Bóvedas de acero
Isaac Asimov
1
Conversación con un comisionado
Lije Baley llegó a su despacho y advirtió que R. Sammy lo
observaba con expectación.
Las marcadas líneas de su largo semblante se acentuaron.
—¿Qué deseas?
—Dice el jefe que vayas a verle inmediatamente.
—Muy bien.
R. Sammy no se movió.
—Te he dicho que muy bien. Retírate —añadió Baley.
R. Sammy giró sobre sus talones y se dirigió a sus tareas. Baley
se preguntó por qué esas mismas tareas no podían ser hechas por un hombre.
Salió de detrás de la barandilla y caminó a lo largo de la
habitación.
Simpson levantó la vista de un registro de expedientes
mercurizados cuando Lije Baley pasó frente a él.
—El jefe quiere verte, Lije.
—Lo sé. R. Sammy me avisó.
—A ese R. Sammy le daría una patada en el trasero si no temiese
romperme una pierna —exclamó Simpson—. El otro día vi a Vincent Barrett —añadió
inesperadamente.
—¡Ah! ¿Y qué te contó?
—Buscaba un empleo en el departamento. El pobre anda
desesperado, pero, ¿qué le podía decir yo? R. Sammy está desempeñando su
trabajo y así anda todo. Es un muchacho inteligente, y apreciado por todos.
Baley se encogió de hombros y comentó:
—Es algo que a todos nos puede suceder.
El jefe ocupaba una oficina privada. Sobre el cristal esmerilado
se leía: «JULIUS ENDERBY». Y abajo: «Comisionado de policía, ciudad de Nueva
York».
Baley se detuvo y preguntó:
—¿Deseaba usted verme, señor comisionado?
Enderby levantó la mirada. Llevaba gafas porque tenía los ojos
muy sensitivos y no podía usar las lentes de contacto comunes y corrientes. Y
sólo después de que se acostumbraba uno a vérselas, podía percibir el resto del
rostro, que carecía de características. Baley abrigaba la idea persistente de
que el comisionado apreciaba sus gafas por la personalidad que le conferían, y
sospechaba que aquellos globos del ojo no eran tan sensitivos como se
pretendía.
El comisionado parecía nervioso. Se echó para atrás y exclamó
con gran cordialidad aparente:
—Siéntate, Lije, siéntate.
Baley se sentó muy ceremonioso y aguardó. Enderby prosiguió:
—¿Cómo está Jessie? ¿Y el chico?
—Muy bien —repuso Baley indiferente—. Muy bien. ¿Y tu familia?
—Muy bien —repitió Enderby—. Muy bien.
Fue un comienzo forzado.
«Noto algo de extraño en su semblante», pensó Baley. Y luego, en
voz alta, añadió:
—Comisionado, me agradaría que no enviase a R. Sammy a buscarme
cuando desea verme.
—Bueno, me lo han colocado aquí y es necesario que lo emplee en
algo.
—Resulta incómodo, comisionado. Me avisa que usted me necesita,
y entonces tengo que decirle que se vaya o de lo contrario permanece allí sin
moverse.
—Fue culpa mía. Le di el recado para ti y olvidé ordenarle
específicamente que regresase a su trabajo una vez que te lo hubiese
comunicado.
Baley suspiró. Las finas arrugas en torno de sus ojos castaño
oscuro se acentuaron.
—De todos modos, usted deseaba verme.
—Sí, Lije —convino el comisionado.
Se levantó, dio media vuelta y caminó hacia la pared, tras su
escritorio. Apoyó el índice en un botón casi imperceptible. Parte del muro se
hizo transparente.
Baley parpadeó ante el torrente inesperado de luz grisácea.
El comisionado sonrió:
—Hice que me arreglaran especialmente esto el año pasado. Me
parece que no te lo había mostrado antes. Ven y echa un vistazo. En otras
épocas, todas las habitaciones tenían arreglos como éste. Se llamaban
«ventanas». ¿Lo sabías?
Baley lo sabía perfectamente. Había leído muchas novelas
históricas. Replicó:
—Oí hablar de ello.
—Acércate —ordenó Enderby.
Baley titubeó un poco pero hizo lo que le dijeron. Había algo de
indecente en la exposición de las intimidades de un aposento a lo indiscreto de
un mundo exterior. A veces el comisionado llevaba su afectación de medievalismo
hasta un extremo absurdo.
«Como sus gafas», pensó Baley.
¡Eso era! ¡Eso era lo que le hacía parecer raro! Dijo:
—Discúlpeme, comisionado, pero... usa usted unas gafas nuevas,
¿verdad?
El comisionado se le quedó mirando con un poco de sorpresa;
quitóse las gafas, las estudió y después miró a Baley. Sin ellas, el semblante
redondo parecía más redondeado, y la barbilla una insignificancia más
acentuada. También se le veía lomo más vago, porque las pupilas estaban
desenfocadas.
—Sí —murmuró.
Volvió a calarse las gafas y añadió:
—Rompí las otras hace tres días. Lije, esos tres días han sido
infierno.
—¿Debido a las gafas?
—A las gafas y a otras cosas. Deja que te lo explique.
Se dirigió a la ventana y Baley hizo lo propio. Algo
sobresaltado, Baley se percató de que llovía. Durante algunos minutos se perdió
en el espectáculo del agua que caía del firmamento mientras el comisionado
exhalaba una especie de orgullo como si el fenómeno fuese algo arreglado por él
mismo.
—Es la tercera vez en lo que va de mes que veo llover.
halen espectáculo, ¿no te parece?
Baley convino para sí mismo que resultaba impresionante.
Durante sus cuarenta y dos años, en raras ocasiones había visto
llover.
—Siempre tengo la impresión de que es un gran desperdicio toda
esa agua que cae sobre la ciudad —comentó—. Se debería dirigir a los tanques de
almacenamiento.
—Lije, no eres más que un modernista —le reprochó el
comisionado—. En eso radican tus dificultades. En los tiempos medievales, las
gentes vivían al aire libre y se glorificaban en ello. Estaban en contacto con
la naturaleza. Es más saludable, mucho mejor. Las dificultades de la vida
moderna provienen de que estamos divorciados de la naturaleza. No estaría de
más que refrescaras tu memoria con las lecturas sobre el Siglo del Carbón.
Baley lo había hecho. Había quien se quejaba de la invención del
acumulador atómico. Quejarse de una u otra manera era una faceta imprescindible
de la naturaleza humana. En la época remota del Siglo del Carbón, la gente
despotricaba contra la invención del motor a vapor. En uno de los dramas de
Shakespeare, uno de los personajes se queja de la invención de la pólvora.
Dentro de un millar de años se quejarían de la invención del cerebro
positrónico.
Y entonces dijo, tuteando al comisionado:
—Mira, Julius, me estás hablando de todo menos de lo que deseas
decirme y para lo cual me enviaste llamar. ¿De qué se trata?
—A ello voy, Lije —contestó el comisionado—. Permíteme que lo
haga a mi manera. Tenemos..., tenemos dificultades.
—Por supuesto. ¿En dónde no las hay, en este planeta? ¿Más
dificultades con los robots?
—Hay algo de eso, Lije. Aquí me tienes, y me pregunto: ¿qué más
penalidades pueden ocurrir en este viejo mundo? Cuando ordené que me colocaran
esta ventana, lo hice para dejar que de vez en cuando me entrase un poco de
cielo y que entrase también la ciudad. La contemplo y me pregunto: ¿qué será de
ella dentro de un siglo?
Baley se sintió asqueado por el sentimentalismo del otro; pero
se encontró con que se ponía a mirar fascinado hacia el exterior. El
departamento de policía se encontraba en las plantas superiores del palacio
municipal, y éste era muy elevado. Desde la ventana del comisionado, las
vecinas torres quedaban muy abajo, y los techos eran visibles. Se asemejaban a
otros tantos índices que apuntaran hacia arriba. Sus muros se veían ciegos, sin
facciones. Eran los cascarones exteriores de colmenas humanas.
—Por otra parte —prosiguió el comisionado—, siento que esté
lloviendo. No podemos ver Espaciópolis.
Baley dirigió la vista hacia poniente; pero era como decía el
comisionado. El horizonte se cerraba. Las torres de Nueva York se esfumaban
entre la niebla.
—Sé cómo es Espaciópolis —murmuró Baley.
—Me agrada su aspecto desde aquí —explicó el comisionado—. Se
puede columbrar en la abertura que forman los dos Sectores de Brunswick, bajo
las bóvedas. Esa es la diferencia entre nosotros y los espacianos. Nosotros nos
elevamos y aglomeramos. En cambio, cada uno de ellos tiene un domo para sí. Una
familia: una casa. Y tierra entre cada domo. ¿Has hablado alguna vez con un
espaciano, Lije?
—En algunas ocasiones. Hará un mes hablé con uno aquí mismo, en
tu intercomunicador —replicó Baley pacientemente.
—Sí, lo recuerdo. Pero, vamos, me estoy poniendo filosófico.
Nosotros y ellos. Son diversos modos de vida.
Baley sentía retortijones en las tripas. A medida que el
comisionado empleaba más circunloquios, más mortal se le figuraba la
conclusión. Insinuó:
—Muy bien; pero, ¿qué hay de sorprendente en eso? Imposible
colocar a ocho mil millones de personas sobre la Tierra en pequeños domos. Los
espacianos disponen de mucha más extensión en sus mundos; dejémosles, pues, que
vivan a su manera.
El comisionado se sentó de nuevo en su sillón, miró a Baley sin
parpadear y manifestó:
—No todos se muestran tan tolerantes respecto a las diferencias
de cultura. Ni entre nosotros ni entre los espacianos.
—¿Y bien?
—Hace tres días murió un espaciano.
Las comisuras de los delgados labios de Baley se levantaron
ligeramente; mas el efecto sobre su rostro triste y alargado resultó
imperceptible. Comentó:
—Lo siento mucho. De algo contagioso, supongo. Algo virulento.
Quizás algún catarro.
De pronto el comisionado apareció como sobresaltado:
—¿De qué estás hablando?
La precisión con que los espacianos habían desterrado toda clase
de enfermedades de su seno era sobradamente conocida. No obstante, el
comisionado no supo captar el sarcasmo.
—Hablaba por hablar. ¿De qué murió? —inquirió Baley.
—Alguien le disparó con un desintegrador. En el pecho. Se lo
voló.
Baley se puso rígido. Sin volverse, exclamó:
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Te estoy contando un asesinato. Tú eres un detective y sabes
muy bien lo que es un asesinato.
—Pero, ¡un espaciano! ¿Y hace tres días?
—Sí.
—¿Quién lo mató? ¿Cómo?
—Los espacianos dicen que fue un terrícola.
—No puede ser.
—¿Por qué no? A ti no te simpatizan los espacianos, y a mí mucho
menos. ¿A quién le simpatizan en la Tierra?
—Pero...
—Acuérdate del incendio en las fábricas de Los Ángeles. Y de los
choques espantosos en Berlín. Luego los continuados tumultos en Shangai...
—Lo recuerdo muy bien.
—Todo indica un descontento creciente. Quizás hasta una
determinada organización.
—Comisionado, no alcanzo a comprender esto —saltó Baley—. ¿Acaso
está tratando de probarme?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Hace tres días que asesinaron a un espaciano, y los espacianos
se figuran que el asesino es un terrícola. —Golpeó con los dedos sobre el
escritorio—. Hasta este momento, nada se ha hecho al respecto, ¿no es así? Pues
eso me resulta increíble. Si realmente sucediera un acontecimiento de esa
especie, Josafat haría volar la ciudad de Nueva York, la borraría de la faz del
planeta.
El comisionado negó meneando la cabeza.
—No, no es tan sencillo como parece. Mira, Lije, he estado
ausente durante tres días. Me di una vuelta por Espaciópolis. En Washington
celebré conversaciones con personal de la Oficina Terrestre de Investigación...
—¿Y qué dicen a todo esto los terrestres?
—Dicen que Espaciópolis pertenece a la jurisdicción de Nueva
York.
—Sí, pero con derechos de extraterritorialidad.
—Lo sé. —Los ojos del comisionado esquivaron la dura mirada de
Baley. Parecía como si de pronto se hubiese rebajado a la categoría de
subordinado de Baley, y éste se comportaba
como si aceptase el hecho.
—Los espacianos pueden encargarse del asunto —sugirió Baley.
—Un momento, Lije —suplicó el comisionado—. Estoy tratando de
hablar contigo sobre este asunto de amigo a amigo. Quiero que conozcas mi
posición. Yo estaba allá cuando se conoció la noticia. Precisamente tenía una
cita con él..., con Roj Nemennuh Sarton.
—¿La víctima?
—Sí, la víctima. Cinco minutos más tarde y yo mismo hubiera
descubierto el cadáver. ¡Vaya escándalo se habría ocasionado! ¡De todos modos,
fue brutal! Me recibieron y me lo comunicaron. Y allí comenzó una pesadilla que
dura ya tres días, sin tiempo ni para conseguir unas gafas nuevas...
Baley imaginaba la situación. Podía ver los cuerpos altos de los
rubios espacianos que se aproximaban al comisionado con la noticia, y se la
espetaban de golpe, sin emoción y sin adornos. Julius habría tomado las gafas
para limpiarlas. Inevitablemente, con el choque de la tragedia, las dejaría
caer, y luego miraría hacia abajo, observando los restos con un estremecimiento
de sus labios suaves y carnosos. Baley estaba seguro de que por lo menos
durante cinco minutos el comisionado se preocupó tanto por sus gafas como por
el asesinato mismo.
El comisionado le dirigía la palabra:
—¡Vaya dilema! Como muy
bien dices, los espacianos gozan de derechos de extraterritorialidad. Pueden
insistir en llevar a cabo sus propias investigaciones; presentar cualquier
informe que deseen a sus propios Gobiernos. Los Mundos Exteriores quizás lo
utilizarán como excusa para endilgarnos reclamaciones por daños y perjuicios,
toda clase de indemnizaciones.
Y tú bien sabes cómo le caería eso al pueblo.
—Sería un suicidio político total para la Casa Blanca si se
accediese a pagar.
—Y no menos suicidio el no pagar.
—Me conozco los detalles —concluyó Baley. Era todavía un niño
cuando las brillantes naves del espacio exterior condujeron por última vez
fuertes contingentes de soldados a Washington, a Nueva York y a Moscú para
cobrar lo que pretendían que era suyo.
—Pues ya lo ves. Pagando o sin pagar, hay dificultades. La única
salida es hallar por nuestra cuenta al asesino, y entregarlo a los espacianos.
Y eso nos corresponde a nosotros.
—¿Por qué no confiar la misión a la OTI? Aun cuando desde un
punto de vista legal incumba a nuestra jurisdicción, queda todavía la cuestión
de las relaciones interestelares...
—La OTI no se atreve a tocarlo. Esta situación está al rojo vivo
y nos compete a nosotros. —Durante un instante levantó la cabeza y contempló
con atención a su subordinado—. Y no hay que darle vueltas. Todos y cada uno de
nosotros está en peligro de perder su empleo.
—¿Sustituirnos a todos? ¡Tonterías! Los hombres especializados
con quienes hacerlo no existen.
—Existen los robots —repuso el comisionado.
—¿Qué?
—R. Sammy no es más que un principio. Lleva recados y trae
objetos. Otros pueden patrullar los expresvías. ¡Conozco a los espacianos mejor
que tú, y sé lo que estoy haciendo! Existen robots que pueden desempeñar tu
trabajo y el mío. Se nos desclasificará. Y regresar a los trabajos comunales, a
nuestra edad...
—Estoy de acuerdo —convino Baley, malhumorado.
—Lo siento, Lije. —Y el comisionado aparecía en realidad lleno
de pena y de vergüenza.
Baley trató de no pensar en su padre. Por supuesto que el
comisionado conocía la historia. Preguntó:
—¿Cuándo comenzó todo este asunto de las sustituciones?
—Escúchame, Lije, y no seas ingenuo. Ha estado sucediendo desde
hace muchísimo tiempo, durante más de veinticinco años. Desde que vinieron los
espacianos. Lo sabes muy bien. Nos está llegando a los de arriba, eso es todo.
Si fracasamos en este caso, será una caída en picado. Por otra parte, si
manejamos el asunto como es debido, para ti esto significará una oportunidad
única.
—¿Para mí? —indagó Baley.
—Tú serás el encargado de todo, Lije.
—A mí no me alcanzan los méritos, comisionado. Yo no soy más que
un simple C—5.
—Deseas una clasificación de C—6, ¿verdad?
¿Que si la deseaba? Baley conocía las prerrogativas que
implicaba una clasificación de C—6. Un asiento en el expresvía a la hora de las
aglomeraciones. Líneas más arriba en la lista de selecciones en el departamento
culinario. Quizás hasta una probabilidad de obtener un apartamento mejor, y
para Jessie una tarjeta para la gradería del solario.
—Por supuesto que la deseo —replicó—. ¿Por qué no la habría de
desear? Pera, ¿y si no resuelvo el caso?
—¿Por qué no lo habrías de resolver? —estimuló el comisionado—.
Eres uno de los mejores detectives, como tú muy bien sabes.
—Pero hay por lo menos una docena de individuos en mi sección
que poseen una clasificación superior a la mía. ¿Por qué los han de postergar
en mi favor?
Pero Baley sabía perfectamente que el comisionado no se
arriesgaba a saltarse el escalafón de esta manera, excepto en casos de alta
emergencia.
—Existen dos razones —explicó el comisionado—. Para mí tú no
eres sólo otro detective sino que además somos amigos. No se me olvida que
fuimos compañeros de colegio, pero yo soy el comisionado y tú sabes lo que tal
cosa representa. Sigo siendo tu amigo y esta es una oportunidad formidable para
la persona apropiada. Quiero que te beneficies de ella.
—Esa es una razón —convine Baley sin entusiasmo.
—La segunda es que también considero que tú eres mi amigo. Y
necesito un favor.
—¿Qué clase de favor?
—Necesito que te acompañes. con un socio espaciano en este
problema. Tal fue la condición que especificaron los espacianos. Han convenido
en no divulgar el asesinato; han convenido en dejarnos las investigaciones en
nuestras manos. A cambio de ello insisten en que uno de sus agentes colabore en
el caso, en todos los procedimientos.
—Eso suena como si no nos tuvieran confianza en absoluto.
—Juzgo que podrás apreciar su punto de vista. Si se fracasa en
esta investigación, muchos de ellos se verán en aprietos con sus propios
gobiernos. Por esta vez me conformo con darles el beneficio de la duda. Voy a
creer que sus intenciones son honradas.
—Yo estoy seguro de que sí lo son, comisionado. Y en eso
estriban las dificultades con ellos.
El comisionado pasó por alto esta afirmación. Preguntó:
—¿Convienes en aceptar a un espaciano como socio, Lije?
—¿Me lo pides como un favor?
—Sí. Solicito de ti que te encargues de este trabajo, con todas
las condiciones impuestas por los espacianos.
—Trabajaré con un socio espaciano, comisionado.
—Gracias, Lije. Será preciso, además, que viva contigo.
—¡Un momento!
—Ya sé lo que vas a decir. Mira, Lije, tienes un apartamento
bastante amplio. De tres habitaciones. Y un solo hijo. Te será fácil alojarlo.
¡No te ocasionará ninguna molestia! Y es indispensable que lo alojes.
—A Jessie no le agradará. Estoy seguro.
—Ya convencerás a Jessie. —El comisionado mostraba tanto ahínco
que sus ojos parecían perforar los discos de cristal que obstruían su mirada—.
Le asegurarás que si haces esto por mí, yo, a mi vez, cuando todo termine,
usaré de toda mi influencia para que asciendas por encima de un grado. ¡C—7,
Lije, C—7!
—Muy bien, comisionado. Trato hecho.
Baley medio se levantó de su silla; columbró la mirada en los
ojos de Enderby, la expresión del rostro, y volvió a sentarse.
—¿Hay algo más?
Lenta, muy lentamente, el comisionado asintió con un movimiento
de cabeza.
—Otro pequeño detalle.
—¿Cuál es?
—El nombre de tu socio.
—¿Qué diferencia implica?
—Los espacianos tienen algunas modalidades muy especiales
—empezó el comisionado—. El socio que nos proponen no es..., no es...
Los ojos de Baley se abrieron, enormes.
—¡Un momento, por favor, un momento!
—Tienes que hacerlo, Lije. Tienes que hacerlo. Imposible buscar
un subterfugio.
—¿Que viva en mi apartamento una cosa como esa?
—Lije, no puedo confiar en nadie más para esto. ¿Será preciso
que te lo repita? Tenemos que trabajar con los espacianos. Tenemos que impedir
que las naves cobradoras de indemnizaciones vengan a la Tierra. Se te va a
asociar con uno de sus robots. Si él resuelve el problema, si se ve obligado a
informar que somos incompetentes, será la ruina de nuestro departamento.
Alcanzas a ver eso, ¿verdad? Dejo en tus manos un trabajo sumamente delicado.
Necesitas cooperar con él; pero, al mismo tiempo, ser tú quien remate la tarea.
No él. ¿Comprendes?
—¿Me quieres dar a entender que coopere con él en un ciento por
ciento, excepto que lo traicione? ¿Que le acaricie la espalda con palmaditas, y
conserve un puñal en la mano?
—¿Qué otra cosa podemos hacer? No existe otra salida.
Lije Baley permaneció indeciso, sin atinar a nada.
—No sé realmente lo que Jessie dirá de todo esto.
—Yo le hablaré, si lo deseas.
—No, comisionado. —Aspiró profundamente y luego suspiró—. ¿Cómo
se llama mi socio?
—R. Daneel Olivaw.
Baley murmuró entonces, con mucha tristeza:
—No es momento para eufemismos, comisionado. Ya decidí ocuparme
del trabajo; por lo tanto, usemos su nombre completo: Robot Daneel Olivaw.
2
Viaje en un expresvía
En el expresvía viajaba la multitud habitual; los en pie estaban
en el piso de abajo y los privilegiados con asiento, arriba. Una vaharada de
humanidad se deslizaba del expresvía, a lo ancho de las bandas desaceleradoras
hasta los localvías o en los andenes que bajo los arcos o sobre los puentes
conducían al laberinto interminable de las secciones de la ciudad. Otra
vaharada, de igual continuidad, se colaba a través de las bandas aceleradoras
hacia los expresos.
Por doquier se contemplaban luces infinitas: las paredes
luminosas y los techos que, al parecer, despedían una fosforescencia fría y
uniforme: los anuncios relampagueantes que vociferaban solicitando la atención
de todos; el fulgor regular y duro de las «luciérnagas» que indicaban: por aquí a las secciones de jersey. sigan la
flecha para east river. piso superior en todos sentidos para las secciones de
long island.
Lo más insufrible era el ruido, forma inseparable de la vida; el
sonido de millones de seres hablando, tosiendo, llamando, riendo, tarareando,
respirando.
Ninguna dirección conduce a Espaciópolis», pensó Baley. Brincaba
de banda en banda con la facilidad de una práctica adquirida durante toda su
existencia. Los niños la aprendían en cuanto eran capaces de caminar. Baley
apenas se daba cuenta de su aceleración a medida que aumentaba la velocidad con
cada uno de sus pasos. Ni siquiera se percataba del instintivo echarse para
adelante contra la fuerza impulsora. En treinta segundos había llegado a la
banda final, la de mayor velocidad, y pudo abordar la movible plataforma con
barandillas y cristales que constituía el expresvía.
«Ninguna dirección para ir a Espaciópolis», pensó de nuevo.
Ni Había necesidad de indicadores. Si alguien tenía asuntos
allí, conocía el camino. Cuando veinticinco años antes se fundó Espaciópolis,
hubo una fuerte tendencia a considerar el sitio como lugar de exhibición y
regocijo. Las hordas de la ciudad pronto irrumpieron en aquel paraje.
Con mucha cortesía los espacianos colocaron una barrera de
fuerza entre ellos y la ciudad. Establecieron un servicio de inmigración,
combinado con otro de inspección aduanera. Para ir a tratar algún asunto había
que identificarse y permitir que lo registraran a uno, así como someterse a un
examen médico y a una desinfección de rutina.
Naturalmente, eso produjo suficiente descontento como para
erigir un obstáculo muy serio en el programa de modernización. Baley recordaba
los Tumultos de la Barrera. Él formó parte de la turba que se había colgado de
los barandales de los expresvías, amontonándose en los asientos y sin respetar
los privilegios de clasificación, corriendo como alocado a lo largo y ancho de
las bandas, a riesgo de romperse los huesos. Permaneció, en la parte de afuera
de la barrera de Espaciópolis durante dos días seguidos, vociferando y
destruyendo los bienes de la ciudad al ver sus deseos frustrados.
Por supuesto, los espacianos no se fueron. Ni siquiera
necesitaron emplear sus armas ofensivas. La armada anticuadísima de la Tierra
hacía mucho tiempo que aprendió lo suicida que era intentar aproximarse a
cualquier nave del Mundo Exterior. Los aeroplanos terrestres que se habían
aventurado por Espaciópolis, en los inicios de su establecimiento,
desaparecieron casi sin dejar rastro.
Y ninguna multitud lograba enloquecerse hasta el punto de
olvidar los efectos del desintegrador subetérico manual utilizado contra los
terrícolas en las guerras del siglo anterior.
Así, los espacianos aguardaron con estolidez tras la barrera,
Basta que la ciudad calmó a las multitudes con vapores somníferos y gases
vomitivos. Luego las penitenciarías subterráneas se llenaron de huéspedes de
todas clases, que soltaron poco tiempo después.
Tras un intervalo apropiado, los espacianos disminuyeron sus
restricciones. Retiraron la barrera de fuerza y confiaron a la policía de la
ciudad la protección del aislamiento de Espaciópolis. Y algo de la mayor
importancia: los exámenes médicos fueron menos molestos.
Baley pensaba que si los espacianos concebían seriamente la idea
de que un terrícola había penetrado en Espaciópolis y cometido un asesinato,
levantarían de nuevo la barrera. Una perspectiva nada agradable.
Encaramóse en la plataforma del expresvía; se abrió paso entre
los pasajeros en pie hasta la estrecha espiral de la rampa que conducía al piso
superior. Allí tomó asiento. No se colocó su billete de clasificación en la
copa del sombrero hasta que hubo traspasado la última sección del Hudson. Un G5
no disfrutaba de su derecho de asiento al este del Hudson ni al oeste de Long
Island, y aunque hubiese amplio lugar disponible en esos momentos,
automáticamente alguno de los guardavías lo hubiera obligado a salir. Las
gentes se ponían insoportables en cuanto a los privilegios de las
clasificaciones y, con toda honradez, Baley se apiñaba entre aquellas «gentes».
El aire producía el ruido sibilante característico al resbalar
sobre los parabrisas curvos colocados encima de los respaldos de
todos los asientos, lo cual ocasionaba grandes inconvenientes para hablar; pero
ninguno para meditar en cuanto uno se acostumbraba al ruido.
La mayoría de los terrícolas se inclinaban al medievalismo en
una u otra forma. Ello resulta fácil cuando tal cosa significa volver la vista
hacia atrás, a una época en que la Tierra era el mundo.
Atraído por un grito femenino, Baley miró hacia la derecha. Una
mujer había dejado caer su bolso de mano; la vio por un instante, algo así como
una mancha sonrosada contra el gris mate de las bandas. Ahora la propietaria
iba volando muy adelante de su adminículo personal.
La boca de Baley inició una mueca de indiferencia. La mujer
todavía podría recobrar el bolso si era lo bastante inteligente como para bajar
hasta las bandas que se movían con mayor lentitud, y siempre que otros pies no
la impulsaran en otro sentido. Nunca llegaría a saber si lo había recuperado.
La escena se desenvolvía ya muy atrás suyo, y las probabilidades eran de que no
lo hallase.
Baley seguía reflexionando: era mucho más sencillo en otros
tiempos. Todo era muy simplificado. Eso hacía que aumentase el número de los
medievalistas.
El medievalismo tomaba diferentes formas. Para los no
imaginativos de la clase de un Julius Enderby, significaba la adopción de
arcaísmos. ¡Gafas! ¡Ventanas!
Para Baley todo se reducía al estudio de la historia.
Especialmente la historia de las costumbres del pueblo.
Tomaba como ejemplo la ciudad de Nueva York, lugar donde él
vivía y donde concentraba su ser. Era más grande que ninguna otra, excepto Los
Ángeles. Con una población muy superior a la de todas, menos la de Shanghai.
Apenas contaba con tres siglos de existencia.
Por supuesto, algo había estado en la misma superficie
geográfica antes de la actual Nueva York. El conjunto primitivo de la población
había existido durante más de tres mil años, no únicamente trescientos; pero no
era una ciudad.
En aquel entonces no había ciudades. Sólo se veían
amontonamientos de habitaciones, grandes y pequeñas, abiertas al aire libre.
Representaban algo como los domos de los espacianos; aunque distintos, desde
luego. Estos amontonamientos (el más grande difícilmente llegaba a los diez
millones de habitantes, y la mayoría jamás alcanzaba el millón) se encontraban
diseminados a miles sobre la Tierra. De acuerdo con los dechados modernos, tal
cosa se distinguía por su total ineficacia y por su falta de economía.
El progresivo aumento de la población impuso la eficacia en la
Tierra. Hasta cinco mil millones podrían subsistir en el planeta si se reducía
paulatinamente el nivel de vida. Sin embargo, cuando el número alcanza los ocho
mil millones, la desnutrición es una evidencia palpable.
El cambio radical había sido la formación gradual de las
ciudades, tras mil años de historia terrestre. Cada ciudad se convirtió en una
unidad semiautomática, que se bastaba a sí misma desde el punto de vista
económico. Podía ponerse un techo, una bóveda encima, una muralla en torno, y
hasta hundirse bajo tierra. Se convirtió en una tremenda bóveda de acero y
cemento que se contenía a sí misma en todos sus detalles.
No cabía la menor duda al respecto: la ciudad era la culminación
del dominio del hombre sobre el ambiente. No los viajes por el espacio, no los
cincuenta mundos colonizados que se independizaron con tanta arrogancia, sino
la ciudad.
Prácticamente toda la población de la Tierra vivía en las
ciudades. En el exterior estaba lo salvaje, el cielo abierto que pocos
individuos podían afrontar con algo como ecuanimidad. Por supuesto, el espacio
abierto era necesario. Poseía el agua, que los hombres deben consumir, el
carbón y la madera que significaban las últimas materias primas para los
plásticos y para las levaduras que aumentaban sin cesar.
Sin embargo, muy pocos humanos se precisaban para explotar las
minas y las granjas; todo se podía dirigir a distancia. Los robots llevaban a
cabo los trabajos con menos exigencias.
¡Robots! He aquí la feroz ironía. Fue en la Tierra en donde se
inventó el cerebro positrónico, y en la Tierra en donde por primera vez se
aplicaron los robots a un uso productivo.
¡No en los Mundos Exteriores! Por supuesto, los Mundos
Exteriores siempre se comportaban como si los robots fuesen el resultado de su
cultura, nacidos de ella.
De todos modos, la culminación de la economía robótica tuvo
lugar en los Mundos Exteriores. Aquí, en la Tierra, los robots siempre
estuvieron restringidos a las minas y a las extensiones cultivables. Apenas en
el último cuarto de siglo, a instancias de los espacianos, los robots empezaron
a filtrarse poco a poco en las ciudades.
Las ciudades representaban algo bueno. Menos los medievalistas
todos sabían que no cabían sustitutos, por lo menos sustitutos adecuados. La
única dificultad es que no permanecían siempre como algo bueno. La población de
la Tierra seguía en aumento. Algún día, con todo cuanto pudieran hacer las
ciudades, las calorías disponibles por persona descenderían a un nivel inferior
al de subsistencia básica.
Y todo eso empeoraba la situación, porque los espacianos, os
descendientes de los primitivos emigrantes de la Tierra, llevaban una
existencia de lujo en sus despoblados mundos del espacio. Estaban fríamente
decididos a conservar las comodidades que provenían de sus mundos poco
habitados, y para se objeto conservaban la proporción de nacimientos con
meticulosidad, evitando que los emigrantes se precipitaran desde la Tierra. Y
esto...
¡Ya se acercaba Espaciópolis!
Un cosquilleo en la subconsciencia le avisó a Baley que se
aproximaban a la sección de Newark. Si permanecía más tiempo donde estaba, de
pronto se encontraría caminando a toda velocidad hacia el sudoeste, en la
encrucijada del camino hacia la sección de Trenton, cruzando el corazón mismo
de la región de la levadura, cálida y con un fuerte olor a moho.
Era asunto de precisión. Tanto tiempo para cruzar la rampa,
tanto para escabullirse por entre los gruñones, tanto para deslizarse a lo
largo de la barandilla hasta una de las entradas, tanto para descender a través
de las bandas desaceleradoras.
Cuando hubo concluido con todo se encontraba en oposición con la
plataforma respectiva. En ningún momento se preocupó por medir su tiempo de
modo consciente. Si lo hubiese hecho, con toda probabilidad se habría
equivocado.
Baley se halló en un semiaislamiento inusitado. Sólo un policía
ocupaba la estación, y, excepto el chirrido del expresvía, estaba rodeado de un
silencio muy incómodo.
El policía se aproximó, y Baley le mostró con impaciencia su
placa. El policía levantó la mano dándole permiso para continuar.
El pasadizo se estrechaba y daba vueltas acentuadas tres o
cuatro veces. Con seguridad que eso era intencionado. Las multitudes de la
Tierra no se podían aglomerar en él con ninguna clase de comodidad, y los
aludes humanos en carga directa resultaban imposibles.
Baley agradeció mentalmente que el arreglo fuese de modo que él
se le presentase a su socio de su lado de Espaciópolis. No le simpatizaba la
idea de un examen médico, por más miramientos corteses que se le prodigaran al
efectuarlo.
Un espaciano permanecía en pie en el sitio en que una serie de
puertas señalaban las salidas al aire libre y a los domos. Vestía a la manera
de la Tierra, con los pantalones estrechos a la cintura, sueltos en el tobillo
y con una cinta de color en la costura a lo largo de cada pierna. Usaba una
camisa ordinaria Textron, de cuello abierto, sin botones y plegada en los
puños; pero era un espaciano. Lo denotaba la forma de permanecer en pie, el
modo de mantener erguida la cabeza, las líneas tranquilas y sin emociones del
rostro ancho, de pómulos salientes, el peinado del corto cabello color de
bronce, liso y echado para atrás. Todo su aspecto lo señalaba distinguiéndolo
de cualquier terrícola nativo.
Baley se le presentó en tono frío:
—Soy Elijah Baley, del departamento de policía secreta de Nueva
York. Clasificación C—5.
Mostró sus credenciales y prosiguió impasible:
—Se me dieron instrucciones para que me presentara a R. Daneel
Olivaw, en la encrucijada de Espaciópolis. —Consultó su reloj—. Llegué un poco
adelantado. ¿Podría solicitar que se anunciara mi presencia?
Sintióse un poco inquieto por dentro. En cierto modo estaba
acostumbrado a los robots de modelo terrestre. Los modelos espacianos serían
diferentes. Nunca se había topado con uno; mas nada era tan común en la Tierra
como las historias horribles que se susurraban acerca de los tremendos y
formidables robots que trabajaban de manera suprahumana en los lejanos y
brillantes Mundos Exteriores.
El espaciano, que lo escuchaba con toda cortesía, le dijo:
—No será necesario. Lo he estado esperando a usted.
La mano de Baley ascendió automáticamente; luego la dejó caer.
Lo mismo le pasó a su barbilla, con la cual el rostro tomó un aspecto alargado.
No le fue posible dejar escapar ni una sola palabra. Todos los vocablos se le
helaron.
El espaciano prosiguió con gran mesura:
—Me voy a presentar. Soy R. Daneel Olivaw.
—¿Sí? ¿Estaré cometiendo algún error? Pensé que la primera
inicial de su nombre...
Desde luego. Yo soy un robot. ¿No se lo advirtieron?
—Sí, me lo advirtieron. —Baley se pasó una mano húmeda por el
cabello y se lo alisó hacia atrás, sin ninguna necesidad. Luego se la tendió—.
Lo siento, señor Olivaw. No sé en qué estaba pensando. ¡Muy buenos días! Yo soy
Elijah Baley, su socio.
—¡Bien! —La mano del robot estrechó la suya con una presión
creciente muy suave, que llegó hasta el apretón amistoso; luego disminuyó—. Sin
embargo me parece que percibo cierto trastorno. ¿Le pudiera suplicar que fuese
franco conmigo? En unas relaciones como las muestras, lo mejor es aducir el
mayor número posible de hechos relevantes. Y en mi mundo la costumbre es que
los socios se tuteen, llamándose por sus respectivos nombres. Confío en que no
sea contraria a sus propias costumbres.
—Lo que sucede es que usted, ¿sabe?, no se ve como un robot
—explicó Baley con desesperación.
—Y, ¿eso te trastorna?
—No debiera, me supongo, Da..., Daneel. ¿Son todos como tú en tu
mundo?
—Hay diferencias individuales, Elijah, como en los hombres.
—Nuestros propios robots... Bueno, de esos sí que se puede decir que son
robots, ¿comprendes? Tú pareces un espaciano.
—Ah, sí, me doy cuenta. Esperabas un modelo más bien rudo, ¿no?
Con todo, resulta sumamente lógico que nuestros directores empleen a un robot
de visibles características humanoides en este caso, y confiamos en evitar
cualquier dificultad. ¿No es así?
—Sí —repuso Baley.
—Entonces, vamos ya, Elijah.
Regresaron rumbo al expresvía. R. Daneel se familiarizó con las
bandas aceleradoras, y maniobró a lo largo de ellas con gran habilidad. Baley,
que empezó moderando su movimiento, terminó muy molesto por verse obligado a
precipitarlo.
El robot conservó su equilibrio. Ni siquiera mostró el menor
vestigio de dificultad. Baley incluso se preguntaba si R. Daneel no estaría con
toda intención obrando con mayor lentitud de la que necesitaba. Llegó hasta los
interminables vagones del expresvía y se encaramó con un atrevimiento
inusitado. El robot lo siguió con gran facilidad.
Baley se ruborizó. Tragó dos o tres veces, y por fin exclamó:
—Permaneceré aquí abajo contigo.
—¿Aquí abajo? —El robot, al parecer indiferente tanto al
estruendo como al balanceo rítmico de la plataforma, añadió—: Me informaron que
una clasificación C—5 le daba a uno derecho a ocupar un asiento en el piso superior
de acuerdo con ciertas condiciones.
—Tienes razón. Yo puedo subir; pero tú no.
—¿Y por qué no he de poder ir contigo?
—Porque se necesita ser C—5, Daneel.
—Entiendo.
—Tú no eres un C—5. —Resultaba difícil hablar. El silbido del
aire friccionado era mucho más fuerte en el piso inferior, de menor abrigo, y
Baley procuraba que su tono de voz fuese muy quedo. R. Daneel protestó:
—¿Por qué no habría yo de ser un C—5? Soy tu socio, y, en
consecuencia, de igual categoría. Me dieron esto.
De un bolsillo interior extrajo una tarjeta—credencial
rectangular, totalmente auténtica. El nombre que aparecía era Daneel Oliva—,v,
sin la importantísima inicial. La clasificación denotaba C—5.
—Subamos, pues —convino Baley, impasible.
En cuanto se sentó, Baley se quedó mirando fijamente hacia
delante y disgustado consigo mismo, con plena conciencia del robot situado a su
lado. Por dos veces lo habían pescado en falla. En primer lugar, no reconoció a
R. Daneel como a robot; luego no previó la lógica que exigía que a R. Daneel le
otorgasen una clasificación C—5.
La dificultad, por supuesto, estribaba en que él no era el
detective secreto del mito popular. Él no era incapaz de sorprenderse,
imperturbable de apariencia, infinito de adaptabilidad y veloz como el rayo
para las lucubraciones mentales. Ni nunca se supuso que lo fuera; pero nunca
antes lo había lamentado como ahora.
Lo que lo obligaba a dolerse de ello, al parecer, era confesarse
que R. Daneel Olivaw significaba la verdadera personificación de aquel mito.
Tenía que serlo. Era un robot.
Baley comenzó a encontrar excusas para sí mismo. El estaba
acostumbrado a los robots como R. Sammy, en su oficina. Había esperado una
criatura con una piel de plástico duro y brillante, de un color blanco casi
muerto. Había esperado una expresión fija en un nivel irreal de buen humor
imbécil. Había esperado movimientos bruscos, un poco inciertos, casi
automáticos.
R. Daneel carecía de todo eso.
Baley arriesgó una rápida mirada de soslayo al robot. R. Daneel
se volvió simultáneamente y asintió gravemente. Cuando habló, sus labios se
habían movido con naturalidad, y no se limitaban a quedar entreabiertos como
los de los robots terrícolas. Hasta pudo vislumbrar movimientos de una lengua
articulada.
«¿Por qué ha de permanecer allí sentado con tanta tranquilidad?
—pensó Baley—. Todo esto debe de ser algo distinto y totalmente nuevo para él.
El ruido, las luces, ¡la multitud! »
Se levantó, se escurrió junto a R. Daneel y le dijo:
—¡Sígueme!
Bajaron del expresvía y se dirigieron a las bandas desaceleradoras.
Se encontraron en la calle Ciento Ochenta y Dos Este. A menos de
doscientos metros estaban los ascensores que atendían el servicio de aquellos
pisos de acero y cemento en donde estaba situado su propio apartamento.
Estaba a punto de decirle, «Por aquí», cuando se halló detenido
por un grupo de gente que se aglomeraba en la parte exterior de una puerta de
fuerza brillantemente iluminada, en una de las múltiples tiendas al menudeo
situadas en las plantas bajas de esta sección.
Dirigiéndose a una de las personas más cercanas, preguntó con un
tono de autoridad automático:
—¿Qué sucede?
El hombre a quien se dirigió, y que permanecía en la punto de
los pies atisbando, repuso:
—¡Maldita mi suerte si lo sé! Acabo de llegar.
Alguien informó con excitación manifiesta:
—Tienen a esos miserables robots ahí. Se supone que nos echarán
a nosotros. ¡Con lo que me gustaría descuartizarlos pieza por pieza!
Baley soslayó nerviosamente a Daneel; si éste pescó el
significado de las palabras, o si las escuchó, no dio la menor muestra por nada
de su aspecto exterior.
Baley se hundió en la aglomeración.
—Abran paso. ¡Déjenme pasar! ¡Soy policía!
Le hicieron lugar. Baley alcanzó á oír tras sí:
—... que los descuarticen. Tornillo a tornillo. Que los corten
por las costuras, muy despacio... —Y alguien más se rió.
A Baley le entró un escalofrío. La ciudad era la máxima
perfección; pero exigía demasiado de sus habitantes. Los obligaba a vivir
dentro de una rutina estricta, y ordenaba sus existencias de acuerdo con un
método científico y restringido. En ciertas ocasiones, en determinadas
circunstancias, estallaban las inhibiciones constreñidas.
Recordó los Tumultos de la Barrera.
Cierto que existían motivos para perturbaciones callejeras
antirrobotistas. Los hombres que se encontraban ante la perspectiva del mínimo
desesperado que representaba la desclasificación, tras media vida de esfuerzo
continuo, no eran capaces de decidir a sangre fría que los robots individuales
no tuviesen la culpa de ello. Entonces, por lo menos, nada más sencillo que
volverse contra los mismos.
El Gobierno las llamaba dificultades crecientes. Movía
tristemente su cabeza colectiva y aseguraba a todos y a cada uno que, tras un
período absolutamente necesario de ajuste, se presentaría ante ellos una nueva
vida mucho mejor.
Pero el movimiento medievalista aumentaba en proporción con el
proceso desclasificador. Los individuos llegaban a la desesperación, y con
facilidad se pasaba de la amarga frustración a la destrucción vandálica.
Baley se esforzaba desesperadamente por acercarse a la puerta.
3
Incidente en una zapatería
La parte interior de la tienda se encontraba más vacía que la
calle, afuera. El gerente, con previsión encomiable, había ordenado que se
elevara la barrera de fuerza desde muy al principio, impidiendo que
perturbadores potenciales penetrasen en el establecimiento. También servía para
que los protagonistas de la discusión no escapasen, aunque eso era de menor
importancia.
Baley pasó por la puerta de fuerza empleando su neutralizador de
funcionario. Cuando menos se lo esperaba se percató de que R. Daneel le seguía.
El robot se guardaba en el bolsillo su propio neutralizador, muy delgado, mucho
más pequeño y más eficaz que el modelo oficial de la policía.
El gerente corrió hacia ellos de inmediato, elevando la voz al
hablar:
—Oficiales, mis dependientes me los asignó la ciudad. Estoy
totalmente en mis derechos.
Tres robots permanecían en pie en la parte posterior de la
tienda. Seis mujeres, también en pie, se alineaban junto a la puerta de fuerza.
—Muy bien, ahora —ordenó Baley con sequedad—. ¿Qué pasa aquí?
¿Por qué todo ese trastorno?
Una de las mujeres chilló molestísima:
—Vine aquí a comprar zapatos. ¿Por qué no me puede atender un
dependiente como es debido? ¿No soy acaso respetable?
El rojo encendido de su semblante encolerizado ocultaba de modo
imperfecto la exageración del maquillaje.
—La atenderé yo mismo, si es necesario —explicó el gerente—.
Pero no me es posible dedicarme a todas al mismo tiempo, oficial. No hay nada
de malo con mis empleados. Tengo en mi poder sus tarjetas específicas y sus
talones de garantía...
—Tarjetas específicas —gritó la mujer. Luego se echó a reír y se
volvió hacia las demás—: ¡Escuchad! No son hombres ni son empleados. ¡Son
robots! Y les roban el trabajo a los hombres. Por eso el Gobierno los protege
siempre. Trabajan por nada, y, con motivo de eso, las familias se ven obligadas
a vivir en los arrabales y a comer cruda la pasta de levadura. Si yo mandara,
destruiríamos a todos los robots. ¡Se lo aseguro!
Las otras hablaban farfullando, confusas, y como fondo se oía el
tumulto creciente de la muchedumbre al otro lado de la puerta.
Baley era consciente de que R. Daneel Olivaw estaba allí. Miró a
los dependientes. Eran de manufactura terrestre, y del modelo más barato.
Inofensivos por sí mismos, como grupo eran terriblemente peligrosos.
Baley se preguntaba si R. Daneel no estaría capacitado para
reemplazar a un individuo ordinario, de la secreta, C—5. Hasta lograba
distinguir los arrabales, mientras pensaba en eso. Recordaba con precisión a su
padre.
Su padre había sido físico nuclear. Prodújose un accidente en la
planta de energía, y su padre hubo de soportar la culpa. Lo desclasificaron.
Baley ignoraba los detalles; todo eso sucedió cuando tenía un año.
Pero sí recordaba su niñez. No se acordaba de su madre para
nada, porque no sobrevivió largo tiempo. Del padre sí, y muy bien: un hombre
deshecho, melancólico y perdido, que hablaba en ocasiones de su pasado con
frases roncas y entrecortadas. Murió, todavía desclasificado, cuando Lije
contaba ocho años de edad. El joven Baley y sus dos hermanas mayores se
cambiaron al orfanato, pues el hermano de su madre, el tío Boris, se encontraba
demasiado pobre de por sí para impedirlo. Y fui muy duro ingresar en la escuela
careciendo de privilegios para facilitar el camino.
Y ahora se encontraba en medio de un tumulto creciente dispuesto
a golpear y dominar a unos seres que únicamente temían la desclasificación, tal
como le ocurría a él mismo.
Sin levantar la voz, se dirigió a la mujer que ya había hablado:
—No provoque problemas, señora. Los dependientes no le hacen a
usted ningún daño.
—Claro que no —vociferó la mujer—. Ni tampoco lo voy a permitir.
No quiero que me toquen con sus fríos dedos grasientos. Vine aquí para ser
tratada como un ser humano. Como ciudadana, me asiste el derecho de que me
atiendan seres humanos. Y además hay un par de chiquillos que me esperan para
cenar. .
—Bueno, vea —reanudó Baley, sintiendo que se le agriaba el buen
humor—, si hubiese usted permitido que la atendieran, ya podría estar con los
suyos. Está causando problemas por una insignificancia. Vamos, pues.
—Conque sí, ¿eh? —La mujer se mostró irritada—. Quizá se cree
usted que me puede hablar como si yo fuera basura. Acaso sea ya hora de que el
Gobierno se dé cuenta de que los robots no son la gran maravilla de la Tierra.
Yo soy una mujer que trabaja como la que más, y me asisten mis derechos...
La mujer siguió perorando y Baley se sintió atrapado y aburrido.
La situación se le escapaba de las manos. Aun cuando la mujer consintiera en
que la atendiesen, la multitud que aguardaba se enardecía hasta el grado de
provocar cualquier incidente desagradable.
Afuera había por lo menos un centenar de personas. Desde que los
policías penetraran en la tienda, el grupo había aumentado al doble.
—¿Cuál es el procedimiento usual en estos casos? —preguntó R.
Daneel, de pronto.
—Este es un caso inusitado —replicó Baley.
—¿Qué dice la ley?
—Los robots son dependientes legalizados. Nada hay de ilegal en
todo esto.
Hablaban cuchicheando. Baley pretendía aparecer oficial y
amenazador. Olivaw, como siempre, no denotaba nada con su expresión.
—En ese caso —insinuó R. Daneel—, ordénale a la mujer que
permita que se le atienda o que se vaya.
Baley levantó una comisura de sus labios y dijo:
—Es una turba con la que tenemos que enfrentarnos. Hay que
llamar a una patrulla antitumultos.
—Debería bastar la orden de un representante de la ley —protestó
Daneel, y volviéndose hacia el gerente le dijo—: Abra la puerta, señor.
El brazo de Baley se adelantó para tomar a R. Daneel del
hombro y hacerlo girar sobre sí mismo. Detuvo el ademán. Si dos
hombres representativos de la ley se disputaban abiertamente, era indudable que
no se lograría una solución pacífica.
El gerente pretendió negarse; levantó la vista hacia Baley pero
éste no se atrevió a enfrentar su mirada. Entonces R. Daneel repitió, sin
inmutarse:
—Se lo ordeno a usted con la autoridad de la ley.
El gerente gimió, retorciéndose las manos:
—Haré responsable a la ciudad por daños y perjuicios a mis
muebles y a mis mercancías. Deseo hacer constar que hago esto porque se me
ordena.
La barrera de fuerza descendió; hombres y mujeres se
precipitaron adentro. Hubo una vociferación feliz y general. Se creyeron que
habían obtenido la victoria.
Baley había oído hablar de tumultos semejantes. Hasta había
presenciado uno de ellos: visto cómo levantaban a los robots entre una docena
de manos. Los hombres tironeaban y retorcían a las imitaciones de ellos mismos.
Usaban martillos, llaves de tuercas y pistoletes de agua. Por último, aquellos
objetos miserables y carísimos quedaban reducidos a tiras de metal y alambres.
Los cerebros positrónicos, la creación más complicada de la mente humana, eran
arrojados de mano en mano como pelotas de fútbol, y aplastados hasta quedar
inútiles en un breve lapso.
Entonces, con el genio destructivo desencadenado con tanto
alborozo, la muchedumbre se volvía en busca de otras cosas que pudieran también
reducir a fragmentos.
Los dependientes robots no pretendían tener conocimiento de nada
de esto; pero chillaban a medida que la multitud se aglomeraba, y levantaban
los brazos para cubrirse los rostros como en un esfuerzo primitivo para
ocultarse. La mujer que iniciara todo este escándalo, atemorizada al ver el
incremento que tomó tan repentinamente, más allá de cuanto se atrevió a
imaginar, murmuraba:
—Vamos, calma; vamos, calma.
Nadie le hizo caso y la voz se convirtió en un chillido sin
significado alguno. El gerente también gritaba:
—¡Deténgalos, oficial, deténgalos!
R. Daneel habló. Sin esfuerzo aparente, su voz se elevó de
pronto varios tonos más fuerte que cualquiera emisión humana hubiese logrado
obtener.
—Al siguiente hombre que se mueva le disparo —informó el
impávido R. Daneel.
—¡Agárrenlo! —gritó alguien en la parte de atrás.
Pero nadie se movió.
R. Daneel se subió ágilmente en una silla, y de ahí saltó sobre
un mostrador Transtex. La fluorescencia coloreada que surgía por entre las
rendijas de película molecular polarizada le transformaron el semblante terso y
frío en algo ultraterreno.
El cuadro se mantuvo así mientras R. Daneel aguardaba, con
apariencia tranquila. Anunció:
—Voy armado de un desintegrador de los más efectivos. Lo usaré y
mataré a muchísimos de entre ustedes antes de que se apoderen de mí..., quizás
a la mayoría. Y hablo en serio... ¿Verdad que estoy serio?
Hubo un movimiento en los extremos; pero no aumentó ya el grupo.
Si algunos recién llegados se detenían aún por curiosidad, otros se apresuraban
a retirarse. Los más cercanos a R. Daneel mantenían la respiración, tratando
desesperadamente de no inclinarse hacia delante, impelidos por la presión de la
masa de tanto cuerpo como había a sus espaldas.
Entre un inesperado exceso de sollozos, la mujer que inició el
tumulto gritó:
—Nos va a matar. Yo no hice nada malo. ¡Déjeme salir!
Al volverse se enfrentó con una muralla inmóvil de hombres y
mujeres aglomerados. Cayó de rodillas. El movimiento de retroceso de la
muchedumbre se acrecentó.
R. Daneel saltó del mostrador al suelo y explicó:
—Ahora me voy a dirigir a la puerta. Dispararé contra todo quien
me toque. En cuanto a esta mujer...
—No, no —vociferó la mujer que inició el tumulto—. Le digo a
usted que no hice nada malo. Ya no quiero nada de zapatos. Lo único que deseo
es irme para mi casa.
—Esta mujer permanecerá aquí —ordenó Daneel—. Se le atenderá.
Dio un paso hacia delante.
La multitud lo miró como atontada. Baley cerró los ojos.
No daría resultado. Él no lo creía. Pudo haber detenido a R.
Daneel desde un principio. Pudo en cualquier instante haber llamado a un
patrullero. Había permitido que R. Daneel tomase la responsabilidad, en lugar
de asumirla él, y se había sentido relevado. Cuando intentó confesarse a sí
mismo que la personalidad de R. Daneel dominaba la situación, lo invadió un
repentino menosprecio.
No se producía ningún ruido insólito; ni gritos, ni maldiciones,
ni gemidos, ni vociferaciones. Entreabrió los ojos.
El grupo se estaba dispersando.
El gerente se calmaba; ajustábase la desarreglada chaqueta,
alisándose el cabello, mascullando amenazas furiosas en contra de la
muchedumbre que desaparecía.
Oyó el silbato terso y apagado de un coche patrulla que se
detenía al llegar junto a la puerta.
El gerente le tiró de la manga.
Espero que no tengamos más dificultades, oficial.
—No las habrá —repuso Baley.
Fue fácil desembarazarse del coche de la policía. Habían venido
en respuesta a llamadas frenéticas de que se aglomeraba la gente en la calle.
Desconocían toda clase de detalles, y podían ver por sí mismos que la calle se
hallaba despejada. R. Daneel se hizo a un lado y no demostró señal alguna de
interés en lo que Baley explicaba a los hombres del coche—patrulla,
disminuyendo la importancia del acontecimiento y olvidándose por completo de la
parte que en él tomó R. Daneel.
Después de ello, atrajo a R. Daneel a un lado, contra una de las
columnas de acero y cemento del edificio.
—Escúchame —dijo—, no trato de robarte tus méritos, ¿me
comprendes bien?
—¿Robarme mis méritos? ¿Es uno de los modismos de la Tierra?
—No informé de la parte que tú tomaste.
—No conozco todas las costumbres de ustedes. En mi universo, un
informe completo es lo usual; pero quizá no suceda lo mismo aquí. En todo caso,
se impidió una rebelión civil. Y eso es lo único importante de todo, ¿verdad?
—¿Conque sí? Mira, escúchame —Baley trató de aparentar la máxima
energía posible, aun viéndose en la necesidad de hablar en murmullos furiosos—.
No lo vuelvas a hacer.
—¿No volver a insistir en el cumplimiento de la ley? Si no hago
eso, ¿cuál es entonces mi cometido?
—No vuelvas a amenazar a un ser humano con un desintegrados.
—No hubiese disparado bajo ninguna circunstancia, Elijah, como
sabes perfectamente. Soy incapaz de dañar a ningún ser humano. Pero, como has
podido comprobar, no tuve necesidad de disparar. Ni siquiera pensé que tuviese
que hacerlo.
—Pues fue una gran suerte el que no tuvieras que disparar.
No vuelvas a correr el riesgo en ninguna otra ocasión. Yo pude
haber adoptado la actitud melodramática que tú...
—¿Actitud melodramática? ¿Qué quieres decir?
—No te preocupes. Trata de buscar el sentido de lo que te estoy
diciendo. También yo pude haber sacado un desintegrados para amenazar a esa
turba. Traigo mi desintegrados. Pero eso no justifica que lo deba usar en casos
como esos; y tú tampoco, por supuesto. Era más seguro llamar a un coche
patrulla que recurrir a esos heroísmos individuales.
R. Daneel se quedó meditabundo. Concluyó por menear la cabeza.
—Se me figura que estás equivocado, socio Elijah. Mis informes
respecto a las características humanas de aquí, entre los habitantes de la
Tierra, incluyen los datos precisos que, a diferencia de los hombres de los
Mundos Exteriores, éstos están educados, desde su nacimiento, en la aceptación
ciega de la autoridad. Aparentemente, tal es el resultado de su manera de
vivir. Como te demostré, sólo se necesitó un firme representante de la
autoridad. Tu propio deseo de que viniera un coche patrulla era la expresión de
tu inclinación instintiva que busca una autoridad superior que lo desembarace
de cualquier responsabilidad. En mi propio mundo, por otra parte, confieso que
lo que llevé a cabo hubiese sido totalmente injustificado.
El semblante alargado de Baley estaba encendido de rabia.
—Si te hubiesen reconocido como a un robot...
—Yo tenía la seguridad de que no.
—En todo caso, recuerda que sólo eres un simple robot, como esos
dependientes en la zapatería.
—Eso es obvio.
—Y no eres un ser humano.
Baley se sentía impelido hasta la crueldad, muy en contra de su
voluntad.
Al parecer, R. Daneel reflexionaba en esas palabras.
—Quizá la división entre los seres humanos y los robots
—explicó— no sea tan significativa como la que existe entre la inteligencia y
la no inteligencia.
—Tal vez en tu mundo —arguyó Baley—; pero no en la Tierra.
Consultó su reloj, y apenas pudo percatarse de que se había
retrasado una hora y cuarto. Notaba su garganta seca. Pensó que R. Daneel le
había ganado la primera mano, mientras él permanecía impotente.
Pensó también en Vince Barrett, el joven a quien R. Sammy
reemplazó. Y pensó en sí mismo, en Elijah Baley, a quien R. Daneel podía
reemplazar. Josafat, su padre, por lo menos fue desclasificado a causa de un
accidente que perjudicó, dañó y mató a varias personas. Posiblemente fue culpa
suya: Baley no lo sabía.
—Vámonos —ordenó Baley con brusquedad—. Tengo que llevarte a
casa conmigo.
—¿Lo ves? —observó R. Daneel—. No está bien hacer ninguna
distinción que tenga un significado inferior a la inteli...
—Muy bien —elevó Baley la voz, interrumpiendo—. El asunto queda
concluido. Jessie nos aguarda. —Caminó en dirección del intercomunicador más
cercano—. Será mejor que la llame y le diga que vamos en camino.
—¿Quién es Jessie?
—Mi esposa.
4
Presentación en familia
Fue el nombre de Jessie lo que primero afloró a la conciencia de
Elijah Baley. La conoció en la fiesta de Navidad de la sección, allá por 02, al
amparo de una ponchera. Había acabado sus estudios y obtenido su primer empleo
en la ciudad. Ocupaba una de las habitaciones para solteros del Departamento
Comunal 122A. Era una magnífica habitación de soltero.
Ella se hallaba sirviendo ponches.
—Soy Jessie —le dijo—. Jessie Navodny. No le conozco a usted
todavía.
—Baley —repuso—, Lije Baley. Me acabo de cambiar a la sección
hace pocos días.
Tomó su copa de ponche y le sonrió mecánicamente. Le produjo la
impresión de ser una persona alegre y amigable, por lo que se quedó junto a
ella. Era nuevo allí, y se sentía solitario al estar en una fiesta donde lo
único que haría era observar a los grupos sin formar parte de ellos. Más tarde,
cuando hubiesen ingurgitado suficiente alcohol, quizá todo iría mejor.
Mientras tanto permaneció junto a la ponchera, bebiendo a
pequeños sorbos y contemplando el ir y venir de la gente.
—Yo ayudé a hacer el ponche. —La voz de la muchacha le informó
desde muy cerca—. Se lo puedo garantizar. ¿Desea más?
Baley se percató de que su pequeña copa se hallaba vacía.
—Sí —convino sonriente.
El rostro de la joven era ovalado, y no muy bonito, debido sobre
todo a la nariz un poco larga. Vestía un traje muy serio y llevaba el cabello
de color castaño claro, peinado en una serie de rizos y bucles sobre la frente.
También ella bebió a la segunda ronda, y él se sintió mejor.
—Jessie —murmuró, acariciando el nombre con la lengua—. Es un
nombre muy agradable.
—¿Sabe de qué es diminutivo?
—¿De Jessica?
—Nunca lo acertará.
—Pues no se me ocurre ningún otro.
Saltó una risita y le informó con timidez:
—Mi nombre completo es Jezabel.
Entonces fue cuando se le avivó el interés. Dejó su copa de
ponche sobre la mesa y, mirándola fijamente, le dijo:
—¿De verdad?
—Pues claro que sí. Jezabel es mi verdadero nombre en todos los
registros. A mis padres les complacía la sonoridad de esta palabra.
Al parecer se enorgullecía de ello. Baley se preguntó muy serio:
—Mi nombre es Elijah, de Elías.
Pero ella no reaccionó. Insistió:
—Elías fue el mayor enemigo de Jezabel.
—¿Sí?
—Claro. En la Biblia.
—¡Ah, pues no lo sabía! Resulta curioso, ¿eh? Espero que aquí no
tenga que ser mi enemigo.
Desde el principio se dio cuenta de que era muy alegre, de trato
cordial e incluso bonita. Especialmente apreciaba su alborozo. Sus propios
puntos de vista sardónicos sobre la vida necesitaban ese antídoto.
Pero Jessie no parecía preocuparse por su rostro serio.
—No importa que te me presentes con aspecto de limón agrio —le
confiaba—. En realidad sé que no eres así, y me imagino que si estuvieras
sonriendo siempre, como yo lo hago, haríamos explosión al juntarnos. Tú sigue
así, Lije, e impídeme que me vaya volando.
Y fue ella quien impidió que Lije Baley se hundiera. Éste
solicitó un apartamento para pareja, y obtuvo también un permiso provisional
con perspectiva de matrimonio. Se lo mostró, diciéndole:
—¿Quieres encargarte de arreglar que me mude de «SOLTEROS»,
Jessie? No me agrada vivir allí.
Posiblemente no fue la declaración más romántica, pero a Jessie
le agradó.
Baley sólo recordaba una ocasión en que la alegría habitual de
Jessie la abandonó por completo. Sucedió en su primer año de matrimonio y el
niño no había nacido aún. En verdad, fue durante el mismo mes en que Bentley
fue concebido. (Su clasificación de inteligencia, su estatuto de valores
genéticos y su posición en el departamento le daban derecho a dos hijos, de los
que el primero se podía concebir durante el primer año.)
Jessie había estado refunfuñando a causa de las horas extras de
trabajo de Baley. Le insinuó:
—Es muy molesto comer sola todas las noches.
—No tienes por qué —repuso Baley—. Podrías encontrarte con algún
soltero joven por ahí.
Y, por supuesto, ella se encendió.
—¿Acaso te figuras que no podría?
Tal vez fuera únicamente porque estaba cansado, o quizá porque
Julius Enderby, compañero de escuela suyo, ascendiera otro punto en la escala C
de clasificaciones, en tanto que él no. Contestó con su filo de mordacidad:
—Supongo que sí lo puedes; pero no creo que lo intentes. ¡Ojalá
te olvidaras del nombre que te pusieron y te esforzaras en ser lo que eres en
realidad!
—Seré lo que me venga en gana.
—Pretender que eres Jezabel no te llevará a ninguna parte. Si
deseas saber la verdad, el nombre no significa lo que te imaginas. La Jezabel de
la Biblia fue una esposa fiel y buena de acuerdo con sus alcances y
entendimiento. No tuvo amante alguno, que sepamos, no se mezcló en ninguna
orgía y no se permitió en lo absoluto libertades morales.
A la noche siguiente, Jessie le murmuró en voz muy baja:
—He estado leyendo la Biblia, Lije. Lo de Jezabel.
—Oh, Jessie, lo lamento mucho. Me porté como un chiquillo.
—Era una mujer malvada, Lije.
—Sus enemigos escribieron sobre ella, pero nada sabemos por ella
misma.
—Mató a todos los profetas del Señor en quienes pudo poner las
manos.
—Eso dicen que hizo, pero a pesar de todo sigo sosteniendo que
fue un verdadero modelo de esposa fiel...
Jessie se apartó de él roja de cólera e indignación.
—Pues a mí me parece que eres muy malo conmigo y vengativo.
Entonces él le dirigió una mirada de incomprensión total:
—¿Qué te he hecho, pues? ¿Qué te sucede? Dime.
Salió del apartamento sin responderle, y se pasó la tarde y la
mitad de la noche en los diferentes niveles del vídeo subetérico, yendo de un
espectáculo en otro.
Cuando regresó halló a su marido Lije Baley aún despierto.
No le dio explicación alguna.
A Baley se le ocurrió más tarde, mucho más tarde, que había
destrozado una parte muy importante de la vida de Jessie. Su nombre le
significó siempre algo confusamente malvado para ella. Resultaba un delicioso
contrapeso para un pasado puritano. Le daba un ambiente de pecaminosidad, y
ella adoraba eso.
Nunca más volvió a mencionar su nombre completo, ni a Lije ni a
sus amigas, y, como suponía Baley, quizá tampoco a sí misma. Se limitó a ser
Jessie, y de ese modo firmaba en lo sucesivo su nombre.
A medida que pasaron los días, sus relaciones regresaron al
antiguo grado de intensidad.
Sólo una vez hubo una referencia indirecta al asunto. Aconteció
en el octavo mes de su embarazo. Había dejado su puesto como ayudanta de
alimentación en la cocina seccional A—23, y se divertía en pronósticos y
preparaciones para el nacimiento del niño. Una noche le dijo:
—Si es varón, ¿qué te parece el nombre de Bentley?
Baley frunció las comisuras de los labios.
—¿Bentley Baley? ¿No te suenan los dos nombres muy iguales?
—Pues no sé. Tiene ritmo, me imagino. Además, el chico siempre
podrá escoger otro nombre adicional que le agrade, cuando sea mayor.
—De acuerdo, entonces.
—¿Estás seguro? ¿No te gustaría mejor que le pusiéramos tu
nombre, Elijah?
—¿Y que lo llamaran Júnior? No, no lo considero buena idea. Él
podrá darle ese nombre a su hijo, si lo desea.
—Hay algo... —y se detuvo.
—¿Qué es? —interrogó él tras un intervalo, levantando hacia ella
la vista.
Ella esquivó la mirada, recalcando, sin embargo, con gran
fuerza:
—Bentley no es nombre bíblico, ¿eh?
—No —repuso Baley—. Estoy seguro de que no lo es.
—Muy bien, entonces. Ya no me agradan los nombres bíblicos.
Y esa fue la única insinuación que tuvo lugar, desde aquel día
hasta el momento en que Elijah Baley llegaba a su casa con el Robot Daneel
Olivaw, cuando había estado casado durante más de dieciocho años, y cuando su
hijo Bentley Baley había ya cumplido los dieciséis.
Baley se detuvo frente a la enorme doble puerta donde brillaban
las grandes letras de PERSONAL — HOMBRES. Con otras más pequeñas seguía:
SUBSECCIONES IA—1E. Y, sobre la cerradura, otras más pequeñas que indicaban:
«En caso de pérdida de llaves, llame al 27—101—51».
Un individuo insertó una hojita de aluminio en la cerradura.
Entró y cerró tras sí la puerta, sin pretender mantenerla abierta para que
entrase Baley. Si hubiese hecho esto, Baley se habría sentido seriamente
ofendido. Debido a una costumbre muy arraigada, los hombres no se percataban de
la presencia de nadie, ni adentro ni en las cercanías de estos lugares
privados. Baley recordaba como una de las confidencias matrimoniales más
interesantes, la relativa a que Jessie le informó que la situación era
totalmente distinta en los privados para mujeres. A menudo le comentaba: «Me
encontré con Josephine Greely y me dijo...»
Y ésta fue una de las privaciones inherentes al ascenso civil.
Cuando a los Baley les concedieron permiso para el uso de un pequeño tocador en
su alcoba, la vida social de Jessie se resintió.
Sin ocultar del todo su mortificación, Baley le dijo:
—Por favor, Daneel, espérame aquí.
—¿Te vas a lavar? —preguntó R. Daneel.
Baley se avergonzó, pensando: « ¡Maldito robot! Si le dieron
instrucciones acerca de todo, ¿por qué no le enseñaron buenos modales? Me
tendré que hacer responsable si le llega a decir esto a cualquier otra
persona». Se apresuró a contestarle:
—Me voy a duchar. Más tarde se aglomeran muchos. Entonces
perdería tiempo. Si lo hago ahora, dispondremos de toda la noche para nosotros.
El rostro de R. Daneel se mantuvo impasible.
—¿Es parte de las costumbres sociales el que yo aguarde afuera?
La mortificación de Baley aumentó.
—¿Para qué deseas entrar... sin objeto?
—Ah, vamos, comprendo. Sí, por supuesto. Sin embargo, Elijah,
las manos se me ensucian también, y me gustaría lavármelas.
Le mostró las palmas de las manos. Eran sonrosadas y regordetas,
con las rayas indispensables. Presentaban todas las apariencias de un trabajo
excelente y meticuloso, y estaban tan limpias como cualquiera pudiese estarlo.
Baley le indicó:
—En mi departamento poseemos un lavabo.
Lo dijo con gran indiferencia, pues comprendió que cualquier
petulancia se perdería con un robot.
—Muchas gracias por tu atención. Sin embargo, creo que será
preferible hacer uso de este sitio. Si tengo que vivir con los hombres de la
Tierra, mejor será adoptar el mayor número de costumbres y actitudes.
—Entremos, pues. Y escucha, no hables con nadie ni le claves la
vista a nadie. Ni una palabra, ni una mirada fija. ¡Es la costumbre!
Soslayo en torno con rapidez y mirada pudorosa, alarmado por si
alguien había escuchado su propia conversación. Afortunadamente, ni un alma se
veía en el antecorredor.
Siguieron a lo largo de todo él, sintiéndose vagamente sucio,
más allá de los cuartos comunales a los compartimientos privados. Se preguntó
cómo se las arreglaría si le cancelaban sus privilegios.
R. Daneel aguardaba con paciencia cuando Baley volvió con el
cuerpo bien frotado, la ropa interior limpia, una camisa recién planchada y, en
general, con una sensación de mayor comodidad.
—¿Ninguna dificultad? —preguntó Baley en cuanto estuvieron en el
exterior y pudieron hablar con libertad.
—Ninguna, Elijah —replicó R. Daneel.
Jessie se hallaba en el umbral, sonriendo nerviosamente. Baley
la recibió con un beso.
—Jessie —murmuró—, te presento a mi nuevo socio, el señor Daneel
Olivaw.
Su esposa le tendió la mano, que R. Daneel estrechó y soltó.
Volvióse a su marido, mirando después a R. Daneel:
—¿Tiene la amabilidad de sentarse, señor Olivaw? —dijo—. Debo
hablar con mi esposo de asuntos familiares. Será sólo un minuto.
Jessie retenía la manga de Baley. Él la siguió hacia la
habitación contigua.
—No estarás herido, ¿verdad? —preguntó ella en un apresurado
susurro—. He estado preocupada desde que lo oí por la radio.
—¿Por la radio?
—Lo emitieron hará cosa de una hora. Me refiero al escándalo en
la zapatería. Informaron que dos de la secreta lo habían sofocado. Sabía que tú
regresabas a casa con un socio, y esto sucedía precisamente en nuestra
subsección y en el momento exacto de tu regreso a casa. Me figuré que estaban
minimizando los hechos y que tú...
—Por favor, Jessie. Como puedes ver, estoy sin novedad.
Jessie se tranquilizó, no sin esfuerzo. Añadió temblorosa:
—Tu socio no pertenece a tu división, ¿verdad?
—No —repuso Baley con desagrado—. Es un extraño.
—¿Cómo habré de tratarlo?
—Como a cualquier otro. Sólo es mi socio; he ahí todo.
Lo dijo con tan poco convencimiento, que los rapidísimos ojos de
Jessie se contrajeron.
—¿Algo anda mal?
—No, nada. Ven, volvamos al recibidor. Comenzará a parecerle
sospechoso nuestro proceder.
Lije Baley sentíase un tanto incierto respecto a su apartamento.
Hasta ese mismo momento, no lo habían asaltado las dudas. De hecho, siempre se
había enorgullecido de él, pero con aquella creación de los mundos allende el
espacio sentada en medio de él, Baley se sintió de pronto dudoso. El
apartamento se le presentó miserable y amontonado.
—¡Jessie, tengo hambre! —exclamó de pronto Baley en un
tono de voz impaciente.
—Señora Baley, ¿violaría yo alguna norma establecida si le
dirigiera la palabra por su nombre? —intervino R. Daneel.
—No, por supuesto que no. Hágalo con toda libertad, y llámeme
Jessie si..., oh..., si te parece, Daneel. —Y soltó una risita.
Baley se sintió volver al salvajismo. La situación estaba
poniéndose intolerable. Jessie pensaba que R. Daneel era un hombre. La cosa se
iba a exagerar hasta el punto de vanagloriarse de él y charlar sobre él en el
Personal de Mujeres. Para remate, no era mal parecido, dentro de su
impasibilidad, y Jessie sentíase halagada con su deferencia. Imposible dejar de
observarlo.
Abrióse la puerta y un jovencito entró con mucho cuidado. Sus
ojos se fijaron en R. Daneel casi al instante.
—¿Papá? —inquirió con incertidumbre.
—Mi hijo Bentley —presentó Baley, en voz baja—. Este es el señor
Olivaw.
—Tu socio, ¿no, papá? ¿Cómo está usted, señor Olivaw? —Los ojos
de Bentley se agrandaron y brillaron con intensidad—. Di, papá, ¿qué sucedió
allá en la zapatería? La radio dijo...
—No hagas preguntas ahora, Bentley —interpuso Baley, brusco.
Bentley quedó desconcertado y miró a su madre, quien le indicó
que se sentara.
—¿Hiciste lo que te ordené, Bentley? —preguntó, cuando se hubo
acomodado. Sus manos se movían acariciadoras sobre sus cabellos. Eran tan
oscuros como los de su padre, e iba a tener la estatura de éste; mas todo el
resto de su apariencia le pertenecía a ella. Tenía el rostro ovalado de Jessie;
sus ojos de ágata; su manera despreocupada de contemplar la vida.
—Claro que sí, mamá —repuso echándose un poco hacia delante para
atisbar en el doble recipiente del que emanaban sabrosos olores.
—¿Se me permite hojear estos libros—película? —interrogó de
pronto R. Daneel, desde el otro lado del cuarto.
—Por supuesto —replicó Bentley, levantándose de la mesa con una
mirada instantánea de interés reflejada en su semblante—. Son míos. Los
conseguí en la biblioteca, con un permiso especial de mi escuela. Le voy a
traer mi estereoscopio. Es magnífico. Mi papá me lo regaló en mi último
cumpleaños.
Después de traérselo a R. Daneel, indagó:
—¿Se interesa usted en robots, señor Olivaw?
A Baley se le cayó la cuchara, y se inclinó para recogerla.
—Sí, Bentley, me intereso —repuso R. Daneel.
—Entonces le agradarán éstos. Todos son de robots. Tengo que
escribir un ensayo sobre ellos, para mis clases, así que me documento. Resulta
un asunto muy complicado. —Y terminó—: Yo estoy en contra.
—Siéntate, Bentley —ordenó Baley, desesperado—, y no molestes
más al señor Olivaw.
—No me molesta en absoluto. Bentley, me gustaría hablar contigo
sobre este problema en otra ocasión. Tu padre y yo estaremos sumamente
atareados esta noche.
—Gracias, señor Olivaw.
«¿Atareados esta noche?», pensó Baley.
Luego, con un violento sobresalto, recordó su tarea. Reflexionó
en el espaciano que yacía muerto allá en Espaciópolis, y se percató de que,
durante horas enteras, inmerso en su propio dilema, había olvidado por completo
el hecho frío y escueto del asesinato.
5
Análisis de un asesinato
Jessie se despidió de ellos. Púsose un abrigo de ceratofibra y
manifestó:
—Os dejo. Sé muy bien que tenéis por delante mucho que discutir.
Hizo pasar a su hijo en cuanto abrió la puerta.
—¿A qué hora volverás, Jessie? —preguntó Baley.
—¿A qué hora deseas que regrese?
—Pues..., no hay necesidad de quedarse fuera toda la noche. ¿Por
qué no regresas a la hora acostumbrada? Como a medianoche.
Le lanzó una mirada interrogativa a R. Daneel. Este asintió
levemente con la cabeza, excusándose:
—Lamento que...
—No tiene importancia. Nadie me exige que me vaya. Además, es mi
noche para salir con mis amigas. Ven conmigo, Bentley.
El jovenzuelo se mostró un poco rebelde.
—Caray, ¿por qué diablos debo ir yo también? No los voy a
molestar.
—Haz lo que te ordeno.
—Entonces, ¿por qué no he de poder acompañarte a los etéricos?
—Porque yo voy con algunas amigas y, además, tú tienes otras
cosas que hacer... —La puerta se cerró tras ellos.
Y ahora había llegado el momento. Baley lo había estado
apartando de su mente. Pensaba: «Presentémonos primero con el robot, veamos
cómo es». Luego: «Llevémoslo a casa». Y después: «Comamos antes».
Sólo que ahora ya no había lugar para nuevas dilaciones. Por fin
se veían enfrentados al asunto del asesinato, con las complicaciones
interestelares, los posibles ascensos en la clasificación, o con una probable
desgracia. Y carecía de medios de iniciarlo, excepto recurriendo al robot en
busca de ayuda.
R. Daneel indagó:
—¿Tan seguros estamos de que no nos pueden oír?
Baley levantó la vista y se le quedó mirando con sorpresa:
—Nadie escucharía lo que sucede en el apartamento de otro.
—¿No existe la costumbre de fisgar?
—Es cosa que no se hace, Daneel. Vaya, sería como suponer
que..., no sé..., que metieran el dedo en tu plato mientras estás comiendo.
—¿O que puedan cometer un asesinato?
—¿Qué?
—¿No es también contrario a las costumbres matar, Elijah?
Baley sentía que su cólera iba en aumento.
—Mira, si hemos de ser socios, no tratemos de imitar la
arrogancia de los espacianos y sus aires de superioridad. No va contigo, R.
Daneel. —Y no pudo menos que poner énfasis en la erre.
—Mucho lamento si te herí en tus sentimientos, Elijah. Mi
intención se limitaba a indicar que, supuesto que los seres humanos se sienten,
en ocasiones, capaces de cometer un asesinato, a pesar de la costumbre,
pudiesen también ser capaces de violar esas mismas costumbres por lo que se
refiere al hecho de fisgar.
—El apartamento se encuentra perfectamente aislado —informó
Baley, con el ceño fruncido aún—. No has percibido nada de nada que provenga de
ninguno de los dos apartamentos que hay a los lados, ¿verdad? Bueno, pues
tampoco ellos nos oirán a nosotros. Por otra parte, ¿a quién se le ocurriría, y
por qué, figurarse que algo importante sucede aquí?
—No hay que menospreciar al enemigo.
—Dediquémonos a nuestro trabajo —propuso Baley, encogiéndose de
hombros—. Mis informes son muy vagos, así que puedo mostrar mi mano sin ninguna
dificultad. Sé que un hombre llamado Roj Nemennuh Sarton, ciudadano del planta
Aurora, residente de Espaciópolis, fue asesinado por alguna persona o varias,
lo cual se desconoce. Entiendo que la opinión de los espacianos es que no se
trata de un acontecimiento aislado. ¿Estoy en lo justo?
—Estás bien informado, Elijah.
—Lo relacionan con una intentona reciente para hacer fracasar un
proyecto patrocinado por espacianos para convertirnos en una sociedad integrada
por humanos y robots y según los modelos de los Mundos Exteriores. Suponen que
el asesinato fue producto de un grupo de terroristas muy bien organizados.
—Exactamente.
—Muy bien, entonces. Para empezar: ¿en qué se basa esta
suposición de los espacianos? ¿Por qué el asesinato no podría ser el trabajo de
un fanático individual? Existe en la Tierra un sentimiento antirrobotista muy
fuerte: pero no hay partidos organizados que preconicen violencias de esta
especie.
—Abiertamente, quizá no, desde luego.
—Hasta una organización secreta dedicada a la destrucción de
robots y de fábricas de ellos poseería el sentido común suficiente para
percatarse de que lo peor de cuanto pudieran hacer sería cometer un asesinato
en la persona de un espaciano. Más bien parece haber sido obra de una mente
desequilibrada.
R. Daneel escuchaba con muchísima atención. Al fin dijo:
—Yo también creo que el peso de las probabilidades está en
contra de la teoría de un «fanático». La persona asesinada era muy bien
conocida, y el momento del crimen se escogió con gran precisión, de modo que no
cabe sino el proyecto deliberado por parte de un grupo organizado al efecto.
—Bueno, en ese caso, tú cuentas con mayores informes de los que
han llegado a mi conocimiento. ¡Suéltamelos!
—Tu fraseología me resulta algo oscura; pero supongo que
comprendo. Será preciso que te explique algo de los antecedentes del asunto.
Sabrás que, vistas desde Espaciópolis, las relaciones que mantenemos con la
Tierra no son del todo satisfactorias.
—¡Mala cosa! —masculló Baley.
—Se me ha dicho que, al principio, cuando se estableció
Espaciópolis, se aceptó, por parte de nuestros dirigentes y por el pueblo, que
la Tierra estaría dispuesta a adoptar la sociedad integrada que ha venido
trabajando tan bien en los Mundos Exteriores. Al principio supusimos que sólo
se trataba de aguardar a que las gentes de aquí se sobrepusieran al primer
sobresalto de la novedad. Pero se ha demostrado que no fue así. Aun con la
cooperación del Gobierno terrestre y de la mayoría de los diversos Gobiernos de
las ciudades, la resistencia continuó, dificultando el progreso. Como es
natural, esto ha preocupado intensamente a nuestra población.
—Por puro altruismo, supongo.
—No del todo —repuso R. Daneel—, aunque sea muy amable de parte
tuya el atribuirles motivos tan nobles. Nuestra creencia general y muy firme es
que una Tierra saludable y modernizada sería de gran beneficio para toda la
galaxia. Por lo menos, tal es el caso respecto a nuestros habitantes de
Espaciópolis. Debo confesar que existen elementos muy poderosos que se oponen a
ello en los Mundos Exteriores.
—¿Cómo? ¿Desacuerdos entre los espacianos?
—Por supuesto. No faltan quienes se figuran que una Tierra modernizada
sería una Tierra imperialista y peligrosa. Esto sucede más particularmente
entre los habitantes de los viejos mundos que se encuentran más cercanos a la
Tierra, y tienen mayores razones para acordarse de los primeros siglos de
viajes interestelares, cuando sus mundos se vieron dominados por la Tierra,
política y económicamente.
—Historia antigua —suspiró Baley—. ¿Se preocupan verdaderamente?
¿Continúan quejándose todavía de los acontecimientos que ocurrieron hace mil
años?
—Los humanos tienen sus propias peculiaridades —comentó R.
Daneel—. No son razonables, en muchos sentidos, como nosotros los robots, ya
que sus circuitos no se proyectan de antemano. Asimismo, se me ha dicho que
esto tiene sus ventajas.
—Puede que las tenga —convino Baley con acritud.
—Tú estás en mejor posición que yo para saberlo —sugirió R.
Daneel—. En todo caso, los fracasos continuos en la Tierra han fortalecido la
política de los partidos nacionalistas de los Mundos Exteriores. Proclaman que
resulta del todo evidente que los terrícolas son muy diferentes de los
espacianos, y que no se pueden amoldar a las mismas tradiciones. Opinan que si
impusiéramos robots en la Tierra, desencadenaríamos destrucciones en la
galaxia. Algo que no olvidan nunca es el hecho de que la población de la Tierra
es de ocho mil millones de habitantes, mientras que la población total de los
cincuenta Mundos Exteriores apenas llega a cinco mil quinientos millones.
Nuestros conciudadanos aquí, especialmente el doctor Sarton...
—¿Era doctor?
—En sociología, y especializado en robótica. Un individuo
sumamente brillante.
—Comprendo. Prosigue.
—Como te decía, el doctor Sarton y los demás se percataron dé
que Espaciópolis y todo cuanto significa no — existiría por mucho tiempo si
tales sentimientos en los Mundos Exteriores continuaran aumentando y si
nuestros continuos fracasos los atizaban. El doctor Sarton comprendió que había
llegado el momento de hacer un esfuerzo supremo por comprender la psicología de
los terrícolas. Se puede afirmar que los individuos de la Tierra son
conservadores innatos y soltar necedades sobre «la Tierra inmutable» y «la
inescrutable mente terrestre», pero de ese modo sólo se consigue evadir el
problema.
»Sarton afirmó que hablaba la ignorancia y que no podíamos
enfrentarnos al problema de los terrícolas con un proverbio o con un calmante.
Preconizó que los espacianos que trataban de rehacer esta Tierra deberían
abandonar el aislamiento de Espaciópolis y mezclarse con los terrícolas. Era
preciso vivir como ellos, pensar como ellos, ser como ellos.
—¿Los espacianos? —interrumpió Baley—. ¡Imposible!
—Tienes razón —convino R. Daneel— A pesar de sus puntos de
vista, el doctor Sarton mismo no hubiese podido convencerse hasta el extremo de
venir a ninguna de estas ciudades, ¡y lo sabía bien! No le habría sido posible
soportar la enormidad ni las muchedumbres. Aunque le hubieran obligado a entrar
amenazándolo con un desintegrador, lo eterno le habría pesado de modo tal que
jamás hubiese percibido las verdades interiores en cuya búsqueda trabajaba.
—¿Y qué me dices de su preocupación por las enfermedades?
—indagó Baley—. Me imagino que sería motivo suficiente para que nadie se
arriesgara a entrar en una ciudad.
—Cierto. El doctor Sarton justipreciaba todos estos detalles;
sin embargo, insistía en la necesidad de conocer íntimamente a los terrícolas y
sus métodos de vida.
—Pues parece que se metió en un callejón sin salida.
—No del todo. Las objeciones que se refieren a la entrada en las
ciudades se refieren únicamente a los humanos del espacio. Los robots
espacianos son distintos.
« ¡Maldita sea, siempre se me olvida!», pensó Baley.
—¡Ah, sí! —exclamó en voz alta.
—Desde luego —reanudó R. Daneel—, nosotros somos más flexibles,
naturalmente. Por lo menos a este respecto. Se nos puede diseñar para adaptarnos
a una existencia terrestre. Si se nos construye con una similitud muy
particularmente apegada a la parte externa de lo humano, los terrícolas nos
podrían aceptar, y se nos facilitaría de ese modo un examen cercanísimo de su
vida.
—¿Entonces tú..., tú mismo...? —principió Baley, iluminado por
una idea repentina.
—Sí, soy precisamente un robot de esa clase. Durante un año, el
doctor Sarton estuvo trabajando en el diseño y construcción de robots
semejantes. Yo fui el primero de todos ellos, y el único, hasta este momento.
Desgraciadamente, mi educación no quedó completa. Se me apresuró de manera
prematura en este papel, en este personaje, como resultado del asesinato.
—Entonces, ¿no todos los robots espacianos son como tú? Algunos
se ven más como robots y menos como humanos, ¿no es así?
—Sin duda. Las apariencias exteriores dependen de las funciones
del robot. Mi propia función exige una apariencia muy humana, y por eso la
poseo. Otros son distintos, aunque sean antropoides. Con toda seguridad son
mucho más humanoides que los degradantes modelos primitivos que vi en aquella
zapatería. ¿Son así todos los robots de aquí?
—Más o menos —replicó Baley—. ¿No los apruebas?
—Por supuesto que no. Resulta por demás difícil aceptar una
burda parodia de la forma humana como al mismo nivel intelectual. ¿No pueden
mejorar las fábricas sus productos?
—Estoy seguro de que sí, Daneel. Se me figura que únicamente
preferimos saber cuándo nos las habemos con un robot y cuándo no. —Se le quedó
mirando fijamente a los ojos, cuando expresó tal cosa. Estaban húmedos y
brillantes; a Baley le pareció que su mirada era uniforme.
—Confío que con el tiempo pueda comprender esa perspectiva tuya
—expresó R. Daneel.
Por un momento Baley creyó observar cierta ironía en la frase;
luego desechó la posibilidad.
—En todo caso —prosiguió R. Daneel—, el doctor Sarton distinguió
con claridad que el caso se relacionaba con C/Fe.
—¿Qué es eso?
—Los símbolos químicos de los elementos carbono y hierro. El
carbono es la base de la vida humana, y el hierro de la vida del robot. Resulta
muy sencillo hablar de C/Fe cuando deseas expresar una cultura que combina lo
mejor de las dos sobre una base igual, aunque paralela. C/Fe simboliza una
mezcla de ambos elementos, sin prioridad.
—Creo comprender. Así pues, ese doctor Sarton se dedicaba al
problema de convertir a la Tierra en C/Fe, desde un ángulo nuevo y prometedor.
Nuestros grupos conservadores de medievalistas, como se autodenominan, se
sintieron perturbados. Tuvieron miedo de que pudiera tener éxito. Así pues, se
decidieron a asesinarlo. De ahí proviene la motivación que lo convierte en un
complot perfectamente organizado y no en una simple ofensa aislada. ¿Estoy en
lo justo?
—Así me lo imagino yo también, Elijah.
Baley silbó meditabundo, como para sí. Con sus largos dedos
tamborileó levemente sobre la mesa. Luego meneó la cabeza.
—No resulta; ¡no, no resulta!
—Perdón, no comprendo.
—Trato de imaginarme la situación. Un terrícola emprende rumbo a
Espaciópolis; se dirige al doctor Sarton; lo desintegra y luego se retira. No
resulta. Estoy seguro de que la entrada a Espaciópolis está bien guardada.
—Exacto. No existe la menor posibilidad de que algún terrícola
haya cruzado ilegalmente la frontera. Todas las salidas de la ciudad fueron
sometidas a investigaciones minuciosas. ¿Sabes cuántas hay, Elijah?
Éste negó con la cabeza, y luego trató de adivinar.
—¿Veinte?
—¡Quinientas dos!
—¿Qué?
—Originalmente, cuando la amurallaron, había muchas más. Ahora
sólo quedan funcionando quinientas dos. Aparte de los puntos de entrada para la
carga aérea.
—¿Y los puntos de salida?
—Ni la menor esperanza. No los vigilan. Parece como si no
existieran. Cualquiera pudo salir en no importa qué instante, y regresar sin
que nadie se percatara de ello.
—¿Hay algo más? Me imagino que el arma desapareció.
—¡Oh, sí!
—¿Algún indicio de importancia?
—Ninguno. Hemos examinado los alrededores de Espaciópolis de
cabo a rabo. Los robots en las granjas circunvecinas resultaban inútiles como
testigos. Apenas significan un poco más que maquinaria agrícola automática, sin
llegar a humanoides. Y no había ningún ser humano.
—¿Y bien?
—Habiendo fracasado hasta ahora en Espaciópolis, trabajaremos en
el otro extremo, en la ciudad de Nueva York. Nuestro deber consiste en
investigar a todos los grupos subversivos posibles, en desmenuzar a todas las
organizaciones disidentes...
—¿Cuánto tiempo has decidido emplear? —interrumpió Baley.
—Tan poco como sea posible; tanto como sea necesario.
—Bien —confesó Baley, meditabundo—, desearía que en este
embrollo tuvieras a otro socio que no fuera yo.
—Pues yo no lo deseo —replicó R. Daneel—. El comisionado habló
en términos muy elogiosos de tu lealtad y de tu capacidad.
—Fue muy amable de su parte —murmuró Baley.
—No confiamos sólo en él —aclaró R. Daneel—: estudiamos además
tu expediente. Tú te has expresado con libertad y frecuencia en contra del uso
de robots en su departamento.
—¿Entonces...?
—Sabemos que, si bien te disgustan los robots, trabajarás con
uno de ellos si lo consideras como un deber. Posees una aptitud de lealtad en
grado extraordinario, y un profundo respeto por las autoridades legítimas. Y
eso es exactamente lo que necesitamos. El comisionado Enderby te juzgó con
precisión.
—¿No tienes tú ningún resentimiento personal por mis
sentimientos contrarios a los robots?
—Si no te impiden trabajar conmigo y ayudarme a llevar a cabo lo
que se me exige —arguyó R. Daneel—, ¿cómo me podrán importar?
Baley se sintió cohibido y contrariado. Entonces, con gran
beligerancia, preguntó:
—Vaya, pues si yo salí airoso de la prueba, ¿qué hay de ti? ¿Qué
te califica como detective?
—No te entiendo.
—Se te diseñó como a una máquina coleccionadora de informes. Una
imitación antropoide para registrar los hechos de la vida humana para los
espacianos...
—Lo cual significa un magnífico comienzo para una investigación.
—Un principio, quizás. Pero eso no es todo lo que se necesita,
ni con mucho.
—Seguro que no; tuvieron que darle un ajuste final a mi sistema
completo de circuitos.
—Siento una enorme curiosidad por oír los detalles de lo que
afirmas.
—Muy fácil. Se han dotado mis urgencias de motivos con un
impulso especialmente fuerte, con un deseo de justicia.
—¡Justicia! —exclamó Baley. De su semblante desapareció la
ironía, y en su lugar surgió una mirada indicadora de la más profunda
desconfianza.
R. Daneel, volviéndose con rapidez en su sillón, se quedó
mirando hacia la puerta.
—Alguien está ahí fuera.
Sí, alguien estaba. La puerta se abrió y Jessie entró, muy
pálida y con los labios apretados.
Baley se sobresaltó.
—¿Qué sucede, Jessie? ¿Ocurre algo?
Ella permaneció allí, sin mirarle a los ojos.
—Lo siento mucho. Tenía que... —Y la voz se extinguió.
—¿Dónde está Bentley?
—Pasará la noche en la Residencia de Jóvenes.
—¿Por qué? —protestó Baley.
—Me informaste que tu socio pasaría aquí la noche. Me imaginé
que necesitaría la alcoba de Bentley.
—A mí no me hace falta, Jessie —interpuso R. Daneel.
Jessie fijó la vista en el semblante de R. Daneel, con
intensidad. Baley tenía la suya clavada en las yemas de los dedos, mohíno
respecto a lo que pudiera seguir y, en cierto modo, incapaz de intervenir. El
silencio momentáneo pesó en los tímpanos de sus oídos y luego, como desde muy
lejos, escuchó a su esposa que decía:
—Sospecho que tú eres un robot, Daneel.
—Sí, lo soy —respondió R. Daneel con un tono tan tranquilo como
el de siempre.
6
Murmullos en una alcoba
En los niveles superiores de las subsecciones más ricas de la
ciudad se encuentran los solarios naturales, en los que un tabique de cuarzo,
con una pantalla movible de metal, excluye el aire y permite la entrada a la
luz del sol. Allí las esposas y las hijas de los administradores y ejecutivos
de más alto rango de la ciudad pueden broncearse. Allí acontece algo único
todas las noches: ¡oscurece!
En el resto de la ciudad sólo existen los ciclos arbitrarios de
las horas.
Las luces de los apartamentos disminuyen a medida que
transcurren las horas de oscuridad, y el pulso de la ciudad se debilita. Aunque
nadie pueda distinguir el mediodía de la medianoche mediante ningún fenómeno
cósmico a lo largo de las avenidas subterráneas de la ciudad, la humanidad
persiste en la muda división del horario.
Los expresvías circulan vacíos; el ruido de la vida disminuye;
la movible muchedumbre que transita por los larguísimos callejones desaparece;
la ciudad de Nueva York yace en la sombra no advertida de la Tierra. Sus
habitantes duermen.
Elijah Baley no dormía. Yacía en el lecho; ninguna luz iluminaba
su apartamento.
Jessie estaba acostada a su lado, sin movimiento, en las
tinieblas. No la había sentido ni escuchado moverse.
Al otro lado de la pared se encontraba R. Daneel Olivaw.
Baley susurró:
—¡Jessie! —Y luego otra vez—: ¡Jessie!
La forma oscura junto a él se movió ligeramente.
—¿Qué quieres?
—Jessie, ¡no me lo hagas más difícil!
—Pudiste habérmelo dicho.
—¿Cómo hacerlo? Pensaba decírtelo en cuanto se me ocurriera
algún modo. Josafat, Jessie...
—¡Chissst!
El tono de la voz de Baley se convirtió en un murmullo:
—¿Cómo lo descubriste? ¿No deseas confesármelo?
Jessie se volvió hacia él. En las sombras podía sentir su
penetrante mirada.
—Lije —la voz casi no llegaba a un leve soplo de aire—, ¿nos
puede oír? ¿Esa cosa?
—No, si hablamos en voz baja.
—¿Cómo lo sabes?
Baley lo sabía. La propaganda se ocupaba en todo momento de
recalcar los hechos y milagros de los robots espacianos, su resistencia, sus
sentidos aguzados, sus servicios a la humanidad en cientos de maneras distintas
y nuevas. Personalmente, él se imaginaba que esas alabanzas fracasaban en su
intento. Los terrícolas odiaban a los robots en mayor grado precisamente por su
superioridad. Susurró:
—A Daneel lo construyeron del tipo humano adrede. Buscaban que
lo aceptáramos como un ser humano, y de seguro que no posee más que sentidos
humanos. Si poseyese sentidos extraordinarios, habría un enorme peligro de que
se delatara como no humano a causa de cualquier casualidad.
Reinó el silencio otra vez.
Baley hizo un segundo intento.
—Jessie, deja las cosas tal como están. No es justo que te
disgustes.
—¡Oh, Lije! No estoy disgustada, sino atemorizada. Tengo un miedo
de muerte.
—¡Vamos, Jessie! ¿Por qué? No hay de qué atemorizarse. Es del
todo inofensivo. Te lo juro.
—¿No te puedes desembarazar de él, Lije?
—Sabes muy bien que no. Son asuntos oficiales del departamento.
¿Cómo podría hacerlo?
—¿Qué clase de asuntos, Lije? Dímelo.
—¡Caray, Jessie, me sorprendes! —Le buscó la mejilla en la
oscuridad, y se la acarició. Estaba húmeda. Con la manga de su pijama le enjugó
los ojos—. Vaya —añadió con ternura—, te estás portando como una chiquilla.
—Avísales en el departamento que pongan a otro a hacerlo, sea lo
que fuere. ¡Por favor, Lije!
La voz de Baley se endureció.
—Jessie, has sido la esposa de un detective durante suficiente
tiempo para saber que una comisión es una obligación.
—Bien, pero, ¿por qué tuviste que ser tú?
—Julius Enderby...
Al escuchar este nombre, Jessie se encabritó:
—Debí de habérmelo figurado. ¿Por qué no puedes soltárselo claro
a Julius Enderby que ponga a otro, por una vez siquiera, a que le haga sus
trabajos cochinos? Tú le aguantas muchísimo, Lije, y esto es precisamente lo
que...
—¡Muy bien, muy bien! —murmuró él, calmándola.
Poco a poco, temblorosa todavía, se fue apaciguando.
«Nunca lo entenderá», pensó Baley.
Julius Enderby siempre fue motivo de disputas entre ellos desde
que se comprometieron como novios. Enderby iba dos cursos delante de él en la
Escuela de Estudios Administrativos de la ciudad. Fueron grandes amigos. Cuando
Baley pasó por el sinnúmero de pruebas de aptitud y de neuroanálisis,
encontrándose en disposición para entrar en las fuerzas policíacas, allí estaba
ya Enderby, en un puesto superior de la división de detectives sin uniforme.
Baley siguió los pasos de Enderby; pero siempre a mayor
distancia. A Baley le faltaba algo que en Enderby abundaba. Éste se ajustaba a
la perfección a la maquinaria administrativa y burocrática.
El comisionado no pasaba por un gran cerebro, y Baley lo sabía.
Tenía innumerables peculiaridades infantiles, rachas intermitentes de
ostentación tocante al medievalismo, por ejemplo. Pero se comportaba muy hábilmente
con los otros; no ofendía a nadie; recibía órdenes con afabilidad; las impartía
con una mezcla exacta de suavidad y de firmeza. Hasta se llevaba bien con los
espacianos. Quizá fuera un poco más allá, y llegara a la obsequiosidad (Baley
mismo no hubiera podido tratar con ellos durante medio día sin ponerse en un
estado de excitación tremenda; se encontraba seguro de ello, aun cuando nunca
en realidad hubiese hablado con un espaciano); pero aquellos tipos confiaban en
él, y eso le convertía en un individuo útil en extremo para la ciudad.
Enderby escaló puestos con gran rapidez en el Servicio Civil y
llegó al puesto de comisionado cuando Baley apenas alcanzaba la clasificación
de C—5. Baley no se resentía del contraste, aunque sí se lamentaba de ello. Enderby
no olvidó la amistad de la edad temprana, y, en su extraña manera, trató de
hacerse perdonar sus éxitos ayudando a Baley en cuanto ludo.
El trabajo que le asignó, de socio con R. Daneel, era una
muestra de ello. Se trataba de algo difícil y desagradable; mas no cabía la
menor duda de que era la plataforma de un formidable ascenso. El comisionado
pudo haberle dado la oportunidad a otro. Aunque su propia conversación de
aquella mañana acerca de que necesitaba un favor de su parte disfrazó el hecho,
se lo ocultó del todo.
Jessie jamás veía así las cosas. Cuando en el pasado se habían
presentado ocasiones semejantes, decía: «Es el índice de tu lealtad tonta.
Estoy tan cansada de escuchar a todo el mundo que te alaba porque estás
rebosante del sentimiento del deber. Piensa en ti mismo, de vez en cuando. Los.
de arriba nunca se preocupan por resaltar su propio índice de lealtad».
Baley permanecía en la cama en una actitud de envaramiento
vigilante, dejando que Jessie se calmara. Tenía que pensar. Era preciso que se
asegurase de sus sospechas. Pequeños detalles se perfilaban en su mente y se
iban ajustando unos a los otros como una urdimbre.
Sintió que el colchón se hundía con un movimiento de Jessie.
—Lije, ¿por qué no renuncias?
—¡Estás loca! No puedo renunciar en medio de una comisión que se
me ha confiado. No puedo mandar al diablo asuntos de esta categoría cuando me
venga en gana. Un acto de esa naturaleza significa que lo desclasifiquen a uno
por causas ,justificadas. Y el Servicio Civil no acepta empleados que hayan
sido desclasificados por causas justificadas. Sólo podría hacer trabajos
manuales, y tú también. Bentley perdería todos los estatutos hereditarios. Por
amor de Dios, Jessie, ¡no sabes lo que es eso!
—No importa —masculló.
—¡Estás loca! —Y luego de una pausa—: Dime, Jessie, ¿cómo
supiste que Daneel es un robot?
—Bueno... —empezó ella, y enmudeció. Era la tercera vez que
iniciaba sus explicaciones.
Le apretó la mano entre las suyas, deseando que hablara:
—¡Por favor, Jessie! ¿Qué temes?
—Nada, Lije. Se me ocurrió.
—Pero si no existe ni el menor indicio para que se te ocurriera,
Jessie —persistió Baley—. No te imaginaste que fuera un robot antes de salir de
casa, ¿verdad?
—¡Nooo! Pero me puse a pensar...
—Vamos, Jessie, ¿qué fue?
—Bien... Escucha, Lije, las muchachas estaban hablando en el
Personal. Ya sabes cómo son. Hablando de esto, de lo otro, de todo... El rumor
circula por toda la ciudad.
—¿Por toda la ciudad? —Baley experimentó una sensación rápida y
salvaje de triunfo, o algo parecido.
—Sí. Hablaban de rumores acerca de que un robot espaciano andaba
por la ciudad. Que tenía aspecto humano y que trabajaba con la policía. Me
preguntaron a mí sobre ello: «¿No sabe nada tu Lije respecto a este asunto,
Jessie?», y yo les contesté que no. Luego nos fuimos a los etéricos y me puse a
pensar sobre tu nuevo socio. ¿Recuerdas aquellas fotografías que trajiste a
casa, las que Julius Enderby tomó en Espaciópolis para enseñarme cómo se veían
los espacianos? Bueno, pues me puse a pensar que así se veía tu socio. Y
entonces me dije: «Alguien lo habrá reconocido en la zapatería, y anda con
Lije», y al momento pretexté que me dolía mucho la cabeza... y corrí...
—Vamos, Jessie, basta, ¡basta! —interrumpió Baley—. Domínate en
lo posible. Ahora, ¿por qué estás asustada? No te da miedo Daneel. Tú te le
enfrentaste cuando llegamos a casa. Te portaste con él de una manera
espléndida. Así que...
Dejó de hablar. Sentóse en la cama, con los ojos inútilmente
abiertos en la oscuridad.
Sintió que su esposa se movía a su lado. Alargó la mano; halló
sus labios, y la oprimió contra ellos. Ella luchó contra la presión, tomándolo
con sus manos de la muñeca y retirándola; mas él la apretó contra ella con
mayor fuerza.
Luego, de pronto, la soltó, al oírla quejarse.
—Lo siento, Jessie —murmuró en voz ronca—. Oí ruido. Se levantó
de la cama y se calzó unos pantuflos de plastofilma que le cubrían las plantas
de los pies.
—Lije, ¿adónde vas? No me dejes sola.
—No te preocupes. Sólo voy hasta la puerta.
La película de plástico producía un sonido susurrante cuando
bordeó la cama. Entreabrió la puerta del recibidor y aguardó. No sucedió nada.
Todo estaba tan tranquilo que podía percibir el leve silbido de la respiración
de Jessie que le llegaba desde el lecho. Escuchaba hasta el ritmo sordo de su
propia sangre martilleándole los oídos.
La mano de Baley se escurrió por la abertura de la puerta. Con
un impulso insignificante apretó el conmutador que regularizaba la iluminación
del techo.
La puerta principal se encontraba cerrada, y en el recibidor no
percibió el menor movimiento.
Cerró el conmutador y regresó a la cama.
Eso era todo lo que necesitaba. Las piezas se iban ajustando.
Jessie le rogaba desde el lecho, preguntándole:
—Lije, por favor, ¿qué sucede?
—No sucede nada, Jessie. Todo sigue su curso normal. Ya no se
encuentra aquí.
—¿El robot? ¿Quieres decir que se ha ido? ¿Para siempre?
—No, no. Ya regresará. Y antes de que vuelva, contéstame a mi
pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿A qué le tienes miedo?
Jessie permaneció muda. Baley insistió con energía:
—Dijiste que tenías un miedo de muerte.
—A él.
—No, no le tenías miedo a él. Además, sabes perfectamente que un
robot no puede hacer daño a ningún ser humano.
—Pensé que si todos sabían que era un robot, quizá se produjesen
tumultos. Que nos matarían.
—¿Por qué matarnos a nosotros?
—Sabes muy bien lo que son los tumultos.
—Ni siquiera saben dónde está el robot.
—Pueden indagarlo.
—¿Y eso es lo que temes, un tumulto?
—Bueno, pues...
—Chissst. —Empujó a Jessie sobre la almohada. Después le acercó
los labios al oído—. Ha regresado. Ahora no hables. Todo va bien. Por la mañana
se irá y no volverá otra vez. Y no se producirá ningún tumulto. Tranquila.
Sentíase casi contento al decir esto. Le pareció que ahora sí
podría dormir.
«Ningún tumulto. Tampoco desclasificación», pensó.
Y poco antes de quedarse dormido se dijo: «Ni siquiera
investigación del asesinato. Ni siquiera eso. Todo aclarado...»
Entonces se durmió.
7
Espaciópolis
El comisionado de policía Julius Enderby limpió sus gafas con
gran cuidado y se las ajustó en la parte superior de la nariz. Luego buscó el
conmutador al extremo de su escritorio y, durante unos instantes, convirtió la
puerta de su oficina en transparente en un solo sentido.
—A propósito, ¿en dónde está?
—Me confesó que le gustaría que le enseñaran el departamento, y
le dije a Jack Tobin que le hiciera los honores.
—Espero que no le dijiste que es un robot.
—Por supuesto que no.
El comisionado no se tranquilizó. Con una mano seguía
jugueteando sin objeto con el calendario automático que mantenía sobre su
escritorio.
—¿Cómo te va? —interrogó sin mirar a Baley.
—No muy bien.
—Lo siento, Lije.
—Pudiste haberme informado de que tenía un aspecto humano —le
reprochó Baley con firmeza.
El comisionado apareció muy sorprendido.
—¿No te lo dije? ¡Maldita sea, debiste de haberlo sabido! No te
hubiese pedido que se quedara en tu casa si su aspecto fuera semejante al de R.
Sammy, ¿no te parece?
—Lo sé; pero antes nunca había visto a ningún robot del estilo
de ése, y usted sí. Ni siquiera me imaginaba que tales cosas fueran posibles.
—Escúchame, Lije, lo siento mucho Debía de habértelo dicho.
Tienes razón. Pero con el caso de este asesinato me paso el tiempo regañando a
la gente sin motivo. Este Daneel es un nuevo tipo de robot. Se encuentra
todavía en período de experimentación.
—Así me lo explicó él mismo. —Y luego, con indiferencia—: Daneel
me ha arreglado un viaje a Espaciópolis.
—¿A Espaciópolis? —gritó Enderby, y su mirada mostró una
tremenda indignación.
—Sí, porque es el siguiente paso lógico. Me gustaría ver el
escenario del crimen y hacer algunas preguntas.
Enderby meneó la cabeza.
—No creo que sea una buena idea. Nosotros ya examinamos el lugar
de los acontecimientos. Dudo mucho de que exista algo nuevo que se pueda
aprender. Y son gente muy extraña. ¡Guantes blancos! Hay que tratarlos con
guantes blancos. Tú careces de experiencia. —Se llevó la regordeta mano a la
frente y añadió, con impaciencia y énfasis inusitado—: ¡Los odio!
Baley mostró algo de hostilidad en la voz.
—Maldita sea, el robot ha venido acá, y yo debo ir allá. Resulta
bastante desagradable compartir un asiento de primera con un robot; no me
agrada la idea de ocupar uno de segunda. Por supuesto, si usted no me considera
capaz de dirigir estas investigaciones espinosas...
—No es eso, Lije. No se trata de ti, sino de los espacianos. No
sabes cómo son.
—Bueno, pues, entonces, comisionado —y Baley acentuó el
fruncimiento del entrecejo—, supongamos que viene usted con nosotros. —Tenía la
mano descansando en la rodilla, y dos de los dedos se cruzaron automáticamente
en signo cabalístico.
Los ojos del comisionado se abrieron enormes.
—No, Lije. No iré allí; no me pidas que vaya. —Parecía como si
le costase trabajo pescar las palabras que se le iban. Prosiguió, con mayor
calma y con una sonrisa poco convincente—: Aquí hay muchísimo trabajo, ¿sabes?
Tengo un montón de asuntos pendientes.
Baley lo contempló un rato, reflexionando.
—Le voy a sugerir otra cosa. ¿Por qué no interviene usted en el
asunto mediante tridimensión? Durante algún tiempo, ¿comprende? Por si necesito
ayuda.
—Ah, sí, me figuro que eso sí lo puedo hacer —replicó con una
total falta de entusiasmo.
—Bien. —Baley consultó el reloj de pared y se levantó—.
Le llamaré más tarde.
Al salir de la oficina mantuvo la puerta abierta una fracción de
segundo más de lo necesario. Vio la cabeza del comisionado que se inclinaba
sobre el escritorio en busca de apoyo. Y el detective casi hubiera pudido jurar
que escuchó un sollozo.
Baley meditó sobre lo que acababa de acontecer. Hasta cierto
punto, la actitud de Enderby no le había sorprendido. Ya suponía que le
opondrían resistencia al intento de su propia parte para viajar a Espaciópolis.
A menudo había escuchado que el comisionado se extendía acerca de las
dificultades de tratar con los espacianos; acerca de los peligros de permitir
que alguien que no fuera un negociador experimentado tuviese trato con ellos,
incluso en lo relativo a insignificancias.
Sin embargo, nunca concibió que el comisionado cediese con tanta
facilidad. Se figuró que por lo menos Enderby insistiría en acompañarlo. La
urgencia de cualquier otro trabajo carecía de significado si se la comparaba
con la importancia de este problema.
Y eso no era lo que Baley deseaba. Al contrario, quería
exactamente lo que había conseguido. Buscaba que el comisionado estuviese
presente con personificación tridimensional, de modo que pudiera asistir a los
procedimientos desde un punto protegido.
v La seguridad era el punto clave. Baley necesitaba de un
testigo al que no se le pudiese eliminar inmediatamente. Necesitaba por lo
menos eso como garantía mínima de su propia seguridad.
El comisionado había convenido en ello de inmediato. Baley
recordó el sollozo de despedida y pensó: «Ese pobre hombre está metido en esto
más de lo que alcanza a resolver».
Baley oyó una voz alborozada y borrosa de la altura de su
hombro. Se sobresaltó.
—¿Qué demonios quieres? —preguntó frenético.
La sonrisa en el semblante de R. Sammy permaneció fija, inmóvil
como la de un idiota.
—Jack me ordenó que te dijera que Daneel está listo, Lije.
—Bueno, y lárgate de aquí.
Frunció el ceño a la espalda del robot que se alejaba. No había
nada tan irritante como el tener esa maquinaria torpe de metal dirigiéndole
siempre la palabra por su nombre y tuteándolo. Anteriormente ya se había
quejado de ello al comisionado. Éste se encogió de hombros con indiferencia y
le dijo:
—No puedes disfrutar de ambas alternativas, Lije. El público
insiste que los robots de la ciudad se construyan con un circuito que produzca
amistad profunda. Tú le simpatizas mucho; por lo tanto, te llama con el nombre
más amistoso que está a su alcance.
¡Circuito amistoso! No se podía construir ningún robot que
pudiera hacerle daño a un ser humano. Era la primera ley de la robótica:
Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su
inacción, que un ser humano sufra algún mal.
Ningún cerebro positrónico se construía sin esa advertencia
incorporada en sus circuitos básicos. Ningún desarreglo concebible la podía
desalojar. No hacía falta ajustarle circuitos especiales de amistad.
Y, con todo, el comisionado tenía razón. La desconfianza de los
terrícolas hacia los robots era algo rayano en lo irracional, y los circuitos
amistosos habían por fuerza de ser incorporados, del mismo modo que todos los
robots sonreían del mismo modo mecánico. Por lo menos, en la Tierra.
En cambio, R. Daneel nunca sonreía.
Baley se puso en pie, suspirando. Pensó: «Espaciópolis,
siguiente parada... ¡Tal vez la última!»
Las fuerzas policíacas de la ciudad, así como ciertos funcionarios
de alto nivel, podían todavía hacer uso de coches patrulla individuales por los
corredores de la ciudad, y hasta a lo largo de los caminos antiguos
subterráneos que estaban prohibidos para el tránsito a pie. A cada instante,
los liberales presentaban solicitudes pidiendo que esas pistas de automóviles
se transformaran en campos de recreo para los niños, en nuevas colonias para el
comercio o en ramales de los expresvías o localvías.
Sin embargo, resultaba indispensable que hubiese algún medio
para que las fuerzas de la ciudad se movilizaran con la mayor velocidad posible
hasta el punto requerido. Ni pensar que se inventara un sustituto para esos
caminos, y tampoco existía.
Baley había viajado por ellos varias veces; pero su vacío
desolador siempre lo deprimía en exceso. Parecían hallarse a un millón de
kilómetros de la pulsación de la ciudad, cordial y viviente. Se extendían como
gusanos ciegos y huecos ante los ojos, al estar él sentado ante el volante y
los controles del coche—patrulla. Abríanse continuadamente a nuevas extensiones
al deslizarse en torno a esta o aquella curva. Tras ellos, lo sabía aun sin
mirar, otro gusano ciego y hueco se contraía y se cerraba, en sentido
contrario. El camino se encontraba muy bien iluminado; pero la claridad carecía
de significado en este silencio y en esta soledad.
R. Daneel no hizo nada por romper ese silencio o por llenar ese
vacío. Miraba enfrente, tan poco impresionado por la soledad de los corredores
como por la multitud del expresvía.
En cierto momento, acompañados del sonido de la sirena del
coche—patrulla, emergieron del camino y entraron gradualmente en el carril para
vehículos del corredor de la ciudad. A unos doscientos metros viraron en
dirección a los tranquilos corredores que conducían a la misma entrada de
Espaciópolis.
Les estaban esperando. Era evidente que los guardias conocían a
R. Daneel de vista, y, aun cuando fueran humanos, lo saludaron con un
movimiento de cabeza, sin el menor indicio de repugnancia.
Uno de ellos se aproximó a Baley y lo saludó con cortesía
perfecta, al estilo militar. Era alto y grave, aun cuando no el absoluto
dechado físico de un espaciano representado por R. Daneel. Le pidió:
—Por favor, su tarjeta de identificación, señor.
Lo examinaron con rapidez, pero a conciencia. Baley observó que
el guardia usaba guantes color carne, y traía un pequeñísimo aunque visible
filtro en cada una de las ventanillas de la nariz.
El guardia saludó de nuevo y devolvió la tarjeta, añadiendo:
—Hay un pequeño Personal para Hombres que nos complacemos en
poner a su disposición si desea ducharse.
Surgió en la mente de Baley la posibilidad de negarse a admitir
tal necesidad; pero R. Daneel le tiró con suavidad de la manga en cuanto el
guardia se hubo retirado un paso, indicándole:
—Se acostumbra, socio Elijah, que los habitantes de la ciudad
tomen una ducha antes de penetrar en Espaciópolis. Te informo de esto porque
estoy seguro de que no tienes el menor deseo de sentirte incómodo o de que
nosotros nos lo sintamos. Debes atender a todas las necesidades higiénicas que
creas oportuno. Una vez dentro de Espaciópolis, ya no podrás hacerlo.
—¡Pero eso es imposible! —murmuró Baley, muy cohibido.
—Me refiero, naturalmente —explicó R. Daneel—, para los
habitantes de la ciudad...
Ante esas palabras, el semblante de Baley reflejó una sorpresa
hostil. R. Daneel continuó:
—Lamento mucho la situación; pero tal es la costumbre.
Sin replicar, Baley entró en el Personal. Sintió, más bien que
verlo, a R. Daneel que entraba tras él.
«¿Comprobándolo él mismo?», se preguntó Baley.
Durante un momento colérico, se regocijó en el pensamiento del
asombro que le preparaba Espaciópolis. De pronto, le pareció que era, en
efecto, menor al que le produciría un desintegrador en su propio pecho.
El Personal veíase pequeño, pero muy bien dispuesto y
antiséptico en su limpieza. Notó un olorcillo penetrante en el ambiente. Baley
lo olfateó, dudoso al principio.
¡Ozono! Habían inundado el lugar de radiaciones ultravioleta.
Un pequeño aviso centelleaba apagándose y encendiéndose varias
veces, y luego permaneció iluminado. Leyó: «El visitante debe quitarse la ropa
y los zapatos y colocarlos en el hueco indicado».
Baley se desprendió del desintegrador y de la funda; cuando se
hubo desnudado, se lo ciñó otra vez a la cintura. Le pareció muy pesado e
incómodo.
Su ropa desapareció por el hueco. El aviso iluminado se apagó.
Otro se encendió en su lugar:
« El visitante debe atender a sus necesidades personales y luego
usar la ducha señalada con una flecha.»
Baley sentíase como una pieza de maquinaria que iban armando a
distancia en una cadena de producción.
Su primera reacción en cuanto entró en el pequeño cubículo de la
ducha fue cubrir con el envoltorio impermeable la funda de su desintegrador. Lo
podría desenfundar y disponer de él en menos de cinco segundos.
No había ningún tirador o gancho en que colgar su desintegrador.
Ni siquiera la ducha se notaba visible. Colocó aquél en un rincón distante de
la puerta de entrada.
Apareció otro aviso luminoso: «El visitante debe mantener los
brazos despegados del cuerpo y colocarse en el círculo central con los pies en
la posición indicada».
Al apoyar allí los pies el letrero desapareció. Seguidamente una
ducha espumosa y cosquilleante lo bañó. Sintió que el agua lo inundaba aun
hasta bajo las plantas de los pies. Duró un minuto, y se le enrojeció la piel
bajo las fuerzas combinadas del calor y de la presión, a la vez que los
pulmones buscaban aire en aquella humedad tibia. Después siguió otro minuto de
ducha fresca, a presión baja, y, por último, un minuto de aire caliente que lo
dejó seco y muy refrescado.
Recogió su desintegrador junto con la correspondiente funda, y
se percató que también ellos estaban secos y calientes. Se lo ciñó a la cintura
y salió fuera del cubículo. R. Daneel aparecía en la entrada de otra ducha
contigua. Por supuesto que R. Daneel no era habitante de la ciudad; pero sí
había recogido polvo de ella.
De manera casi automática, Baley desvió la vista. Luego pensó
que las costumbres de R. Daneel no se asemejaban en nada a las de la ciudad y se
esforzó para mirarle. Sus labios temblaron al esbozar una sonrisa. El parecido
de R. Daneel con los humanos no se limitaba sólo a su rostro y a sus manos,
sino a todo su cuerpo.
Baley desanduvo el camino que había seguido desde que entró en
el Personal. Sus ropas dobladas con gran cuidado, exhalaban un agradable y
tibio olor a limpio.
Otro aviso decía: «El visitante debe vestirse y colocar la mano
en el lugar indicado».
Así lo hizo Baley. Experimentó un cosquilleo perceptible en la
yema del dedo corazón al colocarlo sobre la superficie limpia y lechosa.
Levantó la mano con rapidez y se encontró con una pequeñísima gota de sangre
que dejó de fluir mientras la estaba observando.
Se la sacudió, oprimiéndose el dedo. Ni así volvió a manar otra
gota.
Resultaba evidente que iban a analizar su sangre. La duda hizo
presa en él. Estaba seguro de que su examen anual de rutina, efectuado por los
doctores del departamento, no se llevaba a cabo con la misma exactitud ni con
el mismo conocimiento que utilizaban esos fabricantes de robots de los espacios
exteriores. No le agradaba mucho la idea de una investigación demasiado a fondo
del estado de su salud.
El tiempo de la espera le pareció excesivamente largo a Baley;
cuado volvió a aparecer el letrero iluminado, pudo leer: «El visitante puede
salir».
Baley lanzó un gran suspiro de alivio. Avanzó bajo un arco y dos
varillas de metal se cruzaron ante él. Escrito en el aire
65
luminoso, leyó las siguientes palabras: «El visitante debe
detenerse».
—¡Qué diablos...! —exclamó Baley, olvidando que todavía se
encontraba en el Personal.
La voz de R. Daneel resonó en su oído:
—Me figuro que los buscadores percibieron algún elemento de
fuerza. ¿Traes tu desintegrador, Elijah?
Baley viró sobre sí mismo, rojo de cólera. Por dos ve=ces seguidas
trató de hablar, hasta que, al fin, pudo vociferar:
—Un funcionario de la policía trae siempre consigo su
desintegrador.
Era la primera vez que había hablado en un Personal, por decirlo
así, desde la edad de diez años. Aquello sucedió en presencia de su tío Boris,
y se limitó a ser una queja automática cuando se golpeó el pulgar del pie. El
tío Boris bien que lo había castigado cuando llegaron a casa, amonestándolo
sobre las conveniencias de la decencia pública. R. Daneel se limitó a decir:
—Ningún visitante puede andar armado. Es nuestra costumbre,
Elijah. Hasta tu propio comisionado deja su desintegrador siempre que viene de
visita.
En otras circunstancias, Baley hubiera dado media vuelta para
regresar, para alejarse de Espaciópolis y del robot. Ahora, sin embargo, se
hallaba casi como loco de deseos por seguir adelante su proyecto primitivo y,
de este modo, obtener su venganza hasta el límite.
Pensó que este era el examen médico sin asperezas que había
remplazado al más detallado de los días lejanos. Pudo entonces entender, podía
entender con creces la indignación y las furias que se desencadenaron y
condujeron a los Tumultos de la Barrera en su juventud.
No sin ira, Baley se desabrochó el cinturón de su desintegrador.
R. Daneel lo tomó de sus manos y lo colocó en un hueco de la pared. Una
plaquita de metal muy delgada se levantó para ocultarlo.
—Si oprimes tu pulgar en esa depresión —le informó R. Daneel—,
sólo tu pulgar podrá volverla a abrir más tarde.
Baley sintió como si le desnudaran, como en la ducha. Dirigióse
al punto en que las varillas lo habían detenido antes y, por último, salió del
Personal.
De nuevo se encontraba en un corredor; mas aquí se advertía un
elemento extraño y nuevo. Muy hacia adelante, la luz
66
poseía una calidad que no le era familiar. Sintió una vaharada
contra el rostro y, automáticamente, se imaginó que había pasado junto a él un
coche—patrulla.
R. Daneel debió de leer su intranquilidad en el semblante,
porque le explicó:
—Ahora ya estás al aire libre, Elijah; y no está acondicionado.
Baley se sintió ligeramente enfermo. ¿Cómo podían los espacianos
ser tan cuidadosos, de manera tan rígida, por lo que toca a un cuerpo humano,
sólo porque provenía de la ciudad, y, al mismo tiempo, respirar el aire sucio
de los campos al descubierto? Instintivamente apretó las ventanillas de su
nariz, como si de este modo pudiera librarlas de modo más efectivo del aire que
le penetraba. R. Daneel dijo:
—Me parece que te vas a encontrar con que el aire libre no es
nocivo para la salud humana.
—Así lo espero —repuso Baley con voz débil.
Las corrientes de la atmósfera contra el rostro le molestaban.
Seguro que las experimentaba muy suaves, pero errátiles. Y eso le incomodaba en
demasía.
Y llegó lo peor. El corredor se abría hasta la inmensidad azul,
y, al aproximarse a su extremo, una fortísima claridad Manca lo inundaba todo.
Baley había visto la luz del sol. Estuvo una vez en un solario natural, pero
allá un cristal protector circunscribía el espacio, y la propia imagen del sol
se refractaba en una luminosidad generalizada. Aquí, en cambio, todo se hallaba
al descubierto.
Automáticamente levantó la vista al sol, y después la retiró.
Los ojos deslumbrados le parpadeaban y le lloraban.
Un espaciano se aproximó a ellos y la inquietud se apoderó de Baley.
Sin embargo, R. Daneel avanzó con la mano extendida a saludar al
hombre que llegaba. El espaciano se volvió a Baley diciendo:
—¿Tiene la amabilidad de acompañarme, señor? Yo soy el doctor
Han Fastolfe.
Las cosas se presentaban mejor dentro de uno de los domos. Baley
se quedó perplejo por el tamaño de aquellas habitaciones, y por la manera en
que distribuían el espacio sin prestarle atención; pero agradeció la sensación
del aire acondicionado.
Sentándose y cruzando las piernas, Fastolfe indicó;
—Supongo que preferirá el aire acondicionado, ¿verdad?
Parecía muy amigable. Finas arrugas le cruzaban la frente, y
ciertas bolsitas se le formaban bajo los ojos y también bajo la barbilla. El
cabello le raleaba mas no mostraba señal alguna de encanecer. Sus enormes
orejas le sobresalían de la cabeza, dándole una apariencia ordinaria y
humorística que consolaba a Baley.
Aquella misma mañana, Baley había contemplado las fotografías de
Espaciópolis que Enderby había tomado. Los espacianos de aquellas fotografías se
parecían a los que de vez en cuando se retrataban en los libros—películas:
altos, de cabellos rojos, graves, fríamente bien parecidos. Como el mismo R.
Daneel Olivaw, por ejemplo.
R. Daneel le iba nombrando los espacianos a Baley, y cuando éste
le preguntó de repente, señalando con sorpresa:
—Ése eres tú, ¿verdad?
—No, Elijah —le replicó el robot—. Ése es mi constructor, el
doctor Sarton. —Y lo dijo sin ninguna emoción.
—¿Te hicieron a imagen y semejanza de tu creador? —interrogó con
sarcasmo Baley: mas no hubo respuesta alguna a su pulla y, en realidad, Baley
apenas si esperaba ninguna. La Biblia, según sabía bien, circulaba en círculos
muy restringidos en los Mundos Exteriores.
Y ahora Baley contemplaba a Han Fastolfe, un hombre que en su
apariencia se desviaba de modo muy visible de la norma espaciana, y el
terrícola abrigó una gratitud muy comprensible por ello.
—¿Me permite que le ofrezca de comer? —inquirió Fastolfe.
Señaló la mesa que separaba a él y a R. Daneel del terrícola. Lo
único que aparecía allí era una fuente de esferoides de diversos colores. Baley
se quedó vagamente sorprendido. Se imaginaba que se reducían a adornos, como un
centro de mesa. R. Daneel explicó:
—Éstos son los frutos de la vida natural de una planta que crece
en Aurora. Le sugiero que la pruebe. Tiene por nombre «manzana», y la reputan
como muy agradable al paladar.
El doctor Han Fastolfe sonrió con benignidad:
—R. Daneel no los conoce por experiencia personal, por supuesto;
pero tiene muchísima razón.
Baley se llevó una manzana a la boca. La superficie era roja y
verde. Se notaba fresca al tacto y poseía un aroma leve y apetitoso. Le hincó
el diente, y el inesperado sabor agrio le destempló los dientes.
«Confío en que por lo menos la habrán lavado», pensó.
—Permítame presentarme un poco más específicamente —sugirió
Fastolfe—. Estoy encargado de la investigación del asesinato del doctor Sarton,
por parte de Espaciópolis, así como el comisionado Enderby lo está por parte de
la ciudad. Si le medo ser de alguna utilidad, cuente conmigo. Nos sentimos tan
ansiosos por llegar a una solución tranquila de este problema, por obtener que
se eviten idénticos incidentes en lo futuro, como el que más en toda la
Administración de Nueva York.
—Gracias, doctor Fastolfe —repuso Baley—. Estimo en lo fue vale
su actitud y su ofrecimiento.
Mordió en el centro mismo de la manzana y se saltaron dentro de
la boca pequeños ovoides duros y negros. De modo automático resopló. Salieron
disparados y cayeron al suelo. Uno hubiese dado en la pierna del doctor Fastolfe
a no ser porque el espaciano la retiró con rapidez.
Baley enrojeció de rubor, y se dispuso a inclinarse.
—Está bien, señor Baley —le manifestó Fastolfe con humor
agradable—. Déjelos, se lo suplico.
Baley se enderezó. Dejó la manzana, un tanto confuso y cohibido.
Tenía la incómoda sensación de que, en cuanto se alejase de ahí, buscarían las
pequeñas partículas y las recorrerían mediante un succionador; el recipiente de
la fruta lo quemarían o lo arrumbarían en algún sitio distante de Espaciópolis;
hasta la habitación en que se hallaban la desinfectarían.
Bruscamente, trató de ocultar su malestar.
—Me agradaría solicitar permiso para que el comisionado Enderby
asistiese a nuestra conferencia mediante la personificación tridimensional.
El entrecejo de Fastolfe se frunció, y luego ascendió.
—Por supuesto, si así lo desea. Daneel, ¿quieres establecer
comunicación?
Baley permaneció sentado, todavía con mayor incomodidad, hasta
que la superficie brillante del enorme paralelepípedo, en uno de los rincones
del aposento, se iluminara y mostrara al comisionado Enderby y parte de su
escritorio. De pronto cesó todo malestar, y Baley sintió algo muy parecido al
afecto por fuella figura familiar, y un vivo deseo de hallarse de regreso y en
seguridad en aquella oficina con él o en cualquier otro sitio de la ciudad, sin
importarle cuál. Hasta en la parte menos agradable de los distritos de levadura
de Jersey.
Ahora que ya contaba con su testigo, Baley no vio razón alguna
para su tardanza. Por lo tanto, informó:
—Creo que he penetrado ya el misterio que rodea la muerte del
doctor Sarton.
Con el rabillo del ojo vio a Enderby que se ponía en pie, como
impulsado por un resorte, al tiempo que alcanzaba a sostener (esta vez con
éxito) las gafas que se le caían. Una vez en esa posición, el comisionado sacó
la cabeza fuera de los límites del receptor tridimensional, y se vio obligado a
sentarse de nuevo, con el rostro encendido y sin habla.
De manera mucho más tranquila, la cabeza del doctor Fastolfe se
inclinó hacia un lado para mostrar su sobresalto u ocultarlo. Sólo R. Daneel
permaneció impasible.
—¿Pretende usted decirnos que conoce al asesino? —profirió por
fin Fastolfe.
—No —replicó Baley— Afirmo que no hubo asesinato.
—¿Qué? —gritó Enderby.
—Un momento, comisionado Enderby —interpuso Fastolfe, levantando
la mano. Miró fríamente a Baley—: ¿Pretende sugerirnos que el doctor Sarton
está vivo?
—Sí, señor, y me imagino que sé en dónde está.
—¿En dónde?
—¡Ahí! —replicó Baley, y con gran firmeza apuntó el dedo
acusador en la dirección de R. Daneel Olivaw.
8
Debate acerca de un robot
En ese preciso instante, Baley tenía clara conciencia del golpe
de su propio pulso. Le parecía como si el tiempo se hubiese detenido. La
expresión de R. Daneel se hallaba, como siempre, vacía de toda emoción. En
cuanto a Han Fastolfe, sólo mostraba una moderada sorpresa.
Sin embargo, la reacción del comisionado Julius Enderby era la
que más le preocupaba a Baley. El receptor tridimensional del que emergía el
rostro asombrado no permitía una reproducción perfecta. Siempre existía aquel
débil parpadeo y una resolución que no era la ideal. Debido a esas
imperfecciones y también a la distorsión ocasionada por las gafas del
comisionado, sus ojos resultaban ilegibles.
«No desfallezcas, Julius. Te necesito con verdadera urgencia»,
pensó Baley.
No pensaba realmente que Fastolfe obrara con precipitación o
impelido por algún impulso emocional. En alguna parte había leído que los
espacianos carecían de religión pero que la sustituían con un intelectualismo
frío y flemático sublimado que alcanzaba la altura de una filosofía. Creía
firmemente en ello, y con ello contaba. Tendrían como norma obrar muy despacio,
y siempre sobre la base de la razón.
Si se hubiese hallado solo entre ellos, y hubiera dicho tal
cosa, seguro estaba que nunca habría vuelto a la ciudad. Los proyectos de los
espacianos les importaban mucho más que la vida de un habitante de la ciudad.
Inventarían cualquier excusa que darle a Julius Enderby. Quizás hasta
presentarían su cadáver al comisionado, moverían la cabeza y sugerirían algo
así como una conspiración llevada a cabo por un terrícola. El comisionado
tendría que creerles. Era su idiosincrasia. Aunque odiaba a los espacianos, era
un odio fundada en el temor. No se atrevería a mostrar su descrédito.
Por eso necesitaba que fuese testigo presencial de los
acontecimientos; un testigo, además, a salvo de las bien calculadas medidas de
seguridad de los espacianos.
Se escuchó la voz sofocada del comisionado:
—Lije, estás equivocado. Yo vi con mis propios ojos el cadáver
del doctor Sarton.
—Usted vio los restos carbonizados de alguien cuyo cadáver le
dijeron que era el del doctor Sarton —replicó Baley con audacia. Recordó,
ceñudo, el incidente de las gafas rotas del comisionado incidente que resultó
favorable para los espacianos.
—No, Lije, no, de ninguna manera. Observé bien al doctor Sarton,
y la cabeza no resultó dañada. ¡Era él! —El comisionado se llevó la mano a los
anteojos, intranquilo, como si intentase recordar, y añadió—: Lo miré con todo
cuidado, con gran minuciosidad.
—Y, ¿qué me dice de éste, comisionado? —preguntó Baley señalando
a R. Daneel de nuevo—. ¿Se parece al doctor Sarton?
—Sí, del mismo modo que se le parecería una estatua.
—Es fácil asumir una actitud sin expresión alguna, comisionado.
Supongamos que fue un robot el que vio usted totalmente desintegrado. Me dice
que lo observó con detenimiento. ¿Lo hizo con suficiente atención como para ver
si la superficie carbonizada al borde de la desintegración era en realidad
tejido orgánico descompuesto o una capa de carbonización superpuesta
deliberadamente sobre metal fundido?
El comisionado apareció molestísimo. Replicó:
—Te estás poniendo ridículo, Baley.
Este se volvió al espaciano:
—¿Estaría usted dispuesto a que se exhumara el cuerpo para que
lo examinemos, doctor Fastolfe?
—Ordinariamente —empezó el doctor Fastolfe con una sonrisa— no
opondría ninguna objeción, señor Baley; pero mucho me temo que nosotros no
enterramos a nuestros muertos. Entre nosotros, la cremación es una costumbre
universal.
—Muy conveniente.
—Dígame, señor Baley —pidió el doctor Fastolfe—, ¿cómo llegó
usted a esta conclusión tan extraordinaria?
Baley reflexionó: «No se da por vencido. Se mostrará
jactancioso». Replicó con cautela:
—No fue difícil. Para imitar a un robot hace falta algo más que
adoptar una expresión y un tono carentes de emoción. Los hombres de los Mundos
Exteriores acostumbrados a los robots, los tienen que aceptar casi como seres
humanos y se han quedado ciegos a las diferencias que existen. Allí en la Tierra,
en cambio, tenemos plena conciencia de lo que es un robot.
»Pues bien, en primer lugar, R. Daneel es un ser humano
magnífico para ser un robot. Mi primera impresión de él fue que era un
espaciano. Me costó gran esfuerzo aceptar que era un robot. Y, por supuesto, la
razón radicaba en que se trata de un espaciano, no de un robot.
R. Daneel lo interrumpió, sin dejar muestra alguna de que fuera
él precisamente el tema del debate. Manifestó:
—Como te expliqué, socio Elijah, se me diseñó para ocupar un
lugar provisional dentro de una sociedad humana. Mi parecido a la humanidad fue
intencional.
—¿Hasta en la duplicación cuidadosa de las partes del cuerpo que
están siempre cubiertas con ropas? —interrogó Baley—. ¿Hasta en la duplicación
de órganos que en un robot carecen de función?
La voz de Enderby resonó de pronto:
—¿Cómo te percataste de eso?
—No pude impedirlo... —tartamudeó Baley enrojeciendo—, en el...,
al estar en el Personal.
Enderby apareció como muy escandalizado.
—Desde luego comprenderán ustedes —interpuso Fastolfe que un
parecido debe ser absoluto para que resulte de utilidad.
—¿Puedo fumar? —indagó Baley repentinamente.
Iba cabalgando en un torrente impetuoso de audacia y necesitaba
el alivio del tabaco. Después de todo, se estaba enfrentando a los espacianos.
Les haría tragar íntegras sus propias mentiras.
—Mucho lo lamento —repuso Fastolfe—; pero preferiría que usted
no lo hiciera.
Tratábase de una «preferencia» con fuerza de orden.
«Por supuesto que no —pensó con amargura—. Enderby no me lo advirtió,
porque él no fuma; pero resultó obvio. Es consecuencia natural. No fuman en sus
Mundos Exteriores higiénicos, ni beben, ni adquieren ninguno de los vicios
humanos. Ya no me extraña que acepten robots en su maldecida sociedad C/Fe. Ni
hay por qué asombrarse de que R. Daneel pueda representar el papel de un robot
tan bien como lo hace. Aquí los dos son robots.»
—El parecido tan exacto es sólo un punto entre otros muchos
—siguió Baley—. Lo advertí durante un tumulto en el que os encontramos, cuando
íbamos a mi casa. (Tuvo que señalarlo con el índice. No se podía decidir a
llamarlo ni R. Daneel ni doctor Sarton.) Fue él quien calmó la trifulca, y lo
hizo apuntándoles con un desintegrador, amenazando a los escandalosos en
potencia.
—¡Santo Dios! —exclamó Enderby con energía—. ¡El informe
indicaba que fuiste tú... !
—Lo sé, comisionado —convino Baley—. El informe se basó en los
datos que yo proporcioné. No quise que constara en los registros que un robot
había amenazado con desintegrar a un upo de hombres y mujeres.
—No, no, naturalmente que no. —Resultaba evidente que Enderby se
sentía horrorizado. Se inclinó para observar algo que se hallaba fuera del
alcance del receptor.
Baley pudo adivinar de lo que se trataba. El comisionado
comprobaba que el transmisor no estuviera conectado con otros aparatos.
—¿Toma usted eso como razón válida en su argumentación?
—preguntó entonces Fastolfe.
—Con certeza que lo es. La primera ley de la robótica manifiesta
que ningún robot puede causar daño a un ser humano.
—¡Pero R. Daneel no dañó a nadie!
—Desde luego. Hasta me indicó después que no hubiese disparado
bajo ninguna circunstancia. Con todo, ningún robot hubiese violado el espíritu
de la primera ley hasta el grado de amenazar a un hombre.
—Comprendo su razonamiento. ¿Es usted perito en robótica, señor
Baley?
—No, señor. Pero seguí un curso de robótica general y de
análisis positrónico.
—Magnífico, en verdad —repuso Fastolfe, en tono agradable—;
pero, vea, yo sí soy perito en robótica, y le aseguro que la esencia de la mente
de un robot se funda en una interpretación completamente literal del universo.
No reconoce el espíritu de la primera ley, solamente su letra. Los sencillos
modelos que poseen ustedes en la Tierra pueden estar tan imbuidos con garantías
adicionales que, con seguridad, sean incapaces de amenazar a un ser humano. Un
modelo adelantado del tipo de R. Daneel es algo distinto en cualquier concepto.
Si he captado la situación correctamente, la amenaza de Daneel fue necesaria
para impedir un motín. Así pues, tenía por objeto evitarles daños a seres
humanos. Estaba por lo tanto obedeciendo los postulados de la primera ley, no
violándolos.
Aunque intranquilo, Baley mantuvo una aparente calma externa.
Todo se presentaba más difícil. Sin embargo, anularía a este espaciano.
Insistió:
—Usted podrá refutar uno por uno y por separado cada punto
enunciado; pero juntos producen otra impresión. Anoche, durante nuestra
discusión relativa al falso asesinato, este robot me aseguró que lo habían
preparado para ser detective mediante un nuevo impulso en sus circuitos
positrónicos. Un impulso hacia la justicia, para ser exactos.
—Y yo lo confirmo —aseveró Fastolfe—. Así se procedió con él,
bajo mi propia vigilancia, hace tres días.
—¿Un impulso hacia la justicia? Justicia, doctor Fastolfe, es
una abstracción. Sólo un ser humano es capaz de usar ese término.
—Si usted define el vocablo «justicia» de modo que sea una
abstracción, le concedo por completo la razón, señor Baley. Una comprensión
humana de lo abstracto no es posible insertársela a un cerebro positrónico, en
el estado actual de maestros conocimientos. Sin embargo, el punto radica en lo
que quiso decir R. Daneel con el término «justicia».
—Por el contexto de nuestra conversación, busco expresar lo que
cualquier ser humano pudiera comprender, no lo concebible para un robot.
—¿Por qué no le pide a él que nos defina la palabra, señor?
Baley sintió disminuir su confianza.
—¿Cuál es tu definición de la justicia? —preguntó, dirigiéndose
al robot.
—Justicia es lo que existe cuando todas las leyes están en vigor
y se aplican.
—Estupenda definición para un robot, señor Baley —exclamó
Fastolfe—. El deseo de ver que todas las leyes se cumplan quedó insertado
dentro de R. Daneel. La justicia es un término muy concreto para él, supuesto
que está basada en la aplicación de las leves. No hay nada abstracto en ello.
Lo que un ser humano puede reconocer es que, sobre la base de un código moral
abstracto, algunas leyes pueden ser malas y su aplicación resultar injusta.
¿Qué dices tú de eso, R. Daneel?
—Una ley injusta resulta una contradicción en sus términos
—repuso R. Daneel con precisión.
—Así es para un robot, señor Baley. ¿Lo ve? No hay por qué
confundir su justicia con la de R. Daneel.
Baley se dirigió de nuevo a R. Daneel, con énfasis, para reprocharle:
—Tú saliste anoche de mi apartamento.
—Sí, salí —respondió R. Daneel—. Si mi salida te perturbó el
sueño, lo siento mucho.
—¿Adónde fuiste?
—Al Personal de Hombres.
Por un instante Baley quedó como alelado. Se trataba de la
respuesta que había decidido que era la verdad; pero no esperaba que fuese la
respuesta que R. Daneel le daría. Sintió que un poco más de su certidumbre se
le escurría; mas, con todo, prosiguió firme en su propósito. El comisionado lo
observaba todo. Baley ya no podía retroceder ahora, por más sofismas que
empleasen en contra suya. A toda costa necesitaba mantener su posición.
—Al llegar a nuestra sección insistió en penetrar en el Personal
conmigo —siguió Baley—. Durante la noche salió de mi casa para ir de nuevo al
Personal, como acaba de admitir. Si se tratara de un hombre, yo diría que es
muy lógico. Sin embargo, como robot, esa visita carecía de objeto. Mi
conclusión es que se trata de un hombre.
Fastolfe asintió. No parecía preocupado en lo más mínimo, y
propuso:
—Supongamos que le preguntemos a Daneel por qué fue a visitar el
Personal anoche.
El comisionado Enderby protestó:
—Por favor, doctor Fastolfe —murmuró—, no es propio de...
—No se alarme, comisionado —le tranquilizó Fastolfe—. Estoy
seguro que la respuesta de Daneel no ofenderá su sensibilidad ni la del señor
Baley. ¿Puedes explicarlo, Daneel?
—Jessie, la esposa de Elijah —comenzó Daneel—, salió anoche del
apartamento y se despidió de mí en términos amistosos. Me resultó evidente que
no había razón alguna para no creerme un ser humano. Regresó a la casa sabiendo
que yo era un robot. La única conclusión que se presenta a la vista es que sus
informes sobre ello circulan fuera del apartamento. De ahí se sigue que alguien
escuchó la conversación que sostuve anoche con Elijah. Sólo así se pudo
desvelar el secreto de mi verdadera naturaleza y de mi identidad.
»Elijah me informó que los departamentos están muy bien
aislados. Hablamos juntos en voz muy baja. No cabe pensar en un escucha común y
corriente. Y, con todo, conocían que Elijah es un policía. Si dentro de la
ciudad se trama una conspiración lo bastante bien organizada como para haber
proyectado el asesinato del doctor Sarton, sin duda sabían que Elijah llevaba
la investigación del asesinato. Quedaría pues dentro del cuadro de
posibilidades, hasta de probabilidades, que en su apartamento hayan establecido
un sistema de rayos de espionaje.
»Después de que Elijah y Jessie se fueran a la cama, busqué por
todos los recovecos, pero no hallé ningún transmisor. Eso complicó las cosas.
Un rayo dual enfocado pudiera surtir efecto, hasta en la ausencia de
transmisores; pero tal instalación requiere un equipo muy especializado.
»El análisis de la situación me llevó a la conclusión de que el
único lugar en donde un habitante de la ciudad puede hacer casi todo, sin que
se le moleste o se le hagan preguntas, es el Personal. Allí incluso lograría
colocar un rayo dual. Es costumbre una absoluta discreción en los Personales, y
los otros individuos ni siquiera lo verían. La Sección Personal está contigua
al apartamento de Elijah, así que el factor distancia no importante. Sería
fácil usar un modelo de maleta de mano. Entonces me dirigí al Personal para
investigar el asunto.
—.¿y qué hallaste? —indagó Baley con rapidez.
—Nada, Elijah. Ni señales de un rayo dual.
—Bien, señor Baley —interpuso el doctor Fastolfe—, ¿le parece a
usted esto razonable?
La incertidumbre de Baley había desaparecido.
—Razonable hasta cierto punto; pero dista mucho de ser defecto.
Lo que él no sabe es que mi esposa me comunicó donde obtuvo sus datos y cuándo.
Indagó que era un robot poco después de salir de casa. Y aun entonces, el rumor
ya daba circulando desde hacía varias horas. Así pues, el hecho que Daneel es
un robot no pudo conocerse espiando, fisgando escuchando la conversación de
nosotros dos anoche.
—Sin embargo —recalcó el doctor Fastolfe—, su visita de coche al
Personal queda explicada, me imagino.
—Pero surge algo más que no se explica —explotó Baley—. ¿Dónde,
cuándo y cómo se difundió la noticia? ¿Cómo se supo que un robot espaciano
estaba rondando por la ciudad? Por lo que sé, sólo dos de nosotros sabíamos
algo respecto a este arreo, el comisionado y yo, y no se lo confiamos a nadie.
Comisionado, ¿pudo saberlo alguien más en el departamento?
—¡No! —contestó Enderby, con ansiedad—. Sólo nosotros y doctor
Fastolfe.
—Y él —añadió Baley, señalando al robot.
—¿Yo? —interrogó R. Daneel.
—¿Por qué no?
—Yo estuve contigo todo el tiempo, Elijah.
—¡No es cierto! —exclamó Baley con fiereza—. Yo estuve el
Personal durante más de media hora antes de que nos diéramos a mi apartamento.
Entonces fue cuando te pusiste —: comunicación con tu grupo de la ciudad.
—¿Qué grupo? —preguntó Fastolfe.
—¿Qué grupo? —vino como eco casi simultáneamente de labios del
comisionado Enderby.
Baley se levantó de su asiento y, volviéndose hacia el receptor,
advirtió:
—Comisionado, deseo que escuche atentamente y que me diga si
algo no concuerda con los hechos. Informan respecto al asesinato y, por una
coincidencia curiosa, sucede precisamente cuando llega usted a Espaciópolis
para asistir a una cita con el hombre asesinado. Le presentan el cuerpo de algo
que se supone humano; sin embargo, se incinera el cadáver y a partir de ese
momento ya no se. puede proceder a su examen.
»Los espacianos insisten en que un terrícola cometió el
asesinato, aun cuando el único modo con que logran fundamentar su acusación es
suponer que un habitante de la ciudad abandonó la metrópoli y se encaminó rumbo
a Espaciópolis a campo traviesa, solo y de noche. Usted sabe cuán improbable
resulta eso.
»Después, envían a un supuesto robot a la ciudad; en realidad,
insisten en enviarlo. Lo primero que el robot hace es amenazar a una
muchedumbre con un desintegrador. Luego hace circular el rumor de que hay un
robot espaciano en la ciudad. El rumor es tan específico que Jessie me avisa
que se sabe que está trabajando con. la policía. Eso significa que pronto se
sabrá que fue el robot quien apuntó con el desintegrador. Es posible que en
estos momentos el rumor ya se esté difundiendo en la sección de los toneles de
levadura y en las plantas hidropónicas.
—Eso es imposible. ¡Imposible! —gruñó Enderby.
—No, no lo es. Exactamente eso estará sucediendo, comisionado.
¿No lo ve usted? Existe una conspiración en la ciudad, sin duda; pero la
manejan desde Espaciópolis. Los espacianos quieren dar publicidad a un
asesinato. Desean motines. Están provocando un asalto a Espaciópolis para
justificar la aparición de naves espacianas dispuestas a ocupar las ciudades de
la Tierra.
Con gran benignidad y calma, Fastolfe insinuó:
—Pudimos hacerlo cuando los Tumultos de la Barrera, hace
veinticinco años.
—Entonces no estaban preparados, pero hoy sí lo están. —El
corazón de Baley le latía violentamente.
—Este complot que nos atribuye, señor Baley, resulta muy
complicado. Si deseáramos ocupar la Tierra, lo podríamos llevar a cabo de una
manera mucho más sencilla.
—Tal vez no, doctor Fastolfe. Su fingido robot me informó que
las opiniones respecto a la Tierra no se encuentran unificadas en ningún
sentido a lo largo de los Mundos Exteriores. Me figuro que, en ese momento,
estaba diciendo la verdad. Acaso una ocupación repentina no caería en casa.
Acaso un incidente sea una necesidad absoluta. Un buen incidente escandaloso.
—Como un asesinato, ¿eh? ¿Eso pretende usted? Confesará que
sería preciso un asesinato fingido. Espero que no querrá insinuar que
asesinaríamos a uno de los nuestros con objeto de crear un incidente.
—Construyeron un robot muy parecido al doctor Sarton; lo
desintegraron y le mostraron los restos al comisionado Enderby.
—Y entonces —concluyó el doctor Fastolfe—, habiendo utilizado a
R. Daneel en la falsa investigación del asesinato finjo, tuvimos que utilizar
al doctor Sarton para personificar a R. Daneel en la falsa investigación del
asesinato falso.
—Exactamente. Y le estoy diciendo a usted esto en presencia de
un testigo que no se encuentra aquí en carne y hueso, y a quien no le pueden
desintegrar la existencia, y lo bastante importante como para que le crean
tanto el Gobierno de la ciudad como el de Washington. Estaremos advertidos
contra ustedes.
—Nuestro Gobierno informará de ello directamente al pueblo de
uí; le expondrá la situación tal como se presenta. ¡Dudo echo de que se tolere
tal violación interestelar!
Fastolfe meneó la cabeza con impaciencia.
—Por favor, señor Baley, sea razonable. Supongamos ahora te R.
Daneel es efectivamente R. Daneel. Suponga usted que en realidad un robot. ¿No
se seguiría de ahí que el cadáver que vio el comisionado Enderby era en efecto
el del doctor Sarton? No sería lógico considerar que el cadáver era todavía no
robot. El comisionado Enderby conoció a R. Daneel en vías de ser construido, y
puede atestiguar el hecho que no existía más que uno.
—El comisionado no es perito en robótica —insistió Baley—.
Ustedes pudieron poseer una docena de esos robots.
—Ciñámonos al tema, señor Baley. ¿No vendría a tierra toda la
estructura de sus razonamientos si R. Daneel resulta activamente R. Daneel?
¿Seguiría en la creencia de este complot interestelar descabellado que ha estado
construyendo?
—¡No es un robot! Yo digo que es un ser humano.
—Con todo, señor Baley, usted no ha investigado el problema
—rebatió Fastolfe—. Para diferenciar a un robot de un ser cano no hace falta
llegar a deducciones complicadas e inestables por cosas que dice o hace. Par
ejemplo, ¿intentó clavar un alfiler a R. Daneel?
—¿Qué? —exclamó Baley boquiabierto.
—Es una prueba muy sencilla. Su piel y su cabello parecen
reales; pero, ¿trató usted de examinarlos con una lente de aumento adecuada?
Además, ¿ha observado usted que su respiración es irregular y que pueden pasar
minutos durante los cuales no respira para nada? Usted pudo hasta recoger un
poco de aire expelido para medir el contenido de dióxido de carbono. Quizás
hasta intentar extraerle una muestra de su sangre. Comprobar el pulso en la
muñeca, o palpitaciones del corazón...
—Sin duda pude haber recurrido a cualquiera de esos
experimentos; sin embargo, ¿cree que este pretendido robot habría permitido que
me acercara con una aguja hipodérmica, un estetoscopio o un microscopio?
—Comprendo —convino Fastolfe. Se volvió hacia R. Daneel y le
hizo una seña.
R. Daneel se tocó el puño de la manga derecha de su camisa. La
costura diamagnética se entreabrió a todo lo largo de su brazo, dejando
expuesto un miembro liso, musculoso y, al parecer, enteramente humano. Su vello
corto y bronceado, era exactamente lo que uno hubiese esperado de un ser
humano.
—¿Y bien? —exclamó Baley.
R. Daneel se apretó la yema del dedo corazón derecho con el
pulgar y el índice de la mano izquierda. Baley no tuvo fuerzas para observar
con exactitud y detalle las manipulaciones que siguieron.
Al igual que la tela de la manga se abrió cuando el campo
diamagnético de la costura quedó interrumpido, del mismo modo el brazo se
separó en dos.
Allí apareció, bajo una delgadísima capa de material carnoso, el
gris azulado de las varillas de acero inmaculado, de los alambres y de las
articulaciones.
—¿Le interesaría examinar con mayor minuciosidad la manufactura
de Daneel, señor Baley? —preguntó el doctor Fastolfe con suma cortesía.
Baley ni siquiera pudo escuchar esas palabras, debido al zumbar
de los oídos y por el sobresalto que le causó la histérica risotada en tono
agudo que lanzó el comisionado.
9
Aclaración de un espaciano
A medida que pasaban los minutos, el zumbido crecía en
intensidad y ahogaba la estridencia de la carcajada. El domo su contenido
oscilaron, al tiempo que para Baley desaparecía nación del tiempo.
Se encontró sentado e inmóvil, con una clara sensación de tiempo
perdido. El comisionado había desaparecido; el receptor veíase opaco, y R.
Daneel estaba sentado a su lado, apretándole la piel del brazo desnudo, en la
parte superior. Baley podía ver, serias bajo la piel, la sombra delgada de un
hipodardo. Desapareció mientras lo observaba, disolviéndose en el fluido
intercelular; de allí a la corriente sanguínea y de ésta a todas las células de
su cuerpo.
—¿Te sientes mejor, socio Elijah? —indagó R. Daneel.
Baley sí se sentía mejor. Se bajó la manga y miró a su
alrededor. El doctor Fastolfe permanecía sentado en donde estuvo, vagándole por
los labios una ligera sonrisa que suavizaba lo feo de su rostro.
—¿Me desmayé? —preguntó Baley.
—En cierto sentido, sí —repuso el doctor Fastolfe—. Me temo que
recibió usted una sorpresa mayúscula.
Todo volvió con claridad a la memoria de Baley. Tomó con rapidez
el brazo más cercano de R. Daneel; le alzó la manga hasta donde pudo, dejando
al descubierto la muñeca. Sentía carne del robot muy suave bajo sus dedos; pero
debajo estaba la dureza de algo más que el hueso.
R. Daneel dejó que su brazo descansase con facilidad en el
apretón de la mano del detective. Baley se quedó viéndolo, pellizcándolo a lo
largo de la línea media. ¿Existía allí una costura?
Por supuesto, era lógico que la hubiese. Un robot, recubierto
con piel sintética y deliberadamente construido para aparecer como humano, no
podría ser, compuesto de modo ordinario.
Imposible que se desoldara un pecho de metal en caso de
descompostura. El cerebro no se podría atornillar y destornillar. En lugar de
eso, las diferentes partes del cuerpo mecánico estarían unidas mediante una
línea de campos micromagnéticos. Un brazo, una cabeza, un cuerpo entero podrían
separarse en dos con una presión exacta, y luego volverse a juntar al aplicar
la presión contraria. Baley levantó la cabeza:
—¿Dónde está el comisionado? —murmuró, ruborizándose de
mortificación.
—Asuntos muy importantes —respondió el doctor Fastolfe—. Lo
animé a que nos dejara. Le aseguré que nos ocuparíamos de usted.
—Ya me han atendido bastante, muchas gracias —convino Baley,
sombrío—. Me parece que nuestro asunto se terminó.
Se irguió sobre articulaciones fatigadísimas. De repente se
sintió como un anciano. Demasiado viejo para empezarlo todo de nuevo. No hacía
falta mucha imaginación para vislumbrar ese futuro.
El comisionado se encontraría medio aterrorizado y medio
frenético de rabia. Impasible, se enfrentaría con Baley, quitándose las gafas
para limpiarlas cada quince segundos. Con tono dulce (Julius Enderby casi nunca
gritaba) le iría explicando minuciosamente que los espacianos sentíanse
gravemente ofendidos.
«Tú no puedes hablarles a los espacianos de ese modo, Lije. No
lo permiten. (Baley se imaginaba escuchar la voz de Enderby con toda claridad,
hasta los matices más delicados de su entonación.) Te lo advertí. Imposible
apreciar el daño que has causado. Alcanzo a comprender tu punto de vista,
créeme. Comprendo lo que estabas tratando de hacer. Si fuesen terrícolas, sería
diferente. Yo diría que sí, arriésgalo. Corre el riesgo. Acorrálalos hasta que
se muestren al descubierto. ¡Pero no a los espacianos! Pudiste habérmelo dicho,
Lije. Pudiste habérmelo consultado. Yo los conozco. Los conozco por dentro y
por fuera y por todas partes.»
¿Y qué podría alegar Baley? ¿Que Enderby era precisamente el
hombre a quien no debía decírselo? ¿Que el proyecto suponía riesgos tremendos y
que Enderby era un hombre de prudencia infinita? ¿Que había sido Enderby mismo
quien señalara los gravísimos peligros tanto de un fracaso absoluto como de un
éxito de alcance equivocado? ¿Que el único modo de evitar la desclasificación
era demostrar que la culpabilidad radicaba precisamente en Espaciópolis...? Y
Enderby contestaría:
«Será necesario redactar un informe acerca de esto, Lije. —
Surgirán toda clase de repercusiones. Conozco a los espacianos. exigirán que se
te retire del caso, y así será. ¿Comprendes eso, Lije? Yo, a mi vez, trataré de
facilitarte las cosas. Puedes contar conmigo. Te protegeré hasta donde sea
humanamente unible.
Y Baley sabía que esa sería la verdad exacta. El comisionado
protegería hasta donde pudiera, mas sólo hasta donde pura, no hasta el punto de
enfurecer a un alcalde colérico ya por sí.
También se figuraba escuchar al alcalde:
«¡Maldita sea, Enderby! ¿Qué hay de todo esto? ¿Por qué no me
consultó a mí? ¿Quién gobierna esta ciudad? ¿Por qué permitió a un robot no
autorizado que anduviera por la edad? ¡Y además ese maldito Baley...!»
Como mal menor, Baley podía esperar un descenso de categoría, lo
cual ya era bastante malo. Aunque el hecho de vivir en la ciudad moderna
aseguraba la posibilidad de la existencia esta para los que se hallaban
desclasificados por completo, nadie estaba dispuesto a prescindir de los
pequeños privilegios adquiridos. La renuncia a los mismos representaba siempre un
serte contratiempo.
Le interrumpió la voz urgente del doctor Fastolfe.
—Señor Baley, ¿me escucha usted?
—¿Sí...? —parpadeó Baley. ¿Por cuánto tiempo habría permanecido
allí como un idiota petrificado?
—¿Tendría la bondad de sentarse, señor? Habiendo concluido con
el asunto que le preocupaba a usted, quizá le interese examinar algunas
películas tomadas en la escena del crimen, y los acontecimientos que siguieron
inmediatamente.
—No, muchas gracias. Me llaman asuntos urgentes a la edad.
—Supongo que el caso del doctor Sarton ocupa un lugar presente.
—Para mí no. Me figuro que ya nada me incumbe en este negocio.
—De pronto se notó colérico—. ¡Maldita sea!, si podía usted demostrar que R.
Daneel era un robot, ¿por qué no lo hizo? ¿por qué llevó tan lejos semejante
farsa?
—Mi estimado señor Baley, a mí me interesaron muchísimo sus
deducciones. En cuanto a que ya nada le incumbe en este asunto, lo dudo mucho.
Antes de que el comisionado nos abandonara, acordamos mantener la cooperación
con usted. Estoy seguro de que sabrá corresponder.
—¿Por qué? —preguntó Baley.
—Señor Baley, en general me he encontrado con dos clases de
habitantes de la ciudad: sediciosos y políticos. Su comisionado está
acostumbrado a nosotros y nos es útil; pero se ocupa de política. Nos dice sólo
lo que nosotros deseamos oír. Nos consiente, si comprende lo que pretendo
indicarle. Ahora bien, usted vino aquí y, con suma arrogancia, nos acusa de
crímenes tremendos y trata de probarlos. Disfruté mucho con su proceso mental.
Me pareció un desarrollo esperanzador.
—¿Esperanzador? —indagó Baley con sarcasmo.
—Sí. A usted le puedo hablar con franqueza. Anoche, señor Baley,
R. Daneel se comunicó conmigo mediante subéter encubierto. Algunas
peculiaridades de usted me interesan muchísimo. Por ejemplo, está el detalle
relativo a la naturaleza de los libros—película en su apartamento. Varios de
ellos tratan sobre temas históricos y arqueológicos. Eso nos hace suponer que
usted se preocupa por la sociedad humana y que sabe algo respecto a su
evolución.
—Nada impide que los detectives empleen su tiempo libre en
libros—película.
—Por supuesto, y me agrada su selección de ocupaciones. Me
ayudará en lo que pretendo hacer. En primer lugar, deseo explicarle el
exclusivismo de los hombres de los Mundos Exteriores. Nosotros vivimos aquí en
Espaciópolis; no visitamos la ciudad: nos mezclamos con ustedes, habitantes de
la ciudad, sólo de manera muy rígidamente limitada. Respiramos el aire libre;
pero cuando lo hacemos, nos ajustamos filtros. Aquí estoy ahora sentado con
filtros en las ventanillas de la nariz, guantes en mis manos y un propósito
inflexible de no acercarme a usted más de lo que pueda evitar. ¿Por qué supone
usted que obramos así?
—Mejor no suponer —repuso Baley.
—Si discerniera usted como lo hacen algunos de sus
conciudadanos, me diría que es porque menospreciamos a los hombres de la Tierra
y evitamos rebajarnos en casta permitiendo que su sombra caiga sobre nosotros.
Mas no es esa la razón. La verdadera respuesta es obvia por demás. El examen
médico a que se le sometió a usted, así como los procedimientos de limpieza, no
fueron rituales, sino necesarios.
—¿Por las enfermedades?
—En efecto. Los terrícolas que colonizaron los Mundos Exteriores
se encontraron en planetas totalmente libres de bacterias terrestres y de
virus. Trajeron los suyos propios, sin duda, pero traían también las técnicas
médicas y microbiológicas más avanzadas. Se eliminaron los agentes de
enfermedad y se estimuló el aumento de bacterias simbióticas. Gradualmente, los
Mundos Exteriores se vieron libres de toda clase de enfermedades. Para no
arriesgarse a una posible introducción de enfermedades, los Mundos Exteriores
hicieron cada vez más rigurosos los requisitos para la entrada de inmigrantes
terrícolas.
—¿Nunca ha padecido alguna enfermedad, doctor Fastolfe?
—No del tipo parasitario. Aunque todos estamos sujetos a
enfermedades degenerativas, nunca he padecido lo que usted llamaría un
resfriado o un catarro. De ser así posiblemente la consecuencia sería fatal. No
poseo las defensas necesarias. Y los demás, tampoco. Aquí todos corremos el
mismo riesgo específico. No poseemos las defensas naturales contra las
enfermedades que invaden la Tierra. Usted mismo es portador de los gérmenes de
casi todas las enfermedades conocidas, si bien están dominadas por los
anticuerpos que su organismo ha desarrollado. Yo, en cambio, carezco de
anticuerpos. El hecho de no acercarme responde a una simple protección.
—¿Por qué no se da a conocer la razón en la Tierra?
—Somos pocos. Además, como extranjeros aparecemos antipáticos.
Mantenemos nuestra seguridad sobre la base de un prestigio muy precario como
seres superiores. No podemos confesar que tenemos miedo de aproximarnos a un
terrícola, al menos hasta que exista una mejor comprensión entre los terrícolas
y los espacianos.
—Imposible en las circunstancias actuales. Precisamente los
odiamos..., los odian por su pretendida superioridad.
—Nos damos perfecta cuenta del dilema.
—¿Lo sabe el comisionado?
—Nunca se lo explicamos con claridad, aunque quizá lo adivine.
Es un hombre muy inteligente.
—Me lo habría dicho —murmuró Baley, pensativo.
El doctor Fastolfe levantó las cejas, perplejo.
—En tal caso usted no habría considerado la posibilidad de que
R. Daneel fuese un espaciano. Haciendo a un lado las dificultades psicológicas,
el efecto terrible del ruido y la multitud, subsiste el hecho escueto de que
para nosotros entrar en la ciudad equivale a una sentencia de muerte. Por ello
el doctor Sarton inició su proyecto de robots humanoides que penetrasen en la
ciudad en lugar nuestro...
—Sí, R. Daneel me lo explicó.
—¿Acaso usted lo desaprueba?
—Dígame —comenzó Baley—: ¿por qué van ustedes a la Tierra?, ¿por
qué no nos dejan tranquilos?
El doctor Fastolfe comentó con evidente sorpresa:
—¿Se encuentran ustedes satisfechos con la vida que llevan en la
Tierra? ¿Cómo continuarán? Su población sigue aumentando. Es evidente que la
Tierra se encuentra en un callejón sin salida.
—Aguantaremos —repuso Baley.
—Las dificultades serán enormes, lo cual significa inseguridad
para el futuro.
Baley se movió inquieto en su silla.
—Ya he escuchado todo esto antes. Los medievalistas desean poner
fin a las ciudades. Desean que regresemos a la tierra y la agricultura natural.
Pues están locos. No podemos hacerlo. Es imposible caminar para atrás en la
historia. Por otra parte, si la emigración a los Mundos Exteriores no estuviese
restringida...
—Usted ya sabe por qué debe restringirse.
—Entonces...
—¿Y por qué no intentan una emigración a nuevos mundos? Hay
millones de estrellas en la galaxia. Se estima que existen cien millones de
planetas que son habitables o que pueden serlo.
—¡Eso es ridículo!
—¿Por qué? Los terrícolas han colonizado otros planetas en lo
pasado. Más de treinta de los cincuenta Mundos Exteriores, incluso Aurora,
donde yo nací, fueron colonizados directamente por terrícolas. ¿Acaso ya no es
posible la colonización?
—Bien...
—Permítame sugerir que si ya no es posible, se debe al
desarrollo de la cultura de las ciudades en la Tierra. Antes de las ciudades,
la vida humana en la Tierra no era tan especializada que no pudiesen emigrar y
comenzar una nueva etapa en un mundo primitivo. Lo hicieron treinta veces. Pero
ahora los terrícolas están tan reblandecidos, tan aprisionantes en sus bóvedas
de acero, que se encuentran sujetos, apresados para siempre. Usted, señor
Baley, ni siquiera cree que un habitante de esta ciudad sea capaz de cruzar las
campiñas para llegar a Espaciópolis. Cruzar el espacio para llegar a un nuevo
mundo debe representar— algo tan imposible como la cuadratura del círculo. El
civismo está arruinando la Tierra, señor.
—De ser así, ello no incumbe a su pueblo. El problema es
nuestro, y nosotros lo resolveremos. Si no, será nuestro camino particular
rumbo a los infiernos.
Mejor su propio camino al infierno que el ajeno a los cielos,
¿eh? Imagino cómo se siente. No resulta agradable escuchar los sermones de un
extraño. Y, sin embargo, desearía que su pueblo nos pudiera sermonear a
nosotros; porque asimismo nosotros tenemos un problema similar al de ustedes.
—¿Exceso de población? —sonrió Baley con malicia.
—Similar, no idéntico. Nuestro problema es la falta de
población. ¿Qué edad diría usted que tengo yo?
—Sesenta, presumo.
—Mejor presuma ciento sesenta.
—¿Qué?
—Ciento sesenta y tres cumpliré este año. Sí, años terrestres.
Si la fortuna me ayuda, es posible que doble esa cifra. Los hombres en Aurora,
como es bien sabido, llegan a pasar de los trescientos cincuenta años. Y el
promedio de vida continúa en aumento.
Baley contempló a R. Daneel (quien durante toda esta conversación
había estado escuchando en un silencio estólido), como si buscara en él
confirmación de lo que estaba escuchando.
—¿Cómo es posible eso? —masculló.
—En nuestra sociedad resulta práctico concentrar el estudio de
la gerontología y llevar a cabo investigaciones sobre los procesos de la edad.
Nuestro promedio de nacimiento es bajo y el aumento de la población se gobierna
con rigidez. Mantenemos una proporción definida de hombre a robot, estudiada
con objeto de proporcionarle al individuo la mayor comodidad posible. Y, como
es lógico, el desenvolvimiento de los niños se sigue con cuidado en sus
defectos físicos y mentales antes de legar a la madurez.
—¿Quiere darme a entender que los matan si no...? —interrumpió
horrorizado Baley.
—Cuando no alcanzan los requisitos. Sin ningún dolor. La idea le
asombra del mismo modo que el crecimiento no reglamentado de los terrícolas nos
sorprende a nosotros.
—Pero si estamos reglamentados, doctor Fastolfe. Cada familia
tiene autorización para determinado número de hijos.
El doctor Fastolfe sonrió con tolerancia.
—Sí, un determinado número de no importa qué clase de hijos; no
un número determinado de hijos sanos. Y aun así, abundan los bastardos; y la
población aumenta.
—¿Quién se atreve a juzgar cuáles niños deben vivir?
—Eso es algo complicado, y no fácil de responder con una frase.
Algún día podremos hablar de ello con detalles.
—Bien, ¿en dónde radica su problema? Al parecer, usted está
satisfecho con su sociedad.
—Resulta estable. He ahí la dificultad. ¡Muy estable!
—Nada los satisface, pues —repuso Baley— Según usted, nuestra
civilización linda el caos, y la suya le parece demasiado estable.
—Concibo como posible lo demasiado estable. Ningún Mundo
Exterior ha colonizado otro nuevo planeta en dos siglos y medio. No existe
posibilidad de colonización en lo futuro. Nuestras existencias en los Mundos
Exteriores son demasiado largas para que se arriesguen, y muy cómodas para que
las perturbemos.
—Sin embargo, usted mismo ha ido a la Tierra, arriesgándose con
ello a contraer enfermedades.
—En efecto. Hay algunos que consideramos que para el futuro de
la raza humana vale la pena correr el riesgo de perder una vida muy prolongada.
Muy pocos de entre nosotros, lamento decirlo.
—¿Y cómo tratan los espacianos de mejorar la situación?
—Al introducir robots en la Tierra intentamos desequilibrar la
economía de su ciudad.
—¿Es ése el modo de ayudar? —Los labios de Baley temblaban—.
¿Pretende informarme que intencionadamente están creando un creciente grupo de
hombres desplazados y desclasificados?
—No por crueldad o indiferencia, créame. Un grupo de hombres
desplazados, como usted los llama, es lo que necesitamos como núcleo
colonizador. Su antiguo territorio fue descubierto por naves equipadas con
hombres salidos de las prisiones. ¿No ve que la matriz de la ciudad le ha
fallado al hombre desplazado? No tiene nada que perder, y mundos que ganar si
abandona la Tierra.
—Pero no ha dado resultados...
—No, no los ha dado —convino el doctor Fastolfe con tristeza—.
Hay algo que anda mal. El resentimiento de los terrícolas por los robots cierra
todas las salidas. Y, sin embargo, estos mismos robots pueden acompañar a los
humanos, allanar dificultades en el ajuste inicial de un mundo primitivo, y
hacer práctica la colonización.
—Entonces, ¿qué? ¿Más Mundos Exteriores?
—No. Los Mundos Exteriores fueron establecidos antes de que el
ciudadanismo se extendiera en la Tierra, antes de las ciudades. Las nuevas
colonias se construirán por seres humanos que tienen la ciudad como fondo, más
los principios de una cultura C/Fe. Será una síntesis, un injerto. Tal como se
presenta ahora, la estructura misma de la Tierra se irá destruyendo, se
precipitará al fondo en un futuro próximo; los Mundos Exteriores degenerarán y
decaerán lentamente en un futuro algo más lejano; pero las nuevas colonias
serán un retoño nuevo y sano, las que combinen lo mejor de ambas culturas.
Mediante su reacción sobre los mundos antiguos, incluida la Tierra, quizá
nosotros mismos ganemos una nueva vida.
—Tengo mis dudas, doctor Fastolfe. Todo está muy brumoso.
—Sí, es un sueño; pero piense acerca de él. —Bruscamente, el
espaciano se puso en pie—. Ya he empleado con usted más tiempo del que permiten
nuestros reglamentos de salubridad. ¿Tendrá a bien excusarme?
Baley y R. Daneel salieron del domo. La luz del sol, en ángulo
un poco distinto y algo más amarillenta, los bañó de nuevo. En Baley surgía un
vago asombro relativo a si la claridad solar pudiera ser diferente en otro
mundo. Acaso menos ruda y brillante. Más aceptable.
¿Otro mundo? El espaciano feo y de orejas prominentes le había
llenado la cabeza con singulares pensamientos. ¿Habrían los doctores de Aurora
mirado bien al entonces niño Fastolfe para permitir que madurara? ¿No era
demasiado feo? ¿Acaso su criterio no incluía también la apariencia física?
Cuando la fealdad se convertía en deformidad y qué deformidades...
Mas cuando se desvaneció la luz del sol y penetraron por la
primera puerta que conducía al Personal, esa modalidad le resultó más difícil
de conservar.
Baley meneó la cabeza con exasperación. Todo le pareció
ridículo. ¡Obligar a los terrícolas a emigrar, a establecer una nueva sociedad!
¡Puras tonterías! ¿Qué andarían buscando estos malditos espacianos?
Meditó sobre ello y no llegó a ninguna conclusión.
Muy despacio, su coche—patrulla circulaba por la calzada de los
vehículos. La realidad emergía en torno a Baley. Su desintegrador le pesaba en
gran manera. Por unos instantes, en el momento en que la ciudad se le cerró en
derredor, sintió momentáneamente en la nariz un ligero y acre cosquilleo.
«La ciudad huele», pensó con sorpresa.
Pensó en los veinte millones de seres humanos amontonados entre
los muros de acero de la enorme bóveda.
El estruendo vespertino de la ciudad flotaba a su alrededor.
Aceleró el vehículo al entrar en la curva en donde se iniciaba
la autopista vacía.
—Daneel —llamó.
—Sí, Elijah.
—¿Por qué el doctor Fastolfe me estuvo confiando todas esas
cosas?
—Deseaba imbuirle con la importancia de la investigación. No
estamos aquí exclusivamente para resolver un asesinato; sino para salvar a
Espaciópolis y, con ella, el futuro de la raza humana.
A lo que Baley replicó con sequedad:
—Más provechoso hubiera sido dejarme examinar el lugar donde se
cometió el crimen y entrevistar a los que encontraron el cadáver.
—Dudo que hubiese obtenido nada interesante. Nosotros ya hemos
examinado los hechos con detalle.
—¿Y no obtuvieron ni un indicio, ni una sospecha? ¿Ni un
presunto?
—No. La respuesta debe de estar en la ciudad. Con todo, para ser
exacto, sí consideramos un sospechoso.
—¿Quién? En nombre del diablo. ¿Quién?
—El único terrícola que estaba en escena. El comisionado Julius
Enderby.
10
La tarde de un detective
El coche-patrulla se desvió a un lado y se detuvo junto a la
pared de la autopista. El zumbido del motor hacía que el silencio se sintiese
muerto y denso.
Baley miró al robot junto a él y le preguntó con un tono de voz
incongruentemente tranquilo:
—¿Qué?
El tiempo se dilataba mientras Baley aguardaba la respuesta. Una
vibración leve y solitaria se elevó, alcanzó un punto mínimo de percepción y
luego se esfumó. Era el rumor de otro vehículo que avanzaba próximo a ellos. En
ningún instante del día o de la noche podía considerarse vacío por completo
todo el sistema de autovías, y, sin embargo, de seguro que existían callejones
individuales que nadie frecuentaba durante años. Con claridad repentina y
devastadora recordó una historieta de cuando era joven.
Se refería a las autopistas de Londres, y comenzaba, muy
pausadamente, con un asesinato. El asesino huyó rumbo a un escondrijo escogido
de antemano en un rincón de una autovía, en cuyo polvo las huellas de sus
propios zapatos representaban el único cambio en un siglo. En ese agujero
abandonado podría aguardar con seguridad a que la búsqueda concluyese.
Pero tomó una encrucijada al revés, y en el silencio y la
soledad de aquellos corredores tortuosos lanzó un juramento desafiando a la
Santísima Trinidad y a todos los santos del cielo, porque a pesar de todos
ellos llegaría a su refugio.
Desde ese momento, ninguna vuelta le resultó bien. Vagó a través
de un laberinto sin término desde el sector de Brighton en el Canal hasta
Norwich, y desde Coventry hasta Canterbury. Se enterró indefinidamente bajo la
gran ciudad de Londres, a lo largo de la esquina sudeste de la Inglaterra
medieval. Sus ropas se convirtieron en andrajos y los zapatos en tiras de
cuero; sus fuerzas se consumían, mas nunca lo abandonaron por completo. Cansado
y muerto de cansancio, era incapaz de detenerse. Lo único que podía hacer era
continuar siempre hacia adelante, dando siempre vueltas equivocadas en su
absurdo avance.
A veces escuchaba el ruido de coches que pasaban, en algún
corredor adyacente. Por más que corría y se apresuraba (pues para entonces ya
se hubiese entregado con verdadero gusto), el sitio adonde llegaba se
encontraba vacío. En ocasiones vislumbraba una salida a lo lejos, que lo
llevaría a la vida de la ciudad, pero aquélla brillaba cada vez más distante a
medida que se aproximaba, hasta que, al dar una vuelta, ¡desaparecía!
De vez en cuando, algunos londinenses que andaban por aquellos
sitios subterráneos veían una figura brumosa que cojeaba rumbo a ellos, en
silencio, con un brazo semitransparente levantado en gesto de súplica, la boca
abierta y gesticulante, mas sin producir sonido ninguno. Y, al aproximarse,
saludaba y se desvanecía.
Era una historieta que había ya perdido todo atributo de ficción
ordinaria y entrado en los dominios de la leyenda. «El londinense vagabundo» se
convirtió en una expresión familiar en todo el mundo.
En las profundidades de la ciudad de Nueva York, Baley recordó
la narración y se estremeció, intranquilo.
R. Daneel habló a su vez, y hubo un pequeño eco. Decía:
—Nos pueden escuchar.
—¿Aquí? Ni por asomo. Ahora bien, ¿qué hay del comisionado?
—Se encontraba en el lugar de los acontecimientos, Elijah. Es un
habitante de la ciudad. Inevitablemente cae en la categoría de los sospechosos.
—¿Sigue siendo sospechoso?
—No. Su inocencia se comprobó con rapidez. En primer lugar, no
poseía ningún desintegrador. Imposible que lo tuviera: había entrado en
Espaciópolis del modo común y corriente. Como tú sabes muy bien, el modo
ordinario de proceder elimina los desintegradores.
—A propósito, ¿se halló el arma con que se cometió el crimen?
—No, Elijah. No hubo un solo desintegrador de Espaciópolis que
no se examinara, y ninguno había sido disparado en el curso de varias semanas.
Un examen de las cámaras de radiación resultó concluyente.
—Entonces, ocultó el arma de modo tan perfecto...
—Imposible que lo haya ocultado en Espaciópolis. Nuestras
investigaciones fueron completas.
A lo que Baley interpuso con impaciencia:
—Estoy tratando de considerar todas las posibilidades. Fue
preciso que se ocultara o el asesino se lo llevó consigo cuando huyó.
—Exactamente.
—Y si admites como única la segunda posibilidad, el comisionado
queda eliminado.
—En efecto. Además, como precaución, le practicamos el análisis
cerebral.
—¿Qué?
—Por análisis cerebral se entiende la interpretación de los
campos electromagnéticos de las células vivientes del cerebro.
—¡Oh! —exclamó Baley, sin comprender—, y ¿qué indica eso?
—Nos suministra datos relativos a la conformación temperamental
y emocional de un individuo. En el caso del comisionado Enderby, nos informó
que era incapaz de matar al doctor Sarton.
—No —convino Baley—, no es el tipo. Yo pude haberles dicho eso
mismo.
—Preferimos contar con informes objetivos. Como es natural,
todos los habitantes de Espaciópolis aceptaron el análisis.
—Todos incapaces, supongo.
—Sin ninguna duda. Por ello mismo sabemos que el asesino tiene
que ser un habitante de la ciudad.
—Bueno, pues entonces todo lo que tenemos que hacer es someter a
toda la ciudad a ese pequeño y maravilloso experimento.
—No resultaría práctico, Elijah. Existirían millones que, por
temperamento, serían capaces de hacerlo.
—Millones —gruñó Baley, pensando en las muchedumbres de aquel
día ya lejano que vociferaban contra los cochinos espacianos, y en la multitud
amenazante e injuriante en el exterior de la tienda de zapatos.
«¡Pobre Julius, un sospechoso!», pensó.
Podía escuchar la voz del comisionado que describía los momentos
que siguieron al descubrimiento del cadáver.
Era brutal, ¡brutal!
Nada tiene de asombroso que con el sobresalto y la preocupación
hubiese roto sus gafas. Ni tampoco el hecho de que no deseara regresar a
Espaciópolis.
—¡Los odio! —había mascullado.
¡Pobre Julius! El hombre que podía manejar a los espacianos, el
hombre cuyo mayor valor para la ciudad consistía en su habilidad para
entendérselas con ellos. ¿En qué proporción habría contribuido eso a sus
rapidísimos ascensos?
Tampoco era asombroso que el comisionado hubiese deseado que
Baley se encargase del asunto. El muy fidelísimo Baley, el bueno y viejo amigo
de boca hermética. ¡Compañero de colegio! Mantendría la boca callada si llegaba
a descubrir algo de ese incidente. Baley se preguntaba cómo se efectuaría el
análisis cerebral. Se figuraba enormes electrodos, pantógrafos especiales,
líneas como telas de araña, como grafías sobre papel pautado, palancas
automáticas que entraban en juego y operaban en todo momento.
Pobre Julius. Si su estado de ánimo estuviese tan pasmado como
casi tenía derecho a estarlo, tal vez pudiera hallarse ya contemplando el final
de su carrera, con una obligada carta de renuncia a manos del alcalde.
El coche-patrulla se desvió hacia los planos inferiores
colindantes al palacio municipal.
Eran las 14.30 cuando Baley llegó a su despacho. El comisionado
había salido. El sonriente de R. Sammy no sabía a qué horas regresaría ni en
dónde se encontraba.
A las 15.20, R. Sammy le dijo:
—El comisionado acaba de llegar, Lije.
—¡Gracias! —repuso Baley.
Por primera vez escuchó a R. Sammy sin sentirse molesto. Después
de todo, R. Sammy era una especie de pariente de R. Daneel, y desde luego, R.
Daneel no era una persona —o una cosa— con la que hubiera de disgustarse. Baley
se preguntó cómo sería en un nuevo planeta con hombres y robots iniciándose al
mismo tiempo en una cultura de ciudad. Y, sin apasionamiento, reflexionó sobre
la situación.
El comisionado hojeaba unos documentos cuando Baley entró.
—¡Vaya metedura de pata hiciste en Espaciópolis! —le soltó
Enderby.
Y se le volvió a presentar toda la escena. El duelo verbal con
Fastolfe...
Su rostro alargado adoptó una lúgubre expresión de vergüenza.
—Confieso que así fue, comisionado. Lo siento.
Enderby levantó la vista. Su expresión resultaba de astucia a
través de las gafas. Parecía seguro de sí mismo.
—¡No importa! —afirmó—. Aparentemente, Fastolfe no le dio ningún
valor; así que vamos a olvidarnos de ello. Resultan imprevisibles esos
espacianos. La próxima vez será mejor que cuando decidas convertirte en un
héroe subetérico lo consultes antes conmigo.
Baley asintió. Trató de enfocarlo todo desde el exterior. No
resultó. Y por otra parte le sorprendía que Enderby lo aceptara todo con tanta
naturalidad. Pero así era. Explicó:
—Escuche, comisionado. Necesito un apartamento para dos
personas, para Daneel y para mí. No puedo llevármelo conmigo a casa esta noche.
—¿Qué estás diciendo?
—Se ha difundido la noticia de que es un robot. ¿Lo recuerda?
Posiblemente no suceda nada; pero si estalla un tumulto o un motín, no deseo
que mi familia se encuentre metida en el escándalo. ¿De acuerdo?
—¡Tonterías, Lije! Ya he ordenado que se hagan investigaciones.
No existe el menor rumor en la ciudad.
—Jessie lo supo de algún sitio.
—Bien, pero no existe ningún rumor organizado. Nada peligroso.
Me he ocupado de comprobarlo desde el instante en que me retiré de la pantalla
en el domo de Fastolfe. Por esa razón me ausenté. Tenía que seguirle la pista,
naturalmente, y con rapidez. De todos modos, aquí. están los informes. Observa
tú mismo. Este informe es de Doris Gillid. Se introdujo en media docena de
Personales de Mujeres, en diversas partes de la ciudad. Ya conoces a Doris y
sabes de su competencia. Pues bien, no descubrió nada anormal en ninguna parte.
—Entonces, ¿cómo lo supo Jessie?
—Fácil es de explicarlo. R. Daneel dio todo un espectáculo en la
zapatería. Dime, Lije, ¿apuntó en realidad con un desintegrador o tú exageraste
un poco?
—Desenfundó el desintegrador... y lo apuntó.
Enderby meneó la cabeza.
—Alguien lo reconocería como robot.
—¡Un momento! —exclamó Baley indignado—. Es imposible
reconocerlo como robot.
—¿Por qué?
—Yo no pude. ¿Acaso pudo reconocerlo usted?
—¿Y eso qué demuestra? Nosotros no somos expertos. Supongámonos
que allí, entre la multitud, hubiera un técnico de las fábricas de robots de
Westchester, vamos, un experto. Advierte algo extraño en R. Daneel, Quizás en
su manera de hablar o de comportarse. Reflexiona en ello y se lo comunica a su
esposa. Ella se lo confía a sus amigos. Luego el rumor se extingue, por
improbable. La gente no cree en él; sólo que llegó a Jessie antes de apagarse.
—Puede —consintió Baley, dudoso—. ¿Y qué me dice en cuanto al
apartamento para dos?
El comisionado se encogió de hombros y levantó al audífono del
intercomunicador. Tras unos instantes, le informó:
—La sección Q—27 es la única disponible. No la considero muy
distinguida.
—No importa —repuso Baley.
—A propósito, ¿en dónde está ahora R. Daneel?
—Anda por los archivos. Trata de obtener datos sobre los
agitadores medievalistas.
—¡Santo cielo, si hay millones!
—Lo sé; pero eso lo mantiene contento. Dígame, comisionado, ¿le
habló el doctor Sarton respecto al programa de Espaciópolis? Me refiero a
implantar la cultura C/Fe.
—La cultura ¿qué?
—Implantar robots.
—Sí, en alguna ocasión.
El tono del comisionado no denotaba ningún interés particular.
—¿Le explicó cuál era el punto de vista de Espaciópolis?
—Oh, mejorar la salud, subir el nivel de vida. La verborrea de
costumbre; no me impresionó gran cosa. Por supuesto, asentí. ¿Qué otra cosa
podía hacer? Se trata de seguirles la corriente y confiar que no rebasen los
límites de lo razonable. Acaso algún día...
Baley aguardó; mas el otro no se dignó acabar la frase.
—¿No le explicó nunca nada sobre emigración? —insistió Baley.
—¿Emigración? Nunca. Permitirle a un terrícola que emigre a un
Mundo Exterior sería tanto como hallar un asteroide diamantífero en los anillos
de Saturno.
—Hablo de emigración a nuevos mundos.
Pero el comisionado replicó a esa afirmación con una fija mirada
de incredulidad.
Baley paladeó la situación. Luego, con repentina brusquedad,
espetó:
—¿Qué es el análisis cerebral? ¿Ha oído hablar de ello?
El semblante del comisionado no se inmutó: los ojos no le
parpadearon. Con toda tranquilidad, repuso:
—No, ¿qué es?
—Nada. Me llegaron vagas nociones.
Salió de la oficina y reflexionó. Pensó que el comisionado no
era tan buen actor.
A las 16.05 Baley llamó a Jessie y le dijo que esa noche no iría
a casa.
—Lije, ¿hay dificultades? ¿Estás en peligro?
Un policía siempre se encuentra con cierta dosis de peligro, le
explicó con ligereza. Pero no la satisfizo.
—¿En dónde vas a estar?
—Si crees que te vas a sentir sola —le aconsejó— ve a casa de tu
madre. —Y cortó la comunicación.
A las 16.20 llamó á Washington. Le costó su tiempo conseguir al
hombre que necesitaba y convencerlo para que tomara una avión para Nueva York
al siguiente día. A las 16.40 ya lo había logrado.
A las 16.55 se dirigió al comisionado. Una sonrisa de
incertidumbre cruzó su semblante. Los del turno de día salieron en grupo. Los
empleados del turno siguiente fueron llegando y lo saludaban con diversos tonos
en los que predominaba la sorpresa.
R. Daneel llegó hasta su escritorio con un gran fajo de papeles.
—Son listas de hombres y mujeres que pueden pertenecer a
organizaciones medievalistas —dijo.
—¿Cuántos hay?
—Algo más de un millón —replicó R. Daneel—. Aquí sólo hay una
parte.
—¿Crees que podrás investigar a todos, Daneel?
—Eso sería poco práctico, Elijah.
—Mira, Daneel, casi todos los terrícolas son medievalistas en
una u otra forma. El comisionado. Jessie. Yo mismo. Fíjate en el comisionado,
con sus... «adornos oculares».
Por poco se le escapa «gafas»; luego recordó que los terrícolas
tenían que apoyarse entre sí, y que debía proteger la dignidad del comisionado.
—Sí —asintió R. Daneel—, ya las advertí; pero pensé que no era
delicado mencionarlas. No he observado tales adornos en ningún otro habitante
de la ciudad.
—Se trata de algo muy anticuado.
—¿Sirve de algo?
Baley cambió bruscamente de tema preguntando:
—¿Cómo obtuviste la lista?
—Me la proporcionó una máquina. Uno la programa para seleccionar
determinado tipo de delitos, y la máquina se encarga de todo lo demás. La dejé
que investigara los casos de desórdenes en que hubiera robots involucrados, y
durante los últimos veinticinco años. Otra máquina examinó todos los periódicos
de la ciudad durante el mismo período, buscando nombres comprometidos en
declaraciones contrarias a los robots o a los Mundos Exteriores. Es
sorprendente lo que se puede hacer en tres horas.
—De seguro que hay mejores aparatos en los Mundos Exteriores,
¿no es así?
—Por supuesto.
—¿Has estado alguna vez en Aurora? —indagó de pronto Baley.
—No —repuso Daneel—, a mí me armaron en la Tierra.
—Entonces, ¿cómo sabes tanto de los Mundos Exteriores?
—Mi acervo de conocimientos proviene del que poseía el finado
doctor Sarton. Hay abundancia de material relativo a los Mundos Exteriores.
—Comprendo. ¿Puedes comer, Daneel?
—Mi fuerza motriz es nuclear. Pensé que ya lo sabías.
—Lo sé perfectamente. No te pregunté si necesitabas comer. Te
pregunté si podías comer, si podías llevarte comida a la boca, masticarla y
tragarla. Me figuro que eso sería un detalle importantísimo en tu apariencia de
ser humano.
—Comprendo tu punto de vista. Sí, puedo llevar a cabo las
operaciones mecánicas de masticar y de tragar. Por supuesto, mi capacidad es
muy limitada, y me vería obligado a retirar, más tarde o más temprano, las
sustancias ingeridas del lugar que señalarías como mi estómago.
—Muy bien. Esta noche tú te dedicarás a regurgitar, o lo que
sea, en la tranquilidad de nuestro apartamento. El caso es que yo tengo hambre.
Dejé de tomar mi almuerzo, ¡maldita sea!, y te necesita conmigo cuando coma. Y
resulta imposible que te sientes allí, y no comas sin provocar atención y
comentarios. Así pues, si puedes comer, eso es cuanto necesito saber. ¡Vamos!
Las cocinas eran iguales en todos los barrios de la ciudad. Es
más: Baley había estado en Washington, Toronto, Los Ángeles, Londres y Budapest
en viajes de negocios, y también allá eran idénticas. Acaso fueron diferentes
durante las épocas medievales, cuando los idiomas variaban y los regímenes
alimenticios diferían. Pero actualmente los productos de las levaduras eran
iguales en todo el mundo.
Allí estaba la triple fila, en espera, moviéndose con lentitud,
convergiendo en la puerta y dividiéndose de nuevo, a la derecha, a la
izquierda, al centro. Allí, también, el rumor de humanidad, hablando, agitándose,
y el resonante choque de plástico contra plástico. Allí, además, el brillo del
símil de madera, del pulido exagerado, de la claridad sobre cristal, las mesas
largas, el vapor que casi podía tocarse en la atmósfera recargada.
Baley avanzaba poco a poco, a medida que la fila adelantaba.
Preguntó a R. Daneel con repentina curiosidad:
—¿Puedes sonreír?
—Discúlpame, Elijah, no te oí —repuso R. Daneel, pues había
estado atisbando hacia el interior de la cocina absorta por completo.
—Te preguntaba si puedes sonreír.
R. Daneel sonrió. El gesto fue súbito y sorprendente. Los labios
se le crisparon hacia atrás, y la piel de los lados se le frunció. Sin embargo,
sólo la boca sonreía. El resto del semblante del robot permaneció inmutable.
Baley meneó la cabeza.
—No te molestes. No te favorece en absoluto.
Hallábanse en la entrada. Los individuos introducían su bandeja
en el hueco apropiado. También ellos hicieron lo propio.
—Puré de patatas, salsa sintética de ternera y albaricoques en
almíbar —comentó Baley.
Un tenedor y dos rebanadas de pan integral de levadura surgieron
en un hueco frente a la barandilla deslizante.
—Si lo deseas puedes tomar mi parte —le murmuró R. Daneel.
Por unos instantes, eso escandalizó a Baley. Luego replicó: —Se
considera de muy mala educación. Anda, come.
Aunque intranquilo, Baley comía sin cesar. De vez en cuando
observaba de soslayo a R. Daneel. El robot comía con movimientos precisos de
las mandíbulas. Demasiado precisos. No se veía natural.
¡Cosa extraña! Ahora que Baley sabía en verdad que R. Daneel era
un robot, toda clase de pequeños detalles se lo demostraban a las claras. Por
ejemplo, no había movimiento de la manzana de Adán cuando R. Daneel tragaba.
—Elijah —indagó en cierto momento R. Daneel—, ¿es de mala
educación observar a otro individuo mientras come?
—Si te refieres a quedártele viendo con fijeza, desde luego que
sí. El más insignificante sentido común lo indica.
—Comprendo. Y entonces, ¿por qué me es fácil contar por lo menos
a ocho personas que nos vigilan con mucho cuidado?
Baley dejó el tenedor. Dirigió una mirada en torno, como si
buscara un salero.
—No advierto nada anormal.
Pero lo dijo sin convicción. La multitud de individuos no le
significaba más que un vasto conglomerado de caos entre sí. Y cuando R. Daneel
le clavó la vista, con sus ojos impersonales, Baley sospechó, con incomodidad,
que no eran ojos lo que veía, sino buscadores capaces de anotar todo un
panorama en su extensión, con la exactitud de una fotografía y en fracciones de
segundo.
—Te digo que estoy del todo seguro —reiteró R. Daneel con
énfasis, aunque con calma.
—Bueno, entonces, ¿qué supones que demuestra esta conducta tan
impropia?
—No sé, Elijah. Sin embargo, ¿no parece una coincidencia que
seis de los observadores estuviesen entre la multitud que anoche se amotinó
frente a la zapatería?
11
La huida
Baley aprisionó con fuerza el mango del tenedor.
—¿Estás seguro? —preguntó automáticamente.
—¡Completamente! —repuso R. Daneel.
—¿Están cerca de nosotros?
—No mucho. Están dispersos.
—Muy bien, entonces.
La mente de Baley trabajaba con frenesí...
Supongamos que el incidente de anoche fuese organizado por
fanáticos antirrobotistas; que no fuese el tumulto espontáneo que parecía.
Entre el grupo de agitadores podría haber hombres que hubiesen estudiado a los
robots, y alguien identificaría a R. Daneel por lo que era, como el comisionado
había sugerido.
Todo se concatenaba con lógica. Concediendo que no hubieran
podido actuar de modo coherente, quedaba aún la posibilidad de un proyecto
futuro. Si podía identificar a un robot como R. Daneel, advertiría también que
el mismo Baley pertenecía al cuerpo de policía. Un funcionario de policía en
compañía inusitada con un robot humanoide, con seguridad significaba un hombre
de gran importancia en la organización.
De ello se deducía que cualquier observador apostado en el
palacio municipal (o hasta agentes dentro del palacio municipal) descubriría a
Baley, a R. Daneel o a ambos, antes de que transcurriese mucho tiempo. Tampoco
resultaba sorprendente que lo hubiesen hecho en el curso de veinticuatro horas.
R. Daneel concluyó de comer. Aguardó sentado con las manos
apoyadas en los bordes de la mesa.
—¿No nos convendría hacer algo? —preguntó.
—Aquí en la cocina estamos a salvo —replicó Baley—; déjame a mí.
Baley dirigió una mirada en torno. Un tumulto espontáneo podía
estallar en cualquier momento.
Baley se sintió atrapado. Con toda probabilidad había agitadores
apostados en la parte exterior. Seguirían a Baley y a R. Daneel hasta un lugar
apropiado, y en el momento preciso se encendería la mecha.
—¿Por qué no detenerlos? —indagó R. Daneel.
—Porque eso principiaría más pronto la danza. Conoces sus
rostros, ¿verdad? ¿No se te olvidarán?
—Soy incapaz de olvidar.
—Entonces les echaremos el guante en otra oportunidad. Por
ahora, romperemos la red en que tratan de pescarnos. Sígueme. Haz exactamente
lo que me veas hacer.
Levantóse; volvió el plato del revés con gran cuidado,
centrándolo en el disco movible de donde había surgido; colocó de nuevo el
tenedor en el hueco mientras R. Daneel le observaba y llevaba a cabo los mismos
movimientos. Los platos y los cubiertos desaparecieron de su vista.
—También ellos se están levantando —indicó R. Daneel.
—¿Estás listo?
—Estoy listo, Elijah.
Salieron de la cocina. El éxito de la fuga quedaba en manos de
Baley.
Baley conocía las plantas de energía. La familiaridad con ellas
no menguaba su sensación de asombro incómodo. Y esa sensación se le ahondaba
con el horrible pensamiento relativo a que su padre había pertenecido al cuerpo
directivo de una planta como la que visitaba. Es decir, antes de que...
—Una planta de energía —explicó Baley con brevedad. Esto borrará
nuestras huellas.
Oyeron el zumbido creciente de los potentes generadores ocultos
en el túnel central de la planta. Notaron también la débil acritud del ozono en
la atmósfera y la amenaza sombría y silenciosa de las líneas rojas que
señalaban los linderos allende los cuales nadie podía aventurarse sin estar
provisto de vestiduras protectoras.
Le ordenó a R. Daneel con disgusto repentino:
—No te acerques a esas líneas rojas. —Luego se corrigió
mentalmente, añadiendo con timidez—: Aunque supongo que a ti no te afectará.
—¿Es algo de radiactividad? —indagó Daneel.
—Sí.
—Entonces sí me afecta. Las radiaciones gamma destruyen el
delicado equilibrio de un cerebro positrónico. A mí me perjudicarían con mayor
prontitud que a ti.
—¿Te matarían?
—Sería preciso dotarme con un nuevo cerebro positrónico* Como
dos cerebros no pueden construirse idénticos, yo sería un nuevo individuo. El
Daneel a quien ahora le diriges la palabra estaría muerto.
Baley le lanzó una mirada de duda encubierta.
—Nunca lo había sabido... Subamos por este declive.
—No se hace hincapié en el punto. Los espacianos desean
convencer a los terrícolas de la enorme utilidad de aparatos como yo, no de
nuestras debilidades.
—Entonces, ¿por qué confesármelo?
R. Daneel le clavó una mirada preñada de compasión humana.
—Tú eres mi socio, Elijah. Debes conocer mis debilidades y mis
tropiezos.
—Vayamos ahora por aquí —indicó Baley—. Es el camino de nuestro
apartamento.
Era un apartamento sombrío, de clase inferior. Un aposento con
dos lechos, dos sillas plegables y un armario. No había ningún lavabo; sólo un
embudo para los desperdicios.
—Supongo que lo podemos aguantar —se encogió de hombros Baley.
R. Daneel se dirigió al embudo para los desperdicios. La camisa,
descosturándose con una presión, reveló un pecho terso y, en apariencia,
musculado en forma perfecta.
—¿Qué haces? —preguntó Baley.
—Desembarazarme de la comida que tragué. Si la dejara, entraría
en putrefacción.
El robot colocó dos dedos bajo una tetilla, y oprimió con
delicadeza. El pecho se le separó longitudinalmente. R. Daneel introdujo la
mano y de un conjunto de metal brillante tomó una bolsa traslúcida y la abrió.
Explicó:
—La comida está limpia. Ni salivo ni mastico. Pasa al esófago
mediante succión. Y sigue siendo comestible.
—No te preocupes —comentó Baley—. No tengo hambre. Puedes
tirarla.
La bolsa pare alimentos de R. Daneel era de plástico
fluorocarbónico, decidió Baley, pues la comida no se le pegaba.
—Sugiero empezar mañana temprano —propuso Baley.
—¿Por alguna razón especial?
—La situación de este apartamento aún no es conocida por
nuestros amigos. Al menos, así lo espero. Si salimos temprano, eso llevaremos
de ventaja. Una vez en el palacio municipal, decidiremos si nuestra sociedad
sigue siendo práctica.
—Pero me parece que...
R. Daneel se encontró interrumpido por una flechita roja que
apareció en el cuadro de señales de la puerta.
Baley se levantó en silencio y echó mano de su desintegrador.
Volvió a aparecer la señal.
Sin hacer ruido se dirigió a la puerta; apoyó el índice en el
contacto del desintegrador mientras abría la llave que convertía la puerta en
trasparente en un solo sentido. En el marco de la puerta apareció delineada la
silueta del hijo de Baley. Cuando el chico levantaba la mano para llamar por
tercera vez, Baley atrapó brutalmente la mano de Ben y lo hizo entrar de un
tirón.
La mirada de temor y asombro fue desapareciendo con lentitud de
los ojos de Ben.
—¡Papá! —protestó en tono de voz plañidera—. No necesitabas
tironearme tan bestialmente.
—¿Viste a alguien ahí fuera, Ben?
—No. ¡Sólo vine para comprobar si estabas bien!
—¿Por qué no habría de estar bien?
—No lo sé. Mamá estaba llorando y me dijo que te buscara.
—¿Cómo me encontraste? ¿Sabía ella dónde estaba yo?
—No, no lo sabía; pero yo llamé a tu oficina.
—¿Y te lo dijeron?
Ben se quedó sorprendido ante la vehemencia de su padre.
Contestó en voz muy baja:
—¡Por supuesto! ¿Por qué no me lo tenían que decir?
Baley y Daneel se miraron.
—¿Está ahora tu madre en el departamento? —preguntó Baley.
—No. Fuimos a casa de mi abuela a comer y allí nos quedamos. Voy
a regresar allí, papá.
—No, tú te quedas aquí. Voy a llamar a Jessie.
—Sería más lógico que lo hiciera Bentley. Hay cierto riesgo, y
Ben es menos valioso —sugirió Daneel.
—Entre nosotros no se acostumbra que uno exponga a su hijo al
peligro.
—¿Peligro? —gritó Ben—. ¿Qué sucede, papá? Dime.
—Nada. No sucede nada. Vamos, no es asunto tuyo, ¿comprendes?
Será mejor que te acuestes. ¿Me oyes?
—Me podrías decir algo, ¿no? No se lo soltaré a nadie.
—¡A la cama te digo!
—¡Caray!
Baley marcó el número del apartamento de su suegra y la pantalla
se iluminó. El rostro de ella apareció contemplándolo.
—Haz el favor de llamar a Jessie —murmuró.
Jessie llegó al instante. Baley la miró al rostro. Luego, con
toda intención, oscureció la pantalla.
—Ben está aquí, Jessie. Dime qué sucede.
—¿Estás bien? ¿No te ha pasado nada malo?
—Estoy perfectamente.
—¡Oh, Lije, estoy tan preocupada!
—¿Por qué? —preguntó, algo conmovido.
—¿Sabes? Tu amigo...
—¿Qué pasa con él?
—Ya te lo dije anoche. Habrá dificultades.
—Tonterías. Ben se quedará esta noche conmigo y tú vete a la
cama. Buenas noches, querida.
Cortó la comunicación. Tenía el semblante descompuesto y pálido
de miedo, pánico y preocupaciones.
Ben permanecía en pie en el centro del aposento cuando Baley
volvió. Había colocado una de sus lentes de contacto en una tacita de succión.
Conservaba la otra en el ojo. Protestó:
—¡Caray, papá! ¿No hay agua en este lugar? El señor Olivaw me
dice que no puedo salir al Personal.
—Tiene razón. No puedes. Ponte la lentilla en el ojo, Ben. No te
molestará dormir con ellas por una noche.
—Muy bien.
Ben se la colocó de nuevo y se metió en la cama.
—Supongo que no te importará quedarte sentado —le insinuó Baley
a R. Daneel.
—Indiscutiblemente que no. A propósito, me interesé por ese
adminículo que Bentley se pone en el ojo. ¿Todos los terrícolas lo utilizan?
—No, sólo unos cuantos —replicó Baley un tanto ausente—. Yo no,
por ejemplo.
—¿Y por qué razón las usan?
Baley no contestó. Estaba absorto en la confusión de sus propios
pensamientos.
Las luces se apagaron.
Baley seguía despierto. Apenas se daba cuenta de la respiración
de Ben, al volverse profunda y regular y un poco ruidosa. Se percató de que R.
Daneel, sentado en una silla y con ;grave inmovilidad, permanecía frente a la
puerta.
Al quedar dormido le invadió un horrible sueño.
Soñó que Jessie se caía en la cámara de fisión de una planta de
energía nuclear, y que caía..., caía... Levantaba sus brazos hacia él y
gritaba. Él se quedó petrificado, al extremo de una línea escarlata, mirándola,
observándola, advirtiendo su rostro descompuesto que se volvía hacia él a
medida que se derrumbaba, cada vez más pequeña, hasta convertirse sólo en un
punto.
Incapaz de hacer nada, excepto observarla, entre sueños,
sabiendo que fue él mismo quien la empujó para que cayera.
12
La opinión de un experto
Elijah Baley alzó la mirada cuando el comisionado Julius Enderby
entró en la oficina. Le saludó con aire cansado.
El comisionado consultó el reloj y gruñó:
—¡No me salgas con que has estado aquí toda la noche!
—No se me ocurrirá decirlo.
—¿No hubo nada nuevo anoche? —indagó el comisionado en voz baja.
Baley meneó la cabeza. El comisionado prosiguió:
—He estado pensando que quizá minimicé la posibilidad de algún
tumulto. Si hubiera algo...
—Comisionado —interrumpió Baley con voz ahogada—, si hay algo ya
se lo diré. No hemos tenido ninguna dificultad.
—Muy bien. —El comisionado se retiró al privado que correspondía
a su posición superior.
Baley se entregó al trabajo rutinario de redactar el informe que
pretendía presentar como sustituto de sus actividades reales de los últimos
días; pero las palabras le bailaban ante la vista. Despacio, muy despacio se
percató de un objeto que permanecía en pie a un lado de su escritorio. Levantó
la cabeza. Era R. Sammy.
—¿Qué deseas?
R. Sammy le dirigió la palabra con sonrisa fatua:
—El comisionado desea verte, Lije. Dice que ahora mismo. —Me
acaba de ver —repuso Baley—. Dile que iré más tarde. —Ordenó que inmediatamente
—insistió R. Sammy.
—Muy bien, muy bien, ¡lárgate!
El robot se echó para atrás, pero repitiendo:
—El comisionado desea verte ahora mismo. Ordenó que
inmediatamente.
—Ya voy —gruñó Baley, Y se levantó de su escritorio.
—¡Maldita sea, comisionado! —profirió Baley al entrar—. No me
mande esa cosa a buscarme, ¡por favor!
—Siéntate y cálmate —le indicó el comisionado.
Baley se sentó y se le quedó mirando. Quizás había sido injusto
con su viejo amigo Julius. Acaso el hombre no había podido dormir. Se le veía
destrozado.
El comisionado jugueteaba nerviosamente con un papel. —Hay
anotada una llamada que hiciste a Washington, al doctor Gerrigel.
—Correcto, comisionado.
—Naturalmente, no existen anotaciones de la conversación. De qué
se trataba?
—Ando en busca de informes preliminares.
—Es un roboticista, ¿verdad?
—Exactamente.
—Pero, ¿de qué se trata? ¿Qué clase de informes andas Buscando?
—No estoy seguro, comisionado. Sólo abrigo la creencia de ;ue,
en un caso como éste, cualquier informe sobre robots me ,ruede servir de algo.
—A mí no me parece cuerdo, Lije. Yo no lo haría.
—¿Cuáles son sus objeciones, comisionado?
—Cuantos menos sepamos esto, mucho mejor.
—Como es natural, apenas le diré lo más insignificante.
—Aun así no me parece acertado.
—¿Acaso me ordena que no lo vea?
—No, no. Tú haz lo que te parezca bien. Tú eres el encargado de
la investigación. Sólo que... ¿Dónde está? Ya sabes a quién me refiero.
Baley sí lo sabía. Repuso:
—Daneel sigue en los archivos.
—¿Sabes que no progresamos mucho? —masculló tras una pausa.
—Nada, hasta este momento. Sin embargo, las cosas pueden
cambiar.
—Muy bien entonces —asintió el comisionado; sin embargo, no
pareció como si pensara que efectivamente aquello estuviese bien.
R. Daneel se hallaba en el despacho de Baley cuando éste regresó
a su sitio.
—¿Has logrado algo? —preguntó.
—He localizado a dos de los tipos que trataron de seguirnos
anoche y que, además, estaban presentes cuando el incidente en la zapatería.
—Veamos.
R. Daneel mostró a Baley las fichas perforadas. El robot
presentó también un descifrador portátil, y colocó una de las fichas en la
abertura correspondiente. La pantalla situada encima del descifrador se llenó
de palabras que sólo podían ser interpretadas por alguien que conociera la
clave oficial policíaca.
Baley se puso a leer en actitud estólida. La primera persona era
Francis Cloussar, de treinta y tres años. Entre otros detalles había una
referencia a la foto en la galería de sospechosos.
—¿Has comprobado la fotografía? —preguntó Baley.
—Sí, Elijah.
La segunda persona era Gerhard Paul. Baley dirigió un breve
vistazo a los informes de la tarjeta, y dijo:
—Esto no sirve para nada.
—Si hay alguna organización de terrícolas capaces del crimen que
nos hallamos investigando, éstos son miembros del grupo —repuso R. Daneel—.
Deberíamos interrogarlos.
—Te digo que no sacaríamos nada en limpio.
—Ambos estaban en la zapatería y en la cocina.
—Estar ahí no representa ningún delito. Además, pueden afirmar
que no se hallaban allí. ¿Cómo podemos demostrar que mienten?
—Yo los vi.
—Eso no es una prueba —refutó Baley frenético—. Ningún tribunal
podría creer que eres capaz de recordar dos semblantes en medio de tantísima
gente.
—A mí me parece que sí.
—Mira, Daneel —contestó Baley de mala gana—, dentro de media
hora llegará el doctor Gerrigel, de Washington. ¿Te molestaría aguardar hasta
que yo hable con él?
—Aguardaré —dijo R. Daneel.
Anthony Gerrigel era un hombre preciso y muy cortés, de estatura
mediana, que no tenía el aspecto de ser uno de los roboticistas más eruditas de
la Tierra. Llegó con veinte minutos de retraso y excusándose por ello. Baley,
con una rabia nacida de sus propios temores, pasó por alto tales excusas.
Comprobó que le tenían reservado el cuarto de conferencias D; repitió sus
instrucciones a efecto de que no se le debería de molestar por ningún concepto
durante una hora, y por un corredor condujo al doctor Gerrigel y a R. Daneel a
una de las habitaciones protegidas contra los rayos espías.
El doctor Gerrigel se sentó adoptando una postura de rigidez
excesiva, como si los repetidos consejos maternales, relativos a lo deseable de
un buen comportamiento, le hubiesen vuelto rígida permanentemente la columna
vertebral.
Baley dijo:
—Necesito informes relativos a robots que posiblemente sólo
usted pueda proporcionarme. Por supuesto, cuanto diga aquí es totalmente
confidencial, como secreto profesional, y la ciudad confía en que se olvide
también de todo en cuanto salgamos de esta habitación.
—Le explicaré la razón por la cual llegué tarde. —No cabía
,.luda de que el tema le preocupaba—. Decidí no viajar por el aire. Me mareo.
—Lo siento mucho —comentó Baley.
—Quizá no mareo, sino nervios, para ser preciso. Una leve
agorafobia. Así que preferí tomar los expresvías.
A Baley le invadió de pronto un interés intensísimo.
—¿Agorafobia?
—Se trata de la sensación que a uno le invade al entrar en un
aeroplano, ¿ha estado usted alguna vez en uno, señor Baley?
—Varias veces.
—Entonces sabrá lo que quiero decirle. Me refiero a esa
sensación de estar rodeado de nada; de estar separado de..., del espacio vacío
por unos centímetros de metal. Para mí es muy incómodo.
—¿Así que tomó el expresvía?
—Sí.
—¿Desde Washington hasta Nueva York?
—¡Oh lo he hecho otras veces! Desde que construyeron el túnel
Baltimore—Filadelfia. Resulta muy sencillo.
Baley nunca efectuó el viaje; pero sabía que así era.
Washington, Baltimore, Filadelfia y Nueva York habían crecido, en los dos
últimos siglos, hasta el punto de que sus arrabales se tocaban. La ciudad de
Nueva York, por sí misma, resultaba ya demasiado grande para ser manejada por
un Gobierno centralizado. Una ciudad mayor, con más de cincuenta millones de
habitantes se resquebrajaría debido a su propio peso.
—La dificultad consistió —proseguía el doctor Gerrigel— en que
perdí un transbordo en el sector de Chester, en Filadelfia, y me falló el
tiempo. Eso y otra pequeña molestia para conseguir una habitación de transeúnte
me retrasaron.
—No importa. Y en cuanto a su aversión respecto a los viajes
aéreos, ¿qué diría si le propusieran salir a pie de los límites de la ciudad?
—¿Con qué motivo?
Le miró sorprendido y con cierto temor.
—Digamos que es una pregunta retórica. Por otra parte, no le
sugiero que lo haga. Sólo deseo saber qué reacción le produce la idea.
—Sumamente desagradable.
—¿Y si tuviera que salir de la ciudad, por la noche, caminando a
campo traviesa por espacio de un kilómetro?
—No creo que nadie me convenciera.
—¿Ni en caso de necesidad?
—Si fuese para salvar la vida o las vidas de mis parientes,
quizá lo intentara... —Pareció avergonzado—. ¿Me permite que le pregunte el
motivo de este interrogatorio, señor Baley?
—Se trata de un crimen sumamente perturbador. No estoy
autorizado para explicarle los detalles, sin embargo, existe la teoría de que,
con objeto de cometer su crimen, el asesino llevó a cabo exactamente lo que
estamos discutiendo: cruzó el campo abierto, en la noche y solo. Me pregunto:
¿qué ciase (le hombre podría hacer eso?
—Nadie que yo conozca —repuso el doctor Gerrigel
estremeciéndose—. Yo no, ciertamente. Aunque supongo que habrá algún individuo
audaz, atrevido.
—¿Podemos considerar alguna otra explicación?
El doctor Gerrigel aparecía más incómodo que nunca, sentado allí
en posición erguida, con las manos descansando en su regazo, inmóviles.
—¿Tiene usted alguna otra explicación a la vista?
—Sí. Se me ocurre que un robot, por ejemplo, no tendría
dificultad alguna en cruzar a campo abierto de un sitio a otro.
El doctor Gerrigel se puso en pie como impresionado.
—¿Insinúa usted que un robot pudo haber cometido el crimen?
—¿Por qué no?
—¿Asesinar a un ser humano?
—Sí, doctor, y le suplico que se siente.
Obedeciendo, el roboticista prosiguió:
—Señor Baley, aquí hay dos actos distintos: caminar a campo
traviesa y asesinato. Un ser humano pudiera cometer el último con facilidad;
pero le sería casi imposible efectuar el primero. Un robot podría emprender
fácilmente la caminata; pero asesinar le resultaría una imposibilidad total. No
pretenderá sustituir una teoría improbable por otra imposible...
—¡Imposible es una palabra muy fuerte, doctor!
—¿Sabe usted algo de la primera ley de la robótica, señor Baley?
—Por supuesto. Hasta se la puedo citar de memoria: «Ningún robot
causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano
sufra algún mal». —Baley le apuntó bruscamente al roboticista con un dedo, y
continuó—: ¿Por qué no se podría construir un robot sin imbuirle la primera
ley? ¿Qué hay de sagrado en todo eso?
El doctor Gerrigel tuvo un sobresalto que intentó disimular.
—¡Oh, señor Baley...! —exclamó luego con una sonrisa.
—Bien, ¿cuál es la respuesta?
—Por descontado, señor Baley, si usted supiera algo acerca ,lo
robótica, estaría al tanto de la tarea gigantesca que significa, tanto
matemática como electrónicamente, la construcción de un cerebro positrónico.
—Tengo una ligera idea —repuso Baley. En realidad no podía regar
que era un trabajo enorme.
—Entonces —reanudó el doctor Gerrigel—, debe saber que el patrón
de la teoría básica incluye las tres leyes de la robótica: la primera ley, que
acaba usted de citar; la segunda ley, que dice: «Todo robot obedecerá las
órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan
entrar en contradicción con la primera ley», y la tercera ley, que se
enuncia como sigue: «Todo robot debe proteger su propia
existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la
primera o la segunda ley».
—Perdona, Elijah —interpuso R. Daneel—, pero deseo saber si he
captado bien lo que ha dicho el doctor Gerrigel. Nos trata usted de explicar
que cualquier intento por construir un robot, cuyo mecanismo de cerebro
positrónico no esté orientado en el sentido de las tres leyes, exigiría, ante
todo, la sustentación de una teoría básica, y que esto, a su vez, resulta
imposible a menos que se empleen varios años.
El roboticista pareció muy complacido.
—Eso es precisamente lo que pretendo indicar, señor...
—Daneel Olivaw —presentó Baley.
—Encantado, señor Olivaw. —El doctor Gerrigel extendió la mano y
estrechó la de Daneel. Continuó—: Requeriría unos cincuenta años desarrollar la
teoría básica de un cerebro positrónico no-asenio, es decir, uno en cuyas
suposiciones fundamentales se derogaran las tres leyes, y concluirla en el
punto preciso en que se pudiesen construir robots semejantes a los modelos
modernos.
—¿Y eso no se ha hecho nunca? —interrogó Baley—. Hemos estado
construyendo robots durante miles de años. En todo ese tiempo, ¿nadie, ningún
grupo ha podido disponer de cincuenta años?
—Por supuesto que si —afirmó el roboticista—; pero no es la
clase de trabajo que le interese emprender a nadie. La raza humana, señor
Baley, posee un fortísimo complejo frankensteiniano. No se construyen robots
desprovistos de la primera ley.
—Y, ¿ni siquiera existe teoría para ello?
—Hasta donde llegan mis conocimientos, no. Y mis conocimientos
—añadió con una sonrisita de complacencia— son bastante extensos.
—Y un robot provisto con la primera ley, ¿no podría matar a un
hombre?
—¡Nunca! A menos de que esa muerte fuese del todo accidental, o
a menos de que fuera necesaria para salvar las vidas de dos hombres o más. En
cualquier caso, la potencial positrónica exacerbada echaría a perder el cerebro
irremediablemente.
—Muy bien —convino Baley— Todo esto representa la situación en
la Tierra, ¿verdad?
—Efectivamente.
—Pero, ¿qué me dice de los Mundos Exteriores?
La certidumbre del doctor Gerrigel se desvaneció.
—No me atrevería a aventurar una opinión, pero estoy casi seguro
de que si se delineasen cerebros positrónicos no-asenios o se planteara la
teoría matemática, desde luego lo sabríamos.
—¿Lo sabríamos? Bueno, permítame seguir por otro camino. Mi
pregunta es: ¿por qué robots humanoides? Se me ocurre que no conozco la razón
de su existencia. ¿Por qué ha de tener un robot cabeza y cuatro miembros? ¿Por
qué ha de tener aspecto, más o menos, de un hombre? ¿Por qué?
—La idea se fundamenta en base a la economía. La forma humana es
la generalizada que tiene mayor éxito en la naturaleza. No somos un animal
especializado, señor Baley, excepto por nuestros sistemas nerviosos y algunos
otros detalles curiosos. Si desea un modelo capaz de hacer muchísimas y
variadas cosas, lo mejor es proceder imitando la forma humana. Por ejemplo, un
automóvil tiene sus palancas hechas de modo que puedan asirse y manejarse de
manera más fácil con la mano humana y con sus pies, adoptando determinada forma
y tamaño, sujetos al cuerpo por miembros de cierta longitud y coyunturas de un
tipo especial. Hasta los objetos más sencillos, como las sillas y —las—mesas,
los cuchillos y los tenedores están adaptados para cumplir con las exigencias
de las medidas humanas y con su modo de operar. Es más fácil tener robots que
imiten la forma humana, y no volver a delinear radicalmente la filosofía misma
de nuestros instrumentos.
—Comprendo. Es muy razonable. Ahora bien, doctor, ¿no es cierto
que los roboticistas de los Mundos Exteriores fabrican robots mucho más
humanoides que los nuestros?
—Creo que sí.
—¿Pudieran manufacturar un robot tan humanoide que pasara por
ser humano en condiciones ordinarias?
El doctor Gerrigel frunció el entrecejo y reflexionó.
—Supongo que sí podrían, señor Baley. Saldría terriblemente
caro. Dudo que los beneficios fueran proporcionados.
—¿Se imagina usted que pudieran manufacturar un robot que lo
engañara, a usted, hasta el punto de pensar que fuese humano? —prosiguió Baley
inflexiblemente.
—Vamos, señor Baley —sonrió el roboticista—, permítame que lo
dude. Cierto que en un robot hay algo más de lo que aparece a simple vista...
El doctor Gerrigel se quedó petrificado en mitad de su frase.
Despacio, muy despacio se volvió a R. Daneel, y su semblante
sonrosado fue palideciendo.
—Oh, señor —murmuró—, ¡oh, señor!
Con una mano tocó tímidamente a R. Daneel en la mejilla. R.
Daneel no se retiró, sino que contempló al roboticista con gran tranquilidad.
—Oh, señor —susurró como en un sollozo el doctor Gerrigel—.
¡Usted es un robot!
—Tiempo le costó a usted percatarse de ello —comentó Baley con
acritud.
—No me lo esperaba. Nunca vi uno así. ¿Fabricación de los Mundos
Exteriores?
—Sí —replicó Baley.
—Ahora resulta obvio. Su comportamiento. Su modo de hablar. No
es una imitación perfecta, señor Baley.
—Pero buena, ¿no?
—¡Maravillosa! Dudo mucho de que a primera vista alguien la
pueda reconocer como impostura. Le agradezco muchísimo que me lo haya enseñado.
¿Lo puedo examinar?
El roboticista se puso en pie con muestras de gran deseo. Baley
le detuvo con un ademán de la mano.
—Un momento, doctor. ¡Por favor! Ante todo está el asunto del
asesinato. ¿Comprende?
—Entonces, ¿fue verídico? —El doctor Gerrigel se mostró
desilusionado, dejándolo traslucir—. Pensé que era sólo una argucia para
mantener distraído mi cerebro y ver por cuánto tiempo se me podía mantener en
el engaño...
—No es argucia, doctor Gerrigel. Dígame: al construir un robot
tan humanoide como éste, con el propósito deliberado de hacerlo pasar por ser
humano, ¿no resulta necesario proveerle de un cerebro con propiedades
semejantes a las humanas?
—Sin duda alguna.
—Bien; y tal cerebro humanoide, ¿no pudiera muy bien carecer de
la primera ley? Quizá quedó eliminada por casualidad. Los constructores
pudieron conformar un cerebro sin la primera ley.
El doctor Gerrigel meneó vigorosamente la cabeza.
—No, no, ¡imposible!
—¿Está usted seguro? Podemos comprobar la segunda ley. Daneel,
permíteme tu desintegrador.
—Aquí está, Elijah —asintió R. Daneel con tranquilidad, y se lo
entregó, con la culata por delante.
—Ningún detective debe desprenderse de su desintegrador —anuncíó
Baley—: pero un robot no tiene otra alternativa que obedecer a un ser humano.
—Excepto cuando su obediencia implica violar la primera ley
—contradijo el doctor Gerrigel.
—¿Sabe usted, doctor, que Daneel desenfundó su desintegrador
para amenazar a un grupo de hombres y mujeres, advirtiendo que iba a disparar?
—Pero no disparé.
—Concedido; pero la amenaza en sí resulta inusitada.
El doctor Gerrigel se mordió los labios, meditabundo.
—Debería conocer con exactitud las circunstancias de los hechos.
Sólo así podría juzgar. De todos modos, me suena algo inesperado.
—R. Daneel se hallaba en la escena del asesinato cuando este se
cometió; y si usted omite la posibilidad de que un terrícola se desplace a
campo traviesa, llevando un arma consigo, sólo Daneel pudo haber ocultado el
arma.
—¿Ocultado el arma? —preguntó el doctor Gerrigel.
—Permítame que se lo explique. No se halló en ningún sitio el
desintegrador causante de la muerte. La escena del crimen se escudriñó de
arriba abajo, y tampoco allí se halló. Sin embargo, no pudo desvanecerse como
el humo. Sólo existe un sitio que no registraron.
—¿En dónde, Elijah? —preguntó R. Daneel.
Baley sacó su desintegrador y, manteniendo el cañón apuntando
con firmeza en dirección al pecho del robot, explicó:
—¡En tu bolsa de alimentos, Daneel!
13
Retorno a la máquina
—No es exacto lo que afirmas —contradijo R. Daneel con calma.
—¿No? ¿Dejaremos que el doctor Gerrigel decida? ¿Qué opina
usted, doctor?
—Señor Baley... —El roboticista, cuyas miradas fluctuaban
alternativamente con indecisión entre el detective y el robot, quedó ahora fija
en el ser humano.
—Le pedí un análisis autorizado de este robot —aclaró Baley—. Si
usted necesita alguna pieza de equipo de la que ellos carezcan, yo se la
conseguiré. Lo que me urge es una respuesta rápida y definitiva. ¿Qué me dice,
doctor Gerrigel?
—No es difícil comprobar la primera ley.
—¿Puede explicarme cómo?
—Por supuesto. Se lo expondré mediante una analogía. Cuanto más
importante y fundamental sea la propiedad a comprobar, más sencillo será el
equipo a emplear. Lo mismo sucede con un robot. La primera ley es fundamental.
Afecta absolutamente a todo. Si estuviera ausente, el robot no podría
reaccionar debidamente a muchos hechos evidentes.
—Entonces, ¿cuál es su opinión? —interpeló Baley.
—Daneel está perfectamente provisto de la primera ley —afirmó el
roboticista.
—Puede usted equivocarse —comentó Baley con acritud.
Baley no hubiese pensado jamás que el doctor Gerrigel se
estirase, adoptando una posición aún más rígida que la habitual. Sin embargo,
así lo hizo, y muy visible. Los ojos del especialista se endurecieron,
alargándose y dejando ver apenas una rendija.
—¿Pretende usted enseñarme a mí mi trabajo?
—No he dicho que fuera usted incompetente —excusóse Baley—. Pero
usted mismo acaba de decirnos que nadie sabe nada acerca de la teoría de los
robots no—asenios.
—Sí, ya comprendo su punto de vista. A pesar de todo, puedo
asegurarle que R. Daneel está perfectamente provisto de la primera ley.
—Entonces, circunscribámonos a los hechos. R. Daneel apuntó con
un desintegrador a una multitud de seres humanos. Eso yo lo vi. Concediendo que
no haya disparado, ¿no resultaría que, de todos modos, la primera ley lo
hubiese forzado a una especie de neurosis? Pues nada de eso. Se le veía normal
después del incidente.
El roboticista se frotó la barbilla.
—Sí, resulta algo anómalo.
—En absoluto —intervino R. Daneel, de pronto—. Socio Elijah, te
ruego que examines el desintegrador que me quitaste.
Baley se quedó contemplando el desintegrador que conservaba en
la mano izquierda.
—Abre la recámara y observa el cargador —instó R. Daneel—.
Examínalo bien.
Baley sopesó sus probabilidades; colocó su propio desintegrador
en la mesa junto a sí. Con un movimiento rapidísimo manipuló el desintegrador
del robot.
—¡Está vacío! —murmuró como alelado.
—Efectivamente, no tiene ninguna carga —convino R. Daneel—. Si
lo escudriñaras con mayor atención, te percatarías de que nunca ha tenido carga
de ninguna especie. El desintegrador carece de cabeza de percutor y no se puede
usar.
—¿Apuntaste a una multitud con un desintegrador descargado?
—exclamó Baley con asombro.
—Tenía que portar un disparador o fracasar en mi papel de
policía —explicó R. Daneel—. Sin embargo, llevar conmigo un desintegrador
cargado y utilizable pudiera capacitarme para dañar a cualquier ser humano por
accidente u otra causa, cosa que, por supuesto, no alcanzo ni a pensar. Ya
entonces te lo hubiera aclarado; pero estabas muy molesto y no me habrías
escuchado.
Baley siguió pasmado ante la contemplación del inútil
desintegrador que tenía en la mano. Pronunció en voz muy baja:
—Creo que eso es todo, doctor Gerrigel. Muchísimas gracias por
haberme ayudado en este asunto.
Baley se hallaba frente a un piscolabis que no acababa de
devorar. Miraba sin ver, y sus pensamientos sobre los últimos sucesos le
martilleaban cada vez con más insistencia.
Por dos veces había acusado a R. Daneel como a un asesino, y en
ambas la acusación se dobló y se deshizo.
Una mano ruda sacudió el hombro de Baley.
—¡Lije! ¡Lije!
—¿Qué sucede, Phil? —replicó Baley estremeciéndose.
Philip Norris, un detective privado C-5, se sentó y escudriñó
con atención las facciones de Baley.
—¿Qué? ¿Algún ascenso en camino? Ya sabes a lo que me refiero.
Baley frunció el entrecejo y sintió que volvía a la realidad.
Norris igualaba aproximadamente su propia antigüedad, y vigilaba cualquier
muestra de preferencia oficial que se desviara en dirección de Baley. Por lo
tanto, repuso:
—No, no hay ascensos —repuso Baley—. ¡No hay nada de nada!
—No lo tomes a mal —comentó Norris—. Te iba a sugerir que si
gozas de alguna influencia con el comisionado la usaras en beneficio del
muchacho.
—¿Qué muchacho?
Como respuesta, Vincent Barrett, el jovenzuelo a quien habían
desplazado de su trabajo para darle el puesto a R. Sammy, atisbó desde un rincón
de la sala.
—Hola, señor Baley —saludó.
—Hola, Vince, ¿cómo te va?
—No muy bien, señor Baley.
Miraba a todas partes, con ahínco y ansiedad. «Se le adivina
perdido, medio muerto..., desclasificado», pensó Baley. Y luego: «Pero, ¿qué
querrá de mí?»
—¡Lo siento, muchacho! —murmuró. ¿Qué otra cosa podía decir?
—Acuérdese de mi asunto —suplicó el joven.
—No dejo de pensar en esto... Quizá salga algo...
Norris se le acercó y le habló al oído.
—Alguien tiene que poner un límite, Baley. Ahora van a desplazar
a Chen—low.
—¿Qué?
—¿No lo sabías?
—No, no lo sabía. ¡Pero si es un C—3! Y lleva diez años de
servicio...
—Pero una máquina con piernas y brazos puede hacer su trabajo.
¿Cuál será el próximo paso?
El joven Vince Barrett no se daba por aludido con los murmullos
y cuchicheos. De pronto exclamó:
—Señor Baley, por ahí murmuran que Lyrane Millane, el danzante
del subetérico, es en realidad un robot.
—Tonterías.
—Tal vez. También se dice que pueden hacer robots con apariencia
humana.
No sin remordimiento, Baley pensó en R. Daneel y meneó la
cabeza. El muchacho proseguía:
—¿Puedo darme una vuelta por ahí para ver mis antiguos lares?
—preguntó el muchacho.
—Anda, ve.
El joven se retiró. Baley y Norris se le quedaron mirando—
—Parece como si los medievalistas tuvieran razón —dijo Norris.
—¿Sugieres la vuelta a la tierra, Phil?
—No, me refiero a los robots. Esta vieja Tierra tiene un futuro
ilimitado. No necesitamos robots para nada.
—¡Ocho mil millones de seres, y el uranio agotándose! —murmuró
Baley— ¿Dónde está lo ilimitado?
—Si se acaba el uranio, ya lo importaremos. O descubriremos
otros procesos nucleares. No hay modo alguno de que la humanidad se detenga,
Lije. Tienes que ser optimista acerca de ello, y conservar la fe en el viejo
cerebro humano. Nuestro gran recurso es la inventiva, y nunca jamás se nos
agotará, Lije.
Ahora sí parecía como si le hubiesen dado cuerda. Continuó:
—Por una parte, podríamos usar la energía solar, y ésa nos
durará durante miles de millones de años. Luego, nada más fácil que construir
estaciones espaciales en la órbita de Mercurio para que actúen como
acumuladores de energía. Entonces transmitiríamos esa energía a la Tierra
mediante rayos directos.
Ese proyecto no era nuevo para Baley. Las fronteras
especulativas de la ciencia habían estado jugueteando con esa idea por lo menos
en el transcurso de los últimos ciento cincuenta años. El único obstáculo era
la imposibilidad de proyectar un rayo lo suficientemente compacto como para que
llegara a ochenta millones de kilómetros sin que se dispersara. Así lo
argumentó Baley; y Norris repuso:
—Cuando sea necesario, se hará. ¿Por qué preocuparnos?
Baley tenía la imagen de una Tierra con energía ilimitada. La
población podía continuar aumentando. La energía era el único elemento
indispensable. Las materias primas minerales se podrían traer desde las rocas
deshabitadas del sistema. Si el agua llegase a constituir una dificultad, se
podría transportar desde las lunas de Júpiter. Hasta los océanos se podrían
helar y elevarlos al espacio, en donde girarían en torno de la Tierra como
lunas de hielo. Allí permanecerían, siempre listos para ser usados, mientras
que el fondo de los océanos representaría mayores extensiones de terreno para
la explotación, y sitios para ser habitados. Hasta el carbono y el oxígeno se
podrían conservar y aumentar en la Tierra mediante el empleo de la atmósfera de
metano de Titán y el oxígeno helado del planeta Umbriel.
—Supongo que sería más fácil desplazar una buena parte de la
población —dijo—. Sí, ¡ése es mi criterio!
—¿Quién nos aceptaría? —masculló Norris con acritud.
—Cualquier planeta deshabitado.
—Lije —aconsejó Norris dándole unas palmaditas en el hombro—,
come y domínate. Creo que estás viviendo a fuerza de narcóticos, ¡y eso es
malo!
Y se retiró.
Baley lo vio alejarse con una mueca sarcástica en el rostro.
Norris se encargaría de hacer circular esos chismes, y pasarían semanas antes
de que los graciosos de la oficina le dejaran tranquilo. Pensó en el joven
Vince, en los robots y en la desclasificación. No pudo menos que suspirar
profundamente.
Baley terminaba el último bocado de su frugal comida cuando R.
Daneel se le acercó.
—¿Qué hay de nuevo? —inquirió Baley con gran incomodidad.
—El comisionado no está en su oficina —repuso R. Daneel—, y no
se sabe cuándo regresará. Le dije a R. Sammy que íbamos a ocupar su oficina y
que no deje entrar a nadie que no sea el comisionado.
—¿Para qué vamos a estar allí?
—¡Oye! No pretenderás desentenderte de la investigación,
¿verdad?
Precisamente eso era lo que Baley deseaba hacer, aunque no podía
manifestarlo. Por lo tanto, se levantó y enfiló rumbo a la oficina de Enderby.
Una vez en ella, preguntó:
—¿Qué me propones, Daneel?
—Socio Elijah —empezó el robot—, desde anoche no te veo como de
costumbre; estás abstraído. Hay una alteración definitiva en tu aura mental.
Un pensamiento horrible cruzó por la mente de Baley, y exclamó
espantado:
—¿Eres telepático? —La cual era una posibilidad que no hubiese
tomado en cuenta siquiera en un instante menos perturbado.
—No, por supuesto que no —replicó R. Daneel. Y el pánico de
Baley se fue desvaneciendo.
—Entonces —regañó—, ¿qué diablos me insinúas con eso de auras
mentales?
—Se limita a ser una expresión sencilla, que empleo para
describir una sensación que no compartes conmigo.
—¿Qué sensación?
—Me resulta difícil explicarla, Elijah. Recordarás que a mí se
me diseñó originalmente para estudiar la psicología de nuestro pueblo allá en
Espaciópolis:..
—Sí, lo sé. Te ajustaron para llevar a cabo trabajos de
detective mediante la simple instalación de un circuito con un anhelo por la
justicia. —Baley ni siquiera disimuló el sarcasmo.
—Exactamente, Elijah. Pero mi diseño original permanece
inalterable. Se me construyó para el objeto específico de la actividad
cerebroanalítica.
—¿Para analizar las ondas cerebrales?
—¡Claro! Si existen los receptores adecuados, puede lograrse sin
el contacto directo de electrodos. Mi cerebro posee ese receptor. Al medir las
ondas cerebrales obtengo vislumbres emocionales. Además, puedo analizar el
temperamento, los impulsos encubiertos y las actitudes de un hombre. Por
ejemplo, fui yo quien pudo afirmar que el comisionado Enderby era incapaz de
matar a un hombre en las circunstancias que prevalecían en el momento del
asesinato.
—Y ¿lo eliminaron como sospechoso sólo con tu aseveración?
—Sí.
De nuevo le cruzó a Baley una idea por la imaginación.
—¡Aguarda! El comisionado Enderby... no sabía que lo estaban
cerebroanalizando, ¿verdad?
—No había necesidad alguna de lastimarlo en sus sentimientos.
Baley se mordió el labio inferior con rabia y pesadumbre. Era la
única incongruencia que le quedaba, la única fisura a través de la cual se
pudiera intentar algún esfuerzo para localizar el crimen en Espaciópolis.
R. Daneel había asegurado que analizaron el cerebro del
comisionado, y, una hora más tarde, el propio comisionado, con ingenuidad
aparente, negó conocer el vocablo. Ningún hombre podría pasar por la prueba del
electroencefalograma, bajo la sospecha de asesinato, sin recibir una inequívoca
impresión de lo que era el análisis cerebral.
Pero ahora esa discrepancia quedaba eliminada, desvanecida. Al
comisionado le analizaron el cerebro, y ni siquiera lo supo. R. Daneel decía la
verdad; y el comisionado también la había dicho.
—Bueno —interpeló Baley con brusquedad—, ¿qué sacas del análisis
cerebral mío?
—Que estás perturbado.
—¡Vaya descubrimiento! ¡Por supuesto que lo estoy!
—En términos específicos, sin embargo, tu perturbación se debe a
un choque entre los motivos de impulsos interiores. Por una parte, tu lealtad a
los principios de tu profesión te incitan a escudriñar en lo más profundo de
esta conspiración de terrícolas que anoche nos quisieron acorralar. Otro
impulso, igualmente decisivo, te obliga a dirigirte en dirección contraria.
Todo eso aparece escrito con claridad en el campo eléctrico de las celdillas de
tu cerebro.
—¿Celdillas de mi cerebro? ¡Sandeces! —interpuso Baley con
acaloramiento—. Mira, te voy a decir por qué no hay razón alguna para
investigar hasta el fondo lo que tú llamas conspiración. No tiene nada que ver
con el asesinato. Pensé que pudiera tenerlo. Te lo confieso sin rubor. Ayer, en
la cocina, supuse que estábamos en peligro. Pero, ¿qué sucedió? Nos
persiguieron, sí; nos desembarazamos de ellos, ¡y eso fue todo! No es la acción
propia de unos individuos bien organizados y desesperadamente decididos.
Además, mi propio hijo nos pudo localizar con relativa facilidad: preguntó por
nosotros en el departamento y ni siquiera tuvo que identificarse. Nuestros
famosos conspiradores hubiesen podido hacer exactamente lo mismo si, en
realidad, hubieran deseado perjudicarnos.
—¿Acaso no lo hicieron?
—No, no lo hicieron. Si hubiesen buscado tumultos y motines, los
podrían haber empezado en la zapatería y, con todo, retrocedieron como mansos
corderos ante un solo hombre y un desintegrador. Un robot, y un desintegrador
que sabían perfectamente que estabas incapacitado para disparar en cuanto te
reconocieron por lo que eres. Esos tipos son medievalistas. Son los
inofensivos. Tú no lo podrías saber, pero yo sí. Y lo habría sabido si no fuera
por el hecho de que todo este maldito negocio me ha conducido a pensar en
términos melodramáticos.
»Te diré que conozco a los medievalistas. Son individuos
blanduchos, soñadores, que encuentran que la vida es demasiado dura para ellos.
Se pierden en un mundo idealista de lo pasado que nunca jamás existió. Si
pudieses cerebroanalizar un movimiento, del modo que lo hacen con un individuo,
te hallarías con que son tan incapaces de cometer un asesinato como el propio
Julius Enderby.
Tras un instante de meditación, R. Daneel replicó:
—No puedo aceptar tus afirmaciones por lo que representan. —¿Qué
pretendes censurarme?
—Tu conversión a este punto de vista es demasiado repentino.
Además, hay ciertas incongruencias. Arreglaste la cita con el doctor Gerrigel
varias horas antes de la cena de anoche. Entonces no sabías lo de mi bolsa para
alimentos, ni podías abrigar sospechas de mí en cuanto a asesino. Así pues,
¿para qué lo llamaste?
—Ya para entonces sospechaba de ti.
—Anoche hablabas mientras dormías.
Los ojos de Baley se abrieron, enormes, asombrados.
—¿Y qué dije?
—Apenas una sola palabra: « ¡Jessie! » Repetidas veces. Supongo
que te referías a tu esposa.
Baley soltó poco a poco la tensión de sus músculos y, con voz
estremecida, explicó:
—Sufrí una pesadilla horrible. ¿Sabes lo que es eso?
—Por supuesto que no lo sé por experiencia propia. La definición
del diccionario dice que es un sueño angustioso.
—Y, ¿sabes lo que es un sueño?
—Una ilusión de realidad experimentada durante la suspensión
transitoria del pensamiento consciente.
—Sí, una ilusión. A veces la ilusión aparece como muy real.
Bueno, soñaba que mi esposa se veía en peligro. Puedes creerme cuando te lo
aseguro.
—Te creo. Mas, ¿cómo supo Jessie que yo era un robot?
La inquietud hizo que a Baley se le perlara la frente.
—No regresemos al mismo tema, ¿quieres? El rumor...
—Lamento interrumpirte, Elijah; pero no existen rumores de
ninguna clase. Si anduvieran esparcidos, la ciudad se vería hoy trepidante de
ansiedad. Me he dedicado a comprobar los informes que llegan al departamento.
No existen tales rumores. Dime: ¿cómo lo supo tu esposa?
—¿Qué pretendes insinuar? ¿Supones que mi esposa pertenece a...,
a...?
—¡Sí, Elijah!
Baley se apretó las manos con fuerza visible.
—Bueno, pues no lo es, ¡y no estoy dispuesto ni a discutirlo!
—Esto no es imparcial de tu parte, Elijah. En el curso de esta
investigación, van dos veces que me acusas de asesinato.
—¿Y te desquitas así?
—No estoy seguro de comprender lo que me indicas con esa frase.
Pero, sí apruebo tu facilidad para sospechar de mí. Tenías tus razones. Eran
equivocadas; pero pudieron ser justas. Ahora, y del mismo modo, pruebas muy
poderosas señalan a tu esposa.
—¿Como asesina? Vamos, ¡Jessie es incapaz de dañar a nadie!
Imposible que diera un paso fuera de la ciudad... Si fueras de carne y hueso
te...
—Me limito a decir que está dentro de la conspiración. Debemos
interrogarla.
—Ni soñarlo. Escúchame: los medievalistas no nos persiguen de
muerte. No es su manera de actuar. Pero es evidente que buscan cómo echarte a
ti fuera de la ciudad. Y lo hacen mediante una especie de ataque psicológico.
Pretenden hacernos la vida imposible, a ti y a mí, ya que ando contigo.
Pudieron descubrir fácilmente que Jessie era mi esposa, y para ellos fue una
jugarreta infantil hacer llegar ese informe hasta ella. Mi esposa es como
cualquier otro ser humano. No simpatiza con los robots. No le agradaría que yo
me mezclase con ellos, y especialmente contigo, si ello puede acarrear
peligros. Sin duda se lo dejaron entrever. Te repito que dio resultado. Toda la
noche me pidió con ahínco que abandonara el caso o que te sacara de la ciudad
de un modo u otro.
—Presumo que posees un impulso fortísimo para proteger a tu
esposa en contra de todo interrogatorio. Resulta claro que estás hilvanando
esta serie de argumentaciones sin creer realmente en ellas.
—¿Qué te figuras que eres? —regañó Baley—. No eres un detective.
Apenas llegas a una máquina para analizar cerebros. Posees brazos, piernas, una
cabeza y puedes hablar; pero de ahí no pasas. Adaptarte con un circuito
suplementario no te califica como detective. Así pues, cierra el pico y deja
que yo me ocupe de pensar.
—Lo que me parece es que deberías bajar la voz, Elijah —aconsejó
el robot con mucha tranquilidad—. Concedido que no soy un detective en el
sentido que tú lo eres, pero aun así me agradaría llamarte la atención sobre el
detalle de que anoche me dijiste que no era costumbre entre los terrícolas el
que un padre enviase a su hijo a un peligro en su lugar. Dime: ¿es costumbre que
una madre lo haga?
—No, por supuesto.
—Entonces, si Jessie temiese por tu seguridad y desease
advertírtelo, arriesgaría su propia vida y no la de su hijo —comentó R.
Daneel—. El hecho de que enviara a Bentley sólo puede significar que sabía que
él estaría a salvo, en tanto que ella no. Si la conspiración estuviera
fomentada por personas desconocidas de Jessie, tal no sería el caso, o, por lo
menos, carecería de razones para suponer que ese fuera el caso. Por otra parte,
siendo ella misma miembro de la conspiración, entonces sí sabría, ¡sí sabría,
Elijah!, que la vigilaban en todo y por todo, que la reconocerían, con todas
sus consecuencias, mientras que a Bentley le era fácil pasar sin ser advertido.
—Aguarda —interrumpió Baley, disgustado consigo mismo—, esos
razonamientos son muy sutiles, sin embargo...
No hubo para qué aguardar. La señal luminosa en el escritorio
del comisionado relampagueaba insensatamente. R. Daneel aguardó a que Baley
contestara; pero éste no hacía más que contemplarlo como alelado, impotente. El
robot estableció el contacto.
—¿De qué se trata?
—Aquí está una señora que desea ver a Lije —se escuchó la voz de
R. Sammy, muy apagada—. Le informé que estaba ocupado; pero no se decide a
irse. Dice que su nombre es Jessie.
—¡Que pase! —ordenó R. Daneel con gran calma, y sus ojos se
elevaron sin emoción para cruzarse con la mirada de pánico que despedían los de
Baley.
14
El poder de un nombre
Baley permanecía en pie con la rigidez de un sobresalto,
mientras Jessie corría hacia él, tomándolo de los hombros y acurrucándosele
contra el pecho.
—¿Bentley? —preguntó Baley.
Ella le clavó la vista y meneó la cabeza, los cabellos
flotándole con el impulso del movimiento.
—Está perfectamente bien.
—¿Entonces...?
Jessie empezó a proferir exclamaciones en un repentino torrente
de sollozos y con voz apenas audible.
—No puedo seguir así, Lije. ¡No puedo! Será mejor que te lo
confiese todo.
—No digas nada —contradijo Baley angustiado—. ¡Por amor de Dios,
Jessie, ahora no!
—Es indispensable. He hecho algo terrible. ¡Terrible! Oh,
Lije...
—No estamos solos, Jessie —murmuró Baley, casi desesperado.
Entonces ella levantó la vista para fijarla en R. Daneel, sin
dar muestras de reconocerlo para nada. Tal vez las lágrimas que le anegaban sus
ojos reflejaban la imagen del robot como una mancha indefinible.
—Buenas tardes, Jessie —le susurró R. Daneel.
—¿Es..., es el robot? —se atragantó.
—Sí, Jessie.
—¿No te molesta que te llamen robot?
—Por supuesto que no, Jessie. Eso es lo que soy.
—A mí no me molesta que me llamen una imbécil y una idiota y un
agente... subversivo, porque eso es lo que soy.
—¡Jessie! —gimió Baley.
—Sí, Lije —advirtió ella—. Será mejor que él lo sepa, si es tu
socio. No puedo vivir con esto por más tiempo. No me importa la cárcel. No me
importa si me envían a los niveles inferiores y me alimentan con levadura cruda
y agua. No me importa si... Tú no lo permitirás, ¿verdad, Lije? No les
permitirás que me hagan nada. Estoy aterrorizada...
Baley le palmeó el hombro y dejó que llorara.
—No se encuentra bien —señaló Baley, dirigiéndose a R. Daneel—.
No la podemos tener aquí. Ordena que venga un coche patrulla y decidiremos lo
que hay que hacer mientras vamos por las autovías subterráneas.
—¿Las autovías? —exclamó Jessie levantando la cabeza con
sobresalto—. ¡No, Lije, no!
—Vamos, Jessie, no seas supersticiosa. No puedes ir en el
expresvía con ese aspecto. Pórtate bien, como mujer fuerte, y tranquilízate, o
no nos será posible pasar por las oficinas generales. Te voy a traer un poco de
agua. —Y luego, dirigiéndose a R. Daneel—: ¿Qué hay del coche patrulla?
—Nos está aguardando, socio Elijah.
—Vamos, pues, Jessie.
Y Baley la empujó por la puerta entreabierta.
El silencio fantástico de las autovías pesaba a ambos lados.
—Eso es, Jessie, buena chica —estimuló Baley.
La impasibilidad que cubriera el semblante de Jessie desde que
abandonaron la oficina del comisionado mostró señales de romperse. Se quedó
contemplando a su marido y a Daneel con un silencio producto de la impotencia.
Baley repitió:
—Acaba ya de una buena vez, Jessie. ¿Acaso has cometido algún
crimen?
—¿Un crimen? —meneó la cabeza con incertidumbre, negando—. Por
supuesto que no.
El nudo que Baley sentía en el estómago se aflojó
perceptiblemente.
—¿Robaste algo? ¿Falsificaste documentos? ¿Asaltaste a alguien?
¿Destruiste propiedad pública? ¡Habla, Jessie!
—No. No me refería a nada de esa naturaleza. —Miró por encima
del hombro—. Lije, ¿tenemos que permanecer aquí?
—Sí, hasta que terminemos con esto. Ahora bien, empecemos por el
principio. ¿Qué fue lo que llegaste a decirme? ¿A decirnos? —Por encima de la
cabeza inclinada de Jessie, la mirada de Baley se encontró con la de R. Daneel.
Jessie comenzó a hablar con un tono de voz muy suave, y fue
ganando en intensidad y articulación a medida que proseguía.
—Son esas gentes, esos medievalistas, tú lo sabes, Lije. Siempre
andan por ahí: siempre hablando. En épocas anteriores pasaba igual. ¿Te
acuerdas de Elizabeth Thornbowe? Pues era una medievalista. Siempre andaba
propalando que nuestras dificultades y nuestras tribulaciones provenían de la
ciudad, y que todo iba mejor antes de que se iniciaran las ciudades. Yo le
preguntaba por qué se encontraba tan segura de eso, y entonces ella me citaba
frases de esos pequeños libros película que siempre andan por ahí, como el de
Vergüenza de las ciudades, que el tipo aquel escribió. No me viene su nombre...
—Ogrinsky —apuntó Baley, distraído.
—Sí, sólo que muchos de ellos eran peores. Luego, cuando me casé
contigo, se puso en verdad sarcástica. Me decía: «Me figuro que te vas a
convertir en una auténtica mujer de la ciudad, ahora que te has casado con un
policía». Me parece que algunas de las cosas qué me decía sólo eran para
escandalizarme o para aparecer como misteriosa y deslumbrante. Se quedó
solterona y por fin se murió. Muchos de estos medievalistas no se acomodan.
Recuerdo que una vez me indicaste, Lije, que las gentes a menudo confunden sus
propias incapacidades con las de la sociedad, y buscan remedios para mejorar
las ciudades porque no saben cómo beneficiarse ellas mismas.
Baley recordó, y ahora sus palabras le sonaban huecas y
superficiales al oído. Interrumpió con delicadeza:
—Al grano, Jessie, por favor.
—Elizabeth hablaba siempre sobre la posibilidad de que llegase
un día en que el pueblo tuviera que unificarse. Aseguraba que toda la culpa era
de los espacianos, porque insistían en sojuzgar a la Tierra, conservándola
débil y decadente. Afirmaba que algún día íbamos a destruir las ciudades y
regresar a la tierra; a exigirles cuentas claras a los espacianos que pretendían
tenernos amarrados para siempre en las ciudades, imponiéndonos el empleo de
robots. Sólo que nunca los llamaba robots; su término usual era «máquinas
monstruosas sin alma», si me disculpas la expresión, Daneel.
—Ignoro el significado del adjetivo que empleaste, Jessie
—replicó el robot—; pero, en todo caso, la expresión queda disculpada.
Continúa, por favor.
Baley se movió intranquilo. Era inevitable con Jessie. Nada
podía obligarla a contar la menor narración sino a su manera llena de
circunloquios. Prosiguió:
—Elizabeth siempre trataba de hablar como si hubiese muchísima
gente de acuerdo con ella. Nos confiaba: «En la última sesión... », y después
me miraba entre orgullosa y con miedo, como si deseara que yo le preguntase y,
de ese modo, aparecer muy importante, y, sin embargo, medrosa de que la fuera a
comprometer. Por supuesto, nunca se me ocurrió interrogarla. Por nada del mundo
quería yo darle esa satisfacción.
—Continúa, Jessie —instó Baley.
—¿Recuerdas aquella discusión que tuvimos, Lije? Me refiero a lo
de Jezabel...
—Sí. ¿Qué? —A Baley le costó un par de segundos centrar su
atención en que ése era el nombre propio de Jessie, y no una referencia fútil a
otra mujer.
Volvióse para mirar a R. Daneel, buscando una explicación
automáticamente defensiva.
—El nombre completo de Jessie es Jezabel.
R. Daneel asintió gravemente con la cabeza. «¿Rara qué
preocuparme por él?», pensó Baley.
—Me molestó mucho, Lije —reanudó Jessie—. Sin duda fue una
tontería; pero seguí pensando en lo que me dijiste. Me refiero a tus
explicaciones que Jezabel no era más que una conservadora que luchaba por las
ideas de sus antepasados, en contra de las innovaciones de los recién llegados.
Después de todo yo era Jezabel y siempre...
Titubeó, buscando la palabra apropiada.
—¿Te identificabas...? —aventuró Baley.
—¡Sí! —Pero inmediatamente meneó la cabeza y desvió la vista—.
No, no literalmente. Yo no era así.
—Ya lo sé, Jessie. No seas ingenua.
—Sin embargo, pensé que quizá los medievalistas tenían razón, y
que acaso deberíamos restaurar nuestras buenas y antiguas costumbres. Así que
me dediqué a buscar a Elizabeth y me manifestó que no sabía de lo que le estaba
hablando, y que yo no era más que la esposa de un polizonte. Le contesté que
eso no tenía nada que ver, y, por último, me informó que sí, que hablaría con
alguien... Y entonces, como un mes más tarde, me vino a buscar y me dijo que me
aceptaban y así me incorporé al grupo, y desde entonces he asistido a las
asambleas.
Baley se le quedó contemplando con tristeza, reprochándole:
—¿Y nunca me lo confiaste?
—Lo siento mucho, Lije —dijo con voz temblorosa.
—Necesito saber algo acerca de las asambleas. ¿En dónde se
celebran?
—Precisamente aquí, en las autovías. Por eso no quería que me
trajeran. Te aseguro que resulta un sitio de reunión ideal. Nos juntábamos...
—¿Cuántos?
—No estoy segura. Como sesenta o setenta: No se trata más que de
una sucursal local. Nos sentábamos en sillas plegables y alguien nos dirigía la
palabra, por lo común respecto a lo maravillosa que era la vida en épocas
anteriores, y a cómo algún día nos libraríamos de los monstruos, los robots, y
también de los espacianos. Los discursos nos producían un efecto de monotonía.
Siempre eran los mismos. Nos limitábamos a soportarlos. En realidad, lo que
disfrutábamos era el regocijo de reunirnos y de considerarnos importantes. Nos
comprometíamos con fuertes juramentos e imaginábamos signos secretos para
saludarnos y reconocernos frente a extraños.
—¿Nunca os interrumpieron? ¿No pasaban patrulleros?
—No, nunca.
—¿No resulta eso inusitado, Elijah? —interrumpió R. Daneel.
—Tal vez no —replicó Baley meditabundo—. Existen pasadizos
laterales que nunca se usan, aunque es difícil distinguir unos de otros. ¿Eso
era todo cuanto se hacía en las asambleas, discursitos y jugueteos de pseudoconspiradores?
—Sí, poco más o menos.
—Así pues —interpuso Baley casi con brutalidad—, ¿qué diablos te
preocupa ahora? ¿Por qué te ha invadido tal pánico?
—Pensé que te dañarían a ti, Lije. Ya te lo he explicado.
—No, no me lo has explicado. Todavía no. Me has embaucado con un
inocentón grupito al que pertenecías. ¿No llevaron nunca a cabo demostraciones
hostiles en público? ¿No destruyeron robots? ¿No iniciaron motines? ¿No
provocaron tumultos? ¿No mataron a nadie?
—¡Nunca! Lije, sabes que yo no haría esas cosas. Ni hubiera
continuado siendo un miembro de la asociación si las intentaban.
—Bueno, entonces, ¿por qué temes que se te envíe a la cárcel?
—Pues..., pues solían hablar acerca de que algún día iban a
ejercer presión definitiva sobre el Gobierno. Nos imaginábamos que
proseguiríamos organizándonos y, luego, organizaríamos paros y grandes huelgas.
Pensábamos que obligaríamos al Gobierno a deshacerse de todos los robots y
forzaríamos a los espacianos a que regresaran al sitio de donde vinieran. Yo suponía
que todo se reducía a simples baladronadas, hasta que llegó esta dificultad, me
refiero a lo tuyo y de Daneel. Después nos dijeron: «Ahora veremos acciones
decisivas», y «Vamos a hacer un escarmiento y a poner un límite a la invasión
de robots». Cuando se comentó allá en el Personal, me di cuenta que se trataba
de ti. Pero las demás no lo sabían. Inmediatamente... —La voz se le quebró.
—Vamos, Jessie —la calmó Baley—. No ha sido nada. Baladronadas y
comadreos. Como puedes ver, nada ha sucedido.
—Me encontraba atemorizada. Pensé que yo formaba parte de ello.
Podían ocurrir disturbios y matanzas. Tú estabas en peligro, y Bentley también.
Y en cierto modo todo sería por mi culpa, porque me hallaba metida en eso, y
merecía que se me enviara a la cárcel.
Baley le pasó el brazo por el hombro y, con los labios
apretados, se quedó mirando a R. Daneel, el cual mantenía gran tranquilidad.
—Dime, Jessie, ¿quién era el jefe, la cabeza del grupo?
—El líder era un hombre llamado Joseph Klemin; pero ni
significaba en realidad gran cosa. No lo vas a arrestar por lo que yo te he
dicho, ¿verdad, Lije?
Se la veía trastornada por su culpabilidad.
—No voy a aprehender a nadie..., todavía. ¿Cómo recibía Klemin
sus instrucciones, sus órdenes?
—Lo ignoro totalmente.
—¿No iba gente extraña a las reuniones, como por ejemplo
personajes de las Oficinas Generales?
—No con mucha frecuencia. Una o dos veces al año.
—¿No los puedes nombrar?
—No. Siempre los presentaban como «uno de los nuestros», o «un
amigo del barrio de Jackson» o de otra parte.
—Comprendo. Daneel, descríbenos las personas que nos han
perseguido. Veremos si Jessie logra reconocerlas.
R. Daneel recorrió la lista con exactitud clínica. Jessie
escuchaba con una expresión de desaliento a medida que las categorías de las medidas
físicas se alargaban, y meneaba la cabeza con negativas cuya seguridad
aumentaba.
—¡No tiene objeto! —exclamó de pronto—. ¿Cómo poder recordarlos?
No me acuerdo de su aspecto. No puedo... —Se detuvo y, al parecer, reconsideró
sus respuestas. Luego preguntó:
—¿Dices que tino de ellos trabaja en una fábrica de levadura?
—Francis Clousarr —repuso R. Daneel—. Es un empleado de una
compañía de levadura de Nueva York.
—Bueno, en una ocasión un hombre nos estaba dirigiendo un
discurso. Yo estaba sentada en la primera fila y no dejaba de recibir como un
aliento de levadura cruda. Lo recuerdo porque mi estómago no andaba bien ese
día, y el olorcillo me mareaba. Tuve que levantarme y cambiarme a la parte de
atrás. Tal vez se trate del individuo en cuestión. Después de todo, cuando se
trabaja con levadura todo el tiempo, el olor se pega hasta en las ropas. —Y
frunció la nariz.
—¿No te acuerdas de cómo era? —indagó Baley.
—No, en absoluto.
—Mira, Jessie, te voy a llevar a casa de tu madre. Bentley
permanecerá contigo, y ninguno de los dos debe abandonar esa sección. Haré que
vigilen los corredores con policía especial.
—Sí, pero, ¿y tú? —inquirió Jessie.
—Yo estaré a salvo. .
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé. Acaso por uno o dos días.
Las palabras le sonaban vacías de significado hasta a él mismo.
Baley y R. Daneel se hallaban de nuevo en las autovías, solos
ahora.
—Tengo la sospecha de que nos enfrentamos con una organización
edificada sobre dos niveles —enunció Baley—. Primero, un nivel sin programa
específico, destinado sólo a proporcionar apoyo de multitudes para un eventual
golpe. Segundo, un reducido grupo de elegidos con un delineado programa de
acción. Este grupo reducido es el que debemos de hallar.
—Todo esto es lógico si podemos aceptar lo que Jessie ha dicho
—repuso R. Daneel.
—Lo que nos contó Jessie lo podemos aceptar como la verdad más
exacta —sentenció Baley.
—Así me lo imagino yo también —convino R. Daneel—. No hay nada
en sus impulsos cerebrales que indiquen una inclinación patológica a la
mentira.
—Y no habrá necesidad ninguna de que mencionemos su nombre en
nuestros informes. ¿De acuerdo?
—Si así lo deseas... —murmuró R. Daneel con calma—; aunque
entonces nuestros informes no serán completos ni exactos.
—No vamos a dañar a nadie con esa omisión. Mencionarla sería
tanto como dejar su nombre en los registros policíacos, y la idea no me gusta.
—Por supuesto, siempre que abriguemos la certidumbre de que nada
más nos queda por indagar.
—Por lo que a Jessie se refiere, te lo garantizo.
—¿Pudieras entonces explicarme por qué la palabra Jezabel la
conduce a abandonar sus convicciones previas y a edificar una serie nueva? El
impulso es un tanto oscuro.
—Jezabel es un nombre raro. Perteneció en otra época a una mujer
de reputación pésima. Mi esposa tenía afecto especial a esa circunstancia. Le
daba una sensación simulada de maldad, compensándola por una vida de uniforme
virtud.
—¿Por qué una mujer respetuosa de la ley habría de sentir deseos
de impulsos malvados?
—Las mujeres son así —Baley estuvo a punto de sonreír—. De todos
modos, Daneel, yo cometí un error estúpido. En un momento de irritación le
demostré con insistencia que la Jezabel histórica no había sido particularmente
malvada, y que, por el contrario, si algo fue, podríamos llamarla buena esposa.
¡Cómo he lamentado eso desde que pasó!
»Destruí algo irreemplazable. Lo que vino después sólo fue su
modo de vengarse. Inició lo que sabía que yo no podía aprobar. Creo que no fue
un deseo consciente.
—¿Puede un deseo no ser consciente? ¿No representa eso una contradicción?
Baley desesperó de tratar de explicar a R. Daneel lo de la mente
inconsciente. En lugar de ello prosiguió:
—Te puedo asegurar que la Biblia ejerce gran influencia en el
pensamiento y en las emociones humanas.
—¿Qué es la Biblia?
—Es el libro sagrado de casi la mitad de la población de la
Tierra.
—No entiendo bien el significado del adjetivo.
—Digo que se le tiene en gran estima. Debidamente interpretadas,
algunas partes del libro contienen un código de conducta que muchos hombres
consideran la más apropiada para la felicidad definitiva de los humanos,
—Y ese código, ¿está incorporado dentro de las leyes?
—Me temo que no. El código no se presta a ser puesto en vigor
legalmente. Es preciso obedecerlo con espontaneidad, que cada individuo lo
practique por impulso propio de obrar así. En ese sentido resulta mucho más
elevado de lo que alcanza ninguna ley.
—¿Más elevado que la ley? ¿No es también una contradicción de
vocablos?
Entonces Baley sonrió, con tolerancia. Dijo a Daneel:
—¿Quieres que te cite algunas frases de la Biblia? ¿Tienes
curiosidad por escucharlas?
—Te lo ruego.
Baley dejó que el vehículo disminuyera la marcha hasta
detenerse. Durante algunos segundos estuvo sentado con los ojos entrecerrados,
recordando.—«Se fue Jesús al monte de los Olivos, pero de mañana volvió otra
vez al templo, y todo el pueblo venía a Él y, sentado, les enseñaba. Los
escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola
en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante
delito de adulterio. En la Ley nos ordena Moisés apedrear a éstas; tú, ¿qué
dices? Esto lo decía tentándole, para tener de qué acusarle. Jesús,
inclinándose, escribía con el dedo en tierra. Como ellos insistieran en
preguntarle, se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado,
arrójele la piedra el primero. E inclinándose de nuevo, escribía en tierra.
Ellos que lo oyeron, fueron saliéndose uno a uno, comenzando por los más
ancianos, y quedó Él solo y la mujer en medio. Incorporándose Jesús, le dijo:
Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Dijo ella: Nadie, Señor. Jesús
dijo: Ni yo te condeno tampoco; vete y no peques más.»
R. Daneel lo escuchaba atentamente.
—¿Qué es adulterio? —interrogó.
—Eso no tiene importancia. Era un crimen y, en aquella época, el
castigo aceptado consistía en la lapidación; es decir, arrojarle piedras a la
culpable hasta que la mataban.
—Y, ¿era culpable la mujer?
—Sí, lo era.
—Entonces, ¿por qué no la apedrearon?
—Ninguno de los acusadores se sintió capaz de hacerlo después
del juicio de Jesús. Esta narración muestra que hay algo superior a la
justicia, de la cual te han imbuido a ti. Existe un impulso humano que se llama
misericordia; un acto humano que se conoce como perdón.
—Socio Elijah, yo no estoy versado en esos términos.
—Ya lo sé —murmuró Baley—. ¡Ya lo sé!
Con un movimiento brusco, el coche—patrulla arrancó de nuevo.
Baley sentíase oprimido contra el respaldo del vehículo.
—¿Hacia dónde vamos? —indagó R. Daneel.
—Al barrio de la levadura —respondió Baley—, a exprimirle la
verdad a Francis Clousarr, a ese conspirador.
—¿Tienes algún método para lograrlo, Elijah?
—No, yo no, pero tú sí lo tienes, Daneel, uno muy sencillo.
Siguieron avanzando a toda velocidad.
15
Arresto de un conspirador
«Barrio de la levadura» no era el nombre oficial de ningún
sector de la ciudad de Nueva York. Lo que en lenguaje popular se conocía como
el barrio de la levadura, para la Oficina de Correos no eran más que las zonas
comprendidas entre Newark, Nuevo Brunswick y Trenton. Tratábase de una faja muy
amplia de lo que otrora fue la medieval Nueva Jersey, moteada con sitios
residenciales, especialmente en Newark Central y Trenton Central; pero dedicada
con especialidad a granjas de muchísimos surcos en las que crecían y se multiplicaban
miles de variedades de levaduras.
Sin la levadura, seis mil de los ocho mil millones de seres
humanos que habitaban la Tierra se morirían de hambre en un año.
Baley estacionó el vehículo en un espacio para descarga de
mercancías. Enfilaron por un corredor a cuyos lados se extendían dos filas de
oficinas.
—¿Está aquí Francis Clousarr?
Un operario hizo una indicación con la cabeza, y Baley caminó en
la dirección señalada.
Un hombre se había levantado en el otro extremo de la nave y se
quitaba el delantal.
—Yo soy Francis Clousarr —manifestó el hombre.
Baley interrogó al robot con la mirada. Éste asintió.
—Muy bien —reanudó el detective—. ¿Dónde podemos hablar?
—Tendrá que ser mañana —repuso Clousarr—. Mi turno Ya ha
terminado.
—Debe ser ahora. Mañana será demasiado tarde —añadió Baley al
tiempo que le mostraba su tarjeta de policía.
—No conozco el sistema empleado en el departamento de policía;
pero aquí las horas de la comida son muy estrictas, sin márgenes.
—Haré que le traigan su comida aquí —arguyó Baley.
—Vaya, vaya —comentó Clousarr sin alegría—, exactamente lo mismo
que un aristócrata o un detective de la clase C. ¿Qué seguirá? ¿Algo mejor?
¿Baño privado?
—Guárdese sus bromas y limítese a contestar a las preguntas
—interrumpió Baley—. ¿Dónde podemos hablar?
—Usted puede hacerlo en el cuarto de balanzas. En cuanto a mí,
nada tengo que decir.
Baley gruñó, y luego volviéndose a Daneel, le indicó:
—¿Quieres ordenar que traigan algo de comida? Y espérame afuera.
—Se le quedó mirando hasta que salió, y después, dirigiéndose a
Clousarr, preguntó:
—¿Eres un químico?
—Soy un zimologista, si no le importa.
—¿Cuál es la diferencia?
—Un químico es un catador de sopas, un operador mugriento. Un
zimologista, en cambio, es un hombre que ayuda a que se conserven vivos miles
de millones de seres humanos. Yo soy un especialista en el cultivo de
levaduras.
—Muy bien, usted perdone —intentó ironizar Baley.
—Sí, señor, soy un zimologista —repitió Clousarr.
Baley retrocedió ante la arrogancia y el orgullo del otro
individuo. Le espetó de pronto:
—¿Dónde estaba usted anoche entre las dieciocho y las veinte
horas?
—Caminando —se encogió de hombros Clousarr—. Me agrada disfrutar
de un paseíto después de comer.
—¿Visitó a algún amigo? ¿Fue a un subetérico?
—No. Me limité a caminar.
Baley apretó los labios. La diversión es un subetérico
significaría una señal en la placa de raciones de Clousarr. La visita a algún
amigo hubiese incluido el nombre de un hombre o de una mujer, y un medio de
comprobación.
—Entonces, ¿nadie le vio?
—Quizás alguien me viese. No lo sé. No puedo saberlo.
—¿Y la noche anterior a ésa?
—Lo mismo.
—¿No tiene coartada para ninguna de las dos noches?
—Si hubiese cometido algún acto criminal, me habría preparado de
seguro una coartada, lista para suministrársela. Además, ¿para qué necesito yo
coartada?
Nada contestó Baley, y se puso a consultar su agenda.
—Estuvo en una ocasión ante un juez. ¿Provocando un motín?
—Muy bien, sí. Uno de esos robots pasó junto a mí empujándome.
Le eché una zancadilla. ¿Eso es incitar un motín?
—El tribunal así lo juzgó. Se le sentenció y se le multó.
—El caso quedó concluido. ¿Acaso desea multarme de nuevo?
—Anteanoche hubo una especie de tumulto en una zapatería del
Bronx. Se le vio a usted ahí.
—¿Quién me vio?
—Era su hora de comer aquí —aseguró Baley—. ¿Comió aquí como de
costumbre anteanoche?
Al principio Clousarr titubeó. Luego meneó la cabeza.
—Tenía malestar de estómago. El olor de la levadura le
descompone a uno. Ni siquiera los veteranos como yo pueden evitarlo.
—Anoche hubo un desorden en Williamsburg, y también le vieron
allí. Me figuro que usted es un hombre importante en una organización
medievalista no registrada.
—Tal vez sepa usted que estas figuraciones no son prueba alguna
—sonreía impertérrito Clousarr.
—Le voy a sacar la verdad ahora mismo —farfulló Baley.
R. Daneel entró con una bandeja de alimentos.
—Ponla enfrente del señor Clousarr, Daneel —ordenó Baley. Y
luego—: Señor Clousarr, deseo presentarle a Daneel Olivaw, mi socio.
Daneel extendió la mano diciendo:
—¿Cómo te va, Francis?
Clousarr no hizo movimiento alguno para estrechar la mano de
Daneel. Éste mantuvo su actitud, y Clousarr comenzó a ruborizarse.
—Se está poniendo grosero, señor Clousarr —murmuró Baley con
blandura—. ¿Es demasiado orgulloso para estrechar la mano a un detective?
—Si no le importa —repuso Clousarr—, tengo hambre.
—Daneel —reanudó Baley—, me parece que nuestro amigo está
ofendido por tu actitud fría. No estás enojado con él, ¿verdad?
—Desde luego que no, Elijah —afirmó R. Daneel.
—Para demostrárselo, pásale el brazo sobre el hombro.
—Tendré sumo gusto en hacerlo —contestó R. Daneel, y se
adelantó.
Clousarr hizo ademán de levantarse.
—¿Qué se proponen?
R. Daneel, sin inmutarse, le pasó el brazo.
Clousarr le dio un empellón, con impulso salvaje, echando para
un lado el brazo de R. Daneel.
—¡Maldito seas, no me toques!
Saltó para atrás, retirándose. La bandeja de alimentos cayó al
suelo con estrépito.
R. Daneel continuó su avance estólido hacia el zimologista que
retrocedía. Baley se apostó en la puerta.
—¡Quite eso! —gritó Clousarr.
—¡Vaya modales! —comentó Baley—. Sepa que ese hombre es mi
socio.
—¿Se refiere a ese maldito robot? —chilló Clousarr.
—Retírate, Daneel —ordenó Baley. Y luego, dirigiéndose a
Clousarr—: ¿Qué le hace pensar que Daneel sea un robot?
—¡Cualquiera lo puede ver!
—Lo dejaremos a juicio del juez. Mientras tanto, nos va a
explicar detalladamente cómo supo que Daneel es un robot, y también algunas
otras cosas. Daneel, comunícate con el comisionado y dile que por favor vaya a
su oficina. Hay un individuo al que debemos interrogar.
—Necesito un abogado —pidió Clousarr.
—Ya tendrá uno. Entretanto, dígame: ¿qué desean ustedes los
medievalistas?
—¡La vuelta a la tierra! —gruñó Clousarr.
—¿Y cómo va a alimentar la Tierra a ocho mil millones de almas?
—No importa el tiempo que requiera; pero conviene que salgamos
de estas bóvedas en que vivimos. ¡Al aire libre!
—¿Ha estado usted alguna vez al aire libre?
—No. Pero hay niños que nacen. Sáquenlos. ¡Déjenlos disfrutar
del aire, del espacio, del sol!
—En otras palabras, retrocediendo a un pasado imposible, a las
semillas, al huevo, a la matriz. ¿Por qué no seguir avanzando? En lugar de
disminuir la población de la Tierra, podemos exportarla. ¡Colonizar otros
planetas!
—¡Tonterías! —replicó Clousarr—. ¿Ponernos a colonizar mundos
desiertos cuando tenemos el propio al alcance de nuestras manos? ¿Quiénes
serían los tontos que lo intentasen?
—¡Muchos, y no serían tontos! Los robots nos ayudarían. —¡No!
—protestó Clousarr con fiereza—. ¡Robots no!
—¿Por qué no? Aunque yo tampoco simpatizo con ellos, no voy a
darme de puñaladas por un prejuicio. Si desea saber mi opinión, no se trata más
que de un complejo de inferioridad. Todos nosotros nos sentimos inferiores a
los espacianos, y lo resentimos. Hemos de sentirnos superiores para resarcirnos
de ello, y nos mata el pensamiento de que no nos consideramos superiores ni a
los robots. Nos parecen que son mejores .fue nosotros... ¡pero no lo son! ¡Y
ésa es la maldita ironía que nos carcome!
Baley sentía que la sangre le bullía mientras decía esto.
Clousarr había tratado de interrumpir varias veces, y no atinaba
a hacerlo en contra del furioso torrente de Baley. Ahora, cuando Baley se
detuvo, exhausto de todo sentimiento emocional, lo apostrofó con sarcasmo:
—Conque un polizonte hecho filósofo, ¿eh? ¡Vaya, vaya!
Entró R. Daneel y explicó:
—Tuve dificultades para comunicarme con el comisionado Enderby.
Todavía se hallaba en su oficina central.
—¿Todavía? —comentó Baley consultando su reloj.
—Hay cierta confusión en estos momentos. Han descubierto un
cadáver en el departamento.
—¿Qué? ¿Quién?
—El mensajero R. Sammy.
Baley se quedó boquiabierto. Contempló al robot, y entonces
estalló con voz colérica:
—¿Dices que un cadáver?
—Un robot con el cerebro completamente desactivado, si así lo
prefieres.
Clousarr soltó de pronto la carcajada. Baley desenfundó su
desintegrador y le amenazó:
—Nada de bromas, ¿entiendes?
Clousarr enmudeció.
—El comisionado Enderby se mostró evasivo —añadió R. Daneel—. Mi
impresión es que el comisionado cree que desactivaron a R. Sammy, es decir, lo
asesinaron.
16
Motivo
Baley se colocó tras el volante, y el coche patrulla empezó a
ganar velocidad. La fuerza del viento desordenaba su cabello y el de Clousarr;
sin embargo, el de R. Daneel permanecía liso y en su lugar. Éste se dirigió al
zimologista:
—Señor Clousarr, ¿teme a los robots por temor a que lo despidan
de su trabajo?
Baley no pudo volverse para mirar la expresión de Clousarr; mas
se hallaba seguro de que sería la imagen más dura y rígida del odio; de que
estaba sentado a un lado, lo más separado posible de R. Daneel.
—Pienso en el trabajo de mis hijos, y de los hijos de los demás
y de todos los que sigan.
—Pueden llevarse a cabo arreglos, ajustes —insinuó el robot—. Si
tus hijos, por ejemplo, aceptaran prácticas de adiestramiento para la
emigración...
—¿También tú? —vociferó Clousarr—. Este detective me estuvo
hablando y hostigando con la emigración. Él sí que tiene un magnífico
adiestramiento para robot. ¡Acaso hasta sea un robot!
—Una escuela de práctica para emigrantes implicaría seguridad,
garantizaría clasificación y una carrera prefijada —comentó R. Daneel con
tranquilidad.
—Yo no aceptaría nada de un robot ni de un espaciano. Ni de
ninguna de esas hienas que forman el Gobierno de la ciudad.
Eso fue todo. El silencio de la autovía les engulló, quedando
tan sólo el zumbido ahogado del motor del coche—patrulla y el roce silbante de
las ruedas sobre el pavimento.
—Parece que no vamos todavía a interrogar a Clousarr, ¿verdad?
—interpuso R. Daneel.
—Todo a su tiempo —replicó Baley—. Veamos primero este asunto de
R. Sammy.
—¡Lástima! Las cualidades cerebrales de Clousarr... —comenzó R.
Daneel— han cambiado de modo extraño. ¿Qué sucedió mientras yo estaba ausente?
—Lo único que hice fue sermonearle —repuso Baley, distraído—. Le
prediqué el evangelio según san Fastolfe.
—No entiendo.
Con desaliento, Baley suspiró, y continuó:
—Traté de explicarle que la Tierra podía echar mano de robots y
exportar el exceso de su población a otros planetas. Traté de lavar su cerebro
de esas tontas ideas medievalistas.
—Dime, ¿le hablaste de los robots?
—Le aseguré que los robots no eran más que simples máquinas. Que
así lo aseguraba el evangelio según san Gerrigel. Y existen muchísimos
evangelios, me parece.
—¿Acaso le dijiste que a un robot se le puede golpear sin que
devuelva el golpe?
—Con excepción de una pelota de boxeo, supongo. Sí, pero por qué
supones eso?
Baley se quedó viendo al robot con curiosidad.
—Porque se ajusta a los cambios cerebrales —explicó R. Daneel—,
y explica el golpe que me lanzó a la cara. Debe de haber estado pensando en lo
que tú le aseguraste, así que simultáneamente comprobó tus afirmaciones, dio
salida a sus sentimientos de agresividad y tuvo el placer de verme colocado en
lo que estimaba ser una posición de inferioridad. Para que se viera impulsado
así, y teniendo en cuenta las variaciones delta en su quintic... Sí, ahora
puedo formarme un conjunto congruente de todo.
El piso correspondiente a la Inspección General se aproximaba.
Baley vio al comisionado Enderby y lo escuchó por la puerta
acierta de su oficina. El salón general estaba vacío, como si lo hubiesen
barrido, y la voz de Enderby reverberaba a todo lo largo con una oquedad
inusitada. El semblante redondo aparecía desnudo y debilitado sin las gafas,
que sostenía en una mano, mientras se enjugaba la frente lisa con una
servilleta de papel.
Su mirada se posó en Baley, en el instante en que éste llegaba a
la puerta, y la voz se elevó resonando petulante:
—¡Baley! ¿En dónde diablos té has metido?
Baley pasó por alto la observación y se encogió de hombros:
—¿Qué sucede? —indagó—. ¿En dónde están los del turno de noche?
—Entonces se percató de la presencia de una segunda persona en la oficina del
comisionado. Exclamó con asombro—: ¡El doctor Gerrigel!
El roboticista de cabellera gris devolvió el saludo involuntario
con un leve y cortante movimiento de cabeza.
—Encantado de verle de nuevo, señor Baley.
El comisionado se ajustó sus gafas y contempló a Baley a través
de ellas.
—Todos los empleados están abajo, los someten a interrogatorios,
firman declaraciones, andan confusos. Yo intentaba dar contigo. Resultaba
extraño que te ausentaras de aquí.
—¿Que me ausentara yo? —gritó Baley exaltado.
—Que cualquiera anduviese fuera. Alguien en el departamento lo
hizo, y ello tendrá graves consecuencias. ¡Vaya trastorno!
Levantó las manos como imprecando al cielo, y, al hacer este
movimiento, su mirada se posó en R. Daneel.
El comisionado prosiguió en tono más moderado:
—También él tendrá que firmar una declaración. Hasta yo lo he de
hacer. ¡Yo!
—Mire, señor comisionado —interpuso Baley—, ¿qué le hace abrigar
la certeza de que lo de R. Sammy fue una destrucción deliberada?
—Pregúntaselo —replicó, señalando al doctor Gerrigel.
El solemne doctor Gerrigel sé aclaró el gaznate.
—No sé en verdad cómo proceder con esto, señor Baley. Su
expresión denota que le sorprende verme aquí.
—Sí, un poco.
—Bueno, pues no tenía verdaderamente prisa por volverme a
Washington. Además, me invadía una sensación creciente de que sería criminal de
mi parte irme de la ciudad sin haber analizado de nuevo su fascinante robot. Le
llamé aquí, pero nadie sabía dónde se le podía localizar. Solicité hablar con
el comisionado, y éste me rogó que viniese a la Inspección General y lo
esperara.
—Me imaginé que acaso fuera importante —interpuso el
comisionado—. Sabía que tú deseabas ver a este señor.
—¡Gracias! —asintió Baley.
—Estaba en un pequeño cuarto...
El comisionado interrumpió una vez más:
—Uno de los cuartos que sirven como almacén para los accesorios
fotográficos, Lije.
—Sí —confirmó el doctor Gerrigel—, se encontraba derrumbado.
Resultaba evidente que lo habían desactivado sin remedio. Se hallaba muerto,
por decirlo así. Tampoco me fue difícil determinar la causa de la desactivación.
—¿Cuál fue? —preguntó Baley.
—En el puño derecho del robot, apretado a medias —explicó el
doctor Gerrigel—, había un ovoide brillante, con una ventanilla de mica en un
extremo. El puño se encontraba en contacto con el cráneo, como si la última
acción del robot hubiese sido tocarse la cabeza. El objeto que sostenía era un
atomizador alfa. Supongo que saben lo que es, ¿verdad?
Baley movió la cabeza afirmando. No necesitaba ni diccionario ni
manual para que le informaran lo que era un atomizador alfa. Durante sus cursos
de física había manejado varios en su laboratorio: un casquillo de aleación de
plomo, con un hueco interior a lo largo en cuyo fondo había un fragmento de sal
de plutonio. Esa alma la recubría una tirita de mica, que resultaba transparente
a las partículas alfa. Por lo tanto, en esa dirección se diseminaban fuertes
radiaciones.
Un atomizador alfa se empleaba de muchas maneras; pero matar
robots no constituía una de ellas; no legal, por lo menos.
—¿Lo mantenía con el extremo de la mica apoyado en la cabeza, me
supongo? —interrogó Baley.
—Sí —replicó el doctor Gerrigel—, y los surcos de su cerebro
positrónico se descentraron. Muerte instantánea, para usar el tópico.
Baley se volvió al palidísimo comisionado.
—¿Ningún error posible? ¿Un atomizador alfa, en realidad?
El comisionado confirmó con la cabeza, alargando sus labios
carnosos y fruncidos.
—¡Seguro que sí! Los detectores lo podían precisar a diez pasos
de distancia. Las películas fotográficas del almacén se habían velado. ¡No cabe
la menor duda!
Pareció reflexionar acerca de esto por un segundo o dos, y
después exclamó con sequedad:
—Doctor Gerrigel, será necesario que permanezca usted en la
ciudad durante uno o dos días, hasta que podamos imprimir su testimonio en una
fonopelícula. Haré que le acompañen a una habitación. Supongo que no le
molestará quedar bajo el cuidado de un guardia, ¿eh?
—¿Lo considera usted necesario? —preguntó algo nervioso el
doctor Gerrigel.
—Me parece lo más adecuado.
El doctor Gerrigel, con apariencia de muy preocupado, les
estrechó la mano a todos los presentes, hasta al mismo R. Daneel, y salió.
El comisionado ahogó una especie de suspiro.
—Sólo puede ser uno de nosotros, Lije. ¡Y eso es lo más
preocupante! A ningún extraño se le ocurriría venir al departamento para
liquidar a un robot. Y tiene que ser alguien que pudiera apoderarse de un
atomizador alfa. Son muy difíciles de conseguir.
Entonces habló R. Daneel con su voz fría, cortante y mesurada,
contrastando con las palabras agitadas del comisionado. Dijo:
—Pero, ¿cuál es el motivo para este asesinato?
El comisionado le dirigió a R. Daneel una mirada de disgusto
clarísimo, y luego la apartó.
—También nosotros somos humanos. Lo mismo que otros, los
polizontes pueden también no simpatizar con los robots. R. Sammy no existe ya,
y acaso esto signifique un alivio para alguien. Solía causarte a ti un gran
malestar, Lije, ¿te acuerdas?
—Eso no llega apenas a motivo suficiente para un asesinato
—comentó R. Daneel.
—¡No! —convino Baley con mucha decisión.
—No es un asesinato —rectificó el comisionado—. Es un daño en
propiedad ajena. Procuremos conservar nuestros términos legales dentro de sus
proporciones justas. Sólo se trata de que se llevó a cabo dentro del recinto de
este departamento, y pudiera ser un escándalo de primera clase... ¿Cuándo viste
a R. Sammy por última vez, Lije?
—R. Daneel habló con R. Sammy después del almuerzo —repuso
Baley—. Fue alrededor de las trece treinta. Hicimos uso de su oficina,
comisionado.
—¿Mi oficina? ¿Para qué?
—Yo deseaba hablar con R. Daneel y discutir con él el caso del
modo más privado posible. Usted no estaba aquí, con lo que su oficina nos
resultó el sitio ideal.
—Comprendo. —El comisionado aparentó algo de duda; pero dejó el
asunto sin insistir—. ¿Tú no lo viste?
—No, pero escuché su voz como una hora después.
—¿Seguro que era él?
—Totalmente.
—¿Eso sería entonces a las catorce treinta?
—Quizás un poco antes.
El comisionado se mordió el labio carnoso, meditando.
—Pues eso nos revela que el mensajero Vincent Barrett estuvo hoy
aquí. ¿Sabías tú algo de eso?
—Sí, señor comisionado, pero él no haría nada semejante.
El comisionado le clavó la mirada.
—¿Por qué no? R. Sammy lo desplazó de su empleo. Puedo apreciar
cómo se siente. Debe de tener un complejo tremendo de injusticia. Deseará
obtener venganza. ¿No te pasaría a ti lo mismo? Pero en realidad es que salió
del edificio a las catorce horas y tú escuchaste a R. Sammy vivo a las catorce
treinta. Por supuesto, antes de irse pudo haber dado a R. Sammy el atomizador
alfa con instrucciones de no usarlo hasta después de una hora; pero, veamos,
¿dónde pudo él obtener un atomizador alfa? No soporta un examen lógico.
Regresemos a R. Sammy. Cuando le hablaste a las catorce treinta, ¿qué te dijo?
Baley titubeó por un instante perceptible, y después, con mucha
cautela, respondió:
—No me acuerdo. Salimos poco después.
—¿Adónde fueron?
—Al barrio de la levadura, como destino final. Y, a propósito,
deseo hablar de eso.
—Luego, ¡luego! —El comisionado se frotó la barbilla—. Jessie
estuvo hoy aquí. Tuvimos que comprobar todas las visitas del día y me encontré
con su nombre.
—Sí estuvo aquí —convino Baley con frialdad.
—¿A qué vino?
—Asuntos personales de familia.
—Será preciso que se le interrogue como mera formalidad.
—Entiendo perfectamente la rutina policíaca, comisionado. Y
tomándola en cuenta, ¿qué hay del atomizador alfa en sí? ¿Se ha podido indagar
su procedencia?
—Por supuesto. Vino de una de las plantas de energía.
—¿Cómo explican su pérdida?
—No la explican. Carecen de la menor idea. Pero mira, Lije,
excepto en lo relativo a declaraciones rutinarias, eso nada tiene que ver
contigo. Tú limítate a tu asunto. Sólo que..., bueno, ocúpate con empeño en la
investigación de Espaciópolis.
—¿Puedo atender a mis declaraciones rutinarias más tarde, comisionado?
—indagó Baley—. La verdad es que no he comido.
Los empañados ojos del comisionado Enderby se dirigieron de
lleno, en línea recta, a Baley.
—Desde luego que sí, anda a comer algo. Pero permanece dentro
del edificio del departamento, ¿quieres? Tu socio tiene razón, Lije. —Parecía
como si evitara dirigirse a R. Daneel o usar su nombre—. Lo que nos hace falta
es un motivo. ¡El motivo!
Baley se sintió de pronto petrificado.
Algo fuera de sí, algo completamente extraño a él se apoderó de
los acontecimientos de este día y del día anterior a éste y del todavía
anterior al anterior, y principió a jugar con ellos, mezclándolos. De nuevo
algunas piezas del acertijo empezaron a ajustarse; un dibujo definido comenzó a
formarse.
—Oiga, comisionado —interrogó—, ¿de qué planta de energía
provino el atomizador alfa?
—De la planta de Williamsburg. ¿Por qué?
—Por nada..., por nada...
Las últimas palabras que Baley escuchó murmurar al comisionado,
al tiempo que salía de la oficina con R. Daneel pisándole los talones, fueron:
—Motivo. El motivo.
Baley tomó un ligero piscolabis en el comedor del departamento,
pequeño y poco usado. Devoró el tomate relleno en ensalada de lechuga sin darse
cuenta en absoluto de su calidad, y por unos segundos después de haber
concluido de masticar el último bocado, el tenedor rebuscaba aún sin objeto
sobre la superficie lisa de su plato de cartón, para atrapar algo de lo que ya
no existía.
Percatóse de ello, y soltó el tenedor al tiempo que exclamaba:
—¡Daneel!
Éste se hallaba sentado junto a otra mesa, como si deseara dejar
en paz al evidentemente preocupado Baley, o como si la buscase para sí. Daneel
se levantó, dirigiéndose a la mesa de Baley, y se sentó junto a él.
—Sí, socio Elijah...
—Daneel —dijo sin mirarlo para nada—, necesito tu cooperación.
—¿En qué forma?
—Interrogarán a Jessie y me interrogarán a mí. Eso es seguro.
Déjame que conteste a las preguntas a mi modo. ¿Comprendes?
—Comprendo. Sin embargo si a mí me dirigen una pregunta directa,
¿cómo me será posible decir algo que no sea verdad?
—Si te lanzan una pregunta directa es otro asunto. Lo único que
te pido es que no suministres informes voluntarios. Eso sí que lo puedes hacer,
¿verdad?
—Me parece que sí, Elijah, siempre que no aparezca que estoy
perjudicando a un ser humano con guardar silencio.
—Tú me perjudicarás a mí si no lo guardas —masculló Baley
sombrío.
—No alcanzo a entender tu punto de vista, socio Elijah. Con
certeza el caso de R. Sammy no te puede afectar para nada.
—¿No? Todo se reduce a motivo, ¿eh? Tú has dudado del motivo. El
comisionado dudó también. Y lo mismo me sucede a mí. ¿Por qué habría alguien de
querer la muerte de R. Sammy? Fíjate que no se trata sólo de la pregunta
relativa a quién desea destruir robots en general. Prácticamente cualquier
terrícola buscaría hacer eso. La pregunta se reduce a: ¿quién desearía eliminar
a R. Sammy? Vincent Barrett es un sospechoso; pero el comisionado dijo que no
sería posible echarle mano a un atomizador alfa, y con razón. Tenemos que
buscar por otro lado, y sucede que precisamente otra persona también cuenta con
suficiente motivo. Salta a la vista. Nos lo grita a la cara. Huele a cien
metros de distancia.
—¿Quién es esa persona, Elijah?
—¡Yo mismo Daneel! —enfatizó Baley en voz muy baja.
La expresión del rostro de R. Daneel no cambió ante semejante
choque. Se limitó a menear la cabeza.
—¿No estás de acuerdo? —prosiguió Baley—. Mi esposa fue hoy a la
oficina. Eso lo saben ya. El comisionado hasta siente gran curiosidad. Si no
fuera yo un amigo personal suyo, no hubiese interrumpido su interrogatorio tan
pronto. Con toda seguridad ahora investigarán la razón de la visita. Formaba
parte de una conspiración, y un policía no puede permitirse el lujo de que su
esposa se encuentre mezclada en cosas de esa naturaleza. En mi propio interés,
debo hacer que se eche tierra sobre el asunto.
»Aunque, ¿quién estaba enterado de ello? Tú y yo, por supuesto,
y Jessie..., y R. Sammy. Él la vio en un estado próximo al pánico. Cuando le
manifestó que habíamos dado órdenes que no se nos molestara, con seguridad que
perdió el dominio de sí. Tú viste el aspecto que presentaba cuando entró en la
oficina.
—No creo probable que le haya dicho nada incriminatorio —comentó
R. Daneel con tranquilidad.
—Tal vez no; pero estoy tratando de reconstruir el caso del
mismo modo que ellos lo harán. Sugerirán que sí lo dijo, y he ahí el motivo. Lo
maté para que guardara silencio.
—No se imaginarán eso.
—Sí lo pensarán. El asesinato fue ideado de modo intencional con
objeto de que las sospechas recaigan en mí. ¿Por qué usar un atomizador alfa?
Fue un medio muy arriesgado. Son muy difíciles de obtener y se le puede seguir
el rastro, descubriendo su procedencia. Me figuro que se usó exactamente por
esas razones. El asesino hasta le ordenó a R. Sammy que fuera al almacén de
accesorios fotográficos y que se matara allí. Me parece evidente que el motivo
de ello se concretó a no permitir equivocación posible respecto a la manera en
que se consumó el asesinato. Aun en el supuesto de que no reconociera el
atomizador alfa, alguien por fuerza habría de observar, en cortísimo lapso, que
las películas fotográficas se hallaban veladas.
—Pero, ¿cómo se puede relacionar algo contigo, Elijah?
Baley esbozó una sonrisita irónica, con el semblante desprovisto
de todo buen humor.
—El atomizador alfa se sustrajo de la planta de energía de
Williamsburg. Tú y yo pasamos ayer por la planta de energía eléctrica de
Williamsburg. Fuimos vistos ahí, y el hecho se descubrirá. Eso me suministra a
mí la oportunidad de apoderarme del arma, además de tener motivo para el
crimen. Y puede acontecer que tú y yo hayamos sido los últimos en ver o
escuchar a R. Sammy con vida; excepto, naturalmente, el asesino.
—Yo estuve contigo en la planta y puedo atestiguar que no
tuviste oportunidad de robar un atomizador alfa.
—Gracias —comentó Baley con tristeza—; pero eres un robot, y tu
testimonio no es válido.
—El comisionado es tu amigo: me escuchará.
—El comisionado tiene que conservar su puesto, y además ahora se
encuentra poco tranquilo por lo que a mí respecta. Sólo hay una probabilidad de
que me salve de esta comprometida situación.
—Dime.
—No dejo de preguntarme: ¿por qué se me toma de chivo
expiatorio? Sin duda, para desembarazarse de mí. Pero, ¿por qué? Es evidente
que resulto peligroso para alguien. Estoy haciendo cuanto puedo para
convertirme en peligroso a quienquiera que haya matado al doctor Sarton, en
Espaciópolis. Las probabilidades son de que si hallo al asesino del doctor
Sarton, encuentre también al hombre o a los hombres que tratan de
desembarazarse de mí. Si descubro la solución del crimen, si puedo resolver el
problema, estaré a salvo. Y también Jessie. No podría permitir que le pasara...
Pero no dispongo de mucho tiempo. —Convertía la mano en puño y volvía a
extender los dedos con movimientos espasmódicos—. No, seguro que no, no cuento
con tiempo suficiente.
Baley contempló el semblante cincelado de R. Daneel con una
fulgurante y repentina esperanza. Fuera lo que fuese esta criatura, por lo
menos era fuerte y fiel, impulsada por un instinto que nada tenía de egoísta.
¿Qué más podía pedírsele a un amigo? Baley necesitaba un amigo, y no estaba
para ponerse a cavilar sobre el hecho de que una palanca reemplazara a un vaso
sanguíneo en este que se le ofrecía.
Sólo que R. Daneel movía la cabeza.
—Lo siento mucho, Elijah —murmuraba el robot, aunque no hubiese
la menor huella de sentimiento en su rostro, por supuesto—; pero no pude prever
nada de esto. Quizá mis actos redundaron en perjuicio tuyo. Lamento mucho si el
bienestar general lo exige.
—¿Qué bienestar general? —tartamudeó Baley.
—Me puse en comunicación con el doctor Fastolfe.
—¿Cuándo?
—Mientras comías.
Los labios de Baley se comprimieron hasta formar una línea.
—Bueno —logró por fin balbucear—, ¿qué sucedió?
—Será preciso que te vindiques de la sospecha de asesinato de R.
Sammy por otros medios que no sean la investigación del asesinato de mi
diseñador, el doctor Sarton. Como resultado de mis informes, nuestras gentes de
Espaciópolis han decidido dar por terminada esa investigación y abandonar Espaciópolis
y la Tierra.
17
Conclusión de un proyecto
Baley consultó su reloj con el mayor desgaire que piado
aparentar. Eran las veintiuna cuarenta y cinco horas. Dentro de dos horas y
cuarto sería medianoche. Se había despertado antes de las seis, y se hallaba
sujeto a una tensión nerviosa terrible desde hacía dos días y medio. Todo se le
presentaba con una vaga sensación de irrealidad.
—¿Y eso a qué se debe, Daneel? —interrogó.
—¿No comprendes? —se asombró R. Daneel—. ¿No te parece evidente?
—No, no comprendo. No resulta evidente —afirmó Baley con una
gran dosis de paciencia.
—Estamos aquí —explicó el robot—, y por ese plural busco
designar a nuestras gentes de Espaciópolis, con objeto de romper la armadura
que rodea a la Tierra, y forzar a sus habitantes a que intenten nuevas
expansiones y colonizaciones.
—Eso ya lo sé. ¡Por favor, no insistas en ese punto!
—Debo hacerlo. Resulta indispensable. Comprenderás que si
estuviésemos ansiosos de imponer un castigo por el asesinato del doctor Sarton,
al hacerlo no buscaríamos ninguna esperanza de devolverle la vida al doctor
Sarton; sabemos que al fracasar en nuestro intento obtenemos un fortalecimiento
de la posición de nuestros propios políticos planetarios que se oponen a la
existencia de Espaciópolis.
—Y ahora —interpuso Baley, con violencia repentina—, me avisas
que te dispones a largarte para tu casa por voluntad propia, por propia
iniciativa. ¿Por qué? La respuesta al caso Sarton está muy próxima. Tiene que
hallarse al alcance de la mano, o de lo contrario no intentarían desembarazarse
de mí con tanto empeño. Abrigo la sensación de que poseo todos los hechos
necesarios para descubrir la respuesta.
Baley aspiró con fuerte estremecimiento, y se sintió
avergonzado. Estaba dando un triste espectáculo, un cobarde espectáculo de sí
mismo ante una máquina fría e impasible que sólo atinaba a contemplarlo con
fijeza y en silencio. Entonces imprecó con fiereza:
—¡Bueno, no tomes en cuenta esto! Así pues, ¿cuándo van a
retirarse los espacianos?
—Nuestros proyectos están terminados —repuso el robot—. Nos
hallamos convencidos de que la Tierra colonizará.
—Entonces, ¿te has vuelto optimista?
—Sí. Durante mucho tiempo los espacianos hemos tratado de
cambiar la Tierra mediante su economía. Pretendimos introducir nuestra propia
cultura C/Fe. Sus gobiernos planetarios y municipales cooperaron con nosotros
porque resultaba fácil y cómodo. A pesar de ello, en veinticinco años hemos
fracasado. Cuanto mayor empeño ponemos, mayor es la oposición y crece el
partido de los medievalistas.
—Todo eso lo sé —convino Baley. Y pensó: «Es inútil. Tiene que
explicármelo en sus propias palabras, como un disco».
El robot reanudó su discurso.
—El doctor Sarton fue el primero en sugerir la teoría de que
cambiáramos nuestras tácticas. En primer lugar buscamos un grupo de terrícolas
afín a nuestros deseos, o al que se le pudiera persuadir en ese sentido. Si se
le estimulaba y se le ayudaba, podríamos convertir el movimiento en nativo, en
lugar de que fuese extranjero. La dificultad estribaba en hallar el elemento
nativo mejor dispuesto para nuestro objeto. Tú, tú mismo, Elijah, te
convertiste en un experimento interesante.
—¿Yo? ¡Yo! ¿Qué quieres decir? —gritó Baley.
—Nos satisfizo que tu comisionado te recomendara. Tomando en
cuenta tu perfil psíquico, juzgamos que serías un modelo útil. El análisis de
tu cerebro vino a confirmar nuestro juicio, análisis que llevé a cabo en ti
desde el momento en que nos encontramos. Eres un hombre práctico, Elijah. No te
pones a soñar románticamente sobre los tiempos pasados de la Tierra, a pesar de
tu saludable interés en ellos. Y tampoco te declaras partidario obcecado de la
cultura de la ciudad que hoy día presenta la Tierra. Nos percatamos de que
gentes como tú mismo eran las que una vez más podían encabezar a los terrícolas
en su ascensión a las estrellas. Era una razón por la que el doctor Fastolfe
tenía verdadero ahínco en verte ayer por i la mañana.
»Tu naturaleza práctica se impuso con intensidad embarazosa. Te
negaste a comprender que el servicio fanático de un
ideal, hasta de un ideal equivocado, podía obligar a un hombre a
llevar a cabo actos más allá de su capacidad ordinaria como, por ejemplo,
cruzar a campo traviesa, por la noche, para ir a destruir a alguien que
consideraba como enemigo de su causa. Por lo tanto, no nos causó demasiado
asombro que fueras tan cerrado de cabeza y tan suficientemente audaz para
intentar demostrar que el asesinato era un fraude. Y hasta cierto punto, nos
demostraste que eras el hombre indicado, el que necesitábamos para nuestro experimento.
—¿Qué experimento? —interrumpió Baley dando un fuerte puñetazo
sobre la mesa.
—El experimento de llegar a persuadirte que la colonización era
la única respuesta a los problemas de la Tierra.
—Pues confieso que me persuadieron.
—Sí, bajo la influencia de una droga apropiada.
—¿Qué había en la aguja hipodérmica? —preguntó, atragantándose.
—Nada que pueda alarmarte, Elijah. Una droga muy débil, sólo
para lograr que tu mente se hiciera más accesible.
—Y que creyera cuanto se me dijese, ¿verdad?
—No precisamente. Tú no creerías nada que fuese extraño al
patrón básico de tu pensamiento. En realidad, los resultados del experimento
fueron desconsoladores. El doctor Fastolfe había esperado que te convirtieras
en fanático de ese asunto, y con la mente fija en un solo surco, por decirlo
así. En lugar de ello, apenas te mostraste más bien como aprobando a distancia.
Tu naturaleza práctica se interpuso en el trayecto de algo más entusiasta. Eso
nos hizo comprender que nuestra única esperanza eran, después de todo, los
románticos; y los románticos, desdichadamente, son todos los medievalistas de
hecho, activos o potenciales.
Baley se sintió orgulloso de sí mismo y contento de su
empecinamiento. Feliz por haberlos desilusionado. ¡Que experimenten con otro!
—¿Así que han desistido de su proyecto y regresas a tus
dominios? —preguntó con una sonrisita rabiosa.
—No se trata de eso. Dije que confiábamos en que la Tierra
podría colonizar. Fuiste tú quien me proporcionó la respuesta.
—¿Yo?
—Le hablaste a Francis Clousarr de las ventajas de la
colonización. Le hablaste con empeño y con ahínco. Por lo menos nuestro
experimento en ti obtuvo ese resultado. Y las propiedades cerebroanalíticas de
Clousarr cambiaron. Sutilmente, pero cambiaron.
—¿Me insinúas que le convencí de que yo tenía razón?
—No, la convicción no llega con esa facilidad. Pero los cambios
cerebroanalíticos demostraron que la mente medievalista se halla abierta a esa
clase de convicción.
R. Daneel hizo una pausa. Luego prosiguió:
—Lo que designamos con el nombre de medievalismo demuestra una
tendencia imperiosa por las colonizaciones. Tengo la certeza de que tal impulso
se vuelve hacia la Tierra misma, que está más cercana y cuenta con el
antecedente de un gran pasado. Pero la visión de allende los mundos es algo
semejante, y los románticos pueden volver a ello con facilidad, del mismo modo
que Clousarr sintió la atracción como resultado de una sola conversación
contigo.
»Así que, como ves, nosotros los espacianos hemos obtenido éxito
sin saberlo. Nosotros mismos, más que cualquier otra cosa que tratásemos de
introducir, éramos el factor desasosegante. Nosotros cristalizamos los impulsos
románticos en la Tierra hacia el medievalismo, y provocamos una organización de
ellos. Después de todo, son los medievalistas quienes desean romper las
ligaduras de la costumbre, no los funcionarios de la ciudad, los cuales
obtienen la mayor ganancia si conservan el status quo. Si ahora abandonamos
Espaciópolis, si no irritamos a los medievalistas con nuestra presencia
continuada hasta que los obligamos a concretarse a la Tierra, y sólo a la
Tierra, sin redención alguna posible; si dejamos tras nosotros a individuos
oscuros o robots como yo que junto a los terrícolas como tú puedan establecer
escuelas de adiestramiento pare los emigrantes, a la postre los medievalistas
se despegarán de la Tierra. Entonces necesitarán robots, y ni los obtendrán de
nosotros ni construirán los suyos propios. Se verán obligados a fomentar una
cultura C/Fe a su medida. Te digo todo esto para explicarte por qué es
necesario que haga algo que puede perjudicarte.
—Un momento —exigió Baley—. Tú vas a regresar a tus mundos y a
informar que un terrícola mató a un espaciano y quedó impune. Los Mundos
Exteriores exigirán una indemnización a la Tierra; te prevengo que la Tierra ya
no está dispuesta a permitir tales exacciones. Se producirán graves trastornos.
—Estoy seguro de que no sucederá así, Elijah. Los elementos de
nuestros planetas con mayor interés en exigir y fomentar el pago de una
indemnización serían también los más interesados en poner un término a
Espaciópolis. Podemos ofrecer lo último como señuelo para que se abandone la
idea de lo primero. De todos modos, precisamente eso es lo que pensábamos
hacer.
—¿Y dónde me coloca a mí esa alternativa? Si Espaciópolis lo
desea, el comisionado desistirá inmediatamente de la investigación de Sarton;
pero el enredo de R. Sammy tendrá que continuar, ya que indica corrupción
dentro del departamento. De un momento a otro me anonadará con una montaña de
pruebas en mi contra. Lo sé. Lo arreglaron de antemano. Se me desclasificará,
Daneel. Está Jessie, a la que mancharán como a una vulgar criminal. Tengo a mi
hijo Bentley...
—Comprendo tu posición. Sin embargo, los males menores deben de
ser tolerados. El doctor Sarton tiene una esposa que le sobrevive, dos hijos,
padres, una hermana, muchos amigos. Todos se conduelen de su muerte, y se
apesadumbrarán más con el pensamiento de que su asesino no se ha encontrado ni
recibirá el castigo merecido.
—Entonces, ¿por qué no permanecer aquí y hallarlo?
—Porque ya no es necesario.
—¿Por qué no confesar que toda esta investigación no fue más que
una excusa para estudiarnos en condiciones apropiadas? —reprochó Baley con
amargura—. Nunca les importó un ardite saber quién asesinó al doctor Sarton.
—Sí nos hubiera gustado saberlo —repuso R. Daneel con frialdad—;
pero nunca nos engañamos respecto a lo que fuera más importante, si un
individuo o la humanidad. El continuar con esta investigación, en estos
momentos, significaría perturbar una situación que ahora se nos presenta muy
favorable.
—¿Insinúas que el asesino pudiera ser un medievalista
prominente, y hoy por hoy los espacianos no desean provocar el antagonismo de
sus nuevos amigos?
—Yo no diría eso; sin embargo, hay verdad en tus palabras.
—¿En dónde está tu circuito de la justicia, Daneel? ¿Te parece
eso justicia?
—Existen grados de justicia, Elijah. Cuando la menos importante
es incompatible con la mayor, la primera debe ceder el paso.
Era como si la mente de Baley estuviese dando vueltas alrededor
de la lógica inexpugnable del cerebro positrónico de R. Daneel, buscando una
fisura.
—¿No tienes la menor curiosidad personal, Daneel? —intentó
Baley—. Te haces llamar un detective. ¿Sabes lo que eso implica? Una
investigación es más que una simple tarea, es un reto. Tu mente se halla en
lucha con la del criminal. Es un desafío de inteligencias. ¿Puedes abandonar el
combate y declararte vencido?
—Si no hay una meta definida, desde luego que sí.
—¿No te sentirías como perdido, sin atractivo de ninguna clase?
¿No te acometería una cierta insatisfacción, algo así como una curiosidad
frustrada?
Las esperanzas de Baley se debilitaron. La palabra «curiosidad»
le trajo a la memoria sus propias observaciones a Francis Clousarr. Había
sabido muy bien entonces las cualidades que señalaban distintamente a un hombre
de una máquina. La curiosidad «tenía» que ser una de ellas. Un gatito de seis
semanas se sentía curioso; pero, ¿cómo podía haber una máquina curiosa, por más
humanoide que apareciese?
R. Daneel convirtió en eco estos pensamientos al decir:
—¿Qué tratas de expresar con la palabra curiosidad?
—La curiosidad es el nombre que le aplicamos a un deseo de
aumentar nuestros propios conocimientos.
—Ese deseo existe en mí siempre que tal conocimiento resulte
necesario para el cumplimiento de la tarea asignada.
—Sí —comentó Baley con sarcasmo—, como cuando te dedicas a
preguntar respecto a las lentes de contacto de Bentley, con objeto de aprender
más de las costumbres peculiares de la Tierra.
—Precisamente —asintió R. Daneel, sin dar muestras de que
percibía el sarcasmo—. Sin embargo, la extensión del conocimiento sin objeto
determinado, que me figuro es lo que realmente significa el término curiosidad,
se limita a ser ineficaz. A mí se me diseñó con precisión para evitar lo
ineficaz.
De esa manera fue como la «frase» que había estado esperando le
llegó a Elijah Baley con transparencia luminosa.
Imposible que todo brotara completo y maduro en su mente. Las
cosas no sucedían así. En alguna parte de su inconsciencia había edificado un
caso con mucho cuidado y gran detalle, quedando inconcluso debido a una
inconsistencia que entraba en lo más profundo de su mente.
Pero la frase surgió; la inconsistencia desapareció; la solución
del caso ya era suya.
El resplandor de la luz mental pareció estimular a Baley de modo
muy poderoso. Por lo menos, supo de pronto cuál habría de ser la debilidad de
R. Daneel, la debilidad de cualquier máquina pensadora. «Esta cosa debe de
tener una mente literal», pensó.
—Entonces —reanudó—, el proyecto Espaciópolis termina hoy y la
investigación Sarton se interrumpe. ¿Es eso?
—Sí, tal es la decisión de nuestras gentes de Espaciópolis
—concedió R. Daneel con toda calma.
—Pero el día de hoy no ha terminado. —Baley consultó su reloj.
Eran las veintidós treinta—. Falta una hora y media para la medianoche.
R. Daneel no replicó. Parecía reflexionar.
—Hasta la medianoche, pues, el proyecto continúa —insistió
Baley—. Tú eres mi socio y la investigación prosigue. Así pues, pongámonos a
trabajar y adviérteme si me paso. Una hora y media es todo lo que necesito.
—Lo que me dices es la verdad —asintió R. Daneel—. El día de hoy
no ha concluido. No había reparado en ello, socio Elijah.
Ahora volvió a ser «socio» Elijah. Sonrióse con ello y preguntó:
—¿No mencionó el doctor Fastolfe una película de la escena del
asesinato cuando estuve en Espaciópolis?
—En efecto. La mencionó —repuso R. Daneel.
—¿Podrías obtener una copia de la película? —instó Baley.
—Sí, socio Elijah.
—Me refiero ahora. Inmediatamente.
—En diez minutos, si puedo usar el transmisor del departamento.
La diligencia requirió menos tiempo del previsto. Baley
contemplaba con fijeza el pequeño rollo de aluminio. Dentro de él, las fuerzas
sutiles transmitidas desde Espaciópolis había impreso con fuerza cierto dechado
atómico.
En este momento entró el comisionado Julius Enderby. Miró a
Baley, y cierta ansiedad cruzó su semblante. Amonestó con incertidumbre:
—Oye, Lije, veo que tardas mucho en comer...
—También me encontraba sumamente fatigado, comisionado. Lamento
mucho si...
—Será mejor que vengas conmigo a mi oficina.
Baley desvió la mirada en dirección a R. Daneel, mas no halló en
su semblante la respuesta alentadora que aguardaba. Entonces los tres salieron
del comedor.
Desasosegado, Julius Enderby recorría su oficina de un lado a
otro. Baley lo observaba, intranquilo también. De vez en cuando consultaba su
reloj.
Eran las veintidós cuarenta y cinco.
El comisionado se subió las gafas hasta la frente y se frotó los
ojos con el pulgar y el índice. Dejó manchas rojizas en la carne en torno de
ellos, y luego devolvió el adminículo a su lugar, parpadeándole a Baley tras
ellos.
—Lije —exclamó de pronto—, ¿cuándo estuviste por última pez en
Williamsburg, en la planta de energía?
—Ayer —repuso Baley—, después de salir de la oficina. Serían
alrededor de las dieciocho horas.
—¿Por qué no me lo habías informado?
—Lo iba a hacer. No he presentado ningún informe oficial
todavía.
—¿Qué andabas haciendo por allá?
—Iba de camino a nuestro alojamiento provisional.
El comisionado se detuvo frente a Baley y le increpó con cierta
malicia:
—Tu respuesta no es satisfactoria, Lije. Nadie cruza una planta
de energía eléctrica únicamente para dirigirse a otro sitio.
Baley se encogió de hombros. Nada lograría con relatar la historia
de los perseguidores medievalistas. En vez de ello, expuso:
—Si pretende insinuar que tuve ocasión de apoderarme del
atomizador alfa con el que se desactivó R. Sammy, me permito recordarle que
Daneel estaba conmigo y que puede atestiguar que crucé toda la planta sin
detenerme, y que no . llevaba ningún atomizador alfa al salir de allí.
El comisionado se sentó.
—Lije, no sé qué decir ni qué pensar. Y de nada sirve que tengas
a tu..., a tu socio como testigo de coartada. No puede testimoniar —comentó.
—Sigo negando que me haya apoderado de un atomizador alfa.
Los dedos del comisionado se entretejían temblorosos.
—Lije —interrogó—, ¿por qué vino Jessie a verte aquí hoy por la
tarde?
—Ya me lo preguntó usted antes, comisionado. Daré la misma
respuesta. Asuntos de familia.
—Tengo informes de Francis Clousarr, Lije.
—¿Qué clase de informes?
—Me informa de que una tal Jezabel Baley es miembro de una
sociedad medievalista dedicada a ciertas actividades que tienen por objeto
derrocar al Gobierno.
—¿Está usted seguro de que se refiere a la misma persona? Hay
muchos de apellido Baley.
—No hay muchas Jezabel Baley.
—Usó su nombre de pila, ¿eh?
—Dijo Jezabel. Lo oí bien, Lije. Y no te estoy dando un dato de
segunda mano.
—Muy bien. Jessie era miembro de una organización inofensiva,
bordeando lo lunático. Nunca hizo nada más que concurrir a asambleas y sentirse
un poco culpable por ello.
—No le parecerá así a una junta de revisión, Lije.
—¿Está sugiriendo que se me va a suspender y a arrestar bajo
sospecha de destruir propiedad gubernativa en la forma del robot Sammy?
—Confío en que no se llegue hasta ahí, Lije; pero esto se
presenta muy serio. Todo el mundo sabe que a ti no te caía bien R. Sammy. A tu
esposa se la vio hablando con él esta tarde. Estaba llorando y algunas de sus
palabras se escucharon. Resultaban inofensivas por sí mismas; pero dos y dos
pueden dar como resultado cuatro, Lije. Tú pudiste imaginarte que era peligroso
dejarle hablar. Y tú tuviste oportunidad de obtener el arma.
—Si yo estuviese tratando de borrar todas las pruebas en contra
de Jessie —interrumpió Baley—, ¿hubiera arrestado a Francis Clousarr? Al
parecer, él sabe muchísimo más acerca de ella que cuanto pudo saber R. Sammy.
¡Y otra cosa! Yo pasé por la planta de energía dieciocho horas antes de que R.
Sammy hablara con Jessie. ¿Sabía yo entonces que me sería necesario destruirlo,
y entonces, por pura clarividencia, apoderarme de un atomizador alfa?
—Esos son puntos buenos —convino el comisionado—, y haré lo que
pueda por ayudarte. No sabes cuánto lo siento, Lije.
—¿Sí? ¿Realmente cree que yo no lo hice, comisionado?
—No sé qué pensar, Lije —replicó Enderby con lentitud.
—Entonces yo le diré lo que debe de pensar: que ésta es una
trama pérfida y hábil para comprometerme.
—Aguarda un momento, Lije —comentó el comisionado
encabritándose—; no des golpes de ciego. Con esa línea de defensa no obtendrás
ninguna simpatía de nadie. Ha sido usada muchas veces, demasiadas, por tipos de
baja estofa.
—No ando buscando simpatía. Estoy diciendo la verdad. Se trata
de eliminarme para impedirme que descubra los hechos relativos al asesinato de
Sarton. Desdichadamente para el autor de toda esta trama, ya es demasiado tarde
para esos remedios.
—¿Qué?
Baley consultó su reloj. Eran las veintitrés horas.
—Sé quién me está traicionando —agregó—, y sé quién asesinó al
doctor Sarton y cómo lo asesinaron. Sólo cuento con una hora para decírselo a
usted, para atrapar al autor y para terminar la investigación.
18
Fin de una investigación
El comisionado miró con inquietud a Baley.
—¿Qué pretendes? Algo semejante a esto intentaste en el domo de
Fastolfe. ¡No lo, repitas!
—Me equivoqué la primera vez —acotó Baley.
Pensó con rabia: «También a la segunda; pero no ahora, no en
esta ocasión, no...»
El pensamiento se le escurrió, farfullando como un
microacumulador bajo un neutralizador positrónico.
—Juzgue por usted mismo, comisionado —insistió—. Concédame que
las pruebas en mi contra hayan sido inventadas, forjadas. Acompáñeme por ese
camino, y vea hasta dónde lo lleva. Pregúntese quién pudo forjar las pruebas.
Es evidente que sólo pudo ser alguien que sabía de mi paso por la planta de
Williamsburg ayer por la tarde.
—Muy bien, y ¿quién pudo ser?
—Un grupo de medievalistas me estuvo siguiendo desde la cocina
—informó Baley—. Me desembaracé de ellos, o al menos así lo creí; pero, sin
duda, alguno de ellos me vio pasar por la planta. Mi único objeto al entrar en
ella fue tratar de despistarlos.
El comisionado permaneció pensativo.
—¿Estaba Clousarr con ellos?
Baley respondió que sí con la cabeza. Enderby prosiguió:
—Entonces lo interrogaremos. Si tiene algo que ocultar, ya se lo
sacaremos. ¿Qué más puedo hacer, Lije?
—Aguarde un momento. ¿No ve en qué consiste mi punto de vista?
—Veamos. —El comisionado se frotó las manos—. Clousarr te vio
penetrar en la planta de energía de Williamsburg, o bien otro le informó a él,
que decidió utilizar el hecho para buscarte tropiezos y hacer que te eliminemos
de la investigación. ¿No es eso lo que pretendes decirme?
—Bastante aproximado.
—Bien. —El comisionado pareció entusiasmarse con su empeño—.
Naturalmente, él sabía que tu esposa era miembro de su organización, con lo que
consideraba que no te enfrentarías con una investigación minuciosa de tu vida
privada. Se imaginó que renunciarías antes que luchar en contra de testimonios
circunstanciales. Y, a propósito, Lije, ¿qué opinas de renunciar si las cosas
se ponen mal? De ese modo lo haríamos todo ala chita callando...
—Ni en un millón de años, comisionado.
—Bueno —se encogió de hombros Enderby—, ¿en dónde estaba yo? Ah,
sí, entonces consiguió un atomizador alfa, presumiblemente por medio de un
cómplice en la planta, y ordenó a otro cómplice que arreglara la destrucción de
R. Sammy. —Tamborileó con los dedos sobre el escritorio—. No, eso no cuaja, Lije.
—¿Por qué?
—Muy rebuscado. Demasiados cómplices. Y cuenta con una coartada
inatacable para la noche y la mañana del asesinato de Espaciópolis, entre
paréntesis. Eso lo comprobamos inmediatamente, aunque yo era el único que sabía
la razón para comprobar esa hora especial.
—Nunca he dicho que fuera Clousarr —interpuso Baley—. Usted fue
quien lo dijo, comisionado. Pudo haber sido cualquiera de la organización
medievalista. Clousarr no es más que el dueño de un rostro que Daneel
reconoció. Ni siquiera me imagino que sea muy importante en la organización.
Aunque hay una cosa muy extraña en él.
—¿Qué? —preguntó Enderby con suspicacia.
—Sabía que Jessie era miembro de la organización. ¿Sabe usted si
conoce a todos? ¿O lo supone usted?
—No lo sé. Sabía que Jessie lo era, de todos modos. Quizá fuese
importante porque era la esposa de un detective. Acaso la recordara por esa
razón.
—Usted asegura que confesó que Jezabel Baley era miembro, ¿no es
así?
—Le repito que eso fue lo que yo oí —afirmó Enderby.
—Pues en eso está lo más curioso, comisionado. Jessie ho ha
usado su nombre completo desde antes de que naciera Bentley. Se unió a los
medievalistas después de abandonar su nombre de pila completo. ¿Cómo sería
posible que Clousarr llegase entonces a conocerla como Jezabel?
El comisionado enrojeció y exclamó con rapidez:
—Ah, bueno, si nos paramos en detalles, probablemente dijo
Jessie. Yo me limité de manera automática a completarlo y dije el nombre de
pila. En verdad, ahora estoy seguro de ello. Dijo Jessie.
—Hasta ahora estaba usted también seguro de que dijo Jezabel. Se
lo pregunté varias veces.
Entonces el comisionado levantó la voz, imperioso:
—No te pondrás a insultarme diciendo que mentí, ¿verdad?
—Me estoy preguntando si tal vez Clousarr no dijo nada en
absoluto. Me estoy preguntando si usted forjó toda esa historia. Usted ha
conocido a Jessie durante veinte años y, por lo tanto, sabía que su nombre era
Jezabel.
—¡Estás desvariando, hombre!
—Quizás. ¿Adónde fue usted hoy, después del almuerzo? Estuvo
fuera de su oficina durante dos horas, por lo menos.
—¿Me está usted interrogando?
—Contestaré también por usted. Anduvo por la planta de energía
de Williamsburg.
El comisionado se levantó de su asiento. La frente le brillaba,
y aparecían burbujas blancas y secas en las comisuras de los labios.
—¿Qué trata usted de insinuar?
—¿No anduvo por ahí?
—Baley, queda usted destituido. Entrégueme sus credenciales.
—No, todavía no. Me tendrá que escuchar primero.
—Pues no lo haré. Es usted culpable, ¡por todos los diablos!,
y lo que me enfurece es su pretensión absurda de hacerme
aparecer como si conspirase en contra de usted. —Perdió la voz de momento, con
un gruñido de indignación. Logró recuperar el resuello, para proseguir—.
Además, queda usted arrestado.
—¡No! —vociferó Baley, con voz ronca—, ¡todavía no! Comisionado,
le estoy apuntando con un desintegrador. Se lo tengo derecho al corazón y está
amartillado. No se ponga a jugar conmigo, porque me hallo al borde de la
desesperación, y diré lo que considere conveniente. Después..., después hará lo
que le plazca.
Con ojos desorbitados, Julius Enderby contemplaba el maligno
orificio en las manos de Baley. Farfulló:
—Veinte años por esto, Baley, en el calabozo más profundo de la
ciudad.
R. Daneel se movió con rapidez. Su mano se apoderó como garra
del brazo de Baley. Con toda calma expresó:
—No puedo permitir esto, socio Elijah. No puedes causarle ningún
daño al comisionado.
Por primera vez desde que R. Daneel llegó a la ciudad, el
comisionado le habló directamente:
—¡Detenlo!
A lo que Baley replicó de inmediato:
—No tengo la menor intención de dañarlo, Daneel, si tú le
impides que me arreste. Me aseguraste que me ayudarías a esclarecer todo esto.
Todavía faltan cuarenta y cinco minutos.
R. Daneel, sin soltarle el puño a Baley, indicó:
—Comisionado, considero que se le debe permitir a Elijah que
hable. Estoy en comunicación con el doctor Fastolfe en este preciso momento...
—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntó el comisionado con rabia.
—Yo poseo dentro de mí mismo una unidad subetérica sellada —aseguró
R. Daneel.
El comisionado se le quedó viendo boquiabierto.
—Estoy en comunicación con el doctor Fastolfe —prosiguió el
robot inexorablemente—, y causaría una pésima impresión, comisionado, si se
negara usted a escuchar a Elijah. Deducciones muy comprometedoras se pudieran
sacar de ello.
El comisionado se echó para atrás en la silla. Enmudeció.
—Afirmo que estuvo usted en la planta de energía de Williamsburg
hoy, comisionado —reanudó Baley—, y se apoderó del atomizador alfa para dárselo
a R. Sammy. Escogió deliberadamente la planta de Williamsburg con objeto de
incriminarme a mí. Hasta echó mano del doctor Gerrigel para invitarle a que
viniera al departamento y se tropezara con los restos de R. Sammy. Confiaba en
que él pudiera suministrar un diagnóstico definitivo y exacto.
Baley sé guardó el desintegrador.
—Si desea arrestarme ahora, no titubee, hágalo; pero
Espaciópolis no considerará eso como una respuesta apropiada.
—¿Por qué motivo? —masculló Enderby sin lograr casi respirar.
Las lentes aparecían empañadas, y se las quitó. Sin ellas aparecía en una
actitud vaga e inofensiva—. ¿Qué motivo pude tener para esto?
—Usted me causó trastornos, ¿verdad? Con ello puso estorbos a la
investigación de Sarton, ¿o no? Y, aparte de todo eso, R. Sammy sabía demasiado.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de la manera como asesinaron a un espaciano hace cinco
días y medio. Porque usted fue quien asesinó al doctor Sarton en Espaciópolis.
Fue R. Daneel quien tomó ahora la palabra. Enderby lo único que
podía hacer era tirarse de los cabellos con furia y menear la cabeza. El robot
explicó:
—Socio Elijah, mucho me temo que esta teoría sea insostenible.
Como sabes muy bien, resulta imposible que el comisionado Enderby haya
asesinado al doctor Sarton.
—Escucha. Enderby me suplicó que me encargara del asunto; no se
dirigió a ninguno de los hombres que tienen mayor rango que yo. Lo hizo por
diversas razones. La primera, porque somos camaradas de estudios, y se figuró
que podía confiar en que nunca se me ocurriría que un antiguo compañero y jefe
respetado pudiera ser un criminal. ¡Fíjate! contaba con mi gran lealtad muy
bien conocida. En segundo lugar, sabía que Jessie era miembro de una
organización ilegal, y esperaba poder manejarme de modo que se me eliminara de
la investigación o amenazarme para que guardara silencio en caso de que me
aproximara demasiado a la verdad. Y, por otra parte, eso no le preocupaba
mucho. Desde el principio obró de manera que pudiese despertar en mí
desconfianza hacia ti, Daneel, asegurándose de que los dos trabajásemos en
sentidos contrarios. No ignoraba lo de la desclasificación de mi padre. No le
resultó difícil adivinar cómo reaccionaría yo. ¡Fíjate!, es una ventaja para el
asesino estar encargado de la investigación de un asesinato que él cometió.
El comisionado logró por fin dar rienda suelta a sus palabras.
Comenzó con voz débil.
—¿Cómo podía yo saber nada acerca de Jessie? —Volvióse en
dirección del robot—. ¡Escucha! Si estás transmitiendo todo esto a
Espaciópolis, ¡diles que es mentira! ¡Una mentira nauseabunda!
Baley le interrumpió, levantando la voz por unos instantes, y
luego bajándola con una calma tensa.
—¡Seguro que sabía usted lo de Jessie! Usted es un medievalista,
y forma parte de esa organización. ¡Sus gafas pasadas de moda! ¡Sus ventanas!
Es evidente que su temperamento le ha conducido por esos caminos. Pero existen
pruebas muy superiores a eso.
»¿Cómo supo Jessie que Daneel era un robot? En aquel momento me
sumió en la peor de las incertidumbres. Por supuesto, ahora sabemos que lo
descubrió mediante su organización de medievalistas, lo cual nos retrotrae a
una cuestión anterior: ¿cómo lo supieron allí? Usted, comisionado, lo explicó
con una teoría acerca de que a Daneel lo reconocieron como robot durante el
incidente de la zapatería. Yo no me creí eso en ningún momento. No, no podía.
Yo lo había considerado como un ser humano cuando lo vi por vez primera, y no
padezco del menor defecto en la vista.
»Ayer le rogué al doctor Gerrigel que viniera de Washington. Más
tarde decidí que lo necesitaba por varias razones; pero cuando lo llamé, mi
único objeto era indagar si reconocería a Daneel por lo que es sin que le diera
yo el menor indicio.
»Pues no, señor comisionado, ¡no lo reconoció! El doctor
Gerrigel, el mejor perito en robots que existe en la Tierra. ¿Pretende usted
sugerirnos que unos perturbadores medievalistas podían, en condiciones de
confusión y tumulto, percatarse de similitudes de diferencias, y sentirse tan
seguros acerca de ellas como para poner en actividad a toda su organización y
embarcarla en esta aventura con un simple presentimiento de que Daneel era un
robot?
»Resulta claro que desde el principio los medievalistas supieron
que Daneel era un robot. El incidente de la zapatería se proyectó
deliberadamente para convencer a Daneel y a Espaciópolis del alcance del
sentimiento antirrobotista que prevalece en la ciudad. Tuvo por objetivo
trastrocar los términos; apartar en lo posible las sospechas de los individuos
y dirigirlas al conjunto de la población.
»Ahora bien, si sabían la verdad sobre Daneel desde el
principio, ¿quién se la reveló? Yo no lo hice. Se me ocurrió pensar que pudiera
haber sido Daneel mismo; pero también es un absurdo. El otro único terrícola
que lo sabía era usted, comisionado.
Enderby objetó, con sorprendente energía:
—También pudo haber espías en el departamento. Los medievalistas
pudieron habernos inundado con ellos. Tu esposa era una de ellas, y si usted no
encuentra imposible el que yo sea uno, ¿por qué no otros más en el
departamento?
—No traigamos a colación ningún espía misterioso hasta que
veamos adónde nos conduce una solución sencilla y natural. Afirmo y sostengo
que usted es el único informante.
»Ahora, cuando lo veo como algo retrospectivo, resulta muy
interesante anotar cómo su carácter mejoraba o empeoraba según aparecía yo
estar lejos de resolver el problema o muy cerca de terminarlo. Al principio se
hallaba usted muy nervioso. Cuando ayer por la mañana manifesté mi deseo de
visitar a Espaciópolis sin explicarle para nada la razón, llegó usted hasta el
borde de un colapso nervioso. ¿Se figuró que lo había sorprendido, comisionado?
¿Que se trataba de una trampa para entregarlo en manos de ellos? Usted me dijo
que los odiaba. Casi llegó a las lágrimas. Por unos instantes me imaginé que se
las causaba el recuerdo de la humillación en Espaciópolis, cuando le
consideraron sospechoso; pero luego Daneel me indicó que sus suspicacias se
habían tenido en cuenta con mucho cuidado. Ni siquiera pudo suponerse que
sospechaban de usted. Su pánico se originó en el temor, no en la humillación.
»Después, cuando salí con mi solución totalmente errónea,
mientras usted observaba por el circuito tridimensional, da su confianza al ver
cuán lejos me hallaba de la verdad. Hasta discutió usted conmigo, defendiendo a
los espacianos. Más tarde, ya dueño de sí mismo, me asombró la facilidad con
que me perdonó mis acusaciones falsas en contra de los espacianos, cuando antes
me había sermoneado tanto respecto a su excesiva sensibilidad.
»Luego establecí contacto con el doctor Gerrigel, y usted se
empeñaba en saber la razón, y yo no se la dije. Eso le preocupó porque temía
que...
R. Daneel interrumpió de pronto, levantando la mano.
—¡Socio Elijah!
Baley consultó su reloj: ¡las veintitrés cuarenta y dos!
—¿Qué hay? —preguntó.
—Pudo haberse preocupado con el pensamiento de que descubriera
sus relaciones medievalistas, si concedemos que existan —sugirió R. Daneel—. No
hay nada que lo complique en el asesinato. Acaso no haya tenido nada que ver
con ello.
—Estás en un error, Daneel —contradijo Baley— Enderby no sabía
para qué necesitaba yo al doctor Gerrigel; pero puede presumirse con seguridad
que se imaginó que se trataba de algo relativo a informes sobre robots. Esto
asustó al comisionado, porque un robot estaba ligado muy íntimamente con su
crimen mayor. ¿No es así, comisionado?
Enderby meneó la cabeza negando con insistencia.
—Cuando esto haya concluido... —principió; pero se ahogó con las
palabras sin articular.
—¿Cómo se cometió el asesinato? —indagó Baley con frenesí apenas
reprimido—. ¡C/Fe! Usaré tus propios términos, Daneel. Estás rebosante de los
beneficios de una cultura C/Fe y, sin embargo, no ves el modo en que un
terrícola pudo haberla usado para su propio beneficio.
»No hay dificultad ninguna para concebir la idea de que un robot
cruce a campo traviesa. Aunque sea de noche y aunque vaya solo. El comisionado
le puso un desintegrador en las manos a R. Sammy; le ordenó adónde ir, y le
explicó cuándo. Él, por su parte, entró en Espaciópolis por el Personal y lo
despojaron de su propio desintegrador. Entonces recibió el otro desintegrador
de manos de R. Sammy; mató al doctor Sarton; devolvió el arma a R. Sammy, quien
regresó con ella a la ciudad de Nueva York a través de los campos. Y hoy
desactivó a R. Sammy, cuyo conocimiento se había convertido en muy peligroso.
»Esto explica la presencia del comisionado y la ausencia del
arma. Y hace totalmente innecesaria la suposición de que cualquier ser humano,
cualquier neoyorquino, haya caminado escurriéndose a campo traviesa, a cielo
descubierto, de noche.
Mas al terminar Baley su reconstrucción, R. Daneel objetó:
—Lo siento mucho por ti, socio Elijah, aunque me congratulo con
el comisionado, que tu explicación no esclarezca absolutamente nada. Ya te he
dicho que las propiedades cerebroanalíticas del comisionado son de tal especie
que resulta imposible para él cometer un asesinato premeditado. Ignoro cuál es
la palabra que se aplica a ese hecho psicológico: cobardía, conciencia o
compasión. Conozco el significado que el diccionario les da a todas ellas; pera
no puedo juzgar. Sea como fuere, el comisionado no asesinó.
—Gracias —murmuró Enderby. Su voz ganó fuerza y confianza—.
Desconozco sus motivos, Baley, o por qué trata de arruinarme de esta manera;
pero llegaré hasta el fondo y...
—Aguarden —interpuso Baley—, no he concluido. Tengo esto.
Y golpeó con el cubo de aluminio en el escritorio de Enderby,
tratando de sentir la confianza que esperaba le brotara de sí. Durante media
hora pretendió ocultar un hecho pequeñísimo; que no sabía lo que la película mostraría.
Disponíase a jugar con el destino; mas era todo lo que le quedaba por hacer.
Enderby se retiró de aquel objeto.
—No es una bomba —aseguró Baley con sarcasmo—. No es más que un
microproyector ordinario.
—Y bien, ¿qué demostrará?
—Eso es lo que está por ver.
Introdujo la uña en una de las rendijas del cubo, y una esquina
del despacho del comisionado se entenebreció, iluminándose después con una
escena extraña en tres dimensiones.
Se extendía desde el piso hasta el techo, prolongándose para
atrás de las paredes de la habitación.
La escena retratada era el domo del doctor Sarton. El cuerpo
muerto del doctor Sarton ocupaba el centro.
Los ojos de Enderby se le saltaban de las órbitas. Baley dijo:
—Sé muy bien que el comisionado no es un matón. No necesito que
tú me lo digas, Daneel. Si hubiese podido explicarme ese hecho antes, hubiera
llegado a la solución desde mucho antes también. No alcancé a mirar claro el
camino hasta hace una hora, cuando te manifesté al descuido que fuiste curioso
en una ocasión respecto a las lentes de contacto de Bentley. Eso lo eslabonó
todo, comisionado. Entonces se me ocurrió que su miopía y sus gafas eran la
clave del asunto. Supongo que en los Mundos Exteriores no existe la miopía,
pues de lo contrario habrían llegado a la verdadera solución del asesinato casi
inmediatamente. Comisionado, ¿cuándo rompió usted sus gafas?
—¿Qué busca sugerirme? —indagó el comisionado, receloso.
—Cuando lo vi a usted por primera vez para este asunto —explicó
Baley—, me dijo que sus gafas se le habían roto en Espaciópolis. Me figuré que
las había roto con la perturbación al saber la noticia del asesinato; pero
usted no me lo afirmó así, y yo carecía de razones para imaginármelo. Más aún:
si usted iba a Espaciópolis con la obsesión de un crimen en la mente, se
encontraría ya lo suficientemente perturbado para que se le cayeran las gafas y
las rompiera antes del asesinato. ¿No es verdad? ¿Y no le pasó tal cosa en
realidad? Dígame.
—No veo yo la consecuencia, socio Elijah —protestó R. Daneel.
Y Baley pensó: «Sigo siendo socio Elijah por diez minutos más:
¡Aprisa, habla aprisa, y piensa aprisa!»
Se encontraba manipulando la imagen del domo de Sarton a medida
que hablaba. Con torpeza, la agrandaba, con las uñas indecisas por la enorme
tensión que lo dominaba. Muy despacio, con sacudidas, el cadáver sé agrandaba,
ensanchándose, alargándose, acercándoseles. Baley casi podía percibir la peste
de la carne chamuscada. La cabeza, los hombros y uno de los brazos, en su parte
superior, oscilaban con frenesí, unidos con las caderas y con las piernas
mediante un trozo ennegrecido de la columna vertebral de la que sobresalían
muñones y tiras de costillas carbonizadas.
Baley le dirigió de soslayo una mirada al comisionado. Enderby
había entrecerrado los ojos. Se le veía enfermo, con náuseas. A Baley le
sucedía lo mismo; pero debía mirar. Despacio, muy despacio, fue girando la
imagen tridimensional mediante las manivelas del transmisor, para escudriñar el
cadáver en cuadrantes sucesivos. Los dedos se le escurrieron y la imagen se le
inclinó de pronto, de modo que el suelo y el cadáver, al mismo tiempo, se
convirtieron en una masa confusa, más allá de las capacidades resolutivas del
transmisor. Aminoró el foco de expansión y dejó que el cuerpo se deslizara
hacia un lado.
Seguía hablando. Tenía que hacerlo. Imposible detenerse hasta
que hallara lo que buscaba; y si no lo conseguía, toda su palabrería resultaría
inútil. Peor que inútil. El corazón le palpitaba con fuerza, y la cabeza le
latía en las sienes. Entonces volvió a hablar:
—El comisionado no puede cometer un asesinato deliberado. Sin
embargo, cualquier hombre puede matar por accidente. El comisionado no penetró
en Espaciópolis para matar al doctor Sarton. Entró para matarte a ti, Daneel,
¡a ti! ¿Existe algo en el análisis de su cerebro que diga que es incapaz de
aniquilar a una máquina? Eso no es asesinato, sino únicamente sabotaje.
»Es un medievalista convencido. Trabajó con el doctor Sarton y
conocía el objeto para el cual te hallabas destinado. Temía que esa meta se
lograra; que a los terrícolas se les desterrara de la Tierra. Así que decidió
destruirte a ti. Tú eras el único de su tipo que se hubiese construido todavía,
y consideraba tener buenas razones para pensar que, al demostrar la extensión y
la determinación del medievalismo en la Tierra, descorazonaría a los
espacianos. Conocía lo fuerte que es la opinión popular en los Mundos
Exteriores para terminar de una vez por todas con el proyecto de Espaciópolis.
Con certeza que el doctor Sarton discutió ese punto con él. Y pensó que ello
sería el último impulso en la dirección adecuada.
»No digo que hasta el pensamiento de aniquilarte a ti fuese
agradable para nada. Hubiera hecho que R. Sammy lo llevase a cabo, me figuro,
si no parecieras tan humano que un robot primitivo, de la calidad de Sammy, no
pudiese discernir la diferencia o comprenderla siquiera. La primera ley lo
hubiera detenido. O el comisionado le habría encargado a otro ser humano la
comisión, si no fuera porque él, sólo él, representaba el único que tenía
acceso fácil y pronto a Espaciópolis en cualquier momento.
»Permítanme reconstruir lo que pudo haber sido el proyecto del
comisionado. Estoy adivinando, lo confieso; pero creo estar en lo justo.
Concertó la cita con el doctor Sarton; pero llegó temprano con toda intención;
al amanecer, para ser exactos. El doctor Sarton estaría dormido, me imagino;
pero tú, Daneel, andarías despierto. Supongo, ya que en ello estamos, que
vivías con el doctor Sarton.
El robot asintió con la cabeza, diciendo:
—Tienes razón, socio Elijah.
—Proseguiré entonces —retomó Baley—. Tú saldrías a la puerta del
domo, Daneel; recibirías una carga del desintegrados en el pecho o en la
cabeza, y todo habría terminado. El comisionado se escaparía a toda velocidad,
a través de las calles desiertas del crepúsculo matutino de Espaciópolis,
regresando al sitio en donde lo esperaba R. Sammy. Le entregaría el
desintegrador y luego se encaminaría muy despacio en dirección al domo del
doctor Sarton. De ser necesario, «descubriría» el cuerpo él mismo, aun cuando
hubiese preferido que cualquier otro lo hiciera. Si le preguntaran respecto a
su llegada tan temprano, podría decir que había venido a informarle al doctor
Sarton de ciertos rumores de un ataque medievalista a Espaciópolis, y a urgirle
para que se tomaran precauciones encaminadas a impedir todo tumulto externo y
al descubierto entre los espacianos y los terrícolas. El robot muerto añadiría
fuerza a sus palabras.
»Si le interrogaran respecto al gran intervalo entre su entrada
en Espaciópolis y su llegada al domo del doctor Sarton, podría decir que vio a
alguien que se escabullía por las calles en dirección al campo abierto. Que lo
persiguió un trecho. También eso los conduciría con entusiasmo por una senda
falsa. En cuanto a R. Sammy, nadie lo echaría de menos. Un robot más en medio
de las granjas circundantes de la ciudad..., pues no sería más que otro robot
como muchos. ¿Voy muy equivocado, comisionado?
—No, yo no... —Enderby se movía como un gusano.
—No —explicó Baley—, usted no mató a Daneel. Él está aquí, y en
todo el tiempo que ha estado en la ciudad no ha sido usted capaz de mirarlo
frente a frente o de dirigirle la palabra por su nombre. Mírelo ahora,
comisionado.
Enderby no se atrevió a hacerlo. Cubrióse el rostro con las
manos temblorosas.
Las titubeantes manos de Baley por poco dejan caer el
microproyector. ¡Lo había hallado!
La imagen se percibía ahora centrada en la puerta principal del
domo del doctor Sarton. La puerta se veía abierta; penetró en la pared hueca, a
lo largo de las correderas de metal reluciente. Abajo, entre ellas... ¡Allí!
¡Sí, allí!
El fulgor era inequívoco.
—Les explicaré lo que sucedió —continuó Baley—. Se encontraba
usted en el domo cuando se le cayeron las gafas. Debe de haber estado nervioso,
y lo he visto a usted nervioso. Usted se las quita; las limpia con cuidado. Eso
fue lo que hizo; pero las manos le temblaban, y las dejó caer; quizás hasta las
haya pisado. De todos modos, estaban rotas, y precisamente en ese instante la
puerta se abrió y una figura que parecía Daneel se le puso enfrente.
»Le disparó, recogió los restos de sus gafas y echó a correr.
Entonces encontraron el cadáver, pero no a usted, y cuando por fin lo—
hallaron, se percató de que era al madrugador doctor Sarton a quien había dado
muerte. El doctor Sarton diseñó a Daneel a su imagen y semejanza, para gran
desgracia suya y, sin sus gafas, en aquel momento de tensión nerviosa no pudo
distinguirlos.
»Y si desea la prueba tangible, ¡hela ahí!
La imagen del domo de Sarton se estremeció, y Baley colocó el
proyector con mucho cuidado sobre el escritorio, con la mano fuertemente
apoyada sobre él.
El rostro del comisionado Enderby se halaba descompuesto por el
terror. R. Daneel aparecía por completo indiferente.
Los dedos de Baley señalaban la imagen.
—Ese reflejo en las correderas de la puerta, ¿qué era eso,
Daneel?
—Dos pequeñas partículas de cristal —repuso el robot con
frialdad—. No significaban nada para nosotros.
—Pues ahora sí, porque son dos trocitos de lentes cóncavas.
Midan sus propiedades ópticas y compárenlas con las de las gafas que Enderby
está usando ahora. ¡No las rompa, comisionado!
Precipitóse hacia el comisionado y le arrancó las gafas de las
manos. Se las alargó a R. Daneel:
—Aquí hay prueba suficiente de que estuvo en el domo más temprano
de lo que pensó que estuviera.
—Estoy del todo convencido —asintió R. Daneel— Ahora me doy
cuenta de que me aparté por completo de la pista por el análisis cerebral del
comisionado. Te felicito, socio Elijah.
Baley consultó su reloj. Señalaba las veinticuatro horas. Un
nuevo día comenzaba.
Las palabras del comisionado no eran más que gemidos ahogados:
—Un error, un espantoso error. Nunca intenté matarlo.
Sin ningún síntoma precursor, se deslizó de la silla y quedó
como un bulto informe en el suelo. R. Daneel se le aproximó con rapidez y dijo:
—Lo has lastimado, Elijah. Eso está muy mal.
—No está muerto, ¿eh?
—No; pero sí inconsciente.
va volverá en sí. Supongo que fue demasiado para él. Tenía que
hacerlo. ¡Yo tenía que hacerlo! Mira, Daneel, carecía de cualquier prueba que
fuese válida ante un tribunal; sólo deducciones. Preciso era acorralarlo y
soltárselo poco a poco, con la esperanza de que se desmoralizara. Así sucedió,
Daneel. Tú lo oíste confesar, ¿verdad?
—Sí.
—Ahora bien, yo te prometí que esto sería beneficioso para
el proyecto de Espaciópolis, de modo que... ¡Aguarda, está
volviendo en sí!
El comisionado se quejó. Los ojos le temblaron y se
entreabrieron. Quedóseles mirando sin pronunciar palabra.
—¡Comisionado! —llamó Baley—, ¿me escucha usted?
El comisionado afirmó con la cabeza, indiferente.
—Muy bien, entonces. En estos momentos los espacianos tienen
otras cosas que les preocupan más que su culpabilidad. Si coopera usted con
ellos en...
—¿Qué?
Un fugitivo rayo de esperanza apareció en los ojos del
comisionado.
—De seguro que usted es alguien importante en la organización
medievalista de Nueva York, tal vez hasta en el proyecto planetario. Encáucelos
en la dirección de la colonización del espacio. Puede ver las líneas generales,
¿verdad? Tenemos que volver a la tierra, al surco..., sí, pero en otros
planetas.
—No comprendo —murmuró el comisionado.
—Eso es lo que buscan los espacianos. Y también lo que busco yo,
después de la conversación que tuve con el doctor Fastolfe. Eso es lo que
desean más que nada. Arriesgan la muerte cada vez que vienen a la Tierra, y
permanecen aquí con ese solo objeto. Si el asesinato del doctor Sarton lo
capacita a usted para que obtenga que el medievalismo se dirija a reanudar la
colonización galáctica, probablemente lo consideren como un sacrificio muy
justificado. ¿Me comprende ahora?
—Elijah tiene razón —interpuso R. Daneel—. Ayúdenos,
comisionado, y olvidaremos lo pasado. Estoy hablando en nombre del doctor
Fastolfe y de nuestro pueblo. Por supuesto, si usted conviniera en ayudarnos y
después nos traicionara, siempre tendríamos el hecho de su culpabilidad para
mantenerlo a raya, lamento decirlo.
—¿No se presentará acusación contra mí? —preguntó el
comisionado.
—No, si nos ayuda usted.
—Pues sí lo haré —murmuró mientras los ojos se le llenaban de
lágrimas—. Fue un accidente. Expliqué eso. Un accidente desdichado. Yo hice lo
que creía más conveniente.
—Si nos ayuda —añadió Baley—, entonces sí estará haciendo lo más
conveniente. La colonización del espacio es la única salvación posible para la
Tierra. Se percatará de ello si olvida los prejuicios. Y ahora, la mejor manera
de ayudarnos es echarle tierra a ese asunto de R. Sammy. Clasifíquelo como un
accidente o algo por el estilo. ¡Póngale fin! —Púsose en pie—. Y recuerde,
comisionado, que no soy la única persona que conoce la verdad. Desembarazarse
de mí no conduce a nada, sino a su propia ruina. Toda Espaciópolis está
enterada de esto. Lo entiende bien, ¿verdad?
—Resulta innecesario añadir una palabra más, Elijah —amonestó R.
Daneel—. El comisionado nos ayudará. Para mí está muy claro, de acuerdo con el
análisis de su cerebro.
—Perfectamente bien; entonces, me voy a casa. Deseo ver a Jessie
y a Bentley y recomenzar mi existencia natural. Además, necesito dormir. Oye,
Daneel, ¿permanecerás en la Tierra después de que se vayan los espacianos?
—No se me ha informado —repuso R. Daneel—. ¿Por qué me lo
preguntas?
Baley se mordió los labios, y luego murmuró:
—Nunca creí que se me ocurriría decirle esto a nadie como tú,
Daneel; pero confío en ti. Hasta..., ¡hasta te admiro! Yo ya estoy muy viejo
para abandonar la Tierra; pero cuando por fin se establezcan las escuelas para
emigrantes, allí estará Bentley.
El robot se volvió a Julius Enderby, quien los observaba con el
semblante fláccido, ahora comenzaba a recuperar su vitalidad. Le dijo:
—He tratado de comprender ciertas observaciones que me hizo
Elijah: que la destrucción de lo que ustedes llaman el mal resulta menos justa
y deseable que la conversión de este mal en lo que designan con el nombre de
bien.
Hizo una pequeña pausa, como titubeando, y luego, casi
sorprendido de sus propias palabras, aconsejó bíblicamente.
—Vete y no peques más.
Baley, sonriendo de repente, tomó a R. Daneel del brazo, y
salieron por la puerta apoyados uno en el otro.
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