¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON OVEJAS ELÉCTRICAS?
Philip K. Dick
1
Una alegre y suave oleada
eléctrica silbada por el despertador automático del órgano de ánimos que tenía
junto a la cama despertó a Rick Deckard. Sorprendido —siempre le sorprendía
encontrarse despierto sin aviso previo— emergió de la cama, se puso en pie con
su pijama multicolor, y se desperezó. En el lecho, su esposa Irán abrió sus
ojos grises nada alegres, parpadeó, gimió y volvió a cerrarlos.
—Has puesto tu Penfield
demasiado bajo —le dijo él—. Lo ajustaré y cuando te despiertes...
—No toques mis controles
—su voz tenía amarga dureza—. No quiero estar despierta.
El se sentó a su lado, se
inclinó sobre ella y le explicó suavemente:
—Precisamente de eso se
trata. Si le das bastante volumen te sentirás contenta de estar despierta. En C
sobrepasa el umbral que apaga la conciencia. Amistosamente, porque estaba bien
dispuesto hacia todo el mundo —su dial estaba en D— acarició el hombro pálido y
desnudo de Irán.
—Aparta tu grosera mano de
policía —dijo ella.
—No soy un policía —se
sentía irritable, aunque no lo había discado.
—Eres peor —agregó su
mujer, con los ojos todavía cerrados—. Un asesino contratado por la policía.
—En la vida he matado a un
ser humano.
Su irritación había
aumentado, y ya era franca hostilidad.
—Sólo a esos pobres
andrillos —repuso Irán.
—He observado que jamás
vacilas en gastar las bonificaciones que traigo a casa en cualquier cosa que
atraiga momentáneamente tu atención —se puso de pie y se dirigió a la consola
de su órgano de ánimos—. No ahorras para que podamos comprar una oveja de
verdad, en lugar de esa falsa que tenemos arriba. Un mero animal eléctrico,
cuando yo gano ahora lo que me ha costado años conseguir —en la consola vaciló
entre marcar un inhibidor talámico (que suprimiría su furia), o un estimulante
talámico (que la incrementaría lo suficiente para triunfar en una discusión.)
—Si aumentas el volumen de
la ira —dijo Irán atenta, con los ojos abiertos —haré lo mismo. Pondré el
máximo, y tendremos una pelea que reducirá a la nada todas las discusiones que
hemos tenido hasta ahora. ¿Quieres ver? Marca... Haz la prueba —se irguió
velozmente y se inclinó sobre la consola de su propio órgano de ánimos mientras
lo miraba vivamente, aguardando. El suspiró, derrotado por la amenaza.
—Marcaré lo que tengo
programado para hoy —examinó su agenda del 3 de enero de 1992: preveía una
concienzuda actitud profesional—. Si me atengo al programa —dijo
cautelosamente—, ¿harás tú lo mismo? —esperó; no estaba dispuesto a
comprometerse tontamente mientras su esposa no hubiese aceptado imitarlo.
—Mi programa de hoy incluye
una depresión culposa de seis horas —respondió Irán.
—¿Cómo? ¿Por qué has programado
eso? —iba contra la finalidad misma del órgano de ánimos—. Ni siquiera sabía
que se pudiera marcar algo semejante —dijo con tristeza.
—Una tarde yo estaba aquí
—dijo Irán—, mirando, naturalmente, al Amigo Buster y sus Amigos Amistosos, que
hablaba de una gran noticia que iba a dar, cuando pasaron ese anuncio terrible
que odio, ya sabes, el del Protector Genital de Plomo Mountibank, y apagué el
sonido por un instante. Y entonces oí los ruidos de la casa, de este edificio,
y escuché los... —hizo un gesto.
—Los apartamentos vacíos
—completó Rick; a veces también él escuchaba cuando debía suponerse que dormía.
Y, sin embargo, en esa época, un edificio de apartamentos en comunidad ocupado
a medias tenía una situación elevada en el plan de densidad de población. En lo
que antes de la guerra habían sido los suburbios, era posible encontrar
edificios totalmente vacíos, o por lo menos eso había oído decir... Como la
mayoría de la gente, dejó que la información le llegara de segunda mano; el
interés no le alcanzaba para comprobarla personalmente.
—En ese momento —continuó
Irán—, mientras el sonido de la TV estaba apagado, yo estaba en el ánimo 382;
acababa de marcarlo. Por eso, aunque percibí intelectualmente la soledad, no la
sentí. La primera reacción fue de gratitud por poder disponer de un órgano de
ánimos Penfield; pero luego comprendí qué poco sano era sentir la ausencia de
vida, no sólo en esta casa sino en todas partes, y no reaccionar...
¿Comprendes? Me figuro que no. Pero antes eso era una señal de enfermedad
mental. Lo llamaban «ausencia de respuesta afectiva adecuada». Entonces, dejé
apagado el sonido de la TV y empecé a experimentar con el órgano de ánimos. Y
por fin logré encontrar un modo de marcar la desesperación —su carita oscura y
alegre mostraba satisfacción, como si hubiese conseguido algo de valor—. La he
incluido dos veces por mes en mi programa. Me parece razonable dedicar ese
tiempo a sentir la desesperanza de todo, de quedarse aquí, en la Tierra, cuando
toda la gente lista se ha marchado, ¿no crees?
—Pero corres el riesgo de
quedarte en un estado de ánimo como ése —objetó Rick—, sin poder marcar la
salida. La desesperación por la realidad total puede perpetuarse a sí misma...
—Dejo programado un cambio
automático de controles para unas horas más tarde —respondió suavemente su
esposa—. El 481: conciencia de las múltiples posibilidades que el futuro me
ofrece, y renovadas esperanzas de...
—Conozco el 481
—interrumpió él; había discado muchas veces esa combinación, en la que
confiaba—. Oye —dijo, sentándose en la cama y apoderándose de las manos de
Irán, a la que atrajo a su lado—, incluso con el cambio automático es peligroso
sufrir una depresión de cualquier naturaleza. Olvida lo que has programado y yo
haré lo mismo. Marcaremos juntos un 104, gozaremos juntos de él, y luego tú te
quedarás así mientras yo retorno a mi actitud profesional acostumbrada.
Eso me dará ganas de subir
al terrado a ver la oveja y de partir enseguida al despacho. Y sabré que no te
quedas aquí, encerrada en ti misma, sin TV —dejó libres los dedos largos y
finos de su mujer y atravesó el espacioso apartamento hasta el living, que olía
suavemente a los cigarrillos de la noche anterior. Allí se inclinó para
encender la TV.
Desde el dormitorio llegó
la voz de Irán:
—No puedo soportar la TV
antes del desayuno.
—Disca el 888 —respondió
Rick mientras el receptor se calentaba—. Quiero ver la TV, haya lo que hubiere.
—En este momento no quiero
discar nada —dijo Irán.
—Entonces marca el 3
—sugirió él.
—No puedo pedir un número
que estimula mi corteza cerebral para que desee discar otro. No quiero discar
nada, y el 3 menos aún, porque entonces tendré el deseo de discar, y no puedo
imaginar un deseo más descabellado. Lo único que quiero es quedarme aquí,
sentada en la cama, y mirar el suelo —su voz se afiló con el acento de la
desolación mientras dejaba de moverse y su alma se congelaba: el instintivo y
ubicuo velo de la opresión, de una inercia casi absoluta, cayó sobre ella.
Rick elevó el sonido del
televisor, y la voz del Amigo Buster estalló e inundó la habitación.
—Hola, hola, amigos. Ya es
hora de un breve comentario sobre la temperatura de hoy. El satélite Mongoose
informa que la radiación será especialmente intensa hacia el mediodía y que
luego disminuirá, de modo que quienes os aventuréis a salir... Irán apareció a
su lado, arrastrando levemente su largo camisón, y apagó el televisor.
—Está bien, me rindo.
Discaré lo que quieras de mí. ¿Goce sexual extático? Me siento tan mal que
hasta eso podría soportar. Al diablo. ¿Qué diferencia hace...?
—Yo marcaré por los dos
—dijo Rick, y la condujo al dormitorio.
En la consola de Irán disco
54: reconocimiento satisfactorio de la sabiduría superior del marido en todos
los temas. Y en la propia pidió una actitud creativa y nueva hacia su trabajo,
aunque en verdad no la necesitaba; ésa era su actitud innata y habitual sin
necesidad de estímulo cerebral artificial del Penfield.
...Y después de un
apresurado desayuno —había perdido tiempo a causa de la discusión— subió
vestido para salir, incluso con su Protector Genital de Plomo Mountibank,
modelo Ayax, a la pradera cubierta del terrado. Ahí «pastaba» su oveja
eléctrica; por más que fuera un sofisticado objeto mecánico, ramoneaba con
simulada satisfacción y engañaba al resto de los ocupantes del edificio. Por
supuesto, también algunos de sus animales eran imitaciones electrónicas. De eso
no había duda, pero él, por supuesto, jamás había curioseado al respecto, así
como ellos no espiaban para descubrir el verdadero carácter de su oveja. Nada habría
sido más descortés. Preguntar «¿Es auténtica su oveja?» era todavía peor que
averiguar si los dientes, el pelo o los órganos internos de una persona eran
genuinos.
El aire gris de la mañana,
lleno de partículas radiactivas que oscurecían el sol, ofendía su olfato.
Aspiró involuntariamente la corrupción de la muerte. Bueno, eso era una
descripción algo excesiva, observó mientras se dirigía hacia el sector
particular de césped que poseía juntamente con el inmenso apartamento situado
más abajo. La herencia de la Guerra Mundial Terminal había disminuido su poder.
Los que no pudieron sobrevivir al polvo habían sido olvidados años antes;
entonces el polvo, ya más débil y con sobrevivientes más fuertes, sólo podía
alterar la mente y la capacidad genética. A pesar de su protector genital de
plomo, era indudable que el polvo se filtraba y traía cada día —mientras no
emigrara —su pequeña carga de inmundicia. Hasta ahí, los exámenes médicos
mensuales confirmaban su normalidad: podía procrear dentro de los márgenes de
tolerancia que la ley establecía. Pero cualquier mes el examen de los médicos
del Departamento de Policía de San Francisco podía dictaminar lo contrario.
Continuamente el polvo omnipresente convertía a los normales en especiales. Esa
basura del correo oficial, los posters y los anuncios de TV vociferaban:
«¡Emigra o degenera! ¡Elige!» Era verdad, pensó Rick mientras abría la puerta
de su minúscula dehesa y se acercaba a su oveja eléctrica. Pero no puedo
emigrar, se dijo, a causa de mi trabajo.
El propietario de la
parcela adyacente, su vecino Bill Barbour, lo saludó. Igual que Rick, se había
vestido para ir a trabajar, y también se había detenido a ver cómo estaba su
animal.
—Mi yegua está preñada
—declaró Barbour encantado, y señaló el gran ejemplar de percherón que miraba
el espacio con expresión vacía—. ¿Qué me dice?
—Que pronto tendrá usted
dos caballos —respondió Rick. Ya estaba al lado de su oveja, que rumiaba con
los ojos clavados en él por si le había traído avena arrollada. La presunta
oveja estaba equipada con un circuito sensible a la avena, de modo que a la
vista del cereal se mostraba convincentemente interesada y se acercaba—. ¿Y
quién la ha preñado? —le preguntó a Barbour—. ¿El viento?
—He comprando el plasma
fertilizante de mayor calidad que se puede conseguir en California —informó
Barbour—. Por medio de algunos contactos internos que poseo en la Junta
Ganadera del Estado. ¿Recuerda que la semana pasada vino un inspector a
examinar a Judy? Están impacientes por ver el potrillo, porque ella es un
animal incomparable —palmeó cariñosamente el cuello de la yegua, que inclinó la
cabeza.
—¿No ha pensado en
venderla? —preguntó Rick; mucho deseaba poseer un caballo, o cualquier otro
animal. Mantener una imitación era gradualmente desmoralizador, de algún modo.
Y, sin embargo, dada la ausencia de un animal verdadero, era socialmente
necesario. Por lo cual no le quedaba otra opción que seguir como hasta
entonces. Aunque él mismo no se preocupara por las apariencias, estaba su
esposa. Irán se preocupaba, y mucho.
Barbour respondió:
—Sería inmoral.
—Venda el potrillo,
entonces. Tener dos animales es más inmoral que no tener ninguno.
—¿Cómo? —respondió Barbour,
confundido—. Mucha gente posee dos animales, o tres o cuatro y, como en el caso
de Fred Washborne, el dueño de la planta procesadora de algas donde trabaja mi
hermano, hasta cinco. ¿No leyó ayer en el Chronicle el artículo acerca de su
pato? Parece que es el moscovy más grande y pesado de toda la Costa Oeste —sus
ojos se tornaron vidriosos al imaginar semejante riqueza. El hombre caía poco a
poco en trance. Explorando los bolsillos de su chaqueta, Rick halló su arrugado
y muy leído ejemplar del suplemento de enero del Catálogo de Aves y Animales de
Sidney. Buscó «potrillos» en el índice (véase Caballos, progenie), y halló el
precio nacional vigente.
—Puedo comprar un potrillo
percherón en Sidney por cinco mil dólares —dijo en voz alta.
—No —respondió Barbour—. No
podrá. Vuelva a mirar la lista: está en bastardilla. Eso significa que no tienen
existencias de potrillos, pero eso valdrían si las hubiera.
—¿Qué le parecería si le
pagara quinientos dólares mensuales durante diez meses? —dijo Rick—. La cifra
entera del catálogo.
—Deckard —repuso
compasivamente Barbour—, usted no entiende de caballos. Hay una razón para que
Sidney no tenga potrillos percherón. No son animales que pasen de mano en mano,
por lo menos al precio del catálogo. Son demasiado raros, incluso los
relativamente inferiores —se inclinó sobre la cerca común, gesticulando—. Hace tres
años que tengo a Judy: en todo ese tiempo no he visto una yegua percherón de su
calidad. Para comprarla tuve que volar a Canadá, y la traje aquí personalmente
para asegurarme que no la robaran. Si anda usted con un animal como éste cerca
de Wyoming o Colorado, le darán un golpe y se lo quitarán. ¿Sabe por qué?
Porque antes de la Guerra Mundial Terminal había allí, literalmente,
centenares.
—Pero si usted posee dos
caballos y yo ninguno —interrumpió Rick—, eso viola toda la estructura moral y
teológica del Mercerismo.
—Usted tiene su oveja,
demonios. Puede seguir la Ascensión en su vida individual y, cuando coge las
dos asas de la empatía, puede también acercarse honorablemente. Si no tuviera
usted esa vieja ovejita, vería alguna lógica en su posición. Por supuesto, si
yo poseyera dos animales y usted ninguno, le impediría fundirse verdaderamente
con Mercer. Pero todas las familias de este edificio... Veamos, unas cincuenta.
Una por cada tres apartamentos, calculo. Todos nosotros tenemos un animal de alguna
clase. Graveson tiene esa gallina —señaló hacia el norte—. Oakes y su esposa
son dueños de ese gran perro colorado que ladra por las noches —meditó—. Creo
que Ed Smith tiene un gato en su apartamento, por lo menos eso dice, aunque
nadie lo ha visto nunca. Quizá sea mentira.
Rick se inclinó sobre su
oveja, buscando algo entre la gruesa lana blanca (al menos los vellones eran
auténticos), hasta que lo encontró: el panel de control oculto. Mientras
Barbour miraba, abrió el panel.
—¿Ve? —le dijo a Barbour—. ¿Comprende
ahora por que quiero su potrillo?
Después de una pausa,
Barbour respondió:
—Lo siento mucho. ¿Siempre
ha sido así?
—No —dijo Rick, cerrando
nuevamente el panel de su oveja eléctrica—. Originalmente era una oveja
verdadera —se enderezó, se volvió y enfrentó a su vecino—. El padre de mi mujer
nos la regaló cuando emigró. Pero hace un año la llevé al veterinario.
¿Recuerda? Usted estaba aquí esa mañana que subí y la encontré echada. No se
podía poner de pie.
—Usted la levantó —repuso
Barbour, asintiendo—. Sí, consiguió levantarla; pero después de andar uno o dos
minutos volvió a caer.
—Las ovejas tienen
enfermedades extrañas —dijo Rick—. O mejor dicho, las ovejas tienen una
cantidad de enfermedades, pero los síntomas son siempre los mismos. El animal
no se puede poner en pie y no se sabe si es sólo una torcedura, o si se va a
morir de tétanos. De eso murió la mía.
—¿Aquí? —preguntó Barbour—.
¿En el terrado?
—El heno —explicó Rick—.
Esa vez no arranqué todo el alambre del fardo. Dejé un trozo y Groucho —ése era
su nombre— sufrió un rasguño y contrajo el tétanos. La llevé al veterinario, y
allí murió; y yo reflexioné y por fin fui a una de esas tiendas que fabrican
animales artificiales y les mostré una foto de Groucho. Y aquí está su obra
—señaló al sucedáneo, que continuaba rumiando y aguardando, alerta, algún
indicio de avena—. Es un trabajo excelente. Y le dedico tanto tiempo y atención
como a la verdadera. Pero... —se encogió de hombros.
—No es lo mismo —concluyó
Barbour.
—Es casi lo mismo. Uno se
siente igual. Hay que ocuparse del animal exactamente como si fuera de verdad.
Además, se descompone; y todo el mundo sabe, en la casa, que lo he llevado seis
veces al taller de reparación. Pequeños inconvenientes, pero si alguien los
advierte... Por ejemplo, una vez la cinta de la voz se rompió o se atascó y
balaba sin cesar... Cualquiera comprende que se trata de un desperfecto
mecánico. Naturalmente el camión del taller pone «Hospital de Animales Algo»
—agregó—. Y el conductor viste de blanco, como un veterinario —miró de pronto
su reloj—. Debo ir a trabajar. Lo veré esta noche.
Mientras se dirigía a su
vehículo, Barbour lo llamó.
—Este... No le diré nada a
nadie de la casa.
Rick se detuvo y empezó a
darle las gracias. Pero un remanente de esa desesperación a que Irán se había
referido le golpeó en el hombro y respondió:
—No sé. Quizá no haga
ninguna diferencia.
—Pero le tendrán en menos.
No todos; algunos. Usted sabe cómo piensa la gente de quien no cuida un animal;
consideran que eso es inmoral y antiempático. Quiero decir, técnicamente. No es
un crimen, como después de la G. M. T. Pero el sentimiento perdura.
—Por Dios —dijo Rick,
gesticulando vanamente con las manos vacías—. Querría tener un animal; estoy
tratando de comprar uno. Pero con mi salario, con lo que gana un funcionario
municipal... —y pensó: si tan sólo volviera a tener suerte en mi trabajo, como
hace dos años, cuando capturé cuatro andrillos en un mes... Si en ese momento
hubiera sabido que Groucho iba a morir...
Pero eso había sido antes
del tétanos, antes de ese trozo de alambre puntiagudo de cinco centímetros en
el fardo de heno.
—Podría comprar un gato
—sugirió Barbour—. Los gatos no son caros. Consulte su catálogo de Sidney. Rick
respondió tranquilamente:
—No quiero un animal
doméstico. Quiero lo que tenía al comienzo, un animal grande. Una oveja, y si
tengo dinero una vaca, un buey, o como usted, un caballo —con la bonificación
correspondiente al retiro de cinco andrillos alcanzaría, pensó. Mil dólares por
cabeza, aparte del salario. Así podría encontrar en alguna parte lo que deseo.
Incluso si la mención del Animales y Aves de Sidney estuviera en bastardilla.
Cinco mil dólares. Pero antes, los cinco andrillos deberían llegar a la Tierra
desde alguno de los planetas-colonia. No puedo controlar eso, se dijo; no puedo
hacer que los cinco vengan. Y aun si pudiera, hay otros cazadores de
bonificaciones pertenecientes a otras agencias policiales de todo el mundo. Los
andrillos deberían establecerse específicamente en California del Norte, y el
decano de los cazadores de bonificaciones de zona, Dave Holden, debería morir o
retirarse...
—Compre un grillo —propuso
ingeniosamente Barbour—. O una rata. Por veinticinco dólares puede comprar una
rata adulta.
Rick respondió:
—Su yegua podría morir sin
aviso previo, como Groucho. Cuando vuelva a su casa del trabajo, esta noche,
podría encontrarla echada con las patas al aire, como un bicho. Como lo que
usted ha dicho: un grillo —se alejó con la llave de su vehículo en la mano.
—No quería ofenderlo —dijo
nerviosamente Barbour.
En silencio, Rick Deckard
abrió la puerta de su coche aéreo. No tenía nada más que decir a su vecino. Su
mente estaba fija en su trabajo, en el día que le aguardaba.
2
En un ruinoso edificio,
vacío y gigantesco, que en su día había alojado a miles, un solitario aparato
de televisión pregonaba sus mercancías en un salón deshabitado. Esa ruina sin
dueño había sido bien cuidada y mantenida antes de la Guerra Mundial Terminal.
Allí estaban antes los suburbios de San Francisco, a muy poco tiempo por el
monorriel rápido. Toda la península parloteaba como un árbol lleno de pájaros,
de vida, de quejas y opiniones; pero los cuidadosos propietarios habían muerto
ya o emigrado a un mundo colonia. Especialmente lo primero. Había sido una
guerra costosa a pesar de las valientes predicciones del Pentágono y de su
presumida criada científica, la Rand Corporation, que en efecto había tenido su
sede cerca de ese lugar. Como los propietarios de los edificios, la corporación
se había marchado, evidentemente para siempre. Nadie extrañaba su ausencia.
Además, nadie recordaba hoy
por qué había estallado la guerra, ni quién —si alguien— había ganado. El polvo
que había contaminado la mayor parte de la superficie del planeta no se había
originado en ningún país particular, y nadie lo había previsto, ni siquiera el
enemigo durante la guerra. Primero habían muerto —era extraño— los búhos. Eso
había parecido entonces casi divertido: esas aves gruesas, plumosas, blancas,
caídas en los parques y las calles... Como no aparecían antes del crepúsculo, y
así había ocurrido cuando vivían, los búhos pasaron inadvertidos. Del mismo
modo se manifestaron las plagas medievales. Muchas ratas muertas. Sin embargo,
esa plaga había descendido desde lo alto. Y después de los búhos, por supuesto,
todas las demás aves; pero para ese momento el misterio ya había sido
comprendido. Antes de la guerra había un pequeño programa de colonización;
ahora que el sol había dejado de brillar sobre la Tierra, la colonización entraba
en una nueva fase. Y en relación con ella, un arma de guerra se modificó: el
Luchador Sintético por la Libertad. El robot humanoide —o, expresado con
propiedad, el androide orgánico—, capaz de funcionar en un mundo extraño, se
convirtió en la máquina esencial del programa de colonización. Según las leyes
de la ONU todo emigrante debía recibir un androide civil a su elección; y en
1990 la variedad de androides civiles excedía todo lo imaginable, como había
ocurrido con los coches americanos en la década de 1960.
Ese había sido el incentivo
básico de la emigración. El androide era la zanahoria, y la lluvia radiactiva
el látigo. La ONU hizo que emigrar fuera fácil, y difícil —cuando no imposible—
quedarse. Permanecer en la Tierra significaba la posibilidad de ser clasificado
en cualquier momento como biológicamente inaceptable, una amenaza contra la
herencia prístina de la estirpe humana. Una vez calificado especial, un
ciudadano quedaba, aunque aceptara la esterilización, al margen de la historia.
Cesaba de pertenecer a la humanidad. Y, sin embargo, aquí y allá había personas
que se negaban a emigrar: eso constituía una irracionalidad sorprendente
incluso para los propios interesados. Lógicamente, todos los normales tenían
que haber emigrado ya. Quizás, a pesar de su deformación, la Tierra seguía
siendo familiar e interesante. O quizá quienes permanecían imaginaban que la
nube de polvo terminaría por caer. De todos modos, miles de personas se habían
quedado, agrupadas en su mayoría en zonas urbanas donde podían verse
físicamente, y animarse mutuamente con su presencia. Estos parecían
relativamente cuerdos; pero, además —una dudosa adición— había en los
suburbios, virtualmente abandonados, seres ocasionales y peculiares. Uno de
ellos era John Isidore, que se afeitaba en el cuarto de baño mientras la
televisión se quejaba en el living. Simplemente había vagabundeado hasta ahí en
los días que siguieron a la guerra. En esa infortunada época nadie sabía,
realmente, qué estaba haciendo. La gente desquiciada por la guerra, errante, se
establecía primero en una región y luego en otra. En ese momento la lluvia de
polvo era esporádica y variable; algunos estados se habían visto casi libres de
ella, y otros habían quedado saturados. La población desplazada se movía con el
polvo. La península, al sur de San Francisco, había estado inicialmente limpia
de polvo; y mucha gente se había instalado allí. Cuando el polvo llegó, algunos
murieron y otros se marcharon. J. R. Isidore se quedó.
El televisor gritaba:
«¡Nuevamente, los días felices de los estados sureños antes de la Guerra Civil!
Ya sea como un criado personal, o un campesino incansable, el robot humanoide
hecho a su medida, diseñado SOLAMENTE PARA USTED Y PARA SUS EXCLUSIVAS
NECESIDADES, se le entrega a su llegada absolutamente gratis y completamente
equipado, de acuerdo con sus propias especificaciones formuladas antes de su
partida. Este compañero leal, sin problemas, ha de constituir, en la mayor y
más osada aventura humana de la historia moderna...» Y seguía. Me pregunto si
llegaré tarde al trabajo, pensaba Isidore mientras se afeitaba. No tenía reloj;
generalmente dependía de las señales horarias de la televisión, pero hoy debía
ser el Día de los Horizontes Espaciales, sin duda. La TV afirmaba que era el
quinto (o el sexto) aniversario de la fundación de la Nueva América, el
principal establecimiento de Estados Unidos en Marte. Y su aparato de
televisión, roto en parte, sólo cogía el canal que había sido nacionalizado
durante la guerra y era todavía nacional. Isidore estaba obligado a escuchar
únicamente al gobierno de Washington con su programa de colonización.
—Oigamos ahora a la señora
Maggie Klugman —sugirió el comentarista a John Isidore, que sólo deseaba saber
la hora—. La señora Klugman acaba de llegar a Marte, y se ha instalado en Nueva
Nueva York donde contesta así a nuestras preguntas: Señora Klugman: ¿cuál es la
principal diferencia entre su vida en la Tierra contaminada y su nueva vida
aquí, en este mundo que da todas las posibilidades imaginables?
Después de una pausa, la
voz seca y fatigada de una mujer de edad mediana respondió:
—Lo que más nos ha llamado
la atención a nosotros tres, me parece, es la dignidad.
—¿La dignidad, señora
Klugman?
—Sí —respondió la señora
Klugman, de Nueva Nueva York, Marte—. Es difícil de explicar, pero tener un
criado de confianza en esta época tan turbulenta..., devuelve la seguridad.
—Y en la Tierra, señora
Klugman, anteriormente, ¿no temía ser clasificada como... como especial?
—Mi marido y yo nos
moríamos de miedo. Y por supuesto, una vez que emigramos ese temor desapareció,
afortunadamente para siempre.
John Isidore pensó con
amargura: y también para mí, sin necesidad de emigrar. Era un especial desde el
año anterior, y no sólo por sus genes afectados. No había logrado aprobar el
test de facultades mentales mínimas, lo que hacía de él, según la expresión
corriente, un cabeza de chorlito. Tres planetas lo menospreciaban, pero él
sobrevivía a pesar de todo. Tenía un trabajo: conducía el camión de una empresa
de reparación de animales de imitación, el Hospital de Animales Van Ness, cuyo
jefe, el gótico y sombrío Hannibal Sloat, lo aceptaba como un ser humano, cosa
que él apreciaba. Mors certa, vita incerta, solía decir el señor Sloat.
Isidore, que había oído muchas veces la expresión, apenas tenía una oscura
noción de su significado. Después de todo, si un cabeza de chorlito pudiera
aprender latín dejaría de serlo. El señor Sloat reconoció la verdad de este
aserto cuando lo escuchó. Y había cabezas de chorlito infinitamente más tontos
que Isidore, incapaces de trabajar, recluidos en lugares que recibían el
extraño nombre de Institutos de Oficios Especiales de América donde, como era
habitual, se deslizaba de algún modo la palabra especial.
—Y su marido, señora
Klugman, ¿se sentía seguro usando continuamente un costoso e incómodo protector
genital a prueba de radiaciones?
—Mi marido —empezó la
señora Klugman; pero en ese punto Isidore, que había terminado de afeitarse,
entró en la habitación y apagó el televisor.
Un silencio que emanaba del
suelo y de las paredes y parecía generado por una vasta usina lo golpeó con
tremenda energía. Brotaba de la moqueta gris en jirones, de los utensilios
total o parcialmente destrozados de la cocina, de las máquinas muertas que no
habían funcionado en ningún momento desde que Isidore había llegado. Rezumaba
de la inútil lámpara de pie del cuarto de estar, combinándose con el que
descendía, vacío y sin palabras, del cielorraso manchado por las moscas. En
realidad, surgía de todos los objetos que tenía a la vista, como si él —el
silencio— se propusiera reemplazar todos los objetos tangibles. Por eso no
solamente afectaba sus oídos sino también sus ojos: mientras contemplaba el
aparato de televisión inerte sentía el silencio como algo visible y, a su modo,
vivo. ¡Vivo! Con frecuencia había percibido antes la severidad de su cercanía:
cuando llegaba, irrumpía sin delicadeza, evidentemente incapaz de esperar. El
silencio del mundo no podía refrenar su codicia. Y menos ahora, cuando ya
virtualmente había vencido.
Se preguntó entonces si las
demás personas que se habían quedado experimentaban el vacío de la misma
manera. O bien, esto podría deberse a su peculiar identidad biológica, una
degeneración determinada por su inepto aparato sensorial. Vivía solo en ese ruinoso
edificio de mil apartamentos deshabitados que, como todos los demás, se
derrumbaba de día en día en un deterioro entrópico creciente. Finalmente, todo
lo que había en su interior se fundiría, sería idéntico e irreconocible, mero
desecho amorfo, kippel apilado hasta el cielorraso de cada apartamento. Y
después el edificio mismo perdería su forma y quedaría sepultado bajo el polvo
ubicuo. En ese momento él, naturalmente, estaría muerto. Este era otro hecho
que resultaba interesante prever mientras permanecía en esa lamentable
habitación, a solas con el silencio mundial que imperaba omnipresente y sin
pulmones.
Quizá fuera mejor encender
de nuevo la televisión. Pero los anuncios, dirigidos a los normales que
quedaban, lo asustaban. Le decían en una interminable procesión de maneras que
él, un especial, era indeseable. No servía. No podía emigrar aunque lo deseara.
Entonces, ¿para qué escucharlos?, se decía irritado. Al diablo con ellos y con
su colonización... Espero que allá también haya una guerra —después de todo era
teóricamente posible— y que todo termine como en la Tierra. Y que los
emigrantes se conviertan en especiales.
Basta, pensó; me voy a
trabajar. Buscó el picaporte para salir al pasillo a oscuras, y retrocedió al
percibir la vacuidad del resto del edificio. Allí lo acechaba la fuerza que se
empeñaba en penetrar en su casa. Dios mío, pensó. Y volvió a cerrar la puerta.
No estaba preparado para enfrentarse a las resonantes escaleras que conducían
al terrado desierto donde no tenía un animal. El eco de sus pasos, el eco de la
nada. Es hora de empuñar las asas, se dijo. Y atravesó el living hasta la caja
negra de empatía.
La encendió y surgió el
suave olor habitual de los iones negativos; lo aspiró con avidez, reanimado.
Luego el tubo de rayos catódicos brilló con una imagen débil de TV: se formó un
dibujo de rasgos, colores y configuraciones aparentemente aleatorios que no se
modificaba hasta que se empuñaban las asas gemelas. Respiró profundamente para
tranquilizarse, y las cogió. Apareció una imagen. Vio un famoso paisaje: la
vieja cuesta oscura y desierta, con sus matas de hierbas secas, como hechas de
huesos, que hurgaban oblicuamente un cielo sombrío y sin sol. Una sola figura,
de aspecto más o menos humano, subía penosamente. Era un hombre anciano con
ropas oscuras y sin formas, que parecían arrancadas del hostil vacío del cielo.
El hombre, Wilbur Mercer, avanzaba con dificultad y John Isidore, aferrando las
asas, iba experimentando poco a poco el desvanecimiento del mundo real donde se
encontraba. Los destrozados muebles y paredes se esfumaron, dejó de
percibirlos. Se halló en cambio, como siempre le ocurría, en aquel paisaje de
sierra y cielo parduscos. Y dejó de ver al hombre anciano que subía la cuesta.
Eran ahora sus propios pies los que resbalaban y buscaban apoyo entre las
familiares piedras desprendidas. Sintió aquella antigua aspereza irregular
debajo de sus pies; nuevamente sintió el olor acre del cielo, pero no el cielo
de la Tierra sino el de un lugar extraño, distante aunque inmediatamente
alcanzable merced a la caja de empatía.
Había llegado allí de un
modo habitual y asombroso. La fusión física, acompañada por la identificación
mental y espiritual con Wilbur Mercer, había vuelto a producirse. Como le
estaría sucediendo a todo aquel que en ese momento estuviera aferrado a las
asas, en la Tierra o en los planetas-colonia. Sintió a los demás, escuchó en su
mente el rumor de sus existencias individuales y el parloteo de sus
pensamientos. Ellos y él se preocupaban sólo de una cosa: la fusión de sus
mentes orientaba su atención hacia la cuesta, el ascenso, la necesidad de
subir. Paso a paso la elevación continuaba, tan lentamente que era casi
imperceptible. Pero real. Más alto, pensó mientras las piedras rodaban hacia
abajo. Hoy estamos más arriba que ayer, y mañana... El, la imagen compuesta de
Wilbur Mercer, miró hacia arriba. Era imposible ver el final. Estaba demasiado
lejos. Pero llegaría.
Una piedra que le arrojaron
le golpeó el brazo. Sintió dolor. Se volvió a medias y otra piedra le erró y
pasó a su lado: dio contra el suelo y el sonido le sorprendió. Se preguntó
quién sería, y trató de ver a su atormentador. Los viejos antagonistas
aparecían en la periferia de su visión: ellos —o eso— lo perseguirían todo el
camino hacia arriba hasta que en la cumbre...
Recordó la cumbre. La
cuesta se nivelaba de repente, la ascensión terminaba y comenzaba la otra
parte. ¿Cuántas veces lo había hecho ya? Las diversas experiencias se tornaban
borrosas, así como el pasado y el futuro; lo que había sentido y lo que
eventualmente sentiría se fundían de modo que solamente quedaba ese momento de
inmovilidad y reposo en que se tocaba la herida causada en el brazo por la
piedra. Dios mío, pensó, fatigado; ¿cómo es esto justo? ¿Por qué estoy aquí,
solo, castigado por algo que ni siquiera puedo ver? Y luego, en su interior, el
murmullo de los demás seres que participaban de la fusión rompió la impresión
de soledad. También tú participas, pensó. Sí, respondían las voces. Hemos sido
heridos en el brazo izquierdo. Duele como el infierno. Está bien, se dijo. Será
mejor empezar a moverse nuevamente. Avanzó, y todos los demás lo acompañaron de
inmediato.
Una vez, recordó, había
sido diferente. Antes de la maldición, en alguna parte de la vida anterior y más
feliz. Ellos, sus padres adoptivos, Frank y Cora Mercer, lo habían encontrado a
flote en una balsa inflable salvavidas, cerca de la costa de Nueva
Inglaterra... ¿O había sido en México, cerca del puerto de Tampico? No
recordaba las circunstancias. La infancia había sido maravillosa. Amaba todas
las cosas vivas y sobre todo a los animales; y en cierta época había sido capaz
de traer de vuelta, tal como habían sido, animales muertos. Vivía rodeado de
bichos y conejos, dondequiera que fuese, en la Tierra o en un mundo colonia;
pero hasta eso había olvidado. Recordaba a los asesinos, porque lo habían
arrestado por anormal, por ser más especial que todos los demás especiales. Y
debido a eso todo había cambiado.
Las leyes locales prohibían
la facultad de invertir tiempo en devolver seres muertos a la vida; se lo
dijeron claramente cuando tenía dieciséis años. Pero había continuado
haciéndolo secretamente durante un año más, en los bosques que aún quedaban. Y
entonces, una anciana a la que jamás había visto ni oído, habló. Y sin el
consentimiento de sus padres, ellos —los asesinos— bombardearon aquel nódulo
único que se había formado en su cerebro, lo destrozaron con cobalto radiactivo
y eso lo hundió en un mundo diferente, de cuya existencia jamás había sospechado.
Era un pozo de huesos y cadáveres de donde había salido tras años de esfuerzo.
El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le importaban, habían
desaparecido, se habían extinguido. Sólo quedaban fragmentos podridos, una
cabeza sin ojos, parte de una mano. Por fin un ave que había ido a morir allí
le dijo dónde estaba. Había caído en el mundo-tumba. No podría salir mientras
los huesos dispersos a su alrededor no volvieran a ser criaturas vivientes: él
estaba unido al metabolismo de otras vidas, y no volvería a vivir mientras
ellas no vivieran. No sabía cuánto había durado esa parte del ciclo. Como en
general nada ocurría, era imposible medirla. Pero finalmente los huesos se
recubrieron de carne; en las cuencas vacías aparecieron ojos que podían ver, y
las bocas y picos restaurados eran capaces de ladrar, cloquear, maullar. Quizás
él lo había hecho, quizás el nódulo extrasensorial de su cerebro había vuelto a
crecer. O tal vez no hubiese sido él; bien podía tratarse de un proceso
natural. De cualquier modo, ya no se estaba hundiendo, sino que comenzaba a
ascender con los demás. Hacía mucho que ya no los veía; ascendía,
evidentemente, solo. Pero ellos estaban allí. Todavía lo acompañaban, los
sentía dentro de sí.
Isidore retenía las dos
asas, y sentía que llevaba en su interior a todas las cosas vivas. De mala gana
las soltó. Tenía que terminar, como siempre.
Además, le dolía y le
sangraba el brazo donde la piedra lo había golpeado. Examinó la herida, y se
dirigió, vacilante, al cuarto de baño para lavarse. No era la primera que
recibía durante las fusiones con Mercer, y probablemente no sería la última.
Algunas personas, sobre todo ancianas, habían muerto, casi siempre en la cumbre
de la colina, cuando el tormento arreciaba en su rigor. Yo mismo no sé si
podría volver a soportarlo, se dijo mientras se curaba. Podía venir un paro
cardíaco. Sería mejor si viviera en la ciudad, reflexionó, donde cerca hubiera
un médico con esas máquinas de chispas eléctricas. En un lugar aislado como ése
era demasiado peligroso.
Pero sabía que correría el
riesgo. Siempre lo había hecho antes. Como la mayoría de la gente, incluso
ancianos físicamente frágiles.
Con un kleenex se secó el
brazo.
Y oyó, lejana y tenuemente,
la televisión.
Hay alguien más en esta
casa, pensó muy excitado, incrédulo. No es mí TV, no la dejé encendida y
sentiría la resonancia en el suelo... Es más abajo, en otro piso. Ya no estoy
solo aquí, comprendió. Otra persona ha ocupado un apartamento abandonado,
bastante cerca para que pueda oír. Debe ser en el segundo o el tercer piso, no
más abajo. Veamos, pensó rápidamente. ¿Qué se hace cuando llega un nuevo
ocupante? Visitarlo, regalarle algo, ¿no es así? No podía recordar. Esto no le
había ocurrido nunca allí, ni en ningún otro lugar. La gente se iba, emigraba,
pero jamás venía nadie. Lleva algo, se dijo. Un vaso de agua, o mejor leche...
Sí, leche, o harina, o quizás un huevo. O mejor dicho, sus correspondientes
sustitutos. Buscó en la nevera. El compresor había dejado de funcionar hacía
mucho. Encontró un sospechoso paquete de margarina. Y con él partió hacia
abajo, excitado, con el corazón sobresaltado. Tengo que mantener la calma, se
decía. No tiene que saber que soy un cabeza de chorlito. Si llegara a saberlo
no querrá hablarme. Siempre pasa así... ¿Por qué será? Recorrió el pasillo
deprisa.
3
Camino de su trabajo, Rick
Deckard, como sabe Dios cuántas otras personas solían hacer, se detuvo un
momento ante una de las mayores tiendas de animales de San Francisco. En el
centro del escaparate, a lo largo de toda la manzana, había un avestruz dentro
de una caja de plástico transparente y calentada. Según la placa-informe de la
caja, acababa de llegar del zoológico de Cleveland. Era el único avestruz de la
Costa Oeste. Después de contemplarlo, Rick permaneció unos minutos mirando el
precio con expresión sombría. Luego se dirigió hacia la Corte de Justicia de la
calle Lombard, adonde llegó con un cuarto de hora de retraso. Mientras abría la
puerta de su despacho, su jefe, el Inspector de Policía Harry Bryant, lo llamó.
Tenía la cara roja, orejas salientes e iba vestido descuidadamente; sus ojos
revelaban perspicacia y conciencia de casi todo lo que tenía importancia.
—Lo espero a las nueve y
media en el despacho de Dave Holden —el inspector hojeaba rápidamente los
papeles de copia mecanografiados que llevaba sujetos a una tablilla—. Holden
está en el Hospital Mount Zion con una herida de láser en la columna. Tiene por
lo menos para un mes, hasta que consigan una de esas nuevas secciones plásticas
de columna.
—¿Que ocurrió? —preguntó
Rick, pasmado. El día anterior el jefe de cazadores de bonificaciones del
departamento estaba perfectamente. Al terminar la jornada había partido en su
coche aéreo, como de costumbre, a su piso situado en Nob Hill, la populosa zona
de mayor prestigio de la ciudad.
Bryant murmuró algo por
encima del hombro acerca de las nueve y media en el despacho de Dave, y
abandonó a Rick. Y cuando éste entró en el suyo, escuchó la voz de su
secretaria, Ann Marsten, a su espalda.
—¿Sabe qué le ocurrió al
señor Holden, señor Deckard? Le dispararon —siguió a su jefe al interior del
despacho, encerrado y repleto, y puso en marcha la unidad de filtrado del aire.
—Sí —respondió él, ausente.
—Habrá sido uno de esos
nuevos andrillos superinteligentes que está fabricando la Rosen Association
—dijo la señorita Marsten—. ¿Ha leído el folleto de la compañía y el manual de
instrucciones? El cerebro Nexus-6 que emplean tiene dos trillones de elementos
y puede seleccionar diez millones de caminos neurales distintos —bajó la voz—.
¿No le han dicho nada de la llamada de esta mañana? La señorita Wild me contó:
exactamente a las nueve.
—¿Alguien llamó aquí?
—preguntó Rick.
—No —respondió la señorita
Marsten—. El señor Bryant llamó a la WPO, en Rusia, y les preguntó si estaban
dispuestos a enviar una protesta formal por escrito al representante en el este
de la Rosen Association.
—¿Todavía quiere Harry que
retiren del mercado la unidad cerebral Nexus? —no le extrañaba; desde la
presentación de sus características y estudios de rendimiento en agosto de
1991, la mayoría de las agencias policiales que se ocupaban de androides
fugados estaba protestando—. La policía soviética no puede hacer más que
nosotros —dijo; legalmente, los fabricantes del Nexus-6 estaban amparados por
las disposiciones coloniales, puesto que su casa matriz estaba en Marte—. Mejor
sería aceptar la nueva unidad como un hecho consumado. Siempre ha ocurrido lo
mismo con cada unidad cerebral mejorada. Recuerdo los aullidos de sufrimiento
cuando la gente de Sudermann presentó el viejo T-14 en el 89. Todas las
policías del hemisferio occidental gimieron que ningún test podía detectar su
presencia en caso de entrada ilegal. Y en verdad durante un tiempo fue así. Más
de cincuenta androides T-14, según recordaba, habían conseguido llegar a la
Tierra de una u otra manera, sin ser detectados durante un año entero, en
algunos casos. Pero luego el Instituto Pavlov, de la Unión Soviética, creó un
test de empatía de Voigt; y ningún androide T-14, por lo que se sabía, había
logrado burlarlo.
—¿Quiere saber lo que ha
dicho la policía rusa? —preguntó la señorita Marsten—. También lo sé —su cara
pecosa y anaranjada resplandecía.
—Se lo preguntaré a Harry
Bryant —respondió Rick, irritado. Los chismes le desagradaban porque siempre
eran más precisos que la verdad. Se sentó ante su mesa y deliberadamente se
puso a buscar algo en un cajón. La señorita Marsten comprendió la insinuación y
se retiró. Rick extrajo un viejo y arrugado sobre de papel de manila. Se echó
atrás en su sillón de estilo importante, y hurgó en su contenido hasta que
encontró lo que buscaba: los datos existentes sobre el Nexus-6.
Un momento de lectura
justificó la afirmación de la señorita Marsten: el Nexus-6 poseía efectivamente
los dos trillones de elementos, así como la posibilidad de optar entre diez
millones de combinaciones de actividad cerebral. En 45 centésimas de segundo un
androide equipado con esa estructura cerebral podía asumir una cualquiera entre
catorce actitudes de reacción. En otras palabras, los androides con la nueva
unidad cerebral Nexus-6 —desde un punto de vista pragmático y nada disparatado—
sobrepasaban a una considerable porción de la humanidad, aunque fueran los del
nivel inferior. Para bien o para mal. En algunos casos los criados superaban a
los amos. Pero había nuevos criterios, por ejemplo el test de empatía de
Voigt-Kampff. Un androide, por dotado que estuviera en cuanto a capacidad
intelectual pura, no podía encontrar el menor sentido en la fusión que
experimentaban rutinariamente los seguidores del Mercerismo, y que tanto él
mismo como prácticamente todo el mundo, incluso los cabezas de chorlito
subnormales, lograban sin dificultad.
Se había preguntado, como
casi todos en un momento u otro, por qué precisamente los androides se agitaban
impotentes al afrontar el test de medida de la empatía. Era obvio que la
empatía sólo se encontraba en la comunidad humana, en tanto que se podía hallar
cierto grado de inteligencia en todas las especies, hasta en los arácnidos.
Probablemente la facultad empática exigía un instinto de grupo sin cortapisas.
A un organismo solitario, como una araña, de nada podía servirle. Incluso podía
limitar su capacidad de supervivencia, al tornarla consciente del deseo de
vivir de su presa. Y en ese caso, todos los animales de presa, incluso los
mamíferos muy desarrollados, como los gatos, morirían de hambre.
En una ocasión había
pensado que la empatía estaba reservada a los herbívoros o a los omnívoros
capaces de prescindir de la carne. En última instancia, la empatía borraba las
fronteras entre el cazador y la víctima, el vencedor y el derrotado. Como en el
caso de la fusión con Mercer, todos ascendían juntos y una vez terminado el
ciclo, juntos caían en el abismo del mundo-tumba. Curiosamente, esto parecía
una especie de seguro biológico, aunque de doble filo. Si alguna criatura
experimentaba alegría, la condición de todas las demás incluía un fragmento de
alegría. Y si algún ser humano sufría, ningún otro podía eludir enteramente el
dolor. De este modo, un animal gregario como el hombre podía adquirir un factor
de supervivencia más elevado; un búho o una cobra sólo podían destruirse.
Evidentemente, el robot
humanoide era un cazador solitario. A Rick le gustaba pensar así: su trabajo se
tornaba más aceptable. Si retiraba —o sea, mataba— a un andrillo, no violaba la
regla vital establecida por Mercer. Sólo matarás a los Asesinos, había dicho
Mercer el año en que las cajas de empatía aparecieron en la Tierra. Y en el
Mercerismo, a medida que se desarrollaba hasta construir una teología completa,
el concepto de los que matan, los Asesinos, había crecido insidiosamente. En el
Mercerismo, un mal absoluto tironeaba el deshilachado manto del anciano que
subía, vacilante; pero no se sabía quién ni qué era esa presencia maligna. Un
merceriano sentía el mal sin comprenderlo. De otro modo, un merceriano era
libre de situar la presencia nebulosa de los Asesinos donde le parecía más
conveniente. Para Rick Deckard, un robot humanoide fugitivo, equipado con una
inteligencia superior a la de muchos seres humanos, que hubiera matado a su
amo, que no tuviera consideración por los animales ni fuera capaz de sentir
alegría empática por el éxito de otra forma de vida, ni dolor por su derrota,
era la síntesis de los Asesinos. Pensar en los animales le trajo el recuerdo
del avestruz que había visto en la tienda. Apartó por el momento la información
referente a la unidad cerebral Nexus-6, tomó una pulgada de rapé del señor
Siddon, números 3 y 4, y reflexionó. Luego consultó su reloj y, viendo que
tenía tiempo, cogió el videófono de su mesa y pidió a su secretaria:
—Con la tienda de animales
Happy Dog, de la calle Sutter.
—Sí, señor —respondió la
señorita Marsten, abriendo la agenda.
No pueden pedir tanto por
ese avestruz, se dijo Rick. Esperan que uno regatee, como en los viejos
tiempos.
—Happy Dog —declaró una voz
masculina. En la pantalla apareció una diminuta cara feliz.
Se oían chillidos de
animales.
—Ese avestruz que está en
el escaparate —empezó Rick, que jugaba con su cenicero de cerámica—. ¿Cuál
debería ser el pago inicial?
—Un segundo —dijo el
vendedor de animales, buscando bloc y bolígrafo—. La tercera parte del total
—reflexionó—. ¿Puedo preguntarle, señor, si piensa ofrecer algún animal como
parte de pago?
Cautelosamente, Rick
respondió:
—Aún no lo he decidido.
—Podríamos vender ese
avestruz a treinta meses —dijo el comerciante—. Con un interés muy bajo, el
seis por ciento mensual. Por lo tanto, con un pago inicial razonable, las cuotas
serían de...
—Baje el precio —dijo
Rick—. Si le quita dos mil no habrá pago a crédito, pagaré en efectivo. —Dave
Holden está fuera de juego, pensó. Eso podría significar mucho..., según la
cantidad de misiones que aparezcan el mes próximo.
—Señor —repuso el vendedor
de animales—, nuestro precio está mil dólares por debajo del corriente.
Consulte su Sidney. Esperaré. Deseo que vea por usted mismo que el precio es el
correcto.
Dios mío, pensó Rick. Se
mantiene firme. Sin embargo, por no dar su brazo a torcer, extrajo del bolsillo
el Sidney plegado, y buscó Avestruz coma macho-hembra, joven-viejo,
sano-enfermo, perfecto-con fallas, y examinó los precios.
—Perfecto, macho, joven,
sano —informó el hombre—. Treinta mil dólares —también él tenía el Sidney a la vista—.
Estamos exactamente mil dólares por debajo. Entonces, el pago inicial...
—Lo pensaré —interrumpió
Rick—, y volveré a llamar.
—¿... su nombre, señor?
—preguntó el vendedor vivamente.
—Frank Merriwell —dijo Rick.
—Y su dirección, señor Merriwell. Por
si no me encontrara cuando llame...
Inventó una dirección y
colgó el videófono. Cuánto dinero, pensó. Y, sin embargo, la gente los compra.
Hay quien tiene esas cantidades... Cogió nuevamente el aparato y dijo con
dureza:
—Una línea exterior,
señorita Marsten. Y no escuche la conversación; es confidencial —la miró
severamente.
—Sí, señor —replicó la
secretaria—. Puede llamar —se retiró del circuito y dejó que él enfrentara solo
el mundo exterior.
Rick llamó de memoria al
número de la tienda de animales falsos donde había comprado su falsa oveja. En
la pequeña pantalla apareció un hombre vestido de veterinario.
—Doctor McRae.
—Soy Deckard. ¿Cuánto vale
un avestruz eléctrico?
—Diría que algo menos de
ochocientos dólares. ¿Cuándo lo quiere? Habrá que hacerlo especialmente, no
tenemos muchos pedidos...
—Lo llamaré más tarde
—repuso Rick, y al mirar su reloj descubrió que eran ya las nueve y media—.
Hasta luego —colgó deprisa, se puso en pie y muy pronto se hallaba ante la
puerta del despacho del inspector Bryant. Pasó junto a la recepcionista,
atractiva, con trenzas de pelo plateado hasta la cintura, y a la secretaria del
inspector, un antiguo monstruo de las ciénagas jurásicas, taimada y glacial,
semejante a una aparición del mundo-tumba. Ninguna de las mujeres le habló, ni
él a ellas. Abrió la puerta interior y saludó a su superior, que videofoneaba.
Se sentó, con las informaciones sobre Nexus-6, que había llevado consigo, y las
releyó. Se sentía deprimido. Y, sin embargo, dado el descanso forzoso de Dave,
lo natural habría sido que estuviese al menos secretamente complacido.
4
Quizá me preocupa que pueda
ocurrirme lo mismo que a Dave —conjeturó Rick Deckard—. Un andrillo bastante
inteligente para herirlo también a mí puede vencerme. Sin embargo, no era eso.
—Veo que ha traído los
datos de la nueva unidad cerebral —dijo el inspector Bryant, colgando el
videófono.
—Sí, me enteré por los
rumores. ¿Cuántos son los andrillos, y hasta dónde llegó Dave?
—Ocho, por ahora —dijo
Bryant, mirando sus notas—. Dave cogió a dos.
—¿Y los seis restantes
están aquí, en California del Norte?
—Por lo que sabemos, Dave
cree que sí, hablaba con él. Tengo sus anotaciones, estaban en su escritorio.
Dice que aquí está todo lo que sabía —Bryant tocó una pila de papeles. Hasta
ese momento no parecía dispuesto a entregarle las notas a Rick. Por alguna
razón, continuaba hojeándolas, con el ceño fruncido, mientras se pasaba la
lengua por los labios.
—No tengo nada que hacer
—dijo Rick—. Estoy listo para reemplazar a Dave.
Bryant, pensativo, replicó:
—Dave utilizó la escala
modificada de Voigt-Kampff para poner a prueba a los sospechosos.
Usted comprende, debe
comprender, que este test no es aplicable, específicamente, a las unidades
cerebrales. Ningún test lo es. Todo lo que tenemos es la escala de Voigt,
modificada por Kampff hace tres años —hizo una pausa meditativa—. Dave la
considera adecuada. Tal vez lo sea. Pero le sugeriría una cosa, antes de que
empiece a perseguir a esos seis —nuevamente golpeó los papeles— Vuele a Seattle
y hable con la gente de Rosen. Haga que le den una muestra representativa de
los tipos de androide que emplean la nueva unidad Nexus-6.
—¿...para someterlos al
Voigt-Kampff? —preguntó Rick.
—Parece tan fácil —dijo
Bryant, medio para sus adentros.
—¿Cómo?
—Creo que yo mismo hablaré
con la organización Rosen, mientras usted está en camino —agregó Bryant. Luego
miró en silencio a Rick. Por fin gruñó, se mordió una uña, y finalmente puso en
orden su decisión—. Voy a estudiar con ellos la posibilidad de mezclar a los
nuevos androides con seres humanos. Todo debería estar preparado para cuando
usted llegue —señaló bruscamente a Rick, con aire severo—. Es la primera vez
que va a desempeñarse como un cazador de bonificaciones senior. Dave sabe
mucho. Tiene años de experiencia.
—También yo —respondió
Rick, tenso.
—Ha tenido misiones
encargadas por Dave. El siempre resolvía qué casos confiarle. Pero ahora tiene
en sus manos seis que él pensaba retirar, y uno de ellos disparó primero. Este.
Max Polokov —Bryant hizo girar las notas para que Rick pudiera leer—. Al menos,
ése es el nombre que se da a sí mismo. Suponiendo que Dave tuviera razón. Todo,
toda esta lista, se funda en esa suposición. Y, sin embargo, la escala
modificada de Voigt-Kampff sólo se le aplicó a los primeros tres, a los dos que
Dave retiró y luego a Polokov. Este disparó contra Dave mientras le hacía el
test.
—Lo que demuestra que Dave
tenía razón —contestó Rick—. De otro modo, Polokov no habría tenido ningún
motivo.
—Vaya a Seattle —ordenó
Bryant—. No hable primero, yo me ocuparé. Y escuche —se puso en pie y encaró a
Rick serenamente—. Si cuando esté probando allí la escala Voigt-Kampff alguno
de los humanos no logra pasar...
—Eso no puede ocurrir
—respondió Rick.
—Un día, hace unas semanas,
hablé con Dave de eso. El pensaba lo mismo. Yo había recibido un memorándum de
la policía soviética, la WPO, que ha circulado en la Tierra y en las colonias.
Un grupo de psiquiatras de Leningrado pidió a la WPO que aplicara el método de
perfil de la personalidad más moderno y preciso para determinar la presencia de
un androide, o sea la escala de Voigt-Kampff, a un grupo cuidadosamente
seleccionado de pacientes humanos, esquizoides y esquizofrénicos. Especialmente
aquellos que revelan lo que se denomina un «achatamiento del afecto».
Seguramente habrá oído hablar de eso...
—Es lo que mide la escala,
específicamente —dijo Rick.
—Entonces, sabe por qué
están preocupados.
—El problema ha existido
siempre. Desde que por primera vez encontramos androides que se hacían pasar
por humanos. Usted conoce el consenso de la opinión policial por el artículo de
Lurie Kampff, escrito hace ocho años: El bloqueo de la asunción de roles en el
esquizofrénico no deteriorado. Kampff distinguía entre la facultad empática
disminuida del enfermo mental humano y la superficialmente similar, pero...
—Los psiquiatras de
Leningrado —interrumpió Bryant— creen que una pequeña proporción de seres
humanos no podría pasar la prueba de Voigt-Kampff. Si los sometiera usted al
test en el curso de una tarea policial, quedarían clasificados como robots
humanoides. Más tarde se descubriría el error, pero ya estarían muertos —calló,
en espera de la respuesta de Rick.
—Pero esas personas
deberían estar en...
—En instituciones —continuó
Bryant—. No podrían moverse en el mundo exterior, y ciertamente se advertiría
que son psicóticos graves. Salvo si su enfermedad se hubiera manifestado
reciente y bruscamente, y nadie la hubiera observado todavía. Esto podría
ocurrir.
—Una vez en un millón
—objetó Rick. Pero había comprendido.
—Lo que le preocupa a Dave
—dijo Bryant— es este aspecto del tipo avanzado Nexus-6. La organización Rosen
nos había asegurado, como usted sabe, que era posible distinguir un Nexus-6 con
el test corriente del perfil. Les creímos. Pero ahora debemos establecerlo por
nuestra cuenta, corno yo me imaginaba. Y eso es lo que hará usted en Seattle.
Ya comprende que esto puede salir mal de las dos maneras: si no es posible
catalogar a todos los robots humanoides, no tenemos un instrumento de análisis
confiable y jamás descubriremos a los que ya se han escapado. Y si clasifica
como androide a un sujeto humano... Sería lamentable —Bryant lo miró con
frialdad—, aunque nadie, y ciertamente tampoco la Rosen Association, publicaría
la noticia. En realidad, podemos permanecer inmóviles por tiempo indefinido,
aunque será necesario informar a la WPO, que a su vez avisará a Leningrado.
Llegará un momento en que la cosa haga explosión, pero para entonces quizás
hayamos desarrollado un test mejor —cogió el videófono—. ¿Partirá ahora mismo?
Utilice un coche del departamento y el combustible de nuestros surtidores.
—¿Puedo llevarme las notas
de Dave Holden? —pidió Rick, poniéndose en pie—. Querría leerlas por el camino.
—Esperaremos hasta que haya
probado el test en Seattle —respondió Bryant. Rick advirtió que el tono de su
voz era curiosamente despiadado.
Cuando el coche aéreo del
departamento de policía aparcó en el terrado del edificio de la Rosen
Association en Seattle, una muchacha lo esperaba. Delgada, de pelo negro, con
las nuevas y enormes gafas para filtrar el polvo, se acercó al coche con las
manos hundidas en los bolsillos del largo abrigo a rayas de colores vivos. En
su cara pequeña, de rasgos bien definidos, había una expresión de hosquedad.
—¿Qué ocurre? —preguntó
Rick al descender. La chica respondió oblicuamente.
—No sé. La forma en que nos
trataron, supongo. No tiene importancia —le tendió la mano, que él cogió
reflexivamente—. Soy Rachael Rosen. Usted es el señor Deckard, ¿verdad?
—No ha sido idea mía.
—Bueno, es lo que nos dijo
el inspector Bryant. Pero oficialmente usted es el departamento de policía de
San Francisco, y no cree que nuestra actividad sea un servicio público —lo miró
por debajo de sus largas pestañas oscuras, probablemente artificiales.
—Un robot humanoide es como
cualquier otra máquina —respondió Rick—. Puede oscilar entre el beneficio y el
riesgo. Como beneficio no es nuestro problema.
—Pero sí como riesgo —dijo
Rachael Rosen—. ¿Es verdad, señor Deckard, que usted es un cazador de bonificaciones?
De mala gana, Rick se encogió de hombros y asintió.
—Considera que un androide
es una cosa inerte —continuó la chica—. Algo que se puede «retirar», como se
acostumbra decir.
—¿Ya está seleccionado el
grupo? Me gustaría...
Rick se interrumpió cuando
de repente vio los animales.
Por supuesto que una
poderosa corporación tenía que ser capaz de permitirse una cosa semejante,
comprendió. Y en el fondo, había previsto sin lugar a dudas esa colección: no
sentía sorpresa sino más bien una especie de ansiedad. Se apartó de la muchacha
en silencio y se dirigió a los corrales. Podía percibir los diversos olores de
las criaturas que se movían o permanecían echadas, y de una que dormía, y
aparentemente era un coatí. Nunca en su vida había visto un coatí. Conocía al
animal por las películas 3-D que pasaba la televisión. Por alguna razón, el
polvo había afectado a esa especie tanto como a las aves, de las que casi no
quedaban sobrevivientes. Cogió automáticamente su gastado ejemplar del Sidney y
buscó el coatí. Los precios estaban, desde luego, en bastardilla: como en el
caso de los caballos percherón, no había ninguno en el mercado, a cualquier
precio. El catálogo Sidney se limitaba a reproducir la cifra de la última
venta. Era astronómica.
—Se llama Bill —dijo la
chica desde atrás—. Bill, el coatí. Lo compramos el año pasado a una
corporación subsidiaria —señaló algo un poco más lejos. Rick vio entonces una
compañía de guardias armados con pequeñas ametralladoras Skoda de tiro rápido.
Los ojos de los guardias estaban fijos en él. Y mi coche lleva bien a la vista
las insignias de los vehículos policiales..., pensó.
—Un fabricante de androides
—observó, pensativo— invierte sus excedentes en animales vivos.
—Mire el búho —dijo Rachael
Rosen—. Allá. Lo voy a despertar —indicó una jaula a cierta distancia. En su
centro había un árbol muerto.
Estaba a punto de decir que
no había más búhos. O eso nos han dicho... Sidney los considera extinguidos en
su catálogo. Llevan la E, esa letra pequeña y precisa. Mientras la muchacha se
adelantaba, comprobó que estaba en lo cierto. Sidney jamás se equivoca, se
dijo. ¿En qué otra cosa podemos confiar?
—Es artificial —exclamó de
pronto con certeza. Pero su decepción era intensa y aguda.
—No —sonrió ella, y Rick
vio que sus dientes pequeños y parejos eran tan blancos como negros eran el
pelo y los ojos.
—Pero Sidney —objetó,
tratando de mostrarle el catálogo, para probar sus palabras.
—No le compramos a Sidney
—respondió Rachael—, ni a ningún vendedor de animales.
Nuestras compras son
privadas y no comunicamos el precio. Además, tenemos nuestros propios
naturalistas. En este momento están trabajando en Canadá. Allá todavía quedan
bosques relativamente grandes. Al menos, lo bastante para animales pequeños y
alguna que otra ave. Durante largo tiempo contempló al búho, que dormitaba en
su rama. Mil pensamientos brotaron de su mente acerca de la guerra, de los días
en que los búhos caían del cielo, muertos. Recordó que en su infancia había
alcanzado a comprobar la extinción de una especie tras otra. Los periódicos
anunciaban un día la desaparición de los zorros, el siguiente la de los
tejones, hasta que la gente dejó por último de leer aquellos perpetuos
obituarios. Pensó también en su necesidad de un animal verdadero. Una vez más
se manifestaba el odio que le inspiraba su oveja eléctrica, que debía cuidar y
atender como si estuviera viva. La tiranía de los objetos, pensó. Ella no sabe
que yo existo. Como los androides, carece de la capacidad de apreciar la
existencia de otro ser. Jamás había pensado antes en la semejanza entre los
animales eléctricos y los andrillos. Un animal eléctrico era una forma
inferior, un robot de menor calidad. O a la inversa, un androide era una
versión altamente desarrollada del seudoanimal. Las dos ideas le resultaban
repulsivas.
—Si Rosen vendiera ese búho
—dijo—, ¿cuánto pediría?
—Jamás venderíamos nuestro
búho —Rachael lo contempló con una mezcla de placer y piedad; la menos eso le
pareció a Rick—. Y aunque así fuera, nunca podría pagar el precio. ¿Qué animal
tiene en su casa?
—Una oveja —respondió él—.
Una Suffolk de cara negra.
—Entonces debería sentirse
satisfecho.
—Lo estoy —dijo él—. Pero
siempre he querido un búho, incluso antes de que todos murieran... Excepto el
suyo —se corrigió.
—Nuestro programa actual
prevé la obtención de otro búho —agregó ella—, para aparearlo con Scrappy
—señaló al ave posada en su percha y que por un instante abrió los ojos, unas
hendiduras amarillas que se desvanecieron cuando reanudó su reposo. El pecho
del búho subió y bajó conspicuamente, como si el ave hubiese suspirado en su
estado hipnagógico. Apartándose de la imagen, que había agregado amargura a su
anterior reacción de sorpresa y anhelo, Rick dijo:
—Querría iniciar la prueba.
¿Podemos bajar?
—Mi tío recibió la llamada
de su jefe y probablemente ya...
—¿Su tío? ¿Una corporación
de estas dimensiones es un negocio familiar?
Rachael continuó su frase:
—...habrá reunido un grupo
de androides y uno de control. Vamos —se dirigió al ascensor sin mirar atrás,
metiendo nuevamente las manos en los bolsillos de su abrigo. Rick vaciló un
momento, con fastidio, antes de seguirla.
—¿Qué tiene usted contra
mí? —preguntó mientras descendían.
Ella reflexionó, como si no
lo hubiera pensado antes.
—Pues bien —dijo—, usted, un
funcionario de un pequeño departamento policial, tiene en este momento una
situación única. ¿Comprende lo que quiero decir? —lo miró de costado,
maliciosamente.
—¿Qué parte de la
producción actual representan los androides equipados con el Nexus-6?
—El total —respondió
Rachael.
—Estoy seguro de que la
escala Voigt-Kampff puede descubrirlos.
—Y si no es así, tendremos
que retirar del mercado todos los modelos de Nexus-6 —sus ojos negros ardían
mientras se abrían las puertas del ascensor detenido—. Y todo porque la policía
no puede resolver una cosa tan simple como la detección de una minúscula
cantidad de Nexus-6 que... Un hombre mayor, pulcro y delgado, se acercó a
ellos. Llevaba la mano extendida y una expresión de preocupación, como si todo
hubiese empezado a desarrollarse con excesiva rapidez.
—Soy Eldon Rosen —dijo
mientras daba un apretón de manos a Rick—. Escuche, Deckard: usted sabe que no
fabricamos nada aquí en la Tierra, ¿verdad? Simplemente no podemos llamar al
sector de producción y pedir una serie distinta de artículos. No es que no nos
propongamos o no queramos colaborar con ustedes. Sea como fuere, he hecho todo
lo posible —su mano izquierda, temblorosa, rozó su pelo, que empezaba a ralear.
Rick indicó su cartera y
dijo:
—Estoy listo para comenzar.
La nerviosidad de Rosen
acrecentó su confianza en sí mismo. Me temen, pensó con asombro. Incluso
Rachael. Probablemente podría obligarles a abandonar la producción de los
modelos Nexus-6. Lo que yo haga en las próximas horas afectará el carácter de sus
operaciones, y puede llegar a determinar el futuro de la Rosen Association
aquí, en los Estados Unidos, en Rusia y en Marte.
Los dos miembros de la
familia Rosen lo miraron aprensivamente y Rick pudo sentir la duplicidad de sus
maneras. Con él habían entrado en la casa el vacío y la llamada al silencio de
la ruina económica. Poseen un poder desmesurado, pensó Rick. Su empresa es
considerada uno de los ejes del sistema industrial. En realidad, la manufactura
de androides ha llegado a ligarse tanto con el desarrollo de la colonización
que si aquella se derrumbara, éste la seguiría a su vez. Naturalmente, la Rosen
Association comprendía esto perfectamente. Y Eldon Rosen tenía plena conciencia
de ello desde que Harry Bryant había llamado.
—No hay motivo para preocuparse
—dijo Rick mientras los dos Rosen lo guiaban por un amplio corredor muy
iluminado. El mismo se sentía tranquilo. La situación le agradaba más que
cualquier otra que pudiera recordar. Todos sabrían muy pronto lo que el método
de prueba podía hacer, y lo que no podía—. Si ustedes no tuvieran confianza en
el test de Voigt-Kampff —observó—, probablemente su organización habría tratado
de descubrir otro superior. Podría decirse que parte de la responsabilidad
recae sobre la Rosen Association. Sí, gracias —le indicaron una habitación
elegante, un salón alfombrado, con lámparas, divanes y mesas modernas donde
estaban las últimas revistas e incluso, advirtió, el suplemento de febrero del
catálogo Sidney, que él aún no había visto. En realidad, ese suplemento sólo
aparecería dentro de tres días. Era obvio que la Rosen Association tenía una
relación especial con Sidney. Irritado, cogió la publicación.
—Esto significa una
violación de la confianza pública. Nadie debe tener información anticipada de
los cambios de precio.
Y también, seguramente,
violaba una ley federal. Pero en vano trató de recordarla.
—Me lo llevaré conmigo
—dijo, y guardó el suplemento en su cartera.
Después de una pausa, Eldon
Rosen dijo con hastío:
—Nuestra política jamás ha
sido la de obtener anticipación de nada como...
—Yo no soy un funcionario
judicial —interrumpió Rick—. Soy un cazador de bonificaciones —de su cartera
extrajo el equipo Voigt-Kampff, y sentándose junto a una mesa baja de palo de
rosa, empezó a preparar el sencillo instrumento poligráfico—. Puede usted
enviar al primer sujeto— le dijo a Eldon Rosen, que parecía aún más inquieto.
—Me gustaría mirar —dijo
Rachael, sentándose—. Nunca he visto realizar un test de empatía.
¿Qué mide este aparato?
—Esto —dijo Rick,
sosteniendo en alto un disco chato, adhesivo, de donde partían varios cables—,
mide la dilatación capilar en la región facial. Sabemos que ésta es una
respuesta autónoma y primaria, lo que llamamos «vergüenza» o «rubor» ante un
estímulo moralmente inquietante. Esto no se puede controlar voluntariamente,
como ocurre en cambio con la conductividad de la piel, la respiración o el
ritmo cardíaco —le mostró el otro elemento, de donde brotaba un fino haz de
luz—. Y esto registra la tensión en los músculos oculares. Al mismo tiempo que
se produce el fenómeno del rubor hay generalmente un pequeño desplazamiento
de...
—¿Y eso no se verifica en
los androides?
—Aunque biológicamente
podría llegar a darse, las preguntas-estímulo no generan estas respuestas.
—Hágame el test —dijo
Rachael.
—¿Por qué? —dijo Rick,
confundido. Eldon Rosen dijo con voz ronca:
—La hemos elegido como
primer sujeto. Podría ser un androide. Esperamos que nos lo pueda decir —se
sentó con varios movimientos torpes, sacó un cigarrillo, lo encendió y se quedó
mirando fijamente.
5
El pequeño haz de luz
blanca iluminaba el ojo izquierdo de Rachael Rosen. El disco de malla metálica
estaba adherido a su mejilla. La muchacha parecía serena. Rick Deckard estaba
sentado en una posición que le permitía leer los dos medidores del aparato
Voigt-Kampff.
—Describiré una serie de
situaciones sociales, y usted expresará su reacción lo más rápidamente que
pueda. Mediré el tiempo, por supuesto.
—Y también por supuesto, lo
que yo diga no tendrá importancia. Sólo valdrá la reacción capilar y la del
músculo ocular. Pero igualmente responderé. Quiero pasar por esto y...
Adelante, señor Deckard.
Rick eligió la pregunta
número tres.
—Le regalan una billetera
de piel de becerro para su cumpleaños —inmediatamente las agujas saltaron a la
zona roja, y luego regresaron.
—No la aceptaría —respondió
Rachael—. Y denunciaría a la policía a la persona que me la regalara.
Después de hacer una
anotación, Rick pasó a la pregunta número ocho de la escala de perfiles del
Voigt-Kampff.
—Tiene usted un niño
pequeño que le muestra su colección de mariposas, y también el frasco donde las
mata.
—Lo llevaría al médico —la
voz de Rachael era baja pero firme. Nuevamente las agujas se movieron, pero
menos. Rick hizo la correspondiente anotación y preguntó:
—Está viendo la TV. De
pronto advierte que una avispa avanza por su brazo.
—La mataría —respondió
Rachael; esta vez las agujas apenas registran un débil y corto temblor.
Rick escribió su
observación y eligió cuidadosamente la pregunta siguiente.
—Encuentra en una revista
la foto a página entera y a todo color de una chica desnuda —se detuvo.
—¿Es un test para saber si
soy androide o si soy lesbiana? —preguntó ácidamente Rachael. Las agujas no se
movieron.
—A su marido le gusta la
foto —continuó Rick; no hubo respuesta. Y agregó—: La chica está tendida boca
abajo sobre una enorme y bellísima piel de oso —los medidores no registraron
cambios, y Rick piensa: una respuesta de androide, no ha reparado en el
elemento principal, la piel del animal muerto. Se concentra en otros factores—.
Su marido cuelga la foto en la pared de su estudio —concluyó. Entonces la
reacción se manifestó.
—Ciertamente no se lo
permitiría —dijo Rachael.
—Está bien —asintió Rick—.
Ahora está usted leyendo una novela escrita en los viejos tiempos, antes de la
guerra. Los personajes visitan el muelle de pescadores de San Francisco.
Sienten hambre, y entran en un restaurante. Uno de ellos pide langosta; el chef
arroja una langosta a una olla de agua hirviente a la vista de los personajes.
—Dios mío —dijo Rachael—.
Pero eso es terrible, depravado. ¿Cómo pueden hacer eso? ¿Quiere usted decir,
una langosta viva?
Las agujas permanecieron
inmóviles. La respuesta era formalmente correcta, pero simulada.
—Ha alquilado una casita de
troncos de pino en la montaña —continuó Rick—. La zona es todavía exuberante.
En la casa hay un gran hogar.
—Sí —respondió Rachael,
impaciente.
—Alguien ha colgado viejos
mapas en las paredes, grabados por Currier e Ives. Encima del hogar hay una
cabeza de ciervo con grandes astas. La gente que la acompaña admira el ambiente
y entre todos deciden...
—Yo no, si es que hay una
cabeza de ciervo —interrumpió Rachael. Pero los medidores no han sobrepasado la
zona verde.
—Ha quedado usted
embarazada —dijo Rick— de un hombre que le ha prometido casamiento. Pero él se
marcha con otra, con su mejor amiga. Usted aborta y...
—Jamás lo haría —respondió
Rachael—. Y por otra parte, no se puede. La condena es a perpetuidad y la
policía vigila permanentemente. Las dos agujas se desplazaron al rojo con
violencia.
—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe
que es difícil obtener autorización para abortar? —preguntó Rick, con
curiosidad.
—Todo el mundo lo sabe
—repuso Rachael.
—Me pareció que hablaba
usted por experiencia personal.
—Rick miró los medidores,
que mostraban intensas fluctuaciones—. Una más. Ha salido con un hombre que la
invita a visitar su casa. Una vez allí le ofrece una copa. Mientras está
bebiendo, de pie, ve el dormitorio: está decorado con atractivos cartelones
taurinos, y se acerca a mirar. El la sigue, cierra la puerta, la rodea con el
brazo y le dice...
—¿Qué es un cartelón
taurino? —interrumpió Rachael.
—Un dibujo, generalmente
muy grande, de colores, que muestra a un torero con su capa y a un toro que
intenta atacarlo —Rick dudó—. ¿Qué edad tiene usted? —podía ser un factor
importante.
—Dieciocho años —contestó
Rachael—. Está bien: él cierra la puerta y me abraza. ¿Qué dice entonces?
—¿Sabe usted cómo
terminaban las corridas de toros?
—Me figuro que alguien
quedaba herido...
—Siempre mataban al toro,
al final —Rick esperó, observando las agujas, que apenas palpitaron con
inquietud; la reacción había sido débil—. Una pregunta final, en dos partes
—agregó—. Usted ve una vieja película en la TV, anterior a la guerra. Los participantes
en un banquete comen ostras crudas.
—Ugh —dijo Rachael. Las
agujas se movieron vivazmente.
—El entrante consiste en
perro cocido, relleno de arroz —continuó Rick. El desplazamiento de las agujas
fue menor—. ¿Para usted las otras son menos aceptables que la carne de perro?
Evidentemente no —dejó su bolígrafo, apagó el haz de luz y le quitó de la
mejilla el disco adhesivo—. Usted es una androide —dijo—. Este es el resultado
del test —agregó, dirigiéndose a «ella» y a Eldon Rosen, que lo miraba con inquietud
avasalladora.
La cara del anciano se
contraía plásticamente de furia. Rick prosiguió con su indagación:
—Es así, ¿verdad? —no hubo
respuesta de ninguno de los Rosen—. Nuestros intereses no están en conflicto
—agregó, razonablemente—. Que el test de Voigt-Kampff funcione bien es tan
importante para ustedes como para mí.
—Ella no es androide —dijo
Rosen.
—No lo creo —respondió
Rick.
—¿Por qué habría de mentir?
—preguntó Rachael con vehemencia—. En todo caso mentiríamos al revés.
—Quiero un análisis de
médula ósea —contestó Rick—. Es posible determinar orgánicamente si alguien es
o no un androide. Sé que es largo y doloroso, pero...
—En términos legales —dijo
Rachael—, no puedo ser obligada a sufrir un análisis de médula. La corte no lo
permite, por considerar que se trata de autoacusación. Y de todos modos, en una
persona viva, no en el caso de un androide retirado, lleva largo tiempo. Usted
puede aplicar ese maldito test de Voigt-Kampff a causa de los especiales, a los
que hay que vigilar constantemente. Aprovechando que el gobierno debería
ocuparse de esto, la policía ha logrado introducir el Voigt-Kampff. Pero lo que
dijo usted antes es verdad: éste es el fin del test —la muchacha se puso en
pie, se apartó y se detuvo de espaldas a él, con las manos en las caderas.
—La cuestión no es la
legalidad del análisis de médula ósea —dijo Eldon Rosen con voz ronca—, sino el
fracaso del test de empatía en el caso de mi sobrina. Puedo explicarle por qué
sus respuestas son las de un androide. Rachael creció a bordo del Salader 3.
Nació en él, y durante catorce de sus dieciocho años sólo supo de la Tierra lo
que encontró en la videoteca y lo que el resto de la tripulación, nueve
adultos, le contó. Y después, como recordará, cuando la nave había recorrido la
sexta parte del camino a Próxima, inició el retorno. De lo contrario, Rachael
habría tenido que esperar hasta una edad muy mayor para conocer la Tierra.
—Y la policía podría
retirarme —agregó Rachael por encima del hombro—. En una redada me matarían. Lo
sé desde mi llegada, hace cuatro años. Esta no es la primera vez que me aplican
el Voigt-Kampff. En verdad, rara vez salgo de casa. El peligro es enorme, a
causa de los controles policiales y las pinzas voladoras para capturar
especiales no clasificados.
—Y androides —terminó Eldon
Rosen—. Aunque, naturalmente, eso no se le dice a la población. Se supone que
debe ignorar la presencia de androides en la Tierra.
—No creo que los haya
—respondió Rick—. Sin duda la policía los ha cogido a todos, tanto aquí como en
la Unión Soviética. Ahora la población es pequeña. Y tarde o temprano todo el
mundo ha de pasar por los puntos de control establecidos al azar. O, por lo
menos, eso era lo que cabía esperar.
—¿Cuáles son sus
instrucciones en el caso de que el test clasifique como androide a un ser
humano? —preguntó Eldon Rosen.
—Eso es asunto oficial
—Rick empezó a guardar su equipo en la cartera, mientras ambos Rosen lo miraban
en silencio—. Pero, naturalmente, debo cancelar toda prueba subsiguiente. Si
hay un fracaso, de nada sirve continuar —cerró de un golpe su cartera.
—Podríamos haberlo engañado
—dijo Rachael—. Nada nos obliga a admitir que el resultado ha sido incorrecto.
O el resultado obtenido con los otros nueve sujetos elegidos. Nos habría
bastado con dejarle seguir con las pruebas sin decir nada.
—Yo habría insistido en que
me dieran una lista previa, en sobre cerrado, para comparar los resultados y
obtener una confrontación concluyente.
Pero no la habría obtenido,
pensó. Bryant tenía razón. Gracias a Dios que no he seguido cazando androides
sobre la base del test.
—También nosotros pensamos
que lo haría —observó Eldon Rosen mirando a Rachael, que asentía—. Habíamos
estudiado esa posibilidad —reconoció.
—Este problema procede de
su forma de operar, señor Rosen —dijo Rick—. Nadie obligó a su organización a
desarrollar los robots humanoides hasta un punto en que...
—Nosotros producimos lo que
desean los colonos —repuso Eldon Rosen—. Hemos seguido un principio, respetado
por el tiempo, que ha justificado siempre el éxito comercial. Si nuestra
empresa no hubiera construido modelos cada vez más humanos, otras lo habrían
hecho. Conocíamos los riesgos existentes cuando desarrollamos la unidad
cerebral Nexus-6. Pero el test de Voigt-Kampff era un fracaso antes de que distribuyéramos
los nuevos androides. Si usted hubiese fallado en clasificar a un androide
Nexus-6 como androide, si lo hubiese registrado como un ser humano... Pero no
es eso lo que ha ocurrido —su voz era dura y penetrante—. El departamento
policial a que usted pertenece, así como otros puede haber retirado, y es
probable que lo haya hecho, a verdaderos seres humanos de capacidad empática no
desarrollada, como mi sobrina. Su posición, señor Deckard, es muy grave en
términos morales. La nuestra no lo es.
—En otras palabras —dijo
agudamente Rick—, no me concederá usted la posibilidad de aplicar el test a un
solo Nexus-6. Para anticiparse a ella ha presentado en primer término a esta
chica esquizoide.
Y mi test ha sido
derrotado, pensó. Debí haberme negado. Pero ahora es demasiado tarde.
—Le hemos ganado, señor
Deckard —dijo Rachael Rosen con voz serena y razonable, y se volvió hacia él,
sonriendo.
Todavía no lograba
comprender cómo la Rosen Association había logrado engañarlo tan fácilmente.
Una corporación gigantesca como ésa atesoraba gran experiencia, poseía en
realidad una especie de mente colectiva. Eldon y Rachael Rosen eran tan sólo
los portavoces de esa entidad múltiple. Su error, evidentemente, había
consistido en considerarlos como meros individuos. Era un error que no volvería
a cometer.
—Su jefe, el inspector
Bryant —dijo Rosen—, hallará difícil comprender cómo sucedió que nos permitiera
usted anular su método de prueba antes de comenzar el test —señaló el
cielorraso, y Rick vio la lente de una cámara: el error cometido con los Rosen
había sido registrado—. Creo que lo más conveniente para todos —agregó Eldon—
será que nos sentemos y... Podemos llegar a un acuerdo, señor Deckard —hizo un
gesto afable—. No hay motivo de preocupación. El modelo de androide Nexus-6 es
un hecho. Así lo reconocemos en la Rosen Association, y creo que también usted
lo reconoce ahora.
Rachael se inclinó sobre
Rick.
—¿Le gustaría ser dueño de
un búho?
—Creo que jamás lo seré
—comprendía perfectamente lo que ella había querido insinuar; sabía qué
transacción se proponía realizar la Rosen Association. Sintió en su interior
una tensión que no había experimentado hasta entonces, y que explotaba
suavemente en todas las zonas de su cuerpo. La conciencia de lo que estaba
ocurriendo se apoderó de él por completo.
—Pero eso es precisamente
lo que desea: un búho —dijo Eldon Rosen, que miró interrogativamente a su
sobrina—. Creo que no comprende.
—Por supuesto que comprende
—repuso ella—. Sabe con toda exactitud adonde lleva esto.
¿No es así, señor Deckard?
—volvió a inclinarse sobre él, tanto que Rick percibió una suave fragancia y
quizá su calidez—. Pues prácticamente lo ha conseguido, señor Deckard;
podríamos decir que el búho ya es suyo —y agregó, dirigiéndose a su tío—: Es un
cazador de bonificaciones, ¿recuerdas? Por lo tanto, vive de las bonificaciones
que gana, y no sólo del sueldo. ¿No es así, señor Deckard?
Rick asintió.
—¿Cuántos androides se han
escapado esta vez? —preguntó Rachael.
—Eran ocho,
originariamente. Dos ya han sido retirados. No por mí.
—¿Cuánto recibe por cada
androide?
—Según —respondió Rick,
encogiéndose de hombros. Rachael continuó:
—Si no dispone de un test,
no tiene forma de identificar a los androides ni, por consiguiente, de cobrar
sus bonificaciones. De modo que si abandona la escala de Voigt-Kampff...
—Otra nueva la reemplazará
—dijo Rick—. Ya ha ocurrido antes —exactamente, tres veces.
Pero esta vez era
diferente, porque el nuevo test, el instrumento analítico más moderno, ya
estaba a su disposición.
—Naturalmente, el test de
Voigt-Kampff terminará por ser anticuado —dijo Rachael—. Pero todavía no.
Estamos convencidos de que es apto para distinguir a los modelos equipados con
el Nexus-6 y querríamos que, en su peculiar tarea, continuara usted trabajando
sobre esta base —la chica lo miraba intensamente, balanceándose y con los
brazos cruzados apretados; trataba de medir su reacción.
—Dile que puede quedarse
con el búho —sugirió Eldon Rosen.
—Así es —dijo Rachael, sin
dejar de mirarlo—. El que ha visto en el terrado. Scrappy. Pero si conseguimos
un macho, debe permitir que se aparee con ella. Y que quede bien en claro que
la descendencia será nuestra.
—Dividiremos la nidada
—propuso Rick.
—No —repuso
instantáneamente Rachael, y Eldon Rosen negó con la cabeza en señal de apoyo a
su sobrina—. De ese modo tendría usted derecho a la única familia de búhos
hasta el fin de los tiempos. Y hay otra condición: no puede cederlo en
herencia. A su muerte, volverá a manos de la Rosen Association.
—Eso parece una invitación
a que me maten —contestó Rick—. Bonita forma de recuperar inmediatamente el
búho... No puedo aceptar. Es demasiado peligroso.
—Usted es un cazador de
bonificaciones —dijo Rachael—. Sabe usar un arma láser. En este preciso
instante lleva una. Si no es capaz de defenderse, ¿cómo piensa retirar a los
seis andrillos Nexus-6 restantes? Son bastante más inteligentes que los viejos
W-4 de la Gozzi Corporation.
—Pero yo los persigo a
ellos —replicó Rick—. En cambio, si acepto la cláusula de reversión, alguien me
perseguiría a mí —no le gustaba la idea de que lo persiguieran. Había visto el
efecto que esto provocaba incluso en los androides.
—Está bien —dijo Rachael—.
Cederemos en ese punto, y podrá legar el búho a sus descendientes. Pero
insistimos en conservar la nidada completa. Si no está de acuerdo con esto,
vuelva a San Francisco, reconozca ante sus superiores que el test de
Voigt-Kampff, al menos en la forma en que usted lo aplica, no puede distinguir
entre un andrillo y un ser humano. Y luego búsquese otro trabajo.
—Querría un poco de tiempo
para decidir —dijo Rick.
—Está bien —respondió
Rachael, y miró su reloj—. Puede quedarse aquí.
—Media hora —agregó Eldon
Rosen, como aclaración.
Ambos Rosen se dirigieron
hacia la puerta.
Ellos ya habían hablado,
pensó Rick. Ahora le correspondía a él dar una respuesta. Cuando Rachael se
disponía a cerrar la puerta, Deckard le habló con dureza:
—Estoy perfectamente
atrapado. Tienen la prueba de que me he equivocado con usted. Saben que mi
trabajo depende del test de Voigt-Kampff. Y, además, está ese maldito búho.
—Es suyo, ¿recuerda? —dijo
Rachael—. Le pondremos en la pata una cintila con su dirección y lo
despacharemos a San Francisco. Lo recibirá en su casa cuando regrese del trabajo.
—Un momento —dijo Rick.
—¿Ya ha tomado su decisión?
—preguntó Rachael, deteniéndose en la puerta.
—Querría hacerle otra
pregunta del Voigt-Kampff. Rachael miró a su tío, que asintió. De mala gana,
volvió a sentarse como antes.
—¿Para qué? —preguntó con las
cejas elevadas por el desagrado y también por el temor. Rick advirtió,
profesionalmente, la tensión de su cuerpo.
Nuevamente dirigió el haz
de luz al ojo derecho de la muchacha y puso el disco adhesivo en contacto con
su mejilla. Rachael estaba rígida. Su expresión de extremo disgusto no había
desaparecido.
—Bonita cartera, ¿verdad?
—dijo Rick mientras buscaba los formularios impresos del test—. Es del
departamento.
—Sí, ¿eh? —respondió
Rachael, ausente.
—Es de piel de bebé —agregó
Rick, acariciando la piel negra de la cartera—. Cien por cien genuina— vio que
después de una pausa las agujas se pusieron a fluctuar con frenesí. La reacción
había llegado tarde. El conocía el tiempo exacto de reaccionar, en fracciones
de segundo. Sabía que no debía haber demora—. Gracias, señorita Rosen. Eso era
todo —recogió de nuevo su equipo.
—¿Se marcha? —preguntó
Rachael.
—Sí. He terminado.
Cautelosamente, Rachael preguntó:
—¿... y los otros nueve?
—El test ha funcionado
adecuadamente en su caso —explicó Rick—. Puedo deducir de esto que
evidentemente es aún efectivo —se dirigió a Eldon Rosen, que estaba inerte,
junto a la puerta— ¿Ella lo sabe? —a veces no era así: en muchas ocasiones se
los dotaba de una falsa memoria, con la errónea esperanza de que alterara las
reacciones ante el test.
—No —contestó Eldon Rosen—.
La hemos programado completamente. Pero creo que hacia el final ha empezado a
sospechar —a la muchacha le dijo—: ¿No fue así, cuando él te pidió una nueva
prueba?
Rachael, muy pálida, asintió.
—No temas —le dijo Eldon
Rosen—. No eres un androide escapado ilegalmente. Eres propiedad de la Rosen
Association, que te emplea como muestra para las ventas a futuros emigrantes
—se acercó a la chica y apoyó la mano en su hombro. Rachael se apartó del
contacto.
—Es verdad —observó Rick—.
No la retiraré, señorita Rosen. Buenos días —empezó a avanzar hacia la puerta,
y se detuvo—. ¿El búho es real?
Rachael dirigió una rápida
mirada a su tío.
—Se marchará de todos modos
—contestó Rosen—. Da lo mismo. El búho es artificial. No quedan búhos.
—Hmmm —murmuró Rick,
mientras salía al pasillo. Nadie dijo nada más. No había nada que decir. Así
operan los grandes fabricantes de androides, se dijo Rick. De una manera
sinuosa que jamás había observado anteriormente. Demostraban un tipo nuevo de
personalidad, compleja y extraña. No era difícil comprender que la justicia
tuviera dificultades con el Nexus-6 El Nexus-6. Finalmente lo había conocido.
Rachael era un Nexus-6, sin duda alguna. El primer androide de ese tipo que he
visto, se dijo. Y poco había faltado para que los Rosen minaran nuestra
confianza en el test de Voigt-Kampff, único instrumento que permite
descubrirlos. Casi lo habían logrado. La Rosen Association había hecho un buen
trabajo, o al menos un buen intento, para defender sus productos.
Y yo debo enfrentar a otros
seis, para terminar la tarea, reflexionó Rick. Se ganaría cada centavo de esas
bonificaciones.
Suponiendo que llegara vivo
al final.
6
El televisor atronaba.
Mientras descendía las grandes escaleras desiertas y cubiertas de polvo hacia
el nivel inferior, John Isidore distinguía la voz familiar y burbujeante del
Amigo Buster, que se dirigía eufórico a su audiencia de todo el sistema.
—Hola, hola, amigos. ¡Zip, clip, zip! Es la hora de nuestro breve comentario sobre el tiempo
de mañana. Primero la Costa Este de los Estados Unidos. El satélite Mungoose
comunica que la radiación aumentará hacia el mediodía y disminuirá luego,
gradualmente. De modo que todos los queridos amigos que deseen salir deberán
esperar hasta la tarde, ¿en? Y hablando de esperar, faltan sólo diez horas para
el anuncio de una gran noticia, en mi informe especial. Decid a vuestros amigos
que no se pierdan el programa. Revelaré algo que os asombrará. Quizás algunos
conjeturen que, como de costumbre...
Isidore golpeó la puerta y
la voz cesó. No era meramente que hubiese callado; había dejado de existir,
aterrorizada hasta la muerte por el golpe.
Isidore sintió, detrás de
la puerta cerrada, la presencia de vida. Sus sentidos alerta percibían, o
fabricaban, el miedo silencioso y terrible de alguien que se alejaba, que se
apretujaba contra la pared opuesta para escapar de él.
—Eh —dijo—. Yo vivo arriba.
He oído la TV. Deberíamos conocernos, ¿no le parece? —esperó mientras
escuchaba; ni un sonido, ni un movimiento. Sus palabras no habían logrado
tranquilizar al vecino—. Le he traído un paquete de margarina —agregó,
acercándose a la puerta para que le oyeran mejor—. Mi nombre es J. R. Isidore y
trabajo para el conocido veterinario, el señor Hannibal Sloat, sin duda habrá
oído hablar de él. Soy una persona honorable, y tengo un trabajo: conduzco el
camión del señor Sloat.
La puerta se entreabrió y
vio la figura fragmentaria, torcida y encogida de una chica que al mismo tiempo
trataba de alejarse y de mantenerse cogida de la puerta, como buscando apoyo
físico. El miedo le daba el aire de una persona enferma, distorsionaba las
líneas de su cuerpo, como si alguien lo hubiese roto y luego lo hubiera armado
deliberadamente en desorden. Sus ojos, enormes, lo miraban fijamente mientras
intentaba sonreír.
Isidore comprendió de
repente y dijo:
—Usted creía que aquí no
vivía nadie. Pensó que la casa estaba abandonada...
—Sí —susurró la muchacha.
—Pero es una suerte tener
un vecino —respondió Isidore—. Hasta su llegada, yo no tenía ninguno —y eso no
era nada divertido, bien lo sabía.
—¿Es usted el único?
—preguntó la chica—. ¿En todo el edificio, aparte de mí? —estaba perdiendo la
timidez, su cuerpo se enderezó y se alisó el pelo con la mano. El advirtió que
tenía una bonita silueta, aunque pequeña, y bellos ojos subrayados por largas
pestañas. Cogida de sorpresa, sólo tenía puestos los pantalones de un pijama.
Más atrás se veía una habitación en desorden. Había maletas abiertas aquí y
allá, con el contenido medio desparramado por el suelo cubierto de cosas. Era
natural: acababa de llegar.
—Sí, soy el único
—respondió Isidore—. Y no quiero molestarla —se sentía alicaído; su ofrenda,
que tenía el carácter de un auténtico rito de preguerra, no había sido aceptada.
En realidad, la chica ni siquiera se había dado cuenta. O tal vez no sabía qué
era un paquete de margarina. El tuvo esa intuición. La muchacha parecía, sobre
todo, asombrada, como si acabara de emerger de las profundidades y flotara
ahora a la deriva entre el oleaje menguante del miedo—. El viejo amigo Buster
—agregó, tratando de deponer su actitud rígida—. ¿Le gusta? Yo lo veo todas las
mañanas y también a la noche, cuando vuelvo a casa. Mientras ceno, y también el
programa final. Es decir, lo veía antes de que se me rompiera el televisor.
—¿Quién...? —empezó la
chica, y se interrumpió. Se mordió el labio, evidentemente furiosísima con ella
misma.
—El Amigo Buster —explicó
Isidore. Le parecía extraño que esa muchacha nunca hubiera oído hablar del cómico
de TV más chistoso de la Tierra—. ¿De dónde ha venido usted? —preguntó.
—No me parece que eso tenga
importancia —la chica alzó rápidamente la vista hacia él y vio algo que
aparentemente le devolvió la serenidad pues su cuerpo se relajó—. Cuando esté
más instalada, me encantará su compañía. Pero... ahora mismo, no puede ser.
—¿Por qué no puede ser?
—estaba sorprendido. Todo en ella le sorprendía. Quizás he vivido solo
demasiado tiempo, pensó, y me he vuelto raro. Dicen que eso ocurre a los
cabezas de chorlito. La idea lo entristeció aún más—. Podría ayudarle a
desempacar —sugirió. La puerta estaba casi cerrada—. Y con sus muebles.
—No tengo muebles
—respondió ella, y agregó, señalando—: Todo eso ya estaba aquí.
—No servirá —dijo Isidore.
Bastaba con una mirada. Las sillas, las mesas, la alfombra, todo estaba
deteriorado, amontonado, era víctima de la fuerza despótica del tiempo. Y del
abandono. Nadie había vivido en ese apartamento durante años; la ruina era casi
completa. No podía imaginar cómo esa chica se proponía vivir allí—. Escuche —le
dijo con seriedad—, si recorremos el edificio, probablemente encontraremos
cosas en mejor estado. Una lámpara en un piso, una mesa en otro...
—Gracias —replicó ella—. Lo
haré yo misma.
—¿Y va a entrar sola en los
apartamentos? —no lo podía creer.
—¿Por qué no? —volvió a
estremecerse, e hizo una mueca, consciente de haberse equivocado.
—Una vez lo hice —dijo
Isidore—. Después me metí en mi casa y no volví a pensar en el resto.
Apartamentos donde nadie vive..., son centenares. Están llenos de cosas de la
gente; fotos de familia, ropas... Los que murieron no pudieron llevarse nada, y
los que emigraban no querían... Aparte de mi piso, este edificio está
completamente kippelizado.
—¿Kippelizado? —ella no
entendía.
—Kippel son los objetos
inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha
gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay
gente, el kippel se reproduce. Por ejemplo, si se va usted a la cama y deja un
poco de kippel en la casa, cuando se despierta a la mañana siguiente hay dos
veces más. Cada vez hay más.
—Comprendo —la chica lo
miraba con duda, no sabía si creer o no, ni siquiera si él hablaba en serio.
—Esa es la primera Ley de
Kippel —dijo él—. El kippel expulsa al no-kippel. Como la ley de Gresham acerca
de la mala moneda. Y en estos apartamentos no hay nadie para compartir el
kippel.
—De modo que se ha
apoderado de todo —concluyó la muchacha—. Ahora comprendo.
—Este lugar —continuó
Isidore—, este apartamento que ha elegido, está demasiado kippelizado para
vivir en él. Podemos rechazar el factor Kippel; podemos hacer lo que le dije,
buscar en los otros apartamentos. Pero...
Se interrumpió.
—¿Pero qué?
—No podemos ganar.
—¿Por qué no? —la chica
salió al pasillo cerrando la puerta tras de sí. Cruzó los brazos modestamente
sobre sus senos altos y pequeños, y enfrentó a Isidore, ansiosa por comprender.
Al menos eso le pareció a él. Se la notaba atenta.
—Nadie puede vencer al
kippel —continuó—, salvo, quizás, en forma temporaria y en un punto
determinado, como mi apartamento, donde he logrado una especie de equilibrio
entre kippel y no-kippel, al menos por ahora. Pero algún día me iré, o moriré,
y entonces el kippel volverá a dominarlo todo. Es un principio básico: todo el
universo avanza hacia una fase final de absoluta kippelización. Con la única
excepción del ascenso del Wilbur Mercer. La muchacha lo miró.
—No veo qué tiene eso que
ver...
—Pues es la base del
Mercerismo —nuevamente se sintió sorprendido—. ¿No participa usted de la
fusión? ¿No tiene una caja de empatía?
Después de una pausa, la
chica dijo cuidadosamente:
—No la he traído. Pensé que
encontraría una aquí.
—Pero una caja de empatía
es... es la cosa más personal que alguien puede poseer —dijo él, tartamudeando
de excitación—. Es una extensión del cuerpo, la forma de tocar a todos los
demás seres humanos y dejar de estar solo. Usted lo sabe, todo el mundo lo
sabe... Mercer permite que incluso gente como yo... —se interrumpió, pero era
demasiado tarde. Pudo ver en la cara de la chica un destello de brusco rechazo;
era evidente que había comprendido—. Casi pasé el test de CI —continuó en voz
baja y temblorosa—. No soy muy especial, sólo moderadamente, y no como otros.
Pero a Mercer no le importa.
—Para mí —respondió ella—,
ése es un grave defecto del Mercerismo —su voz era clara y neutra, sólo se
proponía enunciar un hecho: cómo consideraba ella a los cabezas de chorlito.
—Creo que volveré arriba
—dijo Isidore, y empezó a alejarse, con su paquete de margarina, que en
contacto con su mano se había puesto húmedo y blando. La chica lo miró con la
misma expresión neutra, y luego lo llamó.
—Espere.
—¿Por qué? —preguntó él,
volviéndose.
—Lo necesito. Para buscar
muebles adecuados, en otros pisos, como usted dijo —avanzó hacia él. Su cuerpo
desnudo de la cintura para arriba, delgado, perfecto, no tenía un solo gramo de
grasa de más—. ¿A qué hora vuelve a su casa del trabajo? Cuando regrese me
ayudará.
—¿No podría preparar usted
la cena para los dos..., si yo traigo lo necesario?
—No, tengo mucho que hacer
—la chica rechazó el pedido sin esfuerzo y, como él pudo advertir, sin haberlo
comprendido; ahora que el miedo había desaparecido, empezaba a brotar de ella
algo más, algo extraño. Y deplorable, pensó Isidore. Cierta frialdad, semejante
al hálito del vacío entre los mundos habitados, algo venido de ninguna parte.
No era lo que ella decía o hacía, sino más bien lo que no hacía ni decía—. En
alguna otra oportunidad —agregó la chica, retrocediendo hacia la puerta de su
apartamento.
—¿Entendió mi nombre?
—preguntó él—. John Isidore. Trabajo para...
—Ya me lo ha dicho —se
detuvo junto a la puerta y la abrió—. Una persona llamada Hannibal Sloat, que
no sé si existe fuera de su imaginación. Y mi nombre es —lo miró sin calidez,
vacilando, mientras entraba— Rachael Rosen.
—¿...de la Rosen
Association? —preguntó él—. Es el mayor fabricante en todo el sistema, de los
robots humanoides que se emplean en nuestro programa de colonización —una
complicada expresión pasó fugazmente por su rostro y desapareció enseguida.
—No —respondió ella—. Nunca
he oído hablar de ellos. No sé nada de eso. Me figuro que serán sólo fantasías
de un cabeza de chorlito. John Isidore y su caja de empatía privada, pobre
señor Isidore.
—Pero su nombre...
—Mi nombre es Pris Stratton
—dijo la chica—. Es mi nombre de casada, el que siempre uso.
Puede llamarme Pris
—reflexionó—. No. Será mejor que me llame señora Stratton, porque en realidad
no nos conocemos. Al menos yo no lo conozco —la puerta se cerró e Isidore se
encontró solo en el pasillo oscuro y cubierto de polvo.
7
Pues bien, así será, pensó
J. R. Isidore, con su blando paquete de margarina aferrado en la mano. Aunque
quizá cambie de idea y me permita que la llame Pris. Y también acerca de la cena,
si puedo conseguir un bote de hortalizas de antes de la guerra. Puede ser que
no sepa cocinar, se dijo de pronto. Está bien, pero yo puedo. Prepararé la cena
para los dos. Y le enseñaré, para que ella también pueda hacerlo en el futuro
si lo desea. Y sin duda querrá, cuando haya aprendido. Por lo que sé, a la
mayoría de las mujeres, incluso las jóvenes como ella, le agrada cocinar. Es un
instinto.
Subió las escaleras oscuras
y regresó a su apartamento.
Verdaderamente ella no sabe
nada, pensó mientras se ponía su blanco uniforme de trabajo. Incluso si se daba
prisa llegaría tarde a su trabajo y el señor Sloat se enfadaría, pero ¿qué
importaba? Por ejemplo, no había oído hablar del Amigo Buster. Eso era
imposible: Buster era la persona viva más importante, a excepción, por supuesto
de Wilbur Mercer... Pero Mercer no era humano, reflexionó; evidentemente se
trataba de una entidad arquetípica de las estrellas, impresa en nuestra cultura
por un troquel cósmico... Al menos eso es lo que he oído decir a algunas personas,
al señor Sloat, por ejemplo. Y Hannibal Sloat tenía que saberlo. También era
extraño que ella no hubiese podido ponerse de acuerdo acerca de su propio
nombre. Quizá necesitaba ayuda. ¿Podré ayudarla de alguna manera?, se preguntó.
Un especial, un cabeza de chorlito, ¿qué puede hacer? No puedo casarme.
Una hora más tarde, en el
camión de la compañía, recogía el primer animal averiado del día: un gato
eléctrico. Lo había dejado en la parte posterior del camión, una caja plástica
a prueba de polvo. Y allí estaba jadeando en forma extraña. Cualquiera pensaría
que es real, se dijo Isidore mientras regresaba al hospital de animales Van
Ness, esa pequeña empresa de nombre cuidadosamente simulado que apenas lograba
sobrevivir en el duro y competitivo sector de la reparación de animales falsos.
El gato gemía.
Por Dios, se dijo Isidore.
Verdaderamente, parece que se está muriendo. Quizá su batería de diez años ha
sufrido un corto circuito y se le están quemando todas las conexiones. Un
trabajo importante: Milt Borogrove, el encargado de reparaciones del hospital,
tendría mucho que hacer. Y yo no pude hacerle un presupuesto al propietario,
recordó Isidore, preocupado. El hombre simplemente me arrojó el animal: dijo
que había empezado a fallar durante la noche, y luego se fue a trabajar.
Bruscamente, el momentáneo intercambio verbal había cesado; el dueño del gato
había desaparecido en el cielo, en su hermoso coche aéreo a la medida, de
último modelo. Y era un cliente nuevo.
—¿Puedes aguantar hasta que
lleguemos? —le dijo al gato, que seguía jadeando—. Te recargaré en el camino
—Isidore, después de adoptar esta decisión, aparcó el camión aéreo en el primer
terrado que vio, lo dejó con el motor en marcha, fue a la parte posterior, y
abrió la caja plástica a prueba de polvo, que junto con su traje blanco y con
el nombre del hospital impreso en el camión daban perfectamente la impresión de
un verdadero veterinario que estaba curando a un verdadero animal.
El gato eléctrico, con su
piel de estilo auténtico, echaba espuma por sus fauces metálicas apretadas, y
tenía los ojos vidriosos. Siempre le habían sorprendido los circuitos de
«enfermedad» que les ponían a los animales falsos: el aparato que tenía en el
regazo había sido construido de tal manera que si un elemento esencial fallaba,
la cosa parecía no estar rota sino orgánicamente enferma. El mismo habría
podido confundirse. Buscó en el estómago el panel oculto del control (muy
pequeño en ese tipo de seudo-animal), y los terminales de carga rápida de la
batería; no los encontró. Y no podía perder mucho tiempo, porque el mecanismo
estaba a punto de detenerse. Si realmente es un cortocircuito, pensó, debería
arrancar uno de los cables de la batería. Se detendrá, pero no seguirá
deteriorándose. Y luego, en la tienda, Milt volverá a cargarlo.
Pasó diestramente los dedos
por la columna vertebral. Allí tendrían que estar los cables, pero ni siquiera
tras un minucioso examen logró descubrirlos. Una obra maestra, una imitación
absolutamente perfecta. Debía de ser de Wheelright & Carpenter; eran más
caros, pero estaba a la vista la calidad del trabajo.
Se dio por vencido. El
falso gato había dejado de funcionar; sin duda el cortocircuito —si de eso se
trataba— había agotado la reserva de energía y dañado el mecanismo básico. Eso
significaba dinero, pensó. Pero el dueño evidentemente no había procedido al
lavado y engrasado preventivo, tres veces por año, que era esencial. Tal vez
ahora aprendería, por las malas. Isidore retornó al asiento del conductor, llevó
los mandos a la posición de ascenso y el aparato zumbó nuevamente hacia el
cielo, para continuar el viaje hasta la tienda de reparaciones. Ya no tenía que
oír el estertor del gato eléctrico, y podía relajarse. Es curioso, pensó; sé
racionalmente que es falso, pero con todo, los ruidos que hace un animal
eléctrico cuando se le quema el motor me producen un nudo en el estómago. Me
gustaría conseguir otro empleo. Si no hubiera fracasado en el test del CI no
estaría obligado a cumplir esta vergonzosa tarea, con todas sus secuelas
emocionales. Por otra parte, los sufrimientos sintéticos de los seudo-animales
en nada afectan a Milt Borogrove ni a su jefe Hannibal Sloat. Así que quizá sea
todo cosa mía, se dijo John Isidore. Tal vez, cuando uno retrocede en la escala
de la evolución, como yo he hecho; cuando uno se hunde en el pantanoso
mundo-tumba de ser un especial..., lo mejor es no preocuparse por ese tipo de
inquietudes. Nada le deprimía más que las evocaciones de la capacidad mental
que una vez había poseído, en comparación con su estado presente. Cada día era
menos fuerte y sagaz, así como miles de otros especiales que, en toda la
Tierra, se dirigían hacia el montoncito final de cenizas hasta convertirse en
kippel viviente.
En busca de compañía,
encendió la radio y buscó el show del Amigo Buster que, como la versión de TV,
duraba veintitrés horas continuadas por día. La hora restante era ocupada por
una señal religiosa de ajuste, diez minutos de silencio, y otra señal religiosa
que indicaba el comienzo del programa siguiente.
—...felices de que vuelva a
estar con nosotros —decía el Amigo Buster—. Veamos, Amanda: hace dos días que
no vienes. ¿Has iniciado una huelga, querida?
—Vien, yo estó por hacer
una velga aier, pero me iamarron a las siete...
—¿A las siete AM? —preguntó
el Amigo Buster.
—Sí, a las siete «am»,
Vuster —Amanda Werner soltó esa famosa risa, tan falsa como la del mismo
Buster.
Amanda Werner y varias
otras damas extranjeras, hermosas, elegantes, de senos cónicos, provenientes de
países no especificados ni bien definidos, junto con unos pocos presuntos
humoristas rurales, constituían el perpetuo grupo del Amigo Buster. Las mujeres
como Amanda Werner nunca aparecían en películas ni obras de teatro: vivían sus
extrañas y alegres vidas como huéspedes del interminable show de Buster, donde
aparecían unas setenta horas semanales, según lo que una vez había calculado
Isidore.
¿Cómo hacía el Amigo Buster
para realizar sus dos shows, el de radio y el de TV? ¿Y cómo encontraba tiempo
Amanda Werner para participar día por medio en el show, mes tras mes y año tras
año? ¿Cómo hacían para hablar todo el tiempo? Porque jamás se repetían. Sus
réplicas, siempre nuevas e ingeniosas, no podían haber sido ensayadas. Amanda
tenía el pelo, los ojos, los dientes brillantes. Nunca estaba decaída o
cansada, nunca dejaba de hallar una respuesta graciosa para el tiroteo de
chistes y agudezas del Amigo Buster. El Show del Amigo Buster, transmitido y
televisado a toda la Tierra vía satélite, llegaba también a los emigrantes en los
planetas-colonia. Se habían hecho transmisiones de prueba a Próxima, por si la
colonización humana se extendía hasta allá. Si el Salander 3 hubiese llegado a
su destino, sus pasajeros habrían de encontrar ahí el Show del Amigo Buster. Y
se alegrarían.
Pero había algo de Buster
que irritaba a Isidore, una cosa muy particular. De un modo sutil, casi
imperceptiblemente, ridiculizaba a las cajas de empatía. Lo había hecho muchas
veces, y lo estaba haciendo precisamente en ese momento.
—...Nada de rocas para mí
—le decía a Amanda Werner—. Y si tengo que trepar a una montaña, me llevaré un
par de botellas de cerveza Budweiser —el público se rió y aplaudió—. Y allí en
la cima, revelaré una gran noticia cuidadosamente documentada. ¡Faltan
exactamente diez horas para el informe especial!
—¿Y yo, querrido? —exclamó
Amanda—. ¡Llévame consigo! Yo protejo ti si nos tirran piedra —el público
volvió a aullar de risa y John Isidore sintió una furia sorda e impotente que
le subía por la nuca. ¿Por qué el Amigo Buster siempre atacaba al Mercerismo? A
nadie más parecía molestarle. Hasta las Naciones Unidas aprobaban. Y eso que la
policía soviética y la americana habían declarado públicamente que el
Mercerismo reducía la delincuencia al tornar a los ciudadanos más conscientes de
sus vecinos. Titus Corning, el Secretario General de las Naciones Unidas, había
repetido varias veces: «La humanidad necesita más empatía». Quizá Buster esté
celoso, pensó Isidore. Eso sería una explicación. Wilbur Mercer y él competían.
Pero, ¿por qué competían? Por nuestras mentes, se respondió Isidore. Luchan por
el control de nuestro yo psíquico; por una parte la caja de empatía y por otra
las burlas y risotadas del Amigo Buster. Debo decirle esto a Hannibal Sloat y
preguntarle si es cierto, pensó. El ha de saberlo. Aparcó su camión en el
terrado del hospital de animales Van Ness y llevó rápidamente la caja plástica
con el seudo-gato inerte al despacho de Hannibal Sloat. Apenas entró, el señor
Sloat despegó la vista de un catálogo de repuestos. Su cara gris parecía
ondulada como el mar. Hannibal Sloat, aunque no era un especial, era demasiado
viejo para emigrar y estaba condenado a pasar el resto de su vida en la Tierra.
A lo largo de los años, el polvo radiactivo lo había desgastado. Había tornado
grises sus facciones y sus pensamientos, débiles sus piernas e incierto su
andar. Veía el mundo a través de unas gafas literalmente cubiertas de polvo.
Por alguna razón jamás las limpiaba, era como si estuviese resignado: se había
sometido al polvo que, mucho antes, había emprendido la tarea de sepultarlo. Ya
oscurecía su visión, y durante los pocos años que le restaban corrompería sus
otros sentidos hasta que sólo quedara su voz de pájaro, y ella también
terminaría por desaparecer.
—¿Qué es eso? —preguntó el señor
Sloat.
—Un gato con un
cortocircuito en la batería —respondió Isidore, depositando la caja sobre la
mesa cubierta de papeles de su jefe.
—¿Y por qué me lo traes a
mí? —preguntó Sloat—. Llévaselo abajo a Milt.
A pesar de lo que había
dicho, Sloat abrió la caja y sacó el gato. En un tiempo se había ocupado de las
reparaciones. Y por cierto que muy bien.
Isidore dijo:
—Se me ha ocurrido que el
Amigo Buster y el Mercerismo están en pugna por el control de nuestro yo
psíquico.
—Si es así —repuso Sloat
mientras examinaba al gato—, Buster está ganando.
—Por ahora sí —dijo
Isidore—, pero finalmente perderá. Sloat alzó la cabeza y lo miró fijamente.
—¿Por qué?
—Porque Wilbur Mercer se
renueva continuamente. Es eterno. En la cima de la colina cae derribado; se hunde
en el mundo-tumba, y luego, inevitablemente, vuelve a elevarse. Y nosotros con
él. Así que también nosotros somos eternos —se sentía bien, y hablaba
claramente. Normalmente, en presencia del señor Sloat tartamudeaba.
Sloat respondió:
—Buster es inmortal, como
Mercer. No hay ninguna diferencia.
—Pero ¿cómo puede ser? Si
es un hombre...
—No sé —dijo Sloat—. Pero
es cierto. Por supuesto, jamás han dicho nada.
—¿Será por eso entonces que
Buster puede hacer cuarenta y seis horas de show por día?
—Así es —respondió Sloat.
—¿Y Amanda Werner, y las
demás mujeres?
—También son inmortales.
—¿Son alguna forma superior
de vida, de otro sistema?
—Nunca he podido
determinarlo con seguridad —dijo el señor Sloat, que continuaba examinando al
animal—, como lo he hecho de modo concluyente en el caso de Wilbur Mercer —se
quitó las gafas cubiertas de polvo y miró sin ellas la boca entreabierta del
gato. Luego soltó una maldición, una larga retahíla de improperios que duró,
ajuicio de Isidore, un minuto completo—. Este gato no es falso —dijo
finalmente—. Siempre supe que podía ocurrir una cosa así. Y está muerto —miró
el cadáver del gato y volvió a maldecir.
En la puerta del despacho
apareció Milt Borogrove, corpulento, de piel granulada, con la sucia bata de
lona azul.
—¿Qué ocurre? —preguntó. Al
ver al gato, entró en el despacho y lo alzó.
—Lo acaba de traer el
cabeza de chorlito —respondió Sloat. Nunca había usado esa expresión en
presencia de Isidore.
—Si viviera —dijo Milt—,
podríamos llevarlo a un verdadero veterinario. Me pregunto cuánto valdrá... ¿No
hay un ejemplar del Sidney?
—¿Sss-ssu ss-sseg-gugugu
seguro lo cucucucubre? —le preguntó Isidore al señor Sloat. Le temblaban las
piernas, y sentía que la habitación se tornaba castaño oscuro con manchitas
verdes.
—Sí —respondió finalmente
Sloat—. Pero me duele la pérdida, la pérdida de otra criatura viviente. ¿No te
diste cuenta, Isidore? ¿No veías la diferencia?
—Yo creí que era una
imitación de primera —logró articular Isidore—, tan buena que me engañó. Quiero
decir, que parecía vivo y que...
—No creo que Isidore
pudiera ver la diferencia —dijo bonachonamente Milt—. Para él, todos están
vivos, incluso los seudo-animales. Y seguramente intentó salvarlo. ¿Qué
hiciste? Trataste de recargar la batería..., ¿verdad? —preguntó a Isidore—. ¿O
de localizar el cortocircuito?
—Sí —admitió Isidore.
—Probablemente ya era tarde
para salvarlo —agregó Milt—. Deja en paz a Isidore, Han. No le falta razón: los
seudo-animales están empezando a ser casi reales, con esos circuitos de
enfermedad que les ponen a los últimos modelos. Y los animales de verdad se
mueren: ése es el riesgo de tener uno. Lo que sucede es que nosotros no estamos
acostumbrados porque sólo nos ocupamos de los falsos.
—Una maldita pérdida
—insistió Sloat.
—Pero según Mmemercer
—observó Isidore—, to-toda vida retorna. Y los animales tatambién cucumplen el
ciclo. Quiero decir, todos ascendemos con él, morimos y...
—Eso se lo dirás al dueño
del gato —repuso Sloat. Sin saber si su jefe hablaba seriamente, Isidore dijo:
—¿Quiere decir que yo debo
hacerlo? Pero siempre se ocupa usted mismo del videófono —le tenía fobia al
videófono; y hacer una llamada, sobre todo a un desconocido, le resultaba
virtualmente imposible. Y el señor Sloat, naturalmente, lo sabía.
—No lo obligues —dijo
Milt—. Yo lo haré. ¿Cuál es el número?
—Lo he metido en alguna
parte —replicó Isidore, buscando en los bolsillos de su bata.
—Quiero que llame el cabeza
de chorlito —ordenó Sloat.
—Pero no puedo usar el
videófono —protestó Isidore, angustiado—. Porque soy feo, agachado, peludo,
ceniciento y de dientes separados. Y, además, me siento mal a causa de la
radiación. Creo que me voy a morir.
Milt sonrió y dijo:
—Creo que si yo me sintiera
así tampoco usaría el videófono. Vamos, Isidore; si no me dices el número del
dueño no podré llamar y tendrás que hacerlo tú.
—O llama el cabeza de
chorlito, o está despedido —Sloat no se dirigía a Milt ni a Isidore, sólo
miraba al frente.
—Vamos —protestó Milt.
—No-no-no quiero que-que me
llame ca-cabeza de chor chorlito. El pol-polvo le ha hecho daño a us-usted
también. Aunque no en el cerebro, como a mí —estoy despedido, pensó. No puedo
hacer esa llamada. Pero entonces recordó que el dueño del gato se había
marchado a trabajar. No habría nadie en la casa—. Bue-bueno, llamaré —dijo,
sacando la tarjeta con el número.
—¿Ves? —le dijo el señor
Sloat a Milt—. Si tiene que hacerlo, lo hace.
Sentado ante el videófono,
con el receptor en la mano, Isidore llamó.
—Sí —respondió Milt—. Pero
no deberías exigírselo. Y tiene razón: también a ti te ha afectado el polvo.
Estás casi ciego y dentro de un par de años no oirás nada.
—Y tu cara parece alimento
para perros —le recordó Sloat. En la pantalla apareció una cara de mujer
centroeuropea, de aire ansioso, con el pelo atado en un rodete alto.
—¿Sí? —dijo.
—¿Ss-señora Pilsen? —dijo
Isidore, presa del pánico. No había previsto que el propietario del gato
pudiera tener una esposa que estaba en su casa—. Le hablo por el g-g-g-g-...
—se interrumpió y se frotó el mentón para reprimir el tic—. Por su gato.
—Ah, sí. Usted se llevó a
Horace —dijo la señora Pilsen—. ¿Era finalmente neumonitis? Eso es lo que
pensaba el señor Pilsen.
—Su gato se murió —dijo
Isidore.
—Oh, no, por Dios.
—Lo reemplazaremos. Tenemos
seguro —miró al señor Sloat, que parecía estar de acuerdo —. El director de
nuestra firma, señor Hannibal Sloat, se ocupará personalmente de...
—No —objetó Sloat—. Le
daremos un talón. Por el precio del catálogo de Sidney.
—...de elegir un nuevo
animal para usted —después de comenzar una conversación que no podía soportar,
tampoco podía retroceder. Lo que decía estaba dotado de una lógica intrínseca
que no podía interrumpir, y que debía llegar hasta su propia conclusión. Tanto
el señor Sloat como Milt Borogrove lo miraban mientras continuaba—: Por favor,
dígame que clase de gato desea. El color, el sexo, el tipo, como persa, siamés,
abisinio...
—Horace ha muerto —dijo la
señora Pilsen.
—Padecía de neumonitis
—dijo Isidore—. Murió durante el viaje al hospital. Nuestro médico jefe, el
doctor Hannibal Sloat, expresó la opinión de que, dado su estado, nada habría
podido salvarlo. Pero, ¿no es afortunado, señora Pilsen, que lo podamos
reemplazar? ¿No cree usted?
Con lágrimas en los ojos,
la señora Pilsen respondió:
—No hay otro gato como
Horace. Cuando era un gatito, solía pararse y miramos como si preguntara algo.
Nunca supimos cuál era la pregunta. Quizás ahora sepa la respuesta —brotaron
más lágrimas—. Y finalmente a todos nos ocurrirá lo mismo. Isidore tuvo una
inspiración.
—¿No querría un duplicado
exacto de su gato, eléctrico? Podríamos ofrecerle un magnífico trabajo
artesanal de Wheelright & Carpenter en que cada detalle del animal
desaparecido sea fielmente...
—Pero eso es terrible
—protestó la señora Pilsen—. ¿Qué me dice usted? No se lo proponga a mi esposo;
si Ed se enterara se enfurecería. Amaba a Horace más que a cualquier otro gato
de los que ha tenido, y ha tenido gatos desde su infancia...
Cogiendo el videófono, Milt
dijo:
—Podemos entregarle un
talón por la cantidad estipulada en el catálogo de Sidney, o como ha sugerido
el señor Isidore, elegir un gato nuevo para usted. Lamentamos mucho la muerte
de su gato, pero como le ha dicho el señor Isidore, el animal tenía neumonitis,
que es casi siempre fatal —su tono era profesional. De los tres miembros del
hospital de animales Van Ness, Milt era el mejor cuando de llamadas
videofónicas se trataba.
—No me atreveré a
contárselo a mi marido —respondió la señora Pilsen.
—Muy bien, señora —dijo
Milt, con un mohín—. Nosotros lo llamaremos. ¿Quiere decirme el número de su
despacho? —buscó papel y un bolígrafo, que el señor Sloat le alcanzó.
—Escuche —dijo la señora
Pilsen, que parecía más compuesta—. Tal vez el otro señor tuviera razón. Tal
vez debería pedir un sustituto eléctrico de Horace. Pero Ed no debería saberlo
nunca. ¿Es posible una reproducción tan fiel que mi marido no se de cuenta?
—Si usted lo desea
—respondió Milt, dudando—. Pero según nuestra experiencia, el propietario del
animal nunca se engaña. Observadores casuales, como los vecinos, sí; pero si
uno se acerca mucho a un animal falso...
—Ed nunca se acercaba
físicamente a Horace, aunque lo quería. Yo me he ocupado siempre de todas las
necesidades materiales de Horace, incluso de su caja de arena. Creo que me
gustaría hacer la prueba con un animal falso. Si eso no diera resultado,
pediría un gato verdadero... No quiero que mi esposo se entere, no podría
soportarlo. Por eso no se acercaba nunca a Horace. Le daba miedo. Y cuando se
enfermó, de neumonitis, como me han dicho, Ed se aterrorizó. Simplemente, no
quería reconocer el hecho. Por eso esperamos tanto antes de llamar.
Demasiado...
Y yo lo sabía..., antes de
que me llamaran. Lo sabía —ahora sus lágrimas estaban dominadas—. ¿Cuánto
tiempo le llevaría?
—Podríamos tenerlo listo en
diez días —calculó Milt—. Se lo entregaremos de día, mientras su marido está en
el trabajo. Se despidió, colgó, y luego le dijo al señor Sloat:
—El marido se dará cuenta
en cinco segundos. Pero eso es lo que ella quiere.
—Los propietarios de
animales, cuando los quieren —observó sombríamente el señor Sloat —quedan
destrozados en estos casos. Me alegro de no tener nada que ver con animales
reales.
—¿Comprendéis que los
veterinarios se vean obligados a hacer llamados como éste todo el tiempo? —miró
a John Isidore—. Después de todo, en algunos aspectos no eres tan estúpido. Has
llevado el asunto bastante bien. Aunque Milt tuviera que intervenir.
—Lo estaba haciendo muy
bien —dijo Mil—. Ha sido terrible, por Dios —recogió el cadáver de Horace—. Lo
llevaré abajo. Han, llama a Wheelright & Carpenter y haz que venga el
constructor a fotografiarlo y tomar las medidas. No les permitiré que se lo
lleven a su taller; quiero comparar personalmente el resultado.
—Será mejor que llame
Isidore —resolvió el señor Sloat—. El empezó con este asunto. Si pudo
arreglarse con la señora Pilsen podrá también tratar con Wheelright &
Carpenter.
—Haz que no se lleven el
cuerpo original —dijo Milt, alzando a Horace—. Querrán hacerlo porque les
facilitaría la tarea. Tendrás que ser firme.
—Está bien —respondió
Isidore, parpadeando—. Quizá será mejor que llame ahora mismo, antes de que
empiece a decaer. ¿No decaen, o algo así, los cuerpos muertos? Estaba feliz.
8
Después de aparcar el veloz
coche aéreo del departamento en el terrado de la Corte de Justicia de San
Francisco, en la calle Lombard, el cazador de bonificaciones Rick Deckard, con
su cartera en la mano, bajó al despacho de Harry Bryant.
—Vuelve usted muy pronto
—dijo su jefe, echándose atrás en su sillón y cogiendo una pizca de rapé
Specific No. 1.
—He logrado hacer lo que
usted me ha pedido —Rick se sentó ante la mesa y en ella puso la cartera. Estoy
cansado, se dijo; ya de regreso, la fatiga había caído sobre él. Se preguntó si
podría recobrarse para afrontar la tarea que le aguardaba—. ¿Cómo está Dave?
¿Podré hablar con él? Querría hacerlo antes de empezar con los andrillos.
—Antes tendrá que ocuparse
de Polokov, el que disparó contra Dave. Conviene hacerlo ahora mismo, porque
sabe que lo estamos siguiendo.
—¿Antes de hablar con Dave?
Bryant cogió una hoja de
papel muy fino, una borrosa tercera o cuarta copia.
—Polokov ha conseguido un
empleo oficial como recolector de basuras.
—¿Pero no son solamente los
especiales quienes hacen ese tipo de trabajo?
—Polokov imita a un
especial muy deteriorado. Eso engañó a Dave. Creo que Polokov es tan parecido a
un cabeza de chorlito que por eso Dave no lo tomó en consideración. ¿Está usted
seguro del test de Voigt-Kampff? ¿Le consta absolutamente, por lo ocurrido en
Seattle, que...
—Sí —respondió Rick, sin
dar más explicaciones.
—Acepto su palabra —dijo
Bryant—. Pero no debe haber el menor error.
—Como siempre en la caza de
andrillos. Este caso no es distinto.
—El Nexus-6 es distinto.
—Ya he conocido uno —dijo
Rick—. Y Dave ya ha visto a dos. Tres, si contamos a Polokov. Está bien.
Retiraré hoy a Polokov, y quizás esta noche o mañana hable con Dave.
Cogió la copia borrosa, el
informe sobre el androide Polokov.
—Otra cosa —agregó Bryant—.
Un policía soviético de la WPO viene hacia aquí. Llamó mientras usted estaba en
Seattle; viaja en un cohete de Aeroflot que ha de llegar dentro de una hora. Su
nombre es Sandor Kadalyi.
—¿Qué quiere? —los policías
de la WPO no venían con frecuencia a San Francisco.
—La WPO está bastante
interesada en los nuevos modelos Nexus-6, tanto como para enviar un observador.
Además, si es que puede, le ayudará. Usted decidirá si acepta o no su ayuda, y
en qué momento. Yo ya le he dado permiso.
—¿Y la bonificación?
—preguntó Rick.
—No tendrá usted que
dividirla —respondió Bryant, con una sonrisa arrugada.
—No me parecería justo
—Rick no tenía la menor intención de compartir sus ganancias con un bandido de
la WPO. Estudió el informe sobre Polokov: daba una descripción del hombre (del
andrillo) y el nombre y dirección de la empresa en que trabajaba: la Bay Área
Scavenger Company, de Geary.
—¿Prefiere esperar al
policía soviético antes de retirar a Polokov? —preguntó Bryant.
—Siempre he trabajado solo
—respondió Rick, irritado—. Por supuesto, la decisión es suya y haré lo que me
diga. Pero me gustaría coger ahora mismo a Polokov, sin esperar a Kadalyi.
—Adelante, entonces —aprobó
Bryant—. Podrá trabajar con Kadalyi en el caso siguiente, un tal Luba Luft...
Aquí está el informe.
Rick guardó los papeles en
su cartera, abandonó el despacho de su jefe y regresó al terrado, donde estaba
aparcado su coche aéreo.
Ahora, se dijo, a visitar
al señor Polokov.
Acarició su tubo láser y
subió.
Como primer paso en su
cacería del androide Polokov, Rick descendió en la Bay Scavengers Company.
—Estoy buscando a uno de
sus empleados —dijo a la mujer, severa y de pelo gris, que atendía la
recepción.
El edificio le impresionó:
era grande, moderno, y en su interior trabajaba gran cantidad de personal
administrativo de alta categoría. Las gruesas alfombras y los costosos
escritorios de auténtica madera le recordaron que la recogida y eliminación de
basura era, después de la guerra, una de las industrias más importantes. Todo
el planeta había empezado a desintegrarse, y para mantenerlo habitable era
preciso limpiarlo de vez en cuando, o bien, como solía decir el Amigo Buster,
la Tierra desaparecería bajo una capa de kippel, y no de polvo radiactivo...,
como sería de esperar.
—El señor Ackers es el jefe
de personal —dijo la mujer de la recepción, indicándole un impresionante
escritorio de roble (aunque de imitación), donde un individuo pequeño,
estirado, de gafas, aparecía hundido entre pilas de papeles.
Rick presentó al jefe de
personal su carnet policial.
—¿Dónde se encuentra en
este momento el empleado Polokov? ¿En su casa o en el trabajo?
Después de consultar de
mala gana sus registros, el señor Ackers respondió:
—Polokov debe de estar
trabajando en este momento. Se ocupa de prensar viejos coches aéreos en nuestra
desguazadora de Daly City, y de arrojar los restos a la Bahía. Sin embargo...
—el hombre consultó otro documento, cogió el videófono y llamó a otra persona
del edificio—. Entonces, no está —dijo, después de una breve consulta; y
dirigiéndose a Rick, agregó—: Polokov no ha venido hoy, ni ha dado aviso. ¿Qué
ha hecho?
—Si aparece —ordenó Rick—,
no le diga que he estado aquí. ¿Comprendido?
—Sí —dijo Ackers, resentido
porque sus profundos conocimientos en materia policial no eran demasiado
apreciados.
Con el coche aéreo del
departamento, Rick se dirigió luego a la casa de Polokov, en el Tenderloin.
Nunca lo cogeremos, pensó. Los dos —Bryant y Holden— han perdido tiempo. En
lugar de enviarme a Seattle, Bryant debió de haberme ordenado que persiguiera a
Polokov. Anoche mismo, apenas Dave fue herido.
Qué lugar inmundo, se dijo
mientras se dirigía por el terrado hacia el ascensor. Corrales abandonados,
cubiertos por una capa de polvo de meses. En una jaula, un seudo-animal, una
gallina que no funcionaba... El ascensor descendió hasta el piso de Polokov,
halló el pasillo sin luz, como una galería subterránea. Utilizando su linterna
policial sellada, de energía A, iluminó el lugar y releyó su copia al carbón. A
Polokov se le había hecho el test de Voigt-Kampff; por lo tanto, podía
ahorrarse ese punto y abocarse directamente a la tarea de destruirlo.
Lo mejor era atacar desde
fuera, resolvió. Abrió su equipo de armas, sacó un transmisor nodireccional de
ondas Penfield, y marcó el código de catalepsia protegiéndose contra la
emanación de ánimo correspondiente por medio de una contra-transmisión dirigida
a sí mismo. Ahora deben estar todos congelados, se dijo mientras cerraba el
transmisor; todos los humanos y andrillos que se encuentren cerca. No corre el
menor peligro. Sólo debo entrar y atacar con el láser. Suponiendo, desde luego,
que esté en casa, lo cual no es probable. Con una llave infinita, capaz de
analizar y abrir todas las cerraduras conocidas, entró en el apartamento de
Polokov, con su arma láser en la mano.
Polokov no estaba.
Solamente muebles semiarruinados, un lugar habitado por la decadencia y el
kippel. No había artículos personales: sólo los restos sin dueño heredados por
Polokov al instalarse, y legados a su partida al próximo ocupante, si lo había.
Era obvio, se dijo. La primera bonificación de mil dólares se había esfumado;
Polokov estaría ahora en el Círculo Antártico, fuera de su jurisdicción, y otro
cazador de bonificaciones de otra agencia policial se ocuparía de retirarlo y
de recibir el dinero. Habrá que continuar con los androides que no estén sobre
aviso, corno Luba Luft.
De regreso en el terrado,
llamó desde el coche aéreo a Harry Bryant.
—No tuve suerte con
Polokov. Probablemente, se ha marchado después de atacar a Dave —consultó su
reloj—. ¿Quiere que busque a Kadalyi en el aeropuerto? Ganaré tiempo, y estoy
ansioso por comenzar con la señorita Luft —ya tenía el informe a la vista, y
empezaba a estudiarlo.
—Buena idea —respondió
Bryant—. Sólo que el señor Kadalyi ya está aquí. El cohete de Aeroflot llegó
temprano, como de costumbre, según Kadalyi. Un momento —hubo un diálogo
invisible—. Dice que irá a buscarlo a donde usted se encuentra ahora —agregó
Bryant cuando reapareció en la pantalla—. Mientras tanto, infórmese sobre la
señorita Luft.
—Cantante de ópera,
procedente de Alemania, al parecer. Actualmente pertenece a la Opera de San
Francisco —asintió reflexivamente, abstraído en el informe—. Debe tener buena
voz, para haber conseguido una conexión tan rápida. Está bien, esperaré aquí a
Kadalyi —dio su situación a Bryant y cortó.
Me presentaré como un
amante de la ópera, resolvió Rick. Me encantaría verla como Doña Ana en Don
Giovanni. Tengo en mi colección registros de antiguas divas como Elisabeth
Schwarzkopf, Lotte Lehmann y Lisa della Casa; eso me dará tema mientras preparo
el equipo Voigt-Kampff.
Sonó el videófono del coche
y cogió la llamada. La telefonista policial dijo:
—Señor Deckard, hay una
llamada de Seattle para usted. El señor Bryant me pidió que se la pasara. Es de
la Rosen Association.
—Está bien —respondió Rick.
¿Qué querrán? Hasta el momento, de los Rosen, sólo malas noticias. Y nada hacía
presumir que eso cambiaría en adelante, sea como fuese lo que le propusieran.
En la pequeña pantalla
apareció la cara de Rachael Rosen.
—Hola, agente Deckard —el
tono parecía conciliatorio, lo cual le llamó la atención—. ¿Está ocupado o
podemos hablar?
—Continúe.
—En la compañía hemos
estado pensando en usted y en los modelos Nexus-6 fugitivos.
Creemos que tendría usted
mejores probabilidades si uno de nosotros, que los conocemos bien, trabajara
con usted.
—¿De qué manera?
—Pues, si le acompañara
durante la persecución.
—¿Por qué? ¿Qué cambiaría
con eso?
—Un Nexus-6 se asustaría si
un ser humano se acercara —dijo Rachael—. Pero si fuera otro Nexus-6...
—Se refiere usted a sí
misma, ¿no?
—Sí —asintió ella,
gravemente.
—Ya tengo suficiente ayuda.
—Pero de verdad, creo que
me necesita.
—Lo dudo. Lo pensaré y
volveré a llamarla.
En algún momento remoto e
indeterminado, se dijo. O quizá nunca. Eso es lo que me faltaba:
Rachael Rosen brotando del
polvo de cada paso.
—No piensa hacerlo —replicó
Rachael—. No me llamará. Y no comprende todo lo eficiente que es un Nexus-6
ilegal y fugitivo. Usted solo no podrá. Y nosotros pensamos que se lo debemos a
causa de... Usted sabe..., de lo que hicimos.
—Tendré en cuenta el
consejo —se dispuso a cortar.
—Sin mí —agregó Rachael—,
uno de ellos se le adelantará.
—Adiós —dijo Rick, y colgó.
¿Adónde hemos llegado? ¿Es posible que un androide le ofrezca ayuda a un
cazador de bonificaciones? Llamó a la telefonista policial.
—No me pase más
comunicaciones de Seattle —ordenó.
—Está bien, señor Deckard.
¿Ha llegado el señor Kadalyi?
—Aún lo estoy esperando. Y
será mejor que se de prisa, no pienso estar mucho tiempo aquí... Colgó, y
mientras continuaba su lectura del informe sobre Luba Luft, un taxi aéreo
descendió en el terrado a pocos metros. Descendió un hombre de cara roja y
angelical, de unos cincuenta y tantos años, con un pesado e imponente abrigo
ruso. Se acercó con la mano tendida.
—¿El señor Deckard?
—preguntó con acento eslavo—. ¿El cazador de bonificaciones del departamento de
policía de San Francisco? —el taxi se elevó y el ruso lo miró partir, con aire
ausente—. Yo soy Sandor Kadalyi— se presentó, al tiempo que abría la puerta
para sentarse al lado de Rick.
Mientras ambos cambiaban un
apretón de manos, Rick advirtió que el representante de la WPO llevaba un tipo
de arma láser que jamás había visto hasta ese momento.
—Ah, ¿esto? —dijo Kadalyi—.
Interesante, ¿verdad? —la extrajo de la funda—. Lo conseguí en Marte.
—Pensé que ya conocía todas
las armas cortas —se lamentó Rick—. Incluso las fabricadas en las colonias.
—Esta la hacemos nosotros
—dijo Kadalyi, resplandeciente como un Santa Claus eslavo, con su cara
rubicunda llena de orgullo—. ¿Le gusta? La única diferencia funcional es que...
Tome, examínelo.
Le entregó el arma a Rick,
que la estudió con la pericia de años de experiencia.
—¿Cuál es la diferencia?
—preguntó Rick, con un marcado interés.
—Apriete el gatillo.
Apuntando hacia fuera, por
la ventanilla, Rick lo hizo. No ocurrió nada. Sorprendido, miró a Kadalyi.
—El circuito disparador no
está en el arma —explicó alegremente el ruso—. Lo tengo conmigo, ¿ve? —abrió la
mano y dejó ver una minúscula unidad—. Y, además, puedo dirigir el rayo, dentro
de ciertos límites, aunque el arma apunte a otro lado.
—Usted no es Polokov, sino
Kadalyi —dijo Rick.
—¿No será al revés? Parece
usted confundido...
—Quiero decir que usted es
Polokov, el androide, y no un hombre de la policía soviética —Rick oprimió con
el pie el botón de emergencia que había en el suelo del coche.
—¿Por qué no funciona mi
tubo láser? —preguntaba Kadalyi-Polokov mientras oprimía reiteradamente el
aparato miniaturizado de disparo y puntería que tenía en la palma de la mano.
—Por la onda sinusoidal
—explicó Rick—. Una onda sinusoidal desfasa el rayo láser y lo convierte en luz
ordinaria.
—Entonces tendré que
romperle el cuello —el androide soltó el aparato y se lanzó contra Rick,
gruñendo.
Mientras las manos del
androide buscaban su garganta, Rick disparó desde la pistolera su revólver de
reglamento de estilo antiguo; la bala de calibre 38 magnum atravesó la cabeza
de Polokov y destrozó su caja cerebral. La unidad Nexus-6 voló hecha añicos,
causando una furiosa corriente de aire en el interior del coche: Rick se vio
rodeado de un torbellino de minúsculos elementos y polvo radiactivo. Los restos
del androide retirado cayeron hacia atrás, rebotaron en la puerta, lo golpearon
y Rick tuvo que luchar para quitarse de encima el cuerpo, que se sacudía con
movimientos espasmódicos. Tembloroso, llamó por fin a la corte de Justicia.
—Deseo elevar un informe.
Avise a Harry Bryant que he retirado a Polokov.
—El señor Bryant sabrá de
qué se trata, ¿verdad?
—Sí.
Rick cortó la comunicación.
Por Dios, había faltado poco. Ante la advertencia de Rachael Rosen, pasé al
otro extremo. Me descuidé y el androide casi termina conmigo, se dijo,
recapitulando. Pero he vencido. Sus glándulas adrenales dejaron gradualmente de
secretar en el torrente sanguíneo; sus latidos ya retornaban a la normalidad,
así como su respiración. Pero aún temblaba.
De cualquier modo, se
recordó, acabo de ganar mil dólares. Valía la pena. Y he reaccionado con mayor
velocidad que Dave Holden. Aunque, naturalmente, estaba preparado por lo que le
había ocurrido a él. Dave, debo admitirlo, no tuvo ningún aviso.
Nuevamente cogió el
videófono y llamó a su casa, a Irán. Logró encender un cigarrillo: el temblor
había empezado a desvanecerse.
La cara de su mujer,
agotada por las seis horas de depresión culposa que se había programado,
apareció en la pantalla.
—Oh, hola, Rick.
—¿Qué ocurrió con el 594 que marqué
antes de salir..., reconocimiento satisfecho de...?
—Volvía discar apenas te
marchaste. ¿Qué quieres? —su voz se convirtió en un monótono ronroneo abatido—.
Estoy tan cansada... No me quedan esperanzas; ni en nuestro matrimonio ni en
ti, que en cualquier momento puedes ser víctima de un andrillo... ¿Qué quieres
decirme, Rick? ¿... que te ha disparado un andrillo? —en el fondo se oía, borrando
casi las palabras de Irán, la baraúnda del Amigo Buster.
Rick veía el movimiento de
los labios de Irán, pero oía solamente la TV.
—Escucha —dijo—. ¿Me oyes?
Tengo una misión: un nuevo tipo de androide que nadie más puede manejar. Ya he
retirado uno, lo que significa mil dólares para empezar. ¿Sabes lo que nos
compraremos?
Irán lo miró sin verlo.
—Ah —dijo.
—Aún no te lo he dicho
—esta vez su depresión era tanta que ni siquiera podía oír, era como hablar en
el vacío—. Te veré por la noche —concluyó amargamente Rick, y dejó caer con
violencia el receptor. Maldito sea, se dijo. ¿De qué sirve que arriesgue mi
vida? No le importa que tengamos o no un avestruz. Nada le interesa. Habría
sido mejor que nos separáramos hace dos años, cuando lo habíamos resuelto. Y
todavía estoy a tiempo.
Se inclinó, recogió los
papeles caídos, incluido el informe sobre Luba Luft. No tengo apoyo, pensó. La
mayoría de los androides que he conocido tenían más deseo de vivir que mi
esposa. Irán no tiene nada que ofrecerme.
Eso le hizo recordar a
Rachael Rosen. Su advertencia acerca de los Nexus-6 era justificada. Si no le
interesaba la bonificación, quizá podría aceptar su ofrecimiento. El encuentro
con Kadalyi-Polokov había modificado decisivamente sus puntos de vista. Rick encendió
el motor del coche aéreo y se elevó rápidamente en dirección a la Opera,
construida en memoria de la guerra, donde, según las notas de Dave Holden,
podía encontrar a esa hora a Luba Luft.
Se preguntó cómo sería.
Ciertos androides femeninos no le disgustaban: en varios casos se había sentido
atraído físicamente. Era una sensación curiosa la de saber intelectualmente que
eran máquinas, y experimentar, sin embargo, reacciones emocionales. ¿Y Rachael
Rosen? No, es demasiado delgada, pensó. No está bien desarrollada, no tiene
senos. Una figura como la de un chico, lisa y suave. Podía encontrar algo
mejor. ¿Cuántos años tenía Luba Luft según el informe? Alzó los arrugados
folios y buscó «edad»: veintiocho años, decía el informe, que también agregaba
como aclaración, «en apariencia»; no había otra forma de juzgar a los
androides.
Es una suerte saber algo de
ópera, reflexionó Rick. Esa es otra ventaja que tengo sobre Dave; sentir más
interés por la cultura.
Probaré con otro andrillo
antes de pedir ayuda a Rachael, decidió. Si la señorita Luft resulta demasiado
competente... Pero tenía la intuición de que no sería así. El más peligroso era
Polokov. Los demás, sin saber que alguien los perseguía, se derrumbarían uno
tras otro. Mientras descendía hacia el amplio y adornado terrado de la Opera
cantó en voz alta un potpourri de arias con palabras seudo italianas
improvisadas en el momento. Incluso sin un órgano de ánimos Penfield a mano su
espíritu estaba lleno de optimismo, de ávida y jubilosa anticipación.
9
En el inmenso vientre de
ballena de piedra y metal que era el interior de la Opera, Rick Deckard veía
que se estaba desarrollando un ensayo ruidoso, resonante y no del todo logrado.
Inmediatamente reconoció la música: La flauta mágica, de Mozart. Las últimas escenas
del primer acto. Los esclavos, es decir el coro, se habían adelantado un
compás, estropeando así el ritmo sencillo de las campanas milagrosas.
Un placer. Le encantaba La
flauta mágica. Se sentó en una butaca de la platea (nadie parecía reparar en
él) y se instaló allí cómodamente. En ese momento, Papageno, con su fantástica
pelliza de plumas, se unía a Pamina para cantar un dúo que a Rick le llenaba
los ojos de lágrimas cada vez que lo evocaba.
Könnte jeder brave Mann
solche Glöckchen finden,
seine Feinde würden dann
ohne Mühe schwinden.
En la vida real, pensaba
Rick, no hay campanillas mágicas como ésas para hacer que el enemigo
desapareciera sin el menor esfuerzo. Era una lástima. Mozart había muerto poco
después de terminar La flauta mágica, a causa de una enfermedad renal. Y había
sido enterrado en la fosa común, sin identificación. Al recordarlo, se preguntó
si Mozart habría tenido la intuición de que el futuro no existía, de que ya
había utilizado todo su breve tiempo. Quizá también yo lo haya hecho, pensó
Rick mientras contemplaba el ensayo. Este ensayo terminará, la representación
también, los cantantes morirán y finalmente la última partitura de la música
será destruida de un modo u otro, el nombre de Mozart se desvanecerá y el polvo
habrá vencido, si no en este planeta en otro cualquiera. Sólo podemos escapar
por un rato. Y los andrillos pueden escapar de mí, y sobrevivir un rato más.
Pero los alcanzaré, o lo hará algún otro cazador de bonificaciones. En cierto
modo, observó, yo soy una parte del proceso de destrucción entrópica de las
formas. La Rosen Association crea y yo destruyo. O al menos, eso debe parecerle
a los androides.
En el escenario, Papageno y
Pamina dialogaban: interrumpió sus reflexiones para escuchar.
Papageno: Hija mía, ¿qué
debemos decir ahora?
Pamina: La verdad. Eso es
lo que diremos.
Rick se inclinó hacia
delante y estudió a Pamina. Un pesado manto la envolvía, y el velo que caía de
su tocado cubría su cara y sus hombros. Volvió a examinar el informe y se echó
atrás, satisfecho. Este es el tercer androide Nexus-6 que veo, pensó: Luba
Luft. El sentimiento que exige su rol parece levemente irónico. Un androide
fugitivo puede parecer una mujer vital, activa y hermosa; pero difícilmente
puede decir la verdad acerca de sí mismo. Luba Luft cantaba, y a Rick le
asombró la calidad de su voz. Estaba a la altura de las mejores de su colección
de antiguos registros. No se podía negar que la Rosen Association la había
construido maravillosamente. Y una vez más se vio a sí mismo sub especie
aeternitatis como un destructor de formas obligado a actuar por lo que allí oía
y veía. Tal vez soy tanto más necesario cuanto mejor cantante sea, se dijo,
cuanto mejor funcione. Si los androides se hubiesen mantenido en el nivel
discreto del antiguo Q-40, de Derain Associates, por ejemplo, entonces no
habría ningún problema ni sería necesaria mi habilidad. Me pregunto cuándo
atacaré. Lo antes posible, supongo. Al final del ensayo, cuando ella vuelva a
su camarín.
El ensayo quedó
interrumpido al final del primer acto. El director dijo en inglés, francés y
alemán que continuarían una hora y media más tarde, y se marchó. Los músicos
abandonaron sus instrumentos y también salieron. Rick se puso de pie y se
dirigió a los camarines por detrás del escenario, siguiendo a los últimos
miembros del elenco, y tomándose tiempo para reflexionar. Lo mejor es
resolverlo de inmediato, se dijo. Me demoraré lo menos posible en hablar con
ella y aplicarle el test. Apenas esté seguro... Pero, técnicamente, no podía
estar seguro mientras no hiciera el test. Dave podía haberse equivocado. Ojalá.
Pero lo dudaba. Su sentido profesional le decía que estaba en lo cierto. Y en
los años que llevaba en el departamento jamás había cometido un error... Detuvo
a un comparsa y le preguntó por el camarín de la señorita Luft. El hombre,
maquillado y vestido como un lancero egipcio, se lo indicó. Rick llegó a la
puerta señalada y vio una tarjeta escrita con tinta que ponía MISS LUFT.
PRÍVATE. Golpeó.
—Adelante.
Entró. La muchacha estaba
sentada ante su tocador, con una usada partitura abierta sobre las rodillas
haciendo señales aquí y allá con un bolígrafo. Todavía conservaba su maquillaje
y su ropa, excepto su toca, colocada en una percha.
—¿Sí? —dijo ella, alzando
la vista. La pintura facial agrandaba sus ojos; castaños, enormes, se clavaron
en él sin vacilar—. Estoy trabajando, como usted puede ver —su inglés no tenía
el menor acento extranjero.
—Usted es superior a la
Schwartkopf —dijo Rick.
—Y usted, ¿quién es? —su
tono expresaba una fría reserva, y también ese otro frío que había encontrado
en tantos androides. Siempre lo mismo. Un intelecto maravilloso, la capacidad
de hacer muchas cosas, pero también esa frialdad. Lo lamentaba. Y, sin embargo,
sin ella no le habría sido posible rastrearlos.
—Pertenezco al departamento
de policía de San Francisco —respondió.
—¿Sí? ¿Y qué desea aquí?
—los intensos ojos no parpadearon en la respuesta. La voz, curiosamente,
parecía cortés. Rick se sentó en una silla y abrió su cartera.
—He venido a hacerle un
test de perfil de personalidad. No llevará más de unos minutos.
—¿Es necesario? —señaló su
partitura—. Tengo mucho que hacer —comenzaba a mostrarse aprensiva.
—Es necesario —Rick extrajo
los instrumentos de Voigt-Kampff y empezó a prepararlos.
—¿Un test de CI?
—No. De empatía.
—Tengo que ponerme las
gafas —se movió para abrir una gaveta de su tocador.
—Si puede anotar su
partitura sin las gafas también puede hacer sin ellas el test. Le mostraré
algunas figura y le haré unas preguntas. Mientras tanto... —se puso de pie, se
acercó a ella e inclinándose, ajustó el disco adhesivo de malla metálica
sensible a su mejilla—. Y esta luz —agregó, ajustando el ángulo del haz de
luz—, y ya está.
—¿Cree que soy una
androide? ¿Es por eso? —su voz parecía desvanecida—. No lo soy.
Jamás he estado en Marte,
jamás he visto siquiera un androide —sus pestañas alargadas temblaron
involuntariamente; él advirtió que trataba de mostrarse tranquila—. ¿Ha
recibido usted la información de que hay un androide en el elenco? Me gustaría
ayudarle. Si fuera una androide no querría hacerlo.
—A un androide no le
importa lo que le ocurra a otro androide —respondió él—. Esa es una de las
señales que buscamos.
—Entonces —dijo la Luft—,
usted debe ser un androide. Eso lo detuvo. La miró.
—Puesto que su trabajo
consiste en matarlos, ¿no es verdad? Es usted lo que llaman... —trató de
recordar.
—Un cazador de
bonificaciones. Pero no un androide.
—Y el test que quiere
aplicarme —dijo, recuperando la voz—, ¿se lo han hecho a usted?
—Sí. Hace mucho, mucho
tiempo. Cuando empecé a trabajar en el departamento.
—Podría ser una falsa
memoria. ¿No se implantan, a veces, falsas memorias en los androides?
—Mis superiores conocen mi
test —dijo Rick—. Es obligatorio.
—Pero quizás había una
persona que se le parecía, y de algún modo usted lo mató y ocupó su lugar. Y
sus jefes no tendrían por qué saberlo —sonrió, como invitándolo a estar de
acuerdo.
—Continuemos con el test
—dijo él, sacando los folios de preguntas.
—Haré el test —dijo Luba
Luft—, si antes lo hace usted. Nuevamente la miró. Se detuvo en seco.
—¿No sería eso más justo?
—preguntó ella—. Así también yo estaría segura de usted. No sé. Me parece un
hombre tan duro y extraño... —se estremeció y volvió a sonreír, con esperanza.
—No podría usted hacerme el
test de Voigt-Kampff; exige una experiencia considerable.
Ahora escuche atentamente.
Las preguntas se refieren a situaciones sociales en que usted podría verse;
deseo que me conteste usted qué haría en ese caso. Y que la respuesta sea lo
más rápida posible. Uno de los factores que tenemos en cuenta es la demora,
cuando la hay —eligió la pregunta inicial—. Está usted mirando la TV y
repentinamente descubre que una avispa trepa por su brazo —miró el reloj para
contar los segundos, y también los medidores gemelos.
—¿Qué es una avispa?
—preguntó Luba Luft.
—Un bicho volador que pica.
—¡Qué extraño! —sus ojos
inmensos se llenaron de reconocimiento infantil, como si le hubieran revelado
el misterio cardinal de la creación—. ¿Todavía existen? Jamás he visto una.
—Murieron a causa del
polvo. ¿No sabe, realmente, qué es una avispa? Sin embargo, usted nació cuando
todavía había avispas; sólo desaparecieron en...
—Dígame cómo se llaman en
alemán.
Trató en vano de recordar
la palabra, y dijo irritado:
—Su inglés es perfecto.
—Mi acento es perfecto
—corrigió ella—. Es necesario; de otro modo no podría cantar Purcell, Walton o
Vaughan Williams. Pero mi vocabulario no es muy extenso —miró a Rick con
modestia.
—Wespe —recordó él, de
repente.
—Ach, sí, eine Wespe —se
rió—. Pero, ¿cuál era la pregunta?
—Probaremos con otra —era
imposible obtener una respuesta significativa—. Usted ve una vieja película,
anterior a la guerra, en la TV. El entrante —omitió la primera parte— consiste
en perro cocido, relleno de arroz.
—Nadie mataría ni comería
un perro —dijo Luba Luft—. Valen una fortuna. Pero sería un perro de imitación,
un ersatz, ¿verdad? Aunque entonces estaría hecho de cables y motores y no se
podría comer.
—Antes de la guerra —subrayó
él.
—Pero yo no había nacido.
—Ha visto viejas películas
en TV.
—¿Esa estaba filmada en las
Filipinas?
—¿Por qué?
—La gente comía perro
cocido relleno de arroz en las Filipinas. Recuerdo haberlo leído.
—Pero su respuesta
—insistió Rick—. Quiero su reacción social, emocional, moral...
—¿A la película? —Luba
reflexionó—. Cambiaría de programa y vería el del Amigo Buster.
—¿Porqué?
—¿A quién puede interesarle
una vieja película filmada en las Filipinas? —dijo ella vivamente—. Sólo una
cosa recuerdo que haya ocurrido allá: la Marcha de Bataán. ¿Vería usted eso?
—lo miró irritada; las agujas giraban en todas direcciones.
Después de una pausa, él
dijo cuidadosamente:
—Ha alquilado una casita en
la montaña.
—Ja. Continúe. Estoy
esperando.
—La zona es todavía exuberante.
—¿Cómo? —ahuecó la mano en
torno del oído—. Perdón, no conozco el término.
—Todavía crecen árboles y
arbustos. La casita es de nudosos troncos de pino y hay un gran hogar. Alguien
ha colgado viejos mapas en las paredes, grabados por Currier e Ives. Encima del
hogar hay una cabeza de ciervo con grandes astas. La gente que la acompaña
admira el ambiente y...
—No comprendo «Currier»,
«Ives» ni «ambiente» —respondió Luba Luft, que parecía esforzarse por localizar
las palabras—. Un momento —alzó la mano, con gravedad—. Con arroz, como el
perro... Currier es lo que hace, del arroz, arroz con currier... Pero se dice
curry en alemán. Rick no podía determinar si la niebla semántica de Luba Luft
era deliberada. Después de consultarlo consigo mismo decidió intentar un nuevo
punto del cuestionario. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Ha salido con un hombre
que la invita a visitar su casa. Una vez allí...
—Oh, nein —estalló Luba—.
Jamás iría. Eso es fácil de responder.
—¡Pero no es ésa la
pregunta!
—¿Se ha equivocado de
pregunta? ¡Si ésa yo la comprendía...! ¿Por qué cuando yo comprendo una
pregunta dice usted que ésa no es? ¿Acaso se trata de que yo no comprenda?
—agitada, nerviosa, se frotó la mejilla y arrancó el disco adhesivo, que cayó
al suelo, rodó y se metió debajo del tocador—. Ach Gott —murmuró, inclinándose
para recogerlo. Se oyó un ruido de tela rasgada, su elaborado traje...
—Yo lo buscaré —dijo Rick.
La ayudó a incorporarse, y se arrodilló. Hurgaba a ciegas debajo del mueble, y
por fin sus dedos encontraron el disco. Cuando se puso de pie, estaba frente a
un tubo láser.
—Sus preguntas estaban
empezando a referirse al sexo —dijo Luba Luft en voz frágil y formal—. Ya lo
veía venir. Usted no es un policía; es un maniático sexual.
—Puede mirar mi carnet —llevó
la mano al bolsillo de la chaqueta; era una mano temblorosa, como cuando había
enfrentado a Polokov.
—Si toca el bolsillo lo
mataré —dijo Luba Luft.
—Lo hará de todos modos —se
preguntó qué habría ocurrido si hubiera esperado a que Rachael Rosen se reuniera
con él. Pero de nada valía pensar en eso ahora.
—Quiero ver el resto del
cuestionario —ella tendió la mano y él, de mala gana, le alcanzó los folios—.
«Encuentra en una revista la foto a página entera y a todo color de una chica
desnuda». Está bien claro. «Ha quedado usted embarazada de un hombre que le ha
prometido casamiento. El hombre se marcha con otra mujer, su mejor amiga. Usted
aborta.» La intención de su cuestionario es obvia. Voy a llamar a la policía.
Sin dejar de apuntarle con
el tubo láser, atravesó la habitación, cogió el videófono y pidió a la
operadora:
—Llame al departamento de
policía de San Francisco. Necesito que venga un agente.
—Ha tenido usted una
excelente idea —dijo Rick, con alivio. Sin embargo, le parecía extraño que Luba
hubiera adoptado esa decisión. ¿Por qué no lo mataba directamente? Una vez que
el policía de la patrulla estuviese allí, ella no tendría ninguna posibilidad y
él triunfaría. Debe creer que es humana, se dijo. Obviamente no sabía.
Unos minutos más tarde —Luba
lo mantuvo cuidadosamente encañonado con el tubo láser —llegó un agente de
policía. Era de gran corpulencia, y llevaba el arcaico uniforme azul con la
estrella y la pistola.
—Muy bien —dijo al llegar—.
Aparte eso —Luba depositó el tubo láser, que el policía examinó para ver si
tenía carga—. ¿Qué ha ocurrido aquí? —le preguntó a ella, y antes de que
pudiera contestarle se volvió hacia Rick y le preguntó—: ¿Quién es usted?
Luba Luft respondió:
—Entró en mi camarín; no lo
había visto en mi vida. Dijo que venía a hacer una encuesta y que deseaba
hacerme unas preguntas. Pensé que era normal y le dije que sí. Y entonces
empezó a hacerme preguntas obscenas.
—Documentos —dijo el
agente, con la mano extendida. Mientras extraía su carnet, Rick dijo:
—Soy cazador de bonificaciones
del departamento.
—Conozco a todos los
cazadores de bonificaciones —dijo el policía mientras examinaba los papeles de
Rick—. ¿Del departamento de San Francisco?
—Mi jefe es el inspector
Bryant —respondió Rick—. He tomado a mi cargo la misión de Dave Holden, ahora
que Dave está en el hospital.
—Como le he dicho, conozco
a todos los cazadores de bonificaciones —dijo el hombre—. Y jamás he oído
hablar de usted —le devolvió el carnet.
—Llame al inspector Bryant
—pidió Rick.
—No hay ningún inspector
Bryant —repuso el agente. Rick comprendió bruscamente qué ocurría.
—Usted es un androide —le
dijo al agente—. Igual que la señorita Luft —se dirigió al videófono y cogió el
receptor—. Voy a llamar al departamento —se preguntaba hasta dónde llegaría
antes de que los dos androides lo detuvieran.
—El número es... —dijo el
policía.
—Lo conozco —replicó Rick
mientras llamaba. Cuando apareció la telefonista, pidió—: Con el inspector
Bryant.
—¿Quién habla, por favor?
—Rick Deckard —se quedó
esperando mientras el policía le tomaba declaración a Luba Luft.
Ninguno de ambos le
prestaba atención. Después de una pausa apareció en la pantalla la cara de
Harry Bryant.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Hay algunas complicaciones
—repuso Rick—. Uno de los que estaba en la lista de Dave logró llamar para que
viniera un supuesto patrullero. No puedo probarle quién soy; dice que conoce a
todos los cazadores de bonificaciones del departamento, pero que jamás ha oído
hablar de mí. Y tampoco de usted.
—¿No puedo hablar con él?
—dijo Bryant.
—El inspector Bryant desea
hablar con usted —Rick extendió el receptor del videófono al hombre, que se
acercó después de interrumpir su interrogatorio a Luba Luft.
—Agente Crams —dijo el
hombre, hubo una pausa—. ¿Hola? —escuchó, dijo «hola» varias veces, aguardó y
luego se volvió hacia Rick—. No hay nadie en la línea. Y tampoco en la pantalla
—señaló.
Rick comprobó que era
cierto, y cogiendo el receptor de sus manos, dijo:
—¿Señor Bryant? —escuchó y
esperó, pero sin resultados—. Volveré a llamar —colgó y luego marcó el número
familiar. La campanilla sonaba, pero nadie atendía. Sonó largamente.
—Permítame hacer la prueba
—dijo el agente Crams—. Debe haber marcado mal. El número es 842...
—Conozco el número
—interrumpió Rick.
—Agente Crams —dijo el
policía—. ¿Hay en el departamento un inspector Bryant? —una breve pausa—. ¿Y un
cazador de bonificaciones llamado Rick Deckard? —otra pausa—. ¿No hay ninguna
duda? ¿No podría ser que hubiera ingresado hace poco? Ah, está bien. Perfecto.
Gracias. No, está bajo mi control —el policía colgó y miró a Rick.
—El inspector estaba en la
línea —dijo Rick—. Yo hablé con él, y pidió hablar con usted.
Debe de haber un
desperfecto en el videófono. Por algún motivo se habrá cortado la conexión. ¿No
vio usted a...? La cara de Bryant apareció en la pantalla y luego desapareció
—se sentía confundido.
—Aquí tengo la declaración
de la señorita Luft, Deckard. Acompáñeme a la corte de justicia.
—Está bien —respondió Rick.
Y agregó, dirigiéndose a Luba Luft—: Volveré dentro de un rato. Aún no he
terminado con el test.
—Es un obseso —le dijo Luba
Luft al agente Crams—. Me da miedo.
—¿Qué ópera está ensayando?
—preguntó Crams.
—La flauta mágica —contestó
Rick.
—Se lo he preguntado a
ella, no a usted —el policía lo miró con disgusto.
—Estoy ansioso por llegar a
la corte de justicia —dijo Rick—, y porque este asunto se resuelva de una vez
—se dirigió hacia la puerta del camarín con su cartera.
—Antes lo voy a examinar
—Crams procedió a hacerlo, diestramente, y se apoderó del revólver y del tubo
láser de Rick. Olió el caño del arma reglamentaria y afirmó—: Ha sido disparado
hace poco.
—Acabo de retirar un
andrillo —reconoció Rick—. Los restos se encuentran todavía en mi coche, en el
terrado.
—Muy bien. Iremos a ver.
Mientras los dos hombres
salían del camarín, la Luft los siguió hasta la puerta.
—No volverá, ¿verdad,
agente? Tengo verdaderamente miedo de él. Es una persona muy extraña.
—Si tiene en su coche el
cadáver de un ser humano, no volverá —respondió Crams. Empujó con el codo a
Rick y ambos se dirigieron al ascensor.
Subieron al terrado de la
Opera. El agente Crams abrió la puerta del coche de Rick e inspeccionó
silenciosamente el cuerpo de Polokov.
—Un androide —explicó Rick—.
Me enviaron a abatirlo. Estuvo a punto de matarme.
Pretendía ser...
—Ya le tomarán declaración
en la corte de justicia —interrumpió Crams, y condujo a Rick a su propio coche
policial. Desde allí llamó para pedir que vinieran a recoger el cuerpo de
Polokov—. Pues bien, Deckard —dijo, poniendo en marcha el coche—. Vamos.
El patrullero aéreo se
elevó del terrado y se dirigió al sur.
Rick advirtió que algo no
marchaba como debía. Crams no llevaba la dirección correcta.
—La corte de justicia está
hacia el norte —dijo—, en la calle Lombard.
—Esa era la vieja corte de
justicia —repuso Crams—. La nueva está en la calle Mission. Ese antiguo
edificio se está desintegrando; nadie lo usa desde hace años. ¿Tanto tiempo ha
pasado desde la última vez que estuvo en la cárcel?
—Lléveme allá —insistió
Rick—, a la calle Lombard —ahora lo comprendía todo; esto era obra de los
androides, que trabajaban conjuntamente. No sobreviviría a este viaje. Era el
fin. A Dave casi le había ocurrido, y probablemente terminaría por morir así.
—Esa chica no está mal
—comentó Crams—. Por supuesto, con esa ropa no se puede apreciar su figura.
Pero yo diría que está muy bien.
—¿Por qué no reconoce que
es usted un androide? —preguntó Rick.
—No veo por qué. Yo no soy
un androide. ¿Así que usted anda por ahí, matando gente, convencido de que son
androides? Ya veo por qué estaba asustada la señorita Luft. Ha sido un acierto
que nos llamara.
—Entonces lléveme a la
calle Lombard.
—Como le he dicho...
—Nos llevará tres minutos
—continuó Rick—. Quiero ver la corte. Voy a trabajar allá todas las mañanas. Me
gustaría ver si está abandonada hace años, como usted dice.
—Quizá sea usted un
androide —contestó Crams—, con una falsa memoria, como los hacen ahora. ¿Nunca
se le ha ocurrido? —sonrió fríamente mientras continuaba rumbo al sur.
Consciente de su derrota y su fracaso, Rick se echó atrás en el asiento, y
esperó los acontecimientos. Cualquiera que fuese el plan de los androides,
estaba físicamente en poder de ellos.
Pero he logrado matar a
uno, se dijo. A Polokov.
Y Dave mató a dos...
Sobre la calle Mission, el
coche aéreo policial se preparó para el descenso.
10
El edificio de la corte de
justicia de la calle Mission, en cuyo terrado se aprestaba a aterrizar, estaba
coronado por una serie de ornamentadas y barrocas agujas. La hermosa
estructura, moderna y compleja, atrajo a Rick, excepto por un detalle. Jamás la
había visto antes. El patrullero se posó. Pocos minutos después le tomaban los
datos.
—Artículo 304 —dijo Crams
al sargento sentado detrás del alto escritorio—. Y también 612,4 y, además...,
veamos: hacerse pasar por policía...
—406,7 —dijo el sargento,
llenando un formulario. Escribía lentamente, con cierto aire de aburrimiento.
Su expresión parecía decir «asunto de rutina, nada importante».
—Venga aquí —ordenó Crams,
llevando a Rick hasta una pequeña mesa blanca donde un técnico manipulaba un
equipo conocido—. El registro cefálico —explicó—. Para su identificación.
—Ya lo sé —respondió Rick,
con brusquedad. En los viejos tiempos, cuando él era un mero agente, había
conducido a numerosos sospechosos a una mesa semejante. Pero no a esta misma.
Una vez obtenido el registro cefálico lo llevaron a una habitación igualmente
familiar. Con filosofía empezó a reunir los objetos de valor que llevaba para entregarlos.
No tiene sentido, se repetía. ¿Quién es esta gente? Y si este lugar ha existido
siempre, ¿cómo no sabíamos nada? ¿Y por qué ellos no nos conocen? Dos agencias
policiales paralelas, se dijo. La nuestra y esta otra. Y por lo que sé, jamás
han estado en contacto. Hasta ahora. O quizás haya sido así, y no sea ésta la
primera vez. Pero es difícil creer que eso no hubiera ocurrido antes. Siempre
que esto realmente sea una institución policial, como pretende ser. Un hombre
en traje de paisano se acercó a Rick Deckard con paso sereno y medido.
—¿Y éste? —preguntó a
Crams.
—Sospechoso de homicidio
—respondió el nombrado—. Encontramos un cuerpo en su coche, y él afirma que es
un androide. Hemos pedido el análisis de médula al laboratorio. Se hacía pasar
por un policía, un cazador de bonificaciones. Y así logró penetrar en el
camarín de una actriz para hacerle preguntas inmorales. Ella sintió dudas y nos
llamó —Crams retrocedió un paso y agregó—: ¿Quiere usted ocuparse de él, señor?
—Sí, está bien —el oficial
de paisano tenía ojos azules, nariz fina y boca inexpresiva; miró a Rick y
luego cogió su cartera—. ¿Qué tiene usted aquí, señor Deckard?
—El equipo necesario para
el test de personalidad de Voigt-Kampff —respondió Rick—Aplicaba el test a una
persona sospechosa cuando fui arrestado —miró cómo el oficial revisaba el
contenido de la cartera, examinando cada objeto—. Las preguntas que le hice a
la señorita Luba Luft son el cuestionario corriente del test de Voigt-Kampff,
impreso en...
—¿Conoce usted a George
Gleason y a Phil Resch? —preguntó el funcionario.
—No —replicó Rick. No
conocía ninguno de esos dos nombres.
—Son los cazadores de
bonificaciones de California del Norte. Ambos pertenecen a nuestro
departamento. Quizá los conocerá aquí. ¿Es usted un androide, señor Deckard? Se
lo pregunto porque en varias ocasiones hemos visto andrillos fugitivos que se
hacían pasar por cazadores de bonificaciones de otro estado. Decían haber
venido aquí en busca de un sospechoso.
—No soy un androide —dijo
Rick—. Puede aplicarme el test de Voigt-Kampff. Ya me lo han hecho y no me
importa repetirlo. Pero sé cuál será el resultado. ¿Puedo telefonear a mi
esposa? —Está autorizado para hacer una sola llamada. ¿Prefiere hablar con ella
y no con un abogado?
—Llamaré a mi esposa
—respondió Rick—. Ella me conseguirá un abogado.
El oficial de paisano le
alcanzó una moneda de cincuenta céntimos y le indicó:
—Ahí está el videófono
—siguió a Rick con la mirada y continuó examinando el contenido de la cartera.
Rick metió la moneda y
llamó a su casa. Esperó lo que le pareció una eternidad.
—Hola —dijo una cara de
mujer que apareció en la pantalla. No era Irán.
Colgó y retornó lentamente
al lado del funcionario.
—¿No ha tenido suerte?
—preguntó éste—. Puede hacer otra llamada. Tenemos una política abierta en ese
sentido. No puedo ofrecerle la oportunidad de llamar a un fiador, porque su
delito no es excarcelable, por ahora. Sin embargo, cuando se inicie el
proceso...
—Lo sé —dijo secamente
Rick—. Estoy familiarizado con los procedimientos policiales.
—Aquí está su cartera —dijo
el oficial, extendiéndosela—. Venga a mi despacho... Me gustaría hablar más con
usted —se dirigió a un pasillo lateral, seguido por Rick. En el despacho, se
volvió—. Mi nombre es Garland —le tendió la mano y cambiaron un apretón—.
Siéntese —dijo Garland, dirigiéndose hacia el lado opuesto de un gran
escritorio muy ordenado. Rick se sentó.
—Este test de Voigt-Kampff
a que usted se refiere, y el material que trae —Garland indicó la cartera de
Rick mientras llenaba y encendía una pipa—, ¿es un instrumento analítico para
detectar androides? —echó una bocanada.
—Es nuestro método básico
—respondió Rick—. El único que empleamos normalmente, y el único que puede
distinguir la nueva unidad cerebral Nexus-6. ¿No ha oído hablar de él?
—Conozco varios métodos de
análisis de perfil aplicables a los androides. Pero éste no— continuó
estudiando a Rick con interés. Su rostro inexpresivo no permitía que Rick
adivinara sus pensamientos—. Y esas copias al carbón que tiene usted en la
cartera —continuó Garland—, Polokov, señorita Luft... Sus misiones como
cazador... Según esa lista, el próximo soy yo.
Rick lo miró y cogió su
cartera.
En un momento las copias
estuvieron desplegadas ante sus ojos. Garland había dicho la verdad. Rick
examinó la hoja. Ningún hombre, o al menos ni él ni Garland, habló durante un
tiempo. Finalmente, Garland carraspeó y tosió nerviosamente.
—No es una sensación
agradable encontrar de repente que uno se cuenta entre las personas que debe
retirar un cazador de bonificaciones. O lo que sea usted, Deckard —oprimió una
tecla en su intercomunicador y habló—: Envíeme a alguno de los cazadores de
bonificaciones, no me importa cuál. Está bien, gracias —soltó la tecla—. Phil
Resch estará aquí dentro de un momento. Me gustaría ver su lista antes de
proseguir.
—¿Cree usted que yo podría
figurar en la lista de él? —preguntó Rick.
—Es posible. Pronto lo
sabremos. En un asunto crítico, como éste, es mejor asegurarse y no dejar nada
librado a la casualidad. Ese informe —señaló la copia al carbón— no me cita
como inspector de policía. Erróneamente afirma que mi profesión es la de
vendedor de pólizas de seguro. En otros aspectos la descripción física, la
edad, los hábitos personales, la dirección personal, es correcto. Sin duda se
trata de mí. Examínelo usted mismo —le extendió el folio a Rick, que lo cogió y
lo leyó.
Se abrió la puerta y entró
un hombre alto, delgado, de rasgos duros, con gafas de asta y una enmarañada
barba a lo Van Dick. Garland se puso de pie y presentó a Rick.
—Phil Resch, Rick Deckard. Por ser
ambos cazadores de bonificaciones, conviene que os conozcáis.
Mientras apretaba la mano
de Rick, Phil Resch dijo:
—¿En qué ciudad trabaja?
Garland respondió por Rick:
—En San Francisco. Mire las
instrucciones que tiene, y el próximo caso que se le encomienda —alcanzó a Phil
Resch el folio que Rick había estado examinando.
—Pero ¿cómo Gar? —dijo Phil
Resch—. Es usted.
—Y hay más —continuó
Garland—. También está Luba Luft, la cantante de ópera, y Polokov. ¿Recuerda a
Polokov? Ahora está muerto. Este cazador de bonificaciones o androide o lo que
sea lo ha matado, y en este momento están haciendo el análisis de médula en el
laboratorio, para ver si hay algún motivo de...
—He hablado con Polokov
—recordó Phil Resch—. Es esa especie de Santa Claus de la policía soviética,
¿verdad? —reflexionó, tironeando de su barba—. No me parece mala idea hacerle
un análisis de médula.
—¿Qué quiere decir?
—preguntó Garland, visiblemente fastidiado—. Lo hacemos solamente para eliminar
toda posible base legal del crimen. De otro modo este hombre, Deckard, podría
afirmar que no ha matado a nadie, que se ha limitado a «retirar un androide».
—Polokov me pareció un
hombre muy frío —dijo Resch—. Extremadamente cerebral, calculador, distante...
—Muchos policías soviéticos
son así —repuso Garland con irritación.
—A Luba Luft no la he visto
nunca —continuó Resch—, pero he oído sus grabaciones. ¿Le hizo el test?
—preguntó a Rick.
—Había empezado —respondió
éste—, pero no pude obtener resultados concluyentes. Llamó a un policía que me
detuvo.
—¿Y a Polokov?
—No tuve la posibilidad.
—Y supongo que tampoco la
ha tenido para hacerle el test al inspector Garland —dijo Resch, casi para sí
mismo.
—Por supuesto que no
—exclamó Garland, con la cara contraída de indignación, en tono amargo y
cortante.
—¿Qué test emplea?
—El de Voigt-Kampff.
—No lo conozco —tanto Resch
como Garland parecían sumidos en rápidas y profundas reflexiones profesionales,
aunque muy distintas—. Pero siempre he creído que el lugar más seguro para un
androide era una gran organización policial como la WPO. Desde que lo conocí,
siempre quise aplicarle el test a Polokov, pero no había un pretexto válido. Y
jamás habría existido. Por eso digo que un lugar así sería ideal para un
androide emprendedor. Poniéndose lentamente de pie, Garland encaró a Phil
Resch.
—Y ha pensado también en
aplicarme el test a mí, ¿verdad?
En la cara de Resch
apareció una discreta sonrisa. Empezó a responder, luego se encogió de hombros
y guardó silencio. No parecía temer a su superior, a pesar de la evidente furia
de Garland.
—Este hombre —dijo
Garland—, o este androide, Rick Deckard, dice venir de una institución policial
fantasmagórica, alucinatoria, inexistente, que funciona en el viejo cuartel de
la calle Lombard. Emplea un test del que nadie ha oído hablar. No tiene una
lista de androides, sino de seres humanos. Ya ha matado a uno. Y si la Luft no
hubiese logrado adelantarse, probablemente la habría matado, para venir luego a
olisquear a mi alrededor.
—Hm —dijo Resch.
—Hm —imitó Garland,
enfadado. Parecía estar al borde de la apoplejía—. ¿Eso es todo lo que se le
ocurre? Una voz de mujer dijo por el intercomunicador:
—Inspector Garland: ha
llegado el informe del laboratorio acerca del cadáver del señor Polokov.
—Deberíamos enterarnos
—dijo Resch.
Garland lo miró indignado.
Luego se inclinó y tocó la tecla.
—Díganos, señorita French.
—El análisis de médula
revela que el señor Polokov era un robot humanoide —dijo la señorita French—.
¿Desea usted el informe detallado?
—No, es suficiente —Garland
se sentó en su sillón mirando hacia la pared opuesta, en silencio. Resch
preguntó:
—¿Cuál es el fundamento del
test de Voigt-Kampff, señor Deckard?
—La respuesta empática en
varias situaciones sociales. En su mayoría relacionadas con animales.
—El nuestro es
probablemente más sencillo —dijo Resch—. El arco reflejo que se produce en los
ganglios superiores de la columna vertebral demora varios microsegundos más en
el robot humanoide que en el sistema nervioso humano —se inclinó sobre el
escritorio del inspector Garland y cogió un bloc de papel, en el que trazó un
esbozo con un bolígrafo—. Utilizamos una señal sonora o un flash luminoso. El
entrevistado oprime un botón y se mide el tiempo transcurrido. Por supuesto,
hay que hacer varias medidas, porque ese tiempo varía tanto en el andrillo como
en el ser humano. Pero después de diez ensayos el resultado puede considerarse
digno de confianza. Y como le ha ocurrido a usted en el caso de Polokov, el
análisis de médula confirma ese resultado.
Hubo un intervalo de
silencio. Luego, Rick dijo:
—Puede aplicarme su test.
Estoy listo. Y naturalmente, me agradaría ponerlo a usted a prueba, si está de
acuerdo.
—Naturalmente —respondió Resch,
mientras miraba a Garland—. Durante años he sostenido que el test del Arco
Reflejo de Boneli debería ser aplicado rutinariamente al personal policial, y
de modo especial en el personal de alta graduación. ¿No es así, inspector?
—Así es —reconoció Garland—.
Y yo me he opuesto siempre por considerar que afectaría la moral del
departamento.
—Pues se me ocurre que
ahora debería usted reconsiderarlo —dijo Rick—, en vista del informe de su
laboratorio acerca de Polokov.
11
—Supongo que sí —dijo
Garland. Señaló con el dedo al cazador de bonificaciones Phil Resch—. Pero le
advierto una cosa: no le gustará a usted el resultado del test.
—¿Acaso sabe cuál será?
—preguntó Resch, visiblemente sorprendido y algo disgustado.
—Con absoluta seguridad
—contestó el inspector Garland.
—Está bien. Subiré a buscar
el equipo del test de Boneli —se dirigió a la puerta, la abrió y dijo—: Volveré
en unos minutos. Desapareció en el pasillo y la puerta se cerró.
El inspector Garland abrió
el cajón derecho de su escritorio, buscó algo, y sacó un tubo láser que hizo
girar hasta que apuntó a Rick.
—Eso no cambiará las cosas
—dijo Rick—. Resch ordenará un análisis post-mortem de mi cuerpo, como el que
le han hecho a Polokov. Y seguirá insistiendo en que usted y él mismo se
sometan al... ¿Cómo es que se llama? Test de Arco Reflejo de Boneli. El tubo
láser no cambió de posición.
—Hoy ha sido un mal día
—dijo Garland—. Especialmente desde que entró Crams con usted.
Tuve una intuición, y por
eso intervine —bajó el arma poco a poco; por fin se encogió de hombros, la
guardó nuevamente en el cajón, lo cerró y se puso la llave en el bolsillo.
—¿Qué demostrarán los
tests? —preguntó Rick.
—Resch es un maldito idiota
—dijo Garland.
—Realmente, ¿no lo sabe?
—No, no lo sabe. No tiene
la menor idea. De otro modo no podría trabajar corno un cazador de
bonificaciones. Es una profesión para seres humanos, no para androides —Garland
señaló la cartera de Rick—. Conozco a todos los demás sospechosos a quienes
usted debía someter al test y retirar —hizo una pausa y continuó—: Todos
vinimos de Marte en la misma nave. Resch no. Se quedó allá una semana más,
mientras le ajustaban la memoria sintética. El —o mejor, esa cosa— guardó
silencio.
—¿Y qué hará cuando lo
sepa? —preguntó Rick.
—No tengo la menor idea
—respondió Garland—. Desde el punto de vista intelectual, será interesante
saberlo. Puede matarme, matarse, o quizá lo mate a usted. Puede matar a
cualquiera, humano o androide. He oído decir que esas cosas ocurren cuando un
androide posee una memoria sintética y cree que es un ser humano.
—Pero usted está dispuesto
a correr el riesgo...
—Escapar ya era un riesgo.
Y también venir a la Tierra, donde ni siquiera se nos considera animales, donde
un gusano es más deseable que todos nosotros juntos —Garland, irritado,
tironeaba de su labio inferior—. Usted se encontraría en mejor posición si
Resch lograra aprobar el test. Entonces el resultado sería predecible: para él
yo sería un andrillo que es preciso retirar cuanto antes. Pero no será así, y
usted correrá tanto peligro como yo, Deckard. ¿Sabe usted por qué me equivoqué?
No sabía que Polokov era un androide. Debe de haber llegado antes. Sin duda ha
sido así. En otro grupo, sin el menor contacto con el nuestro. Ya estaba
cómodamente instalado en la WPO cuando nosotros llegamos. Y yo pedí un análisis
que no tendría que haber pedido. Desde luego, Crams cometió el mismo error.
—Polokov estuvo a punto de
liquidarme —observó Rick.
—Sí, tenía algo especial.
No creo que hubiera poseído el mismo modelo de unidad cerebral que nosotros. O
tal vez ésta ha sido manipulada o mejorada, de modo que era desconocida hasta
para nosotros. Sea como fuere, el resultado era muy bueno. Casi demasiado
bueno.
—Cuando llamé a mi casa
—dijo Rick—, no conseguí comunicación. ¿Por qué?
—Todas las líneas de
videófono son internas, y están conectadas con varios despachos dentro del
edificio. Esta es una empresa homeostática, Deckard; un sistema cerrado
separado del resto de San Francisco. Conocemos a los demás, pero ellos no nos
conocen. A veces alguna persona aislada llega hasta aquí, o traemos a alguien,
como hicimos con usted, para protegernos —señaló convulsivamente la puerta—.
Aquí viene Phil Resch, muy contento con su equipo Boneli portátil. ¿No es un encanto?
Y sólo conseguirá destruir su propia vida, la mía y posiblemente también la
suya.
—Los androides no parecen
capaces de ampararse unos a otros en momentos difíciles.
—Tiene usted razón.
Aparentemente carecemos de un don específico de los humanos. Creo que se llama
empatía.
Se abrió la puerta.
Apareció Phil Resch con un objeto del que pendían cables.
—Aquí está —dijo, cerrando
la puerta. Luego se inclinó y conectó el aparato.
La mano derecha de Garland
apuntó a Resch, quien junto con Rick Deckard se dejó caer.
Mientras lo hacía. Resch
disparó su tubo láser contra Garland. El rayo láser, dirigido con una precisión
que era fruto de años de adiestramiento, partió la cabeza de Garland, que cayó
sobre su escritorio. Su láser miniaturizado rodó de su mano. El cuerpo resbaló
del sillón y cayó de lado al suelo pesadamente.
—No tuvo en cuenta que éste
es mi trabajo —dijo Resch, poniéndose de pie—. Puedo prever lo que se propone
hacer un androide. Supongo que a usted también le ocurre —dejó su arma, se
inclinó y examinó con curiosidad el cuerpo del inspector—. ¿Qué le dijo
mientras yo no estaba?
—Que era un androide. Y que
usted —Rick se interrumpió, mientras su mente calculaba, seleccionaba
posibilidades y resolvía decir otra cosa— se daría cuenta en unos minutos.
—¿Nada más?
—Que este edificio está
infestado de androides.
—Eso hará difícil que usted
y yo podamos salir de aquí. Por supuesto, yo tengo autoridad para salir cuando
quiero, incluso llevando un prisionero —escuchó: no llegaba ningún ruido del
exterior—. Creo que nadie ha oído nada. Y no hay micrófonos ni monitores, como
tendría que haber —rozó cuidadosamente el cuerpo caído con la punta del pie—.
Es notable la capacidad psiónica que se desarrolla con este trabajo: yo sabía
que estaba decidido a disparar antes de abrir la puerta. Y me sorprende que no
lo haya matado a usted.
—Estuvo a punto de hacerlo
—dijo Rick—. Me apuntó con un gran tubo láser utilitario; pero era usted quien
le preocupaba, y no yo.
—El androide huye cuando el
cazador de bonificaciones persigue —dijo Resch sin el más leve humor—. A
propósito, usted debería volver a la Opera y sorprender a Luba Luft antes que
nadie de aquí tenga la oportunidad de ponerla sobre aviso. Tal vez debería
decir ponerlo sobre aviso. ¿Los considera usted objetos?
—Lo hacía, antes —respondió
Rick—. Cuando tenía problemas de conciencia con mi trabajo.
Me preservaba pensando que
eran objetos. Pero ya no es necesario. Está bien. Iré directamente a la Opera,
suponiendo que usted pueda sacarme de aquí.
—Deberíamos poner a Garland
en su sillón —dijo Resch, y alzó el cuerpo. Lo colocó ante el escritorio en una
postura razonablemente natural, si no se miraba de cerca. Apretó la tecla
correspondiente del intercomunicador y dijo—: El inspector Garland ordena que
no se le pasen llamadas durante media hora. Está realizando una tarea que no
admite interrupciones.
—Muy bien, señor Resch.
Phil Resch soltó la tecla y dijo:
—Voy a esposarlo.
Naturalmente, será sólo mientras estamos en el edificio: cuando estemos en el
coche aéreo quedará libre —extrajo unas esposas y las cerró sobre la muñeca de
Rick y sobre la propia—. Vamos ahora. Terminemos con esto —cuadró los hombros,
respiró hondo y abrió la puerta del despacho.
En todas partes había
policías uniformados; ninguno prestó particular atención a Phil Resch ni a Rick
mientras atravesaban el pasillo hacia el ascensor.
—Lo que temo es que Garland
tenga en el cuello una de esas piezas que advierten de la muerte —dijo Resch
mientras esperaban—. Pero —se encogió de hombros— la alarma ya debería de haber
sonado... Esas cosas no valen de nada.
El ascensor llegó: varios
hombres y mujeres de aire vagamente policial descendieron y se dirigieron
ruidosamente por los pasillos a sus diversas ocupaciones sin prestar atención a
Rick ni a Resch.
—¿Cree que su departamento
policial me aceptaría? —preguntó Resch mientras las puertas del ascensor se
cerraban y ambos quedaban aislados. Oprimió el botón del terrado y el ascensor
subió silenciosamente—. Después de todo, me he quedado sin trabajo, para decir lo
menos.
Con cautela, Rick
respondió:
—No veo inconveniente,
aunque ya tenemos dos cazadores de bonificaciones —y pensó que debería
decírselo, que no hacerlo era cruel y poco ético. Señor Resch: usted es un
androide. Me saca de este lugar, y ésta es su recompensa. Enterarse de que es
usted lo que para nosotros dos es una abominación, la esencia misma de lo que
nos hemos comprometido a destruir.
—No logro recobrarme —dijo
Phil Resch—. Me parece imposible. Durante tres años he estado trabajando a las
órdenes de un androide. ¿Cómo no tuve una sospecha y no hice algo antes?
—Quizá no haya sido tanto
tiempo. Tal vez se han infiltrado recientemente.
—Han estado aquí todo el
tiempo. Garland es mi jefe desde el comienzo, hace ya tres años.
—Por lo que él me dijo,
llegaron juntos, en grupo, a la Tierra. Y eso no fue hace tres años, sino unos
pocos meses.
—Entonces en algún momento
existió un Garland auténtico —respondió Phil Resch—, que fue reemplazado —su
rostro delgado se torció, esforzándose por comprender—. En caso contrario, debo
pensar que me han colocado un sistema de falsa memoria, y que mi idea de tres
años con Garland es un recuerdo impreso —su cara estaba convulsionada por el
creciente sufrimiento—. Pero sólo a los androides les ponen memorias sintéticas;
el método se ha revelado ineficaz en los seres humanos.
El ascensor se detuvo. Las
puertas se abrieron. Al frente se encontraba el mínimo aeropuerto del
departamento policial. La única presencia era la de los coches aéreos
aparcados.
—Este es mi coche —dijo
Phil Resch abriendo la puerta y urgiendo a Rick a entrar. Sentado ante los
mandos encendió el motor y un momento más tarde se elevaban con dirección al
norte, hacia la Opera. Resch, preocupado, conducía impulsado por sus reflejos.
Su atención estaba centrada en una serie de reflexiones cada vez más sombrías.
—Escuche, Deckard —dijo de
repente—. Después de retirar a Luba Luft querría que usted...
Usted sabe —su voz ronca y
atormentada estalló—: Que me aplique el test de Boneli o el de empatía. Tengo necesidad
de saber.
—Podemos ocuparnos de eso
más tarde —respondió evasivamente Rick.
—No quiere hacerlo,
¿verdad? —Phil Resch lo miró con perspicacia—. Pienso que usted sabe cuál será
el resultado. Algo le ha dicho Garland, algún hecho que yo ignoro.
—Va a ser difícil incluso
para los dos juntos resolver el caso de Luba Luft. Yo solo jamás podría.
Deberíamos atender a eso antes que nada.
—No es solamente una falsa
memoria —dijo Resch—. Yo tengo un animal, no un seudoanimal sino uno verdadero,
una ardilla. Y quiero a esa ardilla, Deckard. Todas las mañanas le doy de comer
y limpio su jaula. Y por la noche, cuando vuelvo del trabajo, la dejo en
libertad en mi piso y ella corre por todas partes. Tiene una rueda en la jaula.
¿Alguna vez ha visto correr una ardilla dentro de una rueda? Corre y corre, y
la rueda gira, pero la ardilla siempre está en el mismo lugar. Y, sin embargo,
a Buffy eso le gusta.
—Supongo que las ardillas
no son muy inteligentes —dijo Rick.
Continuaron el viaje en
silencio.
12
En la Opera les informaron
que el ensayo había terminado, y que la señorita Luft se había marchado.
—¿Dijo a donde pensaba ir?
—preguntó Phil Resch, mostrando su carnet policial.
El hombre, un tramoyista,
lo examinó.
—Fue al museo. Dijo que
deseaba ver la exposición de Eduard Munch, que termina mañana.
Pero Luba Luft termina hoy,
pensó Rick.
Mientras ambos caminaban
por la acera hacia el museo, Phil Resch dijo:
—¿Qué quiere usted apostar?
Seguro que ha huido. No la encontraremos.
—Tal vez —respondió Rick.
Llegaron al museo,
averiguaron en qué piso estaba la exposición de Munch y subieron. Muy pronto se
encontraron vagando entre pinturas y grabados. Había mucha gente, incluso un
grupo de escolares. La voz aguda de la maestra se escuchaba por todas las
salas, y Rick pensó: Esa es la voz, y la figura, que debería tener un andrillo.
Y no las de Rachael Rosen o Luba Luft. O el hombre —o la cosa— que iba a su
lado.
—¿Ha visto alguna vez un
andrillo que tuviera un animal? —preguntó Phil Resch.
Por alguna razón oscura
Rick sentía la necesidad de ser brutalmente sincero. Quizás había empezado a
prepararse para la tarea que le esperaba.
—En dos casos que he
conocido, los androides tenían y cuidaban animales. Pero es muy raro.
Por lo que sé, suele
fallar. El andrillo es incapaz de mantener al animal con vida. Los animales
exigen un ambiente de cariño, excepto los reptiles y los insectos.
—¿Y una ardilla necesita
una atmósfera de amor? Porque Buffy está espléndida y lustrosa como una nutria.
La peino día por medio.
Phil Resch se detuvo ante
un cuadro al óleo; mostraba a una criatura pelada y oprimida, con una cabeza
semejante a una pera invertida, que apretaba sus manos horrorizadas contra sus
oídos, con la boca abierta en un vasto grito mudo. Las olas encrespadas de su
dolor, los ecos del grito, ocupaban el espacio que la rodeaba. El hombre, o la
mujer, estaba encerrado dentro de su propio aullido. Se cubría los oídos para
protegerse de su propia voz. La criatura estaba de pie en un puente, y no había
nadie más. Gritaba a solas. Aislada por el grito o a pesar de él.
—También hay un grabado con
este tema —observó Rick, leyendo la tarjeta colocada debajo de la pintura.
—Se me ocurre que así deben
sentirse los androides —dijo Phil Resch, y trazó en el aire los ecos, visibles
en la pintura, del grito de la criatura—. Yo no me siento así, por lo tanto
quizá no sea un...
Se interrumpió porque
varias personas se acercaban a ver el cuadro.
—Allí está Luba Luft —Rick
la señaló, y Phil Resch abandonó sus oscuros pensamientos y defensas. Ambos
avanzaron hacia ella a paso mesurado, tomándose su tiempo, como si nada. Era
vital, en todo caso, que mantuvieran un aire trivial. Había que proteger a
cualquier precio, incluso el de perder la presa, a los seres humanos
inconscientes de la presencia de androides. Luba Luft sostenía un catálogo
impreso; vestía unos brillantes pantalones que se afinaban hacia los tobillos,
y un chaleco dorado y pintado. Parecía absorta en un cuadro, el dibujo de una
jovencita sentada al borde de una cama, con las manos unidas y expresión de
asombro y de un pánico nuevo y creciente.
—¿Quiere que se la compre?
—le preguntó Rick a Luba Luft, cogiéndole suavemente el brazo. Le expresaba así
que se había apoderado de ella, y que no le era preciso esforzarse para
detenerla. Del otro lado, Phil Resch le apoyó en el hombro una mano en la que
resaltaba el bulto de un tubo láser. Resch no pensaba correr riesgos, después
de lo sucedido con Garland.
—No está en venta —Luba
Luft lo miró distraída, luego intensamente, cuando lo reconoció.
Su mirada se torno opaca y
los colores abandonaron su rostro, que adoptó un tono cadavérico, como si ya
hubiera empezado a pudrirse, como si su vida se hubiese retirado a un recóndito
lugar en su interior, dejando su cuerpo abandonado a la ruina.
—Señorita Luft —respondió
Rick—, éste es el señor Resch. Phil Resch, le presento a la célebre cantante de
ópera Luba Luft. El policía que me arrestó es un androide, como su jefe.
¿Conocía usted al inspector Garland? Me dijo que habían venido juntos en la
misma nave, en grupo.
—El departamento policial
adonde usted llamó —explicó Phil Resch— y que funciona en un edificio de la
calle Mission, es aparentemente el centro orgánico que utiliza su grupo para
mantenerse en contacto. Y hasta se sienten suficientemente confiados para
contratar a un cazador de bonificaciones humano. Es evidente...
—¿Usted? —dijo Luba Luft—.
Usted no es humano. No más que yo: también es un androide.
Hubo una pausa y Phil Resch
dijo en voz grave y controlada:
—Ya nos ocuparemos de eso a
su debido tiempo —luego se dirigió a Rick—. Llevémosla a mi coche.
Los tres, con Luba en el
centro, se dirigieron hacia el ascensor. Luba Luft no se movía por su propia
voluntad, pero tampoco se resistía de un modo activo. Parecía resignada. Rick
había visto esto en otros androides, en situaciones graves. La energía
artificial que los animaba declinaba cuando se les exigía demasiado. En algunos
casos, pues en otros, esa energía estallaba con furia. Los androides tenían,
como él sabía, el deseo innato de pasar inadvertidos. En el museo, rodeada de
gente, Luba Luft probablemente no intentaría nada. El verdadero encuentro, sin
duda el último para ella, ocurriría en el coche, donde nadie pudiera verla.
Allí era posible que se liberara violentamente de sus inhibiciones. Rick se
preparó, sin pensar por el momento en Phil Resch. Tal como él mismo había
dicho, ya habría que ocuparse de eso a su tiempo. Al final del pasillo, junto a
los ascensores, había un pequeño puesto donde vendían copias y libros de arte.
Luba se detuvo.
—Un momento —le dijo a
Rick; el color había retornado a su rostro, en parte, y una vez más parecía
vivir..., al menos momentáneamente—. Cómpreme una reproducción de la obra que
estaba mirando cuando me encontraron; la de la chica sentada en la cama.
Después de una pausa. Rick se dirigió a la vendedora, una mujer de mediana
edad, con la quijada prominente y el pelo gris sujeto por una redecilla.
—¿Tiene una reproducción de
Pubertad, de Munch?
—Sólo en el libro de la
obra completa —respondió la vendedora, cogiendo el hermoso volumen satinado—.
Veinticinco dólares, señor.
—Lo llevaré.
—Mi sueldo no alcanza
para... —dijo Phil Resch.
—Yo lo compraré —respondió
Rick. Pagó a la mujer y dio el libro a Luba—. Vamos.
—Se lo agradezco mucho
—dijo Luba mientras entraban en el ascensor—. Hay algo misterioso y conmovedor
en los seres humanos. Un androide jamás habría hecho eso —miró glacialmente a
Phil Resch—. A él no se le habría ocurrido —su mirada era de verdadera
hostilidad y aversión—. La verdad es que no me gustan los androides. Desde que
llegué de Marte, mi vida ha consistido en imitar a los seres humanos, en hacer
lo que hacen las mujeres humanas, imaginando que tenía sus impulsos y
pensamientos, tratando de asemejarme a lo que considero una forma de vida
superior. A usted, Resch, ¿no le ocurre lo No trata de...
—No puedo tolerarlo —dijo
Phil Resch, buscando algo en su abrigo.
—No —dijo Rick. Trató de
cogerle la mano, pero Resch retrocedió y lo evitó. El test de Boneli, recordó
Rick.
—Ha admitido que es una
androide —dijo Resch—. No tenemos por qué esperar.
—Pero retirarla sólo porque
lo ha agredido... Déme eso mismo —dijo Rick, tratando de apoderarse del tubo
láser, que siguió en la mano de Resch, quien se desplazó en el pequeño ascensor
para eludirlo, y con la atención concentrada exclusivamente en Luba Luft—. Está
bien —agregó—. Retírela, mátela. Demuéstrele así que ella ha dicho la verdad
—se interrumpió al advertir que Resch pensaba realmente hacerlo—. ¡Espere!
Phil Resch disparó,
mientras Luba Luft, en un gesto de frenético terror, giraba, trataba de
apartarse, caía. El rayo erró, pero cuando Resch bajó su arma perforó
silenciosamente un pequeño agujero en el estómago de la cantante. Luba empezó a
gritar, agazapada contra la pared del ascensor. Como la chica del dibujo, pensó
Rick. Y la remató con su propio tubo láser. El cuerpo cayó hacia delante, boca
abajo, en montón. Ni siquiera se estremeció.
—Podría haberse quedado con
el libro —dijo Resch—. Le ha costado...
—¿Cree usted que los
androides tienen alma? —interrumpió Rick, viendo que Phil Resch lo miraba aún
más asombrado y con la cabeza ladeada. Luego continuó—: Puedo permitirme
comprar ese libro. Hoy he ganado tres mil dólares, y aún no he terminado.
—Pero a Garland lo maté yo,
no usted —dijo Phil Resch—. Usted simplemente estaba allí. Y a Luba también le
disparé.
—Pero no podrá cobrar el
dinero, ni en su departamento policial ni en el nuestro. Cuando lleguemos a su
coche le haré el test de Boneli o el de Voigt-Kampff, y entonces veremos. Pese
a no estar incluido en mi lista —con manos temblorosas abrió su cartera, y
buscó en las arrugadas copias al carbón—. No, no está. Así que legalmente no
puedo perseguirlo. En todo caso reivindicaré el retiro de Garland y el de Luba
Luft.
—¿Está seguro de que soy un
androide? ¿Es eso realmente lo que Garland le dijo?
—Eso es lo que Garland me
dijo.
—Quizá mentía —observó Phil
Resch—. Para separarnos. Para que estuviéramos como ahora.
Es una tontería permitir
que algo nos distancie. Y usted tiene razón acerca de Luba Luft: no debí de
haber perdido la serenidad. Debo ser demasiado sensitivo... O quizás, eso es
natural en un cazador de bonificaciones. Tal vez usted reacciona del mismo
modo. Por otra parte, tendríamos que haber retirado a Luba Luft de todas
maneras, media hora más tarde. Sólo media hora. Y no habría tenido tiempo de
mirar el libro que usted le regaló. Y que no debió destruir. Eso fue un
despilfarro. No comprendo, no es razonable.
—Abandonaré este oficio
—dijo Rick.
—¿Para hacer... qué?
—Cualquier cosa. Seguros,
como Garland, según el informe. O emigraré. Sí —afirmó—. Me iré a Marte.
—Pero alguien tiene que
hacer esto.
—Pueden emplear androides.
Sería mucho mejor. Yo ya no puedo, he hecho demasiado. Luba era una cantante
maravillosa, todo el planeta podía disfrutar de sus dotes. Esto es una locura.
—Es necesario. Recuerde que
han matado a seres humanos para escapar. Recuerde que si yo no lo hubiera
sacado del departamento policial de la calle Mission, lo habrían matado. Por
eso me llamó Garland, por eso hizo que fuera a su despacho. Y Polokov, ¿no
estuvo a punto de matarlo? ¿Y Luba Luft? Estamos actuando para defendernos.
Ellos están en nuestro planeta, son extranjeros ilegales, criminales que se
disfrazan de...
—De policías —dijo Rick—.
De cazadores de bonificaciones.
—Pues..., aplíqueme el test
de Boneli. Quizá Garland haya mentido. Yo creo que lo ha hecho; una memoria
falsa no puede ser tan buena. ¿Y mi ardilla?
—Sí, su ardilla. Me había
olvidado.
—Si soy un andrillo y usted
me mata —dijo Phil Resch—, puede quedarse con mi ardilla. Se la dejaré en
herencia, con un documento firmado.
—Los andrillos no pueden
dejar nada en herencia. No poseen cosa alguna.
—Entonces quédesela —dijo
Resch.
—Quizás acepte —respondió
Rick. El ascensor había llegado a la planta baja y las puertas se abrieron—.
Llamaré a un patrullero para que lleven el cuerpo al laboratorio. Le harán el
análisis de médula. Quédese aquí, con Luba —buscó una cabina, entró, puso una
moneda con las manos temblorosas y marcó el número. Mientras tanto, la gente
que esperaba el ascensor se reunía curiosa en torno de Phil Resch y del cuerpo
de Luba Luft. Había sido una cantante maravillosa, se dijo después de llamar.
No comprendo cómo un don semejante puede ser un riesgo para la sociedad. Pero
no era su don; era ella misma el riesgo. Como Phil Resch. El representa la
misma amenaza y por las mismas razones. De modo que no puedo marcharme ahora,
concluyó Rick. Salió de la cabina, se abrió paso entre la gente hasta el
ascensor, donde estaban Phil y la figura caída de la muchacha. Alguien la había
cubierto con un abrigo. No era el de Resch. El estaba a un lado, fumando
vigorosamente un pequeño cigarro gris.
—Espero de todo corazón que
sea usted un androide —dijo Rick.
—Me odia, de verdad —dijo
Phil Resch, sorprendido—. Y es ahora, repentinamente; no me odiaba en la calle
Mission, cuando le salvé la vida.
—Veo una estructura. La
manera en que mató a Garland, la manera en que mató a Luba.
Usted no mata como yo, no
trata de —ya sé por qué—. A usted le gusta matar, lo único que necesita es un
pretexto. Si tuviera un pretexto me mataría a mí. Por eso le gustó la
posibilidad de que Garland fuera un androide: así podía matarlo. Me pregunto
qué hará si fracasa en el test de Boneli. ¿Se matará? A veces, los androides lo
hacen.
Era una situación extraña.
—Sí, yo me encargaré de
hacerlo —repuso Phil Resch—. Usted sólo tendrá que hacerme el test.
Llegó un patrullero. Dos
policías descendieron, vieron la multitud reunida y se abrieron camino. Uno de
ellos reconoció y saludó a Rick. Ahora podemos irnos, pensó él. Finalmente,
nuestra tarea aquí está terminada.
Volvió con Resch a la
Opera, en cuyo terrado se encontraba el coche aéreo.
—Le daré mi tubo láser
—dijo Resch—. Así no tendrá que preocuparse por mis reacciones, ni por su
seguridad personal —entregó el arma a Rick, quien la aceptó.
—¿Y cómo se mataría?
—preguntó Rick.
—Conteniendo la
respiración.
—Por Dios —dijo Rick—. No
es posible.
—En los androides, el
nervio vago no puede actuar automáticamente, como en los seres humanos. ¿No se
lo enseñaron durante su instrucción? Yo lo aprendí hace años.
—Pero... morir de esa...
manera —protestó Rick.
—Es indolora. ¿Qué tiene de
particular?
—Es...
Rick hizo un gesto vago,
incapaz de hallar palabras.
—Y, además, no creo que lo
necesite. Subieron al terrado de la Opera y al coche aéreo de Phil Resch.
—Me gustaría que empleara
el test de Boneli —dijo Resch, ya sentado ante los mandos, cerrando la puerta.
—No puedo. No sé cómo se
hace el cómputo —en verdad, pensó Rick, tendría que confiar en él para
interpretar los datos. Y eso estaba fuera de la cuestión.
—¿Me dirá la verdad?
—preguntó Phil Resch—. Si soy un androide, ¿me lo dirá?
—Por supuesto.
—Porque realmente quiero
saberlo. Debo saberlo —Phil Resch volvió a encender su cigarro, y cambió de posición
en su asiento, tratando de acomodarse. Pero no podía—. ¿Le gustaba de verdad el
dibujo de Munch que Luba Luft estaba mirando? —preguntó—. A mí no me interesa
el realismo en el arte. Me gusta Picasso y...
—Pubertad es una obra de
1894 —respondió brevemente Rick—. En esa época sólo se conocía el realismo,
conviene tenerlo en cuenta.
—Pero el otro, el del
hombre que se cubría las orejas y gritaba... Ese no es figurativo.
Rick abrió su cartera y
empezó a preparar su equipo.
—Complicado —observó Phil
Resch—. ¿Cuántas preguntas tiene que hacer para obtener resultados?
—Seis o siete —le dio el
disco adhesivo a Phil Resch—. Póngaselo en la mejilla. Que quede firme. Y esta
luz —dirigió el haz—. Debe quedar enfocada en el ojo. Trate de no mover la
pupila.
—Movimientos reflejos —dijo
Resch—. Pero usted no mide la dilatación, por ejemplo. Es decir, no tiene en
cuenta la reacción a un estímulo físico. Sólo a las preguntas. Es lo que
llamamos, respuesta de titubeo.
—¿Cree que podría
controlarla?
—No. En algún momento,
podría ser. Pero no la amplitud inicial: eso está fuera de control consciente.
Si no fuera así... —se interrumpió—. Adelante. Perdone que hable demasiado.
Estoy nervioso.
—Hable todo lo que quiera
—repuso Rick. Hasta la muerte. Si eso le agrada, se dijo. A él no le importaba.
—Si soy un androide
—continuó Phil Resch, recuperará usted la fe en la raza humana. Pero como no lo
creo, le sugiero que empiece a definir una ideología capaz de justificar que...
—La primera pregunta —dijo
Rick. Todo estaba en orden; las agujas de ambos medidores temblaban—. El tiempo
de reacción es un factor, así que conteste lo antes que pueda. Eligió de
memoria una pregunta para comenzar. El test estaba en marcha. Al concluir, Rick
permaneció un momento en silencio. Luego reunió su equipo y lo metió de nuevo
en la cartera.
—Puedo leer el resultado en
su cara —dijo Phil Resch, con absoluto y crispado alivio—. Está bien. Puede
devolverme el arma —extendió la mano con la palma hacia arriba.
—Es evidente que tenía
usted razón acerca de los motivos de Garland —dijo Rick—. Deseaba
distanciarnos, como usted dijo —se sentía física y psicológicamente agotado.
—¿Ha logrado establecer una
ideología que me incluya como miembro de la especie humana? —preguntó Resch.
—Hay un defecto en su
capacidad empática —dijo Rick—, pero no hace al test. Se refiere a sus
sentimientos hacia los androides.
—Por supuesto que no hace
al test.
—Tal vez deberíamos
incluirlo —jamás había pensado en ello anteriormente. Nunca había sentido
empatía hacia los androides que mataba. Suponía que, para su mente, un androide
era una máquina inteligente. Igual que para su conciencia. Y, sin embargo,
observaba una diferencia en Phil Resch, y sentía instintivamente que él tenía
razón. ¿Empatía hacia un aparato artificial? ¿Hacia algo que meramente pretende
estar vivo? Sin embargo, Luba Luft parecía auténticamente viva. No tenía aire
de simulación.
—Ya se imaginará usted el
resultado —observó calmosamente Phil Resch—. Si incluyéramos a los androides entre
los objetos de identificación empática, como hacemos con los animales...
—No podríamos defendemos.
Es obvio. Los modelos
Nexus-6..., caerían sobre nosotros y nos aplastarían. Usted, yo, y todos los
cazadores de bonificaciones estamos entre los Nexus-6 y la humanidad, somos la
barrera que los mantiene apartados. Además... —se interrumpió al advertir que
Rick volvía a extraer su equipo—. Creí que el test había terminado.
—Quiero formularme una
pregunta a mí mismo —dijo Rick—. Usted me leerá el registro de las agujas. Sólo
la medida, yo puedo interpretarla —colocó el disco adhesivo en su mejilla, y
dispuso el haz de luz de modo que cayera sobre su ojo—. ¿Está preparado? Mire
los medidores. No tendré en cuenta el tiempo transcurrido, sólo me interesa la
magnitud.
—Muy bien, Rick.
—Rick dijo en voz alta:
—Desciendo en un ascensor
con un androide que he capturado. De repente, sin aviso, alguien lo mata.
—No hay respuesta notable
—dijo Phil Resch.
—¿Qué indican las agujas?
—La izquierda 2,8 y la
derecha 3,3 —Rick continuó:
—Un androide hembra.
—Ahora están en 4,0 y 6,0
respectivamente.
—Es bastante significativo
—dijo Rick; se quitó el disco adhesivo y apagó el haz de luz—. Es una respuesta
claramente empática. Aproximadamente la misma que muestran los seres humanos
ante la mayoría de las preguntas, con la única excepción de las más
exageradas..., las que se refieren a pieles humanas usadas como adorno, por
ejemplo, y que exponen situaciones verdaderamente patológicas.
—Y eso, ¿qué significa?
—Soy capaz de sentir
empatía por ciertos androides —respondió—. No por todos, sino específicamente
por... uno, o dos —por Luba Luft, desde luego, se dijo. En definitiva, me he
equivocado. No hay nada de antinatural ni de inhumano en las reacciones de Phil
Resch. El problema soy yo.
Me pregunto si algún ser
humano ha experimentado esto con un androide. Naturalmente, quizá no vuelva a
ocurrir. Es posible que sea una anomalía vinculada con mis sentimientos, por
ejemplo, acerca de La flauta mágica. O de la voz de Luba, o de su profesión. Lo
cierto es que jamás le había ocurrido, al menos conscientemente. Ni con
Polokov, ni con Garland, por ejemplo. Y si Phil Resch hubiese sido un androide,
habría podido matarlo sin la menor emoción, especialmente después de la muerte
de Luba.
Estaba en juego la
diferencia entre los verdaderos seres humanos y los objetos humanoides. Pero en
el ascensor del museo, se dijo Rick, yo estaba entre dos criaturas, una humana
y otra androide... Y mis sentimientos eran exactamente opuestos a lo previsto,
a lo que estoy acostumbrado a experimentar. A lo que debo sentir.
—Está en un aprieto,
Deckard —dijo Phil Resch. Parecía divertido.
—¿Qué es esto? —preguntó
Rick.
—Sexo —respondió Phil
Resch.
—¿Sexo?
—Luba Luft era físicamente
atractiva. ¿Nunca le había ocurrido antes? —Phil Resch rió—. Me han enseñado
que es un problema básico para los cazadores de bonificaciones. ¿No sabe,
Deckard, que los hombres de las colonias suelen tener amantes androides?
—Eso no es legal —replicó
Rick, que conocía las normas al respecto.
—Por supuesto que no.
Muchas variaciones de la sexualidad no lo son. Y la gente las practica igual.
—¿Y si se trata de amor, y
no de sexo?
—El amor es un nombre del
sexo.
—Como el amor al país
—insistió Rick—, o a la música.
—Si es amor a una mujer, o
a una imitación androide, es sexo. Despierte y enfréntese con usted mismo,
Deckard. Lo que quería era irse a la cama con un tipo femenino de androide. Ni
más ni menos. Yo también he sentido eso en cierta ocasión, cuando acababa de
iniciarme en el oficio. No se preocupe: curará. Sólo que en esta ocasión ha
invertido usted el orden. No tendría que matarla, o estar presente cuando la
mataban, y sentirse físicamente atraído después. Trate de que sea al revés.
Rick lo miró.
—Que me acueste con ella
primero...
—Y la mate después —dijo
lacónicamente Phil Resch, siempre con su sonrisa dura.
Es un buen cazador de
bonificaciones, se dijo Rick. Su actitud lo demuestra. Pero..., ¿lo soy yo?
Por primera vez en su vida
empezaba a dudarlo.
13
Como un arco de puro fuego,
John R. Isidore atravesaba el cielo de la tarde mientras retornaba a su casa.
Me pregunto si todavía estará allí, se dijo. En ese viejo piso de kippel,
mirando al Amigo Buster en la TV, y temblando de miedo cada vez que creía oír
pasos en el pasillo. Incluso los míos. Había pasado por una tienda de mercado
negro. A su lado en el asiento había una bolsa llena de cosas deliciosas como
queso de soja, melocotones maduros, queso blando y maloliente, que se mecían
cuando aceleraba o frenaba con su coche aéreo. Como esa tarde estaba nervioso,
conducía algo erráticamente. Y su coche recientemente reparado tosía y
trastabillaba como antes de enviarlo a componer. Maldición, pensó Isidore.
El olor de los melocotones
y el queso fluctuaba en el interior del coche y llenaba de placer su nariz. En
esos raros productos había invertido dos semanas de salario, que había pedido
adelantadas al señor Sloat. Además, debajo del asiento, donde no podía rodar ni
romperse, había una botella de Chablis. Isidore la había tenido guardada en un
depósito de seguridad del Bank of América, sin venderla pese a las ventajosas
ofertas recibidas para el caso de que alguna vez apareciese una chica. Lo cual
no había ocurrido hasta el momento.
El terrado de su edificio,
desierto, lleno de desperdicios, le deprimió como de costumbre. Mientras
descendía y entraba en el ascensor limitó su visión periférica, para
concentrarse en los valiosos objetos que llevaba: la bolsa y la botella, para
no resbalar y precipitarse en un abismo económico. Cuando el ascensor llegó,
crujiendo, no bajó hasta su piso sino al nivel inferior donde residía ahora la
nueva ocupante, Pris Stratton. Llamó a su puerta golpeando con el borde de la
botella de vino, mientras su corazón latía locamente.
—¿Quién es? —a pesar de que
la puerta la amortiguaba, la voz era clara. Y su tono asustado era, sin
embargo, agudo como una navaja.
—Quien le habla es J. R.
Isidore —dijo, con la nueva autoridad que había adquirido recientemente merced
al videófono del señor Sloat—. Traigo algunas cosas buenas, y pienso que
podríamos organizar juntos una cena bastante razonable.
La puerta se entreabrió un
poco. No había luces en el interior. Pris examinó el oscuro pasillo.
—Parece usted diferente
—dijo—. Más adulto.
—He tenido que realizar
algunos asuntos de rutina durante mis horas de trabajo. Lo normal.
—Si me permite usted
pasar...
—Igual puede hablar —sin
embargo, dejó la puerta suficientemente abierta para que él pudiera entrar. Y
al ver lo que él traía, dejó escapar una exclamación. En su rostro se encendió
una traviesa y exuberante alegría que, casi de inmediato, fue reemplazada por
una letal amargura. Sus facciones parecían vaciadas en concreto y la alegría se
desvaneció.
—¿Qué ocurre? —preguntó
Isidore. Dejó bolsa y botella en la cocina y regresó deprisa al lado de la
chica. En tono monocorde, Pris respondió:
—No puedo apreciar esto.
—¿Por qué?
—Oh —se encogió de hombros,
con las manos metidas en los bolsillos de su falda pesada y bastante
anticuada—. Algún día se lo diré —alzó la mirada—. De cualquier modo, ha sido
usted muy amable. Ahora me gustaría que se marchara; no estoy de ánimos para
ver a nadie —se movió hacia la puerta de la sala de modo casual; arrastraba los
pies y parecía agotada, como si sus reservas de energía se hubieran terminado.
—Yo sé qué le ocurre —dijo
él.
—¿Sí? —abrió la puerta; su
voz iba tornándose aún más gastada, seca y estéril.
—No tiene amigos. Está
mucho peor que cuando la vi más temprano; y eso es porque...
—Tengo amigos —en su voz
surgió una súbita autoridad.
Recobró la energía—. O al
menos los tenía. Siete. Era suficiente para empezar, pero ahora los cazadores
de bonificaciones han tenido tiempo de iniciar su tarea. De modo que algunos de
ellos, quizá todos, estarán muertos —fue hacia la ventana, miró la oscuridad y
las pocas luces diseminadas aquí y allá—. Tal vez sea la única sobreviviente de
nosotros ocho.
—¿Qué es un cazador de
bonificaciones?
—Ah, sí. Se supone que la
gente lo ignora. Un cazador de bonificaciones es un asesino profesional al que
se le da una lista de personas que debe matar. Se le paga una suma: tengo
entendido que la tarifa corriente es de mil dólares por cada una. Y normalmente
trabaja para el ayuntamiento, de modo que recibe también un salario, que se
mantiene bajo para que el hombre tenga un incentivo.
—¿Está usted segura?
—preguntó Isidore.
—Sí.
—¿... quiere decir, de que
tiene un incentivo?
—Pues sí, lo tiene. Le gusta
hacer lo que hace.
—Eso no es posible
—respondió Isidore. Jamás había oído hablar de una cosa semejante. Por ejemplo,
el Amigo Buster nunca lo había mencionado—. No concuerda con la actual ética
merceriana —señaló—. Todas las vidas son una; «ningún hombre es una isla», como
dijo Shakespeare una vez.
—No; John Donne.
Isidore hizo agitadamente
un gesto.
—Es lo peor que he oído
decir. ¿No puede llamar a la policía?
—No.
—¿Y la están siguiendo?
¿Alguien puede venir aquí, a matarla? —estaba comprendiendo por qué la chica se
mostraba tan reservada—. No me extraña que tenga miedo y que no desee ver a
nadie —pero pensó: debe ser una alucinada, una psicótica con delirios de
persecución. Daño cerebral provocado por el polvo radiactivo... Quizá sea una
especial—. Yo los atacaré primero —dijo.
—¿Con qué? —la muchacha
sonrió suavemente, mostrando sus dientes suaves, blancos, parejos.
—Conseguiré una licencia
para usar un rayo láser. No es difícil cuando uno vive aquí, donde no hay
nadie. La policía no patrulla y se supone que todo el mundo debe defenderse
solo.
—¿Y cuando esté en su
trabajo?
—Pediré vacaciones.
—Muchas gracias, J. R. Isidore.
Pero si los cazadores de bonificaciones han cogido a los demás, a Max Polokov,
a Garland, a Luba, a Hasking y a Roy Baty —se interrumpió—, Roy e Irmgard
Baty... Si ellos han muerto, ya nada me importa. Son mis mejores amigos. ¿Por
qué no he recibido noticias de ellos? —dejó escapar una furiosa maldición. En
la cocina, Isidore encontró fuentes, boles, vasos polvorientos, sin uso desde
hacía largo tiempo. Empezó a lavarlos en el fregadero dejando correr el agua
caliente coloreada por la herrumbre, hasta que se aclaró. Pris apareció y se
acercó a la mesa. El abrió la botella de Chablis, y repartió los melocotones,
el queso, el tufu.
—¿Qué es eso? —dijo ella,
señalando.
—Está hecho de soja. Me
gustaría tener un poco de... —se interrumpió, ruborizado—. Antes se comía con
salsa de carne.
—Esos son los errores que
cometen los androides —murmuró Pris—. Por eso se delatan —se acercó a Isidore,
se detuvo a su lado y le pasó el brazo por la cintura sorpresivamente,
oprimiéndose contra él por un segundo—. Quiero un poco de melocotón —dijo, y
cogió delicadamente con sus largos dedos una tajada mórbida y resbalosa de
color entre naranja y rosado. Mientras se la comía empezó a llorar; frías
lágrimas bajaban por sus mejillas y caían sobre su pecho. Como Isidore no sabía
qué hacer, continuó en la repartición de los alimentos—. Al diablo con todo
—agregó Pris, apartándose de él y empezando a caminar lentamente, a pasos
medidos, por la habitación, le contaré. Nosotros vivíamos en Marte. Por eso he
podido conocer a los androides —su voz temblaba, pero logró continuar.
Obviamente era muy importante para ella tener alguien con quien conversar.
—Y las únicas personas que
usted conoce en la Tierra —dijo Isidore—, son sus amigos inmigrantes.
—Nos conocíamos antes del
viaje; vivíamos todos cerca de Nueva Nueva York. Roy Baty e Irmgard tenían una
farmacia; él es farmacéutico y ella se ocupa de cremas y cosméticos. Las
mujeres de Marte están obligadas a usar una cantidad de acondicionadores de la
piel. Y yo —vaciló—, tomaba las drogas que me daba Roy. Al principio las
necesitaba porque... De todos modos es un lugar horrible —con un gesto violento
indicó sus habitaciones—. Usted piensa que yo sufro porque me siento sola. Pero
esto no es nada: todo Marte es un lugar solitario. Mucho peor.
—Y los androides, ¿no son
una compañía? He oído un anuncio... Yo creía que los androides ayudaban
—Isidore se sentó y comió, ella alzó su vaso de vino y bebió inexpresivamente.
—Los androides también se
sienten solos —respondió Pris.
—¿Le gusta el vino?
—Es muy bueno —Pris apoyó
el vaso sobre la mesa.
—Es la primera botella que
veo en tres años.
—Volvimos —continuó ella—,
porque nadie debería vivir allá. No ha sido nunca un lugar habitable, al menos
durante el último billón de años. Es tan viejo..., uno siente esa terrible
vejez en las mismas piedras. Al principio, Roy me daba drogas. Yo lograba
sobrevivir merced a un nuevo analgésico sintético, la silenicina. Y conocí
entonces a Horst Hartman, que tenía una tienda de sellos, de viejos sellos de
correo. Hay mucho tiempo disponible y uno necesita un hobby, algo que ocupe
infinitamente la atención. Y Horst logró que yo me interesara por la ficción
pre-colonial.
—¿Quiere decir, libros
antiguos?
—Narraciones de viajes
espaciales, escritas antes de los viajes espaciales.
—¿Y cómo podía haber
narraciones antes de...?
—Los escritores sabían.
—Pero, ¿en qué se fundaban?
—En la imaginación. Muchas
veces se equivocaban. Por ejemplo, contaban que Venus era una jungla
paradisíaca con enormes monstruos y mujeres con corazas brillantes —Pris lo
miró—. ¿No le gusta la idea? ¿Mujeres de largas trenzas rubias y refulgentes
placas pectorales del tamaño de melones?
—No —respondió Isidore.
—Irmgard es rubia, pero
pequeña —continuó Pris—. Pues bien, sea como fuere, es posible ganar fortunas
con el contrabando de ficción pre-colonial, de revistas, libros y películas, a
Marte. No hay cosa más excitante que leer historias de ciudades y empresas
industriales inmensas o de una colonización verdaderamente lograda. Uno se imagina
cómo podría haber sido todo. Cómo habría tenido que ser Marte. Los canales...
—¿Canales? —Isidore
recordaba oscuramente haber leído algo al respecto. Antiguamente se creía que
había canales en Marte.
—Cruzaban el planeta en
todas direcciones —siguió Pris—. Y otros cuentos hablan de seres infinitamente
sabios, de otras estrellas. Y otros de la Tierra en el futuro, en nuestra
época, y más adelante. Cuando ya no haya más polvo radiactivo.
—Y leer eso, ¿no hace que
uno se sienta peor? —preguntó Isidore.
—No —respondió
sencillamente Pris.
—¿Ha traído algún material
de lectura pre-colonial? —pensó que podía leer algo.
—Aquí no tiene valor, no
está de moda. Y de todas maneras, las bibliotecas están repletas.
Nosotros lo conseguimos
así; se roba en las bibliotecas de la Tierra y se envía por cohete automático a
Marte. Y una está vagando por el espacio, a la noche, y ve de improviso un
destello, y un cohete llega y se abre y de su interior se derraman las viejas
revistas de ficción pre-colonial. Una fortuna. Y por supuesto, las leemos antes
de venderlas —cada vez le entusiasmaba más el tema—. Y de todas...
Un golpe en la puerta.
Palideciendo, Pris susurró:
—No puedo abrir. No haga
ruido, no se mueva —intentó escuchar—. Me pregunto si cerré la puerta —dijo en
voz casi inaudible—. Espero que sí —sus ojos, muy grandes, se fijaron en él,
como si le rogaran que convirtiera su deseo en realidad.
Una voz distante dijo:
—Pris, ¿estás aquí?
—Somos Irmgard y Roy —dijo
una voz de hombre—. Recibimos tu mensaje.
Pris se puso de pie, fue
hasta el dormitorio, y reapareció con papel y lápiz. Volvió a sentarse y
rasguñó unas palabras:
VAYA A LA PUERTA
Isidore, nerviosamente,
cogió el lápiz y escribió:
¿QUE LES DIGO?
Pris respondió:
VEA SI DE VERDAD SON ELLOS.
Isidore se dirigió a la
sala. ¿Cómo haré para saber si son ellos? Abrió la puerta. Había dos personas.
Una mujer pequeña, de ojos azules y pelo rubio claro, con un encanto que
evocaba el de Greta Garbo. El hombre era más alto; sus ojos eran inteligentes
pero sus achatados rasgos mongólicos le daban un aire brutal. La mujer vestía
un abrigo a la moda, altas botas brillantes y pantalones; el hombre llevaba una
camisa arrugada y unos pantalones manchados, como si buscara deliberadamente un
aspecto vulgar. Le sonrió a Isidore, pero sus ojos pequeños, brillantes, eran
huidizos.
—Estamos buscando... —dijo
la rubia pequeña, y en ese momento miró más allá de Isidore y su rostro se
iluminó de felicidad. Pasó velozmente al lado del hombre, exclamando—: ¡Pris!
¿Cómo estás?
Isidore se volvió. Las dos
mujeres se abrazaban. Se hizo a un lado, y entró el sombrío y corpulento Roy
Baty, con su sonrisa torcida e inexpresiva.
14
—¿Podemos hablar? —dijo
Roy, señalando a Isidore. Pris, vibrante de júbilo, respondió:
—Sí. Hasta cierto punto
—luego se dirigió a Isidore—: Perdón —se apartó con los Baty para decirles algo
en voz baja. Luego los tres regresaron y se acercaron a J. R. Isidore, que se
sentía incómodo y fuera de lugar—. Os presento al señor Isidore —dijo Pris—,
que ha estado cuidándome —las palabras estaban teñidas de una ironía casi
maliciosa, que hizo parpadear a Isidore—. ¿Veis? Me ha traído comida natural.
—Comida —repitió Irmgard
Baty mientras trotaba ágilmente hacia la cocina para averiguar de qué se
trataba—. Melocotones —dijo, mientras cogía un bol y una cuchara. Dedicó una
sonrisa a Isidore y comió a pequeños bocados, voraces y animales. Su sonrisa
era distinta de la de Pris. Contenía una sencilla calidez y carecía de
connotaciones veladas. Isidore la siguió a la cocina, atraído.
—Viene de Marte..., ¿no?
—Sí, abandonamos la partida
—su voz subía y bajaba de tono; sus ojos azules, perspicaces, como de pájaro,
centelleaban—. Este edificio es horrible. No vive nadie más, ¿verdad? No hemos
visto otras luces.
—Vivo arriba —dijo Isidore.
—Ah, pensé que vivía con
Pris —no había desaprobación en la voz de Irmgard Baty. Sólo enunciaba un
hecho.
—Cogieron a Polokov —dijo
Roy Baty con amargura, pero sin dejar de sonreír.. E inmediatamente en el
rostro de Pris se desvaneció la alegría de haber encontrado a sus amigos.
—¿Ya alguien más?
—A Garland —continuó Roy
Baty—. Y a Anders y a Gitchel y hoy mismo, hace un rato, a Luba —dejaba caer
las noticias como si perversamente le complaciera hacerlo—. No creía que
pudieran sorprender a Luba. ¿Recuerdas que te lo dije en la nave?
—De modo que quedamos...
—Sólo nosotros tres —agregó
Irmgard, como urgida.
—Y por eso hemos venido
—dijo Roy Baty en voz cálida y sonora. Cuanto peor era la situación, más a
gusto parecía sentirse. Isidore no comprendía por qué.
—Dios mío —respondió Pris,
afligida.
—Primero fue un
investigador, un cazador de bonificaciones llamado Dave Holden —dijo Irmgard, y
su boca parecía escupir veneno—. Polokov estuvo a punto de matarlo.
—A punto —repitió Roy. Su
sonrisa era inmensa.
—Y ahora está en el
hospital —continuó Irmgard—, ese Holden. Pero sin duda le dieron su lista a
otro cazador de bonificaciones, a quien Polokov también atacó, pero la cosa
terminó con la muerte de Polokov. Y después el nuevo cazador persiguió a Luba.
Esto lo sabemos porque ella logró comunicarse con Garland; él envió a una
persona que capturó al cazador de bonificaciones y lo llevó al edificio de la
calle Mission. Luba nos llamó después de que el hombre de Garland se llevara al
cazador. Estaba segura de que todo marcharía bien y de que Garland lo mataría.
Pero es evidente que algo anduvo mal en Mission. No sabemos qué, y tal vez
jamás lo sabremos.
—Y el nuevo cazador de
bonificaciones, ¿tiene nuestros nombres? —preguntó Pris.
—Lo más probable es que sí,
querida —respondió Irmgard—. Pero no sabe dónde estamos.
Roy y yo no volveremos a
nuestro apartamento. Tenemos en el coche todo lo que pudimos meter, y estamos
decididos a instalarnos en uno de los pisos abandonados de este inmundo
edificio.
—¿Y eso será lo mejor?
—preguntó Isidore, reuniendo su valor—. ¿Estar todos en el mismo lu-lugar?
—Bueno, han atrapado a
todos los demás —dijo Irmgard, con serenidad. También ella parecía resignada a
pesar de su agitación superficial. Todos eran extraños, pensó Isidore. Lo
sentía, pero no podía explicárselo. Como si sus procesos mentales estuvieran
afectados por un peculiar y maligno carácter abstracto. Excepto Pris, en todo
caso, que estaba verdaderamente asustada. Pris parecía casi natural, pero...
—¿Por qué no te quedas con
él? —dijo Roy—. Podría darte alguna protección.
—¿Un cabeza de chorlito?
—exclamó Pris—. Yo no voy a vivir con un cabeza de chorlito.
—Me parece una tontería que
te pongas snob en un momento como éste —respondió rápidamente Irmgard—. Los
cazadores de bonificaciones se mueven velozmente. Quizá trate de atacar esta
noche, quizá le den un premio especial si termina con nosotros antes de...
—Por Dios, cerremos la
puerta —dijo Roy, al tiempo que lo hacía con un golpe de la mano.
Luego dio vuelta la llave—.
Pris, lo mejor es que te instales con Isidore, y que Iran y yo nos quedemos en
el mismo edificio. Así podremos ayudarnos mutuamente. Tengo en el coche algún
equipo electrónico que traje de la nave. Instalaré un par de micrófonos para
que tú puedas oírnos, y nosotros a ti, y un sistema de alarma que cualquiera de
los cuatro pueda poner en marcha. Es evidente que las identidades sintéticas no
han funcionado, ni siquiera la de Garland. Desde luego, Garland metió la cabeza
en el lazo cuando llevó a ese cazador de bonificaciones al edificio de la calle
Mission. Fue un error. Y Polokov, en lugar de permanecer lo más lejos posible
del cazador, fue a su encuentro. Nosotros no haremos nada de eso: nos
quedaremos escondidos. Parecía que no sentía la menor preocupación. El
angustioso aprieto sólo excitaba en él una crepitante energía casi maníaca.
—Pienso... —continuó.
Inspiró con fuerza, y atrajo la atención de todo el mundo, incluso de Isidore—.
Pienso que si estamos vivos es por una razón. Porque si él tuviera alguna idea
de dónde estamos, ya habría aparecido. Para cazar bonificaciones hay que
trabajar rápido. En eso radica la eficacia.
—Si se demora —continuó
Irmgard, acordando—, podemos escapar, como hemos hecho ahora. Creo que Roy
tiene razón. Debe saber nuestros nombres, pero no nuestra situación. Pobre
Luba... En la Opera, totalmente en descubierto, no era difícil atraparla.
—Ella lo quiso así —observó
Roy—. Pensaba que estaría más segura si se convertía en una figura pública.
—Tú le dijiste lo
contrario.
—Sí —reconoció Roy—. Y
también le aconsejé a Polokov que no adoptara el rol de un hombre de la WPO. Y
le dije a Garland que uno de sus cazadores de bonificaciones lo descubriría,
como es muy probable que haya ocurrido —se mecía sobre sus talones; su rostro
tenía expresión de profundidad.
—Entiendo po-por lo que ha
dicho, señor Baty —dijo Isidore—, que usted es el lí-líder natural del grupo.
—Sí, es nuestro líder —dijo
Irmgard.
—El organizó el viaje de
Marte a la Tierra —explicó Pris.
—Entonces —continuó
Isidore—, será mejor hacer lo que él sugiere —su voz estaba llena de tensión y
de esperanza—. Sería espléndido, Pris, que viniera a vivir conmigo. Yo podría
dejar de ir a trabajar durante un par de días, para estar seguro de que todo
marcha bien —y tal vez Milt, que era muy hábil, podría construir un arma. Algo
ingenioso, capaz de matar a los cazadores de bonificaciones, sean como fueran.
El tenía una impresión distinta, oscuramente vislumbrada, de un ser despiadado
que llevaba un arma y una lista impresa, y desempeñaba mecánica,
burocráticamente la tarea de matar. Un ser sin emociones y ni siquiera un
rostro. Y que cuando moría era inmediatamente reemplazado por otro similar. Y
así sucesivamente, hasta que murieran todas las personas vivas y reales.
Es increíble que la policía
no pueda hacer nada, pensó. No puedo creerlo. Esta gente tiene que haber hecho
algo. Quizás han regresado ilegalmente a la Tierra. La TV pide que denunciemos
cualquier nave que aterrice fuera de los aeropuertos aprobados. Seguramente la
policía los busca por algo como eso. Pero aún así, ya no se mataba
deliberadamente a nadie. Era contrario al Mercerismo.
—Creo que le gusto al
cabeza de chorlito —dijo Pris.
—No lo llames así, Pris
—reprochó Irmgard, mirando compasivamente a Isidore—. Piensa cómo podría
llamarte él a ti. Pris no respondió. Su expresión se tornó enigmática.
—Empezaré a colocar los
micrófonos —dijo Roy—. Irmgard y yo nos quedaremos aquí. Tú, Pris, te
instalarás con... el señor Isidore —se dirigió a la puerta, con movimientos
sorprendentemente veloces para un hombre de tal corpulencia. La abrió con
violencia y en ese instante Isidore tuvo una extraña y breve alucinación: vio
una estructura de metal, una caja de poleas, circuitos, baterías, engranajes, y
luego la desaliñada figura de Roy Baty reapareció. Isidore estuvo a punto de
reír, sofocó nerviosamente el impulso y se sintió aturdido.
—Un hombre de acción
—observó Pris, abstraída—. Es una lástima que no tenga más habilidad manual con
las cosas mecánicas.
—Si nos salvamos —contestó
Irmgard en tono severo—, será gracias a Roy.
—¿Valdrá la pena? —dijo
Pris para sí misma. Luego se encogió de hombros y se dirigió a Isidore—. Está
bien, J. R. Me iré a su casa y podrá protegerme.
—A todos vosotros
—respondió Isidore de inmediato. En tono formal y solemne, Irmgard le dijo:
—Quiero que sepa, señor
Isidore, que se lo agradecemos mucho. Pienso que es usted el primer amigo que
hemos encontrado en la Tierra. Su actitud es muy noble, y ojalá podamos pagarle
algún día —se acercó a él y lo cogió del brazo.
—¿No tiene alguna novela
pre-colonial que pueda leer?
—¿Eh? —Irmgard Baty miró
inquisitivamente a Pris.
—Esas revistas viejas
—respondió Pris. Había reunido algunas cosas para llevarse e Isidore las cogió
en sus brazos, con la peculiar alegría de haber alcanzado una meta.
—No, J. R. No trajimos
ninguna, por las razones que le expliqué.
—Ma-mañana iré a una
bi-bib-lioteca —dijo, mientras salían al pasillo—. Y traeré algunas, para que
tenga algo en qué entretenerse además de esperar. Condujo a Pris a su propio
apartamento, escaleras arriba, oscuro, vacío, tibio y cerrado. Puso en el
dormitorio las cosas de la muchacha, y encendió inmediatamente las luces, la
calefacción y la TV con su único canal.
—Me gusta —dijo Pris en el
mismo tono distante mientras recorría el lugar con las manos metidas en los
bolsillos de su falda y una expresión de desagrado que no concordaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Nada —se detuvo ante la
ventana, descorrió las cortinas y miró hacia fuera.
—Si piensa que la están
buscando... —empezó Isidore.
—Es todo un sueño —dijo
Pris—. Provocado por las drogas que me dio Roy.
—¿Cómo?
—¿Usted cree realmente que
los cazadores de bonificaciones existen?
—El señor Baty dijo que
habían matado a sus amigos.
—Roy Baty es tan loco como
yo —respondió Pris—. Nuestro viaje ha sido desde un hospital mental de la Costa
Este hasta aquí. Somos todos esquizofrénicos, con vidas emocionales
defectuosas. Achatamiento de los afectos, le llaman a eso. Y tenemos
alucinaciones de grupo.
—Ya me parecía que no era
cierto —dijo él, con alivio.
—¿Y por qué le parecía?
Pris giró y lo miró intensamente. Su examen fue tan riguroso que Isidore
enrojeció.
—Po-porque esas cosas no
pueden ocurrir. El go-gobierno nunca mata a nadie, por ningún crimen. Y el
Mercerismo...
—Pero si usted no es humano
—dijo Pris—, todo es diferente.
—No es cierto. Incluso los
animales, incluso las anguilas y los topos y las arañas y las serpientes son
sagrados.
—Así que no puede ocurrir,
¿verdad? —dijo Pris, que continuaba mirándolo fijamente—. Como usted dice,
incluso los animales están protegidos por la ley. Toda forma de vida. Cualquier
cosa orgánica que repta o se agita o cava trincheras o vuela o pone huevos o...
—se interrumpió cuando Roy Baty abrió bruscamente la puerta y entró arrastrando
unos cables.
—Los insectos son
especialmente sagrados —dijo Roy, sin mostrarse incómodo por haberlos oído.
Quitó un cuadro de la pared de la sala, puso en el clavo un pequeño objeto
electrónico, retrocedió, lo miró y volvió a colocar el cuadro en su lugar—.
Ahora la alarma —recogió el cable, que conducía a un complejo aparato. Con su
sonrisa discordante lo mostró a Pris y a John Isidore—. La alarma. Estos cables
quedarán ocultos debajo de la alfombra; son antenas que pueden registrar la
presencia de —vaciló— una entidad mental que no sea ninguno de nosotros cuatro.
—Entonces suena —dijo
Pris—, ¿y qué? Tendrá un arma. No podemos caer sobre él y morderlo hasta que
muera.
—Esto contiene una unidad
Penfield —continuó Roy—. Cuando la alarma entra en funcionamiento irradia un
estado de ánimo, y en este caso el intruso sentirá pánico, salvo en el caso de
que actúe con gran rapidez. Un pánico terrible. El volumen está en el punto
máximo. Ningún ser humano podrá permanecer más de unos segundos. El terror
conduce a una huida a ciegas, a movimientos circulares al azar, a espasmos
musculares y neurales. Y esto nos dará la oportunidad de atacarlo. Tal vez.
Todo depende de su capacidad...
—Y la alarma, ¿no nos
afectará? —preguntó Isidore.
—Es verdad —dijo Pris a Roy
Baty—. Afectará a Isidore.
—Y con eso, ¿qué?
—respondió Roy, mientras instalaba el sistema—. Los dos saldrán corriendo de
aquí, aterrorizados. Eso nos dará igualmente tiempo para reaccionar. Y no
matarán a Isidore, porque no está en su lista. Por eso podemos aprovechar su
protección.
—¿No puedes hacer nada
mejor, Roy? —dijo bruscamente Pris.
—No —contestó él—. No
puedo.
—Qui-quizá yo pueda
co-conseguir un arma ma-mañana —dijo Isidore.
—¿Estás seguro de que la
presencia de Isidore no activará la alarma? —preguntó Pris —Después de todo, él
es..., sabes...
—He compensado sus
emanaciones mentales —explicó Roy—. La suma no alcanza para activar el sistema.
Es necesaria la presencia de otro humano. Otra persona —rectificó con el seño
fruncido, mirando a Isidore, consciente de lo que había dicho.
—Ustedes son androides
—dijo Isidore; no le importaba, le era igual—. Y ahora comprendo por qué los
persiguen —agregó—. En realidad, no son seres vivos —todo tenía sentido para
él: los cazadores de bonificaciones, la muerte de sus amigos, el viaje a la
Tierra, todas aquellas precauciones...
—Cuando usé la palabra
«humano» —dijo Roy Baty—, me equivoqué.
—Es verdad, señor Baty.
Pero para mí es lo mismo. Quiero decir, yo soy un especial. A mí tampoco me
tratan demasiado bien. Por ejemplo, no puedo emigrar —dijo Isidore, hablando
muy deprisa—. Ustedes no pueden venir aquí, yo no... Después de una pausa, Roy
Baty dijo lacónicamente:
—No le gustaría Marte. No
se pierde usted nada.
—Me preguntaba cuánto tardaría
usted en darse cuenta —le dijo Pris a Isidore—. Somos diferentes, ¿verdad?
—Eso es lo que perdió a
Garland y a Max Polokov —afirmó Roy Baty—. Estaban tan neciamente seguros de
que podían pasar inadvertidos... Y Luba también.
—Son intelectuales —dijo Isidore;
había comprendido, y eso lo excitaba y envanecía—. Piensan de modo abstracto
—gesticulaba y hablaba atropelladamente—, y no... Yo querría tener una
inteligencia igual. Entonces podría pasar el test y no sería un cabeza de
chorlito. Yo creo que son seres superiores. Podría aprender mucho de ustedes.
Después de una pausa, Roy
Baty dijo:
—Terminaré de conectar la
alarma.
—Todavía no comprende cómo
salimos de Marte —dijo Pris en voz aguda y sonora—. Ni lo que hicimos allá.
—Lo que no podíamos dejar
de hacer —gruñó Roy. Irmgard Baty estaba en la puerta. Lo advirtieron cuando
habló.
—No creo que sea necesario
preocuparse por el señor Isidore —dijo sinceramente. Se acercó a él y lo miró
en la cara—. A él tampoco lo tratan demasiado bien, como nos ha dicho. Y no le
importa lo que hemos hecho en Marte. Nos conoce, no le disgustamos, y la
aceptación emocional es todo para él. Para nosotros, es difícil comprenderlo.
Sin embargo, así es —y agregó para él, acercándosele mucho y sin dejar de
mirarlo—: Podría ganar mucho dinero si nos denuncia, ¿lo comprende? —se volvió
y se dirigió a su marido—. ¿Ves? Comprende perfectamente, pero no dirá nada.
—Usted es un gran hombre,
Isidore —dijo Pris—. Un crédito para su raza.
—Si fuera un androide, nos
denunciaría a eso de las diez de mañana, antes de ir a trabajar —dijo Roy—.
Estoy lleno de admiración —su tono era indescifrable, por lo menos para
Isidore—. Y nosotros imaginábamos que éste era un mundo enemigo, un planeta de
caras hostiles —su risa parecía un ladrido.
—Yo no tengo miedo —declaró
Irmgard.
—Pues tendrías que tener
miedo hasta las suelas de tus zapatos —respondió Roy.
—Votemos —sugirió Pris—.
Como hacíamos en la nave cuando no estábamos de acuerdo.
—Está bien —dijo Irmgard—.
No diré nada más. Pero si dejamos esto, no creo que encontremos otro ser humano
que nos acoja y nos ayude. El señor Isidore es un... —buscó la palabra.
—Especial —completó Pris.
15
Solemnemente procedieron a
la votación.
—Nos quedaremos aquí
—afirmó Irmgard, resueltamente—. En este apartamento, en este edificio.
—Yo voto porque matemos al
señor Isidore y nos vayamos a otro lugar —dijo Roy Baty; su mujer, él mismo, y
John Isidore, miraron tensos a Pris.
—Yo voto porque nos
quedemos —dijo en voz baja—. Creo que el valor de J. R. para nosotros supera el
peligro de que sepa la verdad. Es evidente que no podemos vivir entre los
humanos sin ser descubiertos. Eso fue lo que terminó con Polokov, con Garland,
Luba, Anders. Con todos.
—Tal vez ellos hicieron lo
mismo que nosotros —sugirió Roy Baty—: confiar en algún ser humano que les
parecía diferente. O como has dicho tú, especial.
—No podemos saberlo
—respondió Irmgard—. Eso es sólo una conjetura. Yo creo que ellos andaban por
ahí —hizo un gesto—, o cantaban en un escenario..., como Luba. Nosotros
confiamos... Te diré en qué cosa confiamos y nos traiciona, Roy. En nuestra
maldita inteligencia superior —miró a su marido; sus senos altos y pequeños
subían y bajaban con rapidez—. Somos tan inteligentes..., maldito sea, Roy. Tú
estás cometiendo el mismo error...
—Creo que Irm tiene razón
—dijo Pris.
—De modo que confiaremos
nuestras vidas a un infradotado —Roy no terminó la frase, y luego cedió—. Estoy
cansado. Ha sido un largo viaje, Isidore —dijo sencillamente—. Y no hemos
estado mucho tiempo aquí, infortunadamente.
—Espero contribuir a que
vuestra estancia en la Tierra sea agradable —dijo Isidore, feliz.
Estaba seguro de poder... Además, le parecía algo
espléndido, la culminación de toda su vida. Y de la nueva autoridad que había
asumido ese mismo día en su trabajo, ante el videófono...
Apenas concluidas sus
tareas de esa tarde, Rick Deckard voló al mercado de animales. Las tiendas de
los grandes vendedores de animales, con sus enormes escaparates y sus
fantásticos letreros, ocupaban varias manzanas. La novedosa y horrible
depresión que había sufrido antes, temprano, no se había disipado aún. Pero ver
lo animales y tratar con los vendedores podía perforar esa depresión, crear en
ella una falla que le permitiría asirla y exorcizarla. En otros tiempos, ver
animales y enterarse de las costosas ventas le había sido de gran ayuda. Quizá
también ocurriera ahora.— Sí, señor —dijo un joven vendedor elegantemente
vestido, mientras Rick miraba los animales expuestos con una especie de manso
asombro—. ¿Ha visto algo que le agrade?
—Muchos me agradan
—respondió Rick—. Lo que me preocupa es el precio.
—Usted puede elegir la
forma de compra —dijo el vendedor—. Me indica qué quiere llevarse a casa y cómo
quiere pagar. Yo le llevaré la propuesta al gerente de ventas y haré que la
apruebe.
—Tengo tres mil en efectivo
—al final de la jornada, el departamento le había pagado su bonificación—.
¿Cuánto vale esa familia de conejos?
—Señor, si usted puede
hacer un pago inicial de tres mil, podría también ser propietario de algo
bastante mejor que un par de conejos. ¿Qué le parece una cabra?
—Nunca me han gustado mucho
las cabras.
—¿Puedo preguntarle si esto
significa para usted, un nuevo punto de vista en materia de precios?
—Bueno, normalmente no
poseo tres mil dólares —respondió Rick.
—Eso es lo que pensé,
señor, cuando usted habló de conejos. Lo malo es que todo el mundo tiene un
conejo. Y me gustaría que ascendiese usted a la clase de los poseedores de
cabras, como considero justo. Con franqueza, usted me parece aún mucho más que
un poseedor de cabras.
—¿Qué ventajas tiene una cabra?
El vendedor de animales
dijo:
—La ventaja específica de
una cabra es que se le puede enseñar a embestir a cualquier persona que intente
robarla.
—Salvo que le disparen un
hipnodardo y los ladrones desciendan por la escalinata de un coche aéreo
suspendido... El vendedor, impertérrito, continuó:
—La cabra es leal. Posee un
alma libre que ninguna cárcel puede contener. Y hay, además, otra ventaja, que
quizá no recuerde usted: con frecuencia, cuando se hace una inversión en un
animal, se descubre cualquier mañana que ha comido algo radiactivo y ha muerto.
A una cabra no le afectan los alimentos cuasi-contaminados; puede comer
eclécticamente, incluso cosas que matarían a una vaca o un caballo, y más
específicamente, a un gato. Consideramos que, puesto que se trata de una
inversión a largo plazo, una cabra, y en particular una hembra, ofrece ventajas
incomparables a todo propietario de animales verdaderamente serio.
—¿Es una hembra? —Rick
había visto una gran cabra negra en el centro de su jaula. Se dirigió hacia
ella, seguido por el vendedor.
—Sí, es una hembra. Una
cabra negra, nubia, muy grande, como puede ver. Es una verdadera competidora en
el mercado de este año, señor. Y la tenemos en oferta a un precio muy atractivo
y muy, muy bajo.
Rick extrajo su arrugado
ejemplar del Sidney y buscó el precio de lista de la cabra nubia negra.
—¿Pagará usted en efectivo?
—preguntó el vendedor—. ¿O entrega como parte de pago un animal usado?
—Efectivo —respondió Rick.
El vendedor escribió un
precio en un papel y se lo mostró casi furtivamente a Rick.
—Es demasiado —dijo Rick,
escribiendo en el mismo papel una cifra más modesta.
—No podríamos vender una
cabra por ese precio —protestó el vendedor mientras escribía otra cifra—. Esta
cabra no tiene todavía un año. Su expectativa de vida es muy elevada —le mostró
la cantidad a Rick.
—Trato hecho.
Firmó el contrato y los
documentos aplazados, entregó sus tres mil dólares —todas las bonificaciones
que había ganado— corno aporte inicial, y se encontró junto a su coche aéreo
mientras los empleados de la tienda cargaban a bordo una gran cesta con la
cabra. Ahora soy dueño de un animal, se dijo. Un animal vivo, no eléctrico...
Por segunda vez en mi vida.
Le estremecía el gasto, la
deuda asumida. Pero tenía que hacerlo, se dijo. La experiencia con Phil
Resch... Debo recuperar mi confianza, mi fe en mí mismo y en mi capacidad. De
lo contrario, no podré conservar mi trabajo.
Con manos temblorosas elevó
su coche al cielo y se dirigió a su casa. Irán se enfadará, pensó. La
responsabilidad la abrumará. Y como ella es la que está todo el día en casa,
gran parte del mantenimiento quedará en sus manos. Nuevamente se sintió
angustiado. Cuando aterrizó en el terrado de su casa se quedó un momento en su
asiento, tratando de componer mentalmente una justificación verosímil. Es por
mi trabajo, pensó, por el prestigio. No podíamos seguir con esa oveja
eléctrica: minaba mi moral. Quizá pueda decirle eso a Irán. Descendió con esfuerzo,
jadeando, bajó la cesta del asiento trasero al suelo. La cabra se movió y los
miró con ojos brillantes, pero no emitió sonido alguno. Rick fue a su
apartamento, y siguió el familiar camino por los pasillos hasta su puerta.
—Hola —dijo Irán, atareada
con la cena, desde la cocina—. ¿Por qué llegas tan tarde?
—Ven al terrado —le dijo—.
Quiero mostrarte una cosa.
—Has comprado un animal
—Irán se quitó el delantal, alisó su cabello en un gesto maquinal y salió con
él. Ambos caminaban con pasos largos y alegres—. Deberías haberme llevado a
comprarlo contigo —susurró—. Tengo derecho a participar en la decisión... Es la
compra más grande que nunca...
—Quería darte una sorpresa
—respondió Rick.
—Has ganado alguna
bonificación —dijo ella.
—Sí. He retirado tres
andrillos —entraron en el ascensor y se acercaron un poco a Dios.
—Tenía necesidad de comprar
esto —explicó—. Hoy hubo algo que no marchó bien, me refiero al retiro de los
andrillos. Y no podré continuar si no tengo un animal —el ascensor llegó al
terrado y entonces guió a su mujer en la oscuridad de la noche hacia la pequeña
dehesa. Encendió las luces que mantenían todos los ocupantes del edificio en
comunidad, y silenciosamente señaló a la cabra mientras espiaba su reacción.
—Oh, Dios mío —dijo
suavemente Irán. Avanzó hacia la cesta, miró el interior, y luego giró en
torno, para ver la cabra desde todos los ángulos—. ¿Es real? —preguntó—. ¿No es
falsa?
—Absolutamente real
—respondió él—. Si no me han engañado —pero eso no solía suceder.
La multa por falsificación
era enorme: dos veces y media el valor total del animal auténtico—. No, no me
han engañado.
—Es una cabra —dijo Irán—.
Una cabra nubia negra.
—Y es hembra —observó
Rick—. De modo que más adelante podremos cruzarla, tendremos leche y con ella
haremos queso.
—¿No podemos sacarla?
¿Ponerla junto a la oveja?
—Tiene que estar atada, al
menos por unos días. —Irán dijo, en voz baja y extraña:
—«Mi vida es amor y
placer». Es una canción vieja, muy vieja, de Josef Strauss. ¿Recuerdas?
La primera vez que nos
encontramos —le puso delicadamente una mano en el hombro, se apretó contra él y
lo besó—. Mucho amor y placer.
—Gracias —respondió Rick,
abrazándola.
—Bajemos a agradecerle a
Mercer. Luego volveremos y le pondremos un nombre. Tiene que tener un nombre. Y
quizá puedas encontrar una soga para atarla.
Bill Barbour, el vecino,
que estaba atendiendo y peinando a su yegua Judy, les dijo:
—Es hermosa esa cabra,
Deckard. Buenas noches, señora Deckard. Felicitaciones. Quizá tenga cabritos...
Y cambiaría mi potrillo por un par de cabritos...
—Gracias —contestó Rick.
Siguió a Irán hacia el ascensor—. ¿Sirve esto para curar tu depresión?
—preguntó—. Cura la mía.
—Naturalmente. Ahora
podemos reconocer que la oveja es falsa.
—No es indispensable —observó
él, cautelosamente.
—Pero podemos —insistió
Irán—. Ahora no tenemos nada que ocultar. Lo que siempre hemos querido se ha
hecho realidad. ¡Es un sueño! —una vez más se irguió en puntas de pie y lo
besó; su respiración ansiosa le cosquilleaba en el cuello. Luego oprimió el
botón del ascensor.
Rick sintió una especie de
advertencia. Algo le hizo decir:
—No bajemos todavía.
Quedemonos con la cabra. Podemos sentarnos y mirarla, y quizá darle algo de
comer. Me dieron un saco de avena para comenzar. Y deberíamos leer el manual de
cuidado de las cabras; lo incluyeron sin cargo... Podríamos llamarla
Euphemia... El ascensor había llegado. Irán entró en él.
—Espera, Irán —dijo Rick.
—Sería inmoral no fundirse
con Mercer en acto de gratitud —dijo Irán—. Hoy cogí las asas de la caja y
vencí un poco mi depresión. Un poco, no como ahora. Pero de cualquier modo
recibí una pedrada, aquí —alzó la muñeca y mostró a Rick un pequeño moretón
oscuro—. Y recuerdo que pensé en cuánto mejor estamos cuando nos fundimos con
Mercer. A pesar del dolor. Duele físicamente, pero estamos espiritualmente
juntos. Sentí a todos los demás que, en todo el mundo, se fundían en ese
momento —retuvo abierta la puerta del ascensor—. Ven Rick. Será sólo un
momento. Casi nunca te fundes. Y hoy querría que transmitieras a todos los
demás el ánimo en que te encuentras. Es algo que les debes; sería inmoral que
te lo guardaras para ti.
Tenía razón, por supuesto.
De modo que entró en el ascensor, y ambos fueron a su piso.
En el living, Irán encendió
la caja de empatía con el rostro animado por una alegría creciente.
Como una luna nueva.
—Quiero que todos lo sepan
—dijo—. Una vez me ocurrió: me fundí y alguien acababa de adquirir un animal. Y
otro día —sus rasgos se oscurecieron por un instante; el placer se había
disipado—, sentí a una persona cuyo animal había muerto. Otros tenían alegrías
que compartir... Yo no tenía ninguna, como sabes; pero eso reanimó a esa
persona. Uno puede llegar hasta un suicida en potencia; lo que uno tiene, lo
que uno siente, puede...
—Ellos recibirán nuestra
alegría —replicó Rick—, pero nosotros cambiaremos lo que sentimos por lo que
ellos sienten y la perderemos.
La pantalla de la caja de
empatía mostraba una corriente de vivos colores sin forma; conteniendo la
respiración, Irán cogió con fuerza las asas.
—No perderemos realmente lo
que sentimos, si lo tenemos claramente en el espíritu. Nunca has sentido del
todo la fusión, ¿verdad, Rick?
—Supongo que no —contestó.
Pero por primera vez comprendía el bien que la gente como Irán recibía del
Mercerismo. Probablemente, su experiencia con el cazador de bonificaciones Phil
Resch había alterado alguna diminuta sinapsis de su cerebro, había cerrado una
conexión neural y abierto otra; tal vez esto había iniciado una reacción en
cadena—. Irán —dijo enérgicamente, apartándola de la caja—. Escucha; quiero
hablarte de lo que me ha ocurrido hoy —la condujo hasta un diván y le indicó
que se sentara—. Conocí a otro cazador de bonificaciones. Uno que no conocía, y
a quien aparentemente le gusta matar a los androides. Y por primera vez,
después de estar con él, los empecé a ver de otra manera. Quiero decir que yo,
antes, los veía como él. «Me hice el test, una pregunta, y pude verificar que
he empezado a empatizar con los androides». ¿Comprendes lo que eso significa?
Tú misma lo dijiste esta mañana, «esos pobres andrillos». Así que sabes de qué
estoy hablando. Y por eso compré la cabra. Jamás lo había sentido antes. Podría
ser una depresión como las tuyas. Ahora comprendo cómo sufres cuando estás deprimida.
Yo pensaba que te gustaba sentirte así, y que siempre podías salir de la
depresión, al menos con ayuda del órgano de ánimos. Pero cuando la depresión es
muy profunda, no te importa. Sientes apatía, porque has perdido toda sensación
de valor. Y no te importa sentirte mejor porque, si no tienes valor...
—¿Y tu trabajo? —la dureza
del tono de Irán hizo parpadear a Rick—. Tu trabajo. ¿De cuánto son las cuotas
mensuales?
Pensativo, Rick sacó el
contrato que había firmado y se lo alcanzó.
—Tanto... Dios mío, el
interés —dijo ella—, sólo el interés... Y lo hiciste porque estabas deprimido;
no para darme una sorpresa, como me habías dicho —le devolvió el contrato—.
Está bien; no importa. De todos modos estoy contenta. Me encanta la cabra. Pero
será una carga pesada —se había puesto triste.
—Podría pasar a otro
despacho —dijo Rick—. El departamento se ocupa de unas diez actividades
diferentes. Puedo pedir que me transfieran a robos de animales.
—Pero el dinero de las
bonificaciones... Lo necesitarnos; de lo contrario, se llevarán la cabra.
—Llevaré el contrato de
treinta y seis meses a cuarenta y ocho —cogió un bolígrafo e hizo un rápido
cálculo en el dorso del contrato—. Así sólo tendremos cincuenta y dos con
cincuenta dólares menos por mes.
Sonó el videófono.
—Si no hubiéramos bajado
—dijo Rick—, si nos hubiésemos quedado en el terrado, con la cabra, no
habríamos recibido esta llamada. Irán se dirigió al videófono.
—¿De qué tienes miedo?
Todavía no vendrán a llevarse la cabra —cogió el receptor.
—Es el departamento. Diles
que no he llegado —Rick se dirigió al dormitorio.
—Hola —dijo Irán.
Rick estaba pensando en los
tres androides que debería estar persiguiendo en ese momento, en lugar de haber
vuelto a casa. En la pantalla se había formado el rostro de Harry Bryant, de
modo que era muy tarde para alejarse. Se acercó con los músculos de las piernas
rígidos.
—Sí, está aquí —decía
Irán—. Nos hemos comprado una cabra. ¿Cuándo vendrá a verla, señor Bryant?
—después de una pausa le entregó el receptor a Rick—. Tiene algo urgente que
decirte —luego retornó a la caja de empatía, se sentó ante ella y nuevamente
aferró las asas gemelas. Inmediatamente se concentró.
Rick, con el receptor en la
mano, sintió el alejamiento mental de Irán, y su propia soledad.
—Hola —dijo.
—Tenemos la pista de dos de
los androides —informó Harry Bryant. Llamaba desde su despacho; Rick podía ver
el escritorio conocido, cubierto de documentos y papeles—. Es evidente que
sabían lo ocurrido. Abandonaron la dirección que Dave nos dio y ahora están en...
Un momento —Bryant buscó y encontró la dirección, mientras Rick,
automáticamente, cogía el bolígrafo y el contrato de la cabra.
—Edificio Conapt 3967 «C»
—dijo el inspector Bryant—. Vaya allá tan pronto como pueda.
Debemos suponer que
conocían el retiro de Garland, Luft y Polokov. Por eso se han fugado
ilegalmente.
—Ilegalmente —repitió Rick.
Para salvar sus vidas.
—Irán me contó que se ha
comprado una cabra. ¿Fue hoy mismo? ¿Después del trabajo?
—Mientras regresaba a casa.
—Iré a verla apenas haya
retirado a los androides restantes. Ah, acabo de hablar con Dave. Le hablé de
las dificultades que había tenido usted; le envía sus felicitaciones y le
aconseja que sea más cuidadoso. Dice que los modelos Nexus-6 son más
inteligentes de lo que había previsto... Apenas podía creer que usted hubiese
despachado tres en un solo día.
—Tres son bastante por hoy.
No puedo hacer más. Tengo que descansar.
—Mañana se habrán ido
—señaló el inspector Bryant—. Se marcharán de nuestra jurisdicción.
—No tan pronto...
—Vaya esta misma noche,
antes de que se preparen —insistió Bryant—. No esperarán que usted se mueva tan
rápidamente.
—Me estarán esperando...
—¿Tiene miedo? ¿Por qué
Polokov...
—No tengo miedo —respondió
Rick.
—Entonces, ¿qué ocurre?
—Está bien. Iré —se dispuso
a cortar la comunicación.
—Llámeme apenas tenga
resultados. Estaré en mi despacho.
—Si los retiro, me compraré
una oveja.
—Ya tiene una. Desde que lo
conozco tiene una oveja.
—Es eléctrica —respondió
Rick, y colgó. Esta vez será una verdadera, se dijo. Tengo que tener una, en
compensación.
Irán estaba agachada sobre
la caja negra de empatía, extasiada. Rick permaneció a su lado un momento. Le
apoyó una mano en el pecho, lo sintió subir y bajar, sintió la vida que
palpitaba en Irán, pero ella no se dio cuenta. La fusión con Mercer era, como
siempre le ocurría, completa. En la pantalla, la figura de Mercer, anciano, con
su manto, subía trabajosamente. De repente una piedra voló a su lado. Rick se
dijo: Dios mío, mi situación es peor. Mercer no debe hacer nada ajeno a él;
sufre, pero al menos no se le obliga a violar su propia identidad. Se inclinó,
desprendió suavemente los dedos de Irán de las asas, la apartó y ocupó su
lugar.
Por primera vez en semanas.
Era un impulso, no lo había planeado, simplemente había sucedido. Estaba entre
malezas desoladas. El aire olía a flores rústicas. Era el desierto, donde jamás
llueve.
Había un hombre. En sus
ojos doloridos brillaba una luz piadosa.
—Mercer —dijo Rick.
—Soy tu amigo —dijo el
anciano—. Pero debes continuar tu camino como si yo no existiera.
¿Puedes comprender? —abrió
sus manos vacías.
—No —repuso Rick—. No puedo
comprender. Necesito ayuda.
—¿Y cómo podré salvarte si
no puedo salvarme? —sonrió—. ¿Ves? No hay salvación.
—Entonces, ¿para qué sirve
todo? ¿Para qué estás tú?
—Para demostrarte que no
estás solo —respondió Wilbur Mercer—. Estoy aquí, contigo, y aquí estaré
siempre. Ve y haz tu tarea, aunque sepas que está mal.
—¿Por qué? —preguntó Rick—.
¿Por qué debo hacerla? Dejaré mi trabajo, emigraré.
—Dondequiera que vayas, te
obligarán a hacer el mal —dijo el anciano—. Esa es la condición básica de la
vida, soportar que violen tu identidad. En algún momento, toda criatura
viviente debe hacerlo. Es la sombra última, el defecto de la creación, la
maldición que se alimenta de toda vida, en todas las regiones del universo.
—¿Eso es todo lo que puedes
decirme?
Una piedra silbó en el
aire. Se inclinó, pero le golpeó el oído. Dejó escapar las asas y nuevamente se
encontró en el living de su casa, junto a su esposa y a la caja de empatía. Le
dolía la cabeza por el golpe; se tocó la cara y vio que le caían grandes gotas
brillantes de sangre. Irán, con un pañuelo, las enjugó.
—Creo que me alegro de que
me hayas apartado. No puedo soportar las pedradas. Gracias por recibir el golpe
en mi lugar.
—Me marcho —dijo Rick.
—¿Un trabajo?
—Tres trabajos —cogió el
pañuelo de Irán y se dirigió a la puerta. Se sentía aún mareado y con náuseas.
—Buena suerte —dijo Irán.
—No he recibido nada de esa
caja. Mercer me habló pero no me ayudó. No sabe más que yo; es solamente un
anciano que trepa por una cuesta hasta su muerte.
—¿Y no es ésa la
revelación?
—Yo la conocía de antemano
—dijo Rick, y abrió la puerta—. Hasta luego —salió y cerró.
Conapt 3967 «C», dijo para
sus adentros, leyendo la anotación en el dorso del contrato. Es en los
suburbios... Una zona prácticamente desierta. Buen lugar para esconderse,
excepto por el alumbrado nocturno. Seguiré las luces, pensó.
Un cazador fototrópico,
como la mariposa de la calavera. Y después, nunca más. Haré otra cosa, me
ganaré la vida de otra manera. Estos tres serán los últimos. Mercer tiene
razón: debo acabar con ellos... Sólo que no sé si podré. Dos androides juntos
no son un problema moral sino un problema práctico.
Lo más probable es que no
pueda retirarlos, aunque me lo proponga. Estoy demasiado fatigado y hoy han
ocurrido muchas cosas. Quizá Mercer lo sabía; tal vez pueda preverlo todo. Pero
yo sé a quién pedirle ayuda. A quien me la ha ofrecido antes, aunque yo la haya
rehusado.
Llegó al terrado y un
momento más tarde se encontraba en la cabina de su coche aéreo, a oscuras,
marcando un número.
—Rosen Association —dijo
una recepcionista.
—Rachael Rosen.
—¿Cómo, señor?
—Quiero hablar con Rachael
Rosen.
—¿La señorita Rosen
espera...?
—Naturalmente —respondió.
Esperó.
Unos minutos después el
rostro pequeño y oscuro de Rachael Rosen aparecía en la pantalla.
—Hola, señor Deckard.
—¿Está ocupada ahora o
podemos hablar? —preguntó—. Así como me dijo usted más temprano —no parecía el
mismo día. Una generación debía de haber nacido y declinado desde su
conversación con ella. Y todo el peso, toda la fatiga, se habían concentrado en
su cuerpo. Se sentía agotado. Quizá fuera a causa de la piedra. Con el pañuelo
secó su oreja, que aún sangraba.
—Tiene un corte en la oreja
—dijo Rachael—. Qué vergüenza.
—¿Creía verdaderamente que
no la llamaría, como me dijo?
—Le dije que sin mí, alguno
de los Nexus-6 se le anticiparía.
—Pues estaba equivocada.
—Sin embargo, me llama.
¿Quiere que vaya a San Francisco?
—Esta misma noche.
—Oh, es demasiado tarde.
Iré mañana. Es un viaje de una hora.
—Me han ordenado que los
ataque esta noche —hizo una pausa—. De los ocho quedan tres.
—Tiene aspecto de haberlo
pasado muy mal.
—Si no viene esta noche
—dijo Rick—, iré solo y no podré retirarlos. Me acabo de comprar una cabra
—agregó—. Con las bonificaciones por los tres de hoy.
—Oh, los seres humanos —rió
irónicamente Rachael—. Las cabras huelen mal.
—Los chivos solamente. Lo
leí en el manual de instrucciones.
—Está demasiado cansado
—observó Rachael—. Parece ofuscado. ¿No es una locura que ataque a otros tres
Nexus-6 el mismo día? Nadie ha retirado seis androides en un día.
—Franklin Powers —respondió Rick—. Hace
más o menos un año, en Chicago. Y fueron siete.
—La variedad McMillan Y-4,
obsoleta —recordó Rachael—. Esto es otra cosa... No puedo, Rick. Ni siquiera he
cenado.
—Te necesito —dijo él. Si
no vienes, pensó, voy a morir. Lo sé; Mercer lo sabía; ella también lo sabe. Y
es perder el tiempo pedirle nada a un androide; nada hay que pueda ser
conmovido en su interior.
—Lo siento, Rick, pero esta
noche no. Tiene que ser mañana.
—Venganza de androide.
—¿Porqué?
—Porque te sorprendí con el
test de Voigt-Kampff.
—¿Crees eso, de verdad?
—Rachael tenía los ojos muy abiertos.
—Adiós —dijo Rick, y se
dispuso a colgar.
—Oye —dijo Rachael
rápidamente—. No estás usando tu cabeza.
—Piensas eso porque el
modelo Nexus-6 es más inteligente que los seres humanos.
—No, de verdad no entiendo
—suspiró Rachael—. Estoy segura de que no quieres hacer ese trabajo esta noche,
o tal vez nunca. ¿Quieres que te ayude a retirar a los tres restantes? ¿O que
te convenza de no intentarlo?
—Ven. Ocuparé una
habitación en un hotel.
—¿Porqué?
—Por algo que he oído decir
hoy —respondió Rick, en voz grave—. Acerca de las relaciones entre hombres
humanos y mujeres androides. Ven ya mismo a San Francisco y olvidaré por el
momento a los tres fugitivos. Haremos otra cosa.
Ella lo miró y contestó
bruscamente:
—Está bien. ¿Dónde te encuentro?
—En el St. Francis. Es el
único hotel decente que hay a mitad de camino, en la zona de la bahía.
—No hagas nada hasta que
llegue.
—Sólo ver al Amigo Buster
en la TV, en la habitación. Su artista invitada en los últimos tres días ha
sido Amanda Werner. Me gusta, podría mirarla toda la vida. Sus senos sonríen
—colgó y permaneció inmóvil un momento, con la mente en blanco. Por fin sintió
frío, puso el coche en marcha y voló hacia la parte baja de San Francisco.
Hacia el St. Francis.
16
En la enorme y suntuosa
habitación del hotel, Rick leía las copias al carbón con los informes acerca de
los androides Roy e Irmgard Baty. Esta vez disponía de fotos telescópicas,
borrosas copias 3-D en color que apenas permitían ver los detalles. La mujer
parecía atractiva; Roy Baty era otra cosa. Peor.
Había sido farmacéutico en
Marte, leyó. O al menos había usado esa cobertura.
Probablemente era en
realidad un trabajador manual, un campesino, con aspiraciones de algo mejor.
¿Sueñan los androides?, se
preguntó Rick. Era evidente: por eso de vez en cuando mataban a sus amos y
venían a la Tierra. A vivir una vida mejor, sin servidumbre. Como Luba Luft, a
cantar Don Giovanni y Le nozze en lugar de labrar un campo árido y sembrado de
rocas, en un mundo-colonia básicamente inhabitable.
El informe agregaba:
«Roy Baty tiene un aire
agresivo y decidido de autoridad ersatz. Dotado de preocupaciones místicas,
este androide indujo al grupo a intentar la fuga, apoyando ideológicamente su
propuesta con una presuntuosa ficción acerca del carácter sagrado de la
supuesta Vida de los androides. Además, robó diversos psicofármacos y
experimentó con ellos; fue sorprendido y argumentó que esperaba obtener en los
androides una experiencia de grupo similar a la del Mercerismo que, según declaró,
seguía siendo imposible para ellos.»
La descripción era
patética. Un androide frío, duro, aspiraba a una experiencia que le resultaba
inasequible a causa de un defecto deliberadamente incluido en su diseño. Sin
embargo, Roy Baty no logró preocuparlo mucho. Según las notas de Dave, tenía
cierta cualidad repulsiva. Baty había tratado de lograr la fusión. Como no
pudo, organizó la matanza de varios seres humanos y la fuga a la Tierra. Y
ahora, hoy mismo, había logrado como resultado que del grupo original de ocho
sólo quedaran tres. Y éstos, los miembros principales del grupo ilegal, también
estaban condenados. Si él fracasaba, alguien lo lograría. El tiempo y la marea,
se dijo Rick. El ciclo de la vida y, al final, el último crepúsculo antes del
silencio de la muerte. Un microuniverso completo.
La puerta de la habitación
se abrió violentamente.
—¡Qué vuelo! —dijo Rachael
Rosen, sin aliento. Vestía un largo abrigo sedoso y sostén y shorts de la misma
tela. Traía su enorme bolso de piel, semejante al del cartero, y una bolsa de
papel—. Esta habitación es hermosa —miró su reloj—. Menos de una hora; he
venido deprisa —le dio la bolsa a Rick—. He traído una botella. Bourbon.
—El peor de los ocho está
vivo. El que los organizó —le alcanzó el informe sobre Roy Baty.
Rachael dejó la bolsa en el
suelo y cogió el folio.
—¿Lo has localizado?
—preguntó, después de leer.
—Tengo la dirección de un
edificio en los suburbios. Es un lugar donde sólo puede haber algún especial
deteriorado, un cabeza de chorlito, viviendo su versión de la vida.
—¿Y los demás?
—Son dos mujeres —le dio
los informes, uno acerca de Irmgard Baty, y otro que se refería a un androide
femenino llamado Pris Stratton.
—Oh —dijo Rachael al mirar el
último. Arrojó lejos los folios, fue hasta la ventana y contempló el panorama
de San Francisco—. Pienso que ella podría derrotarte... O tal vez no, tal vez
no te importe —estaba pálida y su voz temblaba. De repente parecía curiosamente
insegura.
—¿Qué quieres decir,
exactamente? —recogió las copias y las estudió. Se preguntaba qué la habría
turbado.
—Abramos el whisky —Rachael
fue con la bolsa de papel al cuarto de baño y regresó con dos vasos. Su aire
inseguro y preocupado no se disipaba. Rick advirtió la rápida lucha interior,
sus veloces pensamientos: se veían en su ceño y en su expresión tensa—. ¿Puedes
abrirlo? —pidió—. Tú comprendes que vale una fortuna... No es sintético, es
auténtico; de antes de la guerra.
Rick cogió la botella, la
abrió y sirvió el bourbon.
—Dime qué te preocupa.
Rachael lo encaró con aire
desafiante.
—Dime tú qué vamos a hacer
en lugar de preocuparnos por esos tres Nexus-6 —se quitó el abrigo y lo llevó
hasta el armario para colgarlo de una percha. Rick tuvo así la primera oportunidad
de contemplarla detenidamente.
Las proporciones de Rachael
eran extrañas. La pesada mata de pelo negro parecía agrandar su cabeza; sus
senos pequeños daban a su cuerpo un aspecto desgarbado y casi infantil. Los
grandes ojos, las largas pestañas eran sin embargo de mujer adulta; allí
terminaba la adolescencia. Rachael se paraba levemente sobre la punta de los
pies, y sus brazos colgaban apenas doblados en la articulación: la actitud de
un cazador alerta, quizás un Cro-Magnon. La raza de los cazadores esbeltos,
pensó. Ni el menor exceso: vientre liso, trasero pequeño, senos aún más
exiguos. El tipo céltico, anacrónico y atractivo. Debajo de sus shorts las
piernas delgadas tenían un carácter neutro, asexuado, sin demasiadas curvas. Y,
sin embargo, la impresión total era de belleza; eso sí, la de una muchacha, no
la de una mujer. Excepto por la mirada aguda e inquieta. Bebió un sorbo. El
sabor y el olor, fuertes, autoritarios, poderosos, se le habían tornado poco
familiares, y tragó con dificultad. En contraste, Rachael apuró tranquilamente
su bourbon. Ahora, sentada en la cama, alisaba el cobertor, ausente. Su
expresión era melancólica. Rick dejó su vaso en una mesilla y se sentó a su
lado. La cama cedió bajo su peso, y Rachael cambió de posición.
—¿Qué es? —preguntó él. Se
apoderó de su mano; estaba fría, levemente húmeda—. ¿Qué te ha turbado?
—Esa última Nexus-6
—respondió Rachael, con cierto esfuerzo—, es el mismo tipo que yo —cogió una
hebra suelta del cobertor y empezó a formar una bolita—. ¿No leíste la
descripción? Podría ser la mía. Tal vez vista y se peine de otra manera. Hasta
puede que lleve una peluca. Pero cuando la veas comprenderás lo que te digo —se
rió sardónicamente—. Menos mal que la asociación explicó que soy una androide.
De otro modo, te enfurecerías al ver a Pris Stratton. O creerías que soy yo.
—¿Y por qué eso te molesta
tanto?
—Dios, estaré contigo
cuando la retires.
—Tal vez no. Quizá no la
encuentre.
—Conozco la psicología de
los Nexus-6 —explicó Rachael—. Por eso puedo ayudarte. Los últimos tres están
juntos. Las dos mujeres rodean a ese androide trastornado que se hace llamar
Roy Baty, y que prepara la defensa definitiva —sus labios se torcieron—. Jesús
—dijo.
—No te entristezcas —dijo
él. Cogió su barbilla aguda, pequeña, ahuecando la palma de la mano, y alzó
suavemente su cabeza hasta que estuvo a su altura. Se preguntaba cómo sería
besar a una androide. Y se inclinó a besar los labios secos de Rachael. No hubo
reacción; ella quedó impasible, como si no le importara. Y, sin embargo, él
sentía que no era así. O tal vez fuera solamente lo que habría querido...
—Si lo hubiera sabido antes
—dijo Rachael—, no habría venido. Me estás pidiendo demasiado. ¿Sabes lo que
siento por esa androide? ¿Por Pris?
—Empatía —aventuró él.
—Algo parecido.
Identificación. Dios mío, piensa en lo que podría ocurrir. En la confusión me
retiras a mí, no a ella. Y Pris regresa a Seattle y vive mi vida. Nunca había
sentido esto antes. Somos máquinas, estampadas como tapones de botella. Es una
ilusión ésta de que existo realmente, personalmente. Soy sólo un modelo de
serie.
Rick no pudo evitar cierta
diversión. Rachael parecía tan morosamente sentimental...
—Las hormigas no sienten lo
mismo —dijo—, y son físicamente idénticas.
—Las hormigas no sienten.
Eso es todo.
—Los gemelos idénticos
humanos; ellos no...
—Pero se identifican
mutuamente. He leído que tienen un lazo empático especial —Rachael se puso de
pie y trajo la botella de bourbon; volvió a llenar su vaso y a beber con
rapidez. Anduvo por la habitación con los hombros caídos durante un momento,
tenía aún el ceño oscuro y fruncido.
Luego, como si se hubiera
deslizado allí por casualidad, se instaló nuevamente en la cama. Pero esta vez
alzó las piernas y se estiró, apoyándose contra las grandes almohadas, suspirando—.
Olvida a los tres andrillos —dijo en voz fatigada—. Estoy cansada, debe ser el
viaje. Y todo lo que ha pasado hoy. Querría dormir —cerró los ojos—. Tal vez,
si me muero —murmuró—, volveré a nacer cuando la Rosen Association fabrique la
próxima unidad de mi subserie —abrió los ojos y miró a Rick con ferocidad—,
¿Sabes realmente por qué he venido? ¿Por qué Eldon y los demás Rosen, los
humanos, querían que estuviera contigo?
—Para observar —respondió
él—. Para saber exactamente qué impide al Nexus-6 aprobar el test de
Voigt-Kampff.
—O diferenciarse de algún
modo. Después elevaré un informe y la Rosen Association modificará los
elementos DNS del baño de cigotas. Y entonces tendremos el modelo Nexus-7. Y
cuando éste sea sorprendido, lo modificarán; y finalmente la empresa tendrá un
tipo imposible de distinguir.
—¿Conoces el test del Arco
Reflejo de Boneli?
—También piensan en los
ganglios de la columna. Algún día el test de Boneli desaparecerá bajo el manto
venerable del olvido —sonreía con inocencia, en contraste con sus palabras.
Rick no podía discernir acerca del grado de seriedad de Rachael. El tema tenía
suficiente importancia para hacer temblar al mundo, pero ella lo trataba
alegremente. Tal vez, una característica androide: una carencia emocional,
falta de sentimientos acerca del significado de lo que decía. Sólo definiciones
huecas, formales, intelectuales, de cada término.
Además, Rachael había
empezado el contraataque. Había pasado imperceptiblemente de quejarse de su
condición a zaherir a Rick por la propia.
—Vete al diablo —respondió
él. Rachael se echó a reír.
—Estoy ebria. No puedo
acompañarte. Si te vas —hizo un gesto de despedida— me quedaré a dormir, y
luego me contarás qué ha ocurrido.
—No habrá ningún luego. Roy
Baty me vencerá.
—No te puedo ayudar porque
he bebido demasiado. De todos modos, ya conoces la verdad, la dura, irregular y
resbalosa superficie de la realidad. Yo soy solamente una observadora y no
intervendré para salvarte. No me importa que ganes tú o Roy Baty. Quiero estar
yo misma a salvo —abrió mucho los ojos—. Dios mío, siento empatía por mí misma.
Y no quiero ir a ese derruido edificio suburbano —se estiró y cogió un botón de
la camisa de Rick. Luego, con lentos y fáciles movimientos giratorios empezó a
desabotonarle la camisa—. No me atrevo. Los androides no sienten la menor
lealtad recíproca, y esa maldita Pris Stratton me destruirá y ocupará mi lugar,
¿sabes? Quítate la chaqueta.
—¿Para qué?
—Para acostarte conmigo
—respondió Rachael.
—Me he comprado una cabra
nubia negra —dijo—. Debo retirar a esos tres andrillos para terminar mi tarea y
volver a casa, con mi esposa —se puso de pie y dio la vuelta a la cama hasta la
botella de bourbon. Se sirvió cuidadosamente un segundo vaso. Sus manos apenas
temblaban, observó. Probablemente por la fatiga. Los dos estamos cansados;
demasiado, para cazar a tres androides, dirigidos por el más temible.
En ese instante comprendió
que tenía un miedo manifiesto e invencible al androide principal. Todo dependía
de Baty; todo había dependido de él desde el comienzo. Hasta ese momento
solamente había encontrado y retirado a sus reemplazantes: faltaba el propio
Baty. El miedo creció y lo rodeó por completo, ahora que le había permitido
acercarse a su mente consciente.
—No puedo ir sin ti —dijo—.
Ni siquiera salir de aquí. Polokov vino a enfrentarme. Garland, en definitiva,
también.
—¿Crees que Roy Baty
vendrá? —Rachael dejó en la mesilla su vaso vacío, se incorporó, buscó algo en
su espalda y desprendió su sostén. Se lo quitó. No lograba mantenerse erguida,
y eso le hacía sonreír—. En mi bolso tengo un objeto que nuestra fábrica
automática de Marte produce como un... —hizo una mueca— dispositubo-dispositivo
de seguridad de emergencia, cuando se hace la inspección de rutina de cada
nuevo androide. Búscalo. Parece una ostra.
Rick empezó a buscar en el
bolso. Como cualquier chica humana, Rachael tenía toda clase de objetos
inconcebibles, y él revolvía interminablemente.
Mientras tanto, ella se
había sacudido las botas y corrido la cremallera de sus shorts. Ahora, se
balanceaba sobre un pie, recogía con el otro la prenda caída y la arrojaba al
otro extremo de la habitación. Luego caía sobre la cama, rodaba en busca de su
vaso, al que accidentalmente derribó sobre la alfombra.
—Maldición —dijo, y una vez
más se puso de pie sin mucha estabilidad. En bragas, miraba a Rick, atareado
con su bolso. Y con cuidadosa deliberación, abrió la cama, se metió dentro y se
cubrió.
—¿Es esto? —Rick alzaba una
esfera metálica con una palanquita.
—Eso provoca la catalepsia
en los androides —dijo Rachael, con los ojos cerrados—. Durante unos segundos.
Suspende la respiración. También la tuya, pero los humanos pueden funcionar sin
respirar ¿o transpirar? unos minutos. En cambio, el nervio vago de un
androide...
—Ya sé. El sistema nervioso
autónomo de un androide no puede abrir y cerrar el paso con tanta flexibilidad
como el nuestro. Pero esto sólo puede servir para cinco o seis segundos.
—Bastante para salvarte la
vida —murmuró Rachael, que se incorporó y se sentó en la cama—. Si Roy Baty
aparece, basta con apretar la palanquita. Y mientras él se queda helado, sin
aire en la sangre, mientras sus células cerebrales se deterioran, lo matas con
tu láser.
—En tu bolso hay uno...
—Una imitación de juguete.
Los androides no pueden usar un láser —Rachael bostezó, con los ojos nuevamente
cerrados. Rick se acercó a la cama.
Rachael se echó y se
retorció hasta quedar boca abajo, con el rostro hundido en la blanca sábana
bajera.
—Es una cama limpia, noble,
virginal —dijo—. Sólo una niña limpia, noble, virginal... —reflexionó—. Los
androides no pueden tener niños. ¿Es una pérdida grave? Rick la desnudó del
todo, dejando expuestas sus nalgas claras y frescas.
—¿Es una pérdida? —repitió
ella—. No puedo saberlo. ¿Cómo es tener un hijo? ¿Y cómo es nacer? Nosotros no
nacemos, no crecemos. En lugar de morir de vejez o enfermedad nos vamos
desgastando. Como hormigas, eso es lo que somos.
No hablo de ti, sino de mí.
Máquinas quitinosas, con reflejos, que no viven de verdad —movió la cabeza de
lado y dijo en voz sonora—: ¡No estoy viva! No te vas a acostar con una mujer.
No te decepciones, ¿quieres? ¿Alguna vez has hecho el amor con una androide?
—No —respondió él mientras
se quitaba la camisa y la corbata.
—Me han dicho que es bueno
si no piensas demasiado. Si lo piensas, no sale. Por razones... hm,
fisiológicas. El la besó en el hombro desnudo.
—Gracias, Rick —dijo
suavemente—. Recuerda: ven y no pienses. No te pongas filosófico.
Porque filosóficamente es
aburrido. Para los dos.
—Más tarde iré a buscar a
Roy Baty —dijo él—. Y necesitaré que me acompañes. Sé que el láser que tienes
en tu bolso es...
—¿Crees que retiraré a
algún androide en tu lugar?
—Creo que, pese a lo que me
has dicho, me ayudarás en todo lo que puedas. De otro modo no estarías ahora en
esta cama.
—Me gustas —respondió
Rachael—. Si entrara en una habitación y viera un sillón tapizado con tu piel
marcaría un punto muy alto en la escala de Voigt-Kampff. Esta noche retiraré a
una androide Nexus-6 que es exactamente igual a esta chica desnuda, pensó Rick
mientras apagaba la luz. Dios mío, es lo que decía Phil Resch. Primero
acuéstate con ella, luego mátala.
—No puedo —dijo,
retrocediendo.
—Yo quisiera —dijo Rachael.
Le temblaba la voz.
—No es por ti. Es por Pris
Stratton, y por lo que debo hacerle.
—No somos la misma. Y a mí
no me importa Pris Stratton. Oye —Rachael giró y se incorporó: en la penumbra,
Rick podía distinguir la figura elegante de pequeños senos—. Ven, y yo me
ocuparé de la Stratton, ¿quieres? No es posible estar tan cerca y que luego...
—Gracias —replicó Rick. El
agradecimiento, debido en parte al bourbon, sin duda, le hizo un nudo en la
garganta. Dos, pensó. Sólo debo retirar a dos. A los Baty. ¿Lo haría Rachael?
Evidentemente. Los androides pensaban y actuaban así. Y, sin embargo, jamás
había visto nada igual. —Ven a la cama. Pronto —ordenó Rachael. Rick se metió
en la cama.
17
Más tarde, se concedieron
un lujo. Rick pidió que les subieran el café. Permaneció largo rato en un gran
canapé de hojas verdes, negras y doradas, sorbiendo el café y meditando en las
próximas horas. Rachael, en el cuarto de baño, canturreaba, chillaba y
chapoteaba debajo de la ducha caliente.
—No has hecho un mal trato
—dijo ella cuando cerró la ducha, y apareció desnuda, goteando, el pelo atado
con una banda de goma, en la puerta del baño—. Nosotros, los androides, no
podemos controlar nuestras pasiones físicas, sensuales. Probablemente lo sabías
y te has aprovechado de mí —pero no parecía en modo alguno enfadada sino, por
el contrario, alegre y ciertamente tan humana como cualquier chica que Rick
hubiese conocido—. Realmente, ¿tienes que perseguir a esos andrillos esta
noche?
—Sí —respondió Rick; yo a
dos, tú a una. Como acabas de confirmar, hemos hecho un trato.
Envolviéndose en un
gigantesco toallón, Rachael agregó:
—¿Te gusto?
—Sí.
—¿Volverías a acostarte con
un androide?
—Si fuera una chica. Si
fuera como tú.
—¿Sabes cuánto dura un
robot humanoide como yo? He vivido dos años. ¿Cuántos calculas que me quedan?
—Un par de años, tal vez.
—Nunca han podido resolver
ese problema, quiero decir, el reemplazo de las células.
Perpetuo, o al menos de
larga duración. Así es...
Rachael empezó a secarse
vigorosamente, sin expresión en el rostro.
—Lo siento —dijo Rick.
—Al diablo —exclamó
Rachael—. Siento haber hablado de eso. De cualquier modo, evita que los humanos
se vayan a vivir con los androides.
—¿Es igual para los modelos
Nexus-6?
—El problema es el
metabolismo, no la unidad cerebral —anduvo unos pasos, recogió sus bragas,
empezó a vestirse.
También Rick se vistió.
Juntos, hablando apenas, subieron al terrado, donde el coche aéreo había sido
aparcado por el encargado, humano, amable, vestido de blanco.
Mientras se dirigían a los
suburbios de San Francisco, Rachael observó:
—Es una hermosa noche.
—Sin duda, mi cabra estará
dormida —dijo él—. O tal vez las cabras sean nocturnas. Hay animales que nunca
duermen. Las ovejas no lo hacen jamás, al menos yo no la he visto. Cuando las
miras, te miran. Esperan que les des algo de comer.
—¿Cómo es tu mujer?
Rick no respondió.
—¿Te has...?
—Si no fueras una androide
—interrumpió Rick—, si pudiera casarme legalmente contigo, lo haría.
—También podríamos vivir en
el pecado —repuso Rachael—. Sólo que yo no estoy viva.
—Legalmente, no. Pero
biológica y verdaderamente, sí. No eres un conjunto de circuitos
transistorizados como un seudo-animal; eres una entidad orgánica —y dentro de
dos años te habrás gastado y morirás, pensó. Porque no se ha podido resolver el
problema de reemplazo de las células, como tú misma decías. Así que, de todos
modos, no importa. Y se dijo: para mí, es el fin. Como cazador de
bonificaciones. Después de los Baty, ninguno más. Después de esta noche, se
acabó.
—Estás muy triste —dijo
Rachael.
Rick extendió la mano y le
acarició la mejilla.
—No podrás seguir cazando
androides —dijo ella serenamente—. No estés triste, por favor.
El la miró.
—Ningún cazador de
bonificaciones ha podido actuar después de estar conmigo —continuó Rachael—.
Excepto uno, un hombre muy cínico: Phil Resch. Está loco, trabaja por su
cuenta.
—¿Sí? —dijo Rick. De
repente, sintió que todo su cuerpo se paralizaba.
—Pero este viaje no será
una pérdida de tiempo, porque conocerás a un hombre espiritual y maravilloso.
—Roy Baty —dijo Rick—. ¿Los conoces
a todos?
—Los conocía, cuando
vivían. Ahora conozco a tres. Intentamos detenerte esta mañana, antes de que
comenzaras con la lista de Dave Holden. Volví a intentarlo, justamente antes de
que Polokov te atacara. Y después tuve que esperar.
—A que yo me derrumbara y
te llamara.
—Luba Luft y yo fuimos muy,
muy amigas durante casi dos años. ¿Qué te pareció? ¿Te gustaba?
—Sí.
—Pero la mataste.
—La mató Phil Resch.
—Ah, entonces Phil te
acompañó de vuelta a la Opera. No lo sabíamos. Ese es el momento en que nos
quedamos incomunicados. Sabíamos que estaba muerta, y pensábamos que tú la
habías retirado.
—A juzgar por las notas de
Dave —dijo Rick—, pienso que puedo retirar todavía a Roy Baty.
Quizá no a Irmgard Baty —y
ciertamente, tampoco a Pris Stratton. Ni siquiera ahora, sabiendo lo que sé—.
De modo que todo lo que sucedió en el hotel...
—La Rosen Association
quería llegar a los cazadores de bonificaciones —explicó Rachael—, aquí y en la
Unión Soviética. Y este método parecía funcionar..., por razones que yo no
comprendo del todo. Nuestras limitaciones, supongo.
—Me pregunto si funcionará
tan bien como dices.
—Contigo ha servido.
—Veremos.
—Yo ya lo sé —dijo
Rachael—. Esa expresión en tu rostro, esa tristeza. Eso es lo que busco.
—¿Cuántas veces has hecho
esto?
—No recuerdo... Siete,
ocho, no; creo que nueve —asintió—. Sí, nueve.
—Es una idea antigua
—observó Rick.
—¿Cómo? —dijo Rachael,
asombrada. Rick echó los mandos adelante para que el coche descendiera.
—Al menos, es lo que siento.
Además, te voy a matar —agregó—. Y luego, solo, me ocuparé de Roy e Irmgard
Baty y de Pris Stratton.
—¿Por eso aterrizas?
—respondió, con aprensión—: Hay una multa. Yo soy una propiedad legal de la
Rosen Association, y no un androide escapado de Marte. No soy como los otros.
—Sí. Pero si te mato a ti,
podré matar a los demás.
Las manos de Rachael se
hundieron frenéticamente en su bolso repleto de cosas y de kippel.
Finalmente, abandonó el
intento.
—Maldito bolso —dijo—.
Jamás puedo encontrar nada en él. ¿Me matarás de modo que no duela? Quiero
decir, hazlo con cuidado. Si no peleo, se comprende. Te prometo no pelear. ¿De
acuerdo?
—Ahora comprendo por qué
Phil Resch dijo eso —repuso Rick—. No era cinismo.
Simplemente, sabía
demasiado. Y después de pasar por esto, no puedo reprocharle nada. Cambió.
—Pero no como debía
—Rachael parecía más compuesta, exteriormente, aunque su tensión interior era
frenética. Pero el oscuro fuego había disminuido, la fuerza vital la
abandonaba, como Rick había visto en tantos androides. La resignación clásica.
La aceptación mecánica, intelectual, de algo que ningún organismo, después de
dos billones de años de vivir y evolucionar, podía conciliar consigo mismo.
—No puedo soportar la forma
en que ceden los androides —dijo con furia. El coche casi se precipitó al
suelo. Tuvo que aferrar el timón para evitar un choque. Frenó y logró un
aterrizaje brusco y de lado. Detuvo el motor y cogió el tubo láser.
—En la base del cráneo, en
el hueso occipital —dijo Rachael—. Por favor —se dio vuelta para no ver el
láser; quería que el rayo penetrara sin que ella lo advirtiera. Rick apartó el
arma.
—No puedo hacer lo que
decía Phil Resch.
Volvió a poner el motor en
marcha y se elevaron.
—Si lo vas a hacer, hazlo
ahora —pidió Rachael—. No me hagas esperar.
—No te mataré —Rick puso
proa nuevamente a la parte baja de San Francisco—. Tu coche quedó en el St.
Francis, ¿verdad? Te llevaré allá, para que puedas regresar a Seattle —no tenía
más que decir, y condujo en silencio.
—Gracias por no matarme —dijo
Rachael.
—De cualquier modo, sólo te
quedan dos años de vida. Y a mí cincuenta. Viviré veinticinco veces más que tú.
—De verdad, me desprecias
—respondió Rachael—. Por lo que hice —recuperaba la seguridad, y la letanía de
su voz ganaba ritmo—. Has obrado como los demás. Los otros cazadores de
bonificaciones. Se ponían furiosos y hablaban de matarme, pero finalmente no
podían. Como tú, ahora —encendió un cigarrillo y aspiró con deleite—. Sabes lo
que eso significa, ¿verdad? Que yo tenía razón: no podrás retirar más
androides. Ni a mí, ni a los Baty, ni a la Stratton. Así que vuelve con tu
cabra y descansa un poco —repentinamente sacudió con violencia el abrigo—. Oh,
¡una brasa del cigarrillo! Ya se apagó —se echó atrás en el asiento, relajada.
Rick no habló.
—Esa cabra —continuó
Rachael—. La quieres más que a mí. Y probablemente más que a tu esposa. Primero
la cabra, después tu esposa, y finalmente... —se rió con alegría—. ¿Qué se
puede hacer sino reír?
El no respondió. Siguieron
su camino en silencio un rato y luego Rachael buscó y halló la radio, y la
encendió.
—Apaga —dijo Rick.
—¿Al Amigo Buster y sus
Amigos Amistosos? ¿A Amanda Werner y a Oscar Scruggs? Es hora de escuchar el
informe sensacional de Buster, que debe estar a punto de comenzar —se inclinó
para ver su reloj a la luz de la radio—. Falta poco. ¿Sabes? Hace dos días que
está hablando de esto, preparando al público para...
La radio dijo, en voz
caricaturesca:
—...y sólo quiero decir una
cosa, amigos; estoy aquí con el Amigo Buster, y hemos estado hablando y
pasándolo la mar de bien, mientras esperamos cada segundo del reloj hasta que
llegue una noticia que, según entiendo, es la más importante de...
Rick apagó la radio.
—Osear Scruggs —dijo—. La
voz del hombre inteligente. Instantáneamente, Rachael volvió a encenderla.
—Quiero escuchar. Y pienso
escuchar: lo que anunciará el Amigo Buster en su show de esta noche es muy
importante.
La voz estúpida continuó
balbuceando, y Rachael Rosen se instaló cómodamente. En la oscuridad, la brasa
de su cigarrillo ardía como el trasero de una luciérnaga contenta. Era un claro
indicio del éxito de Rachael Rosen: su victoria sobre él.
18
—Traiga aquí el resto de
mis cosas —ordenó Pris a J. R. Isidore—. En particular, quiero la TV, para ver
el informe especial de Buster.
—Sí —agregó Irmgard Baty,
con los ojos brillantes como los de un pájaro—. Necesitamos la TV. Hace tiempo
que esperamos ese anuncio y ahora falta poco.
—Mi aparato coge el canal
del gobierno —dijo Isidore.
Desde un ángulo del living,
sentado en un sillón como si pensara quedarse allí permanentemente, como si
estuviese alojado en el sillón, Roy Baty observó con paciencia:
—Queremos ver al Amigo
Buster y a sus Amigos Amistosos, Iz. ¿O prefiere que lo llame J.R.? Y de todos
modos, ¿comprende? Entonces, vaya a buscar la otra TV. Isidore recorrió el
pasillo solitario y resonante hasta las escaleras. Todavía no se había
desvanecido en él la potente fragancia de la felicidad, la sensación de ser
útil por primera vez en su oscura vida. Ahora, hay seres que dependen de mí, se
dijo, encantado, mientras bajaba los polvorientos escalones. Y, además, será
bueno ver nuevamente al Amigo Buster en la TV, en lugar de escucharlo por la
radio del camión de la tienda. Y hoy el Amigo Buster debe revelar su informe especial,
cuidadosamente documentado. De modo que merced a Pris y a Roy y a Irmgard podré
ver la presentación de una noticia que es probablemente la más importante en
mucho tiempo. ¿Qué tal? La vida, para J. R. Isidore, había cobrado
definitivamente nuevo ímpetu.
Entró en el antiguo
apartamento de Pris, desconectó la TV y la antena. El silencio era penetrante,
y sintió que sus brazos se debilitaban. En ausencia de Pris y de los Baty se
desvanecía, se tornaba extrañamente parecido a la TV inerte que acababa de desconectar.
Uno tiene que vivir con otras personas para vivir de verdad, pensó. Antes de
que llegaran, podía vivir solo; ahora todo había cambiado, y no había
posibilidad de retroceso. No se puede ir y volver entre la gente y la nogente.
Con cierto temor, se dijo:
dependo de ellos; gracias a Dios que se han quedado. Se requerían dos viajes
para subir todas las pertenencias de Pris. Alzando el aparato decidió llevarlo
antes que las maletas y las demás ropas.
Pocos minutos después
estaba arriba. Con los dedos doloridos, depositó la TV sobre una mesa baja de
su living. Pris y los Baty miraban impasibles.
—En este edificio se
reciben bien las señales —dijo, jadeante, mientras enchufaba el cable y la
antena—. Cuando podía oír al Amigo Buster y...
—Encienda la TV y no hable
más —dijo Roy Baty. Así lo hizo, y regresó a la puerta.
—Un viaje más será
suficiente —se demoraba; el calor de la presencia de ellos lo alimentaba.
—Está bien —respondió
distraídamente Pris.
Isidore salió. Creo que se
aprovechan de mí, en cierta forma, pensó. Pero no me importa. Es bueno tener
amigos, a pesar de todo.
En el piso inferior,
recogió las ropas de la chica, las metió en las maletas y volvió al pasillo y a
las escaleras.
De repente, un escalón más
adelante vio que algo pequeño se movía entre el polvo. Dejó caer las maletas y
extrajo un frasco de plástico que, como todo el mundo, llevaba, siempre para
esto mismo. Era una araña. Con los dedos temblorosos, la empujó hacia el frasco
y ajustó la tapa, perforada con una aguja.
Arriba, en la puerta de su
apartamento, se detuvo para recobrar el aliento.
—Sí, amigos. Este es el
momento. Aquí el Amigo Buster, quien espera y confía que todos estéis ansiosos
por compartir un descubrimiento que he realizado, y que he hecho verificar por
un equipo de investigadores capacitados durante toda la semana pasada. Aquí
está, amigos.
—He encontrado una araña
—dijo John Isidore. Los tres androides lo miraron, desviando por un instante su
atención de la pantalla de TV.
—A ver —dijo Pris,
extendiendo la mano.
—Callad cuando habla Buster
—dijo Roy Baty.
—Nunca he visto una araña
—respondió Pris. Cogió el frasco y miró la criatura que había dentro—. Tantas
patas... ¿Para qué las necesita?
—Así están hechas las
arañas —dijo Isidore; su corazón latía fuertemente y respiraba con dificultad—.
Tienen ocho patas.
—¿Ocho? —preguntó Irmgard
Baty—. ¿Y no podría andar con cuatro? Córtale cuatro y veamos —impulsivamente
abrió su bolso y sacó unas tijerillas de uñas, brillantes y afiladas, que
entregó a Pris.
J. R. Isidore experimentó
un insondable terror.
Pris llevó a la cocina el
frasco y se sentó ante la mesa de J. R. Isidore. Quitó la tapa y dejó caer la
araña.
—Probablemente no podrá
correr tan rápido..., pero de todos modos aquí no tendría nada que cazar
—dijo—. Igual se morirá —se dispuso a usar las tijeras.
—Por favor —dijo Isidore.
Pris alzó la vista con
curiosidad.
—¿Vale algo?
—No la mutile —dijo
pesadamente, implorante, Isidore. Pris cortó una de las patas de la araña. En
el living, Buster decía:
—Mirad esta ampliación de
una parte del paisaje. Este es el cielo que veis habitualmente. Un momento;
aquí está Earl Parameter, jefe de mi equipo de investigadores, que explicará un
descubrimiento que asombrará al mundo.
Pris cortó otra pata,
conteniendo a la araña con el canto de la otra mano. Sonreía.
—Grandes ampliaciones de
las imágenes de video —dijo en la TV otra voz—, sometidas a un riguroso
análisis en el laboratorio, revelan que ese fondo gris de cielo y luna diurna,
sobre el cual se mueve Mercer, no sólo pertenece a la Tierra sino que es
artificial.
—Te lo estás perdiendo
—dijo Irmgard, corriendo a la cocina en busca de Pris. Vio lo que ésta había
empezado a hacer y agregó—: Puedes hacer eso más tarde. Lo que dicen es
importantísimo; prueba que todo lo que creíamos...
—Silencio —dijo Roy Baty.
—...es verdad —concluyó
Irmgard.
—La «luna» está pintada
—decía la TV—; en las ampliaciones, como todos pueden ver, se distinguen las
pinceladas. Y hay incluso pruebas de que las matas salvajes y el suelo triste y
estéril son también trucadas —y quizá también las piedras que personas
invisibles le arrojan a Mercer—. Es muy posible en verdad que esas «piedras»
sean de un plástico relativamente blando, para no causar verdaderas heridas.
—En otras palabras
—interrumpió el Amigo Buster—, Wilbur Mercer no padece ningún sufrimiento.
El jefe del equipo de
investigadores continuó:
—Finalmente, señor Buster,
hemos logrado descubrir a un viejo especialista en efectos de Hollywood, un tal
señor Wade Cortot, quien aseguró que la figura de Mercer bien podía ser la de
un actor de segundo orden de un estudio de sonido. Cortot ha llegado a declarar
que reconocía el estudio como uno perteneciente a un cineasta en pequeña escala
con el que él tuvo tratos hace varias décadas.
—De modo que según Cortot
—subrayó el Amigo Buster—, no hay prácticamente ninguna duda.
Pris había amputado ya tres
patas de la araña, que se deslizaba penosamente por la mesa de la cocina
buscando en vano un camino hacia la libertad.
—Con franqueza, creímos lo
que decía Cortot —afirmó la voz seca y pedante— y pasamos bastante tiempo
examinando filmes publicitarios donde aparecían los actores antiguamente
empleados por la hoy desaparecida industria cinematográfica de Hollywood...
—¿Y qué se descubrió?
—Escucha esto —dijo Roy
Baty.
Irmgard miraba fijamente la
TV y Pris había interrumpido la mutilación de la araña.
—Después de estudiar miles
y miles de fotos y películas, pudimos localizar a un hombre ahora muy anciano,
llamado Al Jarry, que trabajó en papeles menores en numerosos filmes anteriores
a la guerra. Enviamos un grupo de personas del laboratorio a casa de Jarry, en
East Harmony, Indiana. Uno de ellos describirá ahora lo que encontró —silencio
y luego una nueva voz, igualmente pedestre—. La casa está en la Avenida Lark,
de East Harmony, en un lugar de las afueras de la ciudad donde no habita nadie,
excepto Al Jarry. Es una casa sucia y medio derruida. Jarry nos invitó
cordialmente a entrar y, mientras estábamos en una sala húmeda, maloliente y
llena de kippel, exploré por medios telepáticos la mente confusa, brumosa y
también repleta de residuos de Al Jarry.
—Escuchad —urgió Roy Baty,
sentado en el borde del sillón, como en disposición de saltar.
—Descubrí que en realidad
—continuó el técnico—, el anciano había participado en una serie de filmaciones
de quince minutos, en video, para un cliente a quien jamás conoció. Como
habíamos previsto, las «rocas» eran de un plástico semejante a la goma. La
«sangre» era ketchup y —el técnico rió— el único dolor del señor Jarry
consistió en pasar un día entero sin beber whisky.
—Al Jarry —dijo el Amigo
Buster, cuyo rostro había retornado a la pantalla—. Muy bien, muy bien. Un
anciano que ni siquiera en su juventud había hecho nada que él o nosotros
pudiéramos respetar. Al Jarry fue pues el actor de un oscuro y repetitivo
serial; no sabía entonces ni sabe ahora quién era su cliente. Los partidarios
del Mercerismo han dicho muchas veces que Wilbur Mercer no es un ser humano,
que en verdad es una entidad arquetípica superior, tal vez proveniente de otra
estrella. Y bien, en cierto sentido, esto se ha revelado exacto. Wilbur Mercer
no es humano, y en realidad no existe. El mundo en que se desarrolla su
ascensión es un estudio barato y corriente de Hollywood, convertido en kippel
hace muchos años. Entonces, ¿quién es el autor de este fraude contra todo el
sistema solar? Pensad en esto, amigos.
—Tal vez no lo sabremos
nunca —murmuró Irmgard.
—Tal vez no lo sabremos
nunca —dijo el Amigo Buster. Y no podemos, tampoco, determinar cuál es el
propósito de esta superchería. Sí, amigos, superchería: el Mercerismo es pura
superchería.
—Era obvio, lo sabíamos
—dijo Roy Baty—. El Mercerismo apareció...
—Pero conviene pensar qué
produce el Mercerismo —continuó el Amigo Buster—. Según sus fíeles, la
experiencia funde...
—Es la empatía de los
humanos —dijo Irmgard.
—... a los hombres y
mujeres de todo el sistema solar, en una sola entidad. Una entidad controlada
por la supuesta voz telepática de «Mercer». Basta pensar qué ocurriría si una
especie de Hitler en potencia, ambicioso, con sentido político...
—El problema está en la
empatía —insistió vigorosamente Irmgard. Con los puños apretados se dirigió a
la cocina y enfrentó a Isidore—. ¿Acaso no es la forma de demostrar que los
humanos pueden hacer una cosa que nosotros no podemos? Sin la experiencia de
Mercer, sólo tenemos la palabra de los seres humanos. Sólo su palabra de que
sienten esa empatía, esa cosa compartida, de grupo. ¿Cómo está la araña? —se
inclinó sobre el hombro de Pris, que estaba terminando de cortar otra pata con
sus tijeras.
—Ahora tiene cuatro —empujó
al animal—. No quiere moverse. Pero puede.
Roy Baty apareció en la
puerta, respirando con fuerza, con expresión de triunfo.
—Es un hecho. Buster lo ha
dicho claramente, y casi todos los seres humanos del sistema deben haberlo
escuchado. El Mercerismo es una superchería. Toda la experiencia de la empatía
es una superchería —miró con curiosidad a la araña.
—No quiere andar —dijo
Irmgard.
—Yo haré que camine —Roy
Baty sacó unas cerillas, encendió una y la sostuvo más y más cerca de la araña,
hasta que por fin, débilmente, el insecto se apartó.
—Yo tenía razón —exclamó
Irmgard—. ¿No dije que podía caminar con cuatro patas? —miró con interés a
Isidore—. ¿Qué le ocurre? —le tocó el brazo—. No ha perdido nada; le pagaremos
lo que dice el catálogo de... ¿Cómo se llama? Sidney. ¿Por qué se ha puesto
así? ¿Es por lo de Mercer? ¿Por lo que se ha descubierto? ¿Por esa
investigación? Eh, contésteme —le golpeó el brazo insistentemente con un dedo.
—Está muy afectado —dijo
Pris—, porque tiene una caja de empatía en la otra habitación. ¿La usa, J. R.?
—Por supuesto que la usa.
Todos lo hacen o al menos lo hacían. Tal vez ahora empiecen a pensarlo mejor.
—No creo que esto acabe con
el culto a Mercer —dijo Pris—. Pero con seguridad, en este momento debe haber
una cantidad de humanos que se sienten infelices —se dirigió a Isidore—. Hemos
esperado durante meses. Todos sabíamos lo que Buster estaba preparando —vaciló
y agregó—: ¿Por qué no decirlo? Buster es uno de los nuestros.
—Un androide —explicó
Irmgard—. Nadie lo sabe. Quiero decir, los humanos.
Pris, con las tijeras,
cortó otra pata más a la araña. Bruscamente, John Isidore la hizo a un lado,
cogió a la criatura mutilada y la llevó al fregadero. Allí la ahogó, y mientras
tanto se ahogaban también su mente y sus esperanzas, tan rápidamente como la
araña.
—Está realmente perturbado
—observó nerviosamente Irmgard—. ¿Por qué no dice algo, J. R.? También me
perturba a mí que esté ahí, junto al fregadero, en silencio. No ha dicho una
palabra desde que encendimos la TV.
—No es la TV —respondió
Pris—. Es la araña. ¿No es así, John R. Isidore? Ya se le pasará —le dijo a
Irmgard, que había ido a apagar la TV. Roy Baty miraba a Isidore con tranquila
diversión.
—Ya terminó todo Iz. Quiero
decir, para el Mercerismo —con las uñas recogió del fregadero el cadáver de la
araña—. Tal vez ésta era la última araña —dijo—. La última araña viva de la
Tierra —reflexionó—. En ese caso, todo terminó también para las arañas.
—No... No me siento bien
—dijo Isidore. Cogió una taza del armario de la cocina; la sostuvo sin saber
exactamente cuánto tiempo. Y luego preguntó a Roy Baty:
—El cielo, detrás de
Mercer, ¿es pintado? ¿No es real?
—Ya ha visto las
ampliaciones en la TV, las pinceladas...
—El Mercerismo no se ha
terminado —dijo Isidore. A los androides les ocurría algo, algo terrible,
pensó. Y la araña. Tal vez había sido realmente la última de la Tierra. La
araña se había ido, Mercer se había ido... Isidore vio el polvo y la ruina
extendiéndose por el apartamento. Oyó la llegada del kippel, del desorden final
de todas las formas, de la ausencia triunfadora, mientras estaba allí, de pie,
con la taza de cerámica vacía en la mano. Los armarios de la cocina crujieron y
se partieron; el suelo cedió bajo sus pies.
Se movió y tocó la pared.
Su mano quebró la superficie. Trozos grises se desprendieron y cayeron,
fragmentos de enlucido semejantes al polvo radiactivo del exterior. Se sentó
junto a la mesa; las patas de la silla se torcieron como tubos huecos y
podridos. Se puso de pie enseguida, dejó la taza y trató de componer la silla,
de hacer que volviera a su forma anterior. Pero se desarmó entre sus manos: los
tornillos que habían sujetado sus partes estaban sueltos. Vio sobre la mesa
cómo a la taza le aparecía una grieta, cómo se extendía una fina red de líneas
y caía un trozo y a la vista quedaba la materia interior, que no era vítrea.
—¿Que hace? —dijo la voz de
Irmgard Baty, distante—. ¡Está rompiendo todo! ¡Basta, Isidore!
—No soy yo quien lo hace
—respondió él. Avanzó con pasos inciertos hacia el living, para estar solo. Se
detuvo junto al diván y miró la pared, y las manchitas que habían dejado los
bichos muertos, y pensó nuevamente en la araña muerta con sus tres patas. Todo
aquí es viejo, pensó. Hace tiempo comenzó el derrumbe, y ya no se detendrá. Los
restos de la araña se han apoderado de todo.
En el suelo hundido
aparecían ahora partes de animales; la cabeza de un cuervo, unas manos
momificadas que habían pertenecido a un mono. Muy cerca había un burro, inmóvil
pero aparentemente vivo. Por lo menos no había empezado a deteriorarse. Se
dirigió hacia él, sintiendo que débiles huesos, secos como ramitas caídas, se
quebraban bajo sus pies. Pero antes de llegar al burro —una de las criaturas a
la que más amaba —un brillante cuervo azul descendió y se posó en el hocico de
la bestia. No lo hagas, dijo en voz alta, pero el cuervo picoteó rápidamente
los ojos del burro. Otra vez, pensó: me está ocurriendo otra vez. Estaré aquí
largo tiempo, como antes. Siempre es muy largo, porque aquí nada cambia nunca.
Llega un momento en que ni siquiera la podredumbre avanza.
Oyó el susurro de un viento
seco, y los huesecillos amontonados se partieron. Hasta el viento los destruye,
observó. En esta etapa. Inmediatamente antes de que el tiempo se acabe. Querría
ser capaz de recordar cómo se sale de aquí, pensó. Miró hacia arriba y no vio
nada de qué asirse. Mercer, dijo en voz alta. ¿Dónde estás? Este es el
mundo-tumba, y estoy en él de nuevo, pero esta vez no estás tú aquí.
Algo se movió junto a uno
de sus pies. Se arrodilló para mirar, y vio por qué se movía tan lentamente. La
araña mutilada avanzaba con gran dificultad con sus patas restantes. La alzó y
la sostuvo en la palma de la mano. Los huesos se han invertido, pensó. La araña
ha vuelto a vivir. Mercer debe estar cerca.
El viento sopló con fuerza,
destruyendo y arrastrando los huesos restantes, y sintió la presencia de
Mercer. Ven, aquí. Trepa por mis pies, le dijo, o busca algún otro modo de acercarte,
¿quieres? Mercer, pensó. Y gritó: «¡Mercer!»
Las hierbas salvajes
avanzaban; penetraban como tirabuzones en las paredes, a su alrededor, y luego
se convertían en sus propias semillas, que creían, se expandían y reventaban
los corrompidos metales y trozos de concreto que antes habían sido las paredes.
Pero una vez desvanecidas las paredes, la desolación continuaba; la desolación
era lo único que quedaba. Aparte de la figura leve y borrosa de Mercer. El
anciano lo miró entonces, con expresión plácida.
—¿El cielo está pintado?
—preguntó Isidore—. ¿Hay realmente pinceladas que se ven en las ampliaciones?
—Sí —respondió Mercer.
—No las veo.
—Estás demasiado cerca
—dijo Mercer—. Debes colocarte a más distancia, como hacen los androides. Ellos
tienen mejor perspectiva.
—¿Y por eso dicen que eres
un fraude?
—Yo soy un fraude —repuso
Mercer—. Son sinceros; su investigación es verídica. Desde su punto de vista,
yo soy un viejo actor jubilado, llamado Al Jarry. Todo eso, todas esas
revelaciones, son ciertas. Me han entrevistado en mi casa, como dicen. Y les
dije todo lo que deseaban saber, es decir, todo.
—¿Y lo del whisky también?
Mercer sonrió.
—Sí, es verdad. Hicieron un
buen trabajo, y desde su punto de vista, la revelación del Amigo Buster ha sido
convincente. Les costará comprender, eso sí, por qué nada ha cambiado; porque
tú estás aquí, y yo también —Mercer señaló con un gesto amplio la cuesta
empinada y desierta, el paisaje familiar—. Ahora mismo, acabo de alzarte desde
el mundo-tumba, y continuaré haciéndolo hasta que ya no te interese y desees
marcharte. Pero tendrás que dejar de buscarme, porque yo nunca cesaré de
buscarte.
—No me gustó eso del whisky
—dijo Isidore—. No está bien.
—Tú eres una persona de
elevada moral. Yo no lo soy. No juzgo a nadie, ni siquiera a mí mismo —Mercer
alzó su mano, cerrada, con la palma hacia arriba—. Y antes de que lo olvide,
tengo aquí algo que es tuyo —abrió los dedos. En la palma estaba la araña, con
sus patas restauradas.
—Gracias —dijo Isidore,
cogiendo la araña. Y empezó a agregar algo...
Sonó la campanilla de
alarma.
—Un cazador de
bonificaciones en el edificio —rugió Roy Baty—. Pronto, apagad todas las
luces... Apartadlo de la caja de empatía; su puesto está en la puerta. Vamos,
haced que se mueva.
19
John Isidore bajó la vista
y vio sus manos, aferradas a las asas gemelas de la caja de empatía. Mientras
la miraba, absorto, las luces del living de su casa se apagaron. Vio que Pris
corría a la cocina, para apagar la lámpara de la mesa.
—Oye, J. R. —susurraba
ásperamente Irmgard mientras le cogía por el hombro y le clavaba las uñas.
Parecía no tener conciencia de lo que hacía. A la escasa luz que se filtraba
del exterior, el rostro de Irmgard se veía distorsionado, con los ojos
pequeños, huidizos, sin párpados—. Tienes que ir a la puerta —susurró—, cuando
golpee, si golpea. Y debes mostrarle tu identificación, y decirle que ésta es
tu casa, y que aquí no hay nadie más. Y pedirle que te muestre una orden
judicial.
Pris, de pie, del otro
lado, con el cuerpo arqueado, murmuró:
—No lo dejes entrar, J. R.
Haz cualquier cosa para que no entre. ¿Sabes lo que haría aquí un cazador de
bonificaciones? ¿Comprendes lo que nos haría? Isidore se apartó de las dos
androides y se dirigió a la puerta. Encontró sin dificultad, a oscuras, el
picaporte, y se detuvo a escuchar. Podía sentir que el pasillo estaba como
siempre: vacío, resonante, sin vida.
—¿Oye algo? —preguntó Roy
Baty, inclinándose. Isidore percibió el olor de su cuerpo; olor a miedo, un
miedo que casi se materializaba en una niebla—. Salga a mirar. Isidore abrió la
puerta y contempló el pasillo. El aire parecía limpio, a pesar del polvo.
Todavía tenía en la mano la araña que Mercer le había dado. ¿Era realmente la
misma que Pris había mutilado con las tijeras de uñas de Irmgard? Probablemente
no, y nunca lo sabría. Pero estaba viva. Se movía dentro de su mano cerrada,
sin picarle. Las mandíbulas de las arañas pequeñas no pueden atravesar la piel
humana.
Llegó al extremo del
pasillo, descendió las escaleras y salió al exterior, a lo que había sido un
sendero rodeado por un jardín. El jardín había muerto con la guerra, y el
sendero estaba roto por todas partes. Pero Isidore conocía su superficie; sus
pies la recorrían con agrado y la siguieron, junto al lado más largo del
edificio, hasta el único punto verde de los alrededores. Era un metro cuadrado
de hierbas cubiertas de polvo. Ahí depositó a la araña. Miró su ondulante
camino una vez que hubo abandonado su mano. Pues bien, pensó, ya está. Y se
incorporó. La luz de una linterna enfocó las hierbas. Las hojas y ramitas, que
apenas lograban sobrevivir, parecían severas y amenazantes. Pudo ver a la
araña, sobre una hoja de borde aserrado.
—¿Qué estaba haciendo?
—preguntó el hombre de la linterna.
—Traje una araña —respondió,
sin comprender cómo el hombre no la veía. A la luz amarillenta, la araña
parecía de mayor tamaño—. Para que pueda escapar.
—¿Y por qué no se la ha
llevado a su apartamento? Debería guardarla en un frasco. Según el Sidney de
enero, la mayoría de las arañas han aumentado un diez por ciento. Podría
conseguir algo más de cien dólares.
—Si la llevara arriba, ella
volvería a cortarla en pedazos —respondió Isidore—. Una pata tras otra, para
ver qué hace.
—Cosa de androides —dijo el
hombre. Sacó de su chaqueta algo que abrió y mostró a Isidore.
En la penumbra, el cazador
de bonificaciones parecía un hombre corriente, no peligroso. Cara redonda,
lampiña, rasgos suaves, como de burócrata. Metódico pero informal. Y no tenía
el aspecto de un semidiós, como Isidore esperaba.
—Soy investigador del
departamento de policía de San Francisco. Deckard. Rick Deckard —cerró su
carnet y se lo metió en el bolsillo—. ¿Están arriba? ¿Los tres?
—La verdad es que yo los
estaba cuidando —repuso Isidore—. Hay dos mujeres. Son los últimos del grupo;
el resto ha muerto. Subí la TV de Pris desde su apartamento al mío, para que
pudieran ver al Amigo Buster. Buster demostró sin lugar a dudas que Mercer no
existe —Isidore se sentía excitado: sabía una cosa muy importante que el
cazador de bonificaciones ignoraba.
—Subamos —dijo Deckard.
Tenía un tubo láser apuntado contra Isidore; lo desvió—. Usted es un especial,
¿verdad? Un cabeza de chorlito...
—Pero tengo un trabajo. Me
ocupo de conducir el camión de —con horror, descubrió que se le había olvidado
el nombre— del hospital de animales... El Hospital de Animales Van Ness, de
propiedad de... de... Hannibal Sloat.
—¿Quiere indicarme en qué
apartamento están? Hay más de mil en el edificio. Puede ahorrarme una buena
cantidad de tiempo —su voz revelaba fatiga.
—Si los mata no podrá
volver a fundirse con Mercer —dijo Isidore.
—¿No me quiere decir? ¿O
indicarme el piso? Dígame sólo en qué piso es. Yo buscaré el apartamento.
—No —respondió Isidore.
—Según la ley federal y del
estado —empezó Deckard, pero inmediatamente interrumpió y abandonó el
interrogatorio—. Buenas noches —se alejó y entró en el edificio, precedido por
el sendero difuso y amarillento que esparcía su linterna.
Una vez dentro, Rick
Deckard la apagó. Recorrió el pasillo a la escasa luz de las lamparillas
embutidas, meditando. El cabeza de chorlito sabe que son androides. Lo sabía
antes de que yo se lo dijera. Pero no comprende. Y por otra parte, ¿quién
comprende? ¿Acaso yo? Y antes, ¿comprendía? Uno de ellos es un duplicado de
Rachael, pensó. Tal vez el especial vivía con ella... ¿Le gustaría? Tal vez
fuera precisamente ella la que, según él, despedazaría a la araña. Podría
volver a coger esa araña; nunca he encontrado un animal vivo. Debe ser una
experiencia maravillosa inclinarse y ver una cosa viva que se escabulle. Quizás
algún día me ocurra. Había traído un aparato para escuchar. Lo encendió; era un
detector giratorio con una pantalla de centelleo. No se veía nada en ella. En
la planta baja no es, se dijo. Pero en sentido vertical el detector daba una
pequeña señal. Arriba. Con el aparato y su cartera subió las escaleras hacia el
primer piso. Una figura acechaba en las sombras.
—Si se mueve lo retiro
—dijo Rick. El hombre, esperándolo. Sentía en los dedos la dureza del tubo
láser, pero ya no podía alcanzarlo ni apuntar. Había sido cogido de sorpresa.
—No soy un androide —dijo
la figura—. Mi nombre es Mercer —dio un paso y entró en una zona iluminada—.
Estoy en este edificio a causa del señor Isidore. El especial de la araña; has
hablado unas palabras con el afuera.
—¿Es verdad lo que dijo el
cabeza de chorlito? —preguntó Rick—. ¿Quedaré fuera del Mercerismo si hago lo
que debo hacer dentro de unos minutos?
—El señor Isidore habló por
él y no por mí —dijo Mercer—. Lo que piensas hacer debe ser hecho; ya te lo he
dicho antes —alzó el brazo y señaló las escaleras, a espaldas de Rick—. Vine a
decirte que uno de ellos está detrás de ti, abajo, y no en el apartamento. Es
el más peligroso de los tres, y el que debes retirar primero —la vieja voz
cascada se tornó urgente—. Rápido, Deckard. En los escalones.
Con el tubo láser en la
mano, Rick giró y se agachó. Por las escaleras subía una mujer. La conocía.
Bajó el tubo.
—Rachael —dijo, asombrado.
¿Lo habría seguido hasta aquí, en su propio coche? ¿Por qué?—. Vuelve a
Seattle. Déjame tranquilo —dijo—. Mercer dice que debo hacerlo —advirtió
entonces que no era exactamente Rachael.
—Por todo lo que nos hemos
dado el uno al otro —dijo la androide con los brazos extendidos, como para
aferrarlo.
La ropa no es la misma,
pensó Rick. Pero los ojos son los mismos ojos. Y hay más, toda una legión, cada
una con su nombre, pero todas son Rachael Rosen, el prototipo utilizado por la
fábrica para proteger a las demás. Disparó su arma mientras ella, con ademán
suplicante, se lanzaba contra él. El cuerpo se dispersó en añicos; Rick se
cubrió la cara; luego miró y vio el tubo láser que ella traía, rebotando
escalón por escalón. El ruido del tubo metálico resonó, se alejó, se tornó más
lento. El más peligroso de los tres androides, había dicho Mercer. Buscó a
Mercer, pero el anciano se había marchado.
Quizá me persigan con
copias de Rachael Rosen hasta matarme, pensó, o hasta que el modelo quede
obsoleto, lo que ocurra primero. Pero ahora, los otros dos. Mercer me dijo que
ella estaba en la escalera. Mercer me salvó. Se manifestó y me ayudó. Si Mercer
no me hubiera avisado, ella me habría matado. Ahora puedo ocuparme del resto.
Ella sabía que yo no podía atacarla; que para mí era imposible. Y ahora todo ha
terminado, en un instante. He hecho lo que no podía hacer. A los Baty los puedo
atacar del modo corriente. Serán difíciles, pero no de esta manera. Estaba a
solas en el pasillo, junto a la escalera. Mercer había terminado su obra y se
había marchado. Rachael —o mejor dicho, Pris Stratton— yacía diseminada, de
modo que estaba solo. Pero en alguna parte del edificio los Baty lo esperaban.
Sabían lo que él había hecho. Probablemente estaban asustados. Esa había sido
su defensa, la respuesta a su presencia en el edificio. Y sin la ayuda de
Mercer, ellos habrían triunfado. Pero para ellos había llegado el invierno. Hay
que proceder velozmente, se dijo. Avanzó por el pasillo y de repente su
detector registró la cercanía de la actividad cerebral. Había encontrado el
apartamento. Ya no necesitaba el aparato; lo dejó en el suelo y golpeó la
puerta.
—¿Quién es? —preguntó una
voz de hombre.
—Soy Isidore —respondió
Rick—. Yo los estoy cuidando, a usted y a las do-do-dos mumujeres.
—No abriremos —dijo una voz
femenina.
—Quiero ver al Amigo Buster
en la TV de Pris —continuó Rick—. Ahora que Mercer no existe es muy importante
ver su pro-programa. Yo me ocupo de conducir el camión del Hospital de Animales
Van Ness, cuyo propietario es el señor Hannibal Sloat... Abran... Esta es mi
casa —aguardó y la puerta se abrió. En la oscuridad vio dos formas indistintas.
—Debe hacernos el test
—dijo la forma más pequeña, la mujer.
—Es demasiado tarde —repuso
Rick. La figura más alta intentó cerrar la puerta y poner en marcha algún
aparato electrónico—. Voy a entrar —dijo Rick. Dejó que Roy Baty disparara
primero, y eludió el rayo—. Ahora han perdido sus derechos legales. Deberían
haberme obligado a aplicar el test de Voigt-Kampff. Pero ya no tiene
importancia —Roy Baty disparó de nuevo, erró y desapareció en el interior del
apartamento, quizás en otra habitación, abandonando el equipo electrónico.
—¿Por qué Pris no lo mató?
—preguntó la señora Baty.
—No hay ninguna Pris
—respondió Rick—. Sólo Rachael Rosen, una tras otra —vio el tubo láser en la
mano de ella, en la penumbra: Roy Baty se lo había dado, tratando de atraerlo
al interior mientras ella lo atacaba por la espalda—. Lo siento, señora Baty
—dijo Rick, y disparó. En la otra habitación, Roy Baty lanzó un grito
angustioso.
—Sí, la amaba usted —dijo
Rick—. Y yo amaba a Rachael, y el especial amaba a la otra Rachael —avanzó y
disparó contra Roy Baty; su gran cuerpo estalló y se desmoronó como una pila
mal asentada de pequeños objetos separados y quebradizos. Cayó sobre la mesa de
la cocina y arrastró platos y tazas en su caída. Algunos circuitos reflejos
hacían que partes del cuerpo caído se movieran, pero estaba muerto. Rick lo
ignoró. No lo miró, ni tampoco al cuerpo de Irmgard Baty. Era el último, pensó
Rick. Seis en un día. Casi un récord. Ahora todo ha terminado, puedo irme a
casa, puedo regresar a Irán y a la cabra. Y por una vez tendremos un poco de
dinero. Se sentó en el diván, y en medio del silencio apareció en la puerta el
señor Isidore, el especial.
—Es mejor que no mire —dijo
Rick.
—La vi en la escalera. A
Pris —el especial lloraba.
—No se lo tome usted así
—dijo Rick. Se puso de pie con esfuerzo, mareado—. ¿Dónde está el videófono?
El especial no contestó.
Permanecía inmóvil. Rick buscó el videófono, lo encontró y llamó al despacho de
Harry Bryant.
20
—Muy bien —dijo Harry
Bryant cuando se enteró de las noticias—. Vaya a descansar un rato. Enviaré un
patrullero a recoger los cuerpos. Rick colgó.
—Los androides son
estúpidos —dijo sin contemplaciones—. Roy Baty no podía diferenciarme de usted;
creyó que era usted quien estaba en la puerta. La policía vendrá a limpiar
esto, ¿por qué no se queda en otro apartamento hasta que terminen? Supongo que
no querrá quedarse aquí, ahora...
—Me iré de esta casa —dijo
Isidore—. Buscaré un lugar en el centro, donde haya más gente.
—Creo que hay un piso vacío
en mi edificio —dijo Rick.
—No qui-qui-quiero vivir
cerca de usted.
—Váyase —aconsejó Rick—. No
se quede aquí.
El especial titubeó, sin
saber qué hacer. Una serie de expresiones mudas recorrió su rostro.
Luego giró y se marchó.
Dejó solo a Rick.
Qué trabajo horrible, se
dijo Rick. Soy un flagelo, como las plagas, como el hambre. Adonde voy llevo la
vieja maldición. Mercer lo dijo: estoy obligado a hacer el mal. Todo lo que he
hecho, ha sido siempre malo. Desde el comienzo. Es hora de irse a casa. Quizá,
cuando vea a Irán, podré olvidar.
Irán lo esperaba en el
terrado de su casa. Lo miró con una extraña angustia; en todos los años que
había pasado con ella jamás la había visto así.
—Ya se ha terminado todo
—dijo, y la abrazó—. Y he estado pensando: quizás Harry Bryant pueda
transferirme a...
—Rick —dijo ella—. Debo
decirte algo. Lo siento. La cabra ha muerto.
Por alguna razón, eso no lo
sorprendió. Simplemente le hizo sentirse peor, era una mera cantidad que se
sumaba al peso que lo oprimía en todas partes.
—Creo que hay una cláusula
de garantía —repuso Rick—. Si el animal enferma antes de los noventa días, el
vendedor...
—No se enfermó. Alguien
vino —Irán carraspeó y continuó en tono grave—, la sacó de su cesta y la llevó
hasta el borde del terrado.
—¿Y la empujó?
—Sí.
—¿Viste quién era?
—Con toda claridad
—respondió Irán—. Barbour estaba aquí todavía; bajó conmigo y llamamos a la
policía, pero el animal estaba muerto y ella se había marchado enseguida. Era
una muchacha de cara muy joven, pelo negro, ojos negros grandes, delgada. Tenía
un abrigo largo de seda, un bolso grande, como de cartero. Y no hizo nada por
ocultarse..., como si no le importara.
—No, no le importaba —dijo
Rick—. A Rachael seguramente no le importaba que la vieras.
Sin duda, quería que la
vieras, para que yo supiera quién había sido —la besó—. ¿Y me has estado
esperando aquí todo el tiempo?
—Sólo media hora. Fue hace
media hora —Irán, con ternura, le devolvió el beso—. Es horrible. Y tan
inútil...
Rick retornó a su coche
aéreo, abrió la puerta y se instaló ante los mandos.
—No fue inútil —respondió—.
Ella tenía una razón; lo que le parecía una razón —una razón de androide,
pensó.
—¿Adónde vas? ¿No quieres
bajar y quedarte conmigo? La TV ha dado noticias tremendas; el Amigo Buster
dijo que Mercer es un impostor. ¿Qué piensas, Rick? ¿Crees que pueda ser
verdad?
—Todo es verdad —dijo
Rick—. Todo lo que las personas han pensado alguna vez —puso el motor en
marcha.
—¿Estás bien?
—Estoy bien —respondió
Rick, y pensó: voy a morir. Estas dos cosas también son ciertas.
Cerró la puerta, dirigió a
Irán un gesto cariñoso y se elevó en el cielo nocturno. En otros tiempos habría
visto las estrellas, pensó. Hace años. Pero ahora sólo está el polvo y nadie ve
nunca una estrella, al menos desde la Tierra. Quizás allá donde voy se vean las
estrellas, se dijo mientras el coche ganaba velocidad y altura, y se alejaba de
San Francisco hacia la deshabitada desolación del norte. Hacia un lugar adonde
no iría ninguna criatura viva mientras no sintiera que el fin había llegado.
21
A la temprana luz de la
mañana vio un suelo gris que parecía infinito, cubierto de escombros.
Unos cantos rodados grandes
como casas se habían detenido al chocar unos con otros. Rick pensó: es como un
almacén de cargas cuando ya han retirado todas las mercaderías. Sólo quedan
fragmentos de embalajes, de cajas que no significan nada en sí. Una vez había
habido allí cosechas y rebaños. Era notable que los animales hubiesen pastado
allí alguna vez. Era también notable elegir ese lugar para morir.
Descendió un poco y siguió
volando casi a ras del suelo. ¿Qué diría de mí Dave Holden?, se preguntó. En
cierto sentido, soy el mejor cazador de bonificaciones que ha existido nunca.
Nadie ha retirado seis modelos Nexus-6 en menos de veinticuatro horas. Y
probablemente nadie volverá a hacerlo. Debería llamar a Dave, pensó.
Una colina irregular se le
acercó; elevó el coche a medida que el mundo se aproximaba. Estoy cansado,
pensó. No debería continuar. Apagó el motor, planeó un momento, y luego
aterrizó en una cuesta, brincando, desparramando piedras, hasta que el avance
hacia arriba lo detuvo, rechinando. Cogió el videófono del coche aéreo y llamó
a la operadora de San Francisco.
—Con el Hospital Mount Zion
—dijo. Apareció en la pantalla otra mujer.
—Hospital Mount Zion.
—¿Podría hablar con un paciente? Dave
Holden. ¿Se encuentra suficientemente bien?
—Un momento, señor —la
pantalla quedó en blanco. Pasó el tiempo. Rick cogió un poco de Rapé Dr.
Johnson y se estremeció; la temperatura de la cabina, sin calefacción, había
descendido—. El doctor Costa dice que el señor Holden no puede recibir llamadas
—dijo la operadora cuando reapareció.
—Es un asunto policial
—repuso, colocando su carnet junto a la pantalla.
—Un segundo —la operadora
se desvaneció nuevamente. Rick volvió a aspirar el Rapé Dr.
Johnson; el mentol que le
agregaban sabía mal a esta hora de la mañana. Bajó el cristal de la ventanilla
y arrojó al suelo la pequeña caja de lata—. No, señor —dijo la operadora—. El
doctor Costa piensa que el estado del señor Holden no permite que atienda
llamadas, ni siquiera urgentes, por lo menos durante...
—Está bien —respondió Rick,
y cortó la comunicación.
También el aire olía mal, y
volvió a subir el cristal. Dave había quedado realmente fuera de combate. Me
pregunto por qué no me mataron; quizá porque me moví con rapidez. Contra todos
el mismo día. No podían esperarlo. Harry Bryant tenía razón. Hacía tanto frío
ahora en la cabina, que abrió la puerta y descendió. Un viento nocivo e
inesperado atravesó sus ropas, y empezó a caminar restregándose las manos.
Habría sido gratificante hablar con Dave. El aprobará lo que hice, sin duda. Y,
además, comprenderá la otra parte, que ni siquiera Mercer debe comprender. Para
Mercer todo es fácil, pensó, porque lo acepta todo. Nada es ajeno a él. Pero lo
que yo he hecho, eso es ahora ajeno a mí. En verdad todo en mí es ajeno. Me he
convertido en un ser ajeno. Caminó por la cuesta. Cada paso le costaba más.
Estaba demasiado fatigado para subir. Se detuvo a secar el sudor que caía sobre
sus ojos y las lágrimas saladas, con todo el cuerpo dolorido. Enfadado consigo
mismo escupió, con furia, desdén y odio a sí mismo, sobre el suelo yermo. Luego
siguió trepando por aquella elevación solitaria y poco familiar, alejada de
todo. Nada estaba vivo allí, aparte de él mismo.
El calor. Ahora hacía
calor. Era evidente que había pasado el tiempo. Y sentía hambre. No había
comido en sabe Dios cuánto tiempo. El hambre y el calor se combinaban en un
sabor venenoso que recordaba a la derrota. Sí, eso es lo que ocurre, pensó: de
alguna oscura manera, he sido derrotado. ¿Por haber matado a los androides? ¿Por
Rachael, que había matado a la cabra? No sabía. Mientras avanzaba, un manto
vago y casi alucinante nubló su mente. Sin saber cómo estaba en un punto
situado a un paso de un precipicio ciertamente fatal, de una caída humillante y
desesperada. Y tenía que proseguir, aun cuando nadie lo viera. No había nadie
allí que registrara su degradación ni la de nadie; y el orgullo o el valor que
pudiera finalmente exhibir también pasaría inadvertido. Las piedras muertas,
las agonizantes hierbas envenenadas por el polvo no lo verían ni recordarían.
En ese momento la primera
piedra —y no era de espuma de goma ni de plástico— lo golpeó en la región
inguinal. Y el dolor, el conocimiento esencial de la soledad y la pena, llegó
hasta él en su forma desnuda y verdadera.
Se detuvo. Pero un impulso,
un impulso invisible pero real, irresistible, lo indujo a continuar la
ascención. A rodar hacia arriba, como las piedras, pensó. Hago lo que hacen las
piedras, sin voluntad, sin que esto tenga el menor sentido.
—Mercer —dijo, jadeando. Se
detuvo. Podía distinguir al frente una figura borrosa, inerte—. ¿Wilbur Mercer?
¿Eres tú? —Dios mío, es mi sombra..., pensó. Tengo que salir de aquí, descender
esta cuesta.
Trastabillando inició el
retorno. En un momento cayó. Las nubes de polvo oscurecían el paisaje. Se alejó
del polvo, corriendo, resbalando, tropezando en las piedras sueltas. Muy cerca
estaba su coche aéreo. He vuelto, se dijo, he bajado de la colina. Abrió la
puerta y entró en la cabina. ¿Quién habrá arrojado la piedra?, se preguntó.
Nadie. Pero, ¿por qué me importa tanto? Ya lo he sufrido antes, durante la
fusión, mientras utilizo mi caja de empatía, como hacen todos. Esto no es
nuevo. Y, sin embargo, lo era. Tal vez, se dijo, porque lo he hecho solo.
Temblando, sacó de la guantera una lata nueva de rapé; quitó la banda
protectora, la abrió y cogió una gran pulgada que aspiró mientras estaba mitad
en la cabina y mitad fuera, con los pies en suelo árido y polvoriento. Es el
último lugar adonde ir, pensó. No debí venir aquí... Ahora se sentía demasiado
cansado para regresar.
Si tan sólo pudiera hablar
con Dave, pensó, me sentiría mejor. Podría salir de aquí, irme a casa, dormir.
Todavía tengo mi trabajo y mi oveja eléctrica. Habrá otros andrillos que
retirar, mi carrera no está terminada, no he retirado el último androide. Tal
vez se trate de eso; temo que no haya más...
Miró el reloj. Las nueve y
treinta.
Llamó por el videófono a la
corte de justicia de la calle Lombard.
—Quiero hablar con el
Inspector Bryant —le dijo a la señorita Wild, la operadora.
—El inspector Bryant no
está en su despacho, señor Deckard. Salió en su coche, pero en este momento no
se encuentra en él. No responde.
—¿No dijo a donde pensaba
ir?
—Era algo relacionado con
los androides que retiró usted anoche.
—Póngame con mi secretaria.
Poco después, la cara
triangular y anaranjada de Ann Marsten aparecía en la pantalla.
—Oh, señor Deckard. El
inspector Bryant ha estado tratando de comunicarse con usted... Creo que ha
propuesto su nombre al señor Cutter, el jefe, para una mención especial, por
haber retirado a esos seis...
—Ya sé lo que he hecho
—repuso Rick.
—Pero eso nunca había
pasado antes. Ah, además, señor Deckard: ha llamado su esposa.
—Quiere saber si se
encuentra usted bien. ¿Está bien?
Rick no respondió.
—De todos modos —continuó
la señorita Marsten—, debería usted llamarla. Dijo que estaría en casa,
esperando noticias...
—¿Sabe usted lo que le
ocurrió a mi cabra?
—No. Ni siquiera sabía que
tenía una.
—Me la quitaron.
—¿Quién, señor Deckard?
¿Ladrones de animales? Acabamos de recibir la denuncia de una nueva pandilla,
probablemente muy jóvenes, que opera en...
—Ladrones de vida.
—No comprendo, señor
Deckard —dijo la señorita Marsten, mirándolo con atención—. Señor Deckard,
tiene usted muy mal aspecto. Parece fatigado y... Dios, su mejilla está
sangrando.
Rick se llevó una mano a la
cara. Una piedra, seguramente. Le habían arrojado más de una.
—Se parece a Wilbur Mercer
—dijo la señorita Marsten.
—Soy Wilbur Mercer
—respondió Rick—. Me he fundido permanentemente con él y no puedo salir de la
fusión. Estoy esperando a que eso ocurra, aquí, en algún lugar de la frontera
de Oregon.
—¿Quiere que le envíe a
alguien? ¿Un coche del departamento?
—No —dijo—. Ya no estoy en
el departamento.
—Ayer ha trabajado
demasiado, señor Deckard —dijo la señorita Marsten, en tono de reproche—. Lo
que necesita es dormir bien. Señor Deckard, usted es nuestro mejor cazador de
bonificaciones, y el mejor que hemos tenido nunca. Yo le avisaré cuando llegue.
Váyase a su casa y a la cama. Y llame a su esposa, señor Deckard: está muy
preocupada. Era evidente. Y usted tampoco está bien.
—Es por la cabra —dijo
Rick—. No por los androides. Rachael estaba equivocada. No tuve ninguna
dificultad en retirarlos. Y en especial también se equivocó cuando dijo que no
podría fundirme nuevamente con Mercer. El único que estaba en lo cierto era
Mercer.
—Vuelva a la zona de la
bahía, señor Deckard; a donde haya gente. No hay nada viviente cerca de Oregon,
¿verdad? ¿Está solo?
—Es curioso —respondió
Rick—. He tenido la ilusión, completamente real, de que era Mercer, y de que me
arrojaban piedras. Pero no del modo en que se siente ante la caja de empatía.
Con la caja de empatía uno siente que está con Mercer. La diferencia es que yo
no estaba con nadie; estaba solo.
—Ahora dicen que Mercer es
un impostor.
—Mercer no es ningún
impostor —contestó Rick—. A menos que la realidad sea una impostura —la sierra,
pensó, el polvo, las piedras, todas diferentes—. Temo que no podré dejar de ser
Mercer. Una vez que se comienza, ya es demasiado tarde para retroceder —¿tendré
que subir nuevamente? Para siempre, como Mercer... Atrapado por la eternidad—.
Adiós —dijo.
—¿Llamará a su mujer? ¿Me
lo promete?
—Sí. Gracias, Ann —colgó.
Una cama, pensó. La última vez que estuve en una cama fue con Rachael.
Infracción al estatuto. Cópula con androides; absolutamente ilegal, aquí y en
los mundoscolonia. Ahora debe estar de vuelta en Seattle, con los demás Rosen,
reales y humanoides. Querría poder hacerte lo que tú me has hecho; pero no se
puede, porque a los androides no les importa. Si te hubiera matado anoche mi
cabra estaría viva. Ese fue mi error. Sí, pensó; todo surgió de allí. De eso y
de acostarme contigo... Una cosa que me dijiste era verdad. He cambiado. Pero no
del modo que tú habías previsto.
De otro modo peor.
Y, sin embargo, no me
importa. Ya no me importa. No, después de lo que me ha ocurrido, cerca de la
cumbre de la colina. Me pregunto qué habría pasado si hubiera seguido subiendo.
Porque allí es donde Mercer muere, y donde su triunfo se manifiesta, al final
del gran ciclo sideral.
Pero si soy Mercer no puedo
morir, ni siquiera en diez mil años. Mercer es inmortal.
Una vez más cogió el
videófono, para llamar a Irán.
Y se quedó congelado.
22
Dejó el receptor en su
lugar, sin apartar la vista del punto donde había observado un movimiento,
fuera del coche. Una cosa en el suelo, entre las piedras; un animal. Le latió
con fuerza el corazón, demasiado cargado por el asombro. Yo sé qué es. Nunca he
visto uno, pero lo sé por las viejas películas sobre la naturaleza que pasa la
TV del gobierno. Están extinguidos, se dijo. Buscó su arrugado Sidney, y pasó
las páginas con dedos temblorosos.
SAPO (Bufonidae), todas las
variedades... Extinguidos. El sapo era la criatura más preciosa para Wilbur
Mercer, junto con el asno. Pero prefería el sapo.
Necesito una caja, se dijo.
Giró; en el asiento trasero de coche aéreo no había nada. Saltó al exterior,
fue a la baulera y la abrió. Había una caja de cartón que contenía una ampolla
de combustible de repuesto; sacó la ampolla, puso dentro de la caja las hojas
de una enredadera que encontró, y se acercó lentamente al sapo, sin separar de
él la vista. El sapo se combinaba perfectamente con la textura y el matiz del
polvo omnipresente. Quizás había evolucionado, adaptándose al nuevo clima así
como se había adaptado antes a todos los climas. Si no se hubiera movido no lo
habría visto; sin embargo, no estaba a más de dos metros de distancia. ¿Qué
ocurre cuando se encuentra un animal al que se cree extinguido? Era muy raro.
Algo así como una estrella de honor de las Naciones Unidas y dinero, una
recompensa de millones de dólares. Y entre todas las posibilidades, hallar
precisamente la criatura preferida por Mercer. Dios mío, pensó, no puede ser.
Debe tratarse de un defecto
cerebral mío, provocado por la exposición a la radiactividad. Soy un especial,
pensó. Me ha ocurrido algo. Como al cabeza de chorlito Isidore con su araña. Lo
que le pasó a él me pasa a mí. ¿Lo quiso así Mercer? Pero yo soy Mercer. Yo lo
he querido así. He encontrado al sapo, porque veo a través de los ojos de
Mercer. Se puso en cuclillas al lado del sapo. Había apartado las piedrecillas
con el trasero, cavándose un hoyo, de modo que sólo se veían el cráneo y los
ojos a ras del suelo. Estaba como en trance, con su metabolismo disminuido al
mínimo. Sus ojos no revelaban lo que hubiese visto. Rick pensó, horrorizado: se
ha muerto, quizá de sed. Pero no; se había movido. Depositó la caja en el suelo
y con gran cuidado tocó unas piedrecillas cerca del animal, que aparentemente
no se oponía. Por supuesto, ignoraba su existencia. Cuando lo alzó sintió su
peculiar frialdad. El cuerpo parecía seco y arrugado; y tan frío como si
hubiera vivido siempre en una gruta a muchas millas de profundidad, lejos del
sol. Ahora el animal se retorcía; con sus débiles patas traseras intentaba
liberarse instintivamente, y saltar. Era un sapo grande, adulto, inteligente.
Capaz a su modo de sobrevivir en un mundo donde el hombre, realmente, no podía.
Me pregunto dónde encuentra el agua para sus huevos... De modo que esto es lo
que ve Mercer, pensó mientras cerraba cuidadosamente la caja, con muchas
vueltas de cordel. La vida que nosotros ya no podemos distinguir, la vida
cuidadosamente enterrada hasta los ojos en un mundo muerto. En cada ceniza del
universo Mercer percibe seguramente la vida escondida. Y después de haber visto
a través de los ojos de Mercer, probablemente a mí también me ocurrirá.
Y ningún androide le
cortará las patas a este sapo, como hicieron con la araña del cabeza de
chorlito.
Depositó su caja en el
asiento y se sentó ante los mandos. Es como volver a ser un muchacho. La carga
que había sentido se había disipado; había desaparecido aquella fatiga opresora
y monumental. Cuando Irán se entere... Cogió el videófono, pero se detuvo. Será
una sorpresa. Y sólo llevará treinta o cuarenta minutos volver a casa. Encendió
el motor, remontó y puso rumbo a San Francisco, mil kilómetros al sur.
Irán Deckard estaba ante el
órgano de ánimos Penfield, con el índice de la mano derecha apoyado en el dial
numerado. Pero no lo hacía girar. Se sentía demasiado angustiada. Su inquietud
clausuraba el futuro y todas las posibilidades que contuviera. Y pensaba: si
Rick estuviera aquí, me haría marcar el 3, y eso me infundiría el deseo de
marcar algo importante, como júbilo incontenible, o quizás un 888: deseo de ver
televisión sin reparar en el programa. Me pregunto qué programa habrá... Y
adonde habrá ido Rick. Puede volver, y también es posible que no vuelva. Oyó un
golpe en la puerta.
Dejó a un lado el manual
Penfield y se puso en pie de un salto, pensando: No necesito marcar nada: Ya
tengo todo lo que quiero, si es Rick.
Corrió a la puerta y la
abrió de par en par.
—Hola —dijo él. Tenía un
tajo en la mejilla, la ropa gris y arrugada, hasta el pelo estaba saturado de
polvo. Las manos, la cara..., había polvo por todas partes, excepto en los
ojos, que brillaban como los de un chico. Parecía que hubiera estado jugando y
que hubiera decidido volver a casa, que ya era hora... A descansar, bañarse y
contar los maravillosos sucesos del día.
—Cuánto me alegro —dijo
ella.
—He traído algo —sostuvo en
alto la caja de cartón con ambas manos. Entró sin soltarla, como si hubiera en
ella algo muy frágil o valioso. Quería tenerla perpetuamente en las manos.
—Te prepararé una taza de
café —dijo Irán. Apretó el botón de café de su cocina y en un instante tuvo una
gran jarra. El se sentó sin separarse de su caja, y sin perder la mirada de
asombrada alegría. Nunca, desde que lo conocía, le había visto esa expresión.
Le había ocurrido algo desde su partida, la noche anterior. Y ahora había
vuelto, y la caja había vuelto, y la caja había venido con él. En la caja
estaba lo que le había ocurrido.
—Voy a dormir —anunció Rick—.
Todo el día. Hablé con Harry Bryant, me dijo que me tomara el día libre, y eso
es exactamente lo que haré —con cuidado colocó la caja en la mesa y bebió el
café, como ella quería. Irán estaba sentada frente a Rick.
—¿Qué hay en la caja?
—preguntó.
—Un sapo.
—¿Puedo verlo?
El desató la caja y alzó la
tapa.
—Oh —dijo Irán al ver el
sapo; por alguna razón, se asustó—. ¿Muerde?
—Cógelo. No muerde; los
sapos no tienen dientes —Rick alzó el sapo y se lo alcanzó.
Ella lo cogió, ocultando su
aversión.
—Pensé que estaban
extinguidos —dijo ella, mientras lo daba vuelta y miraba con curiosidad sus
patas traseras: parecían casi inútiles—. ¿Los sapos saltan como las ranas?
Quiero decir, ¿saltará de repente?
—Las patas de los sapos son
débiles —respondió Rick—. Esa es la principal diferencia entre un sapo y una
rana. Eso y el agua. Las ranas viven cerca del agua, pero los sapos pueden
sobrevivir en el desierto. Lo encontré en el desierto, cerca de la frontera de
Oregon, donde no hay nada vivo —estiró la mano para coger el animal.
Pero Irán había descubierto
algo: mientras lo sostenía, cabeza abajo, y tocaba su abdomen, abrió con la uña
el diminuto panel de control.
—Oh —dijo Rick, demudado—;
ah, ya veo, tienes razón —miraba en silencio al seudoanimal.
Lo cogió en su mano, y jugó
con sus patas; y todavía en ese momento parecía no comprender. Luego lo puso
cuidadosamente en su caja—. Me pregunto cómo habrá llegado a esa desolada
región de California... Alguien tiene que haberlo puesto allí, y no encuentro
forma de explicarme por qué.
—Quizá no debí haberte
dicho que era eléctrico —Irán le tocó el brazo. Se sentía culpable por el
efecto, el cambio que había provocado en él.
—No —respondió Rick—. Me
alegro de saberlo. O mejor dicho, prefiero saberlo.
—¿Quieres usar el órgano de
ánimos, para sentirte mejor? Siempre te ha servido, mucho más que a mí.
—Estoy bien —sacudió la
cabeza, como si tratara de aclarar sus ideas, aún sorprendido—. La araña que
Mercer le dio a Isidore, el cabeza de chorlito, también debía ser artificial.
Pero no importa. Las cosas eléctricas también tienen su vida, por pequeña que
ella sea.
—Parece que hubieras
caminado cien millas —dijo Irán.
—Ha sido un día largo
—respondió él.
—Ve a la cama y duerme.
—Ya ha terminado todo,
¿verdad? —Rick la miró con expresión de sorpresa. Parecía esperar a que ella se
lo dijese, como si lo supiera. Como si oírselo a sí mismo no significara nada.
Sentía duda ante sus propias palabras. No se tornaban significativas mientras
ella no las confirmara.
—Ha terminado —dijo Irán.
—Dios, qué tarea maratónica
—dijo Rick—. Una vez empezada no había forma de concluir...
Me llevaba adelante, hasta
que finalmente retiré a los Baty, y no tuve nada que hacer. Y —vaciló,
evidentemente asombrado por lo que había empezado a decir— esa parte fue la
peor. Después de terminar, no me podía detener porque no quedaría nada si me
detenía. Tenías razón tú, esta mañana, cuando dijiste que soy sólo un policía
de manos groseras.
—Ahora no lo creo
—respondió Irán—. Sólo estoy feliz de que hayas vuelto a casa, a tu lugar —lo
besó, y eso pareció gustarle a Rick. Su cara se iluminó, casi tanto como antes,
antes de que ella le mostrara que el sapo era eléctrico.
—¿Crees que he hecho mal?
Lo que hice hoy, ¿está mal?
—No.
—Mercer dijo que estaba
mal, pero que igual debía hacerlo. Es extraño que a veces sea mejor hacer algo
malo que bueno.
—Es la maldición que pesa
sobre nosotros —respondió Irán—. A eso se refiere Mercer.
—¿El polvo?
—Los asesinos que
encontraron a Mercer cuando tenía dieciséis años y le dijeron que no podía
invertir el tiempo ni traer de vuelta animales a la vida. Entonces, ahora, lo
único que puede hacer es moverse al paso de la vida, e ir adonde ella va, a la
muerte. Los asesinos arrojan las piedras. Son ellos quienes lo hacen, siempre
lo persiguen... Así como a todos nosotros. ¿Fue una piedra la que te hirió la
mejilla?
—Sí —respondió Rick
débilmente.
—¿Te irás a la cama?
¿Quieres que te ponga el órgano de ánimos en 670?
—¿Qué es eso?
—Descanso reparador y
merecido —dijo Irán.
Rick se puso de pie,
dolorido, con el rostro soñoliento y confuso, como si una sucesión de batallas
se lo hubiera disputado durante muchos años. Poco a poco, avanzó en la ruta al
dormitorio.
—Está bien —contestó—.
Descanso reparador y merecido —se tendió en la cama. Sus ropas y su pelo
desprendieron polvo sobre las sábanas blancas.
Mientras apretaba el botón
que tornaba opacas las ventanas del dormitorio, Irán pensó que no sería
necesario encender el órgano de ánimos. La luz grisásea del día desapareció. Un
instante después, Rick dormía.
Irán se quedó a su lado un
rato, hasta que tuvo la seguridad de que no despertaría ni se quedaría sentado,
asustado, como le pasaba a veces por las noches. Luego regresó a la cocina y se
sentó ante la mesa.
El sapo eléctrico se movía
en su caja. Irán se preguntó qué «comería», y si necesitaba mantenimiento.
Moscas artificiales, pensó.
Abrió la guía telefónica y
buscó en las páginas amarillas accesorios para animales eléctricos.
Llamó, y cuando la
vendedora atendió, dijo:
—Quiero medio kilo de
moscas artificiales que zumben y revoloteen.
—¿Para una tortuga
eléctrica, señora?
—Para un sapo.
—Entonces, le sugiero
nuestro surtido mixto de bichos reptantes y voladores, que incluye...
—Prefiero las moscas
—respondió Irán—. ¿Puede enviarlas? No quiero salir: mi marido duerme y no
quiero dejarlo solo. La vendedora agregó:
—Le recomendaría nuestra
charca perpetua, salvo si se trata de un escuerzo, en cuyo caso tenemos un
equipo completo de arena, piedrecillas multicolores y seudo-desechos orgánicos.
Y si piensa usted alimentarlo regularmente, le sugiero que nuestro servicio de
mantenimiento realice un ajuste periódico de la lengua. En un sapo, la lengua
es vital.
—Muy bien —contestó Irán—.
Quiero que funcione perfectamente. A mi marido le encanta —dio su dirección y
colgó.
Y ya sintiéndose mejor, se
sirvió por fin una taza de café negro y caliente.
FIN
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