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jueves, 9 de mayo de 2013

SEGUNDA FUNDACION - III




Isaac Asimov





Parte I

EL MULO INICIA LA BUSQUEDA



1. DOS HOMBRES Y EL MULO

EL MULO. — Después de la caída de la Primera Fundación, los aspectos constructivos del régimen del Mulo tomaron forma. Tras el hundimiento definitivo del Primer Imperio Galáctico, fue él quien introdujo en la historia un volumen de espacio unificado verdaderamente imperial en extensión. El antiguo imperio comercial de la Fundación caída había sido multiforme y débilmente hilvanado, pese al apoyo intangible de las predicciones de la psicohistoria. No podía compararse a la férreamente controlada Unión dé Mundos bajo el mando del Mulo, que comprendía una décima parte del volumen de la Galaxia y la decimoquinta parte de su población. En particular, durante la era de la llamada Búsqueda....

Enciclopedia Galáctica
[Todas las citas de la Enciclopedia Galáctica reproducidas aquí proceden de la edición 116 publicada en 1020 D. F. por la Enciclopedia Galáctica Publishing Co., Términus, con permiso de los editores.]

La Enciclopedia tiene mucho más que decir sobre el tema del Mulo y su Imperio, pero casi todo ello es ajeno al propósito de este libro y demasiado árido para nuestros fines. En particular, el artículo se refiere en este punto a las condiciones económicas que condujeron a la elevación del Primer Ciudadano de la Unión —título oficial del Mulo— y a las consecuencias derivadas de ello.
Si alguna vez el autor del artículo siente un vago asombro ante la colosal rapidez con que el Mulo se elevó en cinco años desde la nada al logro de un vasto dominio, lo disimula bien. Si queda sorprendido por el cese repentino de la expansión en favor de cinco años de consolidación territorial, oculta el hecho.
Por consiguiente, abandonamos la Enciclopedia y continuamos nuestro propio camino para lograr los fines que nos hemos propuesto, iniciando la historia del Gran Interregno —entre el Primero y el Segundo Imperio Galáctico—, que comienza al final de los cinco años de consolidación.
Políticamente, la Unión de Mundos está tranquila. Económicamente, es próspera. Pocos desearían cambiar la paz del firme gobierno del Mulo por el caos que la había precedido. En los mundos que cinco años antes habían conocido la Fundación podía haber cierta nostalgia, pero nada más. Los dirigentes inútiles de aquella Fundación estaban muertos; los útiles eran los denominados Conversos.
Y entre los Conversos, el más útil era Han Pritcher, ahora teniente general.

En los días de la Fundación, Han Pritcher era capitán y miembro de la ilegal Oposición Democrática. Cuando la Fundación cayó en poder del Mulo, sin oponer resistencia, Pritcher luchó contra el mutante, hasta que también él pasó a ser un Converso.
La Conversión no era la normal; no era la impuesta por el poder de una razón superior. Y Han Pritcher lo sabía muy bien. Había sido transformado porque el Mulo era un ser que poseía poderes mentales capaces de cambiar a su conveniencia las condiciones de los humanos ordinarios. No obstante, esto le satisfacía completamente. Era como debía ser. La misma satisfacción de la Conversión era el principal síntoma de ella, pero Han Pritcher ya no sentía ni siquiera curiosidad por la cuestión.
Y ahora que regresaba de su quinta expedición importante al espacio sin límites de la Galaxia, fuera de la Unión, el veterano astronauta y agente de Inteligencia reflexionaba, con franco optimismo, sobre su inminente audiencia con el Primer Ciudadano. Su rostro endurecido, como esculpido en una madera oscura y sin poros, que no parecía capaz de sonreír sin resquebrajarse, no lo demostraba; pero las indicaciones exteriores eran innecesarias. El Mulo podía ver las emociones internas del mismo modo que un hombre normal veía los movimientos externos de cualquier individuo que tuviese delante.
Pritcher dejó su coche aéreo en los antiguos hangares del virrey y entró en el área del palacio a pie, como estaba ordenado. Caminó un kilómetro y medio por la gran avenida en forma de flecha, vacía y silenciosa. Pritcher sabía que en todos los kilómetros cuadrados del área del palacio no había un solo guarda, un solo soldado, un solo hombre armado.
El Mulo no necesitaba protección.
El Mulo era su propio protector, el mejor y todopoderoso.
Las pisadas de Pritcher resonaban suavemente en sus oídos mientras se aproximaba al palacio, cuyos muros resplandecientes, hechos de metal increíblemente ligero y fuerte, se elevaban ante él formando las atrevidas y fantásticas arcadas que caracterizaban la arquitectura del Primer Imperio. El palacio se cernía sobre el área vacía desde donde se dominaba la populosa ciudad que cubría el horizonte.
Dentro del palacio había un hombre —un hombre solitario— de cuyos sobrehumanos atributos mentales dependía la nueva aristocracia y la entera estructura de la Unión.
La enorme puerta giró sobre su macizo marco cuando el general se acercó, y Pritcher franqueó el umbral. Se colocó en la ancha rampa móvil que le elevó al nivel superior, y una vez allí entró en el ascensor. Llegado a su punto de destino salió y se encontró ante la pequeña y sencilla puerta del aposento del Mulo, situado en la parte más alta de las torres del palacio.
La puerta se abrió...
Bail Channis era joven. Bail Channis no era un Converso. Es decir, en lenguaje más claro, sus emociones no habían sido manipuladas por el Mulo. Estaban exactamente tal como habían sido formadas por la herencia y las subsiguientes modificaciones de su medio ambiente. Y esto le agradaba.
Aún no había cumplido treinta años y gozaba de una excelente reputación en la capital. Era guapo e inteligente, y por ello tenía éxito en sociedad. Poseía una mente rápida y un completo dominio de sí mismo, y por ello tenía también éxito con el Mulo. Ambos triunfos le llenaban de satisfacción.
Y entonces, por primera vez, el Mulo le había llamado para una audiencia personal.
Avanzó por la larga y reluciente avenida que conducía directamente hacia las torres de aluminio que en su día fueran la residencia del virrey de Kalgan, que gobernó bajo el mandato de antiguos emperadores; las que más tarde sirvieran de mansión a los príncipes independientes de Kalgan, que reinaron en su propio nombre; las que ahora eran el palacio del Primer Ciudadano de la Unión, que dirigía un Imperio propio.
Channis tarareaba suavemente. No dudaba de lo que iba a serle planteado. ¡La Segunda Fundación, naturalmente! Aquella fantasmal organización que llegaba a todas partes y cuya mera consideración había hecho aplazar al Mulo su política de expansión ilimitada para sumirse en una precaución estática. El término oficial era «consolidación».
Ahora corrían rumores..., rumores que no se podían detener. El Mulo iba a empezar de nuevo la ofensiva... El Mulo había descubierto el paradero de la Segunda Fundación, y la atacaría... El Mulo había llegado a un acuerdo con la Segunda Fundación y dividiría la Galaxia... El Mulo había llegado a la conclusión de que la Segunda Fundación no existía y se apoderaría de toda la Galaxia...
Es inútil enumerar todos los comentarios que se oían en las antesalas. No era la primera vez que circulaban tales rumores. Pero ahora parecían tener más consistencia, y todas las almas libres y expansivas que amaban la guerra, las aventuras militares y el caos político, y que languidecían en la estabilidad y la monotonía de la paz, estaban eufóricas.
Bail Channis era uno de éstos. No temía a la misteriosa Segunda Fundación. Tampoco temía al Mulo, y alardeaba de ello. Tal vez algunos, que censuraban a alguien tan joven y a la vez tan rico, esperaban ansiosamente el fracaso del alegre galanteador que exhibía su ingenio a costa del aspecto físico del Mulo y de su vida enclaustrada. Nadie se atrevía a reírse con él, pero, al ver que nada le ocurría, su reputación crecía proporcional a su buena suerte.
Channis improvisaba el texto de la melodía que tarareaba. Eran palabras frívolas con el estribillo: «La Segunda Fundación amenaza a la nación y a toda la creación.»
Ya estaba en el palacio.
La enorme puerta giró suavemente cuando se acercó, y franqueó el umbral. Se colocó en la ancha rampa móvil que le elevó al nivel superior, y una vez allí entró en el ascensor. Se encontró ante la pequeña y sencilla puerta del aposento del Mulo, situado en la parte más alta de las torres del palacio.
La puerta se abrió...

El hombre que no tenía otro nombre que el Mulo ni ningún otro título que el de Primer Ciudadano miraba a través de la transparencia unilateral de la pared hacia la débil luz exterior y la grandiosa ciudad que se extendía en el horizonte.
En la penumbra del atardecer iban apareciendo las estrellas, y no había ninguna de las que veía que no estuviese bajo su poder.
Sonrió con pasajera" amargura al pensarlo. Debían acatamiento a una persona que muy pocos habían visto.
El Mulo no era un hombre agradable de ver; no se le podía mirar sin escarnio. No más de cincuenta kilos repartidos en un metro y medio de altura. Sus miembros eran palos huesudos y delgados que se disparaban en ángulos faltos de toda gracia. Y su rostro, también delgado, casi desaparecía tras la prominencia de una enorme nariz carnosa que medía siete centímetros.
Solamente sus ojos desentonaban de la farsa general que era el Mulo. Eran suaves —una extraña suavidad en el rostro del más grande conquistador de la Galaxia—, y la tristeza nunca se extinguía totalmente en ellos.
En la ciudad podía encontrarse toda la animación de una lujosa capital en un mundo de lujo. Podía haber establecido su capital en la Fundación, el más fuerte de sus derrotados enemigos, pero se hallaba muy lejos, en el mismo borde de la Galaxia. Kalgan, situado más en el centro, con una larga tradición como lugar de recreo de la aristocracia, le convenía más, estratégicamente hablando.
Pero en su alegría tradicional, incrementada por una prosperidad sin precedentes, no lograba encontrar la paz.
Le temían y le obedecían, y, tal vez, incluso le respetaban... desde una prudente distancia. Pero ¿quién podía mirarle sin desprecio? Sólo aquellos a quienes había convertido. ¿Y qué valor tenía su lealtad artificial? Le faltaba sabor. Podía haber adoptado títulos, exigido un ritual e inventado ceremonias, pero incluso aquello no hubiese cambiado nada. Era mejor —o al menos, no era peor— ser simplemente el Primer Ciudadano... y ocultarse.
Sintió en su interior un repentino impulso de rebelión, fuerte y brutal. No debían negarle ni una sola porción de la Galaxia. Durante cinco años se había mantenido silencioso y escondido en Kalgan por culpa de la eterna y confusa amenaza de la Segunda Fundación, invisible, inasequible, desconocida. Ahora tenía treinta y dos años. No era viejo..., pero se sentía viejo. Su cuerpo, cualesquiera que fuesen sus poderes mentales de mutante, era físicamente débil.
¡Todas las estrellas! Todas las estrellas que podía ver y todas las que se escapaban a su vista. ¡Todas tenían que ser suyas!
Se vengaría de todos. De una humanidad a la que no pertenecía. De una Galaxia en la que no encajaba.
La luz de aviso parpadeó sobre su cabeza. Podía seguir el avance del hombre que había entrado en el palacio, y, simultáneamente, como si su sentido de mutante se hubiese incrementado y sensibilizado en el solitario crepúsculo, sintió la oleada de contenido emocional tocando las fibras de su cerebro.
Conoció la identidad del recién llegado sin ningún esfuerzo. Era Pritcher. El capitán Pritcher, de la antigua Primera Fundación. El capitán Pritcher, que había sido ignorado y despreciado por los burócratas del derrotado Gobierno. El capitán Pritcher, al que había liberado de su trabajo de espía y elevado de la mediocridad. El capitán Pritcher, al que primero hizo coronel y después general, y al que asignara toda la Galaxia como campo de acción. El ahora general Pritcher, que había pasado de una rebeldía férrea a una completa lealtad. Y, sin embargo, no era leal por los beneficios cosechados, no era leal por gratitud, no era leal para corresponder a su confianza, sino que lo era a través del artificio de la Conversión.
El Mulo era consciente de aquella fuerte e inalterable superficie de lealtad y amor que presidía todos los altibajos de las emociones de Han Pritcher, la superficie que él mismo implantara cinco años atrás. Muy por debajo subsistían los rasgos originales de obstinado individualismo, impaciencia de mando, idealismo..., pero ni siquiera él podía ya detectarlos.
La puerta que había a sus espaldas se abrió, y se volvió para ver al que entraba. La transparencia de la pared se hizo opaca, y la luz crepuscular exterior de color purpúreo dejó paso al ardiente resplandor blanco de la energía atómica.
Han Pritcher ocupó el asiento indicado. No había reverencias, ni genuflexiones, ni el uso de títulos honoríficos en las audiencias privadas con el Mulo. El Mulo era simplemente el Primer Ciudadano. Se le llamaba «señor». La gente podía sentarse en su presencia, e incluso darle la espalda.
Para Han Pritcher todo aquello era una prueba del poder seguro y efectivo de aquel hombre, y ello le satisfacía. El Mulo habló:
—Su informe final llegó ayer. No puedo negar que lo encuentro un poco deprimente, Pritcher.
Las cejas del general se fruncieron.
—Ya, me lo imagino, pero no veo a qué otras conclusiones podría haber llegado. Lo cierto es que no existe una Segunda Fundación, señor.
El Mulo reflexionó y luego meneó lentamente la cabeza, como había hecho en muchas ocasiones anteriores:
—Está la evidencia de Ebling Mis. Siempre contamos con la evidencia de Ebling Mis.
No era ninguna novedad. Pritcher respondió:
—Mis podía ser el más grande psicólogo de la Fundación, pero era un niño de pecho comparado con Hari Seldon. Cuando investigaba los trabajos de Seldon se hallaba bajo el estímulo artificial del control cerebral de usted. Tal vez le obligó a ir demasiado lejos. Podría haberse equivocado, señor. Seguramente se equivocó.
El Mulo suspiró y su lúgubre rostro se adelantó, torciendo su delgado cuello.
—Ojalá hubiera vivido un minuto más. Estaba a punto de decirme dónde estaba la Segunda Fundación. Lo sabía, se lo aseguro. Yo no hubiera tenido que retirarme. Me hubiese ahorrado toda esta espera. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cinco años para nada!
Pritcher no podía censurar la débil nostalgia de su jefe; su controlado estado mental se lo impedía. No obstante, se sintió vagamente confuso y molesto.
—Pero ¿qué otra explicación puede haber, señor? He salido cinco veces. Usted mismo ha fijado las rutas. Y no he dejado ni un solo asteroide sin registrar. Fue hace trescientos años cuando Hari Seldon, del Primer Imperio, estableció supuestamente dos Fundaciones para que fueran el núcleo de un nuevo Imperio que reemplazase al primero, antiguo y decadente. Cien años después de Seldon, la Primera Fundación, de la que tanto sabemos, era conocida en toda la periferia. Ciento cincuenta años después de Seldon, en la época de la última batalla contra el Primer Imperio, era conocida en toda la Galaxia.
Ahora han pasado trescientos años... ¿y dónde puede estar esa misteriosa Segunda Fundación? No se ha oído hablar de ella en ningún rincón de la corriente galáctica.
—Ebling Mis dijo que se mantenía en secreto. Sólo el secreto puede transformar su debilidad en fuerza.
—Un secreto tan profundo equivale a la inexistencia.
El Mulo levantó la vista; sus ojos eran agudos y astutos.
—No. Sé que existe. —Señaló con un dedo huesudo—. Va a haber un ligero cambio de táctica.
Pritcher frunció el ceño.
—¿Se propone salir usted mismo? Yo no se lo aconsejaría
—No, claro que no. Tendrá usted que salir una vez más..., una última vez. Pero con un adjunto en el mando.
Hubo un silencio. A continuación, la voz de Pritcher sonó con dureza:
—¿Quién, señor?
—Hay un joven aquí, en Kalgan. Bail Channis.
—Nunca he oído hablar de él, señor.
—No, ya lo supongo. Pero tiene una mente ágil, es ambicioso... y no está convertido.
La larga mandíbula de Pritcher tembló por un instante.
—No puedo comprender la ventaja de este hecho.
—Existe una, Pritcher. Usted es un hombre de recursos y experiencia. Me ha prestado buenos servicios. Pero está convertido. Su motivación es simplemente una lealtad forzada e impotente hacia mí. Cuando perdió sus motivaciones originales perdió algo: un ímpetu sutil que ya no puedo reemplazar.
—Yo no lo creo, señor —dijo severamente Pritcher—. Recuerdo muy bien cómo era yo cuando me sentía enemigo suyo. Considero que ahora no soy inferior.
—Claro que no y la boca del Mulo se torció en una sonrisa—. Su juicio en esta materia no es del todo objetivo. Volviendo a Channis, es ambicioso... para sí mismo. Es totalmente digno de confianza..., porque sólo es leal a sí mismo. Sabe que su vida depende de mí y haría cualquier cosa para incrementar mi poder a fin de que su existencia sea larga, próspera y gloriosa. Si va con usted, lo hará con este impulso adicional..., con esta ambición egoísta.
—Entonces —dijo Pritcher, insistiendo—, ¿por qué no anula mi Conversión, si cree que ello puede mejorarme? Ahora ya podría fiarse de mí.
—Eso nunca, Pritcher. Mientras le tenga a usted cerca, permanecerá bajo el firme control de la Conversión. Si le liberara en este momento, yo estaría muerto al siguiente instante.
El general se mostró ofendido.
—Me duele que piense usted así.
—No deseo ofenderle, pero es imposible que usted se imagine cuáles serían sus sentimientos si pudieran formarse según el criterio de su motivación natural. La mente humana odia el control. El hipnotizador humano corriente no puede hipnotizar a una persona contra su voluntad por esa misma razón. Yo puedo hacerlo, porque no soy un hipnotizador, y, créame, Pritcher, el resentimiento que ahora no puede mostrar y que incluso ignora que alberga, es algo a lo que no querría enfrentarme.
Pritcher bajó la cabeza. La futilidad le doblegó, dejándole una sensación gris y hosca en su interior. Dijo con un esfuerzo
—Pero ¿cómo puede usted confiar en ese hombre? . Me refiero a confiar en él completamente, como puede confiar en mí gracias a la Conversión.
—Bueno, supongo que no puedo confiar completamente, y ésa es la razón por la que usted debe acompañarle. Verá, Pritcher —y el Mulo se arrellanó en el enorme sillón, contra cuyo respaldo parecía un palillo viviente—, si él encontrase por casualidad la Segunda Fundación y se le ocurriera que un acuerdo con ellos podría ser más provechoso que conmigo... ¿me comprende?
Una luz de profunda satisfacción brilló en los ojos de Pritcher.
—Es mucho mejor así, señor.
—Exacto. Pero, recuerde, ha de darle rienda suelta hasta el límite de lo posible.
—Comprendido.
—Y... bien, Pritcher. Ese joven es apuesto, agradable y en extremo simpático. No se deje cautivar por él. Es ana persona peligrosa y sin escrúpulos. No se enfrente a él a menos que esté preparado para hacerlo adecuadamente. Eso es todo.

El Mulo estaba solo de nuevo. Dejó que las luces se extinguieran y la pared que había frente a él volvió a transparentarse. El cielo era purpúreo, y la ciudad, una mancha de luz en el horizonte.
¿Para qué todo aquello? Si al final llegara a ser dueño de todo lo existente, ¿qué ocurriría? ¿Dejarían realmente los hombres como Pritcher de ser altos y erguidos, fuertes y seguros? ¿Perdería Bail Channis sus correctas facciones? ¿Sería él mismo diferente de como era?
Maldijo sus dudas. ¿Qué perseguía realmente?
La fría luz de aviso que había sobre su cabeza parpadeó. Podía seguir el avance del hombre que había entrado en el palacio y, casi contra su voluntad, sintió nuevamente la suave oleada de contenido emocional invadiendo su cerebro.
Reconoció la identidad de quien llegaba sin ningún esfuerzo. Era Channis. Aquí el Mulo no vio uniformidad, sino la primitiva diversidad de una mente fuerte, intacta y sin moldear, si se exceptuaban las numerosas influencias del universo. Se retorcía en flujos y olas. Había cautela en la superficie, un efecto sutil y suavizante, pero con toques de cinismo en los remolinos ocultos. Y por debajo barruntaba la fuerte marea del egoísmo y el amor propio, salpicada de algunas gotas de humor cruel aquí y allí, y un profundo y tranquilo estanque de ambición como fondo de todo ello.
El Mulo sintió que podía llegar hasta allí y calmar la corriente, sacar el estanque de su lecho y trasladarlo a uno nuevo, detener aquella marea y reemplazarla por otra. Pero ¿para qué? Si hacía que la cabeza de Channis se inclinara por la más profunda adoración, ¿cambiaría aquello su propio aspecto grotesco, que le obligaba a rehuir el día y ampararse en la noche, que le convertía en recluso en un imperio que era incondicionalmente suyo?
La puerta que había a sus espaldas se abrió, y el Mulo dio media vuelta. La transparencia de la pared se hizo opaca, y la oscuridad dio paso a la brillante luz blanca de la energía atómica.

Bail Channis se sentó con naturalidad y dijo:
—Este es un honor no del todo inesperado, señor.
El Mulo frotó su nariz con cuatro dedos a la vez y se mostró algo irritado en su respuesta:
—¿Cómo es eso, joven?
—Una corazonada, supongo. A menos que quiera admitir que he escuchado los rumores.
—¿Rumores? ¿A cuál de las varias docenas que circulan se está refiriendo?
—A los que dicen que se prepara una nueva ofensiva galáctica. Abrigo la esperanza de que así sea y de que yo pueda participar de modo activo.
—Entonces, ¿usted cree que existe una Segunda Fundación?
—¿Por qué no? Lo haría todo mucho más— interesante.
—¿Y a usted le interesa la cuestión?
—Desde luego. ¡Su mismo misterio es un aliciente! ¿Qué mejor tema se podría encontrar para hacer conjeturas? Últimamente los suplementos de la prensa no hablan de otra cosa... lo cual es, a buen seguro, muy significativo. El Cosmos hizo escribir a uno de sus corresponsales una fantástica crónica acerca de un mundo compuesto por seres de mente pura —la Segunda Fundación, claro—, que han transformado la fuerza mental en energía lo bastante potente como para competir con cualquier ciencia física conocida. Las cosmonaves podrían ser destruidas desde años—luz de distancia; los planetas podrían ser desviados de sus órbitas...
—Es interesante, sí. Pero ¿qué opina usted al respecto? ¿Se adhiere a la idea de esa energía mental?
—¡Por la Galaxia, no! ¿Cree que seres como ésos se quedarían en su propio planeta? No, señor. Pienso que la Segunda Fundación permanece oculta porque es más débil de lo que suponemos.
—En ese caso, puedo explicarme con mayor facilidad. ¿Le gustaría mandar una expedición en busca de la Segunda Fundación?
Por un momento Channis pareció abrumado bajo la repentina sucesión de acontecimientos a una rapidez mayor de la que estaba acostumbrado. Su lengua parecía incapaz de romper el silencio que siguió. El Mulo preguntó secamente:
—¿Y bien?
Channis arrugó la frente.
—Naturalmente. Pero ¿adónde voy a ir? ¿Tiene usted alguna información que nos oriente?
—El general Pritcher le acompañará...
—Entonces, ¿yo no estaré al mando?
—Juzgue usted mismo cuando yo termine de hablar. Escuche, usted no es de la Fundación. Es nativo de Kalgan, ¿verdad? Sí. Bien, en tal caso, su conocimiento del Plan Seldon puede ser vago. Cuando el Primer Imperio Galáctico se estaba desintegrando, Hari Seldon y un grupo de psicohistoriadores, al analizar el curso futuro de la historia con instrumentos matemáticos de los que ya no disponemos en estos degenerados tiempos, establecieron dos Fundaciones, cada una de ellas en un extremo de la Galaxia, de manera que las fuerzas económicas y sociológicas que se desarrollaban lentamente las convirtieran en focos del Segundo Imperio. Hari Seldon planeó su realización en un milenio... ¡cuando hubieran sido precisos treinta mil años sin las Fundaciones! Pero no podía contar conmigo. Soy un mutante, e imprevisible por la psicohistoria, que sólo puede tratar con las reacciones medias de muchedumbres. ¿Lo comprende usted?
—Perfectamente, señor. Pero ¿qué tiene que ver todo eso conmigo?
—Lo comprenderá en seguida. Ahora me propongo unir a toda la Galaxia y alcanzar el objetivo de Seldon, no en mil años, sino en trescientos. Una Fundación —el mundo de científicos físicos— es todavía floreciente bajo mi mando. En la prosperidad y el orden de la Unión, las armas atómicas que han producido son capaces de vencer a todo lo existente en la Galaxia, excepto, tal vez, a la Segunda Fundación. Por eso tengo que saber más acerca de ella. El general Pritcher mantiene la opinión decidida de que no existe. Yo sé algo más.
Channis preguntó con delicadeza:
—¿Cómo :o sabe, señor?
Las palabras del Mulo fueron de pronto pura indignación
—¡Porque mentes que están bajo mi control han sido manipuladas! ¡Delicada y sutilmente! Pero no con la sutileza suficiente como para que yo no lo advirtiera. Estas interferencias están afectando a hombres valiosos en momentos importantes. ¿Le extraña ahora que cierta discreción me haya mantenido inactivo todos estos años? De ahí la importancia de usted. El general Pritcher es el mejor hombre que me queda, y por ello ya no está seguro. Como es natural, él lo ignora. Se da la circunstancia de que usted no está convertido, y por lo tanto no es instantáneamente detectable como hombre del Mulo. Usted puede engañar a la Segunda Fundación durante más tiempo que cualquiera de mis propios hombres..., tal vez durante el tiempo suficiente. ¿Lo ha comprendido?
—Humm. Sí. Pero, perdóneme, señor, si le interrogo. ¿Cómo interfieren en esos hombres de usted? Sabiéndolo, yo podría detectar el cambio en el general Pritcher, en caso de que ello ocurriera. ¿Queda anulada su Conversión? ¿Se convierten en desleales?
—No. Ya le he dicho que era algo sutil. Es más peligroso que todo eso, porque es más difícil de detectar, y a veces he de esperar antes de actuar, ya que ignoro si un hombre clave está sencillamente desorientado o ha sido manipulado. Su lealtad permanece intacta, pero se les borra el ingenio y la iniciativa. En apariencia trato con una persona perfectamente normal, pero que es totalmente inútil. En el último año han sido tratados así seis de mis mejores hombres. —Torció los labios—. Ahora tienen a su cargo las bases de entrenamiento... y deseo con todas mis fuerzas que no se presenten emergencias ' que les obliguen a tomar decisiones.
—Supongamos, señor..., supongamos que no fuera la Segunda Fundación. ¿Y si se tratara de otro mutante... como usted mismo?
—La planificación es demasiado cuidadosa, demasiado a largo plazo. Un hombre solo tendría más prisa. No, se trata de un mundo, y usted será mi arma contra él.
Los ojos de Channis brillaron mientras decía:
—Estoy encantado con la oportunidad.
Pero el Mulo captó la repentina oleada emocional, y advirtió:
—Sí, al parecer piensa que prestará un servicio único, digno de una recompensa única..., tal vez incluso la de ser mi sucesor. Está bien. Pero hay asimismo castigos únicos, no lo olvide. Mi gimnasia emocional no se limita a la creación de la lealtad.
La pequeña sonrisa de sus labios era sombría. Channis saltó de su asiento, sobrecogido por el horror.
Durante un instante, un solo instante pasajero, Channis se había sentido invadido por la angustia de una profunda pena. Le había penetrado con un dolor físico que oscureció insoportablemente su mente, y en seguida se desvaneció. No quedaba nada más que una violenta ira.
—La ira no le servirá de nada... —dijo el Mulo—. Sí, ahora ya se ha repuesto, ¿verdad? Puedo verlo. Pero, recuerde, esa sensación puede intensificarse y llegar a ser permanente. He matado a hombres con el control emocional, y no existe una muerte más cruel.
Hizo una pausa y después dijo:
—¡Esto es todo!

El Mulo volvía a estar solo. Hizo que las luces se apagasen y la pared que tenía enfrente recobró su transparencia. El cielo estaba negro, y el núcleo ascendente de la lente galáctica se extendía por las profundidades aterciopeladas del espacio.
Todo aquel esplendor de nebulosas era una masa de estrellas en número tan exorbitante que se confundían unas con otras y sólo se veía una nube dé luz.
Y todas serían suyas...
Ahora sólo le quedaba atender otro asunto y podría dormir.

PRIMER INTERLUDIO

El Consejo Ejecutivo de la Segunda Fundación estaba reunido en asamblea. Para nosotros son simplemente voces. Ni el escenario exacto de la reunión, ni la identidad de los presentes son esenciales para el caso.
Tampoco, estrictamente hablando, podemos considerar siquiera una reproducción exacta de una parte cualquiera de la sesión..., a menos que deseemos sacrificar completamente el mínimo de comprensión ; que tenemos derecho a esperar.
Aquí tratamos con psicólogos, aunque no con simples psicólogos. Digamos que son científicos con una orientación psicológica. Es decir, hombres cuyo concepto fundamental de la filosofía científica apunta hacia una dirección totalmente distinta de todas las orientaciones que conocemos. La psicología de los científicos educados entre los axiomas deducidos de los hábitos de observación de la ciencia física tiene sólo una muy vaga relación con la verdadera PSICOLOGIA.
Algo así, con un fondo similar, sería lo máximo que podría decir a un hombre ciego de nacimiento al tratar de explicarle lo que es el color... siendo yo tan ciego como él.
Lo esencial es saber que las mentes allí reunidas comprendían perfectamente el trabajo de las demás, no sólo por teoría general, sino también por la aplicación específica de esas teorías durante un largo período a individuos particulares. El lenguaje, tal como nosotros lo conocemos, era innecesario. Un fragmento de una frase equivalía casi a una larga explicación. Un gesto, un gruñido, la curva de una línea facial, incluso una pausa oportuna, comunicaba la información requerida.
Por lo tanto, nos tomaremos la libertad de traducir libremente una pequeña porción de la conferencia a las combinaciones de palabras extremadamente específicas que son necesarias para las mentes orientadas desde la infancia hacia una filosofía de las ciencias físicas, incluso aunque corramos el peligro de perder los matices más delicados.
Predominaba una «voz», que pertenecía al individuo conocido simplemente como el Primer Orador. Este dijo:
—Al parecer ya está determinado lo que detuvo al Mulo en su primer impulso demente. No puedo decir que la cuestión diga mucho en favor de... bueno, de nuestro cálculo de la situación. Parece ser que estuvo a punto de localizarnos por medio de la energía cerebral artificialmente activada de lo que llaman un «psicólogo» en la Primera Fundación. Este psicólogo fue muerto justo antes de que pudiera comunicar su información al Mulo. Los sucesos que condujeron a aquel asesinato fueron completamente fortuitos, según todos los cálculos de la Fase Tres. Ocúpese usted del asunto —indicó al Quinto Orador, con una inflexión de la voz.
Entonces continuó
—Es seguro que la situación fue mal calculada. Por supuesto, somos altamente vulnerables al ataque masivo, y en particular a un ataque dirigido por un fenómeno mental como el Mulo. Al poco tiempo de alcanzar celebridad galáctica con la conquista de la Primera Fundación, medio año después, para ser exactos, estuvo en Trántor. Al cabo de otro medio año hubiese llegado hasta aquí, y las probabilidades hubieran estado abrumadoramente en contra de nosotros, más o menos en un 96,3 por 100. Hemos pasado un tiempo considerable analizando las fuerzas que le detuvieron. Conocemos, naturalmente, sus impulsos originales. Las ramificaciones internas de su deformidad física y la calidad única de su mentalidad son evidentes para todos nosotros. Sin embargo, fue sólo penetrando en la Fase Tres que pudimos determinar, después del hecho, la posibilidad de que su anómala acción fuese debida a la presencia de un ser humano que le profesara un afecto sincero.
»Y puesto que tan extraño comportamiento dependería de la presencia de un ser humano en el momento apropiado, hasta ese punto todo el asunto fue fortuito. Nuestros agentes están seguros de que fue una joven quien mató al psicólogo; una joven en quien el Mulo confiaba por sentimentalismo y a quien, por consiguiente, no controlaba mentalmente, sólo porque ella le demostraba simpatía.
»Desde aquel suceso (de cuyos detalles se ha elaborado un estudio matemático que se halla en la Biblioteca Central a disposición de los interesados en el tema) que nos sirvió de advertencia, hemos mantenido a raya al Mulo con métodos nada ortodoxos, con los que ponemos diariamente en peligro todo el esquema histórico de Seldon. Eso es todo.
El Primer Orador hizo una pausa para que los reunidos pudieran asimilar todas las implicaciones. Después, añadió
—La situación, pues, es altamente inestable. Con el esquema original de Seldon tensado hasta el punto de fractura, y debo poner de relieve que hemos cometido graves errores en todo el asunto con nuestra horrible falta de previsión, y nos enfrentamos a la posibilidad de un fracaso irreversible del Plan. El tiempo se nos escapa. Creo que sólo nos queda una solución, pero es peligrosa: hemos de dejar que el Mulo nos encuentre..., en cierto sentido.
Hizo otra pausa, durante la cual captó las reacciones de los presentes, y al final de ella añadió: —Repito: ¡en cierto sentido!

2. DOS HOMBRES SIN EL MULO

La nave estaba casi dispuesta. No faltaba nada, a excepción del destino. El Mulo había sugerido un retorno a Trántor, el mundo que había albergado a la incomparable metrópoli galáctica del mayor Imperio que la humanidad conociera jamás, el mundo muerto que había sido capital de todas las estrellas.
Pritcher desaprobaba la idea. Era un viejo camino, explorado hasta la saciedad.
Encontró a Bail Channis en la sala de control de la nave. Los cabellos rizados del joven estaban lo bastante desordenados como para permitir que un rizo le cayera sobre la frente —tal parecía que lo habían colocado allí a propósito—, y su sonrisa mostraba una hilera de dientes muy regulares. El rígido oficial sintió vagamente que su antipatía hacia él se incrementaba.
La excitación de Channis era evidente.
—Pritcher, es una coincidencia demasiado grande.
El general replicó con frialdad:
—No estoy enterado del tema de la conversación.
—¡Oh! Pues bien, acérquese una silla, amigo, y hablemos. He echado una mirada a sus notas. Las encuentro excelentes.
—Es... muy agradable que piense así.
—Pero me pregunto si habrá llegado a las mismas conclusiones que yo. ¿Ha intentado alguna vez analizar el problema por deducción? Quiero decir que está muy bien recorrer las estrellas al azar, y lo que usted ha hecho en cinco expediciones representa muchos saltos de estrella a estrella. Esto es obvio. Pero ¿ha calculado cuánto tiempo se necesitaría para recorrer todos los mundos conocidos a este ritmo?
—Sí, varias veces. —Pritcher no tenía deseos de discutir con el joven, pero era importante espiar su mente, una mente incontrolada y, por tanto, imprevisible.
—Bien, pues procedamos ahora analíticamente y tratemos de delimitar qué es lo que buscamos con exactitud.
—La Segunda Fundación —dijo Pritcher brevemente.
—Una Fundación de psicólogos —puntualizó Channis— que saben tan poco de ciencias físicas como la Primera Fundación de psicología. Bien, usted es de la Primera Fundación, y yo no. Probablemente las implicaciones son evidentes para usted. Hemos de encontrar un mundo gobernado por facultades mentales, pero muy atrasado científicamente.
¿Por qué necesariamente atrasado? —interrogó
Pritcher con calma—. Nuestra propia Unión de Mundos no está atrasada científicamente, pese a que nuestro dirigente debe su fuerza a sus facultades mentales.
—Porque tiene los conocimientos de la Primera Fundación, en los que se apoya —fue la impaciente respuesta—, y ésa es la única reserva de sabiduría de la Galaxia. La Segunda Fundación ha de subsistir entre las migajas del desintegrado Imperio Galáctico, y allí no hay nada aprovechable.
—¿De modo que usted postula que el poder mental es suficiente como para establecer un Gobierno que abarque a un grupo de mundos, y que no es necesaria la potencia física?
—Me refiero a una impotencia  física relativa. Son lo bastante competentes come para defenderse de las decadentes áreas vecinas. No pueden enfrentarse a las fuerzas del Mulo, respaldadas por una economía atómica desarrollada. De lo contrario, ¿por qué se mantendrían tan ocultos, tanto al principio, bajo su fundador Hari Seldon, como ahora que están solos? Su Primera Fundación no hizo un secreto de su existencia cuando no era más que una ciudad indefensa en un planeta solitario, hace trescientos años.
Las suaves líneas del rostro moreno de Pritcher se retorcieron sarcásticamente.
—Ahora que ha terminado su profundo análisis, ¿desea una lista de todos los reinos, repúblicas, estados y dictaduras de una y otra especie de esa selva política que correspondan a su descripción y a varios otros factores?
—¿Así que todo esto ya ha sido considerado? —preguntó Channis sin perder la ecuanimidad.
—Aquí no lo encontrará, naturalmente, pero tenemos una guía completa de las unidades políticas de la periferia pertenecientes a la Oposición. ¿Supone en realidad que el Mulo trabaja enteramente al azar?
—Entonces —y la voz del joven se elevó en una explosión de energía—, ¿qué me dice de la Oligarquía de Tazenda?
Pritcher se rascó la oreja, pensativo.
—¿Tazenda? ¡Oh, sí!, creo que conozco ese planeta. No está en la periferia, ¿verdad? Me parece que se encuentra a un tercio del camino hacia el centro de la Galaxia.
—Sí. ¿Qué sabe de ella?
—Nuestros archivos sitúan a la Segunda Fundación en el otro extremo de la Galaxia. El espacio sabe que es lo único que conocemos. ¿Por qué me habla de Tazenda? Su desviación angular del radián de la Primera Fundación es sólo de ciento diez a ciento veinte grados. No se aproxima en absoluto a ciento ochenta.
—En los archivos se hace otra mención. La Segunda Fundación fue establecida en el Extremo Estelar.
—Esa región jamás ha sido localizada en la Galaxia.
—Tal vez se trate de un nombre local, suprimido más tarde para mayor secreto. O quizá fue inventado con ese fin por Seldon y su grupo. Sin embargo, hay alguna relación entre Extremo Estelar y Tazenda, ¿no cree usted? [En inglés, las alabeas STARS END y TAZEND suenan similarmente. (N. del T.)]
—¿Una vaga similitud de sonido? Es insuficiente.
—¿Ha estado usted allí alguna vez?
—No.
—Pese a ello, lo menciona en sus informes.
—¿Dónde? ¡Ah, sí!, pero fue solamente para aprovisionarme de alimentos y agua. Le aseguro que no había nada especial en ese mundo.
—¿Aterrizó en el planeta rector?
—No sabría decírselo.
Channis reflexionó un momento bajo la mirada fría del otro. Luego, dijo:
—¿Quiere mirar conmigo por la Lente unos segundos?
—Claro.

La Lente era tal vez la más reciente innovación de los cruceros interestelares. De hecho era una complicada máquina calculadora que podía proyectar en una pantalla una reproducción del firmamento visto desde un punto determinado de la Galaxia.
Channis ajustó las coordenadas y las luces murales se extinguieron. A la débil luz del tablero de control de la Lente, montada en la cabina del piloto, el rostro de Channis estaba iluminado por un resplandor rojizo. Pritcher se sentó en el asiento del piloto, cruzó las piernas, y su rostro quedó sumido en la penumbra.
Lentamente, a medida que pasaba el período de inducción, los puntos de luz fueron apareciendo en la pantalla. Muy pronto se espesaron y abrillantaron con los innumerables grupos de estrellas del centro de la Galaxia.
—Esto —explicó Channis— es el cielo nocturno tal como se ve en invierno desde Trántor. Este es el punto importante que hasta ahora ha sido olvidado en la búsqueda, que yo sepa. Toda orientación inteligente ha de partir desde Trántor, en el punto cero. Trántor era la capital del Imperio Galáctico. Aun más científica y culturalmente que por lo que a política se refiere. Por lo tanto, un nombre descriptivo ha de tener su origen, nueve de cada diez veces, en una orientación trantoriana. Recordará usted a este respecto que, a pesar de que Seldon era de Helicón, hacia la periferia, su grupo trabajaba en el propio Trántor.
—¿Qué está intentando mostrarme? —La voz serena de Pritcher interrumpió glacialmente el creciente entusiasmo de su compañero.
—El mapa se lo explicará. ¿Ve esa nebulosa oscura? —La sombra de su brazo cayó sobre la pantalla, cubierta por las estrellas de la Galaxia. Un dedo señaló una diminuta mancha negra que parecía un agujero en el espeso tejido de estrellas—. Los archivos estelográficos la denominan la Nebulosa de Pelot. Mírela bien. Voy a agrandar la imagen.
Pritcher ya había visto antes el fenómeno de la expansión de la imagen de la Lente, pero aun así se quedó sin aliento. Era como estar ante el mirador de una astronave que irrumpiera en una superpoblada Galaxia sin entrar en el hiperespacio. Las estrellas divergían hacia ellos desde un centro común, se extendían hacia fuera y se salían del borde de la pantalla. Los puntos aislados se hicieron dobles y después globulares. Franjas confusas se disolvieron en millones de puntos. Y siempre daba aquella ilusión de movimiento.
Mientras tanto, Channis hablaba:
—Observará que nos movemos a lo largo de la línea directa que separa Trántor de la Nebulosa de Pelot, por lo que seguimos mirando desde una orientación estelar equivalente a la de Trántor. Probablemente hay un ligero error debido a la desviación gravitacional de la luz, para cuyo cálculo carezco del conocimiento matemático necesario, pero estoy seguro de que no es importante.
La oscuridad se extendía por la Lente. A medida que la amplificación disminuía su ritmo, las estrellas desaparecían por los cuatro lados de la pantalla en una triste despedida. En los bordes de la creciente nebulosa, el brillante universo de estrellas resplandeció de improviso, mostrando la luz escondida tras el vertiginoso remolino de fragmentos atómicos de sodio y calcio que llenaban pársecs cúbicos de espacio.
Channis señaló de nuevo:
—Esto ha sido llamado la Desembocadura por los habitantes de esa región del espacio. Y esto es significativo, porque sólo parece una desembocadura desde la orientación trantoriana.
Lo que estaba señalando era una hendidura en el núcleo de la Nebulosa, formada como una boca abierta vista de perfil y delimitada por el ardiente resplandor de las estrellas que la llenaban.
—Siga la Desembocadura —continuó Channis—, sígala hasta la garganta donde se estrecha hasta parecer una delgada y astillada línea de luz.
De nuevo la pantalla se movió, ampliando el detalle de la imagen, hasta que la Nebulosa se separó de la Desembocadura y quedó solamente a la vista aquella estrecha franja. El dedo de Channis la siguió en silencio y llegó un punto en que se interrumpió; entonces el dedo continuó señalando hacia arriba, hacia un lugar donde una única estrella brillaba en solitario, y allí se detuvo, porque más allá todo era una inmensa negrura.
—El Extremo Estelar —dijo el joven escuetamente—. Aquí el tejido de la Nebulosa es tenue y la luz de esa única estrella se abre camino en esta precisa dirección... para brillar sobre Trántor.
—Quiere usted decir que... —la voz del general del Mulo se extinguió, ahogada por la sospecha.
—No quiero decirlo, lo digo. Es Tazenda... el Extremo Estelar.
Se encendieron las luces; la Lente se apagó. Pritcher se acercó a Channis dando tres largos pasos.
—¿Cómo se le ocurrió pensar en esto?
Channis se apoyó en el respaldo de su asiento con una expresión de perplejidad en el rostro.
—Fue accidental. Me gustaría que hubiera sido por mérito intelectual, pero fue puro accidente. En cualquier caso, sea cual fuese el modo en que lo descubrí, encaja muy bien en mi teoría. Según nuestras referencias, Tazenda es una oligarquía. Gobierna veintisiete planetas habitados. No está avanzado científicamente. Y, sobre todo, es un mundo anónimo que ha conservado una estricta neutralidad con respecto a las políticas locales de aquella región este lar, y no es expansionista. Creo que deberíamos visitarlo.
—¿Ha informado de esto al Mulo?
—No. Y no le informaremos. Ahora estamos en el espacio, a punto de dar el primer salto.

Pritcher, con repentino horror, saltó hacia el mirador. El frío espacio se apareció a su vista cuando lo hubo enfocado. Miró con fijeza el vacío panorama, y luego se volvió. Automáticamente, su mano fue a buscar la dura y reconfortante curva de su pistola.
—¿Por orden de quién?
—Por orden mía, general. —Era la primera vez que Channis usaba el título del otro—. La he dado mientras le tenía distraído aquí. Es probable que usted no sintiera la aceleración debido a que se produjo en el momento en que yo expandía el campo de la Lente, y sin duda imaginó que era una ilusión del aparente movimiento de las estrellas.
—¿Por qué? ¿Qué es exactamente lo que está haciendo? ¿Cuál era entonces el motivo de su palabrería sobre Tazenda?
—No ha sido palabrería. Hablaba completamente en serio. Nos dirigimos hacia allí. Nos vamos hoy porque estaba programado que no lo haríamos hasta dentro de tres días. General, usted no cree que exista una Segunda Fundación, y yo sí. Usted se limita a obedecer, sin fe, las órdenes del Mulo. Yo reconozco que nos acecha un grave peligro. La Segunda Fundación ha tenido cinco años para prepararse. Ignoro hasta qué punto lo estará, pero ¿y si tuvieran agentes en Kalgan? Si yo llevo grabado en mi mente el punto donde se halla la Segunda Fundación, ellos pueden descubrirlo. Mi vida ya no estaría segura, y siento un gran afecto por ella. Prefiero no arriesgarla, ni siquiera por una posibilidad tan remota como ésta. Ahora nadie sabe nada de Tazenda salvo usted, y usted no se ha enterado hasta que estábamos en el espacio. Incluso así, está el asunto de la tripulación.
Channis sonreía de nuevo, irónicamente, con evidente y completo control de la situación.
La mano de Pritcher se apartó del arma y, por un momento, le invadió una vaga desazón. ¿Qué era lo que le impedía actuar? ¿Qué le paralizaba? Hubo un tiempo en que era un rebelde e insatisfecho capitán de la Primera Fundación y su imperio comercial, y entonces hubiera sido él, y no Channis, quien realizara un acto tan oportuno y osado como aquél. ¿Tendría razón el Mulo? ¿Estaría su controlada mente tan absorta en la obediencia como para perder toda iniciativa? Sintió que un profundo desaliento le dejaba en un estado de extraña lasitud.
—¡Bien hecho! —exclamó—. Sin embargo, en el futuro deberá consultarme antes de tomar decisiones de esta índole.
La señal parpadeante atrajo su atención.
—Es la sala de máquinas —dijo Channis casualmente—. Calentaron los motores cinco minutos después de avisarles, y les pedí que me notificaran si había algún problema. ¿Quiere tomar el mando?
Pritcher asintió en silencio, y en su repentina soledad meditó sobre los inconvenientes de acercarse a los cincuenta años. En el mirador había pocas estrellas. El núcleo central de la Galaxia aparecía en una esquina. ¿Y si se librara de la influencia del Mulo...?
Pero se estremeció de horror ante la idea.

El ingeniero jefe Huxlani miró con agudeza al hombre joven y sin uniforme que se portaba con la seguridad de un oficial de la Flota y parecía ocupar un puesto de autoridad. Huxlani, que pertenecía a la Flota desde los primeros años de su juventud, solía confundir la autoridad con las insignias.
Pero el Mulo había dado el cargo a aquel hombre, y el Mulo, naturalmente, tenía la última palabra. De hecho, la única palabra. No discutía aquello ni siquiera en su subconsciente. El control emocional calaba muy hondo.
Alargó a Channis el pequeño objeto ovalado sin pronunciar una sola palabra.
Channis lo sopesó y sonrió amablemente.
—Usted es de la Fundación, ¿verdad?
—Sí, señor. Serví dieciocho años en la Flota de la Fundación, antes de que llegara el primer Ciudadano.
—¿Estudió ingeniería en la Fundación?
—Técnico cualificado de primera clase, Escuela Central de Anacreonte.
—Excelente. ¿Y ha encontrado esto en el circuito de comunicación, donde le encargué que mirara?
—Sí, señor.
—¿Es su lugar apropiado?
—No, señor.
—¿Y qué es?
—Un hiperrastreador, señor.
—Eso no basta. No soy de la Fundación. ¿Qué es?
—Un dispositivo que permite rastrear la nave a través del hiperespacio.
—En otras palabras, que nos pueden seguir a cualquier parte.
—Sí, señor.
—Muy bien. Es un invento reciente, ¿verdad? Se fabricó en uno de los Institutos de Investigación creados por el Primer Ciudadano, ¿no es cierto?
—Creo que sí, señor.
—Sin embargo, está aquí. Es curioso.
Channis se pasó metódicamente el hiperrastreador de mano en mano durante unos segundos. Luego, bruscamente, se lo alargó al ingeniero.
—Tómelo y colóquelo exactamente donde lo ha encontrado y en la misma posición. ¿Comprendido? Y después, olvide este incidente, ¡por completo!
El ingeniero interrumpió el saludo militar casi automático en él, se volvió en redondo y se alejó.

La nave viajaba a través de la Galaxia en una amplia trayectoria entre las estrellas. Los puntos de la trayectoria eran los escasos períodos de diez a sesenta segundos—luz empleados en el espacio normal, y entre ellos había los huecos de cien y más años—luz que representaban los saltos a través del hiperespacio.
Bail Channis estaba sentado ante el tablero de control de la Lente y sentía de nuevo la involuntaria oleada de casi adoración al contemplarlo. No era de la Fundación, y la interacción de fuerzas al girar un botón o la interrupción de un contacto no eran como su segunda naturaleza.
Aquello no significa, no obstante, que la Lente pudiese aburrir ni siquiera a un hombre de la Fundación. En el interior de su estructura, increíblemente compacta, había los suficientes circuitos electrónicos como para señalar con exactitud cien millones de estrellas diferentes y la justa relación existente entre ellas. Y como si esto no fuera suficiente maravilla en sí mismo, también era capaz de trasladar cualquier porción determinada del campo galáctico por cualquiera de los tres ejes espaciales, o hacer girar cualquier porción del campo alrededor de un centro.
Por estas razones la Lente había supuesto casi una revolución en los viajes interestelares. En los días en que se iniciaron tales viajes, el cálculo de cada salto a través del hiperespacio significaba un trabajo que podía durar incluso una semana; y la mayor parte de dicho trabajo era el cálculo más o menos preciso de la «Posición de la Nave» en la escala galáctica de referencia. Esencialmente, esto significaba la minuciosa observación de por lo menos tres estrellas muy espaciadas, cuyas posiciones, con referencia al arbitrario triple cero galáctico, eran conocidas.
Y el quid de la cuestión residía en la palabra «conocidas». Para cualquiera que conozca bien el campo galáctico desde un punto de referencia determinado, las estrellas son tan individuales como las personas. Sin embargo, se saltan diez pársecs y ni siquiera se puede reconocer al propio sol. Incluso puede resultar invisible.
La solución, naturalmente, era el análisis espectroscópico. Durante siglos, el objetivo principal de la ingeniería interestelar había sido el análisis de la «rúbrica de la luz» de más y más estrellas, con siempre mayor detalle. Con esto y con la creciente precisión del propio salto, se adoptaron las rutas ordinarias de viaje a través de la Galaxia, y el viaje interestelar dejó de ser un arte para convertirse en ciencia.
Y, no obstante, incluso en la Fundación y con calculadoras perfeccionadas, además de un nuevo método para observar mecánicamente el campo galáctico en busca de una «rúbrica de luz» conocida, a veces se tardaban días para localizar tres estrellas y calcular seguidamente la posición en regiones que no eran familiares para el piloto.
La Lente había cambiado todo aquello. Por un lado, solamente requería una única estrella conocida. Por otro, incluso un profano en el espacio como Channis podía manejarla.
La estrella de cierto tamaño más cercana por el momento era Vincetori, según los cálculos de salto, y en el centro del mirador se veía ahora una brillante estrella. Channis esperaba que fuese Vincetori.
La pantalla de la Lente fue proyectada directamente junto a la del mirador, y, con dedos cautelosos, Channis tecleó las coordenadas de Vincetori. Cerró un relé, y el campo de estrellas apareció en todo su esplendor. También allí había una brillante estrella en el centro, pero no parecía haber otra relación. Ajustó la Lente sobre el eje Z y extendió el campo hasta que el fotómetro demostró que las dos estrellas centradas eran de idéntico brillo.
Channis buscó una segunda estrella, de considerable brillo, en el mirador, y encontró una que correspondía en la pantalla del campo. Lentamente, hizo girar la pantalla hasta un ángulo similar de deflección. Torció los labios y desechó el resultado con una mueca. De nuevo giró la pantalla y colocó en posición otra estrella brillante, y después una tercera... y entonces sonrió. Ya lo había conseguido. Tal vez un especialista con entrenada percepción de relaciones hubiese acertado al primer intento, pero él se contentaba con tres.
Aquél era el ajuste. En el paso final, los dos campos se superpusieron y se fundieron en un mar confuso. La mayoría de las estrellas eran dobles. Pero el ajuste perfecto no le llevó mucho tiempo. Las estrellas dobles se fundieron en una, permaneció un campo, y la «Posición de la Nave» ya podía leerse directamente en las esferas. Todo el proceso había durado menos de media hora.
Channis encontró a Han Pritcher en su cabina. Era evidente que el general se estaba preparando para acostarse. Alzó la vista.
—¿Hay novedades?
—Nada en especial. Estaremos en Tazenda con otro salto.
—Ya lo sabía.
—No quiero molestarle si desea dormir, pero ¿ha mirado la película que recogimos en Cil?
Han Pritcher dirigió una mirada despreciativa al artículo en cuestión, que se hallaba en su funda negra sobre el estante más bajo.
—Sí.
—¿Y qué opina usted?
—Opino que si alguna vez la historia fue una ciencia, se ha perdido completamente en esta región de la Galaxia.
Channis esbozó una gran sonrisa.
—Sé lo que quiere decir. Más bien estéril, ¿verdad?
—No, si le gustan las crónicas personales de los dirigentes. Probablemente es inexacta, y yo diría que en ambas direcciones. Cuando la historia se ocupa de personalidades, las descripciones son blancas o negras, según los intereses del escritor. Yo lo he encontrado totalmente inútil.
—Pero se habla de Tazenda. Eso es lo que quise demostrarle cuando le di la película. Es la única que he descubierto que se refiera a Tazenda.
—Muy bien. Tienen dirigentes buenos y malos. Han conquistado unos pocos planetas, ganado algunas batallas y perdido otras tantas. No se distinguen en nada. No creo que su teoría sea válida, Channis.
—Pero usted ha pasado por alto algunos puntos. ¿No ha observado que nunca formaron coaliciones? Siempre han permanecido al margen de la política de este Extremo Estelar. Como usted ha dicho, conquistaron algunos planetas, pero entonces se detuvieron, y ello sin haber sufrido ninguna derrota de importancia. Es como si ya se hubieran extendido lo suficiente como para protegerse a sí mismos, pero no lo bastante como para llamar la atención.
—Está bien —fue la indiferente respuesta—. No me opongo a que aterricemos. Lo peor que puede pasar es que perdamos el tiempo.
—¡Oh, no! Lo peor sería una derrota completa, si en efecto es la Segunda Fundación. Recuerde que se trataría de un mundo habitado por quién sabe cuántos Mulos.
—¿Qué piensa usted hacer?
—Aterrizar en un planeta menor, cualquiera de los sometidos. Averiguar todo lo que podamos sobre Tazenda, e improvisar a raíz de nuestras pesquisas.
—Muy bien. No hay objeción. Ahora, si no le importa, me gustaría apagar las luces.
Channis se fue con un ademán de despedida.
Y en la oscuridad de un aposento diminuto, en una isla de metal perdida en la inmensidad del espacio, el general Han Pritcher se mantuvo despierto, continuando los pensamientos que le llevaban a tan fantásticas conclusiones.
Si era cierto todo lo que había meditado tan meticulosamente, y los hechos empezaban a corroborarlo, entonces Tazenda era la Segunda Fundación. No había otra salida. Pero ¿cómo? ¿Cómo?
¿Podía ser Tazenda? ¿Un mundo ordinario? ¿Un mundo sin distinción? ¿Un arrabal perdido entre las ruinas de un Imperio? ¿Una astilla entre fragmentos? Recordó confusamente el rostro marchito del Mulo y su trémula voz cuando hablaba del psicólogo de la Primera Fundación, Ebling Mis, el hombre que, tal vez, averiguó el secreto de ,la Segunda.
Pritcher recordó las palabras del Mulo, llenas de tensión: «Era como si el asombro hubiera sobrecogido a Mis. Era como si algo sobre la Segunda Fundación hubiera superado todos sus cálculos, y le hubiese llevado en una dirección completamente distinta de lo que podía haber imaginado. Ojalá yo hubiera leído sus pensamientos y no sus emociones. Pero las emociones eran claras, y la más sobresaliente era la de una enorme sorpresa.»
La sorpresa era la clave. ¡Algo sumamente asombroso! Y ahora había llegado aquel muchacho, aquel jovenzuelo sonriente, que divagaba ilusionado sobre Tazenda y su vulgar subdesarrollo. Y debía tener razón. Debía tenerla. De lo contrario, nada tenía sentido.
El último pensamiento consciente de Pritcher tuvo un matiz sombrío. El hiperrastreador que había depositado en el tubo etérico seguía estando allí. Lo había comprobado hacía una hora, cuando Channis se hallaba en el otro extremo de la nave.

SEGUNDO INTERLUDIO

Era una reunión casual en la antesala de la Cámara del Consejo, sólo unos momentos antes de pasar a ella, para discutir los asuntos del día, y unas cuantas ideas fueron intercambiadas con rapidez.
—De manera que el Mulo está en camino.
—Eso he oído yo también. ¡Arriesgado! ¡Considerablemente arriesgado!
—No si los acontecimientos se ajustan a las funciones establecidas.
—El Mulo no es un hombre corriente... y es casi imposible manipular a sus instrumentos elegidos sin que lo detecte. Las mentes controladas son muy difíciles de penetrar. Dicen que ya se ha dado cuenta de algunos casos.
—Sí, pero no creo que esto se pueda evitar.
—Las mentes incontroladas son más fáciles. Pero hay tan pocas que tengan autoridad bajo su mando...
Entraron en la Cámara. Otros les siguieron.


3. DOS HOMBRES Y UN CAMPESINO

Rossem era uno de esos mundos marginales generalmente olvidados por la historia galáctica y que apenas son advertidos por los hombres de los millones de planetas más afortunados.
En los últimos días del Imperio Galáctico, unos cuantos prisioneros políticos habían ocupado sus desiertos, mientras que un observatorio y una pequeña guarnición naval servían para que no fuese dicho que estaba abandonado. Más tarde, en la triste época de las guerras, anterior a la de Hari Seldon, los hombres de naturaleza más débil, cansados de las continuas décadas de inseguridad y peligro, huyendo de planetas saqueados y de una fantasmal sucesión de emperadores efímeros que vestían la Púrpura por unos cuantos años desgraciados e improductivos, huyeron de los centros poblados y buscaron refugio en los rincones desolados de la Galaxia.
A lo largo de los glaciales desiertos de Rossem se apiñaban algunos pueblos. Su sol era un miserable globo rojizo que concentraba su escaso calor en sí mismo, mientras la nieve caía en finos copos durante nueve meses del año. El resistente grano nativo dormía en la tierra durante la temporada de nieve, y luego crecía y maduraba a frenética velocidad cuando _a tímida radiación solar hacía subir la temperatura a casi diez grados.
Pequeños animales, parecidos a cabras, triscaban en los prados, apartando la nieve con sus minúsculos cascos de tres pezuñas.
Los hombres de Rossem tenían, de esta forma, pan y leche, y, cuando podían permitirse el lujo de sacrificar a un animal, incluso carne. Los tenebrosos bosques que cubrían la mitad de la región ecuatorial del planeta suministraban una madera dura y de fina contextura para la construcción. Esta madera, ciertos minerales y algunas pieles eran lo bastante valiosos como para ser exportados, y periódicamente llegaban las naves del Imperio trayendo a cambio maquinaria agrícola, radiadores atómicos e incluso aparatos de televisión. Estos últimos no eran realmente algo incongruente, pues el largo invierno imponía al campesino un prolongado descanso.
La historia pasaba de largo a los campesinos de Rossem. Las naves comerciales podían llevar noticias a grandes intervalos; ocasionalmente llegaban nuevos fugitivos —una vez apareció un grupo relativamente numeroso, que se estableció—, y éstos solían traer noticias de la Galaxia.
Era entonces cuando los rossemitas se enteraban de encarnizadas batallas y poblaciones diezmadas, u oían hablar de emperadores tiránicos y virreyes rebeldes. Y suspiraban, meneando la cabeza, y se ajustaban los cuellos de piel alrededor de sus rostros barbudos mientras escuchaban, sentados en círculo en la plaza del pueblo, tomando el mortecino sol y filosofando sobre la maldad de los hombres.
Después hubo un tiempo en que no llegó ninguna nave comercial, y la existencia se hizo más precaria. Se detuvo el suministro de exquisitos alimentos extranjeros, de tabaco y de maquinaria. Vagas noticias difundidas por televisión les informaron de acontecimientos cada vez más inquietantes. Y finalmente se supo que Trántor había sido saqueado. El gran mundo que era capital de toda la Galaxia, el espléndido, inasequible, histórico e incomparable hogar de emperadores, había sido objeto de pillaje y reducido a escombros.
Era algo inconcebible, y muchos de los campesinos de Rossem, mientras trabajaban arduamente la tierra, creyeron que el fin de la Galaxia estaba próximo.

Y entonces, un día que en nada se diferenciaba de los demás, aterrizó una nave. Los Ancianos de cada pueblo movieron sabiamente la cabeza, abrieron sus cansados párpados y murmuraron que lo mismo había ocurrido en tiempos de sus padres... Pero no era exactamente lo mismo.
Aquella nave no era una nave imperial. En su proa faltaba la resplandeciente Astronave—y—Sol del Imperio. Era un cacharro desvencijado, hecho con restos de naves más viejas, y los hombres que bajaron de él se llamaban a sí mismos «soldados de Tazenda».
Los campesinos estaban confundidos. No habían oído hablar de Tazenda, pero, no obstante, acogieron a los soldados con su tradicional hospitalidad. Los recién llegados interrogaron a los rossemitas sobre la naturaleza del planeta, la cantidad de habitantes, el número de sus ciudades —una palabra que loa campesinos interpretaron como «pueblos», originando una confusión general—, su tipo de economía y cosas por el estilo.
Llegaron otras naves y por todo el planeta fue proclamado que en aquellos momentos Tazenda era el mundo dirigente, que se establecerían estaciones recaudadoras de impuestos a lo largo de la línea ecuatorial —la región habitada— y que se recogerían anualmente porcentajes de grano y pieles según ciertas fórmulas numéricas.
Los rossemitas parpadearon indecisos, extrañados sobre el significado de la palabra «impuestos». Cuando llegó el momento de la recaudación, muchos pagaron, mientras otros contemplaban llenos de confusión cómo los uniformados habitantes de otro mundo cargaban el maíz cosechado y las pieles en grandes camiones de superficie.
Aquí y allí, indignados campesinos formaron bandas y sacaron las antiguas armas de caza, pero nunca llegaron a usarlas. Se disolvieron a regañadientes cuando vinieron los hombres de Tazenda, y comprobaron con desaliento que su dura lucha por la existencia se había hecho todavía más dura.
Pero alcanzaron un nuevo equilibrio. El gobernador tazendiano vivía en el pueblo de Gentri, al que los rossemitas tenían prohibida la entrada. El y sus funcionarios eran extraños seres de otro mundo que raramente se inmiscuían en los asuntos de los rossemitas. Los recaudadores de impuestos, rossemitas al servicio de Tazenda, venían periódicamente, pero ahora ya formaban parte de la costumbre: el campesino había aprendido a ocultar su grano, a conducir su ganado al bosque y a procurar que su choza no pareciese ostentosamente próspera. Entonces, con expresión torpe y ausente, contestaba a todos los interrogatorios referentes a sus bienes con un vago gesto que abarcaba todo lo que estaba a la vista.
Incluso aquello fue desapareciendo, y los impuestos disminuyeron, casi como si Tazenda se hubiera cansado de extraer algún bien de un mundo semejante.
El comercio se animó, y tal vez Tazenda encontró aquello más provechoso. Los hombres de Rossem, ya no recibían a cambio las refinadas creaciones del Imperio, pero incluso las máquinas y los alimentos tazendianos eran mejores que los productos nativos. Y conseguían para las mujeres telas que no eran el gris tejido casero, lo cual era algo muy importante.
Así, una vez más, la historia pasó de largo pacíficamente, y los campesinos siguieron trabajando con ardor la casi estéril tierra.

Narovi sopló sobre su barba mientras salía de la choza. Las primeras nieves humedecían la tierra dura, y el cielo estaba casi totalmente cubierto de nubes rojizas. Miró cuidadosamente hacia arriba, haciendo guiños, y decidió que no se aproximaba ninguna tormenta. Podría viajar a Gentri sin grandes problemas y deshacerse del grano sobrante a cambio de las suficientes latas de comida como para pasar el invierno.
Volviéndose hacia la puerta, la abrió un poco para gritar:
—¡Eh, muchacho! ¿Has puesto combustible al coche?
En el interior sonó una voz, y entonces salió el hijo mayor de Narovi, cuya corta barba rojiza aún estaba escasamente poblada.
—El coche tiene ya combustible y marcha bien —contestó hoscamente—, pero los ejes están en malas condiciones. De eso no tengo la culpa. Ya te dije que necesita una buena reparación.
El anciano dio un paso atrás y observó a su hijo con el ceño fruncido; seguidamente sacó adelante la barbilla
—¿Acaso es mía la culpa? ¿Dónde y de qué modo puedo conseguir una buena reparación? ¿No ha sido la cosecha insuficiente durante cinco años? ¿Han escapado mis rebaños a la peste? ¿Han volado las pieles por sí solas?
—¡Narovi! —La voz familiar que gritó desde dentro le detuvo en su perorata.
Gruñó:
—Bueno, bueno..., ahora tu madre quiere meterse en los asuntos de padre e hijo. Saca el coche y asegúrate de que los remolques de mercancías estén bien sujetos.
Dio unas palmadas con las manos enguantadas y volvió a mirar hacia arriba. Las nubes eran más densas y por el cielo gris que asomaba entre los nubarrones apenas si llegaba calor. El sol estaba oculto.
Ya iba a desviar la vista cuando sus ojos se quedaron inmóviles, y su dedo índice señaló casi automáticamente hacia las nubes, mientras abría la boca para gritar, olvidándose del aire glacial.
—¡Mujer! —llamó vigorosamente—, vieja, ven aquí. Un rostro indignado apareció en una ventana. Los ojos de la mujer siguieron la dirección que indicaba el dedo y se abrieron desmesuradamente. Con una exclamación bajó de un salto los escalones de madera, agarrando en su camino un viejo chal y un pañuelo de hilo. Salió con este último en la cabeza, atado a toda prisa, y el chal echado sobre los hombros. Exclamó
—Es una nave del espacio exterior.
Y Narovi observó con impaciencia:
—¿Qué otra cosa podía ser? ¡Tenemos visita, vieja, tenemos visita!
La nave descendía lentamente en dirección a un campo helado que estaba en la porción septentrional de la granja de Narovi.
—Pero ¿qué haremos? —murmuró la mujer—. ¿Podemos ofrecer hospitalidad a esa gente? ¿Acaso está bien que pisen la suciedad de nuestra choza y coman las sobras de la tarta que hice la semana pasada?
—¿Prefieres que vayan a casa de nuestros vecinos?
Narovi enrojeció por encima del rubor provocado por el frío, y sus brazos, cubiertos por pieles, agarraron los robustos hombros de la mujer.
Esposa de mi alma —susurró—, bajarás las dos sillas de nuestro dormitorio; matarás una cría bien cebada y cocerás un buen pastel. Yo me voy ahora a saludar a esos hombres poderosos del espacio exterior... y... y... —Hizo una pausa, se encasquetó la gorra y continuó en tono vacilante—: Sí, traeré también mi jarra de mosto fermentado. Es agradable una bebida fuerte.
La boca de la mujer se movió inútilmente durante aquel discurso. No pudo pronunciar palabra. Y cuando se sobrepuso un poco, sólo emitió sonidos incoherentes. Narovi levantó un dedo.
—Vieja, ¿qué dijeron los Ancianos del pueblo hace una semana? ¿Eh? Ejercita tu memoria. Los Ancianos fueron de granja en granja... ¡ellos, en persona! ¡Imagínate la importancia que tenía el asunto! Vinieron a pedirnos que si aterrizaban naves del espacio exterior les informásemos inmediatamente, por orden del gobernador. ¿Y ahora no voy a aprovechar la oportunidad de granjearme el favor de los hombres poderosos? Contempla esa nave. ¿Has visto alguna vez algo parecido? Esos hombres de los mundos exteriores son ricos e ilustres. El propio gobernador envía tan urgentes mensajes en relación con ellos que los Ancianos se ven obligados a ir de granja en granja en pleno invierno. Tal vez ya esté circulando por todo Rossem el mensaje de que estos hombres son grandemente deseados por los Señores de Tazenda..; y están aterrizando en mi granja.
Casi se puso a saltar de ansiedad.
—Ahora les ofreceremos la debida hospitalidad.., mi nombre será mencionado al gobernador... ¿y qué será lo que no podamos conseguir?
Su esposa advirtió de pronto que el frío glacial le llegaba al cuerpo a través de su ropa de estar por casa. Corrió hacia la puerta, gritando por encima del hombro
Pues vete en seguida.
Pero habló a un hombre que ya estaba corriendo a toda velocidad hacia el punto de su granja sobre el que aterrizaba la nave.

Ni el frío de aquel mundo ni sus espacios des(> lados arredraron al general Han Pritcher, como tampoco lo hicieron la pobreza de los alrededores y el sudoroso campesino que les acompañaba hacia la choza.
Sólo le preocupaba la cuestión de cuál sería la táctica más sabia. El y Channis estaban solos allí.
La nave, que habían dejado en el espacio, estaría sin novedad en circunstancias corrientes, pero, a pesar de ello, se sentía inseguro Era Channis, por supuesto, el responsable de aquella acción. Miró hacia el joven y le sorprendió atisbando con expresión pícara a la mujer, que con la boca abierta y ojos curiosos apareció momentáneamente tras la cortina de pieles que dividía la habitación.
En cambio, Channis parecía estar completamente a sus anchas, y Pritcher saboreó este hecho con agria satisfacción. Su juego no se desarrollaría exactamente de acuerdo con sus deseos.
Los receptores—emisores de ultra ondas que llevaban en la muñeca constituían su única conexión con la nave.
Y entonces el campesino, que era su anfitrión, sonrió de oreja a oreja, inclinó la cabeza varias veces y dijo con voz servil y respetuosa:
—Nobles Señores, les pido permiso para decirles que mi hijo mayor, un muchacho bueno y listo a quien mi pobreza me impide educar, me ha informado de que los Ancianos llegarán pronto. Espero que su estancia aquí sea agradable, pese a mis humildes medios, ya que soy un campesino pobre aunque trabajador, honrado y obediente.
——¿Ancianos? —repitió Channis en tono ligero—. ¿Son los jefes de esta región?
—Así es, Nobles Señores, y todos ellos son hombres dignos y honestos, pues nuestro pueblo es conocido en Rossem como un lugar justo y respetable, aunque la vida es dura y los productos de campos y bosques, escasos. Tal vez mencionarán ustedes a los Ancianos, Nobles Señores, el respeto que muestro hacia los viajeros, y es posible que ellos soliciten un camión nuevo para nuestra granja, porque el viejo apenas se arrastra y de él depende nuestro sustento.
Parecía humildemente ansioso, y Han Pritcher asintió con la altiva condescendencia que convenía al título de «Nobles Señores» que les era conferido.
—Un informe de su hospitalidad llegará a oídos de los Ancianos.
Pritcher eligió los primeros momentos de soledad para hablar al aparentemente soñoliento Channis.
—No me gusta demasiado esta reunión con los Ancianos —dijo—. ¿Qué piensa usted al respecto?
Channis pareció sorprendido.
—Nada. ¿Qué le preocupa?
—Creo que tenemos cosas mejores que hacer que llamar la atención en este lugar.
Channis habló apresuradamente, en voz baja:
—Puede ser necesario el hecho de que nos arriesguemos a llamar la atención. No podemos encontrar a los hombres que buscamos, Pritcher, escondiendo la cabeza bajo el ala. Quienes gobiernan por medio de trucos mentales no han de ser necesariamente los que ostenten el poder. En primer lugar, es probable que los psicólogos de la Segunda Fundación sean una pequeña minoría de la población total, del mismo modo que en su propia Primera Fundación los técnicos y científicos eran unos pocos. Los habitantes corrientes son seguramente sólo eso: muy corrientes. Es posible incluso que los psicólogos se mantengan ocultos y que los hombres que ejercen el poder crean
sinceramente que son los verdaderos jefes. La solución de nuestro problema puede encontrarse aquí, en los hielos de este planeta.
—No comprendo una palabra de todo esto.
—Pues resulta bastante fácil. Tazenda es, probablemente, un mundo enorme, poblado por miles de millones de seres. ¿Cómo podríamos identificar a los psicólogos entre ellos y comunicar al Mulo que hemos encontrado la Segunda Fundación? Pero aquí, en este planeta subordinado, en este diminuto mundo de campesinos, todos los dirigentes tazendianos están concentrados, según nos ha dicho nuestro anfitrión, en el único pueblo importante: Gentri. En él deben vivir solamente unos centenares de ellos, Pritcher, y entre ellos tiene que haber uno o dos hombres de la Segunda Fundación. Nos dirigiremos allí eventualmente, pero veamos primero a los Ancianos. Es un paso lógico en el camino.
Se apartaron uno de otro cuando el campesino irrumpió de nuevo en la estancia dando evidentes muestras de agitación.
—Nobles Señores, ya llegan los Ancianos. Les suplico una vez más que mencionen algo en mi favor...
Casi tocó el suelo en su reverencia, en un paroxismo de humildad.
—Le aseguro que nos acordaremos de usted —dijo Channis—. ¿Son éstos sus Ancianos?
Al parecer, lo eran. Se trataba de tres hombres. Uno de ellos se acercó. Se inclinó con noble respeto y dijo:
—Es un honor para nosotros. Respetados señores, disponemos de un medio de transporte y esperamos poder gozar del placer de su compañía en nuestra Sala de Reuniones.

TERCER INTERLUDIO

El Primer Orador contempló pensativamente el cielo nocturno. Nubes alargadas flotaban entre el débil fulgor de las estrellas. El espacio parecía activamente hostil. Era frío y terrible en sus mejores momentos, pero en aquellos instantes contenía a un extraño ser, el Mulo, y aquel contenido parecía oscurecerlo con su maligna amenaza.
La reunión había terminado. No había durado mucho. Se plantearon las dudas y preguntas inspiradas por el difícil problema matemático de tratar con un mutante mental de características inciertas. Debían ser consideradas todas las permutaciones ex tremas.
¿Estaban, aun así, en lo cierto? En alguna parte de aquella región del espacio, a una distancia accesible, teniendo en cuenta la inmensidad de los espacios galácticos, se encontraba el Mulo. ¿Qué se proponía hacer?
Era bastante fácil manejar a sus hombres. Estos reaccionaban —y estaban reaccionando— de acuerdo con el Plan.
Pero ¿qué haría el propio Mulo?


4. DOS HOMBRES Y LOS ANCIANOS

Los Ancianos de aquella región particular de Rossem no eran exactamente como uno los hubiera imaginado. No era una mera extrapolación de la clase campesina, más viejos, más autoritarios, menos amables.
Nada de eso.
La dignidad que les distinguió en el primer encuentro fue incrementándose hasta dar la impresión de ser su característica predominante.
Se sentaron alrededor de la mesa ovalada como pensadores graves y de movimientos lentos. La mayoría había llegado a la senectud. Los pocos que lucían barba la llevaban corta y bien cuidada. Algunos parecían tener menos de cuarenta años, lo cual ponía de manifiesto que el título de «Ancianos» era más un término respetuoso que una descripción literal de su edad.
Los dos hombres llegados del espacio exterior se sentaron a un extremo de la mesa, y durante el solemne silencio que acompañó a la frugal comida,
más ceremoniosa que nutritiva, se dedicaron a observar los contrastes de aquel nuevo ambiente.
Después de la comida y de una o dos respetuosas indicaciones —demasiado cortas y sencillas para ser calificadas de discursos— por parte de los Ancianos que al parecer gozaban de mayor estima, en la asamblea reinó cierta informalidad.
Fue como si la dignidad de saludar a personajes extranjeros hubiera cedido el paso a las amables y rústicas cualidades de la curiosidad y el compañerismo.
Rodearon a los dos extranjeros y les acribillaron a preguntas.
Preguntaron si era difícil manejar una astronave, cuántos hombres se requerían para hacerlo, si era posible fabricar mejores motores para sus coches de superficie, si era cierto que raramente nevaba en otros planetas, como se decía que era el caso de Tazenda, cuántos habitantes tenía su mundo, si era grande como Tazenda, si estaba lejos, cómo tejían sus ropas y qué les prestaba aquel brillo metálico, por qué no llevaban pieles, si se afeitaban todos los días, qué clase de piedra era la que había engarzada en el anillo de Pritcher... La lista parecía no tener fin.
Y casi siempre las preguntas iban dirigidas a Pritcher, como si, por el hecho de ser el de más edad, le confiriesen automáticamente una mayor autoridad. Pritcher se vio obligado a contestar cada vez con mayor detalle. Era como sumergirse entre un grupo de niños. Las preguntas tenían una total y desarmante ingenuidad. Su ansiedad de saber era completamente irresistible.
Pritcher explicó que las astronaves no eran difíciles de manejar y que la tripulación variaba de uno a varios miembros, según el tamaño; que desconocía los detalles de los motores de sus coches, pero que sin duda podrían perfeccionarse; que los climas de los planetas eran tremendamente diversos; que en su mundo vivían muchos centenares de millones, pero que era mucho más pequeño e insignificante que el gran imperio de Tazenda; que sus ropas estaban tejidas a base de silicona y el brillo metálico se conseguía artificialmente por medio de una orientación apropiada de las moléculas de la superficie; y que producían un calor artificial, por lo que las pieles eran innecesarias; que se afeitaban todos los días; que la piedra de su anillo era una amatista. Contra su voluntad, sintió que aquellos ingenuos provincianos le inspiraban simpatía.
A cada respuesta que daba, los Ancianos intercambiaban rápidos comentarios, debatiendo la información recibida. Era difícil seguir aquellas discusiones porque hablaban la lengua universal galáctica con un acento propio, y debido a su largo aislamiento de las corrientes modernas, sus formas se habían convertido en arcaicas.
Casi se habría podido decir que sus breves comentarios se aproximaban al borde de la comprensión, pero de algún modo eludían la interpretación exacta de su significado.
Hasta que, finalmente, Channis les interrumpió para decir:
—Bondadosos señores, ahora tendrán que responder ustedes a nuestras preguntas, porque somos extranjeros y nos interesaría mucho saber todo lo posible sobre Tazenda.
Entonces se produjo un gran silencio, y cada uno de los hasta entonces locuaces Ancianos cayó en el mutismo. Sus manos, que se habían movido rápida y delicadamente mientras hablaban, como si con ello quisieran dar más matices a su interrogatorio, se quedaron inmóviles de improviso. Se miraron furtivamente unos a otros; al parecer deseando cada uno de ellos que fuese otro quien hablara.
Pritcher intervino con rapidez:
—Mi compañero lo ha preguntado de buena fe, porque la fama de Tazenda se extiende por toda la Galaxia y nosotros, naturalmente, informaremos al gobernador de la lealtad y la devoción de los Ancianos de Rossem.
No se oyó ningún suspiro de alivio, pero los rostros se animaron un poco. Un Anciano acarició su barba con el pulgar y el índice, la estiró con una ligera presión y dijo:
—Somos leales servidores de los Señores de Tazenda.
El enojo de Pritcher por la inoportuna pregunta de Channis se disipó. Al menos era evidente que la edad, que parecía pesarle en los últimos tiempos, no le había deteriorado su capacidad de suavizar las faltas cometidas por los demás.
Continuó
—En nuestra lejana parte del universo no sabemos gran cosa de la historia de los Señores de Tazenda. Suponemos que han gobernado estos mundos con benevolencia durante mucho tiempo.
Contestó el mismo Anciano que había hablado antes. De un modo automático se había convertido en el portavoz del grupo. Explicó:
—Ni el abuelo del más anciano puede recordar un tiempo en que los Señores estuvieran ausentes.
—¿Siempre ha reinado la paz?
—¡Siempre! —Vaciló—. El gobernador es un Señor fuerte y poderoso que no titubearía en castigar a los traidores. Ninguno de nosotros lo somos, naturalmente.
—Me imagino que en el pasado habrá castigado a algunos, si se lo merecían.
Una nueva vacilación.
—Aquí no hay traidores, ni los ha habido nunca. Pero no es así en otros mundos, donde la traición ha sido castigada con la muerte. No es bueno pensar en ello, pues nosotros somos hombres humildes y pobres labradores que no tenemos nada que ver con cuestiones de política.
La ansiedad de su voz y la común preocupación en los ojos de todos ellos resultaban evidentes.
Pritcher preguntó con suavidad:
—¿Podría informarnos de cómo hay que solicitar una audiencia con su gobernador?
Instantáneamente, un elemento de repentina perplejidad se adueñó de la situación.
Tras una larga pausa, el anciano dijo:
—Cómo, ¿no lo sabían? El gobernador vendrá aquí mañana. Les estaba esperando. Ha sido un gran honor para nosotros. Esperamos..., esperamos ansiosamente que le hablarán de nuestra lealtad hacia él.
Pritcher esbozó una vaga sonrisa.
—¿Nos esperaba?
El Anciano les miró con extrañeza.
—Claro..., hace ya una semana que les estamos esperando.

Su alojamiento era, sin duda alguna, lujoso para aquel mundo. Pritcher había vivido en lugares peores. Channis sólo demostraba indiferencia hacia lo que le rodeaba.
Pero entre ambos había un elemento de tensión distinto del que había existido hasta entonces. Pritcher sentía que se aproximaba el momento de tomar una decisión definitiva, y, sin embargo, era aconsejable seguir esperando. Ver primero al gobernador significaba ampliar el juego a dimensiones peligrosas, pero, por otra parte, ganar aquella partida podía multiplicar las ganancias. Sintió una oleada de irritación ante el ceño ligeramente fruncido de Channis, ante la delicada incertidumbre con que el joven se mordía el labio inferior. Detestaba aquella inútil comedia y deseaba ponerle fin. Dijo:
—Parece que se nos han adelantado.
—Sí —fue la lacónica respuesta de Channis.
—¿Sólo eso? ¿No tiene ninguna contribución de mayor alcance que hacer? Venimos aquí y nos encontramos con que el gobernador nos esperaba. Es posible que el gobernador nos comunique que somos esperados en el propio Tazenda. ¿Qué valor tiene, entonces, toda nuestra misión?
Channis le miró y repuso, sin tratar de ocultar el tono cansado de su voz:
—Esperarnos es una cosa; saber quiénes somos y para qué hemos venido, es otra.
—¿Se imagina que podrá callarlo ante los hombres de la Segunda Fundación?
—Quizá. ¿Por qué no? ¿Pondría usted su mano en el fuego por eso? Suponga que nuestra nave fue detectada en el espacio. ¿Acaso es extraño que un mundo mantenga puestos de observación fronterizos? Aunque fuéramos extranjeros corrientes, despertaríamos su interés.
—¿El interés suficiente como para que un gobernador venga a vernos en lugar de ir nosotros a verle a él?
Channis se encogió de hombros.
—Tendremos que ocuparnos de este problema más tarde. Veamos primero qué clase de hombre es el gobernador.
Pritcher enseñó los dientes mientras reía de forma forzada. La situación se estaba volviendo ridícula. Channis prosiguió con extraña animación
—Al menos sabemos una cosa: Tazenda es la Segunda Fundación, o un millón de pequeños indicios apuntan unánimemente hacia la dirección equivocada. ¿Cómo interpreta usted el evidente terror que inspira Tazenda a estos nativos? No veo signos de dominación política. Al parecer, sus grupos de Ancianos se reúnen libremente y sin ninguna clase de interferencia. Los impuestos de que hablan no se me antojan muy altos ni que se recauden con gran severidad. Los nativos hablan mucho de su pobreza, pero parecen fuertes y bien alimentados. Las casas son humildes, así como los pueblos, pero adecuados para sus fines. De hecho, este mundo me fascina. Nunca había visto ningún otro tan inhóspito, pero estoy convencido de que la población no sufre y de que en sus vidas sin complicaciones hay una felicidad equilibrada de la que carecen las sofisticadas poblaciones de los centros más avanzados.
—¿De modo que es usted un admirador de las virtudes campesinas?
—Las estrellas no lo permitan. —A Channis pareció divertirle la idea—. Sólo estoy señalando la importancia de todo esto. Da la impresión de que Tazenda administra con eficiencia, y digo eficiencia en un sentido muy diferente de la del antiguo Imperio o la Primera Fundación, o incluso de nuestra propia Unión. Todas ellas han hecho gala de una eficiencia mecánica, reflejada en valores más tangibles. Tazenda aporta felicidad y suficiencia. ¿No ve usted que toda la orientación de su dominio es diferente? No es física, sino psicológica.
—¿De veras? —Pritcher se permitió un tono irónico—. ¿Y el terror con que los Ancianos hablaron del castigo impuesto a la traición por los bondadosos administradores psicólogos? ¿Acaso apoya eso su tesis?
—¿Fueron ellos objeto del castigo? Sólo hablaron del castigo de los demás, como si el conocimiento del citado castigo hubiera sido tan bien implantado en ellos que nunca necesita ser impuesto. Las actitudes mentales adecuadas están tan asentadas en sus mentes que estoy seguro de que no hay en este planeta ni un solo soldado tazendiano. ¿No se ha dado cuenta de todo esto?
—Tal vez me la dé —repuso fríamente Pritcher cuando vea al gobernador. A propósito, ¿y si manipulan nuestras mentes?
Channis replicó con brutal desprecio:
—Usted ya debería estar acostumbrado a ello.
Pritcher palideció perceptiblemente, y, con visible esfuerzo, dio media vuelta. Aquel día no volvieron a hablarse.

En el frío glacial de la noche silenciosa y sin viento, mientras escuchaba la respiración acompasada de su compañero, Pritcher ajustó su transmisor de muñeca a la región de ultra ondas que era inaccesible para Channis, y con pequeños toques de la uña se puso en contacto con la nave.
La respuesta llegó en breves períodos de tan inaudible vibración que apenas asomaba al umbral de los sentidos.
Por dos veces, Pritcher preguntó:
—¿Ninguna comunicación todavía?
Por dos veces llegó la respuesta:
—Ninguna. Seguimos esperando.
Saltó de la cama. En la habitación hacía frío. Se envolvió bien con la manta de piel y se sentó a contemplar las numerosísimas estrellas, que eran tan diferentes en su fulgor y en la complejidad de su disposición a la monótona bruma de la lente galáctica que dominaba el firmamento nocturno de su periferia nativa.
En alguna parte entre aquellas estrellas se hallaba la respuesta a las complicaciones que le atormentaban, y sintió un gran deseo de que llegara aquella solución y terminara todo el asunto.
Por un momento volvió a preguntarse si el Mulo tendría razón, si la Conversión le habría privado de su firme y aguda confianza en sí mismo. ¿O sería simplemente la edad y las fluctuaciones de aquello últimos años?
No le importaba demasiado.
Estaba cansado.

El gobernador de Rossem llegó con escasa ostentación. Su único séquito era el hombre uniformado que conducía el coche de superficie.
El vehículo era de lujoso diseño, pero Pritcher lo encontró poco práctico. Giraba con torpeza, y más de una vez pareció encabritarse ante un cambio de marcha demasiado rápido. Por su diseño se deducía en seguida que funcionaba con combustible químico y no con atómico.
El gobernador tazendiano pisó con suavidad la fina capa de nieve y avanzó entre dos hileras de respetuosos Ancianos. No les miró, sino que entró rápidamente, y ellos le siguieron.
Desde el alojamiento que se les había asignado, los dos hombres de la Unión contemplaron la escena. El gobernador era corpulento, macizo, bajo y de aspecto vulgar.
Pero ¿qué importaba aquello?
Pritcher se maldijo a sí mismo por su nerviosismo. No se traslucía en su rostro, que continuaba impasible, por lo que no sufría ninguna humillación ante Channis, pero sabía muy bien que su presión sanguínea había subido y notaba que tenía la garganta seca.
No era un caso de temor físico. Pritcher no se contaba entre aquellos hombres obtusos y carentes de imaginación a los que su estupidez impedía sentir miedo, pero podía hacer frente al citado temor.
Aquello era algo diferente. Era el otro temor.
Echó una rápida ojeada a Channis. El joven se estaba contemplando las uñas de una mano y se pulía ociosamente alguna irregularidad.
Algo en el interior de Pritcher bulló de indignación. ¿Qué podía temer Channis de la manipulación mental?
Pritcher Trató de recordar. Recordar cómo era antes de que el Mulo convirtiera al empedernido demócrata que creía haber sido. Era difícil hacerlo; no podía localizarse mentalmente. No podía romper los alambres que le unían emocionalmente al Mulo. Con gran esfuerzo pudo recordar que una vez había intentado asesinar al Mulo, pero por más que se esforzó no pudo reconstruir sus emociones de entonces. Tal vez se lo impedía el instinto de conservación de su propia mente, porque sólo la idea intuitiva de lo que pudieron ser aquellas emociones —sin comprender los detalles, sino meramente su tendencia—, le revolvía el estómago.
¿Y si el gobernador hurgaba en su mente?
¿Y si los insustanciales tentáculos mentales de un hombre de la Segunda Fundación se insinuaban en las grietas emocionales de su cerebro y se quedaban en ellas...?
No hubo ninguna sensación la primera vez; ni dolor, ni sacudida mental..., ni siquiera una impresión de discontinuidad. Siempre había querido al Mulo. Si existió un tiempo con anterioridad —cinco años atrás, por ejemplo— en que pensó que no le quería, que le odiaba, fue sólo una espantosa ilusión, y la idea de aquella ilusión le avergonzaba.
Pero no hubo ningún dolor.
¿Le ocurriría lo mismo cuando viera al gobernador? ¿Acaso todo lo sucedido hasta entonces, todo su servicio al Mulo, toda la orientación de su vida, se transformaría en un momento en el confuso sueño de otra vida contenido en la palabra democracia? ¿Sería el Mulo sólo un sueño y su lealtad exclusivamente para Tazenda...?
Se volvió en redondo de improviso, con un fuerte deseo de vomitar.
Y entonces la voz de Channis resonó. en su oído: —Creo que ya llega, general.
Pritcher se volvió de nuevo. Un Anciano había abierto la puerta sin ruido y se hallaba en el umbral, tranquilo y respetuoso.
—Su Excelencia, el gobernador de Rossem, en nombre de los señores de Tazenda, se complace en otorgar el permiso para una audiencia y solicita su presencia ante él.
—Aceptado —murmuró Channis, apretándose el cinturón y ajustando una capucha rossemiana sobre su cabeza.
Pritcher juntó las mandíbulas. Aquél era el inicio del verdadero juego.

El aspecto del gobernador de Rossem no tenía nada de formidable. En primer lugar, llevaba la cabeza descubierta, y sus escasos cabellos, de un castaño claro con hebras grises, le prestaban un aire benévolo. Sus ojos, rodeados de finas arrugas, parecían calculadores, pero su mentón recién afeitado era pequeño, y, según la Convención Universal de los seguidores de la seudociencia que consiste en leer el carácter en la estructura ósea del rostro, parecía del tipo «débil».
Pritcher evitó los ojos y contempló el mentón. Ignoraba si aquello sería efectivo, o si había algo que pudiera serlo.
La voz del gobernador, estridente, dijo con indiferencia
—Bien venidos a Rossem. Os saludamos en paz. ¿Habéis comido?
Su mano, de dedos largos y venas abultadas, hizo un gesto casi real sobre la mesa en forma de U.
Se inclinaron y se sentaron. El gobernador ocupaba el lado exterior de la base de la U y ellos el interior, mientras los Ancianos formaban dos hileras a lo largo de ambos brazos.
El gobernador habló con frases cortas y abruptas, alabando la comida, importada de Tazenda —que realmente era distinta, y mucho mejor que la tosca comida de los Ancianos—, criticando el clima de Rossem y refiriéndose en tono casual a las complicaciones de los viajes espaciales.
Channis habló un poco; Pritcher no pronunció palabra.
Cuando hubieron terminado las pequeñas frutas confitadas el gobernador se apoyó en el respaldo de su asiento. Sus pequeños ojos lanzaban chispas:
—He indagado acerca de vuestra nave. Naturalmente, quiero asegurarme de que reciba la atención y los cuidados debidos. Tengo entendido que se desconoce su paradero.
—Es cierto —respondió Channis en tono despreocupado—; la hemos dejado en el espacio. Es una nave grande, apropiada para largos viajes por regiones a veces hostiles, y pensamos que aterrizando aquí podíamos inspirar dudas acerca de nuestras pacíficas intenciones. Preferimos aterrizar solos y desarmados.
—Un acto amistoso —comentó el gobernador sin convicción—. ¿Una nave grande, has dicho?
—No es una nave de guerra, Excelencia.
—Humm. ¿De dónde procedéis?
—De un mundo pequeño situado en el sector de Santanni, Excelencia. Tal vez no conozca usted su existencia, ya que carece de importancia. Estamos interesados en establecer relaciones comerciales.
—Comerciales, ¿eh? ¿Y qué es lo que vendéis?
—Maquinaria de toda clase, Excelencia. A cambio desearíamos alimentos, madera, metales...
—Humm. —El gobernador parecía recelar—. Entiendo poco de estas cuestiones. Quizá podamos llegar a un acuerdo después de que yo haya revisado con calma vuestras credenciales, pues comprenderéis que mi Gobierno exigirá una información detallada para proceder al estudio de la cuestión. Cuando yo haya examinado vuestra nave será conveniente que os dirijáis a Tazenda.
No hubo respuesta, y la actitud del gobernador se enfrió considerablemente.
—Pero, ante todo, es necesario que yo vea vuestra nave.
Channis dijo con tono distante:
—Por desgracia, la nave está siendo reparada en estos momentos. Si Su Excelencia accede a esperar cuarenta y ocho horas, podremos complacerle.
—No estoy acostumbrado a esperar.
Por primera vez, la mirada de Pritcher se encontró con la del gobernador, frente a frente, y el general se quedó sin aliento. Durante un instante tuvo la impresión de que se ahogaba, pero en seguida pudo desviar la vista.
Channis no cedió.
—La nave no puede tomar tierra hasta dentro de cuarenta y ocho horas, Excelencia. Nosotros estamos aquí, y desarmados. ¿Se puede dudar de nuestras buenas intenciones?
Hubo un largo silencio, y entonces el gobernador contestó con un gruñido:
—Habladme del mundo del que procedéis.
Eso fue todo. Así terminó. Ya no se pronunciaron más palabras desagradables. El gobernador, después de cumplir con su deber oficial, pareció perder interés, y la audiencia acabó en un silencio de tedio.

Y cuando todo hubo terminado, Pritcher se encontró de nuevo en su alojamiento y se examinó a sí mismo.
Cuidadosamente, conteniendo el aliento, rebuscó en sus emociones. Concluyó que no había ninguna diferencia, pero ¿acaso podía sentirla? ¿Se había sentido diferente después de la Conversión del Mulo? ¿No le había parecido todo muy natural, como tenía que ser?
Realizó un experimento.
Con fría determinación, gritó a las silenciosas cavernas de su mente: «La Segunda Fundación ha de ser descubierta y destruida.»
La emoción que acompañó a aquel grito fue un odio convencido. Ni siquiera hubo el más leve matiz de duda.
Cuando pensó en sustituir la frase «Segunda Fundación» por la palabra «Mulo», la sola emoción casi le ahogó y su lengua quedó paralizada.
Hasta ahí todo iba bien.
Pero ¿y si le habían manipulado de otro modo... más sutilmente? ¿Se habrían producido pequeños cambios? ¿Cambios que no podía detectar porque su misma existencia embotaba su criterio?
Aún no había manera de saberlo.
¡Pero seguía sintiendo una absoluta lealtad hacia el Mulo! Si aquello no había cambiado, lo demás no importaba.
Ajustó de nuevo su mente a la acción. Channis estaba ocupado al otro extremo del dormitorio. La uña de Pritcher rozó su comunicador de muñeca, y la respuesta que recibió desató en él tal oleada de alivio que casi le hizo tambalear.
Los músculos de su rostro no expresaron nada, pero en su interior gritaba de alegría... y cuando Channis dio media vuelta y le miró de frente, comprendió que la farsa estaba a punto de terminar.

CUARTO INTERLUDIO

Los dos Oradores se cruzaron en el camino, y uno detuvo al otro.
—Tengo noticias del Primer Orador.
En la mirada del otro brilló una leve aprensión.
—¿Punto de intersección?
—¡Sí! ¡Ojalá vivamos para ver el amanecer!


5. UN HOMBRE Y EL MULO

En ningún acto de Channis había el menor signo de que hubiese advertido algún cambio sutil en la actitud de Pritcher y en sus relaciones mutuas. Se sentó en el duro banco de madera y extendió las piernas frente a sí.
—¿Qué impresión le ha causado el gobernador?
Pritcher se encogió de hombros.
—Ninguna. Desde luego no me ha parecido un genio mental. Todo lo más, un insignificante ejemplar de la Segunda Fundación, si es que procede de allí.
—Lo cual me parece dudoso. No sé qué pensar de él. Suponga que es usted de la Segunda Fundación —propuso Channis con expresión pensativa—: ¿qué haría? Suponga que tiene una idea de nuestra misión: ¿cómo nos trataría?
—Intentaría la Conversión, por supuesto.
—¿Como el Mulo? —Channis alzó la vista con rapidez—. ¿Lo sabríamos si nos hubieran convertido? No sé... ¿Y si fueran simplemente psicólogos, aunque muy inteligentes?
—En ese caso, yo en su lugar nos habría matado, y rápidamente.
—¿Y nuestra nave? No. —Channis agitó el índice en el aire—. Nosotros estamos mintiendo, amigo Pritcher. Aun suponiendo que ellos puedan ejercer el control emocional, saben que nosotros, usted y yo, somos únicamente una pantalla. Es con el Mulo con quien han de luchar, v con nosotros tienen tanto cuidado como nosotros con ellos. Creo que saben quiénes somos.
Pritcher le miró fríamente y con fijeza.
—¿Qué piensa usted hacer?
—Esperar. —Subrayó la palabra——. Dejar que actúen. Están preocupados, tal vez por la nave, pero más probablemente por el Mulo. Han intentado intimidarnos con el gobernador, y no ha surtido efecto. No hemos cedido. La próxima persona a quien envíen será de la Segunda Fundación, y nos propondrá alguna clase de acuerdo.
—¿Y entonces?
—Entonces llegaremos a ese acuerdo.
—No lo creo así.
—¿Porque piensa que sería traicionar al Mulo? No le traicionaríamos.
—No, el Mulo neutralizaría cualquier traición que usted pudiera inventar. Pero sigo sin creerlo.
—¿Quizá porque piensa que no podríamos engañar a los de la Segunda Fundación?
—Es posible que no pudiéramos. Pero ésa no es la razón.
Channis dejó resbalar la mirada hasta el puño de su interlocutor, hasta lo que su puño sostenía, y dijo:
—Quiere decir que la razón es eso.
Pritcher acarició su pistola desintegradora.
—Exacto. Está usted arrestado.
—¿Por qué?
—Por traicionar al Primer Ciudadano de la Unión.
Channis apretó los labios.
—¿Qué pasa aquí?
—¡Traición! Ya se lo he dicho. Y yo voy a vengarla.
—¿Qué pruebas tiene? ¿Se trata de pruebas o sólo de suposiciones o desvaríos? ¡Usted está loco!
—No. Es usted quien lo está. ¿Se imagina que el Mulo envía a jóvenes sin experiencia a ridículas misiones sin una razón determinada? Me pareció raro al principio, pero perdí el tiempo dudando de mí mismo. ¿Por qué había de enviarle a usted? ¿Porque sabe sonreír y viste bien? ¿Porque tiene veintiocho años.
—Tal vez porque soy de fiar. ¿O es que no quiere aceptar motivos lógicos?
—O quizá porque no es de fiar, razón muy lógica, por lo que se ve.
—¿Qué es esto, un intercambio de paradojas o un juego para ver quién sabe decir menos con más palabras?
La pistola se acercó al joven, y Pritcher tras ella. Se irguió delante de Channis
—¡Póngase en pie!

Channis obedeció sin mucha prisa, y los músculos de su estómago no se movieron cuando sintió la presión del cañón del arma. Pritcher dijo:
—Lo que el Mulo quería era encontrar la Segunda Fundación. El había fracasado, y yo también, porque el secreto que no logramos hallar está muy bien escondido. Sólo quedaba una posibilidad: encontrar a un hombre que ya conociera el escondite.
—¿Y ése soy yo?
—Al parecer, sí. Yo lo ignoraba entonces, pero aunque mi mente va razonando de forma más lenta, aún funciona en la dirección correcta. ¡Con qué facilidad encontramos el Extremo Estelar! ¡Qué milagrosamente halló usted esta región en la Lente entre un número infinito de posibilidades! Y después, ¡con qué exactitud encontró el punto correcto de observación! ¡Estúpido insensato! ¿Hasta tal punto me subestimó que me creyó capaz de tragarme semejante combinación de imposibles casualidades?
——¿Quiere decir que lo he hecho demasiado bien?
—Demasiado para un hombre leal.
—¿Porque sus posibilidades de éxito eran sumamente bajas?
La pistola aumentó su presión, aunque en el rostro que se enfrentaba a Channis sólo el brillo de los ojos traicionaba ana ira creciente:
—Porque usted está a sueldo de la Segunda Fundación.
—¿A sueldo? —El desdén era infinito—. ¡Pruébelo!
—O bajo su influencia mental.
—¿Sin el conocimiento del Mulo? Eso es ridículo.
—Con el conocimiento del Mulo, estúpido, con el conocimiento del Mulo. ¿De qué otro modo se explica que le diera una nave para jugar? Nos ha conducido a la Segunda Fundación, tal como esperábamos.
—Por fin discierno algo de sentido común en toda esta cháchara absurda. ¿Puedo preguntar por qué se imaginan que he hecho todo esto? Si fuera un traidor, ¿por qué les habría conducido hasta la Segunda Fundación? ¿Por qué no recorrer alegremente todos los rincones de la Galaxia, sin encontrar más de lo que ustedes encontraron?
—A causa de la nave, y porque los hombres de la Segunda Fundación necesitan material bélico atómico para su defensa.
—Tendrá que buscar una explicación mejor. Una nave no significa nada para ellos, y si creen que aprenderán ciencias con ella y construirán plantas de energía atómica el año próximo, los hombres de la Segunda Fundación deben ser muy, muy ingenuos. Casi tan ingenuos como usted, me atrevería a decir.
—Tendrá oportunidad de decirle todo eso al Mulo.
—¿Volvemos a Kalgan?
—Al contrario; nos quedamos aquí. El Mulo se reunirá con nosotros dentro de unos quince minutos... más o menos. ¿Acaso se figuraba que no nos seguiría, presumido estúpido? Ha hecho usted muy bien su papel de señuelo a la inversa; no nos ha traído a nuestras víctimas, pero nos ha conducido a ellas.
—¿Puedo sentarme —dijo Channis— y explicarle algo por medio de unos dibujos?
—Usted permanecerá en pie.
—Muy bien, pues se lo explicaré sin dibujos. ¿Cree usted que el Mulo nos ha seguido a causa del hiperrastreador que hay en el circuito de comunicación de la nave?

Channis no habría podido jurar si la pistola se había movido. Continuó:
—No parece sorprendido. Pero no perderé el tiempo dudando de su sorpresa. Sí, yo conocía su existencia. Y ahora que le he demostrado que sabía algo de lo que usted me creía ignorante, voy a decirle una cosa que usted desconoce.
—Se permite demasiados preliminares, Channis. Pensaba que su sentido de la invención estaba mejor engrasado.
—Esto no es invención. Es cierto que ha habido traidores, o agentes enemigos, si prefiere este término. Parece ser que algunos de los Conversos han sido manipulados.
Esta vez :a pistola se movió, no había la menor duda.
—Quiero recalcar bien esto, Pritcher. Fue por eso que me necesitó. Yo era un hombre no convertido. ¿Es que él no le dijo a usted que necesitaba a un hombre que no fuese un Converso? ¿Le dio la verdadera razón o no?
—Intente otra cosa, Channis. Si yo estuviera contra el Mulo, lo sabría.
Pritcher sondeó rápidamente su mente; era la misma, no advertía nada extraño. Aquel hombre estaba mintiendo.
—Quiere decir que siente lealtad hacia el Mulo. No manipulan en la lealtad porque, según dijo el Mulo, ello sería muy fácil de detectar. Pero ¿cómo se siente mentalmente? ¿Algo lento? ¿Se ha sentido normal desde que empezó este viaje? ¿O se ha sentido extraño a veces, como si no fuera del todo usted mismo? ¿Qué intenta hacer ahora, agujerearme sin oprimir el gatillo?
Pritcher retiró la pistola unos milímetros.
—¿De qué me está hablando?
—De que su mente ha sido manipulada. No vio al
Mulo instalando el hiperrastreador. No vio a nadie haciéndolo. Sólo lo encontró allí y supongo que lo habría colocado el Mulo, y desde entonces está convencido de que el Mulo nos sigue. Sí, el receptor de pulsera que lleva le permite estar en contacto con la nave en una longitud de onda para la que el mío no sirve. ¿Creía que yo lo ignoraba? —Hablaba con rapidez e indignación. Su barniz de indiferencia se había disuelto en cólera—. Pero no es el Mulo quien nos está siguiendo. ¡No es el Mulo!
—¿Quién si no?
—¿Quién cree usted que puede ser? Yo encontré el hiperrastreador el día en que salimos. Pero no creí que lo hubiera colocado el Mulo; él no tenía razón alguna para desconfiar hasta ese punto. ¿No comprende usted que hubiera sido absurdo? De ser yo un traidor, él lo habría sabido y me habría convertido tan fácilmente como a usted, y entonces habría extraído de mi mente el secreto de la localización de la Segunda Fundación sin necesidad de enviarme a recorrer media Galaxia. ¿Puede usted guardar un secreto sin que el Mulo lo sepa? Y si yo ignoraba su paradero, no podía conducirle a ella. ¿Por qué, entonces, enviarme en cualquiera de los dos casos? Es obvio que el hiperrastreador fue puesto allí por un agente de la Segunda Fundación. Y él es quien nos está siguiendo ahora. ¿Hubiera caído usted en el engaño si su mente no hubiese sido manipulada? ¿Qué clase de normalidad es la suya, si ve sabiduría en la mayor de las locuras? ¿Yo conducir una nave hasta la Segunda Fundación? ¿Qué harían allí con una nave? Es a usted a quien buscan, Pritcher. Sabe más de la Unión que cualquier otro hombre, a excepción del Mulo, y no es tan peligroso para ellos como lo es el mutante. Por esta razón implantaron en mi mente la dirección que debía tomar en la búsqueda. Naturalmente, para mí era completamente imposible encontrar Tazenda buscando al azar en la Lente. Pero sabía que la Segunda Fundación nos seguía, y sabía que nos dirigía. ¿Por qué no seguirles el juego? Era una batalla de simulacros. Ellos nos necesitaban, y yo necesitaba su localización... y ambos hemos logrado nuestros propósitos. Pero los que perderemos seremos nosotros mientras siga apuntándome con esa pistola. Es evidente que no es idea suya, sino de ellos. Déme la pistola, Pritcher. Sé que le parece un error, pero no lo piensa con. su propia mente, sino con la de la Segunda Fundación. Déme la pistola, Pritcher, y juntos nos enfrentaremos a lo que venga.
Pritcher sentía el horror de una creciente confusión. ¡Plausibilidad! ¿Podía estar tan equivocado? ¿Por qué aquella eterna duda de sí mismo? ¿Por qué no estaba seguro? ¿Qué era lo que hacía' tan plausibles las palabras de Channis?
¡Plausibilidad!
¿O era su propia mente torturada, luchando contra la invasión del enemigo?
¿Estaría dividido en dos?
Vio confusamente a Channis delante de él, con la mano extendida... y de pronto comprendió que iba a entregarle la pistola.
Y cuando los músculos de su brazo se extendían para hacerlo, la puerta que había a su espalda se abrió sin ruido, y Pritcher se volvió.

Quizá existen en la Galaxia hombres que pueden ser confundidos con otros con relativa facilidad, al igual que pueden confundirse estados mentales realmente dispares. Pero el Mulo estaba por encima de cualquier combinación de los dos factores.
Ni siquiera la gran confusión de ánimo de Pritcher pudo impedir que le invadiera instantáneamente una oleada mental de energía glacial y calculadora.
Físicamente, el Mulo no podía dominar ninguna situación, y tampoco dominó aquélla.
Era un personaje ridículo, enfundado en diversas prendas de vestir que aumentaban su tamaño, pero no conseguían prestarle las dimensiones normales. Su rostro aparecía embozado, y lo único visible de su gran nariz era el extremo enrojecido por el frío.
Probablemente no podía existir una mayor incongruencia en un personaje en misión de rescate.
—Guárdese la pistola, Pritcher —dijo.
Entonces se volvió hacia Channis, que se había sentado, encogiéndose de hombros:
—El contenido emocional de esta habitación parece bastante confuso y en considerable conflicto. ¿Quién es ese alguien ausente que les ha estado siguiendo?
Pritcher intervino bruscamente:
—¿Fue colocado un hiperrastreador en nuestra nave por orden suya, señor?
El Mulo posó en él su mirada fría.
—Desde luego. ¿Acaso otra organización de la Galaxia que no fuera la Unión de Mundos hubiera tenido acceso a su nave?
—El ha dicho...
—Esta persona se encuentra aquí, general. No es necesario citar sus palabras; él mismo lo hará. ¿Qué ha dicho usted, Channis?
—Cosas erróneas, al parecer, señor. Mantenía la opinión de que el rastreador fue colocado allí por alguien que estaba a sueldo de la Segunda Fundación, y que habíamos sido guiados hasta aquí por ellos. Tenía además la impresión de que el general estaba más o menos en sus manos.
—Parece ser que ya ha cambiado de opinión.
—Me temo que sí. De otro modo, no hubiera sido usted quien entrara por esa puerta.
—Bien, vayamos por partes. —El Mulo se despojó de algunas de sus prendas, acolchadas y provistas de calefacción eléctrica—. ¿Les importa que me siente? Aquí estamos a salvo y perfectamente libres de cualquier peligro de intrusión. Ningún nativo de este montón de hielo sentirá deseos de acercarse a este lugar, puedo asegurárselo —terminó, con una irónica alusión a sus facultades.
Channis mostró su disconformidad.
—¿Por qué tanta intimidad? ¿Es que van a servirnos el té y hacer entrar a las bailarinas?
—Lo dudo. ¿Cuál era esa teoría suya, jovencito? ¿Que alguien de la Segunda Fundación les seguía con un mecanismo del que sólo yo dispongo? ¿Y cómo ha dicho que encontró usted este lugar?
—Parece evidente, señor, si queremos explicar los hechos, que ciertas nociones han sido implantadas en mi cerebro...
—¿Por los hombres de la Segunda Fundación?
—¿Por quién, si no?
—Entonces, ¿no se le ha ocurrido pensar que si los hombres de la Segunda Fundación podían forzar, atraer o manipular su mente para que fuera hacia ellos con un propósito deliberado, y supongo que usted imaginó que usarían métodos similares a los míos, aunque, recuérdelo, yo sólo puedo implantar emociones, no ideas, no se le ha ocurrido pensar, repito, que si podían hacer eso no tenían ninguna necesidad de colocar un hiperrastreador en su nave?

Channis levantó bruscamente la mirada y se enfrentó con repentino asombro a los ojos marrones de su soberano. Pritcher masculló algo, y sus hombros se relajaron visiblemente.
—No —repuso Channis—, no se me ha ocurrido.
—¿O que si se veían obligados a seguirle la pista significaba que no eran capaces de dirigirle, y usted, sin dirección, tenía muy pocas probabilidades de llegar hasta aquí? ¿Tampoco se le ocurrió esto?
—Tampoco.
—¿Por qué no? ¿Es que su nivel intelectual ha descendido hasta un grado elemental?
—La única respuesta es una pregunta, señor. ¿Se une usted al general Pritcher para acusarme de traición?
—¿Puede usted defenderse en caso de que lo haga?
—Sólo puedo utilizar la defensa que he usado con el general. Si yo fuera un traidor y conociera el paradero de la Segunda Fundación, usted podría convertirme y adquirir directamente ese conocimiento. Si usted tuviera necesidad de seguir mi pista, ello significaría que desconozco dicho paradero, y por lo tanto no soy un traidor. De este modo replico a su paradoja con otra.
—¿Cuál es, pues, su conclusión?
—Que no soy un traidor.
—Con lo cual tengo que estar de acuerdo, puesto que su argumento es irrefutable.
—Entonces, ¿puedo preguntar por qué nos hizo seguir?
—Porque todo cuanto ha acontecido tiene una tercera explicación. Tanto usted como Pritcher han expuesto algunos hechos a su propia manera individual, pero no todos. Si me da un poco de tiempo se lo esclareceré todo en pocas palabras. Así no tendrá oportunidad de aburrirse. Siéntese, Pritcher, y déme su pistola. Ya no estamos en peligro de ser atacados, ni aquí dentro ni desde fuera. Ni siquiera por la Segunda Fundación; y ello gracias a usted, Channis.
La habitación estaba iluminada al estilo rossemiano, por cables eléctricos. Una sola bombilla pendía del techo.
El Mulo dijo:
—Puesto que consideré necesario seguir a Channis, es evidente que tenía una razón. Puesto que se dirigió a la Segunda Fundación con asombrosa rapidez y exactitud, hemos de suponer que era eso lo que yo esperaba que ocurriera. Puesto que no obtuve este conocimiento directamente de él, algo debió impedírmelo. Estos son los hechos. Channis, por supuesto, conoce la respuesta. Yo también. ¿La ha comprendido usted, Pritcher?
Pritcher contestó con expresión hosca: —No, señor.
—Entonces se lo explicaré. Sólo una clase de hombre puede conocer la localización de la Segunda Fundación e impedir que yo la conozca. Channis, me temo que pertenece usted a la Segunda Fundación.
Channis apoyó los codos sobre las rodillas al inclinarse hacia delante, y preguntar con labios rígidos: —¿Qué evidencia posee? La deducción ha fallado dos veces hoy.
—Existe evidencia directa, Channis. Ha sido bastante fácil. Le dije que mis hombres habían sido manipulados. Era evidente que el manipulador tenía que ser, o bien un Inconverso, o alguien muy próximo al objetivo que perseguimos. El campo era extenso, pero no ilimitado. Usted tenía demasiado éxito, Channis. Inspiraba demasiada simpatía. Ganaba demasiado dinero. Empecé a extrañarme... Entonces le llamé para hablarle de esta expedición, y usted no se sorprendió. Vigilé sus emociones. No se inmutó. Exhibió una confianza excesiva, Channis. Ningún hombre de
verdadera competencia hubiese podido disimular un momento de incertidumbre ante una misión de tales proporciones. Como su mente no la registró tenía que ser una mente insensata... o una mente controlada. Fue fácil comprobar estas alternativas. Capté su mente en un momento de relajación, la llené de pena por un instante y la suprimí en seguida. Después usted se mostró airado con disimulo tan sutil que yo hubiese jurado que se trataba de una reacción natural, de no ser por lo que ocurrió antes. Porque cuando rocé sus emociones, por un solo instante, por un brevísimo instante de descuido, su mente se resistió. Era todo cuanto yo necesitaba saber. Nadie hubiera podido resistirse a mí, ni siquiera por aquel breve instante, sin un control similar al mío.
La voz de Channis era tenue y amarga: —Y bien, ¿qué ocurre ahora?
—Ahora morirá... como un hombre de la Segunda Fundación. Es absolutamente necesario. Creo que comprenderá.
Y una vez más Channis se enfrentó al cañón de una pistola. Una pistola guiada esta vez por una mente imposible de desviarse como la de Pritcher, madura y resistente como la suya propia.
El lapso de tiempo que le quedaba para corregir los acontecimientos era muy corto.
Lo que siguió entonces es difícil de describir para cualquiera que tenga los sentidos normales y la habitual incapacidad de control emocional.
En esencia, esto es lo que Channis pensó en el corto espacio de tiempo que necesitaba el Mulo para apretar el contacto del disparador con el pulgar.
En aquellos momentos la composición emocional del Mulo era de una dura y uniforme determinación, carente en absoluto de la más vaga duda. Si a Channis le hubiese interesado calcular después el tiempo que mediaba entre la determinación de disparar y la llegada de la energía desintegradora, habría comprendido que su ventaja se limitaba a una décima de segundo.
Aquello apenas podía llamarse tiempo.
Lo que el Mulo comprendió en aquel mismo brevísimo espacio de tiempo fue que el potencial emocional del cerebro de Channis se precipitó hacia arriba sin que su propia mente sintiera el menor impacto, y que, simultáneamente, una cascada de odio puro y arrollador se derramó sobre él desde una dirección inesperada.
Fue aquel nuevo elemento emocional lo que le hizo apartar su pulgar del contacto. Ninguna otra cosa podría haberlo conseguido, y casi al mismo tiempo que su cambio de actitud, llegó la total comprensión de la nueva situación planteada.
Era una situación intensamente dramática. El Mulo, con el pulgar separado del contacto, miraba con fijeza a Channis. Este, en tensión, apenas si se atrevía aún a respirar. Y Pritcher, convulso en su asiento, tenía todos sus músculos a punto de estallar, todos los tendones rígidos por el esfuerzo, y su rostro, que antes fuera de una estudiada impasibilidad, era ahora la máscara irreconocible del más espantoso odio. Sus ojos estaban fijos, única y exclusivamente, en el Mulo.
Channis y el Mulo sólo intercambiaron una o dos palabras..., una o dos palabras y la suprema y reveladora corriente de consciencia emocional que siempre será el verdadero diálogo entre las mentes poderosas como las suyas. Debido a nuestras propias limitaciones, es necesario traducir a palabras lo que ocurrió entonces.
Channis dijo, tensamente:
—Está entre dos fuegos, Primer Ciudadano. No puede controlar a dos mentes de modo simultáneo, sobre todo si una de ellas es la mía..., así que habrá de elegir. Ahora Pritcher está libre de su Conversión; yo he roto los vínculos. Es el antiguo Pritcher; el que una vez intentó matarle; el que piensa que es usted el enemigo de todo lo que es libre, justo y sagrado; el que ahora sabe que usted le ha degradado durante cinco años a una indefensa adulación. Le estoy sujetando la voluntad, pero, si usted me mata, él quedará libre, y en mucho menos tiempo del que usted necesita para dirigir contra él su pistola o incluso su mente, le matará.
El Mulo lo comprendía perfectamente. No se movió.
Channis continuó:
—Si intenta controlarle de nuevo, o matarle, o hacer cualquier otra cosa, jamás volverá a tener tiempo de detenerme a mí.
El Mulo permaneció inmóvil. Sólo exhaló un suspiro.
—Por lo tanto —dijo Channis—, tire al suelo su pistola y volvamos a negociar; después podrá recuperar a Pritcher.
—He cometido un error —dijo finalmente el Mulo—. Me equivoqué al enfrentarme a usted en presencia de un tercero. Ello introdujo una variable excesiva. Supongo que he de pagar por mi error.
Dejó caer el arma y la empujó con el pie hasta el otro extremo de la habitación. Simultáneamente, Pritcher se sumió en un profundo sueño.
—Será normal cuando despierte —dijo el Mulo con indiferencia.
El tiempo transcurrido entre el inicio de la presión del contacto del disparador por parte del Mulo y el momento en que tiró la pistola al suelo fue de un segundo y medio.
Pero justo por debajo de los límites de la consciencia, por un instante que casi escapó a la detección, Channis captó un fugitivo brillo emocional en la mente del Mulo. Y era todavía el de un seguro y confiado triunfo.


6. UN HOMBRE, EL MULO... Y OTRO

Dos hombres, aparentemente relajados y a sus anchas, polos opuestos físicamente y con todos sus nervios al servicio de la detección emocional, temblaban en una gran tensión interna.
Por primera vez en muchos años, el Mulo carecía de la suficiente seguridad en sus métodos. Channis sabía que, aunque por el momento podía protegerse, le representaba realizar un gran esfuerzo, y que a su
adversario no le costaría nada atacar. En una prueba de resistencia, Channis sabía que llevaría las de perder.
Pero pensar esto era mortal. Confesar al Mulo una debilidad emocional equivalía a entregarle un arma. Ya había una chispa de algo —algo de vencedor en la mente del Mulo.
Ganar tiempo...
¿Por qué se retrasaban los otros? ¿Cuál era la causa de la confianza del Mulo? ¿Qué sabía su adversario, que él ignoraba? La mente que acechaba no le decía nada. Si al menos supiera leer las ideas...
Channis frenó rápidamente su remolino mental. La única solución era ganar tiempo... Dijo:
—Ya que ha quedado claro, y yo no lo he negado después de nuestro pequeño duelo acerca de Pritcher, que pertenezco a la Segunda Fundación, ¿por qué no me dice el motivo de que yo viniera a Tazenda?
—¡Oh, no! —rió el Mulo, alegre y confiado—. Yo no soy Pritcher. No tengo que darle explicaciones. Usted tenía lo que consideraba sus razones. Cualesquiera que fuesen sus acciones, me convenían, de modo que no me molesté en analizarlas.
—Con todo, tiene que haber grandes lagunas en su concepto de la historia. ¿Es Tazenda la Segunda Fundación que usted esperaba encontrar? Pritcher hablaba mucho de su tentativa anterior por encontrarla, y de su psicólogo, Ebling Mis. A veces hablaba más de la cuenta..., gracias a una pequeña presión por mi parte. Piense de nuevo en Ebling Mis, Primer Ciudadano.
—¿Por qué habría de hacerlo?
¡Confianza! Channis sintió que la confianza del otro iba en aumento, como si cualquier duda que hubiese podido abrigar el Mulo se estuviera desvaneciendo.
Observó, conteniendo con firmeza el acceso de desesperación.
—¿Así que no siente curiosidad? Pritcher me habló de que algo causó a Mis una enorme sorpresa. Tenía mucha prisa por hablar, por advertir a la Segunda Fundación, ¿verdad? ¿Por qué? ¿Por qué? Ebling Mis murió. La Segunda Fundación no fue advertida. Y, pese a ello, la Segunda Fundación existe.
El Mulo sonrió con verdadera satisfacción, y replicó con un repentino y sorprendente matiz de crueldad que Channis sintió acercarse y en seguida retroceder:
—Pero parece ser que la Segunda Fundación fue advertida. De otro modo, ¿cómo y por qué un tal Bail Channis llegó a Kalgan para manipular a mis hombres y asumir—la ingrata tarea de intentar engañarme? La advertencia llegó, pero demasiado tarde, eso es todo.
—Entonces —y Channis permitió que la piedad emanara de él—, usted ni siquiera sabe qué es la Segunda Fundación, e ignora el profundo significado de todo cuanto ha ocurrido.
¡Ganar tiempo!
El Mulo sintió la piedad del otro, y sus ojos se entrecerraron con hostilidad. Se frotó la nariz con su habitual gesto, y replicó
—¡Diviértase, pues! Hable de la Segunda Fundación.
Channis habló deliberadamente, con palabras y no con simbología emocional:
—Por lo que he oído, el misterio en torno a la Segunda Fundación era lo que más intrigaba a Mis. Hari Seldon fundó sus dos unidades de manera tan diferente... La Primera Fundación fue un estallido que tan sólo en dos siglos deslumbró a media Galaxia. La Segunda fue un abismo de oscuridad. Usted no comprenderá la razón si no puede sentir de nuevo la atmósfera intelectual del Imperio moribundo. Fue un tiempo de absolutismos, de las grandes generalidades finales, al menos en el pensamiento. Era un signo de decadencia, por supuesto, como si se hubieran construido diques para evitar el desarrollo ulterior de las ideas. Lo que hizo famoso a Seldon fue su rebeldía contra esos diques. La última chispa de creación joven que ardía en él iluminó al Imperio con la luz del crepúsculo, y anunció el sol naciente del Segundo Imperio.
—Muy espectacular. ¿Y qué más?
—Entonces creó sus Fundaciones de acuerdo con
las leyes de la psicohistoria, pero él sabía mejor que nadie que incluso esas leyes eran relativas. El nunca creó productos acabados. Los productos acabados son para las mentes en decadencia. El suyo fue un mecanismo evolutivo, y la Segunda Fundación era el instrumento de esa evolución. Nosotros, Primer Ciudadano de su pasajera Unión de Mundos, nosotros somos los guardianes del Plan de Seldon. ¡Sólo nosotros!
—¿Está usted intentando adquirir valor a fuerza de palabras? —preguntó desdeñosamente el Mulo¿0 acaso tratando de afectarme? Sepa que la Segunda Fundación, el Plan de Seldon o el Segundo Imperio no me impresionan en absoluto ni despiertan en mí ninguna clase de compasión, simpatía, responsabilidad o cualquier otro elemento emocional. Además, pobre insensato, será mejor que utilice el pasado al mencionar a la Segunda Fundación, porque ya ha sido destruida.
Channis sintió que el potencial emocional que presionaba su mente aumentaba en intensidad cuando el Mulo se levantó de la silla y se aproximó a él. Luchó furiosamente, pero algo le estaba invadiendo sin piedad, haciendo retroceder su mente.
Se encontró apoyado contra la pared; el Mulo se detuvo ante él, con sus huesudos brazos en jarras y una sonrisa terrible bajo la enorme nariz, y dijo:
—Su juego ha terminado, Channis. El juego de todos ustedes..., de todos los hombres que componían la Segunda Fundación. Ya no existe. ¡Ya no existe! ¿Qué estaba usted esperando mientras parloteaba con Pritcher, cuando podía haberle derribado y tomado su pistola sin el menor esfuerzo físico? Me estaba esperando a mí, ¿verdad? Estaba esperando para saludarme en una situación que no despertara mis sospechas. Ha sido una lástima que no hiciera falta despertarlas. Yo le conocía a usted, le conocía muy bien, Channis de la Segunda Fundación. Pero ¿qué está esperando ahora? Aún sigue lanzándome palabras a la cara desesperadamente, como si el mero sonido de su voz pudiera. inmovilizarme. Y todo el rato, mientras habla, algo en su mente espera, espera y aún sigue esperando. Pero no vendrá nadie, no se presentará ninguno de sus aliados. Ha estado solo aquí, Channis, y continuará solo. ¿Sabe por qué? Porque su Segunda Fundación cometió un tremendo error de cálculo en lo que a mí respecta. Conocí su plan muy pronto. Ellos pensaban que yo le seguiría a usted hasta aquí y caería en sus garras. Usted sería el señuelo, un señuelo para un pobre y débil mutante tan ambicioso de fundar un Imperio que caería a ciegas en una trampa tan obvia. Pero ¿acaso soy ahora su prisionero? Me pregunto si se les ocurrió pensar que yo no vendría hasta aquí sin mi Flota, contra cuya artillería están total y vergonzosamente indefensos. ¿No se les ocurrió pensar que yo no me detendría a discutir o a esperar acontecimientos? Mis naves se lanzaron contra Tazenda hace doce horas, y ya han cumplido su misión. Tazenda es un montón de ruinas; sus centros de población han sido arrasados. No hubo resistencia. La Segunda Fundación ya no existe, Channis... y yo, un débil y repugnante monstruo, soy el dueño de la Galaxia.
Channis no pudo hacer otra cosa que sacudir débilmente la cabeza.
—No..., no...
—Sí..., sí... —se burló el Mulo—. Y si usted es el último superviviente, lo cual es probable, no lo será por mucho tiempo.
Entonces reinó un breve silencio, y Channis casi emitió un alarido al sentir el repentino dolor de la terrible penetración en los tejidos más profundos de su cerebro.
El Mulo se retiró y dijo en un susurro:
—No es suficiente. No ha pasado la prueba, después de todo. Su desesperación es fingida. Su miedo no es el que lleva implícito la destrucción de un ideal, sino el insignificante miedo de la destrucción personal.
La débil mano del Mulo agarro el cuello de Channis con escasa fuerza, y, sin embargo, Channis no pudo desasirse de la presa.
—Usted es mi póliza de seguro, Channis. Es mi director y mi salvaguarda contra cualquier subestimación que yo pueda hacer.
Los ojos del Mulo se clavaron en él, insistentes, exigentes...
—¿He calculado bien, Channis? ¿He sido más inteligente que los hombres de su Segunda Fundación? Tazenda está destruida, Channis, tremendamente destruida. ¿Por qué, pues, es fingida su desesperación? ¿Dónde está la realidad? ¡Necesito la realidad y la verdad! Hable, Channis, hable. ¿Acaso no he penetrado con la suficiente profundidad? ¿Existe todavía el peligro? Hable, Channis. ¿Qué error he cometido?
Channis sintió que las palabras se le escapaban de la boca; las pronunciaba contra su voluntad. Apretó los dientes para detenerlas. Se mordió la lengua. Puso en tensión todos los músculos de su garganta.
Pero salieron —en un jadeo— arrancadas por la fuerza y escapando a pesar de la enorme voluntad que oponía a su paso.
—La verdad —jadeó—, la verdad...
—Sí, la verdad. ¿Qué falta por hacer?
—Seldon fundó la Segunda Fundación aquí. Aquí, tal como le he dicho. No he mentido. Los psicólogos llegaron y pusieron bajo su control a la población nativa.
—¿De Tazenda? —El Mulo penetró profundamente en la tortura emocional del otro desgarrándola brutalmente—. Ya he destruido Tazenda. Usted sabe a qué me refiero. Dígamelo.
—No he dicho Tazenda, he dicho que los de la Segunda Fundación podían no ser los que estaban aparentemente en el poder. Tazenda es la pantalla...
—Las palabras eran casi indescifrables, y se formaban contra toda la fuerza de la voluntad de Channis—. Rossem... Rossem... Rossem es el mundo...
El Mulo aflojó su presión y Channis cayó al suelo, convertido en un manojo de dolor y tortura.
—¿Y creyeron que iban a engañarme? —preguntó el Mulo en voz baja.
—Le engañamos. —Era el último resto de resistencia de Channis.
—Pero no el tiempo suficiente como para salvarle a usted y a los suyos. Estoy en comunicación con mi Flota. Y después de Tazenda puede tocarle el turno a Rossem. Pero antes...
Channis sintió un dolor agudísimo, y el gesto automático que hizo con el brazo para tapar sus ojos torturados no le sirvió de nada. Le invadía una oscuridad que oscilaba y se estremecía, y mientras sentía que su mente herida y desgarrada caía en la más completa negrura, percibió la imagen final del Mulo victorioso, riendo a carcajadas, riendo hasta hacer temblar su larga y carnosa nariz.
El sonido se desvaneció. La oscuridad le envolvió piadosamente.
Terminó con una sensación de estallido, como un relámpago, y Channis recobró lentamente el conocimiento mientras sus ojos anegados en lágrimas volvían a ver imágenes confusas.
Le dolía la cabeza de modo insoportable, y necesitó realizar un tremendo y doloroso esfuerzo para llevarse una mano a la frente.
Evidentemente, estaba vivo. Con suavidad, como plumas sostenidas por un remolino de aire, sus pensamientos se estabilizaron. Sintió que le invadía el alivio..., un alivio procedente del exterior. Despacio, con un trabajo infinito, inclinó el cuello... y el alivio se convirtió de nuevo en agudo dolor ya que vio que la puerta estaba abierta y que en el umbral se encontraba el Primer Orador. Trató de hablar, de gritar, de advertir..., pero su lengua no se movió, y comprendió que una parte de la poderosa mente del Mulo seguía dominándole e impidiéndole hablar.
Inclinó de nuevo el cuello; el Mulo aún estaba en la habitación. Tenía los ojos llenos de furia y ya no reía, pero enseñaba los dientes en una sonrisa feroz.
Channis sintió la influencia mental del Primer Orador moviéndose en su mente con suavidad y poder curativo, y luego percibió una sensación confusa cuando entró en contacto por un instante con la defensa del Mulo, que luchó y acabó retirándose.
El Mulo habló con una furia que resultaba grotesca en un hombre tan flaco:
—Así que ha venido otro a saludarme. —Su ágil mente alargó sus tentáculos hacia fuera de la habitación—. Viene usted solo —añadió.
Y el Primer Orador repuso, asintiendo:
—Estoy totalmente solo. Es necesario, ya que fui yo quien calculé mal su futuro hace cinco años. Representaría cierta satisfacción para mí corregir el
asunto sin ayuda. Por desgracia, no he contado con la fuerza de su Campo de Repulsión Emocional con que ha rodeado este lugar. Me ha costado mucho penetrarlo. Le felicito por la pericia con que está construido.
—No me felicite —fue la hostil respuesta—, ni me ofrezca cumplidos. ¿Ha venido a añadir las migajas de su cerebro al de ese destrozado pilar de su reino?
El Primer Orador sonrió.
—El hombre a quien usted llama Bail Channis cumplió bien su misión, y más teniendo en cuenta que no puede compararse mentalmente a usted. Veo, naturalmente, que usted le ha maltratado, pero es posible que aún podamos curarle del todo. Es un hombre valiente, señor. Se ofreció voluntario para esta misión, pese a que nosotros predijimos matemáticamente la enorme probabilidad de que su cerebro saliera dañado, una alternativa mucho más temible que la de una incapacidad física.
La mente de Channis intentaba en vano decir lo que ansiaba comunicar; la advertencia que quería gritar y no podía formular. Sólo podía emitir aquella corriente continua de miedo..., miedo...
El Mulo estaba tranquilo.
—Seguramente está enterado de la destrucción de Tazenda.
—Sí. El ataque de su Flota fue previsto.
—Sí, lo supongo. Pero no fue impedido, ¿eh? —replicó sombríamente el Mulo.
—No, no tue impedido. —La simbología emocional del Primer Orador era evidente. Se parecía a algo así como un horror y un completo desprecio de sí mismo—. Y la culpa es mucho más mía que de usted. ¿Quién podría haber imaginado sus poderes hace cinco años? Sospechamos desde el principio, desde el momento en que conquistó Kalgan, que poseía la facultad del control emocional. Eso no era demasiado sorprendente, y se lo voy a explicar, Primer Ciudadano.
»El contacto emocional como el que usted y yo poseemos no es ninguna novedad. De hecho, se halla implícito en el cerebro humano. La mayoría de seres inteligentes puede leer las emociones de un modo primitivo, asociándolas pragmáticamente con la expresión facial, el tono de voz, etc. Muchos animales poseen esta facultad en un grado bastante mayor; utilizan ampliamente el sentido del olfato, y las emociones en cuestión son, por supuesto, menos complejas.
»En realidad, los seres humanos son capaces de mucho más, pero la facultad del contacto emocional directo empezó a atrofiarse a raíz del desarrollo del lenguaje, hace un millón de años. Ha sido un gran adelanto de nuestra Segunda Fundación recuperar este sentido olvidado, al menos en algunas de sus potencialidades.
»Pero no nacemos con su dominio. Un millón de años de decadencia es un formidable obstáculo, y es preciso reeducar este sentido, ejercitarlo como ejercitamos nuestros músculos. En esto reside la diferencia principal, porque usted ha nacido con él.
»Pudimos calcular todo esto. Calculamos asimismo el efecto de semejante sentido en un mundo de hombres que no lo poseían. Un hombre vidente en el país de los ciegos... Calculamos el grado de megalomanía que se apoderaría de usted, y creímos estar preparados. Pero no lo estábamos para dos factores.
»El primero era el gran alcance de su sentido. Nosotros sólo podemos inducir el contacto emocional con alguien que esté a la vista, lo cual nos hace más indefensos ante las armas físicas de lo que usted pueda creer. El papel que desempeña la vista es fundamental. Pero no ocurre así con usted. Sabemos con seguridad que ha controlado a hombres, e incluso que han mantenido un íntimo contacto emocional con ellos, sin necesidad de tenerlos al alcance de su vista o de su oído. Esto lo descubrimos demasiado tarde.
»El segundo es que desconocíamos sus defectos físicos, en particular el que usted consideraba tan importante y por el que adoptó el nombre de Mulo. No previmos que no era simplemente un mutante, sino además un mutante estéril, y que padecía una distorsión psíquica debido a su complejo de inferioridad. Sólo adivinamos la megalomanía, y no una intensa paranoia psicopática al mismo tiempo.
»Soy yo quien ha de cargar con la responsabilidad
de haber ignorado todo esto, porque era el jefe de la Segunda Fundación cuando usted conquistó Kalgan. Lo descubrimos cuando destruyó la Primera Fundación, demasiado tarde, y por este retraso han muerto millones de seres en Tazenda.
—¿Y ahora piensa arreglar las cosas? —Los delgados labios del Mulo se contrajeron, y su mente se estremeció de odio—. ¿Qué hará? ¿Cebarme? ¿Devolverme el vigor masculino? ¿Borrar de mi pasado una larga infancia en un ambiente hostil? ¿Lamenta usted acaso mis sufrimientos? ¿Lamenta mi desgracia? Yo no siento pena por lo que hice en mi favor. Que la Galaxia se proteja lo mejor que pueda, ya que no movió un solo dedo para protegerme cuando yo lo necesitaba.
—Naturalmente —replicó el Primer Orador—, sus emociones son fruto de su pasado y no deben ser condenadas..., solamente transformadas. La destrucción de Tazenda era inevitable. La alternativa hubiera sido una destrucción mucho mayor en toda la Galaxia durante muchos siglos. Hemos hecho lo que podíamos con nuestros medios limitados. Retiramos de Tazenda a tantos hombres como pudimos. Descentralizamos el resto de aquel mundo. Por desgracia, nuestras medidas fueron necesariamente insuficientes. Muchos millones de hombres murieron... ¿no lo lamenta?
—En absoluto, como tampoco lamento el hecho de que cien mil más morirán en Rossem dentro de seis horas escasas.
—¿En Rossem? —preguntó rápidamente el Primer Orador.

Se volvió hacia Channis, que había logrado incorporarse a medias, y dejó que su mente ejerciera su fuerza. Channis sintió la lucha de dos mentes en su interior, y entonces se produjo un quebrantamiento del vínculo y las palabras manaron de sus labios
—Señor, he fracasado completamente. El me obligó a confesarlo poco antes de que usted llegara. No pude resistirme, y no ofrezco ninguna excusa. Sabe que Tazenda no es la Segunda Fundación. Sabe que Rossem sí lo es.
Y el vínculo volvió a cerrarse dentro de él.
El Primer Orador frunció el ceño.
—Comprendo. ¿Cuáles son sus planes?
—¿Acaso lo duda? ¿Realmente encuentra difícil penetrar lo evidente? Mientras usted me describía la naturaleza del contacto emocional, mientras me lanzaba a la cara palabras como megalomanía y paranoia, yo trabajaba. Me he puesto en contacto con mi Flota, la cual ya tiene sus órdenes. Dentro de seis horas, a menos que dé una contraorden por la razón que sea, bombardearán toda la superficie de Rossem a excepción de este único pueblo y un área circundante de doscientos kilómetros cuadrados. Harán un trabajo concienzudo, y después aterrizarán aquí. Dispone usted de seis horas, y en seis horas no puede neutralizar mi mente ni salvar al resto de Rossem.
El Mulo extendió los brazos y rió de nuevo, mientras el Primer Orador parecía esforzarse por asimilar este inesperado cambio en la situación. Preguntó:
—¿Cuál es la alternativa?
—¿Por qué tiene que haber una alternativa? Yo no ganaría nada con ella. ¿Acaso he de proteger las vidas de los habitantes de Rossem? Tal vez me contente con que usted permita aterrizar a mis naves y todos ustedes, todos los hombres de la Segunda Fundación, se sometan al control mental. Tal vez entonces anularía la orden de bombardeo. Podría ser interesante tener bajo mi control a tantos hombres de tan preclara inteligencia. Pero, por otra parte, ello requeriría un esfuerzo considerable, y tal vez no merecería la pena, de modo que no tengo un interés especial en que usted consienta a ello. ¿Qué me contesta, hombre de la Segunda Fundación? ¿Qué arma tiene contra mi mente, que es por lo menos tan fuerte como la suya, y contra mis naves, que son más fuertes de lo que usted jamás soñó en poseer?
—¿Qué tengo yo? —repitió con lentitud el Primer Orador—. Pues... nada, excepto un pequeño grano... un pequeño grano de conocimiento que usted no posee.
—Hable rápidamente —se rió el Mulo—, y con inventiva, aunque no saldrá de esta ratonera por más que se revuelva,
—Pobre mutante —dijo el Primer Orador—, esto no es una ratonera. Pregúntese a sí mismo: ¿por qué Bail Channis fue enviado a Kalgan como señuelo? Bail Channis, que aunque joven y valiente es casi tan inferior a usted mentalmente como ese dormido oficial suyo, Han Pritcher. ¿Por qué no fui yo, u otro de nuestros dirigentes, que hubiera tenido más capacidad para enfrentarse a usted?
—Quizá —fue la confiada respuesta— no eran ustedes lo bastante tontos, ya que nadie puede enfrentarse a mí.
—La verdadera razón es más lógica. Usted sabía que Channis era de la Segunda Fundación. Le faltó capacidad para ocultarle a usted este hecho. Y también sabía que era superior a él, por lo que no le importó seguirle el juego y venir hasta aquí, como él quería, con el fin de derrotarle después. Si yo hubiera ido a Kalgan usted me habría matado porque habría visto en mí un peligro real; o si yo hubiese escapado a la muerte ocultando mi identidad, no habría conseguido que usted me siguiera al espacio. Sólo la inferioridad patente podía obligarle a la persecución. Y si usted hubiera permanecido en Kalgan, ni siquiera toda la fuerza de la Segunda Fundación podría haberle hecho el menor daño, rodeado como estaba por sus hombres, sus armas y su poder mental.
—Todavía dispongo de mi poder mental, charlatán —replicó el Mulo—, y mis hombres y mis armas no están lejos.

—Ciertamente, pero no está en Kalgan. Se encuentra en el Reino de Tazenda, lógicamente presentado a usted como la Segunda Fundación; muy lógicamente presentado. Tenía que hacerse así porque usted es un hombre inteligente, Primer Ciudadano, y sólo acepta la lógica.
—Correcto, y eso fue una victoria momentánea por su parte, pero tuve tiempo de arrancar la verdad a
su hombre, Channis, y de comprender que tal verdad podía existir.
—Y nosotros, hombre de mente sutil, aunque no lo suficiente, comprendimos que usted querría dar un paso más, y por ello preparamos a Bail Channis.
—Esto es totalmente falso, porque yo le vacié el cerebro como se despluma una gallina. Se lo registré, y cuando dijo que Rossem era la Segunda Fundación, era la verdad fundamental, pues en su cerebro no había ni una grieta microscópica donde pudiera ocultarse un engaño.
—Cierto, y esto no hace más que corroborar nuestro acierto. Porque ya le he dicho que Bail Channis fue un voluntario. ¿Sabe usted qué clase de voluntario? Antes de que abandonase nuestra Fundación para dirigirse a Kalgan y acercarse a usted, se sometió a una cirugía emocional de naturaleza muy drástica. ¿Cree usted que era suficiente engañarle? ¿Cree que Bail Channis, con su mente intacta, hubiera podido engañarle? No, engañamos al propio Bail Channis por necesidad y con su consentimiento. Bail Channis está honradamente convencido de que Rossem es 'a Segunda Fundación. Y durante tres años, los hombres de la Segunda Fundación hemos construido la apariencia de este hecho aquí, en el Reino de Tazenda, esperándole a usted. Y hemos conseguido nuestros propósitos, ¿verdad? Penetró usted hasta Tazenda, y después hasta Rossem..., pero ya no puede ir más allá.
El Mulo se había puesto en pie.
—¿Se atreve a decirme que Rossem tampoco es la Segunda Fundación?
Channis, tendido en el suelo, sintió que sus vínculos se rompían para siempre, gracias a una corriente de fuerza mental procedente del Primer Orador. Con gran esfuerzo se levantó, y emitió una larga e incrédula exclamación:
—¿Dice que Rossem no es la Segunda Fundación? Los recuerdos de su vida, los conocimientos de su mente... todo daba vueltas a su alrededor, en medio de una gran confusión. El Primer Orador sonrió.
—Como ve, Primer Ciudadano, Channis está tan
asombrado cómo usted. Por supuesto que Rossem no es la Segunda Fundación. ¿Acaso estamos tan locos como para conducir a nuestro enemigo más fuerte y peligroso hasta nuestro propio mundo? ¡Oh, no! Deje que su Flota bombardee Rossem, Primer Ciudadano, si ello le satisface. Que destruya todo lo que pueda, porque los únicos a quienes puede matar somos Channis y yo mismo, y eso no mejorará mucho la situación para usted.
»La expedición a Rossem de la Segunda Fundación, que ha trabajado aquí durante tres años y ha sido dirigida temporalmente por los Ancianos, embarcó ayer para regresar a Kalgan. Naturalmente, evadirán a su Flota, y llegarán a Kalgan por lo menos un día antes que usted, por lo cual puedo decirle todo esto. A menos que dé una contraorden, a su regreso encontrará un Imperio en rebeldía, un reino desintegrado, y los únicos hombres leales que le quedarán serán los que componen su Flota. Como ve, sus adversarios los superarán astronómicamente en número. Además, los hombres de la Segunda Fundación visitarán a sus astronautas y se asegurarán de que usted ya no pueda convertir a ninguno de ellos. Su Imperio ha terminado, mutante.
Lentamente, el Mulo bajó la cabeza, y la ira y la desesperación inundaron su mente por completo. —Sí. Demasiado tarde..., demasiado tarde. Ahora lo veo.
—Ahora lo ve —repitió el Primer Orador—, y ahora no lo ve.
En el momento en que la desesperación dejaba indefensa la mente del Mulo, el Primer Orador, preparado para aquel instante y seguro por anticipado de su naturaleza, entró en ella rápidamente. Una insignificante fracción de segundo bastó para consumar completamente el cambio.
El Mulo levantó la vista y dijo:
—¿De modo que he de volver a Kalgan?
—Ciertamente. ¿Cómo se encuentra?
—Perfectamente bien. —Frunció el ceño—. ¿Quién es usted?
—¿Acaso importa?
—Claro que no. —Pasó por alto la cuestión y tocó a Pritcher en el hombro—. Despierte, Pritcher. nos vamos a casa.

Dos horas más tarde, Eail Channis ya se sentía con fuerzas suficientes como para caminar. Preguntó:
—¿Nunca recordará nada?
—Nunca. Conserva sus facultades mentales y su Imperio... pero sus motivaciones son enteramente distintas. La noción de una Segunda Fundación se ha borrado de su mente, y ahora es un hombre de paz. En lo sucesivo será mucho más feliz, y vivirá tranquilo los pocos años que le permitirá vivir su naturaleza desequilibrada. Y entonces, después de su muerte, el Plan Seldon proseguirá... de una u otra forma.
—¿Y es cierto —inquirió Channis—; es cierto que Rossem no es la Segunda Fundación? Hubiera jurado... Le digo que estoy seguro de que lo es. No estoy loco.
—No está loco, Channis; solamente, como ya he dicho, cambiado. Rossem no es la Segunda Fundación. ¡Vamos! Nosotros también volvemos a casa.

ULTIMO INTERLUDIO

Bail Channis se hallaba en la pequeña habitación de paredes recubiertas de baldosas blancas y dejaba que su mente se relajara. Se contentaba con vivir el presente. Había las paredes, la ventana, y afuera, la hierba. No tenían nombres; eran sólo cosas. También había una cama y una silla, y libros que se proyectaban vanamente en la pantalla situada al pie de la cama. La enfermera le llevaba el alimento.
Al principio realizó esfuerzos para comprender las frases sueltas que había oído, como las que dijeron aquellos dos hombres. Uno de ellos observó:
—Ahora padece una completa afasia. Está limpio y creo que no ha sufrido daño. Lo único necesario será introducir de nuevo la composición original de sus ondas cerebrales.
Channis recordaba vagamente los sonidos, que por alguna razón le parecían peculiares... e ignoraba si significaban algo. No valía la pena preocuparse. Era mejor contemplar los bonitos colores de la pantalla que había a los pies de aquel objeto sobre el que descansaba.
Entonces alguien entró, y después de hacerle ciertas cosas, le dejó profundamente dormido.
Cuando despertó, la cama fue repentinamente una cama y supo que estaba en un hospital, y las palabras que recordaba recobraron su sentido. Se sentó.
—¿Qué ocurre?
El Primer Orador estaba junto a él.
—Está usted en la Segunda Fundación, y ha recuperado su mente, su mente original.
—¡Sí! ¡Sí! —Channis adquirió el conocimiento de que ya era él mismo, y saberlo le procuró una alegría y un placer inauditos.
—Y ahora, dígame —le interpeló el Primer Orador—: ¿sabe dónde está actualmente la Segunda Fundación?
La verdad irrumpió en su interior como una inmensa ola, y Channis no contestó. Como le ocurriera a Ebling Mis en el pasado, sólo era consciente de una vasta y abrumadora sorpresa.
Hasta que finalmente asintió con la cabeza y murmuró
—Por las estrellas de la Galaxia..., ¡ahora sí que lo sé!


Parte II

LA BUSQUEDA DE LA FUNDACION







7. ARCADIA

DARELL, Arkady. —Novelista, nacida 11-5-362 D.F. Muerta 1-7-443 D.F. Aunque principalmente conocida como escritora de novelas, debe su fama a la biografía de su abuela, Bayta Darell. Basada en información de primera mano, ha sido durante siglos la principal fuente de información relativa al Mulo y su época. Al igual que Memorias inéditas, su novela Una y otra vez es un apasionante reflejo de la brillante sociedad kalganiana de principios del Interregno, basada, según se cree, en una visita a Kalgan durante su juventud...
Enciclopedia Galáctica

Arcadia Darell declamó firmemente al micrófono de su transcriptor:
—«El Futuro del Plan Seldon», por A. Darell —y entonces pensó vagamente que algún día, cuando fuese una gran escritora, firmaría todas sus obras maestras bajo el seudónimo de Arkady. Simplemente Arkady, sin ningún apellido.
«A. Darell» era sólo lo que debía poner en todos los temas para su clase de Composición y Retórica. Todos los otros niños tenían que hacerlo igualmente, excepto Olynthus Dam, porque la clase entera estalló en carcajadas cuando lo hizo por primera vez. Arcadia era el nombre de una niña pequeña, que le fue impuesto porque su bisabuela se llamaba así, ya que sus padres no tenían ninguna imaginación.
Ahora, hacía dos días que había cumplido catorce años, lo lógico era que reconocieran el simple hecho de su madurez y la llamaran Arkady. Apretaba los labios cada vez que recordaba a su padre levantando la vista del proyector de libros y diciendo
«—Pero si ahora finges que tienes diecinueve años, Arcadia, ¿qué harás cuando tengas veinticinco y todos los chicos piensen que has cumplido los treinta?»
Desde el sillón en que se hallaba sentada de través —era su sillón favorito— podía contemplarse en el espejo de su tocador. El pie le tapaba un poco la imagen porque la zapatilla no dejaba de balancearse sobre el dedo gordo, así que se sentó sobre ambos pies y estiro todo el cuerpo hasta que estuvo segura de haber añadido por lo menos dos centímetros a su majestuosa esbeltez
Por un momento contempló pensativamente su rostro: demasiado redondo. Abrió las mandíbulas con los labios cerrados, y observó en todos sus ángulos la delgadez así obtenida. Humedeció sus labios con la punta de la lengua y los juntó en una mueca de fingida dulzura. Entonces dejó caer los párpados para adquirir una mirada misteriosa y mundana... ¡Oh, qué fastidio! ¿Por qué sus mejillas tendrían aquel tonto tono rosado?
Trató de estirarse los ojos hacia los lados, para conseguir la languidez exótica de las mujeres de los sistemas estelares interiores, pero ron las manos se tapaba la cara y no podía verse muy bien.
Entonces levantó la barbilla, se miró de perfil, y con los ojos en tensión, por mirar de reojo, y algo doloridos los músculos del cuello, dijo con voz algo más baja de su tono normal:
—Realmente, padre, si crees que me importa una sola partícula de lo que puedan pensar esos estúpidos chicos, estás...
Entonces recordó que aún tenía el transcriptos en la mano y funcionando, y exclamó, desconectándolo: —¡Oh, demonios!
El papel de color violeta pálido, con margen de color melocotón a la izquierda, contenía lo siguiente:

«EL FUTURO DEL PLAN SELDON

»Realmente, padre, si crees que me importa una sola partícula de lo que puedan pensar esos estúpidos chicos, estás... ¡Oh, demonios!»
Fastidiada, arrancó la hoja de la máquina y otra se colocó automáticamente en su lugar.
Pero el fastidio se desvaneció pronto de su rostro, y sus labios anchos se abrieron en una sonrisa de satisfacción. Olfateó el papel delicadamente. Era perfecto. Tenía el toque apropiado de elegancia y distinción. Y el carácter de la escritura era la última palabra.
La máquina había sido enviada dos días atrás, en su primer cumpleaños de persona adulta. Había dicho a su padre:
—Pero, papá, todo el mundo, absolutamente todo el mundo de la clase con la más ligera pretensión de ser alguien posee una. Sólo una persona anticuada usaría una máquina manual...
El vendedor explicó
—No existe otro modelo tan compacto por un lado y tan adaptable por el otro. Deletrea y puntúa correctamente según el sentido de la frase. Es, por supuesto, una gran ayuda en la educación, pues anima al usuario a emplear una enunciación cuidadosa y una respiración correcta a fin de asegurar la escritura perfecta, además de exigir una pronunciación adecuada y elegante para la correcta puntuación.
Incluso entonces su padre intentó adquirir una de impresión por cinta entintada, como si ella fuera una maestra insulsa y solterona.
Pero cuando la enviaron vio que era el modelo que ella quería —obtenido tal vez con más lamentos y sollozos de los que convenían a la adulta edad de catorce años—, y la escritura era encantadora y enteramente femenina, con las mayúsculas más bellas y graciosas que nadie contemplara en su vida.
Incluso la exclamación «¡Oh, demonios!» respiraba encanto, escrita por el transcriptos.
Pero ella tenía que dictar bien, así que adoptó una postura erguida en su asiento, colocó ante sí el primer borrador, con un gesto profesional, y empezó de nuevo, clara y armoniosamente, con el abdomen
hundido, el pecho alto y la respiración cuidadosamente controlada. Entonó, con fervor dramático:
«El Futuro del Plan Seldon.
»Estoy segura de que la historia del pasado de la Fundación es bien conocida por todos los que hemos tenido la suerte de ser educados en el eficiente y bien dirigido sistema escolar de nuestro planeta.
(¡Bien! Aquello suavizaría las cosas con la señorita Erlking, aquella vieja y maligna bruja.)
»La historia de dicho pasado es, en su mayor parte, la historia del gran Plan de Hari Seldon. Ambas son una sola. Pero la cuestión presente hoy día en la mente de casi todos es si el Plan continuará en su gran sabiduría o si será locamente destruido, en el supuesto de que aún no se haya llevado a cabo su destrucción.
»A fin de comprender este aspecto, conviene repasar someramente los puntos culminantes del Plan, tal como ha sido revelado hasta ahora a la humanidad.
(Esta parte era fácil porque había estudiado Historia Moderna el semestre anterior.)
»Hace casi cuatro siglos, cuando el Primer Imperio Galáctico se hallaba sumido en la parálisis que precedió a su muerte definitiva, un hombre —el gran Hari Seldon— previó el inminente final. Y lo previó gracias a la ciencia de la psicohistoria, cuyas intrincadas matemáticas habían permanecido en el olvido durante largo tiempo.
»El y los hombres que trabajaban a su lado pudieron predecir el curso de las grandes corrientes sociales y económicas dominantes en la Galaxia por aquella época. Comprendieron que, sin ayuda, el Imperio se derrumbaría, y que a partir de entonces reinaría el caos durante, por lo menos, treinta mil años, antes de que fuera establecido un nuevo Imperio.
»Era demasiado tarde para evitar la gran caída, pero aún era posible acortar el período intermedio del caos. Por consiguiente, el Plan fue elaborado con el fin de reducir a un solo milenio el intervalo entre el Primer Imperio y el Segundo. Ahora estamos completando el cuarto siglo de este milenio, y muchas generaciones de hombres han vivido y muerto mientras el Plan continúa su inexorable marcha.
»Hari Seldon estableció dos Fundaciones en extremos opuestos de la Galaxia, del modo y en las circunstancias necesarias para obtener la mejor solución matemática de su problema psicohistórico. En una de estas Fundaciones, la nuestra, establecida aquí, en Términus, se concentraron las ciencias físicas del Imperio, y mediante la posesión de estas ciencias la Fundación pudo contener los ataques de los reinos bárbaros que se habían separado y proclamado independientes en los límites del Imperio.
>>La Fundación consiguió, asimismo, conquistar estos reinos rebeldes con ayuda de una serie de caudillos sabios y heroicos, como Salvor Hardin y Hober Mallow, que supieron interpretar inteligentemente el Plan y conducir a nuestra patria a través de sus complicadas coyunturas. Todos nuestros planetas siguen venerando su recuerdo, pese a que han transcurrido varios siglos.
»Eventualmente, la Fundación estableció un sistema comercial que controlaba una gran porción de los sectores siwenniano y anacreontiano de la Galaxia, e incluso derrotó a los restos del antiguo Imperio bajo el mando de su último gran general, Bel Riose. Parecía que nada podría detener la marcha del Plan Seldon. Todas las crisis previstas por Seldon se habían producido en el momento señalado y habían sido solucionadas, y con cada una de estas soluciones la Fundación dio un paso gigantesco en su camino hacia el Segundo Imperio y la paz.
»Y entonces —perdió el aliento en este punto, y silabeó las palabras entre dientes, pero el transcriptor se limitó a escribirlas, tranquila y graciosamente—, tras la desaparición de los últimos restos del Primer Imperio, cuando solamente ineficaces señores guerreros gobernaban sobre las cenizas y astillas del coloso derribado —había copiado esta frase de una novela de aventuras transmitida por el video la semana anterior, pero la vieja señorita Erlking jamás escuchaba otra cosa que sinfonías y conferencias, de modo que no se enteraría—, apareció en escena el Mulo.
»Este hombre extraño no había sido previsto en el Plan. Era un mutante, y su nacimiento no hubiera podido predecirse. Poseía la extraña y misteriosa facultad de controlar y manipular las emociones humanas, y de este modo podía moldear a todos los hombres según su capricho. Con sobrecogedora rapidez se convirtió en conquistador y constructor de un Imperio, hasta que, finalmente, derrotó a la propia Fundación.
»Sin embargo, nunca obtuvo el dominio universal, ya que en su primera y arrolladora empresa fue detenido por la sabiduría y el valor de una gran mujer —ahora se enfrentaba al problema de siempre. Su padre insistía en que no debía revelar jamás que era nieta de Bayta Darell. Todo el mundo sabía que Bayta fue la mujer más grande de la historia; y era cierto que había detenido al Mulo sin ayuda de nadie— cuya verdadera historia es conocida en su totalidad por muy pocos hombres.
(¡Ya estaba dicho! Si tenía que leerlo ante la clase podía decir lo último en voz muy baja, y a buen seguro que alguien preguntaría cuál era la verdadera historia; y entonces... bueno, entonces no tendría más remedio que contar la verdad. En su mente ya estaba preparando una larga y elocuente explicación a un padre severo e inquisitivo.)
»Tras cinco años de gobierno restringido se produjo otro cambio cuyas razones son desconocidas, y el Mulo abandonó todos sus planes de ulteriores conquistas. Sus últimos cinco años fueron los de un inteligente déspota.
»Algunos dicen que el cambio operado en el Mulo se debió a la intervención de la Segunda Fundación. No obstante, nadie ha descubierto nunca la localización de esta otra Fundación, ni se conoce su función exacta, por lo que la teoría carece de base.
»Una generación ha pasado desde la muerte del Mulo. ¿Qué será del futuro, ahora que ha existido y, por fin, desaparecido? El interrumpió el Plan Seldon y al parecer lo hizo estallar en fragmentos, pero en cuanto murió, la Fundación resurgió de nuevo, como una nova de las cenizas de una estrella moribunda.
(Esta frase era sólo suya.)
»Una vez más, el planeta Términus alberga el centro de una federación comercial casi tan grande y rica como la que precedió a la conquista, y aun más pacífica y democrática.
»¿Ha sido esto planeado? ¿Continúa vivo el gran sueño de Seldon? ¿Se formará un Segundo Imperio Galáctico dentro de seiscientos años? Yo así lo creo, porque, —ésta era la parte importante. La señorita Erlking no se cansaba de garabatear con lápiz rojo: "Pero esto es sólo descriptivo. ¿Cuáles son sus reacciones personales? ¡Piense! ¡Exprésese! ¡Penetre su propia alma!" Penetrar la propia alma. Como si ella supiera algo de almas, con su cara de limón que no había sonreído —en la vida...— nunca, en ninguna época, ha sido tan favorable la situación política. El viejo Imperio está completamente muerto, y el período de dominio del Mulo también, al igual que la era de señores guerreros que lo precedió. La mayor parte de las áreas circundantes de la Galaxia están civilizadas y disfrutan de paz.
»Además, la salud interna de la Fundación es mejor que nunca. Los despóticos tiempos de los alcaldes hereditarios de la preconquista han cedido el paso a las elecciones democráticas de la primera época. Ya no hay mundos disidentes de Comerciantes Independientes, como tampoco existen las injusticias y dislocaciones que acompañaban a las acumulaciones de gran riqueza en manos de unos pocos.
»No hay razón, por lo tanto, para temer el fracaso, a menos que sea cierto que la propia Segunda Fundación representa un peligro. Los que así piensan carecen de evidencia en qué fundar sus afirmaciones, que se basan únicamente en supersticiones y temores. Yo creo que nuestra confianza en nosotros mismos, en nuestra nación y en el gran Plan de Hari Seldon, debería expulsar de nuestros corazones y nuestras mentes todas las incertidumbres y —humm. Eso era en exceso grandilocuente, pero se esperaba algo parecido al final— por eso afirmo...»
Aquí terminó por el momento «El Futuro del Plan Seldon», porque sonó un ligerísimo golpe en la ventana, y cuando Arcadia se levantó de un salto se encontró frente a una cara sonriente que estaba al
otro lado del cristal; una cara cuya simetría de rasgos era acentuada de modo interesante por la línea corta y vertical de un dedo colocado sobre los labios.
Tras la breve pausa necesaria para adoptar una actitud de perplejidad, caminó hacia el diván situado frente a la ancha ventana donde se encontraba la aparición y, arrodillándose encima de él, miró pensativamente hacia fuera.
La sonrisa se desvaneció en seguida del rostro del hombre. Mientras los dedos de una mano se agarraban al alféizar, los de la otra hicieron un rápido gesto. Arcadia obedeció con calma y corrió el pestillo que movía suavemente el tercio inferior de la ventana, permitiendo que el cálido aire de primavera se mezclase con el aire acondicionado del interior.
—No puede entrar —dijo con tranquila satisfacción—. Todas las ventanas están provistas de una pantalla que sólo deja pasar a las personas que viven aquí. Si usted entra, sonarán todas las alarmas imaginables. —Hizo una pausa y añadió—: Su aspecto es bastante ridículo, colgado del alféizar. Si no tiene cuidado se caerá y se romperá el cuello, amén de destrozar muchas flores valiosas.
—En tal caso —replicó el hombre de la ventana, que había estado pensando lo mismo, pero con una ligera variación en los adjetivos—, ¿por qué no neutralizas la pantalla y me dejas entrar?
—No pienso hacerlo —repuso Arcadia—. Probablemente usted busca una casa diferente, porque yo no soy la clase de chica que deja entrar en su... dormitorio a hombres desconocidos, y menos a estas horas de la noche.
Sus ojos, al decir esto, adoptaron una insólita seriedad, o algo que pretendía parecerlo.
Todo vestigio de humor había desaparecido del rostro del joven desconocido. Murmuró:
—Es la casa del doctor Darell, ¿verdad?
—¿Por qué habría de decírselo?
—¡Oh, por la Galaxia! Adiós...
—Si salta ahora, jovencito, tocaré personalmente la alarma. —El adjetivo era de una refinada ironía, pues a los ojos experimentados de Arcadia el intruso parecía tener por lo menos treinta años; de hecho, era viejo.
Una larga pausa. Entonces, él dijo
—Bueno, vamos a ver, niña; si no quieres que me. quede, ni quieres que me vaya, ¿cuál es tu intención?
—Supongo que puedo dejarle entrar. El doctor Darell vive aquí. Voy a neutralizar la pantalla.

Cautelosamente, tras una mirada inquisitiva, el hombre apoyó una mano en la ventana, se dio impulso y saltó al interior. Con gesto airado se desempolvó las rodillas y levantó hacia la muchacha el rostro ahora enrojecido.
—¿Estás completamente segura de que tu reputación no sufrirá ningún daño cuando me encuentren aquí?
—No sufriría tanto como la suya si, cuando oiga pasos en el exterior, grito, vocifero y digo que ha entrado aquí por la fuerza.
—Conque eso harías, ¿eh? —replicó él con forzada cortesía—. ¿Y cómo piensas explicar la neutralización de la pantalla protectora?
—¡Bah, eso sería fácil! No estaba conectada.
El hombre abrió mucho los ojos.
—¿Ha sido una treta? ¿Cuántos años tienes, chiquilla?
—Considero muy impertinente su pregunta, jovencito. Y no estoy acostumbrada a que me llamen «chiquilla».
—No me extraña. Probablemente eres la abuela del Mulo, disfrazada. ¿Te importa que me vaya antes de que se organice un linchamiento conmigo en el papel principal?
—Será mejor que no se vaya..., porque mi padre le está esperando.
La mirada del hombre volvió a ser cautelosa. Enarcó una ceja mientras decía con pretendida ligereza:
—¿Ah, sí? ¿Hay alguien con tu padre?
—No.
—¿Le ha visitado alguien últimamente?
—Sólo comerciantes... y usted.
—¿No ha ocurrido nada especial?
—Sólo usted.
—Olvídate de mí, ¿quieres? No, no me olvides. Dime, ¿cómo sabías que tu padre me estaba esperando?
—¡Oh, eso fue fácil! La semana pasada recibió una Cápsula Personal, cifrada expresamente para él, que contenía un mensaje autooxidable, ya sabe. Tiró la cápsula al desintegrador de basuras, y ayer dio a Poli, es nuestra sirvienta, unas vacaciones de un mes para que pueda visitar a su hermana en la ciudad de Términus. Esta tarde ha arreglado la cama de la habitación de huéspedes. De este modo me he enterado de que esperaba a alguien acerca del cual yo no podía saber nada. Corrientemente, me lo cuenta todo.
—¡Vaya! Me sorprende que tenga que hacerlo. Yo diría que tú lo sabes todo antes de que te lo cuente. —En general, así es.
Entonces soltó una carcajada. Estaba empezando a sentirse a sus anchas. El visitante era de edad avanzada, pero su aspecto tenía una gran distinción, con sus cabellos castaños rizados y los ojos muy azules. Tal vez conocería a alguien parecido en el futuro, cuando ella también fuese vieja.
—¿Y cómo sabías exactamente que era yo a quien esperaba? —preguntó él.
—Bueno, ¿quién podía ser, si no? Esperaba a alguien con gran secreto, ¿comprende?, y entonces usted llega agarrándose a las ventanas, en lugar de entrar por la puerta principal como hacen las personas sensatas. —Recordó una de sus frases favoritas, y la usó inmediatamente—: ¡Los hombres son tan estúpidos!
—Estás muy segura de ti misma, ¿no crees, niña? Quiero decir, señorita. Podrías estar en un error, ¿sabes? ¿Y si yo te dijera que todo esto es un misterio para mí y que, por cuanto yo sé, tu padre está esperando a otro y no a mí?
—¡Oh, no lo creo! Yo no le he dicho que entrara hasta que le he visto tirar su cartera.
—¿Mi qué?
—Su cartera, jovencito. No estoy ciega. No se le cayó de las manos, porque primero miró hacia abajo, como para asegurarse de que caería bien. Entonces debió pensar que iría a parar justo bajo los setos y nadie la vería, de modo que la tiró y no volvió a mirar hacia abajo. Además, el hecho de que entrara por la ventana y no por la puerta principal indica que le daba un poco de miedo aventurarse en la casa sin antes investigar el lugar. Y después de discutir conmigo se cuidó de la cartera antes de cuidar de sí mismo, lo cual indica que considera el contenido de la cartera más valioso que su propia seguridad, y esto significa que mientras usted esté aquí dentro y la cartera esté afuera, y nosotros sepamos que está afuera, su situación es bastante precaria.
Hizo una pausa para recobrar el aliento, y el hombre dijo entre dientes:
—Excepto que estoy pensando en estrangularte o dejarte medio muerta y largarme de aquí, con la cartera.
—Excepto, jovencito, que yo tengo por casualidad un palo de béisbol debajo de la cama, al que puedo llegar en un segundo desde donde estoy sentada, y que soy muy fuerte para ser una chica.

Callejón sin salida. Finalmente, con forzada cortesía, el «jovencito» dijo:
—Será mejor que me presente, ya que somos tan amigos. Soy Pelleas Anthor. ¿Cuál es tu nombre?
—Soy Arca... Arkady Darell. Encantada de conocerle.
—Y ahora, Arkady, ¿quieres ser una niña buena y llamar a tu padre?
Arcadia se enfureció.
—No soy una niña. Creo que es usted muy grosero..., especialmente cuando está pidiendo un favor.
Pelleas Anthor suspiró.
—Muy bien. ¿Quieres ser una buena y cariñosa viejecita, que huele a lavanda, y llamar a tu padre?
—Tampoco es eso lo que quería, pero le llamaré. Recuerde que no pienso quitarle los ojos de encima, jovencito —y pataleó contra el suelo.
Se oyeron pasos en el vestíbulo, y alguien abrió la puerta de par en par.
—Arcadia .. —Hubo una pequeña explosión de jadeos, y el doctor Darell preguntó—: ¿Quién es usted, señor?
Pelleas se puso en pie de un salto, con evidente alivio.
—¿Es el doctor Toran Darell? Soy Pelleas Anthor. Creo que ha recibido noticias de mi visita. Al menos, su hija así lo asegura.
—¿Mi hija lo asegura? —La miró con reprobación, pero la mirada resbaló por la impenetrable red de inocencia con que ella recibió la acusación. El doctor Darell dijo por fin—: Es cierto, le esperaba. ¿Quiere acompañarme al piso de abajo?
Se detuvo al darse cuenta de que algo se movía, y Arcadia lo observó casi simultáneamente.
Se abalanzó sobre su transcriptor, pero fue inútil, pues su padre ya se encontraba junto a él. El doctor Darell dijo con dulzura:
—Lo has dejado funcionando todo este tiempo, Arcadia.
—Padre —gimió ella, realmente angustiada—, no es nada cortés leer la correspondencia privada de otra persona, en especial si se trata de correspondencia sonora.
—¡Ah! —exclamó el padre—, ¡pero esta vez se trata de una «correspondencia sonora» con un desconocido en tu dormitorio! Como padre, Arcadia, tengo que protegerte contra el mal.
—¡Oh, demonios! No ha pasado nada malo.
Pelleas rió de improviso.
—Eso no es cierto, doctor Darell. La jovencita iba a acusarme de toda clase de cosas, y debo insistir en que usted lo lea, sólo para salvar mi buen nombre.
—¡Oh...!
Arcadia reprimió las lágrimas con un esfuerzo. Su propio padre ni siquiera c :': confiaba en ella. Y el maldito transcriptor... Si aquel idiota no hubiese aparecido en la ventana, ella ; no habría olvidado desconectar la máquina. Y ahora su padre pronunciaría largos discursos sobre lo que una jovencita no debe hacer. Al parecer, lo único que podía hacer era ahogarse de pena y morir.
—Arcadia —dijo suavemente su padre—, creo que una señorita como tú...
—Lo sabía, lo sabía.
—...no debería ser impertinente con hombres de más edad que ella.
—Pero... ¿por qué tenía que venir a atisbar a mi ventana? Una joven tiene derecho a su intimidad... Ahora tendré que escribir de nuevo toda mi maldita composición.
—Tú no eres quién para acusarle de haberse acercado a tu ventana. Podrías haberle prohibido la entrada. Podrías haberme llamado al instante..., en especial si creías que le estaba esperando.
Arcadia replicó con rabia
—Hubiera sido mejor que no le vieses... es un estúpido. Lo echará todo a perder si entra por las ventanas, en vez de hacerlo por las puertas.
—Arcadia, nadie necesita tu opinión sobre cuestiones de las que nada sabes.
—Claro que sé algo. Se trata de la Segunda Fundación.

Hubo un silencio. Incluso Arcadia sintió un estremecimiento nervioso en el estómago.
El doctor Darell preguntó en voz baja
—Dónde has oído eso?
—En ninguna parte, pero ¿qué otra cosa requiere tanto secreto? Y no tienes que preocuparte de que lo diga a nadie.
—Señor Anthor —dijo el doctor Darell—, debo pedirle perdón por todo esto.
—No importa —fue la respuesta algo tensa de Anthor—. No es culpa de usted que ella se haya vendido a las fuerzas de la oscuridad. Pero ¿me permite hacerle una pregunta antes de irnos? Señorita Arcadia...
—¿Qué quiere?
—¿Por qué consideras estúpido entrar por las ventanas en lugar de hacerlo por las puertas?
—Porque así proclama lo que quiere ocultar, tonto. Si yo tengo un secreto no me pongo una mordaza en la boca para que todo el mundo sepa que
tengo un secreto. Hablo mucho, como siempre, pero de otras cosas. ¿No ha leído nunca los proverbios de Salvor Hardin? Fue nuestro primer alcalde, ¿lo sabía?
—Sí, lo sabía.
—Pues bien, solía decir que sólo una mentira que no estuviera avergonzada de sí misma podía tener éxito. También dijo que nada tenía que ser cierto, pero que todo tenía que sonar como si lo fuese. Si usted entra por una ventana, es una mentira avergonzada de sí misma, y no suena a cierta.
—Entonces, ¿qué hubieras hecho tú?
—Si yo hubiese querido ver a mi padre para un asunto altamente secreto, me hubiera presentado a él abiertamente y hablado con él de toda clase de temas estrictamente legítimos. Y después, cuando todo el mundo me conociera y me asociara con mi padre con toda naturalidad, ambos podríamos hablar de cuantos secretos quisiéramos, pues nadie sospecharía nada.
Anthor dirigió a la muchacha una mirada extraña, y luego dijo al doctor Darell:
—Vámonos. He de recoger una cartera que tengo en el jardín. ¡Espere! Una última pregunta, Arcadia : ¿verdad que no tienes ningún palo de béisbol debajo de la cama?
—¡No, ninguno!
—¡Ya! Lo suponía.
El doctor Darell se detuvo en el umbral.
—Arcadia —dijo—, cuando escribas de nuevo tu composición sobre el Plan Seldon, no seas innecesariamente misteriosa respecto a tu abuela. No la menciones en absoluto.
El y Pelleas bajaron las escaleras en silencio. Entonces el visitante preguntó con voz tensa:
—Espero que no le importe, señor. ¿Qué edad tiene su hija?
—Cumplió catorce años hace dos días.
—¿Catorce? Por la Gran Galaxia... Dígame, ¿alguna vez le ha dicho que espera casarse en el futuro?
—No. Nunca me ha hablado de eso.
—Bien, si algún día se va a casar, mátelo. Me refiero a su novio. —Miró gravemente a los ojos del otro—. Hablo en serio. La vida no puede contener un horror más grande que vivir con la persona que será cuando tenga veinte años. No es mi intención ofenderle, naturalmente.
—No me ha ofendido. Creo que sé a qué se refiere.

En el piso superior, el objeto de sus tiernos análisis se hallaba sentada frente al transcriptor; con gesto de tedio, dictó: «Elfuturodelplanseldon.» El transcriptor, con infinito aplomo, lo tradujo a elegantes y complicadas mayúsculas

«EL FUTURO DEL PLAN SELDON»


8. EL PLAN SELDON

MATEMATICAS.—La síntesis del cálculo de n—variables y de geometría n—dimensional es la base de lo que Seldon llamó una vez «mi pequeña álgebra de la humanidad»...
Enciclopedia Galáctica

Considérese una habitación.
Su localización no tiene importancia por el momento. Será suficiente decir que en dicha habitación, más que en ninguna otra parte, existía la Segunda Fundación.
Era una habitación que, a través de los siglos, había sido morada de la ciencia pura, y, sin embargo, carecía de los aditamentos a los cuales se ha llegado a asociar la ciencia durante milenios. Se trataba de una ciencia que únicamente consistía en conceptos matemáticos, de un modo similar a la especulación de las antiquísimas razas que vivieron en los primitivos días prehistóricos en los que no existía la
tecnología; antes de que el hombre se aventurase más allá de un solo mundo, ahora desconocido.
La habitación contenía, protegido por una ciencia mental inexpugnable hasta entonces para el poder físico combinado del resto de la Galaxia, el Primer Radiante, que encerraba en su interior el Plan Seldon... completo.
También había un hombre en la habitación: el Primer Orador.
Era el duodécimo en la línea de principales guardianes del Plan, y su título no llevaba consigo otro privilegio que el de hablar primero en las reuniones de los diligentes de la Segunda Fundación.
Su predecesor había derrotado al Mulo, pero las consecuencias de aquella gigantesca lucha todavía obstaculizaban el camino del Plan. Durante veinticinco años, él y su administración habían intentado obligar a toda la Galaxia, llena de tercos y estúpidos seres humanos, a reemprender aquel camino... La tarea era inmensa.
El Primer Orador dirigió la vista hacia la puerta que se abría. Incluso mientras consideraba, en la soledad de la habitación, el cuarto de siglo de esfuerzos que ahora se acercaba, lenta e inexorablemente, a su punto culminante, incluso mientras se hallaba sumido en tales pensamientos, su mente había recordado al recién llegado con cierta expectación: un joven, un estudiante, uno de aquellos que eventualmente podrían ocupar un puesto de responsabilidad.
El joven titubeó en el umbral, y el Primer Orador tuvo que ir hacia él para invitarle a entrar, poniéndole una mano amistosa sobre el hombro.
El estudiante sonrió con timidez, y el Primer Orador respondió diciendo
—Primero he de comunicarle por qué está usted aquí.
Se sentaron junto a la mesa, uno frente al otro. Ninguno de los dos hablaba del modo reconocido como «lenguaje» por los hombres de la Galaxia que no pertenecían a la Segunda Fundación.
Originalmente, el lenguaje fue el medio por el cual el hombre aprendió, de forma imperfecta, a transmitir las ideas y emociones de su mente. Estableciendo arbitrarios sonidos y combinaciones de los mismos que representasen ciertos matices mentales, desarrolló un método de comunicación, método que con su torpeza y falta de adecuación hizo degenerar toda la delicadeza de la mente en toscas señales guturales.

Paso a paso pueden seguirse los resultados; y todos los sufrimientos de la humanidad pueden atribuirse al solo hecho de que ningún hombre en la historia de la Galaxia, hasta Hari Seldon, y muy pocos hombres después de él, pudieron entenderse mutuamente. Todos los seres humanos vivían tras un muro impenetrable de espesa niebla dentro del cual existían aisladamente. De vez en cuando se oían tenues señales desde el fondo de la caverna habitada por otro hombre... y así comenzaba un intento de aproximación entre los dos. Pero como no se conocían y no podían comprenderse, ni se atrevían a confiar el uno en el otro, y habían sentido desde la infancia los terrores y la inseguridad de aquel aislamiento total, existía el profundo temor del hombre hacia el hombre, la salvaje rapacidad del hombre hacia el hombre.
Los pies humanos, durante decenas de miles de años, se habían hundido y arrastrado en el fango, anquilosando a las mentes que, durante igual período de tiempo, habían sido dignas de la compañía de las estrellas.
Sombríamente, el instinto del hombre había intentado escapar de la prisión del lenguaje corriente. La semántica, la lógica simbólica, el psicoanálisis, todos habían sido tentativas para refinar o prescindir del lenguaje.
La psicohistoria fue producto de la ciencia mental, su matematización final, y la que al fin logró el éxito tan buscado. A través del desarrollo de las matemáticas necesarias para comprender los hechos de la fisiología neuronal y la electroquímica del sistema nervioso, que a su vez debían ser atribuidas, debían serlo, a fuerzas nucleares, se hizo posible por primera vez desarrollar verdaderamente la psicología. Y a través de la generalización del conocimiento psicológico, desde el individuo hasta el grupo, la sociología fue asimismo matematizada.
Los grupos más numerosos, los miles de millones que habitaban planetas, los billones que vivían en los Sectores, los trillones que ocupaban toda la Galaxia, se convirtieron no sólo en seres humanos, sino también en fuerzas gigantescas susceptibles de tratamiento estadístico, de forma que para Hari Seldon el futuro se hizo claro e inevitable y el Plan pudo ser establecido.
Los mismos desarrollos básicos de la ciencia mental que había originado el desarrollo del Plan Seldon hicieron también innecesario que el Primer Orador emplease palabras para dirigirse al estudiante.
Todas las reacciones a un estímulo, por pequeño que fuese, eran suficientemente indicativas de todos los cambios insignificantes, de todas las corrientes fugaces que pasaban por la mente del otro. El Primer Orador no podía captar instintivamente el contenido emocional de la mente del estudiante, como lo hubiera podido hacer el Mulo (ya que el Mulo era un mutante y tenía facultades muy difíciles de ser totalmente comprendidas por un hombre corriente, ni siquiera por un miembro de la Segunda Fundación), pero podía deducirlo, como resultado de un intensivo entrenamiento.
Sin embargo, como es inherentemente imposible, en una sociedad basada en el lenguaje, indicar el método de comunicación empleado por los miembros de la Segunda Fundación para hablar entre sí, ignoraremos toda esta cuestión de ahora en adelante. El Primer Orador hablará el lenguaje común, y si la traducción no es siempre enteramente satisfactoria, es, al menos, lo mejor que se puede hacer en las actuales circunstancias.
Supondremos, por consiguiente, que el Primer Orador dijo: =Primero tengo que comunicarle por qué está usted aquí», en lugar de sonreír de cierta manera y levantar un dedo de forma determinada.
Y siguió:
—Usted ha estudiado a fondo la ciencia mental durante casi toda su vida. Ha asimilado todo cuanto sus maestros podían enseñarle. Ya es tiempo de que usted, y unos pocos como usted, comiencen el aprendizaje de la Oratoria.
Agitación al otro lado de la mesa.
—No, debe usted tomarlo flemáticamente. Esperaba reunir las cualidades necesarias, pero temía no conseguirlo. En realidad, tanto la esperanza como el miedo son debilidades. Usted sabía que estaba cualificado, y vacila antes de admitir el hecho porque admitirlo podría indicar que está demasiado seguro de sí mismo y, por ello, ser descalificado. ¡Tonterías! El hombre más irreversiblemente estúpido es aquel que ignora su sabiduría. Que usted supiera que estaba cualificado forma parte de esta misma cualificación. Relajamiento al otro lado de la mesa.
—Exactamente. Ahora se siente mejor y ya no está en guardia. Está mejor preparado para concentrarse y comprender. Recuerde que para ser realmente eficaz no es necesario sujetar la mente bajo una barrera de control, pues ello la convierte casi en una mentalidad desnuda. Es más conveniente cultivar cierta inocencia, cierta consciencia de sí mismo, y una ingenuidad que no oculte nada. Mi mente está abierta ante usted. Haga, pues, lo mismo.
Prosiguió:
—No es fácil ser Orador. Tampoco es fácil ser psicohistoriador, y ni siquiera los mejores psicohistoriadores son necesariamente buenos Oradores. Aquí existe una distinción: un Orador no sólo ha de conocer las complicaciones matemáticas del Plan Seldon; ha de sentir simpatía por él y por sus fines. Tiene que amar el Plan; para él ha de ser su vida y el aire que respira. Más que eso: ha de ser, incluso, un amigo viviente. ¿Sabe usted qué es esto?
La mano del Primer Orador señaló un cubo negro y brillante que había en el centro de la mesa. Era totalmente liso.
—No, Orador, no lo sé.
—¿Ha oído hablar del Primer Radiante?
—¿Esto? —profirió con asombro el estudiante.
—¿Esperaba algo más noble e imponente? Es natural. Fue creado en los días del Imperio por hombres de la época de Seldon. Durante casi cuatrocientos años ha funcionado perfectamente, sin necesidad
de rectificaciones o reajustes, lo cual es una suerte, ya que nadie de la Segunda Fundación posee los conocimientos requeridos para repararlo de forma técnica. —Sonrió bondadosamente—. Los de la Primera Fundación tal vez podrían hacer un duplicado, pero nunca deben conocer su existencia, naturalmente.
Acercó la mano a una plaquita situada a la izquierda de la mesa y la habitación se sumió en la oscuridad; pero sólo por un momento, pues gradualmente una fluorescencia fue iluminando las dos paredes más largas de la habitación. Primero apareció un blanco nacarado, después una tenue mancha longitudinal más oscura aquí y allí, y, finalmente, las ecuaciones finamente impresas en negro, con una ocasional línea roja que serpenteaba por entre los números oscuros como un tímido arroyuelo.
—Venga, hijo mío, acérquese a la pared. No proyectará ninguna sombra. Esta luz no emana del Radiante en la forma corriente. A decir verdad, yo ignoro totalmente por qué medios se produce este efecto, pero no proyectará ninguna sombra. De eso estoy seguro.

Se colocaron juntos en la luz. Cada pared tenía nueve metros de longitud por tres de altura. La escritura era pequeña y cubría toda la superficie.
—Esto no es todo el Plan —dijo el Primer Orador—: Para que cupiera en estas dos paredes habría que reducir las ecuaciones individuales a tamaño microscópico, pero no es necesario. Lo que usted ve aquí representa las principales porciones del Plan hasta ahora. Ya ha estudiado esto, ¿verdad?
—En efecto, Orador.
—¿Reconoce alguna porción?
Un largo silencio. El estudiante señaló con un dedo, y, mientras lo hacía, la hilera de ecuaciones fue descendiendo por la pared, hasta que la determinada serie de funciones que había tenido en el pensamiento —era difícil creer que el rápido y generalizado gesto del dedo hubiera tenido la suficiente precisión se encontró al nivel de sus ojos.
El Primer Orador rió casi inaudiblemente.
—Comprobará que el Primer Radiante se adapta en el acto a su mente. Puede esperar más sorpresas de este pequeño aparato. ¿Qué iba usted a decir acerca de la ecuación que ha elegido?
—Es... una integral rigeliana —tartamudeó el estudiante—, referida a una distribución planetaria que indica la presencia de dos clases económicas principales en el planeta, o tal vez un Sector, además de una pauta emocional inestable.
—¿Y qué significa?
—Representa el límite de tensión, ya que aquí tenemos —señaló, y de nuevo se movieron las ecuaciones— una serie convergente.
—Bien —aprobó el Primer Orador—. Ahora dígame qué piensa de todo esto. Una completa obra de arte, ¿verdad?
—¡Definitivamente!
—¡Se equivoca! No lo es —dijo con brusquedad. Es la primera lección que debe aprender. El Plan Seldon no está completo ni es correcto. Es, simplemente, lo mejor que se podía hacer en aquel tiempo. Más de una docena de generaciones de hombres han estudiado estas ecuaciones, trabajado con ellas; analizado hasta el último decimal y examinado su conjunto. Han hecho más que eso: han visto pasar casi cuatrocientos años, y, al margen de las predicciones y ecuaciones, han comprobado la realidad y han aprendido. Han aprendido más cosas de las que Seldon logró saber, y si pudiéramos repetir la obra de Seldon con el conocimiento acumulado de los siglos, realizaríamos un trabajo mucho mejor. ¿Está esto perfectamente claro para usted?
El estudiante parecía un poco aturdido.
—Antes de que obtenga su título de Oratoria —continuó el Primer Orador—, tendrá que hacer su propia contribución original al Plan. No, no se trata de una blasfemia. Cada línea roja de las que ve en la pared es la contribución de un hombre de los nuestros que ha vivido después de Seldon. Verá..., verá... —Miró hacia arriba—. ¡Ahí está!
Toda la pared dio la impresión de caer sobre él.
—Esta es la mía —dijo.
Una sutil línea roja rodeaba dos flechas bifurcadas e incluía casi dos metros cuadrados de deducciones a lo largo de cada trayectoria. Entre las dos había una serie de ecuaciones en rojo.
—No parece gran cosa —observó el Orador—. Está en un punto del Plan que no alcanzaremos hasta después de un tiempo tan largo como el que ya ha pasado. Está en el período de fusión, cuando el futuro Segundo Imperio se halle en las garras de personalidades rivales que amenazarán con dividirlo si la lucha es demasiado equilibrada, o estancarlo si la lucha es demasiado desigual. Aquí están consideradas ambas posibilidades, e indicado el método para evitarlas. No obstante, sólo es una cuestión de probabilidades, y puede existir una tercera trayectoria. Su probabilidad es relativamente baja, de un doce coma sesenta y cuatro por ciento, para ser exacto pero han tenido lugar probabilidades aún menores, y el Plan sólo está completo en un cuarenta por ciento. Esta tercera probabilidad consiste en un posible compromiso entre dos o más de las personalidades en conflicto. He demostrado que esto congelaría primero al Segundo Imperio en un molde infructuoso, y, más tarde, causaría más daños por medio de guerras civiles de los que serían infligidos en caso de no llegar al acuerdo. Por fortuna, esto también se podría evitar. Tal ha sido mi contribución.

—Si me permite interrumpir, Orador... ¿Cómo se realiza un cambio?
—Mediante la intervención del Radiante. Por ejemplo, verá usted que, en su caso, sus matemáticas serán comprobadas rigurosamente por cinco juntas diferentes; y se le exigirá que las defienda contra un ataque sistemático y despiadado. Entonces pasarán dos años, y sus resultados serán revisados de nuevo. Ha ocurrido más de una vez que un trabajo perfecto en apariencia no ha revelado sus errores hasta pasado un período inductivo de meses o años. A veces, el propio autor descubre la equivocación. Si, después de dos años, la contribución pasa otro examen no menos exhaustivo que el primero, y, mejor aún, si en el intervalo el joven científico ha aportado detalles adicionales, evidencia subsidiaria, la contribución es agregada al Plan. Fue el punto culminante de mi carrera, y será el punto culminante de la suya. El Primer Radiante puede ser ajustado a su mente. y todas las correcciones y adiciones se pueden hacer por comunicación mental. No habrá nada que indique que la corrección o adición es de usted. En toda la historia  del Plan no ha habido ninguna personalización; es la obra de todos nosotros. ¿Me comprende?
—¡Sí, Orador!
—En tal caso, sigamos. —Un paso hacia el Primer Radiante y las paredes volvieron a su opacidad natural, salvo los bordes superiores, iluminados por la luz corriente de la habitación—. Siéntese ante mi mesa y escúcheme. Para un psicohistoriador, como tal, es suficiente conocer su Bioestadística y sus Electromatemáticas Neuroquímicas. Algunos no conocen nada más y sólo sirven para ser técnicos estadísticos. Pero un Orador ha de ser capaz de discutir el Plan sin matemáticas, u, si no el propio Plan, al menos su filosofía v sus fines. Ante todo, ¿cuál es el propósito del Plan? Le ruego que me lo diga con sus propias palabras, y no recurra a los delicados sentimientos. No le juzgarán por su delicadeza y suavidad, se lo aseguro.
Era la primera oportunidad que tenía el estudiante de pronunciar algo más que dos palabras, y titubeó antes de lanzarse al espacio libre que se le ofrecía. Empezó tímidamente:
—Como —resultado de lo que he aprendido, creo que la intención del Plan es establecer una civilización humana basada en una orientación totalmente distinta de lo que ha existido hasta ahora. Una orientación que, de acuerdo con los descubrimientos de la psicohistoria, nunca podría haberse producido espontáneamente...
 —¡Un momento! —La voz del Primer Orador era insistente—. No debe usted decir «nunca»; es una perezosa consideración de los hechos. En realidad, la psicohistoria sólo predice probabilidades. Un suceso determinado puede ser infinitesimalmente probable, pero la probabilidad es siempre mayor que cero.
—Sí, Orador. Entonces, si me permite corregirme, diré que es un hecho conocido que la orientación deseada no posee grandes probabilidades de producirse espontáneamente.
—Eso está mejor. ¿Cuál es la orientación?
—Es la de una civilización basada en la ciencia mental. En toda la historia conocida de la humanidad, los progresos han sido principalmente en tecnología física, es decir, en la capacidad de manejar el mundo inanimado que rodea al hombre. El control de sí mismo y de la sociedad ha sido abandonado a la casualidad o a los vagos esfuerzos de sistemas éticos intuitivos basados en la inspiración y la emoción. Como resultado, jamás ha existido una cultura cuya estabilidad sobrepasara el cincuenta y cinco por ciento, y ello a costa de grandes sufrimientos humanos.
—¿Y por qué la orientación de que estamos hablando no es espontánea?
—Porque un número relativamente grande de seres humanos es capaz de tomar parte en el progreso de la ciencia física, y todos reciben el beneficio bruto y visible de ella. En cambio, sólo una pequeñísima minoría es inherentemente capaz de conducir al hombre a través de las mayores complicaciones de la ciencia mental, y los beneficios que se derivan de ella, aunque más duraderos, son más sutiles y menos evidentes. Además, como semejante orientación llevaría al desarrollo de una dictadura benévola por parte de los mejor dotados mentalmente —de hecho, una subdivisión más elevada del hombre—, despertaría resentimientos y no podría ser estable sin la aplicación de una fuerza que reduciría al resto de la humanidad a un nivel de barbarie. Tal desarrollo nos repugna y debe ser evitado.
—¿Cuál es, pues, la solución?
—La solución es el Plan Seldon. Se han organizado y mantenido unas condiciones que, cuando haya pasado un milenio desde su establecimiento, o sea, seiscientos años a partir de ahora, quedará establecido un Segundo Imperio Galáctico en el que la humanidad estará preparada para ser dirigida por medio de la ciencia mental. En este mismo intervalo, durante el desarrollo de la Segunda Fundación, surgirá un grupo de psicólogos dispuesto a asumir la dirección. O bien, como he pensado a menudo, la Primera Fundación suministrará el marco físico de una única unidad política, y la Segunda Fundación suministrará el marco mental de una clase dirigente ya preparada.
—Comprendo. Bastante acertado. ¿Cree usted que cualquier Segundo Imperio, aunque se formara en la época fijada por Seldon, serviría como cumplimiento de su Plan?
—No, Orador, no lo creo. Hay varios posibles Segundos Imperios que pueden formarse en el período comprendido entre los novecientos y los mil setecientos años tras el comienzo del Plan, pero sólo uno de ellos es el Segundo Imperio.
—Y en vista de todo esto, ¿por qué es necesario que la existencia de la Segunda Fundación sea un secreto, sobre todo para la Primera Fundación?
El estudiante buscó un significado oculto en esta pregunta, pero no lo encontró. Pareció turbado en su respuesta:
—Por la misma razón que los detalles del Plan en conjunto deben ocultarse a la humanidad en general. Las leyes de la psicohistoria son estadísticas por naturaleza, y quedan invalidadas si las acciones de hombres individuales no son, en su naturaleza, casuales. Si un grupo numeroso de seres humanos conociera los detalles importantes del Plan, sus actos serían gobernados por este conocimiento y ya no serían casuales en el sentido de los axiomas de la psicohistoria. En otras palabras, ya no serían perfectamente previsibles. Le ruego me perdone, Orador, pues tengo la impresión de que la respuesta no es satisfactoria.
—Su impresión es justa; la respuesta está lejos de ser completa. Es la propia Segunda Fundación la que debe mantenerse oculta, no simplemente el Plan. El Segundo Imperio aún no está formado. Tenemos todavía una sociedad que rechazaría una clase dirigente de psicólogos, y que temería su desarrollo y lucharía contra él. ¿Lo comprende usted?
—Sí, Orador, lo comprendo. Este punto no ha sido puesto de relieve...
—Se equivoca. No lo ha sido... en las aulas, aunque usted hubiera debido ser capaz de deducirlo por sí mismo. Nos ocuparemos de éste y de muchos otros puntos de ahora en adelante, durante su aprendizaje. Me verá usted de nuevo dentro de una semana. Para entonces, me gustaría escuchar sus comentarios sobre un problema que voy a plantearle. No quiero un tratamiento matemático completo y riguroso. Eso requeriría un año para un experto, y no una semana para usted. Lo que quiero es una indicación en lo tocante a tendencias y direcciones... Aquí tiene usted una bifurcación del Plan de un periodo de tiempo situado hace alrededor de medio siglo. Están incluidos los detalles necesarios. Observará que el camino seguido por la realidad supuesta difiere de todas las predicciones calculadas; su probabilidad es de menos de un uno por ciento. Deberá usted estimar el tiempo que esta divergencia puede continuar antes de convertirse en incorregible. Estime también el final probable, si no es corregida, y un método razonable de corrección.
El estudiante giró el visor al azar y contempló con expresión grave los pasajes presentados en la diminuta pantalla. Preguntó
—¿Por qué este problema en particular, Orador? Es obvio que tiene más significado que el puramente académico.
—Gracias, hijo mío. Es usted tan rápido como yo esperaba. El problema no es una suposición. Hace casi cincuenta años el Mulo irrumpió en la historia galáctica, y durante diez fue el hecho aislado más importante del universo. Su aparición no había sido prevista ni calculada. Deformó gravemente el Plan, pero no de una forma fatal. Sin embargo, para detenerle antes de que la coyuntura tuviese un resultado fatal, nos vimos obligados a tomar parte activa contra él. Revelamos nuestra existencia y, lo que es infinitamente peor, una parte de nuestro poder. La Primera Fundación ha oído hablar de nosotros, y sus actos están ahora condicionados por este conocimiento. Obsérvelo en el problema presentado. Aquí. Y allí. Naturalmente, no hablará usted de esto con nadie.
Se produjo un impresionante silencio mientras la comprensión invadía la mente del estudiante. Exclamó:
Entonces, ¡el Plan Seldon ha fracasado!
—Todavía no. Solamente puede haber fracasado. Las probabilidades de éxito son todavía del veintiuno coma cuatro por ciento, según el más reciente cálculo


LOS CONSPIRADORES

Para el doctor Darell y Pelleas Anthor, las veladas pasaban en agradable conversación, y los días en placentera inactividad. Podría haber sido una visita cualquiera. El doctor Darell presentó al joven como un primo suyo del espacio exterior, y este común parentesco amortiguó el posible interés de los demás.
No obstante, en las charlas a veces surgía un nombre. La gente escuchaba con amable atención. El doctor Darell decía «no» o decía «sí». Una llamada por la onda abierta de la comunidad anunció una invitación casual: «Me gustaría que conocierais a mi primo.»
Los preparativos de Arcadia procedían a su propio modo. De hecho, sus actos podían considerarse como los menos directos de todos.
Por ejemplo: persuadió a Olynthus Dam, en la escuela, para que le regalase un receptor de sonido de fabricación casera, utilizando métodos que indicaban un futuro muy peligroso para todos los hombres con los que pudiera entrar en contacto. A fin de evitar los detalles, demostró tan desusado interés por la afición tan cacareada de Olynthus —que tenía un taller en su casa—, combinado con la transferencia muy bien modulada de este interés a las regordetas facciones de Olynthus, que el infortunado muchacho acabó: 1) perorando interminablemente sobre los principios del motor de hiperonda; 2) fijándose de modo embriagador en los grandes y absortos ojos dirigidos casualmente hacia él, y 3) poniendo en las manos de ella su más preciada creación, el mencionado receptor de sonido.
Arcadia, a partir de entonces, cultivó a Olynthus en grado decreciente durante un tiempo prudencial, suficiente como para alejar toda sospecha de que el receptor de sonido había sido la causa de su amistad. Durante los meses que siguieron, Olynthus conservó en la mente el recuerdo de aquel breve período de su vida, hasta que, finalmente, lo olvidó por falta de ulteriores motivos.
Cuando llegó la séptima noche, y cinco hombres se reunieron en la sala de estar de los Darell, bien provistos de comida y tabaco, la mesa del dormitorio de Arcadia estaba ocupada por aquel irreconocible producto casero de la inventiva de Olynthus.

Eran cinco hombres: el doctor Darell, con hebras de plata en los cabellos y vestido meticulosamente, aparentando algo más de cuarenta y dos años; Pelleas Anthor, serio y de mirada inquieta por el momento, joven de aspecto e inseguro de sí mismo; y tres hombres nuevos: Jole Turbor, locutor de televisión, corpulento y de labios gruesos; el doctor Elvett Semic, profesor, ya jubilado, de Física en la Universidad, flaco y arrugado, con un traje que le venía grande; y Homir Munn, bibliotecario, esbelto y terriblemente intranquilo.
El doctor Darell habló con serenidad, en tono normal y sencillo:
—Esta reunión, caballeros, ha sido convocada por algo más que por razones sociales. Puede que lo hayan adivinado. Como han sido elegidos deliberadamente a causa de su pasado, adivinarán también el peligro que ello implica. No es mi intención subestimarlo, pero quiero señalar que, en cualquier caso; estamos todos condenados. Habrán observado que ninguno de ustedes ha sido invitado con la menor tentativa de secreto. No se les ha pedido que vinieran aquí ocultándose. Las ventanas no han sido ajustadas a la opacidad desde el exterior. En la habitación no hay ninguna clase de pantalla. Atraer la atención del enemigo equivaldría a nuestra perdición; y el mejor modo de atraer la atención es adoptar una actitud misteriosa y teatral.
—¡Ja! —dijo Arcadia, inclinada sobre el receptor, que transmitía las voces con algún que otro chirrido. —¿Lo comprenden?
Elvett Semic torció el labio inferior y mostró los dientes, acrobacia que precedía cada una de sus frases.
—Vamos, al grano. Háblenos de este jovencito. El doctor Darell explicó:
—Su nombre es Pelleas Anthor. Fue alumno de mi viejo colega Kleise, que murió el año pasado. Kleise me envió su pauta cerebral hasta el quinto subnivel, y esta pauta ha sido ahora comparada con la del hombre que tienen ustedes delante. Sé que una pauta cerebral no puede ser duplicada hasta este punto, ni siquiera por consumados psicólogos. Si no conocen este hecho, tendrán que creer en mi palabra.
Turbor intervino, con los labios fruncidos:
—No hay más remedio que empezar por algo. Aceptaremos su palabra, dado que es usted el más grande electroneurólogo de la Galaxia, ahora que Kleise ha muerto. Al menos, así es como le he descrito en mi comentario de la televisión, e incluso estoy convencido de ello. ¿Qué edad tiene usted, Anthor?
—Veintinueve años, señor Turbor.
—Humm. ¿Y también es electroneurólogo? ¿Uno de categoría?
—Sólo un estudiante de esa ciencia. Pero trabajo con tesón, y he tenido el privilegio de ser alumno de Kleise.
Munn interrumpió. Tartamudeaba ligeramente en momentos de tensión:
—Me gus...taría que empe...zasen. Creo que to...dos hablan demasiado.
El doctor Darell enarcó una ceja en dirección a Munn.
—Tiene razón, Homir. Usted tiene la palabra, Pelleas.
—Aún no —repuso Pelleas Anthor con lentitud—, porque antes de empezar, aunque aprecio la opinión
del señor Munn, tengo que solicitar datos de ondas cerebrales.
Darell frunció el ceño.
—¿Qué significa esto, Anthor? ¿A qué ondas cerebrales se refiere?
—A las pautas de todos ustedes. Usted ha tomado la mía, doctor Darell. Yo he de tomar la de usted y las de los demás. Y he de hacer las mediciones yo mismo.
Turbor dijo:
—No hay razón para que se fíe de nosotros Darell. El joven está en su derecho.
—Gracias —dijo Anthor—. Si nos conduce a su laboratorio, doctor Darell, iniciaremos la tarea. Me tomé la libertad de comprobar sus aparatos esta mañana.

La ciencia de la electroencefalografía era a la vez nueva y antigua. Era antigua en el sentido de que el conocimiento de las micro corrientes generadas por las células nerviosas de los seres vivos pertenecía a aquella inmensa categoría del saber humano cuyo origen se había perdido por completo. Era un conocimiento que se remontaba a los primeros vestigios de la historia humana...
Y, no obstante, también era nueva. El dato de la existencia de micro corrientes se adormeció a lo largo de decenas de miles de años, en los tiempos del Imperio Galáctico, como uno de esos vívidos y caprichosos, pero totalmente inútiles, elementos del saber humano. Algunos habían intentado formar clasificaciones de ondas analizando la vigilia y el sueño, la calma y la excitación, la salud y la enfermedad; pero incluso las más amplias deducciones habían presentado multitud de excepciones que las desvirtuaban.
Otros habían intentado demostrar la existencia de grupos de ondas cerebrales, análogos a los bien conocidos grupos sanguíneos, y demostrar que el medio ambiente era el factor determinante. Estos fueron los aficionados a la clasificación racial, que pretendían que el hombre podía dividirse en subespecies. Pero semejante filosofía no pudo luchar contra el arrollador impulso económico de un Imperio Galáctico, una unidad política que abarcaba veinte millones de sistemas estelares, desde el mundo central de Trántor, ahora un deslumbrante e imposible recuerdo del gran pasado, hasta el más solitario asteroide de la periferia.
Por añadidura, en una sociedad entregada, como la del Primer Imperio, a las ciencias físicas y la tecnología inanimada, existía una vaga pero potente aversión al estudio de la mente. Era menos respetable por ser de menor utilidad inmediata; y no encontraba financiación porque era menos provechosa.
Después de la caída del Primer Imperio se produjo la fragmentación de la ciencia organizada, retrasándose todo más hacia el pasado, incluso más allá de las bases fundamentales de la energía atómica, hasta la energía química del carbón y el petróleo. La única excepción, naturalmente, fue la Primera Fundación, donde la chispa de la ciencia, revitalizada e intensificada, era mantenida asiduamente. Sin embargo, también allí gobernaba la física, y el cerebro, aparte de la cirugía, era terreno abandonado por todos.
Hari Seldon fue el primero en expresar lo que después acabó siendo aceptado como la verdad.
«Las micro corrientes nerviosas —dijo una vez llevan consigo la chispa de todos los impulsos y reacciones, conscientes e inconscientes. Las ondas cerebrales registradas sobre papel cuadriculado en forma de temblorosos picos y hendiduras son espejo de los combinados pulsos mentales de miles de millones de células. Teóricamente, el análisis revelaría los pensamientos y emociones del sujeto, incluso los más insignificantes. Las diferencias detectadas no se deben solamente a defectos físicos, heredados o adquiridos, sino también a cambiantes estados emocionales, a una mayor educación y experiencia, e incluso a algo tan sutil como un cambio en la filosofía de la vida del sujeto.»
Pero ni siquiera Seldon podía ir más allá de la especulación.
Y ahora hacía cincuenta años que los hombres de la Primera Fundación estaban investigando aquel
complicado e increíblemente vasto almacén de nuevos conocimientos. El enfoque, naturalmente, se hacía con técnicas nuevas, como, por ejemplo, el uso de electrodos en suturas craneales con un medio recién desarrollado que permitía el contacto directo con las células grises, sin necesitar siquiera el afeitado de un sector de la cabeza. También había un dispositivo que automáticamente registraba las ondas cerebrales en su totalidad y corno funciones separadas de seis variables independientes.
Lo más significativo era, tal vez, el creciente respeto con que se consideraba la encefalografía y el encefalógrafo. Kleise, el más grande de todos ellos, ocupaba en convenciones científicas el mismo lugar de honor que los físicos. El doctor Darell, aunque ya no dedicaba su actividad a esta ciencia, era casi tan conocido por sus brillantes avances en el análisis encefalográfico como por el hecho de ser hijo de Bayta Darell, la gran heroína de la generación anterior.
Así pues, en aquellos momentos el doctor Darell se hallaba sentado en su propia silla, con los ligeros electrodos presionando apenas su cráneo, mientras las agujas registradoras iban de un lado a otro sobre °1 papel cuadriculado. Estaba de espaldas a ellas, pues de otro modo, como era bien sabido, la vista de las curvas en movimiento inducía un esfuerzo inconsciente por controlarlas, produciendo visibles resultados; pero sabía que la esfera central expresaba la curva Sigma, fuertemente rítmica y poco variable, _que era de esperar de su potente y disciplinada mente. Aquella curva sería reforzada y purificada en la esfera auxiliar que se ocupaba de la onda del cerebelo. Habría los bruscos y casi discontinuos saltos del lóbulo frontal, y el ligero temblor de las regiones profundas, con su escaso alcance de frecuencias...
Conocía su propia pauta de ondas cerebrales tanto como un artista podía ser perfectamente consciente el color de sus ojos.
Pelleas Anthor no hizo ningún comentario cuando Darell se levantó de la silla reclinable. El joven extrajo los siete registros y les dio una ojeada con la mirada rápida y penetrante de quien sabe con exactitud cuál es la minúscula faceta que está buscando. —Si no tiene inconveniente, doctor Semic...
El rostro de Semic, amarillento por la edad, era grave. La electroencefalografía era una ciencia que apenas conocía; una recién llegada hacia la que sentía un vago resentimiento. Sabía que era viejo y que la pauta de sus ondas lo pondría de manifiesto. Lo proclamaban las arrugas de su rostro, sólo hablaban de su cuerpo. Las pautas de sus ondas cerebrales podían proclamar asimismo su vejez. Era una invasión inoportuna y desagradable de la última fortaleza protectora de un hombre: su propia mente.
Le ajustaron los electrodos. El proceso no era doloroso en ningún momento, por supuesto. Sólo se sentía un insignificante cosquilleo muy por debajo del umbral de la sensación.
Después le tocó el turno a Turbor, que permaneció inmóvil e impasible durante los quince minutos del proceso, y a Munn, que se estremeció al primer contacto de los electrodos y después pasó toda la sesión haciendo girar los ojos en las órbitas, como si quisiera mirar hacia atrás por un agujero de su occipucio.
—Y ahora... —dijo Darell, cuando todo hubo terminado.
—Y ahora... —repitió Anthor en tono de excusa— hay una persona más en la casa.
Darell, frunciendo el ceño, preguntó:
—¿Mi hija?
—Sí. Recuerde que sugerí que se quedara en casa esta noche.
—¿Para un examen encefalográfico? ¿Por qué?
—No puedo continuar si no se hace.
Darell se encogió de hombros y subió las escale ras. Arcadia, advertida, tuvo tiempo de desconectar el receptor de sonido antes de que él entrara; luego le siguió hasta la planta baja con sumisa obediencia. Era la primera vez en su vida —exceptuando la pauta mental básica que le tomaron poco después de nacer para fines de identificación y registro— que se encontraba bajo los electrodos.

—¿Puedo verlo? —preguntó cuando se hubo terminado, alargando la mano.
El doctor Darell dijo:
—No lo entenderías, Arcadia. ¿No es hora ya de que te vayas a la cama?
—Sí, padre ——repuso ella, sumisa—. Buenas noches a todos.
Subió corriendo las escaleras y se metió en la cama con un mínimo de preparación. Puso el receptor de sonido de Olynthus debajo de la almohada y se sintió como un personaje de película, entusiasmada y excitada por su «espionaje».
Las primeras palabras que oyó fueron pronunciadas por Anthor:
—Caballeros, todos los análisis son satisfactorios, incluido el de la niña.
«¡Niña!», pensó Arcadia, furiosa, e hizo una mueca a Anthor en la oscuridad.

Anthor abrió su cartera y extrajo de ella varias docenas de registros de ondas cerebrales. No eran originales. La cartera estaba provista de una cerradura especial; si una mano que no fuera la suya hubiese sostenido la llave, el contenido se habría quemado silenciosa e instantáneamente, reduciéndose a un montón de cenizas indescifrables. Una vez sacados de la cartera, los registros sufrían el mismo proceso al cabo de media hora,
Pero durante su breve duración, Anthor habló rápidamente
—Tengo aquí los registros de varios funcionarios del Gobierno de Anacreonte. Este es el de un psicólogo de la Universidad de Locris; éste, el de un industrial de Siwenna. El resto véanlo ustedes mismos.
Todos se apiñaron sobre los documentos. Para todos, menos para Darell, no eran más que líneas sinuosas sobre papel cuadriculado. Darell, en cambio, veía en ellos un claro lenguaje.
Anthor observó:
—Fíjese, doctor Darell, en la región plana existente entre las ondas secundarias tauianas del lóbulo frontal que todos estos registros tienen en común. ¿Desea usar mi regla analítica, señor, para comprobar esta afirmación?
La regla analítica podía considerarse un pariente lejano —en la forma en que puede serlo un rascacielos de una choza— de aquel juguete del jardín de infancia, la regla de cálculo logarítmico. Darell la usó con la soltura que confiere una larga práctica. Hizo unos dibujos con el resultado, y, tal como afirmara Anthor, observó que había planicies en las regiones del lóbulo frontal donde debía haber fuertes desniveles.
—¿Cómo interpretaría usted eso, doctor Darell? —preguntó Anthor.
—No estoy seguro. A primera vista, no me parece posible. Incluso en casos de amnesia hay supresión, pero no desaparición. ¿Cirugía cerebral drástica, tal vez?
—¡Oh, algo ha sido cortado, sí! —exclamó Anthor con impaciencia—. Pero no en el sentido físico. Creo que el Mulo podría haber hecho exactamente lo siguiente: suprimir de modo total la capacidad para cierta emoción o actitud mental, y no dejar más que una planicie como ésta. O si no...
—O si no, podría haberlo hecho la Segunda Fundación. Iba usted a decir eso, ¿verdad? —preguntó Turbor con una lenta sonrisa.
No había necesidad de contestar a aquella pregunta completamente retórica.
—¿Qué le hizo sospechar, señor Anthor? —inquirió Munn.
—No fui yo, sino el doctor Kleise quien sospechó. Coleccionaba pautas de ondas cerebrales como lo hace la Policía Planetaria, pero con fines diferentes. Se especializaba en intelectuales, funcionarios del Gobierno y comerciantes importantes. Verán, es evidente que si la Segunda Fundación dirige el curso histórico de la Galaxia, nuestro curso, ha de hacerlo sutilmente y de forma imperceptible. Si manipulan las mentes, como deben de estar haciendo, serán las mentes de personas con influencia, ya sea cultural, industrial o política. Y el doctor Kleise coleccionaba precisamente ésas.
—Ya —objetó Munn—, pero ¿hay corroboración?
¿Cómo actúa esa gente? Me refiero a los que tienen la planicie. Tal vez sea un fenómeno perfectamente normal.
Miró con ansiedad a los otros con sus ojos azules y algo infantiles, pero no recibió ninguna respuesta alentadora.
—Dejemos esto al doctor Darell —dijo Anthor—. Pregúntele cuántas veces ha visto este fenómeno en sus estudios generales, o en casos mencionados por la literatura de la generación anterior. Después pregúntele cuáles son las probabilidades de que sea descubierto uno de cada mil casos entre las categorías que estudió el doctor Kleise.
—Supongo que no cabe la menor duda —observó Darell, pensativo— de que son mentalidades artificiales. Han sido manipuladas. En cierto modo, yo ya sospechaba esto...
—Lo sé, doctor Darell —dijo Anthor—. También sé que en un tiempo trabajó con el doctor Kleise. Me gustaría saber por qué dejó de hacerlo.

No había hostilidad en su pregunta; tal vez sólo precaución, pero, en cualquier caso, originó una larga pausa. Darell miró a sus invitados de uno en uno, y luego dijo bruscamente:
—Porque la lucha de Kleise era inútil. Competía con un adversario demasiado fuerte para él. Estaba detectando lo que ambos, él y yo, sabíamos que detectaría: que no éramos nuestros propios dueños. ¡Y yo no quería saberlo! Quería respetarme a mí mismo; me gustaba pensar que nuestra Fundación era dueña de su alma colectiva; que nuestros antepasados no habían luchado y muerto en vano. Creí que lo más sencillo era inhibirme del asunto mientras no estuviera completamente seguro. No necesitaba conservar mi puesto, ya que la pensión concedida a perpetuidad por el Gobierno a la familia de mi madre era suficiente para mis pequeñas necesidades. El laboratorio de mi casa bastaría para ahuyentar el tedio, y la vida llegaría algún día a su fin... Entonces murió Kleise... Semic mostró los dientes y dijo:
—Yo no conozco a ese tal Kleise. ¿Cómo murió?
Anthor intervino:
—Murió. Y él lo intuyó. Medio año antes me dijo que se estaba acercando demasiado...
—Ahora también nosotros nos es ... tamos acercando dema...siado, ¿verdad? —murmuró Munn, con la boca seca.
—Sí —asintió Anthor llanamente—, pero ya nos acercábamos, en cualquier caso, todos nosotros. Por eso han sido elegidos. Yo era alumno de Kleise. El doctor Darell era colega suyo. Jole Turbor ha denunciado por televisión nuestra fe ciega en la mano salvadora de la Segunda Fundación, hasta que el Gobierno le ha hecho enmudecer... a instancias, si puedo mencionarlo, de un poderoso financiero cuyo cerebro muestra lo que Kleise solía llamar la planicie manipulada. Homir Munn. tiene la mayor colección privada de datos relativos al Mulo, y ha publicado algunos ensayos que especulan sobre la naturaleza y función de la Segunda Fundación. El doctor Semic ha contribuido más que nadie a las matemáticas del análisis encefalográfico, aunque no creo que se diera cuenta de que sus matemáticas se aplicarían de este modo. Semic abrió mucho los ojos y rió entre dientes.
—No, jovencito. Yo analizaba los movimientos intranucleares; ya sabe, el problema de los n—cuerpos. Me pierdo en la encefalografía.
—Bien, ya conocemos nuestra posición. Naturalmente, el Gobierno no puede hacer nada en este asunto. Ignoro si el alcalde o alguien de su administración son conscientes de la gravedad de la situación. Lo que sí sé es que nosotros cinco no tenemos nada que perder y mucho que ganar. A medida que aumenten nuestros conocimientos también aumentarán nuestras posibilidades de ir en la dirección correcta. Comprendan que no somos más que un comienzo.
—¿Hasta qué punto se ha infiltrado esta Segunda Fundación? —quiso saber Turbor.
—No lo sé. Hay una respuesta probable: todas las infiltraciones que hemos descubierto estaban en los bordes exteriores de la nación. El mundo capital puede estar todavía limpio, aunque ni siquiera eso es seguro... de lo contrario, no les hubiera sometido a
esta prueba. Usted, doctor Darell, era particularmente sospechoso, puesto que abandonó su investigación con Kleise. ¿No sabe que Kleise jamás se lo perdonó? Yo pensé que tal vez la Segunda Fundación le había corrompido, pero Kleise siempre insistía en que usted era un cobarde. Espero que me perdone, doctor Darell, por mencionar esto, pero lo hago para aclarar mi propia posición. Personalmente, creo comprender su actitud, y si fue cobardía la considero venial.
Darell tomó aliento antes de replicar:
—¡Huí!, o llámelo como quiera. Sin embargo, intenté conservar nuestra amistad, pero él no me escribió ni me llamó hasta el día en que me envió sus datos de ondas cerebrales, y lo hizo una semana antes de morir...
—Perdonen —interrumpió Homir Munn, con un acceso de nerviosa elocuencia—; no..., no comprendo su actitud. So..., somos un simple puñado de conspiradores, si lo único que ha ...cemos es hablar y hablar sin... tino. Pero tampoco veo lo que po...odemos hacer. Esto es muy in...fantil. On...ondas cerebrales y miste ...rios, y nada más. ¿No tienen idea de lo que va ... amos a hacer?
—Sí, una cosa. —Pelleas Anthor les miró con los ojos brillantes—. Necesitamos más información sobre la Segunda Fundación. Es la necesidad primordial. El Mulo pasó los cinco primeros años de su mandato buscando esta misma información... y fracasó, o esto es lo que nos han hecho creer. Pero lo cierto es que dejó de buscar. ¿Por qué? ¿Por qué fracasó? ¿O por qué lo consiguió?
—Más ch...charla —dijo Munn con amargura — ¿Cómo podemos saberlo?
—Si quieren escucharme... La capital del Mulo estaba en Kalgan. Kalgan no formaba parte de la esfera de influencia comercial de la Fundación en la época anterior al Mulo, y tampoco forma parte de ella ahora. Actualmente, Kalgan está gobernado por un hombre, Stettin, a menos que mañana se produzca otra revolución palaciega. Stettin se autodenomina Primer Ciudadano y se considera sucesor del Mulo. Si en aquel mundo hay alguna tradición, se basa en la superhumanidad y grandeza del Mulo; una tradición de intensidad casi supersticiosa. Como resultado, el viejo palacio del Mulo es mantenido como un
santuario. Ninguna persona sin autorización puede entrar en él; en su interior todo está intacto.
—¿Y bien?
—Me pregunto: ¿por qué todo eso? En tiempos como éstos nada ocurre sin una razón. ¿Y si no es sólo la superstición lo que hace inviolable el palacio del Mulo? ¿Y si todo es obra de la Segunda Fundación? Por último, ¿y si los resultados de los cinco años de búsqueda del Mulo se encuentran en el interior?
—¡Oh, paparruchas!
—¿Por qué no? —interrogó Anthor—. A lo largo de toda su historia, la Segunda Fundación se ha ocultado; apenas si ha intervenido en los asuntos galácticos. Sé que a nosotros nos parecería más lógico destruir el palacio, o, al menos, retirar los datos; pero deben ustedes considerar la psicología de estos maestros en esa ciencia. Son Seldons, son Mulos, y trabajan por caminos indirectos, a través de la mente. Jamás destruirían o robarían cuando pueden lograr sus fines creando un estado mental. ¿Sí o no?
No hubo una respuesta inmediata, y Anthor continuó:
—Y usted, Munn, es precisamente quien puede encontrar la información que necesitamos.
—¿Yo? —Fue un grito de asombro. Munn les miró rápidamente de uno en uno—. No puedo hacer se... semejante cosa. No soy un hombre de a...acción ni un héroe de no ...ovela televisiva. Soy bibliotecario. Si pue...puedo ayudarles de este mo...modo, de acuerdo, desafiaré a la Se ...egunda Fundación, pero no me la ... anzaré al espacio en una misión qui...ijotesca como ésta.
—Escúcheme —dijo Anthor, pacientemente—. El doctor Darell y yo hemos llegado a la conclusión de que usted es el hombre indicado. Es la única manera de hacerlo con naturalidad. Dice que es bibliotecario. ¡Excelente! ¿Cuál es el tema que le inspira mayor interés? ¡El Mulo! Posee ya la mayor colección de material sobre el Mulo existente en la Galaxia. Es natural que desee incrementarla. Más natural en usted
que en cualquier otra persona. Usted sí que podría solicitar permiso para entrar en el palacio de Kalgan sin despertar sospechas de motivos ulteriores. Quizá se lo negarán, pero no sospecharán de usted. Y lo que es más: posee un crucero monoplaza. Se sabe que ha visitado planetas extranjeros durante sus vacaciones anuales. Incluso ha estado ya en Kalgan. ¿No comprende que sólo tiene que actuar como siempre lo ha hecho?
—Pero no pue...edo ir y espe...petarle: «¿Tie...ne la bondad de dejarme entrar en su más sa...sagrado santuario, se ... señor Primer Ciudadano?»
—¿Por qué no?
—¡Por la Ga...Galaxia, porque no me dejará!
—Está bien. No le dejará. Entonces vuelve a casa y pensamos en otra cosa.
Munn miró a su alrededor con impotente rebeldía. Sentía que iban a convencerle de algo que le repugnaba. Nadie se ofreció para ayudarle a esquivar el asunto.
Así pues, al final se adoptaron dos decisiones. La primera fue el reacio consentimiento de Munn en despegar hacia el espacio en cuanto comenzasen sus vacaciones de verano.
La otra fue una decisión no autorizada por parte de un miembro enteramente extraoficial de la reunión, tomada mientras desconectaba el receptor de sonido y se preparaba para dormir con considerable retraso sobre el horario habitual. Esta segunda decisión no nos concierne... por el momento.


10. CRISIS INMINENTE

En la Segunda Fundación había pasado una se mana, y el Primer Orador sonreía de nuevo al estudiante.
—Debe usted traerme interesantes resultados, pues de lo contrario no estaría tan enojado.
El estudiante puso una mano sobre el montón de hojas de cálculo que había traído consigo y preguntó: —¿Está seguro de que el problema es real?
—Las premisas son ciertas. No he deformado nada.
—Entonces debo aceptar los resultados, y no quiero hacerlo.
—Naturalmente. Pero ¿qué tiene que ver aquí lo que usted quiera? Bien, explíqueme lo que tanto le preocupa. No, no, deje a un lado sus derivaciones; ya las someteré a análisis más tarde. Ahora, hábleme. Permítame juzgar su criterio.
—Está bien, Orador... Está muy claro que ha tenido lugar un gran cambio general en la psicología básica de la Primera Fundación. Mientras conocían la existencia de un Plan Seldon, aunque ninguno de sus detalles, estaban confiados, pero indecisos. Sabían que tendrían éxito, pero ignoraban cuándo o cómo. Había, por consiguiente, un ambiente de continua tensión... que era lo que Seldon deseaba. En otras palabras, se podía contar con que la Primera Fundación trabajaría a pleno rendimiento.
—Una metáfora dudosa —observó el Primer Orador—, pero le comprendo.
—Sin embargo, ahora, Orador, conocen la existencia de una Segunda Fundación con bastante detalle, y no solamente como una antigua y vaga afirmación de Seldon. Tienen cierta intuición sobre su función como guardiana del Plan. Saben que existe un órgano que vigila todos sus pasos y no les permitirá caer. Y esto les hace abandonar su enérgico avance y se dejan llevar como en un palanquín. Otra metáfora; lo siento.
—No importa, continúe.
—Y este abandono del esfuerzo, esta inercia creciente, esta caída en la blandura y en una cultura decadente y hedonista, significan el fracaso del Plan. Deben propulsarse a sí mismos.
—¿Eso es todo?
—No, hay más. La reacción de la mayoría es la antedicha. Pero existe una gran probabilidad de una reacción minoritaria. El conocimiento de nuestra tutela y nuestro control no despertará siempre complacencia, sino hostilidad en algunos casos. Esto se deduce del Teorema de Koríllov...
—Sí, sí. Conozco ese teorema.
—Le siento, Orador. Es difícil evitar las matemáticas. En cualquier caso, el efecto es que no sólo se diluye el esfuerzo de la Fundación, sino que parte de ella se dirige contra nosotros, velozmente contra nosotros.
—¿Y eso es todo?
—Queda otro factor cuya probabilidad es moderadamente baja...
—Muy bien. ¿Cuál es?
—Mientras las energías de la Primera Fundación iban dirigidas sólo hacia el Imperio, mientras sus únicos enemigos eran los débiles y anticuados remanentes del pasado, se preocupaban solamente de las ciencias físicas. Al entrar nosotros a formar parte de su medio ambiente es posible que se les imponga un cambio de actitud. Pueden tratar de convertirse en psicólogos...
—Este cambio —dijo fríamente el Primer Orador ya ha tenido lugar.

Los labios del estudiante se comprimieron en una delgada línea.
—Entonces... todo ha terminado. Se trata de la incompatibilidad básica con el Plan. Orador, ¿me hubiera enterado de esto si hubiese vivido... fuera?
El Primer Orador habló con gravedad:
—Se siente humillado, mi joven amigo, porque, creyendo que comprendía tan bien tantas cosas, descubre de improviso que otras muchas, muy evidentes, le eran desconocidas. Después de pensar que era uno de los Señores de la Galaxia descubre que se encuentra cerca de la destrucción. Naturalmente, sentirá resentimiento hacia la torre de marfil, en la que vivía, hacia la reclusión en que fue educado, hacia las teorías que le enseñaron. Yo también sentí lo mismo; es normal. Pero era necesario que en sus años de formación no tuviera contacto directo con la Galaxia que permaneciera aquí, donde se le imparte todo el conocimiento y su mente es cuidadosamente educada. Podríamos haberle enseñado antes este..., este fracaso parcial del Plan, evitándole así esta sacudida, pero antes no hubiera comprendido bien el significado, y en cambio ahora, sí. ¿De modo que no encuentra ninguna solución para el problema?
El estudiante meneó la cabeza y exclamó con desaliento
—¡Ninguna!
—Bueno, no es sorprendente. Escúcheme, amigo mío. Existe un plan de acción y se está llevando a cabo desde hace más de una década. No es un plan corriente, y nos hemos visto forzados a recurrir a él contra nuestra voluntad. Implica probabilidades remotas, peligrosas suposiciones... Incluso nos hemos visto obligados a tratar a veces con reacciones individuales, porque era el único camino, y usted sabe que la psicoestadística, por su propia naturaleza, no tiene significado cuando se aplica a cifras menores que las planetarias.
—¿Y estamos teniendo éxito? —murmuró el estudiante.
—Todavía es pronto para decirlo. Hasta ahora hemos mantenido estable la situación..., pero por primera vez en la historia del Plan Seldon, es posible que los actos inesperados de un solo individuo lo destruyan. Hemos ajustado un reducido número de individuos a una determinada actividad mental; tenemos nuestros agentes... pero sus caminos están planeados de antemano. No se atreven a improvisar. Esto debería ser obvio para usted. Y no le ocultaré lo peor: si somos descubiertos, aquí, en este mundo, no sólo será destruido el Plan, sino también nosotros mismos, nuestros cuerpos físicos. De modo que, como ve, la solución no es muy buena.
—Pero lo poco que me ha descrito no parece una solución, sino más bien un intento desesperado.
—No. Digamos que es un intento inteligente.
—¿Cuándo será la crisis, Orador? ¿Cuándo sabremos si hemos vencido o no?
—Dentro de este año, sin duda.
El estudiante considero estas palabras y asintió con la cabeza. Estrechó la mano del Orador.
—En fin, es mejor saberlo.
Dio media vuelta y se fue.
El Primer Orador miró silenciosamente hacia fuera, mientras la ventana adquiría transparencia. Miraba más allá de las gigantescas estructuras, hacia las tranquilas y numerosas estrellas.
Un año pasaría de prisa. ¿Viviría alguno de ellos, alguno de los herederos de Seldon, cuando tocara a su fin?


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