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jueves, 9 de mayo de 2013

FUNDACION E IMPERIO - II - final


Isaac Asimov






Parte II
EL MULO

11. LOS NOVIOS



EL MULO - «El Mulo» es el menos conocido de todos los personajes de comparativa importancia para la historia galáctica. Se ignora su verdadero nombre, y su vida anterior es mera conjetura. Incluso el pe­ríodo de su mayor renombre nos es conocido prin­cipalmente a través de los ojos de sus antagonistas, y, sobre todo, a través de los de una joven recién casada...

Enciclopedia Galáctica


La primera visión que tuvo Bayta de Haven no fue nada espectacular. Su marido se la señaló: una estrella opaca perdida en el vacío del borde de la Galaxia. Estaba más allá de los últimos y escasos grupos de estrellas, donde brillaban, solitarios, algu­nos puntos de luz. Incluso entre ellos se la veía pe­queña e insignificante.
Toran se daba perfecta cuenta de que, como pre­ludio de su vida matrimonial, la Enana Roja carecía de cualidades impresionantes, y apretó los labios con timidez.
-Lo sé, Bay..., no es exactamente un cambio agra­dable, ¿verdad? Me refiero a esto, después de la Fun­dación.
-Es un cambio horrible, Toran. Nunca debí ca­sarme contigo.
El rostro de él se nubló momentáneamente, antes de que pudiera disimularlo, y ella le dijo con su es­pecial tono maternal:
-Anda, tonto. Ahora haz una mueca de disgusto y mírame como un patito moribundo antes de reclinar tu cabeza en mi hombro para que yo acaricie tus cabellos llenos de electricidad estática. Buscabas una mentira piadosa, ¿verdad? Esperabas que yo te dijera: «¡Contigo seré feliz en cualquier parte, To­ran!», o bien, «¡Las mismas profundidades intereste­lares serían mi hogar, amor mío, teniéndote a mi lado!» Vamos, admítelo.
Le apuntó con un dedo y lo retiró un instante antes de que él pudiera aprisionarlo con sus dientes. Toran contestó:
-Si me rindo y admito que tienes razón, ¿prepa­rarás la cena?
Ella asintió, satisfecha. Horan sonrió, mirándola. Bayta no era excepcionalmente hermosa para los demás -él lo admitía-, aunque todos se volvían a mirarla. Tenía el cabello oscuro y brillante, pero era liso, y su boca un poco grande; en cambio, sus espesas y bien dibujadas cejas separaban la frente blanca y tersa de unos ojos cálidos, color caoba, eter­namente risueños.
Y tras una actitud firme y bien definida basada en ideas prácticas y nada románticas sobre la vida, se ocultaba un fondo de suavidad que nunca se daba a conocer si se buscaba, pero que se encontraba si se empleaba el tacto y no se daba la impresión de per­seguirla.
Toran ajustó innecesariamente ?os controles y de­cidió descansar. Quedaba un salto interestelar y luego varios milimicroparsecs «en línea recta» antes de que fuera necesario el control manual. Se inclinó hacia atrás para mirar hacía el pañol de víveres, donde Bayta elegía los recipientes apropiados.
Había un poco de presunción en su actitud hacia Bayta; la satisfacción que indica el triunfo de alguien que ha estado al borde del complejo de inferioridad durante tres años.
Al fin y al cabo, era provinciano, y no sólo eso, sino hijo de un comerciante renegado. Y ella proce­día de la misma Fundación; y aún más: su linaje se remontaba a Mallow.
Pero tras aquella presunción existía un pequeño temor. Llevarla a Haven, mundo rocoso y con ciuda­des cavernosas, ya era malo de por sí; pero enfren­tarla a la tradicional hostilidad de los comerciantes contra la Fundación -del nómada contra el ciuda­dano- era todavía peor.
Pese a ello... después de la cena, ¡el último salto! Haven era un rabioso fulgor carmesí, y el segun­do planeta una tosca mancha de luz de bordes nebu­losos y un semicírculo de oscuridad. Bayta se inclinó sobre la gran mesa visora en cuyos retículos se veía Haven II limpiamente centrado. Dijo gravemente:
-Me gustaría haber conocido antes a tu padre. Si no le resulto simpática...
-Entonces -replicó Toran con naturalidad-, se­rías la única muchacha bonita que no le inspirara simpatía. Antes de que perdiera el brazo y dejara de vagar por la Galaxia... Bueno, si le preguntas acer­ca de lo que hacía, te contará cosas hasta que se te revienten los tímpanos. Llegó un momento en que empecé a pensar que exageraba, porque nunca con­taba una historia por segunda vez sin cambiarla...
Ahora Haven II se abalanzaba hacia ellos. El mar encerrado entre rocas giraba pesadamente bajo su nave, gris como la pizarra en el crepúsculo, y ocul­tándose de vez en cuando entre jirones de nubes. A lo largo de la costa se elevaban agrestes montañas.
El mar pareció arrugarse debido a su proximidad y, cuando viraron y lo perdieron de vista, vislumbra­ron unos campos de hielo bordeando la costa.
Toran gruñó ante la violenta deceleración. -¿Llevas el traje cerrado?
La cara redonda de Bayta se veía un poco conges­tionada por el traje de gomespuma, provisto de cale­facción interna y fuertemente adherido a la piel.
La nave descendió ruidosamente sobre el campo abierto, a poca distancia de una altiplanicie. Bajaron con torpes movimientos a la sólida oscu­ridad nocturna del exterior de la Galaxia, y Bayta lanzó una exclamación ahogada cuando sintió el frío repentino y el azote del viento. Toran la cogió por el codo y ambos echaron a correr por el liso y com­pacto terreno hacia el fulgor de luz artificial que se distinguía a poca distancia.
Los centinelas les salieron al encuentro a medio camino y, tras unas frases en voz baja, siguieron avanzando juntos. El viento y el frío desaparecieron cuando la puerta de roca se cerró tras ellos. El cálido interior, blanco y con paredes luminosas, se llenó de una cierta agitación. Unos hombres les miraron desde sus mesas, y Toran presentó sus documentos.
Tras una rápida ojeada a los papeles les indicaron que siguieran, y Toran murmuró a su esposa
-Papá debe de haberse encargado de los prelimi­nares. Lo normal es que te retengan cinco horas. Salieron al exterior, y Bayta exclamó repentina­mente
-¡Oh, querido...!
La ciudad-caverna estaba iluminada por una luz diurna, la luz blanca de un joven sol. Naturalmente, no había ningún sol. Lo que hubiera debido ser el firmamento se perdía en el fulgor difuso de un brillo que lo abarcaba todo. El aire cálido estaba perfu­mado por la fragancia de la vegetación.
-¡Oh, Toran, qué hermoso! -exclamó Bayta. Toran sonrió con satisfacción.
-Bueno, Bay, no se puede comparar a la Funda­ción, pero es la ciudad más grande de Haven II. Tiene veinte mil habitantes. Creo que acabará gus­tándote. Lo siento, pero no hay parques de diversio­nes, aunque tampoco hay policía secreta.
-¡Oh, Torie! Es como una ciudad de juguete. Todo blanco y rosado... y tan limpio.
-Bueno... -Toran contempló a su vez la ciudad. La mayoría de las casas tenían dos pisos y estaban construidas con la piedra lisa de la región. Faltaban las torres de la Fundación y las colosales casas de comunidad de los Reinos Antiguos, pero había inti­midad e individualismo; era una reliquia de la inicia­tiva personal en una Galaxia de vida en masa.
Toran fijó de repente su atención.
-Bay..., ¡ahí está papá! Allí, donde te estoy seña­lando. ¿No le ves?
Sí que le veía. Le dio la impresión de un hombre corpulento que saludaba frenéticamente con la mano, con los dedos extendidos como si quisiera agarrar el aire. Llegó hasta ellos el profundo trueno de un grito sostenido. Bayta siguió a su marido, que corría por el recortado césped. Vio a un hombre más pequeño, de cabellos blancos, casi invisible detrás del hombre robusto, que aún saludaba y seguía gritando.
Toran gritó por encima del hombro:
-Es el hermanastro de mi padre. El que estuvo en la Fundación, ya sabes.
Se encontraron en el césped, riendo, incoherentes, y el padre de Toran lanzó una exclamación final para demostrar su alegría. Se estiró la corta chaqueta y ajustó su cinturón con hebilla de metal, su única concesión al lujo.
Su mirada saltó de uno de los jóvenes al otro, y entonces exclamó, casi sin aliento:
-¡Habéis escogido un día muy malo para volver a casa, muchachos!
-¿Qué? ¡Oh! Es el aniversario de Seldon, ¿verdad? -Sí. He tenido que alquilar un coche para venir aquí y obligar a Randu a conducirlo. No se podía conseguir un vehículo público ni a punta de pistola. Sus ojos estaban ahora fijos en Bayta. Se dirigió a ella con voz más suave:
-Tengo tu cristal precisamente aquí, y es bueno, pero ahora veo que quien lo tomó era un aficionado. Extrajo del bolsillo de la chaqueta el pequeño cubo transparente, y, al ser expuesto a la luz, la son­riente cara de una Bayta en miniatura cobró una vida multicolor.
-¡Esa! -dijo Bayta-. No sé por qué Toran man­dó esta caricatura. Me sorprende que me permitiera usted venir, señor.
-¿De verdad? Llámame Fran; no quiero ceremo­nias. Creo que será mejor que me cojas del brazo y nos vayamos al coche. Hasta este momento nunca creí que mi chico supiera lo que hacía. Creo que cam­biaré de opinión. Sí, tendré que cambiar de opinión. Toran le susurró a su tío:
-¿Cómo está el viejo últimamente? ¿Todavía per­sigue a las mujeres?
Randu sonrió, arrugando todo el rostro.
-Cuando puede, Toran, cuando puede. Hay veces que recuerda que su próximo cumpleaños será el sexagésimo, y esto le desanima. Pero hace callar ese mal pensamiento y en seguida vuelve a ser el mismo. Es un comerciante del viejo estilo. Pero hablemos de ti, Toran. ¿Dónde encontraste una esposa tan bonita? El joven sonrió y cogió del brazo a su tío.
-¿Pretendes que te cuente en un minuto la histo­ria de tres años, tío?
En el pequeño salón de la casa, Bayta se despojó de su capa de viaje y ahuecó su cabellera lacia. Se sentó, cruzó las piernas y devolvió la apreciativa mi­rada de aquel hombre corpulento, diciéndole:
-Sé lo que está intentando adivinar, y voy a ayu­darle: edad, veinticuatro años, estatura, uno sesenta y ocho, peso, sesenta y dos, educación especial, His­toria.
Bayta advirtió que él se ponía siempre de costado para ocultar que era manco. Pero Fran se le acercó y dijo:
-Ya que lo has mencionado, te diré que pesas sesenta y nueve. -Se rió de buena gana al verla en­rojecer, y entonces añadió, dirigiéndose a todos en general-: Siempre se puede adivinar el peso de una mujer fijándose en la parte superior de su brazo, con la debida experiencia, claro. ¿Quieres beber algo, Bay?
-Sí, entre otras cosas -repuso ella, y salieron juntos mientras Toran contemplaba las estanterías en busca de nuevos libros.
Fran volvió solo y explicó: -Bajará dentro de unos momentos.
Se sentó pesadamente en la gran silla del rincón y colocó su anquilosada pierna izquierda sobre un taburete. Ya no había risas en su rostro rubicundo, y Toran se dirigió hacia él.
-Bien, muchacho -dijo Fran-, ya has vuelto a casa y estoy contento. Me gusta tu mujer. No es una remilgada.
-Me he casado con ella -repuso sencillamente Toran.
-Bueno, eso es algo totalmente distinto, hijo mío. -Sus ojos se oscurecieron-. Es un modo insensato de encadenarse. Durante mi larga vida, de gran expe­riencia, no hice nada semejante.
Randu interrumpió desde el rincón donde había permanecido en silencio
-Vamos, Franssart, ¿qué comparaciones se te ocu­rre hacer? Hasta tu aterrizaje forzoso de hace seis años nunca estuviste en un lugar el tiempo suficiente como para establecerte y cumplir así los requisitos para el matrimonio. Y desde entonces, ¿quién iba a aceptarte?
El hombre manco se enderezó en su asiento y replicó con ardor:
-Muchas, viejo chocho canoso... Toran intervino con apresurado tacto:
-Es sólo una formalidad legal, papá. La situación tiene sus ventajas.
-Sobre todo para la mujer -gruñó Fran. -Incluso así -argumentó Randu-, es asunto del muchacho. El matrimonio es una vieja costumbre en la Fundación.
-Los de la Fundación no son modelo apto para un honrado comerciante -refunfuñó Fran.
Toran volvió a intervenir.
-Mi esposa es de la Fundación. -Miró al uno y luego al otro, y añadió con voz queda-: Ya viene. La conversación giró sobre temas generales, des­pués de la cena, y Fran la amenizó con tres relatos de sus aventuras pesadas, compuestos en partes igua­les de sangre, mujeres, beneficios y pura invención. Estaba encendido el pequeño televisor, que transmi­tía un drama clásico, con el volumen puesto al mí­nimo. Randu se arrellanó en una posición más cómo­da en el bajo sofá y se quedó mirando por encima del humo de su larga pipa hacia el lugar donde Bayta estaba arrodillada sobre la alfombra de piel blanca, traída hacía mucho tiempo de una misión comercial y que ahora sólo se extendía en las grandes oca­siones.
-¿Has estudiado Historia, hija mía? -preguntó amablemente.
-He sido la desesperación de mis maestros -re­puso Bayta-, pero al final logré aprender algo. -Un diploma y una beca -explicó Toran, satisfe­cho-, ¡sólo eso!
-¿Y qué aprendiste? -continuó preguntando Randu.
-¿Se lo digo todo? ¿Así, de repente? -rió la chica.
El anciano sonrió con suavidad.
-Bueno, pues dime lo que piensas de la situación galáctica.
-Creo -dijo concisamente Bayta- que es inmi­nente una crisis Seldon, y, si no se produce, sería
mejor acabar de una vez con el plan Seldon. Es un fracaso.
«Hum -pensó Fran desde su rincón-. Vaya modo de hablar de Seldon.» Pero no dijo nada en voz alta. Randu dio una chupada a su pipa.
-¿De verdad? ¿Por qué lo dices? Yo estuve en la Fundación cuando era joven, y también tuve grandes ideas dramáticas. Pero dime por qué has dicho eso.
-Bueno... -Los ojos de Bayta estaban pensativos mientras escondía los pies en la suavidad de la piel y apoyaba la barbilla en una mano regordeta-. A mí me parece que toda la esencia del plan de Seldon era crear un mundo mejor que el que había en el Imperio Galáctico. Ese mundo se estaba derrumban­do hace tres siglos, cuando Seldon estableció la Fun­dación, y si la historia dice la verdad, se desmoronaba por culpa de una triple enfermedad: la inercia, el despotismo y la mala distribución de los recursos del universo.
Randu asintió lentamente, mientras Toran contem­plaba con orgullo a su esposa y Fran chasqueaba la lengua y volvía a llenarse el vaso. Bayta continuó:
-Si la historia de Seldon es cierta, previó el co­lapso total del Imperio gracias a sus leyes de la psico­historia, y predijo los necesarios treinta mil años de barbarie antes del establecimiento de un nuevo Se­gundo Imperio que devolvería la civilización y la cul­tura a la humanidad. El objetivo de toda su vida fue establecer las condiciones que asegurarían un renaci­miento más rápido.
La profunda voz de Fran interrumpió:
-Y por eso estableció las dos Fundaciones, ben­dito sea su nombre.
-Y por eso estableció las dos Fundaciones -repi­tió Bayta-. Nuestra Fundación fue una concentra­ción de científicos del Imperio moribundo, destinada a llevar hacia nuevas cumbres a la ciencia y la cul­tura del hombre. Y la Fundación estaba situada de tal modo en el espacio, y los acontecimientos histó­ricos fueron tales, que, por un cuidadoso cálculo de su genio, Seldon previó que dentro de mil años se convertiría en un Imperio nuevo y más glorioso.
Hubo un reverente silencio.
La muchacha dijo en voz baja:
-Es una vieja historia. Todos la conocemos. Du­rante casi tres siglos, todos los seres humanos de la Fundación la han conocido. Pero he creído que era apropiado repetirla... sólo por encima. Hoy es el ani­versario de Seldon, y aunque yo sea de la Fundación, y ustedes de Haven, tenemos esto en común...
Encendió un cigarrillo con lentitud y contempló de forma ausente el extremo encendido.
-Las leyes de la historia son tan absolutas como las leyes de la física, y si las probabilidades de error son mayores, es sólo porque la historia no trata de tantos seres humanos como los átomos de que trata la física, y las variaciones individuales cuentan más. Seldon predijo una serie de crisis durante los mil años de evolución, cada una de las cuales provocaría un giro de nuestro camino hacia un fin precalculado. Son estas crisis las que nos dirigen... y por eso ha de producirse una de ellas ahora. ¡Ahora! -repitió con fuerza-. Ha pasado casi un siglo desde la últi­ma, y durante este siglo se han reproducido en la Fundación todos los vicios del Imperio. ¡La inercia! Nuestra clase dirigente sólo conoce una ley: no cam­biar. ¡El despotismo! Sólo conoce una regla: la fuer­za. ¡La mala distribución! Sólo conoce un deseo: con­servar lo que tiene.
-¡¡Mientras otros mueren de hambre!! -vociferó de repente Fran dando un potente golpe de su puño contra el brazo de su sillón-. Muchacha, tus palabras son perlas. Sus bolsas llenas arruinan a la Fundación, mientras los valientes comerciantes ocultan su po­breza en mundos remotos como Haven. Es un insulto. a Seldon, una bofetada a su rostro, un salivazo a su barba. -Levantó el brazo, y su faz se alargó-. ¡Si tuviera mi otro brazo! ¡Si cierto día me hubieran es­cuchado!
-Papá -dijo Toran-, no te exaltes.
-¡No te exaltes, no te exaltes! -le imitó feroz­mente su padre--. ¡Viviremos y moriremos aquí para siempre, y tú dices que no me exalte!
-Tu Fran es nuestro moderno Lathan Devers -dijo Randu, gesticulando con su pipa-. Devers mu­rió en las minas de esclavos hace ochenta años, junto con el bisabuelo de tu marido, porque le faltaba sa­biduría y le sobraba corazón...
-Sí, y por la Galaxia que yo haría lo mismo si fuera él -juró Fran-. Devers fue el más grande co­merciante de la historia, más grande que el inflado charlatán de Mallow, a quien los de la Fundación rinden culto. Si los asesinos que gobiernan la Fun­dación lo mataron porque amaba la justicia, tanto mayor es la deuda de sangre que han contraído.
-Continúa, muchacha -pidió Randu-. Continúa o seguro que hablará toda la noche y desvariará todo mañana.
-Ya no queda nada por decir -repuso Bayta con repentina tristeza-. Ha de haber una crisis, pero ignoro cómo será provocada. Las fuerzas progresis­tas de la Fundación están oprimidas de modo terri­ble. Ustedes, los comerciantes, pueden tener voluntad, pero son perseguidos y están dispersos. Si todas las fuerzas de buena voluntad de dentro y fuera de la Fundación se unieran...
La risa de Fran sonó como una ronca burla. -Escúchala, Randu, escúchala. De dentro y fuera de la Fundación, ha dicho. Muchacha, muchacha, no hay esperanza que valga en lo que se refiere a los débiles de la Fundación. Hay entre ellos algunos que empuñan el látigo, y el resto sufre los latigazos... hasta morir. No queda en todos ellos ni una maldita chispa que les permita enfrentarse a un solo buen comerciante.
Los intentos de interrupción de Bayta se estrella­ban contra aquel torrente de palabras.
Toran se inclinó sobre ella y le tapó la boca con la mano.
-Papá -dijo fríamente-, tú nunca has estado en la Fundación. No sabes nada de ella. Yo te digo que la resistencia es allí valiente y osada. Podría decirte que Bayta era uno de ellos...
-Muy bien, muchacho, no te ofendas. Dime, ¿por qué te has enfadado? -Estaba evidentemente con­fuso.
Toran prosiguió con fervor:
-Tu problema, papá, es que tienes un punto de vista provinciano. Crees que porque algunos cientos de miles de comerciantes se ocultan en los agujeros de un planeta abandonado del confín más remoto, constituyen un gran pueblo. Es cierto que cualquier
recaudador de impuestos de la Fundación que llega hasta aquí ya no regresa jamás, pero esto es heroís­mo barato. ¿Qué haríais si la Fundación enviara una flota?
-Los barreríamos -replicó Fran.
-O seríais barridos... y la balanza seguiría a su favor. Os superan en número, en armas, en organiza­ción, y os enteraréis de ello en cuanto la Fundación lo crea conveniente. Así que haríais bien en buscar aliados... en la Fundación misma, si podéis.
-Randu -dijo Fran, mirando a su hermano como un gran toro indefenso.
Randu se quitó la pipa de entre los labios.
-El muchacho tiene razón, Fran. Cuando escu­ches la voz de tu interior sabrás que la tiene. Es una voz incómoda, y por eso la ahogas con tus gritos. Pero sigue existiendo. Toran, voy a decirte por qué he iniciado esta conversación.
Chupó pensativamente su pipa durante un rato; luego la introdujo en el cuello de la cubeta, esperó el silencioso relámpago y la extrajo ya limpia. La llenó de nuevo lentamente, con precisos golpeteos de su dedo meñique. Entonces dijo:
-Tu pequeña sugerencia del interés de la Fundación por nosotros, Toran, ha sido acertada. Reciente­mente ha habido dos visitas... relativas a los impues­tos. Lo desconcertante es que el segundo recaudador vino acompañado de una nave-patrulla ligera. Aterri­zaron en Gleiar City, despistándonos por primera vez, pero, naturalmente, ya no volvieron a despegar. A pesar de todo es seguro que volverán a visitarnos. Tu padre es consciente de todo esto, Toran, puedes creerlo. Contempla al testarudo libertino. Sabe que Haven está en peligro, y sabe que estamos indefen­sos, pero repite sus fórmulas. Esto le anima y le pro­tege. Pero cuando se ha desahogado y gritado su desafío, y siente que ha cumplido con su deber de hombre y de gran comerciante, es tan razonable como cualquiera de nosotros.
-¿A quién se refiere al decir nosotros»? -pre­guntó Bayta.
-Hemos formado un pequeño grupo, Bayta, sólo en nuestra ciudad. Todavía no hemos hecho nada, ni
siquiera hemos logrado entrar en contacto con las otras ciudades, pero ya es algo.
-¿Con qué fin?
Randu meneó la cabeza.
-No lo sabemos... todavía. Esperamos un mila­gro. Hemos averiguado que, como tú has dicho, es inminente una crisis de Seldon. -Hizo una seña ha­cia arriba-. La Galaxia está llena de astillas y es­quirlas del desmoronado Imperio. Los generales hor­miguean por doquier. ¿Crees que algún día uno de ellos puede sentirse osado?
Bayta reflexionó, y luego negó con la cabeza con tal fuerza que sus cabellos lacios se arremolinaron. -No, no es posible. Ninguno de esos generales ignora que un ataque a la Fundación equivale a un suicidio. Bel Riose, del antiguo Imperio, era mejor que cualquiera de ellos, y atacó con todos los recur­sos de la Galaxia y no pudo ganar al plan de Seldon. ¿Hay un solo general que no sepa esto?
-Pero ¿y si nosotros les espoleáramos?
-¿A qué? ¿A lanzarse contra un horno atómico? ¿Con qué podríais espolearles?
-Bueno, hay uno nuevo. Durante los dos últimos años se han tenido noticias de un hombre extraño al que llaman el Mulo.
-¿El Mulo? -Bayta meditó-. ¿Has oído hablar alguna vez de él, Torie?
Toran negó con la cabeza. Ella preguntó: -¿Qué se sabe de él?
-Lo ignoro. Pero dicen que logra victorias contra obstáculos insuperables. Puede que los rumores exa­geren, pero en cualquier caso sería interesante cono­cerle. No todos los hombres con suficiente capacidad y ambición creerían en Hari Seldon y sus leyes de psicohistoria. Podríamos hacer cundir este escepti­cismo. Es posible que él atacara.
-Y la Fundación ganaría.
-Sí, pero quizá no tan fácilmente. Podría ser una crisis, y nosotros la utilizaríamos para forzar un com­promiso con los déspotas de la Fundación. En el peor de los casos se olvidarían de nosotros el tiempo su­ficiente como para permitirnos seguir adelante con nuestros planes.
-¿Qué opinas tú, Torie?
Toran sonrió débilmente y se apartó un mechón de pelo castaño que le caía sobre la frente.
-Del modo que lo describe, no puede perjudicar­nos; pero ¿quién es el Mulo? ¿Qué sabes de él, Randu? -Todavía nada. Para eso podríamos utilizarte a ti, Toran, y a tu mujer, si está dispuesta. Ya hemos hablado de esto tu padre y yo.
-¿De qué manera, Randu? ¿Qué quieres de no­sotros? -El joven lanzó una rápida e inquisitiva mi­rada a su mujer.
-¿Habéis terminado la luna de miel?
-Pues... sí ..., si se puede llamar luna de miel al viaje desde la Fundación.
-¿Qué me decís de una buena luna de miel en Kalgan? Es semitropical; sus playas, los deportes acuáticos, la caza de aves, todo hace del lugar un objetivo para las vacaciones. Se halla a unos siete mil parsecs..., no demasiado lejos.
-¿Qué hay en Kalgan?
-¡El Mulo! Sus hombres, al menos. Lo conquistó el mes pasado, y sin una batalla, aunque el señor guerrero de Kalgan difundió por radio la amenaza de volar el planeta y convertirlo en polvo iónico antes de entregarlo.
-¿Dónde está ahora ese caudillo?
-No existe -dijo Randu, encogiéndose de hom­bros-. ¿Qué contestáis?
-Pero ¿qué debemos hacer?
-No lo sé. Fran y yo somos viejos y provincia­nos. Los comerciantes de Haven son todos esencial­mente provincianos. Incluso tú lo dices. Nuestro co­mercio es muy restringido, y no somos los vagabun­dos de la Galaxia que fueron nuestros antepasados. ¡Cállate, Fran! Pero vosotros dos conocéis la Galaxia. Bayta, en especial, habla con el bonito acento de la Fundación. Deseamos sencillamente lo que podáis ave­riguar. Si podéis entrar en contacto con..., pero no nos atrevemos a esperarlo. Pensadlo los dos. Habla­réis con todo nuestro grupo, si lo deseáis... ¡Oh!, pero no antes de la semana próxima. Tenéis que apro­vechar el tiempo para descansar un poco.
Hubo una pausa, y entonces Fran vociferó -¿Quién quiere otro trago? Quiero decir, además de mí.

12. CAPITAN Y ALCALDE


El capitán Han Pritcher no estaba acostumbrado al lujo que le rodeaba, pero tampoco impresionado. En general rehuía el autoanálisis y todas las formas de filosofía y metafísica que no estuvieran relaciona­das con su trabajo.
Era una ayuda.
Su trabajo consistía en gran parte en lo que el Departamento de Guerra llamaba «inteligencia», los sofisticados «espionaje», y los románticos, «servicio secreto». Desgraciadamente, pese a los frívolos comen­tarios de la televisión, «inteligencia», «espionaje» y «servicio secreta» era, cuando más, un sórdido asun­to de rutina interrumpida y mala fe. La sociedad lo excusaba porque se hacía «en interés del Estado», pero un poco de filosofía siempre llevaba al capitán Pritcher a la conclusión de que incluso en tan sagra­do interés la sociedad se sentía aliviada mucho antes que la propia conciencia, y por esta razón rehuía filosofar.
Y ahora, ante el lujo de la antesala del alcalde, sus pensamientos se hicieron íntimos a pesar de sí mismo.
Habían sido ascendidos muchos hombres de me­nor capacidad que él, lo cual era admitido por todos. Había soportado una lluvia constante de críticas y re­primendas oficiales, sobreviviendo a todas ellas. Se aferraba a su modo de actuar en la firme creencia de que la insubordinación en aquel mismo sagrado «interés del Estado» acabaría siendo reconocida como el servicio que realmente era.
Por ello estaba en la antesala del alcalde... con cinco soldados como respetuosos centinelas, y en­frentado probablemente a un consejo de guerra.
Las pesadas puertas de mármol se deslizaron sua­ve y silenciosamente, revelando paredes satinadas, al­fombras de plástico rojo y otras dos puertas de mármol con adornos de metal en el interior. Dos oficiales que vestían el severo uniforme de hacía tres siglos salieron y llamaron:
-Audiencia para el capitán Han Pritcher de In­formación.
Retrocedieron con una ceremoniosa inclinación cuando el capitán se adelantó. Los centinelas se que­daron en la antesala, y él entró solo en la habitación.
La estancia era grande y extrañamente sencilla, y tras una mesa de rara forma angular se hallaba sentado un hombre pequeño que casi se perdía en la inmensidad del ambiente.
El alcalde Indbur -tercero de este nombre que ostentaba el cargo- era nieto de Indbur I, que ha­bía sido brutal y eficiente, y que había exhibido la primera de estas cualidades de manera espectacular por su modo de hacerse con el poder, y la segunda por su destreza en eliminar los últimos restos ficti­cios de las elecciones libres y la habilidad aún mayor con la que mantenía un gobierno relativamente pa­cífico.
El alcalde Indbur era hijo de Indbur II, que fue el primer alcalde de la Fundación que accedió al puesto por derecho de nacimiento, y el menos impor­tante de los tres, pues no era brutal ni eficiente, sino simplemente un excelente tenedor de libros nacido en familia equivocada.
Indbur III era una peculiar combinación de carac­terísticas hechas a su medida.
Para él, un amor geométrico de la simetría y el orden era «el sistema», un interés infatigable y fe­bril por las más insignificantes facetas de la burocra­cia cotidiana era «la laboriosidad», la indecisión cal­culada era «la cautela», y la terquedad ciega en con­tinuar por un camino erróneo era «la determinación».
Por añadidura, no malgastaba el dinero, no mata­ba a ningún hombre sin necesidad, y sus intenciones eran extremadamente buenas.
Si los sombríos pensamientos del capitán Pritcher se ocupaban de estas cosas mientras permanecía res­petuosamente en pie ante la enorme mesa, la férrea expresión de sus rasgos no lo revelaba. No tosió ni cambió de postura, ni movió los pies hasta que el alcalde dejó de escribir unas notas marginales y colocó meticulosamente una hoja de papel impreso so­bre un ordenado montón de hojas similares.
El alcalde Indbur cruzó las manos con lentitud, evitando deliberadamente perturbar el impecable or­den de los accesorios de su mesa. Dijo, en señal de reconocimiento
-Capitán Han Pritcher de Información.
Y el capitán Pritcher, con estricta obediencia al protocolo, dobló una rodilla casi hasta el suelo e in­clinó la cabeza hasta que oyó la orden
-Levántese, capitán Pritcher.
El alcalde habló con aire de afectuosa simpatía: -Está usted aquí, capitán Pritcher, a causa de cierta acción disciplinaria tomada contra usted por su oficial superior. Los documentos relativos a esta acción han llegado a mis manos a su debido tiempo, y como todos los sucesos de la Fundación merecen mi interés, he pedido información adicional sobre su caso. Espero que no esté sorprendido.
El capitán Pritcher repuso desapasionadamente: -No, excelencia. Su justicia es proverbial.
-¿Lo es? ¿De verdad? -Su tono era de satisfac­ción, y las coloreadas lentes de contacto que llevaba reflejaron la luz de un modo que dio a sus ojos un brillo seco y duro. Extendió cuidadosamente ante sí una serie de carpetas con tapas de metal. Las hojas de pergamino crujieron cuando empezó a volverlas su largo dedo seguía las líneas mientras hablaba.
-Aquí tengo su expediente, capitán..., completo. Tiene cuarenta y tres años y hace diecisiete que es oficial de las Fuerzas Armadas. Nació en Loris, sus padres eran de Anacreonte, no tuvo enfermedades graves en la infancia, un ataque de mio..., bueno, eso no tiene importancia..., educación premilitar en la Academia de Ciencias, especialización en hipermotores, diploma académico..., hum, muy bien, se le puede felicitar..., entró en el Ejército como suboficial el día ciento dos del año 293 de la Era Fundacional.
Levantó momentáneamente la vista mientras de­jaba la primera carpeta y abría la segunda.
-Ya ve que en mi administración no se abandona nada a la casualidad. ¡Orden! ¡Sistema!
Se llevó a los labios una píldora rosada que olía a jalea. Era su único vicio, al que cedía sin abusar.
En la mesa del alcalde faltaba el casi inevitable que­mador atómico, destinado a hacer desaparecer las colillas, pues el alcalde no fumaba.
Ni, como es natural, fumaban sus visitantes.
La voz del alcalde siguió zumbando metódicamen­te mascullando de vez en cuando en un susurro co­mentarios igualmente monótonos de aprobación o censura.
Con lentitud fue colocando las carpetas en un or­denado montón.
-Bien, capitán =dijo animadamente-, su histo­rial es insólito. Parece ser que su capacidad es sobre­saliente, y sus servicios indudablemente valiosos. Ob­servo que fue herido dos veces en el cumplimento del deber, y que se le ha concedido la Orden del Mérito por su extraordinario valor. Estos son hechos a te­ner muy en cuenta.
El rostro impasible del capitán Pritcher no se sua­vizó. Permaneció en su rígida posición. El protocolo exigía que un súbdito honrado por el alcalde con una audiencia no tomara asiento, punto tal vez inne­cesariamente recalcado por el hecho de que en la habitación sólo existía una silla: la ocupada por el alcalde. El protocolo exigía también que no se pro­nunciaran más palabras que las necesarias para res­ponder a una pregunta directa.
Los ojos de Indbur se clavaron en el oficial, y su voz adquirió dureza y ponderosidad.
-Sin embargo, no ha sido ascendido en diez años, y sus superiores informan, una y otra vez, de la inflexible obstinación de su carácter. Le describen como crónicamente insubordinado, incapaz de man­tener una actitud correcta hacia sus oficiales supe­riores, en apariencia nada interesado en mantener relaciones amistosas con sus colegas, y, además, in­curable pendenciero. ¿Cómo explica usted todo esto, capitán?
-Excelencia, hago lo que me parece justo. Mis actos al servicio del Estado y mis heridas por su causa prueban que lo que me parece justo está de acuerdo con los intereses del Estado.
-Una declaración muy patriótica, capitán, pero no deja de ser una doctrina peligrosa. Hablaremos de eso más tarde. Específicamente le han acusado de rechazar
una misión por tres veces, a la vista de órdenes fir­madas por mis delegados legales. ¿Qué tiene que ale­gar a esto?
-Excelencia, la misión carece de interés en unos momentos críticos en que asuntos de primordial im­portancia están siendo ignorados.
-¡Ah! ¿Y quién le dice que los asuntos de que habla son de importancia primordial, y si lo son, quién le dice que son ignorados?
-Excelencia, estas cosas son evidentes para mí. Mi experiencia y mi conocimiento de los hechos, re­conocidos por mis superiores, me permiten juzgarlo con toda claridad.
-Pero, mi buen capitán, ¿tan ciego está que no ve que arrogándose el derecho de determinar la política de Inteligencia usurpa las funciones de su superior?
-Excelencia, mi deber es principalmente para con el Estado, y no para con mi superior.
-Un error, porque su superior tiene a su vez un superior, y ese superior soy yo mismo, y yo soy el Estado. Pero no tema, no tendrá motivos para quejarse de esta justicia mía que usted llama pro­verbial. Explique con sus propias palabras la natura­leza de su falta de disciplina que ha originado todo esto.
-Excelencia, mi deber es primordialmente para con el Estado, y no consiste en llevar la vida de un marino mercante retirado en el mundo de Kalgan. Mis instrucciones eran dirigir la actividad de la Fun­dación en el planeta, y perfeccionar una organización que ha de actuar de freno contra el señor guerrero de Kalgan, particularmente en lo que concierne a su política exterior.
-Ya estoy enterado de esto. ¡Continúe! -Excelencia, mis informes han subrayado cons­tantemente las posiciones estratégicas de Kalgan y los sistemas que controla. He informado de la ambición del señor guerrero, de sus recursos, de su determina­ción de extender sus dominios y de su cordialidad, o, tal vez, neutralidad hacia la Fundación.
-He leído sus informes con atención. Siga. -Excelencia, regresé hace dos meses. Entonces no había señales de una guerra inminente; la única se­ñal era una capacidad casi superflua de repeler cualquier ataque. Hace un mes, un desconocido y afor­tunado soldado conquistó Kalgan sin lucha. Al pare­cer, el hombre que fue señor guerrero de Kalgan ya no vive. Los hombres no hablan de traición, ha­blan sólo del poder y el genio de ese extraño cau­dillo... el Mulo.
-¿El... qué? -El alcalde se inclinó hacia adelante y pareció ofendido.
-Excelencia, se le conoce como el Mulo. En rea­lidad se habla muy poco de él, pero yo he recopilado todos los rumores y he entresacado los que parecen más probables. No es un hombre de linaje ni posi­ción social. Su padre es desconocido. Su madre mu­rió al darle a luz. Su educación es la de un vagabun­do, la que se adquiere en los mundos míseros y los barrios bajos del espacio. No tiene otro nombre que el de Mulo, nombre que según dicen se ha dado a sí mismo y que significa, de acuerdo con la creencia popular, su inmensa fuerza física y su terquedad de propósito.
-¿Cuál es su fuerza militar, capitán? No me inte­resa la física.
-Excelencia, la gente habla de enormes flotas, pero pueden estar influenciados por la extraña caída de Kalgan. El territorio que controla no es grande, aunque es imposible determinar sus límites exactos. Pese a todo, ese hombre ha de ser investigado.
-Hum... ¡Claro, claro! -El alcalde se sumió en una meditación, y dibujó lentamente seis cuadros, colocados en posición hexagonal, sobre la primera hoja de un cuaderno que después arrancó, dobló lim­piamente en tres partes e introdujo en la ranura de la papelera que había a la derecha de la mesa. El papel cayó hacia una limpia y silenciosa desintegra­ción atómica.
-Ahora, dígame, capitán, ¿cuál es la alternativa? Me ha dicho lo que debe ser investigado. ¿Qué le han ordenado a usted que investigara?
-Excelencia, parece ser que hay una guarida de ratas en el espacio que no paga sus impuestos. -¡Ah! ¿Y eso es todo? Usted ignora, y nadie se lo ha dicho, que esos hombres que no pagan los im­puestos son descendientes de los salvajes comercian­tes de nuestros primeros tiempos..., anarquistas, rebeldes, maníacos sociales que proclaman su descen­dencia de la Fundación y se burlan de la cultura de la Fundación. Usted ignora, y nadie se lo ha dicho, que esa guarida de ratas en el espacio no es una, sino muchas; que son más numerosas de lo que ima­ginamos y conspiran juntas, una con la otra, y todas con los elementos criminales que aún existen por todo el territorio de la Fundación. ¡Incluso aquí, ca­pitán, incluso aquí!
La momentánea fogosidad del alcalde se extinguió con rapidez.
-Usted lo ignora, capitán.
-Excelencia, estoy enterado de todo esto. Pero como servidor del Estado, he de servir fielmente, y el que más fielmente sirve es quien sirve a la Verdad. Cualquiera que sea la implicación política de estos desechos de los antiguos comerciantes, los señores guerreros que han heredado las esquirlas del viejo Imperio están en el poder. Los comerciantes no tie­nen armas ni recursos, ni siquiera unidad. Yo no soy un recaudador de impuestos a quien se envía para una misión infantil.
-Capitán Pritcher, usted es un soldado y ha de obedecer. Es un fallo haberle permitido llegar hasta el punto de no cumplir una orden mía. Tenga cuida­do. Mi justicia no es simplemente debilidad. Capitán, ya ha sido probado que los generales de la Era Im­perial y los señores guerreros de la época actual son igualmente impotentes frente a nosotros. La ciencia de Seldon, que predice el curso de la Fundación, no se basa en el heroísmo individual, como usted parece creer, sino en las tendencias sociales y económicas de la historia. Ya hemos pasado con éxito por cuatro crisis, ¿no es verdad?
-Sí, Excelencia, es verdad. Pero la ciencia de Sel­don sólo la conocía el propio Seldon; nosotros sim­plemente tenemos fe. En las tres primeras crisis, como me han enseñado una y otra vez, la Fundación estaba en manos de sabios dirigentes que previeron la naturaleza de las crisis y tomaron las precaucio­nes adecuadas. Sin ellos..., ¿quién puede saberlo?
-Sí, capitán, pero ha omitido la cuarta crisis. Va­mos, capitán, entonces no teníamos un dirigente dig­no de este nombre y nos enfrentábamos al adversario
más inteligente, a los acorazados más pesados y a las fuerzas más numerosas. Y sin embargo, vencimos porque era algo inevitable en la historia.
-Excelencia, esto es cierto. Pero esta historia que ha mencionado no fue inevitable hasta haber luchado desesperadamente durante más de un año. La victo­ria inevitable que ganamos nos costó quinientas naves y medio millón de hombres. Excelencia, el plan de Seldon ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.
El alcalde Indbur frunció el ceño y se sintió re­pentinamente cansado-de sus pacientes explicaciones. Se le ocurrió pensar que había tenido un fallo en su condescendencia con el capitán porque estaba siendo confundida con el permiso de discutir eternamente, de argumentar, de sumergirse en la dialéctica.
Dijo con rigidez:
-Pese a ello, capitán, Seldon garantiza la victoria sobre los señores guerreros, y en estos momentos tan atareados no puedo permitirme el lujo de dis­persar nuestro esfuerzo. Estos comerciantes que us­ted quiere ignorar son descendientes de la Funda­ción; una guerra con ellos representaría una guerra civil. El plan de Seldon no nos garantiza nada a este respecto, puesto que tanto ellos como nosotros cons­tituimos la Fundación. Así pues, es preciso dominar­los. Ya conoce usted sus órdenes.
-Excelencia...
-No se le ha formulado ninguna pregunta, capi­tán. Ya conoce sus órdenes y las obedecerá. Más dis­cusión de cualquier índole conmigo o con quienes me representan será considerada como traición. Puede retirarse.
El capitán Han Pritcher dobló de nuevo la rodilla y se retiró, caminando lentamente hacia atrás.
El alcalde Indbur, tercero de su nombre y segun­do alcalde en la historia de la Fundación que había accedido al puesto por derecho de nacimiento, reco­bró su equilibrio y levantó otra hoja de papel del montón que tenía a su izquierda. Era un informe so­bre el ahorro de fondos derivado de la reducción de bordes de espuma metálica en los uniformes de la fuerza policial. El alcalde Indbur tachó una coma superflua, corrigió una falta de ortografía, hizo tres observaciones al margen y colocó el pliego sobre el
ordenado montón de su derecha. Levantó otro papel del también ordenado montón de su izquierda... El capitán Han Pritcher de Información encontró una cápsula personal esperándole cuando regresó al cuartel. Contenía órdenes, precisas, subrayadas con lápiz rojo y cubiertas con el sello de URGENTE. El pliego ostentaba en su parte superior una «I» ma­yúscula.
Se ordenaba al capitán Han Pritcher, en los térmi­nos más severos, que se dirigiese al «mundo rebelde llamado Haven».
El capitán Han Pritcher, solo en su ligera nave individual, tomó calmosa y serenamente el rumbo de Kalgan. Aquella noche disfrutó del sueño que corres­pondía a un hombre obstinado que se había salido con la suya.

13. TENIENTE Y BUFON


Si desde una distancia de siete mil parsecs, la caí­da de Kalgan en poder de los ejércitos del Mulo había producido reverberaciones que excitaron la cu­riosidad de un viejo comerciante, las aprensiones de un fiel capitán y el enojo de un alcalde meticuloso, entre el pueblo de Kalgan no produjo nada ni excitó a nadie. Es una lección invariable, a la humanidad que la distancia en el tiempo, y asimismo en el espa­cio, da perspectiva a las cosas. A propósito, no cons­ta en ninguna parte que la lección haya sido apren­dida de modo permanente.
Kalgan era... Kalgan. Era el único planeta de aquel cuadrante de la Galaxia que no parecía saber que el Imperio había caído, que los Stannell ya no goberna­ban, que la grandeza se había extinguido y que la paz brillaba por su ausencia.
Kalgan era el mundo del lujo. Mientras el resto de la humanidad se derrumbaba, él mantenía su inte­gridad como productor de placer, comprador de oro y vendedor de ocio.
Escapaba a las duras vicisitudes de la historia, porque, ¿qué conquistador querría destruir, o tan siquiera perjudicar, a un mundo tan lleno de dinero contante y sonante que podía comprar la inmunidad para sí?
Sin embargo, incluso Kalgan se convirtió final­mente en cuartel general de un señor guerrero, y su idiosincrasia tuvo que ajustarse a las exigencias de la guerra.
Sus junglas amansadas, sus playas finamente mo­deladas y sus alegres y clamorosas ciudades vibraron al paso de mercenarios importados y ciudadanos cu­riosos. Los mundos de su provincia habían sido ar­mados y su dinero invertido en naves de guerra y no en sobornos, por primera vez en su historia. Su go­bernante probó sin duda alguna que estaba decidido a defender lo que era suyo, y ansioso por conquistar lo que era de otros.
Era un hombre grande de la Galaxia, hacedor de la paz y la guerra, constructor de un Imperio y esta­blecedor de una dinastía.
Y un desconocido que llevaba un ridículo apodo le había conquistado a él, a sus armas, a su naciente Imperio, y ni siquiera había librado una sola batalla.
Así pues, Kalgan volvió a ser lo que era, y sus ciudadanos uniformados se apresuraron a reanudar su antigua vida, mientras los extranjeros profesiona­les de la guerra se fusionaban fácilmente con las nuevas bandas recién surgidas.
De nuevo, como siempre, se organizaron las ela­boradas cacerías de lujo de la cultivada vida animal de las junglas que nunca se cobraban una vida hu­mana; y las cacerías de pájaros en veloces naves, lo cual era fatal para las grandes aves.
En las ciudades, los vividores de la Galaxia podían elegir la variedad de placer que más convenía a sus bolsas, desde los etéreos palacios del espectáculo y la fantasía, que abrían sus puertas a las masas por el módico precio de medio crédito, hasta los anónimos y discretos antros entre cuyos clientes habituales sólo se contaban los millonarios.
En la vasta población, Toran y Bayta cayeron como dos gotas insignificantes. Registraron su nave en el gigantesco hangar común de la Península Oriental, y se dirigieron hacia el ambiente intermedio de la clase media, el mar interior, donde los placeres aún eran legales, e incluso respetables, y las multitu­des no estaban demasiado amontonadas.
Bayta llevaba gafas oscuras contra la luz, y un ligero vestido blanco contra el calor. Se abrazó las rodillas con los brazos morenos, apenas más dorados por el sol natural, y contempló con la mirada firme y abstraída el cuerpo de su marido tendido a su lado, que casi centelleaba bajo el esplendor del sol.
-No te excedas -le había dicho al principio, ya que Toran procedía de una moribunda estrella roja. Pese a haber pasado tres años en la Fundación, la luz del sol era un lujo para él; y desde hacía cuatro días su piel, tratada previamente para resistir la fuerza de los rayos, no conocía otra prenda que los pantalones cortos.
Bayta se acurrucó junto a él sobre la arena y em­pezaron a hablar en susurros.
La voz de Toran tenía un tono de desaliento cuan­do habló sin cambiar de posición
-Admito que no hemos conseguido nada. Pero ¿dónde está? ¿Quién es? Este mundo demente no dice nada de él. Quizá ni siquiera existe
-Existe -replicó Bayta sin mover los labios-. Es inteligente, eso es todo. Y tu tío tiene razón. Es un hombre que podríamos utilizar... si aún hay tiempo. Tras una corta pausa, Toran murmuró
¿Sabes qué estaba haciendo, Bay? Sumiéndome en un estupor solar. Las cosas se ven con tanta niti­dez..., tanta dulzura. -Su voz casi se extinguió, y lue­go volvió a oírse-: Recuerda lo que decía en la Uni­versidad el doctor Amann, Bay. La Fundación no puede perder nunca, pero esto no significa que no puedan perder sus dirigentes. ¿Acaso no empezó la verdadera historia de la Fundación cuando Salvor Hardin expulsó a los enciclopedistas y conquisté el planeta Términus como el primer alcalde? Y al siglo siguiente, ¿no obtuvo el poder Hober Mallow con métodos casi igualmente drásticos? Los dirigentes fueron vencidos dos veces, de modo que puede conse­guirse. ¿Por qué no hemos de hacerlo nosotros?
-Es el más viejo argumento de los libros, Torie. Tu sueño es una pérdida de tiempo.
-¿Tú crees? Piénsalo. ¿Qué es Haven? ¿No es parte de la Fundación? Es sencillamente parte del proletariado externo, por decirlo así. Si nosotros lle­gamos a ser eficaces, será todavía la Fundación quien venza, y sólo perderán los dirigentes actuales.
-Hay mucha diferencia entre «podemos y «hare­mos». Sólo estás soñando despierto.
Toran hizo una mueca.
-Vamos, Bay, estás en uno de tus momentos malos. ¿Por qué quieres estropearme la diversión? Voy a dormitar un rato, si no te importa.
Bayta levantó la cabeza, y de improviso, se echó a reír y se quitó las gafas para mirar hacia la playa, con la palma de la mano protegiéndose los ojos.
Toran levantó la vista, se incorporó y siguió la mirada de ella.
Al parecer contemplaba una escuálida figura que, con los pies en el aire, se paseaba sobre sus manos para divertir a un grupo de curiosos. Era uno de los numerosos mendigos acróbatas de la playa, cuyas flexibles articulaciones se doblaban y contorsionaban para ganar unas monedas.
Un guarda de la playa le hacía señas para que siguiera su camino, y con sorprendente equilibrio sobre una sola mano, el bufón se llevó un pulgar a la nariz. El guarda avanzó amenazadoramente, y fue derribado por un pie que le golpeó en el estómago. El bufón se enderezó sin interrumpir el ritmo de sus contorsiones iniciales y se alejó, mientras el en­furecido guarda era obstaculizado por una muche­dumbre que no le agradecía su intervención.
El bufón siguió su torpe paseo por la playa. Rozó a mucha gente, vaciló a menudo, pero no se detuvo en ninguna parte. La muchedumbre se dispersó. El guarda se había ido.
-Es un tipo cómico -dijo Bayta, divertida, y To­ran asintió con indiferencia. Ahora el bufón estaba lo bastante cerca como para ser visto con claridad. En su rostro delgado destacaba una voluminosa nariz cuyo extremo carnoso casi se antojaba prensil. Sus largos y esbeltos miembros y su cuerpo huesudo, acentuado por el traje, se movían con agilidad y gra­cia, pero daba la impresión de que estaban desco­yuntados.
Mirarle significaba reírse.
El bufón pareció repentinamente consciente de sus miradas, porque se detuvo después de haber pasado y, con un rápido giro, se acercó. Sus grandes ojos marrones se clavaron en Bayta.
Esta se sintió desconcertada.
El bufón sonrió, lo cual aumentó la tristeza de su rostro delgado, y cuando habló lo hizo con las suaves y elaboradas frases de los Sectores Centrales.
-Si utilizara el ingenio que los buenos espíritus me dieron -dijo-, entonces diría que esta dama no puede existir, pues ¿qué hombre en su sano juicio llamaría al sueño realidad? Sin embargo, yo prefe­riría no ser cuerdo y prestar crédito a mis ojos he­chizados.
Bayta abrió mucho los suyos, exclamando: -¡Vaya!
Toran se rió.
-¡Conque eres una hechicera! Adelante, Bay, eso merece una moneda de cinco créditos. Dásela. Pero el bufón se adelantó con un salto.
-No, señora mía, no me juzguéis mal. No he hablado por dinero, sino por unos ojos brillantes y un rostro bello.
-Vaya, gracias -y dijo a Toran-: ¿No crees que el sol habrá ofuscado su vista?
-Pero no sólo por ojos y rostro -continuó el bufón, hablando con rapidez creciente-, sino tam­bién por una mente clara y firme... y bondadosa, por añadidura.
Toran se puso en pie, cogió la bata blanca que había llevado colgada del brazo durante cuatro días y se cubrió con ella.
-Veamos, compañero -dijo-; será mejor que me digas lo que quieres y dejes de importunar a la señora.
El bufón retrocedió un paso, asustado, encorvan­do su huesudo cuerpo.
-No ha sido mi intención ofenderla. Soy un extra­ño aquí, y dicen que mi mente no rige bien pero puedo leer en los rostros. Tras la belleza de esta dama hay un corazón bondadoso, y él me ayudaría en mi zozobra. Por eso hablo con tanta osadía.
-¿Se aliviará tu zozobra con cinco créditos? -pre­guntó Toran con sequedad, alargando la moneda. Pero el bufón no se movió para tomarla, y Bayta dijo:
-Déjame hablarle, Torie. -Y añadió de prisa y en voz baja-: No hay por qué ofenderse ante su tonta manera de hablar. Es su dialecto; y probablemente nuestra lengua también sea extraña para él.
Preguntó al bufón
-¿Cuál es tu congoja? No estarás preocupado por el guarda, ¿verdad? No te molestará.
-¡Oh, no! No se trata de él. No es más que un viento ligero que levanta el polvo a mis pies. Huyo de otro, que es una tormenta capaz de barrer los mundos y lanzarlos uno contra otro. Me escapé hace una semana, duermo en las calles de la ciudad y me oculto entre las multitudes. He buscado en muchos rostros la ayuda que necesito, y la encuentro aquí. -Repitió la última frase en tono más suave y ansio­so, y en sus ojos se leía la agitación-: La encuen­tro aquí.
-Verás -explicó serenamente Bayta-, me gusta­ría ayudarte, pero lo cierto es, amigo, que no puedo protegerte contra una tormenta que barre los mun­dos. Si he de serte sincera, yo también...
Oyeron muy cerca una voz fuerte y estridente. -¡Ah!, estás ahí, harapiento bribón...
Era el guarda de la playa, que se aproximaba corriendo, con el rostro enrojecido y la boca abierta. Empuñaba su pequeña pistola lanzarrayos.
-Sujétenlo ustedes dos. No le dejen escapar. -Posó su pesada mano sobre el flaco hombro del bufón, que emitió un gemido lastimero.
-¿Qué ha hecho? -preguntó Toran.
-¡Qué ha hecho, qué ha hecho! ¡Eso sí que es bueno! -El guarda rebuscó en la bolsa que llevaba sujeta al cinturón, y extrajo un pañuelo violeta con el que se secó el cuello. Añadió con deleite-: Les diré lo que ha hecho. Se ha escapado. Por todo Kal­gan corre el rumor, y yo le hubiese reconocido antes de haberle visto la cara en vez de los pies.
Y zarandeó a su presa con salvaje buen humor. Bayta inquirió con una sonrisa:
-Dígame, ¿de dónde se ha escapado?
El guarda levantó la voz. Se estaba formando un corro, curioso e inquieto, y el incremento de audito­rio hizo que el sentido de la importancia del guarda aumentara en proporción directa.
-¿Que de dónde se ha escapado? -declaró con sarcasmo-. Supongo que ya han oído hablar del Mulo.
Cesaron los murmullos, y Bayta sintió un escalo­frío. El bufón sólo tenía ojos para ella, y seguía temblando bajo la enorme mano del guarda.
-¿Y quién creen que es este desecho infernal -continuó el guarda-, sino el bufón de corte de Su Señoría, que ha huido de él? -Sacudió de nuevo a su cautivo-. ¿Lo admites, desgraciado?
La respuesta fue una ostensible mueca de terror, y el inaudible silbido de la voz de Bayta junto al oído de Toran.
Toran se aproximó al guarda con actitud amistosa.
-Vamos, amigo, ¿por qué no deja de agarrarle por un momento? Este bufón al que tiene sujeto estaba bailando para nosotros y aún no se ha ganado su dinero.
-Verá -replicó el guarda con repentina ansie­dad-, hay una recompensa...
-La tendrá usted, si puede probar que es el hom­bre a quien busca. ¿Por qué no se retira hasta en­tonces? Sabe que está molestando a un invitado, y eso podría costarle caro..
-Pero usted está obstaculizando los planes de Su Señoría, y eso también podría costarle caro. -Volvió a zarandear al bufón-. Devuelve el dinero al señor, carroña.
La mano de Toran se movió con celeridad, arre­batando la pistola al guarda con tal fuerza, que casi se le llevó un dedo. El guarda chilló de dolor y de rabia. Toran le empujó violentamente hacia un lado, y el bufón, ya libre, se refugió detrás de él.
Los curiosos, que ya lo eran en número considera­ble, apenas si dedicaron atención al último incidente. Todos tenían los cuellos estirados hacia otra parte, como si hubiesen decidido aumentar la distancia en­tre ellos y el centro de actividad.
Entonces se oyó un murmullo y una orden brusca
proferida desde lejos. Se formó un pasillo, y dos hombres se acercaron por él, con sus látigos eléctri­cos preparados. En sus blusas purpúreas había dibu­jado un haz angular de rayos con un planeta debajo, partido en dos.
Les seguía un gigante moreno, con uniforme de teniente, cabellos negros y expresión adusta.
El gigante habló con peligrosa suavidad, indicio de que no tenía necesidad de gritar para imponer sus caprichos.
-¿Es usted el hombre que ha notificado el suceso? El guarda seguía sujetándose la mano torcida y contestó con el rostro contraído por el dolor: -Reclamo la recompensa, Su Grandeza, y acuso a este hombre...
-Recibirá su recompensa -dijo el teniente sin mirarle, e hizo una seña a sus hombres-: Lleváoslo. Toran sintió que el bufón tiraba de su bata con fuerza desesperada. Levantó la voz y se esforzó para que no temblara
-Lo siento, teniente; este- hombre me pertenece. Los soldados escucharon la frase sin pestañear. Uno levantó casualmente su látigo, pero una áspera orden del teniente le obligó a bajarlo. El gigante moreno se adelantó y plantó su robusto cuerpo frente a Toran.
-¿Quién es usted?
-Un ciudadano de la Fundación -fue la res­puesta.
Dio resultado, al menos con la muchedumbre. El tenso silencio se convirtió en un apasionado murmu­llo. El nombre del Mulo podía inspirar temor, pero al fin y al cabo era un nombre nuevo y no ahondaba tan profundamente en la conciencia de la gente como el antiguo nombre de la Fundación -que había des­truido al Imperio- y cuyo temor gobernaba un cua­drante de la Galaxia con implacable despotismo.
El teniente no se inmutó. Preguntó:
-¿Conoce usted la identidad del hombre que se oculta a su espalda?
-Me han dicho que ha huido de la corte del cau­dillo de ustedes, pero lo único que sé seguro es que es mi amigo, y va a necesitar usted una buena prue­ba de su identidad para llevárselo.
Entre el gentío se oyeron sospechosos comenta­rios, pero el teniente no hizo caso de ellos. -¿Tiene usted su documentos de ciudadanía de la Fundación?
-Están en mi nave.
-¿Se da cuenta de que sus acciones son ilegales? Puedo hacerle matar.
-No me cabe la menor duda. Pero mataría a un ciudadano de la Fundación, y es muy probable que su cuerpo fuese enviado a ella -descuartizado- como compensación parcial. Ya lo han hecho otros señores guerreros.
El teniente se humedeció los labios. La afirmación era cierta. Preguntó:
-¿Su nombre?
Toran aprovechó su ventaja.
-Contestaré a más preguntas en mi nave. En el hangar le dirán el número de mi aparcamiento; la nave está registrada bajo el nombre de Bayta.
-¿No entregará al fugitivo? -Al Mulo tal vez. ¡Envíemelo!
La conversación había ido degenerando en un mur­mullo, y el teniente dio media vuelta con brusquedad. -¡Dispersad al gentío! -ordenó a sus hombres, con reprimida ferocidad.
Restallaron los látigos eléctricos. Hubo alaridos y los curiosos se dispersaron en retirada.
Toran interrumpió una sola vez su ensoñación mientras volvían al hangar. Exclamó, casi para sus adentros:
-¡Por la Galaxia, Bay, qué mal lo he pasado! Tenía tanto miedo...
-Lo sé -repuso ella con voz temblorosa y algo parecido a la adoración en su mirada-. Ha sido algo insólito en ti.
-Bueno, aún no sé lo que ocurrió. Hablé con la pistola en la mano, sin saber siquiera cómo usarla, y le convencí. Ignoro por qué lo hice.
Miró hacia el pasillo de la nave, que les llevaba lejos del área de la playa, para ver al bufón del Mulo dormido en su asiento, y dijo con extrañeza:
-Es lo más difícil que he hecho en mi vida.
El teniente estaba cuadrado respetuosamente ante el coronel de la guarnición, y éste le miró y dijo: -Bien hecho. Ya ha terminado su misión. Pero el teniente no se retiró en seguida. Observó: -El Mulo ha perdido prestigio ante la gente, se­ñor. Será necesario llevar a cabo una acción disci­plinaria para restaurar la debida atmósfera de res­peto.
-Esa medida ya ha sido tomada.
El teniente se volvió a medias, y entonces dijo con resentimiento:
-Estoy dispuesto a admitir, señor, que órdenes son órdenes, pero estar ante aquel hombre con la pistola y tragarme su insolencia sin replicar ha sido lo más duro que he hecho.

14. EL MUTANTE


El hangar de Kalgan es una institución peculiar, nacida de la necesidad de albergar el vasto número de naves de visitantes extranjeros, y de la necesi­dad simultánea de ofrecer alojamiento a los mismos. El hombre a quien se le ocurrió la solución obvia se había convertido rápidamente en millonario, y sus herederos, familiares o financieros, se contaban en­tre las personas más ricas de Kalgan.
El hangar ocupa muchos kilómetros cuadrados de territorio, y la palabra hangar no lo describe suficientemente. En esencia es un hotel para naves. El viajero paga por anticipado, y su nave es colocada en una plataforma desde la que puede despegar hacia el espacio en el momento deseado. El visitante se aloja, como siempre, en su propia nave. Natural­mente, dispone de todos los servicios hoteleros, como el suministro de alimentos y medicinas a un precio especial, el mantenimiento de la nave y el transpor­te interior por Kalgan en base a una tarifa módica.
Como resultado, el viajero paga al mismo tiempo el espacio del hangar y el hotel, lo cual le economiza dinero. Los propietarios venden el uso temporal de solares con amplios beneficios. El Gobierno recauda enormes impuestos. Todo el mundo está contento; nadie pierde. ¡Sencillo!
El hombre que bajaba por los sombreados bordes de los anchos corredores que conectaban las múlti­ples alas del hangar, había especulado en el pasado sobre la novedad y utilidad de este sistema, pero éstas eran reflexiones para momentos de ocio, y no convenían en absoluto al momento presente.
Las naves se alineaban en largas hileras de plata­formas, y el hombre pasaba de largo hilera tras hi­lera. Era un experto en lo que estaba haciendo en aquel momento, y aunque su estudio preliminar del registro del hangar no le había procurado informa­ción específica aparte de la dudosa indicación de un ala determinada, que contenía cientos de naves, su conocimiento especializado le permitiría reconocer a una sola entre aquellos centenares.
En el silencio sonó un aliento casi inaudible cuan­do el hombre se detuvo y desapareció junto a una de las hileras, como un insecto trepador, a la som­bra de los arrogantes monstruos metálicos aparca­dos en ella.
Aquí y allí resplandecía la luz de alguna escotilla, indicando la presencia de alguien que había vuelto temprano de los placeres organizados para entregarse a los suyos propios, más sencillos, o más privados.
El hombre se detuvo, y hubiera sonreído de ha­berlo sabido hacer. Lo cierto es que las circunvolu­ciones de su cerebro ejecutaron el equivalente men­tal de una sonrisa.
La nave junto a la que se había detenido era bri­llante y evidentemente veloz. La peculiaridad de su diseño era lo que él buscaba. No se trataba de un modelo corriente, y, en la actualidad, la mayoría de naves de aquel cuadrante de la Galaxia o bien imi­taban el diseño de la Fundación o estaban construi­das por técnicos de la Fundación. Pero aquélla era especial. Era una verdadera nave de la Fundación, aunque sólo fuera por las diminutas protuberancias que se veían en la cubierta exterior y que eran los
nódulos de la pantalla protectora que únicamente podía poseer una nave de la Fundación. También había, no obstante, otras indicaciones.
El hombre no sintió la menor vacilación.
La barrera electrónica extendida a lo largo de la línea de naves, como una concesión a la intimidad por parte de la dirección, no tenía ninguna impor­tancia para él. Se separó fácilmente, sin activar la alarma, cuando hizo funcionar la muy especial fuerza neutralizadora de que disponía.
De este modo, la primera señal de la presencia de un intruso ante la escotilla de entrada de la nave sería la breve y casi amistosa señal del zumbador con sordina colocado en la cabina, que sonaba po­sando la palma de la mano sobre la pequeña foto­célula que había junto a la escotilla principal.
Y mientras el intruso iniciaba su búsqueda, Toran y Bayta sentían la más precaria seguridad entre las paredes de acero de la Bayta. El bufón del Mulo, que había declarado ostentar el majestuoso nombre de Magnífico Gigánticus, se hallaba sentado ante la mesa, devorando la comida que le habían ofrecido.
Sólo levantaba sus tristes ojos marrones para se­guir los movimientos de Bayta en el compartimiento donde comía, que era a la vez cocina y despensa.
-La gratitud de un débil tiene poco valor -mur­muró-, pero ustedes cuentan con ella, pues, real­mente, durante la última semana sólo había comido mendrugos, y, aunque mi cuerpo es pequeño, mi ape­tito es desmesurado.
-Entonces, ¡come! -dijo Bayta con una sonri­sa-. No pierdas el tiempo manifestando tu gratitud. ¿No existe un proverbio de la Galaxia Central sobre la gratitud?
-Ciertamente que sí, mi señora, pues me dijeron que un hombre sabio dijo una vez: «La gratitud mejor y más efectiva es la que no se evapora en frases vacías.» Pero, ¡ay, mi señora!, al parecer yo no soy más que una masa de frases vacías. Cuando estas frases agradaron al Mulo, me regaló un traje de corte y un espléndido nombre -porque original­mente era Bobo, un nombre que no le complacía-, y cuando estas mismas frases le desagradaron, re­galó a mi pobre cuerpo palizas y latigazos.
Toran entró desde la cabina del piloto.
-Ahora sólo podemos esperar, Bay. Confío que el Mulo sea capaz de comprender que una nave de la Fundación es territorio de la Fundación.
Magnífico Gigánticus, antes Bobo, abrió mucho los ojos y exclamó:
-¡Qué grande es la Fundación, cuando hace tem­blar incluso a los crueles servidores del Mulo! -¿Tú también has oído hablar de la Fundación? -preguntó Bayta con una leve sonrisa.
-¿Y quién no? -La voz de Magnífico era un su­surro misterioso-. Hay personas que dicen que es un mundo de gran magia, de fuegos que pueden con­sumir planetas, y secretos de poderosa fuerza. Dicen que ni la más alta nobleza de la Galaxia podría alcanzar el honor y la deferencia considerados nor­males en un hombre que pueda decir: «Soy ciuda­dano de la Fundación», aunque sólo sea un bárbaro minero del espacio o un don nadie como yo.
Bayta le reconvino
-Vamos, Magnífico, nunca terminarás si haces dis­cursos. Te traeré un vaso de leche aromatizada. Es buena.
Colocó sobre la mesa una jarra de leche e hizo una seña a Toran para que abandonase la habita­ción.
-Torie, ¿qué haremos ahora con él? -preguntó señalando la puerta de la cocina.
-¿Qué quieres decir?
-Si viene el Mulo, ¿se lo entregaremos? -Bueno, ¿qué podemos hacer si no, Bay? -Pa­recía preocupado, y el gesto con que se retiró el me­chón de la frente lo demostró bien a las claras... Continuó con impaciencia-: Antes de venir aquí tuve la vaga idea de que todo cuanto debíamos hacer era pedir por el Mulo y luego hablarle de negocios..., sólo de negocios; ya sabes, nada determinado. -Sé lo que quieres decir, Torie. Yo no tenía espe­ranzas de ver al Mulo, pero pensaba que podríamos obtener alguna información de primera mano sobre este lío, y después repetírselo a la gente que sabe un poco más de esta intriga interestelar. No soy una espía de novela de aventuras.
-Tampoco yo, Bay. -Cruzó los brazos y suspiró-. ¡Vaya situación! Era inimaginable que existiera una persona como el Mulo, de no ser por este extraño incidente. ¿Supones que vendrá a buscar a su bufón? Bayta le miro a los ojos.
-No sé si deseo que venga. No sé qué hacer ni qué decir. ¿Y tú?
El zumbador interior sonó con su ruido apagado e intermitente. Los labios de Bayta se movieron inau­diblemente.
-¡El Mulo!
Magnífico estaba en el umbral, con los ojos muy abiertos y la voz lastimera:
-¿Será el Mulo? Toran murmuró -Abriré.
Un contacto abrió la escotilla, y la puerta exterior se cerró tras el recién llegado. El visor sólo mostró una figura en la sombra.
-Es una persona sola -dijo Toran con evidente alivio, y su voz era casi temblorosa cuando se inclinó sobre el tubo de señales-: ¿Quién es usted?
-Sería mejor que me dejase entrar y lo averi­guase, ¿no cree? -Las palabras llegaron débiles por el receptor.
-Debo informarle que ésta es una nave de la Fun­dación y, en consecuencia, territorio de la Fundación por tratado internacional.
-Lo sé.
-Entre con las manos en alto o dispararé. Estoy bien armado.
-¡De acuerdo!
Toran abrió la puerta interior y apretó la culata de su pistola lanzarrayos, con el pulgar situado en­cima del punto de presión. Se oyeron unos pasos y la puerta se abrió. Magnífico exclamó
-No es el Mulo; es sólo un hombre.
El «hombre» se inclinó severamente ante el pa­yaso.
-Exacto. No soy el Mulo. -Extendió los brazos-. No estoy armado y he venido en misión de paz. Puede descansar y apartar la pistola. Su mano no es lo bastante firme para mi tranquilidad de espíritu.
-¿Quién es usted? -preguntó bruscamente Toran. -Soy yo quien debiera preguntarle eso -dijo el
extraño con frialdad-, ya que es usted, y no yo, quien pretende ser lo que no es.
-¿A qué se refiere?
-Proclama que es ciudadano de la Fundación cuan­do no hay un solo comerciante autorizado en el pla­neta.
-No es cierto. ¿Cómo puede usted saberlo? -Porque yo sí soy ciudadano de la Fundación, y tengo documentos que lo prueban. ¿Dónde están los suyos?
-Creo que será mejor que se vaya.
-Yo no lo creo. Si sabe algo sobre los métodos de la Fundación, sabrá que si no vuelvo vivo a mi nave a una hora determinada sonará una señal en el cuartel general más próximo de la Fundación, por lo que dudo que sus armas sean muy eficaces en la práctica.
Hubo un silencio de indecisión, y entonces Bayta dijo con calma:
-Guarda la pistola, Toran, y presta crédito a sus palabras. Me parece que dice la verdad.
-Gracias -dijo el desconocido. Toran dejó la pistola sobre una silla.
-Y ahora, explíquenos qué significa todo esto. El recién llegado permaneció en pie. Era más bien alargado y de miembros grandes. Su rostro consistía en planos lisos, y era evidente que nunca sonreía. Pero sus ojos carecían de dureza. Habló:
-Las noticias vuelan, en especial cuando parecen inverosímiles. No creo que haya una sola persona en Kalgan que no sepa que hoy dos turistas de la Fundación se han burlado de los hombres del Mulo. Yo me enteré de los detalles importantes antes del atardecer, y, como ya he dicho, no hay en el planeta turistas de la Fundación, aparte de mí mismo. Sabe­mos estas cosas.
-¿Quiénes son ustedes?
-«Nosotros» somos «nosotros». ¡Y yo soy uno de ellos! Sabía que estaban en el hangar; les oyeron decirlo. He usado mis métodos para comprobarlo en el registro y para encontrar la nave. -Se volvió hacia Bayta de improviso-: Usted ha nacido en la Fundación, ¿verdad? -¿Usted cree?
-Es miembro de la oposición demócrata, a la que llaman «la resistencia». No recuerdo su nombre, pero sí el rostro. Salió recientemente, y no lo hubiera hecho de haber sido más importante.
-Sabe usted mucho -repuso Bayta, encogiéndo­se de hombros.
-Sí. Escapó con un hombre. ¿Es éste? -¿Acaso importa lo que yo diga?
-No. Sólo pretendo un entendimiento mutuo. Creo que la contraseña durante la semana en que salieron tan apresuradamente era «Seldon, Hardin y la Libertad». Porfirat Hart era su jefe de sección.
-¿Cómo ha sabido eso? -Bayta se enfureció de repente-. ¿Le ha cogido la policía? -Toran la suje­tó, pero ella se desasió y avanzó unos pasos.
El hombre de la Fundación dijo tranquilamente: -Nadie le ha cogido. Es sólo que la resistencia se extiende mucho y por lugares muy extraños. Soy el capitán Han Pritcher de Información, y también soy jefe de sección, no importa bajo qué nombre. -Esperó, y después agregó-: No, no tienen por qué creerme. En nuestra profesión es preferible exagerar la suspicacia que descuidarla. Pero será mejor que pase por alto los preliminares.
-Sí -dijo Toran-, será mejor.
-¿Puedo sentarme? Gracias. -El capitán Prit­cher cruzó sus largas piernas y descansó un brazo sobre el respaldo de la silla-. Empezaré diciendo que no entiendo este asunto; desde el punto de vista de ustedes, claro. No son de la Fundación, pero no es difícil adivinar que proceden de uno de los mun­dos comerciantes independientes. Esto no me pre­ocupa gran cosa. Pero, por curiosidad, ¿para qué quieren a este sujeto, a este bufón que se han empe­ñado en salvar? Están arriesgando su vida al pro­tegerle.
-No puedo decirle esto.
-Hum. Bueno, no esperaba que lo hiciera. Pero si creen que el Mulo acudirá con una fanfarria de cuernos, tambores y órganos eléctricos... ¡olvídenlo! El Mulo no trabaja de este modo.
-¿Cómo? -exclamaron a la vez Toran y Bayta; y desde el rincón donde se acurrucaba Magnífico, con
los oídos casi visiblemente aguzados, llegó un grito de alegría.
-Es cierto. Yo mismo he intentado ponerme en contacto con él, y lo he hecho mucho mejor que dos aficionados. No se puede conseguir. Ese hombre no se presenta personalmente, no se deja fotografiar ni dibujar de memoria, y sólo le ven sus colabora­dores más íntimos.
-¿He de deducir que esto explica su interés por nosotros, capitán? -inquirió Toran.
-No. Ese bufón es la clave. El bufón es uno de los pocos que le han visto. Quiero llevármelo conmi­go. Puede ser la prueba que necesito, y bien sabe la Galaxia que necesito algo para despertar a la Fun­dación.
-¿Necesita que la despierten? -intervino Bayta con repentina ansiedad-. ¿Para defenderla de qué? Y en calidad de qué actúa usted como alarma, ¿en la de un demócrata rebelde o en la de policía secre­ta y agente provocador?
El rostro del capitán endureció sus rasgos. -Cuando la Fundación entera es amenazada, mi querida señora revolucionaria, perecen tanto los de­mócratas como los tiranos. Salvemos a los tiranos de un tirano mayor para poder vencerles a ellos a su tiempo.
-¿Quién es ese tirano mayor al que alude? -pre­guntó Bayta con ardor.
-iEl Mulo! Sé algo de él, lo bastante como para que signifique mi muerte varias veces, si me hubiera movido con menos agilidad. Haga salir al payaso de la habitación. De esto hay que hablar en privado.
-Magnífico -dijo Bayta, haciendo una seña, y el bufón se fue sin rechistar.
La voz del capitán era grave e intensa, y de tono tan bajo que Toran y Bayta tuvieron que acercarse. -El Mulo es un intrigante astuto... lo bastante astuto como para comprender la ventaja del magne­tismo y la atracción de la jefatura personal. Si re­nuncia a ella, es por una razón. Esa razón ha de ser el hecho de que el contacto personal revelaría algo que es de la máxima importancia que no trascienda. -Ignoró las preguntas y continuó con mayor rapi­dez-: Volví al lugar de su nacimiento e interrogué
a las personas que, a causa de sus conocimientos, no vivirán mucho. Ya son muy pocas, dicho sea de paso, las que viven. Recuerdan al niño nacido hace treinta años, la muerte de su madre, y su extraña juventud. ¡El Mulo no es un ser humano!
Sus dos interlocutores retrocedieron con horror ante aquella implicación. Ninguno de los dos com­prendió total o claramente, pero la amenaza de la frase era concluyente.
El capitán prosiguió
-Es un mutante, y de facultades extraordinarias, según ha puesto de manifiesto su carrera. Ignoro sus poderes y hasta qué punto es lo que nuestras nove­las de aventuras llaman un «superhombre», pero el ascenso desde la nada a la conquista de Kalgan en dos años es revelador. ¿Verdad que ven el peligro? ¿Puede incluirse en el plan Seldon un accidente ge­nético de imprevisibles proporciones biológicas?
Bayta habló lentamente:
-No lo creo. Debe de ser una especie de truco complicado. ¿Por qué no nos mataron los hombres del Mulo cuando podrían haberlo hecho, si es que en realidad se trata de un superhombre?
-Ya les he dicho que desconozco el grado de su mutación. Tal vez aún no está dispuesto para la conquista de la Fundación, y sería una señal de gran sabiduría resistir las provocaciones hasta que lo esté. Permítanme hablar con el bufón.
El capitán se enfrentó al tembloroso Magnífico, que evidentemente no se fiaba de aquel hombre gi­gantesco y duro.
El capitán empezó con lentitud:
-¿Has visto al Mulo con tus propios ojos?
-Ya lo creo que sí, respetable señor. Y también he sentido el peso de su brazo en todo mi cuerpo. -No me cabe la menor duda. ¿Puedes describirle? -Me asusta recordarle, señor. Es un hombre de enormes proporciones; junto a él, incluso usted sería un enano. Sus cabellos son de un llameante carmesí, y ni siquiera con todo mi peso y fuerza podía ba­jarle el brazo que tenía extendido, ni tan sólo un milímetro. -La delgadez de Magnífico daba la impre­sión de que todo él se trataba únicamente de un montón de brazos y piernas-. A menudo, para divertir a sus generales, o a sí mismo solamente, me suspendía en el aire, a una tremenda altura, con un solo dedo, mientras yo recitaba poesías. Sólo me li­beraba al vigésimo verso si eran improvisados y de ritmo perfecto; de lo contrario, me dejaba suspen­dido. Es un hombre de fuerza excepcional, respetable señor, y cruel en el uso de su poder... y sus ojos no los ha visto nadie.
-¿Qué? ¿Qué es lo último que has dicho? -Lleva gafas, señor, de un tipo muy peculiar. Dicen que son opacas y que ve por medio de una poderosa magia que sobrepasa con mucho las facul­tades humanas. He oído -y su voz se hizo leve y misteriosa- que verle los ojos equivale a morir; que mata con sus ojos, respetable señor.
La mirada de Magnífico se posó alternativamente en los tres rostros. Añadió, temblando
-Es cierto. Tan cierto como que estoy vivo. Bayta aspiró profundamente.
-Parece que tiene usted razón, capitán. ¿Qué nos aconseja que hagamos?
-Bien, repasemos la situación. ¿No deben nada aquí? ¿Está libre la barrera del hangar?
-Puedo despegar cuando quiera.
-Entonces, váyase. Puede que el Mulo no desee antagonizar a la Fundación, pero corre un gran ries­go dejando huir a Magnífico; lo demuestra la perse­cución de que ha hecho objeto al pobre diablo. Es posible que haya naves esperándole arriba. Si usted se pierde en el espacio, ¿a quién acusar del crimen? -Tiene razón -asintió fríamente Toran.
-Sin embargo, usted dispone de un escudo, y su nave es probablemente más veloz que las suyas, así que, en cuanto salga de esta atmósfera, describa un círculo en zona neutral hasta el otro hemisferio, y después láncese hacia fuera con el máximo de acele­ración.
-Sí -asintió a su vez Bayta-; y cuando estemos de nuevo en la Fundación, ¿qué pasará, capitán? -Ustedes dos son fieles ciudadanos de Kalgan, ¿no? Yo no sé de nada que lo desmienta, ¿verdad? Nadie dijo nada más. Toran se volvió hacia los controles. Hubo una imperceptible sacudida. Cuando Toran había dejado lo bastante atrás Kal­gan como para intentar su primer salto interestelar, el rostro del capitán Pritcher se contrajo, ya que ninguna nave del Mulo había intentado en forma al­guna detener su marcha.
-Parece que permite que nos llevemos a Magni­fico -dijo Toran-. Esto contradice su teoría.
-A menos -corrigió el capitán- que quiera que nos lo llevemos, lo cual no es bueno para la Fun­dación.
Después del último salto, cuando estuvieron den­tro de la zona neutral de vuelo de la Fundación, las primeras noticias radiadas por ultraondas llegaron a la nave.
Y hubo una en particular que fue mencionada sin ningún énfasis. Al parecer, un señor guerrero -que el aburrido locutor olvidó identificar- había comuni­cado a la Fundación el secuestro de un miembro de su corte. El locutor pasó en seguida a las noticias deportivas.
El capitán Pritcher observó en tono glacial:
-Va un paso por delante de nosotros, después de todo. -Y añadió pensativamente-: Está listo para enfrentarse a la Fundación, y utiliza esto como una excusa para dar paso a la acción. El asunto hace las cosas más difíciles para nosotros. Tendremos que actuar antes de estar verdaderamente dispuestos.

15. EL PSICOLOGO


Era un axioma el hecho de que el elemento cono­cido como «ciencia pura» fuese la más libre forma de vida de la Fundación. En una Galaxia donde el predominio -e incluso la supervivencia- de la Fun. dación continuaba basándose en la superioridad de su tecnología, aun después de su acceso al poder físico un siglo y medio atrás, cierta inmunidad ro­deaba al científico. Se le necesitaba, y él lo sabía.
También era natural que Ebling Mis -sólo aque­llos que no le conocían agregaban sus títulos a su
nombre- representara la más libre forma de vida de la «ciencia pura» de la Fundación. En un mundo donde la ciencia era respetada, él era El Científico, con mayúsculas. Se le necesitaba, y él lo sabía.
Y por eso ocurrió que cuando otros doblaron la rodilla, él se negó a hacerlo, añadiendo en voz alta que sus antepasados no habían doblado la rodilla ante ningún asqueroso alcalde. Además, en tiempos de sus antepasados, los alcaldes eran elegidos y des­tituidos a voluntad, y las únicas personas que here­daban algo por derecho de nacimiento eran los idio­tas congénitos.
Y así ocurrió que cuando Ebling Mis decidió per­mitir a Indbur III que le honrase con una audiencia, no esperó a que la rígida serie de autoridades pre­sentase su solicitud y le transmitiese la respuesta favorable, sino que, después de echarse sobre los hombros la menos ajada de sus dos chaquetas de gala y calarse de lado sobre la cabeza un estrambótico sombrero de peculiar diseño, encendió un cigarro, lo cual estaba prohibido, e irrumpió, pese a las airadas protestas de dos guardas vociferantes, en el palacio del alcalde.
La primera noticia que este último tuvo de la intrusión fue una creciente algarabía de insultos y la estrepitosa respuesta en forma de maldiciones inarticuladas.
Indbur, que se hallaba en el jardín, abandonó su pala, se enderezó y frunció el ceño, todo ello con idéntica lentitud. Porque Indbur III se permitía una pausa diaria en su trabajo, y durante dos horas, des­pués del mediodía, si el tiempo era benigno, perma­necía en el jardín. En él crecían las flores en parte­rres cuadrados y triangulares, dispuestas en rígidas hileras de rojo y amarillo, con pequeñas manchas de violeta en los extremos y verde follaje en los bordes. Cuando se hallaba en su jardín nadie osaba moles­tarle... ;nadie!
Indbur se quitó los guantes manchados de barro y avanzó hacia la pequeña puerta del jardín. Inevita­blemente, preguntó:
-¿Qué significa todo esto?
Es la pregunta exacta, con las palabras exactas, que han sido proferidas en ocasiones similares por
una increíble variedad de hombres desde que la hu­manidad fue creada. No se sabe que se hayan profe­rido jamás con otra intención que la de causar un efecto digno.
Pero la respuesta fue contundente esta vez, pues el cuerpo de Mis cruzó violentamente el umbral con un rugido, al tiempo que se desasía de las manos, que aún sujetaban los restos de su capa.
Indbur, con expresión severa y disgustada, ordenó a los guardas que se fueran, y Mis se agachó para recoger su sombrero destrozado, lo sacudió para lim­piarlo de tierra, se lo puso bajo el brazo y dijo:
-Escuche, Indbur, esos incalificables esbirros su­yos tendrán que pagarme una capa y un sombrero nuevos. Mire cómo me los han dejado. -Resopló y se secó la frente con un gesto ligeramente teatral.
El alcalde estaba rígido por la contrariedad, y replicó con altivez:
-No se me ha comunicado, Mis, que haya usted solicitado una audiencia. Y estoy seguro de no ha­bérsela concedido.
Ebling Mis miró al alcalde con expresión de pro­funda sorpresa.
-Por la Galaxia, Indbur, ¿no recibió mi nota ayer? Se la entregué hace dos días a un presumido con uniforme color púrpura. Se la hubiera entregado a usted personalmente, pero sé cuánto le gustan los formalismos.
-¡Los formalismos! -Indbur le miró con exaspe­ración, y después añadió convincentemente-: ¿Ha oído hablar alguna vez de la necesaria organización? En ocasiones sucesivas tendrá que solicitar una audiencia, redactada por triplicado, y entregarla en la oficina gubernamental establecida a este fin. En­tonces esperará hasta que le llegue el turno y se le notifique la hora de la audiencia concedida. Se pre­sentará a ella correctamente vestido, correctamente, ¿me comprende? Y con el debido respeto, además. Ahora ya puede irse.
-¿Qué tienen de malo mis ropas? -preguntó Mis indignado-. Llevaba mi mejor capa hasta que esos incalificables maníacos clavaron sus garras en ella. Me iré en cuanto haya transmitido el mensaje por el que he venido hasta aquí. ¡Por la Galaxia!, si no
se tratara de una crisis de Seldon me marcharía in­mediatamente.
-¡Una crisis de Seldon! -Indbur no pudo disimu­lar su interés.
Mis era realmente un gran psicólogo; un demó­crata, patán y rebelde, desde luego, pero psicólogo al fin. En su incertidumbre, el alcalde ni siquiera pudo expresar con palabras el dolor que sintió de improviso cuando Mis arrancó una flor, se la llevó a la nariz y la tiró con desagrado.
Indbur dijo fríamente:
-¿Quiere seguirme? El jardín no fue hecho para conversaciones serias.
Se sintió mejor en su butaca ante la enorme mesa, desde donde podía mirar los escasos cabellos que no lograban ocultar el cráneo rosado de Mis. Se sintió también mucho mejor cuando Mis lanzó una serie de miradas automáticas a su alrededor buscando una silla, inexistente, y tuvo que permane­cer en pie. Y experimentó casi una sensación de feli­cidad cuando, en respuesta a una cuidadosa pulsa­ción del contacto correcto, un funcionario con librea entró, se inclinó ante el alcalde y depositó sobre la mesa un abultado volumen encuadernado en metal.
-Ahora -dijo Indbur, una vez más dueño de la situación-, a fin de abreviar en lo posible esta en­trevista no autorizada, comuníqueme su mensaje con el mínimo de palabras.
Ebling Mis contestó pausadamente -¿Sabe qué estoy haciendo estos días?
-Tengo sus informes aquí -replicó el alcalde con satisfacción-, junto con sus autorizados resúmenes. Tengo entendido que sus investigaciones sobre las matemáticas de la psicohistoria tienen como objeto duplicar el trabajo de Hari Seldon y, eventualmente, seguir la pista del proyectado curso de la historia fu­tura, para uso de la Fundación.
-Exacto -asintió Mis con sequedad-. Cuando Seldon estableció la Fundación fue lo bastante sabio como para no incluir a psicólogos entre los científi­cos aposentados aquí, de modo que la Fundación siempre ha avanzado a ciegas por el curso de la ne­cesidad histórica. Durante mis investigaciones me he
basado en gran parte en insinuaciones halladas en la Bóveda del Tiempo.
-Estoy enterado de ello, Mis. Es una pérdida de tiempo repetirlo.
-No estoy repitiendo nada -replicó Mis-, por­que lo que voy a decirle no figura en ninguno de estos informes.
-¿Qué quiere decir con eso de que no está en los informes? -preguntó estúpidamente Indbur-. ¿Cómo es posible...?
-¡Por la Galaxia! Déjeme contarlo a mi manera, pequeña criatura ofensiva. No hable por mi boca ni replique a cada frase mía o saldré de aquí inmedia­tamente y dejaré que todo se derrumbe a su alre­dedor. Recuerde, incalificable necio, que la Funda­ción perdurará porque así ha de ser, pero si yo salgo ahora mismo de aquí, usted no perdurará.
Después de tirar al suelo su sombrero, lo que le­vantó una nube de polvo, saltó los peldaños del enta­rimado sobre el que se hallaba la enorme mesa y, apartando con violencia unos papeles, se sentó en su borde.
Indbur pensó frenéticamente en llamar al guarda o usar los lanzarrayos ocultos en la mesa. Pero el rostro de Mis estaba atento frente al suyo, y no podía hacer otra cosa que resignarse con dignidad a la situación.
-Doctor Mis --empezó con vacilante formalidad-, debe usted...
-¡Cierre la boca -replicó ferozmente Mis- y es­cúcheme! Si eso que tiene aquí -y descargó con fuerza la palma de la mano sobre el metal de la carpeta- es un resumen garabateado de mis infor­mes, tírelo. Cualquier informe que yo escribo pasa a través de veinte o más funcionarios, llega hasta usted, y después vuelve a caer en manos de veinte funcionarios más. Esto está muy bien si no hay nada que quiera mantener en secreto. Pero hoy traigo algo confidencial, tan confidencial que ni siquiera los muchachos que trabajan conmigo se han enterado de ello. Han hecho el trabajo, naturalmente, pero sólo un fragmento cada uno... y yo los he juntado. ¿Sabe usted qué es la Bóveda del Tiempo?
Indbur asintió con la cabeza, pero Mis continuó, disfrutando mucho de la situación:
-Bueno, se lo diré de todos modos porque he es­tado imaginando durante mucho tiempo esta situa­ción incalificable en una Galaxia; y sé leer en su mente, insignificante hipócrita. Tiene la mano dere­cha cerca de un pequeño botón que a la más leve presión hará entrar a unos quinientos hombres ar­mados para liquidarme, pero tiene miedo de lo que yo sé... tiene miedo de una Crisis Seldon. Aparte de que, si toca algo de su mesa, yo le machacaré el cráneo antes de que alguien pueda entrar. Al fin y al cabo, usted, el bandido de su padre y el pirata de su abuelo, ya han chupado la sangre a la Fundación durante bastante tiempo.
-Esto es... traición -tartamudeó Indbur. -Ciertamente -asintió Mis-, pero ¿qué puede hacer para evitarla? Voy a hablarle de la Bóveda del Tiempo. La Bóveda del Tiempo es lo que Hari Seldon instaló aquí al principio para ayudarnos a superar los momentos difíciles. Seldon preparó para cada cri­sis un simulacro personal para ayudarnos... y expli­cárnosla. Cuatro crisis hasta ahora... y cuatro apa­riciones. La primera vez apareció en el punto álgido de la primera crisis. La segunda vez lo hizo en se­guida tras la evolución favorable de la segunda crisis. Nuestros antepasados estuvieron allí para escucharle las dos veces. En la tercera y cuarta crisis fue igno­rado, probablemente porque no le necesitábamos, pero investigaciones recientes, que no están inclui­das en los informes que usted tiene, indican que sí apareció, y además lo hizo en los momentos adecua­dos. ¿Lo comprende?
No esperó la respuesta. Tiró finalmente la colilla de su cigarro, húmedo y apagado, buscó otro y lo encendió. El humo salió con violencia. Prosiguió
-Oficialmente, he estado intentando reconstruir la ciencia de la psicohistoria. Verá, ningún hombre va a hacerlo solo, ni es un trabajo de un solo siglo. Pero he hecho progresos en los elementos más sim­ples y he podido usarlos como excusa para introdu­cirme en la Bóveda del Tiempo. Lo que he logrado hacer implica la determinación, hasta un grado sufi­ciente de certeza, de la fecha en que se producirá
la próxima aparición de Hari Seldon. Puedo darle el día exacto, en otras palabras, en que la inminente Crisis Seldon, la quinta, alcanzará su apogeo.
-¿Falta mucho? -preguntó tensamente Indbur. Y Mis hizo explotar su bomba con alegre despre­ocupación:
-¡Cuatro meses! -dijo-. Cuatro incalificables meses... menos dos días.
-Cuatro meses -murmuró Indbur con insólita vehemencia-. Imposible.
-¿Imposible? ¡Ya veremos!
-¿Cuatro meses? ¿Comprende lo que esto signifi­ca? Si una crisis ha de llegar dentro de cuatro meses, es necesario que se haya estado preparando durante años.
-¿Y por qué no? ¿Existe alguna ley de la natura­leza que requiera que el proceso madure a la luz del día?
-Pero nada nos amenaza, al menos no hay nada que lo indique. -Indbur, en su ansiedad, casi se re­torció las manos. Con una repentina recrudescencia de su ferocidad, gritó-: ¿Quiere apartarse de mi mesa para que pueda ponerla en orden? ¿Cómo es­pera que piense?
Mis, sorprendido, se levantó pesadamente y se apartó.
Indbur colocó los objetos en sus lugares apropia­dos, con movimientos febriles. Habló con rapidez -No tiene derecho a presentarse aquí de este modo. Si hubiera mostrado su teoría...
-No es una teoría.
-Yo digo que sí lo es. Si la hubiera mostrado junto con su evidencia y argumentos, de manera apropiada, hubiera ido a la Oficina de Ciencias Histó­ricas. Allí hubiera sido tratada adecuadamente, me hubieran sometido los análisis resultantes y después, naturalmente, se habrían tomado las medidas que hacen al caso. De este modo me ha importunado usted sin necesidad. ¡Ah, aquí está!
Tenía en la mano una hoja de papel plateado y transparente que agitó ante la cara del psicólogo. -Esto es un corto resumen que preparo yo mis­mo, semanalmente, sobre los asuntos extranjeros pendientes. Escuche: hemos completado las negociaciones de un tratado comercial con Mores, prosegui­mos las negociaciones para otro similar con Lyonesse, hemos enviado una delegación a unas celebraciones de Bonde, hemos recibido una queja de Kalgan y prometido tenerla en consideración, hemos protes­tado por ciertas prácticas comerciales ilegales de Asperita y allí nos han asegurado tenerlo en cuenta, etcétera. -Los ojos del alcalde recorrieron la lista de anotaciones en clave, y entonces colocó cuidado­samente la hoja en su lugar adecuado, en la carpeta adecuada y en el casillero adecuado-. Se lo aseguro, Mis, no hay absolutamente nada que no respire orden y paz...
La puerta del extremo opuesto de la habitación se abrió y, de modo demasiado dramático para sugerir algo que no fuese la vida real, hizo su aparición un individuo sin la indumentaria de protocolo.
Indbur se incorporó. Tuvo esa sensación curio­samente vertiginosa de irrealidad que suele flotar en los días en que ocurren demasiadas cosas. Tras la intrusión y las salvajes invectivas de Mis, se pro­ducía ahora otra intrusión igualmente indecorosa, y, por consiguiente, perturbadora, esta vez por parte de su secretario, de quien cabía esperar que cono­cía el reglamento.
El recién llegado hizo una profunda genuflexión. Indbur le interpeló bruscamente:
-¿Qué ocurre?
El secretario habló, mirando al pavimento -Excelencia, el capitán Han Pritcher de Infor­mación, que ha regresado de Kalgan, en desobedien­cia a vuestras órdenes, ha sido encarcelado, siguien­do instrucciones previas (vuestra orden X20-513) y espera su ejecución. Sus acompañantes están dete­nidos para su interrogatorio. Se ha extendido un in­forme completo.
Indbur, desesperado, rectificó
-Se ha recibido un informe completo. ¿Qué más? -Excelencia, el capitán Pritcher ha informado, vagamente, de peligrosos designios por parte del nue­vo señor guerrero de Kalgan. De acuerdo con vues­tras instrucciones previas (orden X20-651), no se le ha tomado declaración formal, pero se han anotado sus observaciones y redactado un informe completo.
-Se ha recibido ese informe completo. ¿Qué más? -gritó Indbur.
-Excelencia, hace un cuarto de hora se han reci­bido informes de la frontera saliniana. Naves iden­tificadas como kalganianas han entrado en territorio de la Fundación sin la debida autorización. Las naves van armadas. Ha habido lucha.
El secretario casi tocaba el suelo. Indbur perma­necía en pie. Ebling Mis se adelantó hacia el secre­tario y le dio una palmada en el hombro.
-Váyase y diga que pongan en libertad a ese ca­pitán Pritcher y lo traigan aquí. ¡Fuera!
El secretario salió y Mis se dirigió al alcalde: -¿No sería mejor que pusiera la maquinaria en marcha, Indbur? Cuatro meses, recuérdelo.
Indbur permaneció inmóvil, con la mirada fija. Sólo un dedo parecía tener vida, y dibujaba temblo­rosos triángulos sobre la lisa superficie de la mesa.

16. CONFERENCIA


Cuando los veintisiete Mundos Comerciantes Independientes, unidos por su desconfianza del planeta madre de la Fundación, concertaban entre ellos una asamblea, y cada uno se sentía orgulloso de su pro­pia pequeñez, endurecido por su aislamiento y amar­gado por el eterno peligro, era preciso vencer nego­ciaciones preliminares de una mezquindad suficiente como para desanimar a los más perseverantes.
No bastaba fijar por adelantado detalles tales como los métodos de votación, o el tipo de represen­tación, ya fuera por mundos o por población. Estas eran cuestiones de complicada importancia política. No bastaba fijar el asunto de prioridad en la mesa, tanto del consejo como de la cena; éstas eran cues­tiones de complicada importancia social.
Se trataba del lugar de reunión, puesto que esto era un asunto de marcado provincialismo. Y final­mente, las dudosas rutas de la diplomacia eligieron
el mundo de Radole, sugerido al principio por algu­nos comentaristas por la lógica razón de su posición central.
Radole era un mundo pequeño, de los que abun­dan en la Galaxia, pero entre los cuales era una ra­reza la variedad habitada. Era un mundo, dicho en otras palabras, donde las dos mitades ofrecían los monótonos extremos del frío y el calor, mientras la región de vida posible era la franja de zona cre­puscular.
Un mundo semejante parece invariablemente in­hóspito a los que no lo han visitado, pero hay luga­res estratégicamente situados, y Radole City era uno de ellos.
Se extendía a lo largo de las suaves laderas de las colinas, situadas frente a la cordillera que deli­mitaba el hemisferio frío y detenía la masa de hielo. El aire cálido y seco acariciaba las ciudades, que re­cibían el agua de las montañas; y Radole City era un eterno jardín, caldeado por la radiante mañana de un perpetuo junio.
Cada casa tenía su jardín florido, abierto a los benignos elementos. Cada jardín era un lugar de hor­ticultura forzada, donde las plantas de lujo crecían en fantásticas formas para ser exportadas al extran­jero, hasta que Radole casi se convirtió en un mundo productor, en vez de un típico mundo comerciante.
De este modo, a su manera, Radole City era un pequeño punto de suavidad y lujo en un horrible planeta -un minúsculo Edén-, y este hecho fue también un factor influyente en la lógica de la elec­ción.
Los extranjeros llegaron de cada uno de los otros veintiséis mundos comerciantes: delegados, esposas, secretarios, periodistas, naves y tripulaciones, y la población de Radole casi se dobló, por lo que sus recursos tuvieron que estirarse hasta el límite. Todos comían a voluntad, bebían sin límite y no dormían en absoluto.
Sin embargo, había pocos entre aquellos vividores que no fueran intensamente conscientes de que toda la Galaxia ardía con lentitud en una especie de gue­rra quieta y adormecida. Y entre los que tenían esta conciencia, los había de tres clases: la primera es­
taba constituida por los que sabían muy poco y re­bosaban confianza
Uno de ellos era el joven piloto espacial que lle­vaba la escarapela de Haven en la hebilla de su gorra, y que consiguió, sosteniendo la copa ante los ojos, reflejar en ella los ojos de la sonriente radoliana que estaba frente a él. Decía:
-Hemos pasado a propósito a través de la zona de guerra para venir aquí. Viajamos alrededor de un minuto-luz por la zona neutral, justo delante de Horleggor...
-¿Horleggor? -interrumpió un nativo de largas piernas, que era el anfitrión del grupo-. Eso es don­de el Mulo recibió una paliza la semana pasada, ¿no?
-¿Dónde ha oído usted que el Mulo recibió una paliza? -preguntó con arrogancia el piloto. -Pon la radio de la Fundación.
-¿Ah, sí? Pues bien, el Mulo ha conquistado Horleggor. Casi nos topamos con un convoy de sus naves, y era precisamente de allí de donde venían. No recibe una paliza quien se queda en el campo de batalla, y quien ha dado la paliza se aleja a toda prisa.
Alguien dijo en voz alta:
-No hable de este modo. La Fundación siempre acaba venciendo. Usted espere y se convencerá. La vieja Fundación sabe cuándo ha de volver, y enton­ces... ¡pum! -El hombre estaba ligeramente borra­cho y sonrió entre dientes.
-Sea como fuere -replicó el piloto de Haven tras una corta pausa-, vimos las naves del Mulo y tenían muy buen aspecto. Incluso le diré que pare­cían nuevas.
-¿Nuevas? -repitió el nativo con perplejidad-. ¿Las construyen ellos mismos? -Rompió una hoja de una rama colgante, la olió delicadamente y se la metió en la boca. Mientras la masticaba, la hoja des­pidió un jugo verdoso y un olor de menta-. ¿Está diciéndome que han vencido a las naves de la Fun­dación con artefactos caseros? Continúe.
-Nosotros las vimos, amigo. Y yo sé distinguir entre una nave y un cometa.
El nativo se inclinó hacia él.
-¿Sabe lo que pienso? Escuche, no se engañe a usted mismo. Las guerras no empiezan por sí solas, y nosotros contamos con un grupo de gente astuta que nos gobierna y que sabe muy bien lo que hace.
El borracho dijo con la voz repentinamente alta: -Observe a la Fundación. Esperan hasta el último minuto y entonces... ¡pum! -Sonrió con la boca abierta a la muchacha, que se apartó de él.
El radoliano prosiguió
-Por ejemplo, amigo, tal vez usted piense que el Mulo está dirigiendo el cotarro. Pues no es así. -Movió horizontalmente un dedo-. Por lo que he oído decir, y en boca de gente importante, no lo dude, trabaja para nosotros. Nosotros le pagamos, y es muy probable que hayamos construido esas naves. Seamos realistas al respecto; es muy probable que sea así. Es evidente que a la larga no puede derro­tar a la Fundación, pero puede fastidiarla, y cuando lo hace... intervenimos.
La muchacha preguntó:
-¿No puedes hablar de otra cosa, Klev? ¡Sólo de la guerra! Me aburres.
El piloto de Haven dijo en un arranque de galan­tería
-Cambie de tema. No debemos aburrir a las chicas.
El borracho adoptó la frase y la repitió mientras golpeaba la mesa con una jarra. Los pequeños grupos que se habían formado se disolvieron en risas y bufo­nadas, y de la casa que daba al jardín emergieron grupos similares compuestos por dos personas cada uno. La conversación se generalizó y se hizo más variada, más insustancial...
Después estaban los que sabían un poco más y sentían menos confianza.
Entre ellos se contaba Fran, representando a Ha­ven como delegado oficial y que, a raíz de su corpu­lencia, vivía por todo lo alto y cultivaba nuevas amis­tades, con mujeres cuando podía, y con hombres cuando tenía que hacerlo.
Se hallaba descansando en la plataforma soleada de la casa de uno de sus nuevos amigos, situada en la cima de una colina. Era la primera vez que la visitaba, y sólo la visitaría una vez más durante su
estancia en Radole. Su nuevo amigo se llamaba Iwo Lyon, un alma gemela de Radole. La casa de Iwo se levantaba lejos de las otras viviendas, aparente­mente aislada en un océano de perfume floral y zum­bido de insectos. La plataforma solar era una franja de césped colocada formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, y Fran yacía tendido sobre la hierba, absorbiendo los rayos solares. Comentó:
-No tenemos nada parecido en Haven. Iwo contestó, con voz soñolienta
-No ha visto aún el lado frío. Hay un lugar, a unos treinta y cinco kilómetros de aquí, donde el oxígeno fluye como el agua.
-¿En serio? -Es un hecho.
-Bien, le diré, Iwo... En los viejos tiempos, antes de que me arrancaran el brazo, me pasó algo... bue­no, ya sé que no va a creérselo, pero... -La historia que siguió tuvo una duración considerable, e Iwo no se la creyó.
Una vez finalizada, observó
-Los viejos tiempos eran mejores, ésta es la verdad.
-Desde luego que sí. Oiga -se animó Fran-, le he hablado de mi hijo, ¿verdad? También es de la vieja escuela; será un magnífico comerciante. Ha sa­lido en todo a su padre. Bueno, en todo no, porque se ha casado.
-¿Quiere decir un «contrato legal», y con una muchacha?
-Eso es. Yo no le veo ningún sentido. Fueron a Kalgan en su luna de miel.
-¿Kalgan? ¿Kalgan? ¿Y cuándo demonios fueron allí?
Fran sonrió y contestó con acento misterioso: -Justo antes de que el Mulo declarase la guerra a la Fundación.
-Conque sí, ¿eh?
Fran asintió e hizo una seña a Iwo para que se acercara:
-Voy a contarle algo, si me promete no difundirlo. Mi hijo fue enviado a Kalgan para realizar una mi­sión. No me gustaría revelar la índole de la misma, pero si usted repasa ahora la situación, puede adivinarla. En cualquier caso, mi hijo era el hombre ade­cuado para el trabajo. Nosotros, los comerciantes, necesitábamos algo de alboroto. -Sonrió astutamen­te-. Y lo tuvimos. No le diré cómo lo hicimos, pero mi hijo fue a Kalgan y el Mulo envió sus naves. ¡Mi hijo!
Iwo estaba francamente impresionado, y también él se puso confidencial.
-Estupendo. Dicen que disponemos de quinien­tas naves listas para intervenir en el momento apro­piado.
Fran rectificó con tono autoritario:
-Y aún más, tal vez. Esto es verdadera estra­tegia, de la clase que me gusta. -Se pellizcó la piel del vientre-. Pero no olvide que el Mulo es tam­bién un chico listo. Lo ocurrido en Horleggor me preocupa.
-Tengo entendido que perdió diez naves.
-Sí, pero tenía cien más, y la Fundación se vio obligada a retirarse. Está muy bien que derrotemos a esos tiranos, pero no me gusta que tardemos tanto. -Y sacudió la cabeza.
-Me pregunto de dónde sacará el Mulo sus na­ves. Corre el rumor de que nosotros las fabricamos para él.
-¿Nosotros? ¿Los comerciantes? Haven tiene los mayores astilleros de todos los mundos independien­tes, y no hemos hecho ninguna nave que no fuera para nosotros. ¿Supone que algún mundo puede construir una flota para el Mulo sin tomar la pre­caución de una acción conjunta? Esto es... un cuento de hadas.
-Entonces, ¿dónde las consigue? Fran se encogió de hombros.
-Las fabricarán ellos mismos, supongo. Esto tam­bién me preocupa.
Y, por último, estaba el reducido número de los que sabían mucho y no sentían la menor confianza. Entre ellos se contaba Randu, quien al quinto día de la convención de los comerciantes entró en la Sala Central y encontró en ella, esperándole, a los dos hombres que había citado allí. Los quinientos asientos estaban vacíos... y así iban a seguir.
Randu dijo con rapidez, casi antes de sentarse:
-Nosotros tres representamos alrededor de la mitad del potencial militar de los Mundos Comercian­tes Independientes.
-En efecto -repuso Mangin de Iss-, mis cole­gas y yo ya hemos comentado el hecho.
-Estoy dispuesto -dijo Randu- a hablar con prontitud y seriedad. No me interesan la sutileza ni los regateos. Nuestra posición ha empeorado radi­calmente.
-Como consecuencia de... -urgió Ovall Gri de Mnemon.
-De los sucesos de última hora. ¡Por favor! Em­pecemos desde el principio. Primero, la precaria po­sición en la que nos hallamos no es culpa nuestra, y dudo de que esté bajo nuestro control. Nuestros tra­tos originales no fueron con el Mulo, sino con otros, especialmente con el ex señor guerrero de Kalgan, a quien el Mulo derrotó en el momento menos propicio para nuestros planes.
-Sí, pero ese Mulo es un digno sustituto -adujo Mangin-. No me preocupan los detalles.
-Tal vez le preocupen cuando los conozca todos. -Randu se inclinó hacia adelante y colocó las manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba. Conti­nuó-: Hace un mes envié a Kalgan a mi sobrino y a su esposa.
-¡A su sobrino! -gritó con asombro Ovall Gri-. Yo ignoraba que fuese su sobrino.
-¿Con qué propósito? -preguntó secamente Man­gin-. ¿Este? -y dibujó un círculo en el aire con el pulgar.
-No. Si se refiere a la guerra del Mulo contra la Fundación, no. No podía apuntar tan alto. El mu­chacho no sabía nada, ni de nuestra organización ni de nuestros objetivos. Le dije que yo era miembro menor de una sociedad patriótica de Haven y que su función en Kalgan era sólo la de un observador aficionado. Debo admitir que mis motivos eran bas­tante confusos. Principalmente sentía curiosidad por el Mulo. Se trata de un extraño fenómeno, pero esto ya es un tema trillado y no me extenderé sobre él. En segundo lugar, era un interesante proyecto de adiestramiento para un joven que tiene experiencia
con la Fundación y su resistencia, y da muestras de poder sernos útil en el futuro.
El largo rostro de Ovall se contrajo en líneas ver­ticales cuando enseñó sus grandes dientes. -Entonces debió sorprenderle el resultado, pues creo que no hay nadie entre los comerciantes que no sepa que ése sobrino suyo raptó a un servidor del Mulo en nombre de la Fundación, y con ello sumi­nistró al Mulo un casus belli. ¡Por la Galaxia! Randu, está usted confeccionando novelas. Me cuesta creer que no tuviese parte en ello. Reconozca que fue un trabajo hábil.
Randu meneó su cabeza plateada.
-No participé, y mi sobrino, sólo involuntaria­mente. Ahora es prisionero de la Fundación, y es po­sible que no viva para ver completado su habilidoso trabajo. Acabo de recibir noticias suyas. La Cápsula Personal ha podido salir clandestinamente, cruzar la zona de guerra, ir a Haven, y viajar de allí hasta aquí. Su viaje ha durado un mes.
-¿Y qué?
Randu apoyó una pesada mano en el hueco de su palma y dijo tristemente:
-Me temo que estamos destinados a jugar el mismo papel que el ex señor guerrero de Kalgan. ¡El Mulo es un mutante!
Hubo una tensión momentánea; una ligera impre­sión de pulsos acelerados. Randu podía haberlo ima­ginado fácilmente.
Cuando Mangin habló, su voz era serena: -¿Cómo lo sabe?
-Sólo porque mi sobrino lo dice, pero es que él ha estado en Kalgan.
-¿Qué clase de mutante? Hay muchas clases, como usted ya sabe.
Randu se esforzó por dominar su impaciencia. -Muchas clases de mutantes, ya lo sé, Mangin. ¡Innumerables clases! Pero sólo hay una clase de Mulo. ¿Qué otra clase de mutante empezaría de la nada, reuniría un ejército, establecería, según dicen, un asteroide de ocho kilómetros como base original, conquistaría un planeta, después un sistema, después una región, y entonces atacaría a la Fundación y la
derrotaría en Horleggor? ¡Y todo en dos o tres años! Ovall Gri se encogió de hombros.
-¿De modo que usted cree que vencerá a la Fun­dación?
-Lo ignoro. ¿Y si lo consigue?
-Lo siento, no puedo ir tan lejos. No se vence a la Fundación. Escuche, el único hecho del que par­timos es la declaración de un... bueno, de un mu­chacho inexperto. ¿Y si lo olvidáramos por un tiem­po? Pese a todas las victorias del Mulo, no nos hemos preocupado hasta ahora, y a menos que vaya mucho más lejos de lo que ha ido, no veo razón para cam­biar de actitud. ¿De acuerdo?
Randu frunció el ceño y se desesperó ante la com­plejidad de su argumento. Dijo a los otros dos: -¿Han tenido ya algún contacto con el Mulo? -No -contestaron ambos.
-Sin embargo, es cierto que lo hemos intentado, ¿verdad? Es cierto que nuestra reunión no servirá de mucho si no le encontramos, ¿verdad? También es cierto que hasta ahora hemos bebido más que pen­sado, y proferido quejas en lugar de actuar, cito un editorial del Tribuna de Radole aparecido hoy, y todo porque no podemos encontrar al Mulo. Caballeros, tenemos casi mil naves esperando entrar en liza en el momento apropiado para apoderarnos de la Fun­dación. Creo que deberíamos cambiar las cosas. Creo que deberíamos hacer zarpar a esas naves ahora... contra el Mulo.
-¿Quiere decir a favor del tirano Indbur y los vampiros de la Fundación? -preguntó Mangin con ira contenida.
Randu alzó una mano cansada.
-Ahórrese los adjetivos. He dicho contra el Mulo y a favor de quien sea.
Ovall Gri se levantó.
-Randu, yo no quiero tener nada que ver con esto. Preséntelo esta noche al pleno del consejo si realmente lo que desea es un suicidio político.
Se marchó sin añadir nada más y Mangin le si­guió en silencio, dejando a Randu en la soledad de una consideración interminable e insoluble.
Aquella noche, ante el pleno del consejo, no dijo nada.
Oval] Gri irrumpió en su habitación a la mañana siguiente; un Ovall Gri someramente vestido y que no se había afeitado ni peinado.
Randu le miró con tanto asombro que se le cayó la pipa de la boca.
Ovall dijo con voz brusca y ronca:
-Mnemon ha sido bombardeado a traición desde el espacio.
-¿La Fundación? -preguntó Randu, ceñudo. -¡El Mulo! -explotó Ovall-. ¡El Mulo! -Habla­ba rápidamente-. Fue deliberado y sin provocación. La mayor parte de nuestra Flota se había unido a la flotilla internacional. Las pocas naves que que­daban de la Escuadra Nacional eran insuficientes y volaron por los aires. Aún no ha habido desembarcos, y tal vez no se produzcan, pues se ha informado que la mitad de los atacantes han sido destruidos; pero se trata de una guerra, y yo he venido a averiguar la posición de Haven en esta coyuntura.
-Estoy seguro de que Haven se adherirá al espí­ritu de la Carta de la Federación. ¿Lo ve? También nos ataca a nosotros.
-Este Mulo es un loco. ¿Acaso puede derrotar al universo? -Vaciló, se sentó y agarró la muñeca de Randu-. Nuestros escasos supervivientes han in­formado de la posesión por parte del Mulo... del enemigo... de un arma nueva. Un depresor de campo atómico.
-¿ Un ... qué? Ovall prosiguió:
-La mayoría de nuestras naves se han perdido porque les han fallado sus armas atómicas. No puede deberse a sabotaje ni accidente. Tiene que haber sido un arma del Mulo. No ha funcionado de manera per­fecta; el efecto ha sido intermitente, había modos de neutralizarla..., mis despachos no son detallados. Pero comprenderá que este arma podría cambiar el curso de la guerra y hasta inutilizar a toda nuestra Flota.
Randu se sintió muy viejo. Su rostro era fláccido. -Temo que ha surgido un monstruo que nos de­vorará a todos. Pero hemos de luchar contra él.

17. EL VISI-SONOR


La casa de Ebling Mis, en una vecindad sin pre­tensiones de Términus, era bien conocida por los intelectuales, literatos y casi toda la gente culta de la Fundación. Sus notables características dependían, subjetivamente, del material que se leía acerca de ella. Para un biógrafo meditativo era «el símbolo de un retiro de una realidad no académica»; un colum­nista de sociedad la describía suavemente como «un ambiente terriblemente masculino de despreocupado desorden»; un profesor de Universidad la llamó brus­camente «pedante y desorganizada»; un amigo no universitario dijo que era «buena para tomar un trago a cualquier hora, y además, se pueden poner los pies sobre el sofá»; y el locutor de una emisión de noticias semanales, aficionado al color, la calificó de «vivienda rocosa, anodina y práctica del blasfe­mo, izquierdista y calvo Ebling Mis».
Para Bayta, que de momento sólo pensaba por sí misma, y tenía la ventaja de estarla viendo, era, sim­plemente, desordenada.
Exceptuando los primeros días, su encarcelamien­to había sido una carga soportable. Mucho más so­portable, parecía, que aquella media hora de espera en casa del psicólogo, tal vez bajo observación secre­ta. Entonces había estado con Toran, por lo menos...
Quizá la espera se le hubiera hecho más larga si Magnífico no hubiese demostrado con sus muecas una tensión mucho mayor.
Las flacas piernas de Magnífico estaban dobladas bajo su barbilla puntiaguda, como si estuviese inten­tando desaparecer, y Bayta alargó la mano en un gesto automático de consuelo. Magnífico tuvo un so­bresalto, y después sonrió.
-Seguramente, mi señora, se diría que mi cuerpo niega el conocimiento de mi mente y espera de otras manos un golpe.
-No hay de qué preocuparse, Magnífico. Yo estoy a tu lado y no permitiré que nadie te lastime.
Los ojos del bufón se volvieron hacia ella y se desviaron rápidamente.
-Pero antes me mantuvieron apartado de usted, y de su bondadoso marido, y le doy mi palabra, aun­que se ría de mí, que añoraba su amistad perdida.
-No me reiría nunca de eso. Yo sentía lo mismo. El bufón se animó y juntó más las rodillas. Pre­guntó:
-¿No conoce al hombre que quiere vemos? -Era una pregunta cautelosa.
-No. Pero es un hombre famoso. Le he visto en los noticiarios y oído muchas cosas de él. Creo que es un hombre bueno, Magnífico, y que no desea per­judicamos.
-¿No? -El bufón se removió, inquieto-. Puede ser cierto, mi señora, pero me ha interrogado antes, y sus modales son de una brusquedad que me asusta. Está lleno de palabras extrañas, y las respuestas a sus preguntas no me salían de la garganta. Casi hubiera creído al embaucador que una vez se apro­vechó de mi ignorancia con un cuento que, en tales momentos, se aloja en mi corazón y me impide ha­blar.
-Ahora es diferente. El es uno y nosotros somos dos, y no puede asustarnos a los dos, ¿verdad? -No, mi señora.
Una puerta se cerró de golpe en alguna parte, y una voz fuerte retumbó en la casa. Frente a la habi­tación en que se encontraban sonó un violento: «¡Largaos, por la Galaxia!», y a través de la puerta entreabierta vieron momentáneamente a dos guardas uniformados que se retiraban a toda prisa.
Ebling Mis entró con el ceño fruncido, depositó en el suelo un paquete cuidadosamente envuelto y se acercó para estrechar con indiferente presión la mano de Bayta. Esta devolvió el apretón vigorosa­mente, como un hombre. Mis se volvió a medias hacia el bufón, y luego dedicó a la muchacha una mirada más prolongada. Le preguntó:
-¿Casada?
-Sí. Cumplimos las formalidades legales.
Mis hizo una pausa, y luego siguió preguntando:
-¿Feliz?
-Hasta ahora, sí.
Mis se encogió de hombros y se volvió de nuevo hacia Magnífico. Desenvolvió el paquete.
-¿Sabes qué es esto, muchacho?
Magnífico casi se tiró de su asiento para coger el instrumento de múltiples teclas. Tocó los millares de contactos y entonces dio una voltereta de alegría que amenazó con destruir el mobiliario circundante. Graznó:
-Un Visi-Sonor, y de una manufactura que haría saltar de gozo el corazón de un muerto.
Sus largos dedos acariciaron el instrumento, suave y lentamente, presionando los contactos con ligereza y descansando un momento en una tecla y luego en otra... y el aire de la habitación se bañó de una luz rosada, justo dentro del campo de visión.
-Muy bien, muchacho. Dijiste que sabías usar uno de estos artefactos, y ahora tienes la oportuni­dad. Pero será mejor que lo afines. Acaba de salir de un museo. -Entonces, en un aparte, dijo a Bayta-: Por lo que tengo entendido, no hay nadie en la Fundación que sepa hacerlo hablar. -Se acercó más y murmuró-: El bufón no dirá nada sin usted. ¿Me ayudará?
Ella asintió.
-¡Bien! -continuó Mis-. Su estado de temor es casi fijo, y dudo de que su fuerza mental pudiera resistir una sonda psíquica. Si he de sacarle algo por otro sistema, tiene que sentirse absolutamente tran­quilo. ¿Me comprende?
Ella asintió de nuevo.
-Este Visi-Sonor es el primer paso del proceso. El dice que sabe tocarlo, y la reacción que ha tenido pone de manifiesto que es una de las grandes ilusio­nes de su vida. Así pues, tanto si toca bien como mal, muéstrese interesada y apreciativa. A continua­ción demuestre amistad y confianza hacia mí. Y, so­bre todo, siga mis indicaciones continuamente.
Echó una rápida mirada a Magnífico, el cual, acu­rrucado en un extremo del sofá, manipulaba con fa­cilidad en el interior del instrumento. Estaba com­pletamente absorto.
Mis preguntó a Bayta en tono de conversación -¿Ha oído hablar alguna vez de un Visi-Sonor? -Una vez -repuso Bayta en el mismo tono-, en un concierto de instrumentos raros. No me impre­sionó.
-Bueno, es difícil encontrar a alguien que lo to­que bien; hay poquísimas personas que sepan ha­cerlo. No es sólo porque requiere coordinación física, un piano múltiple requiere mucha más, sino por­que se necesita, además, cierto tipo de mentalidad libre. -Continuó en voz más baja-: Por esta razón nuestro esqueleto viviente puede tocarlo mejor de lo que imaginamos. A menudo los buenos ejecutantes son idiotas en otras cosas. Se trata de uno de esos extraños fenómenos que hacen interesante a la psico­logía.
Añadió, con un patente esfuerzo por entablar una conversación banal:
-¿Sabe cómo funciona este curioso chisme? Lo examiné para averiguarlo, y todo lo que he podido colegir hasta ahora es que sus radiaciones estimulan directamente el centro óptico del cerebro, sin tocarlo siquiera. En realidad, se trata de la utilización de un sentido que no se conoce en la naturaleza ordi­naria. Es notable, si se piensa bien. Lo que usted está oyendo es lo corriente, lo normal. El tímpano, la clóquea y todo eso. Pero... ¡silencio! Ya está listo. ¿Quiere apretar ese conmutador? La cosa funciona mejor sin que haya luz en la estancia.
En la oscuridad, Magnífico era sólo una mancha, y Ebling Mis una masa de pesada respiración. Bayta se sorprendió. Fijó ansiosamente la vista, al princi­pio sin resultado. En el aire había un fino y nervioso temblor que ondeaba rabiosamente hasta lo alto de la escala. Se quedaba suspendido, caía y volvía a re­cobrarse, ganaba cuerpo y se hinchaba en un reso­nante crujido que producía el efecto de un tormen­toso desgarrón en una espesa cortina.
Un pequeño globo de color fue creciendo en rít­micos brincos y estalló en el aire en informes gotas que se arremolinaron en lo alto y empezaron a caer como curvados surtidores en línea- entrelazadas. Se coagularon en pequeñas esferas, ninguna del mismo color, y Bayta empezó a descubrir cosas.
Observó que, si cerraba los ojos, el dibujo coloreado se hacía más claro; que cada pequeño movi­miento de color tenía su propia pauta de sonido; que no podía identificar los colores; y, por último, que los globos no eran globos, sino pequeñas figuras.
Diminutas figuras; como llamas trémulas que bai­laban y se retorcían a millares; que se desvanecían y volvían desde la nada; que se perseguían unas a otras y se fundían en un color nuevo.
Incongruentemente, Bayta pensó en los pequeños puntos de color que se ven de noche cuando uno aprieta los párpados hasta que duelen, y mira a continuación fijamente. Se apreciaba el viejo efecto familiar del desfile de los pequeños puntos cambiando de color, de los círculos concéntricos contrayéndose, de las masas informes que tiemblan momentánea­mente. Todo aquello, pero más grande, más variado; y cada puntito de color era una minúscula figura.
Se precipitaban contra ella por parejas, y ella al­zaba las manos con un súbito jadeo, pero se derrum­baban, y por un instante ella se convertía en el cen­tro de una brillante tormenta de nieve, mientras la luz fría resbalaba por sus hombros y por sus brazos en un luminoso deslizamiento de esquíes, escapán­dose de sus dedos rígidos y reuniéndose lentamente en un brillante foco en medio del aire. Debajo de todo aquello, el sonido de un centenar de instrumen­tos fluía en líquidas corrientes y le resultaba ya im­posible separarlo de la luz.
Se preguntó si Ebling Mis estaría contemplando lo mismo, y, de no ser así, qué vería. La extrañeza pasó, y luego...
De nuevo Bayta estaba mirando. Las figuritas... ¿Eran figuritas? ¿Diminutas mujeres de ardientes ca­bellos, que se envolvían y retorcían con demasiada rapidez para que la mente pudiera enfocarlas? Se agarraban en grupos como estrellas que giran, y la música era una risa ligera, una risa de muchacha que empezaba dentro mismo del oído.
Las estrellas giraban juntas, se lanzaban una hacia otra, iban aumentando lentamente de tamaño, y desde abajo se alzaba un palacio en rápida evolución. Cada ladrillo era de un color diminuto, cada color una diminuta chispa, cada chispa una luz punzante
que cambiaba las pautas y hacía subir los ojos al cielo hacia veinte minaretes enjoyados.
Una resplandeciente alfombra se extendió y dio vueltas, arremolinándose, tejiendo una telaraña in­sustancial que abarcó todo el espacio, y de ella par­tieron luminosos retazos que ascendieron y se trans­formaron en ramas de árbol que sonaban con una música propia.
Bayta se hallaba totalmente rodeada. La música ondeaba a su alrededor en rápidos y líricos vuelos. Alargó la mano para tocar un árbol frágil, y espi­guillas en flor flotaron en el aire y se desvanecieron, cada una con su claro y diminuto tintineo.
La música estalló en veinte címbalos, y ante ella flameó una zona que se derrumbó en invisibles esca­lones sobre el regazo de Bayta, donde se derramó y fluyó en rápida corriente, elevando el fiero chispo­rroteo hasta su cintura, mientras en el regazo le crecía un puente de arco iris, y, sobre él, las figuritas...
Un lugar, y un jardín, y minúsculos hombres y mujeres sobre un puente, extendiéndose hasta per­derse de vista, nadando entre las majestuosas olas de música de cuerda, convergiendo sobre ella...
Y entonces... hubo como una pausa aterrada, un movimiento vacilante e íntimo, un súbito colapso. Los colores huyeron, trenzándose en un globo que se encogió, se elevó y desapareció.
Y volvió a haber solamente oscuridad.
Un pie pesado se movió en busca del pedal, lo encontró y la luz entró a raudales: la luz inocua de un prosaico sol. Bayta pestañeó hasta derramar lágri­mas, como anhelando lo que había desaparecido. Ebling Mis era una masa inerte, con los ojos aún abiertos de par en par, lo mismo que la boca.
Sólo Magnífico estaba vivo, acariciando su VisiSonor en un dichoso éxtasis.
-Mi señora -jadeó-, es realmente del más fan­tástico efecto. Es de un equilibrio y una sensibilidad casi inalcanzables en su estabilidad y delicadeza. Creo que con esto podría realizar maravillas. ¿Le ha gus­tado mi composición, señora?
-¿Es tuya? -murmuró Bayta-. ¿Tuya de ver­dad?
Ante su asombro, él enrojeció hasta la misma punta de su considerable nariz.
-Mía y sólo mía, señora. Al Mulo no le gustaba, pero la he tocado una y otra vez para mi propia di­versión. Un día, en mi juventud, vi el palacio... un lugar gigantesco de joyas y riquezas que vislumbré desde lejos durante el carnaval. Había gente de un esplendor inconcebible y una magnificencia que ja­más he vuelto a ver, ni siquiera al servicio del Mulo. Lo que he creado es una pobre parodia, pero la limitación de mi mente me impide hacerlo mejor. Lo llamo El recuerdo del cielo.
Ahora, a través de la niebla de aquellas palabras, Mis retornó a la vida activa.
-Escucha -dijo-, escucha, Magnífico. ¿Te gus­taría hacer lo mismo delante de otros?
El bufón retrocedió.
-¿Delante de otros? -repitió, tembloroso.
-De miles -exclamó Mis-, en las grandes salas de la Fundación. ¿Te gustaría ser tu propio dueño y honrado por todos, y... -su imaginación le fa­lló-, y todo eso? ¿Eh? ¿Qué dices?
-Pero ¿cómo puedo ser todo eso, poderoso señor, si no soy más que un pobre payaso ignorante de las grandes cosas de este mundo?
El psicólogo hinchó los labios y se pasó por la frente el dorso de la mano.
-Por tu manera de tocar, hombre. El mundo será tuyo si tocas así para el alcalde y sus grupos de comerciantes. ¿Te gustaría?
El bufón miró brevemente a Bayta. -¿Seguiría ella estando conmigo? Bayta se echó a reír.
-Claro que sí, tonto. ¿Cómo iba a dejarte ahora que estás a punto de ser rico y famoso?
-Sería todo suyo -replicó él seriamente-, y es seguro que la Galaxia entera no bastaría -para pagar mi deuda por su bondad.
-Pero. -intervino Mis en tono casual- si pri­mero me ayudaras...
-¿De qué manera?
El psicólogo hizo una pausa y sonrió.
-Con una pequeña prueba de superficie que no duele nada. Sólo tocaría la piel de tu cabeza.
En los ojos de Magnífico apareció una llamarada de pánico.
-No será una sonda... He visto cómo se usa. Ab­sorbe la mente y deja el cráneo vacío. El Mulo lo usaba con los traidores y les dejaba vagar por las calles sin cerebro, hasta que los mataba por miseri­cordia. -Alargó la mano para apartar a Mis.
-Eso era una sonda psíquica -explicó paciente­mente Mis- incapaz de dañar a una persona..., a menos que se empleara mal. Esta sonda que te pro pongo es superficial y no perjudicaría ni siquiera a un niño de pecho.
-Es cierto, Magnífico -apremió Bayta-. Sólo es vara ayudarnos a vencer al Mulo e impedir que se acerque. Una vez lo hayamos hecho, tú y yo se­remos ricos y famosos por el resto de nuestras vidas.
Magnífico extendió una mano temblorosa. -¿Me sostendrá la mano mientras dura?
Bayta la cogió entre las suyas, y el bufón contem­pló con ojos muy abiertos los bruñidos discos ter­minales.
Ebling Mis descansaba cómodamente en la lujosa butaca del despacho del alcalde Indbur, sin agrade­cer lo más mínimo la condescendencia que se le mostraba, y observando con antipatía el nerviosismo del alcalde. Se sacó de la boca la colilla de su ciga­rro y escupió un trozo de tabaco.
-Y, a propósito, si quiere algo bueno para su próximo concierto en Mallow Hall, Indbur -dijo-, puede tirar a la basura esos artefactos electrónicos y dejar a ese payaso que toque el Visi-Sonor. Ind­bur..., es algo que no parece de este mundo.
Indbur replicó, enfurruñado
-No le he hecho venir aquí para que me dé una conferencia sobre música. ¿Qué hay del Mulo? Díga­me eso. ¿Qué hay del Mulo?
-¿Del Mulo? Bien, le diré que he usado una sonda superficial con el bufón y he obtenido muy poco. No puedo usar la sonda psíquica porque el payaso le tiene un temor de muerte, por lo que su resistencia fundiría probablemente sus conexiones
mentales en cuanto se estableciera el contacto. Pero he obtenido esto que le contaré si deja de tambo­rilear con las uñas. En primer lugar, no sobreestime la fuerza física del Mulo. Puede que sea fuerte, pero es probable que el miedo obligue al payaso a exage­rar. Dice que lleva unas extrañas gafas y es evidente que posee poderes mentales.
-Esto ya lo sabíamos al principio -comentó agriamente el alcalde.
-Pues, entonces, la sonda lo ha confirmado, y a partir de eso he estado trabajando matemática­mente.
-¿Ah, sí? ¿Y cuánto durará su trabajo? Sus dis­cursos acabarán por dejarme sordo.
-Creo que dentro de un mes tendré algo para usted. Pero también es posible que no averigüe nada. Sin embargo, ¿qué importa? Si todo esto no se halla incluido en los planes de Seldon, nuestras posibili­dades son incalificablemente pequeñas.
Indbur se volvió con fiereza hacia el psicólogo. -Ahora le he atrapado, traidor. ¡Mienta! Diga que no es uno de esos criminales fabricantes de rumores que siembran el derrotismo y el pánico por toda la Fundación, haciendo mi trabajo doblemente difícil. -¿Yo? ¿Yo? -murmuró Mis con creciente cólera. Indbur profirió una maldición.
-Porque, por las nubes de polvo del espacio, la Fundación vencerá... la Fundación tiene que vencer. -¿A pesar de haber perdido Horleggor?
-No fue una pérdida. ¿También usted se ha tra­gado esa mentira? Nos superaron en número, nos traicionaron...
-¿Quién? -preguntó desdeñosamente Mis.
-Los apestosos demócratas del arroyo -le gritó Indbur-. Hace tiempo que sé que la Flota está mi­nada de células democráticas. La mayoría han sido desarticuladas, pero aún quedan las suficientes como para explicar la rendición de veinte naves en plena batalla. Las suficientes como para provocar una de­rrota aparente. A propósito, deslenguado y simple patriota, epítome de las virtudes primitivas, ¿cuáles son sus propias conexiones con los demócratas? Ebling Mis se encogió de hombros con desprecio. -Está usted desvariando, ¿lo sabe? ¿Qué me dice
de la retirada posterior y de la pérdida de medio Siwenna? ¿Otra vez los demócratas?
-No, no han sido los demócratas -sonrió el alcalde-. Nos retiramos, como se ha retirado siempre la Fundación bajo el ataque, hasta que la inevitable marcha de la historia se ponga de nuestra parte Ya estoy viendo el final. La llamada resistencia de los demócratas ya ha publicado manifiestos jurando ayuda y lealtad al Gobierno. Podría ser una estratagema, un ardid que encubra una traición mayor pero yo la utilizo muy bien, y la propaganda basada en ella producirá su efecto, sean cuales fueren los planes de los traidores. Y algo aún mejor...
-¿Algo aún mejor, Indbur?
-Júzguelo usted mismo. Hace dos días, la Asocia ció» de Comerciantes Independientes declaró la guerra al Mulo, y con ello la Flota de la Fundación se ve reforzada, de golpe, por mil naves. Compréndalo, ese Mulo ha ido demasiado lejos. Nos encontró divididos y luchando entre nosotros, y bajo la presión de su ataque nos unimos y adquirimos fuerza. Tiene que perder. Es inevitable... como siempre.
Mis seguía demostrando escepticismo. -Entonces dígame que Seldon planeó incluso la fortuita aparición de un mutante.
-¡Un mutante! Yo no le distinguiría de un ser humano, ni usted tampoco, si no fuera por los des­varíos de un capitán rebelde, unos jovenzuelos ex­tranjeros y un juglar y bufón que no está en sus ca­bales. Olvida usted la evidencia más concluyente de todas: la suya propia.
-¿La mía? -Durante un momento, Mis se quedó asombrado.
-Sí, la suya -se burló el alcalde-. La Bóveda del Tiempo se abrirá dentro de nueve semanas. ¿Qué dice a eso? Se abre en una crisis. Si este ataque del Mulo no es una crisis, ¿dónde está la crisis «verda­dera» por la que se va a abrir la Bóveda? Contésteme a eso, bola de grasa.
El psicólogo se encogió de hombros.
-Está bien. Si eso le hace feliz... Pero concédame un favor. Por si acaso..., por si acaso el viejo Seldon
pronuncia su discurso, y es un discurso desagrada­ble, permítame que asista a la Magna Abertura. -Muy bien. Y ahora salga de aquí, y permanezca fuera de mi vista durante nueve semanas.
«Con incalificable placer, horroroso engendro», murmuró Mis para sus adentros mientras se iba.

18. LA CAIDA DE LA FUNDACION


Había una atmósfera en la Bóveda del Tiempo que escapaba a toda definición en varias direcciones a la vez. No era de podredumbre, porque estaba bien iluminada y acondicionada, con colores vivos en las paredes e hileras de sillas fijas muy cómodas y diseñadas al parecer para su uso eterno. No era ni si quiera de antigüedad, porque tres siglos no habían dejado una sola huella visible. No se había hecho ningún esfuerzo por crear un ambiente de temor o respeto, pues la decoración era sencilla y vulgar; de hecho, casi inexistente.
Sin embargo, después de sumar todos los aspec­tos negativos, algo quedaba... y ese algo se cen­traba en el cubículo de cristal que dominaba media habitación con su transparencia. Cuatro veces en tres siglos, el simulacro viviente del propio Hari Seldon se había sentado allí y proferido unas palabras. Dos veces había hablado sin auditorio.
A través de tres siglas y nueve generaciones, el anciano que había visto los grandes días del Impe­rio se proyectaba a sí mismo; y todavía comprendía más cosas de la Galaxia de sus tataranietos que ellos mismos.
Pacientemente, el cubículo vacío esperaba.
El primero en llegar fue el alcalde Indbur III, conduciendo su coche de superficie reservado para las ceremonias por las calles silenciosas y expectan­tes. Con él llego su propia butaca, más alta que las colocadas en el interior, y más ancha. La situaron delante de las otras, y así Indbur lo dominaría todo,
incluido el transparente cubículo que tenía delante. El solemne funcionario que estaba a su izquierda inclinó respetuosamente la cabeza.
-Excelencia, se han ultimado los preparativos para que vuestra comunicación oficial de esta noche se extienda lo más ampliamente posible por el espa­cio subetéreo.
-Bien. Mientras tanto, deben continuar los pro­gramas especiales interplanetarios relativos a la Bó­veda del Tiempo. No se harán, como es natural, predicciones o especulaciones de ninguna clase en torno al tema. ¿Sigue siendo satisfactoria la reacción po­pular?
-Muy satisfactoria. Los odiosos rumores difundi­dos últimamente han disminuido aún más. La con­fianza es general.
-¡Muy bien! -Ordenó al hombre, con una seña, que se fuera, y se ajustó escrupulosamente el adorno del cuello.
¡Faltaban tan sólo veinte minutos para el me­diodía!
Un selecto grupo de los grandes financieros de la alcaldía -jefes de las grandes organizaciones comer­ciales- apareció con la pompa adecuada a su posi­ción social y su situación privilegiada en el favor del alcalde. Se fueron presentando a éste uno por uno, recibieron una o dos palabras amables y ocupa­ron el asiento que tenían reservado.
De alguna parte llegó, incongruente en aquella so­lemne ceremonia, Randu de Haven, que se abrió paso, sin ser anunciado, hasta la butaca del alcalde -Excelencia -murmuró, haciendo una reverencia. Indbur frunció el ceño.
-No se le ha concedido audiencia.
-Excelencia, la he solicitado durante una se­mana.
-Siento que los asuntos de estado que implica la aparición de Seldon hayan...
-Excelencia, yo también lo siento, pero debo pe­dirle que derogue la orden de que las naves de los Comerciantes Independientes sean distribuidas entre las flotillas de la Fundación.
La interrupción había hecho enrojecer violenta­mente a Indbur.
-Este no es momento para discutirlo. -Excelencia, no tenemos otro momento -murmu­ró Randu con urgencia-. Como representante de los Mundos Comerciantes Independientes, he de decirle que esta orden no puede ser obedecida. Ha de ser derogada antes de que Seldon resuelva nuestro pro­blema. Una vez haya pasado la emergencia, será de­masiado tarde para la reconciliación, y nuestra alian­za quedará deshecha.
Indbur miró a Randu con fijeza y frialdad.
-¿Se da cuenta de que soy el Jefe de las Fuer­zas Armadas de la Fundación? ¿Tengo derecho a de­terminar la política militar o no lo tengo?
-Excelencia, lo tiene, pero hay cosas que no son prudentes.
-No veo en esto ninguna imprudencia. Es peli­groso permitir que su pueblo tenga flotas separadas en esta emergencia. La acción dividida redunda en favor del enemigo. Tenemos que unirnos, embajador, tanto militar como políticamente.
Randu sintió que los músculos de su garganta se ponían rígidos. Omitió la cortesía del título.
-Ahora que Seldon va a hablar, se siente seguro y se vuelve contra nosotros. Hace un mes era ama­ble y condescendiente, cuando nuestras naves derro­taron al Mulo en Terel. Debo recordarle, señor, que la Flota de la Fundación ha sido derrotada cinco veces, y que son las naves de los Mundos Comercian­tes Independientes las que han ganado victorias para usted.
Indbur frunció peligrosamente el ceño.
-Su presencia ya no es grata en Términus, emba­jador. Esta misma tarde se solicitará su traslado. Además, su conexión con fuerzas democráticas sub­versivas en Términus será, de hecho ya lo ha sido, investigada.
Randu replicó
-Cuando me vaya, mis naves se irán conmigo. No conozco a sus demócratas. Sólo sé que las naves de su Fundación se han rendido al Mulo por trai­ción de sus altos oficiales, y no de sus soldados, de­mócratas o no. Le diré que veinte naves de la Fun­dación se rindieron en Horleggor por orden de su
vicealmirante, sin haber sido vencidas ni sufrido da­ños. El vicealmirante era amigo íntimo de usted; pre­sidió el juicio de mi sobrino cuando éste llegó de Kalgan. No es el único caso que conocemos, y nues­tros hombres y naves no pueden correr el riesgo de ser mandados por traidores en potencia.
Indbur silabeó:
-Le haré arrestar cuando salga de aquí.
Randu se marchó bajo las silenciosas miradas despectivas de los dirigentes de Términus. ¡Faltaban diez minutos para el mediodía!
Bayta y Toran ya habían llegado. Cuando Randu pasó, se pusieron en pie y le hicieron señas. Randu sonrió.
-Estáis aquí, después de todo. ¿Cómo lo logras­teis?
-Magnífico fue nuestro mediador -sonrió To­ran-. Indbur insiste en su composición del Visi-Sonor, basada en la Bóveda del Tiempo, y con él mismo, sin duda, como protagonista. Magnífico se negó a asistir sin nosotros, y no hubo modo de di­suadirle. Ebling Mis está también aquí, o, al menos, estaba. Seguramente anda por ahí. -Entonces, con un repentino acceso de gravedad, añadió-: Pero ¿qué ocurre, tío? Pareces preocupado.
Randu asintió:
-No me extraña. Nos esperan tiempos malos, To­ran. Cuando hayan acabado con el Mulo, me temo mucho que nos tocará el turno a nosotros.
Una erguida y solemne figura vestida de blanco se acercó y les saludó con una rígida inclinación. Los ojos oscuros de Bayta sonrieron mientras alar­gaba la mano.
-¡Capitán Pritcher! ¿De modo que está usted de servicio en el espacio?
El capitán tomó su mano y se inclinó aún más. -Nada de eso. Tengo entendido que el doctor Mis es responsable de mi venida aquí, pero se trata de algo temporal. Mañana vuelvo a mi puesto de guardia. ¿Qué hora es?
¡Faltaban tres minutos para las doce!
Magnífico era la viva imagen del sufrimiento y la
más profunda depresión. Tenía el cuerpo encogido, en su perpetuo esfuerzo por pasar desapercibido. Su larga nariz se arrugaba en el extremo, y sus ojos se movían con inquietud de un lado para otro.
Agarró la mano de Bayta, y cuando ella bajó la cabeza, murmuró:
-¿Cree usted, mi señora, que tal vez todas estas autoridades formaban parte del auditorio cuando yo..., cuando yo tocaba el Visi-Sonor?
-Todas, estoy segura -afirmó Bayta, dándole unas suaves palmadas-. Y estoy segura de que todos piensan que eres el intérprete más maravilloso de la Galaxia y que tu concierto ha sido el mejor que se ha escuchado jamás, de manera que enderézate y siéntate correctamente. Hemos de tener dignidad.
El sonrió débilmente ante la fingida reprimenda, y enderezó poco a poco sus largos miembros.
Era mediodía...
...y el cubículo de cristal ya no estaba vacío. Era improbable que alguien hubiese presenciado la aparición. Fue algo repentino: un momento antes no había nada, y al momento siguiente estaba allí. En el cubículo, en una silla de ruedas, había una figura vieja y encogida, de rostro arrugado y ojos brillantes, y, cuando habló, su voz era lo que tenía más vida en ella. Sobre sus piernas había un libro puesto boca abajo. La voz dijo suavemente:
-Soy Hari Seldon.
Habló a través de un terrible silencio, atronador en su intensidad.
-¡Soy Hari Seldon! Ignoro si hay alguien ahí, pues no lo percibo sensorialmente, pero esto carece de importancia. Por ahora tengo pocos temores de que el Plan fracase. Durante los tres primeros siglos, la probabilidad de que no sufra desviación es de noventa y cuatro coma dos por ciento.
Hizo una pausa para sonreír, y luego continuó en tono confidencial:
-A propósito, si alguno de ustedes permanece en pie, puede tomar asiento. Si alguien quiere fumar, puede hacerlo. No estoy aquí en carne y hueso, no necesito ceremonia alguna. Consideremos, pues, el problema del momento. Por primera vez, la Fundación se enfrenta, o tal vez está a punto de enfren­tarse, a la guerra civil. Hasta ahora, los ataques procedentes del exterior han sido adecuadamente re­pelidos, y también inevitablemente, según las estric­tas leyes de la psicohistoria. El ataque actual es el de un grupo exterior de la Fundación, excesivamente indisciplinado, contra el Gobierno central, excesiva­mente autoritario. El procedimiento era necesario, el resultado, obvio.
La dignidad del selecto auditorio empezaba a res­quebrajarse. Indbur parecía a punto de saltar de su asiento.
Bayta se inclinó hacia delante con inquietud en la mirada. ¿De qué hablaba el gran Seldon? No había oído algunas de sus palabras...
-...que el compromiso adoptado es necesario en dos aspectos. La rebelión de los Comerciantes Inde­pendientes introduce un elemento de nueva incerti­dumbre en un Gobierno que tal vez sentía una con­fianza excesiva. Se ha restaurado el elemento de lucha. Aunque vencidos, un saludable incremento de democracia...
Ahora se oían voces; los murmullos elevaron su volumen, y en su tono se advertía un matiz de pánico.
Bayta dijo al oído de Toran:
-¿Por qué no habla del Mulo? Los comerciantes no se han rebelado.
Toran se encogió de hombros.
La figura sentada siguió hablando tranquilamente a través de la creciente desorganización:
-...un nuevo y más firme gobierno de coalición era el necesario y beneficioso resultado de la lógica guerra civil a que se vio forzada la Fundación. Y aho­ra sólo quedan los restos del antiguo Imperio para obstaculizar la expansión ulterior, y en ellos, por lo menos durante los próximos años, no existe ningún problema. Como es natural, no puedo revelar la natu­raleza del siguiente conflic...
En el completo tumulto que siguió, los labios de Seldon se movían inaudiblemente.
Ebling Mis, sentado junto a Randu, tenía la cara congestionada. Gritó
-Seldon ha perdido el juicio. Está hablando de
otra crisis. ¿Acaso ustedes, los comerciantes, han planeado alguna vez la guerra civil?
Randu contestó con voz débil:
-Planeamos una, es cierto, pero la aplazamos por culpa del Mulo.
-En tal caso, el Mulo es una contingencia impre­vista por la psicohistoria de Seldon. Y ahora, ¿qué pasa?
En el repentino y helado silencio, Bayta vio que el cubículo estaba nuevamente vacío. Se había apagado el brillo atómico de las paredes, y no funcionaba la suave corriente de aire acondicionado.
Desde alguna parte llegó el estridente sonido de una sirena, y los labios de Randu formaron las pa­labras:
-¡Ataque aéreo!
Ebling Mis observó el reloj de pulsera y exclamó de improviso
-¡Se ha parado, por la Galaxia! ¿Hay en la sala algún reloj que funcione? -Su voz sonó estentórea. Veinte muñecas se movieron, y en pocos segundos se hizo evidente que ninguno de los relojes funcio­naba.
-Entonces -dijo Mis con severo y terrible con­vencimiento-, algo ha detenido toda la energía ató­mica de la Bóveda del Tiempo... y el Mulo está ata­cando.
El grito de Indbur se hizo audible entre el tu­multo.
-¡Permanezcan en sus asientos! El Mulo está a cincuenta parsecs de distancia.
-Lo estaba -le gritó a su vez Mis- hace una semana. En estos momentos está bombardeando Tér­minus.
Bayta sintió que una profunda depresión la iba invadiendo. Intensas oleadas se sucedían en su inte­rior, lo cual le dificultaba la respiración.
Era evidente el clamor del gentío congregado fue­ra del edificio. Se abrieron las puertas de golpe y en­tró apresuradamente una figura que habló con rapi­dez a Indbur, el cual había corrido a su encuentro.
-Excelencia -susurró el hombre-, por la ciudad no circula ni un solo vehículo, y no tenemos ninguna línea de comunicación con el exterior. Se dice que la Décima Flota ha sufrido una derrota y que las naves del Mulo están en la estratosfera. El Estado Mayor...
Indbur se desplomó 'en el suelo como la imagen de la impotencia. Ahora no se oía una sola voz en toda la sala. Incluso el gentío del exterior guardaba un silencio  temeroso, y por doquier flotaba el espí­ritu del pánico.
Levantaron a Indbur y le acercaron a los labios una copa de vino. Sus labios se movieron antes de que abriera los ojos, y la palabra que musitaron fue: -¡Rendición!
Bayta estuvo a punto de llorar, no de pena o hu­millación, sino simple y llanamente de una vasta y asustada desesperación. Ebling Mis le tiró de la manga.
-Vamos, jovencita...
La levantaron de la silla por la fuerza.
-Nos vamos -dijo Mis-; traiga a su músico. Los labios del rechoncho científico temblaban y ca­recían de color.
-Magnífico -musitó Bayta. El bufón retrocedió, lleno de horror. Tenía los ojos vidriosos.
-El Mulo -chilló-. El Mulo viene a buscarme. Se revolvió salvajemente cuando ella le tocó. To­ran fue hacia él y descargó su puño. Magnífico se derrumbó, inconsciente, y Toran se lo llevó sobre el hombro como si fuera un saco de patatas.
Al día siguiente, las feas naves negras del Mulo cayeron a montones sobre los cosmódromos del pla­neta Términus. El general atacante recorrió la calle principal de la ciudad de Términus, totalmente vacía, con un coche de superficie de fabricación extranjera que funcionaba mientras todos los coches atómicos de la ciudad continuaban parados e inservibles.
La proclamación de la ocupación fue hecha vein­ticuatro horas después de que Seldon se apareciera ante las últimas autoridades de la Fundación.
Entre todos los planetas de la Fundación sola­mente continuaban incólumes los de los Comercian­tes Independientes, y contra ellos se dirigía ahora el poder del Mulo, conquistador de la Fundación.

19. EMPIEZA LA BUSQUEDA


El solitario planeta, Haven -único de un solo sol en un sector de la Galaxia que se extendía hasta el vacío intergaláctico-, estaba asediado.
Y lo estaba verdaderamente en el estricto senti­do militar, ya que ningún área de espacio en el lado galáctico se hallaba a más de veinte parsecs de dis­tancia de las bases avanzadas del Mulo. En los cuatro meses transcurridos desde la fulgurante caída de la Fundación, las comunicaciones de Haven habían sido cortadas como una red bajo el filo de la navaja. Las naves de Haven convergían hacia su mundo, y ahora el único foco de resistencia era el propio Haven.
En otros aspectos, el asedio era aún más estrecho, porque la sensación de impotencia y derrota se infil­traba ya por doquier...
Bayta recorrió pausadamente el pasillo de ondu­lantes tonos rosáceos, entre hileras de mesas cubier­tas de transparente plástico, y encontró su asiento guiada por la costumbre. Se arrellanó en la alta silla sin brazos, contestó mecánicamente a los saludos, que apenas escuchaba, se frotó los cansados ojos con el dorso de la mano y cogió el menú.
Tuvo tiempo de registrar una violenta reacción mental de repugnancia hacia la repetida presencia de diversos manjares cultivados en hongos, que en Ha­ven eran considerados platos exquisitos y que para su paladar educado en la Fundación resultaban ape­nas comestibles..., antes de darse cuenta de que al­guien sollozaba junto a ella.
Hasta entonces, sus tratos con Juddee, la insigni­ficante rubia de nariz respingona que se sentaba cerca de ella en el comedor, habían sido superficiales. Y ahora Juddee estaba llorando, mordiendo con deses­pero su húmedo pañuelo y tratando de ahogar sus sollozos hasta que en su rostro aparecieron manchas
rojas. Llevaba echado sobre los hombros su informe traje a prueba de radiaciones, y la visera transparente que protegía su cara se le había caído sobre el postre.
Bayta se unió a las tres muchachas que se turna­ban en la tarea siempre repetida y siempre ineficaz de dar palmaditas en los hombros, acariciar los cabe­llos y murmurar cosas incoherentes.
-¿Qué ocurre? -susurró.
Una de las chicas se encogió de hombros, signi­ficando que no lo sabía. Entonces, comprendiendo la inutilidad de su gesto, empujó a Bayta a un lado.
-Supongo que ha trabajado demasiado. Y está preocupada por su marido.
-¿Pertenece a la patrulla del espacio? -Sí.
Bayta alargó una mano amiga hacia Juddee. -¿Por qué no te vas a casa, Juddee? -Su voz fue como una alegre intrusión después de las banalida­des precedentes.
Juddee levantó la vista casi con resentimiento. -Esta semana ya he salido una vez...
-Pues saldrás dos veces. Escucha, si intentas re­sistir, la próxima semana tendrás que salir tres ve­ces, de modo que irte a casa ahora casi equivale a patriotismo. ¿Alguna de vosotras trabaja en su de­partamento? Pues bien, ¿por qué no os hacéis cargo de su tarjeta? Será mejor que primero vayas al lava­bo, Juddee, y te limpies la cara. ¡Vamos, vete!
Bayta volvió a su asiento y cogió de nuevo el menú con un ligero alivio. Aquellos estados de ánimo eran contagiosos. Una chica llorosa podía desorganizar todo un departamento en unos días en que los ner­vios estaban alterados.
Tomó una desabrida decisión, pulsó los botones indicados que tenía junto al codo y colocó el menú en su lugar.
La chica alta y morena que se sentaba frente a ella le preguntó
-Aparte de llorar, nos quedan pocas cosas por hacer, ¿no crees?
Sus labios asombrosamente gruesos apenas se mo­vieron, y Bayta advirtió que llevaba las comisuras cuidadosamente retocadas para exhibir aquella artificial media sonrisa que era en aquellos momentos la última moda.
Bayta investigó con los ojos semicerrados la in­sinuación contenida en las palabras, y acogió con agrado la llegada de su comida cuando se bajó el centro de su mesa y volvió a elevarse con el alimen­to. Desenvolvió cuidadosamente sus cubiertos y se los pasó de mano en mano hasta que se enfriaron. Replicó
-¿De verdad no se te ocurre nada más que hacer, Hella?
-¡Oh, sí! -exclamó Hella-. ¡Claro que sí! -Con un casual y experto movimiento de sus dedos tiró el cigarrillo a la pequeña ranura, donde el diminuto chorro atómico lo desintegró antes de que llegase al fondo-. Por ejemplo -añadió mientras colocaba bajo la barbilla sus esbeltas y bien cuidadas ma­nos-, creo que podríamos llegar a un agradable acuerdo con el Mulo y detener toda esta estupidez. Pero yo no tengo los..., bueno..., los medios para ale­jarme rápidamente de los sitios conquistados por el Mulo.
La frente lisa de Bayta no se arrugó. Su voz era ligera e indiferente.
-No tienes marido o un hermano en las naves de guerra, ¿verdad?
-No. Por eso aún tengo más mérito al no ver ra­zón para el sacrificio de los hermanos y maridos dé las demás.
-El sacrificio será todavía mayor si nos rendimos. -La Fundación se rindió y está en paz. Nuestros hombres están lejos y la Galaxia se alza contra no­sotros.
Bayta se encogió de hombros y dijo con dulzura: -Me temo que es lo primero lo que más te preocupa.
Volvió a su plato de verduras y comió con la sen­sación de que la rodeaba un gran silencio. Nadie había hecho el menor esfuerzo para replicar al ci­nismo de Hella.
Se marchó con rapidez, después de pulsar el botón que vaciaría la mesa para la ocupante del siguiente turno.
Una chica nueva, que estaba tres asientos más allá, preguntó en un susurro a Hella
-¿Quién era ésa?
Los gruesos labios de Hella se curvaron con indi­ferencia.
-La sobrina de nuestro coordinador. ¿No lo sa­bías?
-¿De verdad? -Buscó con la mirada a la mu­chacha, que ya había salido-. ¿Qué está haciendo aquí?
-Es sólo una asambleísta. ¿No sabes que está de moda ser patriótica? Es todo tan democrático que me dan ganas de vomitar.
-Vamos, Hella -intervino la chica rechoncha de su derecha-, aún no nos ha acusado nunca ante su tío. ¿Por qué no la dejas tranquila?
Hella ignoró a su vecina echándole una mirada de reojo y encendió otro cigarrillo.
La chica nueva estaba escuchando la charla de una contable de ojos brillantes que tenía enfrente. Las palabras se sucedían rápidamente:
-...y se dice que estuvo en la Bóveda -nada me­nos que en la Bóveda, chicas- cuando habló Seldon, y que el alcalde tuvo un ataque de furia y se pro­dujeron motines y cosas por el estilo. Ella se escapó antes de que el Mulo aterrizase, y dicen que su huida fue muy emocionante, a través del bloqueo. Me pregunto por qué no escribirá un libro acerca de todo ello; ahora son muy populares los libros sobre la guerra. También se rumorea que ha estado en el mundo del Mulo..., ya sabéis, Kalgan, y...
El timbre sonó con estridencia y el comedor se vació lentamente. La voz de la contable siguió zum­bando, y la chica nueva sólo la interrumpía con el convencional y admirativo «¿de verdad?», en los mo­mentos apropiados.
Cuando horas después Bayta regresaba a su casa, las luces de las enormes cavernas ya disminuían gradualmente su potencia, y pronto reinaría la oscu­ridad que significaba el sueño para todos.
Toran la recibió en el umbral con una rebanada de pan untado de mantequilla en la mano.
-¿Dónde has estado? -preguntó, masticando. Des­pués, con mayor claridad-: He preparado una cena
improvisada. Si no es abundante, no tengo la culpa. Pero ella daba vueltas a su alrededor, con los ojos muy abiertos.
-¡Torie! ¿Dónde está tu uniforme? ¿Qué haces con ropa de paisano?
-Ordenes, Bay. Randu está encerrado con Ebling Mis, e ignoro de qué se trata. Ya lo sabes todo. -¿Me envían a mí también? -Bayta se acercó impulsivamente a él.
Toran la besó antes de contestar:
-Creo que sí. Probablemente será peligroso. -¿Acaso hay algo que no sea peligroso? -Exactamente. ¡Ah!, ya he enviado a buscar a Magnífico, así que es probable que él nos acompañe. -¿Quieres decir que debemos cancelar su concier­to en la fábrica de motores?
-Por supuesto.
Bayta entró en la habitación contigua y se sentó ante una comida que ofrecía signos evidentes de ser «improvisada». Cortó los bocadillos por la mitad con rápida eficiencia y dijo:
-Lo del concierto es una lástima. Las chicas de la fábrica lo esperaban con ilusión, lo mismo que Magnífico. Maldita sea, ¡es un hombre tan extraño!
-Despierta tu complejo maternal, Bay, eso es lo que hace. Algún día tendrás un niño y entonces olvi­darás a Magnífico.
Bayta contestó con la boca llena:
-Se me ocurre que tú eres quien más despierta mi instinto maternal.
Entonces dejó el bocadillo y adoptó una actitud grave.
-Torie. -¿Qué?
-Torie, hoy he estado en el Ayuntamiento..., en la Oficina de Producción. Por eso he llegado tan tarde. -¿Qué has hecho allí?
-Pues... -vaciló, indecisa-. He estado incubán­dolo. Ha llegado un momento en que ya no sopor­taba la fábrica. Ya no existe la moral. Las chicas tienen un ataque de llanto sin un motivo en parti­cular. Las que no enferman, se agrían. Incluso sollo­zan las menos sensibles. En mi sección, la produc­ción ha descendido a una cuarta parte de lo que era
cuando llegué, y ningún día acude toda la plantilla de obreras.
-Está bien -dijo Toran-, y ahora háblame de la Oficina de Producción. ¿Qué has hecho allí? -Formular unas cuantas preguntas. Y ocurre lo mismo, Torie, lo mismo en todo Haven. Baja de la producción, sedición e indiferencia por doquier. El jefe de la Oficina se limitó a encogerse de hombre -después de que yo hiciera una hora de antesala para verle, y sólo lo conseguí porque soy la sobrina del coordinador-, y dijo que el asunto no es de su incumbencia. Francamente, creo que no le importaba. -Vamos, Bay, no exageres.
-No creo que le importase -repitió fieramente Bayta-. Te digo que algo va mal. Es la misma horri­ble frustración que me asaltó en la Bóveda del Tiem­po cuando Seldon nos falló. Tú también la sentiste. -Sí, es cierto.
-¡Pues aquí está de nuevo! -continuó ella con salvaje ímpetu-. Jamás seremos capaces de resistir al Mulo. Incluso aunque tuviéramos el material, nos falta el valor, el espíritu, la voluntad... Torie, no sirve de nada luchar...
Toran no recordaba haber visto nunca llorar a Bayta, y tampoco lloró ahora, al menos, no del todo. Pero Toran le puso con suavidad una mano sobre el hombro y murmuró
-Será mejor que lo olvides, cariño. Ya sé a qué te refieres, pero no podemos...
-Ya sé, ¡no podemos hacer nada! Todo el mundo dice lo mismo, y nos quedamos sentados, esperando que caiga la espada.
Volvió a dedicar su atención al bocadillo y el té. Sin hacer ruido, Toran arreglaba las camas. Fuera, la oscuridad era completa.
Randu, como recién nombrado coordinador -en realidad era un cargo de tiempos de guerra- de la Confederación de Ciudades de Haven, ocupaba por propia elección una habitación del piso superior, tras cuya ventana podía reflexionar por encima de los tejados y jardines. Entonces al extinguirse las luces de las cavernas, la ciudad no podía verse entre las sombras oscuras. Randu no quería meditar sobre este simbolismo.
Dijo a Ebling Mis, cuyos ojos pequeños y claros parecían interesarse exclusivamente por la copa llena de líquido rojo que tenía en la mano:
-En Haven existe el proverbio de que cuando se extinguen las luces de las cavernas, es hora de que todos se entreguen al sueño.
-¿Duerme usted mucho últimamente?
-¡No! Siento haberle llamado tan tarde, Mis. Ig­noro por qué en estos momentos prefiero la noche. ¿No es extraño? La gente de Haven está condiciona­da muy estrictamente para que la falta de luz signifique el sueño. Yo también. Pero ahora es diferente...
-Se está ocultando -dijo Mis en tono terminan­te-. Está rodeado de gente durante el período de vela, y siente sobre usted sus miradas y sus esperan­zas. No puede soportarlo, y en el período de sueño se siente libre.
-¿Usted también siente esta terrible sensación de derrota?
Ebling Mis asintió lentamente con la cabeza.
-Sí. Es una psicosis masiva, un incalificable pá­nico de masas. Por la Galaxia, Randu, ¿qué espera usted? Tiene aquí a toda una civilización basada en la ciega creencia de que un héroe popular del pasado lo tiene todo planeado y cuida de cada detalle de sus vidas. La pauta mental así evocada tiene caracterís­ticas ad religio, y ya sabe usted lo que eso significa. -En absoluto.
A Mis no le entusiasmó la necesidad de una expli­cación. Nunca le había gustado dar explicaciones. Por eso gruñó, miró con fijeza el largo cigarro que enrollaba entre sus dedos y dijo:
-Caracterizada por fuertes reacciones religiosas. Las creencias sólo pueden ser desarraigadas por una sacudida importante, en cuyo caso resulta un dese­quilibrio mental bastante completo. Casos leves: his­teria, un morboso sentido de inseguridad. Casos gra­ves: locura y suicidio.
Randu se mordió la uña del pulgar.
-Cuando Seldon nos falla, o, en otras palabras, cuando desaparece nuestro escenario, en el que he­mos descansado durante tanto tiempo, nuestros músculos se atrofian y no podemos movernos sin él. -Eso es. Una metáfora torpe, pero cierta.
-¿Y qué me dice de sus propios músculos, Ebling? El psicólogo filtró una larga bocanada de aire a través de su cigarro y dejó salir todo el humo. -Oxidados, pero no atrofiados. Mi profesión me ha procurado unos pocos pensamientos indepen­dientes.
-¿Y atisba una salida?
-No, pero tiene que haberla. Tal vez Seldon no previó lo del Mulo. Tal vez no garantizó nuestra vic­toria. Pero tampoco garantizó nuestra derrota. El caso es que ha desaparecido del juego y nos ha de­jado solos. El Mulo puede ser vencido.
-¿Cómo?
-Del mismo modo que se puede vencer a cual­quiera: atacando con fuerza el punto débil. Escuche, Randu; el Mulo no es un superhombre. Si le vence­mos, todo el mundo lo verá por sí mismo. Sucede que no le conocemos, y las leyendas se amontonan rápidamente. Se dice que es un mutante. ¿Y qué? Un mutante significa un «superhombre» para los ignorantes de la humanidad. Pero no es eso en abso­luto. Se ha estimado que diariamente nacen en la Galaxia varios millones de mutantes. De estos millo­nes, todos menos un uno o un dos por ciento pueden ser detectados solamente por medio de microscopios y de la química. De este uno o dos por ciento de macromutantes, es decir, los de mutaciones que pue­den ser detectadas a simple vista o por la mente, todos menos un uno o un dos por ciento son mons­truos destinados a los centros de diversión, los labo­ratorios y la muerte. De los pocos macromutantes cuyas diferencias constituyen una ventaja, casi todos son curiosidades inofensivas, raros en un solo aspec­to, normales -y a menudo subnormales- en la ma­yoría de los otros. ¿Lo comprende, Randu?
-Sí. Pero ¿qué me dice del Mulo?
-Suponiendo que el Mulo sea un mutante, dare­mos por sentado que posee algún atributo, induda­blemente mental, que puede utilizarse para conquis­tar mundos. En otros aspectos debe tener imperfec­ciones, las cuales habremos de localizar. No sería tan misterioso, no rehuiría tanto a los demás, si estas imperfecciones no fueran aparentes y fatales. Supo­niendo que sea un mutante.
-¿Existe una alternativa?
-Podría existir. La evidencia de la mutación se debe al capitán Han Pritcher, de lo que era el Ser­vicio Secreto de la Fundación. Sacó sus conclusiones partiendo de las débiles memorias de los que preten­dían conocer al Mulo, o alguien que podía haber sido el Mulo, en su infancia y primera niñez. Pritcher trabajó con material dudoso, y la evidencia que en­contró pudo ser implantada por el Mulo para sus propios fines, porque es seguro que el Mulo ha re­cibido una considerable ayuda de su reputación de mutante-superhombre.
-Esto es muy interesante. ¿Cuánto tiempo hace que opina usted así?
-No es una opinión en la que yo pueda basarme; se trata únicamente de una alternativa digna de con­sideración. Por ejemplo, Randu, supongamos que el Mulo ha descubierto una forma de radiación capaz de anular la energía mental, del mismo modo que posee una capaz de anular las reacciones atómicas. ¿Qué pasaría entonces? ¿Podría ello explicar lo que nos ocurre ahora a nosotros, y lo que ocurrió a la Fundación?
Randu parecía inmerso en profunda meditación. Preguntó:
-¿Qué hay de sus investigaciones en torno al bufón del Mulo?
Entonces fue Ebling Mis quien vaciló. -Infructuosas, hasta ahora. Hablé con valentía al alcalde antes del colapso de la Fundación, principal­mente para infundirle valor, y en parte para infun­dírmelo a mí mismo. Pero, Randu, si mis instrumen­tos matemáticos estuviesen a la suficiente altura, por medio del bufón podría analizar completamente al Mulo. Entonces le atraparíamos. Entonces podríamos resolver las extrañas anomalías que ya han llamado mi atención.
-¿Cuáles?
-Piense, amigo mío. El Mulo derrotó a voluntad a las naves de la Fundación, pero en cambio no ha conseguido que las débiles flotas de los Comercian­tes Independientes se batan en retirada. La Funda­ción cayó de un solo golpe; los Comerciantes Inde­pendientes resisten contra toda su fuerza. Primero
usó su Campo de Extinción contra las armas atómi­cas de los Comerciantes Independientes de Mnemon. El elemento de sorpresa les hizo perder aquella bata­lla, pero hicieron frente al Campo. El Mulo no pudo volver a usarlo con éxito contra los Comerciantes. Sin embargo, surtió efecto una y otra vez contra las fuerzas de la Fundación, y al final contra la Funda­ción misma. ¿Por qué? Partiendo de nuestros cono­cimientos actuales, todo esto es ilógico. Por consi­guiente, debe de haber factores que nosotros desco­nocemos.
-¿Traición?
-Eso es absurdo, Randu, un incalificable absurdo. No había un solo hombre en la Fundación que no estuviera seguro de la victoria. ¿Quién traicionaría al bando que sin duda alguna ha de ganar?
Randu se acercó a la ventana curvada y contempló, sin ver nada, la oscuridad del exterior. Replicó -Pero ahora nosotros estamos seguros de perder. Aunque el Mulo tuviese mil debilidades; aunque fue­se como una red, toda llena de agujeros...
No se volvió. Era como si hablase su espalda en­corvada, sus dedos que se buscaban nerviosamente unos a otros. Prosiguió
-Escapamos fácilmente después del episodio de la Bóveda del Tiempo, Ebling. También otros podían haber escapado; unos cuantos lo hicieron, pero la mayoría no. El Campo de Extinción pudo ser neutra­lizado; sólo hacía falta ingenio y un poco de esfuer­zo. Todas las naves de la Fundación podrían haber volado a Haven o a otros planetas vecinos para con­tinuar luchando como lo hicimos nosotros. Ni siquie­ra un uno por ciento lo hizo. De hecho, se pasaron al enemigo. La resistencia de la Fundación, en la que casi todo el mundo aquí parece confiar a ciegas, no ha hecho nada de importancia hasta el momento. El Mulo ha sido lo bastante diplomático como para prometer salvaguardar la propiedad y los beneficios de los grandes Comerciantes, y éstos se han pasado a su bando.
Ebling Mis protestó tercamente:
-Los plutócratas siempre han estado contra no­sotros.
-Y siempre han tenido el poder en sus manos.
Escuche, Ebling. Tenemos razones para creer que el Mulo o sus instrumentos, ya han estado en contacto con hombres poderosos de los Comerciantes Indepen­dientes. Se sabe que por lo menos diez de los vein­tisiete Mundos Comerciantes se han unido al Mulo. Tal vez diez más estén a punto de hacerlo. Hay per­sonalidades en el propio Haven a las que no disgus­taría el dominio del Mulo. Al parecer es una tenta­ción irresistible renunciar a un poder político en peligro, si ello asegura un control sobre los asuntos económicos.
-¿Usted no cree que Haven pueda luchar contra el Mulo?
-No creo que Haven luche contra él. -Y Randu volvió su rostro preocupado hacia el psicólogo-. Creo que Haven está esperando para rendirse. Le he llama­do para decírselo. Quiero que usted abandone Haven.
Ebling Mis infló sus rechonchas mejillas, asom­brado.
-¿Ya?
Randu sintió un terrible cansancio.
-Ebling, usted es el mejor psicólogo de la Fun­dación. Los verdaderos maestros de la psicología se acabaron con Seldon, pero usted es el mejor que tenemos. Usted es nuestra única posibilidad de de­rrotar al Mulo. Aquí no puede hacerlo; tendrá que marcharse a lo que queda del Imperio.
-¿A Trántor?
-En efecto. Lo que un día fue el Imperio es hoy una partícula, pero aún debe de quedar algo en el centro. Allí tienen los archivos, Ebling. Podrá apren­der más de psicología matemática; quizá lo suficiente como para que pueda interpretar la mente del bufón. Irá con usted, naturalmente.
Mis replicó con sequedad
-Dudo de que esté dispuesto a acompañarme, ni siquiera por temor al Mulo, si la sobrina de usted no viene con nosotros.
-Lo sé. Toran y Bayta irán con usted precisa­mente por este motivo. Y, Ebling, hay otro objetivo todavía más importante. Hari Seldon fundó dos Fun­daciones hace tres siglos; una en cada extremo de la Galaxia. Debe encontrar esa 'Segunda Fundación’.

20. EL CONSPIRADOR


El palacio del alcalde, mejor dicho, lo que un día fue el palacio del alcalde, era una gruesa man­cha en la oscuridad. La ciudad estaba tranquila tras el toque de queda impuesto a raíz de la conquista, y la difusa «leche» que formaba la gran lente galác­tica, con alguna que otra estrella solitaria aquí y allá, dominaba el firmamento de la Fundación.
En tres siglos, la Fundación había evolucionado desde un proyecto privado de un reducido grupo de científicos a un imperio comercial cuyos tentáculos se adentraban profundamente en la Galaxia, y medio año había bastado para arrebatarle la preponderan­cia y reducirla a la posición de una provincia con­quistada.
El capitán Han Pritcher se negaba a admitirlo. El sombrío toque de queda y el palacio sumido en la penumbra y ocupado por intrusos eran suficien­temente simbólicos, pero el capitán Han Pritcher, ante la puerta exterior del palacio y con la diminuta bomba atómica oculta bajo su lengua, se negaba a comprenderlos.
Una silueta se aproximó..., el capitán inclinó la cabeza. Fue tan sólo un susurro, sumamente bajo: -El sistema de alarma es el mismo de siempre, capitán. ¡Puede seguir! No se detectará nada.
Sin ningún ruido, el capitán se agachó, pasó bajo la pequeña arcada y enfiló el sendero flanqueado por surtidores y que conducía al jardín del alcalde Indbur.
Ya habían pasado cuatro meses desde aquel día en que estuvo en la Bóveda del Tiempo, cuyo re­cuerdo quería desechar. Aisladas y por separado, las impresiones volvían, venciendo su resistencia, casi siempre de noche.
El viejo Seldon pronunciando las benévolas pala­bras tan equivocadas, la confusión general, Indbur,
cuyas ropas de alcalde contrastaban de manera in­congruente con su rostro lívido y contraído, el gen­tío atemorizado que esperaba en silencio la orden inevitable de rendición, y aquel joven, Toran, desapa­reciendo por una puerta lateral con el bufón del Mulo colgado de su hombro.
Y él mismo, saliendo al final sin saber cómo, y en­contrando su coche inutilizado..., abriéndose paso a través de la multitud, que ya abandonaba la ciu­dad, desorientada, hacia un destino desconocido..., dirigiéndose a ciegas hacia las diversas ratoneras que habían sido el cuartel general de una resistencia de­mocrática cuyas filas se habían ido debilitando y diez­mando a lo largo de ochenta años.
Y las ratoneras estaban vacías.
Al día siguiente se hicieron momentáneamente visi­bles en el cielo unas extrañas naves negras que se hundieron suavemente entre los apiñados edificios de la ciudad vecina. El capitán Han Pritcher sentía una sensación de impotencia y desesperación con­juntas.
Empezó a viajar incansablemente.
En treinta días cubrió casi trescientos kilómetros a pie, cambió su traje por las ropas de un obrero de las fábricas hidropónicas, al que encontró muerto en la cuneta, y se dejó crecer la barba, de un intenso color canela.
Y encontró lo que quedaba de la resistencia.
La ciudad era Newton; el distrito, un barrio resi­dencial que había sido elegante y que ahora ofrecía un aspecto mísero; la casa, una de tantas que bor­deaban la calle; y el hombre, un individuo de ojos pequeños y largos huesos que mantenía los apretados puños en los bolsillos y cuyo cuerpo delgado blo­queaba el umbral. El capitán murmuró:
-Vengo de Miran.
El hombre contestó a la consigna con expresión sombría.
-Miran se ha adelantado este año. El capitán replicó:
-Igual que el año pasado.
Pero el hombre no se apartó de la puerta. Pre­guntó:
-¿Quién es usted?
-¿No es usted Fox?
-¿Siempre responde con una pregunta?
El capitán inspiró con fuerza, pero imperceptible­mente, y repuso con calma
-Soy Han Pritcher, capitán de la Flota y miem­bro del Partido Democrático de la Resistencia. ¿Me permite entrar?
Fox se apartó y dijo:
-Mi verdadero nombre es Orum Falley. Alargó la mano, y el capitán se la estrechó.
La habitación estaba en buen estado, pero carecía de lujo. En un rincón había un decorativo proyector de libros, que a los ojos del capitán podía ser fácil­mente una pistola camuflada y de respetable calibre. La lente del proyector cubría la puerta, y podía ser controlada a distancia.
Fox siguió la mirada de su barbudo huésped y son­rió entre dientes. Dijo:
-¡En efecto! Pero sólo servía en los tiempos de Indbur y sus vampiros con corazón de lacayo. No serviría de gran cosa contra el Mulo, ¿verdad? Nada puede ayudarnos contra el Mulo. ¿Tiene usted hambre?
Los músculos del rostro del capitán se contraje ron bajo la barba, y asintió con la cabeza.
-Sólo tardaré un momento, si no le importa es­perar. -Fox sacó unos botes de un armario y colocó dos frente al capitán Pritcher-. Mantenga un dedo sobre ellos y rómpalos cuando estén lo bastante ca­lientes. Mi regulador de calor está estropeado. Cosas como ésta nos recuerdan que estamos en guerra..., o estábamos, ¿verdad?
Sus rápidas frases eran alegres en su contenido, pero el tono era cualquier cosa menos jovial, y sus ojos revelaban una profunda concentración. Se sentó frente al capitán y observó:
-No quedará más que una pequeña quemadura en el lugar donde está sentado si hay algo en usted que no me gusta. ¿Lo sabe?
El capitán no contestó. Los botes se abrieron con una ligera presión. Fox exclamó
-¡Guisado! Lo siento, la cuestión alimenticia es un problema.
-Lo sé -repuso el capitán, que empezó a comer con rapidez, sin levantar la vista.
Fox dijo:
-Le he visto a usted antes. Estoy intentando re­cordar, y estoy seguro de que no llevaba barba. -Hace treinta días que no me he afeitado. -Y entonces añadió con fiereza-: ¿Qué quiere usted? Le he dicho la contraseña y me he identificado.
El otro hizo un ademán con la mano.
-¡Oh!, admito que sea usted Pritcher. Pero hay muchos que conocen la contraseña y pueden identi­ficarse..., y están con el Mulo. ¿Ha oído hablar alguna vez de Levvaw?
-Sí.
-Está con el Mulo. -¿Cómo? El...
-Sí, era el hombre a quien llamaban «rendición, no». -Los labios de Fox se contrajeron en una son­risa silenciosa y forzada-. También Willig está con el Mulo, y Garre y Noth. ¡Nada menos que con el Mulo! Por qué no Pritcher, ¿eh? ¿Cómo puedo sa­berlo?
El capitán se limitó a mover la cabeza.
-Pero no importa -dijo Fox en voz baja-. Si Noth se ha pasado a ellos, deben de tener mi nom­bre..., de modo que si usted dice la verdad, corre más peligro que yo por haberle recibido.
El capitán, que había terminado de comer, se apoyó en el respaldo de su asiento.
-Si aquí no tiene ninguna organización, ¿dónde puedo encontrar una? La Fundación puede haberse rendido, pero yo no.
-¡Ya! No podrá vagar siempre de un lado para otro, capitán. En estos días, los hombres de la Fun­dación han de tener un permiso para viajar de una ciudad a otra, ¿lo sabía? Y también tarjetas de iden­tidad. ¿La tiene usted? Además, todos los oficiales de la Flota han recibido la orden de presentarse al cuartel general de ocupación más próximo. Esto le atañe a usted, ¿no?
-Sí. -La voz del capitán era dura-. ¿Acaso cree que huyo por temor? Estuve en Kalgan poco después de que cayera en manos del Mulo. Al cabo de un mes, ni uno solo de los oficiales del ex señor guerrero es­taba en libertad, porque eran los naturales jefes mi­litares de cualquier revuelta. La resistencia ha sabido
siempre que ninguna revolución puede tener éxito sin el control de, por lo menos, una parte de la Flota. Es evidente que el Mulo también lo sabe.
Fox asintió pensativamente.
-Resulta lógico. El Mulo piensa en todo.
-Me quité el uniforme en cuanto pude. Me dejé crecer la barba. Cabe la posibilidad de que otros hayan hecho lo mismo.
-¿Está usted casado?
-Mi esposa murió. No tengo hijos. -Así que usted es inmune a los rehenes. -Sí.
-¿Quiere que le dé un consejo? -Si tiene alguno que darme...
-Ignoro cuál es la política del Mulo o sus propósitos, pero hasta ahora no han sufrido ningún daño los trabajadores especializados. Se han subido los salarios. La producción de toda clase de armas atómi­cas se ha acelerado.
-¿De veras? Esto suena a que continuará la ofen­siva.
-No lo sé. El Mulo es un sutil hijo de perra, y es posible que sólo pretenda ganarse a los trabajadores. Si Seldon, con toda su psicohistoria, no pudo descu­brirle, no voy a intentarlo yo. Pero usted lleva ropas de obrero. Esto sugiere algo, ¿no cree?
-Yo no soy un trabajador especializado.
-Ha seguido un curso militar sobre cuestiones atómicas, ¿verdad?
-Naturalmente.
-Eso basta. La Atom-Field Bearings Inc. está localizada aquí, en la ciudad. Los sinvergüenzas que dirigían la fábrica para Indbur siguen dirigiéndola... para el Mulo. No harán preguntas mientras necesiten más obreros para elevar la producción. Le darán una tarjeta de identidad y usted puede solicitar una habi­tación en el distrito residencial de la Corporación. Podría empezar en seguida.
De esta forma, el capitán Han Pritcher de la Flota Nacional se convirtió en el especialista en escudos antiatómicos Lo Moro, del Taller 45 de la Atom-Field Bearings Inc. Y de un agente de Inteligencia des­cendió en la escala social a «conspirador», profesión
que algunos meses más tarde le llevó a lo que había sido el jardín particular de Indbur.
En el jardín, el capitán Pritcher consultó el radió­metro que llevaba en la palma de la mano. El campo interior de advertencia todavía funcionaba, por lo que se detuvo a esperar. A la bomba atómica que guar­daba en la boca le quedaba media hora de vida. La movió nerviosamente con la lengua.
El radiómetro se apagó, y el capitán avanzó rápi­damente.
Hasta aquel momento todo se había desarrollado a la perfección.
Reflexionó objetivamente y se dio perfecta cuenta de que la vida de la bomba atómica era también la suya; que su muerte significaba la suya propia... y la del Mulo.
Entonces llegaría al momento crucial de su guerra privada de cuatro meses; una guerra que había co­menzado en la huida y acabado en una fábrica de Newton...
Durante dos meses, el capitán Pritcher llevó delan­tales de plomo y pesadas mascarillas, hasta que de su aspecto exterior no quedó rastro que delatara su profesión militar. Era un obrero que recibía su sala­rio, pasaba las veladas en la ciudad y jamás hablaba de política.
Durante dos meses no vio a Fox.
Y entonces, un día, un hombre se deslizó junto a su banco y le metió un trozo de papel en el bol­sillo. En él estaba escrita la palabra «Fox». Lo tiró a la cámara atómica, donde se desvaneció en humo invisible y aumentó la energía en un milimicrovoltio, y volvió a su trabajo.
Aquella noche fue a casa de Fox y participó en un juego de cartas con dos hombres a los que sólo conocía de oídas y con otro al que conocía por el nombre y el rostro.
Mientras jugaban a las cartas y se repartían fichas, hablaron. El capitán dijo:
-Es un error fundamental. Ustedes viven en el pasado. Durante ochenta años nuestra organización ha estado esperando el exacto momento histórico. Nos cegó la psicohistoria de Seldon, una de cuyas prime­ras proposiciones es que el individuo no cuenta, no
hace la historia, y los complejos factores sociales y económicos le desbordan, le convierten en una ma­rioneta. -Ordenó cuidadosamente sus cartas, apreció su valor y añadió, poniendo una ficha sobre la mesa-: ¿Por qué no matar al Mulo?
-¿Y de qué serviría hacerlo? -preguntó con fie­reza el hombre que tenía a su izquierda.
-Ya lo ven -repuso el capitán, deshaciéndose de dos cartas-; ésta es la actitud. ¿Qué es un hombre... entre trillones? La Galaxia no dejará de girar porque un hombre muera. Pero el Mulo no es un hombre, es un mutante. Ya ha interferido con los planes de Seldon, y si se detienen a analizar las implicaciones, comprenderán que él, un solo hombre, un mutante, ha trastocado toda la psicohistoria de Seldon. Si no hubiera vivido, la Fundación no habría sido derro­tada. Si dejase de vivir, la Fundación resurgiría. Ya saben que los demócratas han luchado secretamente contra los alcaldes y los comerciantes durante ochen­ta años. Intentemos el asesinato.
-¿Cómo? -intervino Fox con frío sentido común. El capitán respondió con lentitud
-He pensado en ello durante tres meses sin en­contrar la solución. Al llegar aquí la he hallado en cinco minutos. -Miró brevemente al hombre que te­nía a su derecha, de rostro sonriente, rosado y ancho como un melón-. Usted fue chambelán del alcalde Indbur. No sabía que estuviera en la resistencia.
-Yo tampoco sabía que usted estaba en ella. -Pues bien; como chambelán, usted comprobaba periódicamente el funcionamiento del sistema de alar­ma del palacio.
-En efecto.
-Y ahora el palacio está ocupado por el Mulo. -Así se nos ha anunciado..., aunque es un con­quistador modesto que no hace discursos, ni procla­maciones, ni apariciones en público.
-Eso son detalles que no cambian nada. Usted, querido ex chambelán, es todo cuanto necesitamos. Mostraron las cartas y Fox recogió las apuestas. Lentamente, repartió los naipes.
El hombre que había sido chambelán recogió sus cartas una por una.
-Lo lamento, capitán. Yo comprobaba el sistema
de alarma, pero era una rutina. No lo conozco en absoluto.
-Ya me lo esperaba, pero en su mente existe el recuerdo de los mandos, y podemos ahondar en ella lo suficiente... con una sonda psíquica.
El rostro rubicundo del ex chambelán palideció repentinamente. Sus puños arrugaron los naipes que sostenían.
-¿Una prueba psíquica?
-No se preocupe -dijo con sequedad el capi­tán-; sé cómo usarla. No le perjudicará, aparte de debilitarle durante unos pocos días. Y en el caso de que le perjudicase, se trata de un riesgo que ha de correr y un precio que ha de pagar. No hay duda de que entre nosotros se encuentran algunos que por los controles de la alarma sabrían determinar las combinaciones de la longitud de onda. Hay varios hombres de la resistencia que podrían fabricar una pequeña bomba de relojería, y yo mismo la llevaría hasta el Mulo.
Los presentes se apiñaron en torno a la mesa, y el capitán continuó:
-En un día determinado estallará un motín en la ciudad de Términus, en las proximidades del palacio. No habrá lucha, sólo un alboroto, tras el cual todos huirán. Lo importante es atraer a la guardia del pa­lacio, o, por lo menos, distraerla...
Desde aquel día se iniciaron los preparativos, que duraron un mes, y el capitán Han Pritcher de la Flota Nacional dejó de ser "conspirador" para des­cender aún más en la escala social y convertirse en "asesino".
El capitán Pritcher, asesino, se encontraba en el mismo palacio, y estaba muy satisfecho de sus dotes de deducción. Un completo sistema de alarma en el exterior significaba una guardia reducida en el inte­rior. En este caso quería decir que no había ni un solo guarda.
El plano del palacio estaba claro en su mente. Era como una sombra deslizándose por la rampa al­fombrada. Cuando llegó arriba, se aplastó contra la pared y esperó.
Tenía ante sí la pequeña puerta cerrada de una habitación privada. Tras aquella puerta debía estar
el mutante que había vencido lo invencible. Llegaba temprano..., la bomba aún tenía diez minutos de vida. Cinco de ellos pasaron, y ningún sonido turbó el silencio absoluto. Al Mulo le quedaban cinco minutos de vida..., así lo calculaba el capitán Pritcher...
Avanzó guiado por un repentino impulso. El com­plot ya no podía fallar. Cuando la bomba explotase, estallaría el palacio, todo el palacio. Traspasar una puerta, recorrer diez metros, no era nada. Pero que­ría ver al Mulo antes de morir con él.
En un último e insolente gesto, aporreó la puerta... Esta se abrió y dejó pasar una luz cegadora.
El capitán Pritcher se tambaleó, pero en seguida se repuso. El hombre solemne que se hallaba en el centro de la habitación, bajo una pecera suspendida del techo, le miró con expresión amable.
Su uniforme era totalmente negro; tocó con un ausente ademán la redonda pecera, y ésta osciló vio­lentamente, obligando a los peces de escamas anaran­jadas y rojas a nadar con frenesí de un lado para otro.
El hombre dijo: -¡Entre, capitán!
La lengua temblorosa del capitán tuvo la impre­sión de que el pequeño globo de metal se hinchaba peligrosamente... una imposibilidad física, como sa­bía el capitán. Pero estaba en el último minuto de su vida.
El hombre uniformado observó
-Sería mejor que escupiera esa necia píldora para que pudiera hablar no estallará.
El minuto pasó, y con un movimiento lento y can­sado el capitán inclinó la cabeza y dejó caer el globo plateado en la palma de su mano. Con enérgica fuerza lo lanzó contra la pared. Rebotó con un pe­queño y agudo sonido, resplandeciendo inofensiva­mente en su trayectoria.
El hombre uniformado se encogió de hombros. -Bueno, olvidémosla. En cualquier caso, no le hubiera servido de nada, capitán. Yo no soy el Mulo. Tendrá que contentarse con su virrey.
-¿Cómo lo sabía usted? -murmuró torpemente el capitán.
-La culpa es de un eficiente sistema de contraes­pionaje. Conozco todos los nombres de su pequeña pandilla y cada uno de sus planes...
-¿Y nos ha dejado llegar tan lejos?
-¿Por qué no? Uno de mis principales objetivos aquí era encontrarle a usted y a algunos más. En particular a usted. Podría haberle atrapado hace al­gunos meses, cuando aún era un obrero de la fábrica de Bearings, pero esto es mucho mejor. De no haber sugerido usted las principales directrices del complot, uno de mis propios hombres lo hubiera hecho por ustedes. El resultado es muy espectacular y bastante cómico.
El capitán mostraba dureza en su mirada.
-Yo también lo creo así. ¿Ha terminado todo ahora?
-Acaba de empezar. Venga, capitán, tome asiento. Dejemos las heroicidades a los insensatos que se im­presionan por ellas. Capitán, usted es un hombre capaz. De acuerdo con mi información, usted fue el primer hombre de la Fundación que reconoció el poder del Mulo. Desde entonces se ha interesado con bastante osadía por la juventud del Mulo. Usted fue uno de los que raptaron al bufón del Mulo, a quien, por cierto, aún no se ha encontrado, y por el que se pagará una espléndida recompensa. Natural­mente, reconocemos su capacidad, y el Mulo no es hombre que tema la capacidad de sus enemigos, siem­pre que pueda convertirlos en sus nuevos amigos.
. -¿Es eso lo que pretende? ¡Oh, no!
-¡Oh, sí! Es el objetivo de la comedia de esta noche. Usted es un hombre inteligente, y, sin em­bargo, sus pequeñas conspiraciones contra el Mulo fallan desastrosamente. Apenas puede calificarlas de conspiración. ¿Forma parte de su adiestramiento mi­litar perder naves en acciones imposibles?
-Primero habría que admitir que son imposibles. -Se hará -le aseguró suavemente el virrey-. El Mulo ha conquistado la Fundación, y la está convir­tiendo rápidamente en un arsenal para el cumpli­miento de sus objetivos más importantes,
-¿Cuáles son esos objetivos?
-La conquista de toda la Galaxia. La reunión de todos los mundos dispersos en un nuevo Imperio. El cumplimiento, obtuso patriota, del sueño de vuestro
propio Seldon, setecientos años antes de lo que es­taba previsto. Y en este cumplimiento, usted puede ayudarnos.
-Puedo, indudablemente. Pero también, induda­blemente, no lo haré.
-Tengo entendido -replicó el virrey- que sola­mente tres de los Mundos Comerciantes Independien­tes continúan resistiendo. No lo harán durante mu­cho más tiempo; será el último reducto de la Fun­dación. Usted resiste todavía.
-Sí.
-Sin embargo, no lo seguirá haciendo. Un cola­borador voluntario sería el más eficiente, pero la otra clase de colaborador también servirá. Por desgracia, el Mulo está ausente; dirige la lucha, como siempre, contra los Comerciantes que aún resisten. Pero no tendrá usted que esperar mucho.
-¿Para qué?
-Para su conversión.
-El Mulo -contestó glacialmente el capitán- des. cubrirá que eso está más allá de sus fuerzas.
-Se equivoca. Yo no lo estuve. ¿No me reconoce? Vamos, usted ha estado en Kalgan, de modo que debió verme. Usaba monóculo, una capa escarlata orlada de piel, un gorro muy alto...
El capitán se puso rígido por la consternación. -Usted era el señor guerrero de Kalgan.
-Sí. Y ahora soy el leal virrey del Mulo. Como ve, es muy persuasivo.

21. INTERLUDIO EN EL ESPACIO


El bloqueo fue burlado con éxito. Ni siquiera to­das las naves existentes podían montar una guardia efectiva en aquel vasto volumen de espacio. Con una sola nave, un piloto hábil y una moderada cantidad de suerte se podían encontrar agujeros por donde escapar.
Con una calma glacial en la mirada, Toran con­ducía una astronave no excesivamente nueva desde la proximidad de una estrella hasta la de otra. Aunque la vecindad de una gran masa hacía más difícil y arriesgado un salto interestelar, también anulaba casi por completo los aparatos de detección enemigos.
Una vez dejado atrás el cinturón de naves, proce­dió a pasar por la esfera interior del espacio inerte, a través de cuyo subéter bloqueado no podía recibir­se mensaje alguno. Por primera vez en más de tres meses, Toran no se sintió aislado.
Transcurrió una semana antes de que los progra­mas de noticias enemigos emitieran otra cosa que no fuesen los aburridos y arrogantes detalles de un control creciente de la Fundación. Durante aquella semana, la nave acorazada de Toran navegó rauda­mente alejándose de la Periferia a saltos precipi­tados.
Ebling Mis llamó a la cabina de mando, y Toran alzó la vista de las cartas de navegación.
-¿Qué ocurre? -Toran bajó a la pequeña cámara central que Bayta, inevitablemente, había convertido en sala de estar.
Mis meneó la cabeza.
-Que me ahorquen si lo sé. Los periodistas del Mulo están anunciando un boletín especial. Pensé que tal vez quisieras oírlo.
-No es mala idea. ¿Dónde está Bayta? -Poniendo la mesa y eligiendo-el menú... o dedi­cándose a cualquier otra tarea doméstica.
Toran se sentó sobre la litera que servía de cama a Magnífico y esperó. La rutina propagandística de los «boletines especiales» del Mulo era monótonamen­te invariable. Primero la música marcial, y después la voz almibarada del locutor. Comenzaría con las noticias poco importantes, que se sucederían a ritmo pausado. Luego haría una pausa, y, por fin, sonarían las trompetas y se produciría la habitual excitación creciente y la culminación del parte.
Toran lo soportó; Mis murmuró algo entre dientes. El locutor iba soltando, con la fraseología con­vencional de los corresponsales de guerra, las pala­bras untuosas que complementaban el sonido y la imagen del metal al fundirse y la carne al destrozarse en una batalla en el espacio.
«Escuadrones de rápidos cruceros bajo el mando del teniente general Sammin atacaron hoy durante varias horas a las fuerzas que resisten en Iss...»
El rostro cuidadosamente impasible del locutor desapareció de la pantalla para desvanecerse en la negrura del espacio, surcado por veloces naves que hendían el vacío en el furor de la batalla. La voz continuó, alzándose sobre el tremendo fragor:
-La acción más destacable de la batalla ha sido el combate del crucero pesado Cluster contra tres naves enemigas de la clase «Nova»...
El objetivo se desvió y enfocó el centro de la batalla. Una gran nave lanzaba chispas, y uno de los frenéticos atacantes lanzó un tremendo fulgor, se de­senfocó, se tambaleó y cayó. El Cluster describió un furioso vaivén y escapó al golpe de soslayo, mientras el atacante despedía innumerables reflejos.
La voz suave y desapasionada del locutor continuó dando cuenta de todos los combates y pérdidas ene­migas.
Entonces se produjo una pausa, y después apare­ció la imagen de la lucha frente a Mnemon, a cuya descripción se añadió la novedad de una prolija re­lación del aterrizaje, la vista de una ciudad bombar­deada y el desfile de numerosos y extenuados pri­sioneros.
Mnemon no tardaría en caer.
Otra pausa, y esta vez el ronco sonido de las acos­tumbradas trompetas. En la pantalla se proyectó el largo corredor flanqueado de guardias por el que caminaba rápidamente el portavoz del Gobierno en uniforme de canciller.
El silencio era opresivo.
La voz que sonó finalmente era solemne, lenta y dura.
-Por orden de nuestro soberano, anunciamos que el planeta Haven, hasta ahora en belicosa oposición a su voluntad, ha aceptado la derrota. En estos mo­mentos, las fuerzas de nuestro soberano están ocu­pando el planeta. La oposición ha sido desarticulada y sofocada rápidamente.
La imagen se desvaneció, y el locutor anterior de­claró pomposamente que serían retransmitidos todos los acontecimientos ulteriores a medida que fue­ran produciéndose.
Entonces sonó música de baile, y Ebling Mis pulsó el mando que desconectaba el aparato.
Toran se levantó y se alejó con paso vacilante, sin decir una palabra. El psicólogo no intentó dete­nerle.
Cuando Bayta salió de la cocina, Mis le indicó con un gesto que guardara silencio, y dijo:
-Han tomado Haven.
Y Bayta murmuró: «¿Ya?», con los ojos redondos y llenos de incredulidad.
-Sin lucha, sin un mal... -Se interrumpió y tragó saliva-. Será mejor que dejes solo a Toran. No es agradable para él. ¿Y si comiéramos solos?
Bayta miró hacia la cabina, y luego dijo con de­saliento
-Bueno.
Magnífico se sentó a la mesa y su presencia pasó desapercibida. No hablaba ni comía, sino que miraba frente a sí con fijeza, lleno de un temor reconcentra­do que parecía agotar toda la vitalidad de su delgado cuerpo.
Ebling Mis empujó ausente su postre de fruta he­lada y observó con dureza:
-Están luchando dos Mundos Comerciantes. Lu­chan, se desangran y mueren, pero no se rinden. Sólo Haven... igual que la Fundación...
-Pero ¿por qué? ¿Por qué? El psicólogo meneó la cabeza.
-Es parte de todo el problema. Cada extraña faceta es una muestra de la naturaleza del Mulo. Primero está el problema de cómo pudo conquistar la Fundación, con poca sangre y esencialmente de un solo golpe..., mientras los Mundos Comerciantes Independientes resistían. La paralización de las reac­ciones atómicas fue un arma insignificante -hemos discutido a este respecto hasta el hastío-, y no sur­tió efecto más que en la Fundación. Randu sugirió -y Ebling enarcó sus pobladas cejas- que pudo ser una radiación represora de la voluntad. Esto es tal vez lo que han usado en Haven. Pero, entonces, ¿por qué no lo usan en Mnemon e Iss, que están luchando incluso ahora con tal intensidad que necesitan la mitad de la Flota de la Fundación, además de las fuer­zas del Mulo, para conquistarlos? Sí, he reconocido naves de la Fundación en el ataque.
Bayta susurró:
-La Fundación, y después, Haven. El desastre pa­rece seguirnos, pero sin tocarnos. Siempre da la im­presión de que logramos escapar por un pelo. ¿Cuán­to durará?
Ebling Mis no la escuchaba; estaba argumentando consigo mismo.
-Pero existe otro problema..., otro problema. Bay­ta, ¿recuerdas la noticia de que el bufón del Mulo no había sido encontrado en Términus; que se sospe­chaba que había huido a Haven o le habían llevado allí sus secuestradores? Bayta, le conceden una im­portancia que no disminuye, y nosotros aún no he­mos descubierto el motivo. Magnífico debe de saber algo que es fatal para el Mulo. Estoy seguro de ello.
Magnífico, con el rostro lívido, protestó tartamu­deando:
-Señor..., noble señor..., le juro de verdad que está más allá de mi pobre entendimiento penetrar lo que desea. Le he dicho cuanto sé hasta la última gota, y con su sonda ha sacado de mi escasa inteli­gencia aquello que sabía, pero que ignoraba que sabía.
-Lo sé, lo sé. Se trata de algo pequeño, de una alusión tan pequeña que ni tú ni yo podemos reco­nocerla. No obstante, tengo que encontrarla... por­que Mnemon e Iss sucumbirán pronto, y cuando lo hagan, nosotros seremos el último resto, el último vestigio de la Fundación independiente.
Las estrellas empiezan a agruparse estrechamente cuando se penetra en el núcleo de la Galaxia. Los campos de gravitación comienzan a superponerse en intensidades suficientes como para producir pertur­baciones en un salto interestelar, lo cual no se puede pasar por alto.
Toran se dio cuenta de ello cuando un salto lanzó su nave contra el fiero resplandor de un gigante sol rojo al que se agarró obstinadamente, y cuya atrac­ción no pudo vencer hasta pasadas doce horas de insomnio y angustioso esfuerzo.
Con cartas limitadas en extensión y una experiencia no desarrollada lo suficiente, ni operacional ni matemática mente, Torar se resignó a días enteros de cuidadoso estudio entre salto y salto.
En cierto modo, se convirtió en un proyecto de comunidad. Ebling Mis comprobaba las matemáticas de Toran y Bayta calculaba posibles rutas por medio de los diversos métodos generalizados, en busca de las soluciones reales. Incluso Magnífico tuvo que tra­bajar con la máquina calculadora para las computa­ciones rutinarias, un tipo de trabajo que, una vez explicado, le resultó muy divertido y en el que era sorprendentemente hábil.
Así, al cabo de un mes poco más o menos, Bayta pudo estudiar la línea roja que serpenteaba a través del modelo tridimensional de la Galaxia hasta medio camino de su centro, y decir con satírico placer
-¿Sabes a qué se parece? Da la impresión de ser una lombriz de tres metros con un tremendo caso de indigestión. Eventualmente nos vas a llevar de nuevo a Haven.
-Lo haré -gruñó Toran, arrugando la carta- si no cierras el pico.
-Y, sin embargo -continuó Bayta-, es probable que haya una ruta directa, rectilínea como un me­ridiano.
-Conque sí, ¿eh? Pues bien, en primer lugar, in­sensata, lo más seguro es que fueran precisos qui­nientos años para que quinientas naves dieran con esa ruta por casualidad, y mis asquerosas cartas de navegación no la señalan. Además, tal vez sea conve­niente evitar esas rutas directas; es muy probable que estén atestadas de naves. Y otra cosa...
-¡Oh, por la Galaxia! Cesa de desvariar y exhibir tu virtuosa indignación -exclamó Bayta, tirándole del pelo.
-¡Ay! -gritó él-. ¡Suéltame! -y la agarro por las muñecas derribándola al suelo, tras lo cual Toran, Bayta y la silla rodaron en desordenado montón. La lucha degeneró en un combate de boxeo, compuesto en su mayor parte por risas ahogadas y diversos golpes cariñosos.
Toran interrumpió la pelea cuando vio entrar a Magnífico sin aliento.
-¿Qué pasa?
Arrugas de preocupación surcaban la cara del bu­fón, y la piel de su nariz estaba tan tirante que pa­recía blanca.
-Los instrumentos se comportan de forma extra­ña, señor. Sabiendo mi ignorancia, no he tocado nada...
Toran llegó a la cabina de mando en dos segundos. Dijo en voz baja a Magnífico:
-Despierta a Ebling Mis. Dile que venga aquí.
Se dirigió a Bayta, que estaba intentando ordenar sus cabellos con los dedos:
-Hemos sido detectados, Bay.
-¿Detectados? -repitió Bayta, dejando caer los brazos-. ¿Por quién?
-La Galaxia lo sabe -murmuró Toran-, pero me imagino que será alguien armado y apuntándonos. Se sentó, y con voz serena empezó a enviar al subéter la clave de identificación de la nave. Cuando entró Ebling Mis, en bata y con los ojos adormilados, Toran dijo con una calma desesperada: -Parece ser que estamos dentro de las fronteras de un reino local que se llama la Autarquía de Filia. -Nunca la había oído nombrar -repuso Mis. -Yo tampoco -dijo Toran-, pero la cuestión es que nos ha detenido una nave filiana e ignoro lo que puede suceder.
El capitán inspector de la nave filiana subió a bor­do con seis hombres armados a la zaga. Era bajo, casi calvo, de labios delgados y piel reseca. Tosió violentamente al sentarse y abrió la carpeta que lleva­ba bajo el brazo. La hoja estaba en blanco.
-Sus pasaportes y la documentación de la nave, por favor.
-No tenemos ni lo uno ni lo otro -repuso Toran. -Conque no, ¿eh? -Agarró un micrófono suspen­dido de su cinturón y habló con rapidez-: Tres hombres y una mujer. Sus documentos no están en orden. -Hizo una anotación en la hoja mientras ha­blaba. Preguntó-: ¿De dónde vienen?
-De Siwenna -contestó Toran con precaución. -¿Dónde está eso?
-A cien mil parsecs, ochenta grados al oeste de Trántor, cuarenta grados...
-¡No importa, no importa!
Toran vio que su inquisidor había anotado: «Pun­to de origen: Periferia.»
El filiano continuó: -¿Adónde se dirigen? Toran respondió:
-Al sector de Trántor. -¿Motivo?
-Viaje de placer.
-¿Llevan algún cargamento? -No.
-Humm. Lo comprobaremos. -Hizo una seña y dos hombres se pusieron en movimiento.
Toran no trató de intervenir.
-¿Qué les trae a territorio filiano? -Los ojos del filiano brillaban malévolamente.
-No sabíamos dónde estábamos. Carezco de una carta de navegación detallada.
-Por carecer de ella se verá obligado a pagar cien créditos... y, naturalmente, los acostumbrados derechos del arancel de aduanas, etc.
Habló de nuevo al micrófono, pero en aquella oca­sión escuchó más que habló. Entonces preguntó a Toran
-¿Sabe algo sobre tecnología atómica? -Un poco -contestó precavidamente Toran. -¿Sí? -El filiano cerró la carpeta y añadió-: Los hombres de la Periferia tienen fama de ser en­tendidos en esta materia. Póngase un traje y venga conmigo.
Bayta dio un paso adelante. -¿Qué van a hacer con él?
Toran la apartó suavemente y preguntó con frialdad
-¿Adónde quiere que vaya?
-Nuestra planta de energía necesita una pequeña reparación. El vendrá con usted -y señaló direc­tamente a Magnífico, cuyos ojos marrones se abrie­ron con evidente angustia.
-¿Qué tiene que ver él con esto? -preguntó fu­riosamente Toran.
El oficial le dirigió una mirada glacial.
-Me han informado de actividades piratas por
estos alrededores. La descripción de una de sus naves concuerda con la de usted Se trata de una cuestión rutinaria de identificación.
Toran vaciló, pero seis hombres y seis pistolas eran argumentos elocuentes. Abrió el armario para sacar los trajes.
Una hora más tarde se encontraba en el interior de la nave filiana, gritando con furia:
-No veo nada estropeado en los motores. Las barras están bien, los tubos L están alimentando como es debido y el análisis de la reacción es co­rrecto. ¿Quién manda aquí?
El ingeniero jefe dijo en voz baja: -Yo.
-Pues bien, diga que me saquen de aquí...
Le condujeron a la planta de oficiales, y en la pe­queña antesala encontró sólo a un alférez indife­rente.
-¿Dónde está el hombre que vino conmigo? -Espere, por favor -repuso el alférez.
Quince minutos después hicieron entrar a Mag­nífico.
-¿Qué te han hecho? -inquirió rápidamente Toran.
-Nada, nada en absoluto -negó Magnífico, mo­viendo la cabeza con lentitud.
Tuvieron que pagar ciento cincuenta créditos para satisfacer las exigencias de Filia -cincuenta de ellos para su inmediata liberación-, y volvieron a su nave.
Bayta dijo con una risa forzada:
-¿No merecemos una escolta? ¿No van a acom­pañarnos a cruzar la frontera?
Y Toran replicó con acento sombrío:
-No era una nave filiana... y no podremos mar­charnos en seguida. Venid aquí.
Todos se agruparon a su alrededor. Toran dijo con voz átona:
-Era una nave de la Fundación, y sus tripulantes eran hombres del Mulo.
Ebling se agachó para recoger el cigarro que se le había caído. Preguntó:
-¿Aquí? Estamos a treinta mil parsecs de la Fundación.
-Y nosotros estamos aquí. ¿Por qué no pueden ellos hacer el mismo viaje? Por la Galaxia, Ebling, ¿no cree usted que sé distinguir las naves? He visto sus motores, y eso me basta. Le digo que eran moto­res de la Fundación, una nave de la Fundación.
-¿Y cómo han llegado hasta aquí? -inquirió Bayta con lógica-. ¿Cuáles son las posibilidades de un encuentro casual, en el espacio, de dos naves de­terminadas?
-¿Y eso qué tiene que ver? -replicó Toran aca­loradamente-. Sólo demostraría que nos han se­guido.
-¿Seguido? -repitió Bayta-. ¿Por el hiperes­pacio?
Ebling Mis intervino con acento cansado­
-Eso se puede hacer... con una buena nave y un piloto eficiente. Pero la posibilidad no es lo que me impresiona.
-Yo no he ocultado mi rastro -insistió Toran-. He mantenido la velocidad en línea recta. Un ciego podría haber calculado nuestra ruta.
-¡Que te crees tú eso! -gritó Bayta-. Con los saltos dementes que has dado, observar nuestra di­rección inicial no hubiera servido de nada. Hemos salido de varios saltos en la dirección opuesta.
-¡Estamos perdiendo el tiempo! -estalló To­ran-. Se trata de una nave de la Fundación en poder del Mulo. Nos ha detenido. Nos ha registrado. Nos ha llevado a Magnífico y a mí como rehenes para que vosotros estuvierais indefensos en caso de que sospe­charais. Y nosotros vamos a destruir su nave inmediatamente.
-Cálmate -dijo Ebling Mis, sujetándole-. ¿Aca­so vas a perdernos por una sola nave que crees ene­miga? Recapacita, hombre. ¿Crees que nos iban a perseguir por una ruta imposible a través de media Galaxia para echarnos un vistazo y luego dejarnos marchar?
-Todavía siguen interesados en saber adónde vamos.
-Entonces, ¿por qué nos han detenido poniéndo­nos en guardia? No es lógico, y tú lo sabes.
-Voy a hacer lo que me he propuesto. Suélte­me, Ebling, o le derribaré de un puñetazo. Magnífico se inclinó hacia delante desde el res­paldo de su silla favorita a la que se había encara­mado. Las aletas de su nariz se movían por la excitación.
-Les pido perdón por interrumpirles, pero mi po­bre mente se ve de improviso atormentada por un extraño pensamiento.
Bayta adivinó la reacción impaciente de Toran y le agarró, junto con Ebling.
-Adelante, habla, Magnífico. Todos te escuchare­mos con atención.
Magnífico dijo:
-Durante mi estancia en su nave, mis embotados sentidos apenas me servían por el terrible miedo que llevaba encima. A decir verdad, casi no recuerdo lo ocurrido. Muchos hombres me miraban con fijeza y hablaban de cosas que no entendía. Pero hacia el final, como si un rayo de sol atravesara una nube, vi un rostro conocido. Fue sólo un instante, y, sin embargo, cada vez adquiere en mi memoria más fuerza y claridad.
-¿Quién era? -preguntó Toran.
-Aquel capitán que estuvo con nosotros tanto tiempo después de que ustedes me salvaran de la esclavitud.
Era evidente que el propósito de Magnífico había sido el de causar un gran efecto, y una sonrisa de deleite asomó bajo su enorme nariz demostrando que estaba satisfecho del éxito de sus intenciones.
-¿El capitán... Han... Pritcher? -preguntó Mis con expresión severa-. ¿Estás seguro? ¿Completa­mente seguro?
-Señor, lo juro -y colocó su mano huesuda so­bre su hundido pecho-. Mantendría la verdad de mi afirmación ante el propio Mulo, y lo juraría en su presencia aunque él lo negase con todas sus fuerzas. Bayta murmuró, anonadada:
-Entonces, ¿qué significa todo esto?
El bufón se volvió hacia ella ansiosamente.
-Mi señora, tengo una teoría. Se me ocurrió de repente, como si el espíritu galáctico la hubiese colo­cado en mi mente con toda suavidad. -Levantó la voz cuando oyó que Toran empezaba a poner obje­ciones-. Mi señora -continuó, dirigiéndose exclusi­vamente a Bayta-, si ese capitán hubiera huido con una nave, como nosotros, si como nosotros estuviera haciendo un viaje con un plan determinado, y nos hubiera encontrado de pronto... sospecharía que no­sotros le perseguimos, del mismo modo que hemos sospechado de él. ¿Sería entonces extraño que organi­zase esta comedia para entrar en nuestra nave?
-Pero ¿por qué nos ha llevado a su nave? -ar­guyó Toran-. No tiene sentido.
-Sí, sí que lo tiene -replicó el bufón, muy ins­pirado-. Envió a un subordinado que no nos cono­cía, pero que nos describió por el micrófono. El ca­pitán debió recordarme por la descripción de mi po­bre persona, pues en verdad que no hay muchos en esta gran Galaxia que puedan compararse con mi delgadez. Y yo fui la prueba de la identidad de todos ustedes.
-¿De modo que nos permitirá marcharnos? -¿Qué sabemos nosotros de esta misión y de su secreto? Nos ha espiado y comprobado que no somos enemigos, y, en este caso, ¿por qué ha de arriesgar su plan con más complicaciones?
Bayta dijo lentamente:
-No seas terco, Toran. Esto explica la situación. -Podría ser -convino Mis.
Toran parecía impotente ante aquella resistencia conjunta. Algo en los argumentos del bufón no le convencía; algo no encajaba. Pero estaba desconcer­tado y, a pesar de sí mismo, su cólera fue cediendo.
-Durante un rato -murmuró-; creí que estába­mos ante una de las naves del Mulo.
Y en sus ojos se reflejaba el dolor que sentía por la pérdida de Haven.
Los otros lo comprendieron.

22. MUERTE EN NEOTRANTOR


NEOTRANTOR-El pequeño planeta de Delicass, rebautizado después del Gran Saqueo, fue durante casi un siglo sede de la última dinastía del Primer Imperio. Fue un mundo simbólico y un Imperio sim­bólico, y su existencia tiene sólo importancia legal. En la primera de las dinastías Neotrantorianas...

Enciclopedia Galáctica


¡Neotrántor era el nombre! ¡Nuevo Trántor! Y cuando se ha pronunciado el nombre se han agotado de golpe todos los parecidos del nuevo Trántor con
el original. A dos parsecs de distancia, el sol del antiguo Trántor seguía brillando, y la Capital Impe­rial de la Galaxia, del siglo precedente, aún giraba en el espacio en silenciosa y eterna repetición de su órbita.
Incluso había hombres que habitaban el antiguo Trántor. No muchos, tal vez cien millones, cuando hacía cincuenta años se apiñaban en él cuarenta mil millones. El gigantesco mundo metálico estaba hecho trizas. Las cimas de las múltiples torres que surgían por encima de la desnuda corteza del mundo esta­ban destrozadas y vacías -aún mostraban los agujeros de los cañones y las armas de fuego-, como muestra del Gran Saqueo de cuarenta años atrás.
Era extraño que un mundo que había sido centro de la Galaxia durante dos mil años, que había go­bernado sin límites el espacio y albergado legisla­dores y gobernantes cuyos caprichos recorrían los parsecs, pudiera morir en un solo mes. Era extraño que un mundo que había salido indemne de los vas­tos movimientos de conquista y retirada de un mi­lenio, e igualmente indemne de las guerras civiles y las revoluciones palaciegas de otro milenio, hubiera
muerto al fin. Era extraño que la Gloria de la Ga­laxia fuera un cadáver en putrefacción.
¡Y también patético!
Porque aún pasarían siglos antes de que las des­comunales obras de cincuenta generaciones de seres humanos se convirtieran en inservibles. Solamente las hacían inservibles ahora las facultades disminui­das de los propios hombres.
Rodeados de las perfecciones mecánicas del esfuer­zo humano, circundados por las maravillas industria­les de una humanidad liberada de la tiranía del medio ambiente, regresaron a la tierra. En las inmensas áreas de aparcamiento crecían el trigo y el maíz. A la sombra de las torres pacían las ovejas.
Pero Neotrántor existía -un planeta parecido a un humilde pueblo, sumido en la sombra del pode­roso Trántor, hasta que los miembros de una familia real, huyendo del fuego y las llamas del Gran Sa­queo, buscaron en él su último refugio y permane­cieron en él hasta que se apaciguó el fragor de la rebelión. Allí gobernaban, rodeados de fantasmal es­plendor, los restos cadavéricos de un Imperio.
¡Veinte mundos agrícolas formaban un Imperio Galáctico!
Dagoberto IX, rey de veinte mundos de rebeldes señoras y sombríos campesinos, era Emperador de la Galaxia y dueño del Universo.
Dagoberto IX tenía veinticinco años el sangriento día en que llegó a Neotrántor con su padre. En sus ojos y su mente seguían vivos la gloria y el poder del Imperio. Pero su hijo, que un día sería Dago­berto X, nació en Neotrántor.
Veinte mundos era todo lo que conocía.
El coche descubierto de Jord Commason era el mejor vehículo de su clase en todo Neotrántor, y, al fin y al cabo, era natural que fuera así. Commason no era solamente el mayor terrateniente de Neotrán­tor, sino que en tiempos pasados había sido el com­pañero y la mala inspiración de un joven príncipe heredero que se debatía bajo el dominio de un empe­rador de mediana edad. Y ahora era el compañero y también la mala inspiración de un príncipe heredero de mediana edad que odiaba y dominaba a un viejo emperador.
Jord Commason, en su coche aéreo con incrusta­ciones de nácar y adornos de oro, que hacían inútil un escudo de armas como identificación de su pro­pietario, contemplaba las tierras y los kilómetros de campos de trigo que eran suyos, y las enormes trilla­doras y segadoras que eran suyas, y los arrendatarios y jornaleros que eran suyos; y consideraba cautelo­samente sus problemas.
Junto a él, su encorvado y envejecido chofer con­ducía delicadamente la nave a través de los vientos superiores y sonreía.
Jord Commason dijo:
-¿Recuerdas lo que te dije, Inchney?
Los finos y grises cabellos de Inchney ondeaban ligeramente al viento. Su sonrisa se acentuó, descu­briendo su boca desdentada, y las arrugas verticales de sus mejillas se profundizaron como si guardase para sí un eterno secreto. El murmullo de su voz silbó entre sus escasos dientes:
-Lo recuerdo, señor, y he pensado en ello.
-¿Y a qué conclusión has llegado, Inchney? -En la pregunta había un tono de impaciencia.
Inchney recordaba que había sido joven y apues­to, y un señor del antiguo Trántor. Inchney recor­daba que era un desfigurado anciano en Neotrántor, que vivía por gracia del señor Jord Commason y que correspondía a esta gracia prestando su sutil ingenio cuando era solicitado. Suspiró ligeramente.
-Es muy conveniente, señor, tener visitantes de la Fundación. En especial, señor, si vienen en una sola nave y entre ellos sólo hay un hombre apto para la lucha. ¿Serán bien acogidos?
-¡Bien acogidos! -exclamó sombríamente Com­mason-. Tal vez. Pero esos hombres son magos y podrían resultar peligrosos.
-¡Puf! -murmuró Inchney-. La neblina de la distancia oculta la verdad. La Fundación sólo es un mundo. Sus ciudadanos sólo son hombres. Si se les dispara, mueren.
Inchney seguía manteniendo el rumbo. Abajo, un río serpenteaba y despedía plateados destellos. Añadió: -¿Y no hablan ahora de un hombre que mueve los mundos de la Periferia?
Commason se tornó suspicaz de improviso. -¿Qué sabes tú de esto?
La sonrisa se desvaneció del rostro del chofer. -Nada, señor. Ha sido una pregunta ociosa.
La vacilación de Commason fue breve. Dijo con brutal franqueza:
-Ninguna de tus preguntas es ociosa, y tu mé­todo de adquirir conocimientos puede que te cueste el pescuezo. Pero... ¡te lo diré! Ese hombre recibe el nombre de Mulo, y uno de sus súbditos estuvo aquí hace unos meses por... un asunto de negocios. Estoy esperando a otro... ahora... para concluirlo.
-¿Y estos recién llegados? ¿Son acaso los que espera?
-Carecen de la identificación que deberían tener. -Se dice que la Fundación ha sido conquistada... -Yo no te lo he dicho.
-Ha corrido la voz -continuó Inchney con frial­dad-, y, si es cierto, entonces éstos pueden ser refu­giados de la destrucción y sería aconsejable retener­les por amistad al Mulo.
-¿Tú crees? -Commason vacilaba.
-Además, señor, puesto que es bien sabido que el amigo del conquistador es la última víctima, resul­taría una medida de defensa propia muy legítima. Porque existen cosas como las sondas psíquicas... y aquí tenemos cuatro cerebros de la Fundación. Hay muchos detalles de la Fundación que sería útil co­nocer, y muchos también acerca del Mulo. Y enton­ces la amistad del Mulo sería un poco menos domi­nante...
Commason, en la quietud de la atmósfera, volvió con un estremecimiento a su primera idea.
-Pero si la Fundación no ha caído, si los rumo­res son falsos... Se dice que está previsto que no puede caer.
-La época de los adivinos ha pasado, señor. -Pero ¿y si no hubiera caído, Inchney? ¡Piénsalo! Si no hubiera caído... Es cierto que el Mulo me hizo promesas... -Había ido demasiado lejos, y retroce­dió-: Mejor dicho, insinuó algo. Pero de la insinua­ción al hecho hay mucho trecho.
Inchney rió inaudiblemente.
-Desde luego que hay mucho trecho. No creo que
haya nada más peligroso que una Fundación al ex­tremo de la Galaxia.
-Además, está el príncipe -murmuró Commason, casi para sus adentros.
-¿También trata con el Mulo, señor?
Commason no fue capaz de ocultar su expresión complaciente.
-No enteramente. No como yo. Pero se está vol­viendo más díscolo, más incontrolable. Tiene un de­monio en su interior. Si yo detengo a esta gente y él se la lleva para su propio uso, porque no le falta cierta astucia, yo aún no estoy preparado para pe­learme con él. -Frunció el ceño y sus gordas mejillas se distendieron en una mueca de disgusto.
-Ayer vi a esos extranjeros durante un momento -dijo el canoso chofer sin venir a cuento-, y la mujer morena es muy extraña. Camina con la soltura de un hombre y su palidez contrasta notablemente con su oscura cabellera.
Había cierto ardor en el ronco murmullo de su voz, y Commason se volvió hacia él con repentina sorpresa.
-Creo que el príncipe -prosiguió Inchney- no encontraría desatinado un compromiso razonable. Us­ted podría quedarse con los otros si le dejara a la muchacha...
Commason se iluminó de alegría.
-¡Es una idea! ¡Es muy buena idea! ¡Inchney, vuelve atrás! Y si todo va bien, tú y yo discutiremos de nuevo la cuestión de tu libertad.
Con un sentido del simbolismo casi supersticioso, Commason encontró una Cápsula Personal esperán­dole en su estudio cuando regresó. Había llegado por una longitud de onda que pocos conocían. Commason sonrió con complacencia. El hombre del Mulo llegaría pronto, y la Fundación había caído realmente.
Los sueños nebulosos que Bayta había tenido de un palacio imperial no concordaban con la realidad, y en su interior sintió una vaga decepción. La habi­tación era pequeña, casi fea, casi ordinaria. El pala­cio ni siquiera podía compararse a la residencia del alcalde en la Fundación, y el propio Dagoberto IX...
Bayta tenía ideas definidas sobre el aspecto que debía tener un emperador. No debía parecer un abue­lo benevolente. No debía ser delgado, canoso y arru­gado... ni servir tazas de té con su propia mano como si estuviera ansioso por agradar a sus invi­tados.
Sin embargo, éste era así.
Dagoberto IX esbozó una sonrisa mientras servía el té a Bayta, que sostenía rígidamente la taza. -Es un gran placer para mí, querida, disponer de un momento sin la presencia de cortesanos y sus , ceremonias. Hace tiempo que no tenía la oportunidad de agasajar a visitantes de mis provincias exteriores. Ahora que soy viejo, mi hijo se ocupa de estos de­talles. ¿No conocen a mi hijo? Es un muchacho es­tupendo, un poco testarudo quizá. Pero es que es joven. ¿Desea una cápsula aromatizada? ¿No? Toran intentó una interrupción:
-Majestad Imperial... -¿Sí?
-Majestad Imperial, no era nuestra intención im­poneros nuestra presencia...
-Tonterías, no me imponen nada. Esta noche será la recepción oficial, pero hasta entonces estamos li­bres. Veamos, ¿de dónde han dicho que proceden? Creo que no hemos tenido una recepción oficial du­rante mucho tiempo. ¿Han dicho que vienen de la provincia de Anacreonte?
-¡De la Fundación, Majestad Imperial!
-¡Ah, sí!, la Fundación; ahora lo recuerdo. Pregunté dónde estaba; en la provincia de Anacreonte. Nunca he estado allí. Mi médico me prohíbe los via­jes largos. No recuerdo ningún informe reciente de mi virrey de Anacreonte. ¿Cómo está la situación allí? -concluyó ansiosamente.
-Señor -murmuró Toran-, no os traigo ningu­na queja,
-Excelente. Felicitaré a mi virrey.
Toran miró con impotencia a Ebling Mis, que alzó su brusca voz:
-Señor, nos han dicho que necesitaremos vues­tro permiso para visitar la Biblioteca Universal de la Universidad de Trántor.
-¿Trántor? -inquirió con extrañeza el emperador-. ¿Trántor? -Entonces cruzó su delgado rostro una expresión de dolor-. ¿Trántor? -murmuró-. Sí, ahora lo recuerdo. Estoy planeando volver allí con una escuadra de naves. Ustedes irán conmigo. Juntos destruiremos al rebelde Gilmer. ¡Juntos restaurare­mos el Imperio!
Enderezó su espalda curvada. Su voz había adqui­rido fuerza. Por un momento, su mirada fue dura. Entonces parpadeó y dijo en voz baja:
-Pero Gilmer ha muerto. Me parece recordar... ¡Sí, sí! ¡Gilmer ha muerto! Trántor también ha muer­to... Por un instante pensé que... ¿De dónde han di­cho que proceden?
Magnífico susurró a Bayta
-¿Es realmente un emperador? Yo creía que los emperadores eran más grandes y más sabios que los hombres corrientes.
Bayta le indicó con una seña que callara. Inter­vino:
-Si Vuestra Majestad Imperial firmase una orden que nos permitiera ir a Trántor, ayudaríamos mucho a la causa común.
-¿A Trántor? -El Emperador vacilaba, sin com­prender.
-Señor, el virrey de Anacreonte, en cuyo nombre hablamos, ha enviado la noticia de que Gilmer está vivo...
-¡Vivo! ¡Vivo! -exclamó Dagoberto- ¿Dónde? ¡Significará la guerra!
-Majestad Imperial, aún no se puede divulgar. Su paradero es incierto. El virrey nos envía para comunicaros el hecho, y sólo en Trántor podremos encontrar su escondite. Cuando lo descubramos...
-Sí, sí..., hay que encontrarle... -El anciano Em­perador fue tambaleándose hacia la pared y tocó la pequeña fotocélula con un dedo tembloroso. Mur­muró, después de una pausa inútil-: Mis servidores no vienen. No puedo esperarles.
Escribió en una hoja de papel y terminó con una adornada
-Gilmer conocerá el poder de su Emperador. ¿De dónde han dicho que vienen? ¿De Anacreonte? ¿Cuál es la situación allí? ¿Tiene poder el nombre del Emperador?
Bayta tomó el papel de sus dedos inertes. -Vuestra Majestad Imperial es amado por el pue­blo. Vuestro amor por todos es bien conocido. -Tendré que visitar a mi buena gente de Ana­creonte, pero mi médico dice... No recuerdo lo que dice, pero... -Levantó la vista, y sus ojos grises eran agudos-. ¿Decían algo de Gilmer?
-No, Majestad Imperial.
-No seguirá avanzando. Regresen y díganselo a su pueblo. ¡Trántor resistirá! Mi padre dirige ahora la Flota, y el asqueroso rebelde de Gilmer se conge­lará en el espacio con su chusma homicida.
Se desplomó en un sillón y volvió a mirar con ojos ausentes.
-¿Qué estaba diciendo?
Toran se levantó e hizo una profunda reverencia. -Vuestra Majestad Imperial ha sido bondadoso con nosotros, pero ya ha pasado el tiempo concedido a nuestra audiencia...
Por un momento, Dagoberto IX pareció un verda­dero emperador cuando se levantó y esperó, erguido, a que sus visitantes se retirasen uno a uno hacia la puerta, caminando hacia atrás...
...y entonces intervinieron veinte hombres arma­dos, que formaron un círculo a su alrededor.
Un arma relampagueó...
Bayta recobró el conocimiento paulatinamente, pero carente de la sensación de no saber dónde es­taba. Recordó claramente al extraño anciano que se llamaba a sí mismo emperador, y a los otros hom­bres que esperaban fuera. El picor artrítico que sen­tía en las articulaciones de los dedos significaba que había sido el blanco de un rayo paralizante. Mantuvo los ojos cerrados y escuchó con atención las voces que apenas si oía.
Había dos. Una era lenta y cautelosa, con una insidia que se ocultaba bajo su tono afable. La otra era ronca y espesa, como la de un borracho, y salía en aparentes viscosos chorros. A Bayta no le gustó ninguna de las dos.
La voz espesa predominaba. Bayta captó las últi­mas palabras:
-Ese viejo loco vivirá eternamente. Me fastidia. Commason, tengo que conseguirlo. Yo también enve­jezco.
-Alteza, veamos primero si esa gente puede ser­nos útil. Es posible que obtengamos fuentes de fuerza distintas de la que su padre aún retiene.
La voz espesa se perdió en un murmullo. Bayta sólo oyó las palabras «la chica, pero la otra voz complaciente se fundió en una carcajada seguida de una frase confidencial, casi de camarada
-Dagoberto, usted no envejece. Miente quien diga que no es un jovencito de veinte años.
Se rieron juntos, y la sangre de Bayta se heló en sus venas. Dagoberto, alteza... El viejo Emperador había hablado de un hijo testarudo, y la implicación de los susurros le resultó ahora de una alarmante claridad. Pero semejantes cosas no sucedían a la gente en la vida real...
Oyó de pronto la voz de Toran, que profería una lenta y dura maldición.
Abrió los ojos, y Toran, que la estaba mirando, expresó un inmenso alivio. Dijo con fiereza: -¡Este acto de vandalismo será castigado por el Emperador! ¡Soltadnos!
Bayta se dio cuenta de que sus muñecas y tobi­llos estaban fijos a la pared y al suelo por un intenso campo de atracción.
La voz espesa se acercó a Toran. El hombre era barrigudo, sus párpados estaban hinchados y sus ca­bellos eran escasos. Había una alegre pluma en su sombrero de pico, y en los bordes de su jubón lucía un bordado de espuma de metal plateada. Se burló con pérfida diversión
-¿El Emperador? ¿El pobre y loco Emperador? -Tengo su pase. Ningún súbdito puede entorpe­cer nuestra libertad.
-Pero yo no soy un súbdito, basura del espacio. Soy el regente y príncipe heredero, y tienes que ha­blarme como a tal. En cuanto al bobalicón de mi padre, le divierte tener visitas de vez en cuando, y nosotros le seguimos la corriente. Halaga su vanidad imperial. Pero, como es natural, la cosa carece de cualquier otro significado.
Entonces se plantó delante de Bayta, y ella alzó
la vista con desdén. Se le acercó y ella notó que su aliento olía fuertemente a menta.
El hombre dijo:
-Tiene los ojos bonitos, Commason; es aún más hermosa cuando los abre. Creo que servirá. Será un manjar exótico para un paladar ahíto, ¿no crees?
Toran intentó fútilmente ponerse en pie, pero el príncipe heredero le ignoró. Bayta sintió que un esca­lofrío recorría todo su cuerpo. Ebling Mis continua­ba inconsciente, con la cabeza colgando sobre el pe­cho, pero en cambio Magnífico, como Bayta comprobó con una sensación de sorpresa, tenía los ojos abier­tos, muy abiertos, como si hubiera estado despierto desde hacía ya mucho rato. Sus grandes ojos ma­rrones miraban a Bayta con fijeza, y entonces susu­rró, moviendo la cabeza en dirección del príncipe heredero:
-Ese tiene mi Visi-Sonor.
El príncipe heredero se volvió en redondo al oír la nueva voz.
-¿Esto es tuyo, monstruo?
Se descolgó el instrumento del hombro, donde lo había llevado suspendido por su correa verde sin que Bayta lo advirtiera. Lo palpó torpemente, intentó hacer sonar una cuerda y no lo consiguió.
-¿Sabes tocarlo, monstruo?
Magnífico asintió una vez con la cabeza. Toran dijo de improviso:
-Han disparado contra una nave de la Fundación. Si su padre no nos venga, la Fundación lo hará.
El otro, Commason, contestó lentamente:
-¿Qué Fundación? ¿O es que el Mulo ya no es el Mulo?
No hubo respuesta a esta pregunta. La sonrisa del príncipe mostró unos dientes desiguales. El cam­po de atracción del bufón fue neutralizado, y le ayu­daron a empujones a ponerse en pie. Con un golpe le pusieron el instrumento en las manos.
-Toca para nosotros, monstruo -ordenó el prín­cipe-. Toca una serenata de amor y de belleza para esta dama extranjera que tenemos aquí. Dile que la prisión de mi padre no es ningún palacio, pero que puedo llevarla a uno donde nadará en agua de ro­sas... y conocerá el amor de un príncipe.
Colocó un grueso muslo sobre la mesa de mármol y balanceó perezosamente una pierna, mientras su fatua y sonriente mirada llenaba a Bayta de silencio­sa furia. Los músculos de Toran luchaban contra el campo de atracción, en un esfuerzo tremendo. Ebling Mis se movió y emitió un gemido.
Magnífico jadeó:
-Mis dedos están rígidos...
-¡Toca, monstruo! -rugió el príncipe. Las luces disminuyeron su intensidad a un gesto de Commason, y el príncipe cruzó los brazos y esperó.
Magnífico hizo correr los dedos en rápidos y rít­micos saltos de un extremo a otro del instrumento de múltiples teclas, y un repentino arco iris de luz inundó la habitación. Sonó un tono bajo y suave, tembloroso y atemorizado, que en seguida se con­virtió en una risa triste, acompañada por un sordo doblar de campanas.
La penumbra pareció intensificarse. La música llegó a Bayta como a través de los pliegues de invi­sibles mantas. Una luz deslumbradora la alcanzó des­de las profundidades, como si un foco estuviese en­cendido en el fondo de un pozo.
Automáticamente, los ojos de Bayta se agranda­ron. La luz se incrementó, pero continuó siendo difu­sa. Se movió en remolinos, en colores confusos, y la música se hizo repentinamente clamorosa y malig­na, aumentando de volumen. La luz oscilaba, siguien­do el rápido y alevoso ritmo. Algo se retorcía dentro de la luz, algo que tenía escamas metálicas y vene­nosas... y la música se retorcía al unísono.
Bayta luchaba contra una extraña emoción, y en­tonces se sintió atrapada en una angustia mental que le recordó las horas pasadas en la Bóveda del Tiem­po y los últimos días en Haven. Era la misma red viscosa y terrible del horror y la desesperación. Bayta se rindió a aquella opresión.
La música sonaba a su alrededor, riendo espanto­samente, y aquel terror oscilante, como si mirara por el extremo opuesto de un telescopio, quedó abando­nado en un pequeño círculo de luz cuando ella lo esquivó febrilmente. Su frente estaba húmeda y fría.
La música cesó. Debió de durar unos quince mi­nutos, y su ausencia llenó a Bayta de indescriptible
placer. La luz volvió a su volumen normal, y la cara de Magnífico, sudorosa, lúgubre, de ojos muy abier­tos, se acercó a ella.
-Mi señora -jadeó-, ¿cómo se siente?
-No muy mal -murmuró ella-. Pero ¿por qué has tocado de ese modo?
Bayta miró a los restantes ocupantes de la habi­tación. Toran y Mis se hallaban tendidos, impotentes, contra la pared. El príncipe yacía en extraña posi­ción debajo de la mesa. Commason emitía sonidos salvajes y lastimeros con la boca abierta de par en , par.
Commason se encogió de miedo y vociferó cuando Magnífico dio un paso hacia él.
Magnífico dio media vuelta y, en un momento, liberó a los demás.
Toran se puso en pie y agarró por el cuello al terrateniente.
-Usted vendrá con nosotros. Le necesitaremos para llegar a nuestra nave.
Dos horas después, en la cocina de la nave, Bayta sirvió un enorme pastel, y Magnífico celebró el re­torno al espacio atacándolo con total desprecio de la buena educación.
-¿Es bueno, Magnífico? -¡Hum-m-m-m! -Magnífico...
-¿Sí, mi señora?
-¿Qué fue lo que tocaste? El bufón se retorció.
-Yo... prefiero no decirlo. Lo aprendí una vez, y el Visi-Sonor produce un profundo efecto sobre el sistema nervioso. Ciertamente fue una cosa mala y no apta para su dulce inocencia, m¡ señora.
-¡Oh!, vamos, vamos, Magnífico. No soy tan ino­cente. No me halagues así. ¿Vi yo algo parecido a lo que vieron ellos?
-Espero que no. Yo lo toqué sólo para ellos. Si usted lo vio, fue sólo por los bordes y desde lejos. -Y fue suficiente. ¿Sabes que derribaste al prín­cipe?
Magnífico habló con voz sombría mientras masti­caba un trozo de pastel.
-Le he matado, mi señora.
-¿Qué? -exclamó Bayta, esforzándose por tragar. -Estaba muerto cuando dejé de tocar; de otro modo, hubiese continuado tocando. No me preocupa­ba Commason. Su mayor amenaza era la muerte o la tortura. Pero, mi señora, ese príncipe la miraba con malas intenciones, y... -se interrumpió en un acceso de indignación y timidez.
Bayta sintió que la asaltaban ideas muy extrañas, y las desechó con severidad.
-Magnífico, tienes un alma galante.
-¡Oh, mi señora., -Acercó su roja nariz al pastel. pero no comió.
Eblíng Mis miraba fijamente por la portilla. Trán­tor estaba cerca; su brillo metálico era tremenda­mente intenso. Toran se encontraba al lado de Mis, y murmuró con amargura:
-Hemos venido para nada, Ebling. El hombre del Mulo nos precede.
Ebling Mis se frotó la frente con una mano que parecía haber perdido su antigua redondez. Su voz era un murmullo ininteligible.
Toran estaba furioso.
-Digo que esta gente sabe que la Fundación ha caído. Digo que...­
-¿Cómo? -Mis le miró, perplejo. Entonces puso la mano con suavidad sobre la muñeca de Toran, ha­biendo olvidado completamente la conversación pre­via-. Toran, yo... He estado contemplando Trántor. Tengo una sensación muy singular... desde que lle­gamos a Neotrántor. Es como un ímpetu arrollador que me empuja y crece dentro de mí. Toran, puedo hacerlo, sé que puedo hacerlo. Las cosas están ad­quiriendo claridad en mi mente... nunca han sido tan claras.
Toran le miró fijamente... y se encogió de hom­bros. No comprendía el significado de aquellas pala­bras. Preguntó:
-¿Mis? ¿Qué?
-¿No vio usted una nave aterrizando en Neotrán­tor cuando nos marchamos?
Mis reflexionó un instante. -No.
-YO, sí. Tal vez fue imaginación, pero podría haber sido aquella nave filiana.
-¿La que llevaba al capitán Han Pritcher?
-El espacio sabe a quién llevaba. Según Magnífi­co, era el capitán... Nos ha seguido hasta aquí, Mis. Ebling Mis no dijo nada.
Toran exclamó con inquietud
-¿Le ocurre algo? ¿No se siente bien?
Los ojos de Mis eran pensativos, luminosos y ex­traños. No contestó.

23. LAS RUINAS DE TRANTOR


La localización de un objetivo en el gran mundo de Trántor presenta un problema único en la Gala­xia. No hay continentes ni océanos que identificar desde mil quinientos kilómetros de distancia; no hay ríos, lagos ni islas que puedan verse a través de las nubes.
El mundo cubierto de metal era -había sido ­una ciudad colosal, y únicamente el viejo palacio im­perial podía ser identificado fácilmente por un extran­jero desde el espacio exterior. La Bayta describió círculos sobre el mundo, casi a la misma altura que lo acostumbraba a hacer un coche aéreo, en su repe­tida y afanosa búsqueda.
Desde las regiones polares, donde la capa de hielo que cubría las torres de metal era una sombría evi­dencia del deterioro o abandono de la maquinaria acondicionadora del clima, se dirigieron hacia el sur. Ocasionalmente podían experimentar con las correla­ciones -o presuntas correlaciones- entre lo que veían y lo que mostraba el mapa incompleto obte­nido en Neotrántor.
Pero fue inconfundible cuando lo encontraron. La grieta en la capa de metal del planeta tenía setenta kilómetros. El insólito follaje se extendía sobre cien­tos de kilómetros cuadrados, en cuyo centro se ocultaba la delicada gracia de las antiguas residencias imperiales.
La nave Bayta revoloteó y se orientó lentamente. Sólo las enormes supercalzadas podían guiarles. Lar­gas y rectas flechas en el mapa; lisas y resplande­cientes cintas en la superficie que había debajo de ellos.
Llegaron por cálculo aproximado a lo que en el mapa figuraba como el área de la Universidad, y la nave descendió sobre lo que un día debió ser un bu­llicioso cosmódromo.
Fue cuando se sumergieron en el océano de metal que la aparente belleza vista desde el aire se trans­formó en las tétricas ruinas que quedaron tras el Gran Saqueo. Las torres estaban truncadas, los lisos muros tenían grandes agujeros, y vieron por un ins­tante un área de tierra desnuda, oscura y arada, que debía tener varios centenares de hectáreas.
Lee Senter esperó a que la nave se posara caute­losamente Era una nave extraña, que no procedía de Neotrántor; en su interior exhaló un suspiro. Las naves extranjeras y los tratos confusos con hombres del espacio exterior podían significar el fin de los cortos días de paz, un retorno a los viejos y gran­diosos tiempos de batallas y muerte. Senter era el jefe del Grupo; los libros antiguos estaban a su cargo y había leído sobre los tiempos en que fueron edita­dos. No quería que volvieran.
Tal vez transcurrieron diez minutos hasta que la extraña nave quedó definitivamente posada en la lla­nura, y durante ese tiempo le asaltaron recuerdos de aquellos lejanos días. Vio primero la inmensa granja de su infancia, que perduraba en su memoria como el lugar donde trabajaba mucha gente. Luego vio la emigración de las familias jóvenes hacia nue­vas tierras. Entonces él contaba diez años; era hijo único, y estaba perplejo y asustado.
Después, los edificios nuevos; las grandes plan­chas metálicas que tuvieron que ser retiradas y par­tidas; la tierra que quedó al descubierto tuvo que ser trabajada, abonada y reforzada; las viejas cons­trucciones fueron derribadas y algunas transforma­das en viviendas.
Hubo que sembrar y recoger la cosecha; estable­cer relaciones pacíficas con las granjas vecinas... Hubo crecimiento y expansión bajo la tranquila eficiencia del autogobierno. Llegó una nueva genera­ción de niños fuertes nacidos en aquellas tierras. Y, por fin, el gran día en que fue elegido jefe del Grupo; y por primera vez desde que cumpliera dieciocho años no se afeitó y contempló cómo aparecía el pri­mer vello de su Barba de Jefe.
Y ahora aquella intrusión podía poner fin al breve idilio del aislamiento...
La nave aterrizó. Vio en silencio cómo se abría el portillo. Salieron cuatro personas, cautelosas y vi­gilantes. Había tres hombres, diferentes, extraños; uno viejo, uno joven, otro flaco y narigudo. Y una mujer que caminaba junto a ellos como su igual. Se tocó la negra y poblaba barba mientras salía a su encuentro.
Hizo el gesto universal de paz, adelantando ambas manos, con las duras y encallecidas palmas hacia arriba.
El joven se acercó dos pasos e imitó su gesto. -Vengo en son de paz.
El acento era extraño, pero las palabras fueron comprensibles y amables. Replicó con voz profunda: -Que así sea. Sed bien venidos a la hospitalidad del Grupo. ¿Tenéis hambre? Comeréis. ¿Tenéis sed? Beberéis.
Lentamente llegó la respuesta
-Agradecemos tu bondad y daremos un buen in­forme de tu Grupo cuando volvamos a nuestro mundo.
Una respuesta extraña, pero buena. Tras él, los hombres del Grupo sonreían, y las mujeres aparecie­ron frente a los huecos de los edificios circundantes.
En su propia morada, sacó de su escondite la caja de cristal cerrada con llave y ofreció a cada uno de sus huéspedes los largos y gruesos cigarros reserva­dos para las grandes ocasiones. Delante de la mujer, vaciló. Se había sentado entre los hombres. Era evi­dente que los extranjeros permitían, incluso espera­ban, aquella desfachatez. Rígidamente, le ofreció la caja.
Ella aceptó uno con una sonrisa, y aspiró el humo
aromático con toda la fruición que era de esperar. Lee Sentor reprimió una escandalizada  emoción.
La conversación, forzada, que precedió a la comi­da, versó cortésmente sobre el tema agrícola de Trántor.
Fue el viejo quien preguntó:
-¿Y las instalaciones hidropónicas? Seguramen­te, en un mundo como Trántor, podrían ser la so­lución.
Senter meneó la cabeza con lentitud. Se sentía inseguro. Sus conocimientos sólo se referían a, los libros que había leído.
-¿Está hablando de un cultivo artificial con pro­ductos químicos? No, no sirve en Trántor. Estas ins­talaciones requieren un mundo industrial, por ejem­plo, una gran industria química. Y en la guerra o el desastre, cuando la industria se paraliza, la gente se muere de hambre. Además, no todos los alimentos pueden cultivarse artificialmente. Algunos pierden su poder nutritivo. El suelo es barato, aún mejor, y siempre es más seguro.
-¿Y su cosecha de alimentos es suficiente? -Suficiente, sí; tal vez sea monótona. Tenemos gallinas ponedoras y animales que nos dan, leche; pero nuestro suministro de carne depende de nues­tro comercio exterior.
-¿Comercio? -El joven pareció repentinamente interesado-. Así que ustedes comercian. Pero ¿qué exportan?
-Metal -fue la tajante respuesta-. Mire a su alrededor. Tenemos una cantidad inagotable, y ya fabricada. Vienen con naves desde Neotrántor, derri­ban el área indicada, con lo cual aumenta nuestro suelo cultivable, y nos dejan a cambio carne, fruta enlatada, concentrados de alimentos, maquinaria agrícola, etc. Se llevan el metal y las dos partes sa­limos ganando.
Comieron pan y queso, y un estofado de verduras que era realmente delicioso. Mientras comían el pos­tre de fruta congelada, el único elemento importa­do del menú, los extranjeros fueron, por primera vez, algo más que meros huéspedes. El joven mostró un mapa de Trántor.
Lee Senter lo estudió con calma. Escuchó y re­plicó gravemente:
-Los terrenos de la Universidad son un área está­tica. Nosotros los granjeros no cultivamos en ella. Incluso preferimos no pisarla. Es una de las escasas reliquias del pasado que deseamos conservar intacta.
-Nosotros buscamos la ciencia. No tocaríamos nada. Nuestra nave sería nuestro rehén -propuso el viejo, ansiosa y febrilmente.
-Entonces, les llevaré hasta allí -dijo Senter. Aquella noche los extranjeros durmieron, y mien­tras tanto Lee Senter envió un mensaje a Neotrántor.

24. EL CONVERSO


La escasa vida de Trántor se extinguió cuando se introdujeron entre los espaciados edificios del campus de la Universidad. Reinaba un silencio solemne y solitario.
Los extranjeros de la Fundación no sabían nada de los agitados días y noches del sangriento Saqueo, que había dejado intacta la Universidad. No sabían nada de la época posterior al colapso del poder im­perial, cuando los estudiantes, con armas prestadas y un valor inusitado, formaron un ejército de volun­tarios para proteger el santuario de la ciencia de la Galaxia. No sabían nada de la lucha de los Siete Días y del armisticio que liberaba a la Universidad cuan­do incluso en el palacio imperial resonaban las botas de Gilmer y sus soldados durante el breve intervalo de su dominación.
Los de la Fundación, al acercarse por primera vez, comprendieron solamente que, en un mundo de tran­sición entre lo viejo y podrido y lo esforzadamente nuevo, este área era una tranquila y delicada pieza de museo de antigua grandeza.
En cierto sentido, eran intrusos. El vacío grande y solemne rechazaba su presencia. La atmósfera académica parecía vivir aún y temblar airadamente ante su intrusión.
La biblioteca era un edificio de pequeñas dimen­siones que en su parte subterránea alcanzaba una enorme extensión de silencio y ensueño. Ebling Mis se detuvo ante los elaborados murales de la sala de recepción.
Murmuró (allí era preciso hablar en susurros): -Creo que nos hemos dejado atrás la sala de los catálogos. Voy a ver si la encuentro. -Tenía la frente enrojecida y su mano temblaba-. No debo ser molestado, Toran. ¿Me bajarás la comida allí? -Lo que usted diga. Haremos cuánto sea necesa­rio para ayudarle. ¿Quiere que trabajemos con usted? -No. Debo estar solo...
-¿Cree que conseguirá lo que quiere? Ebling Mis replicó con tranquila certidumbre: -¡Estoy seguro de ello!
Toran y Bayta estuvieron más cerca de «montar una casa» de la forma normal que en cualquier otro momento del tiempo que llevaban casados. Era una especie extraña de «montar una casa». Vivían rodea­dos de grandeza con una sencillez inapropiada. Su alimento procedía en gran parte de la granja de Lee Senter, y lo pagaban con los pequeños utensilios ató­micos de que disponía la nave de cualquier comer­ciante.
Magnífico aprendió a utilizar los proyectores de la sala de lectura y pasaba las horas leyendo nove­las de aventuras y romances de amor, absorto hasta el punto de olvidarse de comer y dormir, como Ebling Mis.
En cuanto a Ebling, estaba completamente aisla­do. Había insistido en que le instalaran una hamaca en la Sala de Psicología. Su rostro adelgazó y empa­lideció. Su voz fue perdiendo su fuerza acostumbra­da, y olvidó sus maldiciones preferidas. Había mo­mentos en que parecía luchar para reconocer a Toran o a Bayta.
Era más él mismo cuando estaba con Magnífico, que le llevaba las comidas y a menudo se sentaba a contemplarle durante horas con una extraña y fasci­nada atención, mientras el anciano psicólogo trans­cribía larguísimas ecuaciones, buscaba referencias en
interminables libros audiovisuales, y se paseaba de un lado a otro entregado a un salvaje esfuerzo men­tal cuyo objetivo sólo él conocía.
Taran tropezó con Bayta en la habitación oscura, y exclamó
-¡Bayta!
Ella le miró con expresión de culpabilidad. -¿Qué? ¿Me buscabas, Torie?
-Claro que te buscaba. ¿Qué diablos estás hacien­do aquí? Estás actuando de un modo extraño desde que llegamos a Trántor. ¿Qué te pasa?
-¡Oh, Torie, calla! -contestó con gesto de can­sancio.
-¡Oh, Torie, calla! -repitió él en son de burla. Y luego, con repentina suavidad-: ¿No quieres de­cirme qué te pasa, Bay? Algo te preocupa.
-¡No! No me preocupa nada, Torie. Si continúas acusándome, me volverás loca. Sólo estoy... pen­sando.
-¿Pensando en qué?
-En nada. Bueno, en el Mulo, en Haven, en la Fundación, en todo un poco. En Ebling Mis y si en­contrará algo sobre la Segunda Fundación; y si re­presentará una ayuda el hecho de que lo encuentre... y un millón de otras cosas. ¿Satisfecho? -Su voz tenía un timbre de agitación.
-Si sólo estás pensando, ¿te importaría dejar de hacerlo? No es agradable y no mejora la situación. Bayta se puso en pie y sonrió débilmente. -Muy bien, soy feliz. Mira, sonrío y estoy alegre. La voz de Magnífico gritó con ansiedad en el um­bral:
-¡Mi señora...! -¿Qué ocurre? Pasa...
La voz de Bayta se ahogó de repente cuando en el umbral apareció el robusto y severo... -¡Pritcher! -exclamó Toran.
Bayta tartamudeó
-¡Capitán! ¿Cómo nos ha encontrado?
Han Pritcher entro en la habitación. Su voz era clara y tranquila, y totalmente desprovista de emo­ción.
-Ahora ostento el rango de coronel... a las órde­nes del Mulo.
-¡A las órdenes del... Mulo! -repitió Toran. Los tres se quedaron inmóviles.
Magnífico le miró fijamente y se escondió detrás de Toran. Nadie reparó en él.
Bayta dijo, juntando fuertemente sus manos tem­blorosas:
-¿Va a arrestarnos? ¿De verdad se ha pasado a ellos?
El coronel contestó rápidamente
-No he venido a arrestarles. Mis instrucciones no hacen mención a ninguno de ustedes. En este caso, soy libre de hacer lo que quiera, y, si me lo permi­ten, me gustaría evocar nuestra vieja amistad.
El rostro de Toran expresaba una furia reprimida. -¿Cómo nos ha encontrado? ¿De modo que estaba en la nave filiana? ¿Nos siguió?
La impasibilidad del rostro de Pritcher esbozó un leve desconcierto.
-Estaba en la nave filiana. Pero les encontré... bueno, por casualidad.
-Es una casualidad matemáticamente imposible. -No. Es sólo improbable, así que deben creerme. En cualquier caso, ustedes admitieron ante los filianos -por supuesto, la nación de Filia no existe en realidad- que se dirigían al sector de Trántor, y como el Mulo ya tiene contactos en Neotrántor, era fácil detenerles allí. Por desgracia, ustedes se marcha­ron antes de mi llegada, un poco antes. Tuve tiempo de ordenar a las granjas de Trántor que me advirtie­ran de su presencia aquí. Así lo hicieron, y por eso he venido. ¿Puedo sentarme? Vengo como amigo, créanme.
Tomó asiento. Toran bajó la cabeza. Con una en­tumecida falta de emoción, Bayta preparó el té. Toran alzó bruscamente la vista.
-Bien, ¿a qué está esperando, coronel? ¿En qué consiste su amistad? Si no es un arresto, ¿qué es? ¿Acaso piensa custodiarnos? Llame a sus hombres y dé las órdenes oportunas.
Pacientemente, Pritcher meneó la cabeza.
-No, Toran. He venido por propia voluntad a ha­blar con ustedes, a persuadirles de la inutilidad de lo que están haciendo. Si fracaso, me iré. Eso es todo.
-¿Eso es todo? Pues bien, vomite su propaganda, pronuncie su discurso y váyase. Yo no quiero té, Bayta.
Pritcher aceptó una taza con una grave frase de agradecimiento. Mientras bebía a sorbos miró a To­ran con fuerza serena. Entonces dijo:
-El Mulo es un mutante. No puede ser vencido por la naturaleza de su mutación...
-¿Por qué? ¿Cuál es su mutación? -preguntó Toran con sarcasmo-. Supongo que ahora puede decírnoslo, ¿no?
-Sí, se lo diré. El hecho de que ustedes lo sepan no le perjudicará. Verán... es capaz de dirigir el equi­librio emocional de los seres humanos. Parece un pe­queño truco, pero es totalmente efectivo.
Bayta interrumpió:
-¿El equilibrio emocional? -Frunció el ceño-. ¿Quiere explicarnos eso? No lo entiendo del todo. -Quiero decir que es fácil para él inspirar, por ejemplo, en un general, la emoción de completa leal­tad al Mulo y de completa fe en la victoria del Mulo. Sus generales están controlados emocionalmen­te. No pueden traicionarle, no pueden flaquear... y el control es permanente. Sus enemigos más inteligen­tes se convierten en sus más fieles subordinados. El señor guerrero de Kalgan le entregó su planeta y se convirtió en virrey de la Fundación.
-Y usted -añadió amargamente Bayta- traicio­na su causa y se convierte en el enviado del Mulo en Trántor. ¡Comprendo!
-No he terminado. La facultad del Mulo funcio­na a la inversa todavía con mayor efectividad. ¡El desespero es una emoción! En el momento crucial, hombres clave de la Fundación, hombres clave de Haven, se desesperaron. Sus mundos cayeron sin ape­nas luchar.
-¿Quiere usted decir -preguntó tensamente Bay­ta- que la sensación que me invadió en la Bóveda del Tiempo fue provocada por el Mulo, que contro­laba mi estado emocional?
-Sí, y el mío, y el de todos. ¿Qué pasó en Haven cuando se acercaba el fin?
Bayta miró hacia otra parte.
El coronel Pritcher continuó con vehemencia:
-Del mismo modo que actúa sobre los mundos, actúa sobre los individuos. ¿Podría usted luchar con­tra una fuerza capaz de hacer que se rinda volunta­riamente en un momento determinado? ¿Capaz de convertirle en un fiel servidor cuando se le antoja? Toran preguntó con lentitud
-¿Cómo puedo saber si todo esto es cierto? -¿Puede explicar la caída de la Fundación y de Haven de alguna otra manera? ¿Puede explicar... mi conversión? ¡Reflexione, hombre! ¿Qué hemos hecho usted o yo, o toda la Galaxia en todo este tiempo, contra el Mulo? ¿Hemos hecho algo, aunque sea poca cosa?
Toran aceptó el reto.
-¡Por la Galaxia que puedo explicarlo! -y gritó con repentina y fiera satisfacción-: Su maravilloso Mulo tiene contactos con Neotrántor que, según us­ted, debieran habernos detenido, ¿verdad? Esos con­tactos ya no existen. Nosotros matamos al príncipe heredero y convertimos al otro en un idiota inútil. El Mulo no nos detuvo allí ni pudo hacer nada con­tra nosotros.
-No, no, de ninguna manera. Esos no eran nues­tros hombres. El príncipe heredero era una medio­cridad, y borracho por añadidura. El otro hombre, Commason, es totalmente estúpido. Tenía poder en su mundo, pero eso no le impidió ser vicioso, malé­volo y por completo incompetente. No teníamos nada que ver con ellos. En cierto sentido eran mario­netas...
-Pero fueron ellos quienes nos detuvieron, o lo intentaron.
-Se equivoca de nuevo. Commason tenía un es­clavo personal, un hombre llamado Inchney. La idea de su detención fue suya. Es viejo, pero servirá para nuestros propósitos momentáneos. Ustedes no ha­brían podido matarle.
Bayta se encaró con el coronel. No había tocado su taza de té.
-Pero, según usted mismo ha confesado, sus emo­ciones están controladas. Tiene fe en el Mulo, una fe antinatural y enfermiza en el Mulo. ¿Qué valor tienen sus opiniones? Ha perdido toda su capacidad de pensar objetivamente.
-Está usted en un error. -El coronel negó len­tamente con la cabeza-. Sólo las emociones me han sido dictadas. Mi razón es la misma de siempre. Puede ser influenciada hacia cierta dirección por mis emociones dirigidas, pero no es forzada. Y hay algu­nas cosas que puedo ver más claramente ahora que estoy libre de mi anterior tendencia emocional. Pue­do ver que el programa del Mulo es inteligente y práctico. Desde que he sido... convertido, he seguido su carrera desde su comienzo, hace siete años. Con su poder mental mutante empezó venciendo a un cau­dillo y a su banda. Después conquistó un planeta. Con eso, y su poder, extendió su influencia hasta que pudo vencer al señor guerrero de Kalgan. Cada uno de sus pasos siguió al anterior de manera ló­gica. Con Kalgan en el bolsillo, tuvo en sus manos una flota de primera clase, y con eso, y su poder, pudo atacar a la Fundación. La Fundación es la clave. Es el área de mayor concentración industrial de la Galaxia, y ahora que las técnicas atómicas de la Fun­dación están en sus manos, es el verdadero dueño de la Galaxia. Con esas técnicas, y su poder, puede obligar a los restos del Imperio a reconocer su do­minio, y eventualmente, cuando muera el viejo Empe­rador, que está loco y no vivirá mucho tiempo, a coronarle Emperador. Entonces lo será de nombre y no sólo de hecho. Con eso, y su poder, ¿dónde está el mundo de la Galaxia que pueda hacerle frente? En estos últimos siete años ha establecido un nuevo Imperio. En otras palabras: en siete años habrá rea­lizado lo que toda la psicohistoria de Seldon no po­dría haber hecho en menos de setecientos. La Gala­xia disfrutará por fin de paz y de orden. Y ustedes no podrían detenerlo, como no podrían detener con sus hombros el curso de un planeta.
Un largo silencio siguió al discurso de Pritcher. El resto de su té se había enfriado. Vació su taza, la volvió a llenar y bebió lentamente. Toran se mor­día la uña del pulgar. El rostro de Bayta era frío, distante y lívido.
Entonces Bayta dijo con voz débil:
-No estamos convencidos. Si el Mulo desea que vivamos, que venga aquí y nos influya él mismo.
Usted luchó contra él hasta el último momento de su conversión, ¿no es verdad?  
-En efecto -afirmó solemnemente Pritcher. -Entonces concédanos el mismo privilegio.
El coronel Pritcher se levantó. Con tono decidido e irrevocable, dijo:
-En este caso, me voy. Como he dicho antes, mi actual misión no les concierne en modo alguno. Por consiguiente; no creo que sea necesario informar de su presencia aquí. No se trata de un gran favor. Si el Mulo desea detenerles, sin duda dispone de otros hombres para hacer el trabajo, y ellos les detendrán. Pero, aunque no sirva de nada, yo no contribuiré a menos que reciba una orden.
-Gracias -musitó Bayta.
-¿Y Magnífico? ¿Dónde está? Sal de ahí, Magní­fico, no te haré ningún daño...
-¿Qué hay de él? -preguntó Bayta con repentina animación.
-Nada. Mis instrucciones tampoco le mencionan. He oído decir que le buscan, pero el Mulo le encon­trará cuando le convenga. Yo no diré nada. ¿Quieren estrechar mi mano?
Bayta negó con la cabeza. Toran le miró con fu­rioso desprecio. El coronel bajó casi imperceptible­mente los hombros. Se fue hacia la puerta, y allí se volvió y dijo:
-Una última cosa. No crean que desconozco el motivo de su terquedad. Se sabe que están buscando la Segunda Fundación. El Mulo tomará sus medidas a su debido tiempo. Nada puede ayudarles... Pero yo les conocí en otros tiempos y tal vez haya algo en mi conciencia que me ha impulsado a hacer esto; en cualquier caso, he tratado de ayudarles y evitar­les el peligro final antes de que fuera demasiado tarde. Adiós.
Se cuadró rígidamente... y desapareció. Bayta se volvió hacia Toran y murmuró -Incluso están enterados de lo de la Segunda Fun­dación.
En la escondida biblioteca, Ebling Mis, ajeno a todo, se acurrucaba bajo un rayo de luz en la pe­numbra de la enorme sala, y mascullaba triunfal­mente para sí.

25. LA MUERTE DE UN PSICOLOGO


A partir de entonces, a Ebling Mis sólo le que­daban dos semanas de vida.
Y en aquellas dos semanas, Bayta estuvo con él tres veces. La primera fue la noche que siguió a la visita del coronel Pritcher. La segunda fue a la se­mana siguiente, y la tercera también una semana des­pués -el último día-, el día en que Mis murió.
La primera vez, cuando se hubo ido el coronel Pritcher, Toran y Bayta, anonadados, pasaron una hora meditando, dando vueltas a los mismos proble­mas. Bayta dijo:
-Torie, hemos de decírselo a Ebling. Toran repuso con voz átona: -¿Crees que puede ayudarnos?
-Nosotros sólo sanos dos. Compartiremos la car­ga con él. Tal vez se le ocurra algo.
-Ha cambiado -observó Toran-. Ha perdido peso. Está un poco desorientado, como ausente. -Mo­vió los dedos en el aire, metafóricamente-. A veces pienso que no puede servirnos de mucho, y otras creo que nada puede servirnos.
-¡No digas eso! -gritó Bayta-. ¡Torie, no digas eso! Cuando te oigo me da la impresión de que el Mulo nos está captando. Digámoselo a Ebling, Torie, ¡ahora mismo!
Ebling Mis levantó la vista de los libros que tenía sobre el largo escritorio y les miró, parpadeando, mientras se acercaban. Sus cabellos estaban desgre­ñados, y sus labios emitían sonidos ininteligibles.
-¿Eh? -preguntó-. ¿Alguien me busca? Bayta se arrodilló.
-¿Le hemos despertado? ¿Quiere que nos vaya­mos?
-¿Irse? ¿Quién es? ¿Bayta? ¡No, no, quédate! ¿No hay sillas? Las he visto en alguna parte... -y señaló vagamente con un dedo.
Toran acercó dos sillas. Bayta se sentó y tomó en­tre las suyas las manos fláccidas del psicólogo. -¿Podemos hablar con usted, doctor? -Raramen­te usaba el título.
-¿Ocurre algo malo? -Las mejillas de Mis recu­peraron algo de color-. ¿Ocurre algo malo?
Bayta contestó:
-Ha venido el capitán Pritcher. Déjame hablar a mí, Torie. ¿Recuerda al capitán Pritcher, doctor? -Sí..., sí... -Se pellizcó los labios y los soltó-. Es un hombre alto. Un demócrata.
-Sí, es él. Ha descubierto la mutación del Mulo. Ha estado aquí, doctor, y nos lo ha contado. -Pero esto no es nada nuevo. Yo ya conozco la mutación del Mulo. -Y añadió con genuino asom­bro-: ¿No os lo he dicho? ¿He olvidado decíroslo? -¿Decirnos qué? -intervino Toran con rapidez. -La mutación del Mulo, naturalmente. Interfiere en las emociones. ¡El control emocional! ¿No os lo he dicho? ¿Por qué me habré olvidado? -Se mordió el labio inferior, absorto.
Entonces, lentamente, la vida volvió a su voz y abrió mucho los párpados, como si su cerebro embo­tado hubiese encontrado su cauce normal. Habló como en sueños, mirando a un punto inexistente en­tre sus dos interlocutores:
-En realidad, es muy sencillo; no requiere un co­nocimiento especializado. Por supuesto, en las mate­máticas de la psicohistoria se resuelve muy pronto con una ecuación de tercer grado, sin necesitar más complicaciones. Pero dejemos eso. Puede exponerse con palabras corrientes, de modo general, y hacerlo comprensible, lo cual no suele ocurrir con los fenó­menos psicohistóricos.
»Preguntaos a vosotros mismos... ¿Qué puede des­baratar el cuidadoso esquema histórico de Hari Sel­don? -Les miró con una leve e inquisitiva ansie­dad-. ¿Cuáles fueron los supuestos originales de Seldon? Primero, que no habría ningún cambio funda­mental en la sociedad humana durante los próximos mil años.
»Por ejemplo, suponed que hubiera un cambio im­portante en la tecnología de la Galaxia, como el ha­llazgo de un nuevo principio para la utilización de la
energía o el perfeccionamiento del estudio de la neu­robiología electrónica. Los cambios sociales harían anticuadas las ecuaciones originales de Seldon. Pero eso no ha ocurrido, ¿verdad?
»O suponed que se inventara, fuera de la Funda­ción, una nueva arma capaz de contrarrestar todas las armas de la Fundación. Eso podría causar una considerable desviación, aunque con menor certeza. Pero tampoco ha ocurrido. El depresor atómico de campo ideado por' el Mulo ha sido un arma torpe que hemos podido neutralizar. Y es la única nove­dad que ha presentado.
»¡Pero había un segundo supuesto, más sutil! Seldon supuso que la reacción humana a los estímu­los permanecería constante. Si admitimos que el primer supuesto fue correcto, ¡entonces debe haber fallado el segundo! Algún factor debe estar retor­ciendo y desfigurando la respuesta emocional de los seres humanos, o Seldon no habría fracasado y la Fundación no habría caído. ¿Y qué factor podía ser, sino el Mulo?
»¿Tengo razón? ¿Hay alguna laguna en mi razona­miento?
La mano regordeta de Bayta le dio unas palmadas. -Ninguna laguna, Ebling.
Mis estaba satisfecho como un niño.
-De esto se deducen otras cosas con la misma facilidad. Os digo que a veces me pregunto qué es­tará pasando en mi interior. Creo que recuerdo el tiempo en que tantas cosas eran un misterio para mí... y ahora todo está muy claro. No existen pro­blemas. Me enfrento a algo que podría serlo, y de alguna forma veo y comprendo en mi interior. Y parece que mis intuiciones y mis teorías me son dictadas. Hay un ímpetu dentro de mí... me empuja siempre más allá... no permite que me detenga... y no siento deseos de comer o dormir... sólo de con­tinuar... continuar...
Su voz era un murmullo, su mano ajada y de venas azules se posó temblorosamente en su sien. En sus ojos había un frenesí que se encendía y apaga­ba. Añadió con más calma
-¿Así que nunca os he hablado de los poderes
mutantes del Mulo? Pero... ¿no acabáis de decirme que los conocéis?
-Nos lo dijo el capitán Pritcher, Ebling -repuso Bayta-. ¿Le recuerda?
-¿El os lo dijo? -En su tono se advertía cierto resentimiento-. Pero ¿cómo lo ha averiguado? -Ha sido influenciado por el Mulo. Ahora es co­ronel y uno de los hombres del mutante. Vino a aconsejarnos que nos rindiésemos al Mulo, y nos contó lo que usted acaba de decirnos.
-Entonces, ¿el Mulo sabe que estamos aquí? He de apresurarme... ¿Dónde está Magnífico? ¿No está con vosotros?
-Se ha ido a dormir -contestó Toran con impa­ciencia-. Es más de medianoche, ¿lo sabía usted? -¿De veras? ¿Dormía yo cuando habéis entrado? -Creo que sí -dijo Bayta con decisión-, y no le permitiremos que vuelva al trabajo. Se irá a dor­mir. Vamos, Torie, ayúdame. Y usted deje de empu­jarme, Ebling, o le meteré primero bajo la ducha. Quítale los zapatos, Torie, y mañana ven a buscarle y llévatelo a respirar aire puro antes de que se pu­dra. ¡Fíjese, Ebling, está usted criando telarañas! ¿Tiene hambre?
Ebling Mis meneó la cabeza y les miró desde su catre con expresión confundida.
-Quiero que mañana me enviéis a Magnífico -su­surró.
Bayta le tapó hasta el cuello con la sábana. -Seré yo quien venga mañana, con su ropa lim­pia. Le haré tomar un buen baño y salir a visitar la granja y sentir el calor del sol.
-No lo haré -dijo Mis débilmente-. ¿Me oyes? Estoy demasiado ocupado.
Sus escasos cabellos yacían sobre la almohada como un fleco plateado en torno a su cabeza. Su voz murmuró en tono confidencial:
-Queréis encontrar la Segunda Fundación, ¿no? Toran se volvió con rapidez y se puso en cuclillas junto al catre.
-¿Qué sabe de la Segunda Fundación, Ebling? El psicólogo sacó un brazo de debajo de la sá­bana, y sus dedos cansados agarraron a Toran por la manga.
-Las Fundaciones fueron establecidas en una gran Convención de Psicología presidida por Hari Seldon, Toran. He localizado las actas de aquella Convención. Veinticinco gruesos rollos de película. Ya he dado un repaso a varios sumarios.
-¿Y qué?
-Pues que es muy fácil encontrar en ellos el lugar dé la Primera Fundación, si se sabe algo de psicohistoria. Se alude a ella con frecuencia, si se comprenden las ecuaciones. Pero, Toran, nadie men­ciona a la Segunda Fundación. No existe referencia de ella en ninguna parte.
Toran enarcó las cejas. -Entonces, ¿no existe?
-¡Claro que existe! -gritó airadamente Mis-. ¿Quién ha dicho lo contrario? Pero no se habla de ella. Su importancia, y todo lo concerniente a ella, está oculto, velado. ¿No lo comprendes? Es la más importante de las dos. Es la esencial, ¡la que cuen­ta! Y yo tengo las actas de la Convención de Seldon. El Mulo aún no ha vencido...
Bayta, sin hacer ruido, apagó las luces. -A dormir.
Sin hablar, Toran y Bayta se dirigieron a sus propios aposentos.
Al día siguiente, Ebling Mis se bañó y se vistió, vio el sol de Trántor y sintió su viento por última vez. Al final del día se sumergió de nuevo en las gigantescas salas de la biblioteca, y nunca más volvió a salir.
Durante la semana que siguió, la vida continuó su curso. El sol de Neotrántor era una estrella quieta y brillante en el firmamento nocturno de Trántor. La granja estaba ocupada con la siembra de prima­vera. Los terrenos de la Universidad estaban silen­ciosos. La Galaxia parecía vacía. Era como si el Mulo no hubiera existido nunca.
Bayta pensaba todo esto mientras contemplaba a Toran que encendía cuidadosamente su cigarro y mi­raba las partes de cielo azul visibles entre las altas torres metálicas que les rodeaban.
-Es un hermoso día -dijo Toran.
-En efecto. ¿Tienes todo lo que necesitamos en la lista, Torie?
-Sí. Mantequilla, una docena de huevos, judías verdes... Todo está aquí, Bay. Lo traeré sin falta. -Bien. Y asegúrate de que las verduras son de la última cosecha, y no' reliquias de museo. A pro­pósito, ¿has visto a Magnífico en alguna parte? -No, desde el desayuno. Seguramente estará aba­jo con Ebling, mirando un libro-película.
-Muy bien. No pierdas el tiempo, porque nece­sito los huevos para la comida.
Toran se fue con una sonrisa y saludando con la mano.
Bayta dio media vuelta cuando Toran se perdió de vista entre el revoltijo de metal. Vaciló ante la puerta de la cocina, retrocedió lentamente, y se des­lizó por entre las columnas que conducían al ascen­sor por el que se bajaba a la biblioteca.
Allí estaba Ebling Mis, con la cabeza inclinada sobre los oculares del proyector, y el cuerpo encor­vado e inmóvil. Junto a él se hallaba Magnífico, acu­rrucado en una silla, con los ojos vigilantes; era como un montón de miembros desarticulados, con una nariz que acentuaba la delgadez de su rostro. Bayta dijo suavemente:
-Magnífico...
Magnífico se puso en pie de un salto. Su voz era un ansioso murmullo:
-¡Mi señora!
-Magnífico -dijo Bayta-, Toran se ha ido a la granja y estará un rato fuera. ¿Serías tan amable de correr tras él con un mensaje que voy a escribir?
-Gustosamente, mi señora. Mis pequeños servi­cios son suyos sin reserva, por si pueden serle de alguna utilidad.
Se quedó sola con Ebling Mis, que no se había movido. Firmemente, colocó una mano en su hombro. -Ebling...
El psicólogo se sobresaltó y exhaló un grito: -¿Qué...? -Arrugó los ojos-. ¿Eres tú, Bayta? ¿Dónde está Magnífico?
-Le he mandado fuera. Quería estar sola con usted durante un rato. -Pronunciaba las palabras con exagerada claridad-. Quiero hablarle, Ebling.
El psicólogo hizo ademán de volver a su proyec­tor, pero la mano de Bayta se mantuvo firme sobre
su hombro. Sintió claramente el hueso bajo la man­ga. La carne parecía haberse fundido desde su lle­gada a Trántor. Tenía el rostro delgado, amarillento, y llevaba una barba de varios días. Los hombros es­taban visiblemente encorvados, incluso sentado.
-Magnífico no le molesta, ¿verdad, Ebling? -pre­guntó Bayta-. No se mueve de aquí ni de noche ni de día.
-¡No, no, no! En absoluto. Ni siquiera advierto su presencia. Guarda silencio y nunca me distrae. A veces me lleva y me trae los rollos de película; pa­rece saber lo que necesito sin que se lo pida. Déjale seguir aquí.
-Muy bien, pero... Ebling, ¿no le inspira extrañe­za? ¿Me oye, Ebling? ¿No le inspira extrañeza? Empujó una silla junto a él y le miró fijamente, como si quisiera leer la respuesta en sus ojos. Ebling Mis meneó la cabeza.
-No. ¿A qué te refieres?
-Me refiero a que tanto el coronel Pritcher como usted dicen que el Mulo puede condicionar las emo­ciones de los seres humanos. Pero ¿está usted se­guro de ello? ¿No es el propio Magnífico una nega­ción de su teoría?
Hubo un silencio.
Bayta reprimió un fuerte deseo de zarandear al psicólogo.
-¿Qué le ocurre, Ebling? Magnífica era el bufón del Mulo. ¿Por qué no fue condicionado para el amor y la fe? ¿Por qué precisamente él, entre todos los que rodean al Mulo, le odia tanto?
-Pero...¡sí que fue condicionado! ¡Claro,  Bay! -Pareció ir ganando certeza a medida que hablaba ­¿Supones que el Mulo trata a su bufón del mismo modo que trata a sus generales? De los últimos nece­sita fe y lealtad, pero del bufón sólo requiere temor. ¿No has observado nunca que el continuo estado de pánico de Magnífico es patológico en su naturaleza? ¿Encuentras natural que un ser humano esté tan asustado continuamente? El temor hasta ese grado se convierte en cómico. Es probable que el Mulo lo encontrase cómico, y útil además, porque dificultó la ayuda que antes podríamos haber obtenido de Magnífico.
Bayta preguntó:
-¿Quiere decir que la información de Magnífico acerca del Mulo era falsa?
-Era desconcertante. Estaba influida por el mie­do patológico. El Mulo no es el gigante físico que Magnífico piensa. Es más probable que sea un hom­bre corriente, aparte de sus poderes mentales. Pero le divertía posar como un superhombre ante el pobre Magnífico... -El psicólogo se encogió de hombros­. En cualquier caso, la información de Magnífico ya no tiene importancia.
-Entonces, ¿qué es lo importante?
Pero Mis se desasió y volvió a su proyector. -¿Qué es lo importante? -repitió ella-. ¿La Se­gunda Fundación?
Los ojos del psicólogo se clavaron en Bayta. -¿Te he dicho algo acerca de eso? No recuerdo haber dicho nada. Aún no estoy preparado. ¿Qué te he dicho?
-Nada -repuso intensamente Bayta-. ¡Oh, por la Galaxia! Usted no me ha dicho nada, pero desea­ría que lo hiciera porque estoy mortalmente cansada. ¿Cuándo acabará esto?
Ebling Mis la miró de soslayo, vagamente arrepen­tido.
-Vamos, vamos..., querida, no he querido ofen­derte. A veces olvido... quiénes son mis amigos. A veces tengo la impresión de que no debo hablar de todo esto. Es preciso guardar el secreto..., pero del Mulo, no de ti, querida. -Le dio unas palmadas en el hombro, con gentil amabilidad.
Ella preguntó:
-¿Qué me dice de la Segunda Fundación?
La voz de Mis se convirtió automáticamente en un susurro, fino y sibilante:
-¿Conoces la meticulosidad con que Seldon cu­brió sus huellas? Las actas de la Convención de Seldon me hubieran servido de muy poco hace un mes, antes de que llegara esta extraña inspiración. Incluso ahora me parece... muy confuso. Los docu­mentos de la Convención son a menudo oscuros, sin aparente ilación. Más de una vez me he preguntado si los propios miembros de la Convención conocían todo lo que había en la mente de Seldon. A veces
creo que usó la Convención como una gigantesca pan­talla, y erigió él solo la estructura...
-¿De las Fundaciones? -urgió Bayta.
-¡De la Segunda Fundación! Nuestra Fundación fue sencilla. Pero la Segunda Fundación era sólo un nombre. Se mencionó, pero su elaboración, si la hubo, fue ocultada profundamente bajo las matemáticas. Hay todavía muchas cosas que ni siquiera he empe­zado a comprender, pero en estos últimos siete días me he formado una vaga imagen reuniendo los deta­lles. La Primera Fundación fue un mundo de cientí­ficos físicos. Representaba una concentración de la ciencia moribunda de la Galaxia bajo las condicio­nes necesarias para su resurgimiento. No se incluye­ron psicólogos. Fue un fallo muy peculiar, pero que debió de tener sus motivos. La explicación corriente es que la psicohistoria de Seldon funcionaba mejor cuando las unidades de individuos trabajadores, se­res humanos, ignoraban lo que iba a ocurrir y po­dían por tanto reaccionar naturalmente ante todas las situaciones. ¿Me sigues, querida...?
-Sí, doctor.
-Entonces, escucha con atención. La Segunda Fundación era un mundo de científicos mentales. Era la imagen reflejada de nuestro mundo. La psicología, y no la física, predominaba. -Y triunfalmente-: ¿Lo comprendes?
-No.
-Pues reflexiona, Bayta, usa el cerebro. Hari Sel­don sabía que su psicohistoria sólo podía predecir probabilidades, no certezas. Había siempre un mar­gen de error, y, a medida que pasa el tiempo, este margen aumenta en progresión geométrica. Es natu­ral que Seldon se previniera contra esto. Nuestra Fundación era científicamente vigorosa. Podía con­quistar ejércitos y armas. Podía oponer la fuerza. Pero ¿qué hay del ataque mental de un mutante como el Mulo?
-¡Esto sería resuelto por los psicólogos de la Se­gunda Fundación! -exclamó Bayta, sintiendo la exci­tación que crecía en su interior.
-¡Claro, claro! ¡Exacto!
-Pero hasta ahora no han hecho nada. -¿Cómo sabes que no han hecho nada?
Bayta reflexionó.
-No lo sé. ¿Tiene usted pruebas de su actividad? -No. Hay muchos factores que desconozco por completo. La Segunda Fundación no pudo estable­cerse en pleno desarrollo, como tampoco nosotros. Evolucionamos lentamente y fuimos adquiriendo fuer­za; ellos deben haber hecho lo mismo. Sólo las es­trellas saben en qué etapa de su tuerza se encuen­tran ahora. ¿Son lo bastante fuertes como para lu­char contra el Mulo? ¿Son siquiera conscientes del peligro? ¿Tienen dirigentes capacitados?
-Pero si siguen el plan de Seldon, el Mulo ha de ser vencido por la Segunda Fundación. .
-¡Ah! -y la delgada cara de Ebling Mis se arrugó pensativamente-. Ya volvemos a estar en lo mismo. Pero la Segunda Fundación fue una tarea más difícil que la Primera. Su complejidad es enormemente ma­yor; y en consecuencia, también lo es la posibilidad de error. Y si la Segunda Fundación no vence al Mulo, las cosas irán mal... definitivamente mal. Tal vez signifique el fin de la raza humana, tal como la conocemos.
-¡No!
-Sí. Si los descendientes del Mulo heredan sus dotes mentales... ¿Lo comprendes? El Homo Sapiens no podría competir. Habría una nueva raza domi­nante, una nueva aristocracia, y el Homo Sapiens sería degradado a trabajar en calidad de esclavo, como una raza inferior. ¿No es así?
-Sí, así es.
-E incluso, aunque por alguna casualidad el Mulo no estableciera una dinastía, establecería un distorsio­nado nuevo Imperio dirigido solamente por su poder personal. Moriría con él; la Galaxia estaría donde estaba antes de su llegada; excepto que ya no habría Fundaciones que pudieran fundirse en un real y sano Segundo Imperio. Significaría miles de años de bar­barie. No habría un final a la vista.
-¿Qué podemos hacer? ¿Podemos advertir a la Segunda Fundación?
-Debemos hacerlo, o pueden desaparecer debido a la ignorancia, a lo cual no podemos arriesgarnos. Pero no hay modo de transmitirles el aviso. -¿No podríamos encontrar un medio?
-Ignoro su paradero. Están en «el otro extremo de la Galaxia», pero eso es todo, y hay millones de mundos para escoger.
-Pero, Ebling, ¿no dice nada aquí. -y Bayta se­ñaló vagamente los rollos de película que cubrían la mesa.
-No, nada. No dicen dónde puedo encontrarla... todavía. El secreto debe significar algo. Ha de haber una razón... -En sus ojos había una expresión per­pleja-. Ahora me gustaría que te fueras. Ya he per­dido bastante tiempo, y ya queda poco..., ya queda poco.
Se apartó de ella, petulante y con el ceño frun­cido.
Los pasos suaves de Magnífico se aproximaron. -Su marido está en casa, mi señora.
Ebling Mis no saludó al bufón. De nuevo se in­clinaba sobre el proyector.
Aquella noche, después de haber escuchado, Toran habló
-¿Y tú crees que tiene razón, Bay? ¿No piensas que está un poco...? -Vaciló.
-Tiene razón, Torie. Está enfermo, lo sé. El cam­bio que se ha operado en él, su pérdida de peso, el modo en que habla... está enfermo. Pero escúchale en cuanto sale el tema del Mulo, de la Segunda Fun­dación o de algo en lo que esté trabajando. Está lúcido como el cielo del espacio exterior. Sabe de lo que está hablando. Yo le creo.
-Entonces, aún hay esperanzas. -Era casi una pregunta.
-Yo..., yo no lo puedo asegurar. ¡Tal vez sí, tal vez no! Llevaré una pistola en lo sucesivo. -Tenía en la mano una diminuta arma de reluciente ca­ñón-. Por si acaso, Torie, por si acaso.
-¿De qué caso hablas?
Bayta rió con un pequeño tono de histerismo. -No importa. Quizá yo también estoy un poco loca..., como Ebling Mis.
En aquel momento, a Ebling Mis sólo le queda­ban siete días de vida, y los siete días transcurrie­ron tranquilamente, uno tras otro.
Toran sentía que había una especie de estupor en ellos. El calor y el sordo silencio le invadían y aletargaban. Todo lo que estaba vivo parecía haber per­dido su poder de acción, convirtiéndose en un mar infinito de hibernación.
Mis era una entidad oculta cuyo laborioso trabajo no producía nada y no se daba a conocer. Era como si viviese tras una barricada. Ni Toran ni Bayta po­dían verle. Sólo la misión de intermediario de Mag­nífico evidenciaba su existencia. Magnífico, silencioso y pensativo como nunca, iba y venía con bandejas de comida, andando de puntillas, como convenía al único testigo del reino de las penumbras.
Bayta estaba cada vez más encerrada en sí misma. Su vivacidad se desvaneció, su segura eficiencia se tambaleaba. Ella también parecía preocupada y ab­sorta, y en cierta ocasión Toran la sorprendió acari­ciando su pistola. Bayta la dejó en seguida, con una sonrisa forzada.
-¿Qué estabas haciendo con ella, Bay? -La sostenía. ¿Acaso es un crimen? -Te vas a saltar tus necios sesos.
-Si lo hago, no representará una gran pérdida. La vida conyugal había enseñado a Toran la futi­lidad de discutir con una mujer en un mal momento. Se encogió de hombros y se fue.
El último día, Magnífico irrumpió sin aliento ante ellos. Les agarró, asustado.
-El eximio doctor les llama. No se encuentra bien.
Y no estaba bien. Se hallaba en el lecho, con los ojos extrañamente grandes y brillantes.
-¡Ebling! -gritó Bayta.
-Déjame hablar -masculló el psicólogo, incorpo­rándose con esfuerzo y apoyándose sobre un codo-. Dejadme hablar. Estoy acabado; os lego mi trabajo. No he tomado notas, he destruido los números. Nin­guna otra persona ha de saberlo. Todo debe gra­barse en vuestras mentes.
-Magnífico -dijo Bayta con brusca franqueza-, ¡vete arriba!
De mala gana, el bufón se levantó y retrocedió un paso. Sus tristes ojos estaban fijos en Mis.
Mis hizo un gesto débil.
-El no importa; dejadle permanecer aquí. Quéda­te, Magnífico.
El bufón volvió a sentarse con rapidez. Bayta miró al suelo. Lentamente, muy lentamente, se mordió el labio inferior.
Mis dijo en un ronco susurro:
-Estoy convencido de que la Segunda Fundación puede ganar, si no es atacada prematuramente por el Mulo. Se ha mantenido en secreto; este secreto debe guardarse; tiene un propósito. Debéis ir allí; vuestra información es vital.... puede cambiarlo todo. ¿Me escucháis?
Toran gritó, casi con desesperación:
-¡Sí, sí! Díganos cómo podremos llegar. ¡Ebling! ¿Dónde está?
-Puedo decíroslo -murmuró la débil voz. Pero no consiguió hacerlo.
Bayta, con el rostro lívido y hierático, levantó su pistola y disparó. El disparo resonó con fuerza en la habitación. Mis había desaparecido de la cintura para arriba, y en la pared del fondo había un agu­jero dentado. La pistola desintegradora cayó al suelo, al ser soltada por unos dedos entumecidos.

26. FINAL DE LA BUSQUEDA


No había palabras que pronunciar. Los ecos del estampido se difundieron por las salas exteriores y se extinguieron en un ronco y moribundo murmullo. Antes de hacerlo definitivamente ahogaron el ruido de la pistola de Bayta al caer contra el suelo; ahoga­ron también el grito agudo de Magnífico y el rugido inarticulado de Toran.
Reinó un silencio espantoso.
La cabeza de Bayta, inclinada, se hallaba en la oscuridad. Una gota tembló en el rayo de luz al caer. Bayta no había llorado jamás en ninguna otra oca­sión.
Los músculos de Toran casi estallaron en un es­pasmo, pero no se distendieron; Toran tuvo la sen­sación de que ya no volvería a separar los dientes.
El rostro de Magnífico era una máscara ajada y sin vida.
Finalmente, entre sus dientes aún apretados, Toran exclamó con una voz irreconocible
-Así que eres una mujer del Mulo. ¡Te ha cap­tado!
Bayta alzó la mirada, y su boca se torció en dolo­rosa mueca.
-¿Yo, una mujer del Mulo? Esto sí que es una ironía.
Sonrió con esfuerzo tenso y se echó atrás los ca­bellos con una sacudida. Lentamente, su voz recobró el tono normal:
-Se acabó, Toran; ahora puedo hablar. Ignoro cuánto podré sobrevivir. Pero puedo empezar a ha­blar...
La tensión de Toran había cedido bajo su propia intensidad, convirtiéndose en una fláccida indiferencia.
-¿Hablar de qué, Bay? ¿Qué queda por decir? -Hablar de la calamidad que nos ha estado per­siguiendo. La hemos observado antes, Torie. ¿No lo recuerdas? La derrota siempre nos ha pisado los ta­lones y nunca ha logrado atraparnos. Estuvimos en la Fundación, y ésta se derrumbó mientras los co­merciantes independientes aún luchaban... pero nos­otros llegamos a tiempo a Haven. Estuvimos en Ha­ven, y Haven se derrumbó mientras los otros aún luchaban... y de nuevo escapamos a tiempo. Fuimos a Neotrántor, que ahora indudablemente ya está en manos del Mulo.
Toran escuchaba y meneaba la cabeza. -No te comprendo.
-Torie, estas cosas no suceden en la vida real. Tú y yo somos personas insignificantes; no vamos de un vértice político a otro, continuamente, por espacio de un año..., a menos que llevemos el vértice con nosotros. ¡A menos que llevemos con nosotros la fuente de la infección! ¿Comprendes ahora?
Toran apretó los labios. Su mirada se fijó en los terribles y sangrientos restos de lo que un día fuera un ser humano, y sus ojos expresaron horror. -Salgamos de aquí, Bay. Salgamos al aire libre. Fuera estaba nublado. El viento salió a su en­cuentro a latigazos, desordenando los cabellos de Bay. Magnífico había trepado tras ellos, y ahora es­cuchaba, inadvertido, su conversación. Toran dijo con voz tensa:
-¿Has matado a Ebling Mis porque creías que él era el foco de infección? -Algo en los ojos de ella le detuvo. Murmuró-: ¿Era el Mulo? -No com­prendió, no podía comprender las implicaciones de sus propias palabras.
Bayta se rió bruscamente.
-¿El pobre Ebling el Mulo? ¡Por la Galaxia, no! No hubiera podido matarle de haber sido el Mulo. El habría detectado la emoción del acto y la habría transformado en amor, devoción, adoración, terror, lo que se le antojara. No, he matado a Ebling por­que no era el Mulo. Le he matado porque él sabía dónde está la Segunda Fundación, y en dos segundos habría revelado el secreto al Mulo.
-Habría revelado el secreto al Mulo -repitió estúpidamente Toran-, hubiera dicho al Mulo...
Y entonces emitió un grito agudo y se volvió para mirar con horror al bufón, que parecía estar incons­ciente a sus pies y totalmente ignorante de lo que se decía junto a él.
-¿No será Magnífico...? -preguntó Toran en un susurro.
-¡Escucha! -dijo Bayta-. ¿Recuerdas lo que ocurrió en Neotrántor? ¡Oh!, piensa un poco, Toran... Pero él meneó la cabeza y murmuró algo.
Ella prosiguió, y su voz expresaba fatiga­
-Un hombre murió en Neotrántor. Un hombre murió sin que nadie le tocara. ¿No es cierto? Magní­fico tocó su Visi-Sonor, y cuando terminó, el prín­cipe heredero estaba muerto. Dime, ¿no es extraño? ¿No es algo singular que una criatura que se asusta de todo, que en apariencia está idiotizado por el terror, posea la facultad de matar a capricho?
-La música y los efectos de luz -replicó Torancausan- un profundo impacto emocional...
-Sí, un impacto emocional, y bastante intenso, por cierto. Y da la casualidad que los efectos emo­cionales son la especialidad del Mulo. Supongo que esto puede considerarse una coincidencia. Y un ser que puede matar por sugestión está lleno de terror.
Bueno, el Mulo ha interferido en su mente, o sea que eso se puede explicar. Pero, Toran, yo capté un poco de la selección del Visi-Sonor que mató al príncipe heredero. Sólo un poco... pero fue suficiente como para comunicarme la misma sensación de de­sespero que tuve en la Bóveda del Tiempo y en Ha­ven. Toran, no puedo confundir esa sensación tan especial.
El rostro de Toran se iba oscureciendo.
-Yo..., yo también lo sentí. Lo había olvidado. Jamás pensé...
-Fue entonces cuando se me ocurrió por primera vez. Fue sólo una sensación vaga, una intuición si quieres. No tenía pruebas. Cuando Pritcher nos habló del Mulo y de su mutación, lo comprendí en un mo­mento. Fue el Mulo quien creó la desesperación en la Bóveda del Tiempo; fue Magnífico quien había creado la desesperación en Neotrántor. Era la misma emo­ción. Por consiguiente, ¡el Mulo y Magnífico eran la misma persona! ¿No encaja todo perfectamente, To­rie? ¿No es igual que un axioma de geometría, que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí?
Se hallaba al borde del histerismo, pero hizo un esfuerzo para conservar la ecuanimidad. Continuó -El descubrimiento me dio un susto de muerte. Si Magnífico era el Mulo, podía conocer mis emocio­nes, y transformarlas para sus propios fines. No me atreví a decírselo. Me dediqué a eludirle. Por suerte, él también me eludía; estaba demasiado interesado en Ebling Mis. Planeé matar a Mis antes de que pu­diera hablar. Lo planeé en secreto -tan en secreto como pude-, tan secretamente que ni me atrevía a pensarlo. Si hubiera podido matar al propio Mulo..., pero no podía arriesgarme. Lo hubiera advertido, y lo habría perdido todo.
Bayta parecía estar al límite de sus emociones. Toran dijo duramente y con determinación: -Es imposible. Contempla a esta miserable cria­tura. ¿El, el Mulo? Ni siquiera oye lo que estamos diciendo.
Pero cuando su mirada siguió al dedo que seña­laba a Magnífico, éste estaba en pie, erguido y atento, con los ojos vivos y brillantes. Su voz no tenía rastro de acento.
-Lo he oído todo, amigo mío. Lo que ocurre es que he estado reflexionando sobre el hecho de que, a pesar de toda mi inteligencia y capacidad de pre­visión, haya podido cometer un error y perder tanto.
Toran se echó hacia atrás como si temiera el con­tacto del bufón o que su aliento pudiese contami­narle.
Magnífico asintió y contestó a la pregunta no for­mulada
-Yo soy el Mulo.
Ya no parecía grotesco; sus delgados miembros y su enorme nariz perdieron su comicidad. Su temor había desaparecido; su actitud era firme.
Era dueño de la situación con una facilidad nacida de la costumbre. Dijo en tono condescendiente: -Siéntense. Vamos, será mejor que se pongan cómodos. El juego ha terminado, y me gustaría con­tarles una historia. Es una debilidad mía: quiero que la gente me comprenda.
Y sus ojos, al mirar a Bayta, seguían siendo los mismos ojos marrones, suaves y tristes, de Magní­fico, el bufón.
-No hubo nada realmente notable en mi infancia -empezó, zambulléndose en un rápido e impaciente discurso-, y no merece recordarse. Tal vez ustedes lo comprendan. Mi delgadez es glandular; nací con esta nariz. Me fue imposible llevar una infancia nor­mal. Mi madre murió antes de que pudiera verme. No conozco a mi padre. Crecí al azar, herido y torturado en mi mente, lleno de autocompasión y odio hacia los demás. Entonces se me conocía como a un niño extraño. Todos me evitaban; la mayoría, por repug­nancia, algunos, por miedo. Ocurrieron extraños inci­dentes... Bueno, ¡eso no importa! Fue lo suficiente como para que el capitán Pritcher, al investigar so­bre mi infancia, comprendiera que soy un mutante, de lo cual yo mismo no me enteré hasta que cumplí los veinte años.
Toran y Bayta escuchaban con indiferencia. El so­nido de su voz les llegaba desde arriba, pues estaban sentados en el suelo, mientras que el bufón -o el Mulo- se paseaba frente a ellos, hablando hacia abajo, con los brazos cruzados.
-La noción de mi insólito poder parece haber
irrumpido en mí con lentitud, a pequeños pasos. In­cluso al final me costaba creerlo. Para mí, las men­tes de los hombres eran esferas, con indicadores que señalaban la emoción del momento. No es un símil adecuado, pero ¿cómo puedo explicarlo? Aprendí pau­latinamente que podía llegar hasta esas mentes y colocar el indicador en el lugar deseado, y hacer que permaneciera allí para siempre. Y me costó aún más tiempo darme cuenta de que los demás no po­dían hacerlo. Adquirí conciencia de mi poder, y con ella vino el deseo de desquitarme de la miserable posición de mi existencia anterior. Tal vez puedan comprenderlo. Tal vez intenten comprenderlo. No es fácil ser un monstruo; poseer una mente y una com­prensión y ser un monstruo. ¡Risas y crueldad! ¡Ser diferente! ¡Ser un intruso! ¡Ustedes nunca han pasado por eso!
Magnífico miró hacia el cielo, se balanceó sobre los pies y continuó, impasible:
-Pero acabé por comprender, y decidí que la Ga­laxia y yo podíamos intercambiar nuestros puestos. Al fin y al cabo, ellos se habían divertido, y, yo había esperado pacientemente, durante veintidós años. ¡Ha­bía llegado mi turno! ¡Ahora les tocaba a ustedes soportarme! Y la lucha sería muy favorable a la Galaxia: ¡yo solo contra millones y millones de seres!
Hizo una pausa para dirigir una rápida mirada a Bayta
-Pero yo tenía una debilidad: por mí mismo no era nada. Necesitaba a los demás para obtener el poder; el éxito sólo podía llegarme a través de inter­mediarios. ¡Siempre! Fue como dijo Pritcher. Por medio de un pirata obtuve mi primera base de ope­raciones asteroidal. Por medio de un industrial con­seguí mi primera conquista de un planeta. Mediante una serie de personas, incluyendo al señor guerrero de Kalgan, conquisté Kalgan y gané una flota de na­ves. Después de eso, le tocó el turno a la Fundación, y fue entonces cuando ustedes dos entraron en la historia. La Fundación -dijo en voz más baja- fue la tarea más difícil con que me había enfrentado. Para vencerla tenía que convencer, derrumbar o inu­tilizar a una extraordinaria proporción de su clase dirigente. Podría haberlo hecho por sus pasos con­tados, pero era posible una forma rápida, y la bus­qué. Después de todo, el hecho de que un hombre fuerte pueda levantar doscientos kilos no significa que le entusiasme hacerlo continuamente. Mi control emocional no es un trabajo fácil, y prefiero no usarlo cuando no es absolutamente necesario. Por eso acep­té aliados en mi primer ataque a la Fundación. Ha­ciéndome pasar por mi bufón, busqué al agente o agen­tes de la Fundación que serían inevitablemente en­viados a Kalgan para investigar mi humilde persona. Ahora sé que era a Han Pritcher a quien buscaba. Por . un golpe de fortuna, en lugar de él les encontré a us­tedes. Soy telépata, pero no completo, y, mi señora, usted era de la Fundación. Esto me despistó. No fue fatal, ya que Pritcher se unió a nosotros posterior­mente, pero fue el punto de partida de un error que sí fue fatal.
Toran se movió por primera vez. Dijo en tono ofen­dido
-Espere un momento. ¿Quiere decir que cuando yo me enfrenté a aquel teniente de Kalgan con sólo una pistola paralizante, y le salvé a usted, usted ya controlaba mis emociones? -Tartamudeaba de fu­ria-. ¿Quiere decir que ha estado influenciándome todo este tiempo?
En la cara de Magnífico había una leve sonrisa. -¿Y por qué no? ¿No lo considera probable? Pre­gúnteselo usted mismo... ¿Se hubiera arriesgado a mo­rir por un extraño y grotesco bufón que no había visto antes, de haber estado en sus cabales? Supongo que después se sorprendió, cuando repasó los aconte­cimientos a sangre fría.
-Es cierto -dijo Bayta con voz distante-, se sor­prendió. Es muy normal.
-En realidad -continuó el Mulo-, Toran no co­rría ningún peligro. El teniente tenía instrucciones estrictas de dejamos marchar. Así fue como nosotros tres y Pritcher fuimos a la Fundación, y ya saben que mi campaña se organizó instantáneamente. Cuan­do Pritcher fue juzgado por un consejo de guerra y nosotros estábamos presentes, yo hacía mi trabajo. Los jueces militares de aquel tribunal dirigieron más tarde sus propias escuadras en la guerra. Se rindie­ron con bastante facilidad, y mi Flota ganó la batalla de Horleggor y otras menores. A través de Prit­cher conocí al doctor Mis, quien me trajo un Visi-Sonor, por su voluntad, simplificando así mi tarea de forma considerable. Sólo que no fue enteramente por su voluntad.
Bayta interrumpió:
-¡Esos conciertos! He estado tratando de com­prender su significado. Ahora ya lo veo.
-Sí -dijo Magnífico-, el Visi-Sonor actúa como amplificador. En cierto modo es un primitivo artilu­gio para el control emocional. Con él puedo tratar a grupos de gente, y a personas aisladas, más intensa­mente. Los conciertos que di en Términus antes de su caída, y en Haven antes de su rendición, contri­buyeron al derrotismo general. Podría haber hecho enfermar gravemente al príncipe heredero de Neo­trántor sin el Visi-Sonor, pero no podría haberle ma­tado. ¿Comprenden? Pero mi descubrimiento más im­portante fue Ebling Mis. Podría haber sido... -dijo Magnífico con amargura, y en seguida continuó-: Hay una faceta en el control emocional qué ustedes no conocen. La intuición, la penetración, la tendencia a las corazonadas o como quieran llamarlo, puede ser tratada como una emoción. Por lo menos, yo puedo tratarla así. No lo comprenden, ¿verdad?
No esperó a oír la negativa.
-La mente humana trabaja muy por debajo de su total rendimiento. El veinte por ciento es la cota nor­mal. Cuado se produce momentáneamente una chispa de energía más potente, lo llamamos corazonada, pe­netración o intuición. Descubrí pronto que era capaz de inducir una utilización continua de alta eficiencia cerebral. Es un proceso letal para la persona afec­tada, pero útil. El depresor atómico de campo que usé en la guerra contra la Fundación fue el resultado de poner bajo presión a un técnico de Kalgan. En esto también trabajo por medio de los demás.
»Ebling Mis me brindaba una ocasión excepcional. Sus potencialidades eran altas, y le necesitaba. Inclu­so antes de iniciar mi guerra contra la Fundación, yo ya había mandado delegados para negociar con el Imperio. Fue entonces cuando empecé la búsqueda de la Segunda Fundación. Naturalmente, no la encon­tré. Pero sabía que debía encontrarla... y Ebling Mis
era la respuesta. Con su mente a la máxima potencia podría haber emulado el trabajo de Hari Seldon. En parte, lo hizo. Le llevé hasta el límite. El proceso era despiadado, pero había que terminarlo. Al final esta­ba moribundo, pero vivió... -De nuevo se interrum­pió con amargura-. Hubiera vivido lo suficiente. Jun­tos, nosotros tres hubiéramos ido a la Segunda Fun­dación. Habría sido la última batalla..., pero mi error lo impidió.
Toran habló con voz dura
-¿Por qué se extiende tanto? Díganos cuál fue su error y poma fin a su discurso.
-Pues bien, su esposa ha sido el error. Su esposa es una persona excepcional. Yo nunca había conocido a nadie como ella en toda mi vida. Yo... Yo... -De improviso, la voz de Magnífico se quebró. Se recu­peró con dificultad; había algo sombrío en él cuando prosiguió-: Sintió simpatía por mí sin que yo tu­viera que manipular sus emociones. No le repugné ni la divertí. Sintió afecto. ¡Le fui simpático! ¿No lo comprenden? ¿No ven lo que esto significó para mí? Anteriormente, nadie, jamás... En fin, yo... lo aprecié grandemente. Mis propias emociones me traiciona­ron, aunque era dueño de las de los demás. Perma­necí alejado de su mente; no la manipulé. Apreciaba demasiado su sentimiento natural. Fue mi error..., el primero.
»Usted, Toran, se hallaba bajo control. Nunca sos­pechó de mí, nunca se hizo preguntas a mi respecto; nunca vio en mí nada peculiar o extraño. Por ejem­plo, cuando la nave "filiana" nos detuvo. Por cierto, que conocían nuestra situación porque yo estaba en comunicación con ellos, del mismo modo que siem­pre he estado en comunicación con mis generales. Cuando nos detuvieron, yo fui llevado a bordo para condicionar a Han Pritcher, que se encontraba pri­sionero en la nave. Cuando me marché, era coronel, un hombre del Mulo y ejercía el mando. El proceso entero fue demasiado claro incluso para usted, To­ran. Sin embargo, aceptó mi explicación del asunto, que estaba llena de lagunas. ¿Comprende lo que quie­ro decir?
Toran hizo una mueca y preguntó:
-¿Cómo mantenía comunicación con sus gene­rales?
-No había ninguna dificultad para ello. Las emi­soras de ultraondas son fáciles de manejar y, ade­más, portátiles. Y, por otra parte, ¡yo no podía ser detectado en un sentido real! Cualquiera que me sor­prendiese en el acto se hubiera marchado sin recor­dar en absoluto su descubrimiento. Ocurrió en algu­na ocasión.
»En Neotrántor, mis estúpidas emociones volvie­ron a traicionarme. Bayta no estaba bajo mi control, pero incluso así es posible que nunca hubiera sospe­chado si yo no hubiese perdido la cabeza al tratar con el príncipe heredero. Sus intenciones respecto a Bayta... me molestaron. Le maté. Fue un acto im­prudente. Una pelea sin consecuencias hubiera bas­tado. Y todavía sus sospechas no se habrían conver­tido en certidumbre si yo hubiera detenido a Pritcher en su bien intencionada misión, o prestado menos atención a Mis y más a usted...
Se encogió de hombros.
-¿Este es el fin? -preguntó Bayta. -Este es el fin.
-Y ahora, ¿qué?
-Continuaré con mi programa. Dudo de que pue­da encontrar a otro hombre de cerebro tan adecuado y entrenado como Ebling Mis, sobre todo en estos días de degeneración. Tendré que buscar la Segunda Fundación por otros derroteros. En cierto sentido, usted me ha vencido.
Entonces Bayta se puso en pie, triunfante.
-¿En cierto sentido? ¿Sólo en cierto sentido? ¡Le hemos derrotado enteramente! Todas sus victorias fuera de la Fundación no cuentan para nada, puesto que la Galaxia es ahora un pozo de barbarie. La Fun­dación misma es sólo una victoria insignificante, ya que no estaba destinada a detener la crisis que usted representa. Es a la Segunda Fundación a la que ha de vencer -la Segunda Fundación-, y ésta le derro­tará a usted. Su única posibilidad residía en locali­zarla y atacarla antes de que estuviera preparada. Ahora no podrá hacerlo. A partir de ahora, a cada minuto que pase estarán más preparados para luchar contra usted. En este momento, en este mismo momento, es posible que la maquinaria ya esté en mar­cha. Lo sabrá cuando le ataquen, y su breve poderío habrá terminado y el Mulo no será más que otro conquistador presuntuoso, que ha pasado rápida e ig­nominiosamente por la faz sangrienta de la historia.
Bayta respiraba con fuerza, casi jadeando en su vehemencia.
-Y nosotros le hemos derrotado: Toran y yo. Mo­riré satisfecha.
Pero los ojos marrones y tristes del Mulo eran los ojos marrones, tristes y enamorados de Magnífico. -No la mataré ni a usted ni a su marido. Des­pués de todo, ya es imposible para ustedes dos per­judicarme más; y matarles no me devolvería a Ebling Mis. Mis errores fueron míos, y me responsabilizo de ellos. ¡Usted y su marido pueden marcharse! Váyan­se en paz, en nombre de lo que yo llamo... amistad. Y entonces, con un repentino impulso de orgullo, añadió
-Mientras tanto, todavía soy el Mulo, el ser más poderoso de la Galaxia. Todavía venceré a la Segunda Fundación.
Bayta lanzó su última flecha con firme y tran­quila certidumbre:
-¡No la vencerá! Aún conservo la fe en la sabi­duría de Seldon. Usted será el primero y el último gobernante de su dinastía.
Algo excitó a Magnífico:
-¿De mi dinastía? Sí, he pensado a menudo en ello: en la posibilidad de establecer una dinastía. En encontrar una consorte adecuada.
Bayta captó repentinamente el significado de la mirada que brillaba en los ojos de Magnífico, y se le heló la sangre en las venas.
Magnífico sacudió la cabeza.
-Siento su repulsión, pero no tiene sentido. Si las cosas fueran de otro modo, podría hacerla feliz muy fácilmente. Sería un éxtasis artificial, pero no habría diferencia entre él y la emoción genuina. Pero las cosas no son de ese otro modo. Me hago llamar el Mulo... pero no a causa de mi fuerza, evidente­mente...
Se alejó, sin mirar atrás ni una sola vez.

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