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jueves, 23 de mayo de 2013

Arthur C. Clarke - CUENTOS DE LA TABERNA DEL CIERVO BLANCO

Arthur C. Clarke

CUENTOS DE LA
TABERNA DEL
CIERVO BLANCO



SILENCIO, POR FAVOR
Se llega a «El Ciervo Blanco» de forma inesperada, a través de una de esas
callejas anónimas que bajan desde la calle Fleet hasta Embankment. Sería
inútil explicarles dónde se encuentra; muy pocas personas, aun
proponiéndoselo, han conseguido llegar. Para las doce primeras visitas es
imprescindible la ayuda de un guía; después todo consiste en cerrar los ojos y
confiar en el propio instinto, y a lo mejor se tiene suerte. Además, para ser
sincero, no queremos más clientes, al menos no en nuestra noche. Ya hay
demasiados, y el espacio escasea. Por tanto, lo único que añadiré sobre su
localización es que, de vez en cuando, el edificio tiembla con las vibraciones de
una imprenta, y que puede verse el Támesis asomándose a la ventana del
servicio de caballeros.
Desde el exterior parece un bar como cualquier otro, y, en realidad, así es
durante cinco días a la semana.
En el piso bajo se encuentran la taberna y el salón, decorados según la
tradición; paneles de madera de roble, cristales traslúcidos, las botellas tras la
barra, las asas de los barriles de cerveza..., nada fuera de lo común. Se ha
hecho una única concesión al siglo veinte: la máquina de discos de la taberna.
La instalaron durante la guerra, en un intento estúpido de que los soldados
americanos se sintieran como en casa, y una de las primeras medidas que
nosotros tomamos fue asegurarnos de que no existiera peligro alguno de que
volviera a funcionar.
Creo que ya va siendo hora de explicar quiénes somos «nosotros». No va a
ser fácil, porque elaborar una lista completa de los clientes de «El Ciervo
Blanco» sería casi imposible y, en cualquier caso, terriblemente aburrido. Sólo
diré que «nosotros» podemos dividirnos en tres categorías principales. En
primer lugar, los periodistas, escritores y editores. Los periodistas, como es
lógico, llegaron aquí procedentes de la calle Fleet. Los que no tuvieron éxito,
huyeron a alguna otra parte. En cuanto a los escritores, la mayoría había oído
hablar a otros colegas sobre nosotros, vinieron en busca de material y
quedaron atrapados.
Allí donde hay escritores, tarde o temprano aparecen los editores. Si Drew, el
dueño, se llevara un porcentaje del negocio literario que se realiza en su
establecimiento, a estas alturas sería un hombre rico. (Sospechamos que lo es,
de todas maneras.) Uno de los miembros más ocurrentes de nuestro grupo
señaló en una ocasión que es muy corriente ver a media docena de escritores
discutiendo airadamente con un editor implacable en una esquina de «El Ciervo
Blanco», mientras en otra media docena de editores indignados discuten con
un autor implacable.
Por el momento, ya le hemos hablado bastante de los literatos, pero debo
advertir que más adelante habrá ocasión para observarles de cerca. Ahora
pasemos brevemente a los científicos. ¿Cómo llegaron aquí?
Birkbeck College está al otro lado de la calle, y el King's solamente a unos
cientos de yardas en dirección al Strand. Sin duda, la proximidad lo explica en
gran parte, y, de nuevo, los comentarios favorables por parte de amigos y
colegas desempeñaron un papel importante. Además, muchos de nuestros
científicos son escritores, y no pocos escritores, científicos. Un tanto confuso,
pero nos gusta que así sea.
La tercera parte de nuestro microcosmo está formada por lo que podríamos
denominar, si bien de forma un tanto imprecisa, «profanos interesados». El
barullo general les atrajo a «El Ciervo Blanco», y disfrutaron tanto de la
conversación y del ambiente que ahora vienen puntualmente todos los
miércoles, el día en que nos reunimos todos. A veces no resisten nuestro ritmo
y abandonan, pero siempre llegan nuevas remesas.
Con semejantes ingredientes, no puede sorprender que los miércoles de «El
Ciervo Blanco» nunca sean aburridos. No sólo se cuentan historias notables
aquí, sino que también han ocurrido cosas notables. Por ejemplo, aquella vez
en que el profesor... pasó por aquí camino de Harwell y olvidó un maletín que
contenía... en fin, será mejor no hurgar en ello, aunque entonces sí lo hicimos.
Y qué interesante resultó... Los agentes rusos me encontrarán en el rincón del
tablero de dardos. Me vendo caro, pero puedo llegar a un acuerdo razonable.
Ahora que caigo en la cuenta, me sorprende el pensar que a ninguno de mis
colegas se les haya ocurrido escribir estas historias. ¿Será que al estar tan
cerca del bosque no pueden ver los árboles? ¿O será falta de incentivo? No, la
última explicación es difícil de mantener: muchos de ellos están tan faltos de
dinero como yo, y se quejan con igual amargura de la regla de oro que ha
establecido Drew: «NO SE FIA». Mi único temor, mientras mecanografío estas
líneas en la vieja máquina «Remington Silenciosa», es que John Christopher o
George Whitley o John Beynon estén ya enfrascados en su trabajo, utilizando
la mejor parte del material, por ejemplo, aquella historia sobre el Silenciador
Fenton...
No sé cuándo empezó; los miércoles son todos muy parecidos, y es difícil
asociarles datos concretos. Además, algunas personas pueden permanecer
anónimas durante un par de meses, perdidas entre la multitud de «El Ciervo
Blanco» antes de que nadie se percate de su existencia. Probablemente así le
ocurrió a Harry Purvis, porque cuando por primera vez me di cuenta de que
estaba allí, él ya se había aprendido los nombres de la mayoría de las
personas de nuestro grupo. Algo que yo no hago muy a menudo en estos
tiempos, ahora que lo pienso.
Pero aunque no sepa cuándo, sí que recuerdo con exactitud como empezó
todo. Bert Huggins era el catalizador o, para ser más preciso, lo era su voz. La
voz de Bert puede catalizar cualquier cosa. Cuando se permite un susurro
confidencial, suena como un sargento mayor dando órdenes a un regimiento
completo. Y en cuanto se desmanda, la conversación languidece mientras
todos esperamos a que esos huesecillos del oído interno recuperen su lugar
habitual.
Se había peleado con John Christopher (todos lo hacemos tarde o temprano)
y los gritos de la pelea habían interrumpido a los jugadores de ajedrez
sentados en la parte de atrás del salón. Como de costumbre, los dos jugadores
estaban rodeados de mirones, y todos nos levantamos sobresaltados cuando el
bramido de Bert restalló sobre nuestras cabezas. Cuando desaparecieron los
ecos, alguien exclamó: —¡Ojalá hubiera algún modo de hacerle callar!
Fue entonces cuando Harry Purvis replicó: —Lo hay, aunque no lo crea.
Miré a mi alrededor sin reconocer la voz y vi a un hombre bajo, trajeado
impecablemente, como de unos treinta y tantos años. Fumaba en una de esas
pipas talladas alemanas, que siempre me hacen pensar en los relojes de cuco
y en la Selva Negra. Este detalle era lo único fuera de lo común en su aspecto:
sin la pipa podía habérsele confundido con un funcionario del Tesoro de
segunda categoría, adecuadamente vestido para una reunión del Comité de
Hacienda Pública.
—¿Cómo dice? —pregunté.
No hizo el menor caso, sino que se enfrascó en el minucioso arreglo de su
pipa.
Entonces me di cuenta de que no era, como yo creí a primera vista, una
elaborada pieza de madera tallada. Se trataba de algo mucho más sofisticado:
un artilugio de metal y plástico parecido a una planta de ingeniería química en
miniatura. Tenía incluso un par de válvulas diminutas. ¡Dios mío, sí era una
planta de ingeniería química...!
No me sorprendo fácilmente, pero no intenté ocultar mi curiosidad. Me dirigió
una sonrisa de superioridad.
—Todo sea por la ciencia. Es una idea del Laboratorio de Biofísica. Quieren
saber con exactitud qué elementos componen el humo del tabaco, y por éso
han colocado estos filtros. Supongo que ya conoce el viejo argumento:
¿produce el fumar cáncer de lengua, y si así fuera, de qué forma ? El problema
consiste en que se necesitan muchísimas destilaciones para identificar algunos
de los subproductos más oscuros. Así que tenemos que fumar en grandes
cantidades.
—¿No le quita placer semejante sistema de tuberías?
—No sé. Soy simplemente un voluntario. Yo no fumo.
—¡Ah! —dije. De momento, ésa parecía ser la única respuesta. Entonces
recordé cómo había empezado la conversación.
—Estaba usted diciendo —continué con cierto reparo, porque todavía sonaba
un ligero tintineo en mi oído izquierdo— que existe una manera de hacer callar
a Bert. A todos nos gustará oírlo... aunque parezca una extraña mezcla de
metáforas.
—Pensaba —replicó tras unas cuantas chupadas— en el desafortunado
Silenciador Fenton. Una triste historia, y, sin embargo, creo que con una
interesante lección para todos nosotros. Algún día —¿quién sabe?— alguien
podría perfeccionarlo y ganarse las bendiciones de todo el mundo.
Chupada, pompa, pompa, plop.
—Bueno, cuéntenos la historia. ¿Cuándo ocurrió? Suspiró.
—Casi siento el haberla mencionado. Pero si ustedes insisten —y, por
supuesto, partiendo de la base de que no saldrá de esta habitación...
—Claro, claro.
—Bien, Rupert Fenton era uno de nuestros ayudantes de laboratorio. Un
joven muy brillante, con una buena preparación técnica, pero, naturalmente, no
muy ducho en teoría. Siempre estaba fabricando chismes durante su tiempo
libre. Por lo general, la idea era buena, pero con fundamentos teóricos tan
endebles, que los aparatos casi nunca funcionaban. Este hecho no parecía
descorazonarle: creía ser un Edison redivivo, e imaginaba que podía hacer una
fortuna con lámparas de radio y otros desechos del laboratorio. Como su
pasatiempo no interfería con el trabajo, nadie se oponía; por el contrario, los
ayudantes del laboratorio de física siempre le estaban animando, porque, al fin
y al cabo, es reconfortante ver a alguien entusiasmado. Pero nadie pensaba
que llegaría muy lejos, porque ni siquiera creo que fuera capaz de integrar e
elevado a x.
—¿Es posible tal ignorancia?— preguntó alguien con asombro.
—Puede que esté exagerando. Digamos x por e elevado a x. De todas
formas, sus conocimientos eran enteramente prácticos; rutina, en una palabra.
Por muy complicado que fuera un esquema, podía construir el aparato, pero, a
no ser que se tratara de algo realmente simple, como un televisor, no entendía
el funcionamiento. El problema consistía en que no era consciente de sus
limitaciones. Y eso, como verán, fue realmente una desgracia.
Creo que se le debió ocurrir la idea mientras observaba a los estudiantes de
física hacer experimentos de acústica. Doy por sentado que todos ustedes
conocen el fenómeno de la interferencia.
—¡Naturalmente!— contesté.
—¡Eh!— dijo uno de los jugadores de ajedrez, que había abandonado todo
intento de concentrarse en el juego (probablemente porque iba perdiendo)—.
Yo no.
Purvis le miró como si estuviera contemplando a un ser sin derecho a habitar
en un mundo en el que se había inventado la penicilina.
—En ese caso —dijo fríamente— supongo que tendré que explicarlo —ignoró
nuestras protestas—. No, insisto. Hay que explicar estas cosas a quien no las
entienden. Si alguien se lo hubiera explicado al pobre Fenton antes de que
fuera demasiado tarde...
Miró un tanto despectivamente al jugador de ajedrez, que estaba muerto de
vergüenza.
—No sé —empezó a decir— si alguna vez se ha parado a pensar sobre la
naturaleza del sonido. Es suficiente con decir que consiste en varias series de
ondas que se mueven a través del aire. No son, por supuesto, ondas como las
que se producen en la superficie del mar. Esas ondas son movimientos de
subida y bajada, en tanto que las ondas sonoras consisten en una alternancia
de compresiones y rarefacciones.
—¿Rarequé?
—Rarefacciones.
—¿No querrá decir «rarificaciones»?
—No. Dudo que exista semejante palabra, pero si así fuera, no debería existir
—contestó secamente Purvis, con el aplomo de un Sir Alan Herbert vertiendo
un neologismo singularmente repulsivo en su frasco mortal—. ¿Por dónde iba?
¡Ah, ya!, estaba explicando el sonido. Cuando producimos cualquier tipo de
ruido, desde el susurro más delicado hasta esa conmoción que nos ha
atronado hace un momento, una serie de cambios de presión se mueve a
través del aire. ¿Han visto alguna vez una locomotora de maniobras en
funcionamiento en una vía muerta? Sería un ejemplo perfecto. Tenemos una
larga hilera de vagones de mercancías, unidos unos a otros. Un extremo se
mueve, los dos primeros vagones comienzan a andar juntos y entonces se
puede apreciar la onda de compresión moviéndose en toda la línea. Detrás
ocurre justo lo contrario: la rarefacción, —insisto, rarefacción— a medida que
los vagones se separan de nuevo.
Es muy sencillo cuando existe una sola fuente de sonido, es decir, un sólo
conjunto de ondas. Pero supongamos que tuviésemos dos tipos de ondas,
ambas moviéndose en la misma dirección. Es entonces cuando se produce la
interferencia, y existen cientos de experimentos curiosos en física elemental
que así lo demuestran. Sobre lo único que habría que preocuparse en este
caso sería sobre el hecho —e imagino que todos estarán de acuerdo, ya que
es evidente— de que si se pudieran obtener dos grupos de ondas en perfecta
disonancia, el resultado total sería ni más ni menos que cero.
El pulso de compresión de una onda sonora estaría por encima de la
rarefacción de otra; resultado neto: no habría posibilidad de cambio y, por
tanto, no se produciría sonido alguno. Volviendo a la analogía con la hilera de
vagones, sería como tirar del vagón y empujarlo simultáneamente. No pasaría
absolutamente nada.
Sin duda, algunos de ustedes ya sabrán a dónde quiero llegar, y
comprenderán el principio básico del Silenciador Fenton. Supongo que el joven
Fenton utilizó el siguiente argumento: «Este mundo nuestro», se diría a sí
mismo, «es demasiado ruidoso. Si alguien consiguiera inventar un silenciador
realmente perfecto, podría obtener una gran fortuna. ¿Pero, cómo tendría que
ser...?»
No le llevó demasiado tiempo dar con la respuesta; ya les dije que era un
muchacho brillante. El modelo piloto no tenía gran complicación. Consistía en
un micrófono, un amplificador especial y un par de altavoces. Cualquier sonido
podía ser recogido por el micrófono, amplificado e invertido, de tal modo que
quedara totalmente desfasado con respecto al sonido original. Después,
pasaba a través de los altavoces, la onda original y la nueva se destruían, y el
resultado final era silencio absoluto.
Por supuesto, era algo más complejo. Necesitaba un ajuste para asegurarse
de que la onda destructura poseía la intensidad adecuada —de otro modo,
sería incluso peor que al principio. Pero éstos son detalles técnicos con los que
no les aburriré por más tiempo. Como muchos de ustedes reconocerán, es una
simple aplicación de un feed back negativo.
—¡Un momento!— interrumpió Eric Maine. Eric, debo decirlo, es un experto
en electrónica y edita no sé qué revista sobre televisión. También ha escrito
una obra de teatro sobre un viaje espacial, pero esa es otra cuestión.
—¡Un momento! Aquí hay algo falso. No se puede obtener silencio de esa
manera. Es imposible ajustar la fase...
Purvis se colocó de nuevo la pipa en la boca. Durante unos segundos se oyó
un burbujeo siniestro que me hizo pensar en el primer acto de Macbeth. Clavó
sus ojos en Eric.
—¿Sugiere usted —dijo fríamente— que esta historia es falsa?
—Bueno, no diría tanto, pero... —la voz de Eric se desvaneció como si le
hubieran aplicado el silenciador. Sacó un sobre viejo del bolsillo, junto a una
colección de resistores y condensadores que parecían enredados en el
pañuelo, y comenzó a trazar números. Eso fue lo último que se le vio hacer
durante algún tiempo.
—Como estaba diciendo —continuó Purvis pausadamente—, ésa es la forma
en que el Silenciador Fenton funcionaba. El primer modelo no era muy potente,
y no podía enfrentarse con notas muy bajas o muy altas. El resultado era
extraño. Cuando estaba enchufado, y alguien intentaba hablar, podían
escucharse los dos extremos del espectro —un débil chillido como de
murciélago y una especie de rumor sordo—. Pero lo solucionó en seguida
utilizando un circuito más lineal (¡maldición, no puedo evitar el usar algunos
términos técnicos!), y en el modelo perfeccionado podía producir silencio
absoluto sobre un área bastante considerable. No sólo en una habitación
corriente, sino en una estancia de grandes dimensiones. Sí... Fenton no era
uno de esos inventores reservados que no cuentan a nadie sus propósitos por
temor a que les roben las ideas. Siempre estaba dispuesto a hablar, incluso en
exceso. Discutía sus ideas con el personal y los estudiantes, en cuanto alguien
quería escucharle. Así fue como una de las primeras personas a quienes hizo
una demostración del Silenciador perfeccionado, fue un estudiante de Arte
llamado —creo—, Kendall, que estudiaba física como asignatura
complementaria. Kendall quedó muy impresionado por el Silenciador, y con
razón. Pero, como podrán suponer, no estaba interesado en sus posibilidades
comerciales, o en el bombazo que podría suponer para los escandalizados
oídos de la humanidad doliente. Ni hablar. Tenía algo muy distinto en su mente.
Permítanme una pequeña digresión. En la Escuela tenemos una Asociación
Musical floreciente, y en los últimos años ha aumentado el número de sus
miembros de tal forma que ya puede abordar las sinfonías menos complicadas.
En el año en que ocurrieron los hechos de que estoy hablando, se hallaba
embarcada en una empresa muy ambiciosa. Iba a poner en escena una nueva
ópera, la obra de un joven compositor de gran talento, cuyo nombre no sería
oportuno mencionar, dado que ahora es bien conocido de todos ustedes.
Llamémosle, por tanto, Edward England. He olvidado el título de la obra, pero
era uno de esos severos dramas de amor trágico que por alguna razón que soy
incapaz de comprender, parecen menos ridículos con acompañamiento
musical. Sin duda, una gran parte depende de la música.
Todavía recuerdo estar leyendo la sinopsis mientras esperaba a que se
alzara el telón, y hasta la fecha no he sido capaz de saber si el libreto estaba
escrito en serio o no. Vamos a ver... se desarrollaba al final de la época
victoriana, y los principales personajes eran Sarah Stampe, la apasionada
administradora de correos, Walter Partridge, el guardabosques saturnino, y el
hijo del terrateniente, cuyo nombre no recuerdo. Es la historia del eterno
triángulo, complicado por el temor de los campesinos al cambio —en este caso,
el nuevo sistema telegráfico, que según las viejas del lugar afectaría a la leche
de las vacas y traería problemas en la época de reproducirse las ovejas—.
Pasando por alto los adornos, era el típico drama de celos operísticos. El hijo
del terrateniente no quiere emparentarse con la Oficina de Correos, y el
guardabosques, enloquecido por la negativa, se dispone a vengarse.
La tragedia alcanza su terrible punto culminante cuando la pobre Sarah,
estrangulada con cordón de empaquetar, es hallada en una saca de correo en
el Departamento de Cartas Perdidas. Los habitantes del pueblo cuelgan a
Partridge del poste de telégrafos más cercano, con el consiguiente disgusto de
los celadores. Tenía que cantar un aria mientras le colgaban: éso es algo que
me duele haber perdido.
El hijo del terrateniente se da a la bebida, o se marcha a las colonias, o
ambas cosas a la vez, y eso es todo.
Seguro que estarán ustedes preguntándose a qué viene esta disquisición: les
pido que me escuchen un momento. El hecho es que mientras ensayaban esta
historia de celos sintéticos, tras los bastidores se desarrollaba una tragedia
real. La joven que desempeñaba el papel de Sarah Stampe había rechazado a
Kendall, el amigo de Fenton. No creo que fuera una persona particularmente
vengativa, pero lo cierto es que vio una oportunidad única para vengarse. Hay
que reconocer que la vida de estudiante favorece cierta irresponsabilidad, y en
idénticas circunstancias, ¿cuántos de nosotros habrían dejado escapar
semejante oportunidad?
Veo que empiezan a entender. Pero el auditorio no tenía la menor sospecha
de lo que ocurría cuando comenzó la obertura.
La concurrencia era de lo más distinguida: todo el mundo había acudido,
incluso el Rector. Se veían decanos y profesores por todas partes; nunca
llegué a descubrir cómo habían conseguido que acudiera tanta gente. Ahora
que lo pienso, no recuerdo ni siquiera por qué estaba yo allí.
La obertura acabó entre aplausos y algún que otro silbido por parte de los
más ruidosos. Quizá sea injusto; en realidad ellos eran los más melodiosos.
Entonces se alzó el telón. La escena se desarrollaba en la plaza del pueblo
de Doddering Sloughleigh, alrededor de 1860. Aparece la heroína, leyendo el
correo de la mañana. Encuentra una carta dirigida al joven terrateniente y
rápidamente se lanza a cantar.
El primer aria de Sarah no era tan mala como la obertura, pero sí muy
aburrida. Afortunadamente, sólo tendríamos ocasión de escuchar las primeras
notas...
No es necesario preocuparse de detalles sin importancia, tales como la forma
en que Kendall convenció al pobre Fenton, si es que el inventor siquiera llegó a
sospechar cómo se iba a utilizar su descubrimiento. La demostración fue muy
convincente. Un silencio absoluto cubrió la sala, y Sarah Stampe se apagó de
forma similar a un programa de televisión cuando se quita el sonido. El público
quedó helado en sus asientos, mientras los labios de la cantante se movían sin
producir sonido alguno. De repente, se dio cuenta de lo que ocurría y vimos
cómo abría la boca intentando gritar. Huyó hacia los bastidores en medio de
una lluvia de cartas.
Inmediatamente se produjo un caos indescriptible. Durante unos minutos
todos creían haber perdido el sentido del oído, hasta que, viendo al resto
comportarse de forma extraña, comprendieron que era una privación
generalizada. Algún miembro del Departamento de Física debió entender en
seguida lo que ocurría, porque empezaron a circular papelitos por la primera
fila. El Vicerrector cometió la imprudencia de intentar restablecer el orden con
gestos desde el escenario. Para entonces yo estaba tan muerto de risa que era
incapaz de apreciar tales detalles.
No quedaba otra posibilidad que salir de la sala, y todos nos apresuramos a
hacerlo. Creo que Kendall se había escapado, tan impresionado por el efecto
de su treta que ni se ocupó de desenchufar el aparato. Tenia miedo de que le
cogieran y le lincharan. En cuanto a Fenton, desgraciadamente nunca
conoceremos su versión de la historia. Sólo podemos reconstruir los hechos
posteriores a partir de la evidencia que quedó.
Tal y como yo lo imagino, debió esperar a que se vaciara la sala y a
continuación entró sigilosamente para desenchufar su aparato. La explosión se
pudo escuchar en toda la Escuela.
—¿La explosión?— preguntó alguien con sorpresa.
—Por supuesto. Me estremezco al pensar que nos salvamos por los pelos.
Unas cuantas decenas de decibelios más, unos cuantos tonos más... y menos
mal que no sucedió: cuando el teatro estaba aún lleno. Considérenlo como un
ejemplo de los designios inescrutables de la Providencia, el que sólo el inventor
fuera afectado por la explosión. Quizá fue lo mejor que podía haber ocurrido: al
menos murió en su momento triunfal, y antes de que el Decano lo alcanzase.
—Basta de moralejas. ¿Qué ocurrió?
—Bueno, les dije que Fenton estaba muy verde en teoría. Si hubiera
investigado el aspecto matemático del silenciador, habría dado con el error. El
problema consiste en que la energía es indestructible. Incluso cuando se anula
una sucesión de ondas con otra. Lo único que ocurre entonces es que la
energía neutralizada se acumula en otro sitio. Es como barrer toda la suciedad
de una habitación, a cambio de un montón invisible debajo de la alfombra.
Fijándonos en el aspecto teórico, el aparato de Fenton no era tanto un
silenciador como un colector de sonido. Mientras estaba en funcionamiento,
absorbía energía sonora constantemente. Y en ese concierto alcanzó la
máxima potencia. Lo entenderían mejor si conocieran alguna composición de
Edward England. Además, hay que tener en cuenta los ruidos producidos por el
público —o mejor dicho, los ruidos que intentaban producir— en medio de la
confusión. La cantidad total de energía debió ser tremenda, y el pobre
Silenciador tuvo que absorberla. ¿Dónde fue a parar? Bueno, no conozco los
detalles del circuito pero, probablemente, a los condensadores de energía.
Cuando Fenton empezó a juguetear con él otra vez, fue como tocar una
bomba. El sonido de sus pasos fue la gota que colmó el vaso. El aparato,
sobrecargado, no pudo resistir más y explotó.
Nadie dijo una palabra durante unos minutos, quizá en señal de respeto por
el difunto señor Fenton. Entonces Eric Maine, que había estado en la esquina
mascullando sobre sus cálculos durante los últimos diez minutos, se abrió
camino a través de los asistentes. Blandía agresivamente un trozo de papel
delante de él.
—¡Eh! —dijo—. Yo tenía razón. Ese chisme nunca pudo funcionar. Las
relaciones entre la fase y la amplitud...
Purvis le hizo callar con un gesto de displicencia.
—Es lo que acabo de explicar —dijo pacientemente—. Si hubiera
escuchado... Es una lástima que a Fenton le costara la vida descubrirlo.
Miró su reloj. Por alguna razón, parecía tener prisa por irse.
—¡Dios mío! Se está haciendo tarde. Recuérdenme uno de estos días que
les hable de una cosa extraordinaria que descubrimos con el nuevo
microscopio de protón. Es una historia aún más interesante.
Casi había alcanzado la puerta antes de que nadie pudiera contradecirle.
Entonces George Whitley recobró la voz.
—Pero bueno, ¿cómo es posible que nunca hayamos oído hablar de este
asunto? —Preguntó perplejo.
Purvis se paró en el umbral; su pipa burbujeó enérgicamente al recuperar el
ritmo acostumbrado. Se volvió a mirarnos por encima del hombro.
—Es lo único que podíamos hacer —replicó—. No queríamos un escándalo.
De mortuis nil nisi bonum: ya sabe. Además, dadas las circunstancias, ¿no
creen que lo mas apropiado era... echar tierra sobre el asunto? Muy buenas
noche a todos.
CAZA MAYOR
A pesar de que, según la opinión general, Harry Purvis no tiene rival entre los
clientes de «El Ciervo Blanco» como narrador de historias extrañas (aunque
algunas sean un tanto exageradas), no se debe pensar que su posición nunca
se haya visto amenazada. En ocasiones, se ha eclipsado temporalmente.
Siempre es entretenido observar el desconcierto de un experto, y debo
confesar que me produce cierto placer recordar cómo el Profesor Hinckelberg
venció a Harry en su propio terreno.
A lo largo del año, recibimos muchos visitantes americanos en «El Ciervo
Blanco». Al igual que los clientes habituales, se trata generalmente de
científicos u hombres de letras, por lo que el libro de visitantes que Drew
guarda tras la barra contiene muchos nombres famosos. A veces los recién
llegados vienen solos, presentándose tímidamente a la menor oportunidad.
(Una vez vino un Premio Nobel tan apocado que estuvo sentado en una
esquina durante una hora sin que nadie le reconociera, hasta que, haciendo de
tripas corazón, se atrevió a decir quién era.) Otros llevan cartas de
presentación, y no pocos llegan acompañados por clientes habituales, que
después les dejan que se las arreglen como puedan.
El profesor Hinckelberg aterrizó una noche a bordo de un enorme Cadillac
con la parte trasera en forma de cola de pez, que le habían prestado en el
parque móvil de la plaza de Grosvenor. Sólo Dios sabe cómo se las había
arreglado para introducirse por las estrechas calles laterales que llevan a «El
Ciervo Blanco», pero, sorprendentemente, los parachoques parecían intactos.
Era un hombre alto y encorvado, con ese tipo de cara, mezcla de Henry Ford y
Wilbur Wright que generalmente acompaña al habla lenta y taciturna del
pionero tostado por el sol. No era éste el caso del profesor Hinckelberg.
Hablaba como un disco de larga duración a setenta y ocho revoluciones por
minuto. En diez segundos nos enteramos de que era zoólogo y daba clases en
una universidad de Virginia del Norte, que estaba de vacaciones, que trabajaba
en un proyecto sobre el plancton para el Departamento de Investigación Naval,
que le encantaba Londres e incluso le gustaba la cerveza inglesa, que había
sabido de nuestra existencia a través de una carta en Science pero no podía
creer que fuera cierto, que Stevenson no estaba mal, pero que si los
demócratas querían volver deberían importar Winston, que le gustaría saber
por qué demonios todas nuestras cabinas telefónicas estaban estropeadas y
recuperar la pequeña fortuna en monedas de dos peniques que le habían
robado, que había demasiados vasos vacíos, y ¿qué les parecería volver a
llenarlos?
En general, la táctica de choque del profesor fue bien acogida, pero cuando
hizo una pausa momentánea para recobrar el aliento, pensé: «Harry debe tener
cuidado. Este tipo le da cien vueltas». Miré a Purvis, que estaba a unos cuantos
pasos de mí, y vi que había fruncido los labios en una ligera mueca de
desaprobación. Me arrellané en mi silla a la espera de acontecimientos.
Pasó mucho tiempo hasta que Hinckelberg fue presentado a todo el mundo,
porque aquella noche había mucha gente. Harry, normalmente tan dispuesto a
conocer personas célebres, parecía querer quitarse de en medio. Pero,
finalmente, lo acorraló Arthur Vincent, que actúa como secretario informal del
club y se asegura de que todos firmen en el libro de visitas.
—Estoy seguro de que usted y Harry tendrán mucho de qué hablar—dijo
Arthur en una explosión de entusiasmo inocente—. Los dos son científicos, ¿no
es cierto? A Harry le han ocurrido las cosas más extraordinarias. Cuéntale al
profesor aquella historia sobre el U-235 que encontraste en el buzón del
correo...
—No creo que el profesor... Hinckelberg esté interesado en mis pequeñas
aventuras —dijo Harry con vivacidad—. Seguro que él tendrá mejores cosas de
qué hablarnos.
He dado vueltas a esa respuesta muchas veces. No era propia de él.
Generalmente, con un comienzo como aquel, Purvis se habría lanzado a hablar
sin mayor dilación.
Quizá estuviera midiendo las fuerzas del enemigo, esperando a que el
profesor cometiera el primer error para atacarle de frente. Si esta es la
explicación, había juzgado equivocadamente a su contrincante, porque no le
dio ninguna oportunidad. El profesor Hinckelberg despegó a propulsión y al
instante se hallaba en pleno vuelo.
—¡Qué curioso que haya dicho eso! —dijo—. Precisamente hace poco me
ocupé de un caso realmente extraordinario. Es una de esas cosas que no
pueden considerarse como propiamente científicas, y me parece ésta una
buena ocasión para desahogarme. No puedo hacerlo a menudo debido a las
malditas medidas de seguridad, pero hasta la fecha nadie se ha ocupado de
clasificar los experimentos del doctor Grinnell, por lo que hablaré sobre ellos,
pues actualmente no constituyen un secreto.
Al parecer, Grinnell era uno de los múltiples científicos dedicados a
interpretar el funcionamiento del sistema nervioso mediante circuitos eléctricos.
Había empezado, como Grey Walter, Shannon y tantos otros, por construir
modelos capaces de reproducir las acciones más simples de las criaturas
vivientes. Su mayor triunfo en este sentido era un gato mecánico que cazaba
ratones y que caía de pie cuando le arrojaban desde cierta altura. Pero
rápidamente se había desviado en otra dirección, debido al descubrimiento de
lo que él denominaba «inducción neural». Simplificando, se trataba nada
menos que de un método para controlar el comportamiento de los animales.
Desde hace muchos años se sabe que todos los procesos mentales van
acompañados por la emisión de corrientes eléctricas muy pequeñas, y durante
mucho tiempo ha sido posible registrar estas complicadas fluctuaciones, pero
aún no se han podido interpretar con exactitud. Grinnell no abordó la difícil
tarea del análisis; se trataba de algo mucho más sencillo, aunque los
resultados fueran muy complicados. Aplicó el dispositivo de registro a varios
animales y con los resultados obtenidos formó una pequeña biblioteca, si así se
le puede llamar, de impulsos eléctricos asociados a sus comportamientos. Un
determinado patrón de voltaje se correspondería con un movimiento a la
derecha, otro con un desplazamiento en círculo, otro con la inmovilidad total, y
así sucesivamente. Ya suponía un descubrimiento muy interesante, pero
Grinnell no se conformó sólo con eso. Mediante el play-back de los impulsos
que había grabado, podía obligar a los animales a repetir un movimiento, tanto
si querían como si no.
Casi todos los neurólogos admitirían que tal cosa es posible en teoría, pero
pocos creerían que pudiera llevarse a la práctica debido a la tremenda
complejidad del sistema nervioso. Grinnell había hecho sus primeros
experimentos sobre formas de vida muy elementales, obteniendo respuestas
relativamente simples.
—Sólo vi uno de sus experimentos —dijo Hinckelberg—. Se trataba de una
babosa de gran tamaño que se arrastraba sobre un cristal horizontal. Le había
colocado media docena de cables diminutos que llegaban hasta un panel de
control que Grinnell manipulaba. Sólo tenía dos conmutadores, y mediante las
modificaciones adecuadas obligaba a la babosa a moverse en cualquier
dirección. A los ojos de un profano podría parecer un experimento trivial, pero
yo comprendí en seguida sus tremendas implicaciones. Recuerdo haberle
dicho a Grinnell que tenía la esperanza de que su mecanismo nunca se
aplicara a seres humanos. Acababa de leer 1984, de Orwell, e imaginaba lo
que El Gran Hermano habría sido capaz de hacer con un chisme como aquel.
Como siempre tengo mucho trabajo, me olvidé por completo del asunto
durante un año. Para entonces, Grinnell había mejorado considerablemente su
aparato, y lo había aplicado a organismos más complejos, aunque por razones
técnicas se había limitado a los invertebrados.
Poseía un almacén enorme de «órdenes», susceptibles de ser repetidas a
sus animales. Parece mentira que seres tan diferentes como gusanos,
caracoles, insectos, crustáceos y otros muchos, reaccionaran bajo los mismos
impulsos eléctricos, pero así es.
Si no hubiera sido por el doctor Jackson, Grinnell se habría encerrado en su
laboratorio el resto de su vida, recorriendo poco a poco todo el reino animal.
Jackson era un hombre extraordinario; seguramente habrán visto alguna
película suya. En algunas esferas se le consideraba más como un aficionado
en busca de publicidad que como un auténtico científico, y los círculos
académicos desconfiaban de él porque tenía demasiados intereses. Había
dirigido expediciones al desierto de Gobi, al Amazonas, e incluso había hecho
una incursión al Antártico. Cada viaje le había supuesto un éxito editorial y
varias millas de Kodachrome. Y a pesar de los informes en contra, creo que
efectivamente había obtenido materiales científicos de gran valor, si bien un
tanto accesorios.
No sé cómo se enteraría Jackson del trabajo de Grinnell, o cómo le
convenció para que cooperase. Era muy persuasivo, y seguramente le ofreció a
Grinnell una gran suma, porque era de esa clase de persona que se gana la
confianza de los inversionistas. Fuera como fuese, a partir de entonces Grinnell
empezó a trabajar rodeado del mayor de los secretos. Todo lo que sabíamos
era que estaba construyendo una versión mayor de su aparato, al que había
incorporado los refinamientos más recientes. Cuando se le preguntaba, se
retorcía nerviosamente y contestaba: «Nos vamos de caza mayor».
Tardó un año en prepararlo todo, y supongo que Jackson —que siempre
andaba con prisas— debía estar muy impaciente. Pero al fin estuvo todo listo.
Grinnell y todas sus cajas misteriosas desaparecieron en dirección a África.
Aquí puede verse la mano de Jackson. Me imagino que no querría publicidad
prematura, algo muy comprensible si se considera la naturaleza un tanto
fantástica de la expedición. Según los indicios con los que nos despistó a todos
premeditadamente, como descubriríamos más tarde, esperaba obtener
fotografías insólitas de animales en estado salvaje, utilizando el aparato de
Grinnell. Me pareció un poco raro, a no ser que Grinnell hubiera conseguido
conectar el mecanismo a un radio-transmisor. No parecía probable que pudiera
conectar los cables a un elefante en plena embestida...
Pero ya habían pensado en eso; la solución era evidente. El agua del mar
constituye un buen conductor. No pensaban ir a África ni por asomo, sino al
Atlántico. Pero no nos habían mentido: iban de caza mayor, desde luego. La
mayor caza posible.
Nunca nos habríamos enterado de lo que ocurrió de no ser por las charlas
entre el radiotelegrafista del barco y un radioaficionado amigo suyo en los
Estados Unidos. Seguimos el curso de los acontecimientos a través de sus
comentarios. El barco de Jackson —un yate pequeño que había comprado a
bajo precio y transformado para la expedición— navegaba no lejos del
Ecuador, a la altura de la costa oeste de África y en la parte más profunda del
Atlántico. Grinnell estaba pescando; habían bajado los electrodos al abismo,
mientras Jackson esperaba, impaciente, con su cámara.
Pasó una semana antes de que capturaran la primera pieza. Para entonces,
todos estaban a punto de perder la paciencia. En la tarde de un día tranquilo,
los contadores de Grinnell empezaron a oscilar. Algo había quedado prendido
en la esfera de influencia de los electrodos.
Izaron el cable lentamente. Hasta entonces, el resto de la tripulación debía
pensar que estaban locos, pero todos se mostraron muy excitados cuando la
pieza se elevó a través de tantos miles de pies de oscuridad y alcanzó la
superficie.
No puede culparse al radiotelegrafista porque, desobedeciendo las órdenes
de Jackson, sintiera la necesidad de contar todo a un amigo una vez en tierra
firme.
No trataré de describir lo que vieron, porque un gran maestro ya lo hizo antes
que yo. Poco después de conocer el informe, abrí un ejemplar de Moby Dick y
releí el capítulo correspondiente. Aún puedo citarlo de memoria y creo que
nunca lo olvidaré. Dice lo siguiente, poco más o menos:
«Sobre el agua flotaba una gran masa pulposa, de varios estadios de longitud
y color crema oscuro, con innumerables brazos que, partiendo del centro, se
enroscaban y retorcían cual nido de anacondas, como si quisieran atrapar
cualquier desdichado objeto a su alcance.»
Sí; Grinnell y Jackson habían ido a la caza de la mayor criatura viviente, y la
más misteriosa. ¿La mayor? Seguramente, ya que el bathyteuthis puede
alcanzar los cien metros de largo. No es tan pesado como los cachalotes a los
que sirve de merienda, pero puede competir con ellos en longitud.
En éstas estaban, con aquella bestia monstruosa que ningún ser humano
había visto nunca en condiciones tan favorables. Parece que Grinnell estaba
sometiéndole a algunas pruebas mientras Jackson, en éxtasis, rodaba cientos
de yardas de película. No existía peligro alguno, a pesar de que el animal
duplicaba en tamaño al barco. Para Grinnell, se trataba simplemente de otro
molusco al que controlar como un muñeco con sus botones y conmutadores.
Cuando terminara, le dejaría nadar libremente y volver a su medio habitual,
aunque posiblemente le quedaría un poco de resaca.
¡Lo que daría por tener esa película! Aparte de su interés científico, valdría
una fortuna en Hollywood. Hay que admitir que Jackson sabía lo que se hacía;
conocía las limitaciones del aparato de Grinnell y lo utilizaba de la forma más
efectiva. Lo que ocurrió después no fue culpa suya.
El profesor Hinckelberg suspiró y bebió un largo sorbo de cerveza, como si
quisiera reunir fuerzas para terminar su relato.
—No; si a alguien puede culparse es al propio Grinnell. O, mejor dicho, era a
Grinnell, el pobre. Quizá estaba tan excitado que olvidó tomar una precaución
que, sin duda, habría tomado en el laboratorio. ¿Cómo explicar, si no, el hecho
de que no tuviera otros fusibles a mano cuando se fundieron los del
suministrador de energía?
Tampoco puede culparse al bathyteuthis. ¿A quién no le habría molestado
que le zarandeasen de tal forma? Cuando las órdenes cesaron y volvió a
sentirse dueño de sí mismo, tomó las medidas oportunas para que la situación
continuara así. Me pregunto si Jackson estuvo filmando hasta el «último
momento...»
PATENTE EN TRÁMITE
No hay ningún tema que no se haya discutido, tarde o temprano, en «El
Ciervo Blanco», y el hecho de que haya damas presentes, no supone ninguna
diferencia. Al fin y al cabo, saben el riesgo que corren al venir aquí. Ahora que
lo pienso, tres de ellas acabaron encontrando aquí marido, así que, quizá no
sean ellas quienes corran peligro...
Menciono esto porque no quisiera que creyeran que todas nuestras
conversaciones son terriblemente eruditas y científicas, y todas nuestras
actividades puramente cerebrales. Aunque predomina el ajedrez, los dardos y
los chinos también prosperan. Algunos clientes traen consigo el Times Literary
Supplement, la Saturday Review, el New Statesman o el Atlantic Monthly, pero
esas mismas personas son muy capaces de aparecer con el último número de
Narraciones Asombrosas de Pseudociencia.
También se llevan a cabo muchos negocios en los rincones más oscuros del
bar. Libros y revistas antiguas cambian a menudo de dueño, a precios
astronómicos, y casi todos los miércoles puede verse a tres vendedores muy
conocidos apoyados sobre la barra, fumando grandes puros e intercambiando
chistes con Drew. De vez en cuando, una sonora risotada anuncia el desenlace
de una anécdota, lo que provoca una afluencia de preguntas ansiosas por parte
de algunos clientes, temerosos de haberse perdido algo bueno. Por delicadeza,
no repetiré ninguna de ellas. A diferencia de la mayoría de las cosas en esta
isla, no son para exportar.
Afortunadamente, ninguna de estas restricciones son aplicables a los relatos
del señor Harry Purvis, Licenciado en Ciencias (por lo menos). Doctor en
Filosofía (probablemente), Miembro de la Royal Society, (personalmente no lo
creo, aunque existen rumores sobre el particular). Ninguna de sus historias
haría ruborizarse a las damas solteras más respetables, si es que queda
alguna en los tiempos que corren.
Debería disculparme, porque es una afirmación demasiado rotunda.
Recuerdo un relato que en ciertos ambientes sí se consideraría un tanto
atrevido. Sin embargo, no dudo en contarlo, porque confío en que usted,
querido lector, sea lo suficientemente liberal como para no ofenderse.
Empezó de la siguiente manera: un famoso crítico de la calle Fleet había sido
acorralado contra una esquina por un editor muy persuasivo que estaba a
punto de publicar un libro en el que había puesto grandes esperanzas. Se
trataba de una de las producciones más logradas del viejo y decadente Sur, un
ejemplo excelente del estilo literario del «y-entonces-la-casa-volvió-atambalearse-
porque-las-termitas-habían-acabado-con-el-ala-oeste». En Irlanda
ya lo habían censurado, pero es ese un honor al que pocos libros escapan hoy
en día, por lo que, en realidad, no podía considerarse como una distinción.
Pero si lograban que algún periódico británico importante abogara seriamente
por su supresión, se convertiría en un éxito editorial de la noche a la mañana...
Tal era el razonamiento del editor, que estaba utilizando sus mejores
argumentos para conseguir la cooperación de su amigo. Oí que le decía, como
para acallar los escrúpulos del crítico: «¡Por supuesto que no! Si los lectores
son capaces de entenderlo, entonces es que ya están más que pervertidos.»
En ese momento, Harry Purvis, que posee una extraña habilidad para seguir
media docena de conversaciones a la vez, de tal forma que puede intervenir en
la que más le apetezca en el momento propicio, dijo, con su voz penetrante e
ininterrumpible:
—La censura provoca problemas muy difíciles, ¿verdad? Siempre he
pensado que existe una relación inversa entre el grado de civilización de un
país y las restricciones de su prensa.
Una voz de Nueva Inglaterra intervino desde el fondo de la estancia:
—En ese sentido. París es un lugar mucho más civilizado que Boston.
—Exactamente —replicó Purvis. Por una vez, esperó a que le contestaran.
—De acuerdo —dijo suavemente la voz de Nueva Inglaterra—. No quiero
discutir. Simplemente quería comprobarlo.
—Acabo de recordar —continuó Purvis sin perder más tiempo— un suceso
que aún no ha tenido que vérselas con el censor, pero que no tardará en
hacerlo. Empezó en Francia, y hasta ahora no ha transcendido más allá.
Cuando salga a la luz, puede tener mayor impacto en nuestra civilización que la
bomba atómica.
Al igual que la bomba atómica, procede de una investigación académica.
Nunca se debe subestimar a la ciencia, amigos. Dudo que exista un solo
campo de estudio tan teórico, tan lejano de lo que ridículamente se llama vida
cotidiana, que no pueda producir un día algo que haga temblar al mundo.
Os daréis cuenta de que el relato que os estoy contando es, por una vez, de
segunda mano. Me lo contó un colega de la Sorbona cuando estuve allí para
asistir a una conferencia científica. Por eso todos los nombres son ficticios. Me
dijeron los nombres reales entonces, pero no los recuerdo.
El profesor... Julian trabajaba como fisiólogo en una de las universidades
francesas más pequeñas, pero más solventes. Algunos de vosotros recordaréis
aquella historia tan inverosímil que nos contó Hinckelberg la semana pasada,
sobre un colega suyo que había conseguido controlar el comportamiento de los
animales mediante la aplicación de corrientes adecuadas en sus sistemas
nerviosos. Pues bien, si aquella historia contenía algo de verdad —y yo,
sinceramente, lo dudo—, el proyecto estaba probablemente inspirado en los
trabajos de Julian publicados en Comptes Rendus.
El profesor Julian nunca llegó a publicar sus hallazgos más notables. Cuando
se tropieza por casualidad con algo realmente importante, a nadie se le ocurre
publicarlo inmediatamente. Se espera hasta tener una evidencia aplastante, a
menos que exista el temor de que alguien más esté en el secreto. Después
puede publicarse un informe un tanto ambiguo que garantizará la primicia en
una fecha posterior, pero sin dar demasiados detalles, como el famoso
criptograma que confeccionó Huygens cuando descubrió los anillos de Saturno.
Os preguntaréis de qué trataba el descubrimiento de Julian; no mantendré el
misterio por más tiempo. Era simplemente el resultado natural de algo que el
hombre ha estado haciendo durante los últimos siglos. Primero, la cámara nos
concedió el privilegio de captar imágenes. Después Edison inventó el
fonógrafo, y con él se pudo dominar el sonido. Hoy en día, con el cine sonoro
poseemos una especie de memoria mecánica que habría sido totalmente
inconcebible para nuestros antepasados. Pero el avance no puede quedarse
ahí. Finalmente la ciencia será capaz de recoger y almacenar pensamientos y
sensaciones, y devolverlos a la mente de tal manera que se pueda repetir a
voluntad cualquier experiencia de la vida con todos sus detalles.
—¡Eso es ya muy viejo! —espetó alguien—. Acordaos del «sensorama» en
Un mundo feliz.
—Todas las buenas ideas han sido pensadas antes de llevarlas a la práctica —
dijo Purvis severamente—. La cuestión es que Huxley y otros hablaban de
estas cosas, pero Julian las llevó a la práctica. ¡Dios mío, qué juego de
palabras! Aldous, Julian... ¡vamos a dejarlo!
Utilizó la electrónica, por supuesto. Todos sabréis que un encefalograma
puede recoger los impulsos eléctricos más pequeños de un cerebro vivo,
conocidos como «ondas cerebrales» según la terminología de la prensa
popular. El aparato de Julian era mucho más elaborado y sutil que este
instrumento tan conocido. Una vez recogidos los impulsos cerebrales, podía
reproducirlos. Parece simple, ¿verdad? Lo mismo ocurre con el fonógrafo, pero
se necesitó el genio de un Edison para concebirlo.
Y ahora, aparece en escena el villano. Bueno, quizá sea una palabra
demasiado fuerte, porque Georges, el ayudante del profesor Julian —Georges
Dupin—, era un personaje verdaderamente simpático. Pero, tratándose de un
francés con un sentido práctico mayor que el del profesor, vio inmediatamente
que aquel juguete de laboratorio podría producir varios millones de francos.
Lo primero era sacarlo del laboratorio. Los franceses poseen una indudable
aptitud para la ingeniería sofisticada, y tras varias semanas de trabajo —con la
colaboración del profesor—, Georges se las ingenió para meter el playback del
aparato en una cabina no mayor que un aparato de televisión, y casi con el
mismo número de piezas.
Entonces Georges estuvo listo para realizar su primer experimento. Suponía
un gasto considerable, pero, como alguien dijo, no puede hacerse una tortilla
sin romper huevos. Y creo que la analogía es excelente.
Porque Georges fue a ver al gastrónomo más famoso de Francia, y le hizo
una interesante proposición. Tanto, que el gran hombre no pudo negarse, por
tratarse de un tributo único a su reputación. Georges le explicó pacientemente
que había inventado un aparato para registrar (no dijo nada de almacenar)
sensaciones. Por la causa de la ciencia y el honor de la cocina francesa,
¿podría concederle el privilegio de analizar las emociones, los sutiles matices,
la elección gustativa, que tenía lugar en la mente de Monsieur le Barón cuando
utilizaba su incomparable talento? Monsieur podía elegir el restorán, el chef y el
menú; todo según sus deseos. Claro que, si estaba demasiado ocupado, sin
duda el conocido gastrónomo Le Compte de...
El barón, que en algunos aspectos era un hombre sorprendentemente
grosero, pronunció una palabra difícil de encontrar en la mayoría de los
diccionarios franceses. «¡Ese cretino!» explotó. «¡Se contentaría con la cocina
inglesa! No, yo lo haré». Y, sin mayor dilación, se sentó a confeccionar el
menú, mientras Georges estimaba con preocupación el coste de las viandas y
se preguntaba si su situación financiera podría resistir el golpe...
Sería interesante saber qué opinaban el chef y los camareros sobre el
asunto. Allí estaba el barón, sentado en su mesa favorita, haciendo honor a sus
platos preferidos, sin que pareciera molestarle en lo más mínimo la maraña de
cables que, conectados a una máquina de aspecto diabólico situada en una
esquina, llegaban hasta su cabeza. En el restorán no había ningún otro cliente,
porque lo último que quería Georges era publicidad prematura. Esto aumentó
considerablemente el precio, ya de por sí alarmante, del experimento.
Esperaba que los resultados merecieran la pena.
Y así ocurrió. La única forma de probarlo, por supuesto, sería repitiendo la
«grabación» de Georges. Tendremos que confiar en su testimonio, aunque ya
se sabe que las palabras son inútiles en estos casos. El barón era un auténtico
connoisseur, no uno de esos que creen tener buen gusto. ¿Recordáis la frase
de Thurber: «No es más que un simple Borgoña casero, pero creo que
apreciarán su presunción» ? (El barón habría sabido sólo con olerlo si se
trataba de un producto casero o no, y si hubiera sido pretencioso lo habría
rechazado.)
Creo que Georges hizo una buena inversión en aquel experimento, aunque
no lo había realizado sólo para su propio beneficio. Le abrió nuevos horizontes
y clarificó las ideas que se habían estado formando en su ingenioso cerebro.
No cabía duda: había recogido todas las exquisitas sensaciones que habían
pasado por el cerebro del barón durante la consumición de aquella comida
principesca, y cualquiera, por muy inexperto que fuera en tales menesteres,
podría saborearlas plenamente. Porque la grabación recogía únicamente las
emociones; la inteligencia no contaba para nada. El barón había necesitado
toda una vida de entrenamiento y aprendizaje para experimentar aquellas
sensaciones. Pero una vez recogidas en cinta magnética, cualquiera podría
aprovecharlas, aun careciendo totalmente de sentido del gusto.
¡Imaginaos las brillantes posibilidades que aparecieron ante Georges! Había
otras comidas, otros gastrónomos, todas las sensaciones provocadas por las
mejores cosechas de Europa; ¿qué no pagarían los conmisseurs por una cosa
así? Cuando se hubiera descorchado la última botella de un vino raro, su
esencia incorpórea podría preservarse, tal como la voz de Melba se conservará
a lo largo de los siglos. Porque, a fin de cuentas, no es el vino en sí lo que
importa, sino las sensaciones que produce...
Así reflexionaba Georges. Pero sabía que aquello era sólo el principio. A
menudo he negado que los franceses sean tan lógicos como pretenden, pero
en el caso de Georges era evidente. Dio vueltas al asunto durante varios días,
al cabo de los cuales fue a ver a su petite dame.
«Yvonne, ma cheri», dijo, «tengo que pedirte algo un tanto extraño...»
Harry Purvis sabía en qué momento debía interrumpir un relato. Se volvió
hacia la barra y dijo: —Otro escocés, Drew— nadie dijo una palabra mientras
se lo servían.
—A pesar de que, incluso en Francia, el experimento era insólito —continuó
Purvis—, pudo llevarse a cabo con éxito. Tal y como la discreción y la
costumbre aconsejan, se realizó en las horas solitarias de la noche. Ya habrán
comprendido que Georges era una persona persuasiva, aunque dudo que
Mam'selle necesitara mucha persuasión.
Ahogando su curiosidad con un beso sincero pero rápido, Georges despidió a
Yvonne en el laboratorio y volvió al aparato. Casi sin aliento, empezó a
manipular las repeticiones. Funcionaba —cosa que nunca había dudado. Pero,
además —y recordad que sólo cuento con el testimonio de mi informador— no
podía distinguirse de la realidad. En ese momento, una especie de temor
religioso invadió a Georges. Aquello era, sin duda alguna, el invento más
importante de la historia. Sería inmortal y rico, porque había alcanzado algo en
lo que todos los hombres habían soñado, y podría salvar a los ancianos de uno
de sus terrores...
También comprendió que a partir de entonces podría prescindir de Yvonne si
así lo deseaba. Pero eran esas cuestiones que tendría que pensar mucho.
Pero que mucho.
Os haréis cargo de que estoy rindiendo cuenta de los hechos de una forma
muy condensada. Mientras ocurría todo esto, Georges era aún un empleado
leal al profesor, que no sospechaba nada. Hasta entonces, Georges no había
hecho más que cualquier otro investigador en circunstancias similares. Había
actuado un tanto al margen de lo que sus deberes requerían, pero en caso de
necesidad podría explicarlo todo.
El próximo paso implicaba negociaciones muy delicadas y el gasto de más
francos, tan duramente ganados. Georges poseía todo el material que
necesitaba para probar, sin asomo de duda, que lo que se traía entre manos
tenía un gran valor comercial. Sabía que en París había astutos hombres de
negocios que no perderían la oportunidad. Cierta delicadeza, que le honra,
impidió a Georges utilizar su segunda... esto... grabación como muestra de las
mercancías que su máquina podía ofrecer. No había ninguna forma de ocultar
la personalidad de los protagonistas y Georges era un hombre modesto.
«Además», razonaba con su sentido común característico, «cuando una
compañía discográfica quiere grabar un disque, no llama a músicos
aficionados. Ese es un asunto para profesionales. Lo mismo que esto, ma foi».
Con lo cual, y tras otra visita al banco, salió rumbo a París.
No fue a ningún lugar cercano a Pigalle, porque siempre está lleno de
americanos y los precios, consecuentemente, son exorbitantes. Unas cuantas
pesquisas discretas y unos taxistas comprensivos le llevaron a un barrio de las
afueras, tan respetable que resultaba asfixiante, y de pronto se encontró en
una sala de espera muy agradable, no tan exótica como podría esperarse.
Allí, un tanto avergonzado, Georges explicó su misión a una dama de
aspecto sobrecogedor, cuya edad habría sido tan difícil de adivinar como su
profesión. A pesar de estar acostumbrada a las peticiones más heterodoxas,
aquello era algo con lo que nunca se había topado en sus largos años de
experiencia. Pero como el cliente siempre tiene razón, mientras tenga también
dinero, llegaron por fin a un acuerdo. Una de las damas jóvenes y su novio, un
apache de masculinidad arrolladora, acompañaron a Georges a una ciudad de
provincias. Al principio, como es natural, sospechaban un poco de sus
intenciones, pero como Georges ya había comprobado, ningún experto es
capaz de resistirse a los halagos. Muy pronto se encontraron en buena
armonía. Hercule y Susette prometieron a Georges que no tendría ningún
motivo de queja.
Sin duda, a algunos de vosotros os gustaría tener más detalles, pero no
esperéis que os los dé. Todo lo que puedo decir es que Georges —o, más
bien, su aparato— tuvo mucho trabajo, y que por la mañana quedaba poco
material de grabación que no se hubiera utilizado. Parece ser que Hercule tenía
un nombre muy apropiado.
Cuando este picante episodio tocó a su fin, a Georges le quedaba muy poco
dinero, pero tenía en su poder dos grabaciones de valor incalculable. Una vez
más volvió a París, dónde, sin prácticamente ningún problema, llegó a un
acuerdo con varios hombres de negocios tan impresionados con el invento que
le ofrecieron un contrato muy generoso antes de recobrar la cordura.
Me alegro de poderos contar esto, porque muy a menudo es el científico
quien sale perdiendo en las cuestiones financieras. Me alegra igualmente el
deciros que Georges había firmado una cláusula en el contrato a favor del
profesor Julian. Se podría decir cínicamente que, después de todo, era el
invento del profesor, y que, tarde o temprano, tendría que ajustar cuentas con
él. Pero prefiero pensar que no lo hizo sólo por eso.
Desconozco los detalles del contrato para explotar el invento. Supongo que
Georges hizo gala de su elocuencia —aunque nadie que hubiera
experimentado los efectos de sus cintas necesitaría demasiada elocuencia. El
mercado sería enorme, ilimitado. Una vez superados ciertos obstáculos, sólo
con el comercio de exportación, Francia volvería a su antigua grandeza y
podría equilibrar su déficit de dólares de la noche a la mañana. Las
transacciones tendrían que llevarse a cabo por medios clandestinos, porque,
¿os imagináis la barahúnda que armarían los hipócritas anglosajones cuando
descubrieran lo que estaban importando sus países? La Unión de Madres, Las
Hijas de la Revolución Americana, la Liga de Amas de Casa y todas las
organizaciones religiosas protestarían en bloque. Los abogados investigaron el
asunto cuidadosamente, y encontraron que las leyes que aún impedían enviar
por correo Trópico de Capricornio a los países de habla inglesa, no podían
aplicarse en este caso, por la sencilla razón de que nadie lo había previsto.
Pero provocaría tal demanda de leyes nuevas que el Parlamento y el Congreso
tendrían que hacer algo al respecto, por lo que era mejor ocultarlo durante el
mayor tiempo posible.
En realidad, como uno de los directores apuntó, si prohibían las grabaciones,
tanto mejor. Podrían obtener mucho más dinero de una venta pequeña, porque
el precio se pondría por las nubes y los oficiales de Aduanas no podrían
impedir todas las infiltraciones. Sería como una nueva Ley Seca.
No os sorprenderá saber que Georges había perdido interés por el aspecto
gastronómico. No era la posibilidad más excitante de su invento, sin lugar a
dudas. Los directores de las compañías asociadas así lo habían admitido
tácitamente al firmar el contrato, incluyendo los placeres de la cocina en el
apartado de «derechos subsidiarios».
Georges volvió a su casa como en una alfombra mágica, y con un cheque
sustancioso en el bolsillo. Una fantasía maravillosa acudió a su mente. Pensó
en todas las molestias que las compañías discográficas se habían tomado para
que el mundo conociera las grabaciones de los cuarenta y ocho preludios y
fugas o las nueve sinfonías. Su nueva compañía iba a poner a la venta una
serie de grabaciones únicas, realizadas por expertos en los conocimientos más
esotéricos de Oriente y Occidente. ¿Cuántos números se necesitarían para
tantísimos «opus»? Esa había sido una cuestión muy discutida durante miles
de años. Georges había oído decir que el número de textos hindúes alcanzaba
tres cifras. Sería una investigación de lo más interesante, en la que se
combinarían el beneficio monetario con el placer en una forma sin
precedentes... Ya había iniciado algunos estudios preliminares, utilizando
tratados difíciles de obtener incluso en París.
No os equivocaréis al pensar que durante todo este tiempo Georges había
abandonado sus actividades habituales. Trabajaba noche y día, porque aún no
había revelado sus planes al profesor y tenía que hacer casi todo cuando el
laboratorio se cerraba. Una de las actividades que abandonó fue Yvonne.
Su curiosidad ya se había despertado, como le hubiera ocurrido a cualquier
chica. Pero estaba algo más que intrigada; estaba confundida. Georges se
había vuelto tan lejano y frío... Ya no estaba enamorado de ella.
El resultado era previsible. Los taberneros deben evitar el peligro de probar
sus propias mercancías demasiado a menudo —ya sé que tú no lo haces,
Drew—, pero Georges cayó en la trampa. Había utilizado las grabaciones
demasiadas veces, con resultados un tanto debilitantes. Además, la pobre
Yvonne no podía compararse con Susette, tan experta y habilidosa. La vieja
competición entre el profesional y el aficionado.
Todo lo que Yvonne sabía es que Georges estaba enamorado de otra. Y era
verdad. Sospechaba que le había sido infiel. Pero eso invita a analizar
cuestiones demasiado filosóficas que no podemos tratar aquí.
Por si lo habéis olvidado, esto ocurría en Francia, y el desenlace, por tanto,
era inevitable. ¡Pobre Georges! Se encontraba trabajando en el laboratorio a
altas horas de la noche, como de costumbre, cuando Yvonne acabó con él
utilizando una de esas ridículas pistolas ornamentales de rigueur en tales
ocasiones. Bebamos a su memoria.
—Eso es lo malo de todas tus historias —intervino John Benyon—. Nos
hablas de inventos maravillosos, y al final resulta que asesinan al inventor, así
que nadie puede disfrutarlos. Porque supongo que, como de costumbre, el
aparato quedó destrozado.
—No, no —replicó Purvis—. Dejando a un lado a Georges, este relato tiene
un final feliz. No hubo ningún problema con Yvonne, por supuesto. Los
apenados patrocinadores de Georges llegaron al lugar de los hechos a toda
velocidad e impidieron la publicidad adversa. Eran hombres de negocios, pero
también tenían corazón, y comprendieron que deberían garantizar la libertad de
Yvonne. Lo consiguieron sin mayor problema cuando le Maire y le Préfet
escucharon la grabación, pues quedaron convencidos de que la pobre chica
había sufrido una provocación irresistible. Unas cuantas participaciones en la
nueva compañía cerraron el acuerdo, con expresiones de máxima cordialidad
por ambas partes. Incluso devolvieron la pistola a Yvonne.
—Entonces, cuándo... —aventuró alguien.
—Estas cosas llevan su tiempo. Existe, por ejemplo, el problema de la
producción en serie. Es posible que la distribución haya comenzado a través de
vías privadas, muy privadas. Puede que pronto veamos algo en una de esas
tiendecitas de aspecto y anuncios dudosos alrededor de la plaza Leicester.
—Es de suponer —dijo la voz de Nueva Inglaterra sin el más mínimo
respeto— que no sabes el nombre de la compañía,
Es inevitable admirar a Purvis en situaciones como aquélla. No dudó ni un
momento.
—Le Societé Anonyme d’ Aphrodite —contestó—. Y acabo de recordar algo
que te levantará el ánimo. Esperan triunfar sobre las molestas leyes postales
de tu país y establecerse antes de que las pesquisas del Congreso comiencen.
Van a abrir una sucursal en Nevada; parece ser que allí todo está permitido.
Levantó su vaso.
—Por Georges Dupin —dijo con solemnidad—. Mártir por la ciencia.
Recordadle cuando empiecen los fuegos artificiales. Y otra cosa...
—¿Qué? —preguntamos todos.
—Será mejor que empecéis a ahorrar ya, y que vendáis vuestros televisores
antes de que se deprecie su valor.
CARRERA DE ARMAMENTO
Como ya he señalado en alguna ocasión, nadie ha sido capaz de acorralar a
Harry Purvis, el más brillante narrador de «El Ciervo Blanco», durante mucho
tiempo. No puede dudarse de sus conocimientos científicos, pero ¿dónde los
ha adquirido? ¿Y cómo justificar los términos familiares que utiliza al hablar de
tantísimos miembros de la Royal Society? Debo admitir que hay muchos que
no creen una palabra de lo que cuenta. Creo que eso es ir demasiado lejos,
como hace poco le dije de forma un tanto violenta a Bill Temple.
—Siempre te estás metiendo con Harry, pero habrás de reconocer que nos
proporciona un buen entretenimiento —dije—, y eso es algo que la mayoría de
nosotros somos incapaces de hacer.
—Si es una ofensa personal —replicó Bill, aún escocido porque un editor
americano acababa de devolverle unos relatos totalmente serios alegando que
no le habían hecho reír—, dímelo en la calle —miró a la ventana, comprobó
que aún nevaba y añadió rápidamente—: Bueno, hoy no, pero quizá algún día
durante el verano, si los dos coincidimos aquí un miércoles. ¿Quieres otra copa
de tu bebida favorita, jugo de pina a secas?
—Gracias —dije—. Un día lo mezclaré con ginebra, para sorprenderte. Creo
que soy la única persona en «El Ciervo Blanco» capaz de elegir entre beber o
no beber, y siempre escojo no hacerlo.
No pudimos continuar la conversación, porque el sujeto de la discusión llegó
entonces. Normalmente, este hecho habría sido suficiente para aumentar los
motivos de controversia, pero como Harry venía acompañado por un
desconocido, decidimos portarnos como buenos chicos.
—¡Hola, señores! —dijo Harry—. Os presento a mi amigo Solly Blumberg. El
mejor técnico de efectos especiales que hay en Hollywood.
—Seamos precisos, Harry —replicó el señor Blumberg tristemente, con voz
de perro apaleado—. Que había en Hollywood.
Harry hizo un gesto como de no darle importancia.
—Mejor me lo pones. Solly ha venido aquí para ofrecer su talento a la
industria cinematográfica británica.
—¿Existe realmente una industria cinematográfica británica? —preguntó
Solly con ansiedad—. En el estudio nadie estaba muy seguro sobre el
particular.
—Claro que sí. Y está en muy buenas condiciones. El Gobierno establece
unos impuestos tales que la lleva constantemente a la bancarrota, y después la
saca a flote con enormes subvenciones. Así hacemos las cosas en este país.
—¡Eh, Drew! ¿Dónde está el libro de visitantes? Solly lo ha pasado muy mal
últimamente y necesita animarse.
No me pareció que, aparte de su mirada perruna, el señor Blumberg tuviera
aspecto de haber sufrido muchas penurias. Iba impecablemente vestido, con
un traje de Hart Schaffner & Marx. Llevaba las puntas del cuello de la camisa
abotonadas en alguna parte invisible del pecho y era de agradecerse porque
así quedaba oculta parte de la corbata, aunque no lo suficiente. Me pregunté
qué podría ocurrirle. Rogué para que no se tratara de actividades
antiamericanas otra vez; eso provocaría al rojillo de la casa, que en esos
momentos se encontraba en un rincón estudiando apaciblemente el tablero de
ajedrez.
Todos mascullamos algo, tratando de mostrar comprensión, y John dijo
mordazmente: —A lo mejor le haría bien desahogarse. Sería agradable oír
hablar aquí a otra persona, por una vez.
—No seas tan modesto, John —atajó Harry rápidamente—. Yo no me he
cansado de oírte todavía. Además dudo mucho que Solly quiera recordarlo.
¿Verdad amigo?
—No —dijo el señor Blumberg—. Cuéntaselo tu.
(—Sabía que acabaría así —me susurró John con un suspiro.)
—¿Por dónde empiezo? —preguntó Harry—. ¿Cuando Lillian Ross fue a
entrevistarte?
—Por cualquier parte menos esa —gimió Solly—. En realidad todo empezó
cuando estábamos rodando la primera serie de «El Capitán Zoom».
—¿El Capitán Zoom?—preguntó alguien en tono amenazador—. Esas son
palabras muy fuertes en este lugar. ¡No me diga que usted es el responsable
de esa porquería innombrable!
—¡Venga, chicos! —dijo Harry haciendo lo posible para calmar los ánimos—.
No seáis tan severos. No podemos aplicar nuestros propios haremos críticos a
todo el mundo. La gente tiene que ganarse la vida. Además, a millones de
niños les gusta el capitán Zoom. No querréis romper sus corazoncitos, ¡estando
tan cerca la Navidad...!
—¡Si realmente les gusta el capitán Zoom, les rompería el cuello!
—¡Qué sentimientos tan extemporáneos! Debes disculpar a algunos de mis
compatriotas, Solly. Veamos, ¿cómo se llamaba la primera serie?
—«El Capitán Zoom y la amenaza marciana».
—Sí, eso es. Me pregunto por qué Marte siempre nos está amenazando.
Supongo que todo empezó con un tal Wells. No me extrañaría que un día nos
viéramos envueltos en un juicio interplanetario por difamación, a no ser que
pudiéramos probar que los marcianos nos han tratado con igual descortesía.
—Me alegra deciros que no he visto «La amenaza marciana» (—Yo sí la vi —
se quejó alguien al fondo—. Todavía estoy intentando olvidarlo). Pero no nos
interesa el argumento en sí. Lo escribieron tres hombres en un bar del
boulevard Wilshire. Nadie sabe con certeza si «La amenaza» quedó así porque
los guionistas estaban siempre borrachos, o si tenían que mantenerse
borrachos para enfrentarse a «La amenaza». No os preocupéis si resulta
confuso. Solly tenía a su cargo únicamente los efectos especiales que el
director necesitaba.
En primer lugar, tuvo que construir Marte. Para hacerlo, pasó media hora en
compañía de La conquista del espacio y diseñó un boceto que los carpinteros
convirtieron en una naranja madura flotando en el vacío, rodeada de un número
inverosímil de estrellas. Eso fue fácil, pero las ciudades marcianas llevaron un
poco más de trabajo. Tratad de imaginaros una arquitectura totalmente
diferente a la que conocemos, pero que guardara cierta lógica. Dudo que sea
posible, y si lo fuera, estoy seguro de que alguien ya lo habría puesto en
práctica aquí, en la Tierra. Lo que se construyó finalmente era una cosa
vagamente bizantina con toques de Frank Lloyd Wright. El hecho de que las
puertas no condujeran a ninguna parte no importaba en absoluto, con tal de
que quedara suficiente espacio en el escenario para la esgrima y todas las
acrobacias que el guión requería.
Sí, esgrima. Era aquella una civilización que poseía energía atómica, rayos
mortales, naves espaciales, televisión y otras comodidades modernas
semejantes, pero cuando se trataba de un enfrentamiento entre el capitán
Zoom y el malvado emperador Klugg, el reloj volvía atrás un par de siglos. Se
veía a muchos soldados empuñando pistolas de rayos de aspecto mortal, pero
nunca las utilizaban. Bueno, casi nunca. A veces, una lluvia de chispas
perseguía al capitán Zoom y le chamuscaba los pantalones, pero eso era todo.
Supongo que, como los rayos no se movían a una velocidad superior a la de la
luz, él siempre se les adelantaba.
Sin embargo, aquellos rifles ornamentales dieron muchos quebraderos de
cabeza. Es curioso que Hollywood se tome innumerables molestias por detalles
nimios en películas que son una auténtica porquería. El director de «El Capitán
Zoom» tenía debilidad por los rifles de rayos. Solly diseñó el modelo Mark I,
que parecía una mezcla de bazuka y trabuco. Se sentía muy satisfecho con él,
así como el director... durante un día. Poco después, el «genio» entró hecho
una furia en el estudio, blandiendo un engendro espantoso de plástico morado,
lleno de botones, lentes y palancas.
«Mira esto, Solly», bufó. «Junior lo trajo del supermercado; lo regalan con los
paquetes de Crunch, uno por cada diez cajas. ¡Es mucho mejor que el nuestro!
¡Y, además, funciona!»
Movió una palanca y un delgado chorro de agua cruzó el escenario y
desapareció tras la nave espacial del capitán Zoom, donde rápidamente apagó
un cigarrillo que no tenía por qué estar encendido. Un tramoyista emergió de
una esclusa de aire muy enfadado, vio quién le había empapado, y se retiró
inmediatamente, murmurando algo sobre el sindicato.
Solly examinó el rifle con consternación pero con el espíritu crítico propio de
un experto. En efecto, era mucho más impresionante que cualquiera de sus
producciones. Se retiró a su oficina, prometiendo estudiar qué posibilidades
ofrecía.
El modelo Mark II llevaba todo tipo de artilugios, incluyendo una pantalla de
televisión. Si el capitán Zoom se encontraba ante un monstruo en plena
embestida, todo lo que tenía que hacer era poner en funcionamiento el aparato,
esperar a que los tubos se calentaran, comprobar el selector de canal, ajustar
el sonido, enfocar, manipular los mandos de línea y pantalla... y apretar el
gatillo. Afortunadamente, era un hombre de reflejos rápidos.
El director quedó encantado y ordenó la inmediata fabricación del Mark II. Se
construyó otro modelo ligeramente distinto, el Mark IIa, para la diabólica corte
del emperador Klugg. Ambas partes no podían poseer las mismas armas, por
supuesto. Ya os dije que los miembros de la Productora Pandemic eran el
esmero personificado.
Todo marchó bien durante los primeros ataques, e incluso después. Mientras
los actores —si es que puede utilizarse tal palabra— estaban en escena,
apuntaban con los rifles y apretaban el gatillo como si realmente ocurriera algo.
Pero los encargados de poner en negativo los fogonazos y las chispas eran
dos hombrecillos encerrados en un cuarto oscuro, tan bien protegido como el
fuerte Knox. Aunque hicieron un buen trabajo, al poco tiempo la conciencia
artística del director comenzó a sentir escrúpulos.
«Solly», dijo, mientras jugueteaba con el horror plástico que había llegado a
manos de Júnior por gentileza de Crunch, 'el suculento cereal que no tiene
desperdicio'. «Solly, quiero un rifle capaz de hacer algo.»
Solly se agachó a tiempo y el proyectil pasó sobre su cabeza, yendo a
bautizar una fotografía de Louella Parsons. «¡No estarás pensando en volver a
filmarlo todo!», dijo en un gemido.
«Nooo», replicó el director con evidente desgana. «Tendremos que usar lo
que tenemos. Pero, por alguna razón, no parece real». Cogió el guión que
estaba en su mesa, y momentos más tarde se le iluminó el rostro.
«La próxima semana empezamos el episodio 54, Esclavos de los Hombresbabosa.
Como los hombres-babosa necesitan armas, quiero que hagas esto...»
Solly tuvo muchos problemas con el Mark III. (Espero no haberme saltado
ninguno.) No consistía solamente en diseñar un rifle totalmente nuevo, sino que
debía «hacer algo». Era un reto para el ingenio de Solly; sin embargo, y
parafraseando al profesor Toynbee, se trataba de un reto que provocaba la
respuesta adecuada.
Introdujo ciertos mecanismos de ingeniería en el Mark III. Por fortuna, Solly
conocía a un técnico muy habilidoso que ya le había ayudado anteriormente en
ocasiones similares, y que, en realidad, era el cerebro del artilugio. («¡Desde
luego que lo era!», exclamó el señor Blumberg lúgubremente.) Consistía en
utilizar un chorro de aire, producido por un pequeño ventilador muy potente, y
después rociar con un polvo muy fino. Cuando todo estuvo montado, lanzaba
unos destellos impresionantes, y emitía un ruido aún más impresionante.
Asustaba tanto a los actores, que desempeñaban sus papeles de un modo más
realista.
El director estaba encantado; esta vez, la satisfacción le duró tres días, al
cabo de los cuales le asaltó una duda.
«Solly», dijo, «esos malditos rifles son demasiado buenos. Los hombresbabosa
pueden dar sopas con honda al capitán Zoom. Tendremos que
proporcionarle algo mejor.»
En este momento Solly comprendió lo que ocurría. Se había comprometido
en una carrera de armamentos.
Vamos a ver; esto nos lleva al Mark IV, ¿no es así? ¿Cómo funcionaba? Ah,
ya recuerdo. Era un quemador de oxiacetileno, al que se le inyectaban varias
sustancias químicas que producían unas llamas maravillosas. Debería haber
mencionado que, desde el episodio 50, «Destrucción en Deimos», el estudio
había abandonado las producciones en blanco y negro por el Murkicolor, con lo
que se abrían grandes posibilidades. Inyectando cobre, estroncio o bario, podía
obtenerse cualquier color.
Si creéis que el director estaba satisfecho por entonces, no conocéis
Hollywood. Algunos cínicos se reirán al ver el lema «Ars Gratia Artis» en las
pantallas, pero me parece que esta actitud no se corresponde con los hechos
reales.
¿Acaso viejos fósiles como Miguel Angel, Rembrandt o Tiziano, emplearon
tanto tiempo, esfuerzo y dinero en busca de la perfección como lo hacía la
Productora Pandemic? Yo creo que no.
No pretendo describir todas las Marks que Solly y su ingenioso amigo el
ingeniero fabricaron durante el rodaje de la serie. Había una que disparaba un
chorro de anillos de humo de colores. Otra que consistía en un generador de
alta frecuencia que producía chispas enormes pero inofensivas. Había también
un rayo curvado producido por un surtidor de agua en el que se reflejaba la luz
de forma muy espectacular. Y, finalmente, el Mark 12.
—El Mark 13 —corrigió el señor Blumberg.
—¡Claro, que tonto soy! Qué otro número podía haber sido. El Mark 13 no era
un arma portátil, aunque las anteriores lo eran gracias a un considerable
esfuerzo de la imaginación. Se trataba de un aparato diabólico que instalarían
en Fobos para conquistar la Tierra. A pesar de que Solly me lo ha explicado
alguna vez, sus complicados principios científicos escapan a mi corta
inteligencia. Además, ¿quién soy yo para intentar compararme con los
brillantes creadores del «Capitán Zoom»? Lo único que puedo hacer es
contaros lo que se suponía que el rayo haría, no cómo lo hizo. Debía provocar
una reacción en cadena en la atmósfera de nuestro infortunado planeta,
favoreciendo la combinación del nitrógeno y el oxígeno del aire, con efectos
muy nocivos para la vida terrestre.
No sé si sentirlo o, por el contrario, alegrarme de que Solly dejara todos los
detalles del fabuloso Mark 13 a su ayudante. Aunque le he interrogado con
cierta insistencia, todo lo que puede decirme es que el aparato tenía una altura
aproximada de seis pies y el aspecto de un híbrido entre el telescopio de
doscientas pulgadas y un cañón antiaéreo. No os dice mucho ¿verdad?
También me dijo que aquella bestia contenía multitud de tubos de radio, así
como un imán imponente. Debía producir un arco eléctrico, tan impresionante
como inofensivo, que el imán distorsionaría en miles de formas diferentes. Eso
es lo que el inventor dijo, y, a pesar de todo, no encuentro ninguna razón para
no creerle.
Por una de esas circunstancias que resultan providenciales, Solly no se
encontraba en el estudio cuando probaron al Mark 13. Muy a su pesar tuvo que
marcharse a Méjico aquel día. ¡Qué suerte tuviste, Solly! Esperaba una
conferencia de uno de sus amigos aquella tarde, y cuando la recibió, las
noticias no fueron las que él había supuesto.
El Mark 13 había sido un éxito, para decirlo delicadamente. Nadie sabía con
exactitud lo que había ocurrido, pero de puro milagro no hubo pérdida de vidas
humanas y los bomberos pudieron salvar los estudios contiguos. Parecía
increíble, pero los hechos eran incontrovertibles. Se suponía que el Mark 13
era un rayo mortal falso, pero resultó ser uno auténtico. Algo había salido del
proyector y atravesado la pared del estudio como si no estuviera allí. Y, en
efecto, así ocurrió unos segundos más tarde. Sólo quedaba un boquete
enorme, cuyos bordes empezaron a arder. Y, a continuación, se cayó el
techo...
A menos que Solly convenciese al F.B.I. de que se trataba de un error, sería
mejor que permaneciese al otro lado de la frontera. Ahora mismo hay gente del
Pentágono y la Comisión de Energía Atómica investigando las ruinas...
¿Qué habríais hecho de haber estado en el lugar de Solly? Era inocente,
pero no podía probarlo. Quizá habría vuelto para encarar la tempestad si no
hubiera recordado que en cierta ocasión contrató a un hombre partidario de
Henry Wallace en las elecciones del 48. Eso podía complicar las cosas aún
más y, por otra parte, empezaba a cansarse del capitán Zoom.
Y aquí le tenéis. ¿Alguien sabe de alguna compañía cinematográfica británica
que pueda hacerle un hueco? Pero sólo películas históricas, por favor. No se
atrevería a poner las manos sobre algo más moderno que una ballesta.
MASA CRÍTICA
—¿Os he hablado —dijo Harry Purvis en tono humilde— de aquella vez que
evité la evacuación del sur de Inglaterra?
—No —respondió Charles Willis— o, si lo hiciste, me quedé dormido.
—Bueno, os lo contaré —continuó Harry cuando vio que se habían reunido
suficiente número de personas como para formar un auditorio respetable—.
Ocurrió hace dos años en la Fundación de Investigaciones Atómicas, cerca de
Clobham. Todos la conoceréis, supongo. Pero no creo haber mencionado que
trabajé allí durante algún tiempo, en una misión especial de la que no puedo
hablar.
—¡Hombre, qué novedad! —dijo John Wyndham, sin obtener el menor
resultado.
—Era un sábado por la tarde —prosiguió Harry—. Un día maraviIloso al final
de la primavera. Nos hallábamos unos seis científicos en el bar "El Cisne
Negro", y las ventanas estaban abiertas, por lo que podíamos ver las laderas
de la colina de Clobham y, más allá, a unas treinta millas de distancia,
Upchester. Había tanta luz que podíamos divisar las agujas de la catedral de
Upchester en el horizonte. No podía pedirse un día más espléndido.
El personal de la Fundación se llevaba muy bien con los clientes habituales
del bar, aunque en un principio no parecían muy contentos de tenernos tan
cerca. Aparte de la naturaleza de nuestro trabajo, creían que los científicos
formamos una raza diferente, sin necesidades humanas. Tras ganarles a los
dardos un par de veces, e invitarles unas copas, cambiaron de opinión. Pero
siempre nos estaban tomando el pelo, preguntándonos qué nueva explosión
preparábamos.
Aquella tarde deberíamos haber estado presentes más científicos, pero en la
División de Radioisótopos tenían un trabajo urgente, por lo que nos
encontrábamos en inferioridad de condiciones. Stanley Charnbers, el dueño,
notó la ausencia de algunas caras conocidas.
"¿Qué les ha pasado a sus compañeros?", preguntó a mi jefe, el doctor
French.
"Están trabajando en casa", contestó French. Llamábamos "casa" a la
Fundación para que pareciera más familiar y menos aterradora. "Teníamos que
terminar unas cosillas a toda prisa. Vendrán más tarde."
"Unos de estos días", dijo Stan con seriedad, "usted y sus amigos van a dejar
escapar algo que no podrán volver a encerrar. Y entonces, ¿a dónde iremos a
parar nosotros?"
"Por lo menos, a la Luna", contestó el doctor French. :Mucho me temo que
fuera una respuesta un tanto irresponsable, pero siempre pierde la paciencia
con preguntas tan tontas como aquélla.
Stan Chambers miró por encima de su hombro, como midiendo la distancia
que le separaba de Globham.
Creo que estaba calculando si tendría tiempo de llegar al sótano, o si
merecería la pena intentarlo.
"Acerca de esos... isótopos que envían a los hospitales", dijo alguien con
precaución. "Estuve en el hospital de Santo Tomás la semana pasada, y vi
cómo los transportaban en una caja de seguridad, que debía pesar una
tonelada. Me dio escalofrío pensar lo que ocurriría si se les escapaba de las
manos."
"Calculamos el otro día", dijo el doctor French, visiblemente molesto por la
interrupción de su juego de dardos, "que había suficiente uranio en Clobham
como para hacer explotar el Mar del Norte."
Fue una tontería que dijera eso, porque además no es verdad. Pero no podía
regañar a mi propio jefe, ¿no?
El hombre que había hecho estas preguntas estaba sentado en el hueco bajo
la ventana; observé que miraba en dirección a la carretera con expresión
preocupada.
"Lo transportan en camiones desde la Fundación ¿verdad?" preguntó
impaciente.
"Sí; algunos isótopos duran muy poco, por lo que tienen que llegar a su
destino rápidamente."
"Mire, al pie de la colina hay un camión que parece tener dificultades. ¿Es
uno de los suyos?"
El lugar en el que estaba el tablero de dardos quedó desierto porque todos se
precipitaron a la ventana. Cuando pude asomarme, vi un camión grande, lleno
de embalajes, bajando la colina a toda velocidad a una distancia aproximada
de un cuarto de milla. De vez en cuando rebotaba contra el seto; era evidente
que los frenos habían fallado y el conductor había perdido el control. Por suerte
no se acercaba ningún coche en dirección contraria; de otro modo, no se
habría podido evitar un accidente. Sin embargo, parecía más que probable que
aún ocurriera.
Entonces el camión llegó a una curva, se salió de la carretera y atravesó el
seto. Fue dando bandazos durante cincuenta yardas disminuyendo la velocidad
y traqueteando violentamente sobre el áspero terreno. Casi se había parado
cuando se topó con una zanja y, lentamente volcó sobre un flanco. Segundos
más tarde pudimos escuchar un sonido de madera resquebrajándose,
producido por los embalajes al caer al suelo.
"Se acabó", dijo alguien con un suspiro de alivio. "Hizo bien en desviarse
hacia el seto. Supongo que el conductor se encontrará aturdido, pero no
herido."
A continuación vimos algo asombroso. Se abrió la puerta de la cabina, y el
conductor saltó al suelo. Incluso desde tal distancia, podíamos darnos cuenta
de que estaba muy agitado, aunque dadas las circunstancias, nos pareció lo
más natural del mundo. Pero, contrariamente a lo que esperábamos, no se
sentó para tranquilizarse. Por el contrario, echó a correr a través del
descampado, como alma que lleva el diablo.
Lo contemplamos con la boca abierta y con cierta aprensión mientras se
alejaba colina abajo. Se produjo un silencio lúgubre en el bar, sólo interrumpido
por el tic—tac del reloj que Stan mantenía adelantado exactamente diez
minutos. Entonces, alguien dijo: "¿Creéis que hacemos bien quedándonos
aquí? Quiero decir... estamos a sólo media milla..."
La gente empezó a alejarse con indecisión de la ventana. El doctor French
emitió una risita nerviosa.
"No sabemos si es uno de nuestros camiones", dijo. "Además, les estaba
tomando el pelo hace un momento. Es totalmente imposible que los isótopos
exploten. Tendrá miedo de que se incendie el depósito de gasolina."
"¡Ah!. ¿si?" intervino Stan. "Y entonces ¿por qué sigue corriendo? Ya casi ha
bajado la colina.
"¡Ya sé! " exclamó Charlie Evans, de la Sección de Instrumental. "Transporta
explosivos y pensará que van a estallar.
Yo tenía que desmentir aquello. "No hay ningún signo de incendio, así que,
¿por qué se preocupa? Y si transportara explosivos, llevaría una bandera roja o
algo así."
"Espere un momento", dijo Stan. "Voy a buscar unos prismáticos."
Nadie se movió hasta que volvió con ellos; nadie, excepto aquella figurita en
la falda de la colina, que para entonces ya había desaparecido entre los
árboles sin disminuir la velocidad.
Stan estuvo mirando con los prismáticos durante una eternidad. Al final, los
bajó con un gruñido de desilusión...
"No se ve mucho" dijo "El camión está en mala posición. Las cajas se han
desperdigado por todas partes... algunas se han roto. A ver , qué le parece a
usted."
French miró duramente un largo rato, y después me pasó los prismáticos.
Eran de un modelo muy anticuado y no servían para mucho. Por un momento
me pareció que las cajas estaban rodeadas de una extraña bruma, pero pensé
que aquello no tenía sentido. Lo atribuí a la mala calidad de las lentes.
Y ahí se habría acabado el asunto si no hubieran aparecido dos ciclistas.
Subían la colina con visible esfuerzo en un tándem y, cuando Ilegaron a la
brecha del seto, desmontaron rápidamente para ver lo que ocurría. El camión
era visible desde la carretera, y se dirigieron hacia él cogidos de la mano. La
chica parecía indecisa, y el hombre le decía que no se preocupara. Podíamos
imaginar su conversación; era un espectáculo enternecedor.
No duró mucho. Llegaron a unas cuantas yardas del camión... y salieron
corriendo a gran velocidad en direcciones opuestas. Ninguno de los dos se
volvió para mirar al otro, y observé que corrían de una forma muy peculiar.
Stan, que había recuperado los prismáticos, los bajó con manos temblorosas.
"¡A los coches!", gritó.
"Pero..." empezó a decir el doctor French.
Stan le hizo callar con una mirada. "Malditos científicos", dijo, al tiempo que
cerraba la caja (incluso en un momento como aquél no olvidaba su deber). "Ya
sabía yo que esto pasaría tarde o temprano."
Y segundos más tarde, había desaparecido, así como la mayoría de sus
clientes. No se detuvieron ni para preguntarnos si queríamos ir con ellos.
"¡Esto es ridículo!", exclamó French. "Antes de que sepamos de que se trata,
esos imbéciles habrán provocado tal pánico que será difícil poner remedio."
Sabía lo que quería decir. Alguien se lo diría a la policía; desviarían los
coches que viajaran en dirección a Clobham; las líneas telefónicas quedarían
bloqueadas con cientos de llamadas... sería como el horror de "La guerra de
los mundos" de Orson Welles en 1938.
Quizá penséis que estoy exagerando, pero nunca debe subestimarse el
poder del pánico. Y, recordad que la gente tenía miedo de la Fundación y casi
esperaba que ocurriera algo así.
Incluso no me importa deciros que, por entonces, nosotros mismos
empezábamos a sentirnos incómodos.
Eramos incapaces de comprender lo que ocurría en el camión volcado, y no
hay nada que un científico deteste más que no saber a que atenerse.
Mientras tanto, me había apoderado de los prismáticos de Stan y estudiaba la
situación detenidamente. Una teoría empezó a formarse en mi mente. Había
un... halo sobre las cajas. Seguí mirando hasta que los ojos empezaron a
escocerme, y le dije al doctor French: "Creo que ya sé de qué se trata. ¿Por
qué no telefonea a la oficina de Correos de Clobham para tratar de anticiparse
a Stan e impedir que extienda cualquier rumor, si es que ya ha llegado allí?
Diga que todo está bajo control, que no hay nada de qué preocuparse. Mientras
usted hace eso, yo voy a acercarme al camión para comprobar mi teoría."
Debo decir que nadie se ofreció a acompañarme. Aunque empecé a andar
con mucha confianza, al cabo de un rato me sentía un poco menos seguro de
mí mismo. Recordé un incidente que siempre me ha parecido una de las
bromas más irónicas de la historia, y empecé a preguntarme si no estaría
ocurriendo algo parecido. Había una vez una isla volcánica en el Lejano Este,
con una población de cincuenta mil habitantes. Nadie se preocupaba por el
volcán, que había permanecido inactivo durante cien años. Pero un día
empezaron las erupciones. Al principio eran pequeñas, pero su intensidad
aumentó en cuestión de horas. Cundió el pánico, y la gente intentó apiñarse en
los pocos botes disponibles para alcanzar el continente.
Pero se encontraba al frente de la isla un comandante que estaba decidido a
mantener el orden a toda costa.
Publicó proclamas asegurando que no existía peligro alguno, y envió tropas a
que ocupasen los barcos para que no hubiera pérdida de vidas en los intentos
de abandonar la isla en embarcaciones sobrecargadas. Su personalidad era
tan fuerte, y su valor tan ejemplar, que consiguió calmar a la multitud, y
aquellos que intentaban escapar volvieron avergonzados a sus casas y se
sentaron a esperar que se restableciera la normalidad. Cuando el volcán voló
por los aires un par de horas más tarde, llevándose consigo la isla entera, no
quedó ni un solo superviviente...
Al llegar al camión, me vi a mí mismo desempeñando un papel similar a aquel
comandante. Después de todo, a veces es muy aconsejable quedarse y
encarar el peligro, pero otras, lo más sensato es poner pies en polvorosa. Pero
ya era demasiado tarde para volver y, hasta cierto punto, estaba seguro de la
certeza de mi teoría.
—No sigas —interrumpió George Whitley, que siempre que podía intentaba
estropear los relatos de Harry—. Era gas.
A Harry no pareció molestarle en absoluto que se le adelantaran.
—Es una sugerencia muy ingeniosa. Yo también lo pensé, lo que demuestra
que, de vez en cuando, todos pecamos de tontos.
Había llegado a unos cincuenta pies del camión cuando me paré en seco y, a
pesar de ser un día cálido, un escalofrío muy desagradable me recorrió la
espina dorsal. Porque tenía ante mis ojos algo que hacía añicos mi teoría del
gas, sin dejar nada en su lugar.
Una masa negra y movediza se retorcía sobre la superficie de una de las
cajas. Por un momento quise creer que se trataba de un líquido oscuro que
rezumaba de un recipiente roto. Pero es una propiedad muy característica de
los líquidos el no poder desafiar a la gravedad. Aquello sí podía y, además,
estaba vivo. Desde donde me encontraba parecía el pseudópodo de una amiba
gigante cambiando de forma y grosor, y se movía hacia adelante y hacia atrás
sobre el borde de una caja rota.
En pocos segundos acudieron a mi mente todo tipo de fantasías propias de
Edgar Allan Poe. Pero recordé mi deber como ciudadano y mi dignidad de
científico. Me dirigí hacia aquello, aunque sin demasiada prisa.
Olfateé con cautela, como si la teoría del gas aún estuviera en mi mente.
Pero fueron mis oídos y no mi olfato, quienes me dieron la respuesta, cuando
me rodeó aquella masa siniestra y escurridiza. Había escuchado aquel sonido
millones de veces, pero nunca con tanta intensidad como entonces. Me senté
—a cierta distancia— y empecé a reír hasta no poder más. Después me
levanté y me dirigí al bar.
"Y bien", dijo el doctor French con ansiedad, "¿de qué se trata? Stan está
esperando al teléfono; le pillamos en la encrucijada. Pero no volverá hasta que
le digamos lo que ocurre."
"Dígale a Stan", contesté, "que envíe al apicultor del pueblo, y que él también
venga. Va a tener mucho trabajo."
"¿A quién?" preguntó French. Abrió la boca con asombro." ¡Dios mío! No me
diga que... "Exactamente", contesté mientras inspeccionaba tras la barra, por si
acaso Stan tenía escondida alguna botella interesante. "Empiezan a
tranquilizarse, pero me imagino que aún están muy fastidiadas. No las conté,
pero debe haber medio millón de abejas ahí abajo intentando volver a sus
colmenas rotas."
LA MELODIA IDEAL
Han observado alguna vez cómo, en una habitación en la que se encuentran
reunidas veinte o treinta personas charlando animadamente, llega un momento
en el que todo el mundo guarda silencio repentinamente? Se crea una especie
de vacío vibrante que parece engullir todos los sonidos. No sé cómo afectará a
otras personas, pero a mi me produce una sensación de frialdad que me
domina por completo.
Ni que decir tiene que el fenómeno está sujeto a las leyes de la probabilidad,
pero, por alguna razón, parece algo más que una simple coincidencia en las
pausas de las conversaciones. Es como si todos estuvieran pendientes de
escuchar algo, aunque no sepan el qué. En estos momentos recuerdo aquellos
versos:
"Pero siempre a mi espalda presiento el carro alado y cercano del tiempo... "
Así es como a mi me afecta, por muy animada que sea la compañía entre la
que me encuentre. Sí, incluso en "El Ciervo Blanco".
Me ocurrió esto mismo un miércoles por la noche en el que había menos
aglomeración de la habitual. Se hizo el silencio tan inesperadamente como
siempre. Entonces, posiblemente en un deliberado intento de romper ese
desagradable suspense, Charlie Willis empezó a silbar la última canción de
moda; ni siquiera recuerdo su título. Sólo recuerdo que desencadenó uno de
los relatos más inquietantes de Harry Purvis.
—Charlie —dijo con calma—, esa maldita cancioncilla me está volviendo
loco. Durante la última semana he tenido que escucharla cada vez que
enchufaba la radio.
John Cristopher emitió un sonoro sorbetón.
—Deberías conectar siempre con el tercer programa. Estarías a salvo.
—A algunos de nosotros —contestó secamente Harry— no nos satisface una
dieta exclusiva a base de madrigales isabelinos. Pero no vamos a pelear por
eso, por Dios. ¿Nunca se te ha ocurrido que hay algo extraño en esas
canciones de éxito?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que aparecen misteriosamente, y durante semanas todo el mundo las
tararea, como Charlie hace un momento. Las que poseen cierta calidad se te
graban de tal forma que no puedes alejarlas de la cabeza; dan vueltas y más
vueltas durante dias. Y, de repente, desaparecen sin más explicación.
—Ahora te comprendo —dijo Art Vincent—. Algunas melodías pueden
elegirse, pero otras se pegan como la melaza, tanto si lo deseas como si no.
—Exactamente. Durante una semana entera me obsesionó el tema principal
del final de la segunda sinfonía de Sibelius; incluso me dormía con él
rondándome la cabeza. Después le toco el turno a "El tercer hombre": da di da
di daa, dida, didaa... Recuerda lo que fue aquello.
Harry tuvo que callarse un momento hasta que la gente dejó de tararear.
Cuando se desvanecieron los murmullos continuó:
—¡Exactamente! A todos os sucedió lo mismo. Entonces, ¿qué tienen esas
tonadas para provocar tal efecto? Algunas son realmente buena música, otras,
banalidades, pero evidentemente tienen algo en común.
—Continúa —dijo Charlie—. Estamos impacientes.
—Desconozco la respuesta —contestó Harry—. Y lo que es más, no quiero
conocerla. Sé de un hombre que la encontró.
Automáticamente, alguien le acercó una cerveza, para que el tono del relato
no decayera. A mucha gente le fastidiaba que en medio de los más interesante
se parase para pedir otra bebida.
—No sé por qué a la mayoría de los científicos les interesa la música —
prosiguió Harry Purvis—, pero es un hecho innegable. Conozco muchos
laboratorios importantes que poseen orquestas sinfónicas de aficionados,
algunas incluso muy buenas. Entre los matemáticos se podrían encontrar
razones obvias para justificar esta afición; la música, especialmente la música
clásica, es, formalmente, casi matemática. Además se apoya en la teoría:
relaciones armónicas, análisis de ondas, distribución de la frecuencia, y cosas
por el estilo. Constituye en sí misma un estudio apasionante que atrae
fuertemente a mentes científicas, y que no excluye —aunque muchas personas
crean lo contrario— una apreciación puramente estética.
Pero he de confesar que el interés musical de Gilbert Lister era
completamente cerebral. Era, en primer lugar, un fisiólogo, especializado en el
estudio del cerebro. Por eso la palabra cerebral debe tomarse literalmente.
No distinguía entre una canción vaquera y la Sinfonía Coral. No le
interesaban los sonidos por sí mismos sino por los efectos que causaban en el
cerebro.
Entre personas tan cultas como las presentes —dijo Harry, con tal énfasis
que sonó a insulto—, no habrá nadie que ignore el hecho de que gran parte de
la actividad cerebral se realiza por medio de la electricidad. Constantemente se
producen pulsaciones de ritmo regular, que pueden detectarse y analizarse con
la ayuda de modernos instrumentos. Este era el campo de Gilbert Lister.
Adosaba electrodos en el cuello cabelludo de una persona, y un sistema de
amplificadores registraba las ondas cerebrales en cinta magnética. Tras
examinarlas, podía dar todo tipo de información sobre la persona en cuestión.
En última instancia, afirmaba, es posible identificar a cualquiera a partir de un
encefalograma —para utilizar el término correcto— con mayor precisión que a
través de las huellas dactilares.
Mediante una intervención quirúrgica, puede cambiarse la piel de una
persona, pero si llegásemos a un avance tecnológico tal que pudiera cambiarse
el cerebro —bueno, esa persona ya no sería la misma, de modo que no podría
acusarse al sistema de haber fallado.
Mientras estudiaba los ritmos alfa, beta y demás del cerebro, Gilbert empezó
a interesarse por la música. Estaba seguro de que existía alguna conexión
entre los ritmos musicales y los mentales. Se propuso tocar música ante sus
pacientes, para analizar los efectos producidos en sus frecuencias cerebrales
normales. Como era de esperar, los efectos fueron múltiples, y los
descubrimientos de Gilbert le llevaron a adentrarse en campos más filosóficos.
Sólo en una ocasión hablé con él extensamente sobre sus teorías. No porque
fuera reservado —nunca he conocido a un científico que lo fuera, pensándolo
bien—, sino porque no le gustaba discutir sobre su trabajo hasta saber a dónde
le iba a llevar. Pero lo que dijo fue suficiente para demostrar que había abierto
un campo muy interesante, y en consecuencia, me propuse ayudarle. Mi
empresa suministró parte del equipo y yo no me mostré reacio a obtener un
pequeño beneficio marginal. Se me ocurrió que si las teorías de Gilbert
funcionaban, iba a necesitar un representante en menos que canta un gallo...
Porque lo que Gilbert intentaba hacer era encontrar el fundamento científico
para llegar a una teoría sobre las canciones de éxito. Por supuesto, no
pensaba en el asunto en esos términos: él lo consideraba como un simple
proyecto de investigación y su única ambición consistía en publicar su trabajo
en las Actas de la Asociación de Física. Pero yo reconocí las implicaciones
financieras enseguida. Eran asombrosas. Gilbert estaba seguro de que una
melodía o una canción de moda impresionaba la mente porque de algún modo
se adapta a los ritmos eléctricos fundamentales del cerebro. Utilizaba una
analogía para explicarlo: "Es como meter una llave en una cerradura. Las
guardas de una tienen que acoplarse a las de la otra para que funcione."
Enfocó el problema desde dos ángulos. En primer lugar, recogió cientos de
melodías populares y clásicas y analizó su estructura o, como él decía, su
morfología.
Un analizador de armonías realizaba esta operación automáticamente,
clasificando las frecuencias. Por supuesto, era mucho más complicado, pero
estoy seguro de que habréis entendido la idea básica.
Al mismo tiempo, trataba de ver la adecuación entre las ondas resultantes y
las vibraciones eléctricas naturales del cerebro. La teoría de Gilbert consistía —
y aquí nos adentramos en aguas filosóficas más profundas— en que todas las
melodías existentes son aproximaciones burdas a una melodía ideal. Los
músicos de todos los tiempos han buscado a ciegas, porque ignoraban la
relación entre música y mente. Una vez revelada esta relación, sería posible
descubrir la Melodía Ideal.
—¡Eh! —exclamó John Christopher—. Eso es la refundición de la teoría
Platónica de los Arquetipos. Ya se sabe: todos los objetos del mundo material
son burdas copias de la silla o la mesa, o lo que sea, ideales. Así que tu amigo
buscaba la melodía ideal ¿La encontró?
— Lo sabrás a su debido tiempo —prosiguió Harry sin inmutarse—. Gilbert
tardó un año en completar el análisis, y a continuación comenzó con la síntesis.
Para entendernos: fabricó una máquina capaz de construir modelos de
sonidos, automáticamente, acordes con las leyes que había descubierto. Tenía
montones de osciladores y mezcladores; en realidad lo que hizo fue modificar
un órgano electrónico ordinario para esta parte del aparato, controlado por la
máquina compositora. De esta forma tan infantil con que los científicos bautizan
a sus bastardos, llamó al invento "Ludwig".
Se entendería mejor el funcionamiento de Ludwig si se le concibe como una
especie de kaleidoscopio sonoro, en lugar de visual. Pero el kaleidoscopio
obedecería a unas ciertas leyes, y esas leyes —al menos Gilbert así lo creía—
estaban basadas en la estructura fundamental de la mente humana. Con los
arreglos necesarios Lugwig llegaría, tarde o temprano, a encontrar la melodía a
través de todos los modelos musicales posibles.
Tuve la oportunidad de escuchar a Ludwig, y fue una experiencia extraña. El
equipo consistía en el lío electrónico indescriptible común a todos los
laboratorios. Lo mismo podía haber sido la máquina de una nueva
computadora que la mira de una pistola a radar, un sistema de control de
tráfico o un aparato de radio construido por un aficionado. Era difícil aceptar
que, si llegaba a funcionar, dejaría sin trabajo a todo los compositores del
mundo. ¿O no? Quizá no: Ludwig podría proveer la materia prima, pero
necesitaría orquestación.
El sonido comenzó a salir del altavoz. Al principio me pareció como si
escuchara ejercicios para cinco dedos ejecutados por un alumno eficiente, pero
poco inspirado. La mayoría de los temas eran banales; la máquina tocaba uno
y a continuación lo sometía a una serie de cambios, un compás tras otro, hasta
agotar todas las posibilidades, y pasaba al siguiente tema. De vez en cuando,
producía un pasaje notable, pero en general, no me impresionó lo más mínimo.
Pero Gilbert se explicó que sólo era una prueba, porque los circuitos aún no
estaban listos. Cuando lo estuvieran, Ludwig tendría mayor capacidad de
selección: de momento, tocaba cualquier cosa —no poseía ningún sentido
discriminatorio. Cuando lo adquiriese, las posibilidades serian ilimitadas.
Fue la última vez que vi a Gilbert Lister. Había quedado en ir a su laboratorio
una semana después, tiempo en el que esperaba haber conseguido grandes
progresos. Llegué una hora más tarde de la cita, por suerte para mi....
A mi llegada acababan de llevarse a Gilbert. Encontré a su ayudante, un
hombre de edad que había trabajado con él desde hacía años, muy nervioso y
desolado, sentado entre una maraña de cables de Ludwig. Tardé mucho en
descubrir lo que había ocurrido, y aún más en entender los motivos. No cabía
duda de que Ludwig, por fin, había funcionado. El ayudante había salido a
almorzar mientras Gilbert terminaba los últimos preparativos, y cuando volvió al
cabo de una hora, el laboratorio vibraba con frase melódica larga y compleja. O
la máquina se había parado en ese punto, o Gilbert había pulsado el botón de
REPETICION. Sea como fuere, estuvo escuchando, durante varios cientos de
veces, al menos, la misma melodía. Cuando su ayudante le encontró parecía
hallarse en trance. Los ojos abiertos sin ver, los miembros rígidos. Incluso
cuando desconectaron a Ludwig, continuó igual. Gilbert no tenía remedio.
¿Que había ocurrido? Supongo que deberíamos haberlo tenido en cuenta,
pero, ¡es tan fácil decirlo cuando ya ha pasado todo! Recordemos lo que dije al
principio. Si un compositor que sabe música de oído puede inventar una
melodía capaz de dominar la mente de una persona durante días, ¿qué efecto
tendría la Melodía Ideal que Gilbert buscaba? En el supuesto de que existiera
—y no lo doy como un hecho seguro—, formaría un anillo infinito en los
circuitos de la memoria. Daría vueltas y más vueltas, eliminando los demás
pensamientos. Todas las melodías empalagosas del pasado se convertirían en
simple bagatelas comparadas con ella. Una vez introducida en el cerebro,
transformaría las formas en ondas circulares que constituyen la manifestación
física de la conciencia —y éste sería el final. Ni más ni menos le ocurrió a
Gilbert.
Le sometieron a terapia de choque; lo intentaron todo. Pero no sirvió de nada;
el patrón se había establecido y no podía romperse. Gilbert había perdido toda
conciencia del mundo exterior, y tienen que alimentarlo por vía intravenosa. No
se mueve jamás ni reacciona a estímulos externos, pero, según me han dicho,
de vez en cuando se contrae de forma extraña como marcando el ritmo.
Me temo que no tiene curación. Y, sin embargo, no estoy seguro de si su
destino es horrible o, por el contrario, digno de envidia. Quizá haya encontrado
la realidad esencial que siempre a preocupado a los filósofos como Platón. No
lo se, realmente. A veces me sorprendo preguntándome a mí mismo cómo
sería la maldita melodía, casi deseando haber tenido la oportunidad de
escucharla, al menos una vez. Debe existir alguna forma de hacerlo sin peligro:
¿recordáis que Ulises escuchó el canto de las sirenas y no murió por ello...?
Pero ya no habrá otra oportunidad.
—Me lo temía —dijo Charles Willis maliciosamente—. Supongo que el
aparato explotó, o algo así, y como de costumbre no podemos comprobar la
veracidad de su relato.
Harry le dirigió una mirada más de tristeza que de enfado.
—El aparato apenas sufrió desperfectos —contestó con serenidad—. Lo que
ocurrió a continuación fue una de esas cosas enloquecedoras por las que
nunca dejaré de culparme. Me tomé tal interés en el experimento de Gilbert que
no presté la debida atención a los intereses de mi empresa.
Mucho me temo que Gilbert había amontonado deudas, y cuando el
Departamento de Contabilidad se enteró de lo que había ocurrido, actuó
inmediatamente. Tuve que salir de la ciudad durante un par de días en viaje de
negocios, y cuando volví ¿sabéis lo que había pasado? Mediante una acción
judicial, habían confiscado todos sus bienes, lo que significaba el
desmantelamiento de Ludwig; cuando lo vi al día siguiente, se había convertido
en un montón de chatarra. ¡Y todo por unas cuantas libras! Me hizo llorar.
—Estoy seguro —dijo Eric Maine—. Pero has olvidado atar el Cabo Suelto
Número Dos: El ayudante de Gilbert. Entró en el laboratorio mientras el artilugio
funcionaba a pleno rendimiento. ¿Por qué no le afectó a él también? Has
metido la pata en esto, Harry.
El señor don Harry Purvis hizo una pausa para apurar la últimas gotas de un
vaso y lo acercó a Drew.
—¡Vaya! —exclamó—. ¿Es un interrogatorio? No he mencionado ese punto
porque no tiene mucha importancia. Pero explica por qué nunca tuve el menor
indicio de la naturaleza de aquella melodía. Mira, el ayudante de Gilbert era un
técnico de laboratorio muy cualificado, pero no pudo prestarle mucha ayuda en
la fabricación de Ludwig. Era una de esas personas que carecen
completamente de oído. Para él, la Melodía Ideal no significaba más que el
maullido de un gato.
Nadie hizo más preguntas: creo que todos sentimos el deseo de enfrascarnos
en nuestros propios pensamientos. Hubo un silencio largo y profundo antes de
que "El Ciervo Blanco" reanudara su actividad habitual. Pero a los pocos
minutos, Charlie comenzó a silbar de nuevo "La Ronde".

EL PACIFISTA
Entré en el Ciervo Blanco algo tarde aquella noche, y todo el mundo estaba
ya agrupado en el rincón bajo la diana de los dardos, es decir, todos excepto
Drew: no había desertado de su puesto y estaba sentado tras el mostrador,
leyendo las obras completas de T. S. Eliot. Abandonó The Confidential Clerk lo
bastante como para darme una cerveza y explicarme lo que pasaba.
—Eric ha traído una máquina de juegos.... hasta ahora ha derrotado a todo el
mundo, y Sam está probando suerte.
En aquel momento una carcajada general anunció que Sam no había tenido
más suerte que los demás, y me abrí paso entre la multitud para ver lo que
pasaba.
Sobre la mesa había una caja metálica plana del tamaño de un tablero de
ajedrez, dividida en cuadrados de una forma similar a éste. En el ángulo de
cada cuadrado había un conmutador de dos posiciones y una pequeña luz de
neón; el artefacto estaba conectado (dejando, por consiguiente, a oscuras la
diana de los dardos), y Eric Rodgers estaba buscando una nueva víctima.
—¿Qué es lo que hace esa cosa? —le pregunté.
—Es una modificación del juego de las cruces y los círculos. Shannon me lo
mostró cuando estaba en los Laboratorios Bell. Lo que tiene que hacer uno es
completar el camino de un lado del tablero al otro, digamos por ejemplo de
norte a sur, conectando esos conmutadores. Imagínate que esa cosa forma
una trama de calles, si quieres, y que esos neones son las luces de tráfico. Tú
y la, máquina os alternáis en los movimientos. La máquina intenta bloquear tu
camino construyendo uno propio en la dirección este—oeste: los pequeños
neones se encienden para decirte en qué dirección desea moverse. Ninguno
de los caminos tiene por qué ser una línea recta: puedes zigzaguear tanto
como quieras; lo que importa es que sea continuo, y el que primero llega al otro
lado es el que gana.
—Y será la máquina, supongo.
—Bueno, hasta ahora jamás ha sido derrotada.
—¿No puede uno lograr unas tablas, bloqueando el camino de la máquina
para, al menos, no perder?
—Eso es lo que estamos intentando. ¿Quieres probar?
Dos minutos más tarde había entrado a formar par—te de las filas de los
concursantes derrotados. La máquina había sorteado todas mis barreras y
establecido su propio camino de este a oeste. No estaba convencido de que
fuera invencible, pero evidentemente el juego era mucho más complicado de lo
que parecía.
Cuando me hube retirado, Eric miró alrededor, al auditorio. Nadie parecía
tener muchas ganas de presentarse voluntario.
—¡Ja! —dijo—. El hombre famoso. ¿Y tú, Purvis? Aún no lo has intentado.
Harry Purvis estaba de pie detrás de la multitud, con una mirada el mundo
militar. Las armas: cohetes, bombas atómicas y demás, son sólo una parte de
ella, aunque es todo lo que conoce el público. En mi opinión, es mucho más
fascinan. te el aspecto de la investigación operacional. Podría decirse que se
relaciona con el cerebro más que con la fuerza bruta. En cierta ocasión oí que
la definían como la forma de ganar guerras sin luchar en ellas, y no es una
mala descripción.
»Bueno, todos conocéis los grandes ordenadores electrónicos que
proliferaron como hongos en los a años cincuenta. La mayor parte de ellos
habían sido construidos para ocuparse de problemas matemáticos pero, si
pensáis detenidamente en ello, os daréis cuenta de que la misma guerra es un
problema matemático. Es un problema tan complicado que los cerebros
humanos no pueden abarcarlo, pues hay demasiadas variables. Hasta los
grandes estrategas no pueden ver la totalidad del tema: los Hitlers y
Napoleones siempre acaban cometiendo un error.
»Pero una máquina.... eso sería otro asunto. Un cierto número de gente
brillante se dio cuenta de eso al acabar la guerra. Las técnicas que habían sido
elaboradas para la construcción de ENIAC y los otros grandes ordenadores
podían revolucionar la estrategia.
»De ahí surgió el Proyecto Clausewitz. No me preguntéis cómo es que sé de
él, ni me pidáis demasiados detalles. Lo que importa es que muchos millones
de dólares en equipo electrónico y algunos de los mejores cerebros Y
científicos de los Estados Unidos fueron a parar a cierta caverna de las colinas
de Kentucky, Siguen ahí, pero las cosas no han resultado como se esperaba.
»No sé que clase de experiencias tendréis respecto a los oficiales de alta
graduación, pero hay un tipo que todos conoceréis, aunque sea sólo por las
novelas. Se trata del militar de carrera pomposo, conservador, cuartelero, que
ha llegado a la cima por pura presión de los que están debajo, que lo hace todo
según las ordenanzas y las reglas, y que considera a los civiles como, en el
mejor de los casos, unos neutrales poco amistosos. Os diré un secreto: este
tipo de militar existe en la realidad. Hoy en día ya no es tan común, pero aún
existe, y a veces no es posible hallar un destino seguro para él. Pero cuando
eso ocurre, vale su peso en plutonio para El Otro Bando.
»Según parece, el general Smith era así. Naturalmente, éste no es su
verdadero nombre. Su padre era senador, y aunque mucha gente del
Pentágono había tratado con todas sus fuerzas conseguirlo, la influencia del
viejo había impedido que se pusiera al general al mando de algo inocuo como,
digamos, la defensa costera de Wyoming. En lugar de esto, por alguna mala
jugarreta de la fortuna, fue nombrado responsable del Proyecto Clausewitz.
»Naturalmente, sólo le concernía el aspecto administrativo, no el científico,
del trabajo. Todo hubiera ido bien si el general se hubiera sentido satisfecho
con dejar que los científicos llevaran a cabo su trabajo mientras él se
concentraba en lograr que la tropa saludase correctamente, en estudiar el
coeficiente de reflexión de los suelos de los barracones y asuntos similares de
gran trascendencia militar. Desgraciadamente, no fue así.
»El general había tenido una vida tranquila. Había sido, si se me permite citar
a Wilde (y todo el mundo lo hace), un hombre de paz, excepto en su vida
doméstica. Nunca había visto antes a científicos, y cuando lo hizo su shock fue
considerable. Así que quizá no sea correcto echarle las culpas de lo que
sucedió.
»Pasó bastante tiempo antes de que se diera cuenta de los objetivos y la
finalidad del Proyecto Clausewitz y, cuando lo logró, se sintió bastante
preocupado. Quizá esto le hiciera sentirse aún menos amistoso hacia el equipo
científico pues, a pesar de todo lo que he dicho, el general no era
absolutamente estúpido., Era lo bastante inteligente como para comprender
que, si el proyecto tenía éxito, habría más ex—generales en el mercado de lo
que todos los consejos de dirección combinados de la industria norteamericana
podrían absorber sin problemas.
»Pero dejemos al general un instante y veamos a los científicos. Había unos
cincuenta, así como un par de cientos de técnicos. Todos habían sido
seleccionados cuidadosamente por el FBI, así que probablemente no había
más de uno o dos que fueran miembros activos del partido comunista. Aunque
luego hubo muchas acusaciones de sabotaje, por esta vez los camaradas
fueron totalmente inocentes de lo que sucedió. Además, no se trató
ciertamente de un sabotaje en el concepto estricto de esta palabra...
»El hombre que había diseñado en realidad el ordenador era un silencioso y
pequeño genio matemático que había sido arrancado de una universidad y
llevado a las colinas de Kentucky y al mundo de la Seguridad y las Prioridades,
antes de que pudiera darse cuenta realmente de lo que sucedía. No se llamaba
doctor Milquetoast (Apocado), pero es así como deberían haberle bautizado, y
como nosotros le denominaremos.
»Para completar nuestro cuadro de protagonistas, será mejor que diga algo
acerca de Karl. En ese momento al que me refiero, Karl estaba aún a medio
construir. Como todos los grandes ordenadores, consistía en su mayor parte en
grandes bancadas de unidades de memoria que podían recibir y archivar
información hasta que ésta era necesitada. La parte creativa del cerebro de
Karl, los analizadores e integradores, tomaban esta información y la elaboraban
para producir respuestas a las preguntas que le eran formuladas. Dados todos
los datos relevantes, Karl daba las respuestas correctas. Naturalmente, el
problema era lograr que Karl tuviera todos los datos; no se podía esperar que
obtuviera resultados correctos con una información inexacta o insuficiente.
»Fue responsabilidad del doctor Milquetoast diseñar el cerebro de Karl. Sí, sé
que ésta es una forma burdamente antropomórfica de enfocar el problema,
pero uno no puede negar que esos grandes ordenadores tienen personalidad
propia. Es difícil explicarlo más detalladamente sin entrar en tecnicismos, así
que simplemente diré que el pequeño Milquetoast tuvo que crear los circuitos,
tremendamente complejos, que le permitieran a Karl pensar en la forma en que
se suponía que debía hacerlo.
»Así que tenemos a nuestros tres protagonistas: el General Smith,
suspirando por los tiempos de Custer; el doctor Milquetoast, perdido en los
fascinantes laberintos científicos de su trabajo, y Karl, cincuenta toneladas de
equipo electrónico, no animadas todavía por las corrientes que pronto le
atravesarían.
»Pronto... pero no lo bastante para el General Smith. No nos mostremos muy
duros con el general: probablemente alguien lo había presionado cuando se
hizo evidente que el proyecto no cumplía los plazos previstos. Así que llamó al
Dr. Milquetoast a su oficina.
»La entrevista duró más de treinta minutos, y el doctor dijo menos de treinta
palabras. El general se pasó la mayor parte del tiempo haciendo comentarios
sarcásticos acerca de las cifras de producción, fechas y atascos. Parecía tener
la creencia de que el construir a Karl no era un proceso más complicado que el
montaje en cadena de un automóvil último modelo: simplemente era una
cuestión de ir ensamblando las piezas. El doctor Milquetoast no era la clase de
hombre que se dedicaba a aclarar los conceptos erróneos de los demás,
incluso aunque el general le hubiera dado la oportunidad. Salió de la oficina
sintiéndose víctima de una considerable injusticia.
»Una semana más tarde resultaba evidente que la construcción de Karl aún
se estaba retrasando mucho más. Milquetoast lo estaba haciendo lo mejor que
podía, y no había nadie que pudiera hacerlo mejor. Tenían que resolverse
problemas de una complejidad tal que estaban totalmente fuera de la posible
comprensión del general. Y fueron resueltos; pero esto llevó tiempo, y no había
tiempo que malgastar.
»En su primera entrevista, el general había tratado de ser tan amable como le
era posible, y sólo había logrado mostrarse rudo. Esta vez trató de ser rudo, y
dejaré que vosotros mismos imaginéis el resultado. Prácticamente insinuó que
Milquetoast y sus colegas, no cumpliendo con los plazos, estaban haciéndose
culpables de un delito de antiamericanismo.
»Desde este momento en adelante comenzaron a pasar dos cosas: las
relaciones entre el ejército y los científicos se fueron deteriorando cada vez
más y, por primera vez, el doctor Milquetoast comenzó a pensar seriamente en
las más amplias implicaciones de su trabajo. Siempre: había estado demasiado
atareado, demasiado ocupado por los problemas inmediatos de su trabajo,
como para considerar sus responsabilidades sociales. Aún seguía demasiado
ocupado en aquel momento, pero esto no le impedía que se detuviera a
reflexionar: "Aquí estoy —se decía a sí mismo—, uno de los mejores
matemáticos puros, del mundo..., y, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué ha sucedido
con mi tesis sobre las ecuaciones diofantinas? ¿Cuándo voy a ocuparme de
nuevo del teorema de los números primos? En resumen, ¿cuándo voy a volver
a hacer un, trabajo serio?"
»Podía haber dimitido, pero no se le ocurrió. En cualquier caso, por debajo de
aquel aspecto timorato y ensimismado, había un rasgo de tozudez. El doctor
Milquetoast siguió trabajando, aún más enérgicamente que antes. La
construcción de Karl prosiguió lentamente, pero con seguridad: soldaron las
conexiones finales en su cerebro de una miríada de células, y los millones de
circuitos fueron probados y comprobados por los mecánicos.
»Y un circuito, indistinguiblemente entrelazado con la multitud de sus
compañeros, que llevaba a un grupo de células de memoria aparentemente
idénticas a todas las, demás, fue comprobado por el doctor Milquetoast en
persona, pues nadie más sabía que existiese.
»Llegó el gran día. Por intrincadas rutas, personas muy importantes fueron
llegando a Kentucky. Toda una constelación de generales de muchas estrellas
llegó del Pentágono. Hasta la Marina había sido invitada.
»Orgullosamente, el general Smith llevó a los visitan tes de caverna en
caverna, de bancadas de memoria al redes selectoras, pasando por
analizadores de matrices y tableros de input..., y finalmente a las hileras de
máquinas de impresoras donde Karl imprimirla los resultados de sus
deliberaciones. El general sabía muy bien los vericuetos: al menos, dijo casi
todos los nombres bien. Hasta logró dar la impresión, a aquellos que no
conocían la realidad, de que él era el verdadero responsable de Karl.
»—Ahora —dijo alegremente el general—, le daremos un poco de trabajo.
¿Alguien quiere ponerle algunas sumas.
»Ante la palabra "sumas" los matemáticos se estremecieron, pero el —
general no se dio cuenta de su paso en falso. Los altos mandos reunidos
pensaron un rato. Luego, uno de ellos dijo arriesgadamente:
»—¿Cuánto es nueve multiplicado veinte veces por si mismo?
»Uno, de los técnicos, con un audible resoplido, apretó algunas teclas. Hubo
un tableteo en una de las impresoras y, antes de que nadie pudiera parpadear
dos veces, apareció la respuesta... los veinte dígitos de la misma.
(Comprobé el resultado más tarde. Para quien quiera saberlo, la respuesta
es: 12.157.665.459.056.928.801. Pero volvamos a Harry y a su historia)
»Durante los siguientes quince minutos Karl fue bombardeado con
trivialidades similares. Los visitantes se mostraban impresionados, aunque no
había ninguna razón para suponer que hubieran podido descubrir un error en
las respuestas, de haber existido.
»El general emitió una tosecilla. La aritmética más simple era lo más lejos a
lo que podía llegar, y Karl apenas si había comenzado a calentarse.
»—Ahora pasaré el mando ——dijo— al capitán Winkler.
»El capitán Winkler era un ensimismado y joven graduado de Harvard del que
el general desconfiaba, sospechando, correctamente, que tenía más de
científico que de militar. Pero era el único oficial que comprendía realmente lo
que se suponía que debía hacer Karl y que podía ,explicar exactamente cómo
lo hacía. El general pensó, irritado, cuando el capitán comenzó a dar su
explicación a los visitantes, que tenía el aspecto de un maldito maestro de
primaria.
»El problema táctico que formuló era complicado, pero la respuesta ya era
conocida por todo el mundo, excepto por Karl. Era una batalla que había sido
combatida y ganada hacía casi un siglo, y cuando el capitán Winkler concluyó
su introducción, un general de Boston le susurró a su ayuda de campo:
»—Apuesto cualquier cosa a que algún maldito sudista ha amañado las
cosas para que Lee gane esta vez. —No obstante, todo el mundo tenía que
admitir que el problema era una forma excelente de comprobar las capacidades
de Karl.
»Las cintas de datos desaparecieron en las enormes unidades de memoria:
centellearon luces a lo largo de las consolas. Por todas partes sucedían cosas
misteriosas.
»—Este problema —dijo orgullosamente el capitán Winkler— tardará cinco
minutos en ser evaluado.
»Como en deliberada contradicción, una de las impresoras comenzó
rápidamente a tabletear. Una tira de papel salió de la misma, y el capitán
Winkler, con un aspecto bastante sorprendido ante la inesperada rapidez de
Karl, leyó el mensaje. inmediatamente le colgó la mandíbula inferior, y se
quedó contemplando el papel como si le resultase imposible creer lo que veían
sus ojos.
»—¿Qué ocurre, capitán? —ladró el general.
»El capitán Winkler tragó saliva, pero pareció haber perdido la capacidad del
habla. Con un mugido de impaciencia, el general le arrancó el papel. Entonces
fue su turno de quedarse paralizado; pero, a diferencia de su subordinado, se
puso además de un hermoso color rojo. Durante un instante pareció como
algún pececillo tropical asfixiándose al ser sacado del agua; luego, no sin
algunos forcejeos, el enigmático mensaje fue capturado por el general de cinco
estrellas cuya graduación era superior a la de todos los presentes.
»Su reacción fue totalmente distinta. Rápidamente se partió de risa.
»Los oficiales de grado inferior se quedaron en un estado de injuriante
suspense durante diez minutos. Pero, finalmente, las noticias se filtraron a lo
largo del escalafón desde coroneles a capitanes y a tenientes, hasta que al fin
no hubo un simple soldado de segunda en la base que no conociera la
maravillosa noticia:
»Karl le había dicho al general Smith que era un pomposo babuino. Eso era
todo.
»Aunque todo el mundo estaba de acuerdo con Karl, el asunto no podía ser
dejado así. Obviamente, algo había ido mal. Algo, o alguien, había apartado la
atención de Karl de la Batalla de Gettysburg.
»—¿Dónde —rugió el general Smith, recuperando al fin la voz— está el
doctor Milquetoast?
»Ya no estaba presente. Se había retirado sigilosamente de la habitación,
tras haber gozado del gran momento. Naturalmente, más tarde llegaría su hora,
pero bien valía la pena.
»Los frenéticos técnicos purgaron los circuitos y comenzaron a hacer
pruebas. Alimentaron a Karl con una elaborada serie de multiplicaciones y
divisiones que realizar: el equivalente, para una computadora, de los tests de
lectura que se hacen a los niños. Todo parecía estar funcionando
perfectamente. Así que le pusieron un problema táctico muy simple, que un
subteniente podría resolver dormido.
»—Tírese al mar, general —fue la respuesta de Karl.
»Fue entonces cuando el general Smith se dio cuenta de que se estaba
enfrentando con algo fuera de lo previsto en los Procedimientos Estándar de
Operación. Se veía nada menos que &ente a un claro caso de insubordinación
cibernética.
»Llevó varias horas de pruebas el descubrir exactamente lo que había
sucedido. En algún recóndito rincón de la tremenda capacidad de memoria de
Karl había una excelente colección de insultos, amorosamente reunida por el
doctor Milquetoast. La había grabado en cinta, o bien incluido en las memorias
de ferrita, y contenía todo aquello que le hubiera gustado decir él mismo al
general. Pero no era eso todo lo que había hecho: aquello hubiera sido
demasiado fácil, indigno de su genio. Había instalado también lo que sólo podía
ser denominado como un circuito censor: le había dado a Karl el poder de
discriminación. Karl examinaba, antes de resolverlo, cada problema que le era
alimentado; si se refería a matemáticas puras, lo resolvía correctamente; pero
si se trataba de un problema militar... allá iban los insultos. Al cabo de veinte
minutos aún no se había repetido ni una sola vez, y las auxiliares femeninas
habían tenido que ser enviadas fuera de la habitación.
»Hay que confesar que, al cabo de un tiempo, los técnicos estaban casi tan
interesados en descubrir cuál sería la siguiente indignidad que lanzaría Karl
contra el general Smith como en hallar el fallo en los circuitos. Había
comenzado con simples insultos y sorprendentes referencias genealógicas,
pero había pasado rápidamente a detalladas instrucciones que, incluso las más
suaves, hubieran ocasionado un grave perjuicio a la dignidad del general,
mientras que las más imaginativas hubieran puesto en peligro su integridad
física. El hecho de que todos aquellos mensajes, a medida que iban
emergiendo de las máquinas de escribir, fueran siendo clasificados
inmediatamente como ALTO SECRETO, no le proporcionaba ningún consuelo
a su destinatario. Sabía, con hosca certidumbre, que aquél iba a ser el secreto
peor guardado de toda la guerra fría, y que ya iba siendo hora de que
comenzase a buscarse un trabajo civil.
»Y así, caballeros —concluyó Purvis—, está la situación. Los ingenieros
siguen tratando de desentrañar la maraña de circuitos que instaló el doctor
Milquetoast y, sin duda alguna, lo lograrán algún día. Pero, mientras tanto, Karl
sigue siendo un pacifista a ultranza. Se siente perfectamente a sus anchas
jugando con la teoría de los números: calculando tablas de exponentes y
ocupándose de problemas aritméticos. ¿Recuerdan el famoso brindis: "Brindo
por las matemáticas puras... y porque jamás sean de utilidad práctica para
nadie"? Karl hubiera brindado por eso muy a gusto...
»Tan pronto como alguien trata de colarle alguna pelota, se declara en
huelga. Y, dado que tiene una memoria tan maravillosa, no hay forma de
engañarle. Tiene casi todas las grandes batallas del mundo almacenadas en
sus circuitos, y puede reconocer de inmediato cualquier variación de las
mismas. Aunque se han llevado a cabo intentos de proponerle ejercicios
tácticos camuflados como problemas matemáticos, descubre de inmediato el
subterfugio y responde con algún otro comentario amable para el general.
»En cuanto al doctor Milquetoast, nadie pudo hacer nada contra él, porque
rápidamente tuvo un colapso nervioso. Estuvo sospechosamente calculado al
minuto, pero ciertamente tenía motivos para haberlo sufrido. Lo último qué oí
de él es que estaba enseñando álgebra de matrices en un seminario teológico
en Denver. Jura que ha olvidado todo lo que sucedió mientras trabajaba con
Karl. Y quizá diga la verdad...
Hubo un repentino grito procedente de la parte trasera de la sala.
—¡He ganado! —gritó Charles Willis—. ¡Venid a ver!
Todos nos amontonamos bajo la diana de los dardos. Parecía ser cierto.
Charlie había establecido un sendero en zigzag, pero continuo, desde un lado
del tablero al opuesto, a pesar de los obstáculos que la máquina había
intentado colocar en su camino.
—Dinos como lo has hecho —dijo Eric Rodgers.
Charlie pareció molesto.
—Lo he olvidado —dijo—. No he tomado nota de todos los movimientos.
Una voz sarcástica sonó en la parte trasera del grupo.
—Pero yo sí —dijo John Christopher—. Has hecho trampa: has hecho dos
jugadas seguidas.
Después de esto, lamento tener que admitir que se produjo un cierto
desorden, y Drew tuvo que amenazar con la violencia para lograr restaurar la
paz. No sé quién ganó finalmente en la discusión, pero no creo que importe
mucho. Pues estoy de acuerdo con lo que Purvis comentó mientras tomaba el
aparato y. examinaba sus circuitos.
—Mirad —dijo—, este aparato es únicamente un primo estúpido de Karl.... y
ya podéis ver lo que ha hecho. Estas máquinas están comenzando a dejarnos
como unos tontos. No pasará mucho antes de que comiencen a
desobedecernos sin que haya necesidad de que un Milquetoast trastee en sus
circuitos. Y entonces comenzará a darnos órdenes: después de todo, son
lógicas.
Lanzó un suspiro.
—Cuando esto suceda, no podremos hacer nada al respecto. Simplemente,
tendremos que decirles a los dinosaurios: haced un poco de sitio, aquí llega el
Homo sapiens. Y el transistor heredará la Tierra.
No hubo ya más tiempo para filosofías pesimistas, pues se abrió la puerta y
el agente de policía Wilkins metió la cabeza por el hueco.
—¿Quién es el propietario del coche matrícula CGC571? —preguntó—. Oh,
es usted, señor Purvis. Tiene la luz de posición apagada.
Harry me miró amargamente y luego se alzó resigna, do de hombros.
—¿Ves? —me dijo—. Ya han empezado.
Y salió a la noche.
LOS PRÓXIMOS INQUILINOS
—Cuando se habla del número de científicos locos que han querido
conquistar el mundo —dijo Harry Purvis mientras contemplaba pensativo su
vaso de cerveza—, la gente exagera mucho. Que yo recuerde, sólo me he
encontrado con uno.
—Si sólo recuerdas uno, es que no conociste muchos más —precisó con
cierta frialdad Bill Temple—. No es algo que se olvide fácilmente.
—Supongo que no —replicó Harry con ese irrebatible tono de inocencia que
desarma a sus críticos—. Y, además, no se trataba de ningún loco. Pero lo
cierto es que estaba empeñado en conquistar el mundo, o para ser más exacto,
en dejar que lo conquistasen.
—¿Qué lo conquistase quién? —preguntó George Whitley—. ¿Los
marcianos? ¿O los consabidos hombrecillos verdes de Venus?
—Ni los unos ni los otros. Colaboraba con alguien mucho más próximo a
nosotros. Sabréis a quién me refiero si os digo que era mirmecólogo.
—¿Mirmequé? —preguntó George.
—Déjenle seguir con su historia —dijo Drew desde el otro lado de la barra—.
Ya son más de las diez, y si esta semana no consigo que se vayan ustedes a la
hora de cerrar, voy a perder la licencia.
—Gracias —dijo Harry con solemnidad a la vez que le entregaba el vaso para
que se lo llenase de nuevo—. La historia ocurrió hace dos años, cuando yo
estaba en el Pacífico en una misión oficial. Se trataba de algo bastante secreto,
pero en vista de lo que ha sucedido después ya no supone ningún riesgo
hablar de ello. Nos llevaron a mí y a otros dos científicos a un atolón del
Pacífico, a menos de mil millas de Bikini, para instalar un equipo detector en el
plazo de una semana. Su función, por supuesto, era la de vigilar a nuestros
buenos amigos y aliados cuando empezaran a jugar con reacciones
termonucleares. O, por decirlo de otra forma, debía coger las sobras que
dejaran los de la Comisión de Energía Atómica. Los rusos, por descontado,
estaban haciendo lo mismo que nosotros, y aunque de vez en cuando nos
topábamos con ellos, ambos bandos intentábamos pasar por corderitos.
Nos habían dicho que el atolón estaba deshabitado, pero se habían
equivocado por completo. La verdad es que tenía una población de varios
cientos de millones...
—¿Cómo —se asombraron todos.
—...varios cientos de millones —prosiguió Purvis con toda calma—,
incluyendo en este número a un ser humano. Tropecé con él cierto día en que
me metí tierra adentro para ver el paisaje.
—¿Tierra adentro? —preguntó George Whitley—. ¿No dijiste que era un
atolón? ¿Cómo puede una barrera de coral...?
—Era un atolón rollizo —dijo Harry sin titubear—. Y, además, ¿quién está
contando la historia, tú o yo ?— aguardó desafiante durante unos segundos
hasta que se le cedió el paso de nuevo—. Pues bien, allí estaba yo, caminando
por la margen de un riachuelo encantador, bajo los cocoteros, cuando para mi
gran sorpresa llegué junto a una noria, de aspecto muy moderno por cierto, que
propulsaba una dinamo. De haber tenido un poco de sensatez, supongo que
habría regresado para contárselo a mis compañeros, pero no pude resistir
aquel reto y decidí examinar el terreno por mí mismo. Recordé que se hablaba
de la existencia de tropas japonesas perdidas, que aún no sabían que la guerra
había acabado, pero esta teoría no me convencía demasiado.
Seguí el cable de transmisión, que me condujo hasta una colina, y al otro
lado, en un descampado bastante amplio, vi un edificio bajo y encalado.
Numerosos montículos de tierra aparecían por toda la extensión del
descampado; eran altos y desiguales y estaban unidos entre sí por una red de
cables. Jamás había visto algo tan extraño, y me quedé en suspenso durante
más de diez minutos sin saber qué pensar. Cuanto más miraba, menos sentido
le encontraba a aquello.
Me esforzaba por tomar alguna decisión cuando vi salir del edificio a un
hombre alto, de pelo blanco, que se dirigió hacia uno de los montículos.
Llevaba un instrumento en las manos y un par de auriculares colgados
alrededor del cuello, y en seguida imaginé que se trataba de un contador
Geiger.
En ese momento comprendí lo que eran aquellos montículos: termiteros.
Rascacielos mucho más altos que el Empire State para los hombres, habitados
por las llamadas hormigas blancas.
Con gran interés, aunque bastante extrañado, vi que el viejo introducía el
aparato en la base del termitero y después de escuchar atentamente durante
unos instantes, regresaba al edificio. Sentía ya tanta curiosidad que decidí
hacerle notar mi presencia. No sabía qué tipo de investigación estaba llevando
a cabo, pero desde luego no tenía nada que ver con la política internacional y,
por lo tanto, el único que tendría algo que esconder sería yo. Luego veréis lo
equivocado que estaba.
Grité para que me viera y descendí la colina agitando los brazos. El hombre
se detuvo, mirándome mientras me acercaba. No parecía muy sorprendido.
Cuando me aproximaba, observé su desaliñado bigote, que le daba un aspecto
ligeramente oriental. Tendría unos sesenta años y se mantenía muy erguido.
Aunque sólo llevaba unos pantalones cortos, su aspecto reflejaba tanta
dignidad que me sentí algo avergonzado por mi estrepitosa llegada.
«Buenos días», dije con tono de disculpa. «No sabía que hubiera alguien más
en la isla. Yo he venido con un equipo de... de observadores científicos. Nos
hemos instalado al otro lado.»
Al oírme, sus ojos se agrandaron. «Ah, un colega», dijo en un inglés casi
perfecto. «Encantado de conocerle. Pase usted a la casa.»
Le seguí muy gustoso —la caminata me había acalorado— y pude ver que la
casa era en realidad un gran laboratorio. Había una cama en un rincón, un par
de sillas, un hornillo y un lavabo portátil como los que usan los excursionistas.
En eso consistían, al parecer, sus enseres personales. Todo, sin embargo,
estaba limpio y cuidado; mi desconocido amigo parecía un recluso, pero se
proponía mantenerse por encima de la situación.
Me presenté primero y, tal como yo deseaba, se apresuró a hacer lo mismo.
Era el profesor Takato, biólogo adscrito a una de las universidades más
conocidas del Japón. No parecía muy japonés, excepto por el bigote que
mencioné antes. Con aquel porte erguido y digno, me recordaba a un viejo
coronel de Kentucky que conocí una vez.
Tras ofrecerme un vino extraño pero muy refrescante, nos sentamos y
conversamos durante un par de horas. Como les ocurre a la mayoría de los
hombres de ciencia, se sentía feliz al poder hablar con alguien que sabría
valorar su trabajo. Es cierto que mi campo es la física y la química más que la
biología, pero las investigaciones del profesor Takato me parecieron
fascinantes.
Supongo que no sabréis gran cosa sobre las termitas, así que voy a
recordaros sus características principales. Son uno de tos insectos sociales
más desarrollados, y viven en grandes colonias en toda la extensión de los
trópicos. No soportan el frío, pero lo curioso es que tampoco aguantan la luz
directa del sol. Cuando tienen que trasladarse de un lugar a otro, construyen
pequeñas vías cubiertas. Al parecer, tienen un medio de comunicarse que
desconocemos pero que es casi instantáneo, y aunque individualmente son
bastante indefensas y torpes, reunidas en una colonia se comportan como un
ser inteligente. Algunos escritores han establecido comparaciones entre un
termitero y el cuerpo humano, compuesto también éste de células vivas
individuales que forman una entidad muy superior a las unidades básicas. A las
termitas a menudo se les llama «hormigas blancas», pero es una denominación
incorrecta, porque no son hormigas en absoluto, sino otra especie muy distinta.
¿O debería haber dicho otro «género»? Nunca me aclaro con estas cosas...
Bueno, perdonad esta breve conferencia, pero es que después de oír a
Takato durante un rato yo también empecé a entusiasmarme por las termitas.
¿Sabíais, por ejemplo, que además de cultivar huertas tienen también sus
propias vacas —vacas-insecto, claro—, y que las ordeñan? La verdad es que
son unos seres endiabladamente complejos, aunque actúan siempre por
instinto.
Pero será mejor que os hable del profesor. Cuando yo le conocí, se hallaba
solo, y llevaba ya varios años en la isla, pero contaba con algunos ayudantes
que le traían materiales e instrumentos del Japón y le asistían en el trabajo. Su
primer logro importante fue hacer con las termitas lo que von Frisch había
hecho con las abejas: aprender su lenguaje. Era mucho más complejo que el
sistema de comunicación empleado por las abejas, que como probablemente
sabéis se basa en movimientos de danza. Supe que la red de cables que unía
los termiteros con el laboratorio no sólo permitía al profesor Takato escuchar a
las termitas cuando hablaban entre sí, sino que también le servía, para
hablarlas a ellas. No es tan fantástico como parece si se utiliza la palabra
«hablar» en su sentido más amplio. Hablamos con muchos animales, pero por
supuesto no siempre utilizando la voz. Cuando lanzas un palo para que tu perro
corra a cogerlo, estás empleando una forma de hablar: un lenguaje de signos.
Por lo que pude entender, el profesor había elaborado una especie de código
que las termitas comprendían, aunque yo ignoraba hasta qué punto servía para
transmitir conceptos.
Volví todos los días, en cuanto tenía un rato libre, y al cabo de una semana
ya éramos buenos amigos. Quizá os extrañe que lograra mantener en secreto
estas visitas, pero la isla era bastante grande y todos mis colegas, como yo,
salían con frecuencia a explorarla. Por alguna razón, pensaba que el profesor
Takato era de mi exclusiva propiedad y no quería exponerle a la curiosidad de
mis compañeros, unos tipos incultos, graduados de una universidad
provinciana como Oxford o Cambridge.
Me alegra decir que fui útil al profesor; le arreglé la radio y le instalé parte de
su equipo electrónico. Utilizaba mucho los rastreadores radiactivos para seguir
individualmente a algunas de las termitas. De hecho, cuando le vi por primera
vez iba siguiendo el rastro a una con el contador Geiger. Cuatro o cinco días
después de habernos conocido, los contadores empezaron a oscilar como
locos y el equipo que nosotros habíamos instalado comenzó a perturbar la
recepción. Takato sospechó lo que había ocurrido; nunca me había preguntado
el objeto exacto de nuestra presencia en la isla, pero creo que lo sabía. Cuando
le saludé, puso en marcha los contadores y me dejó escuchar el rugido de la
radiación. Acusaban la lluvia radiactiva; no era suficiente para causar daño,
pero sí para elevar mucho el contenido del aire.
«Me parece», dijo con suavidad, «que ustedes los físicos se están divirtiendo
de nuevo con sus juguetes. Y esta vez son juguetes muy grandes.»
«Me temo que tiene usted razón», contesté. No podíamos estar seguros
hasta analizar las lecturas, pero todo parecía indicar que Teller y su equipo
habían activado la reacción de hidrógeno. «Pronto habremos dejado tan atrás
las primeras bombas atómicas, que parecerán petardos mojados.»
«Mi familia», dijo el profesor Takato sin expresar la menor emoción, «se
hallaba en Nagasaki».
Cualquier comentario habría estado fuera de lugar, y me sentí aliviado
cuando añadió: «¿Se ha preguntado usted alguna vez quién ocupará nuestro
lugar cuando hayamos desaparecido ?»
«¿Sus termitas?», pregunté medio en broma. Pareció vacilar durante unos
instantes. Después dijo con tranquilidad: «Venga conmigo; no le he mostrado
todo».
Nos dirigimos a un rincón del laboratorio donde se hallaban unos
instrumentos ocultos bajo fundas protectoras, y el profesor descubrió un
artefacto bastante curioso. A primera vista parecía uno de esos manipuladores
utilizados para manejar a distancia materiales radiactivos peligrosos. El
movimiento se transmitía accionando unas manivelas con varillas y palancas
adosadas, pero todo parecía estar dispuesto en función de una caja pequeña
situada a pocas pulgadas de distancia. «¿Qué es?», pregunté.
«Es un micromanipulador. Lo diseñaron los franceses para trabajos de
biología. Hay pocos en el mundo.»
Entonces me acordé. Eran aparatos que mediante un mecanismo de
reducción apropiado permitían realizar operaciones increíblemente delicadas.
Tan sólo con mover el dedo una pulgada, el instrumento que uno manejaba se
movía una milésima de pulgada. Los científicos franceses que desarrollaron
esta técnica habían construido pequeñas fraguas sobre las que podían fabricar
diminutos escalpelos y pinzas de vidrio fundido. Trabajando exclusivamente a
través de microscopios, habían logrado disecar células individuales. Extirparle
el apéndice a una termita (en el caso, altamente dudoso, de que este insecto
poseyera uno) sería cosa de niños con un instrumento semejante.
«No soy muy hábil con el manipulador», confesó Takato. «Uno de mis
ayudantes se encarga de trabajar con él. No he mostrado esto a nadie todavía,
pero usted me ha sido de gran ayuda. Venga conmigo, por favor.»
Salimos y caminamos a lo largo de las avenidas formadas por los altos
montículos, duros como el cemento. No todos tenían el mismo diseño
arquitectónico, porque hay muchas clases distintas de termitas, en realidad
algunas ni siquiera construyen protuberancias sobre el terreno. Me sentía algo
así como un gigante que caminara por Manhattan, porque se trataba de
verdaderos rascacielos, cada uno con sus propios y prolíficos habitantes.
Había un pequeño cobertizo de metal (¡nada de madera; las termitas pronto
se habrían encargado de ella!) junto a uno de los montículos, y al entrar en él
quedó fuera la deslumbrante luz del sol. El profesor pulsó un interruptor y un
tenue resplandor rojo me permitió ver diversas clases de instrumentos ópticos.
«Aborrecen la luz», me dijo, «y por eso es bastante difícil observarlas. Pero
hemos resuelto el problema utilizando luz infrarroja. Esto es un convertidor de
imágenes del tipo que se utilizó durante la guerra para operaciones nocturnas.
¿Los conoce?»
«Sí, por supuesto», contesté. «Los francotiradores los acoplaban a sus rifles
para dar en el blanco en la oscuridad. Son aparatos muy ingeniosos; me alegra
ver que usted les ha encontrado una aplicación civilizada.»
El profesor Takato tardó bastante en encontrar lo que buscaba. Parecía
manejar un complicado periscopio que le permitía sondear los pasadizos de la
ciudad de las termitas. De pronto, dijo: «¡De prisa, antes de que
desaparezcan!»
Me acerqué y ocupé su lugar. Tardé un segundo o dos en ajustar la visión
correctamente, y aún más en apreciar la escala de la escena que estaba
presenciando. Vi entonces seis termitas, muy ampliadas, que atravesaban con
bastante rapidez el campo de visión. Marchaban en grupo, como los perros
esquimales cuando van enganchados unos con otros. Y es una buena
analogía, porque las termitas estaban arrastrando un trineo...
Me quedé tan estupefacto que ni siquiera me fijé en qué carga transportaban.
Cuando desaparecieron de mi vista, me volví hacia el profesor Takato. Mis ojos
ya se "habían acostumbrado al tenue resplandor rojo, y podía verle
perfectamente.
«¡De modo que ese es el aparato que ha construido con el
micromanipulador!», exclamé. «Es asombroso; jamás lo hubiera creído». «Eso
no es nada», contestó el profesor. «Las pulgas amaestradas son capaces de
tirar de una carreta. No le he dicho lo más importante. Sólo construimos unos
cuantos de esos trineos. El que usted vio lo construyeron ellas mismas.»
Me dio tiempo para asimilar aquello, y tardé un buen rato en hacerlo. Luego
siguió hablando suavemente, pero con una especie de entusiasmo reprimido:
«Recuerde que las termitas, individualmente, apenas si tienen inteligencia. Sin
embargo, la colonia en su conjunto es un organismo de muy alto nivel, y
además, inmortal, a no ser que ocurra algún accidente. Su desarrollo se
paralizó en su estructura instintiva actual millones de años antes de que
apareciera el hombre, y por sí sola no podrá escapar jamás de la estéril
perfección que ha alcanzado. Se encuentra en un callejón sin salida por
carecer de herramientas, por no tener un medio efectivo para dominar a la
naturaleza. Les di la palanca, para aumentar su potencia, y ahora el trineo,
para mejorar su eficacia. Pensé en proporcionarles la rueda, pero es mejor
esperar hasta una etapa posterior; no les sería muy útil ahora. Los resultados
han sobrepasado todas mis suposiciones. Comencé con este termitero
únicamente, pero hoy todos los demás tienen las mismas herramientas. Se han
enseñado unas a otras, lo que prueba que son capaces de cooperar entre sí.
Es cierto que entablan guerras, pero eso no ocurre cuando hay comida
suficiente para todas, como sucede aquí. Sin embargo, no se puede juzgar un
termitero con criterios humanos. Lo que pretendo es animar su cultura rígida y
petrificada, sacarla del surco en que ha estado estancada durante tantos
millones de años. Les voy a dar más herramientas, otras técnicas nuevas, y
antes de morirme espero ver que empiezan a inventar cosas por ellas
mismas».
«¿Por qué lo hace?», pregunté; sabía que no se trataba sólo de simple
curiosidad científica.
«Porque no creo que el hombre logre sobrevivir, y quisiera que se salvasen
algunas de las cosas que ha descubierto. Si está en un callejón sin salida, creo
que se le debe prestar ayuda a otra raza. ¿Sabe usted por qué elegí esta isla?
Pues fue para que mi experimento quedase totalmente aislado. Mi
supertermita, si es que llega a desarrollarse, deberá permanecer aquí hasta
que sus realizaciones hayan alcanzado un nivel muy alto. De hecho, hasta que
logre cruzar el Pacífico...
Pero hay otra posibilidad. El hombre no tiene rival en este planeta. Creo que
le vendría bien tener uno. Podría ser su salvación.»
No se me ocurrió nada que decirle; esta fugaz visión de los sueños del
profesor era abrumadora... y, sin embargo, teniendo en cuenta lo que acababa
de ver, resultaba convincente. Porque sabía que el profesor Takato no estaba
loco. Era un visionario, y conservaba una objetividad sublime respecto a sus
previsiones, pero éstas se basaban en resultados científicos sólidamente
cimentados.
Y no es que sintiera enemistad hacia los seres humanos; sentía lástima.
Creía que la humanidad había llegado a un punto muerto y deseaba salvar algo
del naufragio. Me resultaba imposible censurarle.
Debimos permanecer mucho tiempo en aquel cobertizo, explorando posibles
futuros. Recuerdo haberle sugerido que quizá podría llegarse a algún tipo de
entendimiento mutuo, ya que dos culturas tan dispares como la del hombre y la
de la termita no tenían por qué entrar en conflicto. Pero me resultaba difícil
creer mis propias palabras, y si efectivamente llega a producirse un
enfrentamiento no estoy muy seguro de quién ganaría. ¿Pues de qué le
servirían al hombre sus armas, contra un enemigo inteligente que podría
arrasar todos los campos de trigo y todas las cosechas de arroz del mundo?
Casi había oscurecido cuando salimos. Fue entonces cuando el profesor me
hizo su última confesión.
«Dentro de unas semanas», dijo, «voy a dar el paso más importante de
todos.»
«¿Cuál?», pregunté.
«¿No lo adivina? Les voy a dar el fuego.»
Aquellas palabras me produjeron una extraña sensación en la espina dorsal.
Sentí un escalofrío que nada tenía que ver con la proximidad de la noche. La
espléndida puesta de sol que en aquel momento tenía lugar tras las palmeras
parecía un símbolo, y de repente comprendí que su simbolismo era aún más
profundo de lo que yo había pensado.
Era una de las más bellas puestas de sol que jamás había visto, y en parte
era creación del hombre. Arriba en la estratosfera, el polvo de una isla muerta
aquel día rodeaba la tierra. La raza a la que pertenezco había avanzado un
paso gigantesco, ¿pero tenía ahora alguna importancia?
«Les voy a dar el fuego.» Nunca dudé que el profesor lo lograría. Y una vez
logrado, al ser humano no le salvarían estas fuerzas que acababa de
desencadenar...
El hidroplano vino a recogernos al día siguiente, y no volví a ver a Takato.
Aún sigue allí; en mi opinión, es el hombre más importante de la Tierra.
Mientras nuestros políticos se enzarzan en discusiones, él nos está
convirtiendo en seres pretéritos.
¿Creéis que alguien debería detenerle? Quizá todavía estemos a tiempo. Lo
he pensado a menudo, pero nunca encuentro una razón verdaderamente
convincente para intervenir. En una o dos ocasiones casi me decidí a hacerlo,
pero cogía el periódico y leía los titulares. Creo que debemos darles una
oportunidad. Me parece imposible que ellas hicieran las cosas peor que
nosotros.
ESPÍRITU INQUIETO
Estábamos discutiendo sobre un proceso sensacional en el Old Bailey,
cuando Harry Purvis, cuya habilidad para encaminar la conversación hacia sus
propios fines es realmente increíble, comentó como por casualidad:
—En una ocasión fui testigo pericial de un caso bastante interesante.
—¿Sólo testigo? —preguntó Drew mientras escanciaba diestramente bebida
en dos vasos a la vez.
—Sí, pero se trata de un caso que apenas trascendió. Ocurrió durante los
comienzos de la guerra, mientras esperábamos la invasión. Por eso no lo
conocisteis en su momento.
—¿Qué te hace pensar que no lo conocemos? —replicó Charles Willis en
tono de sospecha.
Es una de las pocas ocasiones en que he sorprendido a Harry tratando de
retroceder sobres sus pasos.
«Qui s'excuse s'accuse», pensé y esperé a ver cómo se evadía.
—Se trataba de un caso tan extraño —replicó orgullosamente— que estoy
seguro de que me lo habríais recordado si hubieseis leído las crónicas. Mi
nombre desempeñó un papel importante. Ocurrió en un lugar apartado de
Cornualles, y se desarrolló en torno al ejemplar más singular que he conocido
de esa especie rara, el auténtico científico loco.
Quizá no fuera una descripción justa, corrigió Purvis rápidamente. Homer
Ferguson era un excéntrico con pequeñas manías, tales como tener una boa
para cazar ratones, y no llevar zapatos en casa. Pero era tan rico que nadie
daba mayor importancia a esas cosas.
Homer era también un científico competente. Era licenciado por la
Universidad de Edimburgo hacía muchos años, pero como tenía mucho dinero
no había dado golpe en su vida. Pasaba el tiempo construyendo chismes en la
vieja vicaría que había comprado no lejos de Newquay. Durante los últimos
cuarenta años había inventado la televisión, los bolígrafos, la propulsión a
chorro y otras cuantas bagatelas. Sin embargo, nunca se había molestado en
patentarlas, por lo que otros se habían llevado los honores. Pero no le
preocupaba en absoluto, porque era de una disposición singularmente
generosa, excepto en lo que respecta al dinero.
Parece ser que por una consanguinidad un tanto complicada, Purvis era uno
de sus pocos parientes vivos. En consecuencia, el día en que Harry recibió un
telegrama reclamando su presencia inmediata, no pudo negarse a ir. Nadie
sabía con exactitud cuánto dinero tenía Homer, o qué pretendía hacer con él.
Harry pensó que tenía las mismas posibilidades que cualquier otro y no quería
perder la ocasión. Se trasladó a Cornualles, no sin ciertas molestias, y llegó a
la vicaría.
Al entrar en el jardín comprendió de inmediato lo que ocurría. El tío Homer
(no era realmente tío, pero le había llamado siempre así) tenía un cobertizo
junto al edificio principal que utilizaba para sus experimentos. Del cobertizo no
quedaban más que el tejado y las ventanas, y un olor repugnante que lo
invadía por completo. Evidentemente, se había producido una explosión, y
Harry se preguntó, de una forma totalmente desinteresada, si el tío habría
resultado herido y querría consejo para redactar un testamento nuevo.
Dejó de fantasear cuando el viejo, vivo retrato de la salud (aparte de un
pequeño vendaje en la cara), le abrió la puerta.
—Me alegro de que vinieras tan rápidamente —tronó. Parecía muy
complacido de ver a Harry, pero su cara se oscureció de inmediato—. El caso
es que estoy en un pequeño lío y necesito tu ayuda. Mañana tengo que acudir
al tribunal local.
Fue un golpe inesperado. Homer era un ciudadano tan honrado como cabía
esperarse en una época de racionamiento de gasolina. Y si se trataba de algún
asunto relacionado con el mercado negro, Harry no sabía cómo podría
ayudarle.
—Lo siento, tío. ¿Qué ocurre?
—Es una larga historia. Ven a la biblioteca y charlaremos.
La biblioteca de Homer Ferguson ocupaba por completo el ala oeste del
edificio, un tanto decrépito. Harry estaba convencido de que había nidos de
murciélagos en las vigas, pero nunca pudo comprobarlo. Tras despejar una
mesa por el simple método de tirar todos los libros al suelo, Homer silbó tres
veces; el sonido llegó a un transmisor situado en algún lugar invisible y una
lóbrega voz emergió de un altavoz oculto.
—¿Dígame, señor Ferguson?
—Maida, envíenos una botella del whisky nuevo.
No hubo más respuesta que un sonoro bufido, pero, momentos más tarde, se
oyó un sonido metálico, y un par de pies cuadrados de estantes se separaron
de la librería, dejando al descubierto una cinta transportadora.
—Maida nunca viene a la biblioteca —se quejó Homer mientras levantaba
una bandeja llena hasta los topes—. Tiene miedo de Boanerges, a pesar de
que es completamente inofensivo.
Harry no pudo evitar el sentir cierta simpatía por la invisible Maida.
Boanerges, con todos sus seis pies de largo, reposaba sobre el cajón que
contenía la Enciclopedia Británica, y un abultamiento central indicaba que
había cenado recientemente.
—¿Qué te parece el whisky? —preguntó Homer después que Harry lo hubo
probado y luchaba por recobrar la respiración.
—Es... bueno, no sé qué decir. Es... ¡ejem!... bastante fuerte. Nunca creí
que...
—No hagas caso de la etiqueta de la botella. Esta marca no se fabrica en
Escocia. Y ése es el problema. Lo hice aquí mismo.
—¡Tío!
—Sí, ya sé que va contra la ley y todas esas tonterías. Pero es imposible
conseguir buen whisky en estos tiempos; todo se exporta. Me pareció un acto
de patriotismo fabricarlo yo mismo, porque así le quedaría al gobierno mayor
cantidad para el mercado del dólar. Pero los recaudadores de impuestos no
opinan lo mismo.
—Creo que lo mejor es que me cuentes todo —dijo Harry. Pensó con tristeza
que no podía hacer nada para sacar a su tío de aquel embrollo. A Homer
siempre le había gustado empinar el codo, y las restricciones de la guerra le
habían afectado duramente. Asimismo, como ya he indicado, no se sentía
especialmente inclinado a gastar dinero, y durante mucho tiempo había pagado
con resentimiento un impuesto de varios cientos por ciento por cada botella de
whisky. Cuando se le acabaron las fuentes de suministro, decidió pasar a la
acción.
Esta decisión guardaba, probablemente, una estrecha relación con el distrito
en que vivía. Durante siglos, la Aduana y la Hacienda habían librado una
batalla interminable contra los pescadores de Cornualles. Se rumoreaba que el
último ocupante de la vieja rectoría había tenido la mejor bodega del distrito,
casi tan buena como la del mismo Obispo, sin pagar un solo penique de
impuestos. Por ello, el tío Homer creía mantener una antigua y noble tradición.
No cabe duda de que el espíritu de investigación científica también le inspiró
en esta empresa. Pensaba que todo ese asunto sobre el envejecimiento en
cubas de madera durante siete años era una tontería, y estaba seguro de
obtener mejores resultados con la aplicación de rayos ultravioleta y
ultrasónicos.
El experimento marchó bien durante unas cuantas semanas. Pero una noche,
ya tarde, se produjo uno de esos desgraciados accidentes que pueden ocurrir
incluso en los laboratorios mejor organizados, y antes de que el tío Homer
supiera qué había pasado, se encontró colgado de una viga, y con los jardines
de la rectoría plagados de trozos de tubería de cobre.
Pero no habría tenido mayor importancia si la guardia local no hubiera estado
de prácticas en las cercanías. En cuanto oyeron la explosión, se prepararon
para la acción, con las ametralladoras dispuestas. ¿Había empezado la
invasión? En ese caso, pronto la detendrían. Se desilusionaron un poco al
comprobar que sólo se trataba del tío Homer, y acostumbrados a sus
experimentos, no se sorprendieron lo más mínimo por lo que había ocurrido.
Desgraciadamente para el tío, el teniente del escuadrón resultó ser también el
recaudador de impuestos, y ante la evidencia que su nariz y sus ojos le
mostraban, reconstruyó la historia en seguida.
—Así que mañana —dijo el tío Homer, con la expresión de un niño
sorprendido mientras roba caramelos— tengo que presentarme ante el jurado,
bajo la acusación de poseer un destilería ilegal.
—Creo que éste es un asunto para el Tribunal Supremo y no para los
magistrados locales —replicó Harry.
—Aquí hacemos las cosas a nuestra manera —contestó Homer con cierto
orgullo, y Harry pronto tendría ocasión de comprobarlo.
Durmieron poco aquella noche, porque Homer preparó su defensa, se impuso
a las objeciones de Harry, y montó el aparato que quería presentar ante los
magistrados.
—Un jurado como éste —explicó— se dejará impresionar fácilmente por los
expertos. Si nos atreviéramos, me gustaría decir que trabajas en el
Departamento de Guerra, pero podrían comprobarlo. Así que sólo les diremos
la verdad, es decir, les hablaremos de tu experiencia.
—Gracias —dijo Harry—. Imagínate que la facultad se entera de lo que estoy
haciendo.
—Bueno, tú vas a comparecer sólo a título personal. Se trata de un asunto
privado.
—Y tan privado —contestó Harry.
A la mañana siguiente cargaron todos los bártulos en el viejo Austin de
Homer, y se dirigieron al pueblo. El tribunal ocupaba una de las aulas de la
escuela local, y Harry se sintió como si el tiempo hubiese retrocedido varios
años y estuviese a punto de mantener una entrevista poco agradable con su
antiguo maestro.
—Estamos de suerte —susurró Homer mientras les conducían a sus
incómodos asientos—. El Mayor Fotheringham ocupa la presidencia, y es buen
amigo mío.
Esto representaría una gran ayuda, convino Harry. Pero había otros dos
jueces, y un sólo amigo en el tribunal no sería suficiente. La elocuencia y no las
influencias habrían de salvar la situación.
La sala se encontraba llena hasta los topes, y a Harry le sorprendió que tanta
gente hubiera podido abandonar el trabajo y disponer de tiempo suficiente para
presenciar el proceso, pero luego comprendió porqué había despertado tanta
expectación: el contrabando era una de las actividades principales de aquellos
contornos, al menos en épocas de normalidad. Pero no estaba muy seguro de
que esto implicara una actitud comprensiva por parte del público. Los nativos
podrían considerar la empresa privada de Homer como una forma poco limpia
de competir. Por otra parte, posiblemente aprobarían, en principio, cualquier
cosa que pudiera sacar de quicio a los recaudadores de impuestos.
El Secretario del Tribunal leyó la acusación, y presentó la maldita evidencia.
Los jueces inspeccionaron con solemnidad los trozos de tubería, y cada uno de
ellos miró severamente al tío Homer. Harry empezó a ver su hipotética herencia
cada vez más dudosa.
Cuando el fiscal terminó, el mayor Fotheringham se volvió hacia Homer.
—Esto parece un asunto serio, señor Ferguson. Espero que pueda aportar
una explicación satisfactoria.
—Sí puedo. Señoría —replicó el acusado en un tono como de inocencia
injuriada. Fue divertido ver la expresión de alivio de Su Señoría, así como el
momentáneo fruncimiento de cejas, inmediatamente sustituido por una
confianza tranquila, en la cara del representante de Hacienda y Aduanas.
—¿Desea un defensor legal? Veo que no le acompaña ninguno.
—No es necesario. El caso se ha cimentado sobre un malentendido tan
trivial, que puede aclararse sin complicaciones como ésa. No quiero gravar al
Ministerio fiscal con gastos innecesarios.
Este ataque frontal provocó murmullos en el tribunal y un rubor en las mejillas
del representante de aduanas. Por primera vez pareció un poco menos seguro
de sí mismo. Si Ferguson creía que la Corona pagaría los gastos, debía tener
unas pruebas realmente concluyentes. Claro que podía ser simplemente un
farol...
Homer esperó a que se desvaneciera el efecto de este golpe suave antes de
propinar el fuerte.
—He mandado llamar a un experto para que explique lo que ocurrió en la
rectoría —dijo—. Y debido a la naturaleza de la evidencia, debo pedir, por
razones de seguridad, que el resto del proceso se desarrolle in camera.
—¿Quiere que despeje la sala? —preguntó el presidente con incredulidad.
—Me temo que sí, señor. Mi colega, el doctor Purvis, piensa que mientras
menos personas se inmiscuyan en este asunto, mejor. Cuando oiga el
testimonio, estará de acuerdo con él. Es una lástima que se le haya dado ya
tanta publicidad. Me temo que ciertos... asuntos confidenciales podrían llegar a
oídos de personas sin escrúpulos.
Homer miró al oficial de Aduanas, que se revolvió inquieto en su asiento.
—Muy bien —dijo el Mayor Fotheringham—. Es un tanto irregular, pero
vivimos en tiempos irregulares. Señor Secretario, despeje la sala.
Entre ruidos y confusión, y tras una protesta del fiscal, que fue denegada, la
orden se llevó a cabo. Entonces, y bajo la mirada interesada de la docena de
personas que quedaron en la sala, Harry Purvis descubrió el aparato que había
sacado del Austin. Después de presentar sus credenciales al jurado, ocupó el
asiento de los testigos.
—Señoría, desearía explicar —comenzó— que he trabajado en la
investigación de explosivos y por ese motivo, estoy familiarizado con el trabajo
del acusado.
La primera parte de esta declaración era absolutamente cierta, la última cosa
cierta que dijo aquel día.
—Se refiere a... ¿bombas y demás?
—Exactamente, pero sólo a un nivel experimental. Como podrá suponer,
siempre estamos buscando tipos nuevos y mejores de explosivos. Además,
tanto en la investigación financiada por el gobierno, como en el mundo
académico, se buscan buenas ideas provenientes del exterior. Y
recientemente, el ti..., el señor Ferguson nos escribió con una sugerencia
interesantísima, sobre un tipo nuevo de explosivo. Su interés radicaba en la
utilización de materiales no explosivos, tales como azúcar, glucosa...
—¿Cómo? —preguntó el presidente—. ¿Un explosivo no explosivo? Eso es
imposible.
Harry sonrió con dulzura.
—Claro, señor; esa es la reacción inmediata. Pero como la mayoría de las
grandes ideas, ésta tiene la simplicidad propia del genio. Me temo, sin
embargo, que tendré que adentrarme en ciertas explicaciones para hacerme
entender.
El tribunal parecía muy interesado, y también, un poco alarmado. Harry
supuso que conocían de sobra a los testigos periciales por experiencias
anteriores. Se aproximó a una mesa colocada en medio de la sala, llena de
matraces, tubos y frascos con líquidos.
—Doctor Purvis —dijo nerviosamente el presidente—, espero que no vaya a
hacer nada peligroso.
—Por supuesto que no, señor. Sólo quiero demostrar unos cuantos principios
científicos básicos. Quisiera hacer hincapié, una vez más, sobre la importancia
de que nada de cuanto aquí se diga salga de estas cuatro paredes— calló
solemnemente y todos parecieron quedar terriblemente impresionados.
—El señor Ferguson —prosiguió— se propone explotar una de las fuerzas
fundamentales de la Naturaleza. Es una fuerza de la que toda criatura viviente
depende, una fuerza, señores, que les mantiene vivos a ustedes a pesar de
que nunca hayan oído hablar de ella.
Se acercó a la mesa y se situó junto a las redomas y frascos. —¿Se han
parado alguna vez a pensar —dijo— cómo llega la savia hasta la hoja más
elevada de un árbol alto? Se necesita mucha fuerza para bombear agua a una
distancia de cien, a veces incluso trescientos, pies del suelo. ¿De dónde
proviene esa fuerza? Se lo mostraré con un ejemplo práctico.
Aquí tenemos un recipiente muy resistente, dividido en dos partes por una
membrana porosa. A un lado de la membrana hay agua pura; en el otro, una
solución concentrada de azúcar y otros productos químicos, cuya naturaleza no
considero necesario especificar. Bajo estas condiciones, se produce una
presión, conocida como presión osmótica. El agua pura trata de pasar a través
de la membrana, como si quisiera diluir la solución del otro lado. Ahora
cerramos herméticamente el recipiente y aquí, a la derecha, pueden Vds. ver el
indicador de presión; observen cómo sube la aguja. Para entendernos: esto es
presión osmótica. Es la misma fuerza que actúa a través de las paredes
celulares de nuestro cuerpo, provocando el movimiento del fluido, la que
conduce la savia en los troncos de los árboles, desde las raíces hasta las
ramas más altas. Es una fuerza universal y poderosa. El señor Ferguson tiene
el mérito de ser el primero en intentar dominarla.
Harry hizo una pausa, tratando de impresionar al tribunal, al mismo tiempo
que dirigía una mirada llena de firmeza.
—El señor Ferguson está intentando desarrollar la bomba osmótica.
Esta afirmación tardó un poco en hacer efecto. Luego, el Mayor
Fotheringham se inclinó hacia adelante y dijo con voz susurrante:
—¿Hemos de suponer, pues, que ha tenido éxito en la fabricación de esta
bomba, y que explotó en su laboratorio?
—Exactamente, señoría. Es un placer, incluso diría que un placer poco
común, presentar pruebas ante un jurado tan perspicaz. El señor Ferguson ha
tenido éxito, y se informarnos sobre su método cuando, debido a un
desgraciado error, falló el mecanismo de seguridad de la bomba. Todos
conocen los resultados. Creo que no necesitarán mayor evidencia sobre el
poder de este arma, y comprenderán su importancia, dado que las soluciones
que contiene están formadas por productos químicos muy comunes.
El mayor Fotheringham, un tanto confuso, se volvió hacia el fiscal.
—Señor Whiting —dijo—. ¿Quiere interrogar al testigo?
—Ciertamente, Señoría. Nunca había oído semejante ridiculez...
—Por favor, limítese a los hechos.
—Muy bien. Señoría. ¿Puedo preguntar al testigo cómo justifica la gran
cantidad de vapor alcohólico que siguió a la explosión?
—Dudo mucho que la nariz del inspector fuera capaz de un análisis
cuantitativo adecuado. Pero debo admitir que se produjo cierta cantidad de
vapor alcohólico. La solución utilizada en la bomba contenía un veinticinco por
ciento, aproximadamente. Con la utilización de alcohol diluido, se reduce la
movilidad de los iones inorgánicos y se aumenta la presión osmótica; un efecto
deseable, por supuesto.
Eso los mantendría callados durante un tiempo, pensó Harry. No se
equivocó, Hubo un intervalo de dos minutos antes de la segunda pregunta.
Entonces, el fiscal agitó en el aire uno de los trozos de tubería de cobre.
—¿Qué función cumplía esto? —preguntó en el tono más acerbo que pudo.
Harry fingió no haber notado su intención sarcástica.
—Son tuberías manométricas para el indicador de presión —replicó
rápidamente.
El tribunal, estaba claro, ya no entendía ni media palabra. A eso
precisamente quería llegar Harry. Pero el fiscal aún podía jugar otra baza. El
recaudador de impuestos y su asesor legal cuchichearon furtivamente durante
unos momentos. Harry miró nerviosamente al tío Homer, que se encogió de
hombros con un gesto que parecía indicar: «¡A mí no me preguntes!».
—Quisiera presentar ante el tribunal algunas pruebas adicionales —dijo el
abogado de Aduanas enérgicamente, mientras depositaba un abultado paquete
envuelto en papel marrón sobre la mesa.
—¿Es ésto legal, Señoría? —protestó Harry—. Todas las evidencias contra
mi... colega deberían haber sido presentadas ya.
—Retiro mi petición —intervino el abogado rápidamente—. Digamos que no
es una evidencia para este caso, sino material para futuras actuaciones
legales. Hizo una pausa amenazadora, a la espera del efecto deseado.
—De todas formas, si el señor Ferguson puede dar una respuesta
satisfactoria a nuestras preguntas, este asunto se resolvería sin mayor dilación
—evidentemente, lo último que el abogado esperaba, o deseaba, era una
explicación satisfactoria.
Desenvolvió el paquete, y aparecieron tres botellas de una famosa marca de
whisky.
—Vaya, vaya —dijo el tío Homer—. Me preguntaba...
—Señor Ferguson —atajó el presidente del tribunal—, no tiene por qué hacer
ninguna declaración, a menos que lo desee.
Harry Purvis dirigió una mirada de agradecimiento al Mayor Fotheringham.
Adivinaba lo que había ocurrido. El ministerio fiscal, merodeando por las ruinas
del laboratorio del tío Homer, consiguió hacerse con unas botellas de licor
casero. Su acción era probablemente ilegal, puesto que no tenían orden de
registro, de ahí la poca disposición a presentar la prueba. Hasta entonces, el
caso les había parecido lo suficientemente claro como para no recurrir a ella.
Y, en efecto, se perfilaba muy claramente ahora.
—Estas botellas —dijo el representante de la Corona— no contienen la
marca que indica la etiqueta. El acusado, evidentemente, las ha utilizado como
receptáculo para sus, digámoslo así, soluciones químicas. Lanzó a Harry
Purvis una mirada de pocos amigos.
—Hemos analizado estas soluciones, con resultados muy interesantes.
Aparte de una concentración alcohólica anormalmente alta, el contenido de
estas botellas no se puede, en la práctica, distinguir de...
No tuvo tiempo de terminar su testimonio no solicitado, y ciertamente, no
deseado, en favor de la habilidad del tío Homer. Porque, en aquel momento,
Harry Purvis oyó un silbido amenazador. Al principio pensó que se trataba de
una bomba, pero éso parecía poco probable, porque no había sonado la
alarma para ataques aéreos. Luego se dio cuenta de que el silbido provenía de
un lugar muy cercano: de la mesa de la sala...
—¡Pónganse a cubierto! —gritó.
El tribunal suspendió la sesión con una velocidad nunca igualada en toda la
historia jurídica de la Gran Bretaña. Los tres jueces desaparecieron tras el
estrado; los que se encontraban en el medio de la habitación, se precipitaron al
suelo o se parapetaron bajo las mesas. Durante un momento, largo y
angustioso, no ocurrió nada, y Harry empezó a preguntarse si habría dado una
falsa alarma. Entonces se produjo una explosión sorda, extrañamente
amortiguada, un tintineo de cristales, y un olor como de destilería
bombardeada, y el tribunal emergió de su escondite. La bomba osmótica había
probado su potencia. Y más importante aún, había destruido la evidencia del
caso.
El tribunal no parecía muy dispuesto a absolver al acusado; sentía, con
razón, menoscabada su dignidad. Además, todos los jueces tendrían que dar
ciertas explicaciones al llegar a casa: el olor a alcohol lo había impregnado
todo. A pesar de que el Secretario del tribunal se apresuró a abrir las ventanas
que, por alguna extraña razón, no se habían roto, el humo no se disipaba.
Harry Purvis, mientras se extraía del pelo trozos de cristal, se preguntaba si
algún alumno resultaría intoxicado al día siguiente.
El Mayor Fotheringham, a pesar de todo, era una excelente persona, y
mientras salían de la devastada sala, oyó que decía a su tío:
—Mire Ferguson, van a pasar siglos antes de que obtengamos los cócteles
Molotov que el Departamento de Guerra nos ha prometido. ¿Por qué no hace
algunas bombas para la guardia local? Si no destruyen tanques, al menos
emborracharán a la tropa y los dejarán fuera de combate.
—Descuide, Mayor, lo pensaré —replicó el tío Homer, que aún estaba un
poco aturdido por el giro de los acontecimientos.
Se recuperó un poco de vuelta a la rectoría, a través de caminos estrechos y
sinuosos con sus altos muros de piedra sin mortero.
—Tío, espero que no intentes reconstruir esa destilería —comentó Harry
cuando llegaron a un camino relativamente recto y le pareció que no había
peligro de hablar con él, aunque fuera conduciendo—. Te estarán vigilando
como halcones y no vas a poder salirte con la tuya otra vez.
—Muy bien —replicó el tío con cierta desgana—. ¡Malditos frenos! ¡Los
arreglé nada más empezar la guerra!
—¡Eh! —gritó Harry—. ¡Cuidado!
Demasiado tarde. Habían llegado a una encrucijada en la que acababan de
colocar una señal de STOP. El tío pisó los frenos a fondo, y no ocurrió nada
durante unos segundos. Después, las ruedas del lado izquierdo se pararon, y
las del derecho siguieron dando vueltas alegremente. El coche dio un viraje,
por fortuna sin volcarse, y cayó en la cuneta, orientado en la dirección de la que
provenía.
Harry dirigió a su tío una mirada llena de reproches. Estaba a punto de
echarle una buena reprimenda, cuando una motocicleta salió de un camino
lateral y se acercó a ellos.
No iba a resultar su día de suerte, estaba visto. El sargento de la policía local
había estado al acecho, a la espera de sorprender conductores en falta ante la
nueva señal. Aparcó su máquina al borde de la carretera y se asomó por la
ventanilla del Austin.
—¿Se encuentra bien, señor Ferguson? —preguntó. Después arrugó la nariz,
con aire de Júpiter a punto de enviar un rayo a la tierra.
—Esto parece serio —dijo—. Tendré que denunciarle. Conducir bajo los
efectos del alcohol es un asunto muy serio.
—¡Pero si no he probado una gota en todo el día! —protestó el tío Homer,
agitando una manga empapada en alcohol ante las narices del sargento.
—¿Espera que me crea eso? —bufó el airado policía, sacando su
cuadernillo—. Mucho me temo que tendrá que acompañarme a la comisaría.
¿Está su amigo lo suficientemente sobrio como para conducir?
Harry Purvis no contestó. Estaba demasiado ocupado dándose cabezazos
contra el salpicadero.
—Bueno, ¿qué le hicieron a tu tío? —preguntamos a Harry.
—Le pusieron una multa de cinco libras y le retiraron el carnet por conducir
en estado de embriaguez. Por desgracia para él, el Mayor Fotheringham no
ocupó la presidencia en aquel juicio, pero los otros dos jueces aún formaban
parte del tribunal. Pensarían que, aunque esa vez fuera inocente, todo tiene un
límite.
—¿Conseguiste algún dinero de tu tío?
—¡Por supuesto que no! Se mostró muy agradecido y me dijo que figuraba en
su testamento. Pero la última vez que le vi, ¿qué creéis que estaba haciendo?
Tratando de descubrir el elixir de la vida.
Harry suspiró ante la aplastante injusticia del mundo.
—A veces —prosiguió con pesimismo— temo que lo haya encontrado. Los
médicos dicen que es el setentón más saludable que han visto jamás. Así que
todo lo que saqué en limpio de esta historia son recuerdos interesantes y una
buena resaca.
—¿Resaca? —preguntó Charles Willis.
—Sí —replicó Harry, con una mirada de lejanía en sus ojos—. Los
recaudadores no habían encontrado todas las pruebas. Tuvimos que... ¡ejem!...
destruir el resto. Nos llevó casi toda una semana. Inventamos cantidad de
cosas en ese tiempo pero nunca descubrimos qué eran.
EL HOMBRE QUE ARÓ EL MAR
Las aventuras de Harry Purvis contienen una especie de lógica disparatada
que las hacen convincentes, precisamente porque resultan inverosímiles. A
medida que sus relatos, complicados pero perfectamente hilados, van
desarrollándose, uno se siente perdido en un mundo de maravillas. Todos
pensamos que nadie tendría el valor de inventar cosas así; tales locuras sólo
ocurren en la vida real, no en las novelas. Y, con este razonamiento, sus
críticos quedan desarmados, o al menos, desconcertados, hasta el momento
en que Drew grita: «La hora, señores, ¡por favoor!», y nos arroja al frío y duro
mundo exterior.
Consideremos, por ejemplo, la extraña cadena de acontecimientos en los que
Harry se vio envuelto en la siguiente aventura. Desde el punto de vista artístico,
no había necesidad de comenzarla en Boston para concertar una cita cerca de
la costa de Florida...
Parece ser que Harry ha pasado mucho tiempo en Estados Unidos, y que
tiene tantos amigos allí como en Inglaterra. A veces los trae a «El Ciervo
Blanco», y también a veces son capaces de salir por su propio pie. Pero a
menudo sucumben a la creencia de que la cerveza tibia es inofensiva. (Soy
injusto con Drew; su cerveza no está tibia. Además, si uno insiste, recibe gratis
un trozo de hielo del tamaño de un sello de correos.)
Esta epopeya personal de Harry empezó, como ya he dicho, en Boston,
Massachussets. Era huésped de un famoso abogado de Nueva Inglaterra, y un
día su anfitrión le dijo, con esa naturalidad de los americanos:
—Vayamos a mi casa de Florida. Quiero tomar el sol un poco.
—Muy bien —contestó Harry, que nunca había estado en Florida. Para su
sorpresa, treinta minutos después estaba a bordo de un Jaguar rojo, viajando
rumbo al sur a una velocidad increíble.
El viaje en sí fue una heroicidad digna de un relato completo. De Boston a
Miami hay la friolera de 1.568 millas, un número que, según Harry, ha quedado
grabado en su corazón.
Cubrieron la distancia en treinta horas, acompañados a menudo por el sonido
lejano de sirenas de coches-patrulla frustrados. De vez en cuando no les
quedaba más remedio que hacer maniobras evasivas por cuestiones de táctica,
y desviarse por carreteras secundarias. La radio del Jaguar conectaba con
todas las emisoras de la policía, por lo que siempre estaban sobre aviso en
caso de que planearan interceptarles el paso. Una o dos veces llegaron justo a
tiempo de cruzar la línea divisoria de un Estado, y Harry se preguntaba qué
pensarían los clientes de su anfitrión si supieran de la necesidad psicológica
que le obligaba a alejarse de ellos. También se preguntaba si llegaría a ver
Florida, o si continuarían a esta velocidad por la autopista número 1 hasta
precipitarse en el océano en Cayo Oeste.
Por fin se pararon a sesenta millas al sur de Miami, en los Cayos, esa línea
larga y delgada de islas en el extremo inferior de Florida. El Jaguar se salió
repentinamente de la carretera y serpenteó por un camino desigual abierto
entre los mangles. El camino terminaba en una amplia explanada al borde del
mar, con un muelle, un yate de treinta y cinco pies, una piscina y una moderna
casa de estilo ranchero. Era un bonito escondite, y Harry estimó su precio en
no menos de cien mil dólares.
No vio casi nada del lugar hasta el día siguiente, porque cayó rendido en la
cama. Le parecía que acababa de acostarse cuando le despertó un sonido
parecido a una fábrica de calderas en funcionamiento. Se duchó y vistió
lentamente, y cuando salió de su habitación se hallaba ya casi recuperado del
todo. No parecía haber nadie en la casa, por lo que decidió salir a explorar.
Para entonces ya había aprendido a no sorprenderse por nada, así que
apenas alzó las cejas al encontrar a su anfitrión atareado en el muelle,
enderezando el timón de un submarino minúsculo, evidentemente de
construcción casera. La pequeña embarcación tenía unos veinte pies de largo y
una tórrela con grandes ventanas de observación; llevaba el nombre de
Pámpano pintado en la proa.
Harry reflexionó un rato, y decidió que no había nada realmente extraño en
todo aquello. Todos los años vienen a Florida alrededor de cinco millones de
visitantes con la intención de deslizarse o sumergirse en el mar. Su anfitrión era
uno de esos afortunados que pueden dedicarse a su pasatiempo favorito a lo
grande.
Harry observó el Pámpano durante algún tiempo y, de pronto, se le ocurrió
una idea inquietante:
—George —dijo— ¿no esperarás que me meta en esa cosa, verdad?
—Pues claro —contestó George, dando un golpe final al timón—. ¿Por qué
estás preocupado? He ido mar adentro con él miles de veces; es tan seguro
como una casa. Y, además, no navegaremos a más de veinte pies de
profundidad.
—En algunas circunstancias, incluso seis pies de agua son más que
suficientes —replicó Harry—. Además, ¿nunca te he hablado de mi
claustrofobia? Me afecta con especial intensidad en esta época del año.
—Tonterías —dijo George—. Te olvidarás de todo eso en cuanto estemos en
los arrecifes —se levantó y observó su obra; después dijo con un suspiro de
satisfacción—. Parece que está bien. Vamos a desayunar.
Durante los treinta minutos siguientes, Harry se enteró de muchas cosas
acerca del Pámpano. George lo había diseñado y construido él sólo, y el
potente motorcito podía alcanzar cinco nudos cuando el submarino estaba
totalmente sumergido. Tanto la tripulación como la maquinaría obtenían el aire
necesario a través de un tubo de respiración, por lo que no había que
preocuparse de motores eléctricos ni de un suministro de aire independiente.
La longitud del tubo de respiración limitaba la inmersión a veinticinco pies, pero
en aquellas aguas tan poco profundas no suponía un problema importante.
—He utilizado muchas ideas nuevas —dijo George con entusiasmo—. Esas
ventanas, por ejemplo; fíjate en el tamaño. Te permiten una visión perfecta, y
sin embargo, son seguras. He utilizado el sistema de aire comprimido para
igualar la presión en el interior del Pámpano y la del agua en el exterior, y así
no puede producirse ningún daño en el casco ó las escotillas.
—¿Qué sucedería si quedáramos atascados en el fondo? —preguntó Harry.
—Abriríamos la puerta y saldríamos, por supuesto. Llevo un par de equipos
de buzo de repuesto, una balsa salvavidas y una radio impermeable, de modo
que podríamos pedir socorro si nos encontráramos en apuros. No te
preocupes, he pensado en todo.
—Eso es lo que siempre se dice —murmuró Harry. Pero pensó que después
de la carrera desde Boston, su vida debía estar protegida por algún misterioso
sortilegio; probablemente, el mar sería un lugar más seguro que la carretera
nacional número 1 con George al volante.
Se familiarizó a fondo con los dispositivos de escape antes de salir, y se
alegró mucho al ver lo bien diseñado y construido que parecía aquel aparatito.
El hecho de que el autor de semejante pieza de ingeniería naval fuera un
abogado no le extrañó en absoluto. Harry había descubierto hacía mucho
tiempo que gran número de americanos ponían tanto interés en sus
pasatiempos como en sus profesiones.
Salieron lentamente del pequeño puerto, manteniéndose en los límites
señalados hasta alejarse de la costa. El mar estaba en calma, y a medida que
iban dejando atrás la playa, el agua se hacía más transparente.
Desaparecieron de su vista las brumas de coral pulverizado que nublaban las
aguas costeras, donde las olas rompían incesantemente contra la arena. Al
cabo de treinta minutos llegaron a los arrecifes, que formaban una especie de
centón sobre el que los peces de colores pirueteaban de un lado a otro. George
cerró las escotillas, abrió la válvula de flotación y exclamó alegremente: —¡Allá
vamos!
Se desprendió el sedoso y arrugado velo, agitándose junto a la ventana,
distorsionando la visión por un momento... y luego, allí estaban, inmersos en el
mundo marino, no como extraños que lo contemplan desde fuera, sino como
habitantes de él. Flotaban sobre un valle cubierto de arena, rodeado por colinas
de coral. El valle era estéril, pero las colinas a su alrededor parecían vivas, con
criaturas que se deslizaban y nadaban entre el coral. Peces deslumbrantes
como anuncios de neón vagaban perezosamente entre animales que
semejaban arbustos. Aquel mundo quitaba la respiración y daba una impresión
de paz total. No había prisas, ni signo alguno de lucha por la existencia. Harry
sabía que era una ilusión, pero durante el tiempo que permanecieron
sumergidos no vio que un solo pez atacara a otro. Se lo dijo a George, que
comentó: —Sí, eso siempre me ha llamado la atención en los peces. Parecen
tener horas fijas para comer. Se pueden ver barracudas nadando
tranquilamente, y si el gong de la comida no ha sonado todavía, los otros peces
no les prestarán ninguna atención.
Una raya, fantástica mariposa negra, aleteaba entre la arena, manteniendo el
equilibrio con su larga cola, parecida a un látigo. Las sensitivas antenas de una
langosta asomaban cautelosamente por una abertura del coral; aquellos
movimientos exploratorios recordaron a Harry a un soldado que comprueba la
presencia de francotiradores con el sombrero en un palo. Había tanta vida, y de
tantas clases, apretada en aquel lugar, que llevaría muchos años de estudio
clasificarlas todas.
El Pámpano cruzaba el valle muy lentamente, y George comentaba
constantemente lo que iban viendo.
—Antes hacía ésto con el equipo de buzo —dijo— pero un día pensé que
sería muy agradable sentarme cómodamente y tener un motor que me
empujara. De ese modo podría estar fuera todo el día, comer durante el
camino, usar las cámaras y no preocuparme si un tiburón me rondaba. Mira
esas algas, ¿habías visto un azul tan brillante en tu vida? Además, podría traer
a mis amigos y hablar con ellos. Los equipos de buzo tienen un gran
inconveniente: tienes que permanecer sordo y mudo y hablar por señas. ¡Mira
esos ángeles de mar! Un día voy a tender una red para pescar algunos. ¡Fíjate,
es cómo si desapareciesen cuando se ponen de perfil! Otra de las razones por
las que construí el Pámpano es porque quiero buscar barcos hundidos. Hay
cientos en esta zona; es un auténtico cementerio. El Santa Margarita está sólo
a unas cincuenta millas de aquí, en la bahía de Biscayne. Se hundió en 1595
con siete millones de dólares de plata a bordo.
Y a la altura de Cayo Largo, hay nada menos que sesenta y cinco millones,
en el lugar donde naufragaron catorce galeones en 1715. El problema es que la
mayoría de esos barcos están destrozados y cubiertos de coral, por lo que no
serviría de mucho localizarlos. Pero sería divertido intentarlo.
Para entonces Harry había empezado a entender la psicología de su amigo.
No se le podía haber ocurrido una manera mejor de evadirse de su profesión
de abogado en Nueva Inglaterra. George era un romántico reprimido, aunque
no tan reprimido, pensándolo bien.
Navegaron felizmente durante un par de horas, sin exceder nunca de una
profundidad de cuarenta pies. Una vez se pararon sobre una deslumbrante
extensión de coral roto y se tomaron un descanso para comer bocadillos de
embutido y beber unos vasos de cerveza.
—Un día bebí cerveza de jengibre aquí abajo —dijo George—. Cuando subí
a la superficie, el gas que había acumulado se dilató y sentí algo muy extraño.
Voy a probar con champán alguna vez.
Harry se estaba preguntando qué podía hacer con las botellas vacías cuando
el Pámpano pareció sumirse en una especie de eclipse, a medida que una
sombra pasaba por encima. Miró hacia arriba a través de la ventana de
observación y descubrió un barco que se deslizaba lentamente a veinte pies
sobre sus cabezas.
No existía peligro de que chocaran, porque habían bajado el tubo de
respiración y de momento tenían suficiente aire. Harry nunca había visto un
barco desde abajo, por lo que aquello suponía otra nueva experiencia para
añadir a las muchas que había adquirido aquel día.
Se sintió orgulloso porque, a pesar de su ignorancia en cuestiones náuticas,
reconoció tan rápidamente como George lo que había de extraño en aquel
barco que navegaba sobre ellos. En lugar de una hélice normal, tenía un largo
túnel que ocupaba toda la quilla. Al pasar por encima de ellos, el Pámpano se
bamboleó debido a la súbita corriente de agua.
—¡Cielo santo! —exclamó George mientras sujetaba los controles—. Parece
una especie de sistema de propulsión a chorro. Ya era hora de que alguien lo
intentara. Vamos a echar un vistazo.
Levantó el periscopio, y vieron que el barco llevaba el nombre de Valency, de
Nueva Orleans.
—Qué nombre tan curioso —dijo—. ¿Qué significa?
—Yo diría que significa que el propietario es un químico —contestó Harry—,
excepto por el pequeño detalle de que ningún químico sería capaz de ganar
tanto dinero como para comprarse un barco así.
—Voy a seguirlo —decidió George—. Sólo lleva una velocidad de cinco
nudos, y me gustaría saber cómo funciona ese chisme.
Elevó el tubo de respiración, puso el motor en funcionamiento, e inició la
persecución. Al cabo de poco tiempo, el Pámpano se acercó a una distancia de
cincuenta pies del Valeny, y Harry se sintió como el comandante de un
submarino a punto de lanzar un torpedo. No podían fallar desde esa distancia.
En realidad, casi hicieron un disparo directo. Porque el Valency redujo
lentamente su velocidad hasta pararse, y antes de que George pudiera darse
cuenta de lo que había ocurrido, estaban pegados contra uno de sus flancos.
—¡Ni una señal! —se quejó sin mucha lógica. Unos minutos después estuvo
claro que la maniobra no se debía a ningún accidente. Un cable descendió
limpiamente sobre el tubo de respiración del Pámpano, que quedó
enganchado. No les quedaba más remedio que emerger tímidamente.
Por fortuna, sus captores eran hombres razonables, y creyeron lo que les
contaron. Quince minutos después de subir a bordo del Valency, George y
Harry estaban sentados en el puente de mando, y un camarero uniformado les
servía un aperitivo mientras escuchaban atentamente las teorías del doctor
Gilbert Romano.
Aún se sentían un poco intimidados ante la presencia del doctor Romano; era
como encontrarse con un Rockefeller o un Du Pont. El doctor era un fenómeno
prácticamente desconocido en Europa y poco común incluso en los Estados
Unidos: el gran científico que había llegado a ser incluso más importante como
hombre de negocios. Tenía casi ochenta años y acababa de abandonar —tras
una lucha considerable— la presidencia de la enorme compañía de ingeniería
química que él había fundado.
Es divertido, nos dijo Harry, observar las sutiles distinciones sociales que
producen las diferencias de riqueza, incluso en el país más democrático. Según
el criterio de Harry, George era muy rico; tenía unos ingresos de alrededor de
cien mil dólares anuales. Pero el doctor Romano se encontraba en otra escala
de riqueza totalmente distinta, y había que tratarle de acuerdo con ella, con una
especie de respeto amistoso que nada tenía que ver con el servilismo. Por su
parte, el doctor era poco ceremonioso; nada en su persona daba la impresión
de riqueza, si dejaban a un lado trivialidades tales como el tener un yate de
ciento cincuenta pies.
El hecho de que George tuviera trato familiar con la mayoría de los
compañeros de negocio del doctor, ayudó a romper el hielo y a establecer la
inocencia de sus intenciones. Harry pasó media hora muy aburrida escuchando
discusiones de negocios cuyo ámbito abarcaba casi la mitad de los Estados
Unidos, y que se referían a lo que Fulano había hecho en Pittsburg, a quién se
encontró Mengano en el Club de Banqueros de Houston, y a que Perengano
había coincidido con Eisenhower jugando al golf en Augusta.
Se asomaba a un mundo misterioso en el cual unos cuantos hombres, que, al
parecer, habían ido a la misma universidad o al menos pertenecían al mismo
club, detentaban enorme poder. Harry no tardó en comprender que George no
se mostraba amable con el doctor Romano sólo por buena educación. George
era un abogado demasiado listo como para perder la oportunidad de un buen
testamento, y parecía haber olvidado por completo la intención original de su
expedición.
Harry tuvo que esperar a que se produjera una pausa adecuada en la
conversación para mencionar el tema que realmente le interesaba. Cuando el
doctor Romano cayó en la cuenta de que estaba en presencia de otro
científico, abandonó en seguida las finanzas y fue George quien quedó al
margen de la conversación.
Lo que extrañaba a Harry era que un químico tan famoso estuviera
interesado en la propulsión marina. Como era una persona que iba derecha al
grano, interrogó al doctor sobre ello. Por un momento, el científico pareció un
poco avergonzado, y Harry estuvo a punto de pedir disculpas por su curiosidad
—lo que habría supuesto una hazaña por su parte—. Pero antes de que
pudiera hacerlo, el doctor Romano se excusó y desapareció en el puente.
Volvió cinco minutos después con una expresión satisfecha, y continuó como
si nada hubiera ocurrido.
—Una pregunta muy normal, señor Purvis —dijo ahogando una risita—. Yo lo
hubiera preguntado en su lugar. Pero, ¿espera realmente que le conteste?
—Bueno, sólo tenía una vaga esperanza —confesó Harry.
—Pues voy a sorprenderle..., por partida doble. Le voy a contestar y a
demostrarle que no estoy apasionadamente interesado en la propulsión marina.
Esas protuberancias en el fondo del barco que usted ha inspeccionado con
tanto interés, contienen la hélice, pero también contienen algo más.
—Permítame darle —continuó el doctor Romano, que para entonces
empezaba a animarse con el tema— unos cuantos datos elementales sobre el
océano. Podemos ver una gran parte desde aquí, varias millas cuadradas.
¿Sabe usted que cada milla cúbica de agua marina contiene ciento cincuenta
millones de toneladas de minerales?
—Francamente, no —contestó George—. Es impresionante.
—A mí me impresionó durante mucho tiempo —prosiguió el doctor—.
Removemos la tierra en busca de metales y sustancias químicas, mientras que
todos los elementos existentes pueden encontrarse en el agua del mar. El
océano, en realidad, es una especie de mina universal inagotable. Podemos
saquear la tierra, pero nunca vaciaremos el mar.
Los hombres ya han empezado a explotar las posibilidades mineras del mar.
Las Industrias Químicas Dow llevan recogiendo bromuro desde hace años;
cada milla cúbica contiene aproximadamente trescientas toneladas.
Recientemente, hemos empezado a ocuparnos de los cinco millones de
toneladas de magnesio por milla cúbica. Pero eso es sólo el principio.
El gran problema práctico consiste en que la mayoría de los elementos que
contiene el agua marina se presentan en concentraciones muy bajas. Los
primeros siete elementos constituyen alrededor del noventa y nueve por ciento
del total, y el resto contiene todos los metales útiles, excepto el magnesio.
Toda la vida me había preguntado qué podríamos hacer al respecto, y la
respuesta me llegó durante la guerra. No sé si ustedes estarán familiarizados
con las técnicas utilizadas en el campo de la energía atómica para separar
cantidades minúsculas de isótopos en disolución; algunos de estos métodos
son todavía secretos.
—¿Se refiere a las resinas de intercambio iónico? —aventuró Harry.
—Bueno..., algo parecido. Mi empresa desarrolló algunas de estas técnicas
para cuestiones relacionadas con la energía atómica, y en seguida comprendí
que podían tener aplicaciones más importantes. Varios de mis hombres más
brillantes se pusieron a trabajar sobre ello y construyeron lo que denominamos
una «criba molecular». Es una expresión muy descriptiva; en cierto modo, se
trata de una auténtica criba, y podemos colocarla de tal manera que seleccione
lo que nos interesa. Su funcionamiento está basado en unas teorías de
mecánica ondulatoria muy avanzadas, pero el producto final es ridículamente
simple. Elegimos cualquier componente del agua marina y lo hacemos pasar
por la criba. Con varias unidades trabajando en series, podemos recoger un
elemento tras otro. El grado de rendimiento es muy alto, y el consumo de
potencia, mínimo.
—Ya sé —exclamó George—. ¡Extraen oro del agua marina!
—¡Bah! —dijo el doctor Romano con un bufido de menosprecio tolerante—.
Tengo mejores cosas en que emplear mi tiempo. Además, ya hay demasiado
oro en el mundo. A mí me interesan los metales comercialmente útiles, los que
nuestra civilización necesitará desesperadamente dentro de dos generaciones.
Y además, incluso con mi criba no merecería la pena buscar oro. Sólo hay
unas cincuenta libras en cada milla cúbica.
—¿Qué me dice del uranio? —preguntó Harry—. ¿O es aún más escaso?
—Preferiría que no hubiera formulado esa pregunta —replicó el doctor
Romano con una alegría que lo contradecía—. Pero como puede encontrarlo
en cualquier biblioteca, no me importa decirle que el uranio es doscientas
veces más numeroso que el oro. Alrededor de siete toneladas por milla cúbica;
una cifra bastante interesante. Así que, ¿para qué molestarse en buscar oro?
—Desde luego, ¿para qué? —repitió George.
—Además —prosiguió el doctor Romano—, incluso con la criba molecular,
tenemos que enfrentarnos al problema de procesar enormes cantidades de
agua marina. Hay varias maneras de solucionar esto; mediante la construcción
de estaciones de bombeo gigantes, por ejemplo. Pero siempre me ha gustado
matar dos pájaros de un tiro, y el otro día hice unos cálculos con un resultado
sorprendente. Descubrí que cada vez que el Queen Mary cruza el Atlántico, las
hélices trituran alrededor de un diez por ciento de milla cúbica de agua. En
otras palabras, quince millones de toneladas de minerales. O, refiriéndonos a lo
que usted tan indiscretamente acaba de mencionar, casi una tonelada de
uranio en cada travesía del Atlántico. No está mal ¿verdad?
Me pareció que todo lo que necesitaríamos para crear una planta móvil de
extracción sería poner la hélice de cualquier barco en el interior de un tubo, que
impulsaría la corriente de la hélice hacia una criba. Por supuesto, se pierde un
poco de potencia propulsora, pero la unidad experimental funciona muy bien.
No conseguimos tanta velocidad como antes, pero mientras más lejos
naveguemos, más dinero haremos con estas operaciones mineras. ¿No cree
que las compañías navieras lo encontrarían muy atractivo? Pero eso es algo
accesorio. Estoy deseando construir plantas extractoras flotantes que recorran
el océano hasta . llenar sus depósitos con todo lo imaginable. Cuando llegue
ese día, podremos dejar de destrozar la tierra, y toda nuestra escasez de
materiales habrá acabado. Todo vuelve al mar a la larga, y una vez que
hayamos abierto el baúl del tesoro, estaremos listos para la eternidad.
Por un momento se hizo el silencio en el puente, salvo por el tintineo del hielo
en los vasos, mientras los huéspedes del doctor Romano contemplaban
aquella perspectiva tan brillante. De pronto, a Harry se le ocurrió algo.
—Este es uno de los inventos más importantes de que he tenido noticia —
dijo—. Por eso me parece un poco raro que haya confiado en nosotros tan
plenamente. Después de todo, somos unos perfectos desconocidos, y ¿quién
le dice a usted que no seamos espías?
El viejo científico se río alegremente.
—No se preocupe por eso, hijo —aseguró a Harry—. Ya he llamado a
Washington para que mis amigos comprobaran su identidad.
Harry parpadeó, y en seguida comprendió cómo lo había hecho. Recordó la
breve desaparición del doctor Romano, y se imaginó lo que había ocurrido. Una
llamada radiofónica a Washington, un senador que se habría comunicado con
la Embajada, el representante del Ministerio de Aprovisionamientos que habría
puesto su granito de arena, y en cinco minutos, el doctor tuvo el informe
deseado. Sí, los americanos son muy eficientes, es decir, los que tienen dinero
para serlo.
Fue entonces cuando Harry se dio cuenta de que ya no estaban solos. Un
yate mucho mayor y más impresionante que el Vatency navegaba en dirección
a ellos, y al cabo de unos cuantos minutos, pudo leer el nombre: Sea Spray.
Pensó que tal nombre evocaba velas ondeantes, más que motores ruidosos,
pero no cabía duda de que el Spray era realmente bonito. Comprendía las
miradas de envidia que tanto George como el doctor Romano le dirigían.
El mar estaba tan calmo que los dos yates se situaron costado contra
costado, y tan pronto como entraron en contacto, un hombre de aspecto
enérgico y bronceado por el sol, de unos cincuenta años, saltó sobre la cubierta
del Valency. Avanzó hacia el doctor Romano a grandes zancadas, le estrechó
la mano vigorosamente y dijo:
—Bueno, viejo sinvergüenza, ¿qué te propones? —y miró después con ojos
inquisitivos al resto de los presentes. El doctor hizo las presentaciones; al
parecer, se trataba del profesor Scott McKenzie, que navegaba en su yate
desde Cayo Largo.
—¡Oh, no! —pensó Harry—. ¡Esto es demasiado! No puedo soportar más de
un científico millonario al día.
Pero no había forma de escaparse. Es cierto que McKenzie no frecuentaba
los claustros académicos, y sin embargo, era un auténtico profesor que
ocupaba la cátedra de Geofísica en una universidad de Tejas. Pero el noventa
por ciento de su tiempo lo dedicaba a las grandes compañías petroleras y a su
propia compañía consultora.
Las balanzas de torsión y los sismógrafos debían de haberle reportado
grandes beneficios. A pesar de ser mucho más joven que el doctor Romano,
tenía más dinero que él, por estar en una industria de expansión mucho más
rápida. Harry supuso que las peculiares leyes sobre impuestos del estado
soberano de Tejas también desempeñaban un importante papel... Parecía muy
improbable que aquellos dos magnates científicos se hubieran encontrado por
pura casualidad, y Harry esperó a ver qué nueva trampa estarían tramando.
Durante algún tiempo sólo hablaron de generalidades, pero era evidente que
el profesor McKenzie sentía gran curiosidad acerca de los otros invitados del
doctor. Poco después de que se los presentara, volvió a su barco,
excusándose, y Harry comenzó a lamentarse en su interior. Si la Embajada
recibía la petición de dos informes sobre él en el espacio de media hora, se
preguntarían qué es lo que se traía entre manos. Incluso el F.B.I. empezaría a
sospechar algo, y entonces, ¿cómo iba a sacar del país los veinticuatro pares
de medias de nylon que había prometido?
Harry encontró fascinante estudiar la relación entre los dos científicos.
Parecían una pareja de gallos de pelea, luchando por la victoria. Romano
trataba al hombre más joven con una rudeza que, según sospechó Harry,
ocultaba admiración, muy a su pesar. El doctor Romano era un ecologista casi
fanático, y desaprobaba abiertamente las actividades de McKenzie y sus jefes.
—Sois una pandilla de ladrones —dijo en una ocasión—; estáis agotando los
recursos de este planeta, y no os importa lo más mínimo la próxima
generación.
—¿Y qué ha hecho la próxima generación por nosotros ? —fue la poco
original respuesta de McKenzie.
El combate duró casi una hora, en su mayor parte sin que Harry supiera de
qué se trataba. Se preguntó por qué George y él permanecían allí sentados,
hasta que, al cabo de un rato, empezó a comprender la táctica del doctor
Romano. Era un oportunista genial; se sentía muy contento de que ambos
estuvieran presentes, sólo para preocupar al profesor McKenzie y obligarle a
que se preguntara qué nuevos negocios tenía Romano en mente.
Dejó que se deslizara en la conversación el asunto de la criba molecular,
poquito a poco, como si no fuera realmente importante y lo mencionara de
pasada. Pero el profesor McKenzie lo captó en seguida, y mientras más
evasivo se mostraba Romano, más insistía su adversario. Estaba jugueteando
a propósito y, aunque el profesor McKenzie lo sabía perfectamente, no podía
evitar seguir el juego del científico más viejo.
El doctor Romano hablaba del aparato de una forma un tanto indirecta, como
si se tratara de un proyecto futuro en lugar de un hecho. Perfiló sus tremendas
posibilidades, y explicó cómo todas las demás formas de explotación minera
quedarían anticuadas, además de anular para siempre el peligro de la escasez
de metales.
—Si es tan bueno —dijo McKenzie—, ¿por qué no lo has puesto en práctica?
—¿Qué crees que estoy haciendo en la Corriente del Golfo? —replicó el
doctor—. Echa un vistazo a ésto.
Abrió un cajón situado bajo el equipo de sonar, sacó una barra pequeña de
metal y se la pasó a McKenzie. Parecía plomo y, evidentemente, era muy
pesado. El profesor lo levantó y dijo inmediatamente:
—Uranio. ¿Quieres decir que...?
—Sí. Y hay mucho más en el lugar del que procede —se volvió hacia el
amigo de Harry y le dijo—: George, ¿qué le parecería llevar al profesor a su
submarino para que observe cómo funciona el asunto? No podrá ver mucho,
pero le demostrará que el negocio está en marcha.
McKenzie estaba aún tan pensativo, que ni siquiera le chocó la idea de un
submarino privado. Volvió a la superficie al cabo de quince minutos, habiendo
visto lo suficiente como para despertarle el apetito.
—Lo primero que quiero saber —le espetó a Romano— es por qué me
enseñas esto a mi. Es lo más importante que haya ocurrido jamás; ¿por qué no
se hace responsable tu empresa?
Romano dio un pequeño resoplido de disgusto. —Ya sabes que me he
peleado con el consejo de administración. Y además, esa pandilla de
vejestorios no serían capaces de encargarse de algo tan importante. Me
fastidia tener que admitirlo, pero vosotros, los piratas de Tejas, sois los tipos
adecuados para este asunto.
—¿Se trata de un negocio exclusivamente tuyo?
—Sí; la empresa no sabe nada, y yo he invertido medio millón de mi bolsillo.
Es una especie de pasatiempo. Pensé que alguien debería reparar los daños
que se están produciendo, la violación de continentes enteros por personas
como...
—De acuerdo. Ya conozco la historia, y sin embargo, ¿estás decidido a
dárnoslo?
—¿Quién ha hablado de dar?
Se produjo un silencio tenso. Entonces McKenzie dijo cautelosamente:
—Por supuesto, no tengo que decirte que estaríamos interesados, muy
interesados. Si nos proporcionas las cifras correspondientes a rendimiento,
tantos por ciento de extracción, y demás datos relevantes —no tienes que
darnos detalles técnicos, si no quieres—, podríamos iniciar las negociaciones.
No puedo hablar por mis socios, pero estoy seguro de que podrían reunir
suficiente dinero como para firmar un trato...
—Scott —le interrumpió Romano, con un deje de cansancio en la voz que por
primera vez reflejaba su edad—. No me interesa hacer un negocio con tus
socios. No tengo tiempo para discutir con los jefes y sus abogados y los
abogados de sus abogados. He hecho eso durante cincuenta años y, créeme,
estoy cansado. Este es mi negocio. Se ha llevado a cabo con mi dinero, y todo
el equipo está en mi barco. Quiero hacer un trato personal, directamente
contigo. A partir de entonces, tú te encargarás del asunto.
McKenzie parpadeó.
—No puedo encargarme de algo tan importante yo solo —protestó—. Por
supuesto, te agradezco la oferta, pero si realmente es como tú lo describes,
vale billones. Y yo no soy más que un pobre y honrado millonario.
—No me interesa el dinero. ¿Qué haría con él a mi edad? No, Scott, sólo hay
una cosa que deseo, y la quiero ahora, en este mismo momento. Dame el Sea
Spray y quédate con mi aparato.
—¡Estás loco! Incluso con la inflación podrías construir un Spray por menos
de un millón. Y tu proceso debe valer al menos...
—No quiero discutir, Scott. Lo que dices es verdad, pero soy viejo y tengo
prisa, y tardarían un año en construir un barco como el tuyo. He querido tenerlo
desde que me lo enseñaste en Miami. Mi propuesta es que te traslades al
Valency, con todo el equipo y todos los materiales. Sólo tardaríamos una hora
en cambiar de lugar nuestros efectos personales; tenemos aquí a un abogado
para legalizarlo. Después pondré rumbo al Caribe, bajaré por las islas y cruzaré
el Pacífico.
—¿Estás completamente decidido? —preguntó McKenzie con preocupación.
—Sí. Lo tomas o lo dejas.
—No me había visto ante un negocio tan descabellado en mi vida —dijo
McKenzie con cierta petulancia—. Por supuesto que lo tomo. Ya sé que eres
más terco que una mula.
La siguiente hora transcurrió en medio de una actividad febril. Los sudorosos
miembros de la tripulación iban y venían cargados con maletas y fardos,
mientras el doctor Romano permanecía sentado felizmente en medio de la
confusión que había provocado, con una sonrisa beatífica en su cara arrugada
y vieja. George y el profesor McKenzie hicieron un aparte para arreglar las
cuestiones legales, y volvieron con un documento que el doctor Romano firmó
sin apenas mirarlo.
Empezaron a aparecer cosas inesperadas procedentes del Sea Spray, tales
como un maravilloso visón mutante y una maravillosa rubia no-mutante.
—Hola, Sylvia —dijo cortésmente el doctor Romano—. Me temo que
encontrarás estas habitaciones un poco más estrechas. El profesor no me dijo
que estuvieras a bordo. No importa, nosotros tampoco lo mencionaremos. No
constará en el contrato, haremos un... digamos, un acuerdo entre caballeros.
Sería una lástima preocupar a la señora McKenzie.
—¡No sé a qué se refiere usted! —exclamó Sylvia de mal humor—. Alguien
tiene que mecanografiar las cosas del profesor.
—Y tú lo haces realmente mal, querida —dijo McKenzie, ayudándola a subir
a bordo con auténtica galantería sureña. Harry no tuvo más remedio que
admirar su serenidad en una situación tan vergonzosa; no sabía si, de estar él
en su lugar, lo habría hecho tan bien. Pero deseó tener la oportunidad de
comprobarlo.
Por fin disminuyó el caos; el aluvión de cajas y bultos se convirtió en un débil
chorro. El doctor Romano estrechó la mano a todos, dio las gracias a George y
a Harry por su colaboración, recorrió a grandes zancadas el puente del Sea
Spray y, diez minutos más tarde, se hallaba a medio camino del horizonte.
Harry se preguntaba si no sería hora de que ellos también se marcharan —
aparte de todo, porque ni siquiera habían tenido oportunidad de explicar al
profesor McKenzie por qué estaban allí—, cuando de pronto, el radioteléfono
empezó a sonar. Era el doctor Romano quien llamaba.
—Habrá olvidado su cepillo de dientes, supongo —dijo George. Pero no se
trataba de algo tan trivial. Afortunadamente, el altavoz estaba enchufado, y
resultaba casi obligatorio que escucharan la conversación, sin necesidad de
hacer esos esfuerzos que tanto avergüenzan a un caballero.
—Escucha, Scott —dijo el doctor Romano—. Creo que te debo una
explicación.
—Si me has estafado, te haré pagar hasta el último centavo.
—No, no se trata de eso. Te presioné un poco, pero todo lo que dije es cierto.
No te enfades demasiado conmigo; has conseguido una ganga. Pasará algún
tiempo, sin embargo, hasta que rinda algún beneficio, y antes tendrás que
invertir unos cuantos millones. Verás, el rendimiento debe incrementarse en
una cantidad tres veces mayor antes de que sea comercialmente ventajoso; la
barra de uranio me costó doscientos mil dólares. No vayas a pegarte un tiro;
puede conseguirse, estoy completamente seguro. El doctor Kendall es el
hombre adecuado; él realizó el trabajo esencial; quítaselo a mis socios y
contrátalo por mucho que te cueste. Eres testarudo y sé que acabarás el
asunto ahora que está en tus manos. Por eso quería que lo tuvieras tú.
También es por una cuestión de justicia poética; podrás reparar, en parte, el
daño que has hecho a la tierra. Lo peor que podría ocurrir es que te
convirtieses en billonario, pero eso no se puede evitar.
Espera un momento, no cuelgues. Yo habría terminado el trabajo si hubiera
tenido tiempo, pero tardaría al menos otros tres años. Y los médicos dicen que
sólo me quedan seis meses; no estaba bromeando al decirte que tenía prisa.
Me alegra que hayamos cerrado el trato sin tener que habértelo dicho, pero
créeme, hubiera utilizado esa arma si la hubiera necesitado. Sólo otra cosa
más; cuando el proceso empiece a funcionar, ponle mi nombre, por favor. Eso
es todo. Es una tontería que me vuelvas a llamar, porque no contestaré. Y sé
que no puedes alcanzarme.
El profesor McKenzie no se inmutó.
—Me lo imaginaba —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Después se
sentó, sacó una regla de cálculo de aspecto complicado, y se olvidó del mundo.
Apenas levantó la vista cuando George y Harry, sintiéndose fuera de lugar, se
despidieron cortésmente y desaparecieron.
—Como muchas otras cosas que ocurren hoy en día —concluyó Harry
Purvis— todavía no conozco el resultado final de este encuentro. Me imagino
que el profesor McKenzie habrá encontrado algunas dificultades o a estas
alturas habríamos oído algo sobre el proceso. Pero no me cabe la menor duda
de que, tarde o temprano, lo perfeccionará, así que preparaos a vender
vuestras acciones mineras...
Con respecto al doctor Romano, no estaba bromeando, aunque los médicos
se equivocaron un poco en el diagnóstico. Duró un año entero, y supongo que
el Sea Spray ayudó a que así fuera. Su cuerpo descansa en el Pacífico, y creo
que al viejo le habría gustado. Ya os he dicho que era un ecologista fanático, y
es muy divertido pensar que, incluso ahora, algún átomo suyo puede estar
atravesando su criba molecular...
Observo algunas miradas incrédulas, pero es un hecho. Si se llena un vaso
con agua, se tira al océano, se mezcla bien y después se llena un vaso con
agua del mar, aún quedarán restos de moléculas del agua del primer vaso. Así
que —emitió una risita horripilante— es sólo cuestión de tiempo el que tanto el
doctor Romano como todos nosotros aportemos algo a la criba. Y con esto,
caballeros, me despido de todos ustedes deseándoles muy buenas noches.
LA ORQUÍDEA INDECISA
Muy pocos clientes de «El Ciervo Blanco» admitirían que los relatos de Harry
Purvis sean ciertos, pero todos estarán de acuerdo en que algunos son más
verosímiles que otros. Y en cualquier escala de probabilidades, el asunto de la
orquídea indecisa ocuparía un lugar muy bajo.
No recuerdo qué táctica ingeniosa utilizó Harry para iniciar su relato; puede
que algún aficionado a las orquídeas trajera su último engendro al bar y eso le
proporcionara una buena excusa. No importa. Recuerdo la historia que, al fin y
al cabo, es lo que cuenta.
Esta vez la aventura no estaba relacionada con ninguno de los numerosos
parientes de Harry, y evitó explicar cómo se las había arreglado para conocer
tantos detalles sórdidos. El héroe —si así puede llamársele— de esta epopeya
de invernadero era un inofensivo oficinista, muy bajito, llamado Hércules
Keating. Y si piensan que ésta es la parte más inverosímil del relato, esperen a
lo que sigue.
Hércules no es un nombre que pueda llevarse con facilidad en la mayoría de
los casos, y si a ello añadimos una estatura de cuatro pies y nueve pulgadas y
el aspecto de necesitar un año de gimnasia incluso para poder parecer un
alfeñique de noventa y siete libras, puede ser realmente vergonzoso. Quizá
esto ayude a explicar el hecho de que Hércules tuviera muy poca vida social y
que sus amigos fueran las macetas de un invernadero situado en la parte
trasera de su jardín. Era de gustos sencillos y necesitaba poco dinero para
vivir, gracias a lo cual había llegado a conseguir una colección de orquídeas y
cactus realmente notable. Disfrutaba de muy buena reputación entre los
cactófilos y a menudo recibía paquetes que olían a tierra y a selvas tropicales
desde los lugares más remotos del globo.
A Hércules sólo le quedaba un pariente con vida, la tía Henrietta, y sería
difícil encontrar dos personas más dispares. Se trataba de una mujer
imponente, de seis pies de altura, que usaba trajes de «tweed» de hechura un
tanto hombruna, conducía un Jaguar imprudentemente y fumaba puros, uno
tras otro. Sus padres habían querido un chico, y nunca llegaron a convencerse
de que su deseo no se hubiera cumplido. Henrietta se ganaba la vida —y
ganaba bastante— con la crianza de perros de diferentes tamaños y razas. A
menudo paseaba con dos de sus últimas adquisiciones, que no eran
precisamente el tipo de canes portátiles que caben en el bolso de una dama.
Las perreras Keating se especializaban en grandes daneses, aisacianos, san
bernardos...
Henrietta consideraba a los hombres, con razón, como el sexo débil y, por
tanto, no se había casado. Pero por alguna razón extraña, se tomaba un
interés de tía (sí, esa es la palabra adecuada) por Hércules, y le visitaba casi
todos los fines de semana. Mantenían una relación muy curiosa; es posible que
Hércules contribuyera a reforzar los sentimientos de superioridad de Henrietta.
Si se le tomaba como un ejemplar típico del sexo masculino, habría que
reconocer que se trataba de una especie realmente despreciable. Pero si éste
era el motivo de la actitud de Henrietta, no era consciente de ello y parecía
profesarle a su sobrino auténtico cariño. Mostraba hacia él una actitud
protectora, pero amable.
Como era de esperar, su comportamiento no ayudaba precisamente a paliar
el complejo de inferioridad de Hércules. Al principio, toleraba a su tía; después
empezó a temer sus visitas, su voz atronadora y sus apretones de manos,
capaces de romper los huesos a cualquiera y, al final, acabó por odiarla. Llegó
un momento en que el odio se convirtió en el sentimiento dominante de su vida,
por encima, incluso, del amor a sus orquídeas. Pero no se atrevía a mostrarlo,
consciente de que si la tía Henrietta lo descubría, sería capaz de partirle en dos
y arrojar los trozos a su manada de lobos.
No había forma alguna de que Hércules pudiera expresar sus sentimientos
reprimidos. Tenía que mostrarse amable con la tía Henrietta, aunque sintiera
deseos de asesinarla. Y se sentía así muy a menudo, pero sabía que nunca lo
haría. Hasta que un día...
Según el vendedor, la orquídea provenía de «algún lugar de la región
amazónica», dirección un tanto vaga. Cuando Hércules la vio por primera vez
no le pareció demasiado atrayente, a pesar de gustarle tanto las orquídeas.
Una raíz informe, del tamaño aproximado del puño de un hombre; eso era todo.
Exhalaba un perfume como de putrefacción, un olor inconfundible a carroña.
Hércules no estaba seguro de que pudiera crecer y así se lo dijo al vendedor,
con la esperanza de adquirirla por un precio módico. La llevó a su casa sin
mucho entusiasmo.
La planta no dio muestras de crecimiento durante el primer mes, pero
Hércules no se preocupó por eso. Un día, apareció un minúsculo brote verde
que empezó a trepar hacia la luz. Después, el avance fue rápido. Se desarrolló
un tallo grueso y carnoso, tan grande como el antebrazo de un hombre, de un
color verde virulento. Cerca de la parte superior del tallo, una serie de
protuberancias muy curiosas rodeaban la planta; por lo demás, carecía
totalmente de forma. Hércules parecía muy interesado; tenía la seguridad de
haber descubierto una especie completamente nueva.
La velocidad de crecimiento era fantástica; pronto excedió a Hércules en
altura, aunque ésto no signifique mucho. Las protuberancias se desarrollaban,
dando la impresión de que en cualquier momento la orquídea haría eclosión.
Hércules esperaba con ansiedad, sabiendo que algunas flores tienen una
vida muy corta, y pasaba el mayor tiempo posible en el invernadero. A pesar de
la vigilancia, la transformación ocurrió una noche mientras dormía.
Por la mañana, la orquídea apareció rodeada de ocho zarcillos que colgaban
casi hasta llegar al suelo. Debían haberse desarrollado en el interior de la
planta y brotado con una velocidad inusitada para el mundo vegetal. Hércules
se quedó mirando el fenómeno con incredulidad, y se fue a trabajar muy
pensativo.
Aquella noche, mientras regaba la planta y comprobaba el estado de la tierra,
observó un hecho aún más extraño. Los zarcillos aumentaban de grosor y no
estaban completamente inmóviles. Mostraban una tendencia, ligera pero
inconfundible, a vibrar, como si poseyeran vida propia. A pesar de su interés y
entusiasmo, Hércules encontró esta circunstancia más que inquietante.
Días más tarde, ya no le quedaba la menor duda. Cuando se aproximaba a la
orquídea, los zarcillos se inclinaban hacia él de una forma muy alarmante. La
impresión de que tenía hambre era tan fuerte que Hércules empezó a sentirse
muy incómodo, y una idea comenzó a rondarle la cabeza. Hubo de pasar algún
tiempo antes de que recordara de qué se trataba; entonces se dijo a sí mismo:
«¡Por supuesto! ¡Qué tonto soy!», y se dirigió a la biblioteca local. Allí pasó
media hora muy provechosa, releyendo un librito escrito por un tal H. G. Wells,
titulado «La floración de la orquídea extraña».
«¡Dios mío!», pensó Hércules cuando hubo terminado el relato. Hasta el
momento no había apreciado en su planta ningún aroma soporífero capaz de
subyugar a una posible víctima, pero las demás características se parecían
demasiado. Hércules regresó a su casa muy agitado.
Abrió la puerta del invernadero y observó la avenida de plantas, hasta que su
vista alcanzó a la reina de todas ellas. Examinó con cuidado la largura de los
zarcillos —se sorprendió llamándolos tentáculos— y se acercó hasta donde le
pareció una distancia prudencial. La planta daba la impresión de estar alerta y
al acecho, actitudes más propias del reino animal que del vegetal. Hércules
recordó la infortunada historia del doctor Frankenstein y no le pareció
demasiado divertido.
¡Pero aquello era ridículo! Semejantes cosas no ocurrían en la vida real.
Bueno, sólo había una forma de comprobarlo....
Hércules fue a la casa y volvió a los pocos minutos con una escoba, en cuyo
extremo había colocado un trozo de carne cruda. Sintiéndose como un idiota,
avanzó hacia la orquídea del mismo modo que un domador de leones se
acercaría a una de sus fieras a la hora de comer.
No pasó nada al principio. Pero un instante después, dos zarcillos se
retorcieron bruscamente. Empezaron a contraerse hacia delante y hacia atrás,
como si la planta estuviera tomando una decisión. De improviso, se movieron a
tal velocidad, que prácticamente se hicieron invisibles. Se enroscaron alrededor
de la carne y Hércules notó un estirón en el extremo de la escoba. La carne
desapareció en un momento; la orquídea la sostenía contra su pecho —si es
que puede utilizarse tal metáfora.
—¡Por las barbas del Profeta!— gritó Hércules, que no se permitía muy a
menudo semejante lenguaje.
La orquídea no volvió a mostrar signos de vida durante veinticuatro horas.
Estaba esperando a que la carne estuviera un poco pasada y desarrollando, al
mismo tiempo, su aparato digestivo. Al día siguiente, una red de lo que
parecían raíces cortas cubría la carne, aún visible. Por la noche, la carne había
desaparecido. La planta había probado el sabor de la sangre.
Las emociones de Hércules mientras observaba a su favorita eran muy
confusas. A veces, casi le producía pesadillas, y vislumbraba todo tipo de
horribles acontecimientos. La orquídea era por entonces muy grande y si él se
colocaba al alcance de sus garras, no tendría escapatoria. Pero no correría el
menor riesgo. Había instalado un sistema de tuberías para regarla a una
distancia conveniente, y en cuanto al alimento menos ortodoxo, se limitaba a
arrojarlo al alcance de sus tentáculos. Comía una libra de carne cruda al día,
pero Hércules pensaba con desasosiego que sería capaz de engullir mayores
cantidades si tuviera la oportunidad de hacerlo. El sentimiento de triunfo por
haber conseguido semejante maravilla botánica superaba sus escrúpulos
naturales. Cuando quisiera, podría convertirse en el cultivador de orquídeas
más famoso del mundo. Era muy propio de sus cortas luces el que no se le
ocurriera pensar que otras personas, aparte de los aficionados a las orquídeas,
pudieran interesarse por su mascota.
La criatura medía ya seis pies, y parecía que aún seguiría creciendo, aunque
mucho más lentamente que hasta entonces. Hércules había quitado el resto de
las plantas de aquella parte del invernadero, no tanto por temor al canibalismo,
sino para poder cuidarlas sin peligro. Había tendido una cuerda a lo largo de la
nave central para evitar el riesgo de que, accidentalmente, quedara al alcance
de aquellos ocho brazos colgantes.
Era evidente que la orquídea poseía un sistema nervioso muy desarrollado y
algo que podía aproximarse a inteligencia. Sabía cuándo la iban a alimentar y
mostraba señales inconfundibles de alegría. Lo más fantástico —aunque
Hércules aún no estaba seguro— era que podía producir sonidos. A veces,
antes de la comida, le parecía oír un silbido increíblemente agudo, rayano con
el límite de audibilidad. Un murciélago recién nacido emitiría un sonido
semejante; se preguntaba qué finalidad tendría. ¿Acaso atraía la orquídea a su
presa mediante la emisión de sonidos? Si así fuera, el truco no funcionaría con
él.
Mientras Hércules hacía estos descubrimientos tan interesantes, su tía
Henrietta seguía dándole la lata, y sus sabuesos atacándole. Porque lo cierto
es que no estaban tan bien educados como su tía pretendía. Venía zumbando
en su coche los domingos por la tarde, con un perro en el asiento delantero y
otro ocupando la mayor parte del maletero. Después subía las escaleras de
dos en dos, ensordecía a Hércules con sus saludos, le paralizaba con un
apretón de manos y le lanzaba el humo de su puro en plena cara. Hubo un
tiempo en que le atemorizó la idea de que le besara, pero pronto comprendió
que un comportamiento tan afeminado era totalmente imposible.
La tía Henrietta despreciaba bastante las orquídeas de Hércules. Opinaba
que emplear el tiempo libre en un invernadero era un entretenimiento
decadente. Su válvula de escape consistía en ir de caza mayor a Kenya. Esto
no contribuía a aumentar las simpatías de Hércules, que detestaba los
deportes sangrientos. Pero, a pesar del odio que le inspiraba su arrolladora tía,
todas las tardes de domingo preparaba puntualmente el té y mantenían un
«téte-á-téte» de lo más amistoso, al menos en apariencia. Henrietta nunca
llegó a sospechar que Hércules, mientras servía el té, deseaba que estuviera
envenenado; tras su máscara de rudeza se escondía un gran corazón y el
conocimiento de tal deseo la hubiera herido profundamente. Hércules no habló
a su tía del pulpo vegetal. A veces, le mostraba los ejemplares más
interesantes, pero éste quería mantenerlo en secreto. Quizá antes de planear
con todo detalle el diabólico plan, su subsconciente ya preparaba el terreno....
Un domingo por la noche, ya muy tarde, cuando el rugido del Jaguar acababa
de desvanecerse en la oscuridad y Hércules se encontraba en el invernadero
tratando de recobrar el equilibrio nervioso, la idea se le presentó, totalmente
definida, en su mente. Estaba contemplando la orquídea, observando que los
zarcillos habían alcanzado el grosor del pulgar de un hombre, cuando una
imagen muy placentera apareció ante sus ojos. Se imaginó a la tía Henrietta en
poder del monstruo, luchando en vano por escapar de las garras carnívoras.
¿Por qué no? Sería el crimen perfecto. El sobrino, enloquecido, llegaría
demasiado tarde al lugar de los hechos para prestarle ayuda y, cuando la
policía atendiera su frenética llamada, podrían comprobar que se trataba de un
desgraciado accidente. Por supuesto que habría una investigación, pero el
comisario sería benévolo a la vista de la tristeza evidente de Hércules...
Mientras más lo pensaba, más le gustaba la idea. No podía haber ningún
fallo, con tal que la orquídea cooperase. Ese era el principal problema. Tendría
que llevar a cabo un plan de entrenamiento con aquella criatura. Ya tenía un
aspecto realmente diabólico, pero debía de cuidar todos los detalles, para que
actuara de acuerdo con su apariencia.
Teniendo en cuenta que no poseía experiencia alguna en tales asuntos, y
que no podría consultar con ninguna autoridad en la materia. Hércules adoptó
una táctica prudente, como si de un negocio se tratase. Suspendió varios
trozos de carne del extremo de una caña de pescar, fuera del alcance de la
orquídea, hasta conseguir que la criatura agitara los tentáculos con
desesperación. En esos momentos sus fuertes silbidos podían oírse con
claridad, y Hércules se preguntaba cómo podía producir el sonido. También se
preguntaba cuáles serían sus órganos de percepción, pero esto constituía otro
misterio imposible de resolver sin un acercamiento peligroso. Si todo iba bien,
quizá tía Henrietta tendría la oportunidad de descubrir estos hechos tan
interesantes, aunque seguramente estaría demasiado ocupada en aquellos
momentos como para que la posteridad pudiera beneficiarse de ellos. No cabía
duda de que la bestia era lo suficientemente poderosa como para
entendérselas con su presunta víctima. Una vez había arrebatado una escoba
de las manos de Hércules y, aunque ello en sí probase muy poco, el terrible
«crac» de la madera un momento más tarde había provocado una sonrisa de
satisfacción en los finos labios del entrenador. Empezó a mostrarse mucho más
amable y atento con su tía. Se convirtió en un sobrino modelo en todos los
sentidos.
Cuando Hércules consideró que sus tácticas de picador habían puesto a la
orquídea en el estado adecuado, se preguntó si debería ponerla a prueba con
carnaza viva. Este problema le preocupó durante varias semanas, en las que
miraba con ojos calculadores a cada gato o perro que transitaba por la calle,
pero finalmente abandonó la idea, por una razón muy peculiar. Tenía
demasiado buen corazón para llevarla a la práctica. Tía Henrietta sería la
primera víctima.
No dio de comer a la orquídea durante las dos semanas previas a su plan. No
se atrevió a dejar pasar más tiempo; no quería debilitar a la bestia, sino
simplemente aumentar su apetito, para que el resultado del encuentro fuera el
previsto. Y un buen día, después de llevar las tazas a la cocina, se sentó de
cara al humo del puro de tía Henrietta y dijo inocentemente:
—Me gustaría enseñarte una cosa, tía. Quiero darte una sorpresa. Vas a
morirte de risa.
Pensó que no era una descripción demasiado exacta, pero podía dar una
idea general.
La tía se quitó el puro de la boca y miró a Hércules con auténtico asombro.
—¡Vaya! —bramó—. No gana una para sorpresas. ¡Qué habrás estado
haciendo, sinvergüenza!
Le dio una palmada amistosa en la espalda que le hizo expulsar todo el aire
de sus pulmones.
—No te lo puedes imaginar —dijo Hércules tras recobrar el aliento—. Está en
el invernadero.
—¿Cómo? —exclamó la tía evidentemente confusa.
—Sí, ven a echar un vistazo. Va a causarte verdadero asombro.
La tía dio un bufido, que podía haber indicado incredulidad, pero siguió a
Hércules sin más preguntas. Los dos aisacianos, muy ocupados en comerse la
alfombra, la miraron ansiosamente y se levantaron, pero ella los alejó con un
movimiento de la mano.
—No preocupaos, chicos —gritó bruscamente—. Volveré dentro de un
minuto.
Hércules no lo creyó muy probable. Era una tarde oscura y las luces del
invernadero estaban apagadas. Cuando entraron, la tía bufó:
—Dios mío. Hércules, este lugar huele como un matadero. No recuerdo una
peste semejante desde que maté a un elefante en Bulawayo y tardamos una
semana en encontrarlo.
—Lo siento, tía —se disculpó Hércules mientras la conducía a través de las
tinieblas—. Estoy usando un nuevo fertilizante. Produce unos resultados
sorprendentes. Vamos..., un par de yardas más. Quiero que sea una auténtica
sorpresa.
—Espero que no se trate de una broma —dijo la tía en tono de sospecha,
mientras proseguía la marcha con determinación.
—Te aseguro que no es ninguna broma —contestó Hércules con la mano en
el interruptor de la luz. Podía ver la protuberancia amenazante de la orquídea;
la tía se encontraba a diez pies de ella. Esperó hasta que llegó a la zona de
peligro, y pulsó el interruptor. La estancia quedó iluminada por una luz fría. Tía
Henrietta se detuvo, con los brazos en jarras, delante de la orquídea gigante.
Hércules creyó que se retiraría antes de que la planta entrara en acción, pero,
unos segundos más tarde, vio que la observaba tranquilamente, incapaz de
hacerse una idea de qué demonios era aquéllo. Pasaron cinco segundos hasta
que la orquídea empezó a moverse. Entonces, los tentáculos colgantes se
pusieron en acción, pero no en la forma que Hércules esperaba. La planta los
dobló cuidadosamente, pero en torno a sí misma, como protegiéndose, y
emitiendo al mismo tiempo un grito de auténtico terror. Hércules comprendió la
triste realidad en un momento de indescriptible desilusión.
Su orquídea era una cobarde redomada. Era capaz de afrontar los peligros
de la vida salvaje del Amazonas, pero al enfrentarse con tía Henrietta su valor
se había venido abajo.
En cuanto a su presunta víctima, se quedó mirando a la criatura con
perplejidad, que pronto se convirtió en una actitud muy diferente. Giró sobre
sus talones y apuntó a su sobrino con un dedo acusador.
—¡Hércules! —bramó—. La pobrecilla está muerta de miedo, ¿has estado
maltratándola ?
Hércules permanecía de pie con la cabeza colgando, avergonzado y
frustrado.
—No, no, tía —acertó a decir—. Debe ser nerviosa por naturaleza.
—Bueno, estoy acostumbrada a tratar con animales. Deberías haberme
avisado antes. Hay que tratarlos con firmeza, pero con suavidad al mismo
tiempo. La dulzura da siempre buenos resultados, con tal de que aprendan a
distinguir quién es el amo. Venga, venga, pequeñita, no tengas miedo de la tía;
no va a hacerte daño.
Era una visión repugnante, pensó Hércules en su negra desesperación. Con
sorprendente delicadeza, tía Henrietta empezó a hacer mimos a la bestia,
dándole golpecitos y acariciándola hasta que los tentáculos se relajaron y el
grito penetrante se desvaneció. Hércules salió apresuradamente, conteniendo
un gemido, al ver como uno de los tentáculos avanzaba y empezaba a acariciar
los dedos nudosos de Henrietta.
Desde entonces es un hombre acabado. Y lo que es peor, nunca pudo
escapar a las consecuencias de su crimen malogrado. Henrietta tenía una
nueva mascota y a veces le visitaba no sólo los fines de semana, sino dos o
tres veces entre semana. Evidentemente, no confiaba en que Hércules tratara
a la orquídea adecuadamente, y aún sospechaba que la maltrataba. Traía
piltrafas sabrosísimas, que incluso los perros rechazaban pero que la orquídea
aceptaba encantada. El olor, que hasta entonces se había limitado al
invernadero, empezó a introducirse en la casa...
Y así continúa la situación, concluyó Harry Purvis, dando por finalizado este
relato tan inverosímil, para satisfacción de, al menos, dos de las partes
interesadas. La orquídea es feliz y tía Henrietta, puede ejercer, sin duda, su
dominio sobre otra criatura. La bestia sufre un ataque de nervios cada vez que
un ratón se cuela en el invernadero, y Henrietta se desvive por consolarla.
En cuanto a Hércules, no hay posibilidad de que vuelva a causar problemas a
ninguna de las dos. Parece como si se hubiera sumido en una especie de
abulia vegetal; en realidad, añadió Harry pensativamente, cada día se parece
más a una orquídea.
De una especie inofensiva, por supuesto...
GUERRA FRÍA
Una de las cosas que hacen que los relatos de Harry Purvis sean tan
convincentes es la exactitud de los detalles. Consideremos, por ejemplo, el
siguiente caso. He comprobado los lugares y las circunstancias —tuve que
hacerlo para escribir estos cuentos— y todo parece encajar. ¿Cómo se
explica? A no ser que...; pero juzguen Uds. mismos.
—Muchas veces he encontrado en los periódicos —empezó a decir Harry—
retazos de información muy prometedores, cuyas consecuencias se descubren,
a veces, varios años más tarde. Veamos un ejemplo muy adecuado. En la
primavera de 1954— verifiqué la fecha; era el 19 de abril— apareció la noticia
de que se había encontrado un iceberg a la altura de la costa de Florida.
Recuerdo que al leerlo me pareció muy extraño. Como todos sabéis, la
Corriente del Golfo tiene su origen en el estrecho de Florida; no me cabía en la
cabeza cómo un iceberg podía haber llegado tan al sur sin derretirse. Pero lo
olvidé casi por completo inmediatamente, pensando que se trataba de una de
esas invenciones que los periódicos son tan aficionados a publicar cuando no
encuentran noticias reales.
Hace poco más de una semana, me encontré a un amigo que había sido
comandante de la Marina de los Estados Unidos, y me contó toda la historia.
Es tan sorprendente que debería conocerse mejor, aunque estoy seguro de
que muchos de vosotros no me creeréis.
Los que estéis al tanto de los asuntos internos americanos sabréis que la
pretensión de Florida de ser el «Estado del Sol» se la disputan algunos de los
otros cuarenta y siete miembros de la Unión.
No puede decirse que Nueva York o Maine o Connecticut sean rivales muy
serios, pero el estado de California considera la pretensión de Florida casi
como una ofensa personal, y hace cuanto puede para rebatirla. Los habitantes
de Florida devuelven el golpe sacando a relucir las famosas nieblas de Los
Angeles, a lo que los californianos responden, con cierta sorna: «¿No va siendo
hora de que tengáis otro huracán?», y de nuevo los floridanos contestan:
«Podéis contar con nosotros para ayudaros en el próximo terremoto». Y así
hasta el infinito.
Aquí es cuando mi amigo el comandante Dawson entra en escena. El
comandante había prestado servicio en submarinos, pero ya estaba retirado.
Trabajaba como asesor técnico en una película sobre las hazañas de la flota de
submarinos, cuando le propusieron algo realmente extraño. No diré que la
Cámara de Comercio de California respaldara el proyecto, porque podría
considerarse como calumnia, pero podéis sacar vuestras propias
conclusiones...
Desde luego, la idea era propia de un típico montaje de Hollywood. Así lo creí
al principio, hasta que recordé cómo el viejo Lord Dunsany había utilizado un
tema similar para uno de sus relatos. Posiblemente el patrocinador californiano
fuera un admirador de Jorkens, como yo.
La idea era maravillosa, osada y sencilla a la vez. Ofrecieron una
considerable suma de dinero al comandante Dawson para que pilotase un
iceberg artificial a Florida, más una prima si lograba mantenerlo en la playa de
Miami en plena época de vacaciones.
No es necesario decir que el comandante aceptó rápidamente; había nacido
en Kansas, por lo que podía considerar el asunto como una proposición
estrictamente comercial. Reunió parte de su antigua tripulación, les hizo jurar
que mantendrían el secreto y, tras largas esperas en los pasillos de
Washington, consiguió que le prestaran un submarino en desuso. Fue a una
importante empresa de aparatos de aire acondicionado, les convenció de su
buena reputación y sano juicio, e hizo que le instalaran una cámara frigorífica
en el interior de una ampolla en la cubierta del submarino.
Se necesita una cantidad de energía impresionante para obtener un iceberg
sólido, incluso uno pequeño, por lo que tuvieron que adoptar ciertas medidas.
Freda la Frígida —que así lo bautizaron— llevaría una capa exterior de hielo de
dos pies de espesor, pero sería hueca. Tendría un aspecto impresionante
desde el exterior, pero en su interior no sería más real que un decorado de
Hollywood. Sin embargo, nadie podría descubrir sus secretos íntimos, a
excepción del comandante y sus hombres. Lo soltarían a la deriva cuando los
vientos y corrientes dominantes fueran favorables, durante el tiempo necesario
para provocar la alarma y el desaliento previstos.
Por otra parte, había que resolver un sinfín de problemas prácticos. Se
necesitarían varios días de refrigeración ininterrumpida para crear a Freda, y la
botadura habría de llevarse a cabo lo más cerca posible de su objetivo. Esto
significaba que el submarino —que llamaremos Marlin— tendría que utilizar
una base no lejos de Miami.
Se consideraron los Cayos de Florida, pero inmediatamente se descartó esta
posibilidad. No podría guardarse el secreto, porque el número de pescadores
en esa zona excede al de mosquitos, y descubrirían el submarino rápidamente.
Incluso si el Marlin simulaba no ser más que un submarino de
contrabandistas, no podría pasar desapercibido. Rechazaron el plan sin más
cavilaciones.
El comandante tuvo que considerar otro problema. Las aguas costeras de
Florida son poco profundas y, aunque el calado de Freda no excedería los dos
pies, todo el mundo sabe que la mayor parte de un iceberg como Dios manda
está sumergida. No resultaría muy realista un iceberg impresionante
navegando sobre dos pies de agua. Bastaría para descubrir el truco
inmediatamente.
No sé con exactitud cómo solucionó el comandante estos problemas
técnicos, pero supongo que hizo varias pruebas en el Atlántico, lejos de las
rutas de navegación. El iceberg al que se refería la noticia fue uno de sus
primeros intentos. Ni Freda ni sus hermanos, por cierto, hubieran supuesto
peligro alguno para la navegación; al ser huecos, se habrían roto con el
choque.
Finalmente, todos los preparativos estuvieron listos. El Marlin se hizo a la mar
en el Atlántico, a cierta distancia en dirección norte de Miami, con el equipo
refrigerador a pleno rendimiento. Era una noche excepcionalmente clara, con la
luna en cuarto creciente asomándose por el oeste. El Marlin no llevaba luces
de navegación, pero el comandante Dawson mantenía una vigilancia muy
estrecha para evitar posibles colisiones con otros barcos. En una noche como
aquella, sería posible eludirlos sin ser descubiertos.
Freda se encontraba aún en estado embrionario. Supongo que utilizaron el
procedimiento de inflar una gran bolsa de plástico con aire frío y rociarla con
agua hasta formar una capa de hielo. Retirarían la bolsa cuando el hielo tuviera
el espesor suficiente como para mantenerse a flote por su propio peso. El hielo
no es buen material desde el punto de vista estructural, pero no había
necesidad de que Freda fuera muy grande. La Cámara de Comercio de Florida
quedaría tan desconcertada ante un iceberg, por muy pequeño que éste fuera,
como una mujer soltera ante un bebé.
El comandante Dawson se encontraba en la torreta, supervisando a los
hombres que trabajaban con los rociadores de agua helada y los inyectores de
aire frío. Estaban ya muy adiestrados en esta ocupación tan poco corriente, y
se complacían en añadir pequeños toques artísticos aquí y allá, como por
ejemplo reproducir a Marilyn Monroe en hielo, cosa que prohibió
inmediatamente, aunque archivó la idea para futuros trabajos.
Unos segundos después de medianoche le sorprendió un fogonazo de luz en
el cielo, hacia el norte, y se volvió justo a tiempo para ver desaparecer un
destello rojo en el horizonte.
«¡Un avión, capitán!», gritó uno de los vigías. «¡Acaba de estrellarse!»
Sin vacilar, el comandante llamó a la sala de máquinas y viró rumbo al norte.
Recordaba con precisión el lugar donde se produjo el destello y calculó que
estaría sólo a unas cuantas millas de distancia. La presencia de Freda, que
cubría la mayor parte de la popa, no afectaría demasiado a la velocidad y, de
todos modos, no había forma alguna de deshacerse de ella con rapidez. Paró
los congeladores para que los motores principales ganaran potencia y ordenó
proseguir a toda máquina.
Al cabo de unos treinta minutos el vigía, utilizando unos prismáticos muy
potentes, especiales para la oscuridad, descubrió algo sobre el agua.
«Todavía flota», dijo. «Desde luego se trata de un aeroplano, pero no veo
ninguna señal de vida. Y creo que las alas se han desprendido.»
Apenas había terminado de hablar cuando llegó el informe urgente de otro
vigía.
«¡Mire, capitán, a treinta grados a estribor! ¿Qué es eso?»
El comandante Dawson se volvió bruscamente y le arrebató los prismáticos.
Entonces observó un pequeño objeto oval girando sobre su eje, apenas visible
sobre el agua.
«¡Vaya, vaya!», exclamó. «Me temo que tenemos compañía. Eso es una
antena de radar; aquí hay otro submarino.»
Inmediatamente se animó.
«A pesar de todo, es posible que nos mantengamos fuera de este asunto»,
comentó al segundo de a bordo. «Esperaremos hasta asegurarnos de que
inician operaciones de rescate, y entonces nos largaremos.» «A lo mejor
tenemos que sumergirnos y abandonar a Freda. No olvide que ya nos habrán
descubierto con el radar. Será mejor que disminuyamos la velocidad y nos
comportemos como un auténtico iceberg.»
Dawson asintió silenciosamente y dio la orden. Aquello empezaba a
complicarse y podía ocurrir cualquier cosa en los próximos minutos. El otro
submarino habría observado al Marlin como un simple puntito en la pantalla del
radar, pero tan pronto como utilizaran el periscopio, el comandante empezaría
las investigaciones y, entonces, la suerte estaría echada.
Dawson analizó la táctica a seguir. Decidió que lo mejor sería explotar al
máximo su camuflaje. Dio la orden de virar, de tal manera que la popa del
Marlin apuntase hacia el intruso aún sumergido. Cuando el otro submarino
emergiera, su comandante se llevaría una sorpresa mayúscula al ver un
iceberg, pero Dawson esperaba que estuviera demasiado ocupado con las
operaciones de rescate como para preocuparse de Freda.
Dirigió los prismáticos hacia los restos del avión, y se llevó el segundo susto.
Era un tipo de avión muy peculiar; había algo raro...
«Pero, ¡claro!», dijo Dawson al primer oficial. «Deberíamos haber pensado en
ésto, no se trata de un avión en absoluto. Es un proyectil de la base de
Cacao... mire, ahí están las bolsas de flotación. Deben haberse inflado con el
impacto, y el submarino está esperando aquí para recogerlo.»
Acababa de recordar que había una base de lanzamiento de proyectiles en la
costa este de Florida, en un lugar con un nombre tan curioso como Cacao, en
el aún más curioso río Banana. Bueno, al menos nadie corría peligro, y si el
Marlin se quedaba quietecito tendrían una ocasión inmejorable para divertirse.
Pararon los motores para poder controlar mejor la situación y mantenerse
escondidos tras su camuflaje. Freda era lo suficientemente grande como para
disimular la torreta, y desde lejos, incluso con mayor iluminación, el Marlin sería
totalmente invisible. Existía una posibilidad terrible, sin embargo. El otro
submarino podía bombardearlos si los consideraba un peligro para la
navegación. Pero no; simplemente los denunciarían por radio a los
guardacostas, lo que supondría una molestia, pero no una interferencia para
sus planes.
«¡Aquí llega!», exclamó el primer oficial. «¿De qué clase es?»
Ambos miraron por los prismáticos, cuando el submarino, chorreando agua
por los costados, emergió de las aguas ligeramente fosforescentes del océano.
La luna casi había desaparecido, por lo que era difícil apreciar detalles.
Dawson se alegró al ver que la antena del radar había dejado de girar y
apuntaba hacia el proyectil. Sin embargo, había algo extraño en la forma de
aquella torreta...
Dawson tragó saliva, se llevó el micrófono a los labios y susurró a los
tripulantes perdidos en las entrañas del Marlin «¿Hay alguien ahí abajo que
hable ruso...?»
Se produjo un largo silencio, tras el cual el oficial de máquinas trepó a la
torreta.
«Yo hablo un poco, capitán», dijo. «Mis abuelos eran ucranianos. ¿Qué
ocurre?»
«Eche un vistazo», contestó Dawson severamente. «Ahí abajo hay un pez
muy interesante. Creo que deberíamos pescarlo...»
Harry Purvis tiene la enervante costumbre de pararse justo en el momento en
que un relato va a llegar a su punto culminante y pedir otra cerveza o, más a
menudo, hacer que alguien le invite a una. Le he visto hacerlo tantas veces,
que puedo precisar cuándo va a llegar ese momento culminante por el nivel de
cerveza de su vaso. Tuvimos que esperar, armados de paciencia, mientras
reponía combustible.
—El comandante del submarino ruso tuvo muy mala suerte —dijo
pensativamente—. Supongo que le fusilarían cuando regresó a Vladivostok, o
donde fuera. Porque ¿qué comisión investigadora podría creer su historia? Si
fue lo suficientemente estúpido como para contar la verdad, tendría que haber
dicho: «Nos encontrábamos a la altura de la costa de Florida cuando un
iceberg nos gritó en ruso: '¡Ustedes perdonen, pero creo que eso es nuestro'!»
Como habría un par de miembros del Departamento de Vigilancia Militar a
bordo, el pobre hombre tendría que inventarse algo, pero en cualquier caso, no
sería muy convincente... Tal y como Dawson había previsto, el submarino ruso
huyó tan pronto como supo que había sido descubierto. Y, recordando que él
era un oficial de la reserva, y que la obligación para con su país era más
importante que cualquier compromiso contraído con un solo estado, el
comandante del Marlin no pudo elegir más que un camino. Recogió el proyectil,
descongeló a Freda, y puso rumbo a Cacao, previo envío de un mensaje por
radio, que provocó gran agitación en el Departamento de Marina e inició una
desbandada general de bombarderos hacia el Atlántico. Quizá Iván el
Inquisitivo nunca llegó a Vladivostok, después de todo...
Las explicaciones consiguientes fueron un tanto embarazosas, pero supongo
que el rescate del proyectil les parecería tan importante que nadie haría
demasiadas preguntas acerca de la guerra privada del Marlin.
La arremetida contra Miami quedó en el olvido, al menos hasta la temporada
siguiente. Es agradable saber que ni siquiera los patrocinadores del proyecto, a
pesar de haber perdido mucho dinero, quedaron demasiado descontentos.
Todos tienen un certificado firmado por el jefe de Operaciones Navales,
agradeciéndoles los servicios prestados al país, aunque no se especifica de
qué servicios se trata, y provocan tal envidia y confusión entre sus amigos de
Los Angeles, que no se desharían de ellos por nada del mundo...
Pero no debéis creer que el proyecto se ha olvidado por completo;
conociendo a los publicitarios americanos, sería impensable. Freda estará
inactiva ahora, pero algún día la reanimarán. Todos los planes están a punto,
incluyendo detalles mínimos como la presencia casual de una unidad de
filmación de Hollywood en la playa de Miami, cuando Freda aparezca en el
Atlántico.
Esta es una de esas historias que no desembocan en un final feliz. Ya han
tenido lugar las escaramuzas preliminares, pero el desenlace está aún por
llegar. A menudo, me pregunto: ¿Qué medidas tomará Florida contra los
californianos cuando descubra lo que han tramado ? ¿Alguna sugerencia ?
UN ASUNTO DE GRAVEDAD
Una de las razones por las que nunca me muestro muy explícito con respecto
a la situación exacta de «El Ciervo Blanco» es, para ser sincero porque no
queremos más gente. No se trata simplemente de una actitud egoísta; tenemos
que hacerlo para protegernos. En cuanto se propaga la noticia de que los
científicos, editores y escritores de ciencia ficción se reúnen en un determinado
lugar, empiezan a dejarse ver los tipos más extraños. Gente rara con nuevas
teorías sobre el universo, personajes «iluminados» por la Dianética, (Dios sabe
cómo serían antes), damas espirituales capaces de ponerse en plan
clarividente a la cuarta ginebra... y éstos son los especímenes menos exóticos.
Los peores son los Brujos Voladores; aún no se ha descubierto más antídoto
contra ellos que llevarles al paredón.
En un día aciago, uno de los máximos portavoces de la religión del Platillo
Volante descubrió nuestro escondrijo y cayó sobre nosotros con gritos
estridentes de satisfacción. Sin duda pensó que aquí encontraría terreno fértil
para sus actividades misioneras. Las personas ya interesadas en los vuelos
espaciales, algunas de las cuales incluso escribían libros sobre su realización
inmediata, serían presas fáciles. Abrió su maletín negro y sacó de él las últimas
novedades sobre platillos volantes.
Se trataba de una buena colección. Había varias fotografías de platillos
volantes tomadas por un astrónomo aficionado que vive al lado del
Observatorio de Greenwich, y cuya cámara había registrado tal cantidad de
naves espaciales, de todos los tamaños y formas, que uno se pregunta qué
harán los profesionales del edificio vecino para justificar sus sueldos. A
continuación nos mostró el testimonio de un caballero de Tejas que había
mantenido recientemente una charla con los ocupantes de un platillo que se
habían parado a descansar camino de Venus. Por lo visto, el lenguaje no había
supuesto ningún inconveniente; diez minutos de agitar los brazos habían sido
suficientes para pasar del «Yo, hombre. Esto, Tierra» a informaciones
esotéricas sobre el uso de la cuarta dimensión en los viajes espaciales.
La obra maestra, sin embargo, era una exaltada carta de un personaje de
Dakota del Sur a quien los extraterrestres, invitándole a subir a un platillo
volante, habían llevado a dar una vuelta por la luna. Explicaba con cierta
largueza cómo el platillo funcionaba impulsándose a través de líneas
magnéticas, parecido a una araña escalando su tela.
Fue en ese momento cuando Harry Purvis se rebeló. Había escuchado con
dignidad profesional unas historias que ni siquiera él se hubiera atrevido a
inventar porque, como todo experto, conocía el límite de credulidad de su
auditorio. Cuando oyó lo de las líneas de fuerza magnética, su formación
científica pudo más que su abierta admiración por estos aventureros de última
hora, e hizo un gesto de disgusto.
—Eso no tiene sentido —dijo—. Puedo demostrarlo; el magnetismo es mi
especialidad.
—La semana pasada —replicó Drew con dulzura mientras llenaba dos vasos
de cerveza a la vez— dijiste que tu especialidad es la estructura molecular.
Harry le dedicó una sonrisa de superioridad.
—Yo soy un especialista general —dijo con arrogancia—. Volviendo a donde
estaba antes de la interrupción, lo que quiero dejar claro es que no existe
semejante línea de fuerza magnética. Es una convención matemática,
exactamente igual que las líneas de longitud y latitud. Si alguien asegurara
haber inventado una máquina que funcionase moviéndose a través de
paralelos de latitud, todos sabrían inmediatamente que estaba diciendo
tonterías. Pero como muy pocas personas saben algo acerca del magnetismo,
y como suena muy misterioso, idiotas como ese de Dakota del Sur engañan a
la gente con estupideces tales como lo que acabamos de escuchar.
Hay algo muy característico de «El Ciervo Blanco»: podemos pelearnos, pero
demostramos una solidaridad impresionante en momentos de crisis. Todos
pensamos que había que hacer algo con el visitante intruso, aunque sólo fuera
porque estaba interfiriendo en el serio asunto de beber. Los fanatismos de
cualquier tipo tienen la cualidad de ensombrecer la reunión más alegre, y varios
clientes habían mostrado signos de querer marcharse, a pesar de que aún
faltaban dos horas para cerrar.
De modo que cuando Harry continuó su ataque, inventando la historia más
descabellada que jamás haya contado en «El Ciervo Blanco», nadie le
interrumpió ni trató de poner en evidencia los puntos débiles de la narración.
Sabíamos que Harry lo hacía por todos nosotros, combatiendo el fuego con
fuego, por así decirlo. Y como sabíamos que no esperaba que le creyésemos
(si es que alguna vez lo esperó), simplemente nos arrellanamos en nuestros
asientos dispuestos a divertirnos.
—Si quiere usted saber cómo se propulsa una nave espacial, y conste que no
digo nada a favor ni en contra de la existencia de platillos volantes, será mejor
que se olvide del magnetismo. La clave del asunto está en la gravedad; esa es
la fuerza básica del Universo, al fin y al cabo. Pero se trata de una fuerza muy
astuta, que no se deja dominar con facilidad, y si no me cree, escuche lo que le
ocurrió a un científico en Australia hace tan sólo un año. Supongo que no
debería contárselo, porque no sé si aún es materia reservada, pero si surge
algún problema juraré que no he dicho ni media palabra.
Los australianos, que como usted sabrá, siempre han sido auténticos linces
para la investigación científica, mantenían un equipo que trabajaba con
reactores rápidos, esas bombas atómicas amansadas que son mucho más
compactas que las antiguas pilas de uranio. El jefe del grupo era un físico
nuclear, joven y un tanto impetuoso, a quien llamaremos doctor Cavor. Ese no
era su verdadero nombre, por supuesto, pero le cuadra perfectamente. Estoy
seguro de que todos recordaréis al científico Cavor que aparecía en Los
primeros hombres en la Luna, de Wells, y el maravilloso material que
descubrió, la cavorita, capaz de contrarrestar la gravedad.
Me temo que nuestro querido Wells no profundizó demasiado en la cuestión
de la cavorita. Tal y como él la presentaba, era insensible a la gravedad, de la
misma forma en que una lámina de metal es insensible a la luz. Por tanto,
cualquier cosa colocada por encima de una lámina horizontal de cavorita
carecería de peso y flotaría en el espacio.
Pero no es tan simple. El peso representa energía —una cantidad enorme de
energía— que no puede destruirse sin más ni más. Supone un tremendo
esfuerzo conseguir que un objeto, incluso uno pequeño, no pese nada.
Las pantallas antigravitatorias del tipo de la cavorita, por tanto, son
prácticamente imposibles; pertenecen al mismo grupo que el movimiento
perpetuo.
—Tres amigos míos han construido máquinas de movimiento perpetuo —
empezó a decir el intruso remilgadamente. Harry no le dejó ir más lejos.
Ignorando la interrupción, prosiguió el relato.
—Nuestro doctor Cavor australiano no intentaba descubrir la antigravedad ni
nada por el estilo. En ciencia pura, puede darse por seguro que nunca se
descubre nada importante cuando se busca; en eso consiste la mitad de la
diversión.
El doctor Cavor estaba interesado en producir potencia atómica; lo que
encontró fue la antigravedad. Y pasó bastante tiempo antes de que se diera
cuenta de lo que había descubierto.
Supongo que ocurrió de la siguiente manera: el diseño del reactor era nuevo
y bastante audaz, con más de una posibilidad de que explotara al insertar las
últimas piezas de material fisil. Por eso se acabó de montar por control remoto,
en uno de los numerosos desiertos de Australia, y las últimas operaciones se
observaron por televisión. No se produjo ninguna explosión; y en caso de
haberse producido, habría originado un zafarrancho radiactivo muy
desagradable, además de desperdiciar mucho dinero, pero no habría causado
daño a nada salvo a la reputación de los fabricantes. Ocurrió algo mucho más
complicado, y mucho más difícil de explicar.
Cuando la última pieza de uranio enriquecido quedó insertada y se tiró de las
barras de regulación, y el reactor llegó al punto de criticidad, todo se paró. Los
contadores de la sala de control remoto, a dos millas de distancia del reactor,
bajaron a cero. La pantalla de televisión quedó en blanco. Cavor y sus colegas
esperaron a que sonara la detonación, pero no se produjo. Se miraron unos a
otros haciendo mil conjeturas y, sin cruzar una palabra, salieron de la cámara
de control subterránea.
El edificio que albergaba el reactor no había sufrido ningún percance; allí
seguía, en el desierto, un cubo de ladrillo normal y corriente, conteniendo un
millón de libras en material fisil y varios años de diseño y desarrollo minuciosos.
Cavor no perdió el tiempo. Cogió el todo terreno, puso en funcionamiento un
contador Geiger portátil y fue inmediatamente a ver qué había ocurrido.
Recobró el conocimiento un par de horas más tarde en el hospital. No le
había pasado nada, excepto un fuerte dolor de cabeza, que no era nada en
comparación con los que su experimento le iba a procurar durante los próximos
días. Parece ser que cuando llegó a una distancia de veinte pies del reactor, el
coche había chocado con algo, produciendo un gran estrépito. Cavor quedó
atrapado por el volante y consiguió una hermosa colección de moretones; lo
curioso es que el contador Geiger no sufrió ningún desperfecto y continuó su
cloqueo tranquilamente, sin detectar más que el fondo normal de rayos
cósmicos.
A simple vista, podría parecer un accidente común y corriente,
probablemente causado por el encuentro del coche con un bache. Pero, por
fortuna para él, Cavor no conducía muy deprisa, y, además, no se encontró
ningún bache en el lugar del accidente. El coche había chocado contra algo
increíble. Se trataba de una pared invisible, el borde inferior de una cúpula
semiesférica que rodeaba por completo al reactor.
Lanzaron piedras contra ella y caían al suelo resbalando por la superficie de
la cúpula, que se extendía subterráneamente hasta donde pudieron excavar.
Parecía que el reactor era el centro exacto de un caparazón esférico totalmente
impenetrable.
Al llegarle estas maravillosas noticias, Cavor no esperó ni un minuto para
saltar de la cama, ahuyentando a las enfermeras en todas direcciones. No
tenía ni idea de lo que había pasado, pero le parecía mucho más emocionante
que la vulgar pieza de ingeniería nuclear con que se había iniciado el asunto.
Os estaréis preguntando qué demonios tiene que ver una esfera de fuerza —
como la llamaríais vosotros, los escritores de ciencia-ficción— con la
antigravedad. Me saltaré varios días para daros la respuesta que Cavor y su
equipo descubrieron tras mucho esfuerzo y muchos galones de la potente
cerveza australiana.
Al activar el reactor se produjo un campo antigravitatorio, por lo que todos los
objetos en un radio de veinte pies se hicieron ingrávidos, y, de alguna forma
misteriosa, el uranio había suministrado la enorme cantidad de energía
requerida. Los cálculos demostraron que la cantidad de energía contenida en el
reactor era suficiente para hacerlo posible. Seguramente la esfera de fuerza
habría sido mayor si la fuente de potencia hubiera dispuesto de más ergios.
Veo que alguien está esperando para hacer una pregunta, así que me
anticiparé. ¿Por qué no flotaba en el espacio la esfera ingrávida de aire y
tierra? Bueno, la tierra se mantenía unida debido a su propia cohesión, por lo
que no había razón alguna para que quedase a la deriva. El aire se veía
obligado a permanecer en la zona de gravedad cero por una razón
sorprendente y sutil, que nos lleva al punto esencial de este asunto.
Será mejor que os abrochéis los cinturones para oír lo que sigue, porque nos
adentramos en una zona de baches. Quienes sepan algo sobre la teoría de la
potencialidad no encontrarán ningún problema, y haré lo que pueda para
facilitar las cosas al resto.
Los que hablan con facilidad sobre la antigravedad, no se paran a menudo a
considerar sus implicaciones, así que recordemos algunos principios
elementales. Como ya he dicho, el peso supone energía en grandes
cantidades. Esto es debido enteramente al campo de gravedad de la tierra.
Cuando se libera a un objeto de su peso, equivale a alejarlo de la gravedad
terrestre. Cualquier ingeniero aeronáutico podría deciros cuánta energía se
requiere para eso.
Harry se volvió hacia mí y dijo:
—Me gustaría utilizar una analogía que leí en uno de tus libros, Arthur,
porque aclararía lo que estoy tratando de explicar; es la que compara la lucha
contra la gravedad terrestre con el intento de salir de un abismo.
—Adelante —dije—. Al fin y al cabo, yo lo tomé del doctor Richardson.
—¡Ah! —replicó Harry—. Ya decía yo que era demasiado buena para ser
original. En fin, sigamos. Con esta idea tan simple, lo entenderéis. Para alejar
un cuerpo de la tierra se requiere tanto trabajo como para levantarlo cuatro mil
millas contra la barrera de la gravedad normal. Lo que había dentro de la zona
de fuerza creada por Cavor permanecía en la superficie de la tierra, pero era
ingrávido. Por tanto, desde el punto de vista de la energía, se encontraba fuera
del campo de gravedad terrestre. Era tan inaccesible como si estuviese en la
cima de una montaña de cuatro mil millas de altura.
Cavor podía observar la zona de antigravedad desde un punto a varias
pulgadas de distancia, pero para cruzar esas pocas pulgadas, necesitaría
realizar un trabajo equivalente a escalar el Everest setecientas veces. No
puede sorprendernos que el coche se detuviera con tanta rapidez. No lo había
parado ningún objeto material, pero desde el punto de vista de la dinámica,
puede decirse que había chocado contra un acantilado de cuatro mil millas de
altura...
Esas miradas inexpresivas que veo a mi alrededor no se deben enteramente
a que sea tan tarde. No importa, si no lo entendéis, confiad en mi palabra. No
influirá en la comprensión de lo que sigue o, al menos, eso espero.
Cavor comprendió en seguida que había hecho uno de los descubrimientos
más importantes del siglo, aunque tardó un poco en calcular exactamente lo
que había ocurrido. La pista final para comprender la naturaleza antigravitatoria
del campo se la dio el disparo de una bala de rifle, cuya trayectoria observaron
a cámara lenta. Ingenioso, ¿no os parece?
El siguiente problema consistía en hacer experimentos con el generador del
campo para descubrir lo que había ocurrido cuando el reactor empezó a
funcionar. Y se trataba de un gran problema. El reactor estaba allí, a plena
vista, a una distancia de veinte pies, pero para alcanzarlo necesitarían un poco
más de energía que para llegar a la luna...
Cavor no se desanimó por esto ni por la inexplicable incapacidad del reactor
para responder a ninguno de los controles remotos. Según su teoría, y
utilizando unos términos un tanto confusos, el reactor había consumido toda la
energía y, una vez establecido el campo antigravitatorio, se necesitaría poca o
ninguna potencia para mantenerlo. Esta era una de las múltiples cuestiones
que sólo podrían resolverse mediante el examen sobre el terreno. Por las
buenas o por las malas, el doctor Cavor tendría que trasladarse allí.
La idea inicial consistía en utilizar una carreta eléctrica, cuyo suministro de
potencia se realizaría a través de unos cables que arrastraría tras de sí a
medida que se adentrara en el campo. Un generador de cien caballos,
funcionando ininterrumpidamente, durante diecisiete horas podría suministrar la
energía suficiente para trasladar a un hombre de peso normal a través de los
veinte pies del peligroso trayecto. Una velocidad de poco más de un pie por
hora no es como para enorgullecerse, pero hay que tener en cuenta que un pie
en el campo antigravitatorio equivalía a un ascenso vertical de doscientas
millas.
La teoría era sólida, pero la carreta eléctrica no funcionó en la práctica. No
tuvo tiempo siquiera de avanzar media pulgada por el campo, porque
inmediatamente derrapó. La razón es evidente. Poseían la potencia, pero no la
tracción. Ningún vehículo con ruedas puede escalar una pendiente de
doscientas millas por pie.
Este pequeño retroceso no desanimó al doctor Cavor. En seguida
comprendió que la solución estaba en producir la tracción en un punto situado
fuera del campo. Para levantar un peso en vertical no se utiliza una carreta,
sino un gato mecánico o hidráulico.
El resultado fue uno de los vehículos más extraños que jamás se hayan
construido. En el extremo de una viga horizontal de veinte pies de largo
colocaron una jaula, pequeña pero cómoda, provista de alimentos suficientes
para varios días. Unas ruedas neumáticas la levantaban del suelo y esperaban
que la jaula pudiera llegar hasta el centro del campo mediante el impulso de
una máquina situada fuera de su radio de influencia. Tras mucho pensarlo,
decidieron que la mejor máquina motriz sería una apisonadora corriente, e
hicieron una prueba con unos conejos a los que colocaron en el compartimento
de pasajeros. Fue una coincidencia bastante curiosa, y la causa de que los
autores del experimento se debatieran entre dos extremos: como científicos,
les hubiera gustado que los animales volvieran vivos, mientras que, como
australianos, no se hubieran sentido menos contentos si volvieran muertos.
Pero quizá esté exagerando... Aunque ya sabéis la inquina que los australianos
tienen a los conejos.
La niveladora avanzaba lentamente hora tras hora, levantando el peso de la
viga y su insignificante carga por la enorme pendiente. Era una escena
extraordinaria: todo ese gasto de energía para transportar a dos conejos veinte
pies a través de un plano totalmente horizontal. Observaron a los protagonistas
del experimento durante toda la operación; parecían muy contentos e
inconscientes de su papel histórico.
El compartimento de pasajeros llegó al centro del campo, permaneció allí
durante una hora y después la viga retrocedió lentamente. Los conejos estaban
vivos, con buena salud, y nadie se sorprendió de que volvieran seis en lugar de
dos.
Naturalmente, el doctor Cavor insistió en ser el primer hombre que se
aventurase en un campo de gravedad cero. Llenó el compartimento de
balanzas de torsión, detectores de radiación y periscopios, con objeto de
examinar el reactor. Dio la señal, la apisonadora comenzó su avance y así se
inició el extraño viaje.
Había comunicación telefónica entre el compartimento de pasajeros y el
mundo exterior. Las ondas de sonido ordinario no podían atravesar la barrera,
por razones un tanto oscuras, pero tanto la radio como el teléfono funcionaban
sin dificultad. Cavor iba informando de todo mientras avanzaba hacia el campo,
describiendo sus reacciones y proporcionando la lectura de los instrumentos a
sus colegas.
Lo primero que le ocurrió fue realmente perturbador, a pesar de que ya lo
había previsto. Al recorrer las primera pulgadas, mientras traspasaba el borde
del campo, la dirección de la vertical pareció oscilar. El término «arriba» ya no
se refería al cielo, sino a la caseta del reactor. Cavor se sentía como si le
estuvieran empujando por la pared de un acantilado vertical, con el reactor a
veinte pies sobre su cabeza. Por primera vez, sus ojos y sus sentidos humanos
le mostraban lo mismo que sus conocimientos científicos. Podía ver cómo el
centro del campo se encontraba, en términos de gravedad, más alto que el
lugar del que había partido. La imaginación no es capaz de representarse toda
la energía que se necesitaba para escalar aquellos veinte pies de aspecto tan
inocente, ni los cientos de galones de combustible que habían de quemarse
para llevarle hasta allí
No encontró nada interesante que comunicar durante el resto del viaje, y al
fin, veinte horas después de haber empezado, Cavor llegó a su destino.
La pared de la caseta del reactor apareció ante sus ojos, pero él tuvo la
impresión de encontrarse, no frente a una pared, sino frente a un suelo sin
soportes, que sobresalía en ángulo recto del acantilado que acababa de
escalar. La entrada se encontraba justo sobre su cabeza, como una escotilla
hasta la cual tendría que trepar. No suponía ningún problema, porque el doctor
Cavor era joven y fuerte, y estaba muy impaciente 'por descubrir cómo había
creado aquel milagro.
Quizá demasiado impaciente, porque cuando trataba de abrirse camino hacia
la puerta, se escurrió y cayó de la plataforma que le había conducido hasta allí.
Esa fue la última vez que le vieron, pero no la última vez que le oyeron. ¡Ni
mucho menos! Hizo un ruido terrible...
Entenderéis por qué al considerar la situación en que el infortunado científico
se encontraba. Se habían utilizado cientos de kilowatios-hora para impulsarle,
una cantidad suficiente como para hacerle llegar a la luna e incluso más lejos.
Se había necesitado todo ese trabajo para llevarle al punto de potencial
gravitatorio cero. En cuanto perdió los medios de soporte, esa energía empezó
a reaparecer. Volviendo a la anterior analogía, tan pintoresca, el pobre doctor
había resbalado desde el borde de la montaña de cuatro mil millas de altura a
la que había ascendido.
Había desandado los veinte pies que había tardado casi un día completo en
recorrer. ¡Qué caída, amigos! El equivalente exacto, en términos de energía, a
una caída libre desde la más lejana estrella hasta la superficie de la tierra. Y
todos sabéis la velocidad que un objeto adquiere en una caída semejante. Es la
misma que se requiere para llegar hasta allí, la famosa velocidad de fuga. Siete
millas por segundo, o veinticinco mil millas por hora.
Esa era la velocidad del doctor Cavor cuando volvió al punto de partida. O,
para ser más preciso, ésa es la velocidad que trataba de alcanzar
involuntariamente. En cuanto sobrepasó Mach 1 ó 2, la resistencia del aire
empezó a presentar problemas. La pira funeraria del doctor Cavor fue el mejor
y, sin duda, el único alarde meteórico que haya tenido lugar enteramente al
nivel del mar...
Siento que esta narración no tenga un final feliz. De hecho, no tiene final,
porque esa esfera de potencial gravitatorio cero permanece aún en el desierto
australiano, sin hacer otra cosa más que provocar frustración tras frustración en
círculos científicos y oficiales. No sé cómo esperan las autoridades mantenerlo
en secreto por más tiempo. A veces pienso en el hecho curioso de que la
montaña más alta del mundo se encuentre en Australia, y que, a pesar de tener
una altura de cuatro mil millas, los aviones la sobrevuelan sin siquiera saber
que está allí.
No les sorprenderá que Harry Purvis terminara su narración en este punto; ni
él mismo podría alargarla, y nadie quería que lo hiciese. Todos, incluso los
críticos más recalcitrantes, le mirábamos con admiración y respeto. Después
he encontrado seis falacias de importancia capital en su descripción del destino
frankensteiniano del doctor Cavor, pero entonces no se me ocurrieron. (Y no
me propongo revelarlas ahora. Las dejaré, como en los libros de matemáticas,
como un ejercicio para el lector.) Lo que ganó nuestra gratitud eterna es el
hecho de que, aun a costa de un ligero sacrificio de la verdad, había
conseguido evitar que los Platillos Volantes invadieran «El Ciervo Blanco».
Ya era casi hora de cerrar, demasiado tarde para que el intruso iniciara un
contraataque.
Es por eso que la continuación de la historia me parece un tanto injusta. Un
mes más tarde, alguien trajo una publicación muy extraña a una de nuestras
reuniones. La impresión y confección eran realmente buenas, hechas con
habilidad profesional; pero era triste ver a qué fines servían. Se llamaba
«Revelaciones sobre Platillos Volantes», y en la primera página daban cuenta
detallada y completa de la historia que Purvis nos había contado. La habían
publicado tal cual, y lo que es peor, al menos desde el punto de vista del pobre
Harry, se citaba su nombre.
Desde entonces ha recibido 4.375 cartas sobre el asunto, la mayoría
procedentes de California. En veinticuatro le acusaban de mentiroso; en 4.205
le creían a pies juntillas. (No pudo descifrar el resto, y su contenido es aún
objeto de especulación.)
Me temo que nunca llegó a recobrarse, y a veces pienso que va a emplear el
resto de su vida en tratar de impedir que la gente se crea la única historia que
nunca esperó que tomaran en serio.
Podría deducirse una moraleja de todo esto. Pero les juro que yo no soy
capaz de encontrarla.
EL BELLO DURMIENTE
Se había iniciado una de esas discusiones poco entusiastas, tan corrientes
en «El Ciervo Blanco» cuando a nadie se le ocurre nada mejor que hacer.
Tratábamos de recordar los nombres más extraordinarios con los que nos
habíamos topado, y yo acababa de mencionar «Obediah Polkinghorn» cuando
—¡cómo no!— Harry Purvis apareció en escena.
—Es muy fácil buscar nombres extraños —dijo, regañándonos por nuestra
frivolidad—, pero, ¿os habéis parado a considerar un punto mucho más
importante: el efecto de semejantes nombres en sus propietarios? A veces, una
cosa así puede cambiar la vida de un hombre, y eso es lo que le ocurrió al
joven Sigmund Snoring. {Snoring significa ‘ronquido’ o ‘estar roncando’. (N. de
la T.)}.
—¡Oh, no! —gimió Charles Willis, uno de los más implacables críticos de
Harry—. ¡No lo puedo creer!
—¿Piensas que sería capaz de inventar un nombre como ese? —contestó
Harry indignado—. De hecho, el apellido de la familia de Sigmund era judío,
procedente de Europa Central; empezaba con SCH y durante algún tiempo
continuó utilizándolo. Snoring no era más que una adaptación al inglés. Pero,
dejémonos de rodeos; me gustaría que no me hicierais perder tiempo en
semejantes detalles.
Charlie, que es el escritor más prometedor que conozco (lleva siendo una
promesa desde hace más de veinticinco años), comenzó a emitir vagos
sonidos de protesta, pero alguien con espíritu colectivo le entretuvo con un
vaso de cerveza.
—Sigmund —prosiguió Harry— llevó su carga con dignidad hasta la edad
adulta. Sin embargo, no cabe duda de que su nombre le obsesionaba, y
finalmente le produjo lo que podríamos llamar un efecto psicosomático. Si
Sigmund hubiera tenido otros padres, estoy seguro de que no habría llegado a
ser un roncador incesante y estruendoso en la vida cotidiana tanto como en el
nombre.
Pero hay peores tragedias en la vida. La familia de Sigmund disponía de una
respetable cantidad de dinero, por lo que no les resultó gravoso insonorizar un
dormitorio para proteger a los criados contra las noches en vela. Como es
corriente, Sigmund no era consciente de sus sinfonías nocturnas, y nunca llegó
a entender el por qué de tanta protesta.
Sólo al casarse tomó su desgracia —si así se le puede llamar, puesto que
sólo afectaba a otras personas— con toda la seriedad que el caso requería. No
tiene nada de particular que una recién casada vuelva de su luna de miel un
tanto aturdida, pero la pobre Rachel Snoring había pasado por una experiencia
demoledora y única.
Tenía los ojos enrojecidos por falta de sueño, y todos sus esfuerzos por
conseguir la comprensión de sus amigos acababan en carcajadas... No es
sorprendente, por tanto, que diera a Sigmund un ultimátum: a no ser que
pusiera algún remedio para evitar roncar, el matrimonio se desharía.
Este era un asunto muy serio para Sigmund y su familia. Eran bastante
acomodados, pero no poseían una gran fortuna —a diferencia del tío-abuelo
Reuben, que había muerto el año anterior dejando un testamento un tanto
complicado. Le había tomado cariño a Sigmund, y le había dejado una suma de
dinero considerable, que recibiría al cumplir los treinta años.
Desgraciadamente, el tío-abuelo era muy anticuado y remilgado, y no confiaba
en las generaciones modernas. Una de las condiciones del legado consistía en
que Sigmund no podría divorciarse o separarse antes de la fecha señalada. Si
las condiciones no se cumplían, el dinero se emplearía en la construcción de
un orfanato en Tel-Aviv.
Era una situación difícil, y no puedo imaginarme cómo se habría resuelto si
alguien no le hubiera sugerido a Sigmund que fuera a ver a tío Hymie. A
Sigmund no le hacía ninguna gracia, pero los problemas desesperados
necesitan soluciones igualmente desesperadas, y decidió ir.
Debo decir que el tío Hymie era un profesor muy conocido de fisiología, y
miembro de la Royal Society, con todo un montón de documentos que lo
acreditaban. En aquella temporada andaba mal de dinero, debido a una riña
con los administradores de la universidad, que le habían obligado a suspender
el trabajo de investigación en sus proyectos favoritos. Para aumentar su
irritación, acababan de conceder medio millón de libras al Departamento de
Física para un nuevo sincrotónomo, así que no estaba precisamente de buen
humor cuando su infeliz sobrino fue a verle.
Tratando de ignorar el olor penetrante a desinfectante y a ganado, Sigmund
siguió al ayudante del laboratorio a través de pilas de aparatos
incomprensibles, y pasó junto a jaulas de ratones y cobayas, apartando los ojos
de los diagramas de colores repugnantes que ocupaban gran parte de las
paredes. Encontró a su tío sentado en un banco, bebiendo té de un termo y
mordisqueando emparedados con aire ausente.
«Sírvete», le dijo sin amabilidad, «Hámster asado; delicioso. Uno del lote que
utilizamos para las pruebas del cáncer. ¿Qué te ocurre?»
Pretextando falta de apetito, Sigmund contó a su distinguido tío su historia de
infortunio. El profesor le escuchó sin demasiada compasión.
«No sé para qué te casaste», dijo al fin. «Total pérdida de tiempo.» Todos
sabían que el tío Hymie mantenía un punto de vista muy particular sobre estas
cuestiones. Había tenido cinco hijos, pero no se había casado.
«Sin embargo, es posible que podamos hacer algo al respecto. ¿Cuánto
dinero tienes?»
«¿Por qué?», preguntó Sigmund un tanto desconcertado. El profesor movió
los brazos en un gesto que abarcaba todo el laboratorio.
«Mantener ésto cuesta mucho dinero», dijo.
«Pero yo creía que la universidad...»
«Sí, claro; pero los trabajos especiales tienen que hacerse bajo cuerda. No
puedo utilizar fondos de la universidad.»
«Bueno, ¿cuánto necesitarías para empezar?»
El tío Hymie mencionó una suma mucho menor de lo que Sigmund temía,
pero su satisfacción no duró mucho. En seguida descubrió que el científico
estaba al corriente del testamento del tío-abuelo Reuben; Sigmund debería
firmar un contrato comprometiéndose a hacerle partícipe de la herencia
cuando, al cabo de cinco años, recibiera el dinero. El primer pago era
simplemente un adelanto.
«Aun así, no puedo prometerte nada, pero veremos lo que se puede hacer»,
dijo el tío Hymie, al tiempo que examinaba cuidadosamente el cheque. «Ven a
verme dentro de un mes.»
Eso fue todo lo que Sigmund pudo sacarle, porque en ese momento la
atención del profesor se vio atraída por una estudiante de investigación muy
decorativa, con un suéter tan apretado que parecía una segunda piel.
Empezaron a discutir los asuntos domésticos de las ratas del laboratorio en
tales términos que Sigmund, que se avergonzaba con facilidad, tuvo que iniciar
una rápida retirada.
Personalmente, no creo que el tío Hymie hubiera aceptado el dinero de
Sigmund a no ser que estuviera totalmente seguro de poder prestarle los
servicios requeridos. Cuando la universidad le retiró los fondos, debía de estar
a punto de finalizar su trabajo, porque es imposible que hubiera fabricado en
sólo cuatro semanas un producto tan complicado como el que inyectó en el
brazo de su esperanzado sobrino un mes después de recibir el dinero. A
Sigmund no le sorprendió demasiado volver a ver a la estudiante en la casa de
su tío.
«¿Qué efecto tendrá ésto?», preguntó.
«Hará que dejes de roncar... espero», contestó el tío Hymie. «Mira, ahí tienes
una butaca muy cómoda, y un montón de revistas. Irma y yo nos turnaremos
para cuidarte en caso de que se produjera alguna reacción secundaria.»
«¿Reacción secundaria?», exclamó Sigmund con nerviosismo, mientras se
frotaba el brazo.
«No te preocupes; quédate tranquilo. Dentro de un par de horas sabremos si
funciona.»
Sigmund esperó a que le llegara el sueño, mientras los dos científicos
trajinaban a su alrededor (por no hablar del trajín entre ellos dos),
comprobando la presión de la sangre, el pulso, la temperatura. Sigmund se
sentía como un inválido crónico. Al llegar la medianoche todavía no tenía
sueño, pero el profesor y su ayudante se caían de cansancio. Sigmund se dio
cuenta de que habían estado trabajando varias horas por él, y se sintió
enternecido durante un segundo o dos.
La medianoche llegó y pasó. Irma ya no se tenia de pie y el profesor la llevó
hasta el sillón dejándola caer sin demasiada delicadeza.
«¿Seguro que no estás cansado todavía ?», preguntó bostezando a
Sigmund.
«Ni pizca. Es muy extraño; a estas horas suelo estar profundamente
dormido.»
«¿Te sientes bien?»
«Mejor que nunca.»
El profesor bostezó ampliamente otra vez. Murmuró algo así como: «Debería
haber tomado un poco yo también», y se desplomó en una butaca.
«Danos una voz», dijo adormilado, «si sientes algo anormal. No tiene sentido
que nos quedemos levantados más tiempo.» Un momento después Sigmund,
todavía un tanto confuso, era la única persona consciente en la habitación.
Leyó una docena de ejemplares de Punch, todos con una etiqueta que decía:
«No debe llevarse fuera de la sala común», hasta las 2 de la madrugada. A las
4 había acabado con todos los números del Saturday Evening Post. Se distrajo
con un montoncito de New Yorkers hasta las 5, y a esta hora tuvo un golpe de
suerte. Una dieta exclusiva de caviar pronto se hace monótona, y a Sigmund le
encantó descubrir un volumen, un tanto fláccido y muy manoseado, titulado «La
rubia complaciente». Esto le absorbió completamente hasta el amanecer,
momento en que el tío Hymie se desperezó convulsivamente, saltó de la
butaca, despertó a Irma con una palmada bien dirigida, y volcó toda su
atención sobre Sigmund.
«Bueno, hijo mío», dijo en un tono tan animado que inmediatamente despertó
las sospechas de Sigmund, «ésto es lo que querías. Has pasado la noche sin
roncar, ¿no es así?»
«No he roncado», admitió, «pero tampoco he dormido.» «¿Pero estás
completamente despierto?» «Sí... no entiendo absolutamente nada.» El tío
Hymie e Irma se miraron con aire triunfal. «Vas a hacer historia, Sigmund», dijo
el profesor. «Eres el primer hombre que puede sobrevivir sin necesidad de
dormir.» De esta forma le comunicaron la noticia al cobaya humano, atónito
pero todavía no indignado.
—Me imagino —prosiguió Harry Purvis—, que a muchos de vosotros os
gustaría conocer los detalles del descubrimiento del tío Hymie. Pero yo no los
conozco y si los supiera, serían demasiado técnicos para contarlos aquí.
Simplemente añadiré, ya que veo algunas expresiones que un hombre menos
confiado que yo calificaría de escépticas, que no existe nada verdaderamente
extraordinario en este asunto. La necesidad de dormir es un factor muy
variable. Por ejemplo, Edison no necesitó más que dos o tres horas de sueño a
lo largo de toda su vida. Es cierto que los seres humanos no pueden pasarse
sin dormir indefinidamente, pero algunos animales sí, por lo que podemos
concluir que no constituye un elemento fundamental del metabolismo.
—¿Qué animales son ésos ? —preguntó alguien, no tanto por escepticismo
como por curiosidad.
—Este... ¡ah, ya!... los peces que viven a gran profundidad, más allá de la
plataforma continental. Si durmieran, serían atacados por otros peces o
perderían el equilibrio y caerían al fondo. No les queda más remedio que
mantenerse despiertos toda la vida.
(Dicho sea de paso, aún estoy tratando de averiguar si esta afirmación de
Harry es cierta. Nunca le he cazado en un error en cuanto se refiere a datos
científicos, aunque un par de veces haya tenido que concederle el beneficio de
la duda. Pero volvamos al tío Hymie.)
—Sigmund tardó un poco —prosiguió Harry— en tomar conciencia de su
situación. Los comentarios entusiastas de su tío, glorificando las maravillosas
posibilidades a su alcance por haberse liberado de la tiranía del sueño, le
impedían concentrarse en el auténtico problema. Pero, por fin, fue capaz de
formular la pregunta que le había estado preocupando: «¿Cuánto tiempo
durará esta situación?»
El profesor e Irma se miraron. Entonces el tío Hymie tosió nerviosamente y
replicó: «No estamos seguros todavía. Tendremos que averiguarlo. Es muy
probable que el efecto sea permanente».
«¿Quieres decir que no podré dormir jamás?».
«No es que "no podrás", sino que "no querrás". De todas formas podría
ingeniármelas para invertir el proceso, si es que estás tan ansioso. Pero
costaría mucho dinero.»
Sigmund salió precipitadamente, con la promesa de mantenerse en contacto
e informarle de sus progresos diarios. Estaba aún muy confundido, pero pensó
que lo más importante era encontrar a su mujer y convencerla de que no
volvería a roncar.
Ella estaba más que dispuesta a creerle, y tuvieron un encuentro
emocionante. Pero en la madrugada del siguiente día, se aburrió terriblemente,
tumbado en la cama sin nadie con quién hablar, y Sigmund salió de puntillas de
la habitación en la que dormía su mujer. Su situación empezó a aparecer
claramente ante él; ¿qué demonios podía hacer con esas ocho horas más de
vigilia que le habían concedido como un regalo no deseado?
Se podría pensar que Sigmund tenía una maravillosa oportunidad —o al
menos una oportunidad sin precedentes— para llevar una vida más
satisfactoria; podría adquirir el conocimiento y cultura que a todos nos gustaría
poseer, si tuviéramos tiempo. Podría leer todos los clásicos que son
simplemente nombres para la mayoría de la gente, podría estudiar arte, música
o filosofía, llenar su mente con los mejores tesoros del intelecto humano.
Probablemente, muchos de vosotros le envidiaríais.
Pero no sucedió así. Es un hecho comprobado que incluso las mentes más
poderosas necesitan descanso, y no son capaces de dedicarse a asuntos
serios por tiempo indefinido. Es cierto que Sigmund no necesitaba dormir, pero
necesitaba algún tipo de entretenimiento durante las largas y vacías horas de
oscuridad.
Pronto descubrió que la civilización no estaba pensada para cubrir las
necesidades de un hombre sin sueño. Si al menos viviera en París o Nueva
York, pero en Londres prácticamente todo se cierra a las once de la noche;
sólo unas cuantas cafeterías permanecen abiertas hasta la medianoche, y a la
una... bueno, mientras menos se diga sobre los establecimientos que aún
funcionan a esas horas, mejor.
Al principio, cuando todavía hacía buen tiempo, mataba las horas dando
largos paseos, pero tras varios tropiezos con policías demasiado inquisitivos y
escépticos, se dio por vencido. Cogió el coche y condujo por todo Londres de
madrugada, y descubrió lugares extraños, cuya existencia ni siquiera había
sospechado. Pronto conoció de vista a muchos vigilantes nocturnos, porteros
de Covent Garden y lecheros, así como a periodistas de la calle Fleet e
impresores que realizaban su trabajo mientras el resto del mundo dormía. Pero
como Sigmund no pertenecía al tipo de persona que se interesa por sus
semejantes, la diversión desapareció pronto y se encontró de nuevo con sus
limitados recursos.
Su mujer, como era de esperar, no estaba contenta con sus vagabundeos
nocturnos. Le había contado toda la historia, y aunque a ella le resultó difícil de
creer, se vio forzada a aceptar la evidencia. Sin embargo, prefería tener un
marido que roncara pero que se quedara en casa, a uno que salía de puntillas
a medianoche y que no siempre llegaba a tiempo para el desayuno.
Sigmund estaba muy dolorido. Había gastado o prometido mucho dinero (así
se lo recordaba constantemente a Rachel) y corrido un considerable riesgo
para curarse de su enfermedad, ¿y acaso se mostraba ella agradecida? No;
simplemente exigía una cuenta detallada de sus actividades durante el tiempo
que debería de haber estado durmiendo. Era injusto, y mostraba una falta de
confianza descorazonadora.
El círculo de los que participaban en el secreto se amplió lentamente, aunque
los Snoring (que formaban un clan muy unido) se las arreglaron para que todo
quedara en la familia. El tío Lorenz, en el negocio de diamantes, sugirió a
Sigmund que tomara un segundo empleo, porque era una lástima desperdiciar
todo ese tiempo laboral sobrante. Compuso una lista de ocupaciones que sólo
requerían un hombre, en las que podría trabajar igualmente por el día o por la
noche, pero Sigmund le dio las gracias amablemente, diciéndole que no veía
razón alguna para pagar impuestos por partida doble.
Al cabo de seis semanas de días de veinticuatro horas, Sigmund estaba
harto. Se sentía incapaz de leer un libro más, de ir a ningún local nocturno o de
escuchar un disco. Su don maravilloso, por el que muchos estúpidos habrían
dado una fortuna, se había convertido en una carga intolerable. No quedaba
otro remedio que volver a ver al tío Hymie.
El profesor le había estado esperando, y por supuesto, no le amenazó con
medidas legales, ni apeló a la solidaridad de los Snoring, ni hizo comentario
alguno sobre un posible rompimiento de contrato.
«De acuerdo, de acuerdo», refunfuñó el científico. «Es como echar
margaritas a los cerdos. Ya sabía yo que vendrías a buscar el antídoto tarde o
temprano y, como soy un hombre generoso, sólo te costará cincuenta guineas.
Pero no me eches la culpa si roncas más que nunca.»
«Prefiero arriesgarme», contestó Sigmund. Al fin y al cabo, Rachel y él ya
tenían habitaciones separadas.
Apartó la mirada mientras la asistente del profesor (que ya no era Irma, sino
una morena angulosa) llenaba una jeringuilla hipodérmica terrorífica con la
última pócima que el tío Hymie había fabricado. Antes de que le inyectara la
mitad, ya estaba dormido.
Por una vez, el tío Hymie parecía desconcertado. «No esperaba que actuase
tan rápidamente», dijo. «Bueno, vamos a llevarle a la cama; no podemos
dejarle tirado en el laboratorio.»
A la mañana siguiente, Sigmund estaba aún profundamente dormido, y no
reaccionaba ante ningún estímulo. La respiración se hizo imperceptible; parecía
estar sumido en un trance, más que en un sueño normal, y el profesor
comenzó a alarmarse.
Su preocupación no duró mucho tiempo. Horas más tarde, un cobayo
enfadado le mordió en un dedo, y el envenenamiento se produjo tan
rápidamente que el editor de Nature tuvo el tiempo justo para insertar la noticia
necrológica antes de que el ejemplar se imprimiera.
Sigmund dormía en medio de tanta excitación, y aún seguía felizmente
inconsciente cuando su familia volvió del crematorio de Golders Green y se
reunió en consejo de familia. De mortuis nil nisi bonum, pero era evidente que
el profesor Hymie había cometido otro error desafortunado, que nadie sabía
cómo reparar.
El primo Meyer, dueño de un almacén de muebles de la calle Mile End, se
ofreció a responsabilizarse de Sigmund a cambio de utilizarlo en el escaparate
de su tienda para exhibir el lujo y la comodidad de sus camas. Pero todos
pensaron que sería indigno, y la familia se opuso a la propuesta.
Les sugirió, sin embargo, ciertas ideas. Ya estaban empezando a cansarse
de Sigmund, con tanto pasarse de un extremo a otro. Así que, ¿por qué no
coger la vía fácil y, como un listillo apuntó, dejar descansar al Sigmund
durmiente?
Consultar a otro especialista no solucionaría nada. Sólo traería gastos e
incluso sería muy capaz de empeorar las cosas (aunque nadie sabía cómo). No
costaba nada mantener a Sigmund, ya que sólo necesitaba una discreta
asistencia médica, y mientras permaneciera dormido, no había peligro de que
rompiera los términos del testamento del tío-abuelo Reuben. Cuando
presentaron estas razones a Rachel con delicadeza, inmediatamente
comprendió que no eran descabelladas. La actitud adoptada requería
paciencia, pero la recompensa final merecía la pena.
Cuando más lo pensaba, más le gustaba a Rachel. La idea de convertirse en
una rica semi-viuda le atraía —¡tenía tantas posibilidades interesantes y
nuevas!—. Y, a decir verdad, ya estaba tan harta de Sigmund, que no le
echaría de menos durante los cinco años que le separaban de la herencia.
El tiempo transcurrió, y Sigmund se convirtió en millonario. Pero todavía
dormía profundamente, aunque durante esos cinco años no había emitido ni un
sólo ronquido. Su rostro reflejaba tanta paz, que daba pena despertarlo, y
además, nadie sabía cómo hacerlo. Rachel pensaba que cualquier
entremetimiento podía ser catastrófico, y la familia, tras asegurarse de que
Rachel sólo podía percibir los intereses de la fortuna de Sigmund, pero no el
capital, se mostraba de acuerdo con ella.
Todo esto ocurrió hace varios años. Lo último que supe de Sigmund es que
aún dormía plácidamente, mientras Rachel disfrutaba de lo lindo en la Riviera.
Como habréis comprendido, se trata de una mujer muy astuta, y creo que se da
cuenta de las conveniencias de tener un marido que se conserve joven para la
vejez.
A veces pienso que es una lástima que el tío Hymie nunca tuviera la
oportunidad de revelar al mundo sus notables descubrimientos. Pero el caso de
Sigmund demuestra que nuestra civilización no está aún madura para tales
cambios, y espero no estar presente cuando otro fisiólogo lo intente de nuevo.
Harry miró el reloj.
—¡Dios mío! —exclamó—. No sabía que fuera tan tarde; estoy medio
dormido.
Recogió su portafolios y, disimulando un bostezo, nos sonrió beatíficamente.
—Felices sueños a todos —dijo.
LA DEFENESTRACIÓN DE ERMINTRUDE INCH
Debo cumplir con una obligación, no por pequeña menos penosa. Uno de los
muchos misterios que rodean a Harry Purvis —tan comunicativo en otros
aspectos— concierne a la existencia o inexistencia de una señora Purvis. Es
cierto que no lleva alianza de boda, pero hoy en día este hecho no significa
mucho. Como cualquier dueño de hotel sabe, no llevar anillo supone tan poco
como llevarlo.
En gran parte de sus relatos, Harry había mostrado una evidente hostilidad
hacia lo que un amigo mío polaco, cuyo dominio del inglés no refleja su
caballerosidad, denomina señoras del sexo femenino. Y, por una curiosa
coincidencia, el último relato de Harry nos proporcionó indicios, y finalmente
pruebas definitivas de su situación conyugal.
No recuerdo quién sacó a colación la palabra «defenestración», que, al fin y
al cabo, no es uno de los nombres abstractos usados con mayor frecuencia en
nuestra lengua. Probablemente fue uno de los miembros más jóvenes de la
clientela de «El Ciervo Blanco», con su erudición pasmosa; algunos acaban de
dejar la universidad, y a los más antiguos nos hacen sentirnos novatos e
ignorantes. Pero del dicho pasamos al hecho. ¿Habíamos sido defenestrados
alguna vez o conocíamos a alguien que lo hubiera sido?
—Sí —dijo Harry—. Le ocurrió a una señora muy charlatana que yo conocía.
Se llamaba Ermintrude, y estaba casada con Osbert Inch, ingeniero de sonido
de la B.B.C.
Osbert, por su trabajo, pasaba varias horas del día escuchando a otras
personas, y la mayoría de sus horas libres escuchando a Ermintrude.
Desgraciadamente, no podía desconectarla con un simple botón, de manera
que raramente se le presentaba la oportunidad de meter baza en la
conversación.
Hay algunas mujeres que son totalmente inconscientes de su garrulería, y se
sorprenden cuando alguien las acusa de monopolizar la conversación.
Ermintrude empezaba a hablar nada más levantarse, cambiaba la frecuencia
para que su voz pudiera oírse por encima de las noticias de las ocho, y
continuaba incansable hasta que Osbert, dando gracias al cielo, se dirigía a su
trabajo. Al cabo de dos años, Osbert se encontraba al borde de la crisis
nerviosa, pero una mañana, aprovechando que su mujer se encontraba en
inferioridad de condiciones, debido a una fuerte laringitis, protestó airadamente
contra el monopolio oral de Ermintrude.
Para su asombro, ella se negó en redondo a aceptar la acusación. Parecía
como si el tiempo dejara de correr para Ermintrude cuando ella estaba
hablando, pero se impacientaba cuando era otra persona el centro de atención.
Tan pronto como recobró la voz, le dijo a Osbert que consideraba su acusación
totalmente injusta, y se habría iniciado una terrible discusión, si no fuera porque
con Ermintrude cualquier discusión era simplemente imposible.
Osbert llegó al colmo del enfado y la desesperación. Pero era un hombre
ingenioso, y pensó que de algún modo podría poner en evidencia, de forma
irrefutable, que Ermintrude pronunciaba cien palabras por cada sílaba que él
conseguía emitir. Ya he mencionado que era ingeniero de sonido, y su
habitación contaba con un equipo de alta fidelidad, una grabadora y todos los
aparatos electrónicos propios de su profesión, parte de los cuales habían sido
suministrados, involuntariamente, por la B.B.C.
No le llevó mucho tiempo construir un equipo, que podríamos llamar
«contador selectivo de palabras». Si entendéis de ingeniería acústica, sabréis
que se puede fabricar un aparato así con filtros apropiados y circuitos
separados; y si no lo sabéis, tendréis que confiar en mi palabra. La función del
aparato era muy simple: un micrófono recogía todas las palabras pronunciadas
en el apartamento de los Inch, yendo los tonos más profundos de Osbert en
una dirección, donde un contador marcado con las palabras «De él» los
registraba, y las frecuencias más agudas de Ermintrude en dirección opuesta,
recogidas en otro contador con el rótulo «De ella».
Después de una hora de funcionamiento, el resultado era el siguiente:
De él 23
De ella 2.350
A medida que los números saltaban en los dos contadores, Ermintrude
empezó a tomar precauciones y a guardar silencio más a menudo. Osbert,
borracho con el vino de la victoria y tomando ventaja de su posición, comenzó
a hablar. A la hora en que salió para ir a trabajar, los contadores reflejaban el
cambio de posición en la casa:
De él 1.043
De ella 3.397
Para demostrar quién mandaba ahora, Osbert dejó el aparato enchufado;
siempre se había preguntado si Ermintrude hablaba sola, como producto de un
reflejo puramente automático, incluso cuando no había nadie para escucharla.
Pensando en todo, había tomado la precaución de poner una cerradura en el
contador para que su mujer no pudiera desconectarlo mientras él se
encontraba fuera.
Se sintió un tanto desilusionado cuando al volver a casa aquella noche
comprobó que los números no habían cambiado prácticamente, pero, poco
después, las cifras comenzaron a aumentar de nuevo. Se convirtió en una
especie de juego, aunque terriblemente serio; ambos protagonistas vigilaban la
máquina cada vez que decían una palabra. Ermintrude estaba claramente
desconcertada; de vez en cuando, sin poder evitar su verbosidad,
incrementaba el resultado en varios cientos de palabras, pero inmediatamente
se callaba, con un esfuerzo supremo de autocontrol. Osbert, que aún llevaba
ventaja suficiente como para permitirse el lujo de ser charlatán, se divertía
haciendo comentarios sardónicos, a pesar de que con ello aumentaba sus
puntos.
Aunque en la casa de los Inch se había establecido una cierta igualdad, el
contador de palabras había aumentado la discordia. Ermintrude, que poseía
cierta inteligencia natural, que algunos llamarían astucia, apeló a los buenos
sentimientos de su marido. Señaló que ninguno de los dos podía comportarse
de forma natural mientras cada palabra que pronunciasen fuera controlada y
contada. Osbert, injustamente, le había dejado a ella tomar la delantera, y
ahora se mostraba taciturno, cosa que no habría ocurrido si no se hubiere
fijado en los contadores, constantemente ante su vista. Aunque a Osbert le
pareció descarada semejante acusación, tuvo que admitir que contenía un
elemento de verdad; la prueba sería más justa y definitiva si ninguno de los dos
pudiese ver los resultados parciales, si se olvidaban por completo de la
presencia de la máquina y se comportaban naturalmente o, al menos, tan
naturalmente como cabría esperar en tales circunstancias.
Tras una larga discusión llegaron a un acuerdo. Muy deportivamente, según
su propia opinión, Osbert volvió las agujas a cero y selló los recuadros del
contador para que ninguno de los dos pudiera ver los resultados. Convinieres
que romperían los lacres —en los que antes habían impreso sus huellas
dactilares— al final de la semana, y que se atendrían al resultado. Tras ocultar
el micrófono bajo una mesa, Osbert trasladó todo el equipo del contador a su
laboratorio, y de esta forma, en el cuarto de estar no quedó señal alguna del
sabueso electrónico e implacable que controlaba el destino de los Inch.
A partir de entonces, volvió la normalidad poco a poco. Ermintrude, tan
charlatana como siempre; pero ahora a Osbert no le importaba, porque sabía
que cada una de sus palabras, pacientemente anotadas, serviría como prueba
contra ella. Al final de la semana, su triunfo sería completo. Podía derrochar
unas doscientas palabras al día, convencido de que Ermintrude marcaría el
mismo número en cinco minutos.
Rompieron los lacres con toda ceremonia al final de un día particularmente
locuaz, en el que Ermintrude había repetido palabra por palabra tres
conversaciones telefónicas mortificantemente banales, en las que, al parecer,
había empleado toda la tarde. Osbert se había limitado a sonreír y a contestar
«Sí, querida» cada diez minutos, mientras trataba de imaginar qué excusa
daría su mujer cuando se enfrentase a la cruda realidad.
Imaginaos cómo se sintió cuando quitaron los sellos y apareció el resultado
total:
De él 143.567
De ella 32.590
Osbert miró pasmado las cifras. Algo andaba mal, ¿pero, qué? Decidió que el
aparato había cometido algún error. Era fastidioso, muy fastidioso, porque
sabía perfectamente que Ermintrude nunca le dejaría en paz, incluso si
probaba de forma concluyente que el contador se había vuelto loco.
Aún estaba Ermintrude cantando victoria, cuando Osbert la echó de la
habitación y empezó a desmantelar su errante equipo. En medio de la
operación descubrió algo en la papelera que estaba seguro de no haber puesto
allí. Era un trozo de cinta de grabar, en forma de lazo y de unos dos pies de
largo, y no podía explicarse cómo había ido a parar a semejante sitio, puesto
que no había utilizado la grabadora desde hacía varios días. La recogió e,
inmediatamente, la sospecha se convirtió en certeza.
Miró la grabadora; estaba seguro de que las clavijas no permanecían en la
misma posición en que él las había dejado. Ermintrude era astuta pero también
descuidada. Osbert le había echado en cara a menudo el que nunca fuera
capaz de hacer nada adecuadamente y he aquí la prueba definitiva.
Su estudio estaba repleto de cintas viejas con grabaciones que no había
borrado; no habría sido problema para Ermintrude localizar una, cortar unas
cuantas palabras, unir los extremos, conectar el «playback» y dejar la máquina
en funcionamiento hora tras hora frente al micrófono.
Osbert se enfadó consigo mismo por no haber previsto un truco tan simple; si
la cinta hubiera sido más resistente, habría estrangulado a Ermintrude.
No se sabe si intentó hacerlo. Todo lo que sabemos es que Ermintrude salió
disparada por la ventana del apartamento; claro que pudo ser un accidente,
pero no se lo podemos preguntar a ella, porque los Inch vivían en el cuarto
piso.
Ya sé que la defenestración es, normalmente, deliberada, y el comisario hizo
algunos comentarios agudos sobre el asunto. Pero nadie pudo probar que
Osbert la empujase, y el asunto se olvidó pronto. Al cabo de un año, se casó
con una jovencita encantadora, sordomuda, y forman una de las parejas más
felices que conozco.
Al terminar Harry, se produjo una larga pausa, aunque sería difícil determinar
si por incredulidad o por respeto a la difunta señora Inch. De todos modos,
nadie tuvo tiempo de iniciar un comentario, pues la puerta se abrió de par en
par y entró una rubia impresionante que avanzó en dirección al bar privado de
«El Ciervo Blanco».
Pocas veces se dan en la vida real desenlaces tan perfectos como éste.
Harry Purvis palideció y trató en vano de esconderse entre la multitud.
Inmediatamente se vio envuelto en un mar de insultos.
—¡Así que aquí —escuchamos interesados— es donde das tus clases de
mecánica cuántica los miércoles por la noche! ¡Debería de haberlo
comprobado en la Universidad hace años! Harry Purvis, eres un mentiroso, ¡y
no me importa que todo el mundo lo sepa! Y con respecto a tus amigos —
prosiguió dirigiéndome una mirada fulminante—, hace mucho tiempo que no
veía un montón de borrachos tan asquerosos.
—¡Eh, un momento! —protestó Drew al otro lado del mostrador, pero ella le
hizo callar con una mirada y se volvió al pobre Harry de nuevo.
—Venga —dijo—, ahora mismo te vienes a casa. Y no pienses en terminar tu
cerveza. Estoy segura de que ya has bebido más que suficiente.
Obedientemente, Harry Purvis recogió su maletín. —Ya voy, Ermintrude —
dijo dócilmente.
No les aburriré con la discusión larga, y aún no resuelta, sobre si la Sra.
Purvis se llamaba Ermintrude o si Harry, en su azaramiento, la llamó así. Todos
tenemos nuestras propias teorías sobre el caso, como sobre todo lo
concerniente a Harry. Lo único que importa es el hecho, triste e indiscutible, de
que no hemos vuelto a verle desde aquella noche.
Posiblemente no sabe dónde nos reunimos ahora, porque unos meses más
tarde «El Ciervo Blanco» cambió de dueño, y todos seguimos a Drew a su
nuevo establecimiento. Las reuniones semanales tienen lugar en «La Esfera»,
y durante mucho tiempo, todos levantábamos la cabeza cada vez que se abría
la puerta, esperando que Harry se las hubiera arreglado para escapar y
encontrarnos. Es una de las razones que me han impulsado a reunir estos
cuentos, por si acaso Harry ve el libro y descubre nuestra nueva dirección.
Incluso los que no creían una palabra de lo que decías te echan de menos,
Harry. Si tienes que defenestrar a Ermintrude para recuperar tu libertad, hazlo
un miércoles por la noche, de seis a once, y habrá cuarenta personas en «La
Esfera» que apoyarán tu coartada. Pero vuelve de la forma que sea. No es lo
mismo desde que te fuiste.

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