EL HOMBRE
BICENTENARIO
Isaac Asimov
1
Las
Tres Leyes de la robótica:
1.— Un
robot no debe causar daño a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser
humano sufra ningún daño.
2.— Un
robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto
cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
3.— Un
robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté
reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
—Gracias —dijo Andrew Martin, aceptando el
asiento que le ofrecían. Su semblante no delataba a una persona acorralada,
pero eso era.
En realidad su semblante no delataba nada,
pues no dejaba ver otra expresión que la tristeza de los ojos. Tenía el cabello
lacio, castaño claro y fino, y no había vello en su rostro. Parecía recién
afeitado. Vestía anticuadas, pero pulcras ropas de color rojo aterciopelado.
Al otro lado del escritorio estaba el
cirujano, y la placa del escrito incluía una serie indentificatoria de letras y
números, pero Andrew no se molestó en leerla. Bastaría con llamarle “doctor”.
—¿Cuándo se puede realizar la operación
doctor? —preguntó.
El cirujano murmuró, con esa inalienable
nota de respeto que un robot siempre usaba ante un ser humano:
—No estoy seguro de entender cómo o en quién
debe realizarse esa operación, señor.
El rostro del cirujano habría revelado
cierta respetuosa intransigencia si tal expresión —o cualquier otra— hubiera
sido posible en el acero inoxidable con un ligero tono de bronce.
Andrew Martin estudió la mano derecha del
robot, la mano quirúrgica, que descansaba en el escritorio. Los largos dedos
estaban artísticamente modelados en curvas metálicas tan gráciles y apropiadas
que era fácil imaginarlas empuñando un escalpelo que momentáneamente se
transformaría en parte de los propios dedos.
En su trabajo no habría vacilaciones,
tropiezos, temblores ni errores. Eso iba unido a la especialización tan deseada
por la humanidad que pocos robots poseían ya un cerebro independiente. Claro
que un cirujano necesita cerebro, pero éste estaba tan limitado en su capacidad
que no reconocía a Andrew. Tal vez nunca le hubiera oído nombrar.
—¿Alguna vez ha pensado que le gustaría ser
un hombre? —le preguntó Andrew.
El cirujano dudó un momento, como si la
pregunta no encajara en sus sendas positrónicas.
—Pero yo soy un robot, señor.
—¿No sería preferible ser un hombre?
—Sería preferible ser mejor cirujano. No
podría serlo si fuera hombre, sólo si fuese un robot más avanzado. Me gustaría
ser un robot más avanzado.
—¿No le ofende que yo pueda darle órdenes,
que yo pueda hacerle poner de pie, sentarse, moverse a derecha e izquierda, con
sólo decirlo?
—Es mi placer agradarle. Si sus órdenes
interfiriesen en mi funcionamiento respecto de usted o de cualquier otro ser
humano, no le obedecería. La primera Ley, concerniente a mi deber para con la
seguridad humana, tendría prioridad sobre la Segunda Ley, la referente a la
obediencia. De no ser así, la obediencia es un placer para mí... Pero ¿a quién
debo operar?
—A mí.
—Imposible. Es una operación evidentemente
dañina.
—Eso no importa —dijo Andrew con calma.
—No debo infligir daño —objetó el cirujano.
—A un ser humano no, pero yo también soy un
robot.
2
Andrew tenía mucha más experiencia de robot
cuando acabaron de manufacturarlo. Era como cualquier otro robot, con diseño
elegante y funcional.
Le fue bien en el hogar adonde lo llevaron,
en aquellos días en que los robots eran una rareza en las casas y en el
planeta.
Había cuatro personas en la casa: el
“señor”, la “señora”, la “señorita” y la “niña”. Conocía los nombres, pero
nunca los usaba. El Señor se llamaba Gerald Martin.
Su número de serie era NDR... No se acordaba
de las cifras. Había pasado mucho tiempo, pero si hubiera querido recordarlas
habría podido hacerlo. Sólo que no quería.
La Niña fue la primera en llamarlo Andrew,
porque no era capaz de pronunciar las letras, y todos hicieron lo mismo que
ella.
La Niña... Llegó a vivir noventa años y
había fallecido tiempo atrás. En cierta ocasión, él quiso llamarla Señora, pero
ella no se lo permitió. Fue Niña hasta el día de su muerte.
Andrew estaba destinado a realizar tareas de
ayuda de cámara, de mayordomo y de criado. Eran días experimentales para él y
para todos los robots en todas partes, excepto en las factorías y las
estaciones industriales y exploratorias que se hallaban fuera de la Tierra.
Los Martin le tenían afecto y muchas veces
le impedían realizar su trabajo porque la Señorita y la Niña preferían jugar
con él.
Fue la Señorita la primera en darse cuenta
de cómo se podía solucionar aquello.
—Te ordenamos a que juegues con nosotras y
debes obedecer las órdenes —le dijo.
—Lo lamento, Señorita —contestó Andrew—,
pero una orden previa del Señor sin duda tiene prioridad.
—Papá sólo dijo que esperaba que tú te
encargaras de la limpieza —replicó ella—. Eso no es una orden. Yo sí te lo
ordeno.
Al Señor no le importaba. El Señor sentía un
gran cariño por la Señorita y por la Niña, incluso más que la Señora, y Andrew
también les tenía cariño. Al menos, el efecto que ellas ejercían sobre sus
actos eran aquellos que en un ser humano se hubieran considerado los efectos
del cariño. Andrew lo consideraba cariño, pues no conocía otra palabra
designarlo.
Talló para la Niña un pendiente de madera.
Ella se lo había ordenado. Al parecer, a la Señorita le habían regalado por su cumpleaños
un pendiente de marfilina con volutas, y la Niña sentía celos. Sólo tenía un
trozo de madera y se lo dio a Andrew con un cuchillo de cocina.
Andrew lo talló rápidamente.
—Qué bonito, Andrew —dijo la niña—. Se lo
enseñaré a papá.
El Señor no podía creerlo.
—¿Dónde conseguiste esto Mandy? —Así llamaba
el Señor a la Niña. Cuando la Niña le aseguró que decía la verdad, el Señor se
volvió hacia Andrew—. ¿Lo has hecho tú, Andrew?
—Sí Señor.
—¿De dónde copiaste el diseño?
—Es una representación geométrica, Señor,
que armoniza con la fibra de la madera.
Al día siguiente, el Señor le llevó otro
trozo de una madera y un vibrocuchillo eléctrico.
—Talla algo con esto, Andrew. Lo que
quieras.
Andrew obedeció y el Señor le observó;
luego, examinó el producto durante un largo rato. Después de eso, Andrew dejó
de servir la mesa. Le ordenaron que leyera libros sobre diseño de muebles, y
aprendió a fabricar gabinetes y escritorios.
El Señor le dijo:
—Son productos asombrosos, Andrew.
—Me complace hacerlos, Señor.
—¿Cómo que te complace?
—Los circuitos de mi cerebro funcionan con
mayor fluidez. He oído usar el término “complacer” y el modo en que usted lo
usa concuerda con mi modo de sentir. Me complace hacerlos, Señor.
3
Gerald Martin llevó a Andrew a la oficina regional
de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos. Como miembro de la Legislatura
Regional, no tuvo problemas para conseguir una entrevista con el jefe de
robopsicología. Más aún, sólo estaba calificado para poseer un robot por ser
miembro de la Legislatura. Los robots no eran algo habitual en aquellos días.
Andrew no comprendió nada al principio, pero
en años posteriores, ya con mayores conocimientos, evocaría esa escena y lo
comprendería.
El robopsicólogo, Merton Mansky, escuchó con
el ceño cada vez más fruncido y realizó un esfuerzo para no tamborilear en la
mesa con los dedos. Tenía tensos los rasgos y la frente arrugada y daba la
impresión de ser más joven de lo que aparentaba.
—La robótica no es un arte exacto, señor
Martin —dijo—. No puedo explicárselo detalladamente, pero la matemática que
rige la configuración de las sendas positrónicas es tan compleja que sólo
permite soluciones aproximadas. Naturalmente, como construimos todo en torno de
las Tres Leyes, éstas son incontrovertibles. Desde luego, reemplazaremos ese
robot...
—En absoluto —protestó el Señor—. No se
trata de un fallo. Él cumple perfectamente con sus deberes. El punto es que
también realiza exquisitas tallas en madera y nunca repite los diseños. Produce
obras de arte.
Mansky parecía confundido.
—Es extraño. Claro que actualmente estamos
probando con sendas generalizadas... ¿Cree usted que es realmente creativo?
—Véalo usted mismo.
Le entregó una pequeña esfera de madera, en
la que había una escena con niños tan pequeños que apenas se veían; pero las
proporciones eran perfectas y armonizaban de un modo natural con la fibra, como
si también ésta estuviera tallada.
—¿Él hizo esto? —exclamó Mansky. Se lo
devolvió, sacudiendo la cabeza—. Puramente fortuito. Algo que hay en sus
sendas.
—¿Pueden repetirlo?
—Probablemente no. Nunca nos han informado
de nada semejante.
—¡Bien! No me molesta en absoluto que Andrew
sea el único.
—Me temo que la empresa querrá recuperar ese
robot para estudiarlo.
—Olvídelo —replicó el Señor. Se volvió hacia
Andrew—: Vámonos a casa.
—Como usted desee, Señor —dijo Andrew.
4
La Señorita salía con jovencitos y no estaba
mucho en casa. Ahora era la Niña, que ya no era tan niña, quien llenaba el
horizonte de Andrew. Nunca olvidaba que la primera talla en madera de Andrew
había sido para ella. La llevaba en una cadena de plata que le pendía del
cuello.
Fue ella la primera que se opuso a la
costumbre del Señor a regalar los productos.
—Vamos, papá. Si alguien los quiere, que
pague por ellos. Valen la pena.
—Tu no eres codiciosa, Mandy.
—No es por nosotros, papá. Es por el
artista.
Andrew jamás había oído esa palabra y en
cuanto tuvo un momento a solas la buscó en el diccionario.
Poco después realizaron otro viaje; en esa
ocasión para visitar al abogado del Señor.
—¿Qué piensas de esto John? —le preguntó el
Señor.
El abogado se llamaba John Feingold. Era
canoso y barrigón, y los bordes de sus lentes de contacto estaban teñidos de
verde brillante. Miró la pequeña placa que el Señor le había entregado.
—Es bella... Pero estoy al tanto. Es una
talla de un robot, ese que has traído contigo.
—Sí, es obra de Andrew. ¿Verdad, Andrew?
—Sí, Señor.
—¿Cuánto pagarías por esto John? —preguntó
el Señor.
—No sé. No colecciono esos objetos.
—¿Creerías que me han ofrecido doscientos
cincuenta dólares por esta cosita? Andrew ha fabricado también sillas que he
vendido por quinientos dólares. Los productos de Andrew nos han permitido
depositar doscientos mil dólares en el banco.
—¡Cielos, te está haciendo rico, Gerald!
—Sólo a medias. La mitad está en una cuenta
a nombre de Andrew Martin.
—¿Del robot?
—Exacto, y quiero saber si es legal.
—¿Legal? —Feingold se reclinó en la silla,
haciéndola crujir—. No hay precedentes, Gerald. ¿Cómo firmó tu robot los
papeles necesarios?
—Sabe hacer la firma de su nombre y yo la
llevé. No lo llevé a él al banco en persona. ¿Es preciso hacer algo más?
—Mmm... —Feingold entrecerró los ojos
durante unos segundos—. Bueno, podemos crear un fondo fiduciario que maneje las
finanzas en su nombre, lo cual hará de capa aislante entre él y el mundo
hostil. Aparte de eso, mi consejo es que no hagas nada más. Hasta ahora nadie
te ha detenido. Si alguien se opone, déjale que se querelle.
—¿Y te harás cargo del caso si hay alguna
querella?
—Por un anticipo, claro que sí.
—¿De cuánto?
Feingold señaló la placa de madera.
—Algo como esto.
—Me parece justo —dijo el Señor.
Feingold se rió entre dientes mientras se
volvía hacia el robot.
—¿Andrew, te gusta tener dinero?
—Sí, señor.
—¿Qué piensas hacer con él?
—Pagar cosas que de lo contrario tendría que
pagar el Señor. Esto le ahorrará gastos al Señor.
5
Hubo ocasiones para ello. Las reparaciones
eran costosas y las revisiones aún más. Con los años se produjeron nuevos
modelos de robot, y el Señor se preocupó de que Andrew contara con cada nuevo
dispositivo, hasta que fue un dechado de excelencia metálica. El propio robot
se encargaba de los gastos. Andrew insistía en ello.
Sólo sus sendas positrónicas permanecieron
intactas. El Señor insistía en ello.
—Los nuevos no son tan buenos como tú,
Andrew. Los nuevos robots no sirven. La empresa ha aprendido a hacer sendas más
precisas, más específicas, más particulares. Los nuevos robots no son
versátiles. Hacen aquello para lo cual están diseñados y jamás desvían. Te
prefiero a ti.
—Gracias, Señor,
—Y es obra tuya, Andrew, no lo olvides.
Estoy seguro de que Mansky puso fin a las sendas generalizadas en cuanto te
echó un buen vistazo. No le gustó que fueras tan imprevisible... ¿Sabes cuántas
veces pidió que te llevaríamos para estudiarte? ¡Nueve veces! Pero nunca se lo
permití, y ahora que se ha retirado quizá nos dejen en paz.
El cabello del Señor disminuyó y encaneció,
y el rostro se le puso fofo, pero Andrew tenía mejor aspecto que cuando entró a
formar parte de la familia. La Señora se había unido a una colonia artística de
Europa y la Señorita era poeta en Nueva York. A veces escribían, pero no con
frecuencia. La Niña estaba casada y vivía a poca distancia. Decía que no quería
abandonar a Andrew y cuando nació su hijo, el Señorito, dejó que el robot
cogiera el biberón para alimentarlo.
Andrew comprendió que el Señor, con el
nacimiento de ese nieto, tenía ya alguien que reemplazara a quienes se habían
ido. No sería tan injusto presentarle su solicitud.
—Señor —le dijo—, ha sido usted muy amable
al permitir que yo gastara mi dinero según mis deseos.
—Era tu dinero, Andrew.
—Sólo por voluntad de usted, Señor. No creo
que la ley le hubiera impedido conservarlo.
—La ley no me va a persuadir de que me porte
mal, Andrew.
—A pesar de todos los gastos y a pesar de
los impuestos, Señor, tengo casi seiscientos mil dólares.
—Lo sé, Andrew.
—Quiero dárselos, Señor.
—No los aceptaré, Andrew.
—A cambio de algo que usted puede darme,
Señor.
—Ah, ¿Qué es eso, Andrew?
—Mi libertad, Señor.
—Tu...
—Quiero comprar mi libertad, Señor.
6
No fue tan fácil. El Señor se sonrojó, soltó
un “¡Por amor de Dios!”, dio media vuelta y se alejó.
Fue la Niña quien logró convencerlo, en un
tono duro y desafiante, y delante de Andrew. Durante treinta años, nadie había
dudado en hablar en su presencia, tratárase de él o no. Era sólo un robot.
—Papá, ¿porqué te lo tomas como una afrenta
personal? Él seguirá aquí. Continuará siéndote leal. No puede evitarlo. Lo
tiene incorporado. Lo único que quiere es formalismo verbal. Quiere que lo
llamen libre. ¿Es tan terrible? ¿No se lo ha ganado? ¡Cielos! él y yo hemos
hablado de esto durante años.
—¿Conque durante años?
—Si, una y otra vez lo ha ido postergando
por temor a lastimarte. Yo le dije que te lo pidiera.
—Él no sabe qué es la libertad. Es un robot.
—Papá, no lo conoces. Ha leído todo lo que
hay en la biblioteca. No sé qué siente por dentro, pero tampoco sé qué sientes
tú. Cuando le hablas, reacciona ante las diversas abstracciones tal como tú y
yo. ¿Qué otra cosa cuenta? Si las reacciones de alguien son como las nuestras,
¿qué más se puede pedir?
—La ley no adoptará esa actitud —se obstinó
el Señor, exasperado. Se volvió hacia Andrew y le dijo con voz ronca—: ¡Mira,
oye! No puedo liberarte a no ser de una forma legal, y si esto llega a los
tribunales no sólo no obtendrás la libertad, sino que la ley se enterará
oficialmente de tu fortuna. Te dirán que un robot no tiene derecho a ganar
dinero. ¿Vale la pena que pierdas tu dinero por esta farsa?
—La libertad no tiene precio, Señor —replicó
Andrew—. Sólo la posibilidad de obtenerla ya vale ese dinero.
7
El tribunal también podía pensar que la
libertad no tenía precio y decidir que un robot no podía comprarla por mucho
que pagase, por alto que fuese el precio.
La declaración del abogado regional, que
representaba a quienes habían entablado un pleito conjunto para oponerse a la
libertad de Andrew, fue ésta: La palabra “libertad” no significaba nada cuando
se aplicaba a un robot, pues sólo un ser humano podía ser libre.
Lo repitió varias veces, siempre que le
parecía apropiado; lentamente, moviendo las manos al son de las palabras.
La Niña pidió permiso para hablar en nombre
de Andrew.
La llamaron por su nombre completo, el cual
Andrew nunca había oído antes:
—Amanda Laura Martin Charney puede acercarse
al estrado.
—Gracias, señoría. No soy abogada y no sé
hablar con propiedad, pero espero que todos presten atención al significado e
ignoren las palabras. Comprendamos qué significa ser libre en el caso de
Andrew. En algunos sentidos, ya lo es. Lleva por lo menos veinte años sin que
un miembro de la familia Martin le ordene hacer algo que él no hubiera hecho
por propia voluntad. Pero si lo deseamos, podemos ordenarle cualquier cosa y
expresarlo con la mayor rudeza posible, porque es una máquina y nos pertenece.
¿Porqué ha de seguir en esa situación, cuando nos ha servido durante tanto
tiempo y tan lealmente y ha ganado tanto dinero para nosotros? No nos debe nada
más; los deudores somos nosotros. Aunque se nos prohibiera legalmente someter a
Andrew a una cervidumbre involuntaria, él nos serviría voluntariamente.
Concederle la libertad será sólo una triquiñuela verbal, pero significaría
muchísimo para él. Le daría todo y no nos costaría nada.
Por un momento pareció que el juez contenía
una sonrisa.
—Entiendo su argumentación, señora Charney.
Lo cierto es que a este respecto no existe una ley obligatoria ni un
precedente. Sin embargo, existe el supuesto tácito de que sólo el ser humano
puede gozar de libertad. Puedo establecer una nueva ley, o someterme a la
decisión de un tribunal superior; pero no puedo fallar en contra de ese
supuesto. Permítame interpelar al robot. ¡Andrew!
—Sí, señoría.
Era la primera vez que Andrew hablaba ante
el tribunal y el juez se asombró de la modulación humana de aquella voz.
—¿Porqué quieres ser libre, Andrew? ¿En qué
sentido es importante para ti?
—¿Desearía usted ser esclavo, señoría?
—Pero no eres esclavo. Eres un buen robot,
un robot genial, por lo que me han dicho, capaz de expresiones artísticas sin
parangón. ¿Qué más podrías hacer si fueras libre?
—Quizá no pudiera hacer más de lo que hago
ahora, señoría, pero lo haría con mayor alegría. Creo que sólo alguien que
desea la libertad puede ser libre. Yo deseo la libertad.
Y eso le proporcionó al juez un fundamento.
El argumento central de su sentencia fue: “No hay derecho a negar la libertad a
ningún objeto que posea una mente tan avanzada como para entender y desear ese
estado.”
Más adelante, el Tribunal Mundial ratificó
la sentencia.
8
El Señor seguía disgustado y su áspero tono
de voz hacía que Andrew se sintiera como si tuviese un cortocircuito.
—No quiero tu maldito dinero, Andrew. Lo
tomaré sólo porque de lo contrario no te sentirás libre. A partir de ahora,
puedes elegir tus tareas y hacerlas como te plazca. No te daré órdenes, excepto
ésta: que hagas lo que se te plazca. Pero sigo siendo responsable de ti. Esa
forma parte de la sentencia del juez. Espero que lo entiendas.
—No seas irascible, papá —interrumpió la
Niña—. La responsabilidad no es una gran carga. Sabes que no tendrás que hacer
nada. Las Tres Leyes siguieron vigentes.
—Entonces, ¿en qué sentido es libre?
—¿Acaso los seres humanos no están obligados
por sus leyes, Señor?
—No voy a discutir —dijo el Señor.
Se marchó, y a partir de entonces Andrew lo
vio con poca frecuencia.
La Niña iba a verlo a menudo a la casita que
le habían construido y entregado. No disponía de cocina ni cuarto de baño. Sólo
tenía dos habitaciones. Una era una biblioteca y la otra servía de depósito y
taller. Andrew aceptó muchos encargos y como robot libre trabajó más que antes,
hasta que pagó el costo de la casa y el edificio se transfirió legalmente.
Un día, fue a verlo el Señorito..., no,
¡George! El Señorito había insistido en eso después de la sentencia del juez.
—Un robot libre no llama Señorito a nadie
—le había dicho George—. Yo te llamo Andrew. Tú debes llamarme George.
El día en que George fue a verlo a solas le
informó de que el Señor estaba agonizando. La Niña se encontraba junto al
lecho, pero el Señor también quería estuviese Andrew.
El Señor habló con voz potente, aunque
parecía incapaz de moverse. Se esforzó en levantar la mano.
—Andrew —dijo—, Andrew... No me ayudes,
George. Me estoy muriendo, eso es todo, no estoy impedido... Andrew, me alegra
que seas libre. Sólo quería decirte eso.
Andrew no supo qué decir. Nunca había estado
frente a un moribundo, pero sabía que era el modo humano de dejar de funcionar.
Era como ser desmontado de una manera involuntaria e irreversible, y Andrew no
sabía qué era lo apropiado decir en ese momento. Sólo pudo quedarse en pie,
callado e inmóvil.
Cuando todo terminó, la Niña le dijo:
—Tal vez te haya parecido huraño hacia el
final, Andrew, pero estaba viejo y le dolió que quisieras ser libre.
Y entonces Andrew halló las palabras adecuadas:
—Nunca habría sido libre sin él, Niña.
9
Andrew comenzó a usar ropa después de la
muerte del Señor. Empezó por ponerse unos pantalones viejos, unos que le había
dado George.
George ya estaba casado y era abogado. Se
incorporó a la firma de Feingold. El viejo Feingold había muerto tiempo atrás,
pero su hija continuó con el bufete, que con el tiempo pasó a llamarse Feingold
y Martin. Conservó ese nombre incluso cuando la hija se retiró y ningún
Feingold la sucedió. En la época en que Andrew se puso ropa por primera vez, el
apellido Martin acababa de añadirse a la firma.
George se esforzó en no sonreír al verle
ponerse los pantalones por primera vez, pero Andrew le notó la sonrisa en los
ojos.
George le enseñó a cómo manipular la carga
de estática para permitir que los pantalones se abrieran, le cubrieran la parte
inferior del cuerpo y se cerraran. George le hizo una demostración con sus
propios pantalones, pero Andrew comprendió que él tardaría en imitar la soltura
de ese movimiento.
—¿Y para qué quieres llevar pantalones,
Andrew? —dijo George—. Tu cuerpo resulta tan bellamente funcional que es una
pena cubrirlo; especialmente, cuando no tienes que preocuparte por la
temperatura ni por el pudor. Y además no se ciñen bien sobre el metal.
—¿Acaso los cuerpos humanos no resultan
bellamente funcionales, George? Sin embargo, os cubrís.
—Para abrigarnos, por limpieza, como
protección, como adorno. Nada de eso aplica en tu caso.
—Me siento desnudo sin ropa. Me siento
diferente, George.
—¡Diferente! Andrew, hay millones de robots
en la Tierra. En esta región, según el último censo, hay casi tantos robots
como hombres.
—Lo sé, George. Hay robots que realizan
cualquier tipo de tarea concebible.
—Y ninguno de ello usa ropa.
—Pero ninguno de ellos es libre, George.
Poco a poco, Andrew mejoró su guardaropa. Lo
inhibían la sonrisa de George y la mirada de las personas que le encargaban
trabajos.
Aunque fuera libre, el detallado programa
con que había sido construido le imponía un determinado comportamiento con la
gente, y sólo se animaba a avanzar poco a poco. La desaprobación directa lo
contrariaba durante meses.
No todos aceptaban la libertad de Andrew. Él
era incapaz de guardarles rencor, pero sus procesos mentales se encontraban con
dificultades al pensar en ello.
Sobre todo, evitaba ponerse ropa cuando
creía que la Niña iba a verlo. Era ya una anciana que a menudo vivía lejos, en
un clima más templado, pero en cuanto regresaba iba a visitarlo.
En uno de esos regresos, George le comentó:
—Ella me ha convencido Andrew. Me presentaré
como candidato a la Legislatura el año próximo. De tal abuelo, tal nieto, dice
ella.
—De tal abuelo... —Andrew se interrumpió,
desconcertado.
—Quiero decir que yo, el nieto, seré como el
Señor, el abuelo, que estuvo un tiempo en la Legislatura.
—Eso sería agradable, George. Si el Señor
aún estuviera...
Se interrumpió de nuevo, pues no quería
decir “en funcionamiento”. No parecía adecuado.
—Vivo— Lo ayudó George—. Sí, pienso en el
viejo monstruo de cuando en cuando.
Andrew reflexionó sobre esa conversación. Se
daba cuenta de sus limitaciones de lenguaje al hablar con George. El idioma
había cambiado un poco desde que Andrew se había convertido en un ser con
vocabulario innato. Además, George practicaba una lengua coloquial que el Señor
y la Niña no utilizaban. ¿Porqué llamaba monstruo al Señor, cuando esa palabra
no parecía la apropiada?
Los libros no lo ayudaban. Eran antiguos y
la mayoría trataban de tallas en madera, de arte o de diseño de muebles. No
había ninguno sobre el idioma ni sobre las costumbres de los seres humanos.
Pensó que debía buscar los libros indicados
y, como robot libre, supuso que sería mejor no preguntarle a George. Iría a la
ciudad y haría uso de la biblioteca. Fue una decisión triunfal y sintió que su
electropotencial se elevaba tanto que tuvo que activar una bobina de
impedancia.
Se puso un atuendo completo, incluida una
cadena de madera en el hombro. Hubiera preferido plástico brillante, pero
George le había dicho que la madera resultaba más elegante y que el cedro bruñido
era mucho más valioso.
Llevaba recorridos treinta metros cuando una
creciente resistencia le hizo detenerse. Desactivó la bobina de impedancia,
pero no fue suficiente. Entonces, regresó a la casa y anotó cuidadosamente en
un papel. “Estoy en la biblioteca” Lo dejó a la vista, sobre la mesa.
10
No llegó a la biblioteca. Había estudiado el
plano. Conocía el itinerario, pero no su apariencia. Los monumentos al natural
no se asemejaban a los símbolos del plano y eso le hacía dudar. Finalmente
pensó que debía de haberse equivocado, pues todo parecía extraño.
Se cruzó con algún que otro robot campesino,
pero cuando se decidió a preguntar no había nadie a la vista. Pasó un vehículo
y no se detuvo. Andrew se quedó de pié, indeciso, y entonces vio venir dos
seres humanos por el campo.
Se volvió hacia ellos, y ellos cambiaron de
rumbo para salirse al encuentro. Un instante antes iban hablando en voz alta,
pero se habían callado. Tenían una expresión que Andrew asociaba con la
incertidumbre de los humanos y eran jóvenes, aunque no mucho. ¿Veinte años?
Andrew nunca sabía determinar la edad de los humanos.
—Señores, ¿podrían indicarme el camino hacia
la biblioteca de la ciudad?
Uno de ellos, el más alto de los dos, que
llevaba un enorme sombrero, le dijo al otro:
—Es un robot.
El otro tenía nariz prominente y párpados
gruesos.
—Va vestido— comentó.
El alto cascó los dedos.
—Es el robot libre. En casa de los Martin
tienen un robot libre que no pertenece a nadie. ¿Porqué otra razón iba a usar
ropa?
—Pregúntaselo.
—¿Eres el robot de los Martin?
—Soy Andrew Martin, señor.
—Bien, pues quítate esa ropa. Los robots no
usan ropa. —Y le dijo al otro—: Es repugnante. Míralo.
Andrew titubeó. Hacía tanto tiempo que no
oía una orden en ese tono de voz que los circuitos de la Segunda Ley se
atascaron un instante.
—Quítate la ropa —repitió el alto—. Te lo
ordeno.
Andrew empezó a desvestirse.
—Tíralas allí —le ordenó el alto.
—Si no pertenece a nadie —sugirió el de
nariz prominente—, podría ser nuestro.
—De cualquier modo —dijo el alto— ¿quién va
a poner objeciones a lo que hagamos? No estamos dañando ninguna propiedad... —Y
le indicó a Andrew—: Apóyate sobre la cabeza.
—La cabeza no es para... —balbuceó él.
—Es una orden. Si no sabes cómo hacerlo,
inténtalo.
Andrew volvió a dudar y luego apoyó la
cabeza en el suelo. Intentó levantar las piernas y cayó pesadamente.
—Quédate quieto —le ordenó el alto, y le
dijo al otro—: Podemos desmontarlo. ¿Alguna vez has desmontado un robot?
—¿Nos dejará hacerlo?
—¿Cómo podría impedirlo?
Andrew no tenía modo de impedirlo si le
ordenaban no resistirse. La Segunda Ley, la de obediencia, tenía prioridad
sobre la Tercera ley, la de supervivencia. En cualquier caso, no podía
defenderse sin hacerles daño, y eso significaría violar la Primera Ley. Ante
ese pensamiento, sus unidades motrices se contrajeron ligeramente y Andrew se
quedó allí tiritando.
El alto lo empujó con el pie.
—Es pesado. Creo que vamos a necesitar
herramientas para este trabajo.
—Podríamos ordenarle que se desmonte el
mismo. Sería divertido verle intentarlo.
—Sí — asintió el alto, pensativamente—, pero
apartémoslo del camino. Si viene alguien...
Era demasiado tarde. Alguien venía, y era
George. Andrew le vio cruzar una loma a lo lejos. Le hubiera gustado hacerle
señas, pero la última orden había sido que se quedara quieto. George echó a
correr y llegó con el aliento entrecortado. Los dos jóvenes retrocedieron unos
pasos.
—Andrew ¿ha pasado algo?
—Estoy bien George.
—Entonces ponte de pie... ¿Qué pasa con tu
ropa?
—¿Es tu robot amigo? —preguntó el alto.
—No es el robot de nadie. ¿Qué ha ocurrido
aquí?
—Le pedimos cortésmente que se quitara la
ropa. ¿Porqué te molesta, si no es tuyo?
—¿Qué hacían Andrew?
—Tenían la intención de desmebrarme. Estaban
a punto de trasladarme a un lugar tranquilo para ordenarme que me desmontara yo
mismo.
George se volvió hacia ellos. Le temblaba la
barbilla. Los dos jóvenes no retrocedieron más. Sonreían.
—¿Qué piensas hacer gordinflón? —dijo el
alto, con tono burlón— ¿Atacarnos?
—No. No es necesario. Este robot ha vivido
con mi familia durante más de setenta años. Nos conoce y nos estima más que a
nadie. Le diré que vosotros dos me estáis atacando amenazando y queréis
matarme. Le pediré que me defienda. Entre vosotros y yo, optará por mí. ¿Sabéis
qué os ocurrirá cuando os ataque? —Los dos jóvenes recularon atemorizados—.
Andrew, corro peligro porque estos dos quieren hacerme daño. ¡Vé hacia ellos!
Andrew obedeció, y los dos jóvenes no
esperaron. Pusieron los pies en polvorosa.
—De acuerdo, Andrew, cálmate —dijo George,
un poco demudado, pues ya no estaba en edad para enzarzarse con un joven y
menos con dos.
—No podría haberlos lastimado, George. Vi
que no te estaban atacando.
—No te ordené que los atacaras, sólo que
fueras hacia ellos. Su miedo hizo lo demás.
—¿Cómo pueden temer a los robots?
—Es una enfermedad humana, de la que aún no
nos hemos curado. Pero eso no importa. ¿Qué demonios haces aquí, Andrew? Estaba
a punto de regresar y contratar un helicóptero cuando te encontré. ¿Cómo se te
ocurrió ir a la biblioteca? Yo te hubiera traído los libros que necesitaras.
—Soy un...
—Robot libre. Si, vale. ¿Qué querías de la
biblioteca?
—Quiero saber más acerca de los robots,
George. Quiero escribir una historia de los robots.
—Bien, vayamos a casa... Y recoge tus ropas,
Andrew. Hay un millón de libros sobre robótica y todos ellos incluyen historias
de la ciencia. El mundo no sólo se está saturando de robots, sino de
información sobre ellos.
Andrew meneó la cabeza; con un gesto humano
que había adquirido recientemente.
—No me refiero a una historia de la
robótica, George, sino a una historia de los robots, escrita por un robot.
Quiero explicar lo que sienten los robots acerca de lo que ha ocurrido desde
que se les permitió trabajar y vivir en la Tierra.
George enarcó las cejas, pero no dijo nada.
11
La Niña ya tenía más de ochenta y tres años,
pero no había perdido energía ni determinación. Usaba el bastón más para
gesticular que para apoyarse.
Escuchó la historia hecha una furia.
—Es espantoso, George ¿Quiénes eran esos
rufianes?
—No lo sé. ¿Qué importa? Al final no
causaron daño.
—Pero pudieron causarlo. Tú eres abogado,
George, y si disfrutas de una buena posición se debe al talento de Andrew. El
dinero que él ganó es el cimiento de todo lo que tenemos aquí. Él da continuidad
a esta familia y no permitiré que lo traten como a un juguete de cuerda.
—¿Qué quieres que haga, madre?
—He dicho que eres abogado, ¿es que no me
escuchas? Prepara una acción constitutiva, obliga a los tribunales regionales a
declarar los derechos de los robots, logra que la Legislatura apruebe leyes
necesarias y lleva el asunto al Tribunal Mundial si es preciso. Estaré
vigilando, George, y no toleraré vacilaciones.
Hablaba en serio, y lo que comenzó como un
modo de aplacar a esa formidable anciana se transformó en un asunto complejo,
tan enmarañado que resultaba interesante. Como socio más antiguo de Feingold y
Martin, George planeó la estrategia, pero dejó el trabajo a sus colegas más
jóvenes, entre ellos a su hijo Paul, que también trabajaba en la firma y casi
todos los días le presentaba un informe a la abuela. Ella, a su vez, deliberaba
todos los días con Andrew.
Andrew estaba profundamente involucrado.
Postergó nuevamente su trabajo en el libro sobre los robots mientras cavilaba
sobre las argumentaciones judiciales, y en ocasiones hacía útiles sugerencias.
—George me dijo que los seres humanos
siempre han temido a los robots —dijo una vez—. Mientras sea así, los
tribunales y las legislaturas no trabajarán a favor de ellos. ¿No tendría que
hacerse algo con la opinión pública?
Así que, mientras Paul permanecía con el
juzgado, George optó por la tribuna pública. Eso le permitía ser informal y
llegaba al extremo de usar esa ropa nueva y floja que llamaban “harapos”.
—Pero no te la pises en el estrado, papá —le
advirtió Paul.
Interpeló a la convención anual de
holonoticias en una ocasión, diciendo:
—Si en virtud de la Segunda Ley podemos
exigir a cualquier robot obediencia ilimitada en todos los aspectos que
entrañan daño para un ser humano, entonces cualquier ser humano tiene un
temible poder sobre cualquier robot. Como la Segunda Ley tiene prioridad sobre
la Tercera, cualquier ser humano puede hacer uso de la ley de obediencia para
anular la ley de autoprotección. Puede ordenarle a cualquier robot que se haga
daño a sí mismo o que se autodestruya, sólo por capricho.
“¿Es eso justo? ¿Trataríamos así a un
animal? Hasta un objeto inanimado que nos ha prestado un buen servicio se gana
nuestra consideración. Y un robot no es insensible. No es un animal. Puede pensar,
hablar, razonar, bromear. ¿Podemos tratarlos como amigos, podemos trabajar con
ellos y no brindarles el fruto de esa amistad, el beneficio de la colaboración
mutua?
“Si un ser humano tiene el derecho de darle
a un robot cualquier orden que no suponga daño para un ser humano, debería
tener la decencia de no darle a un robot ninguna orden que suponga daño para un
robot, a menos que lo requiera la seguridad humana. Un gran poder supone una
gran responsabilidad, y si los robots tienen tres leyes para proteger a los
hombres ¿es mucho pedir que los hombres tengan un par de leyes para proteger a
los robots?
Andrew tenía razón. La batalla por ganarse
la opinión pública fue la clave en los tribunales y en la Legislatura, y al
final se aprobó una ley que imponía unas condiciones, según las cuales se
prohibían las órdenes lesivas para los robots. Tenía muchos vericuetos y los
castigos por violar la ley eran insuficientes, pero el principio quedó
establecido. La Legislatura Mundial la aprobó el día de la muerte de la Niña.
No fue coincidencia que la Niña se aferrara
a la vida tan desesperadamente durante el último debate y sólo cejara cuando le
comunicaron la victoria. Su última sonrisa fue para Andrew. Sus últimas
palabras fueron:
—Fuiste bueno con nosotros, Andrew.
Murió cogiéndole la mano, mientras George,
con su esposa y sus hijos, permanecía a respetuosa distancia de ambos.
12
Andrew aguardó pacientemente mientras el
recepcionista entraba al despacho. El robot podría haber usado el interfono
holográfico, pero sin duda era presa de cierto nerviosismo por tener que tratar
con otro robot y no con un ser humano.
Andrew se detuvo cavilando sobre esa
cuestión. ¿“Nerviosismo” era la palabra adecuada para una criatura que en vez
de nervios tenía sendas positrónicas? ¿Podía usarse como un término analógico?
Esos problemas seguían con frecuencia
mientras trabajaba en su libro sobre los robots. El esfuerzo de pensar frases
para expresar todas las complejidades le había mejorado el vocabulario.
Algunas personas lo miraban al pasar, y él
no eludía sus miradas. Las afrontaba con calma y la gente se alejaba.
Salió Paul Martin. Parecía sorprendido,
aunque Andrew tuvo dificultades para verle la expresión, pues Paul usaba ese
grueso maquillaje que la moda imponía para ambos sexos y, aunque le confería
más vigor a su blando rostro, Andrew lo desaprobaba. Había notado que
desaprobar a los seres humanos no le inquietaba demasiado mientras no lo
manifestara verbalmente. Incluso podía expresarlo por escrito. Estaba seguro de
que no siempre había sido así.
—Entra, Andrew. Lamento haberte hecho
esperar, pero tenía que concluir una tarea. Entra. Me dijiste que querías
hablar conmigo, pero no sabía que querías hablarme aquí.
—Si estás ocupado, Paul, estoy dispuesto a
esperar. Paul miró el juego de sombras cambiantes en el cuadrante de la pared
que servía como reloj.
—Dispongo de un rato. ¿Has venido solo?
—Alquilé un automóvil.
—¿Algún problema? —preguntó Paul, con cierta
ansiedad.
—No esperaba ninguno. Mis derechos están
protegidos.
La ansiedad de Paul se agudizó.
—Andrew, te he explicado que la ley no es de
ejecución obligatoria salvo en situaciones excepcionales... Y si insistes en
usar ropa acabarás teniendo problemas, como aquella primera vez.
—La única. Paul. Lamento que estés
disgustado.
—Bien, míralo de este modo: eres
prácticamente una leyenda viviente, Andrew, y eres demasiado valioso para
arrogarte el derecho de ponerte en peligro... ¿Cómo anda el libro?
—Me estoy acercando al final, Paul. El
editor está muy contento.
—¡Bien!
—No sé si se encuentra contento exactamente
con el libro en cuanto tal. Creo que piensa vender muchos ejemplares porque
está escrito por un robot, y eso le hace estar contento.
—Me temo que es muy humano.
—No estoy disgustado. Que se venda, sea cual
sea la razón, porque eso significará dinero y me vendrá bien.
—La abuela te dejó...
—La Niña era generosa y sé que puedo contar
con la ayuda de la familia. Pero espero que los derechos del libro me ayuden en
el próximo paso.
—¿De qué hablas?
—Quiero ver al presidente de Robots y
Hombres Mecánicos S.A. He intentado concentrar una cita, pero hasta ahora no
pude dar con él. La empresa no colaboró conmigo en la preparación del libro,
así que no me sorprende.
Paul estaba divirtiéndose.
—Colaboración es lo último que puedes esperar.
La empresa no colaboró con nosotros en nuestra gran lucha por los derechos de
los robots. Todo lo contrario, ya entiendes por qué: si les otorgas derechos a
los robots, quizá la gente no quiera comprarlos.
—Pero si llamas tú, podrás conseguirme una entrevista.
—Me tienen poca simpatía como a ti, Andrew.
—Quizá puedas insinuar que la firma Feingold
y Martin está dispuesta a iniciar una campaña para reforzar aún más los
derechos de los robots.
—¿No sería una mentira, Andrew?
—Sí, Paul, y yo no puedo mentir. Por eso
debes llamar tú.
—Ah, no puedes mentir, pero puedes
instigarme a mentir, ¿verdad? Eres cada vez más humano Andrew.
13
No fue fácil, a pesar del renombre de Paul.
Pero al fin se logró. Harley
Smythe-Robertson, que descendía del fundador de la empresa por línea materna y
había adoptado ese guión en el apellido para indicarlo, parecía disgustado. Se
aproximaba a la edad de jubilarse, y el tema de los derechos de los robots
había acaparado su gestión como presidente. Llevaba el cabello gris aplastado y
el rostro sin maquillaje. Miraba a Andrew con hostilidad.
—Hace un siglo —dijo Andrew—, un tal Merton
Mansky, de esta empresa, me dijo que la matemática que rige la trama de las
sendas positrónicas era tan compleja que sólo permitía soluciones complejas y,
por lo tanto, mis aptitudes no eran del todo previsibles.
—Eso fue hace casi un siglo.
—Smythe-Robertson dudó un momento, luego añadió en tono frío—: Ya no es así.
Nuestros robots están construidos y adiestrados con precisión para realizar sus
tareas.
—Sí —dijo Paul, que estaba allí para
cerciorarse de que la empresa actuara limpiamente—, con el resultado de que mi
recepcionista necesita asesoramiento cada vez que se aparta de una tarea
convencional.
—Más se disgustaría usted si se pusiera a
improvisar —replicó Smythe-Robertson.
—Entonces, ¿ustedes ya no manufacturan
robots como yo, flexibles y adaptables? —preguntó Andrew.
—No.
—La investigación que he realizado para
preparar mi libro —prosiguió Andrew— indica que soy el robot más antiguo en
activo.
—El más antiguo ahora y el más antiguo
siempre. El más antiguo que habrá nunca. Ningún robot es útil después de
veinticinco años. Los recuperaremos para reemplazarlos por modelos más nuevos.
—Ningún robots es útil después de
veinticinco años tal como se los fabrica ahora —señaló Paul—. Andrew es muy
especial en ese sentido.
Andrew, ateniéndose al rumbo que se había
trazado, dijo:
—Por ser el robot más antiguo y flexible del
mundo, ¿no soy tan excepcional como para merecer un tratamiento especial de la
empresa?
—En absoluto —respondió Smythe-Robertson—.
Ese carácter excepcional es un estorbo para la empresa. Si usted estuviera
alquilado, en vez de haber sido vendido por una infortunada decisión, lo
habríamos reemplazado hace muchísimo tiempo.
—Pero de eso de trata— se animó Andrew—. Soy
un robot libre y soy dueño de mí mismo. Por lo tanto, acudo a usted a pedirle
que me reemplace. Usted no puede hacerlo sin el consentimiento del dueño. En la
actualidad, ese consentimiento se incluye obligatoriamente como condición para
el alquiler, pero en mi época no era así.
Smythe-Robertson estaba estupefacto y
desconcertado, y guardó silencio. Andrew observó el holograma de la pared. Era
una máscara mortuoria de Susan Calvin, santa patrona de la robótica. Había
muerto dos siglos atrás, pero después de escribir el libro Andrew le conocía
tan bien que tenía la sensación de haberla tratado personalmente.
—¿Cómo puedo reemplazarte? —replicó
Smythe-Robertson—. Si le reemplazo como robot, ¿cómo puedo darle el nuevo robot
a usted, el propietario, si en el momento del reemplazo usted deja de existir?
Sonrió de un modo siniestro.
—No es difícil —terció Paul—. La
personalidad de Andrew está asentada en su cerebro positrónico, y esa parte no
se puede reemplazar sin crear un nuevo robot. Por consiguiente, el cerebro
positrónico es Andrew el propietario. Todas las demás piezas del cuerpo del
robot se pueden reemplazar sin alterar la personalidad del robot, y esas piezas
pertenecen al cerebro. Yo diría que Andrew desea proporcionarle a su cerebro un
nuevo cuerpo robótico.
—En efecto —asintió Andrew. Se volvió hacia
Smythe-Robertson—. Ustedes han fabricado androides, ¿verdad?, robots que tienen
apariencia humana, incluida la textura de la piel.
—Sí, lo hemos hecho. Funcionaban
perfectamente con su cutis y sus tendones fibrosintéticos. Prácticamente no
había nada de metal, salvo en el cerebro, pero eran tan resistentes como los
robots de metal. Más resistentes, en realidad.
Paul se interesó:
—No lo sabía. ¿Cuántos hay en el mercado?
—Ninguno — contestó Smythe-Robertson—. Eran
mucho más caros que los modelos de metal, y un estudio del mercado reveló que
no serían aceptados. Parecían demasiado humanos.
—Pero la empresa conserva toda su destreza
—afirmó Andrew—. Deseo, pues, ser reemplazado por un robot orgánico, por un
androide.
—¡Santo cielo! — exclamó Paul.
Smythe-Robertson se puso rígido.
—¡Eso es imposible!
—¿Por qué imposible? —preguntó Andrew—.
Pagaré lo que sea, dentro de lo razonable, por supuesto.
—No fabricamos androides.
—No quieren fabricar androides —dijo Paul—.
Eso no es lo mismo que no poseer la capacidad para fabricarlos.
—De todos modos, fabricar androides va
contra nuestra política pública.
—No hay ley que lo prohiba —señaló Paul.
—Aun así, no los fabricamos ni pensamos
hacerlo.
Paul se aclaró la garganta.
—Señor Smythe-Robertson, Andrew es un robot
libre y está amparado por la ley que garantiza los derechos de los robots.
Entiendo que usted está al corriente de ello.
—Ya lo creo.
—Este robot, como robot, libre, opta por
usar vestimenta. Por esta razón, a menudo es humillado por seres humanos
desconsiderados, a pesar de la ley que prohibe humillar a los robots. Es
difícil tomar medidas contra infracciones vagas que no cuentan con la
reprobación general de quienes deben decidir sobre la culpa y la inocencia.
—Nuestra empresa lo comprendió desde el
principio. Lamentablemente, la firma de su padre no.
—Mi padre ha muerto, pero en este asunto veo
una clara infracción, con una parte perjudicada.
—¿De qué habla? —gruñó Smythe-Robertson.
—Andrew Martin, que acaba de convertirse en
mi cliente, es un robot libre capacitado para solicitar a Robot y Hombres
Mecánicos el derecho de reemplazo, el cual la empresa otorga a quien posee un
robot durante más de veinticinco años. Más aún, la empresa insiste en que haya
reemplazos. —Paul sonrió con desenfado—. El cerebro positrónico de mi cliente
es propietario del cuerpo de mi cliente, que, desde luego, tiene más de
veinticinco años. El cerebro positrónico exige reemplazo del cuerpo y ofrece
pagar un precio razonable por un cuerpo de androide, en calidad de dicho
reemplazo. Si usted rechaza el requerimiento, mi cliente sufrirá una
humillación y presentaremos una querella. Además, aunque la opinión pública no
respaldara la reclamación de un robot en este caso, le recuerdo que su empresa
no goza de popularidad. Hasta quienes más utilizan los robots y se aprovechan
de ellos recelan la empresa. Esto puede ser un vestigio de tiempos en que los
robots eran muy temidos. Puede ser resentimiento contra el poderío y la riqueza
de Robots y Hombres Mecánicos, que ostenta el monopolio mundial. Sea cual fuera
la causa, el resentimiento existe y creo que usted preferirá no ir a juicio,
teniendo en cuenta que mi cliente es rico y que vivirá muchos siglos, lo cual
le permitirá prolongar la batalla eternamente.
Smythe-Robertson se había ruborizado.
—Usted intenta a obligarme a ...
—No le obligo a nada. Si desea rechazar la
razonable solicitud de mi cliente, puede hacerlo y nos marcharemos sin decir
más... Pero entablaremos un pleito, como es nuestro derecho, y a la larga usted
perderá.
—Bien... —empezó Smythe-Robertson, y se
calló.
—Veo que va usted a aceptar. Puede que tenga
dudas, pero al fin aceptará. Le haré otra aclaración. Si, al transferir el
cerebro positrónico de mi cliente de su cuerpo actual a un cuerpo orgánico se
produce alguna lesión, por leve que sea, no descansaré hasta haber arruinado a
su empresa. De ser necesario, haré todo lo posible para movilizar a la opinión
pública contra ustedes si una senda del cerebro de platino-iridio de mi cliente
sufre algún daño. ¿Estás de acuerdo, Andrew?
Andrew titubeó. Era como aprobar la mentira,
el chantaje, el maltrato y la humillación de un ser humano, pero no hay daño
físico, se dijo, no hay daño físico.
Finalmente logró pronunciar un tímido sí.
14
Era como estar reconstruido. Durante días,
semanas y meses Andrew se sintió como otra persona, y los actos más sencillos
lo hacían vacilar.
Paul estaba frenético.
—Te han dañado, Andrew. Tendremos que
entablar un pleito.
—No lo hagas — dijo Andrew muy despacio—.
Nunca podrás probar pr...
—¿Premeditación?
—Premeditación. Además, ya me encuentro más
fuerte, mejor. es el t...
—¿Temblor?
—Trauma. A fin de cuentas, nunca antes se
practicó semejante oper... oper...
Andrew sentía el cerebro desde dentro, algo
que nadie más podía hacer. Sabía que se encontraba bien y, durante los meses
que le llevó aprender la plena coordinación y el pleno interjuego positrónico,
se pasó horas ante el espejo.
¡No parecía humano! El rostro era rígido y
los movimientos, demasiado deliberados. Carecía de la soltura del ser humano,
pero quizá pudiera lograrlo con el tiempo. Al menos, podía ponerse ropa sin la
ridícula anomalía de tener un rostro de metal.
—Volveré al trabajo.
Paul sonrió.
—Eso significa que ya estás bien. ¿Qué
piensas hacer? ¿Escribirás otro libro?
—No —respondió muy serio—. Vivo demasiado
tiempo como para dejarme seducir por una sola carrera. Hubo un tiempo en que
era artista y aún puedo volver a esa ocupación. Y hubo un tiempo en que fui historiador
y aún puedo volver a eso. Pero ahora deseo ser robobiólogo.
—Robopsicólogo, querrás decir.
—No. Eso implicaría el estudio de cerebros
positrónicos, y en este momento no deseo hacerlo. Un robobiólogo sería alguien
que estudia el funcionamiento del cuerpo que va con ese cerebro.
—Eso no se llamaría un robotista?
—Un robotista trabaja con un cuerpo de
metal. Yo estudiaré un cuerpo humanoide orgánico, y el único espécimen que
existe es el mío.
—Un campo muy limitado— observó Paul—. Como
artista, toda la inspiración te pertenecía; como historiador, estudiabas
principalmente los robots; como robobiólogo, sólo te estudiarás a ti mismo.
Andrew asintió con la cabeza.
—Eso parece.
Andrew tuvo que comenzar desde el principio,
pues no sabía nada de biología y casi nada de ciencias. Empezó a frecuentar
bibliotecas, donde consultaba índices electrónicos durante horas, con su
apariencia totalmente normal debido a la ropa. Los pocos que sabían que era un
robot no se entrometían.
Construyó un laboratorio en una sala que
añadió a su casa, y también se hizo una biblioteca.
Transcurrieron años. Un día, Paul fue a
verlo.
—Es una lástima que ya no trabajes en la
historia de los robots. Tengo entendido que Robots y Hombres Mecánicos está
adoptando una política radicalmente nueva.
Paul había envejecido, y unas células
fotoópticas habían reemplazado sus deteriorados ojos. En ese aspecto estaba más
cerca de Andrew.
—¿Qué han hecho? —preguntó Andrew.
—Están fabricando ordenadores centrales,
cerebros positrónicos gigantescos que se comunican por microondas con miles de
robots. Los robots no poseen cerebro. Son las extremidades del gigantesco
cerebro, y los dos están separados físicamente.
—¿Es más eficiente?
—La empresa afirma que sí. Smythe-Robertson
marcó el nuevo rumbos antes de morir. Sin embargo, tengo la sospecha de que es
una reacción contra ti. No quieren fabricar robots que les causen problemas
como tú, y por eso han separado el cerebro del cuerpo. El cerebro no deseará
cambiar de cuerpo y el cuerpo no tendrá un cerebro que desee nada. Es asombrosa
la influencia que has ejercido en la historia de los robots. Tus facultades
artísticas animaron a la empresa a fabricar robots más precisos y
especializados; tu libertad derivó en la formulación del principio de los
derechos robóticos; tu insistencia en tener un cuerpo de androide hizo que la
empresa separase el cerebro del cuerpo.
—Supongo que al final la empresa fabricará
un enorme cerebro que controlará miles de millones de cuerpos robóticos. Todos
los huevos en un cesto. Peligroso. Muy desatinado.
—Me parece que tienes razón. Pero no creo
que ocurra hasta dentro de un siglo y no viviré para verlo. Quizá ni siquiera
viva para ver el año próximo.
—¡Paul! —exclamó Andrew preocupado.
Paul se encogió de hombros.
—No somos como tú. No importa demasiado,
pero si es importante aclararte algo. Soy el último humano de los Martin. Hay
descendientes de mi tía abuela, pero ellos no cuentan. El dinero que controlo
personalmente quedará en tu fondo a tu nombre y, en la medida en que uno puede
prever el futuro, estarás económicamente a salvo.
—Eso es innecesario — rechazó Andrew con
dificultad, pues a pesar de todo ese tiempo no lograba habituarse a la muerte
de los Martin.
—No discutamos. Así serán las cosas. ¿En qué
estás trabajando?
—Diseño un sistema que permita que los
androides, yo mismo, obtengan energía de la combustión de hidrocarburos, y no
de las células atómicas.
Paul enarcó las cejas.
—¿De modo que puedan respirar y comer?
—Sí.
—¿Cuánto hace que investigas ese problema?
—Mucho tiempo, pero creo que he diseñado una
cámara de combustión adecuada para una descomposición catalizada controlada.
—Pero ¿por qué, Andrew? La célula atómica es
infinitamente mejor.
—En ciertos sentidos, quizá; pero la célula
atómica es inhumana.
15
Le llevó tiempo, pero Andrew tenía tiempo de
sobra. Ante todo, no quiso hacer nada hasta que Paul muriese en paz.
Con la muerte del bisnieto del Señor, Andrew
se sintió más expuesto a un mundo hostil, de modo que estaba aún más resuelto a
seguir el rumbo que había escogido tiempo atrás.
Pero no estaba solo. Aunque un hombre había
muerto, la firma Feingold y Martin seguía viva, pues una empresa no muere, así
como no muere un robot. La firma tenía sus instrucciones y las cumplió al pie
de la letra. A través del fondo fiduciario y la firma legal, Andrew conservó su
fortuna y, a cambio de una suculenta comisión anual, Feingold y Martin se
involucró en los aspectos legales de la nueva cámara de combustión.
Cuando llegó el momento de visitar Robots y
Hombres Mecánicos S.A., lo hizo a solas. En una ocasión había ido con el Señor
y en otra con Paul; esta vez era la tercera, estaba solo y parecía un hombre.
La empresa había cambiado. La planta de
producción se había desplazado a una gran estación espacial, como ocurría con
muchas industrias. Con ellas se habían ido muchos robots. La Tierra parecía
cada vez más un parque, con una población similar a robots, de los cuales un
treinta por cierto estaban dotados de un cerebro autónomo.
El director de investigaciones era Alvin
Magdescu, de tez y cabellos oscuros y barba puntiaguda. Sobre la cintura sólo
usaba la faja pectoral impuesta por la moda. Andrew vestía según la anticuada
moda de varias décadas.
—Te conozco, desde luego —dijo Magdescu—, y
me agrada verte. Eres uno de nuestros productos más notables y es una lástima
que el viejo Smythe-Robertson te tuviera inquina. Podríamos haber un gran trato
contigo.
—Aun pueden.
—No, no creo. Ha pasado el momento. Hace más
de un siglo que tenemos robots en la Tierra, pero eso está cambiando. Se irán
al espacio y los que permanezcan aquí no tendrán cerebro.
—Pero quedo yo, y me quedo en la Tierra.
—Sí, pero tú no pareces robot. ¿Qué nueva
solicitud traes?
—Quiero ser menos robot. Como soy tan
orgánico, deseo una fuente orgánica de energía. Aquí tengo los planos...
Magdescu los miró sin prisa. Los observaba
con creciente interés.
—Es notablemente ingenioso. ¿A quién se le
ha ocurrido todo esto?
—A mí.
Magdescu lo miró fijamente.
—Supondría una reestructuración total del
cuerpo y sería experimental, pues nunca se ha intentado. Te aconsejo que no lo
hagas, que te quedes como estás.
El rostro de Andrew tenía una capacidad
expresiva limitada, pero no ocultó su impaciencia.
—Profesor Magdescu, no lo entiende. Usted no
tiene más opción que acceder a mi requerimiento. Si se pueden incorporar estos
dispositivos a mi cuerpo, también se pueden incorporar a cuerpos humanos. La
tendencia a prolongar la vida humana mediante prótesis se está afianzando. No
hay dispositivos mejores que los que yo he diseñado. Controlo las patentes a
través de Feingold y Martin. Somos capaces de montar una empresa para
desarrollar prótesis que quizá terminen generando seres humanos con muchas de
las propiedades de los robots. Su empresa se verá afectada. En cambio, si me
opera ahora y accede a hacerlo en circunstancias similares en el futuro,
percibirá una comisión por utilizar las patentes y controlar la tecnología
robótica y protésica para seres humanos. El alquiler inicial se otorgará sólo
cuando se haya realizado la primera operación, y cuando haya pasado tiempo
suficiente para demostrar que tuvo éxito.
La Primera Ley no le creó ninguna inhibición
ante las severas condiciones que le estaba imponiendo a un ser humano. Había
aprendido que lo que parecía crueldad podía resultar bondad a la larga.
Magdescu estaba estupefacto.
—No soy yo quien debe decidir en semejante
asunto. Es una decisión de empresa y llevará tiempo.
—Puedo esperar un tiempo razonable —dijo
Andrew—, pero sólo un tiempo razonable.
Y pensó con satisfacción que Paul mismo no
lo habría hecho mejor.
16
Fue sólo un tiempo razonable, y la operación
resultó todo un éxito.
—Yo me oponía a esta operación, Andrew —le
dijo Magdescu—, pero no por lo que tú piensas. No estaba en contra del
experimento, de haberse tratado de otro. Detestaba poner en peligro tu cerebro
positrónico. Ahora que tienes sendas positrónicas que actúan recíprocamente con
sendas nerviosas simuladas, podría resultar difícil rescatar el cerebro intacto
si el cuerpo se deteriorase.
—Yo tenía confianza en la capacidad personal
de la empresa. Y ahora puedo comer.
—Bueno, puedes sorber aceite de oliva. Eso
significa que habrá que hacer de vez en cuando limpieza de la cámara de
combustión, como ya te hemos explicado. Es un factor incómodo, diría yo.
—Quizá, si yo no pensara seguir adelante. La
auto limpieza no es imposible. Estoy trabajando en un dispositivo que se
encargará de los alimentos sólidos que incluyan parte no combustible; la
materia indigerible, por así decirlo, que habrá que desechar.
—Entonces, necesitarás un ano.
—Su equivalente.
—¿Qué más, Andrew?
—Todo lo demás.
—¿También genitales?
—En la medida en que concuerden con mis
planes. Mi cuerpo es un lienzo donde pienso dibujar...
Magdescu aguardó a que concluyera la frase,
pero como la pausa se prolongaba decidió redondearla él mismo:
—¿Un hombre?
—Ya veremos —se limitó a decir Andrew.
—Es una ambición contradictoria, Andrew. Tú
eres mucho mejor que un hombre. Has ido cuesta abajo desde que optaste por ser
orgánico.
—Mi cerebro no se ha dañado.
—No, claro que no. Pero, Andrew, los nuevos
hallazgos protésicos que han posibilitado tus patentes se comercializan bajo tu
nombre. Eres reconocido como el gran inventor y se te honra por ello... tal
como eres. ¿Por qué quieres arriesgar más tu cuerpo?
Andrew no respondió.
Los honores llegaron. Aceptó el nombramiento
en varias instituciones culturales, entre ellas una consagrada a la nueva
ciencia que él había creado; la que él llamó robobiología, pero que se
denominaba protetología.
En el ciento cincuenta aniversario de su
fabricación, se celebró una cena de homenaje en Robots y Hombres Mecánicos. Si
Andrew vio en ello alguna ironía, no lo mencionó.
Alvin Magdescu, ya jubilado, presidió la
cena. Tenía noventa y cuatro años y aún vivía porque tenía prótesis que, entre
otras cosas, cumplían las funciones del hígado y de los riñones. La cena
alcanzó su momento culminante cuando Magdescu, al cabo de un discurso breve y
emotivo, alzó la copa para brindar por “el robot sesquicentenario”.
Andrew se había hecho remodelar los tendones
del rostro hasta el punto de que podía expresar una gama de emociones, pero se
comportó de un modo pasivo durante toda la ceremonia. No le agradaba ser un
robot sesquicentenario.
17
La protetología le permitió a Andrew
abandonar la Tierra. En las décadas que siguieron a la celebración del
sesquicentenario, la Luna se convirtió en un mundo más terrícola que la Tierra
en todos los aspectos menos en el de la gravedad, un mundo que albergaba una
densa población en sus ciudades subterráneas.
Allí, las prótesis debían tener en cuenta la
menor gravedad, y Andrew pasó cinco años en la Luna trabajando con
especialistas locales para introducir las necesarias adaptaciones. Cuando no se
encontraba trabajando, deambulaba entre los robots, que lo trataban con
cortesía robótica debida a un hombre.
Regresó a la Tierra, que era monótona y
apacible en comparación, y fue a las oficinas de Feingold y Martin para
anunciar su vuelta.
El entonces director de la firma, Simon
DeLong, se quedó sorprendido.
—Nos habían anunciado que regresabas, Andrew
—dijo, aunque estuvo a punto de llamarlo “señor Martin”—, pero no te
esperábamos hasta la semana entrante.
—Me impacienté —contestó bruscamente Andrew,
que ansiaba ir al grano—. En la Luna, Simon, estuve al mando de un equipo de
investigación de veinte científicos humanos. Les daba órdenes que nadie
cuestionaba. Los robots lunares me trataban como a un ser humano. ¿Entonces por
qué no soy un ser humano?
DeLong adoptó una expresión cautelosa.
—Querido Andrew, como acabas de explicar,
tanto los robots como los humanos te tratan como si fueras un ser humano. Por
consiguiente, eres un ser humano de
facto.
—No me basta con ser un ser humano de facto. Quiero que no sólo me traten
como tal, sino que me identifiquen legalmente como tal. Quiero ser un ser
humano de jure.
—Eso es distinto. Ahí tropezaríamos con los
prejuicios humanos y con el hecho indudable de que, por mucho que parezcas un
ser humano, no lo eres.
—¿En qué sentido? Tengo la forma de un ser
humano y órganos equivalentes a los de los humanos. Mis órganos son idénticos a
los que tiene un ser humano con prótesis. He realizado aportaciones artísticas,
literarias y científicas a la cultura humana, tanto como cualquier ser humano
vivo. ¿Qué más se puede pedir?
—Yo no pediría nada. El problema es que se
necesitaría una Ley de la Legislatura Mundial para definirte como ser humano.
Francamente, no creo que sea posible.
—¿Con quién debo hablar en la Legislatura?
—Con la presidencia de la Comisión para la
Ciencia y la Tecnología, tal vez.
—¿Puedes pedir una reunión?
—Pero no necesitas un intermediario. Con tu
prestigio...
—No. Encárgate tú. —Andrew ni siquiera pensó
que estaba dándole una orden a un ser humano. En la Luna se habían acostumbrado
a ello—. Quiero que sepan que Feingold y Martin me apoya plenamente en esto.
—Pues bien...
—Plenamente, Simon. En ciento setenta y tres
años he aportado muchísimo a esta firma. En el pasado estuve obligado para con
otros miembros de esta firma. Ahora no.
Es a la inversa, y estoy reclamando mi deuda.
—Veré qué puedo hacer —dijo DeLong.
18
La presidencia de la Comisión para Ciencia y
la Tecnología era una asiática llamada Chee Li-Hsing. Con sus prendas
transparentes (que ocultaban lo que ella quería ocultar mediante un
resplandor), parecía envuelta en plástico.
—Simpatizo con su afán de obtener derechos
humanos plenos —le dijo—. En otros tiempos de la historia hubo integrantes de
la población humana que lucharon por obtener derechos plenos. Pero ¿qué
derechos puede desear que ya no tenga?
—Algo muy simple: el derecho a la vida. Un
robot puede ser desmontado en cualquier momento.
—Y un ser humano puede ser ejecutado en
cualquier momento.
—La ejecución sólo puede realizarse dentro
del marco de la Ley. Para desmontarme a mí no se requiere un juicio; sólo se
necesita la palabra de un ser humano que tenga autorización para poner fin a mi
vida. Además..., además... —Andrew procuró reprimir su tono implorante, pero su
expresión y su voz humanizadas lo traicionaban—. Lo siento es que deseo ser
hombre. Lo he deseado durante seis generaciones de seres humanos.
Li-Hsing lo miró con sus ojos oscuros.
—La Legislatura puede aprobar una ley
declarándolo humano; llegado el caso, podría aprobar una ley declarando humana
a una estatua de piedra. Sin embargo, creo que en el primer caso serviría tan
poco como para el segundo. Los diputados son tan humanos como el resto de la
población, y siempre existe un recelo contra los robots.
—¿Incluso actualmente?
—Incluso actualmente. Todos admitiríamos que
usted se ha ganado a pulso el premio de ser humano, pero persistiría el temor
de sentar un precedente indeseable.
—¿Qué precedente? Soy el único robot libre,
el único de mi tipo, y nunca se fabricará otro. Pueden preguntárselo a Robots y
Hombres Mecánicos.
—”Nunca” es mucho tiempo, Andrew, o, si lo
prefiere, señor Martin, pues personalmente le considero humano. La mayoría de
los diputados se mostrarán reacios a sentar ese precedente, por insignificante
que parezca. Señor Martin, cuenta usted con mi respaldo, pero no le aconsejo
que abrigue esperanzas. En realidad...
—Se reclinó en el asiento y arrugó la
frente—. En realidad, si la discusión se vuelve acalorada, surgirá cierta
tendencia, tanto dentro como fuera de la Legislatura, a favorecer esa postura,
que antes mencionó usted, la que quieran desmontarle. Librarse de usted podría
ser el modo más fácil de resolver el dilema. Píenselo antes de insistir.
—¿Nadie recordará la técnica de la
protetología, algo que me pertenece casi por completo?
—Parecerá cruel, pero no la recordarán. O,
en todo caso, la recordarán desfavorablemente. Dirán que usted lo hizo con
fines egoístas, que fue parte de una campaña para robotizar a los seres humano
o para humanizar a los robots; y en cualquiera de ambos casos sería pérfido y
maligno. Usted nunca ha sido víctima de una campaña política de desprestigio, y
le aseguro que se convertiría en el blanco de unas calumnias que ni usted ni yo
creeríamos, pero sí habría gente que las creería. Señor Martin, viva su vida en
paz.
Se levantó. Al lado de Andrew, que estaba
sentado, parecía menuda, casi una niña.
—Si decido luchar por mi humanidad —dijo
Andrew—, ¿usted estará de mi lado?
Ella reflexionó y contestó:
—Sí, en la medida de lo posible. Si en algún
momento esa postura amenaza mi futuro político, tendré que abandonarle, pues
para mí no es una cuestión fundamental. Procuro ser franca.
—Gracias. No le pediré otra cosa. Me
propongo continuar esta lucha al margen de las consecuencias, y le pediré ayuda
mientras usted pueda brindármela.
19
No fue una lucha directa. Feingold y Martin
aconsejó paciencia y Andrew masculló que no tenía una paciencia infinita.
Luego, Feingold y Martin inició una campaña para delimitar la zona de combate.
Entabló un pleito en el que se rechazaba la
obligación de pagar deudas a un individuo con un corazón protésico, alegando
que la posesión de un órgano robótico lo despojaba de humanidad y de sus
derechos constitucionales.
Lucharon con destreza y tenacidad; perdían
en cada paso que daban, pero procurando siempre que la sentencia resultante
fuese lo más genérica posible, y luego la presentaban mediante apelaciones ante
el Tribunal Mundial.
Llevó años y millones de dólares.
Cuando se dictó la última sentencia, DeLong
festejó la derrota como si fuera un portante triunfo. Andrew estaba presente en
las oficinas de la firma, por supuesto.
—Hemos logrado dos cosas, Andrew, y ambas
son buenas. En primer lugar, hemos establecido que ningún número de artefactos
le quita la humanidad al cuerpo humano. En segundo lugar, hemos involucrado a
la opinión pública de tal modo que estará a favor de una interpretación amplia
de lo que significa humanidad, pues no hay ser humano existente que no desee
una prótesis si eso puede mantenerlo con vida.
—Y crees que la Legislatura me concederá el
derecho a la humanidad?
DeLong parecía un poco incómodo.
—En cuanto a eso, no puedo ser optimista.
Queda el único órgano que el Tribunal Mundial ha utilizado como criterio de
humanidad. Los seres humanos poseen un cerebro celular orgánico y los robots
tienen un cerebro positrónico de platino e iridio... No Andrew, no pongas esa
cara. Carecemos de conocimientos para imitar el funcionamiento de un cerebro
celular en estructuras artificiales parecidas al cerebro orgánico, así que no
se puede incluir en la sentencia, ni siquiera tú podrías lograrlo.
—¿Qué haremos entonces?
—Intentarlo, por supuesto. La diputada
Li-Hsing estará de nuestra parte y también una cantidad creciente de diputados.
El presidente sin duda seguirá la opinión de la mayoría de la Legislatura en
este asunto.
—¿Contamos con una mayoría?
—No, al contrario. Pero podríamos obtenerla
si el público expresa su deseo de que se te incluya en una interpretación
amplia de lo que significa humanidad. Hay pocas probabilidades, pero si no
deseas abandonar debemos arriesgarnos.
20
La diputada Li-Hsing era mucho más vieja que
cuando Andrew la conoció. Ya no llevaba aquellas prendas transparentes, sino
que tenía el cabello corto y vestía con ropa tubular. En cambio, Andrew aún se
atenía, dentro de los límites de lo razonable, al modo de vestir que
predominaba cuando él comenzó a usar ropa un siglo atrás.
—Hemos llegado tan lejos como podíamos,
Andrew. Lo intentaremos nuevamente después del receso, pero, con franqueza, la
derrota es segura y tendremos que desistir. Todos estos esfuerzos sólo me han
valido una derrota segura en la próxima campaña parlamentaria.
—Lo sé, y lo lamento. Una vez dijiste que me
abandonarías si se llegaba a ese extremo; ¿por qué no lo has hecho?
—Porqué cambié de opinión. Abandonarte se
convirtió en un precio mucho más alto del que estaba dispuesta a pagar por una
nueva gestión. Hace más de un cuarto de siglo que estoy en la Legislatura. Es
suficiente.
—¿No hay modo de hacerles cambiar de
parecer, Chee?
—He convencido a toda la gente razonable. El
resto, la mayoría, no están dispuestos a renunciar a su aversión emocional.
—La aversión emocional no es una razón
válida para votar a favor o en contra.
—Lo sé, Andrew, pero la razón que alegan no
es la aversión emocional.
—Todo se reduce al tema del cerebro, pues.
Pero ¿es que todo ha de limitarse a una posición entre células y positrones?
¿No hay modo de imponer una definición funcional? Debemos decir que un cerebro
está hecho de esto o lo otro? ¿No podemos decir que el cerebro es algo capaz de
alcanzar cierto nivel de pensamiento?
—No dará resultado. Tu cerebro fue fabricado
por el hombre, el cerebro humano no. Tu cerebro fue construido, el humano se
desarrolló. Para cualquier ser humano que se proponga mantener la barrera entre
él y el robot, esas diferencias constituyen una muralla de acero de un
kilómetro de grosor y un kilómetro de altura.
—Si pudiéramos llegar a la raíz de su
antipatía..., a la auténtica raíz de...
—Al cabo de tantos años —comentó tristemente
Li-Hsing—, sigues intentando razonar con los seres humanos. Pobre Andrew, no te
enfades, pero es tu personalidad robótica la que te impulsa en esa dirección.
—No lo sé —dijo Andrew—. Si pudiera
someterme...
1 (continuación)
Si pudiera someterse...
Sabía desde tiempo atrás que podía llegar a
ese extremo, y al fin decidió ver al cirujano. Buscó uno con la habilidad
suficiente para la tarea, lo cual significaba un cirujano robot, pues no podía
confiar en un cirujano humano, ni por su destreza ni por sus intenciones.
El cirujano no podría haber realizado la
operación en un ser humano, así que Andrew, después de postergar el momento de
la decisión con un triste interrogatorio que reflejaba su torbellino interior,
dejó de lado la Primera Ley diciendo:
—Yo también soy un robot. —Y añadió, con la
firmeza con que había aprendido a dar órdenes en las últimas décadas, incluso a
seres humanos—: Le ordenó que realice esta operación.
En ausencia de la Primera Ley, una orden tan
firme, impartida por alguien que se parecía tanto a un ser humano, activó la
Segunda Ley, imponiendo la obediencia.
21
Andrew estaba seguro de que el malestar que
sentía era imaginario. Se había recuperado de la operación. No obstante, se
apoyó disimuladamente contra la pared. Sentarse sería demasiado revelador.
—La votación definitiva se hará esta semana,
Andrew —dijo Li-Hsing—. No he podido retrasarla más, y perderemos... Ahí
terminará todo, Andrew.
—Te agradezco tu habilidad para la demora.
Me ha proporcionado el tiempo que necesitaba y he corrido el riesgo que debía
correr.
—¿De qué riesgo hablas? —preguntó Li-Hsing,
con manifiesta preocupación.
—No podía contártelo a ti ni a la gente de
Feingold y Martin, pues sabía que me detendrías. Mira, si el problema es el
cerebro, ¿acaso la mayor diferencia no resiste en la inmortalidad? ¿A quién le
importa la apariencia, la constitución ni la evolución del cerebro? Lo que
importa es que las células cerebrales mueren, que deben morir. Aunque se
mantengan o se reemplacen los demás órganos, las células cerebrales, que no se
pueden reemplazar sin alterar y matar la personalidad, deben morir con el
tiempo. Mis sendas positrónicas, han durado casi dos siglos sin cambios y
pueden durar varios siglos más. ¿No es ésa la barrera fundamental? Los seres
humanos pueden tolerar que un robot sea inmortal, pues no importa cuánto dure
una máquina; pero no pueden tolerar a un ser humano inmortal, pues su propia
mortalidad sólo es tolerable siempre y cuando sea universal. Por eso no quieren
considerarme humano.
—¿A dónde quieres llegar, Andrew?
—He eliminado ese problema. Hace décadas, mi
cerebro positrónico fue conectado a nervios orgánicos. Ahora una última
operación ha reorganizado esas conexiones de tal modo que lentamente mis sendas
pierdan potencial.
La azorada Li-Hsing calló un instante.
Luego, apretó los labios.
—¿Quieres decir que has planeado morirte,
Andrew? Es imposible. Eso viola la Tercera Ley.
—No. He escogido entre la muerte de mi
cuerpo y la muerte de mis aspiraciones y deseos. Habría violado la Tercera Ley
si hubiese permitido que mi cuerpo viviera a costa de una muerte mayor.
—Li-Hsing le agarró el brazo como si fuera a
sacudirle. Se contuvo.
—Andrew, no dará resultado. Vuelve a tu
estado anterior.
—Imposible. Se han causado muchos daños. Me
queda un año de vida. Duraré hasta el segundo centenario de mi construcción. Me
permití esa debilidad.
—¿Vale la pena? Andrew, eres un necio.
—Si consigo la humanidad, habrá valido la
pena. De lo contrario, mi lucha terminará, y eso también habrá valido la pena.
Li-Hsing hizo algo que la asombró. Rompió a
llorar en silencio.
22
Fue extraño el modo en que ese último acto
capturó la imaginación del mundo. Andrew no había logrado conmover a la gente
con todos sus esfuerzos, pero había aceptado la muerte para ser humano, y ese
sacrificio fue demasiado grande para que lo rechazaran.
La ceremonia final se programó
deliberadamente para el segundo centenario. El presidente mundial debía firmar
el acta y darle carácter de ley, y la ceremonia se transmitiría por una red
mundial de emisoras y se vería en el Estado de la Luna e incluso en la colonia
marciana. Andrew iba en una silla de ruedas. Aún podía caminar, pero con gran
esfuerzo.
Ante los ojos de la humanidad, el presidente
mundial dijo:
—Hace cincuenta años, Andrew fue declarado
el robot sesquicentenario. —hizo una pausa y añadió solemnemente—: Hoy, el
Señor Martin es declarado el hombre bicentenario.
Y Andrew, sonriendo, extendió la mano para
estrechar la del presidente.
23
Andrew yacía en el lecho. Sus pensamientos
se disipaban. Intentaba agarrarse a ellos con desesperación. ¡Un hombre! ¡Era
un hombre! Quería serlo hasta su último pensamiento. Quería disolverse, morir
siendo hombre.
Abrió los ojos y reconoció a Li-Hsing que
aguardaba solemnemente. Había otras personas, pero sólo eran sombras
irreconocibles. Unicamente Li-Hsing se recortaba contra ese fondo cada vez más
borroso. Andrew tendió la mano y sintió vagamente el apretón.
Ella se esfumaba ante sus ojos mientras sus
últimos pensamientos se disipaban.
Pero, antes de que la imagen de Li-Hsing se
desvaneciera del todo, un último pensamiento cruzó la mente de Andrew por un
instante fugaz.
—Niña — susurró, en voz tan queda que nadie
le oyó.
F I N
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