Isaac
Asimov
Prólogo
El Imperio Galáctico se derrumbaba.
Era un Imperio colosal que se extendía a través de millones
de mundos, de un extremo a otro de la inmensa espiral doble que era la Vía
Láctea. Su caída también sería colosal, y además prolongada, porque debía
abarcar un enorme período de tiempo.
Había estado derrumbándose durante siglos antes de que un
hombre se diese realmente cuenta de ello. Aquel hombre era Hari Seldon, el ser
que representaba la única chispa de esfuerzo creador que subsistía en la
decadencia general. El fue quien desarrolló y llevó a su punto culminante la
ciencia de la psicohistoria.
La psicohistoria no trataba del hombre, sino de las masas de
hombres. Era la ciencia de las muchedumbres, de miles de millones de personas.
Podía prever las reacciones a diferentes estímulos con la misma exactitud que
una ciencia menor predecía el rebote de una bola de billar. La reacción de un
hombre se podía vaticinar por medio de las matemáticas conocidas, pero la de
mil millones era algo distinto.
Hari Seldon presagiaba las tendencias sociales y económicas
de la época, y estudiando las curvas previó la continua y acelerada caída de la
civilización y el lapso de treinta mil años que debía transcurrir antes de que
un nuevo Imperio pudiese emerger de las ruinas.
Era demasiado tarde para detener aquella caída, pero aún
había tiempo de cerrar el paso a la llegada de la barbarie. Seldon estableció
dos Fundaciones en «extremos opuestos de la Galaxia», localizadas de modo que
en un milenio los acontecimientos se fundieran y consolidaran para formar la
base de un Segundo Imperio más fuerte, más permanente y de más rápida
aparición.
Fundación relata la historia de una de estas Fundaciones
durante los dos primeros siglos de su vida. Se inició como una colonia de
científicos en Términus, un planeta situado en el extremo de una de las
espirales de la Galaxia. Separados del desorden del Imperio, aquellos
científicos trabajaron en la recopilación de un compendio universal de la
sabiduría, la Enciclopedia Galáctica, ignorantes de la misión más profunda que
había planeado para ellos el ya fallecido Seldon.
A medida que el Imperio se desintegraba, las regiones
exteriores cayeron en manos de «reyes» independientes, y la Fundación se vio
amenazada por ellos. Sin embargo, enfrentando entre sí a los cabecillas, bajo
el mando de su primer alcalde, Salvor Hardin, consiguieron mantener una
precaria independencia. Como únicos poseedores de la energía atómica en unos
mundos que estaban olvidándose de las ciencias y retrocediendo al carbón y al
petróleo, llegaron incluso a tener cierta preponderancia. La Fundación se
convirtió en el centro «religioso» de los reinos circundantes.
Lentamente, la Fundación desarrolló una economía comercial
mientras la Enciclopedia pasaba a segundo plano. Sus comerciantes, vendiendo
artículos atómicos cuya calidad no hubiese superado el Imperio ni en su época
más gloriosa, penetraron hasta cientos de años-luz a través de la Periferia.
Bajo Hober Mallow, primero de los Príncipes Comerciantes de
la Fundación, desarrollaron las técnicas de la guerra económica hasta el punto
de derrotar a la República de Korell, a pesar de que este mundo recibía el
apoyo de una de las provincias exteriores de lo que quedaba del Imperio.
Al término de doscientos años, la Fundación era el estado
más poderoso de la Galaxia, exceptuando los restos del Imperio que,
concentrados en el tercio central de la Vía Láctea, controlaban tres cuartas
partes de la población y de las riquezas del universo.
Parecía inevitable que el siguiente peligro al que tendría
que enfrentarse la Fundación fuera el coletazo final del Imperio moribundo.
Había que despejar el camino para la batalla entre la
Fundación y el Imperio.
PARTE
I
EL
GENERAL
1. LA
BÚSQUEDA DE LOS MAGOS
BEL
RIOSE - ...En su carrera relativamente breve, Riose obtuvo el título de «el
último de los Imperiales», y lo hizo merecidamente. Un estudio de sus campañas
revela que igualó a Peurifoy en capacidad estratégica, y tal vez le superara en
habilidad para manejar a los hombres. El hecho de que naciera durante la
decadencia del Imperio hizo imposible que igualara a Peurifoy como
conquistador. Sin embargo, tuvo su oportunidad cuando -y fue el primero de los
generales del Imperio en hacerlo- se enfrentó cara a cara con la Fundación...
Enciclopedia
Galáctica (1)
Bel Riose viajaba sin escolta, lo cual no
estaba prescrito por la etiqueta de la corte para el jefe de una flota
estacionada en un sistema estelar, todavía arisco, en las lindes del Imperio
Galáctico.
Pero Bel Riose era joven y enérgico -lo bastante como para
ser enviado lo más cerca posible del fin del universo por una corte
desapasionada y calculadora- y, por añadidura, curioso. Extrañas e
inverosímiles narraciones, repetidas caprichosamente por cientos, y
lóbregamente conocidas por miles, intrigaban esta última facultad; la
posibilidad de una aventura militar atraía a las otras dos. La combinación era
abrumadora.
Bajó del coche de superficie del que se había apropiado y
llegó al umbral de la vetusta casa que constituía su destino. Esperó. El ojo
fotónico que abría la puerta estaba activado, pero fue una mano la que la
abrió.
Bel Riose sonrió al anciano. -Soy Riose...
-Le reconozco. -El anciano permaneció rígido, y nada
sorprendido, en su lugar-. ¿De qué se trata? Riose dio un paso atrás en un
gesto de sumisión. -Un negocio de paz. Si usted es Ducem Barr, le pido me
conceda el favor de que mantengamos una conversación.
Ducem Barr se hizo a un lado, y en el interior de la casa se
iluminaron las paredes. El general entró en una estancia bañada por luz diurna.
Tocó la pared del estudio y luego se examinó las yemas de
los dedos.
-¿Tienen ustedes esto en Siwenna? Barr sonrió ligeramente.
-Pero sólo aquí, según creo. Yo lo mantengo en
funcionamiento lo mejor que puedo. Debo excusarme por haberle hecho esperar en
la puerta. El dispositivo automático registra la presencia de un visitante,
pero ya no abre esa puerta.
-¿Sus reparaciones no llegan a tanto? -la voz del general
denotaba una ligera ironía.
-Ya no se consiguen piezas de recambio. Tenga la bondad de
tomar asiento. ¿Desea una taza de té? -¿En Siwenna? Dios mío, señor, es
socialmente imposible no beberlo aquí.
El viejo patricio se retiró sin ruido, con una lenta
inclinación que era parte de la ceremoniosa herencia legada por la aristocracia
desaparecida de los mejores días del siglo anterior.
(1) Todas las citas de la Enciclopedia
Galáctica reproducidas aquí proceden de la edición 116 publicada en 1020 E. F.
por la Enciclopedia Galáctica Publishing Co., Términus, con el permiso de los
autores.
Riose siguió a su anfitrión con la mirada, y su estudiada
urbanidad se sintió algo insegura. Su educación había sido puramente militar,
lo mismo que su experiencia. Se había enfrentado a la muerte en repetidas
ocasiones, pero siempre a una muerte de naturaleza muy familiar y tangible. En
consecuencia, no es de extrañar que el idolatrado león de la Vigésima Flota se
sintiera intimidado en !a atmósfera repentinamente viciada de una habitación
antigua.
El general reconoció las pequeñas cajas de marfil negro que
se alineaban en los estantes: eran libros. Sus títulos no le eran familiares.
Adivinó que la voluminosa estructura del extremo de la habitación era el
receptor que convertía los libros en imagen y sonido a voluntad. No había
visto funcionar ninguno, pero sí había oído hablar de ellos.
Una vez le contaron que hacía mucho tiempo, durante la
época dorada en que el Imperio se extendía por toda la Galaxia, nueve de cada
diez casas tenían receptores como aquél, e incluso estanterías con libros.
Pero ahora era necesario vigilar las fronteras; tos libros
quedaban para los viejos. Además, la mitad de las historias sobre el pasado
eran míticas; tal vez más de la mitad.
Llegó el té y Riose tomó asiento. Ducem Barr levantó su
taza.
-A su salud. -Gracias. A la suya. Ducem Barr comentó
deliberadamente-Dicen que es usted joven. ¿Treinta y cinco? -Casi. Treinta y
cuatro.
-En tal caso -dijo Barr con suave énfasis-, no podría
empezar mejor que informándole con pesar que no poseo filtros de amor, pociones
ni encantamientos. Tampoco soy capaz de influenciar en su favor a una joven
que pueda resultarle atractiva...
-No necesito ayuda artificial a este respecto, señor. -La
complacencia, innegablemente presente en la voz del general, tenía un matiz
divertido--. ¿Recibe usted muchas peticiones de tales favores?
-Las suficientes. Por desgracia, un público no informado tiende
a confundir la erudición con la magia, y la vida amorosa parece ser el factor
que re quiere mayor cantidad de argucias.
-Me parece muy natural, pero yo difiero de ello. Sólo
relaciono la erudición con la capacidad de con. testar a preguntas difíciles.
El siwenniano le contempló sombríamente. -¡Puede estar tan
equivocado como ellos!
-Tal vez sí, y tal vez no. -El joven general posó su taza en
la rutilante funda y la llenó de nuevo. A continuación echó en ella la cápsula
aromatizada
que le ofrecían-. Dígame entonces, patricio, ¿quiénes son
los magos? Los verdaderos magos.
Barr pareció asombrado al oír aquella palabra, ya en desuso.
-No hay magos.
-Pero la gente habla de ellos. En Siwenna abundan las
leyendas al respecto. Hay cultos desarrollados a su alrededor. Existe una
extraña conexión entre esto y aquellos grupos de sus compatriotas que sueñan y
divagan sobre el pasado y sobre lo que ellos llaman libertad y autonomía. El
asunto podría convertirse eventualmente en un peligro para el Estado. El anciano
meneó la cabeza.
-¿Por qué se dirige a mí? ¿Acaso olfatea una rebelión
conmigo como cabecilla?
Riose se encogió de hombros.
-No, en absoluto. ¡Pero no es una idea del todo ridícula! Su
padre fue un exiliado en su tiempo; usted mismo es un patriota en el suyo. No
es muy correcto por mi parte mencionarlo, ya que soy su invitado, pero mi
gestión lo exige. Sin embargo, ¿una conspiración ahora? Lo dudo. El espíritu
combativo de Siwenna se extinguió hace ya tres generaciones.
El anciano replicó con dificultad.
-Voy a ser tan poco delicado como anfitrión como usted lo ha
sido como huésped. Le recordaré que, un día, un virrey pensó como usted sobre
los apocados siwennianos. Por orden de aquel virrey mi padre se convirtió en
un mendigo fugitivo, mis hermanos en mártires y mi hermana en una suicida. No
obstante, aquel virrey encontró una muerte horrible a manos de aquellos mismos
esclavizados siwennianos. ¡Ah, sí; y por cierto, todo esto se relaciona con
algo que me gustaría decir! Hace tres años que la misteriosa muerte de aquel
virrey ya no es tal para mí. Tenía en su guardia personal a un joven soldado,
muy interesante por su forma de obrar. Usted era aquel soldado; pero creo que
no son necesarios los detalles. Barr permanecía tranquilo.
-En efecto. ¿Qué se propone usted? -Que responda a mis
preguntas.
-No lo haré bajo amenazas. Soy viejo, lo suficiente como
para que la vida ya no me importe demasiado.
-Por Dios, señor, los tiempos son difíciles -dijo Riose
significativamente- y usted tiene hijos y amigos, además de una patria por la
que pronuncio en el pasado frases de amor y de locura. Vamos, si tuviera que
decidirme por la fuerza, mi objetivo no sería tan vil como el de golpearle.
Barr preguntó fríamente: -¿Qué es lo que quiere?
Riose habló con la taza vacía en la mano. -Escúcheme,
patricio. Hay épocas en que los soldados más triunfales son aquellos cuya
función es ir a la cabeza de los desfiles que recorren los terrenos del palacio
imperial en las festividades y escoltar las rutilantes naves de recreo que
llevan al Emperador a los planetas estivales. Yo..., yo soy un fracaso. Soy un
fracaso a los treinta y cuatro años, y lo seré siempre porque, fíjese, me
gusta luchar. Por eso me han enviado aquí. En la corte soy demasiado molesto.
No me adapto a la etiqueta. Ofendo a los petimetres y a los lores almirantes,
pero soy un capitán de naves y de hombres, demasiado bueno para que prescindan
de mí abandonándome en el espacio. Por eso Siwenna es el sustituto. Es un mundo
fronterizo, una provincia rebelde y estéril. Está lejos, lo bastarte lejos
como para satisfacer a todos. De este modo me consumo. No hay rebeliones que
sofocar, y últimamente los virreyes fronterizos no se rebelan, al menos no
desde que el difunto padre del Emperador, de gloriosa memoria, hizo un
escarmiento con Mountel de Paramay.
-Un emperador fuerte -murmuró Barr.
-Sí, y necesitamos más como él. Es mi maestro, recuérdelo. Y
son sus intereses los que protejo.
Barr se encogió de hombros con indiferencia. -¿Qué relación
tiene todo esto con el tema? -Se lo explicaré en dos palabras. Los magos que he
mencionado vienen de más allá de los puestos fronterizos, donde las estrellas
están diseminadas... -Donde las estrellas están diseminadas -repitió Barr-, y
penetra el frío del espacio.
-¿Es eso poesía? -Riose frunció el ceño. Los versos
parecían una frivolidad en aquellos momentos. En cualquier caso, vienen de la
Periferia, el único
lugar donde soy libre para luchar por la gloria del
Emperador.
-Y servir así los intereses de Su Majestad Imperial y satisfacer
sus propias ansias de lucha.
-Exactamente. Pero he de saber contra qué lucho, y en esto
usted puede ayudarme.
-¿Cómo lo sabe?
Riose mordisqueó una galleta.
-Porque durante tres años he seguido la pista de todos los
rumores, mitos y alusiones relativos a los magos. Y de toda la información que
he sacado de las bibliotecas sólo hay dos hechos aceptados unánimemente, por
lo que deben ser absolutamente ciertos. El primero es que los magos proceden
del extremo de la Galaxia, frente a Siwenna; el segundo es que el padre de
usted conoció una vez a un mago, vivo y real, y habló con él.
El anciano siwenniano fijó la mirada, y Riose continuó
-Será mejor que me diga cuanto sabe... Barr dijo
pensativamente:
-Sería interesante contarle ciertas cosas. Sería un experimento
psicohistórico exclusivamente mío. -¿Qué clase de experimento?
-Psicohistórico. -El viejo sonrió de modo desagradable, y
en seguida prosiguió-: Haría bien en tomar más té. Voy a soltarle un pequeño
discurso.
Se apoyó bien en los blandos almohadones de su butaca. Las
luces de las paredes disminuyeron su potencia hasta convertirse en un fulgor
rosado y marfileño que incluso suavizaba el duro perfil del soldado. Ducem
Barr comenzó
-Mis conocimientos son el resultado de dos accidentes: el
de haber nacido hijo de mi padre, por ser quien fue, y el de haberlo hecho en
mi país. Todo se inició hace más de cuarenta años, poco después de la Gran
Matanza, cuando mi padre andaba fugitivo por los bosques del sur mientras yo
servía en la flota personal del virrey. A propósito, era el mismo virrey que
había ordenado la Matanza y que encontró una muerte tan cruel tras ella.
Barr sonrió torvamente y prosiguió:
-Mi padre era un patricio del Imperio y senador de Siwenna.
Se llamaba Onum Barr.
Riose le interrumpió con impaciencia
-Conozco muy bien las circunstancias de su exilio. No es
preciso que se extienda en detalles a este respecto.
El siwenniano le ignoró y continuó sin inmutarse: -Durante
su exilio fue abordado por un vagabundo, un mercader del extremo de la
Galaxia; un joven que hablaba con extraño acento y no sabía nada de la reciente
historia imperial, y que estaba protegido por un campo de fuerza individual.
-¿Un campo de fuerza individual? -repitió Riose con
asombro-. Dice usted cosas incomprensibles. ¿Qué generador podría tener la
potencia suficiente como para condensar un campo en el volumen de un solo
hombre? Por la Gran Galaxia, ¿llevaba a cuestas una fuente de cinco mil
miriatoneladas de energía atómica, o acaso usaba una carretilla de mano?
Barr dijo tranquilamente:
-Este es el mago sobre el que usted ha oído rumores,
historias y mitos. El título de mago no se gana con facilidad. No llevaba un
generador lo bastante grande como para ser visto, pero ni el disparo del arma
más pesada que pudiera usted sostener en la mano hubiese siquiera arrugado el
escudo que llevaba.
-¿Es ésa toda la historia? ¿Acaso los magos nacen de las
habladurías de un anciano trastornado por el sufrimiento y el exilio?
-La historia de los magos es incluso anterior a mi padre,
señor. Y la prueba es aún más concreta. Después de dejar a mi padre, ese
mercader a quien los hombres llaman mago visitó a un Tec, es decir, a uno de
los Técnicos, en la ciudad que mi padre le había indicado, y allí dejó un
generador-escudo del tipo que él llevaba. Ese generador fue recuperado por mi
padre cuando volvió del destierro al producirse la muerte del sanguinario
virrey. Tardó mucho tiempo en encontrarlo... El generador está colgado de la pared
que tiene a sus espaldas, señor. No funciona. Sólo lo hizo los dos primeros
días; pero, si lo examina, verá que no ha sido diseñado por ningún hombre del
Imperio.
Bel Riose alargó la mano para coger el cinturón de eslabones
de metal que colgaba de la pared curvada. Se desprendió con un ligero
chasquido cuando el diminuto campo adhesivo se interrumpió al contacto de su
mano. El elipsoide de la punta del cinto atrajo su atención. Era del tamaño de
una nuez.
-Esto... -murmuró.
-Esto era el generador -asintíó Barr-. He dicho que lo era.
El secreto de su funcionamiento ya no puede descubrirse ahora. Las
investigaciones subelectrónicas han demostrado que se fundió en una sola masa
metálica, y el estudio más minucioso de sus siluetas de difracción no ha sido
suficiente para distinguir las diferentes partes que existieron antes de la
fusión.
-Entonces, su «prueba» se halla todavía en la confusa
frontera de las palabras, sin ser respaldada por ninguna evidencia concreta.
Barr se encogió de hombros.
-Usted me ha exigido que le diera información y me ha
amenazado con arrancármela por la fuerza. Si desea recibirla con escepticismo,
¿qué puede importarme? ¿Quiere que me calle?
-¡Continúe! -exclamó bruscamente el general. -Proseguí las
investigaciones de mi padre después de su muerte, y entonces vino en mi ayuda
el segundo accidente que he mencionado, porque Siwenna era muy conocido por
Hari Seldon.
-¿Y quién es Hari Seldon?
-Hari Seldon era un científico que vivió durante el reinado
del emperador Daluben IV. Era psicohistoriador; el último y más grande de todos
ellos. En cierta ocasión visitó Siwenna, cuando era un gran centro comercial,
rico en las artes y las ciencias.
-¡Hum! -murmuró agriamente Riose-. ¿Dónde está el planeta en
decadencia que no pretenda haber sido un país de floreciente riqueza en el
pasado?
-El pasado al que yo me refiero tiene dos siglos, cuando el
Emperador aún gobernaba hasta la estrella más remota; cuando Siwenna era un
mundo del interior y no una provincia fronteriza semibárbara. En aquellos
días, Hari Seldon previó la decadencia del
poder imperial y la eventual caída hacia la barbarie de toda
la Galaxia.
Riose prorrumpió en una carcajada repentina.
-¿Previó eso? Entonces no acertó, mí buen científico...
supongo que usted se da este nombre. ¡Cómo es posible! El Imperio es más
poderoso ahora que durante el último milenio. Sus ancianos ojos están cegados
por la fría crudeza de la frontera. Venga
algún día a los mundos interiores; venga al calor y a la
riqueza del centro.
El viejo movió sombríamente la cabeza.
-La circulación se detiene primero en los bordes exteriores.
La decadencia tardará todavía un poco en llegar al corazón. Es decir, la
decadencia aparente, obvia para todos, pues la decadencia interior es una
historia vieja de unos quince siglos.
-De modo que Hari Seldon previó una Galaxia de uniforme
barbarie -dijo Riose con buen humor-. ¿Y qué pasó entonces, vamos a ver?
-Estableció dos Fundaciones en sendos extremos opuestos de
la Galaxia. Fundaciones constituidas por los mejores, los más jóvenes y los más
fuertes, para
que allí procrearan, crecieran y se desarrollaran. Los
mundos donde se instalaron fueron elegidos cuidadosamente, así como los
tiempos y los alrededores. Todo se organizó de manera que el futuro previsto
por las
infalibles matemáticas de la psicohistoria implicara su
temprano aislamiento del núcleo principal de la
civilización imperial y su crecimiento gradual hacia los
gérmenes del Segundo Imperio Galáctico, reduciendo un inevitable período
bárbaro de treinta mil años a escasamente unos mil.
-¿Y de dónde ha sacado usted todo esto? Parece
saberlo con detalle.
-No lo sé ni lo he sabido nunca -dijo el patricio con
compostura-. Es el paciente resultado de haber ido reuniendo cierta evidencia
descubierta por mi padre con otras descubiertas por mí mismo. La base es
frágil y la estructura se ha romantizado para rellenar los enormes huecos. Pero
estoy convencido de que es esencialmente cierto.
-Se convence usted con excesiva facilidad.
-¿Usted cree? Me ha costado cuarenta años de investigación.
-¡Hum! ¡Cuarenta años! Yo resolvería la cuestión en cuarenta
días. De hecho, creo que debería hacerlo. Sería... diferente.
-¿Y cómo lo llevaría a cabo?
-Del modo más evidente. Me convertiría en explorador.
Encontraría esa Fundación de que me ha hablado y la observaría con mis propios
ojos. ¿Ha dicho usted que hay dos?
—Las crónicas hablan de dos. Sólo se han encontrado pruebas
de una, lo cual es comprensible, pues la otra está en el extremo opuesto del
largo eje de la Galaxia.
-Muy bien; pues visitaremos la que está cerca.
El general se levantó al tiempo que se ajustaba el cinturón.
-¿Ya sabe adónde ha de ir? -preguntó Barr. -En cierto modo,
sí. En las crónicas del penúltimo virrey, el que asesinó usted con tanta
efectividad, hay sospechosas leyendas de bárbaros exteriores. De hecho, una de
sus hijas fue dada en matrimonio a un príncipe bárbaro. Ya encontraré el
camino. Extendió la mano.
-Gracias por su hospitalidad.
Ducem Barr tocó la mano del general con sus dedos y se
inclinó ceremoniosamente.
-Su visita ha sido un gran honor para mí.
-En cuánto a la información que me ha dado -continuó Bel
Riose-, sabré agradecérsela cuando vuelva.
Ducem Barr siguió cortésmente a su huésped hasta la puerta
exterior, y dijo en voz baja, mientras desaparecía el coche de superficie:
-...Sí vuelves
2. LOS
MAGOS
FUNDACION—
...Tras cuarenta años de expansión, la Fundación se enfrentó a la amenaza de
Bel Riose. Los épicos días de Hardin y Mallow habían desaparecido, y con ellos
cierta dura osadía y resolución...
Enciclopedia
Galáctica
Había cuatro hombres en la habitación, situada de forma que
nadie podía acercarse a ella. Los cuatro se miraron rápidamente y después
contemplaron durante un buen rato la mesa que les separaba. Sobre la misma
había cuatro botellas- y otros tantos vasos, pero nadie los había tocado.
A continuación, el hombre más próximo a la puerta extendió
un brazo y tamborileó un ritmo lento y suave sobre la mesa, al tiempo que
decía:
-¿Van a continuar sentados y callados eterna. mente? ¿Acaso
importa quién hable primero? -Pues hágalo usted -dijo el hombre corpulento
sentado frente a él-. Usted es el que debería estar más preocupado.
Sennett Forell rió en silencio y sin humor. -Porque se
imaginan que soy el más rico. O tal vez esperan que continúe, ya que he
empezado. Supongo que no han olvidado que fue mi propia flota comercial la que
capturó esa nave exploradora... -Usted tenía la flota más grande -dijo un
tercero- y los mejores pilotos; lo cual es otra manera de decir que es el más
rico. Fue un riesgo tremendo, y hubiera sido aún mayor para uno de nosotros.
Sennett Forell volvió a reír silenciosamente. -Tengo cierta facilidad para
correr riesgos, ya que ello lo he heredado de mi padre. Después de todo, el
punto esencial en la aceptación de un riesgo es que los resultados lo
justifiquen, y, en cuanto a eso, no
cabe la menor duda de que la nave enemiga fue aislada y
capturada sin pérdidas por nuestra parte y sin poner sobre aviso a los demás.
El hecho de que Forell fuese un lejano pariente
colateral del gran desaparecido Hober
Mallow era
sabido abiertamente en todo el ámbito de la Fundación. El
hecho de que fuera hijo ilegítimo de Mallow era aceptado en silencio por todos.
El cuarto hombre pestañeó subrepticiamente. Las palabras se
escaparon de sus labios.
-El haber capturado esa navecilla no es como para ponerse a
dormir sobre los laureles. Lo más probable es que ese joven se enfurezca aún
más.
-¿Usted cree que necesita motivos? -preguntó desdeñosamente
Forell.
-Pues sí, lo creo, y esto podría ahorrarle, mejor dicho, le
ahorrará la molestia de inventarse uno. -El cuarto hombre hablaba despacio-.
Hober Mallow trabajaba de otra manera, y también Salvor Hardin. Dejaban que
otros usaran el dudoso medio de la fuerza, mientas ellos maniobraban
tranquilamente y con seguridad.
Forell se encogió de hombros.
-Esa nave ha probado su valor. Los motivos son baratos y
éste lo hemos vendido con beneficios. -Se advertía en sus palabras la
satisfacción del comerciante nato. Continuó-: Ese joven es del viejo Imperio.
-Ya lo sabemos -comentó el segundo hombre, un tipo
corpulento, con un gruñido de desagrado. -Lo sospechábamos -rectificó
suavemente Forell-. Si un hombre viene con naves y riqueza, con talante de
amistad y con ofertas comerciales, es de sentido común evitar su enemistad
hasta estar seguros de que su buena disposición no es una máscara. Pero
ahora...
Había un ligero tono de lamentación en la voz del tercer
hombre cuando interrumpió
-Podríamos haber sido aún más cautelosos. Podríamos
habernos enterado primero, antes de permitirle que se marchara. Hubiera sido
lo más sensato.
-Este punto ya ha sido discutido y desechado -dijo Forell,
apartando el tema con un ademán concluyente.
-El Gobierno es blando -se lamentó el tercer hombre- y el
alcalde es un idiota.
El cuarto miró de uno en uno a los otros tres y se quitó de
la boca la colilla del cigarro. La dejó caer en la ranura situada a su derecha,
donde desapareció con una chispa final.
Dijo con sarcasmo:
-Espero que el caballero que ha hablado última mente lo haya
hecho sólo por hábito. Aquí nos podamos permitir el lujo de recordar que el
Gobierno somos nosotros.
Hubo un murmullo de asentimiento.
Los ojos diminutos del cuarto hombre estaban fijos en la
mesa.
-Entonces, dejemos en paz á la política del Gobierno. Ese
joven..., ese extranjero, podía ser un cliente potencial. Ha habido otros
casos. Todos ustedes intentaron adularle para conseguir un contrato previo.
Tenemos un acuerdo, un acuerdo entre caballeros, que va en contra de esto,
pero a pesar de todo lo intentaron.
-Y usted también -gruñó el segundo. -Lo sé -replicó con
calma el cuarto.
-Pues olvidemos lo que hubiéramos podido hacer -interrumpió
Forell con impaciencia- y continuemos pensando en cómo debemos actuar ahora. En
cualquier caso, ¿qué habría pasado si le hubiésemos matado o hecho prisionero?
Aún ahora no estamos seguros de sus intenciones, y en el peor de los casos no
podríamos destruir un Imperio quitando la vida a un solo hombre. Podría haber
montones de flotas esperando por si se daba el caso de que el joven no
regresara.
-Exactamente -aprobó el cuarto-. Veamos, ¿qué se consiguió
con la captura de esa nave? Soy demasiado viejo para tanta charla.
-Puedo decírselo con muy pocas palabras -repuso Forell
secamente-. Se trata de un general imperial, o lo que sea en el rango correspondiente
entre ellos. Es un joven que ha probado sus dotes militares -así me lo han
dicho- y que es el ídolo de sus hombres. Una carrera muy romántica. Las
historias que se cuentan de él serán indudablemente mentiras
en su mayor parte, pero incluso así le han convertido en una
especie de portento.
-¿Quién las cuenta? -inquirió alguien.
-La tripulación de la nave capturada. Escuchen, tengo todas
sus declaraciones grabadas en microfilm, que guardo en un lugar seguro. Más
tarde podrán oírlas si lo desean. Ustedes mismos pueden hablar con los hombres
en caso de que lo consideren necesario. Yo sólo les he dicho lo esencial.
-¿Cómo logró sonsacarles? ¿Cómo sabe que han dicho la
verdad?
Forell frunció el ceño.
-No me anduve con miramientos, señores míos. -es golpeé, les
drogué de forma masiva y empleé despiadadamente ir sonda. Hablaron. Y podemos
creerles.
-En los viejos tiempos -dijo el tercer hombre con repentina
incongruencia -se habría utilizado la psicología pura. Indolora, ya saben, pero
muy segura y sin posibilidad de engaño.
-Bueno, había muchas cosas antiguamente -comentó Forell con
sequedad-, pero éstos son otros tiempos.
-Pero... -dijo el cuarto hombre- ¿qué buscaba aquí ese
general, ese romántico héroe? -Había en él una persistencia monótona y tenaz.
Forell le miró con fijeza.
-¿Cree usted que confió a su tripulación los detalles de la
política estatal? Ellos no lo sabían. No podemos sacarles nada a este respecto,
y bien sabe la Galaxia que lo hemos intentado.
-Lo cual significa...
-Que hemos de llegar a nuestras propias conclusiones,
naturalmente. -Los dedos de Forell empezaron a tamborilear de nuevo-. Ese
joven es un jefe militar del Imperio, y sin embargo fingió ser un príncipe
menor de algunas estrellas dispersas en un rincón cualquiera de la Periferia.
Sólo esto ya prueba que no le interesa dejamos entrever sus verdaderos motivos.
Añadamos a la naturaleza de su profesión el hecho de que el Imperio ya financió
un ataque contra nosotros en tiempos de mi padre, y veremos que hay motivos
para que nos preocupemos. Aquel
primer ataque fracasó, y dudo que el Imperio nos lo haya
perdonado.
-¿No hay nada en lo que ha descubierto -preguntó con
cautela el cuarto hombre- que nos dé alguna seguridad? ¿No nos está ocultando
algo?
Forell contestó serenamente:
-No puedo ocultar nada En lo sucesivo no podrá haber ninguna
rivalidad comercial. Nos veremos forzados a la unidad.
-¿Patriotismo? -La débil voz del tercer hombre tenía un
acento burlón.
-Al diablo con el patriotismo -dijo Forell con voz
ecuánime-. ¿Creen que daría tan sólo dos soplos de emanación atómica por el
futuro Segundo Imperio? ¿Suponen que arriesgaría una sola misión comercial
para allanarle el camino? Pero... ¿acaso se imaginan que la conquista imperial
ayudará a mi negocio o al de ustedes? Si el Imperio vence habrá cantidad
suficiente de cuervos para acabar con los despojos de la batalla.
-Y nosotros seremos los despojos -añadió secamente uno de
los presentes.
El segundo hombre rompió el silencio de improviso,
cambiando su enorme cuerpo de posición y ha tiendo crujir la silla.
-¿Por qué hablar de eso? El Imperio no puede ganar, ¿verdad?
Contamos con la afirmación de Seldon de que al final formaremos el Segundo
Imperio. Esto no es más que otra crisis. Ha habido tres con anterioridad.
-¡Sólo otra crisis, sí! -Forell estaba furioso-. Pero en las
dos primeras teníamos a Salvor Hardin para guiarnos; en la tercera, a Hober
Mallow. ¿A quién tenemos ahora?
Miró fríamente a los otros y prosiguió:
-Las reglas de psicohistoria de Seldon, en las que es tan
cómodo confiar, tienen probablemente entre sus variables una cierta iniciativa
normal por parte del pueblo mismo de la Fundación. Las leyes de Seldon ayudan
a quienes se ayudan a sí mismos.
-Los tiempos hacen al hombre -dijo el tercero-. Este es
otro proverbio.
-No es posible fiarse de él con seguridad absoluta -gruñó
Forell-. Bien, yo opino lo siguiente: si ésta es la cuarta crisis, Seldon la
habrá previsto. De ser así, será posible vencerla, y entonces tiene que haber
un modo de conseguirlo. Ahora el Imperio no es más fuerte que nosotros; siempre
lo ha sido. Pero es la primera vez que estamos en peligro de un ataque directo
por su parte, por lo que su fuerza se convierte en una terrible amenaza. Si
hemos de vencerla, ha de ser nuevamente, como en todas las crisis pasadas, por
medio de un método, y no por la fuerza. Hemos de encontrar el punto débil del
enemigo... y atacarlo.
-¿Y cuál será ese punto débil? -interrogó el cuarto
hombre-. ¿Piensa adelantarnos una teoría?
-No. A eso quiero ir a parar. Nuestros grandes jefes del
pasado siempre vieron los puntos débiles de sus enemigos y los atacaron. Pero
ahora...
Había indecisión en su voz, y por un momento nadie hizo
ningún comentario. Luego, el cuarto personaje tomó nuevamente la palabra y
dijo:
-Necesitamos espías.
Forell se volvió rápidamente hacia él.
-¡Tiene razón! Ignoro cuándo atacará el Imperio. Es posible
que aún tengamos tiempo.
-El propio Hober Mallow entró en los dominios imperiales
-sugirió el segundo.
Pero Forell movió la cabeza.
-Nada tan directo como eso. Ninguno de nosotros es
precisamente joven, y todos estamos enmohecidos por la burocracia y los
detalles administrativos. Necesitamos jóvenes que ya estén trabajando...
-¿Los comerciantes independientes? -preguntó de nuevo el
cuarto.
Forell asintió con la cabeza y murmuró:-Si aún hay tiempo...
3. LA
MANO MUERTA
Bel Riose interrumpió sus inquietos paseos y miró con
esperanza a su ayudante, que acababa de entrar. -¿Alguna noticia del Starlet?
-Ninguna. Las patrullas de exploración se han repartido el
espacio en zonas, pero los instrumentos no han detectado nada. El comandante
Yume ha informado que la Flota está dispuesta para un inmediato ataque de
represalia.
El general meneó la cabeza.
-No, no por una nave patrulla. Todavía no. Dígale que
doble... ¡Espere! Escribiré el mensaje. Póngalo en clave y transmítalo por
rayo-estanco. Escribió mientras hablaba y alargó el papel al oficial.
-¿Ha llegado ya el siwenniano? -Aún no.
-Bien, encárguese de que le conduzcan aquí en cuanto llegue.
El ayudante saludó con rigidez y se fue. Riose reemprendió
sus paseos por la estancia.
Cuando la puerta se abrió por segunda vez, Ducem Barr
apareció en el umbral. Lentamente, detrás del ayudante que le acompañaba, entró
en la habitación, cuyo techo era un modelo estereoscópico de la Galaxia, y en
el centro de la cual estaba Bel Riose con uniforme de campaña.
-¡Buenos días, patricio! -El general adelantó una silla con
el pie e hizo una seña al ayudante, diciendo-: Esta puerta ha de permanecer
cerrada hasta que yo mismo la abra.
Se acercó al siwenniano y se detuvo frente a él con las
piernas separadas y las manos cruzadas a su espalda, balanceándose lenta y
pensativamente sobre las puntas de los pies. Entonces, ásperamente, dijo:
-Patricio, ¿es usted un súbdito leal del Emperador?
Barr, que había guardado hasta aquel momento un silencio
indiferente, frunció levemente el ceño.
-No tengo motivos para ser adicto al Gobierno imperial.
-Lo cual está muy lejos de decir que sería un traidor.
-Cierto. Pero el mero hecho de no ser un traidor está
también muy lejos de consentir en ser un colaborador activo.
-En general también eso es cierto. Pero negar su ayuda en
este momento -dijo Riose con deliberación- será considerado una traición y
tratada como tal.
Las cejas de Barr se juntaron.
-Guarde sus agudezas verbales para sus subordinados. Será
suficiente para mí que enuncie sus necesidades y exigencias.
Riose se sentó y cruzó las piernas.
-Barr, tuvimos una discusión previa hace casi medio año.
-¿Acerca de sus magos?
-Sí. Se acordará de lo que dije que haría.
Barr asintió. Sus manos descansaban sobre las piernas.
-Dijo que les visitaría en sus escondites y ha estado fuera
estos últimos cuatro meses. ¿Les ha encontrado?
-¿Encontrarles? ¡Eso sí! -gritó Riose. Habló con los labios
rígidos, y parecía esforzarse para no hacer rechinar los dientes-. Patricio, no
son magos, ¡son demonios! Es tan difícil de creer como lo es creer desde aquí
en la nebulosa exterior. ¡Imagíneselo! Es un mundo del tamaño de un pañuelo, de
una uña, con recursos tan escasos, un poder tan pequeño y una población tan
microscópica que no serían suficientes ni para los mundos más atrasados de los
polvorientos prefectos de las Estrellas Negras. Y, pese a ello, es un pueblo
tan altivo y ambicioso que sueña tranquila y metódicamente con el gobierno
galáctico. ¡Caramba!, están tan seguros de sí mismos que ni siquiera tienen
prisa. Se mueven lenta y flemáticamente, hablan de siglos necesarios. Se
tragan mundos
a placer y se internan en sistemas con morosa complacencia.
Y tienen éxito. Nadie puede detenerles. Han desarrollado una mísera comunidad
comercial que enrosca sus tentáculos alrededor de los sistemas, más lejos de
lo que pueden llegar sus naves de juguete. Sus comerciantes -como se llaman a
sí mismos sus agentes- penetran por doquier.
Ducem Barr interrumpió el airado discurso. -¿Cuánto de esta
información es exacto y cuánto es simplemente cólera?
El soldado recobró el aliento y se calmó un poco. -La cólera
no me ciega. Le digo que he estado en mundos más próximos a Siwenna que a la
Fundación, donde el Imperio era un mito de la distancia y los comerciantes
certidumbres vivas. Nosotros fuimos tomados por comerciantes.
-¿Fue la propia Fundación la que le dijo que su objetivo es
el dominio galáctico?
-¡Si me lo dijo! -Riose volvió a enfurecerse-. No era
necesario que me lo dijeran. Los funcionarios callaban; no hablaron más que de
negocios. Pero hablé con hombres corrientes. Capté las ideas de la gente; su
«destino manifiesto», su tranquila aceptación de un gran futuro. Es algo que
no se puede ocultar; un optimismo universal que ni siquiera tratan de
disimular.
El siwenniano demostró abiertamente cierta serena
satisfacción.
-Se dará cuenta de que hasta ahora todo parece coincidir
exactamente con mi reconstrucción de los hechos a partir de los escasos datos
que he logrado reunir.
-Sin duda -respondió Riose con airado sarcasmo- es una
prueba de sus poderes analíticos. Pero también es una evidencia del creciente
peligro que amenaza los dominios de Su Majestad Imperial.
Barr se encogió de hombros con indiferencia, y Riose se
adelantó de pronto, agarró los hombros del anciano y le miró a los ojos con
curiosa suavidad. Dijo:
-No, patricio, nada de eso. No tengo el menor deseo de ser
bárbaro. Por mi parte, el legado de la hostilidad siwenniana hacia el Imperio
es una odiosa carga, y yo haría cualquier cosa para eliminarla.
Pero mi jurisdicción es sólo militar y no puedo entrometerme
en asuntos civiles. Sería la causa de mi ruina y me impediría ser útil. ¿Lo comprende?
Claro que sí. Entre nosotros, pues, dejemos que la atrocidad de hace cuarenta
años sea reparada por la venganza de usted contra su autor, y quede así
olvidada. Necesito su ayuda; lo admito con franqueza.
En la voz del joven había una inmensa urgencia, pero Ducem
Barr meneó la cabeza en una suave y firme negativa.
Riose presionó con acento suplicante:
-Usted no lo comprende, patricio, y yo dudo de mi habilidad
para hacérselo comprender. No puedo discutir en su terreno. Usted es el
erudito, no yo. Pero puedo decirle esto: sea lo que fuere lo que piensa del
Imperio, ha de admitir sus grandes ser vicios. Sus fuerzas armadas han cometido
crímenes aislados, pero en general han contribuido a la paz y la civilización.
Fue la Flota imperial la que creó la Pax Imperium que se estableció en toda la
Galaxia durante dos mil años. Compare los dos milenios de paz bajo el Sol y la
Astronave del Imperio con los dos milenios de anarquía interestelar que los
precedieron. Considere las guerras y las destrucciones de aquellos tiempos y
dígame si no vale la pena, pese a todos sus defectos, conservar el Imperio.
Considere -continuó de forma elocuente- lo que ha sido del borde exterior de
la Galaxia en los días de su escisión e independencia, y pregúntese si, por
una ruin venganza, reduciría a Siwenna de su posición como provincia bajo la
protección de la poderosa Flota a un mundo bárbaro en una Galaxia bárbara,
inmersos todos sus mundos en una fragmentaria independencia y una común
degradación y miseria.
-¿Tan mal están las cosas... tan pronto? -murmuró el
siwenniano.
-No -admitió Riose-. No cabe duda de que nosotros
estaríamos a salvo aunque nuestras vidas se cuadriplicaran. Pero yo lucho por
el Imperio, y por una tradición militar que sólo significa algo para mí, pues
no puedo transferírsela a usted. Es una tradición militar basada en la
institución imperial a la que sirvo.
-Se está poniendo místico, y siempre me resulta difícil
penetrar el misticismo de otra persona.
-No importa. Ya comprende el peligro de esta Fundación.
-Fui yo quien le señaló lo que usted llama peligro antes de
que se marchara de Siwenna.
-Entonces se dará cuenta de que ha de ser detenida en sus
comienzos... o nunca. Usted tenía noticia de esa Fundación antes de que nadie
hubiese oído hablar de ella. Sabe más de ella que cualquier otra persona del
Imperio. Probablemente sabe cuál es la mejor manera de atacarla y también puede
anticiparme sus medidas de contraataque. Vamos, seamos amigos.
Ducem Barr se levantó y dijo con voz átona: -La ayuda que pudiera
prestarle no significa nada. Por tanto, le libero de escuchar mi respuesta a su
urgente petición.
-Yo seré quien juzgue su significado.
-No, estoy hablando en serio. Ni siquiera toda la potencia
junta del Imperio podría aplastar a ese mundo pigmeo.
-¿Por qué no? -Los ojos de Bel Riose centelleaban
furiosamente-. No, quédese donde está. Yo le diré cuándo puede marcharse. ¿Por
qué no? Si cree que menosprecio a ese enemigo que he descubierto, se equivoca.
Patricio -añadió con esfuerzo-, he perdido una nave durante el regreso. No
tengo pruebas de que cayera en manos de la Fundación, pero no hemos podido
localizarla desde entonces, y, de haber sido un simple accidente, con toda seguridad
habríamos hallado su casco muerto a lo largo de la órbita que seguimos. No es
una pérdida importante. Menos de la décima parte de una picada de mosquito,
pero puede indicar que la Fundación ya ha comenzado las hostilidades. Semejante
vehemencia y desprecio por las consecuencias significaría la existencia de
unas fuerzas secretas de las que no sé nada. ¿Puede al menos ayudarme
contestando a una pregunta específica? ¿Cuál es su poderío militar? -No tengo
la menor idea.
-Entonces, explíquese en sus propios términos. ¿Por qué dice
que el Imperio no puede derrotar a tan pequeño enemigo?
El siwenniano se sentó de nuevo y desvió la mirada que en
él tenía fija Riose. Habló con gravedad: -Porque tengo fe en los principios de
la psicohistoria. Es una ciencia extraña. Alcanzó la madurez matemática con
un hombre, Hari Seldon, y murió con él, porque nadie desde entonces ha sido
capaz de manipular sus complejidades. Pero en aquel breve período demostró ser
el instrumento más poderoso jamás inventado para el estudio de la humanidad.
Sin pretender predecir los actos del individuo, formuló leyes específicas
capaces de análisis y extrapolación matemáticos para gobernar y vaticinar la
acción en masa de los grupos humanos.
-Siga.
-Fue la psicohistoria que aplicó Seldon y el grupo que
trabajaba con él para el establecimiento de la Fundación. Lugar, tiempo y
condiciones, todo conspira matemáticamente y, por ende, en forma inevitable,
para el desarrollo de un Imperio Universal.
La voz de Riose tembló de indignación.
-¿Quiere decir que ese arte suyo predice que yo atacaré la
Fundación y perderé tal y cual batalla por tal y cual motivo? ¿Está tratando de
decirme que soy un necio robot que sigue un curso predestinado a la
destrucción?_
-No -replicó el viejo patricio con voz dura-. Ya le he dicho
que esa ciencia no sirve para actos individuales. Es el conjunto, el vasto
telón de fondo, lo que ha sido previsto.
-Así que nos hallamos dentro del potente puño de la Diosa de
la Necesidad Histórica.
-De la Necesidad Psicohistórica -corrigió suave mente Barr.
-¿Y si yo ejerzo mi prerrogativa de libre albedrío? ¿Y si
decido atacar el año próximo, o no atacar nunca? ¿Hasta qué punto es flexible
la Diosa? ¿Hasta dónde llegan sus recursos?
Barr se encogió de hombros.
-Ataque ahora o nunca, con una sola nave o con todo el
poderío del Imperio, con la fuerza militar o con la presión económica, con una
abierta declaración de guerra o con una emboscada traidora. Actúe como quiera
y ejercite hasta el máxima su libre albedrío. Perderá de todos modos.
-¿Debido a la mano muerta de Hari Seldon? -Debido a la mano
muerta de las matemáticas de la conducta humana, que no pueden detenerse, ni
desviarse, ni demorarse...
Se miraron el uno al otro en un punto muerto, hasta que el
general retrocedió un paso y dijo sencillamente
-Acepto el desafío. Será una mano muerta contra una voluntad
viva.
4. EL
EMPERADOR
Cleón
II, comúnmente llamado El Grande. Ultimo emperador poderoso del Primer Imperio,
importante por el renacimiento político y artístico que tuvo lugar durante su
largo reinado. Sin embargo, es más conocido en los romances por su conexión con
Bel Riose, y para el hombre de la calle es simplemente "el Emperador de
Riose". Es importante no permitir que los acontecimientos del último año
de su reinado oscurezcan cuarenta años de...
Enciclopedia Galáctica
Cleón II era Señor del Universo. Cleón II
estaba aquejado, además, de una enfermedad dolorosa que carecía de diagnóstico.
Por los extraños giros de los asuntos humanos, estas dos características no se
excluyen mutuamente, ni son especialmente incongruentes. Ha habido en la
historia una larga serie de molestos precedentes.
Pero a Cleón II no le importaban nada aquellos precedentes.
Meditar sobre una larga lista de casos similares no mejoraría su sufrimiento
personal ni siquiera en el ínfimo valor de un electrón. Tampoco le aliviaba
pensar que mientras su bisabuelo había sido el gobernante pirata de un planeta
minúsculo, él dormía en el palacio de recreo de Ammenetik
el Grande, como heredero de una estirpe de gobernantes
galácticos que se remontaba a un lejano pasado. En aquellos momentos no le
procuraba ningún alivio pensar que los esfuerzos de su padre habían limpiado el
reino de las marcas leprosas de la rebelión, restaurando la paz y la unidad
disfrutadas bajo Stanel VI, y que, en consecuencia, durante los veinticinco
años de su reinado no había empañado su gloria la menor sospecha de sedición.
El Emperador de la Galaxia y Señor de Todo gimió al apoyar
la cabeza en el plano vigorizador de fuerza de las almohadas, que se hundía sin
ofrecer ningún contacto, y se relajó un poco al sentir el agradable cosquilleo.
Se incorporó con dificultad y contempló las distantes paredes de la enorme cámara.
Era demasiado grande para estar a solas en ella; todas las habitaciones eran
demasiado grandes...
Pero era mejor estar solo durante aquellos ataques
paralizadores que soportar los contoneos de los cortesanos, su exagerada
simpatía y su condescendiente
y blanda estupidez. Mejor estar solo que ver aquellas
insípidas máscaras tras las cuales se tejían tortuosas especulaciones sobre las
posibilidades de muerte y las fortunas de la sucesión.
Sus pensamientos le acosaban. Estaban sus tres hijos; tres
altivos adolescentes llenos de promesa y virtud. ¿Dónde desaparecían aquellos
días aciagos? Esperaban, sin duda. Cada uno de ellos espiaba a los otros; y
todos le espiaban a él.
Se removió, inquieto. Y ahora Brodrig quería una audiencia.
El plebeyo y fiel Brodrig; fiel porque era odiado de forma unánime y cordial,
lo cual constituía el único punto de unión entre la docena de pandillas que
dividían su corte.
Brodrig, el fiel favorito que tenía que ser fiel, pues si no
poseyera la nave más veloz de la Galaxia y no se alejara en ella el día de la
muerte del Emperador, le esperaría la cámara atómica al día siguiente.
Cleón Il tocó el suave botón del brazo de su gran diván, y
la enorme puerta del extremo de la habitación se disolvió en un transparente
vacío.
Brodrig avanzó por la alfombra carmesí y se postró para
besar la mano fláccida del Emperador.
-¿Vuestra salud, señor? -preguntó el secretario privado con
voz baja y ansiosa.
-Vivo -respondió exasperado el Emperador-, si se puede
llamar vida a ser usado por todos los granujas que saben leer un libro de
medicina como blanco y campo receptivo de sus torpes experimentos. Si existe un
remedio concebible, químico, físico o atómico, que aún no haya sido probado,
algún culto charlatán de los confines del reino llegará mañana para ensayarlo.
Y otro libro recién descubierto, o más probablemente una falsificación, será
utilizado como una autoridad. Por la memoria de mi padre -prosiguió
enfurecido- que no parece existir un solo bípedo viviente que pueda estudiar la
enfermedad que tiene ante sus ojos con esos mismos ojos. No hay uno solo que
sepa tomar el pulso sin tener delante un libro de los Antiguos. Estoy enfermo
y lo llaman «desconocido». ¡Los muy idiotas! Si en el curso de milenios los
cuerpos humanos aprenden nuevos métodos de caer de lado, como es algo que no lo
descubrieron los Antiguos será algo incurable para toda la eternidad. Los Antiguos
tendrían que vivir ahora, o yo entonces.
El Emperador musitó una maldición, mientras Brodrig esperaba
obedientemente. Cleón II preguntó con mal humor
-¿Cuántos están esperando fuera?
Movió la cabeza en dirección a la puerta. Brodrig contestó
pacientemente:
-En el Gran Salón espera el número acostumbrado.
-¡Pues que esperen! Asuntos de estado ocupan mi atención. Di
al capitán de guardia que así lo anuncie. Pero... ¡no, espera!, olvida los
asuntos de estado. Que anuncie solamente que no concedo audiencias, y que lo
haga con expresión entristecida. Los chacales que hay entre ellos pueden
traicionarse. -El Emperador esbozó una malévola sonrisa.
-Corre la voz, señor -dijo Brodrig con suavidad-, que es
vuestro corazón lo que os causa molestias.
La sonrisa del Emperador seguía siendo malévola.
-Perjudicará más a los otros que a mí mismo si alguien actúa prematuramente
según este rumor.
Pero dime qué te ha traído aquí. Acabemos con esto de una
vez.
Brodrig se levantó al ser autorizado a ello por un ademán, y
dijo:
-Se trata del general Bel Riose, el gobernador militar de
Siwenna.
-¿Riose? -Cleón II frunció marcadamente el ceño-. No le
recuerdo. Espera, ¿no es el que envió aquel novelesco mensaje hace algunos
meses? Sí, ahora me acuerdo. Ansiaba mi permiso para iniciar una carrera de
conquista para gloria del Imperio y del Emperador.
-Exactamente, señor.
El Emperador rió por unos instantes.
-¿Tenías idea de que me quedaran tales generales, Brodrig?
Parece ser un curioso atavismo. ¿Cuál fue la respuesta? Creo que tú te
encargaste del asunto.
-En efecto, señor. Recibió instrucciones de enviar
información adicional y de no dar ningún paso que implicara una acción naval
sin ulteriores órdenes del Imperio.
-Hum. Una medida prudente. ¿Quién es ese Riose? ¿Ha estado
alguna vez en la corte?
Brodrig asintió, y su boca se torció ligeramente. -Empezó su
carrera hace diez años como cadete de la Guardia. Tomó parte en aquel asunto de
Lemul Cluster.
-¿Lemul Cluster? Ya sabes que mi memoria no es del todo...
¿Fue aquella vez que un soldado salvó a dos naves de línea de una colisión
frontal mediante... no sé qué? -Agitó una mano con impaciencia-. He olvidado
los detalles. Fue algo heroico.
-Riose era aquel soldado. Fue ascendido por ello -dijo
Brodrig secamente- y asignado al campo de operaciones como capitán de una nave.
-Y ahora es gobernador militar de un sistema fronterizo; y
todavía es joven. ¡Un hombre capaz, Brodrig!
-Inseguro, señor. Vive en el pasado. Es un soñador de
viejos tiempos, o, mejor dicho, de los mitos sobre los viejos tiempos. Tales
hombres son inofensivos por sí mismos, pero su extraña falta de realismo les
hace parecer locos a los demás. -Y agregó-:
Tengo entendido que tiene a sus hombres por completo bajo
su control. Es uno de vuestros generales populares.
-¿Ah, sí? -murmuró el Emperador-. Bueno, Brodrig, no me
gustaría ser servido únicamente por incompetentes. No dan un ejemplo muy
envidiable de fidelidad, ni siquiera ellos.
-Un traidor incompetente no es un peligro. Son los hombres
capaces los que hay que vigilar.
-¿Tú entre ellos, Brodrig? -Cleón 11 se rió y en seguida
hizo una mueca de dolor-. Bueno, olvida la conferencia por el momento. ¿Qué
novedades hay a propósito de ese joven conquistador? Supongo que no habrás
venido solamente a recordar.
-Señor, se ha recibido otro mensaje del general Riose.
-¿Sí? ¿Y qué dice?
-Ha espiado la tierra de esos bárbaros y aconseja una
expedición armada. Sus argumentos son largos y bastante aburridos. No vale la
pena molestar con ellos a Vuestra Imperial Majestad en este momento en que os
aqueja cierta indisposición; en especial porque será discutido a fondo durante
la sesión del Consejo de los Señores. -Miró de soslayo al Emperador.
Cleón II frunció el ceño.
-¿Los Señores? ¿Hay que someterles esta cuestión, Brodrig?
Significará más solicitudes de una interpretación más amplia de la Carta.
Siempre terminan igual...
-No se puede evitar, señor. Hubiera sido preferible que
vuestro augusto padre hubiese sofocado la última rebelión sin otorgar la Carta.
Pero, como existe, hemos de soportarla por el momento.
-Supongo que tienes razón. Pues que lo sepan los Señores.
Pero ¿por qué tanta solemnidad, hombre? Después de todo, es una cuestión
insignificante. El éxito en una frontera remota con tropas limitadas no es
precisamente un asunto de estado.
Brodrig sonrió con los labios apretados y dijo fríamente:
-Es asunto de un idiota romántico; pero incluso un idiota
romántico puede ser un arma mortífera cuando un rebelde nada romántico lo
utiliza como
instrumento. Señor, ese hombre era popular aquí y es popular
allí. Es joven. Si se anexiona uno o dos planetas bárbaros, se convertirá en
un conquistador. Pues bien, un joven conquistador que ha demostrado su
capacidad de despertar el entusiasmo de pilotos, mineros, comerciantes y otros
de ese nivel, es peligroso en cualquier momento. Incluso aunque no desee
haceros a vos lo que hizo vuestro augusto padre al usurpador, Ricker, uno
cualquiera de vuestros leales Señores de los Dominios puede decidir utilizarle
como arma.
Cleón II movió rápidamente una mano y se quedó rígido por el
dolor. Se fue relajando con lentitud, pero su sonrisa era débil y su voz apenas
un murmullo
-Eres un súbdito valioso, Brodrig. Siempre sospechas más de
lo necesario, y yo sólo tengo que seguir la mitad de las precauciones que
sugieres para estar completamente a salvo. Lo someteremos a la opinión de los
Señores. Les escucharemos y tomaremos las medidas pertinentes. Supongo que ese
joven aún no ha comenzado las hostilidades.
-No menciona nada de eso, pero ya ha pedido refuerzos.
-¡Refuerzos! -Los ojos del Emperador expresaron un gran
asombro-. ¿De qué fuerzas dispone? -De diez naves de línea, señor, con todo el
complemento de naves auxiliares. Dos de ellas están equipadas con motores
recuperados de la antigua Gran Flota, y una tiene una batería de artillería de
la misma procedencia. Las otras naves son relativamente nuevas, de los últimos
cincuenta años, y todavía sirven.
-Diez naves parecen adecuadas para cualquier empresa
razonable. Caramba, con menos de diez naves mi padre logró sus primeras
victorias contra el usurpador. ¿Quiénes son esos bárbaros contra los que
lucha?
El secretario privado enarcó las cejas. -Se refiere a ellos
como «la Fundación». -¿La Fundación? ¿Qué es eso?
-No hay datos, señor. He rebuscado cuidadosamente en los
archivos. El área de la Galaxia indicada está dentro de las antiguas provincias
de Anacreonte,
que hace dos siglos se entregó al pillaje, la barbarie y la
anarquía. Sin embargo, no hay en la provincia ningún planeta conocido como
Fundación. Había una vaga referencia a un grupo de científicos enviados a
aquella provincia justo antes de que se separase de nuestra protección. Iban a
preparar una Enciclopedia. -Sonrió levemente-. Creo que la llamaban la
Enciclopedia Galáctica.
-Bien -comentó el Emperador-, la conexión se me antoja
bastante inconsistente.
-No digo que haya una conexión, señor. Nunca más se
recibieron noticias de aquella expedición tras la implantación de la anarquía
en aquella área. Si sus descendientes viven todavía y conservan su nombre, es
seguro que habrán vuelto a la barbarie.
-De modo que quiere refuerzos --dijo el Emperador lanzando
a su secretario una mirada colérica-. Esto es muy peculiar; se propone luchar
contra unos salvajes con diez naves y pide más antes de que comience la lucha.
Pero ahora voy recordando mejor a ese Riose; era un apuesto muchacho de familia
leal. Brodrig, en este asunto hay puntos que no logro penetrar. Puede ser más
importante de lo que parece.
Sus dedos jugaban ociosamente con la resplandeciente sábana
que cubría sus piernas rígidas. Añadió-Necesito que vaya un hombre allí; un
hombre que tenga ojos, cerebro y lealtad. Brodrig...
El secretario inclinó sumisamente la cabeza. -¿Y las naves,
señor?
-¡Todavía no! -El Emperador gimió mientras cambiaba poco a
poco de posición. Señaló con un dedo tembloroso-. Tenemos que saber algo más.
Convoca el Consejo de los Señores para dentro de una semana. Será asimismo una
buena oportunidad para la nueva apropiación. La haré aprobar o tal vez algunos
pierdan la vida.
Recostó su doliente cabeza en el agradable cosquilleo del
campo de fuerza de la almohada.
-Vete ahora, Brodrig, y haz entrar al médico. Es el peor de
todo ese hatajo de zopencos.
5.
COMIENZA LA GUERRA
Desde el punto central de Siwenna, las fuerzas del Imperio
se dirigieron cautelosamente hacia la desconocida negrura de la Periferia.
Naves gigantes recorrieron la vasta distancia que separaba a las estrellas
errantes del borde de la Galaxia, abriéndose camino alrededor de los límites
más alejados de la influencia de la Fundación.
Mundos aislados en su nueva barbarie de dos siglos
sintieron una vez más el paso de los señores supremos sobre su suelo. Se juró
fidelidad frente a la masiva artillería concentrada en las ciudades capitales.
Las guarniciones fueron abandonadas; guarniciones de
hombres que llevaban el uniforme imperial y la insignia del Sol-y-la-Astronave
en sus charreteras. Los viejos lo advirtieron y recordaron una vez más las
olvidadas historias de sus tatarabuelos sobre los tiempos en que el universo
era grande y rico y disfrutaba de paz, y ese mismo Sol-y-Astronave lo gobernaba
todo.
Entonces, las grandes naves tejieron su red de bases
avanzadas alrededor de la Fundación. Y cuando cada uno de los mundos estuvo anudado
en su lugar correspondiente de la red, se envió el informe a Bel Riose, que
había establecido su cuartel general en la superficie rocosa y estéril de un
planeta errante y sin sol.
En aquel momento, Riose se tranquilizó y sonrió a Ducem
Barr.
-Bien, ¿qué opina usted, patricio?
-¿Yo? ¿Qué valor tiene lo que yo piense? No soy militar.
-Contempló con una mirada de hastío y desagrado el desorden que reinaba en la
habitación, excavada en la roca y provista de aire, luz y calor artificiales,
que constituía la única burbuja de vida
en la inmensidad de un mundo yermo-- Para la ayuda que puedo
prestarle -murmuró-, o que estoy dispuesto a facilitarle, sería mejor que me
regresase a Siwenna.
-Todavía no, todavía no. -El general giró la silla hacia el
rincón donde se hallaba la enorme esfera transparente que mostraba el mapa de
la antigua prefectura imperial de Anacreonte y sus sectores circundantes-. Más
tarde, cuando todo haya terminado, podrá regresar a sus libros y todo lo
demás. Me encargaré de que las posesiones de su familia le sean devueltas para
siempre, a usted y a sus hijos.
-Gracias --dijo Barr con ligera ironía-, pero no tengo fe en
el feliz desenlace de todo esto.
Riose estalló en una carcajada estridente.
-No empiece de nuevo con sus graznidos proféticos. Este
mapa habla con voz más elocuente que sus pesimistas teorías. -Acarició
suavemente su curvada e invisible superficie-. ¿Sabe interpretar un mapa en su
proyección radial? ¿Sí? Pues bien, véalo usted mismo. Las estrellas doradas
representan los territorios imperiales. Las rojas son las que están sometidas a
la Fundación, y las rosas son las que se hallan probablemente bajo su esfera de
influencia. Ahora, mire...
La mano de Riose cubrió un botón redondo, y un área de
marcados y blancos puntitos fue tiñéndose lentamente de azul oscuro. Los
puntitos, como una taza invertida, rodearon a los rojos y rosados.
-Estas estrellas azules han sido tomadas por mis fuerzas
-dijo Riose con tranquila satisfacción- y continúan avanzando. No han
encontrado obstáculos en ninguna parte. Los bárbaros se mantienen inmóviles.
Y, sobre todo, no ha habido ninguna oposición por parte de las fuerzas de la
Fundación. Duermen bien y pacíficamente.
-Usted dispersa sus fuerzas en una línea muy delgada,
¿verdad? -preguntó Barr.
-De hecho -explicó Riose-, y pese a las apariencias, no es
así. Los puntos clave donde sitúo guarnición y fortificaciones son
relativamente pocos, pero están elegidos con sumo cuidado. El resultado es que
las fuerzas dispersas son pequeñas, pero la estrategia es considerable. Hay
muchas ventajas, más
de las que adivinaría quien no hubiese estudiado a fondo la
táctica espacial, pero es evidente para cualquiera, por ejemplo, que puedo
desencadenar un ataque desde cualquier punto de una esfera envolvente, y que
cuando haya terminado será imposible para la Fundación atacar los flancos o la
retaguardia. Para ellos no habrá ni flancos ni retaguardia. Esta estrategia del
Cerco Previo ha sido intentada antes, sobre todo en las campañas de Loris VI,
hace unos dos mil años, pero siempre de modo imperfecto; siempre con el
conocimiento y la interferencia del enemigo. Esta vez es diferente...
-¿El caso ideal de los libros de texto? -La voz de Barr era
lánguida e indiferente. Riose perdió la paciencia.
-¿Sigue pensando que mis fuerzas fracasarán? -Téngalo por
seguro.
-Sepa usted que no ha habido un solo caso en la historia
militar en que, cuando el movimiento envolvente ha sido completado, no hayan
vencido las fuerzas atacantes, excepto cuando existe una flota exterior con la
fuerza suficiente como para romper el cerco.
-Si usted lo dice...
-¿Y continúa creyendo lo mismo? -Sí.
-Allá usted. -Riose se encogió de hombros. Barr dejó que el
silencio se prolongase unos momentos y entonces preguntó:
-¿Ha recibido respuesta del Emperador?
Riose sacó un cigarrillo de un recipiente mural situado a
sus espaldas y lo encendió cuidadosamente. Repuso:
-¿Se refiere a mi petición de refuerzos? Ha llegado la
respuesta, nada más.
-Las naves no.
-Ninguna. Lo esperaba a medias. Francamente, patricio, no
hubiera debido dejarme influenciar por sus teorías y haber hecho esta petición
que, en definitiva, me ha puesto en evidencia.
-¿De verdad?
-Claro. Las naves son escasas. Las guerras civiles de los
dos últimos siglos han acabado con más de la mitad de la Gran Flota, y las
restantes se hallan
en malas condiciones. Usted ya sabe que las naves que se
construyen actualmente no valen nada. Creo que no existe un solo hombre en la
Galaxia capaz de construir un motor hiperatómico de buena calidad.
-Lo sé -dijo el siwenniano. Su mirada era pensativa y
ensimismada-. Pero ignoraba que usted lo supiera. De modo que Su Majestad
Imperial no puede darle naves. La psicohistoria podría haberlo predicho; en
realidad, tal vez lo hizo. Yo diría que la mano muerta de Hari Seldon está
ganando el primer asalto.
Riose contestó bruscamente:
-¡Dispongo de naves suficientes! Su Seldon no está ganando
nada. Si la situación se agravara, enviarían más naves. De momento, el
Emperador no sabe toda la historia.
-¿De verdad? ¿Por qué no se la ha contado? -Es evidente...
porque son teorías de usted. -Riose le miró con sarcasmo-. Esa historia, con
todos mis respetos, es altamente inverosímil. Si los acontecimientos la
corroboran, si me facilitan una prueba, entonces, pero sólo entonces,
consideraré que el peligro es mortal. Además -continuó casualmente Riose-,
esta historia, mientras no la respalden los hechos, tiene un sabor de lesa
majestad que no resultaría agradable al Emperador de la Galaxia.
El anciano patricio sonrió.
-Quiere decir que comunicarle que su augusto trono está en
peligro de subversión por parte de unos toscos bárbaros de los confines del
universo no es una advertencia fácil de creer o calibrar. De manera que usted
no espera nada de él.
-A menos que contemos con un enviado especial, o algo por el
estilo.
-¿Y por qué un enviado especial?
-Es una vieja costumbre. Un representante directo de la
corona está presente en toda campaña militar que se halle bajo los auspicios
del Gobierno. -¿De veras? ¿Por qué?
-Es un método de preservar el símbolo de la jefatura
personal imperial en todas las campañas. Y también para asegurar la fidelidad
de los generales. No siempre tiene éxito en esto último.
-Lo encontrará un inconveniente, general. Me refiero a la
autoridad ajena.
-No lo dudo -admitió Riose, enrojeciendo un poco-, pero no
puedo evitarlo...
El receptor situado en la mano del general se encendió y,
con una ligera sacudida, un parte de forma cilíndrica apareció en la ranura.
Riose lo desenrolló.
-¡Bien! ¡Aquí está!
Ducem Barr enarcó las cejas inquisitivamente. Riose explicó
-Ya sabe que hemos capturado a uno de esos comerciantes.
Vivo... y con su nave intacta.
-He oído hablar de ello.
-Pues bien, acaban de traerle y le tendremos aquí dentro de
un minuto. No se mueva de su asiento, patricio. Quiero que esté presente
mientras le interrogo. En realidad, éste es el motivo por el que le he llamado
hoy. Usted puede comprenderle, mientras que yo podría perderme puntos
importantes.
Sonó la señal de la entrada y un ligero movimiento del pie
del general abrió la puerta de par en par. El hombre que apareció en el umbral
era alto y barbudo, llevaba un abrigo corto de suave felpudo plástico y una
capucha doblada en la nuca. Tenía las manos libres, y si se había fijado en que
los hombres que le acompañaban iban armados, no se molestaba en dar muestras de
ello.
Entró con indiferencia y observó a su alrededor con mirada
calculadora. Saludó al general con un rudimentario ademán y una ligera
inclinación de cabeza.
-¿Su nombre? -preguntó Riose con brusquedad. -Lathan Devers.
-El comerciante insertó los pulgares en su ancho y vistoso cinturón-. ¿Usted
es el jefe aquí?
-¿Es usted un comerciante de la Fundación? -Exacto. Escuche,
si usted es el jefe será mejor que diga a sus hombres que no se acerquen a mi
cargamento.
El general levantó una mano y miró fríamente al prisionero.
-Conteste a las preguntas y no dé ninguna orden. Muy bien,
obedeceré. Pero uno de sus muchachos se ha abierto ya un agujero de medio
metro en el pecho, metiendo los dedos donde no debía. Riose levantó la vista
hacia el teniente de servicio.
-¿Dice la verdad este hombre? Su informe, Vrank, asegura que
no se ha perdido ninguna vida.
-Así era, señor -dijo el teniente con voz ronca y temerosa-,
en aquel momento. Más tarde se dio orden de registrar la nave, pues corrió la
voz de que había una mujer a bordo. Pero en su lugar, señor, se hallaron muchos
instrumentos de naturaleza desconocida, instrumentos que el prisionero
califica como su mercancía. Uno de ellos explotó al ser tocado, y el soldado
murió.
El general se dirigió de nuevo al comerciante: -¿Lleva su
nave explosivos atómicos?
-¡Por la Galaxia que no! ¿Para qué? Ese loco agarró un
punzón atómico por el extremo equivocado, y provocó una dispersión máxima. No
se puede hacer eso. Lo mismo podría haberse apuntado a la cabeza una pistola de
neutrones. Yo le hubiera detenido, de no haber tenido a cinco hombres sentados
sobre mi pecho.
Riose hizo una seña al oficial que esperaba. -Váyase y haga
sellar la nave capturada contra toda intrusión. Siéntese, Devers.
El comerciante tomó asiento donde le indicaban y soportó
estoicamente el escrutinio del general imperial y la curiosa mirada del
patricio siwenniano. Riose dijo:
-Es usted un hombre sensato, Devers.
-Gracias. ¿Le impresiona mi cara, o es que quiere algo? Le
diré una cosa: soy un buen hombre de negocios.
-Viene a ser lo mismo. Rindió su nave cuando podría haber
decidido que malgastáramos nuestras municiones en reducirle a polvo
electrónico. Esto puede granjearle un buen trato, en caso de que continúe con
la misma actitud ante la vida.
-Un buen trato es lo que más ansío, jefe. -Bien, y lo que yo
más ansío es la colaboración. -Riose sonrió, y en voz baja murmuró a Ducem
Barr--: Espero que la palabra ansío» signifique lo
que yo creo. ¿Oyó alguna vez una jerga tan bárbara?
Devers dijo blandamente:
-Muy bien, he comprendido. Pero ¿de qué clase de cooperación
habla, jefe? Para decirle la verdad, no sé dónde estoy. -Miró en torno suyo-.
¿Qué es este lugar, por ejemplo, y cuál es el plan?
-¡Ah! Olvidaba las presentaciones. -Riose estaba de buen
humor-. Este caballero es Ducem Barr, patricio del Imperio. Yo soy Bel Riose,
noble del Imperio y general de tercera clase de las Fuerzas Armadas de Su
Majestad Imperial.
La mandíbula del comerciante se distendió. Inquirió
-¿El Imperio? ¿Quiere decir el viejo Imperio del que nos
hablaban en la escuela? ¡Qué gracioso! Siempre tuve la sensación de que ya no
existía.
-Mire a su alrededor. Existe -dijo Riose con seriedad.
-Tendría que haberlo adivinado -murmuró Lathan Devers
dirigiendo su barba hacia el techo. Las naves que capturaron mi bañera eran
potentes y relucían mucho. Ningún reino de la Periferia podría fabricarlas.
-Frunció el ceño-. ¿Cuál es el juego, jefe? ¿O he de llamarle general?
-El juego es la guerra. -Imperio contra Fundación, ¿no?
-Exacto.
-¿Por qué?
-Creo que usted conoce la razón.
El comerciante le miró fijamente y meneó la cabeza. Riose
le dejó meditar, y después repitió: -Estoy seguro de que conoce la razón.
Lathan Devers murmuró
-Aquí hace calor -y se levantó para despojarse del abrigo
con capucha.
Entonces volvió a sentarse y alargó las piernas delante de
él.
-¿Sabe una cosa? -dijo con tranquilidad-. Me imagino que
está pensando que yo debería ponerme en pie de un salto y rebelarme. Podría
cogerle antes de que tuviera tiempo de moverse, si eligiera el momento
oportuno, y ese viejo que no suelta una palabra no haría gran cosa para
detenerme.
-Pero no lo hará -dijo Riose con la misma tranquilidad.
-No -repuso Devers amablemente-. Primero, porque supongo que
matándole no pondría fin a la guerra. Hay más generales en el lugar de donde
procede.
-Muy acertadamente deducido.
-Aparte de que probablemente me reducirían a los dos
segundos de haberle atacado, y me matarían, rápida o lentamente, eso depende.
Pero me matarían, y nunca me gusta contar con eso cuando estoy haciendo
planes. No me compensaría.
-Ya dije que era usted un hombre sensato. -Pero hay una cosa
que me intriga, jefe. Me gustaría que me dijese qué ha querido insinuar con
eso de que yo sé por qué nos hacen la guerra. Lo ignoro, y adivinar me aburre
mucho.
-Conque sí, ¿eh? ¿Alguna vez ha oído hablar de Hari Seldon?
-No. Y ya le he dicho que no me gustan las adivinanzas.
Riose miró de soslayo a Ducem Barr, que sonreía con suavidad
y continuaba inmerso en sus pensamientos.
El general dijo con una mueca:
-No juegue usted a las adivinanzas, Devers. Existe una
tradición, o una fábula, o una historia, no me importa lo que sea, sobre su
Fundación, de que eventualmente creará el Segundo Imperio. Conozco una versión
muy detallada del cuento de la psicohistoria de Hari Seldon y de sus eventuales
planes de agresión contra el Imperio.
-¿De veras? -Devers parecía pensativo--. ¿Y quién le ha
contado todo esto?
-¿Acaso importa? -dijo Riose con peligrosa suavidad-. Usted
no está aquí para hacer preguntas. Quiero que me diga todo lo que sabe acerca
de la fábula de Seldon.
-Pero si es una fábula...
-No juegue con las palabras, Devers.
-No lo hago. De hecho, voy a serle sincero. Ya conoce usted
todo lo que sé acerca de ello. Es un cuento estúpido, un absurdo. Todos los
mundos tienen sus leyendas; es imposible arrebatárselas. Sí,
he oído hablar de eso: Seldon, Segundo Imperio... y todo lo
demás. Duermen a los niños con esa clase de historias. Los chiquillos se
adormecen en sus cuartos con sus proyectores de bolsillo y absorben las
aventuras de Seldon. Pero es algo estrictamente infantil, nada para adultos
inteligentes, en definitiva.
El comerciante meneó la cabeza. Los ojos de Riose eran
sombríos.
-¿Es realmente así? Miente usted en vano. He estado en el
planeta Términus, y conozco su Fundación. La he visto de cerca.
-¿Por qué me pregunta entonces? A mí, que no he pasado en
ella dos meses seguidos en diez años. Está desperdiciando su tiempo. Pero
continúe con su guerra, si lo que busca son fábulas.
Y Barr habló por primera vez, suavemente -¿Tanta confianza
tiene en la victoria final de la Fundación?
El comerciante se volvió. Enrojeció levemente, mostrando la
palidez de una vieja cicatriz que tenía en la sien.
-Vaya, el socio silencioso. ¿Cómo ha deducido eso de mis
palabras, doctor?
Riose hizo a Barr una seña imperceptible, y el siwenniano
prosiguió en voz baja:
-Porque le molestaría la idea de que su mundo pudiera perder
esta guerra y sufrir las tristes consecuencias de la derrota. Lo sé porque mi
mundo las sufrió una vez, y aún las está sufriendo.
Lathan Devers jugó con su barba, miró uno tras otro a sus
interlocutores y rió brevemente. -¿Habla siempre así, jefe? Escuchen -añadió en
tono grave-, ¿qué es la derrota? He visto guerras y he visto derrotas. ¿Qué
pasa si el vencedor asume el gobierno? ¿A quién molesta? ¿A tipos como yo?
-Meneó la cabeza con incredulidad-. Entiendan esto -añadió el comerciante
hablando fuerte y animadamente-, siempre hay cinco o seis tipos gordos que
gobiernan un planeta normal. Ellos son los que llevan las de perder, o sea que
yo no voy a preocuparme en absoluto por su suerte. ¿Y el pueblo? ¿Los hombres
del montón? Claro, algunos mueren, y el resto paga impuestos extraordinarios
durante un tiempo. Pero todo acaba arreglándose; las cosas se estabilizan. Y
entonces vuelve a implantarse la misma situación, con otros cinco o seis tipos
diferentes. Ducem Barr movió las aletas nasales, y los tendones de su mano
derecha temblaron, pero no dijo nada.
Los ojos de Lathan Devers se fijaron en él; nada les pasaba
por alto. Añadió:
-Mire, me paso la vida en el espacio para vender mis
modestas mercancías y sólo recibo coces de los Monipodios. En casa -señaló por
encima de los hombros con el pulgar- hay tipos corpulentos que se embolsan mis
beneficios anuales, exprimiéndome a mí y a otros como yo. Supongamos que ustedes
gobiernan la Fundación. Seguirían necesitándonos. Nos necesitarían más que los
Monipodios porque se sentirían perdidos, y seríamos nosotros quienes
traeríamos el dinero. Haríamos un trato mejor con el Imperio, estoy seguro; y
lo digo como hombre de negocios. Si ello significa más ganancias, lo apruebo.
Y se quedó mirándoles con burlona beligerancia. Reinó el
silencio durante unos minutos, y entonces un nuevo cilindro asomó por la ranura
del receptor. El general lo abrió, echó una ojeada a su contenido y lo conectó
a los visuales.
«Prepare plan indicando posición de cada nave. Espere órdenes
manteniéndose a la defensiva.» Recogió su capa y, mientras se la ajustaba sobre
los hombros, dijo a Barr con acento perentorio: -Dejo a este hombre a su
cuidado. Espero resultados. Estamos en guerra y los fracasos se pagarán caros.
¡Recuérdelo!
Se fue tras saludar militarmente a ambos. Lathan Devers le
siguió con la mirada.
-¡Vaya! Alguna mosca le ha picado. ¿Qué ocurre? -Una
batalla, evidentemente -repuso ásperamente Barr-. Las fuerzas de la Fundación
van a presentar su primera batalla. Será mejor que venga conmigo.
Había soldados armados en la estancia. Su actitud era
respetuosa, y sus rostros, herméticos. Devers salió de la habitación detrás
del altivo patriarca siwenniano.
Les condujeron a una estancia más pequeña e
incompleta que la anterior. Contenía dos camas, una pantalla
de video, ducha y otros servicios sanitarios. Los soldados se marcharon y la
gruesa puerta se cerró con un ruido hueco.
-¡Vaya! -Devers miró en torno suyo con desaprobación-. Esto
parece permanente.
-Lo es -dijo Barr con brevedad, volviéndole la espalda.
El comerciante preguntó, irritado: -¿Cuál es su juego,
doctor?
-No juego a nada. Usted se halla a mi cuidado, eso es todo.
El comerciante se levantó y se acercó al patricio, que se
mantuvo inmóvil.
-¿Esas tenemos? Pero está en esta celda conmigo, y cuando
nos condujeron aquí las armas le apuntaban tanto a usted como a mí. Escuche,
se ha enfurecido mucho con mis ideas sobre la guerra y la paz. -Esperó en
vano-. Muy bien, déjeme preguntarle algo. Dijo usted que su país fue vencido
una vez. ¿Por quién? ¿Por el pueblo de un cometa de las nebulosas exteriores?
Barr levantó la vista. -Por el Imperio. -¿Ah, sí? Entonces,
¿qué está haciendo aquí? Barr guardó un elocuente silencio.
El comerciante extendió su labio inferior y asintió
lentamente con la cabeza. Se quitó el brazalete de eslabones planos que ceñía
su muñeca derecha y lo alargó a Barr.
-¿Qué opina de esto? -Llevaba otro exacto en la muñeca
izquierda.
El siwenniano tomó el ornamento. Respondió lentamente al
gesto del comerciante y se lo puso. El extraño cosquilleo en la muñeca cesó con
rapidez. La voz de Devers cambió en seguida.
-Bien, doctor, ya puede hablar ahora. Hágalo con
naturalidad. Si esta habitación está vigilada acústicamente, no captarán nada.
Lo que tiene ahí es un distorsionador de campo; diseño genuino de Mallow. Se
vende por veinticinco créditos en cualquier mundo de aquí al borde exterior.
Usted lo tendrá gratis. No mueva los labios cuando hable y tómeselo con calma.
Ha de encontrarle el truco.
Ducem Barr se sintió repentinamente cansado. Los ojos
penetrantes del comerciante eran luminosos y exigentes. Temió no saber
responder a esta exigencia. Preguntó:
-¿Qué quiere usted? -Las palabras sonaron extrañas a través
de los labios inmóviles.
--Ya se lo he dicho. Emite sonidos bucales como si fuera un
patriota y, sin embargo, su mundo fue destruido por el Imperio y usted se
dedica a jugar a pelota con el rubio general del Emperador. No tiene sentido,
¿verdad?
-Yo ya cumplí mi misión -replicó Barr- Un virrey imperial
murió gracias a mí.
-¿De veras? ¿Recientemente? -Hace cuarenta años.
-¡Cuarenta... años! -El comerciante pareció encontrar
sentido a aquellas palabras. Frunció el ceño-. Es mucho tiempo para vivir de
recuerdos. ¿Lo sabe ese joven mequetrefe vestido de general?
Barr asintió con la cabeza. Los ojos de Devers reflejaron
una profunda meditación.
-¿Desea que venza el Imperio?
El anciano patricio siwenniano explotó en tina cólera
repentina.
-¡Ojalá el Imperio y todas sus obras perezcan en una
catástrofe universal! Todo Siwenna reza diariamente para que ocurra. Yo tenía
hermanos, una hermana, un padre. Pero ahora tengo hijos y nietos. El general
sabe dónde encontrarlos.
Devers esperó. Barr continuó en un susurro: -Pero esto no me
detendría si los resultados justificaran el riesgo. Sabrían morir.
El comerciante dijo con suavidad:
-Una vez mató a un virrey, ¿no? Recuerdo algunas cosas.
Nosotros tuvimos un alcalde, Hober Mallow era su nombre. Visitó Siwenna; es el
mundo de usted, ¿verdad? Conoció a un hombre llamado Barr.
Ducem Barr le miró duramente, con suspicacia. -¿Qué sabe
usted de eso?
-Lo que saben todos los comerciantes de la Fundación. Usted
podría ser un tipo listo colocado aquí para atraparme. Le apuntarían con sus
armas y usted odiaría el Imperio y ansiaría su destrucción. Y yo
me entregaría a usted y le abriría mi corazón, y el general
rebosaría satisfacción. No hay muchas posibilidades de que esto suceda,
doctor. Pero me gustaría que pudiese probarme que es hijo de Onum Barr de
Siwenna... el sexto y más joven que escapó a la Matanza.
La mano de Ducem Barr tembló al abrir la caja de metal que
había en un nicho de la pared. El objeto que extrajo de ella rechinó
suavemente cuando lo colocó en las manos del comerciante.
-Mire eso -dijo.
Devers lo miró con fijeza. Se llevó muy cerca de los ojos el
hinchado eslabón central de la cadena y profirió un juramento ahogado.
-Es el monograma de Mallow o yo soy un recluta del espacio,
¡y el diseño tiene cincuenta años! -Levantó la. vista y sonrió-. Chóquela,
doctor. Un escudo atómico individual es toda la prueba que necesito.
Y alargó a Barr su robusta mano.
6. EL
FAVORITO
Las diminutas naves habían surgido de las profundidades del
vacío y volaban a toda velocidad hacia el centro de la Armada. Sin un disparo o
una ráfaga de energía se introdujeron en el área atestada de naves para salir
luego disparadas de un lado a otro, mientras las naves imperiales se dirigían
hacia ellas como torpes animales de carga. Hubo dos relámpagos inaudibles que
brillaron en el espacio cuando dos de los minúsculos mosquitos se fundieron por
el impacto atómico, pero el resto desapareció.
Las grandes naves buscaron, y después volvieron a su misión
original, y, mundo tras mundo, la gran red del cerco continuó tejiéndose.
El uniforme de Brodrig era majestuoso; cuidadosamente
cortado y lucido con el mismo esmero. Sus pasos por los jardines del oscuro
planeta Wanda,
transitorio cuartel general del Imperio, eran pausados, y
su expresión, sombría.
Bel Riose caminaba junto a él con el cuello de su uniforme
de campaña desabrochado, lúgubre en su monótono gris y negro.
Riose indicó el banco negro colocado bajo el fragante
helecho, cuyas grandes hojas en forma de espátula se elevaban contra la
blancura del sol.
-Mire esto, señor. Es una reliquia del Imperio. Los bancos
ornamentados, construidos para los enamorados, subsisten en toda su frescura y
utilidad, mientras las fábricas y los palacios se derrumban y se convierten en
ruinas olvidadas.
Se sentó mientras el secretario privado de Cleón II
permanecía en pie ante él y cortaba las hojas a su alcance con golpes precisos
de su bastón de marfil.
Riose cruzó las piernas y ofreció a Brodrig un cigarrillo.
Con el suyo entre los dedos, observó -Era de esperar de la eximia sabiduría de
Su Majestad Imperial que enviara a un observador tan competente como usted.
Ello alivia la ansiedad que yo sentía de que asuntos más importantes y urgentes
pudieran relegar a la sombra una pequeña campaña en la Periferia.
-Los ojos del Emperador están en todas partes -repuso
Brodrig mecánicamente-. No subestimamos la importancia de la campaña; sin
embargo, parece que se da un énfasis excesivo a su dificultad. Seguramente
esas pequeñas naves no constituyen un obstáculo que requiera la complicada
maniobra preliminar de un cerco.
Riose enrojeció, pero no perdió la serenidad. -No puedo
arriesgar la vida de mis hombres, que no son muchos, ni la destrucción de mis
naves, que son irreemplazables, con un ataque precipitado. El establecimiento
de un cerco ahorrará muchas vidas en el ataque final, sea cual sea su
dificultad. Ayer me tomé la libertad de explicar las razones militares para
ello.
-Está bien, está bien; yo no soy un militar. En cualquier
caso, usted me asegura que lo que parece patente y obviamente acertado es, en
realidad, un error. Admitámoslo. Pero sus precauciones van mucho más allá. En
su segundo comunicado usted pidió
refuerzos, y eso que eran para luchar contra un ene. migo
débil, reducido y bárbaro, con el que aún ni siquiera se había enfrentado.
Desear más fuerzas bajo esas circunstancias haría casi pensar en cierta
incapacidad o en algo peor, de no dar su carrera anterior pruebas suficientes
de su osadía e imaginación.
-Se lo agradezco -dijo fríamente el general-, pero me
gustaría recordarle que existe una diferencia entre la osadía y la ceguera. La
acción decisiva está indicada cuando se conoce al enemigo y se pueden calcular
aproximadamente los riesgos; pero moverse contra un potencial desconocido ya
supone una osadía de por sí. Sería lo mismo que preguntar por qué un hombre
salta con éxito en una carrera de obstáculos durante el día y tropieza con los
muebles de su habitación por la noche.
Brodrig desechó las palabras del otro con un expresivo
ademán.
-Contundente, pero no satisfactorio. Usted mismo ha estado
en ese mundo bárbaro. Tiene además a un prisionero enemigo, ese comerciante a
quien cuida tanto. Estos dos factores ya significan cierto conocimiento.
-¿Lo cree usted así? Le ruego que recuerde que un mundo que
ha evolucionado en completo aislamiento durante dos siglos no puede ser
interpretado hasta el punto de poder atacarlo inteligentemente sobre la base de
una visita que duró un solo mes. Soy un soldado, no un héroe de barba florida y
pecho de barril de las películas tridimensionales. En cuanto al prisionero, se
trata de un oscuro miembro de un grupo económico, que no representa al enemigo
y no puede comunicarme los secretos de la estrategia enemiga.
-¿Le ha interrogado? -Sí.
-¿Y qué?
-Ha sido de utilidad, pero no vital. Su nave es diminuta, no
cuenta. Vende pequeños juguetes que son muy divertidos. Guardo algunos de los
más ingeniosos, que pienso enviar al Emperador como curiosidades.
Naturalmente, hay muchas cosas que no comprendo en la nave y su funcionamiento,
pero hay
que tener en cuenta que no soy un técnico en esa materia.
-Sin embargo, los tiene entre sus hombres -señaló Brodrig.
-Ya lo sé -replicó el general con tono algo mordaz-, pero
esos idiotas han de aprender mucho todavía para que me sirvan de algo. He
ordenado que me traigan hombres inteligentes que comprendan el funcionamiento
de los extraños circuitos atómicos de que dispone la nave. No he recibido
respuesta.
-Hombres de ese calibre no abundan, general. Seguramente
habrá un hombre en su vasta provincia que entienda de ingenios atómicos.
-Si lo hubiera, le pondría a trabajar en los inútiles
motores que propulsan dos de las naves de mí pequeña flota. Dos naves de las
diez que tengo, y que son incapaces de librar una batalla por falta de un
suficiente suministro de energía. Una quinta parte de mi fuerza condenada a la
triste actividad de consolidar posiciones detrás de las líneas.
El secretario movió los dedos con impaciencia. -Su posición
no es única a este respecto, general. El Emperador tiene problemas similares.
El general tiró un cigarrillo desmenuzado que no había
llegado a utilizar, encendió otro y se encogió de hombros.
-En fin, esta carencia de técnicos de primera clase no es el
problema más acuciante. Claro que yo podría haber adelantado más con mi prisionero
si mi sonda psíquica funcionase como es debido.
El secretario enarcó las cejas. -¿Tiene una sonda?
-Sí, pero es vieja. Una sonda gastada que me falla siempre
que la necesito. La coloqué al prisionero durante su sueño, pero no recibí
nada. Sin embargo, la he probado en mis propios hombres y la reacción ha sido
adecuada, pero ningún técnico de mi equipo sabe decirme por qué falla con él.
Ducem Barr, que es un teórico, pero no un mecánico, dice que es posible que la
sonda no afecte a la estructura psíquica del prisionero porque ha sido sometido
desde la infancia a ambientes extraños y estímulos neutrales. Yo lo ignoro.
Pero aún puede sernos útil, y le retengo con esta esperanza.
Brodrig se apoyó en su bastón.
-Veré si hay algún especialista disponible en la capital.
Mientras tanto, ¿qué me dice de ese otro hombre que acaba de mencionar, ese
siwenniano? Tiene usted demasiados enemigos a su alrededor.
-El conoce al enemigo. También le retengo para futuras
referencias y por la ayuda que puede prestarme.
-Pero es siwenniano, e hijo de un rebelde proscrito.
-Es viejo y carece de poder, y su familia nos sirve de
rehén.
-Comprendo. De todos modos, creo que yo debería hablar con
ese comerciante.
-Como usted quiera.
-A solas -añadió fríamente el secretario, recalcando las
palabras.
-Desde luego -asintió Riose con docilidad. Como súbdito
leal del Emperador, acepto a su representante personal como mi superior. Sin
embargo, puesto que el comerciante está en la base permanente, tendrá usted
que abandonar las áreas del frente en un momento interesante.
-¿Sí? ¿Interesante en qué aspecto? -Interesante porque el
cerco se completa hoy. Interesante porque dentro de una semana la Vigésima
Flota de la Frontera avanzará hacia el núcleo de la resistencia.
Riose sonrió y dio media vuelta.
En cierta manera, Brodrig se sintió desairado.
7.
SOBORNO
El sargento Mori Luk era un excelente soldado. Procedía de
los enormes planetas agrícolas de las Pléyades, donde solamente la vida militar
podía romper el vínculo con la tierra y con una existencia agotadora; y era
el hombre típico de aquel medio ambiente. Sin imaginación suficiente como para
enfrentarse al peligro con temor, era lo bastante ágil y fuerte como para
desafiarlo con éxito. Aceptaba instantáneamente las órdenes, mandaba a sus
hombres con inflexibilidad y adoraba a su general sin reservas.
Y, pese a todo ello, tenía un carácter risueño. Si bien
mataba a un hombre en el cumplimiento de su deber sin la menor vacilación,
también era cierto que lo hacía sin la más ligera animosidad.
El hecho de que el sargento Luk llamase a la puerta antes de
entrar significaba otra muestra de tacto, pues estaba 'en su perfecto derecho
si entraba sin llamar.
Los dos hombres que estaban dentro se encontraban cenando,
y uno de ellos desconectó con el pie el gastado transmisor de bolsillo que
emitía un estridente monólogo.
-¿Más libros? -preguntó Lathan Devers.
El sargento le alargó el apretado cilindro de película y
estiró el cuello.
-Pertenece al ingeniero Orre, y habrá que devolvérselo.
Quiere mandarlo a los niños, ya sabe, como un recuerdo.
Ducem Barr contempló el cilindro con interés. -¿Y de dónde
lo ha sacado el ingeniero? ¿Acaso tiene también un transmisor?
El sargento movió enérgicamente la cabeza. Señaló el
desvencijado aparato que estaba a los pies de la cama.
-Ese es el único que hay en este lugar. Ese tipo, Orre,
consiguió el libro en uno de esos mundos asquerosos que hemos conquistado por
aquí. Estaba en un gran edificio, y se vio obligado a matar a unos cuantos
nativos que querían evitar que se lo llevara. -Lo miró con aprecio-. Es un buen
recuerdo..., para los niños. -Y añadió con cautela-: A propósito, circulan
importantes rumores. Tal vez no sea cierto, pero incluso así es demasiado bueno
para mantenerlo en secreto. El general ha vuelto a las andadas. -Y movió la
cabeza con lentitud y gravedad.
-¿De veras? -inquirió Devers-. ¿Y qué ha hecho?
-Ha completado el cerco, eso es todo. -El sargento rió
entre dientes con orgullo paternal-. ¿No
es colosal? Uno de los muchachos, que es muy charlatán,
dice que ha ido todo tan bien como la música de las esferas, aunque no sé qué
entiende por eso.
-¿Empezará ahora la gran ofensiva? -preguntó calmosamente
Barr.
-Así lo espero -fue la alegre respuesta-. Tengo ganas de
volver a mi nave, ahora que mi brazo está entero otra vez. Ya me he cansado de
hacer el vago.
-Yo también -murmuró Devers, repentina y salvajemente,
mientras se mordía el labio inferior. El sargento le miró dubitativamente y
dijo: -Ahora será mejor que me marche. Se acerca la ronda del capitán y
preferiría que no me encontrase aquí. -Se detuvo en la puerta-. A propósito,
señor -dijo al comerciante con torpe y repentina timidez-, he tenido noticias
de mi esposa. Dice que el pequeño refrigerador que usted me dio para ella funciona
muy bien. No le da ningún gasto y puede mantener congelada la comida de un
mes. Se lo agradezco.
-No es nada. Olvídelo.
La gran puerta se cerró sin ruido detrás del sonriente
sargento. Ducem Barr saltó de su silla. -Bueno, nos ha pagado con creces el
refrigerador. Echemos una mirada a este nuevo libro. ¡Ah!, ha desaparecido el
título.
Desenrolló un metro de película y la miró a contraluz.
Entonces murmuró
-Vaya, que me pasen por el colador, como dice el sargento.
Esto es El jardín de Summa, Devers. -¿De verdad? -preguntó el comerciante, sin
interés. Echó a un lado los restos de su cena-. Siéntese, Barr. Escuchar esta
antigua literatura no me hace ningún bien. ¿Ha oído lo que dijo el sargento?
-Sí. ¿Qué hay de ello?
-Comenzará la ofensiva. ¡Y nosotros debemos permanecer
sentados aquí!
-¿Dónde quiere sentarse?
-Ya sabe a qué me refiero. Esperar no sirve de nada.
-¿Usted cree? -Barr estaba quitando cuidadosamente una
película del transmisor e instalando la nueva-. Durante el último mes me ha
contado muchas cosas de la historia de la Fundación, y parece
ser que los grandes dirigentes de las crisis pasadas no
hicieron mucho más que sentarse y esperar. -¡Ah!, Barr, pero ellos sabían
adónde iban. -¿De veras? Supongo que así lo afirmaban cuando todo había
terminado, y tal vez decían la verdad. Pero no existen pruebas de que todo no
hubiese ido tan bien o mejor si no hubieran sabido hacia dónde se dirigían. Las
fuerzas más profundas económicas y sociológicas no son dirigidas por hombres
aislados. Devers sonrió burlonamente.
-Tampoco hay pruebas de que hubiese ido peor. Está usted
argumentando sobre cosas pasadas. -Su mirada era pensativa-. Supongamos que le
hago explotar en mil pedazos.
-¿A quién? ¿A Riose? -Sí.
Barr suspiró. En sus ojos cansados había el turbio reflejo
de un largo pasado.
-El asesinato no es la solución, Devers. Una vez lo probé,
bajo provocación, cuando tenía veinte años, pero no resolvió nada. Liquidé a un
malvado de Siwenna, pero no al yugo imperial; y era el yugo y no el malvado lo
que importaba.
-Pero Riose no es solamente un malvado, doctor. Es todo el
maldito ejército. Sin él se desintegraría; se aferran a él como niños de pecho.
El sargento babea cada vez que lo menciona.
-Incluso así. Hay otros ejércitos y otros caudillos. Es
preciso ahondar más. Ahí está Brodrig, por ejemplo; el Emperador sólo le
escucha a él. Podría obtener miles de naves, mientras que Riose ha de luchar
con diez. Conozco su reputación.
-¿Ah, sí? ¿Quién es? -La frustración disminuyó en los ojos
del comerciante dando paso a un agudo interés.
-¿Desea una descripción rápida? Es un canalla plebeyo que a
fuerza de halagos se ha ganado el favor del Emperador. La aristocracia de la
corte, mezquina a su vez, le detesta porque carece tanto de humildad como de familia.
Aconseja al Emperador en todas las cuestiones, y es su instrumento en las
peores. Carece de fe por elección, pero es leal por necesidad. No hay otro
hombre en el Imperio de ruindad más sutil y de placeres más bajos. Y
dicen que sólo a través de él se puede obtener el favor del
Emperador, y a él sólo se puede llegar por medio de la infamia.
-¡Caramba! -exclamó Devers tirando de su bien cuidada
barba-. Y es a él a quien ha enviado el Emperador para vigilar a Riose. ¿Sabe
que tengo una idea?
-Ahora lo sé.
-Supongamos que a este Brodrig se le atraganta nuestra joven
Maravilla del Ejército. -Probablemente, ya ha sucedido. Tiene fama de no
prodigar sus simpatías.
-Suponga que llega a odiarle. El Emperador podría enterarse
de ello y Riose se hallaría en un apuro.
-Sí..., muy probable. Pero ¿cómo se propone conseguirlo?
-Lo ignoro. Me imagino que tal vez se deje sobornar.
El patricio rió suavemente.
-Sí, en cierto modo, pero no como usted lo hizo con el
sargento, con un refrigerador de bolsillo. E incluso aunque encuentre el medio,
no merecería la pena. Probablemente no hay nadie tan fácil de sobornar, pero
carece de la más elemental honradez de la corrupción honorable. El soborno no
perdurará, por elevada que sea la suma. Piense en otra cosa.
Devers cruzó las piernas y movió un pie rápida y
nerviosamente.
-Pero es una idea...
Se interrumpió; la señal de la puerta se iluminó de nuevo, y
el sargento apareció en el umbral. Estaba excitado y ya no sonreía.
-Señor -empezó en un agitado intento de deferencia-, estoy
muy agradecido por el refrigerador, y usted siempre me ha hablado con cortesía,
pese a que soy un labrador y ustedes son grandes señores.
Su acento de las Pléyades era más pronunciado, casi hasta el
punto de ser incomprensible, y la excitación le hacía olvidar su porte
militar, tan laboriosamente cultivado, dejando entrever su torpe actitud de
campesino. Barr preguntó con suavidad:
-¿Qué ocurre. sargento?
-El señor Brodrig vendrá a visitarles. ¡Mañana!
Lo sé porque el capitán me ha ordenado que prepare a mis
hombres para que él les pase revista. He pensado... que sería mejor avisarles.
-Gracias, sargento -dijo Barr-, apreciamos su gesto. Pero no
se preocupe, hombre, no hay necesidad de...
Pero la expresión del sargento Luk mostraba un inconfundible
temor. Habló en un ronco murmullo: -Ustedes no saben las cosas que los hombres
cuentan de él. Se ha vendido al espíritu maligno del espacio. No, no serían. Se
cuentan de él cosas terribles. Dicen que tiene guardaespaldas con armas
atómicas que le siguen por doquier, y cuando quiere divertirse les ordena que
derriben a cuantos se cruzan en su camino. Ellos obedecen y él se ríe. Cuentan
que incluso inspira terror al Emperador, a quien obliga a elevar los impuestos
sin permitirle que escuche las lamentaciones del pueblo. Y también dicen que
odia al general. Dicen que le gustaría matar al general porque es grande y
sabio. Pero no puede hacerlo porque nuestro general es más listo que cualquiera
y sabe que el señor Brodrig es un mal elemento.
El sargento pestañeó, sonrió de manera repentina e
incongruente al darse cuenta de su parrafada y retrocedió hacia la puerta. Movió la cabeza de forma espasmódica.
-No olviden mis palabras. Estén alerta. Y salió
precipitadamente.
Devers levantó la vista. Su mirada era dura. -Esto hace que
los vientos soplen a nuestro favor, ¿no es cierto?
-Depende de Brodrig -dijo secamente Barr. Pero Devers ya
estaba pensando y no escuchaba. Pensaba muy intensamente.
El señor Brodrig bajó la cabeza al entrar en el reducido
espacio de la nave comercial, y sus dos guardas, cuyos rostros mostraban la
dureza profesional de los asesinos a sueldo, le siguieron rápidamente con las
armas desenfundadas.
El secretario privado no tenía en absoluto un aire de
humildad en aquellos momentos. Si el espíritu
maligno del espacio le había comprado, lo había hecho sin
dejar una sola marca visible de su posesión. Brodrig parecía más bien un
cortesano llegado para animar el frío y desnudo ambiente de la base militar.
Las líneas ceñidas y rígidas de su brillante e inmaculado
traje conferían una cierta ilusión de elevada estatura, y sus ojos, glaciales
e indiferentes, miraron por encima de su larga nariz al comerciante. El nácar
de sus bocamangas resplandeció cuando clavó en el suelo su bastón de marfil y
se apoyó suavemente en él.
-No -dijo con un ligero ademán-, usted quédese aquí. Olvide
sus juguetes; no me interesan. Acercó una silla, sacudió cuidadosamente el
polvo inexistente con el paño tornasolado sujeto al extremo de su bastón
blanco, y se sentó. Devers echó una mirada a la otra silla, pero Brodrig dijo
en tono lánguido
-Permanecerá en pie en presencia de un Par del Reino.
Sonrió. Devers se encogió de hombros.
-Si no le interesa mi mercancía, ¿por qué estoy aquí?
El secretario privado esperó con frialdad, y Devers añadió
un lento «señor».
-Para estar solos -explicó el secretario-. ¿Por qué habría
yo de recorrer doscientos parsecs por el espacio con el fin de inspeccionar
quincalla? Es a usted a quien quiero ver. -Extrajo una pequeña tableta de una
caja grabada y la colocó delicadamente entre sus labios, chupándola después
con lentitud y deleite-. Por ejemplo -prosiguió-, ¿quién es usted? ¿Es
realmente un ciudadano de ese bárbaro mundo que está montando toda esta
furiosa campaña militar?
Devers asintió gravemente con la cabeza.
-¿Y fue usted capturado por él después del comienzo de esta
trifulca a la que él llama guerra? Me estoy refiriendo a nuestro joven general
Riose. Devers asintió de nuevo.
-¡Vaya! Muy bien, honorable extranjero. Veo que su
elocuencia es ínfima. Voy a allanarle el camino. Parece que nuestro general
está librando una batalla
inútil con enorme derroche de energía... y todo por un
minúsculo mundo abandonado que un hombre lógico no consideraría digno de un
solo disparo. Sin embargo, el general no es ilógico, antes al contrarío, yo
diría que es extremadamente inteligente. ¿Me sigue usted?
-No muy bien, señor.
El secretario inspeccionó sus uñas y continuó: -Pues
escúcheme con atención. El general no malgastaría hombres y naves en una
estéril hazaña gloriosa. Sé que habla de gloria y de honor imperial, pero es
evidente que se trata tan sólo de la imborrable sensación de ser uno de los
insufribles semidioses de la Era Heroica. Aquí hay algo más que gloria, y,
además, se preocupa por usted de un modo extraño e innecesario. Si usted fuese
mi prisionero y me dijera tan pocas cosas útiles como las que ha estado
diciendo hasta ahora, le abriría el abdomen y le estrangularía con sus propios
intestinos.
Devers permaneció impasible. Dirigió la mirada al primero de
los matones del secretario, y después al otro. Estaban dispuestos, ansiosamente
dispuestos, para cualquier contingencia.
El secretario sonrió.
-Ya veo que es un diablo silencioso. Según el general, ni
siquiera la sonda psíquica le causó efecto, y esto fue un error por parte de
él, pues me convenció de que nuestro joven portento militar estaba mintiendo.
-Parecía de excelente humor-. Mi honrado comerciante -dijo-, yo tengo una
sonda psíquica propia que tal vez sea particularmente adecuada para usted.
¿Ve esto?
Entre el pulgar y el índice sostuvo con negligencia unos
rectángulos rosados y amarillos, de intrincado diseño, cuya identidad
resultaba obvia. Devers así lo expresó.
-Parece dinero -dijo.
-Y lo es; el mejor dinero del Imperio, porque tiene la
garantía de mis dominios, que son más extensos que los del propio Emperador.
Cien mil créditos. ¡Todos aquí, entre dos dedos! ¡Y son suyos!
-¿A cambio de qué, señor? Soy un buen negociante, pero
todos los negocios tienen dos partes. -¿A cambio de qué? ¡De la verdad! ¿Qué
persigue el general? ¿Por qué pretende librar esa guerra? Lathan Devers suspiró
y se alisó pensativamente la barba.
-¿Qué persigue? -Sus ojos seguían los movimientos de las
manos del secretario mientras contaba lentamente el dinero, billete tras
billete-. En una palabra, el Imperio.
-¡Hum! ¡Qué ordinariez! Al final siempre es lo mismo. Pero
¿cómo? ¿Cuál es el camino que lleva desde el extremo de la Galaxia hasta la
cumbre del Imperio?
-La Fundación -dijo Devers con amargura- tiene sus
secretos. Posee libro,, libros antiguos, tan antiguos que su lenguaje sólo es
comprendido por unos cuantos hombres importantes. Pero los secretos están
envueltos por el ritual y la religión, y nadie puede utilizarlos. Yo lo intenté,
y ahora estoy aquí... y allí me espera una sentencia de muerte.
-Comprendo. ¿Y esos antiguos secretos? Vamos, por cien mil
créditos merezco que se me den hasta los más íntimos detalles.
-La transmutación de los elementos -dijo Devers con
brevedad.
El secretario entrecerró los ojos y perdió algo de su
frialdad.
-Tengo entendido que la transmutación práctica es imposible,
según las leyes de la atomística.
-En efecto, si se usan fuerzas atómicas. Pero los Antiguos
eran muy listos. Existen fuentes de energía más poderosas que los átomos. Si
la Fundación usara esas fuentes, como yo sugerí...
Devers sintió una suave e insinuante sensación en el
estómago. El anzuelo se balanceaba, el pez lo estaba rondando. El secretario
dijo de repente:
-Continúe. Estoy seguro de que el general sabe todo esto.
Pero ¿qué se propone hacer cuando termine esta guerra de opereta?
Devers mantuvo su voz firme como una roca. -Con la
transmutación controlará . a economía de todo su Imperio. Los yacimientos de
minerales no valdrán nada cuando. Riose pueda obtener tungsteno del aluminio e
iridio del hierro. Todo el sistema de producción basado en la escasez de
ciertos elementos y la abundancia de otros quedará totalmente superado. Se
producirá la mayor catástrofe que jamás haya visto el Imperio, y solamente
Riose podrá detenerla. Además, está la cuestión de esta nueva energía que he
mencionado, cuyo empleo no ocasionará a Riose escrúpulos religiosos. Nada puede
detenerle ahora. Tiene a la Fundación cogida por el pescuezo, y cuando haya
terminado con ella será Emperador en dos años.
-Conque esas tenemos. -Brodrig esbozó una sonrisa-. Iridio
del hierro eso dijo usted, ¿no? Voy a confiarle un secreto de estado. ¿Sabía
usted que la Fundación ya ha estado en contacto con el general? Devers se puso
rígido.
-Parece sorprendido. ¿Por-qué no? Ahora resulta lógico. Le
ofrecieron cien toneladas de iridio al año a cambio de la paz. Cien toneladas
de hierro convertido en iridio en violación de sus principios religiosos para
salvar sus vidas. Es justo, pero no me extraña que nuestro incorruptible
general rehusara... ¡cuando puede tener el iridio y además el Imperio! Y el pobre
Cleón le llamó su único general honrado. Mi barbudo comerciante, se ha ganado
usted este dinero.
Lo tiró al suelo, y Devers se arrodilló para recoger los
billetes esparcidos.
El señor Brodrig se detuvo en la puerta y se volvió.
-Recuerde una cosa, comerciante. Mis camaradas armados no
tienen oídos, ni lengua, ni educación, ni inteligencia. No pueden oír, ni
hablar, ni escribir, ni siquiera ser coherentes con una sonda psíquica. Pero
son expertos en ejecuciones muy interesantes. Yo le he comprado a usted por
cien mil créditos. Será una mercancía buena y valiosa. Si algún día olvidase
que ha sido comprado e intentase... digamos... repetir nuestra conversación a
Riose, sería ejecutado. Pero... a mi manera.
Y en aquel rostro delicado aparecieron duras líneas de
ensañada crueldad que transformaron la estudiada sonrisa en una insana mueca
de labios rojos. Durante un segundo fugaz, Devers vio al espíritu maligno del
espacio que había comprado a su sobornador.
En silencio, precedió a los «camaradas» armados de Brodrig
hasta su habitación.
A la pregunta de Ducem Barr, respondió con sombría
satisfacción
-No, y ésa es la parte más extraña. El me sobornó a mí.
Dos meses de guerra difícil habían dejado su huella en Bel
Riose. Había en él una pesada gravedad y se encolerizaba fácilmente.
Se dirigió con impaciencia a su incondicional sargento Luk:
-Espera fuera, soldado, y conduce a estos hombres a sus
alojamientos después de que haya hablado con ellos. Que no entre nadie hasta
que yo llame. Nadie, ¿comprendes?
El sargento saludó con rigidez y abandonó la habitación, y
Riose desahogó su mal humor juntando los papeles de su mesa, tirándolos al
cajón superior y cerrándolo con estrépito.
-Tomen asiento -dijo a los dos hombres-. Tengo poco tiempo.
A decir verdad, no debería estar aquí, pero necesitaba verles
Se volvió hacia Ducem Barr, cuyos largos dedos acariciaban
con interés el cubo de cristal que contenía la efigie del rostro austero de Su
Majestad Imperial Cleón II.
-En primer lugar, patricio -dijo el general-, su Seldon está
perdiendo. No se puede negar que lucha bien, porque esos hombres de la
Fundación acuden como insensatas abejas y pelean como dementes. Cada planeta
es defendido con furor y, una vez conquistado, bulle de tal modo en rebeliones
que resulta tan difícil mantenerlo como conquistarlo. Pero los conquistamos y
los mantenemos. Su Seldon está perdiendo...
-Aún no ha sido vencido -murmuró cortésmente Barr.
-La Fundación no es tan optimista. Me ofrecen millones para
que no presente a Seldon la batalla final.
-Así lo aseguran los rumores.
-De modo que los rumores me preceden. ¿Hablan también de la
última noticia?
-¿Cuál es la última?
-Pues que el señor Brodrig, el niño mimado del Emperador, es
ahora el segundo en el mando por propia petición.
Devers habló por vez primera
-¿Por propia petición, jefe? ¿Cómo es eso? ¿O es que acaso
le está resultando simpático ese tipo? -terminó con una risita.
Riose contestó calmosamente:
-No, me temo que no. Pero ha comprado el puesto a un precio
que considero justo.
-¿Cuál es?
-Pidiendo refuerzos al Emperador.
La sonrisa desdeñosa de Devers se acentuó. -Así pues, se ha
comunicado con el Emperador. Y supongo, jefe, que ahora está usted esperando
esos refuerzos que llegarán cualquier día de éstos. ¿Acierto?
-¡Se equivoca! Ya han llegado. Cinco naves de línea veloces
y potentes, con un mensaje personal de felicitación del Emperador y la promesa
de más naves, que ya están en camino. ¿Qué ocurre, comerciante? -preguntó con
sarcasmo.
Devers habló con labios repentinamente rígidos: -¡Nada!
Riose dio la vuelta a la mesa y se detuvo frente al
comerciante con la mano apoyada en la culata de su pistola.
-Le he preguntado: ¿qué ocurre, comerciante? La noticia
parece haberle trastornado. ¿Seguro que no siente un repentino interés por la
Fundación? -Claro que no.
-Sí..., hay en usted cosas muy extrañas. -¿Usted cree, jefe?
-Devers sonrió forzadamente y apretó los puños en los bolsillos-. Enumérelas y
se las desmentiré.
-Ahí van. Fue capturado fácilmente. Se rindió a la primera
ráfaga, con el escudo chamuscado. Está dispuesto a abandonar a su mundo, y ello
sin fijar ningún precio. Todo esto es muy interesante, ¿verdad?
-Me gusta estar del lado del vencedor, jefe. Soy un hombre
sensato; usted mismo lo dijo.
Riose replicó con voz ronca:
-¡Concedido! Sin embargo, desde entonces no ha
sido capturado ningún otro comerciante. Todas las naves
comerciales son lo bastante veloces como para escapar cuando se les antoja.
Todas las naves comerciales tienen una pantalla que les permite salir indemnes
en caso de lucha. Y todos los comerciantes han luchado hasta la muerte si la
ocasión lo ha requerido. Se ha sabido que los comerciantes son los jefes e
instigadores de las guerrillas en los planetas ocupados y de las incursiones
aéreas en el espacio también ocupado. ¿Acaso es usted el único hombre sensato?
No lucha ni se escapa, y se convierte en traidor sin que se lo exijan. Es usted
peculiar, asombrosamente peculiar... yo diría que peligrosamente peculiar.
Devers dijo con voz suave:
-Comprendo lo que quiere decir, pero no tiene nada en qué
basarse para efectuar una acusación en mi contra. Ya hace seis meses que estoy
aquí, y siempre me he portado bien.
-Así es, y yo le he recompensado con un buen trato. No he
tocado su nave y le he dado todas las muestras de consideración posibles. Pero
usted me ha fallado. Una información libremente ofrecida sobre sus juguetes,
por ejemplo, hubiera podido resultar de utilidad. Los principios atómicos en
los que se basan pueden ser utilizados en algunas de las más peligrosas armas
de la Fundación. ¿Me equivoco?
-Soy sólo un comerciante -repuso Devers-, y no uno de esos
presuntuosos técnicos. Yo vendo la mercancía; no la fabrico.
-Bien, pronto lo veremos. Por esa razón he venido. Por
ejemplo, registraremos su nave para saber si lleva un campo de fuerza personal.
Usted nunca lo ha llevado; pero todos los soldados de la Fundación disponen de
él. Será una significativa evidencia encontrar información que usted se niega a
facilitarme. ¿No es así?
No hubo respuesta, así que continuó
-Y habrá evidencia más directa. He traído conmigo la sonda
psíquica. No dio resultado la vez anterior, pero el contacto con el enemigo es
una educación liberal.
Su voz era suavemente amenazadora, y Devers sintió el cañón
de un arma apretado contra su estómago; el arma del general, que hasta aquel
momento había llevado enfundada. El general habló en voz baja:
-Se quitará su pulsera y cualquier otro ornamento de metal
que lleve, y me los dará. ¡Despacio! Los campos atómicos pueden ser
distorsionados, y las sondas psíquicas podrían ahondar sólo en campos estáticos.
Eso es. Démelos.
El receptor situado en la mesa del general se iluminó, y una
cápsula asomó por la ranura, cerca de donde se encontraba Barr, que seguía
acariciando el busto imperial tridimensional.
Riose se colocó detrás de la mesa, con la pistola
lanzallamas apuntándoles. Dijo a Barr:
-Usted también, patricio. Su pulsera le condena. Sin
embargo, ha sido amable anteriormente y yo no soy vengativo, pero juzgaré el
destino de su familia, retenida como rehén, según los resultados de la sonda
psíquica.
Mientras Riose se inclinaba para recoger la cápsula del
mensaje, Barr levantó el busto de cristal de Cleón y, tranquila y
metódicamente, lo abatió sobre la cabeza del general.
Ocurrió demasiado aprisa para que Devers se diese cuenta.
Fue como si un repentino demonio se hubiese encarnado en el anciano.
--¡Fuera! -dijo Barr en un murmullo entre dientes-.
¡Rápido! -Cogió el lanzallamas de Riose y se lo ocultó debajo de la camisa.
El sargento Luk se volvió cuando salieron sin apenas abrir
la puerta. Barr dijo con serenidad: -Condúzcanos, sargento.
Devers cerró la puerta tras de sí.
El sargento Luk les llevó en silencio a su alojamiento, y
entonces, tras de una brevísima pausa, continuó avanzando, pues el cañón de
una pistola lanzallamas le presionaba las costillas, mientras una voz dura
murmuraba a su oído:
-A la nave comercial.
Devers se adelantó para abrir la escotilla, y Barro dijo:
-Quédese donde está, Luk. Ha sido usted un hombre decente y
no vamos a matarle.
Pero el sargento reconoció el monograma de la pistola. Gritó
con furia ahogada
-¡Han matado al general!
Con un alarido salvaje e incoherente, se lanzó a ciegas
contra la furiosa ráfaga del arma, y se derrumbó convertido en una ruina
humana.
La nave comercial se elevaba sobre un planeta muerto cuando
las señales luminosas empezaron a parpadear contra la cremosa telaraña de la
gran lente del firmamento que era la Galaxia, y surgieron otras formas negras.
Devers exclamó:
-Agárrese fuerte, Barr, y veamos si tienen alguna nave capaz
de competir con mi velocidad.
¡Sabía que no la tenían!
Y una vez en el espacio abierto, la voz del comerciante
sonó perdida y muerta cuando dijo:
-La información que di a Brodrig era demasiado buena. Me
parece que sufrirá la misma suerte del general.
Velozmente se introdujeron en las profundidades de la masa
de estrellas que era la Galaxia.
8.
HACIA TRANTOR
Devers se inclinó sobre el pequeño globo apagado, esperando
un tenue signo de vida. El control direccional cribaba lenta y cuidadosamente
el espacio con su denso y penetrante haz de señales.
Barr vigilaba pacientemente desde su asiento en la litera
baja del rincón. Preguntó:
-¿Ya no hay rastro de ellos?
-¿De los chicos del Imperio? No. -El comerciante gruñó las
palabras con evidente impaciencia. Hace mucho rato que hemos perdido a los
rastreadores. ¡El espacio! Con los brincos que hemos dado a través del
hiperespacio, es una suerte que no hayamos ido a parar a la barriga de algún
sol. No podrían habernos seguido aunque hubiesen superado
nuestra velocidad, lo cual, evidentemente, no podían hacer.
Se recostó en el respaldo y se aflojó el cuello con un
brusco ademán.
-Ignoro lo que han hecho aquí esos muchachos del Imperio.
Creo que algunos de los portillos están desajustados.
-Veo que está intentando llegar a la Fundación. -Estoy
llamando a la Asociación, o, al menos, intentándolo.
-¿La Asociación? ¿Quiénes son?
-La Asociación de Comerciantes Independientes. Nunca había
oído hablar de ellos, ¿verdad? Bueno, no es usted el único. Aún no nos hemos
dado a conocer.
El silencio reinó durante un rato, centrado en el mudo indicador
de recepción, hasta que Barr preguntó:
-¿Estamos ya a su alcance?
-No lo sé. Tengo sólo una ligera idea de dónde nos hallamos,
por cálculo aproximado. Por eso me veo obligado a usar el control de dirección.
Podríamos tardar años.
-¿En serio?
Barr hizo una seña y Devers dio un salto y se ajustó los
audífonos. Había una diminuta y luminosa blancura en la pequeña esfera opaca.
Durante media hora, Devers se ocupó del frágil hilo de
comunicación que atravesaba el hiperespacio para conectar dos puntos que la
luz tardaría quinientos años en enlazar.
Al final se recostó, perdida la esperanza. Levantó la vista
y se quitó los audífonos.
-Comamos, doctor. Hay una ducha que puede usar si le
apetece, pero tenga cuidado con el agua caliente.
Se puso en cuclillas ante uno de los armarios que cubrían
una pared y rebuscó entre su contenido. -Espero que no sea vegetariano.
-Como de todo -repuso Barr-. Pero ¿qué hay de la Asociación?
¿Los ha perdido?
-Así parece. Era un alcance máximo, algo excesivo. Pero no
importa; recibí lo esencial.
Se enderezó y colocó sobre la mesa dos recipientes de
metal.
-Espere cinco minutos, doctor, y entonces ábralo oprimiendo
el contacto. Aparecerá un plato, tenedor y comida; muy cómodo cuando se tiene
prisa, si no le interesan mucho los detalles como las servilletas. Supongo que
querrá saber lo que me ha comunicado la Asociación.
-Sí, si no es un secreto. Devers meneó la cabeza. -Para
usted, no. Lo que dijo Riose era cierto. -¿Sobre el ofrecimiento de un tributo?
-Sí. Lo ofrecieron, y se lo rechazaron. Las cosas van mal.
Se pelea en los soles exteriores de Loris. -¿Loris está cerca de la Fundación?
-¿Cómo? ¡Oh!, no sabría decírselo. Es uno de los Cuatro
Reinos originales. Podría definirlo como «parte de la línea interior de
defensa». Eso no es lo peor. Se han enfrentado a naves de tamaño inusitado, lo
cual significa que Riose no estaba exagerando. Es cierto que ha recibido más
naves. Brodrig ha cambiado de bando, y yo he armado un buen lío.
Sus ojos expresaban temor cuando juntó los dos puntos de
contacto del recipiente y contempló cómo se abría. El guisado despidió un aroma
que invadió toda la cámara. Ducem Barr ya estaba comiendo.
-Así pues, se acabaron las improvisaciones -dijo Barr-. Aquí
no podemos hacer nada; no podemos cruzar las líneas imperiales para volver a la
Fundación; no podemos hacer otra cosa que ser sensatos y esperar
pacientemente. Sin embargo, si Riose ha llegado a la línea interior, la espera
no será demasiado larga.
Devers dejó el tenedor.
-¿Esperar? -gruñó, enfurecido-. Eso estará bien para usted,
que no tiene nada en juego.
-¿Ah, no? -sonrió Barr.
-No. Voy a explicárselo. -La irritación de Devers se hizo
evidente-. Estoy harto de mirar todo este asunto bajo la lente del microscopio
como si fuese un objeto interesante. Allí tengo amigos que se están muriendo; y
un mundo, mi hogar, que también se muere. Usted es un extraño; no sabe nada de
esto.
-He visto morir a amigos míos. -Las manos del anciano
estaban inmóviles sobre sus piernas, y tenía los ojos cerrados-. ¿Está usted
casado?
-Los comerciantes no se casan -repuso Devers. -Pues yo tengo
dos hijos y un sobrino. Han sido advertidos, pero, por algunas razones, no han
podido hacer nada. Nuestra huida significa su muerte. Espero que mi hija y mis
dos nietos hayan podido abandonar el planeta antes de esto; pero, incluso excluyéndolos,
yo he arriesgado y perdido más que usted.
Devers replicó con crueldad:
-Lo sé, pero ha sido un caso de elección. Podría haberse
quedado con Riose. Yo no le he pedido... Barr negó con la cabeza.
-No ha sido un caso de elección, Devers. Descargue su
conciencia; no he arriesgado a mis hijos por usted. Cooperé con Riose todo el
tiempo que pude. Pero estaba la sonda psíquica.
El patricio siwenniano abrió los ojos; el dolor se reflejaba
en ellos.
-Riose fue a verme en cierta ocasión, hace aproximadamente
un año. Habló de un culto centrado en los magos, pero no adivinó la verdad. No
es realmente un culto. Verá ya hace cuarenta años que Siwenna está bajo el
insoportable yugo que ahora amenaza a su mundo. Han sido sofocadas cinco rebeliones.
Entonces yo descubrí los viejos archivos de Hari Seldon, y ahora este «culto»
está esperando. Espera la llegada de los «magos», y se halla dispuesto para
ese día. Mis hijos son jefes de los que esperan. Este es el secreto que guardo
en mi mente y que la sonda no debe tocar jamás. Por esta razón han de morir
como rehenes; porque la alternativa es su muerte como rebeldes, y con ellos la
muerte de medio Siwenna. Como ve, ¡no tenía elección! Y no soy ningún extraño.
Devers bajó la mirada, y Barr continuó suavemente:
-Las esperanzas de Siwenna dependen de la victoria de la
Fundación. Por esa victoria se sacrifican mis hijos. Y Hari Seldon no predice
la inevitable salvación de Siwenna como predice la de la Fundación. No poseo
ninguna seguridad sobre mi pueblo... sólo esperanza.
-Pero así y todo está dispuesto a esperar. Incluso con la
Flota imperial en Loris.
-Esperaría con la misma serenidad -declaró sencillamente
Barr- si hubiesen aterrizado en el propio planeta Términus.
El comerciante frunció el ceño mientras las dudas se
agolpaban en su mente.
-No sé. No puede suceder realmente así, como por arte de
magia. Psicohistoria o no, son terriblemente fuertes, y nosotros somos
débiles. ¿Qué puede hacer Seldon en esto?
-No hay nada que hacer. Todo está hecho, y ahora se está
realizando. El hecho de que usted no oiga girar las ruedas ni sonar los
tambores no significa que sea menos seguro.
-Tal vez; pero en estos momentos me sentiría más a gusto si
de verdad hubiese destrozado el cráneo de Riose. El es un enemigo mayor que
todo su ejército.
-¿Destrozar su cráneo? ¿Con Brodrig en el mando? -El rostro
de Barr se contrajo por el odio-. Todo Siwenna hubiera sido mi rehén. Brodrig
ya ha demostrado de lo que es capaz. Existe un mundo que hace tan sólo cinco
años perdió a un hombre de cada diez por el mero hecho de no pagar sus impuestos.
Brodrig era el recaudador. No, Riose puede vivir. Sus castigos son caricias
comparados con los de Brodrig.
-Pero seis meses, seis meses en la base enemiga, y no hemos
conseguido nada. -Las fuertes manos de Devers se juntaron con tanta fuerza que
sus nudillos crujieron-. ¡No hemos conseguido nada!
-De acuerdo, pero espere. Ahora recuerdo... -Barr rebuscó en
su bolsa-. Quizá le sirva esto. -Y puso sobre la mesa la pequeña esfera de
metal. Devers la agarró.
-¿Qué es?
-La cápsula del mensaje que Riose recibió antes de que yo le
golpeara. ¿No cree que tal vez ya hayamos conseguido algo?
-Lo ignoro. ¡Depende de su contenido! -Devers se sentó y dio
vueltas a la esfera cuidadosamente. Cuando Barr salió de la ducha fría y se
colocó, con agrado, bajo la cálida corriente del secador de aire, encontró a
Devers, silencioso y absorto, en el banco de trabajo.
El siwenniano se dio rítmicas palmadas en el cuerpo y habló
en voz alta para hacerse oír:
-¿Qué hace?
Devers levantó la vista. Gotas de sudor perlaban su frente.
-Voy a abrir esta cápsula.
-¿Podrá abrirla sin la característica personal de Riose?
-Había un acento de sorpresa en la voz del siwenniano.
-Si no puedo hacerlo, me daré de baja de la Asociación y no
pilotaré una nave por el resto de mi vida. Ya tengo un triple análisis
electrónico del interior, y poseo unos pequeños utensilios de los cuales el
Imperio no ha oído hablar jamás, fabricados especialmente para cápsulas de
mensajes. Verá, he sido ladrón anteriormente. Un comerciante ha de ser un poco
de todo...
Se inclinó sobre la pequeña esfera, y con un instrumento
plano la tanteó delicadamente, levantando chispas rojas a cada leve contacto. Dijo:
-Esta cápsula muestra un trabajo muy basto; los muchachos
del Imperio no sirven para cosas delicadas, se ve en seguida. ¿Ha visto alguna
vez una cápsula de la Fundación? Para empezar, su tamaño es la mitad del de
ésta, y es impenetrable al análisis electrónico.
De repente se quedó rígido; los músculos de sus hombros se
contrajeron visiblemente bajo la túnica. Su diminuta sonda presionó
ligeramente...
Salió sin ruido, pero Devers se relajó y suspiró. En su mano
estaba la brillante esfera con el mensaje desenrollado como una lengua de
pergamino.
-Es de Brodrig -dijo. Y luego, con desprecio-: El mensaje es
permanente. En una cápsula de la Fundación el mensaje se transformaría en gas
al cabo de un minuto.
Pero Ducem Barr le hizo callar con un ademán. Leyó
rápidamente el mensaje:
De: Ammel Brodrig, enviado extraordinario de Su Majestad
Imperial, secretario privado del Consejo y Par del Reino.
A: Bel Riose, gobernador militar de Siwenna, general de las
Fuerzas Imperiales y Par del Reino. Le saludo.
El planeta 1.120 ya no resiste. Los planes de ofensiva
continúan según fueron concebidos. El enemigo se debilita visiblemente y los
objetivos finales serán alcanzados con seguridad.
Barr levantó la cabeza y exclamó amargamente: -¡Idiota!
¡Maldito imbécil! ¿A eso llama un mensaje?
-¿Cómo? -dijo Devers, vagamente decepcionado. -No dice nada
-recalcó Barr-. Nuestro pelotillero cortesano está jugando a general. Sin la
presencia de Riose, es comandante en jefe, y ha de desahogar sus pobres
ánimos con pomposos informes sobre situaciones militares que no entiende en
absoluto. «Tal y tal planeta ya no resiste.» «La ofensiva continúa.» «El
enemigo se debilita.» ¡El pavo real sin cerebro!
-Bueno, bueno, espere un minuto. Lea despacio. -Tírelo. -El
anciano se apartó, exasperado-. La Galaxia sabe que no esperaba algo de
importancia abrumadora, pero en tiempos de guerra es razonable suponer que
incluso la orden más rutinaria puede dificultar los movimientos de tropas y
causar complicaciones ulteriores si no se cumple. Por eso me llevé la cápsula.
Pero ¡esto! Hubiera sido mejor dejarla. Así habría hecho perder a Riose un
minuto de su tiempo, que ahora puede utilizar con fines más constructivos.
Devers se había levantado.
-¿Quiere seguir leyendo y parar de bailotear? Por el amor de
Seldon... -Colocó el mensaje bajo la nariz de Barr-. Vamos, léalo de nuevo. ¿A
qué se refiere con lo de «objetivos finales»?
-A la conquista de la Fundación. ¿Por qué? -¿Usted cree? Tal
vez se refiere a la conquista
del Imperio. Usted sabe que él lo considera el objetivo
final.
-¿Y qué si es así?
-¡Si es así! -La torcida sonrisa de Devers se perdió entre
su barba-. Vamos, preste atención y se lo diré.
Con un dedo volvió a introducir en la ranura la diminuta
hoja de pergamino ricamente adornada con el monograma. Desapareció con un
ligerísimo ruido, y el globo volvió a ser liso y entero. En algún lugar del
interior se ajustaron las engrasadas ruedecillas de sus controles al encajar
con movimientos precisos.
-Veamos, ¿verdad que no hay un sistema que permita abrir
esta cápsula sin conocer la característica personal de Riose?
-Para el Imperio, no -repuso Barr.
-Entonces, la evidencia que contiene es desconocida para
nosotros y absolutamente auténtica. -Para el Imperio, sí -dijo Barr.
-Y el Emperador puede abrirla, ¿verdad? Las características
personales de los funcionarios del Gobierno deben figurar en el archivo. Están
en la Fundación.
-Y también en la capital imperial -convino Barr. -Entonces,
si usted, un patricio siwenniano y Par del Reino, dice a ese Cleón, a ese
Emperador, que su loro favorito y su más brillante general se asocian para
derrocarle, y le entrega la cápsula como prueba, ¿cuáles cree que serán, en su
opinión, los «objetivos finales» de Brodrig?
Barr se sentó, pues se notaba débil.
-Espere, no puedo seguirle. -Se pasó la mano por la delgada
mejilla y añadió-: No está hablando en serio, ¿verdad?
-Claro que sí. -Devers estaba excitado-. Escuche: nueve de
los diez últimos emperadores fueron degollados o sus entrañas saltaron por obra
de alguno de sus generales que tenía grandes ideas en la cabeza. Usted mismo
me lo ha contado más de una vez. El bueno del Emperador nos creería tan aprisa
que a Riose le daría vueltas la cabeza.
Barr murmuró débilmente:
-Así que habla en serio. Por la Galaxia, hombre,
no pretenda resolver una crisis de Seldon con un plan tan
fantástico, complicado y poco práctico como éste. Suponga que nunca se hubiese
apoderado de la cápsula. Suponga que Brodrig no hubiera utilizado la palabra
«final». Seldon no depende del azar.
-Si el azar nos sale al encuentro, no hay ley que diga que
Seldon no debe aprovecharlo.
-Desde luego. Pero... -Barr se interrumpió, y después habló
con calma, conteniéndose visiblemente-. Escuche: en primer lugar, ¿cómo
llegará al planeta Trántor? Ignora su localización en el espacio y yo no
recuerdo las coordenadas, y menos aún las efemérides. Ni siquiera sabe nuestra
propia posición en el espacio.
-En el espacio es imposible perderse -sonrió Devers, que ya
estaba a los controles-. Bajaremos al planeta más próximo y volveremos con las
mejores cartas de navegación que puedan comprar los cien mil créditos de
Brodrig.
-Y con una ráfaga en la barriga. Nuestra descripción
personal ya habrá llegado a todos los planetas de esta parte del Imperio.
-Escuche, doctor -dijo pacientemente Devers-, no sea un
aguafiestas. Riose cree que mi nave se rindió con demasiada facilidad y,
hermano, no estaba bromeando. Esta nave tiene suficiente potencia y energía
como para escapar de todo lo que encontremos a este lado de la frontera. Y
además tenemos escudos personales. Los muchachos del Imperio no los
encontraron, simplemente porque era imposible.
-Muy bien -dijo Barr-, muy bien. Imaginemos que estamos en
Trántor. ¿Cómo conseguirá ver al Emperador? ¿Cree usted que tiene horas de
oficina?
-Esto ya lo pensaremos cuando estemos en Trántor -replicó
Devers.
Y Barr murmuró con impotencia
-De acuerdo. Hace medio siglo que deseo ver Trántor y no
quiero morir sin haberlo hecho. Adelante con su plan.
Devers conectó el motor hiperatómico. Las luces
relampaguearon y se produjo una ligera sacudida interior que marcó el cambio al
hiperespacio.
9. EN
TRANTOR
Las estrellas eran tan numerosas como la mala hierba en un
campo abandonado y, por primera vez, Lathan Devers encontró que los números
situados a la derecha de la coma decimal eran de primordial importancia para
calcular las órbitas a través de las hiperregiones. Existía cierta sensación de
claustrofobia en la necesidad de dar saltos no superiores a un año luz, y una
tremenda dureza en un firmamento que resplandecía ininterrumpidamente en todas
direcciones. Era como estar perdido en un mar de radiación.
Y en el centro de un núcleo de diez mil estrellas, cuya luz
rasgaba la oscuridad circundante, giraba el enorme planeta imperial, Trántor.
Pero era más que un planeta; era el latido vivo de un
imperio de veinte millones de sistemas estelares. Tenía una sola función: la
administración; un solo propósito; el gobierno; y un solo producto manufacturado:
la ley.
El mundo entero era una distorsión funcional. No había en su
superficie otros objetos vivos que el hombre, sus animales domésticos y sus
parásitos. No podía encontrarse ni una brizna de hierba ni un trozo de suelo
sin cubrir fuera de los doscientos kilómetros cuadrados que ocupaba el Palacio
Imperial. Fuera del recinto de Palacio no existía más agua que la contenida en
las vastas cisternas subterráneas que suministraban el líquido elemento a todo
un mundo.
El lustroso, indestructible e incorruptible material que
constituía la lisa superficie del planeta era el cimiento de las enormes
estructuras de metal que abarrotaban Trántor. Estas estructuras estaban conectadas
por aceras, unidas por corredores, divididas en oficinas, ocupadas en su parte
inferior por inmensos centros de venta al por menor que cubrían kilómetros
cuadrados, y en su parte superior por el centelleante mundo de las diversiones,
que cobraba vida todas las noches.
Era posible dar la vuelta al mundo de Trántor sin abandonar
este único edificio conglomerado ni ver la ciudad.
Una flota de naves superior en número a todas las flotillas
de guerra del Imperio descargaba diariamente en Trántor toda clase de
mercancías para alimentar a los cuarenta mil millones de seres humanos que
sólo daban a cambio el cumplimiento de la necesidad de desenredar las miríadas
de hilos que convergían en la administración central del Gobierno más complejo
que la humanidad conociera jamás.
Veinte mundos agrícolas eran el granero de Trántor. Un
universo era su servidor...
Fuertemente sostenida a ambos lados por enormes brazos de
metal, la nave comercial fue suavemente colocada en la gigantesca rampa que
conducía al hangar. Devers había encontrado el camino a través de las
múltiples complicaciones de un mundo concebido sobre el papel y dedicado al
principio del «cuestionario por cuadriplicado..
Hicieron el alto preliminar en el espacio, donde llenaron el
primero de un centenar de cuestionarios. Hubo cien interrogatorios, la
aplicación rutinaria de una sonda sencilla, la toma de fotografías de la nave,
el análisis de características de los dos hombres y su subsiguiente registro,
la búsqueda de contrabando, el pago del impuesto de entrada y, finalmente, la
cuestión de las tarjetas de identidad y el visado de estancia.
Ducem Barr era siwenniano y súbdito del Emperador, pero
Lathan Devers era un desconocido, sin los documentos necesarios. El funcionario
que les atendió estaba abrumado por aquella extraña situación, pero Devers no
podía entrar. De hecho, tendrían que retenerle para la investigación oficial.
De alguna parte brotaron cien créditos en billetes nuevos y
flamantes, garantizados por los dominios de Brodrig. El funcionario se. encogió
visiblemente, y su estado de agobio disminuyó. Apareció un nuevo impreso
procedente del casillero adecuado. Fue rellenado rápida y eficientemente, y la
característica de Devers quedó estampada en él.
Los dos hombres entraron en Trántor.
En el hangar, la nave comercial fue registrada,
fotografiada, anotada en el archivo; su contenido inventariado, copiadas las
tarjetas de identidad de los pasajeros y se pagó por ella el impuesto requerido
contra entrega de un recibo.
Y entonces Devers se encontró bajo el brillante y blanco
sol, en una terraza donde había mujeres que charlaban, niños que gritaban y hombres
que sorbían lánguidamente sus bebidas y escuchaban las noticias del Imperio
emitidas por gigantescos televisores.
Barr pagó por un periódico las monedas de iridio que le
pidieron. Era el Noticias Imperiales de Trántor, órgano oficial del Gobierno.
En la trastienda de la editorial sonaba el ruido de las máquinas que imprimían
ediciones extraordinarias, impulsadas desde las oficinas del Noticias
Imperiales, situadas a dieciséis mil kilómetros por corredor -a nueve mil por
avión-, del mismo modo que se imprimían simultáneamente diez millones de
ejemplares en las restantes editoriales del planeta.
Barr echó una mirada a los titulares y dijo en voz baja:
-¿Por dónde empezamos?
Devers intentó sacudirse la depresión que le embargaba. Se
hallaba en un universo muy alejado del suyo, en un mundo que le abrumaba con su
complejidad, entre gentes que hacían y decían cosas casi incomprensibles para
él. Las relucientes torres metálicas que le rodeaban y continuaban hasta el
horizonte en una interminable multiplicidad, le oprimían; la vida atareada e
indiferente de la gigantesca metrópoli le sumía en una terrible sensación de
aislamiento e insignificancia.
-Eso se lo dejo a usted, doctor -contestó.
Barr estaba tranquilo. Comentó en un murmullo: -Intenté decírselo,
pero es difícil de creer si no lo ve uno mismo. Ya lo sé. ¿Adivina cuántas
personas quieren ver diariamente al Emperador? Alrededor de un millón. ¿Sabe a
cuántas recibe? A unas diez. Tendremos que tantear al servicio civil, y eso
dificulta las cosas. Pero no podemos arriesgarnos a tratar con la
aristocracia.
-Tenemos casi cien mil créditos...
-Un solo Par del Reino nos costaría eso, y necesitaríamos
al menos tres o cuatro para llegar hasta el Emperador. Tal vez debamos acudir a
cincuenta comisionados y supervisores, pero sólo nos costarán unos cien
créditos cada uno. Yo seré quien hable. En primer lugar, no entenderían su
acento, y, en segundo lugar, usted no conoce la etiqueta del soborno imperial.
Es todo un arte, se lo aseguro. ¡Ah!
La tercera página del Noticias Imperiales traía lo que
buscaba, y pasó el periódico a Devers.
Devers leyó con lentitud. El vocabulario era extraño, pero
lo comprendió. Levantó la vista y sus ojos delataron lo preocupado que estaba.
Golpeó furiosamente la página con el dorso de la mano. -¿Cree que podemos
fiarnos de esto?
-Dentro de ciertos límites -repuso Barr con calma-. Es muy
improbable que hayan destruido la Flota de la Fundación. Seguramente ya han
dado esta noticia varias veces, si usan la acostumbrada técnica de deducir las
cosas desde una capital muy alejada del campo de batalla. Sin embargo,
significa que Riose ha ganado otra contienda, lo cual no sería de extrañar.
Dicen que ha conquistado Loris. ¿No se trata del planeta-capital del reino de
Loris?
-Sí -contestó Devers-, o de lo que era el reino de Loris. Y
no está ni a veinte parsecs de la Fundación. Doctor, hemos de trabajar muy
rápido.
Barr se encogió de hombros.
-No se puede ir de prisa en Trántor. Si lo intenta, lo más
probable es que acabe frente al cañón de un lanzarrayos atómico.
-¿Cuánto tiempo necesitaremos?
-Un mes, si tenemos suerte. Un mes y nuestros cien mil
créditos..., si es que son suficientes. Y eso suponiendo que al Emperador no se
le ocurra viajar a los Planetas Estivales, donde no recibe a ningún
peticionario.
-Pero la Fundación...
-...Tendrá cuidado de sí misma, como hasta ahora. Vamos,
habrá que pensar en la cena. Estoy hambriento. Después, la noche es nuestra, y
será mejor que la disfrutemos. Nunca más veremos Trántor o un mundo similar,
recuérdelo.
El delegado de las Provincias Exteriores abrió con
impotencia sus regordetas manos y contempló a los solicitantes a través de unas
gafas que no disimulaban su elevado grado de miopía.
-Pero es que el Emperador está indispuesto, caballeros. Es
realmente inútil llevar este asunto a mi superior. Hace una semana que Su
Majestad Imperial no concede audiencias.
-A nosotros nos recibirá -dijo Barr, fingiendo una total
confianza-. Sólo se trata de ver a un miembro del personal del secretario
privado.
-Imposible -dijo categóricamente el delegado-. Intentarlo me
costaría el puesto. Ahora bien, si pueden ser más explícitos en relación con
la naturaleza de su gestión, estoy dispuesto a ayudarles, pero, compréndanlo,
necesito algo más concreto, algo que pueda presentar a mi superior como una
razón de suficiente importancia como para llevar el asunto adelante.
-Si mi gestión pudiera ser sometida a alguna autoridad
inferior -sugirió Barr con suavidad-, no sería tan importante como para pedir
audiencia a Su Majestad Imperial. Le propongo que se arriesgue. Puedo decirle
que si Su Majestad Imperial concede a nuestro asunto la importancia que
nosotros le garantizamos que tiene, usted recibirá los honores que sin duda
merecerá si nos ayuda ahora.
-Sí, pero... -y el delegado se encogió de hombros.
-Es un riesgo -convino Barr-, pero, como es natural, todo
riesgo tiene sus compensaciones. Le estamos pidiendo un gran favor, pero ya nos
sentimos extremadamente agradecidos por su bondad al concedernos la oportunidad
de explicarle nuestro problema. Si nos permite expresar nuestra gratitud modestamente...
Devers frunció el ceño. Durante el mes anterior había oído
este mismo discurso, con ligeras variaciones, lo menos veinte veces. Terminaba
siempre
con la rápida aparición del oculto fajo de billetes. Pero
esta vez el epílogo fue diferente. Por regla general los billetes desaparecían
inmediatamente, pero en aquella ocasión permanecieron a la vista mientras el
delegado los contaba con lentitud, al tiempo que los inspeccionaba por ambos
lados. En su voz se advirtió un pequeño cambio
-Garantizados por el secretario privado, ¿eh? ¡Buen dinero!
-Volviendo al tema... -acosó Barr.
-No, espere -le interrumpió el delegado-, lo reanudaremos
poco a poco. Estoy muy interesado en la naturaleza de su gestión. Este dinero
es nuevo, y deben de tener mucho, pues se me ocurre que ya han visto a otros
funcionarios antes que a mí. Veamos, ¿de qué se trata?
-No comprendo adónde quiere ir a parar -dijo Barr.
-Pues verá, podría probarse que están ustedes en el planeta
ilegalmente, puesto que las tarjetas de identificación y entrada de su
silencioso amigo son realmente inadecuadas. No es súbdito del Emperador. -Niego
esta afirmación.
-¡No importa lo que usted haga! -dijo el delegado con
repentina brusquedad-. El funcionario que firmó las tarjetas por la suma de
cien créditos ha confesado, bajo presión, y sabemos más de lo que ustedes
creen.
-Si está insinuando, señor, que la suma que le hemos rogado
que acepte es insuficiente frente a los riesgos...
El delegado sonrió.
-Por el contrario, es más que suficiente. -Echó los billetes
a un lado-. Volviendo a lo que decía, el propio Emperador está interesado en su
caso. ¿No es cierto, señores, que hace poco fueron huéspedes del general Riose?
¿No es cierto también que han escapado de las manos de su ejército con asombrosa
facilidad? ¿No es cierto además que poseen una fortuna en billetes garantizados
por los dominios del señor Brodrig? En suma, ¿no es cierto que son un par de
espías y asesinos enviados aquí para...? Bien, ¡usted mismo nos dirá quién les
pagó y por qué!
-¿Sabe una cosa? -dijo Barr con ira contenida-. Niego el
derecho de acusarnos de crímenes a un insignificante funcionario. Nos vamos.
-No se irán. -El delegado se levantó, visiblemente
transformado-. No es necesario que contesten a ninguna pregunta ahora; lo
reservaremos para otro momento más indicado. Yo no soy un delegado; soy un
teniente de la policía imperial. Están arrestados.
Empuñaba un reluciente lanzarrayos cuando sonrió y dijo:
-Hoy hemos detenido a hombres más importantes que ustedes.
Estamos desarticulando una red de espionaje.
Devers sonrió entre dientes y llevó la mano lentamente a su
propia pistola. El teniente de policía amplió su sonrisa y pulsó los contactos.
El rayo chocó contra el pecho de Devers con precisión destructora, pero rebotó
inofensivamente en su escudo personal, convirtiéndose en chispeantes partículas
de luz.
Devers disparó a su vez, y la cabeza del teniente rodó por
el suelo al quedar separada del tronco que iba desapareciendo tras el impacto
del disparo. Aún sonreía cuando pasó por un haz de luz solar que entraba a
través del reciente agujero practicado en la pared.
Se marcharon por la puerta trasera. Devers dijo roncamente:
-De prisa, a la nave. Darán la alarma rápidamente.
-Profirió una maldición ahogada-. Otro plan que ha fracasado. Juraría que el
propio espíritu maligno del espacio está contra mí.
Una vez en el exterior se dieron cuenta de que una gran
muchedumbre rodeaba los enormes televisores. No tenían tiempo para esperar; no
hicieron caso de los gritos estentóreos que llegaban de modo intermitente a sus
oídos. Pero Barr agarró un ejemplar del Noticias Imperiales antes de
precipitarse al gigantesco hangar, donde la nave emergió rápidamente desde una
cavidad perforada en la pared de metal. -¿Podrá escapar de ellos? -preguntó
Barr.
Diez naves de la policía de tráfico persiguieron
salvajemente al aparato fugitivo que había salido en
forma correcta, controlado por radar, y quebrantado después
todas las leyes de velocidad existentes. Detrás de la policía, veloces naves
del servicio secreto despegaron en persecución de un aparato, cuidadosamente
descrito, tripulado por dos asesinos plenamente identificados.
-Fíjese en mí -dijo Devers, cambiando salvajemente al
hiperespacio, a tres mil kilómetros sobre la superficie de Trántor.
El cambio, tan cerca de una masa planetaria, dejó
inconsciente a Barr y produjo un terrible dolor a Devers, pero, unos años luz
más allá, el espacio que se abría sobre sus cabezas estaba desierto.
El orgullo de Devers por su nave no pudo ser contenido.
Exclamó
-No existe una sola nave imperial capaz de seguirme. -Y
añadió con amargura-: Pero no tenemos un lugar a donde ir, y nos es imposible
luchar contra ellos. ¿Qué podemos hacer? ¿Quién puede hacer algo efectivo?
Barr se movió ligeramente en su litera. El efecto del
hipercambio aún no había pasado, y le dolían todos los músculos. Dijo:
-Nadie tiene que hacer nada. Todo ha terminado. ¡Mire!
Alargó a Devers el ejemplar del Noticias Imperiales, y los
titulares fueron suficientes para el comerciante.
-Llamados a Trántor y arrestados... Riose y Brodrig
-murmuró Devers, mirando inquisitivamente a Barr-. ¿Por qué?
-El artículo no lo dice, pero ¿qué importa? La guerra con la
Fundación ha terminado y, en estos momentos, Siwenna está en plena revuelta.
Lea el artículo y se enterará. -Su voz se debilitaba-. Nos detendremos en
alguna de las provincias y sabremos más detalles. Si no le importa, voy a echar
un sueñecito.
Y así lo hizo.
A saltos de creciente magnitud, la nave comercial cruzaba
vertiginosamente la Galaxia de vuelta a la Fundación.
10.
TERMINA LA GUERRA
Lathan Devers se sentía incómodo en extremo y vagamente
resentido. Había recibido su condecoración y soportado con estoicismo la
ampulosa oratoria del alcalde durante la ceremonia en la que le impusieron la
cinta carmesí. Con aquello se terminó su parte en las celebraciones, pero,
naturalmente, las formalidades oficiales le obligaban a quedarse. Y fueron
sobre todo estas formalidades -del tipo que no le permitía bostezar a sus
anchas o colocar cómodamente el pie en el asiento de una silla- lo que le hizo
desear encontrarse de nuevo en el espacio, al que en realidad pertenecía.
La delegación siwenniana, con Ducem Barr como miembro
heroico, firmó la Convención, y Siwenna se convirtió en la primera provincia
que pasaba directamente del gobierno político del Imperio al gobierno
económico de la Fundación.
Cinco naves de línea imperiales -capturadas cuando Siwenna
se rebeló tras las líneas de la Flota fronteriza del Imperio- brillaban
enormes y macizas sobre sus cabezas, enviando un ruidoso saludo a su paso por
la ciudad.
Ahora ya no quedaba más que la bebida, la etiqueta y la
charla inconsecuente...
Oyó una voz que le llamaba. Era Forell, el hombre, pensó
fríamente Devers, que podía comprar a veinte como él con los beneficios de una
sola mañana, pero un Forell que ahora le hacía señas con amable
condescendencia.
Salió al balcón, donde soplaba el viento fresco de la noche,
y se inclinó cortésmente, aunque con el ceño fruncido. Barr también se
encontraba allí, sonriente. Le dijo:
-Devers, tiene que venir a defenderme. Me están acusando de
modestia, un horrible crimen totalmente antinatural.
-Devers -le interpeló Forell, quitándose el cigarro de la
boca-, el señor Barr pretende que el viaje de ustedes a la capital de Cleón no
tuvo nada que ver con la destitución de Riose.
-Nada en absoluto -fue la breve respuesta de Devers-. No
pudimos ver al Emperador. Los informes que obtuvimos durante nuestro regreso,
a propósito del juicio, eran pura invención. Corrían rumores de que el
general fue acusado ante el tribunal de intereses subversivos.
-¿Y era inocente?
-¿Riose? -intervino Barr-. ¡Sí! ¡Por la Galaxia, sí! Brodrig
fue un traidor en términos generales, pero era inocente de los cargos
específicos de que fue acusado. Fue una farsa judicial, pero necesaria,
previsible e inevitable.
-Supongo que psicohistóricamente necesaria -recalcó Forell
de forma sonora, con el acento humorístico de una larga familiaridad.
-Exacto. -Barr retornó a la seriedad-. No me di cuenta
antes, pero cuando todo terminó y pude..., bueno, leer las respuestas en el
libro, el problema apareció en toda su sencillez. Ahora podemos ver que el
trasfondo social del Imperio inicia guerras de conquista que son imposibles
para él. Bajo emperadores débiles cae en poder de generales que compiten entre
sí por un trono moribundo y sin valor. Bajo emperadores fuertes, el Imperio se
sume en una parálisis en la que la desintegración cesa en apariencia por el
momento, pero sólo a costa de toda posible evolución.
Forell gruñó entre dos bocanadas:
-No se expresa usted con claridad, señor Barr. Barr sonrió
lentamente.
-Supongo que no. Es la dificultad de no estar familiarizado
con la psicohistoria. Las palabras son pobres sustitutos de las ecuaciones
matemáticas. Pero, veamos...
Barr se quedó pensativo, mientras Forell se apoyaba en la
barandilla y Devers miraba el firmamento aterciopelado y pensaba con extrañeza
en Trántor. Entonces Barr prosiguió:
-Verá, señor; usted y Devers, y sin duda todo el mundo,
tenían la idea de que derrotar al Imperio significaba ante todo desunir al
Emperador y a su general. Usted y Devers, y todo el mundo, estaban en lo cierto,
de acuerdo con el principio de la desunión interna. Sin embargo, se equivocaban
al pensar que esta división interna podía provocarse mediante actos
individuales, inspiraciones del momento. Intentaron ustedes el soborno y las
mentiras. Apelaron a la ambición y al temor. Pero sus esfuerzos fueron vanos.
De hecho, las apariencias eran peores tras cada tentativa. Y mientras se
producían todas estas pequeñas oleadas, la marea-de Seldon continuaba
avanzando, en silencio, pero irresistiblemente.
Ducem Barr se volvió y contempló las luces de una ciudad en
fiesta. Añadió:
-Una mano muerta nos empujaba a todos, al poderoso general
y al gran Emperador, a mi mundo y al mundo de ustedes: la mano muerta de Hari
Seldon. El sabía que un hombre como Riose tenia que fracasar, ya que su mismo
éxito provocaba el fracaso, y cuanto mayor fuese el éxito, mayor sería el
fracaso.
Forell observó secamente:
-No puedo decir que se esté explicando con mayor claridad.
-Un momento -continuó Barr con énfasis-. Piense en la
situación. Es evidente que un general débil nunca nos hubiera puesto en
peligro. Tampoco lo hubiera hecho un general fuerte durante el reinado de un
emperador débil, porque hubiera dirigido sus armas hacia un blanco mucho más
provechoso. Los acontecimientos han demostrado que las tres cuartas partes de
los emperadores de los dos últimos siglos fueron generales y virreyes rebeldes
antes de ser tales emperadores. Así pues, sólo la combinación de un emperador
fuerte y un general fuerte puede perjudicar a la Fundación; porque un
emperador fuerte no puede ser destronado fácilmente, y un general fuerte se ve
obligado a dirigir su atención hacia fuera, más allá de las fronteras. Pero
¿qué es lo que mantiene fuerte a un emperador? ¿Por qué era fuerte Cleón? Es
evidente: era fuerte porque no toleraba súbditos fuertes. Un cortesano que se
enriquece demasiado y un general demasiado popular son peligrosos. Toda la
historia reciente del Imperio prueba
estos hechos a un emperador que sea lo bastante inteligente
como para ser fuerte. Riose obtuvo victorias, y por ello el Emperador concibió
sospechas. Todo el ambiente de los tiempos le obligaba a ser suspicaz. ¿Riose
rechazó un soborno? Muy sospechoso; habría ` motivos ocultos. ¿Su cortesano de
mayor confianza se inclinaba repentinamente a favor de Riose? Muy sospechoso;
habría motivos ocultos. Lo sospechoso no eran los actos individuales; cualquier
otra cosa lo hubiera sido. Por eso nuestros complots individuales fueron
innecesarios y bastante fútiles. Fue el éxito de Riose lo que despertó
sospechas. Y por su éxito fue destituido, acusado, condenado y asesinado. La
Fundación vuelve a ganar. Piénselo bien: no existe ninguna concebible
combinación de sucesos que no dé como resultado la victoria de la Fundación.
Era inevitable, cualquiera que fuese la actuación de Riose o la nuestra.
El magnate de la Fundación asintió gravemente con la cabeza.
-¡Así es! Pero ¿y si el Emperador y el general hubieran sido
la misma persona? ¿Qué me dice a eso? Este caso no lo ha previsto usted, por lo
que aún no ha probado su punto de vista.
Barr se encogió de hombros.
-No puedo probar nada. Carezco de conocimientos
matemáticos. Pero apelo a su razón. En un Imperio en el cual cada aristócrata,
cada hombre fuerte, cada pirata puede aspirar al trono -y, como enseña la
historia, a menudo con éxito-, ¿qué le ocurriría incluso a un emperador fuerte
excesivamente preocupado con guerras que tuvieran lugar en el extremo opuesto
de la Galaxia? ¿Por cuánto tiempo podría permanecer fuera de la capital antes
de que alguien iniciase una guerra civil y le obligase a regresar a casa? El
ambiente social del Imperio acortaría ese tiempo. Una vez dije a Riose que ni
con toda la fuerza del Imperio podría desviar la mano muerta de Hari Seldon.
-¡Bien, bien! -Forell estaba explosivamente satisfecho-.
Entonces usted opina que el Imperio ya no puede volver a amenazarnos.
-Eso creo -afirmó Barr-. Francamente, Cleón puede morir
antes de que acabe el año, y es seguro
que la disputa por la sucesión dará origen a la última
guerra civil del Imperio.
-En tal caso -dijo Forell-, ya no quedan enemigos.
Barr replicó, pensativo
-Hay una Segunda Fundación.
-¿Al otro extremo de la Galaxia? Tardarán siglos en llegar a
ellos.
Devers se volvió de improviso y se enfrentó a Forell, con
expresión sombría
-Tal vez haya enemigos internos.
-¿Usted cree? -preguntó fríamente Forell-. ¿Quién, por
ejemplo?
-Pues... la gente que quiere distribuir un poco la riqueza y
desea evitar que se concentre en manos que no son las que la producen.
¿Comprende lo que quiero decir?
Lentamente, la mirada de Forell perdió su desprecio y
expresó la misma cólera que brillaba en los ojos de Devers.
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