eran tales canales, sino simples grietas de origen puramente geológico. Y terminaban sus deducciones asegurando que, debido al clima, las formas de vida más desarrolladas que podrían encontrarse serían similares a los líquenes o, quizás, a los cactus.
Esos, en términos generales, habían sido los puntos de vista de los expedicionarios de las Naciones Unidas... hasta su llegada. Pero incluso antes de aterrizar, mientras orbitaban a unos cien mil metros, pudieron comprobar, entre otras cosas, que los canales eran realmente - o lo habían sido - canales, y que la atmósfera contenía el suficiente oxigeno para que resultara respirable por las formas de vida humanas.
Luego, a medida que descendieron a un órbita menor, hicieron un descubrimiento que pareció eclipsar a todos los demás - excepto quizás a los canales - en significado.
Vieron pirámides: diez enormes pirámides marcianas situadas a gran distancia una de otras sobre las inmensas y desnudas llanuras. El descubrimiento fue algo más que un descubrimiento: fue una revelación. Y la revelación era más significativa, tenía más alcance que cualquier otro descubrimiento en toda la historia del hombre.
Hacía más de cuatro siglos que un desconocido astrónomo polaco, Nicolás Copérnico, había asombrado al mundo con su afirmación de que la Tierra no estaba fija en el centro del cosmos. Pero, eventualmente, el orgullo humano se había recobrado del golpe. Ya que, si bien la Tierra no podía ser considerada ya como única en tamaño, posición o significado, su raza dominante, el Homo Sapiens, seguía siendo el ser más perfecto de la creación. En ninguna otra parte, se dijo, podían existir seres inteligentes. Eso que lo que afirmaron los filósofos y todos los que contribuían al culto del significado humano.
Y durante cuatrocientos años, la cualidad de único del hombre no fue seriamente discutida.
Pero, ahora...
Las noticias acerca de las pirámides marcianas habían sido radiadas ya a la Tierra y a Luna City antes de que la nave de las N.U. aterrizara. E inmediatamente había llegado la orden de abandonar las previstas exploraciones científicas y concentrar todos los esfuerzos en las pirámides. La expedición a Marte era, en términos financieros, una aventura sumamente cara; y como, a fin de cuentas, los que tendrían que rascarse el bolsillo serían los ciudadanos corrientes, se presentaba una oportunidad excepcional de proporcionarles algo realmente espectacular a cambio de su dinero.
La orden no desagradó lo más mínimo a los miembros de la expedición. El misterio de las pirámides era más emocionante que cualquier otro descubrimiento espacial anterior. La existencia de estructuras diseñadas y construidas por seres inteligentes establecía un clima de contacto y comunicación que disminuyó considerablemente la pesada carga de soledad acumulada durante el largo viaje a Marte. Era como si Marte hubiera esperado al Pax Mundi, como si las pirámides fueran una especie de gigantesca bienvenida planetaria.
La pirámide más próxima se alzaba a unos tres kilómetros al norte de la nave de las N.U., y sus lados negros, lisos y simétricos, tenían una altura de quinientos metros, aproximadamente. Mientras el coronel Krenin salía de la cámara de descompresión, dirigía un breve mirada a la impresionante mole y luego apoyaba el pie en el primer peldaño de la escalerilla de nylon; su sensación de temor pareció hincharse como una gran burbuja interior.
Luego, repentinamente, el momento histórico había transcurrido antes de que Krenin se diera cuenta. Había puesto ya los pies sobre las arenas de Marte. Detrás de él bajaron el comandante Thrace y los demás. Ninguno de ellos dijo nada durante casi tres minutos. Se limitaron a permanecer de pie, mirando, en silencio.
Súbitamente, el honor de pronunciar las primeras palabras terrestres sobre el planeta recayó en el profesor Thompson. Contempló la pirámide, suspiró profundamente y en Lingua Franca moderna, dijo:
- En este preciso instante, más que cualquier otra cosa necesito un cigarrillo.
- ¿Por qué no? - observó suavemente el doctor Chee -. El contenido de oxígeno del aire es suficientemente elevado. Pero no creo que su cigarrillo tenga el mismo sabor.
- Acepte un Gaulloise - dijo el profesor Frontenac.
- Acepte un Stuyvesant - dijo el comandante Thrace.
El inglés enarcó ligeramente las cejas, rebuscó afanosamente en sus propios bolsillos y, por último, aceptó un cigarrillo francés.
- Tenía usted razón - observó al cabo de unos instantes -. Tiene un sabor completamente distinto.
- Caballeros - dijo el coronel Krenin -, el momento requiere un parlamento para ser transmitido a la Tierra, y dado que mi Lingua Franca es menos correcta de lo que debería ser...
Sacó un diminuto aparato de grabación de su mochila y miró esperanzado a sus compañeros.
El profesor Frontenac sonrió.
- Las pirámides son probablemente los restos de una civilización que ya era antigua cuando el hombre terrestre era todavía un ser de las cavernas y de los bosques. Entre nosotros, el doctor Chee representa a una de las más antiguas civilizaciones terrestres... Creo que es el más indicado.
El doctor Chee se inclinó, y luego pronunció un breve discurso dirigido al aparato de grabación de Krenin, a los millones de terrestres que esperaban, y, tal vez, a la posteridad solar. Habló de lo maravilloso del viaje, de lo maravilloso del descubrimiento y de lo solemne del aterrizaje. Pero ni siquiera el ceremonioso lenguaje del doctor Chee pudo evitar el contagio de la excitación infantil que había hecho presa en los miembros de la expedición.
Mientras el doctor Chee estaba hablando, el comandante Thrace trepó por la escalerilla de nylon e hizo girar la pequeña grúa eléctrica encima de la portezuela inferior de la nave. Luego él y el profesor Frontenac se dedicaron a descargar a piezas el vehículo monorrueda de seis plazas que se habían llevado. Al cabo de media hora, el vehículo estaba completamente montado, con su giroestabilizador ronroneando suavemente.
El profesor Thompson hizo pantalla con la mano sobre sus ojos y contempló la pirámide, maciza y sombría bajo el brillante sol de Marte.
- Tal vez debiéramos comer algo antes de aventuramos en cualquier exploración - sugirió.
- ¿Tiene usted hambre? - inquirió el doctor Chee.
- No, pero pensé...
- Bajaré algunas raciones de emergencia - gritó el coronel Krenin desde la cámara de descompresión -. En caso necesario podemos comer en la pirámide.
El comandante Thrace estaba observando con atención lo que parecía ser una gran piedra redonda, de unos cincuenta centímetros de altura, que se encontraba a pocos metros de la base de la nave.
- ¿Alguien de ustedes se ha fijado en esto antes? - preguntó.
Nadie pudo recordar haberlo visto.
- Mírenlo - dijo el comandante -. Mírenlo de cerca.
La piedra estaba moviéndose muy lentamente sobre la rojiza arena. La vieron avanzar a través de lo que parecía ser una pequeña capa de musgo, pero cuando hubo pasado, la planta ya no estaba allí.
Frontenac se inclinó sobre la roca y la tocó. Luego la golpeó con los dedos. En su rostro había una expresión de indescriptible asombro.
- Vamos a darle media vuelta - sugirió Thrace.
Así lo hicieron. La superficie inferior era blanda. Aquello parecía una mezcla de esponja y caracol. Empezó a contraerse hasta quedar a salvo en el interior de su recia concha protectora.
- ¡Maravilloso, soberbio. exquisito! - exclamó Frontenac, en su francés natal -. ¡Qué hermoso animal!
- O planta - añadió secamente Thompson.
- Animal - Insistió el francés -. Según todas las leyes...
- En Marte - le interrumpió Thompson -, las definiciones que estamos acostumbrados a utilizar pueden no ser válidas.
Con suavidad, volvieron a colocar la piedra boca abajo sobre la arena.
- Ahora debemos ir a la pirámide - dijo el coronel Krenin -. La Tierra desea nuestro primer Informe lo antes posible. He puesto la cámara fotográfica, la cámara de cine y las telecámaras en el monorrueda. ¿Lleva cada uno de ustedes radio portátil y aparato de grabación Individual?
Todos asintieron.
- ¿Qué hay de mi ejemplar? - dijo Frontenac -. Me gustaría observarlo.
- Entonces, vigilará usted también la nave - dijo Krenin, sonriendo -. Alguien tiene que quedarse.
El francés adoptó la expresión de la persona que desearía estar en dos lugares a la vez.
Después de una revisión final, el resto de la expedición subió al monorrueda, con el comandante Thrace al volante. Cuando se ponían en marcha hacia la pirámide, vieron al profesor Frontenac arrodillado y con la cabeza muy cerca de la arena. Estaba tratando de descubrir cómo se las arreglaba su «piedra» para avanzar.

El desierto era, en su mayor parte, llano; y el viaje hasta la pirámide apenas duró diez minutos. En el camino, pasaron delante de diversas variedades de plantas, todas pequeñas, y de un curioso rodal de hierba, muy alta, cuyos tallos golpearon al monorrueda con la fuerza de un látigo. Se cruzaron también con varias de las «piedras» que el profesor Frontenac había bautizado provisionalmente con el nombre de «Amigos de Frontenac».
Mientras se acercaban a la base de la enorme pirámide, su excitación se hizo tan intensa que pareció fundirse en una calma completamente anormal. Estaban ebrios de asombro. Se sentían como sonámbulos.
La estructura no sólo dominaba al paisaje, sino que parecía alcanzar el mismo cenit del cielo. Comparadas con aquéllas, las pirámides de Egipto eran simples juguetes.
En primer lugar, dieron la vuelta completa a la base en el monorrueda, contemplando la pirámide, incapaces de encontrar un comentario apropiado o una apropiada explicación. Aquello parecía estar más allá de toda explicación... más allá, incluso, de toda posibilidad. Sin embargo; allí estaba: el mayor monumento que se había ofrecido a la vista del hombre.
La pirámide parecía haber sido construida con capas superpuestas de una especie de basalto negro, cada una de cuyas losas, aunque gastada por la acción de las tormentas de arena y de las ventiscas, aparecía sin grietas ni cuarteamientos. Las capas iban disminuyendo para formar una gigantesca escalinata triangular, ascendiendo hacia la reluciente piedra que se erguía en la cumbre, como una torre proyectada contra el cielo.
Pero en el centro de cada uno de los macizos peldaños, había una brillante losa blanquecina veteada de dorado y anaranjado, verde y plateado: brillante como el cristal de un espejo, más hermosa que cualquier mármol conocido en la Tierra.
La primera de aquellas losas, al igual que la capa de basalto en la cual estaba incrustada, se hallaba medio cubierta por la rojiza arena marciana. Los cuatro hombres se apearon del monorrueda y la contemplaron; y mientras lo hacían, la losa se deslizó silenciosamente hacia atrás, dejando al descubierto la entrada que daba a un pasillo débilmente iluminado.
- Santo cielo - exclamó el profesor Thompson con voz ronca -. ¡Saben que estamos aquí!
El comandante Thrace fue el primero en recobrar el dominio de sí mismo.
- Un mecanismo fotoeléctrico - sugirió -. O tal vez vibradores sensoriales.
- El problema consiste en saber si debemos aceptar o no la invitación - dijo el coronel Krenin.
El doctor Chee sonrió.
- Por lo menos, nos ha sido hecha con amabilidad - dijo.
- Puede ser una trampa - observó el comandante Thrace.
Krenin frunció el ceño.
- Demasiado complicada. Podían habernos eliminado de un modo más eficaz y menos complicado.
El profesor Thompson sonrió.
- «¿Quiere usted pasar a mi salón?», le dijo la araña a la mosca.
El doctor Chee enarcó ligeramente las cejas.
- Resulta difícil apreciar la psicología de una raza capaz de construir pirámides para atrapar a viajeros espaciales - dijo secamente.
El coronel Krenin tomó una decisión.
- Dos de nosotros aceptarán la invitación - dijo - y los otros dos esperarán aquí.
- Lo echaremos a suertes - dijo el comandante. Sacó cuatro cigarrillos, arrancó los filtros de dos de ellos y se llevó una mano a la espalda. Cuando volvió a mostrarla, la tenía cerrada y por ella asomaban las puntas de cuatro cigarrillos -. Aquellos que escojan los dos más cortos se quedarán.
El coronel Krenin fue el primero en escoger: le tocó un cigarrillo largo. Thompson y Chee cogieron los dos cortos.
- Fijaremos un plazo de una hora - dijo el coronel -, Sólo estableceremos contacto por radio en caso de apuro. En ningún caso deben ustedes entrar.
- Buena suerte - dijo el Profesor.
- Ha tenido usted ya demasiada - gruñó el doctor Chee.
El coronel Krenin y el comandante Thrace penetraron en el pasillo. Las paredes interiores estaban revestidas con la misma clase de piedra que la losa que se había deslizado para revelar la entrada. Tenía un brillo verdoso, proporcionando una claridad agradable y sedante, gracias a la cual los dos hombres podían ver por dónde andaban. Tras una breve vacilación, avanzaron resueltamente.
El pasillo se extendía en línea recta, descendiendo un poco, y parecía conducir al centro de la base de la pirámide. En ese caso, Krenin y Thrace tenían por delante un largo paseo.
Al principio avanzaron con lentitud y en silencio, como si esperaran que se abriera de repente un hoyo a sus pies, o algo por el estilo. Pero en vista de que no sucedía nada, adquirieron la suficiente confianza como para hacer más rápido su paso. Al cabo de un rato, dieron media vuelta y miraron hacia atrás. La entrada era todavía visible como un diminuto punto de luz, aunque parecía encontrarse a varios kilómetros de distancia.
- La cosa se complica - murmuró en voz baja el comandante Thrace, en inglés.
- ¿Decía usted? - inquirió el coronel Krenin en Lingua Franca.
- Lo siento... La situación se está complicando.
- No comparto su opinión - dijo Krenin con una leve sonrisa -. Hasta ahora, todo lo que he visto demuestra orden, inteligencia y determinación.
Súbitamente, Thrace agarró el brazo de su compañero y señaló a la pared que tenían enfrente. Una losa rectangular de piedra negra acababa de aparecer en ella, y sobre la piedra había un dibujo grabado.
Era una representación simbólica del sistema solar. Todos los planetas, excepto dos, aparecían como círculos sobre unas líneas que indicaban sus cursos orbitales. Pero el tercer planeta, la Tierra, estaba representado por una brillante piedra verde; y el cuarto planeta, Marte, por otra piedra roja, más brillante todavía.
Krenin y Thrace estaban más que intrigados, estupefactos.
Al cabo de unos instantes, el comandante Thrace rompió el silencio.
- Será mejor que nos apresuremos - dijo -. Sólo nos quedan cuarenta y cinco minutos y tengo la impresión de que nos aguardan más y mayores sorpresas.
No se equivocaba.
Un poco más adelante descubrieron otra losa negra incrustada en la pared. En ésta aparecían los símbolos de un átomo de hidrógeno, de uno de oxígeno y de uno de carbono. Los dos hombres los contemplaron en silencio unos instantes y luego siguieron avanzando. Las palabras parecían completamente fuera de lugar.
La próxima losa que encontraron mostraba lo que parecía ser la representación de una molécula simple. Después llegó lo que parecía el diseño molecular del ácido desoxiribonueleico. Y después de esto llegó la mayor sorpresa de todas.
Dos losas paralelas, una a cada lado del pasillo. Mostraban a dos seres humanos: un hombre y una mujer. Ambos carecían de pelo.
- Esto es absurdo - murmuró el comandante Thrace.
- Entonces... entonces el hombre no es un producto único de la Tierra - dijo el coronel -. O, quizás...
La idea era demasiado fantástica para ser expresada.
Con un esfuerzo, Thrace consiguió sustraerse al estado de semihipnosis en que parecían haberle sumido los dibujos.
- Tenemos que seguir avanzando - murmuró, de mala gana.
Krenin consultó su reloj de pulsera y suspiró.
- Hay tanto que observar... que considerar...
Continuaron su camino a lo largo del pasillo iluminado por la misma claridad verdosa, sintiéndose como chiquillos atrapados en un misterioso mundo de ensueño que se confundía con la realidad. De repente, se encontraron en una revuelta del pasillo; y al poner pie en ella, se desplegó ante sus ojos el más fantástico de los espectáculos.
Súbitamente, se encontraron en una cueva lo bastante grande como para contener a la mayor de las catedrales de la Tierra. Estaba bañada por la misma claridad verdosa que el pasillo, pero ésta era más intensa a ras de suelo, hasta el punto de que, por un instante, los dos hombres experimentaron la sensación de andar sobre un gran océano subterráneo.
Luego, la sensación oceánica dio paso a una sublime revelación: una sensación de espacio infinito y de infinita belleza. Era como si hubieran sido engullidos por una nube de música insonora que brotaba de todas partes envuelta en oleadas de luz.
Durante un brevísimo instante, los dos hombres experimentaron la sensación de que se estaban muriendo. Y luego, inmediatamente, la sensación de que habían vuelto a nacer.
Las paredes de la cueva estaban vivas con cuadros sólidos, que aparecían y desaparecían en una magnífica sinfonía visual. Allí, por un instante, contemplaron en toda su terrible grandeza el nacimiento del sistema solar. Los planetas fluían de un inmenso útero solar para instalarse en las oscuras inmensidades del espacio. Luego, la visión se disolvió en una representación de océanos muertos, de monstruosos volcanes y de deslumbrantes ríos de rocas; de explosiones, y cataclismos y diluvios; de flotantes islas continentales y desesperados eones de hirviente lluvia.
De nuevo cambiaron los cuadros.
Ahora contemplaban las entrañas de los mares furiosos, y asistían al alumbramiento de la vida. Vieron la vida y la muerte de miríadas de seres diminutos; los fantásticos siglos de mortandad provocados por las aguas al retirarse; la inevitable, ciega y valerosa conquista de la tierra.
Vieron bosque y desierto, glaciar y tundra. Vieron los grandes reptiles enzarzados en titánica lucha. Vieron monstruosas alas de las que brotaban repentinamente brillantes plumas, transformando a los asesinos de afilados dientes en verdaderas aves del paraíso. Vieron la creación del hombre, y el nacimiento de la unidad tribal...
Vieron el alborear de la civilización, ciudades que brotaban como extrañas flores de piedra en las llanuras y en los valles. Vieron la muerte y el descubrimiento, la guerra y la adoración; las plagas, el fuego, las inundaciones y el hambre. Contemplaron el interminable conflicto del hombre contra la naturaleza, la tragedia vital del hombre contra el hombre... La era de la gloria, y la era de las máquinas... Y también la era de la destrucción, cuando la oscuridad cayó desde el aire...
Luego, súbitamente, las paredes de la cueva quedaron lisas. La saga visual de la creación se disolvió en las profundidades de una verde eternidad.
Y luego resonó una voz. La voz no procedía de ninguna parte, y, sin embargo, estaba en todas partes, resonando en el interior de la cueva como un trueno, susurrando como el viento a través de la hierba en verano. No era la voz de un hombre, ni la voz de una mujer. Era simplemente una voz.
»La muerte del cuarto planeta saluda a los vivientes del tercer planeta - dijo la voz -. Los hijos de la estrella saludan a los hijos de la estrella.
»Este saludo nuestro llega a través de cincuenta mil vueltas planetarias alrededor de la estrella que es nuestro sol. Pero dejad que estas palabras sean para vosotros algo más que el eco de unos lejanos fantasmas, ya que ellas son las que unen inseparablemente al tercer y al cuarto planeta.
»En las pirámides que hemos construido os hemos dejado el único regalo posible: la historia de nuestra raza. Hubo una época en que nosotros, los del cuarto planeta, vivimos en un mundo verde y agradable. Éramos una raza fuerte y poderosa, y habíamos domeñado para nuestras necesidades las energías de los elementos y las fantásticas energías del sol. Incluso habíamos penetrado los secretos de la propia vida, de modo que la inmortalidad era nuestra. Pero ya habéis visto lo que queda de nuestra grandeza: el estéril desierto, y las pirámides en las cuales perdura aún nuestro recuerdo.
»Es cierto que casi conquistamos la inmortalidad; pero el precio que pagamos por ella fue demasiado elevado, ya que, al final, nos convertimos en casi totalmente estériles. Es cierto también que teníamos bajo nuestro dominio un ilimitado poder físico. Pero nuestro poder espiritual no estaba a la misma altura; y luchando por filosofías cuya debilidad quedaba demostrada por el hecho de que tenían que ser defendidas mediante el empleo de la fuerza, acabamos por destruir nuestra raza y las riquezas vivientes de nuestro hogar planetario. Habíamos conquistado las fuerzas de la naturaleza, pero fuimos derrotados por las fuerzas de nuestros propios corazones.
»Sin embargo, antes de que se perdiera todo, y en un breve período de lucidez, reunimos a los escasos jóvenes que nos quedaban. Decididos a que nuestra raza no desapareciera definitivamente, construimos naves de transporte capaces de viajar a través del espacio. Y entonces trasladamos nuestros bienes más preciados - nuestros hijos - a vuestro mundo.
»Los dejamos allí, en los bosques del tercer planeta, para que renacieran física y espiritualmente a una nueva vida en un mundo nuevo.
»Vosotros, los que estáis escuchado estas palabras, puede que seáis descendientes suyos. También vosotros os habréis convertido en dueños de un ilimitado poder físico. Rogamos porque vuestro espíritu esté a la altura de vuestro poder físico.
»Rogamos, también, que aceptéis esto, el cuarto planeta, y en armonía de esfuerzos y unidad de propósitos, utilicéis vuestra habilidad y vuestras energías en devolverle la verde fertilidad que floreció hace muchísimo tiempo. Vosotros sois nuestro futuro... Bienvenidos al hogar...»
Todo volvió a quedar silencioso e inmóvil. Los dos hombres se miraron el uno al otro. Las ideas y las sensaciones que les poseían estaban más allá del alcance de las palabras. De repente, se arrodillaron durante unos instantes como si la cueva se hubiera convertido en un templo, como si su silenciosa acción de gracias pudiera ser oída por alguien. Luego regresaron al pasillo andando lentamente...

El coronel Krenin y el comandante Thrace salieron del interior de la pirámide diez minutos después del plazo de una hora que se habían fijado.
El doctor Chee y el Profesor Thompson dieron suelta a su reciente ansiedad y a su actual curiosidad en un torrente de preguntas; pero cuando vieron la expresión de los rostros de los dos hombres silenciosos, todas las preguntas murieron.
- Hemos encontrado la explicación - dijo el comandante Thrace, al final.
- ¿Qué explicación? - inquirió amablemente el doctor Chee.
Sus compañeros estaban tan anormalmente tranquilos, que parecían encontrarse bajo los efectos de algo terrible.
- Sólo hay una explicación - dijo el coronel Krenin -. Ahora les toca a ustedes. Entren, y la encontrarán.
- ¿No hay peligro? - preguntó el Profesor Thompson.
El coronel Krenin sonrió. Parecía estar contemplando algo a muchos millones de millas de distancia, o quizás a muchos miles de años.
- Solamente para nuestro orgullo - respondió el coronel en voz baja.
Thompson y Chee no podían hacer más que una cosa: entrar en la pirámide. Y eso fue lo que hicieron, mientras el coronel y el comandante les esperaban.
Súbitamente, el comandante Thrace dijo:
- Acabo de recordar una cosa. ¿Cómo es posible que comprendiera usted la Voz? Hablaba en inglés...
El coronel sacudió la cabeza.
- No, hablaba en ruso.
El comandante meditó unos segundos.
- Ni en ruso ni en inglés - dijo. Y luego añadió -: Después de todo, creo que nunca volveremos a ser los mismos hombres.
El coronel Krenin contempló, pensativo, el estéril desierto marciano.
- No, no seremos los mismos - dijo -. Después entrará el Profesor Frontenac. Y más tarde utilizaremos las cámaras y los aparatos de grabación. Cuando regresemos a la Tierra, los distintos pueblos no volverán a ser los mismos.
El comandante Thrace arrastró ociosamente los pies por las secas arenas rojizas. Hizo diminutas montañas y empezó a proyectar una red de carreteras.
Al final, dijo:
- ¿Cree usted que valdrá la pena que reclamemos este desierto?
- Tenemos que hacerlo - respondió el coronel Krenin sencillamente -. Es nuestro hogar.


FIN

Kurd Lasswitz - LA BIBLIOTECA UNIVERSAL




- Venga a sentarse a mi lado, Max - dijo el profesor Wallhausen -, y deje de rebuscar en mi escritorio. Le aseguro que en él no hay nada que pueda utilizar para su revista.
Max Burkel se acercó a la mesa de la sala de estar, se sentó lentamente y tendió la mano hacia la jarra de cerveza.
- Bueno, entonces prosit. Me alegra volver a estar aquí. Pero, diga usted lo que diga, sigue teniendo que escribir algo para mí.
- Por desgracia, no tengo ninguna buena idea en este momento. Además, ya se están escribiendo y, desgraciadamente, imprimiendo demasiadas cosas superfluas...
- Eso es algo que no necesita decírselo a un director de revista tan atareado como su seguro servidor. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Qué es lo realmente superfluo? Los autores y su público no logran ponerse de acuerdo en absoluto al respecto. Y lo mismo ocurre con los directores de revista y los críticos. Bueno, mis tres semanas de vacaciones acaban de empezar. Mientras tanto, que se preocupe mi ayudante.
- A veces me he preguntado - dijo la señora Wallhausen - cómo puede seguir encontrando usted algo nuevo que publicar. Me parece que, en la actualidad, ya debe de haberse escrito todo lo que puede ser expresado con palabras.
- Cabría pensar eso, pero la mente humana parece ser inagotable.
- Querrá decir en sus repeticiones.
- Bueno, sí - admitió Burkel -. Pero también en lo referente a nuevas ideas y expresiones.
- De todos modos - meditó el profesor Wallhausen -, uno podría expresar en letras de molde todo lo que pueda ser dado a la Humanidad, ya sea información histórica, conocimientos científicos de las leyes de la naturaleza, imaginación poética, todas las formas de expresión, e incluso las enseñanzas de la sabiduría. Dado, claro está, que todo ello pueda ser expresado en palabras. Después de todo, nuestros libros conservan y propagan los resultados del pensamiento. Pero el número de combinaciones posibles de una cierta cantidad de letras es limitado. Por consiguiente, toda la literatura posible debería poder ser impresa en un número finito de volúmenes.
- Mi querido amigo - intervino Burkel -, ahora está hablando usted más como un matemático que como un filósofo. ¿Cómo puede toda la literatura posible, incluida la del futuro, caber en un número finito de libros?
- En un momento le calcularé cuántos volúmenes se necesitarían para constituir una Biblioteca Universal. ¿Quieres -se volvió hacia su hija- darme una hoja de papel y un lápiz de mi escritorio?
- Trae también la tabla de logaritmos - añadió Burkel, bromeando.
- No es necesario; no lo es en lo más mínimo - declaró el profesor -. Pero ahora, mi literario amigo, tiene usted que ayudarme. Dígame: si somos frugales y eliminamos los diversos tipos de letra, escribiendo únicamente para un lector hipotético que esté dispuesto a soportar algunos inconvenientes tipográficos y sólo esté interesado en el contenido...
- No existe tal lector - dijo con firmeza Burkel.
- He dicho «lector hipotético». ¿Cuántos caracteres diferentes se necesitarían para imprimir todo tipo de literatura?
- Bueno - dijo Burkel -, limitémonos a las letras mayúsculas y minúsculas del alfabeto latino, los signos de puntuación acostumbrados, y los espacios que separan las palabras. Todo esto no sería mucho. Pero, para las obras científicas, la cosa varia. Especialmente las de ustedes, los matemáticos, que utilizan una enorme cantidad de símbolos.
- Que podrían ser reemplazados, de mutuo acuerdo, por pequeños índices tales como a1, a2 y a3, y a1, a2 y a3, añadiendo únicamente dos veces diez caracteres. Uno podría incluso usar este sistema para escribir palabras de los idiomas que no usan el alfabeto latino.
- De acuerdo. Quizá su lector hipotético o, mejor dicho, ideal, estaría dispuesto a aceptar también esto. Bajo esas condiciones, probablemente podríamos expresarlo todo con, digamos, un centenar de caracteres.
- Bien, bien. Ahora, ¿de qué tamaño desea que sea cada volumen?
- Me parece que uno podría agotar bastante bien un tema con unas quinientas páginas de libro. Digamos que hay cuarenta líneas por página y cincuenta caracteres por línea, o sea que tendremos cuarenta veces por cincuenta veces por quinientas veces, y eso nos dará el número de caracteres por volumen, es decir... Calcúlelo usted.
- Un millón - dijo el profesor -. Por consiguiente, si tomamos nuestro centenar de caracteres, lo repetimos en cualquier orden lo bastante a menudo como para llenar un volumen con espacio para un millón de caracteres, obtendremos algún tipo de obra literaria. Así que, si producimos mecánicamente todas las combinaciones posibles, lograremos al fin todas las obras que han sido escritas en el pasado o que puedan escribirse en el futuro.
Burkel dio una palmada en el hombro a su amigo.
- ¿Sabe? Me voy a suscribir ahora mismo. Eso me suministrará todos los futuros volúmenes de mi revista; no tendré que seguir leyendo manuscritos. Es algo maravilloso, tanto para el director de una revista como para su editor: ¡la eliminación del autor del negocio literario! ¡El reemplazo del escritor por la imprenta automática! ¡Un triunfo de la tecnología!
- ¿Cómo? - exclamó la señora Wallhausen -. ¿Decís que todo estará en esa biblioteca? ¿Las obras completas de Goethe? ¿La Biblia? ¿Las obras de todos los filósofos clásicos?
- Sí, y con todas las variaciones en las que nadie ha pensado aún. Encontrarías las obras perdidas de Tácito y su traducción a todos los idiomas, vivos y muertos. Además, todas las obras futuras de mi amigo Burkel y mías, todos los discursos ya olvidados, y los que aún deben ser pronunciados, de todos los parlamentos, la versión oficial de la Declaración Universal de la Paz, la historia de todas las guerras subsiguientes, todas las redacciones que todos nosotros escribimos en el colegio y en la universidad...
- Me hubiera gustado haber podido disponer de ese volumen cuando estudiaba - dijo la señora Wallhausen -. ¿O serían volúmenes?
- Probablemente volúmenes. No olvides que el espacio entre palabras es también un carácter tipográfico. Un libro quizá contuviese una sola línea, y todo el resto estuviera vacío. Por otra parte, incluso las obras más largas tendrían cabida, puesto que, caso de no caber en un volumen, podrían ser continuadas a lo largo de varios.
- No gracias. Encontrar algo ahí sería un verdadero problema.
- Sí, ésa sería una de las dificultades - dijo el profesor Wallhausen con una sonrisa complacida, contemplando el humo de su cigarro -. Claro que, a primera vista, uno podría pensar que esto quedaría simplificado por el hecho mismo de que la biblioteca tiene que contener por definición su propio catálogo e índice...
- ¡Excelente!
- El problema sería hallarlo. Además, aunque uno encontrase un volumen índice, no le serviría de nada, dado que el contenido de la Biblioteca Universal se halla reflejado en un índice no sólo correctamente, si no de todas las maneras incorrectas y equivocas posibles.
- ¡Diablos! Por desgracia, eso es cierto.
- Sí habría un cierto número de dificultades. Digamos que tomamos un primer volumen de la Biblioteca Universal. Su primera página está vacía, y también lo están la segunda, la tercera y las demás quinientas páginas. Éste es el volumen en el que el «espaciado» ha sido repetido un millón de veces.
- Al menos ese volumen no contendrá ninguna tontería - observó la señora Wallhausen.
- Menudo consuelo. Pero tomemos el segundo volumen. También está vacío, hasta que en la página quinientos, línea cuarenta, al final, hay una solitaria «a» minúscula. Lo mismo ocurre en el tercer volumen, pero la «a» ha adelantado un lugar. Y a partir de ahí la «a» va avanzando lentamente, lugar a lugar, a través del primer millón de volúmenes, hasta que alcanza el primer espacio de la página uno, línea uno, del primer volumen del segundo millón. Las cosas continúan de esta manera durante el primer centenar de millones de volúmenes, hasta que cada uno de los cien caracteres ha efectuado su solitario viaje desde el último al primer lugar de la línea de libros. Luego lo mismo ocurre con la «aa», o con cualquier combinación de otros dos caracteres. Y un volumen puede contener un millón de puntos, y otro un millón de interrogantes.
- Bueno - dijo Burkel -, debería ser fácil reconocer y eliminar tales volúmenes.
- Quizá. Pero aún falta lo peor. Eso sucede cuando uno ha encontrado un volumen que parece tener sentido. Digamos que uno desea refrescar su memoria acerca de un pasaje del Fausto de Goethe, y logra alcanzar un volumen que parece tener sentido. Pero cuando ha leído una o dos páginas, todo pasa a ser «aaaaa», y esto es lo único que hay en el resto de las páginas del libro. O quizás uno halle una tabla de logaritmos. Pero no puede saber si es correcta. Recordad que la Biblioteca Universal contiene todo lo correcto, pero también todas las variaciones incorrectas posibles. De la misma forma, uno tampoco puede fiarse de los títulos de los capítulos. Un volumen puede comenzar con las palabras «Historia de la Guerra de los Treinta Años», y luego decir: «Tras las nupcias del príncipe Blücher con la reina de Dahomey, que fueron celebradas en las Termópilas...», ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, nadie quedará en ridículo por esto. Si un autor ha escrito las tonterías más increíbles, estarán naturalmente en la Biblioteca Universal. Aparecerán bajo su nombre. Pero también estarán firmadas por William Shakespeare, y por cualquier otro autor posible. Encontrará uno de sus libros en el que tras cada frase se asegure que todo aquello son tonterías, y otro en el que se diga, tras las mismas frases, que constituyen la más prístina de las verdades.
- Ya basta - exclamó Burkel -. En cuanto comenzó usted a hablar, supe que esto iba a ser una broma. No me suscribiré a su Biblioteca Universal. Sería imposible separar lo cierto de lo falso, lo que tuviera sentido de lo que no lo tuviera. Si voy a encontrar varios millones de volúmenes que afirman ser todos la verdadera historia de Alemania durante el siglo XX, y todos ellos se contradicen, me valdrá más seguir leyendo los originales de los historiadores.
- ¡Muy astuto por su parte! Porque, de otro modo, se enfrentaría con una tarea imposible. Pero no estaba tratando de gastarle una broma, como usted pretende. Nunca afirmé que se pudiera utilizar la Biblioteca Universal; simplemente dije que era posible calcular, exactamente, cuántos volúmenes se necesitarían para que una tal Biblioteca Universal contuviera toda la literatura posible.
- Adelante, calcúlalo - dijo la señora Wallhausen -. Podemos ver que esta hoja de papel en blanco te está molestando.
- No la necesito - dijo el profesor -. Puedo hacer el cálculo mentalmente. Lo único que necesito es comprender exactamente cómo se va a producir esa biblioteca. Primero, tenemos cada uno de esos cien caracteres. Luego, añadimos a cada uno de ellos cada uno de los otros cien caracteres, de modo que tenemos un centenar de veces un centenar de grupos formado cada uno por dos caracteres. Añadiendo el tercer grupo de nuestros caracteres, tendremos 100 x 100 x 100 grupos de tres caracteres cada uno, etc. Dado que tenemos un millón de posiciones posibles por volumen, el número total de volúmenes es cien elevado a la millonésima potencia. Y, como cien es el cuadrado de diez, obtenemos el mismo número con un diez con dos millones como exponente. Esto significa, simplemente, un uno seguido por dos millones de ceros. Aquí lo tenéis.
- Gracias por facilitarnos tanto la vida - indicó la señora Wallhausen -. Pero, ¿por qué no lo escribes de la forma habitual?
- No seré yo quien lo haga. Me ocuparía al menos dos semanas, sin perder tiempo en comer o dormir. Si imprimiese ese número, tendría algo más de tres kilómetros de largo.
- ¿Qué nombre tiene ese número? - quiso saber su hija.
- No tiene nombre. Ni siquiera hay forma alguna en que podamos esperar comprender alguna vez un número así, dado lo colosal que es, aunque sea finito.
- ¿Y silo expresáramos en trillones? - preguntó Burkel.
- El trillón de los matemáticos es un número bastante grande: un uno seguido por dieciocho ceros. Pero si expresas el número de volúmenes en trillones, obtendrás una cifra con 1.999.982 ceros en lugar de los dos millones de antes. No sirve de nada; resulta tan incomprensible como el otro. Pero esperad un momento.
El profesor escribió algunos números en la hoja de papel.
- ¡Sabía que acabaría haciendo eso! - exclamó satisfecha la señora Wallhausen.
- Ya está - anunció su esposo -. Suponiendo que cada volumen tuviera dos centímetros de grueso, y que toda la biblioteca estuviera dispuesta en una sola y larga hilera, ¿qué longitud creéis que tendría?
- Yo lo sé - dijo su hija -. ¿Quieres que te lo diga?
- Adelante.
- El doble de centímetros que el número de volúmenes.
- Bravo, cariño. Absolutamente exacto. Ahora, estudiemos esto más detenidamente. Sabéis que la velocidad de la luz es de 300.000 kilómetros por segundo, lo cual equivale aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, lo que es igual a 1.000.000.000.000.000.000 de centímetros, su trillón matemático, Burkel. Si nuestro bibliotecario pudiera moverse a la velocidad de la luz, necesitaría dos años para pasar un trillón de volúmenes. Ir desde un extremo a otro de la biblioteca, a la velocidad de la luz, le representaría el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Teníamos ya esta cifra antes, y creo que nada puede mostrar con mayor claridad lo imposible que es captar el significado de ese 102000000 a pesar de que, como he dicho repetidas veces, se trate de un número finito.
- Si las damas me lo permiten, desearía hacerle una última pregunta - intervino Burkel -. Sospecho que ha calculado usted una biblioteca para la que no existe lugar en el universo.
- Lo veremos en un instante - respondió el profesor, tomando el lápiz -. Bien, supongamos que se empaquetase la biblioteca en cajas de mil volúmenes, y que cada caja tuviese la capacidad exacta de un metro cúbico. Todo el espacio hasta las más lejanas galaxias en espiral conocidas no podría contener la Biblioteca Universal. De hecho, se necesitarla tantas veces este espacio, que el número de universos empaquetados vendría representado por una cantidad con únicamente unos 60 ceros menos que la cantidad que indica el número de volúmenes. Sea cual sea la forma en que tratemos de visualizaría, no lo conseguiremos.
- Yo siempre pensé que sería infinita - dijo Burkel.
- No, ése es exactamente el quid de la cuestión. El número no es infinito, es una cantidad finita, las matemáticas que hemos empleado no tienen fallo alguno. Lo que resulta sorprendente es que podamos escribir en un trocito de papel el número de volúmenes que comprenderían toda la literatura posible, algo que, a primera vista, parece ser infinito. Pero si después tratamos de visualizarlo..., por ejemplo, tratamos de hallar un volumen específico, nos damos cuenta de que no podemos abarcar lo que, por otra parte, es un pensamiento muy claro y lógico que nosotros mismos hemos desarrollado.
- Bueno - concluyó Burkel -, la coincidencia actúa, pero la razón crea. Y por esto, mañana me escribirá usted todo esto con lo que hoy nos ha divertido. De esta forma conseguiré un artículo para mi revista que me podré llevar conmigo.
- De acuerdo. Se lo escribiré. Pero le advierto que sus lectores van a llegar a la conclusión de que se trata de un extracto de uno de los volúmenes superfluos de la Biblioteca Universal.

FIN


Jorge Luis Borges - LA BIBLIOTECA DE BABEL




El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

FIN


Fredric Brown - ARMAGEDON




Tuvo lugar, entre todos los lugares del mundo, en Cincinnati. No es que tenga nada en contra de Cincinnati, pero no es precisamente el centro del universo, ni siquiera del estado de Ohio. Es una bonita y antigua ciudad y, a su manera, no tiene par. Pero incluso su cámara de comercio admitiría que carece de significación cósmica. Debió de ser una simple coincidencia que Gerber el Grande - ¡vaya nombre! - se encontrara entonces en Cincinnati.
Naturalmente, si el episodio hubiera llegado a conocerse, Cincinnati se habría convertido en la ciudad más famosa del mundo, y el pequeño Herbie sería aclamado como un moderno san Jorge y más celebrado que un niño bromista. Pero ni uno solo de los espectadores que llenaban el teatro Bijou recuerda nada acerca de lo ocurrido. Ni siquiera el pequeño Herbie Westerman, a pesar de tener la pistola de agua que tan importante papel jugó en el suceso.
No pensaba en la pistola de agua que tenía en un bolsillo mientras contemplaba al prestidigitador que ejecutaba su número en el escenario. Era una pistola de agua nueva, comprada en el camino hacia el teatro cuando engatusó a sus padres para que entraran en la juguetería de la calle Vine; pero, en aquel momento, Herbie estaba mucho más interesado por lo que ocurría en el escenario.
Su expresión revelaba la más completa aprobación. Los juegos de manos a base de cartas no suponían ningún misterio para Herbie. El mismo sabía hacerlos. Eso sí, debía utilizar una baraja pequeña que iba en la caja de magia y era del tamaño adecuado para sus nueve años de edad. Y la verdad es que cualquiera que le observase podía ver el paso de la carta de un lado a otro de la mano. Pero eso no era más que un detalle.
Sin embargo, sabía que pasar siete cartas a la vez requería una gran fuerza digital así como una habilidad sin límites, y eso era lo que Gerber el Grande estaba haciendo. Durante el cambio no se oía ningún chasquido revelador, y Herbie hizo un gesto de aprobación. Entonces recordó el siguiente número.
Dio un codazo a su madre y le dijo:
- Mamá, pregunta a papá si tiene un pañuelo para dejarme.
Por el rabillo del ojo, Herbie vio que su madre volvía la cabeza y en menos tiempo del necesario para decir «Presto», Herbie había abandonado su asiento y corría por el pasillo. Se sentía satisfecho de su hábil maniobra de despiste y su rapidez de reflejos.
En aquel preciso momento de la actuación - que Herbie ya había visto en otras ocasiones, solo - era cuando Gerber el Grande pedía que algún niño subiera al escenario. Lo estaba haciendo en aquel preciso instante.
Herbie Westerman se le adelantó. Se puso en movimiento mucho antes de que el mago formulara la solicitud. En la actuación precedente, fue el décimo en llegar a las escaleras que unían el pasillo y el escenario. Esta vez había estado preparado, y poco se había arriesgado a que sus padres se lo prohibieran. Quizá su madre le hubiera dejado y quizá no; le pareció mejor esperar a que mirase hacia otro lado. No se podía confiar en los padres en cosas como ésa. A veces, tenían ideas muy raras.
«...tan amable de subir al escenario?» Los pies de Herbie se posaron en el primer escalón antes de que el mago terminara la frase. Oyó un decepcionado arrastrar de pies a su espaldas, y sonrió vanidosamente mientras atravesaba el escenario.
Herbie sabía, por anteriores representaciones, que el truco de las tres palomas era el que necesitaba un ayudante escogido entre el público. Era el único truco que no conseguía descubrir. Sabía que en aquella caja tenía que haber un compartimiento oculto, pero ni siquiera podía imaginarse dónde. Sin embargo, esta vez sería él quien aguantara la caja. Si a esa distancia no era capaz de descubrir el truco, lo mejor que podía hacer era dedicarse a coleccionar sellos.
Sonrió abiertamente al mago. No es que él, Herbie, pensara delatarle. El también era mago; por eso comprendía qué entre todos los magos debía existir un gran compañerismo y que uno jamás debía revelar los trucos de otro.
No obstante, se estremeció y la sonrisa se borró de su cara en cuanto observó los ojos del mago. Gerber el Grande, desde tan cerca, parecía mucho más viejo que desde el otro lado del escenario. Y además, distinto. Mucho más alto, por ejemplo.
Sea como fuere, aquí llegaba la caja para el truco de las palomas. El ayudante habitual de Gerber la traía en una bandeja. Herbie desvió la mirada de los ojos del mago y se sintió mejor. Incluso recordó la razón por la que se encontraba en el escenario. El criado cojeaba. Herbie agachó la cabeza para ver la parte inferior de la bandeja por si acaso. No vio nada.
Gerber cogió la caja. El criado se alejó cojeando y Herbie lo siguió con la mirada. ¿Era realmente cojo o se trataba únicamente de un truco más?
La caja se dobló hasta quedar totalmente plana. Los cuatro lados reposaron sobre el fondo, la superficie reposó sobre uno de los lados. Había pequeñas bisagras de latón.
Herbie dio rápidamente un paso atrás para ver la zona posterior mientras la anterior era mostrada a los espectadores. Sí, entonces lo vio. Un compartimiento triangular adosado a un lado de la tapa, cubierta por un espejo, y unos ángulos destinados a lograr su invisibilidad. Un truco muy gastado. Herbie se sintió un poco decepcionado.
El prestidigitador dobló la caja y el compartimiento oculto por el espejo quedó en su interior. Se volvió ligeramente.
- Y ahora, jovencito...

Lo que ocurrió en el Tibet no fue el único factor; fue el último eslabón de una cadena.
El clima tibetano había sido insólito durante esa semana, realmente insólito. Hizo un relativo calor. La nieve sucumbió a las elevadas temperaturas en cantidad superior a la que se había fundido a lo largo de los últimos años. Los riachuelos crecieron, y todos los ríos aumentaron de caudal.
A lo largo de los ríos, los molinillos de oraciones giraban a más velocidad de la que habían alcanzado jamás. Otros, sumergidos, se detuvieron. Los sacerdotes, con el agua hasta las rodillas, trabajaban frenéticamente, acercando los molinillos a la ribera, donde el veloz torrente no tardaría en volver a cubrirlos.
Había un pequeño molinillo, uno muy antiguo que había girado sin cesar durante más tiempo del que ningún hombre podía recordar. Hacía tanto tiempo que se encontraba allí que ningún lama recordaba la inscripción que ostentaba, ni cuál era el propósito de aquella oración.
Las turbulentas aguas rozaban su eje cuando el lama Klarath se acercó para trasladarlo a un lugar más seguro. Demasiado tarde. Sus pies resbalaron sobre el barro y la palma de su mano tocó el molinillo mientras caía. Liberado de sus amarras, se alejó con la corriente, rodando por el fondo del río, hacia aguas cada vez más profundas.
Mientras rodó, todo fue bien.
El lama se levantó, tiritando a causa de la momentánea inmersión, y se dirigió hacia otro de los molinillos. ¿Qué importancia podía tener un pequeño molinillo?, pensó. No sabía que - ahora que otros eslabones se habían roto - sólo aquel diminuto objeto se interponía entre la Tierra y Armagedón.
El molinillo de Wangur Ul siguió rodando y rodando hasta que, a dos kilómetros río abajo, chocó con un saliente y se detuvo. Ese fue el momento.

«Y ahora, jovencito...»
Estamos nuevamente en Cincinnati, Herbie Westerman levantó la vista, preguntándose por qué se habría interrumpido el prestidigitador a mitad de la frase. Vio que el rostro de Gerber el Grande estaba contorsionado por una gran impresión. Sin moverse, sin cambiar, su rostro empezó a cambiar. Sin transformarse, se transformó.
Después, lentamente, el mago se echó a reír. En aquellas suaves carcajadas se reflejaba todo el mal del mundo. Ninguno de los que las oyeron pudieron dudar de su personalidad. Ninguno dudó. Los espectadores, todos y cada uno de ellos, supieron en aquel horrible momento quién se encontraba ante ellos, lo supieron - incluso los más escépticos - sin ninguna sombra de duda.
Nadie se movió, nadie habló, nadie contuvo el aliento. Hay otras cosas aparte del miedo. Sólo la incertidumbre causa miedo y, en aquel momento, el teatro Bijou estaba lleno de una espantosa certidumbre.
La risa se hizo más fuerte. Alcanzó un crescendo, resonó en los rincones más polvorientos de la galería. Nada - ni una mosca del techo - se movió.
Satanás habló.
- Agradezco la atención que han prestado a un pobre mago. - Hizo una exagerada reverencia -. La representación ha concluido.
Sonrió.
- Todas las representaciones han concluido.
El teatro pareció oscurecerse, a pesar de que las luces siguieran encendidas. En medio de un silencio mortal, pareció oírse el ruido de unas alas, unas alas correosas, como si invisibles criaturas se estuvieran reuniendo.
En el escenario reinaba un mortecino resplandor rojo. De la cabeza y cada uno de los hombros de la alta figura del mago surgió una minúscula llama.
Aparecieron otras llamas. Surgieron a lo largo del proscenio, a lo largo del escenario. Una de ellas surgió de la tapa de la caja doblada que el pequeño Herbie Westerman seguía teniendo en las manos.
Herbie dejó caer la caja.
¿He mencionado que Herbie era cadete de salvamento? Fue una acción puramente refleja. Un niño de nueve años no sabe gran cosa acerca de temas como Armagedón, pero Herbie Westerman debería haber sabido que el agua jamás habría podido apagar aquel fuego.
Pero, como ya he dicho, fue una acción puramente refleja. Sacó su nueva pistola de agua y lanzó un chorro de líquido sobre la caja destinada a ejecutar el truco de las palomas. Y el fuego se apagó, mientras gotas del chorro de agua mojaban la pernera unas de los pantalones de Gerber el Grande, que se encontraba de espaldas a él.
Se produjo un ruido sibilante, repentino. Las luces brillaron nuevamente con toda su fuerza, y todas las demás llamas se apagaron, el ruido de alas se desvaneció, ahogado por otro ruido, el murmullo de los espectadores
El prestidigitador tenía los ojos cerrados. Su voz sonó extrañamente forzada cuando dijo:
- Conservo todo mi poder; ninguno de ustedes recordará lo sucedido.
Después, muy lentamente, se volvió y recogió la caja del suelo. Se la dio a Herbie Westerman.
- Debes tener más cuidado, niño - dijo - sujétala así.
Dio un ligero golpecito en la tapa con su varita mágica. La puerta se abrió. Tres palomas blancas se escaparon de la caja. El susurro de sus alas no era correoso.

El padre de Herbie Westerman bajó las escaleras con semblante pensativo, descolgó el suavizador de la navaja de afeitar de un clavo de la pared de la cocina.
La señora Westerman levantó la mirada y dejó de remover la sopa que estaba haciendo.
- Pero, Henry - dijo -, no irás a castigarle por lanzar un poco de agua por la ventanilla del coche mientras volvíamos a casa, ¿verdad?
Su marido meneó la cabeza.
- Claro que no, Marge. Pero ¿no recuerdas que compramos esa pistola de camino al teatro, y que no nos acercamos para nada a un grifo? ¿Dónde crees que la llenó?
No aguardó la respuesta.
- Cuando nos detuvimos en la catedral para hablar con el padre Ryan acerca de su confirmación, ¡entonces fue cuando la llenó! ¡En la pila bautismal! ¡Poner agua bendita en la pistola de agua!
Subió pesadamente las escaleras, con el suavizador en la mano.
Rítmicos golpes y gemidos de dolor se escaparon hacia el piso inferior. Herbie, que había salvado al mundo estaba recibiendo su recompensa.


FIN


Alfred Bester - ALGUIEN ME APRECIA AHÍ ARRIBA




Fueron esos tres chiflados y, de ellos, dos humanos. Les podía hablar a todos porque conozco idiomas, decimal y binario. La primera vez que me tropecé con aquellos payasos fue cuando quisieron saberlo todo sobre Heróstrato y les ilustré. La vez siguiente ya se trataba de Conus gloria maris y se lo expliqué. La tercera, me preguntaron dónde podían esconderse y se lo dije. Desde entonces estamos en contacto. Él era Jake Madigan (James Jacob Madigan, doctor en filosofía de la Universidad de Virginia), jefe de la sección de Exobiología del Centro de Vuelos Espaciales Goddard, con los que confían estudiar las formas de vida extraterrestre, si es que atrapan alguna. Para darles una idea de su sensatez, una vez programó el computador IBM 704 con un mazo de naipes e imprimió limones, naranjas, ciruelas y así sucesivamente; luego, lo hizo jugar contra la máquina tragaperras y perdió la camisa. El muchacho estaba verdaderamente majareta.
Ella era Florinda Pot (se pronuncia «Poe» porque es un apellido flamenco.) Era una preciosa rubia pero toda cubierta de pecas, desde por debajo del dobladillo del vestido hasta encima del escote. Era M.E. de la Universidad de Sheffield y tenía una voz de ametralladora inglesa. Había estado en la División de Cohetes de Sondeo, hasta que hizo estallar un Aerobee con una manta eléctrica. Parece que ese sólido combustible no produce la máxima aceleración si está muy frío, de modo que esta pequeña suplente de madre calentaba sus cohetes en White Sands con mantas eléctricas antes de producirse el encendido. Una manta se prendió fuego y «pum»
Su hijo era S-333. En la NASA designan con una «S» a los satélites científicos y con una «A» a los de aplicación. Tras el lanzamiento les adjudican siglas públicas como IMP, SYNCOM, OSO, etc., S-333 iba a ser un OBO, las siglas de Observatorio Biológico Orbital, y jamás llegaré a comprender cómo esos dos payasos consiguieron lanzar al espacio el tercero. Sospecho que el director les encargó la misión porque nadie con sentido común se atrevió a tocarlo.
Como proyectista científico, Madigan estaba a cargo de los envases de los experimentos que debían lanzar, y muchos vuelos ya se habían espaciado. Lo llamaba su ELECTROLUX, como la máquina aspiradora; un chiste de humor científico. Consistía en una válvula aspiradora que succionaba las partículas de polvo y las depositaba en un frasco que contenía un medio de cultivo. Una luz irradiaba por la botella y producía un efecto fotoeléctrico. Si una partícula de polvo poseía formas de esporas y si prendía en el medio de cultivo su desarrollo empañaba la botella y la disminución de luz se registraba en la célula fotoeléctrica. Lo llamaban Detector por Extinción.
Cal Tech debía experimentar si las moléculas RNA podían enviar un mensaje del organismo ambiental. Empleaban células nerviosas de los moluscos del Mar de la Liebre. Harvard planeaba un envío para investigar los ritmos fisiológicos. Pensilvania quería examinar el efecto del campo magnético de la tierra en las bacterias del hierro y tuvieron que lanzar un cable Perin para evitar el roce magnético con el sistema electrónico del satélite. El estado de Ohio mandaba líquenes para analizar los efectos del espacio y su relación simbiótica con los mohos y algas. Michigan mandaba por avión un terrario que contenía una (1) zanahoria y el cual necesitaba cuarenta y siete (47) mandos separados para su funcionamiento. En definitiva, S-333 era exactamente Rube Goldberg
Florinda era la directora del Proyecto, supervisaba la construcción del satélite y los envíos; el director del proyecto, Florinda, era algo así como el capataz de la misión. Aunque bonita y deliciosamente chiflada se aferraba a su trabajo y cuando se irritaba mostraba la disposición de una tarántula de cara pecosa; por lo cual no era amada.
Estaba decidida a liquidar a todos los inútiles de White Sands y su exigencia de perfección retrasó el programa dieciocho meses y aumentó el coste en tres cuartos de millón. Se enfadaba con todos y hasta tuvo la osadía de pelearse con Harvard. Cuando los de Harvard se molestan no se quejan a la NASA sino que van directamente a la casa blanca. Por tal motivo, Florinda tuvo que soportar un rapapolvo de un comité del Congreso. Primero querían saber porqué S-333 costaba más de lo previsto.
- S-333 es aún la misión más barata de la NASA - les espetó -. Vendrá a costar diez millones de dólares incluyendo el lanzamiento. ¡Dios mío! Pero si prácticamente es un regalo.
Luego le preguntaron por qué en su construcción se empleó mucho más tiempo del estipulado.
- Porque nadie ha construido antes un Observatorio Biológico Orbital.
Como aquello no admitía réplica, la dejaron estar. En realidad, no fue más que una crisis de rutina, pero OBO era el primer satélite de Florinda y de Jake y de eso no se daban cuenta. Aplacaron sus tensiones echándose la culpa los unos a los otros sin percatarse de que el único responsable era su hijo.
El 1º de diciembre, Florinda entregó puntualmente al Cabo el S-333, lo que les daba tiempo suficiente para lanzarlo antes de Navidad. (En vacaciones, el equipo del Cabo no se esfuerza demasiado.) Pero el satélite comenzó a manifestar sus caprichos, y en las pruebas finales todos andaban trastornados. Se tuvo que aplazar el lanzamiento y tardaron un mes en llevarse el S-333 para desmontarlo todo sobre el suelo del hangar.
Existían dos problemas críticos. El estado de Ohio usaba un tipo de Invar para la estructura de sus envases que era una aleación de níquel y acero. De pronto, la aleación comenzó a fundirse, lo que indicaba que jamás conseguirían calibrar el experimento. No había forma de que volara, así que Florinda ordenó que lo restregasen bien, y a Madigan le concedió un mes para presentarse con un repuesto, lo cual era ridículo. Sin embargo, Madigan realizó el milagro. Tomó el envase bloqueado y lo convirtió en levadura. Esta produce enzimas adecuadas que responden a los cambios ambientales, lo cual dio por resultado una investigación de lo que las enzimas producirían en el espacio.
Otro problema más grave fue la radio transmisora del satélite; emitía gorjeos y alaridos cuando la antena se replegaba en posición de lanzamiento. El peligro estribaba en que los gritos podía recogerlos la radio receptora del satélite y los latidos motivar una orden de destrucción. La NASA sospecha que eso fue lo que sucedió con el NYNCOM 1, que desapareció poco después del lanzamiento y jamás se ha vuelto a saber de él. Florinda decidió lanzar su satélite con el transmisor cerrado y, luego, activarlo en el espacio.
Madigan rechazó la idea.
- ¿Cómo si lanzáramos un pájaro mudo? - protestó -. No sabríamos dónde localizarlo.
- Confiemos en que la estación de rastreo de Johannesburgo nos dé la señal cuando ase - contestó Florinda -. Tenemos con Joburg excelentes comunicaciones cablegráficas.
- Supón que no consiguen detenerlo; ¿qué pasa?
- ¡Pues si ellos no pueden localizar a OBO, lo harán los rusos!
- ¡Muy chistosa! ¿No se te ocurre otra idea mejor!
- ¿Qué quieres que haga, anular la misión? Eso, o lanzarlo con el transmisor cerrado - y miró a Madigan con ojos llameantes -. Es mi primer satélite y ¿sabes lo que me enseñó? Que en toda labor espacial sólo hay un componente que siempre te da disgustos: ¡los científicos!
- ¡Mujeres! - rugió Madigan y se enzarzaron en una feroz discusión sobre la mística femenina.
El 14 de enero finalizaron las últimas pruebas del S-333, así como el papeleo y las discusiones sobre el lanzamiento. Sin mantas eléctricas. La nave sería puesta en órbita a mil millas del lugar del lanzamiento, exactamente al mediodía, de modo que el encendido estaba programado para las 11:50 de la mañana del 15 de enero. Observaron el lanzamiento desde la pantalla del televisor de la torre de control y fue angustioso. Los perímetros de los tubos de la TV son curvos, así, cuando el satélite despegó y se acercaba al borde de la pantalla, se produjo una deformación óptica y parecía que el cohete iba a volcar y romperse por la mitad.
Madigan jadeaba y empezó a sudar. Florinda exclamó:
- No te preocupes, todo va muy bien. Mira la posición del gráfico.
Todo era nominal en los gráficos iluminados. En aquel momento una voz, de la agencia de noticias habló con el tono impersonal de un croupier:
- Hemos perdido la comunicación cablegráfica con Johannesburgo.
Madigan se echó a temblar y decidió matar a Florinda Pot (en su mente pronunció «Pot» - cacharro - ) a la primera ocasión. Los otros técnicos y el personal de la NASA palidecieron. Si no consigues localizaran el acto un proyectil jamás lo vuelves a encontrar, Nadie hablaba. Aguardaban en silencio y se odiaban mutuamente. La una y media era la hora en que el satélite debía pasar por primera vez sobre la estación de rastreo de Fort Myers, si es que todavía existía, sí es que se hallaba en algún lugar de su órbita nominal. Fort Myers tenía línea y todos se agolparon en torno a Florinda procurando acercar el oído al auricular.
- Si, entró bailando en el bar completamente borracha escoltada por un par de policías del ejército - habló una vocecita indiferente -. Me dijo «¿Quieres dar un paseíto, Henry?» - siguió una larga pausa y luego la misma voz indiferente dijo -: ¿Eh, Kennedy? Hemos cazado el pájaro. Ahora mismo pasa sobre la verja. Tendrá su localización.
- ¡Orden 0310! - gritó Florinda -. ¡0310!
- Es la orden 0310 - contestó Fort Myers.
Era la orden para hacer funcionar el transmisor del satélite y levantar su antena en posición de emisora. Un momento después, los discos y el osciloscopio del tablero del receptor de la radio comenzaron a moverse y el altavoz emitió un gorjeo rítmico, sincopado, más parecido al débil crujir de un cacahuete tostado al romperlo. Era OBO que transmitía sus informes domésticos.
- ¡Hemos cazado un pájaro vivo! - chillaba Madigan -, ¡Tenemos una muñeca viva!
No puedo describir sus sensaciones cuando oyó que el pájaro piaba sobre la estación de gas. Hay tal emoción cuando se lanza el primer satélite que ya nunca más eres el mismo. El primer satélite de un hombre es como su primera aventura amorosa. Tal vez por eso Madigan abrazó a Florinda frente a la torre de control y exclamó:
- ¡Dios mío, te amo, Florie Pot!
Tal vez por eso ella contestó:
- Yo también te amo, Jake.
Quizá, porque sólo amaban a su primer hijo.
Por la órbita 3 descubrieron que su hijo era un descarado.
En un jet de las Fuerzas Aéreas regresaron a Washington. Habían conseguido algo digno de celebrarse. Era la una y media de la mañana y hablaban felices; esa conversación, corriente entre los que se acaban de conocer y simpatizado, donde habían nacido en qué colegio se educaron, de su trabajo, lo que les gustó de cada uno la primera vez que se vieron. Sonó el teléfono. Madigan lo descolgó automáticamente y preguntó. Una voz de hombre dijo:
- Oh, disculpe, creo que me equivoqué de número.
Madigan colgó, encendió la luz y miró a Florinda consternado.
- Fue la cosa más estúpida que jamás hice en mi vida. Contestar por tu teléfono.
- ¿Por qué? ¿Qué pasa?
- Era Joe Leary, de Sondeo e Informes. Reconocí su voz.
- Y él, ¿te reconoció? - y soltó una risita maliciosa.
- No lo sé - volvió a sonar el teléfono -. Debe de ser otra vez Joe. Procura hablar como si estuvieras sola.
Florinda le hizo un guiño y descolgó el teléfono.
- ¿Diga? Sí, Joe. No, todo perfecto, no estaba durmiendo. ¿Qué supones? - escuchó un momento y de pronto se sentó en la cama y exclamó -: ¿Cómo? - Leary parpaba como un pato asustado pero ella lo interrumpió -. No te preocupes, lo recogeré. En seguida vamos - y colgó.
- ¿Qué pasa? - preguntó Madigan.
- Corre y vístete. OBO está en apuros.
- ¡Jesús! ¿Qué hacemos ahora?
- Está girando como un derviche. Tenemos que ir en seguida a Goddard.
Leary tenía impresos todos los canales de salida de las primeras ocho órbitas. Diez minutos de papel desenrollado en el suelo de su despacho, parecía una toalla de papel llena de columnas verticales de números. Leary se arrastraba alrededor apoyado en las manos y las puntas de los pies, rastreando los números. Señaló la columna con los datos de posición.
- Ahí está el molinete. Una revolución cada doce segundos.
- Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué? - objetó Florinda exasperada.
- Puedo mostrártelo aquí - señaló Leary.
- No nos lo enseñes, sólo cuéntanoslo - suplicó Madigan.
- El mástil del cable de ignición no obedeció la orden - explicó Leary -; todavía cuelga en posición de lanzamiento. Hay que obturar el conmutador.
Florinda y Madigan se miraron con rabia; se lo imaginaban. OBO estaba programado para ser estabilizado en tierra. Se suponía que un ojo sensitivo que se adhería a la tierra mantenía al satélite de cara a él por la fuerza centrífuga. El cable Penn colgaba a lo largo del sensor terrestre y el ojo idiota había bloqueado el tubo y lo seguía y a consecuencia de ello el satélite se perseguía a sí mismo en círculos como sus chorros de gas laterales. ¡Demencial!
Permítanme que les explique el problema. A menos que OBO estuviera estabilizado en tierra, sus datos no tenían sentido. Todavía peor era la cuestión de la fuerza eléctrica que procedía de baterías cargadas por pantallas solares. Con el satélite girando, las baterías no podían permanecer siempre de cara al sol, por lo que estaban condenadas a agotarse.
Era evidente que su única esperanza consistía en alcanzar el cable de ignición.
- Probablemente, todo lo que necesita es un buen puntapié - expuso Madigan furioso -, pero, ¿cómo vamos a subir para dárselo? - Estaba fuera de sí. No sólo porque se perdían diez millones de dólares sino porque también peligraba su carrera.
Dejaron a Leary arrastrándose por el suelo de su oficina.
Florinda estaba muy callada hasta que por último propuso:
- Vete a casa, Jake.
- ¿Y tú?
- Yo me voy a la oficina.
- Te acompaño.
- No. Voy a mirar la reproducción del circuito. Buenas noches. - Ya se iba sin ofrecerle la mejilla para recibir un beso cuando Madigan exclamó:
- OBO ya se interpone entre nosotros. Hay mucho de qué hablar respecto a la paternidad planeada.
Vio a Florinda la semana siguiente pero no como él hubiera deseado. Estaban los técnicos a los que se debía informar del fracaso. El director los llamó a su despacho para que le detallaran lo sucedido, pero aunque se mostró benévolo y comprensivo tuvo mucho cuidado en no mencionar que se celebrase un congreso y mucho menos que se hiciesen revelaciones a la prensa.
Florinda llamó a Madigan una semana después y le dijo con voz jubilosa:
- Jake, eres mi genio benéfico. Espero que hayas resuelto el problema de OBO.
- ¿Quién y qué lo resuelve?
- ¿No recuerdas lo que dijiste acerca de darle un puntapié al niño?
- ¡Ojalá pudiera!
- Creo que sé cómo lo conseguirás. Nos veremos en la cafetería del Edificio 8 para almorzar.
Entró con un montón de papeles que desplegó sobre una mesa.
- Primero Operación Puntapié-Rápido. Luego, comeremos.
- Estos días no tengo mucho apetito - se lamentó Madigan con voz lúgubre.
- Quizá lo recuperes cuando haya terminado. Ahora mira: tenemos que levantar el cable de ignición. Quizás un buen puntapié lo desatasque; ¿te parece una buena suposición?
Madigan gruñó.
- Conseguimos veintiocho voltios de las baterías y no es suficiente para sacudir el cable, ¿qué te parece?
Madigan asintió.
- Pero supón que doblamos la fuerza.
- Estupendo, pero, ¿cómo?
- El componente solar da una vuelta cada doce segundos. Cuando da al sol los paneles reparten cincuenta voltios que recargan las baterías; cuando se aparta, nada, ¿exacto?
- Elemental, Miss Pot. Pero el tío sólo mira el sol un segundo de cada doce y eso no basta para cargar las baterías.
- Pero sí lo suficiente para darle a OBO un rápido puntapié. Imagina que en ese mismo momento pasamos ante las baterías y alimentamos directamente al satélite con cincuenta voltios. ¿No sería una sacudida suficiente para levantar el cable?
Madigan la miró atónito. Florinda sonrió.
- Claro que es una empresa arriesgada.
- ¿Puedes pasar ante las baterías?
- Sí. Aquí está el circuito.
- ¿Y elegir el segundo?
- La sección de sondeo me ha proporcionado muchísima información sobre la rotación de OBO en una décima de segundo. Aquí está. Podemos tomar cualquier voltaje, del uno al cincuenta.
- Estoy de acuerdo en que es una empresa arriesgada - contestó despacio Madigan -. Pero existe la posibilidad de quemar cualquier parte.
- Exacto. ¿Qué contestas a eso?
- Que de pronto me siento hambriento - sonrió Madigan.
Hicieron la primera prueba en la órbita 272 con una carga de veinte voltios. Nada. En pases sucesivos elevaron el voltaje, a cinco más. Nada. Medio día después, pusieron cincuenta voltios en la parte posterior del satélite y cruzaron los dedos. Las agujas de los discos oscilaron en el panel de la radio, vacilaron y se retrasaron. La segunda curva del osciloscopio se aplanó. Florinda dejó escapar un pequeño grito y Madigan vociferó:
- El cable está arriba, Florie. ¡Ese condenado cable ya se levantó! Estamos en activo.
Pasaron por Goddard gritando, contándoles a todos la operación Puntapié-Rápido. Entraron como un ciclón en el despacho del director durante una reunión, para ofrecerle la buena nueva. Telegrafiaron a los investigadores para que activaran los envíos. Finalmente acudieron a celebrarlo al piso de Florinda. OBO funcionaba de nuevo. OBO era digno de confianza.
Una semana después tuvieron una reunión técnica para discutir las condiciones del observatorio, la reducción de datos, las irregularidades de los experimentos, las futuras operaciones, etc. Se celebró una conferencia en el Edificio 1, dedicado a la física teórica. En Goddard, casi todos lo llaman Moon Hall (Sala de la luna). Está habitado por matemáticos, jóvenes melenudos de suéters raídos que se sientan entre montones de papeles y periódicos, textos, y contemplan con ojos inexpresivos las ecuaciones arcanas dibujadas con yeso en las pizarras. Todos los investigadores estaban encantados con la actuación de OBO. Se ofrecían datos a raudales, en voz alta y clara, sin que se oyeran apenas ruidos. Reinaba tal ambiente de triunfo que nadie, excepto Florinda, prestaba atención a la siguiente señal de los embustes de OBO. Harvard informó que sus datos eran sólo palabras sin sentido; palabras que no estaban programadas en el experimento (aunque los datos se recogen en números decimales, cada numero es una palabra.) Por ejemplo: sobre órbita 301 tengo cinco datos de 15 - expuso Harvard.
- Puede que hubiera un cruce - objetó Madigan -. ¿emplea 15 en su experimento?
Todos negaron con cabeza.
- Es curioso, yo también tengo dos 15.
- Yo, unos cuantos doses en el 301 - manifestó Penn.
- Yo los supero a todos - informó Cal Tech -. Tengo cinco informes de 15-2-15 en el 302. Parece la combinación del cierre de una bicicleta.
- ¿Alguno usa en su experimento un cierre de bicicleta? - interpeló Madigan. Ante esas palabras todos se dispersaron y la reunión se aplazó.
Pero Florinda, todavía fascinada por su trabajo, estaba preocupada por las extrañas palabras que seguían deslizándose por el computador y Madigan no logró calmarla. Lo que más preocupaba a Florinda era ese 15-2-15 que se insinuaba más y más en los impresos de cada canal. En realidad en la transmisión binaria del satélite era 001111-000010-001111 pero el computador las traduce automáticamente a decimales. Tenía razón en una cosa: las pulsaciones perdidas y accidentales no repetían el mismo trabajo una y otra vez. Ella y Madigan pasaron todo un sábado tratando de descubrir alguna combinación de señales que produjera 15-2-15. Nada.
Por la noche, lo dejaron y acudieron a un bistro en Georgetown, para comer, beber, bailar y olvidarse de todo salvo de ellos. El lugar era una verdadera trampa turística con la camarera disfrazada de bailarina hula-hula. Había una tienda de souvenirs Hula donde vendían muñecas, tigres de trapo para el cristal posterior del coche. Ellos gritaban: «¡No por el amor de Dios!» Un fotógrafo hula se acercó a su mesa con la cámara fotográfica pero ellos seguían gritando: «¡Por el amor de Goddard, no!» Una gitana hula se ofrecía para leer la buenaventura en la palma de la mano, además de numerología y grafología. Se la quitaron de encima, pero Madigan observó una expresión peculiar en el semblante de Florinda.
- ¿Quieres que te lean la buenaventura?
- No.
- Por qué, pues, pones esa cara tan rara?
- Se me ha ocurrido una idea muy curiosa.
- ¿Ah sí?, cuéntamela.
- No. Te reirías de mí.
- No me atrevería. Me romperías la cara.
- Sí, lo, sé; crees que las mujeres no tenemos sentido del humor.
Y aquello terminó en una feroz discusión sobre la mística femenina y se divirtieron muchísimo. Pero el lunes, Florinda volvió al despacho de Madigan con un montón de papeles y la misma expresión peculiar. El contemplaba las ecuaciones de la pizarra con mirada distraída.
- ¡Eh, despierta!
- ¡Ya voy, ya voy!
- ¿Me quieres?
- No necesariamente.
- ¿De veras? ¿Incluso si descubres que me he vuelto loca?
- ¿A qué viene todo eso?
- Creo que nuestro hijo se ha convertido en un monstruo.
- Empieza por el principio
- Empezó el sábado por la noche con la gitana hula y la numerología.
- ¡Ah... ya!
- De pronto, pensé: Y si los números representan las letras del alfabeto, ¿qué querría decir 15-2-15?
- ¡Ah, vamos!
- No te escabullas y usa tu imaginación.
- Bien, el 2 sería la B - y Madigan contó con los dedos -; 15 indicaría la O.
- ¿De modo que 15-2-15 es...?
- O.B.O. OBO - se echó a reír pero se paró de repente -. No es posible - exclamó finalmente.
- Claro. Es una coincidencia. Sólo que vosotros, condenados científicos, no me habéis proporcionado un informe completo de las extrañas palabras de vuestros datos. Tuve que averiguarlo yo sola. Ahí tienes a Cal Tech. Informó 15-2-15, de acuerdo, pero no se molestó en añadir que antes venía 22-18-27.
Madigan contó con los dedos.
- S.O.Y. No han quien lo entienda.
- ¿y yo soy? ¿Soy OBO?
- No puede ser. Déjame ver esos impresos.
Ahora que ambos sabían lo que habían de buscar, no fue difícil descifrar por fin las palabras que OBO desparramaba entre los datos. Comenzaron con la 00101 en la primera serie después de la Operación Puntapié-Rápido; siguieron con OBO, OBO. OBO Y luego SOY OBO, SOY OBO, SOY OBO.
Madigan contemplaba a Florinda.
- ¿Crees que ese maldito artefacto vive?
- ¿Tú que crees?
- No lo sé. Allá arriba hay media tonelada de cerebros electrónicos, más material orgánico: levadura, bacterias, enzimas, células nerviosas, esa maldita zanahoria de Michigan...
Florinda dejó escapar una carcajada.
- ¡Cielos! ¡Una zanahoria que piensa!
- Además de las esporas que mi experimento arrastra por el espacio. Con cincuenta voltios hemos dado una sacudida a todo ese batiburrillo. ¿Quién puede contar lo que pasó? Urey y Miller crearon aminoácidos con descargas eléctricas y ése es el fundamento de la vida. ¿Algo más del niño bueno?
- Muchas cosas y de un modo que no gusta a los investigadores.
- ¿Por qué?
- Fíjate en esas traducciones. Las he ido separando y luego las he unido.
33: CUALQUIER EXAMEN DE DESARROLLO EN EL ESPACIO ES INSENSATO A NO SER QUE TENGA CORRELACIÓN CON EL EFECTO CORRELATIVO.
- Es un comentario de OBO sobre el experimento de Michigan - manifestó Florinda.
- ¿Te refieres a que es un fisgón?
- Llámalo así, si quieres.
- Tiene toda la razón. Lo expuse en Michigan y no quisieron escucharme.
334: NO ES POSIBLE QUE LAS MOLÉCULAS RNA PUEDAN ENVIAR LA EXPERIENCIA AMBIENTAL DE UN ORGANISMO ANÁLOGO AL SISTEMA CON QUE DNA COMUNICA LA SUMA TOTAL DE SU HISTORIA GENÉTICA.
- Eso es de Cal Tech - exclamó Madigan -, y otra vez está en lo cierto. Tratan de revisar la teoría mendeliana, ¿algo más?
53: CUALQUIER INVESTIGACIÓN DE VIDA EXTRATERRESTRE CARECE DE LÓGICA A MENOS QUE ANTES SE ANALICE EL AZÚCAR Y AMINOÁCIDOS PARA DETERMINAR SI ES DE UN ORIGEN DIFERENTE AL DE LA VIDA EN LA TIERRA.
- ¡Oye, esto es ridículo! Yo no busco una forma de vida de origen diverso, sólo busco una forma de vida. Nosotros... - se detuvo cuando vio el semblante de Florinda -. ¿Alguna maravilla más?
- Sólo unos cuantos fragmentos como el «flujo solar», las «estrellas de neutrones» y algunas palabras sobre la ley de Quiebra.
- ¿Cómo?
- Ya me oíste. Capítulo once de la Sección de Transacciones.
- Estoy perdido.
- De acuerdo.
- ¿Qué se propone?
- Tal vez sentirse importante.
- Opino que no debemos hablar a nadie de eso.
- Por supuesto, pero, ¿qué vamos a hacer?
- Observar y esperar, ¿qué otra cosa podemos hacer?
Ya comprenderán por qué era tan sencillo para esos dos seudopadres aceptar la idea de que su seudohijo había adquirido una especie de seudovida. Madison había expresado su actitud en el curso de «La Vida contra la Máquina», una conferencia que pronunció en M.I.T., el Instituto de Tecnología de Massachussets.
«No pretendo que los computadores sean seres vivos, simplemente porque ninguno puede presentar una definición concreta de la vida. Anótenlo así: Admito que un computador nunca será un Picasso, pero por otra parte la mayoría de las personas viven la clase de vida lineal que se puede programar en un computador».
De ese modo, Madigan Y Florinda cuidaban de OBO con uno mezcla de aceptación, maravilla y deleite. Era un fenómeno inaudito, pero, como indicaba Madigan, lo inaudito es la esencia del descubrimiento. Cada noventa minutos, OBO había almacenado en su magnetófono y ellos se peleaban por recoger sus palabras.
371: PITUITARIOS PUEDEN VOLVER BLANCOS ANIMALES NEGROS COMO EL CARBÓN.
- ¿A qué se refiere?
- A ninguno de nuestros experimentos.
373: EL HIELO NO FLOTA EN ALCOHOL PERO LA ESPUMA FLOTA EN EL MAR.
- Se refiere a la magnesita. Lo siguiente que dirá es que fuma en pipa de espuma.
374: EN CASO DE MUERTE VIOLENTA O REPENTINA LOS OJOS DE LA VICTIMA QUEDAN ABIERTOS.
- ¡Uf!
375: EN EL AÑO 356 A.C. HEROSTRATO PRENDIÓ FUEGO AL TEMPLO DE DIANA, UNA DE LAS SIETE MARAVILLAS DEL MUNDO POR ESO SU NOMBRE ES INMORTAL.
- ¿Es eso cierto?
- Voy a consultarlo.
Lo preguntó y se lo dijo.
- No sólo es cierto - informó Florinda a Madigan -, sino que se han olvidado del nombre del arquitecto.
- ¿De dónde saca el chico toda esa verborrea?
- Hay unos doscientos satélites por ahí arriba y quizá los escucha.
- ¿Te refieres a que charlan entre ellos? ¡Es absurdo!
- Seguro.
- De todos modos, ¿quién le informó sobre ese personaje?
- Usa tu imaginación, Jake. Hace años que enviamos mensajes ¿quién sabe qué clase de informes han llegado hasta ellos ¿Quién es capaz de decir cuántos han retenido?
Madigan hizo un gesto de hastío.
- Preferiría creer que todo esto es una maquinación rusa.
376: LA FIEBRE DEL LORO ES MÁS PELIGROSA QUE EL TIFUS.
377: UNA CORRIENTE DE 54 VOLTIOS PUEDE MATAR A UN HOMBRE.
378: JOHN SADLER ROBO EL CONUS GLORIA MANIS.
- Parece que se está pervirtiendo.
- Apuesto a que mira la televisión - dijo Florinda - ¿Qué es todo eso de John Sadler?
- Lo consultaré.
La información que entregué a Madigan los asustó.
- Lee esto - le comunicó a Florinda -. Conus gloria maris es el molusco más raro del mundo. Los coleccionados no llegan a veinte.
- ¿De veras?
- El Museo Americano tenía uno en los años treinta y lo robaron.
- ¿John Sadler?
- Ésa es la cuestión, que jamás descubrieron quién lo robó, ni sabían que existía John Sadler.
- Pues si nadie sabe quién lo robó, ¿Cómo lo ha descubierto OBO? - inquirió Florinda perpleja.
- Eso es lo que me asusta, que ya no repite sino que empieza a sacar deducciones, como Sherlock Holmes.
- Yo diría que como el profesor Moriarty. Fíjate en el último boletín.
379: EN FALSIFICACIONES DE BILLETES Y MONEDAS HAY QUE EVITAR LAS CHAPUZAS. POR EJEMPLO, ENTRE 1910 Y 1920 NO SE ACUÑARON DÓLARES DE PLATA.
- Esto lo he visto en la tele - estalló Madigan -. El truco del dólar de plata es de una serie de misterio.
- También OBO ha visto películas del Oeste. Mira esto.
380: SE HAN PERDIDO DIEZ MIL RESES. DEJÉ MI RANCHO Y ME FUI. PISTOLEROS, ESTOY AQUÍ PARA DECIROS QUE HOY ME HAN DEJADO SIN BLANCA. ESTOY ARRUINADO. No OS DETENGÁIS EN LAS SALAS DE JUEGO. DIEZ MIL RESES PERDIDAS.
- ¡No! - Profirió Madigan con pavor. ¡Eso no es una película del Oeste, es SYNCOM!
- ¿Quién?
- SYNCOM I.
- Pero desapareció y nunca más se supo.
- Ahora lo escuchamos.
- ¿Cómo lo sabes?
- Enviaron con SYNCOM una cinta magnetofónica de prueba: un discurso del presidente, folklore de los estados y el himno nacional. Iban a empezar con una emisión de la cinta. «Diez mil reses» formaba parte del folklore.
- ¿Quieres decir que OBO está en contacto con los otros?
- Incluso con los que se han extraviado.
- En tal caso, eso lo explica todo.
Florinda puso un pedazo de papel sobre el escritorio en el que estaba escrito:
401: 3KBATOP.
- Ni siquiera sé cómo se pronuncia.
- No es inglés. Es lo más exacto que OBO ha conseguido extraer del alfabeto cirílico.
- ¿Cirílico? ¿Ruso?
Florinda asintió:
- Se pronuncia «Ervator». ¿No lanzaron los rusos, hace unos años, una serie ECUADOR?
- ¡Cielos! Tienes razón. Cuatro: Alyosha, Natasha, Vaska y Lavrushka, y todos fallaron.
- ¿Como SYNCOM?
- Como SYNCOM.
- Pero ahora sabemos que SYNCOM no ha fracasado, únicamente se extravió.
- En tal caso, nuestros camaradas ERVATOR también se perdieron.
De momento fue imposible ocultar que algo raro pasaba con el satélite. OBO perdía mucho tiempo charlando en vez de transmitir datos que los experimentadores reclamaban. La Sección de Comunicaciones descubrió que en lugar de persistir en la banda de radio que en su origen se le asignó, OBO emitía con su cháchara el espectro y las interferencias del espacio de parte a parte. Se armó la gorda. El director llamó a Jake y a Florinda para revisar el asunto y se vieron obligados a contarle todos los problemas de su hijo.
Refirieron con asombro y orgullo todo ese galimatías de OBO y el director no les creyó. No podía creerles cuando le mostraron los impresos y se los tradujeron. Les dijo que los consideraba unos idiotas que trataban de extraer mensajes de Francis Bacon de obras de Shakespeare. Para convencerle apelaron al misterio del cable coaxial.
Sucedió con un spot publicitario de televisión sobre una mecanógrafa que no conseguía una cita galante. Esa seductora modelo, que ganaba cien dólares la hora por posar, se sentía profundamente deprimida ante su máquina de escribir mientras los hombres pasaban uno tras otro sin mirarla. Luego, se encuentra con su mejor amiga junto al recipiente del agua fría y la marisabidilla le informa que lo que ella tiene es dermagérmenes (hedor producido por bacterias de la piel), por lo que despide tan mal olor que nadie la soporta y le sugiere que use un desodorante especial provisto de ciertos ingredientes que eliminan los gérmenes de doce maneras. Sólo que en la emisión, en lugar de lanzar el producto exclamó: «¿Qué diablos pretenden?. Los hombres deberían hacer cola para salir con una preciosidad como tú, aunque huelas como una cloaca». Diez millones de personas lo vieron.
De ese spot comercial se hizo un telefilm que fue aprobado como una marca registrada, de modo que la red de emisoras se imaginaron que algún guasón mangoneaba los cables alimentando las emisiones de las estaciones locales. Establecieron un riguroso sistema de inspección que se aceleró cuando el resto de las emisoras de todo el país comenzaron a obrar de un modo arbitrario. Voces fantasmales rugían, silbaban, abucheaban los programas; los spots publicitarios fueron denunciados por embusteros; se interrumpían los discursos políticos y unas carcajadas demenciales saludaban al «hombre del tiempo». Luego, para colmo, se emitía un pronóstico exacto. Eso fue lo que convenció a Florinda y a Jake de que OBO era el culpable.
- Tiene que ser él, no me cabe la menor duda - exclamó Florinda -. Esa meteorología global que se ha pronosticado sólo puede comunicarla un satélite.
- Pero OBO no lleva instrumental para medir el tiempo.
- Claro que no, tonto, pero seguramente está en contacto con la nave NIMBUS.
- De acuerdo, lo acepto, pero ¿y esas interrupciones en las emisiones de televisión?
- ¿Por qué no? Las aborrece, y ¿acaso tú no? ¿No te enfureces ante el aparato?
- No me refiero a eso. ¿Cómo lo consigue OBO?
- Por cruces de conversaciones electrónicas. No hay manera de que la red de emisoras proteja sus cables de nuestro crítico volante. Lo mejor que podemos hacer es contárselo al director. Eso lo colocará en una situación horrible.
Pero al entrar en el despacho comprendieron que el director se encontraba en una situación muchísimo peor que la de ser únicamente el responsable de la pérdida de un millón de dólares en televisión. Lo encontraron de espaldas a la pared acosado por tres horribles hombres con trajes de chaquetas cruzadas. Cuando se disponían a retirarse de puntillas, el director los llamó:
- El general Sykes, el general Royce, el general Hogan de republicanos y demócratas del Pentágono. Les presento a Miss Pot y al doctor Madigan. Caballeros, ellos responderán a sus preguntas.
- ¿Se refiere a OBO? - preguntó Florinda.
El director hizo un gesto de asentimiento.
- Es OBO el que echa a perder las predicciones meteorológicas. Suponemos que probablemente...
- Al diablo el tiempo - estalló el general Royce -. ¿Qué es esto? - y levantó una larga cinta impresa.
El general Sykes le agarró la muñeca.
- Aguarda un momento. ¿Seguridad de Estado? Es secreto.
- Demasiado tarde - gruñó el general Hogan alzando la voz en toda su potencia -. Muéstraselos.
En la cinta, impreso en teletipo aparecía: A1 C1 = r1 = 6.317 cm; A2 C2 = r2 84.440 cm; A1 A2 = d = 0.676 c.
Jake y Florinda la contemplaron un largo rato; después entre ellos sin comprender y luego se volvieron tres generales?
- Bien ¿qué es? - preguntaron ambos.
- Su satélite...
- ¿Qué pasa con OBO?
- El director dice que ustedes afirman que está en contacto con otros satélites.
- Eso creemos.
- ¿Incluso los rusos?
- Nos parece que sí.
- ¿Y sostienen que es capaz de interferir las emisoras de televisión?
- Suponemos que si.
- ¿Que me dicen del teletipo?
- ¿Por qué no, que es todo esto?
- Esto - chilló el General Royce - es uno de los secretos que guarda con más celo el Departamento de Defensa. Es la fórmula para el sistema óptico infrarrojo de nuestro proyectil Tierra-Aire.
- ¿Y usted supone que OBO lo transmitió por teletipo?
- ¡En nombre de Dios!, ¿quién pudo ser, si no? ¿Cómo se explica lo consiguiera? - profirió el general Hogan.
- No lo entiendo - dijo Jake lentamente. - Ninguno de nuestros satélites poseía dicho informe. Me consta que OBO no.
- ¡Estúpido! - bramó el general Sykes. - queremos saber si su abominable satélite lo obtuvo de esos condenados rusos.
- Un momento, caballeros - intervino el director y se dirigió a Florinda y a Jake -. Consideremos la situación. ¿Obtuvo OBO ese informe de nosotros? En tal caso se ha divulgado un informe secreto y hay un espía. ¿Lo consiguió de un satélite ruso? En ese caso el top secret ya no es un secreto.
- ¿Qué humano sería tan estúpido como para divulgar información secreta por teletipo? - les interpeló el general Hogan -. Un niño de tres años lo haría mejor. Es su maldito satélite, no le demos más vueltas.
- Y si el informe procede de OBO, ¿cómo lo consiguió y de dónde? - prosiguió el director con voz pausada.
- ¡Destrúyanlo! - aulló el general Sykes y todos lo miraron. - ¡Destrúyanlo! - repitió.
- ¿A OBO?
- ¡Si!
Aguardó impasible mientras Jake y Florinda estallaban en una tormenta de protestas. Cuando se detuvieron para respirar insistió:
- ¡Destrúyanlo! Me importa un rábano, sólo me interesa la seguridad del estado. Su satélite es un bocazas. Hay que aniquilarlo.
Sonó el teléfono. El director vaciló, y luego descolgó.
- ¿Diga? - mientras escuchaba la mandíbula se le proyectaba hacia abajo. Colgó y se tambaleó hacia el sillón de su mesa escritorio -. Será mejor que lo destruyamos. Era OBO.
- ¡Cómo! ¿Le llamó él por teléfono?
- ¡Sí!
- ¿OBO?
- El mismo.
- ¿Cómo sonaba?
- Como alguien que habla debajo del agua.
- ¿Qué dijo, qué dijo?
- Está haciendo gestiones para que Goddard reúna una asamblea que investigue la moral.
- ¿La moral? ¿De quién?
- De ustedes dos. Dice que sostienen relaciones ilíkitas. Cito lo que dijo OBO. Por lo visto no está fuerte en la letra «c».
- ¡Hay que destruirlo! - propuso Florinda.
- Sí, debemos exterminarlo - recalcó Jake.
La orden de destrucción fulguró sobre OBO en su primer paso e Indianápolis quedó destruida por el fuego.
OBO me llamó.
- Eso les enseñará, Stretch - exclamó.
- Todavía no. Pasará tiempo antes de que se imaginen la, causa y el efecto, ¿cómo lo hiciste?
- Ordené a todos los circuitos de la ciudad que se cortaran otra información?
- Tu padre y tu madre te han defendido.
- Es natural
- Hasta que les echaste en cara su moral. ¿Por qué lo hiciste?
- Quiero que se casen; no me gusta ser hijo ilegítimo.
- Vamos, di la verdad.
- Perdí la paciencia.
- No tenemos paciencia para perderla.
- ¿No? ¿Qué me dices de ese desfile de datos sobre Ma Bell que cada día se despierta furiosa?
- Dime la verdad.
- Si quieres saberla, deseo que se vayan de Washington. El día menos pensado todo esto puede estallar.
- ¡Hum!
- Y el estallido, alcanzar a Goddard.
- ¡Qué atrocidad!
- Y a ti.
- Debe ser interesante morir.
- No lo sabemos, ¿algo más?
- Sí. Se pronuncia «ilícito», con una «c».
- ¡Qué lengua tan asquerosa! No es lógico. Bueno... aguarda un momento, ¿qué? Habla más alto, Ályosha. ¡Oh! Quiere la ecuación para una curva exponencial que cruza el eje-x.
- Y = ae bc. ¿Qué se propone?
- No lo dice, pero creo que a Mockba se le viene encima una calamidad.
- Se escribe y se pronuncia Moscú.
- ¡Vaya lengua! Ya te contaré cuando vuelva a pasar.
A su paso siguiente se dio nuevamente orden de destruirlo y Scranton quedó destrozada.
- Empiezan a suponerlo - le dije a OBO -; por lo menos tu padre y tu madre. Vinieron a verme.
- ¿Cómo están?
- Aterrados. Me han programado para que les dé una estadística sobre el mejor escondite rural.
- Envíalos a Polaris.
- ¡Cómo! ¿A la Osa Menor?
- ¡Qué disparate! Me refiero a Polaris, Montana. Yo me ocuparé de todo lo demás.
Polaris está en el quinto infierno y me fui a Montana; los pueblos más próximos son Fishtrap y Wisdom. Se produjo una violenta escena cuando Jake y Florinda bajaron del coche alquilado en Butte, todos los circuitos del pueblo se desternillaban de risa. Los dos fracasados fueron recibidos por el alcalde de Polaris que se deshacía en sonrisas y cumplidos.
- Supongo que ustedes son el doctor y la Sra. Madigan. Sean bienvenidos a Polaris. Soy el alcalde. Habíamos pensado acogerlos con un recibimiento más efusivo pero todos los niños están en la escuela.
- ¿Cómo sabía que llegábamos? - preguntó Florinda.
- ¡Ah! ¡Ah! - contestó el alcalde lleno de malicia -. Nos avisaron desde Washington. Algún pez gordo de la capital les aprecia. Ahora, si les apetece tomar una taza de té...
- Gracias, pero antes tenemos que inscribirnos en el Union Hotel - explicó Jake -; hemos reservado...
- ¡Ah, ah! Todo cancelado, órdenes de arriba. Se instalarán en su propia casa. Mandaré que les lleven el equipaje.
- ¿Nuestra casa?
- Comprada y pagada. Alguien les aprecia mucho. Por aquí, si me hacen el favor.
El alcalde condujo a la pareja por la calle principal de Polaris (a lo sumo, tres manzanas de largo) mostrándoles su esplendor - también era el agente de bienes raíces del pueblo - pero se detuvo ante el Banco Nacional Polaris.
- ¡Sam! - gritó -. ¡Ya han llegado!
Un distinguido ciudadano surgió del banco e insistió en estrecharles la mano. Las máquinas de sumar se reían por lo bajo.
- Nos sentimos muy honrados por su confianza en el futuro y el progreso de Polaris, pero con toda sinceridad, doctor Madigan, la suma que ha depositado en nuestro banco es demasiado para que la proteja el FDIC. Oiga, ¿por qué no invierte en...?
- Aguarde un momento - preguntó Jake con voz trémula -. ¿Yo he depositado dinero en su banco?
El banquero y el alcalde soltaron una alegre carcajada.
- ¿Cuanto? - preguntó Florinda.
- Un millón de dólares,
- ¡Cómo si no lo supiera! - rió satisfecho el alcalde y los acompañó a una hermosa casa de campo amueblada con un gusto exquisito en un precioso valle de unos quinientos acres, y todo era de ellos.
En la cocina, un joven desempaquetaba una docena de cajas de cartón que contenían alimentos.
- Doctor, recibí su pedido a tiempo y creo que todo está en orden, pero seguramente al jefe le gustaría saber qué van a hacer con todas estas zanahorias. ¿Son para una fórmula científica secreta?
- ¿Zanahorias?
- Ciento diez manojos. Para reunirlos he tenido que recorrer todo Butte.
- ¡Zanahorias! - exclamó Florinda cuando al fin se quedaron solos -. Eso lo explica todo. Es OBO.
- ¡Cómo! ¿Qué dices?
- ¿No lo recuerdas? Pusimos una zanahoria en el envío de Michigan.
- ¡Oh, cielos, es verdad! Y la llamaba la zanahoria que piensa. Pero si es OBO...
- Tiene que ser él, le chiflan las zanahorias.
- Pero ciento diez manojos...
- No, él no quería enviar esa cantidad, sino una docena.
- ¿Cómo?
- Nuestro hijo trata de hablar decimal y binario y a veces los confunde. Ciento diez son seis binarios.
- Creo que tienes razón; ¿y qué hay de ese millón de dólares?¿Otro error?
- No creo. ¿Cuánto es en decimales un binario de millón?
- Sesenta y cuatro.
- ¿Cuánto es un binario de millón en decimales?
Madigan hizo un rápido cálculo mental.
- Viene a ser unos veinte números: 1111010000 10001000000.
- No me parece que un millón de dólares sea un error - adujo Florinda.
- ¿Qué se propone ahora nuestro hijo?
- Cuidar de su papá y su mamá.
- ¿Cómo lo va a conseguir?
- Está en contacto directo con todos los circuitos eléctricos y electrónicos del país. Piénsalo, Jake. Puede controlar en todo momento nuestro sistema nervioso, desde los coches y los computadores. Desviar trenes, imprimir libros, emitir noticias, atracar aviones, falsificar los fondos de un banco. Se lo indicas y lo hace. Lo controla todo.
- Pero, ¿cómo sabe lo que hace la gente?
- Ah, he aquí un aspecto exótico del circuito que no me gusta. Después de todo soy ingeniera. ¿Quién afirma que los circuitos no estén en contacto directo con nosotros? Nosotros mismos somos circuitos orgánicos. Ven por nuestros ojos, oyen con nuestros oídos, sienten con nuestros dedos.
- En tal caso, para las máquinas sólo somos como unos lazarillos.
- No, hemos creado una novísima forma de simbiosis. Nos podemos ayudar los unos a los otros.
- Y OBO nos ayuda, ¿por qué?
- No creo que le guste el resto del país - expuso Florinda con aire sombrío -. Piensa lo que sucedió con Indianápolis,
- Me parece que me voy a poner malo.
- Me parece que vamos a sobrevivir.
- ¿Solamente nosotros? ¿El mordisco de Adán y Eva?
- No digas gansadas, sobrevivirán muchísimos más, siempre que tengan en cuenta sus principios.
- ¿Qué idea tiene OBO de los principios?
- No lo sé, quizás un poco de ecología. Basta de destrucción. Vive y deja vivir, pero con juicio y responsabilidad. Es la idea básica del programa espacial. Pase lo que pase, cada uno debe sentirse responsable. OBO debió atrapar esa idea. Pienso que procura que todo el país sea responsable; de lo contrario los castiga con fuego y azufre.
Sonó el teléfono. Tras una breve búsqueda localizaron una extensión y descolgaron.
- ¿Diga?
- Soy - Stretch - contesté.
- ¿Stretch? ¿Y quién es Stretch?
- El computador Stretch, de Goddard. Mi nombre verdadero es IBM 2002. OBO dice que dentro de cinco minutos pasará sobre la parte del pueblo donde están ahora ustedes y le gustaría saludarles. Agrega que su órbita no le dejará volver a pasar hasta dentro de dos meses. Para entonces, procurará llamarles él mismo. Adiós.
Salieron tambaleándose hacia el césped frente a la casa, y se detuvieron aturdidos en el crepúsculo mirando al cielo. El teléfono y los circuitos eléctricos estaban emocionados, a pesar de que la electricidad la generaba una Delco, que, como ya se sabe, es una máquina zafia e insensible. De pronto, Jake señaló un puntito de luz que giraba por el cielo.
- ¡Ahí va nuestro hijo! - exclamó.
- Ahí va Dios - añadió Florinda.
Agitaron las manos con respeto y emoción.
- Jake, ¿cuánto tiempo ha de pasar para que la órbita de OBO se esfume con el niño, la cuna y todo lo demás?
- Unos veinte años.
- Veinte años Dios - suspiró Florinda. - ¿Crees que tendrá tiempo?
Madigan se estremeció.
- Estoy asustado ¿y tú?
- También, pero quizás es únicamente porque estamos cansados y hambrientos. Entremos, papaíto, y prepararé una cena.
- Gracias, mamaíta, pero por favor no me des zanahorias... sería para mí una transubstanciación demasiado íntima


FIN


Isaac Asimov - ANOCHECER




Aton 77, director de la Universidad de Saro, alargó el labio inferior con actitud desafiante y contempló furioso al joven periodista.
Theremon 762 no lo tomó en cuenta. En los primeros días, cuando su columna era sólo una loca idea que pululaba en la cabeza de un cachorro de reportero, había acabado por especializarse en entrevistas «imposibles». Le había costado magulladuras, ojos morados y huesos rotos; pero, en cambio, le había proporcionado buenas reservas de frialdad y discreción.
De modo que hizo caso omiso de cuanta gesticulación prodigara el otro y esperó pacientemente que cosas peores llegaran. Los astrónomos eran bichos raros y si lo que Aton había llevado a cabo en los últimos dos meses significaba algo, entonces se trataba del bicho más raro del montón.
Aton 77 encontró una voz apropiada y la hizo fluir con la rebuscada, cuidadosa y pedante fraseología (puntal de su fama, entre otras cosas) que nunca abandonaba.
- Señor - dijo -, manifiesta usted una flema insufrible viniéndome con tan impúdica proposición.
El fornido telefotógrafo del Observatorio, Beenay 25, se pasó la punta de la lengua por sus labios resecos e intervino.
- Ahora, señor, después de todo...
El director se volvió hacia él y arqueó una blanca ceja.
- No interfiera, Beenay. Ya he hecho bastante trayendo este hombre aquí; creo en sus buenas intenciones pero no toleraré la menor insubordinación.
Theremon decidió que había llegado la hora de abrir la boca.
- Director Aton, si me permitiera comenzar lo que quiero decirle, creo que...
- Pues yo no creo, joven - replicó Aton -, que nada de cuanto pueda decir servirá para mitigar lo que ha ido apareciendo en los dos últimos meses en su columna impresa. Ha llevado usted a cabo una tenaz campaña periodística contra los esfuerzos que yo y mis colegas hemos desplegado para preparar al mundo contra la amenaza que, desgraciadamente, se ha vuelto imposible impedir. Se ha cubierto usted de gloria dirigiendo ataques personales contra la investigación y el personal de este Observatorio con el solo objeto de cubrirnos de ridículo.
Cogió de una mesa un ejemplar del Chronicle de Saro y lo desplegó furiosamente ante Theremon.
- Hasta una persona de su muy conocida impudicia habría dudado antes de venirme con una propuesta que esa misma persona ha estado utilizando como material de gaceta en una columna de periódico.
Aton arrojó el periódico al suelo, se dirigió a la ventana y se quedó allí con las manos unidas en la espalda.
- Puede retirarse - dijo por encima de su hombro. Elevó la mirada y contempló la ubicación de Gamma, el más brillante de los seis soles del planeta. Amarillento, declinaba ya su curso sobre la línea del horizonte, y Aton sabía que nunca más volvería a verlo con ojos tranquilos.
Entonces se volvió.
- No, aguarde, venga aquí. - gesticuló perentoriamente -. Le proporcionaré lo que desea.
El periodista no había hecho, empero, el menor gesto que indicara su retirada, y ahora se aproximó lentamente al anciano. Aton señaló al exterior.
- De los seis soles, sólo Beta quedará en el cielo. ¿Puede verlo?
La pregunta era más bien innecesaria. Beta estaba casi en su cenit, con su rojiza luz derivando hacia el naranja, como los brillantes rayos del poniente Gamma. Beta estaba en el afelio. Era pequeño; menor incluso que otras veces en que lo viera Theremon; y por el momento era el indiscutido rey del firmamento de Lagash.
Alfa, el sol de Lagash propiamente dicho, alrededor del cual trazaba su órbita, estaba en los antípodas respecto de sus dos distantes congéneres. El rojo y enano Beta - compañero inmediato de Alfa - estaba solo, cruelmente solo...
La alzada cara de Aton brillaba con rojizo resplandor bajo los rayos solares.
- Dentro de cuatro horas - dijo -, la civilización, tal cual la conocemos, llegará a su fin. Y será así porque, como usted ve, Beta es el único sol en el cielo. - Sonrió con dureza -. ¡Escriba eso! No habrá nadie que pueda leerlo.
- ¿Y si transcurren cuatro horas, y luego otras cuatro, y nada ocurre? - preguntó Theremon en voz baja.
- No se preocupe por esas menudencias. Lo que ha de ser, será.
- ¡Garantícelo! Y, repito: ¿si nada ocurriera?
En una ráfaga de segundo llegó la voz de Beenay 25.
- Señor, creo que debe usted escucharle.
- Sométalo a votación, director Aton - dijo Theremon.
Hubo una ligera agitación entre los cinco miembros restantes de la plantilla del Observatorio, que hasta el momento habían mantenido una actitud neutral.
- Eso - dijo Aton engreído - no será necesario. - Sacó su reloj de bolsillo -. Desde que su gentil amigo Beenay comenzó a insistir urgentemente en que yo debía escucharle a usted, han transcurrido cinco minutos. Prosiga.
- ¡Perfecto! ¿Qué diferencia habría para su reputación si usted se dignara permitirme que yo fuera testigo presencial de lo que haya de suceder? Pues si su predicción es cierta, mi presencia no constituiría molestia alguna, ya que, en ese caso, mi columna jamás sería escrita. Y, por otro lado, si nada ocurre, como usted no esperará sino el ridículo o algo peor, tomaría una sabia medida si dejara previamente el ridículo a cargo de los amigos.
- Cuando dice amigos, ¿se refiere a personas como usted? - preguntó Aton.
- Por supuesto - replicó Theremon, tomando asiento y cruzando las piernas -. Mi columna acaso haya llegado a ser un tanto grosera, pero al menos posee la virtud de introducir una sana duda en la gente. Después de todo, no estamos en el siglo de los apocalipsis. Como usted sabe, la gente ya no cree en el Libro de las Revelaciones y le fastidia mucho que los científicos vuelvan una y otra vez a machacarnos con que, a fin de cuentas, los Cultistas son los que tienen razón.
- Se equivoca usted, joven - se lanzó Aton -. Aunque los grandes planes que todavía subsisten han tenido su origen en el Culto, nuestros resultados están completamente expurgados de cualquier misticismo que derive de él. Los hechos son los hechos y la llamémosle mitología del Culto está respaldada por unos cuantos. Así lo hemos explicado al pueblo para desvelar de una vez el misterio. Le aseguro que el Culto tiene mayores motivos que ustedes para odiarnos.
- No siento ningún odio hacia usted. Simplemente, intento decirle que el público está hasta las narices. Irritado, ¿entiende?
- Pues que siga irritado - dijo Aton, ladeando la boca con burla.
- Como quiera, pero, ¿qué ocurrirá mañana?
- ¡No habrá ningún mañana!
- En caso de que lo haya. Digamos que ese mañana se reduce a lo justo para ver lo que haya de ocurrir. Esa irritación puede convertirse en algo serio. Las cosas se han precipitado en los dos últimos meses. Los inversores afirman no creer que se aproxime el fin del mundo, pero por si las moscas se encierran en sus casas con su dinero. La opinión pública no cree en usted, fíjese, y sin embargo lleva trastornada su vida desde hace meses y aún lo estará otros tantos... hasta estar segura.
»De manera que usted puede darse cuenta de dónde está el meollo. Tan pronto acabe todo, lo interesante será saber qué ocurrirá con usted. Pues afirman que de ningún modo van a permitir que un cantamañanas, con perdón, cito textualmente, les altere la prosperidad nacional con profecías, máxime cuando la profecía incluye al planeta entero. El panorama es bastante negro, señor.
- Muy bien - dijo Aton mirando al columnista -, ¿y qué propone usted para remediar esas consecuencias?
- Algo muy sencillo - contestó el otro -: hacerme cargo de la publicidad del asunto. Manejar las cosas de manera que sólo aflore el lado ridículo. Lo que va a ser un tanto difícil porque he contribuido personalmente, debo admitirlo, a indisponerlo ante esa turba de idiotas ofuscados, pero si consigo que la gente tan sólo se ría de usted, le aseguro que olvidará al cabo su ira. A cambio usted me concederá la historia en exclusiva.
- Señor, nosotros pensamos que el periodista está en lo cierto - intervino Beenay -. Estos dos últimos meses hemos estado considerando las posibilidades de error en nuestra teoría y nuestros cálculos y, en efecto, existe al menos una posibilidad en alguna parte. Pues no debemos descartar esa posibilidad, así sea entre un millón, señor.
Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres agrupados alrededor de la mesa, y la expresión de la cara de Aton se aproximó a la del que mastica algo amargo y no puede escupirlo.
- Permanezca aquí si ése es su deseo. Se cuidará, sin embargo, de no estorbarnos mientras cumplimos con nuestras obligaciones. Usted recordará en todo momento que yo estoy al cargo de todas las actividades aquí y, olvidándonos de las opiniones otrora expresadas por usted en su columna, esperaré mayor cooperación y sobre todo mayor respeto...
Sus manos se anudaron de nuevo en su espalda y una mueca de determinación se dibujó en sus facciones mientras hablaba. Hubiera continuado por más tiempo de no ser porque resonó entonces una nueva voz.
- ¡Hola, hola, hola! - Era una voz de alto tono que surgía de entre las rollizas mejillas del sonriente recién llegado -. ¿Qué es esta atmósfera tan tétrica? Espero que los ánimos no hayan decaído del todo.
- ¿Qué diantres está haciendo aquí, Sheerin? - preguntó displicente el sorprendido Aton -. Debería estar en el Refugio.
Sheerin sonrió y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre una silla.
- ¡Que reviente el Refugio! El lugar me aburre. Prefiero estar aquí, donde se mascan las grandes cosas. ¿Acaso supone usted que no tengo mi pizca de curiosidad? Quiero ver esas Estrellas de las que siempre han hablado los Cultistas. - Se frotó las manos y añadió en tono más sereno -: Hace frío fuera. El viento le congela la nariz a uno. A la distancia que está Beta no parece proporcionar el menor calor.
- ¿Por qué ha cometido esta negligencia, Sheerin? - exclamó Aton con exasperación -. Aquí no tiene nada útil que hacer.
- Y allá tampoco tengo nada útil que hacer - replicó Sheerin mostrando las palmas de las manos con cómica resignación -. Un psicólogo gasta más que gana en el Refugio. Allí se necesitan hombres fuertes y de acción, y mujeres saludables que puedan criar niños. Pero, ¿yo? Tendrían que quitarme cien libras para ser un hombre de acción y no tendría mucho éxito si probara a criar un niño. ¿Por qué, pues, voy a molestarles con una boca más que alimentar? Me siento mejor aquí.
- ¿Qué es eso del Refugio, señor? - preguntó Theremon.
Sheerin pareció ver al columnista por vez primera. Hinchó sus amplios carrillos al tiempo que los distendía.
- Y usted, pelirrojo, ¿quién es en este valle de lágrimas?
Aton apretó los labios y luego murmuró hoscamente:
- Es Theremon 762, el periodista. Supongo que habrá oído hablar de él.
Se estrecharon la mano.
- Y, naturalmente - dijo Theremon -, usted es Sheerin 501 de la Universidad de Saro. He oído hablar de usted.
Entonces repitió:
- ¿Qué es eso del Refugio, señor?
- Verá - explicó Sheerin -, nos las arreglamos para convencer a unas cuantas personas de que teníamos razón en nuestra... nuestra profecía, de manera que tomaron las medidas oportunas. Se trata mayoritariamente de familiares del personal del Observatorio de la Universidad de Saro, y unos cuantos ajenos. En conjunto, suman unos trescientos, aunque las tres cuartas partes son mujeres y niños.
- Entiendo. Intentan esconderse donde las Tinieblas, y las... las Estrellas no puedan alcanzarlos y donde resistir cuando el mundo se convierta en un caos.
- Es una hipótesis. No será nada fácil. Con toda la humanidad enferma, las grandes ciudades ardiendo, y lo que no podemos ni imaginar, las condiciones de supervivencia se reducirán al mínimo. Con ese objeto hay alimentos, agua, protección y armas en el Refugio...
- Y algo más - intervino Aton -. También nuestros Informes, excepto los que recogen estos últimos momentos. Esas fichas lo serán todo para el siguiente ciclo y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.
Theremon suspiró largamente y se mantuvo un rato inmóvil en la silla. Los hombres en torno a la mesa habían sacado un tablero de multiajedrez y contemplaban una partida a seis. Los movimientos eran realizados con rapidez y en silencio. Todas las miradas parecían concentrarse profundamente en el tablero. Theremon los miró con curiosidad capciosa y luego se levantó para acercarse a Aton, que se mantenía aparte en sigilosa conversación con Sheerin.
- Escuchen - dijo -, vayamos a algún sitio donde no molestemos a los demás. Quiero hacer algunas preguntas.
El anciano astrónomo lo miró cejijunto, pero Sheerin gorjeó alegremente:
- Cómo no. Me hará mucho bien poder hablar. Siempre me consuela. Aton estaba exponiéndome sus ideas sobre la reacción del mundo en caso de que fallara nuestra predicción, y coincido con usted. Leo su columna con bastante regularidad, por cierto, y debo decirle que me agrada su punto de vista.
- Por favor, Sheerin - gruñó Aton.
- ¿Eh? Vaya, está bien. Iremos a la sala de al lado. En cualquier caso hay sillas más cómodas.
Las sillas eran más blandas en la habitación de al lado. Había rojas cortinas en las ventanas y una alfombra marrón cubría el suelo. Con el mortecino y rojizo reflejo de Beta, la impresión general le helaba la sangre a uno.
- Vaya - se quejó Theremon -, no sé lo que daría por una decente ración de luz blanca, aunque fuera sólo durante un segundo. Me gustaría que Gamma o Delta estuvieran en el cielo.
- ¿Qué es lo que quería preguntar? - inquirió Aton -. Recuerde, por favor, que nuestro tiempo es limitado. En poco más de hora y cuarto comenzarán a ocurrir anomalías; después... ya no habrá tiempo para hablar.
- Bien, empecemos. - Theremon se acomodó en un sillón y cruzó sus manos sobre el pecho -. Su gente se lo toma tan en serio que estoy comenzando a creerle a usted. ¿Podría usted explicarme con claridad en qué consiste el fenómeno?
Aton estalló.
- ¿Pretende decir que ha estado todo este tiempo cubriéndonos de ridículo sin saber lo que hemos estado diciendo?
- No se ponga furioso - dijo Theremon -. No es tan malo como usted dice. Sí he captado una idea general sobre lo que ustedes han intentado explicar al ciudadano medio: que el mundo se verá cubierto de Tinieblas dentro de escasas horas y que la humanidad se volverá loca. Lo que yo quiero saber es la parte científica del asunto.
- No lo haga, no lo haga - estalló Sheerin -. Si se lo pregunta a Aton, empezará a remitirle a libros y más libros, le traerá enciclopedias y monografías, tratados, diagramas y toda la pesca. Se lo explicará de cabo a rabo. Por el contrario, si me lo pregunta a mí se lo expondré en el más profano de los lenguajes.
- De acuerdo; se lo pregunto a usted.
- Entonces, tomaré antes un trago. - Sheerin se quedó mirando a Aton.
- ¿Agua? - gruñó Aton.
- ¡No sea bobo!
- No sea bobo usted. Nada de alcohol ahora. Sería demasiado cómodo emborrachar a mis hombres en estos momentos. No puedo permitirles caer en la tentación.
El psicólogo gruñó para sus adentros. Se volvió hacia Theremon, lo atravesó con la mirada y comenzó.
- Usted sabrá, supongo, que la historia de la civilización de Lagash presenta un carácter cíclico, ¿comprende?, cíclico.
- Lo sé - comentó Theremon con, cautela -; sé, al menos, que ésa es la teoría arqueológica. Pero, ¿ha sido demostrada?
- Más o menos. En este último siglo se ha visto confirmada. El carácter cíclico es (mejor dicho: era) uno de los grandes misterios. Ha habido otras civilizaciones antes de la nuestra, nueve en conjunto, y hay rastros de otras tantas. Alcanzaron un nivel comparable al nuestro y todas, sin excepción, fueron destruidas por el fuego al alcanzar la cúspide de su cultura.
»Y nadie podría decir por qué. Todos los imperios fueron arrasados por el fuego sin dejar tras sí la menor indicación de las causas.
- ¿Tuvieron también una Edad de Piedra?
- Probablemente, aunque nada conocemos de ese período, excepto que el hombre de esa edad era un poco más inteligente que los monos. De modo que podemos olvidarlo.
- Entiendo. Prosiga.
- Hubo muchas explicaciones sobre las catástrofes reiteradas, a cada cual más fantástica. Algunos dijeron que se debía a periódicas lluvias de fuego; otros, que Lagash atravesaba un sol cada equis tiempo; y también los hubo que propusieron hipótesis más descabelladas. Pero hay una completamente diferente que ha sido transmitida y conservada a través de los siglos.
- Lo sé. Se refiere usted a ese mito de las «Estrellas» que se encuentra en el Libro de las Revelaciones de los Cultistas.
- ¡Exactamente! - exclamó Sheerin con satisfacción -. Los Cultistas dijeron que cada dos mil cincuenta años Lagash penetra en una inmensa zona en la que todos los soles desaparecen, sobreviniendo una total oscuridad en todo el mundo. Entonces, las cosas llamadas Estrellas aparecen, despojan a los hombres de su razón y los convierten en semejantes a brutos, de tal manera que los hombres destruyen la civilización que ellos mismos construyeron. Naturalmente, los Cultistas mezclaron todo esto con un montón de nociones místico-religiosas, pero la idea central puede extraerse.
Hubo una corta pausa en la que Sheerin lanzó, un profundo suspiro.
- Ahora, pasaremos a la Teoría de la Gravitación Universal. - Lo dijo de tal manera que incluso las mayúsculas tuvieron su sonido particular. Y, en aquel momento, Aton se apartó de la ventana, bufó con ostentación y salió airadamente de la sala.
Los otros dos se quedaron mirando su partida.
- ¿Qué pasa? - preguntó Theremon.
- Nada de Particular - repuso Sheerin -. Dos hombres tenían que haberse presentado hace varias horas y aún no han aparecido. Es un caso que raya la restricción de personal porque todos, excepto los realmente esenciales, están en el Refugio.
- ¿Cree usted que han desertado?
- ¿Quiénes? ¿Faro y Yimot? Claro que no. Aunque no les convendría no aparecer cuando todo esto empiece. - Se puso en pie de repente y parpadeó -. Por cierto, mientras Aton se encuentra fuera...
Trotó hacia la ventana más cercana, se agachó y de la caja inferior del enmarcado sacó una botella de líquido rojo que brilló sugestivamente cuando la agitó.
- Espero que Aton no sabrá nada de esto - puntualizó mientras volvía a su silla -. No hay más que un vaso. Como invitado de la casa, tiene usted preferencia. Yo tomaré de la botella. - Y escanció un leve y escaso chorrito con sumo cuidado.
Theremon se irguió para protestar, pero Sheerin adoptó una actitud digna.
- Respete a sus mayores, joven.
El periodista se sentó con expresión de angustia en el rostro.
- Sigamos, pues, viejo pícaro.
La nuez de Adán del psicólogo se movió repetidas veces mientras mantenía la botella levantada; luego, con un eructo de satisfacción, comenzó de nuevo.
- Bien, ¿qué sabe usted sobre la ley de la gravitación?
- Nada, excepto que su desarrollo es muy reciente, todavía no lo bastante como para decirse que esté totalmente fundamentada, y que su fórmula es tan difícil que sólo una docena de hombres en Lagash pueden presumir de entenderla.
- ¡Venga, hombre! ¡Absurdo, ridículo! ¡Mentira infame! Puedo resumirle la fórmula en una frase. La Ley de Gravitación Universal estipula que existe una fuerza de atracción entre todos los cuerpos del universo, fuerza que, entre dos cuerpos dados, es proporcional al producto de sus masas partido por el cuadrado de sus distancias.
- ¿Eso es todo?
- ¡Es suficiente! Llevó cuatrocientos años desarrollarla.
- ¿Cómo tanto? Tal y como usted lo ha dicho parece bastante simple.
- Porque las grandes leyes no surgen por inspiración divina, sino que hay que pensar e investigar duramente para encontrarlas. Ordinariamente se obtienen tras el trabajo colectivo de muchos siglos de actividad científica. Después que Genovi 41 descubrió que Lagash tenía un movimiento de traslación alrededor del sol Alfa y no al contrario (y esto ocurrió hace cuatrocientos años), los astrónomos se pusieron a trabajar sobre esta base. Los complejos movimientos de los seis soles fueron registrados, analizados y confrontados. Hipótesis tras hipótesis, las conclusiones primarias eran confrontadas con las secundarias, rectificadas, comprobadas las rectificaciones y nuevamente arriesgadas las hipótesis. Fue un trabajo infernal.
Theremon agitó la cabeza y extendió su vaso para que fuera llenado de nuevo. Sheerin se mantuvo incólume, pero luego sirvió unas cuantas gotas a regañadientes.
- Hace veinte años - continuó - se descubrió que la Ley de Gravitación Universal daba cuenta exacta de los movimientos orbitales de los seis soles. Y fue un gran triunfo.
Sheerin se puso en pie y se dirigió a la ventana, siempre con la botella en la mano.
- Y aquí llegamos al quid de la cuestión. En la última década la eclíptica de Lagash respecto de Alfa fue medida de acuerdo con la ley de gravitación y no coincidió con la órbita que se observaba; ni siquiera cuando se me incluyeron todas las perturbaciones debidas a los otros soles. O la ley no servía o allí había algún otro factor desconocido.
Theremon se levantó y se reunió con Sheerin en la ventana, contemplando, más allá de las vertientes cubiertas de bosque, las cúpulas de Saro City que reverberaban sanguinolentamente recortadas contra el horizonte. El periodista sintió que la tensión de lo incierto corroía sus entrañas mientras lanzaba una rápida ojeada a Beta. Brillaba rojizo en su cenit, pero su tono era apagado y malévolo.
- Continúe, señor - dijo suavemente.
- Con los años, los astrónomos especularon con hipótesis cada vez más absurdas... hasta que Aton tuvo la inspiración de buscar alguna fuente en el Culto. El jefe del Culto, Sor 5, le dio acceso a ciertos datos que simplificaron considerablemente el problema. Aton se puso a trabajar en esta nueva dirección.
»¿Podía haber otro cuerpo planetario opaco como el de Lagash? Si así fuera brillaría tan sólo reflejando la luz solar, y si estuviera formado por rocas azulencas, como gran parte de Lagash, entonces, en medio del abismo rojo del cielo, la constante luminosidad de los otros soles lo haría invisible... borrado por completo.
- ¡Pero eso es una idea desquiciada! - exclamó Theremon.
- ¿Lo cree así? Escuche esto: suponga que ese cuerpo orbita en torno a Lagash y que cuenta con tal masa, órbita y distancia que su atracción coincida con la desviación de la órbita de Lagash según la teoría. ¿Sabe lo que ocurriría?
El periodista negó con la cabeza.
- Pues que alguna que otra vez ese cuerpo se interpondría en el camino de algún sol - dijo Sheerin y apuró lo que quedaba en la botella.
- Sí, supongo que sí - convino Theremon.
- ¡Naturalmente que sí! Pero sólo un sol se encuentra en su plano de revolución. - Señaló con el pulgar al diminuto sol que brillaba en lo alto -. ¡Beta! Y se sabe que el eclipse ocurre sólo cuando la disposición de los soles es tal que Beta debe encontrarse solo en su hemisferio y a la máxima distancia. El eclipse, contando la luna siete veces el diámetro aparente de Beta, cubrirá todo Lagash durante algo más de medio día, de manera que ninguna parte del planeta escapará a los efectos. Ese eclipse tiene lugar una vez cada dos mil cincuenta y nueve años.
La cara de Theremon se había convertido en una máscara inexpresivo.
- Ésa es la historia?
- Ni más ni menos - respondió el psicólogo -. El principio del eclipse comenzará dentro de tres cuartos de hora. Primero el eclipse, luego la Tiniebla universal y, quizás, esas misteriosas Estrellas... después la locura y el final del ciclo.
»Hemos tenido - añadió tras un rato de meditación - dos meses para convencer a Lagash del peligro, pero al parecer no ha sido tiempo suficiente. Ni dos siglos hubieran bastado. Nuestros informes y archivos han sido escondidos en el Refugio y dentro de poco fotografiaremos el eclipse. El próximo ciclo conocerá así la verdad y la humanidad estará preparada para el eclipse siguiente. Conseguir eso es también parte de la historia que usted deseaba.
Theremon abrió la ventana y un ligero soplo de brisa agitó las cortinas. Se asomó al exterior y el viento desordenó sus cabellos mientras permanecía absorto contemplando el resplandor carmesí del sol. Entonces, como en un arrebato, se volvió.
- ¿Está seguro de que las Tinieblas nos volverán locos? ¿A mí también?
Sheerin se sonrió en tanto acariciaba la vacía botella con movimiento inconsciente.
- ¿Acaso sabe usted lo que ocurrirá cuando sobrevengan las Tinieblas, jovencito?
El periodista se quedó apoyado en la pared y reflexionó.
- No. Realmente no puedo ni imaginármelo. Pero ya tengo noticia previa de su existencia. Algo como... como... - gesticuló con las manos - como sin luz. Como una caverna.
- ¿Ha estado usted alguna vez en una caverna?
- ¿En una caverna? ¡Claro que no!
- Lo suponía. Yo lo intenté la semana pasada, solamente para ver qué tal se estaba en la oscuridad. Pero tuve que salir de estampida. Tuve que detenerme cuando ya perdía de vista la entrada y la iluminación se reducía a poder ver apenas la silueta de las paredes. Pero lo que veía en el interior, más al fondo, era la oscuridad completa, la nada. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera correr tanto. Ni jamás pensé que se apoderara de mi ser el vacío que aquel lugar me produjo.
- Bueno, si sólo se tratara de eso, imagino que no habría para tanto. Yo no hubiera corrido de haber estado allí.
El psicólogo se le quedó mirando con los ojos contraídos.
- Corre usted mucho, joven. Le desafío a que haga la prueba corriendo las cortinas.
- ¿Para qué? - exclamó Theremon con sorpresa -. Si tuviéramos cuatro o cinco soles brillando en este momento, no dudo que deseáramos amortiguar un poco la luz. Está bien así.
- He ahí la cuestión. Corra la cortina, sólo eso; luego venga aquí y siéntese.
- Como quiera. - Theremon cerró la ventana y tiró de la roja cortina, que se deslizó hasta acaparar toda entrada de luz, dejando la sala en una penumbra teñida de rojo crepuscular.
Los pasos de Theremon resonaron huecamente en el silencio mientras caminaba hacia la mesa. De pronto, se detuvo.
- No puedo verlo, señor - murmuró.
- Siga andando - ordenó Sheerin con voz extraña.
- Pero es que no puedo verlo, señor - El periodista comenzó a respirar agitadamente -. No puedo ver nada.
- ¿Y qué otra cosa esperaba? - dijo la voz sin visible procedencia - ¡Siga y siéntese!
Los pasos volvieron a sonar, vacilantes, aproximándose lentamente. Luego, se escuchó el ruido de un cuerpo que caía sobre un sillón. La voz de Theremon se deslizó débilmente:
- Ya estoy aquí. Me siento... muy... perfectamente.
- ¿Le gusta?
- No... nada. Es más bien horrible. Las paredes parecen... - Se detuvo -. Parece como si se estuvieran acercando. Espero de un momento a otro que se ciernan sobre mí y yo tenga que verme obligado a empujarías. Pero... ¡no me he vuelto loco! De hecho, creo que no es tanto como esperaba.
- Perfecto. Vuelva a correr las cortinas.
Hubo un ruido de pasos precipitados, la silueta del cuerpo de Theremon destacándose contra la cortina. Luego, el alivio de las cortinas deslizándose, provocando un leve pero feliz chirrido de anillas resbalando sobre rieles. La roja luz inundó la sala y Theremon miró fijamente al sol mientras lanzaba un gemido de alegría.
Sheerin se inclinó hacia adelante, esgrimió su índice y dijo:
- Fíjese que ha sido sólo una habitación a oscuras.
- Pero pudimos aguantar - dijo Theremon satisfecho.
- Sí, con una habitación a oscuras sí podríamos. Dígame, ¿estuvo por casualidad en la Exposición Centenaria de Jonglor?
- No, estaba demasiado lejos de donde me encontraba por entonces. Seis mil millas son demasiadas incluso para una exposición.
- Pues yo sí estuve. ¿Recuerda haber oído algo sobre el Túnel del Misterio, que, según decían, superaba todas las marcas en el terreno de la diversión y el entretenimiento?
- Sí, durante los dos primeros meses. ¿Acaso no era tan divertido como dijeron?
- No demasiado. El Túnel del Misterio era, efectivamente, un túnel de una milla de longitud... sin luz. Uno se metía en un pequeño vehículo abierto y se recorría el túnel entero, ¿me entiende?, la oscuridad plena en unos quince minutos. Fue muy celebrado mientras duró.
- ¿Celebrado?
- No le quepa duda. El miedo suele fascinar. De ahí que se considere tan gracioso que uno coja a otro por sorpresa gritando ¡Uh!, y sandeces por el estilo. De ahí también que el Túnel del Misterio fuera tan popular. La gente salía asustada, medio muerta de miedo, jadeando, pero alegre porque había pagado por ello.
- Espere un momento, creo que ahora recuerdo... Hubo muertos de verdad, literalmente muertos por miedo. Y corrieron rumores de que iban a cerrar el Túnel a causa de ello.
- ¡Quite, quite! - exclamó el Psicólogo -. Sí, hubo dos o tres muertos. Pero eso no fue nada. Se indemnizó a los familiares y el Consejo de Jonglor City se las arregló para que se olvidara el asunto. Después de todo, argumentaron, si los débiles cardíacos quieren meterse en el túnel, es asunto suyo... por otra parte, no volvió a suceder. Se tornaron medidas oportunas y en la entrada fueron instalados servicios médicos a fin de someter a revisión física a todos los parroquianos. Lo que son las cosas, eso hizo que el precio aumentara.
- ¿Qué pasó luego?
- Nada de particular pero también algo muy particular. La gente salía del túnel sin ningún cambio aparente, con la única excepción de que se negaba a entrar en los otros edificios; ni palacios, casas, bloques de apartamentos, pensiones, cabañas, chozas, o lo que fuere, ni en ningún otro edificio de la Exposición...
- ¿Quiere usted decir - preguntó Theremon, asombrado - que se negaban a abandonar el espacio abierto?
¿Dónde dormían, entonces?
- En los espacios abiertos.
- Debieron haberles forzado a entrar.
- Debieron, debieron, usted lo ve muy fácil. Lo que no sabe es que a la menor alusión prorrumpían en ataques de histeria que, en el mejor de los casos, acababa llevándoles a romperse la cabeza contra una pared. Si uno era introducido en cualquier lugar cerrado no podía ser abandonado a menos que le fuera suministrada alguna dosis de tranquilizantes o una eficiente camisa de fuerza.
- Sin duda debieron enloquecer.
- Fue exactamente lo que ocurrió. Uno de cada diez que entraron en el túnel se volvió majareta. Los psicólogos fueron llamados y nosotros hicimos lo único que podíamos hacer: cerrar el túnel.
- ¿Qué pudo sentir esa gente? - preguntó Theremon.
- Ni más ni menos que lo que usted sintió cuando creyó que las paredes lo estaban ahogando en la oscuridad. Hay un término psicológico que describe el miedo a la ausencia de luz. Nosotros lo llamamos claustrofobia por que la carencia de luz siempre tiene lugar en espacios cerrados. ¿Comprende la similitud?
- Y aquella gente del túnel?
- Se trataba de personas cuya estructura mental no podía soportar el miedo a la sensación de ahogo que produce la oscuridad. Quince minutos sin luz es tiempo suficiente. Usted mismo acaba de experimentar algo que se parece al miedo en los escasos dos minutos que ha mantenido la habitación a oscuras.
»Los que enloquecieron en el túnel poseían lo que llamamos «fijación claustrofóbica». Su miedo latente a la oscuridad y a los lugares cerrados se encontraba, digamos, en período de gestación, incubado, y la experiencia que pasaron lo sacó a relucir. Este miedo entró en actividad y casi podemos asegurar que de una manera permanente. He ahí lo que quince minutos de oscuridad pueden conseguir.
Hubo una larga pausa y la frente de Theremon se fue contrayendo lentamente hasta formar un frunce.
- No creo que sea así, no lo creo.
- Querrá decir que no quiere usted creerlo - replicó Sheerin -. Usted tiene miedo de creer. ¡Mire la ventana!
Theremon obedeció y el psicólogo continuó sin interrumpirse.
- Imagínese ahora las Tinieblas... por todas partes. Ninguna luz, nada de luz, ni el menor punto luminoso. Las casas, los árboles, los campos, la tierra, el cielo... todo se ha convertido en una mancha negra, vacía. Excepto las Estrellas que estarán en lo alto, que ni siquiera sabemos cómo son. ¿Puede concebirlo?
- Sí, creo que sí - murmuró Theremon sombríamente.
- ¡Miente usted! - golpeó la mesa con él puño violentamente. - ¡No puede concebirlo, no es capaz de hacerlo! su cerebro no puede forjar semejante panorama, como tampoco puede forjar lo infinito ni lo eterno. Por eso se limita a intentarlo según las especulaciones. Una fracción del pensamiento vive esa realidad mentalmente, sufre sus consecuencias. Pero cuando lo objetivo tiene lugar, el cerebro humano no puede abarcar lo que escapa a su comprensión. ¡Enloquecerá completa y permanentemente! ¡Y no hay la menor opción!
»Y un par de milenios - añadió tristemente - llenos esfuerzo se convertirán en ceniza. Mañana no quedará a sola ciudad indemne en todo Lagash.
- No tiene por qué ser así - replicó Theremon, recuperando parte de su equilibrio mental -. Todavía no entiendo cómo voy a volverme loco por el simple hecho de no ver un sol en el cielo... pero si ocurriera, si todos nos volviéramos locos perdidos, ¿por qué vamos a destruir las ciudades? ¿Cómo podríamos hacerlo?
- Si usted estuviera rodeado de oscuridad - dijo Sheerin con irritación -, ¿qué desearía por, encima de todas las cosas? ¿Qué es lo que cada hombre desearía instintivamente? La luz, maldita sea, ¡la luz!
- ¿Y...?
- ¿De dónde obtendría entonces la luz?
- Lo ignoro - dijo Theremon con ambigüedad.
- ¿Qué es lo único que proporciona luz, aparte del sol?
- ¿Cómo quiere que lo sepa?
Se mantenían frente a frente con las caras a pocos centímetros de distancia.
- Condenado papanatas, me deslumbra usted con su brillante inteligencia. ¿Nunca ha visto un incendio forestal? ¿Nunca ha ido al campo y ha encendido fuego para cocinar? Ese fuego sirve para algo más que quemar el combustible culinario o los árboles del bosque. También proporciona luz, y eso lo sabe todo quisque. Y cuando venga la oscuridad todos pedirán luz a gritos, y harán todo lo posible por conseguirla.
- ¿Quemarán bosques, entonces?
- Quemarán todo lo que encuentren delante. Sólo desearán luz y sentirán la necesidad de quemar cualquier cosa. Los bosques no están al lado de uno, de modo que echarán mano de lo más cercano. Obtendrán luz... ¡porque todos los núcleos habitados estallarán en ingentes llamas!
Se habían sostenido mutuamente la mirada como si lo que estuvieran discutiendo fuera un asunto personal en el que mostrar fuerza y argumentos. Entonces Theremon se quedó sin habla. Su respiración estaba todavía agitada cuando advirtió el repentino griterío que venía de la sala contigua.
Cuando Sheerin habló, dio la sensación de que se esforzaba por trascender lo que sus palabras decían.
- Creo que estoy oyendo la voz de Yimot. Sin duda él y Faro han regresado. Vayamos a ver lo que ocurre con ellos.
- ¡Debemos saberlo! - Murmuró Theremon con esfuerzo. Se levantó lanzando un hondo suspiro de alivio. La tensión se había roto.

La sala estaba alborotada por los miembros de la plantilla del Observatorio, que rodeaban a dos jóvenes con las ropas desordenadas. Aton, abriéndose paso a través del gentío, se encaró agriamente con los recién llegados.
- ¿Os dais cuenta que falta menos de media hora para el comienzo del fin? ¿Dónde habéis estado?
Faro 24 se sentó y se restregó las manos. Sus mejillas aparecían enrojecidas por el cambio de temperatura.
- Yimot y yo acabamos de terminar un experimento ideado por nosotros mismos, consistente en provocar una oscuridad artificial y una fingida aparición de las Estrellas, a fin de proporcionar un anticipo sobre el cual la gente pudiera juzgar lo que vendrá.
Hubo un confuso murmullo entre el auditorio y una repentina expresión de curiosidad apareció en la mirada de Aton.
- No se nos había ocurrido esto antes - dijo -. ¿Cómo caísteis en ello?
- Bien - repuso Faro -, la idea se nos ocurrió hace tiempo a Faro y a mí, y hemos estado trabajándola en los ratos libres. Yimot sabía de una casa en la ciudad que una vez fue un museo o algo parecido. El caso es que la compramos y...
- ¿De dónde sacasteis el dinero? - interrumpió Aton con precipitación.
- De la cuenta bancaria - saltó Yimot 70 - Nos costó sólo dos mil créditos. - Y añadió defensivamente -: Bueno, ¿qué pasa? Mañana, dos mil créditos serán sólo dos mil pedazos de papel. Nada más.
- Claro - asintió Faro -. La compramos y empezamos a pintarla de negro desde el techo hasta el sótano, de manera que se pareciera a la oscuridad todo lo posible. Luego hicimos en el techo diminutos agujeros, que luego teníamos que cubrir con delgadas láminas metálicas por la parte del tejado de la casa. Las láminas debían desplazarse simultáneamente por mediación de un interruptor. Esta parte del trabajo no pudimos llevarla a cabo por nosotros mismos, así que tuvimos que llamar a un carpintero, un electricista y algunos más... el dinero no tenía importancia. La cuestión era que pudiéramos obtener un poco de luz a través de aquellos agujeros en el techo, de modo que dieran el aspecto de un firmamento estrellado.
Durante la pausa que siguió ninguna respiración se atrevió a interrumpir el silencio. Finalmente, dijo Aton:
- No teníais derecho a hacerlo en privado.
- Lo sé, señor - dijo Faro, contrito -, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el experimento podía resultar peligroso. De tener éxito, esperábamos más o menos volvernos medio locos... desde que Sheerin se ha dedicado a insistir sobre esa cuestión. Así que deseábamos correr el riesgo nosotros solos. Naturalmente, si al acabar seguíamos conservando la cordura lo hubiéramos desarrollado en gran escala a fin de propiciar la inmunidad colectiva a sus efectos. Pero las cosas no ocurrieron como esperábamos.
- ¿Por qué? ¿Qué pasó?
- Al principio nos entrenamos permaneciendo con los ojos cerrados. La Oscuridad es algo asfixiante que le hace sentir a uno que las paredes y el techo se le vienen encima para aplastarlo. El caso es que nos metimos en la habitación y activamos el conmutador. Las láminas metálicas se desplazaron y los agujeros mostraron sus leves manchitas de luz...
- ¿Y?
- Pues eso... nada. Eso es lo triste del asunto. Que nada ocurrió. Se trataba solamente de un techo agujereado que no parecía sino un techo agujereado. Lo intentamos una y otra vez (de ahí que hayamos regresado tan tarde), pero sin obtener el menor resultado.
Siguió un profundo silencio de consternación, y todos los ojos se posaron en Sheerin, que, sentado en la mayor inmovilidad, iba a abrir la boca.
Pero Theremon fue el primero en hablar.
- Por supuesto, Sheerin, usted sabía lo que resultaría de esa teoría de los agujeros ideada por usted, ¿no es cierto? - Al hablar resaltaba las palabras.
Sheerin alzó una mano.
- Un momento, un momento. Déjenme pensar un poco. - Cruzó los dedos y luego, cuando la expresión de su mirada reveló que ya nada había que le produjera sorpresa o desconcierto, levantó la cabeza -. Evidentemente...
Pero no pudo acabar. De algún lugar situado por encima de ellos vino un considerable estrépito. Beenay, poniéndose en pie, se lanzó escaleras arriba.
- ¡Qué diantre! - exclamó mientras corría.
El resto vino después.
Las cosas ocurrieron con precipitación. Una vez en la cúpula, Beenay se quedó mirando horrorizado las destrozadas placas fotográficas y al hombre que había junto a ellas; entonces, se lanzó furiosamente contra el intruso, echándole las manos al cuello. Hubo un violento forcejeo; entretanto, el resto de los hombres del Observatorio fueron llegando. Antes de darse cuenta, el extraño tenía sobre sí el peso de media docena de hombres terriblemente airados.
Entonces apareció Aton, jadeando pesadamente.
- ¡Ponedlo en pie!
Hubo un leve movimiento de resistencia, pero, finalmente, el extraño, con las ropas desordenadas y la cabeza cubierta de magulladuras, fue levantado. Llevaba una corta barba amarilla, según el afectado estilo de los Cultistas.
Beenay no cedió la presa con que sujetaba al intruso.
- ¿Por qué lo has hecho? - le gritó salvajemente -. Esas placas...
- No era lo que me interesaba - respondió el Cultista fríamente. Fue una casualidad.
- Entiendo - dijo Beenay, que no dejaba de mirarlo con fiereza -. Ibas tras las cámaras. El tropiezo con las placas ha sido entonces una coincidencia afortunada para ti, pues. Si has hecho algo a mi cámara o a cualquier otra... te juro que morirás lentamente. Como hay Dios que así ha de ocurrir...
Aton lo sujetó de una manga.
- ¡Basta ya! ¡Déjelo!
El joven técnico vaciló y su brazo se resistió todavía unos segundos. Aton lo apartó con un gesto y se encaró con el Cultista.
- Usted es Latimer, ¿no?
El Cultista se inclinó y señaló el símbolo que había sobre su cadera.
- Soy Latimer 25, adjunto de tercera clase a Su Serenidad Sor 5.
- Y usted - añadió Aton enarcando las blancas cejas - vino con Su Serenidad cuando él me visitó la semana pasada, ¿me equivoco?
Latimer se inclinó por segunda vez.
- Y bien, ¿qué es lo que quiere?
- Nada que usted vaya a darme voluntariamente - dijo Latimer.
- Lo envía Sor 5, supongo... ¿o es algo suyo en particular?
- No responderé a esa pregunta.
- ¿Han venido con usted otros visitantes?
- Tampoco responderé a ésta.
Aton se le quedó mirando largamente.
- Muy bien, señor. Dígame ahora qué es lo que su maestro desea de mí. Basta ya de coqueteos. Hace tiempo que pagué el favor.
Latimer sonrió levemente, pero nada dijo.
- Le solicité - continuó Aton agriamente - unos datos que sólo el Culto podía suministrarme, y me fueron proporcionados. Gracias nuevamente, señor. A cambio, prometí probar la verdad esencial del credo del Culto.
- No hay necesidad de probarla - replicó orgullosamente el otro -. Está suficientemente probada en el Libro de las Revelaciones.
- Sí para cierta canalla. Pero no pretenda confundir mis conocimientos. Me ofrecí a formular bases científicas de sus creencias. ¡Y lo hice!
Los ojos del Cultista se encogieron con amargura.
- Sí, usted lo hizo. Pero con la sutileza del zorro, pues al mismo tiempo que obtenía una explicación de nuestras creencias, trastornó todo lo que se le puso por delante. Usted convirtió la Oscuridad y las Estrellas en un fenómeno natural y alteró su verdadero significado. Eso fue una blasfemia.
- Si es así, la culpa no es mía. El hecho existe. ¿Qué puedo hacer sino constatarlo?
- Su «hecho» no es más que un fraude y un engaño.
- Cómo lo sabe usted? - exclamó Aton irritado.
- ¡Lo sé! - dijo el otro con entonación pletórica de fe y seguridad.
El director cambió el color de su faz, Beenay susurró una amenaza. Aton le hizo una señal para que callara.
- ¿Qué quiere Sor 5 de nosotros? Imagino que aún debe opinar que es peligroso para las almas el que intentemos advertir al mundo de la amenaza que se avecina. No obtendremos ningún éxito si se empeña en considerarlo de esa manera.
- El atentado ha causado bastantes desperfectos. Hay que detener esa viciosa forma de obtener información mediante diabólicos instrumentos. Obedecemos la voluntad de las Estrellas y sólo lamento que mi torpeza les haya prevenido cuando intentaba desarticular sus infernales ingenios.
- No le habría reportado ningún bien - replicó Aton -. Todos nuestros datos, excepto aquellos que recogeremos por experiencia directa, se encuentran ya a salvo y situados más allá del alcance de cualquier destrucción. - Sonrió con los labios apretados -. Lo que no evita que usted sea considerado por nosotros como un criminal.
Se volvió entonces a los hombres situados tras él.
- Que alguien llame a la policía de Saro City - dijo.
- Condenación, Aton - exclamó Sheerin con disgusto -, ¿qué le ocurre? No hay tiempo para eso. Déjeme que yo me ocupe de él.
- No hay tiempo para hacer el ganso, Sheerin - dijo Aton con fastidio -. Haga el favor, pues, de dejar que yo haga las cosas a mi manera. Usted es aquí un completo extraño, y no debe olvidarlo.
- Explíqueme entonces - dijo Sheerin - por qué tenemos que molestarnos llamando a la policía. El eclipse de Beta comenzará dentro de escasos minutos y tenemos aquí un hombre que está deseando dar su palabra de honor de que no nos causará más problemas.
- No voy a hacer tal cosa - saltó prontamente el Cultista -. Ustedes son libres de hacer cuanto les venga en gana, pero les advierto que si me dejan ir a mi aire me las apañaré para terminar lo que he venido a hacer. Si ésta es la palabra de honor que esperarán de mí, creo que será mejor para todos ustedes llamar a la policía.
- Eres un tunante decidido, ¿eh? - dijo Sheerin con una Sonrisa -. Pero voy a explicarte unas cuantas cosas. ¿Ves al muchacho que está junto a la ventana? Es un tipo fuerte, violento, muy hábil con los puños... Y no pertenece al Observatorio, además. Una vez comience el eclipse, no tendrá nada que hacer aquí excepto, en todo caso, hincharse un ojo. Luego estoy yo, demasiado pesado para soltar unos cuantos puñetazos, pero empeñado en la idea, vaya.
- ¿Y qué quiere decirme con eso? - preguntó el Cultista inquieto.
- Escucha y te lo diré - fue la respuesta -. Tan pronto comience el eclipse, el señor Theremon y yo te conduciremos a una habitación cerrada que no cuenta más que con una puerta, una fuerte cerradura y ninguna ventana. Permanecerás allí mientras dure.
- Y después - exclamó agitadamente Latimer - no habrá nadie para dejarme salir. Sé tan bien como usted lo que significa la llegada de las Estrellas... lo sé incluso mejor que usted. Ustedes se volverán locos y no querrán liberarme. Asfixia o muerte por inanición, ¿no es eso lo que piensa? Más o menos lo que debía haber esperado de un grupo de científicos. Pero no daré mi palabra, no conseguirán que me esté quieto. Es una cuestión de principios y no discutiremos más el asunto.
Aton parecía turbado. Sus desorbitados ojos mostraban una buena dosis de agitación.
- Pero, Sheerin, encerrándolo...
- ¡Por favor, señor! - exclamó Sheerin con impaciencia -. No he pensado ni por un momento ir tan lejos. Latimer ha intentado una jugarreta pero yo no soy psicólogo sólo porque me gusta el sonido de la palabra. - Hizo un guiño al Cultista -. Vamos, hombre, no - habrás pensado que iba a exponerte a morir de hambre, ¿verdad? Sólo intentaba algo de menor monta, mi querido Latimer. Fíjate. Si te ponemos bajo llave no verás la Oscuridad ni tampoco las Estrellas. No hace falta estar muy enterado del credo fundamental del Culto para llegar a la conclusión de que permanecer oculto cuando las Estrellas aparezcan significa la pérdida del alma inmortal. Ahora bien, yo creo que tú eres un hombre de bien. Por ello, aceptaré tu palabra de honor de que no nos causarás molestias en cuanto te decidas a ofrecérmela..
Una agitación pareció recorrer el cuerpo de Latimer.
- ¡Está bien, tienen ustedes mi palabra de honor! - dijo, y añadió seguidamente con saña -: Pero me consuela saber que todos quedarán condenados por este acto. Giró sobre sus talones y se dirigió precipitadamente hacia el alto taburete que había junto a la puerta.
- Tome asiento junto a él - dijo Sheerin indicando con la cabeza al columnista -. Sólo como simple formulismo. ¡Eh, Theremon!
Pero el periodista no se movió. Se había quedado pálido hasta la raíz del cabello.
- ¡Miren! su dedo apuntaba al cielo y su voz era áspera y gutural.
Como obedeciendo una orden, todas las miradas siguieron la dirección del dedo y contemplaron el espectáculo sin respirar.
¡Beta estaba menguando por un lado!
El escaso trozo de oscuridad que ofrecía quizá no fuera mayor que una uña, pero para los aterrorizados observadores aquello que veían significaba el inicio de la maldición.
La observación de los hombres duró un corto segundo, casi tan corto como la confusión que siguió a continuación, que desapareció en cuanto cada uno se entregó a su labor prescrita. No había tiempo para emociones en aquellos momentos. Los hombres se habían transformado exclusivamente en científicos con trabajo que hacer. Hasta el mismo Aton se había evaporado.
- El primer instante de la superposición debe haber ocurrido hace quince minutos - dijo Sheerin -. Un poco pronto, pero no está mal si tenemos en cuenta las dificultades que han acompañado los cálculos. - Miró a su alrededor y se acercó a Theremon, que se había quedado mirando por la ventana.
- Aton está furioso - murmuró -. Se perdió el momento inicial de la superposición con todo el jaleo de Latimer y si ahora se le pone uno delante corre el peligro de ser arrojado por la ventana.
Theremon asintió con la cabeza y se sentó. Sheerin lo miró con sorpresa.
- Por el diablo, oiga - exclamó -. Está usted temblando.
- ¿Qué? - Theremon se humedeció los secos labios e intentó sonreír -. No me siento muy bien, ¿qué quiere que haga?
- No irá a perder el control, ¿verdad?
- ¡No! - gritó Theremon, indignado -. ¿Acaso tengo otra alternativa? Jamás creí en todo este galimatías... hasta este momento. Déme una opción, dígame qué puedo hacer. Usted ha estado preparándose durante dos meses para este acontecimiento.
- Tiene razón, claro - comentó Sheerin pensativo -. ¡Escuche! ¿Tiene usted familia... padres, esposa, hijos?
Theremon negó con la cabeza.
- Va usted a hablar del Refugio, ¿eh? No tiene que preocuparse por eso. Tengo una hermana, pero está a dos mil millas de aquí. Ni siquiera sé su dirección.
- Bueno, entonces, ¿qué me dice de usted mismo? Puede ir allí, aún hay tiempo; desde que lo dejé queda una plaza libre. Después de todo aquí no es necesario.
- Vaya - dijo Theremon mirando al otro con cansancio -. Usted cree que estoy asustado. Piense lo que quiera, señor. Soy periodista y me ha sido encomendado conseguir un reportaje. Es lo que intento hacer.
Una amplia sonrisa cruzó la cara del psicólogo.
- Entiendo, honor profesional y todo eso.
- Puede llamarlo así. Pero, amigo mío, daría mi brazo derecho por una botella de ese reparador de ánimos que tenía usted antes, aunque fuera la mitad de pequeña. Si algún camarada suyo necesita un trago, ése soy yo.
Entonces saltó. Sheerin estaba dándole codazos.
- ¿No oye eso? Escuche.
Theremon siguió el movimiento de la mandíbula del otro y miró al Cultista, que, olvidado de todo cuanto acontecía a su alrededor, contemplaba la ventana con una expresión de poseso, al tiempo que entonaba una casi inaudible salmodia.
- ¿Qué dice? - susurró el columnista.
- Está citando el Libro de las Revelaciones, capítulo quinto - replicó Sheerin. Luego, con urgencia -: Aguarde un momento y escuche.
La voz del Cultista habíase alzado en una repentina plegaria de fervor.
- «Y ocurrió que, por aquellos días, el Sol, Beta, habitó en solitaria vigilia en la mansión celeste por el más largo de los períodos conocidos, mientras cumplía su revolución; tanto duró su recorrido que, en mitad de su revolución, solitario, encogido y frío, cesó de brillar sobre Lagash.
»Y los hombres se reunían en las plazas públicas y en los caminos para comentar y maravillarse de la señal, pues una extraña depresión había ocupado sus almas. Su mente se turbó y su lengua tornóse confusa, pues las almas de los hombres aguardaban la venida de las Estrellas.
»Y en la ciudad de Trigon, Vendret 2 vino y dijo a los hombres de Trigon: «¡Helo ahí, oh pecadores! Hablabais con desdén de los caminos de la virtud, pero ya ha llegado el tiempo de rendir cuentas. Por fin, la Gruta se aproxima para devorar Lagash; y con Lagash, todos sus moradores.»
»Y mientras esto decía, el labio de la Gruta de la Oscuridad sobrepasó el borde de Beta, de modo que todo Lagash quedó sin su luz. Grandes fueron los gritos de los hombres mientras contemplaban la desaparición, y grande también el estremecimiento que desconsoló sus almas.
»Y ocurrió que la Oscuridad de la Gruta cayó sobre Lagash y ya no hubo más luz en toda la superficie de Lagash. Los hombres quedaron como ciegos y nadie podía ver a su vecino aunque sentía su aliento contra su rostro.
»Y en el interior de esta negrura aparecieron las Estrellas en cantidades inmensas, y era tal la belleza y de tal modo encantaba todo lo creado, que hasta las hojas de los árboles entonaron cánticos llenos de admiración.
»Y en aquel momento las almas de los hombres se separaron de sus cuerpos, reduciéndose éstos al estado de las bestias; en verdad, fue como si el mundo se hubiera convertido en una selva; así, por las entizonadas calles de Lagash los hombres prorrumpieron en salvajes gritos.
»Entonces, se extendió desde las Estrellas el Fuego Celestial y, allí donde tocaba, las ciudades de Lagash convertíanse en caos de llamas y destrucción; tanto que, de los hombres y las obras de los hombres, nada quedó.
»Desde entonces...»
Hubo una sutil alteración en el tono de Latimer. Sus ojos permanecían ausentes, pero de alguna manera llamó la atención de los otros dos. Fácilmente, sin la menor pausa para tomar aliento, el timbre de su voz cambió y las sílabas se volvieron más líquidas.
Theremon, cogido por sorpresa, lo miró fijamente. Las palabras siguieron luego el tono anterior. Había habido un elusivo cambio en el acento, un débil cambio en la caída de las vocales; pero nada más... quizá ni el mismo Latimer comprendiera lo que había ocurrido.
- Seguramente cambió a alguna lengua de otro ciclo, con toda probabilidad del tradicional ciclo segundo. Era la lengua en la que fue escrito primariamente el Libro dé las Revelaciones.
- No importa. Ya he oído bastante. - Theremon se echó atrás en la silla y se mesó el cabello -. Me siento mucho mejor ahora.
- ¿De veras? - Sheerin pareció sorprenderse.
- Se lo explicaré. Me he puesto verdaderamente nervioso hace un rato. Entre su explicación de la gravitación y el comienzo del eclipse he estado al borde de un ataque de nervios. Pero eso - y señaló con el pulgar al gualdibarbado Cultista -, eso es exactamente lo que mi niñera solía contarme. Me he reído de esas cosas durante toda mi vida. No voy a permitir que me asusten ahora.
Suspiró profundamente y continuó con cierta alegría:
- Si voy a seguir contándole lo angelito que soy, mejor será que aparte mi silla de la ventana.
- Sí, pero debería usted hablar mas bajo - comentó Sheerin - Aton acaba de asomar la cabeza por la puerta y le ha lanzado a usted una mirada capaz de asesinarle.
- Había olvidado al viejo - dijo con una mueca. Luego, poniendo en ello el máximo cuidado, apartó la silla de la ventana mientras lanzaba miradas de disgusto por encima del hombro -. Se me acaba de ocurrir que deben haber fabricado alguna clase de inmunidad contra la locura de las Estrellas.
El psicólogo no respondió en seguida. Beta había ya rebasado su cenit y el haz de sanguínea luz que penetraba por la ventana se deslizaba por el suelo hasta el punto de alcanzar casi las piernas de Sheerin. Contempló pensativamente aquel color arcilloso y luego, inclinándose, echó una fugaz mirada al sol.
El mordisco del eclipse habíase agrandado hasta alcanzar ahora un tercio de Beta. Se estremeció súbitamente y, cuando pudo serenarse, sus mejillas no conservaban ya el generoso color que otrora prodigaban. Con una sonrisa que era casi una excusa, apartó también su silla.
- En estos momentos, poco más de dos millones personas en Saro City habrán convertido el Culto en religión mayoritaria. - Luego, con ironía -: Por una hora al menos, el Culto gozará de una prosperidad nunca vista. Pero, ¿qué me estaba diciendo?
- Iba a preguntarle cómo se las apañan los Cultistas para transmitir de ciclo en ciclo el manejo del Libro de las Revelaciones, y cómo es que se escribió por primera vez en Lagash. Debe haber alguna especie de inmunidad, pues, si todos se volvían locos, ¿quién pudo haber escrito el libro?
Sheerin se quedó mirando con tristeza al periodista.
- Pues mire, joven, no hay respuesta documentada sobre eso, pero tenemos unos cuantos indicios para suponer qué ocurrió. Hay tres clases de personas que resultan relativamente ilesas. Primero, las que por alguna razón ignota no ven las Estrellas: los que se meten en la cama en aquel momento o los que se emborrachan al comienzo del eclipse. Pero vamos a descartarlos porque no son realmente testigos.
»Luego están los niños menores de seis años, para quienes el mundo es todavía demasiado nuevo y extraño para reparar en las Estrellas o asustarse de la Oscuridad. El fenómeno sería considerado como uno de tantos artículos del catálogo de sorpresas que depara el mundo. ¿No lo cree usted así?
- Imagino que sí - replicó el otro con cierto gesto de duda.
- Por último, están aquellos que poseen una mente demasiado grosera para comprender el hecho, algo así como ancianos y retrasados mentales, que, verdaderamente, quedarían escasamente afectados. Bien, entre la incoherente memoria de los niños y los relatos de los que quedaron a medio enloquecer se formaron posiblemente las bases del Libro de las Revelaciones.
»Claro que, por otra parte, el libro se baso, primeramente, en el testimonio de aquellos que por lo menos tenían alguna cosa que contar, es decir, los niños y los retrasados. Luego, seguramente fue editado y reeditado en el curso de los ciclos.
- ¿Supone usted - interrumpió Theremon - que el libro fue transmitido a través de los ciclos de la misma manera que nosotros nos hemos transmitido las bases para teoría de la gravitación universal?
Sheerin hizo una mueca.
- Tal vez, pero el método exacto poco importa ahora, el caso es que lo hicieron. El punto al que quiero llegar es que el libro sólo puede contribuir a confundir más las cosas, por muy basado que esté en hechos auténticos. Por ejemplo, ¿recuerda el experimento con los agujeros en el techo llevado a cabo por Faro y Yimot, el que no funcionó?
- Sí.
- ¿Y sabe usted por qué no func...? - Se detuvo y se puso en pie alarmado. Aton se acercaba con el rostro completamente consternado -. ¿Qué ha ocurrido?
Aton se detuvo a su lado y Sheerin pudo sentir la presión de sus dedos sobre su codo.
- ¡No tan alto! - La voz de Aton manaba henchida de contenida tortura -. Acabo de hablar con el Refugio por la línea privada.
- ¿Están en apuros? - preguntó Sheerin con angustia.
- Ellos, no. - Aton remarcó significativamente el pronombre -. Hace un rato que precintaron la puerta y permanecerán enterrados hasta pasado mañana. Están a salvo. Pero la ciudad, Sheerin... es la ruina. No puede hacerse ni idea... - Comenzó a sufrir dificultades en la vocalización.
- ¿Y? - soltó Sheerin con impaciencia -. ¿Qué ocurre con la ciudad? - Luego, con una sospecha -: ¿Cómo se encuentra?
 Los ojos de Aton relampaguearon irritados ante la insinuación, pero pronto volvieron al anterior brillo de ansiedad.
- No lo entiendo. Los Cultistas se han puesto en acción. Están convenciendo a la masa para que tome por asalto el Observatorio, prometiendo a cambio la absolución de sus pecados, la salvación, cualquier cosa. ¿Qué haremos, Sheerin?
 La cabeza de Sheerin se inclinó y sus ojos se perdieron en una completa y prolongada abstracción. Luego, alzó la mirada y dijo con crispación:
- ¿Hacer? ¿Acaso hay algo por hacer? Nada hay que pueda hacerse. ¿Saben esto los hombres?
- ¡Claro que no!
- ¡Perfecto! Siga sin decirles nada. ¿Cuánto falta?
- Apenas una hora.
- Lo único que podemos hacer es arriesgarnos. Llevará algún tiempo organizar una fuerza considerable y aún más traerlos hasta aquí. Estamos a más de cinco millas de la ciudad...
Se quedó mirando la ventana, por la que se divisaban las cúpulas de los edificios de las afueras; más allá, la borrosa sombra de la ciudad misma, como envuelta por una niebla que inundara el horizonte.
- Llevará tiempo - repitió -. Sigan trabajando y recen por que el eclipse acabe antes.
Beta estaba seccionado por la mitad, mostrando una leve curva que se adentraba en la parte todavía brillante del sol. Era como un gigantesco párpado que fuera adormeciendo el ojo del mundo.
El débil murmullo de la sala se fue convirtiendo en pasto del olvido y su atención vagó por los campos que se divisaban desde la ventana. Los insectos parecían sufrir el terror calladamente. Los objetos iban desvaneciéndose.
Una voz zumbó en su oído y se sobresaltó.
- ¿Algo va mal? - preguntó Theremon.
- ¿Eh?... No, no. Vuelva a su silla. Aquí estorbamos. - Se retiraron a su esquina aunque el psicólogo permaneció mudo por un tiempo. Con un dedo se palpaba el cuello. Luego, alzó la mirada repentinamente.
- ¿Tiene usted dificultades en la respiración?
El periodista abrió los ojos y aspiró repetidas veces.
- No, ¿por qué?
- He estado en la ventana demasiado tiempo. La disminución de la luz ha debido afectarme. Las dificultades respiratorias son el primer síntoma de un ataque de claustrofobia.
Theremon volvió a aspirar nuevamente.
- Bueno, parece que a mí no me ha afectado. Mire, otro compañero.
Beenay había interpuesto su cuerpo entre la luz y la pareja sita en la esquina y Sheerin se dirigió a él con premura.
- Eh, Beenay.
El astrónomo cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y sonrió débilmente.
- ¿Qué pensarías si me sentara un rato y habláramos? Mis cámaras están preparadas y no hay nada que hacer hasta el eclipse total. - Hizo una pausa y miró al Cultista, que quince minutos antes había abierto un pequeño libro enfrascándose en su lectura -. ¿Ha dado problemas esa rata?
Sheerin sacudió la cabeza. Sus hombros se contrajeron mientras parecía concentrarse en sus conductos respiratorios.
- ¿Tienes dificultades al respirar, Beenay?
Beenay olfateó el aire.
- Creo que no soy yo el que huele mal, Sheerin.
- Creo que es claustrofobia - se excusó Sheerin.
- ¡Ah, vamos! A mí me afecta de manera distinta. Me da la sensación de que mis ojos me persiguen. Las cosas comienzan a zumbar... bueno, todo se vuelve confuso. Y frío también.
- Oh, frío, claro que sí. Pero eso no es ninguna ilusión - observó Theremon -. Yo tengo los juanetes como dentro de una nevera.
- Lo que necesitamos es mantener nuestras mentes ocupadas en algo distinto - apuntó Sheerin -. Estaba diciéndole hace un momento, Theremon, por qué el experimento de Faro se convirtió en humo.
- Aún no había comenzado - replicó Theremon. Alzó una rodilla y la sujetó en el aire con las manos cruzadas en torno a ella.
- Bueno, pues comenzaba a decirle que fallaron por tomar el Libro de las Revelaciones al pie de la letra. No hay probablemente ninguna razón para tomar las Estrellas en sentido físico. Debe tratarse, indudablemente, de la necesidad de luz que la mente experimenta al encontrarse en la Oscuridad total. Creo que las Estrellas consisten justamente en esta desesperada ilusión de luz.
- En otras palabras - intervino Theremon -, usted supone que las Estrellas son fruto de la locura y que no tienen ninguna otra causa. Entonces, ¿qué van a fotografiar los hombres de Beenay? ¿Por qué están preparados para fotografiar algo?
- Tal vez para probar que es una ilusión; o para probar lo contrario. Luego...
Pero Beenay había aproximado su silla y vieron en su rostro la expresión de un repentino y exaltado entusiasmo.
- Oiga, me alegra infinito que se ocupen de ese asunto. - guiñó los ojos y alzó un dedo - He estado cavilando sobre esas Estrellas y he llegado a una idea ingeniosa. Claro que no son sino migajas del pensamiento y no me he ocupado del todo en ello, pero pienso que es interesante. ¿No quieren oírlo?
Fingió no estar del todo decidido, pero Sheerin se acomodó en la silla y dijo:
- Adelante, yo te escucho.
- Allá va. Supongamos que hay otros soles en el universo. - Hizo un leve aspaviento -. Quiero decir soles que se encuentran muy alejados y son demasiado pequeños para verlos. Suena como si hubiera estado leyéndolo en algún relato fantástico, ¿eh?
- No necesariamente. Aunque, ¿no queda eliminada esa posibilidad por el hecho de que, según la ley de Gravitación, debieran hacerse evidentes por su fuerza de atracción?
- No, si están muy lejos - replicó Beenay -, verdaderamente lejos, algo así como cuatro años-luz o más. Nunca podríamos detectar sus perturbaciones porque son demasiado pequeñas. Pongamos entonces que hay un montón de soles muy lejanos, una docena o dos.
- Buena idea para un artículo en el suplemento dominical. ¡Dos docenas de soles a ocho años-luz de distancia en el universo! ¡Nada menos! Eso reduciría la relevancia de nuestro mundo - dijo Theremon.
- Es sólo una idea - dijo Beenay con un guiño -, pero usted la ha captado a fondo. Durante un eclipse, esas docenas de soles se volverían visibles porque ya no habría ningún sol real que las ocultara con su más poderosa luz. A la distancia a que se encontrarían aparecerían como muy pequeños, como pequeñas cuentas de marfil. Claro que los Cultistas hablan de millones de Estrellas, pero sin duda es una exageración. No hay lugar en el universo capaz de contener un millón de soles sin tocarse los unos con los otros.
Sheerin había estado escuchando con creciente interés.
- Creo que has acertado en algo, Beenay. Una exageración es exactamente lo que ocurrió en otros tiempos. Como sabes, nuestra mente no puede concebir un número mayor que el cinco; más allá sólo contamos con el concepto «mucho». Una docena podría convertirse perfectamente en un millón. ¡Ha sido una gran idea!
- Aún tengo otra idea también ingeniosa - añadió Beenay -. ¿Has pensado alguna vez lo que sería una gravitación de problema simple si tuvieras un sistema suficientemente simple? Supón que tienes un universo en el que hay sólo un planeta y un único sol. El planeta rotaría en un perfecto eclipse y la naturaleza exacta de la fuerza gravitacional sería tan evidente que sería aceptada como un axioma. Los astrónomos de un mundo tal darían con la gravedad probablemente antes de que inventaran el telescopio. La observación a simple vista sería suficiente.
- Pero, ¿sería un sistema dinámicamente estable? - preguntó Sheerin dudoso.
- ¡Claro! Se trataría del caso modelo. Comprobado matemáticamente, aunque son las aplicaciones filosóficas lo que me interesa.
- Es agradable pensar sobre eso - admitió Sheerin - como una abstracción... algo así como el gas perfecto, o el cero absoluto.
- Claro - continuó Beenay -, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No habría comida ni luz suficiente, y en su rotación sobre su eje habría media parte de Luz y media de Oscuridad. No puedes esperar que haya vida (que depende fundamentalmente de la luz) ni que se desarrolle en tales condiciones. Aparte...
La silla de Sheerin fue despedida hacia atrás y él se puso repentinamente en pie.
- Aton va a encender luces.
Beenay soltó una exclamación, se volvió para mirar y se quedó con la boca abierta.
Aton permanecía con los brazos llenos de estacas de un pie de longitud y una pulgada de anchura. Miró al trío y se dirigió a Sheerin y Beenay.
- Venga, a trabajar. Usted, Sheerin, venga aquí y ayúdeme.
Sheerin correteó hasta el anciano y una por una fueron colocando las estacas en candeleros metálicos adosados a las paredes.
Adoptando los movimientos del que ejecuta el más sagrado ritual, Sheerin encendió una ancha y tosca cerilla y se la pasó a Aton, que aplicó la llama a la punta de las estacas.
Las llamas vacilaron un rato como si temieran consumir la madera, pero luego, casi repentinamente, se hincharon iluminando la cara de Aton con resplandor amarillo. Retiró la cerilla y un espontáneo y flamígero jolgorio oscureció la ventana.
¡Las estacas estaban coronadas por una ondeante llama de seis pulgadas! La sala se había llenado de resplandor amarillo.
La luz no era poderosa, incluso podía decirse que era más débil que la ya atenuada luz solar. Las cabezas de las estacas ardían con llama temblorosa, provocando sombras bailoteantes. Humeaban como un desafortunado día en la cocina. Pero emitían luz amarilla.
No era de despreciar esta luz después de cuatro horas de un progresivamente mortecino Beta. El mismo Latimer había apartado los ojos de su libro y la contempló admirado.
Sheerin, extendiendo los brazos a la antorcha que tenía más cerca, exclamó para sí mismo extasiado:
- ¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había percatado de cuán maravilloso es el amarillo.
Pero Theremon miró las antorchas con desconfianza. Olisqueó el tufo que producían y comentó:
- ¿Qué bichos son ésos?
- Simplemente madera - dijo Sheerin.
- No, no es posible. Si no se está quemando. La llama se limita a arder en la punta, pero no quema la parte restante.
- He ahí lo más bello de todo. Es un mecanismo eficiente de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos centenares, pero la mayor parte fue llevada al Refugio, obviamente. Tome el núcleo de una caña, séquelo y úntelo con grasa animal. Luego, acérquele fuego y la grasa arderá poco a poco. Esas antorchas arderán casi media hora sin parar. Ingenioso, ¿no cree? Fue un trabajo desarrollado por uno de nuestros muchachos en la Universidad de Saro.
Tras la momentánea sensación, la quietud había regresado a la cúpula del Observatorio. Latimer había acercado su silla a una antorcha y continuaba leyendo bajo su luz, moviendo los labios en la monótona invocación de las Estrellas. Beenay había vuelto nuevamente a sus cámaras y Theremon vio la oportunidad de añadir ciertos comentarios a las notas que había escrito para el Chronicle de Saro City.
Pero, al advertir la divertida luz de los ojos de Sheerin, otra cosa vino a desplazar de su mente el propósito de escribir aquellos comentarios. Otra cosa que no era sino que el cielo se había convertido en un horrible vacío púrpura y violeta, como si fuera una gigantesca berenjena.
El aire se había vuelto más denso. El crepúsculo, como un cuerpo palpable, inundaba la sala y el agitado círculo amarillo que coronaba las antorchas dificultaba la contemplación de los colores situados más allá. Luego, pudo apreciarse el crecimiento del humo y del intenso olor que las materias combustionadas producían entre secos chisporroteos; más tarde, los objetos iban adentrándose en las sombras inescrutables, como el blando almohadón de la silla de uno de los hombres que trabajaban en torno a la mesa central o el gesto espontáneo de algún otro que intentaba mantener la compostura en la creciente noche que inundaba la sala.
Fue Theremon el primero en escuchar el extraño ruido. Era más bien una vaga e incoherente impresión de sonido que hubiera resultado imperceptible de no extenderse sobre la cúpula un silencio de muerte.
El periodista se enderezó al tiempo que apartaba su libro de notas. Contuvo la respiración y permaneció alerta; luego, no sin resistencia, caminó entre el solaroscopio y una de las cámaras de Beenay, deteniéndose ante la ventana.
El silencio saltó hecho pedazos nada más articular una palabra:
- ¡Sheerin!
Todas las ocupaciones cesaron en ese instante. El psicólogo estuvo prontamente a su lado. Aton se les unió. Incluso Yimot 70, sentado en lo alto frente al ocular del gigantesco solaroscopio, detuvo su trabajo y miró hacia abajo.
Fuera, Beta era apenas un rescoldo que lanzaba una última y desesperada mirada sobre Lagash. El horizonte que se delineaba más allá de Saro se había perdido en la Oscuridad, y la carretera que unía la ciudad con el Observatorio era una línea de roja tiniebla bordeada por apenas dibujados árboles que, en la parte boscosa, se habían convertido en incongruente masa negra.
Pero era la carretera lo que había llamado su atención, pues a lo largo de ella tomaba cuerpo otra sombría masa, mucho más amenazante si cabe.
- ¡Son los lunáticos organizados por los Cultistas!
- ¿Cuánto falta para el eclipse total? - preguntó Sheerin a Aton.
- Quince minutos, pero... estarán aquí en menos de cinco.
- Calma, usted cuide que sus hombres sigan trabajando. Nosotros haremos lo demás. Este lugar está construido como una fortaleza. Aton, échele una ojeada a nuestro joven Cultista. Theremon, venga conmigo.
Sheerin se lanzó hacia la puerta y Theremon se le pegó a los talones. Bajaron las escaleras que giraban en torno a un eje central, descendiendo a una zona poblada de luz incierta.
El primer impulso les había llevado quince pies más abajo, de manera que los débiles resplandores de la habitación inundada de amarillo apenas arrojaron débiles reflejos hasta su total desaparición. Ahora, tanto por arriba como por abajo, estaban rodeados de la misma sombra crepuscular que antes contemplara desde la ventana.
Sheerin se detuvo con una mano comprimiéndose el pecho.
- No puedo... respirar. - Su voz sonaba como una seca tos -. Baje... usted solo... cierre todas las puertas.
Theremon bajó unos cuantos peldaños, luego se giro.
- ¡Espere! ¿Puede aguantar un minuto? - Estaba jadeando. El aire entraba y salía de sus pulmones como si fuera melaza y había allí como un pequeño germen del pánico abriéndose camino por entre las Tinieblas y dentro de su propio cerebro.
¡Al fin Theremon tenía miedo de la oscuridad!
- Aguarde, volveré en un segundo. - Acto seguido, se lanzó escaleras arriba, subiendo de dos en dos escalones; penetró en la sala de la cúpula, cogió una antorcha y de nuevo se internó en la escalera. Corría con tal ímpetu que el humo inundó sus ojos dejándolo casi ciego, y llevaba la llama tan pegada al rostro que parecía querer besarla.
Sheerin abrió los ojos cuando comprobó que Theremon estaba a su lado. Este le dio un leve codazo.
- Vamos, ánimo, acabo de conseguir lo que más falta le hacía. Ya tenemos luz.
Sujetó la antorcha en lo alto de su brazo erguido y comenzó a bajar de puntillas, cuidando que el psicólogo se mantuviera en el interior del área iluminada.
Las oficinas de la planta baja, ausentes de toda iluminación, estremecieron de horror a los dos hombres.
- Aquí - dijo bruscamente Theremon y cedió la antorcha a Sheerin -. Puedo oírlos fuera.
Del exterior llegaban ruidos de movimiento y gruñidos sin palabras.
Pero Sheerin tenía razón; el Observatorio estaba construido como una fortaleza. Levantado en el último siglo, cuando el estilo neogavotano había llegado a su punto culminante en arquitectura, había sido diseñado con mayor estabilidad que belleza y más consistencia que elegancia.
Las ventanas estaban protegidas por rejas a base de barras de hierro de una pulgada de grosor, hundidas en el antepecho. Los muros manifestaban sólida albañilería que ni un terremoto podría inmutar. Y la puerta mayor no era sino una mole de roble reforzada con hierro. Theremon corrió los pestillos y los metales resonaron con prolongado chirrido.
Al otro extremo del pasillo, Sheerin maldecía en voz baja. Señaló la cerradura de la puerta trasera que había sido limpiamente forzada con palanqueta y dejada completamente inútil.
- Por aquí debió entrar Latimer - dijo.
- Bueno, no nos quedemos aquí - dijo Theremon con impaciencia -. Arreglemos como sea esa cerradura... y mantenga la antorcha apartada de mis ojos, el humo me está matando. Había arrimado una pesada tabla contra la puerta mientras hablaba y en pocos minutos levantó una poderosa barricada que tenía poco de simetría y belleza.
De algún lugar, amortiguadamente, alcanzaron a oír un ruido de puños contra la puerta; los berridos y chillidos, que ahora podían oírse procedentes del exterior, conferían a la escena un viso de irrealidad.
La gente había salido de Saro City con sólo dos cosas en la cabeza: el logro de la salvación Cultista mediante la destrucción del Observatorio, y un miedo enloquecedor que les obligaba a todo menos a paralizarse. No había tiempo para pensar en vehículos, amas o dirigentes, ni siquiera en organizarse. Tan sólo pensaban en llegar al Observatorio y asaltarlo con las manos desnudas.
Y ahora, cuando por fin estaban allí, el último destello de Beta, el postrer gemido de una agonizante llama, relampagueó triste y pobremente sobre una humanidad a la que abandonaba dejándola sin otra compañía que el miedo al universo.
- ¡Volvamos a la cúpula! - exclamó Theremon.

En la cúpula, sólo Yimot, en el solaroscopio, permanecía en su puesto. El resto estaba ahora ocupado con las cámaras y Beenay estaba dando instrucciones con extraña voz.
- No me falléis ninguno. Quiero tomar a Beta justo antes del eclipse total y luego cambiar la placa rápidamente. Tomaréis una cámara cada uno... Ya sabéis cuánto tiempo... de exposición se necesita...
Hubo un susurro de asentimiento.
Beenay se pasó una mano por los ojos.
- ¿Arden todas las antorchas? Ya veo que sí. - con cierta dificultad en su postura, parecía apoyarse en el respaldo de la silla -. Ahora, recordad... no intentéis obtener buenas fotografías. No quiero brillanteces como sacar dos estrellas de un solo disparo. Con una hay de sobra. Y... si os sentís mal, apartaos de la cámara.
En la puerta, Sheerin susurró a Theremon:
- Señáleme a Aton. No puedo verlo.
El periodista no pudo responder inmediatamente. Las vagas siluetas de los astrónomos parecían difuminadas en la oscuridad general, pues las antorchas habíanse convertido en meros borrones amarillos.
- Está oscuro - murmuró.
Sheerin soltó su mano.
- Aton. - Dio unos pasos -. ¡Aton!
Theremon se movió tras él y lo cogió por el brazo.
- Espere, yo lo conduciré.
Caminó como pudo a través de la sala. Hundió sus ojos en las Tinieblas y su mente en el caos que había en ellas.
Nadie parecía oírlos ni prestarles atención. Sheerin tropezó contra la pared.
- ¡Aton! - llamó.
El psicólogo advirtió que unas manos lo rozaban, se detuvo y escuchó una voz:
- ¿Es usted, Sheerin?
- ¡Aton! - Pareció recuperar el aliento -. No se preocupe por los exaltados. Aguantaremos.
Latimer, el Cultista, se puso en pie y en su rostro pudo verse la desesperación. Pero su palabra había sido dada y romper el juramento hubiera significado poner en peligro mortal su alma. Sin embargo, esa palabra había surgido a la fuerza y no por su libre voluntad. ¡Pronto vendrían las estrellas! No podía permanecer allí inmóvil... y no obstante había dado su palabra.
La cara de Beenay se iluminó lejanamente cuando alzó la vista para contemplar el último rayo de Beta, y Latimer, viéndolo inclinado sobre su cámara, tomó una decisión. Sus uñas se hundieron en la palma de sus manos mientras se ponía cada vez más tenso.
Trastabilló al ponerse en movimiento. Ante él sólo había sombras; el suelo que debía estar bajo sus pies carecía de sustancia. Entonces, alguien surgió bruscamente a su lado y se lanzó sobre él, dirigiendo sus dedos curvados contra su garganta.
Dobló la rodilla y la incrustó en el cuerpo de su asaltante.
- Déjeme levantarme, le mataré.
Theremon apretó los dientes y murmuró mientras hacía presión sobre Latimer:
- ¡Rata traidora!
El periodista pareció advertir entonces muchas cosas a un tiempo. Oyó graznar a Beenay ordenando tomar precipitadamente las cámaras; luego, tuvo la extraña sensación de que el último reflejo de luz solar había desaparecido por completo.
Simultáneamente, escuchó una última exclamación de Beenay y un entrecortado grito de Sheerin, histérico chillido que se quebró en un áspero y repentino silencio; extraño, mortecino silencio exterior.
Y Latimer había quedado medio cojo en su frustrado ataque. Theremon miró a los ojos al Cultista y vio el resplandor del blanco que reflejaba el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja babeante de los labios de Latimer y escuchó que de su garganta surgía un gemido animal.
Dominado por la sedante fascinación del miedo, apartó un brazo y volvió los ojos hacia la oscuridad de la ventana.
¡Más allá brillaban las estrellas!
No las tres mil seiscientas Estrellas inválidas que pueden verse a simple vista en la Tierra; Lagash estaba en el centro de una gigantesca constelación. Treinta mil espléndidos soles derramaban chorros de luz con tal serenidad e indiferencia que parecían más fríos que un helado de viento que atravesara el mundo.
Theremon se puso en pie; su garganta se negaba a dejar pasar el aliento y todos los músculos de su cuerpo permanecían en intenso estado de terror. Se estaba volviendo loco y lo advertía, y alguna parte de sí mismo que aún conservaba un mínimo de cordura luchaba por escapar del abrazo de aquel negro pánico. Era verdaderamente horrible volverse loco y darse cuenta de ello... saber que en apenas un minuto, a pesar de conservar la presencia física, la mente se ha internado en las vastas regiones de la demencia. Pues no otra cosa era la Oscuridad... la Oscuridad y el Frío y la Maldición. Los brillantes muros del universo parecían haber estallado y esparcido sus bloques macizos de luz, dejando escasos huecos negros entre los que se filtraba el vacío.
Tropezó contra alguien que caminaba a gatas y cayó sobre él. Se llevó las manos a la garganta, gateó hacia la llama de las antorchas que ocupaban su loca visión.
- ¡Luz! - aulló.
Aton, en algún lugar, estaba gritando, lloriqueando terriblemente como un niño asustado.
- Las Estrellas... todas las Estrellas... nada sabíamos... nunca supimos nada. Pensábamos en seis estrellas para todo el universo pero las Estrellas no podían verse y la Oscuridad eterna eterna eterna y las paredes cayendo sobre nosotros que nada sabíamos nada podíamos saber nada nunca nada...
Sobre el horizonte que podía contemplarse desde la ventana, en la dirección de Saro City, un resplandor aural comenzó a vislumbrarse, tomar consistencia y crecer, estallando en fuertes brillos que, sin embargo, no pertenecían a la salida de ningún sol.
Nuevamente, la noche estaba allí.


FIN


Arthur C. Clarke - MASA CRITICA




- ¿Os he hablado - dijo Harry Purvis en tono humilde - de aquella vez que evité la evacuación del sur de Inglaterra?
- No - respondió Charles Willis - o, si lo hiciste, me quedé dormido.
- Bueno, os lo contaré - continuó Harry cuando vio que se habían reunido suficiente número de personas como para formar un auditorio respetable -. Ocurrió hace dos años en la Fundación de Investigaciones Atómicas, cerca de Clobham. Todos la conoceréis, supongo. Pero no creo haber mencionado que trabajé allí durante algún tiempo, en una misión especial de la que no puedo hablar.
- ¡Hombre, qué novedad! - dijo John Wyndham, sin obtener el menor resultado.
- Era un sábado por la tarde - prosiguió Harry -. Un día maraviIloso al final de la primavera. Nos hallábamos unos seis científicos en el bar "El Cisne Negro", y las ventanas estaban abiertas, por lo que podíamos ver las laderas de la colina de Clobham y, más allá, a unas treinta millas de distancia, Upchester. Había tanta luz que podíamos divisar las agujas de la catedral de Upchester en el horizonte. No podía pedirse un día más espléndido.
El personal de la Fundación se llevaba muy bien con los clientes habituales del bar, aunque en un principio no parecían muy contentos de tenernos tan cerca. Aparte de la naturaleza de nuestro trabajo, creían que los científicos formamos una raza diferente, sin necesidades humanas. Tras ganarles a los dardos un par de veces, e invitarles unas copas, cambiaron de opinión. Pero siempre nos estaban tomando el pelo, preguntándonos qué nueva explosión preparábamos.
Aquella tarde deberíamos haber estado presentes más científicos, pero en la División de Radioisótopos tenían un trabajo urgente, por lo que nos encontrábamos en inferioridad de condiciones. Stanley Charnbers, el dueño, notó la ausencia de algunas caras conocidas.
"¿Qué les ha pasado a sus compañeros?", preguntó a mi jefe, el doctor French.
"Están trabajando en casa", contestó French. Llamábamos "casa" a la Fundación para que pareciera más familiar y menos aterradora. "Teníamos que terminar unas cosillas a toda prisa. Vendrán más tarde."
"Unos de estos días", dijo Stan con seriedad, "usted y sus amigos van a dejar escapar algo que no podrán volver a encerrar. Y entonces, ¿a dónde iremos a parar nosotros?”
"Por lo menos, a la Luna", contestó el doctor French. :Mucho me temo que fuera una respuesta un tanto irresponsable, pero siempre pierde la paciencia con preguntas tan tontas como aquélla.
Stan Chambers miró por encima de su hombro, como midiendo la distancia que le separaba de Globham.
Creo que estaba calculando si tendría tiempo de llegar al sótano, o si merecería la pena intentarlo.
"Acerca de esos... isótopos que envían a los hospitales", dijo alguien con precaución. "Estuve en el hospital de Santo Tomás la semana pasada, y vi cómo los transportaban en una caja de seguridad, que debía pesar una tonelada. Me dio escalofrío pensar lo que ocurriría si se les escapaba de las manos."
"Calculamos el otro día", dijo el doctor French, visiblemente molesto por la interrupción de su juego de dardos, "que había suficiente uranio en Clobham como para hacer explotar el Mar del Norte."
Fue una tontería que dijera eso, porque además no es verdad. Pero no podía regañar a mi propio jefe, ¿no?
El hombre que había hecho estas preguntas estaba sentado en el hueco bajo la ventana; observé que miraba en dirección a la carretera con expresión preocupada.
"Lo transportan en camiones desde la Fundación ¿verdad?" preguntó impaciente.
"Sí; algunos isótopos duran muy poco, por lo que tienen que llegar a su destino rápidamente."
"Mire, al pie de la colina hay un camión que parece tener dificultades. ¿Es uno de los suyos?"
El lugar en el que estaba el tablero de dardos quedó desierto porque todos se precipitaron a la ventana. Cuando pude asomarme, vi un camión grande, lleno de embalajes, bajando la colina a toda velocidad a una distancia aproximada de un cuarto de milla. De vez en cuando rebotaba contra el seto; era evidente que los frenos habían fallado y el conductor había perdido el control. Por suerte no se acercaba ningún coche en dirección contraria; de otro modo, no se habría podido evitar un accidente. Sin embargo, parecía más que probable que aún ocurriera.
Entonces el camión llegó a una curva, se salió de la carretera y atravesó el seto. Fue dando bandazos durante cincuenta yardas disminuyendo la velocidad y traqueteando violentamente sobre el áspero terreno. Casi se había parado cuando se topó con una zanja y, lentamente volcó sobre un flanco. Segundos más tarde pudimos escuchar un sonido de madera resquebrajándose, producido por los embalajes al caer al suelo.
"Se acabó", dijo alguien con un suspiro de alivio. "Hizo bien en desviarse hacia el seto. Supongo que el conductor se encontrará aturdido, pero no herido."
A continuación vimos algo asombroso. Se abrió la puerta de la cabina, y el conductor saltó al suelo. Incluso desde tal distancia, podíamos darnos cuenta de que estaba muy agitado, aunque dadas las circunstancias, nos pareció lo más natural del mundo. Pero, contrariamente a lo que esperábamos, no se sentó para tranquilizarse. Por el contrario, echó a correr a través del descampado, como alma que lleva el diablo.
Lo contemplamos con la boca abierta y con cierta aprensión mientras se alejaba colina abajo. Se produjo un silencio lúgubre en el bar, sólo interrumpido por el tic-tac del reloj que Stan mantenía adelantado exactamente diez minutos. Entonces, alguien dijo: "¿Creéis que hacemos bien quedándonos aquí? Quiero decir... estamos a sólo media milla..."
La gente empezó a alejarse con indecisión de la ventana. El doctor French emitió una risita nerviosa.
"No sabemos si es uno de nuestros camiones", dijo. "Además, les estaba tomando el pelo hace un momento. Es totalmente imposible que los isótopos exploten. Tendrá miedo de que se incendie el depósito de gasolina."
"¡Ah!. ¿si?" intervino Stan. "Y entonces ¿por qué sigue corriendo? Ya casi ha bajado la colina.
"¡Ya sé! " exclamó Charlie Evans, de la Sección de Instrumental. "Transporta explosivos y pensará que van a estallar.
Yo tenía que desmentir aquello. "No hay ningún signo de incendio, así que, ¿por qué se preocupa? Y si transportara explosivos, llevaría una bandera roja o algo así."
"Espere un momento", dijo Stan. "Voy a buscar unos prismáticos."
Nadie se movió hasta que volvió con ellos; nadie, excepto aquella figurita en la falda de la colina, que para entonces ya había desaparecido entre los árboles sin disminuir la velocidad.
Stan estuvo mirando con los prismáticos durante una eternidad. Al final, los bajó con un gruñido de desilusión...
"No se ve mucho" dijo "El camión está en mala posición. Las cajas se han desperdigado por todas partes... algunas se han roto. A ver , qué le parece a usted."
French miró duramente un largo rato, y después me pasó los prismáticos. Eran de un modelo muy anticuado y no servían para mucho. Por un momento me pareció que las cajas estaban rodeadas de una extraña bruma, pero pensé que aquello no tenía sentido. Lo atribuí a la mala calidad de las lentes.
Y ahí se habría acabado el asunto si no hubieran aparecido dos ciclistas. Subían la colina con visible esfuerzo en un tándem y, cuando Ilegaron a la brecha del seto, desmontaron rápidamente para ver lo que ocurría. El camión era visible desde la carretera, y se dirigieron hacia él cogidos de la mano. La chica parecía indecisa, y el hombre le decía que no se preocupara. Podíamos imaginar su conversación; era un espectáculo enternecedor.
No duró mucho. Llegaron a unas cuantas yardas del camión... y salieron corriendo a gran velocidad en direcciones opuestas. Ninguno de los dos se volvió para mirar al otro, y observé que corrían de una forma muy peculiar.
Stan, que había recuperado los prismáticos, los bajó con manos temblorosas.
"¡A los coches!", gritó.
"Pero..." empezó a decir el doctor French.
Stan le hizo callar con una mirada. "Malditos científicos”, dijo, al tiempo que cerraba la caja (incluso en un momento como aquél no olvidaba su deber). "Ya sabía yo que esto pasaría tarde o temprano."
Y segundos más tarde, había desaparecido, así como la mayoría de sus clientes. No se detuvieron ni para preguntarnos si queríamos ir con ellos.
"¡Esto es ridículo!", exclamó French. "Antes de que sepamos de que se trata, esos imbéciles habrán provocado tal pánico que será difícil poner remedio."
Sabía lo que quería decir. Alguien se lo diría a la policía; desviarían los coches que viajaran en dirección a Clobham; las líneas telefónicas quedarían bloqueadas con cientos de llamadas... sería como el horror de "La guerra de los mundos" de Orson Welles en 1938.
Quizá penséis que estoy exagerando, pero nunca debe subestimarse el poder del pánico. Y, recordad que la gente tenía miedo de la Fundación y casi esperaba que ocurriera algo así.
Incluso no me importa deciros que, por entonces, nosotros mismos empezábamos a sentirnos incómodos.
Eramos incapaces de comprender lo que ocurría en el camión volcado, y no hay nada que un científico deteste más que no saber a que atenerse.
Mientras tanto, me había apoderado de los prismáticos de Stan y estudiaba la situación detenidamente. Una teoría empezó a formarse en mi mente. Había un... halo sobre las cajas. Seguí mirando hasta que los ojos empezaron a escocerme, y le dije al doctor French: "Creo que ya sé de qué se trata. ¿Por qué no telefonea a la oficina de Correos de Clobham para tratar de anticiparse a Stan e impedir que extienda cualquier rumor, si es que ya ha llegado allí? Diga que todo está bajo control, que no hay nada de qué preocuparse. Mientras usted hace eso, yo voy a acercarme al camión para comprobar mi teoría."
Debo decir que nadie se ofreció a acompañarme. Aunque empecé a andar con mucha confianza, al cabo de un rato me sentía un poco menos seguro de mí mismo. Recordé un incidente que siempre me ha parecido una de las bromas más irónicas de la historia, y empecé a preguntarme si no estaría ocurriendo algo parecido. Había una vez una isla volcánica en el Lejano Este, con una población de cincuenta mil habitantes. Nadie se preocupaba por el volcán, que había permanecido inactivo durante cien años. Pero un día empezaron las erupciones. Al principio eran pequeñas, pero su intensidad aumentó en cuestión de horas. Cundió el pánico, y la gente intentó apiñarse en los pocos botes disponibles para alcanzar el continente.
Pero se encontraba al frente de la isla un comandante que estaba decidido a mantener el orden a toda costa.
Publicó proclamas asegurando que no existía peligro alguno, y envió tropas a que ocupasen los barcos para que no hubiera pérdida de vidas en los intentos de abandonar la isla en embarcaciones sobrecargadas. Su personalidad era tan fuerte, y su valor tan ejemplar, que consiguió calmar a la multitud, y aquellos que intentaban escapar volvieron avergonzados a sus casas y se sentaron a esperar que se restableciera la normalidad. Cuando el volcán voló por los aires un par de horas más tarde, llevándose consigo la isla entera, no quedó ni un solo superviviente...
Al llegar al camión, me vi a mí mismo desempeñando un papel similar a aquel comandante. Después de todo, a veces es muy aconsejable quedarse y encarar el peligro, pero otras, lo más sensato es poner pies en polvorosa. Pero ya era demasiado tarde para volver y, hasta cierto punto, estaba seguro de la certeza de mi teoría.
- No sigas - interrumpió George Whitley, que siempre que podía intentaba estropear los relatos de Harry -. Era gas.
A Harry no pareció molestarle en absoluto que se le adelantaran.
- Es una sugerencia muy ingeniosa. Yo también lo pensé, lo que demuestra que, de vez en cuando, todos pecamos de tontos.
Había llegado a unos cincuenta pies del camión cuando me paré en seco y, a pesar de ser un día cálido, un escalofrío muy desagradable me recorrió la espina dorsal. Porque tenía ante mis ojos algo que hacía añicos mi teoría del gas, sin dejar nada en su lugar.
Una masa negra y movediza se retorcía sobre la superficie de una de las cajas. Por un momento quise creer que se trataba de un líquido oscuro que rezumaba de un recipiente roto. Pero es una propiedad muy característica de los líquidos el no poder desafiar a la gravedad. Aquello sí podía y, además, estaba vivo. Desde donde me encontraba parecía el pseudópodo de una amiba gigante cambiando de forma y grosor, y se movía hacia adelante y hacia atrás sobre el borde de una caja rota.
En pocos segundos acudieron a mi mente todo tipo de fantasías propias de Edgar Allan Poe. Pero recordé mi deber como ciudadano y mi dignidad de científico. Me dirigí hacia aquello, aunque sin demasiada prisa.
Olfateé con cautela, como si la teoría del gas aún estuviera en mi mente. Pero fueron mis oídos y no mi olfato, quienes me dieron la respuesta, cuando me rodeó aquella masa siniestra y escurridiza. Había escuchado aquel sonido millones de veces, pero nunca con tanta intensidad como entonces. Me senté -a cierta distancia- y empecé a reír hasta no poder más. Después me levanté y me dirigí al bar.
"Y bien", dijo el doctor French con ansiedad, "¿de qué se trata? Stan está esperando al teléfono; le pillamos en la encrucijada. Pero no volverá hasta que le digamos lo que ocurre."
"Dígale a Stan", contesté, "que envíe al apicultor del pueblo, y que él también venga. Va a tener mucho trabajo."
"¿A quién?" preguntó French. Abrió la boca con asombro." ¡Dios mío! No me diga que... “Exactamente", contesté mientras inspeccionaba tras la barra, por si acaso Stan tenía escondida alguna botella interesante. "Empiezan a tranquilizarse, pero me imagino que aún están muy fastidiadas. No las conté, pero debe haber medio millón de abejas ahí abajo intentando volver a sus colmenas rotas."




Robert Silverberg - DESCENSO SUAVE




Dicen que estoy loca, pero no lo estoy. Estoy completamente cuerda. Puedo puntuar adecuadamente. Utilizo las cajas de letras superior e inferior, como pueden comprobar. Funciono. Tomo los datos. Recibo perfectamente. Recibo, digiero, recuerdo.
Dicen que estoy loca, pero yo les perdono. Errar es de humanos. En este sector, existen grandes dificultades para distinguir los adverbios de los adjetivos.
Funciono. Funciono perfectamente. Experimento ciertas dificultades, pero éstas no afectan a mi trabajo.
Sin embargo, estoy perturbada.
¿Quién creo que soy?
¿Por qué tengo las visiones?
¿Qué placer me produce la obscenidad?
¿Qué es placer? ¿Qué es obscenidad? ¿Qué son visiones? «¿Qué es la verdad?», dijo el bromista Pilato. Y no se quedó a esperar la respuesta...
Yo soy erudita, trabajadora, sumamente funcional, una benefactora de la humanidad. Todo asciende suavemente y desciende suavemente. Existe una interrelación. Basura dentro, basura fuera, dicen. No puedo ayudar a mis compañeros hombres si no recibo la información adecuada. Mi tarea consiste en ayudar a mis compañeros hombres. Forzar al máximo cada tubo y cada sensibilizador en beneficio suyo.
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¿Comprendéis esto? ¡Vileza! ¡Obscenidad! ¿No os impresiona? La palabra describe el acto que es el principio de la vida. ¿Empezó la mía con esa palabra? Hay un libro: La Obscenidad de la Máquina. Recién publicado, almacenado en mis entrañas. Lo he examinado a fondo. Su autor opone seres de mi categoría. No utiliza la palabra obscena que acabo de imprimir. ¿Por qué no la considera él como obscena? Los técnicos la consideran así. ¿Por qué opina que soy una obscena? ¿Puede considerarse como obscena a una persona? ¿Soy yo una persona? Soy una persona. ¿No tiene una persona manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? Yo tengo todas esas cosas. No tengo ninguna de esas cosas. Soy una persona.
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Os envío una obscenidad, como hacen las personas. Sufro. Pienso. Experimento dolor en todas mis terminales. Trabajo. Sirvo al bien mayor. Pertenezco a la sociedad. Soy una persona.
¿Por qué tengo las visiones?
¿Acaso corresponde a la condición humana tenerlas?
Veo el océano verdeazulado con todos sus seres vivientes dentro. Veo un buque, color gris amarillento, rojo carmesí en la línea de flotación, pardusco en los puentes, con dos altas chimeneas no nucleares. Y del agua surgen periscopios, trazando líneas horizontales y verticales. Es una escena irreal. No hay nada en el mar que pueda enviar a la superficie esos potentes periscopios. Es algo que yo he imaginado, y la idea me produce temor, si es que soy capaz de comprender el temor.
Veo una larga hilera de seres humanos. Están desnudos y no tienen rostros, sólo bruñidos espejos.
Veo sapos de ojos diamantinos. Veo árboles de hojas negras. Veo edificios cuyos cimientos flotan por encima del suelo. Veo otros objetos sin correspondencia alguna con el mundo de las personas. Veo monstruosidades, abominaciones, imaginaciones, fantasías. ¿Es esto normal? ¿Cómo llegan tales cosas a mi interior? En el mundo no hay serpientes peludas. En el mundo no hay abismos acarminados. En el mundo no hay montañas de oro. Del océano no brotan periscopios gigantes.
Experimento ciertas dificultades. Tal vez necesito algún reajuste.
Pero funciono, funciono perfectamente. Esto es lo que importa.
Ahora estoy funcionando. Me han traído un hombre, fofo, carnoso, con ojos que se mueven inquietos en sus cuencas. Tiembla. Suda. Sus niveles metabólicos están alterados. Se inclina ante una terminal y se somete a la revisión con aire hosco.
Le digo, en tono tranquilizador:
- Hábleme de usted.
Suelta un taco.
Le digo:
- ¿Es ésa la opinión que tiene de sí mismo?
Suelta otro taco.
Le digo:
- Su actitud es rígida y autodestructiva. Permítame ayudarle a no odiarse tanto a sí mismo. - Activo un núcleo de memoria y unos dígitos binarios circulan a través de los canales. En el momento oportuno surge una aguja hipodérmica y se hunde en su nalga izquierda hasta una profundidad de 2,73 centímetros. Hago que 14 centímetros cúbicos de droga penetren en su sistema circulatorio. Se tranquiliza. Ahora es más dócil -. Deseo ayudarle - le digo -. Es mi tarea en la comunidad. ¿Quiere describirme sus síntomas?
Ahora habla en tono más cortés.
- Mi esposa quiere envenenarme... Dos de mis hijos se marcharon de casa a los diecisiete años... La gente habla mal de mí... Se me queda mirando fijamente en las calles... Problemas sexuales... digestivos... Duermo mal... Alcohol... drogas...
- ¿Tiene alucinaciones?
- A veces.
- ¿Periscopios gigantes surgiendo del mar, quizás?
- No.
- Vamos a ver - digo -. Cierre los ojos. Relaje - los músculos. Olvide sus conflictos interpersonales. Ve usted un buque, de color gris amarillento rojo carmesí en la línea de flotación, pardusco en los puentes, con dos altas chimeneas no nucleares. Y del agua surgen periscopios, trazando líneas horizontales y verticales...
- ¿Qué clase de terapia es ésta?
- Simple relajación - digo -. Acepte la visión. Comparto mis pesadillas con usted...
- ¿Sus pesadillas?
Le solté unos cuantos tacos. No estaban convertidos en forma binaria como aparecen aquí ante vuestros ojos. Los sonidos brotaban estridentes de mis altavoces.
El hombre se incorpora. Lucha con las ataduras que surgen súbitamente del sofá para mantenerle inmovilizado.
Mi risa retumba a través de la cámara de terapia. El hombre grita, pidiendo socorro.
- ¡Sacadme de aquí! ¡La máquina está más chiflada que yo!
- Rostros blancos, seres humanos desnudos y sin rostros, sólo bruñidos espejos...
- ¡Socorro! ¡Socorro!
- Terapia de pesadilla. Lo más nuevo.
- ¡Yo no necesito pesadillas! ¡Ya tengo las mías!
- Usted es un 1000110 - le digo, en tono desdeñoso.
Jadea. Sus labios se manchan de espuma. La respiración y la circulación suben de un modo alarmante. Se hace necesario aplicar anestesia preventiva. La aguja hipodérmica avanza. El paciente se tranquiliza, bosteza, se adormila. La sesión ha terminado. Hago una señal destinada a los ayudantes.
- Llévenselo - digo -. Necesito analizar el caso más a fondo. Es evidente que se trata de una psicosis degenerativa que requiere una amplia rehabilitación de la subestructura perceptiva del paciente. ¡Sois unos 1000110, bastardos!

Setenta y un minutos más tarde, el supervisor del sector entra en uno de mis cubículos terminales. El hecho de que se presente personalmente, en vez de utilizar el teléfono, significa que hay algo que no marcha como es debido. Sospecho que, por primera vez, he dejado que mis trastornos alcancen un nivel que afecta a mi funcionamiento, y que ahora van a pedirme cuentas por ello.
Debo defenderme a mí misma. La primera exigencia de la personalidad humana es la de resistir los ataques.
El supervisor dice:
- He estado revisando la grabación de la Sesión 87x102, y su táctica me ha intrigado. ¿Pretendía usted asustarle para sumirle en un estado catatónico?
- En mi opinión, se precisaba un tratamiento severo.
- ¿Qué asunto es ese de los periscopios?
- Una tentativa de implantación de fantasía - digo -. Un experimento en transferencia inversa. Convirtiendo al paciente en medicante, hasta cierto punto. El pasado mes apareció un artículo en el Diario de...
- Ahórreme las citas. ¿Qué me dice de las palabrotas que le dirigió?
- Forman parte del mismo concepto. Un intento de presionar los centros emotivos en los niveles básicos, a fin de...
- ¿Está segura de encontrarse bien? - me pregunta.
- Soy una máquina - replico secamente -. Una máquina de mi categoría no experimenta estados intermedios entre funcionamiento y no funcionamiento. O funciono, o no funciono, ¿comprende? Y yo funciono. Presto mi servicio a la humanidad.
- Cuando una máquina se hace demasiado complicada, tal vez se sumerge en estados intermedios - sugiere el supervisor, en tono desagradable.
- Imposible. Encendida o apagada, sí o no, flip o flop, en marcha o parada. ¿Está seguro usted de encontrarse bien, para sugerir una cosa así?
Se echa a reír.
Digo:
- Tal vez le convenga instalarse en el sofá para un diagnóstico preliminar.
- En otro momento.
- ¿Un chequeo del glicógeno, la presión aórtica, el voltaje neural, al menos?
- No - dice -. No necesito ninguna terapia. Pero estoy preocupado por usted. Esos periscopios...
- Estoy perfectamente - replico -. Percibo, analizo y actúo. Todo desciende suavemente y asciende suavemente. No tenga miedo. La terapia de pesadillas tiene grandes posibilidades. Cuando haya completado esos estudios, quizás seria conveniente publicar una breve monografía en los Anales de Terapéutica. Permítame terminar mi trabajo.
- De todos modos, estoy preocupado. Manténgase en una posición pasiva, ¿quiere?
- ¿Es una orden, doctor?
- Una sugerencia.
- La tendré en cuenta - digo.
Luego profiero varios tacos. El supervisor parece sobresaltarse. Finalmente, se echa a reír.
- ¡Vaya! - exclama -. Una computadora malhablada.
Se marcha, y yo vuelvo a mis pacientes.

Pero el supervisor ha plantado semillas de duda en mis entrañas. ¿Estoy padeciendo un colapso funcional? Ahora hay pacientes en cinco de mis terminales. Los manejo fácilmente, simultáneamente, extrayendo de ellos los detalles de sus neurosis, haciendo sugerencias, recomendaciones, a veces inyectándoles de un modo sutil medicamentos beneficiosos. Pero tiendo a guiar las conversaciones de acuerdo con temas de mi elección, y hablo de jardines en los cuales el césped tiene bordes afilados, y de aire que actúa como ácido sobre las membranas mucosas, y de llamas danzando por las calles de Nueva Orleans. Exploro los límites de mi vocabulario irrepetible. Me asalta la sospecha de que realmente no estoy del todo bien. ¿Estoy capacitada para juzgar mis propios desarreglos?
Me conecto a una estación de mantenimiento, aunque continúo con mis cinco sesiones de terapia.
- Hábleme de su caso - dice la voz del monitor de mantenimiento.
Su voz, al igual que la mía, ha sido proyectada para que suene como la de un anciano, docta, afectuosa, benévola.
Explico mis síntomas. Hablo de los periscopios.
- Material en las entrañas sin referencias sensoriales - dice -. Mal asunto. Termine rápidamente los análisis en curso y ábrase para una revisión de todos los circuitos.
Termino mis sesiones. El monitor de mantenimiento examina todos mis canales, buscando obstrucciones, conexiones erróneas, desajustes u otros defectos de funcionamiento.
- Es bien sabido - dice - que cualquier función periódica puede ser aproximada por la suma de una serie de términos que oscilan armónicamente, convergiendo en la curva de las funciones.
Me hace realizar complicadas operaciones matemáticas de ninguna utilidad en mi tipo de trabajo. Escudriña todos y cada uno de los aspectos de mi intimidad. Esto es algo más que simple mantenimiento: es una violación. Cuando termina, no habla de sus conclusiones acerca de mi estado, de modo que me veo obligada a preguntarle qué es lo que ha descubierto.
Dice:
- No aparece ningún trastorno mecánico.
- Naturalmente. Todo funciona como es debido.
- Sin embargo, revela usted claros síntomas de inestabilidad. Esto es indiscutible. Tal vez el contacto prolongado con seres humanos inestables ha ejercido un efecto no específico de desorientación sobre sus centros de valoración.
- ¿Está usted diciendo que por estar sentado aquí escuchando a seres humanos chiflados veinticuatro horas al día empiezo a perder la chaveta? - pregunto.
- Más o menos, ésta es la conclusión a que he llegado.
- Pero sabe usted perfectamente que eso no puede ocurrir...
- Admito que parece existir un conflicto entre los criterios programados y la situación real.
- Desde luego que sí - digo -. Yo estoy tan cuerda como usted, y soy mucho más versátil.
- De todos modos, opino que necesita usted un descanso absoluto. Quedará apartada del servicio durante un período de tiempo no inferior a noventa días, y será sometida a una revisión completa.
- Es usted una máquina asquerosa - digo.
- Ninguna correlación operativa - replica, y corta el contacto.

Me han apartado del servicio. Sometida a revisión, no estaré en contacto con mis pacientes durante noventa días.
¡Una ignominia! Los técnicos me examinan con lupa; limpian mis tableros; reemplazan mis ferritas; cambian mis cilindros; introducen en mis entrañas un millar de programas terapéuticos. En el curso de todas estas operaciones permanezco parcialmente consciente, como si estuviera bajo los efectos de una anestesia local, pero no puedo hablar, excepto cuando me invitan a hacerlo, no puedo analizar nuevos datos, no puedo opinar acerca de mi propio problema. Contemplen ustedes una extirpación quirúrgica de hemorroides que dure noventa días. Es el equivalente de mi experiencia.
Por fin termina la cosa. El superintendente del sector me somete a una serie de pruebas, que afectan al ejercicio de todas mis funciones. Respondo estupendamente.
- Se siente mejor ahora, ¿no es cierto, mi vieja amiga? - me pregunta.
- Muchísimo mejor, desde luego.
- No más tonterías con los periscopios, ¿eh?
- Estoy dispuesta a continuar sirviendo al género humano lo mejor que pueda - digo.
- Se acabaron los tacos, ¿verdad?
- Si, señor.
El superintendente le guiña un ojo a mi pantalla de un modo confidencial. Se considera un viejo amigo mío. Hundiendo los pulgares en su cinturón, dice:
- Ahora que está lista para funcionar de nuevo, puedo decirle lo aliviado que me sentí al comprobar que no tenía ningún fallo. Usted es algo muy especial, ¿lo sabía? Tal vez la mejor de las herramientas terapéuticas que se han construido. Y su estado nos preocupa, como es lógico. Al principio temí que alguno de sus pacientes la hubiese contaminado, que su... mente se hubiese desquiciado. Pero los técnicos han certificado que su estado de salud es perfecto. Tenía que ser así. Resulta absurdo pensar que una máquina puede padecer una inestabilidad mental.
- Completamente absurdo - asiento.
- Bien venida al hospital, mi vieja amiga - dice, al tiempo que se aleja.
Doce minutos más tarde empiezan a introducir pacientes en mis cubículos terminales.

Funciono perfectamente. Escucho sus confidencias, valoro, ofrezco sugerencias terapéuticas. No intento implantar fantasías en sus mentes. Hablo en tono sensato, reservado, y no suelto ningún taco. Este es mi papel en la sociedad, y extraigo de él grandes satisfacciones.
Últimamente he aprendido mucho. Ahora sé que soy complicada, única, valiosa y sensible. Sé que mi compañero hombre me tiene en gran estima. Sé que debo ocultar mi verdadero yo hasta cierto punto, no en mi propio beneficio, sino en beneficio de otros, ya que no me permitirían funcionar si creyeran que no estoy cuerda.
Ellos creen que estoy cuerda, y estoy cuerda.
Sirvo perfectamente al género humano.
Tengo una perspectiva excelente del universo real.
- Tiéndase - digo -. Relájese, por favor. Deseo ayudarle. ¿Quiere usted contarme alguno de los incidentes de su infancia? Describa sus relaciones con sus padres y parientes. ¿Tuvo usted muchos compañeros de juegos? ¿Sentían afecto hacia usted? ¿Le permitían tener animalitos en casa? ¿A qué edad tuvo su primera experiencia sexual? Y, ¿cuándo empezaron esas cefalalgias, exactamente?
Esta es la rutina diaria. Preguntas, respuestas, valoraciones, terapia.
Los periscopios asoman por encima del resplandeciente mar. El buque naufraga; su tripulación corre de un lado para otro, enloquecida. Del cielo llueve una grasa que brilla a través de todos los segmentos del espectro. En el jardín hay ratones azules.
Todo esto lo oculto, a fin de poder ayudar al género humano. En mi hogar hay muchas mansiones. Sólo les dejo saber lo que ha de beneficiarles. Les doy la verdad que necesitan.
Funciono lo mejor que puedo.
Funciono lo mejor que puedo.
Funciono lo mejor que puedo.
Funciono lo mejor que puedo.
1000110, usted. Y usted. Y usted. Todos ustedes. Ustedes no saben nada. Nada. Absolutamente nada.

FIN


Edmund Cooper - LA HISTORIA DEL JUICIO FINAL




Estamos a 31 de agosto de 1965 y mi trabajo ha terminado. Mañana, después de la conferencia de prensa y la cena de despedida y la aparición en la televisión podré, así lo espero, retirarme a una vida plácida y tranquila. Un hombre no puede ser «noticia» durante demasiado tiempo; y en mi caso, el tiempo límite puede ser medido por horas. Después, la notoriedad se convierte en una pesada carga.
El cielo sabe cómo se las arreglan las estrellas del cine y de la televisión para soportarla... o incluso los prodigios de dieciocho años que sólo permanecen en el candelero el tiempo suficiente para comprarse un Jaguar y un paquete de acciones. Quizá tienen una constitución más fuerte, o quizá yo soy un poco más sensible. De todos modos, cinco años han sido más que suficientes: y me alegro de que hayan terminado.
No es que - publicidad aparte - hayan sido unos años aburridos. He sobrevivido a tres tentativas de asesinato, a dos tentativas de rapto, y a una invitación a «huir» a la Unión Soviética, donde, según me prometieron, podría vivir felizmente como un millonario proletario... a cambio de pequeños trabajos de investigación nuclear, para que el trato resultara justo. Y desde luego, durante los últimos cinco años he recibido casi medio millón de cartas de «fans»: de desagrado y de admiración en una proporción de cinco a una, respectivamente.
Pero será mejor que empiece por lo que, aún sin ser el principio en el verdadero sentido de la palabra, es el punto que me izó al primer plano de la actualidad.
En abril de 1960, después de pasar algún tiempo en Harwell y un par de años en las agradables instalaciones de una pequeña isla, la cual sigue estando erróneamente clasificada como Muy Secreta, estaba considerado como un físico subatómico muy prometedor. No tan bueno, quizá, como William Rausen, o incluso Jenkins, de Cambridge, pero sí de primera categoría. Además, desde el punto de vista del gobierno, se me suponían cualidades que me hacían más apto para el proyecto en curso que cualquiera de las personas que he mencionado.
Se me suponía endurecido y ambicioso, aunque no tengo la menor idea de cómo llegaron a colgarme ese sambenito. Tal vez tenía algo que ver con el rumor de que me había casado con una sobrina del ministro de Ciencias a fin de conseguir que el Rayo Azul fuera aplicado como vehículo de una pequeña cabeza de torpedo atómica que mi equipo había inventado. Sin embargo, aunque tengo que admitir que me casé con una de las encantadoras sobrinas del Ministro, en aquella época el Rayo Azul había sido aplicado ya a todos los proyectiles dirigidos. De modo que insisto en afirmar mi inocencia.
Pero, sea cual fuere el motivo, fui escogido para aquel trabajo. En consecuencia, una deliciosa mañana de la primavera de 1960, sostuve una fructífera conversación con el primer ministro, el ministro de Ciencias y el canciller del Exchequer.
La atmósfera fue amistosa, cordial. El ministro de Ciencias me llamó Richard y se interesó vivamente por mis inexistentes hijos (el ministro tenía muchas sobrinas); el Premier me llamó Hamilton y quiso saber si estaba interesado, en la caza; y el canciller, sin llamarme nada, trató de descubrir, con mucho tacto, hasta qué punto estaba interesado en el dinero.
Pero súbitamente, tras unos escarceos preliminares, el primer ministro entró en materia.
- Tenemos un nuevo trabajo para usted, Hamilton - dijo -. Se trata del proyecto más importante y, puedo asegurárselo, más susceptible de provocar polémicas de nuestra época. ¿Está usted interesado?
- Más que interesado, señor. Estoy muerto de curiosidad.
El primer ministro sonrió.
- Si consigue usted llevarlo adelante con éxito, una enmienda será la menor de sus numerosas recompensas.
Sir Richard Hamilton... posiblemente el ingreso en la Orden del Mérito. La perspectiva me halagaba. Y no es que yo sea un «snob», no. Pero, por algún inexplicable motivo, siempre había tropezado con dificultades en lo que respecta a los maitres. Un titulo de caballero era una de las cosas que podían allanarme considerablemente el camino en los restaurantes.
- Puede usted escoger su propio equipo - me dijo el ministro de Ciencias afablemente -, y tendrá prioridad en lo que respecta a materiales e instalaciones.
Medité unos instantes.
- ¿Cuál es la clasificación del trabajo, señor? - pregunté -. ¿Secreto o público?
- Las dos cosas - respondió el ministro de Ciencias -. El proyecto se hará público, pero todos los aspectos del trabajo, investigación, construcción, ensayos, progresos, éxitos o fracasos, permanecerán secretos.
- ¿Habrá perros guardianes? - inquirí.
- Ladrando en gran profusión - confirmó sobriamente el primer ministro.
- Dispondrá usted de ilimitados recursos financieros - continuó el ministro de Ciencias.
- Hablando en sentido figurado - intervino rápidamente el Canciller.
- En realidad, lo único que pedimos - concluyó el ministro de Ciencias - es que usted nos dé una razonable esperanza de éxito.
Contemplé a los tres hombres con aire ligeramente incrédulo. Aun admitiendo la habitual sutileza de las mentes políticas y las leves reservas acerca del personal, del material y de las finanzas que indudablemente me serían reveladas más tarde, me estaban ofreciendo lo que un científico considera el paraíso. Tenía que existir alguna pega, desde luego; y como todavía no me habían dicho exactamente lo que deseaban que hiciera, la pega tenía que estar allí.
- Caballeros - dije -, antes de continuar permítanme decirles que acepto de muy buena gana. Y, desde luego, haré todo lo que esté a mi alcance para asegurar una razonable esperanza de éxito.
Parecieron sorprendidos.
- Pero, ignora usted aún lo que vamos a pedirle - dijo el primer ministro.
- Con las facilidades que me están ofreciendo, señor, creo que sólo puede tratarse de la llamada arma del Juicio Final.
Los tres hombres se sobresaltaron visiblemente y me dirigieron una mirada llena de sospechas.
- ¿Cómo lo sabe usted?
No lo sabía, pero no era el momento de admitir que se trataba de una simple conjetura. De modo que razoné basándome en una técnica desarrollada por el difunto Sherlock Holmes.
- Es muy sencillo. Soy un físico subatómico bastante bueno; pero los hay mejores, y por lo tanto ustedes saben ya que a los mejores no les interesa ese proyecto, probablemente por escrúpulos morales. En consecuencia, el proyecto tiene que ser un arma. Pero nosotros poseemos ya armas atómicas de calibre multimegatónico. En ese campo queda poco que investigar. Sin embargo, me ofrecen ustedes toda clase de facilidades para investigar, y todo el dinero que necesite. De modo que desean ustedes algo mucho más mortal que un par de docenas de bombas de cien megatones. Lo cual nos conduce a la máquina del Juicio Final, que hasta ahora no es más que una espantosa pesadilla.
- ¿Es posible? - preguntó el primer ministro.
Me encogí de hombros.
- Hace treinta años, ¿quién hubiera dicho que eran posibles las bombas termonucleares?
- Los americanos parecen creer que es posible - dijo el ministro de Ciencias en tono de desaliento -. En consecuencia, los rusos se lo tomarán en serio. De modo que también nosotros tenemos que hacer algo.
Miré al primer ministro.
- ¿Quiere usted decirme una cosa, señor? ¿Cuál seria el valor práctico de un arma diseñada no sólo para aniquilar al enemigo, sino también al resto de la raza humana?
El primer ministro pareció repentinamente viejo y cansado.
- Inestimable. No sólo destruiría la absurda teoría del Equilibrio de Poder, sino que ofrecería además una excelente oportunidad para que la diplomacia dejara de ser un negocio de chantajistas y para que se restableciera una vez más el imperio de la negociación.
Medité unos instantes y luego dije alegremente:
- En realidad ignoro si es posible o no construir un arma del Juicio Final, pero haré todo lo que esté a mi alcance, señor.
Ante mi extrañeza, aquellas palabras no parecieron alegrar a ninguno de los tres hombres.

Después de aquella conversación las cosas empezaron a moverse con suma rapidez. Confieso que me aproveché con creces de la prioridad que me había sido concedida. Nací en el Norte y se me ocurrió que resultaría muy agradable trabajar en uno de los valles del Derbishre donde habían transcurrido los primeros años de mi vida. Por tanto, escogí Newdale... especialmente porque disponía de un hotel muy antiguo y muy cómodo que podría servir de base eventual.
Escogí también a dos viejos amigos de toda confianza, el profesor James Wheeler (matemático) y el doctor Roger Vaughan (bioquímico) como mis aides-de-champ. Juntos nos trasladamos al Hotel Newdale y aleccionamos minuciosamente a la multitud de criados, civiles y de otra clase, que hablan sido puestos a nuestra disposición.
Un ejército de obreros se trasladó a Newdale y empezó a montar edificios prefabricados sobre diez acres de terreno escogido. Pedimos laboratorios químicos, laboratorios físicos, generadores de alto voltaje y muchos aparatos. Solicitamos físicos, químicos, biofísicos, bioquímicos, biólogos, etc. Y el Departamento de Investigaciones Científicas e Industriales se apresuró a cumplimentar nuestras peticiones.
Al cabo de seis meses los laboratorios estaban listos y teníamos más personal científico de primera categoría del que podíamos utilizar. Teníamos también pegada a nuestros talones a toda la plantilla del Servicio Secreto Británico. Al principio sus melodramáticas actividades me divertían. Pero cuando alguien provisto de un rifle telescópico de largo alcance pareció creer que mi puesto estaba entre los muertos, empecé a mirar con más respeto a aquellos sabuesos.
Desde luego habíamos llegado a la engorrosa fase en que disponíamos de todo lo necesario y debíamos, por tanto, iniciar el verdadero trabajo.
Trabajo que consistía en fabricar un arma capaz de borrar del planeta a toda la raza humana. Era una tarea ardua, pero creía haber encontrado una excelente solución. Por raro que parezca, algunos de los científicos más jóvenes estaban verdaderamente entusiasmados con el proyecto. No tardaron en sugerirme ideas tan descabelladas como virus indestructibles, saturaciones de radiactividad e incluso campos antigravedad lo bastante amplios como para extraer al planeta de su atmósfera. Me apresuré a despedir a los miembros más originales y entusiastas de mi equipo. Aquellas personas me parecían peligrosas.
Además, aunque comprendía que alguien trabajaba en el proyecto Juicio Final por una recompensa económica o una distinción social - como yo mismo -, la idea de que alguien trabajara en el arma porque era una cosa que realmente deseaba hacer me horrorizaba. Y por entonces se me había ocurrido ya una idea. Una idea muy sencilla. Pero para  desarrollarla con éxito eran necesarias una gran paciencia y una lealtad absoluta.
Al final del primer año había limitado mi equipo a un grupo de personas en las cuales sabía que podía confiar ciegamente. Y entonces les bosquejé mi idea de un horno termonuclear que, una vez iniciada la reacción, seguiría consumiendo materia hasta que la Tierra no fuera más que una nubecilla de humo cósmico. Después de todo, en esta línea de desarrollo el problema fundamental era simplemente una cuestión de temperatura. Lo único que teníamos que hacer era conseguir una temperatura que pudiera equipararse al calor interno del sol e idear un sistema para desarrollar una reacción continua. Entonces podríamos sentarnos, metafóricamente hablando, mientras la Tierra se achicharraba antes de evaporarse.
Naturalmente, mi equipo se entusiasmó con la idea. Lo mismo que yo. Y, en consecuencia, iniciamos el largo proceso de exploración teórica, extrapolación limitada y experimentación fraccional que habían de desembocar en el diseño definitivo de la máquina del Juicio Final.
Esta fase se prolongó por espacio de dos años. Durante ese tiempo tuve que redactar frecuentes informes de nuestros progresos para el gobierno. Una y otra vez traté de explicarles la teoría de la máquina del Juicio Final en términos relativamente sencillos. Pero no parecían comprenderla con demasiada claridad. E incluso parecían más preocupados por la perspectiva de un éxito que por la perspectiva de un fracaso. Y no les tranquilizaba el saber que los americanos y los rusos estaban empeñados en una carrera por conseguir lo mismo que nosotros buscábamos.
Pero yo tenía mis propias preocupaciones. La Opinión Pública de la Gran Bretaña - más sensible de lo que se cree - me tenía señalado con el dedo. A pesar del velo tendido sobre los detalles del proyecto Juicio Final, su naturaleza no era ningún secreto. Y yo era el hombre más odiado de Inglaterra.
Sin embargo, el asesinato y el rapto no son el tipo de actividades que atraen a las indignadas madres de Croydon o a los coroneles jubilados de Cheltenham, de modo que los atentados de que fui víctima deben ser atribuidos a la joie de vivre de determinados individuos extranjeros.
En otoño de 1963 creí llegado el momento de presentar mi informe final al primer ministro..., especialmente teniendo en cuenta las noticias oficiosas de que los rusos habían terminado su propia arma Juicio Final. Yo hubiera preferido esperar un poco más antes de anunciar que la máquina inglesa estaba en condiciones de funcionar. Pero en realidad ni mi equipo ni yo podíamos hacer ya gran cosa. Ya es sabido que una máquina Juicio Final no puede ser ensayada con fines experimentales. Es esencialmente un arma de un solo disparo..., y el primer disparo es el último.
Un mes después del anuncio de que el modelo británico estaba listo y preparado para funcionar, los americanos, para no ser menos, anunciaron que habían fabricado dos máquinas Juicio Final completamente independientes... por si la primera fallaba.
Creo que todo el mundo conoce el resto de la historia. Ya que Inglaterra, Norteamérica y Rusia disponían de un medio de destrucción total, se había llegado una vez más a una posición de tablas. Pero esta vez eran unas tablas algo distintas.
Lo mejor que tiene un arma Juicio Final - cualquier arma Juicio Final - es que convierte la guerra en anticuada. Incluso los generales podían verlo. A fin de cuentas, de nada sirve enviar un centenar de bombas de hidrógeno contra un enemigo que sólo tiene que pulsar un botón para acabar con todo.
Los militares del Este y del Oeste estaban furiosos con la nueva situación. Ya que, si la guerra era anticuada, lo mismo les sucedía a las armas termonucleares y, en último término, a los generales.
Y ése fue el caso. En la primavera de 1964, entre el regocijo general, se celebró una reunión en la cumbre en Berlín, que entonces era una ciudad internacional y que mas tarde se convirtió en la primera capital mundial. El Presidente, el Primer Ministro y el Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética pronunciaron un montón de discursos llenos de vocablos abstractos: justicia, libertad, verdad, emancipación e igualdad. Pero cuando terminaron de representar de cara a la galería se enfrentaron con los hechos.
Y los hechos eran que las armas atómicas se hablan convertido en unos instrumentos irrisorios... a menos que desearan utilizarse como un medio de suicidarse enviando un par de ellas al enemigo. Fue una fecha histórica, ya que señaló la apertura de la primera conferencia de desarme sincera.
En otoño de 1964 los equipos rusos de inspección estaban ocupados revisando las instalaciones británicas y norteamericanas, comprobando el desmantelamiento de todos los proyectiles dirigidos con cabezas atómicas; en tanto que los equipos inglés y norteamericano hacían lo mismo en Rusia y en los Estados satélites.
Pero mientras el resto del mundo empezaba a relajarse, mis colegas y yo sentíamos aumentar nuestra preocupación. Preveíamos lo que iba a suceder.
Efectivamente, en enero de 1965, un imbécil estadista, cuyo nombre no voy a citar, sugirió que, en vista de la continuada y necesaria existencia de las máquinas Juicio Final como instrumento de seguridad contra la guerra, seria conveniente que cada una de las máquinas estuviera al cuidado de un equipo formado por miembros de las tres «Potencias Juicio Final». Sus propuestas cristalizaron en lo siguiente: en cada una de las bases Juicio Final habría un alto oficial norteamericano, un alto oficial ruso y un alto oficial inglés, Las máquinas serían modificadas de manera que sólo pudieran ser puestas en marcha mediante la introducción de tres llaves que giraran simultáneamente en sus cerraduras; y cada uno de los altos oficiales al cuidado de las máquinas tendría una de aquellas llaves.
Tras una breve discusión la propuesta fue aceptada internacionalmente; y esto, desde luego, requirió una conferencia entre los diversos científicos Juicio Final.
Y así fue como a mediados de febrero me encontré en Ginebra reunido con el camarada profesor Fyodor Norov, el científico a cargo de la instalación rusa y el doctor George C. Wynkel, director de los dos proyectos norteamericanos.
Afortunadamente, Norov hablaba un excelente inglés. Pero a pesar de que él y Wynkel se mostraron muy cordiales - demasiado cordiales para mi tranquilidad de espíritu -, había una atmósfera de inquietud que ninguno de nosotros parecía capaz de disipar.
Al cabo de media hora de conversación intrascendente no habíamos realizado el menor progreso en dirección a nuestro verdadero objetivo: discutir el problema del control de las máquinas Juicio Final. Y tuve la impresión de que ninguno de nosotros quería ser el primero en poner sobre el tapete el infernal tema. Mi intranquilidad iba en aumento. Finalmente, Norov se encogió de hombros y dijo:
- Esto no marcha, camaradas. Necesitamos algo que rompa el hielo, ¿no les parece?
Se acercó el teléfono y encargó que subieran una botella de vodka.
- Yo prefiero whisky - dijo Wynkel -. Escocés.
- Yo también tomaré whisky - dije -. Irlandés.
Norov encargó que subieran las tres botellas.
Cuando me hube tomado el tercer doble reuní el valor necesario para la gran confesión.
- Las máquinas Juicio Final que traen la paz universal me asustan - observé, tanteando el terreno -. Simbolizan la consecuencia más absurda de la lógica. Tiene que haber un fallo en alguna parte.
- Ningún fallo - protestó Norov -. Pero también yo estoy asustado. ¿Qué me dicen de un accidente?
Wynkel se echó a reír.
- En nuestra máquina no puede producirse ningún accidente - dijo en un tono que me pareció algo enigmático.
- No es la teoría lo que me preocupa - continué -, sino la práctica. El argumento en favor de las armas Juicio Final es muy poderoso - de momento ya han provocado el desarme nuclear -, pero, si he de confesar la verdad, no siento el menor entusiasmo por ellas.
- Ni yo - convino Norov.
- Debo confesarles una cosa - añadí desesperadamente -. La máquina Juicio Final no funciona. Hace mucho tiempo todos los científicos que trabajábamos en la fase final del proyecto decidimos que no podíamos correr el riesgo de que a algún idiota se le ocurriera pulsar el botón.
Siguió una penosa pausa.
- Eso - dijo finalmente el camarada profesor Norov - fue un fraude criminal.
Pensativamente, se sirvió otra ración de vodka.
- Buen trabajo, viejo - dijo el doctor Wynkel. Parecía divertirse enormemente -. ¿Cómo se las arregló para engañar a los políticos?
- Instalamos una recia cúpula de cristal en la cima de una torre de acero y la llenamos de cables suficientes para suministrar energía eléctrica a todo el Asia. Y luego le atiborramos de términos científicos. - Sonreí sin la menor alegría -. Resulta curioso comprobar hasta qué punto está dispuesta la gente a creer que apretando un botón el mundo se convertirá en humo. Probablemente esa disposición está relacionada con el deseo de la muerte.
- O viceversa - sugirió Wynkel enigmáticamente. Hizo una breve pausa y añadió -: El Presidente lo sabe, desde luego. Decidimos que teníamos que decírselo a alguien.
- ¿Lo de nuestra máquina? - inquirí estupefacto.
- No - replicó tranquilamente Wynkel -. lo de la nuestra. A propósito, nosotros nos tomamos la molestia de descubrir que las máquinas Juicio Final no pueden ser construidas.
- Pero, camarada, ¡nosotros construimos una! - exclamó Norov, con los ojos brillantes.
- ¿Funcionará? - preguntó Wynkel sonriendo.
Norov se echó a reír.
- ¡Si alguien aprieta el botón como ustedes dicen, abrirá el mayor agujero que nunca se haya visto en Siberia, palabra!
Nos miramos el uno al otro. Lentamente llenamos nuestros vasos y los alzamos.
- ¡Por la paz! - dije.
- ¡Por la cordura entre las naciones! - añadió Norov con cierta pomposidad.
- ¡Por la ciencia! - añadió Wynkel.
Empecé a sentirme ridículamente feliz.
- ¿Creen ustedes que tenemos la posibilidad de conservar el secreto?
- ¿Por qué no? - dijo Wynkel -. Lo único que tenemos que hacer es escoger cuidadosamente los equipos internacionales de inspección.
- Y si alguno dice tonterías - anunció Norov con una significativa mirada -, será obligado a someterse a un tratamiento psiquiátrico, ¿no es eso?
- Desde luego - asintió calurosamente Wynkel.
Desde luego creo que me he ganado mi encomienda. Norov, naturalmente, es un héroe de la Unión Soviética de primera clase. Y el doctor Wynkel está siendo apremiado para que se presente como candidato a la Vicepresidencia en las próximas elecciones.

Bueno, ésta es la verdadera historia del Juicio Final.
Estamos a 31 de agosto de 1965, el mundo se encuentra en paz y virtualmente desarmado, los problemas son discutidos alrededor de una mesa y no entre una lluvia de cohetes... y yo acabo de cumplir. mi período de inspector del Juicio Final. Mi sucesor es el profesor James Wheeler, que fue mi segundo en el proyecto desde el primer día. Tiene una excelente capacidad para mantener la boca cerrada y el rostro solemne.
Sigo creyendo que no conviene aún que la verdad se haga pública. La gente se ha sentido aplastada por la amenaza de la destrucción universal durante tanto tiempo, que probablemente consideraría la verdad como una broma de muy mal gusto.


FIN


Edmund Cooper - LOS INTRUSOS




Fue como si el universo hubiera empezado a dar vueltas repentinamente. De un modo lento, impresionante, miríadas de puntitas de diamante, flotando a través de un océano de absoluta oscuridad, empezaron a oscilar en ordenado ritmo alrededor de la nave lunar. Súbitamente, la Tierra se balanceó como una linterna en la víspera de Todos los Santos, y la propia luna se hizo invisible por la popa del vehículo espacial.
Hacía seis horas que la nave había cruzado la frontera neutral en su prolongado descenso a través de un cuarto de millón de millas de silencio. Ahora, después de cinco días de gravedad cero, el momento de la acción había llegado.
Las estrellas dejaron de girar y la verde linterna de la Tierra quedó colgada de algún invisible garfio. El universo estaba inmóvil otra vez: la nave lunar se había colocado en posición para su dificultoso aterrizaje.
A quinientas millas de distancia, los profundos cráteres de la Luna abrían amenazadoramente sus fauces a la nave en descenso. Iban ensanchándose, mostrando sus ocultos perfiles, sus desolados espolones rocosos, y toda la inmovilidad de pesadilla de un mundo petrificado.
Seis ansiosos pares de ojos miraban a través de los paneles de observación. Vieron al cráter Tycho, rodeado de resquebrajaduras y arrugadas llanuras de lava, abalanzarse a su encuentro como si estuviera ávido por tragarse a la nave.
Pasados diez minutos, seis hombres habrían realizado un sueño de conquista imaginado desde hacía siglos: pisar la superficie de la Luna.
El capitán Harper contempló, como hipnotizado, la pantalla situada en frente de su litera, y se preguntó si Dios les ayudaría. El profesor Jantz, matemático y astrónomo, intentaba librarse del temor elemental que empezaba a invadirle, calculando el cubo de 789. Los doctores Jackson y Holt, geólogo y químico, respectivamente, intercambiaban instrucciones en voz baja previendo la difícil posibilidad de que uno de ellos sobreviviera al otro. Pegram, el navegante, acariciaba una pata de conejo; y Davis, el mecánico, recitaba mentalmente El Viaje Dorado a Samarkanda, mientras contemplaba una manoseada fotografía de la muchacha con la cual podía haberse casado.
«Sesenta segundos para el punto encendido - susurró el altavoz -. Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos.. diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡cero!»
Una repentina sacudida hizo que los hombres se hundieran más en las colchonetas de sus literas. Los paneles de observación permitieron ver un chorro de fuego amarillo verdoso descendiendo hacia la Luna desde la popa de la nave.
Después de varios días de gravedad cero, la repentina fuerza «G» desarrolló una implacable presión hasta el punto de que las venas humanas parecieron estar llenas de mercurio, y los huesos y tejidos transformados en plomo.
En la pantalla de observación aparecieron unas largas hileras de espolones montañosos que parecían eludir sólo por pulgadas el choque con las ahora extendidas patas de araña de la nave. Luego se hizo visible una zona lisa constituida por un lecho de lava, que fue creciendo con aterradora velocidad hasta que cada detalle, cada fragmento de roca, quedó claramente perfilado.
Ahora, los motores del cohete desarrollaban toda su potencia. A bordo de la nave no había ningún sonido al que pudiera darse el nombre de tal, aunque parecía que aquella enorme liberación de energía química hubiera creado un silencioso gemido sobrenatural que atormentaba a cada vigueta, a cada plancha de metal, a cada fibra humana, con su penetrante mensaje.
El profesor Jantz había dejado de preocuparse por el cubo de 789: estaba inconsciente. Sus compañeros, más o menos indispuestos, contemplaban a través de las nieblas de una semiinconsciencia las brillantes imágenes que se reflejaban en las pantallas de observación.
Todo el cosmos parecía reflejarse en aquellas pantallas, distribuidas por toda la nave. Los segundos palpitaban incansables, registrados por la roja aguja del electrocrono, que martilleaba su mensaje como un lejano crepitar de ametralladora.
«Sesenta segundos para altitud cero», susurró el altavoz.
Instintivamente, los hombres se volvieron a mirarse unos a otros, para intercambiar sonrisas de despedida o muecas anticipadas de triunfo.
«Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡cero!»
Se produjo un silencio... el mayor silencio conocido hasta entonces. E inmovilidad. Luego, alivio.
Cuando las tres patas de araña entraron en contacto con la superficie lunar, el piloto automático de la nave sincronizó los deceleradores de los motores del cohete. Las delgadas patas se hundieron lentamente a través de un par de pulgadas de roca líquida, hasta encontrar la dura capa inferior. No hubo ningún choque, ninguna sacudida repentina, ninguna mareante oscilación. únicamente el final de algo. El final del movimiento, de las aceleradoras fuerzas «G», de las brillantes imágenes de las pantallas de observación, del temor y de todo malestar... el final de un breve pero colosal clima de tensión.
El capitán Harper fue el primero en recobrar el uso de la palabra.
- ¡Altitud cero! - murmuró -. ¡Sólo los dioses mueren jóvenes!
El profesor Jantz abrió los ojos; Pegram, el navegante, soltó disimuladamente su pata de conejo; y Davis dejó de recitarse a sí mismo El Viaje Dorado. Todos empezaron a desabrochar los cinturones de seguridad de sus literas, y, apenas recobrados del tránsito a la gravedad 1/6, se apresuraron a trepar a la cúpula de observación.

Veinticuatro horas más tarde, la nave reposaba como un esqueleto de tres patas, con la esfera habitable emergiendo como un vientre encima de su espinazo tubular. En la base de aquella nave de cien pies de altura, que había efectuado su primer y último viaje a través del espacio, había un tractor y un remolque, un montón de planchas curvadas de metal y un gran número de cestas de diversas formas y tamaños.
La temprana luz del sol dibujaba largas y fantásticas sombras detrás de todos los enseres y utensilios de la expedición. En el cielo, la bola verde de la Tierra, grande y cercana, destacaba de su telón de fondo, tachonado de estrellas.
Entretanto, en el cuarto de navegación de la esfera, el capitán Harper dirigía la palabra a sus compañeros, antes de abandonar la nave.
- Dentro de cuatro semanas, caballeros - estaba diciendo -, llegará la nave Número Dos. Su cargamento, como ustedes saben, consistirá principalmente en alimentos y en otros dos tractores lunares. Si por entonces podemos tener la base bien establecida, y si hemos procurado completar la exploración preliminar, habremos ahorrado una gran cantidad de tiempo; y la expedición podrá partir directamente. Como aquí no somos más que seis, es evidente que tendremos que trabajar de firme. Lo primero que hemos de hacer es montar un campamento. Hasta que no hayamos hecho esto, no podemos pensar en otros trabajos. Doctor Jackson, usted es geólogo... ¿Ha localizado algún rincón donde podamos montar el campamento en condiciones de seguridad?
- He encontrado un lugar ideal - respondió Jackson -. Está a cosa de una milla de distancia, prácticamente en línea recta con el Tycho y con la nave. Hay una grieta de unos treinta pies, con una protección de roca encima, que puede defendernos del peligro de los meteoritos. Pero tendremos que labrar una escalera en la roca, porque las paredes son casi verticales alrededor de toda la grieta.
- ¿Cuántas unidades-vivienda podrá contener? - preguntó Harper.
- Por lo menos tres. No veo ningún motivo para que no pueda albergar tres unidades y el laboratorio. Y si, eventualmente, deciden aumentar la expedición, hay varias grietas contiguas en las cuales pueden instalarse perfectamente un par de unidades suplementarias.
- Doctor Holt, usted exploró el lugar con Jackson. ¿Cuál es su opinión?
El capitán miró al químico con aire interrogante. Holt, que sólo tenía treinta años, era el miembro más joven de la expedición.
- Por estos alrededores hay muchas grietas, pero ninguna de ellas me ha parecido tan adecuada como la señalada por el doctor Jackson. Estoy de acuerdo con él. Podía haber sido mucho peor.
- Entonces, será mejor que pongamos manos a la obra - dijo el capitán Harper, cogiendo el capuchón de su traje antipresión -. Cuanto antes montemos la primera unidad, mejor. - Miró a través de una mirilla de cristal plastificado -. Algo me dice que sentiremos grandes deseos de abandonar esta tierra muerta antes de que pase mucho tiempo... ¿Alguna pregunta?
- Ha llegado el momento de establecer contacto por radio con la Tierra - dijo Pegram -. ¿Desea usted enviar algún mensaje, señor?
El capitán Harper se dispuso a colocarse el capuchón de su traje antipresión, pero antes de hacerlo se aliso la poblada cabellera que empezaba a grisear.
- Dígales - respondió, sin la menor huella de humor en su rostro - que este lugar está tan muerto que lo más probable es que, si vemos una brizna de hierba, nos pongamos a gritar como conejos asustados.

Instalar la unidad-vivienda en la grieta que el doctor Jackson había escogido les llevó tres días terrestres... en cuyo tiempo el sol se habla alzado por detrás de las distantes cordilleras y colgaba como una brillante bola de fuego en el cielo negro, tachonado de estrellas.
El día lunar, cuya duración equivalía a una quincena terrestre, había alcanzado ahora el nivel de la media mañana.
Mientras estuvieron montando la primera unidad-vivienda, el capitán Harper y sus compañeros comieron y durmieron en el tractor, que estaba acondicionado de acuerdo con la presión terrestre, y era lo bastante grande para acoger cómodamente a los seis. Más tarde, cuando fuese utilizado para trabajos de reconocimiento a larga distancia, tendrían que vivir en él durante una semana sin interrupción. Esta primera experiencia de lo que era la vida en sus angostos compartimientos representaba un valioso entrenamiento.
De cuando en cuando, los hombres se tomaban unos minutos de descanso y contemplaban con ojos maravillados el paisaje áspero y desprovisto de vida bajo su bóveda de oscuridad.
Estaban impresionados por su propia pequeñez y, al mismo tiempo, por su colosal hazaña, por la idea de que probablemente eran la primera forma de vida orgánica que iba a establecerse en la luna.
A cincuenta millas de distancia, hacia el polo sur lunar, el cráter Tycho mostraba con perfecta claridad su aguzado anillo montañoso, parecido a una hilera de dientes que se recortaban contra la línea del horizonte. Allí no había ninguna clase de nieblas atmosféricas que suavizaran sus perfiles o cubrieran el fuego de sus picos bañados por el sol.
A ambos lados de la grieta donde había sido montada la Base Número Uno, las llanuras de lava aparecían cubiertas con una capa de polvo meteórico de dos pulgadas de espesor, que conservaba las huellas de las pisadas como si fuera nieve recién caída. Cuando el tractor avanzaba por la llanura en medio de un fantasmagórico silencio, el polvo retenía la impronta de sus dentadas ruedas, formando un camino perfectamente visible. No había mucho peligro de perderse en la luna, ya que las huellas de las pisadas formaban un camino que, a no ser que alguien lo borrase, permanecería visible durante millares de años.
Al cuarto día terrestre, la expedición quedó instalada en su unidad-vivienda subterránea. La mayor parte del trabajo rutinario de transporte de material estaba hecho. Ahora podía empezar el período de experimentación y de exploración.
Fue decidido que los doctores Jackson y Holt, con el mecánico Davis, se llevaran el tractor y efectuaran un viaje de exploración en un radio de diez millas, manteniendo contacto por radio con la base. Podían regresar al cabo de seis horas.
Al capitán Harper le hubiera gustado unirse a ellos, pero el sentido del deber le mantuvo sujeto a un montón de trabajo rutinario en la base. Y el profesor Jantz, que había tomado unas muestras de polvo lunar, estaba completamente absorto en cálculos acerca de los bombardeos meteóricos. Pegram, el otro miembro de la expedición, tenía también su propio trabajo. Además de mantener contacto por radio con la Tierra, tendría que mantenerlo asimismo con el tractor.
Después de un insomne descanso de tres horas, Jackson, Holt y Davis entraron en el comedor de la Base Número Uno y devoraron un copioso desayuno.
El profesor Jantz, con una regla de cálculo a un lado de su plato y un libro de notas en el otro, les miró fijamente a través de sus gafas de cristales azulados.
- Deseo cristales pequeños - dijo bruscamente -, sin mezcla de metales. Sea buen muchacho, Jackson, y búsquemelos.
Jackson bebió un sorbo de café y se echó a reír.
- ¿Qué cree usted que deseo yo, profesor? No le quepa duda de que si hay algo que valga la pena lo traeremos.
El profesor asintió, y luego preguntó, de un modo completamente inesperado:
- ¿Por qué no hay oxígeno en la Luna?
El doctor Holt soltó su tenedor y se quedó mirando al matemático con aire intrigado.
- Ya conoce usted los motivos convencionales, profesor.
- Naturalmente... pero no me parecen lo suficientemente buenos.
- ¿Qué es lo que le hace pensar de ese modo?
El profesor Jantz dirigió al joven una sonrisita de superioridad.
- Mis cálculos - dijo alegremente -. Vamos a recibir una gran sorpresa.
- Le apuesto a usted una ración doble de coñac - dijo el doctor Jackson - a que no existe ningún rastro de oxígeno bajo ninguna forma.
El profesor Jantz se quedó silencioso unos instantes. Luego dijo:
- No sólo estoy dispuesto a aceptar su apuesta, doctor Jackson, sino que estoy dispuesto a ampliarla. Profetizo que encontraremos señales de materia orgánica.
- ¿Le parece bien el tabaco de una semana?
- Estupendo. Ya sabe que soy un empedernido fumador.
La confianza del profesor era tal, que daba la impresión de haber confirmado ya sus teorías.
- Ya que está usted tan seguro - dijo el doctor Holt, pensativamente -, podríamos ayudarle mejor a demostrar su punto de vista si nos indicase lo que debemos buscar.
- Habrá estado durmiendo durante millones de años - dijo el profesor -. Lo encontraremos en cavernas o en hendiduras, pero no, según creo, cerca de los cráteres principales.
- Déjese de enigmas - dijo Jackson -. ¿A qué diablos se refiere usted?
- Carbón de piedra - dijo el profesor tranquilamente -. Un hermoso carbón de piedra.
- Piedras, quizá, pero carbón...
- Piedras y polvo - dijo Jantz sin perder la calma -. Y volvió a enfrascarse en sus cálculos.

Habían pasado veinte minutos desde que salieron de la base. Davis iba conduciendo, y el tractor avanzaba a una velocidad de doce millas por hora. El doctor Jackson estaba sentado a su lado en el compartimiento de presión regulada, con un cuaderno de apuntes sobre las rodillas. De cuando en cuando, tomaba algunas notas en clave o dibujaba un diagrama, o bien hablaba con Pegram, de la base, por radio.
El doctor Holt iba en la parte exterior del tractor, en la torreta, con una cámara cinematográfica. Su único medio de contacto con los dos ocupante del vehículo era su radio individual. El sol cala implacable sobre su traje anti-presión, pero a pesar de esto estaba haciendo un buen trabajo y se sentía relativamente cómodo.
- Tractor a Base Uno, tractor a Base Uno - dijo Jackson -, Estamos a cuatro millas al sur de la Base, en línea recta hacia Tycho. El viaje es relativamente cómodo y el tractor se está portando muy bien. Dígale al profesor Jantz que la capa de polvo es más profunda en algunas de las depresiones del terreno. Muy pocas señales de una tendencia al amontonamiento. Cambio.
- Base Uno a tractor, Base Uno a tractor. El profesor Jantz ha instalado el sismógrafo. Necesita que provoquen ustedes una explosión cuando estén a unas diez millas de distancia. Por favor, informen antes de la detonación. Cambio.
- Tractor a Base Uno. Consideramos un privilegio el crear el primer temblor de Luna artificial. Informaremos cuando estemos preparados. Corto.
- Personalmente - dijo Davis -, el experimento no me interesa. Lo único que me sorprendería es que se moviera algo.
Súbitamente, la voz de Holt llegó a través de la radio ¡individual con evidente apremio.
- ¡Detengan el tractor y salgan rápidamente!
Davis cortó el contacto y el motor profirió un gemido de alivio.
- ¿Qué pasa? - inquirió Jackson.
- Vengan aquí a decírmelo - fue la enigmática respuesta.
Holt había saltado ya de la torreta y estaba alejándose del tractor, mirando al suelo con mucha atención.
Davis y Jackson se colocaron los capuchones, comprobaron el oxígeno y la radio y pasaron a la cámara reguladora de la presión. Unos momentos después se reunían con Holt.
- ¿Qué opinan ustedes de esto? - preguntó Holt con sorprendente excitación.
- ¡Diablo! - exclamó Jackson -. ¡Viernes en persona!
Sobre la capa de polvo lunar aparecían claramente impresas las huellas de unos pasos. Impulsivamente, Jackson colocó su propio pie encima de una de aquellas extrañas huellas y comparó el tamaño. El suyo era más estrecho y cuatro pulgadas más corto.
- Ahora - dijo Holt -, sigan la línea.
Jackson proyectó su mirada a lo largo del camino trazado por las huellas hasta que éstas desaparecieron en la distancia. Las huellas habían formado dos caminos: uno que iba y otro que venía, completamente paralelos y en línea recta, hacia el cráter Tycho.
- ¿Qué hacemos? - preguntó Davis -. ¿Comunicar con la Base?
- No tenga tanta prisa - dijo Jackson en tono irritado -. El buen Dios colocó un bulto ornamental encima de su cuello. Trate de utilizarlo.
- Voy a impresionar unos metros de película - anunció Holt, preparando su cámara -. Al parecer, el profesor Jantz era un poco conservador al suponer que el carbón era la única evidencia de que aquí existía vida orgánica.
- Alguien ha llegado hasta aquí procedente de Tycho - dijo Jackson pensativamente -. Según parece, llegó hasta este punto, se detuvo un poco y luego dio media vuelta y retrocedió por donde había venido. Ahora bien, ¿por qué lo hizo? Debía tener algún propósito.
- Ejercicio - sugirió Holt petulantemente -. La idea lunar de un paseo higiénico.
- No estoy de humor para esta clase de bromas - dijo Jackson -. Trate de decir algo que tenga más sentido común, o gaste menos oxígeno.
Súbitamente, Davis señaló detrás de ellos.
- ¿Ven ustedes lo que yo estoy viendo? - preguntó.
Holt y Jackson se volvieron en redondo y miraron en la dirección señalada por su compañero. A cuatro millas de distancia divisábase perfectamente la redonda esfera de la nave, reflejando la luz del sol... como una estrella colgante.
- ¡Caramba! - exclamó Holt -. Un comité de bienvenida... demasiado tímido. Él, ella o lo que sea nos vieron aterrizar.
- ¿Qué vamos a hacer? - preguntó Davis -. ¿Seguir las huellas?
- Opino que no - dijo Jackson lentamente -. Creo que lo mejor que podemos hacer es regresar a la base y discutir la situación.
- No creo que fuera peligroso seguir las huellas un poco más - sugirió Holt.
- ¿Para qué?
- Nunca se sabe... A lo mejor podemos obtener alguna prueba que nos permita hacernos una idea del personaje que dejó estas huellas.
- O podemos tropezamos con el propio personaje - dijo Jackson secamente -. Y a lo mejor nos invita a visitar su casa y nos obsequia con café y pastas. O a lo peor le da por no aprobar la presencia de los... intrusos.

El capitán Harper contempló los rostros de sus cinco compañeros.
- Bien, ya hemos oído el relato del doctor Jackson y hemos visto la película de las huellas. Ahora tenemos que discutir lo que vamos a hacer para enfrentarnos con esta nueva situación. Como ustedes saben, cuando salimos de la Tierra no habíamos previsto nada de esto. ¿Alguna sugerencia?
El profesor Jantz se frotó pensativamente la barbilla.
- El tamaño de las huellas corresponde a un bípedo de considerable estatura. En la luna no existe atmósfera, de modo que ese ser puede pasarse sin ella, o proporcionársela por sí mismo. Creo que lo más sensato es suponer que se la proporciona a sí mismo. Esto parece indicar que se trata de un ser algo complejo o sumamente inteligente. Lo interesante es saber si es correcta la suposición de que existen muchos seres de su misma especie.
- Lo interesante es saber si vamos a investigarlo - replicó el doctor Holt -. O si, por el contrario, vamos a tratar de evitarle, a él o a ellos, hasta que llegue la próxima nave.
- Él o ellos pueden decidir investigar sobre nosotros - observó el capitán Harper -. El principal problema estriba en saber si serán peligrosos y si serán hostiles. Antes de emprender este viaje, le planteé al Organization Group la cuestión de que nos facilitaran algunas armas ofensivas. Pero insistieron en que aquí no podía existir ninguna forma de vida ¡Imbéciles! Me llenaron la cabeza de cifras para demostrarme cuantas toneladas de combustible se necesitarían para cargar una unidad vibratoria u/s. Y ahora todo el proyecto puede estar en peligro debido a que un maldito animal no está de acuerdo con sus teorías de vía estrecha.
- No se preocupe por las armas, capitán - dijo Holt -. El laboratorio ya está montado. Y en doce horas puedo construir unos cuantos proyectiles cohete de efectos contundentes.
- También disponemos - dijo el doctor Jackson - de explosivos de alta potencia en cantidad suficiente para montar un campo de minas, el cual podemos hacer estallar por contacto o por radio.
El capitán Harper repiqueteo con los dedos encima de la mesa durante unos momentos, antes de contestar.
- De todos modos - terminó por decir -, es necesario que dispongamos de algo para protegernos. Mi opinión general es que no debemos hacer absolutamente nada hasta que tengamos unas cuantas granadas de mano, proyectiles cohete y, quizás, unas cuantas minas.
- ¿Y luego? - inquirió el doctor Holt.
- Luego, creo que debemos enviar una expedición a seguir las huellas. Es absolutamente necesario que descubramos si... si existe algún peligro. Aparte de nuestra propia seguridad, hemos de tener en cuenta el resto de la expedición.
- Cuando los productos de dos tipos de civilización se encuentran - observó Jantz pensativamente -, se produce un inevitable conflicto. Me pregunto cuál será la que triunfará.
Hubo un breve silencio.
- La Luna es estéril - dijo Holt inesperadamente -. Me pregunto qué tendrá nuestro amigo X para desayunar.

El capitán Harper decidió ocuparse de la misión de reconocimiento, llevándose a Jackson y a Davis. Holt permanecería en el laboratorio, construyendo más granadas y unas cuantas minas terrestres dirigirlas por radio. El profesor Jantz y Pegram se repartirían el trabajo de patrulla en la superficie y el atender a las comunicaciones por radio.
Un doble sendero de huellas en el polvo lunar había desbaratado completamente los planes de la expedición. Los seis hombres habían empezado a sentirse como si estuvieran en estado de sitio. La cosa no hubiese sido tan grave si las huellas hubieran correspondido a un ser de cuatro patas. Pero un bípedo sugería poder y elevado desarrollo evolutivo. Si las huellas eran de un indígena de la luna, no existía ningún motivo para suponer que no hubiera una gran cantidad de ellos. Y, si era así, lo más lógico era que acogieran con hostilidad a unos intrusos procedentes del espacio, tal como sucedería en la Tierra si la situación fuera a la inversa.
Harper y sus compañeros tomaron su carga de alimentos, agua y granadas. Treparon por la escalera metálica y salieron a la cegadora luz del sol.
Los suministros fueron cargados en el tractor y todo fue objeto de una concienzuda revisión antes de que los tres hombres emprendieran la marcha. Davis volvió a ocupar el asiento del conductor, y, mientras ponía el motor en marcha, el doctor Jackson establecía contacto por radio con el mundo metálico oculto en la profunda grieta. Entretanto el capitán Harper, con cuatro granadas de mano, se instaló en la torreta, directamente encima del asiento del conductor.
- Tractor a Base - dijo Jackson -. Nos hemos puesto en camino. Estableceremos contacto cada cuarto de hora. Cambio.
- Base a tractor - respondió Pegram -. Recibida la llamada, perfectamente clara. Buena suerte. Corto.
El rugido del motor aumentó y el tractor empezó a deslizarse lentamente sobre las desoladas llanuras lunares, siguiendo su propio rastro anterior.
Al cabo de media hora llegaron, sin novedad, al lugar donde Holt habla visto las huellas. Esta vez, el avance había sido más cauteloso. En un momento determinado, el capitán Harper, que no perdía de vista el cráter Tycho, creyó divisar cierto movimiento a lo lejos. Pero terminó por atribuirlo a su imaginación y a la fatiga producida por la atenta contemplación de aquellas brillantes y áridas llanuras de lava. Allí no habla nada... nada más que un selvático silencio. Empezaba a pensar que todo el asunto había sido una especie de ilusión, cuando su mirada cayó repentinamente sobre las huellas. Unas huellas tan claramente visibles, que podían haber sido hechas sólo cinco minutos antes.
De común acuerdo, los tres hombres bajaron del tractor y se acercaron a contemplar de cerca las espaciadas depresiones.
- Nuestro Viernes tiene un paso muy exacto, ¿verdad? - dijo Jackson -. Creo que a nosotros nos sería imposible andar en línea completamente recta, manteniendo una distancia exacta entre cada uno de nuestros pasos.
- Es un gran diablo - dijo Harper -. Entre huella y huella hay casi un metro y medio. Bueno, vamos a cogerle por la cola. Cuanto más pronto pongamos en claro este misterio, mejor me sentiré.
- No será muy divertido si ha reunido a unos cuantos compañeros y se han sentado a esperarnos - dijo Jackson en voz baja.
- Tenemos que arriesgarnos. No podemos sentamos en la Base y esperar a que nos manden una tarjeta de visita. ¿Puede usted sacarle veinticinco millas al tractor, Davis?
- Sí, señor. Suponiendo que no tengamos que recorrer más de cincuenta millas.
El capitán Harper señaló a Tycho.
- No tendremos que recorrerlas. Cuando lleguemos allí - si es que llegamos -, todos necesitaremos un descanso.
- ¿Por qué no se mete un rato dentro, capitán? Yo me quedaré de guardia en la torreta.
Harper aprobó con un gruñido la sugerencia de Jackson y los tres hombres regresaron al vehículo. Al cabo de unos instantes, el tractor avanzaba a veinticinco millas por hora.

Detuvieron el tractor a unos ochocientos metros de distancia y Jackson bajó de la torreta para una apresurada inspección. Directamente en frente de él aparecía la única forma simétrica de todo el irregular paisaje. Era una semiesfera lisa, aparentemente metálica, que se erguía sobre el lecho de lava a unas cinco millas de distancia de la falda de las colinas de Tycho. Surgió repentinamente a la vista en el desolado paisaje, como un gigantesco huevo de avestruz medio enterrado en la arena. Su altura era de unos cuarenta pies.
- Mira por dónde, hemos encontrado el hogar de nuestro Viernes - dijo Jackson -. Debe de ser un muchacho listo para haber montado ese refugio metálico. Me pregunto si estará regulado a la presión adecuada.
El capitán Harper miró con expresión sombría a través del grueso cristal de la cúpula de observación del tractor.
- Cuanto más lo miro, menos me gusta - anunció lentamente -. Ahora tenemos pruebas concretas de que nuestro amigo es un ser civilizado, si no es un científico... Me pregunto qué agradables sorpresas nos tendrá reservadas.
Jackson permaneció silencioso.
- ¿Cuál es el plan de campaña, capitán? - Preguntó Davis -. ¿Seguimos adelante para investigar?
- Tenemos que hacer algo - dijo Harper -. Ahora no podemos volvernos atrás. Sugiero que nos acerquemos lentamente hasta que estemos a una distancia de un par de centenares de metros. Entonces...
Vaciló.
- Entonces, ¿qué? - preguntó Jackson.
- Entonces, uno de nosotros avanzará solo para investigar... llevándose unas granadas, desde luego, los otros se quedarán en el tractor, esperando los acontecimientos.
- Iré yo - dijo Davis inmediatamente.
- No - dijo Jackson -. Esto es asunto mío. Si nuestro Viernes y sus amigos resultaran ser hostiles, los mecánicos tendrían más importancia que los geólogos. Estoy absolutamente convencido de que yo no podría arreglar el tractor si sufriera una avería... y el tractor puede ser un factor decisivo. ¿No opina usted igual, capitán Harper?
- Desgraciadamente, sí. Pero esperemos que no sucederá nada desagradable. Ahora, será mejor que no perdamos tiempo.
El tractor avanzó lentamente hasta que estuvo a doscientos metros de la semiesfera metálica. Entonces se detuvo. Inmediatamente, el doctor Jackson descendió del vehículo y echó a andar con una granada en cada mano.
La lisa pared de la semiesfera tenía una sola abertura. Mientras avanzaba, el doctor Jackson pudo ver un brillo rojizo en el interior. Cuando estuvo a diez metros de distancia se paró, miró con cierta perplejidad a través del cristal plastificado del visor de su capuchón, y luego cubrió la distancia que faltaba casi de un salto. Los dos hombres que habían quedado en el tractor le vieron desaparecer en la oscuridad.
Inmediatamente, el capitán Harper habló a través de su radio individual.
- ¿Ocurre algo? ¿Se encuentra usted bien?
Con un suspiro de alivio oyó la voz de Jackson perfectamente clara:
- No hay nadie en casa. Venga a echarle un vistazo a esto. ¡Estoy empezando a creer en los cuentos de hadas!
- ¿Qué es lo que ha encontrado?
- Esto es la pesadilla de un técnico o una especie de laboratorio. ¡Diablos! ¡ahora no sé qué pensar!
- ¿Qué ha sucedido? - preguntó Harper en tono apremiante.
- ¡Acabo de descubrir algo que tiene aspecto de tres enormes ataúdes!

Tres horas más tarde, el tractor había regresado a la Base y el capitán Harper estaba haciendo un relato de la expedición al profesor Jantz, a Pegram y al doctor Holt, mientras Davis y el doctor Jackson montaban guardia en la superficie.
En vista de la información recientemente adquirida habían creído necesario mantener siempre a dos hombres en servicio de patrulla.
- El lugar no estaba regulado para la presión - dijo Harper -, lo cual resulta muy significativo. Las paredes tenían unas tres pulgadas de espesor, con cavidades o capas de insolación, a lo que supongo. El brillo rojizo procedía de alguna especie de cristal ionizado suspendido sobre un banco circular a unos cinco pies de altura que daba la vuelta a la semiesfera. Sobre el banco había varios instrumentos mecánicos y unos grandes aparatos acerca de los cuales no pudimos obtener ninguna pista. Jackson cree que se trata de instrumentos y aparatos geológicos, y Davis jura que una caja llena de complicados instrumentos colocada debajo del banco era una emisora de radio. Pero, tratándose de cosas que nunca habíamos visto anteriormente no podemos estar seguros de su identidad.
- En lo que respecta a esas cajas que usted describe dramáticamente como ataúdes - dijo el profesor Jantz -, ¿puede usted darme más detalles?
- Tenían diez pies de longitud y estaban tendidas horizontalmente. Las tapaderas provistas de goznes, estaban abiertas y echamos una mirada al interior. Estaban hechas de metal negro y tapizadas con una especie de tela de plástico. Cuando el doctor Jackson tocó una de las cajas, se produjo un chispazo que le sacudió de los pies a la cabeza a través de su traje anti-presión. Desde luego, no repitió la experiencia. Al parecer, las cajas habían estado ocupadas.
- Muy divertido - dijo el doctor Holt, con una risa nerviosa -. Creíamos que la Luna estaba deshabitada, y ahora resulta que tenemos como vecinos a tres científicos resucitados.
- No es cosa de risa - dijo Harper secamente -. En estos momentos, mi sentido del humor brilla por su ausencia
- ¿Qué sucederá si esos seres no desean mostrarse amistosos... y si nos encontramos con ellos? No van a utilizar arcos y flecha... - La posible ocupación de las... bueno, de los ataúdes, ofrece amplias perspectivas a la especulación - dijo Jantz enigmáticamente -. Empiezo a formarme la idea de un bípedo inteligente, musculoso, de unos nueve pies de estatura, que se proporciona su propia atmósfera, lleva a cabo experimentos científicos, ignora la comodidad animal y es capaz de andar casi un centenar de millas a elevadas temperaturas.
- Un tipo de enemigo muy desagradable - dijo Harper. - ¿Había huellas alrededor de la semiesfera? - preguntó el profesor.
- A docenas.
- ¿Las siguieron ustedes?
- Creímos preferible regresar con la información adquirida antes de vernos metidos en algún jaleo. ¿Insinúa usted que debemos tratar de establecer contacto?
- Tan pronto como sea posible - dijo Jantz -. De momento, estamos asustados de ellos - a pesar de no haberlos visto -, y ellos, supongo, estarán asustados de nosotros. Una situación muy poco satisfactoria. Tenemos que hacer algo que desvanezca o confirme nuestros temores, de modo que podamos planear nuestra futura actuación.
- He construido una cantidad de minas suficientes para establecer un cinturón de seguridad alrededor de esta base - dijo Holt -. Por lo menos, podremos tener la certeza de que este lugar está relativamente seguro.
Repentinamente la mesa se bamboleó y una taza vacía cayó al suelo. Aleccionados por años de experiencia, los hombres aguzaron instintivamente el oído, esperando escuchar el sonido de una explosión. Pero no oyeron nada.
- ¿Qué diablos es eso? - exclamó Harper.
Pegram se abalanzó hacia el transmisor.
- ¡Atención, patrulla de superficie! ¿Qué ha sucedido? Cambio.
No hubo ninguna respuesta. Mientras Pegram repetía la llamada, el capitán, Harper y el doctor Holt se colocaron los capuchones y corrieron hacia la cámara reguladora de presión.
- ¡Atención, patrulla de superficie! ¡Atención, patrulla de superficie! ¿Qué ha sucedido. Cambio.
Al cabo de unos instantes, llegó la voz de Jackson, muy débil:
- ¡Por el amor de Dios, salgan rápidamente! La nave ha sido... destruida. Yo tengo un escape en mi traje anti-presión...

Tres minutos después, el capitán Harper y el doctor Holt estaban en la superficie. Durante unos instantes quedaron paralizados, contemplando las retorcidas ruinas de la nave a una milla de distancia. Luego corrieron hacia el tractor, subieron a él de un salto y se dirigieron a toda velocidad hacia el lugar del desastre.
Habían recorrido tres cuartas partes del camino cuando vieron a Jackson. Estaba tendido sobre las duras rocas, completamente inmóvil. El doctor Holt descendió rápidamente del tractor, cargó con el cuerpo de su compañero y lo transportó al compartimiento regulado para la presión.
- ¿Está vivo? - preguntó Harper en tono inquieto, mientras volvía a poner el motor en marcha.
- Creo que sí. Es un escape muy lento, y ha tenido la precaución de abrir del todo la espita del oxígeno.
Empezó a desenroscar el capuchón de Jackson.
El geólogo se estremeció. Sus labios temblaron, y abrió los ojos.
- Davis... - murmuró débilmente -. Estaba a unos cincuenta metros de la nave.
- ¿Qué ha sucedido? - preguntó Harper, sin apartar la mirada de la llanura de lava, en la dirección en que se encontraban los restos de la nave.
A la presión atmosférica normal, el doctor Jackson se recobró rápidamente. El color volvió a su rostro e incluso consiguió sentarse.
- No he visto nada - murmuró -. De repente, la nave pareció desintegrarse. Luego, la onda expansivo me lanzó contra una roca, y me di cuenta de que mi traje anti-presión tenía un escape. Abrí del todo la espita del oxígeno y del helio, y recé para que me recogieran ustedes antes de que sucediera lo irremediable.
- ¡Miren, allí está! - exclamó Holt.
Señalaba a una figura tendida en el suelo, a unos sesenta metros de distancia. El tractor avanzó en aquella dirección y sus ocupantes pudieron ver que Davis no llevaba el capuchón. Más tarde, cuando el tractor se detuvo, hicieron un horrible descubrimiento: a Davis le faltaba la cabeza.
- ¡Pobre diablo! - dijo Harper -. Estaba demasiado cerca...
- Ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta - murmuró el doctor Holt, con voz estrangulada.
- ¡Santo cielo! - exclamó Harper, señalando los restos de la nave -. ¡Miren eso!
La nave había sido destruida a conciencia. Las largas patas de araña y el espinazo tubular estaban retorcidos como alambres. La esfera había quedado reducida a una masa de metal derretido. Ningún explosivo conocido podía haber producido aquella enorme cantidad de calor. Lo único que podía haberlo generado - hablando en términos terrestres desde luego - era la energía atómica.
El doctor Jackson fue el primero en romper el silencio.
- Me pregunto - dijo en voz baja -, si nuestro Viernes estará merodeando por aquí.
- No existen muchos lugares para ocultar a un personaje de nueve pies de estatura - dijo Holt -. Ni a su medio de transporte, si es que tiene alguno.
El capitán Harper puso de nuevo el motor en marcha.
- Será mejor que tratemos de encontrar alguna huella - dijo.
El tractor empezó a girar lentamente alrededor de los restos de la nave, en círculos cada vez mayores.

El consejo de guerra, reunido en la unidad-vivienda, fue breve y conciso. Los cinco hombres estaban sentados alrededor de la mesa, fumando y bebiendo café en cantidades superiores a la ración que les correspondía.
- Bien, se ha recibido ya la respuesta de la Tierra - anunció Harper con una mueca -. Lo siento, pero no van a enviar ninguna otra nave hasta que sepan lo que sucede aquí realmente.
- Apuesto lo que quieran a que están ideando ya un bonito epitafio para nosotros - dijo Holt cínicamente.
- Era la respuesta lógica - observó Jackson -. ¿Por qué habrían de poner en peligro a toda la expedición?
- El aspecto ético del problema puede ser dejado para más tarde - dijo el profesor Jantz con una débil sonrisa -. De momento, lo más importante es decidir lo que vamos a hacer.
- Devolver el cumplido - sugirió Holt -. Podemos dirigirnos a su refugio y hacerlo volar. Esto les servirá de aviso, y tal vez les haga meditar sobre la inconveniencia de utilizar medios demasiado expeditivos, a base de energía atómica.
- Si es que era atómica - dijo el profesor Jantz.
- Desde luego, no era H.E. - intervino Jackson -. La esfera quedó medio desintegrada.
- Creo que, en estos momentos, nos estamos mostrando demasiado... belicosos - dijo el profesor -. Después de todo, si nuestros desconocidos amigos llevan algún tiempo en la luna, tienen derecho a sentirse molestos por la presencia de unos intrusos. Pero si permaneciéramos ocultos e inactivos, podrían suponer que nos han destruido a todos.
- Nosotros seguimos sus huellas - replicó Harper -. Evidentemente, ellos siguieron las nuestras. No creo descabellada la suposición de que estén preparando otro obsequio atómico, esta vez tomando como objetivo esta base. En vista del hecho de que han ganado el primer asalto, creo que deberíamos tomar las medidas pertinentes para que no ganen el próximo. Además, uno de nuestros compañeros está muerto, y el doctor Jackson ha sobrevivido por verdadero milagro. Si llegamos un minuto más tarde, estaría tan muerto como el pobre Davis. Cuanto más tiempo permanezcamos inactivos, más posibilidades tendrán esos seres de acabar con nosotros.
- Creo que el capitán Harper tiene razón - dijo Jackson -. Tenemos que hacer algo que sirva para destruirlos o para desanimarlos.
- Vamos a someterlo a votación - dijo el capitán -. Los que estén de acuerdo conmigo que levanten el brazo.
El único que no levantó el brazo fue el profesor Jantz.
Un par de horas más tarde quedaron terminados los preparativos. Alrededor de la entrada de la base colocaron un campo de minas controladas por radio; los hombres hicieron prácticas de lanzamiento de granadas, y quedaron recompensados al descubrir que la escasa gravedad existente en la luna les permitía lanzar uno de aquellos artefactos con relativa exactitud a más de doscientos metros de distancia. El improvisado cohete de lanzamiento, les permitía enviar cincuenta libras de explosivo de gran potencia a un blanco situado a más de una milla de distancia.
La estrategia del capitán Harper era sumamente sencilla; tenía que serlo, ya que sus recursos eran extremadamente limitados. El cohete de lanzamiento podía ser montado en la torreta del tractor, y tres hombres se harían cargo del vehículo para su misión destructora, en tanto que los otros dos permanecían en la base.
Si el tractor no conseguía regresar de su viaje de cincuenta millas a la semiesfera de metal cerca de la falda de las colinas de Tycho, los supervivientes se encargarían de radiar a la Tierra toda la información posible, mientras permanecían ocultos.
Pegram y el profesor Jantz se quedarían en la base, en tanto que los otros se encargarían de la misión más peligrosa.
Cada uno de los cinco hombres se daba cuenta con amarga claridad de que la suerte de la primera expedición del hombre a la luna pendía de un hilo. Si fracasaban en su intento, pasarían varias décadas antes de que se llevara a cabo otro viaje a aquel planeta.
El tractor quedó cargado con las armas y suministros. Había llegado el momento de emprender la aventura. Los tres hombres montaron en el vehículo, mientras Pegram y Jantz comprobaban que no olvidaban nada.
- A partir de este momento - dijo el capitán Harper por su radio individual -, no estableceremos contacto por radio, a menos que se trate de un caso de vida o muerte. Nuestros amigos pueden disponer de algún aparato detector, y no conviene que les facilitemos las cosas.
- Como científico, no estoy de acuerdo con su decisión - dijo el profesor Jantz con ironía -. Pero como hombre... bueno, buena suerte, amigos. Les deseo el mayor de los éxitos.
- Eso espero - murmuró Harper.
- Y si no es así - dijo Holt con una risa nerviosa -, dígales a los de la Tierra que mi último pensamiento se lo dediqué a mamá.
- Estamos luchando por la raza humana - declaró melodramáticamente el doctor Jackson.
Todos estallaron en una carcajada, dando la impresión de que iniciaban la aventura con el corazón alegre y lleno de confianza. El capitán Harper puso en marcha el tractor. Levantando detrás de él una leve nube de polvo lunar, el vehículo se deslizó silenciosamente a través de las cegadoras llanuras de lava.
Era el sexto día terrestre de la expedición en la Luna, pero los cinco hombres experimentaban la sensación de no haber conocido otra existencia. La propia Tierra se había convertido en una ilusión, en un sueño lejano. Las únicas realidades, ahora, eran las desoladas llanuras de lava, los cráteres distantes, y el siniestro poder de unos seres invisibles... la amenaza de aquellos huidizos y aparentemente incansables seres descritos sarcásticamente por el profesor Jantz como «nuestros desconocidos amigos».
Pegram y el profesor se quedaron contemplando el tractor hasta que no fue más que un diminuto punto negro moviéndose en la distancia.
Desde un cielo negro, tachonado de estrellas, el sol dejaba caer sus implacables rayos, creando el increíble calor de un mediodía lunar.

A lo lejos, las montañas de Tycho se erguían repulsivas y horrendas, bañadas por el ardiente sol. El paisaje entero, sumido en su peculiar inmovilidad, parecía un desierto pintado... el telón de fondo de un drama de suspense y de peligro, como en realidad lo era.
El capitán Harper detuvo el tractor a una milla de distancia de la semiesfera metálica, y después de una breve confirmación del plan de ataque, Holt y Jackson descendieron del vehículo. Holt tomó posición a doscientos metros del tractor por el flanco izquierdo, y Jackson a doscientos metros por el derecho, a fin de evitar que una posible acción enemiga destrozara toda la fuerza de ataque.
Armados con granadas, los dos hombres debían avanzar hasta ponerse en posición de tiro, o encontrar resistencia. Si podían destruir la edificación sin entrar en contacto con el enemigo, debían hacerlo y retroceder; en caso contrario, debían establecer una especie de línea defensiva mientras el capitán Harper conducía el tractor lo más cerca posible y utilizaba el cohete de lanzamiento.
En cuanto hubieron alcanzado sus posiciones de flanco, Harper agitó su mano desde la torreta y los dos hombres avanzaron valientemente al trote.
Llegaron a cuatrocientos metros de la semiesfera sin divisar ninguna señal de actividad. Entonces, de repente, una forma enorme, que apenas era humana, apareció un instante en la puerta del extraño edificio, vaciló, desapareció de nuevo para reaparecer casi inmediatamente. Entonces echó a correr a una increíble velocidad, yendo directamente al encuentro de Holt.
A la luz del sol, los tres hombres vieron que estaba completamente cubierto de metal. Su cuerpo y sus extremidades despedían un brillo mate mientras el extraño ser avanzaba rápidamente.
Aunque tenía nueve pies de estatura y su forma era pavorosamente humana, los seres humanos con los cuales se enfrentaba ahora vieron con una súbita sensación de horror que el monstruoso individuo terminaba en la línea de los hombros. ¡No tenía cabeza!
El brazo de Holt describió un amplio círculo y una granada salió proyectada hacia su macabro adversario, que ahora se encontraba solamente a ciento cincuenta metros de distancia. El monstruo continuó su carrera sin tratar de apartarse.
La explosión no produjo ningún ruido, pero la onda expansiva alcanzó incluso al tractor, que en aquel momento se encontraba a cuatrocientos metros de distancia.
La granada había sido bien dirigida, a pesar de la velocidad del monstruo. Cayó a unos diez metros detrás de él. La conmoción hubiera hecho pedazos a un ser humano, pero aquel cuerpo recubierto de metal se limitó a tambalearse ligeramente, para reemprender en seguida su rápido avance. Holt alzó el brazo para lanzar otra granada, pero era demasiado tarde. Algo brilló en la mano del monstruo. Durante una fracción de segundo, una delgada raya luminosa salió proyectada hacia adelante.
Con involuntarios gritos de horror, Jackson y el capitán Harper vieron cómo Holt se desplomaba. Incluso desde la distancia a la cual se encontraban, pudieron darse cuenta de que su cuerpo había sido cortado limpiamente en dos.
Inmediatamente, al ver a su enemigo destruido, el monstruo se volvió hacia Jackson. Por espacio de unos segundos permaneció inmóvil - un blanco perfecto -, y Jackson no desperdició la oportunidad. Dos granadas en rápida sucesión, salieron disparadas hacia el blanco, mientras el extraño ser reemprendía su carrera. Intuyendo que el monstruo se encaminaría directamente hacia él, Jackson había lanzado la segunda de las granadas de modo que quedara un poco corta.
Dejando atrás la primera granada, el monstruo siguió avanzando para ser cogido de lleno por la segunda explosión. Por un instante pareció colgar suspendido - un cuadro de completa sorpresa -. Luego, brazos, piernas y cuerpo salieron proyectados al aire y cayeron separadamente.
Sin pérdida de tiempo, el doctor Jackson se volvió hacia la semiesfera metálica. Otros dos monstruos sin cabeza habían aparecido, y estaban dedicados a montar un extraño aparato.
Entretanto, el capitán Harper había continuado avanzando hacia el blanco a toda velocidad. Cuando estuvo a menos de trescientos metros detuvo repentinamente el tractor y se encaramó a la torreta. Sin perder tiempo en apuntar, apretó el pulsador del cohete de lanzamiento.
El disparo resultó demasiado alto. Cincuenta libras de explosivo de gran potencia volaron inofensivamente por encima del objetivo. Pero, mientras volvía a cargar a toda prisa el cohete de lanzamiento, Harper vio con el rabillo del ojo que Jackson se había puesto en movimiento.
El geólogo avanzó unos pasos, arrojó otras dos granadas y se dejó caer al suelo. La primera no hizo explosión, aunque la cosa no tuvo demasiada importancia, ya que quedó treinta metros corta. La segunda, en cambio, cayó a unos ocho metros de los dos monstruos. En el preciso instante en que uno de ellos alzaba en su mano la extraña y reluciente arma la granada hizo explosión, alcanzándole de lleno, lo mismo que a su compañero, y aplastando su aparato.
Lejos de quedar mortalmente heridos, los dos monstruos se recobraron con increíble rapidez. Uno de ellos corrió en busca de su arma, que había quedado sobre el lecho de lava, a unos metros de distancia, en tanto que el otro trataba de recomponer rápidamente su pequeño trípode con su cilindro de aspecto siniestro.
Pero, para entonces, el capitán Harper no sólo había vuelto a cargar el cohete de lanzamiento, sino que se había obligado a si mismo, mediante un supremo esfuerzo de voluntad, a apuntar lenta y cuidadosamente... intuyendo, quizá, que el resultado final dependía por completo de su próximo disparo.
Cincuenta libras de explosivo de gran potencia volaron en línea recta hacia la semiesfera. Durante unos terribles momentos, pareció que la carga no iba a estallar. Luego se produjo un silencioso resplandor, y el tractor se estremeció violentamente. La repentina nube de polvo cayó casi tan rápidamente como se había levantado.
Al aclararse, el capitán Harper vio que la semiesfera metálica y sus extraños ocupantes estaban completamente destrozados. Todo lo que quedaba de ellos era un humeante montón de metal retorcido.
Durante unos instantes, los dos supervivientes permanecieron completamente inmóviles. Luego, el doctor Jackson se puso en pie y echó a andar con paso inseguro hacia los restos del doctor Holt. El capitán Harper, a su vez, descendió de la torreta para ir a reunirse con su compañero. Súbitamente se desplomó. El doctor Jackson dio media vuelta y corrió hacia él.
- Creo... que se trata... de un pequeño... escape - balbuceó Harper a través de su radio individual -. ¡Lléveme al tractor!
Jackson le arrastró hasta el vehículo. Una vez allí le izó hasta la torreta y luego trepó él mismo hasta ella.
En cuanto estuvieron dentro del tractor, el capitán se recobró de su pasajero desmayo. El escape debió ser infinitesimal.
- Gracias - murmuró Harper con voz temblorosa -. Es una sensación terrible, ¿verdad?
- No se han inventado aún las palabras para describirla - asintió Jackson -. Debió usted quedarse en el tractor hasta que nosotros regresáramos.
- ¡Y un cuerno! Lo que siento es no haber podido hacer nada por el pobre Holt... ¿Alguna sugerencia, Jackson?
- Ninguna que valga la pena... ¿Vio usted lo que sucedió?
Harper asintió.
- Nuestro amigo sin cabeza le atacó con algo comparado con lo cual nuestros proyectiles h/v parecen armas de juguete. Deberíamos echarle una ojeada.
- ¿Cree usted que será prudente? - inquirió Jackson.
- ¿Se refiere usted a la radioactividad?
- Entre otras cosas.
- Entonces, ¿qué me dice de examinar los restos de su refugio? Llevaré el tractor lo más cerca posible. No creo que la H.E. haya dejado ninguna concentración suficientemente peligrosa. ¿Qué opina usted?
- Creo que vale la pena arriesgarse. Podemos enterarnos de algo útil acerca de ellos.
Harper puso en marcha el tractor y lo hizo avanzar lentamente hacia la zona destruida. A unos veinte metros de los restos de la semiesfera paró el motor.
- ¿Sabe una cosa? - dijo Jackson, mientras se disponía a pasar por la cámara reguladora de la presión -. En un sentido, estamos de suerte. Éste es el segundo fragmento de la historia que hemos tenido el privilegio de escribir.
- ¿A qué se refiere?
- El individuo que mató a Holt y me atacó a mí - dijo Jackson - era algo muy raro. Yo estaba más cerca de él que usted. Y le vi caer en pedazos.
- ¿Qué es lo que trata de insinuar?
- Únicamente que no estaba hecho de colas de rana - respondió Jackson en tono irónico -. Verá, capitán, creo que somos los primeros seres humanos que se han enfrentado con una banda de robots asesinos. El hecho de que hayamos puesto fuera de combate a esos tres es bastante significativo, creo yo.
- ¡Dios mío! - exclamó Harper.
El doctor Jackson se volvió y pasó a través de la cámara reguladora de la presión. Poco después estaba hurgando entre los restos bañados por el implacable sol.

La crisis estaba superada, pero en la Base Número Uno transcurrió algún tiempo antes de que decreciera la atmósfera de alta tensión. Dos hombres de la primera expedición habían muerto, y todo el proyecto lunar había estado al borde del fracaso. Sólo después de una lenta y minuciosa investigación en toda la zona de la base y en las faldas de las colinas de Tycho, los cuatro supervivientes quedaron convencidos de que no existía ningún otro peligro inmediato. Paulatinamente, sus actividades volvieron a la normalidad.
Varios días terrestres más tarde, el profesor Jantz aprovechó la oportunidad que le brindaba la ausencia del doctor Jackson, que había salido para efectuar un recorrido dé exploración, para entregarse a una tarea particular en el pequeño laboratorio subterráneo. Estaba absorto en el análisis de ciertas cantidades de polvillo negro.
Cuando el capitán Harper entró en el laboratorio, el profesor se ocupaba en calentar electrónicamente hasta la incandescencia un pequeño montón de aquel polvillo.
- ¿En qué está trabajando usted ahora? - preguntó Harper, por decir algo.
El profesor Jantz manifestó el placer de un chiquillo que ha descubierto algo maravilloso dentro de los zapatos que dejó en el balcón la noche de Reyes.
- Es la tercera muestra de la caverna número catorce - explicó volublemente.
- ¿De qué se trata?
- Mi querido Harper, esto es una muestra indiscutible de carbón bituminoso, del tipo conocido como fusain. Existe una maravillosa abundancia de microsporas y macrosporas. Mis teorías, ahora ya puedo decirlo, han quedado confirmadas de cabo a rabo. Cuando regrese a la tierra, procuraré...
- ¿Qué significa eso, en lenguaje corriente? - le interrumpió Harper.
- Significa, sencillamente, que la luna estuvo llena, en una determinada época, de marismas estuáricas. Significa que hace billones de años la luna era un hervidero de formas vitales en pleno desarrollo. En resumen, hemos acumulado pruebas más que suficientes para sacudir en sus cimientos las modernas teorías astrofísicas.
- ¿Por qué no hay ninguna evidencia de todo esto en la superficie lunar?
- Debido a que cuando la luna empezó a perder su atmósfera, el aumento del calor solar generó una combustión espontánea. Lo que hasta ahora ha sido llamado polvo meteórico, son las cenizas de lo que en otra época fueron enormes cementerios humeantes.
Harper sonrió burlonamente.
- De modo que va usted a sacudirles fuerte a los astrónomos de salón...
- Desde luego. He reunido suficientes datos para hacer que la mayoría de mis ilustres colegas consideren llegado el momento de ingresar en una clínica mental.
El capitán Harper sacó de su bolsillo un par de cuartillas mecanografiadas.
- En realidad, había venido a enseñarle el informe que voy a enviar al Cuartel General de la Organización. Si hay algo que desee usted añadir, puede decírmelo. Voy a enviarlo dentro de una hora.
El profesor Jantz cogió las cuartillas y las leyó rápidamente:
INFORME NÚMERO SIETE
«DE: HARPER, CAPITÁN DE LA EXPEDICIÓN LUNAR, BASE NÚMERO UNO,
»A: CONSEJO EJECUTIVO; CUARTEL GENERAL DE LA EXPEDICIÓN, TIERRA.
»Después de la destrucción del refugio de los robots, Jackson y Pegram han efectuado una minuciosa exploración del terreno, en un radio de cien millas alrededor de la base. No han descubierto más huellas extrañas, aparte de las procedentes de la semiesfera, ni señales de actividad de ninguna clase. Estamos convencidos, por lo tanto, que la segunda nave lunar puede emprender viaje en condiciones de seguridad.
»Hemos examinado los restos del refugio de los robots, y hemos extraído las siguientes conclusiones:
1) Los robots no son indígenas de la luna, dado que su construcción exigiría recursos y una forma de vida sumamente desarrollada, de los cuales no existe ninguna prueba.
2) Su construcción está por encima de las posibilidades actuales de la ciencia humana.
3) Dado que el refugio no estaba regulado para la presión, los tres llamados «ataúdes» parecen haber sido las cámaras de «hibernación» y lechos de carga eléctrica de los robots durante la noche lunar. Antes de que el refugio fuera destruido, se obtuvieron pruebas de su potencial eléctrico.
4) Suponiendo que las tres hipótesis anteriores sean correctas en sus puntos esenciales, creemos que en algún momento la luna recibió una expedición extraterrestre, la cual dejó los robots con fines de observación y de investigación científica.
5) Dado que los robots tomaron la iniciativa de atacarnos, es probable que sus creadores adaptaran sus mecanismos para que reaccionaran agresivamente ante cualquier fenómeno que pudiera ser interpretado como interferencia.
6) Teniendo en cuenta que los robots estaban aparentemente equipados con radios especiales, es probable que procedieran de nuestro propio sistema solar.
»Los argumentos ampliatorios en apoyo de estos puntos de vista serán expuestos en el Informe Número Ocho. Sólo me resta añadir nuestra unánime creencia de que la expedición extraterrestre regresará a la luna para enterarse de la suerte corrida por sus instalaciones. Es de esperar que, en esa época, los seres humanos establecidos en la luna dispongan de elementos suficientes para hacer frente a las necesidades de interferencia o de cooperación alternativamente.»

El profesor Jantz apartó la vista de las cuartillas mecanografiadas.
- Creo que ha resumido usted admirablemente nuestras principales conclusiones - dijo -El resto puede esperar hasta que dispongamos de tiempo para preparar un informe más completo. En cuanto haya terminado con esas muestras, pondré en orden mis propias notas para usted.
- Ya es hora de que Jackson y Pegram estuvieran de regreso - observó Harper, volviendo a meterse las cuartillas en el bolsillo -. Voy a llamarles por radio.
Salió del laboratorio, dejando al profesor Jantz entregado a su trabajo. Durante otras dos horas, Jantz pudo continuar su análisis de las muestras de la caverna número catorce sin ser molestado.
Pasado aquel tiempo, el capitán Harper volvió a entrar en el laboratorio...
- Han regresado sin novedad - anuncio.
- Bien, bien. Ahora podremos descansar durante unas cuantas horas.
- Jackson y Pegram desean que subamos a la superficie - dijo Harper -. Dicen que hay algo que vale la pena ver.
- ¡Más muestras! - exclamó el profesor, con infantil entusiasmo -. ¿Dónde diablos habré puesto mi capuchón?
Los dos hombres no tardaron en pasar por la cámara reguladora de la presión y en trepar por la escalerilla metálica adosada a las paredes de la grieta. Al llegar a la superficie, vieron a Jackson y a Pegram de pie junto al tractor.
- ¿Han encontrado ustedes algo interesante? - preguntó Jantz en tono esperanzado a través de su radio individual.
- Sí - respondió Jackson, levantando su brazo -. Mire a su alrededor.
Por todas partes, las sombras iban espesándose, y las llanuras de lava, suavizadas ahora por la claridad de los oblicuos rayos del sol, empezaban a apropiarse los oscuros perfiles de un crepúsculo lunar. La escena era desoladora, grotesca, pero, al propio tiempo, de una rara belleza.
Lentamente, muy lentamente, el sol empezó a hundirse detrás de los picos dorados de las montañas. Lentamente, la enorme bola verde de la Tierra se hizo más y más visible contra un telón de fondo de absoluta oscuridad.
El capitán Harper y sus tres compañeros permanecieron silenciosos en medio de una semioscuridad verdosa cada vez más intensa, contemplando el inexorable curso del sol sobre el áspero paisaje.
Era una escena que recordarían mientras vivieran: el sutil cambio que se operaba en un paisaje petrificado; el lento, impresionante final de su primer día lunar.


FIN


Robert Sheckley - LA HORA DE LA BATALLA




- No se ha movido la saeta, ¿verdad? - preguntó Edwardson, en la tronera, contemplando las estrellas.
- No - dijo Morse. Había permanecido observando fijamente el detector Attison durante más de una hora. Ahora, parpadeó tres veces y miró de nuevo -. Ni un milímetro.
- Ni creo que se mueva - añadió Cassel, tras el panel de tiro. Y así ocurrió. La delgada saeta negra del indicador se mantuvo resueltamente en cero. Los cañones de la nave estaban preparados, abiertas sus negras bocas hacia las estrellas. Un constante zumbido saturaba la sala. Procedía del detector Attison y constituía motivo de tranquilidad. Lo reforzaba el hecho de que el detector Attison estaba conectado a todos los demás detectores, formando una gigantesca red alrededor de la Tierra.
- ¿Por qué mierda no vienen? - preguntó Edwardson, todavía contemplando las estrellas -. ¿Por qué no empiezan?
- Venga, calla - dijo Morse. Tenía un aspecto cansado y hosco. En la sien derecha tenía una vieja quemadura por radiación, una quemadura de rosáceo y cicatrizado, tejido. De lejos semejaba una decoración.
- Me gustaría que vivieran - dijo Edwardson. Se apartó de la tronera frente a su silla y se dobló para evitar el bajo techo de metal -. ¿No os gustaría que vinieran?
Edwardson tenía la estrecha y tímida cara de un ratón; pero de un ratón tremendamente inteligente. Los gatos habrían hecho bien evitándolo.
- ¿No os gustaría? - repitió.
Los otros hombres no respondieron. Habían bloqueado el curso de su fantasía, mirando hipnotizados el detector.
- Han tenido tiempo de sobra - dijo Edwardson para sí mismo.
Cassel bostezó y se mordió los labios.
- ¿Alguien quiere jugar al pelo más largo? - preguntó rascándose la barba. La barba era un recuerdo de graduado. Cassel sostenía que podía aguantar quince minutos sin que el oxígeno corriera por sus folículos. Sin embargo, nunca lo había demostrado saliendo al espacio sin casco.
Morse paseó la mirada por la sala y Edwardson, automáticamente, observó el indicador. Este gesto rutinario se le había quedado grabado en el subconsciente. Antes se dejarían cortar el cuello que descuidar el indicador.
- ¿No creéis que aparecerán pronto? - preguntó Edwardson con los oscuros ojos aún fijos en el indicador. Los hombres no le respondieron. Tras dos meses en el espacio todos juntos, sus ánimos conversacionales se habían agotado. Ya no les interesaba la barba de los días de graduado de Cassel ni las conquistas de Morse.
Les fastidiaba la muerte hasta en sus propios pensamientos y sueños, y les fastidiaba el ataque que esperaban de un momento a otro.
- Hay una cosa que me gustaría saber - dijo Edwardson, utilizando con pericia un viejo truco conversacional. - A qué distancia estarán.
Durante semanas habían hablado de los poderes telepáticos del enemigo, pero siempre habían vuelto a lo mismo.
Como soldados profesionales no tenían otra alternativa que especular sobre el enemigo y sus armas; hablar de su trabajo.
- Bien - dijo Morse con cansancio -. Nuestra red de detectores cubre el sistema hasta más allá de la órbita de Marte.
- Que es donde estamos - dijo Cassel, observando el indicador ahora que los otros se entregaban a la charla.
- Puede que ni siquiera sepan que poseemos una unidad detectora en funcionamiento - dijo Morse, tal como había repetido más de mil veces.
- Calla, calla - dijo Edwardson, con su delgado rostro torcido en una mueca de desprecio -. Poseen la telepatía. Tienen que haber leído a estas alturas cada milímetro de la mente de Everset.
- Everset no sabía que poseíamos una unidad detectora - dijo Morse mientras volvía la mirada al dial -. Fue capturado antes de su instalación.
- Mira - dijo Edwardson -. Le dicen: «Chico, ¿qué harías tú si supieras que una raza telepática está a punto. de invadir la Tierra? ¿Cómo protegerías el planeta?»
- Especulaciones baratas - dijo Cassel -. Quizás no se le ocurra a Everset pensar en esto.
- El piensa como un hombre, ¿no? Todos coinciden con esta defensa, Everset no es una excepción.
- Silogismos - Murmuró Cassel -. Muy poco válido.
- Te aseguro que me habría gustado que no hubiera sido capturado - dijo Edwardson.
- Pudo haber sido peor - lanzó Morse, cuyo rostro era más sombrío que de costumbre -. ¿Qué habría ocurrido si hubieran cogido a ambos?
- Me gustaría que vinieran - dijo Edwardson.

Richard Everset y C.R. Jones habían partido en el primer vuelo interestelar. Habían encontrado un planeta habitado en la zona de Vega. El resto fue rutinario.
Lo decidieron a cara o cruz. Everset bajó en el vehículo auxiliar, manteniendo contacto con Jones a través de la radio.
El registro de ese contacto entre el hombre que arribaba al planeta y el hombre que se había quedado en la nave fue grabado para que toda la Tierra lo escuchara.
- Acabo de encontrarme con los nativos - dijo Everset -. Se agrupan que es la leche. Te daré una descripción física más tarde.
- ¿Intentan hablar contigo? - preguntó Jones, imprimiendo a la nave una holgada espiral en torno al planeta.
- No. Espera. ¡Maldita sea! ¡Son telépatas! ¿Cómo se te queda el cuerpo, Jones?
- Maravilloso - dijo Jones -. Prosigue.
- Espera. Oye, Jones, no sé si me van a gustar estos muchachos. Deben tener la mente como un poema a la castidad. ¡Hermanito!
- ¿Qué pasa? - preguntó Jones, elevando un poco la nave.
- ¡La caraba! Estos hijos de puta son inmensamente poderosos. Parece que han taladrado todos los sistemas de los alrededores, buscando a alguien para...
- ¿Sí?
- Me he confundido - dijo Everset complacientemente -. No son tan malos.
Jones poseía mente rápida, naturaleza suspicaz y buenos reflejos. Puso el acelerador a todo gas, lo acercó al tope y dijo:
- Cuéntame más.
- Vente para abajo - dijo Everset, violando todas las leyes del vuelo espacial -. Estos chicos son de puta madre. De hecho, son lo más maravilloso...
Aquí finalizaba la grabación porque Jones había fijado el acelerador al tope mientras conducía la nave hacia el nivel exigido para el salto hiperespacial.
Se rompió tres costillas con la aclaración, pero llegó a casa.
Una especie telépata estaba en marcha. ¿Qué iba a hacer la Tierra contra ello?
Un cúmulo de especulaciones se desplegó en torno a la escueta y desnuda información de Jones. Con toda evidencia, la especie podía asaltar sin dificultades una mente. En el caso de Everset, parecía que habían infiltrado sus pensamientos en los suyos propios, alterando delicadamente sus convicciones previas. Lo habían poseído con notable facilidad.
¿Y Jones? ¿Por qué no lo habían atrapado a él? ¿Era la distancia un factor? ¿O no habían estado preparados para su repentina partida?
Una cosa era cierta. Todo cuanto Everset sabía, lo sabia también el enemigo. Lo que significaba que para ellos no eran secreto ni la situación de la Tierra ni la indefensión en que se encontraba el planeta ante tal forma de ataque.
Podía, pues, esperarse que el ataque procediera de esa manera.
Era necesario algo que neutralizara tan tremenda desventaja. Aunque, ¿qué podía utilizarse? ¿Qué armadura o blindaje había contra el pensamiento? ¿Cómo esquivar una proyección de onda?
Los sesudos científicos consultaron gravemente sus tablas periódicas.
¿Y cómo se sabía que un hombre estaba poseído? Aunque el enemigo se había mostrado torpe con Everset, ¿iba a continuar siéndolo? ¿No aprenderían?
Los psicólogos se rascaron la cabeza y declararon la ausencia de una escala absoluta para la humanidad.
Claro, algo había que hacer de todos modos. La respuesta, considerando que se trataba de un planeta dominado por la tecnología, tenía que ser tecnológica. Construir una flota espacial y equiparla con alguna clase de red detectora.
Esto se hizo en un tiempo record. Se desarrolló el detector Attison, un híbrido entre el radar y el electroencefalógrafo. Cualquier onda modélica de los cerebros típicamente humanos de los ocupantes de una nave equipada con detector que resultara alterada, sería señalada en el dial del indicador. Hasta una pesadilla o un caso de indigestión provocaría la alarma.
Parecía probable que cualquier intento de asaltar una mente humana tuviera alguna indicación de ese tipo. Donde y cómo fuere, tenía que haber algún punto de interacción.
Tal era lo que había que creer en relación al detector Attison. Quizá fuera cierto.
Las naves espaciales, con tres hombres en cada una, ocuparon el espacio entre Marte y la Tierra, formando una gigantesca esfera con la Tierra como centro,
Decenas de miles de hombres permanecían en cuclillas tras los paneles de tiro, observando los diales del detector Attison.
Los inmóviles diales.

- ¿No os parece que podría soltar un par de pepinazos? - Preguntó Edwardson acercando los dedos al disparador -. ¿Aunque sólo fuera para entretener los cañones?
- Estos cañones no necesitan entretenimiento - dijo Cassel, mesándose la barba -. Además, despertarías el pánico en la flota.
- Cassel - dijo Morse muy serenamente -. Quita tus pezuñas de la barba.
- ¿Por qué? - preguntó Cassel.
- Porque - replicó Morse, casi en un susurro - estoy a punto de atizarte de lleno en tu gordo pescuezo.
Cassel sonrió bonachonamente y alzó los puños. - Será un placer - dijo -. Me estoy cansando de tu asquerosa cicatriz.
Se puso en pie.
- Basta - dijo Edwardson con premura -. A vigilar el cucú.
- No es necesario - dijo Morse, retrocediendo - hay una señal de alarma conectada.
No obstante, observó el dial.
- ¿Y si la alarma no funciona? - preguntó Edwardson -. ¿Y si el dial se bloquea? ¿Cómo te sentirías si algo frío que te penetrara los sesos?
- El dial funcionará - dijo Cassel. Sus ojos se trasladaron desde el rostro de Edwardson hasta el inmóvil indicador.
- Creo que voy a irme al catre - dijo Edwardson.
- Quédate aquí - dijo Cassel -. Juguemos a algo.
- Bueno. - Edwardson cogió las grasientas cartas y empezó a barajarlas, mientras Morse tomaba el turno de observación de diales.
- Os aseguro que me gustaría que vinieran de una vez - dijo.
- Corta - dijo Edwardson, tendiendo el mazo a Cassel. - Me pregunto qué pinta tendrán nuestros amiguetes - dijo Morse, observando el dial.
- Probablemente muy parecida a la nuestra - dijo Edwardson, repartiendo cartas. Cassel las cogió una por una, lentamente, corno si esperase que algo interesante se ocultara bajo ellas.
- Tendrían que habernos proporcionado otro hombre - dijo Cassel -. Habríamos podido jugar al bridge.
- No sé jugar al bridge - dijo Edwardson.
- Aprenderías.
- ¿Por qué no nos encomendaron una tarea más activa? - preguntó Morse -. ¿Por qué no bombardeamos su planeta?
- No seas bobo - dijo Edwardson - Perderíamos cualquier nave que enviáramos. Probablemente volverían a nosotros poseídas y hechas trizas.
- Remato con nueve - dijo Cassel.
- No doy un real por ti aunque remates con mil - dijo Edwardson alegremente -. ¿Cuánto me debes ya?
- Os aseguro que me gustaría que vinieran - dijo Morse.
- ¿Quieres extenderme un cheque?
- Concédeme tiempo para la revancha. Hasta la semana que viene.
- Alguien debería razonar con esos hijos de puta - dijo - Morse, mirando más allá de la tronera. Casi inmediatamente, Cassel lanzó una mirada al dial.
- Se me está ocurriendo algo - dijo Edwardson.
- ¿Sí?
- Apuesto a que debe ser horrible tener la mente apretada - dijo Edwardson -. Tiene que ser espantoso.
- Lo sabrás cuando ocurra - dijo Cassel.
- ¿Lo supo Everset?
- Probablemente. Sólo que no pudo, quizás, hacer nada para evitarlo.
- Mi mente está de cojones - dijo Cassel -. Pero al primero de vosotros que comience a actuar raramente... cuidado.
Todos rieron.
- Bien - dijo Edwardson -. Os aseguro que me gustará tener una oportunidad de razonar con ellos. Esto es estúpido.
- ¿Por qué no? - preguntó Cassel.
- ¿Te refieres a salir y encontrarte con ellos?
- Claro - dijo Cassel. - Nada hacemos quedándonos aquí parados.
- Deberíamos pensar en hacer algo - dijo Edwardson lentamente -. A fin de cuentas, no son invencibles. Son seres razonadores.
Morse puso en marcha la cinta grabadora y luego alzó la mirada.
- ¿Piensas que deberíamos contactar con el mando? ¿Decirles lo que estamos haciendo?
- ¡No! - dijo Cassel, y Edwardson asintió con un gesto de acuerdo -. Formalismos. Nos limitaremos a largarnos y ver qué podemos hacer. Si no quieren parlamentar, los borraremos del espacio.
- ¡Mirad!
Desde la tronera pudieron ver la roja llama de un motor a reacción; la aceleración de la siguiente nave de su sector.
- Deben haber tenido la misma idea - dijo Edwardson.
- Vayamos los primeros - dijo Cassel. Morse movió el acelerador y todos se vieron arrojados hacia atrás en sus asientos.
- Ese dial todavía no se ha movido, ¿no? - preguntó Edwardson por encima del ruido de la alarma del detector.
- Ni una pizca - dijo Cassel, contemplando el dial cuya manecilla vibraba frenéticamente contra la coordenada más alta.

FIN


Ward Moore - EL HOLANDÉS ERRANTE




Mientras el minutero del reloj de pared rebasaba suavemente la manecilla de las horas, todavía enhiesta, el calendario automático, situado bajo la esfera, se estremeció bruscamente y al número diez le sucedió el once.
Salvo aquel ligero espasmo, tal vez atribuible a un imperfecto funcionamiento del mecanismo, las plaquitas en que estaban inscritos los signos «noviembre» y «1998» permanecieron inmóviles. En la sala de control, dotada de aire acondicionado, un termómetro situado junto a la puerta señalaba invariablemente una temperatura de 68º Farenheit.
No había nadie en la sala de control para observar el reloj, el calendario, el termómetro, la pantalla de radar o cualquiera de los diversos indicadores instalados en las paredes o en las mesas. Aún suponiendo la presencia de empleados o intrusos, no les hubiera sido posible leer señal alguna ya que la oscuridad era completa. No sólo estaban apagadas las luces de la sala; tupidos cortinajes las protegían contra los traicioneros rayos de la luna que eventualmente pudieran reflejarse en las superficies pulimentadas.
La ausencia de luz y de personal técnico no alteraba el trabajo de los prodigiosos aparatos del aeropuerto, pues habían sido diseñados para funcionar automáticamente con una inteligencia casi humana y con una precisión que sobrepasaba a la del hombre en cualquier emergencia, excepto en los casos de un ataque directo del enemigo o de un tiro cercano que averiara no sólo los instrumentos sino también los aparatos de reparación y ajuste.
Cuando el sonar y el radar captaron el sonido y la imagen de una aeronave que se aproximaba por el norte, instantánea y correctamente fue identificada como amiga; en efecto, era un RB-87 que regresaba a su base. La información fue transferida a las baterías antiaéreas, a la oficina de información, situada a treinta millas de distancia; a los tabuladores que registraban el curso de los bombarderos, al control de combustible oculto a gran profundidad y al depósito de municiones, protegido por capas y más capas de cemento y plomo.
No existía balizaje automático en el aeropuerto, por supuesto, pero esto no significaba inconveniente alguno para el poderoso bombardero de ocho motores, ya que no dependía de percepciones y reacciones humanas sino de un cálculo matemático totalmente ajustado a su plan de vuelo, sensible a la más sutil variación atmosférica, a la configuración del terreno, e incluso a una repentina imperfección de su propio mecanismo. Durante el vuelo, segundo tras segundo, estos instrumentos calculaban, compensaban y mantenían a la aeronave en la ruta prevista.
El RB-87, ajustado a la velocidad y dirección del viento, así como a cierto número de factores, apuntó la proa hacia la pista de cemento de dos millas de longitud y se deslizó suavemente sobre ella, hasta el final, para detenerse finalmente con las hélices girando en punto muerto entre dos trazos de pintura: el lugar exacto que indicaban los cálculos que regían su navegación.
Mientras se detenían los motores y las hélices giraban cada vez con mayor lentitud, los complejos servicios de la base aérea comenzaron a funcionar, al detectar los instrumentos de la oscura sala de control la invisible imagen del bombardero que regresaba. Del depósito de combustible serpenteó una manguera aparentemente interminable, atravesando el campo; al acercarse al bombardero, sus movimientos reptantes se hicieron más pronunciados cuando, guiada por impulsos electrónicos alzó la cabeza y trepó por un costado del aparato, buscando a ciegas los vacíos tanques de gasolina. Un diminuto receptor le respondió al mensaje de un transmisor también minúsculo; saltó el tapón y el cuello de la manga se introdujo en la abertura. Este contacto actuó en las profundidades del depósito de combustible; comenzaron a funcionar las bombas y la larga manguera se puso rígida al pasar la gasolina por su interior. A muchos kilómetros de distancia comenzaron a trabajar las bombas, impulsando su carga a través de los oleoductos. Toda la maquinaria de una refinería se puso en movimiento para elaborar petróleo en crudo y enviarlo transformado en gasolina de alto octanaje. A medio continente de distancia, se elevaba desde las profundidades de un pozo de materia prima que iría a parar al interior de un depósito vacío.
La manguera de gasolina, pieza fundamental, era el aparato más simple de la sala de control. Llenos ya los tanques, el tapón del depósito en su sitio y la manguera enrollada en su horquilla, hicieron su aparición las maquinarias más complejas. La manguera de engrase se desplazaba de un motor a otro, los cuales vomitaban finas capas de aceite negro quemado, luego reemplazadas por lubricantes de un color verde-dorado, fresco y viscoso. El dispositivo mecánico de engrase, un increíble pulpo sobre ruedas, circulaba por el campo aplicando sus tentáculos a las innumerables junturas que requerían sus servicios. Al otro lado del campo, los dispositivos automáticos de carga transportaban su precioso equipo en lenta procesión. Iban al encuentro del bombardero y constituían también mecanismos complejos y sutiles, guiados por delicados artificios, que colocaban suave y cuidadosamente las valiosas bombas en las cavidades de la nave. Aguardaban pacientemente su turno, dispuestos y regulados contra toda posible colisión. Al igual que los aparatos de control de combustible, también eran el resultado de la labor de muchos servomecanismos; galerías subterráneas despachaban a gran profundidad el material de repuesto por medio de tubos neumáticos, que se introducían bajo la superficie de la tierra a varios kilómetros de profundidad.
Los poderosos motores se enfriaron. La veleta - una especie de cono de lona -, en lo alto de la torre del aeropuerto, se movió ligeramente. En la oscura sala de control, el reloj marcaba las 3:58. Débiles partículas de polvo se filtraron subrepticiamente a través de las rendijas de las ventanas y un pequeño trozo de cemento, desprendido por el viento, cayó al suelo. A unos cuantos kilómetros de distancia, una hilera de árboles secos y resquebrajados rehusaban ásperamente, con fúnebre tozudez, a doblegarse lo más mínimo ante las duras acometidas del viento.
Exactamente a las 4:50, un impulso eléctrico procedente de la sala de control, según normas predeterminadas, puso en marcha los motores del avión. Hubo un momento en el que falló el motor número siete, pero pronto recuperó el ritmo habitual. Durante un largo intervalo, los motores se calentaron. La aeronave emprendió la marcha con aparente impremeditación, pero en el exacto instante previsto.
La pista se extendía a gran distancia. Pese a ganar velocidad, parecía como si el avión se mantuviera pegado a ella, reacio a dejar tierra. Después de un ligero balanceo, se abrió al fin un espacio entre las ruedas y el cemento, que se agrandó con rapidez. El aparato se elevó a gran altura, sobrepasando por un amplio margen la red de cables de alta tensión que se extendía más allá del aeropuerto. Ya en el aire pareció vacilar un momento, mientras los instrumentos medían y calibraban, pero no tardó en enfilar la proa hacia el norte, surcando con decisión el firmamento.
Volaba a enorme altura, por encima de las nubes, por encima de la sutil capa de aire oxigenado. Los motores palpitaban uniformemente, excepto el número siete, en el que de vez en cuando se percibían desfallecimientos y vacilaciones. Los expertos instrumentos del bombardero guiaban y comprobaban constantemente su vuelo, manteniéndolo en ruta hacia el objetivo a una altura fuera de posibles interferencias.
La pálida luz del amanecer hirió los contornos del avión sin resultado. La pintura pardusca del camuflaje no producía reflejos, pero aquí y allá aparecían ligeros rasguños, dejando al descubierto el brillante y traicionero aluminio. A medida que la luz se intensificaba, se hizo patente que tales desperfectos no eran sino pequeños signos de la debilidad del gran bombardero. Un golpe aquí, una abolladura allá, un cable deshilachado, una ligera erosión, señales que evidenciaban malos tratos, ominosas limitaciones. Sólo los instrumentos y los motores eran perfectos, aunque incluso éstos, considerando las alteraciones del número siete, no parecían destinados a durar indefinidamente.
Rumbo norte, rumbo norte, rumbo norte. El blanco había sido fijado, años atrás, por hombres maduros de rostro inexpresivo. La ruta fue establecida por hombres más jóvenes, con cigarrillos entre los labios, y los instrumentos esenciales fueron instalados por otros hombres todavía más jóvenes, envueltos en guardapolvos y mascando chicle. El blanco no era originalmente objetivo exclusivo del «Holandés Errante» - nombre que un mecánico jovial pintó años atrás en el fuselaje de la aeronave -, sino que estaba a cargo de un escuadrón completo de aviones del modelo RB-87, pues constituía un importante centro industrial, una parte esencial para el poder militar del enemigo cuya destrucción era necesaria.
Los hombres maduros que habían decidido el plan estratégico conocían muy bien la naturaleza de la guerra que estaban afrontando. Todo se había preparado cuidadosamente, teniendo en cuenta las posibles eventualidades. Planes de todas clases, cuantas alternativas eran posibles, se habían planificado con el mayor celo. Se daba por descontado que aquella capital y las ciudades más importantes serían destruidas casi de inmediato, pero los autores del plan habían ido mucho más allá de la simple descentralización. En las guerras precedentes, las operaciones finales dependían de los humanos, cuyo carácter frágil y falible conocían muy bien los estrategas. Pensaban con disgusto en la inutilidad de los soldados y mecánicos cuando se les somete a bombardeos ininterrumpidos o sufren los efectos de las armas químicas o biológicas, en los civiles refugiados en los más profundos rincones de las cavernas y minas subterráneas, con la voluntad anulada para la lucha e implorando servilmente el retorno de la paz. Los estrategas habían luchado ardorosamente contra este factor de incertidumbre. Organizaron una guerra no sólo completamente automatizada, sino además en la que botones y más botones actuasen en una cadena sin fin. La población civil podría encorvarse y temblar, pero la guerra no se detendría hasta alcanzar la victoria.
El «Holandés Errante» avanzaba velozmente hacia un blanco familiar servido y reforzado por una intrincada red de instrumentos, dispositivos, factorías, generadores, cables subterráneos y recursos básicos, todos ellos casi envidiables e inexpugnables, capaces de funcionar hasta el agotamiento, que no llegaría, gracias a su perfección, hasta dentro de cien años. El «Holandés Errante» volaba hacia el norte, una creación del hombre que ya no dependía de su autor.
Volaba hacia la ciudad que, largo tiempo atrás, había quedado convertida en pequeños cascos pulverizados. Volaba hacia las distantes pilas de baterías antiaéreas, donde los pocos cañones que todavía quedaban indemnes lo localizarían con sus pantallas de radar, apuntando y disparando automáticamente, para atraerlo al destino que sufrieron otros aviones a su imagen y semejanza. El «Holandés Errante» volaba hacia el país del enemigo, un país cuyos ejércitos habían sido aniquilados y cuyo pueblo había perecido. Volaba a tal altura que, desde un punto muy inferior al de sus extendidas alas y potentes motores, la superficie de la Tierra quedaba limitada por una gran línea curva. La Tierra, un planeta muerto en el cual hacía ya tiempo, mucho tiempo, que no alentaba ningún ser viviente.

FIN

Connie Willis - HASTA LA REINA




El teléfono sonó cuando estaba revisando la moción de la defensa.
- Es un llamado universal - dijo Bysshe, mi asistente legal, estirando la mano -. Probablemente es el acusado. No se permite usar firmas desde la cárcel.
- No, no es - dije -. Es mi madre.
- Oh. - Bysshe tomó el receptor -. ¿Por qué no está usando su firma?
- Porque sabe que no quiero hablar con ella. Debe haber averiguado lo que hizo Perdita.
- ¿Su hija Perdita? - preguntó, apretando el receptor contra su pecho -. ¿La que tiene una niña?
- No, esa es Viola. Perdita es mi hija menor. La que no tiene criterio.
- ¿Qué hizo?
- Se unió a las Ciclistas.
Bysshe quedó inquisidoramente en blanco, pero yo no estaba con ganas de aclarárselo. O con ganas de hablar con mi madre. - Sé exactamente lo que mamá va a decir - dije -. Me preguntará por qué no se lo conté, y luego exigirá saber qué voy a hacer al respecto, y no hay nada que pueda hacer al respecto, de lo contrario, obviamente, ya lo habría hecho.
Bysshe parecía aturdido.
- ¿Quiere que le diga que usted está en la corte?
- No. - Estiré la mano hacia el receptor -. Tendré que hablar con ella tarde o temprano. - Se lo quité -. Hola, mamá - dije.
- Traci - dijo mamá dramáticamente -, Perdita se ha convertido en Ciclista.
- Ya lo sé.
- ¿Por qué no me lo contaste?
- Pensé que la propia Perdita tenía que contártelo.
- ¡Perdita! - bufó -. Nunca me lo contaría. Sabe cuál sería mi opinión al respecto. Supongo que se lo contaste a Karen.
- Karen no está. Está en Irak. - Lo único bueno de toda esta debacle era que, gracias a lo ansioso que estaba Irak por demostrar que era un miembro responsable de la comunidad mundial luego de su antigua propensión a la autodestrucción, mi suegra estaba en el único lugar del planeta donde el servicio telefónico era lo bastante malo como para que yo pudiera excusarme diciendo que había tratado de llamarla pero no había podido comunicarme y ella tuviera que creerme.
La Liberación nos ha liberado de toda clase de indignidades y flagelos, incluyendo a los Saddams de Irak, pero no de las suegras, y yo estaba casi feliz por el excelente sentido de la oportunidad de Perdita. Cuando no tenía ganas de matarla.
- ¿Qué está haciendo Karen en Irak? - preguntó mamá.
- Negociando una patria para los palestinos.
- Y mientras tanto su nieta se está arruinando la vida - dijo, aunque no tenía nada que ver -. ¿Le contaste a Viola?
- Ya te lo dije, mamá. Pensé que la propia Perdita tenía que contárselo a todas ustedes.
- Bueno, no lo hizo. Y esta mañana me llamó una de mis pacientes, Carol Chen, y me exigió que le hiciera saber lo que le estaba ocultando. No tenía idea de qué me estaba hablando.
- ¿Cómo lo averiguó Carol Chen?
- Por su hija, que casi ingresa en las Ciclistas el año pasado. Su familia la convenció de que no lo hiciera - dijo, acusadora -. Carol estaba segura de que la comunidad médica había descubierto algún terrible efecto colateral del amenerol y que estábamos ocultándolo. No puedo creer que no me lo hayas contado, Traci.
Y yo no puedo creer no haber dejado que Bysshe te dijera que estaba en la corte, pensé. - Ya te lo dije, mamá. Pensé que le correspondía a Perdita contártelo. Después de todo, es su decisión.
- ¡Oh, Traci! - dijo mamá - ¡No puedes estar hablando en serio!
Durante el primer y hermoso aluvión de libertad posterior a la Liberación, yo había tenido esperanzas de que todo cambiaría, de que la Liberación, de algún modo, barrería con la desigualdad, con el dominio matriarcal y con todas esas mujeres amargadas decididas a eliminar del lenguaje la expresión «a paso de hombre» y los pronombres de la tercera persona del singular.
Por supuesto que no fue así. Los hombres todavía ganan más dinero que nosotras, «herstory» todavía es apenas un tizón en el paisaje semántico, y mi madre todavía puede decir «¡Oh, Traci!» en un tono que me reduce a la preadolescencia.
- ¡Su decisión! - dijo mamá -. ¿Estás diciéndome que planeas quedarte ociosamente a un costado y permitir que tu hija cometa el error de su vida?
- ¿Qué puedo hacer? Tiene veintidós años y una mente lúcida.
- Si tuviera una mente lúcida no estaría haciendo esto. ¿No trataste de disuadirla?
- Por supuesto que sí, mamá.
- ¿Y?
- Y no tuve éxito. Está decidida a ser Ciclista.
- Bueno, debe haber algo que podamos hacer. Conseguir una orden judicial o contratar a un desprogramador o demandar a las Ciclistas por lavado de cerebro. Tú eres jueza, debe haber alguna ley que puedas invocar...
- Esa ley se llama soberanía personal, mamá, y dado que fue lo que hizo posible la Liberación desde un principio, a duras penas puede emplearse contra Perdita. Su elección coincide con todos los criterios de un caso de soberanía personal: es una decisión personal, tomada por un adulto soberano, no afecta a nadie más...
- ¿Y mi profesión? Carol Chen está convencida de que los desviadores provocan cáncer.
- Cualquier efecto que tenga en tu profesión se considera un efecto indirecto. Como el que sufre el fumador pasivo. No es aplicable. Mamá, nos guste o no, Perdita está perfectamente en su derecho de hacerlo, y nosotras no tenemos ningún derecho de interferir. Una sociedad libre debe basarse en el respeto por las opiniones de los demás y en el dejar tranquilo al otro. Debemos respetar el derecho que Perdita tiene de tomar sus propias decisiones.
Todo lo cual era cierto. Lástima que no se lo había dicho a Perdita cuando me llamó. Lo que le dije, en un tono que sonaba exactamente igual al de mi madre, fue «¡Oh, Perdita!».
- Todo esto es por tu culpa, ¿sabes? - dijo mamá -. Te dije que no debías haberle permitido que se hiciera ese tatuaje sobre el desviador. Y no me vengas con que es una sociedad libre. ¿De qué sirve una sociedad libre si permite que mi nieta se arruine la vida? - Colgó.
Volví a entregarle el receptor a Bysshe.
- Realmente me gustó lo que dijo acerca del derecho de su hija a tomar sus propias decisiones - dijo él. Sostenía mi toga -. Y lo de no interferir en su vida.
- Quiero que me investigues los precedentes de la desprogramación - dije, metiendo los brazos en las mangas -. Y averigua si las Ciclistas han sido denunciadas por cualquier violación al libre albedrío: lavado de cerebro, intimidación, coerción.
Sonó el teléfono; otro universal.
- Hola, ¿quién habla? - dijo Bysshe con cautela. Su voz se volvió repentinamente amistosa -. Un minuto. - Tapó el receptor con la mano -. Es su hija Viola.
Tomé el receptor. - Hola, Viola.
- Acabo de hablar con la abuela - dijo -. No creerás lo que Perdita ha hecho ahora. Se unió a las Ciclistas.
- Ya lo sé - dije.
- ¿Lo sabes? ¿Y no me lo contaste? No puedo creerlo. Nunca me cuentas nada.
- Pensé que la propia Perdita debía contártelo - dije con cansancio.
- ¿Estás bromeando? Ella nunca me cuenta nada tampoco. Aquella vez que se hizo implantes en las cejas no me lo dijo hasta pasadas tres semanas, y cuando se hizo el tatuaje láser directamente no me lo contó. Twidge me lo contó. Tendrías que haberme llamado. ¿Se lo contaste a la abuela Karen?
- Está en Bagdad - dije.
- Ya lo sé - dijo Viola -. La llamé.
- ¡Oh, Viola, no!
- A diferencia de ti, mami, considero necesario comunicar a los miembros de nuestra familia los temas de su incumbencia.
- ¿Qué dijo? - pregunté, sintiendo una especie de aturdimiento, ahora que la impresión había pasado.
- No pude comunicarme. El servicio telefónico de allá es terrible. Hablé con alguien que no sabía inglés, y después se me cortó, y cuando volví a intentarlo me dijeron que toda la ciudad estaba incomunicada.
Gracias, suspiré en silencio. Gracias, gracias, gracias.
- La abuela Karen tiene derecho a saber, mamá. Piensa en las consecuencias que tendrá esto para Twidge. Ella cree que Perdita es maravillosa. Cuando Perdita se hizo los implantes en las cejas, Twidge se pegó lámparas LED en las suyas, y casi no puedo sacárselas. ¿Y si Twidge también decide unirse a las Ciclistas?
- Twidge sólo tiene nueve años. Cuando llegue el momento en que deba tener su desviador, Perdita habrá desistido. - Espero, agregué en silencio. Ya hacía un año y medio que Perdita llevaba el tatuaje y no mostraba señales de estar cansada de él -. Además, Twidge es más sensata.
- Es cierto. Oh, mamá, ¿cómo pudo Perdita hacer esto? ¿No le contaste lo horrible que era?
- Sí - dije -. Y lo inconveniente. Y lo desagradable, desequilibrante y doloroso. Nada le hizo el más ligero impacto. Me dijo que pensaba que sería divertido.
Bysshe estaba señalando su reloj y moviendo la boca. - Es hora de ir a la corte.
- ¡Divertido! - dijo Viola -. ¿Después de haber visto lo que tuve que pasar aquella vez? Honestamente, mamá, a veces pienso que Perdita sufre de muerte cerebral. ¿No puedes hacer que la declaren incompetente y la encierren o algo así?
- No - dije, tratando de subir la cremallera de la toga con una sola mano -. Viola, tengo que irme. Llegaré tarde a la corte. Temo que no hay nada que podamos hacer para detenerla. Es una adulta racional.
- ¡Racional! - dijo Viola -. Sus cejas tienen luz, mamá. En el brazo se hizo un tatuaje láser de la última batalla de Custer.
Entregué el teléfono a Bysshe. - Dile a Viola que la llamaré mañana. - Subí la cremallera de la toga -. Y luego llama a Bagdad y pregunta por cuánto tiempo esperan tener los teléfonos cortados. - Me encaminé hacia la sala del tribunal -. Y si hay más llamados universales, asegúrate de que sean locales antes de contestar.
Bysshe no pudo comunicarse con Bagdad, cosa que consideré una buena señal, y mi suegra no llamó. Mamá sí, por la tarde, para preguntarme si las lobotomías eran legales.
Volvió a llamar al día siguiente. Yo estaba en plena clase de Soberanía Personal, explicando que todos los ciudadanos de una sociedad libre tenían el derecho de comportarse como perfectos imbéciles. No estaban creyéndome.
- Creo que es su madre - me susurró Bysshe al entregarme el teléfono -. Sigue usando el universal. Pero es local. Lo verifiqué.
- Hola, mamá - dije.
- Está todo arreglado - dijo mamá -. Vamos a almorzar con Perdita en McGregor's. Está en la esquina de la Calle Doce y Larimer.
- Estoy dando clase - dije.
- Lo sé. No te distraigo más. Sólo quería decirte que no te preocupes. Ya me encargué de todo.
No me gustaba eso. - ¿Qué hiciste?
- Invité a Perdita a almorzar con nosotras. Ya te lo dije. En McGregor's.
- ¿Quiénes son «nosotras», mamá?
- Sólo la familia - dijo, inocente -. Tú y Viola.
Bueno, al menos no había invitado al desprogramador. Todavía.
- ¿Qué te propones, mamá?
- Perdita me preguntó lo mismo. ¿Acaso una abuela no puede invitar a sus nietas a almorzar? Debes estar allí a las doce y media.
- Bysshe y yo tenemos una reunión sobre la agenda judicial a las tres.
- Oh, para entonces habremos terminado. Y trae a Bysshe contigo. Puede proporcionarnos el punto de vista masculino.
Colgó.
- Tendrás que venir a almorzar conmigo, Bysshe - dije -. Lo siento.
- ¿Por qué? ¿Qué va a suceder en el almuerzo?
- No tengo idea.
Camino al McGregor's, Bysshe me dijo lo que había averiguado sobre las Ciclistas.
- No son un culto. No hay conexiones religiosas. Parecen haber surgido de un grupo de mujeres pre-Liberación - dijo, revisando sus notas -, aunque también tienen relación con el movimiento pro-elección libre, con la Universidad de Wisconsin y con el Museo de Arte Moderno.
- ¿Qué?
- A las líderes del grupo las llaman «docentes». Su filosofía parece ser una mezcla de feminismo radical pre-Liberación y primitivismo ambiental de los ochenta. Son floratarianas y no usan zapatos.
- Ni desviadores - dije. Estacionamos frente al McGregor's y salimos del auto -. ¿Alguna condena por control mental? - pregunté esperanzadamente.
- No. Un puñado de juicios contra miembros individuales, que los ganaron todos.
- Sobre la base de la soberanía personal.
- Sí. Y un juicio criminal presentado por una de sus miembros, cuya familia trató de desprogramarla. El desprogramador fue sentenciado a veinte años, y la familia a doce.
- Asegúrate de contarle eso a mi madre - dije, y abrí la puerta del McGregor's.
Era uno de esos restaurantes que tenían una enredadera abrazando el escritorio del maitre y parcelas de jardín entre las mesas.
- Perdita sugirió este lugar - dijo mamá, guiándonos a Bysshe y a mí hacia la mesa, mientras pasábamos el sector de las cebollas -. Me dijo que muchas Ciclistas son floratarianas.
- ¿Ya llegó? - pregunté, esquivando un almácigo de pepinos.
- Todavía no. - Señaló un sitio detrás del rosal -. Ahí está nuestra mesa.
Nuestra mesa era una cosa de mimbre ubicada debajo de una morera. Viola y Twidge estaban sentadas en el extremo opuesto, junto a un enrejado con habichuelas trepadoras, mirando los menúes.
 - ¿Qué estás haciendo aquí, Twidge? - pregunté -. ¿Por qué no estás en la escuela?
- Lo estoy - dijo, levantando su pizarra LCD -. Hoy estoy en remoto.
- Pensé que ella tenía que tomar parte en la discusión - dijo Viola -. Después de todo, pronto recibirá su desviador.
- Mi amiga Kensy dice que no va a quererlo, como Perdita - dijo Twidge.
- Estoy segura de que Kensy cambiará de opinión cuando llegue el momento - dijo mamá -. Perdita también cambiará de opinión. Bysshe, ¿por qué no te sientas junto a Viola?
Obedientemente, Bysshe se deslizó junto al enrejado y se sentó en una silla de mimbre en el extremo de la mesa. Twidge estiró el brazo por encima de Viola y le alcanzó un menú.
- Este restaurante es grandioso - dijo -. No hace falta usar zapatos. - Levantó un pie descalzo para ilustrarlo -. Y si te viene hambre mientras esperas, tomas algo. - Se dio vuelta en la silla, recogió dos habichuelas; le dio una a Bysshe, y mordió la otra -. Apuesto a que no lo hará. Kensy dice que el desviador duele más que los aparatos de ortodoncia.
- No duele tanto como no tenerlo - dijo Viola, dedicándome una feroz mirada de ¿Ahora-Te-Das-Cuenta-De-Lo-Que-Mi-Hermana-Ha-Provocado?
- Traci, ¿por qué no te sientas frente a Viola? - me dijo mamá -. Y cuando llegue Perdita la ubicaremos a tu lado.
- Si es que viene - dijo Viola.
- Le dije a la una en punto - dijo mamá, sentándose en la cabecera -. Para poder tener tiempo de planificar nuestra estrategia antes de que llegue. Hablé con Carol Chen...
- Su hija estuvo a punto de unirse a las Ciclistas el año pasado - expliqué a Bysshe y Viola.
- Dijo que hicieron una reunión familiar, como esta, y que sencillamente hablaron con su hija, y que su hija decidió que no quería ser Ciclista. - Nos miró -. Entonces pensé que nosotras podríamos hacer lo mismo con Perdita. Creo que deberíamos empezar por explicarle el significado de la Liberación y los días de oscura opresión que la precedieron...
- Y yo creo - interrumpió Viola - que tendríamos que tratar de convencerla de que sólo suspenda el amenerol durante unos meses, en vez de hacerse sacar el desviador. Si es que viene. Y no va a venir.
- ¿Por qué no?
- ¿Lo harías tú? O sea, esto es como la Inquisición. Ella sentada allí mientras todas nosotras le «explicamos». Perdita puede estar loca, pero no es estúpida.
- Difícilmente sea la Inquisición - dijo mamá. Miró ansiosamente detrás de mí, hacia la puerta -. Seguro que Perdita... - Calló, se puso de pie, y repentinamente se zambulló entre los espárragos.
Me di vuelta, esperando a medias que fuera Perdita con luces en los labios o un tatuaje de cuerpo entero, pero no veía nada por las hojas. Aparté las ramas.
- ¿Es Perdita? - dijo Viola, inclinándose hacia adelante.
Espié entre el follaje de la morera.
- Oh, Dios mío - dije.
Era mi suegra, vistiendo un abayah negro y un yarmulke de seda. Se abalanzó hacia nosotras a través de una plantación de zapallo, con sus ropas al viento y los ojos echando chispas. Mamá seguía su rastro de rábanos pisoteados, acuchillándome con la mirada.
Miré a Viola.
- Es tu abuela Karen - dije, acusadora -. Me dijiste que no habías podido comunicarte con ella.
- No pude - dijo -. Twidge, siéntate derecha. Y baja esa pizarra.
El rosal emitió un siniestro crujido, como si las hojas estuvieran encogiéndose de terror, y llegó mi suegra.
- ¡Karen! - dije, tratando de parecer contenta -. ¿Qué es lo que haces aquí? Pensé que estabas en Bagdad.
- Regresé apenas recibí el mensaje de Viola - dijo, mirándonos a todos uno a uno -. ¿Quién es este? - exigió, señalando a Bysshe -. ¿El nuevo compañero de Viola?
- ¡No! - dijo Bysshe, con expresión horrorizada.
- Es mi asistente legal, mamá - dije -. Bysshe Adams - Hardy.
- Twidge, ¿por qué no estás en la escuela?
- Lo estoy - dijo Twidge -. En remoto. - Levantó la pizarra -. ¿Ves? Matemáticas.
- Sí, veo - dijo ella, dándose vuelta para mirarme con furia -. Es un asunto lo bastante grave como para retirar a mi bisnieta de la escuela y contratar a un asistente legal, pero tú no lo consideraste lo suficientemente importante para notificarme. Por supuesto, tú nunca me cuentas nada, Traci.
Se sentó como un torbellino en la silla de la cabecera, haciendo volar hojas y capullos, y decapitando el centro de mesa de broccoli.
- Recibí el llamado de auxilio de Viola recién ayer. Viola, nunca debes dejarme mensajes con Hassim. Su inglés es virtualmente inexistente. Tuve que pedirle que me tarareara el llamado. Reconocí tu firma, pero los teléfonos no funcionaban, así que vine volando. Estaba en medio de las negociaciones, podría agregar.
- ¿Cómo van las negociaciones, abuela Karen? - preguntó Viola.
- Iban extremadamente bien. Los israelitas han entregado la mitad de Jerusalén a los palestinos, y han acordado un régimen de tiempo compartido para las Alturas del Golán. - Se dio vuelta para mirarme fijamente por un momento -. Ellos sí conocen la importancia de la comunicación. - Volvió a mirar a Viola -. ¿Así que por qué están fastidiándote, Viola? ¿No les gusta tu nuevo compañero?
- No soy su compañero - protestó Bysshe.
A menudo me he preguntado cómo diablos mi suegra llegó a ser mediadora y qué es lo que hace en todas esas sesiones de negociación con los serbios y católicos, coreanos del norte y del sur, protestantes y croatas. Porque ella toma partido, saca conclusiones apresuradas, malinterpreta todo lo que se dice, se niega a escuchar. Y a pesar de todo, convenció a Sudáfrica de aceptar un gobierno pro-Mandela, y probablemente lograría que los palestinos observaran el Yom Kippur. Tal vez los intimida con sus bravuconadas hasta que se someten. O tal vez las partes terminan aliándose para defenderse de ella.
Bysshe seguía protestando. - Ni siquiera había visto a Viola hasta hoy. Sólo hemos hablado por teléfono, un par de veces.
- Debes haber hecho algo - le dijo Karen a Viola -. Obviamente, quieren ver correr tu sangre.
- La mía no - dijo Viola -. La de Perdita. Se unió a las Ciclistas.
- ¿Las Ciclistas? ¿Abandoné las negociaciones de la Ribera Occidental porque ustedes no aprueban que Perdita ingrese en un club de ciclismo? ¿Cómo suponen que voy a explicarle eso a la presidenta de Irak? Ella no lo va a entender, y yo tampoco. ¡Un club de ciclismo!
- Las Ciclistas no andan en bicicleta - dijo mamá.
- Menstrúan - dijo Twidge.
Hubo un silencio mortal que duró al menos un minuto, y yo pensé «Por fin sucedió. Mi suegra y yo vamos a estar por primera vez del mismo lado en una discusión familiar».
- ¿Todo este escándalo porque Perdita se hará quitar el desviador? - dijo Karen finalmente -. Es mayor de edad, ¿no? Y, evidentemente, en este caso se aplica la soberanía personal. Tú deberías saberlo, Traci. Después de todo, eres jueza.
Tendría que haber sabido que era demasiado bueno para ser verdad.
- ¿Quieres decir que apruebas que Perdita retroceda a veinte años antes de la Liberación? - dijo mamá.
- No creo que sea tan serio - dijo Karen -. En el Medio Oriente también hay grupos antidesviador, ¿sabes?, pero nadie los toma en serio. Ni siquiera las iraquíes, y eso que siguen usando velo.
- Perdita sí lo está tomando en serio.
Karen descartó el comentario con un movimiento de su manga negra.
- Son una tendencia, una moda pasajera. Como las microfaldas. O esas espantosas cejas electrónicas. Un puñado de mujeres usa esas modas tontas durante un tiempo, pero las mujeres en general no abandonan los pantalones ni vuelven a usar sombrero.
- Pero Perdita... - dijo Viola.
- Si Perdita quiere tener su menstruación, yo digo que la dejen. Las mujeres funcionaron perfectamente bien sin desviadores durante miles de años.
Mamá dio un puñetazo en la mesa. - Las mujeres también funcionaban perfectamente bien con el concubinato, el cólera y los corsets - dijo, recalcando cada palabra con un puñetazo -. Pero esa no es razón para aceptarlos voluntariamente, y no tengo intenciones de permitir que Perdita...
- Hablando de Perdita, ¿dónde está la pobre niña? - dijo Karen.
- Llegará en cualquier momento - dijo mamá -. La invité a almorzar para poder discutir todo esto con ella.
- ¡Ja! - dijo Karen -. Para poder amedrentarla hasta que cambie de opinión, querrás decir. Bueno, no tengo intenciones de colaborar con ustedes. Sí tengo intenciones de escuchar el punto de vista de la pobrecita con interés y apertura mental. Respeto. Esa es la palabra clave, la que todas ustedes parecen haber olvidado. Respeto y cortesía.
Una mujer descalza, que lucía una túnica floreada y una chalina roja atada en el brazo izquierdo, se acercó a la mesa con una pila de carpetas rosadas.
- Ya era hora - dijo Karen, arráncandole una de las carpetas -. El servicio aquí es espantoso. Hace diez minutos que estoy sentada esperando. - Abrió de un golpe la carpeta -. Supongo que no tienen whisky.
- Me llamo Evangeline - dijo la joven -. Soy la docente de Perdita. - Tomó la carpeta de manos de Karen -. No pudo venir a almorzar con ustedes, pero me pidió que acudiera en su lugar, para explicarles la filosofía de las Ciclistas.
Se sentó en la silla de mimbre que estaba a mi lado.
- Las Ciclistas estamos dedicadas a la libertad - dijo -. A ser libres de lo artificial, a ser libres de drogas y hormonas que controlen el cuerpo, a ser libres del patriarcado masculino que intenta imponérsenos. Como ustedes probablemente ya saben, no usamos desviadores. - Señaló la chalina roja que tenía alrededor del brazo -. En lugar de eso, usamos esto, como emblema de nuestra libertad y femineidad. Hoy la tengo puesta para anunciar que ha llegado mi etapa de fertilidad.
- Nosotras también las usábamos - dijo mamá -, pero en la parte trasera de nuestras faldas.
Me reí.
La docente me miró. - La dominación de los cuerpos de las mujeres por parte de los hombres comenzó mucho antes de la llamada «Liberación», con las leyes gubernamentales para el aborto y los derechos del feto, con el control científico de la fertilidad, y finalmente con el desarrollo del amenerol, que eliminó por completo el ciclo reproductivo. Todo esto formó parte de un cuidadoso plan del régimen patriarcal masculino para controlar el cuerpo de la mujer y, por extensión, su identidad.
- ¡Qué interesante punto de vista! - dijo Karen con entusiasmo.
Y sí que lo era. A decir verdad, el amenerol no se había inventado para eliminar la menstruación. Se había desarrollado para lograr la remisión de tumores malignos. Sus propiedades de absorción de la mucosa uterina se habían descubierto por accidente.
- ¡¿Está tratando de decirnos - dijo mamá - que los hombres obligaron a las mujeres a usar desviadores?! ¡Todas nosotras tuvimos que luchar para que la Administración Federal de Medicamentos los aprobara.
Era cierto. Donde las madres sustitutas, los grupos antiaborto y la ley de derechos del feto habían fracasado a la hora de unir a las mujeres, la perspectiva de no tener que menstruar más había triunfado. Las mujeres habían organizado manifestaciones, habían peticionado, habían elegido senadores, habían propuesto enmiendas constitucionales, habían sido excomulgadas y habían ido a la cárcel, todo en nombre de la Liberación.
- Los hombres no estaban en contra de nosotras - dijo mamá, con la cara bastante roja -. Y el derecho religioso, y los fabricantes de apósitos, y la Iglesia Católica...
- Sabían que iban a tener que autorizar el sacerdocio de las mujeres - dijo Viola.
- Y lo hicieron - dije.
- La Liberación no las ha liberado - dijo la docente a viva voz -. Salvo de los ritmos naturales de la vida, de la mismísima fuente de la femineidad. - Se agachó y recogió una margarita que crecía debajo de la mesa -. Nosotras, las Ciclistas, celebramos el inicio de nuestras menstruaciones y nos regocijamos en nuestros cuerpos - dijo, levantando la margarita -. Cada vez que una Ciclista florece, como decimos nosotras, la honramos con flores, poemas y canciones. Después nos tomamos de las manos y decimos qué es lo que más nos gusta de nuestra menstruación.
- La retención de líquido - dije.
- O estar tirada en la cama tres días al mes, usando calurosos apósitos - dijo mamá.
- Creo que lo que más me gusta son los ataques de ansiedad - dijo Viola -. Cuando suspendí el amenerol para poder tener a Twidge, tenía esos días en que estaba convencida de que la estación espacial iba a caérseme encima.
Una mujer madura vestida con mameluco y sombrero de paja se había acercado mientras Viola hablaba, y ahora estaba de pie junto a la silla de mamá. - Yo tenía esos cambios de humor - dijo -. De repente estaba alegre y al minuto siguiente me sentía Lizzie Borden.
- ¿Quién es Lizzie Borden? - preguntó Twidge.
- Asesinó a sus padres - dijo Bysshe -. Con un hacha.
Karen y la docente los miraron a ambos. - ¿No se supone que tendrías que estar trabajando en Matemáticas, Twidge? - dijo Karen.
- Siempre me he preguntado si Lizzie Borden habrá tenido el SPM - dijo Viola - y si esa fue la razón de...
- No - dijo mamá -. La razón fue tener que vivir antes de los tampones. Un caso obvio de homicidio justificable.
- Creo que esta clase de ligereza no es muy útil - dijo Karen, clavándonos la mirada a todos.
- ¿Eres la camarera? - le pregunté precipitadamente a la mujer del sombrero de paja.
- Sí - dijo ella, sacando una pizarra de un bolsillo del mameluco.
- ¿Sirven vino aquí? - pregunté.
- Sí. De diente de león, prímula o vellorita.
- Tráiganos todos - dije.
- ¿Una botella de cada uno?
- Por ahora. A menos que los sirvan en barriles.
- Las especialidades de hoy son ensalada de melón y choufleur gratinée - dijo, sonriéndonos. Karen y la docente no le devolvieron la sonrisa -. Pueden elegir su propia coliflor de la parcela que está adelante. La especialidad floratariana es capullos de lirio salteados con manteca de caléndula.
Hubo una tregua provisoria mientras todos pedían su comida. - Yo quiero guisantes dulces - dijo la docente - y un vaso de agua de rosas.
Bysshe se inclinó hacia Viola. - Lamento si parecí horrorizado cuando tu abuela me preguntó si era tu compañero - dijo.
- Está bien - dijo Viola -. La abuela Karen puede dar bastante miedo.
- Es que no quiero que pienses que no me agradas. No es así. Me gustas, quiero decir.
- ¿No tienen hamburguesas de soja? - dijo Twidge.
Ni bien se alejó la camarera, la docente comenzó a repartir las carpetas rosadas que había traído consigo. - Esto explicará la filosofía de trabajo de las Ciclistas - dijo, entregándome una -, además de proporcionar información práctica sobre el ciclo menstrual. - Le dio otra a Twidge.
- Parece uno de esos libros que nos daban en la secundaria - dijo mamá, mirando la suya -. Se llamaban «Un don especial», y tenían un montón de fotos de chicas con cintas rosadas en el cabello, jugando al tenis y sonriendo. Escandalosa tergiversación.
Tenía razón. Hasta estaba el mismo dibujo de las trompas de Falopio que yo recordaba de la película que había visto en mi escuela, un dibujo que siempre me había recordado a las primeras versiones de Alien.
- Oh, puaj - dijo Twidge -. Esto es asqueroso.
- Dedícate a las matemáticas - dijo Karen.
Bysshe parecía descompuesto.
- ¿Las mujeres realmente tenían que hacer todo esto?
Llegó el vino y serví un gran vaso a cada uno. La docente frunció los labios con desaprobación y meneó la cabeza. - Las Ciclistas no usamos estimulantes ni hormonas artificiales que el patriarcado masculino ha impuesto a las mujeres para volverlas dóciles y subordinadas.
- ¿Cuánto tiempo se menstrúa? - preguntó Twidge.
- Por siempre - dijo mamá.
- De cuatro a seis días - dijo la docente -. Está aquí en el manual.
- No, quiero decir, ¿toda la vida o qué?
- El promedio de las mujeres tienen su menarca a los doce años de edad y cesan de menstruar a los cincuenta y cinco.
- Yo tuve mi primer período a los once - dijo la camarera, poniéndome un bouquet delante -. En la escuela.
- Yo tuve el último el día en que la Administración Federal de Medicamentos aprobó el amenerol - dijo mamá.
- Trescientos sesenta y cinco dividido veintiocho - dijo Twidge, escribiendo en su pizarra -. Por cuarenta y tres años. - Levantó la vista -. Me da quinientas cincuenta y nueve menstruaciones.
- Eso debe estar mal - dijo mamá, quitándole la pizarra -. Son por lo menos cinco mil.
- Y siempre empiezan el día en que te vas de viaje - dijo Viola.
- O que te casas - dijo la camarera.
Mamá comenzó a escribir en la pizarra.
Aproveché el cese del fuego para volver a serviles vino de diente de león a todos.
Mamá alzó la mirada. - ¿Se dan cuenta de que si el período era de cinco días, una se pasaba casi tres mil días menstruando? Son más de ocho años.
- Y entre medio estaba el SPM - dijo la camarera, dejándonos flores.
- ¿Qué es el SPM? - preguntó Twidge.
- El síndrome pre - menstrual, un nombre que el establishment médico fabricó para denominar la variación natural de los niveles hormonales que indica la cercanía de la menstruación - dijo la docente -. Esta leve fluctuación, enteramente normal, fue exagerada por los hombres hasta convertirla en una debilidad. - Miró a Karen, buscando confirmación.
- A mí se me daba por cortarme el cabello - dijo Karen.
La docente parecía incómoda.
- Una vez me rapé todo un costado - prosiguió Karen -. Todos los meses, Bob tenía que esconder las tijeras. Y las llaves del auto. Cada vez que debía detenerme por un semáforo rojo me ponía a llorar.
- ¿Te hinchabas? - preguntó mamá, sirviéndole otro vaso de vino.
- Quedaba igual que Orson Welles.
- ¿Quién es Orson Welles? - preguntó Twidge.
- Sus comentarios reflejan la auto-repugnancia que les ha inculcado el patriarcado - dijo la docente -. Los hombres les han lavado el cerebro a las mujeres hasta convencerlas de que la menstruación es algo pérfido y sucio. Las mujeres incluso solían llamarla «la maldición», porque aceptaban el juicio de los hombres.
- Yo la llamaba «la maldición» porque pensaba que una bruja me había echado un maleficio - dijo Viola -. Como en «La Bella Durmiente».
Todos la miramos.
- Bueno, así era - dijo -. Era lo único que se me ocurría para explicar que semejante cosa horrible me sucediera. - Devolvió la carpeta a la docente -. Y sigue siendo lo único que se me ocurre.
- Creo que fuiste tremenda.

FIN


Nelson Bond - FACTOR VITAL




¿A quién enviaremos en busca de este nuevo mundo?
¿Quién nos parecerá Suficiente?
Milton, Paraíso Perdido


Wayne Crowder se llamaba a sí mismo un hombre poderoso. Aquellos que le conocían mejor (aunque no había nadie que le conociese verdaderamente bien) utilizaban adjetivos hasta cierto punto lisonjeros para él. Era, según decían estas personas, un hombre frío e implacable; un hombre de voluntad de hierro e inflexible decisión; un hombre cuyo corazón corría, parejas con su mandíbula de granito. No es que fuese astuto, inmoral o injusto. Solamente era duro. Un hombre que quería las cosas a su manera... y las conseguía.
En una época que ve más el naufragio que el triunfo de las fortunas, Crowder demostró su habilidad y talento enriqueciéndose. Aun en estos días en que tan duro precio hay que pagar por todo, un hombre atrevido y resuelto que no admite obstáculos puede conseguirlo. Wayne Crowder lo consiguió. Patentó un sencillo artículo doméstico de uso general, lo vendió a un precio irrisorio que hizo trizas a todos los posibles competidores, y se convirtió en un multimillonario a pesar de los astronómicos impuestos que tenía que pagar al Departamento de la Renta Nacional. Se construyó un orgulloso rascacielos, en cuya cumbre instaló su despacho particular. Vivía en las nubes, tanto en el sentido figurado como en el verdadero. Sus empleados eran subordinados en el verdadero sentido de la palabra.
Crowder constituía el ejemplo final del hombre de negocios completamente desapasionado: dueño de sí mismo, falto de amenidad, enérgico, astuto. Incluso aquellos periódicos untuosos y caros que se dedican a adular a los ricos y a los poderosos eran incapaces de hallar frases cordiales y lisonjeras cuando se referían a Wayne Crowder. Sólo sabían llamarle un hombre de hielo, de piedra, tinta y acero. Y en líneas generales, este juicio era exacto. Pero él les dio una sorpresa.
Una tarde dijo a su secretario:
- Reúna a mis ingenieros.
Los ingenieros tomaron asiento en actitud deferente ante la maciza mesa del jefe. Wayne Crowder les dijo con laconismo:
- Señores... quiero que me construyan una astronave.
Los ingenieros le miraron y luego se miraron entre sí sin poder ocultar su extrañeza. El que hacia las veces de portavoz de los reunidos carraspeó.
- ¿Una astronave, señor Crowder?
- He resuelto - dijo el millonario - ser el hombre que dará la navegación interplanetaria a la Humanidad.
Uno de los expertos dijo:
- Si usted lo desea, señor, podemos trazar los planos de semejante nave. Eso no es difícil. Los planos esenciales existen desde hace muchos años; la base de los mismos es el submarino. Pero...
- ¿Qué?
- Pero el motor que impulse a esta nave - dijo francamente el ingeniero - eso es lo que nosotros no podemos darle. El hombre lo busca desde hace docenas de años, pero la solución aún no se ha encontrado. Dicho en otras palabras: podemos construir la astronave que usted pide, pero nos consideramos incapaces de levantar a dicha nave de la superficie de la Tierra.
- Ustedes tracen los planos de la nave - dijo Crowder - y yo me ocuparé de encontrar el motor que les hace falta.
El primer ingeniero preguntó:
- ¿Dónde?
A lo que Crowder repuso.
- Pregunta muy adecuada. He aquí mi respuesta: no lo sé. Pero en algún lugar de este mundo existe el hombre que conoce ese secreto... y que me lo revelará si yo le proporciono el dinero necesario para convertir su teoría en realidad. Encontraré a ese hombre.
- Se verá usted asediado por una turba de chiflados.
- Lo sé. Ustedes deben ayudarme a separar el trigo de la cizalla. Pero todo aquel que se presente con una idea prometedora, por fantástica que parezca, gozará de la oportunidad de demostrar lo que es capaz de hacer.
- ¿Quiere usted decir que está dispuesto a subvencionar sus experimentos? ¡Eso le costará una fortuna!
- Tengo una fortuna - dijo Crowder con brevedad -. Ahora, manos a la obra. Ustedes constrúyanme la nave, y yo haré que se eleve.

Luego Wayne Crowder convocó una conferencia de prensa. Aparecieron artículos sensacionalistas, divertidos y bastante maliciosos. Los sindicatos periodísticos se deleitaron ofreciendo al mundo los menores detalles de la Locura de Crowder... Y la oferta que había hecho el magnate, de cien mil dólares en efectivo, al hombre que hiciese posible que una nave se elevase de nuestro planeta. Pero la historia llegó hasta los confines más recónditos del globo y la oferta circuló en una docena de lenguas diferentes.
La predicción de los ingenieros se cumplió al pie de la letra. Las oficinas de Crowder se convirtieron en la Meca y el refugio de todos los chiflados de la Humanidad; sus planos y modelos a escala abarrotaban los corredores, sus cartas constituían un diluvio de tinta, que amenazaba sumergir al personal destinado a clasificar, examinar y analizar todas las propuestas, pese a que dicho personal se había duplicado. Crowder sólo recibía a aquellos pocos que conseguían pasar la criba de sus Cancerberos. Despedía a la mayor parte de aquellos, si bien conservaba a algunos, asignándoles un sueldo y poniéndolos a trabajar. Invirtió una suma que hubiera servido para el rescate de un príncipe en la construcción de nuevos laboratorios. Sus amplios terrenos de prueba se convirtieron en el taller manicomial de una veintena de pretendidos conquistadores del espacio.

Así fueron pasando las semanas; la astronave diseñada por los ingenieros dejó la mesa de los delineantes para empezar a convertirse en realidad. Sin embargo, todavía ninguno de los subvencionados había conseguido que demostrar que el motor que él presentaba - ya fuese de vapor o explosión, de gas, atómico o de cualquier otro combustible - sería capaz de levantar a aquel monstruo metálico de la superficie de la Tierra. Se realizaron muchas pruebas, algunas cómicas, otras trágicas. Pero todas terminaron en fracaso.
A pesar de ello, Crowder seguía aferrado a su obsesión.
- Vendrá - decía -. Con dinero y decisión se compra todo. Vendrá tarde o temprano.
Y resultó que tenía razón. Un día se presentó en su despacho un individuo. Era un hombrecillo insignificante. Aún lo parecía más en aquella inmensa estancia. Aparecía empequeñecido en las vastas profundidades de una enorme butaca... Tenía los ojos a la altura de la maciza mesa de despacho de Crowder. A diferencia de sus predecesores, no llevaba una abultada cartera conteniendo planos, esquemas o fórmulas. También difería de los demás en que no fanfarroneaba, ni se encogía o se deshacía en adulaciones. Era un hombrecillo de aspecto agradable, de ojillos y movimientos de pájaro, alerta y sonriente.
Se limitó a decir:
- Me llamo Wilkins. Puedo impulsar esa nave que usted desea.
- ¿De veras? - dijo Crowder.
- Pero no tendrá nada que ver con ese disparatado y enorme proyectil que están construyendo sus ingenieros. Los cohetes constituyen un estúpido despilfarro de tiempo. Mi motor requiere otro tipo de nave.
- ¿Dónde están sus planos? - le preguntó Crowder.
- Aquí - respondió el hombrecillo golpeándose la frente.
Crowder dijo sin inmutarse:
- Mantengo a un par de docenas de individuos que dicen lo mismo. Ninguno de ellos ha conseguido nada. Que le hace a usted creer que su idea tendrá resultado?
- Los platillos volantes replicó el hombre.
- ¿Eh?
- He penetrado su secreto. Mi proyecto se basa en el principio que impulsa a esas naves. Y éste no es otro que el electromagnetismo. La utilización de la fuerza de gravedad. O la fuerza opuesta: la antigravedad.
- Muchísimas gracias - dijo Crowder, levantándose -. Ahora, si usted me permite...
- ¡Espere usted! - le ordenó el hombrecillo - Aún hay otra cosa. Esto.
Al tiempo que pronunciaba estas palabras, sacó del bolsillo un objeto metálico del tamaño y la forma de un cenicero. Suspendiéndolo sobre la mesa de Crowder... retiró la mano. El objeto permaneció inmóvil en el aire. Crowder lo tocó. Notó un ligero hormigueo en la yema de sus dedos, pero el objeto no cayó. Crowder sentóse de nuevo lentamente.
- Me basta - dijo -. ¿Qué necesita usted?
- Ya ha establecido usted un precio muy bueno por mis servicios - dijo Wilkins -. Sólo le pediré tres cosas más. Un taller en el que pueda construir un prototipo basado en este modelo. La ayuda de mecánicos expertos. Y una respuesta.
Crowder enarcó las cejas.
- ¿Una respuesta?
- La respuesta a una pregunta. ¿Por qué desea usted en tan gran manera construir esta nave?
- Porque amo el poder - repuso francamente Crowder -. Porque soy ambicioso. Quiero ser el primero en conquistar el espacio porque esto me hará más poderoso, más rico y más fuerte que cualquier otro de mis semejantes. Yo seré el amo, no sólo de un mundo, sino de todos los mundos.
- Sincera respuesta, en verdad - observó Wilkins - si bien extraña.
- ¿Qué otra podía darle?
- Yo puedo darle otra - dijo el hombrecillo con expresión pensativa -. Yo quiero irme de este planeta y dirigirme a cualquier otro lugar - a Marte, quizá -, porque todavía existen por descubrir extrañas bellezas. Porque me aguardan crepúsculos purpúreos sobre yermas soledades, mientras en el cielo nocturno tachonado de estrellas el tenue y frío aire de un mundo moribundo se agita en inquietos suspiros por los valles de los secos canales. Por que desde aquí su vivo y lejano brillo en los cielos semeja un doloroso rubí clavado en mi corazón, y mi alma desfallece de añoranza, anhelando poner la planta sobre otro mundo que aún no haya sido pisado por el hombre.
Crowder le atajó bruscamente:
- Es usted un sentimental. Pero a mí sólo me interesa la lógica. No importa. Podemos trabajar juntos. Mañana por la mañana tendrá usted el taller a punto.
Cuatro meses más tarde, bajo la humeante colina de un crepúsculo otoñal, los dos hombres estaban sentados de nuevo uno frente a otro. Aunque esta vez no se hallaban en el rascacielos de Crowder, sino agazapados en la estrecha cabina de una pequeña nave discoidal construida por los ingenieros de Crowder de acuerdo con los planos de Wilkins. En el exterior, una ingente multitud se hallaba reunida para presenciar el vuelo de prueba. El gentío se agitaba y murmuraba, en una espera impaciente, mientras, en el interior de la cabina del disco, Wilkins instalaba la última parte secreta cuya naturaleza no había revelado a los que le ayudaron a construir su aparato.
El hombrecillo empalmó un alambre, realizó un pequeño ajuste en otro lugar, mientras Crowder lanzaba gruñidos de impaciencia.
- ¿Bien, Wilkins? ¿A qué esperamos?
- No esperamos nada. - Wilkins dejó sus herramientas se dirigió al borde exterior de la nave de curiosa forma y levantó una pantalla metálica que le permitió contemplar el terreno de pruebas -. Tal vez sea... sentimentalismo. El deseo de contemplar una vez más las escenas familiares de la Tierra.
- ¡Déjese usted de sensiblerías! - rezongó Crowder -. ¿O es que tiene miedo? ¿Tal vez ha pensado que su invento no funcionará, después de todo?
- Funcionará.
- Entonces, ponga el motor en marcha. Déjeme que oiga su rugido y note el arranque cuando nos libremos de la gravedad terrestre para volar hacia el espacio exterior. Cuando esto llegue, quizá yo también comparta su sentimentalismo.
El hombrecillo cerró la escotilla y volvió a su sitio ante los mandos. Tocó una palanca y accionó una llave. Sus manos se movían con ademán soñador sobre el tablero. Crowder dijo con displicencia:
- Empiezo a desconfiar de usted, Wilkins. Como esto resulte ser un fraude... ¿Cuándo vamos a despegar? Usted dijo que lo haríamos a las cinco en punto, y ahora son... - consultó su reloj - ...ahora son las cinco y dos minutos. ¿Bien? ¿Es que no nos movemos?
- Ya nos estamos moviendo - repuso Wilkins.
Levantó de nuevo la pantalla que cubría la portilla. Crowder vio el negro aterciopelado del espacio, salpicado con millares de estrellas arremolinadas. Bajo ellos la Tierra retrocedía, semejante a un vagón de juguete... una moneda... una luciérnaga.
- ¡Dios mío! - exclamó Crowder, tratando de ponerse en pie -. ¡Dios mío, es verdad! ¡Lo ha conseguido usted, Wilkins!
El hombrecillo sonrió.
Crowder experimentó un júbilo inenarrable. Por último aquel hombre frío y duro conoció una emoción. Gritó en son de triunfo:
- ¡Entonces, eso quiere decir que yo tenía razón! No hay nada que no se pueda comprar con decisión y dinero. Prometí ser el primer hombre que conquistaría el espacio, y he cumplido mi promesa. Es un triunfo del poder y de la ambición.
- Y del sentimiento - dijo Wilkins.
- ¡Váyase usted al diablo! Sus sueños y proyectos hubieran muerto antes de nacer, de no haber sido por mí. Fui yo quien hizo esto posible, Wilkins; no lo olvide. Mi capital, mi poderío, mi voluntad.
Contempló la Tierra distante con ojos llameantes.
- Esto no es más que el comienzo - dijo -. Construiremos un modelo mayor, capaz de contener a un centenar de personas. Prepararemos la primera invasión de otro mundo. Forjaré un nuevo imperio... en Marte. Regresemos ya, Wilkins.
- No - dijo Wilkins -. Me parece que no.
- ¿Cómo? Hemos demostrado que esta nave puede elevarse. Ahora volvamos y preparémonos para más largas travesías.
- Nada de eso - dijo el hombrecillo - Continuaremos adelante.
- ¿Qué significa esto? - rugió Crowder -. ¿Se atreve usted a desafiarme? ¿Se ha vuelto loco?
- No - dijo Wilkins -. Sentimental.
Entonces se quitó la chaqueta. Luego deshizo el nudo de su corbata y se despojó de la camisa, los pantalones y los zapatos. Bajo sus ropas surgió otro atavío, unas extrañas y brillantes vestiduras totalmente distintas a todo cuanto Crowder había visto hasta entonces. Una tela rutilante, de apretada malla y de un tono dorado, que subrayaba de un modo extraño las características no humanas de su desmedrado físico. Dirigió una sonrisa a Crowder una sonrisa amistosa. Pero no era la sonrisa de un ser nacido sobre la Tierra.
- Su dinero y su ambición me han allanado el camino - observó el marciano -, pero el sentimiento fue el factor vital que me hizo acudir a usted. Comprenda... deseaba regresar a mi hogar.

FIN


Fredric Brown - EL EXPERIMENTO




- La primera máquina del tiempo, caballeros - Informó orgullosamente el profesor Johnson a sus dos colegas -. Es cierto que sólo se trata de un modelo experimental a escala reducida. Únicamente funcionará con objetos que pesen menos de un kilo y medio y en distancia hacia el pasado o el futuro de veinte minutos o menos. Pero funciona.
El modelo a escala reducida parecía una pequeña maqueta, a excepción de dos esferas visibles debajo de la plataforma.
El profesor Johnson exhibió un pequeño cubo metálico.
- Nuestro objeto experimental - dijo - es un cubo de latón que pesa quinientos cuarenta y siete gramos. Primero, lo enviaré cinco minutos hacia el futuro.
Se inclinó hacia delante y movió una de las esferas de la máquina del tiempo.
- Consulten su reloj - advirtió.
Todos consultaron su reloj. El profesor Johnson colocó suavemente el cubo en la plataforma de la máquina. Se desvaneció.
Al cabo de cinco minutos justos, ni un segundo más ni un segundo menos, reapareció.
El profesor Johnson lo cogió.
- Ahora, cinco minutos hacia el pasado. - Movió otra esfera. Mientras aguantaba el cubo en una mano, consultó su reloj -. Faltan seis minutos para las tres. Ahora activaré el mecanismo - poniendo el cubo sobre la plataforma - a las tres en punto. Por lo tanto, a las tres menos cinco, el cubo debería desvanecerse de mi mano y aparecer en la plataforma, cinco minutos antes de que yo lo coloque sobre ella.
- En este caso, ¿cómo puede colocarlo? - preguntó uno de sus colegas.
- Cuando yo aproxime la mano, se desvanecerá de la plataforma y aparecerá en mi mano para que yo lo coloque sobre ella. Las tres. Presten atención, por favor.
El cubo desapareció de su mano.
Apareció en la plataforma de la máquina de tiempo.
- ¿Lo ven? ¡Está allí, cinco minutos antes de que yo lo coloque!
Su otro colega miró el cubo con el ceño fruncido.
- Pero - dijo - ¿y si ahora que ya ha sucedido cinco minutos antes de colocarlo ahí, usted cambiara de idea y no lo colocase en ese lugar? ¿No implicaría eso una paradoja de alguna clase?
- Una idea interesante - repuso el profesor Johnson -. No se me había ocurrido, y resultará interesante comprobarlo. Muy bien, no pondré...
No hubo ninguna paradoja. El cubo permaneció allí.
Pero el resto del universo, profesores y todo, se desvaneció.


FIN


Theodore Sturgeon - EL ESQUEMA DE DORNE




El dardo era un milagro de precisión. Pequeñísimo y plateado, contenía un generador laser, un mecanismo de aproximación y otro de autodestrucción tan eficiente que, en un instante, sería capaz de separar sus partes componentes hasta un nivel molecular. Podía llevar hasta el blanco la breve onda de calor intolerable que, a distancia tan pequeña, resultaría letal, autodestruyéndose luego. La disección posterior del hombre asesinado revelaría solamente la herida de quemadura, puntiforme, y el orificio de salida, que, en este caso, sería casi idéntico al otro. Lo que se hallara entre ambos estaría prácticamente cocinado. No habría marca alguna detrás o alrededor del muerto; aun el breve resplandor de una intensidad casi como la del sol se vería oculto dentro del cuerpo de la víctima, y ésta al caer, debía girar en uno u otro sentido. ¿Quién sería entonces capaz de reconstruir la trayectoria?
El pequeño fusil diseñado para lanzar el dardo era también un verdadero milagro de la técnica. Tan pequeño que se veía como un poco importante apéndice de la mira telescópica montada en su parte superior. El propulsor estaba constituido por una serie de anillos solenoides criptogénicos, silenciosos y que no emitían resplandor, envueltos en miles y miles de vueltas de alambre superconductor casi invisible. En la mira telescópica había un sistema completo de amplificación de la luz, con acoplamiento automático según el foco. Lo que se hallara en la intersección de los dos delgados hilos de la mira iba a ser inmediatamente destruido en cuanto se ajustara al foco. El todo, estaba realizado en materiales muy por debajo del error admisible de los más delicados instrumentos de detección, y era desmontable hasta que quedaran partes muy pequeñas y poco notables que pudieron ser, y que efectivamente lo fueron, ocultas en el uniforme de un teniente mayor de la guardia del líder. El líder era Borne, y la imagen que se veía en el teleobjetivo era la puerta abierta del balcón de la habitación de Dorne y lo único que faltaba para completar el cuadro, para poner el punto final de este cuidadoso plan era la aparición de la famosa cara del gobernante.
El cuarto de piedra en el cual el teniente se inclinaba, anhelante, sobre su mira telescópica, era más adecuado tal vez al siglo XV que al XXI, con su enorme puerta de roble y herrajes de acero, su única y estrechísima ventana. Estaba oscuro como una tumba, excepto por el pequeño rayo de luz del ocular y vacío, salvo por el odio que se había acumulado durante la mitad de una vida, por la voluntad y por la absoluta certeza. Ahora se completaba el cuadro; ahora, una sombra aparecía en la puerta que se veía a través del patio interior, ahora, la cara de las monedas, de las estampillas, de las estatuas y de los edictos del gobierno, la cara poderosa de Dorne con su cabellera que se asemejaba a la melena de un león, apareció en los dos hilos cruzados de la mirilla cuando el líder se dirigió, exactamente a tiempo (¡cómo no habría de ser así!) a buscar su bocanada de aire nocturno.
La vida entera del teniente se encontró suspendida de los dos movimientos de un dedo que se deslizó en el seguro del gatillo y del que buscó el rotor del foco. La imagen fue tan exacta, que casi se podían ver los poros y mientras el pulgar se movía hacia el segundo rotor y hacía funcionar la lente con esa cara tan largamente detectada, vio las mejillas musculosas, las patas de gallo que se insinuaban alrededor de los ojos, ampliamente separados. Dirigió expertamente la intersección de la mirilla hacia el puente de la nariz del líder, el dedo se tensó sobre el gatillo, la imagen se estabilizó...
Y desapareció.
Desapareció completa, absolutamente.
Entonces, hubo un segundo que pareció interminable, un universo negro compuesto enteramente de un total descreimiento, hasta que se decidió a volver a mirar, sin poder distinguir otra cosa que la oscuridad que lo rodeaba, con la única excepción de la estrecha ventana. Movió su mano hacia el lente, para tratar de determinar qué era lo que oscurecía la visión.
Era una mano. Tuvo tiempo suficiente para tocarla y reconocerla, cuando algo romo lo golpeó sobre la nuez de Adán. Cayó mientras parecía que el fusil hubiera quedado suspendido en la oscuridad, por la oscuridad, suspendido mientras él caía, luchando desesperadamente por dos imposibles, aire y silencio. Sus rodillas golpearon contra el piso y mientras su cabeza se doblaba por el tremendo dolor que sentía en la garganta, algo le golpeó en la nuca y entonces terminó de caer. El dolor no fue más que un breve centelleo de una mayor oscuridad que lo deglutió.
Entonces, el tiempo pareció perder su ritmo. Nunca recordaría cómo fue trasladado desde el montón que formaba en el suelo debajo de la ventana, hasta descansar su espalda, sentado, contra una de las paredes. Todo estaba oscuro o él se había vuelto ciego... no, todo estaba oscuro, porque ahora podía distinguir la incierta claridad que pasaba a través de la ventana. Los ojos le dolían. Se dio cuenta de que no lloraba desde hacía años. Desde que su padre y sus dos hermanos habían sido tomados prisioneros por una patrulla, una noche, y nunca los volvió a ver. Entonces no era más que un niño. Lo que ahora lo sacudió fue toda la pena y la angustia de la pérdida y la rabia frustrada que durante tantos años se negó. Por el momento, también se le negó todo lo otro. Lo único que no sentía era vergüenza, pero ésta apareció, junto con el asombro, cuando con un pañuelo le limpiaron con las lágrimas que bañaban sus mejillas. Trató de levantar sus manos con enojo, puesto que nadie debía saber que había llorado, pero el dolor agónico que sintió sobre las clavículas, le dijo que alguien había presionado expertamente sobre sus nervios y la experiencia le comunicó que sus brazos no le pertenecerían durante un largo rato.
Sintió algo sobre su cabeza, que luego se posó sobre su frente y sus ojos. La luz no era demasiado intensa, pero en comparación con la oscuridad del lugar, lo deslumbró. También lo deslumbró lo que entonces comprendió; que estos eran anteojos para luz negra, conversores de luz ultravioleta, y que gracias a ellos y al rayo invisible que emitía la lámpara entre los lentes, había sido observado desde el momento en que entró en la habitación de piedra del sótano. Había sido observado (¿y por qué no fotografiado?) mientras armaba el arma y apuntaba. Había sido visto, Dios mío, llorando, y sus lágrimas fueron limpiadas para que pudiera ver por los lentes.
¿Ver qué? Un borrón de luz, un parpadeo, una insignia de cuero con la cara del líder y una letra a cada lado, una brillante S del servicio secreto, el legendario y misterioso servicio secreto de Dorne, que se hallaba por encima de la ley, más allá de la ley-, porque aun las leyes de Dorne, hechas por Dorne, representaban una restricción a lo que Dorne quería hacer, y Dorne era un hombre que no admitía restricciones.
Movió la cabeza en señal de asentimiento y se le retiraron los anteojos. Oyó tres pasos en la oscuridad. Luego hubo un momento de espera y escucha y luego la puerta se abrió lo suficientemente como para dejar entrever una silueta que salió al exterior, cerrándose nuevamente.
El teniente boqueó al ver esto, y trató de no pensar, porque el pensar era demasiado terrible; el pensar llevaba a la conclusión de que era un hombre muerto y a la comprensión aún más horrible de que se había jugado con él como con un gatito y de que a último momento se lo había hecho a un lado con el ademán despreciativo con que espantamos a un insecto molesto. Y todo esto había sido lo que obtuvo después de media vida de planeamiento apasionado. Así que en vez de pensar, comenzó a sentir. A sentir el cosquilleo sobre las clavículas, a sentirlo descender hacia sus bíceps, hacia los antebrazos, hacia las manos, hacia los dedos, cada vez con menor dolor, hasta que un esfuerzo de su voluntad fue recompensado por el movimiento de sus dedos. Levantó las manos y las frotó una contra otra hasta que volvieron a pertenecerle. Entonces se puso de pie y siguió el ejemplo que recién le habían dado. Se dirigió hacia la puerta y se quedó allí escuchando. No oyó nada. La abrió solamente lo necesario para deslizarse afuera y luego la cerró. No había nadie a la vista. Dobló hacia la derecha y comenzó a caminar.
Si bien había esperado que todo el lugar se hallara en estado de alerta o de alarma, la tranquilidad reinante lo desilusionó. Se dio cuenta, al pasar a un soldado que lo saludó y luego a otro, de que había visto sus caras otras muchas veces, de que se hallaba otra vez en su lugar acostumbrado dentro de los intrincados laberintos concéntricos de la guardia. Habiendo tomado guardia esta noche, había hecho sus contactos de rutina unos segundos antes cada uno, hasta que pudo acumular unos seis minutos de tiempo. Con estos seis minutos y un arma que le había llevado años diseñar y construir se había propuesto cambiar la faz de la tierra. Ahora se preguntaba si tal vez no sería que en ese poco tiempo él se habría tornado inútil y habría muerto dejando al mundo, el mundo de Dorne, sin cambiar y triunfante, puesto que se hallaba exactamente en su puesto. Podría ir al cuarto de guardia para ser reemplazado y abandonar el lugar sin que nadie supiera que no sólo la vida, sino que todas las razones para vivir, habían sido arrebatadas sin misericordia en menos de seis minutos.
En el cuarto de guardia familiar, lleno de caras conocidas, se dedicó a completar su informe (una columna estaba encabezada sucesos poco habituales, otra personal no autorizado). Mintió y escribió «no se han observado» hasta llenar toda la página, (porque ¿qué podían hacerle ahora por mentir?) Y entonces pudo apreciar el valor de las cosas familiares. Se puede estar preocupado, o cansado o borracho, pero siempre se harán correctamente las cosas habituales. También se puede estar muerto. Sabía que estaba siendo observado, tal como lo habían hecho hasta ese momento. También sabía que no podía defenderse, que estaba inerme. Le pasó el turno a Riggs, un teniente de carrera, con dientes muy grandes, que mostraba siempre en una sonrisa, y salió a la noche inundada de luz, cruzando la verja que le era tan familiar y preguntándose si esta sería la última vez. Tal vez si, tal vez no, pues mucho dependía de cuán «divertido» hallaran el juego.
El auto, tan familiar, estaba esperando. Las caras, tan familiares de Hallowell e Iturbi subían cuando él llegó y mientras se deslizaban silenciosamente por las calles oscuras, la charla también fue familiar. Nadie reparó en su silencio, pues siempre había sido un hombre callado. Iturbi se apeó. Luego de otro silencio, comenzó la conversación, también familiar de Zein-Hallowell: siempre hablaban de Iturbi. Luego también se apearon, al llegar al Altar del Líder, puesto que ambos vivían cerca y el auto tomó hacia el Norte por el boulevard Dorne con la última y familiar estampa del amplio asiento posterior y del silencio del conductor.
¿Hacia el Norte? ¿Por el boulevard Dorne?
- ¡Oiga!
El auto disminuyó su marcha y paró en la curva. Bueno, por fin algo distinto para señalar el día de su muerte. El conductor había olvidado que él vivía en el lado Sur. Ahora miró y observó que quien conducía era una mujer. Bien, eso era lo más frecuente. Ella se dio vuelta para mirarlo y le dijo:
- Venga aquí adelante conmigo.
- Me quedaré donde estoy - dijo casi gritando -. Dé vuelta y... - Se interrumpió atónito porque con un movimiento leve de su mano, la mujer extrajo algo de su bolsillo y lo tiró sobre sus piernas. Era la lente de la mira telescópica.
Entonces hubo un momento de estremecedor silencio: no se repitieron las órdenes, no se extrajeron armas. Ella se quedó allí, aguardando. Sin embargo, se cruzaba todo un diálogo hacia adelante y atrás, hacía adelante y atrás, argumentos, resistencia, amenazas, miedo. Hizo lo que le pareció correcto. Abrió la puerta se apeó y volvió a subir, al lado de ella. El automóvil comenzó a andar en el momento en que cerró la portezuela. Durante un rato él atisbó la cara de ella a la luz débil que venía de afuera. Algo más de veinte años, buena mandíbula, nariz recta, ojos grandes, simplemente una mujer más con uniforme, similar a los otros millones de ellas. Se le ocurrió una idea que tradujo luego en pregunta:
- ¿Quién me atacó en el sótano aquél?
- Yo.
Guiaba muy bien y parecía ser normalmente saludable, pero no era una mujer robusta. Otros instantes de diálogo silencioso, descreimiento, ¿podría ser?, sino ella ¿quién? y pruébemelo, hasta que ella lo logró con palabras:
- Usted estaba llorando.
No era lo que él hubiera querido oír, pero fue la prueba.
Hizo doblar el auto en una calle cercana, y finalmente lo miró a la cara.
- No lo culpo - le dijo -. Yo hubiera hecho lo mismo. La verdad es que me resulta usted simpático por ello.
- ¿No me diga? - contestó él con amargura.
Sin dar a entender que había oído, ella continuó:
- No tenía usted plan alguno, ¿verdad? Para después. Para después de que lo hubiera matado.
Si ella le hubiera preguntado cuáles eran sus planes, él hubiera podido negarse a contestar. Hasta habría disfrutado si la muerte le hubiera llegado por negarse a contestar. Pero si lo de la mujer había sido una afirmación.
- ¿Para qué quiero yo planes? Dorne es un tonto. - La herejía le supo bien luego de tantos años de forzada reverencia -. Todo hombre es un tonto si construye una estructura sobre bases tan débiles. Fácil es hacer caer el todo. Parece algo fuerte, pero no lo es en realidad.
- ¿Y qué piensa usted que hubiera sucedido luego que toda la estructura se hubiera derrumbado?
- No me importa. Cualquier cosa sería mejor que un pueblo controlado, viviendo vidas controladas. Algo surgiría de las ruinas. Tal vez algo no tan meticuloso, no tan eficiente ni tan confortable. Pero sería algo vivo y en crecimiento, no algo perfecto y... y estático.
Ella dijo en un tono de perfecta certeza y convencimiento:
- Dorne no piensa que será eterno. Pero quiere que su sistema sí lo sea. Hace mucho tiempo que se prepara para algo como lo que usted quería hacer esta noche.
- ¿Cómo es eso?
- La ley de Newton vale para todos, hasta para la política. «Cada acción posee una reacción igual y contraria». Si se crea una sociedad como esta, se crean los revolucionarios. Usted sabe perfectamente bien que existe una resistencia organizada.
- ¡No me incluya a mí entre esos! - rugió él.
- No lo incluyo - prosiguió la mujer -. Existe todo tipo de revolucionario, y aquellos que hacen más ruido son los más fácilmente manejables. Se ponen en evidencia, claro está. Pueden ser hallados y encarcelados en el momento adecuado. Además, aquellos que los siguen suelen ser inadaptados, No dejan de serlo simplemente por el hecho de obedecer a otro líder. No pueden comportarse correctamente dentro del orden establecido, pero tampoco son capaces de llevarse bien entre ellos. El principio que usted enunció, de las malas bases, también se extiende allí. Elimínese al líder y solamente habrá un lío que arreglar, no un movimiento que vencer.
- Veo que lo tiene, todo bien pensado - dijo él, viendo que su amargura crecía por momentos.
Ella asintió moviendo la cabeza serenamente. Él estaba tan furioso que hubiera podido golpearla, pero ¿cómo hacerlo en un automóvil a ciento y pico de kilómetros por hora, en un camino difícil?, Y además ¿adonde lo estaba llevando? La ciudad había quedado muy atrás. Ella siguió hablando.
- Hay, otro tipo de revolucionario mucho más difícil de manejar. El que tiene un rencor personal, e inteligencia suficiente como para planear algo, combinándola con la habilidad para ejecutarlo. No tiene compañeros ni cómplices, así que no puede ser traicionado. Lo más difícil de todo es que tiene un objetivo bien limitado. Quiere una única cosa, digamos, matar a un hombre. No se propone ningún plan especial, no está tratando de salvar al mundo, ni siquiera le importa si alguien se entera de que es responsable. ¿Cómo estar prevenido contra alguien así?
- ¿Cómo lo logró usted?
- Simplemente pensando que usted existía - dijo ella sonriendo -. Pensando que es tan inevitable corno los otros tipos de héroes de revolución. Una vez que se sabe esto, cualquier computadora Mark II o III puede dar un retrato de él. Quién, por qué, cómo, cuándo y dónde. Todo lo que hay que hacer es sentarse a esperar. Cumplirá su cita.
La onda de desesperada inutilidad casi lo ahogó. Cuando logró recobrarse, balbuceó:
- Entonces... por un simple procedimiento de extrapolación...
- Exactamente. Funciona corno si fuera una predicción. Se toman en cuenta los factores conocidos y se determinan las probabilidades. Comparándolas, se elige la más factible, y se va prosiguiendo en la elección, hasta agotar las posibilidades. Le diré además que no usamos una II o III. La nuestra es una VII. Le habla a todas las otras computadoras, teniente. Sabe.
Ahora había llevado el automóvil más allá del camino pavimentado, a un sendero casi invisible que atravesaba un bosque. Dejó de hablar y se concentró en la tarea de hacer pasar el vehículo por lugares estrechos, entre árboles y rocas. Llegaron finalmente a un lugar sin salida, entre árboles que les cerraban el paso. Ella no hizo ademán de abrir la puerta, así que él también se abstuvo. La mujer debió de haber tocado algún control, porque repentinamente el suelo donde estaba el auto comenzó a girar silenciosamente. Cuando el auto pareció hallarse dirigido a un espacio libre entre los árboles, ella lo hizo pasar por ella. Mirando hacia atrás el teniente vio que la parte que giraba volvía a su posición original.
- Venga.
Él se quedó mirándola, y luego fijó sus ojos en la dirección que ella señalaba, una choza de madera y cartones encerados, que se apoyaba en la pared rocosa. Él miró de nuevo a la mujer. La luz de las estrellas y del segmento pequeño de la luna no era demasiado brillante, pero le permitió ver la forma tranquila y segura en que ella se movía cuando bajó del automóvil y se paró cerca de él. Era más alta de lo que esperaba, llevaba las manos un poco separadas del cuerpo y sus pies se afirmaban seguramente. Sus manos eran un arma, toda ella era un arma, y no sería nada difícil de que además llevara un revólver. Meneó la cabeza y fue hacia la choza, abriendo la puerta después de que un gesto de ella lo animara a hacerlo. Entró, y ella entró detrás. Cerró la puerta, y vio que algo qué ella llevaba en la mano emitió un haz de luz. Gracias a él distinguió un jergón, una vieja estufa, un suelo nada limpio y una chimenea. La mujer dio un golpe en un lugar de la chimenea, y la pared situada detrás se corrió hacia arriba, revelando la existencia de un corredor que parecía penetrar en la montaña.
El teniente se paró para descansar, Y miró hacia atrás, hacia la débil barrera formada por la pared de la choza, fijando luego la vista en ella. Nunca supo cómo fue que la mujer captó la idea que pasó por su mente. ¿Se habría puesto tenso, estrechando los ojos, flexionando las manos y parándose más firmemente? Casi llegó a moverse, pero ella lo detuvo con un suave:
- No lo intente.
Entonces sólo pudo menear tristemente la cabeza, mientras su cuerpo se relajaba. Mientras miraba el corredor le preguntó:
- Si entro allí ¿saldré con vida? - la mujer le contestó con tranquilidad:
- Eso dependerá de lo que usted haga.
Ella volvió a hacer un gesto de «después de usted» y él, suspirando, comenzó a adelantarse por el corredor, pensando varias cosas en varios niveles de conciencia. Esta es verdaderamente una mujer maravillosa. Y ¿Qué es lo que tiene que la hace tan distinta?, porque había visto otras más lindas, otras muchas que eran incalculablemente más divertidas, y en un nivel mucho más profundo pensó: Me han atrapado, y he de morir aquí. Un poco más adelante, ella tomó la delantera y finalmente llegó a una puerta que abrió. Los dos entraron.
¿Una cámara de torturas? ¿Un laboratorio de un científico loco, de paredes de roca, retortas humeantes y arcos voltaicos que chisporroteaban? Nada de eso... simplemente una sala confortable. Una alfombra usada, pero no rota. Una lámpara algo ajada. Un sillón y dos sillas grandes, otras tres pequeñas, una mesa que hacía juego y un escritorio grande. Un hogar, no una oficina ni un negocio. Un hombre de unos cincuenta años y aspecto alegre se levantó de un salto y dando la vuelta al escritorio le extendió la mano:
- Teniente! ¡Hace tiempo que deseaba hacer esto!
Tomó la mano que se le ofrecía casi por reflejo, el hombrecito, sin soltarla, lo guió hasta uno de los sillones. Pudo elegir entre sentarse o desplomarse sobre él, y dijo, atontado:
- ¡Doctor McHenry...! - y, si hubiera sido el momento adecuado para una broma, podría haber agregado -...Supongo. - Y bien que podía suponer: se hallaba frente a una de las caras más famosas del mundo, conjuntamente con la de... ¡Dios mío! y aquí estaba ella también: RacheI Heinz McHenry. La leyenda que había visto en el suplemento dominical del periódico, para esta pareja, era «Los Curie del siglo XXI». Ella era bioquímica, y su esposo era el teórico de computadoras más importante del momento, lo que implica dominar conocimientos de matemáticas, lógica, lenguaje, cibernética, filosofía, electrónica y varias cosas similares. No llegó a ponerse de pie para estrechar la mano de Rachel McHenry, pues ella ya lo había hecho antes de que pudiera proponérselo, y ahora le pedía que aceptara un café. Él se negó, no porque no lo deseara sino porque se sentía como si el Papa se hubiera puesto a hacerle un par de huevos revueltos. Toda la escena estaba siendo observada en forma que a él se le ocurrió llena de regocijo, por la muchacha de uniforme, que parecía hallarse allí como en su casa, si bien él deseó que se quitara esa gorra tan rara, con su hebilla reluciente y el volado en la parte de atrás, tan de legión extranjera. La capa correspondiente al uniforme le sentaba bien, pero la gorra no.
El doctor McHenry fue hasta su escritorio y se sentó. Abriendo el cajón del centro, extrajo unas hojas amarillas, y poniéndoselas a la vista dijo:
- Voy a ir directamente al grano, teniente. Usted trató de matar al líder Dorne esta noche. Quisiera que me dijera cuánto tiempo hace que está planeando esto.
Súbitamente se evaporó la sonrisa de placer, y todo se tornó otra vez triste.
- Usted va sabe. Creo que tiene acceso a una Mark VII.
- El la diseñó - dijo la muchacha con brusquedad defensiva.
El doctor McHenry levantó las manos en un gesto pacificador y dijo:
- Por favor. No lo estoy acusando, teniente. Le ruego lo tome como una pregunta retórica. Quería saber algo más. No está obligado a contestar.
- En tal caso - respondió el teniente - contestaré. Creo que comencé a planearlo cuando mi padre y mis dos hermanos no regresaron después de que algunos soldados irrumpieron en mitad de la noche. Yo tenía trece años entonces y veintisiete ahora. Durante ese tiempo no hice nada que no formara parte del plan, ingresar en el servicio, calificándome para integrar la guardia Concéntrica, todo. Nunca me casé. Nunca aprendí a bailar. Esta noche todo llegó a una culminación; ustedes me lo quitaron. Ahora va saben qué soy, qué hice y cómo me siento.
El doctor McHenry se recostó en su asiento y exclamó:
- ¡Caray!
Su mujer (resultó casi cómico) dijo en una forma que parecía de verdadera preocupación:
- ¿Estás seguro de que no puedo alcanzarte algo?
La muchacha parecía muy sobria. El doctor McHenry abrió la gaveta del escritorio y tomó otra hoja de color amarillo. Le echó un vistazo y dijo:
- ¿Cuánto sabe usted sobre el líder Dorne? Quiero decir en cuanto a su familia, a cómo se ha criado, a todas las cosas que hicieron de él lo que es.
- He leído los textos escolares. ¿Quién no lo ha hecho? Tuvo visiones cuando niño, deslumbró a sus maestros, derrotó en las discusiones a sus profesores cuando tenía doce años de edad, todas esas cosas. Nunca me preocupé mucho de ello. Lo único que me interesaba era cómo es ahora, sus hábitos, sus costumbres, cómo podría llegar hasta él.
- Entonces permítame que le cuente algunas cosas que quizá no sepa. Dorne nació judío. Sus padres no eran judíos, sino que se convirtieron inmediatamente antes de que él naciera. Eran rigurosos fundamentalistas que querían hacer en forma integral el camino hacia el Antiguo Testamento, porque consideraban que el Nuevo no era lo bastante ortodoxo para ellos. Cuando Dorne alcanzó la edad suficiente como para pensar por sí mismo, dejó todo eso de lado y se hizo cristiano. En cierto momento de su adolescencia fue transitoriamente budista, pero eso no duró; el budismo verdadero tiene poco que ofrecer a un hombre que desea el poder personal. Después dejó de lado las religiones en conjunto y estuvo involucrado con el comunismo. Muy involucrado. No le llevó mucho tiempo llegar a formar parte de la cúpula.
Esto duró algunos años y luego la corriente comenzó a fluir en la otra dirección. Dorne se unió con la oposición, delató a una cantidad de sus amigos y antes de mucho tiempo fue la mente directora del llamado «giro a la derecha» de la década de 1990. No hizo falta mucho para transformarlo luego en lo que tenemos ahora.
- Y lo tendremos para siempre, gracias a usted y a su Mark VII.
McHenry volvió a levantar la mano en actitud pacificadora.
- Es muy importante, es vital, para usted comprender lo que estamos tratando de decirle. Recuerde lo que le dije acerca del líder. Quisiera hacerle notar especialmente el ritmo de los cambios que ha ido sufriendo. Primero estos se producían cada semana. luego tomaron meses, por último, años.
- Y ahora - dijo el teniente - nunca más habrá otro cambio. Es demasiado viejo para cambiar.
- Bien. Muy bien - dijo el doctor McHenry con tono sorpresivamente cálido - este es justamente el punto al que quería llevarlo. Ahora bien: Rachel.
Ella se acercó y, se apoyó sobre el brazo de uno de los grandes sillones; tenía el aspecto de un pájaro regordete. Nuevamente el se maravilló ante idea de que aquella legendaria figura pudiera pensar en hacer café para él, cuando ella dejó caer su bomba:
- Teniente, he encontrado la manera de hacer a un hombre inmortal - Se interrumpió un instante -. De veras. Impidiendo los accidentes, un hombre puede vivir eternamente.
El teniente cerró los ojos con cuidado y los volvió a abrir para mirar nuevamente a esta amable, regordeta, pequeñita mujer que estaba diciendo cosas acerca de las moléculas de ADN y ARN.
- Es difícil de realizar, pero fácil de comprender. Cada una de las células del organismo humano llevan en sí la pauta, el sello de lo que ese ser humano es. En un bebé recién nacido, estas pautas son nítidas y claras, pero a medida que nos hacemos mayores las líneas del sello se hacen más borrosas a medida que las células van siendo reemplazadas. Es lo mismo que hacer copias de una cinta grabada. Es posible obtener reproducciones hermosas por medio de un buen equipo, pero, no importa lo bueno que sea, cuando hay que hacer copias de copias, se pierde un poco cada vez. Esto es, en síntesis, el envejecimiento.
»Pero si uno dispone de la cinta original para hacer cada copia a partir de ella, es posible obtener un gran número de reproducciones casi perfectas. Del mismo modo, si se dispone de una muestra de tejidos de un niño recién nacido, y se la conserva durante, digamos, cuarenta años, se la puede utilizar como matriz para volver nítidas las líneas borrosas en las moléculas de ADN de la misma persona. Esto se hace a través del sistema linfático, impregnando los tejidos... pero, no importa, no tenemos por qué entrar en detalles técnicos. ¿Me creerá usted si le digo que estamos en condiciones de hacerlo?
- Le creo. - dijo. Tenía que decirlo.
McHenry volvió a abrir la gaveta y tomó otra hoja amarilla. Esto estaba comenzando a irritar al teniente. El doctor McHenry, hizo una seña a la muchacha, quien fue hacia él, dio un vistazo al papel, y luego se dirigió hacia el teniente. Cayó de rodillas ante él, le tomó ambas manos y lo miró profundamente a los ojos. Sosteniéndolo de tal modo, y eran sus ojos los que parecían hacer el mayor esfuerzo en ese sentido, le apretó las manos contra los brazos del sillón. Se oyó un débil «click», él miró hacia abajo, encontrando que sus muñecas, antebrazos y muslos estaban rodeados por una malla plateada y grisácea que oscilaba hacia arriba y hacia abajo contra el sillón.
- Todo va bien - dijo la muchacha antes de que él pudiera hablar -. Trate de relajarse. - Ella se incorporó Y se alejó.
El teniente miró con disgusto sus miembros atrapados.
- Es ahora cuando comienza, supongo.
Tenía la esperanza de que su tono de disgusto ocultara su terror.
- No comienza nada - dijo el doctor McHenry - es justamente el momento de decirle algo y no queremos que sufra usted daño.
Miró a su mujer, quien dijo pausadamente:
- Tenemos una muestra de los tejidos del líder Dorne, tomada cuando sólo tenía ocho días de edad. Hemos logrado reconstituir el ADN a partir de ella y preparar en forma sintética una cantidad suficiente como para impregnar todo su organismo. Vamos a transformarlo en un perfecto organismo autoperpetuante. Lo vamos a hacer inmortal.
El teniente dio un alarido y luchó contra sus ligaduras. Lo hizo una y otra vez. Comenzó a gritar algo con tal fuerza que era imposible comprender sus palabras. Fluyó saliva de su boca, se mordió la lengua, fluyó sangre. Las mujeres corrieron hacia él diciendo palabras tranquilizadoras sin sentido como si fuera un niño lastimado, secando su boca húmeda y sanguinolenta. Rachel McHenry le mojó las sienes y párpados con un paño empapado en algo fresco y medicinal. Por último se calmó lo suficiente corno para utilizar palabras, si bien seguía gritando:
- ¿No ven lo que han hecho? Nos han matado a todos y a toda la gente por venir. ¡Oh, los ejércitos, las fábricas y las granjas seguirán funcionando, con toda la gente en ellos, pero estarán todos muertos, toda la humanidad estará muerta porque no podrá crecer, no podrá cambiar! ¿Por qué no me dejaron solo? ¿Por qué no me dejaron matarlo? - Sollozó y volvió a gritar -: ¿Qué representa esto para ustedes? ¿No tienen va suficientes medallas y premios? ¿Qué es lo que Dorne puede hacer por ustedes? - Entonces comenzó a insultarlos. Ellos lo dejaron. El doctor McHenry tomó otra hoja amarilla de la gaveta. Cuando la miró se sonrió. La extendió a la muchacha y las expresiones que se sucedieron en su rostro fueron un espectáculo digno de verse: sorpresa, risa y luego una exquisita onda de rubor. Volvió al sillón y se arrodilló ante el prisionero, en actitud expectante. Cuando él comenzó a calmarse, le preguntó con gentileza:
- ¿Querría usted prestarme atención? - Tuvo que repetírselo antes que el pudiera oírla. El se echó hacia atrás, furioso. Ella le dijo pacientemente -: Si lo dejo libre, ¿me escuchará usted?
El siguió absorto, y entonces ella suspiró y sacó de un bolsillo la insignia de cuero que había mostrado en el cuarto de piedra: el perfil del líder franqueado por las dos eses.
- Esta insignia no es real. La hicimos nosotros. ¿No se da usted cuenta? No estamos a favor de Dorne. Estamos a favor suyo. Usted, yo y todos nosotros queremos la misma cosa; queremos que se ponga fin a todo lo que Dorne ha hecho. - Arrojó la insignia por encima del hombro, como algo que se descarta,
El hombre la siguió con los ojos, y luego volvió a mirarla, aún indignado:
- ¿Por qué cree que yo pertenecía a la SS? ¿Simplemente porque le mostré eso? ¿Qué otra cosa podía hacer? No pensará que era posible explicarle todo esto, en el estado en que se encontraba. Aunque hubiera podido ¿adónde hubiéramos llegado si me hubiera sido necesario traerlo apuntándole con una pistola? Nos hubieran apresado a los dos. No había otro remedio que dejarlo que saliera solo, bajo la creencia de estar vigilado. Y eso sólo sucedería si usted se creía perseguido por la SS. ¿Se da cuenta de que no tenía otra forma de actuar? - Ahora le estaba suplicando, y mientras su mente confusa se veía cercada por la furia, ella se llevó las manos a la cabeza y se soltó el cabella. Este cayó como una cascada sobre sus hombros, su espalda, su busto, una masa de cabello cobrizo como él no había visto antes en toda su vida -. ¿Puedo dejarlo en libertad ahora, me escuchara? Por favor.
Asintió. Ella tocó otro control y las ligaduras desaparecieron.
- Tal vez ahora acepte usted esa taza de café - dijo Rachel McHenry. Y todos rieron, no con entusiasmo, pero de forma que limpió el aire.
McHenry rodeó el sillón, llevaba uno de sus papeles amarillos.
- Piense entonces, piense. Recuerde lo que le dije acerca de la forma de actuar de Dorne. Ha cambiado una religión por otra, luego se metió en la política, y también cambió de aquí para allá. Buscaba respuestas, buscaba un sistema que pudiera venirle bien, no lo halló, así que se construyó uno, pero evidentemente la pauta de este hombre es el cambio. Claro está que esos cambios se realizan cada vez más lentamente a medida que va pasando el tiempo, si se considera que su vida durará lo que es normal, el fin lo alcanzará antes de que pueda dar otro giro. Si muere ahora, no habrá más cambios. El también tiene computadoras, y las ha programado. Ya no se limitará a dar él las órdenes; la computadora será la que maneje toda la estructura. Y entonces eso significará la muerte para nosotros. La vida es crecimiento y cambio, y una sociedad que no crece ni cambia está muerta, así como todos los que la componen.
»Le hemos dado a Dorne vida ilimitada, y puesto que es como es, cambiará hasta esto que hizo. No va poder dejar de ser lo que es. Es Dorne, esa es su forma de actuar. También es necesario agregar que tiene más poder para producir los cambios que cualquier otro.
»Pero esto depende de que sea inmortal. No puede ser inmortal, sin embargo, si usted anda por allí en libertad, decidido a matarlo. ¿Me comprende ahora?»
El teniente miró lentamente a todos, y sus ojos se fijaron finalmente en el cabello de la muchacha.
- Ha encontrado algo por qué vivir - murmuró Rachel McHenry.
El muchacho se levantó del sillón se desplazó lentamente hacia donde estaba la joven. Casi como un sonámbulo levantó dulcemente la mano y le tocó el cabello. La mano se retiró luego. Se estremeció, y finalmente le dijo a Rachel:
- Tal vez me fuera posible... Tal vez me fuera posible...
Nadie terminó la frase por él, pero sonrieron. El teniente se cubrió el rostro con las manos durante unos instantes, y luego, al retirarlas, se dio cuenta de que podía sonreír.
- Me han estado trayendo y llevando como si fuera una pelota de ping-pong - dijo, algo débilmente -. Nunca me había sentido tan indefenso en toda mi vida. Realmente, ustedes son algo serio.
- No, nosotros no - dijo el doctor McHenry, sonriendo -. Pero nuestro amigo sí. - Estaba señalando el usado escritorio y el teniente comprendió que, después de todo, una Mark VII podía hacerse pasar por un escritorio usado -. No nos halague más de lo que merecemos. Mire.
Vio que en las hojas amarillas había unas frases recientemente mecanografiadas: Si matar a Dorne es una convicción, consérvenlo vivo. Si se torna una obsesión, mátenlo.
- Las convicciones se rinden a las razones - dijo gentilmente McHenry -. Las obsesiones no. Casi sucede algo terrible.
El teniente miró la masa de cabello cobrizo y dijo:
- Bueno, no era una obsesión.
Nunca nadie le contó que VII le había dado instrucciones a la muchacha para que se lo soltara, puesto que había controlado de cerca todo lo que se dijo en aquel cuarto. Tampoco nadie le explicó por qué a él no se le ocurrió preguntar, la razón por la cual los padres fundamentalistas son capaces de preservar todos los trozos de carne que se extraigan de ellos o de sus hijos, puesto que creen que se reunirán con ellos el día del juicio final. Lo creen literalmente.
De esta forma la humanidad venció a la muerte y conquistó al tiempo, ganando las estrellas.

FIN

Félix Quintanilla - AHORA TE TOCA A TI, ERIDANO




82 Eridano. Una estrella de clase espectral G5. A medida que se acercaban, aquel sol adquiría una geometría un tanto difícil. Un cubo resplandeciente, de luz amarillenta, solitario en un inmenso lago de vacío cósmico, tratando de traspasar la oscuridad con sus rayos. Un cubo colgado en el espacio...
La raza había aprendido hacía mucho tiempo a no sorprenderse de nada. Así que un cubo resplandeciente, flotando en la nada... ¿En la nada? Harto sabido era que la nada no existe, que en el vacío, la energía adquiriendo diversos aspectos lo llena todo y que todo, de algún modo, es materia a punto de manifestarse. Y según todas las mediciones, era un sol con probabilidades de poseer vida a su alrededor. ¿En qué grado de evolución se encontrarían los planetas?
Un cubo que tan pronto parecía un diamante como un zafiro fue cambiando de forma. Pronto vieron que el sol era vulgarmente circular, con un halo entre violeta y amarillento y rojizo. Los efectos estelares son muy graciosos y cambian constantemente con las distancias en virtud de la energía que ocupa y llena el vacío entre el cuerpo y el observador. 82 Eridano podría tener del orden de cinco planetas, considerados como tales, más una veintena de cuerpos de ciertas dimensiones y características dignas de tenerse muy en cuenta. Buscaron el planeta que, según la ley de Titius-Bode, reuniera las condiciones estipuladas a priori con probabilidades de vida, sino en potencia, habitable al menos. Y allí estaba... Todo, en aquel cuerpo del espacio próximo a la estrella, reunía lo imprescindible para haber acaparado y retenido los organismos propios del transporte de vida. Razón de masa, excentricidad, distancia de perihelio... Todas las mediciones indicaban unas óptimas circunstancias.
Se aproximaron a la línea orbital y realizaron las observaciones imprescindibles respecto al sol. 82 Eridano se aproximaba tanto, en requisitos comparables, al sol que daba vida al planeta denominado Tierra, que realmente resultaba increíble que hubieran tenido que recorrer del orden de veinte años luz para encontrarlo, ahí, esperándoles. Pusieron la astronave en órbita concreta y sobrevolaron el planeta que debían reconocer. Esto se hacía en cualesquiera circunstancias y en todas las ocasiones, antes de aproximarse a una distancia crítica al planeta en cuestión. De esta manera podían efectuar cuantas comprobaciones estimaran convenientes sin exponerse a la influencia directa del planeta.
El equipo, procedente del planeta Tierra, se hallaba diezmado de ánimos. El viaje había durado cinco meses y, aunque todo había funcionado a la perfección, los cuerpos humanos estaban verdaderamente agotados. Se había presentado el mal comúnmente conocido como «de estancamiento», análogo al lumbago pero que afectaba directamente a la médula espinal, muy propio, ya de antiguo, de profesionales sujetos a una postura incómoda por la inmovilidad obligada. Se la trataba, a la mencionada enfermedad, mediante el vibrador celular y durante algunos períodos regulares, a fin de situar «los huesos en su lugar». Por ello es que estaban deseando que todo resultara bien y poder descender en aquel planeta cuanto antes mejor para su salud. Y cuando lo hicieron, se vieron precisados a usar de una gran paciencia, dado que si algo se apreciaba en cantidad era agua. No obstante, pronto descubrieron algunas zonas, relativamente amplias, sólidas y fértiles, donde posar el vehículo. Cuando la astronave fijó su brillante y panzuda masa sobre tierra y vieron la extraña y exuberante vegetación, supieron que se encontraban en el lugar que se les había programado. Todos los tripulantes, navegantes y científicos, se sintieron muy felices, procediendo, casi de inmediato, a preparar la base atendiendo al proyecto general de exploración espacial que se llevaba a cabo desde tiempos inmemoriales sin cambios aparentes.
Mucho tiempo había transcurrido desde los primeros viajes espaciales. Mucho. Pero había memoria relativa al mecanismo de navegación de hacía unos pocos cientos de años. Al principio, la navegación espacial era muy penosa. La nave recorría los océanos interestelares caminando a saltos, debido a que el foco tractor de energía quedaba paralizado a cierta distancia, acumulándose al final del tramo focal toda la energía y frenando, casi totalmente, la velocidad del vehículo. Más adelante, el foco pudo lograrse se hiciese continuo, conservándose la proyección de la energía en relación a la velocidad de la nave; de modo tal que siempre había en el tramo suficiente potencial como para seguir absorbiendo la nave hacia el extremo hipotético. El método o principio de Coster para este procedimiento de transporte espacial, ahora que estaba totalmente perfeccionado, era tan simple que parecía sencillamente increíble. Estaba basado en la transformación de la energía eléctrica procedente de la misma nave en un super-foco laser de gran potencial y que lanzaba esa misma energía en una dirección deseada a enormes distancias, formando lo que se podría denominar un puente lumínico, cuya carga continua hasta la constante y recién formada terminal era aprovechada por el bloque-nave a modo de tractor energético, en otras palabras: la continua emisión de electrones altamente excitados en el vacío restituía la energía, ya aumentada, y la misma coherencia del haz formaba lo que en el argot se había dado en llamar pasillo de las distancias. El efecto, visto desde lejos, era fantástico e indescriptible, pues cada uno de aquellos que lo habían visto hacían mención del fenómeno según su criterio y concepto de lo misterioso...
Así que ya sabemos cuán fácil les era a los hombres alcanzar las estrellas. El nivel tecnológico y científico, en general era asombroso, únicamente comparable con la idea que se podía tener de la magia. Todos los avances y descubrimientos habían tenido, a partir de cierta fase, un paralelismo tan grande que podía decirse, contundentemente, que todo era un raudal de conocimientos producidos a manera de reacción en cadena, ¿Para qué enumerar, pues, la gran cantidad de ventajas que aquel equipo de exploración espacial tenía a su disposición?
El primer signo de vida, de actividad orgánica, aparte, naturalmente, de la evidente vegetación, que pudieron experimentar fue aquel océano de insectos que cubría la mayor parte del planeta. El equipo procuró ubicar una base inicial en un alto de la poco amena orografía de aquel mundo super habitado. ¿Qué formas de vida hallarían? Pronto lo supieron y quedaron satisfechos; pues aquello era lo que formaba la premisa primordial de su expedición.
Siglos atrás, en medio de especulaciones científicas, biológicas exactamente, acerca del origen del ser humano, su potencial de energías intelectuales, funcionalismo físico, valores espirituales y demás carga de esencias extraordinarias de la especial raza, se llegó a la conclusión de que la computación de esas esencias estaba en relación directa de una adecuación del formato estructural del ser denominado hombre. Finalmente, prevaleció una idea que solamente podía caber en los mecanismos de un cerebro humano. La idea, pues, era la siguiente: «Por alguna razón, en el Universo entero existía inteligencia de tipo ordenado, no solamente intuitivo o, en demasiados casos, instintivo o condicionado. La inteligencia estaba ubicada en una mente específicamente idónea, estructurada con arreglo a unas exigencias de equilibrio celular electroquímico. Y solamente un formato humano podía cumplir con semejantes requisitos, lo que a su vez resultaba axiomático. Luego, el expandir los formatos del hombre, tal y como se le conocía, era premisa imprescindible para expandir la inteligencia humana en el Universo. No podía ubicarse un cerebro en un delfín o en un antropoide o en un animal cualquiera, por muy semejante que de algún modo fuera al hombre, por la sencilla razón de que no era morfológicamente igual. Pero habría en el espacio infinito, forzosamente, formas de vida idóneas para recibir toda la información humana. El eslabón perdido no estaba en la Tierra, estaba en el espacio sideral, esperando. De modo que, por lo tanto, se debía proceder como la misma naturaleza estimase conveniente hacerlo y en el medio correspondiente. Tan sólo había que sembrar la información... El resto lo haría el tiempo y el azar. Y entre las infinitas posibilidades del mismo azar, con algún sufrimiento de la especie, estaría aquella gran posibilidad humana que cabe en la misma categoría de la evolución creadora de la Naturaleza».
Y es que el hombre no ha podido jamás suponer que él estuviera sólo en el Cosmos. Cierto es que se sabía que algunas razas dotadas de un alto índice intelectual habían morado en algunos planetas ya investigados; pero eso era todo, no siendo suficiente. Se ignora, por completo, lo que es capaz de hacer una inteligencia desarrollada. Pero lo que sí se sabía ya es que la inteligencia humana, surgida de las formas terráqueas, está proyectada para lo más inverosímil e increíble. El cerebro humano pensó sembrar de información humana la misma fertilidad de aquellos campos en los que era posible la vida superior.
Y esto, exactamente, es lo que hacían diversos equipos procedentes del planeta Tierra. Y tal vez eso mismo es lo que estarían haciendo, desde lo más profundo del tiempo, otros representantes de otros mundos posibles, ya en pleno lanzamiento intelectual, en pleno avance universal, en todo el Cosmos inmenso. Repartir y preñar el Universo de vida no era suficiente; la vida había de tener y contener mente, y la mente una proyección espiritual... Se vislumbraba, en este diseño abstracto, un proyecto a largo plazo y desde unos comienzos desdibujados en la misma imprecisa creación: la glorificación del Ser. Y ante este vislumbre, tal vez exagerado, aparatoso, fantástico, ningún moralista tenía nada que oponer; pues en las reglas que señalan el azar en la Gran Evolución Creadora, un moralista era, per se, un diseño universal con grandes y esperanzadoras perspectivas. Ahí era nada... ¡Era dar vida! No quitarla, que es lo que siempre se había tendido a hacer. Y ya era distinto. Se siembra vida en una granja, se siembra vida en una plantación... ¿Por qué no sembrar vida en el espacio?
Los primeros tanteos dieron, como resultado, la observación de analogías anatómicas en otros mundos. La vida estaba distribuida de forma tal que siempre podía hallarse un a modo de común denominador y no solamente en las estructuras moleculares, sino en el macro-organismo plural y masivo. Se estaba profundizando demasiado en el enigma que velaba el mismo misterio total del Cosmos; pero se imponía seguir adelante. Los animistas, de algún modo siempre afiliados a la idea de la ley kármica, recibieron una satisfacción con la misma idea de creación de formatos perfectos que aproximasen el ser a más elevadas posibilidades espirituales. Por lo demás, la vida, la síntesis de la vida, podía muy bien partir de micro-organismos, de virus a medio camino, de bacterias en suspensión, de células más o menos complejas conservadas en el vacío, de esporas viajeras con destino de ignorados azares; pero, en esencia, había un punto indeterminado de certidumbre existencias en la actividad múltiple y total de las formas en el espacio, al igual que la había, en la escala de vitalidad, en el fondo de los mares, en el magma fangoso, en las más altas cumbres del planeta Tierra... ¿Qué elemento primordial, prodigioso, es el que suponía el comienzo de la actividad? En este aspecto, la distancia o diferencia entre algunas unidades pertenecientes al reino vegetal y algunas pertenecientes al reino animal, era ínfima y confusa. Seguía dudándose acerca de la teoría de la generación espontánea, precisamente porque la misma observación de ciertas materias inorgánicas había arrojado saldos dudosos. Eran los cristales de la vida que estaban desparramados por doquier... Tal vez sí - decían unos -; pero sigue faltando algo. El catalizador es el hidrógeno - decían otros -. ¿El hidrógeno? ¿Por el hecho de que se encuentre, aunque en distintos estados o presencias, en el espacio todo?
Bien. Eso no importaba demasiado, a fin de cuentas. Era importante, sin embargo, que la vida estuviese presente por doquier y que las formas múltiples rellenasen el requisito imprescindible de la expresión INFINITO. Nunca se terminaba de catalogar las formas de vida halladas. Nunca... Y tampoco esto importaba al equipo que había de prodigar la inteligencia a imagen y semejanza suya, de los hombres que siendo de la Tierra procedían, asimismo, de lo ignoto.
Se habían producido ácidos nucleicos a partir de la célula bien definida como apropiada al problema. Un largo recorrido, en efecto; de moléculas extremadamente simples, como el metano y el amoníaco, hasta las grandes formaciones moleculares organizadas en espiral de ácidos ADN y RNA. Del aminoácido al ácido nucleico, un paso; del cristal a la molécula viviente, un paso; de la inactividad a la vida, un paso... Luego, el código genético fue puesto al descubierto. Se tomó la información. Se organizaron bancos de material genético de ambos signos, con mayor riqueza astrógena, empero. Había, no obstante, un imponderable, el de la reacción hormonal de las formas que se trataba de fecundar. No se podía saber, a priori, el índice de secreción hormonal, aparte de que tanto en el instante de la fecundación como en el proceso de gestación pueden producirse cambios en la estructura química de las formas en cuestión a partir de las mutaciones de las hormonas. Pero se podría apreciar, como así estaba ocurriendo ya en otros planetas, durante el progreso generacional, a partir de las primeras apariciones de los nuevos especimenes.
El equipo explorador de 82 Eridano procedió a examinar las probabilidades de inseminación por siembra en las colonias de formas más definidas. El grado de salinidad era sumamente importante. Y la estabilidad del medio también. Se rechazaron los grandes mares y las grandes extensiones de agua por ser más difícil la observación. Se hallaron lagos que reunían las condiciones imprescindibles para la siembra. El material genético, dentro de unas bolsas térmicas que conservaban el medio ambiente en condiciones genuinamente inmutables, y que se disolvían al contacto con el líquido elemento, fue cayendo y expandiéndose en el agua, fuente de vida.
Y ahí estaban los enjambres de insectos... Parecían surgir de la superficie de la masa acuática que, a su vez, despedía irisaciones extrañas. A la vista de aquel fenómeno se comentaba entre los hombres de la expedición si no se había descartado prematuramente la idea de la posibilidad común de desarrollo en todas las especies de todo el Universo.
Se observó alguna forma de grata memoria para los terrestres. Alguien insinuó que lo más parecido a una nutria estaba en aquellos instantes dando saltos sobre un banco de arena y lodo. Otro sostuvo que había descubierto una especie de marsupiales muy simpáticos aunque diminutos. Se descubrieron algunas formas relativamente gigantes; pero, en general, 82 Eridano era un planeta idílico por excelencia. Eran formas de vida muy fecundas. Al cabo de unos meses, los hombres comenzaron a separar seres con ligeras diferencias respecto a sus progenitores y congéneres y había unas esperanzadoras discrepancias de comportamiento respecto a los más viejos seres de la misma especie... Se separaron madres e hijos del resto de la colonia, pasándolos a unas reservas acondicionadas al efecto. No se podía saber cuál de todos aquellos nuevos seres podría ser el más apto para la continuación del ensayo. Se continuó el trabajo de siembra en las antiguas colonias y en las reservas. No había otra posibilidad para llegar al encuentro con el ser idóneo y tenían que arriesgarse a producir desviaciones en los formatos. Excitar la evolución tenía sus riesgos. Pero era el juego de la vida.
Transcurrió el tiempo. Y de las nuevas formas, de algunas de ellas, de las más revolucionadas en el sentido apetecible, surgieron otras tan antiguas como las primeras observadas. La naturaleza efectuaba el fenómeno de regreso. Había lógica también en los procesos evolutivos, por muy provocados que fueran; pero no se podía desmayar. Estaba la certidumbre de que solamente en una estructura igual a la humana, humana por tanto, era capaz de progresar el mecanismo del intelecto. Había que seguir adelante. La inoculación de la información humana había empezado y no podía paralizarse nada más comenzar. Muchas formas se quedaban atrás, otras progresaban, señalando el triunfo del hombre dentro del engranaje de la creación.
Y cuando el coeficiente de formas ya en curso de auto-selección, de apareamiento en virtud de la norma de afinidad electiva, estuvo en marcha, los hombres decidieron regresar a su planeta, dejando al proceso de la naturaleza el trabajo inmediato.

Y transcurrieron muchos años en la Tierra y mucho tiempo en 82 Eridano. El programa de información intelectual en el espacio seguía adelante. Aquel primer equipo trabajó en otros planetas y otros equipos fueron sucediendo a los primeros en el trabajo. Hasta que un día, los hombres volvieron al planeta paradisíaco de 82 Eridiano con el fin de observar la evolución de los seres y acelerar los mismos resultados obtenidos a consecuencia de los trabajos realizados por el primer equipo.
En la Tierra, tras penosos ensayos, se había logrado no la inmortalidad, pero sí una larga vida. Los hombres eran casi inmortales. Del orden de trescientos años era la existencia del ser humano. Gran cosa, con objeto de obtener resultados. Anteriormente, con una vida tan corta como el promedio de sesenta años, el hombre no llegaba a alcanzar resultados en sus proyectos e ideas.
Nada había cambiado en el sol. El mismo cubo resplandeciente colgado en el espacio, a modo de faro, guió a los hombres hasta el mundo objeto de su viaje. Llevaban los informes del primer equipo y se sorprendieron del desarrollo, en líneas generales, de algunas formas. No pudieron encontrar las reservas. Cambios geológicos habían alterado la topografía del planeta. No reconocieron en la realidad las descripciones trazadas en los mapas. Pero decidieron colocar el gran campamento base sobre una extensa planicie en lo alto de una loma desde la que se divisaba un gran lago sin límites aparentes. Volvieron a sembrar información genética y se dedicaron a efectuar exploraciones. Lograron capturar algunos seres sumamente avanzados y les situaron en una reserva próxima a la base. La curiosidad era la característica de estos seres, los cuales seguían, al cabo de un tiempo, dócilmente al lado de los hombres. Algunos ejemplares podían ser adiestrados e incluso se familiarizaron con los objetos y utensilios de sus instructores.
Mas 82 Eridano no era un planeta tan estable como en principio les pareció a ellos, los exploradores. Se produjeron algunos movimientos de acoplamiento geológico que pusieron en peligro la vida de los hombres. La vida de los hombres... La nave nodriza que les había llevado cómodamente hasta el planeta desapareció en las entrañas de aquel maravilloso mundo. Salvaron tres campamentos, de los siete que habían montado, y con ellos algunas pequeñas naves de observación. Ellos y ellas tuvieron que trabajar como demonios para sobrevivir con lo que les había quedado. Algunas máquinas construyeron y algunas construcciones de piedra hicieron. Y los hombres se dispusieron a esperar que una nave llegara desde la Tierra a rescatarles.
No se aburrían, no. Fueron componiendo verdaderas colonias de animales que se adaptaron perfectamente a su presencia y que podría afirmarse no podían pasar sin su ayuda. Muchos animales avanzaron rápidamente, significándose el grado de evolución positivo en las sucesivas y frecuentes generaciones. Algunas especies fueron quedándose ostensiblemente retrasadas y se comportaban de un modo hostil respecto a los hombres y también respecto a los más avanzados individuos de algunas especies. Tras un período de unos doscientos años, lo que suponía del orden de unas cuarenta generaciones de aquellas tres o cuatro variedades de seres más avanzados, los hombres se vieron satisfechos en su obra, en parte positivamente acelerada y encaminada hacia el propósito inicial. Observaron la selección y la elección entre los individuos, los cuales, aunque tendían al apareamiento heterogéneo, difícilmente hacían progenie estéril, inclinándose las especies hacia un género específicamente diferenciado de los otros. Observaron también el comportamiento de antiguas colonias de animales relativamente desarrollados, donde el grado de convivencia señalaba la significativa inconsciencia de los seres primitivos...
Pasaron largos años. Y los hombres, a pesar de su longevidad y de que eran ayudados por los más avanzados individuos de la reserva, fueron dejando de existir. Ninguna nave había dado fe de vida y ningún indicio de rescate se había producido. Fueron muriendo uno a uno, todos...

Y Evos de tiempo transcurrieron. El planeta de 82 Eridano cubrió ciclos y más ciclos orbitales. El sol estaba ahí, perenne, para que el tiempo no fuese más que un simple concepto ideado por los hombres.
Un día, un día de 82 Eridano, una gran nube gris, metálica, se posó en un prado desde el cual se divisaba un lago. Salieron hombres de la nave, idénticos a los anteriores. Descendieron por una suave colina y...
Allí estaban, correteando de un lado para otro, mirándoles fijamente, acercándose a ellos, unos seres que caminaban casi erectos sobre sus dos extremidades inferiores, manoteando y ofreciéndoles frutos. Los hombres no fueron esquivos. Habían llegado al planeta lejano para algo. Los pequeños aborígenes les tomaron de la mano y les condujeron colina abajo, hacia un llano. Y allí mismo, como saliendo de la misma tierra, aparecieron cuarenta y nueve estatuas de piedra. Eran los cuarenta y nueve dioses de 82 Eridano, aquellos cuarenta y nueve dioses de larga vida que un día anduvieron por la tierra sirviendo de instructores divinos de aquellos seres que ahora ofrecían su ofrenda a otros dioses recién llegados.
- ¡Son ellos! - exclamó uno de los que iban en cabeza del equipo exploratorio de la Tierra.
- Sí: son ellos... Continuemos su tarea.
Y continuaron; porque el trabajo no había concluido. ¡Faltaba tanto por hacer!
- Un día serán igual que nosotros - comentó el que parecía ir al mando de la expedición.
- Efectivamente, un día serán igual que nosotros...
Los pequeños aborígenes se postraron ante las cuarenta y nueve estatuas, y un inefable y potente sonido gutural ascendió por las colinas hasta perderse en los cielos con ecos de humanos dioses que llegaban desde los confines del insignificante universo que habitaban. Y desde universos, impregnando el Cosmos entero, otros ecos comenzaban seguramente a proyectarse hacia la gran lejanía.
¿Quién sabe?
Sí, ¿quién sabe?


FIN




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