VI
Clark Ashton Smith - EL ÍDOLO OSCURO
El sol no brillaba ya con su blancura fantástica sobre Zothique, el último continente, sino que estaba totalmente empañado y opaco, como si lo cubriese un vapor de sangre. Nuevas estrellas, en número incontable, se habían presentado en los cielos y las sombras del infinito se aproximaron. De las sombras, habían vuelto junto al hombre los dioses antiguos; los dioses olvidados desde los tiempos de Hyperbórea, Mu y Poseidonis, con otros nombres pero con los mismos atributos. Y también los antiguos demonios habían regresado, agitándose sobre los humos que se elevaban de malvados sacrificios y favoreciendo de nuevo las antiguas hechicerías.
Muchos en Zothique eran nigromantes y magos, y la fama de sus hechos infames y maravillosos eran objeto de leyendas por todas partes en los últimos tiempos. Pero entre todos ellos, ninguno fue mayor que Namirrha, que impuso su negro yugo sobre las ciudades de Xylac, y más tarde, en su orgulloso delirio, se consideró el mismísimo igual de Thasaidón, el señor del Mal.
Namirrha había construido su morada en Ummaos, la principal ciudad de Xylac, donde llegó procedente del desértico país de Tasuun con el sombrío renombre de sus taumaturgias detrás suyo como una nube de arena. Y nadie sabía que, al volver a Ummaos, regresaba a la ciudad que le había visto nacer, porque todos le consideraban nativo de Tasuun. Indudablemente, nadie habría soñado que el gran hechicero fuese la misma persona que el mendigo Narthos, un muchacho huérfano de dudoso linaje que pidió diariamente el pan por las calles y bazares de Ummaos. Había vivido desastradamente, solo y despreciado, y el odio hacia la cruel y opulenta ciudad creció en su corazón como una llama oculta que arde en exceso, esperando el momento en que se convertirá en un incendio devorador de todas las cosas.
El rencor y odio de Narthos contra los hombres se fue haciendo más amargo durante su infancia y primera juventud. Un día, el príncipe Zotulla, un muchacho poco mayor que él mismo, se cruzó con él en la plaza ante el palacio imperial, cabalgando sobre un inquieto palafrén, y Narthos le imploró una limosna. Pero Zotulla, burlándose de su petición, siguió altivamente adelante espoleando su palafrén y Narthos fue derribado y pisoteado por los cascos. Después, próximo a la muerte a causa del atropello, yació sin sentido durante muchas horas, mientras la gente pasaba a su lado sin prestarle atención. Recobrando finalmente el sentido, pudo arrastrarse hasta su chamizo, pero a partir de entonces cojeó ligeramente durante el resto de su vida y la marca de un casco permaneció sobre su cuerpo a manera de señal, sin desvanecerse nunca. Más tarde abandonó Ummaos y fue rápidamente olvidado por la gente de la ciudad. Yendo hacia el sur, hacia Tasuun, se perdió en el gran desierto y estuvo a punto de perecer. Pero, finalmente, llegó a un pequeño oasis donde habitaba el mago Ouphaloc, un solitario que prefería la compañía de honrados chacales y hienas a la de los hombres. Y Ouphaloc, viendo la gran maldad e inteligencia del desamparado muchacho, le socorrió y le acogió allí. Durante años vivió con Ouphaloc, convirtiéndose en su discípulo y heredero de la sabiduría que le había enseñado el demonio. Extrañas cosas aprendió en aquella choza y era alimentado con frutos y cereales que no habían nacido del húmedo suelo y con vino que no era el jugo de la uva terrestre. Igual que Ouphaloc, se convirtió en un maestro de demonología y estableció su pacto con el archienemigo Thasaidón. Cuando Ouphaloc murió, tomó el nombre de Namirrha y se presentó a los pueblos nómadas como un poderoso hechicero, y a las escondidas momias de Tasuun. Pero nunca pudo olvidar las miserias de su juventud en Ummaos y el mal que le había causado Zotulla, y año tras año hiló en sus pensamientos la negra red de la venganza. Su fama se hizo más amplia y sombría cada vez, y los hombres de países remotos más allá de Tasuun le temían. En las ciudades de Yoros y en Zul-Bha-Sair, la morada de la deidad vampírica Mordiggian, se hablaba de sus hazañas en bajos susurros. Mucho antes de la llegada de Namirrha en persona, la gente de Ummaos le conocía como una calamidad fabulosa, que era más horrible que el simún o la peste.
En los años que siguieron a la marcha del muchacho Narthos de Ummaos, Pithaim, el padre del príncipe Zotulla, fue asesinado por el veneno de una pequeña víbora que se había deslizado en su lecho en busca de calor, en una noche de otoño. Algunos dijeron que la víbora había sido colocada por Zotulla, pero esto era algo que nadie podía afirmar con certeza. Después de la muerte de Pithaim, Zotulla, que era su único hijo, fue el emperador de Xylac y gobernó en la maldad, desde su trono de Ummaos. Era tiránico e indolente y estaba lleno de extraños vicios y crueldades, pero la gente, que también era malvada, le alababa en sus torpezas. Así fue próspero y los señores del Cielo y el Infierno no le golpearon. Y los rojos soles y las lunas cenicientas continuaron pasando sobre Xylac, dirigiéndose al oeste, poniéndose en aquel mar donde pocos viajaban y que, si los cuentos de los marinos eran ciertos, se extendía como un río crecido más allá de la infame isla de Naat y se derrumbaba, formando una catarata tan ancha como el mundo, sobre el espacio exterior desde el lejano borde de la Tierra cortado a pico.
Se embruteció cada vez más y sus pecados eran como frutos hinchados que madurasen sobre un profundo abismo. Pero los vientos del tiempo soplaron suavemente y los frutos no cayeron. Y Zotulla se reía rodeado de sus bufones, sus eunucos, y sus amantes y la historia de sus pecados viajó muy lejos y era relatada entre gentes de lejanos países como una maravilla gemela con las rumoreadas nigromancias de Namirrha.
Así sucedió que en el año de la Hiena y en el mes de la estrella Canicular, Zotulla dio un gran festín a los habitantes de Ummaos. Por todas partes se veían carnes que habían sido cocinadas con especias exóticas procedentes de Sotar, la isla oriental, y los ardientes vinos de Yoros y Xylac, llenos de subterráneos fuegos, eran servidos incansablemente a todos de urnas gigantescas. Estos provocaron una furiosa alegría y una locura digna de reyes, y después una somnolencia no menos profunda que la de la tumba.
Y uno a uno, según iban bebiendo, los alborotadores iban cayendo por las calles, casas y jardines, como si una plaga les hubiese alcanzado, y Zotulla dormía en el salón de banquetes de oro y ébano, con sus odaliscas y chambelanes a su alrededor. Así pues, ni un hombre ni una mujer estaban despiertos en todo Ummaos en el momento en que Sirius comenzaba a caer hacia el este.
Así fue como nadie vio u oyó la llegada de Namirrha. Pero cuando, muy avanzada la mañana siguiente, el emperador se despertó pesadamente, oyó un confuso alboroto y el molesto clamor de las voces de aquellos de sus eunucos y mujeres que se habían despertado antes que él. Al preguntar el motivo, le dijeron que durante la noche había ocurrido un extraño prodigio; mas todavía atontado por el vino y el sopor, comprendió bastante poco sobre su naturaleza hasta que su concubina favorita, Obexah, le condujo al pórtico oriental del palacio, desde el que podía contemplar la maravilla con sus propios ojos.
Ahora bien, el palacio se erguía en solitario en el centro de Ummaos, y al norte, oeste y sur, en amplias distancias, se extendían los jardines imperiales, llenos de palmeras majestuosamente arqueadas y de fuentes que formaban soberbias espirales. Pero hacia el oeste había una amplia zona despejada, utilizada como una especie de patio entre el palacio y las mansiones de los nobles de más rango. En este espacio, que al atardecer había estado completamente vacío, se elevaba un edificio colosal y señorial bajo el fuerte sol, con cúpulas que semejaban monstruosos hongos de piedra que hubiesen surgido durante la noche. Y las cúpulas, que igualaban en altura a las de Zotulla, estaban construidas de mármol blanco como la muerte, mientras que la gigantesca fachada, con pórticos de muchas columnas y profundas galerías, estaba formada por zonas alternas de ónice negro como la noche y un pórfido que tenía el tono de la sangre de los dragones. Y Zotulla juró horriblemente, llamando numerosas blasfemias a los dioses y demonios de Xylac, y su confusión fue grande, considerando que aquello era la obra de un mago. Las mujeres se apiñaron a su alrededor, llorando con estridentes gritos de miedo y terror, y según se iban despertando, más y más de su cortesanos vinieron a engrosar el tumulto y los gordos castrados se estremecieron en sus túnicas doradas, como inmensas mermeladas negras en recipientes de oro. Pero Zotulla, recordando su poder como emperador de todo Xylac, intentó ocultar su propia agitación diciendo:
- ¿Quién es éste que se ha atrevido a entrar en Ummaos como un chacal en la oscuridad y ha construido su impía guarida en la proximidad y a la vista de mi palacio? Id y preguntad el nombre del bribón; pero antes de ir, instruid al verdugo para que afile su espada, la que maneja con ambas manos.
Entonces, temerosos de la rabia del emperador si se demoraban, varios de los mayordomos se adelantaron de mala gana y se acercaron a la puerta del extraño edificio. Hasta que se acercaron bastante, éstas parecieron estar desiertas; después apareció en el umbral un esqueleto titánico, más alto que ningún ser humano, que se adelantó a encontrarlos con largas zancadas.
El esqueleto vestía un taparrabos de seda escarlata con un broche de azabache y llevaba un turbante negro adornado de diamantes, cuya parte superior casi tocaba el alto dintel. En las profundas cuencas brillaban unos ojos que parecían señales de fuego, y una lengua ennegrecida, como la de alguien que lleva largo tiempo muerto, sobresalía entre sus dientes, pero, por lo demás, no tenía ni una brizna de carne y los huesos resplandecían blancos al sol mientras se acercaba.
Los mayordomos, en silencio, permanecieron ante él y no se oía otro sonido que los tintineos de sus cinturones dorados y el áspero crujido de la seda de sus vestiduras al estremecerse y temblar. Los huesos de los pies del esqueleto resonaron profundamente sobre el pavimento de ónice negro y pronunció, con voz untuosa y nauseabunda, estas palabras:
- Regresad y decid al emperador Zotulla que Namirrha, vidente y mago, ha venido a vivir a su lado.
Al oír hablar al esqueleto como si hubiese sido un hombre vivo y escuchar el odiado nombre de Namirrha como el que escucha el toque a rebato que señala el fin de una ciudad, los mayordomos no pudieron soportarlo más y huyeron con desmañada rapidez para llevarle el mensaje a Zotulla.
Ahora bien, al saber quién era el que había venido a establecerse como su vecino en Ummaos, la ira del emperador se extinguió como una llama débil y fluctuante sobre la que hubiese soplado el viento de la oscuridad; y el vinoso color púrpura de sus mejillas se salpicó de una extraña palidez y no dijo nada, sino que sus labios se movieron oscuramente, como si estuviese rezando o maldiciendo. La noticia de la llegada de Namirrha pasó por el palacio y la ciudad como el vuelo de malvados pájaros nocturnos, dejando un horrible temor que residió en Ummaos de allí en adelante. Pues Namirrha, debido a la negra fama de sus actos milagrosos y a las espantosas entidades que le servían, se había convertido en un poder que ningún soberano secular se atrevía a desafiar, temiéndole los hombres en todas partes, de la misma forma que temían a los gigantescos y sombríos señores del Infierno y del espacio exterior. En Ummaos, la gente decía que había venido de Tasuun en el viento del desierto junto con sus servidores, tan rápido como la peste, y que, con la ayuda de los demonios, en una hora había erigido su casa al lado del palacio de Zotulla. Se decía que los cimientos de la casa descansaban sobre el adamantino núcleo del Infierno y que en sus pavimentos había agujeros por cuyo fondo ardían los fuegos interiores o por adonde podían verse pasar las estrellas por la noche del otro lado de la Tierra. Y los servidores de Namirrha y el abismo, y seres híbridos, locos y malvados que el impío hechicero había creado en uniones prohibidas. Los hombres evitaron la vecindad de su señorial casa y pocos, en el palacio de Zotulla, se atrevían a acercarse a las ventanas y galerías que daban a ella; el propio emperador no hablaba de Namirrha, pretendiendo ignorar al intruso, y las mujeres del harén murmuraban constantemente en un siniestro cotilleo que se refería a Namirrha y sus concubinas. Pero el hechicero no fue visto nunca por la gente de la ciudad, aunque algunos creían que salía cuando quería, arropado en la invisibilidad. Tampoco sus servidores fueron vistos, pero, algunas veces, un ulular como el de los condenados salía de las puertas, y a veces se oía una risotada seca, como si alguna imagen de adamanto se hubiese reído en alto; también a veces se oía un chasquido como el sonido de hielo roto en un infierno helado. Unas sombras vagas se movían por los pórticos cuando no había ni luz ni lámpara que las arrojase y luces rojas y terribles aparecían y desaparecían en las ventanas al atardecer, como el parpadeo de unos ojos demoníacos. Lentamente, los soles del color de la brasa pasaban sobre Xylac y se apagaban en los lejanos mares y las lunas cenicientas se ennegrecían cada noche al caer en el escondido golfo. Entonces, viendo que el mago no había traído ningún mal evidente y que nadie sufrió daños palpables por su presencia, la gente cobró ánimos y Zotulla bebió tanto y comió tan despreocupadamente como en su lujuria anterior; y el oscuro Thasaidón, príncipe de todos los vicios, fue el verdadero, aunque nunca reconocido, señor de Xylac. Y con el tiempo, el pueblo de Xylac alardeó un poco de Namirrha y sus terribles milagros, de la misma forma que habían presumido de los regios pecados de Zotulla.
Pero Namirrha, al que todavía ninguna mujer ni hombre alguno pudieron ver sentado en las salas interiores de aquella casa que sus demonios le habían construido, daba vueltas y vueltas en sus pensamientos a la negra red de la venganza. Y en todo Ummaos no había nadie, ni siquiera entre sus compañeros de mendicidad, que se acordase del muchacho Narthos. Y la injusticia que Zotulla había cometido con Narthos, hacía tiempo, era la más pequeña de las crueldades que el emperador había olvidado.
Entonces, cuando los temores de Zotulla estaban algo apaciguados y sus mujeres murmuraban menos a menudo sobre la vecindad del mago, ocurrió una nueva maravilla y un renovado terror. Porque un atardecer que se sentaba a la mesa del festín, rodeado por sus cortesanos, el emperador oyó un ruido como el de diez mil caballos con cascos de hierro que viniesen al galope por los jardines de palacio. A pesar de su creciente ebriedad, los cortesanos oyeron también el ruido y se sobresaltaron; el emperador se enfadó y envió a algunos de sus guardias para que inquiriesen la causa del escándalo. Pero al escudriñar los céspedes y parterres iluminados por la luna, los guardias no vieron ninguna forma visible, aunque el fuerte sonido del galope continuase todavía de un lado para otro. Parecía que un rebaño de sementales salvajes corriese ante la fachada del palacio, galopando y cabriolando tumultuosamente. Al ver y escuchar esto, los guardias fueron presa del terror y no se atrevieron a salir fuera, sino que volvieron junto a Zotulla. El propio emperador se despejó al oír esta historia y salió con gran agitación a presenciar el prodigio. Los invisibles cascos resonaron fuertemente sobre el pavimento de ónice durante toda la noche dejando marcadas sus profundas huellas sobre la hierba y las flores. Las hojas de las palmeras se agitaban en el calmado aire como apartadas por caballos a la carrera y era visible que los lirios de altos tallos y las exóticas flores de anchos pétalos estaban siendo pisoteadas. La ira y el terror anidaban juntos en el corazón de Zotulla, mientras permanecía en una galería sobre el jardín, escuchando aquel tumulto espectral y contemplando el daño hecho a sus preciosas plantaciones de flores. Las mujeres, los cortesanos y los eunucos se apretujaban a sus espaldas y ningún habitante del palacio pudo dormir, pero hacia el amanecer el clamor de los cascos se alejó en dirección a la casa de Namirrha.
Cuando la aurora estaba en su apogeo sobre Ummaos, el emperador salió al exterior, rodeado de sus guardias, y vio que las hierbas aplastadas y los rotos tallos estaban negros, como a causa del fuego, en el lugar donde habían caído los cascos. Sobre todo el césped y los parterres, las señales se marcaban con toda claridad, como las huellas de una gran manada de caballos, pero cesaban en el límite de los jardines. Y aunque todo el mundo pensaba que la visita había llegado de la casa de Namirrha, sobre los terrenos que formaban el frente de la morada del hechicero no había ninguna prueba de ello, porque aquí el césped estaba intacto.
- ¡La peste caiga sobre Namirrha si es él quien ha hecho esto! - gritó Zotulla -. Porque, ¿qué daño le he hecho yo? En verdad que pondré mi pie sobre el cuello de ese perro y la rueda de la tortura le hará tanto bien como esos caballos del Infierno han hecho a mis lirios de Sotar del color de la sangre, a mis veteados iris de Naat y a mis orquídeas de Uccastrog, purpúreas como las señales del amor. Sí, aunque sea el virrey de Thasaidón sobre la Tierra y señor de los diez mil demonios, mi rueda le destrozará y el fuego pondrá la rueda al rojo vivo hasta que se quede tan negro como las flores calcinadas.
Así fanfarroneaba Zotulla, pero no daba órdenes para la ejecución de la amenaza y nadie en el palacio se movió hacia la casa de Namirrha. De la casa del mago no salió nadie, o, si algo lo hizo, no hubo ningún signo ni sonido visibles.
Así pasó el día y llegó la noche, trayendo una luna ligeramente más oscura por los bordes. La noche fue tranquila, y Zotulla, sentado durante largo rato a la mesa del banquete, vació su copa de vino muchas veces. Lleno de ira, murmuraba nuevas amenazas contra Namirrha. La noche siguió adelante y no parecía que la visita fuera a repetirse. Pero a medianoche, cuando se encontraba en su aposento junto a Obexah, profundamente hundido en el sopor producido por el vino, Zotulla fue despertado por el monstruoso estruendo de unos cascos que corrían y cabriolaban en los pórticos del palacio y en las largas galerías. Toda la noche tronaron los cascos de un lado para otro resonando terriblemente bajo la bóveda de piedra, mientras Zotulla y Obexah, que los escuchaban, se acurrucaban juntos entre los cojines y las colchas; todos los ocupantes del palacio, despiertos y temerosos, oyeron el ruido, pero no se movieron de sus aposentos. Los cascos partieron repentinamente poco antes de la aurora, y después, durante el día, se encontraron sus huellas sobre las losas de mármol de los pórticos y las galerías; las señales eran incontables, profundamente impresas y negras, como si estuvieran marcadas por medio del fuego.
Las mejillas del emperador se pusieron como el mármol veteado cuando vio los suelos estampados de cascos, y de allí en adelante el terror habitó con él, siguiéndole a las profundidades de sus borracheras, puesto que no sabía cuándo cesaría aquella persecución. Sus mujeres murmuraban y algunas deseaban escapar de Ummaos, y parecía que las fiestas del día y de la noche fuesen ensombrecidas por alas de mal agüero que proyectasen su sombra sobre el amarillo viento y velaran las lámparas de oro. Y hacia la medianoche, de nuevo fue el sueño de Zotulla interrumpido por los cascos que galopaban y corrían sobre el tejado del palacio y por todos los salones y corredores. Desde aquel momento hasta el amanecer, los cascos llenaron sordamente sobre las cúpulas más elevadas, como si el séquito de los dioses cabalgase por allí, trasladándose de un cielo a otro en tumultuosa cabalgata.
Zotulla y Obexah, que yacían juntos mientras los terribles cascos iban de un lado para otro, en el salón que estaba delante de su aposento, no tuvieron ni ánimos ni deseos de pecar ni pudieron encontrar ningún consuelo en su proximidad. En la grisácea hora que precede a la madrugada, oyeron un ruido atronador sobre la atrancada puerta de bronce de su cámara, como si algún poderoso semental, encabritándose, hubiese tamborileado allí con sus patas delanteras. Poco rato después, los cascos se alejaron, dejando un silencio que parecía un interludio mientras se preparaba la tormenta final. Más tarde se encontraron por todas partes las señales de los cascos en los salones, estropeando los brillantes mosaicos. En las alfombras de hilo de oro, plata y escarlata había negros agujeros producidos por las quemaduras, y las altas y blancas cúpulas estaban marcadas como con la viruela; en la puerta de bronce de la cámara de Zotulla estaban profundamente marcadas las huellas de los cascos anteriores de un caballo.
Ahora bien, en Ummaos y en todo el país de Xylac ya era conocida la historia de estos prodigios y se consideraban como algo amenazador, aunque había diversas interpretaciones. Algunos sostenían que Namirrha los enviaba como una señal de su supremacía sobre todos los reyes y emperadores y algunos pensaban que el causante era un nuevo hechicero que había aparecido allá al este, en Tinarath, y deseaba suplantar a Namirrha. Y los sacerdotes de los dioses de Xylac sostenían que sus diversas deidades habían enviado las apariciones como una señal de que en los templos debían realizarse más sacrificios.
Entonces Zotulla reunió a numerosos sacerdotes, magos y adivinos en el salón de audiencias, cuyo pavimento de jaspe y alqueca había sido penosamente estropeado por los invisibles cascos, y les pidió que averiguasen la causa de la aparición y encontrasen un modo de exorcizarla. Pero viendo que no llegaban a ningún acuerdo entre ellos, proveyó a las diversas sectas sacerdotales con sacrificios para sus varios dioses y los mandó marchar; los magos y adivinos, bajo amenaza de decapitación si se negaban, fueron enviados a visitar a Namirrha en su mágica morada para preguntarle, de su parte, si por casualidad era él quien estaba enviando aquello, o si era obra de algún otro.
Abatidos quedaron los magos y adivinos que temían a Namirrha y no se atrevían a penetrar en los aterradores misterios de su oscura mansión. Pero los soldados del emperador les empujaron hacia delante, levantando sus grandes espadas curvas contra ellos cuando vacilaban, así que, uno a uno, en inseguro orden, la delegación fue hacia la puerta de Namirrha y se desvaneció en la casa construida por el demonio.
Antes del atardecer regresaron junto al emperador, pálidos, balbucientes e inquietos, como hombres que han visto el infierno y contemplado su propio destino. Dijeron que Namirrha les recibió cortésmente y les había enviado de vuelta con este mensaje:
- Que sepa Zotulla que la aparición es en recuerdo de algo que él ha olvidado y la razón de esto le será revelada en la hora preparada y dispuesta por el destino. Y esa hora se acerca, porque Namirrha invita al emperador y a toda su corte a un gran banquete mañana por la tarde.
Habiendo entregado este mensaje, ante la consternación y asombro de Zotulla, la delegación pidió licencia para retirarse. Aunque el emperador les interrogó minuciosamente, parecían poco dispuestos a relatar las circunstancias de su visita a Namirrha, y tampoco quisieron describir la famosa casa del hechicero, excepto en una forma vaga, contradiciéndose unos a otros en lo que decían haber visto. Por tanto, y después de un rato, Zotulla les mandó marchar; cuando se hubieron ido, estuvo cavilando durante largo tiempo sobre la invitación de Namirrha, que era algo que no se atrevía a rechazar, pero temía aceptar. Aquella noche bebió todavía más abundantemente que de costumbre y durmió como un muerto sin que ningún ruido de cascos galopando sobre el palacio le despertara. Durante la noche, los magos y profetas salieron silenciosamente de Ummaos como sombras furtivas y nadie les vio partir; por la mañana todos habían salido de Xylac hacia otros países para no regresar nunca...
Aquella misma noche, Namirrha estaba sentado a solas en el gran salón de su casa. habiendo despedido a los sirvientes que le atendían de ordinario. Ante él, y en un altar de azabache, estaba la oscura y gigantesca estatua de Thasaidón, que un escultor engendrado por los demonios había esculpido en tiempos antiguos para un malvado rey de Tasuun llamado Pharnoc. El archidemonio estaba representado por la forma de un guerrero cubierto totalmente por la armadura. que elevaba una maza de pinchos como en una batalla heroica. Durante largo tiempo, la estatua había estado en el palacio de Pharnoc enterrado en el desierto y cuyo mismo emplazamiento era disputado por los nómadas; Namirrha, gracias a su arte adivinatorio, lo encontró, y había llevado la infernal imagen a vivir con él por siempre desde entonces. A menudo, Thasaidón pronunciaba oráculos para Namirrha y le contestaba sus preguntas por boca de la estatua.
Ante la imagen de armadura negra colgaban siete lámparas de plata forjadas con la forma de los cráneos de los caballos y las llamas salían incesantemente, azules, purpúreas y escarlatas, de sus cuencas. Su luz era salvaje y lúgubre y el rostro del demonio, mirando bajo el casco, mostraba sombras equívocas y malignas que cambiaban y saltaban eternamente. Sentado en su silla de forma de serpiente, Namirrha contemplaba siniestramente la estatua con un profundo surco entre los ojos, porque le había pedido una cosa a Thasaidón, y el enemigo, contestando a través de la estatua, se la negó. La rebelión crecía en el corazón de Namirrha, que, enloquecido por el orgullo, se consideraba a sí mismo señor de todos los hechiceros y gobernante por derecho propio entre los príncipes diabólicos. Así pues, y tras largo cavilar, repitió su petición con voz fuerte y altanera, como quien se dirige a su igual, más que como alguien que lo hace al todopoderoso soberano al que ha jurado fidelidad hasta la muerte.
- Yo te he ayudado en todo hasta este momento - dijo la imagen, con acentos secos y sonoros que resonaban metálicamente en las siete lámparas plateadas -. Sí, los gusanos eternos del fuego y la oscuridad han acudido como un ejército a tu llamada y las alas de los genios interiores se han elevado hasta ocultar el sol cuando tú les llamaste. Pero, en verdad, no te ayudaré en esta venganza que has planeado, porque el emperador Zotulla no me ha ofendido nunca y me ha servido bien, aunque inconscientemente, y los habitantes de Xylac, debido a sus vicios, no son los menos importantes de sus adoradores en la Tierra. Por tanto, Namirrha, sería mejor que tú vivieses en paz con Zutulla y olvidases esta antigua ofensa infligida al mendigo Narthos cuando era un muchacho. Porque los caminos del destino son extraños y la forma en que actúan sus leyes está algunas veces oculta; y en verdad, si los cascos del palafrén de Zotulla no te hubieran derribado y pisoteado, tu vida habría sido distinta y la fama y renombre de Namirrha hubiesen yacido en el olvido como un sueño no imaginado. Sí, tú serías todavía un mendigo de Ummaos, te contentarías con las limosnas del mendigo y nunca habrías emprendido aquel viaje; te habrías convertido en discípulo del sabio y erudito Ouphaloc, y yo, Thasaidón, hubiese perdido el más poderoso de todos los nigromantes que han aceptado servirme y han hecho un pacto conmigo. Piénsalo bien, Namirrha, y considera estas cosas, porque, aparentemente, nosotros dos estamos en deuda con Zotulla y le debemos gratitud por haberte pisoteado con su caballo.
- Sí, estoy en deuda con él - gruñó Namirrha implacable -, y en verdad que mañana pagaré la deuda, en la forma en que había planeado... Existen aquellos que me ayudarán; aquellos que acudirán a mi llamada, aun a pesar tuyo.
- No es bueno enfrentarte conmigo - dijo la imagen, tras un intervalo -, y tampoco es bueno llamar a aquellos que has insinuado. Sin embargo, veo claramente que eso es lo que deseas. Eres orgulloso, testarudo y vengativo. Haz, pues, lo que quieras, pero no me culpes por el resultado.
Después de esto, en el salón donde Namirrha se sentaba ante el ídolo se hizo el silencio y las llamas se consumieron oscuramente cambiando de colores sobre las lámparas de forma de cráneo mientras las sombras huían y regresaban sin detenerse sobre los rostros de la estatua y de Namirrha. Después, hacia la medianoche, el hechicero se levantó y ascendió por numerosos escalones en espiral hasta llegar a una alta cúpula en la casa donde había una única y pequeña ventana redonda, que permitía contemplar las constelaciones. La ventana estaba dispuesta en lo más alto de la cúpula, pero Namirrha había conseguido, por medio de su magia, que una entrada junto a la última vuelta de la escalera pareciese descender repentinamente en lugar de subir para, alcanzando el peldaño final, mirar hacia abajo por la ventana, mientras las estrellas pasaban bajo él en una corriente vertiginosa. Arrodillándose allí, Namirrha tocó un resorte secreto en el mármol, y el panel circular retrocedió sin ningún sonido. Después, yaciendo de espaldas sobre el curvado interior de la cúpula, con el rostro sobre el abismo y su larga barba colgando rígida en el espacio, susurró versos más antiguos que la raza humana y habló con ciertos seres que no pertenecían ni al infierno ni a los elementos mundanos y cuya invocación era más terrible que los genios infernales o los demonios de la tierra, aire, agua y fuego. Desafiando la voluntad de Thasaidón, hizo un pacto con ellos, mientras el aire a su alrededor se helaba con sus voces y la escarcha se amontonaba pálida sobre su oscura barba a causa del frío que producía su aliento al inclinarse sobre la tierra.
Lento y renuente fue el despertar de Zotulla del sopor del vino; antes de abrir los ojos, la luz del día se vio envenenada para él por el pensamiento de aquella invitación que temía aceptar o rechazar. Pero habló con Obexah, diciendo:
- Después de todo, ¿quién es este perro hechicero para que yo tenga que obedecer sus invitaciones como un mendigo al que algún gran señor manda llamar de la calle?
Obexah, una muchacha de piel dorada y ojos oblicuos, procedente de Uccastrof, la isla de los Torturadores, observó sutilmente al emperador, y dijo:
- Oh, Zotulla, eres tú quien debe aceptar o rehusar, según lo que estimes apropiado. Y, en realidad, para el señor de Ummaos y de todo Xylac, el ir o el quedarse es un asunto sin importancia, puesto que nada puede poner en entredicho tu soberanía. Por tanto, ¿por qué no ir?
Obexah, aunque temerosa del mago, sentía curiosidad con respecto a aquella casa construida por el demonio, de la que tan poco se sabía, y además, según es característico de las mujeres, deseaba contemplar al famoso Namirrha, cuyo talante y aspecto era sólo una leyenda en Ummaos, traída de muy lejos.
- En lo que dices hay algo de razón - admitió Zotulla -. Pero un emperador debe, en su conducta, tener siempre en cuenta el bien público, y hay asuntos de estado que no se puede esperar que entienda una mujer.
Así pues, más tarde, por la mañana, después de un desayuno amplio y bien remojado, llamó a sus mayordomos y cortesanos y les pidió consejo. Algunos le aconsejaron que ignorase la invitación de Namirrha y otros sostenían que debía ser aceptada, a menos que un mal más grave que el pisoteo de unos cascos fantasmales fuese enviado sobre la ciudad y el palacio.
Entonces llamó ante sí a la reunión de todos los sacerdotes e intentó volver a llamar a aquellos magos y adivinos que habían escapado sigilosamente durante la noche. Entre todos éstos no hubo ni uno que respondiese al grito de su nombre por las calles de Ummaos, y esto causó una cierta maravilla.
Pero los sacerdotes llegaron en número mayor que antes y abarrotaron el salón de audiencias, de forma que las barrigas de los que estaban delante chocaban contra el estrado imperial y las nalgas de los de atrás se aplastaban contra la pared y los pilares del fondo. Zotulla debatió con ellos el asunto de su aceptación o rechazo. Los sacerdotes argumentaron, como la vez anterior, que Namirrha no tenía nada que ver con las apariciones, y su invitación, dijeron, no suponía daño ni amenaza alguna contra el emperador; estaba claro, según los términos del mensaje, que el mago pronunciaría un oráculo ante Zotulla, y si Namirrha era un verdadero archimago, este oráculo confirmaría su propia sabiduría sagrada, establecería la fuente divina de la aparición y de nuevo los dioses de Xylac serían glorificados.
Tras escuchar el consejo de los sacerdotes, el emperador dio instrucciones nuevamente a sus tesoreros para que les llenasen de nuevas ofrendas, y los sacerdotes partieron, impartiendo untuosamente las delegadas bendiciones de sus varios dioses sobre Zotulla y su corte. El día continuó y el sol pasó nuevamente por el meridiano, cayendo lentamente más allá de Ummaos sobre los espacios de la tarde que estaban formados por desiertos que limitaban con el mar. Zotulla continuaba irresoluto y llamó a sus coperos, pidiéndoles que le sirviesen de la cosecha más fuerte y magistral, pero no halló en el vino ni la certeza ni la decisión.
Entonces, una comitiva de altas momias cubiertas con vendas regias color púrpura y escarlata, y llevando coronas de oro sobre sus resecos cráneos, penetró en el salón, caminando una detrás de otra. Tras la comitiva, y a manera de servidores, venían unos esqueletos gigantes vestidos con taparrabos de brillante color naranja y con la parte superior del cráneo cubierta por serpientes vivas a bandas azafrán y ébano que se habían enrollado allí a manera de turbante. Las momias se inclinaron ante Zotulla, diciéndole con voz fina y seca:
- Nosotros, que en tiempos antiguos hemos sido reyes del gran país de Tasuun, hemos sido enviados como guardia de honor del emperador Zotulla para atenderle como es propio cuando se dirija al banquete preparado por Namirrha.
Después hablaron los esqueletos, entre secos chasquidos de dientes y produciendo silbidos semejantes al aire, atravesando desgastadas mamparas de marfil.
- Nosotros, que hemos sido guerreros gigantes de una raza olvidada, somos enviados también por Namirrha para que la corte del emperador Zotulla esté protegida de todo peligro al seguirle a la fiesta y vaya acompañada del séquito que le corresponde y es apropiado.
Presenciando estos prodigios, los coperos y otros servidores se protegieron en el estrado imperial o se ocultaron tras las columnas, mientras Zotulla, cuyas pupilas brillaban sombríamente inyectadas en sangre, con la cara abotargada y espectralmente pálida, permanecía inmóvil sobre el trono, sin poder pronunciar ni una palabra de réplica a los ministros de Namirrha.
Entonces las momias se adelantaron y dijeron con polvorientos acentos:
- Todo está listo y el banquete aguarda la llegada de Zotulla.
Las vendas de las momias se agitaron y se abrieron por delante; pequeños monstruos roedores del color del betún, con ojos semejantes a rubíes malditos, aparecieron en los roídos corazones de las momias como las ratas en sus agujeros y chillaron estridentemente repitiendo las palabras en lenguaje humano. A su vez, los esqueletos repitieron la solemne frase y las serpientes azafranes y negras silbaron desde sus cráneos, y repitieron, por último, las palabras con siniestro alboroto, ciertas criaturas cubiertas de piel y de forma dudosa que Zotulla no había visto hasta entonces y que estaban sentadas detrás de las costillas de los esqueletos como si estuvieran en jaulas de mimbre blanco.
Como un durmiente que obedece la fatalidad de los sueños, el emperador se levantó del trono y se adelantó; las momias le rodearon como una escolta. Cada uno de los esqueletos sacó de los pliegues amarillo-rojizos de su taparrabos unas arcaicas flautas de plata curiosamente agujereadas y comenzaron a tocar una melodía dulce, siniestra y mortal, mientras el emperador salía de palacio. En la música había un hechizo fatal, porque los mayordomos, las mujeres, los eunucos y todos los miembros de la corte de Zotulla, hasta los cocineros y los escuderos, fueron arrancados como una procesión de noctámbulos de las habitaciones y alcobas donde se habían vanamente ocultado. Dirigidos por los flautistas, siguieron a Zotulla. A la oblicua luz solar, era extraño ver aquella numerosa compañía dirigiéndose a la casa de Namirrha con un cortejo de reyes muertos a su alrededor y el aliento de los esqueletos temblando horriblemente en las flautas de plata. Y Zotulla no se sintió muy consolado cuando vio a su lado a la muchacha Obexah moviéndose, como él mismo, en un éxtasis de involuntario horror, con el resto de las mujeres siguiéndola de cerca.
Al acercarse a las abiertas puertas de la casa de Namirrha, el emperador vio que estaban guardadas por grandes cosas de barbillas carmesí, mitad humanas mitad dragones, que se inclinaron ante él, rozando sus barbillas como escobas ensangrentadas contra las losas de oscuro ónice. El emperador pasó con Obexah entre los rústicos monstruos, con las momias, los esqueletos y su propia gente a sus espaldas formando una extraña comitiva, y entró en un amplio salón de muchas columnas, donde la luz del día, penetrando tímidamente, era dominada por la siniestra y arrogante claridad procedente de un millar de lámparas.
Aun a pesar de su horror, Zotulla se sintió maravillado de la amplitud de la cámara, que difícilmente podía reconciliar con las medidas exteriores de la mansión, aunque éstas, indudablemente, fueran de una amplitud palaciega. Le parecía contemplar grandes salas sostenidas por columnas a las que no se veía el final y vistas panorámicas de mesas cargadas de amontonadas viandas y urnas de vino dispuestas en hilera que se extendían a lo lejos en la distancia, en una penumbra luminosa como la de una noche estrellada.
En los amplios intervalos entre las mesas, los sirvientes de Namirrha iban de un lado para otro incesantemente, como si una fantasmagoría de pesadillas hubiera cobrado cuerpo delante del emperador. Regios cadáveres con túnicas de brocado podridas por el tiempo, con las cuencas vacías e hirvientes de gusanos, servían un vino color de sangre en copas fabricadas con el opalescente cuerno de los unicornios. Lamias de cola de quimera y quimeras de cuatro pechos entraban con humeantes fuentes sostenidas en alto por sus garras broncíneas. Demonios de cabeza de perro con la lengua en llamas corrían a ofrecerse como acomodadores de la compañía. Ante Zotulla y Obexah apareció un curioso ser con las opulentas caderas y extremidades inferiores de una enorme mujer negra y los mondos huesos de algún mitótico mono de cintura para arriba. Este monstruo dio a entender, por medio de ciertos indescriptibles chasquidos de los huesos de sus dedos, que el emperador y su odalisca le siguieran.
Verdaderamente, a Zotulla le dio la impresión de haber recorrido una larga distancia por alguna maligna caverna del Infierno cuando llegaron al final de aquella inmensidad de mesas y columnas por la que les había conducido el monstruo. Aquí, en el extremo de la habitación, y separado de los demás, se sentaba Namirrha solo en una mesa, con las llamas de las siete lámparas en forma de cráneo de caballo ardiendo incesantemente a sus espaldas y la negra imagen de Thasaidón en su armadura dominándolo todo desde el altar de azabache a su derecha. Algo separado del altar había un espejo de diamante, sostenido por las garras de unos basiliscos de hierro.
Namirrha se puso en pie para saludarles, observando una solemne y fúnebre cortesía. Sus ojos brillaban, lúgubres y fríos como estrellas lejanas en las ojeras formadas en extrañas y aterradoras vigilias. Sus labios eran como un sello rojo pálido sobre un pergamino del destino cerrado. Su barba flotaba rígida sobre la parte delantera de su túnica bermellón, dividida en bucles negros y aceitosos como una masa de serpientes negras y tiesas. Zotulla sintió que la sangre se le detenía y espesaba en su corazón, como congelándose hasta formar hielo. Obexah, mirando bajo entornados párpados, se sintió repelida y asustada por el visible horror que emanaba de este hombre, y le rodeaba de la misma forma que la realeza a un rey. Pero a pesar de su miedo tuvo tiempo para preguntarse qué clase de hombre sería en su relación con las mujeres.
- Te doy la bienvenida, oh Zotulla, a tal hospitalidad como puedo ofrecerte - dijo Namirrha con el férreo sonido de alguna oculta campana fúnebre en su profunda voz -. Por favor, sentaos a mi mesa.
Zotulla vio que enfrente de Namirrha había sido dispuesta una silla de ébano para él, y que otra silla, menos majestuosa e imperial, había sido colocada a la izquierda para Obexah. Los dos se sentaron y Zotulla vio que su gente se sentaba a su vez a otras mesas a través del enorme salón, con los espantosos servidores de Namirrha sirviéndoles atareadamente, como los demonios atienden a los condenados.
Entonces Zotulla percibió que una mano oscura y parecida a la de un cadáver le servía vino en una copa de cristal y que la mano llevaba el anillo con el sello de los emperadores de Xylac: un monstruoso ópalo de fuego en la boca de un murciélago de oro, un anillo idéntico al que el propio Zotulla llevaba perpetuamente sobre el dedo índice. Volviéndose, vio a la derecha una figura que mostraba gran semejanza con su padre, Pithaim, después de que el veneno de la víbora, esparciéndose por todo su cuerpo, hubiese dejado detrás la purpúrea hinchazón de la muerte.
Zotulla, que había ordenado que la serpiente fuese colocada en la cama de Pithaim, se acurrucó en su asiento y tembló con un terror culpable. Y la cosa que se parecía a Pithaim, fuese cadáver, fantasma, o una imagen producida por los encantamientos de Namirrha, iba y venía a espaldas de Zotulla, sirviéndole con dedos negros e hinchados que nunca vacilaban. Con horror advirtió sus ojos saltones, que miraban sin ver su lívida boca purpúrea cerrada con el rigor de un silencio mortal, y la víbora moteada que, a intervalos, aparecía con helados ojos por su manga cuando se inclinaba sobre él para rellenar su copa o servirle de carne. Y confusamente, entre la helada niebla de su terror, el emperador vio la forma de sombría armadura, como una réplica animada de Thasaidón, que Namirrha, en su blasfemia, había conjurado para que le sirviese. Vagamente, y sin comprender, vio el terrible servidor que revoloteaba al lado de Obexah un cadáver sin ojos y sin piel en la imagen de su primer amante, un muchacho de Cyntrom que había sido lanzado a la costa de la isla de los Torturadores por un naufragio... Allí lo había encontrado Obexah yaciendo bajo la marea, y reviviendo al muchacho, lo había escondido durante cierto tiempo en una caverna secreta para su propio placer, llevándole comida y bebida. Más tarde, cansado, le había traicionado a los Torturadores y obtenido un nuevo deleite con los diversos suplicios y torturas que le infligiera antes de morir aquella gente cruel y perniciosa.
- Bebed - dijo Namirrha, sorbiendo un extraño vino que era rojo y oscuro como los desastrosos atardeceres de los años perdidos.
Y Zotulla y Obexah bebieron de aquel vino sin sentir después ningún calor en sus venas, sino un frío como cuando la cicuta se acerca lentamente al corazón.
- En verdad, es un vino muy bueno - dijo Namirrha -, y muy apropiado para brindar por nuestro conocimiento, porque fue enterrado hace largo tiempo en ánforas de sombrío jaspe de forma de urnas funerarias, junto a los muertos de la familia real, y mis vampiros lo encontraron cuando fueron a excavar en Tasuun.
Entonces la lengua de Zotulla se heló en su boca, como se hiela una mandrágora aprisionada por la escarcha en el suelo del invierno, y no encontró respuesta a la cortesía de Namirrha.
- Os ruego que probéis esta carne - continuó Namirrha -, pues es muy escogida, proviene de los jabalíes salvajes que los torturadores de Uccastrog alimentan con los destrozados restos de sus ruedas y parrillas, y además, mis cocineros los han condimentado con los poderosos bálsamos de la tumba, rellenándolos con corazones de víboras y lenguas de cobras negras.
El emperador no pudo decir nada, y hasta Obexah permaneció en silencio, fuertemente turbada en su lujuria por la presencia de aquella cosa despellejada y penosa que se parecía a su amante de Cyntrom. Y su temor al nigromante aumentó prodigiosamente, porque su conocimiento de este crimen antiguo y olvidado y la aparición del fantasma le parecían una magia más siniestra que todo lo demás.
- Bien, me temo que encontréis la comida sin sabor y el vino sin fuego. Así pues, para animar nuestro banquete llamaré a mis cantantes y músicos.
Pronunció una palabra desconocida para Zotulla y Obexah, que sonó por el enorme salón como si mil voces a la vez la hubiesen pronunciado y prolongado. Pronto aparecieron los cantantes, que eran vampiros con largos colmillos amarillos llenos de hilachas de carroña curvándose por encima de sus quijadas y haciendo con la boca gestos de hiena a la compañía. Detrás entraron los músicos, algunos de los cuales eran demonios machos caminando erectos sobre los cuartos traseros de negros sementales y pulsando con dedos blancos de gorila liras fabricadas con huesos y tendones de los caníbales de Naat; otros eran apastelados sátiros que arrimaban sus rejillas cabrunas a oboes fabricados con los fémures de brujas jóvenes y a gaitas hechas con la piel del pecho de reinas negras y el cuerno del rinoceronte.
Se inclinaron ante Namirrha con grotesca ceremonia. Después, sin dilación, las hembras vampiro comenzaron un ulular de lo más doloroso y execrable, como el de los chacales que han olfateado la carroña, y los sátiros y los demonios tocaron un lamento que era como el gemido de los vientos del desierto en los harenes de perdidos palacios. Zotulla se estremeció, pues el canto le helaba hasta el tuétano y la música introducía en su corazón una desolación semejante a la de imperios derrumbados y pisoteados por los férreos cascos del tiempo. Al mismo tiempo, y entre aquella siniestra música, le pareció oír el chirrido de la arena en los jardines marchitos y el rumor del viento entre la seda podrida en lechos de desaparecida lujuria y el silbido de las serpientes enroscadas entre los bajos fustes de destrozadas columnas. Y la gloria que había sido Ummaos parecía alejarse como las columnas voladoras del simún.
- Una espléndida melodía - dijo Namirrha cuando la música cesó y las vampiras dejaron de ulular -. Pero, en verdad, temo que encontréis algo aburrido mi espectáculo. Por tanto, mis bailarines danzarán para vosotros.
Se volvió hacia el gran salón y describió en el aire un signo enigmático con los dedos de la mano derecha. En respuesta, una incolora niebla descendió desde el alto techo y, durante un breve intervalo, ocultó la sala como una cortina. Detrás se oyó una babel de sonidos, confusos y sofocados, y el grito de unas voces débiles como si estuvieran lejanas.
Después el vapor desapareció y Zotulla vio que las sobrecargadas mesas habían desaparecido. En los amplios espacios entre las columnas, los habitantes de su palacio, mayordomos, eunucos, cortesanos, odaliscas y todos los demás, yacían sobre el suelo atados con correas, como innumerables aves de precioso plumaje. Sobre ellos hacía piruetas una cuadrilla de esqueletos con ligeros chasquidos de los huesos de los pies y una banda de momias saltaba rígidamente mientras otras criaturas de Namirrha se agitaban con monstruosas cabriolas, siguiendo todos la música de los flautistas y arpistas del nigromante. Saltaban de un lado a otro sobre los cuerpos de la gente del emperador a los sones de una siniestra zarabanda. Con cada salto se hacían más altos y pesados, hasta que las saltarinas momias fueron como las momias de Anakim, y los esqueletos tuvieron huesos de coloso, al tiempo que la música se elevaba ahogando los débiles gritos de los servidores de Zotulla. Los danzarines, cuyos pies atronaban la habitación, crecieron todavía más, perdiéndose entre las sombras de la bóveda en medio de las vastas columnas; aquellos sobre los que danzaban eran como uvas que se pisan en otoño durante la vendimia y el suelo se cubrió de un espeso mosto sanguíneo. Como un hombre que se ahoga en un horrible pantano rodeado por la oscuridad, el emperador oyó la voz de Namirrha:
- Tengo la impresión de que no os placen mis bailarines. Así pues, ahora os presentaré un espectáculo verdaderamente regio. Levantaos y seguidme, porque el espectáculo es tal que se necesita un imperio como escenario.
Zotulla y Obexah se levantaron de sus sillas al estilo de los sonámbulos. Sin dirigir una mirada hacia los espectrales servidores o al salón donde los bailarines continuaban rebotando, siguieron a Namirrha a una alcoba detrás del altar de Thasaidón. Allí, junto a las escaleras que se enroscaban hacia arriba, se acercaron a una amplia y alta galería que daba al palacio de Zotulla y miraron a lo lejos sobre los tejados de la ciudad, hacia el punto donde se ponía el sol.
Aparentemente habían pasado varias horas en aquel banquete y espectáculo propios del infierno, porque el día se acercaba a su fin, y el sol, que había desaparecido de la vista por detrás del palacio imperial, bañaba los vastos cielos con rayos ensangrentados.
- Mirad - dijo Namirrha, añadiendo un extraño vocablo ante el cual la piedra del edificio resonó como si fuera un gong.
La galería se tambaleó ligeramente y Zotulla, mirando por la balaustrada, vio los tejados de Ummaos empequeñecerse y hundirse bajo él. La galería parecía volar hacia el cielo a una altura prodigiosa y contempló desde arriba las cúpulas de su propio palacio, las casas, detrás los campos cultivados y el desierto, y el gigantesco sol que estaba bajo sobre el límite del desierto. Zotulla se mareó y los fríos vientos del cielo superior soplaron a su alrededor. Pero Namirrha dijo otra palabra y la galería detuvo su ascenso.
- Mira bien - dijo el nigromante -, el imperio que fue tuyo, pero que no lo será ya más.
Entonces, con los brazos abiertos hacia el atardecer y los mares más allá, pronunció en voz alta los doce nombres que eran la máxima perdición, y después la tremenda invocación: Gna padambis devompra thungis furidor avoragomon.
Instantáneamente, fue como si grandes nubes de ébano se amontonasen sobre el sol. Alineadas sobre el horizonte, la nubes tomaron la forma de colosales monstruos cuyas cabezas y miembros recordaban ligeramente las de los caballos. Alzándose terriblemente, hollaron el sol como si fuese una brasa extinguida, y corriendo como si estuviesen en un hipódromo de Titanes, crecieron y se agigantaron acercándose a Ummaos. Les precedían profundos rumores que presagiaban calamidad y la tierra tembló visiblemente, hasta que Zotulla vio que aquello no eran nubes inmateriales, sino formas reales dotadas de vida que venían a pisotear el mundo con amplitud macrocósmica. Proyectando sus sombras a muchas leguas de distancia, los caballos cargaron contra Xylac como si estuviesen montados por demonios y sus cascos se abatieron sobre los lejanos oasis y ciudades del desierto exterior como riscos desprendidos de una montaña.
Llegaron como el remolino en espiral de una tormenta y pareció como si el mundo se hundiese en el mar, volcándose bajo su peso. Inmóvil como un hombre, convertido en mármol, Zotulla contemplaba la ruina que asolaba su imperio. Los gigantescos sementales se acercaron más, corriendo con una velocidad inconcebible; el atronar de su galope se hizo más fuerte, pues ahora comenzaban a asolar los verdes campos y plantaciones de frutales que se extendían a muchas millas al oeste de Ummaos. La sombra de los caballos se elevó como la siniestra oscuridad de un eclipse hasta cubrir Ummaos, y mirando hacia arriba, el emperador vio sus ojos a medio camino entre la tierra y el cenit, como soles trágicos que brillasen desde arremolinados cúmulos.
Entonces, en la espesa oscuridad y por encima de aquel trueno insufrible, oyó la voz de Namirrha, gritando con loco triunfo.
- Sabe, Zotulla, que he llamado a los caballos de Thamogorgos, señor del abismo. Y los caballos pisotearán tu imperio como tu palafrén atropelló y pisoteó hace ya tiempo a un muchacho mendigo llamado Narthos. Y entérate también de que yo, Namirrha, fui aquel muchacho
Y los ojos de Namirrha, que mostraban una vanagloria de locura y tragedia, ardieron como estrellas malignas y desastrosas en la hora de su culminación.
Para Zotulla, totalmente aplastado por el horror y el tumulto, las palabras del nigromante no fueron más que estridentes y chillonas notas de la tempestad del destino; no las comprendió. Los cascos descendieron sobre Ummaos con terrible fragor, resquebrajando tejados sólidamente construidos y hendiendo y derrumbando instantáneamente poderosos muros. Las hermosas cúpulas de los templos fueron aplastadas como las conchas de haliotis; mansiones orgullosas fueron rotas y destrozadas contra el suelo como calabazas, y la ciudad fue arrasada, casa por casa, con un estruendo como de mundos golpeados por el caos. Allá abajo, en las oscuras calles, hombres y camellos huían como hormigas a la carrera, pero no pudieron escapar. Los cascos bajaron y subieron implacablemente hasta que media ciudad estuvo destruida y la noche lo inundó todo. El palacio de Zotulla fue pisoteado; entonces las patas delanteras de los animales se encontraron al borde de la galería de Namirrha y sus cabezas sobresalieron aterradoramente por encima. Parecía que fuesen a alcanzar y pisotear la casa del nigromante, pero en ese momento se dividieron a derecha e izquierda y dejaron ver el doloroso resplandor del ocaso, siguiendo su camino y arrasando aquella parte de Ummaos que estaba al este. Zotulla, Obexah y Namirrha contemplaron los fragmentos de la ciudad como si vieran un estercolero lleno de guijarros, mientras oían el clamor fatal de los cascos alejarse hacia el Xylac oriental.
- Un hermoso espectáculo - comentó Namirrha. Después, volviéndose hacia el emperador, añadió malignamente -: Sin embargo, no creas que he terminado contigo o que el destino se ha consumado ya.
Aparentemente, la galería había descendido a su elevación primitiva, que todavía estaba a majestuosa altura sobre las fragmentadas ruinas. Namirrha agarró al emperador por el brazo y le condujo de la galería a una cámara interior mientras Obexah le seguía en silencio. El corazón del emperador estaba oprimido por el paso de tantas calamidades y la desesperación pesaba como un pestilente íncubo sobres los hombros de un hombre perdido en algún país de noches malditas. Y no advirtió que en el umbral de la cámara había sido separado de Obexah y que varias criaturas de Namirrha, apareciendo como sombras, obligaron a la muchacha a bajar con ellos por unas escaleras, sofocando sus gritos con sus podridas vendas mientras descendían a otra parte de la casa.
La habitación era la que Namirrha utilizaba para sus ritos y ceremonias más nefandas. Los rayos de las lámparas que la iluminaban eran amarillo - rojizos como sanies de demonio derramado y fluían por aludes, crisoles, alambiques y atanores negros cuyos propósito apenas podría ser pronunciado por un hombre mortal. El hechicero calentó en uno de los alambiques un líquido oscuro lleno de luces frías como las estrellas, mientras Zotulla miraba sin comprender. Cuando el líquido burbujeó y desprendió una espiral gaseosa, Namirrha lo destiló en copas de hierro bordeadas de oro y le dio una a Zotulla, quedándose él con la otra. Y le dijo con voz seca e imperativa.
- Te ordeno que bebas este líquido.
Zotulla, temiendo que la bebida estuviese envenenada, vaciló. El nigromante le miró mortalmente, y le gritó:
- ¿Tienes miedo de hacer lo mismo que yo? - y a continuación acercó la copa a sus labios.
Así, el emperador bebió el licor, como impulsado por el mandato de algún ángel de la muerte, y sus sentidos se nublaron. Pero antes de que la oscuridad fuese completa, vio que Namirrha había vaciado su propia copa. Entonces, con agonías indecibles, fue como si el emperador muriese y su alma flotase libremente; volvió a ver la cámara, aunque con ojos inmateriales. Se irguió desencarnado en la luz azafrán y carmesí, su cuerpo yaciendo con la semejanza de un muerto, y cerca de él, sobre el suelo también, el tendido cuerpo de Namirrha y las dos copas caídas.
En este estado contempló algo extraño: al rato su propio cuerpo se agitó y se levantó, mientras que el del nigromante permanecía inmóvil como la muerte. Zotulla contempló sus propios rasgos y su figura con el corto manto de brocado azul sembrado de perlas negras y rubíes morados y su cuerpo vivió ante él, aunque los ojos mostraban un fuego más oscuro y una maldad mayor de los que eran característicos en él. Entonces, sin oídos corpóreos. Zotulla oyó hablar a la figura, y la voz era la fuerte y arrogante de Namirrha, diciendo:
- Sígueme, oh fantasma sin cuerpo, y haz en todo lo que yo te mande. Zotulla siguió al hechicero como una sombra invisible y los dos descendieron por las escaleras hasta llegar al gran salón del banquete. Se acercaron al altar de Thasaidón y a la imagen de negra armadura, mientras las siete lámparas en forma de cráneo de caballo seguían ardiendo como antes. Sobre el altar yacía Obexah, la amada concubina de Zotulla, la única mujer que tenía el poder de estremecer su saciado corazón, atada con correas a los pies de Thasaidón. Pero, por lo demás, el salón estaba desierto y de aquellas Saturnales de desastre no quedaba nada, excepto el fruto del pisoteo, que había formado grandes charcos entre las columnas.
Namirrha, utilizando siempre el cuerpo del emperador como si fuese el suyo, se detuvo ante el oscuro ídolo y dijo al espíritu de Zotulla:
- Quédate aprisionado en esta imagen, sin fuerza para liberarte ni para moverte en forma alguna.
Totalmente obediente a la voluntad del nigromante, el alma de Zotulla se encarnó en la estatua y sintió que la fría y gigantesca armadura le rodeaba como si se encontrase en el interior de un rígido sarcófago; miró al frente, inamovible, desde los siniestros ojos que se escondían bajo el esculpido casco.
Mirando así, pudo contemplar el cambio que sobrevenía en su propio cuerpo bajo la mágica posesión de Namirrha, porque las piernas que salían por debajo del corto manto de color azul se habían convertido, repentinamente, en las patas traseras de un caballo negro, cuyos cascos brillaban como si los hubieran calentado en los fuegos infernales. Mientras Zotulla observaba este prodigio, se pusieron de un blanco incandescente, y del suelo que pisaban salía humo. Entonces, aquella híbrida abominación se acercó a Obexah caminando altivamente sobre el negro altar, y dejando tras sí huellas humeantes.
Deteniéndose al lado de la muchacha, que yacía indefensa en el suelo y lo contemplaba con ojos que eran estanques de helado horror, levantó uno de los relucientes cascos y lo posó sobre su pecho desnudo, entre las diminutas copas de filigrana de oro adornadas de rubíes que sujetaban sus pechos. Bajo aquella atroz pisada, la muchacha chilló como podría hacerlo en el infierno el alma de algún nuevo condenado y el casco resplandeció con intolerable brillantez, como si estuviese recién salido de un horno donde se forjasen las armas de los demonios.
En aquel momento, en la aterrorizada, aplastada y pisoteada alma del emperador Zotulla, encerrada en la imagen de adamanto, se despertó la hombría que había dormitado inconsciente ante la ruina de su imperio y el pisoteo de su séquito. Inmediatamente, surgieron en su ánimo un enorme aborrecimiento y una poderosa ira, y deseó con todas sus fuerzas poderse servir de su brazo derecho y tener una espada en la mano.
Entonces le pareció que una voz fría, siniestra y terrible hablaba dentro de él, como si la propia estatua pronunciase unas palabras hacia dentro. Y la voz le dijo:
- Yo soy Thasaidón, señor de los siete infiernos bajo la tierra y de los infiernos del corazón del hombre sobre la tierra, que son siete veces siete. De momento, oh Zotulla, mi poder será tuyo en beneficio de nuestra mutua venganza. Sé uno en todas formas con la estatua que se me parece a la manera en que el alma es una con la carne. ¡Mira! En mi mano derecha hay una maza de adamanto. Levanta la maza y golpea.
Zotulla fue consciente de una gran fuerza en su interior y de estar rodeado por unos músculos gigantescos que se estremecían de poder y respondían ágilmente a su voluntad. Sintió en su enfundada mano derecha el mango de la gigantesca maza de pinchos, y aunque el levantar la maza estaba más allá de la fuerza de un hombre mortal, a Zotulla le pareció un peso agradable. Entonces, elevando la maza como un guerrero en una batalla, golpeó aterradoramente aquella cosa impía que tenía su propio cuerpo unido a las patas y cascos de un caballo demoníaco. La cosa se derrumbó al instante y yació con el cerebro saliendo en forma de pulpa de su aplastado cráneo y esparciéndose sobre el brillante azabache. Las patas temblaron un poco y después se inmovilizaron; los cascos pasaron de un blanco fiero y cegador al rojo del hierro muy caliente, enfriándose lentamente.
Durante un cierto tiempo no hubo ningún sonido, excepto los estridentes gritos de Obexah, enloquecida por el dolor y el terror de todos los prodigios que había presenciado. Después, la terrible voz de Thasaidón habló de nuevo en el alma de Zotulla, enferma con aquellos gritos.
- Vete, porque no puedes hacer nada más.
Así pues, el espíritu de Zotulla salió de la imagen de Thasaidón y encontró en el aire fresco la libertad de la nada y del olvido.
Pero el fin de Namirrha todavía no había llegado, ya que su alma, loca y arrogante, fue desprendida del cuerpo de Zotulla por el golpe y había vuelto confusamente, no en la forma que el mago había planeado, a su propio cuerpo, que yacía en la habitación de los rituales malditos y las transmigraciones prohibidas. Allí pronto se despertó Namirrha, con una horrible confusión en su mente y una amnesia parcial porque la maldición de Thasaidón había caído sobre él a causa de sus blasfemias. Nada había claro en su mente, excepto un maligno y exorbitante deseo de venganza, pero la razón de ésta y su objeto eran sombras dudosas. Urgido por aquel oscuro ánimo, se levantó, y ciñéndose a la cintura una espada encantada con ópalos y zafiros rúnicos en la empuñadura, descendió por las escaleras y se dirigió otra vez al altar de Thasaidón, donde continuaba la estatua tan impasible como antes, con la maza en su inmóvil mano derecha y el doble sacrificio debajo sobre el altar.
El velo de una extrañísima oscuridad había caído sobre los sentidos de Namirrha y no vio el horror de patas de caballo que yacía muerto con los cascos ennegreciéndose lentamente, ni oyó los gemidos de Obexah que yacía a su lado todavía viva. Sus ojos se vieron atraídos por el espejo de diamante que estaba en las garras de los negros basiliscos de hierro detrás del altar, y acercándose al espejo vio allí un rostro que ya no reconoció como el suyo. A causa de que su vista era borrosa y su cerebro estaba atrapado por las variables redes del engaño, tomó el rostro por el del emperador Zotulla. Insaciable como las mismas llamas del Infierno, su antiguo odio surgió en su interior y sacó la espada encantada, comenzando a atacar el reflejo. A veces, a causa de la maldición que había caído sobre él y de la impía trasmigración que había realizado, se creía ser Zotulla luchando con el nigromante, y otras veces, en el torbellino de su locura, era Namirrha luchando contra el emperador; después, sin tener un nombre, luchó contra un enemigo sin nombre. Pronto la hechizada hoja, aunque estaba templada por conjuros formidables, se rompió cerca de la empuñadura y Namirrha vio que la imagen estaba aún intacta. Entonces, aullando las palabras medio olvidadas de una tremenda maldición, invalidada a causa de sus olvidos, golpeó el espejo con la pesada empuñadura de la espada, hasta que los zafiros y ópalos que lo adornaban se rasgaron y cayeron a sus pies en pequeños fragmentos.
Obexah, moribunda sobre el altar, vio a Namirrha batallando contra su imagen, y el espectáculo le produjo una risa enloquecida como el roto repique de unas campanas de cristal. Pronto, por encima de su risa y de las maldiciones de Namirrha, llegó, como el rugido de una tormenta que surge velozmente, el estruendo producido por los caballos macrocósmicos de Thamogorgos, regresando por Xylac hacia el mar y pasando por Ummaos para arrasar la única casa que habían perdonado la primera vez.
FIN
Margaret St.Clair - DIOS SEDIENTO
Brian cabalgaba briosamente cuando, al crepúsculo, llegó al santuario. Había reventado dos monturas desde el día anterior, y a pesar de su marcha los Hrothy, aullando como una manada de derviches, estaban muy cerca. Se alzó sobre los estribos y miró angustiadamente hacia atrás.
Sí, dentro de cuarenta segundos, aproximadamente, les parientes de Megath estarían a tiro de ballesta. Si lo atrapaban, lo colgarían por los tobillos y le dispararían unas aguzadas flechas que le harían agonizar dos o tres días antes de morir. Se estremeció. La entrada de la capilla estaba a oscuras y no resultaba muy alentadora, pero estaba casi seguro de que los Hrothy la respetarían por su carácter sagrado, y el santuario le parecía, por su inexperiencia en tales cuestiones, una capilla semejante a las que punteaban la superficie del segundo planeta. Era una suerte que la hubiese encontrado. Saltó del ruano y se hundió en la oscuridad.
Los Hrothy atraparon al animal cincuenta segundos después. Era fácil adivinar dónde estaba Brian. Se contemplaron mutuamente en silencio. El tío de Megath, que había sido el más ansioso en la persecución, lanzó una corta risotada. Los hombres fueron desmontando sin hablar.
Los Hrothy consideraban que Brian, por su violación y subsiguiente abandono de Megath, acababa de cometer un pecado imperdonable. En realidad, no les importaba tanto la violación de la joven como el abandono cuando se cansó de ella. A esto se oponían rotundamente. Iba en contra de sus costumbres. Deseaban que el violador aceptase para siempre a su víctima. Pero pensaban, por los relatos que habían leído y por sus experiencias, que si Brian permanecía en el interior de la capilla doce horas, sus ansias de venganza quedarían satisfechas. Megath quedaría vengada. Silenciosamente, los hombres de la tribu se sentaron en semicírculo delante de la capilla.
Brian, atisbando desde el interior, se sintió a la vez asombrado y aliviado. Había temido que recogiesen la hierba que crecía a la orilla del fangoso río y tratasen de ahumar el sagrado recinto. Y todo ese ajetreo, por culpa de una mujer cuya piel era decididamente purpúrea. Bien, por lo visto, contaban con que se muriese de hambre. Acarició los tubitos de pastillas alimenticias que llevaba en el bolsillo y sonrió. También tenía un frasquito. Tendrían que esperar largo tiempo.
Continuaron en silencio - los Hrothy eran naturalmente ruidosamente emocionales -, y el silencio comenzó a molestarle. Los acechó dubitativamente una vez más. Pero al parecer respetaban la santidad de la capilla. No tenía por qué preocuparse..
Retrocedió unos pasos hacia el interior. Estaba muy oscuro. El suelo parecía estar hecho de barro resbaladizo. En realidad, se trataba de un plástico resistente a la humedad pero Brian no lo sabía. Vaciló y se tendió en el suelo. Estaba agotado.
Quería mantenerse despierto, en guardia, pero la fatiga lo rindió. Al cabo de diez minutos estaba profundamente dormido.
Tan pronto como su respiración regular dio la señal, los rayos sonda comenzaron a actuar sobre él. Le tomaron el pulso, la. frecuencia respiratoria, la consumición de oxígeno. Un paño se deslizó bajo su axila y tomó una muestra del sudor para el análisis. Cuando empezó a roncar, otro paño entró momentáneamente en su boca abierta. Y cuando estuvo completamente dormido, una diminuta aguja hipodérmica le extrajo una gota de sangre del lóbulo de la oreja. Sobre la muestra se llevó a cabo una refinadísima técnica de electroforesis.
La noche se hallaba muy avanzada cuando las sondas completaron su diagnóstico. En cierto sentido, Brian las intrigaba. Fisiológicamente, se hallaba muy lejos de lo acostumbrado. Pero allí yacía, escasamente dentro del limite de variación permisible. El mecanismo de los rayos sonda estaba ya un poco desgastado. Después de una pausa casi humana, las instalaciones de acondicionamiento de la capilla comenzaron a actuar sobre él.
Los Hrothy, fuera en la noche oscura, aguardaban con un silencio de lobos. No era el carácter sagrado de la capilla lo que respetaban, sino su competencia como factoría.
Brian se despertó por fin. Tenía la impresión de que había transcurrido mucho tiempo, y aunque esto no era cierto cronológicamente, sí lo era fisiológicamente, ya que le habían sucedidos muchas cosas mientras dormía.
La idea del tiempo transcurrido le alarmó ¿Qué estuvieron haciendo los Hrothy durante su sueño? Todavía adormilado, corrió a la puerta de la capilla y miró afuera.
Los Hrothy estaban sentados igual que antes, en cuclillas y en torno a la penumbra que formaba un leve cono de luz delante de la capilla, envueltos en sus capas brillantemente coloreadas. Intentaban esperar hasta que el hambre le hiciese salir de la capilla. Brian lanzó una burlona risita y volvió al interior del santuario. Cuando giró sobre sí mismo, su cabeza chocó penosamente y de manera inesperada contra el dintel de la entrada.
Por un momento, el dolor físico oscureció el significado de lo sucedido. De sus ojos surgieron unas lágrimas de dolor y lanzó una maldición. Después, el significado del incidente se le apareció claro de repente. Acababa de tropezar contra el dintel de la puerta. Pero la primera vez, el dintel estaba dos o tres palmos, al menos, más arriba de su cabeza.
Levantó la mirada. Su negro y lustroso cabello rozaba el techo. ¿Qué diablos...? ¿Qué le había ocurrido? ¿Había crecido, era más alto que antes?
Por un momento pensó que padecía una fiebre alucinatoria. En Venus abundaban y la idea del crecimiento era característica de un par de ellas. Además, tenía sed y sentía un extraño calor. Contemplóse las manos. Los puños quedaban sólo a unos cuatro dedos de los codos. A menos que se tratase de una alucinación muy persistente... No podía ser la fiebre. No se sentía febril, sólo sediento y acalorado. Bien, había tomado varias vacunas contra todas las epidemias endémicas de Venus antes de salir de Dyndimene. No cabía duda; había crecido durante la noche.
La idea, cosa rara, no le alarmó. Más bien se sentía complacido. Por un momento, pensó en salir atrevidamente de la capilla y causar un gran estrago entre los Hrothy. Les enseñaría a molestar a un hombre que medía dos metros y medio... no, más, casi tres metros de estatura. Pero eran unos veinte y poseían gran cantidad de flechas. Era preferible no salir.
Además, se sentía somnoliento y letárgico, sin ganas de pelear. No podía imaginarse qué le había sucedido, aunque no le importaba. Decidió sentarse en el suelo y tomar un trago de agua del frasco.
El recipiente de plata parecía muy pequeño en sus enormes manos. Bebió hasta la última gota de líquido y luego arrojó el frasco con petulancia. Era agua, sí, pero él no deseaba agua. Lo que necesitaba era algo más denso.
Cruzó las piernas y se recostó contra la resbaladiza pared. Cerró los ojos, pensando que ello le ayudaría a pensar. Pero poco después volvía a estar dormido.
Esta vez se despertó cuando caía la tarde. Llovía intensamente. Sin moverse de postura, miró hacia fuera, notando distraídamente que tenía la espalda envarada.
Los Hrothy se hablan marchado. No se veía ni uno solo boñiga. Probablemente sería una trampa
Debían hallarse escondidos por el entorno. O tal vez hubieran regresado al poblado en busca de refuerzos. Brian sonrió. No se dejaba engañar fácilmente. Decidió levantarse.
Trató de moverse. No pudo. Bien, estaba entumecido por la mala postura. Tenía dormidas las piernas.
De nuevo le dio la orden al cuerpo. Tampoco ocurrió nada. Brian se humedeció nerviosamente los labios. ¿Estaba paralítico? ¿Qué le pasaba? Empezó a estar asustado. Y fue entonces cuando entró el plunp.
El plunp era el más raro de los naturales de Venus. Algunos obreros que lo habían estudiado insistían en que su extraña apariencia escondía una rica y singularmente variada vida espiritual. Otros etnólogos lo negaban apasionadamente y afirmaban que sus leyendas de la creación y sus figuras tótem mostraban la vacuidad de su vida espiritual.
Fuese como fuese, los plunp no producían buena impresión. Poseían una piel gris y correosa, largas mandíbulas con feroces colmillos y crueles ojos amarillentos. No llevaban ropa, ni siquiera una hoja de parra. Y olían como ranas. Éste penetró en el santuario Y se detuvo delante de Brian. Esbozó un gesto con una mano; tanto podía tratarse de un saludo solemne, o bien simplemente de un «hola» familiar. Contempló calculadoramente a Brian e inclinó la cabeza. Abrió la especie de coco que llevaba colgando de un largo sarmiento en torno a su cuello.
Brian estaba interesado. No podía hacer nada y la llegada del plunp tenía que significar algo. Contempló a aquel ser con extremada repulsión (los plunp no son bellos), mientras sacaba un pellizco de ungüento amarillento del coco y se lo pasaba por todo el cuerpo. Después, comenzó a girar lentamente delante de Brian, con sus retorcidos brazos, de piel untuosa, extendidos adelante.
Casi tan pronto como el ungüento amarillo tocó la piel del plunp, Brian se sintió extrañamente excitado. Era como la intensidad de un impulso sexual, pero no había nada sexual en su mando imperioso y frío. Era como si todas las miríadas de su cuerpo tuviesen sed, sed individual, una rara sed del ungüento amarillo y la humedad de la piel del plunp.
El agua del frasco de Brian no era bastante densa para satisfacer su sed. Aquella humedad, sí.
Experimentó como un aura, una proyección de sí mismo. No era un caso de voluntad consciente; incluso cuando realizó el contacto inmaterial con el plunp, se resintió de ello. Era sed, sí, pero le parecía que al deshidratar al plunp estaba realizando un servicio íntimo, sometiéndose a una odiosa familiaridad con un ser que le repugnaba odiosamente. Un íntimo contacto, por muy impalpable que fuese, con un plunp... ¡Se odió a sí mismo! Pero no podía hacer nada por impedirlo. (El paralelismo entre este impulso y lo que él le había infligido a Megath se le escapó. Y aunque lo hubiese observado, no le habría edificado. No era un hombre que se edificase fácilmente.)
El plunp continuó girando lentamente volviéndose primero a un lado y luego al otro, hacia la intoxicante sequedad que Brian sentía emanar de su persona. Brian llegó a pensar que su actitud era la de un devoto hacia un dios, un dios muy servicial. Sus ojos amarillentos estaban cerrados; su untuosa piel parecía estar más arrugada y resbaladiza a cada momento, a medida que la deshidratación de los tejidos iba en aumento. Su afilado rostro tenía una expresión de repulsiva dicha. De haber podido moverse, Brian habría vomitado.
Era odioso. Un odioso servicio ejecutado por un ser odioso. Y resultaba autodestructivo, pese a la necesidad de humedad de Brian. Era como si Brian, en su nuevo cuerpo, no estuviese a gusto. En su contacto con el plunp, era como una planta que, a falta de azufre en el suelo, se ve forzada a absorber selenio. Era como si estuviera envenenándose a sí mismo.
En esta suposición, Brian estaba acertado. La capilla no era una capilla. Anteriormente había sido una factoría. Fue originalmente destinada por los biólogos del cuarto planeta a ayudar a los colonos del segundo planeta a reajustarse al avasallador y húmedo ambiente de Venus.
Existen dos formas de batallar con la humedad. Una es ser impermeable, como lo son las plumas de los patos. Los marcianos probaron este sistema y no les gustó. Se sentían desfallecer en el húmedo calor de sus cuerpos impermeables. Por lo tanto, adoptaron segundo sistema, que es gozar del agua, vivir en el agua corno las ranas. Esta solución significaba una adaptación fisiológica mucho mayor, pero los marcianos quedaron mucho más satisfechos.
Una vez adaptados, continuaron absorbiendo agua a través de sus poros, agua que extraían del húmedo ambiente, usándola en su metabolismo y exhalando de nuevo aire seco. Había cierto grado de selección en el proceso. Podían elegir entre varios objetos para la extracción del agua, los marcianos vivían felices con este sistema, aunque en la estación de sequía padecían cruelmente, - lo mismo que cuando regresaban a Marte a pasar sus vacaciones - Pero Brian, no era marciano, y las sondas estaban estropeadas y desequilibradas por el mucho tiempo transcurrido desde que los últimos marcianos abandonaron Venus. Por esto con él era diferente. Para el plunp, él era un dios deliciosamente higroscópico. Para sí mismo, era un hombre maldito.
El plunp se marchó por fin, con la piel colgándole en grandes pliegues. Se tambaleó ligeramente al trasponer el umbral, como si estuviese bebido, Brian le vio marchar por entre la cortina de lluvia. Dejó el coco en la capilla.
No podía moverse; ni siquiera agitarse. Tenía la espalda completamente envarada. No sabía cómo lograba respirara pero estaba seguro de una cosa: no volvería a extraer agua de ningún otro plunp.
Si volvía a estar sediento tendría que impedirlo de algún modo. ¿Pero cómo? No lo sabía, pero aquella ignorancia no afectó su decisión. Inmóvil, mientras contemplaba la lluvia en medio de la creciente oscuridad, sintió surgir en su interior un hálito de esperanza. Era imposible lo que le estaba ocurriendo. No podía ser verdad. No podía durar eternamente. Más pronto o más tarde, alguien lo encontraría. Un recolector de plantas, un agente del Gobierno... Alguien. Todo lo que tenía que hacer era continuar vivo hasta entonces.
Al día siguiente seguía lloviendo copiosamente. Brian recordó haber oído decir que en aquella parte de Venus la lluvia podía, durante la estación lluviosa, pasar de setenta centímetros en veinticuatro horas.
A mediodía del día siguiente volvió el plunp. Brian había podido saciar su ardiente sed gracias a la humedad del aire, y ahora tenía sus planes. Cuando el plunp, untado con la crema amarillenta, giró delante de Brian, éste se retiró dentro de sí mismo. Era como mostrarse sordo al estruendo del trueno, como negarse a ver una cegadora luz. No sabía cómo lo lograba, pero lo hacía.
El plunp se detuvo. Se contemplaron mutuamente sin pronunciar palabra y luego él empezó a mover sus retorcidas manos. Brian sintió la caricia del triunfo en su interior; había vencido a la odiosa criatura. Y se sintió aún más victorioso cuando, después de otro silencio, el plunp desapareció.
Pero al cabo de un momento llegaron varios, transportando un cofre de madera de agudas esquinas. (Los plunp no poseían suficiente habilidad como para fabricar tales objetos, por lo que traficaban para obtenerlos de los Hrothys, más civilizados.) Lo abrieron. En el interior se veía una pasta gelatinosa, rojiza, untuosa. Los plunp ya poseían suficiente experiencia de los dioses recalcitrantes.
El plunp cuya piel era más gris, colocó un poco de pasta en la punta de un palo. Cautelosamente, alargó el mismo hacia Brian. Lo movió atrás y adelante, a través del pecho del joven y debajo de su nariz.
El resultado, para Brian, fue catastrófico. Le pareció que se volvía todo su ser de dentro afuera. Con odiosa, forzada rapidez, empezó a deshidratar al plunp de la piel grisácea. Era como caer interminablemente por un precipicio vertical, y sentirse mareado al mismo tiempo.
Los plunp se marcharon por fin, al oscurecer. Desaparecieron, con unos pasos de baile y ejecutando gestos histriónicos para saludar a Brian.
Éste los vio marchar, inmóvil. Ni siquiera podía temblar. La humedad aceptada de ellos a la fuerza, le había hecho engordar un tercio; asimismo, sentía una inmensa furia y un lamentable desamparo. Esta vez había sido diez... no, cien veces peor que la primera. Después de esto aceptaría la degradación con docilidad. Cualquiera cosa era mejor que verse obligado a ello.
Estuvo sentado toda la noche en un trance de horror.
En ocasiones, no estaba seguro de quién, era. Sólo sabía que estaba sospechando algo que él mismo no habría resistido. Alguien había aprendido un pavoroso secreto respecto a Brian. Con la mente ofuscada esperó la llegada del nuevo día.
Llovía menos y sólo compareció un plunp. El dios que era Brian pensó:
«Si sólo viene uno podré resistirlo. Ayer fue mucho peor».
Pero el día siguiente vinieron cinco, y después, dos, y más tarde, tres... y prosiguieron acudiendo cada día, cada vez más, a medida que avanzaba la estación y la lluvia se espesaba. Día tras día los Hrothys debían hallarse más que satisfechos.
Brian odiaba a sus adoradores de ojos vidriosos con un odio que al principio era asesino y que después se tornó furor interno. De poder moverse, habría hecho cualquier cosa menos deshidratar a los plunps; tal vez se habría matado. Acariciaba interiormente todos los detalles de su autodestrucción. No estaba bien decidido si terminaría con su vida mediante el cuchillo, el fuego o un veneno corrosivo. Deseaba el medio que más le doliese.
Desde un punto de vista, su ingeniosa preocupación con los detalles de su muerte era una bendición. Ello le impedía padecer la aprensión o la ansiedad de su creciente degeneración física. Su masoquismo era genuino; cada nueva evidencia de fallo - visión torpe, mala audición, hinchazón permanente - lo recibía con deleite. Incluso podía recibir alborozado el servicio de deshidratación que los plunp requerían de él, puesto que era ésta la causa primordial de su degeneración. Esto, sin embargo, apenas se le ocurrió. La violencia a su ego era demasiado grande.
Pasó el tiempo. Llovió a raudales. A veces, veinte plunps se hallaban en la capilla, girando como embriagados, inexpresivos sus rostros. Después, a medida que los días se fueron alargando, la lluvia comenzó a amainar. Hubo un día claro, luego otro y después dos seguidos. Llegaba el seco verano.
Los adoradores comenzaron a frecuentar menos la capilla, y cuando venían, no estaban mucho tiempo. La gradual sequía de los tejidos de sus cuerpos por el calor del verano no los intoxicaba; les tornaba soñolientos. Ya no estaban interesados en los dioses, en la higroscopia ni en el ungüento amarillo. En realidad, empezaban a sestear.
Brian, al principio no se atrevía a creerlo. Pero cuando transcurrió una semana sin que se presentase un solo plunp para ser deshidratado, se sintió invadido por el mayor de los alivios. No habría más demandas. Los días eran ya más largos y brillantes. No habría más plunps.
Después, a medida que el aire se tornaba más seco, Brian descubrió que empezaba a encogerse.
No se alarmó, pero sí se sintió intrigado. Permaneció inmóvil en su rincón, con las piernas cruzadas bajo el cuerpo, pero cada día era más pequeño, más ligero, más seco, que el día anterior. Traspasó el punto de la estatura normal que tenía antes de que el mecanismo de la capilla lo cambiase, y siguió encogiéndose. Su piel comenzó a colgarle como a jirones.
Y seguía encogiendo. No estaba alarmado..Su preocupación era una emoción vaga solamente. Y a medida que transcurría el tiempo, en sus ideas se producían grandes lagunas llenas de voluptuosa negrura.
Lentamente comprendió que aquellas tinieblas mentales, aquella incesante y bienvenida aniquilación de su mentalidad, significaba la muerte. ¿La muerte? No las destrucciones agonizantes que había estado planeando, sino algo mucho mejor. Y se gozó en esta idea. Pero... (aún sentía cierta curiosidad)... ¿por qué?
Bien, supuso, los dioses no viven eternamente, y él se había esforzado hasta la extenuación al deshidratar a los plunps. Se había agotado por completo con esta operación, y la estación de sequía le estaba exterminando. Al año siguiente, los plunps - por primera vez en su agonía comenzó a reír -, al año siguiente los plunps tendrían que buscar otro dios.
Al fin se sentó en su rincón, del tamaño de un muñeco. Ya no oía, veía ni sentía. Su mente se había detenido. Estaba reducido casi a la nada; sus brazos y piernas eran más pequeños que huevos de zurcir. Ya no existía Brian.
De haberle quedado una chispa de ego para efectuar una declaración, habría jurado que estaba muerto.
Pero los plunps no corrían peligro inmediato de perder a su dios. Cuando llegara la estación de las lluvias, Brian despertaría de nuevo. Y una vez más se vería obligado a reemprender su forzado servicio hacia ellos.
Como adorado, como dios, a Brian le quedaba aún muchos años de acción higroscópica en favor de los plunps. Pero ahora era verano. Sincronizando con el ciclo de sus adoradores, el dios de los plunps también sesteaba.
FIN
Philip K. Dick - SERVIR AL AMO
Applequist tomó un atajo por un campo desierto, subió por un estrecho sendero que corría paralelo a la grieta bostezante de un precipicio, y entonces oyó la voz.
Se paró en seco y empuñó la pistola. Escuchó durante largo rato pero sólo captó el lejano roce del viento entre los árboles truncados que bordeaban el risco, un murmullo que se confundía con el crujido de la hierba reseca bajo sus pies. La voz procedía del barranco, su fondo se veía enmarañado y lleno de desperdicios. Se acuclillo en el borde y trató de localizar la voz.
No percibió ni un movimiento, nada que revelara el origen. Las piernas empezaron a dolerle. Las moscas zumbaron a su alrededor y se posaron en su frente sudorosa. El sol le producía dolor de cabeza. Las nubes de polvo habían sido bastante finas durante los meses pasados.
Su reloj a prueba de radiaciones le informó de que eran las tres.
Por fin, se encogió de hombros y se levantó con dificultades. A la mierda. Que envíen una patrulla armada. No era su problema. Era un cartero de cuarta categoría, y un civil, por añadidura.
Mientras trepaba por la colina en dirección a la carretera volvió a escuchar el sonido. Y ahora, desde un lugar que dominaba el barranco, captó un fugaz movimiento. Experimentó temor e incredulidad. No era posible..., pero lo había visto con sus propios ojos. No era un rumor propagado por las circulares de noticias.
¿Que hacia un robot en el barranco desierto? Todos los robots habían sido destruidos años antes. Sin embargo, allí estaba, entre los desperdicios y las malas hierbas. Un amasijo oxidado medio corroído. Le había llamado con voz débil cuando pasaba por el sendero.
El anillo defensivo de la Compañía le permitió salvar los tres controles y penetrar en la zona del túnel. Descendió lentamente, absorto en sus pensamientos, hasta llegar al nivel de organización. Mientras se quitaba la saca de correos, el supervisor asistente Jenkins se acercó a toda prisa.
- ¿Dónde coño se ha metido? Son casi las cuatro.
- Lo siento. - Applequist devolvió la pistola al guardia más cercano -. ¿Qué posibilidades tengo de obtener un permiso de cinco horas? Me gustaría investigar algo.
- Ni una. Ya sabe que el ala derecha está desguarnecida. Es necesario que todo el mundo esté en alerta las veinticuatro horas.
Applequist procedió a separar las cartas. La mayoría eran de tipo personal, intercambiadas entre supervisores principales de Empresas Norteamericanas. Cartas dirigidas a mujeres de vida alegre, más allá de la periferia de la Compañía. Cartas dirigidas a familias, así como peticiones a oficiales de menor rango.
- En ese caso - dijo con aire pensativo -, tendré que ir como sea.
Jenkins escrutó al joven con suspicacia.
- ¿Qué sucede? ¿Ha encontrado algún aparato incólume, un escondite subterráneo?
Applequist estuvo a punto de contárselo, pero no lo hizo.
- Tal vez - contestó con indiferencia -. Es posible.
Jenkins le dedicó una mueca de odio y abrió las puertas de la cámara de observación. Los oficiales estaban examinando las actividades del día ante un gran plano mural. Media docena de hombres maduros, la mayoría calvos, con el cuello de la camisa sucio y manchado, derrumbados en butacas. En una esquina, el supervisor Rudde dormía, sus gordas piernas extendidas frente a él. La camisa abierta dejaba al descubierto el vello del pecho. Estos eran los hombres que dirigían la compañía de Detroit. Diez mil familias, todo el refugio subterráneo, dependían de ellos.
- ¿Qué tiene en mente? - retumbó una voz en el oído de Applequist. El director Laws había entrado en la cámara y pillado a todo el mundo desprevenido, como de costumbre.
- Nada, señor - respondió Applequist, pero los ojos acerados, azules como la porcelana, sondearon sus pensamientos -. La fatiga habitual. Me ha subido la tensión. Tenía la intención de tomar unas horas de permiso, pero con tanto trabajo...
- No trate de engañarme. No se necesitan carteros de cuarta categoría. ¿Cuál es su auténtica intención?
- Señor, ¿por qué fueron destruidos los robots? - preguntó Applequist de sopetón.
Se hizo el silencio. El rostro rotundo de Laws transparentó sorpresa, y después hostilidad. Applequist se apresuró a continuar antes de que el hombre pudiera hablar.
- Sé que está prohibido a mi clase hacer preguntas teóricas, pero es muy importante que lo averigüe.
- El tema está cerrado - replicó Laws en tono amenazador -. Incluso para el personal de máximo nivel.
- ¿Cuál fue la relación de los robots con la guerra? ¿Por qué se declaró la guerra? ¿Cómo era la vida antes de la guerra?
- El tema está cerrado - repitió Laws.
Caminó con parsimonia hacia el plano mural y Applequist se quedó solo entre el ruido de las máquinas, entre los murmullos de los oficiales y burócratas.
Reanudó la selección de cortes como un autómata. Había estallado la guerra y los robots se vieron mezclados en ella. Eso lo sabía. Algunos habían sobrevivido. De niño, su padre le había llevado a un centro industrial y los había visto, trabajando en sus máquinas. En otro tiempo habían sido muy complejos. Ya habían desaparecido; pronto acabarían con los sencillos. Ya no se fabricaba ni uno más.
- ¿Qué ocurrió? - había preguntado, cuando su padre se lo llevó a rastras -. ¿Adónde han ido a parar todos los robots?
No obtuvo ninguna respuesta. Eso había sucedido dieciséis años antes, y ahora ya no quedaba ninguno. Hasta el recuerdo de los robots estaba desapareciendo. Dentro de unos años, la palabra se borraría del diccionario. Robot. ¿Qué había pasado?
Terminó con las cartas y salió de la cámara. Ningún supervisor se dio cuenta; estaban discutiendo algún punto erudito de estrategia. Maniobras y contramaniobras entre las compañías. Tensión e intercambio de insultos. Encontró un cigarrillo arrugado en el bolsillo y lo encendió con mano inexperta.
- Llamada a cenar - anunció el altavoz del pasadizo -. Una hora de descanso para el personal de máximo nivel.
Algunos supervisores pasaron ruidosamente a su lado. Applequist apagó el cigarrillo y se dirigió a su puesto. Trabajaría hasta las seis. Después, sería su hora de cenar. Ningún otro descanso hasta el sábado. Claro que si no iba a cenar.
El robot debía de ser de poca categoría, perteneciente al grupo final liquidado. El tipo inferior que había visto de niño. No podía ser uno de los complicados robots de la guerra. Haber sobrevivido en el barranco, haberse oxidado y podrido durante todos aquellos años transcurridos desde la guerra...
Su mente mantuvo a raya la esperanza. Entró en un ascensor, el corazón acelerado, y apretó el botón. Al anochecer lo sabría.
El robot yacía entre montones de escoria metálica y males hierbas. Fragmentos mellados y oxidados dificultaron la progresión de Applequist, a medida que descendía con cautela por el barranco, la pistola en una mano y la máscara antirradiación ceñida a su cara.
El contador cliqueteó ruidosamente; el fondo del barranco estaba caliente. Charcos de contaminación sobre los fragmentos rojizos de metal, las mesas apiladas de acero, plástico y componentes de maquinaria fundidos. Apartó a puntapiés bolas de ennegrecidos cables enmarañados y se alejó con cautela del depósito de combustible bostezante de alguna máquina antigua, ahora invadido por plantas trepadoras. Una rata salió corriendo. El sol estaba a punto de ponerse. Sombras oscuras se extendían por doquier.
El robot le miró en silencio. La mitad ya no existía; sólo quedaba la cabeza, los brazos y el tronco, un círculo mellado irregular, como si le hubieran arrancado de cuajo la parte inferior. Estaba inmovilizado. Tenía toda la superficie agrietada y corroída. Faltaba una lente ocular. Algunos dedos estaban torcidos de manera grotesca. Yacía de espaldas, cara al cielo.
Era un robot de los tiempos de la guerra, desde luego. En su único ojo brillaba una conciencia arcaica. No era el simple obrero que había visto de niño. La respiración de Applequist se aceleró. Era auténtico. Seguía sus movimientos sin descuidar detalle. Estaba vivo.
Todo este tiempo, pensó Applequist. Todos estos años. Se le erizó el vello de la nuca. Todo estaba en silencio, las colinas, los árboles, las mesas de ruinas. Nada se movía; los únicos seres vivos eran el viejo robot y él. Tirado en el barranco, esperando a que alguien apareciera.
Se levantó un viento frío y se ajustó automáticamente el sobretodo. Algunas hojas volaron sobre el rostro inmóvil del robot. Sobre su tronco habían crecido plantas trepadoras, se habían introducido en sus entrañas. Había llovido sobre él, el cielo lo había bañado. En invierno, la nieve lo había cubierto. Ratas y animales lo habían olfateado. Los insectos habían recorrido sus restos. Y continuaba vivo.
- Te oí - murmuro Applequist -, mientras caminaba por el sendero.
- Lo sé - contestó el robot -. Vi que te parabas. - Su voz era débil y seca. Como el sonido de las cenizas al rozar entre sí. Sin tono ni matices - ¿Quieres decirme la fecha? Sufrí un corte de energía por tiempo indefinido. Las terminales de los cables se cortaron temporalmente.
- 11 de junio de 2136.
El robot reunió las escasas fuerzas que le quedaban. Movió apenas un brazo, luego lo dejó caer. Su único ojo se veló, y engranajes oxidados chirriaron en su interior. Applequist comprendió de repente que el robot podía expirar en cualquier momento. Era un milagro que hubiera sobrevivido durante tanto tiempo. Se habían pegado caracoles a su cuerpo, recorrido por sendas pegajosas que se cruzaban. Un siglo...
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Desde la guerra?
- Sí.
Applequist sonrió, nervioso.
- Eso es mucho tiempo. Más de cien años.
- Así es.
Anochecía con rapidez. Applequist buscó su linterna. Apenas distinguía las laderas del barranco. A lo lejos, un ave graznó en la oscuridad. Los arbustos se agitaron.
- Necesito ayuda - dijo el robot -. La mayor parte de mi motor fue destruido. No puedo moverme.
- ¿En qué estado se encuentra el resto? Tu provisión de energía. ¿Cuánto tiempo puedes...?
- Se ha destruido un número considerable de células. Sólo siguen funcionando unos pocos circuitos. Y están sobrecargados. - El ojo del robot volvió a mirarle -. ¿Cuál es la situación tecnológica? He visto volar naves aéreas. ¿Aún fabricáis equipos electrónicos?
- Tenemos en funcionamiento una unidad industrial cerca de Pittsburgh.
- Si describo unidades electrónicas básicas, ¿me entenderás?
- Carezco de conocimientos mecánicos. Estoy clasificado como cartero de cuarta categoría, pero tengo contactos en el departamento de reparaciones. Mantenemos en funcionamiento nuestras máquinas
Se humedeció los labios, tenso.
- Es arriesgado, por supuesto. Hay leyes.
- ¿Leyes?
- Todos los robots fueron destruidos. Eres el único que queda. Los demás fueron liquidados hace años.
El único ojo del robot no expresó nada.
- ¿Por qué has venido? - preguntó. Su ojo se desvió hacia la pistola que Applequist empuñaba -. Eres un funcionario de baja categoría en alguna jerarquía. Obedeces órdenes superiores. Un número que funciona mecánicamente dentro de un sistema más grande.
Applequist lanzó una carcajada.
- Supongo que sí. - Dejó de reír -. ¿Por qué estalló la guerra? ¿Cómo era la vida antes?
- ¿No lo sabes?
- Por supuesto que no. No se permiten conocimientos teóricos, excepto al personal de máxima categoría. Ni los supervisores saben algo de la guerra. - Applequist se arrodilló y enfocó con la linterna el rostro del robot -. Las cosas eran diferentes antes, ¿verdad? No vivimos siempre en refugios subterráneos. El mundo no fue siempre una montaña de escoria. La gente no fue siempre esclava de las compañías.
- Antes de la guerra no había compañías.
Applequist lanzó un gruñido de triunfo.
- Lo sabía.
- Los hombres vivían en ciudades, que fueron arrasadas durante la guerra. Las compañías, que estaban protegidas, sobrevivieron. Altos cargos de estas compañías se convirtieron en el gobierno. La guerra se prolongó durante mucho tiempo. Todo lo valioso fue destruido. Has salido de un cascarón carbonizado. - El robot guardó silencio unos instantes y luego prosiguió -. El primer robot fue fabricado en 1979. En el año 2000, los robots realizaban todos los trabajos rutinarios. Los seres humanos gozaban de libertad para hacer lo que les apetecía. Arte, ciencia, espectáculos, lo que más les gustaba.
- ¿Qué es el arte? - preguntó Applequist.
- Trabajo creativo, dirigido hacia la realización de una aspiración personal. Toda la población de la Tierra tenía libertad para desarrollarse culturalmente. Los robots mantenían el mundo; el hombre lo disfrutaba.
- ¿Cómo eran las ciudades?
- Los robots reconstruyeron y rediseñaron nuevas ciudades a tenor de planos trazados por artistas humanos. Limpias, higiénicas, atractivas. Eran ciudades de dioses.
- ¿Por qué estalló la guerra?
El único ojo del robot centelleó.
- Ya he hablado demasiado. Mi suministro de energía está peligrosamente bajo.
Applequist tembló.
- ¿Que necesitas? Lo traeré.
- Ahora mismo necesito una cápsula atómica A, capaz de proporcionar diez mil unidades F.
- Sí.
- A continuación, necesitaré herramientas y secciones de aluminio. Cables de bajo resistencia. Trae papel y lápiz... Te daré una lista. No la entenderás, pero alguien del departamento de mantenimiento electrónico lo hará. Lo primero que necesito es suministro de energía.
- ¿Y me hablarás de la guerra?
- Por supuesto.
El robot se sumió en el silencio. Las sombras se arrastraban a su alrededor. El frío aire de la noche agitó las hierbas y los arbustos.
- Date prisa. Mañana, si es posible.
- Debería dar parte de usted - dijo el ayudante de supervisión Jenkins -. Media hora de retraso, y ahora esto. ¿Qué está haciendo? ¿Quiere que le despidan de la compañía?
Applequist se acercó al hombre.
- He de conseguir este material. El... escondite está bajo la superficie. He de construir un acceso seguro. De lo contrario, todo quedará sepultado bajo los escombros.
- ¿Es muy grande el escondite? - El rostro abultado de Jenkins expresaba codicia y suspicacia a la vez. Ya estaba gastando la recompensa de la compañía -. ¿Ha podido verlo? ¿Contiene máquinas desconocidas?
- No reconocí ninguna - contestó Applequist, impaciente -. No perdamos el tiempo. La masa de cascotes está a punto de derrumbarse. He de proceder con celeridad.
- ¿Dónde está? ¡Quiero verlo!
- Voy a hacerlo solo. Usted proporcióneme el material y cubra mi ausencia. Esa es su parte.
Jenkins se debatió en un mar de dudas.
- Si me miente, Applequist...
- No miento - respondió Applequist irritado -. ¿Cuándo tendré la unidad de energía?
- Mañana por la mañana. Tendré que llenar un montón de formularios. ¿Esta seguro de que puede manejarla? Será mejor que le acompañe un equipo de reparaciones. Para asegurarnos...
- Puedo manejarla - le interrumpió Applequist -. Consígame el material. Yo me ocuparé de lo demás.
El sol de la mañana se filtraba entre los desperdicios. Applequist encajó la cápsula nueva, nervioso, enroscó los tornillos, sujetó el forro protector corroído, y se puso en pie, tembloroso. Tiró la cápsula antigua y aguardó.
El robot se movió. Su ojo cobró vida. Movió el brazo sobre su tronco y hombros de forma experimental.
- ¿Todo bien? - preguntó Applequist con voz hueca.
- En apariencia, sí. - La voz del robot era más potente, claro y confiada -. La vieja cápsula estaba agotada. Fue una suerte que pasaras en aquel momento.
- Dices que los hombres vivían en ciudades - atacó Applequist -. ¿Los robots trabajaban?
- Los robots realizaban las tareas rutinarias necesarias para mantener el sistema industrial. Los humanos gozaban de todo el tiempo libre que deseaban. Nos gustaba trabajar para ellos. Era nuestra misión
- ¿Qué pasó? ¿Qué salió mal?
El robot cogió papel y lápiz; mientras hablaba, trazaba cifras.
- Existía un grupo fanático de humanos. Una organización religiosa. Afirmaban que Dios ordenó al hombre ganarse el pan con el sudor de su frente. Querían que los robots desaparecieran y los hombres volvieran a las fábricas, para trabajar como esclavos en tareas rutinarias.
- ¿Por qué?
- Afirmaban que el trabajo ennoblecía el espíritu. - El robot le entregó un papel -. Esto es la lista de lo que quiero. Necesitaré esos materiales y herramientas para reparar mi sistema.
Applequist manoseó el papel.
- Ese grupo religioso...
- Hombres divididos en dos bandos: los Moralistas y los Ociosos. Combatieron entre sí durante años, mientras nosotros nos manteníamos al margen, ignorantes de nuestra suerte. No entendí que los Moralistas se impusieran a la razón y el sentido común, pero fue así.
- ¿Crees...? - empezó Applequist, y luego calló. Apenas se atrevía a verbalizar la idea que corroía su fuero interno -. ¿Existe alguna posibilidad de que vuelvan a existir robots?
- Tus palabras son oscuras. - El robot partió el lápiz en dos y lo tiró -. ¿Qué quieres decir?
- La vida no es agradable en las compañías. Muerte y trabajo duro. Formularios, turnos, períodos de trabajo y órdenes.
- Es vuestro sistema. Yo no soy el responsable.
- ¿Qué recuerdas sobre la construcción de robots? ¿Qué eras tú, antes de la guerra?
- Era un controlador de unidades. Me dirigía a una unidad de fabricación de emergencia cuando mi nave fue derribada. - El robot señaló los restos que le rodeaban -. Eso fue mi nave y mi cargamento.
- ¿Qué es un controlador de unidades?
- Dirigía la fabricación de robots. Diseñé y alenté la producción de tipos básicos de robot.
La cabeza de Applequist daba vueltas.
- Entonces, eres un experto en la construcción de robots.
- Sí. - El robot señaló el papel que Applequist tenía en la mano -. Consigue esos materiales y herramientas lo antes posible. Así estoy completamente indefenso. Debo recuperar mi movilidad. Si alguna nave sobrevolara este lugar...
- La comunicación entre compañías es deficiente. Entrego las cartas a pie. La mayoría de los países están devastados. Podrías trabajar sin que nadie te detectara. ¿Qué me dices de tu unidad de fabricación de emergencia? Tal vez no fue destruida.
El robot cabeceó lentamente.
- Fue ocultada concienzudamente. Existe una ínfima posibilidad. Era pequeña, pero muy bien equipada. Autosuficiente.
- Si consigo piezas de repuesto, ¿podrías...?
- Hablaremos de eso más adelante. - El robot se tendió sobre el suelo -. Cuando vuelvas, seguiremos hablando.
Jenkins le consiguió los materiales y un permiso de veinticuatro horas. Fascinado, se apoyó contra la ladera del barranco mientras el robot desarmaba su cuerpo y sustituía los elementos averiados. Al cabo de pocas horas, el nuevo sistema motor había sido instalado. Colocó las células básicas de las piernas. A mediodía, el robot experimentaba con sus extremidades inferiores.
- Durante la noche pude establecer un débil contacto por radio con la unidad de fabricación de emergencia - explicó el robot -. Continua intacta, según el monitor robot.
- ¿Robot? ¿Quieres decir...?
- Una máquina automática de transmisión. No está viva, como yo. No soy un robot, en un sentido estricto. - Su voz expresó orgullo -. Soy un androide.
Applequist no captó la sutil distinción. Su mente febril examinaba las posibilidades.
- En este caso, podemos seguir adelante. Con tus conocimientos y los materiales disponibles.
- Tu no viste el terror y la destrucción. Los Moralistas nos machacaron sistemáticamente. Eliminaban a los androides de cada ciudad que conquistaban. A medida que los Ociosos retrocedían, los de mi raza eran liquidados sin más. Fuimos separados de nuestras máquinas y destruidos.
- ¡Pero eso fue hace un siglo! Nadie quiere destruir ya a los robots. Necesitamos robots para reconstruir el mundo. Los Moralistas ganaron la guerra y devastaron el mundo.
El robot ajustó su sistema motor hasta lograr la coordinación de sus piernas.
- Su victoria fue una tragedia, pero comprendo la situación mejor que tú. Hemos de proceder con cautela. Si esta vez nos vencen, será para siempre.
Applequist siguió al robot, mientras éste avanzaba con cautela hacia la ladera del barranco.
- El trabajo nos oprime. Esclavos en refugios subterráneos. No podemos seguir así. La gente agradecerá la vuelta de los robots. Te necesitamos. Cuando pienso en lo que debió ser la Edad de Oro, los cimientos y las flores, las hermosas ciudades de la superficie... Ahora sólo hay ruinas y penuria. Los Moralistas ganaron, pero nadie es feliz. Nos encantaría...
- ¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste?
- Un poco al oeste del Mississippi, a unos cuantos kilómetros. Hemos de conseguir la libertad. No podemos vivir así, trabajando bajo tierra. Si tuviéramos tiempo libre, podríamos investigar los misterios de todo el universo. Encontré algunas viejas cintas científicas. Trabajos teóricos sobre biología. Aquellos hombres trabajaron durante años en tópicos abstractos. Tenían tiempo. Eran libres. Mientras los robots sostenían el sistema económico, aquellos hombres podían dedicarse...
- Durante la guerra - interrumpió el robot con aire pensativo -, los Moralistas situaron pantallas de detección sobre cientos de kilómetros cuadrados. ¿Todavía funcionan?
- No lo sé. Lo dudo. Todo lo que está fuera de los refugios de la compañía ha dejado de funcionar.
El robot se recluyó en sus pensamientos. Había sustituido su ojo averiado por una célula nueva. Ambos ojos brillaban de concentración.
- Esta noche haremos planes con respecto a tu compañía. Te comunicaré mi decisión en ese momento. Entretanto, no hables de la situación a nadie, ¿entiendes? Lo que me preocupa ahora es el sistema de carreteras.
- La mayoría de carreteras están en ruinas - Applequist intentó contener su entusiasmo -. Estoy convencido de que casi todos los miembros de mi compañía son Ociosos. Tal vez algunos peces gordos sean Moralistas. Algunos supervisores, en todo caso, pero las clases bajas y las familias...
- Muy bien - interrumpió el robot -. Nos ocuparemos de eso más tarde. - Miró a su alrededor -. Utilizaré parte del equipo averiado. Funcionará. De momento, al menos.
Applequist consiguió esquivar a Jenkins. Atravesó a toda prisa el nivel de organización y se encaminó a su puesto de trabajo. Su mente era un torbellino. Todo lo que le rodeaba se le antojaba vago poco convincente. Los supervisores pendencieros. Las máquinas ruidosas. Los funcionarios y burócratas de poca monta que corrían de un lado a otro con mensajes e informes. Cogió un puñado de cartas y empezó a distribuirlas mecánicamente.
- Has estado fuera - observó con ironía el director Laws -. ¿Alguna chica? Si se casó con alguien ajeno a la compañía, perderá la poca categoría que tiene.
Applequist apartó las cartas.
- Quiero hablar con usted, director.
El director Laws meneó la cabeza.
- Vaya con cuidado. Ya conoce las ordenanzas que rigen para el personal de cuarta categoría. Es mejor no hacer más preguntas. Concentre su mente en el trabajo y déjenos a nosotros las cuestiones teóricas.
- Director - preguntó Applequist -, ¿a quién apoyaba nuestra compañía, a los Moralistas o a los Ociosos?
Laws fingió no entender la pregunta.
- ¿Qué quiere decir? - Sacudió la cabeza -. No conozco esas palabras.
- En la guerra. ¿de qué lado estábamos?
- ¡Santo Dios! - exclamó Laws -. Del lado humano, por supuesto. - Una cortina impenetrable cayó sobre su rostro rotundo -. ¿Qué quiere decir «moralista»? ¿De qué me está hablando?
Applequist empezó a sudar de repente. Apenas le salía la voz.
- Algo no cuadra, director. La guerra fue entre dos grupos de humano. Los Moralistas destruyeron a los robots porque desaprobaban que los humanos se entregaran al ocio.
- La guerra se libró entre hombres y robots - replicó Laws - Nosotros ganamos. Destruimos a los robots.
- ¡Pero si trabajaban para nosotros!
- Fueron construidos para trabajar, pero se rebelaron. Poseían una filosofía. Seres superiores: androides. Nos consideraban simple ganado.
Applequist temblaba de pies a cabeza.
- Pero aquél me dijo...
- Nos masacraron. Millones de humanos murieron antes de que les paráramos los pies. Asesinaron, mintieron, se escondieron, robaron, hicieron cualquier cosa con tal de sobrevivir. Eran ellos o nosotros; no hubo cuartel. - Laws agarró a Applequist por el cuello de la camisa -. ¡Maldito idiota! ¿Qué ha hecho? ¡Contésteme! ¿Qué ha hecho?
El sol se puso mientras el vehículo blindado se detenía en el borde del barranco. Las tropas bajaron por la ladera. Laws saltó entre los primeros, seguido de Applequist.
- ¿Es aquí? - preguntó Laws.
- Sí, pero ha desaparecido - tartamudeó Applequist.
- Por supuesto. Ya se había reparado. Nada le retenía aquí. - Laws hizo una señal a sus hombres -. Es inútil proseguir la búsqueda. Entierren una bomba A táctica y larguémonos. Es posible que la fuerza aérea lo localice. Rociaremos esto zona con gas radiactivo.
Applequist se acercó al borde del barranco, atontado. Abajo, entre las sombras, distinguió las malas hierbas y los escombros. No se veía al robot por parte alguna, naturalmente. Sólo trozos de cable y partes del cuerpo desechadas. La vieja cápsula de energía seguía donde la había tirado. Algunas herramientas. Nada más.
- Vámonos - ordenó Laws a sus hombres -. Tenemos mucho que hacer. Hay que poner en marcha el sistema de alarma general.
Las tropas empezaron a escalar el barranco. Applequist se encaminó hacia el vehículo.
- No - dijo Laws -. Usted no vendrá con nosotros.
Applequist vio la expresión de sus rostros: miedo, terror, odio. Intentó escapar, pero le apresaron casi al instante. Procedieron en silencio, inexorablemente. Cuando terminaron, apartaron de una patada sus restos casi vivos y subieron al vehículo. Cerraron las puertas y el motor rugió. El vehículo subió por la senda hasta la carretera. Al cabo de pocos momentos, desapareció de vista.
Estaba solo, con una bomba semienterrada y las sombras. Y la inmensa oscuridad lo abarcaba todo.
FIN
Fred Saberhagen - MELODÍA ESTELAR
Abrirse paso a través de la oscura nebulosa Taynarus costó a los humanos tres naves de combate, y después de aquello recogieron las bajas de una batalla de tres días mientras sus fuerzas de abordaje se dirigían a Hell.
El comandante en jefe temió en todo momento que la computadora que dirigía a las «frenéticas» destruyera el lugar y a los invasores vivientes con él, en un Gotterdammerung final de cargas aniquiladoras. Pero tenía la esperanza de que los proyectores de ondas amortiguadas que llevaban sus hombres evitarían cualquier explosión nuclear. Envió hombres vivientes a bordo porque se creía que en Hell había prisioneros humanos vivos. Sus esperanzas estaban justificadas; o, al menos, por los motivos que fueran, no se produjo ninguna explosión nuclear.
Lo de los prisioneros no pudo confirmarse fácilmente. Ercul, el psicólogo cibernético que llegó después de la batalla para investigar, encontró allí seres humanos, ciertamente. Pero, hasta cierto punto. En parte. Órganos sueltos que funcionaban por así decirlo, interconectados con los no-humanos y los no-vivientes. La mayoría de los órganos eran cerebros humanos que habían sido desarrollados en cultivos mediante el uso de técnicas que las frenéticas debieron capturar con alguna de nuestras naves-hospital.
Nuestros laboratorios humanos desarrollan los cerebros de cultivo partiendo de semillas de tejido de embrión humano, los dejan crecer hasta que adquieren un tamaño adulto y entonces los disecan a medida que son necesarios. Un cirujano corta un lóbulo prefrontal, por ejemplo, y lo injerta en el cráneo de un hombre cuya parte correspondiente del cerebro ha sido destruida por alguna enfermedad o violencia. La materia del cerebro de cultivo sirve como matriz para la regeneración, y sobre ella puede reimprimirse la antigua personalidad. Los cerebros de cultivo, desarrollados en recipientes de cristal, sólo son humanos en potencia. Incluso un profano puede distinguir fácilmente uno de ellos de un cerebro normal por la visible ausencia de las más finas circunvoluciones superficiales. Los cerebros de cultivo no pueden ser humanos en el sentido de mantener mentes humanas sensibles. Para el desarrollo de un cerebro con personalidad son necesarias ciertas hormonas y otros complejos elementos químicos del entorno corporal, aparte de la necesidad de los estímulos de la experiencia, del continuo impacto de los sentidos.
De hecho, se requiere alguna fuerza sensorial para que el cerebro de cultivo se desarrolle incluso hasta una fase utilizable por el cirujano. Como fuerza sensorial suele emplearse la música.
Las frenéticas habían aprendido indudablemente a cultivar hígados, corazones y gónadas lo mismo que cerebros, pero lo único que de veras les interesaba era la capacidad pensante del hombre. Las frenéticas debieron quedar asombradas cuando su computadora reveló la capacidad de memoria y la facultad decisoria que la naturaleza había conseguido insertar en los pocos centenares de centímetros cúbicos del sistema nervioso humano.
A través de su prolongada guerra con los hombres, las frenéticas habían intentado incorporar cerebros humanos a sus propios circuitos.
Nunca lo habían logrado a su entera satisfacción, pero continuaban intentándolo.
Su centro de investigaciones se encontraba en Hell, en pleno corazón de la nebulosa Taynarus, que a su vez constituía el núcleo central de un triángulo formado por los sistemas Zity, Toxx y Yati. Los hombres habían sabido durante años lo que era Hell y dónde se encontraba, aproximadamente, antes de poder reunir las fuerzas suficientes en aquella parte de su sector de la galaxia para localizar el lugar y destruirlo.
- Certifico que este envase no contiene vida humana - dijo el psicólogo cibernético, Ercul, imprimiendo al mismo tiempo las palabras sobre la caja de glasita que tenía delante.
El ayudante de Ercul hizo una señal y el cosmonauta que trabajaba con ellos manipuló unos mandos y dejó que lo que había en la caja empezara a morir.
No se trataba de un cerebro de cultivo, sino de lo que en otro tiempo fue el sistema nervioso de un prisionero humano. Había sufrido grandes daños, no sólo al ser extraído del cuerpo al cual había pertenecido, sino también por haber sido conectado a una masa de mecanismos electrónicos. Por medio de algún programa de entrenamiento, probablemente una combinación de castigo y recompensa, las frenéticas habían enseñado a aquel cerebro a realizar ciertas operaciones de cálculo a una gran velocidad y con escasas probabilidades de error. Al parecer, cada vez que los cálculos quedaban completados, el mecanismo al que iba unido el cerebro había colocado de nuevo todas las fichas a cero, obligando al cerebro a repetir todas las operaciones. Ahora, el cerebro parecía incapaz de cualquier otra cosa que no fuese aquella monótona tarea; y si bien retenía una especie de vida humana, una posibilidad que Ercul no estaba dispuesto a admitir en voz alta, era una clase de vida que debía terminar lo antes posible.
- La caja siguiente - le dijo al cosmonauta.
Por desagradable que resultara, tenía que continuar con su tarea de tratar de distinguir los prisioneros rescatados - dos de ellos volverían a tener algún día aspecto humano - de entre una colección de órganos más o menos funcionales.
Cuando dejaron la caja siguiente delante de él, Ercul tuvo un mal momento, malo incluso para aquel día, reconociendo algo de su propio trabajo.
La historia habla empezado hacía más de un año-standard, en el planeta Zity, en un enorme vestíbulo que había sido adornado para un alegre acontecimiento.
- ¿Eres feliz, cariño? - le preguntó Ordell Callison a su esposa, aprovechando un momento de calma para coger su mano y hablar con ella en medio del tumulto del banquete de boda.
Y no es que Ordell dudara de la felicidad de Eury; pero en aquel instante no se le ocurrió otra cosa.
- ¡Oooh! ¡Sí, muy feliz!
En aquel momento, Eury estaba tan emocionada como él. Pero la verdad de sus palabras se reflejaba en sus ojos y en su voz, maravillosos como alguna canción que Ordell podía haber compuesto e interpretado.
Desde luego, a Ordell no le permitirían marcharse, ni siquiera para su luna de miel, sin que interpretara al menos una canción.
- ¡Canta algo, Ordell! - gritó Hyman Bolf a través de la enorme mesa llena de invitados.
El famoso predicador de la multifé había llegado del sistema Yati para oficiar en la ceremonia nupcial. Al aterrizar, su nave particular había sufrido una pequeña avería: la lámpara de hidrógeno había estallado, y el reverendo salió de la cabina con los ojos irritados por el humo; pero, después de aquel mal presagio, todo había discurrido perfectamente durante el resto del día.
Otras voces se unieron inmediatamente a la petición.
- ¡Canta, Ordell!
- ¡Sí, tienes que cantar!
- Pero, se trata de mi propia boda, y no me encuentro en condiciones...
El griterío de los invitados apagó sus objeciones.
El hombre era músico, y en realidad se sentía tan feliz que pensó que podría estallar si no tenía ocasión de expresar su dicha. Se puso en pie, y uno de sus más fieles criados, que había previsto que Ordell cantaría, le entregó el instrumento que el propio Ordell había inventado. Dentro de una caja que Ordell podía colgarse al cuello como un acordeón, había un sistema de altavoz con numerosos registros accionados electrónicamente; sobre la lisa superficie de la caja había diez ranuras que se adaptaban exactamente a los diez dedos de Ordell. El la llamaba su «caja de música», por darle algún nombre. Los imitadores de Ordell tenían cajas de música de mayor tamaño y con más abundancia de registros; pero, sorprendentemente, pocas personas, incluso entre las muchachas de doce a veinte años, se molestaban en escuchar a los imitadores de Ordell.
De modo que Ordell Callison cantó en su propia boda, y su auditorio quedó fascinado por él, como siempre. Los críticos musicales más exigentes permanecían como extasiados en sus puestos de honor, en la cabecera de la mesa; los cultos y menos cultos ricachones de Zity, de Toxx y de Yati, algunos de los cuales habían llegado en sus naves de carreras particulares, y los huéspedes más vulgares, se sentían embriagados por la canción como por el mejor de los vinos. Y las adolescentes, las fans de Ordell que se apretujaban inevitablemente al otro lado de las puertas, se sentían poseídas por su música hasta el punto de desmayarse.
Un par de semanas después, Ordell, Eury y sus nuevos amigos de los últimos años, los años de éxito y de fácil riqueza, se encontraban en el espacio tripulando sus naves deportivas monoplazas jugando a lo que ellos llamaban «Tag». Esta vez, Ordell jugaba un poco a la inversa, eludiendo a las naves tripuladas por muchachas en vez de perseguirlas, de acuerdo con las reglas del juego.
Había estado buscando con la mirada la nave de Eury, experimentando cierta ansiedad al no descubrirla, cuando de repente surgió una nave tripulada por un muchacho con todas las señales de emergencia encendidas. Un minuto después todo el mundo había dejado de jugar. Las pantallas de todas las pequeñas naves reflejaron el rostro de Arty, el joven cuyo vehículo acababa de detenerse junto al de Ordell.
Arty estaba balbuciendo:
- Lo intenté Ordell...; no quería que ella sufriera algún daño...; se la han llevado...; no ha sido culpa mía...
Poco a poco, se aclaró la verdad de lo ocurrido. Arty había perseguido y alcanzado la nave de Eury, de acuerdo con las reglas del juego. Había unido su nave a la de Eury, subido a bordo de esta última y reclamado la recompensa habitual. Pero ahora Eury estaba casada; y estar casada significaba mucho para ella, lo mismo que para Ordell, que hoy se había dedicado a eludir a las muchachas. Los dos habían creído que todo el mundo se daría cuenta de que el mundo había cambiado desde que ellos se casaron.
Incapaz de convencer a Arty con argumentos verbales, Eury se había visto obligada a recurrir a la violencia para hacer valer sus derechos. Tratando de esquivar a Arty en la pequeña cabina, se había lastimado un pie. Arty insistió obstinadamente en reclamar su recompensa. Y sólo accedió a regresar a su propia nave en busca de un botiquín de primeros auxilios (Eury le juró que no llevaba botiquín a bordo) después de que ella le prometió que tendría lo que deseaba cuando volviera.
Pero cuando Arty estuvo en su nave, Eury puso en marcha su pequeño bólido y escapó. Y él la persiguió. La acorraló en un rincón, contra la frontera de la zona de seguridad, la cual estaba constantemente vigilada por naves de guerra automatizadas contra la posibilidad de incursiones de las frenéticas.
Para huir de Arty, Eury cruzó aquella frontera trazando una gran curva, sin duda pensando regresar a la zona de seguridad unas diez mil millas más allá.
Pero no regresó. Cuando su pequeño bólido volaba junto al borde exterior de la oscura Taynarus, la máquina frenética que había estado acechando allí saltó sobre él.
Desde luego, Ordell no oyó la historia en forma tan coherente, a medida que se desarrollaba el relato de los hechos; pero súbitamente su expresión se hizo salvaje y demencial. Arty se apartó, asustado, pero Ordell no le prestó la menor atención. Poniendo su bólido en marcha, voló a toda velocidad hacia el lugar por el cual había desaparecido su esposa. Cruzó la zona protegida por las patrullas (las cuales estaban instaladas para impedir la entrada a los intrusos, no para evitar que los locos salieran) y se adentró en una de las inmensas grietas que conducían al centro de Taynarus, en el laberinto donde naves y máquinas debían avanzar lentamente, y del que no había salido ningún humano viviente desde la fundación de Hell.
Unas horas más tarde, los centinelas exteriores de las frenéticas rodeaban su pequeña nave, exigiéndole la rendición con un lenguaje humano perfectamente aprendido. Ordell se limitó a aminorar la velocidad de su vehículo y empezó a cantar por el altavoz, apartando las manos de los controles de su nave para apoyar los dedos en las teclas de su caja de música. Sin gobierno, su nave se apartó del centro del pasillo navegable y fue a chocar contra la pared nebular, sufriendo las descargas de gas y de polvo de sus microcolisiones.
Pero antes de que el vehículo quedara destrozado, las frenéticas aullaron unas órdenes por radio y enviaron un grupo de máquinas al abordaje.
En los archivos de Hell figuraban algunos casos de locura, una de las formas más raras de comportamiento humano. Registraron el bólido en busca de armas, registraron a Ordell - permitiéndole conservar su caja de música después de haberla examinado minuciosamente - y le entregaron como prisionero a la jurisdicción de los guardianes interiores.
Hell, una masa de metal reforzado de varias millas de diámetro, recibió a Ordell y a su nave a través de su entrada principal. Ordell se apeó del bólido y descubrió que podía respirar, y andar, y ver por dónde andaba. El entorno físico de Hell era suave y agradable, debido a que los prisioneros no sobrevivan largo tiempo, por regla general, y las computadoras de las frenéticas no deseaban imponerles sufrimientos innecesarios.
Los aparatos encargados de controlar las operaciones rutinarias en Hell eran parcialmente orgánicos, conteniendo cerebros de cultivo desarrollados a propósito y también algunos cerebros capturados y reeducados. Todos ellos eran ejemplos de los mejores logros de las frenéticas en sus intentos de desarrollar una cibernética al revés.
Antes de que Ordell diera una docena de pasos fue detenido e interrogado por uno de aquellos monstruos. Mezcla de acero y circuitos con carne de cultivo, llevaba en tres globos de cristal sus tres cerebros potencialmente humanos, con sus superficies demasiado lisas bañadas en elementos nutritivos y protegidas por una red de alambres tan finos como cabellos.
- ¿Por qué has venido aquí? - le preguntó el monstruo, hablando a través de un diafragma instalado en la parte central de su «cuerpo».
Sólo en aquel momento el plan de Ordell adquirió una forma concreta. Un plan basado en el conocimiento de que en los laboratorios humanos se utilizaba la música para ajustar los cerebros de cultivo, y de que su propia música era tan superior para aquel propósito como lo era en todos los otros sentidos.
Al monstruo de tres cabezas se limitó a cantarle que había venido aquí simplemente para ver a su joven esposa: un accidente la había conducido, antes de tiempo, al final de su vida. Luego siguió cantando, implorando al poder que gobernaba aquel reino de terror que le concediera la vida de Eury. «Si me niegas esto - cantó -, no podré regresar sólo al mundo de los vivientes y nos tendrás aquí a los dos.» La música, que no había significado nada para los guardianes exteriores, máquinas impasibles, afectó en cambio a los guardianes interiores en lo que tenían de humano. El monstruo de los tres cerebros entregó a Ordell a otros guardianes, y cada uno de ellos respondió a la armonía de aquella nueva forma de belleza, que además trascendía lógica de sus elementos matemáticos.
Ordell se adentró cada vez más profundamente en Hell, y los guardianes no pudieron resistir. Su música vibraba débilmente a través de los montajes de las cajas de glasita, era captada por atormentadas células nerviosas a través de los cambios de inductancia emanados rítmicamente de la caja de música de Ordell. Cerebros que sólo habían sabido trabajar hasta el límite de sus potencialidades en cálculos inútiles... Cerebros que habían sido enloquecidos por el goteo de un milimicrovoltímetro introducido en una probeta... Todos oyeron su música, todos la «sintieron», cada uno de ellos con su propia capacidad de percepción.
Y todos reaccionaron.
Centenares de experimentos quedaron interrumpidos, cuando no definitivamente fallidos. Los supervisores, también ellos semicarnales, se desviaron del objetivo que tenían programado para llegar a la decisión de que la petición del prisionero era razonable y debía ser atendida.
El Control Supremo, pura computadora frenética, puro metal frío, completamente inmune a la extraña descentralización que se estaba produciendo en su laboratorio, descendió finalmente de su concentración sobre elevados planeamientos estratégicos para investigar. Y luego conectó de golpe toda su energía para recuperar el control sobre lo que estaba sucediendo en el corazón de Hell. Pero lo intentó en vano, al menos de momento. Había concedido demasiado poder a sus creaciones semivivientes; había confiado demasiado en sus propias posibilidades de condicionar al protoplasma, una materia tan versátil.
Ordell estaba de pie, debajo mismo de la computadora jefe, ante los dos cerebros potencialmente humanos que eran los superintendentes de Hell. Aquellos dos cerebros, al igual que todos los de categoría inferior, habían sido afectados por la música de Ordell; y ahora luchaban con todas las energías a su cargo contra la tentativa de su jefe de reafirmar su dominio. Levantaron relés magnéticos como fortalezas contra la computadora; lucharon para establecer una frontera a través del territorio de control.
- Puedes llevarte a tu esposa - dijo el portavoz de aquellos supervisores rebeldes, dirigiéndose a Ordell -. Pero no dejes de cantar, no te interrumpas para respirar durante más de un segundo hasta que estés a bordo de tu nave, lejos de las verjas más exteriores de Hell.
Ordell cantó, cantó su nueva alegría y la maravillosa esperanza que le estaban infundiendo.
Detrás de él se abrió una puerta, y se volvió para ver a Eury cruzándola. Cojeaba a causa de su lastimado pie, que no había recibido ninguna atención, pero Ordell pudo darse cuenta de que se encontraba realmente bien. Las máquinas no habían empezado aún a abrir su cabeza.
- ¡No os detengáis! - ladró el supervisor -. ¡Adelante!
Eury gimió al ver a su marido y extendió sus brazos hacia él, pero Ordell sólo se atrevió a dirigirle un gesto con la cabeza para darle a entender que debía seguirle, sin dejar de cantar. Su canción era ahora un himno triunfal. Echó a andar a lo largo del angosto pasillo por el cual había llegado, avanzando en una dirección que hasta entonces nadie había seguido. El camino era tan estrecho que tuvo que mantenerse en cabeza mientras Eury le seguía. Tenía que evitar incluso el volver la cabeza para mirar a su esposa, a fin de poder concentrar el poder de su música sobre cada uno de los guardianes que surgían delante de él, semivivientes e inquisitivos; y cada uno de ellos abría otra puerta. Y Ordell podía oír detrás de él los sollozos de su esposa y sus pasos vacilantes a causa del lastimado pie.
- ¡Ordell! ¡Ordell, cariño! ¿De veras eres tú? No puedo creerlo.
Delante de ellos, el último peligro, el centinela de tres cerebros de la verja exterior, se irguió para bloquear su camino, de acuerdo con su programa de evitar las fugas. Ordell cantó a la libertad de vivir en un cuerpo humano, al placer de correr sobre un césped bañado por el sol. El guardián se apartó a un lado para dejarles pasar.
- ¡Cariño! ¡Vuélvete y mírame! ¡Dime que esto no es un truco de las frenéticas! ¡Por favor, cariño! Si me amas, vuélvete...
Volviéndose, Ordell vio a Eury claramente por primera vez desde que había entrado en Hell. Y el espectáculo de su belleza fue tan maravilloso que detuvo al tiempo, detuvo incluso a la canción en su garganta y a sus dedos sobre el teclado de la caja de música. Una momentánea interrupción de la extraña influencia que había pervertido a todos sus subordinados era lo único que el Control Supremo necesitaba para imponer de nuevo su dominio. El guardián de los tres cerebros arrancó a Eury de brazos de su marido y se la llevó a través de la oscuridad, con tanta rapidez que el último grito de despedida apenas alcanzó los oídos del hombre.
- Adiós... amor mío...
Ordell gritó y echó a correr detrás de ella, aporreando inútilmente una pesada puerta que se cerró ante su rostro. Permaneció pegado a la puerta largo rato, gritando y suplicando que le concedieran otra oportunidad para llevarse a su esposa. Volvió a cantar, pero el Control Supremo había previsto aquella posibilidad. Lo único que consiguió fue que los supervisores, si bien habían dejado de obedecerle, no le molestaran y le dejaran el camino franco para la huida.
Ordell vagó durante varios días alrededor de la verja, en su pequeña nave y fuera de ella, sin comer ni dormir, cantando inútilmente hasta que perdió la voz. Entonces se desmayó en el interior de su nave. Luego, él mismo, o tal vez su piloto automático, condujo a la nave hacia la libertad.
Las defensas de las frenéticas no se preocuparon por aquella pequeña nave que salía de Hell. Probablemente creyeron que se trataba de una de sus propias naves de exploración. Nadie había escapado nunca de Hell.
Al llegar al planeta Zity, sus representantes le acogieron como a un resucitado de entre los muertos. Al cabo de unos días tenía que dar un concierto, en una actuación programada desde hacía algún tiempo y para la cual se habían vendido ya todas las localidades. Un día más, y los promotores hubieran tenido que empezar a devolver el dinero.
Ordell no colaboró con los médicos que trabajaban para restablecer sus energías, pero tampoco se enfrentó con ellos. En cuanto recuperó la voz, empezó a cantar de nuevo; se pasaba la mayor parte del tiempo cantando, excepto cuando le drogaban para que durmiera. Y no le importó que le subieran a un escenario para cantar.
El local había sido invadido por diez mil adolescentes, más excitadas que nunca por la milagrosa reaparición de Ordell y por su aspecto fantasmal.
Durante las primeras canciones las muchachas permanecieron relativamente silenciosas, lo bastante silenciosas como para que pudiera oírse la voz de Ordell.
Luego... Bueno, una muchacha de entre las diez mil gritó en voz alta:
- ¡Vuelve a ser nuestro!
Y aquellas cuatro palabras expresaron hasta qué punto se habían sentido defraudadas por su boda.
Envolviéndolas a todas en una mirada indiferente y casual, Ordell sonrió, en contra de su costumbre, y empezó a cantar lo mucho que las odiaba y aborrecía, viendo en ellas únicamente una irremediable fealdad.
Durante unos instantes, las corrientes de emoción en el inmenso local se equilibraron mutuamente para producir una impresión de calma. La voz de Ordell era clara. Pero luego estalló la tormenta de reacción, y ya no pudo ser oída. Los empleados, expertos en formar una barricada cuando actuaba Callison, fueron literalmente barridos por diez mil arpías enfurecidas, impulsadas por el odio y por el resentimiento.
La intervención de la policía apagó rápidamente el tumulto. Pero Ordell estaba ya casi muerto. La ayuda médica sólo llegó a tiempo de salvar la vida en los tejidos de su cerebro.
Al día siguiente, los médicos de Ordell llamaron al psicólogo cibernético a consulta. Estaban salvando lo que quedaba de la vida de Ordell Callison, pero no habían sido capaces de establecer un puente de comunicación con él.
Ercul, el psicólogo, hundió unas sondas directamente en el cerebro de Ordell, a fin de obtener aquella información. A continuación conectó los centros del lenguaje con un aparato cargado con registros de la propia voz de Ordell, de modo que las tonalidades que surgieran fuesen las mismas que en otro tiempo habían brotado de su garganta. Y - en respuesta a la primera petición del paciente - los centros motrices que a habían controlado los dedos de Ordell fueron conectados por medio de sondas a una caja de música.
Inmediatamente después de eso, Ordell empezó a cantar.
Le llevaron al espaciopuerto. Con su sistema de tubos y conexiones eléctricas, le colocaron a bordo de su nave de carreras. Y con el piloto automático programado de acuerdo con sus instrucciones, le hicieron despegar, disparado a lo largo de la ruta que él mismo había escogido.
Ercul reconoció a Ordell y a Eury cuando los descubrió, juntos, en la misma caja experimental. Antes de que los electroencefalogramas se revelaran coincidentes con los que figuraban en sus archivos, el psicólogo reconoció su propio trabajo sobre el cerebro del cantante.
Lo que quedaba de ellos era muy poco.
- Sensaciones dolorosas sólo dos puntos por encima del nivel normal - cantó el ayudante del psicólogo, leyendo los datos rutinarios, sin sospechar la clase de dolor que estaba intentando juzgar -. Ninguno de los dos parece estar sufriendo. De momento, por lo menos.
Con una mano temblorosa, Ercul levantó su sello y marcó la caja.
Certifico que este envase no contiene vida humana.
El ayudante levantó la mirada, levemente sorprendido por aquella rápida decisión.
- Me atrevería a asegurar que entre esos dos sujetos existe algo de mutua comprensión. Como si se hubiesen conocido muy a fondo.
Su voz tenía un tono estrictamente profesional, casi alegre. Llevaba mucho tiempo dedicado a esta tarea y estaba empezando a acostumbrarse a ella.
Pero Ercul no se acostumbraría nunca.
FIN
Larry Niven - SERIE CONVERGENTE
Fue una chica de mi clase de antropología la que me interesó en la magia. Su nombre era Ann y se consideraba una bruja blanca, aunque jamás la vi hacer un encantamiento eficaz. Perdió interés por mí y se casó con alguien, y en ese momento yo también perdí interés por ella; pero para entonces la magia era ya el tema de mi tesis de antropología. No lo podía abandonar, ni quería hacerlo. La magia me fascinaba.
Faltaba un mes para entregar la tesis. Tenía unas cien páginas de notas sobre magia primitiva, medieval, oriental y moderna. La magia moderna significaba ingenios psionicos y cosas por el estilo. ¿Saben que ciertas tribus africanas no creen en la muerte natural? Para ellas, toda muerte se debe a la brujería, y en cada caso se debe encontrar a la bruja y matarla. Algunas de esas tribus se están extinguiendo debido a la cantidad de juicios y ejecuciones por brujería. En la Europa medieval la situación era casi igual de mala, pero se detuvieron a tiempo. Ensayé diversos modos de conjurar demonios cristianos y de los otros, por puro espíritu científico, y le eché una maldición taoísta al Profesor Pauling. No funcionó. La señora Miller me dejaba usar el sótano de la casa de apartamentos para mis experiencias.
Notas tenía, pero por alguna razón la tesis no avanzaba. Yo sabía por qué. A pesar de todo lo que había aprendido, no tenía nada original que decir a propósito de nada. Eso no habría sido óbice para otros (recuerden a aquel que contó todas las íes de Robinson Crusoe) pero para mí sí. Hasta que un jueves por la noche...
Las ideas más condenadas se me ocurren en los bares. Esta era una belleza. El camarero se quedó con mi bebida intacta como propina. Me fui derecho a casa y escribí durante cuatro horas de un tirón. Eran las doce menos diez cuando lo dejé, pero ya tenía un bosquejo completo de mi tesis, basado sobre una idea auténticamente novedosa en la brujería cristiana. Todo lo que necesitaba era un gancho de donde colgar mis conocimientos. Me levanté y me desperecé...
Y supe que tenía que ensayarlo.
Todo mi equipo estaba en el sótano de la señora Miller, la mayor parte ya dispuesto. Había dejado un pentagrama en el suelo hacía dos noches. Lo borré con un trapo húmedo, que había servido de estropajo, envuelto alrededor de un bloque de madera.
Ropa, velas especiales, listas de encantamientos, pentagrama nuevo... Trabajé en silencio para no despertar a nadie. La señora Miller me veía con simpatía; tenía tal sentido del humor que trescientos años antes la habrían quemado en la hoguera. Pero los otros residentes necesitaban dormir. Empecé los encantamientos exactamente a medianoche.
Catorce minutos después recibí el susto de mi vida. De pronto apareció un demonio espatarrado en el pentagrama, con las manos, los pies y la cabeza ocupando las cinco puntas de la figura.
Me di la vuelta y eché a correr.
- ¡Vuelve aquí! - rugió.
Me paré a mitad de la escalera, me volví y bajé. No podía dejar a un demonio atrapado en el sótano de la casa de la señora Miller. Con esa voz de bajo profundo amplificada despertaría a toda la manzana.
Me observó bajar lentamente las escaleras. Si no hubiera sido por los cuernos, podría haber parecido un hombre desnudo, de edad mediana, afeitado y pintado de rojo brillante. Pero si hubiera sido humano no les habría gustado conocerle. Parecía hecho para los Siete Pecados Capitales. Avariciosos ojos verdes. Una barriga como un tanque para la gula. Los músculos blandos y fláccidos por la pereza. Una cara de disipación que parecía permanentemente airada. Lujurioso... dejémoslo. Los cuernos eran pequeños, puntiagudos y relucientes.
Esperó a que llegara abajo.
- Así está mejor. ¿Qué os pasaba? Hace por lo menos un siglo que nadie conjuraba a un demonio.
- Se habían olvidado del método - le dije -. Hoy en día todos creen que hay que dibujar el pentagrama en el suelo.
- ¿En el suelo? ¿Esperan que me presente echado de espaldas? - Tenía la voz pastosa de rabia.
Me estremecí. Mi brillantísima idea. Un pentagrama era una prisión para demonios. ¿Por qué? Había pensado en las cinco puntas del pentagrama, y los cinco puntos de un hombre abierto de brazos y piernas...
- ¿Y bien?
- Lo se, no tiene sentido. ¿Quiere irse, por favor?
Se me quedó mirando.
- Habéis olvidado mucho.
Lenta y pacientemente, como a un niño, empezó a explicarme lo que implicaba conjurar un demonio.
Yo escuchaba. El miedo y una enfermiza sensación de desesperanza fueron creciendo hasta que las paredes de cemento parecieron borrarse.
- Mi alma inmortal está en peligro...
Era algo que no había considerado, salvo teóricamente. Ahora era mucho peor. Por oír hablar al demonio, mi alma ya estaba condenada. La había perdido en el momento en que usé el encantamiento correcto Traté de ocultar mi temor, pero era inútil. Con aquellas enormes narices tenía que olerlo.
Terminó y sonrió, como esperando comentarios.
- Repitámoslo - dije -. Me concede un solo deseo.
- Correcto.
- Si a usted no le gusta ese deseo, debo elegir otro.
- Correcto
- No parece justo.
- ¿Quién habló de justicia?
- Ni tradicional. ¿Por qué nadie ha oído hablar de estos tratos?
- Es el trato corriente, Jack. A algunos se les daba algo mejor. Los otros no tenían tiempo de hablar a causa de la cláusula esa de las veinticuatro horas. Si hubieran escrito algo, nosotros lo habríamos cambiado. Tenemos poder sobre los escritos que nos mencionan.
- Esa cláusula de las veinticuatro horas. Si no satisfago mi deseo en ese lapso, usted deja el pentagrama y se lleva mi alma de todos modos.
- Así es.
- Y si uso el deseo, tiene que permanecer en el pentagrama hasta que mi deseo sea concedido o hasta que pasen las veinticuatro horas. Entonces se teleporta al Infierno para informar y vuelve a por mí inmediatamente, reapareciendo en el pentagrama.
- Supongo que teleportar es un término correcto. Me desvanezco y reaparezco. ¿Se te está ocurriendo alguna idea brillante?
- ¿Cómo qué?
- Te lo pondré fácil. Si borras el pentagrama puedo aparecer en cualquier parte. Puedes borrarlo y dibujarlo otra vez en algún otro lugar, y aún tengo que aparecer dentro de él.
Tenía una pregunta en la punta de la lengua. Me la tragué e hice otra.
- ¿Y si deseara la inmortalidad?
- Serías inmortal por el resto de las veinticuatro horas. - Sonrió. Los dientes eran negros como el carbón -. Es mejor que te des prisa. El tiempo es corto.
Tiempo, pensé. De acuerdo. Todo o nada.
- Este es mi deseo. Haz que el tiempo no pase fuera de mí.
- Fácil. Mira tu reloj.
No quería quitarle la vista de encima, pero no hizo más que mostrar otra vez los dientes negros. De modo que miré.
Había una marca roja frente al minutero de mi Rolex y una marca negra frente a la aguja horaria.
Cuando levanté la vista el demonio seguía ahí, espatarrado contra la pared, con su sonrisa socarrona. Me moví a su alrededor, agité la mano ante su cara. Al tocarlo parecía de mármol. El tiempo se había detenido, pero el demonio permanecía. Me sentía mareado de alivio.
El segundero de mi reloj se movía. Era lo que había esperado. El tiempo se había detenido para mí, durante veinticuatro horas de tiempo interior. De haber sido exterior yo me habría salvado, pero por supuesto eso era demasiado fácil. Me había metido en el jaleo pensando. Debería poder salir de él pensando, ¿no? Borré el pentagrama de la pared, restregando hasta hacer desaparecer todo vestigio. Entonces dibujé uno nuevo, usando una cinta de metal flexible para que las líneas fueran lo más rectas posible, haciéndolo tan grande como pude en el reducido espacio de que disponía. Aún así no tenía más de sesenta centímetros de ancho.
Abandoné el sótano.
Sabía donde estaban las iglesias más cercanas, aunque hacía mucho que no visitaba ninguna. Mi coche no arrancó. La motocicleta de mi compañero de cuarto tampoco. El encantamiento que me rodeaba no era suficientemente grande. Caminé hasta un templo mormón a tres manzanas de distancia.
La noche era fresca, perfumada y encantadora. Las luces de la ciudad no dejaban ver las estrellas, pero había una fina luna sobre el solar baldío donde debía haber estado el templo.
Caminé otras ocho manzanas para encontrar la sinagoga B'nai B'rith y la Iglesia de Todos los Santos. Todo lo que saqué fue ejercicio. Encontré solares vacíos. Para mí, los lugares de culto no existían.
Recé. No creía que sirviera de mucho, pero recé. Si no me oyeron, ¿fue porque no tenía fe en que lo hicieran? Pero estaba empezando a creer que el demonio había pensado en todo, hacía muchísimo tiempo.
Lo que hice durante aquella larga noche no tiene importancia. Ni siquiera la tuvo para mí. ¿Veinticuatro horas contra la eternidad? Escribí un borrador rápido sobre mi experimento de llamamiento de demonios y lo rompí. Los demonios lo modificarían. Lo que significaba que mi tesis se había ido al cuerno, pasara lo que pasase. Llevé un perro rígido pero real a la sala del Profesor Pauling y lo deposité sobre su escritorio. El viejo tirano se llevaría una sorpresa cuando mirara. Pero pasé la mayor parte de la noche fuera, caminando, echando mis últimas miradas al mundo. Me senté en un coche de policía y encendí la sirena, lo pensé mejor y la apagué. Dos veces entré en restaurantes y me comí lo que alguien había pedido, dejando dinero que no iba a necesitar con notas que decían: «La Sombra ataca».
La aguja horaria había dado dos vueltas. Volví al sótano a las doce y diez, con el minutero a cinco minutos de la hecatombe.
La aguja parecía pintada en la esfera mientras esperaba. Mis velas habían dejado en el sótano un olor peculiar, un olor con algo de tufo demoníaco y algo de hedor de miedo. El demonio estaba contra la pared, ya sin pentagrama, atrapado en medio de un amplio salto triunfal.
Se me ocurrió algo espantoso.
¿Por qué había creído al demonio? Todo lo que había dicho podía haber sido mentira. ¡Y probablemente lo era! ¡Me había inducido a aceptar un regalo del diablo! Me quedé pensando a toda máquina; había aceptado el regalo, pero...
El demonio miró a los costados y sonrió más ampliamente cuando vio que las líneas de tiza ya no estaban. Me hizo un gesto y dijo:
- Vuelvo en un relámpago - y desapareció.
Esperé. Me había metido en esto pensando, pero...
Una alegre voz de bajo habló desde el aire.
- Sabía que cambiarías el pentagrama. Lo hiciste demasiado pequeño para mi, ¿verdad? Tss, tss. ¿No adivinaste que cambiaría de tamaño?
Se oyeron unos murmullos y apareció un brillo en el aire.
- Sé que está aquí, en alguna parte. Lo siento. Ah.
Estaba de vuelta, en la misma posición que antes, de sesenta centímetros de alto y a noventa del suelo Su negra mueca socarrona desapareció cuando vio que el pentagrama no estaba. Entonces se hizo de quince centímetros de alto, con los ojos saltones por la sorpresa, chillando con voz de contralto.
- ¿Dónde diablos está...
Era un brillante soldadito rojo de cinco centímetros.
- ...el pentagrama?
Yo había vencido. Al día siguiente iría a una iglesia. Si era necesario, haría que alguien me llevase con los ojos cerrados.
Era una estrellita roja.
Nada.
Es curioso lo pronto que te puedes hacer religioso. Que te diga un demonio que estás condenado... ¿Podría entrar de verdad en una iglesia? Estaba seguro de que sí. Había llegado hasta ahí; había sido más listo que un demonio.
En algún momento miraría hacia abajo y vería el pentagrama. Una parte estaba bien a la vista. Pero no le serviría de ayuda. Abierto de brazos y piernas como estaba, no podría alcanzar a borrarlo. Estaba atrapado por la eternidad, encogiéndose hasta lo infinitesimal pero destinado a no alcanzarlo nunca, tratando eternamente de aparecer dentro de un pentagrama que siempre le quedaba pequeño.
Lo había dibujado sobre su prominente barriga.
FIN
Juan José Plans - EL RETORNO
La Tierra aún no había aparecido en el espacio. El astronauta consultaba nervioso los controles. Ningún fallo. Diez años viajando a la velocidad de la luz no eran suficientes como para disipar la esperanza de retornar al mundo, que era como regresar a un pasado que parecía perdido para siempre. Había olvidado la noción del tiempo. Únicamente los relojes terrestres le mantenían en una realidad que era vaga en sus pensamientos. Pero la Tierra se dejó ver. Era un ínfimo punto entre millones de puntos. Era un diminuto grano de arena entre los millones de una playa. Diez años son muchos años. ¿Me esperarán? Todo fue calculado con rigurosa precisión. Y no existe ni error de segundos. Pero es posible que se hayan olvidado de mí. Son muchos años diez años. Si la radio hubiera funcionado no me habría sentido tan solo. El contacto con los demás finalizó casi con el principio del viaje; cuando escuchaba a mi hijo, el penúltimo: «¿Son tan grandes las estrellas como dicen los libros o son tan pequeñas como se ven desde la terraza de casa?» No le pude contestar. Y el otro, mi último hijo, que ya tendrá nueve años, ¿cómo será? ¿Niño o niña? ¿Y cómo se llamará? ¡Oh, esto debería ir más de prisa! Qué cosas digo, ¿más de prisa? ¡Si voy a la velocidad de la luz, a esa velocidad que antes se creía que no se llegaría alcanzar! (Aquel ínfimo punto tomó el tamaño de la cabeza de un alfiler). ¿Y Helen?
Le dije que cuidara las flores del jardín, que las regara todos los días. ¿Lo habrá hecho? ¡Las rosas! ¿Por qué no estará el Universo lleno de rosas? Este frío espacio, estas extrañas y a veces monstruosas tinieblas... Ahora me parece imposible que hayan transcurrido diez años en esta cápsula, que haya dejado la Tierra hace tanto tiempo. Se me hacía interminable, desesperante. Era como huir de la Tierra. Esa es la sensación que nos da a los astronautas: que huimos de todo, que deseamos emprender una nueva vida más allá de las estrellas (Aquella cabeza de alfiler tomó el tamaño de una pelota de tenis). ¡Son deliciosos los pasteles de manzana de Helen! Y el quedar amodorrado con el periódico en la mano después del almuerzo. Estar rodeado de rostros, de gentes que ríen, de gentes que hablan, de flores, de montañas que sobrepasan en el horizonte la altura de los edificios. Hasta me parecen hermosos los camiones de la basura. No apreciamos en la Tierra todo el valor que la vida encierra. Una procesión de caracoles, los piececitos de un recién nacido... No, no lo apreciamos con toda su intensidad. Tengo miedo. Tengo miedo de regresar y no saber volver a ser un simple hombre. Tengo miedo. Miedo... ¿Huirán de mí? Esta escafandra es ahora como mi piel. Los alimentos encerrados en bolsas, las más sencillas de las necesidades humanas disueltas por medios químicos... En esta cápsula he hecho mi vida, he construido un hogar. Pero un hogar muerto... ¿Se acostumbraría a desenvolverse de nuevo en la sociedad un naufrago que regresara de una isla desierta después de muchos años? Esta cápsula es esa isla desierta. ¿Qué sociedad me aguarda? ¿Seguirá Helen con sus pasteles de manzana? Tal vez ya no se planten flores... ¡Diez años rodeado de mecanismos, de fórmulas, moviéndome en un espacio reducido! Y todo para que, tal vez, me den una palmada en el hombro y me digan: «Este trasto en que viajó se ha quedado viejo. Ya sabemos todo lo que nos pueda comunicar» (Aquella pelota de tenis tomó el tamaño de un globo). ¿Y qué les diré? ¡Hay tanto que decir! Pero todo se puede reducir a unas palabras, a unas simples palabras. Besaré a Helen como si no hubieran pasado diez años. Ella tendrá la belleza de siempre. Esa belleza serena. Quizá la esté idealizando demasiado... Es horrible, ¿y si Helen no fuera como la he recordado durante todo este tiempo? No, la siento a mi lado, la he sentido siempre. ¡Cuántas veces me faltó su aliento junto al mío! El aliento real, no el que producen los recuerdos. Otra vez los pasteles de manzana, el oír llorar a los niños... ¡Si ya no lloran! El mayor debe tener veinte años. Tal vez me encuentre con que soy abuelo. No, no vayas tan lejos. ¡Es como salir de un profundo letargo, es como volver a nacer, es como volver a vivir! Llevaré al más pequeño de mis hijos al parque de atracciones. Subiremos juntos a los columpios, a los toboganes, a los tiovivos... ¿Y si ya no existen los columpios o los toboganes o los tiovivos? (Aquel globo tomó el tamaño de la Tierra). Aterrizaré en el lugar marcado. ¿Me esperarán? Fotógrafos, preguntas de los periodistas, abrazos. Pero yo quiero ver a Helen y a mis hijos. Sólo deseo verlos a ellos, así sabré que realmente soy yo, que sigo siendo el mismo. Antes de emprender el viaje pensaba en el regreso. Un automóvil rodeado de guirnaldas por el centro de las avenidas principales de la ciudad. Gritos, aplausos, confetis que cubrirán mi cuerpo y un mar infinito de manos que intentarán tocarme. ¿Será así? Ya no me importa. Tal vez llore. Alguien se extrañará de que llore un astronauta. Y he llorado tantas veces en estos diez años... Cada vez que la cápsula avanzaba más en el espacio se me antojaba que cada vez más me alejaba de mí mismo. Y hasta pensé que era un instrumento adosado a los instrumentos. ¡La Tierra! Ese color verde y azul de los mares, ese color indescriptible de los continentes...
Al abandonar la cápsula, contempló un paisaje desértico. Nada.
Un viento helado le sobrecogió. Sintió cómo se enredaba por entre sus cabellos después de haberse despojado de la escafandra. Consultó una y mil veces los mandos. Todo estaba sin error. Había descendido en el lugar indicado, aquello era la Tierra.
Pero no había nadie.
Nadie.
Nada.
¿Y Helen, y los niños, y el presidente, y los científicos, y los periodistas, y los amigos, y las naciones, y las fronteras, y los árboles, y los toboganes? Parecía que la Tierra había sido afeitada por completo. El astronauta comenzó a caminar. La brújula señalaba el Norte. Y al Norte estaba, o había estado o estaría, su hogar. Allí tenían que hallarse Helen y los niños. Unas rayas horizontales que formaban horizontes a los cuatro vientos le acompañaban. Y llegó al lugar. Sabía que era aquél por la montaña que se levantaba sobre un cielo azul insultante. La ladera, en otros tiempos henchida de bosques y ahora de polvo calcinado. El astronauta se sentó en el mismo sitio en donde todas las noches contemplaba las estrellas. En aquel lugar en donde Helen se le acercaba y, a su lado, le hablaba de aquella vida que comenzaba a latir en sus entrañas. En aquel lugar en donde soñó tantas veces viajar por el Universo. El astronauta lloró. Pero sin Helen y sus hijos, sin el Presidente, sin los fotógrafos, sin una multitud que se hubiera extrañado de sus lágrimas.
Otra vez el viento helado le sobrecogió. ¿Y si el tiempo le hubiera adelantado a todos? ¿Y si el tiempo le hubiera dejado demasiado tarde? Sólo le quedaba una esperanza: que la Tierra se abriera, que aflorara de su seno las semillas y que éstas cubrieran los campos. Nuevamente o por primera vez. De todas formas sería un principio.
Y el astronauta aguardó a que el polvo le cubriera, a que su cuerpo fuera semilla.
FIN
Larry Niven - REINCIDENCIA SOSPECHOSA
De vuelta a casa. Los vastos espacios interestelares me han devuelto al que fuera mi primitivo punto de partida, la cúspide de Rand's Needle. Trescientos pisos de cristaleras relampagueando en el crepúsculo. El taxi me lleva rápidamente hacia los lares domésticos.
De vuelta a casa. Debería sentirme a gusto y sosegado. Sin embargo, no es así.
Un ancho tramo de escalones de negro mármol me conducen hasta el vestíbulo. Saludo al portero antes de que él advierta mi presencia.
- Hola, Emilio...
Sonríe.
- Buenos días, mister Cox. - Aguarda mientras utilizo mi llave (él no tiene ninguna, siquiera de seguridad), y luego cierro el ascensor a mis espaldas. No ha notado nada extraño.
Llego a mi apartamento y guardo mi llave. ¿Tendrá él alguna visita? Eso es una estupidez. Yo no tuve ninguna visita aquella noche.
Doce pisos. Estoy plantado frente a la mirilla de la puerta. Llamo al timbre.
- ¿Quién es? - pregunta una voz que conozco muy bien.
- ¿Puede usted verme?
- Sí.
Sonrío. Mi rostro se mantiene incólume. Mi tono de voz no pierde un cierto deje de ligereza.
- Entonces diga usted quién soy yo.
- Estoy intentándolo.
- No te canses en discernir imágenes gemelas, George. Soy tú.
- Seguro que sí.
Se muestra escéptico. Pero no me ofendo.
- Soy tú - insisto -. Y he conseguido una llave de mi propio apartamento. ¿Puedo probarla?
- Adelante.
Abro la puerta y entro. El impacto que me produce el reconocer lo que pudiera haber sido una duda me golpea en la boca del estómago. Mesas, sillas, el almohadón de recuerdo, el sillón favorito. El cuadro original de Eddie Jones. La botella de brandy en el bar. Veintiséis años en el espacio, la mayor parte de los mismos en estado de hibernación, y sin embargo heme aquí. Estoy en casa. Todo está en su sitio, incluso el inquilino, George Cox, de pie a mis espaldas, sin tomárselo demasiado a broma. Está empuñando una navaja automática cuya hoja semeja una daga de plata.
- Puedo decirte dónde conseguiste eso - digo.
- También pueden hacerlo muchos amigos míos - está intranquilo.
- No esperaba que esto fuera fácil. George, ¿recuerdas cuando tenías... dieciocho años más o menos? Ibas hacia Cal Tech. Una noche te encontrabas tan solo, tan jodidamente solo, que llamaste a una chica que sólo conocías por haberla visto una vez en una de las reuniones de cumpleaños de Glenda. Una chica rolliza y de buenas carnes, ¿recuerdas? La llamaste y... bueno, luego te enfrentaste a sus padres. Estabas tan nervioso y avergonzado que...
- Cállate. De acuerdo, puedo recordar todo eso. ¿Cómo se llamaba la tipa?
- No puedo recordarlo y se lo digo así.
- Diste en el blanco otra vez - dice.
- Perfecto. ¿Recuerdas aquella puesta de sol en Kansas, cuando el cielo entero pareció dividirse por la mitad en el curso de una tormenta? Un rayo cruzó el cielo y tú intentaste seguir su trayectoria, hacia el este, sumergida en el horizonte...
- Sí, sí, sí. Pero es increíble. Nunca creí que pudiera ocurrir dos veces aquel fenómeno. - Sin embargo, se queda pensativo. Luego pliega el cuchillo y lo guarda en un cajón -. Eres yo. Qué te parece beber algo para celebrarlo.
- ¿Qué te parece a ti? ¿Un combinado?
- Voy a prepararlo - dice.
Lo dejo ir. No quiero inmiscuirme en su terreno privado. Va a la coctelera a preparar un Navy Grogs, algo especial. Dice que es una ocasión única. No recuerdo ese detalle la noche en que fui él. Corto algunas pajitas, mientras él prepara el combinado y me dirige alguna que otra cortante mirada. Nadie en el mundo podía saber aquello.
- Eres yo - dice cuando estamos sentados en sendos sillones saboreando la bebida -. ¿Y cómo?
- El agujero negro. Bauerhaus 4.
- Vaya - sin duda lo estaba esperando -. De modo que era eso.
- Creí que no lo habían conseguido.
- Pudieron.
Sorbe la bebida y espera.
- Agujero negros - digo -. Las estrellas llamadas raras porque han concentrado toda su radiación en un punto. Fueron consideradas por la teoría general de la relatividad desde hace cien años o más. El primer agujero negro apareció en 1972, en el Cisne, rodeando un hinchado y gigantesco sol amarillo. Bauerhaus 4 es, sin embargo, bastante más reducido.
Sacude la cabeza. Lo había oído antes, por su propia cuenta, un par de semanas atrás, cuando el doctor Kurt Bauerhaus daba una de sus conferencias en el Centro de Enseñanza de Astrofísica Superior.
- Sin embargo - añado -, ni siquiera el doctor Bauerhaus quiere hablar enteramente de lo que ocurre en el radio Swartzchild de un agujero negro. Las estrellas raras tienen la virtud de conmocionar a gente como Bauerhaus.
- El viaje en el tiempo es lo que causa esa conmoción.
- No opino lo mismo. Olvida el viaje en el tiempo y sus particularidades y céntrate en el agujero negro. Una masa tan enorme que cuando se desploma lo hace concentrándose en un punto tan sólo. Y todo ello en un parpadeo. ¿Puedes creértelo?
- En las ecuaciones sí - gruñe -. Es lo que dice Bauerhaus. La teoría de la relatividad opera justamente sobre los presupuestos en el papel, de manera que sólo sigue el rastro de lo que ya ha sido probado.
- Eso estaría muy bien aplicado a un agujero en otro universo, o incluso en alguna remota parte del nuestro. Y eso se encuentra también en los cálculos al respecto. Lo cierto es que en torno al agujero negro hay una cierta forma de rotación que te devuelve al punto de partida sin necesidad de que te hayas acercado a la estrella rara. Evidentemente todo esto suena a ingenuo hasta que llega el día en que adviertes en persona cuanto ha sido tema de charlas y conferencias. Me refiero a experimentar la presencia del punto exacto, el punto localizado en el espacio-tiempo.
- Salud - dice alzando el vaso.
- Salud - replico alzando el mío -. Pues bien. He regresado a una fecha de calendario que se sitúa por delante de la fecha en que emprendí el viaje. Muchos astrofísicos preferirían creer que el agujero se encuentra más bien en la teoría que fuera de ella. Las raras los ponen nerviosos.
- Los viajes en el tiempo me ponen nervioso a mí.
- Puedes comprobarlo por ti mismo, no obstante. - Golpeo mi pecho -. Como puedes ver nada me ha ocurrido.
No parece estar nervioso. Ambos estamos más bien bajo la relajante influencia de la bebida. Y aún debe pasar un largo rato antes de que comprobemos el efecto de la fría, oscura y dulce cualidad del Navy Grog.
- Bueno - dice -, tú sabes que yo sólo veo la posibilidad de rodear el punto. Y lanzar las sondas.
- Lo sé. Pero el autopiloto del Ulysses está hecho para enviar una de las sondas en el curso de una circunvalación a través del radio Swartzchild de la estrella y hacer que regrese a su punto de partida. Y tú y el Ulysses tomaréis justamente ese camino en lugar de la sonda. No puedes quedarte sin saberlo desde ahora. No puedo dejarte en la ignorancia. Regresarás aproximadamente veintiséis años en el tiempo, devolviéndote a la Luna durante los primeros seis meses de ese período.
- ¿A la Luna? - pregunta removiéndose en la silla -. ¿Por qué no a la órbita de la Tierra?
- Aún no. Yo tuve que ocultar el Ulysses en la otra cara de la Luna. Desde allí tomé un vehículo de salvamento y busqué un cráter adecuado. Allí lo enterré. Volví a Miami en un vehículo para turistas. Dentro de un año volveré a la Luna, recogeré el Ulysses y volveré a casita para ser aclamado por la masa.
- Seis meses después del despegue. Eso les hará creer que fuiste a través del radio Swartzchild. Bauerhaus 4 está a once años luz.
- Bien, puedes tomar tu propia decisión respecto de...
- Respecto de la mierda. Tú eres yo, y tú has decidido ya.
- Me ha llevado un año adaptar mi mente. Pero míralo así. La N.A.S.A. está preparada para saber que puedes usar un agujero negro de esta manera. Ella costea el viaje. Y con eso, ¿qué pueden hacerme?
- Claro...
- De otro modo, estaría condenado a mantenerme oculto durante veintiséis años.
- Perfecto - concede -. Perfecto, Ge... George. - Tembló al pronunciar su propio nombre -. ¿Cuál es el meollo de todo esto?
Sin embargo, sé que él lo ha imaginado ya.
- Acciones. Afortunadamente has estado comprando y vendiendo acciones, no muchas, las suficientes para preocuparte y enterarte de cómo anda el mercado. He memorizado las alzas y las bajas de la bolsa en los próximos seis meses. En seis meses seremos millonarios. Luego cogeremos un montón de periódicos y tú te ocuparás de lo mismo.
- ¿Para qué? - pregunta con una mueca -. Si ya tendremos la pasta.
- Puedo esperar alguna jugada de tu parte - digo con cierta incomodidad.
Cabecea lentamente. Yo estoy tranquilo ahora. Pero de los dos yo soy el único vulnerable. Si combinamos nuestros intereses y nuestras operaciones, puede ocurrir que el Mecanógrafo del Tiempo opte por alterar un poco el borrador, con lo que desapareceré convirtiéndome en polvo, en humo, en nada. ¿O no? En estos asuntos las paradojas están a la orden del día y cuanto especulemos no pasará de mera conjetura.
Volví de la Luna con un nombre supuesto: C. Cretemaster. Como C. Cretemaster alquilé un apartamento al otro extremo del diámetro que podía trazarse entre el George Cox más joven y yo. Si lo frecuento demasiado me transformaré en un micrófono secreto.
Y, sin embargo, era lo que ocurría conmigo cuando yo era él. Yo temía que el George Cox más viejo intentara asumir mi vida. Y aunque ya lo ha hecho no lo hizo entonces. Su existencia me aprisionaba más que los barrotes de una celda. Y era lo inevitable, pues no tenía opción. Allí donde los caminos de la vida se bifurcan, yo no tengo más remedio que girar ese camino; todas las salidas restantes me están vedadas. Es lo que le está ocurriendo a él ahora. Y yo estoy fuera de su camino.
Es más, yo aún lo estoy atravesando. Ahora soy el George Cox más viejo, lo que impide cualquier tipo de ayuda. Mi vida está planeada hasta en el más insignificante detalle. Mi libre voluntad - mi ilusión de poseer un «libre albedrío» - no regresará a mis facultades hasta que el Ulysses desaparezca entre las estrellas. Pero no espero a tal acontecimiento. Raramente tenemos contacto durante los siguientes cinco meses. El, junto con Frank Curey y Yoki Lee, se mantiene ocupado con las pruebas y el aprendizaje astronáutica. Yo vivo de su salario, lo que es cojonudo para ambos porque el valor de sus acciones sube sin cesar. Yo me encargo de las manipulaciones, en nuestro común nombre. Él no tiene tiempo.
Todo es como jugar al póker con la facultad de leer las cartas. Y, de veras, no me siento culpable, todo lo más un poco alegre. Sin embargo, durante la última operación llegue a preguntarme por qué el dinero no aumentaba a mayor velocidad. Ahora que manejo el asunto he llegado a saberlo. Hay un límite para la rapidez con que puedes mover el dinero, aun cuando sepas exactamente dónde va a parar. La masa monetaria está regulada socialmente.
- Me siento triste por Yoki y Frank - me dice -. Trabajan tan esforzadamente como yo, y todo para nada.
- Tómalo como una predestinación - le respondo. Aunque deseaba poder darle una respuesta mejor. Recordaba, lo mucho que se desilusionarían y lo bravamente que intentarían ocultarlo.
Los tres tardan aún dos meses en prepararse con el Ulysses. El viaje está ya listo; sólo queda el entrenamiento de los pilotos. Puedo ver la oscuridad de la noche cruzada por una astilla de luz que se desliza lentamente entre las estrellas. Y comienzo a recordar:
Dejo atrás los planetas y la zona de los cometas conocidos. Meses enteros empleados en los detalles más elementales, como la depuración del oxígeno, el ajuste de los controles de seguridad y la comprobación del perfecto funcionamiento de los accesorios automáticos. Finalmente, el inmenso lienzo del cosmos se extiende ante mí, exhibiendo sus colores próximos a la locura. Luego, la hibernación. Despierto a mitad de trayecto, poseído por el miedo de que la ruta de las estrellas haya cambiado, enfrentándome a los fantásticos chisporroteos y relámpagos del espacio que rodean la nave. Esta surca océanos de rojo oleaje para abordar puertos de azules y cárdenas ensenadas. Luego regreso al nicho del frío sueño.
Despierto nuevamente descubriendo que las estrellas han vuelto a su apariencia cotidiana. Uso el Indicador de Masa para intentar localizar Bauerhaus 4. Está aquí miro y vuelvo a mirar por el telescopio... y nada veo.
Tomo las sondas indicadas. Dentro de la ergosfera, la región elíptica del torbellino que circunda el radio Swartzchild. El tamaño de la ergosfera me indicará cuántas estrellas están afectadas por el torbellino de absorción del negro agujero, es decir, las dimensiones completas de la rara.
La primera sonda gira en torno al negro agujero cientos de veces un segundo antes de desaparecer. La segunda sigue el mismo camino, incendiándose antes de penetrar en el radio Swartzchild, disparándose luego a una velocidad poco menor que la de la luz.
Todavía me recuerdo preparando el lanzamiento de la tercera sonda. La sonda fue lanzada.
¿Cometí realmente aquella locura?
Mierda, realmente la cometí.
Recuerdo que las estrellas se oscurecían en las proximidades del Punto hueco. En un momento una estrella se situó a mis espaldas y en una ráfaga de segundo se convirtió en un suspiro de luz. No hubo la menor colisión mientras atravesaba el radio Swartzchild, tan sólo un aumento de la fuerza calórica... y de algún modo supe que había abandonado el universo.
Libre al fin. Libre del George Cox más viejo.
Estaba seguro.
- Hemos estado manejando pasta de la buena durante cinco meses - le digo cuando regresa -, tanto que hemos sobrepasado el millón. ¿Cómo te sienta ser millonario?
- Bastante bien - contesta mientras sonríe triunfalmente a través del montón de libros que le rodea. Sin embargo, su sonrisa parece un tanto forzada al volver la cabeza hacia mí.
- Perfecto, chico. Ahora, a tu trabajo. - Le pongo delante todo un fardo de, periódicos -. A memorizar la quincalla bursátil.
- ¿De todas las compañías?
- No, sólo las que están en alza y el momento preciso de producirse. Encuéntralas, señálalas y comienza a metértelas en la cabeza.
Gruñe, tal como yo hiciera una vez.
- Tú tienes más tiempo libre que yo - dice.
- ¿No hemos discutido ya bastante ese punto? Esto viviendo una pesadilla pensando que si nos saltamos el orden natural de las cosas desapareceré como la luz de una bombilla que se funde. Por favor, ¿no harás esto por el mejor amigo que jamás podrás tener?
Cogió los periódicos.
Lo pierdo de vista durante una semana.
Una tarde contesto al teléfono que suena. Es él. Por la pantalla puedo ver que sus ojos arden y su rostro está pálido. Antes de que pueda yo pronunciar la menor palabra, se me adelanta con no evitada precipitación.
- ¡Han escogido a Frank!
- ¿Qué? Una mierda para ellos. Me escogieron a mí.
- ¡Pero han escogido a Frank! George, ¿qué haremos? - Su voz se desvanece en un murmullo. Se introduce en mi cabeza como una cantinela pegadiza. La habitación también comienza a desvanecerse entre un sordo zumbido. Mis rodillas tiemblan y caigo al suelo. Quiero gritar, pero no puedo.
Tengo frío. Aprecio un cosquilleo bajo mi mandíbula La toco con mis propias manos y compruebo que la mandíbula está allí, que es real. Sin duda me he desmayado. El otro George chilla al otro lado del teléfono: ¡George! ¡George!, de modo que consigo incorporarme lo suficiente como para exhibir mi rostro en la cámara.
- Tranquilízate - le digo -. En seguida me recuperaré
Esta vez estamos sentados. Nos dedicamos a pasear inconexamente por la habitación sin tener en cuenta lo que el otro dice o hace, como en una mediocre comedia sobre el hastío contemporáneo.
- Podemos olvidarlo - dice -. Repartamos el dinero. Ignoremos la paradoja.
- Casualmente es algo que no puedo olvidar. George, métete de una vez en la cabeza que la paradoja soy yo. Si esta vez no ocurre como tiene que ocurrir, desaparezco. Tenemos que hacer algo.
- ¿Por ejemplo? ¿Tal vez robar la nave?
- Pues mira, eso...
- Si yo robo el Ulysses te formarán consejo de guerra.
- ¡A tí!
- Nana. Ni me verán el pelo si eso ocurre.
- Entonces, ¿cómo narices podrías retirar el dinero impuesto a mi nombre?
Condenación. Está en lo cierto. Todos los esfuerzos, todas las precauciones tomadas, se convertirán al cabo en agua de borrajas.
- Quizás no sospechen de mí - dije deteniéndome a mitad de una larga zancada.
- Vete por ahí. Se nos ha visto la cara demasiado.
- Vete tú por ahí ahora. Alguien puede haberme suplantado. Yo tengo una coartada.
- ¿Una coartada? - exclamó comenzando a reír -. Escucha, voy a preparar unos tragos. Todo esto carece de sentido para un hombre sereno.
Un mes de espera. Un mes haciendo planes. Ese era el cálculo. Pero no resultó así; los sinvergüenzas adelantaron la fecha del despegue un par de semanas. Cuando hay dinero por medio uno comienza a perder la fe en la consistencia del universo al enterarse de tales alteraciones, por las noches temo dormirme. Cada mañana es una sorpresa llena de arrobo. Aún estoy aquí.
Deseo hablar con Bauerhaus.
Caeríamos sobre él después de su charla. Pequeño, rechoncho flemático, se dedica a prodigar largas conferencias sobre cosmología en general. El gran empuje que puede o no haber dado comienzo al universo, y de paso haber sembrado algunos negros agujeros más pequeños que un átomo y más pesados que el mayor asteroide... la posibilidad de que el universo mismo contenga alguno de esos negros agujeros... agujeros blancos que vomitan materia de la nada...
Sin embargo, habla claro respecto a uno de los temas.
- Caballeros, debemos reconocer que no sabemos lo que ocurre en el interior del radio Swartzchild de un agujero negro. No sabemos lo que ocurre con la materia que se aproxima al punto exacto. Posiblemente sea detenida por una fuerza más potente que todas las cosas conocidas.
¿Y qué pasa con lo que atraviesa el área del agujero negro? El carcamal sonríe como si le gastaran una broma.
- Esperamos encontrar un agujero teórico. Nosotros postulamos una Ley de Censura Cósmica que nos habla sobre ello, demostrando que nada que caiga en un agujero negro puede salir de él. De no ser así, obtendríamos agujeros negros con tal índice de rotación que no permitiría la existencia del radio Swartzchild alrededor de la rara. Y una rara desnuda atraería demasiadas miradas. Las matemáticas se muestran aquí inconsistentes, como si quisiéramos dividir cero por cero.
Si el carcamal pudiera verme ahora, si nos viera a ambos de seguro que los raros seriamos nosotros. Pero no podemos arriesgarnos a ser vistos juntos. El George Cox más joven continúa su entrenamiento. Los periodistas preguntan a Yoki y al George más joven sobre la necesidad de vehículos apropiados para recorrer los mundos semejantes a la tierra que hallen en el espacio. El otro George juega a la bolsa y espera.
Frank Curey habla estado tanto tiempo como yo en el espacio, preparándose para el vuelo del Ulysses, lo que aún no había sucedido. Apenas mide cinco pies de estatura, su complexión es musculosa y la cuadratura de sus hocicos lo asemeja al perro. Su peso es menor que el mío o el de Yoki. Y esto es proporcional a la cantidad de alimento y oxígeno que deberá mantenerlo vivo durante el año y medio que tiene que pasar fuera.
No había razón alguna en todo el Centro para que tuvieran que preferirlo a mí; aún me lo pregunto. ¿Cuál es la diferencia esta vez? ¿Que el George más joven se ha dedicado con mayor ahínco a la bolsa que al entrenamiento? ¿Que ha refrenado su entusiasmo al enterarse a mi costa de lo que luego va a ocurrir?
Ya es demasiado tarde. Algo gordo va a pasar. Yo soy escogido para pilotar la nave de transporte y para ayudar a Frank en las últimas pruebas con el Ulysses.
Frank y yo caminamos juntos hacia el lugar de lanzamiento. Los vigilantes nos dejan paso sin el menor comentario. El campo de lanzamiento está iluminado con luces artificiales bajo un cielo oscuramente agrisado.
Frank está nervioso, agitado. Habla demasiado. Se le contraen los músculos y a menudo hace muecas.
- Veintiséis años - dice -. ¿Qué puede ocurrir en veintiséis años? Podéis descubrir la fórmula de la vida eterna mientras tanto. O convertiros en una dictadura mundial. O conseguir la teleportación de materia. O viajes a velocidades mayores que la luz.
- Podemos conseguir lo mismo que tú si la sonda tercera da resultado.
- Sí. Claro. Si la sonda tercera regresa a través del tiempo yo dejaré... pero no veo muy clara la aplicación que eso pueda tener en un viaje espacial, George. A fin de cuentas no hay tantos agujeros negros. Bromas aparte, George, ¿qué crees que encontraré cuando regrese?
A ti mismo, desgraciado, pienso. Lo tengo en la punta de la lengua, pero me lo trago.
- Me encontrarás a mí, esperándote en el campo de aterrizaje. Siempre que no te vayas demasiado lejos.
- Descuida - dice riendo.
- ¿Mantendrás intacta la pureza de tu cuerpo, perdido en la soledad del cosmos? ¿No retrocederá tu cerebro?
- Oh, vamos.
Casi hemos alcanzado el hangar. La nave se destaca ante nosotros, resplandeciente, no demasiado ancha, mostrando a un costado la escala que comunica con la cabina de mando de proa. Mientras caminamos no hago más que hablar conmigo mismo. Estoy tan nervioso como Frank. Afortunadamente hay dos puertas. De no ser así, hubiera estado del todo convencido de nuestra detención por los guardias de seguridad. El otro ya estará dentro, evidentemente, después de haber pasado sin que se le presentara el menor obstáculo. O se ha determinado a no hacerlo.
Frank está a punto de adentrarse en la rampa cuando el otro George Cox se desliza como una sombra a sus espaldas. Empuña una pesada llave inglesa.
Antes de que alcance a Frank, éste consigue apartarse e incrusta su puno en el vientre de George, luego cruza el golpe con un buen derechazo que lanza a George contra el suelo. Entonces Frank ve su cara y se queda helado.
Yo no tengo ninguna llave inglesa. Rápidamente, le suelto un golpe en el cuello con el filo de la mano. Frank gira sobre sí, los ojos fuera de las órbitas; se dobla y acabo mi faena con otra sacudida en la nuca. Se desploma.
Tomo su pulso. No se ha detenido.
El corazón de George Cox aún late, pero es el único signo de vida que manifiesta. No necesito tomar mi propio pulso; está zumbándome en los oídos. El otro George Cox puede necesitar un hospital. No está en forma para pilotar una nave interestelar. ¿Entonces?
El Ulysses, gigantesco, se desplaza por el espacio. Ningún sonido llega hasta mí, ni siquiera el producido por el regenerador de aire o el destilador de hidrógeno para el combustible. Ya no estoy nervioso.
Mientras que las consideraciones morales pueden hacer de mí un amable objeto de iracundia, las razones por las que he procedido a escogerme a mí mismo son muy simples. He secuestrado el Ulysses porque no tengo la menor esperanza de regresar. Seguiré el camino primitivo nuevamente porque es la única manera de arreglar lo que de algún modo puede ser catastrófico.
Puedo resultar muerto en este último viaje hacia el agujero negro. Puedo resultar muerto esta vez. Pues el alma del George Cox más viejo no vivirá ya mucho conmigo. Y el George Cox más joven, al que dejé tendido en el suelo junto a Frank Curey, se convertirá en el George Cox real. Nada ha sido trastocado en su coherencia temporal, y ningún fragmento de esa coherencia habita en mí. Puede decirse que nadie me ha engendrado, que soy un espíritu sin origen.
Si George Cox sabe arreglárselas se salvará de la cárcel. Puede declarar que descubrió a un impostor, su propio doble, caminando junto a Frank en dirección a la nave. Él estaba a punto de hacer cualquier cosa con la ayuda de una magnánima llave inglesa cuando Frank le atizó en la cara. Eso es todo cuanto sabe.
¿Cómo acabará todo esto? ¿Habrá siempre un George Cox que seguirá a la perfección el plan de vuelo? Evidentemente, y de la misma manera un segundo George Cox que vigila atentamente la trayectoria de la tercera sonda que acaba apareciendo antes del lanzamiento del Ulysses. Esto me da una idea. Si la sonda puede retornar antes de que todo comience, él también podrá hacerlo.
¿Se habrá mantenido el George Cox más viejo llamando a la puerta de mi apartamento durante toda su vida? ¿O lo habrá estado haciendo eternamente?
¿Qué pasaría si yo siguiera el plan de vuelo esta vez? No, no me atrevo a hacerlo. Nuevamente sobrevendría la eterna repetición. ¿O no sería así?
Quiero preguntárselo a Bauerhaus. Pero a la gente como el no le gusta hablar de las raras. No lo culpo.
FIN
Arthur C. Clarke - RECUERDO A BABILONIA
Todo comenzó en una de esas recepciones oficiales tan características de la vida social en las capitales asiáticas. Son más comunes todavía en Occidente, por supuesto, pero en Colombo no hay mucha competencia de entretenimientos. Por lo menos una vez a la semana, si uno es alguien recibe una invitación a cócteles en una embajada o legación, el Consejo Británico, la Misión de Operaciones de los EE.UU., L'Alliance Française, o una de las incontables agencias alfabéticas engendradas por las Naciones Unidas.
Al principio, sintiéndonos más cómodos bajo el Océano Indico que en círculos diplomáticos, mi socio y yo éramos personas insignificantes, y nos dejaban en paz. Pero luego de que Mike apadrinó la gira de Dave Brubeck en Ceilán, la gente comenzó a fijarse en nosotros. Y más aún cuando Mike desposó a una de las beldades más conocidas de la isla. De modo que ahora nuestra consumición de cócteles y canapés está limitada principalmente por el rechazo a abandonar nuestros cómodos sarongs por absurdos atuendos occidentales como pantalones, smokings y corbatas.
Era la primera vez que íbamos a la Embajada Soviética, que daba una fiesta para un grupo de oeeanógrafos rusos que acababan de llegar al puerto. Bajo los inevitables retratos de Lenin y Marx, un par de cientos de invitados de todos los colores, religiones e idiomas se arremolinaban hablando con amigos, o atacando obsesionadamente el vodka y el caviar. Yo estaba separado de Mike y Elizabeth, pero los veía al otro lado de la sala. Mike hacía su acto de «Allí estaba yo a cincuenta brazas» frente a un auditorio fascinado, mientras Elizabeth lo miraba enigmáticamente... y más gente todavía miraba a Elizabeth.
Desde que perdí un tímpano buscando perlas en la Gran Barrera de Coral, me veo en desventaja en estas reuniones; el ruido de superficie es unos doce decibelios más alto de lo que yo puedo dominar. Y eso no es poco handicap cuando le presentan a uno gente con nombres como Dharmasiriwardene, Tissaveerasinghe, Goonetilleke, y Jayawickrema. Por lo tanto, cuando no estoy asaltando el buffet, busco un lugar relativamente tranquilo donde tenga alguna posibilidad de seguir más del cincuenta por ciento de cualquier conversación en la que pudiera verme metido. Estaba dentro de la sombra acústica de una enorme columna, estudiando la escena con mi aire de indiferencia tipo Somerset Maugham, cuando noté que alguien me miraba con esa expresión de «¿No nos hemos visto antes?»
Lo describiré con algún cuidado, porque debe haber mucha gente que pueda identificarlo. Tenía treinta y tantos años, y supuse que era norteamericano. Mostraba la pulcritud, el corte de pelo, el aire del hombre que acostumbra a andar por Rockefeller Center, esa apariencia que era marca de pureza hasta que los diplomáticos jóvenes y los consejeros técnicos rusos comenzaron a imitarla con tanto éxito. Media un metro ochenta, tenía astutos ojos castaños y pelo negro, prematuramente gris en las sienes. Aunque yo estaba bastante seguro de que no nos habíamos encontrado nunca antes, su cara me recordaba a alguien. Tardé un par de días en darme cuenta a quien: ¿recuerdan al difunto John Garfield? Era tan parecido que casi no había diferencia.
Cuando un extraño me llama la atención en una fiesta, mi procedimiento clásico entra en acción automáticamente. Si parece una persona agradable, pero no tengo deseos de conocerla en el momento, uso con ella la Mirada Neutral, dejando que mi vista la recorra rápidamente sin un parpadeo de reconocimiento, aunque no con verdadera hostilidad. Si parece un chiflado, recibe el Coup d'oeil, que consiste en una larga mirada de incredulidad, seguida de una vista sin prisa de mi nuca. En casos extremos se puede agregar una expresión de asco durante unas milésimas de segundo. Generalmente el mensaje llega.
Pero este personaje parecía interesante, y yo me estaba aburriendo, así que le ofrecí el Saludo Afable. Minutos después se acercó entre la gente, y yo volví hacia él mi oído sano.
- Hola - dijo (si, era norteamericano) -, me llamo Gene Hartford. Estoy seguro de que nos hemos encontrado antes.
- Es muy posible - respondí -. He pasado mucho tiempo en los Estados Unidos. Soy Arthur Clarke.
En general eso produce una mirada vacía, pero algunas veces no. Casi pude ver las fichas IBM revoloteando tras esos duros ojos pardos, y me halagó su rapidez.
- ¿El escritor de ciencia?
- Así es.
- Bueno, esto es extraordinario. - Parecía genuinamente sorprendido. - Ahora sé dónde lo he visto. Fue una vez en el estudio, cuando usted estaba en el programa de Dave Garroway.
(Podría valer la pena seguir esta pista, aunque lo dudo; y estoy seguro de que ese «Gene Hartford» era falso; era demasiado artificial.)
- ¿Así que usted está en la televisión? - le pregunté -. ¿Qué hace aquí? ¿Recoge material, o simplemente anda de vacaciones?
Me brindó la sonrisa franca y amistosa del hombre que tiene mucho para esconder.
- Oh, mantengo los ojos abiertos. Pero esto es sorprendente. Leí su libro La exploración al espacio cuando salió en... eh...
- En el cincuenta y dos; el Club del Libro del Mes nunca volvió a ser el mismo desde entonces.
Todo ese tiempo estuve tratando de juzgarlo, y aunque había algo en él que no me agradaba no pude saber bien qué era. De todas formas yo estaba dispuesto a hacer grandes concesiones a una persona que había leído mis libros y que además trabajaba en televisión; Mike y yo siempre estamos buscando mercados para nuestras películas submarinas. Pero ésa, para decirlo suavemente, no era la línea de negocios de Hartford.
- Mire - dijo ansiosamente -, estoy trabajando en un asunto importante para una cadena de televisión que le interesará; en realidad, usted ayudó a darme la idea.
Esto sonaba prometedor, y mi coeficiente de avaricia saltó varios puntos.
- Me alegro. ¿De qué se trata?
- No puedo discutirlo aquí. ¿Qué le parece si nos encontramos en mi hotel, mañana a las tres?
- Déjeme ver la agenda; sí, está bien.
En Colombo hay solamente dos hoteles frecuentados por norteamericanos, y acerté la primera vez. Estaba en el Mount Lavinia, y aunque quizá ustedes no lo sepan han visto el lugar donde tuvimos nuestra charla privada. Cerca de la mitad de El puente sobre el río Kwai hay una breve escena en un hospital militar, donde Jack Hawkins conoce a una enfermera y le pregunta dónde puede encontrar a Bill Holden. Tenemos debilidad por este episodio, porque Mike era uno de los oficiales navales convalecientes que se ven al fondo. Si miran atentamente, lo verán a la extrema derecha, con la barba en pleno perfil firmando con el nombre de Sam Spiegel su sexta vuelta de bar. Tal como resultó la película, Sam podía permitírselo.
Fue aquí, en esta meseta diminuta, sobre las playas bordeadas de palmeras, donde Gene Hartford comenzó a hablar... y mis ingenuas esperanzas de beneficios financieros comenzaron a evaporarse. En cuanto a los motivos de Gene Hartford, si es que él mismo los conocía, todavía no estoy seguro. La sorpresa de encontrarme, y un equivocado sentimiento de gratitud (del cual yo habría prescindido con alegría), jugaron indudablemente su papel, y a pesar de todo su aire de confianza debe de haber sido un hombre amargado y solo que necesitaba desesperadamente aprobación y amistad.
De mí no obtuvo ninguna de esas cosas. Siempre he tenido algo de compasión por Benedict Arnold, como debe de tenerla cualquiera que conozca todos los aspectos del caso. Pero Arnold sólo traicionó a su país; nadie, antes de Hartford, trato de seducirlo.
Lo que desvaneció mis sueños de dólares, fue la noticia de que la conexión de Hartford con la televisión norteamericana se había roto, algo violentamente, a principios de la década del cincuenta. Estaba claro que lo habían echado de la Avenida Madison por afiliarse al Partido, y también estaba claro que en este caso no habían cometido ninguna injusticia. Aunque hablaba con cierta furia controlada de su lucha contra la torpe censura, y lloraba por una brillante - aunque innominada - serie de programas culturales que habría comenzado justo antes de que lo echaran del aire, a esa altura yo empezaba a oler tantas ratas que mis respuestas eran muy cautelosas. Mi interés pecuniario en el señor Hartford disminuía, pero mi curiosidad personal aumentaba. ¿Quién estaba detrás de él? No la BBC...
Cuando logró sacar del cuerpo toda la autocompasión, habló finalmente del asunto:
- Tengo una noticia que lo hará levantarse - dijo presumidamente -. Las cadenas norteamericanas tendrán pronto competencia. Y será en la forma que usted predijo. La gente que envió a la Luna un transmisor de televisión puede poner uno mucho mayor en órbita alrededor de la Tierra.
- Los felicito - dije cautelosamente -. Siempre estoy a favor de la sana competencia. ¿Cuándo lo lanzan?
- En cualquier momento. El primer transmisor lo estacionarán al sur de Nueva Orleáns; en el ecuador, claro. Eso significa que estará bien afuera sobre el Pacífico, no quedará sobre el territorio de ninguna nación, y no surgirán por lo tanto complicaciones políticas. Sin embargo estará allí en el cielo, bien a la vista de todo el mundo, desde Seattle a Key West. Piense: ¡la única estación de televisión que podrán sintonizar todos los Estados Unidos! ¡Sí, incluso Hawai! No habrá forma de provocar interferencias; por primera vez habrá un canal que puede entrar en cada hogar norteamericano. Y los Boy Scouts de J. Edgar no pueden hacer nada para bloquearlo.
De modo que ese es tu pequeño fraude, pensé; por lo menos eres franco. Hace tiempo que aprendí a no discutir con marxistas, pero si Hartford decía la verdad quería sonsacarle todo lo que fuera posible.
- Antes de que se entusiasme demasiado - dije -, hay algunos puntos que usted puede haber olvidado.
- ¿Por ejemplo?
- Esto funcionará en dos direcciones. Todos saben que la Fuerza Aérea, la NASA, los Laboratorios Bell, la I.T.T, Hughes, y otras varias docenas de agencias están trabajando en el mismo proyecto. Cualquier cosa que Rusia le haga a los Estados Unidos en materia de propaganda le será devuelto a interés compuesto.
Hartford sonrió con tristeza.
- ¡Caramba, Clarke! - dijo. (Me alegró que no me tuteara.) Estoy un poco desilusionado. Usted debe de saber que los Estados Unidos llevan varios años de atraso en capacidad de carga. ¿Cree usted que el viejo T.3 es la última palabra de Rusia?
Fue en ese momento cuando comencé a tomarlo muy en serio. Tenia toda la razón. El T.3 podía transportar cinco veces más carga útil que cualquier cohete norteamericano a esa órbita crítica de treinta y cinco mil kilómetros, la única que permitiría a un satélite permanecer fijo sobre la Tierra. Y para cuando los Estados Unidos pudieran igualar esa hazaña sólo el cielo sabe donde estarían los rusos. Sí, el cielo lo sabría de veras...
- Muy bien - concedí -. ¿Pero por qué cincuenta millones de hogares norteamericanos tendrían que comenzar a cambiar de canal tan pronto como puedan sintonizar Moscú? Admiro a los rusos, pero sus entretenimientos son peores que su política. Luego del Bolshoi, ¿qué les queda?
Recibí otra vez esa sonrisa triste y extraña. Hartford había guardado el golpe más fuerte.
- Fue usted quien trajo los rusos a colación - dijo -. Están en esto, seguro; pero sólo como contratistas. La agencia independiente para la cual trabajo les paga sus servicios.
- Esa - observé fríamente - debe de ser toda una agencia.
- Lo es; la más grande. Aunque los Estados Unidos pretendan que no existe.
- Oh - dije, algo estúpidamente -. De modo que ese es su patrocinador.
Ya había oído esos rumores de que la URSS iba a lanzar satélites para los chinos; ahora parecía que los rumores apenas dejaban vislumbrar parte de la verdad.
- Usted tiene toda la razón - continuó Hartford quien obviamente se estaba divirtiendo - sobre los entretenimientos rusos. Luego de la novedad inicial, el índice de audiencia bajaría a cero. Pero no con el programa que yo proyecto. Mi trabajo es encontrar material que deje a todos los demás canales fuera de combate cuando salga al aire. ¿Usted cree que no se puede hacer? Termine esa bebida, y suba a mi habitación. Tengo una larga película sobre arte religioso que me gustaría mostrarle.
Bueno, no estaba loco, aunque durante algunos minutos dudé. Podía pensar pocos títulos mejor calculados para que el espectador sintonizara el canal que el que apareció en la pantalla: Aspectos de la escultura Tántrica del siglo XIII.
- No se inquiete - rió Hartford, sobre el zumbido del proyector -. Ese título me ahorra problemas con los inspectores de Aduana. Es correcto, pero lo cambiaremos por algo más taquillero cuando llegue el momento.
Sesenta metros más adelante, luego de unas largas tomas inocuas de arquitectura, comprendí lo que quería decir.
Ustedes saben que hay ciertos templos en la India cubiertos de esculturas soberbiamente ejecutadas, de un tipo que nosotros en Occidente jamás asociaríamos con religión. Decir que son francas es risible; no dejan nada a la imaginación... cualquier imaginación. Pero al mismo tiempo son genuinas obras de arte. Y también lo era la película de Hartford.
Había sido filmada, en caso de que les interese, en Konarak, el Templo del Sol. Luego me informé; está en la costa de Orissa, unos treinta y cinco kilómetros al noroeste de Puri. Los libros de referencia son bastante tímidos; algunos se disculpan por la «obvia» imposibilidad de mostrar ilustraciones, pero la Arquitectura hindú de Percy Brown no ahorra palabras. Las esculturas, dice, son de «un desvergonzado carácter erótico que no tiene paralelo en ningún edificio conocido». Parece exageración, pero lo creo luego de haber visto esa película.
La fotografía y el montaje eran excelentes; la antigua piedra despertaba a la vida ante los lentes. Había largas tomas del sol ahuyentando sombras de cuerpos entrelazados en éxtasis, que dejaban sin aliento; asombrosas tomas, en primer plano, de escenas que al principio la mente se negaba a reconocer; estudios suavemente iluminados de piedra esculpida por un maestro, en todas las fantasías y aberraciones del amor; incansables movimientos cuyo significado eludía la comprensión, hasta que se inmovilizaban en dibujos de deseo intemporal, de satisfacción eterna. La música - principalmente percusión, entrelazada con el agudo sonido de algún instrumento de cuerdas que no pude identificar - se adecuaba perfectamente al tempo del montaje. Por momentos era lenta y suave, como los primeros compases de «L'Apres-midi» de Debussy; luego, los tambores llegaban velozmente a un clímax de frenesí casi insoportable. El arte de los antiguos escultores, y el talento del cineasta modemo, se habían combinado a través de los siglos para crear un poema de éxtasis, un orgasmo en celuloide que nadie podría presenciar sin conmoverse.
Hubo un largo silencio cuando la pantalla se inundó de luz y la música lasciva terminó de apagarse.
- ¡Mi Dios! - dije, cuando recuperé algo de mi compostura -. ¿Van a transmitir eso?
Hartford rió.
- Créame - respondió -, eso no es nada; ocurre que es la única película que puedo llevar conmigo sin peligro. Estamos dispuestos a defenderla apoyándonos en el verdadero arte, el interés histórico, la tolerancia religiosa... oh, hemos pensado en todos los ángulos Pero en realidad no importa; nadie puede detenernos. Por primera vez en la historia toda forma de censura se vuelve imposible. Simplemente no hay manera de aplicar la ley; el cliente obtiene lo que desea, y en su propia casa. Cierre la puerta, encienda el televisor; los amigos y la familia jamás lo sabrán.
- Muy ingenioso - dije -, ¿pero no cree usted que una dieta semejante cansa muy pronto?
- Por supuesto; en la variedad está el gusto. Tendremos muchos entretenimientos convencionales; deje que yo me preocupe por eso. Y de vez en cuando tendremos programas de información - odio esa palabra «propaganda» -, para decirle al enclaustrado pueblo norteamericano lo que realmente sucede en el mundo. Nuestras películas especiales serán solamente la carnada.
- ¿Le importa si tomo un poco de aire fresco? - dije -. Esto se está poniendo irrespirable.
Hartford corrió las cortinas, y dejó que la luz volviera al cuarto. A nuestros pies se extendía una larga playa curva. Las batangas de los botes de pesca se alzaban bajo las palmeras, y las pequeñas olas se deshacían en espuma, al concluir su fatigosa marcha desde Africa. Uno de los paisajes más hermosos del mundo, pero no me pude concentrar en él. Aún veía esos miembros retorcidos, esos rostros helados con pasiones que ni los siglos podían extinguir.
La voz libidinosa continuó a mi espalda.
- Se sorprendería si supiera cuánto material hay. Recuerde, no tenemos ningún tabú. Si se puede filmar, nosotros podemos televisarlo.
Caminó a su escritorio y levantó un pesado volumen, bastante usado.
- Esta ha sido mi Biblia - dijo -, o mi Sears, Roebuck, si usted lo prefiere. Sin ella nunca habría vendido la serie a mis patrocinadores. Son grandes creyentes en la ciencia, y tragaron toda la cosa, hasta el último punto.
Asentí. Siempre que entro en un cuarto analizo los gustos literarios de mi huésped.
- El doctor Kinsey, ¿no?
- Creo que soy el único hombre que lo leyó de tapa a tapa, en vez de mirar solamente las estadísticas. En ese campo es la única investigación de mercado. Hasta que aparezca algo nuevo le sacaremos todo el jugo. Nos dice lo que el cliente quiere, y nosotros vamos a dárselo.
- ¿Todo?
- Si la audiencia es suficientemente grande, sí. No nos preocuparemos por los campesinos tontos que se vuelven adictos a la mercancía. Pero los cuatro sexos principales recibirán un tratamiento completo. Esa es la belleza de la película que usted acaba de ver: atrae a todo el mundo.
- De eso no cabe duda.
- Nos divertimos mucho planeando la película que titulé «Rincón del homosexual». No se ría, ninguna agencia emprendedora puede permitirse ignorar a esa audiencia. Por lo menos diez millones, contando a las damas. Si cree que yo exagero mire en los quioscos todas las revistas que hay de arte masculino. No fue fácil chantajear a algunos de los más delicados, y lograr que actuaran para nosotros.
Vio que estaba comenzando a aburrirme; hay cierto tipo de obsesión que encuentro deprimente. Pero fui injusto con Hartford, como él se apresuró a probar.
- Por favor no piense - dijo ansiosamente - que el sexo es nuestra única arma. ¿Alguna vez vio el trabajo que Ed Murrow hizo con el difunto Joe McCarthy? Eso no es nada, comparado con los perfiles que estamos planeando en «Washington Confidencial».
«Y está nuestra serie «¿Puede usted soportarlo?» destinada a separar a los hombres de los maricas». Publicaremos tantas advertencias por anticipado que todo norteamericano se sentirá obligado a ver el programa. Comenzará en forma inocente, basado en un tema muy bien preparado por Hemingway. Se verán algunas secuencias de toreo que literalmente lo levantarán del asiento, o lo enviarán corriendo al baño, porque muestran todos los pequeños detalles que nunca se ven en esas pulcras películas de Hollywood.
«Seguiremos después con un material realmente único, que no nos cuesta nada. ¿Recuerda las pruebas fotográficas de los juicios de Nuremberg? Usted nunca la vio porque no eran publicables. Había varios fotógrafos aficionados en los campos de concentración, y sacaron todo el jugo a una oportunidad que no volvería a presentárseles. Algunos de ellos fueron colgados gracias al testimonio de sus propias cámaras, pero su trabajo no se perdió. Será una buena introducción para nuestra serie «La tortura a través de los siglos»; muy erudita y exhaustiva, aunque de gran atractivo.
»Y hay docenas de enfoques, pero ahora usted tiene una idea. La Avenida cree saberlo todo sobre Persuasión Oculta. Créame que no lo sabe. Los mejores psicólogos prácticos del mundo están ahora en Oriente. ¿Recuerda Corea, y el lavado de cerebro? Hemos aprendido mucho desde entonces. No hay ya necesidad de violencia; a la gente le gusta que le laven el cerebro, si se hace bien.
- Y ustedes van a lavarle el cerebro a los Estados Unidos - dije -. Todo un trabajito.
- Exactamente. Y al país le encantará, a pesar de todos los gritos del Congreso y de las Iglesias. Sin mencionar las cadenas de televisión, por supuesto. Son las que harán más escándalo, cuando vean que no pueden competir con nosotros.
Hartford miró el reloj, y silbó con alarma.
- Es hora de empacar - dijo -. A las seis tengo que estar en ese impronunciable aeropuerto. ¿No sería posible que usted volara a Macao alguna vez, para vernos?
- No, pero ya me he formado una buena idea del asunto. A propósito, ¿no tiene miedo de que le arruine el negocio?
- ¿Por qué? La publicidad nos favorecerá. Aunque nuestra campaña no sale hasta dentro de varios meses creo que usted se ha ganado esta primicia. Como le dije, sus libros ayudaron a darme la idea.
¡Su gratitud era genuina, mi Dios! Me dejó completamente mudo.
- Nada puede detenernos - declaró, y por primera vez no pudo controlar el fanatismo que se escondía tras la fachada amable y cínica -. La Historia está de nuestra parte. Utilizaremos la propia decadencia de los Estados Unidos contra ellos mismos; es un arma ante la cual no tienen defensa alguna. La Fuerza Aérea no intentará cometer piratería espacial, derribando un satélite completamente alejado del territorio norteamericano. La Comisión Federal de Comunicaciones no puede siquiera protestar a un país que no existe a los ojos del Departamento de Estado. Si tiene alguna otra sugerencia estaría muy interesado en escucharla.
No tenía ninguna entonces, y no tengo ninguna ahora. Quizás estas palabras puedan servir de breve advertencia, antes de que aparezcan los primeros anuncios provocadores en los periódicos, alarmando a las cadenas de televisión. ¿Pero lograré algo? Hartford creía que no, y tal vez tenía razón.
«La Historia está de nuestra parte.» No puede sacarme esas palabras de la cabeza. Tierra de Lincoln y Franklin y Melville, te amo y te deseo lo mejor. Pero en mi corazón sopla un viento frío del pasado, pues recuerdo a Babilonia.
FIN
Lion Miller - DATOS DISPONIBLES ACERCA DE LA REACCIÓN WORP
Los primeros datos confirmados sobre Aldous Worp, indican que, sí bien aparentemente normal en la mayoría de aspectos físicos, estaba considerado por vecinos, compañeros de juego y familiares como un idiota incurable. Sabemos también que era un niño tranquilo y de hábitos afectadamente sedentarios. El único sonido que se le oía proferir alguna vez era un agudo monosílabo, muy semejante a la expresión «¡Huy!»; esto sucedía únicamente al ser llamado para las comidas o, con menos frecuencia, al ser despertado su enigmático interés por un estímulo externo, tal como una piedrecita de forma rara, un palo, o uno de sus propios nudillos.
Este niño súbitamente abandonó su Inactividad habitual. Poco después de su sexto cumpleaños - esta estimación de tiempo es sólo aproximada, por desgracia -, Aldous Worp empezó una serie de excursiones exploratorias al vertedero le la ciudad, localizado en la parte trasera de las propiedades de los Worp.
Después de unos cuantos viajes, el chico regresó una tarde a su hogar arrastrando una gran rueda dentada. Tras una ardua meditación, ocultó dicha rueda dentro de un gallinero vacío.
Así comenzó un proyecto que no terminó hasta transcurridos veinte años. El joven Worp avanzó a través de la niñez, la adolescencia y la juvenil virilidad, transportando miles de objetos metálicos, grandes y pequeños, de casi todas clases, hasta el gallinero. Dado que cualquier clase de educación formal se hallaba aparentemente más allá de su capacidad mental, sus padres veían complacidos la actividad que mantenía a Aldous feliz y contento. Cabe presumir que no les inquietaban los problemas de estética implicados.
Aldous Worp abandonó su autoimpuesta tarea tan bruscamente como la había iniciado. Durante casi un año - la estimación de tiempo es de nuevo aproximada debido a los Insuficientes datos -, Aldous Worp permaneció dentro de los confines de la propiedad familiar. Cuando no estaba ocupado en necesidades corporales básicas tales como comer y dormir, se movía lentamente en tomo a su montón de desechos sin ningún plan aparente.
Una mañana fue observado por su padre (como éste nos comunicó posteriormente) mientras se dedicaba a seleccionar ciertos objetos del montón y a ajustarlos unos con otros.
Debería advertirse aquí, en mi opinión, que ningún informe acerca de la Reacción Worp puede ser completo sin citas directas del padre de Aldous, Lambert Simnel Worp. Con respecto a la mencionada estructura, Worp padre ha declarado:
«El hecho que me llamó la atención fue que cada (tachado) cosa que cogía encajaba con alguna (tachado) otra. No (tachado) Importaba que fuese un (tachado) muelle de cama o un (tachado) batidor de huevos estropeado; si el (tachado) muchacho lo introduce en otra (tachado) parte, permanecía allí.»
En lo referente a las herramientas empleadas por Aldous Worp, L.S.Worp ha manifestado: «Ninguna herramienta».
L. S. Worp nos ofrece luego una información más extensa al responder a una pregunta que transcribo aquí textualmente:
P «¿Cómo diablos se las arregló para lograr que partes separadas se adhiriesen entre si para formar un todo?» (Dr. Palmer)
R «Los (tachado) pedazos se unieron más estrechamente que una malla (tachado), y nadie - lo que se dice nadie, señor - pudo separarlos.»
La estabilidad del conjunto era obvia, por cuanto el joven Aldous se encaramaba a menudo por aquel amasijo para añadir otra «parte», sin alterar su equilibrio en lo más mínimo.
Lo que precede, no obstante su concisión, son todos los antecedentes que poseemos del experimento en sí. Por su exacto relato de las circunstancias habidas en una de las demostraciones «controladas» de la Reacción Worp, nos hallamos en deuda con el comandante Herbert R. Armstrong, ingeniero del Ejército de los EE.UU. y con el doctor Philip Eustace Cross, A. E. C., que estuvieron presentes.
Al parecer, exactamente a las 10:46 de la mañana, Aldous Worp cogió una rueda dentada muy vieja y herrumbrosa..., el primer objeto que había rescatado del olvido en el montón de chatarra, cuando sólo tenía seis años. Después de un momento de vacilación, trepó hasta lo alto de su mal construida estructura y se detuvo. Para luego descender por su parte interna. Desapareció de la vista de estos expertos observadores durante varios minutos. (Dr. Cross: 4 minutos, 59 segundos; comandante Armstrong: 5 minutos, 2 segundos). Aldous reapareció por fin, bajó a gatas y miró fijamente su creación.
Reproducimos un fragmento de los Informes combinados del comandante Armstrong y del doctor Cross:
«Después de permanecer como ausente por unos cuantos minutos, Worp se pegó a su ensamblaje, del que sobresalía una varilla con la bola de latón de un poste de cama unida a ella. Aldous Worp dio un ligero tirón a la bola. Lo que sucedió después fue absolutamente fantástico. Oímos un rumor creciente, parecido al de una catarata, que aumentó hasta convertirse en un fuerte estrépito. Aproximadamente quince segundos después, vimos un resplandor purpúreo que salía de debajo de la estructura. Luego, todo el conjunto, de trastos se levantó en el aire hasta una altura de unos tres metros y permaneció flotando ahí, inmóvil. Aldous brincó a su alrededor en una completa apariencia de júbilo y oímos claramente su observación «¡Huy!» por tres veces. Finalmente, se dirigió a un costado del fenómeno, alargó su mano por la parte inferior, dio vueltas a la herrumbroso rueda de un molinillo de café Y su «máquina» se posó con lentitud en el suelo.»
Se registró, por supuesto, una excitación considerable. Representantes de las Fuerzas Armadas, de la Prensa, de la A. E. C., de varias escuelas de estudios superiores, y otros organismos, llegaron en manadas. La comunicación con Aldous Worp era imposible, ya que el joven jamás había aprendido a hablar. L. S. Worp, aunque profano, era un caballero serio y sincero, ansioso de ponerse al servicio de su país, pero las anteriores citas de sus conversaciones indican la escasa luz que le era posible arrojar sobre el problema. Los esfuerzos de observar el Interior de la estructura valieron de poco, puesto que los más atentos y detallados análisis no lograron establecer otra hipótesis efectiva que «no es absolutamente nada más que un montón de chatarra» (Dr. Palmer). Por otra parte, el joven Worp se mostró claramente ofendido por tales investigadores.
Sin embargo, hizo funcionar con placer su máquina y expuso repetidamente la «reacción» a todos los espectadores.
Los tests más exhaustivos, geiger, electrónicos, Weisendonk, químicos, etc, no revelaron nada.
Resultó imposible contener la curiosidad de la Prensa y, a primeras horas de la tarde del segundo día, los informadores de la televisión se presentaron en el lugar del acontecimiento.
Aldous Worp los miró un momento, luego hizo descender otra vez su invento al suelo. Con una expresión resuelta en su rostro, se encaramó hasta la cima, se deslizó por el Interior y, pasado algún tiempo, reapareció con la vieja rueda dentada. La depositó cuidadosamente en el lugar que había ocupado en el gallinero. Sistemáticamente, y por orden de instalación, desmontó cada componente de su estructura y con el mayor cuidado lo devolvió a su primitivo lugar en el montón que había formado junto al gallinero.
En la actualidad, las partes integrantes de lo que constituyó la Reacción Worp se hallan esparcidas. Ignorando los casi histéricos ruegos de los científicos y de los militares, el silencioso Aldous Worp, tras desmantelar su máquina por completo y amontonar sus partes junto al gallinero, se encargó de la pesada tarea de transportarlas de nuevo, una por una, a su primitivo lugar en el vertedero de la ciudad.
Hoy, impasible ante los ocasionales regaños de L.S.Worp, mudo en los ya poco frecuentes interrogatorios oficiales, Aldous Worp se sienta sobre una caja en el patio posterior de su casa solariega y mira serenamente en dirección al vertedero de la ciudad. Muy de tarde en tarde sus ojos se iluminan durante un momento, y dice «¡Huy!» con gran placidez.
FIN
Poul Anderson - PUNTO DECISIVO
Por favor, mister, ¿podría darme una galleta para mi camelloterio?
No eran exactamente las palabras que cabía esperar en el instante en que la Historia cambiaba de curso y el Universo no podía volver a ser nunca lo que era. La suerte está echada; éste es el signo de la conquista: no podemos quedarnos sentados aquí por más tiempo; tenemos a esas verdades como evidentes en sí mismas; el navegante italiano ha arribado al Nuevo Mundo; ¡Dios mío, la cosa funciona! Ningún hombre dotado de imaginación puede recordar esas o parecidas frases sin que un escalofrío recorra su espina dorsal. Pero las palabras que la pequeña Mierna nos dirigió, en aquella isla a medio millar de años-luz de la Tierra...
La estrella estaba catalogada AGC 4256836, una enana K2 de Casiopea. Nuestra nave efectuaba un rutinario reconocimiento preliminar de aquella región, y había surgido bastante misteriosamente - ¡con cuánta facilidad olvidan los terrestres que cada planeta es un mundo completo! -, aunque el hecho no tenía nada de extraordinario en este fantástico cosmos. Los Comerciantes habían anotado los lugares que valía la pena investigar a fondo; lo mismo habían hecho los Federales; las listas no eran idénticas.
Al cabo de un año, la nave y los hombres estaban igualmente agotados. Necesitábamos un descanso, pasar unas cuantas semanas reponiéndonos y recuperándonos antes de emprender el largo vuelo de regreso. Encontrar un lugar apropiado es todo un arte. Hay que visitar los soles cercanos que parecen más adecuados. Si se llega a un planeta cuyas características físicas generales son terrestroides, se comprueban los detalles biológicos - muy cuidadosamente, aunque el hecho de que la operación sea casi enteramente automática la hace bastante rápida - y se establece contacto con los autóctonos, si existen. Los primitivos tienen preferencia. Y no porque se teman posibles peligros militares, como algunos creen. Los Federales insisten en que los nativos no se opongan a que los extranjeros acampen en su territorio, en tanto que los Comerciantes no comprenden que alguien, civilizado o no, que no haya descubierto la energía atómica, pueda ser una amenaza. Lo que ocurre es que los primitivos son menos dados a formular preguntas complicadas y a convertirse en una molestia. Las tripulaciones espaciales agradecen que no se les hable de civilizaciones mecánicas.
Bueno, Joril parecía ideal. El segundo planeta de aquel sol, con más agua que la Tierra, ofrecía un clima templado por doquier. El bioquímico estaba convencido de que podríamos comer alimentos indígenas, y no parecía haber más gérmenes de los que el UX-2 podía manejar. Mares, bosques, prados, nos hacían sentir como en casa, y las incontables diferencias con la Tierra añadían encanto a la cosa. Los indígenas eran salvajes, es decir, dependían de la caza, la pesca y la agricultura para procurarse las subsistencias. De modo que supusimos que existían millares de pequeñas culturas y escogimos la que nos pareció más avanzada: y no es que la observación aérea indicara mucha diferencia.
Aquella gente vivía en aldeas limpias y exquisitamente decoradas a lo largo del litoral occidental del mayor de los continentes, con bosques y colinas detrás de ellos. El contacto se estableció fácilmente. Nuestros semánticos tropezaron con muchas dificultades en lo que respecta a su idioma, pero los aldeanos no tardaron en entender el inglés. Su hospitalidad era de lo más cordial siempre que recurríamos a ella, pero permanecían alejados de nuestro campamento a menos que les invitáramos de un modo explícito. Nos instalamos con un profundo suspiro de felicidad.
Pero desde el primer momento hubo ciertos síntomas alarmantes. Aún admitiendo que tenían gargantas y paladares humanoides, no esperábamos que los indígenas hablaran un inglés sin acento en un par de semanas. Todos ellos. Y era evidente que lo hubieran aprendido con más rapidez, si se lo hubiésemos enseñado de un modo sistemático. De acuerdo con la costumbre, bautizamos al planeta con el nombre de Joril, después de averiguar que era la palabra local que correspondía a tierra... para descubrir más tarde que Joril significaba Tierra, con mayúscula, y que aquella gente poseía una excelente astronomía heliocéntrica. Aunque eran demasiado corteses para acosarnos a preguntas, no se limitaban a aceptarnos como algo inexplicable; la curiosidad ardía en ellos, y no tardarían en decidirse a interrogarnos.
Una vez superado el ajetreo inicial y remansadas nuestras impresiones, llegamos a la conclusión de que habíamos caído en un sitio que valía la pena estudiar más a fondo. En primer lugar, necesitábamos examinar algunas otras zonas para asegurarnos de que aquella cultura Dannicar no era un fenómeno aislado. Después de todo, los Mayas neolíticos habían sido buenos astrónomos; y los hierroagrícolas griegos habían desarrollado una filosofía de alto nivel. Estudiando los mapas que habíamos trazado mientras estábamos en órbita, el capitán Barlow escogió una gran isla que se encontraba a unos 700 kilómetros al Oeste. Preparamos un bote espacial que debían tripular cinco hombres.
Piloto: Jacques Lejeune. Mecánico: yo. Representante militécnico federal: comandante Ernest Baldinger, de la Fuerza Espacial del Gobierno Solar. Representante civil del Gobierno: Walter Vaughan. Agente comercial: Don Haraszthy. Este último y Vaughan eran los jefes, en tanto que los demás debíamos ocuparnos de las múltiples tareas planetográficas.
Emprendimos el vuelo inmediatamente después de la salida del sol, de modo que teníamos ante nosotros dieciocho horas de luz diurna. Recuerdo lo bello que era el mar debajo de nosotros, semejante a una enorme bola de metal, plateada en los lugares bañados por el sol, cobalto y verde cobre más allá. Luego apareció la isla, cubierta de espesos bosques, con inmensas manchas de vegetación carmesí. Lejeune escogió como lugar de aterrizaje un claro del bosque, a unos dos kilómetros de una aldea que se alzaba junto a una amplia bahía. El aterrizaje fue perfecto. Lejeune es un piloto excelente.
- Bueno... - Haraszthy irguió sus dos metros de estatura y se desperezó hasta que todas sus articulaciones crujieron. Su peso era el que correspondía a su estatura, y su rostro aquilino conservaba las huellas de antiguas batallas. La mayoría de Comerciantes son rudos y pragmáticos extravertidos; tienen que serlo del mismo modo que los representantes civiles tienen que ser lo contrario. Aunque ello provoca conflictos -. Vamos para allá.
- No tan aprisa - dijo Vaughan: un joven delgado, con una mirada incisiva -. Esa tribu no ha oído hablar nunca de los seres de nuestra especie. Si se han dado cuenta de nuestro aterrizaje, pueden estar asustados.
- Razón de más para que vayamos a sacarles de su error - dijo Haraszthy, encogiéndose de hombros.
- ¿Todos nosotros? ¿Habla usted en serio? - preguntó el comandante Baldinger. Reflexionó un poco -. Sí, supongo que sí. Pero el responsable soy yo, Lejeune y Cathcart se quedarán aquí. Los demás iremos a la aldea.
- ¿Por qué tengo que quedarme? - protestó Vaughan.
- ¿Conoce usted alguna solución mejor? - preguntó Haraszthy.
- En realidad...
Pero nadie le escuchó. El gobierno actúa de acuerdo con teorías preestablecidas, y Vaughan era demasiado novato en el Servicio de Reconocimiento para comprender cuán a menudo hay que prescindir de las teorías. Estábamos impacientes por salir al exterior, y yo lamentaba no formar parte de la expedición que iría a la aldea. Desde luego, alguien tenía que quedarse, dispuesto a reclamar ayuda si se presentaban dificultades graves.
El claro estaba cubierto por una hierba muy alta y la brisa olía exclusivamente a canela. Los árboles se erguían contra un cielo intensamente azul; la rojiza luz del sol se derramaba a través de flores silvestres de tonos púrpura y de insectos voladores de color bronce. Saboreé la perfumada brisa antes de unirme a Lejeune para comprobar que todos los aparatos del bote estaban en orden. Todos íbamos ligeramente vestidos; Baldinger llevaba un rifle desintegrador, y Haraszthy una emisora portátil con la potencia suficiente para establecer contacto con Dannicar, pero lo mismo el rifle que la emisora parecían ridículamente inadecuados.
- Envidio a los jorilanos - observé.
- Hasta cierto punto - admitió Lejeune -. Aunque quizá su medio vital sea demasiado bueno. ¿Qué estimulo tienen para progresar?
- ¿Por qué tienen que desearlo?
- No lo desean de un modo consciente, amigo mío. Pero todas las razas inteligentes descienden de otras que en pasadas épocas tuvieron que luchar duramente para sobrevivir. Incluso en los herbívoros más pacíficos hay el instinto de la aventura, y tarde o temprano tiene que encontrar explosión...
- ¡Recaramba!
La exclamación de Haraszthy nos llevó rápidamente, a Lejeune y a mí, al otro lado de la nave. Durante unos instantes, mi razón se tambaleó. Luego decidí que el espectáculo no resultaba tan sorprendente como todo eso... aquí.
Del bosque había surgido una niña. El equivalente de una terrestre de cinco años, calculé. Su estatura no llegaba al metro (los jorilanos son más bajos y más delgados que nosotros), y tenía la enorme cabeza de los de su especie, lo cual le daba un aspecto todavía más raro. El pelo rubio y muy largo, las orejas redondeadas, y unos rasgos delicados que eran completamente humanoides, a excepción de la frente, muy alta, y de los inmensos ojos color violeta. Su moreno cuerpo estaba cubierto por un simple taparrabo. Agitó alegremente hacia nosotros una mano de cuatro dedos. En la otra sostenía una cuerda. Y al extremo de aquella cuerda había un saltamontes del tamaño de un hipopótamo.
No, no era un saltamontes, comprobé mientras la niña danzaba hacia nosotros. La cabeza era muy parecida, pero las cuatro patas que utilizaba para andar eran cortas y robustas, y las otras eran simples apéndices desprovistos de huesos. Me di cuenta también de que su respiración era pulmonar. A pesar de todo, era un monstruo impresionante; y babeaba.
- Género insular - dijo Vaughan -. Indudablemente inofensivo, ya que de no ser as! no lo... ¡Pero una niña, apareciendo de un modo tan casual...!
Baldinger sonrió y bajó el rifle.
- Creo que hemos estado de suerte - dijo. - Para un chiquillo, todas las cosas son igualmente maravillosas. Podrá recomendarnos favorablemente a sus mayores.
La niña (tengo que darle este nombre) se dirigió en línea recta hacia Haraszthy, alzó aquellos inmensos ojos hasta posarlos en el rostro de pirata de nuestro agente comercial y trinó, con una irresistible sonrisa:
- Por favor, mister, ¿podría darme una galleta para mi camelloterio?
No recuerdo exactamente los instantes que siguieron. Fueron muy confusos. Eventualmente nos encontramos, los cinco, andando a lo largo de un sendero que cruzaba el bosque y que estaba bañado por el sol. La chiquilla triscaba a nuestro lado, parloteando como un xilofón. El monstruo avanzaba pesadamente detrás, masticando golosamente lo que le habíamos dado.
- Me llamo Mierna - dijo la chiquilla -, y mi padre hace cosas de madera, no sé cómo se llama en inglés, díganmelo, por favor, ¡oh! Carpintero. Gracias, es usted un hombre muy amable. Mi padre piensa mucho. Mi madre hace canciones. Son unas canciones muy bonitas. Me envió a buscar un poco de hierba dulce para la cama de un recién nacido, porque su esposa ayudante va a tener un niño muy pronto, pero cuando les vi a ustedes bajar del modo que dijo Pengwil, supe que tenía que venir a saludarles y acompañarles a Taori. Es nuestra aldea. Tenemos veinticinco casas. Y cobertizos, y una Sala de Pensar que es mayor que la de Riru. Pengwil dice que las galletas tienen un gusto espantoso. ¿Puedo probar una?
Haraszthy la complació, con una expresión que revelaba su desconcierto. Vaughan sacudió la cabeza y casi gritó:
- ¿Cómo es que conoces nuestro idioma?
- En Taori todo el mundo lo conoce. Desde que llegó Pengwil y nos lo enseñó. Eso fue hace tres días. Hemos estado esperando y esperando que llegaran ustedes. ¡Los de Riru se morirán de envidia! Pero no les permitiremos verles, si no nos lo piden como es debido.
- Pengwil..., un nombre dannicariano, desde luego - murmuró Baldinger -. Pero no habían oído hablar de esta isla hasta que se la mostré en nuestro mapa. ¡Y no pueden haber cruzado el océano en aquellas balsas! Los vientos son contrarios, y las velas cuadradas...
- ¡Oh! El bote de Pengwil puede navegar perfectamente contra el viento - rió Mierna -. Yo le vi con mis propios ojos, llevó a todo el mundo a dar un paseo, y ahora mi padre está haciendo un bote como aquél, pero mejor.
- ¿Por qué vino Pengwil aquí? - preguntó Vaughan.
- Para ver lo que había. Es de un lugar llamado Folat. En Dannicar tienen unos nombres muy raros, y visten de un modo muy raro, también. ¿No es verdad, mister?
- Folat... sí, lo recuerdo, una comunidad situada al norte de nuestro campamento - dijo Baldinger.
- Pero los salvajes no se arriesgan a navegar a través de un océano desconocido por... por simple curiosidad - tartamudeé.
- Pengwil lo ha hecho - gruñó Haraszthy.
Casi pude ver los relés latiendo en el interior de su maciza cabeza. Aquí existían inmensas posibilidades comerciales, alimentos, materias textiles y especialmente la deslumbrante artesanía. A cambio...
- ¡No! - exclamó Vaughan -. Sé lo que está pensando, Comerciante Haraszthy, y no va usted a traer máquinas aquí.
Haraszthy enarcó las cejas.
- ¿Quién dice eso?
- Lo digo yo, en virtud de la autoridad que poseo. Y estoy seguro de que el Consejo ratificará mi decisión. - A pesar de la agradable temperatura, Vaughan estaba sudando -. ¡No nos atreveremos a tanto!
- ¿Qué es un Consejo? - preguntó Mierna. Una sombra de preocupación cruzó por su rostro. Se arrimó más a la masa de su animal.
A pesar de todo, tuve que acariciar su cabeza y murmurar.
- Nada que deba preocuparse, querida. - Y para alejar de su mente, y de la mía, vagos temores -: ¿Por qué llamas camelloterio a tu compañero? ¡Ese no puede ser su verdadero nombre!
- ¡Oh, no! - La niña olvidó inmediatamente sus preocupaciones -. Es un yao, y su verdadero nombre es, bueno, significa Pies-Grandes-Ojos-Abultados-Lleva-Hombre-Encima. Ese es el nombre que le puse. Es mío y es muy bonito... - Acarició una antena del monstruo, el cual ronroneó de placer -. Pero Pengwil nos contó que ustedes tenían algo llamado un camello en su país, que es peludo y asustadizo y lleva cosas y babea como un yao, de modo que pensé que sería un bonito nombre inglés. ¿No lo es?
- Mucho - asentí débilmente.
- ¿Qué significa ese asunto del camello? - inquirió Vaughan.
Haraszthy se pasó una mano por el pelo.
- Bueno - dijo -, ya sabe que a mí me gusta Kipling, y una noche, en una reunión, les leí algunos de sus poemas a unos indígenas. Supongo que entre ellos estaría el del camello. Seguramente les gustó Kipling.
- Y recuerdan el poema a la perfección después de una sola lectura, y lo hacen circular a lo largo de la costa, y ahora ha cruzado el mar - dijo Vaughan, en tono de asombro. - ¿Quién les ha explicado que la desinencia terio significa «mamífero»? - pregunté.
Nadie lo sabía, pero era indudable que uno de nuestros naturalistas lo había mencionado de un modo casual. Y la pequeña Mierna había captado la desinencia de labios de un marinero vagabundo y la había aplicado con absoluta corrección: a pesar de sus antenas y de sus ojos insectoides, el yao era un verdadero mamífero.
Al cabo de un rato llegamos a una faja de terreno despejado enfrente mismo de la bahía. Allí estaba la aldea, con sus casas de madera de tejados puntiagudos, muy diferentes en estilo de las de Dannicar, pero igualmente agradables a la vista. Unas canoas eran arrastradas hasta la playa, donde estaban puestas a secar unas redes de pesca. Anclada un poco más allá había otra embarcación. Desde luego, en nuestra supermecanizada Tierra no teníamos nada parecido; pero su esbelta silueta sugería una capacidad de navegación rápida y segura.
Los habitantes de la aldea, que no nos habían visto descender, interrumpieron sus tareas - cocinar, limpiar, tejer, los incontables trabajos de los primitivos - para correr a nuestro encuentro. Iban vestidos con tanta sencillez como Mierna. A pesar de sus grandes cabezas, que no eran grotescamente grandes, de sus extrañas manos y orejas, y de las proporciones corporales ligeramente distintas, las mujeres tenían muy buen aspecto: demasiado bueno. Los hombres, imberbes y de cabellos muy largos, eran guapos, a su manera, y ambos sexos poseían la gracia flexible de los felinos.
No gritaron ni se reunieron en tumulto. En la playa sonó un exuberante cuerno. Mierna corrió hacia uno de los hombres, le cogió de la mano y le arrastró hacia nosotros.
- Este es mi padre - cacareó -. ¿No es maravilloso? Y piensa mucho. El nombre que utiliza ahora es el de Sarato. Me gustaba más el que usaba antes.
- Uno llega a cansarse de la misma palabra - rió Sarato -. Bienvenidos, terrestres. Nos hacéis un gran... lula... perdón, desconozco la palabra inglesa adecuada. Esta visita nos eleva mucho.
Su apretón de manos - Pengwil debió de hablarle de esa costumbre - fue vigoroso, y sus ojos se encontraron con los nuestros con respeto, pero sin temor.
Las comunidades dannicarianas confiaban el poco gobierno que necesitaban a especialistas, escogidos a base de algunas pruebas que aún no hemos comprendido. Pero no establecían ni siquiera aquella diferencia de clase. Fuimos presentados a todo el mundo por su ocupación: cazador, pescador, músico, profeta (creo que es lo que significa nonalo), etcétera. En Taori había la misma ausencia de tabúes que habíamos observado en Dannicar, pero un código igualmente elaborado de modales y costumbres... que no esperaban que nosotros observáramos.
Pengwil, un joven robusto que llevaba la túnica de su propia civilización, nos acogió cordialmente. No era simple casualidad el hecho de que hubiera llegado al mismo lugar que nosotros. Ardía en deseos de mostrarnos su embarcación. Le complací, nadando hasta ella y trepando a bordo.
- Un excelente trabajo - dije, con absoluta sinceridad -. Aunque me gustaría hacer una sugerencia. Para navegar a lo largo de la costa, no necesitas una quilla fija. - Describí una orza de deriva -. De ese modo podrías arrimarla a la playa.
- Sí, Sarato ha pensado en ello después de haber visto mi embarcación. Ha empezado ya a construir una así. También piensa colocar un trozo de madera plana, giratoria, en la pared de atrás. ¿Irá bien?
- Si - murmuré, asombrado.
- Lo mismo creo yo - sonrió Pengwil -. La corriente de agua puede ser partida en dos, como la corriente de aire. Su mister Ishihara me habló de la aerodinámica. Aquello fue lo que me dio la idea para construir una embarcación como ésta.
Regresamos nadando a la playa y volvimos a vestirnos. La aldea bullía de animación, preparando un festín en nuestro honor. Pengwil se unió a ellos. Yo me quedé detrás, paseando por la playa, demasiado excitado para sentarme. Mirando fijamente a través de las aguas y respirando un olor a mar que era casi como el de la Tierra, tuve unos extraños pensamientos. Fueron interrumpidos por Mierna. Avanzaba hacia mí, arrastrando un pequeño carretón.
- ¡Hola, Mister Cathcart! - exclamó -. Tengo que recoger algas para dar sabor a la comida. ¿Quiere ayudarme?
- Desde luego - dije.
Mierna hizo una mueca.
- Me alegro de estar aquí. Mi padre, y Kuaya, y otros hombres, le están preguntando a Mister Lejeune cosas de matemáticas. Yo soy demasiado pequeña para que me gusten. Lo que me gustaría sería oír contar cosas de la Tierra a Mister Haraszthy, pero está hablando solo en una casa con sus amigos. ¿Me contará usted cosas de la Tierra? ¿Podré ir allí algún día?
Murmuré algo. Mierna empezó a recoger algas filamentosas que el mar había arrojado a la playa.
- Antes no me gustaba este trabajo - continuó -. Tenía que ir y venir demasiadas veces. No me permitían utilizar mi camelloterio, porque cuando se le mojan los pies se pone malo. Les dije que podían hacerle unos zapatos, pero me dijeron que no. Pero ahora es muy divertido con este... este... ¿qué nombre le dais?
- Un carretón. ¿No habías tenido ninguno antes?
- No, nunca. Pengwil nos habló de las ruedas. Vio que los terrestres las utilizaban. El carpintero Huanna empezó a construir carretones con ruedas. Sólo tenemos unos cuantos.
El carretón estaba construido de madera y hueso, y tenía grabadas unas figuras profesionales.
- He estado pensando y pensando - dijo Mierna -. Si hiciéramos un carretón más grande, un camelloterio podría tirar de él, ¿no es cierto? Sólo tendríamos que encontrar un buen sistema para atarlo, de modo que no se hiciera daño y pudiéramos guiarlo. He pensado en un sistema que me parece bueno.
Trazó unas líneas en la arena: un arnés en pleno funcionamiento.
Con una carga completa, regresamos hacia las casas. Me quedé absorto admirando las columnas labradas a mano. Sarato me enseñó sus herramientas con filo de obsidiana. Dijo que los moradores de las zonas costeras iban tierra adentro en busca de material, y habló de obtener acero de nosotros.
¿O seríamos tan increíblemente amables que les explicáramos cómo extraíamos el metal de la tierra?
El banquete, la música, las danzas, las pantomimas, la conversación, todo fue tan espléndido como habíamos imaginado, o más. Pero decepcionamos a nuestros anfitriones al no aceptar su invitación para que pasáramos allí la noche. Nos acompañaron al regreso, a la luz de numerosas antorchas, y cantaron durante todo el trayecto, hasta que llegamos a nuestra nave. Entonces dieron media vuelta y se marcharon. Mierna iba en la cola de la procesión. Permaneció largo rato inmóvil, agitando en dirección a nosotros su mano de cuatro dedos.
Baldinger sacó vasos y una botella de whisky,
- Es lo único que he encontrado a faltar - dijo -. Un trago de whisky.
- ¡Desde luego! - exclamó Haraszthy, apoderándose de la botella.
- Me pregunto cómo será su vino, en el momento que lo inventen - murmuró Lejeune.
- ¡No hay cuidado! - dijo Vaughan -. No van a inventarlo.
Todos nos quedamos mirándole. Vaughan se sentó, muy rígido, en la pequeña cabina.
- ¿Qué diablos quiere usted decir? - preguntó finalmente Haraszthy -. Si hacen vino la mitad de bien de lo que hacen las otras cosas, se pagará a diez créditos el litro en la Tierra.
- ¿Es que no lo comprende? - gritó Vaughan -. No podemos tratar con ellos. Tenemos que marcharnos de este planeta y... ¡Oh! ¿Por qué les habremos encontrado?
- Bueno - suspiré -, los que nos hemos molestado en pensar en la cuestión, siempre hemos sabido que algún día íbamos a encontrar una raza como ésta.
- Ésta es una estrella probablemente más vieja que el Sol - dijo Baldinger -. Menos maciza, de modo que puede permanecer más tiempo en la secuencia principal.
- No es necesaria mucha diferencia en la edad planetaria - dije -. Un millón de años, medio millón..., eso no significa nada en astronomía ni en geología. Sin embargo, en el desarrollo de una raza inteligente...
- ¡Pero, ellos son salvajes! - protestó Haraszthy.
- La mayoría de las razas que hemos encontrado lo son - le recordé -. El hombre también lo fue, durante la mayor parte de su existencia. La civilización es un espejismo. No llega de un modo lógico. En la Tierra empezó, según me han enseñado, porque el Oriente Medio se secó cuando los glaciares retrocedieron, y algo había que hacer para seguir viviendo cuando la caza empezó a escasear, Y la civilización científica, mecánica, es un accidente todavía más anormal. ¿Por qué tenían que pasar los jorilianos más allá de la tecnología del Paleolítico Superior? Nunca han tenido necesidad de hacerlo.
- ¿Por qué poseen unos cerebros tan desarrollados, si continúan en la Edad de Piedra? - arguyó Haraszthy.
- ¿Por qué los teníamos nosotros, en nuestra propia Edad de Piedra? - repliqué -. No era necesario para la supervivencia. El hombre de Java, el hombre de Pekin y el resto de razas inferiores, poseían cerebros muy desarrollados. Pero hay que tener en cuenta que éste es un medio vital que no plantea dificultades, al menos en la actual época geológica. Los indígenas ni siquiera parecen tener guerras, las cuales podrían estimular el progreso técnico. En consecuencia, tienen pocas ocasiones de utilizar sus poderosas mentes para algo que no sea arte, filosofía y experimentación. social.
- ¿Cuál es el promedio de su cociente de inteligencia? - susurró Lejeune.
- Insensato - dijo Vaughan hoscamente -. Más allá de 180, la escala se rompe. ¿Cómo podemos medir una inteligencia muy superior a la nuestra?
Se produjo un breve silencio. Oí el rumor nocturno del bosque a nuestro alrededor.
- Sí - rumió Baldinger -. Siempre imaginé que tenía que existir alguien superior a nosotros. Sin embargo, no esperaba encontrarlo en este microscópico rincón de la galaxia que hemos explorado.. Y... bueno, siempre imaginé que tendrían máquinas, ciencias, viajes espaciales...
- Los tendrán - dije.
- Si nos marchamos... - empezó a decir Lejeune.
- Demasiado tarde - le interrumpí -. Les hemos dado ya un nuevo juguete, la ciencia. Si les abandonamos, vendrán a buscarnos dentro de un par de centenares de años. Como máximo.
Haraszthy pegó un puñetazo sobre la mesa.
- ¿Por qué hemos de dejarlos? - rugió -. ¿De qué diablos están asustados? Dudo que la población de este planeta llegue a los diez millones de personas. ¡Y en el Sistema Solar y las colonias hay quince mil millones de seres humanos! De modo que no me importa que un joriliano sea más inteligente que yo. ¿Y qué? Hay otros muchos que lo son, y no me molesta, mientras pueda hacer negocio.
Baldinger sacudió la cabeza. Su rostro parecía tallado en hierro.
- El asunto no es tan sencillo. El problema estriba en saber qué raza dominará este brazo de la galaxia.
- ¿Sería tan horrible que lo hicieran los jorilianos? - preguntó Lejeune suavemente.
- Quizá no. Parecen bastante decentes. Pero... - Baldinger se removió en su silla -. No voy a ser el animal doméstico de nadie. Quiero mi planeta para decidir su propio destino.
Aquél era el hecho inalterable. Permanecimos sentados y en silencio, sopesándolo durante un largo rato.
Los hipotéticos superseres habían estado siempre cómodamente lejos. No les habíamos encontrado, ni ellos a nosotros. Por lo tanto, lo más probable era que no se mezclaran nunca en los asuntos de la remota franja galáctica donde morábamos. Pero un planeta a sólo meses de distancia de la Tierra; una especie cuyos miembros eran genios, y cuyas genialidades resultaban incomprensibles para nosotros: surgiendo de su mundo, irrumpiendo en el espacio, vigorosos, ávidos, realizando en una década lo que a nosotros nos llevaría un siglo - si conseguíamos realizarlo -, destruirían irremediablemente nuestra civilización, tan penosamente edificada. Y lo mismo les sucedería a todas las otras especies pensantes, a menos que los jorilianos fueran lo bastante misericordiosos como para dejarlas solas.
Y los jorilianos, probablemente, serían misericordiosos. Pero, ¿quién desea esa clase de misericordia?
Alcé la mirada con horror, únicamente Vaughan tuvo el coraje de expresar lo que pensaba:
- Existen planetas sometidos a un bloqueo tecnológico. Culturas demasiado peligrosas para permitirles tener armas modernas, naves espaciales... Joril puede ser sometida a uno de esos bloqueos.
- Ahora que tienen la idea, inventarán todas sus derivaciones sin ayuda de nadie - dijo Baldinger.
- No, si las dos únicas regiones que nos han visto fueran destruidas - replicó hoscamente Vaughan.
Haraszthy se puso en pie de un salto.
- ¡Dios mío! - exclamó.
- ¡Siéntese! - aulló Baldinger.
Haraszthy profirió una palabrota. Su rostro ardía de indignación. Los demás permanecimos sentados, inundados por un sudor frío.
- Usted me ha llamado a mí desaprensivo - gritó el Comerciante -. Retire inmediatamente esa sugerencia diabólica, Vaughan, o le aplastaré los sesos.
Pensé en el cañón nuclear vomitando sobre Joril, pensé en la pequeña Mierna, y dije:
- ¡No!
- La alternativa - dijo Vaughan - es no hacer nada hasta que se haga necesaria la esterilización de todo el planeta.
Lejeune sacudió la cabeza con expresión de angustia.
- Error, error, error. Sería un precio demasiado elevado para sobrevivir.
- ¿Y qué me dice de la supervivencia de nuestros hijos? ¿De su libertad? ¿De su orgullo y...?
- ¿Qué clase de orgullo podrían sentir, cuando conocieran la verdad? - interrumpió Haraszthy. Agarró a Vaughan por la pechera de la camisa, y le atrajo hacia sí hasta que las facciones del federal quedaron a tres centímetros de sus ojos -. Le diré a usted lo que vamos a hacer - continuó -. Vamos a comerciar, y a enseñar, y a confraternizar, lo mismo que con los otros pueblos cuya sal hemos comido. ¡Y a aceptar nuestros riesgos como hombres!
- ¡Suéltele! - ordenó Baldinger. Haraszthy levantó un puño -. Si le golpea, haré que le juzguen por insubordinación... ¡He dicho que le suelte!
Haraszthy soltó a Vaughan, el cual se desplomó sobre su silla. A continuación, Haraszthy se sentó, ocultó la cabeza entre sus manos y no trató de disimular sus sollozos.
Baldinger volvió a llenar nuestros vasos.
- Bueno, caballeros - dijo -, esto parece un callejón sin salida. Mal si lo hacemos, y mal si no lo hacemos...
- Que decida el Consejo - sugirió Lejeune.
¡Bendito sea el whisky! Me permitió dormir unas horas antes de que amaneciera. Entonces, la claridad del día, penetrando a través de los ventanucos de la nave, me despertó, y no pude quedarme dormido otra vez. Al final me levanté y salí al exterior.
El paisaje estaba completamente inmóvil. Las estrellas palidecían, y por oriente avanzaba una luz rosada. A través del fresco aire matinal oí los primeros trinos de los pájaros en el bosque que me rodeaba por todas partes. Me quité los zapatos y paseé descalzo por la húmeda hierba.
No me extrañó en absoluto ver aparecer a Mierna con su camelloterio. Soltó la cuerda y corrió hacia mí,
- ¡Hola, Mister Cathcart! Tenía la esperanza de que alguien de ustedes se hubiera levantado. No he desayunado aún.
- Tendremos que arreglar eso. - La columpié en el aire, hasta que chilló de placer -. Y luego tal vez podamos llevarte a dar un pequeño paseo en este bote. ¿Te gustaría?
- ¡Ooooh! - Sus ojos inmensos reflejaron su alegre sorpresa. Pasó un buen rato antes de que se atreviera a preguntar -: ¿Iremos a la Tierra?
- No, tan lejos, no. La tierra se encuentra a una distancia considerable.
- ¿Algún día, quizás? ¡Por favor!
- Desde luego, querida, algún día.
- ¡Voy a ir a la Tierra, voy a ir a la Tierra, voy a ir a la Tierra! - exclamó Mierna, acariciando al camelloterio -. ¿Me echarás de menos, Pies-Grandes-Ojos-Salientes-Lleva-Hombre-Encima? No estés tan triste. Tal vez puedas venir también tú. ¿Podrá, Mister Cathcart? Es un camelloterio muy bueno, palabra, y le gustan mucho las galletas.
- Bueno, quizá sí, quizá no - dije -. Pero tú irás, si lo deseas. Te lo prometo. Cualquiera de este planeta que lo desee, irá a la Tierra.
La mayoría de ellos querrán. Estoy convencido de que nuestra idea será aceptada por el Consejo. La única posible. Si no puedes vencerles... deja que se unan a ti.
Acaricié el pelo de Mierna.
En cierto sentido, querida, ¡qué mala pasada vamos a jugarte! Trasladarte directamente de la sencillez de tu existencia actual a una enorme y complicada civilización. Asombrarte con todas las máquinas y con todos los artilugios que poseemos, no porque seamos mejores, sino sencillamente porque los hemos necesitado antes que tú. Esparcir vuestros diez millones entre nuestros quince mil millones. Y no te darás cuenta de lo que sucede. Ni creo que llegues siquiera a lamentarlo.
Quedarás asimilada, Mierna. Te convertirás en una muchacha de la Tierra. Naturalmente, al crecer te convertirás en uno de nuestros jefes. Aportarás grandes cosas a nuestra civilización, y serás recompensada adecuadamente. Pero el caso es que será nuestra civilización. Mía... y vuestra.
Me pregunto si echarás de menos el bosque, y las casitas junto a la bahía, y las embarcaciones, y los cantos, y las historias antiguas, muy antiguas, y a tu querido camelloterio. Sé que el planeta vacío te echará de menos a ti, Mierna. Lo mismo que yo.
- Vamos - dije -. Nos ocuparemos de ese desayuno.
FIN
Frederik Pohl - LA PRUEBA SUPREMA
22 12 2213 1900 hug
Querida mamá:
Como suele decirse aquí, en Casiopea 43-G, hay buenas y malas noticias. Las malas noticias: no hay nuevos puestos de trabajo para graduados en astrofísica y mecánica cuántica. Las buenas noticias: conseguí un empleo. Empecé ayer. Trabajo como instructor para una escuela de conducción.
Ya sé que dirás que no es ninguna carrera para un hombre de veintiséis años que cuenta con un doctorado, pero me ayuda a pagar el alquiler. Además, es mucho mejor de lo que tendría si me hubiera quedado en la Tierra. ¿Es cierto que la tasa de desempleo de Chicago asciende al ochenta por ciento? ¡Jo! En cuanto cobre por adelantado unos cuantos megadólares, os invitaré a que vengáis a visitarme para que veáis cómo vivimos aquí. ¡Posiblemente no queráis volver a la Tierra!
No quiero que te preocupes, pero debo decirte que me pagan extra por hacer un trabajo peligroso. Se trata de un aspecto técnico. En los contratos de los instructores de conducción suele figurar esta cláusula, pero en realidad no nos ganamos el extra. Al menos, no siempre, aunque se dan casos como el de ayer. El primer estudiante que tuve fue una joven venida directamente de la Tierra. ¡Menuda malcriada! Ya sabes, una chica rica, y supongo que se puede decir que es guapa, acostumbrada a hacer lo que quiere. Sé llama Tonda Aguilar. ¿Has oído hablar de los Evanston Aguilar? ¿Los de la industria de los alimentos recombinantes? Supongo que son verdaderamente ricos. Pues la chica tiene su propio velomotor, y estaba furiosa porque no podía conducirlo con el permiso de la Tierra. Ya sabes, aquí tenemos un campo supresor y en cuanto un vehículo entra en el sistema, zas, se apaga y se queda flotando hasta que algún piloto con permiso va a recuperarlo y lo trae hasta aquí. Me hice cargo de ella, y desde un principio comenzó a darme la tabarra.
«¡No le des tanto impulso al despegue! ¡Quemarás los tubos! ¡No conduzcas con el reversor en hipermarcha! ¡Sal de la órbita baja...! ¿Quieres destrozarnos?», y cosas por el estilo.
Uno tiene sus límites. Un instructor es casi como el capitán de una nave, ya sabes. ¡Es quien manda! Por eso le expliqué que no me llamaba «Cabeza de chorlito» ni «Pedazo de animal», sino James Paul Madigan, y que se suponía que eran los instructores los que debían gritarles a sus alumnos, y no al revés. En fin, la verdad es que se trataba del velomotor de la chica, que por cierto está muy bien mantenido. No la culpo por ponerse nerviosa al ver que otra persona lo conducía. Por eso decidí que la lección fuera realmente simple. Practicamos las órbitas de aparcamiento, porque si no eres capaz de hacerlas, no mereces que te den el permiso. La verdad es que la chica es un desastre. Parece fácil, pero constituye todo un arte cortar la hipermarcha justo en la velocidad residual exacta para poder deslizarse y entrar en las coordenadas asignadas. Cuanto más lo intentaba, más lejos se iba. Finalmente, me exigió que la llevase de vuelta al puerto espacial.
Adujo que yo la ponía nerviosa. Dijo que mañana conseguiría otro instructor, o bien se iría a otro sistema dónde no hubiera chimpancés de la beneficencia dando clases de conducción.
La dejé que rabiara un rato. El siguiente alumno que tuve fue un fomalhautiano. Ya conoces a esa especie: tienen dos cabezas, escamas y colas bifurcadas, y son los que siempre están fastidiando en los Sistemas Unidos. Si te crees lo que dicen en el vidcom, estos seres son siempre malas noticias; de hecho, el motivo por el que Casiopea instaló el campo supresor fue porque sospechaban que los fomalhautianos tenían intenciones de invadirnos y apoderarse de 43-G. ¡Pero éste es estupendo! Obedeció todas las indicaciones. Jamás me discutió nada. Se disculpó cuando por error se acercó demasiado a uno de los miniagujeros negros, cerca del primario. Dijo que era porque no estaba familiarizado con la nave de la escuela, y que en la clase siguiente prefería usar su propio yate espacial. Logró alegrarme el día, después de haber tenido a esa estúpida y malcriada ricachona.
Para serte sincero, fue un alivio tener un motivo de alegría. Me sentía solo y deprimido. Probablemente se deba a que se acercan las vacaciones. Resulta difícil creer que allá en Chicago sólo falten tres días para Navidad. Todos los escaparates estarán llenos de holodecoraciones y en Grant Park habrá un enorme árbol, y apuesto a que estará nevando... Aquí, en Casiopea 43-G, es como si estuvieras en un baño turco con interludios de Cataratas del Niágara.
Mamá, te deseo una muy feliz Navidad. Espero que mis regalos hayan llegado bien.
Un abrazo,
JIM PAUL
25 12 2213 tarde
Querida mamá:
Está a punto de terminar el día de Navidad. Aunque aquí, en 43-G, no difiera mucho de los demás días. Los colonos humanos son casi todos budistas o musulmanes, y los demás, bueno... ¿Has visto a los tipos que andan por los Sistemas Unidos construyendo Palatinos? También los has olido, ¿no? Especialmente a los arturianos. No sé si esa gente tiene o no fiestas religiosas, y estoy segurísimo de que no quiero saberlo.
Teniendo en cuenta que me ha tocado trabajar todo el día, no ha sido una Navidad tan mala. Cuando le conté a Torklemiggen - el fomalhautiano del que te hablé - que hoy era una gran fiesta para nosotros, se echó a reír y dijo que los mamíferos tenían unas costumbres realmente peculiares. Y cuando supo que parte de la costumbre consistía en intercambiar regalos, se quedó pensando un rato. (Cuando los fomalhautianos piensan, sus cabezas se murmuran cosas al oído, ¡grotesco!) Acto seguido, declaró que le habían dicho que iba contra las leyes que un estudiante le diera nada a su instructor de conducción, pero que si quería conducir un rato su yate espacial, me lo dejaría. Dijo que permitiría que lo registrasen en los libros de la escuela como una clase más, para que me pagasen. ¡Imagínate si no iba a aceptar! Tiene un yate fenomenal. Es largo y ahusado, más o menos con forma de tiburón, se parece al TU-Lockheed, serie 4400, con pantallas de radar-glifo y una velocidad de crucero de casi 1800 años luz. No sé cuál es la velocidad máxima que puede alcanzar, porque al fin y al cabo no pudimos salir de nuestro sistema.
Como verás, utilizamos su propia nave, que, obviamente, es de fabricación fomalhautiana. ¡Para un humano no es fácil conducirla! Aunque yo sea el instructor y Torklemiggen el alumno, al principio me sentí un poco confundido. No lograba hacerla despegar, hasta que él me explicó cómo iban los controles y me indicó cómo leer los instrumentos. Todavía hay muchas cosas que desconozco, pero al cabo de unos minutos logré manejarla lo bastante bien como para que no nos matáramos. Torklemiggen no paraba de provocarme para que orbitara los agujeros negros. Le dije que no podíamos; en una de sus caras se le dibujó una especie de mueca, y sus dos cabezas se pusieron a cuchichear durante un rato. Sabía que estaba pensando en algo divertido, pero al principio no logré descifrar qué sería. ¡Luego lo averigüé!
Ya sabes que CAS 43, nuestra primaria, es una gigante roja que posee una inmensa fotosfera. ¡Torklemiggen se jactó de que podríamos atravesar la fotosfera con su nave! Por supuesto que me costó creerle, pero insistió tanto, que lo intenté. ¡Tenía razón! ¡Pasamos justamente por el centro de ese plasma a treinta mil grados, como si nada! El casco comenzó a ponerse rojo, luego amarillo, luego color de la paja - se veía en los bordes de la pantalla del radar-glifo - y sin embargo, la temperatura interior se mantenía en 400. Que, por cierto, es la temperatura normal de 43-G. Hacía calor, si estás acostumbrado a Chicago, pero nada comparado con el que hacía afuera. Y cuando volvimos a salir al vacío no se produjo un choque térmico, ni sobrecarga de potencia, ni confusión en los instrumentos. ¡Perfecto! Resulta difícil creer que un individuo pueda permitirse el lujo de tener una nave así para su uso privado. ¡Fomalhaut ha de contar con planetas riquísimos!
Cuando aterrizamos, con más de una hora de retraso, la tal Aguilar me estaba esperando. Le informaron que la escuela no permitía el cambio de instructores una vez asignados. Pude habérselo dicho, forma parte de las normas. De modo que tuvo que calmarse y esperarme. Imagino que en algún rincón de su terca personita guardaba un poco de espíritu navideño, porque se comportó de un modo bastante cortés. Por cierto, cuando le ordené que hiciera órbitas de aparcamiento, noté que había mejorado mucho con respecto a la vez anterior. ¡Lo que hace un instructor de primera!
Bueno, el viejo cronómetro de pared me indica que ya ha terminado el día de Navidad, al menos si se sigue la Hora Universal Greenwich, pero supongo que en Chicago aún os faltan unas horas. Ah, mamá, una cosa. Los paquetes de Navidad que me enviaste aún no me han llegado. Había pensado mentirte y decirte cuánto me habían gustado, pero me educaste para que dijera siempre la verdad. (¡Además, no sabía por qué darte las gracias!) En fin, feliz Navidad una vez más de
JIM PAUL
30 12 2213 0200 hug
Querida mamá:
Otro día, otro kilodólar. Mi primer alumno de hoy fue un chico de dieciséis años. Uno de esos listillos, no sé si me explico. (Probablemente no me comprendas, porque nunca tuviste hijos así.) El padre de este chico fue piloto de combate de la marina de Casiopea; no quieras imaginar cómo conduce el chico. Y eso no fue lo peor. Había oído hablar de Torklemiggen. Cuando intenté explicarle que antes de ir deprisa tenía que aprender a ir despacio, me soltó una perorata. Que cómo no me había enterado de que su padre decía que los fomalhautianos eran enemigos traicioneros de la forma de vida casiopeana. Que cómo no sabía que su padre decía que esperaban tener una oportunidad para invadimos. Que cómo no sabía...
Cuando me harté de que el mocoso me dijera todas las cosas que yo no sabía, le indiqué que él no era tan afortunado como Torklemiggen. Porque sólo tenía un cerebro, y si no lo usaba todo para conducir la nave, iba a suspenderlo. Eso lo hizo callar.
Las cosas no me fueron muy bien después, porque tuve que darle clase a una señora gorda que no debería obtener permiso para conducir nada superior a unos patines. Tiene cuarenta y seis años, y nunca ha conducido en su vida, pero como su esposo consiguió empleo en una mina asteroide, la mujer quiere llevarle la comida todos los días. ¡Espero que sea mejor cocinera que piloto!
En fin, intentaba que la mujer se sintiese cómoda, para que no acabara estampándonos en el núcleo de un cometa o algo por el estilo, y, para ello, le comenté lo del chico. Me escuchó, llena de comprensión, ya sabes lo frescos que son los adolescentes de hoy en día, hasta que le mencioné que discutíamos por mi alumno fomalhautiano ¡Tendrías que haberla oído! Mamá, juro que los casiopeanos se vuelven psicóticos cuando se habla de este tema. Ojalá estuviera aquí Torklemiggen, así podría comentárselo. Alguien dijo que el motivo por el que CAS 43-G instaló el sistema supresor fue para evitar que nos invadieran, imagínate. Pero Torklemiggen no está porque tuvo que volver a su casa. Según dijo fue por negocios. Comentó que regresaría la semana próxima para terminar con las clases.
Tonda Aguilar ya está acabando el curso. Dentro de unos días volará en solitario. Fue la última alumna que tuve hoy, quiero decir ayer, porque ya es más de medianoche. Hice que practicara acercamientos G-cero a los asteroides de baja masa, y como quien no quiere la cosa, le comenté que me sentía un tanto solo. Resultó que ella también, de modo que para mí fue toda una sorpresa descubrirme preguntándole qué hacía mañana por la noche, y ella me sorprendió más cuando aceptó la invitación. No se trata de ningún romance, mamá, de modo que no te hagas ilusiones. ¡Lo único que pasa es que creo que somos los únicos dos seres de todo este sistema que saben que mañana es nochevieja!
Un abrazo,
JIM PAUL
02 01 2214 2330 hug
Querida mamá:
Esta mañana recibí tu carta; me alegra saber que tu pierna ha mejorado. ¡Posiblemente la próxima vez nos hagas caso a mí y a papá! Recuerda que cuando te la compraste, los dos te rogamos que adquirieras una nueva, de fábrica, pero tú venga, a insistir con que una reconstrucción serviría igualmente. Ahora ya lo ves. ¡Siempre se sale perdiendo cuando se quiere ahorrar en estas cuestiones de la salud!
Lamento haberte hablado de mis alumnos sin darte una idea de sus aspectos. En cuanto a Tonda, tiene fácil arreglo. Te envío una holo de los dos que sacamos esta misma tarde, para celebrar que había terminado el curso. Mañana volará en solitario. Como podrás apreciar, es una mujer realmente guapa, y me equivoqué al juzgar que era una malcriada. Vino hasta aquí ella sola, para trabajar como dermatóloga. No quiso aceptar el dinero de su padre; lo único que tenía cuando llegó era el velomotor, su título y la ropa que traía en la maleta. Es de admirar. En cuanto llegó, se puso en contacto con uno de los mejores centros cosméticos de la ciudad, y gana más que yo.
En cuanto a Torklemiggen, será más difícil. Intenté sacarle una holofoto pero se enfadó mucho y se puso realmente desagradable. ¡Dijo que los seres inferiores no tienen ningún derecho a adorar imágenes fomalhautianas! ¿Qué te parece? Intenté explicarle que no era mi intención, pero se echó a reír. Tiene una risa nefasta. La verdad es que ha cambiado mucho desde que regresó del viaje de negocios a Fomalhaut. Está peor. No quiero insinuar que haya cambiado físicamente. Físicamente me lleva una cabeza, sólo que él tiene dos. Me refiero a las cabezas. La de la izquierda es para hablar y respirar, y la de la derecha, para comer y mostrar los cambios de expresión. Resulta muy extraño verlo contar un chiste. Y ahora que lo digo, sus chistes también son muy extraños. Como ejemplo, mira el que me contó esta tarde: «¿Qué diferencia hay entre un mamífero y un hagensbiffik asado con salsa de murgurí?» Cuando le contesté que ni siquiera sabía lo que eran esas cosas, y que menos iba a saber cuál era la diferencia entre ellas, se echó a reír tontamente y me dijo: «¡No hay ninguna diferencia!» Vaya espectáculo. Su cabeza de la izquierda, la parlante, lanzaba su tonta carcajada inexpresiva, mientras la de la derecha se le arrugaba toda por la risa. Vaya sentido del humor. Debí decirte que la cabeza izquierda de Torklemiggen se parece a la de un chimpancé, y la de la derecha, a la de un zorro. O quizá a la de un lagarto, por las escamas. No es guapo, ¿me entiendes? Pero no se puede decir lo mismo de su nave. Es lo más estupendo que he conducido en mi vida. Tengo la impresión de que en el último viaje le hizo agregar unos accesorios, porque noté cinco o seis lecturas nuevas y otros controles manuales. Cuando le pregunté para qué servían, me contestó que no tenían nada que ver con la conducción, y que no tardaría en enterarme. Supongo que sería algún otro chiste fomalhautiano.
Seguiría escribiendo, pero mañana tengo que levantarme temprano. Desayunaré con Tonda, le daré las últimas instrucciones antes del vuelo en solitario. Creo que aprobará. ¡Para haber sido Miss Illinois es muy inteligente!
Un abrazo,
JIM PAUL
03 01 2214 tarde
Querida mamá:
Tu paquete de Navidad me ha llegado hoy. Realmente bonito.
Me encantaron los calcetines. Me vendrán estupendamente si regresara a Chicago a visitamos antes de que haga calor. Las galletas llegaron molidas, aunque estaban deliciosas. Tonda dijo que eran mejores que cualquier cosa que ella lograra cocinar; se refería a antes de que pasaran por la aduana de CAS 43-G.
Torklemiggen está casi a punto de volar en solitario. Para serte sincero, me alegraré de no volver a verlo. Cuanto menos falta para que obtenga su permiso de conducir, más difícil se me hace aguantarlo. Esta mañana, en cuanto entramos en la órbita alta, comenzó a comportarse de una manera alocada. Practicábamos curvas en concordancia con los satélites. Ya sabes, cuando uno se acerca en una curva de tracción asintónica, silbando a través de la atmósfera superior del satélite y luego se vuelve al espacio. Nadie hace nada parecido cuando se pone a conducir en serio, porque ¿qué es lo que hay en los satélites de este sistema digno de visitarse? Pero la cuestión es que no te aprueban el examen si no sabes hacerlas.
El problema fue que Torklemiggen creyó que ya sabía cómo hacerlas mejor que yo. Le quité los controles para enseñarle, y se puso hecho un basilisco. «¡En mi cuarta estrella interior hago mejores curvas que tú!», gruñó su cabeza izquierda, mientras que la derecha me miraba como una serpiente de cascabel dispuesta a atacar. Realmente perverso. Cuando por fin le dejé tomar los controles, comenzó a realizar curvas en uno de los miniagujeros negros. Es la contravención más grave que pueda existir. «Deja de hacer eso ahora mismo - le ordené -. Está prohibido acercarse a menos de cien mil millas de esas cosas. ¿Cómo has aprobado el examen escrito si no sabes eso?»
«¡No excedas tu condición, mamífero!», me espetó, y volvió a lanzarse en picado hacia el agujero negro. Sus manos anteriores estaban posadas sobre los controles de propulsión, mientras que sus manos posteriores se extendían para acariciar los botones del nuevo equipo. Durante todo el rato, la cabeza de la izquierda no cesó de reír y jadear, como si fuera un loco salido de una película de terror.
«Si no obedeces las instrucciones - le advertí -, no te aprobaré para que vueles en solitario.» Eso lo puso en su lugar. Por lo menos se calmó. Pero se pasó engurruñado el resto de la clase. Como no me gustaba la forma en que se estaba comportando, le quité los controles para el aterrizaje. Simplemente por curiosidad intenté ver qué eran los nuevos botones. «¡Mamífero retardado! - chilló su cabeza izquierda, mientras la de la derecha se volvía prácticamente rosa pálido de terror -. ¿Quieres destruir el planeta?»
Para entonces, ya me habían entrado ciertas sospechas, de modo que le pregunté sin más rodeos: «¿Qué es esto, una especie de arma?»
Se quedó sin palabras. Sus dos cabezas se pusieron a cuchichear durante un minuto y luego me contestó, muy tieso y formal: «¿Me hablas de armas cuando vosotros, mamíferos, tenéis en órbita esos agujeros negros? ¿Habéis considerado el potencial que encierran como armamento? ¿Podéis imaginaros lo que uno de esos agujeros haría si fuese dirigido hacia un planeta?» Hizo una pausa, y luego dijo algo que me dio que pensar: «¿Por qué crees que los míos quieren traer la cultura a este sistema? Sólo para demostrar la utilidad de estos objetos.»
A partir de ese momento no nos dijimos gran cosa, pero yo no podía dejar de pensar.
Después del trabajo, cuando Tonda y yo estábamos en el parque, dándole de comer a los cangrejos voladores y escuchando el canto de los árboles, se lo comenté. Se quedó callada durante un momento. Luego me miró y dijo seriamente: «Jim Paul, es muy feo decir lo que voy a decirte de cualquier persona o ser, pero suena como si Torklemiggen tuviera intención de conquistar este sistema.»
«Pero, ¿quién querría hacer algo así?», le pregunté.
Tonda se encogió de hombros. «Sólo era una idea», se disculpó. El resto del día no hicimos otra cosa que pensar en aquello, a pesar de lo ocupados que estuvimos procurando sacar las pruebas genéticas y todo eso... pero ya te lo contaré más adelante.
Un abrazo,
JIM PAUL
05 01 2214 2200 hug
Querida mamá:
Fíjate bien en la fecha, 5 de enero, porque tendrás que recordarla durante mucho tiempo. Esta noche, grandes noticias de CAS 43-G... Pero antes, como dicen en el tubo, dedicaremos nuestra atención a otros temas.
Déjame que te cuente lo de ese pájaro llamado Torklemiggen. Esta mañana voló en solitario. Yo asistí en calidad de piloto de comprobación desde una nave de la escuela, y volé en órbitas concordantes a las de él, mientras realizaba todo el examen desde su propio yate. Debo admitir que era casi tan bueno como él mismo creía. Entraba y salía de la hipermarcha sin que se pudiera detectar ninguna sobrecarga de potencia. Lanzó su nave en un tirabuzón y apagó todos los motores; de repente, la nave comenzó a girar, a dar tumbos, a precipitarse; salió de esa situación dibujando una órbita limpia, utilizando solamente los propulsores laterales. Hizo órbitas de aparcamiento, y pasó por toda la serie de pruebas sin ningún error. Seguía enfadado con él, pero no cabía ninguna duda de que había demostrado poseer todas las habilidades necesarias para obtener el permiso. Lo llamé por la frecuencia privada TBS y le dije: «Has aprobado, Torklemiggen. ¿Quieres un informe por escrito cuando aterricemos, o prefieres que te solicite el permiso ahora mismo?»
«¡En este mismo instante, mamífero!», me gritó, y luego añadió algo en su propia lengua que no pude entender, como es lógico. Nadie más logró oírlo, porque los circuitos de comunicación entre naves no tienen un alcance demasiado extenso. Supongo que jamás lo sabré, pero la verdad, mamá, no me sonó amistoso. De todos modos, había pasado.
Le ordené que anulara sus controles y acto seguido pasé las notas de su examen a la computadora maestra de 43-G. Al cabo de dos segundos, comenzó a chillar por el TBS: «¡Vil mamífero! ¿Qué has hecho? Mi luz verde se ha apagado, los controles no responden. ¿Se trata de alguna asquerosa treta de animal de sangre caliente?»
Sabía muy bien cómo exasperarle. «Tranquilízate, Torklemiggen - le dije con tono de pocos amigos, porque ya empezaba a herir mis sentimientos -. La computadora está corrigiendo tu estado. Han eliminado tu permiso temporal para el vuelo en solitario, así podrán levantar el campo supresor de forma permanente. En cuanto vuelva a encenderse la luz, estarás plenamente autorizado y podrás volar por el sistema sin supervisión alguna.»
«Ah», gruñó, y por un momento oí el cuchicheo de sus dos cabezas. Entonces... mamá, iba a decirte que se echó a reír estentóreamente por el TBS. Pero fue algo más que una risa. Era nefasta, dejaba entrever como un placer maligno. «Mamífero retardado y depravado - me gritó -, mi luz está encendida. ¡Toda Casiopea es mía!»
Estaba enfadadísimo con él. Es lógico esperarse un comentario así de un impulsivo adolescente de dieciséis años que acaba de obtener su primer permiso. Pero no de un alienígena de dieciocho mil años, que ha volado por toda la Galaxia. Me pareció una locura. Y me llenó de preocupación. No sabía muy bien cómo tomármelo. «Torklemiggen, no hagas ninguna tontería», le advertí por el TBS.
«¿Tonterías? - me gritó -. Yo no hago tonterías, mamífero. ¡Observa lo poco tonto que soy!» Acto seguido, se lanzó en picado hacia el hiperespacio... sin dejar rastro. Ni una señal. Hice todo lo que pude para seguirlo, seis alfas de profundidad y más. Por un momento creí que llegaríamos a Fomalhaut y todo. Pero siguió en ese rumbo sólo durante un minuto. En medio de uno de los cinturones de asteroides, lo abandonó, y cuando salí de los alfas para subir, vi su estilizado yate verde lanzándose en picado contra un trozo de roca del tamaño de un edificio de oficinas.
Cuando había vuelto de su viaje, noté que una de las cosas nuevas que tenía el yate era un círculo de husillos de color rubí alrededor del morro de la nave. Comenzaron a brillar cada vez más. En un instante, emitieron una docena de haces luminosos color rubí que se dirigieron hacia el asteroide. Se produjo un enorme destello brillante y el asteroide desapareció.
Naturalmente, aquello me preocupó mucho. Le grité como un loco por el TBS: «¡Torklemiggen, te vas a meter en un gran lío! Ignoro cómo hacen las cosas en Fomalhaut, pero por aquí, lo que acabas de hacer es motivo suficiente para que te suspendan el permiso. ¡Por no mencionar que podrían hacerte pagar por el asteroide!»
«¿Pagar? - chilló - ¡No seré yo quien pague, portador de vida funcionalmente inepto, seréis tú y los tuyos! Y pagaréis de un modo espantoso, ¡porque ahora los agujeros negros son nuestros!» Y volvió a salir al hiperespacio, y, una vez más, lo único que pude hacer fue seguirlo.
Como es obvio, en el hiperespacio no tiene sentido efectuar ningún tipo de transmisión. Tuve que esperar hasta que estuvimos arriba, fuera de las alfas para contestarle, y para entonces, no me importa decírtelo, yo estaba irritadísimo. Jamás habría logrado encontrarlo visualmente, si no fuera porque el radar-glifo lo captó cuando se disponía a apuntar hacia uno de los agujeros negros. ¡El muy bruto! «Escucha, Torklemiggen, - le dije, procurando mantener un tono firme y calmado -, te daré un consejo. Vuelve a la base. Aterriza tu nave. Dile a la policía que te dejaste llevar por la alegría de haber pasado el examen. Posiblemente no sean muy estrictos contigo. De lo contrario, te advierto que te estás buscando una suspensión de treinta días, y podrían demandarte por daños y prejuicios los de la empresa de asteroides.» Se volvió a oír el chiflido de su nefasta risa. Y agregué: «¡Y ya te lo dije, no te acerques a los agujeros negros!». Pero Volvió a reír y dijo: «Eres menos que un esmigstro vosotros, los mamíferos, seréis unos animalitos de compañía muy divertidos ahora que poseemos estos agujeros como armamento... ¡Para mí será un placer adiestrarte!» Creo que hablaba más consigo mismo que conmigo. «¡En primer lugar, reduciremos este planeta! y cuando el campo supresor haya desaparecido, nuestras fuerzas vendrán y prepararán los agujeros negros. Luego, lanzaremos uno sobre cada planeta deshabitado hasta que hayamos destruído vuestro poder militar. Y entonces...»
No acabó la frase, sino que lanzó sus risitas cacareantes y nefastas.
Me sentía incómodo. Aquello comenzaba a parecer como que Torklemiggen se proponía algo más que unas jugarretas y diabluras bulliciosas. Se acercaba al agujero negro al tiempo que canturreaba en su propio idioma, pero, de vez en cuando, en el nuestro: «¡Hermoso navío de asalto, cuánta destrucción sembrarás! ¡Precioso agujerito negro, qué catastrófico serás! Si serán idiotas estos mamíferos, que creen que pueden prohibirme que me acerque a ti...»
En ese momento, como suele decirse, se me encendió la bombilla. «Torklemiggen - le grité -, te equivocas, ¡la prohibición de acercamos a los agujeros negros no es una mera ordenanza de tráfico! ¡Es algo mucho más serio!»
Demasiado tarde. No logré terminar porque ya había entrado en el límite Roche.
Al parecer, en Fomalhaut no tienen agujeros negros. Si se lo hubiera pensado dos veces, se habría dado cuenta de lo que ocurriría... Claro que si los fomalhautianos se pensaran las cosas dos veces, entonces no serían fomalhautianos.
Es muy desagradable contarte lo que ocurrió luego. Fue algo muy fuerte. Las fuerzas gravitatorias atraparon su nave y la estiraron.
A través del TBS me llegó un aullido asombrado, como de felino. Su transmisor falló. La nave se partió en pedazos en el límite del Schwarzschild y los trozos se convirtieron en plasma. Se produjo un veloz resplandor enceguecedor debido a la energía de caída en el agujero negro, y eso fue todo lo que Torklemiggen diría, o haría por el resto de su vida.
Salí de allí todo lo rápido que pude. No es que me diera demasiada pena. Hacia el final, por cómo hablaba, me dio la impresión de que se le habían ocurrido unas ideas bastante peligrosas.
Cuando aterricé, en el campo se ponía el sol, y la gente estaba señalando y mirando hacia el sitio en el cielo en donde Torklemiggen se había estrellado contra el agujero negro. Era todo nubes de plasma de color púrpura y naranja. ¡Había logrado una puesta de sol realmente hermosa, y al menos debo reconocerle eso! Aunque no tuve demasiado tiempo para admirarla, porque Tonda me estaba esperando, y sólo disponíamos de unos minutos para presentarnos ante el Director de Censos Suplente, de la división de Reclasificación, antes de que cerraran la oficina.
Pero lo logramos.
Bueno, te dije que tenía grandes noticias, ¿no? Así es, porque ahora, tu adorado hijo es... tu seguro servidor,
JAMES PAUL AGUILAR-MADIGAN,
¡El recién casado!
FIN
Ursula K. Le Guin - EL PODER DE LOS NOMBRES
El señor Bajocolina salió de debajo de su colina, sonriendo y respirando con dificultad. Cada resoplido salía disparado por las ventanas de su nariz como una doble bocanada de vapor, blanca nieve bajo el sol matinal. El señor Bajocolina contempló el cielo brillante de diciembre y sonrió más ampliamente que nunca, mostrando unos dientes blancos como la nieve. Luego se dirigió al pueblo.
- Día, señor Bajocolina - le decían los aldeanos cuando se cruzaban con él por la calle angosta, entre casas de tejados cónicos y sobresalientes como los sombreretes rojos y gruesos de las setas venenosas.
- ¡Día, día! - respondía él a todos. (Por supuesto que desear a cualquiera un buen día traía mala suerte; en un lugar tan afectado por Influencias como Sattins Island, donde un adjetivo descuidado puede cambiar el tiempo por una semana, era suficiente con decir sólo el momento del día.) Todos le hablaban, algunos con cariño, otros con cariñoso desdén. Era todo lo que la pequeña isla poseía a modo de mago, y por lo tanto merecía respeto... ¿pero cómo se podía respetar a un hombrecillo regordete y cincuentón que se tambaleaba con los pies hacia adentro, sonriendo y exhalando vapor? En el trabajo tampoco era gran cosa. Se esmeraba medianamente en los fuegos artificiales, pero sus elixires eran ineficaces con frecuencia. Las verrugas que hechizaba reaparecían a los tres días; los tomates que encantaba no llegaban a ser más grandes que los melones; y durante los contados días en que alguna nave extraña se detenía en el puerto de Sattins, el señor Bajocolina permanecía siempre debajo de su colina; por temor, explicaba, al mal de ojo. En otras palabras, era un mago por la misma razón por la que el zarco Gan era un carpintero: por negligencia. Por esta generación los aldeanos se las apañaban con puertas mal colocadas y hechizos inútiles, y descargaban su irritación tratando al señor Bajocolina con bastante familiaridad, como un simple aldeano más. Hasta lo invitaban a cenar. Una vez él invitó a cenar a algunos de ellos, y sirvió una colación espléndida, con plata, cristal, albaricoque, ganso asado, un chispeante Andrades 639, y budín inglés con salsa fermentada; pero estuvo tan nervioso que quitó toda alegría a la comida, y además, todos volvieron a estar hambrientos media hora después. No le gustaba que nadie visitara su cueva, ni siquiera la antecámara, más allá de la cual en realidad no había llegado nadie. Cuando veía que se acercaba gente a la colina, salía trotando a recibirla. «¡Sentémonos aquí, bajo los pinos!», decía sonriendo y señalando hacia el bosquecillo de abetos; o si llovía: «Vayamos a tomar un trago a la taberna, ¿eh?», aunque todos sabían que él no bebía nada más fuerte que agua de pozo.
Algunos de los niños de la aldea, tentados por aquella cueva, curioseaban y escudriñaban y hacían incursiones cuando el señor Bajocolina salía; pero la puertecilla que conducía a la habitación interior estaba cerrada por medio de un encantamiento, y al parecer, por una vez, se trataba de un encantamiento eficaz. Una vez que dos niños creían que el hechicero se encontraba en la Costa Oeste curando el burro enfermo de la señora Ruuna, llevaron allí una palanca y un hacha, pero al primer golpe surgió del interior un rugido de ira y una nube de vapor purpúreo. El señor Bajocolina había regresado temprano. Los niños huyeron. El no salió, y los niños no sufrieron ningún daño, aunque dijeron que de no escucharlo, nadie podría creer que aquel hombrecillo regordete produjera ese horrible y enorme grito-bramido-aullido-silbido.
Aquel día tenía que comprar en el pueblo tres docenas de huevos frescos y cuatrocientos gramos de hígado; también debía pasar por la casita de Fogeno, el capitán, a renovar el hechizo de los ojos del anciano (bastante inútil aplicado a un caso de desprendimiento de retina, pero el señor Bajocolina continuaba intentándolo), y por último se detendría a charlar con la vieja Goody Guld, la viuda del fabricante de concertinas. La mayoría de los amigos del señor Bajocolina eran ancianos. Los hombres jóvenes y fuertes de la aldea le producían timidez, y las muchachas le tenían vergüenza.
- Me pone nerviosa, sonríe tanto... - decían haciendo mohines, retorciendo rizos sedosos alrededor de un dedo.
«Nerviosa» era una palabra de última moda, y todas las madres respondían adustas:
- Nerviosa un cuerno, lo que sois es tontas. ¡El señor Bajocolina es un hechicero muy respetable!
Después de despedirse de Goody Guld, el señor Bajocolina pasó por la escuela, que ese día se reunía fuera, en el baldío. Dado que no había nadie alfabetizado en Sattins Island, no existían libros en los cuales aprender a leer ni pupitres en los que grabar iniciales ni pizarras que borrar, y de hecho no existía un edificio escolar. En los días lluviosos los niños se reunían en el desván del Granero Común, y se ensuciaban los pantalones con heno; en días de sol, la maestra, Palani, los llevaba a donde tuviera ganas. Hoy, rodeada por treinta niños atentos menores de doce años y cuarenta ovejas distraídas menores de cinco, estaba enseñando un punto importante en el plan de estudios: las Reglas de los Nombres. El señor Bajocolina, sonriendo con timidez, se detuvo a mirar y escuchar. Palani, una muchacha rolliza y bonita de veinte años, hacía un cuadro encantador allí, bajo el sol invernal, con niños y ovejas a su alrededor, un roble sin hojas sobre la cabeza y las dunas y el mar y el cielo pálido y transparente detrás. Hablaba con seriedad, con el rostro enrojecido por el viento y las palabras.
- Ya habéis aprendido las Reglas de los Nombres, niños. Son dos, y son las mismas en todas las islas del mundo. ¿Cuál es una de ellas?
- No es buena educación preguntarle a nadie cuál es su nombre - gritó un niño gordo y veloz, que fue interrumpido por una niña pequeña que chillaba:
- ¡Nunca podrás decir tu propio nombre a nadie, dice mi mamá!
- Sí, Suba. Sí, querida Popi, no chilles. Tenéis razón. Nunca preguntaréis a nadie su nombre. Nunca diréis el vuestro. Ahora pensad en ello un minuto y decidme por qué llamamos a nuestro hechicero señor Bajocolina - sonrió al señor Bajocolina por encima de las cabezas ensortijadas y los lomos lanudos, y él se puso radiante y aferró nervioso su bolsa de huevos.
- ¡Porque vive debajo de una colina! - gritó media clase.
- ¿Pero es ése su verdadero nombre?
- ¡No! - dijo el niño gordo, y el chillido de la pequeña Popi le hizo eco:
- ¡No!
- ¿Cómo sabéis que no lo es?
- Porque llegó aquí solo y entonces no había nadie que supiera su verdadero nombre y por eso no nos lo podían decir, y él no podía...
- Muy bien, Suba. Popi, no grites. Tienes razón. Ni siquiera un mago puede decir su verdadero nombre. Cuando vosotros, los niños, hayáis dejado la escuela y estéis atravesando el Pasaje, dejaréis atrás vuestros nombres de niños y conservaréis solamente vuestros nombres verdaderos, los que nunca deberéis preguntar ni entregar. ¿Por qué existe esta regla?
Los niños permanecieron en silencio. Las ovejas balaron con dulzura. El señor Bajocolina contestó la pregunta:
- Porque el nombre es la cosa - dijo con voz suave, tímida, ronca -, y el verdadero nombre es la verdadera cosa. Conocer el nombre significa controlar la cosa. ¿No es así, señorita maestra?
Ella le sonrió e hizo una reverencia, evidentemente un poco desconcertada por su intervención. Y él se fue a su colina al trote, aferrando los huevos contra el pecho. Por alguna razón, el momento que había pasado contemplando a Palani y a los niños le había abierto el apetito. Al pasar, cerró la puerta interior con un encantamiento apresurado; debió de haber dejado uno o dos escapes en el hechizo pues la antecámara vacía pronto estuvo llena del olor de los huevos fritos y el hígado tostado.
Ese día el viento era fresco y ligero y venía del oeste. Al mediodía había traído un pequeño bote que llegó al puerto de Sattins peinando las olas brillantes. Cuando irrumpió en el horizonte, un chico de vista aguda lo notó y, conocedor como todos los niños de cada vela y cada mástil de los cuarenta botes de la flota pesquera, corrió por la calle gritando: «¡Un barco extranjero, un barco extranjero!». La solitaria isla muy rara vez era visitada por algún barco de otra isla igualmente solitaria de la Bordad Este, o por un mercader aventurero del Archipiélago. Cuando el barco llegó al embarcadero, media aldea ya estaba allí para saludarlo, y los pescadores se sumaron luego desde sus hogares, y manadas de vacas y buscadores de almejas y cazadores de hierbas jadeaban por las rocosas colinas en dirección al puerto.
Pero la puerta del señor Bajocolina permaneció cerrada.
Solamente había un hombre a bordo del barco. Cuando se lo contaron al anciano capitán Fogeno, un cardumen de cejas blancas descendió hasta sus ojos sin vista.
- Hay una sola clase de hombres que naveguen a solas por la Bordada Externa. Un brujo, un hechicero o un Mago...
Así que los aldeanos quedaron sin aliento ante la posibilidad de ver por una vez en sus vidas a un Mago, uno de los poderosos Magos Blancos de las islas interiores del Archipiélago, ricas, pobladas, llenas de torres. Se decepcionaron, pues el viajero era bastante joven, un sujeto guapo, de barba negra, que los saludó alegremente desde su barco y saltó a tierra como cualquier marinero que llega contento a puerto. Se presentó de inmediato como un buhonero de mar. Pero cuando le contaron al capitán Fogeno que llevaba consigo un bastón de roble, el anciano movió la cabeza y dijo:
- ¡Malo! Dos hechiceros en una aldea... - su boca se cerró con un chasquido.
Como el extranjero no podía decir su nombre, inmediatamente le dieron uno: Barbanegra. Y le prestaron mucha atención. Tenía un pequeño y revuelto hato de ropas y sandalias y plumas de piswi para adornar capas e incienso barato y piedras ligeras y hierbas delicadas y grandes cuentas de cristal de Venway..., el lote habitual de un buhonero. Todo Sattins Island fue a mirar, a charlar con él, y quizás a comprar algo.
- ¡Imposible de olvidar! - cacareaba Goody Guld, quien al igual que todas las mujeres y todas las muchachas de la aldea, estaba conmovida por la audaz hermosura de Barbanegra. Los chicos también le rondaban, para que les contara sus viajes a lejanas y extrañas islas de la Bordada o les describiera las grandes y ricas islas del Archipiélago, las Rutas Internas, los fondeaderos blancos de naves, y los tejados dorados de Havnor. Los hombres escuchaban sus relatos con gusto, pero algunos de ellos se preguntaban por qué un mercader viajaría solo, y contemplaban pensativamente su vara de roble.
Durante todo este tiempo el señor Bajocolina permaneció debajo de su colina.
- Es la primera isla sin mago que veo - dijo un día Barbanegra a Goody Guld, que en la ocasión había invitado a su sobrino y a Palani a tomar una taza de té de junco con el viajero -. ¿Qué hacéis cuando os duele un diente o una vaca se seca?
- Bueno..., ¡si tenemos al señor Bajocolina! - dijo la anciana.
- Para lo que sirve... - murmuró Birt, el joven sobrino de Goody Guld, y luego se ruborizó hasta el color púrpura y se le derramó el té; estaba enamorado de la maestra de escuela, pero lo más que había hecho hasta ese momento para demostrarle su amor había sido regalar canastas de caballas frescas a la cocinera de su padre.
- Oh, ¿tenéis un hechicero? - preguntó Barbanegra -. ¿Es invisible?
- No, solamente muy tímido - dijo Palani -. Apenas llevas una semana aquí, ¿no?, y vemos tan pocos extranjeros... - también se ruborizó un poco, pero no derramó su té.
Barbanegra le sonrió.
- Es un buen sattinsano entonces, ¿verdad?
- No - dijo Goody Guld -, no mejor que tú. ¿Más té, sobrino? Mantenlo en la taza esta vez... No, mi querido; llegó en un pequeño barco..., ¿hace cuatro años? Fue un día después que concluyó la arribada del sábalo porque estaba recogiendo las redes en la Ensenada Este, y Pondi Cowherd se rompió la pierna aquella misma mañana..., hará cinco años. No, cuatro. No, son cinco, fue el año en que el ajo no se dio. Entonces llega navegando en una pequeña chalupa cargada hasta el tope de grandes cofres y cajas y le dice al capitán Fogeno, que entonces no estaba ciego, aunque sabe Dios que estaba tan viejo como para haberse quedado ciego dos veces: «Oigo contar - le dice - que no tienen un brujo o hechicero... ¿No están deseando uno?». «¡Ya lo creo, si la magia es blanca!» dice el capitán, y antes de decir «pulpo» el señor Bajocolina se había instalado debajo de la colina y estaba hechizando la sarna del gato de Goody Beltow. Aunque la piel creció gris, y era un gato naranja. Tenía un aspecto bien raro después de eso. Murió el invierno pasado, durante el encantamiento del frío. Goody Beltow se tomó la muerte de su gato, pobre criatura, peor que cuando su marido se ahogó en las Orillas Largas, el día de la arribada prolongada de los arenques, cuando mi sobrino Birt aquí presente no era más que un bebé en pañales. - El sobrino de la señora Goody Guld volvió a derramar el té y Barbanegra hizo una mueca, pero la anciana prosiguió sin desfallecer, y habló hasta que cayó la noche.
Al día siguiente, Barbanegra se hallaba en el muelle trabajando en la tabla arrancada de su barco, a cuya reparación parecía dedicarle mucho tiempo, y como de costumbre, hacía hablar a los taciturnos sattinsanos.
- ¿Cuál de estas naves es la de vuestro hechicero? ¿O tiene una de esas que los Magos pliegan dentro de cáscaras de nuez cuando no las usan?
- No - dijo un imperturbable pescador -. Está allá arriba en su cueva, debajo de la colina.
- ¿Llevó hasta su cueva el barco que lo trajo?
- Sí. Hasta arriba del todo. Yo ayudé. Llena hasta el tope de grandes cajas llenas hasta el tope de libros con encantamientos, dice él. Era pesada como el plomo. - Y el imperturbable pescador le volvió la espalda, suspirando imperturbablemente. El sobrino de Goody Guld, que arreglaba una red allí cerca, levantó la vista de su trabajo y preguntó con igual imperturbabilidad -: ¿Verdad que te gustaría conocer al señor Bajocolina?
Barbanegra le devolvió la mirada. Por un momento, unos ojos negros y listos se encontraron con unos ojos azules e inocentes; luego Barbanegra sonrió y dijo:
- Sí. ¿Me llevarás a la colina, Birt?
- Sí, cuando haya terminado con esto - dijo el pescador. Y cuando hubo terminado de remendar la red, él y el del Archipiélago partieron por la calle de la aldea hacia la alta colina verde. Pero mientras cruzaban el baldío, Barbanegra le dijo:
- Espera un momento, amigo Birt. Tengo una historia para contarte antes de que visitemos a tu hechicero.
- Cuéntala - dijo Birt, sentándose bajo la sombra de una encina perenne.
- Es una historia que empezó hace cien años, y que todavía no ha terminado... Aunque pronto terminará, muy pronto... En el mismo corazón del Archipiélago, donde las islas se apiñan densas como moscas en la miel, hay una pequeña ínsula llamada Pendor. Los señores de Pendor eran hombres poderosos en los viejos días de guerra anteriores a la Liga. Botines y rescates y tributos diluviaban sobre Pendor, y allí se reunió un gran tesoro, hace mucho tiempo. En aquel entonces, de algún lejano lugar en la Bordada Oeste, donde los dragones se crían en las islas de lava, llegó un dragón muy poderoso. No era uno de esos lagartos hiperdesarrollados que la mayoría de vosotros los habitantes de la Bordada Externa llamáis dragones, sino un monstruo grande, negro, alado, sabio, astuto, lleno de fuerza y artificios, y que como todos los dragones, amaba el oro y las piedras preciosas por sobre todas las cosas. Mató al Señor del Mar y a sus soldados, y los habitantes de Pendor huyeron de noche en sus naves. Huyeron todos, y dejaron al dragón enroscado dentro de las Torres de Pendor. Y allí permaneció durante cien años, arrastrando su barriga escamosa sobre esmeraldas y zafiros y monedas de oro, apareciendo solamente una vez cada uno o dos años, cuando debía comer. Invadía islas cercanas en busca de alimento. ¿Sabes lo que comen los dragones?
Birt cabeceó y dijo en un susurro:
- Doncellas.
- Así es - dijo Barbanegra -. Bueno, esto no se podía soportar eternamente, ni tampoco el saber que estaba sentado sobre todo ese tesoro. Así que cuando la Liga se fortaleció, y el Archipiélago no estuvo tan preocupado por guerras y piratería, se decidió atacar Pendor, expulsar al dragón y recuperar el oro y las joyas para el tesoro de la Liga. Ellos siempre están deseando dinero. Por lo tanto se reunió una enorme flota de cincuenta islas, y en las proas de las siete naves más fuertes colocaron siete Magos, y navegaron hacia Pendor... Llegaron. Desembarcaron. Nada se movió. Todas las casas estaban vacías, los platos sobre las mesas llenos del polvo de cien años. Los huesos del viejo Señor del Mar y de sus hombres yacían en los patios del castillo y en las escaleras. Y las habitaciones de la torre apestaban a dragón. Pero no había ningún dragón. Tampoco ningún tesoro, ni un diamante del tamaño de una semilla de amapola, ni una simple cuenta de plata... Al saber que no habría podido resistirse a siete Magos, el dragón se había ido. Lo rastrearon, y descubrieron que había volado a una isla desierta en el norte llamada Udrath; le siguieron la pista hasta allí, ¿y qué encontraron? Huesos de nuevo. Sus huesos, los del dragón. Pero ningún tesoro. Un hechicero, algún hechicero desconocido de otro lugar, debió de haberlo encontrado indefenso y lo derrotó... Y después se fue con el tesoro, ¡delante de las mismas narices de la Liga!
El pescador escuchaba, atento e inexpresivo.
- Por supuesto que habrá sido un hechicero poderoso e inteligente para primero matar al dragón, y segundo escaparse sin dejar rastro. Los Señores y Magos del Archipiélago no pudieron seguirle el rastro en absoluto... Ni sospechas siquiera de dónde había venido o hacia dónde había ido. Estuvieron a punto de abandonar. Esto sucedió la primavera pasada; yo había estado ausente, viajando por la Bordada Norte durante tres años, y regresé en aquellos días. Y me pidieron que les ayudara a encontrar al hechicero desconocido. Esto fue un rasgo de inteligencia de parte de ellos. Porque no soy solamente un hechicero yo mismo, como creo que lo adivinaron algunos de los zoquetes de aquí, sino que soy un descendiente de los Señores de Pendor. Ese tesoro es mío. Es mío, y sabe que es mío. Esos idiotas de la Liga no pudieron encontrarlo porque no es de ellos. Pertenece a la casa de Pendor, y la gran esmeralda, la estrella del tesoro, Inalkil la Piedraverde, conoce a su dueño. ¡Observa! - Barbanegra levantó su bastón de roble y gritó -: ¡Inalkil! - La punta de la vara empezó a brillar, verde, un encendido resplandor verde, una niebla deslumbrante del color de la hierba de abril, y al mismo tiempo la vara se inclinó en la mano del hechicero hasta señalar en línea recta el costado de la colina que se levantaba sobre sus cabezas.
- En el lejano Havnor el resplandor no era tan potente - murmuró Barbanegra -, pero la varilla señalaba en la dirección correcta. Inalkil respondió cuando la llamé. La joya conoce a su dueño. Y yo conozco al ladrón, y lo someteré. Es un hechicero agraciado, que pudo con un dragón. Pero yo soy más poderoso. ¿Quieres saber por qué, zoquete? ¡Porque conozco su nombre!
A medida que el tono de Barbanegra se hacía más arrogante, el rostro de Birt aparecía más y más obtuso, más y más inexpresivo; pero al oír decir a Barbanegra que conocía el verdadero nombre de señor Bajocolina, se sacudió, cerró la boca y contempló al del Archipiélago.
- ¿Cómo... lo aprendiste? - dijo muy lentamente.
Barbanegra hizo una mueca y no le contestó.
- ¿Magia negra? - insistió Birt.
- ¿Cómo, si no...?
Birt palideció y no dijo nada.
- ¡Soy el Señor del Mar de Pendor, zoquete, y poseeré el oro que mis padres ganaron, y las joyas que mis madres usaron, y la Piedraverde! Porque son míos. Bueno, ahora podrás contar toda la historia a tus gaznápiros de aldea, una vez derrotado ese hechicero y que yo me haya ido. Espera aquí. O puedes venir y mirar, si no tienes miedo. Nunca volverás a tener la oportunidad de observar a un hechicero en todo su poder. - Barbanegra se volvió, y sin mirar atrás subió a grandes trancos la colina, hacia la entrada de la cueva.
Muy lentamente, Birt lo siguió. Se detuvo a una buena distancia, se sentó bajo un espino y miró. El del Archipiélago se había detenido; era una figura oscura y envarada, sola en la verde ondulación de la colina, de pie y absolutamente inmóvil ante la boca bostezante de la caverna. Repentinamente movió el bastón sobre su cabeza; el resplandor esmeralda invadió el ámbito mientras gritaba:
- ¡Ladrón, ladrón del Tesoro de Pendor, sal a la vista!
Se oyó un estruendo como de loza rota dentro de la cueva, de la que salió despedida una cantidad de polvo. Asustado, Birt se agachó. Cuando volvió a mirar, vio a Barbanegra aún inmóvil, y en la boca de la cueva, polvoriento y desgreñado, estaba el señor Bajocolina. Parecía pequeño y enternecedor, con los pies torcidos hacia adentro como de costumbre, y con las piernecillas arqueadas cubiertas por calzas negras, y sin varilla..., nunca había tenido una, reparó Birt. El señor Bajocolina preguntó con su vocecilla ronca:
- ¿Quién es usted?
- Soy el Señor del Mar de Pendor, ladrón, y he venido a reclamar mi tesoro.
Ante esto, el señor Bajocolina se fue poniendo rosado lentamente, como sucedía siempre que la gente era grosera con él. Se puso amarillo, el cabello se convirtió en cerdas, emitió un rugido parecido a una tos, y se convirtió en un león amarillo que saltó por la colina hacia Barbanegra, los colmillos blancos destellando.
Pero Barbanegra se había esfumado. Un tigre gigantesco, del color de la noche y el relámpago, brincaba al encuentro del león... que había desaparecido. De pronto, bajo la cueva se alzaba un bosquecillo alto, negro bajo el sol invernal. El tigre, conteniéndose en pleno salto justo antes de caer bajo la sombra de los árboles, se encendió en el aire, transformado en una lengua de fuego que azotaba las ramas secas y negras.
Pero donde se habían alzado los árboles, una repentina catarata empezó a caer desde la ladera de la colina, un arco de agua plateada y estruendosa que tronaba sobre el fuego. Sobre el sitio ocupado antes por el fuego... que había desaparecido.
Por un instante, ante los ojos fijos del pescador se levantaban dos colinas: la verde que ya conocía y una nueva, una loma parda y pelada, lista para beberse la torrencial catarata. Esto sucedió con tanta rapidez que Birt parpadeó, y después de parpadear parpadeó de nuevo pues lo que estaba viendo era mucho peor. Allí donde había estado la catarata revoloteaba un dragón. Alas negras oscurecían toda la colina, garras de acero se extendían, tanteando, y de los labios oscuros, escamosos, entreabiertos, brotaba fuego y vapor.
Debajo de la criatura monstruosa, Barbanegra se reía.
- ¡Toma cualquier forma que te guste, pequeño señor Bajocolina! - se burló -. Puedo enfrentarte. Pero el juego se vuelve aburrido. Quiero contemplar mi tesoro, Inalkil. Ahora, gran dragón, pequeño hechicero, recobra tu forma real. ¡Te lo ordeno por el poder de tu verdadero nombre: Yevaud!
Birt estaba petrificado, ni siquiera podía parpadear. Se agachó, indeciso entre hacerlo o no; veía al dragón suspendido en el aire sobre Barbanegra, el fuego que llameaba a la manera de muchas lenguas desde la boca escamosa, el humo que salía en chorros de las rojas ventanas de la nariz. Vio cómo el rostro de Barbanegra se volvía blanco como la tiza, y cómo le temblaba los labios orlados de barba.
- ¡Tu nombre es Yevaud!
- Sí - dijo un vozarrón ronco y silbante -. Mi verdadero nombre es Yevaud, y mi verdadera forma es esta.
- Pero el dragón había muerto... Encontraron sus huesos en la isla de Udrath.
- Ese era otro dragón - intervino el dragón, y luego caló como un halcón, con las garras extendidas.
Birt cerró los ojos. Cuando los abrió, el cielo estaba despejado, la colina vacía, excepto una mancha pisoteada de color negro rojizo, y unas pocas huellas de garras en la hierba.
Birt el pescador se puso en pie y corrió. Atravesó el baldío a la carrera, dispersando las ovejas a izquierda y derecha, y bajó por la calle de la aldea hasta la casa del padre de Palani. La joven estaba en el jardín desmalezando las capuchinas.
- ¡Ven conmigo! - jadeó Birt; ella lo miró fijamente, él la aferró de la muñeca y la arrastró consigo. Palani chilló un poco, pero no se resistió.
Ambos corrieron recto hacia el muelle; Birt empujó a Palani dentro del Queenie, la chalupa pesquera. El muchacho desató las amarras, cogió los remos y partió, remando como un demonio. Lo último que Sattins Island vio de él y de Palani fue la vela del Queenie desvaneciéndose en dirección de la isla más cercana en el oeste.
Los aldeanos creyeron que nunca dejarían de comentar cómo Birt, el sobrino de Goody Guld, se había vuelto loco y había escapado en un bote con la maestra el mismo día que el buhonero Barbanegra desapareció sin dejar rastro, abandonando todas sus plumas y cuentas. Pero tres días más tarde dejaron de comentarlo pues tuvieron otras cosas que comentar, cuando el señor Bajocolina salió por fin de su cueva.
El señor Bajocolina había resuelto que ya que su verdadero nombre no era más un secreto, bien podía abandonar su disfraz. Caminar era mucho más difícil que volar, y además hacía mucho, mucho tiempo que no comía una verdadera comida.
FIN
Fredric Brown - PESADILLA EN AZUL
Despertó en la más brillante y azul mañana que hubiera visto. A través de la ventana de la recámara podía ver un cielo casi increíble. George se deslizó rápidamente fuera de la cama, bien despierto para no perder otro minuto de su primer día de vacaciones. Se vistió procurando no despertar a su esposa. Llegaron a la casa de campo, prestada por un amigo para que pasaran las vacaciones, bastante tarde la noche anterior, y Vilma llegó muy cansada del viaje; la dejaría dormir tanto como pudiera. Se llevó los zapatos a la estancia, para ponérselos allí.
El pequeño Tommy, su hijo de cinco años, salió bostezando de la recámara más chica, donde había dormido.
- Quieres desayunar? - le preguntó George. Y cuando Tommy asintió, le dijo
- Vístete pues, y alcánzame en la cocina.
George fue a la cocina; pero, antes de empezar a desayunar, salió a la puerta exterior y miró los alrededores; cuando llegaron, estaba ya oscuro y sólo por referencias conocía el lugar. Ahora aparecía ante sus ojos el bosque virgen más hermoso de lo que se imaginara. La casa de campo más cercana, según le dijeron, estaba a una milla de distancia, al otro lado de un lago de regular tamaño. No alcanzaba a ver el lago, debido a los árboles, pero el camino que empezaba en la puerta de la cocina conducía hasta sus orillas, a menos de un cuarto de milla de distancia. Su amigo le dijo que era bueno para nadar y para pescar. La natación no le interesaba a George; no tenía miedo al agua, pero tampoco le gustaba en forma especial, y nunca aprendió a nadar. Su esposa sí era una buena nadadora y también lo era Tommy; un verdadero pescadito.
Tommy le dio alcance; para el chico, la idea de estar vestido era ponerse un traje de baño, lo cual no le tomó mucho tiempo.
- Papito - propuso -, vamos a ver el lago antes de comer, eh?
- Muy bien - aceptó George.
No tenía hambre y, para cuando regresaran, quizá Vilma estaría despierta ya.
El lago era hermoso, de un azul más intenso que el del cielo, y terso como un espejo. Tommy se arrojó alegremente a las aguas, y George le pedía que se quedara cerca de la orilla.
- Puedo nadar bien, papito. Muy bien.
- Sí, pero tu madre no está aquí. Mantente cerca.
- El agua está tibia, papito.
Allá lejos, George vio saltar a un pez. Después del desayuno vendría con su caña para tratar de pescar una trucha.
Le dijeron que la vereda que corría a lo largo de la orilla conducía a un lugar, un par de millas más adelante, donde se podrían rentar botes. Trató de distinguir a lo lejos ese embarcadero.
Repentinamente hubo un grito de angustia:
- ¡Papito, mi pierna...!
George se dio vuelta y vio desaparecer la cabeza de Tommy, a unas veinte yardas de distancia. Debía tratarse de un calambre, pensó frenéticamente; Tommy era capaz de nadar muy bien.
Durante un segundo estuvo a punto de arrojarse al agua, pero se dijo que de nada serviría ahogarse también. Si pudiera avisar a Vilma habría alguna posibilidad...
Corrió hacia la casa. Un centenar de yardas antes empezó a gritar, a todo pulmón:
¡Vilma!
Cuando llegaba ya a la cocina, ella salía vestida todavía en pijama. Corrió tras él, de regreso al lago, y pronto le dio alcance, dejándolo atrás hasta llegar al borde del lago con una ventaja de cincuenta yardas, para arrojarse a las aguas y nadar vigorosamente hacia el punto donde apareció durante un momento la parte posterior de la cabeza del niño flotando en la superficie.
Vilma llegó en unas cuantas brazadas y alcanzó el lugar y entonces, al enderezar el cuerpo para regresar, George pudo ver con horror, un horror reflejado también en los ojos azules de su esposa, que ella estaba de pie sobre el fondo del lago, abrazando a su hijo muerto, ahogado en sólo noventa centímetros de agua.
Thomas M. Disch - EL NUMERO QUE SE HA ALCANZADO
Cuando desapareció el aburrimiento, pasó a ocupar su lugar el pánico. Esta vez llegó a mediodía a través del Volumen 6 de Toynbee. Normalmente, un buen chapuzón y un par de kilómetros recorridos a nado hubieran arreglado las cosas, pero era invierno. Salió a la veranda en camiseta y dejó que el viento del lago azotara su carne. Contempló la ciudad enterrada en nieve y la inmaculada blancura de la escena puso un nudo en su corazón, haciéndole sentir lo que había perdido, y también a causa de su belleza. Se agarró a la barandilla del balcón, y la frialdad del metal atemperó el calor de las palmas de sus manos. Sus músculos reclamaban ser utilizados. Su mente necesitaba comunicarse con otra mente. Tenía que hablar.
No se dio cuenta de la fuerza con que se había agarrado a la barandilla hasta que le dolieron las manos. Se soltó y miró hacia abajo: catorce pisos hasta la calle, cubierta con un sudario de nieve.
El día siguiente fue mejor. Recobró el control de sí mismo. Desde luego, tuvo que renunciar a Toynbee. Hizo ejercicio, transportando pesados cajones de libros y de latas de conserva desde el vestíbulo. Contó mentalmente los peldaños. Desde el vestíbulo hasta el segundo piso había dieciocho peldaños, y quince entre todos los otros pisos. Ciento noventa y ocho, en total. Le desconcertó que la cifra total se interrumpiera precisamente dos números por debajo de doscientos. Cuando hubo alcanzado, jadeante, el último peldaño, su mente siguió contando, independientemente: ciento noventa y nueve, doscientos.
Una vez guardados todos los paquetes, empezó a limpiar. Como de costumbre, había dejado que el apartamento se ensuciara hasta lo indecible. Barrió todas las habitaciones, llevando las barreduras a la veranda y soltándolas al viento. Luego fregó los suelos de madera, apoyándose con ambas manos sobre el duro cepillo, contando las pasadas. Después enceró las tablas hasta sacarles brillo. Quitó el polvo y enceró los muebles, y trató también de limpiar las ventanas, pero el limpiacristales se heló sobre el frío cristal. Cuando estuvo muy cansado trató de leer - una novela de misterio, simplemente -, pero lo único que le interesaba, lo único hacia lo cual volvían siempre sus ojos, era el número que figuraba en la esquina de cada página. El libro tenía 160 páginas, de las cuales iba restando el número de la página en que se encontraba para saber las páginas que le quedaban por leer. A la una soltó el libro y escuchó el viento del lago chocando contra las ventanas y el monótono latido del reloj de pared. Aquella noche soñó que le hacía el amor a su esposa, que estaba muerta.
Oyó el timbre del teléfono, y por unos instantes se limitó a contemplarlo, pero un teléfono que está sonando tiene el mismo aspecto que un teléfono que no está sonando. Finalmente levantó el receptor y lo acercó a su oído.
- ¡Hola! - dijo, y luego: - ¿Hola?
- Hola - respondió ella, con la mayor naturalidad.
- No creí que funcionaran los teléfonos - dijo él.
Era una estupidez decir aquello, pero había evitado la ridiculez de ¡Hábleme, diga algo, cualquier cosa, pero hábleme!
- Es la automación, supongo. Hay montones de cosas que continúan funcionando, si uno paga sus facturas.
- Me gusta su voz - dijo él -, Me gusta el sonido que tiene.
- Es una voz áspera - dijo ella.
- Me recuerda la de mi esposa.
- ¿Era guapa?
- Lidia era muy guapa. Fue Reina del Curso en la U.C.L.A.
- Y usted, ¿qué era?
- Yo iba a otra escuela.
- Eso no contesta a mi pregunta.
Él enrojeció: ella era muy agresiva.
- Fui capitán del equipo de fútbol. ¿Qué más? - Se echó a reír -. Si quiere, le enseñaré mi fotografía en el anuario.
- ¿Por teléfono? - inquirió ella, fríamente.
- ¿Quiere venir aquí?
- Todavía no.
- ¿Por qué no?
Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Notó un nudo en el estómago, como si las infinitas pérdidas de aquellos últimos años estuvieran concentradas en aquella sola respuesta.
- No le conozco a usted lo suficiente - explicó ella.
- ¿Cómo supo que tenía que llamarme aquí? ¿Sabe lo que pienso? ¡Ni siquiera creo que exista usted! La estoy imaginando, simplemente.
- Pero está usted hablando conmigo, ¿no es cierto?
Él no contestó.
- Si usted quiere - dijo ella -, yo le hablaré. En realidad, vengo observándole desde hace mucho tiempo. Anteayer le vi en su terraza. Se quedó tanto rato allí, en camiseta, que me hizo sentir frío. Se llama usted Justin Holt. Vi su nombre en su buzón y, desde luego, en seguida supe quién era usted.
- ¿Cuál es su nombre?
- Usted es el astronauta. Lo leí todo acerca de usted en la biblioteca.
- Sí, soy el astronauta, en efecto. Apuesto a que ni siquiera se ha molestado en inventar un nombre para usted. Ni un pasado.
- No voy a decirle mi nombre. No lo creería. Pero crecí en Winnetka, cerca de Chicago, igual que su querida Lidia, y asistí a la escuela en Bennington, aunque a mí no me nombraron Reina del Curso. Me gradué en Economía Doméstica.
- No pudo usted graduarse en Bennington, porque en esa población no hay ninguna Universidad.
Ella se echó a reír.
- Le estaba tomando el pelo, Justin. Porque sé que Lidia estudió Economía Doméstica en la U.C.L.A. Lo leí en el anuncio de la boda en el Tribune. Dios, una persona tiene que ser tonta para hacer eso. No puedo soportar a las personas tontas. ¿Y usted, Justin?
La mano de Holt apretó el receptor con más fuerza.
- ¿Cómo sabe usted...? - empezó a decir.
Pero se interrumpió, dándose cuenta de su dilema: o bien ella era real, y no podía haber sabido aquellas cosas acerca de Lidia, o bien él la estaba imaginando, en cuyo caso todo lo que ella dijera acerca de Lidia, o de él mismo, procedía de su propia mente.
- Yo puedo leer entre líneas - dijo ella, como si captara su duda -. He visto un montón de Lidias.
- ¿Y un montón de los de mi clase, también?
- Oh, no, Justin! Usted es único. Usted es famoso. Y es guapo. ¿Sabía usted que las mujeres opinan que es muy guapo? Y es usted un genio, desde luego. Tiene un cociente de Inteligencia de 198.
Su risa tenía una cruel resonancia animal.
- ¿Por qué dice eso? - preguntó él, convencido de que el fantasma se había traicionado a sí mismo como lo que era.
- ¿Por qué no? Un número es tan bueno como otro.
- Entonces, llame a otro número - dijo él, y colgó.
Bruscamente, había dejado de creer en ella. Siempre había temido que la cosa terminaría así, en locura. Sus ejercicios de estoicismo, su autocontrol, todos sus esfuerzos para mantenerse cuerdo no habían servido para nada.
Bebió, sentado con las piernas cruzadas sobre la espléndida piel de oso polar del salón. Bebió Chivas Regal directamente de la botella y comió bizcochos ingleses directamente de la lata.
Cuando despertó el teléfono estaba sonando de nuevo. Había dos ratones en la lata de bizcochos, comiéndose las migajas. No prestaban ninguna atención al timbre del teléfono, pero cuando él se levantó huyeron apresuradamente. No era de día aún. O quizás ya había anochecido. Cogió el receptor.
- Hola - dijo ella -. Soy Justine.
Él rió, y notó un doloroso pinchazo en la nuca.
- Ya le dije que no me creería, pero, ¿qué quería que hiciera? ¿Mentir? No hubiera sido difícil inventar un nombre más probable. Como Mary. ¿Qué opina usted de Mary? ¿O Lidia? Suena casi tan corriente como el agua de lavar los platos.
- ¿Por qué habla así de ella?
- Tal vez estoy celosa.
- Bueno, no tiene motivos para estarlo.
- Usted no la quería, ¿verdad? Se casó con ella del mismo modo que ingresó en el ejército, del mismo modo que se ofreció para ir a Marte. Eso era lo único que le importaba: ir a Marte. Y se casó con Lidia porque su padre podía ayudarle a conseguirlo. Pero su cariño no era sincero.
- Escuche, Justine - dijo él -, todo esto empieza a fastidiarme. No necesito que me llame y sea mi conciencia culpable. Si es usted una persona real, demuéstrelo. Pero, ahora mismo, no sé nada acerca de usted.
- No es lo único que ignora. Por ejemplo, los millones...
- ¿Los millones? - la interrumpió él.
- ...de muertos - dijo ella -. Todos muertos. Todo el mundo muerto. Por culpa de usted y de los otros como usted. Los capitanes de equipos de fútbol, y los soldados, y todos los otros héroes.
- Yo no lo hice. Ni siquiera estaba aquí cuando ocurrió. No puede reprochármelo.
- Bueno, yo se lo reprocho, nene. Porque si se lo hubiesen ordenado, lo hubiera hecho.
- Usted conoce aquel territorio mejor que yo. Usted creció allí.
- ¿Cree que no existo? Tal vez cree usted que tampoco los otros han existido. Lidia... y todos los otros millones.
- Resulta divertido que diga usted eso.
Ella permaneció ominosamente silenciosa.
El continuó, intrigado por la novedad de la idea:
- Eso es lo que se siente en el espacio. Es más bello que cualquier otra cosa de las que existen. Uno está solo en la nave, y aunque no esté solo no puede ver a los otros. Puede ver los cuadrantes y los millones de estrellas en la pantalla delante de él, y puede oír las voces a través de los auriculares, pero eso es todo. Uno empieza a pensar que los otros no existen.
- ¿Sabe lo que tendría que hacer? - dijo ella.
- ¿Qué?
- Arrojarse al lago.
- Eso no es divertido.
No hubo respuesta. El receptor zumbó en su oído. Esta vez había colgado ella. Se acercó a la ventana para contemplar la ciudad, enterrada bajo las toneladas de nieve que no seria removida, pero los cristales estaban empañados con las gotas heladas de limpiacristales. Las arrancó una a una con las uñas, contándolas. Cuando llegó a ciento noventa y ocho, la rabia hirvió en él y golpeó el cristal con el puño cerrado. Una ráfaga de aire frío azotó su rostro, y de su garganta brotó un profundo sonido, el grito de un animal acorralado.
La calefacción del edificio era automática. El teléfono era automático, mientras él pagara sus facturas, y el banco que pagaba sus facturas era automático mientras recibiera sus cheques, y sus cheques llegaban automáticamente a través de los correos del Gobierno Federal. Toda la ciudad funcionaba a base de autómatas, los cuales, uno a uno, dejaban de funcionar a medida que se quedaban sin combustible o sin instrucciones. Incluso las bombas habían sido automáticas. Y la nave espacial que les había llevado, a él y a sus compañeros, a Marte en viaje de ida y vuelta, también era automática. A veces él se sentía automático, aunque en su calidad de astronauta sólo estaba equipado para soportar su aislamiento, y gracias a ellos había podido evitar hasta ahora los estragos del pánico. Desde luego, le había ayudado mucho el hecho de que los barrenderos automáticos hubieran sacado los cadáveres de las calles, y los vehículos parados de las carreteras. En los primeros momentos había pensado en lo raro que resultaba que, habiendo sido soldado, oficial del Ejército de los Estados Unidos, durante doce años, no hubiera visto nunca un cadáver. Naturalmente, más tarde encontró alguno que no había sido enterrado automáticamente. Lidia, por ejemplo, parecía haber estado durmiendo cuando llegaron las bombas. Al menos estaba acostada. El cuerpo no se había descompuesto, ya que las bombas habían eliminado radicalmente toda clase de vida. Los pequeños bichos sólo habían empezado a reaparecer recientemente, y Dios sabe de dónde procedían.
Ella continuó llamándole por teléfono, pero cuando él contestaba lo único que ella decía era que él debía suicidarse, ya que había asesinado a todos los demás. Él le hizo observar que no la había asesinado a ella, a Justine. «¡Oh, pero yo no existo!» No le servía de nada ser razonable con ella, de modo que terminó por no contestar a sus llamadas. Se sentaba en el sofá del salón, con un libro en el regazo, y contaba los timbrazos. A veces se sucedían interminablemente, y él salía de la casa y buscaba un banco en frente de la helada marina. Había decidido desempolvar sus matemáticas. Había olvidado casi todo lo que había aprendido en la escuela. La necesidad de ignorar el frío hacía más fácil, hasta cierto punto, la concentración. Cuando estaba sumergido en sus estudios, todo lo demás dejaba de tener importancia. O, cuando el viento del lago era demasiado fuerte, podía andar por las calles cubiertas de nieve, pasar por delante de los numerados edificios, ejercitando su memoria, ya que después de todo esta era la ciudad en la que había crecido. Descubrió que no podía recordar muchas de las particularidades de los días de su infancia. Recuerdos que él había creído seguros y que casi habían terminado por borrarse. De modo que, a veces, caminando a través de la nieve, se limitaba a contar sus pasos. Le parecía que, si contaba lo suficiente, daría con el número correcto, y que ello significaría algo. Pero, mientras esperaba que llegara aquel número, sabía lo suficiente de matemáticas para distraerse e incluso instruirse. Tomemos el número 90, por ejemplo. 90 era la suma de dos cuadrados: el cuadrado de 9 y el cuadrado de 3. También era el producto de 9 y 10, en tanto que el producto de 9 y 11 era 99. ¡Y dos veces 99 era 198! Los números anterior y posterior al 198 eran primos, 197 y 199. Las posibilidades latentes en los números eran infinitas: literalmente infinitas.
Pero detrás de aquella creciente pasión por los números había una angustia continua, una inquietud moral, una sensación de haber traicionado algo o a alguien, aunque no sabía exactamente qué o a quién. No era una sensación de culpabilidad, precisamente. Era algo que Justine había despertado en él. Quizás había una especie de justicia en su exigencia de que él debía morir. Al menos, él no tenía ningún motivo para sobrevivir. No había hecho nada para merecer su singularización. Había embarcado con otros dos compañeros en un cohete automático, había dejado su carga en otro planeta, en el cual había permanecido el tiempo suficiente para ser testigo de la muerte accidental de sus compañeros, y luego había regresado al punto de partida. Había sido una pura coincidencia que, en el intervalo, hubiesen sido pulsados los botones que ponían en movimiento los ingenios automatizados de destrucción que a su manera poseían el secreto de vida y muerte: las bombas de neutrones.
La puesta del sol le aterrorizaba de un modo especial. No temía la oscuridad, pero al ponerse el sol tenía que estar en un lugar cerrado. Entraba en la cocina, donde no había ventanas, y cerraba la puerta detrás de él. Después de la puesta del sol, podía ir a cualquier parte del apartamento.
El contar se había convertido para él en una obsesión. Contaba los libros en las estanterías. Contaba los latidos de su pulso. Contaba los segundos de su reloj. Permanecía despierto en la cama horas enteras, contando.
Una noche oyó una voz en sueños cantando la canción de cuna del reloj:
Jíplori-díplori-ploj,
El ratón se subió al reloj.
El reloj la una dio.
El ratón a correr echó.
Jíplori-díplori-ploj.
Sonó el teléfono. Antes de despertarse del todo empuñó el receptor.
- Por favor - dijo ella -, escúcheme. Lamento lo que le dije. Me he portado como una estúpida. No hará usted... no hará lo que le dije, ¿verdad? Dios mío, tenía tanto miedo de que no me contestara...
Él permaneció silencioso.
- ¿Puedo ir a verle? Debí hacerlo desde el primer momento, pero tenía miedo. No le conocía a usted. ¿Puedo ir ahora?
Él no supo qué contestar. ¿Qué podía decirle a alguien que no existía? Se dio cuenta de que el dormitorio estaba bañado por la luz de la luna. Se filtraba a través de los visillos de muselina y caía sobre la cama, tan tangible como suero de mantequilla.
- ¿Qué? - dijo él, abstraídamente.
- Aunque tal vez debiera decidirlo por mí misma. ¿Es eso lo que piensa? Tiene usted razón. Iré. Estaré ahí dentro de... dentro de una hora. De una hora y media, como máximo.
Ella colgó.
Él miró el reloj.
Tengo noventa minutos, pensó. Cinco mil cuatrocientos segundos.
Empezó a contarlos.
Resultaba difícil contar un número por segundo cuando se pasaba de cien, de modo que cuando llamaron a la puerta sólo había llegado a dos mil seiscientos setenta. Trató de ignorar la llamada, cono había ignorado el timbre del teléfono durante tantos días.
- Por favor, Justin. Déjeme entrar.
- No - explicó él cuidadosamente -. Si la dejo entrar, no podré volverme atrás. Tendré que admitir que es usted real.
- Soy real, Justin. Puede usted oírme, puede usted verme. ¡Oh, por, favor, Justin!
- Eso es lo que temo, precisamente. No saber si al fin me he vuelto completamente loco.
- Justin, le amo.
- Lo comprende, ¿verdad? Se da cuenta de que es imposible, ¿no es cierto?
- No me moveré de aquí. Me quedaré pegada a la puerta, y cuando usted salga...
- No voy a salir, Justine. Si hubiera venido usted al principio... en vez de telefonear. Ahora es demasiado tarde. ¿Cómo puedo creer ahora en usted? Sería despreciable ceder ahora, una debilidad. Imperdonable. No podría soportarlo, y usted nunca me respetaría.
No le llegó ninguna respuesta.
- Váyase - dijo él.
Sabía que ella estaba esperando allí, cebando su trampa con silencio. Salió a la veranda y contempló la ciudad cubierta de nieve. Parecía casi más brillante a la luz de la luna que a pleno sol.
Saltaré cuando haya contado diez, se dijo a sí mismo.
Contó hasta diez, pero no saltó. Si volvía a la puerta, sabía que ella estaría allí: o, al menos, que él creería que estaba allí. No tenía elección. Y, ¿no era esto lo que ella había dicho que tenía que hacer?
¿No era esto, casi, justicia?
Contó hasta veinte, hasta cincuenta, hasta cien.
Los números tenían un efecto tranquilizador. Eran lógicos. Cada número era exactamente uno más que el anterior y uno menos que el posterior. Contó hasta ciento noventa y ocho. Súbitamente, la llamada a la puerta se repitió, más fuerte que nunca. Él se inclinó por encima de la barandilla y su cuerpo fue dejando atrás los catorce pisos hasta caer sobre la blanda e inmaculada nieve de la calle.
FIN
Thomas M. Disch - EL DESCUBRIMIENTO DEL NULITRON
Los grandes descubrimientos de la física nuclear se realizan en los lugares más insospechados. El transcendental hallazgo del nulitrón, clave de la moderna física nuclear, tuvo lugar en la isla de Ibiza... Lean, por favor.
Mientras se intentaba verificar el experimento clásico de Drake del «Muon sin masa» (experimento en el que se destruía un muon sin masa, produciendo, como ya había observado anteriormente Hawakaja, el llamado aisotrón-D) se identificó una nueva partícula, de masa cero, carga cero y spin cero. A esta nueva partícula se la ha denominado «nulitrón».
Un importante avance
Al principio se pensó que el nulitrón era un neutrino (partícula sin carga ni masa con un spin de +1/2), pero al repetirse el experimento utilizando un blanco de nubium giroscópicamente equilibrado en lugar del viejo electrodo fijo de frinium, se calculó que el spin tenia un valor cero.
Aunque carente de masa, la partícula no puede calificarse realmente de subatómica, pues parece tener sobre un metro de diámetro, y es perfectamente redondeada y más bien brillante. Su color rojo puede explicarse por el conocido «corrimiento hacia el rojo», un «efecto Doppler» provocado por el hecho de que, sea cual sea el punto de vista desde el que se la observe, la partícula parece alejarse del observador uniformemente, a la velocidad de la luz.
Cómo se obtiene el nulitrón
El nulitrón puede producirse experimentalmente sólo en circunstancias muy favorables. Puede resultar útil, aunque no sea esencial, un ciclotrón de kilómetro y medio de circunferencia, lleno de bloques sólidos de plomo alternados con mercurio. Es de la mayor importancia que exista en el investigador una auténtica voluntad de descubrirlo.
Con el descubrimiento del antinulitrón se ha dado un gran salto adelante en el campo general de las investigaciones relacionadas con el nulitrón.
Un gran salto adelante
Como el propio nulitrón, el antinulitrón tiene masa cero, carga cero y spin cero, pero a diferencia del nulitrón es verde y cúbico. Una medición cuidadosa (realizada haciendo pasar nulitrones y antinulitrones a través de un denso campo de neutrinos giratorios, sobre el que curiosamente ejercen escasos o nulos efectos) muestra que los antinulitrones cúbicos son exactamente del mismo volumen que los nulitrones esféricos. No se ha dado ninguna explicación satisfactoria a este fenómeno.
Consideraciones teóricas conducen a la inexorable, aunque sumamente improbable, conclusión de que nulitrones y antinulitrones existen por todas partes en la Naturaleza. En realidad puede decirse que el Universo está empapado de ellos. Pero debido a las leyes de la conservación, raras veces son observados en su estado natural.
El primer nulitrón se observó, en realidad, en la isla de Ibiza, donde los investigadores estaban pasando unas breves vacaciones. Durante tres tardes sucesivas, mientras dormía en la playa, el señor Sladek tuvo vívidos sueños de enjambres de nulitrones agrupados en anillos, mordiéndose las colas unos a otros y fundiéndose más tarde en una especie de mantequilla, pues los nulitrones anulan a los antinulitrones y viceversa.
Algunos datos significativos
Esto no significa, sin embargo, que el nulitrón se halle en constante interacción con todas las partículas subatómicas conocidas. Un nulitrón puede unirse a un neutrino para formar un antineutrino y a un antineutrino para formar un neutrino. Estas interacciones (y muchas más) se producen constantemente en la Naturaleza, pero (debido a las leyes de la conservación) nunca pueden observarse directamente, sólo inferirse.
Además de su «color», la familia del nulitrón posee otras características «secundarias».
Cuando chocan dos nulitrones que llegan de direcciones opuestas, producen un ruido chirriante, muy parecido al de un ventilador eléctrico defectuoso. (Como el ventilador de la habitación 38 del hotel Las Palmas de Ibiza). La colisión de dos antinulitrones, por el contrario, produce exactamente el mismo sonido con la excepción de que en las ondas que traza sobre un osciloscopio los senos se corresponden perfectamente a las crestas del otro, y viceversa. El resultado, desde el punto de vista de un auditorio, es un silencio perfecto, lo cual puede explicar el que el se haya tardado tanto en descubrir el nulitrón.
Usos del nulitrón
Respecto al sabor, el nulitrón, a pesar de su tono rojo vivo, tiene un claro aroma a regaliz, mientras que el antinulitrón se parece sobre todo, en cuanto a su sabor, a las bayas verdes del junípero. Se están realizando más investigaciones en este fructífero campo, y los fabricantes de alimentos dietéticos han expresado ya interés por sus posibles usos comerciales.
El principal problema que se plantea la industria es la extracción de nulitrones de su «campo potencial» en cantidad suficiente. De sus posibles usos bélicos, y especialmente de si por el momento es factible una «bomba nulitrónica» (o si lo será en un futuro próximo) nada se puede decir con seguridad
Espacio, tiempo y nulitrón
Uno de los aspectos más curiosos del nulitrón es la relativa brevedad de su vida. En todos los casos observados, el nulitrón quedó instantánea y totalmente destruido en el momento de su creación. Esto no se percibió durante las primeras investigaciones, porque el nulitrón destruido queda instantáneamente reemplazado por otro nulitrón idéntico, totalmente indistinguible de su «padre»
La primera tarea que se ofreció a los investigadores tras el descubrimiento del propio nulitrón fue la escisión de éste en sus partículas. Este experimento consistía sencillamente en coger nulitrones y arrojarlos con fuerza considerable contra el suelo. Mientras una energía demasiado escasa en el «rayo nulitrónico» así formado puede provocar un desagradable balanceo, una fuerza excesiva provocará un rebote exagerado el, por ahora, denominado «Efecto de bote». Esta fastidiosa elasticidad puede evitarse empapando primero el nulitrón en un recipiente de mesones pi y «dejando luego que la naturaleza siga su curso inevitable»
Aunque se han descubierto por este método otros diecisiete mil tipos diferenciados de partículas subnulitrónicas, hasta la redacción de este informe, resultó muy difícil distinguir estos tipos distintos, pues todos los diferentes subtipos creados por este método parecían idénticos. Se necesitaba, sin duda, un enfoque más riguroso.
Por un procedimiento de tanteo, se llegó finalmente al siguiente método: mientras un investigador sujeta el nulitrón con ambas manos, el otro o bien se sienta sobre él, o bien le administra un golpe fuerte con un martillo de molibdeno. Se producen así dos categorías de partículas subnulitrónicas: las de «asiento» y las «otras».
Las de «asiento» están formadas por isones (pequeños, azules y redondeados), nisones (más pequeños, bidimensionales y de un curioso color arroz); y nulinisones (extremadamente delgados, color naranja y de forma extravagante).
Las «otras» son más variadas, distribuyéndose en dos subgrupos principales: los isotrones y los flogistones. Los isotrones son de tamaño medio, ovoidales y casi carentes de masa, y según se observó tienden inmediatamente a aproximarse a la fuente de luz más cercana (en el hotel Las Palmas era una bombilla única y sin pantalla de veinticinco watios) y girar a su alrededor hasta que chocan con ella o se consumen en antisotrones.
Se observaron también incontables partículas pertenecientes a este grupo de «otras», cuyo tamaño variaba desde los tres milímetros a los grandes flogistones, que llegan a alcanzar un millón ochocientos mil kilómetros de diámetro, aunque su masa equivalga a la de un electrón. Sólo ha llegado a producirse experimentalmente un flogistón. Esta partícula, por ser fotófila, se lanzó inmediatamente hacia el Sol a una velocidad que se calcula en 0,9 la velocidad de la luz.
¿Una posible explicación de la materia?
El único flogistón producido en este último, y definitivo, experimento quizás nos permita hallar una explicación sobre la naturaleza de la materia. Al chocar con el Sol, el flogistón quedó destruido, así como el Sol, y pudieron tomarse algunas interesantes fotografías.
Aunque sea aún demasiado pronto para empezar a especular sobre este fenómeno, puede suponerse que cuando comprendamos de modo más pleno el carácter de este maravilloso nulitrón, alcanzaremos una explicación nueva y más amplia de la naturaleza de nuestro Sistema Solar y quizás de la materia misma.
FIN
Arthur C. Clarke - LOS NUEVE BILLONES DE NOMBRES DE DIOS
- Esta es una petición un tanto desacostumbrada - dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible -. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido un ordenador de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... hum... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella?
- Con mucho gusto - contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas -. Su ordenador Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
- No acabo de comprender...
- Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.
- Naturalmente.
- En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.
- ¿Qué quiere decir?
- Tenemos motivos para creer - continuó el lama, imperturbable - que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
- ¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
- Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.
- Oh - exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida -. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?
El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.
- Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.
- Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
- Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar mas de tres veces consecutivas.
- ¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.
- Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.
- Estoy seguro de ello - dijo Wagner, apresuradamente - Siga.
- Por suerte, será cosa sencilla adaptar su ordenador de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien días.
El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún limite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tenia razón...
- No hay duda - replicó el doctor - de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
- Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.
- ¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
- Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
- No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas. - El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa - hay otras dos cuestiones... - Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel.
- Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
- Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?
- Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias.
- Desde luego - admitió el doctor Wagner -. Debía haberlo imaginado.
La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El "Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, el ordenador había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas de escribir electromáticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras.
Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
- Escucha, George - dijo Chuck, con urgencia -. He sabido algo que puede significar un disgusto.
- ¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? - ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vinculo con su tierra.
- No, no es nada de eso. - Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo -. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.
- ¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
- Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca...
- Eso ya lo tengo muy oído - gruñó George.
- ...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el ultimo ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
- Sigue; voy captando.
- El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
- ¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
- No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listos!
- Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo.
Chuck dejo escapar una risita nerviosa.
- Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: "No se trata de nada tan trivial como eso".
George estuvo pensando durante unos momentos.
- Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto - dijo después -. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
- Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la traca final no estalle - o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea -, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
- Comprendo - dijo George, lentamente -. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía.
- Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio; y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio.
- Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que - dijo Chuck, pensativamente - siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.
- Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
- Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger.
- No me gusta la idea - dijo George -. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedare y aceptare lo que venga.
- Sigue sin gustarme - dijo, siete días mas tarde, mientras los pequeños pero resistentes caballitos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera -. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto como se lo va a tomar Sam.
- Es curioso - replicó Chuck -, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después...
George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un trasatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes el ordenador, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes las sacaban de las maquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes.
- ¡Allí esta! - gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle -. ¿Verdad que es hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el caballito avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su ultima preocupación.
Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
- Estaremos allí dentro de una hora - dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió -: Me pregunto si el ordenador habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.
Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.
- Mira - susurro Chuck; George alzó la vista hacia el espacio.
Siempre hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.
FIN
Walter M. Miller - YO TE HICE
Se había deshecho del enemigo, y estaba cansado. Helado, sombrío, sin resuello; se hallaba sentado sobre el risco, bajo el negro cielo, y rozaba el suelo con sus pies, mientras su oreja discoidal se movía en lentos compases que exploraban la superficie del terreno y del firmamento. Todo estaba silencioso y sin aire. Nada se movía, excepto algo que restregaba débilmente en la gruta. Estaba bien que nada se moviera. Odiaba el sonido y el movimiento. Estaba en su naturaleza aborrecerlos. Con los de la cueva, no podía hacer nada hasta que amaneciera. Oía su voz farfullando entre las rocas...
¡Socorro! ¿Estáis muertos todos? ¿Podéis oírme? Aquí Sawyer. Sawyer llamando a cualquiera, Sawyer llamando a cualquiera...
El farfulleo era irregular, átono. Lo desatendía, rehusando escucharlo. Todo estaba rezumando frío. El sol se había ido, y una semioscuridad llevaba instalada doscientas cincuenta horas; sólo había la difusa luz del orbe celeste que no proporcionaba ningún sustento, y las estrellas por las cuales señalaba la hora.
Sentado, derrengado sobre el risco, esperaba al enemigo. Este había venido a la carga surgiendo del submundo a la caída de la tarde. Lo había hecho a la brava sin ninguna maniobra defensiva, sin fuego ofensivo. Él los había destrozado fácilmente... primero a los componentes que avanzaban con estruendo de artefactos rodantes, y luego a los pequeños que se escurrían precipitadamente de la masa. Los había ido barriendo uno por uno, excepto al que se había arrastrado a la cueva y se ocultaba tras una grieta en el túnel...
Esperaba que emergiera. Desde su situación ventajosa sobre la misma, podía escudriñar un quebrado terreno de millas en torno de cráteres, cuevas y hendeduras, y la pelada planicie polvorienta que se extendía al Oeste, y los cuadrangulares perfiles del sagrado lugar, próximo a la torre que era el centro del mundo. La cueva estaba situada al pie de un risco al Sudeste, sólo a unos cien metros de aquél. Dominaba la entrada de la misma con sus pequeños fogueadores, y no había escapatoria para el oculto y maltrecho enemigo.
Soportaba las quejas del mismo como soportaba el dolor de sus propios estropicios, pacientemente, esperando un momento de respiro. Pues en muchos amaneceres le habían producido dolor, y todavía tenía sin reparar los descalabros que embotaban algunos de sus sentidos y mutilaban algunos de sus activadores. No podía despedir ya el destellante haz de energía que le conduciría sano, y salvo al submundo y, a través de él, al lugar de la creación. Ni tampoco fulgurar las pulsaciones que reflejaban la diferencia entre senador y enemigo. Ahora, allí estaba sólo el enemigo.
Coronel Aubrey, aquí Sawyer. ¡Respóndame! Estoy atrapado en un escondrijo de emergencia. Creo que los demás están muertos. Nos barrieron en cuanto nos aproximamos. Aubrey de Sawyer. Aubrey de Sawyer. Escuche. Sólo me queda un cilindro de oxígeno, ¿me oye? ¡Coronel, respóndame!
Vibraciones en la roca nada más... sólo un pequeño ruido irritante para perturbar el bendito éxtasis del mundo que él custodiaba. El enemigo estaba destruido, excepto por la demorada huella en la cueva. La cual estaba, sin embargo, neutralizada, y no se movía.
Debido a sus descalabros, incubaba una profunda ira. No podía atajar las señales del daño que seguían descargando de sus lastimados miembros, pero tampoco realizar las acciones que las angustiosas señales le apremiaban a ejecutar. Permanecía sentado y rabiosamente dolorido sobre el risco.
Odiaba la noche, porque en ella no había ningún alimento. Durante el día devoraba sol, se reforzaba para la larga, muy larga vela de oscuridad, pero cuando amanecía estaba débil de nuevo, y le acometía un hambre voraz. Sin embargo, estaba bien que hubiese paz en la noche, que pudiese conservarse y proteger sus tripas del frío. Si penetrase el frío en las capas aislantes, los receptores termales comenzarían a despedir señales de advertencia, y la angustia aumentaría. Era demasiada angustia. Y, de no ser por el momento de la batalla, no había ningún placer excepto el devorar el sol.
Proteger el lugar sagrado, restaurar el éxtasis en el mundo, matar al enemigo... eran ésos los placeres de la batalla. Los conocía.
Y conocía la naturaleza del mundo. Y había aprendido cada centímetro de terreno fuera del perímetro de dolor, más allá del cual no podía moverse. Y también los rasgos de la superficie del semimundo más allá, escudriñándolo con sus sentidos de largo alcance. El mundo, el semimundo, el submundo... eran el Exterior, constituyendo el Universo.
¡Socorredme, socorredme, socorredme! Aquí el capitán John Harbin Sawyer, del Cuerpo Autocibernético, Sección de Instrucción y Programación, corrientemente de la Expedición Lunar Dieciséis de Salvamento. ¿Hay alguien con vida en la luna? ¡Escuchad! ¡Escuchadme! Estoy impedido. He estado aquí Dios sabe cuántos días... sin cambiarme. Apesta. ¿Estuvisteis así alguna vez? Estoy enfermo. ¡Sacadme de aquí!
El lugar del enemigo era el submundo. Y si el enemigo se aproximaba más cerca del alcance exterior, él debería matar; era ésta una verdad fundamental que había sabido desde el día de la creación. Sólo los senadores, o socorristas, podían moverse con impunidad por todo el terreno, pero ahora no venían nunca. No podía llamarlos o reconocerlos... debido a la herida.
Conocía la naturaleza de sí mismo. Sabía de sí mismo por daño introspectivo, y por escudriñamiento interno. Sólo ello estaba «siendo». Todo lo demás era del exterior. Conocía sus funciones, sus destrezas, sus limitaciones. Escuchaba el suelo con los pies. Escudriñaba la superficie con muchos ojos. Comprobaba los cielos con una titilante sonda. En tierra, sentía los seísmos débiles y el ruido casual. Sobre la superficie, veía el tenue destello de la luz de las estrellas, la pérdida de calor del terreno frío, y las reflejadas vibraciones de la torre. En el firmamento, sólo veía estrellas, y únicamente oía el latido del eco de la evanescente órbita de la Tierra arriba. Sufría los mordiscos del antiguo dolor, y esperaba al alba.
Al cabo de una hora, la cosa comenzó serpeando en la cueva. Escuchó los débiles ruidos restregantes procedentes de las rocas. Descendió a una más sensible captación y procuró localizarlos. El residuo del enemigo estaba arrastrándose quedamente hacia la boca de la cueva. Volvió hacia la negra cicatriz al pie del risco, un pequeño trazador que lanzó una ráfaga de proyectiles, que marcaron brillantes y silenciosas estrías en la entrada, sobre la tierra sin aire.
¡Tú, sucia y pringosa monstruosidad mortal déjame solo! ¡Repugnante fenómeno, yo soy Sawyer! ¿No te acuerdas? Yo te ayudé a adiestrarte hace diez años. ¡Tú eras un novato a mis órdenes... ¡Sólo un estúpido elemento cibernético... con la potencia de fuego de un regimiento! Déjame ir. Déjame ir.
El rastro del enemigo volvió a acercarse a la entrada.
Y otra vez partió una nueva y silenciosa ráfaga del arma, haciéndole esconderse. Más vibraciones en la roca...
Soy tu amigo. La guerra ha terminado. Acabó ya hace meses... Meses terrestres. ¿No lo comprendes, Gruñón? «Gruñón»... así solíamos llamarte en tus días de novato... antes de que te enseñásemos cómo matar. Control de fuego autocibernético móvil. ¿No conoces a tu papaíto, hijo?
Las vibraciones eran irritantes. Súbitamente enojado, giró en torno al risco, maniobrando grácilmente su maciza masa. Con un rezongar de motores, se movió del risco a la ladera del cerro, volvióse, y bajó pesadamente la ladera. Cargó a través de los llanos y se detuvo a cincuenta metros de la entrada de la cueva. Geysers de polvo espumearon de sus orugas y cayeron como chorros de agua en la noche sin aire. Todo estaba silencioso en la cueva.
- Vete ya, hijito - temblaron las vibraciones al cabo de un rato -. Deja morir en paz a papi.
Apuntó el pequeño trazador al centro de la negra abertura y escupió doscientas andanadas. Esperó. Nada se movió en el interior. Consideró el empleo de granada de radiación, pero su arsenal estaba casi exhausto. Escuchó un rato, observando la cueva, atalayando cinco veces la pequeña cosa de carne que la cobijaba. Volvióse luego y atravesó el llano para reasumir la guardia desde el risco. Un movimiento distante, más allá de los límites del semimundo, pareció aflorar débilmente al umbral de su percatación..., pero el movimiento era demasiado remoto como para ser desazonante.
La cosa estaba raspando en la cueva de nuevo.
- Estoy perforado, ¿oyen? Perforado. Un fragmento de roca. Sólo un pequeño boquete, pero un parche no lo contendrá. ¡Mi traje! A Aubrey de Sawyer, a Aubrey de Sawyer. Base de Control para Vehículo Lunar Dieciséis, Mensaje para usted, cambio. Eh, eh. Observe procedimiento. ¡Me han alcanzado! Estoy perforado. ¡Socorro!
La cosa estuvo emitiendo gemidos. durante algún tiempo, y luego:
- Está bien, es sólo mi pierna. Bombearé agua en la bota, la llenaré y luego la helaré. Así sólo perderé una pierna. Qué diablos, tómese tiempo.
Las vibraciones decrecieron de nuevo a gemidos.
Volvió a sentarse sobre el risco, amainando sus activadores a su letargo que estaba colmado de mordiente dolor. Esperó pacientemente al alba.
El movimiento hacia el sur estaba aumentando. Se desarrollaba en los bordes exteriores del semimundo, hasta convertirse al final en irritante. Un taladro se deslizó en silencio de su cintura, el cual se hincó profundamente en la roca, retirándose luego. Introdujo una toma sensible en el agujero del taladro y escuchó atentamente el terreno.
Un débil ronroneo en las rocas... mezclado con el gimoteo de la cueva.
Comparó el ronroneo con memorias registradas. Recordó tales ronroneos. El sonido provenía de un objeto rodante, lejos, al sur. Intentó enviar las pulsaciones que preguntaban «¿Eres amigo o enemigo?», pero el órgano emisor estaba estropeado. Por lo tanto, el movimiento era enemigo..., pero todavía más allá de sus armas actuales.
Acechante ira y expectación de batalla. Se agitó inquieto sobre el risco, pero sin dejar de vigilar la cueva. De súbito se produjo un revuelo en un nuevo canal sensorial, vibraciones similares a las que provenían de la cueva; pero esta vez las vibraciones procedían, a través de la superficie, del vacío, transmitidas en espectro de onda larga.
- Vehículo Lunar Dieciséis desde Birlocho de Mando, pásenos llamada. Cambio.
Silencio luego. Esperaba una respuesta de la cueva, al principio... puesto que sabía que una unidad del enemigo cambiaba a menudo compases vibratorios con otra unidad enemiga. Mas no provino ninguna respuesta. Quizá la energía de onda larga no pudiera penetrar en la cueva para alcanzar la cosa que se arrastraba en su interior.
- Salvamento Dieciséis, aquí Birlocho Aubrey. ¿Qué diablos les pasa? ¿Pueden descifrarme? Cambio.
Escuchó tenso el terreno. El ronroneo se detuvo mientras el enemigo hacía una pausa. Minutos después, se reanudó el movimiento.
Despertaba a un oído emisor a veinte kilómetros al sudoeste, y mandaba escuchar al oído, y transmitir los compases del ruido ronroneante. Se captaban dos sonidos, y de ellos deducía la exacta posición y velocidad del enemigo. Este se estaba dirigiendo al norte, al borde del semimundo. La ira condensada fulguró en furia activa. Disparó sus armas sobre el risco. Se aprestaba a la batalla.
- Salvamento Dieciséis, aquí Birlocho Aubrey. Colijo que su dispositivo radio es inoperante. Si puede oírnos, anote esto: nos dirigimos al norte a cinco millas del alcance de la magnapulta. Nos detendremos allí y dispararemos en la zona Roja-Roja un cohete autocibernético. La cabeza de torpedo es transmisor-receptor alternativo radio-sonar. Si tiene usted un sismómetro funcionando, el transmisor actuará como fase de relé. Cambio.
Ignorando el compás vibratorio, reordenó su dispositivo de batalla. Introspeccionó su acumulación de energía, y comprobó sus activadores de armas. Apercibió un ojo emisario y esperó una docena de minutos a que se arrastrara como un cangrejo desde el lugar sagrado para ocupar un puesto de vigilancia próximo a la entrada de la cueva. Si el restante enemigo intentaba surgir, el ojo emisario lo vería e informaría, y lo destruiría con una granada de remoto catapultado.
El ronroneo del suelo era más intenso. Habiéndose preparado para la refriega, bajó del risco y fue con sordo ruido hacia el sur a velocidad de crucero. Pasó ante el desventrado armatoste del vehículo Lunar, con su equipo de volcados tractores. La detonación del bote de metralla de la magnapulta había partido en dos el vehículo del tamaño de un vagón de mercancías. Los restos de las pertenencias de varios enemigos de dos piernas estaban desperdigados por la zona, minúsculos fragmentos a la pálida luz terrestre. Grumbler los ignoró y prosiguió implacablemente en dirección al sur.
¡Un súbito centelleo en el horizonte del sur! Luego una motita ígnea arqueó hacia arriba, atravesando los cielos. Grumbler se detuvo y contempló su surco. Un misil cohete. Caería en alguna parte del medio este de la zona Roja-Roja. No había tiempo de prepararse para derribarlo. Grumbler esperó... y vio que el misil explotaría inofensivamente en una área no vital.
Segundos después, el misil hizo una pausa en su vuelo, invirtiendo su dirección, apagando sus chorros, y perdiéndose de vista tras un crestón. No hubo explosión ninguna. Ni tampoco actividad en la zona donde había caído el misil. Gumbler apeló a un oído emisario, lo envió emigrando hacia el punto del impacto para escuchar, y luego continuó al sur hacia el perímetro de inquietud.
- Salvamento Dieciséis, aquí el Birlocho de Aubrey, - provinieron las radiaciones de onda larga -. Acabamos de proyectar el relé del radio sismómetro a Rojo-Rojo. Si está a cinco millas de ello, quizá pueda usted oír.
Casi inmediatamente, provino una respuesta de la cueva, oída por el oído emisario que escuchaba el suelo cerca de la torre:
¡Gracias a Dios! Él, él, él, él... ¡Oh, gracias a Dios!
Y simultáneamente, el mismo compás vibratorio provino en módulos de onda larga de la dirección del punto de impacto del misil. Grumbler se detuvo de nuevo, confuso, violentamente tentado de volear un bote de magnapulta a través del quebrado terreno hacia el punto de impacto. Pero el oído emisario no informó ningún movimiento físico de la zona. El enemigo, al sur, era el origen de los trastornos. Si descartaba primero al enemigo principal, podría luego hacerlo con trastornos menores. Se movió al perímetro de inquietud, escuchando ocasionalmente las vibraciones sin sentido causadas por el enemigo.
- Salvamento Dieciséis de Aubrey. Le oigo débilmente ¿Quién es? ¿Carhill?
- ¡Aubrey! Una voz... una voz real... ¿O estoy desvariando?
- Dieciséis de Aubrey, Dieciséis de Aubrey. Cese el parlotéo y dígame quién está hablando. ¿Qué está sucediendo ahí? ¿Ha conseguido inmovilizar a Grumbler?
Un sofoco espasmódico fue la única respuesta.
- Dieciséis de Aubrey. Vamos, ¡suéltelo ya! Escuche, Sawyer, sé que es usted. Vamos, recupérese, hombre. ¿Qué es lo que ha sucedido?
- Muertos... todos están muertos menos yo.
- ¡CESE ESA RISA ESTÚPIDA!
Un largo silencio, y luego, escasamente audible:
- Está bien, Me retendré. ¿Es usted realmente, Aubrey?
- No sufre usted alucinaciones, Sawyer. Estamos cruzando la zona Roja en un Birlocho. Ahora dígame la situación. Hemos estado intentado llamarlo a usted durante días.
- Grumbler nos dejó penetrar diez millas en la zona Roja-Roja, y luego nos emplastó con un bote de metralla de magnapulta.
- ¿No estaba funcionando su I.F.F.?
- Sí, pero el de Grumbler no. Una vez que voló el vehículo, arrebañó a los otros cuatro que quedaron con vida... Él, él, él... ¿Vio usted alguna vez a un tanque Sherman cazar un ratón, coronel?
- ¡Pare, Sawyer! Otra bromita suya y te desuello vivo.
- ¡Sáqueme de aquí! ¡Mi pierna! ¡Sáqueme de aquí!
- Si podemos. Dígame su situación actual.
- Mi traje... Tuve una pequeña perforación... Hube de bombear agua y helarla. Ahora mi pierna, está muerta. No puedo durar mucho...
- ¡La situación, Sawyer, la situación! No sus dolores y penas.
Las vibraciones continuaron, pero Grumbler las cubrió durante algún tiempo. Había una furia sorda sobre el cerro iluminado por la Tierra
Se sentó con sus motores parados, escuchando los distantes movimientos del enemigo al sur. Al pie del cerro se encontraba el perímetro de inquietud; hasta sobre la cima sentía las débiles punzadas de prevención que brotaban de la torre, treinta kilómetros a retaguardia en el centro del mundo. Estaba en comunicación con la Torre. Si se aventuraba más allá del perímetro, la comunicación se desfasaría y se produciría la cegadora y dolorosa inquietud y la detonación.
El enemigo se estaba moviendo más lentamente ahora, arrastrándose al norte a través del semimundo. Sería fácil destruirlo en seguida, de no haberse agotado el surtido de cohetes-misiles. El alcance de la magnapulta era de sólo veinticinco kilómetros. Los pequeños escupidores, alcanzarían, pero su precisión a tal distancia sería nula. Habría que esperar a que se acercara el enemigo. Alimentaba una sombría ira en el cerro.
- Escuche, Sawyer, si no está funcionando el I.F.F., ¿por qué no ha disparado ya sobre este Birlocho?
- Eso es lo que nos metió en danza también, coronel. Entramos en zona Roja y no sucedió nada. O bien no tiene munición de largo alcance, o se muestra cauteloso, o ambas cosas. Probablemente las dos.
- ¡Mmm! Entonces haríamos mejor en aparcar aquí y resolver algo.
- Escuche... sólo hay una cosa que puede usted hacer. Pedir un misil telecontrotado de la Base.
- ¿Para destruir a Grumbler? Ha perdido usted el juicio, Sawyer. Si Grumbler es destruido, toda la zona en torno a las excavaciones volará para mantenerlas fuera de manos enemigas. Usted sabe eso.
- ¿Y espera que me cuide?
- Deje de chillar, Sawyer. Esas excavaciones son la propiedad más valiosa en la Luna. No podemos permitirnos perderlas. Por eso se destacó a Grumbler. Si fuesen convertidas en cascotes, yo sería enviado a la corte marcial aún antes de que cayeren.
La respuesta fue rezongona y sollozante:
- Ocho horas de oxígeno. Ocho horas, ¿lo oye? Estúpido, despiadado...
El enemigo, al sur, se detuvo a una distancia de veintiocho kilómetros del cerro de Grumbler... a sólo tres mil metros más allá del alcance de la magnapulta.
Un momento de frenético odio. Moviéndose pesadamente de un lado a otro, en una especie de monstruosa danza, aplastaba los pedruscos a su paso, expeliendo polvo al valle. Una vez cargó contra el perímetro de inquietud y dolor, y volvió atrás al hacérsele insoportable la angustia. Se quedó de nuevo sobre el cerro, sintiendo la fatiga del descenso de la provisión de energía en los depósitos.
Hizo una pausa para analizarlo, y estableció un plan.
Acelerando sus motores, giró lentamente en torno a la cima del cerro, y se deslizó por la ladera norte con paso majestuoso. Se dirigió hacia el norte durante media milla a través del llano, luego se puso a cuatro patas y maniobró su macizo bulto a una grieta donde había escondido un depósito de emergencia de energía. El remolque de la batería había cargado recientemente, antes de la anterior puesta de sol. Lo colocó en posición de suministro y sujetó los cables de alimentación sin necesidad de subirse al remolque.
Escuchó ocasionalmente al enemigo mientras absorbía con ansias la energía del depósito, pero el enemigo permanecía inmóvil. Necesitaría cada ergio de energía disponible para ejecutar su plan. Esto agotaba el escondite. Mañana, una vez el enemigo se hubiera ido, volvería a arrastrar el remolque a los principales conductores para la recarga, cuando se alzara el sol para impulsar otra vez a los generadores. Mantenía varios escondites en posiciones estratégicas a través de su dominio, las cuales no podrían caer en una inoperante inactividad durante la larga noche lunar. Mantenía su casa en orden, arrastrando de nuevo los remolques para ser recargados a intervalos regulares.
- No sé qué puedo hacer por usted, Sawyer - provino el ruido del enemigo -. No nos atrevemos a destruir a Grumbler, y no hay otra tripulación autocibernetica en la Luna. Tengo que llamar a Tierra para reemplazamientos. Puedo mandar hombres a la zona Roja-Roja si se está volviendo frenético Grumbler. Tendría que ser asesinado.
- Por amor de Dios, coronel...
- Escuche, Sawyer, usted es el hombre autocibernético. Usted ayudó a adiestrar a Grumbler. ¿Puede usted pensar en alguna manera de detenerlo sin detonar el área minada?
Un prolongado silencio. Grumbler, acabó la alimentación de energía y salió de la grieta. Se movió unos metros al este, de manera que una despejada franja de terreno lisa estuviera entre él y el cerro al borde del perímetro de dolor, a media milla más allá. Luego hizo una pausa, y apeló a varios oídos emisores, de manera que pudiera deducir lo más precisamente posible la posición del enemigo. Uno a uno, los oídos emisarios informaron.
- ¿Sí, Sawyer?
- Mi pierna me está matando.
- ¿Puede pensar, en algo?
- Sí..., pero eso no me hará ningún bien. No voy a vivir mucho.
- Bueno, oigámoslo.
- Destruya sus depósitos de unidades de energía remota, y persígale desastrado en la noche.
- ¿Cuánto cree que llevaría eso?
- Horas... después de haber encontrado su abastecimiento remoto, y hacerlo volar.
Analizó los informes de los oídos emisarios, y calculó una exactitud precisa. El Birlocho amarillo estaba a 2,7 kilómetros más allá del máximo alcance de la magnapulta... tal como la creación había estimado el máximo. Pero la creación era imperfecta, hasta en el interior.
Cargó un bote de metralla en el eje de la magnapulta. Contrariamente a las intenciones de la creación, dejó el bote sujeto al cargador. Esto haría daño. Pero impediría al bote moverse durante los primeros pocos microsegundos después de que se estableciera el conmutado, mientras el campo magnético se estuviera desarrollando a plena energía. No soltaría el bote hasta que el campo lo prendiera con pleno efecto, impartiéndole así una energía ligeramente mayor. Este procedimiento lo había inventado él mismo, transcendiendo así creación.
- Bien, Sawyer, si puedes pensar en alguna otra cosa...
- ¡Ya pensé en otra cosa! - chillaron las vibraciones de respuesta -. ¡Llamar a un misil telecontrotado! ¿Es que no puede comprender, Aubrey? Grumbler asesinó a ocho de su comando.
- Usted le enseñó cómo hacerlo, Sawyer.
Hubo un largo y agorero silencio. En la tierra llana, al norte del cerro, Grumbler ajustó la elevación a la magnapulta, conectó la llave de disparo a un giroscopio, y se preparó a la carga. Creación había calculado que el máximo alcance del arma era un alto.
- Él, él, él, él, él... - decían los compases del objeto en la cueva.
Disparó sus máquinas y asió los embragues. Rodó hacia la colina, cobrando velocidad, y su boca llena de muerte. Motores se forzaron y aullaron. Se precipitó hacia el sur como un toro. Alcanzó la máxima velocidad al pie del cerro. Dio una violenta sacudida hacia arriba. Y cuando la magnapulta se extendió arriba para corregir elevación, el giróscopo cerró el circuito.
Una sobretensión de energía. El puño apretado del campo asió el bote, lo liberó del cargador, y lo expelió a lo alto sobre el quebrado terreno del enemigo. Grumbler frenó, deteniéndose en la cima del cerro.
- Escuche, Sawyer, lo siento, pero no hay nada...
La voz del enemigo terminó como un sordo restallido. Un destello de luz provino fugazmente del horizonte sur, y se apagó.
- Él, él, él, él - dijo la cosa en la cueva.
Grumbler hizo una pausa.
¡THRRRUMMMP!, la onda de choque salía a través de las rocas.
Cinco oídos emisarios relevaron sus registros de la detonación de varias localidades. Los estudiaron y analizaron. La detonación había ocurrido a menos de cincuenta metros del Birlocho enemigo. Saciado, giró perezosamente sobre la cima del cerro y rodó al norte hacia el centro del mundo. Todo estaba bien.
- Aubrey, serás separado - gruñó la cosa en la cueva -. Llámame, cobarde... llámame. Quiero estar seguro de que oyes.
Grumbler, como en una acción casual, registró el ruido sin significado de la cosa en la cueva, lo examinó, y lo retransmitió en la frecuencia de onda larga: «Aubrey, serás separado. Llámame, cobarde... llámame. Quiero estar seguro de que oyes.»
El sismómetro captó el ruido de onda larga y lo reintrodujo como vibración en las rocas.
La cosa chilló en la cueva. Grumbler registró el estridente chillido, y lo retransmitió varias veces.
- Aubrey... Aubrey, ¿dónde estás... Aubrey? ¡No me abandones, no me dejes aquí!
La cosa en la cueva se tornó silenciosa.
Era una noche tranquila. Las estrellas destellaban incesantemente en la oscuridad, y el pálido terreno estaba hechizado por la luz terrestre del disco creciente en el firmamento. Nada se movía. Y era bueno que nada se moviera. El sagrado lugar estaba en paz en el mundo sin aire. Había un bendito éxtasis.
Sólo una vez se agitó de nuevo la cosa en la cueva. Tan lentamente que Grumbler, apenas oyó el sonido, se arrastró a la entrada, para fisgar arriba a la especie de colosal bestia sobre el risco.
Cuchicheó débilmente en las rocas:
- Yo te hice, ¿no lo comprendes? Yo soy humano. Yo te hice...
Luego, con una pierna a rastras, se empujó al Fulgor terrestre y se volvió como para mirar arriba el difuso creciente en el firmamento. Acopiando furia, Grumbler se agitó en el risco, y bajó el negro buche de un lanzador de granada.
- Yo te hice - emitió la voz sin significado.
Odiaba el ruido y el movimiento. Estaba en su naturaleza odiarlos. Coléricamente, el lanzador de granadas habló. Y luego hubo un bendito éxtasis para el resto de la noche.
FIN
Harlan Ellison - SILENCIO EN GEHENNA
Joe Bob Hickey no tenía ningún signo astrológico. Mejor dicho, tenía doce. Cada año celebraba su cumpleaños bajo un Piscis, Géminis o Escorpión distinto. Joe Bob Hickey era un huérfano. Era también un bastardo. Había sido encontrado en el porche de la Inclusa del Condado de Sedgwick, en Kansas. Envuelto en una vieja manta militar, había sido abandonado en uno de los porches de la Inclusa. Aquello ocurrió en 1992.
Años más tarde, la matrona que le encontró en el porche observó que mirarse en sus ojos era como asomarse a un vestíbulo de espejos vacíos.
Joe Bob fue un chiquillo rebelde. En la Inclusa parecía olfatear el jaleo, por oculto que estuviera, para hundir sus dientes en él; y no lo soltaba hasta que restallaba el trueno. Hasta los trece años vivió de hogar adoptivo en hogar adoptivo. Hasta que se cansó y decidió vivir por su cuenta. Aquello ocurrió en 2005. Pasó el tiempo y Joe Bob cumplió los catorce años, luego los dieciséis, luego los dieciocho, y por entonces ya había descubierto lo que en realidad era el mundo que le rodeaba, había acumulado músculo, había leído libros y saboreado la lluvia, y en algún camino había descubierto su objetivo en la vida, y sabía que era un objetivo justo y que nunca se echaría atrás.
Joe Bob conectó el cable de cierre, asegurándose de que quedaba una longitud suficiente para no entorpecer su avance. Sacó los alicates de su macuto, cortó la alambrada, volvió a meter los alicates en el macuto y se lo colgó del hombro, recordándose a sí mismo que debía colocarle otro sistema de correaje a fin de que no dificultara sus movimientos.
Luego, boca abajo; arrastrándose sobre los codos penetró a través de la alambrada electrificada en los terrenos de la Universidad de California del Sur. Las luces de las torres de los centinelas no iluminaban del todo aquel alejado rincón del patio. Un punto muerto en el sistema de vigilancia. Pero él podía ver al centinela en su torre, a la izquierda, rastreando la zona con el miniradar. Joe Bob sonrió. Su bollixer estaba emitiendo una forma gatuna.
Joe Bob avanzó lentamente a través de la tierra de nadie del punto muerto. En un momento determinado, el centinela apuntó en dirección a él, pero el miniradar sólo captó a un felino, y mientras la curiosidad palidecía y se desvanecía, Joe siguió avanzando, deslizándose suavemente (Lignum vitae. Gracias a la disposición diagonal y oblicua de las sucesivas capas de sus fibras, no puede ser astillada. No sólo es una madera increíblemente dura - con una gravedad específica de 1.333 se hunde en el agua - sino que, conteniendo en sus poros un 26% de resina, es lustrosa y autoengrasada. Por este motivo, era utilizada como soporte de las máquinas de los primeros barcos a vapor). Joe Bob como lignum vitae. Deslizándose suavemente a través de la oscuridad.
El edificio de Ciencias Terráqueas sobresalía de entre la niebla pegada al suelo del patio. Joe Bob avanzó hacia él, hurgando con la lengua en la cavidad de una muela donde se había alojado una astilla de carne de pollo robado y frito. Había varios mecanismos de muelle, que se disparaban al ser pisados, irregularmente esparcidos alrededor del edificio. Arrastrándose sobre el vientre, hizo un slalom perfecto a través de ellos, caligrafiando su paso. Luego llegó al edificio y se sentó, apoyando la espalda contra la pared, y abrió el macuto que llevaba en bandolera.
Plástico.
Anticuado, en aquella época de explosivos sónicos, pero eficaz. Colocó las cargas.
Luego avanzó hacia el Edificio de Tácticas, los Laboratorios Bacteriófagos, la Computadora de Archivos Centrales y la Armería. Todos recibieron sus correspondientes cargas.
Luego retrocedió hasta la alambrada, preparó el megáfono, se agachó para que su silueta no se proyectara contra el alba que empezaba a teñir el este de una leve claridad, y disparó las cargas.
Los Laboratorios fueron los primeros en saltar, lanzando hacia el cielo paredes y techos en una serie de explosiones que iban del azul al rojo y viceversa. Luego, el Bloque de la Computadora estalló en pedazos, esparciendo chispas como un circuito hecho polvo asesinando partículas negativas; luego, las Ciencias Terráqueas y las Tácticas rugieron como saurios y cayeron sobre sí mismas, espumeando polvo, listones y yeso y vomitando metal fundido. Y, finalmente, la Armería, en una serie de estallidos que se sucedieron a un ritmo irregular y una serie de relámpagos precursores del trueno definitivo.
Todo estaba ardiendo. Seguían estallando pequeñas explosiones entre el creciente sonido de estudiantes, profesores y soldados escurriéndose a través del desastre. Todo estaba ardiendo cuando Joe Bob dio toda la potencia a su megáfono, se lo acercó a los labios y empezó a gritar su mensaje.
«¡Llamáis a esto libertad académica, pandilla de gusanos! ¡Para vosotros, el camino del saber pasa por unas alambradas electrificadas! ¡Despertad, esclavos! ¡Luchad por la libertad!»
El bollixer estaba zumbando, acusando los contactos de los radares en acción. Como respuesta, emitía formas inconcretas, montones de tierra, cualquier cosa. Joe Bob continuó gritando:
«¡Arrancad los fusiles de sus manos!» Su voz resonaba como el día del juicio final. Trepaba sobre los sonidos de hombres tratando de salvar otros edificios y retumbaba contra el naciente amanecer. «¡Expulsad a los soldados del campus! Jefferson dijo: «Los pueblos tienen la clase de gobierno que merecen». ¿Es esto lo que vosotros merecéis?»
El zumbido estaba haciéndose más intenso, las pulsaciones más rápidas. Estaban estrechando el campo sobre él. No tardarían en localizarle; al menos, existían muchas posibilidades de que lo hicieran. Y entonces las patrullas saldrían en su busca.
«¡Fuera los soldados!»
«¡Todavía hay tiempo! ¡Mientras uno solo de vosotros no se haya dejado someter a un lavado de cerebro, queda una posibilidad! ¡No estáis solos! Somos un gran movimiento de resistencia organizada... uníos a nosotros... derribad sus barracones... volad sus armerías... ¡Abajo los fascistas! La libertad está ahora a vuestro alcance: agarradla, antes de que sea demasiado tarde».
Las patrullas habían sido situadas estratégicamente. Cuando las unidades de miniradar se triangularon, localizaron un blanco potencial y lo señalaron, estaban preparadas. El bollixer de Joe Bob le advirtió de la situación con un zumbido de alarma. Guardó el megáfono en su macuto y desenfundó su pistola.
Vete de aquí, se dijo a sí mismo.
Cállate - contestó -. ¡Abajo los fascistas! Déjate de historias. No quiero que me maten. ¿Asustado, gallina?
Sí, estoy asustado. Si quieres que te vuelen la cabeza, es asunto tuyo. Pero no me metas a mí en el lío.
El monólogo interior se interrumpió bruscamente. A la derecha de Joe Bob avanzaban tres patrulleros a través de la maleza, disparando mientras corrían. Joe Bob replicó, disparando por encima de sus cabezas.
¿Creerás que había llegado a pensar que eras un asesino implacable?
¡Cállate de una vez! He fallado, eso es todo.
¿De veras? A mí no puedes engañarme. Lo que pasa es que no quieres ver sangre.
Arrastrándose, arrastrándose, retrocediendo, todo brazos y piernas; y los patrulleros seguían avanzando.
Somos un gran movimiento de resistencia organizada, había gritado a través del megáfono. Había mentido. Estaba solo. Era el último. Después de él, posiblemente no habría otro durante un centenar de años. Los disparos de los patrulleros trazaban surcos en la tierra a su alrededor.
¡Asustado! No quiero que me maten.
El helicóptero se remontó en su horizonte visible, avanzó en línea recta y empezó a maniobrar, tratando de localizarle. Con el zumbido del helicóptero, la brisa sopló de nuevo a través de su mente:
¡Asustado!
Una zanja. Se sumergió en ella. Tendido sobre su espalda, el ángulo de inclinación le ocultaba del helicóptero, pero le exponía al ataque de los patrulleros. Respiró profundamente, humedeció sus labios con su lengua, demasiado seca para servir de ayuda, y esperó.
El helicóptero pasó directamente por encima de él y se estremeció mientras giraba sobre sí mismo. Joe Bob apoyó la pistola contra el borde de la zanja y apretó el gatillo, apuntando delante del helicóptero. La máquina avanzó en línea recta hacia el sendero de fuego. Las primeras cargas se estrellaron contra el hocico del helicóptero, desintegrando la superficie cromada. Tormentas eléctricas, diminutos remolinos de energía revolotearon sobre el helicóptero, cuarteando las lumbreras, haciendo borroso el suelo para el piloto y su tirador. Las cargas establecieron contacto con el equipo eléctrico del aparato, que estalló súbitamente. Una lluvia de trozos de metal retorcidos e incandescentes cayó sobre el campus. Los patrulleros se aplastaron contra el suelo, tratando de escapar a la granizada de metal ardiente.
Con el sonido de la muerte resonando todavía en sus oídos, Joe Bob Hickey echó a correr a lo largo de la zanja, penetró en el bosque y desapareció.
Había sido dicho antes, y volverá a decirse, aunque nunca de un modo tan simple y tan humano como lo dijo Thoreau: «Sirve mejor al Estado el que más se opone al Estado».
(Acetato de aluminio, un compuesto químico que, en la forma de su sal natural, Al (C2H3O2)3, obtenida como un polvo blanco, amorfo, soluble en el agua, es utilizada principalmente en medicina como astringente y como antiséptico. En la forma de su sal básica, obtenida como un polvo blanco, cristalino, insoluble en el agua, es utilizada principalmente en la industria textil como agente impermeable, como agente incombustible y como mordiente. Un mordiente puede ser varias cosas; las más importantes, una substancia adhesiva para pegar láminas de oro o de plata a una superficie, y un ácido u otra substancia corrosiva utilizada para grabar al aguafuerte).
Joe Bob Hickey como acetato de aluminio. Mordiente. Ácido atacando una superficie corroída.
La noche profunda le encontró sufriendo terriblemente, lejos de las ardientes ruinas de la Universidad. Tambaleándose debajo de los gargantuescos pilares del tren continental. Cayendo, levantándose, tropezando una y otra vez. Cayó de bruces sobre un lecho de grava y maleza. Unas manos se acercaron a él en la oscuridad y le volvieron boca arriba. Parpadeó una luz y una voz dijo: «Está sangrando», y otra voz, áspera y huraña, dijo: «Lleva una pistola», y una tercera voz dijo: «No le toquéis, vámonos de aquí», y la primera voz repitió: «Está sangrando», y la luz fue aplicada a la colilla de un cigarro antes de apagarse. Y luego volvió a reinar una profunda oscuridad.
Joe Bob perdió el conocimiento. Cuando lo recobró, no tenía la menor idea del tiempo que había transcurrido. Luego abrió los ojos y vio las llamas de una pequeña fogata danzando delante de él. Se encontraba tendido junto a la base de un zumaque. Una mano surgió de entre la niebla que le rodeaba, y una voz que ya había oído antes dijo:
- Vamos. Tome un sorbo de esto.
Una botella de plástico con algo caliente fue alzada hasta sus labios, y otra mano que no pudo ver levantó su cabeza ligeramente, y Joe Bob bebió. Era una especie de caldo con sabor a grasa.
Pero le hizo sentirse mejor.
- He utilizado el alcohol que llevaba usted en el macuto. Está usted malherido, amigo. En la espalda. Sangraba mucho. Parece que la cosa va mejor. Gracias al alcohol.
Joe Bob volvió a quedarse dormido. Esta vez más tranquilo.
Más tarde, en una atmósfera más clara y más fresca, despertó de nuevo. La fogata estaba apagada. Pudo ver claramente lo que había que ver. Estaba amaneciendo. Pero, ¿cómo era posible... otro amanecer? ¿Había estado corriendo todo el día, eludiendo a los patrulleros que le perseguían? Evidentemente. Cuando amanecía, había estado agachando junto a la alambrada, haciendo estallar las cargas. Lo recordaba perfectamente. Y las explosiones. Y los patrulleros, y el helicóptero, y...
No quiso pensar en las cosas que caían del cielo, ardiendo, chisporroteando.
Un día entero y toda una noche corriendo. Y dolor. Un dolor terrible. Movió su cuerpo ligeramente, y notó el doloroso latido en la espalda. Un trozo del ardiente helicóptero le habría alcanzado mientras huía; pero había seguido corriendo. Y ahora estaba aquí, en alguna otra parte. ¿Dónde? La luz se filtraba hacia abajo a través de unos árboles inmóviles.
Miró a su alrededor en el claro. Formas cubiertas con mantas. Media docena. No, siete. Y la fogata un simple rescoldo, ahora. Permaneció tendido allí, incapaz de moverse, esperando que se hiciera de día.
El primero en levantarse fue un viejo con una sucia barba de tres días, quizá, y un huevo escalfado en el lugar de un ojo. Se acercó cojeando a Joe Bob - que había cerrado los ojos casi del todo - y le miró fijamente. Luego se agachó, alisó la arrugada manta y se dirigió a la apagada fogata.
Estaba encendiendo la lumbre para el desayuno cuando otros dos hombres se levantaron. Uno de ellos era muy alto, con un garfio en el lugar de una mano, y el otro era tan viejo como el que se había acercado a Joe Bob. Estaba desnudo en el interior de sus mantas, y no tenía un solo pelo en el cuerpo. Su piel era muy sonrosado y muy suave. Su aspecto resultaba incongruente: la cabeza de un viejo y el sonrosado cuerpo de un bebé.
De los otros cuatro, sólo uno era normal, sin ninguna tara. Al menos, eso creyó Joe Bob hasta que comprobó que el normal era incapaz de hablar. Los otros tres eran un jorobado con una cúpula de plástico en la espalda que emitía destellos luminosos y contenía unas franjas de colores que cambiaban de tonalidad con sus estados de ánimo; un negro con todo un lado de la cara quemado, lo cual le confería el aspecto de alguien que estuviera siempre con la mitad del cuerpo en la sombra; y una mujer que lo mismo podía tener cuarenta años que setenta, resultaba imposible decirlo, con unos aros de una pulgada de anchura en muñecas y tobillos, cuyas coyunturas parecían dobladas en direcciones contrarias a la normal.
Mientras Joe Bob les observaba subrepticiamente, se lavaron lo mejor que pudieron, utilizando agua de una bolsa de Lister, evitando el agua espumeante y burbujeante del nauseabundo arroyo que se arrastraba como una enorme babosa gris a través del claro. Luego, el viejo del ojo raro se acercó a él, se arrodilló a su lado y apretó la palma de su mano contra la mejilla de Joe Bob.
Joe Bob abrió los ojos.
- No tiene fiebre - dijo el anciano -. Buenos días.
- Gracias - dijo Joe Bob, tenía la boca seca.
- ¿Qué me dice de una taza de buen café con achicoria? - inquirió el viejo, sonriendo.
Le faltaban varios dientes.
Joe Bob asintió con dificultad.
- ¿Podría usted incorporarme un poco?
El viejo llamó:
- ¡Walter! ¡Marty!
El hombre que no podía hablar se acercó a él, seguido del negro con la media cara de marfil. Cogieron a Joe Bob por debajo de los brazos, cuidadosamente, y lo ayudaron a incorporarse. La espalda le dolía terriblemente y todos los músculos de su cuerpo estaban rígidos de haber dormido sobre el frío suelo. El viejo tendió a Joe Bob una botella de plástico llena hasta la mitad de café.
- No tenemos leche ni azúcar. Lo siento - dijo.
Joe Bob dio las gracias con una sonrisa, bebió. Estaba muy caliente, pero era bueno. Lo sintió deslizarse en su interior, empapando sus vasos capilares.
- ¿Dónde estoy? ¿Cómo se llama este lugar?
- Nevada - dijo la mujer, acercándose.
Llevaba un mono con las perneras cortadas a la altura de las pantorrillas.
- ¿En qué lugar de Nevada? - preguntó Joe Bob.
- ¡Oh! A unas diez millas de Tonopah.
- Gracias por ayudarme.
- Yo no tengo nada que ver con ello. Si mi opinión sirviera de algo, nos habríamos marchado ya. La proximidad del tren me pone nerviosa.
- ¿Por qué? - inquirió Joe Bob.
Alzó la mirada; el tren aéreo, la menos impresionante de todas las arcologías de Paolo Sicori, e incluso así asombrosa, se alargaba hasta el horizonte sobre los brazos en forma de ala de unos pilones que se alzaban un octavo de milla por encima de ellos.
- Los toros de la compañía, por eso. Van por todas partes, en busca de saboteadores. No me gusta la idea de que piensen que nosotros pertenecemos a esa ralea.
Joe Bob apretó los puños con rabia. Lo peor que se podía ser era antipatriota. Raptar a un niño, asesinar a siete mujeres, volarle la tapa de los sesos a un viejo tendero, era aceptable. Lo que no podía tolerarse era la antipatria. En este último caso, incluso los peores criminales estaban dispuestos a tomarse la justicia por su mano. Joe Bob pensó en Greg, que había sido herido de muerte en una celda de San Quintín por un asesino que había rociado de balas a una multitud de indefensos ciudadanos cuando trataba de escapar después de un atraco frustrado. El asesino había destrozado la cabeza de Greg con un taburete de tres patas de su celda. Quienquiera que fuesen esas personas, no tenían nada en común con lo que era él.
- ¿Toros? - inquirió Joe Bob.
- ¿De dónde sale usted, muchacho? - preguntó el hombre increíblemente alto con el garfio en el lugar de una mano -. Toros. Soldados. El Hombre.
El viejo soltó una risita y palmeó la pierna del alto.
- Paul, ese chico es demasiado joven para conocer esas palabras. Así les llamábamos nosotros. Ahora les llaman...
Joe Bob se introdujo en la vacilación.
- ¿Varks?
- Sí, varks. ¿Sabe usted de dónde procede el nombre?
Joe Bob sacudió la cabeza.
El viejo se sentó en el suelo y empezó a hablar, como si estuviera hablándoles a unos chiquillos en torno a un hogar; los otros se sentaron también y escucharon.
- Procede del nombre de un animal de África del Sur, el cerdo común. Los colonos holandeses lo llamaban aardvark. Se limitaron a prescindir de la primera sílaba, ¿comprende?
Siguió hablando, contando historias de la época en que era joven, de cosas que habían sucedido, de su país cuando era más sano. Y Joe Bob escuchó. Y se reafirmó en su anterior conclusión: aquellos hombres no tenían nada en común con lo que era él. Pero supo otra cosa: no eran mejores que él.
- ¿Juega usted al Monopole? - preguntó el viejo.
El jorobado fue en busca de una caja de cartón que había sido reparada muchas veces. Y le enseñaron a Joe Bob a jugar al Monopole, perdió rápidamente; reunir fincas le pareció un modo absurdo de perder el tiempo. Trató de hablarles de lo que estaba ocurriendo en América, de la abolición del Trust del Pentágono, de la abolición del Tribunal Supremo, de la computadora central de Denver, en cuyos bancos se almacenaban la identidad y el historial de todo el mundo, a fin de poder detener inmediatamente a cualquier ciudadano, en caso necesario. Acerca de todo ello. Pero ya lo sabían. Y opinaban que no era malo. Opinaban que servía para evitar que los saboteadores se salieran con la suya, a fin de que el país pudiera ser tan bueno como siempre había sido.
- Tengo que marcharme - dijo Joe Bob finalmente -. Gracias por su ayuda.
Era un empate: odio contra gratitud.
Ellos no le pidieron que se quedase. Y él no había esperado que lo hiciesen.
Ascendió por la ladera de grava; se detuvo debajo de la ancha sombra del tren aéreo que discurría de costa a costa, desde el Golfo hasta los Grandes Lagos, y alzó la mirada. Parecía libre. Pero él sabía que estaba anclado a la tierra, a mucha profundidad, a cada décima parte de una milla. Sólo parecía libre, porque Soler lo había soñado de aquel modo. El arte no era realidad, sino únicamente la apariencia de realidad.
Echó a andar hacia el este. No tenía ningún lugar adonde ir, de modo que podía ir a cualquier parte.
Hasta que restallara el trueno.
El claustro de profesores, en la Universidad Estatal de Nueva York en Búfalo, era algo reglamentado. Reglamentado por varks, soldados, patrulleros y (añadió Joe Bob, mirando hacia abajo desde un tejado) toros. Las aulas estaban divididas en una serie de departamentos individuales con paredes de plástico transparente. Esto permitía ver claramente las pantallas en las cuales el Presidente Controlador daba sus instrucciones, y evitaba dificultades a los domadores si se producían disturbios. (Circulaban rumores de inquietud, e incluso una protesta hectografiada en una cuartilla que había sido pegada a los tableros de noticias del campus.)
Joe Bob miró a su alrededor con los gemelos. Estaba controlando a los centinelas.
La categoría de las facultades venía señalada por el tamaño, modelo y armamento de los centinelas-robots que revoloteaban, zumbando suavemente, inmediatamente encima de cada administrador y profesor. Joe Bob trataba de localizar un modelo Dictógrafo 2013, provisto de pulverizadores de gases. El último modelo... Presidente Controlador.
El modelo más reciente entre la multitud allí reunida era un 2007. Lo cual significaba que eran todos profesores adjuntos o guías-preceptores.
Y significaba que estaban dirigiendo los ejercicios de principio de curso desde el estudio del Edificio de Propaganda.
Joe Bob se deslizó a través del tejado hacia la torre de vigilancia. El centinela seguía durmiendo, envuelto en spinex. Joe Bob le contempló unos instantes. Le encontrarían y le rociarían con disolvente. Joe Bob había dejado al descubierto la nariz del centinela, para que pudiera respirar.
¡Asesino!
Cállate.
Comando efectivo.
¡Te he dicho que te calles de una vez!
Se deslizó dentro del uniforme de una sola pieza del centinela, alisó los brazos hasta las muñecas, lo estiró para acomodarlo a sus anchos hombros. Luego, cargado con su inseparable macuto, descendió por la escalera de caracol. No había guardianes a la vista en el edificio. Todos estaban en el recinto exterior, reforzando allí la vigilancia, como correspondía a la fecha: día de inauguración del curso.
Continuó bajando hasta llegar al sistema de calefacción central. Era junio. Hacía mucho calor. Los hornos habían sido apagados, y los acondicionadores habían empezado a funcionar. Encontró el esquema de los conductos y marcó el camino hasta el estudio con su dedo índice. A continuación abrió una verja y trepó por el sistema. Una ascensión vertical y prolongada a través del conducto general.
Trepando...
20 recuerdas la norma que se convirtió en ley, de que en las clases no podía discutirse nada que no correspondiera directamente a la materia que era enseñada aquel día 19 y recuerdas aquella clase de arte moderno en la cual empezaste a formular preguntas acerca de las aplicaciones del arte superior como vehículo para el disentimiento y la resolución 18 y cómo empezaste a interrogar al profesor acerca del Guernica de Picasso y de lo que le había impulsado a pintarlo como una declaración acerca de los horrores de la guerra 17 y cómo el profesor había olvidado la norma y había vuelto a contar la historia del fresco del Centro Rockefeller de Diego Rivera que había sido encargado por Nelson Rockefeller 16 y cómo, cuando el fresco estaba terminado, Rivera había pintado un Lenin muy visible, y Rockefeller exigió que pintara otra cara encima, y Rivera se había negado 15 y cómo Rockefeller había hecho destruir el fresco 14 y al cabo de diez minutos el Controlador había hecho detener al profesor 13 y recuerdas el día en que el Trust del Pentágono aportó el dinero para construir el nuevo estadio a cambio de que el departamento de Teoría de Juegos se convirtiera en Tácticas y rebautizaron el edificio como Neumann Hall 12 y recuerdas cuando te matriculaste y te hicieron firmar el juramento de lealtad para estudiantes 11 y la tarde en que se presentaron de improviso en el sótano 10 y te sorprendieron con Greg, Terry y Katherine 9 y llenaron el sótano de gas para que no pudiera escapar nadie 8 y mataron a Terry disparándole un tiro en la boca y Katherine 7 y Katherine 6 y Katherine 5 y ella murió doblada como un chiquillo sobre el sofá 4 y luego dispararon desde dentro a través de la puerta para hacer ver que se había disparado contra ellos 3 y Greg y tú quedasteis bajo custodia y la bota y las esposas 2 y tú escapaste y echaste a correr 1.
Trepando...
Mirando a través de los intersticios de la verja. El estudio. La cosa no resultaría fácil. Cámaras, focos... Allí estaban: gordos, poderosos y felices. Los centinelas-robots girando girando por encima de sus hombros en el aire girando y girando.
Ahora sabremos lo duro que eres a la hora de la verdad.
¡No empieces conmigo!
Ahora tendrás que matar realmente a alguien.
Sé lo que tengo que hacer.
Vamos a ver cómo haces encajar tus pretensiones de paz con el acto de asesinar a alguien...
¡Cállate!
...a sangre fría. ¿No es así cómo lo llaman?
Puedo hacerlo.
Desde luego que puedes. Me pones enfermo.
Puedo: puedo hacerlo. Tengo que hacerlo.
Adelante, pues.
El estudio estaba atestado de oficiales administrativos, de técnicos, de guardianes y soldados, de personal militar de todas las categorías. Y en los calabozos del campus, setenta pies debajo de la Armería, once estudiantes agachados en el interior de jaulas de máxima seguridad: construidas de modo que un hombre no pudiera estar de pie, ni sentado: únicamente agachado, con la espina dorsal encorvada día y noche.
Con los centinelas-robots vigilando, girando y observando, prestos a disparar, resultaba imposible apoderarse del Presidente Controlador. Pero existía un medio para confundir a los centinelas-robots. Wendell lo había descubierto en Dartmouth, aunque el descubrirlo le costó la vida. Pero existía un medio.
Si un hombre muere por ti. Un vark. Si muere un vark. Ellos mueren igualmente.
Joe Bob ignoró la conversación. No conducía a ninguna parte. Empuñando la pistola, se tendió boca abajo, pensando en lo que iba a pasar dentro de unos segundos, en el momento en que se iluminara la pantalla. Dispararía contra el guardián que estaba de pie al lado del cameraman. El guardián caería y los centinelas-robots, alertados, empezarían a explorar; en aquel momento, dispararía contra uno de ellos. Cortocircuitado, sus rociadores de gases entrarían en acción, desconcertando a sus compañeros, que empezarían a dispararse entre ellos. En la confusión que seguiría, Joe Bob derribaría la verja de un puntapié, se dejaría caer en el estudio y capturaría al Controlador. Si tenía suerte. Con un poco más de suerte, le sacaría de allí. Y con un poco más, le utilizaría como rehén a cambio de los once estudiantes.
¡Suerte! Morirás.
Claro que moriré. Ellos morirán, yo moriré. De todos modos, estoy cansado.
Palabras, tus hermosas y nobles palabras...
Recordó todas las cosas que había dicho a través del megáfono. Ahora parecían muy lejanas. Había llegado el momento final. Su dedo índice se tensó contra el gatillo.
La luz se hizo más intensa.
No podía ver el estudio. El resplandor de la luz dorada lo hacía todo borroso. Joe Bob parpadeó, sacudió la cabeza y comprobó que la luz dorada estaba allí con él, dentro del conducto, rodeándole, calentándole, brillando y creciendo. Trató de respirar y descubrió que no podía hacerlo. La presión se concentró en su cabeza, haciendo latir sus sienes. Pensó, fugazmente, que había sido localizado y que esto era un nuevo tipo de gas, o un rayo calorífero, o algo nuevo de lo que no tenía noticia. Luego, todo se empañó en un estallido de luminosidad dorada más luminosa que cualquier claridad de las que había visto hasta entonces. Incluso cuando era un chiquillo y se tendía en el campo sobre la hierba, contemplando el sol con los ojos abiertos para comprobar cuánto tiempo podía resistir sin cerrarlos. Más brillante que aquello.
¿Quién soy y a dónde voy?
Quién era: incontables billones de átomos, desintegrados y remolineando en un túnel dorado, taladrado en un espacio color de azafrán y un tiempo color ocre.
Adónde iba:
Joe Bob Hickey despertó, y la primera sensación de las muchas que descendieron en cascada sobre él fue la de balanceo. En el aire, quizás en el agua, columpiándose, atrás y adelante, con un movimiento pendular que le inspiraba náuseas. Una luz dorada se filtraba a través de sus párpados cerrados. Y sonidos. Sonidos musicales que parecían interrumpirse antes de que los hubiera oído plenamente hasta el último y vibrante trémolo. Abrió los ojos y estaba tendido de espaldas sobre una superficie blanda que se adaptaba a la forma de su cuerpo. Volvió la cabeza y vio el macuto y el megáfono en el suelo, cerca de él. La pistola había desaparecido. Luego echó la cabeza hacia atrás y miró a lo alto. Había visto barrotes. Barrotes dorados extendiéndose en arcos por encima de su cabeza. Un efecto de catedral, encima de él.
Lentamente, se incorporó sobre sus rodillas, invadido por oleadas de náuseas. Había barrotes.
Se puso en pie y notó más claramente el balanceo. Avanzó un par de pasos y se encontró en el borde de la superficie blanda. Incrustada en el suelo, era una superficie gris, una enorme forma circular. Salió de ella, para posar los pies sobre el sólido suelo de la... de la jaula.
Era una jaula.
Anduvo hasta los barrotes y miró más allá.
Cincuenta pies debajo había una calle. Una calle dorada sobre la cual se movían unos seres con los cuerpos en forma de grandes bulbos, azotando a unos humanos color azul pervinca más pequeños, para que tirasen de las sillas de mano sobre las cuales viajaban los dorados seres bulbosos. Se quedó mirando largo rato.
Luego, Joe Bob Hickey regresó al colchón circular y se tumbó. Cerró los ojos y trató de dormir.
En los días que siguieron, fue bien alimentado, y se enteró de que el tiempo metereológico era controlado. Si llovía, una burbuja energética - no lo comprendía, pero era invisible - cubría su jaula. El calor no era nunca excesivo, ni refrescaba demasiado durante la noche. Le quitaron las ropas y se las devolvieron muy pronto... cambiadas. Después de aquello, siempre estaban flamantes y limpias.
Estaba en algún otro lugar. Le permitieron saber eso, al menos. Los dorados seres bulbosos eran la clase dirigente, y los humanos azules más pequeños eran sus obreros. Estaba en algún otro lugar.
Joe Bob Hickey contemplaba las calles desde su gran jaula oscilante, colgada a cincuenta pies de altura. En su jaula podía verlo todo. Podía ver a los dorados dirigentes bulbosos azotando a los desdichados criados azules, pero nunca vio el rostro de uno de los seres más pequeños, ya que sus ojos estaban vueltos permanentemente hacia sus pies.
No tenía la menor idea de por qué estaba aquí.
Y estaba seguro de que permanecería aquí para siempre.
Fuera lo que fuese lo que se proponían al arrancarle de su tiempo y lugar, no experimentaban la necesidad de comunicárselo. Era un objeto en una jaula, columpiándose libremente, encarcelado, colgando muy alto sobre una calle dorada.
No tardó en darse cuenta de que el lugar donde pasaría el resto de su vida estaba bañado en una intensa luz amarilla. Le empapó y le calentó, y poco después se quedó dormido. Al despertar, se sintió mejor de lo que se había sentido en muchos años. Los agudos dolores que regularmente le producía la herida de su espalda habían desaparecido. La herida había cicatrizado completamente. Aunque comía los raros y sencillos alimentos que encontraba en su jaula, nunca experimentaba la necesidad de orinar ni de vaciar sus intestinos. Vivía tranquilamente, sin esperar nada, porque no deseaba nada.
Levántate, por el amor de Dios. Mírate a ti mismo.
Estoy bien. Me siento cansado, déjame en paz.
Se puso en pie y se acercó a los barrotes. Abajo en la calle, la silla de mano de una dorada criatura bulbosa se había parado, casi directamente debajo de la jaula. Vio cómo el ser azul tropezaba y caía, y vio cómo el bulbo dorado le azotaba. Por primera vez, vio las cosas tal como las había visto antes de que le trajeran aquí. Se sintió lleno de rabia ante la injusticia; notó que la sangre latía violentamente en sus sienes; empezó a gritar. El ser dorado continuó azotando a su víctima. Joe Bob agarró el megáfono, lo puso a toda potencia y empezó a gritar, a maldecir, a amenazar al monstruo del látigo. El dorado ser bulboso alzó la mirada y sus numerosos ojos plateados se clavaron en Joe Bob Hickey.
¡Tirano! ¡Asesino!, gritó Joe Bob.
No pudo callarse. Gritó todas las cosas que había gritado durante años enteros. Y el ser bulboso dejó de azotar al pequeño ser azul, el cual se incorporó lentamente y tiró de nuevo de la silla de manos. Cuando habían recorrido un trecho, el ser bulboso se inclinó hacia adelante y descargó de nuevo su látigo, una y otra vez, sobre las espaldas del pequeño ser azul.
«¡Sublevaos contra la injusticia! ¡Luchad por la libertad!»
Gritó durante todo el día. El megáfono proyectó su voz contra los muros de los dorados edificios desprovistos de ventanas.
«¡Arrancad los látigos de sus manos! ¿Es esto lo que merecéis? ¡Aún estáis a tiempo! ¡No estáis solos! Somos un gran movimiento de resistencia organizada...» No te escuchan.
Me oyen.
Les tiene sin cuidado.
Te equivocas. ¡Mira! ¿Ves?
Efectivamente. Abajo en la calle, cuando los sonidos de su voz alcanzaban las sillas de manos, los dorados seres bulbosos empezaban a gemir dolorosamente y se golpeaban a sí mismos con los látigos... y las sillas de manos reanudaban su avance... y los seres bulbosos azotaban a sus criados azules fuera de la vista.
Delante de él, gemían y se azotaban a sí mismos, tratando de expiar su crueldad. Fuera de su vista, reasumían sus vidas.
Joe Bob no tardó mucho en comprender.
Soy su conciencia.
Eres lo último que podían encontrar, y te han colgado aquí para que les pongas en la picota, y ellos se golpean el pecho y gimen mea culpa, mea máxima culpa, y se castigan a sí mismos; luego siguen portándose como antes.
Ineficaz.
Payaso, soy un payaso.
Pero ellos habían elegido bien. Joe Bob Hickey no podía hacer otra cosa.
Siempre había sido una voz silenciosa, gritando palabras que necesitaban ser gritadas, pero nunca oídas, y seguía siendo una voz silenciosa. Día tras día, se paraban debajo de él y gemían su culpabilidad; y, después de hacerlo, podían marcharse tranquilamente.
¿Conoces el efecto que ha causado sobre ti la intensa luz amarilla?
Sí.
¿Sabes hasta cuándo vivirás, hasta cuándo les dirás lo inmundos que son, hasta cuándo te columpiarás en esta jaula?
Sí.
Y continúas haciéndolo.
Sí.
¿Por qué? ¿Te gusta ser insubstancial?
No soy insubstancial.
¿No? Antes dijiste que sí. ¿Por qué?
Porque si lo hago para siempre, tal vez al final de para siempre me permitan morir.
(El Gonolek rostrinegro es el más rapaz de los pájaros africanos. Ornitológicamente, ocupa la misma posición entre los paserinos que los halcones y las lechuzas entre los nopaserinos. Debido a que empalan a sus presas en espinos, se han ganado el sobrenombre de «pájaro carnicero». Al igual que la mayoría de animales de presa, el Gonolek mata a menudo más presas de las que puede comer, y cuando se presenta la oportunidad parece matar por el simple placer de matar).
Todo era luz dorada y conciencia.
(No es infrecuente encontrar un espino adornado con una docena o más de saltamontes, cigarras, ratones o pajaritos. Se ha puesto en tela de juicio que el Gonolek establezca tales despensas en épocas de abundancia en previsión de una futura carestía. Lo más probable es que el Gonolek deje pudrir aquellas provisiones).
Joe Bob Hickey, presa de su mundo, empalado en un espino de luz por el Gonolek, y hermano del propio Gonolek. (La mayoría de pájaros de presa tienen unas voces canoras y melodiosas, y revelan su presencia por medio de llamadas características).
Joe Bob Hickey se volvió hacia la calle, acercó el megáfono a sus labios y, solo como siempre, gritó: «Jefferson dijo...» desde la dorada calle llegaron los sonidos de un gemir de insectos.
FIN
John Kippax - VIERNES
Semirrecostados en la almohadilla cuna de acero, Bailey y Kromm contemplaban el tablero de mandos mientras la nave exploradora descendía los últimos metros que la separaban de la rocosa superficie de Krodos siete. Tensos, expectantes, contemplaban el tablero y esperaban, sabiendo que podían morir si la nave no aterrizaba como era debido. Su viaje había estado lleno de sobresaltos.
Se produjo una sacudida, y cuatro luces cambiaron de color; Bailey, el más joven de los dos hombres, desconectó una hilera de interruptores con ansiosos golpecitos de sus largos dedos; se reclinó hacia atrás con un suspiro de alivio, y el brillo del sudor se reflejó en sus facciones ascéticas.
Kromm, mucho más robusto y menos dispuesto a poner de manifiesto sus emociones, volvió la cabeza y favoreció a su compañero con una lenta sonrisa.
- Lo hemos conseguido.
Bailey no sonrió.
- Por los pelos. Y cuando regrese al Oppie alguien va a pagar por esto. ¡Palabra!
Kromm se encogió de hombros y hurgó en sus bolsillos en busca de un cigarrillo; ofreció el paquete a Bailey, pero éste no aceptó la invitación, de modo que Kromm encendió un cigarrillo para él con dedos firmes.
- ¿Crees que fue simplemente un caso de falta de combustible?
Bailey estalló:
- ¿Qué otra cosa podría ser? He conseguido descender gracias al combustible de la reserva. ¡Y ahora casi lo hemos agotado también! ¡Hay un oficial mecánico llamado Ramírez, que va a oírme en cuanto le eche la vista encima! - Bailey se puso en pie y se acercó a una de las mirillas de observación -. El aspecto no es desagradable - dijo -. Como la Tierra, hace cincuenta millones de años. - Se volvió hacia Kromm, que seguía fumando su cigarrillo -. Vamos, Kurt. Pon en marcha la radio y diles lo que nos ha sucedido.
Kromm se sentó delante del transmisor. Pulsó un interruptor, y el pequeño altavoz instalado en la parte superior del aparato comprimido dejó oír una sucesión de ruidos atmosféricos. Todo, con la posible excepción del propio Kromm, era comprimido. Aquella pequeña nave de dos plazas era una de las cuatro del enorme Oppenheimer, dedicado a la tarea de explorar el sistema Krodos.
Bailey esperó, tamborileando impacientemente con los dedos. Kromm sabía que el orgullo profesional de Bailey había resultado herido por el accidente. El hombre más alto murmuró:
- No contestan. ¿Por qué?
Kromm dijo:
- No lo se.
- ¿Estás seguro de que sale tu llamada?
- Escucha tu.
Kromm pulsó un interruptor e inmediatamente se oyó la señal de llamada, repitiéndose una y otra vez.
- Pero, ¿estás seguro de que sale?
Kromm suspiró pacientemente.
- De acuerdo, les llamaré directamente, con mi dulce voz. - Descolgó un micrófono Y lo acerco a sus labios -. X-2 llamando al Oppenheimer, X-2 llamando al Oppenheimer. Cinco tres siete, seis dos uno, cuatro siete ocho. Krodos siete, encallados en Krodos siete...
Repitió la llamada y esperó. A través del altavoz continuaron llegando los ruidos atmosféricos. Nada más. El rostro de Kromm había adquirido una desacostumbrada expresión de gravedad.
- Nada - dijo Bailey. Contempló el pequeño altavoz, que seguía hablando en un lenguaje espacial -. ¿Estás seguro de que el aparato funciona bien?
- Sí - respondió Kromm, con cierta sequedad -. Esto no lo revisa ningún mecánico. El responsable soy yo. ¿Quieres que lo desmontemos?
Bailey estaba mirando de nuevo al exterior.
- Vamos a comer algo - dijo -, y luego te echaré una mano.
Tres horas después sabían que la radio funcionaba normalmente. Kromm dejó conectada la llamada y fue a reunirse con Bailey, el cual estaba comprobando los datos acerca del aire y de la humedad.
Bailey dijo:
- Las condiciones son muy parecidas a las de la Tierra.
- El jefe estará contento.
- ¿Tendremos la oportunidad de comunicárselo? - preguntó Kromm -. Nadie sabe que estamos aquí. Dentro de una semana, tendremos que dirigirnos a aquel hermoso valle que se extiende debajo de nosotros, en busca de algo que comer. En una época determinada me pareció estar interesado en la exploración preliminar de Krodos siete; ahora no soy más que un individuo interesado en saber de dónde le caerá el maná. Dame ese almanaque.
Bailey le entregó el voluminoso tomo, y su compañero lo ojeó unos instantes.
- Ahora, veamos si consigo recordar lo que significan esas señales... - murmuró Kromm.
- Una estrella verde - dijo Bailey - significa que la información tiene quinientos años de antigüedad.
- Es cierto, ahora lo recuerdo - dijo Kromm -. Algunos de aquellos hombres primitivos llegaron bastante lejos, ¿verdad? - Consultó de nuevo el almanaque, deteniéndose de cuando en cuando a consultar la lista de señales. Días de veinticinco horas... inclinación axial insignificante... dos lunas... - Recorrió el final de la doble hilera de símbolos con un grueso pulgar -. Cuatro ies... Subrayado. - Su rostro cambió de expresión -. ¡Dios mío! Wallace dijo algo acerca de...
Encontró el significado del símbolo. Soltó el libro y miró a Bailey. Estaba muy pálido.
- ¿Qué sucede? - preguntó Bailey.
- Es la clasificación de la ionosfera - dijo Kromm, en tono lúgubre.
- ¿Y bien?
- Es muy elevada; en realidad, ése es el motivo de que no hayamos podido establecer contacto con el Oppenheimer. La ionosfera de este planeta es tan compacta que las señales de radio - por lo menos las emitidas por nuestro transmisor - no pueden atravesarla.
- Entonces, estamos encallados - dijo Bailey.
Descubrir que el paisaje de Krodos siete que podían divisar era agradable, fue una pobre compensación. Un cálido sol amarillo brillaba encima de las pardas rocas de la llanura; al otro lado del arrecife había valles cubiertos de vegetación de aspecto familiar; se oía el rumor de unas corrientes de agua, y en el fondo del suave declive que formaba la llanura había un pequeño lago, con una ancha playa arenosa.
Pasearon a lo largo de la playa hasta el lugar donde un riachuelo vertía sus aguas en el lago a través de un rumoroso canal. Llevaban unos buzos ligeros y una pistola en la cadera. Bailey no hablaba mucho, y Kromm pensó que se debía al hecho de que estaba enojado con él por su contratiempo; aunque, incluso suponiendo que hubiera sabido antes lo del grosor de la ionosfera, ¿qué podía haber hecho? ¿Instalar una radio más potente? Imposible; las naves exploradoras como la suya estaban sobrecargadas.
Kromm se sentó en una roca y contempló el riachuelo; luego algo los ojos hacia el lugar donde estaba la nave, inutilizada.
- Esto es casi como la Tierra - dijo.
- Uh - dijo Bailey.
- ¿Sigues pensando en armar jaleo cuando regreses?
- Sí.
- Si es que regresas.
Bailey dijo:
- Vendrán a buscarnos.
- Desde luego; el problema consiste en saber cuándo. Podemos estar en el último de los cinco planetas que explorarán.
- Uh.
- A pesar de todo, podía haber sido mucho peor; podíamos haber caído en un mundo helado, y vernos obligados a ponernos los trajes espaciales. - Enarcó las cejas al ver a un pequeño lagarto de pies espatulados; el brillante ojo del animal le miró fijamente -. ¿Te parece que empecemos tomando una muestra del agua?
Bailey asintió. Kromm llenó un frasco de agua. Luego echaron a andar a lo largo de la playa. Bailey se detuvo al lado de un segundo riachuelo.
- Mira - dijo rápidamente -. Fíjate en la pendiente que forman las orillas.
Kromm comprendió lo que quería decir.
- Según el almanaque, no hay habitantes humanoides.
- Entonces, ¿quién ha hecho ese canal tan recto?
- De acuerdo. - Kromm desenfundó su pistola. Luego echó a andar corriente arriba, donde el agua formaba un rugiente torbellino antes de precipitarse en el canal.
Bailey le acompañó. Kromm dijo:
- La corriente es muy rápida; es posible que el canal sea natural. - Alzó la mirada hacia la ladera rocosa -. Cerca de la cumbre hay una especie de cascada. ¿Quieres que subamos, o esperamos para ver qué animales bajan a beber?
- Vamos a subir - dijo Bailey.
Iniciaron la ascensión, manteniéndose cerca de la corriente de agua, pero no vieron ninguna prueba más de trabajo humano o humanoide.
Kromm, fatigado por la ascensión, gruñó:
- Aunque el almanaque no sea exacto, probablemente está en lo cierto al señalar que no hay humanoides. ¡Hola! ¿Qué es esto?
«Esto» era un angosto sendero que discurría a lo largo de la parte frontal de la ladera, invisible desde abajo, y que ahora se revelaba como un camino por el cual un hombre podía andar fácilmente.
Bailey ayudó a Kromm a subir; luego dijo:
- No te muevas. Mira este sendero. Fíjate en las rozaduras y en las señales que hay sobre la roca.
- ¡Sí! - jadeó Kromm -. Por aquí hay algo; algo muy grande. - Empuñó su pistola -. Parece como si hubieran pasado algunos animales.
Dio un paso adelante, pero Bailey le cogió por el brazo.
- Un momento. Fíjate en las señales: una rozadura larga, y luego una rozadura más corta una yarda más adelante y dos pies a la izquierda de la primera. Luego se repite, casi sin variación.
Avanzó sin hacer ruido hacia el lugar donde el sendero empezaba a girar.
Kromm siguió a Bailey, murmurando:
- No sé qué pensar. Es un animal, pero...
Bailey le indicó que se callara y susurró:
- Sea cual sea ese animal, ahí está su madriguera.
La boca de la caverna tenía ocho pies por seis, aproximadamente, y era toscamente ovalada. Los dos hombres permanecieron inmóviles, mirando. La susurrante voz de Bailey sonó con un acento de triunfo.
- ¿Conoces algún animal que se preocupe de dar una forma como ésa a la entrada de su madriguera? - preguntó -. ¿O que utilice herramientas?
Kromm apretó los labios y sacudió la cabeza. Empujó ligeramente a Bailey.
- Vamos - dijo -. Yo iré detrás.
Se deslizaron silenciosamente hasta la entrada de la cueva. Ahora podían ver claramente las señales que las herramientas habían dejado en la roca; el interior estaba a oscuras.
Kromm recogió una piedra y la arrojó al interior de la caverna; los dos hombres empuñaban sus pistolas, preparados para disparar. La piedra produjo un leve chasquido en su caída, y luego todo volvió a quedar silencioso.
Bailey encendió su linterna; Kromm le imitó. A continuación, los dos hombres penetraron en la cueva, andando con grandes precauciones, proyectando a uno y otro lado los rayos de sus linternas.
Los dos lo vieron al mismo tiempo. En el centro de la cueva había una pequeña mesa de acero, y pegada a una de las paredes había una cama, con los restos de sábanas y mantas. Apenas se fijaron en los otros muebles; su atención quedó presidida por la mesa: sentado en una silla y derrumbado sobre la mesa, había un esqueleto humano.. Acercándose más, examinaron los restos. Humanos, desde luego, y antiguos, ya que los huesos estaban blancos y limpios.
- Quién sería - susurró Kromm. Paseó lentamente el rayo de su linterna por las paredes, observando los muebles de acero, los archivadores, los restos de lo que podía haber sido un traje espacial -. No es un espectáculo demasiado agradable - murmuró.
- Todos tenemos que morir algún día - dijo Bailey -. ¿Qué es esto? - Cogió lo que parecía ser un libro de un estante. Sopló con cuidado él polvo que lo cubría, y leyó la medio borrada inscripción: «Diario de navegación del Thunderer enero-diciembre de 2827.»
- ¿Qué fecha.?
- Dos mil ochocientos veintisiete..., hace casi trescientos años.
Kromm se acercó a su campanero; estaba profundamente impresionado.
- Ábrelo - dijo.
Bailey alzó cuidadosamente la cubierta, pero su precaución no sirvió para nada: el papel de debajo no era ya papel, era polvo, polvo que se desintegró en el aire.
Kromm profirió una ahogada exclamación.
- Acaba de desvanecerse la posibilidad de enterarnos de las andanzas de ese Thunderer...
- ¿Quién lo tripulaba? ¿Por qué aterrizó ¿Qué cargamento llevaba? ¡Bah! No lo sabremos nunca... - Bailey se disponía a tirar la cubierta del diario, pero Kromm le cogió del brazo.
- ¡Espera! Hay algo escrito en la parte interior de la cubierta.
Se dirigieron a la entrada de la cueva; las palabras estaban casi borradas, pero resultaban legibles, en parte. Bailey murmuró:
- ...no puedo vivir mucho más tiempo. De no haber sido por Viernes, creo que me habría vuelto loco... la valiosa carga perdida... ¿Qué te parece la firma?
- Creo que es G, Holland, Capitán - dijo Kromm.
- Trescientos años - murmuró Bailey.
- ¿Vamos a seguir explorando?
- No. Regresaremos a la nave, y trataremos de poner en marcha la radio.
- Estamos de suerte - dijo Kromm en tono lúgubre -. Si tuviéramos una nave un poco mayor, llevaríamos un generador para la radio, en vez de baterías.
- Tenemos que seguir intentándolo - dijo Bailey. Alzó la mirada hacia la ladera rocosa -. ¿Probamos a regresar por ese camino?
- Será mejor que tomemos el camino de la playa - dijo Kromm.
Regresaron por el mismo camino que habían seguido al ir. La arena de la playa era del mismo color que las rocas; la vegetación era de un verde violento, el cielo intensamente azul. Aquella combinación de colores resultaba muy espectacular, pero no despertó el menor entusiasmo en Kromm.
Dijo:
- Me pregunto cuánto tiempo viviría el capitán Holland.
- Si él pudo vivir aquí, también nosotros podremos hacerlo; ahora me siento un poco más animado.
Kromm escupió en la arena.
- Me alegro de que lo estés; podemos pasarnos aquí una eternidad. Mañana tendremos que buscar el otro esqueleto.
- ¿Qué otro esqueleto?
- El de Viernes.
- A lo mejor era un perro. Y si el tal Viernes murió antes que Holland, éste pudo haberle enterrado.
- Es posible.
Kromm se interrumpió, y se quedó contemplando el suelo arenoso con expresión de asombro. Luego se arrodilló para examinar las huellas más de cerca. Bailey le imitó.
- ¡Una pisada humana!
Se miraron el uno al otro en silencio durante quince segundos. Kromm preguntó:
- ¿Crees que lo es?
- Algo muy parecido, por lo menos.
- Los talones están hundidos más profundamente. ¿Por qué?
- Por el mismo motivo que sólo hay dos huellas. Habla estado saltando de roca en roca; aquí las rocas están muy separadas, de modo que se vio obligado a saltar sobre la arena.
Kromm contempló pensativamente el hermoso paisaje que les rodeaba, acariciando su pistola.
- Ese... humanoide puede hacernos una visita, ¿no?
- Desde luego - Bailey se puso en pie, se sacudió la arena de sus rodillas y se dirigió hacia la roca más próxima -. Mira, aquí hay otras señales como las que encontramos en el sendero que conducía a la caverna.
Su compañero se acercó a mirar.
- Uh - dijo -. Me alegro de que no tropezáramos con él allí, sea lo que sea. ¿Vamos a probar con esa radio?
A la mañana siguiente comieron de un modo frugal. Kromm parecía experimentar un morboso placer enumerando los factores negativos de su situación.
- La comida nos durará otros seis días; el agua no va a faltarnos. Las baterías no durarán más de una quincena, aunque las utilicemos solamente un par de horas al día. Hay un esqueleto en una cueva, que espera ser enterrado, y Dios sabe cuántos humanoides vigilando todos nuestros movimientos. Un panorama encantador, ¿verdad?
Bailey aplastó su cigarrillo.
- ¿Salimos? - inquirió. Se puso en pie y asomó las piernas por la portezuela de salida hasta que encontró la escalerilla -. Odio esta nave. Hubo una época en que creía que las naves de exploración eran algo magnífico, pero ahora he cambiado de parecer. Padezco claustrofobia, y tengo la impresión de ser un inepto, ya que una de estas naves, la reparación de cualquier avería es un trabajo de especialista. Ten cuidado, no vayas a darme en la cabeza con los pies...
En el exterior, a la esplendoroso claridad del sol matinal, se dirigieron de nuevo hacia la playa, ansiosos por ver las huellas de pasos, ansiosos por saber si habría más. Pero lo único que encontraron fueron las mismas huellas del día anterior, ligeramente borradas por el viento. Al llegar al segundo riachuelo volvieron a ascender la ladera hasta el sendero de roca.
- Pienso - dijo Bailey mientras avanzaban a lo largo del angosto camino - que Holland pudo utilizar otras cuevas. Ayer no pasamos de la cueva donde se encuentran sus huesos. Creo que deberíamos explorar a fondo estos alrededores. Tal vez descubramos algo útil.
Estaban en la entrada de la cueva. Kromm iba a encender su linterna, cuando se detuvo y aferró el brazo de Bailey.
- ¿Qué sucede?
La voz de Kromm fue apenas audible; llegó como un leve susurro, mientras el propio Kromm sacaba su pistola.
- ¡Algo se ha movido ahí dentro!
Bailey saltó hacia un lado de la entrada, y Kromm saltó hacia el otro. Desde el interior llegó un apagado sonido. El dedo pulgar de Kromm se echó hacia atrás, soltando el seguro de su arma; Bailey ya lo había hecho. El sonido se repitió: una especie de roce metálico. Los dos hombres permanecieron completamente inmóviles, empuñando fuertemente sus pistolas.
Luego, una voz pronunció una palabra.
- Amo...
Era una voz monótona e inexpresiva.
Kromm miró a Bailey con la boca abierta por el asombro.
- ¿Has oído...?
- Amo - repitió la voz, esta vez con más claridad. En el sombrío interior de la cueva se movió una figura. Los rayos luminosos de las linternas de los dos hombres iluminaron simultáneamente la oscuridad, posándose sobre una brillante forma humanoide -. Amo...
Bailey se asomó a la entrada de la cueva, proyectando de lleno la luz de su linterna sobre el robot.
- Ven aquí - ordenó.
El robot salió y se quedó de pie junto a la entrada. Tenía un metro ochenta de estatura, era completamente articulado, y su pequeña cabeza de forma oval parecía indicar que poseía un cerebro de tipo muy evolucionado. Kromm leyó una inscripción en una de sus planchas: «Robot U-E. Birmingham, Inglaterra. Número de serie 43.123. A/M».
- ¿Qué significa A/M?
El propio robot contestó con su monótona voz:
- Soy un robot de Aptitudes Múltiples. Viernes.
- ¿Viernes?
- Tengo un nombre, del mismo modo que lo tienen los humanos.
Bailey dijo:
- Cuéntanos cómo llegaste aquí.
Viernes dijo:
- El Thunderer fue uno de los primeros navíos espaciales de gran tonelaje utilizados para transportar mercancías. Tuvimos una avería en los motores, y esto nos alejó de nuestra ruta normal. Luego sufrimos otra avería, y nos vimos obligados a aterrizar aquí. Lo hicimos en las grandes montañas de bronce. Sólo sobrevivió el capitán Holland.
- ¿Trabajabas a bordo de la nave? - preguntó Kromm, y después de haberla formulado se dio cuenta de que era una pregunta tonta.
- No. El cargamento era de robots... - Súbitamente, la voz tartamudeó -. Estoy débil. Pronto habré terminado como el capitán.
Bailey dijo:
- ¡Pero eso ocurrió hace trescientos años!
- Sí - dijo Viernes -. Años. La medida de tiempo del hombre. Mucho tiempo, amo.
- Durante trescientos años - murmuró el asombrado Kromm -, esta máquina ha estado paseando por aquí, siguiendo las normas diseñadas para él por sus constructores. ¡Trescientos años!
- ¿Cómo has podido durar tanto tiempo? - preguntó Bailey.
- Ven - respondió el robot, y avanzó a lo largo del túnel hasta llegar a una cueva mucho mayor excavada en la roca. El robot se adentró unos pasos en la cueva y luego se detuvo -. Mira - dijo.
A la escasa claridad, pudieron ver cajas y envases de todos los tamaños, pero lo que atrajo su atención fueron los restos desmontados de varios robots.
- De este modo he podido sobrevivir - dijo Viernes -. El cargamento, como ya he dicho, estaba compuesto en su mayor parte de robots de aptitudes múltiples. Los he utilizado para continuar, incluso después de que el capitán terminó. Pero ahora ya no hay más piezas de repuesto. Pronto terminaré. ¿Puedo serviros en algo?
- Vamos a echar una mirada ahí dentro - dijo Kromm. Entró en la cueva, paseando la luz de su linterna por todos los rincones -. ¡Mira, aquí hay cajas de provisiones! Tal vez podamos utilizarlas.
- ¿Después de trescientos años? - preguntó Bailey, que se había acercado a mirar.
- Nunca se sabe... ¿Qué es esto?
Bailey leyó la inscripción que había en la caja. «Transmisor, A7. Alcance Inf.»
Los dos hombres se miraron, y se dieron cuenta de que los dos estaban pensando lo mismo.
- Suponiendo que funcione - dijo Bailey -, ¿dónde vamos a procurarnos la energía?
Kromm hizo oscilar su linterna.
- ¿Qué hay allí?
Según las etiquetas pegadas a una docena de botellas de plástico opaco herméticamente cerradas, había en ellas «Ácido para Cargar Baterías».
- ¿Ácido para baterías? - preguntó Bailey.
Kromm estaba pensando con rapidez.
- Sí, desde luego. La acción química como fuente de energía eléctrica. Es lo que utilizaban. Si el transmisor está en buenas condiciones, podremos hacerlo funcionar. ¡Viernes, ven aquí!
El robot obedeció. Kromm señaló las cajas y las botellas que deseaba llevarse, y, utilizando un par de cajones como banco, Bailey y él levantaron el antiguo transmisor, increíblemente voluminoso para lo que estaban acostumbrados a ver.
Kromm trabajaba con entusiasmo, pero de repente se interrumpió, se dio un manotazo en la frente y empezó a gruñir.
- ¿Qué sucede? - inquirió Bailey.
- Soy un estúpido. Tendremos que llevar todo esto hasta la nave.
- ¿Por qué?
- Porque la única antena de que disponemos está allí, y será más rápido que Viernes lleve esto a la nave, que desmontar la antena y traerla. Viernes, ¿puedes levantar esas cajas y transportarlas a una distancia de ochocientos pasos, aproximadamente?
- Estoy débil, pero lo intentaré.
Kromm contempló un momento al robot con expresión compasiva.
- Lo siento por él - dijo.
- Es una máquina - le recordó Bailey.
- Pero es el último eslabón con el capitán Holland. Vamos, tenemos mucho trabajo.
A Kromm le había sorprendido la sensación que experimentó al ver a Viernes tambaleándose bajo el peso de las cajas que contenían los elementos que necesitaban. Había tratado muy poco con robots, y el espectáculo de la máquina humanoide medio hundida bajo el peso de su carga le había afectado; y cuando habló con Viernes, y el robot le respondió con su monótona voz, le pareció que se sentía aún peor. Hacía trescientos años que existía aquella máquina, trescientos años, como si les hubiese esperado.
A última hora de la tarde, Kromm había montado el antiguo transmisor, y las baterías zumbaban silenciosamente mientras Kromm comprobaba las conexiones. Un delgado cable serpenteaba a través de la portezuela de salida: era la conexión con la antena.
- ¿Está todo listo? - preguntó Bailey.
- Sí. - Kromm contempló una saeta que oscilaba ligeramente -. Este transmisor tiene una potencia dos veces superior a la del transmisor de la nave: lo que necesitábamos. Ahora, todo depende del lugar donde se encuentre el Oppie. Además, no tengo la menor idea de los efectos del sol sobre la transmisión. - Pulsó un interruptor y se encendió una diminuta lámpara amarilla. Kromm dio un suspiro de satisfacción. Luego miró a su alrededor -. ¿Donde está Viernes?
El robot no se vela.
- No lo sé - respondió Bailey.
- Estaba debilitándose a ojos vistas - dijo Kromm.
- Es una máquina - dijo Bailey.
- Sí - dijo Kromm pensativamente -. No es más que una máquina... - Pulsó otro interruptor y empuñó el micrófono -. Nave de exploración dos llamando al Oppenheimer. Kromm llamando. Encallados en Krodos siete, Krodos siete.
Lo repitió varias veces, luego se interrumpió y escuchó. No se oyó nada... únicamente los ruidos atmosféricos a través del pequeño altavoz.
Kromm y Bailey se miraron.
- Bueno... - dijo Bailey.
Kromm dijo:
- Todavía es pronto. - Se quitó los auriculares, y se los entregó a Bailey -. Sigue transmitiendo; yo voy a buscar el repetidor de la nave y lo colocaremos aquí.
Cuando regresó con el repetidor, cinco minutos después, Bailey había dejado de transmitir. Kromm grabó el mensaje y lo colocó en el repetidor, y luego los dos hombres se sentaron y fumaron, fingiendo que no estaban aguzando los oídos en espera de una voz humana procedente del altavoz.
- Trescientos años - murmuró Kromm -. Apenas puedo creerlo.
El altavoz carraspeo.
- Atención, Kromm... atención, Kromm. Oppenheimer llamando a Kromm.
Los dos hombres lanzaron un aullido al mismo tiempo. Kromm desconectó el repetidor y habló directamente. Hubo una pausa de casi tres segundos.
- ¡Atención! ¿Quién está transmitiendo?
El operador del Oppenheimer se identificó.
- Aquí M'Bala. ¿Qué ha sucedido?
Kromm empezó a explicárselo, pero se vio interrumpido por Bailey, el cual se desahogó expresando la opinión que le merecían los mecánicos del Oppenheimer.
- ¿Se encuentran ustedes bien?
- Ni un rasguño - dijo Kromm.
- Vamos a enviarles la nave exploradora número tres dentro de doce horas terrestres; seguirá la patrulla de reparaciones. Pónganse a la escucha dentro de diez horas terrestres. ¿Entendido? Corto.
- Entendido y corto - dijo Kromm, quitándose los auriculares y profiriendo un suspiro de alivio -. ¡Diablos! - exclamó -. Cada vez me siento más débil.
- Lo mismo que yo - dijo Bailey.
- Pero feliz: necesito decírselo a alguien. ¡Ya está! - exclamó Kromm -. Buscaré a Viernes y se lo diré a él. Sin él no habrían podido localizarnos. probablemente.
Bailey sonrió.
- Desde luego. Vamos a decírselo.
Recorrieron otra vez el mismo camino, hasta llegar a la entrada de la cueva. Allí estaba el robot, tendido en el suelo. La luz piloto había dejado de brillar en la parte delantera de su cabeza.
Kromm se inclinó sobre él.
- ¡Viernes! - susurró.
Esta vez, Bailey no le recordó que Viernes no era más que una máquina. Kromm pulsó el interruptor de contacto del robot, inútilmente.
- No funciona - dijo Bailey.
Kromm se incorporó lentamente; por un instante, pensó en el esqueleto que había en el interior de la cueva; luego se volvió a mirar al robot.
- El último eslabón ha desaparecido - dijo.
A continuación, y en silencio, empezó a descender la ladera rocosa. Bailey le siguió. Cuando llegaron a la dorada playa y pudieron andar uno al lado del otro, Kromm se detuvo.
- Mañana enterraremos los huesos de Holland - dijo.
- Sí, mañana - dijo Bailey.
- ¿Crees...? - empezó Kromm. Tras una breve vacilación, continuó -: ¿Crees que sería una estupidez hacer lo mismo con Viernes?
Bailey le miró pensativamente.
- No - dijo -. Creo que no.
Unos pasos más allá, Kromm volvió a detenerse. Esta vez no dijo nada. Se limitó a mirar lo que quedaba de las huellas de dos pisadas casi humanas, apenas visibles ya en la arena.
FIN
H. H. Holis - EL TRUCO DE LA ESPADA
A última hora de la tarde de un desagradable día de otoño, un topólogo de cuarenta años, profesor de matemáticas en una Universidad a la que despreciaba, importunado por sus alumnos y decepcionado por haber hecho ya todo lo importante que haría en su vida, tropezó con un grupo de estudiantes que enarbolaban flores y pancartas. Antes de que pudiera recuperar los libros que se le habían caído y alejarse para continuar redactando mentalmente una memorable carta de dimisión, su mirada cayó sobre una desaseada jovencita, y quedó irremediablemente atrapado.
Con la intención de romper el hechizo, se acercó osadamente a ella y le dijo:
- ¿No eres alumna de mi clase de topología elemental?
La muchacha lamió el helado de fresa que sostenía en una mano y respondió, muy seria:
- Está usted loco. Yo no soy estudiante. Soy una gitana vagabunda que dice la buenaventura. - Acercó el helado a los labios del profesor para que lamiera -. ¿Tiene usted un lugar al que podamos ir, y le diré la buenaventura?
El matemático supo que la muchacha no era gitana, ya que nuestros modernos y civilizados calés no se permiten el ir tan sucios como iba ella. Estaba convencido de que ella le engañaba, pero se encontraba tan deprimido que dijo:
- De acuerdo. Vamos a mi apartamento y me dirás la buenaventura y otras mentiras hasta que el mundo se derrita.
Se marcharon cogidos de la mano ante la mirada de cuarenta testigos. Sin embargo, dentro de su propia subcultura, los estudiantes rebeldes se atenían a un rígido código; y habrían muerto antes que informar al Decano de la Facultad de lo que había sucedido. De modo que nadie se enteró de la inmoralidad en que había incurrido el profesor al llevarse una alumna a su apartamento.
Cuando la hubo despojado de sus ropas, la muchacha apareció tan sucia como su aspecto externo inducía a suponer; sin embargo, el profesor no renunció a aprovecharse de ella. Más tarde, la convenció para que se duchara. Y cuando se marchó, con sus cabellos color ron partidos en dos largas trenzas, la muchacha parecía una Exploradora recién frotada.
La suciedad resultó ser para ella el equivalente del maquillaje que utilizan las muchachas normales; cuando el profesor la encontró al día siguiente iba tan deleznablemente tiznada como siempre, y lamía un helado de grosella.
Se cogieron de la mano y se marcharon directamente al apartamento del profesor. La joven apenas habló hasta última hora de la tarde, después de que se hubieron duchado juntos. Se estaba secando el pelo, y la información brotó confusamente.
- Hoy he estado en el despacho del Director - dijo - y le he contado lo que hay entre nosotros.
El profesor se sentía tan satisfecho que contempló la ruina de su carrera académica con placer.
- De acuerdo, charlatana. ¿Cómo vamos a vivir ahora?
- La verdad es que no soy gitana - dijo ella -, pero la otra vez que me escapé de casa estuve con unos feriantes. Conozco el truco de las espadas. Tú podrías ser un mago indio. Podríamos montar un número, unirnos a unos feriantes y viajar con ellos.
- ¡Puedo hacer algo mejor que eso! - exclamó el topólogo -. Hace mucho tiempo que no me dedico a la mecánica, pero tengo un pequeño laboratorio que servirá para el caso. Acompáñame al sótano del Departamento de Psicología, y te enseñaré algo que no vas a creer.
- Vamos allá, nene - replicó su enamorada -. Te sorprenderá lo que yo puedo creer.
Se acercaron a las silenciosas jaulas en las cuales se guardaban los animales para los experimentos, y el profesor sacó de una de ellas un robusto ratón. A continuación cogió unas tiras de plástico transparente, encendió un mechero de gas y destapó un frasco de adhesivo plástico. En unos minutos el topólogo construyó un recipiente que desafiaba a la mirada en lo que respecta a definir su forma exacta, pero que a simple vista parecía un cilindro. En un abrir y cerrar de ojos, metió al ratón dentro del cilindro y cerró la parte superior. El ratón podía ser visto a través del plástico, pero parecía encontrarse en una postura fija, flotando en el aire con las patas y la cola extendidas, tal como había sido introducido en el recipiente.
Calentando una varilla puntiaguda, el profesor practicó un agujero, primero en un lado del pandeado cilindro, luego en el otro. Cuando la larga aguja se hubo enfriado, introdujo su aguda punta a través de un agujero y atravesó el corazón del roedor, haciendo salir después la punta por el segundo agujero. Agitando el cilindro sobre la mano de la muchacha, el profesor depositó una gotita de sangre arterial ratonil sobre su muñeca.
Mientras contemplaba la gotita de color escarlata, unas lágrimas asomaron a los ojos de la muchacha.
- ¡Asesino de ratones! - sollozó. - ¿Crees acaso que un ratón salvaje se metería en ese tubo de plástico?
- Corazón mío - replicó el profesor -, no es un tubo. Ni siquiera es un cilindro, y desde luego no es una ratonera. Es una tesela, como sabrías si hubieras leído una obra muy popular sobre topología.
- ¡Oh! Sé perfectamente lo que es una tesela: un dado con un dado en cada uno de los lados. Pero esa ratonera no me parece que sea seis dados rodeando a un dado.
- Desde luego que no, ya que de ser así nuestro ratón estaría muerto. Esto es una tesela, es decir, una ilusión temporal.
- ¡Una ilusión temporal!
- Sí, querida - dijo el profesor -, una ilusión temporal. La topología nos enseña que las propiedades matemáticas pueden ser completamente independientes de la forma aparente. Un círculo continúa siendo un círculo, aunque parezca una pasta empanada, como ocurre cuando es arrastrado sobre una superficie ondulada. Esta ratonera es un dado cubicado, parcialmente desplazado a lo largo de la dimensión del tiempo. Por eso tiene un aspecto deforme. Ven, tócalo.
Desde luego, al tacto parecía bastante sólido: un dado con un dado en cada uno de los lados; pero incluso cuando se sostenía en la mano y se tocaba, el objeto seguía pareciendo un cilindro ondulado, y el ratón seguía permaneciendo inmóvil, aparentemente muerto.
- ¡Este ratón está muerto! ¡Ecch! - exclamó la muchacha.
El topólogo tiró de la diminuta espada, abrió la parte superior de la caja y depositó al ratón sobre su mano. El animalito se sentó inmediatamente sobre sus patas traseras y agitó las patas delanteras, como pidiendo queso.
- ¿Cómo has hecho eso? - gritó la muchacha, excitada.
- Es muy sencillo - respondió el pensador -. El exterior fluctúa con este momento del tiempo, debido a la leve torsión que le di a la forma cuando lo construía; pero el interior está fijo en el tiempo, porque la mayor parte de la masa interna está extendida alrededor del continuo, muy amplio pero finito, de espacio y tiempo que es nuestro universo. El «tiempo» ha pasado tan lentamente para este pequeño granuja, que los procesos de regeneración y de reparación de su cuerpo se han desarrollado como instantáneamente, y la herida aparentemente mortal sólo fue para él un leve pinchazo. ¿Crees que podrías meterte en una gran tesela como ésta y dejar que yo te atravesara con una espada..., sabiendo que no sufrirías el menor daño?
La muchacha palmoteó de placer.
- ¡Oh, sí, cariño! Eso sería un truco mucho más desconcertante para el espectador que el antiguo truco de la espada.
El número obtuvo un éxito sensacional. Los espectadores quedaban embobados por la belleza de la muchacha. Y cuando el topólogo introducía una afilada espada a través de su maravilloso cuerpo, tan ligero de ropa como permitían las leyes locales, las multitudes se quedaban con la boca abierta. Cuando se hacía girar la caja para mostrar la punta enrojecida de la espada, las mujeres - y muchos hombres - se desmayaban. Más tarde, pagaban un dólar por cabeza por examinar la diminuta herida mientras se cerraba y desaparecía, habitualmente debajo de uno de los espectaculares senos de la muchacha.
Aquella vida de feriantes fue un idilio. Sin embargo, aunque cuarenta años no significan que un hombre sea viejo, tampoco significan que sea joven; y el profesor de matemáticas terminó por descubrir que volvía a sentirse fastidiado. El vocabulario de la muchacha no mejoraba, y su afición favorita continuaba siendo el consumo de helados. La diferencia de sus edades era suficiente para que sus actitudes sexuales básicas resultaran irreconciliables. Para él, el amor carnal necesitaba el estímulo de lo «prohibido»; para ella, el acto sexual era una función natural, como el respirar o el defecar, de modo que entre los dos no cabía un entendimiento total, ni siquiera en la cama.
De acuerdo con la moda que había adoptado su generación, la muchacha era fiel. Podría haber otros más tarde, pero ahora ella no concedía sus favores a nadie. Al profesor le era negado incluso el acibarado condimento de los celos.
Cada noche, al final de su última actuación, cuando entraban en su alojamiento, solía levantar los brazos y, marcando unos pasos de baile como una danzarina de un harén, decía: «Ayúdame a prepararme para el baño, cariño».
Casi no sostenían ninguna otra conversación.
Al final, el idilio se convirtió en una esclavitud para el profesor. Encontró algún respiro cuando descubrió que un fakir hindú, que formaba parte del espectáculo durmiendo sobre clavos, vertiendo plomo derretido en sus ojos, etcétera, era un ex profesor de Matemáticas de la Universidad de Rawalpindi. Hablando con él, el topólogo pudo evitar el volverse completamente loco. Sin embargo, estaba un poco chiflado. Detestaba a la muchacha y sólo soñaba en lo que haría cuando ella le abandonara; pero ella no se marchaba y continuaba levantando sus brazos delante de él y marcando pasos de baile, tan exquisitamente fastidiosa como un perrito que continúa tirando del calcetín de uno cuando ha dado por terminado el juego.
Empezó a actuar de mala gana; en realidad, la tesela sólo le había interesado realmente en su fase experimental. En cierta ocasión la espada que empujaba se desvió del agujero y cayó de punta sobre el dedo gordo de su pie derecho. Aquélla fue una herida real, en el tiempo real, no extendida a lo largo del continuo espacio-tiempo, y por espacio de una semana le produjo unos terribles dolores. Cada vez que cojeaba, el dolor le reafirmaba en su decisión de librarse de la muchacha, hasta que al fin su fecunda mente topológico encontró el medio.
El profesor poseía una colección de espadas que utilizaba para su espectáculo, y una noche dejó junto a su cama, al alcance de la mano, una imitación bastante lograda de una espada corta romana. En su época, aquella espada había representado un gran avance tecnológico para los fabricantes de armas, y a la belleza de su forma añadía un terrible poder de penetración.
Cuando terminó la última función, el profesor se mostró más cariñoso que de costumbre con la muchacha. Y mientras se secaban el cuerpo el uno al otro, después de su baño ritual, el profesor besó a su compañera y le dijo:
- Querida, ¿te importaría dejarme practicar la última parte del número? Últimamente no me siento muy seguro en escena...
Ella estaba tan contenta al ver que él volvía a estar contento, que accedió inmediatamente. De modo que montaron una tesela de repuesto que guardaban en su alojamiento y la muchacha se introdujo en ella con una sonrisa que casi hizo reconsiderar al profesor lo irremediable del acto que había planeado. Luego recordó los meses de fastidio y endureció su corazón. Sin que le temblara el pulso, introdujo la espada lo más cerca posible del corazón de la muchacha, al tiempo que con el pie daba un par de golpes a la construcción de plástico, modificando su forma: en vez de un cilindro pandeado, como hasta entonces, apareció como un solo dado de unas seis pulgadas de lado, con un dibujo abstracto en cada cara.
El dado era mucho más pesado de lo que parecía, ya que una parte substancial de la masa de la muchacha estaba distribuida a lo largo del conjunto del continuo espaciotiempo cilindricoesférico. Mientras contemplaba la superficie lisa como un espejo de una de las caras del dado, un ojo y una ceja se extendieron lentamente a través del plano; pero en aquel ojo no había pánico ni reconocimiento. El profesor se dio cuenta de que para la ocupante de aquella caja singular, sus movimientos eran tan rápidos en apariencia como para resultar una simple maculatura. Silbando, el profesor introdujo el pesado dado en su maleta y salió de su alojamiento. Se cruzó con el fakir hindú y le dijo:
- Hasta la vista, amigo. Nos hemos cansado de este circo y de sus pulgas y vamos en busca de nuevos horizontes.
Así desapareció Grax, el Espadachín del Tiempo, y apareció de nuevo un topólogo de gran talento que se había tomado unas vacaciones fuera de temporada.
Las frustraciones que casi le habían consumido antes de su aventura parecían haberse desvanecido. Se instaló con placer en una nueva rutina académica y se convirtió en un experto en su ejecución. Cada cinco años, quizá, tenía un alumno realmente prometedor; pero la escasez ya no le preocupaba. El caso era ascender en el escalafón académico.
El pesado dado era ahora un pisapapeles sobre el escritorio de su apartamento. Nadie reconoció nunca en los dibujos abstractos de sus lados los contornos topologizados de un ser humano muerto. A grandes intervalos, aparecía a través de una de las caras del prisma alguna característica anatómica identificable con la cual el profesor había trabado íntimo conocimiento, y entonces experimentaba una vaga sensación de pesar, recordando la única aventura de su vida y su trágico desenlace. Pero en aquellas raras ocasiones llenaba su pipa, abría la Revista de Topología y volvía a sumergirse en la vida apacible de la Universidad.
Cuando tenía sesenta años y era casi calvo, apareció en su clase el estudiante de sus sueños, que comprendía todo lo que él decía en su difícil especialidad y replicaba con elegante desparpajo y desacostumbrada intuición a sus complicados planteamientos matemáticos. Objetivamente, sabía que el muchacho lo era todo menos guapo, pero subjetivamente (y en privado, desde luego, ahora era muy formal) consideraba que el muchacho tenía «muy buen aspecto». Esta sensación le intrigó hasta que un día, repasando unos antiguos boletines universitarios, encontró un retrato suyo de su época de estudiante. Su mejor alumno era lo bastante parecido a él como para poder ser su doble, o al menos su hermano menor.
Poco después de aquello, el profesor confió al muchacho la historia de su escapada. Al hacerlo obedeció a un impulso inexplicable, sabiendo que no era prudente; pero el muchacho empezaba a revelar el mismo raro talento que el profesor poseía para traducir las abstracciones topológicas en utensilios que hacían cosas peculiares. Y a pesar de que el muchacho afectaba la amoralidad total propia de su generación, quedó impresionado por el relato; impresionado y también intrigado. Cogió la caja y la sacudió.
- Tal vez está viva - dijo -. Después de todo, el interior sólo ha sido un instante. Vamos a abrirla.
- No seas ridículo - dijo el profesor, tomando la caja y colocándola de nuevo sobre su escritorio -. En primer lugar, ella no está viva. Mientras se encuentre dentro del dado, no existirá ninguna prueba del crimen. En segundo lugar, si estuviera viva, podría acudir a la policía; o, peor aún, podría decidirse a renovar aquellas horribles y fastidiosas relaciones. Y en tercer lugar, no podemos abrirla. El dado es ahora un sistema cerrado, y ninguna parte del interior es asequible a este aspecto del tiempo y del espacio. Eventualmente, será distribuida de un modo equitativo a través de todo el universo. ¡Decididamente, no! Te prohíbo que pienses en ello. ¿Cuándo vas a darme aquel documento sobre los reinvertebrados topológicos?
La conversación languideció, y el estudiante no tardó en despedirse. Un par de días más tarde, el profesor encontró al muchacho hurgando en los bordes del dado con un aparato a base de espejos, lo cual provocó una acalorada discusión, pero paulatinamente sus relaciones volvieron a ser casi tan cordiales como antes.
Un día, el estudiante se presentó en el apartamento del profesor llevando en la mano un pequeño trozo de metal, cuya forma resultaba muy difícil de determinar. Mejor dicho, parecía cambiar de forma continuamente.
- ¿Qué diablos llevas ahí? - preguntó el profesor, en tono irritado.
- Es una cinta movediza, cromada, retráctil, invertida y universal - dijo el joven.
El profesor se echó a reír. Todos los escolares saben que una cinta movediza es una tira de cualquier material, uno de cuyos extremos ha sido retorcido (media vuelta) antes de unirlo al otro para formar un aro. La consecuencia de aquella media vuelta es que la cinta movediza se convierte en una figura geométrica que tiene un solo lado y un solo borde; aunque el sentido común puede distinguir claramente, al examinarla, que tiene dos lados y dos bordes. Sin embargo, un lápiz que trace una línea partiendo del centro de «un lado» se encontrará con su propia señal, cuando tendría que verse una línea dibujada sobre «ambos lados»... Porque sólo hay un lado, ¿os dais cuenta?
Pero todos los escolares saben lo que es una cinta movediza: una simple curiosidad. El profesor le explicó todo esto a su alumno, y terminó diciendo:
- Y supongo que ahora vas a decirme que tiene alguna aplicación práctica.
- Sí - dijo el muchacho -, la tiene.
Y antes de que el profesor pudiera impedirlo, se acercó al escritorio, hurgó en el dado con la cinta movediza metálica y sacó los restos de una espada corta romana.
Al cabo de unos instantes, el cilindro había recobrado su antigua forma y tamaño y una joven completamente desnuda haba salido de él. Estupefacto, el profesor vio una sonrosado herida triangular, que evidentemente había acabado de cicatrizar, debajo del seno izquierdo de la muchacha.
- ¡Cariño mío! - exclamó ella -. ¡No vuelvas a utilizar esa cuchilla de carnicero! ¡Ha sido algo horrible!
Y envolvió al estudiante en un apasionado abrazo.
Luego vio al profesor y se ocultó detrás del joven.
- ¿Quién es ese viejo calvo? - inquirió -. Yo sé lo que hay que hacer con los viejos verdes, cariño.
Y, tras un guiño y un gesto de asentimiento, la joven y el estudiante introdujeron al profesor en el dado expansionado y lo distorsionaron hasta que se convirtió en una pequeña caja.
Incluso en el interminable instante en que se ha convertido en el interior del dado, el tiempo ha empezado a parecerle muy largo al topólogo. Sabe que la muchacha y el estudiante se han convertido en polvo hace ya mucho tiempo en el caleidoscópico mundo exterior. Está empezando a ser transparente, de modo que sabe que su substancia se está extendiendo lentamente a lo largo de todo el continuo espacio-tiempo cilindricoesférico. Ha comprendido que cuando él esté completamente distribuido, el universo llegará a su fin; y ha redactado mentalmente un asombroso documento, explicando todo el fenómeno. Lo único que siente es que nunca podrá enviarlo a la Revista de Topología para su publicación.
FIN
Robert Moore Williams - COMO TIMBRES DE ALARMA
El joven guardián, Ve, estaba muy excitado. Había hecho un descubrimiento de tal magnitud que insistía en informar personalmente a Lor, el guardián jefe de aquel sector del universo.
Su superior inmediato le dijo que enviara el informe por conducto regular.
- Lor lo recibirá a su debido tiempo - dijo su superior -. Esas cosas no corren prisa. Hazlo sin prisas, y todo saldrá bien.
Ve no quiso escucharle. El conducto regular era bueno para los informes rutinarios - nivel de radiación de los diversos soles, paso de cometas, explosiones de supernovas, y cosas por el estilo -, pero aquel informe era importante, demasiado importante para que sufriera un retraso. Apeló al antiguo derecho de todos los guardianes a presentar personalmente sus informes a Lor si, al observar los mundos del espacio, notaban algo anormal.
Su superior suspiró. Ve era joven e impetuoso. Ve no había aprendido aún a través de la experiencia que todas las cosas suceden a su debido tiempo, y que, en realidad, es muy poco lo que se puede hacer en lo que a ellas respecta. Pero si Ve invocaba el derecho de los guardianes a presentar informes personales a Lor, tenía que permitirle cruzar la línea. Si Lor le despedía con cajas destempladas por molestarle con nimiedades sin importancia, Ve podría añadir aquella experiencia al acervo de sus conocimientos.
De modo que su superior firmó los pases necesarios y Ve fue acompañado a través de la jerarquía de mandos, a través del equivalente de capitanes, comandantes, coroneles y generales hasta ser introducido a presencia de Lor.
Lor no llevaba ningún emblema. Iba modestamente vestido, y parecía un obrero, quizás un vigilante de una sola estrella, pero Ve no necesitó ver al general de cinco estrellas que estaba a la derecha de Lor, ni al general de cinco estrellas que estaba a su izquierda - los generales de cinco estrellas eran utilizados como mensajeros -, para saber que se encontraba en presencia del jefe supremo. Ya que Lor estaba rodeado de un aura de autoridad. Parecía enorme, acostumbrado a mandar.
Lor estaba sentado ante su escritorio. Había un fruncimiento de concentración en su rostro mientras estudiaba las cifras extendidas delante suyo. No advirtió la presencia de Ve.
Ve esperó. Los generales de cinco estrellas le miraron sin verle. Ve se dio cuenta, súbitamente, de que los técnicos, segunda categoría, no se movían en el mismo plano que los generales de cinco estrellas. Y él había ido a hablar con Lor, que utilizaba a aquellos generales como mensajeros.
Ve, inquieto mientras esperaba, deseó repentinamente no estar allí. Deseó haber seguido el consejo de su superior presentando su informe por conducto regular. Se retorció y se preguntó si podría salir de la estancia sin que Lor se diera cuenta. Empezó a deslizarse hacia la puerta.
El general que estaba a la derecha de Lor se enteró súbitamente de su existencia.
- Quédate donde estás - dijo.
Ve enrojeció.
- Yo... pensé...
- Y cállate - añadió el general.
Ve casi se mordió la lengua en su apresuramiento por cerrar la boca.
Lor levantó los ojos. Miró directamente a Ve.
- ¿Qué deseas? - dijo.
Ve saludó rápidamente.
- Señor, he invocado el antiguo derecho de todos los guardianes...
- De no ser así, no estarías aquí - dijo Lor -. ¿Cuál es tu información? Estoy muy ocupado, como ya has podido ver.
Ve deseó que el suelo se abriera y le tragara.
- Señor, los bichos del Planeta Tres del Sistema Solar 31.941...
Lor parpadeó. Era evidente que no pensaba en lo que Ve estaba diciendo.
- ¿Qué es eso? - Preguntó.
- Los bichos del Planeta Tres del Sistema Solar...
- ¿Bichos? - inquirió Lor.
- Así fueron clasificados en el último informe, señor. El informe fue redactado por la última expedición regular que visitó su planeta, hace 4.200 años. Tiene prevista una inspección cada cinco mil años. Posiblemente, la próxima inspección podrá clasificarlos de un modo distinto, pero de momento están anotados como bichos.
Lor hizo un leve gesto con las manos. Un gesto de impaciencia por algo trivial.
- Eso no importa. La clasificación es probablemente correcta. ¿Dónde dices que están situados?
- En el Planeta Tres del Sistema Solar 31.941.
Lor enarcó las cejas.
- ¿Y dónde está situado ese Sistema Solar? - inquirió.
Ve quedó boquiabierto por el asombro. Siempre había supuesto, no, le habían dicho específicamente una y otra vez en sus conferencias de adoctrinamiento, que Lor lo sabía todo. Le impresionó intensamente comprobar que Lor ni siquiera sabía dónde estaba situado el Sistema Solar 31.941.
- Bueno, está debajo de las Pléyades - dijo, buscando el modo de explicarle a Lor dónde estaba situado aquel sol y sus nueve planetas -. Al sur de Vega, y...
- Humm - murmuró Lor. Se volvió al general que estaba a su izquierda -. Tráeme el mapa estelar.
El general salió apresuradamente de la habitación. Regresó con el inmenso mapa que mostraba el emplazamiento de todos los soles de aquel sector del Universo. Al fin, Lor consiguió localizar el sistema solar 31.941.
- Aquí está - dijo -. Bueno, no son tan pequeños. ¿El tercer planeta del sol, dices? Tráeme una lupa.
Le entregaron una magnífica lupa. Examinó el mapa con ella durante un largo rato.
- Ahora veo el planeta - dijo, transcurridos unos instantes -. Tiene una sola luna. Bien.
Lor pareció complacido por haber localizado aquel sistema solar. Después de todo, era casi una hazaña haber podido localizar un único sol y nueve planetas circundantes, situados en una de las secciones menos pobladas del universo. El hecho de que aquel sol y sus planetas estuvieran señalados en los mapas indicaba una organización eficaz, lo cual resultaba muy agradable para el jefe supremo.
- Bueno - dijo Lor, alzando la mirada hacia Ve. - ¿Qué pasa con los animales de ese planeta que te ha inducido a presentarme un informe personal?
Ve respiró a fondo. Eso era lo que le había llevado allí, después de recorrer una cuarta parte del universo.
- Señor - dijo -. ¡Han descubierto la energía atómica!
A pesar de no ser más que un técnico de segunda categoría, Ve sabía lo importante que era aquella noticia. La energía atómica, la energía básica del universo. La raza que la poseyera podría trasladarse a cualquier parte y hacer cualquier cosa. No podrían hacerlo inmediatamente, pero una vez realizado el descubrimiento fundamental, todo lo demás llegaría por sus pasos contados.
Los bichos del Planeta Tres poseían la energía atómica.
Los rostros de los generales habían expresado una gran sorpresa cuando Ve habló. Incluso Lor pareció impresionado.
- No - dijo -. Debes de estar equivocado.
- No estoy equivocado - insistió Ve -. Cuando noté la primera vibración procedente de una lejana explosión atómica, llevé a cabo una minuciosa investigación. No cabe ninguna duda. Han conseguido liberar energía nuclear y mantener una reacción en cadena en uno de los elementos más pesados.
Ve se dio cuenta de que la noticia afectaba seriamente a Lor.
- ¡Energía atómica! - exclamó Lor -. Eso significa que no tardarán en construir naves espaciales.
Ve asintió.
- Tienen una luna, señor, a la cual pueden llegar con naves espaciales rudimentarias. Y una vez alcancen su luna, no tardarán en volar por todo el sistema solar. Después, no pasará mucho tiempo sin que se presenten aquí.
- Sí - murmuró Lor -. Y cuando nos encuentren...
Ve comprendió la pregunta que se formaba en la mente de Lor. Se estremeció. Por algún motivo desconocido para él, se sentía atraído por los diminutos seres que vivían en el Planeta Tres. A pesar de estar clasificados como bichos, eran grandes en un sentido. A Ve le disgustaba tener que informar a Lor de lo que sabía acerca de ellos, pero tenía que hacerlo.
- ¿Son una raza pacifica? - inquirió Lor.
Ve vaciló. Sacudió la cabeza.
- No - dijo -. No son pacíficos. Por el contrario, son muy aficionados a la guerra. Están luchando unos contra otros continuamente, declarándose la guerra por los motivos más nimios, o sin motivos.
Pudo ver el descontento que estas noticias provocaban en Lor. Los generales, en cambio, las acogieron con agrado
- No llegarán hasta nosotros en seguida - dijo Lor, mirando a Ve -. ¿Crees, por lo que sabes de ellos, que habrán aprendido los caminos de la paz cuando estén en condiciones de llegar hasta nosotros?
Ve suspiró.
- No he visto nada en su historia que lo haga suponer - dijo.
- Entonces, tenemos que hacernos a la idea de que una nueva raza caerá sobre nosotros a través del espacio - observó Lor, con tristeza.
Los generales sonrieron.
En la oficina del jefe supremo se hizo un profundo silencio. Lor estaba meditando en el problema que acababa de presentárseles a los guardianes del espacio.
Ve pensaba también en aquel problema. Las palabras de Lor: «Una nueva raza caerá sobre nosotros a través del espacio» martilleaban incesantemente su cerebro. Poco a poco, empezó a captar el sentido de aquellas palabras. Significaban que los bichos del Planeta Tres cruzarían el espacio. Como eran una raza de guerreros, llegarían en grandes naves de combate, en cruceros espaciales de gran autonomía. Una patrulla de rápidas naves de exploración iría delante de ellos. Habría guerra.
Sólo podía haber guerra. Los bichos del Planeta Tres no conocían otra cosa. Confiar en que cambiaran sus instintos bélicos, era como esperar que el cielo se desplomara. Habían luchado durante tanto tiempo unos contra otros, que el luchar era en ellos una segunda naturaleza, algo que aceptaban sin pensar.
Los guardianes del espacio eran pacíficos. A pesar de que seguían manteniendo una organización militar, casi habían olvidado el propósito por el cual fue creada. únicamente los generales recordaban cosas como aquéllas. Desde luego, los guardianes poseían grandes poderes, enormes poderes, pero si se permitía que los bichos crecieran demasiado, ni siquiera los grandes poderes de los guardianes bastarían para rechazarlos.
- ¿Qué sugieres tú? - preguntó Lor, de pronto, mirando al general que estaba a su izquierda.
- Eliminarlos - respondió inmediatamente el general -. Antes de que alcancen la importancia suficiente para retarnos, borrar su planeta de la faz del cielo. Una pequeña expedición puede encargarse del trabajo. Me ofrezco voluntario para conducirla.
- ¡No! - exclamó Ve,
Lor le miró y le ignoró. Se volvió al general que estaba a su derecha.
- Y tú, ¿qué sugieres? - preguntó.
El general sonrió.
- Sugiero que esperemos un poco.
- ¿Por qué? - preguntó Lor.
El general hizo un expresivo gesto con las manos.
- Si esperamos, se harán más fuertes. Destruirlos entonces será una prueba mucho mejor para nosotros. Desde luego, no sugiero que esperemos hasta que se hagan demasiado fuertes - se apresuró a añadir.
- ¿Sólo lo suficientemente fuertes para permitirnos unas maniobras militares en gran escala? - preguntó Lor.
- Algo por el estilo - respondió el general que estaba a su derecha -. Puedo organizar un equipo especial que elabore los planes para su destrucción en cuanto sean tan fuertes que su aniquilamiento no resulte un juego de niños.
- Hum - murmuró Lor.
En su rostro no se reflejaba la menor satisfacción. Miró a los dos generales con expresión pensativa, y luego se volvió hacia Ve.
- Me ha parecido comprender, por tu exclamación, que no apruebas la destrucción de esos bichos - dijo.
Los dos generales estaban mirando a Ve con fijeza. Le estaban viendo, no había duda. La expresión de sus rostros le dijo a Ve lo que le harían si se atrevía a oponerse a sus planes.
Tomó aliento.
- No, señor - dijo.
No miró a los generales. Miró únicamente a Lor.
- ¿Por qué? - preguntó Lor.
Era una pregunta que Ve no podía contestar. Pero trató de encontrar una respuesta. Pensó en los pequeños seres del Planeta Tres. Mientras atendía a sus obligaciones, había tenido ocasión de observarlos de cerca. Les había visto realizar cosas excelentes, cosas audaces. Les había visto enfrentarse con un planeta poblado de bestias enormes, de enmarañadas selvas, de estériles desiertos. Les habla visto enfrentarse con el hielo de los polos, con el oscuro horror de los grandes océanos. Les había visto hacer aquellas cosas sabiendo que las bestias podían matarles, que la selva podía estrangularles, que los polos podían helarles, que los desiertos podían achicharrarles. Les había visto enfrentarse con la muerte en mil formas distintas, sin temblar. Para Ve, había cierta grandeza en ellos, en su obstinación en seguir adelante, en su no darse nunca por vencidos.
Pero ése no era el motivo de que no deseara que fueran destruidos; no el único motivo, al menos. Y sabía que los generales no aceptarían ningún motivo. Ya que, indiscutiblemente, unos bichos poseedores de la energía atómica eran unos bichos peligrosos. Ve sacudió la cabeza.
- Ignoro el motivo, señor - dijo.
- Hay que destruirlos ahora - apremió el general que estaba a la izquierda de Lor.
- Es preferible esperar un poco y luego destruirlos - dijo el general de la derecha.
- No sé si podemos destruirlos - dijo Lor.
- ¿Eh? - exclamaron a dúo los sorprendidos generales -. Nosotros tenemos el poder.
- Hay implicado algo más que poder - dijo Lor.
Se volvió hacia Ve.
- Dime - inquirió -, ¿han descubierto la energía atómica por sí mismos? ¿Es un secreto que han arrancado a la naturaleza por su propia inteligencia, o han obtenido alguna ayuda para conseguirlo?
Ve no pudo comprender el alcance de aquellas preguntas. Los generales lo comprendieron, y miraron a Ve.
- Han obtenido ayuda para conseguirlo - dijeron los generales -. ¿No es cierto? Han obtenido ayuda.
- No - dijo Ve. Nadie les ha ayudado. Lo han descubierto por si mismos.
Lor miró a sus dos generales.
- Entonces, esto responde a vuestras preguntas. Si han hecho el descubrimiento por sí mismos, no podemos destruirles para protegernos. Existe una ley del universo que dice que una raza o una especie que consiga un adelanto por su propia inteligencia, por su propia fuerza, no será destruida sólo por el descubrimiento que ha hecho. De no ser así, la evolución en los mundos del espacio se interrumpiría.
Los generales escucharon aquellas palabras con el ceño fruncido.
- Seguramente, la ley no rige para los bichos - sugirió uno de ellos.
- La ley rige para todas las formas de vida - replicó Lor -. No olvidéis que hay guardianes que nos vigilan a nosotros, del mismo modo que nosotros vigilamos a los seres que están por debajo nuestro. Si quebrantamos su ley, nos condenaremos a nosotros mismos.
Lor sacudió la cabeza. Un gesto definitivo.
Ve contempló a su jefe, intrigado. Allí había alta política, que él ni siquiera había empezado a comprender. Sabía, desde luego, que existían poderes más elevados que los guardianes del universo, pero no se le había ocurrido que aquellos poderes más elevados pudieran estar interesados en los bichos. Al parecer, lo estaban. Al parecer, su protección se extendía sobre todas las formas de vida, incluso sobre los seres del Planeta Tres.
Ve se sintió mejor. La destrucción inmediata estaba descartada. Esto era seguro. Lor lo había dicho así.
- No podemos emprender ninguna acción contra ellos - continuó Lor -. La ley les protege. Pero la ley también prevé determinadas protecciones para nosotros, establece determinadas salvaguardias. Durante los siglos que han de transcurrir antes de que los bichos lleguen hasta nosotros, esas salvaguardias tendrán tiempo más que suficiente para actuar.
Sus dedos tamborilearon, impacientes, sobre el escritorio. El descubrimiento de la energía atómica le enfrentaba con un grave problema. Estaba prohibido destruir a los seres que hablan efectuado el descubrimiento, pero, si no les destruía, podía verse obligado eventualmente a luchar contra ellos.
Lor miró al general que estaba a su izquierda.
- Prepara el equipo de exploración de probabilidades para que empiece a funcionar inmediatamente - dijo -. Que lo enfoquen sobre ese planeta donde se desenvuelven los bichos. Aunque no los destruyamos ahora, antes de que hayan tenido una oportunidad para desarrollar el descubrimiento que han hecho, podemos enterarnos si tendremos que destruirlos o no en el futuro. La ley les concede tiempo para su desarrollo. Si no utilizan ese tiempo provechosamente, podríamos eliminarlos alegando incompetencia.
- Enterado, señor - respondió el general.
Mientras el general salía de la estancia, Lor se volvió hacia Ve.
- Examinaremos los diversos caminos que esa raza puede seguir en el futuro - explicó - Veremos si las salvaguardias funcionan. Como recompensa por tu diligencia en informarme acerca del descubrimiento de la energía atómica, puedes venir con nosotros y ver lo que el futuro reserva a los bichos del Planeta Tres.
Ve siguió a Lor al sector del cuartel general donde estaba instalada la máquina de probabilidades. Nunca había visto aquella máquina, pero conocía la teoría en que se basaba su funcionamiento. Dicho en pocas palabras, era una máquina que revelaba los futuros. No el futuro, sino los futuros, los distintos caminos que un planeta, una raza o un individuo podían seguir.
Cuando entraron en la amplia habitación donde se encontraba la máquina de los futuros, Ve se dio cuenta de la intensa agitación que reinaba a su alrededor. La máquina no era utilizada con frecuencia. Ahora que había sido ordenado su funcionamiento, los técnicos se afanaban en ponerla a punto. Numerosas baterías de calculadores estaban siendo encendidas y comprobadas. Un equipo de bibliotecarios estaba reuniendo la información necesaria acerca del Planeta Tres del Sistema Solar 31.941, información que tenía que ser suministrada a la enorme máquina antes de que pudiera calcular y exponer los diversos futuros que se abrían ante el planeta y ante la raza que lo habitaba.
- Estamos preparados, señor - informó un general -. Si quiere pasar a la sala de visionamiento...
Cuando estuvieron sentados en la sala de visionamiento, todas las luces se apagaron. La oscuridad era absoluta. Toda claridad, toda radiación de cualquier tipo, habían sido eliminadas de aquella sala, incluidos los rayos cósmicos.
- Hemos llegado ya a la conclusión de que el Planeta Tres del Sistema Solar 31.941 tiene tres posibles futuros - dijo la voz de un técnico en la oscuridad -. Pueden existir otros, pero hemos descubierto las tres potencialidades más importantes, los tres caminos que el planeta puede seguir en el futuro. A continuación va a ser explorado el camino número uno.
Se oyó un suave chasquido en la oscuridad, y un sonido sibilante que se apagó rápidamente. Ve sabía que la máquina de los futuros estaba emitiendo intensas corrientes de energía etérea, que se movían a una velocidad varias veces superior a la de la luz y que estaban concentradas sobre el Planeta Tres, explorándolo. Aquellos rayos de energía estaban pesando, midiendo todo el sistema solar, y enviando datos a la máquina.
En la parte delantera de la sala, la oscuridad se aclaró. Empezó a formarse un cuadro, el cuadro de un sol y nueve pequeños planetas subalternos, en miniatura. Tal como era proyectado por la máquina de los futuros, el sistema solar parecía un hermoso juguete capaz de entusiasmar a un chiquillo, pero Ve sabía que aquello era solamente un cuadro, y que la realidad era muy distinta. Había visto de cerca a aquel sol de juguete. Conocía la enorme radiación que desprendía. Aunque en la pantalla pareciera un juguete para niños, Ve sabía lo inmenso que era, allí, en las inexploradas profundidades del espacio.
- Camino número uno, formándose - anunció la voz del técnico.
El pequeño sistema solar empezó a moverse. El movimiento se hizo más rápido a medida que la máquina avanzaba en el Tiempo buscando una de las probabilidades del sistema.
Luego, el sistema solar desapareció y en la pantalla quedó un solo planeta, el Planeta Tres.
El Planeta Tres flotaba en el espacio, un hermoso globo de forma redondeada. Aumentando de tamaño en la pantalla, se hizo visible el azul oscuro de sus mares, el pardo de sus desiertos, el verde de sus fértiles valles y llanuras. Las blancas caperuzas polares resplandecieron bajo los rayos de aquel lejano sol.
Era un espectáculo maravilloso. Ve se removió en su asiento, emocionado por aquella belleza. Incluso Lor, que permanecía muy quieto, mirando con profunda atención, pareció impresionado por la belleza de la escena.
El Tiempo pasaba rápidamente sobre el planeta. Los años discurrían como segundos. Ve miraba atentamente, buscando alguna señal de actividad.
Sucedió en un abrir y cerrar de ojos.
Se produjo una cegadora explosión.
La pantalla se iluminó súbitamente en un infierno de resplandores blancos, mientras el Planeta Tres estallaba.
Una bomba brilló en el cielo.
Ve se olvidó de respirar.
La pantalla se oscureció.
Lor se removió en su asiento.
- Ese es un posible futuro - dijo, lentamente -. Después de descubrir la energía atómica, empiezan a experimentar con los elementos más ligeros. Provocan una reacción en cadena, probablemente a base del átomo de hidrógeno, que hace estallar todo el planeta.
Uno de los posibles futuros del Planeta Tres era la desintegración. El que llegara o no aquel futuro dependía de la forma en que utilizaran el nuevo poder que habían descubierto. Si lo utilizaban de un modo, se volarían a sí mismos y a su planeta antes de que pudieran darse cuenta de lo que sucedía.
- La posibilidad de que hagan volar su propio planeta es una de las salvaguardias que he mencionado - dijo Lor -. Si siguen ese camino, no tenemos nada que temer de ellos.
Pero, ¿seguirían aquel camino?
Ve no sabía el camino que seguirían, ni lo sabía ninguno de los guardianes, ni siquiera el propio Lor. Aquel camino era solamente un futuro potencial, algo que podía suceder. Pero había otros caminos.
Se oyó de nuevo el sonido sibilante, y de nuevo brillaron en la pantalla los nueve pequeños planetas y su sol, como juguetes capaces de entusiasmar a un chiquillo.
- Camino número dos - anunció la voz del técnico.
Ve miró atentamente.
El Planeta Tres aumentó de tamaño en la pantalla, tan hermoso como siempre. Se produjo un movimiento en el aire, encima del planeta. Ve aguzó la mirada para ver lo que estaba sucediendo.
- ¡Guerra! - susurró Lor.
Entonces, Ve vio lo que era aquel movimiento. Bandadas naves cruzaban el aire. En el cielo se estaban produciendo unas feroces luchas. Las naves se embestían y destruían mutuamente. Vio desaparecer ciudades enteras.
Vio el final de la guerra.
Una a una, las naves desaparecieron.
Las ciudades cesaron de desintegrarse.
Ve esperó ver lo que sucedería cuando la guerra hubiera terminado.
Esperó y esperó.
No sucedió nada.
- Acercad más el foco - ordenó Lor.
Los técnicos obedecieron. En la pantalla, el planeta aumentó todavía más de tamaño.
Ve vio lo que había sucedido.
El Planeta Tres estaba muerto. Las ruinas de las ciudades yacían bajo un cielo vacío. Las carreteras estaban desiertas. Los campos aparecían desnudos.
Los ríos discurrían, los mares brillaban al sol, los vientos soplaban, pero en el mundo no había ninguna vida visible. Ninguna forma de vida.
Ningún animal se movía, ninguna vegetación brotaba del suelo.
- Veo lo que ha sucedido - dijo Lor -. Han lanzado un gas radiactivo, tratando de matar a sus enemigos. El gas se ha esparcido a través de toda la atmósfera y ha matado a todas las cosas vivientes del planeta. Un importante producto de la desintegración atómica es la radiactividad...
Ve sabía lo mortíferas que eran las emanaciones radiactivas de la gente del Planeta Tres. Habían hecho una guerra, contaminando de radiactividad toda la atmósfera, destruyéndose a sí mismos.
- Si siguen el segundo camino, no tenemos nada que temer de ellos - dijo Lor -. Nuestra salvaguardia funciona.
El pequeño mundo giraba sin vida en el tranquilo cielo. Eventualmente, cuando hubieran transcurrido unos centenares de siglos, los gases radiactivos se desvanecerían y la vida brotaría de nuevo, para volver a iniciar el largo proceso evolutivo.
Pero aquello costaría millares de años.
- Existen otros caminos - dijo Ve en tono esperanzado.
Era evidente que confiaba en que los habitantes del Planeta Tres seguirían otro camino, escogerían otro futuro, y se salvarían a sí mismos de la destrucción.
- El técnico dijo que había por lo menos otro futuro potencial importante - dijo Ve.
En la oscuridad, se daba cuenta de que Lor le estaba mirando.
- Creo - dijo Lor -, creo que en lo íntimo de tu ser esperas que consigan dominar la energía atómica y eventualmente se lancen contra nosotros.
- No - se apresuró a responder Ve -. Nada de eso.
En lo más íntimo de su ser, le disgustaba ver a aquellos pequeños seres, aunque estuvieran clasificados como bichos, destruyéndose a sí mismos y destruyendo a su mundo. Y ahora sabía por qué no quería verles destruidos. ¡Le atraían a causa de su osadía!
¡Se atrevían a manejar el átomo! Sabiendo que podía destruirles, se atrevían a manejarlo y a investigar sus secretos. Era toda una hazaña. ¡Unos seres tan osados y tan valientes no debían desaparecer del universo!
- Camino número tres, formándose - anunció el técnico.
De nuevo danzaron en el cielo el sol y sus planetas.
Ve contuvo el aliento. Había otro camino que podían seguir en el futuro. ¿Escaparían a la destrucción si seguían este camino? Ve lo ignoraba, pero casi no se atrevía a mirar.
Otra vez la guerra ardió en el planeta, espantosa, terrible, una guerra total.
- ¿No aprenderán nunca? - inquirió Ve, pronunciando las palabras casi involuntariamente -. ¿No aprenderán nunca a evitar la guerra? ¿Será siempre una parte de su cultura? ¿No aprenderán nunca que la guerra y la energía atómica no pueden mezclarse?
A lo largo del camino tres se extendía la guerra.
El foco se acercó más y Ve contempló el comienzo de la destrucción. Vio derrumbarse las orgullosas ciudades, vio caer del cielo la lluvia mortífera, vio abrirse enormes agujeros en la martirizada corteza del planeta a medida que los proyectiles atómicos se hundían en busca de las ciudades que habían sido construidas bajo tierra. Esperó, preguntándose cómo se destruirían a sí mismos esta vez.
El átomo podía ser mal empleado de muchas formas. ¡Había tantas cosas que podían hacerse equivocadamente con él!
Lor había llamado a las cosas que podían hacerse equivocadamente con el átomo «salvaguardias», y desde el punto de vista de los guardianes, desde el punto de vista de la gran raza que vigilaba el espacio eran salvaguardias, pero desde el punto de vista de los pequeños seres que habitaban el Planeta Tres eran trampas que conducían a la muerte repentina, a la destrucción total.
Ve miró, sin atreverse a respirar.
La guerra terminó.
El planeta no estaba destruido.
No había ninguna ciudad en pie. La población había quedado reducida a una cuarta parte de lo que era antes de empezar la lucha, inapreciables recursos naturales habían desaparecido para siempre.
Pero la guerra habla terminado.
Y el Planeta Tres continuaba en el cielo, y continuaba estando habitado. Cierto, la mayoría de los bichos habían muerto, pero habían quedado bastantes vivos.
Ve se dio cuenta de que Lor estaba muy inquieto.
Se dio cuenta de que los generales tenían una expresión vigilante.
La salvaguardia de los guardianes había fallado. Los habitantes del Planeta Tres no habían hecho estallar su mundo, ni se habían destruido a sí mismos.
Manejando el átomo, habían aprendido a dominarlo.
Ese era el motivo de la inquietud de Lor.
El Tiempo corrió rápidamente sobre la pantalla, revelando el, futuro de aquella raza, revelando un posible futuro.
La raza empezó a edificar de nuevo.
No edificaban ciudades. Vivían en pequeños grupos, parecían controlar su número a fin de no sobrepasar sus posibilidades en el terreno de los alimentos. ¡Y seguían adelante, unidos!
No luchaban.
Construían.
Ve vio que empezaban a construir naves espaciales.
Vio la primera nave que despegaba del planeta.
Los técnicos, variando rápidamente el foco de la máquina de los futuros, siguieron el vuelo de aquella nave espacial.
Ve vio que la nave aterrizaba en la luna del planeta.
Supo, entonces, que el primer paso había sido dado.
Supo por qué Lor estaba ahora tan inquieto, por qué los generales permanecían tan vigilantes.
El camino número tres conducía a la conquista del espacio, conducía eventualmente a los lugares donde moraban los guardianes.
El discurrir del Tiempo reveló la construcción de pistas de aterrizaje en la luna, el establecimiento de un tráfico regular, los grandes aprovisionamientos de nuevas materias primas, minerales de todas clases, extraídos del satélite.
Aquella raza ya disponía de suministros adecuados.
Las naves espaciales empezaron a despegar de la luna. Empezaron a volar hacia los planetas. Volaban pacíficamente, a través de las inmensidades del espacio.
- Es suficiente - dijo Lor -. Detened la máquina.
La sala volvió a iluminarse. Ve y los generales siguieron a Lor cuando éste salió de aquel sector del cuartel general donde se albergaba la máquina de los futuros, para regresar a su despacho.
Lor se acercó a la ventana y miró al exterior.
Su ventana se abría al espacio, a la inmensidad de la nada que se extendía entre los mundos. Lor contempló aquel espacio, sin hablar.
La mente de Ve giraba alrededor de una idea central.
- ¿Qué camino seguirán, señor? - preguntó tímidamente. En la amplia estancia reinaba un profundo silencio.
- Lo ignoro - respondió Lor -. Tendrán que escogerlo por sí mismos.
El silencio se hizo más pesado.
- Pero, yo creo - continuó Lor al cabo de unos instantes -, creo que será mejor que nos preparemos para recibir visitantes algún día.
El corazón de Ve brincó al oír aquellas palabras.
- Entonces, ¿cree que seguirán el camino número tres? - inquirió.
- Opino que sí - respondió Lor.
Los generales parecieron repentinamente excitados.
- Así que deberemos preparar nuestras defensas - dijeron.
- No - replicó Lor.
Los generales se quedaron contemplándole, asombrados.
- No necesitamos ninguna defensa - continuó Lor -. El único camino que conduce hasta nosotros es, después de un inicial periodo de conflicto, un camino pacífico. Todos los otros caminos conducen a la destrucción. El único camino que conduce hasta nosotros es el camino de la paz. No necesitaremos ninguna defensa contra unos seres que llegarán en son de paz.
Los generales permanecieron silenciosos.
En su interior, Ve se sintió feliz. Aquellos pequeños seres que se atrevían a manejar el átomo no estaban desahuciados: había aún esperanza para ellos.
- Haremos preparativos para recibirles - dijo Lor -. Llegarán hasta nosotros, en son de paz, cuando se hayan dominado a sí mismos y hayan dominado todos los caminos del universo.
Habla algo profético en el tono majestuoso de su voz.
- ¿Quién sabe? - continuó -. Quizás en alguna época futura podrán ocupar nuestros lugares aquí, como guardianes de este sector del universo, en tanto que nosotros ascendemos a mayores glorias. Este, creo, es su destino.
Su voz se apagó. Ve permaneció silencioso. Los generales permanecieron silenciosos.
Muy lejos, a través de las vastas profundidades del espacio, los bichos del Planeta Tres trabajaban en su bomba atómica.
FIN
David Langford - TILB
Era como quedar atrapado en el medio de una luminosa superposición de imágenes filmadas. Las gafas quebraban la calle oscura, la partían y reordenaban a lo largo de líneas diagonales: un cartel fosforescente de Kerabs aparecía trastocado al tipo de letra que llamaban «Quebrada». Robbo había decidido que era más seguro dejarse las gafas puestas. Aun bajo la vacilante media luz eléctrica de antes del anochecer, uno nunca sabía lo que podía llegar a ver. Mala suerte si el molde se le caía de debajo del brazo y se desenrollaba ante sus ojos mientras él hacía garabatos en la acera.
Aquél sería un buen lugar, detrás de la parada del ómnibus 34 (un quebrado 34). Era su parte de la ciudad; todas las mañanas, las mujeres se congregaban aquí, vestidas con sus saris y gorjeando como brillantes canarios alienígenas. Buen lugar, allí junto a la vidriera clausurada con tablas, que estaba repleta de avisos de recitales sujetos con alfileres.
Robbo escrutó la calle buscando algún movimiento, se miró la mano para que el borroso spaghetti de dedos le infundiera confianza. Las suyas eran gafas genuinas del Ejército - el Grupo tiene amigos en sitios extraños -. Dicen que el ojo en algún momento logra ajustarse. Un día algo hace clic y uno empieza a ver los contornos de las cosas con claridad. Vaciló mientras desenrollaba el grueso plástico; después se tranquilizó y presionó el molde con la mano izquierda contra un cartel hecho jirones, mientras que en su mano derecha siseaba el tubo de aerosol.
El olor dulzón y penetrante de la pintura para automóvil hizo que todo le pareciera extrañamente distante de un acto de terrorismo.
Descubrió que había tenido un descuido, lo cual era fácil en la luz de ese falso crepúsculo y mirando por esas lentes: cuando volvió a enrollar al Loro vio que tenía pequeñas manchas en los dedos. Dentro de unas pocas horas, bajo la brillante luz matinal, las mujeres de piel parda jugarían al juego de los guiños... Dios, ¿cuánto tiempo había pasado desde que era niño y jugaba a lo mismo? Debían de ser unos cinco años. El que había sacado el naipe del asesino te miraba y guiñaba el ojo, y tú tenías que morir con muchos espasmos y sobreactuación. Para sobrevivir, necesitabas localizar al asesino antes que él te localizara a ti y lanzar la acusación... o por lo menos necesitabas saber a qué sitio no debías mirar.
Hacía frío. Hora de marcharse, de escoger otro lugar. Con o sin gafas, no se volvió para mirar la imagen del Loro. Tal vez éste podría guiñarle un ojo.
SECRETO BASILISCO
Distribución Reino Unido Lista B únicamente
...llamado así debido a que se considera que su silueta, al procesarse para poder ser observada sin causar lesiones, recuerda a la de dicha ave. En el Apéndice 3 de este informe, página A3-II, se muestra una imagen parcial procesada (anamórficamente elongada). LA MENCIONADA PAGINA NO DEBE MIRARSE A TRAVÉS DE NINGUNA FORMA DE LENTE CILÍNDRICA. SE RECOMIENDA ENFÁTICAMENTE EVITAR SU OBSERVACIÓN PROLONGADA. LÉASE LA PAGINA A3-I ANTES DE PROCEDER.
2-6. Este primer ejemplo de la Técnica de Imagen Lógica de Berryman (de aquí en más llamada con el acrónimo habitual, TILB) evolucionó a partir de los trabajos sobre IA con la supercomputadora de Cambridge IV, ahora discontinuados. V. Berryman y C.M. Turner elaboraron la hipótesis de que los programas de reconocimiento de patrones de alta complejidad podrían ser vulnerables al «impacto de ingreso Gdeliano», en forma de datos incompatibles con la representación interna. Berryman fue aún más lejos y sugirió que la existencia de semejante ingreso potencial era una necesidad lógica...
2-18. Para este nivel de información no se suministran detalles sobre los algoritmos de construcción TILB de Berryman/Turner. Los detalles sobre la eventual brecha en la seguridad de Cambridge IV tampoco están disponibles, ni se conocen en su totalidad. Los detalles sobre la cantidad de víctimas en Cambridge IV son, por el momento, de carácter confidencial (sub judice).
- De algún modo, el IRA se apoderó de él - le había dicho Mack -. Los profesionales. Hacemos algunas de nuestras compras en los mismos lugares, gelinita y esas cosas... Nos pasaron una copia.
El tubo de cartón que Robbo tenía en la mano de pronto le había parecido diez veces más pesado. Había esperado que fuera un mapa, un plan de acción del Grupo, tal vez el diagrama de algo feo que plantar en el templo Sikh de la calle Victoria.
- ¿Quieres decir que funciona?
- Mierda, sí. Lo probé... con un voluntario - Mack sonrió. Simplemente, sonrió y le guiñó un ojo -. Oye, esto es veneno. Usa las gafas cuando estés cerca. Si haces una estupidez y das un solo vistazo a algún trocito del Loro, debes hacer esto, es lo que me dijeron: enciérrate con una botella de vodka y tómatela toda. Eso te descontamina, te borra la memoria visual de corto plazo, algo así.
- Dios mío. ¿Y los profesionales? Si este cuento de hadas tiene asidero, ¿por qué no lo han...? - Robbo se diluyó en un vago gesto de su mano que no pudo evocar a una bomba neutrónica de papel.
La sonrisa de Mack se ensanchó hasta mostrar una embestida de dientes aserrados y parduzcos, igual que sucedía cuando hablaba de alguna acción importante del Grupo.
- Tal vez les desagradan las ideas nuevas... pero podría ser que estén reservándose para algo grande. ¿Alguna vez se te ocurrió tomar por asalto un canal de TV? ¿Sólo por una hora? No lo pienses, te hará mal.
...Varias pantallas de TV apagadas lo miraban desde otra vidriera, un almacén que también alquilaba videos hindúes. Ellos se la habían buscado. ¿Por qué no aprendían inglés los muy maricas? El Grupo les daría una lección: el molde del Loro ya estaba en posición; el aerosol ya salía de su bolsillo, la pistola más rápida del oeste.
En la escuela, Robbo jamás había ganado una pelea, siempre lo habían golpeado hasta hacerle saltar rastreras lágrimas: ahora había aprendido buenas, seguras y satisfactorias formas de devolver los golpes. Trabajar poniendo trampas cazabobos del Grupo Doble A era lo mejor de todo, una emoción constante y adictiva.
Por ahora, sería mejor que esta fuese la última, o penúltima. Veinte sería un buen número de explosiones, pero el cielo parecía estar aclarando detrás de la descolorida luz de sodio que lo opacaba.
Si iba por la calle Alma podría poner una en el «Marqués de Granby», donde todos decían que se juntaban los homosexuales locales. Esos bastardos, tomando posesión de un bonito bar antiguo, torcidos como sacacorchos sin sentir vergüenza de ello, contagiándote el SIDA con sólo mirarte. La pondría justo en el medio de su puerta barnizada, entonces, con chillona pintura roja y de treinta centímetros de altura...
La luz lo golpeó como un puño de acero. Las gafas la convertían en barras brillantes, dolorosas. Robbo giró media vuelta, tratando de escudarse los ojos con la cosa pesada y aleteante que tenía en la mano izquierda. La cosa pesada tenía un gran agujero irregular; a través de él vio la luz de una linterna y oyó una voz que, acercándose rápidamente, decía:
- ¿Podría decirme qué es lo que está usted...?
Mientras el rayo de luz lo inundaba y la voz quedaba rezagada, vio el contorno tembloroso de un casco policial a través de la silueta del Loro. Detrás de las melladas imágenes residuales apareció un rostro, un rostro asiático, como era de esperarse en esta zona de la ciudad. Los ojos estaban ciegamente fijos, la boca se movía. Robbo había leído viejos relatos de misterio donde un cuerpo sin marcas tenía una inexplicable expresión de conmoción y pánico. Un cadáver caliente cayó sobre él y su inercia los hizo caer a ambos a través de una ventana que se disolvió en tintineantes fragmentos.
Se suponía que no debía ocurrir esto. Se suponía que la bomba no debía explotar hasta que uno estuviera a diez kilómetros de distancia. En algún lado vio la silueta quebrada de un segundo casco.
SECRETO BASILISCO
...descubierta independientemente por al menos dos aficionados a los gráficos de computadora, ya fallecidos. La «Estrella Fractal» se genera por medio de un proceso iterativo relativamente simple que determina si cualquier punto de un espacio bidimensional (el campo complejo) pertenece o no pertenece a su dominio. Este algoritmo es ahora confidencial.
3-3. La Estrella Fractal no exhibe propiedades TILB en su macroestructura. Puede observarse su apariencia general: véase Apéndice 3, página A3-3III. Esta característica permitió que la Estrella se difundiera ampliamente a través de una popular revista de computación, habiéndose publicado una versión del algoritmo bajo el título «Diviértase con Gráficos». Lamentablemente, el texto adjunto sugería que los usuarios rescribieran el software para «enfocarlo» en ciertos aspectos de la microestructura fractal visualmente atrayente del dominio. En varias zonas del campo complejo, esto puede producir efectos TILB cuando el detalle fino resultante se visualiza en un monitor de computadora de más de 600 x 300 pixels de resolución.
3-4. Aproximadamente un 4% de los 115.000 lectores de la revista descubrió y visualizó patrones TILB latentes en la Estrella Fractal. En la mayoría de los casos, también fueron presenciados por otros miembros del grupo familiar y/o por personal de los servicios de emergencia al revisar a la víctima o víctimas. Es difícil determinar las cifras totales, pero como primera aproximación...
- Envuelve el sobre con cinta adhesiva, todo alrededor. Así es. Y escribe a ambos lados, con letras grandes y rojas: PELIGRO, NO ABRIR.
- Así que conoces esto.
- Ha salido en los boletines. Los del escuadrón especial recogieron cincuenta en aquel operativo de Belfast. El Departamento de Inteligencia de Leeds atrapó a otro... otro bastardo igual que este. Te digo, este trabajo ha sido una carnicería durante años, pero ahora es un puto desastre. Tres alguaciles y un sargento muertos por agarrar a esta mierdita roñosa que uno podría hacer volar por el aire con una escupida...
Robbo sentía dolor en varios lugares, pero se mantenía quieto y callado, con los ojos cerrados, desparramado en el duro banco donde lo habían dejado caer unas manos poco gentiles. Les había informado todos los sitios donde las había colocado, pero ellos siguieron lastimándolo. No era justo. Sintió la corriente de aire de una puerta al abrirse.
- Identificación fotográfica positiva, señor. Robert Charles Bitton, diecinueve, dos arrestos previos por perjuicio criminal, se sospecha que es miembro del Grupo Acción Albión. No hay mucho más en el informe.
- Supongo que tiene sentido. Asquerosos depravados... ¿te has topado con ellos, Jimmy? De lo que tenemos aquí, es lo que más se acerca al maldito Ku Klux Klan.
- Este saldrá de circulación por un largo tiempo.
- Jimmy, no has estado actualizándote en este asunto de la TILB, ¿verdad? Es lo mismo que esa puta pesadilla de los chicos y sus computadoras hogareñas. Dios sabe hasta cuándo podrán mantener tapado este asunto. Tarde o temprano nos alcanzará a todos... Mira, tenemos cuatro policías militares con causa de muerte desconocida, causa inmediata de muerte: insuficiencia cardíaca, ¿y todavía tengo que decírtelo con todas las letras?
- Aaahhh.
- La única evidencia está en ese maldito sobre, una clara prueba para el juicio, ¿eh? Recuerdo cuando atraparon a aquellos piratas del teléfono internacionales y de lo único que pudimos acusarlos fue de uso Ilegal de la electricidad, por un valor de sesenta peniques. En aquellos días no había una ley para piratas telefónicos. Y ahora no tenemos ley para piratas cerebrales.
- ¿O sea que nosotros limpiamos el estropicio que hizo este bastardo, le damos una bonita habitación para que pase la noche, y punto?
- Ah - El tono de voz implicaba que sucedería algo más: un gesto, un dedo colocado significativamente a lo largo de la nariz, un guiño -. La Patrulla Tres limpiará el estropicio; ellos tienen el equipo de protección ocular, si es que sirve para algo. Nosotros acompañamos al joven Maestro del Terrorismo Urbano hasta sus aposentos palaciegos, de la manera más amable, por supuesto. Y después, Jimmy, cuando entre el siguiente turno, haremos el velatorio de nuestros compañeros recientemente desaparecidos. No bromeo. Apareció en el último boletín. Realmente te encantará enterarte del por qué.
Robbo se puso rígido cuando las manos volvieron a aferrarlo. Las perspectivas sonaban casi promisorias.
SECRETO BASILISCO
...análisis informacional adopta un punto de vista matemático de algún modo purista, en donde se considera que las TILBs codifican «corruptores» Gdelianos, es decir, programas implícitos que el equipo mental humano no puede utilizar de modo seguro. En su monografía final, Berryman argumentó que, aunque los dispositivos meta-lógicos permiten la asimilación y el seguro reconocimiento de lazos auto-referenciales («Esta oración es falsa»), las analogías gráficas de «círculos viciosos» más sutiles podrían evadir la protección del análisis verbal, haciendo efecto directamente a través del córtex visual. Esto puede no ser coherente con los efectos observados en la TILB «Lector» tratados en el capítulo 7, poco usuales no solamente porque su incapacitación de la actividad cortical es temporaria - si bien se observaron algunas lesiones permanentes en voluntarios del Ejército - sino también porque sus efectos se verifican específicamente en personas de lengua inglesa o de lenguas que utilicen alfabetos iguales al del inglés. Además, puede que resulte lógicamente incoherente con las consideraciones que se desarrollan en el capítulo 12.
10-18. La contrahipótesis bioquímica post facto de Gott se consideró menos drástica. Esta propone que en el cerebro pueden formarse «memotoxinas» a partir de la actividad electroquímica asociada con el almacenaje de ciertos patrones de datos. Aunque atractiva, la hipótesis aún no ha sido...
12-4. La situación actual se asemeja a la de la «explosión» en la física de partículas. No solamente continúan emergiendo nuevas especies de TILB, sino también familias completas de derivados, como se resume en el Apéndice A2. Una controvertida interpretación también invoca la teoría de resonancia mórfica de Sheldrake: podría resultar más sencillo concluir que la emergencia del concepto TILB era inevitable, dado el nivel que había alcanzado la investigación sobre IA. La pérdida de vidas en las filas de los teóricos más prominentes, en especial las de aquellos con marcados poderes de visualización matemática, constituye un obstáculo fundamental para poder comprender...
La celda estaba azulejada de blanco hasta la altura de los hombros, pintada de un blanco satinado de allí hasta el techo. El tufo a desinfectante parecía lana de acero subiendo por la nariz, bajando por la garganta. Con la vaga idea de sacar el mayor provecho de las instalaciones, Robbo hizo uso del inodoro de porcelana blanca y se restregó las manos fútilmente en el lavabo (el agua fría no podría eliminar esas manchas de acrílico rojo) antes de acostarse a esperar.
No podrían hacerle nada, realmente. Tal vez multarlo bajo una tonta acusación de vandalismo, y tal vez hacerlo caer accidentalmente de la escalera algunas veces más antes de llegar a la corte de los magistrados... Ahora, la dura litera le provocaba dolor en toda clase de lugares hinchados y amoratados del cuerpo. Pero a la larga estaría bien.
Ellos lo sabían.
Ellos lo sabían pero no parecían molestos, ¿verdad?
Entonces tuvo una visión de ellos, de ellos sonriendo. «No vamos a presentar cargos» y «Por aquí, señor» y «Si es tan amable, recoja sus pertenencias...» Se abriría una puerta y ¿adivinen quién estaría esperando allí a que él lo viera?
Tonterías. No lo harían. Pero supongámoslo.
Pasó el tiempo. Era fácil imaginar el desenlace. Lo había visto tantas veces, a través de las lentes quebradas: el alargado contorno de un pájaro, recortado en un ángulo y vuelto a ensamblar irregularmente: salame de loro. La silueta contra paredes, ventanas y carteles; el cuerpo sólido de un rojo centelleante cuyo color se diluía hasta transformarse en un resplandor anaranjado sodio; otra vez la silueta cuando sus ojos se encontraron con los ojos rotos del hombre muerto.
La figura parecía estar suspendida allí, detrás de sus párpados cerrados. Los abrió y fijó la mirada en el lejano cielorraso, que estaba salpicado de innombrables manchas y manchones gracias a los esfuerzos de pasados ocupantes. Si uno unía los puntos con la imaginación comenzaban a construirse imágenes, igual que figuras zodiacales poco convincentes. Pasado un tiempo, una imagen en especial amenazó con quedar claramente en foco...
Se clavó los dientes en el labio; se refugió en el breve paréntesis de dolor.
Lo tenía dentro. Ellos lo sabían. Aunque con protección, había mirado al abismo demasiado tiempo, desde demasiados ángulos. Estaba infectado. Robbo se sorprendió azotando la pesada puerta metálica, ensangrentándose las manos. Era inútil, porque así como no había un crimen evidente que él pudiera haber cometido, tampoco había una buena razón médica para que la antipática policía le ofreciera una masiva dosis de alcohol que le obnubilara la memoria.
Otra vez tirado en la litera, recorrió su vida. El Loro lo acechó hasta las grises horas de la mañana, alisándose las plumas fractales, entremezclándose lentamente con la claridad, como si fuese el final de una luminosa superposición de imágenes filmadas, hasta que por fin su mente tuvo que acusar recibo de una forma, una forma, un guiño.
FIN
Gary Jennings - TARDE O TEMPRANO O NUNCA JAMÁS
La tribu de los anula, al nordeste de Australia, asocia el pájaro-dólar con la lluvia, hasta llegar a llamarlo el pájaro de la lluvia. El hombre que tiene ese pájaro como su tótem puede hacer llover en una charca determinada. Toma una serpiente, la introduce viva en la charca y, tras tenerla sumergida en el agua cierto tiempo, la saca, la mata y la deposita junto al lecho del río que quiere llenar de agua. Luego fabrica un haz en forma de arco con tallos de hierba en imitación del arcoiris y lo coloca sobre la serpiente. Después, lo único que hace es cantar sobre la serpiente y el arcoiris de hierbas; tarde o temprano, la lluvia caerá.
SIR JAMES FRAZER
La rama dorada
Reverendísimo Orville Dismey
Deán de Vocaciones Misioneras
Colegio Protestante Southern Primitive
Grobian, Virginia
Reverendísimo señor:
Ha pasado muchísimo tiempo desde que nos despedimos, pero la cita de Frazer quizá le ayude a recordarme: Soy Crispin Mobey, su antiguo alumno en el querido y añorado SoPrim. Como sea que se me ha ocurrido que quizás haya oído usted sólo un relato superficial sobre mis actividades en Australia, le envío la presente para que así tenga un informe completo.
Por ejemplo, debo en primer lugar refutar cualquier información que haya podido llegar a su conocimiento procedente del Sínodo del Pacífico de los Protestantes Primitivos sobre que la misión que he desarrollado entre la tribu de los anulas no haya tenido ningún éxito digno de mención. Si en algo he ayudado a que los anulas se alejen de los sortilegios paganos - y este es un hecho cierto -, creo que habré contribuido sin duda a acercarlos mucho más a la palabra de Dios, y que mi misión habrá valido lo que costó.
Asimismo, para mí ha representado la realización de un sueño acariciado toda mi vida. Ya de niño, en Dreer, Virginia, me veía como un futuro misionero que recorrería los rincones más atrasados y faltos de luz de este mundo, y toda mi vida me comporté de modo que pudiera llegar a realizar plenamente la visión que llevaba en mi interior. Entre los jóvenes más incultos y rudos de Dreer a menudo se me llamaba, con una especie de respetuosa actitud, «ese Cristo Mobey». Yo, con toda la humildad del mundo, deploraba el hecho de que me pusieran en tal pedestal.
Pero cuando entré en los sagrados muros del Colegio Southern Primitive mis, hasta aquel momento, vagas aspiraciones encontraron su verdadera dirección. Fue durante el último curso en mi querido y añorado SoPrim cuando descubrí el compendio antropológico en doce volúmenes «La rama dorada», escrito por Sir James Frazer, en el que se hallaba un relato sobre la pobre y abandonada tribu de los anula. Hice unas investigaciones y descubrí para alegría mía que la mencionada tribu existía todavía en Australia, y que estaba aún tan desgraciadamente necesitada de la Salvación como lo había estado en la época en que Frazer escribiera sobre ella, y que tampoco había acudido nunca ninguna misión de los Protestantes Primitivos a redimir a aquellas pobres almas. Era incuestionable, me dije a mí mismo, que la necesidad, la oportunidad y el hombre se conjugaban milagrosamente. Entonces empecé a presionar para conseguir que el Consejo Misional me concediera el permiso para el adoctrinamiento de los olvidados anulas.
No fue asunto fácil. Los regidores se quejaron de que estaba a punto de sufrir un fracaso catastrófico en asignaturas básicas de la carrera eclesiástica tales como Gerencia de Ofertorios, Histriónica o Canto Nasal. Pero usted, deán Dismey, vino en mi ayuda. Recuerdo todavía la discusión que tuvo usted por mí: «Efectivamente, las notas académicas de Mobey tienden a la C, pero tengamos la bondad de ponerle una C de celo, mas que de cero, y otorguémosle su petición. Sería un crimen, caballeros, que no enviáramos a Crispin Mobey al Outback australiano».
Creo que el presente informe sobre mi misión demostrará que la fe que depositó usted en mí, deán Dismey, no estaba fuera de lugar. Diré, modestamente, que durante mis viajes por la gran isla fui descrito en multitud de ocasiones como «el verdadero retrato de un misionero».
Hubiera de buena voluntad aceptado trabajar para costearme el pasaje a Australia e internarme en el Outback con mis propios recursos, e incluso vivir en el mismo estado primitivo que mi grey mientras les enseñaba la palabra de Dios. En lugar de ello, quedé muy sorprendido al encontrar una generosa aportación que la Fundación Mundial de Misiones ponía a mi disposición; era, de hecho, demasiado generosa, pues todo lo que pretendía llevar conmigo eran algunos abalorios y cuentas.
- ¡Lentejuelas! - exclamó el tesorero de buró de Misiones cuando presenté la solicitud -. ¿Pretende usted gastarse toda la ayuda económica en cuentas de cristal?
Intenté explicarle lo que había aprendido por mis lecturas. Los aborígenes australianos, si lo había entendido bien, son la gente más primitiva de la tierra. Son un resto viviente de la Edad de Piedra y no han llegado en la escala evolutiva ni a desarrollar el arco y las flechas.
- Mi querido muchacho - dijo amablemente el tesorero -, las cuentas y abalorios son de la época de Stanley y Livingstone. Le iría mucho mejor llevarse un carro de golf eléctrico para el jefe y pantallas de lámpara para sus esposas... Las usan como sombreros ¿sabe?
- Los anulas no han oído hablar del golf, ni llevan sombreros. En realidad, no llevan nada en absoluto.
- Todos los mejores misioneros - dijo con tono bastante frío el tesorero - están locos por las pantallas...
- Los anulas son prácticamente cavernícolas - insistí yo - No tienen cucharas, ni lenguaje escrito. Tienen que ser educados partiendo de poco más que un mono. Quiero llevarme las lentejuelas para captar su interés, para mostrarles que soy amigo suyo.
- El rape siempre es bien recibido - intentó mi interlocutor como último recurso.
- Lentejuelas - repuse con firmeza.
Como podría usted deducir de las facturas, mi asignación cubrió una tremenda cantidad de abalorios multicolores de cristal. En realidad debería haber esperado a comprarlas en Australia y evitarme así la excesiva factura por el trasporte, pues llenaron un contenedor entero del barco con el que partí de Norfolk aquel día de junio.
Al llegar a Sydney, trasladé la carga a un almacén de la zona portuaria de Woolloomoolloo y me presenté de inmediato al obispo de zona de nuestra Iglesia, monseñor Shagnasty (quien gusta llamarse a sí mismo con todo el título de su autoridad, cosa comprensible si tenemos en cuenta que durante la guerra fue capellán de la Marina). Encontré a aquel augusto caballero, tras una serie de preguntas y averiguaciones, en el local social de la Unión de Angloparlantes.
- Esto es una fortaleza, un refugio entre estos australes - me dijo -. ¿Me acompañará a tomar uno de estos deliciosos brebajes?
Decliné la invitación y empecé a explicarle el propósito de mi visita.
- ¿Así que va a ver a los anulas, eh? ¿A los territorios del Norte? - dijo al tiempo que asentía juiciosamente -. Una magnífica elección. Es un territorio virgen. Encontrará buena pesca.
Una magnífica metáfora.
- A eso es a lo que vine, señor - dije con todo entusiasmo.
- Sí - musitó él -. Allí perdí un cochero real en el río Roper, hará unos tres años.
- ¡Dios se apiade de mí! - exclamé yo, horrorizado -. No sabía que esos pobres paganos fueran hostiles. Si incluso uno de los propios cocheros de la reina...
- ¡No, no, no! ¡Hablaba de un anzuelo para truchas! - exclamó. Se quedó mirándome y prosiguió -: Empiezo a comprender por qué le han enviado al Outback. Supongo que deseará partir inmediatamente hacia el Norte, ¿no?
- Antes de partir desearía aprender el lenguaje de los nativos - repuse -. Los de la academia Berlitz de Richmond me contaron que podía estudiar la lengua anula en su delegación aquí, en Sydney.
El día siguiente, cuando localicé la escuela Berlitz, descubrí para mi desgracia que antes tendría que aprender alemán. El único maestro de lengua anula era un sacerdote melancólico y ensotanado que pertenecía a una orden de católicos alemanes. El hombre había sido misionero también durante una parte de su vida y no hablaba inglés casi en absoluto.
Durante tres meses me dediqué sin descanso y con gran energía a aprender un poco de alemán (mientras se amontonaban las facturas por el almacenamiento de las lentejuelas) antes de empezar a aprender del ex sacerdote el lenguaje anula. Herr Krapp, así se llamaba el sacerdote. Como puede usted imaginarse, deán, yo me mantenía en guardia contra cualquier sutil propaganda papista que pudiera intentar colarme durante las lecciones, pero lo único que encontré extraño fue que todas las palabras y frases anulas que parecía saber Herr Krapp consistían principalmente en frases y palabras cariñosas. Con frecuencia le oía murmurar casi descorazonado, y en su propio idioma, «Ach, das liebenwerte schwarze Madchen», tras lo cual siempre se relamía los labios.
A finales de setiembre Herr Krapp me había enseñado todo lo que sabía, y ya no hubo excusa para retrasar más mi salida hacia el Outback. Alquilé un par de conductores y dos camiones que me llevaron a mí y a mis lentejuelas. Además disponía de una pequeña tienda de campaña muy anticuada y propia de los misioneros, y todo mi equipaje consistía en un Nuevo Testamento, las gafas, el diccionario inglés-alemán, la edición en un volumen de «La rama dorada» y un libro de texto sobre el lenguaje nativo, «Die Gliederung der australischen Sprachen», de W. Schmidt.
Luego acudí a despedirme del obispo Shagnasty. Le encontré otra vez, o todavía, en la Unión de Angloparlantes, acodado en la barra.
- ¿De regreso del campo, verdad? - me saludó -. Tómese un stingaree. ¿Que tal esos negritos?
Intenté explicarle que todavía no me había marchado, pero me interrumpió para presentarme a un caballero de aspecto militar que estaba junto a él.
- El mayor Mashworm es el Encargado de Protección de los Aborígenes. Seguro que le interesará mucho escuchar lo que usted haya visto entre esos negritos, pues me parece que éste es el lugar más cercano al Outback que ha pisado el mayor en su vida.
Estreché la mano del mayor y le expliqué que todavía no había visto a sus queridos negritos, pero que esperaba hacerlo en un breve plazo.
- ¡Vaya, otro yanqui! - dijo tan pronto como me oyó hablar.
- ¡Señor! - dije yo, enojado -. ¡Yo soy sureño!
- ¡Claro, claro! - repuso, como si no tuviera ninguna importancia -. ¿Se ha circuncidado usted?
- ¡Señor mío! - rugí -. ¡Soy cristiano!
- Por supuesto. En fin, si quiere llegar a alguna parte con las tribus aborígenes, tiene que circuncidarse o no le aceptarán como individuo adulto. El brujo curandero aborigen le someterá a la operación, si es necesario, pero me imagino que preferirá que se la hagan en un hospital. La ceremonia nativa también consiste en sacarle a golpes uno o dos dientes incisivos, y luego abandonar el poblado y vivir sin acercarse a nadie hasta que haya sanado.
Si hubiera sabido esto de los anulas desde el principio, mi celo podría haber sido menor, pero habiendo llegado hasta allí, no vi nada que me impidiera someterme a la operación. A pesar de todo, debió advertírseme la situación mucho antes, y así hubiera estado listo en el momento en que terminara el estudio del idioma. En aquel momento ya no podía retrasar por más tiempo la partida hacia el Norte. Así pues, fui operado aquella misma noche en Sydney Mercy por un incrédulo doctor y dos enfermeras que no podían disimular su jolgorio, e inmediatamente después salí con mi pequeña caravana a la carretera.
El viaje fue una auténtica agonía, una maratón de dificultades. Durante la convalecencia era obligado a llevar un molesto artilugio, mezcla de entabillado y braguero, que era imposible de esconder ni siquiera bajo un mackintosh varios números mayor que mi talla. No quiero relatar las numerosas humillaciones que me asediaron en los puntos finales de etapa de nuestro camino. Sin embargo, usted se hará una pequeña idea, reverendísima, si se imagina en mi tiernísima situación, montado en un camión reliquia de la guerra mal conservado por una carretera prácticamente inexistente, en viaje de Richmond al Gran Cañón.
Todo el vasto interior de Australia se conoce generalmente por el Despoblado, el Outback. Sin embargo, el territorio del Note adonde me dirigía está aún más allá del Outback, y se conoce entre los australianos como la Tierra de Nunca Jamás. Es un territorio del tamaño de Alaska, pero tiene tanta gente exactamente como mi pueblo natal de Dreer, Virginia. Los territorios de la tribu anula se hallan en el extremo norte de esa Tierra de Nunca Jamás, en la meseta de Barkley, entre la zona de arbustos y las marismas tropicales del golfo de Carpentaria, a casi cuatro mil terribles kilómetros de mi punto de partida en Sydney.
La ciudad de Cloncurry (1995 habitantes) fue nuestro último vistazo auténtico a la humanidad. Para ilustrar mis palabras, le diré que la siguiente población que tocamos, Dobbyn, tenía un número de habitantes de unos cero, y el último lugar que tiene nombre en aquellas tierras salvajes de Nunca Jamás, Brunette Downs, tenía una población de menos algo.
Allí fue donde me dejaron mis conductores, tal como habíamos acordado al salir. Era el último punto donde podían tener alguna posibilidad de que alguien les recogiera y les devolviese a la civilización. Me indicaron la dirección que debía tomar a partir de allí y reanudé mi peregrinación a lo desconocido llevando yo mismo uno de los camiones y dejando el otro en Brunette Downs para cuando hubiera necesidad.
Los conductores me dijeron que finalmente me encontraría con una estación experimental dedicada a la agricultura donde los funcionarios me darían indicaciones sobre el lugar en que habían sido vistos por última vez los nómadas anulas. Sin embargo, cuando llegué allí una tarde a última hora encontré un lugar desierto, salvo unos cuantos lánguidos canguros y una arrugada y patilluda rata del desierto que salió corriendo con un extraño grito de bienvenida.
- ¡Jooo...! ¿Y pues? ¿Y pues? Dios, es increíble encontrarse a un maldito tipo nuevo husmeando por aquí, maldito Dios.
(No vaya usted a horrorizarse por esta última expresión, deán. Al principio, enrojecí ante las aparentes blasfemias y obscenidades que acostumbran a emplear los australianos empezando por Mashworm y siguiendo por todos los demás. Después me di cuenta de que utilizaban aquellas locuciones de un modo tan espontáneo e inocente como la puntuación. Al ser así esta forma coloquial de diálogo, nunca he llegado a distinguir con claridad cuándo debo enrojecer ante una palabrota, cuándo es deliberada o no, pues no sé cuáles son las realmente ofensivas. Por ello, antes que tratar de censurar o cambiar por eufemismos cada frase que murmuraba aquel hombre, me limitaré a relatar las conversaciones al pie de la letra y sin más comentarios.)
- ¡Bueno, apalanca un poco tu culo, tipo! Tengo la manduca en el fuego. Nos partiremos una torta y nos montaremos una buena juerga, ¿qué dices?
- ¿Cómo está usted? - intenté intervenir.
- ¡Oh, vaya! ¡Un yanqui! - exclamó, sorprendido.
- ¡Señor! - dije en tono digno -. ¡Sepa usted que soy virginiano!
- ¿En serio? Pues si estás buscando perder la virtud estás en un lugar condenadamente jodido. No hay un solo chochito a quinientos kilómetros a la redonda, como no sea que quieras ir de juerga con una cabra.
Todo aquello no tenía para mí ningún sentido, así que cambié de tema y me presenté.
- ¡Mierda! Otro fastidioso Hermano. Tendría que haberío adivinado cuando me anunció que era virgen. Ahora tendré que cuidarme la jodida lengua.
Si realmente «cuidó» su modo de hablar, no noté que lo hiciera de un modo apreciable. Me repitió varias veces una propuesta que sonó a obscena antes de que comprendiera que se trataba de una invitación a tomar un taza de te («enrollarse con Betty Lee») con él. Mientras tomábamos el te, preparado sobre un fuego de ramas, me contó cosas de él. Al menos supongo que era eso de lo que hablaba, aunque todo lo que saqué en claro fue que se llamaba McCubby.
- He estado haciendo una excursión por el campo buscando wolframio, pero mi rumiante se jodió las patas y me encontré en una buena colgada. Por eso apalanqué mi paquete aquí en la estación experimental y esperé una matrícula, un colono, quien fuera, aunque fuera un maldito cazador de dingos. Pero no funcionó, y estaba ya seco como un hueso cuando asomaste el morro.
- ¿Y qué está haciendo aquí?
- Ya dije, estaba buscando el wolframio.
- Vaya, tienen ustedes tantos animales extraños aquí en Australia - dije en son de disculpa -. Nunca había oído hablar de éste.
Con un aire de sospecha en la mirada me aclaró:
- El wolframio es el mineral del tungsteno.
- Hablando de la fauna australiana - respondí -, ¿podría decirme qué es un pájaro-dólar?
(El pájaro-dólar, recordará usted, señor, es el agente totémico que mencionara Frazer en su relato de la ceremonia de la lluvia. Había llegado hasta allí sin lograr descubrir qué era un pájaro-dólar.)
- No es ningún fauno - dijo McCubby -. Y puede alegrarse de que así sea. Fue un pájaro-dólar el que se echó un tifa en su guardacocos.
- ¿Qué?
- Sigo olvidándome de que es un recién llegado - suspiró -. El guardacocos es el sombrero. Un pájaro-dólar ha pasado sobre usted y ha dejado caer algo...
Me quité el sombrero y lo limpié con un patojo de hierba seca.
- El pájaro-dólar - prosiguió en tono pedante McCubby - es llamado así por la mancha circular de color plateado que tienen sus alas extendidas.
- Gracias - dije yo, para a continuación empezar a contarle cómo aquel pájaro había inspirado mi misión entre los aborígenes...
- ¡Los aborígenes! - gritó McCubby -. Y yo que había creído que iba a predicarles a los estúpidos roncadores de Darwin. Presumo que todo el resto de la humanidad se ha hecho ya cristiana para que Dios se ponga a rascar el tonel y quiera convertir a esos negros también.
- Lamentablemente, no es así - dije -. pero los aborígenes tienen tanto derecho como los demás a aprender la Divina Palabra. A aprender que sus dioses paganos son ilusorios demonios que les tientan y les llevan al fuego del infierno.
- Mire, reverendo, esos tipos esperan llegar al infierno - dijo McCubby -, que no puede ser sino una mejora sobre el Nunca Jamás. ¿Es que no tienen todavía suficiente desgracia sin que usted se les acerque para castigarlos con el rollo de la religión?
- La religión es la savia - dije yo, citando a William Penn - que penetra en el árbol de la vida hasta las ramas más lejanas.
- Parece que les esté trayendo usted a los binguis toda una catedral - dijo McCubby -. ¿Qué clase de mejunjes les lleva en el carro?
- Lentejuelas - dije yo -. Nada más que lentejuelas.
- Lentejuelas, ¿eh? - repuso, dirigiendo una mirada al enorme camión -. Debe de ser un gran amante de los cuescos sonoros.
Antes de que pudiera corregir su equívoco, se subió a la parte de atrás del vehículo y empezó a abrir puertas. El remolque estaba repleto de las baratijas hasta el techo, sin envoltorio alguno. Por supuesto, se encontró inmediatamente atrapado por la avalancha que se le vino encima, al tiempo que varios miles de cuentas inundaban una buena zona de la llanura en que estábamos; muchas de ellas se esparcieron brillantes hasta formar como una nube cada vez más sutil alrededor de la masa principal. Un rato después, apartado el montón formado bajo el vehículo, apareció entre blasfemias la cabeza peluda de McCubby.
- Mire lo que ha hecho - dije, con una exasperación bien justificada.
- Por todos los diablos - repuso él -. Es la primera vez que las lentejas casi me ahogan.
Recogió una de las cuentas, la probó con los dientes y dijo:
- Le harían daño hasta a un casuario, reverendo.
Luego la observó más detenidamente y se me quedó mirando desde el otro lado del montón, al tiempo que se sacaba de todos los pliegues y bolsillos los cristales que le quedaban.
- Mire, hijo - prosiguió -, alguien se la ha dado a usted con queso. Lo que tiene ahí no son lentejas, sino pedazos de cristal.
Me temo que le contesté con un ladrido.
- ¡Ya lo sé! ¡Son para los nativos!
Me miró, demudado. Se volvió, todavía sin expresión en el rostro, y miró poco a poco la brillante extensión que parecía llegar hasta el horizonte por todas direcciones.
- ¿Y de qué religión dice que es? - preguntó con cautela.
Le ignoré.
- Bueno - suspiró -. No tiene sentido que nos pongamos a recogerlas antes del amanecer. ¿Le importa si acampo aquí hasta mañana?
Durante la noche me despertó en varias ocasiones un ruido horrible y crujiente en la zona extrema del mar de cristal donde nos hallábamos, pero, al ver que McCubby no se inmutaba, intenté que tal sonido no me perturbara.
Nos levantamos con el sol, y toda la parte del mundo en que nos hallábamos brillaba «como la puñetera tierra de Hoz», según McCubby. Tras el desayuno me dediqué a la labor, digna de Hércules, de recoger toda la mercancía con una pala oxidada que hallé en una caseta derruída de la estación. McCubby me abandonó un rato para deslizarse por encima de las lentejuelas hasta donde ya casi no había. Cuando volvió, sonreía de felicidad con toda una brazada de jirones de piel sanguinolentos.
- Son pieles de dingo - rió con gran satisfacción -. Valen cada una un pavo de prima. Reverendo, igual ha cambiado el curso de todo este maldito continente. Por ahí está repleto de cadáveres de dingos, conejos y ratas de arena que han estado intentando digerir sus baratijas. ¡Bien, mierda!
Se sentía tan contento ante el repentino golpe de su suerte que aún volvió a por otra carga y luego me ayudó a recoger las que quedaban. Para cuando tuvimos cargado el camión era ya casi de noche otra vez, y solo habíamos logrado recoger la mitad de lo que había caído. El terreno que rodeaba la estación experimental parecía todavía Disneylandia.
- Bueno - dije en tono filosófico -. Menos mal que todavía tengo otro camión bien cargado en Brunette Downs.
McCubby pegó un salto, se me quedó mirando y se fue murmurando para el cuello de su camisa.
La mañana siguiente me enteré de los últimos detalles que me interesaban para la piadosa misión que me había impuesto. McCubby me contó que se había encontrado con la tribu anula en el viaje que le llevara a la estación. Estaban acampados en un pequeño grupo de acacias, dijo, y se dedicaban a escarbar en busca de bulbos y raíces, la única comida que podían encontrar en la estación seca.
Y allí les encontré, precisamente al anochecer. La tribu entera no tendría más de setenta y cinco almas, cada una de ella más inquietante que la anterior. Si no hubiera sabido de la desoladora necesidad que tenían de mí, me hubiera echado atrás. Los hombres eran tipos de hombros cuadrados y anchos, de color negro cobrizo, con unas barbas aun más negras y una cabellera que peinaban alrededor de sus frentes huidizas, con ojos taciturnos y una nariz chata con el hueso agujereado. Las mujeres tenían más cabello y no llevaban barba. Sus pechos colgaban fláccidos y vacíos de los cuerpos como si fueran un par de medallas allí colgadas. Los hombres llevaban solamente una especie de correajes en la cintura, de los que colgaban los boomerangs, los palos de música, los plumas de honor y cosas parecidas. Las mujeres llevaban nagas, una especie de falditas de cortezas vegetales. Los niños iban con baberos.
Alzaron la cabeza con semblantes sombríos cuando paré el camión. No tenía constancia alguna de ser bienvenido ni tampoco hallaba gesto alguno de hostilidad. Me subí al capó del camión y grité en su lengua:
- ¡Hijos míos, venid a mí! ¡Os traigo una buena nueva que os llenará de alegría!
Algunos de los niños se acercaron un poco más y se me quedaron mirando extasiados. Las mujeres volvieron a su búsqueda de raíces entre las acacias con sus varas de ñame. Los hombres continuaron simplemente sin hacer nada. Pensé que todos eran muy tímidos y que nadie quería ser el primero.
En vista de ello, di unas zancadas hacia el centro del grupo y tomé del brazo a un adulto arrugado y dotado de una barba blanca y larga. Le empujé hacia la cabina del camión, abrí la trampilla que daba acceso al remolque y forcé al viejo a que metiera la mano en el interior, a lo que se resistía. Por fin la sacó con un puñado de polvo y una lentejuela verde, a la vista de la cual parpadeó con perplejidad.
Como esperaba, la curiosidad hizo que se acercara el resto de la tribu.
- ¡Hay muchas para todo el mundo, hijos míos! - les grité en su idioma.
Tiré de ellos, les empujé, y uno a uno les fui obligando a subir a la cabina. Con gran obediencia fueron alargando el brazo por la trampilla, tomaron un cristal cada uno y regresaron a sus ocupaciones como si afortunadamente la ceremonia hubiera concluido.
- ¿Qué sucede? - le pregunté a una joven vergonzosa, la última del desfile y la única que había tomado dos cristales -. ¿Es que estas preciosas maravillas no gustan a nadie?
La chica bajó la cabeza como si se sintiera culpable, dejó una de las lentejuelas y escurrió el bulto.
Yo me sentí pasmado ante aquella falta de entusiasmo. En aquellos momentos, los anulas tenían una pieza cada uno, y yo alrededor de seiscientos mil millones.
Empecé a sospechar que algo andaba mal, lo que pude comprobar al colocarme entre ellos y escuchar su conversación, furtiva y secreta. No entendía una sola palabra. «horror», pensé. Si no podíamos comunicarnos no habría esperanza de que llegaran a aceptar los cristales... ni mi presencia... ni la del Evangelio. ¿Acaso me había topado con otra tribu, o es que deliberadamente hacían ver que no me comprendían y hablaban entre ellos en argot para que no supiera lo que decían?
Había una manera de descubrirlo, y la puse en práctica sin más. Di la vuelta con el camión y regresé atropelladamente hacia la estación, con la esperanza de que McCubby no se hubiera marchado aún.
En efecto, allí estaba. Los perros salvajes seguían suicidándose en masa por el sistema de comerse los cristales, y McCubby no proyectaba marcharse hasta que se agotara aquel magnífico negocio. Cuando llegué a la estación se levantaba el sol, y le encontré ocupado en la recogida de los cadáveres de aquella noche. Salté del camión y le expliqué el problema en que me encontraba.
- Ni yo les entiendo a ellos, ni ellos a mí. Antes se ufanó usted de que conocía la mayor parte de lenguas aborígenes. ¿Qué hago mal, dígame? - Le solté una frase en anula y luego le pregunté con gran ansiedad -: ¿Lo ha entendido usted?
- Cojonudamente - respondió -. Me acaba de ofrecer treinta pfennings para que meta mi negro culo en la cama con usted. Sucio bastardo - añadió.
Yo le rogué, un tanto desconcertado:
- No tiene importancia lo que dijera. ¿Qué es lo que falla? ¿Es mala mi pronunciación?
- No, no. Chamulla usted un pitjantjatjara perfecto.
- ¿Qué?
- Que es un idioma considerablemente diferente del anula. Los anula tienen nueve clases distintos de nombres. El singular, el dual, el trial y el plural se expresan mediante prefijos que se colocan a los pronombres. Los verbos transitivos incluyen los pronombres con la función de complemento directo. Los verbos tienen gran cantidad de tiempos y modos y también poseen una conjugación negativa diferente de las demás.
- ¿Qué?
- En cambio, en la lengua pitjantjatjara, los sufijos que indican el pronombre personal se colocan al final de la primera palabra de la frase, y no simplemente tras la raíz verbal.
- ¿Qué?
- No quiero reírme de sus logros lingüísticos, compañero, pero el pitjantjatjara, aunque tenga cuatro declinaciones y cuatro conjugaciones, está considerado el menos complicado de todos los malditos dialectos australoides.
Me había quedado sin habla.
- ¿Cuántos son treinta pfennings en peniques y chelines? - me preguntó finalmente McCubby.
- Quizá sea mejor - murmuré pensativo - que dirija mis esfuerzos evangelizadores a la tribu pitjantjatjára, visto que conozco su lengua.
McCubby se encogió de hombros.
- Esos tipos viven en el quinto coño, al otro lado del Gran Desierto de Arena, y no son pacíficos recolectores de raíces como estos anulas. Ahora están todos liados con el pastoreo y el arreo de animales en las estaciones ganaderas de ovejas merinas de la bahía de los Tiburones. Además, sus curas harían lo posible por convertirle a usted a su religión, y seguro que eso no le gustaría, porque son sus odiados católicos.
Bueno, al menos aquello tenía sentido, y yo empezaba a comprender por qué Herr Krapp me había confundido de aquella manera.
Mi siguiente movimiento estaba clarísimo: tomé como intérprete a McCubby para que me ayudara a entenderme con los anulas. Al principio se negó. La bolsa de gastos que me habían otorgado estaba por aquel entonces tan vacía que no podía ofrecerle una cantidad lo bastante elevada para tentarle y alejarle de su floreciente negocio con las pieles de dingo. Finalmente, pensé en ofrecerle todos los cristales que tenía en el segundo camión, «suficiente para acabar con todos los dingos del Outback», según le expliqué. Aquello le convenció para dejar sus ocupaciones y tomar el volante (pues yo estaba mortalmente cansado de conducir). A continuación salimos de nuevo hacia el territorio anula.
Por el camino le conté a McCubby la manera en que tenía pensado introducir a los aborígenes al moderno protestantismo primitivo. Le leí en voz alta el párrafo de Sir James Frazer referente a la invocación a la lluvia:
«Y después de eso lo único que hace es cantar sobre la serpiente y el arcoiris de hierbas...»
- ¡Lo único que hace! - gritó McCubby.
«Tarde o temprano, la lluvia caerá» - terminé, cerrando el libro -. Y ahí es donde entro yo. Si la lluvia no cae, los nativos verán claramente que su magia no funciona y yo podré lograr que sus ojos se vuelvan con interés hacia la cristiandad. Si la lluvia cayera, simplemente les explicaría que a quien en realidad dirigían sus plegarias, aunque no lo supieran era al verdadero Dios, el de los protestantes, y que el pájaro de la lluvia no tenía nada que ver en el asunto.
- ¿Y cómo pretende convencerles para que monten el aquelarre con el pájaro de la lluvia?
- Cielos, lo más seguro es que lo hagan todos los días. El buen Dios sabe lo mucho que necesitan el agua. Todo este territorio está quemado y cruje como el papel.
- Si realmente llega a llover - murmuró con tono cavernoso McCubby -, vaya, hasta yo me pondré de rodillas.
Desafortunadamente, no podía suponer por aquel entonces qué quería decir con aquello.
La recepción en el campamento anula fue bastante distinta esta vez. Los aborígenes se acercaron corriendo para dar la bienvenida a McCubby; tres de las muchachas más jóvenes parecieron alegrarse especialmente de su llegada.
- ¡Ah, mis queridas pollitas! - les dijo él en tono afectuoso. Luego, tras una pequeña charla con los más ancianos de la tribu, me dijo -: Quieren ofrecerle una lubra a usted también, reverendo.
Una lubra es una hembra, y yo había previsto ya aquella oferta de hospitalidad, pues sabía que era una costumbre entre los anulas. Le pedí a McCubby que les explicara las razones de tipo religioso por las que no podía aceptar el ofrecimiento, y me fui a trabajar en el montaje de la tienda de campaña sobre un otero que dominaba el campamento de los nativos. Cuando me dispuse a entrar en ella, McCubby me preguntó:
- ¿Ya se va a sobar?
- No, sólo voy a quitarme las ropas - respondí -. Donde fueres, haz lo que vieres. Mire a ver si me puede conseguir una de correas que se ponen en la cintura.
- ¡Un misionero desnudo! - exclamó, escandalizado.
- Nuestra iglesia enseña que el cuerpo no significa nada - le contesté -. No es sino una máquina que contiene un alma. Además, creo que un verdadero misionero no debe colocarse nunca por encima de su rebaño en asuntos de vestir o de comportamiento social.
- Un verdadero misionero - dijo secamente McCubby - no tiene la piel de cocodrilo como estas gentes.
A pesar de sus observaciones, me trajo por fin una cinta manufacturada con crines. Me la até a la cintura y coloqué en ella el Nuevo Testamento, un peine de bolsillo y el estuche de las gafas.
Cuando me encontré desnudo de aquella manera me sentí muy vulnerable y vagamente vulgar. A una persona tan pudibunda e introvertida como yo le resultaba doloroso pensar en mostrarme en público, especialmente a la vista de aquellas hembras, con aquella desnudez blanquecina y total. Sin embargo no lo era tanto, me consolé, como la de mi rebaño pues, de acuerdo con las órdenes del médico de Sydney, tenía que seguir llevando mi artilugio de vendas durante una semana más por lo menos.
Salí a rastras de la tienda y me levanté bailando ligeramente debido al daño que me producían los guijarros del suelo al clavárseme en los pies. ¡Señor, todos aquellos ojos blancos tan grandes y visibles en aquellos rostros tan negros! McCubby me miraba con la misma atención e incredulidad que todos los demás. Estuvo un rato moviendo los labios antes que surgiera alguna palabra de su boca.
- ¡Hostia! ¡No me extraña que sea virgen, desgraciado!
Los aborígenes empezaron a cerrar el círculo en cuyo centro me encontraba y a balbucear y a medir el aparato como si se les estuviera pasando por la cabeza hacerse una copia para ponérsela, al fin, bastante preocupado, le pregunté a mi intérprete, que todavía se reía por lo bajo, a qué venía tanto alboroto.
- Ellos creen que o estás fanfarroneando o eres un farsante, y, maldita sea, yo también.
Así pues le conté lo de la operación a que me había sometido según la costumbre anula. McCubby repitió mis palabras a la concurrencia. Los negros asintieron y se miraron maliciosamente entre ellos, parlotearon en un tono todavía más alto que antes y se acercaron uno por uno hasta donde me encontraba para darme un ligero toque en la cabeza.
- ¡Ah! Dan su aprobación, ¿no es cierto? - dije, Heno de una gran satisfacción.
- Más bien piensan que está más chalado que un chorlito - dijo llanamente McCubby -. Creen que trae buena suerte acariciar a un tonto.
- ¿Cómo?
- Si quiere echarle una mirada a su grey - me sugirió -, se dará cuenta de que la costumbre de la circuncisión pasó de moda hace algún tiempo.
Miré, y era cierto. Me descubrí formando unos propósitos muy poco cristianos dedicados al mayor Mashworm. Para elevar un poco mis pensamientos, propuse tratar de distribuir las lentejuelas otra vez. No sé lo que les diría McCubby a los negros, pero la tribu entera echó a correr en bloque hacia el camión y regresó con las manos repletas de cuentas y abalorios. Hubo varios que realizaron dos o más viajes. Me sentí muy complacido.
El breve crepúsculo tropical se cernía ya sobre nosotros; los fuegos donde los anula cocinaban empezaron a asomar bajo las acacias. Yo ya no podía hacer nada más aquel día, así que preparé junto con McCubby nuestro propio fuego y algo de comer. Apenas nos habíamos sentado, enormemente fatigados, cuando se nos acercó uno de los aborígenes y con una sonrisa me tendió un pedazo de corteza en la que había una especie de comida nativa. Fuera lo que fuese, tenía un aspecto asqueroso, como gelatina, y al mirarlo no pude evitar un gesto de disgusto.
- Es grasa de emú - me dijo McCubby -. Es un plato muy especial para ellos. Se lo ofrecen a cambio de las lentejuelas.
A mí me gustó mucho el gesto, pero aquel manjar era nauseabundo y difícil de ingerir. Era como comerse un plato de labios.
- Si yo fuera usted me lo zamparía - me advirtió McCubby, tras una corta visita a los fuegos de los nativos -. Dan la impresión de que vendrán y se lo quitarán en cuanto se cansen de los cristales.
- ¿Qué?
- Que llevan dos horas hirviéndolos y parece que todavía no tienen muy buen sabor.
- Pero... ¿se están comiendo las lentejuelas?
Pareció comprender mi consternación y añadió, casi con amabilidad:
- Reverendo, lo único que hacen estos negros es vivir para comer para poder seguir viviendo. No tienen casas, ni tampoco bolsillos, así que carecen también de sentido de la propiedad. Saben que son feos como el pecador, así que no tienen utilidad alguna para ellos las cosas bellas. Si descubren algo nuevo, tratan siempre de comérselo, por si acaso.
Me sentía demasiado deprimido como para preocuparme; me arrastré a la tienda con el único deseo de hundirme bajo tierra. Tal como fueron las cosas, sin embargo, no tuve ocasión de dormir mucho. Tuve que estar toda la noche deshaciéndome de una larga procesión de jóvenes negras que, supongo, tenían un capricho infantil por dormir bajo la lona, por el cambio que tal cosa representaba para ellas.
La mañana siguiente me desperté muy tarde y encontré a todos los anulas reunidos todavía, gruñendo y tendidos sobre sus esteras waga.
- Hoy me temo que no verá el aquelarre del pájaro de la lluvia - me dijo McCubby -. Las difíciles lentejuelas les deben haber pegado una buena patada en el hígado.
Ahora sí que estaba yo realmente preocupado. ¡Imagínese usted que hubieran muerto todos como había sucedido con los dingos!
- Mire, reverendo, esto no lo haría por nadie más que por usted - dijo McCubby, hurgando en sus pertenencias -, pero voy a malgastar unas cuantas chucherías con ellos.
- ¿Qué?
- Chocolate. Eso es lo que yo uso para comerciar y sobornar a los binguis. Lo prefieren a cualquier abalorio.
- ¡Pero eso es chocolate purgante! - exclamé cuando lo sacó.
- Así es como les gusta. Un placer por ambos extremos.
De los sucesos del resto del día más vale no hablar. El ocaso recogió los brillantes reflejos de pequeños montones de cristales aquí y allá por las onduladas tierras de las cercanías, y yo me enfrentaba con mis propias dificultades también: me había empezado a picar todo el cuerpo de un modo intolerable. McCubby no se mostró sorprendido.
- Pueden ser las hormigas de la carne - teorizó -, o las del azúcar, o las hormigas blancas, o las moscas del búfalo, o las de los pantanos. También hay por aquí mosquitos anófeles. Ya se lo dije, reverendo, que los misioneros no están hechos para ir por ahí con el culo al aire.
Así pues, y sin demasiados remordimientos, abandoné la idea de vivir de un modo tan primitivo como mi desnudo rebaño lo hacía y volví a ponerme mis ropas.
Sin embargo, aquel día no fue baldío del todo. Le recordé a McCubby que necesitaríamos un pozo de agua para el ritual previsto, y me llevó al oasis tribal de los anula.
- No es más que un riachuelo en la estación seca - admitió. La charca tenía una anchura y profundidad muy respetables, pero sólo contenía una capa de barro fétida y llena de verdín, por la que serpenteaba un hilillo de agua verdosa y triste, del grosor de un lápiz -. Pero espere a que llegue la estación húmeda y pensará usted en imitar a Noé. Sea como sea, supongo que éste es el punto que buscaba. Es la única agua que hay en ciento cincuenta kilómetros a la redonda.
Si el héroe de Frazer había estado tan desesperado para intentar conjurar la lluvia, me pregunté cómo se las había ingeniado para encontrar un pozo donde hacerlo. Sin embargo, lo que murmuré fue:
- Bueno, maldita sea, ya está.
- Reverendo, me siento sorprendido ante su intemperante y sucio lenguaje...
Me expliqué. Haríamos una presa artificial y temporal que cruzara el extremo inferior del charco. Para cuando los anulas se recuperasen de sus deficiencias gastrointestinales, el agua habría negado al nivel que queríamos. Nos pusimos a trabajar, tanto McCubby como yo: alzamos y amontonamos piedras y rellenamos los orificios entre las piedras con barro, que el fiero sol convirtió en una especie de adobe. Al llegar la noche lo dejamos, cuando el agua nos cubría ya por encima de los tobillos.
La mañana siguiente me desperté al oír un tumulto de gritos, alaridos y estrépito procedente del campamento de los anulas. «Ah», pensé yo, estirándome con complacencia, «acaban de descubrir su nueva y mejorada presa y lo están celebrando». En aquel instante McCubby introdujo su cabeza peluda por la puerta de la tienda y me anunció con gran excitación:
- ¡Se ha declarado una guerra!
- ¿No será con América? - dije yo, pues el tono en que me había dicho lo anterior sonó bastante acusatorio, pero mi interlocutor había ya desaparecido de la vista.
Me calcé las botas y me reuní con él en el otero. Allí me di cuenta de que se había referido a una guerra tribal.
Había allí abajo el doble de aborígenes de los que yo recordaba, y cada uno de ellos estaba ululando como si fueran dos o tres más. Se movían en masa, acosándose los unos a los otros con lanzas y porras de ñame, lanzándose piedras y boomerangs y tirando brasas que tomaban de las hogueras a los ensortijados cabellos de sus enemigos.
- Es la tribu vecina, los bingbingas - dijo McCubby -. Viven más abajo, en la cañada, según se sigue la corriente, y al levantarse esta mañana han visto que no les llegaba agua. Ahora culpan a los anula de que han querido cometer un asesinato premeditadamente, a fin de apoderarse de sus territorios de yamé. ¡Si no son esas unas buenas razones para una guerra...!
- Pero, ¡tenemos que hacer algo!
McCubby revolvió un poco su macuto y sacó una pistola como de juguete.
- Es sólo un calibre veintidós, pero sólo con que vean las armas del hombre blanco comprenderán que les conviene más
Los dos juntos bajamos la pendiente y llegamos al campo de batalla, McCubby disparando al aire ferozmente con su pequeño revólver y yo blandiendo el Nuevo Testamento para proclamar que el Derecho estaba de nuestro lado. Naturalmente, los invasores bingbingas retrocedieron ante aquella intensa y furiosa embestida. Se separaron de aquella confusión retirando consigo a sus heridos. Los perseguimos hasta la cima de una colina cercana, desde donde nos mostraron amenazadoramente los puños y nos gritaron insultos y amenazas durante un rato, antes de retirarse, vencidos, en dirección a su territorio.
McCubby se paseó por el campamento anula echando polvos para pies de atleta - única medicina de que disponía - sobre los que mostraban heridas más graves. En realidad, los lesionados no eran muchos, y la mayor parte tenían o bien la nariz partida o bien el cráneo magullado o heridas superficiales, y zonas donde el pelo o las patillas se veían arrancados. Hice de capellán castrense lo mejor que pude en un show mudo, con gestos que les proporcionaron el alivio espiritual que necesitaban. Hubo un hecho positivo: todos los anulas parecían haberse recuperado magníficamente de la dieta de lentejuelas que les había tenido postrados la jornada anterior. Aquel ejercicio matinal les había resultado muy provechoso.
Cuando las cosas se hubieron calmado, y tras desayunar, envié a McCubby a que buscara entre los varones de la tribu que no estuvieran ocupados alguno que tuviera por kobong, por tótem, al pájaro dólar. Encontró a un joven, y me lo trajo, venciendo su tenaz resistencia.
- Este es Yartatgurk - me dijo McCubby.
Yartatgurk caminaba renqueante, como recuerdo de un golpe de bastón que le había propinado un bingbinga en la espinilla, y sólo llevaba barba en el lado izquierdo del rostro, como consecuencia de una brasa arrojada por otro bingbinga. El resto de la tribu nos rodeó y se quedó expectante alrededor de nosotros tres, como si estuvieran dispuestos a ver qué nueva amenaza individual tenía guardada para el joven.
- Ahora tenemos que montar todos los preparativos - dije, empezando a leer la descripción de «La rama dorada» en la que aparecía la ceremonia, y que McCubby se encargó de traducir frase por frase. Al terminar, el joven Yartatgurk se levantó de repente y, pese a la cojera, inició una vigorosa carrera en dirección al lejano horizonte. Los demás anulas empezaron a murmurar entre ellos y a tocarse las frentes con el índice.
Cuando McCubby hizo volver al joven Yartatgurk, que todavía se mostraba desconfiado, le dije a mi intérprete:
- Seguramente todos ellos están familiarizados con la ceremonia.
- Dicen que si tienes una sed tan jodida como para pasar por todo este follón, te hubiera costado mucho menos traer lo necesario para excavar un pozo artesiano en lugar de todos esos abalorios. Y tienen toda la razón.
- No se trata de eso - dije yo -. Según Frazer, existe la creencia de que hace mucho tiempo el pájaro-dolar tenía por compañera a una serpiente. Esta vivía en una charca y hacía llover escupiendo al cielo hasta que aparecían las nubes y un arcoiris y la lluvia caía sobre los campos.
Aquella frase, una vez traducida, hizo que los anulas iniciaran un frenesí de comentarios aun más agitado que antes, sin que por un momento cesaran de llevarse los dedos a la frente.
- Dicen - tradujo McCubby - que les enseñe usted un pájaro que se aparee con una serpiente y le traerán toda el agua que quiera, aunque tengan que trasvasar el maldito golfo de Carpentaria sobre las manos.
Era una frase muy deprimente.
- Estoy totalmente seguro de que un antropólogo de tan reputada fama como Frazer no mentiría nunca sobre las creencias tribales de esta gente.
- Si tiene algún parentesco con el Frazer que conocí hace mucho tiempo, el viejo «Chaquetas» Frazer, le diré que éste mentía hasta en cuál era su mano derecha y cuál su izquierda.
- Bueno - repuse, insaciable -. He recorrido dieciocho mil kilómetros para repudiar esa costumbre y no me voy a rendir. Bueno, dile a Yartatgurk que acabe con esos gemidos y sigamos adelante.
McCubby se las ingenió para convencer a Yartatgurk, mediante un gran pedazo del chocolate, de que la ceremonia - asunto estúpido desde su ignorante punto de vista -, no iba a hacerle daño alguno. Los tres fuimos primero a comprobar cómo estaba la charca y la encontramos gratamente llena de una repulsiva agua marrón y de una profundidad y anchura suficiente incluso para sumergir nuestro camión. A partir de ahí, nos internamos en la interminable sabana.
- En primer lugar - dije - necesitamos una serpiente. Una serpiente viva.
McCubby se mesó las barbas.
- Va a resultar complicado, reverendo. Los aborígenes se han comido la mayoría de las serpientes de sus territorios de caza. Además, ellos las cazan desde una cautelosa distancia, mediante el boomerang o una lanza. De las serpientes que hay en la tierra de Nunca Jamás, no quisiera encontrarme ninguna viva.
- ¿Y eso?
- Bueno, pues te puedes encontrar la serpiente tigre y la víbora de la muerte, cuyo veneno se ha demostrado que es veinte veces más poderoso que el de la maldita cobra. Luego está la taipán, que una vez vi morder a un caballo y matarlo en menos de cinco minutos. Luego están...
Se interrumpió para agarrar a Yartatgurk, que estaba tratando de escabullirse otra vez. McCubby señaló la pradera y envió al negro hacia el horizonte con instrucciones muy detalladas. Yartatgurk se marchó cojeando, mirando nerviosamente alrededor y dándole lametones escandalosos a su pedazo de chocolate. McCubby no parecía muy contento mientras seguíamos a distancia al nativo.
- Me gustaría que fuera ese jodido Frazer el que caminara delante de nosotros en esta expedición - murmuró lleno de disgusto.
- ¡Oh, vamos! - le dije para animarle -. Seguro que debe haber alguna variedad de serpiente no venenosa que sirva a nuestros propósitos
- No habrá ninguna que nos vaya bien si antes nos encontramos con una de las otras - dijo McCubby.
Hubo una súbita conmoción frente a nosotros, en el lugar donde habíamos visto por última vez a Yartatgurk avanzar con cautela, encorvado, entre los montículos de hierba.
- ¡Tiene una! - grité, al ver surgir de entre la hierba al negro y escuchar su grito estrangulado.
Su silueta quedaba marcada contra el cielo y se vio que luchaba trabajosamente con algo enorme cuya cola le golpeaba, algo que era un temible asomo de cómo era el animal en realidad.
- ¡Que el diablo me lleve! - suspiró McCubby con un deje de sorpresa y temor -. Nunca había visto una pitón de Queensland tan al oeste...
- ¡Una pitón!
- Así es - repuso, admirado de verdad -. Si es un macho puede llegar a los siete metros.
Eché una mirada a la escena espeluznante que tenía lugar ante nosotros, y que parecía una reproducción de Laoconte. Yartatgurk casi resultaba invisible entre los anillos que le presionaban, pero se le podía oír con toda claridad. Por un momento me pregunté si no habríamos ido más allá de nuestras posibilidades, pero alejé fríamente aquel asomo de incertidumbre. Era evidente que el buen Señor seguía fielmente el guión de Frazer.
- Yartatgurk pregunta - dijo tranquilamente McCubby - que a qué estamos esperando.
- ¿Crees que romperemos el hechizo si le echamos una mano?
- Lo que se romperá será el negro como no se la prestamos. Mire allí.
- ¡Dios tenga piedad de nosotros! ¡Está escupiendo sangre!
- No es sangre. Si se hubiera comido usted cien gramos de chocolate purgante y luego se viera abrazado por una pitón, también lo escupiría.
Nos adelantamos hasta el lugar donde se desarrollaba la pelea y por fin logramos que la criatura aflojara su abrazo mortal. Nos costó la fuerza de los tres abrir los anillos y procurar que no volvieran a cerrarse. Yartatgurk se había puesto casi tan pálido como yo, pero se colgó valientemente de la cola de la pitón que lo movía y zarandeaba, a veces muy por encima del suelo, mientras McCubby, en la parte de la cabeza, y yo agarrado a su parte central, parecida a un tonel, la transportábamos hacia la charca.
Cuando llegamos allí, los tres habíamos sido lanzados al aire en alguna ocasión y habíamos caído y tropezado innumerables veces.
- Y ahora - dije entre las convulsiones de la serpiente - tiene que mantenerla debajo del... ¡uf!... debajo del agua...
- No creo - dijo McCubby a mi izquierda - que le guste mucho - prosiguió, esta vez desde detrás de mí -. Cuando grite ¡ya! - dijo, ahora a mi derecha - la soltamos todos a la vez. - Esta vez su voz me llegaba de arriba -. ¡Buenooo...! ¡Ya!
A la voz de McCubby, éste y yo balanceamos las partes de la pitón que teníamos asidas sobre el agua y las soltamos. La serpiente cayó con el desdichado Yartatgurk, que agitaba desesperadamente los brazos, y ambos desaparecieron con un ruido sordo.
Al instante la charca se transformó en un hirviente caldo marrón.
- Las pitones - dijo McCubby cuando recuperó el aliento - odian el agua más aun que los gatos.
En aquel momento advertí que la tribu anula entera se había aproximado y formaba un racimo en el otro lado de la presa, y seguían con gran atención la función, con los ojos abiertos como platos.
- Si me lo preguntara - me dijo al cabo de un momento, ya más descansado - me resultaría difícil decidir quién mantiene a quién debajo del agua.
- Supongo que ya ha habido suficiente - decidí.
Nos metimos hasta la cintura en la charca y, tras unos cuantos golpes, nos las ingeniamos para asir los escamosos anillos del reptil y volver a situarlo en la orilla. Yartatgurk, según comprobamos con complacencia, saltó también, comprimido en uno de los anillos de la cola de la pitón.
En un punto de la obra que habíamos construido, la presa hecha a mano se derrumbó. El barro de que estaba compuesta se había erosionado gradualmente por la presión de las aguas durante la noche y la mañana. La agitación producida por la serpiente había desmontado la ya de por sí débil estructura y toda el agua recogida se fue con un rugido. Aquello resultaría muy positivo para los sedientos bingbingas de más abajo, reflexioné, en el caso de que no se ahogasen con la primera oleada del agua.
La prolongada inmersión había debilitado las fuerzas del animal, aunque no gran cosa. McCubby y yo nos llevamos unos cuantos morados y contusiones durante esa parte de la lucha, mientras intentábamos inmovilizar la parte de la cabeza de aquella cosa. Yartatgurk no nos servía de gran ayuda, pues estaba ya totalmente sin fuerzas y, con el movimiento ondeante de la cola de la pitón, era golpeado como una cachiporra contra los árboles de los alrededores y contra el suelo.
- Es hora de que nuestro amigo la mate - le grité a McCubby.
Este escuchó lo que Yartatgurk le murmuraba de un modo casi inaudible y finalmente me informó:
- Dice que nada le causaría un placer mayor.
Nuestra fantástica batalla duró todavía un buen rato, hasta que se hizo evidente que nuestro amigo aborigen no estaría en condiciones de acabar con la bestia en bastante tiempo, y llamé a McCubby para preguntar qué hacer a continuación.
- Yo la agarraré lo mejor que pueda - respondió, entre maldiciones y gruñidos -. Vaya a buscar mi macuto y coja la pistola. Luego dispárele a esa maldita cosa..
Le obedecí, pero con recelo. Tenía miedo de que los dos blancos que estábamos en el asunto estuviéramos interviniendo demasiado en aquella ceremonia - quizá confiados inconscientemente en nuestra superioridad - y que arruináramos lo que de significación mística tuviera para los nativos.
Volví a la carrera con la pistola sostenida con ambas manos. La pitón parecía haberse recuperado del mal rato que pasara en el agua y hacía ahora esfuerzos más enérgicos que nunca, hasta llegar a alzar al mismo tiempo por los aires a los dos hombres que la sujetaban. Con toda aquella confusión, y debido también a mi propia excitación, así como al nerviosismo y la impericia en el uso del arma, realicé un disparo sin ton ni son y le di en pleno pie a Yartatgurk.
Este no se quejó en voz alta (aunque creo que lo hubiese hecho, de haber podido) pero sus ojos eran todo elocuencia. Sentí que estaba a punto de llorar al ver la expresión helada de decepción con que me miró. Era algo aleccionador contemplarlo, pero supongo que incluso el líder espiritual con mayor inspiración divina debe haberse encontrado con algo así a lo largo de su carrera. Nadie es perfecto.
Mientras tanto, McCubby se había apartado del lío formado por hombres y bestia. Me arrebató la pistola y vació el cargador en la terrible cabeza del animal. Luego estuvimos un largo rato apoyados el uno en el otro, jadeantes, mientras la serpiente y el negro yacían en el suelo, uno al lado del otro, ambos sumidos en fuertes convulsiones.
La herida de Yartatgurk, tengo que decirlo, no era muy seria. En realidad, había sufrido más por su permanencia bajo el agua que a causa del disparo. McCubby tomó sus fláccidos brazos y los movió arriba y abajo, lo que le hizo devolver una cantidad realmente asombrosa de agua, barro, semillas y restos vegetales, mientras yo me dedicaba a envolverle el agujero del pie con un fragmento de mis propias vendas.
El calibre veintidós dispara, al parecer, unas balas increíblemente pequeñas, y la que nos ocupaba había atravesado limpiamente el pie del indígena sin siquiera dañar un tendón. Como el plomo no había quedado dentro y sangraba limpiamente, no parecía haber mucho de lo que quejarse, aunque cuando recobró la conciencia comenzó a vociferar como un condenado.
Decidí dejar disfrutar al muchacho de un corto descanso y de la condolencia de sus cloqueantes compañeros de tribu. Además, en aquel momento yo estaba tan metido en la ceremonia que supuse que el hecho de que éstos intervinieran un poco más no haría daño alguno. Por ello fui yo mismo a realizar el paso siguiente del ritual: construir una «imitación del arcoiris» con hierbas y colocarla sobre la difunta serpiente.
Tras un rato considerable de infructuosos esfuerzos en aquel proyecto, regresé y le dije desesperadamente a McCubby:
- Cada vez que trato de liar las hierbas para hacer un arco, se me desmenuzan hasta hacerse polvo.
- ¿Y qué coño esperaba - me repuso agriamente - si lleva más de ocho meses sin llover?
Aquella era otra evidencia, como la de las charcas secas, que no podía conciliar con el relato de Frazer. Si la hierba aquella estaba lo bastante seca como para justificar la ceremonia de la invocación de la lluvia, también estaba tan seca que resultaba imposible doblarla.
Entonces tuve una inspiración y fui a mirar el limo de la charca donde habíamos instalado la presa. Como esperaba, había allí unas cuantas hierbas que habían crecido dispersas, y que estaban magníficamente cargadas de agua por haber pasado toda una noche sumergidas. Recogí todas las que pude y las até en un arcoiris utilizando los cordones de las botas. Coloqué después aquel objeto cuya forma recordaba la herradura de un caballo alrededor del cuello de la serpiente, dispuesto de un modo tan airoso que parecía la herradura de un caballo de carreras en el círculo de ganadores.
Sintiéndome muy satisfecho de mí mismo, me volví hacia McCubby. Este, como el resto de los anulas, contemplaba a Yartatgurk con simpatía mientras el aborigen relataba, imagino, toda la historia de su herida a partir del día en que nació.
- Ahora dile que todo lo que ha de hacer es cantar - le indiqué por primera vez, McCubby pareció resistirse a seguir mis instrucciones. Tras dedicarme una larga mirada, se cruzó las manos a la espalda. Luego, dejó vagar su mirada por la orilla de la charca rezongando para sí. Por último se encogió de hombros, emitió una especie de risa entrecortada y se arrodilló junto al excitado y harto Yartatgurk, interrumpiendo su discurso.
Mientras McCubby le explicaba el próximo y definitivo paso, la cara de Yartatgurk fue asumiendo gradualmente la expresión de un caballo malherido al que se le pidiera que se diese a sí mismo el coup de grace. Tras lo que me pareció un diálogo innecesariamente largo entre los dos, McCubby dijo:
- Yartatgurk le ruega que le excuse, reverendo. Dice que estos últimos días le han dado mucho en que pensar. Primero tuvo que meditar en la naturaleza de esas lentejuelas que usted le dio; luego tuvo que tragar que los bingbingas le quemaran la barba, que le había costado tres años cultivar para desaparecerle ahora en un abrir y cerrar de ojos; luego ha sido medio reducido a pulpa, tres cuartos ahogado y nueve décimos vapuleado hasta morir, sin hablar del agujero del pie. Dice que su pobre y primitivo cerebro negro está tan lleno de materias en que pensar que se le ha olvidado la letra de todas las canciones.
- No hace falta que le ponga letra, cualquier melodía un poco animada servirá, si la canta mirando hacia el cielo y de forma correcta y respetuosa.
Se produjo un corto silencio.
- En este desierto - repuso McCubby, conteniendo el aliento - hay un ser humano cada quince kilómetros cuadrados, y tenía que ser precisamente usted el que me tocara a mí.
- McCubby - le expliqué con tono paciente -, ésta es la parte más importante de todo el ritual.
- Bueno. Ahí va mi último chocolate.
Le entregó la tableta al aborigen y se lanzó a una larga y convincente argumentación. Por fin, con un extraño brillo rojizo en los ojos, se volvió hacia mí y se entregó a un extraño y clamoroso cántico, de un modo tan súbito que sobresaltó a todos los presentes. Los demás nativos parecían ligeramente inquietos y empezaron a retirarse hacia el campamento.
- ¡Hostia! Está usted escuchando algo que pocos blancos han oído alguna vez - dijo McCubby -. Es el antiquísimo canto de la muerte de los anula.
- ¡Tonterías! - repliqué -. No va a morir ni mucho menos.
- ¡No, él no! ¡Usted!
Moví la cabeza en señal de desaprobación y continué:
- No tengo tiempo para bromas. Debo ponerme a trabajar en el sermón que predicaré cuando todo esto haya concluido.
Se dará usted cuenta, deán Dismey, que me había impuesto una considerable tarea. Debía tener dos versiones preparadas, según tuviera éxito o no la ceremonia. Sin embargo, los sermones tenían ciertos puntos en común; por ejemplo, en ambos me refería a la oración como a «un talonario de cheques en el banco de Dios». Esto, desde luego, planteaba el problema de explicar qué es un talonario en términos comprensibles para un aborigen del Outback.
Mientras trabajaba en la soledad de mi tienda, no dejé de prestar oídos al cántico de Yartatgurk. Conforme avanzaba la noche, empezó a enronquecer. Y en varias ocasiones pareció estar a punto de abandonar. En cada una de estas ocasiones, dejaba mi pluma a un lado y bajaba hasta el otro lado de la charca a animarle por señas a que siguiera. Y en cada una de ellas también, esta indicación de mi continuado interés no dejó de inspirarle y prestarle fuerzas para continuar su canto.
El resto de los anula permanecía sin dar señales de indigestión, fatiga u otras molestias. Agradecí al Cielo que ningún clamor extraño interrumpiera mi concentración en los sermones y así se lo hice notar a McCubby:
- Los nativos parecen tranquilos esta noche.
- No es cosa de cada día que esos pobres diablos llenen su estómago de buena carne de pitón.
- ¡¿Se han comido la serpiente ceremonial?! - exclamé.
- No importa - repuso para consolarme - aún está el esqueleto entero bajo su arquito de hierbas.
«Bueno», pensé, «a estas alturas ya no hay nada que hacer». Y, como McCubby indicaba, el esqueleto debería ser un símbolo tan potente como el cadáver entero.
Bastante después de medianoche, justo cuando acababa mis notas para el servicio religioso del día siguiente, se presentó una delegación de los ancianos de la tribu.
- Dicen que le quedarían muy agradecidos, reverendo, si se diera prisa en morir, como está mandado, o si no que calme a Yartatgurk de alguna manera. No pueden pegar ojo con tanto aullido.
- Dígales - repliqué, con un gesto magistral de la mano - que todo terminará muy pronto.
No supe cuánta verdad encerraban mis palabras hasta que, pocas horas más tarde, me vi bruscamente despertado por mi tienda, que se plegaba como un paraguas - fuac - y desaparecía en la oscuridad.
En el mismo instante, y con la misma brusquedad, la oscuridad fue eliminada por la más brillante, culebreante, chispeante y crepitante cascada de relámpagos que jamás esperé ver. A continuación volvió una oscuridad aún más densa, inundada por el acre olor del ozono y un rugir de truenos que parecía sacudir como una sábana todo el Nunca Jamás.
Cuando pude oír de nuevo, distinguí la voz de McCubby que surgía de la oscuridad con una nota de horror.
- ¡Así me vuelva ciego!
Eso me pareció lo más probable. Iba a reconvenirle para que moderase su impiedad cuando un segundo cataclismo cósmico, aún más impresionante que el primero, atravesó la reverberante cúpula celestial.
No había logrado recobrarme de la impresión cuando un viento huracanado me cogió por la espalda y me envió rodando por los suelos. Fui rebotando dolorosamente por eucaliptos, acacias y otros obstáculos inidentificables hasta que tropecé con otro cuerpo humano. Aunque nos agarramos el uno al otro, seguimos viajando hasta que el viento amainó unos instantes.
Por una maravillosa fortuna, mi compañero resultó ser McCubby, aunque debo decir que él no pareció ver la fortuna de aquel encuentro por ningún lado.
- ¿Pero qué coño ha hecho usted? - preguntó estremeciéndose.
- ¿Qué ha hecho el Señor? - le corregí yo.
Aquello provocaría una reacción inolvidable entre los anulas cuando les explicara que todo lo que sucedía no era obra realmente del pájaro-dolar.
- Ahora - no pude evitar la exclamación - ¡si tan sólo cayera algo de lluvia!
Aún no había acabado de pronunciar estas palabras cuando McCubby y yo nos vimos otra vez aplastados contra el suelo. La lluvia caía como la bota de Dios. Me aplastaba sin piedad contra el suelo, hasta casi impedirme respirar. Eso, pensé en mi agonía, era más de lo que había pedido. Tras un lapso de tiempo incalculable, logré acercar mis labios a la oreja de McCubby y gritar con la suficiente fuerza para que me oyera:
- ¡Tenemos que encontrar las notas para mi sermón antes de que la lluvia las arruine!
- Sus malditas notas deben estar en Fiji, a estas horas - me respondió también a gritar - Y ahí es adonde iremos a parar también si no nos damos el piro cagando leches.
Traté de argüir que no podíamos dejar a los anulas ahora, cuando todo iba tan bien y cuando se me presentaba una ocasión tan providencial de lograr la espléndida conversión de la tribu en pleno.
- ¿Es que no se lo puede meter en su estúpida cabezota? - gritó -. ¡Es el Cockeye Bob! Llega anticipado y con más furia que jamás lo he visto. Toda esta región quedará inundada, y nosotros con ella, a no ser que el viento nos arrastre mil kilómetros o nos destroce en la espesura.
- Pero toda mi misión habrá sido en vano - contesté entre el rugir de la tormenta - y los pobres anulas quedarán privados de...
- ¡A la mierda esos malditos bastardos negros! - aulló. Luego continuó -: Hace ya horas que se han marchado. Debemos alcanzar el camión, si es que no ha volado, y llegar a las tierras altas en la zona de la estación experimental.
Siempre agarrados, conseguimos a duras penas abrimos camino a través de lo que parecía una sólida masa de agua. Los rayos y los truenos se producían simultáneamente, cegándonos y ensordeciéndonos en el mismo momento. Ramas desgajadas, matorrales arrancados, y árboles de tamaño cada vez mayor cruzaban el cielo de Nunca Jamás como oscuros meteoritos. Pasamos rozando uno de los misiles más extraños: el esqueleto de la pitón de Yartatgurk, misteriosamente aerotransportado, adornado aún con su elegante collar de hierba.
Me pareció extraño no encontrar a ninguno de los negros. Lo que sí encontramos por fin fue el camión, que trepidaba sobre sus ballestas y gemía en cada uno de sus remaches como pidiendo auxilio. El agua transportada por el viento azotaba el lado que quedaba a la intemperie y formaba una nube sobre el techo como el rocío que desplazan los huracanes marinos. En realidad creo que sólo el peso muerto de las lentejuelas que quedaban, y que llenaban todavía tres cuartas partes del remolque, hizo que el camión no volcara.
McCubby y yo alcanzamos a duras penas la puerta más resguardada y la abrimos, en cuyo momento el viento casi la arrancó de sus goznes al batir sobre ella. El interior de la cabina no estaba más tranquilo que fuera, con el rumor terrible y enloquecedor del trueno y la lluvia mordiendo prácticamente la carrocería, pero el aire más tranquilo hacía más fácil respirar.
Cuando dejó de jadear, McCubby se escurrió el agua de las patillas, que formó otro chaparrón de menor entidad, y puso finalmente en marcha el motor.
- No podemos abandonar así a los anulas - dije -. ¿No podríamos desprendemos de las lentejuelas y cargar en el remolque a las mujeres y a los pequeños?
- Ya le dije que hace horas que todos ellos se dieron el piro.
- ¿Eso quiere decir que se han marchado?
- En cuanto usted se metió en la tienda. Y ya estaban bien apartados de las tierras bajas para cuando llegó el Cockeye Bob.
- Mmm - repuse, un tanto herido -. Es algo muy desagradado por su parte eso de desertar de su consejero espiritual sin avisarle.
- Reverendo, le aseguro que le están agradecidos - se apresuró a afirmar McCubby -. Por eso se marcharon sin hacerle nada; usted les ha hecho ricos. Dios mío, si ahora tienen una fortuna. Han tomado el camino a Darwin, donde venderán la piel de esa serpiente a una fábrica de calzado.
Yo sólo pude susurrar:
- Los caminos del Señor son inescrutables...
- Al menos, esas fueron las razones que me dieron - continuó McCubby mientras el camión empezaba a avanzar -. Pero ahora sospecho que olfatearon la tempestad que se acercaba y desparecieron a toda prisa, como hacen los animales cuando se aproxima un incendio.
- ¿Sin avisarnos?
- Bueno, verá: Yartatgurk había invocado al diablo para que se lo llevase a usted con aquella canción de muerte.
Al cabo de un instante prosiguió en tono cavernoso.
- Y no comprendí que ese maldito tipo me estaba jodiendo a mí también.
Tras esto, dirigió el camión hacia la estación experimental. Ni los limpiaparabrisas ni los faros nos servían de nada. No había carreteras, y el ligero rastro que habíamos seguido al venir estaba ahora totalmente perdido. El aire estaba lleno todavía de escombros. El camión experimentaba de vez en cuando fuertes sacudidas cuando a consecuencia del viento huracanado chocaba con un eucalipto, o con un pedazo de roca, o con un canguro. Fue un verdadero milagro que no nos entrara nada por el parabrisas.
Poco a poco el terreno fue elevándose a medida que avanzábamos por las suaves pendientes de una meseta. Cuando llegamos a la máxima altura nos dimos cuenta de que estábamos a salvo de las aguas, y cuando enfilamos la bajada por el otro lado pudimos advertir que la extrema violencia del viento y la lluvia disminuía ligeramente, al encontrarnos protegidos por la meseta que nos servía de pantalla.
Cuando fue quedando atrás el estrépito, rompí el silencio para preguntarle a McCubby qué iba a ser de los anulas a partir de entonces. Aventuré que tenía la esperanza de que gastaran su recién hallada riqueza en herramientas y aparatos que mejoraran su nivel de vida.
- Quizá construir una iglesia rústica - musité -, y apuntarse a un circuito de predicadores...
McCubby soltó un juramento.
- Para ellos la riqueza es poseer un par de pavos, que es todo lo que les van a dar por esa piel. Y se lo gastarán todo en una gran farra. Se comprarán unas cuantas botellas del matarratas más barato que encuentren y estarán borrachos una semana entera. Lo más probable es que se despierten sobrios en el calabozo entre unos cuantos chorizos.
Aquello era de lo más descorazonador. Parecía que no había cumplido nada de lo que viniera a hacer allí, y así lo dije.
- Bueno, tenga por seguro que nunca le olvidarán, reverendo - dijo McCubby con los dientes apretados -. Ni tampoco lo harán todos los demás tipos de este territorio a los que ha cogido con los pantalones bajados. Ha traído usted la estación húmeda con dos meses de adelanto, y ha surgido como una venganza. Es probable que haya ahogado todas las ovejas del Nunca Jamás, que haya barrido la línea permanente del ferrocarril, arruinado a los cosecheros, hecho evacuar a los que cultivan cacahuetes y a los de las plantaciones de algodón...
- Por favor - supliqué -. No siga...
Hubo otro silencio largo y lóbrego. Entonces McCubby sintió lástima por mí. Y realmente me elevó el ánimo, al tiempo que daba razón de ser a mi misión, con una especie de palabras de consuelo un tanto indirectas:
- Si vino usted aquí - dijo - con la idea primordial de apartar a los binguis de la costumbre de conjurar a los diablos paganos para que hagan llover, le aseguro que puede apostar la mejor Biblia que tenga a que nunca más volverán a hacerlo.
Y con esa nota cargada de optimismo podré ya llevar la historia hacia su feroz conclusión.
Varios días después, McCubby y yo llegamos a Brunette Downs. Transportó la carga de lentejuelas a una caravana de Land Rovers y puso rumbo otra vez al Outback. No dudo de que desde entonces se habrá convertido en un auténtico multimillonario a base de acaparar el mercado de pieles de dingo. Yo pude contratar a otro conductor y entre ambos devolvimos a Sydney los camiones que había alquilado.
Cuando regresé a la ciudad, no tenía ni un penique y en cambio presentaba una apariencia pintoresca y escuálida. Me dirigí enseguida, antes de nada, a la Unión de Angloparlantes a buscar al obispo Shagnasty. Tenía la intención de hacer una solicitud para algún empleo de poca importancia en la organización eclesial de Sydney y pedir un pequeño adelanto. Sin embargo, en el momento en que encontré al obispo Shagnasty, quedó absolutamente claro que no estaba de un humor muy caritativo.
- No hago otra cosa que recibir estas cartas tan apremiantes de las autoridades portuarias de Sydney - me dijo malhumorado -. Hay allí una consignación de carga a su nombre. No puedo retirarla, ni siquiera enterarme de qué se trata, pero no dejan de enviarme unas facturas fantásticas en concepto de almacenamiento.
Iba a decir que yo estaba tan a oscuras en aquel asunto como podía estarlo él, pero el obispo no me dejó hablar.
- No le recomendaría que se quedase por aquí, Mobey. El mayor Mashworm vendrá de un momento a otro y va tras usted. De momento ya me ha estado pegando la paliza a mí.
- Yo también tengo algo pendiente con él - no pude reprimir.
- No dejan de llegarle cartas de reconvención del Comisario encargado del territorio del Norte en las que se le pregunta a santo de qué autorizó la presencia de usted entre los aborígenes, a los que ha corrompido. Parece que toda una tribu bajó en masa a Darwin, se emborrachó totalmente y destrozó media ciudad antes de que pudiesen reducirla. Cuando se recuperaron y estuvieron lo bastante sobrios para explicarse, dijeron que un nuevo Hermano - sin duda se referían a usted - les había proporcionado el dinero para la juerga.
Intenté musitar una explicación, pero el obispo siguió hablando sin darme una oportunidad.
- Y aún hay más. Uno de los negros dijo que el Hermano le había disparado y herido en un pie. Otros contaron que el misionero había provocado una guerra entre tribus. Otros más afirmaron que había bailado desnudo ante ellos y que les había dado alimentos envenenados, aunque esto último no ha quedado muy claro.
Traté de intervenir, pero una vez más me resultó imposible.
- No sé exactamente qué es lo que hizo usted, Mobey, y para ser franco no me importa en absoluto. Sin embargo, me sentiría eternamente agradecido de escuchar de sus labios una cosa.
- ¿Cuál, reverendísima? - pregunté, con voz ronca. Alzó la mano y dijo:
- Adiós.
Al no tener mucho más que hacer, me llegué a los almacenes de Woolloomoolloo para preguntar por el misterioso cargamento. Resultó haber sido enviado por el querido y añorado Gabinete Mundial de Misiones del SoPrim, y consistía en un carrito eléctrico para golf de dos asientos marca Westinghouse, siete gruesas de pantallas para lámparas Lightolier, con un total de 1.008 pantallas, y varios cartones de rapé Old Crone.
En aquellos momentos estaba demasiado paralizado y descorazonado para evidenciar sorpresa alguna. Firmé una hoja y me dieron un comprobante. Lo llevé al barrio de los marinos, la parte baja de la ciudad, donde se me acercaron varios individuos de aspecto sospechoso. Uno de ellos, jefe de un transporte marino ocupado en introducir lujos capitalistas para los subdesarrollados comunistas de la China roja, me compró todo el cargamento, sin siquiera mirarlo. No me cupo duda alguna de que resulté timado en aquella transacción, pero me sentía satisfecho con sólo poder pagar las tasas de almacenamiento acumuladas, y me quedó lo suficiente para comprarme un pasaje de tercera clase en el primer mercante que salía para los queridos Estados Unidos.
La única escala que realicé en este país fue Nueva York, así que ahí fue donde desembarqué, apenas hace unas noches. De ahí el sello de la presente carta, ya que todavía estoy en esta ciudad. Cuando llegué estaba nuevamente sin un centavo, pero se dio la afortunada coincidencia de que visité el Museo de Historia Natural de la ciudad (sólo porque la entrada es gratuita) precisamente cuando preparaban una nueva sala de aborígenes en el ala del museo dedicada a Australia. Cuando mencioné mi reciente estancia entre los anulas, fui contratado de inmediato como consejero técnico.
El sueldo era modesto, pero me las he ingeniado para ahorrar un poco con la esperanza de volver pronto a Virginia y al querido y añorado Southern Primitive para descubrir cuál ha de ser mi siguiente misión. Sin embargo, en los últimos días he descubierto que hay una misión que me llama precisamente aquí.
El artista que pintaba el telón de fondo de la sala aborigen, resultó ser un tipo italiano; se hace llamar Daddio y me ha introducido en lo que llama su «grupo in», que son los habitantes de una barriada en los mismos confines de la ciudad de Nueva York. Me llevó a una especie de celda, sucia y llena de humo (su «guarida»), que estaba llena de gente de ese tipo, barbudos, malolientes y apenas capaces de hablar, y yo me sentí casi transportado a los aborígenes que dejara en Australia. Daddio me dio un codazo y me susurró:
- Venga, dilo. En voz alta, y tal como te he enseñado, tío.
Así pues, me puse a declamar ante toda la concurrencia la introducción tan peculiar que me había hecho aprender de memoria antes de llegar al antro:
- Soy Crispin Mobey, hermano misionero. Acabo de ser circuncidado y he aprendido pitjantjatjara de un sacerdote que colgó la sotana cuyo nombre es Krapp.
Las personas que había en la habitación, y que hasta aquel momento habían estado charlando sin interés entre ellos, se quedaron silenciosos de inmediato. Entonces dijo uno, con un susurro tímido y reverente:
- Este Mobey está tan in, que todos nosotros quedamos out...
- Es como si de repente - respiró otro -, el Aullido no fuese más que un ejercicio literario...
Una muchacha de cabello lacio se levantó de un cojín y se puso a garabatear en la pared con su lápiz de labios verde: «Leary no, Larry Welk, sí».
- El Almuerzo desnudo - dijo otro - es, en comparación, un tentempié de Pascua.
- Tíos - dijeron varios a la vez -, se nos ha dado un líder.
Ninguna de estas cosas me dicen más de lo que me decían los murmullos arcanos de McCubby o de Yartatgurk, pero en este lugar he sido aceptado como nunca lo fui entre los anulas. En la actualidad siempre esperan con sus barbudos rostros boquiabiertos a que pronuncie las palabras más trilladas, y atienden con más avidez que cualquier otra congregación que nunca haya visto mis sermones más recónditos. (El de la oración que es como un talonario de cheques; lo he recitado en varias ocasiones en las tabernas de mi nueva tribu, acompañado de música de cuerda auténticamente tribal.)
Así pues, deán Dismey, la voluntad divina me ha guiado sin preguntas ni vacilaciones a la segunda Misión de mi carrera. Cuanto más aprendo de la vida de esos pobres diablos del barrio y de sus pobres e ilusorios ídolos, más siento la certeza de que, tarde o temprano, les resultaré de ayuda.
He escrito a las oficinas centrales del sínodo local de la Iglesia de los Protestantes Primitivos para que me concedan las credenciales adecuadas. Me he tomado la libertad de poner el nombre de usted, deán reverendísimo, y el del obispo Shagnasty, como referencias. Cualquier palabra que su reverendísimo fuera tan amable de decir en mi favor sería más que apreciada por:
su hijo en obediencia.
Crispin Mobey
FIN
Brian Aldiss - T
Cuando T cumplió diez años su máquina ya se hallaba en los confines de la Galaxia. T no era su nombre - nunca pasó por las mentes del laboratorio la idea de bautizarle - sino el símbolo que figuraba en el casco de su máquina y como nombre era más que suficiente. Además, tampoco era su máquina; era más bien él quien pertenecía a ella. No podía alegar que desempeñaba el honorable papel de piloto, ni siquiera el más humilde de pasajero; era un instrumento cuyos segundos de utilidad estaban a doscientos años en el futuro.
Yacía como un gusano en el corazón de una manzana en el mismo centro de la máquina, mientras ésta atravesaba rauda el espacio y el tiempo. Permanecía inmóvil; no se le presentaba el impulso de moverse, ni hubiera podido obedecerlo de habérsele presentado. En realidad, T había sido creado sin piernas... su único miembro era un brazo. Además, la máquina le rodeaba estrechamente por todos lados. Lo alimentaba mediante tubos que introducían en su cuerpo una fina corriente de vitaminas y proteínas. Hacía circular su sangre gracias a un diminuto motor que palpitaba en el mamparo de estribor como un corazón. Expulsaba sus productos residuales mediante un sifón que funcionaba continuamente. Producía su provisión de oxígeno. Regulaba de tal modo a T, que éste no crecía ni envejecía. Gracias a ello, seguiría vivo dentro de doscientos años.
A cambio, T tenía que realizar una misión. Sus oídos oían constantemente un zumbido invariable y ante sus ojos sin párpados había una pantalla sobre la cual una banda rojo oscuro bajaba constantemente siguiendo una línea verde fija. El zumbido representaba (aunque no para T) una dirección a través del espacio, mientras que la banda roja indicaba (aunque no para T) una dirección en el tiempo. De vez en cuando, tal vez cada década, el zumbido variaba su intensidad o la banda se apartaba de la línea verde. Estas variaciones se grababan en la conciencia de T como agudas incomodidades y entonces él ajustaba con su mano una de las dos ruedecillas, hasta que las condiciones volvían a ser normales y se continuaba aquel constante temor de monotonía.
Aunque T se percataba de su propia existencia, la soledad era uno de aquellos innumerables conceptos que sus creadores habían dispuesto que no sintiese jamás. Permanecía pasivo, lleno de un contento artificial. Su tiempo no estaba dividido por el día y la noche, el sueño y la vigilia o las comidas a horas fijas, sino por el silencio y el habla.
Una parte de la máquina le hablaba a intervalos fijados; eran unos breves monólogos sobre el deber y la recompensa, o instrucciones acerca del funcionamiento de un aparato cuyos servicios se requerirían dentro de dos siglos. La voz que hablaba presentaba a T una imagen cuidadosamente falseada de su medio ambiente. No aludía en absoluto a la noche intergaláctica que reinaba en el exterior, ni al rápido paso del tiempo. La idea de movimiento no era un factor que viniese a turbar la vida enclaustrado de un ser como T. Pero la voz se refería a los Koax, en términos reverentes, para hablar también - pero con palabras rebosantes de odio - de aquel enemigo inevitable de los Koax que, se llamaba Hombre. La máquina informaba a T de que de él dependería la completa destrucción del Hombre.
T estaba completamente solo, pero la máquina que le transportaba iba acompañada en su viaje. Otras once máquinas idénticas - cada una de las cuales contenía un ser semejante a T - cruzaban el espacio sideral. Aquel espacio estaba vacío y sin luz, y su relación con el universo era la misma que tiene un pliegue en un vestido de seda respecto al vestido; cuando los lados del pliegue se tocan, la tela forma un túnel en el interior del vestido. O, si lo deseamos, podemos compararlo al carácter negativo de la raíz cuadrada de menos dos, que posee un valor positivo. Era un vacío dentro de un vacío. Las máquinas no podían ser detectadas mientras atravesaban las tinieblas eternas como si fuesen luz, hundiéndose entre los milenios en reposo como si fuesen piedras.
Las doce máquinas fueron construidas para un caso de peligro por una raza no humana y tan antigua, que había abandonado la construcción de otras clases de maquinaria hacía incontables siglos. Habían progresado hasta tal punto, que ya no necesitaban ayudas materiales... ni cuerpos sólidos.. e incluso ni planetas a los que asociar sus tenues seres. En su espléndida madurez, habían terminado por llamarse únicamente por el nombre de su Galaxia, Koax. En aquella segura isla formada por millones de estrellase ellos se movían y existían, meditando sobre el inminente fin del universo. Pero mientras ellos permanecían sumidos en sus meditaciones, otra especie, en una Galaxia más allá de toda distancia concebible, alcanzó la edad adulta.
La nueva especie a diferencia de los Koax, era extravertida y belicosa; se desparramó entre las estrellas como una explosión.
Se llamaba el Hombre. Llegó un tiempo en que esta raza, que provenía de un cuerpo celeste infinitesimal, se multiplicó y llenó su propia Galaxia.
Durante un tiempo detuvo su expansión, como si quisiera tomar aliento, el salto interestelar no puede compararse con el salto entre las grandes estrellas..., pero entonces se formularon las ecuaciones de tiempo/espacio y el Hombre se dirigió a la Galaxia más próxima armado con la más terrible de todas las armas: la Estasis. Aquella atrevida raza descubrió que la relación temporal masa/energía que regula el funcionamiento del universo, podía trastocarse en alguna de las Galaxias menos pobladas de estrellas, impidiendo su revolución orbital, lo cual causaría, virtualmente, la fijación del factor temporal o Estasis, a consecuencia de la cual todos los seres afectados dejan de seguir la corriente temporal del universo, cesando por lo tanto de existir. Pero el Hombre no tuvo necesidad de emplear esta arma aniquiladora, pues mientras saltaba de una galaxia a otra gracias a su subproducto, la propulsión estática, no encontró en ninguna de ellas rivales ni aliados. Parecía hallarse destinado a ser el único ocupante del universo. Los innumerables planetas que visitó le revelaron únicamente que la vida era un accidente fortuito. Y entonces llegó a la galaxia de los Koax.
Los Koax conocían la existencia del hombre antes de que este se enterase de la de aquellos, y su substancia material se estremeció al pensar que pronto se vería rasgada por las atronadoras naves de la Flota Suprema. Actuaron con prontitud. Materializándose en una enana negra, un grupo de sus mejores mentes se dispuso a combatir al invasor con todos sus recursos. Podían hacer algunas cosas muy útiles; no era la menor de ellas la capacidad de alterar y decidir el curso de soles y astros. De este modo, nova tras nova estalló en el centro de la Flota Suprema. Pero el Hombre prosiguió invencible su carrera, lanzándose entre los Koax como un cataclismo. De una pequeña tribu asustada formada por unos cuantos centenares de individuos que vagaban por una tierra hostil, se convirtió en una ilimitada multitud que señoreaba las estrellas. Pero mientras los Koax destruían nave tras otra, el Hombre decidió eliminar su nido mediante la Estasis y al punto se iniciaron los preparativos. Las fuerzas del Hombre se reunieron para lanzar el golpe decisivo con toda su fuerza.
Por desgracia, una nave-biblioteca de la Flota cayó intacta en poder de los Koax, y gracias a ella éstos descubrieron ciertos detalles de la larga y confusa historia del Hombre. Incluso apresaron un plano del sistema solar tal como era cuando el Hombre se enteró de su existencia. Por primera vez, los Koax conocieron al Sol y su cortejo de astros. En aquella época el Sol, en el otro extremo del universo, se había convertido en un pedazo de escoria que emitía una débil radiación y cuyo diámetro era el doble del sistema planetario que en tiempos remotísimos giró a su alrededor. A medida que envejecía y se expansionaba, fue absorbiendo los planetas; en la actualidad incluso Plutón había caído para alimentar aquel horno moribundo. Por último, los Koax consiguieron elaborar un plan que les permitiría librarse para siempre de sus enemigos. Como éstos no podían luchar en el presente contra los inagotables recursos del Hombre, elaboraron un plan maquiavélico para atacarle en el remoto pasado, cuando ni siquiera existía. Construirían una docena de máquinas que se deslizarían a través del tiempo y el espacio para aniquilar a la Tierra antes de la aparición del Hombre sobre ella; los proyectiles la alcanzarían, según quedó decidido, durante el Período Silúrico y reducirían el planeta a sus átomos componentes. Así nació T.
- Los venceremos - declaró uno de los Koax más ilustres en tono de triunfo, cuando los proyectiles partieron -. Si las antiguas crónicas terrestres no mienten (y no hay razón para creer que mientan), en los tiempos primitivos el Sol tenía a nueve planetas girando a su alrededor, antes de que empezase a envejecer. De fuera a dentro, por el orden lógico, estos planetas eran (tengo sus nombres aquí, gracias al sentimentalismo del Hombre) Plutón, Neptuno, Urano, Saturno. Júpiter, Marte, Tierra, Venus y Mercurio. La Tierra, como podéis ver, es el séptimo planeta por este orden, o el tercero que fue devorado por el Sol en su vejez. Este es nuestro objetivo, hermanos; una mota perdida en las profundidades del tiempo y del espacio. Procurad que vuestros cálculos sean exactos... el séptimo planeta es el que debe ser destruido.
No hubo error. El séptimo planeta fue destruido. El Hombre no tuvo la más mínima posibilidad de localizar y aniquilar a T y a sus once sombríos compañeros, pues aún no había descubierto el pliegue del continuo espacio-tiempo por el que viajaban. Su débil posibilidad de intercepción variaba inversamente con la distancia que cubrían, pues a medida que se iban aproximando a la primera galaxia del Hombre, el tiempo retrocedía hasta la época en que realizó sus primeras tentativas dentro de la Vía Láctea. Las máquinas avanzaban retrocediendo en el tiempo. Cada vez todo era más antiguo. Los Koax volvían a ser una joven raza que aún no poseía el secreto de los viajes por el espacio infinito y que iba degenerando y haciéndose cada vez más pequeña en el otro extremo del universo. El hombre sólo poseía unas anticuadas naves de combustible líquido, que recorrían y exploraban medio centenar de sistemas planetarios. T seguía postrado en su posición fija, esperando incansablemente. Sus dos siglos de existencia, la larga espera tocaban a su fin. En algún rincón de su frío cerebro algo le decía que el momento culminante se acercaba. No todos sus compañeros podían considerarse tan afortunados, pues las máquinas que los transportaban, perfectas cuando salieron, fueron sufriendo averías durante el largo viaje (los doscientos años representaban una distancia en el espacio/tiempo de unos nueve mil quinientos millones de años luz). Los Koax eran filósofos y matemáticos natos, pero hacía mucho, muchísimo tiempo que no se ocupaban de la mecánica... de lo contrario, hubieran imaginado algún sistema de relevo para realizar la misión asignada a T.
En una de las máquinas, el sistema de alimentación fue proporcionando paulatinamente una cantidad creciente de alimento, y el ser que transportaba murió no por comer demasiado, sino por el dolor creciente que experimentaba al crecer y rellenar poco a poco los mamparos de acero, terminando por obturar los conductos de aire en su propia carne. En otras de las máquinas, se fundió una válvula, acortando el viaje por el hiperespacio; la máquina penetró al espacio real y terminó enterrada en una estrella variable tipo M. En una tercera máquina, el sistema de dirección perdió el gobierno y el proyectil fue acelerando su velocidad, hasta que se quemó, friendo a su ocupante. En una cuarta, el tripulante enloqueció de pronto y accionó una pequeña palanca que no debía tocarse hasta dentro de cien años. Su máquina se convirtió en un volcán radiactivo, cuyas partículas destruyeron además las otras dos máquinas.
Cuando el Sistema Solar solamente estaba a unos cuantos años luz de distancia, las restantes maquinas pararon sus motores principales y emergieron al espacio/tiempo normal. Sólo tres de ellas habían completado el viaje, T y otras dos. Se encontraron en una galaxia desprovista de vida. Sólo las grandes estrellas bañaban con su luz sus nuevos planetas, acabados de salir, por decirlo así, del vientre de la creación. El hombre había retrocedido hacía mucho tiempo para hundirse de nuevo en el fango primigenio y los soles y planetas todavía no tenían nombre. Sobre la Tierra, se cernían las nieblas de los primeros siglos del Período Silúrico y en sus aguas someras, los moluscos y los trilobites eran la única expresión de vida.
Entre tanto, T concentraba su atención en el séptimo planeta. Había realizado ya los sencillos movimientos necesarios para situar nuevamente su máquina en el Universo normal; a la sazón, lo único que le quedaba por hacer era vigilar una pequeña esfera indicadora de la presión. Cuando la máquina penetrase en la alta atmósfera del séptimo planeta, la pequeña manecilla del manómetro empezaría a ascender. Cuando llegase a una línea claramente indicada sobre el cuadrante, T haría girar una pequeña rueda (la cual accionaría los amortiguadores..., pero T no necesitaba saber el Cómo ni el Porqué). Entonces otras dos esferas graduadas se pondrían en movimiento. Cuando sus indicaciones coincidiesen, T tenía que tirar de la pequeña palanca. La voz le había explicado todo esto a intervalos regulares, no le explicó que sucedería al accionar la palanca, pero T sabía perfectamente que aquello significaría la destrucción del Hombre y esto ya le bastaba.
El séptimo planeta apareció en posición frente a la roma nariz de la máquina de T y fue aumentando en tamaño aparente. Era un mundo joven, con un futuro que iba a ser borrado para siempre en la pizarra de la probabilidad. Cuando T penetró en su atmósfera, la aguja del manómetro empezó a moverse. Por primera vez en su vida, algo parecido a la excitación dominó el fluido cerebro de T. No vio el panorama que se extendía bajo él, ni le importó, pues la máquina no disponía de portillas. Lo único que habían visto sus ojos desde que fue creado, eran las esferas indicadoras, tenuemente iluminadas.
Sus reacciones fueron exactamente las mismas que habían previsto los Koax. Cuando la manecilla llegó a la parte superior de la esfera, hizo girar el volante de los amortiguadores y los otros dos indicadores empezaron a moverse. Estaba atravesando la estratosfera del séptimo planeta. Se había calculado que la carga haría explosión antes del impacto, pues como los Koax no poseían detalles acerca de la composición del planeta, se aseguraron de que la carga estallase antes de que la máquina chocase con la superficie del planeta y T pereciese. Las medidas de seguridad que se habían tomado eran perfectas. T tiró de la última palanca cuando estaba a treinta kilómetros de altura. En el holocausto que inmediatamente se produjo, él sucumbió presa de un sombrío júbilo,
La misión de T fue coronada por el éxito más completo. El séptimo planeta fue desintegrado. Las otras dos máquinas no tuvieron tanto éxito. Una de ellas no consiguió penetrar en el Sistema Solar y se perdió en las profundidades del espacio como una motita que transportaba un ser que agonizaba pacientemente. La otra se acercó mucho más al objetivo. Avanzaban cerca de T y se dirigió hacia el sexto planeta. Por desgracia, hizo explosión a demasiada altura y aquel planeta. en lugar de quedar totalmente desintegrado, fue hecho pedazos, convirtiéndose en millares de piedras que siguieron órbitas irregulares entre las órbitas del colosal planeta quinto y el octavo, que era un pequeño cuerpo celeste en torno al cual gravitaban dos diminutos satélites. El noveno planeta, por supuesto, no sufrió daño alguno; siguió gravitando serenamente por el espacio, acompañado por su pálido satélite y transportando su carga de formas biológicas elementales.
Los Koax realizaron la misión que se habían propuesto cumplir. Habían calculado alcanzar el séptimo planeta y lo consiguieron, aniquilándolo.
Pero aquel éxito ya figuraba en la única carta celeste que tenían como guía. Si lo hubiesen interpretado bien, hubieran visto que...
Así, mientras el sexto planeta fue hecho pedazos por accidente, el séptimo desapareció sin dejar rastro. Pues el orden era: Plutón, Neptuno, Urano, Saturno, Júpiter, el planeta que se convirtió en cinturón de asteroides, el planeta destruido por T, Marte, la Tierra, Venus, Mercurio...
En el noveno planeta, los moluscos se movían suavemente, bañados por los brillantes rayos solares, que se filtraban a través del agua...
FIN
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